Cuentos Inolvidables Segun Juli - AA. VV PDF
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Cuentos Inolvidables Segun Juli - AA. VV PDF
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Ambrose Bierce
I
Desde un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba
correr rápidamente el agua veinte pies más abajo. El hombre tenía las manos
detrás de la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda, anudada al
cuello y amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la
altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes que
soportaban los rieles le prestaban un punto de apoy o a él y a sus ejecutores —dos
soldados rasos del ejército federal bajo órdenes de un sargento que, en la vida
civil, debió de haber sido subcomisario. No lejos de ellos, en la misma
plataforma improvisada, estaba un oficial del ejército llevando las insignias de su
grado. Era un capitán. En cada extremo había un centinela presentando armas, o
sea con el caño del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoy ada en
el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, posición poco natural que
obliga al cuerpo a mantenerse erguido. A estos dos hombres no parecía
concernirles lo que ocurría en medio del puente. Se limitaban a bloquear los
extremos de la plataforma de madera.
Delante de uno de los centinelas no había nada a la vista; la vía férrea se
internaba en un bosque a un centenar de y ardas; después, trazando una curva,
desaparecía. Un poco más lejos, sin duda, estaba un puesto de avanzada. En la
orilla, un campo abierto subía en suave pendiente hasta una empalizada de
troncos verticales con troneras para los fusiles y una sola abertura por la cual
salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A media distancia
de la colina entre el puente y el fortín estaban los espectadores: una compañía de
soldados de infantería, en posición de descanso, es decir con la culata de los
fusiles en el suelo, el caño ligeramente inclinado hacia atrás contra el hombro
derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la línea de soldados
estaba un teniente, con la punta del sable tocando tierra, la mano derecha encima
de la izquierda. Excepto los tres ejecutores y el condenado en el medio del
puente, nadie se movía. La compañía de soldados, frente al puente, miraba
fijamente, hierática. Los centinelas, frente a las márgenes del río, podían haber
sido estatuas que adornaban el puente. El capitán, con los brazos cruzados,
silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin hacer el menor gesto.
Cuando la muerte anuncia su llegada, debe ser recibida con ceremoniosas
muestras de respeto, hasta por los más familiarizados con ella. Para este
dignatario, según el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son
formas de la cortesía.
El hombre que se preparaban a ahorcar podría tener treinta y cinco años. Era
un civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos: nariz recta,
boca firme, frente amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás,
cay éndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba bigote
y barba en punta, pero no patillas; sus grandes ojos de color gris oscuro tenían
una expresión bondadosa que no hubiéramos esperado encontrar en un hombre
con la soga al cuello. Evidentemente, no era un vulgar asesino. El liberal código
del ejército prevé la pena de la horca para toda clase de personas, sin excluir a
las personas decentes.
Terminados sus preparativos, los dos soldados dieron un paso hacia los lados,
y cada uno retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El
sargento se volvió hacia el oficial, saludó, y se colocó inmediatamente detrás del
oficial. El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al
condenado y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres
durmientes del puente. El extremo donde se hallaba el civil alcanzaba casi, pero
no del todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el
peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su jefe,
el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado
habría de caer entre dos durmientes. Consideró que la combinación se
recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni
vendado los ojos. Examinó por un momento su vacilante punto de apoy o y dejó
vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos.
Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió
con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!
Cerró los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y en sus
hijos. El agua dorada por el sol naciente, la niebla que pesaba sobre el río contra
las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, el pedazo de
madera que flotaba, todo eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de una
nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento de los seres queridos,
escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender, un golpe seco, metálico,
que sonaba claramente como los martillazos de un herrero sobre el y unque. El
hombre se preguntó qué podía ser aquel ruido, si venía de muy cerca o de una
distancia incalculable —ambas hipótesis eran posibles—. Se reproducía a
intervalos regulares pero tan lentamente como las campanas que doblan a
muerte. Aguardaba cada llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con
aprensión. Los silencios se hacían progresivamente más largos; los retardos,
enloquecedores. Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su fuerza y
nitidez, hiriendo sus oídos como si le asestaran cuchilladas. Tuvo miedo de
gritar… Lo que oía era el tic-tac de su reloj.
Abrió los ojos y de nuevo oy ó correr el agua bajo sus pies. « Si lograra
libertar mis manos —pensó— llegaría a desprenderme del nudo corredizo y
saltar al río; zambulléndome, podría eludir las balas; nadando vigorosamente,
alcanzar la orilla; después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios
gracias, todavía está fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos todavía están fuera
del alcance del puesto más avanzado de los invasores» .
Mientras se sucedían estos pensamientos, aquí anotados en frases, que más
que provenir del condenado parecían proy ectarse como relámpagos en su
cerebro, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El sargento dio un paso al
costado.
II
Pey ton Farquhar, plantador de fortuna, pertenecía a una vieja y respetable
familia de Alabama. Propietario de esclavos, se ocupaba de política, como todos
los de su casta; fue, desde luego, uno de los primeros secesionistas y se consagró
con ardor a la causa de los Estados del Sud. Imperiosas circunstancias, que no es
el caso relatar aquí, impidieron que se uniera al valiente ejército cuy as
desastrosas campañas terminaron por la caída de Corinth, y se irritaba de esta
sujeción sin gloria, anhelando dar rienda libre a sus energías, conocer la vida más
intensa del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba seguro de que esa
ocasión llegaría para él, como llega para todo el mundo en tiempos de guerra.
Entre tanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía demasiado humilde
para la causa del Sud, ninguna aventura demasiado peligrosa si era compatible
con el carácter de un civil que tiene alma de soldado y que con toda buena fe y
sin demasiados escrúpulos admite en buena parte este refrán francamente
innoble: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban sentados en un banco rústico,
cerca de la entrada de su parque, un soldado de uniforme gris detuvo su caballo
en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar no deseaba otra cosa que
servirlo con sus blancas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su marido
se acercó al jinete cubierto de polvo y le pidió con avidez noticias del frente.
—Los y anquis están reparando las vías férreas —dijo el hombre— porque se
preparan para una nueva avanzada. Han alcanzado el puente del Búho, lo han
arreglado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden que
se ha fijado en carteles en todas partes, el comandante ha dispuesto que cualquier
civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, los túneles o los trenes, deberá
ser ahorcado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
—¿A qué distancia queda de aquí el puente del Búho? —preguntó Farquhar.
—A unas treinta millas.
—¿No hay ninguna tropa de este lado del río?
—Un solo piquete de avanzada a media milla, sobre la vía férrea, y un solo
centinela de este lado del puente.
—Suponiendo que un hombre —un civil, aficionado a la horca— esquive el
piquete de avanzada y logre engañar al centinela —dijo el plantador sonriendo—,
¿qué podría hacer?
El soldado reflexionó.
—Estuve allí hace un mes. La creciente del último invierno ha acumulado
gran cantidad de troncos contra el muelle, de este lado del puente. Ahora esos
troncos están secos y arderían como estopa.
En ese momento la dueña de casa trajo el vaso de agua. Bebió el soldado, le
dio las gracias ceremoniosamente, saludó al marido, y se alejó con su caballo.
Una hora después, caída la noche, volvió a pasar frente a la plantación en
dirección al Norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer
el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Cuando cay ó al agua desde el puente, Pey ton Farquhar perdió conciencia como
si estuviera muerto. De aquel estado le pareció salir siglos después por el
sufrimiento de una presión violenta en la garganta, seguido de una sensación de
ahogo. Dolores atroces, fulgurantes, atravesaban todas las fibras de su cuerpo de
la cabeza a los pies. Se hubiera dicho que recorrían las líneas bien determinadas
de su sistema nervioso y latían a un ritmo increíblemente rápido. Tenía la
impresión de que un torrente de fuego atravesaba su cuerpo. Su cabeza
congestionada estaba a punto de estallar. Estas sensaciones excluían todo
pensamiento, borraban lo que había de intelectual en él: sólo le quedaba la
facultad de sentir, y sentir era una tortura. Pero se daba cuenta de que se movía;
rodeado de un halo luminoso del cual no era más que el corazón ardiente, se
balanceaba como un vasto péndulo según arcos de oscilaciones inimaginables.
Después, de un solo golpe, terriblemente brusco, la luz que lo rodeaba subió hasta
el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido atroz en sus oídos, y todo fue
tinieblas y frío. Habiendo recuperado la facultad de pensar, supo que la cuerda se
había roto y que acababa de caer al río. Ya no aumentaba la sensación de
estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su cuello, a la par que lo
sofocaba, impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el
fondo de un río! Esta idea le pareció absurda. Abrió los ojos en las tinieblas y vio
una luz encima de él, ¡pero de tal modo lejana, de tal modo inaccesible! Se
hundía siempre, porque la luz disminuía cada vez más hasta convertirse en un
pálido resplandor. Después aumentó de intensidad y comprendió de mala gana
que remontaba a la superficie, porque ahora estaba muy cómodo. « Ser
ahorcado y ahogado —pensó—, y a no está tan mal. Pero no quiero que me
fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo» .
Aunque inconsciente del esfuerzo, un agudo dolor en las muñecas le indicó
que trataba de zafarse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como un
espectador ocioso podría mirar la hazaña de un malabarista sin interesarse en el
resultado. Qué magnifico esfuerzo. Qué espléndida, sobrehumana energía. Ah,
era una tentativa admirable. ¡Bravo! Cay ó la cuerda: sus brazos se apartaron y
flotaron hasta la superficie. Pudo distinguir vagamente sus manos de cada lado,
en la luz creciente. Con nuevo interés las vio aferrarse al nudo corredizo.
Quitaron salvajemente la cuerda, la arrojaron lejos, con furor, y sus
ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. « ¡Ponedla de nuevo,
ponedla de nuevo!» . Le pareció gritar estas palabras a sus manos porque después
de haber deshecho el nudo tuvo el dolor más atroz que había sentido hasta
entonces. El cuello lo hacía sufrir terriblemente; su cerebro ardía; su corazón, que
palpitaba apenas, estalló de pronto como si fuera a salírsele por la boca. Una
angustia intolerable torturó y retorció su cuerpo entero. Pero sus manos
desobedientes no hicieron caso de la orden. Golpeaban el agua con vigor, en
rápidas brazadas, de arriba abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza.
La claridad del sol lo encegueció; su pecho se dilató convulsivamente. Después,
dolor supremo y culminante, sus pulmones tragaron una gran bocanada de aire
que inmediatamente exhalaron en un grito.
Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos; eran, en verdad,
sobrenaturalmente vivos y sutiles. La perturbación atroz de su organismo los
había de tal modo exaltado y refinado que registraban cosas nunca percibidas
hasta entonces. Sentía los cabrilleos del agua sobre su rostro, escuchaba el ruido
que hacía cada olita al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y
distinguía cada árbol, cada hoja con todas sus nervaduras, y hasta los insectos que
alojaba: langostas, moscas de cuerpo luminoso, arañas grises que tendían su tela
de ramita en ramita. Observó los colores del prisma en todas las gotas de rocío
sobre un millón de briznas de hierba. El bordoneo de los moscardones que
bailaban sobre los remolinos, el batir de alas de las libélulas, las zancadas de las
arañas acuáticas como remos que levantan un bote, todo eso era para él una
música perfectamente audible. Un pez resbaló bajo sus ojos y escuchó el
deslizamiento de su propio cuerpo que hendía la corriente.
Había emergido boca abajo en el agua. En un instante, el mundo pareció
girar con lentitud a su alrededor. Vio el puente, el fortín, vio a los centinelas, al
capitán, a los dos soldados rasos, sus ejecutores, cuy as siluetas se destacaban
contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial
blandía su revólver pero no disparaba; los otros estaban sin armas. Sus
movimientos parecían grotescos; sus formas, gigantescas.
De pronto oy ó una detonación breve y un objeto golpeó vivamente el agua a
pocas pulgadas de su cabeza, salpicándole el rostro. Oy ó una segunda detonación
y vio que uno de los centinelas aún tenía el fusil al hombro: de la boca del caño
subía una ligera nube de humo azul. El hombre en el río vio los ojos del hombre
en el puente que se detenían en los suy os a través de la mira del fusil. Al observar
que los ojos del centinela eran grises, recordó haber leído que los ojos grises eran
muy penetrantes, que todos los tiradores famosos tenían ojos de ese color. Sin
embargo, aquél no había dado en el blanco.
Un remolino lo hizo girar en sentido contrario; de nuevo tenía a la vista el
bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Una voz clara resonó tras él, en una
cadencia monótona, y llegó a través del agua con tanta nitidez que dominó y
apagó todo otro ruido, hasta el chapoteo de las olitas en sus orejas. Sin ser
soldado, había frecuentado bastante los campamentos para conocer la terrible
significación de aquella lenta, arrastrada, aspirada salmodia: en la orilla, el oficial
cumplía su labor matinal. Con qué frialdad implacable, con qué tranquila
entonación, que presagiaba la calma de los soldados y les imponía la suy a, con
qué precisión en la medida de los intervalos, cay eron estas palabras crueles:
—¡Atención, compañía!… ¡Armas al hombro!… ¡Listos!… ¡Apuntar!…
¡Fuego!
Farquhar se hundió, se hundió tan profundamente como pudo. El agua gruñó
en sus oídos como la voz del Niágara. Escuchó sin embargo el trueno ensordecido
de la salva y, mientras subía a la superficie, encontró pedacitos de metal brillante,
extrañamente chatos, oscilando hacia abajo con lentitud. Algunos le tocaron el
rostro y las manos, después continuaron descendiendo. Uno de ellos se alojó
entre su pescuezo y el cuello de la camisa: era de un calor desagradable, y
Farquhar lo arrancó vivamente.
Cuando llegó a la superficie, sin aliento, comprobó que había permanecido
mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos —cerca
de la salvación. Los soldados casi habían terminado de cargar nuevamente sus
armas; las baquetas de metal centellearon al sol, mientras los hombres las
sacaban del caño de sus fusiles y las hacían girar en el aire antes de ponerlas en
su lugar. Otra vez tiraron los centinelas, y otra vez erraron el blanco.
El perseguido vio todo esto por arriba del hombro. Ahora nadaba con energía
a favor de la corriente. Su cerebro no era menos activo que sus brazos y sus
piernas; pensaba con la rapidez del relámpago.
« El teniente —razonaba— no cometerá este error por segunda vez. Es el
error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es tan
fácil esquivar una salva como un solo tiro? Ahora, sin duda, ha dado orden de
tirar como quieran. ¡Dios me proteja, no puedo escaparles a todos!» .
A dos y ardas hubo el atroz estruendo de una caída de agua seguido de un
ruido sonoro, impetuoso, que se alejó diminuendo y pareció propagarse en el aire
en dirección al fortín donde murió en una explosión que sacudió las
profundidades mismas del río. Se alzó una muralla líquida, se curvó por encima
de él, se abatió sobre él, lo encegueció, lo estranguló. ¡El cañón se había unido a
las demás armas! Como sacudiera la cabeza para desprenderla del tumulto del
agua herida por el obús, oy ó que el proy ectil desviado de su tray ectoria roncaba
en el aire delante de él y segundos después hacía pedazos las ramas de los
árboles, allí cerca, en el bosque.
« No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla.
Debo mantener los ojos fijos en la pieza: el humo me indicará. La detonación
llega demasiado tarde; se arrastra detrás del proy ectil. Es un buen cañón» .
De pronto se sintió dar vueltas y vueltas en el mismo punto: giraba como un
trompo. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora
lejanos, todo se mezclaba y se esfumaba. Los objetos y a no estaban
representados sino por sus colores; bandas horizontales de color era todo lo que
veía. Atrapado por un remolino, avanzaba con un movimiento circulatorio tan
rápido que se sentía enfermo de vértigo y náuseas. Momentos después se
encontró arrojado contra la orilla izquierda del río —la orilla austral—, detrás de
un montículo que lo ocultaba de sus enemigos. Su inmovilidad súbita, el roce de
una de sus manos contra el pedregullo, le devolvieron el uso de sus sentidos y
lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena y se la echó a puñados sobre el
cuerpo bendiciéndola en alta voz. Para él era diamantes, rubíes, esmeraldas; no
podía pensar en nada hermoso que no se le pareciera. Los árboles de la orilla
eran gigantescas plantas de jardín; advirtió un orden determinado en su
disposición, respiró el perfume de sus flores. Una luz extraña, rosada, brillaba
entre los troncos, y el viento producía en su follaje la música armoniosa de un
arpa eolia. No deseaba terminar de evadirse; le bastaba quedarse en ese lugar
encantador hasta que lo capturaran.
El silbido y el estruendo de la metralla en las ramas por encima de su cabeza
lo arrancó de su ensueño. El artillero decepcionado le había enviado al azar una
descarga de adiós. Se levantó de un salto, remontó precipitadamente la pendiente
de la orilla, se internó en el bosque.
Caminó todo aquel día, guiándose por la marcha del sol. El bosque parecía
interminable; por ninguna parte un claro, ni siquiera el sendero de un leñador.
Había ignorado que viviera en una región tan salvaje, y había en esta revelación
algo sobrenatural.
Continuaba avanzando al caer la noche, con los pies heridos, fatigado,
hambriento. Lo sostenía el pensamiento de su mujer y de sus hijos. Terminó por
encontrar un camino que lo conducía en la buena dirección. Era tan ancho y
recto como una calle urbana, y sin embargo daba la impresión de que nadie
hubiese pasado por él. Ningún campo lo bordeaba; por ninguna parte una
vivienda. Nada, ni siquiera el aullido de un perro, sugería una habitación humana.
Los cuerpos negros de los grandes árboles formaban dos murallas rectilíneas que
se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama en una lección de
perspectiva. Por encima de él, como alzara los ojos a través de aquella brecha en
el bosque, vio brillar grandes estrellas de oro que no conocía, agrupadas en
extrañas constelaciones. Tuvo la certeza de que estaban dispuestas de acuerdo
con un orden que ocultaba un maligno significado. De cada lado del bosque le
llegaban ruidos singulares entre los cuales, una vez, dos veces, otra vez aún,
percibió nítidamente susurros en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo, lo encontró terriblemente hinchado. Sabía que
la cuerda lo había marcado con un círculo negro. Tenía los ojos congestionados;
no lograba cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; sacándola entre los
dientes y exponiéndola al aire fresco, apaciguó su fiebre. Qué suave tapiz había
extendido el césped a lo largo de aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo
bajo los pies.
A despecho de sus sufrimientos, sin duda, se ha dormido mientras camina,
porque ahora contempla otra escena —tal vez acaba de salir de una crisis
delirante—. Se encuentra ante la verja de su casa. Todo está como lo ha dejado,
todo resplandece de belleza bajo el sol matinal. Ha debido de caminar la noche
entera. Mientras abre las puertas de la verja y asciende por la gran avenida
blanca, ve flotar ligeras vestiduras: su mujer, con el rostro fresco y dulce, baja a
la galería y le sale al encuentro, deteniéndose al pie de la escalinata con una
sonrisa de inefable júbilo, en una actitud de gracia y dignidad inigualables. ¡Ah,
cómo es de hermosa! Él se lanza en su dirección, los brazos abiertos. En el
instante mismo que va a estrecharla contra su pecho, siente en la nuca un golpe
que lo aturde. Una luz blanca y enceguecedora flamea a su alrededor con un
ruido semejante al estampido del cañón —y después todo es tinieblas y silencio.
Pey ton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba
suavemente de uno a otro extremo de las maderas del puente del Búho.
I
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de
Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle
Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-
American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero
también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo
hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos
demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera
persona, cuy o narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas
contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores—
la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor,
el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es
inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares
recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la
cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le
pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-
American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que
habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas
páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras
del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre
Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas
las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr… Antes de irse, me
dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna
incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo
eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase.
El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la
vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No
constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en
palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque —tal vez— literariamente
inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de
la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una
ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son
abominables (mirrors and father-hood are hateful) porque lo multiplican y lo
divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los
pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosos índices
cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de
Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American
Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups)
era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas
cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto
(como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos
después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo
haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy
había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal
vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono
general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Reley éndolo,
descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los
catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres —
Jorasán, Armenia, Erzerum—, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De
los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más
bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero
sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma
región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del
Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los
caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica
(página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo XIII, los
ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y
donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura
era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de
carácter fantástico y que sus epopey as y sus ley endas no se referían jamás a la
realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön… La
bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora,
aunque el tercero —Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874—
figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch[1] . El primero, Lesbare
und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de
1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par
de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey
(Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a
principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz —
que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas,
catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e
historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la
enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos
Mastronardi (a quien y o había referido el asunto) advirtió en una librería de
Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American
Cyclopaedia… Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el
menor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los
ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas
madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad,
como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que y a era entonces.
Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo
que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por
unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había
estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que
empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían
ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez,
taciturnamente… Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de
matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo.
Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se
escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas
duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese
trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años
que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región…
Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra
gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se
dijo —Dios me perdone— de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no
estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un
aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado.
Era un libro en octavo may or. Ashe lo dejó en el bar, donde —meses después—
lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no
describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y
Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se
abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los
cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro
estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de
cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First
Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni
de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de
las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis
Tertius. Hacía dos años que y o había descubierto en un tomo de cierta
enciclopedia pirática una somera descripción de un falso país; ahora me
deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un
vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus
arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus
lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus
peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica.
Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el « onceno tomo» de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y
precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo y a clásico de la N. R. F., ha negado que
existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han
refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las
pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las
bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Rey es, harto de esas
fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la
obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem.
Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese
arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a
Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor —de un
infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia— ha sido descartada
unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad
secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de
químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por
un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas
diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la
invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución
de cada escritor es infinitesimal. Al principio se crey ó que Tlön era un mero
caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un
cosmos y las íntimas ley es que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo
provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno
Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido
y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han
divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; y o pienso
que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la
continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para
su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la
menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo
verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese
planeta son —congénitamente— idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su
lenguaje —la religión, las letras, la metafísica— presuponen el idealismo. El
mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie
heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay
sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas
« actuales» y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o
prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que
corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o
lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su
orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce
con brevedad: upa tras perfluy ue lunó. Upward, behind the onstreaming it
mooned).
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del
hemisferio boreal (de cuy a Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno
Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El
sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-
claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del cielo o cualquier otra
agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real;
el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el
mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y
disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces,
la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter
visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los
hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa
trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por
un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse
con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito.
Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra
integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la
realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su
número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de
las lenguas indoeuropeas —y otros muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola
disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los
hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos
mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el
tiempo. Spinoza atribuy e a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y
del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la y uxtaposición del primero (que
sólo es típico de ciertos estados) y del segundo —que es un sinónimo perfecto del
cosmos—. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en
el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo
incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es
considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un
hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto,
que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es
irreductible: el mero hecho de nombrarlo —id est, de clasificarlo— importa un
falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön —ni siquiera
razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable
número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el
hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego
dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan
los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los
metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el
asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben
que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del
universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase « todos los aspectos» es
rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los
pretéritos. Tampoco es licito el plural « los pretéritos» , porque supone otra
operación imposible… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo:
razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como
esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo
presente [2] . Otra escuela declara que ha transcurrido y a todo el tiempo y que
nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y
mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo —y en
ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— es la escritura que
produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el
universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los
símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que
mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre
es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el
materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que
fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa
tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo[3] ideó el sofisma de las
nueve monedas de cobre, cuy o renombre escandaloso equivale en Tlön al de las
aporías eleáticas. De ese « razonamiento especioso» hay muchas versiones, que
varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre.
El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la
lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes
de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca
quería deducir de esa historia la realidad —id est la continuidad— de las nueve
monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las
monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde
del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que
han existido —siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los
hombres— en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la
entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar
la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el
empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a
todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una
petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras
monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda,
jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida
circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que
se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el
martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una
especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que
en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No seria ridículo —
interrogaron— pretender que ese dolor es el mismo?[4] Dijeron que al
heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina
categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y
otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir
asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de
enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de
tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma
que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del
universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z
descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos
en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras… El onceno
tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de
ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la
posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la
posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y
lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen
de Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la
táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base
de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las
paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo
circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos.
Acentúan la importancia de los conceptos de may or y menor, que nuestros
matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman que la operación de contar
modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de
que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual,
es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de
la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es
raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha
establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es
anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles —el Tao Te
King y las 1001 Noches, digamos—, las atribuy e a un mismo escritor y luego
determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres…
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento,
con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica
invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una
doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es
infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos
perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada;
la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su
expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma
desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales
de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente
apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos
fueron estériles. El modus operandi, sin embargo, merece recordación. El
director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo
lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran
un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les
mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó
que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y
el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha
posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro
colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuy o director murió
casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron —o
produjeron— una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de
barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho
que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos
que conocieran la naturaleza experimental de la busca… Las investigaciones en
masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales
y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo)
ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y
hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el
porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado —los hrönir
derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön— exageran las
aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se
confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que
los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado y a
empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa
producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de
oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los
detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que
perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A
veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
Truman Capote
Leonora Carrington
Felisberto Hernández
De esos días siempre recuerdo primero las vueltas en un bote alrededor de una
pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas
no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora
Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera algo;
pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía que
quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener
esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar
siempre las mismas gotas. Pero y a sabía que, en otras vueltas del bote, volvería a
descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira confundida
entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las palabras que me
vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y deslizándose con el
esfuerzo de mis manos doloridas.
Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido de la
señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar vueltas
por allí y me llamaba en la noche —si había luna— para dar vueltas de nuevo.
Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides —el novio de la
sobrina de la señora Margarita— me dijo que ella había perdido al marido en un
precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche que
llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos « la avenida
de agua» , del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras
cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del patio para que
después fuera una isla. Además y o pensaba que los movimientos de la cabeza de
la señora Margarita —en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la
isla al libro— no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas.
También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los
vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran
vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para
encerrar el silencio en que se conserva a los muertos.
Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me gustaba
saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar
diferentes cometidos: primero fue casa de campo; después instituto astronómico;
pero como el telescopio que habían pedido a Norteamérica lo tiraron al fondo del
mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por último
la señora Margarita la compró para inundarla.
Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, y o envolvía a esta señora con
sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una
simplicidad desnuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la
noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a
veces ella hacía una carraspera rara, como un suspiro ronco.
Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me
había hecho pasar de la miseria a esta opulencia, vivía en una tranquilidad
generosa y ella se prestaba —como prestaría el lomo una elefanta blanca a un
viajero— para imaginar disparates entretenidos. Además, aunque ella no me
preguntaba nada sobre mi vida, en el instante de encontrarnos, levantaba las
cejas como si se le fueran a volar, y sus ojos, detrás de los vidrios, parecían
decir: « ¿Qué pasa, hijo mío?» .
Por eso y o fui sintiendo por ella una amistad equivocada; y si ahora dejo libre
mi memoria se me va con esta primera señora Margarita; porque la segunda, la
verdadera, la que conocí cuando ella me contó su historia, al fin de la temporada,
tuvo una manera extraña de ser inaccesible.
Pero ahora y o debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero
principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos.
Alcides me encontró en Buenos Aires en un día que y o estaba muy débil, me
invitó a un casamiento y me hizo comer de todo. En el momento de la
ceremonia, pensó en conseguirme un empleo y, ahogado de risa, me habló de
una « atolondrada generosa» que podía ay udarme. Y al final me dijo que ella
había mandado inundar una casa según el sistema de un arquitecto sevillano que
también inundó otra para un árabe que quería desquitarse de la sequía del
desierto. Después Alcides fue con la novia a la casa de la señora Margarita, le
habló mucho de mis libros y por último le dijo que y o era un « sonámbulo de
confianza» . Ella decidió contribuir, enseguida, con dinero; y en el verano
próximo, si y o sabía remar, me invitaría a la casa inundada. No sé por qué causa,
Alcides no me llevaba nunca; y después ella se enfermó. Ese verano fueron a la
casa inundada antes que la señora Margarita se repusiera y pasaron los primeros
días en seco. Pero al darle entrada al agua me mandaron llamar. Yo tomé un
ferrocarril que me llevó hasta una pequeña ciudad de la provincia, y de allí a la
casa fui en auto. Aquella región me pareció árida, pero al llegar la noche pensé
que podía haber árboles escondidos en la oscuridad. El chofer me dejó con las
valijas en un pequeño atracadero donde empezaba el canal, « la avenida de
agua» , y tocó la campana, colgada de un plátano; pero y a se había desprendido
de la casa la luz pálida que traía el bote. Se veía una cúpula iluminada y al lado
un monstruo oscuro tan alto como la cúpula. (Era el tanque del agua). Debajo de
la luz venía un bote verdoso y un hombre de blanco que me empezó a hablar
antes de llegar. Me conversó durante todo el tray ecto (fue él quien me dijo lo de
la fuente llena de tierra). De pronto vi apagarse la luz de la cúpula. En ese
momento el botero me decía: « Ella no quiere que tiren papeles ni ensucien el
piso de agua. Del comedor al dormitorio de la señora Margarita no hay puerta, y
una mañana en que se despertó temprano vio venir nadando desde el comedor un
pan que se le había caído a mi mujer. A la dueña le dio mucha rabia y le dijo que
se fuera inmediatamente y que no había cosa más fea en la vida que ver nadar
un pan» .
El frente de la casa estaba cubierto de enredaderas. Llegamos a un zaguán
ancho de luz amarillenta y desde allí se veía un poco del gran patio de agua y la
isla. El agua entraba en la habitación de la izquierda por debajo de una puerta
cerrada. El botero ató la soga del bote a un gran sapo de bronce afirmado en la
vereda de la derecha y por allí fuimos con las valijas hasta una escalera de
cemento armado. En el primer piso había un corredor con vidrieras que se
perdían entre el humo de una gran cocina, de donde salió una mujer gruesa con
flores en el moño. Parecía española. Me dijo que la señora, su ama, me recibiría
al día siguiente; pero que esa noche me hablaría por teléfono.
Los muebles de mi habitación, grandes y oscuros, parecían sentirse
incómodos entre paredes blancas atacadas por la luz de una lámpara eléctrica sin
esmerilar y colgada desnuda, en el centro de la habitación. La española levantó
mi valija y le sorprendió el peso. Le dije que eran libros. Entonces empezó a
contarme el mal que le había hecho a su ama « tanto libro» ; y « hasta la habían
dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran» . Yo debo haber hecho algún gesto
por la molestia de la luz.
—¿A usted también le incomoda la luz? Igual que a ella.
Fui a encender una portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra
agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás de la
portátil, y lo atendió la española. Decía muchos « sí» y las pequeñas flores
blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella
sujetaba las palabras que se asomaban a la boca con una sílaba o un chistido. Y
cuando colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio.
Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero y o, preocupado de
cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un
mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocillo de café de entre la luz
llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me llamaría por
teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre, pero sonó en
un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó por mi viaje
y mi cansancio con voz agradable y tenue. Yo le respondí con fuerza separando
las palabras.
—Hable naturalmente —me dijo—, y a le explicaré por qué le he dicho a
María (la española) que estoy sorda. Quisiera que usted estuviera tranquilo en
esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo
que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus ahorros
y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se publicaban. No he
querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir; soy susceptible; pero y a
hablaremos…
Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que al día siguiente me
llamara a las seis. Esa primera noche, en la casa inundada, estaba intrigado con
lo que la señora Margarita tendría que decirme, me vino una tensión extraña y no
podía hundirme en el sueño. No sé cuándo me dormí. A las seis de la mañana, un
pequeño golpe de timbre, como la picadura de un insecto, me hizo saltar en la
cama. Esperé, inmóvil, que aquello se repitiera. Así fue. Levanté el tubo del
teléfono.
—¿Está despierto?
—Es verdad.
Después de combinar la hora de vernos me dijo que podía bajar en piy ama y
que ella me esperaría al pie de la escalera. En aquel instante me sentí como el
empleado al que le dieran un momento libre.
En la noche anterior, la oscuridad me había parecido casi toda hecha de
árboles; y ahora, al abrir la ventana, pensé que ellos se habrían ido al amanecer.
Sólo había una llanura inmensa con un aire claro; y los únicos árboles eran los
plátanos del canal. Un poco de viento les hacía mover el brillo de las hojas; al
mismo tiempo se asomaban a la « avenida de agua» tocándose disimuladamente
las copas. Tal vez allí podría empezar a vivir de nuevo con una alegría perezosa.
Cerré la ventana con cuidado, como si guardara el paisaje nuevo para mirarlo
más tarde.
Vi, al fondo del corredor, la puerta abierta de la cocina y fui a pedir agua
caliente para afeitarme en el momento que María le servía café a un hombre
joven que dio los « buenos días» con humildad; era el hombre del agua y
hablaba de los motores. La española, con una sonrisa, me tomó de un brazo y me
dijo que me llevaría todo a mi pieza. Al volver, por el corredor, vi al pie de la
escalera —alta y empinada— a la señora Margarita. Era muy gruesa y su
cuerpo sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado.
Tenía la cabeza baja porque leía unos papeles, y su trenza, alrededor de la
cabeza, daba la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de
una rápida mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese
instante hasta el momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies
en la escalera empezó a mirar sin disimulo y y o descendía con la dificultad de un
líquido espeso por un embudo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que
y o llegara abajo. Y me dijo:
—Usted no es como y o me lo imaginaba… siempre me pasa eso. Me costará
mucho acomodar sus cuentos a su cara.
Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirmativos como un caballo al que
le molestara el freno. Y le contesté:
—Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará.
Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de los
remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la respiración
entrecortada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el respaldo hacia mí. Me
decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de madres y no podría
hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y los dos mirábamos
la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de un gran error; y o no
era botero y aquel peso era monstruoso. Ella seguía pensando en el asilo de
madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la pequeñez de mis manos.
En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos casi pegados al respaldo de
su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena de agujeritos, como los de un
panal, me hicieron acordar de una peluquería a la que me llevaba mi abuelo
cuando y o tenía seis años. Pero estos agujeros estaban llenos de bata blanca y de
la gordura de la señora Margarita. Ella me dijo:
—No se apure; se va a cansar enseguida.
Yo aflojé los remos de golpe, caí como en un vacío dichoso y me sentí por
primera vez deslizándome con ella en el silencio del agua. Después tuve cierta
conciencia de haber empezado a remar de nuevo. Pero debe haber pasado largo
tiempo. Tal vez me hay a despertado el cansancio. Al rato ella me hizo señas con
una mano, como cuando se dice adiós, pero era para que me detuviera en el sapo
más próximo. En toda la vereda que rodeaba al lago había esparcido sapos de
bronce para atar el bote. Con gran trabajo y palabras que no entendí, ella sacó el
cuerpo del sillón y lo puso de pie en la vereda. De pronto nos quedamos
inmóviles, y fue entonces cuando hizo por primera vez la carraspera rara, como
si arrastrara algo, en la garganta, que no quisiera tragar y que al final era un
suspiro ronco. Yo miraba el sapo al que habíamos amarrado el bote pero veía
también los pies de ella, tan fijos como los otros dos sapos. Todo hacía pensar que
la señora Margarita hablaría. Pero también podía ocurrir que volviera a hacer la
carraspera rara. Si la hacía o empezaba a conversar y o soltaría el aire que
retenía en los pulmones para no perder las primeras palabras. Después la espera
se fue haciendo larga y y o dejaba escapar la respiración como si fuera abriendo
la puerta de un cuarto donde alguien duerme. No sabía si esa espera quería decir
que y o debía mirarla; pero decidí quedarme inmóvil todo el tiempo que fuera
necesario. Me encontré de nuevo con el sapo y los pies, y puse mi atención en
ellos sin mirar directamente. La parte aprisionada en los zapatos era pequeña;
pero después se desbordaba la gran garganta blanca y la pierna rolliza y blanda
con ternura de bebé que ignora sus formas; y la idea de inmensidad que había
encima de aquellos pies era como el sueño fantástico de un niño. Pasé demasiado
tiempo esperando la carraspera; y no sé en qué pensamientos andaría cuando oí
sus primeras palabras. Entonces tuve la idea de que un inmenso jarrón se había
ido llenando silenciosamente y ahora dejaba caer el agua con pequeños ruidos
intermitentes.
—Yo le prometí hablar… pero hoy no puedo… tengo un mundo de cosas en
que pensar…
Cuando dijo « mundo» , y o, sin mirarla, me imaginé las curvas de su cuerpo.
Ella siguió:
—Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente.
Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el labio
superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros y se
adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes.
—Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es.
Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí
mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro.
Entonces empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo
de aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se
habían cerrado y se abultaban avergonzados. Los labios empezaron a cubrir los
dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que y a había
visto antes en faroles chinos. Hubo un silencio como de mal entendido y uno de
sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido volver
unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido distinto. Las palabras que y o
había dicho mostraban un fondo de insinuación grosera que me llenaba de
amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se volvía un espacio
ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para rechazarme. Eso era una
pena, porque y o las había empezado a querer. Pero de pronto la señora Margarita
dijo:
—Deténgase en la escalera y vay a a su cuarto. Creo que luego tendré
muchas ganas de conversar con usted.
Entonces y o miré unos reflejos que había en el lago y sin ver las plantas me
di cuenta de que me eran favorables; y subí contento aquella escalera casi
blanca, de cemento armado, como un chiquilín que trepara por las vértebras de
un animal prehistórico.
Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva del
ropero y sonó el teléfono:
—Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando y o
le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su habitación y
y o no lo molestaré más hasta que pasen dos días.
Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que
rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a hablar.
Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de pereza,
de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el marido de
ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en comprender a los
demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y otro
poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir
desconfiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoísmo; cuando estaba
con ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me
dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no,
podría ocurrir, que mientras y o vivía cerca de ella, con un descuido encantado,
esa comprensión se formara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y
cuando estuviera en mi pieza entregado a mis lecturas, miraría también la
llanura, sin acordarme de la señora Margarita. Y desde allí, sin ninguna malicia,
robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el
verano.
Pero ocurrieron otras cosas.
Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus ojos y
sus dedos seguían las curvas que representaban los caños del agua incrustados
sobre las paredes y debajo de los pisos como gusanos que las hubieran
carcomido. Él no me había visto, a pesar de que sus pelos revueltos parecían
desconfiados y apuntaban en todas direcciones. Por fin levantó los ojos. Tardó en
cambiar la idea de que me miraba a mí en vez de lo que había en los planos y
después empezó a explicarme cómo las máquinas, por medio de los caños,
absorbían y vomitaban el agua de la casa para producir una tormenta artificial.
Yo no había presenciado ninguna de las tormentas; sólo había visto las sombras de
algunas planchas de hierro que resultaron ser bocas que se abrían y cerraban
alternativamente, unas tragando y otras echando agua. Me costaba comprender
la combinación de algunas válvulas; y el hombre quiso explicarme todo de
nuevo. Pero entró María:
—Ya sabes tú que no debes tener a la vista esos caños retorcidos. A ella le
parecen intestinos… y puede llegarse hasta aquí, como el año pasado… —y
dirigiéndose a mí—: Por favor, usted oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá que esta
noche tendremos « velorio» … Sí, ella pone velas en unas budineras que deja
flotando alrededor de la cama y se hace la ilusión de que es su propio « velorio» .
Y después hace andar el agua para que la corriente se lleve las budineras.
Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y el
ruido de los motores. Pero y a estaba aburrido y no quería asombrarme de nada.
Otra noche en que y o había comido y bebido demasiado, el estar remando
siempre detrás de ella me parecía un sueño disparatado; tenía que estar
escondido detrás de la montaña, que al mismo tiempo se deslizaba con el silencio
que suponía en los cuerpos celestes; y con todo me gustaba pensar que « la
montaña» se movía porque y o la llevaba en el bote. Después ella quiso que nos
quedáramos quietos y pegados a la isla. Ese día habían puesto unas plantas que se
asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz que la
luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y las plantas se
nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la señora Margarita
se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La cabeza se me
entretenía en pensar cosas por su cuenta: « El nombre de ella es como su cuerpo;
las dos primeras sílabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas
a su cabeza y sus facciones pequeñas…» . Parece mentira, la noche es tan
inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas may ores, tan cerca y
pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la
madrugada… y estamos inútilmente despiertos, agobiados por estas ramas…
Pero qué firme es la soledad de esta mujer…
Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido que
me hizo temblar. Tardé en comprender que era la carraspera de ella y unas
pocas palabras:
—No me haga ninguna pregunta…
Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que
parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón:
« ¿Quién te hace ninguna pregunta?… Mejor me dejaras ir a dormir…» .
Y ella terminó de decir:
—… hasta que y o le hay a contado todo.
Por fin aparecían las palabras prometidas —ahora que y o no las esperaba—.
El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a llevar el bote
más adelante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con palabras que
oía dentro de mí y como ahogadas en una almohada: « Pobre, me decía a mí
mismo, debe tener necesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste le
será difícil manejar ese cuerpo…» .
Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba
dentro de mí como si y o pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora
confundo lo que ella me dijo con lo que y o pensaba. Además me será difícil
juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las
mías.
« Hace cuatro años, al salir de Suiza, el ruido del ferrocarril me era
insoportable. Entonces me detuve en una pequeña ciudad de Italia…» .
Parecía que iba a decir con quién, pero se detuvo. Pasó mucho rato y creí
que esa noche no diría más nada. Su voz se había arrastrado con intermitencias y
hacía pensar en la huella de un animal herido. En el silencio, que parecía llenarse
de todas aquellas ramas enmarañadas, se me ocurrió repasar lo que acababa de
oír. Después pensé que y o me había quedado, indebidamente, con la angustia de
su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y acariciarla. Pero
enseguida, como si alguien me obligara a soltar esa idea, se deslizaron otras.
Debe haber sido con él que estuvo antes en la pequeña ciudad de Italia. Y
después de perderlo, en Suiza, es posible que hay a salido de allí sin saber que
todavía le quedaba un poco de esperanza (Alcides me había dicho que no
encontraron los restos) y al alejarse de aquel lugar, el ruido del ferrocarril la
debe haber enloquecido. Entonces, sin querer alejarse demasiado, decidió
bajarse en la pequeña ciudad de Italia. Pero en ese otro lugar se ha encontrado,
sin duda, con recuerdos que le produjeron desesperaciones nuevas. Ahora ella no
podrá decirme todo esto, por pudor, o tal vez por creer que Alcides me ha
contado todo. Pero él no me dijo que ella está así por la pérdida de su marido,
sino simplemente: « Margarita fue trastornada toda su vida» ; y María atribuía la
rareza de su ama a « tanto libro» . Tal vez ellos se hay an confundido porque la
señora Margarita no les habló de su pena. Y y o mismo, si no hubiera sabido algo
por Alcides, no habría comprendido nada de su historia, y a que la señora
Margarita nunca me dijo ni una palabra de su marido.
Yo seguí con muchas ideas como éstas, y cuando las palabras de ella
volvieron, la señora Margarita aparecía instalada en una habitación del primer
piso de un hotel, en la pequeña ciudad de Italia, a la que había llegado por la
noche. Al rato de estar acostada, se levantó porque oy ó ruidos, y fue hacia una
ventana de un corredor que daba al patio. Allí había reflejos de luna y de otras
luces. Y de pronto, como si se hubiera encontrado con una cara que la había
estado acechando, vio una fuente de agua. Al principio no podía saber si el agua
era una mirada falsa en la cara oscura de la fuente de piedra; pero después el
agua le pareció inocente; y al ir a la cama la llevaba en los ojos y caminaba con
cuidado para no agitarla. A la noche siguiente no hubo ruidos pero igual se
levantó. Esta vez el agua era poca, sucia y al ir a la cama, como en la noche
anterior, le volvió a parecer que el agua la observaba; ahora era por entre hojas
que no alcanzaban a nadar. La señora Margarita la siguió mirando, dentro de sus
propios ojos y las miradas de las dos se habían detenido en una misma
contemplación. Tal vez por eso, cuando la señora Margarita estaba por dormirse,
tuvo un presentimiento que no sabía si le venía de su alma o del fondo del agua.
Pero sintió que alguien quería comunicarse con ella, que había dejado un aviso
en el agua y por eso el agua insistía en mirar y en que la miraran. Entonces la
señora Margarita bajó de la cama y anduvo vagando, descalza y asombrada, por
su pieza y el corredor; pero ahora, la luz y todo era distinto, como si alguien
hubiera mandado cubrir el espacio donde ella caminaba con otro aire y otro
sentido de las cosas. Esta vez ella no se animó a mirar el agua; y al volver a su
cama sintió caer en su camisón, lágrimas verdaderas y esperadas desde hacía
mucho tiempo.
A la mañana siguiente, al ver el agua distraída, entre mujeres que hablaban
en voz alta, tuvo miedo de haber sido engañada por el silencio de la noche y
pensó que el agua no le daría ningún aviso ni la comunicaría con nadie. Pero
escuchó con atención lo que decían las mujeres y se dio cuenta de que ellas
empleaban sus voces en palabras tontas, que el agua no tenía culpa de que se las
echaran encima como si fueran papeles sucios y que no se dejarían engañar por
la luz del día. Sin embargo, salió a caminar, vio un pobre viejo con una regadera
en la mano y cuando él la inclinó apareció una vaporosa pollera de agua,
haciendo murmullos como si fuera movida por pasos. Entonces, conmovida,
pensó: « No, no debo abandonar el agua; por algo ella insiste como una niña que
no puede explicarse» . Esa noche no fue a la fuente porque tenía un gran dolor de
cabeza y decidió tomar una pastilla para aliviarse. Y en el momento de ver el
agua entre el vidrio del vaso y la poca luz de la penumbra, se imaginó que la
misma agua se había ingeniado para acercarse y poner un secreto en los labios
que iban a beber. Entonces la señora Margarita se dijo: « No, esto es muy serio;
alguien prefiere la noche para traer el agua a mi alma» .
Al amanecer fue a ver a solas el agua de la fuente para observar
minuciosamente lo que había entre el agua y ella. Apenas puso sus ojos sobre el
agua se dio cuenta de que por su mirada descendía un pensamiento. (Aquí la
señora Margarita dijo estas mismas palabras: « un pensamiento que ahora no
importa nombrar» , y, después de una larga carraspera, « un pensamiento
confuso y como deshecho de tanto estrujarlo» . « Se empezó a hundir,
lentamente y lo dejé reposar. De él nacieron reflexiones que mis miradas
extrajeron del agua y me llenaron los ojos y el alma. Entonces supe, por primera
vez, que hay que cultivar los recuerdos en el agua, que el agua elabora lo que en
ella se refleja y que recibe el pensamiento. En caso de desesperación no hay que
entregar el cuerpo al agua; hay que entregar a ella el pensamiento; ella lo
penetra y él nos cambia el sentido de la vida» ). Fueron éstas, aproximadamente,
sus palabras.
Después se vistió, salió a caminar, vio de lejos un arroy o, y en el primer
momento no se acordó de que por los arroy os corría agua —algo del mundo con
quien sólo ella podía comunicarse. Al llegar a la orilla, dejó su mirada en la
corriente, y enseguida tuvo la idea, sin embargo, de que esta agua no se dirigía a
ella; y que además ésta podía llevarle los recuerdos para un lugar lejano, o
gastárselos. Sus ojos la obligaron a atender a una hoja recién caída de un árbol;
anduvo un instante en la superficie y en el momento de hundirse la señora
Margarita oy ó pasos sordos, como palpitaciones. Tuvo una angustia de
presentimientos imprecisos y la cabeza se le oscureció. Los pasos eran de un
caballo que se acercó con una confianza un poco aburrida y hundió los belfos en
la corriente; sus dientes parecían agrandados a través de un vidrio que se
moviera, y cuando levantó la cabeza el agua chorreaba por los pelos de sus
belfos sin perder ninguna dignidad. Entonces pensó en los caballos que bebían el
agua del país de ella, y en lo distinta que sería el agua allá.
Esa noche, en el comedor del hotel, la señora Margarita se fijaba a cada
momento en una de las mujeres que había hablado a gritos cerca de la fuente.
Mientras el marido la miraba embobado, la mujer tenía una sonrisa irónica, y
cuando se llevó una copa a los labios, la señora pensó: « En qué bocas anda el
agua» . Enseguida se sintió mal, fue a su pieza y tuvo una crisis de lágrimas.
Después se durmió pesadamente y a las dos de la madrugada se despertó agitada
y con el recuerdo del arroy o llenándole el alma. Entonces tuvo ideas en favor del
arroy o: « Esa agua corre como una esperanza desinteresada y nadie puede con
ella. Si el agua que corre es poca, cualquier pozo puede prepararle una trampa y
encerrarla: entonces ella se entristece, se llena de un silencio sucio, y ese pozo es
como la cabeza de un loco. Yo debo tener esperanzas como de paso, vertiginosas,
si es posible, y no pensar demasiado en que se cumplan; ése debe ser, también, el
sentido del agua, su inclinación instintiva. Yo debo estar con mis pensamientos y
mis recuerdos como en un agua que corre con gran caudal…» . Esta marea de
pensamientos creció rápidamente y la señora Margarita se levantó de la cama,
preparó las valijas y empezó a pasearse por su cuarto y el corredor sin querer
mirar el agua de la fuente. Entonces pensaba: « El agua es igual en todas partes,
y y o debo cultivar mis recuerdos en cualquier agua del mundo» . Pasó un tiempo
angustioso antes de estar instalada en el ferrocarril. Pero después el ruido de las
ruedas la deprimió y sintió pena por el agua que había dejado en la fuente del
hotel; recordó la noche en que estaba sucia y llena de hojas, como una niña
pobre, pidiéndole una limosna y ofreciéndole algo; pero si no había cumplido la
promesa de una esperanza o un aviso, era por alguna picardía natural de la
inocencia. Después la señora Margarita se puso una toalla en la cara, lloró y eso
le hizo bien. Pero no podía abandonar sus pensamientos del agua quieta. « Yo
debo preferir —seguía pensando— el agua que esté detenida en la noche para
que el silencio se eche lentamente sobre ella y todo se llene de sueño y de plantas
enmarañadas. Eso es más parecido al agua que llevo en mí; si cierro los ojos
siento como si las manos de una ciega tantearan la superficie de su propia agua y
recordara borrosamente un agua entre plantas que vio en la niñez, cuando aún le
quedaba un poco de vista» .
Aquí se detuvo un rato, hasta que y o tuve conciencia de haber vuelto a la
noche en que estábamos bajo las ramas, pero no sabía bien si estos últimos
pensamientos la señora Margarita los había tenido en el ferrocarril, o se le habían
ocurrido ahora, bajo estas ramas. Después me hizo señas para que fuera al pie de
la escalera.
Esa noche no encendí la luz de mi cuarto, y al tantear los muebles tuve el
recuerdo de otra noche en que me había emborrachado ligeramente con una
bebida que tomaba por primera vez. Ahora tardé en desvestirme. Después me
encontré con los ojos fijos en el tul del mosquitero y me vinieron de nuevo las
palabras que se habían desprendido del cuerpo de la señora Margarita.
En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta de que ella pertenecía al
marido, sino que y o había pensado demasiado en ella; y a veces, de una manera
culpable. Entonces, parecía que fuera y o el que escondía los pensamientos entre
las plantas. Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar
sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastraba a
mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con
la idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el
relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que
nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro
sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del
agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y y o éramos los
únicos fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que y o recibía en mi propia
vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa religión;
llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde hacía mucho
tiempo y apenas cometido un gran pecado.
De pronto me di cuenta de que de mi propia alma me nacía otra nueva y que
y o seguiría a la señora Margarita no sólo en el agua, sino también en la idea de su
marido. Y cuando ella terminó de hablar y y o subía la escalera de cemento
armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de fieles.
Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a rodear de otra manera el
relato de la señora Margarita; fui cay endo con una sorpresa lenta, en mi alma de
antes, y pensando que y o también tenía mi angustia propia; que aquel tul en que
y o había dejado prendidos los ojos abiertos, estaba colgado encima de un
pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me
reclamaban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos culpables con
bastantes detalles y cargados con un sentido que y o conocía bien. Habían
empezado en una de las primeras tardes, cuando sospechaba que la señora
Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza
me quitaría fuerzas para defenderme. Entonces tuve una reacción y quise irme
de aquella casa; pero eso fue como si al despertar hiciera un movimiento con la
intención de levantarme y sin darme cuenta me acomodara para seguir
durmiendo. Otra tarde quise imaginarme —y a lo había hecho con otras mujeres
— cómo sería y o casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que
si su soledad me inspirara lástima y y o me casara con ella, mis amigos dirían
que lo había hecho por dinero; y mis antiguas novias se reirían de mí al
descubrirme caminando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima
que resultaba ser mi mujer. (Ya había tenido que andar detrás de ella, por la
vereda angosta que rodeaba el lago, en las noches que ella quería caminar).
Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de las
novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía
ejercer a gran distancia, como si y o fuera un satélite, y al mismo tiempo que se
me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una sublimidad extraña. Pero mis
fieles me reclamaban a la primera señora Margarita, aquella desconocida más
sencilla, sin marido, y en la que mi imaginación podía intervenir más libremente.
Y debo haber pensado muchas cosas más antes que el sueño me hiciera
desaparecer el tul.
A la mañana siguiente, la señora Margarita me dijo por teléfono: « Le ruego
que vay a a Buenos Aires por unos días; haré limpiar la casa y no quiero que
usted me vea sin el agua» . Después me indicó el hotel donde debía ir. Allí
recibiría el aviso para volver.
La invitación a salir de su casa hizo disparar en mí un resorte celoso y en el
momento de irme me di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba conmigo
un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría la
necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente. Eso ocurrió al
poco rato, y cuando tomé el ferrocarril tenía tan pocas esperanzas de que la
señora Margarita me quisiera, como serían las de ella cuando tomó aquel
ferrocarril sin saber si su marido aún vivía. Ahora eran otros tiempos y otros
ferrocarriles; pero mi deseo de tener algo común con ella me hacía pensar: « Los
dos hemos tenido angustias entre ruidos de ruedas de ferrocarriles» . Pero esta
coincidencia era tan pobre como la de haber acertado sólo una cifra de las que
tuviera un billete premiado. Yo no tenía la virtud de la señora Margarita de
encontrar un agua milagrosa, ni buscaría consuelo en ninguna religión. La noche
anterior había traicionado a mis propios fieles, porque aunque ellos querían
llevarme con la primera señora Margarita, y o tenía, también, en el fondo de mi
pantano, otros fieles que miraban fijamente a esta señora como bichos
encantados por la luna. Mi tristeza era perezosa, pero vivía en mi imaginación
con orgullo de poeta incomprendido. Yo era un lugar provisorio donde se
encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero
mis abuelos, aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear
mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y
desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba
de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera corta
y se exterminaran de un golpe.
En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no me
encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita para
ampliar su mala manera de pensar en ella). Además y o y a estaba bastante
confundido con mis dos señoras Margaritas y vacilaba entre ellas como si no
supiera a cuál, de dos hermanas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las podía
fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fastidiaba que la última
señora Margarita me obligara a pensar en ella de una manera tan pura, y tuve la
idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me confundiera
entre los recuerdos del marido, y y o, después, pudiera sustituirlo.
Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con una
precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la misión de
soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres humanos, los
ferrocarriles y todo se movía con una lentitud angustiosa. Soporté el viaje con
una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la que vino a
recibirme al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo día que
y o me fui, antes de retirarse el agua, ocurrieron dos accidentes. Primero llegó
Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la volviera a
tomar. No la habían despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan, sino
porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en los
primeros días. La señora Margarita, sin decir una palabra, la empujó, y Filomena
cay ó al agua; cuando se iba, llorando y chorreando agua, el marido la acompañó
y no volvieron más. Un poco más tarde, cuando la señora Margarita acercó,
tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban sobre
gomas infladas, como las que los niños llevan a las play as), volcó una botella de
aguardiente sobre un calentador que usaba para unos afeites y se incendió el
tocador. Ella pidió agua por teléfono, « como si allí no hubiera bastante o no fuera
la misma que hay en toda la casa» , decía María.
La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas
nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes; la
señora Margarita y y o no encontraríamos las palabras y los pensamientos como
los habíamos dejado, debajo de las ramas.
Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como y a había
ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del zaguán.
Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas para que
me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una vuelta por
toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme que al salir
de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas partes del mundo.
Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y ponerse los dedos en
los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de haberse detenido en
España, donde un arquitecto le vendió los planos para una casa inundada —ella
no me dio detalles— tomó un barco demasiado lleno de gente y al dejar de ver
tierra se dio cuenta de que el agua del océano no le pertenecía, que en ese
abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo que
algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios, y cuando miraban la
inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no tenían escrúpulo en
sacar un poquito de aquella agua inmensa, de echarla en una bañera, y de
entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo del
barco y ver las calderas, con el agua encerrada y enfurecida por la tortura del
fuego. En los días que el mar estaba agitado la señora Margarita se acostaba en
su camarote y hacía andar sus ojos por hileras de letras, en diarios y revistas,
como si siguieran caminos de hormigas. O miraba un poco el agua que se movía
entre un botellón de cuello angosto. Aquí detuvo el relato y y o me di cuenta de
que ella se balanceaba como un barco. A menudo nuestros pasos no coincidían,
echábamos el cuerpo para lados diferentes y a mí me costaba atrapar sus
palabras, que parecían llevadas por ráfagas desencontradas. También detuvo sus
pasos antes de subir a la pasarela, como si en ese momento tuviera miedo de
pasar por ella; entonces me pidió que fuera a buscar el bote. Anduvimos mucho
rato antes que apareciera el suspiro ronco y nuevas palabras. Por fin me dijo que
en el barco había tenido un instante para su alma. Fue cuando estaba apoy ada en
una baranda, mirando la calma del mar, como a una inmensa piel que apenas
dejara entrever movimientos de músculos. La señora Margarita imaginaba
locuras como las que vienen en los sueños: suponía que ella podía caminar por la
superficie del agua; pero tenía miedo que surgiera una marsopa que la hiciera
tropezar; y entonces, esta vez, se hundiría, realmente. De pronto tuvo conciencia
que desde hacía algunos instantes caía, sobre el agua del mar, agua dulce del
cielo, muchas gotas llegaban hasta la madera de cubierta y se precipitaban tan
seguidas y amontonadas como si asaltaran el barco. Enseguida toda la cubierta
era, sencillamente, un piso mojado. La señora Margarita volvió a mirar el mar,
que recibía y se tragaba la lluvia con la naturalidad con que un animal se traga a
otro. Ella tuvo un sentimiento confuso de lo que pasaba y de pronto su cuerpo se
empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara, como un temblor de
tierra provocado por una causa desconocida. Parecía que buscara pensamientos
que justificaran su risa y por fin se dijo: « Esta agua parece una niña equivocada;
en vez de llover sobre la tierra llueve sobre otra agua» . Después sintió ternura en
lo dulce que sería para el mar recibir la lluvia; pero al irse para su camarote,
moviendo su cuerpo inmenso, recordó la visión del agua tragándose la otra y tuvo
la idea de que la niña iba hacia su muerte. Entonces la ternura se le llenó de una
tristeza pesada, se acostó enseguida y cay ó en el sueño de la siesta. Aquí la
señora Margarita terminó el relato de esa noche y me ordenó que fuera a mi
pieza.
Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que me
comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el
atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer y o oí el ruido de las
budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que
acompañarla en su « velorio» . Ella me esperó al pie de la escalera cuando y a
era casi de noche. Al entrar, de espaldas a la primera habitación, me di cuenta de
que había estado oy endo un ruido de agua y ahora era más intenso. En esa
habitación vi un trinchante. (Las ondas del bote lo hicieron mover sobre sus
gomas infladas, y sonaron un poco las copas y las cadenas con que estaba sujeto
a la pared). Al otro lado de la habitación había una especie de balsa, redonda, con
una mesa en el centro y sillas recostadas a una baranda: parecían un conciliábulo
de mudos moviéndose apenas por el paso del bote. Sin querer mis remos
tropezaron con los marcos de las puertas que daban entrada al dormitorio. En ese
instante comprendí que allí caía agua sobre agua. Alrededor de toda la pared —
menos en el lugar en que estaban los muebles, el gran ropero, la cama y el
tocador— había colgadas innumerables regaderas de todas formas y colores;
recibían el agua de un gran recipiente de vidrio parecido a una pipa turca,
suspendido del techo como una lámpara; y de él salían, curvados como
guirnaldas, los delgados tubos de goma que alimentaban las regaderas. Entre
aquel ruido de gruta, atracamos junto a la cama; sus largas patas de vidrio la
hacían sobresalir bastante del agua. La señora Margarita se quitó los zapatos y
me dijo que y o hiciera lo mismo; subió a la cama, que era muy grande, y se
dirigió a la pared de la cabecera, donde había un cuadro enorme como un chivo
blanco de barba parado sobre sus patas traseras. Tomó el marco, abrió el cuadro
como si fuera una puerta y apareció un cuarto de baño. Para entrar dio un paso
sobre las almohadas, que le servían de escalón, y a los pocos instantes volvió
tray endo dos budineras redondas con velas pegadas en el fondo. Me dijo que las
fuera poniendo en el agua. Al subir, y o me caí en la cama; me levanté enseguida
pero alcancé a sentir el perfume que había en las cobijas. Fui poniendo las
budineras que ella me alcanzaba al costado de la cama, y de pronto ella me dijo:
« Por favor, no las ponga así que parece un velorio» . (Entonces me di cuenta del
error de María). Eran veintiocho. La señora se hincó en la cama y tomando el
tubo del teléfono, que estaba en una de las mesas de luz, dio orden de que
cortaran el agua de las regaderas. Se hizo un silencio sepulcral y nosotros
empezamos a encender las velas echados de bruces a los pies de la cama y y o
tenía cuidado de no molestar a la señora. Cuando estábamos por terminar, a ella
se le cay ó la caja de los fósforos en una budinera, entonces me dejó a mí solo y
se levantó para ir a tocar el gong, que estaba en la otra mesa de luz. Allí había
también una portátil y era lo único que alumbraba la habitación. Antes de tocar el
gong se detuvo, dejó el palillo al lado de la portátil y fue a cerrar la puerta que
era el cuadro del chivo. Después se sentó en la cabecera de la cama, empezó a
arreglar las almohadas y me hizo señas para que y o tocara el gong. A mí me
costó hacerlo: tuve que andar en cuatro pies por la orilla de la cama para no rozar
sus piernas, que ocupaban tanto espacio. No sé por qué tenía miedo de caerme al
agua —la profundidad era sólo de cuarenta centímetros—. Después de hacer
sonar el gong una vez, ella me indicó que bastaba. Al retirarme —andando hacia
atrás porque no había espacio para dar vuelta—, vi la cabeza de la señora
recostada a los pies del chivo, y la mirada fija, esperando. Las budineras,
también inmóviles, parecían pequeñas barcas recostadas en un puerto antes de la
tormenta. A los pocos momentos de marchar los motores el agua empezó a
agitarse; entonces la señora Margarita, con gran esfuerzo salió de la posición en
que estaba y vino de nuevo a arrojarse de bruces a los pies de la cama. La
corriente llegó hasta nosotros, hizo chocar las budineras, unas contra otras, y
después de llegar a la pared del fondo volvió con violencia a llevarse las
budineras, a toda velocidad. Se volcó una y enseguida otras: las velas, al
apagarse, echaban un poco de humo. Yo miré a la señora Margarita, pero ella,
previendo mi curiosidad, se había puesto una mano al costado de los ojos.
Rápidamente, las budineras se hundían enseguida, daban vueltas a toda velocidad
por la puerta del zaguán en dirección al patio. A medida que se apagaban las
velas había menos reflejos y el espectáculo se empobrecía. Cuando todo parecía
haber terminado, la señora Margarita, apoy ada en el brazo que tenía la mano en
los ojos, soltó con la otra mano una budinera que había quedado trabada a un lado
de la cama y se dispuso a mirarla; pero esa budinera también se hundió
enseguida. Después de unos segundos, ella, lentamente, se afirmó en las manos
para hincarse o para sentarse sobre sus talones y, con la cabeza inclinada hacia
abajo y la barbilla perdida entre la gordura de la garganta, miraba el agua como
una niña que hubiera perdido una muñeca. Los motores seguían andando y la
señora Margarita parecía cada vez más abrumada de desilusión. Yo, sin que ella
me dijera nada, atraje el bote por la cuerda que estaba atada a una pata de la
cama. Apenas estuve dentro del bote y solté la cuerda, la corriente me llevó con
una rapidez que y o no había previsto. Al dar vuelta en la puerta del zaguán miré
hacia atrás y vi a la señora Margarita con los ojos clavados en mí como si y o
hubiera sido una budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún
secreto. En el patio, la corriente me hacía girar alrededor de la isla. Yo me senté
en el sillón del bote y no me importaba dónde me llevara el agua. Recordaba las
vueltas que había dado antes, cuando la señora Margarita me había parecido otra
persona, y a pesar de la velocidad de la corriente sentía pensamientos lentos y
me vino una síntesis triste de mi vida. Yo estaba destinado a encontrarme sólo con
una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si y o fuera un
viajero distraído que tampoco supiera dónde iba. Esta vez ni siquiera comprendía
por qué la señora Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme
hablar ni una palabra; por ahora y o estaba seguro de que nunca me encontraría
plenamente con esta señora. Y seguí en aquellas vueltas y en aquellos
pensamientos hasta que apagaron los motores y vino María a pedirme el bote
para pescar las budineras, que también daban vuelta alrededor de la isla. Yo le
expliqué que la señora Margarita no hacía ningún velorio y que únicamente le
gustaba ver naufragar las budineras con la llama y no sabía qué más decirle.
Esa misma noche, un poco tarde, la señora Margarita me volvió a llamar. Al
principio estaba nerviosa, y sin hacer la carraspera tomó la historia en el
momento en que había comprado la casa y la había preparado para inundarla.
Tal vez había sido cruel con la fuente, desbordándole el agua y llenándola con esa
tierra oscura. Al principio, cuando pusieron las primeras plantas, la fuente
parecía soñar con el agua que había tenido antes; pero de pronto las plantas
aparecían demasiado amontonadas, como presagios confusos; entonces la señora
Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el
silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por
eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por
teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y
llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era
comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que
correr y dejar sugerencias a su paso; pero y o me moriré con la idea de que el
agua lleva dentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué manera
me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De cualquier
manera y o soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie me podrá prohibir
que conserve mis recuerdos en el agua.
Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día
siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por
decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:
—¿Vio que pronto instalamos las regaderas?
—Sí, y … ¿andan bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta).
—Cómo no… Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la
noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se
duerme con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma
palanca, las regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos
minutos corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.
Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:
« Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted traía
los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los escalones.
Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la manera de
mostrar la suela de sus zapatos. Le tomé simpatía y por eso quise que me
acompañara todo este tiempo. De lo contrario, le hubiera contado mi historia
enseguida y usted tendría que haberse ido a Buenos Aires al día siguiente. Eso es
lo que hará mañana.
» Gracias por su compañía; y con respecto a sus economías nos
entenderemos por medio de Alcides. Adiós y que sea feliz; creo que buena falta
le hace. Margarita.
» P. D. Si por casualidad a usted se le ocurriera escribir todo lo que le he
contado, cuente con mi permiso. Sólo le pido que al final ponga estas palabras:
“Ésta es la historia que Margarita le dedica a José. Esté vivo o esté muerto”» .
Katherine Mansfield
Apesar de sus treinta años, Bertha Young disfrutaba aún de instantes como éste
en que quería correr en vez de caminar, bailar dando saltitos arriba y abajo en
la acera, lanzar un aro, tirar algo al aire y volver a tomarlo o quedarse quieta y
reírse de… nada, sencillamente de nada.
¿Qué puede hacer una cuando se tienen treinta años y, al doblar la esquina de
tu propia calle, de pronto te quedas traspuesta por una sensación de éxtasis, ¡de
absoluto éxtasis!, como si de pronto te hubieras tragado un trozo de ese último sol
radiante de la tarde y éste te ardiera en el pecho, proy ectando una llovizna de
chispas en cada partícula, en cada uno de los dedos de las manos y de los pies…?
Cielos, ¿es que no hay modo de que puedas expresarlo sin estar ebria o fuera
de tus cabales? ¡Necia civilización! ¿Para qué nos darán un cuerpo si tenemos
que encerrarlo en un estuche como a un Stradivarius?
« No, esto del Stradivarius no es precisamente lo que quiero decir» , pensó
mientras corría escaleras arriba, rebuscaba las llaves dentro del bolso (las había
olvidado, como siempre) y hacía ruido en el buzón.
—No es lo que quiero decir, porque… Gracias, Mary —entró en el vestíbulo.
—¿Ha vuelto la niñera?
—Sí, señora.
—¿Y ha llegado la fruta?
—Sí, señora. Ya ha llegado todo.
—¿Quieres por favor subir la fruta al comedor? Yo la prepararé antes de
subir.
Había tinieblas y hacía mucho frío en el comedor. Pero aun así, Bertha se
quitó el abrigo; no podía soportar ni un segundo más aquel broche asfixiante. El
aire frío le tocó los brazos.
Pero en su pecho seguía ese rincón de destello radiante…, aquella llovizna de
chispas proy ectadas hacia afuera. Casi resultaba insoportable. Casi no se atrevía
a respirar por miedo a avivarla y en cambio respiraba hondo, cada vez más
hondo. Casi no se atrevía a mirar en el frío espejo…, pero miró y eso la convirtió
de nuevo en mujer, una mujer radiante, con labios sonrientes y temblorosos, con
grandes ojos oscuros y un aire de estar escuchando, de estar esperando que
algo…, que algo maravilloso pasara…, algo que sabía que pasaría con toda
seguridad.
Mary puso la fruta en una bandeja junto con un cuenco de cristal y un plato
azul, muy bonito, con un lustre muy raro por encima, como si lo hubieran metido
en leche.
—¿Quiere que encienda la luz, señora?
—No, gracias. Aún puedo ver muy bien.
Había mandarinas y manzanas de color rosa fresa. Unas cuantas peras
amarillas, suaves como la seda, uvas blancas cubiertas de una pátina de plata y
un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había comprado para que
hicieran juego con la alfombra nueva del comedor. Sí, sonaba algo estrafalario y
absurdo, pero era la verdadera razón por la que las había comprado. En la tienda
había pensado: « Tengo que comprar algunas negras para que la alfombra
destaque sobre la mesa» . Y en aquel momento le había parecido de mucho
sentido común.
Cuando hubo terminado de colocarlas y hubo construido dos pirámides con
esas formas redondas y relucientes, se apartó unos pasos de la mesa, para captar
el efecto…, y la verdad es que quedaba de lo más curioso. Porque la mesa
oscura parecía fundirse con la luz de las tinieblas y con el cuenco azul y quedar
flotando en el aire. Era…, claro que en su actual estado de ánimo, era
increíblemente maravilloso. … Se empezó a reír.
—No, ni hablar. Me estoy poniendo histérica —y recogió el bolso, tomó el
abrigo y subió corriendo escaleras arriba al cuarto del bebé.
Al oírse esas palabras algo extraño y casi aterrador hizo diana en la mente de
Bertha. Y este algo ciego y sonriente le dijo muy bajito: « Pronto se irá toda esta
gente. La casa quedará tranquila, muy tranquila. Se apagarán las luces. Y tú y él
estarán juntos, solos en la habitación oscura, en la cálida cama…» .
Se levantó de un salto de la silla y corrió al piano.
—¡Qué pena que no toque nadie! —exclamó—. ¡Qué pena que no toque
nadie!
Por primera vez en su vida, Bertha Young deseaba a su marido.
Sí, lo había amado, había estado enamorada de él, claro, de otra manera, la
que fuera, pero exactamente de esta manera, no. Y lo mismo, había visto con
claridad que él era diferente. Lo habían hablado tan a menudo. Le había
preocupado tantísimo al principio descubrir que era tan frígida, pero pasado un
tiempo aquello parecía no importar. Eran tan sinceros el uno con el otro, tan
buenos compañeros. Eso era lo mejor de ser modernos.
Aunque ahora… ¡Ardorosamente! ¡Ardorosamente! ¡La palabra dolía en su
ardoroso cuerpo! ¿Era a esto a lo que aquel sentimiento de éxtasis la había estado
conduciendo? Pero de pronto, de pronto…
—Querida —dijo la señora de Norman Knight—, y a conoces nuestra lacra.
Somos víctimas de los horarios y de los trenes. Vivimos en Hampstead. Ha sido
maravilloso.
—Los acompañaré al vestíbulo —dijo Bertha—. Me ha encantado tenerlos
aquí. Pero no deben perder el último tren. ¿No sería horrible?
—¿Tomas un whisky, Knight, antes de irte? —preguntó Harry.
—No, gracias, amigo mío.
Bertha le dio la mano con un buen apretón por aquello.
—Buenas noches, adiós —gritó desde el último escalón de arriba, sintiendo
que aquel y o secreto se libraba de ellos para siempre.
Cuando volvió a entrar en el salón, los demás se estaban marchando.
—… Entonces puedes venir parte del recorrido en mi taxi.
—Le agradezco tanto no tener que enfrentarme a otro recorrido yo solo
después de mi espantosa experiencia.
—Pueden conseguir un taxi en la parada que está justo al final de la calle. No
tendrán que caminar más de algunas y ardas.
—Eso me tranquiliza. Iré a ponerme mi abrigo.
La señorita Fulton se fue hacia el vestíbulo y Bertha la estaba siguiendo
cuando Harry casi la tiró al adelantarla.
—Permítame que la ay ude.
Bertha vio que se sentía arrepentido de su rudeza; lo dejó pasar. Qué
maravilla de hombre era en algunas cosas: ¡tan impulsivo!, ¡tan sencillo!
Y los dejaron a Eddie y a ella junto al fuego de la chimenea.
—Me pregunto si has visto el nuevo poema de Bilks titulado « Table d’Hôte»
—dijo Eddie con voz suave—. Es tan maravilloso. En la última antología. ¿Tienes
un ejemplar? Me gustaría tanto enseñártelo. Empieza con un verso
increíblemente hermoso: « ¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?» .
—Sí —dijo Bertha. Y se fue sigilosamente a una mesa frente a la puerta del
salón y Eddie se deslizó sigilosamente tras ella. Ella tomó el librito y se lo dio; no
habían hecho el menor ruido.
Mientras él buscaba el poema, ella volvió la cabeza hacia el vestíbulo. Y
vio… Harry estaba con el abrigo de la señorita Fulton en sus brazos y la señorita
Fulton dándole la espalda y cabizbaja. Tiró el abrigo, le puso las manos en los
hombros y la giró hacia él violentamente. Sus labios dijeron: « Te adoro» , y la
señorita Fulton le puso sus dedos de claro de luna en las mejillas y le sonrió con
su sonrisa aletargada. Las aletas de la nariz de Harry temblaban; los labios se le
encogieron en una horrible sonrisa al musitarle: « Mañana» , y la señorita Fulton
dijo con los párpados: « Sí» .
—Aquí está —dijo Eddie—. « ¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?» .
Es tan profundamente verdadero, ¿no te parece? La sopa de tomate es tan
espantosamente eterna.
—Si lo prefieres —dijo la voz de Harry, muy alto, desde el vestíbulo—, puedo
pedir que venga un taxi hasta la puerta.
—No, no. No es necesario —dijo la señorita Fulton y fue hasta donde estaba
Bertha y le tendió sus delgados dedos.
—Adiós. Muchísimas gracias.
—Adiós —dijo Bertha.
La señorita Fulton le sostuvo la mano un momento más.
—¡Su precioso peral! —murmuró.
Y después se había ido, con Eddie detrás, como el gato negro que sigue al
gato gris.
—Yo cerraré todo —dijo Harry, con una frialdad y una seguridad en sí
mismo arrolladora.
« ¡Su precioso peral, peral, peral!» , Bertha sencillamente corrió a las
ventanas altas.
—Ah, ¿qué va a pasar ahora? —exclamó.
Pero el peral estaba tan hermoso como siempre y tan repleto de flores e igual
de quieto.
En Relatos breves,
Madrid, Cátedra, 1991.
Traducción de Juana Teresa Guerra de la Torre
Un sueño realizado
En Cuentos completos,
Madrid, Alfaguara, 1998.
William Wilson
Lev Tolstói
I
Durante un descanso de la vista de la causa de los Melvinsky, los jueces y el
fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek —en el gran
edificio del Palacio de Justicia— y la conversación recay ó sobre el célebre
asunto de Krasovsky. Fiodor Vasilievich se acaloró, demostrando que dicho asunto
no incumbía a aquel tribunal. Iván Yegorovich se mantenía firme en su parecer y
Piotr Ivanovich, que no intervenía en la conversación, empezó a hojear los
periódicos que acababan de traer.
—Señores, ha muerto Iván Ilich —exclamó, de pronto.
—¿Es posible?
—Mire, lea la noticia —repitió Piotr Ivanovich, tendiendo a Fiodor Vasilievich
el ejemplar recién impreso, que olía aún a tinta fresca.
Una esquela, rodeada de una orla negra, decía lo siguiente: « Praskovia
Fiodorovna Golovina tiene el sentimiento de participar a sus parientes y amigos
que su amado esposo, Iván Ilich Golovin, miembro del Palacio de Justicia,
falleció el 4 de febrero de 1882. El entierro se verificará el viernes, a la una de la
tarde» .
Iván Ilich era colega de aquellos señores, y todos lo apreciaban mucho.
Hacía varias semanas que estaba enfermo; y decían que su enfermedad era
incurable. Su plaza no estaba aún vacante; pero se suponía que, en caso de que
muriera, la ocuparía Alexeiev y la de este último sería para Vinokov o Shtabel.
Así, pues, al oír la noticia del fallecimiento de Iván Ilich, el primer pensamiento
de todos los que estaban reunidos en el despacho fue acerca de la influencia que
podría tener aquella muerte sobre sus propios ascensos o los de sus conocidos.
« Probablemente, ocuparé ahora la plaza de Shtabel o la del Vinikov. Hace
mucho que me lo han prometido; y este ascenso me supone ochocientos rublos
más, sin contar la cancillería» , se dijo Fiodor Vasilievich.
« Tendré que solicitar el traslado de mi cuñado de Kaluga —pensó Piotr
Ivanovich—. Mi mujer se va a alegrar. Ahora y a no podrá decir que nunca he
hecho nada por sus parientes» .
—Ya me figuraba y o que no se levantaría —dijo Piotr Ivanovich, en voz alta.
—En suma, ¿qué es lo que ha tenido? Los médicos no han podido precisarlo.
O, mejor dicho, cada uno diagnosticó a su manera. Cuando lo vi por última vez
creí que se curaría.
—Pues y o no he ido a su casa desde las fiestas. Cada vez iba aplazando mi
visita.
—¿Tenía bienes?
—Parece ser que su mujer tiene algo. Pero poca cosa.
—Habrá que ir. Viven tan lejos…
—Lejos de la casa de usted. Todo está lejos de donde usted vive.
—No puede perdonarme que viva al otro lado del río —exclamó Piotr
Ivanovich, sonriendo a Shebek.
Empezaron a hablar de las grandes distancias de las ciudades; y, al cabo de un
rato, fueron a la reunión.
Aparte de las reflexiones sobre posibles nombramientos y cambios en el
servicio, que podría traer consigo ese fallecimiento, el hecho mismo de la muerte
de un conocido provocó en cuantos recibieron la noticia, según ocurre siempre,
un sentimiento de alegría, porque había muerto otro y no ellos.
« Él ha muerto, mientras y o vivo aún» , pensó y sintió cada cual. Los amigos
de Iván Ilich pensaron, además, a pesar suy o, que tendrían que cumplir una serie
de deberes de conveniencia, muy fastidiosos, tales como asistir a los funerales,
hacer una visita de pésame a la viuda, etcétera.
Entre los amigos más íntimos de Iván Ilich figuraban Fiodor Vasilievich y
Piotr Ivanovich. Éste había sido compañero suy o en la Escuela de Jurisprudencia,
y se creía el más obligado.
Mientras comían, comunicó a su mujer que Iván Ilich había muerto; y le
habló de la posibilidad de que trasladaran a su hermano.
Sin echarse a descansar siquiera, se puso el frac y fue a casa de la viuda.
Ante la puerta principal de la casa de Iván Ilich había un coche particular y
dos de alquiler. Abajo, en la antesala, cerca del perchero, se hallaba, apoy ada en
la pared, la tapa del ataúd, cubierta de una tela brillante de seda, y adornada de
lujosos flecos. Dos señoras enlutadas se quitaban las pellizas. Una de ellas era la
hermana de Iván Ilich; y Piotr Ivanovich no conocía a la otra. Schwartz, un
amigo de Piotr Ivanovich, bajaba la escalera. Al reparar en el recién llegado, se
detuvo y le hizo un guiño, como si dijera: « Es tonto lo que ha hecho Iván Ilich,
nosotros no somos así» .
El rostro de Schwartz, con sus largas patillas, así como toda su delgada figura,
enfundada en el frac, tenían siempre una elegante solemnidad, que estaba en
contradicción con su carácter jovial; pero en aquel momento se observaba en él
una gracia especial, según crey ó Piotr Ivanovich.
Dejando pasar adelante a las damas, subió lentamente la escalera. Schwartz
esperó arriba. Piotr Ivanovich comprendió por qué lo hacía. Sin duda quería
hablarle para preparar una partida de whist. Las damas pasaron a la escalera que
conducía a las habitaciones de la viuda; y Schwartz, con sus gruesos labios
plegados en una expresión seria y con una mirada jovial, movió las cejas, para
indicar a Piotr Ivanovich la habitación mortuoria, situada a la derecha.
Como ocurre siempre, Piotr Ivanovich entró, indeciso y sin saber lo que debía
hacer. Lo único que le constaba era que, en estos casos, nunca venía mal
persignarse. No estaba seguro si las señales de la cruz debían ir acompañadas de
inclinaciones y eligió el término medio: comenzó a persignarse, inclinándose
ligeramente. Al mismo tiempo, examinó el aposento, en la medida en que se lo
permitían los movimientos de la mano y de la cabeza. En aquel instante salían de
la habitación dos jóvenes; uno de ellos era un colegial, probablemente algún
sobrino del difunto. Una viejecita permanecía inmóvil; y, junto a ella, una señora
que tenía las cejas extrañamente enarcadas, le hablaba en voz baja. El sacristán,
un hombre robusto y decidido, que llevaba levita, leía en voz alta, con gran
expresión y un tono que excluía todas las contradicciones posibles. El criado
Guerasim pasó junto a Piotr Ivanovich, con andares ligeros, espolvoreando algo
por el suelo. Al ver esto, Piotr Ivanovich sintió, en el acto, un ligero olor a
cadáver en descomposición. En su última visita a Iván Ilich, Piotr Ivanovich
había visto a ese hombre en el despacho del difunto, cumpliendo las obligaciones
de enfermero. Iván Ilich le tenía un gran afecto. Piotr Ivanovich siguió
persignándose y haciendo ligeras reverencias en la dirección intermedia entre el
féretro, el sacristán y los iconos, que se hallaban en una mesa, en uno de los
rincones de la estancia. Luego, cuando ese movimiento de la mano le pareció
demasiado prolongado, se detuvo y empezó a examinar el cadáver.
Éste se hallaba tendido pesadamente como todos los muertos; sus miembros
rígidos desaparecían en el interior del ataúd y tenía la cabeza curvada para
siempre, reclinada sobre un cojín. Su frente, amarillenta como la cera, se
destacaba como se destaca la de todos los cadáveres; junto a las sienes hundidas
se apreciaban pequeñas calvas, y la nariz le sobresalía por encima del labio
superior, como haciendo presión sobre él. Había cambiado mucho; estaba
considerablemente más delgado que cuando Piotr Ivanovich lo viera por última
vez; pero su rostro, como el de todos los muertos, era más hermoso y, sobre todo,
más significativo de lo que había sido en vida. Expresaba que había hecho lo que
tenía que hacer, y que lo había hecho de una manera justa. Además, esa
expresión parecía reprochar o recordar algo a los vivos. Piotr Ivanovich crey ó
que aquello estaba fuera de lugar o, al menos, que no tenía nada que ver con él.
De pronto se sintió a disgusto, se apresuró a persignarse y salió con precipitación,
demasiado precipitadamente tal vez, para las reglas de las conveniencias. En la
habitación contigua lo esperaba Schwartz. Con las piernas abiertas y las manos
cruzadas a la espalda, jugueteaba con la chistera. Con sólo mirar al elegante,
atildado y jovial Schwartz, Piotr Ivanovich se sintió aliviado. Comprendió que
Schwartz se encontraba por encima de todo aquello y que no se dejaba arrastrar
por impresiones desagradables. Su aspecto decía: « El incidente de los funerales
por Iván Ilich no puede en modo alguno ser razón suficiente para interrumpir el
orden de la sesión; es decir, nada puede impedimos abrir un nuevo paquete de
cartas, mientras el criado encienda unas velas; en general, no hay razón para
suponer que esto sea un obstáculo para pasar una velada de un modo agradable» .
Hasta susurró a Piotr Ivanovich estas palabras, y le propuso que se uniera a la
partida que tendría lugar, aquella noche, en casa de Fiodor Vasilievich. Pero, por
lo visto, Piotr Ivanovich no estaba predestinado a jugar al whist aquella noche.
Praskovia Fiodorovna, una mujer de mediana estatura y gruesa que, a pesar de
todos sus esfuerzos por conseguir lo contrario, seguía ensanchándose, de hombros
para abajo, vestida de luto riguroso, con un velo negro en la cabeza y las cejas
tan extrañamente levantadas como las de la señora que estaba en el aposento del
difunto, salió de su habitación con otras damas; y, después de acompañarlas hasta
la puerta de la cámara mortuoria, dijo:
—Ahora mismo se celebrará el funeral; pasen ustedes.
Schwartz saludó con una indefinida inclinación de cabeza; y se detuvo sin
aceptar ni rechazar aquella invitación. Al reconocer a Piotr Ivanovich, Praskovia
Fiodorovna suspiró y, acercándose a él, tomó una de sus manos y le dijo:
—Sé que era usted un verdadero amigo de Iván Ilich…
Miró a su interlocutor, esperando de él una acción que correspondiera a estas
palabras. Piotr Ivanovich sabía que, si antes era preciso persignarse, ahora tenía
que estrechar la mano de la viuda, lanzar un suspiro y decir: « Créame usted…» .
Y esto fue lo único que hizo. Acto seguido, se dio cuenta de que había obtenido el
resultado deseado: se había conmovido y la viuda también.
—Venga usted conmigo; antes que empiece el funeral, tengo que hablarle —
dijo Praskovia Fiodorovna—. Déme el brazo.
Piotr Ivanovich ofreció el brazo a la viuda de Iván Ilich; y se dirigieron a las
habitaciones interiores, pasando ante Schwartz, que hizo un guiño denotador de
pena.
« ¡Nos ha echado a perder la partida de whist! Si no acude usted, buscaremos
otro compañero. Y cuando quede libre, podremos seguir la partida los cinco» ,
dijo su mirada jovial.
Piotr Ivanovich suspiró; aún más profunda y tristemente; y Praskovia
Fiodorovna, agradecida, le estrechó la mano. Al entrar en el salón, tapizado de
cretona rosa y discretamente alumbrado, se sentaron junto a una mesa; la viuda
en un diván y Piotr Ivanovich en un asiento bajo, cuy os muelles, descompuestos,
crujieron con el peso de su cuerpo. Praskovia Fiodorovna hubiera querido
ofrecerle otra silla; pero crey ó que era inoportuno ocuparse de tales cosas en la
situación en que se encontraba, y cambió de parecer. Mientras se sentaban, Piotr
Ivanovich recordó cómo Iván Ilich había arreglado aquel salón y se había
aconsejado de él respecto de aquella cretona rosa con hojas verdes. Al ir a
sentarse en el diván, cuando pasaba ante la mesa (el salón estaba lleno de
muebles y de cachivaches), a la viuda se le enganchó un extremo de su velo de
encajes en una de las incrustaciones de la mesa. Piotr Ivanovich se incorporó,
para desengancharlo; y el asiento, libre de su peso, comenzó a hincharse,
empujándolo hacia arriba. La viuda trató de desenganchar con sus propias manos
el extremo del velo; y Piotr Ivanovich se sentó de nuevo, aplastando el asiento
rebelde. Pero Praskovia Fiodorovna no consiguió su propósito, y Piotr Ivanovich
volvió a levantarse; el asiento se agitó de nuevo y hasta emitió un crujido. Cuando
todo quedó arreglado, Praskovia Fiodorovna sacó un pañuelo de impecable batista
y se echó a llorar. Piotr Ivanovich, que se había calmado con el episodio del velo
y la lucha contra el asiento, permanecía sentado, con el entrecejo fruncido. Fue
Sokolov, el criado del difunto Iván Ilich, quien rompió esa embarazosa situación.
Había venido a comunicar que el terreno del cementerio que Praskovia
Fiodorovna había designado costaría doscientos rublos. La viuda dejó de llorar; y,
mirando a Piotr Ivanovich con aire de mártir, le dijo, en francés, que sufría
mucho. Piotr Ivanovich hizo una señal muda, que expresaba la absoluta certeza
de que no podía ser de otro modo.
—Fume usted, se lo ruego —dijo Praskovia Fiodorovna, con tono generoso,
aunque abatido al mismo tiempo; y empezó a discutir con Sokolov respecto del
precio del terreno.
Mientras Piotr Ivanovich encendía el cigarrillo, oy ó que la viuda se
informaba con todo detalle de los distintos precios de los terrenos y que,
finalmente, precisaba el que tomaría. Después, dio las órdenes oportunas
respecto al coro. Sokolov se marchó.
—Todo lo hago y o misma —dijo Praskovia Fiodorovna a Piotr Ivanovich,
apartando unos álbumes. Y dándose cuenta de que la ceniza del cigarrillo de su
interlocutor amenazaba la mesa, se apresuró a alargarle el cenicero, mientras
añadía—: Encuentro que es afectado asegurar que la pena impide ocuparse de
asuntos prácticos. A mí me ocurre lo contrario. Si hay algo que puede, si no
consolarme, al menos… distraerme, es precisamente la preocupación por
arreglar las cosas de él —volvió a sacar el pañuelo, como si fuera a echarse a
llorar; pero pareció dominarse, y continuó en tono tranquilo—: Tengo que decirle
algo.
Piotr Ivanovich se inclinó ligeramente, sin permitir que se desplegaran los
muelles del asiento, que, acto seguido, empezó a agitarse bajo su cuerpo.
—Sufrió terriblemente los últimos días.
—¿Ha sufrido mucho? —preguntó Piotr Ivanovich.
—¡Terriblemente! En sus últimas horas no cesó de gritar. Los tres días
postreros, con sus consabidas noches, se quejaba constantemente. No comprendo
cómo ha podido soportar eso. Sus gritos se oían a través de tres puertas. ¡Oh,
cuánto he sufrido!
—Pero ¿estaba consciente? —preguntó Piotr Ivanovich.
—Sí, hasta el último momento —replicó Praskovia Fiodorovna, en un susurro.
Se despidió de nosotros, un cuarto de hora antes de morir, y rogó que se
llevaran a Volodia.
De pronto, la idea de los sufrimientos padecidos por un hombre al que
conociera siendo un alegre colegial y más tarde, adulto y colega suy o, horrorizó
a Piotr Ivanovich, a pesar de la desagradable conciencia de su propia afectación
y la de aquella mujer. Se representó aquella frente y aquella nariz que hacía
presión sobre el labio superior; y temió por sí mismo.
« Tres días de atroces sufrimientos, y la muerte. Esto puede sucederme a
cada instante» , pensó; y, por un momento, se sintió horrorizado. Pero
inmediatamente, y sin que él mismo pudiera explicar el motivo, acudió en su
ay uda el pensamiento habitual de que eso le había ocurrido a Iván Ilich y no a él.
Aquello no podía ni debía ocurrirle; pensando en ello, se le estropearía el estado
de ánimo, cosa que no estaba bien, según podía uno darse cuenta al contemplar el
rostro de Schwartz. Después de haber reflexionado de esta manera, Piotr
Ivanovich se tranquilizó y empezó a hacer preguntas, con gran interés, acerca de
la muerte de Iván Ilich, como si la muerte fuese una aventura propia de éste,
pero no de él.
Después de comentar, con todo detalle, los distintos aspectos de los
sufrimientos físicos, realmente atroces, de Iván Ilich (Piotr Ivanovich se enteró
de aquellos detalles sólo por la manera en que los sufrimientos del difunto habían
obrado sobre los nervios de Praskovia Fiodorovna), la viuda crey ó oportuno pasar
al asunto.
—¡Oh Piotr Ivanovich! ¡Cuánto sufro, cuánto sufro! —exclamó; y de nuevo
se deshizo en lágrimas.
Piotr Ivanovich lanzó un suspiro y esperó a que la viuda se sonara. Cuando
Praskovia Fiodorovna lo hizo, dijo:
—Crea usted…
Entonces, Praskovia Fiodorovna reanudó la conversación y explicó, por fin, su
asunto. Se trataba de averiguar cómo debía arreglárselas para obtener una
cantidad de dinero de la Tesorería del Gobierno, con motivo del fallecimiento de
su marido. Hizo como que pedía a Piotr Ivanovich consejos relativos a su pensión
de viuda; pero éste comprendió que estaba enterada hasta en los más pequeños
detalles de cosas que incluso él ignoraba. Praskovia Fiodorovna sabía
perfectamente la cantidad de dinero que podría sacar al Estado; pero lo que
deseaba averiguar era si había algún medio de sacar más. Piotr Ivanovich trató
de inventarse un medio para hacerlo; pero, después de meditar un rato y de
censurar, por conveniencia, la avaricia del Gobierno ruso, dijo que
probablemente no podría obtener lo que deseaba. Entonces, la viuda suspiró y, sin
duda, empezó a idear la manera de librarse de su visitante. Piotr Ivanovich lo
comprendió. Apagó el cigarrillo, se puso en pie; y, tras de estrechar la mano a la
dueña de la casa, se retiró a la antesala.
En el comedor estaba el reloj que Iván Ilich había comprado en una
almoneda y del que estaba muy satisfecho. Allí se encontró Piotr Ivanovich al
sacerdote y a algunos conocidos que venían para asistir al funeral, así como a la
hija del difunto, una muchacha muy bella a la que conocía. Iba vestida de negro.
Su cintura, muy estrecha, daba la impresión de estar más delgada que antes.
Tenía un aire sombrío, decidido y casi irritado. Saludó a Piotr Ivanovich como si
éste fuese culpable de algo. Tras de ella se hallaba, con el mismo aire sombrío,
un joven muy rico, a quien Piotr Ivanovich conocía también. Era el juez de
Instrucción y prometido de la muchacha, según se decía. Piotr Ivanovich los
saludó con expresión triste; y se disponía a entrar en la cámara mortuoria,
cuando vio, al pie de la escalera, a un colegial: era el hijo de Iván Ilich y se
parecía a él de un modo sorprendente. Era idéntico a Iván Ilich de jovencito, tal
y como Piotr Ivanovich lo había conocido, en la Escuela de Jurisprudencia. Sus
ojos llorosos tenían la expresión de los muchachos de trece o catorce años, que
y a no son inocentes. Al ver a Piotr Ivanovich, hizo una mueca severa y tímida.
Haciéndole un movimiento de cabeza, Piotr Ivanovich entró en el cuarto del
difunto. Empezó el funeral, con sus cirios, su incienso, las lamentaciones, las
lágrimas y los sollozos. Piotr Ivanovich, con el entrecejo fruncido, se miraba a
los pies. No levantó ni una sola vez la vista hacia el cadáver; no se dejó llevar por
las influencias depresivas hasta el final de la ceremonia; y fue uno de los
primeros en salir del cuarto. No había nadie en la antesala. Guerasim, el mozo de
comedor, salió presurosamente de la cámara mortuoria; revolvió con sus fuertes
manos todas las pellizas, para encontrar la de Piotr Ivanovich, y se la ofreció.
—¿Qué hay, Guerasim? ¿Estás apenado? —exclamó Piotr Ivanovich, por
decir algo.
—Ha sido la voluntad de Dios. Todos iremos a parar allí —replicó el criado,
dejando al descubierto sus blancos y apretados dientes de campesino. Y como un
hombre muy ocupado, abrió la puerta, llamó al cochero y, tras de ay udar a Piotr
Ivanovich a instalarse en el coche, volvió apresuradamente, con la expresión de
quien trata de recordar lo que le queda por hacer aún.
Piotr Ivanovich sintió un placer especial al respirar aire puro, después de
haber estado en una casa donde olía a incienso, a cadáver y a ácido fénico.
—¿Adónde vamos? —preguntó el cochero.
—Aún es temprano. Me pasaré por casa de Fiodor Vasilievich.
Y Piotr Ivanovich fue allí. Encontró a sus amigos al final de la primera
partida, de manera que pudo tomar parte en el juego.
II
La historia de Iván Ilich era de las más sencillas y corrientes, y de las más
terribles.
Murió a los cuarenta y cinco años, siendo miembro del Palacio de Justicia.
Era hijo de un funcionario que había hecho, en diferentes departamentos
ministeriales de San Petersburgo, una de aquellas carreras que demuestran
claramente que el individuo es incapaz de desempeñar cualquier función
importante, pero que, gracias a la larga duración de sus servicios y a su
escalafón, no puede ser despedido. Por ese motivo, recibe un puesto ficticio,
expresamente inventado, con un sueldo de seis a diez mil rublos, nada ficticios,
con el que vive hasta la más avanzada vejez.
Tal había sido el consejero secreto Ilia Efimovich Golovin, miembro inútil de
varias inútiles instituciones.
Había tenido tres hijos y una hija. Iván Ilich era el segundo. El may or seguía
la misma carrera que el padre, aunque en un Ministerio distinto; y se acercaba
y a a la época de servicio en que se percibe un sueldo por la fuerza de la inercia.
El tercer hijo era un fracasado. Había quedado mal en cuantos puestos había
ocupado; y en aquella época estaba empleado en la administración de
ferrocarriles. Tanto su padre como sus hermanos y, sobre todo, las mujeres de
éstos, no sólo evitaban encontrárselo, sino que sólo se acordaban de su existencia
en casos de necesidad. La hermana estaba casada con el barón Gref, un
funcionario de San Petersburgo, igual que su padre político. Iván Ilich era le
phénix de la famille, según se decía. No era tan frío ni tan ordenado como su
hermano may or, ni tan alocado como el pequeño. Ocupaba el justo medio entre
los dos: era inteligente, vivo, simpático y formal. Había estudiado, junto con su
hermano menor, en la Escuela de Jurisprudencia. Su hermano no acabó la
carrera; lo echaron antes de llegar al quinto curso. En cambio, Iván Ilich terminó
bien sus estudios. En la Escuela fue lo que iba a ser durante toda su vida; un
hombre dotado de capacidades, alegre, bondadoso y sociable, aunque, al mismo
tiempo, fiel cumplidor de lo que consideraba su deber; y por deber admitía
cuanto era considerado como tal por los que ocupaban puestos superiores al suy o.
Nunca había sido adulador, ni de muchacho ni de adulto; pero, desde sus años
juveniles, se sintió atraído, como las moscas por la luz, hacia las personas que
ocupaban puestos superiores en la sociedad. Los imitaba en sus maneras y en sus
puntos de vista; y sostenía con ellos relaciones cordiales. Las pasiones de la
infancia y de la juventud habían pasado sin dejar huellas en él. Se había
entregado a la sensibilidad y a la vanidad y, en los rasgos más elevados, a la
liberalidad; pero siempre dentro de ciertos limites, que sin duda le indicaba su
buen sentido.
En la Escuela de Jurisprudencia había realizado actos que antes le parecieran
villanías y le inspiraban repulsión hacia sí mismo; pero, posteriormente, al ver
que hombres de elevada posición cometían actos por el estilo y no se
consideraban malos, no los juzgó precisamente buenos, pero los echó en olvido,
sin amargarse con tales recuerdos.
Al acabar la carrera recibió de su padre una cantidad de dinero para
equiparse. Encargó sus trajes en la casa Sharmer y, entre los dijes de la cadena
del reloj, colgó un medallón con la inscripción siguiente: Respice finem; se
despidió de sus profesores, dio una comida a sus compañeros, en Donon; y,
provisto de una maleta nueva con ropa interior, trajes y objetos de tocador, que
había adquirido en las mejores tiendas, partió a una provincia, a ocupar el puesto
(que le había proporcionado su padre) de encargado de los asuntos particulares
del Gobernador.
En cuanto llegó a aquella provincia, supo crearse una situación fácil y
agradable, como la que había tenido en la Escuela de Jurisprudencia. Servía,
hacía su carrera y, al mismo tiempo, se divertía de un modo agradable y
conveniente.
De cuando en cuando, efectuaba viajes por los distritos, por orden de la
superioridad. Se mantenía dignamente, lo mismo ante sus superiores que ante sus
subordinados; y cumplía con exactitud y honradez incorruptibles, de las que no
podía por menos de sentirse orgulloso, las misiones que se le encomendaban,
sobre todo si estaban relacionadas con los sectarios.
A pesar de su juventud y de su tendencia a distracciones ligeras, se mostraba
reservado, oficial y hasta severo en lo que se refería a los asuntos privados del
servicio. En sociedad, era siempre jovial, ingenioso, lleno de bondad, correcto y
bon enfant, como solía decir de él su jefe y la mujer de éste, que lo recibían
como a un miembro de la familia.
Sostenía íntimas relaciones con una dama de la provincia, que se había
impuesto a aquel leguley o; tenía una amiga modista; se emborrachaba en
compañía de los ay udantes militares de paso en la provincia; daba paseos por las
calles solitarias de la ciudad; adulaba a su jefe e incluso a la mujer de éste; pero
había en todo esto un tal aire de corrección, que hubiera sido imposible calificarlo
con malas palabras. Todo estaba de acuerdo con el aforismo francés: Il faut que
jeunesse se passe [1] . Llevaba a cabo estas cosas con las manos limpias, con
camisas impecables y empleando palabras francesas; y lo principal era que
tenían lugar en la alta sociedad y, por consiguiente, con la aprobación de
personajes elevados.
Así fue como pasaron los cinco primeros años de servicio de Iván Ilich.
Entonces, hubo un cambio. Aparecieron unas instituciones judiciales; y hubo
necesidad de buscar hombres nuevos.
Iván Ilich fue uno de ellos.
Se le ofreció una plaza de juez de Instrucción, que aceptó, a pesar de que
tenía que ir a otra provincia, abandonar las relaciones y a establecidas y crearse
otras nuevas. Sus amigos lo acompañaron a la estación, se retrataron en grupo; y,
entre todos, le regalaron una petaca de plata. Iván Ilich partió para hacerse cargo
de su nuevo empleo.
En su calidad de juez de Instrucción, Iván Ilich fue igualmente comme il faut,
correcto; supo distinguir, lo mismo que antes, los deberes del servicio de los de su
vida privada; e infundía el mismo respeto a cuantos lo rodeaban. El nuevo puesto
le ofrecía más interés y atractivos que el anterior. Le era agradable pasar vestido
con su uniforme, confeccionado en la casa Shamer, ante los temblorosos
solicitantes que esperaban audiencia y los funcionarios que lo envidiaban, para
entrar directamente en el despacho del jefe, y sentarse allí a tomar una taza de té
y fumar un cigarrillo; pero había pocas personas que dependieran directamente
de su voluntad. Tales eran solamente los comisarios de Policía y los agentes,
cuando se los mandaba con alguna misión especial. Le gustaba tratar con
cortesía, casi con camaradería, a las personas que dependían de él; le agradaba
dar a entender que, aunque podía aplastarlos, les dispensaba un trato amistoso y
sencillo. Pero estos casos eran pocos. Ahora, en cambio, siendo juez de
Instrucción, Iván Ilich sentía que todos, absolutamente todos —incluso los
hombres más importantes y satisfechos de sí mismos— estaban en sus manos; y
que le bastaba escribir ciertas palabras en un papel sellado, para que cualquier
personaje importante se presentara ante él, en calidad de acusado o de testigo; y,
si no le ofrecía un asiento, permaneciera en pie, contestando a sus preguntas.
Iván Ilich no abusaba nunca de su poder; al contrario, trataba de dulcificarlo. La
conciencia de ese poder y la posibilidad de dulcificarlo constituían, realmente, el
principal interés y el atractivo de su nuevo cargo. En sus funciones mismas,
precisamente en la instrucción de causas, no tardó en adoptar un sistema de
apartar las circunstancias que no tuviesen que ver con su servicio. Incoaba la
causa más complicada de tal forma, que sólo se reflejaba en el papel de un
modo externo, quedando exenta de sus opiniones personales; y observaba las
formalidades exigidas. Iván Ilich fue uno de los primeros que aplicó de manera
práctica los estatutos del año 1864.
Al llegar a la nueva ciudad para ocupar el puesto de juez de Instrucción, Iván
Ilich se creó nuevas amistades y nuevas relaciones; y su actitud fue distinta de la
de antes. Se mantenía a una respetuosa distancia de las autoridades provinciales,
escogiendo sus relaciones entre la mejor sociedad de los magistrados y de los
nobles ricos de la población. Adoptó un tono de ligero descontento respecto del
Gobierno, de liberalismo moderado y de civismo burgués. Además de todo esto,
sin cambiar nada de su elegante indumento, dejó de afeitarse, permitiendo que la
barba creciera a su antojo.
Su nueva vida se organizó de un modo muy grato, la sociedad, que
murmuraba contra el gobernador, era agradable y amistosa; el sueldo era más
elevado que antes y el whist añadió un nuevo atractivo a su existencia. Iván Ilich
tenía el don de jugar alegremente y de reflexionar con rapidez y habilidad,
motivo por el cual casi siempre ganaba.
Después de dos años de servicio en aquella nueva ciudad, se encontró con su
futura mujer. Praskovia Fiodorovna Mijel era la muchacha más atractiva, más
inteligente y brillante de la sociedad frecuentada por Iván Ilich. Entre otras
distracciones y diversiones, se había creado unas relaciones joviales y ligeras
con Praskovia Fiodorovna.
Iván Ilich solía bailar durante la época en que había desempeñado su cargo
anterior; pero siendo juez de Instrucción lo hacía sólo en casos excepcionales. Sin
embargo, si se presentaba la ocasión, podía demostrar que también en ese
aspecto se destacaba. De tarde en tarde, al final de las veladas, bailaba con
Praskovia Fiodorovna; y fue precisamente entonces cuando la conquistó. La
muchacha se enamoró de él. Iván Ilich no tenía la intención determinada de
casarse; pero, cuando Praskovia Fiodorovna se enamoró de él, se hizo la siguiente
pregunta: « En realidad, ¿por qué no había de casarme?» .
Praskovia Fiodorovna pertenecía a una noble familia y disponía de una
pequeña dote. Iván Ilich hubiera podido aspirar a un partido más brillante; pero
éste tampoco estaba mal. Él tenía su sueldo y pensaba que la muchacha llevaría
un equivalente. Descendía de una buena familia, era agradable, graciosa y una
mujer como es debido. Tan injusto sería decir que Iván Ilich quería casarse
porque estaba enamorado de su prometida y veía en ella una compañera que
compartiría sus ideas acerca de la vida, como afirmar que se casaba porque las
personas de su círculo aprobaban aquella elección. Iván Ilich se casaba por dos
consideraciones: le era agradable tomar semejante esposa; y al mismo tiempo,
cumplía una cosa que las personas de alta posición consideraban razonable.
Iván Ilich se casó. El proceso mismo del matrimonio y la primera época de
la vida cony ugal, con las caricias, los nuevos muebles, la vajilla y la ropa, hasta
el embarazo de su mujer, pasaron muy bien. Así, pues, empezaba a creer que el
carácter de su vida, agradable, fácil, alegre, siempre correcto y aprobado por la
sociedad, al que consideraba propio de la vida en general, no sólo no sería
turbado por el matrimonio, sino que incluso éste lo aumentaría. Pero durante el
primer mes del embarazo de su mujer ocurrió algo nuevo, imprevisto,
desagradable, penoso, inconveniente y de lo que no había manera de librarse.
Su mujer, sin razón alguna, según creía Iván Ilich, de gaieté de coeur,
empezó a turbar el encanto y la decencia de su vida. Sin motivo, se mostraba
celosa, y exigía de él los más solícitos cuidados, se irritaba por cualquier cosa y
le hacía escenas desagradables e inconvenientes.
Al principio, Iván Ilich esperó librarse pronto de esa situación tan
desagradable, por medio de aquel modo fácil y decente de considerar la vida que
lo había salvado antes. Trató de hacer como que ignoraba el mal humor de su
mujer; y continuó su vida alegre y fácil, invitando a sus amigos a jugar a las
cartas y procurando ir al club o a casa de sus compañeros. Pero un día su mujer
lo riñó con palabras enérgicas y groseras, cosa que volvió a repetir cada vez que
no cumplía con sus exigencias. Por lo visto, había decidido continuar de este
modo hasta que la obedeciera, es decir, hasta que optara por quedarse en casa y
aburrirse lo mismo que ella. Iván Ilich se horrorizó. Comprendió que la vida
cony ugal —al menos con su mujer— no correspondía a los encantos y a las
conveniencias de la vida, sino que, por el contrario, los destruía a menudo. Era
preciso, pues, ponerse en guardia. E Iván Ilich empezó a buscar el medio de
hacerlo. El servicio era lo único que imponía a Praskovia Fiodorovna; por tanto,
Iván Ilich empezó a luchar con ella para obtener su mundo independiente,
tomando como arma el servicio y las obligaciones que se derivaban de él.
Con el nacimiento de su hijo, los intentos de su crianza y sus fracasos, las
enfermedades efectivas y las imaginarias, tanto de la madre como del recién
nacido (se exigía a Iván Ilich que se interesara por ellas, aunque no era capaz de
entender nada), la necesidad de crearse un mundo fuera de su familia se hizo aún
más imperiosa.
A medida que aumentaban la irascibilidad y las exigencias de su mujer, Iván
Ilich iba transportando el centro de gravedad de su vida a su trabajo. Sentía un
interés mucho más vivo por el servicio; y se volvió más ambicioso que antes.
Muy pronto, al año de casado, comprendió que si bien la vida cony ugal
ofrece algunas comodidades, es en suma un asunto muy complicado y penoso; y
que, para cumplir los deberes que impone, es decir, para llevar una vida decente,
aprobada por la sociedad, es preciso establecer determinadas relaciones, lo
mismo que en el servicio.
E Iván Ilich trató de establecerlas. Exigía de la vida familiar tan sólo las
comodidades que ésta podía darle, es decir, una buena comida, un ama de casa,
una cama y, sobre todo, las conveniencias exteriores, que se determinan por la
opinión pública. En lo demás, buscaba placer y alegría; y si los encontraba,
estaba agradecidísimo. Si tropezaba con la resistencia y el mal humor,
inmediatamente se iba a su mundo particular, al servicio, en el que se hallaba a
gusto.
Iván Ilich era muy apreciado como buen funcionario; y, al cabo de tres años,
lo nombraron sustituto del fiscal. Sus nuevas obligaciones, su importancia y la
posibilidad de hacer juzgar y meter en la cárcel a quien se le antojara, los
discursos públicos y los triunfos que obtenía, todas estas cosas lo atraían más al
servicio.
Tuvieron más hijos. Su mujer se volvía cada vez más gruñona y
malhumorada; pero las reglas que se había impuesto Iván Ilich para la vida
familiar lo hicieron casi insensible a estas cosas.
Después de siete años de servicio en una ciudad, fue nombrado fiscal y
trasladado a otra provincia. Tenían poco dinero y a Praskovia Fiodorovna le
desagradó la nueva población. El sueldo de Iván Ilich era más elevado; pero
también la vida estaba más cara. Además, se les murieron dos hijos y la vida
familiar se volvió aún más desagradable.
Praskovia Fiodorovna reprochaba a su esposo todos los infortunios ocurridos
en la nueva residencia. Por lo general, el tema de las conversaciones entre los
esposos, sobre todo en lo que se refería a la educación de los hijos, consistía en
los recuerdos de disputas anteriores; y a cada instante estallaban otras nuevas.
Únicamente quedaban algunos períodos amorosos que volvían a veces; pero
duraban poco. Eran como unas islas que abordaban por un corto espacio de
tiempo, y luego se lanzaban de nuevo al mar de una oculta hostilidad, que se
expresaba por el distanciamiento mutuo. Ese distanciamiento hubiera podido
apenar a Iván Ilich si no considerase que debía ser así; pero en aquella época no
sólo tomaba aquella situación como una situación normal, sino hasta como el
objeto de su actividad en la familia. Ese objeto consistía en liberarse cada vez
más de esos disgustos y darles un carácter inofensivo y conveniente. Conseguía
esto permaneciendo cada vez menos tiempo en su casa; y, cuando estaba
obligado a quedarse, procuraba asegurar su situación por medio de la presencia
de personas extrañas. Lo más importante para él era su cargo. Todo el interés de
su vida se concentraba en el mundo del servicio. Y ese interés lo absorbía por
completo. La conciencia de su poder, de la posibilidad de hacer perecer al
hombre que se le antojara; su importancia, incluso la externa, cuando entraba en
el Palacio de Justicia y se encontraba con sus subordinados; los triunfos que
obtenía ante sus superiores y, sobre todo, la habilidad con que llevaba los asuntos
judiciales y que se reconocía él mismo, todo esto lo alegraba; y, unido a las
tertulias con sus compañeros, las comidas y el whist, llenaba su vida. Así, pues, su
existencia discurría según sus reglas, es decir, de un modo grato y conveniente.
Vivió así por espacio de diecisiete años. Su hija may or había cumplido y a los
dieciséis. Se le murió otro hijo y sólo le quedó uno; era y a un colegial, que
constituía uno de los motivos de discordia entre los esposos. Iván Ilich quería que
cursara los estudios en la Escuela de Jurisprudencia; pero Praskovia Fiodorovna,
por llevarle la contraria, lo había mandado a un gimnasio. La hija estudiaba en
casa y se desarrollaba bien. Tampoco era mal estudiante el muchacho.
III
De este modo transcurrieron diecisiete años desde la boda de Iván Ilich. Era y a
un antiguo fiscal; había rehusado algunos cargos, esperando uno mejor, cuando,
inesperadamente, surgió un acontecimiento desagradable, que turbó su existencia
tranquila. Iván Ilich esperaba la plaza de presidente de Tribunal en una ciudad
universitaria; pero Goppe le había tomado la delantera, se la arrebató. Iván Ilich
se irritó, le hizo recriminaciones y se enfadó con los jefes. Todos se volvieron
fríos hacia él y se lo omitió de nuevo en los siguientes nombramientos.
Esto ocurrió en 1880. Fue el año más penoso de toda la vida de Iván Ilich. Por
una parte, el sueldo no le alcanzaba para subsistir; y, por otra, notó que todos lo
habían olvidado. Consideró esto como la may or injusticia del mundo. En cambio,
a los demás les parecía naturalísimo. Ni siquiera su propio padre se creía en el
deber de ay udarlo. Notó que todos lo habían abandonado, considerando que su
situación, con tres mil quinientos rublos, era normal y hasta ventajosa. Sólo él
sabía que, con la conciencia de las injusticias que habían cometido con él, las
continuas recriminaciones de su mujer y las deudas que había contraído (al
gastar más de lo que le permitían sus medios), su situación estaba lejos de ser
normal.
En el verano de 1880 tomó un permiso; y, con objeto de disminuir los gastos,
partió con su mujer a la aldea del hermano de ésta.
En el campo, sin ocupación, sintió por primera vez, no sólo un gran
aburrimiento, sino una tristeza insoportable; y resolvió que no podía vivir de este
modo y que era imprescindible tomar medidas decisivas.
Después de una noche de insomnio, durante la cual se paseó por la terraza,
decidió que iría a San Petersburgo para arreglar sus asuntos, castigar « a los que
no sabían apreciarlo» , y pedir el traslado a otro ministerio.
Al día siguiente, a pesar de que su mujer y su cuñado trataron de disuadirlo
por todos los medios, se marchó a San Petersburgo.
Partió con un objetivo: conseguir un puesto con cinco mil rublos de sueldo. Ya
no tenía preferencias por un ministerio determinado, por ninguna tendencia ni por
ningún género de actividad. Tan sólo necesitaba una plaza de cinco mil rublos de
sueldo, y a fuera en la administración, en algún banco, en los ferrocarriles, en una
institución de la emperatriz María o incluso en la aduana. Lo cierto era que
necesitaba, de toda precisión, un sueldo de cinco mil rublos y salir de un
ministerio en el que no lo sabían apreciar.
El viaje de Iván Ilich fue coronado por un éxito extraordinario e inesperado.
En Kursk entró en el vagón de primera clase F. S. Ilin, un conocido suy o; y le
contó que, recientemente, el gobernador de aquella ciudad había recibido un
telegrama en el que anunciaban que uno de aquellos días tendría lugar su cambio
en el ministerio; Iván Semionovich ocuparía la plaza de Piotr Ivanovich.
Aparte de la importancia que tenía para Rusia aquel presunto cambio, era
particularmente significativo para Iván Ilich el hecho de que hicieran resaltar la
personalidad de Piotr Petrovich, y, probablemente, la de su amigo Zajar
Ivanovich, lo que presentaba grandes ventajas para él.
La noticia se confirmó en Moscú. Y al llegar a San Petersburgo, Iván Ilich se
encontró con Zajar Ivanovich y obtuvo de él la promesa de una plaza segura en
el mismo ministerio en que estaba.
Una semana después, telegrafiaba a su mujer:
«Zajar, plaza Miller. Recibiré nombramiento en el primer informe».
Gracias a aquel cambio de personajes, Iván Ilich ocupó una plaza tal, en su
antiguo ministerio, que subió dos puestos en el escalafón y tuvo cinco mil rublos
de sueldo y tres mil quinientos de dietas: Iván Ilich olvidó la indignación que
había sentido contra sus enemigos y contra todo el ministerio; y se sintió feliz.
Volvió a la aldea, tan alegre y contento como no lo había estado desde hacía
mucho tiempo. Praskovia Fiodorovna se alegró también; y hubo entre ellos una
reconciliación. Iván Ilich le contó cómo se le había honrado en San Petersburgo,
lo avergonzados que se habían sentido sus enemigos, cómo lo habían adulado, lo
que le envidiaban su posición y, sobre todo, lo que lo apreciaban todos en San
Petersburgo.
Praskovia Fiodorovna escuchó a su marido aparentando creerle, y no lo
contradijo en nada; se limitó a hacer proy ectos para su nueva vida en la ciudad a
la que se iban a trasladar. Iván Ilich vio con alegría que sus planes eran idénticos
a los suy os, que estaba de acuerdo con su mujer y que su vida interrumpida
volvía a adquirir el carácter alegre y correcto que le era propio.
Estuvo poco tiempo en la aldea. Tenía que tomar posesión de su nuevo cargo
el 10 de septiembre; y, aparte de esto, necesitaba tiempo para instalarse en su
nuevo domicilio, trasladar las cosas que tenía en la provincia, hacer algunas
compras y dar muchas órdenes. En una palabra, tenía que instalarse tal y como
lo había dispuesto su mente y casi igual que lo había planeado Praskovia
Fiodorovna en su fuero interno.
En aquella época en que todo se iba arreglando con buen éxito, en que Iván
Ilich estaba de acuerdo con su mujer en todos los planes y en que casi siempre
vivían separados, intimaron más que en los primeros años de su vida cony ugal.
Iván Ilich tuvo la intención de llevarse a su familia inmediatamente; pero su
cuñado y la mujer de éste, que repentinamente se habían vuelto amables y
afectuosos con los Golovin, insistieron en que la dejara allí, de manera que partió
solo.
Se puso en camino. La buena disposición de ánimo, provocada por el éxito
obtenido y por estar de acuerdo con su mujer, no lo abandonaba. Encontró un
piso encantador, precisamente tal y como lo habían soñado marido y mujer.
Tenía espaciosos salones de estilo antiguo, de altos techos; un despacho amplio y
cómodo; habitaciones para su mujer y para su hija; un cuarto de estudio para el
muchacho… En una palabra, todo parecía hecho expresamente para ellos. Iván
Ilich en persona se ocupó del arreglo de la casa; elegía los papeles para
empapelar las habitaciones y las tapicerías; compraba muebles, que buscaba
particularmente entre los antiguos, porque creía que tenían un estilo comme il
faut; y todo se llevaba a cabo, paulatinamente, y se acercaba al ideal que se
había formado. Cuando la mitad de las cosas estuvieron dispuestas, la instalación
excedió sus esperanzas. Comprendió el carácter comme il faut, elegante, nada
trivial, que adquiriría el piso cuando estuviera terminado. Al dormirse, se
representaba la sala, tal y como iba a quedar. Y contemplando el salón, no
concluido aún, veía y a la chimenea, el biombo, la vitrina, las sillas dispuestas en
su sitio, los platos en las paredes y los bronces. Le alegraba la idea de la sorpresa
que se llevaría Pasha[2] y Lisanka, que también eran aficionadas a estas cosas.
No era posible que esperasen ver aquello. Había tenido la gran suerte de
encontrar y comprar, bastante barato, objetos antiguos que imprimían a la casa
un carácter particularmente distinguido. En sus cartas presentaba adrede las
cosas mucho peor de lo que eran en realidad, para sorprender a su familia
cuando llegara. Todo esto lo entretenía tanto que, a veces, cambiaba los muebles
de lugar y colgaba las cortinas con sus propias manos. Una vez, al subir a una
escalera para indicar al tapicero cómo quería que colgara una cortina, perdió pie;
pero como era un hombre ágil y fuerte, no llegó a caerse; tan sólo se dio un golpe
en un costado contra el pomo de la ventana. La contusión le dolió cierto tiempo;
pero los dolores cesaron, al fin. Por aquella época, Iván Ilich se sentía
particularmente alegre y en perfecto estado de salud. Escribía a su casa: « Noto
que me he rejuvenecido en quince años» . Pensaba terminar la instalación en el
mes de septiembre; pero ésta se prolongó hasta mediados de octubre. En cambio,
todo resultaba encantador y no era sólo él quien opinaba así. Todo el mundo le
decía lo mismo.
En realidad, allí había lo que suele haber en las casas de las personas no
demasiado acomodadas, pero que quieren parecerlo y que, por ese motivo, se
asemejan unos a otros; tapicerías, muebles de ébano, flores, tapices y bronces
oscuros y brillantes, todo cuanto cierta clase de personas acumulan y con lo cual
se parecen unas a otras. La casa de Iván Ilich era tan parecida a otras, que nada
llamaba la atención; sin embargo, veía en ella un encanto especial. Cuando
recogió a su familia en la estación y la llevó al piso bien alumbrado, donde un
lacay o con corbata blanca abrió la puerta que conducía a la antesala, adornada
de flores, y entraron después en la habitación y en el despacho, lanzando gritos
de entusiasmo, Iván Ilich se sintió muy feliz; y, mientras les mostraba todas las
cosas, disfrutaba de los elogios que hacían, experimentando una alegría inmensa.
Aquella misma noche Praskovia Fiodorovna le preguntó, entre otras cosas, cómo
se había caído; e Iván Ilich se echó a reír y representó la escena de su caída y el
susto del tapicero.
—No en balde hago gimnasia. Otro se habría matado; en cambio, y o apenas
si me he dado un golpe. Cuando me toco aquí me duele; pero y a se está pasando,
y sólo queda un cardenal.
Empezaron su nueva vida; pero como ocurre siempre, cuando se
acostumbraron al nuevo domicilio, notaron que les faltaba una habitación; y
aunque vivían bien con el nuevo sueldo les faltaba un poquito, es decir, unos
quinientos rublos. Vivieron a gusto, sobre todo durante la primera temporada,
cuando aún no habían terminado la instalación y ora tenían que comprar o
encargar algo, ora cambiar de sitio un mueble o arreglar alguna cosa. Aunque
había algunos desacuerdos entre los esposos, los dos estaban contentos y, por otra
parte, tenían tantas cosas que hacer, que no podían surgir grandes disputas.
Cuando terminaron por completo el arreglo del piso, se sintieron ligeramente
aburridos, como si les faltase algo; mas, como y a habían trabado nuevos
conocimientos y adquirido nuevas costumbres, éstos llenaron su vida.
Iván Ilich pasaba las mañanas en el Palacio de Justicia y volvía a casa para
comer. Durante la primera época, solía estar de buen humor, aunque su nueva
instalación le hacía sufrir un poco. Cualquier manchita en un mantel o en una
tapicería, o algún fleco roto, lo irritaban. Había puesto tanto trabajo en el arreglo
de la casa que le dolía el más pequeño desperfecto. Pero, por lo general, su
existencia discurría con arreglo a sus creencias: era fácil, agradable y correcta.
Se levantaba a las nueve, tomaba café, leía la prensa, se ponía el uniforme y se
iba al Palacio de Justicia. Allí le esperaba la noria en torno a la cual daba vueltas;
e inmediatamente ponía manos a la obra. Solicitantes, informes de cancillería,
audiencias y reuniones públicas y privadas. De esto era preciso saber excluir
todo lo que turba la regularidad de los asuntos del servicio: no se debían admitir
ningunas relaciones, excepto las oficiales; y el motivo de estas relaciones
también debía ser oficial. Si llegaba un hombre cualquiera para enterarse de
alguna cosa, Iván Ilich no podía tener ninguna relación con él; pero si veía en su
solicitud algo oficial, algo que puede escribirse en un papel sellado, hacía en los
límites debidos cuanto le era posible y le dispensaba, además, un trato amistoso y
lleno de cortesía. Y en cuanto terminaba la relación oficial, también ponía fin a
toda otra. Iván poseía en el más alto grado el don de separar lo oficial de la vida
real, sin confundir nunca ambas cosas. Con la práctica y el talento, lo había
perfeccionado hasta el punto de que, a veces, se permitía, como un virtuoso,
mezclar en broma lo oficial con lo humano. Hacía esto porque tenía la
conciencia de una fuerza interior que, en un momento dado, separaría lo oficial y
rechazaría lo humano. Los asuntos de Iván Ilich marchaban, pues, de un modo
fácil, agradable, correcto e incluso virtuoso. En los intervalos, fumaba, tomaba té,
charlaba un poco de política, un poco de asuntos generales, un poco de los naipes
y, más que nada, de nombramientos. Regresaba a su casa cansado; pero con la
sensación del virtuoso que ha ejercido perfectamente su parte como primer
violín en una orquesta. Mientras tanto, su mujer y su hija salían o recibían alguna
visita; su hijo estaba en el gimnasio, preparaba sus deberes con un profesor y
estudiaba bien lo que le enseñaban. Todo iba perfectamente. Después de comer,
si no había visitas, Iván Ilich leía a veces algún libro del que se hablaba mucho, y
por las noches se ocupaba de sus asuntos, es decir, repasaba documentos,
estudiaba las ley es y confrontaba las declaraciones con los artículos de la ley.
Este trabajo no le resultaba alegre ni aburrido. Sólo le aburría cuando se podía
jugar al whist; pero si no tenía ocasión de hacerlo, prefería trabajar así a estar en
casa solo o acompañado de su mujer. Los placeres de Iván Ilich se cifraban en
las comidas que ofrecía a personas importantes, señoras y caballeros; y esa
manera de pasar el tiempo en compañía de ellos se asemejaba al pasatiempo de
hombres como él, lo mismo que su salón se parecía a todos los salones.
Una vez, hasta organizaron un baile. Iván Ilich se sentía contento y todo iba
perfectamente, cuando, de repente, surgió una terrible discusión a causa de las
tartas y los bombones. Praskovia Fiodorovna tenía su proy ecto respecto de estas
cosas, pero Iván Ilich insistió en que se encargaran en una de las mejores
pastelerías. Había pedido tal cantidad de tartas que sobraron y la cuenta ascendió
a cuarenta y cinco rublos. La discusión había sido muy desagradable. Praskovia
Fiodorovna lo había tachado de necio y de amargado. Iván Ilich se había llevado
las manos a la cabeza; y, en su acaloramiento, habló del divorcio. Sin embargo, la
velada resultó muy alegre. Asistió la mejor sociedad; e Iván Ilich bailó con la
princesa Trufonovs, hermana de la célebre princesa que había creado la
sociedad llamada: « Llévate mis penas» . Las alegrías oficiales eran las del amor
propio; las sociales eran las de la vanidad; pero las verdaderas alegrías de Iván
Ilich eran las que le proporcionaban el juego de whist. Confesaba que, después de
cualquier contrariedad en su vida, su may or alegría, que era como una vela
encendida ante todas las demás alegrías, era sentarse a la mesa con buenos
jugadores tranquilos, y organizar una partida entre cuatro (entre cinco le
resultaba penoso, aunque fingiera que le agradaba mucho), jugar de una manera
inteligente y beber un vaso de vino. Iván Ilich se acostaba en una disposición de
ánimo particularmente buena después de haber obtenido una pequeña ganancia
al whist (las grandes le resultaban desagradables).
Así vivían los Golovin. Recibían en su casa a la mejor sociedad, tanto
personas importantes como hombres jóvenes.
El punto de vista respecto de las amistades del matrimonio, así como el de la
hija, eran exactamente iguales. Sin ponerse de acuerdo, sabían rechazar a los
parientes y amigos inoportunos que llegaban a su salón, de paredes adornadas
con platos japoneses, deshaciéndose en amabilidades y caricias. En breve, esas
personas suspendieron sus visitas; y en casa de los Golovin quedó la mejor
sociedad. Los jóvenes hacían la corte a Lisanka; y Petrischev, único heredero de
su fortuna y juez de Instrucción, galanteaba a la muchacha de tal modo que Iván
Ilich discutió con Praskovia Fiodorovna la conveniencia de organizar algún paseo
en troika o algún espectáculo para los dos jóvenes. Así transcurría la vida,
siempre inmutable; y todo marchaba bien.
IV
Todos gozaban de buena salud, porque no se podía considerar como
enfermedad el que Iván Ilich tuviera a veces mal sabor de boca y una
desagradable sensación en el lado izquierdo del vientre.
Pero esa sensación desagradable fue en aumento; y sustituy ó, no
precisamente por un dolor, sino por un peso constante, que provocaba el mal
humor de Iván Ilich. Ese mal humor, que iba acrecentándose, estropeaba la vida
fácil y digna que se había establecido en la familia. Marido y mujer empezaron
a discutir cada vez con más frecuencia; pronto se destruy ó el encanto de su vida
fácil y agradable; y a duras penas pudieron mantener las apariencias. Las
escenas violentas se volvieron más frecuentes. Y, lo mismo que antes, sólo
quedaban algunas islas en las que podían vivir sin que se produjeran explosiones.
Praskovia Fiodorovna decía, no sin razón, que su marido tenía una carácter
difícil. Con la costumbre de exagerar que le era propia, afirmaba que siempre
había sido así, que era preciso tener su bondad para haber podido soportarlo por
espacio de veinte años. Bien es verdad que ahora era Iván Ilich quien provocaba
las discusiones. Empezaba a rezongar siempre en el momento de sentarse a la
mesa y, con frecuencia, precisamente cuando iban a tomar la sopa. Tan pronto
notaba que alguna pieza de la vasija estaba desportillada, tan pronto le disgustaba
algún plato, tan pronto que su hijo pusiera los codos en la mesa, como el peinado
de Lisanka. Y culpaba de todo ello a Praskovia Fiodorovna. Al principio, ésta solía
replicar una serie de cosas desagradables; pero, en dos ocasiones, Iván Ilich
había llegado a una exasperación tal, que comprendió que se trataba de un estado
enfermizo, provocado al ingerir alimento; y se resignó. Ya no la contradecía,
limitándose a apresurar la comida. Consideraba que su resignación tenía mucho
mérito. Habiendo decidido que su marido tenía muy mal carácter y que la había
hecho desgraciada, empezó a compadecerse de sí misma. Y cuanto más se
compadecía, más odiaba a su marido. Le hubiera deseado la muerte; pero no
podía deseársela porque con él perdería también el sueldo. Eso la irritaba más
contra Iván Ilich. Se consideraba desgraciadísima, porque ni siquiera la muerte
podía salvarla. Trataba de ocultar su irritación; y eso era, precisamente, lo que
aumentaba la de su marido.
Después de una escena en la que Iván Ilich fue particularmente injusto y a
raíz de la cual confesó que, en efecto, era muy irascible, pero que eso se debía a
una enfermedad, Praskovia Fiodorovna le dijo que debía ponerse en tratamiento;
y le aconsejó que consultara a un médico célebre.
Iván Ilich fue, pues, a casa del doctor. Todo ocurrió como esperaba, es decir,
como acontece siempre: la espera, el aire de importancia afectada del médico,
que Iván Ilich conocía tan bien; la auscultación y las preguntas que exigían de
antemano unas respuestas determinadas y evidentemente inútiles, así como la
expresión significativa que parecía decir que no tenía uno más que someterse
para que todo quedara resuelto, que él tenía el medio de arreglar las cosas,
siempre del mismo modo, para cualquier persona que se presentase. Todo era
exactamente igual que en el Palacio de Justicia. Lo mismo que él adoptaba cierta
actitud ante los acusados, el doctor la adoptaba ante él.
El médico dijo a Iván Ilich que tal y cual cosa indicaban que padecía de tal
otra; pero que si los análisis no lo confirmaban, sería menester suponer que
padecía otra enfermedad. Y si se hacía esta hipótesis, entonces… A Iván Ilich
sólo le interesaba la siguiente cuestión: ¿su enfermedad era grave o no? Pero el
médico lo ignoraba. La pregunta de Iván Ilich era muy inoportuna. El médico
opinaba que era inútil y que no se debía dilucidar. Era preciso averiguar, en
cambio, si se trataba de un riñón flotante, de un catarro intestinal crónico o de una
enfermedad del intestino ciego. No se trataba de la vida de Iván Ilich, sino tan
sólo de saber cuál era su padecimiento. Resolvió la cuestión ante Iván Ilich de un
modo brillante a favor del intestino ciego, diciendo que un análisis de orina podía
dar nuevos indicios y que entonces volverían a practicar un reconocimiento. Todo
aquello era exactamente igual que lo que había hecho con gran brillantez miles
de veces el propio Iván Ilich ante los acusados. El médico procedió a hacer un
resumen con igual brillantez; después de lo cual miró a su paciente por encima de
los lentes con expresión triunfante, casi alegre. Iván Ilich dedujo de aquel
resumen que estaba bastante grave y que todo aquello le tenía sin cuidado al
médico y probablemente también a todos los demás. Ese hecho impresionó
dolorosamente a Iván Ilich, provocando en él un profundo sentimiento de
compasión hacia sí mismo y de un gran rencor hacia aquel médico, indiferente
ante un problema tan grave. Sin embargo, no hizo ningún comentario; se levantó
y, poniendo el dinero en la mesa, suspiró diciendo:
—Probablemente, nosotros, los enfermos, les hacemos a ustedes preguntas
inoportunas. Pero, dígame: ¿es grave mi enfermedad?
El médico le echó una mirada severa, con un solo ojo, a través de los lentes,
como diciendo: « Acusado, si no se limita usted a contestar a las preguntas que se
le hacen, me veré obligado a ordenar que lo arrojen de la sala» .
—Ya le he dicho lo que considero necesario y conveniente —replicó en voz
alta—. El análisis dirá lo demás.
Y el doctor saludó.
Iván Ilich salió, despacio, se instaló tristemente en el trineo y se fue a su casa.
Durante todo el tray ecto no cesó de sopesar lo que le había dicho el doctor,
procurando traducir a un lenguaje corriente sus enrevesadas y confusas palabras
científicas y responder con ellas a la pregunta de si estaba mal, muy mal o si aún
tenía salvación. Por todo lo que había dicho el doctor, le parecía que se
encontraba muy mal. En las calles todo le pareció triste: los cocheros, los
transeúntes, las tiendas. Aquel dolor sordo y lento, que no cesaba ni un minuto,
adquiría un significado nuevo, más serio, al relacionarlo con las palabras oscuras
del doctor. Iván Ilich prestaba atención a su dolor, con un sentimiento nuevo y
penoso.
Al regresar a su casa, empezó a contar a su mujer lo que le había dicho el
médico. Pero cuando iba por la mitad de su relato, entró su hija, con el sombrero
puesto: se disponía a salir con Praskovia Fiodorovna. Hizo un esfuerzo para
sentarse a escuchar las palabras aburridas de Iván Ilich; pero no pudo resistirlas
hasta el final, ni la madre tampoco.
—Bueno, me alegro mucho; ahora debes tener cuidado de tomar las
medicinas con toda regularidad. Dame la receta, voy a mandar a Guerasim a la
farmacia —dijo; y fue a vestirse.
Iván Ilich había estado sin aliento mientras su mujer estaba en la habitación;
y suspiró profundamente al verla salir.
« ¿Quién sabe? Tal vez todavía no sea nada…» .
Empezó a tomar los medicamentos, cumpliendo la prescripción del médico,
que cambió después del análisis de orina. Sin embargo, de ese análisis y de lo que
se derivó de él hubo una confusión. No había manera de llegar hasta el doctor, y
el resultado fue que no se hacía lo que había mandado. Tal vez había olvidado
algo, había mentido o trataba de ocultarle alguna cosa.
No obstante, Iván Ilich seguía cumpliendo las prescripciones del médico; y,
durante el primer tiempo, encontró así cierto consuelo.
Desde su visita al doctor, su ocupación principal consistía en cumplir con toda
exactitud las órdenes que le había dado, relativas a la higiene, a las medicinas, a
la observación de su dolor y de todas las funciones de su organismo. Las
enfermedades y la salud de los seres humanos constituían uno de los may ores
intereses de Iván Ilich. Cuando se hablaba delante de él de muertos, enfermos o
de personas que se habían curado, sobre todo de una enfermedad que se
pareciera a la suy a, tratando de ocultar su emoción, escuchaba con todo interés,
y hacía preguntas y comparaciones con su propio mal.
El dolor no disminuía; pero Iván Ilich hacía esfuerzos para pensar que se
encontraba mejor. Y lograba engañarse, mientras nada lo emocionase. Pero en
cuanto surgía una disputa con su mujer, una contrariedad en su trabajo o perdía
en el juego, inmediatamente sentía todo el peso de su enfermedad. En otro
tiempo, soportaba todos los fracasos, esperando que no tardaría en vencer la
mala suerte, que llegaría el buen éxito. Ahora, cualquier contrariedad lo abatía y
lo llevaba a la desesperación. Solía decirse: « ¡Vay a! En cuanto empezaba a
sentirme mejor, en cuanto empezaba a hacerme efecto la medicina, me ha
sobrevenido esa maldita desgracia…» . Y se enfurecía contra la desgracia o
contra las personas que le daban disgustos y lo mataban. Se daba cuenta de que
esa misma ira lo llevaba a la tumba; pero no era capaz de dominarse. Al parecer,
debía ser evidente que su irritación contra las circunstancias agravaba su
enfermedad y que, por tanto, no debía hacer caso de ningún hecho desagradable.
Sin embargo, sus razonamientos eran contrarios: decía que la paz le era
imprescindible y, al mismo tiempo, prestaba atención a todo lo que la destruía y,
cada vez que esto pasaba, se dejaba llevar por la ira. La lectura de los libros de
medicina y las consultas que hacía a los médicos agravaban su situación.
Empeoraba tan paulatinamente, que podía engañarse al comparar un día con
otro; no había casi diferencia. Pero, cuando consultaba a los doctores, le parecía
que había empeorado e incluso que esto ocurría muy rápidamente. Sin embargo,
no cesaba de acudir a ellos.
Aquel mismo mes consultó a otro médico eminente. Éste le dijo casi lo
mismo que el primero, aunque planteó la cuestión de otra manera. Su dictamen
no hizo más que aumentar las dudas y el temor de Iván Ilich. Un amigo de un
compañero suy o —un buen doctor— diagnosticó su enfermedad de un modo
totalmente distinto. A pesar de que opinaba que se curaría, no hizo más que
conducirlo a una confusión y a una duda may ores que antes, por medio de sus
preguntas y de sus hipótesis. El dictamen del médico homeópata fue diferente;
dio a Iván Ilich una medicina, que éste tomaba a escondidas desde hacía una
semana. Pero, al no sentir ningún alivio, Iván Ilich perdió la confianza, tanto en
las medicinas anteriores como en la nueva; y fue presa de un gran decaimiento.
Un día, una señora conocida refirió una cura mediante unos iconos. Iván Ilich se
dio cuenta, de pronto, que escuchaba con atención y trataba de comprobar la
verosimilitud de aquel hecho. Aquello lo asustó. « ¿Es posible que mis facultades
mentales se hay an debilitado tanto? —se dijo—. Esto es absurdo. Son tonterías.
No debe uno dejarse llevar por las dudas; es preciso elegir un médico y seguir
sus prescripciones. Y es lo que voy a hacer. ¡Se acabó! No voy a pensar más; y
observaré, con toda exactitud, el tratamiento hasta el verano. Ya veremos,
después. Tengo que poner fin a esas vacilaciones…» . Era fácil decir esto; pero
imposible cumplirlo. El dolor del costado lo atormentaba sin cesar, aumentaba a
cada momento y llegó a ser constante; iba perdiendo el apetito y las fuerzas; el
mal sabor de boca se hacía más extraño e Iván Ilich tenía la impresión de que le
olía mal el aliento. No era posible engañarse. Algo horrible, nuevo y tan
importante como jamás le había sucedido, se estaba realizando dentro de su ser.
Y él era el único que lo sabía; los que lo rodeaban no lo comprendían o no
querían comprenderlo, y pensaban que todo seguía igual que siempre. Eso era lo
que más hacía sufrir a Iván Ilich. Su familia, principalmente su mujer y su hija,
que se entregaban de lleno a la vida de sociedad, no entendían nada y se irritaban
porque Iván Ilich estaba de mal humor y se mostraba exigente, como si fuese
culpable de ello. Aunque trataban de ocultarlo, Iván Ilich se daba cuenta de que
constituía un obstáculo para ellas; su mujer había adoptado cierta actitud respecto
de su enfermedad; y la observaba, independientemente de lo que él dijera e
hiciera.
—¿Saben ustedes que Iván Ilich no puede someterse rigurosamente a un
tratamiento, como lo haría cualquiera? —decía a sus conocidos—. Hoy toma las
gotas, come lo que le han ordenado y se acuesta a su debida hora; pero mañana,
si no estoy al tanto, se le olvidará tomar la medicina, comerá esturión, cosa que
le está prohibida, y permanecerá jugando al whist hasta la una de la madrugada.
—¿Cuándo hago eso? —replicaba Iván Ilich, irritado—. Sólo lo hice una vez,
en casa de Piotr Ivanovich.
—Y también ay er, con Shebek.
—Es igual; de todas maneras no hubiera podido dormir a causa del dolor…
—Sea por lo que sea; pero el caso es que así no te vas a curar nunca y a
nosotros nos atormentas.
Todo lo que Praskovia Fiodorovna expresaba respecto de la enfermedad de
Iván Ilich, tanto a los extraños como a él mismo, significaba que su marido era
culpable de estar enfermo y que dicha enfermedad constituía un nuevo disgusto
que le ocasionaba. Iván Ilich se daba cuenta de que Praskovia Fiodorovna
procedía de este modo involuntariamente; mas eso no le servía de ay uda.
En el Tribunal, Iván Ilich notaba o creía notar esa misma extraña actitud; ora
le parecía que lo miraban como a un hombre que no tardaría en dejar su plaza
vacante, ora sus compañeros le gastaban bromas respecto de su susceptibilidad,
como si aquella cosa terrible, horrorosa, inaudita, que le sucedía y que, sin dejar
de minarlo, lo arrastraba irresistiblemente no sabía adónde, fuese el objeto más
divertido para sus bromas. Schwartz, sobre todo, era el que más lo irritaba con su
carácter jovial, lleno de vida y con su actitud comme il faut, que le recordaba que
él había sido así diez años atrás.
Llegaban los amigos para jugar a las cartas. Todo iba bien; la partida
resultaba alegre. Pero, de pronto, Iván Ilich sentía aquel dolor agudo y aquel mal
sabor de boca; y le parecía que había algo salvaje en el regocijo de los demás.
Miraba cómo Mijail Mijailovich, su compañero de juego, golpeaba la mesa
con sus manos sanguíneas; y se contenía, por indulgencia y cortesía, de tomar las
cartas acercándoselas a Iván Ilich para que éste tuviera el placer de alcanzarlas
sin hacer un esfuerzo y sin tener que alargar la mano. « ¡Cómo! ¿Es que se figura
que estoy tan débil que no soy capaz de alargar la mano?» , se decía Iván Ilich; y,
olvidando que tenía los ases, hacía una jugada equivocada, y perdía. Pero lo peor
de todo era ver el interés que ponía Mijail Mijailovich por ganar, cuando a él le
daba igual. Y era terrible pensar por qué le daba igual.
Todos notaban que Iván Ilich se encontraba mal, y le decían: « Podemos
suspender el juego, si está cansado. Descanse un poco» . ¿Descansar? No; no
estaba cansado en absoluto. Terminaban la partida. Todos se mostraban sombríos
y silenciosos. Iván Ilich se daba cuenta de que él era la causa de aquel estado de
ánimo; pero no estaba en disposición de disiparlo. Después de cenar, los
compañeros se iban; e Iván Ilich se quedaba solo, con la sensación de que su vida
estaba envenenada, de que envenenaba la de los demás y de que ese veneno no
disminuía, sino que penetraba cada vez más en su ser.
Con esa sensación, acompañada de dolor físico y de terror, era necesario
acostarse; y, a menudo, no podía dormir la may or parte de la noche. A la
mañana siguiente había que levantarse de nuevo, vestirse, ir al Tribunal, hablar,
escribir, o quedarse en casa las veinticuatro horas seguidas, de las que cada una
constituía sufrimiento. Y era preciso vivir solo en el borde del precipicio, sin que
un ser lo entendiera y se apiadase de él.
V
Así transcurrieron dos meses. Antes de Año Nuevo, llegó el cuñado de Iván Ilich
y se detuvo en su casa. Iván Ilich estaba en el Tribunal. Praskovia Fiodorovna
había salido de compras. Al entrar en su despacho, Iván Ilich encontró allí a su
cuñado, que, con sus propias manos, sacaba las cosas de las maletas. Era un
hombre sanguíneo y de complexión robusta. Levantó la cabeza al oír pasos; y,
por espacio de un momento, miró en silencio a su pariente. Esa mirada le reveló
todo. Su cuñado abrió la boca para proferir una exclamación; pero se contuvo.
Eso confirmó las dudas de Iván Ilich.
—¿Qué? ¿He cambiado?
—Sí…, has cambiado.
Después, cuando Iván Ilich intentó varias veces reanudar la conversación
acerca de su aspecto, su cuñado guardó silencio. Al llegar Praskovia Fiodorovna,
su hermano entró en sus habitaciones. Iván Ilich cerró la puerta con llave y fue a
mirarse al espejo, primero de frente y luego de perfil. Tomó una fotografía, en
que estaba retratado con su mujer, y la comparó con la imagen que reflejaba el
espejo. Se observaba un cambio enorme. Entonces, se remangó hasta los codos,
se miró los brazos, volvió a bajar las mangas y se sentó en un sofá, presa de un
desánimo más negro que la noche.
« No debo pensar… No debo pensar» , se dijo; y, levantándose de un salto, se
acercó a la mesa y empezó a leer un asunto judicial. Pero no le fue posible
concentrarse. Abrió la puerta y fue a la sala. La puerta del salón estaba cerrada.
Se acercó a ella, de puntillas, y escuchó.
—Exageras —decía Praskovia Fiodorovna.
—¡Qué voy a exagerar! ¿No te das cuenta de que es un hombre muerto?
Fíjate en sus ojos. No tienen luz. ¿Y qué es lo que tiene?
—Nadie lo sabe. Nikolaiev (era uno de los médicos), ha diagnosticado algo;
pero no sé exactamente qué. Leschetitsky (era un doctor eminente) opina lo
contrario.
Iván Ilich se retiró de la puerta y entró en su habitación. Después, se tendió y
empezó a pensar: « El riñón, el riñón flotante» . Recordó lo que le habían dicho
los médicos acerca de cómo se le había desprendido y cómo flotaba. Haciendo
un esfuerzo de imaginación, procuraba asir ese riñón para detenerlo y afianzarlo.
¡Le parecía que se necesitaba tan poca cosa para eso…! « Iré otra vez a ver a
Piotr Ivanovich» . (Era aquel compañero suy o que tenía un amigo médico).
Llamó al criado, le ordenó que preparara el coche; y se dispuso a partir.
—¿Adónde vas, Jean? —le preguntó su mujer, con una expresión
particularmente triste y bondadosa, desacostumbrada en ella.
Esto último irritó a Iván Ilich. Miró a su mujer, con aire sombrío.
—Necesito ir a ver a Piotr Ivanovich.
Al llegar a casa de su amigo, ambos fueron a ver al doctor. Éste recibió a
Iván Ilich y conversó largo rato con él. Analizando anatómica y fisiológicamente
los detalles de lo que, según opinaba el doctor, le ocurría, Iván Ilich comprendió
todo.
Había una cosa muy pequeña en el intestino ciego. Aquello podía arreglarse.
Era preciso aumentar la energía de un órgano, debilitar la actividad de otro; y se
produciría una absorción, con lo que todo se normalizaría. Iván Ilich se retrasó un
poco para la cena. Después de cenar, charló un rato alegremente; pero tardó
mucho en decidirse a volver a su despacho para trabajar. Finalmente lo hizo, y
puso enseguida manos a la obra. Examinó algunos documentos sin que lo
abandonara la conciencia de que tenía un asunto importante, íntimo, del que
tendría que ocuparse al acabar con el trabajo. Cuando terminó su trabajo,
recordó que aquel asunto íntimo era pensar en el intestino ciego. Pero no se dejó
llevar por ese pensamiento; y fue a tomar el té al salón. Había invitados que
charlaban, cantaban y tocaban el piano. Entre ellos se encontraba el juez de
Instrucción, futuro prometido de Liza. Iván Ilich pasó aquella velada más
alegremente que otras, según observó Praskovia Fiodorovna. Sin embargo, no
olvidaba ni un momento que había aplazado para después la importante
meditación acerca del intestino ciego. A las once, se despidió y se retiró a su
habitación. Desde que había caído enfermo dormía solo, en un pequeño cuarto
contiguo al despacho. Al llegar allí, se desnudó y tomó una novela de Zola; pero
no pudo leer y empezó a pensar. En su imaginación se realizaba el deseado
arreglo del intestino ciego. Se representaba la absorción, la eliminación y el
restablecimiento. « Todo esto es así; pero es necesario ay udar a la naturaleza» ,
se dijo. Al acordarse de la medicina, se incorporó; y, después de tomarla, se
tendió de espaldas, para prestar atención a su acción favorable y fijarse en cómo
le hacía desaparecer el dolor. « Lo que hace falta es tomarla con regularidad y
evitar las influencias perniciosas; y a me siento algo mejor, mucho mejor» . Se
palpó el costado y notó que no le dolía al tocarlo. « No lo siento, verdaderamente
estoy mucho mejor» . Apagó la vela y se echó de lado. « El intestino ciego
realiza la absorción y se está curando» . De pronto, sintió el antiguo dolor, que le
era tan familiar, aquel dolor sordo, lento, tenaz y serio, y el mismo mal sabor de
boca. Se le oprimió el corazón y se confundieron sus ideas. « ¡Dios mío! ¡Dios
mío! Otra vez, otra vez lo mismo. Esto no cesará nunca» . Súbitamente, aquella
cuestión se le representó bajo un aspecto distinto. « ¡El intestino ciego! ¡El riñón!
… No se trata del intestino ciego ni del riñón, sino de la vida y … de la muerte. La
vida existe; pero he aquí que se va y que no soy capaz de retenerla. ¿Para qué
engañarse a sí mismo? ¿Acaso no están convencidos todos, excepto y o, de que
me voy a morir y de que la cuestión estriba tan sólo en la cantidad de semanas o
días que me quedan de vida? Tal vez, ahora mismo… Aquello era la luz y esto
son las tinieblas. Entonces estaba aquí y ahora me voy a allí. Pero… ¿adónde?» .
Sintió frío y se le cortó la respiración. Ya no oía más que los latidos de su corazón.
« Cuando y o no exista, ¿qué habrá? Nada. ¿Dónde estaré, pues, cuando no
exista? ¿Es posible que sea la muerte? No, no quiero» . Iván Ilich se levantó, de un
salto; y, al buscar a tientas la vela con sus manos temblorosas, la dejó caer al
suelo, con la palmatoria; y volvió a echarse, reclinando la cabeza sobre la
almohada « ¿Para qué? Es igual» , se dijo, fijando los ojos en la oscuridad. « La
muerte. Sí, la muerte y ninguno de ellos lo sabe, no quiere saberlo ni lo siente.
Están tocando (se oía desde lejos una voz que cantaba y repetía un ritornello). A
ellos les tiene sin cuidado; y, sin embargo, han de morir también. ¡Qué tontos! A
mí me ha llegado antes, a ellos les llegará después; pero tendrán lo mismo. A
pesar de eso, se divierten. ¡Qué animales!» . La ira lo ahogaba. Experimentó una
angustia insoportable. « No es posible que todos estén eternamente condenados a
este horrible terror» . Iván Ilich se levantó.
« Algo no marcha. Es preciso calmarse y reflexionar» . E Iván Ilich empezó
a pensar. « La enfermedad empezó… Me di un golpe en un costado. Pero seguí
bien, tanto aquel día como el siguiente, exceptuando un pequeño dolor que fue en
aumento. Después, visité al médico. Me sentía triste y abatido; y volví a consultar
a otros. Y cada vez me acercaba más al precipicio. Me iba debilitando. Y ahora
me encuentro agotado y sin luz en los ojos. La muerte está aquí y y o pienso en el
intestino ciego. Pienso en la manera de curar el intestino, cuando se trata de la
muerte. Pero ¿es posible que sea la muerte?» . De nuevo lo invadió el terror y
sintió ahogo. Al agacharse para buscar las cerillas, apoy ó el codo en una silla y
se hizo daño. Irritado, se apoy ó con más fuerza; y volcó la silla. Desesperado y
sofocándose, se echó de espaldas y esperó que la muerte viniera de un momento
a otro.
Entre tanto, empezaron a despedirse los invitados. Praskovia Fiodorovna los
acompañaba a la puerta. Al oír que se había caído algo, entró en la habitación de
Iván Ilich.
—¿Qué te pasa?
—Nada. La he tirado sin querer.
Praskovia Fiodorovna salió y volvió con una vela. Iván Ilich estaba tendido
sobre la cama, respirando rápida y fatigosamente, como un hombre que acaba
de recorrer una versta a toda velocidad. Fijó la mirada en su esposa.
—¿Qué te pasa, Jean?
—Na… da. He de… ja… do caer…
« ¿Para qué hablar? No me comprendería» , pensó. En efecto, Praskovia
Fiodorovna no comprendió nada. Recogió la palmatoria, encendió la vela y salió
presurosamente: tenía que acompañar a un invitado a la puerta.
Cuando volvió a la habitación, Iván Ilich seguía echado de espaldas mirando
hacia arriba.
—¿Qué te pasa? ¿Estás peor?
—Sí.
Praskovia Fiodorovna movió la cabeza.
—Oy e, Jean; tal vez sea conveniente que llamemos a Leschetitsky —dijo,
después de permanecer sentada un rato a su lado.
Llamar a aquel célebre médico significaba que Praskovia Fiodorovna no
reparaba en gastos. Iván Ilich la miró con expresión malévola y dijo:
—No.
Praskovia Fiodorovna permaneció sentada otro ratito; después se acercó a su
marido y lo besó en la frente.
Iván Ilich sintió un odio profundo hacia su mujer en el momento en que ésta
lo besaba; e hizo un esfuerzo para no rechazarla.
—Buenas noches. Dios quiera que duermas.
—Sí…
VI
Iván Ilich notaba que iba a morir; y se encontraba en un constante estado de
desesperación.
En el fondo de su alma sabía que iba a morir; pero, no sólo no se
acostumbraba a esa idea, sino que no la comprendía, ni hubiera podido
comprenderla de ningún modo.
El ejemplo del silogismo que había aprendido en la lógica de Kiseveter:
« Cay o es un hombre; los hombres son mortales. Por tanto, Cay o es mortal» , le
parecía aplicable solamente a Cay o, pero de ningún modo a sí mismo. Cay o era
un hombre como todos, y eso era perfectamente justo; pero él no era Cay o, no
era un hombre como todos, sino que siempre había sido completamente distinto
de los demás. Era Vania con su papá y su mamá, con Mitia y Volodia, con los
juguetes, con el cochero, la niñera y, después, con Katia, con todas sus alegrías,
sus penas y sus entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso
existió para Cay o aquel olor del balón de cuero a ray as, que tanto quería Vania?
¿Acaso Cay o besaba la mano de su madre como él? ¿Acaso oía Cay o el rumor
que producían los frunces de su vestido de seda? ¿Acaso alborotaba por unos
pastelillos en la Escuela de Jurisprudencia? ¿Acaso había estado enamorado
como él? ¿Acaso podía presidir una sesión?
« Cay o es realmente mortal; por tanto, es justo que muera; pero y o, Vania,
Iván Ilich, con mis sentimientos y mis ideas… es distinto. Es imposible que deba
morir. Sería demasiado terrible» .
Esto era lo que sentía Iván Ilich.
« Si tuviera que morirme, como Cay o, lo sabría, me lo diría una voz interior;
pero no siento nada semejante. Tanto mis amigos como y o habíamos
comprendido que no nos ocurriría lo que a Cay o. Sin embargo, ¡he aquí lo que
me ocurre! ¡No puede ser! ¡No puede ser! No puede ser, pero es. ¿Cómo ha
sucedido? ¿Cómo comprenderlo?» , se decía.
No le era posible comprender; y trataba de rechazar esa idea como una idea
falsa, errónea y enfermiza, por medio de ideas justas y sanas. No obstante, esa
idea volvía, como una realidad, y se detenía ante él.
Trataba de fijar su atención en otros pensamientos, por turno, con la
esperanza de que le prestasen apoy o. Luchaba por volver a sus ideas de antes,
aquellas ideas que le ocultaban la de la muerte. Pero cosa rara: lo que antes
velaba, ocultaba y destruía la conciencia de la muerte no producía ahora el
mismo efecto. Durante la última época, Iván Ilich pasaba la may or parte del
tiempo intentando restablecer la marcha de sus antiguos sentimientos, que
velaban la idea de la muerte. Se decía: « Me ocuparé del servicio. Sea como sea,
he vivido gracias a él» . Iba al Tribunal, provocando apartar las dudas que lo
asaltaban; entablaba conversación con los compañeros; y, mientras se sentaba, de
acuerdo con su antigua costumbre, dirigía una mirada distraída y pensativa a la
multitud, apoy aba sus manos adelgazadas en los brazos del sillón de roble, y, al
inclinarse hacia su colega, le mostraba la causa y le cuchicheaba algo. Después,
levantando la vista e irguiéndose, pronunciaba ciertas palabras; y daba por
comenzada la sesión. Pero, súbitamente, en medio de ésta, sin tener en cuenta el
desarrollo de la causa, el dolor comenzaba su obra roedora. Iván Ilich escuchaba,
y procuraba alejar la idea de la muerte. Pero ésta se erguía ante él y lo miraba.
Iván Ilich se quedaba petrificado; se apagaba el brillo de sus ojos y empezaba a
preguntarse, de nuevo: « ¿Será posible que sólo ella sea la verdad?» . Entonces,
tanto sus compañeros como sus subordinados veían, con sorpresa y amargura,
que ese juez, tan fino y tan brillante, se embrollaba y cometía errores. Iván Ilich
se sobreponía, trataba de volver en sí y conseguía llegar al fin de la causa. Volvía
a su casa con la triste conciencia de que los asuntos judiciales no podían y a
ocultarle, como antes, lo que deseaba ignorar; no podían librarlo de ella. Y lo
peor del caso era que ella no lo atraía para que hiciera algo, sino tan sólo para
que la contemplara, para que la mirara directamente a los ojos y padeciera
indeciblemente.
Con objeto de escapar de esa situación, Iván Ilich buscaba el consuelo tras de
otros velos. Estos surgían y parecían protegerlo un corto espacio de tiempo; pero
no tardaban en volverse diáfanos; era como si ella pasara a través de todo, como
si nada pudiera ocultarla.
Durante los últimos tiempos solía entrar en el salón que él mismo había
arreglado —aquel salón en el que había estado a punto de caerse y en cuy a
instalación había sacrificado su vida, lo recordaba con sarcasmo, y a que le
constaba que su enfermedad se debía a ese golpe—, y veía que la mesa
barnizada tenía un arañazo. Buscaba el motivo, y se daba cuenta de que era
debido al adorno de bronce de un álbum, que se había desprendido en una de las
esquinas. Tomaba aquel álbum costoso, compuesto por él mismo, con tanto amor;
y, al verlo desgarrado y con las fotografías revueltas, se indignaba de la
negligencia de su hija y de sus amigos, ordenaba cuidadosamente los retratos y
arreglaba la esquina desprendida.
Luego le venía la idea de cambiar todo aquel établissement, junto con el
álbum, a otro rincón del salón, al lado de las flores. Llamaba al lacay o. Su hija o
su mujer venían a ay udarlo; no se mostraban de acuerdo con él y lo
contradecían. Entonces Iván Ilich discutía y se enfadaba. Pero todo aquello
estaba bien, porque no se acordaba de ella, porque no la veía.
Pero he aquí que, de pronto, su mujer le decía: « Espera, los criados lo harán;
te vas a hacer daño» ; y entonces ella surgía tras el velo, e Iván Ilich la veía. Aún
tenía esperanzas de que desapareciera enseguida; pero empezaba a prestar
atención a su costado y notaba que allí seguía lo que le producía ese dolor lento, y
y a no le era posible olvidar. Mientras tanto, ella lo miraba, claramente, a través
de las flores. ¿Por qué ocurría todo aquello?
« En efecto, aquí junto a esta cortina, perdía mi vida como en una batalla.
Pero ¿es posible? ¡Qué horrible y qué absurdo! ¡Eso no puede ser! ¡Eso no puede
ser; pero es!» .
Se iba al despacho, se acostaba y se quedaba a solas con ella. Estaba solo con
ella y no había nada que hacer. Tenía que limitarse a mirarla; y le invadía un
horror frío.
VII
Al tercer mes de la enfermedad de Iván Ilich —no podría decirse cómo ocurrió
esto, porque fue una cosa paulatina e imperceptible— su mujer, sus hijos, los
criados, los conocidos y los médicos y, sobre todo, él mismo, sabían que el interés
que inspiraba a los demás consistía sólo en saber si dejaría pronto vacante la
plaza, si libraría pronto a los vivos del fastidio que causaba su presencia y si él
mismo se vería pronto libre de sus sufrimientos.
Cada vez dormía menos; le administraban opio y habían empezado a ponerle
iny ecciones de morfina. Pero eso no le aliviaba. El embotamiento que
experimentaba en sus semiletargos lo había aliviado al principio, por ser una
sensación nueva, pero luego se volvió tan atormentador o incluso más que el
dolor franco.
Le preparaban platos especiales, por prescripción de los doctores; pero esos
manjares le resultaban cada vez más insípidos y más repugnantes.
Se le hacían también preparativos especiales para la defecación, que
constituían para él un verdadero tormento, tormento causado por la suciedad, el
mal olor, la inconveniencia y porque otro hombre asistía a tal función.
Sin embargo, Iván Ilich halló un consuelo en aquel menester molesto. Era
Guerasim quien lo asistía en estos casos. Era un mujik joven, lozano, limpio y
cebado con manjares ciudadanos. Siempre estaba alegre y de buen humor. Al
principio, Iván Ilich se turbaba al ver a aquel hombre, siempre limpio y vestido a
la usanza rusa, cumpliendo aquella tarea desagradable. Un día, después de
aquella función, sin fuerzas para ponerse los pantalones, se dejó caer en una
butaca y miró, horrorizado, sus débiles muslos desnudos, de músculos muy
marcados.
Entró Guerasim con sus pasos fuertes y ligeros, calzado con gruesas botas,
despidiendo un olor agradable a brea y a aire fresco de invierno. Llevaba la
camisa de percal remangada, dejando al descubierto sus brazos jóvenes y
robustos, y un delantal de hilo muy limpio. Sin mirar a Iván Ilich y conteniendo
la alegría de vivir que se reflejaba en su rostro, para no ofenderlo, se dispuso a
cumplir su tarea.
—Guerasim —dijo Iván Ilich, con voz débil.
El criado se estremeció, temiendo haber cometido una torpeza; y con un
movimiento rápido volvió hacia Iván Ilich su cara lozana, bondadosa, sencilla y
joven, en la que apenas empezaba a apuntar la barba.
—¿Qué desea, señor?
—Me figuro que esto es desagradable para ti. Perdóname, pero no puedo…
—¡En absoluto! —exclamó Guerasim, con un brillo en los ojos y mostrando
sus dientes blancos y sanos—. No me molesta nada; está usted enfermo.
Con sus manos diestras y fuertes, cumplió su tarea habitual, saliendo de la
habitación con paso ligero. Al cabo de cinco minutos, volvió del mismo modo.
Iván Ilich seguía sentado en el sillón, en la misma actitud de antes.
—Guerasim, por favor, ven aquí. Ay údame —el criado se acercó—.
Ay údame a incorporarme; me cuesta trabajo hacerlo solo y he despedido a
Dimitri.
Guerasim rodeó, hábilmente, con sus vigorosos brazos, el cuerpo de Iván
Ilich, lo levantó y, mientras lo sostenía con una mano, le alzó el pantalón con la
otra, y quiso depositarlo de nuevo en el sillón. Pero Iván Ilich le rogó que lo
acompañase al diván. Sin esfuerzo alguno, y como si no lo agarrase siquiera, el
criado lo trasladó allí, casi en vilo.
—Gracias. Con qué destreza y qué bien… lo haces todo.
El criado sonrió y se dispuso a salir de la habitación; pero Iván Ilich se
encontraba tan a gusto con él, que no quiso que se marchara.
—Acércame esa silla, por favor. No, ésa no, la otra. Colócamela debajo de
los pies. Me alivia tener los pies en alto.
Guerasim trajo la silla y la dejó en el suelo sin hacer ruido; después, levantó
los pies de Iván Ilich y los colocó encima. Éste crey ó sentir alivio en el momento
en que Guerasim le levantaba los pies.
—Estoy mejor cuando tengo los pies en alto —repitió—. Ponme aquel cojín.
Guerasim obedeció. Había vuelto a colocarlos sobre el cojín. De nuevo el
enfermo crey ó sentirse mejor, mientras Guerasim le sostenía las piernas. En
cuanto se las hubo dejado sobre el cojín, se sintió peor.
—Guerasim, ¿estás ocupado ahora? —preguntó.
—No, señor —replicó el criado, que había aprendido en la ciudad a hablar
como es debido.
—¿Qué tienes que hacer aún?
—Ya he terminado mi faena. Sólo me queda partir leña para mañana.
—Entonces, sostenme los pies en alto, ¿quieres?
—¿Por qué no? Desde luego.
Guerasim levantó las piernas de Iván Ilich y éste crey ó que en esa posición
no sentía en absoluto el dolor.
—¿Cuándo vas a partir leña?
—No se preocupe usted. Tengo tiempo de sobra.
Iván Ilich mandó a Guerasim que se sentara y le sostuviera las piernas, en
alto; y empezó a charlar con él. Y, cosa extraña, tuvo la sensación de encontrarse
mejor de este modo.
Desde aquel día, Iván Ilich llamaba a veces al criado y le mandaba que le
sostuviera los pies sobre sus hombros. Le gustaba hablar con él. Guerasim
obedecía de buena gana. Hacía esto con facilidad, sencillez y una bondad tal, que
enternecía a Iván Ilich. La salud, la fuerza y la energía vital de los seres humanos
ofendían al enfermo; pero la fuerza y la energía vital de Guerasim no sólo no lo
afligían, sino que hasta llegaban a apaciguarlo.
La mentira, esa mentira adoptada por todos, de que sólo estaba enfermo, pero
que no se moría, que bastaba que estuviese tranquilo y se cuidase para que todo
se arreglara, constituía el tormento principal de Iván Ilich. Le constaba que, por
más cosas que hicieran, no se obtendría nada, excepto unos sufrimientos aún
may ores y la muerte. Lo atormentaba que nadie quisiera reconocer lo que
sabían todos e incluso él mismo, que quisieran seguir mintiendo respecto de su
terrible situación y lo obligaran a tomar parte en aquella mentira. La mentira, esa
mentira que se decía la víspera misma de su muerte, rebajando ese acto solemne
y terrible hasta igualarlo con las visitas, las cortinas y el esturión para la
comida… hacía sufrir terriblemente a Iván Ilich. Y, cosa rara, muchas veces,
cuando veía que trataban de seguir engañándolo, estaba a punto de gritar:
« ¡Cesen de mentir! Ustedes saben, lo mismo que y o, que me muero. ¡Al menos
cesen de mentir!» . Pero nunca había tenido el valor de hacerlo. Veía que el
terrible y horroroso acto de su muerte estaba rebajado por los que lo rodeaban
hasta el grado de que pareciera una circunstancia desagradable, en parte hasta
conveniente (se lo trataba como se trata a un hombre que entra en un salón
despidiendo un olor desagradable), por la misma « conveniencia» a la que había
servido durante toda su vida. Veía que nadie se apiadaría de él, porque nadie
podía comprender siquiera su situación. El único que lo entendía y se
compadecía de él era Guerasim. Por eso Iván Ilich se sentía a gusto únicamente
en su compañía. Se encontraba bien cuando Guerasim se pasaba la noche entera
sosteniéndole las piernas y no consentía en irse a dormir diciendo: « Haga el
favor de no preocuparse, Iván Ilich. Ya tendré tiempo de descansar» . O también
cuando, sin más ni más, empezaba a tutearlo y le decía: « Si no estuvieras
enfermo… Pero así ¿cómo no servirte?» . El único que no mentía era Guerasim.
Por todos los síntomas era evidente que sólo él comprendía lo que pasaba, que no
consideraba necesario ocultarlo y sentía compasión por su amo, que estaba
agotado y débil. Una vez en que Iván Ilich le insistía que se fuera, llegó a decir
sin ambages:
—Todos hemos de morir. ¿Cómo podría dejar de servirle ahora?
Con esas palabras expresó que no le pesaba realizar esa tarea, precisamente
porque lo hacía por un hombre moribundo; y que tenía esperanzas de que alguien
haría lo mismo por él cuando llegase el momento.
Aparte de aquella mentira, o tal vez a consecuencia de ella, lo más doloroso
para Iván Ilich era que nadie se compadeciera de él, tal como hubiera querido.
En ciertos momentos, después de haber sufrido prolongados dolores, deseaba —
aunque le hubiera avergonzado reconocerlo— que se apiadaran de él, como de
un niño enfermo. Deseaba que lo acariciaran, que le dieran besos, que lo
mimasen como a un niño. Sabía que era un personaje importante, que tenía la
barba entrecana y que, por consiguiente, aquello hubiera sido imposible. Sin
embargo, lo deseaba. En el trato que Guerasim le dispensaba, había algo
semejante a eso; y, por tanto, era lo único que lo consolaba: Iván Ilich tenía
deseos de llorar, le gustaría que lo acariciasen y lo mimasen. Pero he aquí que
llegaba Shebek, su colega; y en vez de llorar y de pedir caricias, Iván Ilich
adoptaba una expresión seria, grave y reconcentrada; y, por la fuerza de la
inercia, expresa su opinión sobre la importancia de una decisión del Tribunal de
Casación, que sostiene tenazmente. Aquella mentira en torno suy o y dentro de él
mismo envenenó más que nada los últimos días de su vida.
VIII
Era por la mañana. Eso se conocía solamente porque Guerasim se había
marchado y había venido el lacay o Piotr, que había apagado las velas, había
descorrido las cortinas y empezaba a arreglar la habitación en silencio. Era igual
que fuese por la mañana o por la noche, que fuese viernes o domingo; siempre el
mismo dolor atormentador, lento, que no cesaba ni un instante; la conciencia de
que la vida se iba inevitablemente, pero que aún no se había ido; la aproximación
de aquella muerte horrible, odiosa, que era la única realidad existente; y siempre
la misma mentira. ¿Qué importaban los días, las semanas, las horas?
—¿Quiere tomar el té?
Iván Ilich pensó: « Ha de hacer las cosas con orden y que los señores tomen
el té por la mañana» . Por eso se limitó a decir:
—No.
—¿Quiere trasladarse al diván?
« Necesita arreglar la habitación y y o le molesto. Constituy o la suciedad y el
desorden» , pensó Iván Ilich; y replicó:
—No, déjeme.
El criado seguía afanándose en la estancia. Iván Ilich tendió una mano. Piotr
se acercó a él servicialmente.
—¿Qué desea?
—El reloj.
Piotr tomó el reloj, que estaba al alcance de la mano de Iván Ilich, y se lo
entregó:
—Las ocho y media. ¿Se han levantado y a?
—No. Sólo Vasili Ivanovich —era el hijo de Iván Ilich—; y se ha ido al
gimnasio. Praskovia Fiodorovna me ha dado orden de despertarla si la llama
usted. ¿La despierto?
—No; no la llames —« No se si tomar un poco de té» , pensó—. Tráeme el té.
Piotr se dirigió hacia la puerta. Iván Ilich sintió terror de quedarse solo.
« ¿Cómo podía retenerlo? ¡Ah, sí! Con la medicina» .
—Piotr, dame la medicina.
« Tal vez pueda aliviarme todavía» . Tomó una cucharada. « No, no me
aliviará. Todo esto no son más que absurdos y engaños» , se dijo, en cuanto notó
de nuevo aquel conocido y repugnante sabor. « No, no puedo creerlo. Pero ese
dolor, ¿por qué tengo ese dolor? Si se calmara, al menos, por un momento» . E
Iván Ilich gimió. Piotr volvió sobre sus pasos.
—No, vete. Tráeme el té.
El criado salió. Al quedarse solo, Iván Ilich volvió a quejarse, no tanto de
dolor como de pena. « Siempre igual, siempre igual; esas noches y esos días sin
fin. Si al menos llegara más pronto. ¿El qué? La muerte, las tinieblas. ¡No, no!
Todo es preferible a la muerte» .
Cuando Piotr entró, tray endo el té en una bandeja, Iván Ilich lo miró, durante
un gran rato, con una mirada extraviada, sin comprender quién era ni para qué
venía. Piotr se turbó al sentir aquella mirada; y fue entonces cuando Iván Ilich se
recobró.
—¡Ah, sí! El té… Muy bien. Déjalo ahí. Ay údame antes a lavarme y a
ponerme una camisa limpia.
Iván Ilich empezó a lavarse. Descansando entre una cosa y otra, se lavó las
manos y la cara, se limpió los dientes y, al ir a peinarse, se miró al espejo. Le
horrorizó, sobre todo, ver que sus cabellos estaban pegados a su pálida frente.
Mientras se cambiaba de camisa, no quiso mirarse el cuerpo, porque sabía
que lo aterraría aún más. Finalmente, terminó su aseo. Se puso un batín, se cubrió
con una manta de viaje y se instaló en una butaca, para tomar el té. Por un
momento, se sintió refrescado; pero en cuanto probó el té, volvió a notar el
mismo mal sabor de boca y el mismo dolor. Hizo grandes esfuerzos para
terminar de tomarlo; y se tendió, estirando las piernas. Despidió a Piotr.
Seguía igual. Tan pronto fulguraba una esperanza como se agitaba el mar de
desesperación; y siempre el mismo dolor, siempre la misma tristeza. Al estar
solo, sentía una pena terrible; y hubiera deseado llamar a alguien; pero sabía, de
antemano, que en presencia de los demás estaría peor. « Si al menos me pusieran
morfina y pudiera olvidar… Diré al doctor que me mande algo nuevo. Así es
imposible, imposible» .
De este modo transcurrieron un par de horas. De pronto, se oy ó la campanilla
desde la antesala. Tal vez fuese el doctor. En efecto, era él, ese hombre lozano,
grueso, alegre y con aquella expresión que parecía decir: « Se ha asustado usted;
pero no importa; enseguida lo arreglaré todo» . El doctor sabía que, en este caso,
su expresión no podía servir de nada. Pero la había adoptado de una vez para
siempre, y no podía prescindir de ella, lo mismo que un hombre que se pone el
frac desde por la mañana y se va a hacer visitas. Se frotó las manos, con
expresión animosa y tranquilizadora.
—Traigo mucho frío. La helada arrecia. Espere que me caliente un poco —
dijo, con un tono tal como si al entrar en calor todo se arreglara—. Bueno, ¿qué?
¿Cómo está? ¿Cómo ha pasado la noche?
Iván Ilich notó que el médico tenía ganas de decir: « ¿Cómo van los
asuntillos?» ; pero que se daba cuenta de que no se podía hablar de este modo. Lo
miró, con expresión interrogadora: « ¿Es posible que no llegue el momento en
que te avergüences de mentir de este modo?» . Pero el médico no quiso entender
esa pregunta. Entonces, Iván Ilich dijo:
—Tan horriblemente mal como siempre. El dolor no me abandona, no cede.
Si al menos me diese usted algo…
—Ustedes, los enfermos, siempre son así. ¡Vay a, parece que y a he entrado
en calor! Ni siquiera la metódica Praskovia Fiodorovna tendría nada que objetar
contra mi temperatura. ¡Vay a! Buenos días —exclamó el doctor, estrechando la
mano del enfermo.
Iván Ilich sabía perfectamente que todo esto no eran más que cosas absurdas
y engaños; pero, cuando el doctor se puso de rodillas y, aplicándole el oído sobre
el pecho, tan pronto más alto, tan pronto más bajo, adoptó un aire importantísimo
y realizó por encima de él una serie de movimientos gimnásticos, se le sometió lo
mismo que se sometía a los discursos de los abogados, aun cuando le constaba
que mentían y conocía las razones de sus mentiras.
El doctor estaba aún de rodillas sobre el diván, auscultando al enfermo
cuando se dejó oír el rumor del vestido de seda de Praskovia Fiodorovna y el
reproche que le dirigía a Piotr por no haberle anunciado su llegada.
Entró en el aposento; besó a su marido e, inmediatamente, empezó a
demostrar que hacía mucho rato que estaba levantada y que no había salido a
recibir al doctor a causa de una tergiversación.
Iván Ilich la contempló de arriba abajo; y le reprochó mentalmente su
blancura, su gordura, la pulcritud de sus manos y de su cuello, el brillo de sus
cabellos y el de sus ojos, rebosantes de vida. La odiaba con todas las fuerzas de
su alma. El menor contacto suy o provocaba en él un acceso de odio que lo hacía
sufrir.
La actitud de Praskovia Fiodorovna hacia Iván Ilich y hacia su enfermedad
era la de siempre. Lo mismo que el médico había adoptado cierto modo de tratar
a los enfermos, del que no podía prescindir y a, Praskovia Fiodorovna tenía su
propia actitud respecto a la enfermedad de su marido; y tampoco podía
prescindir de ella. Le reprochaba cariñosamente que no cumpliera las
prescripciones del doctor.
—¡Pero si no me obedece! No toma las medicinas a su debido tiempo y,
sobre todo, se acuesta en una postura que debe serle perjudicial; pone los pies en
alto —exclamó.
Y contó que Iván Ilich obligaba a Guerasim a sostenerle las piernas en alto.
El doctor sonrió, con una expresión afectuosa y despectiva: « ¿Qué quiere
usted que le hagamos? ¡Estos enfermos se inventan cada cosa! Pero se les puede
perdonar» .
Cuando terminó el reconocimiento y miró el reloj, Praskovia Fiodorovna
comunicó a Iván Ilich que, sin preocuparse de su parecer, había llamado a un
médico eminente, para que celebrara una consulta con Mijail Danilovich (así se
llamaba el médico de cabecera).
—Te ruego que no te opongas. Lo hago por mí —dijo en tono irónico, dando a
entender que lo hacía por él y que, por eso mismo, lo privaba del derecho de
negarse.
Iván Ilich guardó silencio; e hizo una mueca. Se daba cuenta de que la
mentira que lo rodeaba iba embrollándose, de tal forma, que sería difícil
comprender algo.
Praskovia Fiodorovna decía que todo lo que hacía por la enfermedad de Iván
Ilich era por ella; y así era, en efecto; pero, como si se tratase de una cosa
inverosímil, quería que él entendiera lo contrario. A las nueve y media llegó el
célebre médico y de nuevo empezaron las auscultaciones y las discusiones, tanto
en presencia de Iván Ilich como en la habitación contigua, acerca del riñón y del
intestino ciego, que no funcionaban como debían y a los que no tardarían en
atacar los dos médicos para obligarlos a corregirse.
El médico célebre se despidió con un aire grave; pero no desesperanzado. A
la tímida pregunta de si había posibilidad de curación, que le hizo Iván Ilich,
levantando hacia él sus ojos brillantes a causa del miedo y de la esperanza, el
doctor contestó que no podía asegurar nada; pero que había alguna probabilidad.
La mirada, llena de esperanza, con que el enfermo acompañó al doctor había
sido tan lastimera que Praskovia Fiodorovna vertió unas lágrimas al salir del
despacho para entregar los honorarios al célebre doctor.
No duraron mucho las esperanzas que había infundido el doctor a Iván Ilich.
De nuevo la misma habitación, las mismas cortinas, los mismos cuadros, el
mismo papel de las paredes, los mismos frasquitos y el mismo cuerpo dolorido
que lo hacía sufrir. Iván Ilich empezó a quejarse: le pusieron una iny ección y,
poco después, quedó amodorrado.
Cuando se despertó, empezaba a oscurecer. Le trajeron la cena. Haciendo
grandes esfuerzos tomó el caldo; y de nuevo volvió a sentir el mismo dolor tenaz.
A las siete de la tarde, cuando terminó de comer, entró Praskovia Fiodorovna.
Venía vestida para una velada, con su pecho voluminoso apretado y huellas de
polvos en la cara. Ya por la mañana había dicho a Iván Ilich que irían al teatro.
Había llegado Sarah Bernhardt y habían comprado un palco a instancias del
propio Iván Ilich. Pero, en aquel momento, no recordaba eso; y el vestido de su
mujer lo ofendió. Al recordar que él mismo había insistido en que tomaran el
palco, porque se trataba de una distracción estética e instructiva para los hijos,
ocultó su sentimiento.
Praskovia Fiodorovna había entrado en la habitación, satisfecha de sí misma;
pero como culpable de algo. Se sentó un momento y preguntó a su marido cómo
se encontraba. Iván Ilich se dio cuenta de que lo hacía tan sólo por preguntar;
pero no para enterarse de su estado. Después dijo lo que convenía decir en tales
casos; que de ninguna manera iría al teatro, pero que el palco estaba tomado y a
y que Hélène, su hija y Petrischev (el pretendiente de ésta) querían ir, y que no
podía dejarlos marchar solos. Ella prefería quedarse con él. ¡Con tal que
cumpliera las prescripciones del médico en su ausencia!
—¡Ah, sí! Fiodor Petrovich (el novio) quería entrar a verte. ¿Puede? Y Liza
también.
—Que entren.
Liza venía muy peripuesta: su vestido dejaba al descubierto parte de su joven
cuerpo, poniéndolo en evidencia. En cambio, a Iván Ilich lo hacía sufrir mucho el
suy o. Liza era joven, fuerte, estaba visiblemente enamorada y renegaba de la
enfermedad, del sufrimiento y de la muerte que impedían su dicha.
Fiodor Petrovich estaba rizado a lo Capoul, llevaba frac, un cuello blanco en
torno a su largo cuello musculoso, un enorme plastrón, y un pantalón negro,
estrecho, que moldeaba sus muslos, y sostenía la chistera con una de sus manos,
enfundada en guante blanco.
Tras de él se deslizó, imperceptiblemente, el hijo de Iván Ilich, con su
uniforme nuevo y los guantes puestos. Tenía grandes ojeras, cuy o motivo sabía
Iván Ilich. Siempre le daba pena su hijo. Lo afligía ver su mirada asustada y
llena de simpatía. Creía que, exceptuando a Guerasim, el único que lo entendía y
compadecía era él.
Todos tomaron asiento y preguntaron al enfermo cómo se encontraba.
Después reinó el silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos. Y
se produjo una discusión entre la madre y la hija. No se sabía quién los había
perdido. Aquello resultaba desagradable.
Fiodor Petrovich preguntó a Iván Ilich si había visto trabajar a Sarah
Bernhardt. Al principio, éste no comprendió la pregunta; pero luego dijo:
—No. Y usted ¿la ha visto y a?
—Sí, en Adrienne Lecouvreur.
Praskovia Fiodorovna opinaba que Sarah Bemhardt trabajaba particularmente
bien en una obra determinada. Su hija no se mostró de acuerdo. Se inició una
conversación acerca de la elegancia y el realismo de la actuación de la actriz; y
fue como siempre en tales casos.
En medio de la conversación, Fiodor Petrovich miró a Iván Ilich y guardó
silencio. Los demás lo miraron también, e hicieron lo mismo. El enfermo
permanecía con sus ojos brillantes fijos ante sí; sin duda se sentía indignado
contra ellos. Era preciso borrar aquella impresión; pero no había manera de
hacerlo. Era preciso romper el silencio de algún modo. Nadie se atrevía a
romperlo; todos temían que se destruy era aquella mentira convencional y que la
realidad se tomara evidente. Liza fue la primera en decidirse. Interrumpió el
silencio. Quería disimular el sentimiento que experimentaban todos; pero se
traicionó.
—Si hemos de ir, y a es hora —dijo, después de consultar el reloj, regalo de su
padre.
Y sonrió, imperceptiblemente, mirando al joven Fiodor Piotr, como si se
refiriese a algo que sólo ellos dos sabían. Tras de esto, se levantó, produciendo
rumor con su vestido.
Todos se pusieron en pie y se despidieron del enfermo.
Al quedarse solo, Iván Ilich crey ó que se sentía mejor: había desaparecido la
mentira; se la habían llevado, pero el dolor quedaba con él. Siempre el mismo
dolor, siempre el mismo miedo; nada lo aminoraba… Cada vez se sentía peor.
De nuevo corrieron los minutos y las horas, unos tras otras. Siempre estaba lo
mismo; pero al fin, ese fin inevitable, que cada vez parecía más horroroso, no
llegaba.
—Sí; que venga Guerasim —contestó Iván Ilich a la pregunta de Piotr.
IX
Praskovia Fiodorovna volvió tarde. Aunque entró de puntillas, Iván Ilich la oy ó.
Abrió los ojos y volvió a cerrarlos, precipitadamente. Praskovia Fiodorovna tuvo
la intención de despedir a Guerasim y de quedarse con su marido. Éste abrió los
ojos para decirle:
—No; vete.
—¿Sufres mucho?
—Es igual.
—Toma opio.
Iván Ilich accedió y tomó unas gotas. Praskovia Fiodorovna se fue.
Aproximadamente hasta las tres, Iván Ilich permaneció en un sopor que lo
atormentaba. Le parecía que lo introducían con su dolor en un saco negro,
estrecho y profundo, y que lo empujaban constantemente, sin que llegara al otro
extremo. Y aquel proceso, horrible para él, se realizaba con sufrimiento. Iván
Ilich tenía miedo; deseaba meterse en el fondo del saco, luchaba y ay udaba al
mismo tiempo. De pronto, se desprendió y, al caer, volvió en sí. Como siempre,
Guerasim dormitaba tranquilamente sentado a los pies de la cama. Iván Ilich
estaba acostado, con sus delgados pies enfundados en unos calcetines, apoy ados
en los hombros del criado. La misma vela, con su pantalla, y el mismo dolor
incesante.
—Vete, Guerasim —susurró Iván Ilich.
—Me quedaré otro ratito.
—No, no; vete.
Iván Ilich quitó los pies de los hombros de Guerasim, se acostó de lado,
apoy ando la cabeza en una mano y se apiadó de sí mismo. Esperó a que el
criado se retirase a la habitación contigua y y a no se contuvo más; se deshizo en
lágrimas, lo mismo que una criatura. Lloró a causa de su impotencia, a causa de
su terrible soledad, a causa de la crueldad de los humanos, de la de Dios, así
como de su ausencia.
« ¿Para qué has hecho todo esto? ¿Para qué me has traído a este mundo? ¿Por
qué razón me atormentas de este modo tan terrible…?» .
No esperaba ninguna respuesta; y lloraba porque no la había. De nuevo sintió
el dolor; pero no se movió ni llamó a nadie. Se dijo: « ¡Castígame más! Pero ¿por
qué? ¿Qué te he hecho?» .
Al cabo de un rato se apaciguó y no sólo dejó de llorar, sino hasta de respirar
y se tornó todo atención. Era como si escuchase la voz del alma —no esa otra voz
que hablaba por medio de sonidos— y la marcha de los pensamientos que se
producían en él.
« ¿Qué necesitas? —fue el primer concepto que oy ó que se podía expresar
por medio de palabras—. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas?» , se repitió. « ¿Qué?
No sufrir. Vivir» , contestó.
Y se entregó de nuevo a una atención, tan reconcentrada, que ni siquiera lo
distrajo el dolor.
« ¿Vivir? ¿Cómo?» , preguntó la voz del alma.
« Sí, vivir. Vivir como he vivido antes, vivir bien y agradablemente» .
« ¿Cómo viviste antes bien y agradablemente?» , exclamó la voz. E Iván Ilich
empezó a analizar mentalmente los mejores momentos de su vida agradable.
Pero cosa rara: todos los mejores momentos de su vida le parecieron
completamente distintos de lo que le parecían antaño. Todos, exceptuando los
primeros recuerdos de su niñez. En su infancia había algo realmente agradable,
con lo que se podría vivir si volviera. Pero el hombre que había experimentado
aquella sensación agradable no existía y a: aquello era como el recuerdo de algún
otro.
En cuanto empezaba la época que había dado por resultado a Iván Ilich tal y
como era ahora, todas las alegrías de antaño se disipaban ante sus ojos,
convirtiéndose en algo insignificante y a menudo en algo vil.
Cuanto más se alejaba de su infancia, cuanto más cerca estaba del presente,
tanto más insignificantes y dudosas se le antojaban las alegrías. Aquello
empezaba en la Escuela de Jurisprudencia. Allí había habido aún algo
verdaderamente bueno: allí había alegría, amistad, esperanzas. En las clases
superiores, habían sido y a menos frecuentes esos buenos momentos. Después,
durante la época de su primer cargo, habían surgido de nuevo momentos gratos:
eran los momentos de su amor hacia una mujer. Luego, todo se confundía en sus
recuerdos; y cada vez encontraba menos cosas buenas. Más adelante, aun
menos, cada vez menos…
¡Su matrimonio… tan imprevisto, y la desilusión, el mal aliento de su mujer,
el sentimentalismo y la afectación! Y aquel trabajo muerto, aquellas
preocupaciones pecuniarias por espacio de uno, dos, diez, veinte años… ¡Siempre
lo mismo! Y cuanto más avanzaba, tanto más muerto era todo aquello. Era como
si descendiera, uniformemente, de una montaña, imaginándose que subía. Así
había sido. Según subía a la montaña ante los ojos del mundo, la vida huía de él…
¡Y he aquí que todo estaba consumado, y a podía morir!
¿Qué significaba aquello? No podía ser. No podía ser que la vida fuese tan
absurda, tan miserable. Y si, en efecto, era tan miserable y absurda, ¿por qué
había que morir y morir sufriendo? Algo no estaba claro.
« ¿Tal vez no hay a vivido como debía?» , se preguntaba, de pronto. « Pero,
esto no es posible, porque siempre he hecho lo que debía hacer» , se decía; e
inmediatamente apartaba la única solución del misterio de la vida y de la muerte,
como algo totalmente imposible.
« ¿Qué es lo que quieres ahora? ¿Vivir? ¿Cómo? Vivir como vivías en el
Tribunal, cuando el ujier anunciaba: “Comienza el proceso”. “Comienza el
proceso”, comienza el proceso» , repetía Iván Ilich. « Pero si no soy culpable» ,
gritó con ira. « ¿Por qué?» . Iván Ilich se volvió cara a la pared; y empezó a
pensar en una sola cosa: por qué y para qué existía todo ese horror.
Pero, por más que meditó, no halló respuesta. Y cuando le acudía la idea de
que no había vivido como es debido, inmediatamente recordaba la regularidad de
su existencia; y apartaba esa extraña idea.
X
Transcurrieron otras dos semanas. Iván Ilich no abandonaba y a el diván. Le
gustaba más que estar en la cama. Casi todo el tiempo permanecía vuelto de cara
a la pared: sufría asaltado por unos tormentos inexplicables y meditaba sobre
aquel problema insoluble. ¿Qué era aquello? ¿Era posible que, en efecto, fuese la
muerte? Y una voz interior le respondía: « Sí, así es» . ¿Qué objeto tenían esos
tormentos? La voz le decía: « Ninguno» . Más allá, no había nada, excepto esto.
Desde el principio de su enfermedad, desde su primera visita al médico, la
vida de Iván Ilich se había dividido en dos estados de ánimo contrarios, que se
sustituían mutuamente; tan pronto era la desesperación y la espera de la muerte,
terrible e incomprensible; tan pronto la esperanza y la observación de sus
funciones fisiológicas. Ora tenía ante sus ojos un riñón o un intestino, que se
habían apartado momentáneamente de sus funciones; ora, la muerte, terrible e
incomprensible, de la que no había modo de librarse.
Esos dos estados de ánimo se sustituían mutuamente, desde el mismo
principio de su enfermedad; pero cuando más avanzaba ésta, la idea del riñón se
tornaba más dudosa y más fantástica y más real la conciencia de la
aproximación de la muerte.
Le bastaba recordar lo que había sido tres meses atrás y lo que era en el
momento actual; le bastaba recordar cuán uniformemente había descendido de
la montaña, para que se destruy ese toda posibilidad de esperanzas.
Durante los últimos tiempos de la soledad en que se encontraba, tendido en el
sofá, cara a la pared, de aquella soledad en una población de tantos habitantes, en
medio de sus numerosos conocidos y de su propia familia —de aquella soledad
que no podía ser may or en ninguna parte, ni en el fondo del mar, ni bajo la tierra
—, Iván Ilich vivía solamente por medio de la representación del pasado. Las
imágenes del pasado se sucedían. Empezaban siempre por cosas recientes e iban
alejándose, hasta llegar a la infancia, donde se detenían. Iván Ilich recordaba la
compota de ciruelas pasas que le habían ofrecido aquel mismo día, y sus
recuerdos se transportaban a las ciruelas pasas crudas, aquellas ciruelas
arrugaditas de su infancia, su sabor tan peculiar y cómo se le hacía la boca agua
cuando llegaban al hueso. Junto con ese recuerdo, surgía una serie de otros de la
misma época: su nia-nia, su hermano, sus juguetes… « No debo pensar en eso…
es demasiado doloroso» , se decía; y se trasladaba de nuevo al presente, a un
botón del respaldo del sofá, a las arrugas del cordobán. « Este cordobán es caro y
nada fuerte. Hemos tenido una discusión respecto a él. Pero hubo otro cordobán
y otra discusión cuando rompimos la cartera de nuestro padre y nos castigaron y,
después, mamá nos trajo pasteles» . Sus pensamientos volvían a detenerse en la
infancia; y otra vez Iván Ilich sufría y trataba de apartarlos y pensar en otra
cosa.
Junto con ese proceso de pensamientos, se elevaba en su alma otro proceso
acerca de la manera en que se agravaba y desarrollaba su enfermedad. A
medida que retrocedía, había más vida y era mejor. Una cosa se confundía con
la otra. « Según van en aumento los sufrimientos, la vida empeora» , se decía.
Había un punto luminoso allí, en el principio de su existencia; pero luego todo se
volvía cada vez más negro y cada vez más rápido. « Es inversamente
proporcional a los cuadrados de la distancia de la muerte» , pensaba Iván Ilich.
La imagen de la piedra que cae, aumentando su velocidad, invadía su alma. La
vida es una serie de sufrimientos progresivos; vuela cada vez más rápidamente
hacia el final, hacia un dolor más terrible. « Vuelo…» . Iván Ilich se estremeció,
hizo un movimiento, quiso oponerse. Pero sabía que y a no podía hacerlo; y de
nuevo contempló, con sus ojos cansados de mirar ante sí, pero incapaces de
dejar de hacerlo, el respaldo del sofá. Y esperó, esperó esa terrible caída, el
choque y la destrucción. « No oponerme» , se dijo. « Si al menos, pudiera
comprender el porqué. Pero tampoco es posible. Esto podría explicarse si dijera
que no he vivido como debía. Pero es imposible reconocer esto» , se dijo,
recordando la legalidad, la regularidad y la conveniencia de su vida. « No puedo
admitir esto» , repitió, sonriendo sólo con los labios, como si alguien pudiese ver
su sonrisa y ser engañado por ella. « No hay explicación. Sufrimientos…,
muerte… ¿Por qué?» .
XI
Así transcurrieron dos semanas. En aquel lapso ocurrió el acontecimiento tan
deseado por Iván Ilich y por su mujer: Petrischev pidió la mano de Liza. Fue por
la noche. Al día siguiente, Praskovia Fiodorovna entró en el cuarto de su marido,
pensando cómo anunciaría la petición de Fiodor Petrovich; pero aquella misma
noche Iván Ilich se había agravado. Praskovia Fiodorovna lo encontró en el
mismo sofá y en la misma postura de siempre. Estaba tendido de espaldas,
gimiendo y mirando ante sí, con los ojos fijos en un punto.
Praskovia Fiodorovna empezó a hablarle de los medicamentos. Iván Ilich la
miró. Era tal el odio que expresaba esa mirada, que Praskovia Fiodorovna no
pudo acabar la frase empezada.
—¡Por amor de Dios, déjame morir tranquilo! —exclamó Iván Ilich.
Praskovia Fiodorovna se disponía a salir de la estancia en el momento en que
entraba Liza, para dar los buenos días al enfermo. Éste miró a su hija con la
misma expresión que había mirado a su mujer; y, a las preguntas respecto de su
salud, respondió, secamente, que no tardaría en librarlas de su presencia. Las dos
mujeres guardaron silencio; y, después de permanecer un ratito sentadas,
abandonaron la habitación.
—¿Qué culpa tenemos? —exclamó Liza, dirigiéndose a su madre—. ¡Como si
lo hubiésemos hecho nosotras! Me da lástima de papá; pero ¿por qué nos
atormenta?
El doctor llegó a la hora de costumbre. Iván Ilich contestó a sus preguntas,
diciendo « sí» , « no» , sin dejar de mirarlo con expresión iracunda; y, finalmente,
añadió:
—Ya sabe usted que nada me aliviará; así, pues, déjeme.
—Podemos aminorar sus sufrimientos —replicó el doctor.
—Tampoco pueden ustedes hacerlo; déjeme.
El médico entró en el salón para comunicar a Praskovia Fiodorovna que su
marido estaba muy grave y que el único medio para aliviar sus dolores, que
debían de ser atroces, era el opio.
Opinaba que eran terribles los sufrimientos físicos de Iván Ilich; y tenía razón.
Pero los morales —su principal tormento— constituían un martirio mucho más
grande.
Aquella noche, mientras había contemplado el bondadoso rostro, de pómulos
salientes, de Guerasim, que dormitaba, de pronto se le ocurrió la siguiente idea:
« ¿Y si, en efecto, mi vida, mi vida consciente no ha sido como debía ser?» .
Se le ocurrió que podía ser verdad lo que antes se le presentara como algo
totalmente imposible, es decir: que no había vivido como debía. Pensó que los
intentos imperceptibles que había hecho para luchar contra lo que los hombres de
elevada posición consideran bueno, intentos que acto seguido rechazaba, podían
ser los verdaderos, y que todo lo demás no era lo que debía ser. Su carrera, su
modo de vivir, su familia y aquellos intereses de la sociedad y del servicio, todo
podía haber sido distinto de lo que debía ser. Trató de defender todo aquello ante
sí mismo. Súbitamente, se dio cuenta de la inconsistencia de lo que defendía; y
y a no quedó nada por defender.
« Si abandono esta vida con la conciencia de que he malgastado todo lo que se
me ha dado y de que no se puede remediar, entonces ¿qué queda?» , se dijo. Se
tendió de espaldas y empezó a analizar toda su vida, desde un nuevo punto de
vista. Por la mañana, cuando vio al criado y luego a Praskovia Fiodorovna, a su
hija y al doctor, tanto sus gestos como sus palabras le confirmaron la terrible
verdad que se le había revelado aquella noche. Se veía reflejado en ellos, veía en
ellos su propia vida y le era evidente que todo aquello había sido equivocado, que
se trataba de un enorme engaño, que velaba tanto la vida como la muerte. Esta
sensación aumentó, decuplicando sus sufrimientos físicos. Iván Ilich gemía, se
agitaba y se arrancaba la ropa. Le parecía que lo ahogaba; y, por ese motivo,
sentía odio hacia los suy os.
Le administraron una fuerte dosis de opio que lo sumió en un sopor; pero, a la
hora de comer, aquello volvió a empezar.
Iván Ilich rechazaba a todo el mundo y se debatía.
Praskovia Fiodorovna entró en la habitación y le dijo:
—Jean, querido, hazlo por mí (¿por mí?). Esto no puede perjudicarte y, a
menudo, alivia. No indica nada; a menudo, incluso las personas sanas…
El enfermo abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? No es preciso. Aunque…
Praskovia Fiodorovna se echó a llorar.
—Sí, hazlo, querido. Llamaré a nuestro sacerdote. ¡Es tan simpático…!
—Muy bien, perfectamente —pronunció Iván Ilich.
Cuando llegó el sacerdote y confesó a Iván Ilich, éste se dulcificó, crey ó
sentirse aliviado respecto de sus dudas y, por consiguiente, de sus sufrimientos. Lo
invadió una esperanza pasajera. De nuevo empezó a pensar en el intestino ciego
y en la posibilidad de que se le curara. Comulgó con lágrimas en los ojos.
Una vez que lo hubieron acostado, después de la comunión, por un momento
se encontró bien; y de nuevo renació la esperanza de vivir. Meditó sobre la
operación que le habían propuesto. « Vivir, quiero vivir» , se decía. Su mujer vino
a felicitarlo. Pronunció las palabras de rigor, añadiendo:
—¿Verdad que te encuentras mejor?
Sin mirarla, Iván Ilich murmuró:
—Sí.
El traje de su mujer, su constitución, la expresión de su rostro y el sonido de
su voz, todo le expresaba lo mismo. « No es esto. Todo lo que ha constituido y
constituy e tu vida, es mentira y engaño. Te oculta la vida y la muerte» . En
cuanto le acudió esta idea, el odio se despertó en él; y a la vez volvieron los
terribles sufrimientos físicos y la conciencia de su muerte, próxima e inevitable.
Se produjo algo nuevo en él: sintió retortijones y punzadas; y algo le oprimió el
pecho.
Era terrible su expresión en el momento en que había dicho « sí» . Después de
pronunciar esta palabra, se volvió boca abajo, con una rapidez impropia, dada su
debilidad, y gritó:
—¡Váy anse, váy anse! ¡Déjenme!
XII
A partir de aquel momento, Iván Ilich empezó a gritar —cosa que duró tres días
sin interrupción—; y sus gritos eran tan terribles, que producían espanto, aun
oy éndolos a través de dos puertas cerradas. En el momento en que respondía a su
mujer, había comprendido que estaba perdido, que no había salvación, que le
había llegado el fin, el verdadero fin; y que la duda, que no se había resuelto,
quedaría sin resolver.
—¡No quiero! —gritó; y continuó arrastrando la última vocal, con distintas
entonaciones.
Durante aquellos tres días, en los que perdió la noción del tiempo, luchó
dentro de aquel saco negro al que lo empujaba una fuerza desconocida e
invencible. Luchaba como lucha en manos del verdugo un condenado a muerte
que sabe que no se ha de salvar. Y se daba cuenta de que, a pesar de los esfuerzos
que hacía, se acercaba cada vez más a lo que tanto lo horrorizaba. Comprendía
que sus sufrimientos se debían tanto al hecho de introducirse en aquel saco negro
como a la imposibilidad de hacerlo. Lo que le impedía entrar allí era la
conciencia de que su vida había sido buena. Esa justificación hacía que se
enganchara, impidiéndole pasar adelante; y era lo que más lo hacía sufrir.
De repente, una fuerza invisible le dio un empujón en el pecho y en el
costado, y le fue aún más difícil respirar. Se hundió en el saco, en cuy o fondo
apareció una luz. Le ocurrió lo que solía ocurrirle cuando iba en el tren; se
figuraba que iba hacia adelante, cuando en realidad retrocedía; y, de pronto, se
enteraba de la verdadera dirección.
« En efecto, todo esto no ha sido lo que debía ser —se dijo—. Aunque no
importa, puede hacerse aquello. Pero ¿qué es?» . Repentinamente, se calmó.
Esto sucedió al final del tercer día, una hora antes de su muerte. Acababa de
entrar su hijo, acercándose de puntillas al lecho. El moribundo gritaba, agitando
los brazos. Una de sus manos tropezó con la cabeza del muchacho, que la asió; y,
llevándosela a los labios, se echó a llorar. En aquel preciso instante era cuando
Iván Ilich se hundía en aquella profundidad, veía aquella luz y se le revelaba que
su vida no había sido lo que debía ser, pero que aún podía arreglarla. Se preguntó:
« ¿Qué es aquello?» . Y guardó silencio, para prestar atención. Sintió que alguien
le besaba la mano. Abrió los ojos y vio a su hijo. Se apiadó de él. Su mujer se
acercó. Iván Ilich la miró. Tenía la boca abierta y huellas de lágrimas en una
mejilla y en la nariz. Miraba a su marido con expresión desesperada. También se
compadeció de ella.
« Los hago sufrir —pensó—. Les da pena de mí; pero estarán mejor cuando
muera» . Iván Ilich quiso decir esto; pero no tuvo fuerzas. « Por otra parte, ¿para
qué decirlo? Debo hacerlo» , pensó. Con una mirada llamó la atención de
Praskovia Fiodorovna sobre su hijo y pronunció.
—¡Llévatelo…! Me da pena… y de ti también —quiso añadir « perdón» ;
pero dijo otra palabra; y, sin fuerzas para corregirse, hizo un gesto con la mano,
pues le constaba que lo entendería quien debiera entenderlo.
De pronto, le fue evidente que el problema que lo atormentaba, se había
resuelto súbitamente. « Me da pena de ellos. Es preciso hacer que no sufran.
Liberarlos y liberarme y o mismo de esos sufrimientos. ¡Qué bien y qué sencillo!
¿Y el dolor?» , se preguntó. « ¿Qué hago con él? ¿Dónde estás, dolor?» .
Prestó atención.
« Ah, sí, aquí está. Bueno, que siga. ¿Y la muerte? ¿Dónde está?» .
Buscó su antiguo terror a la muerte, sin hallarlo. ¿Dónde estaba? ¿Qué era la
muerte? No sentía terror alguno porque la muerte no existía.
En lugar de la muerte, había luz.
—¡Ah! ¡Es esto! —exclamó, de pronto, en voz alta—. ¡Qué alegría!
Para él todo esto sucedió en un instante. Y su significado y a no podía variar.
En cambio, para los presentes, su agonía duró aún dos horas. En su pecho bullía
algo y su cuerpo extenuado se estremecía. Luego, los ruidos de su pecho y los
estertores se volvieron menos frecuentes.
—Ha terminado —dijo alguien.
Iván Ilich oy ó estas palabras y las repitió en el fondo de su alma. « Ha
terminado la muerte. Ya no existe» .
Aspiró una bocanada de aire, se detuvo a la mitad de la aspiración; se estiró y
murió.
26 de marzo de 1886
Julio Cortázar
Soledad Quereilhac
Biografía de los autores
Ambrose Bierce
E dgar Poe, más tarde renombrado Edgar Allan Poe, nació en Boston, Estados
Unidos, el 19 de enero de 1809. Huérfano a los 3 años, fue adoptado por los
Allan, un rico matrimonio sureño. A pesar de la holgura económica y la
educación recibida, la juventud de Poe fue penosa. El señor Allan era autoritario
y nunca accedió a reconocerlo legalmente ni cederle su herencia.
Poe se educó en buenos colegios de Estados Unidos e Inglaterra, donde
residió entre 1815 y 1820. Tras abruptos finales en la universidad y en la
academia militar, fue a vivir a Baltimore con su tía biológica M. Clemm, y con
su prima Virginia, quien años más tarde se convertiría en su esposa. Padeciendo
extrema pobreza, Poe intenta ganarse la vida con colaboraciones en revistas.
Abandona su predilección por la poesía, al entender que los cuentos
representaban un género más « vendible» . Es así como, desde 1830, empieza a
hacerse conocido con sus inigualables cuentos y sus ácidas críticas literarias.
Originalmente, todos sus relatos fueron publicados en medios de prensa y ello
explica el efectismo y la perfección de sus tramas que capturan al lector con
fuerza casi hipnótica, y a se trate de historias fantásticas, extrañas o policiales. El
gran admirador y traductor de Poe al francés, Charles Baudelaire, lo definió
como el genio « de los nervios» , aquel capaz de pintar maravillosamente la
« excepción en el orden moral» . « El absurdo instalándose en la inteligencia» y
« la histeria usurpando el lugar de la voluntad» definen tanto a sus personajes
como a su excepcional personalidad.
Sin embargo, su buena fama como escritor se vio opacada por sus raptos de
locura y alcoholismo, lo que le ganó la condena de la puritana sociedad de su
época. Su extraña enfermedad mental lo llevaba a momentos de desvarío e
intoxicación, intercalados con otros de lucidez productiva. En una carta, Poe
decía: « Mis enemigos atribuy eron la locura a la bebida, en vez de atribuir la
bebida a la locura» . En respuesta a las acusaciones de necrológico y enfermizo,
decide publicar sus deductivos relatos policiales, como « La carta robada» .
Con la muerte de Virginia, en 1847, los fantasmas de persecución y el alcohol
se vuelven materia cotidiana. Dos años más tarde, es encontrado inconsciente en
una taberna y tras cinco días de agonía, muere el 7 de octubre de 1849. Poe es
reconocido en Occidente como el indiscutido « maestro» del cuento moderno.
Lev Tolstói