Cuentos Inolvidables Segun Juli - AA. VV PDF

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En este volumen se reunieron en una única lista los muy diversos cuentos
que Cortázar calificó de «inolvidables» en épocas sucesivas. La base para
la elección la forman, desde luego, sus famosos ensayos-conferencia.
AA. VV.
Cuentos inolvidables según Julio Cortázar
Prólogo

Carlés Álvarez Garriga

El gusto y el juicio —las dos armas de la crítica—


cambian con los años y aun con las horas:
aborrecemos en la noche
lo que amamos por la mañana.
OCTAVIO PAZ
La casa de la presencia

E s plausible suponer que si Julio Cortázar decidió no cerrar la lista de cuentos


inolvidables que enunció en su conferencia « Algunos aspectos del cuento»
(« y así podría seguir y seguir…» ), fue porque sabía que las listas entrañan
provisionalidad, y un lector abierto a las novedades en casi todos los géneros no
iba a atarse al compromiso de una nómina excluy ente.
En torno a finales de la década de 1960, Cortázar dejó de ser el autor secreto
que se había ido de Buenos Aires tras publicar un volumen de relatos que apenas
ley eron cuatro afines al Surrealismo, ese desconocido del gran público que pudo
encerrarse a escribir su más célebre novela en el primer piso de una casa de
París que había sido una caballeriza, al fondo de un patio arbolado que aún visita
un pájaro migratorio, un día al año y todos los años. Desde que la fama lo
alcanzó —está por ver si, como ha indicado Piglia, ése no fue su gran drama—,
su parecer era requerido en todos los debates y uno de sus ensay os podía
impulsar un libro tan difícil como Paradiso. También, y he ahí el aspecto
negativo, lo interrogaban día y noche sobre una u otra quisicosa ideológica, a tal
punto que él mismo llegó a bromear diciendo que, de ir al cielo cuando muriera,
estaba seguro de encontrar a San Pedro esperándolo en la puerta con esas
mismas preguntas.
Tanta popularidad tuvo como consecuencia inmediata que títulos de sus obras
fueran usados en rótulos comerciales (galerías de arte llamadas Rayuela; clubes
de jazz, El perseguidor), mientras nombres de sus personajes servían para
bautizar mascotas o incluso personas. El éxito propició asimismo la cantidad de
entrevistas concedidas, sea por responsabilidad política sea por voluntad docente,
gracias a las cuales sabemos su opinión sobre casi cualquier asunto; material que,
sumado a la correspondencia editada (y a la todavía inédita que pronto ha de
publicarse), ofrece un perfil intelectual bastante preciso.
Así las cosas, si no se pretende un volumen que llene por sí solo todo el
estante, hay que tratar de conciliar en una única lista los muy diversos cuentos
que calificó de « inolvidables» en épocas sucesivas. La base para la elección la
forman, desde luego, los famosos ensay os-conferencia Algunos aspectos del
cuento, Del cuento breve y sus alrededores, Notas sobre lo gótico en el Río de la
Plata y El estado actual de la narrativa en Hispanoamérica.
Para empezar, de entre los cuentos citados en los textos anteriores es
razonable excluir « Los caballos de Abdera» , de Lugones, y « La pata de
mono» , de W. W. Jacobs, porque y a estaban en la antología de la literatura
fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo. También puede excluirse « La casa
de azúcar» , de esta última, puesto que en una carta a Jean Andreu (uno de sus
críticos más sagaces) Cortázar confesaba haberlo olvidado.
En cuanto a Borges, cualquier lector —como cualquier hijo de vecino…,
como cualquier hijo de vecino que hay a leído a Borges, se entiende— da por
hecho que Cortázar tenía varios cuentos borgeanos memorables. En « Algunos
aspectos del cuento» menciona « Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» ; en « Del cuento
breve y sus alrededores» , « Las ruinas circulares» ; en « El estado actual de la
narrativa en Hispanoamérica» , « La biblioteca de Babel» y « El milagro
secreto» ; hablando con González Bermejo se acuerda de « El jardín de senderos
que se bifurcan» ; en otra entrevista habla de « La muerte y la brújula» ; en otra
más, de « La casa de Asterión» . Por la fecha en que lo ley ó y por su
significación indudable, elegimos « Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» , representativo
de esa temprana lección de rigor y concisión estilística que Cortázar decía
deberle.
De Edgar Allan Poe, cuy o descubrimiento en la infancia fue « la gran
sacudida» , ¿qué relato elegir? En « Algunos aspectos del cuento» menciona
« William Wilson» y « El corazón delator» ; en « Del cuento breve y sus
alrededores» , « El barril de amontillado» ; en « Notas sobre lo gótico en el Río de
la Plata» , « La caída de la casa Usher» , « Ligeia» y « El gato negro» ; en otras
partes se refiere a « El pozo y el péndulo» o a « Berenice» . Por su tema, puesto
que como ha escrito Jaime Alazraki (otro de sus mejores críticos) casi toda la
narrativa de Cortázar toca directa o indirectamente el tema del doble, elegimos
« William Wilson» .
Surge entonces un primer problema: ¿cómo mostrar que era un lector de
gustos tan diversos que, aun inmune a las historias de ciencia-ficción, admitía
como « relato admirable» « El color que cay ó del cielo» , de H. P. Lovecraft?,
¿cómo mostrar la variedad cronológica y geográfica de sus preferencias? Es
cierto que sentía predilección por los cuentistas de habla inglesa. (« Voy a tener
que resignarme a convenir en que los cuentos breves son patrimonio de los
sajones. Después de Faulkner, Hemingway, Bates, Chesterton y la joven escuela
y anki, no queda nada que hacer» , escribía en una carta de 1939). Dado que
tenemos y a a Poe, para atenuar el predominio estadounidense habrá que
renunciar a Hemingway, de quien prefería « Cincuenta de los grandes» y « Los
asesinos» , puesto que hemos sido incapaces de suprimir « Un recuerdo de
Navidad» , de Truman Capote —un cuento de infancia como muchos de los
mejores de Cortázar—, y dado que tampoco hemos podido descartar la
fantástica sorpresa final de « El puente sobre el río del Búho» , de Ambrose
Bierce.
Para equilibrar, conviene incluir también un relato clásico, uno de esos largos
textos del siglo XIX que los puristas no llaman cuento sino nouvelle y a los que
Cortázar dedicaba relecturas y estudio. Se acordaba siempre de Guy de
Maupassant. Hablaba de « Bola de sebo» y en una de sus primerísimas
narraciones (« Distante espejo» ) y a había jugado con el argumento de « El
Horla» . Ambos textos son muy conocidos así que recogeremos otro de una
estética similar citado en « Algunos aspectos del cuento» : « La muerte de Iván
Ilich» , de León Tolstoi, cuy a trama recuerda —entrelíneas, y he aquí un bonito
tema de análisis— a la de otro de los elegidos: « Un sueño realizado» , de Juan
Carlos Onetti.
Felisberto Hernández fue asimismo una de sus may ores reivindicaciones:
« “La casa inundada” o “Las hortensias” o “Nadie encendía las lámparas” son
textos que “y a quisiera haber escrito y o”» , dijo en una entrevista. Escogemos
« La casa inundada» porque en el prólogo a un libro de cuentos de Cristina Peri
Rossi anotó que el día en que se logre la recopilación definitiva del cuento
fantástico « se verá que muchos de los que pueblan para siempre la memoria
medrosa de la especie se cumplen en torno a una casa» .
Para terminar, y para no olvidar que fue un lector muy atento de escritoras,
elegimos « Conejos blancos» , de Leonora Carrington (« Me acuerdo de un
cuento estupendo, “Lapins Blancs”, et vous savez que je suis quelque peu
I’amateur de lapins» , escribía de joven a un amigo), y « Éxtasis» , de Katherine
Mansfield, de quien dijo en una de sus últimas entrevistas: « Escribió relatos
admirables. No responden a mi noción de cuento pero me gustan mucho;
simplemente y o no los hubiera escrito así» .
Imaginar cómo los hubiera escrito es un ejercicio de nostalgia; nostalgia por
el gran escritor y nostalgia por el gran lector. También lo es pensar en un hecho
que ha contado Aurora Bernárdez, su viuda y heredera: tocado y a de muerte,
decidió que el último sitio que quería volver a visitar era un edificio donde había
sido muy feliz más de treinta años atrás. Un amigo los llevó en coche. Cortázar
no pudo subir las escaleras. Ella sí. « Julio —le dijo después—, todo está igual» .
El lugar, que aún conserva aquellas sillas en las que el joven escritor pasó algunos
de los momentos más dichosos de su vida, ley endo acaso los inolvidables cuentos
que siguen, es la vieja Biblioteca del Arsenal, de París.
El puente sobre el río del Búho

Ambrose Bierce

I
Desde un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba
correr rápidamente el agua veinte pies más abajo. El hombre tenía las manos
detrás de la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda, anudada al
cuello y amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la
altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes que
soportaban los rieles le prestaban un punto de apoy o a él y a sus ejecutores —dos
soldados rasos del ejército federal bajo órdenes de un sargento que, en la vida
civil, debió de haber sido subcomisario. No lejos de ellos, en la misma
plataforma improvisada, estaba un oficial del ejército llevando las insignias de su
grado. Era un capitán. En cada extremo había un centinela presentando armas, o
sea con el caño del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoy ada en
el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, posición poco natural que
obliga al cuerpo a mantenerse erguido. A estos dos hombres no parecía
concernirles lo que ocurría en medio del puente. Se limitaban a bloquear los
extremos de la plataforma de madera.
Delante de uno de los centinelas no había nada a la vista; la vía férrea se
internaba en un bosque a un centenar de y ardas; después, trazando una curva,
desaparecía. Un poco más lejos, sin duda, estaba un puesto de avanzada. En la
orilla, un campo abierto subía en suave pendiente hasta una empalizada de
troncos verticales con troneras para los fusiles y una sola abertura por la cual
salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A media distancia
de la colina entre el puente y el fortín estaban los espectadores: una compañía de
soldados de infantería, en posición de descanso, es decir con la culata de los
fusiles en el suelo, el caño ligeramente inclinado hacia atrás contra el hombro
derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la línea de soldados
estaba un teniente, con la punta del sable tocando tierra, la mano derecha encima
de la izquierda. Excepto los tres ejecutores y el condenado en el medio del
puente, nadie se movía. La compañía de soldados, frente al puente, miraba
fijamente, hierática. Los centinelas, frente a las márgenes del río, podían haber
sido estatuas que adornaban el puente. El capitán, con los brazos cruzados,
silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin hacer el menor gesto.
Cuando la muerte anuncia su llegada, debe ser recibida con ceremoniosas
muestras de respeto, hasta por los más familiarizados con ella. Para este
dignatario, según el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son
formas de la cortesía.
El hombre que se preparaban a ahorcar podría tener treinta y cinco años. Era
un civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos: nariz recta,
boca firme, frente amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás,
cay éndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba bigote
y barba en punta, pero no patillas; sus grandes ojos de color gris oscuro tenían
una expresión bondadosa que no hubiéramos esperado encontrar en un hombre
con la soga al cuello. Evidentemente, no era un vulgar asesino. El liberal código
del ejército prevé la pena de la horca para toda clase de personas, sin excluir a
las personas decentes.
Terminados sus preparativos, los dos soldados dieron un paso hacia los lados,
y cada uno retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El
sargento se volvió hacia el oficial, saludó, y se colocó inmediatamente detrás del
oficial. El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al
condenado y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres
durmientes del puente. El extremo donde se hallaba el civil alcanzaba casi, pero
no del todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el
peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su jefe,
el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado
habría de caer entre dos durmientes. Consideró que la combinación se
recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni
vendado los ojos. Examinó por un momento su vacilante punto de apoy o y dejó
vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos.
Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió
con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!
Cerró los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y en sus
hijos. El agua dorada por el sol naciente, la niebla que pesaba sobre el río contra
las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, el pedazo de
madera que flotaba, todo eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de una
nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento de los seres queridos,
escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender, un golpe seco, metálico,
que sonaba claramente como los martillazos de un herrero sobre el y unque. El
hombre se preguntó qué podía ser aquel ruido, si venía de muy cerca o de una
distancia incalculable —ambas hipótesis eran posibles—. Se reproducía a
intervalos regulares pero tan lentamente como las campanas que doblan a
muerte. Aguardaba cada llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con
aprensión. Los silencios se hacían progresivamente más largos; los retardos,
enloquecedores. Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su fuerza y
nitidez, hiriendo sus oídos como si le asestaran cuchilladas. Tuvo miedo de
gritar… Lo que oía era el tic-tac de su reloj.
Abrió los ojos y de nuevo oy ó correr el agua bajo sus pies. « Si lograra
libertar mis manos —pensó— llegaría a desprenderme del nudo corredizo y
saltar al río; zambulléndome, podría eludir las balas; nadando vigorosamente,
alcanzar la orilla; después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios
gracias, todavía está fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos todavía están fuera
del alcance del puesto más avanzado de los invasores» .
Mientras se sucedían estos pensamientos, aquí anotados en frases, que más
que provenir del condenado parecían proy ectarse como relámpagos en su
cerebro, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El sargento dio un paso al
costado.
II
Pey ton Farquhar, plantador de fortuna, pertenecía a una vieja y respetable
familia de Alabama. Propietario de esclavos, se ocupaba de política, como todos
los de su casta; fue, desde luego, uno de los primeros secesionistas y se consagró
con ardor a la causa de los Estados del Sud. Imperiosas circunstancias, que no es
el caso relatar aquí, impidieron que se uniera al valiente ejército cuy as
desastrosas campañas terminaron por la caída de Corinth, y se irritaba de esta
sujeción sin gloria, anhelando dar rienda libre a sus energías, conocer la vida más
intensa del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba seguro de que esa
ocasión llegaría para él, como llega para todo el mundo en tiempos de guerra.
Entre tanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía demasiado humilde
para la causa del Sud, ninguna aventura demasiado peligrosa si era compatible
con el carácter de un civil que tiene alma de soldado y que con toda buena fe y
sin demasiados escrúpulos admite en buena parte este refrán francamente
innoble: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban sentados en un banco rústico,
cerca de la entrada de su parque, un soldado de uniforme gris detuvo su caballo
en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar no deseaba otra cosa que
servirlo con sus blancas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su marido
se acercó al jinete cubierto de polvo y le pidió con avidez noticias del frente.
—Los y anquis están reparando las vías férreas —dijo el hombre— porque se
preparan para una nueva avanzada. Han alcanzado el puente del Búho, lo han
arreglado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden que
se ha fijado en carteles en todas partes, el comandante ha dispuesto que cualquier
civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, los túneles o los trenes, deberá
ser ahorcado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
—¿A qué distancia queda de aquí el puente del Búho? —preguntó Farquhar.
—A unas treinta millas.
—¿No hay ninguna tropa de este lado del río?
—Un solo piquete de avanzada a media milla, sobre la vía férrea, y un solo
centinela de este lado del puente.
—Suponiendo que un hombre —un civil, aficionado a la horca— esquive el
piquete de avanzada y logre engañar al centinela —dijo el plantador sonriendo—,
¿qué podría hacer?
El soldado reflexionó.
—Estuve allí hace un mes. La creciente del último invierno ha acumulado
gran cantidad de troncos contra el muelle, de este lado del puente. Ahora esos
troncos están secos y arderían como estopa.
En ese momento la dueña de casa trajo el vaso de agua. Bebió el soldado, le
dio las gracias ceremoniosamente, saludó al marido, y se alejó con su caballo.
Una hora después, caída la noche, volvió a pasar frente a la plantación en
dirección al Norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer
el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Cuando cay ó al agua desde el puente, Pey ton Farquhar perdió conciencia como
si estuviera muerto. De aquel estado le pareció salir siglos después por el
sufrimiento de una presión violenta en la garganta, seguido de una sensación de
ahogo. Dolores atroces, fulgurantes, atravesaban todas las fibras de su cuerpo de
la cabeza a los pies. Se hubiera dicho que recorrían las líneas bien determinadas
de su sistema nervioso y latían a un ritmo increíblemente rápido. Tenía la
impresión de que un torrente de fuego atravesaba su cuerpo. Su cabeza
congestionada estaba a punto de estallar. Estas sensaciones excluían todo
pensamiento, borraban lo que había de intelectual en él: sólo le quedaba la
facultad de sentir, y sentir era una tortura. Pero se daba cuenta de que se movía;
rodeado de un halo luminoso del cual no era más que el corazón ardiente, se
balanceaba como un vasto péndulo según arcos de oscilaciones inimaginables.
Después, de un solo golpe, terriblemente brusco, la luz que lo rodeaba subió hasta
el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido atroz en sus oídos, y todo fue
tinieblas y frío. Habiendo recuperado la facultad de pensar, supo que la cuerda se
había roto y que acababa de caer al río. Ya no aumentaba la sensación de
estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su cuello, a la par que lo
sofocaba, impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el
fondo de un río! Esta idea le pareció absurda. Abrió los ojos en las tinieblas y vio
una luz encima de él, ¡pero de tal modo lejana, de tal modo inaccesible! Se
hundía siempre, porque la luz disminuía cada vez más hasta convertirse en un
pálido resplandor. Después aumentó de intensidad y comprendió de mala gana
que remontaba a la superficie, porque ahora estaba muy cómodo. « Ser
ahorcado y ahogado —pensó—, y a no está tan mal. Pero no quiero que me
fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo» .
Aunque inconsciente del esfuerzo, un agudo dolor en las muñecas le indicó
que trataba de zafarse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como un
espectador ocioso podría mirar la hazaña de un malabarista sin interesarse en el
resultado. Qué magnifico esfuerzo. Qué espléndida, sobrehumana energía. Ah,
era una tentativa admirable. ¡Bravo! Cay ó la cuerda: sus brazos se apartaron y
flotaron hasta la superficie. Pudo distinguir vagamente sus manos de cada lado,
en la luz creciente. Con nuevo interés las vio aferrarse al nudo corredizo.
Quitaron salvajemente la cuerda, la arrojaron lejos, con furor, y sus
ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. « ¡Ponedla de nuevo,
ponedla de nuevo!» . Le pareció gritar estas palabras a sus manos porque después
de haber deshecho el nudo tuvo el dolor más atroz que había sentido hasta
entonces. El cuello lo hacía sufrir terriblemente; su cerebro ardía; su corazón, que
palpitaba apenas, estalló de pronto como si fuera a salírsele por la boca. Una
angustia intolerable torturó y retorció su cuerpo entero. Pero sus manos
desobedientes no hicieron caso de la orden. Golpeaban el agua con vigor, en
rápidas brazadas, de arriba abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza.
La claridad del sol lo encegueció; su pecho se dilató convulsivamente. Después,
dolor supremo y culminante, sus pulmones tragaron una gran bocanada de aire
que inmediatamente exhalaron en un grito.
Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos; eran, en verdad,
sobrenaturalmente vivos y sutiles. La perturbación atroz de su organismo los
había de tal modo exaltado y refinado que registraban cosas nunca percibidas
hasta entonces. Sentía los cabrilleos del agua sobre su rostro, escuchaba el ruido
que hacía cada olita al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y
distinguía cada árbol, cada hoja con todas sus nervaduras, y hasta los insectos que
alojaba: langostas, moscas de cuerpo luminoso, arañas grises que tendían su tela
de ramita en ramita. Observó los colores del prisma en todas las gotas de rocío
sobre un millón de briznas de hierba. El bordoneo de los moscardones que
bailaban sobre los remolinos, el batir de alas de las libélulas, las zancadas de las
arañas acuáticas como remos que levantan un bote, todo eso era para él una
música perfectamente audible. Un pez resbaló bajo sus ojos y escuchó el
deslizamiento de su propio cuerpo que hendía la corriente.
Había emergido boca abajo en el agua. En un instante, el mundo pareció
girar con lentitud a su alrededor. Vio el puente, el fortín, vio a los centinelas, al
capitán, a los dos soldados rasos, sus ejecutores, cuy as siluetas se destacaban
contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial
blandía su revólver pero no disparaba; los otros estaban sin armas. Sus
movimientos parecían grotescos; sus formas, gigantescas.
De pronto oy ó una detonación breve y un objeto golpeó vivamente el agua a
pocas pulgadas de su cabeza, salpicándole el rostro. Oy ó una segunda detonación
y vio que uno de los centinelas aún tenía el fusil al hombro: de la boca del caño
subía una ligera nube de humo azul. El hombre en el río vio los ojos del hombre
en el puente que se detenían en los suy os a través de la mira del fusil. Al observar
que los ojos del centinela eran grises, recordó haber leído que los ojos grises eran
muy penetrantes, que todos los tiradores famosos tenían ojos de ese color. Sin
embargo, aquél no había dado en el blanco.
Un remolino lo hizo girar en sentido contrario; de nuevo tenía a la vista el
bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Una voz clara resonó tras él, en una
cadencia monótona, y llegó a través del agua con tanta nitidez que dominó y
apagó todo otro ruido, hasta el chapoteo de las olitas en sus orejas. Sin ser
soldado, había frecuentado bastante los campamentos para conocer la terrible
significación de aquella lenta, arrastrada, aspirada salmodia: en la orilla, el oficial
cumplía su labor matinal. Con qué frialdad implacable, con qué tranquila
entonación, que presagiaba la calma de los soldados y les imponía la suy a, con
qué precisión en la medida de los intervalos, cay eron estas palabras crueles:
—¡Atención, compañía!… ¡Armas al hombro!… ¡Listos!… ¡Apuntar!…
¡Fuego!
Farquhar se hundió, se hundió tan profundamente como pudo. El agua gruñó
en sus oídos como la voz del Niágara. Escuchó sin embargo el trueno ensordecido
de la salva y, mientras subía a la superficie, encontró pedacitos de metal brillante,
extrañamente chatos, oscilando hacia abajo con lentitud. Algunos le tocaron el
rostro y las manos, después continuaron descendiendo. Uno de ellos se alojó
entre su pescuezo y el cuello de la camisa: era de un calor desagradable, y
Farquhar lo arrancó vivamente.
Cuando llegó a la superficie, sin aliento, comprobó que había permanecido
mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos —cerca
de la salvación. Los soldados casi habían terminado de cargar nuevamente sus
armas; las baquetas de metal centellearon al sol, mientras los hombres las
sacaban del caño de sus fusiles y las hacían girar en el aire antes de ponerlas en
su lugar. Otra vez tiraron los centinelas, y otra vez erraron el blanco.
El perseguido vio todo esto por arriba del hombro. Ahora nadaba con energía
a favor de la corriente. Su cerebro no era menos activo que sus brazos y sus
piernas; pensaba con la rapidez del relámpago.
« El teniente —razonaba— no cometerá este error por segunda vez. Es el
error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es tan
fácil esquivar una salva como un solo tiro? Ahora, sin duda, ha dado orden de
tirar como quieran. ¡Dios me proteja, no puedo escaparles a todos!» .
A dos y ardas hubo el atroz estruendo de una caída de agua seguido de un
ruido sonoro, impetuoso, que se alejó diminuendo y pareció propagarse en el aire
en dirección al fortín donde murió en una explosión que sacudió las
profundidades mismas del río. Se alzó una muralla líquida, se curvó por encima
de él, se abatió sobre él, lo encegueció, lo estranguló. ¡El cañón se había unido a
las demás armas! Como sacudiera la cabeza para desprenderla del tumulto del
agua herida por el obús, oy ó que el proy ectil desviado de su tray ectoria roncaba
en el aire delante de él y segundos después hacía pedazos las ramas de los
árboles, allí cerca, en el bosque.
« No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla.
Debo mantener los ojos fijos en la pieza: el humo me indicará. La detonación
llega demasiado tarde; se arrastra detrás del proy ectil. Es un buen cañón» .
De pronto se sintió dar vueltas y vueltas en el mismo punto: giraba como un
trompo. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora
lejanos, todo se mezclaba y se esfumaba. Los objetos y a no estaban
representados sino por sus colores; bandas horizontales de color era todo lo que
veía. Atrapado por un remolino, avanzaba con un movimiento circulatorio tan
rápido que se sentía enfermo de vértigo y náuseas. Momentos después se
encontró arrojado contra la orilla izquierda del río —la orilla austral—, detrás de
un montículo que lo ocultaba de sus enemigos. Su inmovilidad súbita, el roce de
una de sus manos contra el pedregullo, le devolvieron el uso de sus sentidos y
lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena y se la echó a puñados sobre el
cuerpo bendiciéndola en alta voz. Para él era diamantes, rubíes, esmeraldas; no
podía pensar en nada hermoso que no se le pareciera. Los árboles de la orilla
eran gigantescas plantas de jardín; advirtió un orden determinado en su
disposición, respiró el perfume de sus flores. Una luz extraña, rosada, brillaba
entre los troncos, y el viento producía en su follaje la música armoniosa de un
arpa eolia. No deseaba terminar de evadirse; le bastaba quedarse en ese lugar
encantador hasta que lo capturaran.
El silbido y el estruendo de la metralla en las ramas por encima de su cabeza
lo arrancó de su ensueño. El artillero decepcionado le había enviado al azar una
descarga de adiós. Se levantó de un salto, remontó precipitadamente la pendiente
de la orilla, se internó en el bosque.
Caminó todo aquel día, guiándose por la marcha del sol. El bosque parecía
interminable; por ninguna parte un claro, ni siquiera el sendero de un leñador.
Había ignorado que viviera en una región tan salvaje, y había en esta revelación
algo sobrenatural.
Continuaba avanzando al caer la noche, con los pies heridos, fatigado,
hambriento. Lo sostenía el pensamiento de su mujer y de sus hijos. Terminó por
encontrar un camino que lo conducía en la buena dirección. Era tan ancho y
recto como una calle urbana, y sin embargo daba la impresión de que nadie
hubiese pasado por él. Ningún campo lo bordeaba; por ninguna parte una
vivienda. Nada, ni siquiera el aullido de un perro, sugería una habitación humana.
Los cuerpos negros de los grandes árboles formaban dos murallas rectilíneas que
se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama en una lección de
perspectiva. Por encima de él, como alzara los ojos a través de aquella brecha en
el bosque, vio brillar grandes estrellas de oro que no conocía, agrupadas en
extrañas constelaciones. Tuvo la certeza de que estaban dispuestas de acuerdo
con un orden que ocultaba un maligno significado. De cada lado del bosque le
llegaban ruidos singulares entre los cuales, una vez, dos veces, otra vez aún,
percibió nítidamente susurros en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo, lo encontró terriblemente hinchado. Sabía que
la cuerda lo había marcado con un círculo negro. Tenía los ojos congestionados;
no lograba cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; sacándola entre los
dientes y exponiéndola al aire fresco, apaciguó su fiebre. Qué suave tapiz había
extendido el césped a lo largo de aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo
bajo los pies.
A despecho de sus sufrimientos, sin duda, se ha dormido mientras camina,
porque ahora contempla otra escena —tal vez acaba de salir de una crisis
delirante—. Se encuentra ante la verja de su casa. Todo está como lo ha dejado,
todo resplandece de belleza bajo el sol matinal. Ha debido de caminar la noche
entera. Mientras abre las puertas de la verja y asciende por la gran avenida
blanca, ve flotar ligeras vestiduras: su mujer, con el rostro fresco y dulce, baja a
la galería y le sale al encuentro, deteniéndose al pie de la escalinata con una
sonrisa de inefable júbilo, en una actitud de gracia y dignidad inigualables. ¡Ah,
cómo es de hermosa! Él se lanza en su dirección, los brazos abiertos. En el
instante mismo que va a estrecharla contra su pecho, siente en la nuca un golpe
que lo aturde. Una luz blanca y enceguecedora flamea a su alrededor con un
ruido semejante al estampido del cañón —y después todo es tinieblas y silencio.
Pey ton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba
suavemente de uno a otro extremo de las maderas del puente del Búho.

En Cuentos de soldados, Buenos Aires,


Centro Editor de América Latina, 1971.
Traducción de José Bianco.
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius

Jorge Luis Borges

I
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de
Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle
Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-
American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero
también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo
hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos
demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera
persona, cuy o narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas
contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores—
la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor,
el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es
inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares
recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la
cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le
pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-
American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que
habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas
páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras
del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre
Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas
las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr… Antes de irse, me
dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna
incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo
eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase.
El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la
vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No
constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en
palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque —tal vez— literariamente
inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de
la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una
ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son
abominables (mirrors and father-hood are hateful) porque lo multiplican y lo
divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los
pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosos índices
cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de
Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American
Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups)
era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas
cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto
(como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos
después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo
haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy
había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal
vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono
general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Reley éndolo,
descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los
catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres —
Jorasán, Armenia, Erzerum—, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De
los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más
bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero
sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma
región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del
Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los
caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica
(página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo XIII, los
ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y
donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura
era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de
carácter fantástico y que sus epopey as y sus ley endas no se referían jamás a la
realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön… La
bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora,
aunque el tercero —Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874—
figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch[1] . El primero, Lesbare
und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de
1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par
de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey
(Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a
principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz —
que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas,
catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e
historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la
enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos
Mastronardi (a quien y o había referido el asunto) advirtió en una librería de
Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American
Cyclopaedia… Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el
menor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los
ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas
madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad,
como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que y a era entonces.
Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo
que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por
unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había
estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que
empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían
ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez,
taciturnamente… Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de
matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo.
Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se
escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas
duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese
trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años
que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región…
Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra
gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se
dijo —Dios me perdone— de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no
estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un
aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado.
Era un libro en octavo may or. Ashe lo dejó en el bar, donde —meses después—
lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no
describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y
Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se
abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los
cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro
estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de
cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First
Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni
de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de
las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis
Tertius. Hacía dos años que y o había descubierto en un tomo de cierta
enciclopedia pirática una somera descripción de un falso país; ahora me
deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un
vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus
arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus
lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus
peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica.
Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el « onceno tomo» de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y
precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo y a clásico de la N. R. F., ha negado que
existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han
refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las
pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las
bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Rey es, harto de esas
fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la
obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem.
Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese
arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a
Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor —de un
infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia— ha sido descartada
unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad
secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de
químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por
un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas
diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la
invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución
de cada escritor es infinitesimal. Al principio se crey ó que Tlön era un mero
caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un
cosmos y las íntimas ley es que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo
provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno
Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido
y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han
divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; y o pienso
que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la
continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para
su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la
menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo
verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese
planeta son —congénitamente— idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su
lenguaje —la religión, las letras, la metafísica— presuponen el idealismo. El
mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie
heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay
sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas
« actuales» y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o
prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que
corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o
lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su
orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce
con brevedad: upa tras perfluy ue lunó. Upward, behind the onstreaming it
mooned).
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del
hemisferio boreal (de cuy a Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno
Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El
sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-
claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del cielo o cualquier otra
agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real;
el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el
mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y
disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces,
la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter
visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los
hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa
trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por
un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse
con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito.
Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra
integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la
realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su
número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de
las lenguas indoeuropeas —y otros muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola
disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los
hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos
mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el
tiempo. Spinoza atribuy e a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y
del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la y uxtaposición del primero (que
sólo es típico de ciertos estados) y del segundo —que es un sinónimo perfecto del
cosmos—. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en
el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo
incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es
considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un
hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto,
que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es
irreductible: el mero hecho de nombrarlo —id est, de clasificarlo— importa un
falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön —ni siquiera
razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable
número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el
hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego
dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan
los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los
metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el
asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben
que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del
universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase « todos los aspectos» es
rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los
pretéritos. Tampoco es licito el plural « los pretéritos» , porque supone otra
operación imposible… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo:
razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como
esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo
presente [2] . Otra escuela declara que ha transcurrido y a todo el tiempo y que
nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y
mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo —y en
ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— es la escritura que
produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el
universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los
símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que
mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre
es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el
materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que
fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa
tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo[3] ideó el sofisma de las
nueve monedas de cobre, cuy o renombre escandaloso equivale en Tlön al de las
aporías eleáticas. De ese « razonamiento especioso» hay muchas versiones, que
varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre.
El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la
lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes
de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca
quería deducir de esa historia la realidad —id est la continuidad— de las nueve
monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las
monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde
del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que
han existido —siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los
hombres— en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la
entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar
la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el
empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a
todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una
petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras
monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda,
jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida
circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que
se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el
martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una
especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que
en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No seria ridículo —
interrogaron— pretender que ese dolor es el mismo?[4] Dijeron que al
heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina
categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y
otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir
asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de
enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de
tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma
que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del
universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z
descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos
en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras… El onceno
tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de
ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la
posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la
posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y
lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen
de Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la
táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base
de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las
paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo
circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos.
Acentúan la importancia de los conceptos de may or y menor, que nuestros
matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman que la operación de contar
modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de
que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual,
es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de
la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es
raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha
establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es
anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles —el Tao Te
King y las 1001 Noches, digamos—, las atribuy e a un mismo escritor y luego
determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres…
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento,
con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica
invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una
doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es
infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos
perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada;
la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su
expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma
desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales
de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente
apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos
fueron estériles. El modus operandi, sin embargo, merece recordación. El
director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo
lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran
un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les
mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó
que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y
el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha
posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro
colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuy o director murió
casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron —o
produjeron— una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de
barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho
que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos
que conocieran la naturaleza experimental de la busca… Las investigaciones en
masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales
y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo)
ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y
hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el
porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado —los hrönir
derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön— exageran las
aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se
confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que
los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado y a
empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa
producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de
oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los
detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que
perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A
veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.

Salto Oriental, 1940


Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la
Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas
y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido
tantas cosas desde esa fecha… Me limitaré a recordarlas.
En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en
un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de
Ouro Preto; la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto
corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una
noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad
secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a Dalgarno y después a George
Berkeley ) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los
« estudios herméticos» , la filantropía y la cábala. De esa primera época data el
curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis
prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país.
Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo
para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después
de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia
1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético
millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén —y se ríe de la
modestia del proy ecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le
propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su
nihilismo[5] : la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban
entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una
enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas,
sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros,
sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: « La obra no pactará con el
impostor Jesucristo» . Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no
existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley
es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus
colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia
de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra
más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa,
redactada no y a en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de
un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos
demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como
afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo
segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con
singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter
premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro
y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había
recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de
sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de
París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas —con un perceptible y
tenue temblor de pájaro dormido— latía misteriosamente una brújula. La
princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de
metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de
Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar
que me inquieta hizo que y o también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos
meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y
y o regresábamos de Sant’Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a
probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó
unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos
acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino
invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas —más
bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa
caña del patrón ese griterío insistente… A la madrugada, el hombre estaba
muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un
muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas
monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un
chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo
tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era
intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También
recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto
muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y
de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo
adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo « que venía de
la frontera» . Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es
de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la
memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores.
Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad
de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia
1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó
en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera
Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue
casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbis Tertius. Es
verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la
multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de
Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir
un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La
diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan…
[6] El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el « hallazgo» .
Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y
reimpresiones piráticas de la Obra May or de los Hombres abarrotaron y siguen
abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto.
Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con
apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo—
para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y
vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también
está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a ley es divinas —traduzco: a ley es
inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es
un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los
hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por
su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no
de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), « idioma primitivo»
de Tlön; y a la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios
conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; y a en las memorias un
pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre —ni
siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la
arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su
avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su
tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí cien años alguien
descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español.
El mundo será Tlön. Yo no hago caso, y o sigo revisando en los quietos días del
hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la
imprenta) del Urn Burial de Browne.

En Ficciones, Obras completas, Tomo I, Barcelona, Emecé, 1989.


Un recuerdo navideño

Truman Capote

Imaginen una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de


invierno, hace más de veinte años. Piensen en la cocina de un viejo caserón de
pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también
contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras
delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana
de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo pulóver gris sobre un vestido
veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido
a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente
encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado,
y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con
unos ojos de color jerez y expresión tímida.
—¡Vay a por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado
la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy y o. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos.
Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo
memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen
poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas
tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del
otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido
su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de
pequeño. Ella sigue siendo pequeña.
—Lo he sabido antes de levantarme de la cama —dice, volviéndole la
espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación—. La
campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han
ido a tierras más cálidas, y a lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas
y ve a traer nuestro coche. Ay údame a buscar el sombrero. Tenemos que
preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo; llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga,
como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la
imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:
—¡Ha llegado la temporada de las tartas! Ve a traer nuestro coche. Ay údame
a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y
con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente
era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el coche, un
desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas.
El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de
mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las
piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al
bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada;
en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres,
junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en
invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos
la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie,
nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un animal resistente que ha
sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En
este momento Queenie anda trotando en pos del coche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina,
descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los
árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han
sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después
de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las
hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un
alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las
cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de
dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en
cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que
nosotros ni siquiera las probemos.
—No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare.
Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un
espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras
seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del hogar. Por fin, cuando la
luna y a está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al
unísono, observamos cómo van prendiendo. El coche está vacío; la jarra, llena
hasta el borde.
Tomamos la cena (galletas frías, panceta, mermelada de zarzamora) y
hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me
gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y ananá hawaiana en
lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, manteca,
muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar
del coche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene
ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa
nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez
centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades
diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que
nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana
y de durazno en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez
ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional
de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en
todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras
esperanzas se centran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen
por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto
« A. M.» [1] ; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía
sacrílego, como eslogan « ¡A. M.! ¡Amén!» ). Para ser sincero, nuestra única
actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de
Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las
atracciones consistían en proy ecciones de linterna mágica con vistas de
Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos
lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las
habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por
una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les
cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar
nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a
la defunción de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros
navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondido este dinero en
un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del
piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo
sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o,
como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me
corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni
tiene intención de hacerlo:
—Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela
mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se
presente el Señor, quiero verlo bien.
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún
restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado
telegramas, leído nada que no sean historietas y la Biblia, usado cosméticos,
pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni
dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha
hecho, y que suele hacer: matar con una azada la may or serpiente de cascabel
jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto),
domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se
mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas
(tanto ella como y o creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan
helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las
camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas
pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las
verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte
remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de
hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de
retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su
secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la
colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de
may o. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para
cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más
alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan
pulidas por el uso como piedras de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de
hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa
nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas
muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo!
Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los
centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos
tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos
a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12.73 dólares. Según los míos, trece
dólares exactamente.
—Espero que te hay as equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado
si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en
la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para
asegurarnos, sustraemos un centavo y lo tiramos por la ventana.
De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas
no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de
adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le
puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber
terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos al negocio de Mr.
Jajá, un « pecaminoso» (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile
que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo
propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una
india de piel negra como la tintura de y odo, reluciente cabello oxigenado, y
aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima
de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con
cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe.
Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por
dentro y por fuera con guirnaldas de bombitas desnudas pintadas de colores
vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por
entre cuy as ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso.
Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido
asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo
irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la
noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombitas pintadas proy ectan
demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto.
Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es Mr. Jajá
Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos
lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:
—¿Qué quieren de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo.
Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:
—Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor whisky que tenga.
Los ojos se le rasgan todavía más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo!
Hasta riendo.
—¿Cuál de los dos es el bebedor?
—Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
—Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece unos cuantos
segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta.
Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
—Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo
que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le
suaviza la expresión.
—¿Saben lo que les digo? —nos propone, devolviendo el dinero a nuestro
monedero de cuentas—. Páguenmelo con unas cuantas tartas de frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
—Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita
más de pasas en su tarta.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza
iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las
cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la
vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te
hormiguee la nariz saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo
arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado
nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los
estantes y los alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho,
la may or parte las hemos hecho para personas con las que quizá sólo hemos
hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el
presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros
baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el
pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner
Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos
saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de
polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuy o automóvil se averió una
tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros
(el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida).
¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los
desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos
tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además,
los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de
la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y
Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos
sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados
muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está
vacía, han desaparecido las tartas; ay er llevamos las últimas al correo, cargadas
en el coche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar las
estampillas. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente,
pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de
whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una
cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien
cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos
bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca
en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato
comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me
sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbrando esta noche. Pero
puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de zapateo americano en películas
musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes;
nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas
manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea
en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento
ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el
hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals
alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la
punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino
de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de
tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa.
Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras,
lenguas severas. Escuchen lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre
otras hasta formar una canción iracunda:
—¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo a un
niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de la
prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué
vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando
vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se
va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo hay a ido a acostarse y
la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el
chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada
que y a está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.
—No llores —le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del
camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado
—, no llores —le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas
—, eres demasiado vieja para llorar.
—Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y
ridícula.
—Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oy e, como sigas llorando,
mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para
lamerle las mejillas.
—Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy.
Y también hay acebo. Con bay as tan grandes como tus ojos. Está en el bosque,
muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los
árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años.
Bueno, no sabes lo impaciente que estoy porque amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como
una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y
bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo
renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo
riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el coche. Queenie es la
primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de
queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que se agarra una
pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha
pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros
más: de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de
herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas
caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que
no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por
entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que
cruzar otro arroy o: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el
agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a
darse panzadas; unos obreros castores construy en un dique. En la otra orilla,
Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de
entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo
cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.
—Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy ? —dice, como si estuviéramos
aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como una especie de océano. Aromáticas extensiones
ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bay as rojas tan
brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos.
Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde
y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el
árbol.
—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto que un chico. Para que
ningún chico pueda robarle la estrella.
El que elegimos es el doble de alto que y o. Un valiente y bello bruto que
aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor.
Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de
regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos.
Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y
helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones
acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que
conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente
elogia el tesoro que llevamos en el coche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo
han sacado?
—De allá lejos —murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica
se asoma y gimotea:
—Les doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión
rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
—Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
—¿Un dólar? De ningún modo. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero,
mujer, puedes ir por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.

En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente,


roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas
de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña
dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas
cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una
breve tira de bombitas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas.
Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere
que el árbol arda « como la vidriera de una iglesia baptista» , que se le doblen las
ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos
permitimos el lujo de comprar los esplendores made in Japan que venden en la
tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre:
pasamos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices
y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta:
gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas
manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de
papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos
imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final,
espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado
agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.
—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos
en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proy ecto consiste en
inventar regalos para la familia. Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para
los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado
« en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de Salir de Caza» . Pero
cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi
amiga y y o nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle
una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo
entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde
entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas: « Te lo juro,
Buddy, bien sabe Dios que podría… y no tomo su nombre en vano» ). En lugar de
eso, le estoy haciendo un barrilete. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo
ha dicho millones de veces: « Si pudiera, Buddy. La vida y a es bastante mala
cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que
más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero
cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo.
Quizá la robe» ). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo un
barrilete: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos
regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los rey es a la
hora de hacer volar los barriletes, y sabemos estudiar el viento como los
marineros; mi amiga, que sabe más que y o, hasta es capaz de hacer que flote un
barrilete cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte
centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo
tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de
fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie
sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de
codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me
siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole
vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de
verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue
estando al otro lado del mundo.
—¿Estás despierto, Buddy ?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo
de un instante y a está sentada en mi cama, con una vela encendida.
—Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da más brincos que
una liebre. Oy e, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la
cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.
—Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña.
Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando
te hagas may or?
Yo le digo que siempre.
—Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía
de regalarte una bici. He intentado vender el camafeo que me regaló papá.
Buddy —vacila un poco, como si estuviese muy avergonzada—, te he hecho otro
barrilete.
Luego le confieso que también y o le he hecho un barrilete, y nos reímos. La
vela ha ardido tanto rato que y a no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz
de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que
lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos;
pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos
como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los
demás se despierten. Con toda la mala intención, mi amiga deja caer un
cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo zapateo ante las puertas cerradas.
Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella
y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desay uno lujoso: todo
lo que se pueda imaginar, desde panqueques y ardilla frita hasta maíz tostado y
miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola
excepción de mi amiga y y o. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo
de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa
para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un pulóver usado, una
suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan
de quicio. De verdad.
El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de
mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha
tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es el
barrilete que le he hecho y o. Y, en efecto, es muy bonito; aunque no tanto como
el que me ha hecho ella a mí, azul y salpicado de estrellitas verdes y doradas de
Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, « Buddy » , pintado.
—Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al
prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su
hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Queenie). Una vez
allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras
cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento.
Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos
mandarinas y observamos las cabriolas de nuestros barriletes. Me olvido
enseguida de los calcetines y del pulóver usado. Soy tan feliz como si y a
hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de
marcas de café.
—¡Ahí va, pero qué tonta soy ! —exclama mi amiga, repentinamente alerta,
como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había
dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me pregunta en tono
de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le
pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído que para ver
al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me
imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista:
tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan
luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de
colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que
no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne
comprende que el Señor y a se ha mostrado. Que las cosas, tal como son —su
mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y barriletes y hierba, y
hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso—,
tal como siempre las ha visto, eran verlo a Él. En cuanto a mí, podría dejar este
mundo con un día como hoy en la mirada.

Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.


La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio
militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de
corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además
otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y
jamás la visito.
Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía.
Luego sola. (« Querido Buddy » , me escribe con su letra salvaje, difícil de leer,
« el caballo de Jim Macy le dio ay er una horrible coz a Queenie. Demos gracias
de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la
llevé en el coche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus Huesos…» ).
Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la
ay ude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me
envía « la mejor de todas» . Además, me pone en cada carta una moneda de diez
centavos acolchada con papel higiénico: « Vete a ver una película y cuéntame la
historia» . Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su
otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a
poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la
cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que
anuncia el invierno, y esa mañana y a no tiene fuerzas para darse ánimos
exclamando: « ¡Vay a por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!» .
Y cuando eso ocurre, y o lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que
confirmar una noticia que cierta vena secreta y a había recibido, amputándome
una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como un barrilete cuy o
cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de
diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un
par de corazones, dos barriletes perdidos que suben corriendo hacia el cielo.

En Cuentos completos, Madrid, Anagrama, 2004.


Traducción de Enrique Murillo.
Conejos blancos

Leonora Carrington

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40


de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen
surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a
mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y
vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No
era así como y o me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una
vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de
enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La luz nunca era muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia
de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible
examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, y o
siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de
movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de
desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer
optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de
dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra
que hacía de balcón, para que se me secara. Apoy é la cabeza entre las rodillas, y
me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis
pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el
cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo
a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en
la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un
ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió
demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer.
Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de
agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida
repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato.
Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez
y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería
y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
—¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? —me gritó.
—¿Un poco de qué? —grité y o, preguntándome si me habría engañado el
oído.
—De carne en mal estado. Carne en descomposición.
—En este momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
—¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería
inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo
alzó el vuelo.
Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo
de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y
esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi
obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la
punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así
que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla
y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo
una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por
él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar;
y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador
en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un
olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras,
parecía de madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? —murmuró ceremoniosamente; y
me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde.
Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como
si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
—Es usted muy amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano
reluciente—. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a un « boudoir» decorado con oscuros
muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y
cráneos de animales.
—Tenemos visita muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido
todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de
conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente
clavados en ella.
—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi
bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a
los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
—Una acaba encariñándose con ellos —prosiguió la mujer—. ¡Cada uno
tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los
conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de
macho cabrío.
—Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi
marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención;
entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al
llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que
ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con
una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse
enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado
sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
—Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y
vi que tenía una venda en los ojos.
—¿Ethel? —preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas
aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
—Vamos, Laz; no empecemos —su voz era quejumbrosa—. No me puedes
escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una
cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
—Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? —de repente me entró miedo y
sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus
conejos blancos carnívoros.
—Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo
que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo
iba a anestesiarme.
—¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá
como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la
Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me
hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la
mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le
desprendieron los dedos y cay eron al suelo como estrellas fugaces.

En El séptimo caballo y otros cuentos,


México, Siglo XXI, 1992.
Traducción de Francisco Torres Oliver.
La casa inundada

Felisberto Hernández

De esos días siempre recuerdo primero las vueltas en un bote alrededor de una
pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas
no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora
Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera algo;
pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía que
quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener
esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar
siempre las mismas gotas. Pero y a sabía que, en otras vueltas del bote, volvería a
descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira confundida
entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las palabras que me
vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y deslizándose con el
esfuerzo de mis manos doloridas.
Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido de la
señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar vueltas
por allí y me llamaba en la noche —si había luna— para dar vueltas de nuevo.
Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides —el novio de la
sobrina de la señora Margarita— me dijo que ella había perdido al marido en un
precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche que
llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos « la avenida
de agua» , del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras
cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del patio para que
después fuera una isla. Además y o pensaba que los movimientos de la cabeza de
la señora Margarita —en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la
isla al libro— no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas.
También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los
vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran
vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para
encerrar el silencio en que se conserva a los muertos.
Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me gustaba
saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar
diferentes cometidos: primero fue casa de campo; después instituto astronómico;
pero como el telescopio que habían pedido a Norteamérica lo tiraron al fondo del
mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por último
la señora Margarita la compró para inundarla.
Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, y o envolvía a esta señora con
sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una
simplicidad desnuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la
noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a
veces ella hacía una carraspera rara, como un suspiro ronco.
Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me
había hecho pasar de la miseria a esta opulencia, vivía en una tranquilidad
generosa y ella se prestaba —como prestaría el lomo una elefanta blanca a un
viajero— para imaginar disparates entretenidos. Además, aunque ella no me
preguntaba nada sobre mi vida, en el instante de encontrarnos, levantaba las
cejas como si se le fueran a volar, y sus ojos, detrás de los vidrios, parecían
decir: « ¿Qué pasa, hijo mío?» .
Por eso y o fui sintiendo por ella una amistad equivocada; y si ahora dejo libre
mi memoria se me va con esta primera señora Margarita; porque la segunda, la
verdadera, la que conocí cuando ella me contó su historia, al fin de la temporada,
tuvo una manera extraña de ser inaccesible.
Pero ahora y o debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero
principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos.
Alcides me encontró en Buenos Aires en un día que y o estaba muy débil, me
invitó a un casamiento y me hizo comer de todo. En el momento de la
ceremonia, pensó en conseguirme un empleo y, ahogado de risa, me habló de
una « atolondrada generosa» que podía ay udarme. Y al final me dijo que ella
había mandado inundar una casa según el sistema de un arquitecto sevillano que
también inundó otra para un árabe que quería desquitarse de la sequía del
desierto. Después Alcides fue con la novia a la casa de la señora Margarita, le
habló mucho de mis libros y por último le dijo que y o era un « sonámbulo de
confianza» . Ella decidió contribuir, enseguida, con dinero; y en el verano
próximo, si y o sabía remar, me invitaría a la casa inundada. No sé por qué causa,
Alcides no me llevaba nunca; y después ella se enfermó. Ese verano fueron a la
casa inundada antes que la señora Margarita se repusiera y pasaron los primeros
días en seco. Pero al darle entrada al agua me mandaron llamar. Yo tomé un
ferrocarril que me llevó hasta una pequeña ciudad de la provincia, y de allí a la
casa fui en auto. Aquella región me pareció árida, pero al llegar la noche pensé
que podía haber árboles escondidos en la oscuridad. El chofer me dejó con las
valijas en un pequeño atracadero donde empezaba el canal, « la avenida de
agua» , y tocó la campana, colgada de un plátano; pero y a se había desprendido
de la casa la luz pálida que traía el bote. Se veía una cúpula iluminada y al lado
un monstruo oscuro tan alto como la cúpula. (Era el tanque del agua). Debajo de
la luz venía un bote verdoso y un hombre de blanco que me empezó a hablar
antes de llegar. Me conversó durante todo el tray ecto (fue él quien me dijo lo de
la fuente llena de tierra). De pronto vi apagarse la luz de la cúpula. En ese
momento el botero me decía: « Ella no quiere que tiren papeles ni ensucien el
piso de agua. Del comedor al dormitorio de la señora Margarita no hay puerta, y
una mañana en que se despertó temprano vio venir nadando desde el comedor un
pan que se le había caído a mi mujer. A la dueña le dio mucha rabia y le dijo que
se fuera inmediatamente y que no había cosa más fea en la vida que ver nadar
un pan» .
El frente de la casa estaba cubierto de enredaderas. Llegamos a un zaguán
ancho de luz amarillenta y desde allí se veía un poco del gran patio de agua y la
isla. El agua entraba en la habitación de la izquierda por debajo de una puerta
cerrada. El botero ató la soga del bote a un gran sapo de bronce afirmado en la
vereda de la derecha y por allí fuimos con las valijas hasta una escalera de
cemento armado. En el primer piso había un corredor con vidrieras que se
perdían entre el humo de una gran cocina, de donde salió una mujer gruesa con
flores en el moño. Parecía española. Me dijo que la señora, su ama, me recibiría
al día siguiente; pero que esa noche me hablaría por teléfono.
Los muebles de mi habitación, grandes y oscuros, parecían sentirse
incómodos entre paredes blancas atacadas por la luz de una lámpara eléctrica sin
esmerilar y colgada desnuda, en el centro de la habitación. La española levantó
mi valija y le sorprendió el peso. Le dije que eran libros. Entonces empezó a
contarme el mal que le había hecho a su ama « tanto libro» ; y « hasta la habían
dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran» . Yo debo haber hecho algún gesto
por la molestia de la luz.
—¿A usted también le incomoda la luz? Igual que a ella.
Fui a encender una portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra
agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás de la
portátil, y lo atendió la española. Decía muchos « sí» y las pequeñas flores
blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella
sujetaba las palabras que se asomaban a la boca con una sílaba o un chistido. Y
cuando colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio.
Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero y o, preocupado de
cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un
mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocillo de café de entre la luz
llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me llamaría por
teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre, pero sonó en
un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó por mi viaje
y mi cansancio con voz agradable y tenue. Yo le respondí con fuerza separando
las palabras.
—Hable naturalmente —me dijo—, y a le explicaré por qué le he dicho a
María (la española) que estoy sorda. Quisiera que usted estuviera tranquilo en
esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo
que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus ahorros
y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se publicaban. No he
querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir; soy susceptible; pero y a
hablaremos…
Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que al día siguiente me
llamara a las seis. Esa primera noche, en la casa inundada, estaba intrigado con
lo que la señora Margarita tendría que decirme, me vino una tensión extraña y no
podía hundirme en el sueño. No sé cuándo me dormí. A las seis de la mañana, un
pequeño golpe de timbre, como la picadura de un insecto, me hizo saltar en la
cama. Esperé, inmóvil, que aquello se repitiera. Así fue. Levanté el tubo del
teléfono.
—¿Está despierto?
—Es verdad.
Después de combinar la hora de vernos me dijo que podía bajar en piy ama y
que ella me esperaría al pie de la escalera. En aquel instante me sentí como el
empleado al que le dieran un momento libre.
En la noche anterior, la oscuridad me había parecido casi toda hecha de
árboles; y ahora, al abrir la ventana, pensé que ellos se habrían ido al amanecer.
Sólo había una llanura inmensa con un aire claro; y los únicos árboles eran los
plátanos del canal. Un poco de viento les hacía mover el brillo de las hojas; al
mismo tiempo se asomaban a la « avenida de agua» tocándose disimuladamente
las copas. Tal vez allí podría empezar a vivir de nuevo con una alegría perezosa.
Cerré la ventana con cuidado, como si guardara el paisaje nuevo para mirarlo
más tarde.
Vi, al fondo del corredor, la puerta abierta de la cocina y fui a pedir agua
caliente para afeitarme en el momento que María le servía café a un hombre
joven que dio los « buenos días» con humildad; era el hombre del agua y
hablaba de los motores. La española, con una sonrisa, me tomó de un brazo y me
dijo que me llevaría todo a mi pieza. Al volver, por el corredor, vi al pie de la
escalera —alta y empinada— a la señora Margarita. Era muy gruesa y su
cuerpo sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado.
Tenía la cabeza baja porque leía unos papeles, y su trenza, alrededor de la
cabeza, daba la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de
una rápida mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese
instante hasta el momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies
en la escalera empezó a mirar sin disimulo y y o descendía con la dificultad de un
líquido espeso por un embudo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que
y o llegara abajo. Y me dijo:
—Usted no es como y o me lo imaginaba… siempre me pasa eso. Me costará
mucho acomodar sus cuentos a su cara.
Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirmativos como un caballo al que
le molestara el freno. Y le contesté:
—Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará.
Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de los
remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la respiración
entrecortada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el respaldo hacia mí. Me
decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de madres y no podría
hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y los dos mirábamos
la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de un gran error; y o no
era botero y aquel peso era monstruoso. Ella seguía pensando en el asilo de
madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la pequeñez de mis manos.
En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos casi pegados al respaldo de
su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena de agujeritos, como los de un
panal, me hicieron acordar de una peluquería a la que me llevaba mi abuelo
cuando y o tenía seis años. Pero estos agujeros estaban llenos de bata blanca y de
la gordura de la señora Margarita. Ella me dijo:
—No se apure; se va a cansar enseguida.
Yo aflojé los remos de golpe, caí como en un vacío dichoso y me sentí por
primera vez deslizándome con ella en el silencio del agua. Después tuve cierta
conciencia de haber empezado a remar de nuevo. Pero debe haber pasado largo
tiempo. Tal vez me hay a despertado el cansancio. Al rato ella me hizo señas con
una mano, como cuando se dice adiós, pero era para que me detuviera en el sapo
más próximo. En toda la vereda que rodeaba al lago había esparcido sapos de
bronce para atar el bote. Con gran trabajo y palabras que no entendí, ella sacó el
cuerpo del sillón y lo puso de pie en la vereda. De pronto nos quedamos
inmóviles, y fue entonces cuando hizo por primera vez la carraspera rara, como
si arrastrara algo, en la garganta, que no quisiera tragar y que al final era un
suspiro ronco. Yo miraba el sapo al que habíamos amarrado el bote pero veía
también los pies de ella, tan fijos como los otros dos sapos. Todo hacía pensar que
la señora Margarita hablaría. Pero también podía ocurrir que volviera a hacer la
carraspera rara. Si la hacía o empezaba a conversar y o soltaría el aire que
retenía en los pulmones para no perder las primeras palabras. Después la espera
se fue haciendo larga y y o dejaba escapar la respiración como si fuera abriendo
la puerta de un cuarto donde alguien duerme. No sabía si esa espera quería decir
que y o debía mirarla; pero decidí quedarme inmóvil todo el tiempo que fuera
necesario. Me encontré de nuevo con el sapo y los pies, y puse mi atención en
ellos sin mirar directamente. La parte aprisionada en los zapatos era pequeña;
pero después se desbordaba la gran garganta blanca y la pierna rolliza y blanda
con ternura de bebé que ignora sus formas; y la idea de inmensidad que había
encima de aquellos pies era como el sueño fantástico de un niño. Pasé demasiado
tiempo esperando la carraspera; y no sé en qué pensamientos andaría cuando oí
sus primeras palabras. Entonces tuve la idea de que un inmenso jarrón se había
ido llenando silenciosamente y ahora dejaba caer el agua con pequeños ruidos
intermitentes.
—Yo le prometí hablar… pero hoy no puedo… tengo un mundo de cosas en
que pensar…
Cuando dijo « mundo» , y o, sin mirarla, me imaginé las curvas de su cuerpo.
Ella siguió:
—Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente.
Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el labio
superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros y se
adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes.
—Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es.
Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí
mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro.
Entonces empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo
de aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se
habían cerrado y se abultaban avergonzados. Los labios empezaron a cubrir los
dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que y a había
visto antes en faroles chinos. Hubo un silencio como de mal entendido y uno de
sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido volver
unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido distinto. Las palabras que y o
había dicho mostraban un fondo de insinuación grosera que me llenaba de
amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se volvía un espacio
ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para rechazarme. Eso era una
pena, porque y o las había empezado a querer. Pero de pronto la señora Margarita
dijo:
—Deténgase en la escalera y vay a a su cuarto. Creo que luego tendré
muchas ganas de conversar con usted.
Entonces y o miré unos reflejos que había en el lago y sin ver las plantas me
di cuenta de que me eran favorables; y subí contento aquella escalera casi
blanca, de cemento armado, como un chiquilín que trepara por las vértebras de
un animal prehistórico.
Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva del
ropero y sonó el teléfono:
—Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando y o
le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su habitación y
y o no lo molestaré más hasta que pasen dos días.
Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que
rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a hablar.
Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de pereza,
de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el marido de
ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en comprender a los
demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y otro
poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir
desconfiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoísmo; cuando estaba
con ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me
dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no,
podría ocurrir, que mientras y o vivía cerca de ella, con un descuido encantado,
esa comprensión se formara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y
cuando estuviera en mi pieza entregado a mis lecturas, miraría también la
llanura, sin acordarme de la señora Margarita. Y desde allí, sin ninguna malicia,
robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el
verano.
Pero ocurrieron otras cosas.
Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus ojos y
sus dedos seguían las curvas que representaban los caños del agua incrustados
sobre las paredes y debajo de los pisos como gusanos que las hubieran
carcomido. Él no me había visto, a pesar de que sus pelos revueltos parecían
desconfiados y apuntaban en todas direcciones. Por fin levantó los ojos. Tardó en
cambiar la idea de que me miraba a mí en vez de lo que había en los planos y
después empezó a explicarme cómo las máquinas, por medio de los caños,
absorbían y vomitaban el agua de la casa para producir una tormenta artificial.
Yo no había presenciado ninguna de las tormentas; sólo había visto las sombras de
algunas planchas de hierro que resultaron ser bocas que se abrían y cerraban
alternativamente, unas tragando y otras echando agua. Me costaba comprender
la combinación de algunas válvulas; y el hombre quiso explicarme todo de
nuevo. Pero entró María:
—Ya sabes tú que no debes tener a la vista esos caños retorcidos. A ella le
parecen intestinos… y puede llegarse hasta aquí, como el año pasado… —y
dirigiéndose a mí—: Por favor, usted oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá que esta
noche tendremos « velorio» … Sí, ella pone velas en unas budineras que deja
flotando alrededor de la cama y se hace la ilusión de que es su propio « velorio» .
Y después hace andar el agua para que la corriente se lleve las budineras.
Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y el
ruido de los motores. Pero y a estaba aburrido y no quería asombrarme de nada.
Otra noche en que y o había comido y bebido demasiado, el estar remando
siempre detrás de ella me parecía un sueño disparatado; tenía que estar
escondido detrás de la montaña, que al mismo tiempo se deslizaba con el silencio
que suponía en los cuerpos celestes; y con todo me gustaba pensar que « la
montaña» se movía porque y o la llevaba en el bote. Después ella quiso que nos
quedáramos quietos y pegados a la isla. Ese día habían puesto unas plantas que se
asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz que la
luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y las plantas se
nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la señora Margarita
se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La cabeza se me
entretenía en pensar cosas por su cuenta: « El nombre de ella es como su cuerpo;
las dos primeras sílabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas
a su cabeza y sus facciones pequeñas…» . Parece mentira, la noche es tan
inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas may ores, tan cerca y
pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la
madrugada… y estamos inútilmente despiertos, agobiados por estas ramas…
Pero qué firme es la soledad de esta mujer…
Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido que
me hizo temblar. Tardé en comprender que era la carraspera de ella y unas
pocas palabras:
—No me haga ninguna pregunta…
Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que
parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón:
« ¿Quién te hace ninguna pregunta?… Mejor me dejaras ir a dormir…» .
Y ella terminó de decir:
—… hasta que y o le hay a contado todo.
Por fin aparecían las palabras prometidas —ahora que y o no las esperaba—.
El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a llevar el bote
más adelante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con palabras que
oía dentro de mí y como ahogadas en una almohada: « Pobre, me decía a mí
mismo, debe tener necesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste le
será difícil manejar ese cuerpo…» .
Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba
dentro de mí como si y o pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora
confundo lo que ella me dijo con lo que y o pensaba. Además me será difícil
juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las
mías.
« Hace cuatro años, al salir de Suiza, el ruido del ferrocarril me era
insoportable. Entonces me detuve en una pequeña ciudad de Italia…» .
Parecía que iba a decir con quién, pero se detuvo. Pasó mucho rato y creí
que esa noche no diría más nada. Su voz se había arrastrado con intermitencias y
hacía pensar en la huella de un animal herido. En el silencio, que parecía llenarse
de todas aquellas ramas enmarañadas, se me ocurrió repasar lo que acababa de
oír. Después pensé que y o me había quedado, indebidamente, con la angustia de
su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y acariciarla. Pero
enseguida, como si alguien me obligara a soltar esa idea, se deslizaron otras.
Debe haber sido con él que estuvo antes en la pequeña ciudad de Italia. Y
después de perderlo, en Suiza, es posible que hay a salido de allí sin saber que
todavía le quedaba un poco de esperanza (Alcides me había dicho que no
encontraron los restos) y al alejarse de aquel lugar, el ruido del ferrocarril la
debe haber enloquecido. Entonces, sin querer alejarse demasiado, decidió
bajarse en la pequeña ciudad de Italia. Pero en ese otro lugar se ha encontrado,
sin duda, con recuerdos que le produjeron desesperaciones nuevas. Ahora ella no
podrá decirme todo esto, por pudor, o tal vez por creer que Alcides me ha
contado todo. Pero él no me dijo que ella está así por la pérdida de su marido,
sino simplemente: « Margarita fue trastornada toda su vida» ; y María atribuía la
rareza de su ama a « tanto libro» . Tal vez ellos se hay an confundido porque la
señora Margarita no les habló de su pena. Y y o mismo, si no hubiera sabido algo
por Alcides, no habría comprendido nada de su historia, y a que la señora
Margarita nunca me dijo ni una palabra de su marido.
Yo seguí con muchas ideas como éstas, y cuando las palabras de ella
volvieron, la señora Margarita aparecía instalada en una habitación del primer
piso de un hotel, en la pequeña ciudad de Italia, a la que había llegado por la
noche. Al rato de estar acostada, se levantó porque oy ó ruidos, y fue hacia una
ventana de un corredor que daba al patio. Allí había reflejos de luna y de otras
luces. Y de pronto, como si se hubiera encontrado con una cara que la había
estado acechando, vio una fuente de agua. Al principio no podía saber si el agua
era una mirada falsa en la cara oscura de la fuente de piedra; pero después el
agua le pareció inocente; y al ir a la cama la llevaba en los ojos y caminaba con
cuidado para no agitarla. A la noche siguiente no hubo ruidos pero igual se
levantó. Esta vez el agua era poca, sucia y al ir a la cama, como en la noche
anterior, le volvió a parecer que el agua la observaba; ahora era por entre hojas
que no alcanzaban a nadar. La señora Margarita la siguió mirando, dentro de sus
propios ojos y las miradas de las dos se habían detenido en una misma
contemplación. Tal vez por eso, cuando la señora Margarita estaba por dormirse,
tuvo un presentimiento que no sabía si le venía de su alma o del fondo del agua.
Pero sintió que alguien quería comunicarse con ella, que había dejado un aviso
en el agua y por eso el agua insistía en mirar y en que la miraran. Entonces la
señora Margarita bajó de la cama y anduvo vagando, descalza y asombrada, por
su pieza y el corredor; pero ahora, la luz y todo era distinto, como si alguien
hubiera mandado cubrir el espacio donde ella caminaba con otro aire y otro
sentido de las cosas. Esta vez ella no se animó a mirar el agua; y al volver a su
cama sintió caer en su camisón, lágrimas verdaderas y esperadas desde hacía
mucho tiempo.
A la mañana siguiente, al ver el agua distraída, entre mujeres que hablaban
en voz alta, tuvo miedo de haber sido engañada por el silencio de la noche y
pensó que el agua no le daría ningún aviso ni la comunicaría con nadie. Pero
escuchó con atención lo que decían las mujeres y se dio cuenta de que ellas
empleaban sus voces en palabras tontas, que el agua no tenía culpa de que se las
echaran encima como si fueran papeles sucios y que no se dejarían engañar por
la luz del día. Sin embargo, salió a caminar, vio un pobre viejo con una regadera
en la mano y cuando él la inclinó apareció una vaporosa pollera de agua,
haciendo murmullos como si fuera movida por pasos. Entonces, conmovida,
pensó: « No, no debo abandonar el agua; por algo ella insiste como una niña que
no puede explicarse» . Esa noche no fue a la fuente porque tenía un gran dolor de
cabeza y decidió tomar una pastilla para aliviarse. Y en el momento de ver el
agua entre el vidrio del vaso y la poca luz de la penumbra, se imaginó que la
misma agua se había ingeniado para acercarse y poner un secreto en los labios
que iban a beber. Entonces la señora Margarita se dijo: « No, esto es muy serio;
alguien prefiere la noche para traer el agua a mi alma» .
Al amanecer fue a ver a solas el agua de la fuente para observar
minuciosamente lo que había entre el agua y ella. Apenas puso sus ojos sobre el
agua se dio cuenta de que por su mirada descendía un pensamiento. (Aquí la
señora Margarita dijo estas mismas palabras: « un pensamiento que ahora no
importa nombrar» , y, después de una larga carraspera, « un pensamiento
confuso y como deshecho de tanto estrujarlo» . « Se empezó a hundir,
lentamente y lo dejé reposar. De él nacieron reflexiones que mis miradas
extrajeron del agua y me llenaron los ojos y el alma. Entonces supe, por primera
vez, que hay que cultivar los recuerdos en el agua, que el agua elabora lo que en
ella se refleja y que recibe el pensamiento. En caso de desesperación no hay que
entregar el cuerpo al agua; hay que entregar a ella el pensamiento; ella lo
penetra y él nos cambia el sentido de la vida» ). Fueron éstas, aproximadamente,
sus palabras.
Después se vistió, salió a caminar, vio de lejos un arroy o, y en el primer
momento no se acordó de que por los arroy os corría agua —algo del mundo con
quien sólo ella podía comunicarse. Al llegar a la orilla, dejó su mirada en la
corriente, y enseguida tuvo la idea, sin embargo, de que esta agua no se dirigía a
ella; y que además ésta podía llevarle los recuerdos para un lugar lejano, o
gastárselos. Sus ojos la obligaron a atender a una hoja recién caída de un árbol;
anduvo un instante en la superficie y en el momento de hundirse la señora
Margarita oy ó pasos sordos, como palpitaciones. Tuvo una angustia de
presentimientos imprecisos y la cabeza se le oscureció. Los pasos eran de un
caballo que se acercó con una confianza un poco aburrida y hundió los belfos en
la corriente; sus dientes parecían agrandados a través de un vidrio que se
moviera, y cuando levantó la cabeza el agua chorreaba por los pelos de sus
belfos sin perder ninguna dignidad. Entonces pensó en los caballos que bebían el
agua del país de ella, y en lo distinta que sería el agua allá.
Esa noche, en el comedor del hotel, la señora Margarita se fijaba a cada
momento en una de las mujeres que había hablado a gritos cerca de la fuente.
Mientras el marido la miraba embobado, la mujer tenía una sonrisa irónica, y
cuando se llevó una copa a los labios, la señora pensó: « En qué bocas anda el
agua» . Enseguida se sintió mal, fue a su pieza y tuvo una crisis de lágrimas.
Después se durmió pesadamente y a las dos de la madrugada se despertó agitada
y con el recuerdo del arroy o llenándole el alma. Entonces tuvo ideas en favor del
arroy o: « Esa agua corre como una esperanza desinteresada y nadie puede con
ella. Si el agua que corre es poca, cualquier pozo puede prepararle una trampa y
encerrarla: entonces ella se entristece, se llena de un silencio sucio, y ese pozo es
como la cabeza de un loco. Yo debo tener esperanzas como de paso, vertiginosas,
si es posible, y no pensar demasiado en que se cumplan; ése debe ser, también, el
sentido del agua, su inclinación instintiva. Yo debo estar con mis pensamientos y
mis recuerdos como en un agua que corre con gran caudal…» . Esta marea de
pensamientos creció rápidamente y la señora Margarita se levantó de la cama,
preparó las valijas y empezó a pasearse por su cuarto y el corredor sin querer
mirar el agua de la fuente. Entonces pensaba: « El agua es igual en todas partes,
y y o debo cultivar mis recuerdos en cualquier agua del mundo» . Pasó un tiempo
angustioso antes de estar instalada en el ferrocarril. Pero después el ruido de las
ruedas la deprimió y sintió pena por el agua que había dejado en la fuente del
hotel; recordó la noche en que estaba sucia y llena de hojas, como una niña
pobre, pidiéndole una limosna y ofreciéndole algo; pero si no había cumplido la
promesa de una esperanza o un aviso, era por alguna picardía natural de la
inocencia. Después la señora Margarita se puso una toalla en la cara, lloró y eso
le hizo bien. Pero no podía abandonar sus pensamientos del agua quieta. « Yo
debo preferir —seguía pensando— el agua que esté detenida en la noche para
que el silencio se eche lentamente sobre ella y todo se llene de sueño y de plantas
enmarañadas. Eso es más parecido al agua que llevo en mí; si cierro los ojos
siento como si las manos de una ciega tantearan la superficie de su propia agua y
recordara borrosamente un agua entre plantas que vio en la niñez, cuando aún le
quedaba un poco de vista» .
Aquí se detuvo un rato, hasta que y o tuve conciencia de haber vuelto a la
noche en que estábamos bajo las ramas, pero no sabía bien si estos últimos
pensamientos la señora Margarita los había tenido en el ferrocarril, o se le habían
ocurrido ahora, bajo estas ramas. Después me hizo señas para que fuera al pie de
la escalera.
Esa noche no encendí la luz de mi cuarto, y al tantear los muebles tuve el
recuerdo de otra noche en que me había emborrachado ligeramente con una
bebida que tomaba por primera vez. Ahora tardé en desvestirme. Después me
encontré con los ojos fijos en el tul del mosquitero y me vinieron de nuevo las
palabras que se habían desprendido del cuerpo de la señora Margarita.
En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta de que ella pertenecía al
marido, sino que y o había pensado demasiado en ella; y a veces, de una manera
culpable. Entonces, parecía que fuera y o el que escondía los pensamientos entre
las plantas. Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar
sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastraba a
mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con
la idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el
relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que
nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro
sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del
agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y y o éramos los
únicos fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que y o recibía en mi propia
vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa religión;
llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde hacía mucho
tiempo y apenas cometido un gran pecado.
De pronto me di cuenta de que de mi propia alma me nacía otra nueva y que
y o seguiría a la señora Margarita no sólo en el agua, sino también en la idea de su
marido. Y cuando ella terminó de hablar y y o subía la escalera de cemento
armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de fieles.
Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a rodear de otra manera el
relato de la señora Margarita; fui cay endo con una sorpresa lenta, en mi alma de
antes, y pensando que y o también tenía mi angustia propia; que aquel tul en que
y o había dejado prendidos los ojos abiertos, estaba colgado encima de un
pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me
reclamaban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos culpables con
bastantes detalles y cargados con un sentido que y o conocía bien. Habían
empezado en una de las primeras tardes, cuando sospechaba que la señora
Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza
me quitaría fuerzas para defenderme. Entonces tuve una reacción y quise irme
de aquella casa; pero eso fue como si al despertar hiciera un movimiento con la
intención de levantarme y sin darme cuenta me acomodara para seguir
durmiendo. Otra tarde quise imaginarme —y a lo había hecho con otras mujeres
— cómo sería y o casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que
si su soledad me inspirara lástima y y o me casara con ella, mis amigos dirían
que lo había hecho por dinero; y mis antiguas novias se reirían de mí al
descubrirme caminando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima
que resultaba ser mi mujer. (Ya había tenido que andar detrás de ella, por la
vereda angosta que rodeaba el lago, en las noches que ella quería caminar).
Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de las
novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía
ejercer a gran distancia, como si y o fuera un satélite, y al mismo tiempo que se
me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una sublimidad extraña. Pero mis
fieles me reclamaban a la primera señora Margarita, aquella desconocida más
sencilla, sin marido, y en la que mi imaginación podía intervenir más libremente.
Y debo haber pensado muchas cosas más antes que el sueño me hiciera
desaparecer el tul.
A la mañana siguiente, la señora Margarita me dijo por teléfono: « Le ruego
que vay a a Buenos Aires por unos días; haré limpiar la casa y no quiero que
usted me vea sin el agua» . Después me indicó el hotel donde debía ir. Allí
recibiría el aviso para volver.
La invitación a salir de su casa hizo disparar en mí un resorte celoso y en el
momento de irme me di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba conmigo
un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría la
necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente. Eso ocurrió al
poco rato, y cuando tomé el ferrocarril tenía tan pocas esperanzas de que la
señora Margarita me quisiera, como serían las de ella cuando tomó aquel
ferrocarril sin saber si su marido aún vivía. Ahora eran otros tiempos y otros
ferrocarriles; pero mi deseo de tener algo común con ella me hacía pensar: « Los
dos hemos tenido angustias entre ruidos de ruedas de ferrocarriles» . Pero esta
coincidencia era tan pobre como la de haber acertado sólo una cifra de las que
tuviera un billete premiado. Yo no tenía la virtud de la señora Margarita de
encontrar un agua milagrosa, ni buscaría consuelo en ninguna religión. La noche
anterior había traicionado a mis propios fieles, porque aunque ellos querían
llevarme con la primera señora Margarita, y o tenía, también, en el fondo de mi
pantano, otros fieles que miraban fijamente a esta señora como bichos
encantados por la luna. Mi tristeza era perezosa, pero vivía en mi imaginación
con orgullo de poeta incomprendido. Yo era un lugar provisorio donde se
encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero
mis abuelos, aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear
mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y
desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba
de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera corta
y se exterminaran de un golpe.
En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no me
encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita para
ampliar su mala manera de pensar en ella). Además y o y a estaba bastante
confundido con mis dos señoras Margaritas y vacilaba entre ellas como si no
supiera a cuál, de dos hermanas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las podía
fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fastidiaba que la última
señora Margarita me obligara a pensar en ella de una manera tan pura, y tuve la
idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me confundiera
entre los recuerdos del marido, y y o, después, pudiera sustituirlo.
Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con una
precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la misión de
soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres humanos, los
ferrocarriles y todo se movía con una lentitud angustiosa. Soporté el viaje con
una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la que vino a
recibirme al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo día que
y o me fui, antes de retirarse el agua, ocurrieron dos accidentes. Primero llegó
Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la volviera a
tomar. No la habían despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan, sino
porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en los
primeros días. La señora Margarita, sin decir una palabra, la empujó, y Filomena
cay ó al agua; cuando se iba, llorando y chorreando agua, el marido la acompañó
y no volvieron más. Un poco más tarde, cuando la señora Margarita acercó,
tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban sobre
gomas infladas, como las que los niños llevan a las play as), volcó una botella de
aguardiente sobre un calentador que usaba para unos afeites y se incendió el
tocador. Ella pidió agua por teléfono, « como si allí no hubiera bastante o no fuera
la misma que hay en toda la casa» , decía María.
La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas
nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes; la
señora Margarita y y o no encontraríamos las palabras y los pensamientos como
los habíamos dejado, debajo de las ramas.
Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como y a había
ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del zaguán.
Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas para que
me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una vuelta por
toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme que al salir
de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas partes del mundo.
Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y ponerse los dedos en
los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de haberse detenido en
España, donde un arquitecto le vendió los planos para una casa inundada —ella
no me dio detalles— tomó un barco demasiado lleno de gente y al dejar de ver
tierra se dio cuenta de que el agua del océano no le pertenecía, que en ese
abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo que
algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios, y cuando miraban la
inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no tenían escrúpulo en
sacar un poquito de aquella agua inmensa, de echarla en una bañera, y de
entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo del
barco y ver las calderas, con el agua encerrada y enfurecida por la tortura del
fuego. En los días que el mar estaba agitado la señora Margarita se acostaba en
su camarote y hacía andar sus ojos por hileras de letras, en diarios y revistas,
como si siguieran caminos de hormigas. O miraba un poco el agua que se movía
entre un botellón de cuello angosto. Aquí detuvo el relato y y o me di cuenta de
que ella se balanceaba como un barco. A menudo nuestros pasos no coincidían,
echábamos el cuerpo para lados diferentes y a mí me costaba atrapar sus
palabras, que parecían llevadas por ráfagas desencontradas. También detuvo sus
pasos antes de subir a la pasarela, como si en ese momento tuviera miedo de
pasar por ella; entonces me pidió que fuera a buscar el bote. Anduvimos mucho
rato antes que apareciera el suspiro ronco y nuevas palabras. Por fin me dijo que
en el barco había tenido un instante para su alma. Fue cuando estaba apoy ada en
una baranda, mirando la calma del mar, como a una inmensa piel que apenas
dejara entrever movimientos de músculos. La señora Margarita imaginaba
locuras como las que vienen en los sueños: suponía que ella podía caminar por la
superficie del agua; pero tenía miedo que surgiera una marsopa que la hiciera
tropezar; y entonces, esta vez, se hundiría, realmente. De pronto tuvo conciencia
que desde hacía algunos instantes caía, sobre el agua del mar, agua dulce del
cielo, muchas gotas llegaban hasta la madera de cubierta y se precipitaban tan
seguidas y amontonadas como si asaltaran el barco. Enseguida toda la cubierta
era, sencillamente, un piso mojado. La señora Margarita volvió a mirar el mar,
que recibía y se tragaba la lluvia con la naturalidad con que un animal se traga a
otro. Ella tuvo un sentimiento confuso de lo que pasaba y de pronto su cuerpo se
empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara, como un temblor de
tierra provocado por una causa desconocida. Parecía que buscara pensamientos
que justificaran su risa y por fin se dijo: « Esta agua parece una niña equivocada;
en vez de llover sobre la tierra llueve sobre otra agua» . Después sintió ternura en
lo dulce que sería para el mar recibir la lluvia; pero al irse para su camarote,
moviendo su cuerpo inmenso, recordó la visión del agua tragándose la otra y tuvo
la idea de que la niña iba hacia su muerte. Entonces la ternura se le llenó de una
tristeza pesada, se acostó enseguida y cay ó en el sueño de la siesta. Aquí la
señora Margarita terminó el relato de esa noche y me ordenó que fuera a mi
pieza.
Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que me
comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el
atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer y o oí el ruido de las
budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que
acompañarla en su « velorio» . Ella me esperó al pie de la escalera cuando y a
era casi de noche. Al entrar, de espaldas a la primera habitación, me di cuenta de
que había estado oy endo un ruido de agua y ahora era más intenso. En esa
habitación vi un trinchante. (Las ondas del bote lo hicieron mover sobre sus
gomas infladas, y sonaron un poco las copas y las cadenas con que estaba sujeto
a la pared). Al otro lado de la habitación había una especie de balsa, redonda, con
una mesa en el centro y sillas recostadas a una baranda: parecían un conciliábulo
de mudos moviéndose apenas por el paso del bote. Sin querer mis remos
tropezaron con los marcos de las puertas que daban entrada al dormitorio. En ese
instante comprendí que allí caía agua sobre agua. Alrededor de toda la pared —
menos en el lugar en que estaban los muebles, el gran ropero, la cama y el
tocador— había colgadas innumerables regaderas de todas formas y colores;
recibían el agua de un gran recipiente de vidrio parecido a una pipa turca,
suspendido del techo como una lámpara; y de él salían, curvados como
guirnaldas, los delgados tubos de goma que alimentaban las regaderas. Entre
aquel ruido de gruta, atracamos junto a la cama; sus largas patas de vidrio la
hacían sobresalir bastante del agua. La señora Margarita se quitó los zapatos y
me dijo que y o hiciera lo mismo; subió a la cama, que era muy grande, y se
dirigió a la pared de la cabecera, donde había un cuadro enorme como un chivo
blanco de barba parado sobre sus patas traseras. Tomó el marco, abrió el cuadro
como si fuera una puerta y apareció un cuarto de baño. Para entrar dio un paso
sobre las almohadas, que le servían de escalón, y a los pocos instantes volvió
tray endo dos budineras redondas con velas pegadas en el fondo. Me dijo que las
fuera poniendo en el agua. Al subir, y o me caí en la cama; me levanté enseguida
pero alcancé a sentir el perfume que había en las cobijas. Fui poniendo las
budineras que ella me alcanzaba al costado de la cama, y de pronto ella me dijo:
« Por favor, no las ponga así que parece un velorio» . (Entonces me di cuenta del
error de María). Eran veintiocho. La señora se hincó en la cama y tomando el
tubo del teléfono, que estaba en una de las mesas de luz, dio orden de que
cortaran el agua de las regaderas. Se hizo un silencio sepulcral y nosotros
empezamos a encender las velas echados de bruces a los pies de la cama y y o
tenía cuidado de no molestar a la señora. Cuando estábamos por terminar, a ella
se le cay ó la caja de los fósforos en una budinera, entonces me dejó a mí solo y
se levantó para ir a tocar el gong, que estaba en la otra mesa de luz. Allí había
también una portátil y era lo único que alumbraba la habitación. Antes de tocar el
gong se detuvo, dejó el palillo al lado de la portátil y fue a cerrar la puerta que
era el cuadro del chivo. Después se sentó en la cabecera de la cama, empezó a
arreglar las almohadas y me hizo señas para que y o tocara el gong. A mí me
costó hacerlo: tuve que andar en cuatro pies por la orilla de la cama para no rozar
sus piernas, que ocupaban tanto espacio. No sé por qué tenía miedo de caerme al
agua —la profundidad era sólo de cuarenta centímetros—. Después de hacer
sonar el gong una vez, ella me indicó que bastaba. Al retirarme —andando hacia
atrás porque no había espacio para dar vuelta—, vi la cabeza de la señora
recostada a los pies del chivo, y la mirada fija, esperando. Las budineras,
también inmóviles, parecían pequeñas barcas recostadas en un puerto antes de la
tormenta. A los pocos momentos de marchar los motores el agua empezó a
agitarse; entonces la señora Margarita, con gran esfuerzo salió de la posición en
que estaba y vino de nuevo a arrojarse de bruces a los pies de la cama. La
corriente llegó hasta nosotros, hizo chocar las budineras, unas contra otras, y
después de llegar a la pared del fondo volvió con violencia a llevarse las
budineras, a toda velocidad. Se volcó una y enseguida otras: las velas, al
apagarse, echaban un poco de humo. Yo miré a la señora Margarita, pero ella,
previendo mi curiosidad, se había puesto una mano al costado de los ojos.
Rápidamente, las budineras se hundían enseguida, daban vueltas a toda velocidad
por la puerta del zaguán en dirección al patio. A medida que se apagaban las
velas había menos reflejos y el espectáculo se empobrecía. Cuando todo parecía
haber terminado, la señora Margarita, apoy ada en el brazo que tenía la mano en
los ojos, soltó con la otra mano una budinera que había quedado trabada a un lado
de la cama y se dispuso a mirarla; pero esa budinera también se hundió
enseguida. Después de unos segundos, ella, lentamente, se afirmó en las manos
para hincarse o para sentarse sobre sus talones y, con la cabeza inclinada hacia
abajo y la barbilla perdida entre la gordura de la garganta, miraba el agua como
una niña que hubiera perdido una muñeca. Los motores seguían andando y la
señora Margarita parecía cada vez más abrumada de desilusión. Yo, sin que ella
me dijera nada, atraje el bote por la cuerda que estaba atada a una pata de la
cama. Apenas estuve dentro del bote y solté la cuerda, la corriente me llevó con
una rapidez que y o no había previsto. Al dar vuelta en la puerta del zaguán miré
hacia atrás y vi a la señora Margarita con los ojos clavados en mí como si y o
hubiera sido una budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún
secreto. En el patio, la corriente me hacía girar alrededor de la isla. Yo me senté
en el sillón del bote y no me importaba dónde me llevara el agua. Recordaba las
vueltas que había dado antes, cuando la señora Margarita me había parecido otra
persona, y a pesar de la velocidad de la corriente sentía pensamientos lentos y
me vino una síntesis triste de mi vida. Yo estaba destinado a encontrarme sólo con
una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si y o fuera un
viajero distraído que tampoco supiera dónde iba. Esta vez ni siquiera comprendía
por qué la señora Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme
hablar ni una palabra; por ahora y o estaba seguro de que nunca me encontraría
plenamente con esta señora. Y seguí en aquellas vueltas y en aquellos
pensamientos hasta que apagaron los motores y vino María a pedirme el bote
para pescar las budineras, que también daban vuelta alrededor de la isla. Yo le
expliqué que la señora Margarita no hacía ningún velorio y que únicamente le
gustaba ver naufragar las budineras con la llama y no sabía qué más decirle.
Esa misma noche, un poco tarde, la señora Margarita me volvió a llamar. Al
principio estaba nerviosa, y sin hacer la carraspera tomó la historia en el
momento en que había comprado la casa y la había preparado para inundarla.
Tal vez había sido cruel con la fuente, desbordándole el agua y llenándola con esa
tierra oscura. Al principio, cuando pusieron las primeras plantas, la fuente
parecía soñar con el agua que había tenido antes; pero de pronto las plantas
aparecían demasiado amontonadas, como presagios confusos; entonces la señora
Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el
silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por
eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por
teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y
llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era
comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que
correr y dejar sugerencias a su paso; pero y o me moriré con la idea de que el
agua lleva dentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué manera
me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De cualquier
manera y o soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie me podrá prohibir
que conserve mis recuerdos en el agua.
Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día
siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por
decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:
—¿Vio que pronto instalamos las regaderas?
—Sí, y … ¿andan bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta).
—Cómo no… Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la
noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se
duerme con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma
palanca, las regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos
minutos corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.
Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:
« Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted traía
los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los escalones.
Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la manera de
mostrar la suela de sus zapatos. Le tomé simpatía y por eso quise que me
acompañara todo este tiempo. De lo contrario, le hubiera contado mi historia
enseguida y usted tendría que haberse ido a Buenos Aires al día siguiente. Eso es
lo que hará mañana.
» Gracias por su compañía; y con respecto a sus economías nos
entenderemos por medio de Alcides. Adiós y que sea feliz; creo que buena falta
le hace. Margarita.
» P. D. Si por casualidad a usted se le ocurriera escribir todo lo que le he
contado, cuente con mi permiso. Sólo le pido que al final ponga estas palabras:
“Ésta es la historia que Margarita le dedica a José. Esté vivo o esté muerto”» .

En Obras completas de Felisberto Hernández, Volumen 2


México, Siglo XXI, 2000.
Éxtasis[*]

Katherine Mansfield

Apesar de sus treinta años, Bertha Young disfrutaba aún de instantes como éste
en que quería correr en vez de caminar, bailar dando saltitos arriba y abajo en
la acera, lanzar un aro, tirar algo al aire y volver a tomarlo o quedarse quieta y
reírse de… nada, sencillamente de nada.
¿Qué puede hacer una cuando se tienen treinta años y, al doblar la esquina de
tu propia calle, de pronto te quedas traspuesta por una sensación de éxtasis, ¡de
absoluto éxtasis!, como si de pronto te hubieras tragado un trozo de ese último sol
radiante de la tarde y éste te ardiera en el pecho, proy ectando una llovizna de
chispas en cada partícula, en cada uno de los dedos de las manos y de los pies…?
Cielos, ¿es que no hay modo de que puedas expresarlo sin estar ebria o fuera
de tus cabales? ¡Necia civilización! ¿Para qué nos darán un cuerpo si tenemos
que encerrarlo en un estuche como a un Stradivarius?
« No, esto del Stradivarius no es precisamente lo que quiero decir» , pensó
mientras corría escaleras arriba, rebuscaba las llaves dentro del bolso (las había
olvidado, como siempre) y hacía ruido en el buzón.
—No es lo que quiero decir, porque… Gracias, Mary —entró en el vestíbulo.
—¿Ha vuelto la niñera?
—Sí, señora.
—¿Y ha llegado la fruta?
—Sí, señora. Ya ha llegado todo.
—¿Quieres por favor subir la fruta al comedor? Yo la prepararé antes de
subir.
Había tinieblas y hacía mucho frío en el comedor. Pero aun así, Bertha se
quitó el abrigo; no podía soportar ni un segundo más aquel broche asfixiante. El
aire frío le tocó los brazos.
Pero en su pecho seguía ese rincón de destello radiante…, aquella llovizna de
chispas proy ectadas hacia afuera. Casi resultaba insoportable. Casi no se atrevía
a respirar por miedo a avivarla y en cambio respiraba hondo, cada vez más
hondo. Casi no se atrevía a mirar en el frío espejo…, pero miró y eso la convirtió
de nuevo en mujer, una mujer radiante, con labios sonrientes y temblorosos, con
grandes ojos oscuros y un aire de estar escuchando, de estar esperando que
algo…, que algo maravilloso pasara…, algo que sabía que pasaría con toda
seguridad.
Mary puso la fruta en una bandeja junto con un cuenco de cristal y un plato
azul, muy bonito, con un lustre muy raro por encima, como si lo hubieran metido
en leche.
—¿Quiere que encienda la luz, señora?
—No, gracias. Aún puedo ver muy bien.
Había mandarinas y manzanas de color rosa fresa. Unas cuantas peras
amarillas, suaves como la seda, uvas blancas cubiertas de una pátina de plata y
un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había comprado para que
hicieran juego con la alfombra nueva del comedor. Sí, sonaba algo estrafalario y
absurdo, pero era la verdadera razón por la que las había comprado. En la tienda
había pensado: « Tengo que comprar algunas negras para que la alfombra
destaque sobre la mesa» . Y en aquel momento le había parecido de mucho
sentido común.
Cuando hubo terminado de colocarlas y hubo construido dos pirámides con
esas formas redondas y relucientes, se apartó unos pasos de la mesa, para captar
el efecto…, y la verdad es que quedaba de lo más curioso. Porque la mesa
oscura parecía fundirse con la luz de las tinieblas y con el cuenco azul y quedar
flotando en el aire. Era…, claro que en su actual estado de ánimo, era
increíblemente maravilloso. … Se empezó a reír.
—No, ni hablar. Me estoy poniendo histérica —y recogió el bolso, tomó el
abrigo y subió corriendo escaleras arriba al cuarto del bebé.

La niñera estaba sentada en una mesita baja dándole la cena a la Pequeña B


después del baño. El bebé llevaba puesto un camisoncito de franela blanco y una
chaquetita de lana azul y llevaba el fino pelito negro peinado hacia arriba en una
crestita muy graciosa. Levantó los ojitos cuando vio a su madre y empezó a dar
saltos.
—Venga, cielito, cómetelo todo como una niña buena —dijo la niñera, con los
labios apretados de una forma que Bertha conocía bien y que significaba que una
vez más había entrado en la habitación en mal momento.
—¿Se ha portado bien, Nanny ?
—Ha sido una delicia toda la tarde —susurró Nanny —. Fuimos al parque y
y o me senté en una silla y la saqué del cochecito; se acercó un perro muy
grande y me puso la cabeza en la rodilla; ella le agarró la oreja y le dio un tirón.
¡Dios santo, tenía usted que haberla visto!
Bertha deseaba preguntar si no era muy peligroso dejarla que le agarrase la
oreja a un perro desconocido. Pero no se atrevió. Se quedó mirándolas con las
manos caídas a los lados, como la niña pobre delante de la niña rica con muñeca.
El bebé volvió a levantar los ojos para mirarla, se quedó con la mirada fija en
ella y después puso una sonrisa tan linda que Bertha no pudo evitar llorar.
—Nanny, Nanny, déjeme que termine y o de darle la cena mientras usted
recoge las cosas del baño.
—Bueno, señora, no es bueno que cambie de brazos mientras come —dijo
Nanny sin dejar de susurrar—. Eso la pone nerviosa; es muy probable que la
haga enfadar.
Qué absurdo era todo. ¿Para qué tener una niñita si hay que guardarla, no y a
en un estuche como a un Stradivarius, pero en los brazos de otra mujer?
—¡Lo siento, tengo que hacerlo! —dijo.
Muy ofendida, Nanny se la puso en los brazos.
—Ahora, no la excite después de comer. Sabe que usted lo hace, señora. ¡Y
luego me hace pasar un mal rato!
¡Santo cielo! Nanny salió del cuarto con las toallas del baño.
—Bueno, ahora eres toda mía, mi joy ita —dijo Bertha, y la niña se acurrucó
contra ella.
Comía que era una maravilla, abriendo mucho la boca para la cuchara y
zarandeando las manos. Unas veces no soltaba la cuchara, y otras, justo cuando
Bertha la había llenado, la tiraba por los aires de un manotazo.
Cuando el puré se terminó, Bertha se volvió hacia la chimenea.
—Eres bonita… ¡eres muy bonita! —dijo besando a su bebé tan calentita—.
Te tengo cariño. Me gustas.
Y de hecho de qué manera adoraría a Pequeña B (el cuello cuando lo
doblaba hacia delante, sus exquisitos dedos del pie reluciendo transparentes a la
luz del fuego) que le sobrevino de nuevo la sensación de éxtasis absoluto y de
nuevo no supo cómo sacarla afuera, qué hacer con ella.
—Quieren que se ponga al teléfono —dijo Nanny, regresando victoriosa y
tomando a su Pequeña B.

Voló escaleras abajo. Era Harry.


—Ah. ¿Eres tú, Ber? Oy e. Voy a llegar tarde. Tomaré un taxi e iré para allá lo
antes que pueda, pero haz que retrasen la cena diez minutos, ¿quieres?, ¿de
acuerdo?
—Sí, perfecto. ¡Ah, Harry !
—¿Sí?
¿Qué tenía que decir? No tenía nada que decir. Sólo deseaba hablar con él un
momento. No podía gritar de manera absurda: « ¡Qué día maravilloso!» .
—¿Me querías decir algo? —dijo deprisa la vocecita.
—Nada. Entendu —dijo Bertha, y colgó el auricular, pensando en lo
rematadamente necia que era esta civilización.

Tenían invitados a cenar. El señor Norman Knight y su esposa, una pareja de


gran renombre, él a punto de abrir un teatro y ella terriblemente interesada en la
decoración de interiores, un hombre joven, Eddie Warren, que acababa de
publicar un librito de poemas y al que todo el mundo quería invitar a cenar, y un
« descubrimiento» de Bertha llamada Pearl Fulton. Lo que hacía la señorita
Fulton, Bertha no lo sabía. Se habían conocido en el club y Bertha se había
fascinado con ella, como se fascinaba siempre con mujeres guapas con un halo
de misterio.
El morbo fue que aunque habían salido juntas y habían quedado muchas
veces y en realidad habían hablado, Bertha no había logrado aún captarla. Hasta
cierto punto, la señorita Fulton era misteriosamente, maravillosamente franca,
pero el cierto punto había pasado y ella no había logrado ir más allá.
¿Habría algo más allá? Harry dijo: « No» . Se inclinó a tacharla más bien de
aburrida y « fría como todas las rubias con un toque, quizás, de anemia
cerebral» . Pero Bertha no estaba de acuerdo con él; aún no, de ninguna forma.
—No, ese modo que tiene de sentarse con la cabeza un poco ladeada, y
sonriendo, esconde algo, Harry, y tengo que averiguar qué es ese algo.
—Lo más probable es que esconda un buen estómago —había respondido
Harry.
No dejaba de adelantarse a Bertha con respuestas de este tipo… « Un hígado
helado, preciosa» o « simples gases» o « puede que esté enferma del riñón» …
Por alguna extraña razón, a Bertha le gustaba esto, y casi lo admiraba muchísimo
en él.
Entró en el salón y encendió el fuego; después, recogiendo uno por uno los
cojines que Mary había colocado con tanto cuidado, los volvió a lanzar sobre las
sillas y los sofás. Aquello marcaba la diferencia: la estancia recobró la vida en un
santiamén. Cuando estaba a punto de lanzar el último se sorprendió a sí misma
abrazándolo de repente, apasionadamente, apasionadamente. Pero aquello no
apagó la llama en su pecho. ¡Todo lo contrario!
Los ventanales abiertos del salón daban a un balcón desde el que se divisaba
el jardín. Al final de todo, contra el muro, había un peral alto y esbelto en
pletórica floración; se erigía con absoluta perfección, tan plácido contra el cielo
de verde jade. Bertha no pudo evitar percibir, incluso desde esta distancia, que no
tenía ni un solo brote ni pétalo marchito. Debajo, en los arriates del jardín, los
tulipanes rojos y amarillos, colmados de flores, parecían apoy arse en el
crepúsculo. Un gato gris, arrastrando la panza, cruzaba el césped deslizándose, y
uno negro, su sombra, le seguía el rastro. Mirarlos, tan absortos y tan veloces, le
produjo a Bertha un curioso escalofrío.
—¡Qué cosa más horripilante son los gatos! —balbuceó, se apartó de la
ventana y empezó a andar de un lado a otro…
Qué fuerte olían los junquillos en la sala cargada. ¿Demasiado fuerte? Oh, no.
Y así, como si hubiera sido vencida, se lanzó a un sillón y se apretó los ojos con
las manos.
—¡Soy demasiado feliz, demasiado feliz! —murmuró.
Y le pareció ver en sus párpados el precioso peral con sus flores abiertas de
par en par como un símbolo de su propia vida.
En realidad, en realidad, lo tenía todo. Harry y ella seguían tan enamorados
como siempre, y continuaban juntos magníficamente bien y realmente eran
buenos compañeros. Tenían un bebé adorable. No tenían que preocuparse por el
dinero. Tenían esta casa ultracómoda con jardín. Y amigos, amigos modernos,
emocionantes, escritores, pintores, poetas o personas interesadas por los
problemas sociales: justo la clase de amigos que ellos deseaban. Y también había
libros, y había música, y ella había descubierto un sastrecillo maravilloso y se
iban al extranjero en verano y la nueva cocinera hacía las tortillas más
exquisitas…
—Qué absurda soy. ¡Absurda! —se incorporó; pero se sintió algo mareada,
algo ebria. Debía ser primavera.
Sí, era primavera. En ese mismo instante estaba tan cansada que no podía
arrastrarse escaleras arriba para vestirse.
Un vestido blanco, un collar de cuentas de jade, zapatos y medias verdes. No
era de repente. Había pensado en este conjunto horas antes de detenerse ante la
ventana del salón.
Los pétalos le restallaron levemente al entrar en el vestíbulo. Besó a la señora
de Norman Knight, que se estaba quitando el más divertido de los abrigos naranja
con una procesión de monos negros que daba la vuelta al dobladillo y subía hasta
las solapas.
—¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué será tan aburrida la clase media!… ¡tan
absolutamente carente de sentido del humor! Querida, estoy aquí sólo de chiripa,
de chiripa, y Norman es la chiripa protectora. Porque mis queridos monitos
levantaron tal revuelo en el tren que éste se convirtió en un solo hombre que no
hacía más que comerme con los ojos. No se reían, no lo encontraban divertido, lo
cual me hubiera encantado. No, sólo se quedaban mirando y me traspasaban de
arriba abajo con la mirada.
—Pero lo máximo —dijo Norman, ajustándose en el ojo un gran monóculo
con la montura de concha de tortuga—, no te importará que te cuente esto, Cara,
¿no? —(En casa y entre amigos se llamaban entre ellos Cara y Jeta)—. El colmo
fue cuando ella, que y a estaba más que harta, se volvió hacia la mujer que tenía
al lado y le dijo: « ¿No ha visto usted nunca un mono?» .
—¡Vay a que sí! —la señora de Norman Knight se unió a la risa—. ¿No fue
también aquello el colmo de los colmos?
Y una cosa más divertida todavía era que ahora que no tenía el abrigo puesto
era igualita que un mono muy inteligente que hasta había confeccionado aquel
vestido de seda amarilla a partir de restos de cáscara de banana. Y sus pendientes
de ámbar parecían pequeños maníes colgando.
—Va a hacer un otoño triste, muy triste —dijo Jeta parándose delante del
cochecito de Pequeña B—. Cuando un cochecito entra en el vestíbulo… —y dejó
en el aire el resto del dicho.
Sonó el timbre. Era Eddie Warren, flaco y pálido como de costumbre y en
estado de extrema ansiedad.
—¿Es ésta la casa, o no lo es? —suplicó.
—Pues creo que sí… espero que sí —dijo Bertha vivaracha.
—He tenido una experiencia tan espantosa con un taxista; era de lo más
siniestro. No conseguí hacer que parara. Mientras más le tocaba y más le avisaba,
más rápido iba. Y aquel adefesio de cabeza achatada, abrazado a aquel volante
diminuto.
Se estremeció y se quitó una larguísima bufanda de seda blanca. Bertha se
percató de que sus calcetines eran blancos también, ¡qué rico!
—¡Pero qué espanto! —exclamó ella.
—Y tanto que lo fue —dijo Eddie siguiéndola hasta el comedor—. Ya me vi
recorriendo la Eternidad en un taxi intemporal.
Conocía a los señores de Norman Knight. De hecho, estaba a punto de
componer una obra de teatro para N. K. cuando lograra terminar el proy ecto de
teatro.
—Y bien, Warren, ¿cómo va la obra? —dijo Norman Knight dejando caer el
monóculo y dándole su tiempo al ojo para subir a la superficie antes de volver a
comprimirlo tras la lente.
Y la señora de Norman Knight:
—Ah, señor Warren, ¡qué calcetines tan alegres!
—Cuánto me alegro de que le gusten —dijo él mirándose los pies—. Parece
que se han vuelto mucho más blancos desde que salió la luna —y volvió su joven
rostro, flaco y afligido, hacia Bertha.
—Es que hay luna, ¿sabe?
Ella quiso gritar: « ¡Sin duda alguna… y tan a menudo, tan a menudo!» .
La verdad es que era una persona de lo más atractiva. Y también lo era Cara,
acurrucada ante el fuego con sus pieles de banana; y también Jeta lo era,
fumándose un cigarrillo y diciendo mientras tiraba la ceniza: « ¿Por qué se
demora el esposo?» .
—Ahí está, y a.
La puerta de la calle se abrió y se cerró con un ¡pam! Harry gritó: « Hola,
gente. Bajo en cinco minutos» . Y lo oy eron subir corriendo las escaleras. Bertha
no pudo evitar sonreír; sabía que a él le gustaba hacer las cosas a toda máquina.
Después de todo, ¿qué importaban cinco minutos más? Pero él se convencía a sí
mismo de que importaban más que nada en el mundo. Y luego haría una entrada
triunfal en el comedor con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora.
Harry tenía tantas ansias de vivir. Cielos, cuánto apreciaba ella eso en él. Y su
pasión por luchar, por hallar en todo lo que se le pusiera por delante una prueba
más de su poder y de su bravura…, también eso lo entendía. Incluso cuando lo
hacía parecer, en alguna ocasión, algo ridículo quizás a ojos de otros que no lo
conocían bien… porque había momentos en los que se precipitaba a la batalla
donde no había batalla. Ella conversó y rió y se olvidó por completo, hasta que
entró él tal y como ella lo había imaginado, de que Pearl Fulton aún no había
aparecido.
—Me pregunto si la señorita Fulton se habrá olvidado.
—Supongo —dijo Harry —. ¿Está al teléfono?
—¡Ah! Acaba de llegar un taxi —y Bertha sonrió con ese airecillo de dueña
que siempre adoptaba mientras sus descubrimientos femeninos eran nuevos y
misteriosos—. Pearl vive en los taxis.
—Si es así acabará hecha una vaca —dijo Harry con frialdad, llamando a
cenar con la campanilla—. Grave peligro para las rubias.
—Harry, no, por favor —le advirtió Bertha mirándolo con una risotada.
Otro momentito de nada pasó mientras esperaban, riendo y charlando, un
pelín demasiado a sus anchas, un pelín demasiado inconscientes. Y entonces
entró la señorita Fulton, toda de plata, con una redecilla plateada recogiéndole el
pelo rubio claro, sonriendo, con la cabeza un poco ladeada.
—¿Llego tarde?
—No, en absoluto —dijo Bertha—. Pasa —y la tomó del brazo y entraron en
el comedor.
¿Qué había en aquel roce de aquel brazo frío que avivara y avivara, hasta
empezar a encender aquella llama del éxtasis con la que Bertha no sabía qué
hacer?
La señorita Fulton no la miró; aunque de todos modos raramente miraba a las
personas cara a cara. Los pesados párpados le reposaban sobre los ojos y esa
extraña media sonrisa iba y venía a sus labios como si viviera más de escuchar
que de mirar. Pero Bertha supo enseguida, como si se hubieran cruzado la más
prolongada e íntima mirada, como si se hubieran dicho una a otra « ¿tú
también?» , que Pearl Fulton estaba sintiendo exactamente lo mismo que ella
mientras removía la preciosa sopa roja en el plato gris.
¿Y los demás? Cara y Jeta, Eddie y Harry, con sus cucharas entrando y
saliendo de la sopa, secándose los labios con sus servilletas, desmigando el pan,
jugueteando con los tenedores y los vasos y charlando.
—La conocí en el Show de Alpha; qué criatura más rara. No sólo se había
cortado el pelo, sino que parecía como si se hubiera seccionado más que un buen
trozo de brazos y piernas con las tijeras, y del cuello y también de su pobre
naricita.
—¿No está de lo más liée con Michael Oat?
—¿El tipo que escribió Amor con dientes postizos?
—Quiere escribir una obra de teatro para mí. Sólo un acto. Sólo un hombre.
Decide suicidarse. Da todas las razones por las que debería hacerlo y por las que
no. Y justo cuando y a se ha decidido por hacerlo o por no hacerlo…, telón. La
idea no está nada mal.
—¿Cómo lo va a llamar? ¿Dolor de estómago?
—Creo haber visto alguna vez la misma idea en una revistita francesa,
totalmente desconocida en Inglaterra.
No, no la conocían. Eran encantadores, encantadores, y ella adoraba tenerlos
allí, sentados a su mesa, y adoraba ofrecerles comida y vino deliciosos. ¡De
hecho, deseaba decirle lo exquisitos que eran, y qué grupo más estético
formaban, cómo se hacían destacar entre sí y cómo le recordaban una obra de
Chéjov!
Harry estaba disfrutando de su cena. Formaba parte de su, bueno, no
exactamente de su naturaleza, y desde luego no de su talante, de su lo que quiera
que fuese, hablar de las comidas y vanagloriarse de su « mórbida pasión por la
carne blanca de la langosta» y por « el verde de los helados de pistacho, verdes
y fríos como los párpados de las bailarinas egipcias» .
Cuando la miró y dijo: « Bertha, es un souflée absolutamente admirable» ,
ella casi se echó a llorar como una niña de la emoción.
Ah, ¿por qué se sentía tan tierna con todo el mundo esta noche? Todo era
bueno, todo estaba bien. Todo lo que iba pasando parecía volver a llenar su
rebosante copa de éxtasis.
Y sin embargo, en el fondo de su mente seguía el peral. Ahora estaría
plateado, a la luz de la luna de mi pobrecillo Eddie, plateado como la señorita
Fulton, sentada allí dándole vueltas a una mandarina con aquellos dedos delgados
tan pálidos que parecían irradiar luz.
Lo que sencillamente no lograba entender, lo que era milagroso, era de qué
manera había podido adivinar su estado de ánimo con tanta precisión y de forma
tan instantánea. Porque ni por un momento dudó de si podía estarse equivocando,
y aun así, ¿en qué se basaba?, en nada de nada.
« Creo que esto ocurre muy, muy rara vez entre mujeres. Y nunca entre
hombres» , pensó Bertha. « Aunque quizá me dé alguna señal mientras preparo el
café en el salón» .
Lo que quería decir con aquello no lo sabía, y lo que ocurriría después de
aquello… no podía imaginárselo.
Mientras pensaba todo esto se veía a sí misma charlando y riéndose. Tenía
que hablar para sofocar su deseo de reír.
« O río o me muero» .
Aunque al percatarse de la insignificante costumbre tan simpática de meterse
algo dentro del escote, como si también allí guardara un puñadito de maní en
secreto, Bertha se tuvo que enterrar las uñas en las palmas de las manos para no
extralimitarse riéndose.

Por fin se le pasó. Y:


—Ven a ver mi cafetera nueva —dijo Bertha.
—Sólo tenemos una cafetera nueva cada quince días —dijo Harry. Cara la
tomó esta vez del brazo; la señorita Fulton ladeó la cabeza y las siguió.
El fuego en el salón se había reducido a un rojo y chisporroteante « nido de
polluelos de ave fénix» , dijo Cara.
—No enciendas la luz todavía. Es tan hermoso —y volvió a acurrucarse junto
al fuego. Siempre tenía frío… « sin su chaquetita de franela roja, claro» , pensó
Bertha.
En ese momento, la señorita Fulton dio la señal.
—¿Tiene usted jardín? —dijo la voz fría y aletargada.
Aquello fue tan exquisito por su parte que todo lo que Bertha pudo hacer fue
obedecer. Atravesó la habitación, separó las cortinas y abrió aquellas ventanas
tan altas.
—¡Ahí está! —exhaló.
Y las dos mujeres se quedaron de pie una junto a la otra mirando el esbelto
árbol florecido. A pesar de estar tan quieto, parecía, como la llama de una vela,
erguirse, despuntar, temblar en el aire luminoso, hacerse más y más alto
mientras ellas observaban hasta tocar casi el borde de la redonda luna de plata.
¿Cuánto tiempo estuvieron allí? Las dos, atrapadas como quien dice en aquel
círculo de luz divina, entendiéndose perfectamente entre sí, criaturas de otro
mundo, y preguntándose qué hacían en éste con todo ese tesoro extasiado que les
ardía en el pecho y que caía de sus cabellos y de sus manos en forma de flores
de plata.
¿Para siempre… sólo un instante? Y había murmurado la señorita Fulton: « Sí.
Exactamente eso» . ¿O lo había soñado Bertha?
Entonces encendieron la luz y Cara hizo el café y Harry dijo:
—Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi niña. Nunca la veo. No
sentiré el más mínimo interés por ella hasta que tenga un amante —y Jeta apartó
el ojo del invernadero del jardín por un instante y lo volvió a poner bajo la lente
y Eddie Warren se terminó el café y soltó la taza con una cara de angustia como
si en el fondo hubiera visto la araña.
—Lo que quiero es ofrecerles un espectáculo a los jóvenes. Yo creo que
Londres sencillamente está atiborrado de obras noveles, aun sin escribir. Lo que
quiero decirles es: « Aquí tienen el teatro. Abran fuego» .
—No sé si sabrás, querida, que voy a decorar una habitación para los Jacob
Nathans. Ah, cuánto me tienta hacer un diseño de pescado frito, como los
respaldos de los sillones en forma de sartenes y las cortinas de preciosas papas
fritas bordadas.
—El problema con nuestros jóvenes escritores es que son todavía demasiado
románticos. Uno no puede hacerse a la mar sin marearse y pedir una palangana.
En fin, ¿por qué no tendrán la valentía de usar palanganas?
—Un poema espantoso sobre una muchacha que fue violada por un
pordiosero sin nariz en un bosquecillo…
La señorita Fulton se hundió en el sillón más bajo y más hondo y Harry
repartió cigarrillos.
Por el modo en que se quedó parado delante de ella agitando la caja plateada
y diciendo con brusquedad: « ¿Egipcio? ¿Turco? ¿De Virginia? Están todos
mezclados» , Bertha se dio cuenta de que Pearl no sólo lo aburría; realmente le
desagradaba. Y decidió, por el modo en que la señorita Fulton dijo: « No gracias,
no fumaré» , que también ella sentía lo mismo hacia él, y se sintió herida.
« Cielos, Harry, que no te desagrade. Estás completamente equivocado con
ella. Es maravillosa, maravillosa. Y además, cómo puedes sentir algo tan distinto
por alguien que significa tantísimo para mí. Intentaré contarte esta noche cuando
estemos en la cama lo que ha ocurrido. Lo que ella y y o hemos compartido» .

Al oírse esas palabras algo extraño y casi aterrador hizo diana en la mente de
Bertha. Y este algo ciego y sonriente le dijo muy bajito: « Pronto se irá toda esta
gente. La casa quedará tranquila, muy tranquila. Se apagarán las luces. Y tú y él
estarán juntos, solos en la habitación oscura, en la cálida cama…» .
Se levantó de un salto de la silla y corrió al piano.
—¡Qué pena que no toque nadie! —exclamó—. ¡Qué pena que no toque
nadie!
Por primera vez en su vida, Bertha Young deseaba a su marido.
Sí, lo había amado, había estado enamorada de él, claro, de otra manera, la
que fuera, pero exactamente de esta manera, no. Y lo mismo, había visto con
claridad que él era diferente. Lo habían hablado tan a menudo. Le había
preocupado tantísimo al principio descubrir que era tan frígida, pero pasado un
tiempo aquello parecía no importar. Eran tan sinceros el uno con el otro, tan
buenos compañeros. Eso era lo mejor de ser modernos.
Aunque ahora… ¡Ardorosamente! ¡Ardorosamente! ¡La palabra dolía en su
ardoroso cuerpo! ¿Era a esto a lo que aquel sentimiento de éxtasis la había estado
conduciendo? Pero de pronto, de pronto…
—Querida —dijo la señora de Norman Knight—, y a conoces nuestra lacra.
Somos víctimas de los horarios y de los trenes. Vivimos en Hampstead. Ha sido
maravilloso.
—Los acompañaré al vestíbulo —dijo Bertha—. Me ha encantado tenerlos
aquí. Pero no deben perder el último tren. ¿No sería horrible?
—¿Tomas un whisky, Knight, antes de irte? —preguntó Harry.
—No, gracias, amigo mío.
Bertha le dio la mano con un buen apretón por aquello.
—Buenas noches, adiós —gritó desde el último escalón de arriba, sintiendo
que aquel y o secreto se libraba de ellos para siempre.
Cuando volvió a entrar en el salón, los demás se estaban marchando.
—… Entonces puedes venir parte del recorrido en mi taxi.
—Le agradezco tanto no tener que enfrentarme a otro recorrido yo solo
después de mi espantosa experiencia.
—Pueden conseguir un taxi en la parada que está justo al final de la calle. No
tendrán que caminar más de algunas y ardas.
—Eso me tranquiliza. Iré a ponerme mi abrigo.
La señorita Fulton se fue hacia el vestíbulo y Bertha la estaba siguiendo
cuando Harry casi la tiró al adelantarla.
—Permítame que la ay ude.
Bertha vio que se sentía arrepentido de su rudeza; lo dejó pasar. Qué
maravilla de hombre era en algunas cosas: ¡tan impulsivo!, ¡tan sencillo!
Y los dejaron a Eddie y a ella junto al fuego de la chimenea.
—Me pregunto si has visto el nuevo poema de Bilks titulado « Table d’Hôte»
—dijo Eddie con voz suave—. Es tan maravilloso. En la última antología. ¿Tienes
un ejemplar? Me gustaría tanto enseñártelo. Empieza con un verso
increíblemente hermoso: « ¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?» .
—Sí —dijo Bertha. Y se fue sigilosamente a una mesa frente a la puerta del
salón y Eddie se deslizó sigilosamente tras ella. Ella tomó el librito y se lo dio; no
habían hecho el menor ruido.
Mientras él buscaba el poema, ella volvió la cabeza hacia el vestíbulo. Y
vio… Harry estaba con el abrigo de la señorita Fulton en sus brazos y la señorita
Fulton dándole la espalda y cabizbaja. Tiró el abrigo, le puso las manos en los
hombros y la giró hacia él violentamente. Sus labios dijeron: « Te adoro» , y la
señorita Fulton le puso sus dedos de claro de luna en las mejillas y le sonrió con
su sonrisa aletargada. Las aletas de la nariz de Harry temblaban; los labios se le
encogieron en una horrible sonrisa al musitarle: « Mañana» , y la señorita Fulton
dijo con los párpados: « Sí» .
—Aquí está —dijo Eddie—. « ¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?» .
Es tan profundamente verdadero, ¿no te parece? La sopa de tomate es tan
espantosamente eterna.
—Si lo prefieres —dijo la voz de Harry, muy alto, desde el vestíbulo—, puedo
pedir que venga un taxi hasta la puerta.
—No, no. No es necesario —dijo la señorita Fulton y fue hasta donde estaba
Bertha y le tendió sus delgados dedos.
—Adiós. Muchísimas gracias.
—Adiós —dijo Bertha.
La señorita Fulton le sostuvo la mano un momento más.
—¡Su precioso peral! —murmuró.
Y después se había ido, con Eddie detrás, como el gato negro que sigue al
gato gris.
—Yo cerraré todo —dijo Harry, con una frialdad y una seguridad en sí
mismo arrolladora.
« ¡Su precioso peral, peral, peral!» , Bertha sencillamente corrió a las
ventanas altas.
—Ah, ¿qué va a pasar ahora? —exclamó.
Pero el peral estaba tan hermoso como siempre y tan repleto de flores e igual
de quieto.

En Relatos breves,
Madrid, Cátedra, 1991.
Traducción de Juana Teresa Guerra de la Torre
Un sueño realizado

Juan Carlos Onetti

La broma la había inventado Blanes; venía a mi despacho —en los tiempos en


que y o tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de
tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoy ado sobre el escritorio, la
corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella
cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención
más de un minuto y se aflojaban enseguida como si Blanes estuviera a punto de
dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde
luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua
alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y
comentaba redondeando la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet.
O también:
—Sí, y a sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su
enloquecido amor por el Hamlet…
Y y o me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente,
autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la
familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y
ganando un dinero que Dios y y o sabíamos que era necesario que volviera a
perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada,
aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida
del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet…
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera
confesado que sabía tanto de Hamlet como de conocer el dinero que puede dar
una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve
miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y sólo
hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin
saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que
veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era arte, el
arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin
darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una
actriz con caderas ridículas, vestida de negro con ropas ajustadas, una calavera,
un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también
William Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, sólo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que
prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien
del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, que encontré en la biblioteca
de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más
presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había
unas hundidas letras doradas que decían Hamlet, me senté en un sillón sin abrir el
libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en
Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a
encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme
hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo
sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar… Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un
rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño realizado. En el reparto de la
locura aquélla había un galán sin nombre y este galán sólo podía hacerlo Blanes
porque, cuando la mujer vino a verme, no quedábamos allí más que él y y o; el
resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y, como y o estaba durmiendo,
había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia
caliente, la del fin de la siesta y en la que y o estaba en el lugar más fresco del
comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno
que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada —cuando se
detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la
sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y enseguida ella empezó a
andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera— y o adiviné lo que
había dentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de
locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si
fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a
fajarme con ella, como una momia, a mí y a algunos de los días pasados en
aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí,
algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso y me era imposible
sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un
niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en
trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el
que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino,
también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera
hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba
abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso
inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los
senos agudos de muchacha, y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas
por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola
grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en
ella, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hacia mí en el comedor del
hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y
despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida, pero a punto de
alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio,
desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de
mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del
peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuy os bordes estaba, aquella
sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían el
repugnante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente
puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. « ¿Usted es el señor Langman,
el empresario del teatro?» . Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No
quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su
forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un
poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la
dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude
sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y
de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso
aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una presentación. Quiero decir que tengo una obra de
teatro…
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me
entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Estaba tranquila, las
manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y
pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa,
lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle,
buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre,
aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima… Usted nunca ha estrenado, ¿verdad?
Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre —contestó—. Es tan difícil de explicar… No es lo que
usted piensa. Claro, se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El
sueño realizado, Un sueño realizado.
Comprendí, y a sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Siempre he tenido interés,
digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ay udar a los que empiezan.
Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son
agradecimientos lo que se cosecha, señora. Hay muchos que me deben a mí el
primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle
Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían
casi a suplicarme…
Hasta el mozo del comedor podía comprender, desde el rincón junto a la
heladera donde se espantaban las moscas y el calor con la servilleta, que a aquel
bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que y o decía. Le eché una última
mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso.
Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado sólo por algunos asuntos
personales. Pero y a la semana que viene me iré y o también a Buenos Aires. Me
he equivocado una vez más, qué vamos a hacer. Este ambiente no está
preparado, y a pesar de que me resigné a hacer una temporada con sainetes y
cosas así…, y a ve cómo me ha ido. De manera que… Ahora, que podemos
hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra y o veré
si en Buenos Aires… ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero sólo porque y o, devolviéndole el juego, me callé y
había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el
cenicero. Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
—O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de…
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que y o hay a escrito —seguía
diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita…
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó
con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella
hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena, se puede
decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el
comedor y y o me fuera y y a no pasara nada más. No —contestó—, no es
cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos
automóviles que pasan. Allí estoy y o y un hombre y una mujer cualquiera que
sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas,
nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con
la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa,
cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y y a la sonrisa no era para mí ni para el armario con
mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluy ó:
—¿Comprende?
Pude escaparme porque recordé el teatro intimista y le hablé de eso y de la
imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro
para ver eso y que, acaso sólo, en toda la provincia, y o podría comprender la
calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los
automóviles y la mujer que ofrece un bock de cerveza al hombre que cruza la
calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes
cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un
poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman —me dijo—. Es algo que y o quiero ver
y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero
verlo una vez, pero que esa vez sea tal como y o se lo voy a decir y hay que
hacer lo que y o diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice
cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y y o se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas allí, frente
a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta
pesos —« con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después
me dice cuánto más necesita» —. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía
moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara
a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis
sonrisas y cabeceé varias veces mientras que guardaba el dinero en cuatro
dobleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que
usted… —mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes
y también en la cara de la mujer—. Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos
vernos… ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; y a tendremos al primer
actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de
acuerdo para que Sueño, Un sueño realizado…
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella
comprendiera, como lo comprendía y o, que no me era posible robarle los cien
pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ella y se fue luego
de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada
paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor
de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un
montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba
siempre a punto de deshacerse podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de
ladrillos mal cubiertos detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo
del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no
encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ay udara a dar a la mujer loca lo
que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo
hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a
acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche —lo que
significaba que había estado borracho el día anterior— y otra vez en la cama
encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces
cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me
incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de
la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré al techo un poco y no
hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno. Déle —dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose,
diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había
mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más
remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer
una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni
de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer. Pero y a me
había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos
Aires o irme y o, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato
se puso serio y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados
quiso veinte enseguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy
pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel y a estaba
borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el
platillo de hielo empezó a decir:
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del
mundo donde una ráfaga de arte… Un hombre que se arruinó cien veces por el
Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida
totalmente de negro, con velo, un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un
reloj con cadena del cuello y me saludó y extendió la mano a Blanes con la
sonrisa aquélla un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y
sólo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha
sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro;
después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de
manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente
cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y
también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin
guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos
mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y y o tomé de inmediato una
relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca,
olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensación de
negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque y o no
tenía que molestarme por nada, y a que estaba allí Blanes, correcto, bebiendo
siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado y a dos o tres
veces, ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De
modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y y o no quise
oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de
la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos
para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque
al hablar de eso bajara los ojos, y o sentía que lo contaba ahora de un modo
personal, como si confesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí
me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por
ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de
una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar una impresión de una gran
ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar y o sale de una casa y se sienta
en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un
hombre en un banco de cocina. Ése es el personaje suy o. Tiene puesta una
tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de
tomate en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el
hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y y o me asusto pensando que el
coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de
enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso
de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve enseguida que pasa
un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a
pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto y o estoy
acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para
acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer, pero le dije que el inconveniente estaba, ahora
que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje que salía de su casa a paseo con
el vaso de cerveza.
—Jarro —me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado
muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que sólo una mujer puede tener y
que me da ganas de cerrar los ojos para no verla cuando se me presenta, como si
la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y
Blanes terminó por estirar la mano diciendo que y a tenía lo que necesitaba y que
no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era
contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel
papel me dijo que con la Rivas y aunque y o no conocía a ninguna con ese
nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que
todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y y o no tuve que pensar para nada
en la escena; me fui enseguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos
días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie
más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas
y por un jornal de seis pesos me ay udó también a mover y repintar un poco los
bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas, todo estuvo
pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sándwiches con
cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me
contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde, con aquella señora que
estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen
que viene los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí,
qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde
entraron esta tarde era distinto… De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa
actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque sólo se había podido
conseguir uno, que era del hombre que me había estado ay udando y lo alquilaría
por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero y o tenía mi idea para
solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba
hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes
no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera
posible adivinar de dónde había conseguido dinero. Después se me ocurrió que
acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer.
Esa idea me envenenó y seguía comiendo los sándwiches en silencio mientras él,
borracho y canturreando, recorría el escenario, se iba colocando en posiciones
de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear,
con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los
lados, rebuscando vay a a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me
convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella
pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los
sándwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella
de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas; la borrachera
indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerca de
donde y o estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el
sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena.
Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello
rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir
haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco perdí el tiempo —dijo de golpe.
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Me siguió
hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el
despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer —dijo—. Parece que la familia o ella
misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?,
nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé
por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la
trompa untada de manteca de sándwich… Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas
ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras —me limpié la
boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida—. Y tampoco
me emborracho vay a a saber con qué dinero.
Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez,
pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba
cuenta de que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón,
sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que y o me diera cuenta
de que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó
enseguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin
apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el
escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con
las manos.
—Pero y o le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo
esto. Porque no sé si usted comprende que no se trata sólo de meterse la plata en
el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe
que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la
may or locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para
ella, que no conoce al hombre que estaba sentado en tricota azul, ni a la mujer de
la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que
hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era
feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo
nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me
gusta que no hay a ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle —
había un cielo azul y mucho calor—, para agarrarme de los hombros y las
solapas y preguntarme si y o entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía
entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la
otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de
barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras
Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en
la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota
azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano
acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de
al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no
encajaba, ella tampoco, en el tipo de personaje, el tipo que me imaginaba y o,
claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha,
mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola
de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla,
era indudable. Porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla
estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a
empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato
mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era
enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que y o había creído hasta
entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más
débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y
se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los
ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo
alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el
borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era y o quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en
orden y habían pasado y a las diez, levanté los codos para avisar con una palmada
a los actores. Pero fue entonces que, sin que y o me diera cuenta de lo que pasaba
por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos
metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y
no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi
que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para
ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde y a estaba el hombre
sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido
tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque y o nada
tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de
la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo espeso y casi
gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—, daba
unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la
mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta
sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la
cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las
y emas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que
estaba más allá de mí mismo, más allá también de la pared que y o tenía a mi
espalda. Vi cómo Blanes se levantaba para cruzar la calle, y lo hacía
matemáticamente antes que el automóvil, que pasó echando humo con su capota
alta y desapareció enseguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que
vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo
el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que
se hundía nuevamente, lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la
tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de
capota baja que terminó su carrera junto a mí, apagando enseguida su motor, y
mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del
cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las
baldosas, la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida.
El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la
muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo,
estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a
repetir sus caricias.
Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el
escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la
muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse
a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre
aquello y y o contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano
de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la
mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que
aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre.
Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el
brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente
hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada
en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado.
La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar
hacia el sitio donde estaba la mujer y el hombre inclinado, acariciándola.
Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así
nos íbamos temprano y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para
darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban
los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la
gorra y tenía un desagradable olor a bebida y me dio una trompada en las
costillas gritando:
—No se da cuenta de que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el
escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el
hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta, comprendí qué era
aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes
borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, y endo y
viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una
de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las
palabras para explicar.

En Cuentos completos,
Madrid, Alfaguara, 1998.
William Wilson

Edgar Allan Poe

« ¿Qué decir de ella? ¿Qué decir de la torva CONCIENCIA,


de ese espectro en mi camino?»
CHAMBERLAYNE, Pharronida

Permítanme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson. Esta


blanca página no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Demasiado ha
sido y a objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. Los vientos,
indignados, ¿no han esparcido en las regiones más lejanas del globo su
incomparable infamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos!
¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus
doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no aparece suspendida para
siempre una densa, lúgubre, ilimitada nube?
No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la crónica de estos
últimos años de inexpresable desdicha e imperdonable crimen. Esa época —estos
años recientes— ha llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora
sólo me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los hombres van
cay endo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la virtud se desprendió
bruscamente de mí como si fuera un manto. De una perversidad relativamente
trivial, pasé con pasos de gigante a enormidades más grandes que las de un
Heliogábalo. Permítanme que les relate la ocasión, el acontecimiento que hizo
posible esto. La muerte se acerca, y la sombra que la precede proy ecta un
influjo calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso el oscuro valle, anhelo la
simpatía —casi iba a escribir la piedad— de mis semejantes. Me gustaría que
crey eran que, en cierta medida, fui esclavo de circunstancias que excedían el
dominio humano. Me gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy
a dar, un pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría que
reconocieran —como no han de dejar de hacerlo— que si alguna vez existieron
tentaciones parecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamás cay ó así. ¿Será
por eso que nunca ha sufrido en esta forma? Verdaderamente, ¿no habré vivido
en un sueño? ¿No muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las
visiones sublunares?
Desciendo de una raza cuy o temperamento imaginativo y fácilmente
excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna infancia di pruebas de
haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en
años, esa modalidad se desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones
causa de grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí. Crecí
gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más extravagantes y
víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles, asaltados por defectos
constitucionales análogos a los míos, poco pudieron hacer mis padres para
contener las malas tendencias que me distinguían. Algunos menguados esfuerzos
de su parte, mal dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente,
fueron triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a una
edad en la que pocos niños han abandonado los andadores, quedé dueño de mi
voluntad y me convertí de hecho en el amo de todas mis acciones.
Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a una vasta casa
isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo de Inglaterra, donde se
alzaban innumerables árboles gigantescos y nudosos, y donde todas las casas
eran antiquísimas. Aquel venerable pueblo era como un lugar de ensueño, propio
para la paz del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante
atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil arbustos, y
me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al oír la profunda y hueca
voz de la campana de la iglesia quebrando hora tras hora con su hosco y
repentino tañido el silencio de la fusca atmósfera, en la que el calado campanario
gótico se sumía y reposaba.
Demorarme en los menudos recuerdos de la escuela y sus episodios me
proporciona quizá el may or placer que me es dado alcanzar en estos días.
Anegado como estoy por la desgracia —¡ay, demasiado real!—, se me
perdonará que busque alivio, aunque sea tan leve como efímero, en la
complacencia de unos pocos detalles divagantes. Triviales y hasta ridículos, esos
detalles asumen en mi imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a
un período y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros
ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en sus sombras.
Déjenme, entonces, recordar.
Como he dicho, la casa era antigua y de trazado irregular. Alzábase en un
vasto terreno, y un elevado y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de
mortero y vidrios rotos, circundaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de
una prisión, constituía el límite de nuestro dominio; más allá de él nuestras
miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera, los sábados por la tarde,
cuando se nos permitía realizar breves paseos en grupo, acompañados por dos
preceptores, a través de los campos vecinos; y las otras dos los domingos, cuando
concurríamos en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la
única iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor. ¡Con qué
asombro y perplejidad lo contemplaba y o desde nuestros alejados bancos,
cuando ascendía al púlpito con lento y solemne paso! Este hombre reverente, de
rostro sereno y benigno, de vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de
peluca cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme… ¿podía ser el mismo
que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las ropas, administraba férula
en mano las draconianas ley es de la escuela? ¡Oh inmensa paradoja, demasiado
monstruosa para tener solución!
En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puerta aún más espesa. Estaba
remachada y asegurada con pasadores de hierro, y coronada de picas de hierro.
¡Qué sensaciones de profundo temor inspiraba! Jamás se abría, salvo para las
tres salidas y retornos mencionados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos
goznes, encontrábamos la plenitud del misterio… un mundo de cosas para hacer
solemnes observaciones, o para meditar profundamente.
El dilatado muro tenía una forma irregular, con muchos espaciosos recesos.
Tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. Su piso estaba
nivelado y cubierto de fina grava. Me acuerdo de que no tenía árboles, ni bancos,
ni nada parecido. Quedaba, claro está, en la parte posterior de la casa. En el
frente había un pequeño cantero, donde crecían el boj y otros arbustos; pero a
través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras ocasiones, tales como el
día del ingreso a la escuela o el de la partida, o quizá cuando nuestros padres o un
amigo venían a buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las
vacaciones de Navidad o de verano.
¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para mí, qué palacio
de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían fin, ni tampoco sus
incomprensibles subdivisiones. En un momento dado era difícil saber con certeza
en cuál de los dos pisos se estaba. Entre un cuarto y otro había siempre tres o
cuatro escalones que subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran
innumerables —inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que
nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían mucho de las
que abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco años de residencia, jamás
pude establecer con precisión en qué remoto lugar hallábanse situados los
pequeños dormitorios que correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que
seguíamos los cursos.
El aula era la habitación más grande de la casa y —no puedo dejar de
pensarlo— del mundo entero. Era muy larga, angosta y lúgubremente baja, con
ventanas de arco gótico y techo de roble. En un ángulo remoto, que nos inspiraba
espanto, había una división cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el
sanctum destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor
Bransby. Era una sólida estructura, de maciza puerta; antes de abrirla en ausencia
del « dómine» hubiéramos preferido perecer voluntariamente por la peine forte
et dure. En otros ángulos había dos recintos similares, mucho menos
reverenciados por cierto, pero que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de ellos
contenía la cátedra del preceptor « clásico» , y el otro la correspondiente a
« inglés y matemáticas» . Dispersos en el salón, cruzándose y recruzándose en
interminable irregularidad, veíanse innumerables bancos y pupitres, negros y
viejos, carcomidos por el tiempo, cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos
de cicatrices de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples
esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que podía
quedarles de su forma original en lejanos días. Un gran balde de agua aparecía
en un extremo del salón, y en el otro había un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado por las macizas paredes de tan venerable academia, pasé sin tedio
ni disgusto los años del tercer lustro de mi vida. El fecundo cerebro de un niño no
necesita de los sucesos del mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la
monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones más
intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi virilidad del crimen.
Sin embargo debo creer que el comienzo de mi desarrollo mental salió y a de lo
común y tuvo incluso mucho de exagerado. En general, los hombres de edad
madura no guardan un recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia.
Todo es como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una
evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi
caso no ocurre así. En la infancia debo de haber sentido con todas las energías de
un hombre lo que ahora hallo estampado en mi memoria con imágenes tan
vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas
cartaginesas.
Y sin embargo, desde un punto de vista mundano, ¡qué poco había allí para
recordar! Despertarse por la mañana, volver a la cama por la noche; los estudios,
las recitaciones, las vacaciones periódicas, los paseos; el campo de juegos, con
sus querellas, sus pasatiempos, sus intrigas… Todo eso, por obra de un hechizo
mental totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de
sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada emoción, lleno de
las más apasionadas e incitantes excitaciones. Oh, le bon temps, que ce siècle de
fer!
El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no tardaron en
destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave pero natural gradación fui
ganando ascendencia sobre todos los que no me superaban demasiado en edad;
sobre todos…, con una sola excepción. Se trataba de un alumno que, sin ser
pariente mío, tenía mi mismo nombre y apellido; circunstancia poco notable; y a
que, a pesar de mi ascendencia noble, mi apellido era uno de esos que, desde
tiempos inmemoriales, parecen ser propiedad común de la multitud. En este
relato me he designado a mí mismo como William Wilson —nombre ficticio,
pero no muy distinto del verdadero—. Sólo mi tocay o, entre los que formaban,
según la fraseología escolar, « nuestro grupo» , osaba competir conmigo en los
estudios, en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente mis
afirmaciones y someterse a mi voluntad; en una palabra, pretendía oponerse a
mi arbitrario dominio en todos los sentidos. Y si existe en la tierra un supremo e
ilimitado despotismo, ése es el que ejerce un muchacho extraordinario sobre los
espíritus de sus compañeros menos dotados.
La rebelión de Wilson constituía para mí una fuente de continuo embarazo;
máxime cuando, a pesar de las bravatas que lanzaba en público acerca de él y de
sus pretensiones, sentía que en el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de
pensar en la igualdad que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era
prueba de su verdadera superioridad, y a que no ser superado me costaba una
lucha perpetua. Empero, esta superioridad —incluso esta igualdad— sólo y o la
reconocía; nuestros camaradas, por una inexplicable ceguera, no parecían
sospecharla siquiera. La verdad es que su competencia, su oposición y, sobre
todo, su impertinente y obstinada interferencia en mis propósitos eran tan
hirientes como poco visibles. Wilson parecía tan exento de la ambición que
espolea como de la apasionada energía que me permitía brillar. Se hubiera dicho
que en su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de contradecirme,
asombrarme y mortificarme; aunque a veces y o no dejaba de observar —con
una mezcla de asombro, humillación y resentimiento— que mi rival mezclaba en
sus ofensas, sus insultos o sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva
afectuosidad. Sólo alcanzaba a explicarme semejante conducta como el producto
de una consumada suficiencia, que adoptaba el tono vulgar del patronazgo y la
protección.
Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, conjuntamente con la
identidad de nuestros nombres y la mera coincidencia de haber ingresado en la
escuela el mismo día, lo que dio origen a la convicción de que éramos hermanos,
cosa que creían todos los alumnos de las clases superiores. Estos últimos no
suelen informarse en detalle de las cuestiones concernientes a los alumnos
menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba emparentado ni en el
grado más remoto con mi familia. Pero la verdad es que, de haber sido
hermanos, hubiésemos sido gemelos, y a que después de salir de la academia del
doctor Bransby supe por casualidad que mi tocay o había nacido el 19 de enero
de 1813, y la coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de
mi nacimiento.
Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua inquietud que me
ocasionaba la rivalidad de Wilson, y su intolerable espíritu de contradicción, me
resultara imposible odiarlo. Es cierto que casi diariamente teníamos una querella,
al fin de la cual, mientras me cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson
se las arreglaba de alguna manera para darme a entender que era él quien la
había merecido; pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de su parte
nos mantenía en lo que se da en llamar « buenas relaciones» , a la vez que
diversas coincidencias en nuestros caracteres actuaban para despertar en mí un
sentimiento que quizá sólo nuestra posición impedía convertir en amistad. Me es
muy difícil definir, e incluso describir, mis verdaderos sentimientos hacia Wilson.
Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de petulante animosidad
que no llegaba al odio, algo de estima, aun más de respeto, mucho miedo y un
mundo de inquieta curiosidad. Casi resulta superfluo agregar, para el moralista,
que Wilson y y o éramos compañeros inseparables.
No hay duda de que lo anómalo de esta relación encaminaba todos mis
ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las vías de la burla o de la
broma pesada —que lastiman bajo la apariencia de una diversión— en vez de
convertirlos en franca y abierta hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no
siempre resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis planes,
y a que mi tocay o tenía en su carácter mucho de esa modesta y tranquila
austeridad que, mientras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofrece
ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa de que alguien ría a costa suy a.
Sólo pude encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una peculiaridad
de su persona y originado acaso en una enfermedad constitucional, hubiera sido
relegado por cualquier otro antagonista menos exasperado que y o. Mi rival tenía
un defecto en los órganos vocales que le impedía alzar la voz más allá de un
susurro apenas perceptible. Y y o no dejaba de aprovechar las míseras ventajas
que aquel defecto me acordaba.
Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de las formas de su
malicia me perturbaba más allá de lo natural. Jamás podré saber cómo su
sagacidad llegó a descubrir que una cosa tan insignificante me ofendía; el hecho
es que, una vez descubierta, no dejó de insistir en ella. Siempre había y o
experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y mi nombre tan
común, que era casi plebey o. Aquellos nombres eran veneno en mi oído, y
cuando, el día de mi llegada, un segundo William Wilson ingresó en la academia,
lo detesté por llevar ese nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho
de ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante repetición, que
estaría todo el tiempo en mi presencia y cuy as actividades en la vida ordinaria de
la escuela serían con frecuencia confundidas con las mías, por culpa de aquella
odiosa coincidencia.
Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue acentuando con cada
circunstancia que revelaba una semejanza, moral o física, entre mi rival y y o.
En aquel tiempo no había descubierto el curioso hecho de que éramos de la
misma edad, pero comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos
parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico, También me amargaba
que los alumnos de los cursos superiores estuvieran convencidos de que existía un
parentesco entre ambos. En una palabra, nada podía perturbarme más (aunque lo
disimulaba cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual,
personal o familiar entre Wilson y y o. Por cierto, nada me permitía suponer
(salvo en lo referente a un parentesco) que estas similaridades fueran
comentadas o tan sólo observadas por nuestros condiscípulos. Que él las
observaba en todos sus aspectos, y con tanta claridad como y o, me resultaba
evidente; pero sólo a su extraordinaria penetración cabía atribuir el
descubrimiento de que esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de
ataque.
Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, se
cumplía tanto en palabras como en acciones, y Wilson desempeñaba
admirablemente su papel. Copiar mi modo de vestir no le era difícil; mis
actitudes y mi modo de moverme pasaron a ser suy os sin esfuerzo, y a pesar de
su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Nunca trataba,
claro está, de imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz
se repetía exactamente en la suy a, y su extraño susurro llegó a convertirse en el
eco mismo de la mía.
No me aventuraré a describir hasta qué punto este minucioso retrato (pues no
cabía considerarlo una caricatura) llegó a exasperarme. Me quedaba el consuelo
de ser el único que reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las
sonrisas de complicidad y de misterioso sarcasmo de mi tocay o. Satisfecho de
haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba, parecía divertirse en
secreto del aguijón que me había clavado, desdeñando sistemáticamente el
aplauso general que sus astutas maniobras hubieran obtenido fácilmente. Durante
muchos meses constituy ó un enigma indescifrable para mí el que mis
compañeros no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y
participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo tan perceptible;
o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel copista que, desdeñando lo
literal (que es todo lo que los pobres de entendimiento ven en una pintura), sólo
ofrecía el espíritu del original para que y o pudiera contemplarlo y
atormentarme.
He aludido más de una vez al desagradable aire protector que asumía Wilson
conmigo, y de sus frecuentes interferencias en los caminos de mi voluntad. Esta
interferencia solía adoptar la desagradable forma de un consejo, antes insinuado
que ofrecido abiertamente. Yo lo recibía con una repugnancia que los años
fueron acentuando. Y, sin embargo, en este día y a tan lejano de aquéllos, séame
dado declarar con toda justicia que no recuerdo ocasión alguna en que las
sugestiones de mi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esa edad
inexperta e inmadura; por lo menos su sentido moral, si no su talento y su
sensatez, era mucho más agudo que el mío; y y o habría llegado a ser un hombre
mejor y más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos consejos
encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y despreciaba
amargamente.
Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a esa desagradable
vigilancia, y lo que consideraba intolerable arrogancia de su parte me fue
ofendiendo más y más. He dicho y a que en los primeros años de nuestra
vinculación de condiscípulos mis sentimientos hacia Wilson podrían haber
derivado fácilmente a la amistad, pero en los últimos meses de mi residencia en
la academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había disminuido
mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción análoga, al más profundo
odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo advirtió, y desde entonces me evitó o
fingió evitarme.
En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento altercado, durante
el cual Wilson perdió la calma en may or medida que otras veces, actuando y
hablando con una franqueza bastante insólita en su carácter. Descubrí en ese
momento (o me pareció descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia
general algo que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego
profundamente, y a que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la primera
infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en el que
la memoria aún no había nacido. Sólo puedo describir la sensación que me
oprimía diciendo que me costó rechazar la certidumbre de que había estado
vinculado con aquel ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado
infinitamente remoto. La ilusión, sin embargo, desvaneciose con la misma
rapidez con que había surgido, y si la menciono es para precisar el día en que
hablé por última vez en el colegio con mi extraño tocay o.
La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones, tenía varias
grandes habitaciones contiguas, donde dormía la may or parte de los estudiantes.
Como era natural en un edificio tan torpemente concebido, había además
cantidad de recintos menores que constituían las sobras de la estructura y que el
ingenio económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios,
aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante. Wilson poseía uno de
esos pequeños cuartos.
Una noche, hacia el final de mi quinto año de esludios en la escuela, e
inmediatamente después del altercado a que he aludido, me levanté cuando todos
se hubieron dormido y, tomando una lámpara, me aventuré por infinitos
pasadizos angostos en dirección al dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo
había estado planeando una de esas perversas bromas pesadas con las cuales
fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de inmediato a la
práctica, para que mi rival pudiera darse buena cuenta de toda mi malicia.
Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la lámpara en el suelo, cubriéndola con
una pantalla, y entré silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno
respirar. Seguro de que estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara y me
aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de espesas cortinas, que en cumplimiento
de mi plan aparté lenta y silenciosamente, hasta que los brillantes ray os cay eron
sobre el durmiente, mientras mis ojos se fijaban en el mismo instante en su
rostro, Lo miré, y sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me
envolvía. Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu se
sentía presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando, bajé la lámpara
hasta aproximarla aún más a aquella cara. ¿Eran ésos… ésos, los rasgos de
William Wilson? Bien veía que eran los suy os, pero me estremecía como víctima
de la calentura al imaginar que no lo eran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos
para confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebro giraba en
multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto… no, así no era él
en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo
día de ingreso a la academia! ¡Y su obstinada e incomprensible imitación de mi
actitud, de mi voz, de mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente
dentro de los límites de la posibilidad humana que esto que ahora veía fuese
meramente el resultado de su continua imitación sarcástica? Espantado y
temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en silencio del dormitorio y
escapé sin perder un momento de la vieja academia, a la que no habría de volver
jamás.
Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa sumido en una total
holgazanería, entré en el colegio de Eton. El breve intervalo había bastado para
apagar mi recuerdo de los acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o
por lo menos para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos
me inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel drama no existían y a. Ahora me
era posible dudar del testimonio de mis sentidos; cada vez que recordaba el
episodio me asombraba de los extremos a que puede llegar la credulidad
humana, y sonreía al pensar en la extraordinaria imaginación que
hereditariamente poseía. Este escepticismo estaba lejos de disminuir con el
género de vida que empecé a llevar en Eton. El vórtice de irreflexiva locura en
que inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó más que
la espuma de mis pasadas horas, devorando las impresiones sólidas o serias y
dejando en el recuerdo tan sólo las trivialidades de mi existencia anterior.
No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero de mi miserable libertinaje,
que desafiaba las ley es y eludía la vigilancia del colegio. Tres años de locura se
sucedieron sin ningún beneficio, arraigando en mí los vicios y aumentando, de un
modo insólito, mi desarrollo corporal. Un día, después de una semana de estúpida
disipación, invité a algunos de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en
mis habitaciones. Nos reunimos estando y a la noche avanzada, pues nuestro
libertinaje habría de prolongarse hasta la mañana. Corría libremente el vino y no
faltaban otras seducciones todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada
apuntaba y a en el oriente cuando nuestras deliberantes extravagancias llegaban a
su ápice. Excitado hasta la locura por las cartas y la embriaguez me disponía a
proponer un brindis especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi
aposento se entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la voz
de uno de los criados. Insistía en que una persona me reclamaba con toda
urgencia en el vestíbulo.
Profundamente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en
vez de sorprenderme. Salí tambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo.
No había luz en aquel estrecho lugar, y sólo la pálida claridad del alba alcanzaba
a abrirse paso por la ventana semicircular. Al poner el pie en el umbral distinguí
la figura de un joven de mi edad, vestido con una bata de casimir blanco, cortada
conforme a la nueva moda e igual a la que llevaba y o puesta. La débil luz me
permitió distinguir todo eso, pero no las facciones del visitante. Al verme, vino
precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con un gesto de
petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas palabras:
—¡William Wilson!
Mi embriaguez se disipó instantáneamente.
Había algo en los modales del desconocido y en el temblor nervioso de su
dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que me colmó de indescriptible
asombro; pero no fue esto lo que me conmovió con más violencia, sino la
solemne admonición que contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz
baja, y, por sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y
familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil turbulentos
recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el choque de una batería
galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis sentidos, el visitante había
desaparecido.
Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi desordenada
imaginación, bien pronto se disipó su efecto. Durante algunas semanas me ocupé
en hacer toda clase de averiguaciones, o me envolví en una nube de morbosas
conjeturas. No intenté negarme a mí mismo la identidad del singular personaje
que se inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus
insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Qué
propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar respuesta a estas preguntas; sólo
alcancé a averiguar que un súbito accidente acontecido en su familia lo había
llevado a marcharse de la academia del doctor Bransby la misma tarde del día
en que emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de pensar en
todo esto, y a que mi atención estaba completamente absorbida por los proy ectos
de mi ingreso en Oxford. No tardé en trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad
de mis padres me proporcionó una pensión anual que me permitiría
abandonarme al lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con
los más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.
Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios, mi temperamento
se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las más elementales reglas de
decencia con la loca embriaguez de mis licencias. Sería absurdo detenerme en el
detalle de mis extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que,
dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso apéndice al
largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad, la más disoluta de
Europa.
Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que hubiera mancillado mi
condición de gentilhombre, habría de llegar a familiarizarme con las innobles
artes del jugador profesional, y que, convertido en adepto de tan despreciable
ciencia, la practicaría como un medio para aumentar todavía más mis enormes
rentas a expensas de mis camaradas de carácter más débil. No obstante, ésa es la
verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de todos los sentimientos
caballerescos y honorables resultaba la principal, y a que no la única razón de la
impunidad con que podía practicarla. ¿Quién, entre mis más depravados
camaradas, no hubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes de sospechar
culpable de semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el
más noble y liberal compañero de Oxford, cuy as locuras, al decir de sus
parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía, cuy os errores
sólo eran caprichos inimitables, cuy os vicios más negros no pasaban de ligeras y
atrevidas extravagancias?
Llevaba y a dos años entregado con todo éxito a estas actividades cuando llegó
a la Universidad un joven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quien los
rumores daban por más rico que Herodes Atico, sin que sus riquezas le hubieran
costado más que a éste. Pronto me di cuenta de que era un simple, y,
naturalmente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobre él mis
habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y, procediendo como
todos los tahúres, le permití ganar considerables sumas a fin de envolverlo más
efectivamente en mis redes. Por fin, maduros mis planes, me encontré con él
(decidido a que esta partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada
llamado Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no abrigaba la
más remota sospecha de mis intenciones. Para dar a todo esto un mejor color,
me había arreglado para que fuéramos ocho o diez invitados, y me ingenié
cuidadosamente a fin de que la invitación a jugar surgiera como por casualidad y
que la misma víctima la propusiera. Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna
de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal manera en todas
las ocasiones similares que cabe maravillarse de que todavía existan personas tan
tontas como para caer en la trampa.
Era y a muy entrada la noche cuando efectué por fin la maniobra que me
dejó frente a Glendinning como único antagonista. El juego era mi favorito, el
écarté. Interesados por el desarrollo de la partida, los invitados habían
abandonado las cartas y se congregaban a nuestro alrededor. El parvenu, a quien
había inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las cartas,
barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez sólo podía explicar en
parte. Muy pronto se convirtió en deudor de una importante suma, y entonces,
luego de beber un gran trago de oporto, hizo lo que y o esperaba fríamente: me
propuso doblar las apuestas, que eran y a extravagantemente elevadas. Fingí
resistirme, y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en él
algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácter
destemplado, acepté la propuesta. Como es natural, el resultado demostró hasta
qué punto la presa había caído en mis redes; en menos de una hora su deuda se
había cuadruplicado.
Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la rubicundez que
el vino le había prestado y me asombró advertir que se cubría de una palidez casi
mortal. Si digo que me asombró se debe a que mis averiguaciones anteriores
presentaban a mi adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas
perdidas eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho menos
perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera idea que se me
ocurrió fue que se trataba de los efectos de la bebida; buscando mantener mi
reputación a ojos de los testigos presentes —y no por razones altruistas— me
disponía a exigir perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas
frases que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada que
profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de arruinarlo por
completo, en circunstancias que lo llevaban a merecer la piedad de todos, y que
deberían haberlo protegido hasta de las tentativas de un demonio.
Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese momento. La
lamentable condición de mi adversario creaba una atmósfera de penoso
embarazo. Hubo un profundo silencio, durante el cual sentí que me ardían las
mejillas bajo las miradas de desprecio o de reproche que me lanzaban los menos
pervertidos. Confieso incluso que, al producirse una súbita y extraordinaria
interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la intolerable ansiedad
que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas de la estancia se abrieron de golpe
y de par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar
todas las bujías. La muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un
desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en una capa. La
oscuridad era ahora total, y solamente podíamos sentir que aquel hombre estaba
entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse del profundo asombro que
semejante conducta le había producido, oímos la voz del intruso.
—Señores —dijo, con una voz tan baja como clara, con un inolvidable
susurro que me estremeció hasta la médula de los huesos—. Señores, no me
excusaré por mi conducta, y a que al obrar así no hago más que cumplir con un
deber. Sin duda ignoran ustedes quién es la persona que acaba de ganar una gran
suma de dinero a Lord Glendinning. He de proponerles, por tanto, una manera
tan expeditiva como concluy ente de cerciorarse al respecto: bastará con que
examinen el forro de su puño izquierdo y los pequeños paquetes que encontrarán
en los bolsillos de su bata bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera oído caer una
aguja en el suelo. Dichas esas palabras, partió tan bruscamente como había
entrado. ¿Puedo describir… describiré mis sensaciones? ¿Debo decir que sentí
todos los horrores del condenado? Poco tiempo me quedó para reflexionar. Varias
manos me sujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces.
Inmediatamente me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las
figuras esenciales en el écarté y, en los bolsillos de mi bata, varios mazos de
barajas idénticos a los que empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías
eran lo que técnicamente se denomina arrondées; vale decir que las cartas
ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras las cartas de
menor valor son levemente convexas a los lados. En esa forma, el incauto que
corta, como es normal, a lo largo del mazo, proporcionará invariablemente una
carta ganadora a su antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando
el mazo por sus lados may ores, descubrirá una carta inferior.
Todo estallido de indignación ante semejante descubrimiento me hubiera
afectado menos que el silencioso desprecio y la sarcástica compostura con que
fue recibido.
—Señor Wilson —dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del suelo
una lujosa capa de preciosas pieles—, esto es de su pertenencia. (Hacía frío y, al
salir de mis habitaciones, me había echado la capa sobre mi bata, retirándola
luego al llegar a la sala de juego). Supongo que no vale la pena buscar aquí —
agregó, mientras observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras
pruebas de su habilidad. Ya hemos tenido bastantes. Descuento que reconocerá la
necesidad de abandonar Oxford, y, de todas las maneras, de salir
inmediatamente de mi habitación.
Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en ese momento, es
probable que hubiera respondido a tan amargo lenguaje con un arrebato de
violencia, de no hallarse mi atención completamente concentrada en un hecho
por completo extraordinario. La capa que me había puesto para acudir a la
reunión era de pieles sumamente raras, a un punto tal que no hablaré de su
precio. Su corte, además, nacía de mi invención personal, pues en cuestiones tan
frívolas era de un refinamiento absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó la
que acababa de levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con
asombro lindante en el terror que y o tenía mi propia capa colgada del brazo —
donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me ofrecía era
absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles. El extraño personaje que
me había desenmascarado estaba envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí
ningún otro invitado llevaba capa esa noche. Con lo que me quedaba de presencia
de ánimo, tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía sin que nadie se
diera cuenta. Salí así de las habitaciones, desafiante el rostro, y a la mañana
siguiente, antes del alba, empecé un presuroso viaje al continente, perdido en un
abismo de espanto y de vergüenza.
Huía en vano. Mi aciago destino me persiguió, exultante, mostrándome que su
misterioso dominio no había hecho más que empezar. Apenas hube llegado a
París, tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson mostraba en mis
asuntos. Corrieron los años, sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable…! ¡Con
qué inoportuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Roma entre mí y mis
ambiciones! También en Viena… en Berlín… en Moscú. A decir verdad, ¿dónde
no tenía y o amargas razones para maldecirlo de todo corazón? Huí, al fin, de
aquella inescrutable tiranía, aterrado como si se tratara de la peste; huí hasta los
confines mismos de la tierra. Y en vano.
Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu, me formulé las
preguntas: « ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?» . Pero las respuestas no
llegaban. Minuciosamente estudié las formas, los métodos, los rasgos dominantes
de aquella impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para
fundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que en las
múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en los últimos tiempos,
sólo lo había hecho para frustrar planes o malograr actos que, de cumplirse,
hubieran culminado en una gran maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, para
una autoridad asumida tan imperiosamente! ¡Pobre compensación para los
derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!
Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo período (durante
el cual continuó con su capricho de mostrarse vestido exactamente como y o,
lográndolo con milagrosa habilidad), mi atormentador consiguió que no pudiera
ver jamás su rostro las muchas veces que se interpuso en el camino de mi
voluntad. Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, era el colmo de la
afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber supuesto por un instante que en mi
amonestador de Eton, en el desenmascarador de Oxford, en aquél que malogró
mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles, o
lo que falsamente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y
genio maligno, dejaría y o de reconocer al William Wilson de mis días escolares,
al tocay o, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la escuela del
doctor Bransby ? ¡Imposible! Pero apresurémonos a llegar a la última escena del
drama.
Hasta aquel momento y o me había sometido por completo a su imperiosa
dominación. El sentimiento de reverencia con que habitualmente contemplaba el
elevado carácter, el majestuoso saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes
de Wilson, sumado al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia
me inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y desamparo,
sugiriéndome una implícita, aunque amargamente resistida sumisión a su
arbitraria voluntad. Pero en los últimos tiempos acabé entregándome por
completo a la bebida, y su terrible influencia sobre mi temperamento hereditario
me hizo impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a
murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me inducía a
creer que a medida que mi firmeza aumentaba, la de mi atormentador sufría una
disminución proporcional? Sea como fuere, una ardiente esperanza empezó a
aguijonearme y fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y
desesperada resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.
Era en Roma, durante el carnaval del 18…, en un baile de máscaras que
ofrecía en su palazzo el duque napolitano Di Broglio. Me había dejado arrastrar
más que de costumbre por los excesos de la bebida, y la sofocante atmósfera de
los atestados salones me irritaba sobremanera. Luchaba además por abrirme
paso entre los invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente
encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima esposa del
anciano y caduco Di Broglio. Con una confianza por completo desprovista de
escrúpulos, me había hecho saber ella cuál sería su disfraz de aquella noche y, al
percibirla a la distancia, me esforzaba por llegar a su lado. Pero en ese momento
sentí que una mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al
oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro.
Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví violentamente
hacia el que acababa de interrumpirme y lo aferré por el cuello. Tal como lo
había imaginado, su disfraz era exactamente igual al mío: capa española de
terciopelo azul y cinturón rojo, del cual pendía una espada. Una máscara de seda
negra ocultaba por completo su rostro.
—¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia, mientras cada sílaba
que pronunciaba parecía atizar mi furia—. ¡Miserable impostor! ¡Maldito villano!
¡No me perseguirás… no, no me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te
atravieso de lado a lado aquí mismo!
Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una pequeña antecámara
contigua, arrastrándolo conmigo.
Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastabilló, mientras y o
cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba ponerse en guardia. Vaciló
apenas un instante; luego, con un ligero suspiro, desenvainó la espada sin decir
palabra y se aprestó a defenderse.
El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de excitación y sentía en mi
brazo la energía y la fuerza de toda una multitud. En pocos segundos lo fui
llevando arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a
mi merced, le hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta. Me apresuré a
evitar una intrusión, volviendo inmediatamente hacia mi moribundo antagonista.
¿Pero qué lenguaje humano puede pintar esa estupefacción, ese horror que se
posesionaron de mí frente al espectáculo que me esperaba? El breve instante en
que había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un cambio
material en la disposición de aquel ángulo del aposento. Donde antes no había
nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo menos me pareció así en mi
confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo del espanto, mi propia
imagen, pero cubierta de sangre y pálido el rostro, vino a mi encuentro
tambaleándose.
Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era
Wilson, quien se erguía ante mí agonizante. Su máscara y su capa y acían en el
suelo, donde las había arrojado. No había una sola hebra en sus ropas, ni una
línea en las definidas y singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías,
que no coincidieran en la más absoluta identidad.
Era Wilson. Pero y a no hablaba con un susurro, y hubiera podido creer que
era y o mismo el que hablaba cuando dijo:
—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora…
muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías… y al
matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!

En Cuentos I, Buenos Aires, Alianza, 1990.


Traducción y notas de Julio Cortázar.
La muerte de Iván Ilich

Lev Tolstói

I
Durante un descanso de la vista de la causa de los Melvinsky, los jueces y el
fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek —en el gran
edificio del Palacio de Justicia— y la conversación recay ó sobre el célebre
asunto de Krasovsky. Fiodor Vasilievich se acaloró, demostrando que dicho asunto
no incumbía a aquel tribunal. Iván Yegorovich se mantenía firme en su parecer y
Piotr Ivanovich, que no intervenía en la conversación, empezó a hojear los
periódicos que acababan de traer.
—Señores, ha muerto Iván Ilich —exclamó, de pronto.
—¿Es posible?
—Mire, lea la noticia —repitió Piotr Ivanovich, tendiendo a Fiodor Vasilievich
el ejemplar recién impreso, que olía aún a tinta fresca.
Una esquela, rodeada de una orla negra, decía lo siguiente: « Praskovia
Fiodorovna Golovina tiene el sentimiento de participar a sus parientes y amigos
que su amado esposo, Iván Ilich Golovin, miembro del Palacio de Justicia,
falleció el 4 de febrero de 1882. El entierro se verificará el viernes, a la una de la
tarde» .
Iván Ilich era colega de aquellos señores, y todos lo apreciaban mucho.
Hacía varias semanas que estaba enfermo; y decían que su enfermedad era
incurable. Su plaza no estaba aún vacante; pero se suponía que, en caso de que
muriera, la ocuparía Alexeiev y la de este último sería para Vinokov o Shtabel.
Así, pues, al oír la noticia del fallecimiento de Iván Ilich, el primer pensamiento
de todos los que estaban reunidos en el despacho fue acerca de la influencia que
podría tener aquella muerte sobre sus propios ascensos o los de sus conocidos.
« Probablemente, ocuparé ahora la plaza de Shtabel o la del Vinikov. Hace
mucho que me lo han prometido; y este ascenso me supone ochocientos rublos
más, sin contar la cancillería» , se dijo Fiodor Vasilievich.
« Tendré que solicitar el traslado de mi cuñado de Kaluga —pensó Piotr
Ivanovich—. Mi mujer se va a alegrar. Ahora y a no podrá decir que nunca he
hecho nada por sus parientes» .
—Ya me figuraba y o que no se levantaría —dijo Piotr Ivanovich, en voz alta.
—En suma, ¿qué es lo que ha tenido? Los médicos no han podido precisarlo.
O, mejor dicho, cada uno diagnosticó a su manera. Cuando lo vi por última vez
creí que se curaría.
—Pues y o no he ido a su casa desde las fiestas. Cada vez iba aplazando mi
visita.
—¿Tenía bienes?
—Parece ser que su mujer tiene algo. Pero poca cosa.
—Habrá que ir. Viven tan lejos…
—Lejos de la casa de usted. Todo está lejos de donde usted vive.
—No puede perdonarme que viva al otro lado del río —exclamó Piotr
Ivanovich, sonriendo a Shebek.
Empezaron a hablar de las grandes distancias de las ciudades; y, al cabo de un
rato, fueron a la reunión.
Aparte de las reflexiones sobre posibles nombramientos y cambios en el
servicio, que podría traer consigo ese fallecimiento, el hecho mismo de la muerte
de un conocido provocó en cuantos recibieron la noticia, según ocurre siempre,
un sentimiento de alegría, porque había muerto otro y no ellos.
« Él ha muerto, mientras y o vivo aún» , pensó y sintió cada cual. Los amigos
de Iván Ilich pensaron, además, a pesar suy o, que tendrían que cumplir una serie
de deberes de conveniencia, muy fastidiosos, tales como asistir a los funerales,
hacer una visita de pésame a la viuda, etcétera.
Entre los amigos más íntimos de Iván Ilich figuraban Fiodor Vasilievich y
Piotr Ivanovich. Éste había sido compañero suy o en la Escuela de Jurisprudencia,
y se creía el más obligado.
Mientras comían, comunicó a su mujer que Iván Ilich había muerto; y le
habló de la posibilidad de que trasladaran a su hermano.
Sin echarse a descansar siquiera, se puso el frac y fue a casa de la viuda.
Ante la puerta principal de la casa de Iván Ilich había un coche particular y
dos de alquiler. Abajo, en la antesala, cerca del perchero, se hallaba, apoy ada en
la pared, la tapa del ataúd, cubierta de una tela brillante de seda, y adornada de
lujosos flecos. Dos señoras enlutadas se quitaban las pellizas. Una de ellas era la
hermana de Iván Ilich; y Piotr Ivanovich no conocía a la otra. Schwartz, un
amigo de Piotr Ivanovich, bajaba la escalera. Al reparar en el recién llegado, se
detuvo y le hizo un guiño, como si dijera: « Es tonto lo que ha hecho Iván Ilich,
nosotros no somos así» .
El rostro de Schwartz, con sus largas patillas, así como toda su delgada figura,
enfundada en el frac, tenían siempre una elegante solemnidad, que estaba en
contradicción con su carácter jovial; pero en aquel momento se observaba en él
una gracia especial, según crey ó Piotr Ivanovich.
Dejando pasar adelante a las damas, subió lentamente la escalera. Schwartz
esperó arriba. Piotr Ivanovich comprendió por qué lo hacía. Sin duda quería
hablarle para preparar una partida de whist. Las damas pasaron a la escalera que
conducía a las habitaciones de la viuda; y Schwartz, con sus gruesos labios
plegados en una expresión seria y con una mirada jovial, movió las cejas, para
indicar a Piotr Ivanovich la habitación mortuoria, situada a la derecha.
Como ocurre siempre, Piotr Ivanovich entró, indeciso y sin saber lo que debía
hacer. Lo único que le constaba era que, en estos casos, nunca venía mal
persignarse. No estaba seguro si las señales de la cruz debían ir acompañadas de
inclinaciones y eligió el término medio: comenzó a persignarse, inclinándose
ligeramente. Al mismo tiempo, examinó el aposento, en la medida en que se lo
permitían los movimientos de la mano y de la cabeza. En aquel instante salían de
la habitación dos jóvenes; uno de ellos era un colegial, probablemente algún
sobrino del difunto. Una viejecita permanecía inmóvil; y, junto a ella, una señora
que tenía las cejas extrañamente enarcadas, le hablaba en voz baja. El sacristán,
un hombre robusto y decidido, que llevaba levita, leía en voz alta, con gran
expresión y un tono que excluía todas las contradicciones posibles. El criado
Guerasim pasó junto a Piotr Ivanovich, con andares ligeros, espolvoreando algo
por el suelo. Al ver esto, Piotr Ivanovich sintió, en el acto, un ligero olor a
cadáver en descomposición. En su última visita a Iván Ilich, Piotr Ivanovich
había visto a ese hombre en el despacho del difunto, cumpliendo las obligaciones
de enfermero. Iván Ilich le tenía un gran afecto. Piotr Ivanovich siguió
persignándose y haciendo ligeras reverencias en la dirección intermedia entre el
féretro, el sacristán y los iconos, que se hallaban en una mesa, en uno de los
rincones de la estancia. Luego, cuando ese movimiento de la mano le pareció
demasiado prolongado, se detuvo y empezó a examinar el cadáver.
Éste se hallaba tendido pesadamente como todos los muertos; sus miembros
rígidos desaparecían en el interior del ataúd y tenía la cabeza curvada para
siempre, reclinada sobre un cojín. Su frente, amarillenta como la cera, se
destacaba como se destaca la de todos los cadáveres; junto a las sienes hundidas
se apreciaban pequeñas calvas, y la nariz le sobresalía por encima del labio
superior, como haciendo presión sobre él. Había cambiado mucho; estaba
considerablemente más delgado que cuando Piotr Ivanovich lo viera por última
vez; pero su rostro, como el de todos los muertos, era más hermoso y, sobre todo,
más significativo de lo que había sido en vida. Expresaba que había hecho lo que
tenía que hacer, y que lo había hecho de una manera justa. Además, esa
expresión parecía reprochar o recordar algo a los vivos. Piotr Ivanovich crey ó
que aquello estaba fuera de lugar o, al menos, que no tenía nada que ver con él.
De pronto se sintió a disgusto, se apresuró a persignarse y salió con precipitación,
demasiado precipitadamente tal vez, para las reglas de las conveniencias. En la
habitación contigua lo esperaba Schwartz. Con las piernas abiertas y las manos
cruzadas a la espalda, jugueteaba con la chistera. Con sólo mirar al elegante,
atildado y jovial Schwartz, Piotr Ivanovich se sintió aliviado. Comprendió que
Schwartz se encontraba por encima de todo aquello y que no se dejaba arrastrar
por impresiones desagradables. Su aspecto decía: « El incidente de los funerales
por Iván Ilich no puede en modo alguno ser razón suficiente para interrumpir el
orden de la sesión; es decir, nada puede impedimos abrir un nuevo paquete de
cartas, mientras el criado encienda unas velas; en general, no hay razón para
suponer que esto sea un obstáculo para pasar una velada de un modo agradable» .
Hasta susurró a Piotr Ivanovich estas palabras, y le propuso que se uniera a la
partida que tendría lugar, aquella noche, en casa de Fiodor Vasilievich. Pero, por
lo visto, Piotr Ivanovich no estaba predestinado a jugar al whist aquella noche.
Praskovia Fiodorovna, una mujer de mediana estatura y gruesa que, a pesar de
todos sus esfuerzos por conseguir lo contrario, seguía ensanchándose, de hombros
para abajo, vestida de luto riguroso, con un velo negro en la cabeza y las cejas
tan extrañamente levantadas como las de la señora que estaba en el aposento del
difunto, salió de su habitación con otras damas; y, después de acompañarlas hasta
la puerta de la cámara mortuoria, dijo:
—Ahora mismo se celebrará el funeral; pasen ustedes.
Schwartz saludó con una indefinida inclinación de cabeza; y se detuvo sin
aceptar ni rechazar aquella invitación. Al reconocer a Piotr Ivanovich, Praskovia
Fiodorovna suspiró y, acercándose a él, tomó una de sus manos y le dijo:
—Sé que era usted un verdadero amigo de Iván Ilich…
Miró a su interlocutor, esperando de él una acción que correspondiera a estas
palabras. Piotr Ivanovich sabía que, si antes era preciso persignarse, ahora tenía
que estrechar la mano de la viuda, lanzar un suspiro y decir: « Créame usted…» .
Y esto fue lo único que hizo. Acto seguido, se dio cuenta de que había obtenido el
resultado deseado: se había conmovido y la viuda también.
—Venga usted conmigo; antes que empiece el funeral, tengo que hablarle —
dijo Praskovia Fiodorovna—. Déme el brazo.
Piotr Ivanovich ofreció el brazo a la viuda de Iván Ilich; y se dirigieron a las
habitaciones interiores, pasando ante Schwartz, que hizo un guiño denotador de
pena.
« ¡Nos ha echado a perder la partida de whist! Si no acude usted, buscaremos
otro compañero. Y cuando quede libre, podremos seguir la partida los cinco» ,
dijo su mirada jovial.
Piotr Ivanovich suspiró; aún más profunda y tristemente; y Praskovia
Fiodorovna, agradecida, le estrechó la mano. Al entrar en el salón, tapizado de
cretona rosa y discretamente alumbrado, se sentaron junto a una mesa; la viuda
en un diván y Piotr Ivanovich en un asiento bajo, cuy os muelles, descompuestos,
crujieron con el peso de su cuerpo. Praskovia Fiodorovna hubiera querido
ofrecerle otra silla; pero crey ó que era inoportuno ocuparse de tales cosas en la
situación en que se encontraba, y cambió de parecer. Mientras se sentaban, Piotr
Ivanovich recordó cómo Iván Ilich había arreglado aquel salón y se había
aconsejado de él respecto de aquella cretona rosa con hojas verdes. Al ir a
sentarse en el diván, cuando pasaba ante la mesa (el salón estaba lleno de
muebles y de cachivaches), a la viuda se le enganchó un extremo de su velo de
encajes en una de las incrustaciones de la mesa. Piotr Ivanovich se incorporó,
para desengancharlo; y el asiento, libre de su peso, comenzó a hincharse,
empujándolo hacia arriba. La viuda trató de desenganchar con sus propias manos
el extremo del velo; y Piotr Ivanovich se sentó de nuevo, aplastando el asiento
rebelde. Pero Praskovia Fiodorovna no consiguió su propósito, y Piotr Ivanovich
volvió a levantarse; el asiento se agitó de nuevo y hasta emitió un crujido. Cuando
todo quedó arreglado, Praskovia Fiodorovna sacó un pañuelo de impecable batista
y se echó a llorar. Piotr Ivanovich, que se había calmado con el episodio del velo
y la lucha contra el asiento, permanecía sentado, con el entrecejo fruncido. Fue
Sokolov, el criado del difunto Iván Ilich, quien rompió esa embarazosa situación.
Había venido a comunicar que el terreno del cementerio que Praskovia
Fiodorovna había designado costaría doscientos rublos. La viuda dejó de llorar; y,
mirando a Piotr Ivanovich con aire de mártir, le dijo, en francés, que sufría
mucho. Piotr Ivanovich hizo una señal muda, que expresaba la absoluta certeza
de que no podía ser de otro modo.
—Fume usted, se lo ruego —dijo Praskovia Fiodorovna, con tono generoso,
aunque abatido al mismo tiempo; y empezó a discutir con Sokolov respecto del
precio del terreno.
Mientras Piotr Ivanovich encendía el cigarrillo, oy ó que la viuda se
informaba con todo detalle de los distintos precios de los terrenos y que,
finalmente, precisaba el que tomaría. Después, dio las órdenes oportunas
respecto al coro. Sokolov se marchó.
—Todo lo hago y o misma —dijo Praskovia Fiodorovna a Piotr Ivanovich,
apartando unos álbumes. Y dándose cuenta de que la ceniza del cigarrillo de su
interlocutor amenazaba la mesa, se apresuró a alargarle el cenicero, mientras
añadía—: Encuentro que es afectado asegurar que la pena impide ocuparse de
asuntos prácticos. A mí me ocurre lo contrario. Si hay algo que puede, si no
consolarme, al menos… distraerme, es precisamente la preocupación por
arreglar las cosas de él —volvió a sacar el pañuelo, como si fuera a echarse a
llorar; pero pareció dominarse, y continuó en tono tranquilo—: Tengo que decirle
algo.
Piotr Ivanovich se inclinó ligeramente, sin permitir que se desplegaran los
muelles del asiento, que, acto seguido, empezó a agitarse bajo su cuerpo.
—Sufrió terriblemente los últimos días.
—¿Ha sufrido mucho? —preguntó Piotr Ivanovich.
—¡Terriblemente! En sus últimas horas no cesó de gritar. Los tres días
postreros, con sus consabidas noches, se quejaba constantemente. No comprendo
cómo ha podido soportar eso. Sus gritos se oían a través de tres puertas. ¡Oh,
cuánto he sufrido!
—Pero ¿estaba consciente? —preguntó Piotr Ivanovich.
—Sí, hasta el último momento —replicó Praskovia Fiodorovna, en un susurro.
Se despidió de nosotros, un cuarto de hora antes de morir, y rogó que se
llevaran a Volodia.
De pronto, la idea de los sufrimientos padecidos por un hombre al que
conociera siendo un alegre colegial y más tarde, adulto y colega suy o, horrorizó
a Piotr Ivanovich, a pesar de la desagradable conciencia de su propia afectación
y la de aquella mujer. Se representó aquella frente y aquella nariz que hacía
presión sobre el labio superior; y temió por sí mismo.
« Tres días de atroces sufrimientos, y la muerte. Esto puede sucederme a
cada instante» , pensó; y, por un momento, se sintió horrorizado. Pero
inmediatamente, y sin que él mismo pudiera explicar el motivo, acudió en su
ay uda el pensamiento habitual de que eso le había ocurrido a Iván Ilich y no a él.
Aquello no podía ni debía ocurrirle; pensando en ello, se le estropearía el estado
de ánimo, cosa que no estaba bien, según podía uno darse cuenta al contemplar el
rostro de Schwartz. Después de haber reflexionado de esta manera, Piotr
Ivanovich se tranquilizó y empezó a hacer preguntas, con gran interés, acerca de
la muerte de Iván Ilich, como si la muerte fuese una aventura propia de éste,
pero no de él.
Después de comentar, con todo detalle, los distintos aspectos de los
sufrimientos físicos, realmente atroces, de Iván Ilich (Piotr Ivanovich se enteró
de aquellos detalles sólo por la manera en que los sufrimientos del difunto habían
obrado sobre los nervios de Praskovia Fiodorovna), la viuda crey ó oportuno pasar
al asunto.
—¡Oh Piotr Ivanovich! ¡Cuánto sufro, cuánto sufro! —exclamó; y de nuevo
se deshizo en lágrimas.
Piotr Ivanovich lanzó un suspiro y esperó a que la viuda se sonara. Cuando
Praskovia Fiodorovna lo hizo, dijo:
—Crea usted…
Entonces, Praskovia Fiodorovna reanudó la conversación y explicó, por fin, su
asunto. Se trataba de averiguar cómo debía arreglárselas para obtener una
cantidad de dinero de la Tesorería del Gobierno, con motivo del fallecimiento de
su marido. Hizo como que pedía a Piotr Ivanovich consejos relativos a su pensión
de viuda; pero éste comprendió que estaba enterada hasta en los más pequeños
detalles de cosas que incluso él ignoraba. Praskovia Fiodorovna sabía
perfectamente la cantidad de dinero que podría sacar al Estado; pero lo que
deseaba averiguar era si había algún medio de sacar más. Piotr Ivanovich trató
de inventarse un medio para hacerlo; pero, después de meditar un rato y de
censurar, por conveniencia, la avaricia del Gobierno ruso, dijo que
probablemente no podría obtener lo que deseaba. Entonces, la viuda suspiró y, sin
duda, empezó a idear la manera de librarse de su visitante. Piotr Ivanovich lo
comprendió. Apagó el cigarrillo, se puso en pie; y, tras de estrechar la mano a la
dueña de la casa, se retiró a la antesala.
En el comedor estaba el reloj que Iván Ilich había comprado en una
almoneda y del que estaba muy satisfecho. Allí se encontró Piotr Ivanovich al
sacerdote y a algunos conocidos que venían para asistir al funeral, así como a la
hija del difunto, una muchacha muy bella a la que conocía. Iba vestida de negro.
Su cintura, muy estrecha, daba la impresión de estar más delgada que antes.
Tenía un aire sombrío, decidido y casi irritado. Saludó a Piotr Ivanovich como si
éste fuese culpable de algo. Tras de ella se hallaba, con el mismo aire sombrío,
un joven muy rico, a quien Piotr Ivanovich conocía también. Era el juez de
Instrucción y prometido de la muchacha, según se decía. Piotr Ivanovich los
saludó con expresión triste; y se disponía a entrar en la cámara mortuoria,
cuando vio, al pie de la escalera, a un colegial: era el hijo de Iván Ilich y se
parecía a él de un modo sorprendente. Era idéntico a Iván Ilich de jovencito, tal
y como Piotr Ivanovich lo había conocido, en la Escuela de Jurisprudencia. Sus
ojos llorosos tenían la expresión de los muchachos de trece o catorce años, que
y a no son inocentes. Al ver a Piotr Ivanovich, hizo una mueca severa y tímida.
Haciéndole un movimiento de cabeza, Piotr Ivanovich entró en el cuarto del
difunto. Empezó el funeral, con sus cirios, su incienso, las lamentaciones, las
lágrimas y los sollozos. Piotr Ivanovich, con el entrecejo fruncido, se miraba a
los pies. No levantó ni una sola vez la vista hacia el cadáver; no se dejó llevar por
las influencias depresivas hasta el final de la ceremonia; y fue uno de los
primeros en salir del cuarto. No había nadie en la antesala. Guerasim, el mozo de
comedor, salió presurosamente de la cámara mortuoria; revolvió con sus fuertes
manos todas las pellizas, para encontrar la de Piotr Ivanovich, y se la ofreció.
—¿Qué hay, Guerasim? ¿Estás apenado? —exclamó Piotr Ivanovich, por
decir algo.
—Ha sido la voluntad de Dios. Todos iremos a parar allí —replicó el criado,
dejando al descubierto sus blancos y apretados dientes de campesino. Y como un
hombre muy ocupado, abrió la puerta, llamó al cochero y, tras de ay udar a Piotr
Ivanovich a instalarse en el coche, volvió apresuradamente, con la expresión de
quien trata de recordar lo que le queda por hacer aún.
Piotr Ivanovich sintió un placer especial al respirar aire puro, después de
haber estado en una casa donde olía a incienso, a cadáver y a ácido fénico.
—¿Adónde vamos? —preguntó el cochero.
—Aún es temprano. Me pasaré por casa de Fiodor Vasilievich.
Y Piotr Ivanovich fue allí. Encontró a sus amigos al final de la primera
partida, de manera que pudo tomar parte en el juego.
II
La historia de Iván Ilich era de las más sencillas y corrientes, y de las más
terribles.
Murió a los cuarenta y cinco años, siendo miembro del Palacio de Justicia.
Era hijo de un funcionario que había hecho, en diferentes departamentos
ministeriales de San Petersburgo, una de aquellas carreras que demuestran
claramente que el individuo es incapaz de desempeñar cualquier función
importante, pero que, gracias a la larga duración de sus servicios y a su
escalafón, no puede ser despedido. Por ese motivo, recibe un puesto ficticio,
expresamente inventado, con un sueldo de seis a diez mil rublos, nada ficticios,
con el que vive hasta la más avanzada vejez.
Tal había sido el consejero secreto Ilia Efimovich Golovin, miembro inútil de
varias inútiles instituciones.
Había tenido tres hijos y una hija. Iván Ilich era el segundo. El may or seguía
la misma carrera que el padre, aunque en un Ministerio distinto; y se acercaba
y a a la época de servicio en que se percibe un sueldo por la fuerza de la inercia.
El tercer hijo era un fracasado. Había quedado mal en cuantos puestos había
ocupado; y en aquella época estaba empleado en la administración de
ferrocarriles. Tanto su padre como sus hermanos y, sobre todo, las mujeres de
éstos, no sólo evitaban encontrárselo, sino que sólo se acordaban de su existencia
en casos de necesidad. La hermana estaba casada con el barón Gref, un
funcionario de San Petersburgo, igual que su padre político. Iván Ilich era le
phénix de la famille, según se decía. No era tan frío ni tan ordenado como su
hermano may or, ni tan alocado como el pequeño. Ocupaba el justo medio entre
los dos: era inteligente, vivo, simpático y formal. Había estudiado, junto con su
hermano menor, en la Escuela de Jurisprudencia. Su hermano no acabó la
carrera; lo echaron antes de llegar al quinto curso. En cambio, Iván Ilich terminó
bien sus estudios. En la Escuela fue lo que iba a ser durante toda su vida; un
hombre dotado de capacidades, alegre, bondadoso y sociable, aunque, al mismo
tiempo, fiel cumplidor de lo que consideraba su deber; y por deber admitía
cuanto era considerado como tal por los que ocupaban puestos superiores al suy o.
Nunca había sido adulador, ni de muchacho ni de adulto; pero, desde sus años
juveniles, se sintió atraído, como las moscas por la luz, hacia las personas que
ocupaban puestos superiores en la sociedad. Los imitaba en sus maneras y en sus
puntos de vista; y sostenía con ellos relaciones cordiales. Las pasiones de la
infancia y de la juventud habían pasado sin dejar huellas en él. Se había
entregado a la sensibilidad y a la vanidad y, en los rasgos más elevados, a la
liberalidad; pero siempre dentro de ciertos limites, que sin duda le indicaba su
buen sentido.
En la Escuela de Jurisprudencia había realizado actos que antes le parecieran
villanías y le inspiraban repulsión hacia sí mismo; pero, posteriormente, al ver
que hombres de elevada posición cometían actos por el estilo y no se
consideraban malos, no los juzgó precisamente buenos, pero los echó en olvido,
sin amargarse con tales recuerdos.
Al acabar la carrera recibió de su padre una cantidad de dinero para
equiparse. Encargó sus trajes en la casa Sharmer y, entre los dijes de la cadena
del reloj, colgó un medallón con la inscripción siguiente: Respice finem; se
despidió de sus profesores, dio una comida a sus compañeros, en Donon; y,
provisto de una maleta nueva con ropa interior, trajes y objetos de tocador, que
había adquirido en las mejores tiendas, partió a una provincia, a ocupar el puesto
(que le había proporcionado su padre) de encargado de los asuntos particulares
del Gobernador.
En cuanto llegó a aquella provincia, supo crearse una situación fácil y
agradable, como la que había tenido en la Escuela de Jurisprudencia. Servía,
hacía su carrera y, al mismo tiempo, se divertía de un modo agradable y
conveniente.
De cuando en cuando, efectuaba viajes por los distritos, por orden de la
superioridad. Se mantenía dignamente, lo mismo ante sus superiores que ante sus
subordinados; y cumplía con exactitud y honradez incorruptibles, de las que no
podía por menos de sentirse orgulloso, las misiones que se le encomendaban,
sobre todo si estaban relacionadas con los sectarios.
A pesar de su juventud y de su tendencia a distracciones ligeras, se mostraba
reservado, oficial y hasta severo en lo que se refería a los asuntos privados del
servicio. En sociedad, era siempre jovial, ingenioso, lleno de bondad, correcto y
bon enfant, como solía decir de él su jefe y la mujer de éste, que lo recibían
como a un miembro de la familia.
Sostenía íntimas relaciones con una dama de la provincia, que se había
impuesto a aquel leguley o; tenía una amiga modista; se emborrachaba en
compañía de los ay udantes militares de paso en la provincia; daba paseos por las
calles solitarias de la ciudad; adulaba a su jefe e incluso a la mujer de éste; pero
había en todo esto un tal aire de corrección, que hubiera sido imposible calificarlo
con malas palabras. Todo estaba de acuerdo con el aforismo francés: Il faut que
jeunesse se passe [1] . Llevaba a cabo estas cosas con las manos limpias, con
camisas impecables y empleando palabras francesas; y lo principal era que
tenían lugar en la alta sociedad y, por consiguiente, con la aprobación de
personajes elevados.
Así fue como pasaron los cinco primeros años de servicio de Iván Ilich.
Entonces, hubo un cambio. Aparecieron unas instituciones judiciales; y hubo
necesidad de buscar hombres nuevos.
Iván Ilich fue uno de ellos.
Se le ofreció una plaza de juez de Instrucción, que aceptó, a pesar de que
tenía que ir a otra provincia, abandonar las relaciones y a establecidas y crearse
otras nuevas. Sus amigos lo acompañaron a la estación, se retrataron en grupo; y,
entre todos, le regalaron una petaca de plata. Iván Ilich partió para hacerse cargo
de su nuevo empleo.
En su calidad de juez de Instrucción, Iván Ilich fue igualmente comme il faut,
correcto; supo distinguir, lo mismo que antes, los deberes del servicio de los de su
vida privada; e infundía el mismo respeto a cuantos lo rodeaban. El nuevo puesto
le ofrecía más interés y atractivos que el anterior. Le era agradable pasar vestido
con su uniforme, confeccionado en la casa Shamer, ante los temblorosos
solicitantes que esperaban audiencia y los funcionarios que lo envidiaban, para
entrar directamente en el despacho del jefe, y sentarse allí a tomar una taza de té
y fumar un cigarrillo; pero había pocas personas que dependieran directamente
de su voluntad. Tales eran solamente los comisarios de Policía y los agentes,
cuando se los mandaba con alguna misión especial. Le gustaba tratar con
cortesía, casi con camaradería, a las personas que dependían de él; le agradaba
dar a entender que, aunque podía aplastarlos, les dispensaba un trato amistoso y
sencillo. Pero estos casos eran pocos. Ahora, en cambio, siendo juez de
Instrucción, Iván Ilich sentía que todos, absolutamente todos —incluso los
hombres más importantes y satisfechos de sí mismos— estaban en sus manos; y
que le bastaba escribir ciertas palabras en un papel sellado, para que cualquier
personaje importante se presentara ante él, en calidad de acusado o de testigo; y,
si no le ofrecía un asiento, permaneciera en pie, contestando a sus preguntas.
Iván Ilich no abusaba nunca de su poder; al contrario, trataba de dulcificarlo. La
conciencia de ese poder y la posibilidad de dulcificarlo constituían, realmente, el
principal interés y el atractivo de su nuevo cargo. En sus funciones mismas,
precisamente en la instrucción de causas, no tardó en adoptar un sistema de
apartar las circunstancias que no tuviesen que ver con su servicio. Incoaba la
causa más complicada de tal forma, que sólo se reflejaba en el papel de un
modo externo, quedando exenta de sus opiniones personales; y observaba las
formalidades exigidas. Iván Ilich fue uno de los primeros que aplicó de manera
práctica los estatutos del año 1864.
Al llegar a la nueva ciudad para ocupar el puesto de juez de Instrucción, Iván
Ilich se creó nuevas amistades y nuevas relaciones; y su actitud fue distinta de la
de antes. Se mantenía a una respetuosa distancia de las autoridades provinciales,
escogiendo sus relaciones entre la mejor sociedad de los magistrados y de los
nobles ricos de la población. Adoptó un tono de ligero descontento respecto del
Gobierno, de liberalismo moderado y de civismo burgués. Además de todo esto,
sin cambiar nada de su elegante indumento, dejó de afeitarse, permitiendo que la
barba creciera a su antojo.
Su nueva vida se organizó de un modo muy grato, la sociedad, que
murmuraba contra el gobernador, era agradable y amistosa; el sueldo era más
elevado que antes y el whist añadió un nuevo atractivo a su existencia. Iván Ilich
tenía el don de jugar alegremente y de reflexionar con rapidez y habilidad,
motivo por el cual casi siempre ganaba.
Después de dos años de servicio en aquella nueva ciudad, se encontró con su
futura mujer. Praskovia Fiodorovna Mijel era la muchacha más atractiva, más
inteligente y brillante de la sociedad frecuentada por Iván Ilich. Entre otras
distracciones y diversiones, se había creado unas relaciones joviales y ligeras
con Praskovia Fiodorovna.
Iván Ilich solía bailar durante la época en que había desempeñado su cargo
anterior; pero siendo juez de Instrucción lo hacía sólo en casos excepcionales. Sin
embargo, si se presentaba la ocasión, podía demostrar que también en ese
aspecto se destacaba. De tarde en tarde, al final de las veladas, bailaba con
Praskovia Fiodorovna; y fue precisamente entonces cuando la conquistó. La
muchacha se enamoró de él. Iván Ilich no tenía la intención determinada de
casarse; pero, cuando Praskovia Fiodorovna se enamoró de él, se hizo la siguiente
pregunta: « En realidad, ¿por qué no había de casarme?» .
Praskovia Fiodorovna pertenecía a una noble familia y disponía de una
pequeña dote. Iván Ilich hubiera podido aspirar a un partido más brillante; pero
éste tampoco estaba mal. Él tenía su sueldo y pensaba que la muchacha llevaría
un equivalente. Descendía de una buena familia, era agradable, graciosa y una
mujer como es debido. Tan injusto sería decir que Iván Ilich quería casarse
porque estaba enamorado de su prometida y veía en ella una compañera que
compartiría sus ideas acerca de la vida, como afirmar que se casaba porque las
personas de su círculo aprobaban aquella elección. Iván Ilich se casaba por dos
consideraciones: le era agradable tomar semejante esposa; y al mismo tiempo,
cumplía una cosa que las personas de alta posición consideraban razonable.
Iván Ilich se casó. El proceso mismo del matrimonio y la primera época de
la vida cony ugal, con las caricias, los nuevos muebles, la vajilla y la ropa, hasta
el embarazo de su mujer, pasaron muy bien. Así, pues, empezaba a creer que el
carácter de su vida, agradable, fácil, alegre, siempre correcto y aprobado por la
sociedad, al que consideraba propio de la vida en general, no sólo no sería
turbado por el matrimonio, sino que incluso éste lo aumentaría. Pero durante el
primer mes del embarazo de su mujer ocurrió algo nuevo, imprevisto,
desagradable, penoso, inconveniente y de lo que no había manera de librarse.
Su mujer, sin razón alguna, según creía Iván Ilich, de gaieté de coeur,
empezó a turbar el encanto y la decencia de su vida. Sin motivo, se mostraba
celosa, y exigía de él los más solícitos cuidados, se irritaba por cualquier cosa y
le hacía escenas desagradables e inconvenientes.
Al principio, Iván Ilich esperó librarse pronto de esa situación tan
desagradable, por medio de aquel modo fácil y decente de considerar la vida que
lo había salvado antes. Trató de hacer como que ignoraba el mal humor de su
mujer; y continuó su vida alegre y fácil, invitando a sus amigos a jugar a las
cartas y procurando ir al club o a casa de sus compañeros. Pero un día su mujer
lo riñó con palabras enérgicas y groseras, cosa que volvió a repetir cada vez que
no cumplía con sus exigencias. Por lo visto, había decidido continuar de este
modo hasta que la obedeciera, es decir, hasta que optara por quedarse en casa y
aburrirse lo mismo que ella. Iván Ilich se horrorizó. Comprendió que la vida
cony ugal —al menos con su mujer— no correspondía a los encantos y a las
conveniencias de la vida, sino que, por el contrario, los destruía a menudo. Era
preciso, pues, ponerse en guardia. E Iván Ilich empezó a buscar el medio de
hacerlo. El servicio era lo único que imponía a Praskovia Fiodorovna; por tanto,
Iván Ilich empezó a luchar con ella para obtener su mundo independiente,
tomando como arma el servicio y las obligaciones que se derivaban de él.
Con el nacimiento de su hijo, los intentos de su crianza y sus fracasos, las
enfermedades efectivas y las imaginarias, tanto de la madre como del recién
nacido (se exigía a Iván Ilich que se interesara por ellas, aunque no era capaz de
entender nada), la necesidad de crearse un mundo fuera de su familia se hizo aún
más imperiosa.
A medida que aumentaban la irascibilidad y las exigencias de su mujer, Iván
Ilich iba transportando el centro de gravedad de su vida a su trabajo. Sentía un
interés mucho más vivo por el servicio; y se volvió más ambicioso que antes.
Muy pronto, al año de casado, comprendió que si bien la vida cony ugal
ofrece algunas comodidades, es en suma un asunto muy complicado y penoso; y
que, para cumplir los deberes que impone, es decir, para llevar una vida decente,
aprobada por la sociedad, es preciso establecer determinadas relaciones, lo
mismo que en el servicio.
E Iván Ilich trató de establecerlas. Exigía de la vida familiar tan sólo las
comodidades que ésta podía darle, es decir, una buena comida, un ama de casa,
una cama y, sobre todo, las conveniencias exteriores, que se determinan por la
opinión pública. En lo demás, buscaba placer y alegría; y si los encontraba,
estaba agradecidísimo. Si tropezaba con la resistencia y el mal humor,
inmediatamente se iba a su mundo particular, al servicio, en el que se hallaba a
gusto.
Iván Ilich era muy apreciado como buen funcionario; y, al cabo de tres años,
lo nombraron sustituto del fiscal. Sus nuevas obligaciones, su importancia y la
posibilidad de hacer juzgar y meter en la cárcel a quien se le antojara, los
discursos públicos y los triunfos que obtenía, todas estas cosas lo atraían más al
servicio.
Tuvieron más hijos. Su mujer se volvía cada vez más gruñona y
malhumorada; pero las reglas que se había impuesto Iván Ilich para la vida
familiar lo hicieron casi insensible a estas cosas.
Después de siete años de servicio en una ciudad, fue nombrado fiscal y
trasladado a otra provincia. Tenían poco dinero y a Praskovia Fiodorovna le
desagradó la nueva población. El sueldo de Iván Ilich era más elevado; pero
también la vida estaba más cara. Además, se les murieron dos hijos y la vida
familiar se volvió aún más desagradable.
Praskovia Fiodorovna reprochaba a su esposo todos los infortunios ocurridos
en la nueva residencia. Por lo general, el tema de las conversaciones entre los
esposos, sobre todo en lo que se refería a la educación de los hijos, consistía en
los recuerdos de disputas anteriores; y a cada instante estallaban otras nuevas.
Únicamente quedaban algunos períodos amorosos que volvían a veces; pero
duraban poco. Eran como unas islas que abordaban por un corto espacio de
tiempo, y luego se lanzaban de nuevo al mar de una oculta hostilidad, que se
expresaba por el distanciamiento mutuo. Ese distanciamiento hubiera podido
apenar a Iván Ilich si no considerase que debía ser así; pero en aquella época no
sólo tomaba aquella situación como una situación normal, sino hasta como el
objeto de su actividad en la familia. Ese objeto consistía en liberarse cada vez
más de esos disgustos y darles un carácter inofensivo y conveniente. Conseguía
esto permaneciendo cada vez menos tiempo en su casa; y, cuando estaba
obligado a quedarse, procuraba asegurar su situación por medio de la presencia
de personas extrañas. Lo más importante para él era su cargo. Todo el interés de
su vida se concentraba en el mundo del servicio. Y ese interés lo absorbía por
completo. La conciencia de su poder, de la posibilidad de hacer perecer al
hombre que se le antojara; su importancia, incluso la externa, cuando entraba en
el Palacio de Justicia y se encontraba con sus subordinados; los triunfos que
obtenía ante sus superiores y, sobre todo, la habilidad con que llevaba los asuntos
judiciales y que se reconocía él mismo, todo esto lo alegraba; y, unido a las
tertulias con sus compañeros, las comidas y el whist, llenaba su vida. Así, pues, su
existencia discurría según sus reglas, es decir, de un modo grato y conveniente.
Vivió así por espacio de diecisiete años. Su hija may or había cumplido y a los
dieciséis. Se le murió otro hijo y sólo le quedó uno; era y a un colegial, que
constituía uno de los motivos de discordia entre los esposos. Iván Ilich quería que
cursara los estudios en la Escuela de Jurisprudencia; pero Praskovia Fiodorovna,
por llevarle la contraria, lo había mandado a un gimnasio. La hija estudiaba en
casa y se desarrollaba bien. Tampoco era mal estudiante el muchacho.
III
De este modo transcurrieron diecisiete años desde la boda de Iván Ilich. Era y a
un antiguo fiscal; había rehusado algunos cargos, esperando uno mejor, cuando,
inesperadamente, surgió un acontecimiento desagradable, que turbó su existencia
tranquila. Iván Ilich esperaba la plaza de presidente de Tribunal en una ciudad
universitaria; pero Goppe le había tomado la delantera, se la arrebató. Iván Ilich
se irritó, le hizo recriminaciones y se enfadó con los jefes. Todos se volvieron
fríos hacia él y se lo omitió de nuevo en los siguientes nombramientos.
Esto ocurrió en 1880. Fue el año más penoso de toda la vida de Iván Ilich. Por
una parte, el sueldo no le alcanzaba para subsistir; y, por otra, notó que todos lo
habían olvidado. Consideró esto como la may or injusticia del mundo. En cambio,
a los demás les parecía naturalísimo. Ni siquiera su propio padre se creía en el
deber de ay udarlo. Notó que todos lo habían abandonado, considerando que su
situación, con tres mil quinientos rublos, era normal y hasta ventajosa. Sólo él
sabía que, con la conciencia de las injusticias que habían cometido con él, las
continuas recriminaciones de su mujer y las deudas que había contraído (al
gastar más de lo que le permitían sus medios), su situación estaba lejos de ser
normal.
En el verano de 1880 tomó un permiso; y, con objeto de disminuir los gastos,
partió con su mujer a la aldea del hermano de ésta.
En el campo, sin ocupación, sintió por primera vez, no sólo un gran
aburrimiento, sino una tristeza insoportable; y resolvió que no podía vivir de este
modo y que era imprescindible tomar medidas decisivas.
Después de una noche de insomnio, durante la cual se paseó por la terraza,
decidió que iría a San Petersburgo para arreglar sus asuntos, castigar « a los que
no sabían apreciarlo» , y pedir el traslado a otro ministerio.
Al día siguiente, a pesar de que su mujer y su cuñado trataron de disuadirlo
por todos los medios, se marchó a San Petersburgo.
Partió con un objetivo: conseguir un puesto con cinco mil rublos de sueldo. Ya
no tenía preferencias por un ministerio determinado, por ninguna tendencia ni por
ningún género de actividad. Tan sólo necesitaba una plaza de cinco mil rublos de
sueldo, y a fuera en la administración, en algún banco, en los ferrocarriles, en una
institución de la emperatriz María o incluso en la aduana. Lo cierto era que
necesitaba, de toda precisión, un sueldo de cinco mil rublos y salir de un
ministerio en el que no lo sabían apreciar.
El viaje de Iván Ilich fue coronado por un éxito extraordinario e inesperado.
En Kursk entró en el vagón de primera clase F. S. Ilin, un conocido suy o; y le
contó que, recientemente, el gobernador de aquella ciudad había recibido un
telegrama en el que anunciaban que uno de aquellos días tendría lugar su cambio
en el ministerio; Iván Semionovich ocuparía la plaza de Piotr Ivanovich.
Aparte de la importancia que tenía para Rusia aquel presunto cambio, era
particularmente significativo para Iván Ilich el hecho de que hicieran resaltar la
personalidad de Piotr Petrovich, y, probablemente, la de su amigo Zajar
Ivanovich, lo que presentaba grandes ventajas para él.
La noticia se confirmó en Moscú. Y al llegar a San Petersburgo, Iván Ilich se
encontró con Zajar Ivanovich y obtuvo de él la promesa de una plaza segura en
el mismo ministerio en que estaba.
Una semana después, telegrafiaba a su mujer:
«Zajar, plaza Miller. Recibiré nombramiento en el primer informe».
Gracias a aquel cambio de personajes, Iván Ilich ocupó una plaza tal, en su
antiguo ministerio, que subió dos puestos en el escalafón y tuvo cinco mil rublos
de sueldo y tres mil quinientos de dietas: Iván Ilich olvidó la indignación que
había sentido contra sus enemigos y contra todo el ministerio; y se sintió feliz.
Volvió a la aldea, tan alegre y contento como no lo había estado desde hacía
mucho tiempo. Praskovia Fiodorovna se alegró también; y hubo entre ellos una
reconciliación. Iván Ilich le contó cómo se le había honrado en San Petersburgo,
lo avergonzados que se habían sentido sus enemigos, cómo lo habían adulado, lo
que le envidiaban su posición y, sobre todo, lo que lo apreciaban todos en San
Petersburgo.
Praskovia Fiodorovna escuchó a su marido aparentando creerle, y no lo
contradijo en nada; se limitó a hacer proy ectos para su nueva vida en la ciudad a
la que se iban a trasladar. Iván Ilich vio con alegría que sus planes eran idénticos
a los suy os, que estaba de acuerdo con su mujer y que su vida interrumpida
volvía a adquirir el carácter alegre y correcto que le era propio.
Estuvo poco tiempo en la aldea. Tenía que tomar posesión de su nuevo cargo
el 10 de septiembre; y, aparte de esto, necesitaba tiempo para instalarse en su
nuevo domicilio, trasladar las cosas que tenía en la provincia, hacer algunas
compras y dar muchas órdenes. En una palabra, tenía que instalarse tal y como
lo había dispuesto su mente y casi igual que lo había planeado Praskovia
Fiodorovna en su fuero interno.
En aquella época en que todo se iba arreglando con buen éxito, en que Iván
Ilich estaba de acuerdo con su mujer en todos los planes y en que casi siempre
vivían separados, intimaron más que en los primeros años de su vida cony ugal.
Iván Ilich tuvo la intención de llevarse a su familia inmediatamente; pero su
cuñado y la mujer de éste, que repentinamente se habían vuelto amables y
afectuosos con los Golovin, insistieron en que la dejara allí, de manera que partió
solo.
Se puso en camino. La buena disposición de ánimo, provocada por el éxito
obtenido y por estar de acuerdo con su mujer, no lo abandonaba. Encontró un
piso encantador, precisamente tal y como lo habían soñado marido y mujer.
Tenía espaciosos salones de estilo antiguo, de altos techos; un despacho amplio y
cómodo; habitaciones para su mujer y para su hija; un cuarto de estudio para el
muchacho… En una palabra, todo parecía hecho expresamente para ellos. Iván
Ilich en persona se ocupó del arreglo de la casa; elegía los papeles para
empapelar las habitaciones y las tapicerías; compraba muebles, que buscaba
particularmente entre los antiguos, porque creía que tenían un estilo comme il
faut; y todo se llevaba a cabo, paulatinamente, y se acercaba al ideal que se
había formado. Cuando la mitad de las cosas estuvieron dispuestas, la instalación
excedió sus esperanzas. Comprendió el carácter comme il faut, elegante, nada
trivial, que adquiriría el piso cuando estuviera terminado. Al dormirse, se
representaba la sala, tal y como iba a quedar. Y contemplando el salón, no
concluido aún, veía y a la chimenea, el biombo, la vitrina, las sillas dispuestas en
su sitio, los platos en las paredes y los bronces. Le alegraba la idea de la sorpresa
que se llevaría Pasha[2] y Lisanka, que también eran aficionadas a estas cosas.
No era posible que esperasen ver aquello. Había tenido la gran suerte de
encontrar y comprar, bastante barato, objetos antiguos que imprimían a la casa
un carácter particularmente distinguido. En sus cartas presentaba adrede las
cosas mucho peor de lo que eran en realidad, para sorprender a su familia
cuando llegara. Todo esto lo entretenía tanto que, a veces, cambiaba los muebles
de lugar y colgaba las cortinas con sus propias manos. Una vez, al subir a una
escalera para indicar al tapicero cómo quería que colgara una cortina, perdió pie;
pero como era un hombre ágil y fuerte, no llegó a caerse; tan sólo se dio un golpe
en un costado contra el pomo de la ventana. La contusión le dolió cierto tiempo;
pero los dolores cesaron, al fin. Por aquella época, Iván Ilich se sentía
particularmente alegre y en perfecto estado de salud. Escribía a su casa: « Noto
que me he rejuvenecido en quince años» . Pensaba terminar la instalación en el
mes de septiembre; pero ésta se prolongó hasta mediados de octubre. En cambio,
todo resultaba encantador y no era sólo él quien opinaba así. Todo el mundo le
decía lo mismo.
En realidad, allí había lo que suele haber en las casas de las personas no
demasiado acomodadas, pero que quieren parecerlo y que, por ese motivo, se
asemejan unos a otros; tapicerías, muebles de ébano, flores, tapices y bronces
oscuros y brillantes, todo cuanto cierta clase de personas acumulan y con lo cual
se parecen unas a otras. La casa de Iván Ilich era tan parecida a otras, que nada
llamaba la atención; sin embargo, veía en ella un encanto especial. Cuando
recogió a su familia en la estación y la llevó al piso bien alumbrado, donde un
lacay o con corbata blanca abrió la puerta que conducía a la antesala, adornada
de flores, y entraron después en la habitación y en el despacho, lanzando gritos
de entusiasmo, Iván Ilich se sintió muy feliz; y, mientras les mostraba todas las
cosas, disfrutaba de los elogios que hacían, experimentando una alegría inmensa.
Aquella misma noche Praskovia Fiodorovna le preguntó, entre otras cosas, cómo
se había caído; e Iván Ilich se echó a reír y representó la escena de su caída y el
susto del tapicero.
—No en balde hago gimnasia. Otro se habría matado; en cambio, y o apenas
si me he dado un golpe. Cuando me toco aquí me duele; pero y a se está pasando,
y sólo queda un cardenal.
Empezaron su nueva vida; pero como ocurre siempre, cuando se
acostumbraron al nuevo domicilio, notaron que les faltaba una habitación; y
aunque vivían bien con el nuevo sueldo les faltaba un poquito, es decir, unos
quinientos rublos. Vivieron a gusto, sobre todo durante la primera temporada,
cuando aún no habían terminado la instalación y ora tenían que comprar o
encargar algo, ora cambiar de sitio un mueble o arreglar alguna cosa. Aunque
había algunos desacuerdos entre los esposos, los dos estaban contentos y, por otra
parte, tenían tantas cosas que hacer, que no podían surgir grandes disputas.
Cuando terminaron por completo el arreglo del piso, se sintieron ligeramente
aburridos, como si les faltase algo; mas, como y a habían trabado nuevos
conocimientos y adquirido nuevas costumbres, éstos llenaron su vida.
Iván Ilich pasaba las mañanas en el Palacio de Justicia y volvía a casa para
comer. Durante la primera época, solía estar de buen humor, aunque su nueva
instalación le hacía sufrir un poco. Cualquier manchita en un mantel o en una
tapicería, o algún fleco roto, lo irritaban. Había puesto tanto trabajo en el arreglo
de la casa que le dolía el más pequeño desperfecto. Pero, por lo general, su
existencia discurría con arreglo a sus creencias: era fácil, agradable y correcta.
Se levantaba a las nueve, tomaba café, leía la prensa, se ponía el uniforme y se
iba al Palacio de Justicia. Allí le esperaba la noria en torno a la cual daba vueltas;
e inmediatamente ponía manos a la obra. Solicitantes, informes de cancillería,
audiencias y reuniones públicas y privadas. De esto era preciso saber excluir
todo lo que turba la regularidad de los asuntos del servicio: no se debían admitir
ningunas relaciones, excepto las oficiales; y el motivo de estas relaciones
también debía ser oficial. Si llegaba un hombre cualquiera para enterarse de
alguna cosa, Iván Ilich no podía tener ninguna relación con él; pero si veía en su
solicitud algo oficial, algo que puede escribirse en un papel sellado, hacía en los
límites debidos cuanto le era posible y le dispensaba, además, un trato amistoso y
lleno de cortesía. Y en cuanto terminaba la relación oficial, también ponía fin a
toda otra. Iván poseía en el más alto grado el don de separar lo oficial de la vida
real, sin confundir nunca ambas cosas. Con la práctica y el talento, lo había
perfeccionado hasta el punto de que, a veces, se permitía, como un virtuoso,
mezclar en broma lo oficial con lo humano. Hacía esto porque tenía la
conciencia de una fuerza interior que, en un momento dado, separaría lo oficial y
rechazaría lo humano. Los asuntos de Iván Ilich marchaban, pues, de un modo
fácil, agradable, correcto e incluso virtuoso. En los intervalos, fumaba, tomaba té,
charlaba un poco de política, un poco de asuntos generales, un poco de los naipes
y, más que nada, de nombramientos. Regresaba a su casa cansado; pero con la
sensación del virtuoso que ha ejercido perfectamente su parte como primer
violín en una orquesta. Mientras tanto, su mujer y su hija salían o recibían alguna
visita; su hijo estaba en el gimnasio, preparaba sus deberes con un profesor y
estudiaba bien lo que le enseñaban. Todo iba perfectamente. Después de comer,
si no había visitas, Iván Ilich leía a veces algún libro del que se hablaba mucho, y
por las noches se ocupaba de sus asuntos, es decir, repasaba documentos,
estudiaba las ley es y confrontaba las declaraciones con los artículos de la ley.
Este trabajo no le resultaba alegre ni aburrido. Sólo le aburría cuando se podía
jugar al whist; pero si no tenía ocasión de hacerlo, prefería trabajar así a estar en
casa solo o acompañado de su mujer. Los placeres de Iván Ilich se cifraban en
las comidas que ofrecía a personas importantes, señoras y caballeros; y esa
manera de pasar el tiempo en compañía de ellos se asemejaba al pasatiempo de
hombres como él, lo mismo que su salón se parecía a todos los salones.
Una vez, hasta organizaron un baile. Iván Ilich se sentía contento y todo iba
perfectamente, cuando, de repente, surgió una terrible discusión a causa de las
tartas y los bombones. Praskovia Fiodorovna tenía su proy ecto respecto de estas
cosas, pero Iván Ilich insistió en que se encargaran en una de las mejores
pastelerías. Había pedido tal cantidad de tartas que sobraron y la cuenta ascendió
a cuarenta y cinco rublos. La discusión había sido muy desagradable. Praskovia
Fiodorovna lo había tachado de necio y de amargado. Iván Ilich se había llevado
las manos a la cabeza; y, en su acaloramiento, habló del divorcio. Sin embargo, la
velada resultó muy alegre. Asistió la mejor sociedad; e Iván Ilich bailó con la
princesa Trufonovs, hermana de la célebre princesa que había creado la
sociedad llamada: « Llévate mis penas» . Las alegrías oficiales eran las del amor
propio; las sociales eran las de la vanidad; pero las verdaderas alegrías de Iván
Ilich eran las que le proporcionaban el juego de whist. Confesaba que, después de
cualquier contrariedad en su vida, su may or alegría, que era como una vela
encendida ante todas las demás alegrías, era sentarse a la mesa con buenos
jugadores tranquilos, y organizar una partida entre cuatro (entre cinco le
resultaba penoso, aunque fingiera que le agradaba mucho), jugar de una manera
inteligente y beber un vaso de vino. Iván Ilich se acostaba en una disposición de
ánimo particularmente buena después de haber obtenido una pequeña ganancia
al whist (las grandes le resultaban desagradables).
Así vivían los Golovin. Recibían en su casa a la mejor sociedad, tanto
personas importantes como hombres jóvenes.
El punto de vista respecto de las amistades del matrimonio, así como el de la
hija, eran exactamente iguales. Sin ponerse de acuerdo, sabían rechazar a los
parientes y amigos inoportunos que llegaban a su salón, de paredes adornadas
con platos japoneses, deshaciéndose en amabilidades y caricias. En breve, esas
personas suspendieron sus visitas; y en casa de los Golovin quedó la mejor
sociedad. Los jóvenes hacían la corte a Lisanka; y Petrischev, único heredero de
su fortuna y juez de Instrucción, galanteaba a la muchacha de tal modo que Iván
Ilich discutió con Praskovia Fiodorovna la conveniencia de organizar algún paseo
en troika o algún espectáculo para los dos jóvenes. Así transcurría la vida,
siempre inmutable; y todo marchaba bien.
IV
Todos gozaban de buena salud, porque no se podía considerar como
enfermedad el que Iván Ilich tuviera a veces mal sabor de boca y una
desagradable sensación en el lado izquierdo del vientre.
Pero esa sensación desagradable fue en aumento; y sustituy ó, no
precisamente por un dolor, sino por un peso constante, que provocaba el mal
humor de Iván Ilich. Ese mal humor, que iba acrecentándose, estropeaba la vida
fácil y digna que se había establecido en la familia. Marido y mujer empezaron
a discutir cada vez con más frecuencia; pronto se destruy ó el encanto de su vida
fácil y agradable; y a duras penas pudieron mantener las apariencias. Las
escenas violentas se volvieron más frecuentes. Y, lo mismo que antes, sólo
quedaban algunas islas en las que podían vivir sin que se produjeran explosiones.
Praskovia Fiodorovna decía, no sin razón, que su marido tenía una carácter
difícil. Con la costumbre de exagerar que le era propia, afirmaba que siempre
había sido así, que era preciso tener su bondad para haber podido soportarlo por
espacio de veinte años. Bien es verdad que ahora era Iván Ilich quien provocaba
las discusiones. Empezaba a rezongar siempre en el momento de sentarse a la
mesa y, con frecuencia, precisamente cuando iban a tomar la sopa. Tan pronto
notaba que alguna pieza de la vasija estaba desportillada, tan pronto le disgustaba
algún plato, tan pronto que su hijo pusiera los codos en la mesa, como el peinado
de Lisanka. Y culpaba de todo ello a Praskovia Fiodorovna. Al principio, ésta solía
replicar una serie de cosas desagradables; pero, en dos ocasiones, Iván Ilich
había llegado a una exasperación tal, que comprendió que se trataba de un estado
enfermizo, provocado al ingerir alimento; y se resignó. Ya no la contradecía,
limitándose a apresurar la comida. Consideraba que su resignación tenía mucho
mérito. Habiendo decidido que su marido tenía muy mal carácter y que la había
hecho desgraciada, empezó a compadecerse de sí misma. Y cuanto más se
compadecía, más odiaba a su marido. Le hubiera deseado la muerte; pero no
podía deseársela porque con él perdería también el sueldo. Eso la irritaba más
contra Iván Ilich. Se consideraba desgraciadísima, porque ni siquiera la muerte
podía salvarla. Trataba de ocultar su irritación; y eso era, precisamente, lo que
aumentaba la de su marido.
Después de una escena en la que Iván Ilich fue particularmente injusto y a
raíz de la cual confesó que, en efecto, era muy irascible, pero que eso se debía a
una enfermedad, Praskovia Fiodorovna le dijo que debía ponerse en tratamiento;
y le aconsejó que consultara a un médico célebre.
Iván Ilich fue, pues, a casa del doctor. Todo ocurrió como esperaba, es decir,
como acontece siempre: la espera, el aire de importancia afectada del médico,
que Iván Ilich conocía tan bien; la auscultación y las preguntas que exigían de
antemano unas respuestas determinadas y evidentemente inútiles, así como la
expresión significativa que parecía decir que no tenía uno más que someterse
para que todo quedara resuelto, que él tenía el medio de arreglar las cosas,
siempre del mismo modo, para cualquier persona que se presentase. Todo era
exactamente igual que en el Palacio de Justicia. Lo mismo que él adoptaba cierta
actitud ante los acusados, el doctor la adoptaba ante él.
El médico dijo a Iván Ilich que tal y cual cosa indicaban que padecía de tal
otra; pero que si los análisis no lo confirmaban, sería menester suponer que
padecía otra enfermedad. Y si se hacía esta hipótesis, entonces… A Iván Ilich
sólo le interesaba la siguiente cuestión: ¿su enfermedad era grave o no? Pero el
médico lo ignoraba. La pregunta de Iván Ilich era muy inoportuna. El médico
opinaba que era inútil y que no se debía dilucidar. Era preciso averiguar, en
cambio, si se trataba de un riñón flotante, de un catarro intestinal crónico o de una
enfermedad del intestino ciego. No se trataba de la vida de Iván Ilich, sino tan
sólo de saber cuál era su padecimiento. Resolvió la cuestión ante Iván Ilich de un
modo brillante a favor del intestino ciego, diciendo que un análisis de orina podía
dar nuevos indicios y que entonces volverían a practicar un reconocimiento. Todo
aquello era exactamente igual que lo que había hecho con gran brillantez miles
de veces el propio Iván Ilich ante los acusados. El médico procedió a hacer un
resumen con igual brillantez; después de lo cual miró a su paciente por encima de
los lentes con expresión triunfante, casi alegre. Iván Ilich dedujo de aquel
resumen que estaba bastante grave y que todo aquello le tenía sin cuidado al
médico y probablemente también a todos los demás. Ese hecho impresionó
dolorosamente a Iván Ilich, provocando en él un profundo sentimiento de
compasión hacia sí mismo y de un gran rencor hacia aquel médico, indiferente
ante un problema tan grave. Sin embargo, no hizo ningún comentario; se levantó
y, poniendo el dinero en la mesa, suspiró diciendo:
—Probablemente, nosotros, los enfermos, les hacemos a ustedes preguntas
inoportunas. Pero, dígame: ¿es grave mi enfermedad?
El médico le echó una mirada severa, con un solo ojo, a través de los lentes,
como diciendo: « Acusado, si no se limita usted a contestar a las preguntas que se
le hacen, me veré obligado a ordenar que lo arrojen de la sala» .
—Ya le he dicho lo que considero necesario y conveniente —replicó en voz
alta—. El análisis dirá lo demás.
Y el doctor saludó.
Iván Ilich salió, despacio, se instaló tristemente en el trineo y se fue a su casa.
Durante todo el tray ecto no cesó de sopesar lo que le había dicho el doctor,
procurando traducir a un lenguaje corriente sus enrevesadas y confusas palabras
científicas y responder con ellas a la pregunta de si estaba mal, muy mal o si aún
tenía salvación. Por todo lo que había dicho el doctor, le parecía que se
encontraba muy mal. En las calles todo le pareció triste: los cocheros, los
transeúntes, las tiendas. Aquel dolor sordo y lento, que no cesaba ni un minuto,
adquiría un significado nuevo, más serio, al relacionarlo con las palabras oscuras
del doctor. Iván Ilich prestaba atención a su dolor, con un sentimiento nuevo y
penoso.
Al regresar a su casa, empezó a contar a su mujer lo que le había dicho el
médico. Pero cuando iba por la mitad de su relato, entró su hija, con el sombrero
puesto: se disponía a salir con Praskovia Fiodorovna. Hizo un esfuerzo para
sentarse a escuchar las palabras aburridas de Iván Ilich; pero no pudo resistirlas
hasta el final, ni la madre tampoco.
—Bueno, me alegro mucho; ahora debes tener cuidado de tomar las
medicinas con toda regularidad. Dame la receta, voy a mandar a Guerasim a la
farmacia —dijo; y fue a vestirse.
Iván Ilich había estado sin aliento mientras su mujer estaba en la habitación;
y suspiró profundamente al verla salir.
« ¿Quién sabe? Tal vez todavía no sea nada…» .
Empezó a tomar los medicamentos, cumpliendo la prescripción del médico,
que cambió después del análisis de orina. Sin embargo, de ese análisis y de lo que
se derivó de él hubo una confusión. No había manera de llegar hasta el doctor, y
el resultado fue que no se hacía lo que había mandado. Tal vez había olvidado
algo, había mentido o trataba de ocultarle alguna cosa.
No obstante, Iván Ilich seguía cumpliendo las prescripciones del médico; y,
durante el primer tiempo, encontró así cierto consuelo.
Desde su visita al doctor, su ocupación principal consistía en cumplir con toda
exactitud las órdenes que le había dado, relativas a la higiene, a las medicinas, a
la observación de su dolor y de todas las funciones de su organismo. Las
enfermedades y la salud de los seres humanos constituían uno de los may ores
intereses de Iván Ilich. Cuando se hablaba delante de él de muertos, enfermos o
de personas que se habían curado, sobre todo de una enfermedad que se
pareciera a la suy a, tratando de ocultar su emoción, escuchaba con todo interés,
y hacía preguntas y comparaciones con su propio mal.
El dolor no disminuía; pero Iván Ilich hacía esfuerzos para pensar que se
encontraba mejor. Y lograba engañarse, mientras nada lo emocionase. Pero en
cuanto surgía una disputa con su mujer, una contrariedad en su trabajo o perdía
en el juego, inmediatamente sentía todo el peso de su enfermedad. En otro
tiempo, soportaba todos los fracasos, esperando que no tardaría en vencer la
mala suerte, que llegaría el buen éxito. Ahora, cualquier contrariedad lo abatía y
lo llevaba a la desesperación. Solía decirse: « ¡Vay a! En cuanto empezaba a
sentirme mejor, en cuanto empezaba a hacerme efecto la medicina, me ha
sobrevenido esa maldita desgracia…» . Y se enfurecía contra la desgracia o
contra las personas que le daban disgustos y lo mataban. Se daba cuenta de que
esa misma ira lo llevaba a la tumba; pero no era capaz de dominarse. Al parecer,
debía ser evidente que su irritación contra las circunstancias agravaba su
enfermedad y que, por tanto, no debía hacer caso de ningún hecho desagradable.
Sin embargo, sus razonamientos eran contrarios: decía que la paz le era
imprescindible y, al mismo tiempo, prestaba atención a todo lo que la destruía y,
cada vez que esto pasaba, se dejaba llevar por la ira. La lectura de los libros de
medicina y las consultas que hacía a los médicos agravaban su situación.
Empeoraba tan paulatinamente, que podía engañarse al comparar un día con
otro; no había casi diferencia. Pero, cuando consultaba a los doctores, le parecía
que había empeorado e incluso que esto ocurría muy rápidamente. Sin embargo,
no cesaba de acudir a ellos.
Aquel mismo mes consultó a otro médico eminente. Éste le dijo casi lo
mismo que el primero, aunque planteó la cuestión de otra manera. Su dictamen
no hizo más que aumentar las dudas y el temor de Iván Ilich. Un amigo de un
compañero suy o —un buen doctor— diagnosticó su enfermedad de un modo
totalmente distinto. A pesar de que opinaba que se curaría, no hizo más que
conducirlo a una confusión y a una duda may ores que antes, por medio de sus
preguntas y de sus hipótesis. El dictamen del médico homeópata fue diferente;
dio a Iván Ilich una medicina, que éste tomaba a escondidas desde hacía una
semana. Pero, al no sentir ningún alivio, Iván Ilich perdió la confianza, tanto en
las medicinas anteriores como en la nueva; y fue presa de un gran decaimiento.
Un día, una señora conocida refirió una cura mediante unos iconos. Iván Ilich se
dio cuenta, de pronto, que escuchaba con atención y trataba de comprobar la
verosimilitud de aquel hecho. Aquello lo asustó. « ¿Es posible que mis facultades
mentales se hay an debilitado tanto? —se dijo—. Esto es absurdo. Son tonterías.
No debe uno dejarse llevar por las dudas; es preciso elegir un médico y seguir
sus prescripciones. Y es lo que voy a hacer. ¡Se acabó! No voy a pensar más; y
observaré, con toda exactitud, el tratamiento hasta el verano. Ya veremos,
después. Tengo que poner fin a esas vacilaciones…» . Era fácil decir esto; pero
imposible cumplirlo. El dolor del costado lo atormentaba sin cesar, aumentaba a
cada momento y llegó a ser constante; iba perdiendo el apetito y las fuerzas; el
mal sabor de boca se hacía más extraño e Iván Ilich tenía la impresión de que le
olía mal el aliento. No era posible engañarse. Algo horrible, nuevo y tan
importante como jamás le había sucedido, se estaba realizando dentro de su ser.
Y él era el único que lo sabía; los que lo rodeaban no lo comprendían o no
querían comprenderlo, y pensaban que todo seguía igual que siempre. Eso era lo
que más hacía sufrir a Iván Ilich. Su familia, principalmente su mujer y su hija,
que se entregaban de lleno a la vida de sociedad, no entendían nada y se irritaban
porque Iván Ilich estaba de mal humor y se mostraba exigente, como si fuese
culpable de ello. Aunque trataban de ocultarlo, Iván Ilich se daba cuenta de que
constituía un obstáculo para ellas; su mujer había adoptado cierta actitud respecto
de su enfermedad; y la observaba, independientemente de lo que él dijera e
hiciera.
—¿Saben ustedes que Iván Ilich no puede someterse rigurosamente a un
tratamiento, como lo haría cualquiera? —decía a sus conocidos—. Hoy toma las
gotas, come lo que le han ordenado y se acuesta a su debida hora; pero mañana,
si no estoy al tanto, se le olvidará tomar la medicina, comerá esturión, cosa que
le está prohibida, y permanecerá jugando al whist hasta la una de la madrugada.
—¿Cuándo hago eso? —replicaba Iván Ilich, irritado—. Sólo lo hice una vez,
en casa de Piotr Ivanovich.
—Y también ay er, con Shebek.
—Es igual; de todas maneras no hubiera podido dormir a causa del dolor…
—Sea por lo que sea; pero el caso es que así no te vas a curar nunca y a
nosotros nos atormentas.
Todo lo que Praskovia Fiodorovna expresaba respecto de la enfermedad de
Iván Ilich, tanto a los extraños como a él mismo, significaba que su marido era
culpable de estar enfermo y que dicha enfermedad constituía un nuevo disgusto
que le ocasionaba. Iván Ilich se daba cuenta de que Praskovia Fiodorovna
procedía de este modo involuntariamente; mas eso no le servía de ay uda.
En el Tribunal, Iván Ilich notaba o creía notar esa misma extraña actitud; ora
le parecía que lo miraban como a un hombre que no tardaría en dejar su plaza
vacante, ora sus compañeros le gastaban bromas respecto de su susceptibilidad,
como si aquella cosa terrible, horrorosa, inaudita, que le sucedía y que, sin dejar
de minarlo, lo arrastraba irresistiblemente no sabía adónde, fuese el objeto más
divertido para sus bromas. Schwartz, sobre todo, era el que más lo irritaba con su
carácter jovial, lleno de vida y con su actitud comme il faut, que le recordaba que
él había sido así diez años atrás.
Llegaban los amigos para jugar a las cartas. Todo iba bien; la partida
resultaba alegre. Pero, de pronto, Iván Ilich sentía aquel dolor agudo y aquel mal
sabor de boca; y le parecía que había algo salvaje en el regocijo de los demás.
Miraba cómo Mijail Mijailovich, su compañero de juego, golpeaba la mesa
con sus manos sanguíneas; y se contenía, por indulgencia y cortesía, de tomar las
cartas acercándoselas a Iván Ilich para que éste tuviera el placer de alcanzarlas
sin hacer un esfuerzo y sin tener que alargar la mano. « ¡Cómo! ¿Es que se figura
que estoy tan débil que no soy capaz de alargar la mano?» , se decía Iván Ilich; y,
olvidando que tenía los ases, hacía una jugada equivocada, y perdía. Pero lo peor
de todo era ver el interés que ponía Mijail Mijailovich por ganar, cuando a él le
daba igual. Y era terrible pensar por qué le daba igual.
Todos notaban que Iván Ilich se encontraba mal, y le decían: « Podemos
suspender el juego, si está cansado. Descanse un poco» . ¿Descansar? No; no
estaba cansado en absoluto. Terminaban la partida. Todos se mostraban sombríos
y silenciosos. Iván Ilich se daba cuenta de que él era la causa de aquel estado de
ánimo; pero no estaba en disposición de disiparlo. Después de cenar, los
compañeros se iban; e Iván Ilich se quedaba solo, con la sensación de que su vida
estaba envenenada, de que envenenaba la de los demás y de que ese veneno no
disminuía, sino que penetraba cada vez más en su ser.
Con esa sensación, acompañada de dolor físico y de terror, era necesario
acostarse; y, a menudo, no podía dormir la may or parte de la noche. A la
mañana siguiente había que levantarse de nuevo, vestirse, ir al Tribunal, hablar,
escribir, o quedarse en casa las veinticuatro horas seguidas, de las que cada una
constituía sufrimiento. Y era preciso vivir solo en el borde del precipicio, sin que
un ser lo entendiera y se apiadase de él.
V
Así transcurrieron dos meses. Antes de Año Nuevo, llegó el cuñado de Iván Ilich
y se detuvo en su casa. Iván Ilich estaba en el Tribunal. Praskovia Fiodorovna
había salido de compras. Al entrar en su despacho, Iván Ilich encontró allí a su
cuñado, que, con sus propias manos, sacaba las cosas de las maletas. Era un
hombre sanguíneo y de complexión robusta. Levantó la cabeza al oír pasos; y,
por espacio de un momento, miró en silencio a su pariente. Esa mirada le reveló
todo. Su cuñado abrió la boca para proferir una exclamación; pero se contuvo.
Eso confirmó las dudas de Iván Ilich.
—¿Qué? ¿He cambiado?
—Sí…, has cambiado.
Después, cuando Iván Ilich intentó varias veces reanudar la conversación
acerca de su aspecto, su cuñado guardó silencio. Al llegar Praskovia Fiodorovna,
su hermano entró en sus habitaciones. Iván Ilich cerró la puerta con llave y fue a
mirarse al espejo, primero de frente y luego de perfil. Tomó una fotografía, en
que estaba retratado con su mujer, y la comparó con la imagen que reflejaba el
espejo. Se observaba un cambio enorme. Entonces, se remangó hasta los codos,
se miró los brazos, volvió a bajar las mangas y se sentó en un sofá, presa de un
desánimo más negro que la noche.
« No debo pensar… No debo pensar» , se dijo; y, levantándose de un salto, se
acercó a la mesa y empezó a leer un asunto judicial. Pero no le fue posible
concentrarse. Abrió la puerta y fue a la sala. La puerta del salón estaba cerrada.
Se acercó a ella, de puntillas, y escuchó.
—Exageras —decía Praskovia Fiodorovna.
—¡Qué voy a exagerar! ¿No te das cuenta de que es un hombre muerto?
Fíjate en sus ojos. No tienen luz. ¿Y qué es lo que tiene?
—Nadie lo sabe. Nikolaiev (era uno de los médicos), ha diagnosticado algo;
pero no sé exactamente qué. Leschetitsky (era un doctor eminente) opina lo
contrario.
Iván Ilich se retiró de la puerta y entró en su habitación. Después, se tendió y
empezó a pensar: « El riñón, el riñón flotante» . Recordó lo que le habían dicho
los médicos acerca de cómo se le había desprendido y cómo flotaba. Haciendo
un esfuerzo de imaginación, procuraba asir ese riñón para detenerlo y afianzarlo.
¡Le parecía que se necesitaba tan poca cosa para eso…! « Iré otra vez a ver a
Piotr Ivanovich» . (Era aquel compañero suy o que tenía un amigo médico).
Llamó al criado, le ordenó que preparara el coche; y se dispuso a partir.
—¿Adónde vas, Jean? —le preguntó su mujer, con una expresión
particularmente triste y bondadosa, desacostumbrada en ella.
Esto último irritó a Iván Ilich. Miró a su mujer, con aire sombrío.
—Necesito ir a ver a Piotr Ivanovich.
Al llegar a casa de su amigo, ambos fueron a ver al doctor. Éste recibió a
Iván Ilich y conversó largo rato con él. Analizando anatómica y fisiológicamente
los detalles de lo que, según opinaba el doctor, le ocurría, Iván Ilich comprendió
todo.
Había una cosa muy pequeña en el intestino ciego. Aquello podía arreglarse.
Era preciso aumentar la energía de un órgano, debilitar la actividad de otro; y se
produciría una absorción, con lo que todo se normalizaría. Iván Ilich se retrasó un
poco para la cena. Después de cenar, charló un rato alegremente; pero tardó
mucho en decidirse a volver a su despacho para trabajar. Finalmente lo hizo, y
puso enseguida manos a la obra. Examinó algunos documentos sin que lo
abandonara la conciencia de que tenía un asunto importante, íntimo, del que
tendría que ocuparse al acabar con el trabajo. Cuando terminó su trabajo,
recordó que aquel asunto íntimo era pensar en el intestino ciego. Pero no se dejó
llevar por ese pensamiento; y fue a tomar el té al salón. Había invitados que
charlaban, cantaban y tocaban el piano. Entre ellos se encontraba el juez de
Instrucción, futuro prometido de Liza. Iván Ilich pasó aquella velada más
alegremente que otras, según observó Praskovia Fiodorovna. Sin embargo, no
olvidaba ni un momento que había aplazado para después la importante
meditación acerca del intestino ciego. A las once, se despidió y se retiró a su
habitación. Desde que había caído enfermo dormía solo, en un pequeño cuarto
contiguo al despacho. Al llegar allí, se desnudó y tomó una novela de Zola; pero
no pudo leer y empezó a pensar. En su imaginación se realizaba el deseado
arreglo del intestino ciego. Se representaba la absorción, la eliminación y el
restablecimiento. « Todo esto es así; pero es necesario ay udar a la naturaleza» ,
se dijo. Al acordarse de la medicina, se incorporó; y, después de tomarla, se
tendió de espaldas, para prestar atención a su acción favorable y fijarse en cómo
le hacía desaparecer el dolor. « Lo que hace falta es tomarla con regularidad y
evitar las influencias perniciosas; y a me siento algo mejor, mucho mejor» . Se
palpó el costado y notó que no le dolía al tocarlo. « No lo siento, verdaderamente
estoy mucho mejor» . Apagó la vela y se echó de lado. « El intestino ciego
realiza la absorción y se está curando» . De pronto, sintió el antiguo dolor, que le
era tan familiar, aquel dolor sordo, lento, tenaz y serio, y el mismo mal sabor de
boca. Se le oprimió el corazón y se confundieron sus ideas. « ¡Dios mío! ¡Dios
mío! Otra vez, otra vez lo mismo. Esto no cesará nunca» . Súbitamente, aquella
cuestión se le representó bajo un aspecto distinto. « ¡El intestino ciego! ¡El riñón!
… No se trata del intestino ciego ni del riñón, sino de la vida y … de la muerte. La
vida existe; pero he aquí que se va y que no soy capaz de retenerla. ¿Para qué
engañarse a sí mismo? ¿Acaso no están convencidos todos, excepto y o, de que
me voy a morir y de que la cuestión estriba tan sólo en la cantidad de semanas o
días que me quedan de vida? Tal vez, ahora mismo… Aquello era la luz y esto
son las tinieblas. Entonces estaba aquí y ahora me voy a allí. Pero… ¿adónde?» .
Sintió frío y se le cortó la respiración. Ya no oía más que los latidos de su corazón.
« Cuando y o no exista, ¿qué habrá? Nada. ¿Dónde estaré, pues, cuando no
exista? ¿Es posible que sea la muerte? No, no quiero» . Iván Ilich se levantó, de un
salto; y, al buscar a tientas la vela con sus manos temblorosas, la dejó caer al
suelo, con la palmatoria; y volvió a echarse, reclinando la cabeza sobre la
almohada « ¿Para qué? Es igual» , se dijo, fijando los ojos en la oscuridad. « La
muerte. Sí, la muerte y ninguno de ellos lo sabe, no quiere saberlo ni lo siente.
Están tocando (se oía desde lejos una voz que cantaba y repetía un ritornello). A
ellos les tiene sin cuidado; y, sin embargo, han de morir también. ¡Qué tontos! A
mí me ha llegado antes, a ellos les llegará después; pero tendrán lo mismo. A
pesar de eso, se divierten. ¡Qué animales!» . La ira lo ahogaba. Experimentó una
angustia insoportable. « No es posible que todos estén eternamente condenados a
este horrible terror» . Iván Ilich se levantó.
« Algo no marcha. Es preciso calmarse y reflexionar» . E Iván Ilich empezó
a pensar. « La enfermedad empezó… Me di un golpe en un costado. Pero seguí
bien, tanto aquel día como el siguiente, exceptuando un pequeño dolor que fue en
aumento. Después, visité al médico. Me sentía triste y abatido; y volví a consultar
a otros. Y cada vez me acercaba más al precipicio. Me iba debilitando. Y ahora
me encuentro agotado y sin luz en los ojos. La muerte está aquí y y o pienso en el
intestino ciego. Pienso en la manera de curar el intestino, cuando se trata de la
muerte. Pero ¿es posible que sea la muerte?» . De nuevo lo invadió el terror y
sintió ahogo. Al agacharse para buscar las cerillas, apoy ó el codo en una silla y
se hizo daño. Irritado, se apoy ó con más fuerza; y volcó la silla. Desesperado y
sofocándose, se echó de espaldas y esperó que la muerte viniera de un momento
a otro.
Entre tanto, empezaron a despedirse los invitados. Praskovia Fiodorovna los
acompañaba a la puerta. Al oír que se había caído algo, entró en la habitación de
Iván Ilich.
—¿Qué te pasa?
—Nada. La he tirado sin querer.
Praskovia Fiodorovna salió y volvió con una vela. Iván Ilich estaba tendido
sobre la cama, respirando rápida y fatigosamente, como un hombre que acaba
de recorrer una versta a toda velocidad. Fijó la mirada en su esposa.
—¿Qué te pasa, Jean?
—Na… da. He de… ja… do caer…
« ¿Para qué hablar? No me comprendería» , pensó. En efecto, Praskovia
Fiodorovna no comprendió nada. Recogió la palmatoria, encendió la vela y salió
presurosamente: tenía que acompañar a un invitado a la puerta.
Cuando volvió a la habitación, Iván Ilich seguía echado de espaldas mirando
hacia arriba.
—¿Qué te pasa? ¿Estás peor?
—Sí.
Praskovia Fiodorovna movió la cabeza.
—Oy e, Jean; tal vez sea conveniente que llamemos a Leschetitsky —dijo,
después de permanecer sentada un rato a su lado.
Llamar a aquel célebre médico significaba que Praskovia Fiodorovna no
reparaba en gastos. Iván Ilich la miró con expresión malévola y dijo:
—No.
Praskovia Fiodorovna permaneció sentada otro ratito; después se acercó a su
marido y lo besó en la frente.
Iván Ilich sintió un odio profundo hacia su mujer en el momento en que ésta
lo besaba; e hizo un esfuerzo para no rechazarla.
—Buenas noches. Dios quiera que duermas.
—Sí…
VI
Iván Ilich notaba que iba a morir; y se encontraba en un constante estado de
desesperación.
En el fondo de su alma sabía que iba a morir; pero, no sólo no se
acostumbraba a esa idea, sino que no la comprendía, ni hubiera podido
comprenderla de ningún modo.
El ejemplo del silogismo que había aprendido en la lógica de Kiseveter:
« Cay o es un hombre; los hombres son mortales. Por tanto, Cay o es mortal» , le
parecía aplicable solamente a Cay o, pero de ningún modo a sí mismo. Cay o era
un hombre como todos, y eso era perfectamente justo; pero él no era Cay o, no
era un hombre como todos, sino que siempre había sido completamente distinto
de los demás. Era Vania con su papá y su mamá, con Mitia y Volodia, con los
juguetes, con el cochero, la niñera y, después, con Katia, con todas sus alegrías,
sus penas y sus entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso
existió para Cay o aquel olor del balón de cuero a ray as, que tanto quería Vania?
¿Acaso Cay o besaba la mano de su madre como él? ¿Acaso oía Cay o el rumor
que producían los frunces de su vestido de seda? ¿Acaso alborotaba por unos
pastelillos en la Escuela de Jurisprudencia? ¿Acaso había estado enamorado
como él? ¿Acaso podía presidir una sesión?
« Cay o es realmente mortal; por tanto, es justo que muera; pero y o, Vania,
Iván Ilich, con mis sentimientos y mis ideas… es distinto. Es imposible que deba
morir. Sería demasiado terrible» .
Esto era lo que sentía Iván Ilich.
« Si tuviera que morirme, como Cay o, lo sabría, me lo diría una voz interior;
pero no siento nada semejante. Tanto mis amigos como y o habíamos
comprendido que no nos ocurriría lo que a Cay o. Sin embargo, ¡he aquí lo que
me ocurre! ¡No puede ser! ¡No puede ser! No puede ser, pero es. ¿Cómo ha
sucedido? ¿Cómo comprenderlo?» , se decía.
No le era posible comprender; y trataba de rechazar esa idea como una idea
falsa, errónea y enfermiza, por medio de ideas justas y sanas. No obstante, esa
idea volvía, como una realidad, y se detenía ante él.
Trataba de fijar su atención en otros pensamientos, por turno, con la
esperanza de que le prestasen apoy o. Luchaba por volver a sus ideas de antes,
aquellas ideas que le ocultaban la de la muerte. Pero cosa rara: lo que antes
velaba, ocultaba y destruía la conciencia de la muerte no producía ahora el
mismo efecto. Durante la última época, Iván Ilich pasaba la may or parte del
tiempo intentando restablecer la marcha de sus antiguos sentimientos, que
velaban la idea de la muerte. Se decía: « Me ocuparé del servicio. Sea como sea,
he vivido gracias a él» . Iba al Tribunal, provocando apartar las dudas que lo
asaltaban; entablaba conversación con los compañeros; y, mientras se sentaba, de
acuerdo con su antigua costumbre, dirigía una mirada distraída y pensativa a la
multitud, apoy aba sus manos adelgazadas en los brazos del sillón de roble, y, al
inclinarse hacia su colega, le mostraba la causa y le cuchicheaba algo. Después,
levantando la vista e irguiéndose, pronunciaba ciertas palabras; y daba por
comenzada la sesión. Pero, súbitamente, en medio de ésta, sin tener en cuenta el
desarrollo de la causa, el dolor comenzaba su obra roedora. Iván Ilich escuchaba,
y procuraba alejar la idea de la muerte. Pero ésta se erguía ante él y lo miraba.
Iván Ilich se quedaba petrificado; se apagaba el brillo de sus ojos y empezaba a
preguntarse, de nuevo: « ¿Será posible que sólo ella sea la verdad?» . Entonces,
tanto sus compañeros como sus subordinados veían, con sorpresa y amargura,
que ese juez, tan fino y tan brillante, se embrollaba y cometía errores. Iván Ilich
se sobreponía, trataba de volver en sí y conseguía llegar al fin de la causa. Volvía
a su casa con la triste conciencia de que los asuntos judiciales no podían y a
ocultarle, como antes, lo que deseaba ignorar; no podían librarlo de ella. Y lo
peor del caso era que ella no lo atraía para que hiciera algo, sino tan sólo para
que la contemplara, para que la mirara directamente a los ojos y padeciera
indeciblemente.
Con objeto de escapar de esa situación, Iván Ilich buscaba el consuelo tras de
otros velos. Estos surgían y parecían protegerlo un corto espacio de tiempo; pero
no tardaban en volverse diáfanos; era como si ella pasara a través de todo, como
si nada pudiera ocultarla.
Durante los últimos tiempos solía entrar en el salón que él mismo había
arreglado —aquel salón en el que había estado a punto de caerse y en cuy a
instalación había sacrificado su vida, lo recordaba con sarcasmo, y a que le
constaba que su enfermedad se debía a ese golpe—, y veía que la mesa
barnizada tenía un arañazo. Buscaba el motivo, y se daba cuenta de que era
debido al adorno de bronce de un álbum, que se había desprendido en una de las
esquinas. Tomaba aquel álbum costoso, compuesto por él mismo, con tanto amor;
y, al verlo desgarrado y con las fotografías revueltas, se indignaba de la
negligencia de su hija y de sus amigos, ordenaba cuidadosamente los retratos y
arreglaba la esquina desprendida.
Luego le venía la idea de cambiar todo aquel établissement, junto con el
álbum, a otro rincón del salón, al lado de las flores. Llamaba al lacay o. Su hija o
su mujer venían a ay udarlo; no se mostraban de acuerdo con él y lo
contradecían. Entonces Iván Ilich discutía y se enfadaba. Pero todo aquello
estaba bien, porque no se acordaba de ella, porque no la veía.
Pero he aquí que, de pronto, su mujer le decía: « Espera, los criados lo harán;
te vas a hacer daño» ; y entonces ella surgía tras el velo, e Iván Ilich la veía. Aún
tenía esperanzas de que desapareciera enseguida; pero empezaba a prestar
atención a su costado y notaba que allí seguía lo que le producía ese dolor lento, y
y a no le era posible olvidar. Mientras tanto, ella lo miraba, claramente, a través
de las flores. ¿Por qué ocurría todo aquello?
« En efecto, aquí junto a esta cortina, perdía mi vida como en una batalla.
Pero ¿es posible? ¡Qué horrible y qué absurdo! ¡Eso no puede ser! ¡Eso no puede
ser; pero es!» .
Se iba al despacho, se acostaba y se quedaba a solas con ella. Estaba solo con
ella y no había nada que hacer. Tenía que limitarse a mirarla; y le invadía un
horror frío.
VII
Al tercer mes de la enfermedad de Iván Ilich —no podría decirse cómo ocurrió
esto, porque fue una cosa paulatina e imperceptible— su mujer, sus hijos, los
criados, los conocidos y los médicos y, sobre todo, él mismo, sabían que el interés
que inspiraba a los demás consistía sólo en saber si dejaría pronto vacante la
plaza, si libraría pronto a los vivos del fastidio que causaba su presencia y si él
mismo se vería pronto libre de sus sufrimientos.
Cada vez dormía menos; le administraban opio y habían empezado a ponerle
iny ecciones de morfina. Pero eso no le aliviaba. El embotamiento que
experimentaba en sus semiletargos lo había aliviado al principio, por ser una
sensación nueva, pero luego se volvió tan atormentador o incluso más que el
dolor franco.
Le preparaban platos especiales, por prescripción de los doctores; pero esos
manjares le resultaban cada vez más insípidos y más repugnantes.
Se le hacían también preparativos especiales para la defecación, que
constituían para él un verdadero tormento, tormento causado por la suciedad, el
mal olor, la inconveniencia y porque otro hombre asistía a tal función.
Sin embargo, Iván Ilich halló un consuelo en aquel menester molesto. Era
Guerasim quien lo asistía en estos casos. Era un mujik joven, lozano, limpio y
cebado con manjares ciudadanos. Siempre estaba alegre y de buen humor. Al
principio, Iván Ilich se turbaba al ver a aquel hombre, siempre limpio y vestido a
la usanza rusa, cumpliendo aquella tarea desagradable. Un día, después de
aquella función, sin fuerzas para ponerse los pantalones, se dejó caer en una
butaca y miró, horrorizado, sus débiles muslos desnudos, de músculos muy
marcados.
Entró Guerasim con sus pasos fuertes y ligeros, calzado con gruesas botas,
despidiendo un olor agradable a brea y a aire fresco de invierno. Llevaba la
camisa de percal remangada, dejando al descubierto sus brazos jóvenes y
robustos, y un delantal de hilo muy limpio. Sin mirar a Iván Ilich y conteniendo
la alegría de vivir que se reflejaba en su rostro, para no ofenderlo, se dispuso a
cumplir su tarea.
—Guerasim —dijo Iván Ilich, con voz débil.
El criado se estremeció, temiendo haber cometido una torpeza; y con un
movimiento rápido volvió hacia Iván Ilich su cara lozana, bondadosa, sencilla y
joven, en la que apenas empezaba a apuntar la barba.
—¿Qué desea, señor?
—Me figuro que esto es desagradable para ti. Perdóname, pero no puedo…
—¡En absoluto! —exclamó Guerasim, con un brillo en los ojos y mostrando
sus dientes blancos y sanos—. No me molesta nada; está usted enfermo.
Con sus manos diestras y fuertes, cumplió su tarea habitual, saliendo de la
habitación con paso ligero. Al cabo de cinco minutos, volvió del mismo modo.
Iván Ilich seguía sentado en el sillón, en la misma actitud de antes.
—Guerasim, por favor, ven aquí. Ay údame —el criado se acercó—.
Ay údame a incorporarme; me cuesta trabajo hacerlo solo y he despedido a
Dimitri.
Guerasim rodeó, hábilmente, con sus vigorosos brazos, el cuerpo de Iván
Ilich, lo levantó y, mientras lo sostenía con una mano, le alzó el pantalón con la
otra, y quiso depositarlo de nuevo en el sillón. Pero Iván Ilich le rogó que lo
acompañase al diván. Sin esfuerzo alguno, y como si no lo agarrase siquiera, el
criado lo trasladó allí, casi en vilo.
—Gracias. Con qué destreza y qué bien… lo haces todo.
El criado sonrió y se dispuso a salir de la habitación; pero Iván Ilich se
encontraba tan a gusto con él, que no quiso que se marchara.
—Acércame esa silla, por favor. No, ésa no, la otra. Colócamela debajo de
los pies. Me alivia tener los pies en alto.
Guerasim trajo la silla y la dejó en el suelo sin hacer ruido; después, levantó
los pies de Iván Ilich y los colocó encima. Éste crey ó sentir alivio en el momento
en que Guerasim le levantaba los pies.
—Estoy mejor cuando tengo los pies en alto —repitió—. Ponme aquel cojín.
Guerasim obedeció. Había vuelto a colocarlos sobre el cojín. De nuevo el
enfermo crey ó sentirse mejor, mientras Guerasim le sostenía las piernas. En
cuanto se las hubo dejado sobre el cojín, se sintió peor.
—Guerasim, ¿estás ocupado ahora? —preguntó.
—No, señor —replicó el criado, que había aprendido en la ciudad a hablar
como es debido.
—¿Qué tienes que hacer aún?
—Ya he terminado mi faena. Sólo me queda partir leña para mañana.
—Entonces, sostenme los pies en alto, ¿quieres?
—¿Por qué no? Desde luego.
Guerasim levantó las piernas de Iván Ilich y éste crey ó que en esa posición
no sentía en absoluto el dolor.
—¿Cuándo vas a partir leña?
—No se preocupe usted. Tengo tiempo de sobra.
Iván Ilich mandó a Guerasim que se sentara y le sostuviera las piernas, en
alto; y empezó a charlar con él. Y, cosa extraña, tuvo la sensación de encontrarse
mejor de este modo.
Desde aquel día, Iván Ilich llamaba a veces al criado y le mandaba que le
sostuviera los pies sobre sus hombros. Le gustaba hablar con él. Guerasim
obedecía de buena gana. Hacía esto con facilidad, sencillez y una bondad tal, que
enternecía a Iván Ilich. La salud, la fuerza y la energía vital de los seres humanos
ofendían al enfermo; pero la fuerza y la energía vital de Guerasim no sólo no lo
afligían, sino que hasta llegaban a apaciguarlo.
La mentira, esa mentira adoptada por todos, de que sólo estaba enfermo, pero
que no se moría, que bastaba que estuviese tranquilo y se cuidase para que todo
se arreglara, constituía el tormento principal de Iván Ilich. Le constaba que, por
más cosas que hicieran, no se obtendría nada, excepto unos sufrimientos aún
may ores y la muerte. Lo atormentaba que nadie quisiera reconocer lo que
sabían todos e incluso él mismo, que quisieran seguir mintiendo respecto de su
terrible situación y lo obligaran a tomar parte en aquella mentira. La mentira, esa
mentira que se decía la víspera misma de su muerte, rebajando ese acto solemne
y terrible hasta igualarlo con las visitas, las cortinas y el esturión para la
comida… hacía sufrir terriblemente a Iván Ilich. Y, cosa rara, muchas veces,
cuando veía que trataban de seguir engañándolo, estaba a punto de gritar:
« ¡Cesen de mentir! Ustedes saben, lo mismo que y o, que me muero. ¡Al menos
cesen de mentir!» . Pero nunca había tenido el valor de hacerlo. Veía que el
terrible y horroroso acto de su muerte estaba rebajado por los que lo rodeaban
hasta el grado de que pareciera una circunstancia desagradable, en parte hasta
conveniente (se lo trataba como se trata a un hombre que entra en un salón
despidiendo un olor desagradable), por la misma « conveniencia» a la que había
servido durante toda su vida. Veía que nadie se apiadaría de él, porque nadie
podía comprender siquiera su situación. El único que lo entendía y se
compadecía de él era Guerasim. Por eso Iván Ilich se sentía a gusto únicamente
en su compañía. Se encontraba bien cuando Guerasim se pasaba la noche entera
sosteniéndole las piernas y no consentía en irse a dormir diciendo: « Haga el
favor de no preocuparse, Iván Ilich. Ya tendré tiempo de descansar» . O también
cuando, sin más ni más, empezaba a tutearlo y le decía: « Si no estuvieras
enfermo… Pero así ¿cómo no servirte?» . El único que no mentía era Guerasim.
Por todos los síntomas era evidente que sólo él comprendía lo que pasaba, que no
consideraba necesario ocultarlo y sentía compasión por su amo, que estaba
agotado y débil. Una vez en que Iván Ilich le insistía que se fuera, llegó a decir
sin ambages:
—Todos hemos de morir. ¿Cómo podría dejar de servirle ahora?
Con esas palabras expresó que no le pesaba realizar esa tarea, precisamente
porque lo hacía por un hombre moribundo; y que tenía esperanzas de que alguien
haría lo mismo por él cuando llegase el momento.
Aparte de aquella mentira, o tal vez a consecuencia de ella, lo más doloroso
para Iván Ilich era que nadie se compadeciera de él, tal como hubiera querido.
En ciertos momentos, después de haber sufrido prolongados dolores, deseaba —
aunque le hubiera avergonzado reconocerlo— que se apiadaran de él, como de
un niño enfermo. Deseaba que lo acariciaran, que le dieran besos, que lo
mimasen como a un niño. Sabía que era un personaje importante, que tenía la
barba entrecana y que, por consiguiente, aquello hubiera sido imposible. Sin
embargo, lo deseaba. En el trato que Guerasim le dispensaba, había algo
semejante a eso; y, por tanto, era lo único que lo consolaba: Iván Ilich tenía
deseos de llorar, le gustaría que lo acariciasen y lo mimasen. Pero he aquí que
llegaba Shebek, su colega; y en vez de llorar y de pedir caricias, Iván Ilich
adoptaba una expresión seria, grave y reconcentrada; y, por la fuerza de la
inercia, expresa su opinión sobre la importancia de una decisión del Tribunal de
Casación, que sostiene tenazmente. Aquella mentira en torno suy o y dentro de él
mismo envenenó más que nada los últimos días de su vida.
VIII
Era por la mañana. Eso se conocía solamente porque Guerasim se había
marchado y había venido el lacay o Piotr, que había apagado las velas, había
descorrido las cortinas y empezaba a arreglar la habitación en silencio. Era igual
que fuese por la mañana o por la noche, que fuese viernes o domingo; siempre el
mismo dolor atormentador, lento, que no cesaba ni un instante; la conciencia de
que la vida se iba inevitablemente, pero que aún no se había ido; la aproximación
de aquella muerte horrible, odiosa, que era la única realidad existente; y siempre
la misma mentira. ¿Qué importaban los días, las semanas, las horas?
—¿Quiere tomar el té?
Iván Ilich pensó: « Ha de hacer las cosas con orden y que los señores tomen
el té por la mañana» . Por eso se limitó a decir:
—No.
—¿Quiere trasladarse al diván?
« Necesita arreglar la habitación y y o le molesto. Constituy o la suciedad y el
desorden» , pensó Iván Ilich; y replicó:
—No, déjeme.
El criado seguía afanándose en la estancia. Iván Ilich tendió una mano. Piotr
se acercó a él servicialmente.
—¿Qué desea?
—El reloj.
Piotr tomó el reloj, que estaba al alcance de la mano de Iván Ilich, y se lo
entregó:
—Las ocho y media. ¿Se han levantado y a?
—No. Sólo Vasili Ivanovich —era el hijo de Iván Ilich—; y se ha ido al
gimnasio. Praskovia Fiodorovna me ha dado orden de despertarla si la llama
usted. ¿La despierto?
—No; no la llames —« No se si tomar un poco de té» , pensó—. Tráeme el té.
Piotr se dirigió hacia la puerta. Iván Ilich sintió terror de quedarse solo.
« ¿Cómo podía retenerlo? ¡Ah, sí! Con la medicina» .
—Piotr, dame la medicina.
« Tal vez pueda aliviarme todavía» . Tomó una cucharada. « No, no me
aliviará. Todo esto no son más que absurdos y engaños» , se dijo, en cuanto notó
de nuevo aquel conocido y repugnante sabor. « No, no puedo creerlo. Pero ese
dolor, ¿por qué tengo ese dolor? Si se calmara, al menos, por un momento» . E
Iván Ilich gimió. Piotr volvió sobre sus pasos.
—No, vete. Tráeme el té.
El criado salió. Al quedarse solo, Iván Ilich volvió a quejarse, no tanto de
dolor como de pena. « Siempre igual, siempre igual; esas noches y esos días sin
fin. Si al menos llegara más pronto. ¿El qué? La muerte, las tinieblas. ¡No, no!
Todo es preferible a la muerte» .
Cuando Piotr entró, tray endo el té en una bandeja, Iván Ilich lo miró, durante
un gran rato, con una mirada extraviada, sin comprender quién era ni para qué
venía. Piotr se turbó al sentir aquella mirada; y fue entonces cuando Iván Ilich se
recobró.
—¡Ah, sí! El té… Muy bien. Déjalo ahí. Ay údame antes a lavarme y a
ponerme una camisa limpia.
Iván Ilich empezó a lavarse. Descansando entre una cosa y otra, se lavó las
manos y la cara, se limpió los dientes y, al ir a peinarse, se miró al espejo. Le
horrorizó, sobre todo, ver que sus cabellos estaban pegados a su pálida frente.
Mientras se cambiaba de camisa, no quiso mirarse el cuerpo, porque sabía
que lo aterraría aún más. Finalmente, terminó su aseo. Se puso un batín, se cubrió
con una manta de viaje y se instaló en una butaca, para tomar el té. Por un
momento, se sintió refrescado; pero en cuanto probó el té, volvió a notar el
mismo mal sabor de boca y el mismo dolor. Hizo grandes esfuerzos para
terminar de tomarlo; y se tendió, estirando las piernas. Despidió a Piotr.
Seguía igual. Tan pronto fulguraba una esperanza como se agitaba el mar de
desesperación; y siempre el mismo dolor, siempre la misma tristeza. Al estar
solo, sentía una pena terrible; y hubiera deseado llamar a alguien; pero sabía, de
antemano, que en presencia de los demás estaría peor. « Si al menos me pusieran
morfina y pudiera olvidar… Diré al doctor que me mande algo nuevo. Así es
imposible, imposible» .
De este modo transcurrieron un par de horas. De pronto, se oy ó la campanilla
desde la antesala. Tal vez fuese el doctor. En efecto, era él, ese hombre lozano,
grueso, alegre y con aquella expresión que parecía decir: « Se ha asustado usted;
pero no importa; enseguida lo arreglaré todo» . El doctor sabía que, en este caso,
su expresión no podía servir de nada. Pero la había adoptado de una vez para
siempre, y no podía prescindir de ella, lo mismo que un hombre que se pone el
frac desde por la mañana y se va a hacer visitas. Se frotó las manos, con
expresión animosa y tranquilizadora.
—Traigo mucho frío. La helada arrecia. Espere que me caliente un poco —
dijo, con un tono tal como si al entrar en calor todo se arreglara—. Bueno, ¿qué?
¿Cómo está? ¿Cómo ha pasado la noche?
Iván Ilich notó que el médico tenía ganas de decir: « ¿Cómo van los
asuntillos?» ; pero que se daba cuenta de que no se podía hablar de este modo. Lo
miró, con expresión interrogadora: « ¿Es posible que no llegue el momento en
que te avergüences de mentir de este modo?» . Pero el médico no quiso entender
esa pregunta. Entonces, Iván Ilich dijo:
—Tan horriblemente mal como siempre. El dolor no me abandona, no cede.
Si al menos me diese usted algo…
—Ustedes, los enfermos, siempre son así. ¡Vay a, parece que y a he entrado
en calor! Ni siquiera la metódica Praskovia Fiodorovna tendría nada que objetar
contra mi temperatura. ¡Vay a! Buenos días —exclamó el doctor, estrechando la
mano del enfermo.
Iván Ilich sabía perfectamente que todo esto no eran más que cosas absurdas
y engaños; pero, cuando el doctor se puso de rodillas y, aplicándole el oído sobre
el pecho, tan pronto más alto, tan pronto más bajo, adoptó un aire importantísimo
y realizó por encima de él una serie de movimientos gimnásticos, se le sometió lo
mismo que se sometía a los discursos de los abogados, aun cuando le constaba
que mentían y conocía las razones de sus mentiras.
El doctor estaba aún de rodillas sobre el diván, auscultando al enfermo
cuando se dejó oír el rumor del vestido de seda de Praskovia Fiodorovna y el
reproche que le dirigía a Piotr por no haberle anunciado su llegada.
Entró en el aposento; besó a su marido e, inmediatamente, empezó a
demostrar que hacía mucho rato que estaba levantada y que no había salido a
recibir al doctor a causa de una tergiversación.
Iván Ilich la contempló de arriba abajo; y le reprochó mentalmente su
blancura, su gordura, la pulcritud de sus manos y de su cuello, el brillo de sus
cabellos y el de sus ojos, rebosantes de vida. La odiaba con todas las fuerzas de
su alma. El menor contacto suy o provocaba en él un acceso de odio que lo hacía
sufrir.
La actitud de Praskovia Fiodorovna hacia Iván Ilich y hacia su enfermedad
era la de siempre. Lo mismo que el médico había adoptado cierto modo de tratar
a los enfermos, del que no podía prescindir y a, Praskovia Fiodorovna tenía su
propia actitud respecto a la enfermedad de su marido; y tampoco podía
prescindir de ella. Le reprochaba cariñosamente que no cumpliera las
prescripciones del doctor.
—¡Pero si no me obedece! No toma las medicinas a su debido tiempo y,
sobre todo, se acuesta en una postura que debe serle perjudicial; pone los pies en
alto —exclamó.
Y contó que Iván Ilich obligaba a Guerasim a sostenerle las piernas en alto.
El doctor sonrió, con una expresión afectuosa y despectiva: « ¿Qué quiere
usted que le hagamos? ¡Estos enfermos se inventan cada cosa! Pero se les puede
perdonar» .
Cuando terminó el reconocimiento y miró el reloj, Praskovia Fiodorovna
comunicó a Iván Ilich que, sin preocuparse de su parecer, había llamado a un
médico eminente, para que celebrara una consulta con Mijail Danilovich (así se
llamaba el médico de cabecera).
—Te ruego que no te opongas. Lo hago por mí —dijo en tono irónico, dando a
entender que lo hacía por él y que, por eso mismo, lo privaba del derecho de
negarse.
Iván Ilich guardó silencio; e hizo una mueca. Se daba cuenta de que la
mentira que lo rodeaba iba embrollándose, de tal forma, que sería difícil
comprender algo.
Praskovia Fiodorovna decía que todo lo que hacía por la enfermedad de Iván
Ilich era por ella; y así era, en efecto; pero, como si se tratase de una cosa
inverosímil, quería que él entendiera lo contrario. A las nueve y media llegó el
célebre médico y de nuevo empezaron las auscultaciones y las discusiones, tanto
en presencia de Iván Ilich como en la habitación contigua, acerca del riñón y del
intestino ciego, que no funcionaban como debían y a los que no tardarían en
atacar los dos médicos para obligarlos a corregirse.
El médico célebre se despidió con un aire grave; pero no desesperanzado. A
la tímida pregunta de si había posibilidad de curación, que le hizo Iván Ilich,
levantando hacia él sus ojos brillantes a causa del miedo y de la esperanza, el
doctor contestó que no podía asegurar nada; pero que había alguna probabilidad.
La mirada, llena de esperanza, con que el enfermo acompañó al doctor había
sido tan lastimera que Praskovia Fiodorovna vertió unas lágrimas al salir del
despacho para entregar los honorarios al célebre doctor.
No duraron mucho las esperanzas que había infundido el doctor a Iván Ilich.
De nuevo la misma habitación, las mismas cortinas, los mismos cuadros, el
mismo papel de las paredes, los mismos frasquitos y el mismo cuerpo dolorido
que lo hacía sufrir. Iván Ilich empezó a quejarse: le pusieron una iny ección y,
poco después, quedó amodorrado.
Cuando se despertó, empezaba a oscurecer. Le trajeron la cena. Haciendo
grandes esfuerzos tomó el caldo; y de nuevo volvió a sentir el mismo dolor tenaz.
A las siete de la tarde, cuando terminó de comer, entró Praskovia Fiodorovna.
Venía vestida para una velada, con su pecho voluminoso apretado y huellas de
polvos en la cara. Ya por la mañana había dicho a Iván Ilich que irían al teatro.
Había llegado Sarah Bernhardt y habían comprado un palco a instancias del
propio Iván Ilich. Pero, en aquel momento, no recordaba eso; y el vestido de su
mujer lo ofendió. Al recordar que él mismo había insistido en que tomaran el
palco, porque se trataba de una distracción estética e instructiva para los hijos,
ocultó su sentimiento.
Praskovia Fiodorovna había entrado en la habitación, satisfecha de sí misma;
pero como culpable de algo. Se sentó un momento y preguntó a su marido cómo
se encontraba. Iván Ilich se dio cuenta de que lo hacía tan sólo por preguntar;
pero no para enterarse de su estado. Después dijo lo que convenía decir en tales
casos; que de ninguna manera iría al teatro, pero que el palco estaba tomado y a
y que Hélène, su hija y Petrischev (el pretendiente de ésta) querían ir, y que no
podía dejarlos marchar solos. Ella prefería quedarse con él. ¡Con tal que
cumpliera las prescripciones del médico en su ausencia!
—¡Ah, sí! Fiodor Petrovich (el novio) quería entrar a verte. ¿Puede? Y Liza
también.
—Que entren.
Liza venía muy peripuesta: su vestido dejaba al descubierto parte de su joven
cuerpo, poniéndolo en evidencia. En cambio, a Iván Ilich lo hacía sufrir mucho el
suy o. Liza era joven, fuerte, estaba visiblemente enamorada y renegaba de la
enfermedad, del sufrimiento y de la muerte que impedían su dicha.
Fiodor Petrovich estaba rizado a lo Capoul, llevaba frac, un cuello blanco en
torno a su largo cuello musculoso, un enorme plastrón, y un pantalón negro,
estrecho, que moldeaba sus muslos, y sostenía la chistera con una de sus manos,
enfundada en guante blanco.
Tras de él se deslizó, imperceptiblemente, el hijo de Iván Ilich, con su
uniforme nuevo y los guantes puestos. Tenía grandes ojeras, cuy o motivo sabía
Iván Ilich. Siempre le daba pena su hijo. Lo afligía ver su mirada asustada y
llena de simpatía. Creía que, exceptuando a Guerasim, el único que lo entendía y
compadecía era él.
Todos tomaron asiento y preguntaron al enfermo cómo se encontraba.
Después reinó el silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos. Y
se produjo una discusión entre la madre y la hija. No se sabía quién los había
perdido. Aquello resultaba desagradable.
Fiodor Petrovich preguntó a Iván Ilich si había visto trabajar a Sarah
Bernhardt. Al principio, éste no comprendió la pregunta; pero luego dijo:
—No. Y usted ¿la ha visto y a?
—Sí, en Adrienne Lecouvreur.
Praskovia Fiodorovna opinaba que Sarah Bemhardt trabajaba particularmente
bien en una obra determinada. Su hija no se mostró de acuerdo. Se inició una
conversación acerca de la elegancia y el realismo de la actuación de la actriz; y
fue como siempre en tales casos.
En medio de la conversación, Fiodor Petrovich miró a Iván Ilich y guardó
silencio. Los demás lo miraron también, e hicieron lo mismo. El enfermo
permanecía con sus ojos brillantes fijos ante sí; sin duda se sentía indignado
contra ellos. Era preciso borrar aquella impresión; pero no había manera de
hacerlo. Era preciso romper el silencio de algún modo. Nadie se atrevía a
romperlo; todos temían que se destruy era aquella mentira convencional y que la
realidad se tomara evidente. Liza fue la primera en decidirse. Interrumpió el
silencio. Quería disimular el sentimiento que experimentaban todos; pero se
traicionó.
—Si hemos de ir, y a es hora —dijo, después de consultar el reloj, regalo de su
padre.
Y sonrió, imperceptiblemente, mirando al joven Fiodor Piotr, como si se
refiriese a algo que sólo ellos dos sabían. Tras de esto, se levantó, produciendo
rumor con su vestido.
Todos se pusieron en pie y se despidieron del enfermo.
Al quedarse solo, Iván Ilich crey ó que se sentía mejor: había desaparecido la
mentira; se la habían llevado, pero el dolor quedaba con él. Siempre el mismo
dolor, siempre el mismo miedo; nada lo aminoraba… Cada vez se sentía peor.
De nuevo corrieron los minutos y las horas, unos tras otras. Siempre estaba lo
mismo; pero al fin, ese fin inevitable, que cada vez parecía más horroroso, no
llegaba.
—Sí; que venga Guerasim —contestó Iván Ilich a la pregunta de Piotr.
IX
Praskovia Fiodorovna volvió tarde. Aunque entró de puntillas, Iván Ilich la oy ó.
Abrió los ojos y volvió a cerrarlos, precipitadamente. Praskovia Fiodorovna tuvo
la intención de despedir a Guerasim y de quedarse con su marido. Éste abrió los
ojos para decirle:
—No; vete.
—¿Sufres mucho?
—Es igual.
—Toma opio.
Iván Ilich accedió y tomó unas gotas. Praskovia Fiodorovna se fue.
Aproximadamente hasta las tres, Iván Ilich permaneció en un sopor que lo
atormentaba. Le parecía que lo introducían con su dolor en un saco negro,
estrecho y profundo, y que lo empujaban constantemente, sin que llegara al otro
extremo. Y aquel proceso, horrible para él, se realizaba con sufrimiento. Iván
Ilich tenía miedo; deseaba meterse en el fondo del saco, luchaba y ay udaba al
mismo tiempo. De pronto, se desprendió y, al caer, volvió en sí. Como siempre,
Guerasim dormitaba tranquilamente sentado a los pies de la cama. Iván Ilich
estaba acostado, con sus delgados pies enfundados en unos calcetines, apoy ados
en los hombros del criado. La misma vela, con su pantalla, y el mismo dolor
incesante.
—Vete, Guerasim —susurró Iván Ilich.
—Me quedaré otro ratito.
—No, no; vete.
Iván Ilich quitó los pies de los hombros de Guerasim, se acostó de lado,
apoy ando la cabeza en una mano y se apiadó de sí mismo. Esperó a que el
criado se retirase a la habitación contigua y y a no se contuvo más; se deshizo en
lágrimas, lo mismo que una criatura. Lloró a causa de su impotencia, a causa de
su terrible soledad, a causa de la crueldad de los humanos, de la de Dios, así
como de su ausencia.
« ¿Para qué has hecho todo esto? ¿Para qué me has traído a este mundo? ¿Por
qué razón me atormentas de este modo tan terrible…?» .
No esperaba ninguna respuesta; y lloraba porque no la había. De nuevo sintió
el dolor; pero no se movió ni llamó a nadie. Se dijo: « ¡Castígame más! Pero ¿por
qué? ¿Qué te he hecho?» .
Al cabo de un rato se apaciguó y no sólo dejó de llorar, sino hasta de respirar
y se tornó todo atención. Era como si escuchase la voz del alma —no esa otra voz
que hablaba por medio de sonidos— y la marcha de los pensamientos que se
producían en él.
« ¿Qué necesitas? —fue el primer concepto que oy ó que se podía expresar
por medio de palabras—. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas?» , se repitió. « ¿Qué?
No sufrir. Vivir» , contestó.
Y se entregó de nuevo a una atención, tan reconcentrada, que ni siquiera lo
distrajo el dolor.
« ¿Vivir? ¿Cómo?» , preguntó la voz del alma.
« Sí, vivir. Vivir como he vivido antes, vivir bien y agradablemente» .
« ¿Cómo viviste antes bien y agradablemente?» , exclamó la voz. E Iván Ilich
empezó a analizar mentalmente los mejores momentos de su vida agradable.
Pero cosa rara: todos los mejores momentos de su vida le parecieron
completamente distintos de lo que le parecían antaño. Todos, exceptuando los
primeros recuerdos de su niñez. En su infancia había algo realmente agradable,
con lo que se podría vivir si volviera. Pero el hombre que había experimentado
aquella sensación agradable no existía y a: aquello era como el recuerdo de algún
otro.
En cuanto empezaba la época que había dado por resultado a Iván Ilich tal y
como era ahora, todas las alegrías de antaño se disipaban ante sus ojos,
convirtiéndose en algo insignificante y a menudo en algo vil.
Cuanto más se alejaba de su infancia, cuanto más cerca estaba del presente,
tanto más insignificantes y dudosas se le antojaban las alegrías. Aquello
empezaba en la Escuela de Jurisprudencia. Allí había habido aún algo
verdaderamente bueno: allí había alegría, amistad, esperanzas. En las clases
superiores, habían sido y a menos frecuentes esos buenos momentos. Después,
durante la época de su primer cargo, habían surgido de nuevo momentos gratos:
eran los momentos de su amor hacia una mujer. Luego, todo se confundía en sus
recuerdos; y cada vez encontraba menos cosas buenas. Más adelante, aun
menos, cada vez menos…
¡Su matrimonio… tan imprevisto, y la desilusión, el mal aliento de su mujer,
el sentimentalismo y la afectación! Y aquel trabajo muerto, aquellas
preocupaciones pecuniarias por espacio de uno, dos, diez, veinte años… ¡Siempre
lo mismo! Y cuanto más avanzaba, tanto más muerto era todo aquello. Era como
si descendiera, uniformemente, de una montaña, imaginándose que subía. Así
había sido. Según subía a la montaña ante los ojos del mundo, la vida huía de él…
¡Y he aquí que todo estaba consumado, y a podía morir!
¿Qué significaba aquello? No podía ser. No podía ser que la vida fuese tan
absurda, tan miserable. Y si, en efecto, era tan miserable y absurda, ¿por qué
había que morir y morir sufriendo? Algo no estaba claro.
« ¿Tal vez no hay a vivido como debía?» , se preguntaba, de pronto. « Pero,
esto no es posible, porque siempre he hecho lo que debía hacer» , se decía; e
inmediatamente apartaba la única solución del misterio de la vida y de la muerte,
como algo totalmente imposible.
« ¿Qué es lo que quieres ahora? ¿Vivir? ¿Cómo? Vivir como vivías en el
Tribunal, cuando el ujier anunciaba: “Comienza el proceso”. “Comienza el
proceso”, comienza el proceso» , repetía Iván Ilich. « Pero si no soy culpable» ,
gritó con ira. « ¿Por qué?» . Iván Ilich se volvió cara a la pared; y empezó a
pensar en una sola cosa: por qué y para qué existía todo ese horror.
Pero, por más que meditó, no halló respuesta. Y cuando le acudía la idea de
que no había vivido como es debido, inmediatamente recordaba la regularidad de
su existencia; y apartaba esa extraña idea.
X
Transcurrieron otras dos semanas. Iván Ilich no abandonaba y a el diván. Le
gustaba más que estar en la cama. Casi todo el tiempo permanecía vuelto de cara
a la pared: sufría asaltado por unos tormentos inexplicables y meditaba sobre
aquel problema insoluble. ¿Qué era aquello? ¿Era posible que, en efecto, fuese la
muerte? Y una voz interior le respondía: « Sí, así es» . ¿Qué objeto tenían esos
tormentos? La voz le decía: « Ninguno» . Más allá, no había nada, excepto esto.
Desde el principio de su enfermedad, desde su primera visita al médico, la
vida de Iván Ilich se había dividido en dos estados de ánimo contrarios, que se
sustituían mutuamente; tan pronto era la desesperación y la espera de la muerte,
terrible e incomprensible; tan pronto la esperanza y la observación de sus
funciones fisiológicas. Ora tenía ante sus ojos un riñón o un intestino, que se
habían apartado momentáneamente de sus funciones; ora, la muerte, terrible e
incomprensible, de la que no había modo de librarse.
Esos dos estados de ánimo se sustituían mutuamente, desde el mismo
principio de su enfermedad; pero cuando más avanzaba ésta, la idea del riñón se
tornaba más dudosa y más fantástica y más real la conciencia de la
aproximación de la muerte.
Le bastaba recordar lo que había sido tres meses atrás y lo que era en el
momento actual; le bastaba recordar cuán uniformemente había descendido de
la montaña, para que se destruy ese toda posibilidad de esperanzas.
Durante los últimos tiempos de la soledad en que se encontraba, tendido en el
sofá, cara a la pared, de aquella soledad en una población de tantos habitantes, en
medio de sus numerosos conocidos y de su propia familia —de aquella soledad
que no podía ser may or en ninguna parte, ni en el fondo del mar, ni bajo la tierra
—, Iván Ilich vivía solamente por medio de la representación del pasado. Las
imágenes del pasado se sucedían. Empezaban siempre por cosas recientes e iban
alejándose, hasta llegar a la infancia, donde se detenían. Iván Ilich recordaba la
compota de ciruelas pasas que le habían ofrecido aquel mismo día, y sus
recuerdos se transportaban a las ciruelas pasas crudas, aquellas ciruelas
arrugaditas de su infancia, su sabor tan peculiar y cómo se le hacía la boca agua
cuando llegaban al hueso. Junto con ese recuerdo, surgía una serie de otros de la
misma época: su nia-nia, su hermano, sus juguetes… « No debo pensar en eso…
es demasiado doloroso» , se decía; y se trasladaba de nuevo al presente, a un
botón del respaldo del sofá, a las arrugas del cordobán. « Este cordobán es caro y
nada fuerte. Hemos tenido una discusión respecto a él. Pero hubo otro cordobán
y otra discusión cuando rompimos la cartera de nuestro padre y nos castigaron y,
después, mamá nos trajo pasteles» . Sus pensamientos volvían a detenerse en la
infancia; y otra vez Iván Ilich sufría y trataba de apartarlos y pensar en otra
cosa.
Junto con ese proceso de pensamientos, se elevaba en su alma otro proceso
acerca de la manera en que se agravaba y desarrollaba su enfermedad. A
medida que retrocedía, había más vida y era mejor. Una cosa se confundía con
la otra. « Según van en aumento los sufrimientos, la vida empeora» , se decía.
Había un punto luminoso allí, en el principio de su existencia; pero luego todo se
volvía cada vez más negro y cada vez más rápido. « Es inversamente
proporcional a los cuadrados de la distancia de la muerte» , pensaba Iván Ilich.
La imagen de la piedra que cae, aumentando su velocidad, invadía su alma. La
vida es una serie de sufrimientos progresivos; vuela cada vez más rápidamente
hacia el final, hacia un dolor más terrible. « Vuelo…» . Iván Ilich se estremeció,
hizo un movimiento, quiso oponerse. Pero sabía que y a no podía hacerlo; y de
nuevo contempló, con sus ojos cansados de mirar ante sí, pero incapaces de
dejar de hacerlo, el respaldo del sofá. Y esperó, esperó esa terrible caída, el
choque y la destrucción. « No oponerme» , se dijo. « Si al menos, pudiera
comprender el porqué. Pero tampoco es posible. Esto podría explicarse si dijera
que no he vivido como debía. Pero es imposible reconocer esto» , se dijo,
recordando la legalidad, la regularidad y la conveniencia de su vida. « No puedo
admitir esto» , repitió, sonriendo sólo con los labios, como si alguien pudiese ver
su sonrisa y ser engañado por ella. « No hay explicación. Sufrimientos…,
muerte… ¿Por qué?» .
XI
Así transcurrieron dos semanas. En aquel lapso ocurrió el acontecimiento tan
deseado por Iván Ilich y por su mujer: Petrischev pidió la mano de Liza. Fue por
la noche. Al día siguiente, Praskovia Fiodorovna entró en el cuarto de su marido,
pensando cómo anunciaría la petición de Fiodor Petrovich; pero aquella misma
noche Iván Ilich se había agravado. Praskovia Fiodorovna lo encontró en el
mismo sofá y en la misma postura de siempre. Estaba tendido de espaldas,
gimiendo y mirando ante sí, con los ojos fijos en un punto.
Praskovia Fiodorovna empezó a hablarle de los medicamentos. Iván Ilich la
miró. Era tal el odio que expresaba esa mirada, que Praskovia Fiodorovna no
pudo acabar la frase empezada.
—¡Por amor de Dios, déjame morir tranquilo! —exclamó Iván Ilich.
Praskovia Fiodorovna se disponía a salir de la estancia en el momento en que
entraba Liza, para dar los buenos días al enfermo. Éste miró a su hija con la
misma expresión que había mirado a su mujer; y, a las preguntas respecto de su
salud, respondió, secamente, que no tardaría en librarlas de su presencia. Las dos
mujeres guardaron silencio; y, después de permanecer un ratito sentadas,
abandonaron la habitación.
—¿Qué culpa tenemos? —exclamó Liza, dirigiéndose a su madre—. ¡Como si
lo hubiésemos hecho nosotras! Me da lástima de papá; pero ¿por qué nos
atormenta?
El doctor llegó a la hora de costumbre. Iván Ilich contestó a sus preguntas,
diciendo « sí» , « no» , sin dejar de mirarlo con expresión iracunda; y, finalmente,
añadió:
—Ya sabe usted que nada me aliviará; así, pues, déjeme.
—Podemos aminorar sus sufrimientos —replicó el doctor.
—Tampoco pueden ustedes hacerlo; déjeme.
El médico entró en el salón para comunicar a Praskovia Fiodorovna que su
marido estaba muy grave y que el único medio para aliviar sus dolores, que
debían de ser atroces, era el opio.
Opinaba que eran terribles los sufrimientos físicos de Iván Ilich; y tenía razón.
Pero los morales —su principal tormento— constituían un martirio mucho más
grande.
Aquella noche, mientras había contemplado el bondadoso rostro, de pómulos
salientes, de Guerasim, que dormitaba, de pronto se le ocurrió la siguiente idea:
« ¿Y si, en efecto, mi vida, mi vida consciente no ha sido como debía ser?» .
Se le ocurrió que podía ser verdad lo que antes se le presentara como algo
totalmente imposible, es decir: que no había vivido como debía. Pensó que los
intentos imperceptibles que había hecho para luchar contra lo que los hombres de
elevada posición consideran bueno, intentos que acto seguido rechazaba, podían
ser los verdaderos, y que todo lo demás no era lo que debía ser. Su carrera, su
modo de vivir, su familia y aquellos intereses de la sociedad y del servicio, todo
podía haber sido distinto de lo que debía ser. Trató de defender todo aquello ante
sí mismo. Súbitamente, se dio cuenta de la inconsistencia de lo que defendía; y
y a no quedó nada por defender.
« Si abandono esta vida con la conciencia de que he malgastado todo lo que se
me ha dado y de que no se puede remediar, entonces ¿qué queda?» , se dijo. Se
tendió de espaldas y empezó a analizar toda su vida, desde un nuevo punto de
vista. Por la mañana, cuando vio al criado y luego a Praskovia Fiodorovna, a su
hija y al doctor, tanto sus gestos como sus palabras le confirmaron la terrible
verdad que se le había revelado aquella noche. Se veía reflejado en ellos, veía en
ellos su propia vida y le era evidente que todo aquello había sido equivocado, que
se trataba de un enorme engaño, que velaba tanto la vida como la muerte. Esta
sensación aumentó, decuplicando sus sufrimientos físicos. Iván Ilich gemía, se
agitaba y se arrancaba la ropa. Le parecía que lo ahogaba; y, por ese motivo,
sentía odio hacia los suy os.
Le administraron una fuerte dosis de opio que lo sumió en un sopor; pero, a la
hora de comer, aquello volvió a empezar.
Iván Ilich rechazaba a todo el mundo y se debatía.
Praskovia Fiodorovna entró en la habitación y le dijo:
—Jean, querido, hazlo por mí (¿por mí?). Esto no puede perjudicarte y, a
menudo, alivia. No indica nada; a menudo, incluso las personas sanas…
El enfermo abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? No es preciso. Aunque…
Praskovia Fiodorovna se echó a llorar.
—Sí, hazlo, querido. Llamaré a nuestro sacerdote. ¡Es tan simpático…!
—Muy bien, perfectamente —pronunció Iván Ilich.
Cuando llegó el sacerdote y confesó a Iván Ilich, éste se dulcificó, crey ó
sentirse aliviado respecto de sus dudas y, por consiguiente, de sus sufrimientos. Lo
invadió una esperanza pasajera. De nuevo empezó a pensar en el intestino ciego
y en la posibilidad de que se le curara. Comulgó con lágrimas en los ojos.
Una vez que lo hubieron acostado, después de la comunión, por un momento
se encontró bien; y de nuevo renació la esperanza de vivir. Meditó sobre la
operación que le habían propuesto. « Vivir, quiero vivir» , se decía. Su mujer vino
a felicitarlo. Pronunció las palabras de rigor, añadiendo:
—¿Verdad que te encuentras mejor?
Sin mirarla, Iván Ilich murmuró:
—Sí.
El traje de su mujer, su constitución, la expresión de su rostro y el sonido de
su voz, todo le expresaba lo mismo. « No es esto. Todo lo que ha constituido y
constituy e tu vida, es mentira y engaño. Te oculta la vida y la muerte» . En
cuanto le acudió esta idea, el odio se despertó en él; y a la vez volvieron los
terribles sufrimientos físicos y la conciencia de su muerte, próxima e inevitable.
Se produjo algo nuevo en él: sintió retortijones y punzadas; y algo le oprimió el
pecho.
Era terrible su expresión en el momento en que había dicho « sí» . Después de
pronunciar esta palabra, se volvió boca abajo, con una rapidez impropia, dada su
debilidad, y gritó:
—¡Váy anse, váy anse! ¡Déjenme!
XII
A partir de aquel momento, Iván Ilich empezó a gritar —cosa que duró tres días
sin interrupción—; y sus gritos eran tan terribles, que producían espanto, aun
oy éndolos a través de dos puertas cerradas. En el momento en que respondía a su
mujer, había comprendido que estaba perdido, que no había salvación, que le
había llegado el fin, el verdadero fin; y que la duda, que no se había resuelto,
quedaría sin resolver.
—¡No quiero! —gritó; y continuó arrastrando la última vocal, con distintas
entonaciones.
Durante aquellos tres días, en los que perdió la noción del tiempo, luchó
dentro de aquel saco negro al que lo empujaba una fuerza desconocida e
invencible. Luchaba como lucha en manos del verdugo un condenado a muerte
que sabe que no se ha de salvar. Y se daba cuenta de que, a pesar de los esfuerzos
que hacía, se acercaba cada vez más a lo que tanto lo horrorizaba. Comprendía
que sus sufrimientos se debían tanto al hecho de introducirse en aquel saco negro
como a la imposibilidad de hacerlo. Lo que le impedía entrar allí era la
conciencia de que su vida había sido buena. Esa justificación hacía que se
enganchara, impidiéndole pasar adelante; y era lo que más lo hacía sufrir.
De repente, una fuerza invisible le dio un empujón en el pecho y en el
costado, y le fue aún más difícil respirar. Se hundió en el saco, en cuy o fondo
apareció una luz. Le ocurrió lo que solía ocurrirle cuando iba en el tren; se
figuraba que iba hacia adelante, cuando en realidad retrocedía; y, de pronto, se
enteraba de la verdadera dirección.
« En efecto, todo esto no ha sido lo que debía ser —se dijo—. Aunque no
importa, puede hacerse aquello. Pero ¿qué es?» . Repentinamente, se calmó.
Esto sucedió al final del tercer día, una hora antes de su muerte. Acababa de
entrar su hijo, acercándose de puntillas al lecho. El moribundo gritaba, agitando
los brazos. Una de sus manos tropezó con la cabeza del muchacho, que la asió; y,
llevándosela a los labios, se echó a llorar. En aquel preciso instante era cuando
Iván Ilich se hundía en aquella profundidad, veía aquella luz y se le revelaba que
su vida no había sido lo que debía ser, pero que aún podía arreglarla. Se preguntó:
« ¿Qué es aquello?» . Y guardó silencio, para prestar atención. Sintió que alguien
le besaba la mano. Abrió los ojos y vio a su hijo. Se apiadó de él. Su mujer se
acercó. Iván Ilich la miró. Tenía la boca abierta y huellas de lágrimas en una
mejilla y en la nariz. Miraba a su marido con expresión desesperada. También se
compadeció de ella.
« Los hago sufrir —pensó—. Les da pena de mí; pero estarán mejor cuando
muera» . Iván Ilich quiso decir esto; pero no tuvo fuerzas. « Por otra parte, ¿para
qué decirlo? Debo hacerlo» , pensó. Con una mirada llamó la atención de
Praskovia Fiodorovna sobre su hijo y pronunció.
—¡Llévatelo…! Me da pena… y de ti también —quiso añadir « perdón» ;
pero dijo otra palabra; y, sin fuerzas para corregirse, hizo un gesto con la mano,
pues le constaba que lo entendería quien debiera entenderlo.
De pronto, le fue evidente que el problema que lo atormentaba, se había
resuelto súbitamente. « Me da pena de ellos. Es preciso hacer que no sufran.
Liberarlos y liberarme y o mismo de esos sufrimientos. ¡Qué bien y qué sencillo!
¿Y el dolor?» , se preguntó. « ¿Qué hago con él? ¿Dónde estás, dolor?» .
Prestó atención.
« Ah, sí, aquí está. Bueno, que siga. ¿Y la muerte? ¿Dónde está?» .
Buscó su antiguo terror a la muerte, sin hallarlo. ¿Dónde estaba? ¿Qué era la
muerte? No sentía terror alguno porque la muerte no existía.
En lugar de la muerte, había luz.
—¡Ah! ¡Es esto! —exclamó, de pronto, en voz alta—. ¡Qué alegría!
Para él todo esto sucedió en un instante. Y su significado y a no podía variar.
En cambio, para los presentes, su agonía duró aún dos horas. En su pecho bullía
algo y su cuerpo extenuado se estremecía. Luego, los ruidos de su pecho y los
estertores se volvieron menos frecuentes.
—Ha terminado —dijo alguien.
Iván Ilich oy ó estas palabras y las repitió en el fondo de su alma. « Ha
terminado la muerte. Ya no existe» .
Aspiró una bocanada de aire, se detuvo a la mitad de la aspiración; se estiró y
murió.

26 de marzo de 1886

En Obras selectas, Colección Grandes Clásicos, tomo III


México, Aguilar, 1991.
Traducción de Irene y Laura Andresco.
Algunos aspectos del cuento (1962-1963)

Julio Cortázar

Me encuentro hoy ante ustedes en una situación bastante paradójica. Un


cuentista argentino se dispone a cambiar ideas acerca del cuento sin que sus
oy entes y sus interlocutores, salvo algunas excepciones, conozcan nada de su
obra. El aislamiento cultural que sigue perjudicando a nuestros países, sumado a
la injusta incomunicación a que se ve sometida Cuba en la actualidad, han
determinado que mis libros, que son y a unos cuantos, no hay an llegado más que
por excepción a manos de lectores tan dispuestos y tan entusiastas como ustedes.
Lo malo de esto no es tanto que ustedes no hay an tenido oportunidad de juzgar
mis cuentos, sino que y o me siento un poco como un fantasma que viene a
hablarles sin esa relativa tranquilidad que da siempre el saberse precedido por la
labor cumplida a lo largo de los años. Y esto de sentirme como un fantasma debe
ser y a perceptible en mí, porque hace unos días una señora argentina me aseguró
en el hotel Riviera que y o no era Julio Cortázar, y ante mi estupefacción agregó
que el auténtico Julio Cortázar es un señor de cabellos blancos, muy amigo de un
pariente suy o, y que no se ha movido nunca de Buenos Aires. Como y o hace
doce años que resido en París, comprenderán ustedes que mi calidad espectral se
ha intensificado notablemente después de esta revelación. Si de golpe
desaparezco en mitad de una frase, no me sorprenderé demasiado; y a lo mejor
salimos todos ganando.
Se afirma que el deseo más ardiente de un fantasma es recobrar por lo
menos un asomo de corporeidad, algo tangible que lo devuelva por un momento
a su vida de carne y hueso. Para lograr un poco de tangibilidad ante ustedes, voy
a decir en pocas palabras cuál es la dirección y el sentido de mis cuentos. No lo
hago por mero placer informativo, porque ninguna reseña teórica puede sustituir
la obra en sí; mis razones son más importantes que ésa. Puesto que voy a
ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que
algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las escuchen, me parece de
una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando
mi especial manera de entender el mundo. Casi todos los cuentos que he escrito
pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen
a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse
y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del
siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente
por un sistema de ley es, de principios, de relaciones de causa a efecto, de
psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha
de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento
de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las
ley es sino en las excepciones a esas ley es, han sido algunos de los principios
orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo
realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran
ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de
los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi
propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posición y mi
enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que sólo he hablado del
cuento tal y como y o lo practico. Y sin embargo no creo que sea así. Tengo la
certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a
todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que
tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen
cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas
razones. Vivo en un país —Francia— donde este género tiene poca vigencia,
aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente
por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen
acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela,
casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un
país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente
a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos
originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una
enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que
puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de
tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en
última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje,
hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún
momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros,
puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al
cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países
latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas
jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen critico, y está
bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse
luego de conocer sus ley es. En primer lugar, no hay tales ley es; a lo sumo cabe
hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese
género tan poco encasillable; en segundo lugar, los teóricos y los críticos no
tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquéllos sólo entren en
escena cuando exista y a un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y
esclarecer su desarrollo y sus cualidades. En América, tanto en Cuba como en
México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde
comienzos del siglo, sin conocerse mucho entre sí, descubriéndose a veces de
manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que
pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento
por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un
género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de
día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas —como las hacen los
países anglosajones, por ejemplo— y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces
de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto,
como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de
expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para
esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados
malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante en su tarea,
y a es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de
las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento,
y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a
desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese
lazo que quiere echarle la conceptuación para fijarla y categorizarla. Pero si no
tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque
un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y
la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el
término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a
la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un
cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede
transmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran
cuento tiene en nosotros, y que explica también por qué hay muy pocos cuentos
verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la
novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se
señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el
tiempo de lectura, sin otros límites que el agotamiento de la materia novelada;
por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite
físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte páginas,
toma y a el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela
propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar
analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es
en principio un « orden abierto» , novelesco, mientras que una fotografía lograda
presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo
que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente
esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo
profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría
hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-
Bresson o de un Brassaï definen su arte como una aparente paradoja: la de
recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de
manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una
realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende
espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en
la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra
mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluy en,
por supuesto, una síntesis que dé el « clímax» de la obra, en una fotografía o un
cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el
cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento
que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean
capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura,
de fermento que proy ecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va
mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el
cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese
combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana
siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock out. Es cierto,
en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector,
mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las
primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen
cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden
parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando y a las resistencias
más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y
analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar
en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio
literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo
esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar
como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para
provocar esa « apertura» a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un
determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay
temas buenos ni temas malos, hay solamente un buen o un mal tratamiento del
tema. Tampoco es malo porque los personajes carezcan de interés, y a que hasta
una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz
Kafka. Un cuento es malo cuando se le escribe sin esa tensión que debe
manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos
adelantar y a que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de
permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de
significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir
principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido
que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al
punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables
relatos de una Katherine Mansfield o de un Sherwood Anderson, se convierta en
el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo
quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando
quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina
bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable
anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la may oría de los
admirables relatos de Antón Chéjov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente
cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se
cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que
debíamos compartir con los may ores, escuchábamos contar a los abuelos o a las
tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de
modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de
un té con dulces. Y sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov,
son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos propone una
especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota
reseñada. Ustedes se han dado y a cuenta de que esa significación misteriosa no
reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la may oría de los
malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que
tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si
no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que y a no se refieren
solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica
empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el
deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con
todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más
esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo
mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre
papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente,
desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto,
rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en may or o menor
grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y
hace con él un cuento. Este escoger un tema no es tan sencillo. A veces el
cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera
irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran may oría de mis
cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen de mi voluntad, por encima
o por debajo de mi conciencia razonante, como si y o no fuera más que un
médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero esto, que
puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es
que en un momento dado hay tema, y a sea inventado o escogido
voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes de que ello
ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué
razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un
determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre
excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba ser extraordinario,
fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una
anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una
cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de
relaciones, conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa
cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban
virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un
astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía
conciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su
existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema
tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y
todo eso, al fin y al cabo, ¿no es y a como una proposición de vida, una dinámica
que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones
más complejo y más hermoso? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud
de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos
otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han
pasado, y hemos vivido y olvidado tanto; pero esos pequeños, insignificantes
cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí,
latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos?
Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo « William Wilson» , de
Edgar Poe; tengo « Bola de sebo» , de Guy de Maupassant. Los pequeños
planetas giran y giran: ahí está « Un recuerdo de Navidad» , de Truman Capote;
« Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» , de Jorge Luis Borges; « Un sueño realizado» , de
Juan Carlos Onetti; « La muerte de Iván Ilich» , de Tolstoi; « Fifty Grand» , de
Hemingway ; « Los soñadores» , de Isak Dinesen; y así podría seguir y seguir…
Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligadamente de
antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han
podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son
aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota,
y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la
modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en
un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran
cuentista si su elección contiene —a veces sin que él lo sepa conscientemente—
esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y
circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable
es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá
en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un
mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino
para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará
indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente
significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza
misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado,
así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos
lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso
de los cuentos de Chéjov, esa significación se ve determinada en cierta medida
por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del
tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y
literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está
después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a
su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma
de cuento, y lo proy ecta en último término hacia algo que excede el cuento
mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con
frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como y o. Es habitual
que, en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o
conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga:
« Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo» . A mí me han
regalado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado
amablemente: « Muchas gracias» , y jamás he escrito un cuento con ninguno de
ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras
de una criada suy a en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía
llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas
curiosas, para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más
allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me han
preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante —por más divertido o
emocionante que pueda ser— y otro significativo?, he respondido que el escritor
es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y
que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de
una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de
recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona
ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará
reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la
fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y
tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que
ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer
los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está
frente a su tema, frente a ese embrión que y a es vida, pero que no ha adquirido
todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación.
Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del
proceso, como juez implacable, está esperando el lector, el eslabón final del
proceso creador, el cumplimiento o el fracaso del ciclo. Y es entonces que el
cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que
proy ecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más
pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que llamamos lector.
Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará
escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su
turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a
su hijo, y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo,
con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua,
aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para
volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es
necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras
cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir
ley endo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para
después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una
manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que
puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo
basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales
y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su
forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable,
lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más
primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de
todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de
transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá
olvidado « El tonel de amontillado» , de Edgar Poe. Lo extraordinario de este
cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o
cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento
implacable de una venganza. « Los asesinos» , de Hemingway, es otro ejemplo
de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja
esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad,
de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la
intensidad es de otro orden, y y o prefiero darle el nombre de tensión. Es una
intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando
lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir
en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso
de « El tonel de amontillado» y de « Los asesinos» , los hechos, despojados de
toda preparación, saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato
demorado y caudaloso de Henry James —« La lección del maestro» , por
ejemplo— se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia,
que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los
precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión
interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es
aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento. En mi país,
y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o
jóvenes, de la ciudad y del campo, entregados a la literatura por razones estéticas
o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos.
Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los
buenos cuentos los están escribiendo quienes dominan el oficio en el sentido y a
indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias
centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos
se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus
hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una
abrumadora may oría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha
sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el
sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan
a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo
criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que
también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de
pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que
hiciese una Ilíada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país
surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia,
para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el
mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que
para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato
tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las
incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera
de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no, porque en mi país
no ha dado más que indigestos volúmenes que no interesan ni a los hombres de
campo, que prefieren seguir escuchando los cuentos entre dos tragos, ni a los
lectores de la ciudad, que estarán muy echados a perder pero que se tienen bien
leídos a los clásicos del género. En cambio —y me refiero también a la
Argentina— hemos tenido a escritores como un Roberto J. Pay ró, un Ricardo
Güiraldes, un Horacio Quiroga y un Benito Ly nch, que, partiendo también de
temas muchas veces tradicionales, escuchados de boca de viejos criollos como
un Don Segundo Sombra, han sabido potenciar ese material y volverlo obra de
arte. Pero Quiroga, Güiraldes y Ly nch conocían a fondo el oficio de escritor, es
decir que sólo aceptaban temas significativos, enriquecedores, así como Homero
debió desechar montones de episodios bélicos y mágicos para no dejar más que
aquellos que han llegado hasta nosotros gracias a su enorme fuerza mítica, a su
resonancia de arquetipos mentales, de hormonas psíquicas, como llamaba Ortega
y Gasset a los mitos. Quiroga, Güiraldes y Ly nch eran escritores de dimensión
universal, sin prejuicios localistas o étnicos o populistas; por eso, además de
escoger cuidadosamente los temas de sus relatos, los sometían a una forma
literaria, la única capaz de transmitir al lector todos sus valores, todo su fermento,
toda su proy ección en profundidad y en altura. Escribían tensamente, mostraban
intensamente. No hay otra manera de que un cuento sea eficaz, haga blanco en
el lector y se clave en su memoria.
El ejemplo que he dado puede ser de interés para Cuba. Es evidente que las
posibilidades que la Revolución ofrece a un cuentista son casi infinitas. La ciudad,
el campo, la lucha, el trabajo, los distintos tipos psicológicos, los conflictos de
ideología y de carácter; y todo eso como exacerbado por el deseo que se ve en
ustedes de actuar, de expresarse, de comunicarse como nunca habían podido
hacerlo antes. Pero todo eso, ¿cómo ha de traducirse en grandes cuentos, en
cuentos que lleguen al lector con la fuerza y la eficacia necesarias? Es aquí
donde me gustaría aplicar concretamente lo que he dicho en un terreno más
abstracto. El entusiasmo y la buena voluntad no bastan por sí solos, como
tampoco basta el oficio de escritor por sí solo para escribir los cuentos que fijen
literariamente (es decir, en la admiración colectiva, en la memoria de un pueblo)
la grandeza de esta Revolución en marcha. Aquí, más que en ninguna otra parte,
se requiere hoy una fusión total de esas dos fuerzas, la del hombre plenamente
comprometido con su realidad nacional y mundial, y la del escritor lúcidamente
seguro de su oficio. En ese sentido no hay engaño posible. Por más veterano, por
más experto que sea un cuentista, si le falta una motivación entrañable, si sus
cuentos no nacen de una profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero
ejercicio estético. Pero lo contrario será aún peor, porque de nada valen el
fervor, la voluntad de comunicar un mensaje, si se carece de los instrumentos
expresivos, estilísticos, que hacen posible esa comunicación. En este momento
estamos tocando el punto crucial de la cuestión. Yo creo, y lo digo después de
haber pesado largamente todos los elementos que entran en juego, que escribir
para una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir
revolucionariamente, no significa, como creen muchos, escribir obligadamente
acerca de la revolución misma. Jugando un poco con las palabras, Emmanuel
Carballo decía aquí hace unos días que en Cuba sería más revolucionario escribir
cuentos fantásticos que cuentos sobre temas revolucionarios. Por supuesto la
frase es exagerada, pero produce una impaciencia muy reveladora. Por mi
parte, creo que el escritor revolucionario es aquél en quien se fusionan
indisolublemente la conciencia de su libre compromiso individual y colectivo,
con esa otra soberana libertad cultural que confiere el pleno dominio de su oficio.
Si ese escritor, responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, o
psicológica, o vuelta hacia el pasado, su acto es un acto de libertad dentro de la
revolución, y por eso es también un acto revolucionario aunque sus cuentos no se
ocupen de las formas individuales o colectivas que adopta la revolución.
Contrariamente al estrecho criterio de muchos que confunden literatura con
pedagogía, literatura con enseñanza, literatura con adoctrinamiento ideológico, un
escritor revolucionario tiene todo el derecho de dirigirse a un lector mucho más
complejo, mucho más exigente en materia espiritual de lo que imaginan los
escritores y los críticos improvisados por las circunstancias y convencidos de que
su mundo personal es el único mundo existente, de que las preocupaciones del
momento son las únicas preocupaciones válidas. Repitamos, aplicándola a lo que
nos rodea en Cuba, la admirable frase de Hamlet a Horacio: « Hay muchas más
cosas en el cielo y en la tierra de lo que supone tu filosofía…» . Y pensemos que
a un escritor no se le juzga solamente por el tema de sus cuentos o sus novelas,
sino por su presencia viva en el seno de la colectividad, por el hecho de que el
compromiso total de su persona es una garantía indesmentible de la verdad y de
la necesidad de su obra, por más ajena que ésta pueda parecer a las
circunstancias del momento. Esa obra no es ajena a la revolución porque no sea
accesible a todo el mundo. Al contrario, prueba que existe un vasto sector de
lectores potenciales que, en un cierto sentido, están mucho más separados que el
escritor de las metas finales de la revolución, de esas metas de cultura, de
libertad, de pleno goce de la condición humana que los cubanos se han fijado
para admiración de todos los que los aman y los comprenden. Cuanto más alto
apunten los escritores que han nacido para eso, más altas serán las metas finales
del pueblo al que pertenecen. ¡Cuidado con la fácil demagogia de exigir una
literatura accesible a todo el mundo! Muchos de los que la apoy an no tienen otra
razón para hacerlo que la de su evidente incapacidad para comprender una
literatura de may or alcance. Piden clamorosamente temas populares, sin
sospechar que muchas veces el lector, por más sencillo que sea, distinguirá
instintivamente entre un cuento popular mal escrito y un cuento más difícil y
complejo, pero que lo obligará a salir por un momento de su pequeño mundo
circundante y le mostrará otra cosa, sea lo que sea pero otra cosa, algo diferente.
No tiene sentido hablar de temas populares a secas. Los cuentos sobre temas
populares sólo serán buenos si se ajustan, como cualquier otro cuento, a esa
exigente y difícil mecánica interna que hemos tratado de mostrar en la primera
parte de esta charla. Hace años tuve la prueba de esta afirmación en la
Argentina, en una rueda de hombres de campo a la que asistíamos unos cuantos
escritores. Alguien ley ó un cuento basado en un episodio de nuestra guerra de
independencia, escrito con una deliberada sencillez para ponerlo, como decía su
autor, « al nivel del campesino» . El relato fue escuchado cortésmente, pero era
fácil advertir que no había tocado fondo. Luego uno de nosotros ley ó « La pata de
mono» , el justamente famoso cuento de W. W. Jacobs. El interés, la emoción, el
espanto, y finalmente el entusiasmo fueron extraordinarios. Recuerdo que
pasamos el resto de la noche hablando de hechicería, de brujos, de venganzas
diabólicas. Y estoy seguro de que el cuento de Jacobs sigue vivo en el recuerdo
de esos gauchos analfabetos, mientras que el cuento supuestamente popular,
fabricado para ellos, con su vocabulario, sus aparentes posibilidades intelectuales
y sus intereses patrióticos, ha de estar tan olvidado como el escritor que lo
fabricó. Yo he visto la emoción que entre la gente sencilla provoca una
representación de Hamlet, obra difícil y sutil si las hay, y que sigue siendo tema
de estudios eruditos y de infinitas controversias. Es cierto que esa gente no puede
comprender muchas cosas que apasionan a los especialistas en teatro isabelino.
¿Pero qué importa? Sólo su emoción importa, su maravilla y su transporte frente
a la tragedia del joven príncipe danés. Lo que prueba que Shakespeare escribía
verdaderamente para el pueblo, en la medida en que su tema era profundamente
significativo para cualquiera —en diferentes planos, sí, pero alcanzando un poco
a cada uno— y que el tratamiento teatral de ese tema tenía la intensidad propia
de los grandes escritores, y gracias a la cual se quiebran las barreras intelectuales
aparentemente más rígidas, y los hombres se reconocen y fraternizan en un
plano que está más allá o más acá de la cultura. Por supuesto, sería ingenuo creer
que toda gran obra puede ser comprendida y admirada por las gentes sencillas;
no es así, y no puede serlo. Pero la admiración que provocan las tragedias
griegas o las de Shakespeare, el interés apasionado que despiertan muchos
cuentos y novelas nada sencillos ni accesibles, debería hacer sospechar a los
partidarios del mal llamado « arte popular» que su noción del pueblo es parcial,
injusta, y en último término peligrosa. No se le hace ningún favor al pueblo si se
le propone una literatura que pueda asimilar sin esfuerzo, pasivamente, como
quien va al cine a ver películas de cowboy s. Lo que hay que hacer es educarlo, y
eso es en una primera etapa tarea pedagógica y no literaria. Para mí ha sido una
experiencia reconfortable ver cómo en Cuba los escritores que más admiro
participan en la revolución dando lo mejor de sí mismos, sin cercenar una parte
de sus posibilidades en aras de un supuesto arte popular que no será útil a nadie.
Un día Cuba contará con un acervo de cuentos y de novelas que contendrá
transmutada al plano estético, eternizada en la dimensión intemporal del arte, su
gesta revolucionaria de hoy. Pero esas obras no habrán sido escritas por
obligación, por consignas de la hora. Sus temas nacerán cuando sea el momento,
cuando el escritor sienta que debe plasmarlos en cuentos o novelas o piezas de
teatro o poemas. Sus temas contendrán un mensaje auténtico y hondo, porque no
habrán sido escogidos por un imperativo de carácter didáctico o proselitista, sino
por una irresistible fuerza que se impondrá al autor, y que éste, apelando a todos
los recursos de su arte y de su técnica, sin sacrificar nada a nadie, habrá de
transmitir al lector como se transmiten las cosas fundamentales: de sangre a
sangre, de mano a mano, de hombre a hombre.

En Obra critica /2. Edición de Jaime Alazraki,


Buenos Aires, Punto de Lectura, 2004.
Estudio de Cuentos inolvidables según Julio Cortázar

Soledad Quereilhac
Biografía de los autores

Ambrose Bierce

Nació el 24 de junio de 1842 en Meigs Country, en el estado de Ohio, Estados


Unidos. Hijo de un matrimonio de agricultores, décimo en una larga lista de
trece hermanos, Bierce encontró en su padre —trabajador haragán pero gran
lector— un inusual estímulo para la literatura, en un contexto de pobreza
económica.
Luego del traslado familiar a Indiana, Bierce se inicia en el mundo del
trabajo con escasos 9 años: es ay udante de imprenta, albañil y camarero. A los
17 años, es enviado al « Kentucky Military Institute» , donde realiza el
entrenamiento militar que luego pondrá en práctica cuando se aliste en el ejército
de la Unión del Norte durante la Guerra de Secesión (1861-1865). Parte de las
experiencias vividas en la guerra darán origen a su famoso libro Cuentos de
soldados y civiles (1891).
Tras los años bélicos, Bierce decide volcar sus energías en su carrera de
escritor. Se muda a San Francisco, y comienza a colaborar en periódicos con
artículos cínicos y satíricos sobre la sociedad de la época. Allí comienza la fama
de Bierce como sagaz y brillante articulista, la que lo acompañará también
durante los siete años que resida en Londres. Los ingleses lo rebautizaron « Bitter
Bierce» (« Bierce, el amargo» ), mientras que los norteamericanos reconocieron
su parentesco con el ingenio de Mark Twain. Su exitosa labor de periodista junto a
las publicaciones de sus libros Diccionario del diablo, ¿Pueden pasar estas cosas?
(1892) y Fábulas fantásticas (1899), le valieron el reconocimiento como uno de
los mejores cuentistas de su tiempo.
Pero hacia final del siglo, su vida sufre duros golpes: se separa de su esposa al
descubrir que le era infiel, dos de sus hijos mueren y la tercera se enferma
gravemente. Con 71 años, toma la arriesgada decisión de viajar a México en
plena revolución, con el objetivo de conocer a Pancho Villa y unirse a sus filas.
Lo cierto es que pocas certezas tenemos sobre su destino final, dado que las
cartas que enviaba se interrumpen en 1913. Su misterioso rumbo inspiró la novela
de Carlos Fuentes, Gringo viejo, también llevada al cine. Acaso una de las
definiciones de su Diccionario del diablo se le aplique perfectamente a Bierce:
« Loco: que discrepa de la may oría; en resumen, extraordinario» .
Jorge Luis Borges

Nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. En 1914, viajó con su familia a


Ginebra, donde cursó el bachillerato. En 1919 residió en España y allí entró en
contacto con el movimiento poético ultraísta.
De regreso al país, comenzó a publicar sus primeros libros de poesía y de
ensay os (Fervor de Buenos Aires, 1923; Luna de enfrente, 1925; Inquisiciones,
1925; entre otros), inscriptos en lo que se llamó su « criollismo urbano de
vanguardia» . Los libros de poemas fueron incesantemente corregidos por Borges
a lo largo de su vida y a los ensay os jamás los incluy ó en sus Obras completas.
Es en esta década cuando Borges funda con otros escritores la revista
vanguardista Proa, colabora en Martín Fierro y en periódicos como Crítica. En la
década siguiente, participará en Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Desde muy
joven se desempeñó asimismo como traductor; su íntima relación con la cultura
inglesa (su abuela era inglesa y su padre, profesor de ese idioma) no sólo cortó
con la tradicional « francofilia» de los letrados argentinos, sino que además
muchos críticos afirman que algo de la sintaxis sajona se filtra en su inigualable
prosa.
Reconocido y a en los años treinta como uno de los mejores escritores de su
generación, Borges se distancia posteriormente del criollismo e inaugura, con
Historia universal de la infamia (1933), un nuevo rumbo para su narrativa, la que
se convertirá, según Beatriz Sarlo, en la más original respuesta a la pregunta
sobre « cómo escribir literatura» , en diálogo con la tradición universal, « desde
una nación culturalmente periférica» . Con El jardín de senderos que se bifurcan
(1941), Artificios (1944) y El Aleph (1949) Borges construy e una « maquinaria
narrativa» que ficcionaliza problemas filosóficos, teóricos y lingüísticos, sin
perder nunca la distancia agnóstica ni el registro literario. La relación entre
lenguaje y conocimiento, junto a los dilemas de la narración y la representación,
ocupan el centro de sus ficciones y de sus ensay os.
Borges es considerado hoy, internacionalmente, uno de los mejores escritores
del siglo XX. Fue durante dieciocho años Director de la Biblioteca Nacional y en
1980 recibió el Premio Cervantes, may or galardón en lengua española. Ciego
durante buena parte de su vida, murió en Ginebra el 14 de junio de 1986.
Leonora Carrington

Nació un 6 de abril de 1917, en Lancashire, al norte de Inglaterra. Gracias a la


fortuna de su padre, un prestigioso industrial, y a los estímulos artísticos de su
madre, Leonora tuvo acceso a la mejor educación. Tras pasar años en un
convento católico al que aborrecía, Leonora logró ser enviada a Florencia para
tomar clases de pintura, donde definió su primera vocación, y años más tarde se
mudó a Londres para estudiar en la academia de Ozenfant. Uno de sus primeros
contactos con el surrealismo se produce gracias a su madre, cuando le regala un
libro ilustrado por el famoso pintor surrealista Max Ernst. Curiosamente, a los
pocos meses de recibir el regalo, Leonora conoce a Ernst en Londres, lo
reencuentra en una muestra de París y pronto se enamoran perdidamente uno
del otro.
Durante la convivencia con Ernst en París, Leonora —y a convertida en una
prometedora pintora— conoce a prestigiosos artistas surrealistas, como André
Breton, Picasso y Dalí, quienes valoraron el tipo de arte que ella estaba
desarrollando. Sin embargo, con la llegada de la Segunda Guerra Mundial y la
ocupación nazi en Francia, la vida de Leonora —como la de muchos— dio un
viraje radical. Ernst fue enviado a un campo de concentración, mientras que
Leonora debió huir a España, donde sufrió un colapso nervioso y fue internada en
una clínica psiquiátrica. La tétrica estadía en la clínica y su paso por la locura fue
luego narrada en su libro Memoria de abajo.
Al poco tiempo, Leonora huy ó de la clínica rumbo a Lisboa y se asiló en la
embajada mexicana, donde conoció al hombre que se casó con ella para sacarla
del país: el diplomático Renato Leduc. Una vez asentada en México, y tras el
divorcio de Leduc, Leonora retoma contacto con sus amigos surrealistas exiliados
y comienza a desarrollar buena parte de su obra, tanto plástica como literaria
(escrita en inglés, francés y castellano), la que se vio enriquecida por el legado
de la cultura mexicana. Sus libros fueron traducidos a seis idiomas y sus pinturas
exhibidas en ciudades como Nueva York, París, Londres, Munich y Tokio.
Con 89 años de edad, esta « ley enda viva» del surrealismo reside
actualmente en México, con esporádicos viajes a Nueva York[*] .
Truman Capote

T ruman Capote, cuy o verdadero nombre es Truman Streckfus Persons, nació el


30 de septiembre de 1924, en Nueva Orleans, Estados Unidos. A causa de
desencuentros entre sus padres, se crió en Alabama, bajo el cuidado de cuatro
parientes ancianos. Algo de esa soledad de la infancia y de la lúdica compañía de
los may ores ha ingresado en su relato breve « Un recuerdo navideño» .
A los 17 años se trasladó a Nueva York, empezó a publicar sus primeros
cuentos en revistas y finalmente ingresó como periodista en The New Yorker. La
influencia que el periodismo tuvo en su literatura es ciertamente considerable; a
su talento como narrador y su preocupación por el rigor formal, les sumó el
verismo, la inmediatez y el ritmo de la prosa que lidia con los hechos reales.
Capote creía que el periodismo podía constituir una opción válida como forma
literaria y es así que tras publicar una polémica novela, Otras voces, otros
ámbitos (1948) y consolidarse como escritor con Desayuno en Tiffany’s (1958), se
vuelca definitivamente hacia lo que llama la « novela real» , género conocido
hoy como non-fiction. Si bien él no inventa el género, su famosísima novela A
sangre fría (1965) lleva sus posibilidades a niveles innovadores. El origen de la
historia se encuentra en la vida real y en el periodismo: el New Yorker envía a
Capote a cubrir el asesinato de una familia de Kansas y, fascinado por los
acontecimientos, se sumerge en una investigación de seis años, entrevistando a
vecinos, familiares y hasta a los propios asesinos encarcelados.
Reconocido por su habilidad para manejar géneros híbridos entre la ficción y
la no ficción, y para valerse de las propias experiencias en la construcción de
narraciones, Capote también padeció el prejuicio de la sociedad norteamericana
debido a su homosexualidad. Desde temprano, la foto de contratapa de su primer
libro (1948), que mostraba a Capote en pose seductora, escandalizó a un público
pacato y homofóbico. Su adicción a las drogas y al alcohol terminaron de
alimentar muchos de estos prejuicios. Murió el 25 de agosto de 1984, en Los
Ángeles.
Felisberto Hernández

Nació un 20 de octubre de 1902 en Montevideo, Uruguay. Repartió su actividad


artística entre dos grandes pasiones: la vocación por la música y el gusto por la
literatura. Desde muy joven, intentó con poco éxito ganarse la vida como
pianista. Ofreció conciertos en bares, cafés y teatros de Uruguay y Argentina,
mientras escribía sus primeros cuentos y novelas. El aprendizaje musical y sus
profesores de piano serán tema de buena parte de su literatura, sobre todo a partir
de Por los tiempos de Clemente Colling (1942).
Hacia 1940, Felisberto abandona la música y se dedica enteramente a su
escritura. A partir de esos años, comenzó a publicar cuentos y novelas en los que
la memoria y la recuperación de los recuerdos ocupan el centro de la trama. El
caballo perdido (1943) y Tierras de la memoria (1965-póstumo) son testimonios
de su fino trabajo sobre el viaje al pasado. Asimismo, otros textos editados en esa
década serían los responsables de la consagración de Felisberto, luego de su
muerte, como el creador de una de las variantes más originales del género
fantástico latinoamericano. Durante su estadía en París, se publicó en Buenos
Aires su libro de cuentos Nadie encendía las lámparas (1947), al que le siguieron
Las hortensias (1949) y, años más tarde, La casa inundada (1960). En estos
últimos aparece, según Sy lvia Saítta, « un fantástico más ligado a lo maravilloso
—que algunos críticos han vinculado al surrealismo—, y a que desde su comienzo
la narración se instaura en un mundo regido por ley es que difieren de las que
rigen en la realidad extratextual» . En un prólogo a La casa inundada, Cortázar
notó que el autor lograba « aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de
mostrar que pueden ser la misma cosa» .
Con muchos matrimonios y amoríos en su haber, famoso por su declarado
anticomunismo (aunque su biógrafo asegura que estuvo casado con una agente
de la KGB sin saberlo), Felisberto murió de leucemia el 13 de enero de 1964.
Katherine Mansfield

Katherine Mansfield, seudónimo de Kathleen Beauchamp, nació en 1888 en


Wellington, Nueva Zelanda, en el seno de una familia colonial de clase media.
Vivó seis años en un pueblo rural y en 1903 se fue a Londres a estudiar en el
Queen’s College. De regreso a su país, su padre se opuso a su carrera de chelista,
por lo cual volvió a Londres a los 18 años y jamás retornó a su patria. Tras un
infeliz matrimonio en 1909, que sólo duró un par de días, conoció al socialista y
crítico literario John Middleton Murry, con quien se casó en 1918.
Sus cuentos son testimonio de las nuevas formas literarias que habrían de
nacer con el siglo XX. La autora crea un tipo de narración basada en
sensaciones, imágenes simbólicas, discursos poéticos e instantes de iluminación
que súbitamente dan sentido a lo que parecía circunstancial. Sus temas van desde
evocaciones de Nueva Zelanda hasta exploraciones de relaciones vividas con una
sensibilidad exacerbada, irónica y a la vez sutil. La filiación de su estilo con el del
escritor ruso Anton Chéjov fue señalada por numerosos críticos.
Mansfield sólo publicó tres libros de cuentos en vida: En una pensión alemana
(1911), Éxtasis (1920) y Fiesta en el jardín (1922). Los demás fueron editados
póstumamente por su marido, al igual que sus poemas, diarios y cartas. Sin
embargo, la recepción de su obra fue amplia y viajó más allá de Europa. En
1939, encontramos en Marcha una nota de Onetti, titulada « Katherine y ellas» ,
en donde el uruguay o asegura que frente a la proliferación de « muchachitas»
ilusas que escriben sobre « los ojos verdes de su amado» , Mansfield « tuvo
mucho de milagro: no fue cursi, no fue erudita, no se complicó con ningún
sobrehumano misticismo de misa de once» . Con ironía y algo de prejuicio
misógino, Onetti celebra su excepcional talento, en una época aún difícil para el
acceso de las mujeres a la literatura.
Enferma de tuberculosis, Mansfield murió el 9 de enero de 1923, en Francia,
con apenas 34 años.
Juan Carlos Onetti

Nació en Montevideo, Uruguay, el 1° de julio de 1909 y durante gran parte de su


vida alternó su residencia entre esta ciudad y Buenos Aires. En la década de
1930, comenzó a publicar sus primeros relatos y artículos críticos en La Nación,
Crítica y La Prensa, como el famoso « Avenida de May o-Diagonal-Avenida de
May o» (1933), pionera experimentación literaria sobre la percepción urbana.
Escribió su primera novela, El pozo, en 1932, pero los manuscritos se extraviaron
y recién salió publicada en 1939. En ese mismo año, ingresó como secretario de
redacción en el semanario Marcha de Montevideo, la más prestigiosa publicación
uruguay a del siglo. Quince años más tarde, también colaboraría en el diario
Acción. En Marcha escribió sus famosas columnas bajo la firma « Periquito el
Aguador» y allí mismo, aunque en 1972, Onetti sería elegido, mediante una
encuesta a escritores y artistas del país, como el mejor escritor uruguay o de los
últimos cincuenta años.
Como señala Rodríguez Monegal, sobre Onetti gira el mito del sujeto hosco,
silencioso, retirado de círculos literarios y creador no sólo de un admirable
mundo novelesco sino también de « la imagen del escritor taciturno para el que
dos son y a una multitud y la soledad es suficiente compañía» .
En 1950, con la publicación de su novela La vida breve, se abre el ciclo de
ficciones situadas en la imaginaria ciudad de Santa María, especie de síntesis de
varias ciudades posibles. El ciclo —que incluy e El astillero (1961) y
Juntacadáveres (1964), entre otras— se cierra en 1979 con Dejemos hablar al
viento, en la cual se narra el incendio de ese lugar, en consonancia con la
represión que trajeron en esos años las dictaduras militares latinoamericanas. La
de su país forzó a Onetti a exiliarse en 1975 y a radicarse hasta el final de su vida
en Madrid, España, donde murió el 30 de may o de 1994.
Famoso por ocupar muchas veces el segundo puesto en concursos literarios,
finalmente recibió en 1962 el Premio Nacional del Uruguay y en 1980, el
Premio Cervantes, al igual que Borges ese mismo año.
Edgar Allan Poe

E dgar Poe, más tarde renombrado Edgar Allan Poe, nació en Boston, Estados
Unidos, el 19 de enero de 1809. Huérfano a los 3 años, fue adoptado por los
Allan, un rico matrimonio sureño. A pesar de la holgura económica y la
educación recibida, la juventud de Poe fue penosa. El señor Allan era autoritario
y nunca accedió a reconocerlo legalmente ni cederle su herencia.
Poe se educó en buenos colegios de Estados Unidos e Inglaterra, donde
residió entre 1815 y 1820. Tras abruptos finales en la universidad y en la
academia militar, fue a vivir a Baltimore con su tía biológica M. Clemm, y con
su prima Virginia, quien años más tarde se convertiría en su esposa. Padeciendo
extrema pobreza, Poe intenta ganarse la vida con colaboraciones en revistas.
Abandona su predilección por la poesía, al entender que los cuentos
representaban un género más « vendible» . Es así como, desde 1830, empieza a
hacerse conocido con sus inigualables cuentos y sus ácidas críticas literarias.
Originalmente, todos sus relatos fueron publicados en medios de prensa y ello
explica el efectismo y la perfección de sus tramas que capturan al lector con
fuerza casi hipnótica, y a se trate de historias fantásticas, extrañas o policiales. El
gran admirador y traductor de Poe al francés, Charles Baudelaire, lo definió
como el genio « de los nervios» , aquel capaz de pintar maravillosamente la
« excepción en el orden moral» . « El absurdo instalándose en la inteligencia» y
« la histeria usurpando el lugar de la voluntad» definen tanto a sus personajes
como a su excepcional personalidad.
Sin embargo, su buena fama como escritor se vio opacada por sus raptos de
locura y alcoholismo, lo que le ganó la condena de la puritana sociedad de su
época. Su extraña enfermedad mental lo llevaba a momentos de desvarío e
intoxicación, intercalados con otros de lucidez productiva. En una carta, Poe
decía: « Mis enemigos atribuy eron la locura a la bebida, en vez de atribuir la
bebida a la locura» . En respuesta a las acusaciones de necrológico y enfermizo,
decide publicar sus deductivos relatos policiales, como « La carta robada» .
Con la muerte de Virginia, en 1847, los fantasmas de persecución y el alcohol
se vuelven materia cotidiana. Dos años más tarde, es encontrado inconsciente en
una taberna y tras cinco días de agonía, muere el 7 de octubre de 1849. Poe es
reconocido en Occidente como el indiscutido « maestro» del cuento moderno.
Lev Tolstói

El conde Lev Nikoláievich Tolstói, conocido en castellano como León Tolstói,


nació el 9 de septiembre de 1828 en Yásnaia Polaina, una propiedad agrícola
de su aristocrática familia, al sur de Moscú. Huérfano a los 9 años, se crió con
parientes en un ambiente religioso y culto, y se educó con tutores franceses y
alemanes, figuras frecuentes en la Rusia zarista. En su juventud, fue integrante
del ejército ruso y actuó como oficial en la guerra de Crimea, de donde extrajo
temas para las obras Los cosacos (1863) y Sebastopol (1856).
Considerado uno de los mejores escritores de su país, Tolstói vivió toda su vida
atravesado por una fuerte tensión espiritual, generada en el cruce entre su
encumbrada posición social, fortuna y círculo familiar, y sus convicciones
religiosas, definidas por Nabokov como una mezcla de « Nirvana hindú y el
Nuevo Testamento, un Jesús sin la Iglesia» . Por ello, al terminar de escribir sus
dos más famosas novelas, La guerra y la paz (1869) y Ana Karenina (1877), se
impuso dejar de escribir todo aquello que no fueran ensay os de ética.
Afortunadamente, no pudo mantener siempre esta promesa, y añadió a su
producción obras exquisitas, libres de moralización premeditada, como La muerte
de Iván Ilich (1886). De hecho, Nabokov sostiene, contra el juicio de sus
detractores, que « su arte es tan poderoso que trasciende fácilmente el sermón» .
Hacia el final de su vida, tras graves disputas con su esposa, asumió que
mientras siguiera viviendo en su próspera hacienda seguiría traicionando su ideal
de vida sencilla y piadosa. En consecuencia, Tolstói, y a octogenario, abandonó su
hogar y fue rumbo al monasterio al que nunca llegaría, dado que murió en la sala
de espera de una estación de ferrocarril, el 20 de noviembre de 1910.
Análisis de la obra

Algunos aspectos sobre la antología personal de Cortázar

Julio Cortázar remarca en su ensay o el poder de significación de los buenos


relatos; sus ideas no sólo parten de su actividad como cuentista, sino también de
la lectura de otros autores, entre ellos, los nueve que conforman esta antología. Si
bien los géneros, estilos y temas de estos cuentos son muy diversos, todos logran
crear compleja significación a partir de un fragmento de vida, dotan de
funcionalidad a cada uno de sus elementos y poseen un riguroso trabajo formal.
Tomando algunos conceptos de Cortázar y siguiendo un recorrido cronológico,
intentemos realizar una lectura intensa y crítica de la antología, atendiendo al
punto de vista que adoptan los narradores, a los aspectos que focalizan sus
descripciones y a las formas en que la ficción redimensiona nuestras ideas
previas sobre la realidad.
El relato « William Wilson» (1839) de Edgar Allan Poe es una obra maestra
del género extraño, con guiños constantes hacia lo fantástico. Haciendo uso de la
ambigüedad que permite la primera persona (recurso habitual en Poe), el relato
se mueve constantemente en el límite difuso que separa la enfermiza alucinación
de la realidad. El epígrafe opera como significativa clave de lectura: si la
« conciencia» aparece como sinónimo de « espectro» , esto significa que aquélla
(de naturaleza abstracta, propia e interna) es vista como duplicada en una imagen
espectral, ajena, corporeizada en un ser acosador como son los fantasmas. Si a
ello le sumamos la doble significación que adoptan las iniciales del protagonista
pronunciadas en inglés (« double u» , « double you» , es decir, « doble tú» ),
sabremos que estamos ante un relato que trabaja con la figura del doble,
articulado en este caso en clave moral. El doble de William Wilson parece ser,
según Otto Rank, « un admonitor benéfico» , que llega siempre para censurar los
excesos del narrador. Wilson exterioriza de sí la culpa y el control sobre sus actos,
y estos retornan bajo la forma especular de un doble castrador. La irresolución
final (¿se ha herido a sí mismo?, ¿existe « otro» Wilson?, ¿o es sólo una máscara
alucinatoria que encuentra en todos lados?), instala al relato en la característica
vacilación del género. La forma de este texto, y no sólo su tema, es la
responsable de su efecto perturbador.
Por su parte, el título del relato de León Tolstoi, « La muerte de Iván Ilich»
(1886), permite, a pesar de su aparente llaneza, una doble lectura: ¿cuál es la
muerte del personaje?, ¿aquella que acontece como producto de su enfermedad
biológica o aquélla experimentada « en vida» , es decir, la muerte de su alma,
que sólo nace en sus últimas horas cuando encuentra la divinidad? La tercera
persona omnisciente que nos guía por la « vida» de Iván narra un transcurso
chato, materialista y superficial de los acontecimientos. Iván está « muerto» ,
porque carece de riqueza espiritual. En sus últimas horas, descubre que su vida no
ha significado nada para él ni para el mundo. Recordemos que el narrador nos
dice: « La vida de Iván Ilich había sido de las más sencillas y corrientes, y por lo
tanto de las más terribles» . En frases como éstas detectamos la intervención de
un punto de vista subjetivo pero a la vez subrepticio, levemente irónico, corroedor
del perfil de cada uno de los personajes que frecuenta. Lo mismo sucede con la
repetición de los adjetivos « agradable» y « decoroso» , que Iván emplea
mecánicamente como una muletilla; o con la mención de los abogados rusos,
quienes sólo ven en la muerte de Iván la oportunidad de ocupar su cargo. Este
relato muestra dos elementos que definen la poética de Tolstoi: por un lado, su
maestría en el trazado realista de situaciones y buceos de conciencia; por otro
lado, su búsqueda de un mensaje moralizador. Si bien ambos elementos están
entrelazados en este relato, conservan una fuerza independiente.
Otro ejemplo de maestría narrativa en el buceo por conciencias desesperadas
lo ofrece el norteamericano Ambrose Bierce, con « El puente sobre el río
Búho» , incluido en su famoso libro Tales of soldiers and civilians (1891), aunque
sus elecciones estéticas se alejan de lo visto en el relato anterior. La estructura de
este cuento es sinuosa y, a la vez, perfecta en su efecto. En términos temporales,
apenas unos pocos segundos median entre el comienzo y el final; sin embargo,
Bierce logra abrir una amplia brecha en el tiempo y construy e una voz narradora
que sigue en detalle el largo viaje ilusorio del condenado Pey ton Farquhar
instantes antes de morir ahorcado. Una fugaz ocurrencia de Pey ton (« Si lograra
libertar mis manos llegaría a desprenderme del nudo corredizo y saltar al río» )
da pie a la concreción alucinada de su fuga, impregnada de la intensidad con que
se viven los últimos segundos de vida. La percepción exacerbada de los colores o
del ruido del agua se asemeja a la de la alucinación, donde es el sujeto quien
pauta —a través de su inconsciente— el ritmo del tiempo, el foco y las
causalidades. Con todo, la ambigüedad de esta estructura narrativa invita,
asimismo, a creer que esta fuga pudo haber sido real. Este efecto ambivalente,
producto también del simbiótico entramado entre una minuciosa descripción
realista, el manejo de la elipsis y el seguimiento de una proy ección subjetiva,
somete al lector a revivir literariamente la violencia abrupta que acarrea, a
veces, el pasaje entre lo imaginado y lo real. El recorrido de esta experiencia
alucinada se complementa con el flash-back del apartado II, donde conocemos la
causa de la sentencia y su contexto histórico: la Guerra de Secesión
Norteamericana.
Lejos de las historias sobre guerras, pero muy cerca de las sutiles rispideces
de las relaciones humanas, el relato « Éxtasis» (1920), escrito por Katherine
Mansfield, nos presenta el estado de dicha súbita y algo tontuela de Bertha Young,
una mujer « moderna» de la Inglaterra de los años veinte. Siguiendo de cerca el
curso de sus pensamientos y emociones, muchas veces gracias al uso del estilo
indirecto libre, el sutil e irónico narrador en tercera persona logra,
simultáneamente, crear una distancia crítica frente a la protagonista. La
aparición espontánea de su dicha trae adosada, también, la sugerencia de que
Bertha no es una buena observadora de su entorno ni está demasiado conectada
con la realidad. Su felicidad es tan plena como abstracta y solipsista; sin
embargo, no hay ninguna marca de condena moral ni intervención abrupta por
parte del narrador, sino delicada insinuación sugerente. Prueba de ello es la
fijación en ciertos elementos con implicancias simbólicas —el peral, los gatos
persiguiéndose, las uvas combinando con la alfombra— que iluminan la trama de
manera indirecta: si « su precioso peral» es un « símbolo de su propia vida» y si
al final, tras descubrir a Harry besando apasionadamente a la señorita Fulton, el
peral permanece « tan hermoso como siempre y tan repleto de flores e igual de
quieto» , sabremos que esa quietud, esa belleza estática y decorativa, remite a
Bertha. La proy ección espejada de su dicha hacia Fulton se disuelve en el aire;
en su lugar, cobra fuerza la imagen del solitario y bello peral, frente al cual se
escurren los sigilosos gatos.
De la mano de « Conejos blancos» (1941), escrito por Leonora Carrington,
volvemos a adentrarnos en el mundo de lo fantástico, aunque influido ahora por
la estética del surrealismo, movimiento artístico que influy ó también la literatura
de Cortázar. Escrito mientras Carrington residía provisoriamente en Nueva York,
el relato presenta una visión sombría de los edificios de esa ciudad. Los
elementos que componen la escena terrorífica del relato se van superponiendo
como en un cuadro surrealista de pesadilla: el color « negro rojizo» de las
fachadas, la irrupción del cuervo en el balcón, las moscas revoloteando la carne
muerta y la piel con brillo de estrellas de la vecina, anuncian el encuentro con lo
monstruoso dentro de la casa: un centenar de conejos « carnívoros» —casi
carroñeros en su preferencia por la carne putrefacta— y un curioso matrimonio
de leprosos que, antes que por su enfermedad, resultan aterradores por ser
quienes devoran, semanalmente, a los bestiales conejos. El campo semántico de
la putrefacción y de la muerte domina al relato, conjugado con las referencias a
un salvajismo siniestro: el feroz devorarse de la carne por la carne, en un
contexto ajeno a lo natural y cercano a la perversión. Asimismo, los cuerpos en
viva descomposición de los cóny uges y su rara relación con los conejos
(reemplazo de esos niños que, misteriosamente, y a no están) arman la imagen de
una pareja que y a no puede engendrar vida, sino sólo devorarla. Esta vivencia en
clave onírica está narrada desde el punto de vista de una joven que parece vivir
en el mundo real aquello que, en las pesadillas, suele aparecer como símbolos de
nuestros más íntimos temores.
Publicado el mismo año que el relato anterior, « Tlön, Uqbar, Orbis Tertuis» ,
de Jorge Luis Borges, presenta otros usos de lo fantástico, reproduciendo un juego
espejado de mundos imaginarios que terminan mezclándose con el mundo real.
El relato abre con una frase reproducida por un Bioy Casares-personaje: « Los
espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los
hombres» . Este caos multiplicador parece presentarse, bajo la pluma de Borges,
parcialmente conjurado por una imaginaria voluntad de orden. Antes que narrar
la historia de uno o varios mundos, con la extensión novelística que ello
demandaría, lo que hace Borges es dar forma narrativa y ficcional a un dilema
intelectual o, mejor dicho, a la potencialidad de una idea, incluy endo sus
paradojas y razonamientos asociados. En una enciclopedia (otro « espejo» del
mundo), el narrador encuentra un país dudosamente situado en Asia, Uqbar,
jamás reseñado por otra enciclopedia; ese país posee, en su tradición, una región
imaginaria, Tlön, con cuy o idioma una secta crea posteriormente Orbis Tertuis.
En esta escalada de invenciones, se pierde de vista la existencia de una realidad
« primera» , e incluso se borran las fronteras entre lo real y lo imaginario,
cuando objetos de la fantástica Tlön comienzan a aparecer en la Argentina. El
extremo idealismo y psicologismo de Tlön parece triunfar en la lógica fantástica
del relato, al punto tal de que las palabras engendran « cosas» y decantan su idea
en la vida material.
Un nuevo y diferente tratamiento de lo fantástico aparece, por su parte, en
« Un sueño realizado» , de Juan Carlos Onetti, publicado en La Nación en 1941.
En este caso, Onetti construy e una historia combinando los recursos de la
representación teatral con la lógica de lo onírico. El clima de extrañamiento
comienza con la forma en que el narrador percibe el aspecto de la mujer:
parecía una « jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara
ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad
en cualquier momento» . Su descripción remite a la forma en que se perciben los
personajes irreales de los sueños. Pero el narrador no asistirá a su propio sueño,
sino a la puesta en escena del sueño aparentemente sin sentido de la mujer.
Tildándola de loca al principio, el narrador comprenderá tardíamente que esa
obra, Un sueño realizado, no es otra cosa que la materialización de su muerte, la
precipitación de esa edad « de otro siglo» sobre la mujer. La ficción anticipatoria
del sueño se plasma en otra ficción, la teatral, hasta que la cadena de ficciones se
fusiona con la realidad. La insistencia en Hamlet arma un claro intertexto: si en
esa obra se jugaba con « el teatro dentro del teatro» y con el poder que tiene la
ficción para precipitar hechos de la realidad, el cuento de Onetti trabaja con una
hipótesis fantástica sobre la correspondencia entre el deseo onírico, la
representación y la muerte.
Lejos de las atmósferas anteriores, en « Un recuerdo navideño» (1956),
Truman Capote construy e una trama desde la evocación y las reminiscencias de
la infancia. La invitación inicial al lector (« Imaginen una mañana de finales de
noviembre» ) muestra su voluntad de que éste se sume a la evocación y participe
íntimamente del escenario recreado, como si los hechos transcurrieran en
presente. Si bien el narrador escribe esta historia cuando y a no es un niño, la
transmite evocando su mirada infantil, es decir, la forma en que él veía al
mundo, a su amiga y a sí mismo en aquella época. Al escribir « ella sigue siendo
pequeña» plasma en un registro infantil y tierno otra verdad, más cruda y
realista: la posible locura o senilidad de la mujer septuagenaria. Asimismo, la
escasez de dinero y el maltrato de los parientes (« nos hacen llorar
frecuentemente» ) son representados con las palabras inocentes de un niño de
siete años, en las que se apela al juego y a las compensaciones imaginarias. La
tristeza de la separación, impuesta por los « Enterados» , se condensa en la
imagen de la « amputación» de cordel a un barrilete. Vemos entonces que a
partir de pequeñas « aventuras» cotidianas, se presenta un mundo que participa
de lo infantil en más de un sentido: junto a la lógica del juego, aparece una
mirada tan inocente como lúcida que organiza la experiencia. Fiel a su poética,
Capote recurre a algunos elementos biográficos y los inserta en un sólido relato,
en el cual conviven la tristeza y la dulzura.
Finalmente, en « La casa inundada» (1960) de Felisberto Hernández,
volvemos a asistir a un mundo cercano al de la estética surrealista, aunque con
climas menos violentos que los de Carrington. Una casa completamente inundada
adrede por su misteriosa y a la vez adorable dueña aparece como un dato más de
la realidad objetiva. Nadie toma el hecho con asombro; los personajes transitan
por ese orden de cosas con una actitud que es, y a la vez no es, familiar y
probable, tal como sucede en los sueños. Las imágenes y metáforas que
Felisberto inserta en su prosa pueblan la casa de elementos suprarreales y
estetizadores de la experiencia: el narrador levanta « los remos como si fueran
manos aburridas de contar las mismas gotas» o imagina que la oscuridad de la
noche está « casi toda hecha de árboles» . La relación que la señora Margarita
tiene con el agua (portadora y comunicadora de sus recuerdos) se vincula con su
amor al marido muerto —o, quizás, habitante de las aguas « religiosas» de la
fuente y de la casa—. El carácter sobrenatural y místico que adquiere el agua en
este relato está al servicio de una formidable estetización de la vivencia del
recuerdo y de la recuperación del pasado. La belleza que irradia la fornida
señora Margarita al narrar sus experiencias con el agua conduce al narrador
hacia el enamoramiento primero, y luego, hacia la escritura del relato.
Notas
[1] Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths. <<
[2] RUSSELL (The Analysis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha
sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que « recuerda» un
pasado ilusorio. <<
[3] Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un periodo de ciento
cuarenta y cuatro años. <<
[4] En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön sostiene platónicamente que tal
dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son
la única realidad. Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el
mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son
William Shakespeare. <<
[5] Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud. <<
[6] Queda, naturalmente, el problema de la materia de algunos objetos. <<
[1] « A. M.» , abreviatura de ante meridiem, significa « por la mañana» y se
pronuncia « ei-em» , y de ahí, por homofonía, el eslogan propuesto, y a que amen
se pronuncia « ei-men» . (N. del T.) <<
[*] Aldous Huxley sirvió de modelo, al estilo Mansfield, para el personaje de
Eddie Warren. (N. del T.) <<
[1] Hay que vivir la juventud. <<
[2] Diminutivo de Praskovia. <<
[*] Falleció a los 94 años en la Ciudad de México el 25 de may o del 2011. (N. del
E. D.) <<

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