McKenna Regresa Cazador
McKenna Regresa Cazador
McKenna Regresa Cazador
Richard McKenna
En este planeta los malditos árboles son inmortales, decían los recién llegados, de
mal humor. No había madera para el fuego y tenían que quemar pirolene con
fragmentos de tallos verdes. Roy Craig, inclinado sobre la hoguera, calentaba un
humeante caldo de venado y pensaba que hubiese sido mejor utilizar la cocina
eléctrica de la nave. Pero los recién llegados eran todos marcas rojas y querían
encender hogueras al aire libre y tenían razón, por supuesto.
Cuatro de ellos estaban sentados frente a Craig, del otro lado del fuego, hablando a
gritos y cargando perdigones explosivos. Estaban vestidos con trajes azules de
faena y tenían un punto rojo tatuado en la frente. Bork Wilde, el nuevo jefe de
campo, los miraba con atención. Era un hombre alto y de facciones rudas, y tenía
dos puntos rojos en la frente. Craig no tenía nada en la frente, excepto unas pecas,
pues nunca se había sometido a la prueba mordiniana de masculinidad, y a pesar de
que medía un metro ochenta de altura se sentía como un chico entre hombres. Era
el único sin puntos en aquella cuadrilla de marcas rojas y ahora le encomendaban
todas las tareas menores. No se sentía muy contento.
La cuadrilla de seis hombres había acampado junto a la nave –un carguero gris, de
casco alto–, a prudente distancia de un recinto amurallado que se alzaba en lo alto
de la loma, a tres kilómetros. Alrededor del campamento, los tallos de plata,
desnudos y acanalados, se ramificaban a quince metros de altura dando un tinte
acuoso al crepúsculo, Normalmente, los tallos y ramas estaban cubiertos por hojas
zoofitas de todos los tamaños y colores. Los hombres y el fuego habían excitado a
las hojas, que se habían desprendido y flotaban ahora en una nube irisada y pulsátil,
recogiendo los rayos del sol sobre el encaje plateado de las ramas superiores.
Piaban y gorjeaban difundiendo un aroma dulzón. Algunas, más audaces, bajaban
hasta los hombres. Uno de los que cargaban perdigones, un individuo de cara de
rata llamado Cobb, les arrojó una brasa llameante.
–¡Silencio, sabandijas! –rugió–. ¡Dejen pensar a un hombre!
–¿Pero tú piensas realmente, Cobb?–le preguntó Whelan.
–Si pienso que pienso, entonces estoy pensando, ¿no?
Los nombres se rieron. Las raíces fibrosas, rojas y blancas de la superficie se
retiraban lentamente, enterrándose, o hacia los lados, dejando el suelo desnudo
alrededor del fuego. Los recién llegados pensaban que escapaban de las llamas,
pero Craig recordaba que las raíces hacían siempre lo mismo cuando la cuadrilla
acampaba sin encender hogueras. A la mañana, toda el área alrededor de la nave
sería suelo desnudo. Un miriápodo de color castaño, y de unos tres centímetros de
largo, salió del suelo y se escurrió detrás de las raíces. Craig le sonrió y revolvió el
caldo. Una hoja verde y roja se dejó caer desde la nube y se le posó en la muñeca
huesuda moviendo lentamente las tenues alas vellosas. El cuerpo era abultado y no
parecía tener cabeza o apéndices. Craig volvió a un lado y a otro la muñeca y se
preguntó ociosamente por qué la hoja no se caía. Era una bonita criatura.
Otra hoja, de alas grandes como platos, con dibujos dorados y verdes, se posó en el
hombro de Wilde. Wilde le lanzó un manotón y le arrancó las alas con las puntas de
los dedos. La hoja lloriqueó y se sacudió. Craig sintió un escalofrío.
–No haga eso –dijo involuntariamente, y luego, en tono de disculpa–: No hacen
ningún daño; señor Wilde. Bajan sólo a curiosear.
–¿Quién te pidió consejo, blanco? –preguntó Wilde perezosamente–. Me gustaría de
veras que estas mariposas chupasangres pudiesen saber qué hago aquí.
Se volvió y pateó hacia la nave uno de los tallos débiles, turgentes y rígidos. Arrojó
luego la hoja rota en la misma dirección y se rió mostrando unos dientes equinos.
Craig se mordió los labios.
–El caldo está listo –dijo–. Acérquense.
Limpiaron el campamento y cayó la noche. Sólo una luna brillaba en el cielo. Las
hojas plegaron las alas y se durmieron en las ramas superiores. El fuego se apagó.
Los hombres roncaron envueltos en mantas. Craig se quedó sentado mirando a
Sidis que había aparecido en el umbral de la cabina mayor. Sidis era un ecólogo de
Belconti que había sido jefe de la vieja cuadrilla. Había venido en este primer viaje
de los nuevos sólo para adiestrar a Wilde como jefe de cuadrilla. Insistía en comer y
dormir dentro de la nave, soportando las burlas de los marcas rojas del planeta
Mordin. Sidis tenía también la frente blanca, pero esto no lo consolaba mucho a
Craig. El ecólogo era del planeta Belconti, donde había otras costumbres.
Para los hombres de Mordin, el coraje era el bien supremo. Descendían de una
colonia terrestre perdida, que había vuelto a la edad de piedra, y que había
ascendido luego hasta dominar la pólvora en una guerra incesante contra el terrible
Gran Russel, el dinotaurio que era la forma de vida dominante en el planeta Mordin
antes que llegasen los hombres, y aun mucho tiempo después. Durante muchas
generaciones los jóvenes candidatos a la masculinidad habían partido en bandas
juramentadas a matar al Gran Russel con arcos y flechas. Luego se redescubrieron
los rifles, y los cazadores salieron solos. Los sobrevivientes llevaban los puntos rojos
de la masculinidad. En la generación siguiente los planetas civilizados llegaron otra
vez a Mordin. Hubo una inundación de conocimientos, y una explosión demográfica.
De pronto no quedaron bastantes Russels vivos. La familia de Craig no había podido
comprarle entonces una cacería de Gran Russel, y él no había podido convertirse en
un hombre.
Puedo tener aún una oportunidad, pensaba Craig amargamente.
Diez años antes del nacimiento de Craig, el Consejo de Caza de Mordin advirtió que
nadie había reclamado el planeta y decidió convertirlo en un gran campo de caza de
dinotaurios. La flora y fauna de tipo terrestre que vivía en Mordin no podía comer ni
desplazar las hojas. Mordin llamó a los biólogos de Belconti para que exterminasen
la vida nativa. Los trabajadores sirvieron a las órdenes de los biotécnicos de
Belconti. Todos eran blancos; ninguna marca roja obedecería a los débiles belcontis,
entre los que se contaban muchas mujeres. Con el auxilio de una planta destructora,
thanasis, los belcontis limpiaron dos grandes islas y reimplantaron allí especies de
Mordin. Llamaron a una isla la Base, y edificaron en ella sus cuarteles. En la otra
pusieron un dinotaurio Gran Russel. El animal se desarrolló.
Cuando era niño, me dijeron que yo mataría a mi Gran Russel en este planeta, se
dijo Craig. Se abrazó las rodillas. Ese Gran Russel era aún el único en el planeta.
Pues durante treinta años los continentes se resistieron a morir. Las hojas
enquistaron áreas de thanasis, se adaptaron, recuperaron terreno. Los genetistas de
Belconti diseñaron variedades aún más mortíferas de thanasis, llevándolas al límite
extremo de su índice válido de recombinación. Luego de décadas de dudosas
batallas, estas nuevas variedades comenzaron ostensiblemente a perder terreno.
Los belcontis opinaron que era inútil proseguir los ensayos. Pero el planeta de las
hojas se convirtió en un símbolo de futura esperanza para aliviar la inquietud social
de Mordin. El Consejo de Caza no abandonaría la lucha. Marcas rojas fueron a
estudiar biotécnica en Belconti. Luego regresaron al planeta de las hojas para hacer
ellos mismos el trabajo.
Craig había ido allá también con un contrato de dos años. Trabajando con otros
blancos bajo la dirección de un belconti, casi había olvidado la pena de la
masculinidad no realizada. Había extendido su contrato otro par de años. Luego,
hacía un mes, los marcas rojas habían venido de Mordin, a substituir a los técnicos
de Belconti y a los trabajadores de Mordin. Los belcontis volverían en su propia nave
de relevo en el plazo aproximado de un año. Craig sería el único blanco en el
planeta excepto los belcontis, y éstos no contaban.
Ya estoy solo en realidad, se dijo. Apoyó la cabeza en las rodillas y deseó poder
dormir. Alguien le tocó el hombro. Alzó los ojos y vio a Sidis.
–Entra un rato, Roy –susurró Sidis–. Quiero hablarte.
Craig se sentó a la larga mesa de la cabina principal, frente a Sidis. Sidis era un
hombre delgado y moreno, con las suaves maneras de la gente de Belconti y una
sonrisa torcida.
–Me preocupa lo que harás en los próximos dos años –dijo–. No me gusta el modo
como te dan órdenes, sobre todo ese pequeño y antipático Cobb. ¿Por qué lo
soportas?
–No puedo impedirlo. Soy un blanco.
–Eso no significa nada. Será una ley de aquí, pero no es una ley justa.
–Es justa pues es natural –dijo Craig–. No me gusta no ser un hombre, pero así son
las cosas.
–Eres un hombre. Tienes veintidós años.
–No seré un hombre mientras no me sienta como tal –dijo Craig–. Y no me sentiré
como tal mientras no mate mi Gran Russel.
–Temo que aun en ese caso te sentirás distinto –dijo Sidis–. Te he observado
durante dos años y se me ocurre que tienes ciertas cualidades que no sirven para
este mundo. De modo que te haré una propuesta –echó una ojeada a la puerta y
luego miró otra vez a Craig.– Declárate ciudadano de Belconti, Roy. Todos te
apoyaremos. Sé que Mil Ames te encontrará un empleo en la administración.
Puedes regresar a Belconti con nosotros.
–¡Gran Russel! –dijo Craig–. Nunca podría hacer eso, señor Sidis.
–¿Por qué no? ¿Quieres pasarte aquí la vida como un blanco? ¿Tendrás algún día
una mujer?
–Quizá. Alguna desdeñada por los marcas rojas. Me odiará, y maldecirá su mala
suerte.
–¿Y eso te parece justo?
–Es justo porque es natural, y es natural que una mujer quiera a un hombre
verdadero y no simplemente a un muchacho crecido.
–No es así para las mujeres de Belconti. ¿Qué dices, Roy?
Craig apretó las manos entre las rodillas. Bajó la cabeza y la meneó lentamente.
–No. No. No podría. Mi lugar está aquí. Quiero ayudar a que en el futuro ningún
muchacho se sienta traicionado, como yo me he sentido –Craig alzó la cabeza–.
Además, ningún hombre de Mordin ha escapado a una lucha.
Sidis sonrió.
–Esta lucha está perdida de antemano.
–No. Será como dice el señor Wilde. En los laboratorios del campamento de la Base
usarán un trans-algo, he oído decir.
–Un translocador en la matriz genética –dijo Sidis; se le ensombreció la cara–.
Puedo asegurarte que no lo usarán mientras Mil Ames dirija los laboratorios. Luego
que nos vayamos se matarán a sí mismos en menos de un año –miró fijamente a
Craig–. No quería decírtelo, pero esta es una de las razones por las que espero que
vengas con nosotros.
–¿Qué significa eso de que nos mataremos nosotros mismos?
–Con un sistema libre proscripto.
Craig sacudió la cabeza. Sidis parecía pensativo.
–Escúchame. Ya sabes que estos tallos se unen todos bajo Tierra como si formasen
una planta –dijo–. La thanasis bombea en ellos sistemas de enzimas que se
duplican a sí mismos, tratando de predigerir todo el continente. Diseñamos los
sistemas libres en el laboratorio. Son capaces de digerir a un hombre, y por eso los
vacunamos contra la nueva variedad, cada vez que diseñamos una. Hemos
diseñado también un virus específico de control capaz de matar todas las variedades
de la thanasis. Bien –Sidis juntó las puntas de los dedos–. Mediante el translocador
la thanasis puede diseñar de nuevo su propio sistema libre. El resultado podría ser
algo inmune a todo, algo que ningún virus de control conocido sería capaz de
dominar. Luego nos mataría a todos y reinaría en el planeta.
–Eso es lo que ocurrió en el planeta Froy, ¿no?
–Sí. No hay posibilidad de evitarlo. Por eso te pido que vayas con nosotros a
Belconti.
Craig se puso de pie.
–Casi deseo que no me haya hablado usted del peligro –dijo–. Ahora no puedo
pensar en irme.
Sidis se reclinó en su asiento y extendió los dedos sobre la mesa.
–Habla con Midori Blake antes de decir algo definitivo. Sé que te tiene afecto, Roy.
Siempre pensé que ella te gustaba.
–Me gusta estar cerca de ella –dijo Craig–. Me gustaba cuando ustedes iban allá, en
vez de acampar al aire libre. Me gustaría aún ahora.
–Trataré de convencerlo a Wilde. Piénsalo, ¿quieres?
–No, no puedo pensar –dijo Craig–. No sé qué siento –se volvió hacia la puerta–.
Caminaré un rato y trataré de pensar.
–Buenas noches, Roy.
Sidis extendió la mano hacia un libro.
La segunda luna se elevaba en ese momento. Craig caminó por un bosque de tallos
plateados y fantasmales. Las hojas posadas en los tallos piaban somnolientas,
perturbadas por la presencia extraña. Soy demasiado ignorante para ser un belconti,
pensó Craig. Estaba cerca de la muralla circular. Los tallos crecían allí más juntos,
eran más duros y se unían al fin en un muro ascendente de treinta metros. Craig
subió un trecho y se detuvo. Era insensato ir más arriba sin un traje protector. La
thanasis crecía del otro lado. Sus sistemas libres se difundían en radios de cientos
de metros, aun en los días tranquilos. Los tallos plateados entremezclaban sus
raíces como una planta gigante. La thanasis los atacaba como una enfermedad y los
tallos se defendían amurallándola para detener el crecimiento de la planta y obligarla
a envenenarse a sí misma. Craig subió unos pocos metros más.
Por supuesto, soy bastante corpulento como para vencer a Cobb, pensó. Para
vencer a cualquiera de los hombres de la cuadrilla, excepto al señor Wilde. Pero
sabía que en una pelea se le doblarían las rodillas y que se quedaría sin voz, pues
los otros eran hombres y él no.
–Pero no soy un cobarde –dijo en voz alta.
Subió a la cima. La thanasis era un mar de obscuridad a la luz de las lunas. Podía
ver a sus pies el contorno de las hojas estrechas y puntiagudas, cubiertas de vello y
cargadas de veneno que el agua de las lluvias debería llevar a las raíces de la
pendiente. Pero la muralla detenía el agua envenenada. La plantación de thanasis
estaba ahogándose en esta agua. Craig veía los zarcillos extendidos hacia el muro
inexorable, ansiosos por descargar sus sistemas libres en el tejido enemigo y luego
succionar y absorber. Los zarcillos sintieron el calor del cuerpo de Craig y se
movieron débilmente. Allá abajo se veía la forma ascendente y leñosa. Decían que
aun los matorrales de un metro de altura eran capaces de devorar a un hombre en
una semana.
No estoy asustado, pensó Craig. Se sentó, se sacó las botas y dejó que los pies
desnudos le colgaran sobre la thanasis. Midori Blake y todos los belcontis hubiesen
pensado que estaba loco. No sabían lo que era el coraje; eran sólo cerebros. Le
gustaban sin embargo. Midori sobre todo. Pensó en ella mientras miraba por encima
de la obscura thanasis. Todo el continente tendría que ser así al principio. Luego
matarían a la thanasis con un virus de control y plantarían hierba y árboles
verdaderos y traerían pájaros y todo sería como eran ahora la Base y las islas del
Russel. Sidis estaba equivocado. La transmateria los ayudaría. Tenía que quedarse
y ayudar y ganar el resto del dinero que necesitaba. Ahora que se había decidido se
sentía mejor. En seguida sintió que algo le tironeaba suavemente el tobillo izquierdo.
Un dolor repentino y agudo le atravesó el hueso. Recogió bruscamente la pierna. El
zarcillo se quebró y subió con él, todavía retorciéndose y clavándose en la carne.
Craig silbó y juró entre dientes mientras se arrancaba el zarcillo con el taco de la
bota, teniendo cuidado de no tocarlo con las manos. Luego se puso la bota derecha
y corrió de vuelta al campamento para que lo tratasen.
Llevó la bota izquierda en la mano, pues sabía que el tobillo se le hincharía en
seguida. Cuando llegó al campamento el dolor le paralizaba toda la pierna.
Sidis estaba todavía levantado. Neutralizó el veneno, le dio un sedante a Craig, y lo
ayudó a acostarse en una de las cuchetas de la nave. No hizo ninguna pregunta.
Miró a Craig con su torcida sonrisa.
–Ustedes, los de Mordin –dijo, y meneó la cabeza.
Los belcontis decían siempre lo mismo.
A la mañana, Craig tuvo que aguantar las burlas de Cobb. Wilde estaba furioso.
–Si estás tratando de ganarte una semana en la lista de enfermos, apunta otra vez –
dijo–. Te doy dos días.
–Necesita dos semanas –dijo Sidis–. Haré el trabajo de Craig.
–No, no será necesario –dijo Craig–. Estoy perfectamente.
Fue un día de tortura al sol ardiente y amarillo. Cada vez que apoyaba en el suelo el
pie vendado, Craig sentía un dolor lancinante que le subía por la espina dorsal.
Hundió la barrena automática en una muralla de tallos, y la savia aromática, roja,
purpúrea, brotó a borbotones y le empapó las vendas. Sembró luego los perdigones
explosivos, se echó al hombro sus aparatos y caminó hasta la posición siguiente.
Repitió la operación una y otra vez, como una máquina, sin detenerse a comer el
almuerzo, ignorando las hojas que se le adherían al cuello y las manos. Había
decidido terminar su recorrido antes que los otros, aunque eso lo matara. Pero
cuando concluyó y tuvo tiempo de pensar, descubrió que el pie le dolía bastante
menos. Sujetó un trapo rojo a su barreno y lo movió por encima de la cabeza. La
máquina voladora descendió a recogerlo. Sidis manejaba la nave.
–Eres el primero –dijo–. No entiendo cómo estás vivo. Tienes que descansar ahora.
–Manejaré los controles –dijo Craig–. Me siento bien.
–Supongo que estás probando algo –Sidis sonrió–. Muy bien.
Se apartó y Craig se sentó a los controles. Manejar la máquina voladora era uno de
los trabajos menores que Craig prefería. Le gustaba estar solo en la pequeña cabina
de control de dos asientos, con ventanas alrededor. Se elevó hasta una altura de
trescientos metros y miró a lo largo de la pared de tallos que se perdía en el
horizonte. A la luz del día el mar de thanasis era verde obscuro. La zona de hojas
fuera de la muralla brillaba con un color plateado, y tenía una aureola de colores
móviles. Era muy hermosa. Lejos y arriba, en el norte, vio una nube de color entre
las otras, aborregadas. Era una masa de hojas migratorias que flotaba en el viento.
Hermosa también.
–Transfieren substancia muy rápidamente para levantar o reparar los muros –oyó
que Sidis le decía a Wilde en la cabina principal–. Notará usted que la biomasa es
menos densa al pie de la pendiente. Cuando usted libera el agua envenenada, el
efecto es inmediato y la thanasis se propaga aceleradamente. Pero siempre se
forma un nuevo cerco.
–La próxima vez haré saltar arcos de ochenta kilómetros.
Craig descendió planeando para recoger a Jordan. Jordan era un hombre
rechoncho, rubio, de la edad de Craig. Trepó a bordo sonriendo.
–Nos ganaste otra vez, ¿eh, Craig? –dijo–. Se necesitan agallas, muchacho. Te
felicito.
–Tengo dos años más de práctica –dijo Craig.
Se sentía muy bien ahora. Era la primera vez que Jordan lo llamaba por el nombre y
no "blanco". Tomó altura de nuevo. Jordan se sentó en el asiento vacío.
–¿Cómo está el pie? –preguntó.
–Bastante mejor. Podría calzarme la bota, sin atarme los cordones.
–No lo intentes. Esta noche me encargo yo de las tareas domésticas –dijo Jordan–.
Tú descansa ese pie, Craig.
–Allá está Whelan haciendo señas –dijo Craig.
Descendió a recoger a Whelan con la cara roja de placer. Cuando Rice y Cobb
subieron también a la máquina, Craig se elevó a tres kilómetros de altura y Wilde
accionó el explosivo. Treinta kilómetros de tejido de cerco se alzaron en una fuente
de polvo y llamas. Las hojas volaron en nubes aterrorizadas y cromáticas siguiendo
los contornos de las ondas explosivas. Abajo, una sábana de agua envenenada
obscureció la llanura de plata.
–¡Ja! ¡Adelante, thanasis! –gritó Wilde–. Magnífico espectáculo –suspiró–. Bueno, ha
sido un buen día, hombres. Sidis, ¿dónde podríamos acampar?
–Estamos a sólo una hora de la isla Burton –respondió Sidis–. Cuando yo trabajaba
en esta área, me detenía todas las noches en la estación de taxonomía.
–Quisiera echarle una ojeada a esa isla –dijo Wilde–. El Consejo de Caza ha
proyectado algo ahí.
Le gritó unas órdenes a Craig. Craig subió a quince kilómetros de altura y dirigió
rápidamente la nave hacia el sudeste. Sobre el horizonte de plata ondeaba un mar
purpúreo. Un rosario de islas apareció a lo lejos. Había sido un buen día, pensó
Craig. Jordan parecía querer que fuesen amigos. Y ahora al fin vería otra vez a
Midori Blake.
Hizo descender la nave en un suelo removido, cerca de los edificios familiares de
piedra gris que se alzaban en el extremo este. Los hombres salieron de la máquina,
y Helen y George Toyama, canosos, sonrientes, vestidos con delantales de
laboratorio, se acercaron a saludarlos. Craig se había calzado la bota izquierda pero
dejando los cordones sueltos. Helen le dijo que Midori estaba pintando en el
barranco.
Craig se fue cojeando sendero abajo, pasó junto a la casita de Midori y las
habitaciones de los Toyama en los acantilados de la izquierda. Midori y los Toyama
eran los únicos pobladores de la isla Burton; un santuario de investigación que
nunca había sido tocado por la thanasis, y el único lugar, además de la Base,
habitado por seres humanos.
El barranco era el sitio preferido de Midori. Pintaba allí continuamente, una y otra
vez, sin sentirse nunca satisfecha. Craig lo conocía bien: el precipicio de cuarzo, la
laguna y la cascada, las hojas que bailaban a la luz del sol, el bosque de tallos
plateados que transformaba la luz del día en un claro de luna. Midori decía que era
esa luz peculiar lo que se le escapaba. A Craig le gustaba mirarla pintar, sobre todo
cuando ella se olvidaba de él y cantaba entre dientes. Era una muchacha hermosa,
delicada, de ojos negros, y era bueno estar en el mismo mundo con ella. Craig oyó
el canto de Midori entre el rumor de la cascada y el piar de las hojas. Se acercó y se
detuvo junto al caballete, al lado de un peñasco de cuarzo. Midori lo oyó, se volvió y
le sonrió cálidamente.
–¡Roy! ¡Qué alegría verte! –dijo–. Temía que te hubieras vuelto a casa.
Midori era menuda, y llevaba un vestido gris. Tenía el pelo corto, y una voz cantarina,
y se movía con la gracia rápida de un pájaro. Craig le sonrió, feliz.
–Durante un tiempo pensé que hubiese sido mejor volver –dijo–. Ahora me alegra
haberme quedado.
Se acercó cojeando a Midori.
–¡Tu pie! –dijo Midori–. Ven y siéntate. Aquí, en la roca. ¿Qué ocurrió?
–Me tocó la thanasis. No tiene importancia.
–¡Sácate la bota! Te aprieta.
Midori ayudó a descalzarse a Craig, y le acarició el tobillo hinchado y rojo, con las
puntas de los dedos. Luego se sentó a su lado.
–Sé que te duele. ¿Cómo pasó?
–No me sentía muy contento –dijo Craig–. Me senté en un cerco con los pies
desnudos.
–Roy, tonto. ¿Por qué no estabas contento?
–Oh... cosas –unas hojas brillantes se le posaron en el tobillo desnudo; Craig no las
ahuyentó–. Dormiremos al aire libre ahora, en vez de venir aquí. Los nuevos
muchachos son todos marcas rojas. Soy nadie otra vez y…
–¿Quieres decir que ellos piensan que son mejores que tú?
–Son mejores y eso es lo que duele. Matar a un Gran Russel es algo así como un
acto espiritual, Midori –Craig se frotó el pie derecho–. Un día habrá en este planeta
bastantes Russels y ningún niño crecerá engañado.
–Las hojas no morirán –dijo Midori dulcemente–. Es evidente ahora. Hemos perdido
la partida.
–Vosotros, los de Belconti. Los mordinianos nunca se entregan.
–La thanasis ha sido derrotada. ¿Matarás a las hojas con rifles?
–Por favor, no bromees a propósito de rifles. Emplearemos una trans-algo en la
thanasis.
–¿Translocación? Oh, no –Midori se llevó los dedos a los labios–. No es posible
controlarla fuera de los laboratorios. No se atreverán.
–Los mordinianos se atreven a cualquier cosa –dijo Craig orgullosamente–. Todos
estos hombres estudiaron en Belconti, y saben cómo hacerlo. No es lo mismo.
Se frotó otra vez el pie derecho. Las hojas se le habían posado ahora en la cabeza y
los hombros, y le cubrían el tobillo desnudo. Trinaban débilmente.
–¿Qué pasa, Roy?
–Me hacen sentir ignorante. He estado trabajando en los cercos dos años, y ellos ya
saben más que yo de las hojas. Quiero que me digas algo de las hojas que pueda
sorprenderlos. ¿Sienten?
Midori calló un rato apoyando la mejilla en la palma de la mano.
–Las hojas son raras y maravillosas y yo las quiero –dijo lentamente–. Son en parte
plantas y en parte animales. La vida nunca se dividió en reinos en este planeta. Las
zoofitas voladoras, explicó Midori, funcionaban como hojas en relación con los tallos
vegetativos. Pero estos tallos controlaban su propia temperatura. La red de raíces
conductoras del continente llevaba los fluidos a cualquier parte y en cualquier
cantidad mediante un sistema de válvulas peristálticas. Un tallo con hojas era un
verdadero organismo.
–Pero las hojas, Roy, no pueden vivir sin tallos, y van siempre de un lado a otro.
Todo es parte de todo. Nuestro trabajo aquí, en la isla Burton, consiste en clasificar
las hojas, y no podemos hacerlo. Cambian continuamente, en todos los planos,
físicos o químicos. No hay clases –Midori suspiró–. Esto es lo maravilloso. ¿Te sirve
de algo?
–No lo entiendo del todo. Es lo que te decía hace un rato. Soy un ignorante –dijo
Craig–. Dime algo simple que pueda llamarles la atención a los otros.
–Bueno, diles esto. Los dibujos coloreados de las hojas son sistemas plásticos que
sintetizan diferentes colores. Recombinan partes para formar nuevos organismos,
sin necesidad de esperar el desarrollo de la evolución, en graduaciones bioquímicas
de una amplitud inconcebible para el hombre. Cualquiera sea el veneno o el sistema
libre que diseñamos para la thanasis, las hojas encuentran siempre una
contrasubstancia, y cada vez con mayor rapidez. Por eso la thanasis ha sido
derrotada.
–¡No! ¡No digas esas cosas, Midori! –protestó Craig–. La traslocación...
–Ni siquiera eso –interrumpió Midori–. Las hojas tienen un poder de traslocación
ilimitado y cualquier número de sexos. Son sin duda, colectivamente, el más
poderoso laboratorio bioquímico de toda la galaxia, algo así como una inteligencia
bioquímica, casi una mente, una mente que aprende con mayor rapidez que
nosotros –las menudas manos de Midori le sacudieron el brazo a Craig–. Sí, diles
eso. Es necesario que entiendan. La inteligencia humana ha sido derrotada aquí.
Ahora probaréis la ferocidad humana... Oh, Roy.
–Que les diga eso –murmuró Craig amargamente–. Vosotros, la gente de Belconti,
pensáis que todos los mordinianos somos estúpidos. Parece como si quisieras que
perdiéramos.
Midori se volvió y se puso a limpiar los pinceles. Obscurecía y las hojas se posaban
otra vez en los tallos. Craig, tristemente silencioso, pensaba en las manos de Midori,
que le habían tocado el brazo. Midori habló otra vez, dulcemente.
–No sé. Si quisierais tener aquí granjas y casas... Pero sólo pensáis en la muerte
ritual del hombre y el dinotaurio.
–Quizá las almas de las gentes se completan de modo distinto en los distintos
planetas –dijo Craig–. Sé que a la mía le falta un pedazo. Y sé qué pedazo es ese –
apoyó ligeramente la mano en el hombro de Midori–. En los días de fiesta vuelo
alguna vez a la isla Russel sólo para mirar un rato al Gran Russel, y entonces sé. Me
gustaría llevarte a que lo vieses. Entenderías entonces.
–Entiendo ya, y no estoy de acuerdo.
Midori sacudió los pinceles, pero no se apartó de la mano de Craig. Craig pensó en
lo que ella había dicho.
–¿Por qué nunca vemos una hoja muerta? –preguntó–. ¿Por qué en todo un
continente no hay leña bastante para encender un fuego?
Midori se rió y se volvió hacia Craig. El brazo de Craig se deslizó a lo largo de la
espalda de la muchacha. Craig trató de no tocarla.
–Se devoran a sí mismas internamente –dijo Midori–. Lo llamamos reabsorción.
Pueden nacer de nuevo en otro sitio y con otra forma, como un cerco, por ejemplo.
Roy, en este planeta no se ha conocido nunca la muerte o la decadencia. Todo es
reabsorbido y reconstituido. Tratarnos de matarlas y ellas sufren, pero esta… sí, esta
mente no puede concebir la idea de la muerte. No hay concepción bioquímica de la
muerte.
–Oh, Midori, ¡las hojas no piensan! –dijo Craig–. No me atrevería a asegurar que
sienten.
–Sí, sienten –Midori se puso de pie apartando el brazo de Craig–. Esos píos son
gritos de dolor. Papá Toyama recuerda que en otro tiempo había silencio en el
planeta. Desde que está aquí hace ya veinte años, la temperatura ha subido doce
grados en las hojas, que han doblado también el ritmo metabólico y la velocidad de
los impulsos neurónicos, reduciendo la cronicidad...
Craig se incorporó y alzó las manos.
–Alto el fuego, Midori –dijo–. Ya sabes que no conozco esas palabras. Estás enojada
conmigo.
La cara de Midori no se veía bien en la obscuridad.
–Creo que estoy asustada –dijo la muchacha–. Estoy asustada de lo que hemos
hecho.
–Esos píos siempre me han puesto triste, de algún modo –dijo Craig–. Nunca le
haría daño a una hoja. Pero, Gran Russel, cuando pienso en continentes enteros
que lloran día y noche, durante años... tú también me asustas, Midori.
Midori empezó a empaquetar su equipo de pintora. Craig se calzó la bota izquierda.
Se ató fácilmente los cordones, sin sentir ningún dolor.
–Iremos a casa y prepararé la cena –dijo Midori.
Habían hecho eso a veces, en otro tiempo, en un tiempo mejor. Craig tomó la caja
de pinturas y caminó junto a Midori, cojeando apenas. Subieron por el sendero del
acantilado.
–¿Por qué te quedaste cuando ya había vencido tu contrato, si el trabajo te pone
triste? –preguntó Midori de pronto.
–Dos años más y habré ahorrado bastante como para comprarme una cacería de
Gran Russel en Mordin –dijo Craig–. Pensarás que es una razón bastante tonta.
–De ningún modo. Pienso que podrías tener una razón más tonta todavía.
Craig buscó a tientas alguna respuesta. No entendía la frialdad repentina de Midori.
La voz de Jordan resonó allá arriba.
–¡Craig! ¡Eh, Craig!
–¡Sí, aquí Craig!
–¡Pronto! ¡Corre! –aulló Jordan–. Bork está furioso porque no estás cargando
perdigones. Te he guardado un poco de caldo.
La vida en el campamento fue desde entonces mejor para Craig. Jordan se turnó
con Craig en las tareas domésticas e invitó a Rice y a Whelan a que hicieran lo
mismo. Sólo Wilde y Cobb seguían llamando "blanco" a Craig.
Jordan se había instalado en la cabina de mando mientras Craig llevaba la máquina
a la isla de la Base. La isla Russel asomaba como una mancha azul en el horizonte,
hacia el sur, y en el este se veía el borde dentado del continente.
–De regreso en casa. Cerveza y vida al aire libre, ¿eh, Craig? –dijo Jordan–. Quizá
podamos salir de caza.
–Ojalá –dijo Craig.
La isla de la Base tenía buen aspecto: seiscientos kilómetros cuadrados de llanura y
lomas con montes de robles y hayas. Abundaban los animales de caza y los pájaros
trasplantados de Mordin. En el lado norte, los edificios y los campos rectilíneos
señalaban la presencia del hombre. La luz del sol se reflejaba en los invernaderos
donde crecía la thanasis, guardada por barreras de iones. La isla era la imagen ideal
del futuro del planeta, cuando la thanasis hubiese destruido las hojas, y hubiera sido
destruida a su vez, y la vida nativa de Mordin hubiese reemplazado a ambas. La isla
de la Base era un nuevo hogar para los hombres de Mordin.
Eran la primera cuadrilla de cercos que llegaba a la isla. Wilde informó que habían
destruido dos mil kilómetros de cerco, cincuenta por ciento más que el promedio de
los hombres de Belconti. Barim, el jefe de cazadores, los felicitó. Era un hombre
corpulento, de voz grave y pelo gris, con cuatro puntos rojos en la frente. Craig
estrechaba por primera vez la mano de un hombre que había matado cuatro
Russels.
Barim recompensó a la cuadrilla con una semana de carne de animales de caza.
Jordan salió a cazar con Craig. Craig derribó veinte ciervos y doce jabalíes y
decenas de aves. Jordan se burló de Cobb, que había cazado menos, y el
hombrecito se enojó.
Los nuevos hombres habían traído una alegría jovial y ruidosa a la Base, que le
gustaba bastante a Craig. Craig se enteró de algunas cosas. Barim había ordenado
la producción inmediata de polen translocador. Mildred Ames, la jefa bióloga de
Belconti, se había opuesto. Pero los laboratorios eran propiedad de Mordin. Barim
les ordenó a sus propios hombres que comenzaran a trabajar. La señorita Ames
puso el grito en el cielo. Barim echó a todos los belcontis. La señorita Ames
contraatacó –estoque contra garrote– y metió otra vez a su gente en los laboratorios,
aunque como observadores solamente, en beneficio de la ciencia. La batalla había
sido muy animada, concluyó Craig.
Las gentes de Mordin que trabajaban en el laboratorio se reían: los belcontis están
celosos, asustados, les daremos una lección. ¡Una buena lección, por los huesos del
Gran Russel!
Craig vio varias veces a la señorita Ames, que rondaba los laboratorios. Era una
mujer alta, delgada, y ahora andaba siempre con el ceño fruncido. Había nombrado
a Sidis Observador del laboratorio. Sidis no trabajaría más en los cercos.
Craig pensaba en lo que había dicho Midori. Le gustaba particularmente esa noción
de reabsorción y esperaba la oportunidad de soltarla en la mesa común.
La oportunidad se le presentó una mañana a la hora del desayuno. La cuadrilla de
Wilde compartía una mesa con los hombres del laboratorio en la amplia sala de pisa
de piedra. Había siempre allí un clamor de voces y un confuso ruido de cubiertos y
platos. Craig estaba sentado entre Cobb y Jordan y frente a un hombre rechoncho y
calvo del laboratorio llamado Joe Breen. Joe trajo a la conversación el tema de los
cercos. Craig dijo en seguida:
–Esos cercos los construyen muy rápidamente. Los tallos se devoran a sí mismos y
crecen otra vez. El proceso se llama reabsorción.
–Reabsorben hijos de perra, ¿eh? –dijo Joe–. ¿Qué opinas del modo en que se
aparean?
Wilde gritó desde la cabecera de la mesa:
–¡Ese modo no es para mí!
–¿Qué quiere decir? –le murmuró Craig a Jordan.
Cobb lo oyó.
–El blanco quiere conocer los hechos reales de la vida –dijo en voz alta–. ¿Quién le
dirá la verdad?
–¿Quién sino papá Bork? –gritó Wilde–. Te explicaré qué hacen, blanco. Cuando una
de esas sabandijas siente el cosquilleo se junta hasta con una docena de las otras.
Todas se amontonan en un tallo y se reabsorben en uno de esos bultos rosados que
se ven en todas partes. Al rato el bulto se abre y deja caer un montón de lombrices.
¿entiendes?
Todos los hombres sonreían. Craig enrojeció y sacudió la cabeza.
–Los nuevos bichos se arrastran y se plantan a sí mismos y de cada uno nace un
tallo fitógeno –dijo Jordan–. Durante todo un año producen hojas como locas. Luego
se convierten en tallos vegetativos.
–Demonios, he visto muchas de esas lombrices –dijo Craig–. No sabía que fuesen
semillas.
–¿Sabes cómo se distinguen las lombrices hembras de las lombrices machos,
blanco? –preguntó Cobb.
Joe Breen se rió.
–Por favor, Cobb –dijo Jordan–. El sexo de esas lombrices no se especifica, se
cuenta –le hablaba ahora a Craig–. Tienen un par de patas por cada padre.
–¡Eh, eso es magnífico! –dijo Wilde–. Quizá una docena de sexos, y cada uno
arrancando un pedazo de todos los otros en una sola operación. ¡Algo magnífico!
–Una vez en la vida puede estar bien –dijo Joe–. Pero, Gran Russel, y hablamos de
poliploideos y multihíbridos... Me gustaría poder desarrollar a la thanasis de ese
modo.
–Yo la desarrollaré a mi modo –dijo Wilde–. Denme sólo la posibilidad.
–Estas mujeres de Belconti piensan que los mordinianos son brutos –dijo Joe–. Será
mejor que te reserves para Mordin.
–Hay una hermosa presa de caza que vive sola en la isla Burton.
–¡Sí! El blanco la conoce –dijo Cobb–. ¿Qué opinas, blanco?
Craig cerró la mano sobre la taza de café.
–Es graciosa, tranquila, reservada –dijo–. Una muchacha buena y decente.
–Quizá el blanco no hizo la prueba –dijo Cobb; le guiñó un ojo a Joe–. A veces a las
tranquilas sólo es necesario pedírselo.
–¡Denme la posibilidad y seré yo quien se lo pida! –gritó Wilde.
–El viejo Bork se acercará a ella con sus dos marcas rojas y brillantes y ella caerá en
posición de carga, lista como un fusil aceitado –dijo Joe.
–¡Sí, y descubrirá que el viejo Cobb de una sola marca se le ha adelantado! –gritó
Cobb.
Sonó la bocina que llamaba al trabajo. Los hombres se incorporaron con un ruido de
sillas arrastradas.
–Seguirás vigilando la fermentación hasta el lunes –le dijo Wilde a Craig–. Luego
comenzaremos un nuevo trabajo al aire libre.
Craig deseó estar en los campos. Sentía una repentina repugnancia por el
campamento de la Base.
El nuevo trabajo consistía en espolvorear con polen translocador las áreas del
continente norte donde –vistas desde el aire– unas rayas plateadas en las masas
verdes señalaban que las hojas se habían infiltrado en las viejas plantaciones de
thanasis. Las plantas destructoras, sin flores, y con sexos en diferentes individuos,
eran polinizadas por el viento. Las cicatrices de los viejos cercos aparecían como
dibujos en relieve a lo largo de medio continente. Tallos nuevos, plateados e
iridiscentes, cubrían la mayor parte de los sitios que habían sido devastados hacía
un tiempo por la thanasis. Wilde señalaba en un mapa los cercos que sería
necesario volar la próxima vez. Los hombres tenían que trabajar con trajes y cascos
protectores de color negro, sofocantes. No dejaban los lugares contaminados,
comían alimentos en conserva, y ya no se reunían alrededor del fuego. Al cabo de
dos semanas agotaron el cargamento de polen y descendieron en la isla Burton.
Dedicaron medio día a la tarea de librarse de la contaminación. Craig rompió filas
tan pronto como pudo y corrió por el camino del desfiladero.
Encontró a Midori junto a la laguna. La muchacha había estado bañándose, y tenía
el vestido amarillo pegado al cuerpo, y el cabello empapado. Craig no pudo dejar de
pensar que él podía haber llegado unos minutos antes. Recordó la voz ronca de
Cobb: a veces las muchachas tranquilas sólo esperan que uno les pida. Meneó la
cabeza. No. No.
–Hola, Midori –dijo.
Unas hojas pequeñas, con dibujos dorados, rojos y ver des, se habían posado en los
brazos y en los hombros desnudos de Midori. La muchacha dijo que la alegraba
verlo, y sonrió tristemente cuando Craig le contó que estaban sembrando polen
translocador. Una hoja bajó al hombro de Craig, que trató de cambiar de tema.
–¿Por qué lo hacen? –preguntó–. Los muchachos creen que chupan sangre, pero
nunca me dejan marcas.
–Sacan muestras de fluidos, pero tan pequeñas que no lo sientes.
Craig apartó la hoja con un movimiento de la mano.
–¿Hacen eso realmente?
–Muestras muy, muy pequeñas. Sienten curiosidad por nosotros.
–¿Probando la comida, eh? –Craig frunció el ceño–. Pero si ellas pueden comernos,
¿cómo es posible que los cerdos y los dinotaurios no puedan comerlas a ellas?
–Roy tonto. No nos comen. Quieren entendernos, pero no conocen otros símbolos
que los átomos y los grupos y radicales químicos –Midori se rió–. A veces me
pregunto qué pensarán de nosotros. Quizá crean que somos semillas gigantes.
Quizá crean que somos una sola molécula, terriblemente complicada –rozó con los
labios una hoja pequeña, plateada y roja, que tenía en el brazo; la hoja se le subió a
la mejilla–. Es el modo que tienen de vivir con nosotros.
–Bueno, pero eso es lo que llamamos comer.
–Se alimentan sólo de agua y de la luz del sol. No conciben una vida que devore
vida. Oh, Roy, no nos comen. ¡Es como un beso!
Craig pensó que si él fuera una hoja podría tocar a Midori; los brazos y los hombros
suaves, la mejilla firme, Suspiró profundamente.
–Conozco un beso mejor.
Midori bajó los ojos.
–¿Sí, Roy?
–Sí –dijo Roy, inseguro; sentía una picazón en las manos sudorosas, torpes,
demasiado grandes–. Midori, yo... algún día yo...
–¿Sí, Roy?
–¡Eh, la cuadrilla! –rugió una voz en el sendero.
Era Wilde que bajaba a trancos, con una sonrisa que exhibía sus grandes dientes
equinos.
–Papá Toyama nos ha preparado una fiesta. Vamos –dijo; miró de cerca a Midori y
silbó entre dientes–. La pequeña y bonita Midori podría comer también con nosotros.
–Gracias, señor Wilde –respondió Midori con una vocecita fría.
Mientras subía por el sendero, Wilde le dijo a Midori:
–Aprendí la danza tanko en Belconti. Le dije a Toyama que si tocaba algo, nosotros
bailaríamos para él luego de la comida.
–No tengo realmente ganas de bailar –dijo Midori.
Wilde y Cobb se sentaron junto a Midori, y luego se alternaron cortejándola
rudamente en la salita. Craig hablaba con Helen Toyama en un rincón. Helen era una
mujer regordeta, plácida, que fingía no oír las torpes historias de caza que se
contaban Jordan, Rice y Whelan. Papá Toyama estaba de pie, sirviendo vino.
Parecía delgado, viejo y frágil. Craig miraba a Midori. Wilde tenía una cara cada vez
más roja y hablaba cada vez más alto y no se apartaba de Midori. Bebía un tazón
tras otro de vino. De pronto se puso de pie.
–¡Un brindis! –gritó–. ¡De pie, hombres! ¡Presenten armas a la pequeña y bonita
Midori!
Los hombres se pusieron de pie y bebieron. Wilde rompió su tazón apretándolo entre
las manos. Se guardó un trozo en el bolsillo y le alcanzó otro a Midori. Midori lo
rechazó meneando la cabeza. Wilde sonrió mostrando los dientes.
–Los veremos a menudo, amigos, muy pronto –dijo–. Barim los trasladará a todos a
la Base. Nuestros hombres del laboratorio vendrán la próxima semana a recoger los
materiales útiles.
La cara de papá Toyama, afilada y amable, perdió el color.
–Habíamos pensado siempre que la isla Burton sería un santuario dedicado al
estudio de las hojas.
–No era lo que pensábamos nosotros, los de Mordin.
Toyama miró, impotente, de Helen a Midori.
–¿Cuánto tiempo nos queda para terminar nuestros proyectos?
Wilde se encogió de hombros.
–Un mes, digamos. Si necesitan tanto tiempo.
–Lo necesitamos, y más –el viejo hablaba ahora con una voz colérica–. ¿Por qué no
podemos quedarnos hasta que llegue la nave de relevo de Belconti, por lo menos?
–Esto ha sido nuestro hogar durante veinte años –dijo Helen dulcemente.
–Le diré al Cazador que les dé todo el tiempo posible –dijo Wilde más tranquilo–.
Pero tan pronto como consigamos en las cámaras unas semillas translocadoras
puras, sembraremos esta isla. Nos parece que obtendremos un efecto máximo en
suelo virgen.
Papá Toyama parpadeó y asintió con un movimiento de cabeza.
–¿Más vino? –preguntó mirando alrededor.
Wilde bailó con Midori y a Craig le pareció que la música de papá Toyama tenía un
sonido raro, triste, como los trinos de las hojas.
Estos híbridos translocadores son realmente mortíferos, afirmaban los hombres del
laboratorio. Los sistemas libres tenían una estabilidad térmica, y provocarían en las
hojas los efectos de una fiebre. El índice de recombinación era fantástico. Habría
que esperar, por supuesto, a que la acción de los híbridos se manifestara realmente.
Los tallos estaban aún infiltrándose en las áreas de la thanasis. Esos bastardos de
Belconti tendrían que haber iniciado la translocación hacía años, gruñían los
hombres del laboratorio, asustados, tratando de prolongar sus empleos, y de
conservar este planeta para ellos. Pero ahora sólo era necesario esperar.
Craig y Jordan se hicieron buenos amigos. Una tarde Craig estaba sentado a la
mesa, en el salón de bebidas, cavernoso y humeante, esperando a Jordan. Una
hora antes, en el campo de tiro, había disparado contra tres imágenes del Gran
Russel batiendo a Jordan por diez puntos. Barim, que pasaba casualmente por el
campo, le había palmeado la espalda a Craig y lo había llamado "rifle sólido". Craig
sonreía al recordarlo. Vio que Jordan venía con la cerveza, abriéndose camino entre
las filas de mesas ruidosas y pobladas y el horno donde giraba el cuerpo del cerdo.
Jordan puso cuatro botellas en la mesa de madera tosca.
–¡Bebe, cazador! –dijo sonriendo–. ¡Muchacho, hoy te la has ganado!
Craig le devolvió la sonrisa y bebió un largo trago.
–Sentía la cabeza de hielo –dijo–. Era como si no fuese yo quien disparaba.
Jordan bebió y se enjugó la boca con el dorso de la mano.
–Así es también en la realidad –dijo–. Te conviertes en un gran rifle.
–¿Cómo es, Jordan? ¿Cómo es entonces?
–Nadie puede decirlo –Jordan alzó los ojos hacia el humo–. No comes durante dos
días, te hacen pasar por las ceremonias de caza, empiezas a sentirte de un modo
raro, con la cabeza liviana, como si no tuvieras familia ni nombre. Entonces... –
apretó los puños–. Bueno, entonces... para mí... allí estaba el Gran Russel
acercándose, cada vez más enorme... llenando el mundo... sólo él y yo en el mundo.
–Jordan palideció y cerró los ojos–. Ese es el momento. ¡Oh, ese es el momento! –
suspiró y miró solemnemente a Craig–. Disparé como si fuera algún otro, como tú
dijiste. Tres tiros a un flanco y sentí cómo lo alcanzaba.
Craig notó que el corazón le golpeaba el pechó. Se inclinó hacia adelante.
–¿Estabas asustado entonces, un poco por lo menos?
–No te asustas, pues en ese momento tu mismo eres el Gran Russel –Jordan se
inclinó también hacia adelante, murmurando–: Sientes que tus propios tiros te
alcanzan, Craig, y sabes que ya nunca volverás a tener miedo. Es como si tú y el
Gran Russel estuviesen bailando una danza sagrada desde hace un millón de años.
Luego, en alguna parte de ti mismo, sigues bailando esa danza hasta que te mueres.
Jordan suspiró, se reclinó en la silla y extendió la mano hacia la botella.
–Sueño mucho con eso –dijo Craig; le temblaban las manos–. Me despierto
asustado y sudoroso. Bueno, de todas maneras, mandé mi nota de inscripción al
Colegio de Cazadores con la nave en que tú llegaste.
–Triunfarás, Craig. ¿No oíste cómo el Cazador te llamaba "rifle sólido"?
Craig sonrió, feliz.
–Sí, y fue como si lo hubiese dicho otras veces.
–Mueve ese trasero, Jordan –dijo una voz jovial.
Era Joe Breen, el hombre calvo y fornido del laboratorio. Tenía seis botellas en las
manos velludas. Sidis venía detrás. Joe puso las botellas en la mesa.
–Este es Sidis, mi ojo vigilante de Belconti –dijo.
–Conocemos a Sidis, es un viejo volador de cercos también –dijo Jordan–. Hola,
Sidis. Estás engordando.
–Hola, Jordan; Roy –dijo Sidis–, no se te ha visto mucho últimamente.
Sidis y Joe se sentaron. Joe destapó las botellas.
–Estamos casi todos los días afuera –dijo Craig.
–Estarán afuera más aún, tan pronto como obtengamos la semilla translocadora
pura –dijo Joe–. No falta mucho. Sidis consigue continuamente nuevas variedades.
–Las conseguiremos y las plantaremos, ¿eh, Craig? –dijo Jordan–. Sidis, ¿por qué
no te libras de Joe y vienes otra vez a volar cercos?
–Hay mucho que aprender aquí en los laboratorios –dijo Sidis–. Nos haremos
famosos con esto, si Joe y sus compinches no nos matan antes que publiquemos los
resultados.
–Al diablo con los laboratorios. Para mí no hay nada como el campo. ¿No es cierto,
Craig?
–Es cierto. El campo es limpio y agradable, gracias a las hojas –dijo Craig–. La
reabsorción evita que haya cosas sucias, podridas y muertas...
–¡Bueno que me disparen por la espalda! –Joe golpeó la mesa con su botella–. La
cerveza te pone poético, blanco –se burló–. Quieres decir realmente que se comen a
sus propios muertos y sus propios excrementos. ¡Ahí tienes un tema para un poema!
Craig sintió aquella ira familiar e insensata.
–Gracias a ellos la vida no se detiene –dijo–. No comen otra cosa que agua y luz.
–Se alimentan con agua y helio –dijo Joe–. He estado leyendo unos informes. Un
viejo, llamado Toyama, piensa que catalizan la fusión del hidrógeno.
–Sí. Es un hecho confirmado –dijo Sidis–. Crecen de noche y bajo Tierra y en el
invierno. Si uno lo piensa un rato, son realmente maravillosas.
–Diablos. Otro poeta –dijo Joe–. Todos ustedes los de Belconti son poetas.
–No, pero ojalá tuviésemos más poetas –dijo Sidis–. Roy, ¿no olvidaste lo que te dije
hace un tiempo?
–No soy poeta –dijo Craig–. No he compuesto nunca una línea.
–Craig es de los nuestros. Barim lo llamó hoy "rifle sólido" –dijo Jordan, decidido a
cambiar de tema–. Joe, ese viejo, Toyama, está todavía allí. En la isla de Burton.
Tenemos órdenes de trasladarlo a la Base en nuestro próximo viaje de inspección.
–¡Gran Russel, debe de haber pasado aquí unos veinte años! –dijo Joe–. ¿Cómo
aguantó?
–Se trajo a su mujer –dijo Jordan–. Craig mismo lleva aquí tres años, y lo soporta
bien.
–Se está transformando en un condenado poeta –dijo Joe–. Blanco, te recomiendo
que te vuelvas a casa en la próxima nave de relevo, mientras eres todavía un
hombre.
Craig encontró sola a Midori. La casa parecía vacía. Los cuadros estaban apilados
junto a cajones de libros y ropa. Midori lo recibió con una sonrisa, pero parecía
fatigada y triste.
–Es duro, Roy. No quisiera irme –dijo–. No soporto pensar lo que van a hacer
ustedes en esta isla.
–Nunca pienso en lo que hacemos, excepto que es necesario hacerlo –dijo Craig–.
¿Te ayudo a empacar?
–Ya hemos terminado. Estamos trabajando desde hace días. Y ahora Barim se niega
a transportar nuestras cajas de muestras –Midori parecía estar a punto de echarse a
llorar–. Papá Toyama tiene el corazón destrozado.
Craig se mordió los labios.
–Diablos, podemos transportar cincuenta toneladas –dijo–. Y nos sobra espacio.
¿Por qué no pedirle al señor Wilde que lleve esas cajas?
Midori tomó el brazo de Craig y alzó hacia él los ojos.
–¿Se lo pedirías, Roy? Yo... yo no quisiera deberle un favor.
Craig encontró una oportunidad luego de la cena en casa de los Toyama. Wilde
había dejado de hacerle la corte a Midori y había llevado afuera su tazón de vino.
Craig lo siguió y le preguntó si no podían llevar las cajas. Wilde miraba el cielo. Las
dos lunas se movían en un campo claro poblado de estrellas.
–¿Y qué hay en todas esas cajas? –preguntó Wilde.
–Muestras, platinas y esas cosas. Es algo muy querido para ellos.
–Todo es nuestro ahora. Se supone que yo debiera destruirlo –dijo Wilde–. Oh,
diablos. Muy bien, pero tú te encargarás de llevarlas a bordo –rió entre dientes–. Le
pediré a Midori que hagamos un último paseo hasta esa laguna de ella. Le diré que
tú estás cargando las cajas –le dio un codazo a Craig–. Puede ser una ayuda, ¿eh?
Luego de haber embarcado las ochenta cajas, Craig se elevó a treinta metros de
altura probando la estabilidad del aparato. Por la ventanilla lateral vio que Midori y
Wilde salían de la casa de Toyama y desaparecían en el sendero del desfiladero.
Wilde apoyaba el brazo en el hombro de la muchacha. Craig descendió a la casa de
los Toyama, pero no tenía ganas de unirse otra vez al grupo. Se quedó afuera
durante una hora, paseando de un lado a otro, sintiendo una furia apagada y
dolorosa. Luego salieron otros miembros de la cuadrilla, discutiendo ruidosamente.
–¡Eh, Craig! ¿Dónde has estado, muchacho? –Jordan palmeó el hombro de Craig–.
Le aposté a Cobb que puedes ganarle mañana en el campo de tiro, como me
ganaste a mí. Le haremos pagar la cerveza al viejo Cobb, ¿eh, muchacho?
–Me harán pagar un comino –dijo Cobb.
–No te escaparás –dijo Jordan–. Vamos, Craig. A dormir. Tienes que estar bien
mañana.
–No tengo sueño –dijo Craig.
–Apuesto a que el viejo Bork está dando en el blanco en este momento –dijo Cobb.
Todos se rieron excepto Craig.
En la Base seis hombres murieron a causa de un sistema libre mutante antes que
pudieran sintetizar un inmunizador. Un virus de control escapó de un translocador y
los hombres de Wilde tuvieron que resignarse a descansar luego de meses de
trabajo. La Base, antes jovial y ruidosa, parecía ahora apagada y triste. Los hombres
de los laboratorios hablaban de sabotaje de los belcontis. Bebían durante horas, sin
alegría.
En su primer día libre, Craig buscó una máquina de paseo, encontró a Midori en los
edificios de los belcontis, y la invitó a volar. Midori se puso una blusa blanca, un
collar de perlas, y una falda azul y amarilla. Parecía triste, y distraída. Craig olvidó
que estaba enojado con ella y trató de animarla. Volaban a casi dos mil metros de
altura, hacia el sur.
–Estás hermosa con ese vestido. Pareces una hoja –dijo.
Midori sonrió débilmente.
–Mis pobres hojas. Cómo las extraño –dijo–. ¿A dónde vamos, Roy?
–A la isla Russel, allá abajo. Quiero que veas al Gran Russel.
–Quiero verlo –dijo Midori; en seguida dio un grito y apretó el brazo de Craig–. ¡Mira
ese color en el cielo! ¡A la derecha!
–Hojas migratorias –explicó Craig–. Las vemos ahora continuamente.
–Ya sé. Acerquémonos. Por favor, Roy.
Craig llevó la máquina hacia la nube verde y dorada. Había allí millones de hojas,
todas con el saco opalescente de hidrógeno inflado, e iban hacia el nordeste.
–¡Qué hermosas son en el aire! –gritó Midori, con el rostro animado y ojos
chispeantes–. ¡Entra, por favor, Roy!
Craig recordó haber visto a Midori animada del mismo modo, mientras pintaba en el
desfiladero. Puso la máquina a la velocidad del viento dentro de la nube y perdió en
seguida toda sensación de movimiento. Las hojas vividamente coloreadas
obscurecían el Cielo, la Tierra y el Mar. Craig se sintió perdido y mareado. Se acercó
más a Midori. La muchacha abrió su ventanilla para que entraran los trinos y el aire
aromático.
–Son tan hermosas que no puedo soportarlo –dijo–. No tienen ojos, Roy. Sólo
nosotros podemos saber qué hermosas son.
Midori pió y trinó con una voz aguda y clara. Una hoja escarlata, verde y plateada se
posó en la mano extendida de Midori, y la muchacha cantó para ella. La hoja
desinfló su saco y agitó levemente unas alas de terciopelo. Craig se movió,
incómodo.
–Parece casi como si te conociera –dijo.
–Sabe que la quiero.
–¿Que la quieres? ¿Es posible querer algo tan distinto? –Craig frunció el ceño–. El
amor no es eso para mí.
Midori alzó los ojos.
–¿Qué es el amor para ti?
–Bueno, desear proteger a quien quieres, luchar por él, hacer cosas por él –Craig
tenía la cara encendida–. ¿Qué puedes hacer por unas hojas?
–Tratar de que no las exterminen –dijo Midori dulcemente.
–No empieces otra vez. No me gusta pensar en eso. Pero sé que debe ser así.
–Nunca será así –dijo Midori–. Lo sé. Mira todos esos dibujos y colores distintos.
Papá Toyama recuerda un tiempo en que todas las hojas eran verdes. Desarrollaron
los nuevos pigmentos y figuras fabricando substancias contra la thanasis –Midori
bajó la voz–. Piénsalo, Roy. Todos esos colores y dibujos son ideas nuevas en la
mente bioquímica, inconcebiblemente poderosa, de este extraño planeta. Esta nube
es un mensaje, de un extremo a otro. ¿No te asusta?
–Tú me asustas –Craig se alejó un poco de Midori–. Yo no sabía que han estado
cambiando de ese modo.
–¿Quién ha pasado aquí bastante tiempo como para notarlo? ¿Quién se preocupa
tanto como para mirar y ver? –le temblaban los labios a Midori–. Pero piensa en la
agonía y en los cambios. Los hombres han trabajado durante años tratando de
matar este planeta. ¿Qué pasaría si algo... de algún modo... entendiese?
Craig sintió un frío en la nuca. Se apartó más de Midori. Se sentía raro y solo,
hundido en aquella nube de perfume y trinos, fuera del tiempo y del espacio, inmóvil.
No se atrevía a mirar a Midori.
–¡Maldición, este planeta pertenece al Gran Russel! –dijo roncamente–. ¡No
fracasaremos! Por lo menos nunca recuperarán la Base o la isla Russel. Las
semillas no pueden caminar por el agua.
Midori lo miró fijamente, y Craig no pudo saber si la muchacha lo juzgaba o le
rogaba o lo interrogaba. Bajó los ojos.
–Sácate esa cosa de la mano –dijo–. Cierra la ventanilla. Nos iremos de aquí.
Media hora más tarde, la máquina volaba sobre las hierbas verdes y normales y los
robles normales de la isla Russel. Craig descubrió al Gran Russel y lo enfocó en la
pantalla y miró con Midori cómo la bestia perseguía y mataba un búfalo. Midori
ahogó un grito.
–Tres metros de alto, cuatro toneladas, y ligero como un gato –dijo Craig
orgullosamente–. Ese pelo largo y rojizo es como alambre. Las manchas azules son
corazas defensivas.
–¿No le bastan esos dientes para matar a sus presas? –preguntó Midori–. ¿Para
qué enemigos necesita esas garras y cuernos terribles?
–Los de su propia especie, y nosotros. Nuestros muchachos lo cazarán aquí, en este
mismo planeta, y se harán hombres. Nuestros hombres lo cazarán aquí para curar
sus almas.
–Estás enamorado de esa bestia, ¿no es cierto? ¿Sabes que eres un poeta? –Midori
no podía apartar los ojos de la pantalla–. Es hermosa, feroz y terrible, pero no lo que
las mujeres llamamos belleza.
–Es el dios del planeta. Se necesitan cuatro disparos perfectos para derribarlo –dijo
Craig–. Salta y ruge como un mundo que se acaba. Oh, Midori, ¡yo también tendré
mi día!
–Pero puedes morir.
–Con la mejor de las muertes. En los días perdidos de la colonia nuestros abuelos lo
perseguían con arcos y flechas –dijo Craig–. Aún ahora nos reunimos a veces en
una banda de juramentados y lo combatimos hasta la muerte con arcos y flechas.
–He leído acerca de esas bandas. Supongo que no es posible que sientas otra cosa.
–No quiero sentir otra cosa. Una banda juramentada es el mayor honor que pueda
recibir un hombre –dijo Craig–. Pero gracias por tratar de entender.
–Quisiera entender, de veras, Roy. ¿Pero no puedes creer en tu propio coraje si no
enfrentas al Gran Russel?
–Eso es lo que las mujeres no entenderán nunca –Craig sorprendió la mirada
interrogativa de Midori–. Las muchachas se convierten naturalmente en mujeres,
pero el hombre tiene que hacerse a sí mismo. Es como si sólo el Gran Russel
pudiese darme mi coraje de hombre. Hay cantos y ceremonias con sal y fuego... y
luego el muchacho come un pedazo del corazón y... No quiero hablar de eso. Te
reirías.
–Tengo ganas de llorar más que de reír –Midori miró a Craig con una expresión
rara–. Hay distintos tipos de coraje, Craig. Tienes más coraje de lo que crees. Debes
buscar tu verdadero coraje en ti mismo y no en el del Gran Russel.
–No puedo –Craig apartó los ojos–. No seré nadie en mi interior mientras no enfrente
al Gran Russel.
–Llévame a casa, Roy. Me parece que me echaré a llorar –Midori bajó la cabeza y se
llevó las manos a la cara–. Yo no tengo mucho coraje.
Volaron en silencio hacia la Base. Cuando Craig la ayudó a bajar de la máquina,
Midori lloraba realmente. La muchacha apoyó un momento la cabeza en el pecho de
Craig. Tenía en el pelo el aroma de las hojas.
–Adiós, Roy –dijo, con una voz tan débil que Craig apenas la oyó.
Luego Midori dio media vuelta y se fue corriendo.
Craig no la vio durante un tiempo. La cuadrilla de Wilde se pasaba los días en el
campo, volando cercos y plantando semillas translocadoras. Craig se sentía mejor
lejos de la Base. El humor de la gente de la isla era áspero ahora. En todas partes, a
lo largo del continente del norte, unos nuevos tallos plateados, verdes y rojos
manchaban las áreas de color verde obscuro de la thanasis. Otras cuadrillas
informaron que en los continentes central y sur ocurría lo mismo. Wilde estaba todo
el día furioso. Cobb maldecía amargamente ante cualquier nimiedad. Jordan dejó de
bromear. Una noche, en el campamento, mientras trataba de conciliar el sueño,
Craig oyó que Wilde gritaba preguntas incrédulas en el comunicador de la máquina.
Poco después Wilde salía echando maldiciones para despertar a los hombres.
–¡Hay hojas en la isla de la Base! ¡Los tallos brotan en todas partes!
–¡Gran Russel del cielo! –dijo Jordan incorporándose–. ¿Cómo es posible?
–¡Los plantaron los bastardos de Belconti! –dijo Wilde–. Barim los arrestó a todos en
nombre de las leyes de la Base.
Cobb se puso a maldecir en una voz tranquila y monótona.
–Los mataremos a todos –dijo Wilde ásperamente–. Sembraremos las semillas que
nos quedan e iremos a ayudar.
Craig se sentía entumecido. No podía creerlo. Poco después del mediodía hacía
descender la máquina en el campamento de la Base, en el área viciada que se
extendía más allá de la rampa de emergencia. Wilde se limpió rápidamente y fue a
ver a Barim mientras la cuadrilla descontaminaba la máquina. Cuando salieron del
túnel de irradiación con ropas nuevas, Wilde los estaba esperando.
–¡Blanco, ven conmigo! –ladró.
Craig lo siguió hasta el edificio de piedra gris que se alzaba a orillas del prado.
Entraron y Wilde empujó a Craig y lo metió en una sala.
–Aquí está, Cazador –dijo, y cerró la puerta.
Los muros de piedra estaban decorados con rifles, flechas y arcos. El corpulento jefe
de cazadores, de pelo gris, con cuatro puntos rojos en la frente, esperaba sentado
ante un escritorio de madera, de frente a la puerta. Miró fríamente a Craig, y le indicó
con un movimiento de cabeza que se sentara en una silla, junto a la pared. Craig se
sentó tiesamente en la más cercana a la puerta de entrada. Tenía la boca seca.
–Roy Craig –dijo Barim muy serio–, se te juzgará por la vida y el honor de acuerdo
con las leyes de la Base. Jura ahora decir la verdad en nombre de la sangre del
Gran Russel.
–Juro decir la verdad en nombre de la sangre del Gran Russel –dijo Craig con una
voz que le pareció falsa a él mismo y sintiendo que transpiraba.
–¿Qué dirías de alguien que traicionase deliberadamente nuestro proyecto de
destruir las hojas? –preguntó Barim.
–Sería culpable de traición de caza, señor. Sería un proscripto.
–Muy bien –Barim juntó las manos y se inclinó hacia adelante clavando los ojos
grises en Craig–. ¿Qué había en esas cajas que trajiste de la isla Burton? ¿Qué le
dijiste a Bork Wilde?
Craig sintió un nudo en el estómago.
–Platinas, muestras, cosas científicas, señor.
Barim le hizo varias preguntas acerca de las cajas. Craig trató desesperadamente de
decir la verdad sin nombrar a Midori. Barim lo obligó a nombrarla y luego lo interrogó
acerca de las actitudes de la joven. Craig sintió un miedo terrible y creciente. No
apartó los ojos de la mirada de Barim y contó tortuosamente lo ocurrido, evitando
citar a Midori. Al fin Barim quebró el eslabón de miradas dando una palmada en la
mesa.
–¿Estás enamorado de Midori Blake, muchacho?–rugió.
–No sé, señor –dijo, pensando tristemente cómo podía saber uno si estaba
enamorado–. Bueno. .. me gusta estar con ella... nunca pensé... somos muy buenos
amigos –tragó saliva–. No lo creo, señor –dijo al fin.
–Hay semillas de hojas sueltas en la isla –dijo Barim–. ¿Quién las plantó?
–Pueden caminar y plantarse ellas mismas, señor.
Craig sentía la boca seca como polvo. Evitó la mirada de Barim.
–¿Crees que Midori Blake sería moralmente capaz de traerlas aquí y soltarlas?
Craig torció involuntariamente la boca.
–Moralmente... no entiendo bien, señor...
Le transpiraban las manos.
–Pregunto si sería capaz de querer hacerlo, y de hacerlo.
Craig sintió un frío en el corazón. Miró a Barim a los ojos.
–No, no señor –dijo–. Nunca creería eso de Midori.
Barim sonrió ásperamente y dio otra palmada en la mesa.
–¡Wilde! –gritó–. ¡Tráigalos!
Midori entró primero, vestida con una blusa blanca y una falda negra. Tenía la cara
muy pálida, pero serena, y le sonrió débilmente a Craig. Luego apareció Mildred
Ames, delgada, vestida de blanco y en seguida Wilde, con el ceño fruncido. Wilde se
sentó entre Craig y la señorita Ames, y Midori en un extremo.
–Señorita Blake, el joven Craig ha sido claramente instrumento suyo, como usted
misma ha afirmado –dijo Barim–. El juicio ha concluido y sólo falta la sentencia. Una
vez más le suplico que nos diga por qué ha hecho esto.
–Usted no entendería –dijo Midori–. Conténtese con lo que sabe.
Había hablado en voz baja, pero con firmeza. Craig se sintió desanimado y enfermo.
–Puedo entender sin perdonar –dijo Barim–. Por usted misma, tengo que conocer el
motivo. Usted debe de estar loca.
–Sabe muy bien que no.
–Sí –Barim pareció encogerse en su asiento–. Invente un motivo, entonces –casi
suplicaba ahora–. Diga que odia a Mordin. Diga que me odia a mí.
–No odio a nadie. Siento pena por todos ustedes.
–¡Yo le diré un motivo! –la señorita Ames se puso de pie de un salto, con la cara
encendida–. ¡Han jugado con la translocación de un modo insensato e irresponsable
poniéndonos en peligro a todos! ¡Admitan la derrota y váyanse!
Esta intervención ayudó a que Barim se recobrara.
–Por favor, siéntese, señorita Ames –dijo con calma–. Dentro de tres meses la nave
de relevo la alejará del peligro. Pero nosotros no admitimos la derrota ni tememos la
muerte. No le pedimos a nadie que nos llore.
La señorita Ames se sentó, tiesa y desafiante. Barim volvió otra vez los ojos a Midori,
con una cara de hierro.
–Señorita Blake, es usted culpable de traición de caza. Ha traicionado usted a su
propia especie en una lucha con una forma extraña de vida –dijo–. Si no admite un
motivo razonablemente humano, he de concluir que ha abjurado usted de su propia
especie.
Midori no respondió. Craig le echó una mirada. La joven estaba sentada muy
derecha, tranquila, con los pies juntos, y las manos en el regazo. Barim dio una
palmada en la mesa y se puso de pie.
–Muy bien. En nombre de las leyes del campamento, la sentencio a usted, Midori
Blake, a que sea apartada de la especie. Es usted una mujer y no pertenece a
Mordin, por lo tanto le evitaré la pena más severa. Se la dejará, sin nada, hecho con
las manos, en la isla Burton. Allí podrá nutrirse un tiempo de los frutos y raíces de la
Tierra, que usted ha traicionado. Si sobrevive hasta que llegue la nave de relevo,
será devuelta a Belconti –Barim miró fieramente a Midori–. ¿Tiene algo que decir
antes que dé orden de ejecutar la sentencia?
Los cuatro puntos rojos parecieron más brillantes en la palidez repentina de la frente
del Cazador. Algo se quebró en Craig. Se levantó de un salto, gritando.
–¡No puede ser eso, señor! ¡Es pequeña y débil! No conoce nuestras costumbres...
–¡Siéntate! ¡Cállate, llorón!
Wilde tironeó de Craig arrastrándolo hacia la silla.
–¡Silencio! –gritó Barim.
Wilde se sentó respirando con dificultad.
–Conozco demasiado bien las costumbres de ustedes –dijo Midori–. No necesito
misericordia. Llévenme a la isla Burton.
–¡Midori, no! –la señorita Ames se volvió hacia la joven–. Te morirás de hambre. ¡La
thanasis te matará!
–Tú tampoco entiendes, Mildred –dijo Midori–. Señor Barim, ¿me otorgará lo que
pido?
Barim se inclinó hacia adelante, apoyándose en los codos.
–Así ha sido ordenado –dijo roncamente–. Midori Blake, casi me ha hecho sentir otra
vez el gusto del miedo –se enderezó y volviéndose hacia Wilde habló con una voz
impersonal–: Cumpla la sentencia, Wilde.
Wilde se puso de pie y le ordenó a Craig:
–Lleva la cuadrilla a la máquina. Que todos se pongan los trajes protectores. Corre,
muchacho.
Craig salió tambaleándose a la luz del crepúsculo.
Los hombres de Mordin libraron la batalla perdida de la Base con fuego, substancias
químicas y azadas. Craig trabajaba hasta caerse de cansancio para no tener que
pensar. Los tallos crecían bajo Tierra con una energía inverosímil. Reaparecían más
numerosos cada vez, como cabezas de hidra. Nuevos capullos de hojas, del tamaño
de una uña de pulgar, teñían el aire de la Base en animados torbellinos. En una
ocasión Craig vio que Joe Breen lanzaba hachazos a las hojas danzantes.
Barim decidió al fin de mala gana que el campamento se trasladase a la isla Russel
y que en la isla de la Base se sembrara thanasis. Craig se desmayó mientras
ayudaba a levantar el nuevo campamento. Despertó en cama, en uno de los
pequeños cuartos de la enfermería de la Base. El médico de Mordin le sacó
muestras de sangre y le hizo algunas preguntas. Craig admitió haber sentido
náuseas y dolores en las articulaciones durante varios días.
–Estuve un poco trastornado, doctor –dijo defendiéndose–. No me di mucha cuenta.
–Tengo otros veinte que se dieron cuenta –gruñó el médico.
Salió del cuarto con el ceño fruncido. Craig se durmió, y cayó en una pesadilla
interminable en la que huía de unos ojos de mujer. Despertaba a medias cuando le
daban alguna medicina o lo sometían a alguna prueba clínica. Se dormía otra vez y
enfrentaba un dinotaurio Gran Russel que lo miraba con inescrutables ojos
femeninos. A la mañana del segundo día despertó y vio a papá Toyama en otra cama
que habían metido en el cuarto.
–Buenos días, Roy –dijo papá Toyama, sonriendo–. Me hubiera gustado encontrarte
en otro sitio, de veras.
Había muchos enfermos y por lo menos diez habían muerto, le dijo a Craig. Los
hombres de Belconti habían vuelto a los laboratorios y trabajaban frenéticamente
tratando de identificar el agente y el vector. Craig se sentía vacío y con dolor de
cabeza. No le importaba mucho. Vio la figura desdibujada de la señorita Ames,
vestida con delantal blanco, que daba un rodeo a su cama y se detenía entre él y
Papá Toyama. La mujer tomó la mano del viejo.
–No sonríes, Mildred.
–No sonrío. Me he pasado la noche analizando los espectros de difracción –dijo–. Es
lo que temíamos, una variedad de dos unidades Ris.
–Aja. Lo del planeta Froy otra vez –dijo el viejo serenamente–. Me gustaría ver a
Helen. No nos queda mucho tiempo.
–Sí –dijo la señorita Ames–. Me ocuparé de eso.
Unos pasos rápidos y pesados sonaron afuera.
–Ah, estaba usted aquí, señorita Ames.
Barim, vestido de cazador, con ropas de cuero, cubrió el vacío de la puerta. La
señorita Ames se volvió y lo miró por encima de la cama de Craig.
–Me dijeron que encontró el virus –dijo Barim.
La señorita Ames sonrió levemente.
–Sí.
–Bueno, ¿qué defensa hay? Doce han muerto. ¿Qué puedo hacer?
–Puede dispararle con un rifle. Es un sistema libre de thanasis que ha alcanzado dos
grados de libertad temporal. ¿Significa algo para usted?
Las pesadas mandíbulas de Barim se cerraron como una trampa.
–No –dijo el hombre en seguida–, pero me doy cuenta. La plaga, ¿no es cierto?
La señorita Ames asintió.
–Ningún traje puede protegernos. No hay cura posible. Estamos todos infectados.
Barim se mordió el labio inferior y miró a la mujer en silencio.
–Ojalá nunca hubiésemos venido aquí –dijo al fin–. Pondré en órbita el cohete de
emergencia para advertir a la nave de relevo. Eso la salvará, cuando llegue, y
Belconti podrá advertir al sector –una débil sonrisa ablandó las facciones torvas y
ásperas de Barim–. ¿Por qué no me lo refriega por la nariz? ¿Por qué no me dice
ahora que ya me había avisado?
–¿Necesito hacerlo? –la señorita Ames alzó la mandíbula–. Los compadezco a
ustedes, hombres de Mordin. Ahora morirán todos sin dignidad, pidiendo agua a
gritos y llamando a sus madres. ¡Cómo detestarán esa muerte!
–¿Y eso la consuela? –Barim seguía sonriendo–. No, señorita Ames. Me he pasado
la noche pensando que podía ser la plaga. Los hombres están labrando ya puntas
de flecha. Nos uniremos en una banda juramentada y moriremos todos luchando con
el Gran Russel –Barim hablaba ahora con una voz más profunda y los ojos
brillantes–. Unos irán tambaleándose, otros arrastrándose, y llevaremos a los
impedidos y todos moriremos como hombres.
–Como salvajes. No, no –la señorita Ames alzó las manos en un ademán de
sorprendida protesta–. Perdoné, señor Barim, mis palabras. Necesito su ayuda, y la
de todos sus hombres. Si nos esforzamos algunos podrán sobrevivir.
–¿Cómo? –gruñó Barim–. En el planeta Froy...
–En el planeta Froy nuestra gente sólo contaba con recursos humanos. Pero estoy
segura de que aquí las hojas han sintetizado ya el inmunizador de la plaga, un
inmunizador que parece escapar a las posibilidades de la ciencia terrestre –la
señorita Ames habló con una voz temblorosa–. Por favor, ayúdenos, señor Barim. Si
podemos encontrarlo, aislarlo y estudiar su estructura...
Barim la interrumpió bruscamente.
–No. Demasiado largo. Uno no debe escapar chillando a la muerte, señorita Ames.
Mi alternativa es decente y segura.
La señorita Ames alzó otra vez la barbilla y habló con una voz aguda:
–¿Cómo se atreve a condenar a sus propios hombres sin consultarlos? Pueden
elegir luchar por la vida.
–No. No los conoce –Barim se inclinó y sacudió el hombro de Craig con afecto y
rudeza a la vez–. Muchacho –dijo–, te levantarás e irás con nosotros en una banda
juramentada, ¿no es cierto?
–No –dijo Craig, alzando la cabeza de la almohada y apoyándose temblorosamente
en los brazos.
La señorita Ames sonrió y le palmeó la mejilla.
–Te quedarás y nos ayudarás a sobrevivir, ¿no es verdad?
–No –dijo Craig.
–Muchacho, ¡cuidado con lo que dices! –advirtió Barim–. El Gran Russel puede morir
también de la plaga. Le debemos una muerte limpia.
Craig se incorporó del todo. Miraba fijamente hacia adelante.
–Inmunda sea la sangre del Gran Russel –dijo lenta y claramente–. Inmunda con
excrementos y carroña. Inmunda...
El puñetazo de Barim tiró la cabeza de Craig contra la almohada, partiéndole el
labio.
–¡Estás loco, muchacho! –murmuró el Cazador, muy pálido–. ¡Ni aun loco puedes
decir esas palabras!
Craig se incorporó a medias otra vez.
–Ustedes son los locos, no yo –dijo; se pasó la lengua por los labios y la sangre le
goteó sobre la chaqueta de dormir–. Moriré proscripto, así moriré. Proscripto en la
isla Burton –se encontró con la mirada incrédula de Barim–. Inmunda sea…
–¡Silencio! –gritó Barim–. Sí, serás proscripto. Te llevará una cuadrilla, extraño.
Dio media vuelta y salió rápidamente del cuarto. La señorita Ames lo siguió.
–Hombres de Mordin –dijo, meneando la cabeza.
Craig se sentó en el borde de la cama y se alisó la empapada tela del piyama. El
cuarto giró, borroso, a su alrededor. La sonrisa de Papá Toyama era como una luz.
–Estoy avergonzado. Estoy avergonzado. Por favor, perdónanos, Papá Toyama –dijo
Craig–. No sabemos hacer otra cosa que matar, matar y matar.
–Todos hacemos lo que debemos hacer –dijo el viejo–. La muerte cancela las
deudas. Será bueno descansar.
–No mis deudas. Nunca descansaré –dijo Craig–. Lo supe de pronto. Gran Russel,
cómo lo supe. Supe que amaba a Midori Blake.
–Era una muchacha rara. Helen y yo pensábamos que te quería, allá en la isla
Burton –Papá Toyama inclinó la cabeza–. Pero nuestras vidas son sólo piedrecitas
en una cascada. Adiós, Roy.
Jordan entró poco después, vestido con un traje negro protector. Miró a Craig con
una expresión amarga de desprecio. Señaló la puerta con el pulgar.
–¡Arriba, extraño! ¡En marcha!
En piyama y descalzo, Craig lo siguió. Alguien gritó en algún lugar de la enfermería.
Parecía la voz de Cobb. Cruzaron el campo de las naves. El paisaje parecía una
escena submarina. Unos hombres cargaban combustible en el cohete de
emergencia. Craig se sentó en la máquina apartado de los otros. Faltaba Cobb.
Wilde tenía la cara roja y temblaba con los ojos brillantes de fiebre. Jordan se sentó
a los controles. Nadie habló. Craig dormitó y vio unas sombras coloreadas mientras
la máquina dejaba atrás el sol. Despertó cuando descendían en la isla Burton, a la
luz del alba.
Descendió y se quedó de pie, tambaleándose, al lado de la máquina. La thanasis
asomaba entre los escombros de los edificios y crecía en los senderos hasta la
altura del pecho. Las hojas se agitaban en los tallos y piaban somnolientas en el aire
húmedo. Los ojos de Craig buscaban algo, un recuerdo, una presencia, una
consumación, un descanso, no sabía bien qué. Lo sentía muy cerca. Wilde se
acercó por detrás y lo empujó. Craig echó a caminar.
–¡Extraño! –llamó Wilde.
Craig se volvió. Miró los ojos febriles que brillaban sobre aquella sonrisa de dientes
equinos. Los dientes se movieron:
–Inmunda sea la sangre de Midori Blake. Inmunda con excrementos y...
En los huesos y en los músculos de Roy Craig estalló una fuerza que no venía de
ninguna parte. Saltó, descargó el puño y sintió en los nudillos los dientes rotos de
Wilde. Wilde cayó. Los otros bajaron en desorden de la máquina.
–¡Derecho de sangre! ¡Derecho de sangre! –gritó Craig.
–¡Derecho de sangre! –repitió Wilde.
Jordan contuvo a Rice y a Whelan. Craig sintió que un fuego le animaba los nervios.
Wilde se incorporó escupiendo sangre, balanceando los puños. Craig fue a su
encuentro. El mundo giró y osciló, atravesado por colores centelleantes, con jadeos,
gruñidos y maldiciones. No obstante, firmes en el centro de las cosas, Wilde
sostenía la pelea y Craig respondía rápidamente. Sintió los golpes, pero ningún
dolor, y luego sus propios golpes, en todo el cuerpo, hasta los tobillos. Cayeron entre
la escoria de los edificios, dando puntapiés, manotazos, sin aliento, y lucharon de
rodillas golpeando con puños y brazos. La escena se aclaró al fin y Craig vio con un
ojo el cuerpo inerte y doblado de Wilde. Se incorporó tambaleándose. Se sentía sin
peso y limpio por dentro.
–Derecho de sangre, extraño –dijo Jordan, ceñudo y esperando.
–Dejémoslo así –dijo Craig.
Se volvió hacia la senda de los acantilados, ignorando los dolores que sentía en el
pecho, aplastando las plantas exuberantes de la thanasis. Una campana llamaba
dentro de su cabeza. De regreso, de regreso, de regreso. No miró hacia atrás.
La thanasis era más rala en el desfiladero sombrío. Craig oyó la cascada y unos
viejos recuerdos descendieron sobre él. Se volvió para mirar el agua y se le doblaron
las piernas. Se arrodilló junto al peñasco de cuarzo. Midori estaba allí de algún
modo. Ella era de este lugar.
La luz del alba entraba ahora oblicuamente en el desfiladero. Centelleaba en el
cuarzo y dibujaba un arco iris en la espuma de la cascada. Las hojas se elevaban
desde los fantasmales tallos plateados para bailar su propio arco iris en el aire. Algo
subió en la garganta de Craig, ahogándolo. Las lágrimas le empañaron el ojo sano.
–Midori –dijo–. Midori.
La presencia era ahora abrumadora. Craig sintió que le estallaba el corazón. No
podía encontrar palabras. Alzó los brazos y la cara amoratada al cielo, y gritó
incoherentemente. Luego la obscuridad barrió el dolor intolerable.