El Mundo Según Bob
El Mundo Según Bob
El Mundo Según Bob
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James Bowen
ePub r1.0
Titivillus 02.03.15
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Título original: The World According to Bob
James Bowen, 2013
Traducción: Paz Pruneda
Ilustraciones: Dan Williams
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Para todos aquellos que dedican sus vidas a ayudar a personas sin hogar y
animales en peligro.
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Hay algo en la compañía de un gato… que parece dar un mordisco a la
soledad.
LOUIS CAMUTI
MARK TWAIN
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Capítulo 1. El vigilante nocturno
Era uno de esos días en los que si algo podía salir mal, saldría mal.
Todo empezó cuando la alarma de mi despertador no sonó y me quedé dormido,
lo que significaba que mi gato Bob y yo ya llegábamos tarde cuando nos subimos al
autobús cerca de mi casa en Tottenham, al norte de Londres, en dirección a Islington,
donde vendo The Big Issue, la revista de los sin techo. Apenas llevábamos cinco
minutos de trayecto cuando las cosas se pusieron de mal en peor.
Bob estaba sentado en su posición habitual, medio dormido en el asiento al lado
del mío cuando, de repente, alzó la cabeza y empezó a mirar alrededor con expresión
de sospecha. En los dos años desde que lo conozco, la habilidad de Bob para olfatear
los problemas ha sido prácticamente infalible. En pocos segundos, el autobús se llenó
de un olor acre a quemado y el asustado conductor anunció que nuestro viaje se había
«terminado» y que todos debíamos apearnos «inmediatamente».
No era desde luego la evacuación del Titanic, pero el autobús llevaba tres cuartas
partes de su pasaje por lo que se produjo un gran caos de empujones y forcejeos. Bob
no parecía tener prisa, así que dejamos que se pelearan y fuimos de los últimos en
bajar, lo que, como después pude apreciar, fue una sabia decisión. Puede que el
interior del autobús oliera fatal, pero al menos estaba calentito.
Nos habíamos detenido frente al solar de un edificio en construcción y un viento
gélido se colaba a ráfagas a través del espacio vacío. A pesar de las prisas por salir de
casa, me alegré de haber abrigado el cuello de Bob con una gruesa bufanda de lana.
El incidente resultó ser solamente un motor sobrecalentado, pero el conductor
tenía que esperar a que apareciera un mecánico de la compañía para arreglarlo. Así
que, entre los gruñidos y las quejas, alrededor de dos docenas de personas estuvimos
esperando en el gélido pavimento durante casi media hora mientras llegaba un
autobús de reemplazo.
El tráfico a esa hora avanzada de la mañana era terrible, así que para cuando Bob
y yo llegamos finalmente a nuestro destino, Islington Green, llevábamos en la calle
más de hora y media. Se nos había hecho realmente tarde. Me perdería la hora punta
de la comida, uno de los momentos más lucrativos para vender la revista.
Como de costumbre, el paseo de cinco minutos hasta nuestro puesto junto a la
estación del metro de Angel estuvo lleno de parones. Siempre ocurría lo mismo
cuando Bob venía conmigo. A veces lo llevaba atado con una correa de cuero, pero lo
más frecuente es que fuera encaramado a mis hombros mientras contemplaba el
mundo con curiosidad, como un vigía desde el puesto de observación en la proa de un
barco. Desde luego, no era algo que la gente estuviera acostumbrada a ver a diario, de
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modo que normalmente no podíamos dar ni tres pasos sin que alguien quisiera
saludar y acariciar a Bob, o sacar una foto. Y no es que me molestase. Bob era un
compañero carismático y llamativo y sabía que atraía la atención, siempre que esta
fuera amistosa. Lamentablemente eso era algo que no se podía garantizar.
La primera persona en pararnos fue una señora rusa bajita que evidentemente
tenía tan poca idea de tratar a los gatos como yo de recitar poesía rusa.
—¡Oh, koschka, qué bonito! —dijo abordándonos en el pasaje de Camden, un
callejón plagado de restaurantes, bares y tiendas de antigüedades que recorre la parte
sur de Islington Green. Me paré para que pudiera saludarlo como es debido, pero ella
inmediatamente estiró el brazo y trató de acariciar a Bob en el morro. No fue un
movimiento muy astuto.
La inmediata reacción de Bob fue rechazarla, sacando una enfurecida garra y
soltando un sonoro y enfático maullido. Afortunadamente no llegó a arañar a la
señora, aunque la dejó un tanto temblorosa, por lo que tuve que dedicar varios
minutos a asegurarme de que estaba bien.
—Es bien, es bien. Solo quería ser amiga —contestó la dama, pálida como una
sábana. Era bastante mayor y me preocupaba que pudiera desplomarse allí mismo a
causa de un ataque al corazón.
—Nunca debe hacerle eso a un animal, señora —le expliqué, sonriendo y tratando
de ser lo más amable posible—. ¿Cómo reaccionaría usted si alguien tratara de
ponerle las manos en la cara? Ha tenido suerte de que no le arañara.
—No quería disgustarle —alegó.
Sentí lástima por ella.
—Está bien, vosotros dos vais a intentar ser amigos —dije, tratando de actuar
como mediador.
Al principio Bob se resistió. Había tomado una decisión. Pero poco a poco fue
cediendo, permitiendo que ella le pasara la mano, muy suavemente, por la parte de
atrás del cuello. La señora, que no dejaba de deshacerse en disculpas, no parecía
querer marcharse nunca.
—Lo siento mucho, lo siento mucho —repetía.
—No pasa nada —repuse, desesperado por continuar la marcha.
Cuando por fin nos soltó y pudimos llegar hasta la boca de la estación del metro,
coloqué mi mochila en el suelo para que Bob pudiera tumbarse en ella —nuestra
rutina habitual—, y luego me dispuse a sacar la pila de revistas que había comprado
en el puesto del coordinador de The Big Issue de Islington Green el día anterior. Me
había impuesto el objetivo de vender al menos dos docenas ese día, porque, como de
costumbre, necesitaba dinero.
Muy pronto empecé a sentirme frustrado.
Unas amenazantes y plomizas nubes habían estado desplazándose por Londres
desde media mañana y antes de que pudiera vender un solo ejemplar, los cielos se
abrieron, obligándonos a Bob y a mí a refugiarnos unos pocos metros más abajo de
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nuestro puesto, en un pasaje subterráneo cerca de un banco y de algunos edificios de
oficinas.
Bob es una criatura resistente, pero odia especialmente la lluvia, sobre todo
cuando es fría y gélida como era la de ese día. Da la impresión de que se encoge en
ella. Su brillante pelaje color mermelada de naranja también parece volverse un poco
más gris y menos llamativo. Así que, como era de esperar, hubo menos personas de lo
habitual que quisieran acercarse para hacerle carantoñas, por lo que también vendí
menos revistas que de costumbre.
Como la lluvia no daba muestras de querer cesar, Bob enseguida dejó muy claro
que no quería seguir allí. No paraba de fulminarme con la mirada y, como una especie
de erizo pelirrojo, se hizo una bola. Yo había captado el mensaje, pero conocía la
realidad. El fin de semana se acercaba y necesitaba sacar el suficiente dinero para
poder ir tirando los dos. Sin embargo, mi montón de revistas aún seguía siendo tan
grueso como cuando llegué.
Por si el día no fuera lo suficientemente malo, a media tarde un joven policía
uniformado empezó a incordiarnos. No era la primera vez y sabía que no sería la
última, pero hoy no era el día propicio. Conozco bien la ley y sabía que tenía todo el
derecho a vender revistas ahí. Llevaba mi tarjeta de identificación como vendedor y,
salvo que estuviera causando un alboroto público, podía vender revistas en ese lugar
desde el alba hasta el atardecer. Lamentablemente, él no parecía tener nada mejor que
hacer e insistió en registrarme. No lograba imaginar lo que pensaba encontrar,
presumiblemente drogas o alguna arma peligrosa, pero no encontró ninguna de las
dos cosas.
No contento con eso, empezó a hacerme preguntas sobre Bob. Le expliqué que
estaba legalmente registrado a mi nombre y que llevada su microchip. Eso pareció
empeorar su humor y se alejó con una mirada casi tan sombría como el tiempo.
Hubiera aguantado durante un par de horas más, pero en cuanto empezó a atardecer,
en esa hora en que los ejecutivos se han marchado a casa y las calles empiezan a
llenarse con bebedores y chicos buscando problemas, decidí marcharme de allí.
Estaba desalentado; apenas había vendido diez revistas, sacando solo una parte de
lo que normalmente solía conseguir. Había vivido demasiado tiempo a base de judías
en lata en oferta y pan de molde aún más barato como para saber que no me moriría
de hambre. Tenía suficiente dinero para pagar el gas y la electricidad y comprar una o
dos tarrinas de comida para Bob. Pero eso probablemente significaba que tendría que
salir a trabajar también durante el fin de semana, algo que no tenía previsto hacer,
sobre todo porque habían anunciado más lluvias y yo mismo me encontraba un poco
resfriado.
Cuando me monté en el autobús de vuelta a casa, pude sentir los primeros
síntomas de gripe corriendo por mis huesos. Me dolía el cuerpo y tenía violentos
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sofocos. Genial, esto es justo lo que necesito, pensé hundiéndome aún más en mi
asiento y tratando de dar una cabezadita.
En ese momento, el cielo se había vuelto de un azul profundo y las farolas
iluminaban la calle con toda su potencia. Hay algo en la noche de Londres que
siempre ha fascinado a Bob. Mientras entraba y salía de mi somnolencia, permaneció
mirando por la ventanilla, perdido en su propio mundo.
El tráfico de vuelta a Tottenham era tan denso como lo había sido por la mañana y
el autobús apenas avanzaba a paso de caracol. En alguna parte pasado Newington
Green debí quedarme completamente dormido.
Me desperté sintiendo que algo me golpeaba suavemente en la pierna y notando el
roce de unos bigotes en mi mejilla. Abrí los ojos y me encontré la cara de Bob muy
cerca de la mía, a la vez que me daba golpecitos en la rodilla con su pata.
—¿Qué pasa? —le pregunté ligeramente atontado.
Él ladeó la cabeza como señalando hacia la parte delantera del autobús. Luego
hizo amago de saltar del asiento al pasillo, lanzándome miradas de preocupación
mientras lo hacía.
¿Adónde crees que vas?, estuve a punto de preguntarle. Entonces miré hacia la
calle y comprendí dónde estábamos.
—Oh, mi**da —exclamé, saltando fuera de mi asiento inmediatamente.
Agarré mi mochila y apreté el botón de parada justo a tiempo. Treinta segundos
después y habría sido demasiado tarde. Si no hubiera sido por mi pequeño vigilante
nocturno, nos habríamos pasado nuestra parada de autobús.
De camino a casa entré en el pequeño supermercado que abre hasta medianoche
de la esquina de nuestra calle y compré un remedio barato contra la gripe. También
adquirí algunas chucherías y un lote de la comida de pollo favorita de Bob —era lo
menos que podía hacer, después de todo—. Había sido un día asqueroso y hubiera
sido muy fácil compadecerme de mí mismo. Pero, de vuelta en el calor de mi
pequeño apartamento de un dormitorio, observando a Bob engullir la comida,
comprendí que, en realidad, no tenía ningún motivo para quejarme. Si me hubiera
quedado dormido en el autobús más tiempo, habría podido acabar fácilmente a
muchos kilómetros de casa. Miré por la ventana y advertí que el tiempo estaba, si es
que eso era posible, empeorando aún más. De haber estado fuera con esta lluvia
habría podido coger algo peor que una leve gripe. Había tenido suerte de escapar.
Sabía, también, que la suerte me había sonreído en otra cuestión más importante.
Hay un viejo dicho según el cual un hombre sabio es alguien que no se lamenta por
las cosas que no tiene, sino que da las gracias por las cosas buenas que tiene.
Después de cenar, me senté en el sofá, envuelto en una manta y bebiendo un
ponche caliente hecho con miel, limón y agua hirviendo al que añadí un chorrito de
whisky de una vieja muestra que tenía por casa. Miré a Bob roncando feliz en su sitio
favorito junto al radiador, los problemas de las primeras horas del día olvidados hacía
tiempo. En ese instante se le veía totalmente feliz. Me dije que debería ver el mundo
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de la misma forma y que en este momento de mi vida había muchas cosas buenas por
las que sentirme agradecido.
Habían transcurrido algo más de dos años desde que encontré a Bob seriamente
malherido en el vestíbulo de este mismo bloque de apartamentos. Cuando lo distinguí
en la escasa luz del vestíbulo, parecía que hubiera sido atacado por otro animal. Tenía
heridas en la parte de atrás de las patas y en el cuerpo.
Al principio creí que pertenecía a otra persona, pero —después de verle en el
mismo lugar durante varios días— lo llevé a mi piso y lo cuidé hasta que se
restableció. Tuve que gastar prácticamente todo el dinero que tenía en comprarle
medicinas, pero valió la pena. Disfruté mucho de su compañía y entre nosotros se
creó un vínculo instantáneo.
Por entonces creía que sería una relación corta. Parecía un gato callejero, así que
supuse que volvería a las calles. Pero él se negó a apartarse de mi lado. Todos los días
lo llevaba fuera y trataba de que siguiera su camino, y todos los días me seguía calle
abajo o se colaba en el vestíbulo por la tarde, invitándose a pasar la noche conmigo.
Dicen que los gatos te eligen, y no al contrario. Yo comprendí que él me había
elegido cuando, un día, me siguió hasta la parada del autobús de Tottenham High
Road, a casi un kilómetro y medio. Estábamos lejos de casa cuando le hice gestos con
las manos para que se fuera y esperé hasta que desapareció entre la bulliciosa
muchedumbre, imaginando que esa sería la última vez que lo veía. Sin embargo,
cuando el autobús se acercó, él surgió de alguna parte, y vi una ráfaga naranja subir a
bordo y acomodarse en el asiento de mi lado. Y eso fue todo.
Desde entonces nos habíamos hecho inseparables, una pareja de almas perdidas
ganándose la vida en las calles de Londres.
En realidad, sospecho que éramos almas gemelas, cada una ayudando a la otra a
curar las heridas de nuestros turbulentos pasados. Yo le había dado a Bob compañía,
alimentos y un lugar caliente donde reposar la cabeza por la noche y, a cambio, él me
había aportado una nueva esperanza y un propósito para vivir. Había bendecido mi
vida con lealtad, cariño y humor, así como un sentido de la responsabilidad que nunca
antes había tenido. Además me había dado nuevas metas y ayudado a ver el mundo
con mucha más claridad de lo que lo había estado haciendo durante mucho, mucho
tiempo.
Durante más de una década había sido drogadicto, durmiendo en portales y
refugios para los sin techo o en precarios alojamientos por todo Londres. Durante
gran parte de esos años perdidos no fui consciente del mundo, inmerso como estaba
en la heroína, anestesiado de la soledad y el dolor de cada día.
Como cualquier persona sin techo, me volví invisible en lo que respecta a la
mayoría de la gente. En consecuencia, me olvidé de cómo funciona el mundo real y
cómo interactuar con la gente en un montón de situaciones. En cierto sentido, me
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había deshumanizado. Estaba muerto para el mundo. Con la ayuda de Bob, estaba
lentamente regresando a la vida. Había dado importantes pasos para eliminar mi
drogadicción, desintoxicándome primero de la heroína y, luego, de la metadona. Aún
tomaba medicación, pero podía ver la luz al final del túnel y esperaba quedar limpio
muy pronto.
No fue una travesía fácil, todo lo contrario. Nunca lo es cuando un drogadicto
trata de recuperarse. Aún tenía la costumbre de dar dos pasos hacia adelante y uno
hacia atrás y, en ese aspecto, trabajar en las calles no me ayudaba. No era
precisamente un entorno que se destacara por la ternura humana. Los problemas
estaban siempre acechando a la vuelta de la esquina, o al menos parecían estarlo para
mí. Tengo un don para atraerlos. Siempre me ha pasado.
La verdad es que estaba desesperado por apartarme de esas calles y dejar atrás esa
parte de mi vida. No tenía ni idea de cuándo o cómo eso sería posible, pero estaba
decidido a intentarlo.
Por el momento, lo importante era apreciar lo que tenía. Puede que para los
estándares de la mayoría de la gente no fuera gran cosa. Nunca había tenido
demasiado dinero ni vivido en un ostentoso apartamento o poseído un coche. Pero mi
vida estaba en una situación mucho mejor de la que había estado en un pasado
reciente. Tenía mi apartamento y mi trabajo de vendedor de The Big Issue. Por
primera vez en años iba en la buena dirección —y tenía a Bob para ofrecerme su
amistad y guiarme por el buen camino.
Mientras me levantaba y me dirigía a la cama para acostarme pronto, me agaché y
le acaricié suavemente en el cogote.
—¿Dónde demonios estaría yo sin ti, pequeño compañero?
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Capítulo 2. Nuevos trucos
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Bob estaba hecho una rosca en un rincón en sombra del dormitorio,
aparentemente dormido como un tronco. O eso creí.
De pronto se incorporó, saltó sobre la cama y, como si la utilizara de trampolín, se
abalanzó sobre la pared detrás de mí, golpeándola fuertemente con sus patas.
—Bob, ¿qué demonios haces? —protesté alucinado. Miré la colcha y vi un
pequeño ciempiés que yacía inmóvil. Bob lo estaba vigilando, claramente dispuesto a
metérselo en la boca.
—Oh, no, no lo hagas, colega —le advertí, sabiendo que los insectos pueden ser
venenosos para los gatos—. No sabes dónde ha estado.
Me lanzó una mirada como queriendo decir: menudo «aguafiestas».
Siempre me ha asombrado la velocidad de Bob, su fuerza y condiciones atléticas.
Alguien me sugirió una vez que debía estar emparentado con un Maine Coon[1], un
lince o algún tipo de gato salvaje. Es muy posible. El pasado de Bob continúa siendo
todo un misterio para mí. No sé qué edad tiene ni conozco nada de la vida que llevó
antes de que le encontrara. A menos que le haga una prueba de ADN, nunca sabré de
dónde proviene o quiénes fueron sus padres. Y para ser sinceros, no me importa. Bob
es Bob y eso es todo lo que necesito saber.
Pero yo no era el único que había aprendido a querer a Bob por su colorista e
imprevisible forma de ser.
Era la primavera de 2009 y, para entonces, Bob y yo llevábamos vendiendo la
revista The Big Issue desde hacía más de un año. Inicialmente tuvimos un puesto en
la entrada del metro de Covent Garden, en el centro de Londres. Pero nos trasladamos
a Angel, en Islington, donde nos habíamos hecho un hueco y Bob se había granjeado
un pequeño pero entregado grupo de admiradores.
Hasta donde yo sabía, éramos el único equipo humano/felino que vendía The Big
Issue en Londres. Pero incluso si existía algún otro, sospechaba que sus colegas
felinos no eran competencia para Bob cuando se trataba de atraer —y complacer— a
una multitud.
Durante nuestros primeros días juntos, cuando yo era un cantante callejero que
tocaba la guitarra y cantaba, él se sentaba muy quieto, como un Buda, contemplando
el mundo funcionar a su aire. La gente se quedaba fascinada —y creo que incluso un
poco hipnotizada— y se paraba para acariciarlo y hablar con él. A menudo nos
preguntaban por nuestra historia y tenía que contarles cómo nos habíamos conocido y
formado nuestra asociación. Pero eso era todo.
Sin embargo, desde que empezamos a vender The Big Issue, Bob se había vuelto
mucho más activo. A menudo me sentaba en la acera para jugar con él y habíamos
empezado a desarrollar algunos trucos.
Todo comenzó con Bob entreteniendo a la gente por su cuenta. Le encantaba
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jugar, así que solía llevarme pequeños juguetes que él lanzaba lejos y atrapaba. Su
favorito era un pequeño ratoncito gris que, originalmente, había estado lleno de
valeriana.
El ratón había dejado de tener cualquier rastro de valeriana hacía mucho tiempo y
ahora mostraba un aspecto ajado y deslucido bastante patético. Sus costuras habían
empezado a deshacerse y, aunque siempre había sido gris, su color se había
oscurecido hasta un sucio tono negruzco. Bob tenía un montón de juguetes, algunos
de los cuales eran regalo de sus admiradores. Pero el «vapuleado ratón», como yo lo
llamaba, seguía siendo su favorito.
Cuando nos sentábamos junto a la estación de metro de Angel, él lo agarraba con
la boca, sacudiéndolo de un lado a otro. Algunas veces lo hacía dar vueltas
sosteniéndolo por la cola y lo soltaba de forma que cayera un poco más lejos para
luego volver a atraparlo y comenzar todo el proceso de nuevo. A Bob le encantaba
cazar ratones de verdad, así que, obviamente, estaba imitando ese comportamiento.
Eso siempre conseguía parar a la gente que pasaba por ahí, e incluso presencié como
algunos se quedaban casi diez minutos contemplándole, como hipnotizados por Bob
y su juego.
Más por aburrimiento que por otra cosa, empecé a jugar con él en la acera. Para
empezar simplemente jugábamos a darnos la mano. Yo le tendía la mía y Bob
extendía su pata para tocarla. Solo estábamos reproduciendo lo que hacíamos en casa,
pero a la gente parecía gustarle. Se paraban constantemente para mirarnos y, a
menudo, sacaban fotos. Si me hubieran dado una libra por cada vez que alguien —
generalmente una mujer— se detenía exclamando algo como «ah, qué monada» o «es
adorable», me hubiera hecho lo suficientemente rico como para no tener que volver a
sentarme en la acera nunca más.
Congelarse el trasero en las calles no es precisamente divertido, así que mi tiempo
de juego con Bob se convirtió en algo más que un simple entretenimiento para las
hordas de paseantes. Me ayudaba a pasar el tiempo y a hacer más entretenidas las
horas. Y no podía negarlo: también animaba a la gente a comprar ejemplares de la
revista. Esa era otra de las cosas buenas con las que Bob me había bendecido.
A estas alturas pasábamos tantas horas ante las puertas del metro de Angel que
comenzamos a perfeccionar aún más nuestra actuación.
A Bob le encantaban sus golosinas y me había dado cuenta de que era capaz de
hacer cualquier cosa con tal de conseguirlas. De modo que si, por ejemplo, yo
sostenía una pequeña galleta a unos noventa centímetros por encima de su cabeza, él
se alzaba sobre sus patas traseras tratando de quitarme la golosina de las manos.
Envolvía sus patas alrededor de mi muñeca para equilibrarse, y luego soltaba una
pata e intentaba atraparla.
Como era de prever, aquello había causado un gran revuelo. Ahora debía de haber
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cientos de personas caminando por las calles de Londres con imágenes de Bob en sus
teléfonos y cámaras tratando de tocar el cielo.
Últimamente habíamos conseguido desarrollar el truco todavía más. La firmeza
con que se aferraba a mis brazos para alcanzar la golosina era tan fuerte como una
abrazadera. Así que, de vez en cuando, decidía levantar el brazo lenta y suavemente
en el aire hasta que él se quedaba colgando a unos centímetros del suelo.
Así aguantaba algunos segundos, hasta que se dejaba ir y caía o bien yo lo
depositaba de nuevo en tierra. Por supuesto siempre me aseguraba de que fuera un
aterrizaje suave, por lo que normalmente solía poner mi mochila debajo.
Cuanto más espectáculo ofrecíamos, más gente parecía responder y más generosa
se volvía su respuesta, no solo comprando The Big Issue.
Desde nuestros primeros días en Angel, la gente había sido increíblemente
amable, dejando golosinas y aperitivos no solo para Bob, sino también para mí. Pero
además también empezaron a ofrecernos otras cosas como ropa, a menudo tejida o
cosida por ellos.
Bob poseía ya una genuina colección de bufandas de todas clases y colores. En
realidad tenía tantas que me estaba quedando sin sitio para guardarlas. ¡Debía de
tener dos docenas o más! Se había hecho rápidamente tan adicto a las bufandas como
Imelda Marcos a los zapatos.
En ocasiones resultaba un tanto abrumador saber que éramos objeto de tanto
cariño, apoyo y amor. Pero ni un solo momento dejé de pensar que había otros
muchos cuyos sentimientos hacia nosotros eran bien distintos. Y no andaban muy
lejos…
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Aparentemente tenía aspecto de maestra de escuela, o puede que de directora de
algún colegio público de clase alta. Era de mediana edad, hablaba con un
entrecortado y agudo acento inglés e iba vestida con un desaliñado traje chaqueta de
tweed sin planchar. Sin embargo, a juzgar por sus modales, dudaba de que ningún
colegio la hubiera empleado. Era brusca, bordeando casi la agresividad.
Presentí que me traería problemas, por lo que no me molesté en contestarla. No
obstante, ella parecía decidida a enzarzarse en una pelea.
—Llevo un buen rato observándoles y he podido notar como el gato está
moviendo la cola. ¿Sabe lo que eso significa? —me increpó.
Me encogí de hombros. Sabía que de todas formas ella misma me daría la
respuesta.
—Significa que no es feliz. No debería explotarlo de esa forma. No creo que esté
preparado para cuidarle.
Me había visto envuelto en esa misma situación muchas veces desde que Bob y
yo empezamos en las calles juntos. Sin embargo, traté de ser educado, así que en
lugar de decirle a la señora que se metiera en sus propios asuntos, empecé a
defenderme débilmente una vez más.
—Está moviendo la cola porque está contento. Si no quisiera estar aquí, señora,
no le vería el pelo. Es un gato. Ellos eligen con quién quieren estar. Es libre para
marcharse cuando quiera.
—¿Entonces por qué lleva una correa? —me espetó, con una mirada engreída en
su cara.
—Solo lleva la correa aquí y cuando vamos por la calle. En una ocasión que se
asustó salió corriendo y luego se sintió aterrorizado cuando no pudo encontrarme. Le
dejo suelto cuando tiene que hacer sus necesidades. Así que, le repito, si no fuera
feliz como usted afirma, se marcharía en cuanto le soltara la correa, ¿no cree?
Había mantenido esta conversación cientos de veces y sabía que para un noventa
y nueve por ciento de personas esa era una respuesta racional y sensata. Pero esta
mujer formaba parte de ese uno por ciento que nunca parece estar conforme. Era uno
de esos individuos dogmáticos que creen tener siempre razón y que tú siempre estás
equivocado —y todavía más equivocado si eres lo suficientemente impertinente para
no ver su punto de vista.
—No, no y no. Es un hecho demostrado que si un gato mueve la cola es señal de
incomodidad —repitió cada vez más envalentonada. Advertí que su cara estaba
enrojecida. Movía los brazos mientras daba vueltas alrededor de nosotros de forma
amenazadora.
Pude notar que Bob se sentía incómodo con ella; tenía un radar especialmente
afinado para oler los problemas. Se había levantado y empezó a deslizarse hacia mí
hasta quedarse entre mis piernas, listo para saltar si las cosas se ponían feas.
Una o dos personas se habían detenido, picados por la curiosidad, para ver qué
era ese jaleo, así que me dije que, al menos, tendría testigos si la señora decía o hacía
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algo intolerable.
Continuamos discutiendo durante un minuto o dos. Traté de calmar sus miedos
hablándole brevemente de nosotros.
—Llevamos juntos más de dos años. Él no se habría quedado conmigo ni dos
minutos si le hubiera maltratado —dije en un momento dado. Pero ella continuó en
sus trece. Daba igual lo que dijera, ya que ella se limitaba a sacudir la cabeza
despreciativamente. Simplemente no estaba dispuesta a escuchar mi punto de vista.
Me sentía totalmente frustrado, ya no podía hacer nada más. Me resigné al hecho de
que estaba atrincherada en su opinión—. ¿Por qué no reconocemos que simplemente
tenemos opiniones distintas? —dije en un momento dado.
—Ufff —exclamó, agitando sus brazos hacia mí—. No voy a estar de acuerdo
con nada de lo que me diga, jovencito.
Finalmente, para mi alivio, empezó a alejarse, murmurando y sacudiendo la
cabeza mientras se perdía entre la multitud que deambulaba por la entrada de la
estación del metro.
La observé durante un momento, pero pronto me distraje cuando llegaron un par
de clientes. Afortunadamente su actitud era justo la contraria de la que había
mostrado esa mujer. Sus sonrisas fueron un agradable consuelo.
Estaba devolviéndole el cambio a uno de ellos cuando escuché un ruido detrás de
mí que reconocí inmediatamente. Era un fuerte y penetrante maullido. Me di la vuelta
y vi a la mujer del traje de chaqueta. No solo había regresado, sino que ahora sostenía
a Bob en sus brazos.
De alguna forma, mientras yo estaba distraído, se las había arreglado para
levantarlo de la mochila. Y ahora lo acunaba de forma extraña, sin afecto o simpatía,
con una mano debajo de su estómago y la otra en su espalda. Resultaba raro, como si
nunca antes hubiera cogido a un animal en brazos. Lo mismo podría haber estado
sujetando un trozo de carne que acabara de comprar en el carnicero o una enorme
coliflor del mercado.
Bob estaba claramente furioso por haber sido cogido de esa forma y se revolvía
como un loco.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? —grité—. Déjelo en el suelo ahora
mismo, o llamaré a la policía.
—Necesita que lo lleven a un lugar seguro —replicó, mientras una expresión
ligeramente desquiciada se formaba en su cara enrojecida.
Oh, Dios mío no, va a salir corriendo con él, me dije preparado para soltar mi pila
de ejemplares y emprender la persecución por las calles de Islington.
Afortunadamente no parecía tener nada planeado, porque la larga correa de Bob
aún seguía atada a mi mochila. Durante un momento, nos quedamos en una especie
de punto muerto. Entonces vi que se fijaba en la correa que llegaba hasta la mochila.
—No, no lo hará —dije, acercándome para interceptarla.
Mi movimiento le pilló desprevenida, lo que, a su vez, dio a Bob su oportunidad.
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Dejó escapar otro chirriante maullido y se liberó de las manos de la mujer. No llegó a
arañarla pero sí le clavó las garras en el brazo haciendo que se asustara y le dejara
caer al suelo.
Aterrizó un tanto bruscamente y luego se quedó ahí durante un segundo gruñendo
y bufando mientras enseñaba los dientes a la señora. Nunca le había visto con una
actitud tan agresiva hacia nadie ni nada.
Increíblemente, ella utilizó su reacción como argumento contra mí.
—Lo ve, está enfadado —dijo, señalando a Bob y dirigiéndose a la media docena
o más de personas que se habían congregado para seguir lo sucedido.
—Está furioso porque lo ha cogido en brazos sin su permiso —repliqué—. Solo
permite que yo lo coja.
Ella no pensaba ceder tan fácilmente. Parecía creer que tenía a la audiencia de su
parte y quería actuar para ellos.
—No, está enfadado por la forma en que lo trata —contestó—. Todo el mundo
puede verlo. Esa es la razón por la que deberían quitárselo. No quiere estar con usted.
Una vez más se produjo un breve impasse mientras todos contenían el aliento
expectantes por ver qué sucedería a continuación. Fue Bob quien rompió el silencio.
Le lanzó a la mujer una mirada realmente desdeñosa, y luego se deslizó hacia mí.
Empezó a frotar la cabeza contra la parte exterior de mi pierna, ronroneando
ruidosamente cuando estiré la mano para acariciarle.
Entonces plantó su trasero en el suelo y me miró con expresión juguetona, como
diciendo: «¿Te parece que hagamos ahora uno de nuestros trucos?». Reconociendo
esa mirada, hundí mi mano en el bolsillo del abrigo y saqué una galletita. Casi
inmediatamente, Bob se alzó sobre sus patas traseras y se agarró a mis brazos.
Entonces introduje la galleta en su boca, provocando un par de sorprendidos aahs en
alguna parte detrás de mí.
Hay ocasiones en las que la inteligencia de Bob y su habilidad para entender los
matices de lo que está ocurriendo a su alrededor desafían lo verosímil. Ese fue uno de
esos momentos. Bob había actuado para la multitud. Era como si hubiera querido
hacer una demostración. Como si estuviera diciendo: «Estoy con James, y soy muy
feliz con él. Y cualquiera que diga lo contrario se equivoca. Fin de la historia». Ese
era sin duda el mensaje que la mayoría de los presentes recibió. Un par de ellos eran
rostros familiares, gente que me había comprado alguna revista en el pasado o se
había detenido para saludar a Bob. Se volvieron hacia la mujer del traje de chaqueta
para dejar claros sus sentimientos.
—Conocemos a este tipo, es muy majo —dijo un joven vestido de ejecutivo.
—Sí, déjelos en paz. No hacen ningún daño y él cuida muy bien de su gato —
declaró otra mujer de mediana edad. Un par de personas más acudieron en mi apoyo,
y a estas se unieron nuevas voces, pero ninguna de ellas apoyó a la mujer del traje de
tweed.
A estas alturas, la expresión que se había formado en la cara de la mujer hablaba
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por sí misma. Se la veía más colorada que nunca, casi púrpura. Farfulló y refunfuñó
durante un momento sin decir nada concreto. Estaba claro que la moneda no había
caído de su lado y comprendió que había perdido su particular batalla. Así que se giró
sobre sus talones y desapareció una vez más entre la multitud, esta vez —gracias a
Dios— definitivamente.
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Capítulo 3. El Bobmóvil
Era una agradable tarde de principios de verano y había decidido terminar de trabajar
pronto. El tiempo soleado parecía haber dibujado una sonrisa en el rostro de todo el
mundo y pude cosechar sus beneficios vendiendo mi pila de ejemplares en pocas
horas.
Desde que comencé a vender The Big Issue un par de años atrás había aprendido a
ser precavido, así que decidí invertir parte del dinero en comprar más ejemplares para
el resto de la semana. De camino al autobús de vuelta a casa, con Bob encaramado a
mis hombros, me dirigí a ver a Rita, la coordinadora de la zona norte de Islington
High Street.
Ya desde la distancia, pude observar que estaba teniendo una animada
conversación con un grupo de vendedores con petos rojos que se apiñaban alrededor
de algo. Resultó ser una bicicleta. Me llevaba bien con Rita, por lo que sabía que
podía tomarle el pelo.
—¿Qué es esto, Rita? —bromeé—. ¿Vas a correr el Tour de Francia?
—No exactamente, James —sonrió—. Alguien me la acaba de vender a cambio
de diez revistas. Para ser sincera, no sé qué hacer con ella. Las bicicletas no son mi
fuerte.
Era evidente que la bicicleta no estaba en las mejores condiciones. Había partes
del manillar oxidadas y el faro delantero tenía el cristal roto. La pintura había saltado
en un par de sitios y, para más inri, uno de los guardabarros estaba partido por la
mitad. Sin embargo la parte mecánica parecía estar en buen estado.
—¿Está en condiciones para circular? —le pregunté a Rita.
—Creo que sí. —Se encogió de hombros—. El tipo que me la vendió me dijo
algo sobre que uno de los frenos necesitaba algún repaso, pero eso es todo.
Se dio cuenta de que mi mente trabajaba a toda velocidad.
—¿Por qué no la pruebas, a ver qué te parece?
—¿Y por qué no? —repuse—. ¿Puedes cuidar de Bob un minuto?
Yo no era ningún Bradley Wiggins, pero había montado en bicicleta durante toda
mi infancia y también en Londres. Como parte de mi rehabilitación algunos años
atrás, tuve que participar brevemente en un cursillo de montaje de bicicletas, así que
sabía un poco sobre el mantenimiento de las mismas. Me alegró comprobar que una
parte de esos conocimientos no se había echado a perder.
Después de pasarle la correa de Bob a Rita, cogí la bicicleta y le di la vuelta para
inspeccionarla adecuadamente. Las ruedas estaban hinchadas y la cadena parecía bien
engrasada y se deslizaba con suavidad. El sillín estaba un poco bajo para mi altura,
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así que lo levanté un poco. Entonces volví a posar la bicicleta en la calzada para hacer
un rápido examen. La palanca del cambio de marchas, en un lateral del cuadro, estaba
un poco agarrotada y, tal y como Rita me había advertido, el freno delantero no
funcionaba adecuadamente. Había que hacer mucha presión en la maneta para lograr
alguna reacción, e incluso así no era suficiente para conseguir parar la bicicleta del
todo. Imaginé que habría algún problema con el alambre que iba por dentro del cable.
Algo que sería fácilmente reparable. Sin embargo, el freno trasero funcionaba bien, y
eso era todo lo que necesitaba saber.
—¿Qué significa eso? —preguntó Rita cuando le informé de su estado general.
—Significa que se puede montar —declaré.
Para entonces ya había tomado una decisión.
—Te propongo un trato, te doy diez libras por ella —ofrecí.
—¿En serio? ¿Estás seguro? —preguntó Rita un poco sorprendida.
—Sí —le contesté.
—Está bien, trato hecho. Pero también necesitarás esto —indicó, buscando algo
por debajo de su carrito y sacando un ajado y viejo casco de ciclista negro.
Siempre he sido una especie de acaparador, coleccionando toda clase de objetos y
piezas extrañas, y durante un tiempo mi pequeño apartamento estuvo lleno de
cachivaches de lo más variopintos, desde maniquíes a señales de tráfico. Pero esto era
diferente. De hecho era una de las primeras inversiones sensatas que había hecho
desde hacía tiempo. Sabía que la bicicleta podría serme útil en Tottenham, donde la
utilizaría para desplazamientos cortos a las tiendas de alrededor o a los médicos. En
poco tiempo amortizaría las diez libras invertidas, ahorrando en billetes de autobús.
Sin embargo, para hacer el largo trayecto hasta Angel para trabajar o para ir al centro
de Londres, seguiría utilizando el autobús o el metro. Ese viaje era demasiado
peligroso para hacerlo en bicicleta debido a la cantidad de carreteras principales y
cruces que había que atravesar. Algunas de ellas eran conocidas por ser puntos negros
de accidentes de bicicleta.
Fue entonces, mientras repasaba mentalmente el mapa de los viajes que podría
hacer en bicicleta, cuando de pronto fui consciente de algo.
—Ah, ¿pero cómo voy a llevarla hasta casa?
Los conductores de autobuses no permiten subir bicicletas a bordo y tampoco
había posibilidad de poder llevarla en el metro. Me detendrían en las barreras de
torniquete inmediatamente. Tal vez sería posible transportarla en un tren de
superficie, pero no había ninguna línea que pasara cerca de mi apartamento.
«Solo se puede hacer una cosa», me dije.
—Está bien, Bob, parece que tú y yo vamos a tener que ir pedaleando hasta casa
—declaré.
Bob había estado disfrutando del calor del sol en la acera al lado de Rita, aunque
sin quitarme la vista de encima. Cuando me vio subido a la bicicleta, inclinó
ligeramente la cabeza hacia un lado como si quisiera decir: «¿Qué es ese artilugio y
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por qué estás sentado encima de él?».
Volvió a mirarme de forma sospechosa cuando me coloqué el casco, deslicé la
mochila sobre mis hombros e hice rodar la bicicleta hacia él.
—Vamos, colega, sube a bordo —indiqué, agachándome para cogerle y dejando
que trepara a mis hombros.
—Buena suerte —declaró Rita.
—Gracias. Creo que vamos a necesitarla —contesté.
El tráfico en Islington High Street era denso y, como de costumbre, estaba
prácticamente colapsado. Así que durante un buen tramo conduje la bicicleta por la
acera, en dirección hacia la pequeña zona ajardinada del monumento conmemorativo.
Pasamos por delante de una pareja de policías que nos miraron con curiosidad, pero
no dijeron nada. No había ninguna ley que impidiera montar en bicicleta llevando un
gato encaramado en los hombros. Bueno, hasta donde yo sabía, no la había. Supongo
que, si hubieran querido, podrían haberme dado el alto. Pero obviamente tenían
mejores cosas que hacer esa tarde, gracias a Dios.
No quería conducir a lo largo de High Street así que encaminé la bicicleta a través
de un paso de peatones. Atraíamos más miradas de las que estábamos acostumbrados;
las expresiones de la gente iban desde el asombro a la hilaridad. Más de una persona
frenó en seco señalándonos como si fuéramos visitantes de otro planeta.
No nos detuvimos y cruzamos a través de la esquina de Green, por delante de la
librería Waterstones, y girando por la carretera principal en dirección al norte de
Londres por Essex Road.
—Vale, allá vamos, Bob —anuncié respirando hondo antes de adentrarme en el
denso tráfico. Pronto nos encontramos abriéndonos paso entre autobuses, camiones,
coches y furgonetas.
Casi enseguida Bob y yo lo tuvimos dominado. Mientras yo me concentraba en
mantenernos derechos, podía sentir cómo él se reacomodaba. Mejor que ir erguido,
decidió sensatamente enroscarse alrededor de mi cuello, con su cabeza hacia abajo
mirando hacia adelante. Estaba claro que quería instalarse cómodamente y disfrutar
del paseo.
Era media tarde y muchos chicos volvían a casa del colegio. Por todo lo largo de
Essex Road, grupos de chicos vestidos de uniforme se paraban y nos saludaban con la
mano. En una ocasión traté de devolver el saludo, pero estuve a punto de
desequilibrarme, haciendo que Bob se deslizara ligeramente hacia mi hombro.
—Oh, lo siento, colega. No lo haré más —me disculpé mientras ambos
recuperábamos el equilibrio.
Avanzábamos de forma regular, aunque a veces íbamos muy despacio. Cuando
teníamos que detenernos a causa del tráfico, inmediatamente alguien nos gritaba
pidiéndonos que le dejáramos sacar una foto. En un momento dado, dos colegialas
quinceañeras bajaron a la calzada para fotografiarse con nosotros.
—¡Oh, Dios mío, es tan mono! —dijo una de ellas apoyándose contra nosotros
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con tanta fuerza que estuvo a punto de derribarnos.
Hacía algunos años que no montaba en bicicleta y no estaba precisamente en las
mejores condiciones físicas. Así que tuve que darme un respiro de cuando en cuando,
atrayendo a un pelotón de espectadores cada vez que lo hacía. La mayoría sonreía con
simpatía, pero un par de ellos sacudieron la cabeza con desaprobación.
—Estúpido idiota —escuché decir a un hombre de mediana edad bien trajeado
cuando pasó por delante de nosotros.
Yo no me sentía estúpido en absoluto. De hecho, era bastante divertido, y notaba
que Bob también lo estaba pasando bien. Tenía la cabeza pegada a la mía y podía
escuchar cómo ronroneaba feliz en mi oreja.
Continuamos a lo largo de Newington Green y, desde allí, hacia Kingsland Road,
donde la carretera descendía hasta Seven Sisters. Había estado esperando llegar a este
tramo. Durante la mayor parte del trayecto, aparte de un par de pequeñas cuestas aquí
y allá, la carretera transcurría bastante plana. En este punto, sin embargo, sabía que
encontraríamos una bajada de aproximadamente un kilómetro y medio. Podría dejar
de pedalear tranquilamente.
Para mi satisfacción, descubrí que había un carril bici que estaba totalmente
vacío. Casi inmediatamente, Bob y yo estábamos volando pendiente abajo, con la
suave brisa de verano soplando en nuestro pelo.
—Guau. ¿No es genial, Bob? —exclamé en un momento dado. Me sentía un poco
como Elliot en la película de E.T. No es que esperara que fuéramos a despegar y
voláramos de vuelta a casa en el norte de Londres por encima de los tejados, pero en
algún momento debimos alcanzar más de treinta kilómetros por hora.
El tráfico en la carretera principal que había a nuestra derecha estaba paralizado,
y la gente bajaba las ventanillas para dejar entrar un poco de aire. Algunas de las
expresiones de sus caras cuando pasamos a toda velocidad por delante de ellos eran
impagables.
Un par de niños se asomaron por el techo solar de sus coches y nos gritaron.
Varias personas simplemente se quedaron mirándonos como si no pudieran dar
crédito a lo que veían sus ojos. Era comprensible, supongo. No es habitual ver a un
gato pelirrojo bajando a toda velocidad una pendiente en bicicleta.
Solo tardé media hora en volver a casa, lo que resultaba bastante impresionante
considerando que habíamos tenido un montón de paradas imprevistas.
Cuando entramos en la zona común delante de nuestro edificio, Bob se bajó
tranquilamente de mis hombros como si se estuviera apeando del autobús. Era su
típica actitud despreocupada hacia la vida. Se había tomado las cosas con calma; este
solo era otro día cualquiera en Londres.
De vuelta en el apartamento, pasé el resto de la tarde y la noche tratando de
arreglar la bicicleta. Casi enseguida, reparé el freno delantero y efectué una puesta a
punto general.
—Ya está —le dije a Bob mientras me apartaba para admirar mi obra—. Creo que
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ya tenemos nuestro Bobmóvil.
No podía estar seguro, pero creí notar que la mirada que me lanzó mostraba su
aprobación.
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coletazos, de forma parecida a un matamoscas.
Por supuesto también hay mensajes más sutiles. Si, por ejemplo, está preocupado
por mí, suele acercarse mucho como para examinarme. Cuando no me encuentro
bien, le gusta deslizarse y escuchar mi pecho. Hace un montón de cosas cariñosas
como esa. Tiene la costumbre de acercarse y frotarse contra mí, ronroneando. O si no,
frota su cara contra mi mano ladeando la cabeza para que pueda rascarle detrás de la
oreja. Los expertos en conducta animal y zoólogos podrán tener sus propias
opiniones, pero para mí esa es la forma en que Bob me dice que me quiere.
Obviamente, los mensajes más frecuentes que intenta transmitir están
relacionados con la comida. Si, por ejemplo, quiere que vaya a la cocina para darle de
comer, se dedica a golpear las puertas de los armarios. Es tan listo que es capaz de
abrir los cierres de protección infantil que tengo instalados específicamente para
impedirle el acceso, de modo que siempre tengo que ir a comprobarlos. Para cuando
llego a la cocina, ya se ha tumbado en un rincón junto al radiador, desde donde
adopta su mirada más inocente. Pero eso no dura demasiado y en poco tiempo está
suplicando que le dé alguna golosina.
Bob es ante todo muy pertinaz, y no me deja en paz hasta que no consigue lo que
quiere. Puede sentirse muy frustrado si decido ignorarle y recurre a todos los trucos,
desde golpearme en la rodilla a ponerme la mirada del «Gato con Botas». Su
creatividad no tiene límites cuando se trata de llenar el vacío de su estómago.
Durante un tiempo, su mayor reto consistía en distraerme mientras yo me divertía
con los videojuegos de la consola Xbox de segunda mano que encontré en un local de
beneficencia. La mayor parte del tiempo, Bob se mostraba muy contento por verme
jugar. Parecía fascinado por algunos juegos, especialmente el de las carreras de
coches. Se quedaba a mi lado experimentando cada curva y maniobra. En una
ocasión, habría jurado que vi su cuerpo inclinarse cuando tomamos bruscamente una
curva especialmente cerrada. Sin embargo, su tolerancia se acababa cuando se trataba
de juegos de acción con demasiados disparos. Siempre que jugaba a alguno de esos,
solía refugiarse en otro rincón de la habitación. Y si el juego —o yo— resultábamos
demasiado ruidosos, levantaba la cabeza y nos lanzaba una miraba impertinente. El
mensaje era simple: «Baja el volumen, ¿no ves que estoy intentando dormir?».
Podía llegar a involucrarme totalmente en un juego. Era bastante frecuente que
empezara a jugar a las nueve de la noche y no terminara hasta las tantas de la
madrugada. A Bob eso no le gustaba y hacía todo lo posible por atraer mi atención,
especialmente cuando tenía hambre.
Hubo veces, sin embargo, en las que fui inmune a sus encantos y se vio obligado
a adoptar medidas más drásticas.
Una noche estaba jugando con Belle cuando Bob apareció. Le había dado su cena
un par de horas antes, pero debió pensar que necesitaba alguna golosina. Empezó a
desplegar todo su catálogo de gracias para captar la atención, haciendo una selección
de ruidos, enroscándose alrededor de mis pies y frotándose entre mis piernas. Pero
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estábamos tan absortos en tratar de alcanzar el siguiente nivel del juego, que no le
hicimos ningún caso.
Durante un momento se escabulló, rodeando la zona donde la televisión y la
consola estaban enchufadas. Después de un instante, se acercó al panel de control de
la consola y presionó su cabeza contra el enorme botón sensible al tacto que había en
el centro.
—Bob, ¿qué estás haciendo? —pregunté ingenuamente, aún demasiado absorto
en el juego para entender lo que tramaba.
Instantes después, la pantalla se oscureció y la consola empezó a apagarse. Había
ejercido la suficiente presión sobre el botón como para desconectarla. Nos
encontrábamos en mitad de un nivel muy complicado del juego, por lo que
deberíamos habernos puesto furiosos con él. Pero ambos nos quedamos sentados con
la misma expresión de incredulidad en nuestras caras.
—¿Acaba de hacer lo que creo? —me preguntó Belle.
—Bueno, yo también lo he visto, así que debe haberlo hecho. Pero casi no puedo
creerlo.
Bob seguía ahí, con mirada triunfante. Su expresión lo decía todo: «Y ahora,
¿cómo pensáis ignorarme?».
Pero no siempre recurrimos a las señales y al lenguaje corporal. Hay veces en que
tenemos una extraña especie de telepatía, como si ambos supiéramos lo que el otro
está pensando o haciendo. Y, asimismo, hemos aprendido a alertarnos el uno al otro
del peligro.
Pocos días después de que adquiriera la bici, decidí llevar a Bob a un parque local
que acababan de reformar. Para entonces, ya se había acostumbrado totalmente a
montar encaramado sobre mis hombros, volviéndose cada vez más confiado y
asomándose por los lados como el acompañante de un motorista.
El parque resultó ser bastante decepcionante. Aparte de unos cuantos bancos
nuevos, algunos arbustos y una zona de juegos para niños, no parecía haber cambiado
demasiado. Aun así, Bob se mostraba ansioso por explorarlo. Siempre que me parecía
que era un lugar seguro, le quitaba la correa para que pudiera disfrutar a su aire
husmeando entre la hierba mientras hacía sus necesidades. Ese día lo había soltado y
me había quedado sentado leyendo un comic y tratando de absorber algunos rayos de
sol cuando, a lo lejos, escuché el ladrido de un perro.
«Oh, no», pensé.
Al principio supuse que sería un par de calles más abajo. Pero cuando el ladrido
aumentó de volumen, comprendí que era mucho más cerca. Vi a lo lejos a un pastor
alemán de aspecto realmente amenazador corriendo hacia la entrada del parque. El
perro apenas estaba a ciento cuarenta metros y se había soltado de la correa. Hubiera
jurado que estaba buscando problemas.
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—¡Bob! —grité hacia el césped donde, sabía, estaría ocupado atendiendo la
llamada de la naturaleza—. ¡Bob, ven aquí!
Durante un instante sentí que me invadía el pánico. Pero, como tantas veces en el
pasado, estábamos en la misma onda y su cabeza pronto asomó entre los arbustos.
Agité mis brazos hacia él, alentándole para que viniera conmigo sin armar demasiado
alboroto. No quería que el perro me viera. Bob entendió lo que sucedía
inmediatamente y salió como una exhalación de los arbustos. No tenía miedo de los
perros, aunque escogía sus batallas astutamente. A juzgar por el ruido que estaba
haciendo el pastor alemán, aquel no era un perro con el que quisiéramos tener una
pelea.
El brillante pelaje naranja de Bob no era fácil de disimular entre tanto verdor, y el
perro pronto empezó a acelerar en dirección a nosotros, ladrando con más ferocidad.
Por un instante temí que Bob hubiera reaccionado demasiado tarde, así que agarré la
bicicleta y me preparé para interponerme en la línea de fuego si era necesario. Sabía
que si el pastor alemán le interceptaba, Bob podría verse en serios problemas.
Como tantas veces en el pasado, sin embargo, le había subestimado.
Corrió a través del césped y llegó al mismo tiempo que yo me agachaba sobre una
rodilla. En un único movimiento, lo subí a mi hombro, me monté de un salto en la
bicicleta y —con Bob colocado sobre mis hombros— empecé a pedalear
furiosamente para salir del parque.
El frustrado pastor alemán nos persiguió durante un corto tramo, poniéndose en
un momento dado a nuestra altura, mientras nos dirigíamos hacia la calle. Escuché a
Bob bufándole. No podía ver su cara, pero no me hubiera extrañado que estuviera
burlándose.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer al respecto, tipo duro? —le estaría diciendo
probablemente.
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Capítulo 4. La extraña pareja
No era frecuente que recibiera visitas en casa. No tenía muchos amigos en la zona y
no me relacionaba demasiado fuera de mi edificio. Intercambiaba saludos y frases
amables con los vecinos, pero eran contadas las veces que alguno de ellos se había
pasado por casa para charlar conmigo. Así que siempre me alarmaba cada vez que
alguien llamaba a la puerta o apretaba el botón del telefonillo a la entrada del edificio.
Automáticamente imaginaba lo peor, esperando encontrarme frente a algún alguacil o
recaudador de impuestos tratando de cobrarme un dinero que no tenía.
Esa fue mi reacción inmediata cuando el telefonillo sonó, un día entre semana,
justo después de las nueve de la mañana, mientras Bob y yo nos preparábamos para ir
a trabajar.
—¿Quién demonios será? —solté instintivamente abriendo del todo las cortinas a
pesar de que no tenía vistas de la entrada desde la quinta planta.
—James, soy Titch. ¿Puedo subir con Princess? —contestó una voz familiar por
el altavoz.
—Ah, hola, Titch. Claro, sube, pondré la tetera a calentar —dije, soltando un
suspiro de alivio.
Titch era, como su propio nombre indicaba, un tío bajito y poca cosa. Enjuto, con
pelo ralo y corto. Al igual que yo, se estaba recuperando de su adicción y había
empezado a vender The Big Issue. Estaba pasando un mal momento y se había venido
a dormir a mi casa un par de veces en los últimos meses. Después de convertirse en
coordinador en Islington se había metido en problemas en el trabajo, hasta que le
«despojaron» de su acreditación, sancionándole con seis meses de suspensión. Aún
estaba esperando que le levantaran la sanción mientras luchaba con todas sus fuerzas
para conseguir llegar a fin de mes.
Desde que Bob apareció en mi vida sentía como si se me hubiera dado una
segunda oportunidad y, por esa razón, yo había querido darle a Titch la suya. Además
me caía bien. En el fondo sabía que tenía buen corazón.
Otra razón por la que Titch y yo nos llevábamos bien era porque ambos
trabajábamos en la calle con nuestras mascotas como compañía. En el caso de Titch,
era su fiel labrador negro con cruce de Staffordshire bull terrier, Princess. Una perra
adorable y de naturaleza bondadosa. Las otras veces que se quedó conmigo había
dejado a Princess en algún otro sitio. Sabía que yo tenía a Bob y que meter a un perro
en casa podría causarme problemas. Pero, por alguna razón, hoy no parecía ser el
caso. Reuní fuerzas preparándome para lo que estaba por venir, mientras la pareja
llegaba a la puerta de entrada.
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Las orejas de Bob se irguieron cuando escuchó la llamada a la puerta. Cuando vio
entrar a Titch y a Princess, su primera reacción fue arquear el lomo y bufar.
Aparentemente, los gatos arquean la espalda para parecer más grandes cuando se
pelean. Y por esa misma razón también se les eriza el pelo. En este caso en particular,
sin embargo, Bob no tenía de qué preocuparse. Princess era una perra realmente
pacífica y afectuosa. Aunque también podría ponerse un poco nerviosa. Así que en el
momento en que vio a Bob adoptar una postura de enfrentamiento, simplemente se
quedó inmóvil. Era justo lo opuesto a lo que debía ser una situación normal, en la que
el perro de mayor envergadura suele intimidar al gato de menor tamaño.
—Está bien, Princess —aseguré—. No te hará daño.
Entonces la llevé a mi dormitorio y cerré la puerta para que se sintiera segura.
—James, colega. ¿Habría alguna posibilidad de que cuidaras de Princess hoy? —
me preguntó Titch yendo directamente al grano, cuando le tendí una taza de té—.
Tengo que intentar solucionar mi situación con la seguridad social de una vez por
todas.
—Pues claro —contesté, sabiendo lo pesadas que podían ser esas gestiones—. No
será ningún problema. ¿Verdad que no, Bob?
Me lanzó una mirada enigmática.
—Hoy vamos a trabajar en Angel. ¿Crees que estará bien con nosotros? —
pregunté no muy convencido.
—Claro, sin problemas —repuso Titch—. Entonces, ¿qué te parece si me paso a
recogerla por allí esta tarde alrededor de las seis?
—Vale —contesté.
—Está bien, más vale que me dé prisa. Quiero ser el primero de la cola si
pretendo que me atiendan antes de Navidad —bromeó Titch, asomando su cabeza por
mi dormitorio.
—Sé buena chica, Princess —ordenó antes de marcharse.
Como ya me había demostrado esa mañana, Bob no tenía ningún problema con
los perros, salvo que estos mostraran un comportamiento agresivo hacia él. Pero,
incluso así, sabía manejarse bastante bien y había ahuyentado a varios chuchos de
aspecto muy fiero con un simple gruñido y un fuerte bufido. Allá por nuestros
primeros días, cuando tocaba la guitarra en Covent Garden, le había visto dar un buen
zarpazo en el morro a un perro muy agresivo.
Pero Bob no solo era celoso de su territorio con los perros. Tampoco era un gran
fan de otros gatos. Había momentos en los que me preguntaba si realmente sabría que
era un gato. Parecía mirarlos como si fueran seres inferiores, indignos de respirar el
mismo aire que él. Nuestra ruta de ida y vuelta al trabajo se había vuelto más
complicada en los últimos meses debido a la cancelación del servicio de autobuses
que solía llevarnos directamente desde Tottenham High Road hasta Angel. Así que
habíamos empezado a tomar distintos autobuses, uno de los cuales nos obligaba a
cambiar de línea en Newington Green, a casi un kilómetro y medio de Angel. Cuando
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teníamos poco dinero, hacíamos el trayecto a Angel andando. Y por el camino, cada
vez que pasábamos por delante de lo que obviamente debía ser una casa con gatos,
Bob no paraba de olfatear y clavar su mirada en ella.
Si accidentalmente veíamos a otro gato fuera o merodeando por ahí, le hacía
saber en términos que no dejaban lugar a dudas que ese era su territorio.
En una ocasión que vio a un gato atigrado rondando por el pequeño parquecillo
de Islington Green, Bob se transformó completamente. Tiraba tan fuerte para alcanzar
a ese arribista que se había atrevido a invadir su territorio, que parecía que llevara a
un perro especialmente peligroso al final de la correa. Quería demostrar su autoridad
ante la situación. Y, obviamente, hoy también había sentido la necesidad de hacer lo
mismo con Princess.
Si yo tenía alguna reserva, era más bien porque Princess pudiera resultar un
incordio. Los perros dan mucho más trabajo que los gatos. Para empezar, no los
podías llevar en los hombros mientras caminabas por la calle, un inconveniente que,
como pronto descubrí, te retrasaba considerablemente.
Durante el camino hasta la parada del autobús, Princess fue un auténtico dolor de
muelas. Tiraba de la correa constantemente, se paraba para olfatear las escasas zonas
de hierba, y se dio la vuelta para agacharse y hacer sus necesidades al menos tres
veces en un tramo de menos de doscientos metros.
—Venga, Princess, o no llegaremos nunca —la animaba, arrepintiéndome de mi
decisión y recordando súbitamente por qué nunca había querido adoptar un perro
como mascota.
Pero si bien yo tenía que forcejear para intentar establecer algún tipo de control
sobre ella, Bob no parecía sufrir esos problemas. En el autobús, adoptó su sitio
habitual en el asiento junto a la ventanilla, desde donde echaba un ojo a Princess, que
se acurrucó bajo mis pies. La cara de Bob siempre ha sido muy expresiva, y las
miradas que lanzaba a Princess cada vez que esta se entrometía en su territorio
durante el trayecto eran desternillantes. El espacio debajo del asiento no era
precisamente amplio y el pobre animal de vez en cuando se movía para cambiar de
posición. Cada vez que lo hacía, Bob le lanzaba una mirada como queriendo decir:
«¿Por qué no te quedas quieta de una vez, estúpida perra?».
Fuera el tiempo era atroz, con la lluvia azotando las calles con fuerza. Al llegar a
Islington, llevé a Bob a la pequeña zona ajardinada de Islington Green para que
hiciera rápidamente sus necesidades y decidí dejar que Princess hiciera lo mismo.
Grave error. Le llevó un siglo encontrar un lugar adecuado. Entonces caí en la cuenta
de que había olvidado llevarme bolsitas de plástico, así que tuve que rebuscar en una
papelera para encontrar algo con lo que recoger sus excrementos. «Realmente, mi día
como cuidador de perros no está siendo muy divertido», me dije.
Con la lluvia arreciando por minutos, tuve que refugiarme bajo el toldo de un
café. Cuando la camarera apareció, decidí que me vendría bien pedir una taza de té,
un platillo de leche para Bob y un poco de agua para Princess. Poco después, tuve
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que entrar un momento para ir al cuarto de baño, dejando a mis dos compañeros
atados a la mesa con sus correas.
Apenas tardé un par de minutos, pero cuando regresé estaba claro que se había
producido algún tipo de forcejeo para tomar posiciones. Había dejado a Bob sentado
en una silla y a Princess bajo la mesa, pero cuando volví, Bob estaba sentado en la
mesa, lamiendo un plato con leche, mientras Princess, con aspecto nada feliz, estaba
sentada debajo frente a un cuenco de agua. No tenía ni idea de lo que habría pasado,
pero estaba claro que Bob, una vez más, debió hacer valer su autoridad.
Como de costumbre, Bob había empezado a llamar la atención de los transeúntes.
A pesar del mal tiempo, una pareja de señoras se pararon para acariciarle y saludarle.
Pero a la pobre Princess apenas si la miraron. Era como si no estuviera allí. Aquello
me resultó gracioso porque, de alguna forma, podía adivinar cómo se sentía. Yo
mismo vivo muchas veces bajo la sombra de Bob.
Finalmente la lluvia cesó y pudimos dirigirnos hacia nuestro puesto de Angel.
Mientras Bob y yo adoptábamos nuestras posiciones habituales, Princess se tumbó un
par de pasos más lejos con la cabeza colocada de tal forma que podía seguir todo lo
que ocurría a nuestro alrededor. Una parte de mí había creído que sería una carga,
pero resultó ser todo lo contrario: demostró ser toda una ventaja.
Mientras iba de un lado a otro tratando de convencer a los transeúntes para
gastarse un par de pavos en comprar una revista, Princess permaneció sentada
observando atentamente, su cabeza descansando sobre la acera y sus ojos
desplazándose como si fueran cámaras de seguridad, examinando cuidadosamente a
todos los que se acercaban a nosotros. Si obtenían su sello de aprobación, permanecía
clavada en el sitio, pero si notaba algo sospechoso, se sentaba de golpe muy erguida
dispuesta a intervenir. Si no le gustaba la facha de alguien, dejaba escapar un pequeño
gruñido o incluso un ladrido. Lo que era suficiente para que captara el mensaje.
Más o menos una hora después de que nos estableciéramos, un borracho con una
lata de cerveza extra larga en la mano apareció dando tumbos hacia nosotros. Tipos
así constituían la plaga de mi existencia en Angel. Prácticamente todos los días
alguien que parecía ir hasta arriba de alcohol me pedía por toda la cara una moneda
para una cerveza Special Brew. Princess lo detectó enseguida, se puso en pie y ladró
con una rápida advertencia como diciendo «pasa de largo». No era el perro más
grande del mundo, pero tenía un aspecto suficientemente intimidante. En ese sentido
podía más su parte de Staffordshire que la de labrador. El mendigo cambió
inmediatamente de dirección, yendo a molestar a otra pobre alma.
Por otro lado, Princess se mantenía especialmente alerta cada vez que alguien se
agachaba para acariciar y saludar a Bob. Daba un par de pasos hacia ellos, sacando la
cabeza hacia delante para asegurarse de que estaban tratando al miembro más
pequeño de nuestro trío con el debido respeto. Una vez más, si alguien no era de su
agrado dejaba claros sus sentimientos y este se apartaba.
Realmente consiguió hacer mi trabajo más fácil. A menudo resultaba todo un reto
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estar vigilando a Bob de reojo al mismo tiempo que trataba de vender ejemplares de
la revista, especialmente cuando la calle bullía de gente. El incidente con la señora
del traje de chaqueta me había vuelto especialmente precavido.
—Gracias, Princess —empecé a decir sacando un pequeño obsequio de mi
mochila.
Incluso Bob le mandó un par de miradas aprobatorias. En alguna parte, en lo más
profundo de su mente felina, supe que estaba revisando su opinión de nuestra nueva e
inesperada recluta. «Después de todo, tal vez no esté tan mal», debía de estar
pensando.
El tiempo continuó siendo un asco durante toda la tarde, así que cuando el reloj
empezó a acercarse a las seis, me puse a buscar a Titch. Se me había dado bastante
bien la venta de revistas y estaba deseando poder irme para casa. No hacía un día
como para estar fuera hasta tarde. Pero no había señales de él.
Ya eran más de las seis y aún no había ni rastro. Vi a una de las coordinadoras de
The Big Issue que se dirigía a su casa después del trabajo. Todo el mundo conocía a
Titch, y le pregunté si le había visto.
—No, en realidad hace semanas que no le veo —declaró—. No, desde que tuvo
todos esos problemas, ya sabes.
—Sí —asentí.
Cuando dieron las seis y media empecé a sentirme verdaderamente decepcionado.
Sé que la gente de la calle no es precisamente puntual, pero esto era ridículo.
—Venga, pareja, nos vamos a casa. Él puede ir a recogerte allí, Princess —
indiqué, recogiendo todas mis cosas. Estaba cabreado con Titch, pero también un
poco preocupado. Esa mañana, Bob había tolerado la presencia de Princess en el
apartamento durante algunos minutos, pero que se quedara a dormir era otra cuestión.
Podía vaticinar un montón de ladridos de Princess, las quejas de los vecinos y una
noche de insomnio para mí.
Me detuve en el pequeño supermercado abierto hasta medianoche para comprar
algo de comida a Princess. No tenía ni idea de lo que le gustaba, así que elegí una lata
cualquiera de comida para perros y algunas galletas.
De vuelta en la cocina de casa, cuando todos nos instalamos para cenar, Bob
volvió a asegurarse de que la jerarquía quedara clara. Cuando Princess hizo un
movimiento hacia el cuenco de agua que había puesto para ella, Bob bufó y gruñó
ruidosamente, obligándola a retroceder. Primero tenía que terminarse su propio
cuenco de leche.
Sin embargo no tardaron demasiado en encontrar cada uno su sitio. De hecho,
Bob estaba tan contento con su nueva compañía que le permitió apurar los restos de
su cena.
«Ahora ya lo he visto todo», me dije a mí mismo. Pero no fue así.
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Hacia las diez de la noche me encontraba tan fundido que me quedé dormido delante
de la televisión. Al despertar vi algo que me hizo desear tener una cámara de vídeo.
Habría hecho una pequeña fortuna en esos programas de televisión que sacan vídeos
de animales.
Bob y Princess estaban los dos repantingados en la moqueta, roncando
tranquilamente. Cuando les había mirado por última vez estaban cada uno en un
extremo de la habitación, Bob pegado a su sitio favorito junto al radiador y Princess
cerca de la puerta. Mientras dormía, Princess obviamente había buscado el calor del
radiador deslizándose al lado de Bob. Su cabeza estaba ahora a menos de un palmo
del morro de este. Si no les conociera, habría jurado que eran colegas de toda la vida.
Me aseguré de echar el cerrojo a la puerta de entrada, apagué las luces y me fui a la
cama dejándolos allí. No escuché un solo sonido hasta el día siguiente, cuando me
despertaron unos ladridos.
Me llevó un momento recordar que había un perro en la casa.
—¿Qué sucede, Princess? —pregunté, aún medio dormido.
Dicen que algunos animales pueden notar cuando sus dueños están cerca. Mi
mejor amiga Belle a veces se queda en casa con nosotros y me ha contado que Bob a
menudo percibe cuando estoy acercándome a casa. Varias veces se ha encaramado al
alfeizar de la ventana de la cocina mirando ansiosamente a la calle, minutos antes de
que yo aparezca ante la puerta de entrada. Princess claramente tenía el mismo don,
porque unos segundos más tarde se oyó el telefonillo. Era Titch.
Por el aspecto de su rostro cansado y sin afeitar, deduje que apenas había
dormido, lo que, conociéndole, era bastante posible.
—Siento mucho haberte dejado colgado ayer por la tarde, pero me surgió algo —
dijo, disculpándose. No me atreví a preguntar de qué se trataba. Yo mismo había
tenido noches parecidas, un montón de ellas.
Hice otra taza de té y puse un poco de pan en el tostador. Tenía aspecto de
necesitar algo caliente.
Bob estaba tumbado junto al radiador, con Princess enroscada a un par de palmos,
sus ojos una vez más clavados en su nueva amiga. La expresión del rostro de Titch al
verlos fue impagable. Estaba mudo de asombro.
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—Mira a esos dos, ahora están a partir un piñón —sonreí.
—Ya lo veo, pero me cuesta creerlo —reconoció, mostrando una gran sonrisa.
Titch no era de los que dejan pasar una oportunidad.
—Entonces, ¿no te importaría cuidar otra vez de ella si tengo algún otro lío? —
preguntó, masticando su tostada.
—Claro que no —aseguré.
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Capítulo 5. El fantasma de la escalera
La lluvia había caído de forma despiadada durante días, transformando las calles de
Londres en piscinas infantiles en miniatura. Bob y yo volvíamos cada día a casa
empapados hasta los huesos, por lo que ese día había renunciado a seguir calándome
y decidí regresar más temprano.
Cuando por fin entramos en el edificio de apartamentos a media tarde, estaba
desesperado por quitarme las ropas mojadas y dejar que Bob entrara en calor junto al
radiador.
El ascensor de mi edificio funciona por lo general una vez de cada tres. Después
de varios minutos de apretar repetidamente el botón para que bajara desde el quinto
piso, me di cuenta de que había vuelto a averiarse.
—Genial —murmuré para mí mismo—. Me temo que nos toca subir a pie, Bob.
Me lanzó una mirada compungida.
—Venga, vamos —dije, inclinando mi hombro para que pudiera subirse.
Estábamos alcanzando el último tramo de escaleras del cuarto al quinto piso
cuando advertí, en el rellano que estaba justo por encima de nosotros, una figura en
las sombras.
—Espera aquí un segundo, Bob —dije, depositándolo en los escalones y
adelantándome.
Al acercarme un poco distinguí que se trataba de un hombre apoyado contra la
pared. Estaba ligeramente encorvado sobre sí mismo, con los pantalones parcialmente
bajados y llevaba algo metálico en su mano. Supe instantáneamente lo que estaba
haciendo.
En el pasado, el edificio había sido conocido por ser una guarida de drogadictos y
camellos. Los adictos conseguían acceder al interior y utilizaban la escalera y los
rellanos para fumar crack o marihuana o inyectarse heroína, tal y como estaba
haciendo este tipo. Sin embargo, en los años que llevaba viviendo aquí, la policía
había mejorado la situación drásticamente, aunque ocasionalmente aún se veían
chicos jóvenes traficando en las escaleras o en el vestíbulo. Nada que ver con el
anterior bloque de apartamentos donde me alojé en Dalston, que estaba plagado de
adictos al crack. Pero, de todas formas, era bastante desagradable, especialmente para
las familias que vivían en los pisos. Nadie desea que sus hijos lleguen a casa del
colegio y se encuentren a un yonqui chutándose en la escalera a las puertas de su
casa.
Para mí, desde luego, era un recordatorio del pasado que estaba deseando dejar
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atrás. Aún continuaba luchando con mi adicción; y siempre lo haría. Eso,
lamentablemente, formaba parte de la naturaleza de la bestia. Pero desde que me
asocié con Bob, había vuelto a empezar de cero y estaba camino de una completa
recuperación. Después de desengancharme de la heroína y, más tarde, de la
metadona, me habían recetado una droga llamada subutex, una medicación más suave
que estaba lenta, pero definitivamente, reduciendo mi dependencia de las drogas. El
consejero del centro de rehabilitación había comparado esta última fase de mi
recuperación con el aterrizaje de un avión: tendría que ir bajando lentamente a la
tierra. Ahora mismo llevaba varios meses tomando subutex. El tren de aterrizaje
estaba bajado y podía ver las luces de la pista delante de mí. El descenso estaba
saliendo de acuerdo con el plan, y prácticamente estaba tocando suelo firme.
«Preferiría no tener que ver esto», me dije a mí mismo.
Advertí que el tipo pasaba de los cuarenta y que llevaba el pelo corto cortado a
cepillo. Vestía una chaqueta negra, camiseta, vaqueros y un par de viejas zapatillas de
deporte. Por suerte, no era agresivo. De hecho era todo lo contrario. No dejaba de
deshacerse en disculpas, lo que resultaba bastante inusual. Preocuparse por los demás
no es el punto fuerte de los adictos a la heroína.
—Lo siento, colega, ahora mismo me aparto de tu camino —declaró con un fuerte
acento del East End, mientras extraía la jeringuilla de su pierna y se subía
rápidamente los pantalones. Sabía que había terminado de inyectarse. Sus ojos tenían
la típica mirada vidriosa.
Decidí dejar que se fuera primero. Sabía que no se puede confiar en la palabra de
un adicto. Quería que caminara por delante de mí, donde pudiera verlo.
Se le veía avanzar con paso vacilante. Subió dando tumbos el pequeño tramo de
escaleras hasta el rellano del quinto piso, pasando por delante de las puertas del
pasillo para llegar al ascensor.
Bob, atado a la correa, había subido detrás de mí el último tramo. Solo quería
ponerle a salvo dentro de casa, así que me dirigí hasta la puerta de nuestro
apartamento. Acababa de meter la llave en la cerradura y dejado pasar a Bob cuando
escuché un sonoro gemido. Me di la vuelta y vi cómo el tipo se desplomaba. Cayó
repentinamente como un saco de patatas, golpeando el suelo con un fuerte crujido.
—Tío, ¿estás bien? —pregunté corriendo hacia él. Evidentemente no lo estaba.
Pude advertir de inmediato que no se encontraba nada bien. Parecía que no
respiraba.
—¡Oh, Dios mío, tiene una SD! —me dije reconociendo los síntomas de una
sobredosis.
Afortunadamente llevaba conmigo mi cochambroso móvil Nokia. Llamé a
emergencias y pedí que mandaran urgentemente una ambulancia. La mujer al otro
lado de la línea apuntó mi dirección, pero me dijo que tardarían al menos diez
minutos.
—¿Podría describirme el estado del enfermo? —preguntó, con voz serena y
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profesional.
—Está inconsciente y no respira —indiqué—. Y su piel está cambiando de color.
—Está bien, suena como si su corazón se hubiera parado. Le voy a pedir que le
haga una RCP[2]. ¿Sabe lo que es eso? —preguntó.
—Sí, lo sé. Pero tendrá que ir explicándomelo poco a poco.
Me pidió que colocara al tipo de lado y comprobara que sus vías respiratorias
estaban despejadas. A continuación, tenía que tumbarlo de espaldas para poder
aplicar presión sobre su pecho y empezar a hacer la compresión de su corazón. Y
finalmente debía practicarle la respiración boca a boca y ver si respondía.
En unos segundos estaba presionando su pecho con ambas manos, contando
mientras lo hacía. Cuando llegué a treinta me detuve para ver si había alguna clase de
reacción.
La mujer de emergencias seguía al otro lado de la línea.
—¿Alguna respuesta? —preguntó.
—No. Nada. No respira —dije—. Lo intentaré de nuevo.
Continué intentándolo durante lo que me parecieron varios minutos, presionando
su pecho furiosamente con cortas sacudidas y luego insuflando aire en su boca. Más
tarde, cuando volví a recordarlo, me sorprendió lo tranquilo que me sentía. Ahora
comprendo que era una de esas situaciones en las que el cerebro parece cambiar de
chip. La realidad emocional de lo que estaba sucediendo no se registraba en mi mente
en absoluto. En su lugar, solo me concentré en la parte física de la situación,
intentando que el tipo volviera a respirar. Sin embargo, y a pesar de todos mis
esfuerzos, su estado continuó siendo el mismo.
En un momento dado, empezó a hacer un sonido de goteo, como si roncara. Había
oído hablar de los estertores que una persona hace con su último aliento. No quería
pensar en ello, pero temía que fuera eso lo que estaba escuchando.
Después de lo que me pareció un siglo, escuché el telefonillo de mi puerta y corrí
hasta mi apartamento.
—Servicio de ambulancias —anunció una voz. Apreté el botón y les pedí que
subieran. Gracias a Dios nuestro maltrecho ascensor había vuelto a funcionar, por lo
que llegaron a la quinta planta en pocos segundos. Arrojaron sus bolsas al suelo e
inmediatamente empezaron a desplegar su equipo de reanimación con palas para
aplicar descargas eléctricas. Entonces cortaron la camiseta para acceder a su pecho.
—Apártese, señor —dijo uno de ellos—. Ya nos hacemos cargo nosotros.
Durante los siguientes cinco minutos, continuaron trabajando febrilmente para
conseguir una respuesta. Pero su cuerpo estaba inmóvil, flácido y sin vida. Para
entonces empecé a ser consciente de la situación, y tuve que apoyarme en la puerta
temblando.
Finalmente uno de los hombres de la ambulancia se retiró y se volvió hacia el
otro:
—Nada. Se ha ido —declaró. Casi de mala gana y lentamente, extendieron una
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manta plateada sobre el cuerpo y comenzaron a recoger su equipo.
Fue como si me hubiera alcanzado un rayo. Me sentía absolutamente aturdido.
Los tipos de la ambulancia me miraron y me preguntaron si me encontraba bien.
—Creo que me vendría bien entrar y sentarme un segundo —contesté.
Bob se había quedado dentro mientras se desarrollaba el drama, pero ahora
apareció en el umbral, tal vez sintiendo que me encontraba mal.
—Vamos, colega, entremos en casa —dije, cogiéndole en brazos. Por alguna
razón no quería que viera el cuerpo ahí tendido. Supongo que había presenciado
escenas parecidas en las calles del centro de Londres, pero ahora quería protegerle.
Unos minutos después, escuché un golpe en mi puerta. La policía y algunos
sanitarios estaban en el vestíbulo y un joven agente apareció en el umbral.
—Tengo entendido que usted fue quien lo encontró y llamó a emergencias —
declaró.
—Sí —contesté. Había conseguido recuperarme un poco, pero aún me sentía
conmocionado.
—Ha hecho lo correcto. No creo que hubiera podido hacer nada más por él —dijo
el agente para tranquilizarme.
Describí cómo le había encontrado en las escaleras y le había visto desplomarse.
—Parece que le afectó muy rápido —señaló.
Le expliqué que yo era un adicto y que acaba de desintoxicarme, lo que, creo,
despejó cualquier sospecha que pudieran tener sobre que estuviera relacionado con
ese tipo. Conocían de sobra el modo de comportarse de los adictos, al igual que yo.
En última instancia, lo único que les importa son ellos mismos. Son tan egoístas que,
literalmente, son capaces de vender a su abuela o contemplar a su novia morir. Si un
adicto hubiera descubierto a otro adicto sufriendo una sobredosis, hubiera hecho dos
cosas; vaciar los bolsillos del pobre tipo quitándole cualquier objeto de valor y, luego,
salir corriendo a toda prisa. Puede que hubiera llamado a una ambulancia, pero no
habría querido verse involucrado.
Los policías también parecían estar al tanto de lo sucedido en otros tiempos en
nuestro edificio y de su turbio pasado. Fueron muy comprensivos.
—Está bien, señor Bowen, esto es cuanto necesitamos por ahora, no es probable
que precisemos ninguna declaración más para la investigación, pero guardaremos sus
datos por si tuviéramos que volver a hablar con usted —me explicó el agente.
Conversamos durante uno o dos minutos más. Me contó que habían encontrado
algún tipo de identificación en la víctima y también un bote de medicación con su
nombre y dirección. Resultó que en el pabellón psiquiátrico donde estaba internado le
habían dado el día libre.
Para cuando acompañé al policía de vuelta al pasillo, la escena había sido
despejada completamente. Era como si nada hubiera sucedido. En los apartamentos
reinaba un silencio sepulcral. A esa hora del día no parecía haber nadie alrededor.
Inmerso en ese silencio me sentí repentinamente abrumado por lo que acababa de
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presenciar. Ya no pude contener mis emociones por más tiempo. De vuelta en mi
apartamento, rompí a llorar como un niño. Llamé a Belle con mi móvil y le pedí que
se pasara por casa esa noche. Necesitaba hablar con alguien.
Estuvimos charlando hasta bien entrada la medianoche, bebiendo unas cuantas
cervezas de más. No podía quitarme de la cabeza la imagen del tío desplomándose.
Continué en un leve estado de shock durante varios días. En cierto modo, me sentía
impactado por el hecho de que ese pobre tipo hubiera muerto de esa forma. Había
pasado sus últimos momentos en el suelo de un anónimo edificio de apartamentos, en
compañía de un completo extraño. Esa no era la forma en que la vida debería
funcionar. Era el hijo de alguien, tal vez el hermano, o incluso el padre. Debería haber
estado con ellos o con sus amigos. ¿Dónde estarían estos? ¿Por qué no estaban
cuidando de él? También me preguntaba por qué demonios le habían dado permiso
para salir ese día del pabellón psiquiátrico, si era tan vulnerable.
Pero, para ser sincero, lo que más me impactó fue ser consciente de que ese
fácilmente podría haber sido yo. Tal vez ahora suene estúpido, pero recuerdo haber
pensado que, de alguna forma, me había sentido como Scrooge al ser visitado por el
fantasma de su no-tan-distante pasado.
Durante la mayor parte de la década anterior, había vivido de esa forma. Yo
también había sido una especie de fantasma, escondiéndome en escaleras y
callejones, perdido en mi adicción a la heroína. Por supuesto, no tenía un recuerdo
real de los detalles. Grandes períodos de mi vida de aquel entonces estaban sumidos
en la neblina. Pero era fácil imaginar que habían existido docenas, probablemente
cientos de ocasiones, en las que hubiera podido morir solo en algún anónimo rincón
de Londres, muy lejos de mis padres, parientes o amigos, de los que me había
distanciado.
Pensando en ello a propósito de la muerte de ese hombre, una parte de mí no
podía creer que hubiese vivido de esa forma. ¿Realmente me había reducido a eso?
¿De verdad me había hecho esas cosas a mí mismo? Esa parte de mí no podía
imaginar cómo demonios había sido capaz de clavar una aguja en mi carne, a veces
hasta cuatro veces al día. Parecía irreal, excepto que sabía que era muy real. Aún
conservaba las cicatrices, literalmente. Solo tenía que mirar mis brazos y piernas para
verlas.
Las cicatrices me recordaban lo frágil que aún seguía siendo mi situación. Un
adicto siempre vive en el filo de la navaja. Siempre tendría una personalidad adictiva
y sabía que mi cerebro tenía una cierta inclinación a las conductas destructivas. Solo
se necesitaba un momento de debilidad y podría estar otra vez en la cuesta abajo. Eso
me horrorizaba. Pero también fortalecía mi decisión de continuar ese lento descenso a
tierra del que mis consejeros me habían hablado. No quería ser ese hombre anónimo
de la escalera nunca más. Tenía que seguir avanzando.
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Capítulo 6. El inspector de basuras
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la cocina o el cuarto de baño. Empezaba a estar seriamente preocupado por su
bienestar cuando, de repente, me acordé de una caja de ropa usada que me habían
dado en la beneficencia y que había guardado en el armario fresquera para ventilar.
Como no podía ser de otra forma, abrí el armario y encontré una llamativa silueta
pelirroja sumergida en medio de la caja.
Poco tiempo después, Bob volvió a repetir la jugada, aunque esta vez estuvo a
punto de tener consecuencias desastrosas.
Belle se había pasado por casa para ayudarme a poner un poco de orden. Ni
siquiera en sus mejores momentos podía considerarse el hogar más organizado y
ordenado. No ayudaba demasiado que durante años hubiera sido una especie de
coleccionista. No sé si subconscientemente abrigaba sueños de abrir una tienda de
objetos usados o por qué me sentía fascinado por las cosas antiguas, pero, de alguna
forma, había ido coleccionando toda clase de cachivaches, desde libros viejos a
mapas, radios rotas o tostadoras.
Belle me había convencido para que me deshiciera de parte de esa basura vieja,
por lo que habíamos organizado unas cuantas cajas de cartón, llenándolas hasta
arriba. Íbamos a tirar algunas a la basura y otras a llevarlas a tiendas de beneficencia
o al punto local de reciclado. Belle estaba llevando una de las cajas a la zona de
basuras en el exterior del edificio y esperaba a que llegara el ascensor cuando sintió
que su caja se agitaba. Se asustó y pude oír como gritaba desde mi apartamento.
Cuando llegué a la puerta para averiguar cuál era el problema, había dejado caer la
caja al suelo, encontrando a Bob en el interior. Por lo visto, estaba tratando de abrirse
paso entre una vieja pila de libros y revistas donde se había hecho un ovillo para dar
una cabezadita.
Poco después del incidente, acabé haciéndole una camita con una caja de cartón.
Me figuré que si dormía en una, tal vez dejaría de estar tan obsesionado por ellas.
Corté uno de los laterales de una caja y cubrí el fondo con una pequeña manta. Se le
veía muy cómodo ahí dentro. Le encantó.
Sin embargo, aquello no consiguió librarle del todo de su obsesión. Continuó
mostrando un profundo interés por el cubo de basura de la cocina. Cada vez que
metía algo en él, se alzaba sobre sus patas traseras y metía el hocico en el interior. Y
si alguna vez le desafiaba, me lanzaba una mirada como queriendo decir: «¿Qué has
tirado ahí dentro? Aún no he decidido si quiero jugar con eso o no». Durante un
tiempo, estuve llamándole en broma el inspector de basuras, si bien no siempre era un
tema para reírse.
Una mañana en que acababa de darme un baño escuché unos ruidos extraños que
venían de la cocina. Distinguí un sonido como de lata y metal raspados, como de algo
que se arrastraba. Iba acompañado por una especie de suave maullido lastimero.
—Bob, ¿qué estás haciendo? —dije, agarrando una toalla para secarme el pelo
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mientras salía a investigar.
No pude evitar reírme ante la visión que me encontré.
Bob estaba en medio del suelo de la cocina con una lata vacía de comida para
gatos encasquetada en la cabeza. La lata se mantenía en un ángulo extraño justo por
encima de la línea de sus ojos. Parecía un cruce entre el Caballero Negro de la
película Los caballeros de la mesa cuadrada (y sus locos seguidores) de Monty
Python y un guardia real del palacio de Buckingham con su sombrero de piel de oso
colgando sobre los ojos.
Estaba claro que no podía ver demasiado porque caminaba marcha atrás a través
del suelo de la cocina, arrastrando la lata con él en un intento por liberarse. Ponía
mucho esmero, retrocediendo con cuidado, un paso tras otro y, ocasionalmente,
meneando la lata o levantándola ligeramente antes de darle un golpecito contra el
suelo con la esperanza de que el impacto pudiera desencajarla de su cabeza. Su plan
no estaba funcionando. Era un espectáculo muy cómico.
No hacía falta ser Hércules Poirot ni Colombo para deducir lo que había
sucedido. En un rincón de la habitación, pude ver la bolsa de plástico negra de basura
que pensaba bajar esa mañana al cuarto de los contenedores en el exterior del
edificio. Normalmente solía vaciar la basura y sacar la bolsa por la noche, sobre todo
para impedir que Bob jugara con ella. Pero ese día, por alguna razón, había olvidado
hacerlo, dejándola en el suelo de la cocina. Craso error.
Estaba claro que Bob se había aprovechado de mi ausencia para desgarrar y
husmear en el fondo de la bolsa y así poder probar suerte entre los desperdicios. No
había encontrado nada por lo que a cartones se refiere, pero a cambio había dado con
una vieja lata. Lamentablemente para él, en su entusiasmo por explorar su contenido,
se le había quedado media cabeza encajada dentro. Era la clase de cosas que se
pueden ver constantemente en YouTube o en uno de esos programas de
videoaficionados. Se había metido solo en ese lío y ahora emitía unos tristes y
patéticos gemidos.
No era la primera vez que hacía algo así. Un día que estaba sentado en el salón
escuché un extraño sonido proveniente de la cocina, una especie de suave golpeteo:
pat… pat… pat, seguido por otro más rápido: pat, pat, pat, pat.
Encontré a Bob yendo de un lado a otro con una pequeña tarrina individual de
mantequilla pegada a una de sus patas. Le encantaba la mantequilla, por lo que
cuando la había encontrado no había podido evitar meter la pata para luego chuparla.
De alguna forma, la pata se le había quedado atascada dentro del envase y ahora
caminaba pegado a él. De vez en cuando alzaba la pata y la golpeaba contra la puerta
de un armario para intentar liberarla. Al final tuve que ayudarle a quitársela. Estaba
claro que ahora iba a tener que hacer lo mismo.
Saltaba a la vista que se sentía un tanto compadecido de sí mismo y sabía que
había hecho una tontería.
—Bob, tontorrón. ¿Qué has hecho? —le pregunté, al agacharme para ayudarle.
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Menos mal que no había metido totalmente la cabeza dentro de la lata, pensé. Tenía
un borde dentado por la parte donde se había abierto y tuve que poner cuidado al
sacársela de la cabeza. Olfateé el interior de la lata. No era un olor demasiado
agradable, eso seguro.
En el instante en que desatasqué la parte alta de su cabeza de la lata, Bob se
escabulló a un rincón. Tenía restos de comida pegados en la oreja y en la parte de
atrás del cogote, por lo que empezó lamerse y lavarse frenéticamente. Mientras lo
hacía no dejaba de lanzarme miradas avergonzadas, como si quisiera decirme: «Sí, ya
sé que ha sido una tontería. Pero no intentes convencerme de que tú no has hecho
alguna vez una tontería».
Cuando nos dirigimos al trabajo, casi una hora después del percance, aún lucía la
misma expresión avergonzada y yo aún sonreía para mis adentros.
La primera señal de que algo raro pasaba apareció unos pocos días más tarde,
cuando comenzó a comer de forma más compulsiva de lo habitual. La dieta diaria de
Bob suponía toda una rutina establecida desde hacía mucho tiempo. A pesar de que el
dinero siempre escaseaba, trataba de darle la comida más adecuada de una de las
marcas más populares de alimentación para gatos. Se la racionaba cuidadosamente,
siguiendo las recomendaciones indicadas. De modo que, por la mañana, tomaba una
taza rasa de galletas con alto contenido nutritivo y, al final del día, aproximadamente
una hora antes de acostarse, le daba otra media taza de galletas junto con medio
envase de carne para su cena.
Complementaba estas dos comidas con las pequeñas golosinas que le daba
mientras estábamos trabajando. Siempre había sido más que suficiente para
mantenerle feliz y sano. De hecho, normalmente dejaba alrededor de un cuarto de sus
galletas matinales porque le resultaba excesivo. Algunas veces las dejaba ahí, y otras
se las comía justo antes de marcharnos al trabajo, como un aperitivo de media
mañana.
Unos días después de que se le atascara la cabeza dentro de la lata, observé que
devoraba su desayuno en la mitad de tiempo e, incluso, lamía el cuenco hasta dejarlo
limpio.
Además se estaba volviendo más exigente. Yo siempre decidía cuándo darle
alguna recompensa por sus trucos. Pero ahora empezó a pedir los premios por su
cuenta. Por no hablar de que había también algo diferente en su forma de exigirlos.
No era la típica súplica con mirada de «Gato con Botas». Era como si estuviera
realmente ansioso por comer. Y lo mismo sucedía al llegar a casa. Por lo general, era
muy tranquilo a la hora de exigir su cena, pero ahora empezaba a acosarme tan pronto
entrábamos por la puerta. Se le veía muy agitado hasta que le llenaba su cuenco. Y
una vez más, lo devoraba a toda prisa, poniéndome al acabar una mirada directamente
sacada de Oliver Twist. «Por favor, papá, ¿puedo tomar un poco más?».
Sin embargo lo más alarmante era que después de una semana o más de
comportarse así, no había ganado nada de peso.
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«Esto es muy raro», me dije una tarde cuando, al terminar su cena, seguía
mirándome como si pudiera zamparse sin problemas otra ración.
A mis sospechas de que algo iba mal, debía sumar el hecho de que hiciera sus
necesidades más a menudo. Bob era, como la mayoría de los gatos, una criatura de
costumbres cuando se trataba de ir al baño. A lo largo de los años, había superado su
rechazo a utilizar el cajón de arena en casa y hacía sus necesidades allí por la mañana
y luego repetía cuando llegábamos al centro de Londres. Sin embargo, de repente,
este hábito cambió y empezó a utilizarlo tres o cuatro veces cada día. O puede que
incluso más, por lo que yo sabía. Una vez llegué a pillarle utilizando el inodoro del
cuarto de baño. Pero, por alguna razón, no le había vuelto a ver usándolo. Puede que
no le gustara que le mirara. Pero cuando empecé a preocuparme por ese cambio de
hábitos, advertí que el agua del inodoro a veces estaba un poco sucia.
También empezó a pedirme que le llevara más veces a hacer sus necesidades
cuando estábamos en Angel. Tener que recoger las cosas y dirigirnos hasta el
pequeño parterre ajardinado de Green para que pudiera aliviarse era todo un engorro,
pero no me quedaba más remedio.
—¿Qué pasa contigo, Bob? —le dije, perdiendo la paciencia con él unos días
después de eso. Me puso una mirada distante, como diciendo que me metiera en mis
asuntos.
Pero cuando realmente fui consciente de que había un problema de verdad fue
cuando le vi arrastrar su trasero por el suelo. La primera vez que lo advertí fue una
mañana poco después de haberme despertado. Parecía muy concentrado en frotar su
trasero contra la moqueta del salón.
No me hizo ninguna gracia.
—Bob, qué asco, ¿qué crees que estás haciendo? —le espeté.
Pero pronto comprendí que eso significaba que había algún problema. Como de
costumbre, andaba corto de dinero y no quería gastarlo en una visita al veterinario y
en la inevitable medicación que le recetarían. De modo que, a la mañana siguiente, de
camino al trabajo, decidí pasarme por la biblioteca local y realizar una búsqueda en
Internet. Tenía mis sospechas, pero debía asegurarme. Suponía que se trataba de
algún tipo de infección de estómago relacionada con un parásito. Eso no explicaba
necesariamente su hambre, pero si encajaba con lo de hacer sus necesidades más a
menudo y frotarse el trasero contra el suelo.
Mi mayor temor era que se tratara de alguna infección parasitaria. Mi mente
retrocedió a mi infancia en Australia, cuando fui testigo de cómo varios gatos
desarrollaban lombrices. No era algo agradable de presenciar, y además era
contagioso. Un montón de niños en Australia suelen tener lombrices a causa de sus
gatos. De hecho, es muy habitual.
Obviamente, buscar enfermedades en Internet es el error más grave que uno
puede cometer. Ya lo había hecho antes pero, al parecer, no había aprendido la
lección. Como era de esperar, en menos de media hora estaba convencido de que los
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síntomas de Bob se correspondían con una clase de lombrices muy peligrosa,
anquilostoma o tenia. Ninguna de ellas suponía una enfermedad letal, pero podría ser
realmente molesto, ya que causaba severas pérdidas de peso y un deterioro del pelaje
si no era tratado a tiempo.
Sabía que no me quedaba más opción que examinar sus heces la próxima vez que
fuera al baño. No tuve que esperar demasiado. Menos de una hora después de
habernos establecido en Angel, empezó a hacer esos extraños ruidos y gestos
indicativos y tuve que llevarle hasta la zona ajardinada de Green. Reuní fuerzas para
echar una rápida ojeada antes de que tapara su caca con tierra. No le hizo ninguna
gracia mi intrusión.
—Lo siento, Bob, pero debo echar un vistazo —dije, inspeccionando sus
deposiciones con un palito.
Tal vez parezca extraño, pero me sentí feliz cuando descubrí que había unas
pequeñas y blancas criaturas en ellas. Eran lombrices comunes, aunque muy
pequeñas.
—Al menos no es la tenia o un anquilostoma —me consolé durante el resto del
día.
Esa tarde, al volver a casa, sentía una extraña y confusa mezcla de emociones. Mi
parte de propietario responsable de un gato estaba realmente disgustada. Trataba de
poner mucha atención con su dieta, evitando carnes crudas y otros alimentos
conocidos por su riesgo de producir lombrices. Además era muy diligente a la hora de
vigilar que no tuviera pulgas, que pueden actuar como posibles transmisoras de ellas.
Eso sin contar con que Bob era un gato muy limpio y sano, y que yo mismo me
aseguraba de que el apartamento estuviera en condiciones decentes para vivir. Sentía
como si hubiera cometido algún fallo. Pero, por otro lado, también estaba aliviado,
porque ahora sabía lo que debía hacer.
Casualmente, sabía que la furgoneta de la Cruz Azul iba a estar en Islington
Green al día siguiente. Así que esa mañana me aseguré de salir más temprano para
evitar las largas colas que siempre se forman antes del comienzo de las consultas.
El personal de allí ya nos conocía; habíamos sido visitantes regulares a lo largo de
estos años. Allí fue donde le pusieron el microchip a Bob y donde tuve que acudir a
lo largo de un año para ir pagando los plazos que había contraído por ese y otros
tratamientos. También había hecho que le examinaran con frecuencia, incluyendo,
irónicamente, el tratamiento antipulgas.
El veterinario de servicio esa mañana me pidió que le describiera el problema,
examinó por encima a Bob y también la muestra de sus heces que llevé en un
pequeño envase de plástico y que había guardado en casa antes de llegar a una
predecible conclusión.
—Sí, me temo que tiene lombrices, James —indicó—. ¿Qué ha estado comiendo
últimamente? ¿Algo fuera de lo normal? ¿Ha estado husmeando en la basura o algo
por el estilo?
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Fue como si una luz se encendiera en mi cabeza. Me sentí como un estúpido.
—Oh, Dios mío, sí.
Me había olvidado totalmente del incidente de la lata. Debió de encontrar un
trozo de pollo o de carne en mal estado dentro. ¿Cómo no había sido capaz de verlo?
El veterinario me prescribió un plan para su tratamiento y una jeringuilla para
darle la medicación.
—¿Cuánto tiempo tardará en limpiarse? —pregunté.
—Debería mejorar en pocos días, James —indicó—. Hazme saber si los síntomas
persisten.
Dos años antes, cuando llevé a Bob por primera vez y tuve que administrarle
antibióticos, la única forma de hacerlo era a mano, insertando las pastillas en su boca
y luego frotando su garganta para ayudarle a tragarlas hasta el estómago. En teoría, la
jeringuilla iba a facilitarme el proceso. Pero aun así tendría que lograr que confiara en
mí para que me permitiera introducir el líquido por su garganta.
De vuelta en el apartamento esa noche, pude advertir que no le gustaba
demasiado el aspecto de la jeringuilla. Pero, una vez más, me demostró lo mucho que
confiaba en mí al dejarme introducirle el tubo de plástico en la boca y verterle la
medicina por la garganta. Supuse que sabía que nunca le haría nada que no fuera
absolutamente necesario.
Como había pronosticado el veterinario, en pocos días Bob volvió a ser el mismo.
Su apetito disminuyó y pronto estuvo comiendo y haciendo sus necesidades con
normalidad.
Al reflexionar sobre lo sucedido, me di un toque de atención. La responsabilidad
de cuidar de Bob había sido una fuerza muy positiva en mi vida. Pero debía aprender
a gestionar mejor esa responsabilidad. No era un trabajo a tiempo parcial del que
pudiera desentenderme cuando me apeteciera.
Me sentí especialmente negligente, puesto que no era la primera vez que Bob se
indisponía a causa de su hábito de husmear en la basura. Hacía más o menos un año,
también se había puesto malo después de investigar en los contenedores del cuarto de
basuras del edificio.
Me dije a mí mismo que no podía volver a dejar una bolsa de basura en el suelo.
Había sido una estupidez por mi parte hacerlo. Incluso si todo estaba bien cerrado,
Bob era tan resolutivo e inquisitivo que siempre encontraría una forma de abrirlo.
Pero por encima de todo me sentía muy aliviado. No era frecuente que Bob se
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encontrara indispuesto o enfermo, pero cuando lo estaba, mi parte pesimista siempre
llegaba a las peores conclusiones. Por inverosímil y dramático que fuera, durante los
últimos días había llegado a imaginarlo muerto mientras yo tenía que seguir viviendo
sin él. Era una perspectiva demasiado aterradora de contemplar.
Siempre he dicho que éramos socios, que nos necesitábamos por igual. Pero muy
en el fondo, sabía que eso no era cierto. Yo le necesitaba mucho más.
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Capítulo 7. El gato sobre un tejado de Hoxton
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constante malestar muscular. Así que cada vez que veía la televisión o hacía alguna
comida en el apartamento, tenía que sentarme con la pierna apoyada en un cojín o en
otra silla. Cuando llegaba la hora de acostarme, debía colocar un cojín en la cama y
poner el pie en alto.
Había ido a ver al médico un par de veces, pero se limitó a prescribirme
analgésicos más fuertes. Durante los oscuros días de mi adicción a la heroína, me
había llegado a pinchar en todas las partes del cuerpo, incluyendo la ingle. Por eso
estaba seguro de que pensaban que mi situación era, de alguna forma, una especie de
secuela por los abusos de mi pasado. Tampoco yo insistía demasiado, una parte de mí
estaba acostumbrada a que me despacharan con evasivas. Además eso solo reforzaba
la antigua sensación adquirida en mi etapa de persona sin hogar de ser, de alguna
manera, invisible; de que la sociedad no me consideraba alguien por quien valiera la
pena preocuparse.
El verdadero problema para mí es que aún necesitaba ganarme el sustento. Y eso
significaba que, por muchas molestias que sintiera, debía levantarme de la cama y
acudir a Angel diariamente.
No era fácil. En cuanto ponía el pie en el suelo, el dolor ascendía por mi pierna
como una descarga eléctrica. Solo podía dar tres o cuatro pasos seguidos. De modo
que la caminata para llegar a la parada del autobús se había convertido en un
maratón, puesto que tardaba dos o tres veces más que antes en completarla.
Al principio Bob no sabía cómo tomárselo. No dejaba de lanzarme miradas
intrigadas, como diciendo: «¿Qué estás haciendo, colega?». Pero como era un chico
listo, pronto comprendió que algo no iba bien y, en consecuencia, empezó a cambiar
su comportamiento. Por las mañanas, por ejemplo, en lugar de saludarme con su
repertorio habitual de sonidos, topetazos y miradas suplicantes, me observaba con
ojos inquisitivos y una expresión ligeramente compasiva. Era como si dijera: «¿Te
encuentras mejor hoy?».
Y lo mismo sucedía cuando nos dirigíamos al trabajo. A menudo caminaba a mi
lado en lugar de adoptar su posición habitual en mis hombros. Obviamente prefería
viajar en la cubierta superior, por decirlo de alguna forma, pero intentaba trotar a mi
lado siempre que podía. Creo que notaba lo dolorido que me sentía.
De hecho, cuando le parecía que llevaba demasiado tiempo deambulando por la
calle, me hacía parar y sentarme. Se interponía en mi camino, tratando de dirigirme
hacia algún banco o murete donde pudiera descansar un momento. Yo pensaba que
era mejor completar el paseo de una vez en lugar de parar cada pocos pasos así que,
durante un tiempo, aquello se convirtió en una auténtica batalla de voluntades.
Debía ser todo un espectáculo para la gente de Tottenham vernos emprender la
marcha hacia la carretera cercana a mi edificio. Cada vez que Bob me oía quejarme
de dolor, se detenía y me lanzaba una mirada como sugiriendo que debería hacer un
alto o sentarme. Yo le miraba y contestaba: «No, Bob, necesito continuar». Si no
hubiera estado tan mal, probablemente yo mismo lo habría encontrado muy divertido.
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Sin duda parecíamos un veterano y quisquilloso matrimonio.
Después de un tiempo, sin embargo, resultó evidente que no podía continuar así.
A menudo regresaba a casa exhausto, solo para descubrir que el ascensor había vuelto
a estropearse. La ascensión hasta la quinta planta resultaba un auténtico calvario, que
se hacía eterno. Así que empecé a quedarme en casa de Belle.
Su casa tenía un montón de ventajas. Para empezar el apartamento estaba en la
primera planta y no en la quinta, lo que me ahorraba un montón de sufrimiento.
Además, acudir al trabajo desde allí era mucho menos doloroso, pues tenía una
parada de autobús a pocos metros.
La medida me ayudó un poco, pero el dolor continuó aumentando gradualmente.
Mi pavor por poner el pie en el suelo era ahora tan grande que una mañana decidí
fabricarme una muleta. Con Bob a remolque, me dirigí al bonito parquecillo cerca del
apartamento de Belle donde encontré una rama caída de un árbol que encajaba
perfectamente debajo de mi brazo, permitiéndome aliviar el peso de mi pierna
dolorida cuando caminaba. Solo me costó un día o dos acostumbrarme a ella.
Lógicamente, atraje un montón de miradas extrañadas. Con mi pelo largo y mi
barba descuidada, debía parecer un moderno Merlín o Gandalf de El señor de los
anillos. Por si eso no fuera suficientemente raro, la visión de un gato pelirrojo
acomodado en mi hombro debía conjurar imágenes de magos caminando con alguno
de los animales que usan para sus hechizos. Pero lo cierto es que en esos momentos
no me importaba el aspecto que tuviéramos. Cualquier cosa que apaciguara mi dolor
era bienvenida.
Llegar a cualquier parte caminando se había convertido en una auténtica
pesadilla. Cada pocos pasos tenía que apoyarme o sentarme en el muro de ladrillos
más cercano. Intenté usar la bicicleta para desplazarme pero fue totalmente
imposible. En cuanto aplicaba un poco de presión al pedal con mi pierna derecha era
una agonía. El Bobmóvil se había quedado en el vestíbulo de mi casa en Tottenham,
acumulando polvo.
Era evidente que Bob comprendía que algo malo me pasaba y a veces tenía la
impresión de que estaba perdiendo la paciencia. Algunas mañanas, cuando me veía
luchar para ponerme los pantalones y poder ir a trabajar, me fulminaba con la mirada
como diciendo: «¿Por qué estás haciendo esto? ¿Por qué no te quedas en la cama?».
La respuesta, por supuesto, era que no me quedaba elección. Estábamos sin blanca,
como de costumbre.
Mi rutina diaria se había convertido en un auténtico calvario. Nos bajábamos del
autobús en Islington Green y nos dirigíamos a la pequeña zona ajardinada donde Bob
solía hacer sus necesidades. Desde allí, iba renqueando hasta el puesto de la
coordinadora de The Big Issue, que estaba delante de un Starbucks. Luego cruzaba la
calle principal y me encaminaba a la estación de metro, a nuestro puesto.
Tener que permanecer allí de pie durante cinco o seis horas era impensable. Me
habría desmayado. Por suerte, uno de los floristas situado a las puertas de la estación
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del metro vio un día el estado en que me encontraba y se acercó con un par de cubos
de los que usaba para meter las flores.
—Aquí tienes, siéntate en esto. Y haz que Bob se siente en el otro —me sugirió,
dándome una palmadita de ánimo en la espalda.
Se lo agradecí en el alma. No había forma humana de que pudiera aguantar de pie
más de unos pocos minutos seguidos.
Al principio, me preocupó que permanecer sentado en el cubo pudiera traerme
consecuencias desastrosas para el negocio. (La gente suele reírse cuando digo que
vender The Big Issue es un negocio, pero es exactamente eso. Tienes que comprar
ejemplares de la revista para poder venderlos, y como vendedor, debes hacer cálculos
ajustados y decidir cuántos ejemplares vas a necesitar a lo largo de la semana en
función de tu presupuesto. De hecho, el principio no es muy diferente a llevar una
gigantesca corporación, y los riesgos eran igual de altos, si no más. Si triunfas
sobrevives, si fracasas te puedes morir de hambre). Habitualmente suelo recorrer la
zona de delante de la estación de metro engatusando y camelándome a la gente para
que gaste algunas monedas del sueldo que tanto les cuesta ganar. Cuando tuve que
sentarme en el cubo, me aterrorizaba volverme invisible para la gente. Pero debía
haberlo imaginado. Bob se hizo cargo de la situación.
Tal vez fuera porque me pasaba la mayor parte del tiempo sentado con él, pero
durante esa época se convirtió en un auténtico espectáculo. En el pasado, solía ser yo
el que marcaba el comienzo de nuestros juegos, pero ahora era él quien tomaba la
iniciativa. Se frotaba contra mí y me miraba como diciendo: «Vamos, colega, saca
mis galletitas, hagamos algún truco y ganemos un poco de pasta». Había momentos
en que hubiera jurado que sabía exactamente lo que estaba pasando o que había
deducido que cuanto antes sacáramos una cantidad suficiente de dinero, antes
volveríamos a casa y podría descansar mi pierna. Era sobrecogedor advertir lo mucho
que entendía.
Me habría gustado poder ver la vida con tanta claridad.
Vivir en casa de Belle con Bob tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Todavía
seguía desesperado por averiguar cuál era el problema de mi pierna, pero confiaba en
que dejándola descansar el problema, de alguna forma, desaparecería. Mientras
pasaba cada vez más tiempo tumbado, Belle me cuidaba, haciéndome apetitosas
comidas y lavando mi ropa, y Bob parecía llevarse bien con ella. Durante el tiempo
que permaneció en su casa mientras yo estaba en Australia, habían formado un fuerte
vínculo. Hasta el punto de que Belle era la única persona, además de mí, a quien
permitía que le cogiera en brazos.
No había duda de que veía su casa como un refugio seguro. El año anterior,
cuando escapó de Angel una tarde después de ser atacado por un perro, se dirigió
directamente al apartamento de Belle, a pesar de que estaba bastante lejos. Me llevó
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horas deducir que se había refugiado allí. Fue la noche más larga de mi vida.
La proximidad de su relación sin duda le hacía la vida más fácil. Pero también le
permitía cometer más travesuras.
Una mañana me levanté y fui a la cocina para hacerme una taza de café,
esperando encontrarme a Bob allí plantado. Al igual que en casa, solía merodear por
la cocina a primera hora de la mañana, principalmente con la esperanza de poder
picotear cualquier resto de comida que hubiera. Había momentos en que podía ser un
auténtico glotón.
Ese día, sin embargo, no había rastro de él. Ni tampoco de Belle.
Había estado lloviendo con fuerza toda la mañana, pero ahora el cielo se había
despejado dando paso a un día soleado y luminoso con la temperatura en ascenso. El
pronóstico del tiempo había anunciado un calor sofocante para última hora de la
tarde. Advertí que Belle había abierto la ventana de la cocina para dejar entrar un
poco de aire fresco en el apartamento.
—Bob, ¿dónde estás colega? —llamé, empezando a buscarle tal y como estaba
vestido, con los calzoncillos y una camiseta.
No había señales de él ni de Belle en el salón o en la entrada, así que me dirigí a
la habitación donde Belle dormía. Cuando vi que su ventana también estaba
entreabierta, tuve una inmediata sensación de desazón.
El apartamento de Belle estaba en la primera planta y el dormitorio de la parte de
atrás daba a la cubierta del piso de la planta baja que se extendía por debajo del
nuestro. A su vez ese tejado cubría parcialmente el patio y, más allá, estaba el
aparcamiento del edificio. Desde allí apenas había un corto paseo hasta la calle
principal, una de las más transitadas de esa parte del norte de Londres.
—Oh, no, Bob, no se te habrá ocurrido salir, ¿verdad?
Conseguí asomar la cabeza a través de la apertura de la ventana y examinar las
terrazas de más abajo. Había toda una extensión de tejadillos a lo largo de las
viviendas de la planta baja del edificio. Como no podía ser de otra forma, cinco pisos
más allá, estaba Bob sentado, tomando el sol.
Cuando le llamé, giró lentamente la cabeza en mi dirección, lanzándome una
mirada confundida. Como si me preguntara: «¿Qué pasa?».
No me importaba que tomara el sol. Pero me preocupaba el hecho de que pudiera
escurrirse por el resbaladizo y húmedo tejadillo, o que saltara directamente al patio y
desde allí cruzara por el aparcamiento a la carretera principal.
Me entró el pánico y empecé a soltar el cierre de seguridad de la ventana para
poder abrirla del todo y trepar al tejado. Después de unos pocos minutos, conseguí
colarme por la abertura. Aún seguía sin vestir.
Las tejas de pizarra estaban resbaladizas por la lluvia que había caído a primera
hora de la mañana, de modo que no era fácil sujetarse, especialmente debido al dolor
de mi pierna. Sin embargo, conseguí arrastrarme por los tejados hasta donde Bob
estaba sentado. Me encontraba a pocos pasos cuando comprendí que era una misión
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inútil.
Bob, súbitamente se incorporó y echó a correr de vuelta por los tejadillos,
pasando con indiferencia por delante de mí. Cuando traté de cogerle, me gruñó e hizo
un rápido movimiento hacia la ventana abierta de Belle. Una vez más, me lanzó una
mirada desdeñosa antes de desaparecer rápidamente en el interior. Yo, por supuesto,
tenía un buen trecho de vuelta que recorrer. Me llevó varios minutos atravesar las
resbaladizas tejas. Y, para mi vergüenza, un par de rostros se asomaron por las
ventanas. La mirada de sus caras lo decía todo. Era una mezcla de asombro, lástima e
hilaridad.
Momentos después de que consiguiera entrar sano y salvo en el apartamento,
escuché la puerta de entrada cerrarse y vi a Belle de pie en el vestíbulo con una
pequeña bolsa del supermercado.
Se echó a reír.
—¿Dónde demonios has estado? —preguntó.
—En el maldito tejado tratando de rescatar a Bob —respondí.
—Oh, suele pasar allí todo el tiempo —indicó con gesto despectivo de la mano—.
Incluso baja al patio algunas veces. Y luego vuelve a subir.
—Me hubiera gustado que me lo contaras antes —repliqué al tiempo que me
tambaleaba hasta mi dormitorio provisional para ponerme algo de ropa.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que se cambiaran las tornas. Y muy
pronto fue Belle quien estaba maldiciendo su temperamento curioso.
Como yo había descubierto de primera mano, a Bob le gustaba explorar el patio
trasero del edificio de Belle, aprovechándose de estar en una primera planta y no en
un quinto piso.
En cierta medida era algo saludable. A Bob le gustaba salir a hacer sus
necesidades allí por las mañanas y por las tardes. Pero, por supuesto, eso también le
permitía ejercitar sus otros instintos naturales.
Sabía que cazar formaba parte de su ADN. Por mucho que la gente crea que son
unas criaturas encantadoras y suaves como bolas de peluche, los gatos también son
depredadores —depredadores realmente efectivos—. A medida que nos íbamos
acomodando en casa de Belle, él empezó a traernos obsequios. Un día que estábamos
sentados en el salón apareció con un pequeño ratón colgando de su boca y lo dejó con
mucho cuidado a mis pies, como si me ofreciera un regalo.
Le regañé por hacerlo.
—Bob, si te comes eso volverás a ponerte malo —dije.
Para ser sinceros, sabía que no había nada que pudiera hacer, aparte de
mantenerle en arresto domiciliario, lo que no deseaba. Y, a estas alturas, tampoco era
cuestión de ponerle un cascabel.
Como era de prever, eso significó que su comportamiento se hiciera más atrevido.
Una mañana, estaba sentado en la cama leyendo cuando escuché un grito de lo
más aterrador. Era Belle.
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—¡Oh, Dios mío, Dios mío!
Salté de la cama y corrí hacia el salón donde ella estaba planchando. Allí, encima
de una pila de camisas recién planchadas y sábanas, había una pequeña rana marrón.
—¡James, James, atrápala, deshazte de ella! Por favor —suplicó, un poco más
calmada.
Advertí que Bob estaba junto a la puerta observando todo con atención. Había
una extraña expresión en su cara, que solo podía calificar de traviesa. Era como si
supiera exactamente lo que estaba pasando.
Atrapé la rana con las dos manos. Y luego salí del apartamento y me dirigí hacia
la zona trasera del edificio con Bob siguiéndome a cada paso.
Volví al apartamento y retomé la lectura del libro olvidándome del incidente. Pero
entonces, aproximadamente una hora después, escuché otro grito acompañado del
sonido de algo golpeando la pared. Esta vez venía del vestíbulo.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté dirigiéndome hacia el alboroto.
Belle estaba en un extremo del pasillo con las manos en la cabeza y una expresión
aterrorizada en el rostro. Señalaba al pasillo hacia un par de zapatillas que claramente
había lanzado a propósito.
—Ahora está dentro de la zapatilla —indicó.
—¿Qué es lo que está en tu zapatilla? —pregunté, perplejo.
—La rana.
Tuve que contener una carcajada. Una vez más atrapé la rana y la saqué al jardín.
Bob iba de nuevo detrás de mí, intentando hacerme creer que el hecho de que la rana
hubiera aparecido dos veces en el apartamento en menos de una hora, era una simple
coincidencia.
—Quédate ahí, colega —ordené, comprendiendo que esta vez tendría que dejar a
la rana en un lugar seguro.
Me miró desdeñosamente y luego se dio la vuelta para entrar en el apartamento
como diciendo: «¡No eres nada divertido!».
Por muy cómodo que estuviera en casa de Belle, después de un tiempo comprendí
que no era la situación ideal, especialmente para mi relación con Bob.
El dolor de la pierna me había vuelto más irascible y, en general, una compañía
menos divertida que de costumbre. Así que, inevitablemente, con el transcurso de los
días, Bob y yo empezamos a pasar menos tiempo juntos. Percibiendo que cada vez
dormía más y no me encontraba de muy buen humor al despertarme, ya no entraba
tan a menudo en el dormitorio para jugar por las mañanas. En su lugar, Belle solía
prepararle muchos días el desayuno. Además le gustaba escaparse por la ventana
regularmente para explorar el patio trasero de las casas, desapareciendo durante
largos ratos. Imagino que se lo pasaba bomba.
Por otra parte, estaba casi seguro de que comía por ahí. Había empezado a volver
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de sus excursiones por los tejados y el patio alrededor de la hora de cenar. Pero
cuando Belle o yo le poníamos el cuenco de comida, apenas lo tocaba y se limitaba a
jugar con él. Al principio, se me encogió el corazón. «Está volviendo a comer en los
cubos de basura», me dije. Pero Belle y yo comprobamos la zona de residuos de la
parte de atrás del edificio y llegamos a la conclusión de que no tenía forma de
acceder a los gigantescos y cerrados contenedores. La explicación debía estar en otra
parte.
Un día, cuando nos dirigíamos al trabajo, me crucé con un señor mayor en el
vestíbulo que estaba recogiendo su correo. Bob lo vio y le miró con expresión de
reconocimiento.
—Hola, amiguito —dijo el hombre—. Me alegra volver a verte.
De pronto todo cobró sentido. Recordé ese libro infantil Sixto Seis Cenas de Inga
Moore, sobre un gato que va ganándose el afecto de todo el mundo de la calle,
consiguiendo una cena en cada una de las casas cada noche. Bob había repetido la
misma hazaña. Se había convertido en Bob Seis Cenas.
En cierto sentido era una señal de lo cómodo y contento que se sentía, allí
instalado. Pero también de que se estaba acostumbrando a vivir sin mí como centro
de su mundo. Esa noche acostado en la cama, tratando de pensar en todo y nada
excepto el dolor de mi pierna, empecé a preguntarme algo que no me había planteado
en todo el tiempo que llevábamos juntos. ¿Estaría mejor sin mí?
Era una pregunta lógica. ¿Quién iba a querer estar con un tullido, exdrogadicto,
sin dinero y sin perspectivas de trabajo? ¿Quién querría estar siempre en la calle bajo
toda clase de condiciones atmosféricas siendo empujado y atropellado por los
transeúntes? Especialmente cuando había almas más amistosas y menos complicadas
alrededor, dispuestas a darte una cena gratis cada noche.
Siempre creí que podría proporcionarle una vida tan buena como todo el mundo,
si no mejor. Éramos almas gemelas, dos piezas del mismo bloque, me decía. Por
primera vez desde que estábamos juntos, ya no estaba tan seguro de eso.
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Capítulo 8. No hay peor ciego
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había tenido bastante. Debía hacer algo al respecto. No me importaba lo que creyeran
los médicos sobre mí y mi pasado: necesitaba respuestas, necesitaba poner fin al
problema. Me vestí, cogí mi muleta y me dirigí al ambulatorio local, decidido a que
me hicieran un examen en condiciones.
—Lleva una curiosa muleta, señor Bowen —me dijo el médico cuando entré en la
consulta.
—La necesidad es la madre de los inventos —repliqué dejando el desgastado palo
en un rincón y subiendo a la camilla, donde el médico empezó a echar un vistazo a mi
muslo y pierna.
—Esto no tiene buena pinta. Debe intentar no hacer presión en esa pierna durante
al menos una semana. ¿Puede librarse unos días del trabajo? —me preguntó.
—No, la verdad es que no. Soy vendedor de The Big Issue —le expliqué.
—Está bien, tendrá que pensar en algo para poder mantener el pie en alto todo el
tiempo —declaró—. También quiero que se haga lo que llamamos un análisis de
sangre del dímero-D para valorar la formación de coágulos en la sangre. Sospecho
que ahí es donde reside su problema.
—Muy bien —asentí.
—Y ahora, ¿qué podemos hacer con esa muleta suya? Creo que puedo
conseguirle algo mejor que una rama de árbol —declaró.
—¿No hay posibilidad de una silla de ruedas? —pregunté recordando de pronto la
que había visto en el aparcamiento.
—Me temo que no. Pero puedo ofrecerle un par de muletas más decente, mientras
tratamos de reducir la inflamación y abotagamiento de su pierna.
Al final de la mañana era el orgulloso propietario de un par de muletas metálicas
en condiciones, con empuñaduras de goma, sujeción para brazos y conteras para
amortiguar el apoyo. Casi enseguida empecé a desplazarme balanceando las piernas
delante de mí. Era muy consciente de la imagen que debía dar. Me sentía un tanto
estúpido, más incluso que cuando llevaba el palo bajo mi brazo. Podía percibir lo que
la gente pensaba de mí. Era deprimente.
Sin embargo, el tiempo de compadecerme se había acabado. No quise dejar pasar
un minuto más y, al día siguiente, fui directamente a hacerme el análisis de sangre.
Pero la cosa no fue tan sencilla. Sacar una muestra de sangre de un exadicto a la
heroína no es empresa fácil.
La enfermera de la clínica me pidió que me remangara, pero cuando intentó
encontrar una vena le resultó imposible.
—Hmm, probemos con el otro brazo —sugirió. Pero dio igual.
Intercambiamos una mirada que lo decía todo. No hacía falta ponerle palabras.
—Tal vez debería hacerlo yo —propuse.
Me miró con expresión de agradecimiento y me tendió la aguja. Cuando encontré
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una vena en la pierna, dejé que extrajera la muestra. Las humillaciones por ser un
exadicto en recuperación eran infinitas, pero no iba a dejar que eso me detuviera.
Un par de días más tarde, cuando telefoneé a la clínica, una doctora confirmó mis
peores sospechas. Explicó que había desarrollado una trombosis venosa profunda, o
TVP.
—Tiene un coágulo de sangre que me gustaría examinar con más detenimiento.
Quiero que se pase por el University College Hospital para una prueba de
ultrasonidos —me indicó.
En cierto sentido fue un alivio. Siempre había sospechado que los largos vuelos
de ida y vuelta de Australia me habían causado el problema. Echando la vista atrás,
comprendí que había suprimido esa idea por todo tipo de razones absurdas, en parte
porque no quería parecer paranoico, pero también porque no quería que mis
sospechas se confirmaran. Sabía que una TVP podía derivar en toda clase de
complicaciones, especialmente coronarias y derrames cerebrales.
Teniendo todo esto en cuenta, durante la semana de espera hasta la prueba de
ultrasonidos creí volverme loco. Bob y yo continuamos trabajando, pero me movía
por inercia. Me aterrorizaba hacer algo que pudiera desencadenar un derrame o un
ataque al corazón. Incluso dejé de jugar con él cuando nos sentábamos en los cubos
juntos. Él me miraba de vez en cuando, esperando que sacara una galleta para poder
empezar a actuar para los transeúntes. Pero la mayoría de las veces mi corazón no
estaba en eso y lo rechazaba. Analizándolo en retrospectiva, creo que estaba
demasiado absorto en mí mismo. Si le hubiera prestado atención, estoy seguro de que
habría visto la decepción escrita en su cara.
Cuando llegó el día de la prueba, me dirigí al UCH en Euston Road y, una vez allí,
tuve que atravesar una sala llena de madres embarazadas que esperaban para hacerse
una ecografía. Yo parecía ser la única persona que no estaba excitada por estar ahí.
Fui atendido por un especialista que derramó toneladas de gel en mi pierna para
así poder pasar la cámara sobre esta, al igual que se hacía en el vientre de las futuras
madres. Resultó que tenía un enorme coágulo de sangre de unos quince centímetros
de largo. El especialista me hizo sentar y me explicó que sospechaba que el coágulo
había empezado siendo muy pequeño y luego había ido aumentando y extendiéndose
a lo largo del borde de la vena.
—Probablemente el tiempo caluroso pudo desencadenarlo y luego usted lo
exacerbó al caminar —indicó—. Le prescribiremos un anticoagulante que debería
disolverlo.
Me sentí aliviado. Lamentablemente, aún no estaba fuera de peligro.
Se me había recetado un anticoagulante de los que se utilizan para diluir la sangre
y evitar posibles coágulos. Pero no presté atención al prospecto que venía con él. No
se me ocurrió que pudiera tener efectos secundarios.
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Unas noches después de empezar a tomar las pastillas, me desperté hacia las
cinco de la mañana para ir al baño. Afuera, la calle estaba sumida en la oscuridad,
pero había suficiente luz en el apartamento para que pudiera encontrar el camino al
baño y volver. Cuando estaba recorriendo el pasillo, noté algo húmedo deslizarse por
mi muslo. Encendí la luz y me quedé horrorizado al descubrir que mi pierna estaba
cubierta de sangre. Cuando regresé al dormitorio y encendí las luces, comprobé que
las sábanas de la cama estaban todas ensangrentadas.
Bob estaba dormido como un tronco en un rincón, pero se despertó. Advirtió que
sucedía algo malo y en un instante estuvo a mi lado.
No tenía ni idea de qué estaba pasando. Pero sabía que tenía que ir al hospital —y
rápido—. Me puse unos vaqueros y una cazadora y salí a toda prisa del apartamento
encaminándome hacía Tottenham High Road, donde supuse que podría coger un
autobús.
Cuando llegué al UCH, me admitieron inmediatamente. Me explicaron que el
anticoagulante había diluido mi sangre hasta tal punto que había empezado a sangrar
por los poros de la debilitada piel donde solía pincharme.
Tuve que permanecer dos días ingresado mientras ajustaban mi medicación.
Finalmente me cambiaron el fármaco por otro que no producía los mismos efectos.
Eso en cuanto a las buenas noticias. Pero las malas eran que tendría que ponerme
inyecciones en el estómago durante un período de, al menos, seis meses.
Pincharme a mí mismo era terrible, por muchas razones distintas. Para empezar
era doloroso pincharse directamente en los músculos del estómago. Podía sentir el
contenido de la jeringuilla penetrando en el tejido. En segundo lugar, era un recuerdo
de mi pasado. Odiaba la perspectiva de tener una jeringuilla y una aguja formando
parte de mi vida diaria una vez más.
Y, lo peor de todo, es que encima no funcionó.
Varias semanas después de que empezara a pincharme el nuevo fármaco, mi
pierna seguía sin mejorar. No podía dar más de dos pasos seguidos, incluso con las
muletas. Estaba empezando a desesperarme. Una vez más, comencé a imaginar que
perdía la pierna. Volví al hospital y le expliqué la situación a uno de los médicos que
me habían atendido con anterioridad.
—Más vale que le ingresemos una semana. Intentaré averiguar ahora mismo si
hay posibilidad de conseguir alguna cama —declaró, descolgando el teléfono.
No es que me hiciera mucha gracia. Significaba que no podría trabajar, y ya había
perdido dos días en el hospital. Pero sabía que no podía continuar en esa situación.
Me dijeron que tendrían una cama libre al día siguiente. Así que volví a casa esa
noche y le expliqué la situación a Belle. Ella accedió a cuidar de Bob, lo que fue un
gran consuelo para mí. Sabía que estaba muy contento en su casa. A la mañana
siguiente me levanté e hice una pequeña bolsa de viaje para llevar al hospital.
No era precisamente un paciente ejemplar. La clave está en la palabra paciente.
Eso es algo en lo que nunca he destacado. Me distraigo fácilmente.
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Durante los primeros días, apenas podía dormir, ni siquiera tomando las pastillas
que me daban para dejarme frito. Inevitablemente, empecé a hacer un examen de mi
vida mientras yacía preocupado por todo —mi pierna, mi larga convalecencia, mi
puesto en Angel y, como siempre, la falta de dinero—. También solía agobiarme por
Bob.
La idea de que tendríamos que continuar nuestras vidas por separado se negaba a
abandonar mi mente. Ya llevábamos juntos más de dos años y medio y él había sido
el compañero más fiel imaginable. Pero todas las amistades atraviesan fases, y
algunas llegan a su fin. Sabía que no había sido la mejor de las compañías durante las
últimas semanas. ¿Debería preguntarle a Belle si quería quedarse con él? ¿O tal vez
preguntar al simpático vecino de la puerta de al lado con el que, al parecer, Bob ya
había establecido un vínculo? Por supuesto yo me quedaría desolado por perderlo.
Era mi mejor amigo, mi apoyo. No tenía a nadie más en mi vida. En el fondo lo
necesitaba para mantenerme por el buen camino y, algunas veces, también para
conservar mi cordura. Pero, al mismo tiempo, tenía que tomar la decisión correcta.
No sabía qué hacer. Pero entonces lo vi claro. No era mi decisión.
Tal y como reza el viejo dicho, los gatos te eligen a ti y no al revés. Eso fue lo que
había sucedido entre Bob y yo unos años antes. Por la razón que fuera, él vio algo en
mí que le hizo quedarse a mi lado. Siempre he creído en el karma, en la idea de que
recibes en vida lo que has hecho en el mundo. Quizás había sido obsequiado con su
compañía como recompensa por haber hecho algo bueno en una vida anterior.
Aunque, desde luego, no podía recordar haber hecho algo tan bien. Ahora tendría que
esperar a ver si me volvía a elegir. Si quería permanecer conmigo, debía ser su
decisión. Solo suya.
Estaba seguro de que muy pronto sabría su respuesta.
Cuando los resultados de la última tanda de pruebas llegaron, me dijeron que la dosis
de medicación que se me había prescrito no era lo suficientemente fuerte. Iban a tener
que aumentarla, pero también querían mantenerme más tiempo allí para asegurarse de
que funcionaba.
—Solo serán un par de días más, lo necesario para comprobar que le va bien y no
tiene efectos secundarios —me explicó el doctor.
Belle se pasó un rato a verme, y me trajo un par de libros y algunos cómics. Me
dijo que Bob estaba estupendamente.
—Creo que ha encontrado a alguien más que le dé de comer aparte del señor
mayor —comentó riendo—. Realmente está haciendo honor al nombre de Bob Seis
Cenas.
Después de un par de días resultó evidente que la nueva dosis por fin estaba
consiguiendo eliminar mi TVP. La hinchazón de mi pierna estaba empezando a
desaparecer y el color volviendo a la normalidad. Las enfermeras y los médicos
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también pudieron notarlo, así que no perdieron el tiempo en levantarme de la cama.
—No es bueno que esté ahí tumbado todo el día, señor Bowen. —No dejaba de
repetirme uno de ellos.
Así que insistieron en que me levantara y caminara a lo largo del pasillo al menos
dos veces al día. De hecho, fue una alegría poder andar de nuevo sin doblarme de
dolor. Cuando apoyaba el peso en la pierna, ya no sentía las mismas punzadas
insoportables. Todavía dolía, pero no tenía nada que ver con lo que había sentido
antes.
Fieles a su palabra, después de una semana de estar ingresado, los médicos me
dijeron que podía irme a casa. Escribí un mensaje a Belle contándole las buenas
noticias. Ella me contestó diciendo que intentaría pasar a verme a última hora de la
tarde.
El papeleo del hospital me llevó más tiempo del que esperaba, así que la tarde
estaba muy avanzada cuando me quité el pijama, me vestí y recogí mis pertenencias,
encaminándome a la salida de Euston Road. Aún tenía las muletas, pero ya no las
necesitaba. Ahora podía apoyar el pie sin sentir verdadero dolor.
Belle me había vuelto a mandar un mensaje diciéndome que me esperaría fuera.
—No puedo entrar en el hospital. Te lo explicaré cuando te vea —había escrito.
Habíamos quedado en encontrarnos en la nueva y horrible escultura moderna
frente a la puerta principal. Había escuchado al personal del hospital hablar de ella,
un gigantesco pedrusco pulido de seis toneladas de peso. Aparentemente, le había
costado al hospital decenas de miles de libras y su propósito era conseguir que los
visitantes y pacientes se sintieran mejor al contemplarla cuando llegaban y se
marchaban. A mí, particularmente, no me inspiró nada, aunque me fue muy útil en
cuanto mi cuerpo se topó con el frío aire de la tarde. Me apoyé un instante en ella,
mientras trataba de recuperar el aliento por haber caminado por los pasillos lo que me
parecieron kilómetros sin ayuda de las muletas.
Llegaba con un par de minutos de adelanto, por lo que no había señales de Belle.
Eso no era ninguna sorpresa, teniendo en cuenta la hora que era. Pude advertir que el
tráfico estaba empezando a complicarse y me resigné a esperar. Entonces, para mi
alivio, la vi emerger de la parada del autobús al otro lado de la calle. Llevaba una
bolsa de viaje que, supuse, contendría un poco de ropa limpia y mi chaquetón. Al
principio no lo distinguí, pero a medida que se fue acercando, vislumbré un destello
pelirrojo asomando por la cremallera sin cerrar en la parte superior de la bolsa.
Cuando llegó al pie de la escalera, vi su cara asomando.
—¡Bob! —exclamé, excitado.
En el momento en que registró mi voz, empezó a revolverse en la bolsa. En un
instante, tenía sus patas delanteras en el brazo de Belle y las traseras encima de la
bolsa, listo para saltar.
Aún estábamos a unos metros de distancia cuando Bob se lanzó fuera de la bolsa
hacia mí. Fue el salto más atlético que le había visto hacer nunca, y eso es decir
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mucho.
—Guauu, amigo —dije inclinándome hacia delante para atraparlo y achucharlo
contra mi pecho. Él se pegó a mí como una lapa a una roca que estuviera siendo
azotada por las olas. Luego hundió su cabeza en mi cuello y empezó a frotarse contra
mis mejillas.
—Espero que no te importe, pero esta era la razón de que no pudiera entrar, tenía
que traerlo —dijo Belle radiante—. Vio que guardaba algunas cosas para ti y se puso
como loco. Creo que sabía que venía a buscarte.
Cualquier duda que tuviera sobre nuestro futuro, desapareció en ese instante. De
camino a casa, Bob no se despegó de mí, literalmente. En lugar de sentarse a mi lado,
lo hizo sobre mi regazo, gateando hasta mis hombros y poniendo sus patas en mi
pecho mientras ronroneaba feliz.
Era como si no quisiera dejarme marchar nunca. Yo sentía exactamente lo mismo.
Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver. En los días y semanas que
siguieron, comprendí que había estado poco dispuesto, o más bien, que había sido
incapaz de ver lo que era evidente. Lejos de querer dejarme, Bob había estado
desesperado por intentar aliviar mi dolor y ponerme en el camino de la recuperación.
Me había dado espacio para recuperarme, pero también había tratado de cuidarme sin
que yo me diera cuenta.
Belle me contó que cada vez que estaba dormido en la habitación, Bob se
acercaba a examinarme. Se tumbaba en mi pecho e incluso frotaba sus mejillas contra
mí de vez en cuando.
—Te daba un pequeño golpecito en la frente y esperaba tu reacción. Creo que
solo quería asegurarse de que todavía seguías con nosotros —sonrió.
También me contó que otras veces se enroscaba sobre mi pierna.
—Era como si tratara de aplicarte un torniquete o algo así. Como si quisiera
quitarte el dolor —decía—. Nunca te quedabas quieto el tiempo suficiente como para
que pudiera estar ahí mucho rato. Pero sabía dónde estaba el dolor y, definitivamente,
trataba de hacer algo para quitártelo.
No había visto nada de eso. Y, lo que es peor, cada vez que Bob había intentado
ayudarme o reconfortarme cuando estaba despierto, le había echado de mi lado.
Había sido un egoísta. Bob me quería —y me necesitaba— tanto como yo le quería y
le necesitaba a él. No podría olvidarlo.
Estar tumbado en la cama durante tantos días también me había servido para
concentrar mi mente en otra cosa. Pocas semanas después de estar curado, di el paso
más importante que había dado en años. Tal vez en toda mi vida.
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Cuando por fin escuché las palabras, con ocasión de una cita ordinaria con mi
consejero del centro de rehabilitación para drogodependientes de Camden, tardé un
buen rato en asimilarlas.
—Creo que has llegado a la meta, James —me dijo.
—¿Cómo dice? ¿A qué se refiere?
—Voy a hacerte la última receta. Unos pocos días más tomando las pastillas y
creo que estarás listo para considerarte limpio.
Llevaba varios años acudiendo a ese centro. Había llegado allí siendo un guiñapo,
un adicto a la heroína que parecía ir en picado a la tumba. Gracias a un estupendo
equipo de consejeros y enfermeras, había conseguido mantenerme al borde del
abismo desde entonces.
Después de desintoxicarme primero de la heroína y luego de la metadona, mi
nueva medicación, el subutex, había conseguido, de forma lenta pero definitiva,
ayudarme a dejar los opiáceos completamente. Y ya hacía seis meses que lo estaba
tomando.
Lo llaman la droga milagrosa y, por lo que a mí concernía al menos, eso es
exactamente lo que era. Me había permitido dominar mi ansiedad por las drogas
suavemente y sin altibajos. Había estado reduciendo la dosis de subutex
regularmente, primero de ocho miligramos a seis, después a cuatro y luego a dos. A
partir de ahí, empecé a tomar dosis más pequeñas, que apenas llegaban a 0,4 gramos.
Había sido un proceso sin fisuras, mucho más fácil de lo que había anticipado.
Así que al salir esa mañana del centro no terminaba de entender por qué me sentía
tan inquieto por el hecho de estar a punto de dejar de tomar subutex.
Tendría que haber estado encantado. Había llegado el momento de acometer ese
suave aterrizaje de aeroplano del que me había hablado uno de los consejeros. Pero,
curiosamente, me sentía nervioso, y esa sensación se mantuvo durante los siguientes
dos días.
Esa primera noche, por ejemplo, empecé a sudar y a tener pequeñas palpitaciones.
No era nada serio ni importante comparado con lo que había pasado al dejar la
metadona. Aquello sí había sido un infierno. Ahora, sin embargo, era casi como si
esperara que algo horrible me sucediera, como si aguardara algún tipo de reacción
dramática. Pero nada sucedió. Simplemente me sentía, bueno, completamente bien.
Bob estaba muy sensibilizado con mi humor e intuyó que necesitaba un poco más
de cariño que de costumbre. No hizo nada evidente; ni necesitó realizar uno de sus
diagnósticos nocturnos o darme un golpecito en la cabeza para comprobar si aún
respiraba. Simplemente se colocó unos centímetros más cerca de mí en el sofá y me
dio unas cuantas caricias extra con la cabeza en mi cuello de cuando en cuando.
Durante los siguientes días continué mi vida con normalidad. Bob y yo estábamos
de vuelta en mi apartamento de Tottenham, donde tratábamos de reanudar nuestra
vida. Era un inmenso alivio ser capaz de caminar en condiciones y montar en
bicicleta con Bob a bordo.
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Al final del proceso me quedó una ligera sensación de anticlímax. Cinco o seis
días después de haber tomado la última dosis, saqué el blíster de la caja y vi que solo
quedaba una pastilla.
Apreté la cavidad transparente para extraer la pastilla, la mantuve debajo de mi
lengua hasta que se disolvió y luego bebí un vaso de agua. Hice una bola con el
blíster y la tiré al suelo para que Bob jugara con ella.
—Aquí tienes, compañero. Esa es la última bola de esta clase con la que vas a
jugar.
Esa noche me fui a la cama esperando pasar las de Caín. «No voy a poder
dormir», pensé. Estaba seguro de que mi cuerpo empezaría a protestar por la retirada
del medicamento con toda clase de punzadas. Esperaba pesadillas, visiones, un sinfín
de vueltas a un lado y a otro. Pero no hubo nada de eso. No hubo nada. Quizá estaba
tan agotado por la ansiedad que, en cuanto mi cabeza rozó la almohada, me quedé
dormido.
Cuando desperté al día siguiente y recuperé la consciencia, me dije: «Vaya. Eso es
todo. Estoy limpio». Miré por la ventana hacia el horizonte de Londres.
Lamentablemente, no era un cielo demasiado azul. No era nada tan tópico. Pero
ciertamente estaba bastante nítido. Y, al igual que cuando dejé la metadona, me
pareció de alguna forma más brillante y colorido.
Sabía que los días, semanas, meses y años que me quedaban por delante no iban a
ser fáciles. Habría veces en los que me sentiría estresado, deprimido e inseguro y, en
esas ocasiones, sabía que una persistente tentación regresaría a mi mente y pensaría
en tomar algo para amortiguar el dolor y aturdir los sentidos.
Esa había sido la razón por la que había caído en la heroína en primer lugar. Fue
la soledad y la falta de esperanza lo que me había llevado directamente a sus brazos.
Pero ahora estaba decidido a que eso no volviera a sucederme. La vida no era
perfecta, ni mucho menos. Pero era un millón de veces mejor de lo que había sido
cuando empecé mi adicción. Por aquel entonces no podía ver más allá del siguiente
chute. Ahora sentía que podía distinguir un buen trecho delante de mí. Y sabía que
podría caminar por él.
Desde aquel día, cada vez que me siento flaquear me digo a mí mismo: «Espera
un momento, ya no estás viviendo a la intemperie, no estás solo, no hay
desesperanza. No la necesitas».
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Continué viendo al consejero durante un tiempo, pero pronto también dejé de
necesitarlo. Un mes más o menos después de dejar de tomar la última pastilla de
subutex, me dio el alta.
—Ya no es necesario seguir viéndote —dijo mientras me acompañaba a la puerta
—. Mantente en contacto y buena suerte. Bien hecho.
Me alegra decir que no le he visto ni he sabido nada de él desde entonces.
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Capítulo 9. Bob y la Gran Marcha
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Era, sin lugar a dudas, la salvación para muchas personas que vivían en las calles. Y,
desde luego, en mi caso me había ayudado a orientar y dar un propósito —por no
mencionar que me permitía ganar el suficiente dinero para defenderme contra la
miseria— a mi vida.
Habíamos quedado en reunirnos en el cine IMAX, que está situado en la rotonda
de Bullring, en la parte sur del Puente de Waterloo. Era una ubicación muy
conveniente. Hasta hacía poco tiempo, la rotonda —bueno, más bien el laberinto de
hormigón y pasajes subterráneos bajo esta— había sido un asentamiento de chabolas
que los londinenses conocían como la Ciudad de Cartón. Durante los años ochenta y
principios de los noventa, se convirtió en el hogar de más de doscientos «sin techo»,
como nos llaman los asistentes sociales. Gran parte de los que estaban en la calle eran
yonquis ocasionales o alcohólicos, pero muchos se construyeron casas con palés de
madera y cajas de cartón. Algunas incluso tenían un salón y dormitorios con
colchones. Había sido un refugio, aunque no necesariamente uno seguro, a lo largo de
casi quince años. Yo había vivido allí brevemente durante sus días finales, a finales
de 1997 y principios de 1998, cuando todo el mundo fue desalojado para construir el
cine IMAX.
Mis recuerdos del lugar eran inconexos, pero, según me fui acercando al IMAX,
vi que los organizadores de la marcha habían montado una pequeña exposición de
fotografía con la historia de la Ciudad de Cartón. Con Bob encaramado en mi
hombro, examiné las imágenes en blanco y negro buscando rostros conocidos. Pero
pronto resultó que estaba buscando en el lugar erróneo.
—Hola, James —dijo una voz femenina detrás de mí. La reconocí en el acto.
—Hola, Billie —contesté.
Allá por el año 2000, cuando mi vida había tocado fondo, Billie y yo nos hicimos
amigos, ayudándonos mutuamente y haciéndonos compañía. No nos habíamos
conocido hasta el desalojo de la Ciudad de Cartón, cuando tuvimos que apretarnos el
uno contra el otro para luchar contra el frío en los gélidos refugios que los centros de
beneficencia como Centrepoint y St Mungo’s solían acondicionar durante los meses
de invierno.
Resultó que Billie también había puesto su vida patas arriba. Una noche tuvo una
epifanía cuando estaba durmiendo al raso en el centro de Londres y la despertó un
vendedor de The Big Issue. Al principio se cabreó, ni siquiera sabía de qué revista se
trataba. Pero le echó un vistazo y tuvo la idea. A partir de entonces reconstruyó su
vida y, una década después, se había convertido en todo un modelo para la Fundación
The Big Issue.
Estuvimos recordando los malos y viejos tiempos alrededor de una taza de té.
—¿Te acuerdas de las noches bajo el Arco del Almirantazgo durante ese terrible y
nevado invierno? —preguntó.
—Sí, ¿en qué año fue? ¿1999, 2000 o 2001? —dudé.
—No puedo recordarlo. Esos días están un poco confusos, ¿no es cierto? —dijo
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encogiéndose de hombros con resignación.
—Así es. Sin embargo, aquí estamos, que es más de lo que se puede decir de
algunos de los pobres tipos con los que coincidimos por entonces.
Solo Dios sabe cuántas personas de las que estaban en las calles con nosotros
habían perecido por el frío, las drogas o la violencia.
Billie estaba muy comprometida con esta marcha.
—Le dará a la gente una idea de lo que hemos tenido que pasar —declaró—. No
podrán marcharse a casa a dormir en una cama caliente, tendrán que quedarse aquí
fuera con nosotros.
Yo no estaba tan seguro. Nadie, por muy buena intención que tuviera, podría
comprender realmente lo que era vivir en las calles.
Billie, al igual que yo ahora, también tenía una mascota. La suya era una
espabilada Collie de la frontera llamada Solo. Ella y Bob se habían medido entre sí
durante algunos segundos, pero luego decidieron que no había nada de lo que
preocuparse.
Justo antes de las diez y media de la noche, John Bird, el fundador de The Big
Issue, hizo acto de presencia. Me lo había encontrado en un par de ocasiones, y
siempre me había parecido un personaje carismático. Como de costumbre, su
aparición fue de gran ayuda, y consiguió motivar a todo el mundo con un corto e
inspirado discurso sobre lo que gracias a la revista se había conseguido tras estos
dieciocho años. En ese momento, alrededor de cien personas o más se habían
congregado allí junto con un par de docenas de vendedores, coordinadores y
personal. Todos dispuestos a desfilar en la noche, listos para que John Bird iniciara la
cuenta atrás.
—¡Tres, dos, uno! —gritó, y entonces nos pusimos en marcha.
—Allá vamos, Bob —dije, asegurándome de que adoptaba una posición cómoda
en mis hombros.
Para mí suponía un auténtico viaje a lo desconocido. Por un lado, me preocupaba
que la pierna no pudiera soportar los veintiocho kilómetros de desgaste y ajetreo,
mientras que, por otro, estaba encantado de no necesitar las muletas y poder caminar
con normalidad de nuevo. Era todo un alivio no tener que recorrer la calle
escuchando el «clon, clon, clon», ni tener que balancear las piernas delante de mí a
cada paso. Así que, mientras emprendíamos el primer tramo alrededor de South Bank
y el Puente del Milenio, me dije a mí mismo que debía disfrutarlo.
Como de costumbre, Bob pronto empezó a atraer un montón de atención. Había
una atmósfera realmente festiva y muchas de las personas encargadas de recabar
fondos empezaron a sacarse fotos con él mientras caminábamos. No parecía estar de
un humor muy amigable, lo que era comprensible. A esas horas ya solía estar
dormido y podía sentir el frío que ascendía desde el Támesis. Pero había traído
conmigo una generosa provisión de golosinas, así como un poco de agua y un cuenco
para él. También me había asegurado de que tuviera un cuenco de leche en los puntos
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de avituallamiento. Lo haremos lo mejor que podamos, me dije.
Bob y yo nos metimos en un grupo en el centro de la procesión mientras
avanzábamos a lo largo de la orilla del río. Había una mezcla de estudiantes y
trabajadores de beneficencia, así como un par de mujeres de mediana edad. Eran
obviamente gente bondadosa con ganas de ayudar de alguna manera. Una de las
señoras empezó a hacerme las típicas preguntas: ¿de dónde eres?, ¿cómo has acabado
en las calles?
Había contado la historia más de cien veces durante la última década. Cómo había
llegado a Londres desde Australia cuando tenía dieciocho años. Que había nacido en
Inglaterra pero, al separarse mis padres, mi madre me había llevado con ella cuando
se trasladó a vivir a ese país. Todas las veces que nos habíamos mudado de un lado a
otro durante los siguientes años y cómo me volví bastante problemático. Y también
cómo había llegado a Londres con la esperanza de convertirme en músico, pero
aquello no había funcionado; la época en que estuve viviendo con mi hermanastra, y
mis desavenencias con su marido; y cómo empecé a dormir en los sofás de los
amigos, hasta que finalmente me quedé sin sitios donde pasar la noche y acabé en las
calles. A partir de ahí empezó mi cuesta abajo. Ya había probado las drogas con
anterioridad, pero cuando me convertí en mendigo se volvió una forma de vida. Era
el único modo de borrar de mi mente el hecho de estar solo y de que mi vida fuera un
desastre. Anestesiaba el dolor.
Mientras hablábamos, pasamos por delante de un edificio cerca del puente de
Waterloo dónde recordaba haber pasado la noche varias veces. «No dormía allí muy a
menudo», le dije a la señora, señalando hacia el lugar. «Una noche en que yo estaba
hecho polvo, a otro tipo le robaron y después le degollaron mientras dormía».
Ella me miró muy pálida.
—¿Y murió? —preguntó.
—No lo sé. Yo salí corriendo —confesé—. Para ser sincero, lo único por lo que te
preocupas cuando estás así es por sobrevivir al día siguiente. Solo vives para ti. A eso
es a lo que te reduce la vida en las calles.
La mujer se paró un momento para mirar la puerta del edificio, como si estuviera
diciendo una breve y silenciosa oración.
Después de aproximadamente una hora y media, llegamos a la primera parada del
recorrido: el restaurante flotante La Hispaniola en Embankment, la zona norte del
Támesis.
Tomé un poco de sopa de la que había preparada mientras Bob bebía un poco de
leche que alguien tuvo la amabilidad de servirle. Me sentía muy positivo sobre todo
el evento, además de muy satisfecho por los kilómetros que había recorrido —y por
los muchos que aún quedaban por delante.
Pero entonces, cuando nos bajábamos del barco, sufrimos un ligero contratiempo.
Tal vez porque había recuperado fuerzas o quizá porque sabía que mi pierna aún no
estaba al cien por cien, Bob se empeñó en bajar del barco a pie. Mientras caminaba
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por la pasarela, tirando de la correa, se topó directamente con otro vendedor de The
Big Issue que estaba subiendo con su mascota, un Staffordshire. El perro fue
directamente a por Bob y tuve que ponerme delante moviendo manos y piernas para
impedir que se abalanzara sobre él. Para ser justos hay que reconocer que el otro tipo
le dio un fuerte tirón de correa a su perro e incluso un manotazo en el morro. Los bull
terrier tienen fama de ser violentos, pero no creo que este lo fuera. Solo estaba siendo
curioso, no malo. Lamentablemente, eso desquició bastante a Bob. Cuando
emprendimos la marcha se enroscó sobre mi cuello con fuerza, en parte porque estaba
nervioso pero, sobre todo, para protegerse del frío. Una bruma que te helaba los
huesos se elevaba desde el Támesis.
Una parte de mí quería acabar con todo y llevar a Bob a casa. Pero hablé con un
par de organizadores y me convencieron para continuar. Afortunadamente, a medida
que nos fuimos alejando del río, las temperaturas subieron un poco. Continuamos
avanzando a través del West End, dirigiéndonos al norte.
Entablé conversación con otra pareja, una guapa joven rubia y su novio francés.
Parecían más interesados por la historia de cómo Bob y yo nos habíamos conocido.
Eso me venía bien. Caminar de esa forma por Londres me traía muchos recuerdos,
algunos demasiado oscuros e inquietantes para contarlos. Como adicto a la heroína
viviendo en las calles, me había visto abocado a cometer actos espantosos para
sobrevivir. Pero no estaba de humor para compartir esos detalles con nadie.
Durante los primeros nueve kilómetros o así, mi pierna se había encontrado bien.
Estuve tan distraído por lo que sucedía alrededor que no pensé en ello. Pero a medida
que la noche avanzaba, empecé a sentir un punzante dolor en el muslo, donde había
tenido la TVP. Era inevitable, pero no dejaba de ser un incordio.
Durante la siguiente hora más o menos, decidí ignorarlo. Pero cada vez que
parábamos para tomar una taza de té, notaba un acuciante e intenso dolor. En un
primer momento me mantuve en el centro de la procesión, caminando al lado de los
que recolectaban dinero. Pero, poco a poco, había ido dejándome caer, quedándome
prácticamente en la retaguardia. Un par de personas encargadas de recaudar y un tipo
de la oficina de The Big Issue cerraban la marcha y estuve caminando con ellos
durante aproximadamente un kilómetro y medio. Sin embargo, tuve que hacer un par
de paradas para dejar que Bob hiciera sus necesidades y fumarme un cigarrillo. De
pronto me di cuenta de que me había quedado lejos del grupo.
La siguiente parada oficial era en Camden, en el pub Roundhouse, unos
kilómetros más allá. No creía poder llegar tan lejos. Así que cuando pasamos por
delante de una parada de autobús con servicio nocturno justo en nuestra dirección,
tomé una decisión.
—¿Qué opinas, Bob, nos rendimos?
No dijo nada, pero podría jurar que estaba listo para volver a su cama. Cuando un
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autobús apareció ante nosotros y abrió sus puertas, se subió a bordo de un salto y fue
directo a sentarse, con el pelo erizado de placer al sentir el calorcito.
El autobús estaba muy concurrido a pesar de ser más de las tres de la mañana.
Sentados al fondo, Bob y yo íbamos rodeados por un grupo de jóvenes, aún muy
animados por su noche de juerga en las discotecas del West End o donde quiera que
hubiesen estado. También había un par de tipos de aspecto solitario que parecían ir
camino a ninguna parte. Yo también había estado en su situación y hecho lo mismo.
No solo una vez, sino un montón de ellas.
Pero eso pertenecía al pasado. Esa noche me sentía muy diferente. Esa noche
estaba muy satisfecho conmigo mismo. Supongo que para mucha gente haber
caminado casi veinte kilómetros no supone una gran proeza, pero haber llegado tan
lejos tal y como había estado mi pierna pocas semanas antes, era, al menos para mí, el
equivalente a correr la Maratón de Londres.
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Capítulo 10. Historia de dos ciudades
Cuando descorrí las cortinas de mi dormitorio y miré más allá de los tejados de la
zona norte de Londres, resultó evidente que el tiempo invernal que los meteorólogos
habían anunciado había completado su viaje desde Siberia o desde donde quiera que
fuera el territorio helado que lo había enviado en nuestra dirección.
Gruesas franjas de nubes color plomizo colgaban suspendidas del cielo y pude
escuchar el viento azotando y silbando en el exterior. Si alguna vez hubo un día para
quedarse en casa, abrigado y calentito, era ese. Lamentablemente, no era un lujo que
pudiera permitirme.
Las cosas estaban especialmente tensas en ese momento. Tanto el contador del
gas como el de la electricidad necesitaban un montón de monedas para poder
funcionar[3], así que el apartamento estaba frío como una nevera. Bob había adoptado
la costumbre de acurrucarse cerca de la cama por la noche, confiando en absorber
algo del calor que yo generaba bajo la colcha. Por ahora, al menos, la conclusión era
que tenía que seguir vendiendo The Big Issue y no podía permitirme coger días libres
—incluso si el tiempo parecía tan desagradable como el de aquel día.
Así que cuando hube preparado mi mochila, la única incógnita era si Bob querría
venir conmigo. Como siempre, tendría que ser su decisión. Y sabía que generalmente
tomaba la decisión correcta.
Los gatos —como muchos otros animales— son muy sensibles a la hora de
«leer» el tiempo y otros fenómenos naturales. Aparentemente están dotados para
predecir terremotos y tsunamis, por ejemplo. La explicación más razonable que he
escuchado al respecto es porque son sensibles a la presión del aire. Y, por tanto,
también pueden detectar los cambios en la atmósfera que predicen la llegada del mal
tiempo. Bob, desde luego, había demostrado gran aptitud para detectar si la lluvia
estaba en el aire. Odiaba mojarse y a menudo se hacía un ovillo y se negaba a salir
cuando el tiempo en el exterior parecía estar bien pero, en apenas una hora o dos, los
cielos se abrían y me pillaban a mí solo en la calle.
Así que cuando le mostré la correa y la bufanda y se acercó a mí como un día
normal, supuse que sus instintos para predecir el tiempo estaban diciéndole que era
seguro aventurarse fuera.
—¿Estás seguro, Bob? —pregunté—. No me importa salir yo solo.
Había escogido una de sus bufandas más gruesas y abrigadas. Se la envolví
cuidadosamente alrededor del cuello y nos dirigimos hacia la deprimente oscuridad.
En el momento en que puse un pie en la calle sentí un viento cortante como un
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escalpelo. Pinchaba. Noté que el cuerpo de Bob se encogía más de lo usual alrededor
de mi cuello.
La idea de tener que esperar al autobús durante media hora me aterrorizaba, pero
afortunadamente a los pocos minutos apareció uno de nuestra línea y muy pronto
estuvimos a bordo. Al sentir el calor en la parte baja de mis piernas proveniente de la
rejilla de calefacción, mi ánimo mejoró un poco. Pero casi enseguida las cosas
empezaron a empeorar.
No llevábamos ni diez minutos de trayecto cuanto advertí los primeros copos de
nieve caer. Al principio eran pocos y espaciados, pero en apenas unos instantes, el
aire se espesó con gruesos copos blancos que empezaron a cuajar sobre el pavimento
y los techos de los coches aparcados.
—Esto no pinta bien —le dije a Bob, que parecía transfigurado por la
transformación que se estaba produciendo en las calles.
Para cuando llegamos a Newington Green, a aproximadamente un kilómetro de
Angel, el tráfico se había ido ralentizando hasta prácticamente detenerse. Me
enfrentaba a una auténtica Trampa 22 —si ya iba a ser muy complicado ganar algo de
dinero, en estas condiciones sería todo un reto—. Sin embargo, andaba tan corto de
dinero que ni siquiera estaba seguro de tener monedas suficientes para volver a casa
y, mucho menos, para meter alguna libra en los contadores de gas y electricidad
durante los próximos días.
—Vamos, Bob, si tenemos que ganar algo, más vale que hagamos a pie el último
tramo —dije de mala gana.
Al bajar del autobús pudimos comprobar que todo el mundo caminaba a paso de
tortuga y con cara de pocos amigos mientras avanzaba por lo que se había convertido
en una peligrosa superficie. Para Bob, sin embargo, era un mundo nuevo y fascinante;
un mundo que pronto estuvo ansioso por explorar. Me lo había colocado en el
hombro como de costumbre, pero apenas dimos unos pasos cuando se levantó
dispuesto a bajar a tierra.
No lo había pensado, pero en cuanto lo dejé en el suelo comprendí que era la
primera vez que Bob pisaba la nieve, al menos conmigo. Observé cómo apoyaba sus
patas en la fina capa de polvo blanco y luego se echaba para atrás para admirar la
huella que había dejado en la superficie virgen. Por un momento imaginé lo que debía
de ser ver el mundo a través de sus ojos. Tenía que resultar muy extraño ver que, de
pronto, todo se había vuelto blanco.
—Vamos, colega, no podemos estar aquí todo el día —dije después de un minuto
o dos.
Para entonces la nieve caía con tanta intensidad que era difícil ver nada delante de
nosotros.
Bob aún seguía divirtiéndose, posando una pata tras otra en la cada vez más
gruesa capa de nieve. Finalmente, alcanzó tal espesor que su vientre se llenó de
pequeños cristales blancos.
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—Vamos, compañero, deja que te devuelva a tu sitio —sugerí, cogiéndole y
poniéndole de nuevo sobre mis hombros.
El problema ahora es que la nieve caía con tanta fuerza que empezaba a cuajar
sobre nosotros. Cada pocos metros tenía que sacudir casi un par de centímetros de
nieve fresca de mis hombros y hacer lo mismo con Bob.
Llevaba un destartalado paraguas viejo que saqué de la mochila. Pero, como pude
comprobar, era prácticamente inútil ante las fuertes rachas de viento, así que renuncié
a los pocos minutos.
—Esto no va bien, Bob. Tenemos que buscarte un abrigo en condiciones —
declaré. Entré en un pequeño colmado, sacudiéndome los pies en el felpudo de la
puerta.
Al principio la dueña, una mujer india, nos miró a los dos asombrada, lo que no
era nada excepcional. Debíamos de tener una pinta rarísima. Pero su prevención
inicial pronto se derritió.
—Son muy valientes saliendo con este tiempo —sonrió.
—Yo no diría valientes —contesté—. Creo que locos sería más exacto.
No tenía muy claro lo que buscaba. Al principio me planteé comprar un nuevo
paraguas, pero eran demasiado caros. Solo me quedaban algunas monedas. Entonces
tuve una idea y me dirigí a la zona de productos de limpieza. En un estante vi unos
rollos de pequeñas y resistentes bolsas de basura.
—Esto podría servir, Bob —dije en voz baja.
—¿Cuánto cuesta una sola bolsa? —pregunté.
—No puedo venderlas sueltas. Tiene que ser el rollo entero. Son dos libras —
señaló.
No quería gastarme tanto: realmente estaba sin blanca. Pero entonces advertí que
tenía pequeñas bolsas de plástico negro en el mostrador para que los clientes se
llevaran sus compras.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda llevarme una de esas? —pregunté.
—Está bien —accedió, mirándome un tanto apurada—. Son cinco peniques.
—Muy bien. Me llevaré una. ¿Tiene unas tijeras?
—¿Tijeras?
—Sí, quiero hacer un agujero en ella.
Esta vez me miró como si realmente estuviera fuera de mis cabales. Sin embargo,
y probablemente actuando en contra de su instinto, se agachó detrás del mostrador y
sacó unas pequeñas tijeras de costura.
—Perfecto —declaré.
Alisé la parte del fondo de la bolsa y corté un pequeño semicírculo de
aproximadamente el tamaño de la cabeza de Bob. Luego abrí bien la bolsa y deslicé
su cabeza por él. El improvisado poncho le quedaba como un guante y cubría
perfectamente su cuerpo y sus patas.
—Oh, ya entiendo —dijo la dueña riendo—. Muy astuto. Eso debería funcionar.
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Nos llevó alrededor de quince minutos llegar hasta Angel. Una o dos personas
nos lanzaron miradas divertidas mientras caminábamos, pero para ser sinceros, la
mayoría estaba más preocupada por llegar sana y salva de un sitio a otro bajo esa
tormenta de nieve.
Sabía que resultaría imposible aguantar a las puertas del metro en nuestro puesto
de siempre. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de nieve. Así que Bob y yo
nos colocamos en el pasaje subterráneo más cercano, donde la mayoría de los
transeúntes se estaban refugiando.
No quería mantener a Bob demasiado tiempo en el frío, así que puse más empeño
que de costumbre en vender la revista. Afortunadamente, hubo mucha gente que
pareció compadecerse de nosotros y se rascó los bolsillos. Mi pila de revistas pronto
empezó a disminuir.
A última hora de la tarde calculé que había acumulado el suficiente dinero para ir
tirando durante un día o dos. Pero lo importante era que tenía bastante para mantener
el gas y electricidad funcionando a toda marcha hasta que, con un poco de suerte, el
tiempo mejorara.
—Ahora lo único que tenemos que hacer es volver a casa —le dije a Bob cuando,
una vez más, nos enfrentamos a los gélidos vientos de camino a la parada del
autobús.
«Tiene que haber un modo más sencillo que este de ganarse la vida», me dije a mí
mismo una vez instalado cálidamente en el autobús.
Hacer dinero resultaba muy duro, especialmente porque el abismo entre aquellos
que tienen y aquellos que no tienen era cada vez más grande. Trabajar en las calles de
Londres me hacía sentir como si reviviera Historia de dos ciudades, tal y como yo
mismo pude constatar unos días más tarde.
Estaba situado a las puertas de la boca del metro de Angel a la hora de comer, con
Bob encaramado en mis hombros, cuando advertí un pequeño alboroto al otro lado de
los torniquetes por los que los pasajeros emergían de los trenes de más abajo. Un
grupo de personas mantenía una animada conversación con los supervisores. Cuando
terminaron, se les dejó pasar, aparentemente sin pagar, y vi que se encaminaban en
nuestra dirección.
Reconocí inmediatamente la alta y ligeramente desgarbada figura rubia en el
centro del grupo. Era el alcalde de Londres, Boris Johnson. Iba acompañado por un
chico joven, su hijo, supuse, y un pequeño grupo de asistentes elegantemente
vestidos. Se dirigían directamente hacia mi salida.
No tuve tiempo para pensar que hacer, así que reaccioné instintivamente cuando
se acercaron.
—¿Qué me dice de adquirir un ejemplar, Boris? —sugerí, ondeando la revista en
el aire.
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—Me temo que llevo un poco de prisa —declaró, un tanto aturdido—, pero
aguarde un momento.
A su favor debo decir que empezó a rebuscar en sus bolsillos y sacó un montón de
monedas que se apresuró a depositar en mis manos.
—Aquí tiene. Más valiosas que las libras inglesas —declaró.
No entendí a qué se refería, pero aun así me sentí muy agradecido.
—Muchas gracias por apoyarnos a Bob y a mí —repliqué, tendiéndole un
ejemplar.
Mientras lo tomaba, sonrió y ladeó ligeramente su cabeza mirando a Bob.
—Tiene un bonito gato —observó.
—Oh sí, es toda una estrella, tiene incluso su propio carné de metro para poder
viajar —expliqué.
—Increíble, de verdad —añadió, antes de dirigirse en dirección a Islington Green
con su séquito.
—Buena suerte, Boris —le deseé cuando desapareció de mi vista.
No quise ser grosero y comprobar en su presencia cuánto me había dado, pero, a
juzgar por el peso y el número de monedas, parecía más que el precio de venta de la
revista.
—Ha sido muy generoso por su parte, ¿no crees, Bob? —dije, haciendo resonar
los céntimos que inmediatamente guardé en el bolsillo de mi chaqueta.
Sin embargo, cuando examiné el pequeño montón de monedas, mi corazón dio un
brinco. Todas llevaban la acuñación Confoederatio Helvetica.
—Oh, no, Bob —protesté—. ¡Me ha dado unos malditos francos suizos!
Fue entonces cuando até cabos.
—A eso se refería cuando dijo que eran más valiosos que las libras inglesas —
murmuré para mis adentros.
Excepto que, por supuesto, no eran más valiosos.
Obviamente no se le había ocurrido que, mientras los billetes extranjeros pueden
ser canjeados en la mayoría de bancos y oficinas de cambio, las monedas no. Estas
eran definitivamente inútiles. Al menos para mí.
Una de mis amigas de la estación del metro, Davika, pasó a vernos un poco más
tarde.
—Te he visto con Boris, James —sonrió—. ¿Ha sido generoso?
—Pues la verdad es que no —le contesté—. Me ha dado un montón de francos
suizos.
Sacudió la cabeza.
—Así son los ricos —declaró—. Viven en un planeta distinto al resto de nosotros.
No pude más que darle la razón. No era la primera vez que me sucedía algo
parecido.
Unos años antes, había estado tocando la guitarra en Covent Garden. Eran casi las
siete y media de la tarde, hora de subir el telón en la mayoría de los teatros y óperas
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de la zona, y un montón de gente surgía apresuradamente de la estación del metro.
Como era de esperar, muy pocos tenían tiempo para pararse a oírme tocar con Bob a
mis pies; sin embargo, un tipo de aspecto acalorado que llevaba un lazo de pajarita
me prestó atención.
Me vio desde lejos e inmediatamente empezó a rebuscar en su bolsillo. Era un
tipo grandullón con una buena mata de pelo gris. Hubiera jurado que me sonaba de la
televisión, pero no supe ubicarlo. Cuando lo vi hurgar en el bolsillo de su pantalón y
sacar un billete arrugado, me dije que estaba de suerte. Era rojo y parecía tener gran
valor, posiblemente cincuenta libras. Ese era el único billete que sabía que era rojo.
—Aquí tienes, hombre —declaró, dejándolo en mi mano mientras se detenía un
momento.
—¡Gracias! Muchas gracias —contesté.
—Que tengas una buena tarde —declaró riendo mientras se marchaba
rápidamente corriendo hacia la Piazza.
No entendí por qué se reía. Supuse que estaría de buen humor.
Esperé algunos minutos hasta que la muchedumbre se redujo y entonces saqué el
billete arrugado de mi bolsillo.
No me llevó mucho tiempo comprender que no era un billete de cincuenta libras.
Tal y como creía, era rojo, pero tenía un dibujo de un tipo con barba que nunca había
visto antes, y el número cien impreso. La caligrafía era algún tipo de idioma de
Europa del Este. La única palabra que me resultaba familiar era Srbije. Pero no sabía
lo que era ni lo que valía. Por lo que a mí respecta podrían haber sido más de
cincuenta libras. Así que recogí mis cosas y me dirigí a la oficina de cambio al otro
lado de la Piazza, pues sabía que abrían hasta tarde para los turistas.
—Hola, ¿podría decirme lo que vale este billete, por favor? —le pedí a la chica
que estaba tras la ventanilla.
Lo miró y luego me contempló con expresión perpleja.
—No lo reconozco, espere un momento, deje que lo consulte con alguien más —
declaró.
Se dirigió a la parte trasera de la oficina, donde pude ver a un tipo mayor sentado.
Después de un breve intercambio regresó.
—Aparentemente es serbio, es un billete de cien dinares serbios —explicó.
—Vale —repuse—. ¿Y puedo cambiarlo?
—Veamos lo que vale —dijo tecleando en el ordenador y luego en la calculadora
—. Hmm —masculló—. Eso equivale a unos setenta peniques, por lo que no
podemos cambiarlo.
Me sentí muy decepcionado. Había confiado secretamente en que fuera suficiente
dinero para que Bob y yo pudiéramos pasar el fin de semana. ¡Pero ni por asomo!
Había momentos en que me sentía realmente deprimido por los aprietos en que me
veía inmerso. Había cumplido treinta años. A mi edad, la mayoría de los tíos tienen
un trabajo, un coche, una casa, un plan de pensiones y, tal vez incluso, una esposa e
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hijos. Yo no tenía nada de eso. Una parte de mí no deseaba ninguna de esas cosas,
para qué vamos a engañarnos. Pero sí ansiaba tener la seguridad que algunas de esas
cosas aportaban. Estaba harto de vivir del cuento en las calles. Y también estaba harto
de ser humillado por aquellos que no tenían ninguna compasión —o siquiera simpatía
— por la vida que me había tocado llevar. Había veces en las que me sentía al límite.
Unos días después del incidente con el alcalde, sentí que lo había alcanzado.
Bob y yo habíamos terminado pronto y nos dirigíamos al metro para coger la línea
Norte hasta Euston y luego cambiar a la línea Victoria y bajarnos en la estación
Victoria. Mientras caminaba por los túneles, Bob iba delante de mí tirando de la
correa. Sabía a dónde nos dirigíamos.
Íbamos a ver a mi padre, algo que había comenzado a hacer con regularidad en
los últimos meses. La relación entre ambos había sido muy tensa en el pasado.
Cuando mis padres se separaron, mi madre obtuvo la custodia y me llevó a vivir con
ella a la otra parte del mundo, Australia, así que él apenas supo nada de mí durante mi
infancia. Para cuando llegué a Londres siendo un adolescente, yo era un desastre. Al
cabo de un año de mi llegada, había desaparecido de la faz de la tierra, empezando a
dormir en las calles. Cuando resurgí, él trató de ayudarme a volver al buen camino,
pero, para ser sincero, yo estaba más allá de la salvación.
Empezamos a acercarnos de nuevo cuando inicié mi desintoxicación, y habíamos
adquirido la costumbre de quedar a tomar algo en una taberna de la estación Victoria.
El personal era muy amable y me dejaban entrar con Bob siempre que lo mantuviera
oculto de los demás clientes. Aprendí a dejarlo debajo de la mesa, donde se dormía
feliz. Era un lugar barato y agradable y normalmente acabábamos picando también
algo de comer. Siempre por cuenta de mi padre, claro. Bueno, yo nunca iba a tener
suficiente dinero para invitarle, ¿no es cierto?
Como de costumbre, él ya estaba esperándome.
—¿Qué noticias traes?
—No muchas —contesté—. Cada vez estoy más harto de vender The Big Issue.
Es demasiado peligroso. Y Londres está lleno de gente a la que no le importas una
m*****.
Entonces le conté lo sucedido con Boris Johnson. Él me miró con comprensión,
pero su respuesta fue muy predecible.
—Necesitas limpiarte del todo y necesitas conseguir un trabajo como Dios
manda, Jamie —declaró (era la única persona que me llamaba así).
Tuve que contener las ganas de poner los ojos en blanco.
—Eso es muy fácil decirlo, papá —repuse.
Mi padre siempre ha sido muy trabajador. Un obrero hasta la médula. Pasó de
graduarse para ser anticuario a tener un servicio de reparación de lavadoras y
electrodomésticos y luego un negocio de scooters y vehículos de alquiler. Siempre
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había sido su propio jefe, por lo que no creo que pudiera entender por qué yo no
había sido capaz de hacer lo mismo. En su honor debo decir que nunca se había
cruzado de brazos por mí. Había intentado ayudar. En un momento dado, cuando
quise entrar en el mundo de la producción musical, intentó echarme una mano para
que hiciera un cursillo, pero aquello no funcionó. La intención era buena, pero
tampoco estaba en condiciones de apoyarla demasiado. Tras romper con mi madre
había vuelto a casarse y tenía dos hijos de los que cuidar, mis hermanastros Caroline
y Anthony. Su vida se había complicado.
Nunca me había planteado trabajar para él, y él nunca me lo había propuesto. No
sin razón, creía que los negocios y la familia no eran compatibles. Además, muy en el
fondo, sabía que yo no era de fiar —ni lo suficientemente presentable— para
interactuar con el público.
—¿Y qué me dices de especializarte en informática o algo así? Hay montones de
cursos disponibles —declaró.
Eso era cierto, pero yo no tenía la cualificación adecuada para acceder a la
mayoría de esos cursos. Y eso era en parte por mi culpa.
Unos años antes había tenido un mentor, un tipo estupendo llamado Nick Ransom
que trabajaba para un centro de beneficencia llamado Mosaico Familiar. Había sido
un buen amigo. Solía venir a mi casa o yo iba a su oficina en Dalston donde me
ayudaba en todo, desde pagar las facturas a solicitar empleos. Trató de apuntarme a
gran variedad de cursos, desde montaje de bicicletas a informática. Pero la lucha por
apartarme de mi adicción consumía todas mis fuerzas y nunca me puse en serio con
ello. Tocar en las calles siempre había sido la opción más fácil para mí y, cuando
Nick se dedicó a otras ocupaciones, supe que había dejado escapar la oportunidad
entre mis dedos. No era la primera oportunidad que perdía, ni tampoco sería la
última.
Mi padre prometió que empezaría a preguntar por su entorno para ver si salía
algo.
—Pero las cosas ahora mismo están muy complicadas en todas partes —aseguró,
sosteniendo un ejemplar del periódico de la tarde—. Cada vez que leo el periódico
todo es un desastre. Más y más empleos yéndose al garete.
Lo cierto es que yo no estaba tan desconectado de la realidad. Sabía que había
millones de personas en mi misma situación, y que cada una de ellas tenía mejores
cualificaciones. Estaba en un puesto tan bajo en la jerarquía del mercado laboral que
sentía que ni siquiera merecía la pena solicitar un empleo.
Mi padre no era hombre de demostrar sus emociones conmigo. Sabía que se
sentía frustrado por la forma en que llevaba mi vida. Pero, en el fondo, también sabía
que él creía que no lo estaba intentando. Entendía que se sintiera así, pero lo cierto es
que lo estaba intentando. Solo que a mi manera.
Para aligerar un poco la atmósfera, nos pusimos a hablar de su familia. Yo no
tenía demasiada relación con Caroline y Anthony; nos habíamos visto muy pocas
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veces. Me preguntó qué pensaba hacer por Navidad —ya había pasado un par de
fiestas con él y no había sido precisamente divertido para ninguno de los dos.
—Creo que las pasaré con Bob —contesté—. Nos gusta estar juntos.
Mi padre no terminaba de entender mi relación con Bob. Esa noche le había
hecho un par de caricias como de costumbre, vigilándolo cuando tuve que ir al aseo.
Incluso llamó a la camarera para que le trajera un platito de leche y le dio un par de
galletas. Pero no era un enamorado de los gatos. Y en una o dos ocasiones en que le
hablé de lo mucho que Bob me había ayudado a salir del abismo, me había mirado
desconcertado. Supongo que no podía culparle por ello.
Como de costumbre, mi padre me preguntó por mi salud, lo que suponía era su
manera de averiguar si aún seguía limpio.
—Estoy bien —le respondí—. Hace unos días vi como un tipo moría fulminado
de una sobredosis en el rellano de mi escalera. Eso me asustó bastante.
Me miró horrorizado. No tenía ningún conocimiento de las drogas ni de la forma
en que funcionaban y, como muchos hombres de su generación, le daba un poco de
miedo conocer esa realidad. Por esa razón, no creo que nunca llegara a entender lo
mala que había sido mi situación cuando estuve en el momento más bajo con la
heroína.
Nos habíamos visto durante ese período pero, igual que todos los adictos, yo
había aprendido a mantener oculta esa parte de mi vida cuando era necesario. Quedé
con él un par de veces cuando estaba enganchado, pero simplemente le dije que tenía
un brote de gripe, suponiendo que no distinguiría la diferencia. Sin embargo no era
estúpido y, probablemente, debió de notar que algo no iba bien, aunque no fuera
capaz de deducir de qué se trataba exactamente. No tenía ningún conocimiento de lo
que era estar enganchado a las drogas. Y, en cierto sentido, le envidiaba por ello.
Pasamos alrededor de una hora y media juntos, pero después tuvo que coger un
tren de vuelta al sur de Londres. Me dio unos cuantos billetes para ir tirando y
quedamos en volver a vernos en pocas semanas.
—Cuídate mucho, Jamie —me pidió.
Aún había mucho movimiento en la estación. Era el final de la hora punta. Me
quedaban algunos ejemplares sin vender en mi mochila y decidí intentar colocarlos
antes de volver a casa. Encontré un lugar vacío a las puertas de la estación y, muy
pronto, empecé a obtener resultados.
Bob tenía el estómago lleno y estaba en plena forma. La gente se paraba, armando
gran alboroto. Estaba barajando la posibilidad de gastar parte del dinero ganado en
comida para llevar con algo de curry, cuando los problemas volvieron a asomar la
cabeza.
Supe que los dos tipos iban a ser un problema en cuanto posé mis ojos en ellos y
los vi cruzar desde el otro lado de la carretera en dirección a la entrada principal de la
estación. Reconocí a uno de ellos de mis días de vendedor de The Big Issue en
Covent Garden. Era un tipo fuerte de pelo gris y cuarenta y tantos años, que llevaba
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el distintivo peto rojo, pero sabía que no era un vendedor legal. Le había sido retirada
su acreditación hacía mucho tiempo por distintas fechorías. Su compañero no me
resultaba familiar, pero no necesitaba conocerlo para saber que era de armas tomar.
Un fornido bravucón con la complexión de un saco de patatas.
Supe inmediatamente lo que estaban haciendo.
El más bajito ondeaba una única copia de The Big Issue, parando a la gente y
recaudando dinero sin llegar a entregarles nunca la revista. Estaban poniendo en
marcha una estafa conocida como «Único Reclamo», en la que los vendedores
utilizan una sola revista anticuada para generar una cadena de ventas. Cada vez que
alguien les daba algún dinero, el vendedor soltaba una historia lacrimosa sobre que
aquel era su último ejemplar y que se encontraba en un callejón sin salida. Era
básicamente mendigar. No había otra palabra para definirlo.
Nunca dejaba de sorprenderme que nadie se diera cuenta. Pero supongo que
existen muchas almas crédulas —o quizá generosas— por el mundo.
Me preocupé al ver que venían en nuestra dirección. Sin duda pronto se
colocarían frente a la salida de la estación del metro, con el más bajito de los dos
acercándose a los viajeros que había al pie de las escaleras. Era evidente que no se
trataba de un vendedor oficial. El peto estaba hecho jirones y parecía como si lo
hubieran rescatado de la basura. Además le faltaba la acreditación oficial en la parte
izquierda del chaleco que legitimaba a los vendedores a llevarlo.
Mientras su compañero se metía en faena, el más grande se acercó zigzagueando
hasta mí. De cerca, era tan agresivo como parecía de lejos.
—Oye, tú, piérdete o acabo ahora mismo con ese gato tuyo —ordenó pegando su
cara enrojecida contra la mía. Noté cierto deje irlandés en su acento y su aliento
apestaba a alcohol.
Bob, como siempre, había olfateado el peligro y le estaba bufando. Me agaché y
lo coloqué sobre mis hombros antes de que se produjera algún problema.
No pensaba dejarme intimidar ni marcharme de allí.
—Tengo derecho a vender aquí y solo me quedan estos pocos ejemplares —
expliqué—. Sabes perfectamente que lo que hacéis no es legal. No eres más que una
sanguijuela, le estás obligando a mendigar por ti.
No le gustó oírlo y me volvió a advertir.
—Tienes dos minutos para recoger tus cosas y largarte —amenazó,
momentáneamente distraído por su compañero que, por alguna razón, estaba
haciéndole señas. Entonces se dio la vuelta abriéndose paso entre la multitud.
La gente entraba y salía de la estación en masa, por lo que durante algunos
minutos les perdí de vista. Conocía el percal. Ambos eran drogadictos y habían
ideado esta estafa de la que sacarían provecho hasta que tuvieran suficiente dinero
para largarse y poder colocarse. Deseé que la señal de su compañero significara que
habían conseguido su objetivo e iban a desaparecer. Pero no tuve esa suerte.
En apenas unos instantes, el grandullón reapareció, con aspecto aún más enfadado
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que antes. Echaba literalmente espuma por la boca, escupiendo toda clase de
palabrotas.
—¿No has oído lo que te he dicho? —espetó.
Lo siguiente que supe es que me había pegado. Simplemente se acercó a mí y me
soltó un puñetazo en la nariz. Sucedió tan rápido que ni siquiera le vi echar el brazo
hacia atrás. Se limitó a soltarme un puño gigante sobre la cara. No tuve la menor
oportunidad de esquivar el golpe.
—¿Qué demonios? —dije retrocediendo, con Bob agarrado para proteger su
preciada vida.
Cuando me aparté la mano de la cara pude ver que estaba cubierta de sangre. Mi
nariz chorreaba y notaba como si tuviera algún hueso roto.
Decidí que no era una pelea que pudiera ganar. No había rastro de la policía, así
que debería enfrentarme solo contra esta desagradable pareja de maleantes.
Trabajar en las calles era arriesgado, y yo lo sabía. Pero había ocasiones en las
que se hacía especialmente peligroso. Había escuchado historias de vendedores de
The Big Issue que habían sido asesinados. Incluso hubo un caso en Norwich en el que
dos o tres tipos acorralaron a un vendedor y lo patearon hasta matarlo. Sinceramente
no quería ser un número más en las estadísticas.
—Vámonos, Bob, salgamos de aquí —dije, recogiendo mis cosas y alejándome.
Sentía una mezcla de rabia y frustración. Estaba deseando que algo cambiara mi
suerte. No creía que pudiera aguantar mucho más en estas condiciones. Pero, por
mucho que quisiera, no podía imaginar cómo demonios iba a conseguir liberarme. De
pronto toda esa charla con mi padre sobre empleos y especialización me pareció
ridícula, un sueño imposible. ¿Quién iba a pagar a un exdrogadicto un salario
decente? ¿Quién querría contratar a alguien con un currículum vítae tan estéril como
el desierto australiano donde pasé parte de mi infancia? Ese día, sintiéndome tan
hundido como estaba, la respuesta parecía tan clara y sangrante como mi nariz: nadie.
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Capítulo 11. Dos tíos guays
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—¿Ah sí? —me sorprendí.
Efectivamente había un artículo de media página escrito por Peter Gruner. El
titular rezaba:
Desde el legendario Dick Whittington no se había vuelto a ver que un hombre y su gato se convirtieran en
unas auténticas e insólitas celebridades de las calles de Islington. El vendedor de The Big Issue James
Bowen y su dócil gato pelirrojo Bob, que van a todas partes juntos, han estado atrayendo comentarios
desde que aparecieron por primera vez frente a las puertas del metro de Angel. La historia de cómo se
conocieron —ampliamente documentada en varios blogs en Internet— es de tan extraordinario
dramatismo que solo es cuestión de tiempo que la veamos reflejada en alguna película de Hollywood.
Tuve que reírme en voz alta ante algunas de las licencias periodísticas. ¿Dick
Whittington? ¿Una película de Hollywood? Lo que no me hizo tanta gracia fue ver
mi aspecto en la foto, con esa barba tan tupida. Sin embargo debía admitir que era un
artículo encantador.
Me acerqué al quiosco de periódicos y compré varios ejemplares para llevarme a
casa. Bob me vio repasar de nuevo el artículo cuando volvíamos en el autobús esa
tarde e hizo un gesto como de sorpresa. No sucedía muy a menudo, pero durante una
décima de segundo, le vi poner una expresión desconcertada. Era como si estuviera
diciendo: «No, no puede ser. ¿Es cierto? ¿De verdad?».
Sin embargo, un montón de gente supo que éramos nosotros. Y la publicidad
pronto empezó a dar dividendos, aunque fuera en pequeñas cantidades. Había
accedido a hacer la entrevista principalmente porque creía que sería bueno para la
venta de mis ejemplares. Pensaba que elevando mi perfil podría animar a más clientes
a detenerse y hablar conmigo ante la estación de metro de Angel. Y así fue. En los
días que siguieron, cada vez más gente empezó a saludarnos no solo en Angel, sino
también en el autobús o por la calle.
Una mañana, cuando llevaba a Bob a hacer sus necesidades a Islington Green, un
grupo de escolares apareció delante de nosotros. No debían de tener más de nueve o
diez años y vestían elegantes uniformes azules.
—¡Mirad, es Bob! —exclamó uno de ellos mientras nos señalaba muy excitado.
Estaba claro que el resto de la clase no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
—¿Quién es Bob? —preguntó una voz.
—Ese gato de ahí subido a los hombros del hombre. Es famoso. Mi madre dice
que se parece a Garfield —aseguró el chico.
Me conmovió ser reconocido por niños pequeños pero no estaba seguro de que
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me hiciera feliz la comparación con el gato más famoso de las viñetas. Garfield es
famoso por su gordura, su obsesión por comer, su pereza y por ser bastante odioso.
Además detesta cualquier clase de ejercicio o trabajo duro. Bob siempre ha estado en
plena forma, come moderadamente y tiene la actitud más despreocupada y amistosa
que la de ningún gato con el que me haya cruzado nunca. Y nadie podría decir de él
que fuera poco inclinado a trabajar.
Hubo muchos encuentros parecidos durante los días siguientes a la publicación
del artículo, y el más significativo llegó de alguien con quien solo había hablado una
vez.
Una tarde se me acercó una mujer americana que aseguraba ser agente literaria.
Su nombre era Mary. Me dijo que vivía por la zona y que nos había visto a Bob y a
mí frente a la estación del metro muchas veces.
Me preguntó si no había pensado en escribir un libro sobre mi vida con Bob. Le
dije que pensaría en ello, pero, para ser sinceros, no me lo había tomado demasiado
en serio. ¿Cómo podría? Era un exadicto en recuperación que luchaba por sobrevivir
vendiendo The Big Issue. No escribía un diario. Ni siquiera escribía textos en mi
móvil. Sí, me gustaba leer y devoraba cualquier libro que cayera en mis manos. Pero,
hasta donde podía ver, escribir un libro era algo tan poco realista como construir yo
mismo un cohete espacial o presentarme al Parlamento. En otras palabras, una idea
completa y totalmente irrealizable.
Afortunadamente, ella continuó insistiendo y volvimos a hablar. Había imaginado
mis dudas y sugirió que me reuniera con un escritor con experiencia en ayudar a la
gente a contar sus historias. Me dijo que por el momento el hombre estaba ocupado,
pero que quedaría libre hacia finales de año y se acercaría a visitarme. Después del
artículo del Islington Tribune, volvió a contactar conmigo para confirmar si me
parecía bien reunirme con el escritor.
Si él pensaba que había un posible libro en Bob y en mí, pasaría algún tiempo
conmigo, intentando conocerme para que le contara mi historia y, luego, me ayudaría
a darle forma y escribirla. Después ella intentaría venderla a un editor. Una vez más,
parecía demasiado increíble para expresarlo con palabras.
Durante un tiempo no volví a saber nada, pero entonces, hacia finales de
noviembre, recibí la llamada del escritor. Su nombre era Garry.
Accedí a quedar con él y me llevó a tomar un café en el Centro de Diseño del otro
lado de la calle, justo enfrente de mi puesto. Bob venía con nosotros, por lo que
tuvimos que sentarnos fuera, en el cortante frío. Bob sabía juzgar a las personas
mejor que yo, así que en un momento dado me fui al aseo y les dejé solos durante un
par de minutos. Parecieron encajar perfectamente, lo que interpreté como un buen
augurio.
Saltaba a la vista que intentaba decidir si mi historia era adecuada para un libro,
mostrando una actitud tan abierta como no creí posible.
En lo que a mí concernía, no me apetecía demasiado tener que bucear en la parte
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oscura de mi vida. Pero mientras hablábamos, dijo algo que me impactó. Según él
Bob y yo éramos, los dos, almas rotas. Nos habíamos encontrado cuando ambos
estábamos tocando fondo, ayudándonos a enmendar la vida del otro.
—Esa es la historia que debería contar —me dijo.
Nunca había pensado en ello en esos términos. Instintivamente, sabía que Bob
había sido una fuerza enormemente positiva en mi vida. Incluso me había visto en un
vídeo de YouTube diciendo que él había salvado mi vida. Supongo que, hasta cierto
punto, era cierto. Pero aun así no podía imaginar que esa historia pudiera interesar a
nadie.
Incluso cuando volví a quedar con Garry para otra charla, esta vez más larga, todo
aquello seguía pareciéndome un sueño irrealizable. Había muchos «síes, peros y
quizás». Si Garry y Mary querían trabajar conmigo, quizás un editor estaría
interesado en publicar un libro: realmente me costaba mucho imaginar que ocurrieran
esas tres cosas. Los obstáculos parecían enormes. Cuando las fiestas de Navidad y el
final del año aparecieron a la vista, me dije a mí mismo que había más posibilidades
de que Papá Noel fuera real. Bob y yo habíamos aprendido a disfrutar de las
Navidades juntos. El primer año que nos conocimos, las pasamos solos en el
apartamento, compartiendo un par de comidas para llevar y viendo la televisión.
Dado que había pasado muchas de las Navidades de la última década totalmente solo,
en un hostal o enganchado a la heroína, me pareció la fiesta más feliz que hubiera
celebrado nunca.
Me perdí las del segundo año por estar viajando a Australia, pero, desde entonces,
habíamos estado siempre juntos.
En los días previos a la Navidad, recibimos, como de costumbre, un montón de
regalos, desde bufandas para Bob a tarjetas regalo para ambos de establecimientos
como Sainsbury’s, Marks and Spencer o H&M. No había duda sobre cuál era el
favorito de Bob: un calendario de Adviento con sus golosinas preferidas. Se enamoró
de él nada más verlo, como era natural, y pronto aprendió a hacer grandes fiestas a
primera hora de la mañana cuando llegaba el momento de extraer la golosina
correspondiente de la cuenta atrás para Navidad.
También recibimos un fantástico disfraz de Zarpa Noel. Belle me había hecho uno
por nuestras primeras Navidades juntos, pero no sé cómo se había perdido. Este
nuevo tenía una abrigada chaqueta roja y un llamativo gorro a juego para que Bob lo
llevara durante las fiestas. Los transeúntes de Angel se quedaban hipnotizados al
verle.
Cuando llegó el día de Navidad, Bob pasó más tiempo jugando con el papel de
envolver que con su regalo. Daba vueltas por la moqueta, dándole mordisquitos. Dejé
que se entretuviera y pasé el resto de la tarde viendo la televisión o jugando con la
consola. Belle se pasó por casa y se quedó unas horas. Sentí que eran unas auténticas
Navidades en familia.
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Fue un par de semanas después de Año Nuevo cuando recibí una llamada de teléfono
de Mary contándome que unos de los editores más importantes de Londres, Hodder y
Stoughton, querían conocerme —y también a Bob.
Unos días después, fui a sus oficinas, situadas en una gran torre cerca de
Tottenham Court Road. Al principio, el personal de seguridad no quería dejar entrar a
Bob en el edificio. Se quedaron perplejos cuando les dijimos que iba a formar parte
de un libro. Podía entender su asombro. Entre los autores de Hodders, se incluía gente
como John Grisham y Gordon Ramsay. ¿Qué demonios estaban pensando para
publicar un libro sobre un tío de aspecto desaliñado y su gato pelirrojo?
Sin embargo, alguien del departamento de edición bajó al vestíbulo para
solucionarlo y, después de eso, hicieron todo lo posible para que Bob y yo nos
sintiéramos bienvenidos. De hecho, Bob fue tratado como un visitante real. Le
entregaron un pequeño paquete de regalo con algunas golosinas y juguetes con
valeriana y dejaron que se paseara por las oficinas para explorarlas. Donde quiera que
fuese, era recibido como una auténtica celebridad. La gente se apartaba de sus
teléfonos para hacerle carantoñas. Sabía que tenía madera de estrella, pero no
imaginaba que fuera hasta ese punto.
Yo, por mi parte, tuve que sentarme en una sala de reuniones donde una larga fila
de personas apareció para hablarme de sus diferentes especialidades, desde marketing
y publicidad a producción y ventas. Mantuvimos toda clase de conversaciones de
negocios sobre las fechas de publicación y el calendario de producción. Por mí
podrían haber hablado en serbocroata o mandarín. Pero, en resumen, lo que dijeron es
que habían visto parte del material con el que Garry y yo habíamos estado trabajando
y querían publicar un libro basado en él. Incluso tenían pensado un título: Un gato
callejero llamado Bob[4]. Tennessee Williams debía de estar revolviéndose en su
tumba, pero a mí me pareció muy acertado.
Poco después me pidieron que visitara la agencia literaria ubicada en Chelsea
donde Mary trabajaba. Una vez más, se trataba de un lugar enorme y ligeramente
intimidante. Estaban más acostumbrados a recibir a ganadores del Nobel o del
Booker[5], por lo que recibimos algunas miradas extrañadas cuando la gente se enteró
de que un vendedor de The Big Issue y su gato habían entrado en aquella enrarecida
atmósfera. Mientras Bob exploraba las oficinas, Mary me explicó el contrato que me
ofrecían los editores. Me dijo que era un buen trato, especialmente al no ser yo un
autor conocido. Confié ciegamente en ella y firmé todo el papeleo.
Durante el curso de los últimos diez años, me había acostumbrado a firmar las
prescripciones para mis fármacos y los formularios de puesta en libertad de la policía.
Me sentí muy raro al garabatear mi nombre, pero también debo confesar que estaba
muy, muy excitado.
Había momentos en que me despertaba por las mañanas pensando que todo era
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fruto de mi imaginación. Aquello no podía estar pasando de verdad. No a mí.
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aquello nunca funcionaba. A pesar de mi empeño, al final acabé convirtiéndome en
un inadaptado y un marginado.
Cuando alcancé la adolescencia, empecé a mostrar un comportamiento
problemático. Me cabreaba y rebelaba por todo, y me peleé con mi madre y mi
padrastro. Durante un periodo de alrededor de dos años, entre la edad de los once y
los trece, estuve entrando y saliendo constantemente del hospital infantil Princess
Margaret, en las afueras de Perth. En algún momento, me diagnosticaron un
comportamiento bipolar o maníaco depresivo. No puedo recordar cuál era
exactamente. Parecían encontrar un nuevo diagnóstico cada semana. En cualquier
caso, el resultado fue que me prescribieron varios tratamientos, incluyendo litio.
Los recuerdos de aquella época están un tanto embarullados.
Un recuerdo vívido que me venía a la mente era tener que acudir semanalmente al
hospital para hacerme un análisis de sangre. Las paredes de la sala estaban llenas de
carteles de estrellas del pop y del rock, así que me sacaban la sangre mientras yo
miraba la foto de Gladys Knight y los Pips.
Y cada una de las veces, el doctor me repetía que la jeringuilla con la que iban a
pincharme no dolería. «Solo sentirás un pequeño arañazo», decía, pero siempre era
mucho más. Supongo que resulta un tanto irónico, pero durante años, tuve bastante
fobia a las agujas. Eso demuestra lo terriblemente enganchado a la droga que había
estado, hasta el punto de olvidarme de ello y pincharme a mí mismo a diario
tranquilamente.
En la parte positiva, recuerdo como, después de dejar el hospital, había querido
hacer algo a cambio y empecé a donar cajas de cómics. Conseguí adquirir un poco de
experiencia trabajando en una tienda de cómics cercana y persuadí al jefe para que
me dejara coger las cajas de ejemplares no vendidos y llevárselos a los niños del
hospital. Pasé muchas horas jugando al hockey de mesa y viendo videojuegos en la
sala de recreo que tenían en el pabellón infantil, por lo que sabía que todos
apreciarían tener algo decente para leer.
Pero en general, los recuerdos de esa época estaban bastante confusos. Y me
obligaban a abrir los ojos a aspectos de mi juventud que no me había atrevido a
analizar nunca.
En un momento dado, por ejemplo, estábamos trabajando en la librería, el día
después de que yo hubiera visto una película del documentalista Louis Theroux sobre
cómo los padres en Norteamérica están utilizando cada vez más medicación
psicoactiva para tratar los desórdenes como el déficit de atención, la hiperactividad,
el Asperger o la bipolaridad de sus hijos, cuando, de pronto, se me ocurrió que eso
era exactamente lo que me había sucedido.
Fue todo un shock comprender que haber sido tratado así tuviera un impacto tan
enorme en mí cuando era joven. Eso me hizo preguntarme qué había surgido primero.
Era la eterna pregunta del huevo o la gallina: ¿me habían dado todas esas drogas
porque me comportaba de forma extraña? ¿O empecé a actuar así debido a que todas
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las visitas a los médicos me convencieron de que había algo malo en mí? Y, lo más
aterrador de todo, ¿qué efecto había tenido toda esa medicación en mí y en la
formación de mi joven personalidad? Como cualquier adolescente me consideraba un
chico despreocupado, pero desde ese momento empecé a ser lo que se conoce como
«problemático». Luchaba para encajar en la sociedad y sufría depresión y cambios
constantes de humor. ¿Habría alguna conexión? No tenía ni idea.
Lo que sí sabía, sin embargo, era que no podía culpar a los médicos, a mi madre
ni a nadie por cómo había evolucionado mi vida desde entonces. Desde luego, ellos
habían jugado su papel, pero la pelota estaba en mi campo. Nadie me dijo que
desarrollara un problema de drogas. Nadie me forzó a vivir en las calles de Londres.
Nadie me obligó a probar la heroína. Esos eran errores que había cometido por propia
voluntad. No había necesitado la ayuda de nadie para jorobar mi vida. Yo mismo me
había bastado solito para hacer un buen trabajo.
Aunque no fuera más que por eso, el libro era una oportunidad para que aquello
me quedara claro.
Por un instante mi padre se quedó sin palabras. La expresión de su cara era una
mezcla de incredulidad, felicidad, orgullo —y una leve aprensión.
—Eso es mucho dinero, Jamie —dijo tras unos instantes, dejando a un lado el
cheque color manila que acababa de tenderle—. Debes tener cuidado con él.
Hasta ese momento no había asimilado la realidad de lo sucedido. Mi padre no
era el único sorprendido, también yo mismo. Había tenido reuniones con los editores,
firmado contratos y aparecido en artículos en los periódicos. Pero no fue hasta que
recibí ese cheque como adelanto cuando finalmente fui consciente.
Cuando lo encontré en el buzón unos días antes, había abierto el sobre y me había
tenido que sentar mirándolo fijamente. Los únicos cheques que había visto en la
última década eran los del Departamento de Salud y Seguridad Social. Eran por
pequeñas cantidades, cincuenta libras aquí y cien libras allá, nunca nada con más de
dos ceros.
Comparado con otra gente, especialmente en Londres, tampoco era una suma de
dinero tan grande. Para muchos de los transeúntes con los que me cruzaba cada día de
camino al centro de Londres, supongo que ni siquiera llegaba al sueldo de un mes.
Pero para alguien a quien sesenta libras le parecían una buena ganancia del día, era
una conmovedora cantidad de dinero.
Sin embargo, la llegada del cheque trajo consigo dos problemas inmediatos. Me
aterraba la idea de malgastarlo, pero, lo que era aún más preocupante, no tenía una
cuenta bancaria en la que poder ingresarlo. Tuve una algunos años atrás, aunque no
supe administrarla. Por eso me había acostumbrado a vivir con dinero en efectivo y,
durante los últimos años, había llevado todos mis cheques a una oficina de cobro. Y
esa era la razón por la que me había desplazado hasta la casa de mi padre en el sur de
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Londres.
—Confiaba en que pudieras cuidar de él por mí —le había comentado al llamarle
por teléfono—. Así podré pedirte dinero cuando lo necesite.
Él accedió y tuve que endosar el cheque a su nombre. (No es que fuera un gran
cambio porque compartíamos las mismas iniciales de nombre y apellido).
En lugar de encontrarnos en nuestro punto habitual en Victoria, me invitó a su
zona. Fuimos a tomar un par de copas a su bar habitual y conversamos durante varias
horas.
—Y dime, ¿va a ser un libro en condiciones? —me preguntó, el escepticismo que
había mostrado cuando se lo dije resurgiendo una vez más.
—¿A qué te refieres?
—Pues a si va a ser un libro de fotos o uno infantil. ¿De qué va a tratar
exactamente? —inquirió.
Supongo que era una pregunta lógica.
Le expliqué que era la historia de cómo había conocido a Bob, y cómo nos
habíamos ayudado el uno al otro. Me miró un tanto perplejo.
—¿Y estaremos tu madre y yo en él? —preguntó.
—Tal vez salgáis mencionados —repuse.
—Entonces más vale que hable con mis abogados —bromeó.
—No te preocupes. La única persona que no sale bien parada soy yo.
Eso le hizo cambiar de tono ligeramente.
—¿Y va a ser una ocupación a largo plazo? —continuó—. Me refiero a lo de
dedicarte a escribir libros.
—No —contesté, sincero—. No voy a convertirme en el próximo J. K. Rowling,
papá. Cada año se publican cientos de libros. Solo una pequeña minoría llegan a ser
bestsellers. En realidad no creo que un cuento sobre un cantante vagabundo
exdrogadicto y su gato callejero pelirrojo vaya a ser uno de ellos. De modo que sí, va
a ser una ocupación a corto plazo. Es una agradable e inesperada fuente de ingresos, y
nada más.
—Pues más razón entonces para tener cuidado con el dinero —declaró,
aprovechando la oportunidad para darme algunos consejos paternales.
Tenía razón, por supuesto. Ese dinero me evitaría preocupaciones durante algunos
meses, pero no más. Tenía deudas que pagar y mi apartamento necesitaba
urgentemente un lavado de cara. Sabía que debía ser realista y que eso significaba
conservar mi trabajo como vendedor de The Big Issue. Hablamos de ello durante un
rato, y luego se enfrascó en una disertación sobre los relativos beneficios de distintas
inversiones y planes de ahorro. Llegados a ese punto, hice lo que tan a menudo solía
hacer cuando mis padres me hablaban: desconectar completamente.
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Capítulo 12. La alegría de Bob
Estar con Bob ha sido toda una lección de educación. No había tenido demasiados
mentores en mi vida y había rechazado a las pocas personas bienintencionadas que
trataron de guiarme o aconsejarme. Siempre me creía más listo que ellos, o eso
imaginaba.
Supongo que es raro admitirlo, pero con Bob ha sido diferente. Él me ha
enseñado tanto, si no más, que cualquier ser humano con el que me haya cruzado.
Desde que cuento con su compañía, he aprendido importantes lecciones sobre un
montón de cosas, desde responsabilidad y amistad hasta altruismo. Incluso me ha
dado algunas pistas sobre un tema que me parecía incomprensible —la paternidad.
Dudaba que fuera a tener hijos algún día. No veía muy claro si estaba cualificado
para esa tarea, aunque, a decir verdad, la oportunidad nunca se me había presentado.
He tenido un par de novias durante estos años, incluyendo a Belle, con quien aún sigo
muy unido y por la que siento gran admiración, pero crear una familia nunca ha
formado parte de mi horizonte. Como Belle sintetizó perfectamente una vez, he
estado demasiado ocupado comportándome, la mayor parte del tiempo, como un
niño.
Sin embargo, cuidar de Bob me ha dado una noción de lo que debe significar ser
padre. Y más en concreto, me ha hecho entender que la paternidad es una cuestión de
ansiedad. Tanto si se trata de preocuparme por su salud, estar pendiente de él cuando
salimos a la calle, o simplemente asegurarme de que no pasa frío y está bien
alimentado, la vida con Bob a menudo da la sensación de ser una fuente constante de
preocupaciones.
Eso encaja con algo que mi padre me dijo una vez después de no recibir noticias
mías durante más de un año. Yo estaba en el peor momento de mi adicción y tanto él
como mi madre vivían fuera de sí por la preocupación.
—No tienes ni idea de lo mucho que un padre se preocupa por sus hijos —me
había gritado furioso, acusándome de egoísta por no haberme puesto en contacto con
ellos.
Por aquel entonces aquello no significó mucho para mí. Pero desde que estoy con
Bob he empezado a comprender el infierno que debieron de pasar mis padres por mi
culpa. Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo y ahorrarles toda esa angustia.
Esa era la parte negativa. La positiva era que, además de la ansiedad y las
preocupaciones, la «paternidad» trae consigo un montón de risas. Esa es otra de las
cosas que Bob me ha enseñado. Durante mucho tiempo me costó encontrar la parte
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alegre de la vida. Él me ha enseñado de nuevo cómo ser feliz. Incluso los momentos
más fugaces y absurdos que compartimos son capaces de arrancarme una sonrisa.
Por ejemplo, un sábado a la hora de comer llamaron a la puerta y cuando fui a abrir
me encontré con el vecino del apartamento del otro lado del pasillo.
—Hola, solo quería avisarle de que su gato está ahí fuera.
—Lo siento, eh, pero no creo. Debe de ser el gato de otro. El mío está dentro —
dije, dándome la vuelta y echando un vistazo a la habitación.
—Bob, ¿dónde estás?
No había señales de él.
—No, estoy casi seguro de que es el tuyo. ¿Es pelirrojo, no? —preguntó.
Me asomé al pasillo para descubrir a Bob sentado a la vuelta de la esquina,
perfectamente acomodado sobre un armario del descansillo y con la cabeza pegada a
la ventana, mirando hacia la calle.
—Lleva allí un buen rato. Me he dado cuenta antes —comentó el tipo
dirigiéndose al ascensor.
—Oh, gracias —dije.
Bob me estaba mirando como si fuera el mayor de los aguafiestas. La expresión
de su cara parecía decir: «Vamos, sube aquí y mira qué vistas, es realmente
interesante».
—Bob, ¿cómo demonios has llegado ahí? —protesté, estirando los brazos para
cogerle.
Belle había venido a visitarme y estaba en la cocina preparando un sándwich.
—¿Has dejado salir tú a Bob? —pregunté, al entrar en el apartamento.
—No —respondió, levantando la vista de su tarea.
—No consigo entender cómo ha podido escaparse al pasillo y esconderse en lo
alto del armario.
—Ah, espera un minuto —interrumpió Belle, una luz encendiéndose en su cabeza
—. Hace una hora salí un momento a la calle para sacar la basura. Tú estabas en el
baño. Cerré la puerta detrás de mí, pero debió de deslizarse por ella sin que me diera
cuenta y luego esconderse en alguna parte cuando regresé. Es tan listo. A veces me
gustaría saber lo que pasa por su cabeza.
No pude evitar soltar una carcajada. Era un tema sobre el que había reflexionado
mucho durante los últimos años. A menudo me veía imaginando los procesos
mentales de Bob. Sabía que era un ejercicio inútil y que lo único que hacía era
proyectar el comportamiento humano en un animal. Creo que lo llaman
antropomorfismo. Pero no podía resistirme.
Sin embargo, no era difícil deducir por qué hoy se había sentido tan contento en
su nuevo punto estratégico del pasillo.
No había nada que le gustara más que ver la vida pasar. Dentro del apartamento,
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solía apostarse regularmente en el alféizar de la ventana de la cocina. Se pasaba el día
allí, tan contento, vigilando todos los movimientos que ocurrían más abajo, como una
especie de guardia de seguridad.
Su cabeza seguía a la gente que caminaba y pasaba cerca de nuestro bloque. Si
alguien giraba hacia la entrada del edificio, estiraba el cuello hasta que lo perdía de
vista. Puede que suene absurdo, pero para mí era increíblemente entretenido. Se lo
tomaba tan en serio que era casi como si tuviera una lista de las personas con acceso
permitido a la zona a determinadas horas y en determinadas direcciones. Veía a
alguien acercarse y ponía un gesto como diciendo: «De acuerdo, está bien, sé quién
eres» o «vamos, vas a llegar tarde a coger el autobús al trabajo». En otras ocasiones
se le veía muy agitado, como si estuviera pensando: «¡Oye, tú, un momento! No te
reconozco» o «Eh, tú, no tienes permiso, ¿adónde crees que vas? Vuelve aquí».
Casi sin darme cuenta podía pasarme media hora simplemente mirándole
observar a los otros. Belle y yo solíamos bromear con que estaba de patrulla.
La escapada de Bob de hoy al pasillo se correspondía con algo que también le
encantaba hacer: jugar al escondite. Lo había encontrado escondido en toda clase de
rincones y recovecos sorprendentes. Pero, sobre todo, le gustaba cualquier sitio en el
que hiciera calor.
Una noche, quise darme un baño antes de meterme en la cama. Mientras dejaba la
puerta del cuarto de baño abierta, no pude evitar notar algo raro. En lugar de abrirse
fácilmente, había que empujar con más fuerza. Me pareció más pesada de lo normal.
No pensé más en ello y abrí el grifo para llenar la bañera. Estaba mirándome en el
espejo del lavabo cuando advertí que algo se movía detrás de la puerta entre las
toallas que tenía en un toallero. Era Bob.
—¿Cómo demonios te has subido ahí? —pregunté, conteniendo la risa.
Concluí que debía de haber saltado a una balda que estaba cerca de la puerta y
desde allí, de alguna forma, había logrado trepar hasta las toallas, acomodándose
encima de ellas. Parecía un sitio bastante incómodo, además de precario, pero se le
veía muy contento.
El cuarto de baño era uno de sus lugares favoritos para esconderse. Otro de sus
pasatiempos consistía en ocultarse dentro del tendedero que solía extender para secar
mi ropa en la bañera, especialmente durante el invierno.
En varias ocasiones en que estaba lavándome los dientes, o incluso sentado en el
inodoro, había advertido de pronto que la ropa se movía. Entonces veía aparecer a
Bob, apartando la ropa como si fueran cortinas, su cara mostrando una expresión
como si dijera: «Cu-cú». Estaba claro que le parecía muy divertido.
La habilidad de Bob para meterse en problemas era otra fuente inagotable de
entretenimiento.
Le encantaba mirar la televisión y las pantallas de ordenador. Podía pasarse horas
contemplando los programas de vida animal o las carreras de caballos. Se sentaba
muy quieto, como si estuviera hipnotizado. Así que, una tarde que pasamos por
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delante del nuevo y reluciente local de Apple en Covent Garden, decidí darle una
sorpresa. El lugar estaba abarrotado de flamantes ordenadores portátiles y de mesa,
ninguno de los cuales podría permitirme ni remotamente. Pero la filosofía de Apple
era que cualquiera podía entrar y jugar con su tecnología. Y eso hicimos.
Pasamos algunos minutos jugando con los ordenadores, navegando por Internet y
viendo vídeos de YouTube, cuando de pronto Bob distinguió una pantalla que tenía
una demostración de un acuario, con exóticos y coloridos peces nadando. Pude
imaginar por qué se sentía atraído por ella. Era absolutamente asombrosa.
Le llevé hasta la pantalla gigante y dejé que la mirara boquiabierto durante
algunos minutos. Era muy divertido de contemplar. Seguía a un pez concreto
mientras progresaba por la pantalla y desaparecía. Entonces, daba un salto de
sorpresa. No podía comprender lo que estaba sucediendo y se deslizaba rápidamente
detrás de la pantalla gigante esperando hallar al pez. Pero cuando lo único que
encontraba era una pared de acero y un puñado de cables, regresaba rápidamente y
empezaba a seguir al siguiente pez.
Continuó así durante varios minutos hasta que, de pronto, se puso como loco y
acabó enredado en los cables. Yo me había distraído momentáneamente y cuando me
di la vuelta, lo encontré con la pata enganchada en un cable blanco. Estaba tirando de
él, arriesgándose a que se le cayera encima una de las gigantes consolas.
—Oh, Dios, Bob, ¿qué estás haciendo? —exclamé.
Pero no había sido el único en verlo. Una pareja de «genios informáticos» de
Apple estaban ahí riéndose.
—Es una estrella, ¿no es cierto? —dijo uno de ellos. Lamentablemente, pronto se
les unió otro miembro más veterano del equipo.
—Si rompe alguna cosa, me temo que tendrá que pagar los costes —declaró.
Dados los desorbitados precios de los productos exhibidos en la tienda, no perdí ni un
segundo en desenredarle y salir pitando de allí.
Para Bob, Londres es una infinita fuente de posibilidades donde hacer alguna maldad.
Hasta el metro se ha convertido en un lugar donde poner en práctica alguna travesura.
Al principio de nuestra relación solía pegarse a mí cada vez que viajábamos en
metro. No le gustaba lo de bajar escaleras mecánicas y ascensores y se sentía
intimidado por las hordas de gente y la atmósfera claustrofóbica de la hora punta.
Con los años, sin embargo, ha superado sus miedos. Ahora incluso tiene su propio
abono transporte —regalo de la plantilla del metro de Angel—, y se comporta como
cualquier otro londinense, únicamente ocupado por sus cosas. Va trotando por los
túneles con soltura, caminando siempre pegado a la pared, probablemente por su
seguridad. Cuando llegamos al andén, se queda detrás de la línea amarilla, sin
inmutarse cuando el tren aparece en la estación, a pesar del ruido que hace. Espera a
que pase por delante y luego a que se abran las puertas, antes de subirse
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tranquilamente a bordo y buscar un sitio vacío.
Los londinenses son famosos por no relacionarse con sus compañeros de trayecto,
pero incluso el más duro de corazón se derrite un poco cuando lo ve ahí sentado,
examinando detenidamente la atmósfera. Le hacen fotos con los móviles y luego se
dirigen a su trabajo sonriendo. Vivir en Londres puede ser una existencia de lo más
impersonal y alienante. La idea de que, de alguna forma, estamos iluminando los días
de la gente, me hace sonreír.
Sin embargo, viajar en metro tiene sus peligros.
Un día, a última hora de la tarde, nos dirigíamos de vuelta a casa desde el centro
de Londres y cogimos el metro a Seven Sisters, la estación más cercana a mi
apartamento. En aquel momento se estaban efectuando un montón de obras y trabajos
de reparación en los pasillos y Bob se sintió fascinado por las distintas piezas del
equipo y maquinaria pesada que se podían ver aquí y allá.
Fue cuando ascendíamos por la escalera mecánica cuando advertí que la cola de
Bob estaba pegajosa. Al mirarla más de cerca, observé que estaba impregnada de una
especie de pasta negra con aspecto de alquitrán. Advertí además que también estaba
adherida a su cuerpo, desde la mitad de sus costillas hasta más de media cola.
Era evidente que se había frotado contra algo durante su paseo por el metro,
porque no estaba así al entrar. Yo no podía saber de qué se trataba. Parecía aceite de
motor o algún tipo de grasa pesada. Tenía todo el aspecto de haber salido de algo
mecánico. Supongo que debió de frotarse contra algún tipo de maquinaria.
Lo que sí sabía era que podía ser potencialmente peligroso. Y Bob también debió
de pensar lo mismo, pues vi cómo se miraba el desastre y decidía que lamerlo no era
una buena idea.
Apenas me quedaba saldo en el móvil, aunque tenía el suficiente para llamar a mi
amiga Rosemary, una veterinaria que ya nos había ayudado en otra ocasión en que
Bob estuvo enfermo. Le gustaba mucho Bob y siempre estaba dispuesta a echarnos
una mano. Cuando le expliqué lo sucedido, me recomendó que fuera lo que fuera
tratara de quitárselo.
—El aceite de motor y de máquinas puede ser muy tóxico para los gatos,
especialmente si se ingiere o se inhala. Puede causar peligrosas inflamaciones y
quemar los órganos, especialmente los pulmones, y también puede provocar
problemas respiratorios, ataques e incluso muerte en los casos más graves —advirtió,
consiguiendo asustarme—. Así que tienes que lavarlo sea como sea. ¿Bob se deja
bañar? —preguntó—. Si no consigues quitárselo, tendrás que llevarle a la furgoneta
de la Cruz Azul o a otro veterinario a primera hora de la mañana —señaló antes de
que me quedara sin saldo y mi teléfono se cortara.
Cuando se trata del baño, los gatos suelen dividirse en dos categorías: aquellos
que lo odian y aquellos a los que les gusta. Afortunadamente, Bob estaba dentro de la
segunda categoría. De hecho, es un poco obsesivo con su baño.
Nada le gusta más que encaramarse en el borde de la bañera cuando lleno el baño.
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Ha aprendido que me gusta más un baño no demasiado caliente que con el agua
hirviendo y se mete en la bañera para poder chapotear en ella algunos minutos.
Es muy gracioso —y también muy mono— observarle caminar alrededor
después, cuando levanta y sacude una pata cada vez.
También puede volverse muy posesivo con el tapón de la bañera y suele robarlo y
esconderlo. He acabado por usar un tapón improvisado para después encontrar el
auténtico en el suelo del salón donde Bob había estado jugando con él.
Algunas veces he tenido que poner una jarra con peso sobre el tapón para impedir
que lo robara y escondiera.
Así que, en vista de todo eso, no fue ningún problema meterle en la bañera para
intentar limpiar la grasa misteriosa de su cola.
Ni siquiera tuve que sujetarle. Utilicé ambas manos para frotar su cola y su
costado, usando un champú especial para gatos. Luego se lo aclaré con la ducha. La
expresión de su cara cuando los chorros de agua empapaban su cuerpo fue muy
graciosa, una mezcla de mueca y sonrisa. Finalmente lo sequé lo mejor que pude con
una toalla. Una vez más no necesitó demasiada persuasión para que me dejara
frotarlo. Le encantaba y empezó a ronronear mientras lo hacía.
Conseguí quitarle todo el pringue. Pero aún se veía una pequeña mancha en su
cola y cuerpo. A lo largo de los días siguientes, sin embargo, pudo seguir lamiéndose
y las manchas, lentamente, empezaron a desaparecer. A finales de esa semana, me
dejé caer por la Cruz Azul de Islington y pedí que le echaran un rápido vistazo. Me
dijeron que no había nada de lo que preocuparse.
—Es más fácil decirlo que hacerlo, con este siempre hay algo por lo que
preocuparse —le contesté a la enfermera, comprendiendo poco después que había
sonado casi como un padre.
El incidente del metro me recordó una verdad que siempre tenía en mente. En los
años transcurridos desde que nos encontramos, había conseguido domesticar a Bob
hasta cierto punto. Pero en el fondo de su corazón, continuaba siendo un gato
callejero.
No puedo estar totalmente seguro, pero mi intuición es que debió de pasar gran
parte de su niñez viviendo por su cuenta en las calles. Es un auténtico londinense, de
casta y cuna, y nada le hace más feliz que explorar las calles. A menudo sonrío para
mis adentros y me digo que «se puede sacar al gato fuera de la calle, pero no puedes
sacar la calle fuera del gato».
Bob tiene unos cuantos lugares favoritos. En Angel, le encanta acudir a la
pequeña zona ajardinada que rodea el monumento conmemorativo de Islington
Green, donde es libre de husmear entre los arbustos, olfateando cualquier pista que
haya captado su interés mientras hace sus necesidades. Hay algunos rincones muy
tupidos donde puede desaparecer discretamente y tener unos momentos de
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privacidad. Aunque no es que la privacidad le importe demasiado.
También le gusta mucho el césped del jardín de la Iglesia de St Giles in the
Fields, justo al lado de Tottenham Court Road. A menudo, cuando vamos paseando
desde la parada de autobús de Tottenham Court Road hacia Neal Street y Covent
Garden, empieza a revolverse en mi hombro para indicarme que quiere hacer una
escala ahí.
El cementerio de St Giles es un oasis en mitad de una de las zonas más bulliciosas
de la ciudad, con bancos para sentarse y observar el mundo pasar. Por alguna razón,
sin embargo, la zona de retrete favorita de Bob está a la vista de la calle, junto a una
barandilla. Le trae sin cuidado el flujo de londinenses que pasan por delante y,
silenciosamente, hace allí sus necesidades.
Era algo parecido a lo que nos sucedía cuando trabajábamos en Neal Street,
donde su lugar favorito era delante de un bloque de oficinas en Endell Street. Estaba
completamente a la vista de varios pisos con salas de conferencias y oficinas, por lo
que, una vez más, no era precisamente el lugar más privado de Londres. Pero Bob se
sentía cómodo allí y siempre se las arreglaba para escabullirse entre los arbustos y
poder hacer sus cosas lo más rápida y eficientemente posible.
Adonde quiera que va, es, como todos los gatos, muy metódico al respecto.
Primero escarba un pequeño agujero del tamaño apropiado, luego se coloca sobre él
mientras hace sus necesidades y, finalmente, lo cubre con tierra para tapar las
evidencias. Siempre actúa de forma meticulosa, tratando de dejar el suelo lo más
plano posible para que nadie sepa lo que hay allí. No deja de fascinarme saber por
qué los gatos se comportan así. Creo haber leído en alguna parte que es algo
relacionado con marcar el territorio.
Los jardines de Soho Square eran otro de sus lugares favoritos si trabajábamos
por esa zona. Aparte de ser uno de los parquecillos más hermosos del centro de
Londres, poseía otras atracciones para Bob. Por ejemplo, los perros estaban
prohibidos, lo que significaba que podía estar tranquilo si decidía quitarle la correa.
Además, era un lugar donde Bob parecía feliz, sobre todo en verano. Le fascinaban
los pájaros y Soho Square estaba plagado de ellos. Se sentaba muy quieto, con los
ojos abiertos como platos, observándolos fijamente y haciendo un curioso ruidito, una
especie de raa, raa, raa. Sonaba muy mono, aunque en realidad probablemente era
muy siniestro. He leído en alguna parte que los científicos piensan que los gatos
imitan el ruido de masticar cuando ven a una posible prensa. En otras palabras,
practican cómo triturarlos en pedazos con su boca cuando los cacen.
Eso tenía sentido. A Bob nada le gusta más que cazar ratas y ratones y otras
criaturas cuando le dejo suelto en los parques. En numerosas ocasiones, regresa a
donde estoy sentado con algo que ha encontrado —y probablemente matado—
mientras estaba husmeando.
Un día que estaba leyendo un cómic en Soho Square, apareció con algo
absolutamente asqueroso colgando de su boca. Era parte de la cabeza de una rata.
Un nuevo verano estaba en puertas y el sol del mediodía pegaba con fuerza cuando
Bob y yo nos instalamos en un lugar a la sombra en la entrada del metro de Angel.
Acababa de sacar un cuenco, llenándolo con agua para Bob, cuando vi a dos hombres
acercarse.
Ambos iban vestidos de manera informal, con vaqueros y jerséis. Uno debía de
tener veintimuchos años mientras el otro era, supuse, una década más mayor,
probablemente de más de treinta y cinco. Casi al unísono sacaron las placas de sus
bolsillos mostrándome que eran policías, miembros de la USD, Unidad de Seguridad
del Distrito de Islington.
—Hola, señor. ¿Podría decirme su nombre? —me preguntó el de más edad.
—Eh… soy James Bowen, ¿por qué?
—Señor Bowen, me temo que tenemos una denuncia por agresión contra usted.
Es algo serio, así que vamos a tener que pedirle que nos acompañe hasta la comisaría
para hacerle algunas preguntas —explicó el más joven.
Los policías de paisano eran bastante frecuentes en las calles y ya había tenido
algunos encuentros con ellos. Afortunadamente, a diferencia de algunos de sus
colegas, que podían ser un tanto agresivos y poco partidarios de los vendedores de
The Big Issue, estos dos eran muy educados.
Cuando les pedí que me dieran un minuto para recoger mis cosas y preparar a
Bob, contestaron que me tomara todo el tiempo que necesitase. Me explicaron que
iríamos andando hasta su cuartel general en Tolpuddle Street.
—No debería llevarnos más de algunos minutos —aseguró el más joven.
Me sorprendió lo tranquilo que me encontraba. En el pasado, me habría invadido
el pánico y probablemente habría protestado de forma violenta. Era una señal de lo
mucho que había ganado en autocontrol y serenidad en los últimos tiempos. Además,
no había hecho nada. No había agredido a nadie.
Los policías parecían también bastante perplejos. Mientras íbamos camino de la
comisaria, marchaban tranquilamente delante de mí y de Bob. Ocasionalmente,
alguno se retrasaba para hablar con nosotros. En un momento dado, el más joven de
los dos me preguntó si entendía lo que estaba sucediendo y si conocía mis derechos.
—Sí, claro —contesté.
Sabía que no me habían acusado formalmente de nada y que solo estaba
ayudándoles con sus investigaciones. No había necesidad de llamar a un abogado ni
nada por el estilo, al menos no en este momento.
Obviamente, mi cabeza era un hervidero, y no paraba de dar vueltas sobre quién
Aproximadamente una semana o diez días más tarde, Bob y yo estábamos vendiendo
revistas durante la hora punta cuando una atractiva chica rubia se plantó frente a
Era el primer sábado de julio y las calles del centro de Londres estaban atestadas de
gente debido a la celebración anual del desfile del Orgullo Gay. El West End era un
mar de colores —o más bien de tonos rosas—, ya que el buen tiempo había atraído a
más juerguistas de lo normal. Según las noticias, un millón de personas se habían
lanzado a las calles para contemplar el enorme desfile de carrozas llenas de travestis,
bailarines y gente con espectaculares disfraces abrirse paso lentamente desde Oxford
Circus y bajar por Regent Street hasta Trafalgar Square.
Había decidido matar dos pájaros de un tiro y pasar el día contemplando la
cabalgata y los fabulosos trajes, al tiempo que aprovechaba para vender unos pocos
ejemplares en un puesto en Oxford Street cerca de la estación de metro de Oxford
Circus.
Era un día muy lucrativo para todos los vendedores de The Big Issue, así que,
como «visitante» desde Islington, puse gran cuidado en mantenerme dentro de las
normas. Algunos puestos, como el mío frente a la estación de metro de Angel,
estaban diseñados para ser ocupados por un único vendedor autorizado, en cambio
otros, como el que había elegido hoy, eran libres para cualquiera, siempre que no
hubiera nadie trabajando en él. También había puesto cuidado en no «deambular»,
que es el término que empleamos cuando alguien se dedica a vender caminando por
las calles. Ya me había saltado la norma en el pasado y no quería repetir la
experiencia.
Durante la década que llevaba en las calles, el Orgullo Gay había ido creciendo
desde ser un pequeño y, en cierto sentido, desfile político hasta convertirse en una de
las fiestas más importantes que tenían lugar por las calles de la ciudad, únicamente
superado por el Carnaval de Notting Hill. Este año la multitud se apiñaba en filas de
cuatro o cinco personas de fondo, pero todo el mundo parecía estar de un increíble
buen humor, incluyendo a Bob.
Se había acostumbrado a moverse entre grandes multitudes. Hubo un tiempo en
que padeció una ligera fobia por la gente con extrañas vestimentas. Incluso en una
ocasión, años atrás, salió corriendo al ver a un tipo con un enorme disfraz hinchable a
las puertas de Ripley «¡lo crean o no!» en Piccadilly Circus. Sus años de pasear por
las calles de Londres y Covent Garden, en particular, parecían haber aplacado sus
miedos. Había visto de todo, desde extrañas estatuas humanas pintadas de plata a
tragafuegos franceses o dragones gigantes durante la celebración del año nuevo
chino. Aquel día no escaseaban precisamente los disfraces escandalosos ni la gente
soplando sus trompetas y silbatos, pero se tomó las cosas con calma. Iba todo el
Otro aspecto positivo de estar en Covent Garden era que allí la vida nunca era
monótona. Casi enseguida recordé que la zona tenía un ritmo y una vida propios. El
momento más bullicioso del día era la hora punta de la tarde, alrededor de las siete,
cuando las hordas de personas se dirigían a casa después del trabajo y una oleada aún
mayor aparecía para visitar los bares, restaurantes, teatros y óperas.
Viendo la vida pasar desde nuestro puesto en Neal Street, no era difícil adivinar a
dónde se dirigía cada uno. Por un lado estaban los adolescentes que salían de juerga a
la discoteca, situada unos cuantos metros más allá. Las chicas iban vestidas con
minifaldas, altísimos tacones, chaquetas de cuero y gel fijador para el pelo. Y por
otro, los amantes de la ópera que, generalmente, eran los mejor vestidos, los hombres
a menudo con esmoquin y las mujeres con trajes de noche y adornadas con muchas
joyas. Incluso podías oír cómo algunos de los abalorios tintineaban mientras se
apresuraban en dirección a la Piazza y a la Royal Opera House. La zona estaba llena
de personajes curiosos. Cuando por fin establecimos nuestra rutina, de nuevo
No todo el mundo en las calles era tan comprensivo. Seguía siendo un lugar
competitivo y, en ocasiones, agresivo, lleno de gente que solo miraba por sí misma.
Bob y yo estábamos pasando felizmente la tarde en Neal Street cuando un joven
apareció cargado con un amplificador y un micrófono. Iba vestido con la ropa típica
de los patinadores callejeros, con una gorra de béisbol y unas zapatillas Nike. Vi
cómo se instalaba y esperé a que sacara su instrumento, pero no había ninguno. Lo
único que tenía era un micrófono.
De modo que continué tocando mi música.
Sin embargo, no pude quitármelo de la cabeza mucho tiempo. En cuestión de
minutos, escuché un ruido ensordecedor y repetitivo que retumbaba por todas partes.
El chico estaba paseando con el micrófono pegado a los labios e imitando ruidos de
percusión. Soy fan de todo tipo de música, pero este no era mi estilo favorito. Por lo
que a mí respecta, no era ni remotamente musical, era solo ruido.
Bob, a juzgar por su expresión, compartía mi misma opinión. Tal vez porque
había pasado mucho tiempo oyéndome tocar la guitarra acústica, el hecho es que
Era justo después del mediodía y la multitud de turistas y gente de compras empezaba
a aumentar. Bob y yo habíamos llegado antes que de costumbre, en parte porque era
el primer día de buen tiempo de toda la semana, pero también porque teníamos que
marcharnos a primera hora de la tarde y volver pronto a casa para una visita al
médico.
Había desarrollado un incómodo problema pulmonar y llevaba más de una
semana sin apenas dormir, tosiendo y con muchos pitidos al respirar. Tenía que hacer
algo al respecto. Empezaba a sentirme realmente atontado por la falta de sueño.
Apenas me había instalado y empezado a tocar, cuando una mujer con un jersey
de cordoncillo azul y pantalones se acercó directamente hacia mí. Pude advertir que
no era una turista. Al aproximarse más, distinguí que su jersey tenía charreteras,
distintivos y un logo familiar. Era de la Real Sociedad Protectora de Animales.
Cada vez me resultaba más difícil levantarme de la cama por las mañanas. Durante
las últimas semanas había empezado a temer la visión del tardío sol de invierno cuyos
rayos se filtraban a través de la ventana de mi dormitorio.
No era que no quisiera levantarme. Pero no dormía bien y normalmente me
despertaba con las primeras luces del alba. Mis razones para querer permanecer
escondido, inmóvil debajo de la colcha, eran muy diferentes. Sabía que en el
momento en que me levantara, empezaría a toser de nuevo.
Había padecido problemas pulmonares durante algún tiempo, pero últimamente
había empeorado ostensiblemente. Me decía que era porque siempre estaba en las
calles, trabajando al aire libre. Pero ahora, en cuanto me levantaba por la mañana, mis
pulmones y mi pecho se llenaban de flemas y no podía dejar de toser de forma
violenta. Incluso había momentos en que estaba tan incómodo que me doblaba de
dolor, me daban arcadas, y vomitaba. No era nada agradable para mí —y para ser
sincero, para nadie—. Los ruidos que hacía eran terribles. Me daba vergüenza estar
en lugares públicos.
Estaba empezando a preocuparme seriamente. Llevaba fumando desde que tenía
trece años, cuando aún vivía en Australia, y a lo largo de los años había inhalado
muchas más cosas que el humo de unos simples cigarrillos. Además, una antigua
novia de aquellos tiempos había muerto pocos años antes de tuberculosis después de
fumar un montón de drogas. El recuerdo de verla tosiendo de forma incontrolable en
sus últimos meses se me había quedado grabado. Había oído en alguna parte que la
tuberculosis era contagiosa. ¿La habría contraído de ella? ¿Me estarían fallando los
pulmones? Por mucho que lo intentara, no podía evitar que todo tipo de ideas
macabras se me pasaran por la cabeza.
Había intentado librarme de la tos, recetándome a mí mismo medicamentos
baratos del supermercado. Pero aquello no me había llevado a ningún lado. Había ido
al médico, aunque en ese momento mi estado podía confundirse fácilmente con un
catarro de temporada y me despidió sugiriendo que tomara un poco de paracetamol,
que descansara y dejara de fumar. Tampoco así había conseguido demasiado.
Bob también advirtió que me encontraba mal y empezó a prestarme atención. Se
enroscaba sobre mí como si tomara algún tipo de medidas. Yo había aprendido la
lección del pasado y esta vez no le aparté de mi lado.
—Aquí viene el doctor Bob —bromeé un día.
No tenía ninguna duda de que intentaba realizar algún tipo de diagnóstico.
Cuando me tendía en el sofá o en la cama, solía venir a tumbarse todo lo largo que es
Al cabo de unos días volví a concertar otra cita, esta vez con un médico más joven
que me había recomendado un amigo y que, según él, era muy bueno. Desde luego
parecía bastante más simpático. Le conté lo de la tos y los vómitos.
—Será mejor que primero escuche sus pulmones —declaró. Después de
examinarme con un estetoscopio me hizo una prueba para medir el flujo respiratorio
máximo y así comprobar la potencia de mi respiración y pulmones. En su día había
padecido asma infantil, por lo que sabía que mis pulmones no eran los más fuertes.
No hizo ningún comentario. Simplemente se sentó a tomar notas, tal vez
demasiadas a mi modo de ver.
—Está bien, señor Bowen, quiero que se haga una radiografía de tórax —declaró
finalmente.
—Oh, vale —respondí, empezando a preocuparme.
Entonces imprimió un volante y me lo tendió.
—Lleve esto al hospital de Homerton y ellos sabrán qué hacer —indicó.
Sabía que estaba poniendo cuidado con las palabras que escogía. Pero había algo
en su cara que me pareció muy revelador. Y no me gustó un pelo.
Me llevé el volante a casa y lo dejé en el aparador de salón. Y luego, poco a poco,
me fui olvidando de él. Una pequeña parte de mí se negaba a enfrentarse al problema.
No hacía tanto tiempo que había tenido que ser hospitalizado por la TVP. ¿Qué
pasaba si tenían que volver a ingresarme? ¿Y si era algo todavía peor? La verdad es
Dicen que marzo llega como un león y se marcha como un cordero. El mes apenas
estaba empezando pero el tiempo ya hacía honor a su reputación. Había días en los
que el viento que soplaba por los callejones del Soho y del West End hacía un ruido
tan áspero y fuerte que podría fácilmente confundirse con el rugido de un león.
Algunos días tenía que esforzarme para sentir las yemas de mis dedos cuando tocaba
la guitarra. Afortunadamente, Bob estaba mejor abrigado que yo.
Incluso ahora, con la primavera a la vuelta de la esquina, aún lucía su lujoso
abrigo de invierno. Y, además, su barriga arrastraba algo del peso extra acumulado
durante las Navidades, por lo que el frío no parecía incomodarle lo más mínimo.
Bob y yo echábamos de menos Angel, pero para ser sincero, disfrutábamos más
de la vida en Covent Garden.
Nos habíamos convertido en una pareja de cómicos y, de algún modo, parecíamos
estar más en casa entre los malabaristas, los tragafuegos, las estatuas humanas y otros
animadores callejeros que rondaban por la Piazza y las calles circundantes. Era, por
supuesto, un lugar muy competitivo, de modo que, en cuanto nos acomodamos a la
rutina diaria del centro de Londres, empezamos a pulir nuestra actuación.
Algunas veces yo tocaba la guitarra mientras me sentaba con las piernas cruzadas
sobre la acera con Bob. A él le gustaba mucho y se acurrucaba frente a la caja de mi
guitarra, al igual que había hecho durante nuestros primeros días juntos, años atrás.
Luego chocábamos nuestras manos y él se ponía sobre dos patas para atrapar sus
galletas. También teníamos un número nuevo.
Había surgido un día en el apartamento mientras él jugaba con Belle. Como de
costumbre, Bob estaba zarandeando de un lado a otro su viejo y sobado ratón de
trapo. Belle intentó quitárselo para poder darle un buen lavado.
—Solo Dios sabe los gérmenes que contendrá, Bob —le oí decirle—. Necesita un
buen fregado.
Lógicamente él se negaba a soltar su precioso juguete. Siempre lo hacía. Así que
ella le ofreció una galleta. Tener que elegir entre las dos cosas fue un auténtico
dilema, y vaciló durante algunos segundos antes de decidirse por la galleta. Soltó el
ratón de sus mandíbulas lo suficiente como para recibir la recompensa —y para que
Belle pudiera quitarle el ratón delante de sus narices.
—Bien hecho, Bob —le dijo a continuación—. Choca esos cinco —indicó,
alzando la palma de su mano en vertical como cualquier jugador de fútbol o
baloncesto americano, invitando a sus compañeros a celebrar un tanto.
Últimamente Bob atraía tanta atención que era frecuente que estuviéramos rodeados
por pequeñas multitudes. El lunes siguiente por la tarde, después de encontrarnos con
los McCartney, una docena de estudiantes que hablaban español nos rodearon en la
acera, fotografiándonos con sus cámaras y teléfonos. Siempre me había gustado
conocer gente nueva. Era parte del encanto de lo que hacíamos. Pero eso podría
distraerte y, dada la naturaleza de la vida en las calles, distraerse nunca era buena
idea.
Cuando la multitud se dispersó y se marchó en dirección a Covent Garden, me
senté en la acera y le di a Bob un par de galletas. Con la luz del sol empezando a
desaparecer, el frío se hacía de nuevo patente. Al día siguiente era la firma de
ejemplares del libro en Islington. Quería acostarme temprano, aunque sabía que no
sería capaz de dormir mucho. Además tampoco quería que Bob siguiera tanto tiempo
a la intemperie. Cuando le acaricié, advertí de inmediato por su lenguaje corporal que
estaba a la defensiva. Tenía el lomo arqueado y su cuerpo estaba rígido. No parecía
demasiado interesado en la comida, lo que significaba que algo no iba bien. En
cambio, sus ojos estaban fijos en algo que había en la distancia. En algo —o alguien
— que claramente le inquietaba.
Miré al otro lado de la calle y vi a un tipo de aspecto peligroso que estaba sentado
mirándonos fijamente.
Vivir en las calles te hace desarrollar un instintivo radar en lo referente a las
personas. Soy capaz de distinguir casi al instante una manzana podrida, y ese tipo
parecía podrido hasta la médula. Era un poco mayor que yo, probablemente cercano a
Ven a conocer a
James Bowen y al gato Bob.
James Bowen y Bob estarán firmando ejemplares de su nuevo libro
UN GATO CALLEJERO LLAMADO BOB
en Waterstones, Islington Green, Londres,
Bob lo miró y ladeó la cabeza ligeramente. Era, una vez más, como si reconociera
la imagen de nosotros dos.
Me quedé mirando el trozo de papel durante lo que debieron de ser varios
minutos, perdido en mis pensamientos.
No eran ni las nueve de la mañana y ya tenía el estómago dando vueltas como una
hormigonera.
Me hice unas tostadas, pero no pude ni tocarlas por miedo a ponerme malo de
verdad. Si ya me sentía así ahora, ¿cómo demonios iba a estar dentro de nueve
horas?, me pregunté.
Los editores habían organizado la firma de libros pensando que sería una buena
oportunidad de generar un poco de publicidad en Londres y, tal vez, atraer a unas
cuantas personas a comprar un ejemplar o dos. Además de haber repartido folletos en
Covent Garden también me había desplazado hasta Angel un par de veces. Gracias a
Dios, todavía teníamos amigos allí.
La librería Waterstones en Islington había sido obviamente el escenario elegido.
El local formaba parte de mi historia en más de un sentido. No solo la mitad de su
plantilla nos había ayudado cuando no teníamos dónde ir un año atrás, sino que
también aparecían en uno de los capítulos más dramáticos del libro. Un día entre
semana, había irrumpido por su puerta desesperado y llevado por el pánico cuando
Bob salió corriendo después de que un perro muy agresivo le asustara delante de la
estación de metro de Angel.
En los días previos a la firma, no solo había tenido que conceder entrevistas a más
periódicos sino también a la radio y la televisión. Para ayudarme a desenvolverme
con soltura, me habían enviado a ver a un especialista en medios de comunicación en
el centro de Londres. Era un tanto intimidante. Tenía que sentarme en una habitación
a prueba de ruidos donde me grababan la voz para que un experto la analizara. Sin
embargo, el especialista había sido muy amable conmigo y me había enseñado
algunos trucos del oficio. Durante una de las primeras grabaciones, por ejemplo,
cometí el clásico error de juguetear con un bolígrafo mientras hablaba. Cuando
reprodujeron la grabación, lo único que se oía era el sonido del bolígrafo golpeteando
contra la mesa, como un batería de rock maníaco. Era muy molesto y distraía un
montón.
El entrenador me preparó para contestar la clase de preguntas que debía esperar.
Pronosticó, con bastante razón, que la mayoría de la gente querría saber cómo había
acabado en las calles, cómo Bob me había ayudado a cambiar mi vida y qué futuro
nos esperaba. También me preparó para responder sobre si estaba totalmente
rehabilitado de las drogas, lo que afortunadamente así era. Sentía que no tenía nada
que ocultar.
Los artículos que aparecieron en los periódicos y en los blogs eran generalmente
La firma de libros había sido programada para dos días después de la fecha de
publicación del libro, el 15 de marzo, que casualmente coincidía con mi treinta y tres
cumpleaños.
Confié en que eso no gafara todo lo demás. Los cumpleaños no habían sido
precisamente un motivo de celebración en mi vida, y menos desde que era
adolescente.
Había pasado mi decimotercer cumpleaños en un pabellón infantil en el Princess
Margaret Hospital en Australia Occidental. Había sido una etapa penosa en mi joven
vida, que solo había contribuido a acelerar mi caída en picado. No mucho después,
empecé a esnifar pegamento y a experimentar con la marihuana. Fue el comienzo de
mi largo descenso a la drogadicción.
Y si echaba la vista atrás diez años, a mi veintitrés cumpleaños, cuando estaba en
las calles, podría haber estado en un albergue, pero también fácilmente durmiendo a
la intemperie en cualquier callejón alrededor de Charing Cross. En aquel momento mi
vida era un pozo oscuro del que apenas tenía recuerdos. Los días, semanas, meses y
años se confundían unos con otros. Lo más normal es que, de haber sido consciente
que era mi cumpleaños, hubiera pasado el día intentando mendigar, pedir prestado o,
casi seguro, robando dinero para poder meterme un chute extra de heroína.
Probablemente habría seguido el mismo juego temerario que había practicado más de
cien veces con anterioridad, arriesgándome a sufrir una sobredosis por meterme un
chute extra. Podría fácilmente haber acabado como el tipo que había visto en el
descansillo de mi edificio.
Ahora, diez años después, mi vida había dado un giro positivo. Aquel periodo
parecía pertenecer a otra vida y otro mundo. Cuando miraba atrás, me resultaba difícil
creer que hubiera vivido esa época. Pero, para bien o para mal, siempre formaría
parte de mí. Era, ciertamente, una parte importante del libro. Había decidido no
edulcorar mi historia. Todo estaba virtualmente en ella, con todas sus imperfecciones,
lo que era otra de las razones por las que me sentía atacado de los nervios.
Pero algo estaba claro. Habíamos llegado demasiado lejos para dejar pasar esta
oportunidad. Si la cogíamos, tal vez, solo tal vez, nuestro tiempo en las calles podría
estar llegando a su fin. Y, quizá, un nuevo capítulo se abriría ante nosotros.
—Vamos, Bob —susurré, acariciando la parte de atrás de su cuello antes de
inspirar profundamente una última vez—. Ya no hay vuelta atrás.
JAMES BOWEN
tranvía llamado deseo) y A street cat named Bob. (N. de la T.). <<