Lo Comun Sentido Como Sentido Comun Libe

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LO COMÚN

SENTIDO
(POLÍTICAS, POLÉTICAS Y POLÍRICAS
CONTRA EL CREDO NEOLIBERAL)

PATRICIA MANRIQUE
Esta obra está sujeta a la licencia Reconocimiento-NoComercial-Com-
partirIgual 4.0 Internacional de Creative Commons. Para ver una copia
de esta licencia, visite http://creativecommons.org/licenses/by-nc-
sa/4.0/.

Marzo de 2020 | La Vorágine, editorial crítica

ISBN: 978-84-120292-5-3

Lo común sentido como sentido común (políticas,


poléticas y políricas contra el credo liberal) es un
libro de Patricia Manrique que forma parte de la línea
editorial textos (in) surgentes.

Difunde, comparte, disiente

Diseño de portada y maquetación:


Emmanuel Gimeno

La Vorágine
Calle Cisneros, 69-Bajo
39007 Santander (Cantabria)
www.lavoragine.net | www.voravi.com
Índice
Introducción
La capacidad de pensar(nos)
realmente diferente 9
Poléticas, políricas y filosofías
contra el credo neoliberal 13
Adiós al sujeto,
hola singularidad plural 35
La trampa del sujeto-individuo 36
La alternativa en la singularidad 51
«Un decir entre otros decires…» 66
Lo común sentido, sensible 77
Heidegger y el protagonismo del con 80
Nancy y la singularidad plural 89
Esposito y la corresponsabilidad del munus 96
Inmunidad virtuosa, inmunidad común 103
Lo común insensible y los peligros del
activismo identitario 113
El nosotros identitario, el nosotros excluyente 118
Instituciones del común versus
comunidades cerradas 135
Politizar lo doméstico,
domestizar lo político 147
Bíos y zoé: la vida expulsada de la política 152
Dejar que la vida «contamine»
lo político 168
Politizar lo doméstico, domestizar lo político 179
Magias comunitarias de lo común sentido 195

7
Introducción
La capacidad de pensar(nos)
realmente diferente

Los seres humanos tendemos a buscar apoyos fáciles


para seguir viviendo. Algunas miran para otro lado
mientras la violencia de este sistema depredador de la
vida se extiende, mientras el sufrimiento, el despojo y
el exterminio de los disensos se ceban con las comu-
nidades que defienden los territorios en el sur global,
o con quienes, en cualquier geografía, desafían las
formas «aceptables» de habitar en sociedad.

Otras, las que nos autodenominamos como críticas


o rebeldes o, incluso, antisistema, tendemos a buscar
apoyo en el pensamiento y las formas utópicas que,
cocinadas a fuego lento, modelaron el desastre del siglo
XX. Es difícil encontrar pensamiento crítico en nues-
tros entornos que se atreva a desafiar lo consesual: lo
público como brújula, el Estado como objetivo, el con-
trapoder como forma de resistencia, las comunidades
identitarias como refugio seguro, la pureza ideológica
o moral como marchamo de clase, las vanguardias, las
banderas blancas al enemigo… y un amplio arsenal de
casquería agotada (y, a ratos, agotadora).

En nuestras «comunidades» rebeldes parece que


no siempre hay sitio para las que no comparten a
pies juntillas nuestra «utopía» y reproducimos
rituales y formas dogmáticas como una traslación

9
de las religiones que no profesamos. Por suerte, hace
décadas que esos consensos están siendo agrietados.
La mayoría de las veces, desde el Sur, los movimientos
de los sin tierra, el zapatismo, la resistencia a los
megaproyectos económicos, el feminismo comunitario,
el anticolonialismo han supuesto, con las sanas
contradicciones que contienen, aire fresco para quien
ha querido escuchar, ver, tocar… Por otra parte, en
el Norte, numerosas voces del pensamiento crítico
han logrado superar la frontera del marxismo y han
indagado más allá de las categorías «universales» de
las que nos dotamos en el centro del sistema.

Es cierto que mucho de ese pensamiento crítico y


de esos movimientos obligan, precisamente, a pensar.
Es decir, no tienen recetas mágicas y únicas, han
multiplicado las utopías y han desacralizado la idea
de asalto al poder, han hecho de los movimientos algo
rizomático que se inserta en la vida vivida y que no
niega las tareas de reproducción ni la politización de
los entornos más cotidianos (la familia, la cuadrilla,
las compañeras de resistencia…).

Por eso, el colectivo La Vorágine está muy contento


con la publicación de Lo común sentido como sentido
común, un texto de agitación que, al tiempo que
provoca la acción nos empuja a la reflexión que puede
poner en cuestión algunas de las certezas que nos
servían de apoyo ideológico o de excusa doctrinaria.

Patricia Manrique agita así en su vida, con una


combinación de cercanía-tacto, de pensamiento
complejo y crítico, y de activismo híperhuracanado.

10
Lo común sentido como sentido común era carne
de cañón de la línea editorial textos (in) surgentes
antes de ser escrito, cuando en la cabeza de Patricia
Manrique se cruzaban veredas del pensamiento y de
la acción tan provocadoras como inquietantes. Te
invitamos a dejarte interpelar, a leer este libro como
quien abre una ventana para oxigenar el pesado
ambiente de una habitación climatizada. Nosotras,
hemos desaprendido un buen trecho editando y
preparando el material de Patricia y le agradecemos
el esfuerzo por traducir lo complejo pero dejándonos
espacio para el necesario esfuerzo.

Te dejamos en las manos un ensayo que alguien


puede interpretar como divulgativo; para nosotras
es un cóctel molotov. Arrojado sobre los escombros
adecuados puede anunciar nuevos espacios de
encuentro, de vida, de cuidados, de rebeldía antipoder.

La Vorágine, Santander, marzo de 2020

11
Poléticas, políricas y filosofías
contra el credo neoliberal

El «comunismo», sin duda, es el nombre arcaico


de un pensamiento que aún está del todo por
venir. Cuando llegue, no llevará ese nombre; y,
por otra parte, no será un «pensamiento» en el
sentido que le damos a esa palabra. Será algo,
será una cosa. Y esta cosa, quizás, ya está ahí y
no nos abandona. Está ahí de una manera que
quizás no podemos reconocer. Bajo ese nombre,
con ese nombre y a pesar de él, el comunismo es
el signo paradójico que señala a la vez el fin de un
mundo entero y el paso a otro mundo. Un primer
mundo se habrá deshecho en la traición o en la
implosión «reales» del comunismo. Un mundo
diferente se habrá abierto en la exigencia
renovada, aunque oscura, de la comunidad.
Entre ambos no habrá existido nada. Nada
salvo la pálida, irrisoria y fugaz escapatoria
de una «civilización del individuo», liberal sin
liberación…

Jean-Luc Nancy

13
Existe, entre otras pocas —muy pocas—, una combi-
nación mágica de palabras que tal vez sea aún capaz
de poner luz en este mundo oscuro nuestro, una
expresión formada por un pronombre, que apunta
a lo abstracto y se presta a múltiples sustituciones,
junto con —y el «con» tiene mucho que decir aquí—
un adjetivo de virtudes taumatúrgicas y curativas,
el calificativo «común»: «lo común», tal es nuestra
locución de cualidades políticamente curativas, de
defensa de la vida en todo su esplendor. Allá donde
se oye, se lee y, sobre todo, se vive lo común, la co-
munidad, el con… emerge un universo semántico con
la potencia —la posibilidad y la fuerza, la energía—
necesaria para abrir nuevos mundos en este mundo
que agoniza, dando aliento a sus pobladores.

De la mano del «con» y el «munus» —de los que


nos ocuparemos enseguida—, de su manantial com-
binación en «communis», han ido brotando en los
últimos cincuenta años nuevas formas de acción, de
sensibilidad y de razonamiento con potencia para abrir
ventanas y fosas nasales y hacer respirar a este mundo
asfixiado, cada vez más insoportable e invivible, tan
humanamente deshumanizado. Y necesitamos pen-
sarlas juntas, comprenderlas, además de ponerlas en
juego, vivirlas, y decidir cuáles de ellas son útiles para
el buen vivir, para una existencia que, si quiere ser
verdaderamente vivible, ha de ser, con John Holloway1,

1 HOLLOWAY, J., Doce tesis sobre el antipoder, tesis nº 8: «No hay


ninguna simetría entre el poder-hacer y el poder-sobre». Disponible
en: http://www.johnholloway.com.mx/2011/07/30/doce-tesis-so-
bre-el-anti-poder/

14
«antipoder», asimétrica respecto del poder del capital.
Pensar un universo de lo común que nos permita cons-
truir antipoder, que emancipe la potencia, el poder-ha-
cer, y que nos libere de los espejismos, esclavitudes y
pasiones tristes que nos infringe cotidianamente ese
hastiante y estéril juego de la potestas, del poder-so-
bre, y de las luchas que provoca en ese terreno extraña
e injustamente acotado que llamamos «política».

Nos debemos, entre otras, esta labor tan placentera


como nutricia y esencial para la supervivencia que
podríamos llamar construir pensamiento, incluso
construir filosofías, sabedoras, por supuesto, de que
éstas son, como explicaba el profesor Quintín Racio-
nero, tan solo «un decir entre otros decires», pero un
decir que se la juega con la/s verdad/es —así, con mi-
núscula—, algo tan necesario en tiempos de mentiras
y simulacros. Algo así ha de hacerse, necesariamente,
de forma colectiva.

En una sesión de filosofía para niños y niñas en Québec


—qué interesantísimo para toda la sociedad es ofrecer
la oportunidad de filosofar y hacerlo desde edades
tempranas— cuenta Erick Bordeleau, pensador de lo
común sensible que aquí propondremos, que brotó de
niñas y niños una interesante definición de la actividad
filosófica: «Concentrarse juntos mutuamente». Y
justo eso es lo que llamaremos aquí «filosofía», porque
la experiencia solitaria de concentrarse y pensar en
soledad —algo no menos necesario, por cierto—
requiere, para oxigenarse y crecer, para no quedarse
en mera disquisición solipsista, del intercambio
con otres. Porque, como apunta Donna Haraway

15
en ese fascinante ejercicio de imaginación política
feminista —y de ensalzamiento del con— que es su
último libro, Seguir con el problema: «Importa qué
pensamientos piensan pensamientos. Importa que
conocimientos conocen conocimientos. Importa qué
relaciones relacionan relaciones. Importa qué mundos
mundializan mundos. Importa qué historias cuentan
historias»2… y, añadiríamos, importa, y mucho,
hacerlo colectivamente. Eso que hace Haraway
tan bien, crear imaginarios —incluyendo vibrantes
términos y conceptos que atrapen nuevos destellos—
y compartirlos es lo que permite, entre otras cosas,
acariciar lo común desde el pensamiento, tratar de
escucharlo, olerlo, tocarlo, escribirlo y describirlo,
pensarlo… generar una polírica —una política lírica,
que brote desde la intimidad— con un vocabulario,
un imaginario, un ritmo y una melodía nuevas que
la acompañen. Y eso, no lo dudemos, cambia nuestra
vida, tiene que cambiarla.

Cuenta Silvia Rivera Cusicanqui, otra luchadora de


lo común concreto y vivo, que en inglés, cuando se es-
cucha algo fascinante o penetrante, algo que te hace
pensar, se lo denomina «food for thought» («comida
para el pensamiento»). Ella prefiere invertir la idea y
opta por hablar de «thought for food», es decir, pensar
para comer, «para tener más respeto por el producto
de la mano humana que te da de comer, para enca-
riñarte con lo que comes, para que tu propio cuerpo
se conecte con las ideas de otras personas a través de

2 HARAWAY, D., Seguir con el problema, Bilbao, Consonni, 2019,


págs. 65-66.

16
ese gesto tan elemental como es la alimentación»3.
Aquí proponemos pensar para sobrevivir, pensar qué
necesitamos como el comer, porque comer y dormir y
tener techo requieren pensar y exigen acción política,
en muchas formas, tantas como formas de vida, di-
versas, echándole reflexión e imaginación desde allá
donde nos encontremos. Nos va la vida en ello.

Por eso, la idea es, justamente, reconocer y pensar


las nociones políticas que nos acompañan vitalmen-
te, en las que nos va la vida, de las que a menudo ni
siquiera somos conscientes, sobre todo si no vivimos
inmersas en luchas públicas —aunque eso no sig-
nifique que no estemos inmersas en luchas, de la
mañana a la noche—, y hacerlo lejos de las abstrac-
ciones habituales en la ciencia política que colocan
la política allá donde no tenemos nada que hacer,
allá donde nace la impotencia. Y, muy en especial,
quisiéramos contribuir con este modesto ensayo de
divulgación filosófica e imaginación política a rom-
per con esa tendencia, que se muestra bien pronto
en la tradición occidental, de considerar secundario
o prepolítico todo lo que tenga que ver con el sos-
tenimiento de la vida, con la «zoé» —volveremos
sobre esto para explicarlo—, todo lo que tiene que
ver con el mero habitar la existencia, nada menos,
en la equivocada idea de que la política se restringe
al Estado y el gobierno. Tendemos a pensar que la

3 SALAZAR LOHMAN, H., «Entrevista a Silvia Rivera Cusican-


qui: Sobre la comunidad de afinidad y otras reflexiones para hacer-
nos y pensarnos en un mundo otro», Revista El Aplante, número 1,
Puebla (México), octubre 2015, pág. 148.

17
dicotomía de las esferas que separa y jerarquiza lo
privado y lo público, despolitizando lo doméstico,
es un producto liberal, pero ya Aristóteles separa
la existencia política de la cotidiana, la doméstica,
operación que implica robarle su politicidad a la
primera, donde tantos hechos relevantes acontecen.
Queremos poner eso patas arriba y, por fortuna, no
son pocas las voces, muy en particular feministas,
que nos han mostrado que hay ahí una estrategia
del poder-sobre, del Poder con soberbia e injusti-
ficada mayúscula, para minorizar la reproducción
frente a la producción, despolitizando y minorizando
la gestión doméstica, la supervivencia, el día a día.
Parafraseando al Comité Invisible4, otres trabajado-
res del comunismo de la sensibilidad, aquí queremos
pensar cómo oponer la lógica del incremento de po-
tencia en la existencia a la lógica de la toma del po-
der, restringida al ámbito público, porque queremos
habitar plenamente nuestras vidas en oposición al
paradigma del gobierno y su fijación con el Estado.

Reivindicamos, por tanto, que pensar es necesario


y lo hacemos en respuesta explícita a cierto anti-
intelectualismo que se ha cultivado en los últimos
tiempos a izquierda y derecha, a menudo con
argumentos intelectuales argüidos por quienes ya
disponen de conocimientos y/o formación y hablan
desde tribunas de poder-saber, desde la tranquilidad
de disponer de bastante más patrimonio cultural
que la mera alfabetización. Cualquiera con dos

4 COMITÉ INVISIBLE, A nuestros amigos, Logroño, Pepitas de


Calabaza, 2015.

18
dedos de frente sabe que pensar es necesario, que
los saberes son necesarios, aunque no debamos
confundir «saber» con lo gestado en la Academia.
Nunca viene mal pensar un poco más y utilizar,
también un poco más, lo pensado por otras mentes.
Y es preciso, hoy más que nunca, generar literatura
política que recree mundos alternativos, que aquilate
nuevos términos para nuevas formas de estar en el
mundo, que cuestione el indiscutido poder del capital
ecomunitariocida, que abra lo posible. Sobre algo así
esto es un «ensayo», esto es, un experimento, un
tanteo…

Nos declaramos, de partida, detractoras del in-


dividualismo, que hoy se expresa en la condición
neoliberal, y que ha sido planteado por sus legio-
nes de defensores, más o menos conscientes, como
un hecho indiscutible, una suerte de realismo, un
factum. Creemos necesario desenmascararlo para
mostrar que realmente es un credo, un fiat, un
punto de partida, un marco que implica una muy
determinada interpretación de lo real. Una visión
extendida, sí, pero asesina y descuidada, de nefastas
consecuencias y, por supuesto, sin base ontológica
incuestionable, algo, por otro lado, relevante pese
a que, a nuestro juicio, no haya necesidad de onto-
logía ni fundamento indiscutible alguno a la base
de lo político. No debemos dejarnos atrapar en esa
pretendida incuestionabilidad que es fuente de pesi-
mismo y nihilismo, que genera la terrible sensación
de que nada puede cambiar. Se pueden cambiar las
circunstancias, sí, y desde ahora mismo: de hecho,
probablemente están cambiando ya.

19
La máquina de propaganda, la de esparcir
impotencia, funciona a todo trapo desde hace siglos y
lo hace contando con todos los medios habidos y por
haber. Y no podemos permitir que aplaste nuestros
legítimos sueños de felicidad, nuestro anhelo de
disfrutar de este grandioso regalo que es estar vivas.
El neoliberalismo no es un sistema económico, sino
toda una fábrica de objetivación y subjetivación, un
conjunto heterogéneo de dispositivos de generación de
realidad, algunas veces virtual, otras no tanto, que
impacta directamente sobre nuestros cuerpos. Sin
necesidad de conspiración de por medio, pero sí con la
colaboración de toda una estructura, con la fuerza y
la violencia de la hegemonía, la cultura individualista,
la antroponomía5 neoliberal y su miríada de valores
despiadados —ese «malismo» que, curiosamente,
hemos interiorizado como si fuera más aceptable
socialmente que el «buenismo»— se han asentado en
nuestras vidas colonizando nuestros cuerpos y nuestros
pensamientos, acciones, emociones y sentimientos…
todo nuestro ser, nuestro existir. Aunque ni nos
realice como seres humanos ni nos haga felices a la
inmensa mayoría, así ha sido. Vivimos, por ello, en un
escenario que han querido sentenciar como «tragedia
de lo común»6 sin alternativa operativa aparente,

5 Nos parece más adecuado hablar de «antroponomía» que de «an-


tropología» porque el ser humano se define más por la cultura que
por la naturaleza, por lo que cualquier definición de lo humano que
se pretende universal es más una forma de imponer una norma que
una mera descripción.
6 Esta expresión, que se utiliza a menudo, proviene de un ensayo
de Garrett Hardin «La tragedia de los comunes», publicado en

20
un expolio de los comunes por parte de unos pocos
y muy poderosos grupos de poder, económicos y
políticos, convenientemente acompañados de fuertes
operaciones de desarme político de las sociedades,
todo con la melodía de fondo de la primacía de lo
privado y lo individual.

Así que resulta ser una tarea urgente desmantelar


esa mentira histórica de tremendos efectos en nuestra
vida. Desenmascarar, para poder vivir, ese manto
de aparente neutralidad que trata de convencernos
de que la ideología neoliberal es «sentido común»,
simple y natural gestión de bienes materiales, cuando
en realidad constituye toda una biopolítica —política
de la vida— negativa, negadora de una vida digna
de ser vivida, que trata de moldearnos de un modo
conveniente a los fines de unos pocos muy desorien-

la revista Science en 1968 y cuya tesis pesimista —siempre que


se pueda, lo común se defenestra por egoísmo individual— tuvo
bastante éxito. Negando la hipótesis tremendamente pesimista
que tuvo eco sobre todo en ambientes intelectuales evolucionistas,
desarrollos posteriores de la propia teoría de evolución han
apuntado que en las grandes transiciones evolutivas los miembros
de los grupos se hacen tan colaborativos que el grupo se convierte
en un organismo de nivel superior por derecho propio y allí se
colabora, no se compite, lo cual niega la irreversibilidad de la
tragedia de lo común. Esta idea la propuso por primera vez la
bióloga celular Lynn Margulis (1970) para explicar cómo las células
nucleadas evolucionaron a partir de asociaciones simbióticas de
bacterias. Ha sido recogida en desarrollos económicos como el de
Elionor Ostrom. Es esperanzador saber que en las sociedades de
recolectores-cazadores, que nuestro imaginario nos lleva a pensar
como altamente competitivas, el éxito como grupo se convirtió en
la principal fuerza selectiva de la evolución humana.

21
tados y tremendamente egoístas, de unos egoístas de
nivel homicida. Que eso que llamamos «democracia»
—y no lo es— no deje de estrecharse, que merme esa
fábrica de consensos desde arriba, ese estrechamiento
constante de los límites de lo posible complaciente
con la dominación de la equivalencia general, es el
menor de nuestros males políticos: son aún peores las
dramáticas consecuencias de la biopolítica en el nivel
más íntimo, en la politización negativa de nuestras
vidas, en los drásticos modelados a que son sometidas
nuestras existencias, conducidas por valores despre-
ciables. Frialdad y frivolidad, egoísmo, ambición
desmedida, necesidades vanas, olvido de lo esencial…

En respuesta a este panorama, este ensayo pretende


divulgar y a la vez contribuir, en la medida de lo
posible, a las aportaciones de una tradición de pen-
samiento filosófico y acción política —no, por cierto,
necesariamente conectados— relativamente recientes
y vinculados a un concepto de lo común que implica,
siempre en cierta medida, una reapropiación de la ex-
presión «comunismo», una resignificación y retirada
del poder sobre la palabra al socialismo científico y el
comunismo «real» —estatal—. Una tradición labra-
da, en buena parte en los últimos cincuenta años, de
modo distribuido, por filósofos y filósofas de distinto
tipo y procedencia, pensadoras feministas y ecofemi-
nistas comunitarias, movimientos sociales y prácticas
cotidianas que ponen la vida en el centro y conside-
ran que sólo recuperando lo común puede llevarse
esto a efecto. Viene de la mano, por ejemplo, de los
Espectros de Marx derrideanos, que recuerdan que la
principal demanda marxiana, la de Justicia, no se ha

22
cumplido y cuyo «mesianismo sin mesías» responde
hoy a un trabajo de duelo por el futuro perdido, por
la futuridad, por aquel pasado en que sentíamos que
había futuro, anterior a nuestra «condición póstuma»
que tan bien caracteriza Marina Garcés7 —otra gran
pensadora de lo común—. Se acompaña, por ejemplo,
de la redefinición de Jean-Luc Nancy de la palabra
«comunismo», que recuerda que ya en el siglo XII
existía vinculada al movimiento comunal8 y es el acto
del habla de la existencia, de nuestro estar en común.
Nancy, como otros pensadores actuales, reivindica la
centralidad del concepto de «relación» que, en última
instancia, permite comprender qué es el sentido y,
a la vez, pensar sentidos del mundo —volveremos
sobre esto a lo largo del ensayo—. Escucha también
la demanda implicada en el ensayo del ya mencio-
nado Erick Bordeleau ¿Cómo salvar lo común del
comunismo?, que navega en las aguas del comunismo
sensible que tratamos de desarrollar aquí y recoge
abundantes aportaciones al respecto. Resuena en la
vibración de La comunidad por venir agambiana,
que podría considerarse un largo poema dedicado al
comunismo de la sensibilidad. Todo ello, de la mano,
imprescindible, del feminismo comunitario desde Mu-
jeres creando y Julieta Paredes, a Raquel Gutiérrez,

7 Véase GARCÉS, M., Nueva ilustración radical, Barcelona,


Anagrama, 2017. Son altamente recomendables todos los trabajos
de esta autora y muy en especial Un mundo común, Barcelona,
Bellaterra, 2013.
8 NANCY, J.L., «Comunismo, la palabra», (2010), en HOUNIE, A.
(comp.), Sobre la idea del comunismo, Buenos Aires, Paidós, 2010.

23
Lorena Cabnal, Silvia Federici9… y cada una de las
mujeres luchadoras que la autora se ha tropezado,
que no son pocas y arrancan con su propia madre,
Manuela Fernández Lachhein, maestra de la domes-
ticidad, así como de la experiencia, insustituible por
lectura alguna, que le ha procurado la vida—y no
sólo «la lucha»— en los movimientos sociales en los
últimos veinticinco años. Detrás siempre, en fin, de
quienes deciden homenajear vitalmente a lo común,
quienes se hacen cargo de su carga brutal en la con-
dición humana entendida como ser-con, co-estar.
Trataremos, así, de evocar un «comunismo», uno
bien distinto al doctrinal, que por fortuna creemos
que asedia el mundo pese a la hegemonía neoliberal y
que es, más allá de visiones monolíticas y fundamen-
talistas, un comunismo siempre por venir, siempre
abierto. Dicen Dardot y Laval:

No el resurgimiento de una idea comunista


eterna, sino la emergencia de una forma
nueva de oponerse al capitalismo, incluso
de considerar su superación. Se trata
igualmente de un modo de volver la espalda
definitivamente al comunismo estatal. El
Estado, convertido en propietario de todos los
medios de producción y de administración,
aniquiló metódicamente el socialismo,

9 En MARTÍNEZ ANDRADE, L., Feminismos a la contra, obra


de esta misma editorial (La Vorágine, 2018), encontramos una bue-
na recopilación de entrevistas a autoras de esta interesante corrien-
te, que presenta un vigor envidiable en Suramérica y Mesoamérica
y tiene mucho que mostrar a los feminismos europeos.

24
«que siempre fue concebido como una
profundización de la democracia política, no
como su rechazo». Se trata, pues, para aquellos
a quienes no satisface la «libertad» neoliberal,
de abrir otro camino.10

Porque, por fortuna, el espectro del comunismo nos


sigue asediando, su necesidad presiona con insisten-
cia… pero no como lo han hecho ver los autopro-
clamados socialistas reales. Lo común aquí tratado
es el fruto del exorcismo del comunismo real y del
capitalismo, es el espectro que nos exige atender una
demanda insatisfecha desde hace largo tiempo. En las
antípodas de las rehabilitaciones del comunismo real,
el zombie, en sus diversas reediciones nostálgicas, ya
sean libros, programas políticos o desfiles en las calles
con bandera en ristre. Fieles al espíritu, no a la letra.
Porque como un río cárstico, otro pensamiento de lo
común erosiona el pensamiento y acción dominantes
y se va convirtiendo en término imprescindible de
toda alternativa al neoliberalismo, en motor de las
prácticas y de las reflexiones de quienes queremos
vivir y deseamos hacerlo bien y juntas. «Lo común»
es hoy la rúbrica, el título, el nombre de guerra, el
lema, el mantra de la resistencia, de la insurgencia
al credo liberal, de la resistencia a la extensión de la
apropiación privada de todas las esferas de la socie-
dad, de la cultura y de la vida. En su nombre, en el
nombre de lo común, pueden ser rebatidos racional y

10 DARDOT, P. y LAVAL, C., Común. Ensayo sobre la revolu-


ción en el siglo XXI, Barcelona, Gedisa, 2015, pág. 21.

25
sentimentalmente el expolio y la rapiña capitalistas
en todos los ámbitos de la existencia, materiales e
inmateriales, individuales y colectivos, y ello, insisti-
mos, porque nos va la vida en hacerlo, la de todo el
planeta, la del planeta sobre todo.

En las siguientes páginas trataremos de mostrar


cómo, desmontando el sujeto, descubrimos que lo
común nos constituye, porque somos en común, que
podemos considerarlo nuestra más profunda realidad
ontológica… algo que puede inmunizarnos contra el
credo neoliberal, esa enfermedad autoinmune. Tra-
taremos de explicar, a medida que reflexionamos,
algunas de las muy interesantes aportaciones de la
filosofía contemporánea al tema, tratando de hacerlo
de un modo asequible a quien no tenga conocimientos
previos ni en pensamiento filosófico ni en la trayecto-
ria de las autoras y autores que se tratan. El pensa-
miento contemporáneo tiene mucho que aportar y, si
bien a veces resulta un poco inasequible de ser leído
con miedo o prisas, una vez superada la brecha esti-
lística, ese bosque misterioso que supone el modo de
expresarse de cada cual, encontramos pensamientos
de gran vitalidad y una filosofía de los siglos XX y
XXI que se enraíza con fuerza en lo más radical, en
la vida. Merece la pena el viaje y no hay que obsesio-
narse con recorrer cada esquina —ni fotografiarla—:
es, más bien, un paseo.

Veremos, así, cómo, de la crítica del sujeto casi se


desprende, sin forzar, lo que aquí llamaremos una
«comunismo sensible», el comunismo sentido, que es
la constatación —y el respeto— de nuestra realidad

26
más cotidiana —más «común»— como es el ser en
común, que ilumina una buena parte de las prácticas
transformadoras pasadas y actuales, aquellas que,
como explican Raquel Gutiérrez y Huascar Salazar,
comuneras del pensamiento, son «acciones de resis-
tencia y luchas en el presente que defienden y amplían
las posibilidades concretas de reproducción de la vida
humana y no humana en su conjunto»11. Y siempre
desde la cautela del respeto, desde la sensibilidad de
atender lo concreto, desde la conciencia de que «como
descendientes de historias imperiales y colonizadoras
tenemos que reaprender a conjugar mundos con cone-
xiones parciales y no con ideas universales ni particu-
lares», siguiendo un buen consejo de Haraway12, que
escribe desde el ombligo del monstruo.

Tras recoger la crítica del sujeto que nos muestra que


somos singularidades, nadies, anónimas, cualquieras,
trataremos de pensar y sentir un sentido de comu-
nidad, y del propio sentido, que nos devuelva a lo
común como tejido invisible pero táctil —¡sensible!—,
hecho de interrupción, fragmentación, espaciamien-
to… de seres singulares y sus encuentros y desencuen-
tros. Tras reconocer, pues, que de hecho existimos en
comunidad, que no podemos no hacerlo, que no se
trata de recuperar una comunidad perdida o producir
una perfecta sino de reconocer la comunidad, el ser

11 GUTIÉRREZ, R., y SALAZAR, H., «Reproducción comunita-


ria de la vida. Pensando la transformación social en el presente»,
Revista Aplante, número 1, Puebla (México), octubre 2015, pág. 17.
12 HARAWAY, Op. cit., pág. 36.

27
en común, que es nuestra condición, buscaremos al-
gunas claves para vivir lo común, en el presente, con
humildad para asumir que no es el patrimonio ni el
fetiche de ideología alguna, sino nuestra más íntima
condición ontológica. Y «nuestra» apunta a todo lo
que existe: seres humanos, animales, zapatos, signos,
piedras. Somos en común, no podemos no serlo... tal
vez convenga renunciar a esa actitud antropocéntrica
endiosada, que se cree que todo lo crea, incluida la
comunidad, siendo capaz de arrasar lo que ya existe
para ello.

A cada paso nos esforzaremos en la cautela de man-


tener lo común lo más alejado posible del identitaris-
mo que lo satura, que lo parcializa, que lo malogra,
que lo convierte en una gigantesca individualidad.
Tratando de pensar comunidades de la desidentifica-
ción, que no saturen y sustancialicen lo común, que
lo respetan en su espaciamiento y temporización, en
la interrupción que, paradójicamente, enhebra las sin-
gularidades. Nos cuidaremos de reivindicar comunes
que no son sino remedos del sujeto, copias colectivas
del individuo que violentan el con y el munus de la
comunidad. Porque sospechamos que las comunida-
des que conocemos, tal como las conocemos, ansían
ser comunidades fatalmente basadas en la fusión, en
la identificación y la exclusión y por eso han fracasa-
do o se han realizado al borde del fascismo.

Queremos pensar y sentir la comunidad de lo común,


la común y corriente, la que vivimos cuando somos
sin más ambición que existir. La comunidad de los
cuerpos en común —incluidas las mentes— que nos

28
permita decir nosotras/nosotros/nosotres sin excluir,
que nos permita decir yo sin negar el tú o el él/ella/
elle. Tal vez así podamos hacer más habitables estas
sociedades de la mismidad, con nociones de comuni-
dad tan poco hospitalarias con la otredad, y nuestra
propia vida, tal vez así podamos facilitar que florezcan
comunidades soberanas, manantiales, valores en sí
mismas, independientes de toda utilidad, necesidad y
finalidad, ya no instrumentos de nada ni nadie.

Por todo lo dicho anteriormente, «lo común» al que


se apuntará aquí no lo constituyen, o no en especial,
las experiencias intensamente militantes, los expe-
rimentos de «producir» espacios de lo común por
parte de movimientos sociales. Se trata de politizar
la existencia, pero justamente de modos muy diver-
sos y sin permitir que los dogmas colonicen nuestras
vidas. Lo que se trata de entender aquí, a lo que
se intentará de rendir homenaje, dedicando tiempo,
espacio, esfuerzos y afecto, es al común-común, el
común que es común y corriente —siempre desde
una perspectiva situada, precavida ante las ten-
dencias universalistas y particularistas—. Porque
tal vez quedemos muy atrás, por ejemplo, respec-
to de experiencias de lo común genuinas en otras
latitudes, necesitamos homenajear, celebrar, hacer
presente, manosear lo común-común, lo común
corriente, tanteando su existencia en lo real y coti-
diano. Sin menoscabo de la búsqueda de novedad,
recuperar ese común que ya está ahí, presente. En
ese camino, creemos que no estará de más reconocer
que las experiencias vanguardistas europeas de lo
común —centros sociales, okupas, momentos/climas

29
como el 15M…— son excepcionales y están al alcan-
ce de pocos/as —a veces por cierta pasión por la
particularidad que luego trataremos de analizar—,
a diferencia de las experiencias de comunidad coti-
dianas, por no hablar de la vida comunitaria, del
Sur Global, que tienen tanto que enseñarnos, mucho
más inmersas en la cotidianidad comunera.

El comunismo sensible que aquí se propone debe


mantener vivo el espíritu de división, de partición,
esto es, la circulación del sentido que signa, que
caracteriza lo común, sin olvidar que a menudo
es difícil sostener tal respeto por la diferencia en
medio de la lucha contra un sistema dogmático y
agresivo como es el capitalismo neoliberal patriar-
cal y racista. Por eso, nada de lo anteriormente
dicho, de la puesta en valor de lo común que ya
está ahí, de lo común no producido, niega la impor-
tancia de tejer redes y comunidades, en ocasiones
incluso cerradas por exigencia de la situación, pero
sin perder de vista las que ya están ahí y el credo
neoliberal invisibiliza: la familia extensa, el barrio,
el ambiente de trabajo o escolar, la calle que pateas
a diario… Si bien creemos que nos va la vida en
generar economías vitales cooperativas que nos
independicen todo lo posible de un Estado social
menguante, en generar instituciones del común que
se enreden construyendo antipoder —mejor que
contrapoder, de nuevo con Holloway—, corremos a
menudo el riesgo de apostar de más por experien-
cias vanguardistas olvidando el valor imprescindi-
ble de las retaguardias.

30
Por otro lado, creemos que no todo aquello que nece-
sitamos hacer haya de alinearse armónicamente, no
todo debe casar a la perfección en un programa, cuya
aplicación nos devuelva a la política de la abstracción
que tanto nos alejó del común sensible. Queremos
acostumbrarnos a vivir las situaciones, no tanto a
crearlas, a soportar la contradicción consustancial a la
existencia, no reducirla… Habitar lo ch’ixi, la mezcla
de contrarios, el abigarramiento de la vida en la ter-
minología aymara empleada por Rivera Cusicanqui13.
El pensamiento que aquí se invoca tiende a huir del
fundamentalismo metafísico, de las figuras metafísicas
fundacionales como totalidad, universalidad, esencia o
fundamento desde la apuesta por el acontecimiento en
toda su soberbia humildad. No pretendemos derivar
una política de la ontología, pese al placer del viaje
ontológico al que invitamos, sólo tratar de rescatar
algunas miradas, tactos, escuchas, sensibilidades que
muestran otro mundo que el del credo neoliberal. Otro
mundo en el terreno de la acción, múltiple y distribui-
da, discontinua e inesperada, contextual y falible; en el
de la emoción y el sentimiento; en el del pensamiento…
Múltiples pensamientos de la singularidad plural y la
plural singularidad de lo común sensible que cuestio-
nan el credo neoliberal.

Así, trataremos de mostrar que lo más grande a nues-


tro juicio, la comunidad, implica la nada, la pone en
juego. Una nada que es remisión, referirse de unos
a otros —personas, animales, cosas, signos…—, que

13 Véase RIVERA CUSICANQUI, S., Un mundo ch´ixi es posible.


Ensayos desde un presente en crisis, Buenos Aires, Tinta limón, 2015.

31
no es presencia, que es inatrapable en el lenguaje de
la metafísica… quizá en cualquiera, porque este ser
inatrapable o, mejor, inapropiable, le corresponde por
esencia, una esencia nunca plena. No «hay» un «en-
tre» abierto por individuos preexistentes, el «entre»
no existe, no es en la forma de un ente, no puede ser
«una —tercera— cosa», si es que pretendemos que
haya de verdad relación, comunicación y, de su mano,
sentido. Trataremos de mostrar que donde otros colo-
can identidades macizas hay espacio, espaciamiento,
nada. Una nada que en la que se circula, la circula-
ción del sentido. Como explica Peter Pal Pelbart:

Lo común podría postularse más como


premisa que como promesa; más como un
reservorio compartido hecho de multiplicidad
y singularidad que como una unidad actúa
compartida; más como una virtualidad ya real
que como una unidad ideal perdida o futura.
Diríamos que lo común es un reservorio de
singularidades en variación continua, una
materia inorgánica, un cuerpo-sin-órganos, un
ilimitado (ápeiron) apto para las individuaciones
más diversas. A pesar de su uso un tanto
sustancializado, en algunos casos el término
multitud busca remitir a ese concepto, por la
dinámica que propone entre lo común y lo
singular, la multiplicidad y la variación, la
potencia desmedida y el poder soberano que
procura contenerla, regularla o dominarla.14

14 PÁL PELBART, P., Filosofía de la deserción, Buenos Aires,


Tinta Limón, 2009, pág. 24.

32
Este ensayo, en fin, es el producto de un compromiso
y una colección de perplejidades. Sólo quiere hacer
pensar y dejar que brote la poesía y el pensamiento
de lo común. Manosear, toquetear, tener contacto con
las alternativas que se plantean desde el mundo de
la filosofía, que intentaremos explicar de una mane-
ra sencilla y accesible para todo tipo de lectoras y
lectores… Esperamos, por ello, que las referencias y
los pies de página sean tomados como un mapa del
tesoro —no como piedras en el camino o mojones
que marquen dirección—: como bien sabía Jacotot,
El maestro ignorante de Rancière, la mejor manera
de aprender —de modo muy en especial en filosofía,
por cierto— es buscar un camino motivador y an-
darlo, sacudiéndonos los miedos inculcados por una
educación castradora que nos aboca a depender de
expertos y sus «experteces». Los pensadores y pensa-
doras que merecen la pena, algunos/as/es esperamos
que desfilarán por aquí, deben hacer pensar: quienes
aquí recogemos nos parecen llaves al rico caudal del
mundo de lo común, facilitadores de futuros compos-
tajes para, como dice Haraway, devengamos humus…
mejor que empeñarnos en seguir distinguiéndonos
como «seres humanos».

33
Adiós al sujeto,
hola singularidad plural

Pues si los hombres, en lugar de buscar todavía


una identidad propia en la forma ahora
impropia e insensata de la individualidad,
llegasen a adherirse a esta impropiedad
como tal, a hacer del propio ser-así no una
identidad y una propiedad individual, sino una
singularidad sin identidad, una singularidad
común y absolutamente manifiesta -si los
hombres pudiesen no ser así, en esta o aquella
identidad biográfica particular, sino ser solo
el así, su exterioridad singular y su rostro,
entonces la humanidad accedería por primera
vez a una comunidad sin presupuestos y sin
sujetos, a una comunicación que no conocería
más lo incomunicable.

Giorgio Agamben

35
La trampa del sujeto-individuo

Buena parte de nuestros males individualistas pro-


vienen de una red de conceptos en la que ocupa un
lugar central la noción de «sujeto» —vinculada a
la de «sustancia»—, concepto a su vez convertido
en «individuo» en su versión política, ciudadana. El
pensamiento del sujeto, que se delinea en su versión
moderna con el giro subjetivista del racionalismo
cartesiano, cobra toda la relevancia política en la
Ilustración, aunque su centralidad hunde sus raíces
y tiene semillas en épocas anteriores y el individua-
lismo ha sido un ingrediente más o menos explícito y
constante del pensamiento occidental… por más que
nunca hayan faltado las resistencias, más o menos
opacadas por la historia oficial.

La cuestión del sujeto, su cuestionamiento, nos po-


dría parecer en principio un debate específicamente
filosófico; sin embargo, conocer la génesis del concep-
to, algo a lo que invitamos aquí, permite reconocer
de dónde vienen buena parte de las consideraciones
sobre quiénes y cómo somos, un saber de utilidad
para la vida de cualquiera, pues para liberarnos de
las servidumbres cotidianas necesitamos conocer las
trampas conceptuales que componen esa urdimbre
en la que nos coloca el sistema, esas concepciones
engañosas que nos llevan a comportarnos, sin ape-
nas darnos cuenta, como dulces corderitos rumbo al
matadero, cargando con multitud de imposiciones
acerca de cómo llevar nuestra vida, haciéndolo con
tanta resignación como ignorancia. Tomemos lo que
veremos a continuación, una suerte de pequeño viaje

36
al corazón de la ontología del sujeto, un pequeño
tour guiado sobre algunas teorías filosóficas acerca
del mismo, más como parte de nuestra búsqueda de
la felicidad —en buena parte de eso trata o debería
tratar la filosofía— que como conocimientos a secas.

«Sujeto» es la categoría dominante en la Filosofía


Moderna, que arranca en el Renacimiento y llega
hasta nuestros días —aunque con el concepto de
Postmodernidad se discute si estamos ante una
nueva etapa—. Aunque sus primeras formulaciones
amanecen con el cristianismo —el yo aparece cla-
ramente, por ejemplo, en las Confesiones de Agus-
tín de Hipona—, encuentra una clara formulación
en Descartes, en cuyo pensamiento la subjetividad
constituye la base para demostrar todo el resto de la
realidad, colocando en el centro de la realidad toda
al ser humano como subiectum, esto es, como sujeto
sujetado que es presupuesto y fundamento de todo,
frente al cual se sitúan los objetos. Si los filósofos de
la Antigüedad colocaban en el centro a la naturaleza
como conjunto de todo lo que existe, la physis, y los
medievales ubicaron en el centro a Dios, ya en el Re-
nacimiento, de la mano del humanismo, se gesta un
decidido giro hacia el antropocentrismo, otorgando
todo el protagonismo a una libertad humana, que
se siente omnipotente. Se entiende al ser humano
como un hacedor de sí mismo cuyo entorno, todo a
su alrededor, está destinado a su uso, se encuentra a
su servicio.

De aquellos barros antropocentristas, estos lodos de


devastación planetaria. Con todo, hay que mirar el

37
pensamiento ya sido como aquella trayectoria que
escogimos y no como mero error: apostamos por una
línea de pensamiento, con sus grandezas y miserias,
y siempre estamos a tiempo de dar un salto, hacia
atrás y hacia arriba —lo que Heidegger llama Schritt
zurück, un tipo especial de «paso atrás» respecto al
pensar de la era tecnológica— y retomar el asunto
por nuevos caminos.

Será tras Nietzsche, Freud y Marx, y ya en el llamado


pensamiento postmoderno donde se generalice la crí-
tica a la noción de sujeto. La denostada postmoderni-
dad, ese término en boca de tantos cuya definición es
cuando menos misteriosa —por no decir que se emplea
como cajón de sastre de las fobias de reaccionarios de
derechas e izquierdas— es, más que la «lógica cultu-
ral del capitalismo avanzado», en expresión del crítico
cultural marxista Fredic Jameson15 que, en realidad,
se refiere al «posmodernismo», la etiqueta bajo la
cual se reúne a una nutrida nómina de pensadores
y pensadoras —Foucault, Derrida, Lévinas, Deleuze,
Butler….—, casi todos hijos de Nietzsche —y un poco
también de Heidegger—, que elaboran una crítica de
la Modernidad filosófica, época del pensamiento que
coincide en el tiempo con la implantación de las ideas
liberales y del capitalismo. Estos pensadores, diver-
sos entre ellos y ellas y enemigos de ser etiquetados
como postmodernos, tienen en común el hecho de que
dinamitan nociones tremendamente arraigadas en la
filosofía de corte ilustrado y, desde la oposición al

15 En JAMESON, F., El posmodernismo o la lógica cultural del


capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1991.

38
concepto de totalidad, realizan una crítica profunda
a la metafísica, el sujeto y la Historia entendida como
narración totalizadora.

Esta labor se desarrolla a menudo en lucha con el


lenguaje, bregando con una gramática y una sinta-
xis en las que dichas nociones clásicas ocupan un
lugar central e incluso vertebrador, por lo que el
trabajo de pensamiento exige también la creación
de nuevos lenguajes y formas de expresión que des-
colocan al sentido común, algo, por otro lado, que
no debiera resultar extraño tratándose de filosofía,
una actividad dedicada justamente a la creación de
conceptos, como ya subrayaran entre otros Deleu-
ze y Guattari. Sin embargo, lo cierto es que esto
ha provocado que a menudo nos encontremos con
reaccionarios y perezosos que descalifican, en bue-
na parte por su presunta opacidad lingüística, el
trabajo de estos pensadores y pensadoras, a menudo
sin siquiera conocer sus pensamientos —en algunos
casos, como el de Jacques Derrida o Judith Butler,
esto es especialmente patente y sangrante—, y lo
cierto es que les ha salido bastante bien la jugada
porque tratándose por lo general de críticas veni-
das de dinosaurios intelectuales han contado con el
apoyo del ala progresista. Asimismo, resulta algo
sospechoso que desde su mismo origen se hayan
producido ataques tan virulentos al pensamiento
tildado de postmoderno: algo potente e incómodo
para la normalidad liberal tiene que haber ahí.

La crítica a la noción de sujeto —la llamada «muerte


del sujeto»—, por ejemplo, ha provocado encendidos

39
debates en el feminismo, pues el feminismo ilustrado
ha afeado a la demolición del sujeto universalista la
problemática que, al parecer, genera cuando se busca
definir el sujeto de las luchas feministas. Una buena
muestra del debate la encontramos en la confron-
tación, ya clásica, entre Sheila Benhabib y Judith
Butler16 a este respecto, discusión a la que contribuye
Nancy Fraser con toda su sensatez pragmática. Sin
embargo, como señala más que acertadamente Paul
B. Preciado, una buena forma de afrontar este debate
—desde la afinidad con posturas postmodernas— es
considerar que el feminista ha de ser un proyecto de
transformación radical de la sociedad cuyo verdadero
sujeto sea «el proyecto de despatriarcalización, de
descolonización y radicalmente ecológico».

No es este lugar para pretender resumir toda la exten-


sa e interesante crítica del sujeto, pero establezcamos
que hay una serie de notas clave por las que debemos
dejar atrás o al menos poner en cuarentena la noción.
En primer lugar, la idea de «sujeto» presupone una

16 Véase VVAA, Feminist Contentions: A Philosophical Ex-


change, New York, Routledge, 1995. Hay traducción al castella-
no de la contribución al debate de BUTLER, J., «Fundamentos
contingentes: el feminismo y la cuestión del «posmodernismo»»,
En La Ventana, n 13, 2001, págs. 7-41, de FRASER, N., y
NICHOLSON, L., «Crítica social sin filosofía: un encuentro
entre el feminismo y el posmodernismo», En Feminismo/Posmo-
dernismo, Buenos Aires, Feminaria, 1992 y de BENHABIB, S.,
«Feminismo y posmodernidad: una difícil alianza», En AMO-
RÓS, C. (coord.), Historia de la teoría feminista, Instituto
de Investigaciones feministas de la Universidad Complutense de
Madrid, 1994.

40
sujeción que no es ajustada a la realidad de nuestras
vidas, presupone la estabilidad en nuestro devenir
existencial que representa el yo, la «identidad», que
tantas veces ha sido denunciada como una ficción —
desde Hume ya en el siglo XVII a Freud entre otros—,
una forma de alienación —Marx— y una carga que
merma la libertad y la creatividad de la personalidad.
Hoy, por cierto, la defensa de la identidad se mani-
fiesta claramente en la exigencia —capitalista— de
una identidad-marca cuyo extremo es el dichoso per-
sonal branding, táctica empresarial extendida más
allá de lo estrictamente económico a toda nuestra
vida, que nos invita —u obliga— a tratarnos y tratar
nuestras vidas como si de una empresa se tratara,
entrando en el amplio pero estrecho mercado de las
identidades —«eres» lo que vistes, calzas, conduces,
pagas, escuchas…—. Hay hoy una esclavitud que con-
siste en la obligación cotidiana de generar un yo en
las redes, en comunicarse en el semiocapitalismo —el
capitalismo en el que el capital simbólico, el signo, es
lo determinante17—, aportando contenidos a las redes
sociales, exponiendo al personal lo que opinamos,
sentimos o hacemos, y sometiéndonos a la tiranía del
«me gusta» en medio de una «movilización global»18
que exige, además de grandes cantidades de tiempo
y de energía, un comportamiento virtual coherente
con la imagen que damos a los demás. Ofrecer una

17 Véase BERARDI, F. (BIFO), Generación post-alfa. Patologías


e imaginarios en el semiocapitalismo, Buenos Aires, Tinta Limón,
2007.
18 LÓPEZ PETIT, S., El infinito y la nada: el querer vivir como
desafío, Barcelona, Bellaterra, 2003.

41
identidad, ser explícitamente sujetos. No obstante,
no sólo no somos idénticas a nosotras mismas, sino
que una relajación en esa egocéntrica obsesión por el
escaparate del yo abre las puertas a otras formas de
vida en nuestra propia existencia y en la relación con
las demás. El anonimato19, ser nadie, la cualquieri-
dad… son nombres para el lujo que entraña la nueva
riqueza de poder «devenir imperceptible», dejar de
cargar con la identidad. En el plano colectivo, al que
nos dedicaremos más tarde, es más evidente que, en
la medida en que las identidades colectivas funcionan
mediante la exclusión, determinando el yo por el no-
yo, la pertenencia a una comunidad por la diferencia
o negación de las otras, la identidad contribuye, como
ha mostrado Judith Butler —entre otras—, a la
producción de sujetos abyectos y marginados, chivos
expiatorios sobre los que se edifican la identidad nor-
mativa y normal, y, en definitiva, a la exclusión de lo
diferente20.

En segundo lugar, el sujeto ha sido definido conforme


al modelo del varón, blanco, occidental, propietario,
urbano, heterosexual, padre de familia, alfabetizado
y sin diversidad funcional. Esto implica que se ha
pretendido atribuir universalidad a una muy deter-
minada visión del ser humano, la visión de quien

19 Interesante concepto trabajado, por ejemplo, en el número 5-6 de


Espai en Blanc de modo diverso y muy recomendable con el título
La fuerza del anonimato y disponible online en http://espaien-
blanc.net/?page_id=448.
20 BUTLER, J., Cuerpos que importan: sobre los limites materia-
les y discursivos del ‘sexo’, Buenos Aires, Paidós, 2002.

42
tradicionalmente ha ostentado el poder —y ha tenido
tiempo para pensar y oportunidad para medrar como
pensador—, de modo que las construcciones trascen-
dentales construidas sobre este sujeto no sólo carecen
de fiabilidad sino que son, desde la propia base, ex-
cluyentes y, en esa medida, carentes de riqueza. Las
ontologías y políticas del sujeto priman la homogenei-
dad, la fabricación de sujetos al modo y modelo del
sujeto universal. No me extenderé más a este respecto
porque resultaría imposible tratar siquiera de esbozar
el trabajo ingente realizado, a este respecto, por el
pensamiento feminista, el marxismo, el pensamiento
anticolonial y el necesario entretejimiento de estas y
otras perspectivas gracias al enfoque interseccional,
porque además es una crítica que, por fortuna, es
bastante conocida hoy.

En tercer lugar, el sujeto, que es siempre un supues-


to, algo que no podemos demostrar empíricamente,
es además presupuesto, considerado el fundamento:
no ya de la política, incluso de la realidad toda si nos
retrotraemos a Descartes o Kant y las tradiciones
que de ellos arrancan. Por eso hoy el pensamiento se
encuentra con el reto de pensar sin sujeto y ensayar
categorías o estrategias que ocupen su lugar. Jean-
Luc Nancy, por ejemplo, propone intercambiarlo
por el concepto de «singularidad» —lo trataremos
enseguida—. En ¿Un sujeto?, interroga la noción
metafísica de sujeto consciente de la importancia
que posee en nuestro quehacer lingüístico, pero con-
sidera que lo que queremos expresar como sujeto, el
existente singular expuesto al mundo, es solamente
en ese movimiento que lo expone al mundo y no

43
un sujeto que sujete una serie de atribuciones posi-
bles —ser mujer, ser europeo, ser negro…—. Es, en
realidad, un existente sin pertenencias, asignaciones
y propiedades que le envíen a nada más que el hecho
de existir, de estar expuesto a encadenamientos de
sentidos. La verdad del existir no es un «sujeto» sino
la sucesión singular de una serie de advenimientos
que podría decirse que se abren al infinito. Además,
en la tradición occidental el subiectum es, a la vez
que un supuesto, un estar doblegado por, sometido
a una autoridad. Al designar el ser de un agente
de representación o de volición, ese «alguien» que
puede tener representaciones y voliciones, expresa
la capacidad de apropiación de esas representacio-
nes y voliciones. Decía Kant: «Es preciso que mis
representaciones puedan ser mías», pero de Kant a
Heidegger podemos pasar a una existencia en la que
lo que sucede es «cada vez» mío, que rompe con la
necesidad de una identidad presupuesta.

El gesto de la presuposición es característico de


la tradición occidental de pensamiento, y el sujeto
es lo puesto debajo, el sustrato, el uno supuesto
por debajo de lo múltiple, el fundamento, pero se
trata de un fundamento supuesto, auto-supuesto,
auto-engendrado. Expresa la necesidad de esta-
blecer un centro, un fundamento, una instancia
de universalidad extraída de la intimidad con uno
mismo en un presente constante que, además,
identifica cualquier intimidad. No hay implicado
un «cada uno», sino «todos» en «el» sujeto. Es
este un sujeto que «ya siempre ha advenido y

44
está siempre aún por venir»21, con una presencia
out of joint, fuera de quicio, pese a que refleja
la ilusión de estabilidad, permanencia y cohesión
donde no la hay. Para salir de esta presuposición,
será necesario subvertir el sujeto, colocar la sub-
versión donde antes había sustancia, deconstruir-
lo, lo cual hace advenir al «cualquiera», el cada
cual, la singularidad, que no es ya un qué sino
un quién, el quis latino. El singular, un singular,
ya no presupuesto ni pospuesto, sino expuesto o
exponiéndose. Volveremos sobre la importancia de
esta noción de «exposición».

A las críticas del sujeto planteadas, sumemos que las


filosofías del sujeto se acompañan de una visión del
mundo que François Flahault denomina «espíritu
prometeico»22, caracterizado por el frenesí técnico
capitalista y por la negación de la interdependencia
en la comunidad humana. Esta visión contamina
en la Modernidad valores como libertad o progreso,
entendidos desde el productivismo capitalista que los
tiñe de un tinte individualista negador de nuestro
existencial ser en común. El término «prometeísmo»
proviene, obviamente, de Prometeo, el dios tan des-
mesurado como compasivo que entregó a los hombres
el conocimiento y el fuego robado a los dioses, así
como la forma de «dejar de pensar en la muerte antes

21 NANCY, J.L., ¿Un sujeto?, Buenos Aires, La Cebra, 2014, pág. 52.
22 FLAHAULT, F., El crepúsculo de Prometeo, Barcelona, Ga-
laxia Gutemberg, 2013.

45
de tiempo»23 , el modo de cuestionar y combatir nues-
tra finitud. Flahault señala cuatro grandes errores
o ilusiones características de este prometeísmo: en
primer lugar, la creencia de que el hombre no forma
parte de la naturaleza, que su carácter cultural lo
hace distinguirse de todo el resto, que por supuesto
existe a su servicio; en segundo lugar, la creencia de
que donde hay racionalidad no hay desmesura, ya
que la racionalidad asegura la cordura —y un día
llegó el nazismo para mostrar hasta qué punto el
sueño de la razón engendra monstruos—; en tercer
lugar, la negación de la interdependencia humana y
la fe en una autonomía que convierte en accesorios
los vínculos; y, en cuarto y último lugar, la creencia
de que el deseo de existir de manera incondicional y
absoluta, sublime, debe cumplirse realmente, esto es,
un afán por negar nuestra finitud, por ser eternos.

El pensamiento europeo exhibe una constante


afirmación incondicional del yo y una embriaguez
de omnipotencia del sujeto que, según Flahault, se
relaciona directamente con la creencia de que es el
individuo el que crea la sociedad, que esta es un
logro suyo y no el contexto previo al individuo en
que este se desenvuelve, como veremos plantean
varios pensadores críticos con la corriente general.
La virilidad prometeica, caracterizada por una
actitud general de dominio y control, pretende que
los seres humanos se dan a luz a sí mismos en el
«segundo nacimiento», el nacimiento a la cultura

23 ESQUILO, Prometeo encadenado, Madrid, Gredos, 2006, págs.


337- 338.

46
y la sociedad, que es el verdaderamente relevante,
con el consiguiente menosprecio de la maternidad en
un pensamiento que, además de antropocéntrico, es
androcéntrico. El sujeto, autónomo e independiente,
es el trasunto metafísico, a su vez, del individuo,
pieza mágica sobre la que descansa toda la cons-
trucción política liberal que se pretende artífice de la
sociedad mediante el contrato social que no es, como
veremos, sino el asesinato de lo común, pues inmu-
niza al individuo parapetado tras derechos y deberes
que lo desconectan del resto, de la comunidad que
nos constituye desde el nacimiento.

Este proyecto prometeico es uno con la empresa hu-


manista, el humanitarismo jerárquico que, desde sus
raíces clásicas, es sexista, racista y clasista, y cons-
tituye un proyecto que Peter Sloterdijk24 denomina
«antropotecnia»: el afán por esculpir al ser humano
—como si de un objeto se tratase— siguiendo el mo-
delo valorizado por la cultura occidental y a manos
de una élite de sabios — a su vez varones, blancos,
propietarios, heterosexuales, letrados, urbanos…—.
Al ser un instrumento de dominio en general, el
humanismo tiene un fuerte componente colonialista
y excluyente: ya en la Antigua Roma se estableció
el homo romanus por oposición al homo barbarus,
pasando por el Renacimiento, que repite el gesto, o
las conquistas y colonizaciones y la exaltación iden-
titaria de ciertas culturas nacionales hegemónicas en
Europa.

24 Cfr. SLOTERDIJK, P., Normas para el parque humano,


Madrid, Siruela, 2006.

47
Sin embargo, poco a poco se va produciendo un
viraje en este pensamiento, que llegado un momento
muestra síntomas de agotamiento y separación
excesiva de la vida. Empiezan, así, a surgir
visiones que cuestionan el sujeto y el prometeísmo
androcentrista y se aventuran a colocar al mundo
por delante del sujeto. Martin Heidegger, por
ejemplo, crítico con la noción de sujeto, subrayará
la «vecindad con el ser» del Dasein, del existente,
en un intento de respetar y restaurar el encanto
del mundo, de devolver el misterio robado a la
naturaleza al convertirla en mero objeto a dominar,
y tratando con ello de responder al prometeísmo en el
pensamiento. Cuestionará esa visión de la realidad
que todo lo convierte en objeto listo para ser usado,
en reserva disponible, visión que planteará como
esencia de la era de la tecnología —la Gestell—,
caracterizada por el dominio violento, que procede
de la metafísica del sujeto, del idealismo moderno
instrumentalista, antropocéntrico y neutralista25.

Desde este nuevo punto de vista, lo propio de la


existencia humana, del Dasein, pasará a ser su
apertura al mundo, entendiendo la existencia como

25 A este respecto son de gran utilidad, también por su carácter


pedagógico, los textos de Alejandro Escudero, gran conocedor de
Heidegger y de la historia de la filosofía, que suele enfocar desde
ahí cuestiones del presente como la crisis ecológica y la necesidad
de decrecimiento. Por ejemplo, ESCUDERO, A., «Heidegger: una
teoría crítica de la tecnociencia moderna», En La Caverna de
Platón, 2018. Disponible en https://www.lacavernadeplaton.com/
histofilobis/heideggertecnica1819.htm.

48
eksistencia, volcada al exterior, a un mundo que
forma parte de lo que el propio Dasein es. Precisa-
mente a eso apunta el término alemán Dasein, que
significa «ser ahí» —no «aquí», sino allí en donde
no es propiamente él—, fuera de sí, volcado al mun-
do. El pensamiento se entiende, así, como forma de
habitar el mundo, superando una idea del pensar en
sentido únicamente pasivo o activo, huyendo de la
interpretación instrumental y abandonando los polos
sujeto-objeto del pensamiento metafísico moderno.
Con Heidegger, se entiende el pensar como praxis
existencial del ser humano que consiste en el cuida-
do y acogida propios de una existencia finita y en
relación con el mundo. Así el con entra de lleno en
el pensamiento occidental. Pensar deja de ser mera
representación de una realidad convertida en objeto
para convertirse en relación con el ser.

Se lleva a cabo de este modo una irremediable críti-


ca a la noción de sujeto y al yo autónomo, autoen-
gendrado y casi omnipotente que, como señalamos
líneas arriba, se reconoce mejor en su «segundo
nacimiento» que en su nacimiento de un cuerpo de
mujer, algo que muestra a la vez que la misoginia
inherente a buena parte del pensamiento occiden-
tal, el menosprecio del cuerpo, de lo material y de
lo sensible. En ambos casos, se trata de la negación
de nuestras raíces finitas. Este sujeto androcéntrico,
este renacido, este ser humano que es todo cultura y
humanismo, parte de la nada para ser lo que desee
ser al estilo de Dios —un dios de la voluntad—: lo
dice Platón, que la vida del alma nace del mundo
suprasensible; lo dice el humanismo renacentista, que

49
«podemos ser lo que queramos» —Pico Della Mirán-
dola, concretamente—; lo dirá Sartre, que describe
al ser humano como «creación ex nihilo» —de nuevo
en modo Dios— desde su libertad; y hasta lo canta
La Internacional que, en la versión original francesa,
propone «Du passé faisons table rase» («del pasado
hagamos tabla rasa»), aunque no le falten los motivos
para desearlo. Y es que este renacimiento del hombre
prometeico supone también un modelo de revolución
mítica que promulga la existencia de un momento de
creación o re-creación absoluto, en el que los seres
humanos echan todo abajo y todo lo regeneran a par-
tir de la nada, con un enfoque de la revolución como
acontecimiento y no tanto como transformación, algo
bastante más cercano al normal acontecer de la cosas
de la vida.

Como ya quedó sugerido en Nancy, la alternativa


no es prescindir completamente del sujeto en todo
ámbito. De un lado, resulta más que interesante a
nivel teórico explorar qué acontece con casi todas las
cuestiones que nos planteamos en filosofía y otras
disciplinas cuando pensamos sin recurrir al sujeto,
como ocurre con otras nociones como sustancia o
fundamento. Ese es precisamente el trabajo empren-
dido por buena parte de la filosofía contemporánea,
que trata de pensar, en general, tras la «muerte de
Dios» —¡en el sindiós!—, explorando los desplaza-
mientos, los cambios de perspectiva, las oportunida-
des no exploradas que emergen cuando se eliminan
todos estos conceptos ligados a la que se denomina
habitualmente «visión metafísica del mundo». Pero,
de otro lado, prescindir de la categoría sujeto o de

50
identidad implica no pocas complicaciones a nivel
político, algo que ha hecho, como ya adelantamos,
que las llamadas perspectivas postmodernas sean
duramente criticadas desde el pensamiento de corte
ilustrado, que opta por hacer crítica de estas nociones
sin eliminarlas. Es entonces cuando, a nuestro juicio,
se produce una situación complicada: la necesidad de
escoger entre lo que parece aceptable filosóficamente
y lo que resulta operativo políticamente. Por ejemplo,
en el feminismo… Es una de las situaciones en que
la visión ch’ixi llama a la puerta: se hace necesario
cabalgar las contradicciones, convivir con ellas.

La alternativa en la singularidad

Stuart Hall26 expresa con tino cómo entender la


identidad tras su deconstrucción, al plantear que
podemos entender que funciona, de la mano de
Jacques Derrida, «bajo borradura», es decir, en
el intervalo que hay entre su negación total y el
surgimiento de otra opción que realice su función,
ya que no puede ser pensada como antes de la
crítica del concepto, pero resulta prácticamente
imprescindible para abordar ciertas cuestiones
clave. Por otro lado, también cabe, y en ocasiones
es necesario, por ejemplo, en lo relativo a la
agencia política, a la capacidad de acción, con
el Foucault de Las palabras y las cosas, hacer

26 HALL, S., «¿Quién necesita identidad?» En Cuestiones de iden-


tidad cultural, España, Amorrortu, 2003, pág. 14.

51
uso no de una teoría del sujeto cognoscente —el
que se caracteriza por el conocimiento— sino de
la práctica discursiva —cómo nos expresamos—
y emplear, cuando se hace necesario, no tanto la
identidad como la identificación —que no es algo
estable ni definitivo sino contingente y siempre
producto de la negociación— que hace posible,
por ejemplo, la articulación, el trabajo contextual
de grupos que coinciden en sus objetivos en
un contexto determinado, y que fraguan su
trabajo conjunto en base a la misma práctica,
sin necesidad de establecer una identidad común
previa pero que definen una especie de identidad
transitoria que resulta operativa a efectos de lo que
se esté trabajando, por lo que se esté luchando.
Algo, por cierto, que hemos visto mucho en las
luchas comunes sobre todo tras el 15M, cuando
aprendimos a trabajar sin obsesionarnos por el
quién, más centradas en el cómo. Y es que, pese
a las críticas recogidas en el apartado anterior, en
ocasiones necesitamos entendernos en términos de
cierta identidad. Tengamos en cuenta que nada de
lo que aquí se plantea conviene que sea enfocado
desde el fundamentalismo.

Hall plantea que, tras las pertinentes críticas a las que


ha sido sometido el concepto de identidad, en adelante
la noción ya no apuntará a «ese núcleo estable del yo
que, de principio a fin, se desenvuelve sin cambios a
través de todas las vicisitudes de la historia» ni, si
nos vamos al escenario de la identidad cultural, al
«yo colectivo o verdadero que se oculta dentro de los
muchos otros yos, más superficiales o artificialmente

52
impuestos, que un pueblo con una historia y una
ascendencia compartidas tiene en común»27. En
adelante, la noción llevará implícito el reconocimiento
de la imposibilidad de unificación y el hecho de que
las identidades son construidas de pluralidad y a
menudo incluyen discursos, prácticas y posiciones
antagónicas. Se construyen a través de la diferencia
y no al margen de ella, sólo pueden producirse a
través de la relación con lo otro. Exigen, así, lo que
Cusicanqui llama mirada ch’ixi, la capacidad de
cabalgar las contradicciones, algo que si se piensa
bien coincide bastante con nuestra experiencia
cotidiana: no existimos de una manera unificada y
nuestra identidad, ya sea personal o colectiva, no
es algo primitivo, anterior a lo vivido o las luchas,
sino resultado del propio existir —«Caminante no
hay camino, se hace camino al andar», en lenguaje
machadiano—. Sujetas a una historización radical y
en un constante cambio, las identidades individuales
y colectivas son ya bastante menos idénticas, y el
sujeto no sólo está menos sujeto, sino que no es ya
fundamento, sobre todo cuando estamos aprendiendo
a vivir y hacer política sin someter la práctica a la
tiranía de una teoría entendida como abstracción
deshistorizante o paradigma racional que gobierne de
los procesos desde afuera.

Nancy se plantea lo propio respecto al sujeto. En


«¿Quién viene después del sujeto?»28 reconoce que

27 Ambas citas pertenecen a HALL, Op. cit., pág. 17


28 NANCY, J.L., «¿Quién viene después del sujeto?», En Revista

53
necesitamos de una categoría que haga el trabajo de ese
subiectum, de ese sujeto sujetado, esa identidad, ese
ego que es presupuesto y fundamento, pero teniendo
en cuenta el carácter nocivo de la noción y asumiendo
los desplazamientos en nuestra autopercepción y
nuestro pensamiento ya mencionados. Propone,
como ya anunciamos, que después del sujeto, llegue
el/la/le cualquiera, cada cual, el anónimo, nadie…
la singularidad. Una noción que hace las funciones
necesarias para nombrarnos, pero con una carga
semántica bien distinta.

La singularidad, que es esencialmente plural, es


lo que somos cada una/o/e, únicas y cualquieras,
quienes somos cada día, cada vez, algo que sólo
podemos ser radicalmente en común, en con-
tacto, expuestas, por referencia a otras. Somos
singularidades plurales y no identidades macizas;
no sujetos universales sino nacimientos únicos,
singulares, de mundos… Eso es lo común, esto es, lo
normal, lo que de ordinario somos. Cada una/uno/
une forma parte y pone en circulación sentidos, abre
un mundo. No somos sujetos opuestos a objetos,
sino cuerpos expuestos al mundo: el éxtasis, la
trascendencia inmanente —trasinmanencia—, ese
salir de nosotras que nos hace ser lo que somos, es
nuestro signo. Por eso, al universal cogito ergo sum
cartesiano Nancy responde con un singular ego sum
expositus. Porque decir que existo implica siempre la

Política Común, vol. 6, 2014, traducción de Emmanuel Biset dis-


ponible en: https://quod.lib.umich.edu/p/pc/12322227.0006.002?-
view=text;rgn=main

54
presencia de otros hacia los cuales dirijo mi certeza
y quienes pueden confirmarla: ego sum implica ego
cum, exposición, cuerpo a cuerpo, coestar, coexistir.

No somos el fin de todo lo que existe ni el centro del


mundo sino su exposición y la nuestra propia y, en
nuestra impropiedad, tampoco estamos sujetas. La
consistencia de nuestro ser está en el ser-en-común
y ese común, lejos de ser una fusión, sólo es posible
por una contigüidad que exige espaciamiento para
que haya con-tacto. Ser es estar expuesto, por eso la
singularidad subraya el con y la comunicación —lo
que incluye la posibilidad de la incomunicación—,
no hay singularidad sin otras singularidades. Lo
que existe, sea lo que sea, porque existe co-existe,
participa de un mundo. Hay que dar la vuelta a
la filosofía desde este ser singular plural y el reto
ya no es pensar «cosas» —sustancias— sino pensar
el «con», la relación, que no es ni mucho menos
un objeto… y hemos de hacerlo con una gramática
metafísica que está poco preparada para ello.

La singularidad es entonces lo que queremos expresar


cuando decimos «sujeto», pero entendido ahora no
como el universal dominador, no como un sujeto
que sujete una serie de atribuciones posibles, sino
como el existente singular expuesto al mundo, que
es solamente en ese movimiento que lo expone al
mundo. Un existente sin pertenencias, asignaciones
y propiedades salvo el hecho de existir, de estar
expuesto al mundo, cuya verdad no es algo «sujeto»,
algo fijo y agarrado, sino la sucesión singular de una
serie de advenimientos, de relaciones con el mundo.

55
Una existencia sin adjetivar, ajena a la pulsión
identitaria, probablemente mucho más humilde, más
consciente de la finitud, porque lo que llamamos
«sujeto» en la tradición metafísica muestra una
necesidad de establecer un centro, un fundamento,
una instancia de universalidad extraída de la
intimidad con uno mismo que de lugar a la ilusión
de estabilidad, permanencia y cohesión… de la
identidad con la que hemos operado constantemente
en el pensamiento. De ahí el reto apasionante de
pensar y vivir de otra manera, siendo una humilde
y libre singularidad que no aspira obsesivamente a
la identidad ni la exige al resto.

Algunos años después, en La comunidad que viene,


Giorgio Agamben escribirá sobre el «cualsea». En un
lenguaje críptico, casi esotérico, en un libro que ha de
leerse, como otros tantos de filosofía, con la calma
y el desprejuicio con que se lee la poesía, dirá que
«la singularidad expuesta como tal es cual-se-quie-
ra, esto es, amable». Amable porque el amor no se
dirige a propiedad concreta ni es tampoco «insípida
abstracción», porque se quiere «la cosa» —lo ama-
ble— con todos sus predicados, su ser tal cual es.
Es para Agamben un «architrascendental», lo más
difícil de pensar, «la experiencia no cósica de una
pura exterioridad»29 —aquí merece la pena parase
a pensar y tratar de evocar lo que dice, que no hay
prisa… y, si no se entiende, sigamos, ya volveremos
a darle una vuelta en otro momento—. Expropiado

29 AGAMBEN, La comunidad…, pág. 43.

56
de toda identidad, el «cualsea», como todo ser de las
cosas, es «divino», es objeto de reverencia, de asom-
bro ante el mundo. Entusiasmémonos con la realidad,
alucinemos con el milagro de que cada cual, en su
singularidad inesencial y expuesta al mundo, sea lo
que es, como es, y convirtamos esto en un hábito, un
modo de habitar, un ethos:

Quizás el único modo de comprender este libre


uso de sí, que no dispone sin embargo de la
existencia como de una propiedad, es aquel
de pensarlo como un hábito, un ethos. Ser
generado según la propia manera de ser es,
desde luego, la definición misma del hábito
(por esto los griegos hablaban de una segunda
naturaleza): ética es la manera que no nos
sucede, ni nos funda, sino que nos genera. Y
este ser generado de la propia manera es la
única felicidad verdaderamente posible para los
hombres.30

Agamben reflexiona sobre esa «manera manantial»


del ser, que no es ente de este o aquel modo, sino un
ser que siendo singular es múltiple y, no siendo indife-
rente, vale por todos. Afirma también del «cualsea»
que, a al estilo de Bartleby el escribiente —obra de
Herman Melville profusamente citada en los últimos
tiempos sobre un tipo con una admirable capacidad
de decir «no» a lo que no desea—, puede «no ser»,

30 Op. cit., pág. 23.

57
esa es su potencia, es capaz de la propia impotencia.
Qué riqueza, qué lujo es poder decir no a la identi-
dad, por ejemplo. Y este «cualsea», que ya no tiene
que realizar esencias ni vocaciones, tiene como tarea
ética «el simple hecho de la propia existencia como
posibilidad y potencia»31, exponer de todos los modos
posibles su ser amorfo, carente de determinaciones,
ya no acto de potencia alguna. Agamben encuentra
una oportunidad para el ser humano en la posibili-
dad de que se adhiera a la impropiedad como tal, en
que la desposesión de sí lo lleve a realizarse como
una singularidad sin identidad, común, común y co-
rriente, dejando atrás la realización en esta o aquella
identidad biográfica para pasar a ser «su exterioridad
singular y su rostro», con lo que, a su juicio, «la hu-
manidad accedería por primera vez a un comunidad
sin presupuestos y sin sujetos, a una comunicación
que no conocería más lo incomunicable»32.

Detrás del sujeto, pues, creemos que viene el


cualquiera, el singular, un singular, ya no presupuesto
ni pospuesto, sino expuesto, exponiéndose. Cuerpos,
voces, gestos que sólo son en común y son existencia
singular plural: singularidad plural y pluralidad
singular. No es el sujeto que sujeta ni el sujeto
supuesto, y tampoco es el individuo, que no es más
que el residuo de la experiencia de la disolución
de la comunidad —volveremos enseguida sobre
esto— y que como su nombre indica se pretende

31 Op. cit., pág. 31.


32 Op. cit., pág. 42.

58
el átomo, lo indivisible, el resultado abstracto de
una descomposición. La singularidad plural es el
resto del sujeto, lo que impide la totalización, lo
que niega la sujeción y el cierre en sí mismo, lo que
no se pretende fundamento, lo que no enfrenta la
realidad considerándola objeto, sino que se inserta
en la contigüidad con otros cuerpos. Somos nosotres,
finitas y expuestas al mundo.

Con la singularidad se abre paso la vulnerabilidad,


la fragilidad, la exposición y la apertura donde antes
veíamos soberanía, autonomía, cierre e individuo.
No hay espacio en este pequeño viaje introductorio
para explicar todo lo que conlleva, pero permite,
como se imaginará, una revisión de todos estos
conceptos. El simple, y grandioso en su pequeñez,
existir de la singularidad invita a pensarse y
reconocerse en la fragilidad de la singularidad,
de la cualquieridad, no en esa fortaleza que es la
identidad y en ese modelo universal y prometeico
del sujeto autoesculpido. Obliga a pensar, también,
la existencia siempre como compartida y pensar
todo esto es, además, pensar en el sindiós —tras
la «muerte de Dios», de los valores suprasensibles,
sentenciada por Nietzsche— desde los seres finitos
que somos, habitantes de la infinita finitud que es
el mundo.

De la mano de la singularidad es posible renunciar


al monoteísmo que sigue empeñado en «la» Verdad.
Superar el imperio del criterio único, que mantiene y
exige el crédito que se ha otorgado por siglos a «la»
Verdad con mayúsculas —junto a «la» Belleza y

59
«la» Bondad— y la defiende en debates en los que el
consenso es obligatorio constituyendo, en realidad,
«polémicas» —de polemós, «guerra», como recuerda
Foucault33 — que se cobran derrotas y no diálogos
que admitan la pluralidad de sentidos, todo ello
en el empeño por un consenso a menudo labrado
con golpes de fuerza o mayorías. El monoteísmo
recela de toda desviación del pensamiento de lo
Uno o, en todo caso, lo integra como marginal o
insólito, escondiendo lo que Nietzsche denuncia
como «voluntad de verdad»: detrás de su afán de
hegemonía está la guerra por imponer una sola forma
de verdad trascendente que descarte todo aquello
que pueda contrariarla. Esta actitud monoteísta
implica dicotomías con afán de resolución dialéctica
o, cuando menos, de jerarquía y lo lleva mal para
pensar singularidades —que probablemente le
parezcan «bobadas postmodernas»— y mucho peor
para tratar de pensar la relación.

No es extraño que, ante el sindiós, se reaccione con


nihilismo pasivo: en el fracaso del monoteísmo, es
la actitud de quien considera el mundo carente de
sentido con un matiz deprimente porque no puede

33 FOUCAULT, M., «Polémica, política y problematizaciones», En


Estética, ética y hermenéutica, Obras esenciales, vol III: «El pole-
mista se aproxima acorazado de privilegios que ostenta de entrada
y que nunca acepta poner en cuestión. Posee, por principio, los
derechos q le autorizan a la guerra y que hacen de ésta una empresa
justa; no tiene ante él a un interlocutor en la búsqueda de la verdad,
sino a un adversario, un enemigo q es culpable, que es nocivo y cuya
existencia misma constituye una amenaza».

60
entender los sentidos, así, en plural. Es el discurso
de la impotencia, que, equivocadamente, pretende
que nada puede argumentarse ante las injusticias, la
desigualdad, la corrupción, la contaminación cuando
falla «la» Verdad, cuando falla «el» Sentido. Es la
actitud de quien se exaspera por poner algo en el lugar
del Dios muerto y recurre, demasiado a menudo, al
arte o a la ética como refugios que tienden a provocar
el encierro en uno mismo, negando la exposición, la de
estetas, cínicos y otros adalides del postmodernismo,
pero como lógica cultural del capitalismo avanzado.

Pero hay un nihilismo activo, el que practica el mismo


Nietzsche, que lucha por dotar de sentido a la nada,
por buscar la positividad que esta contiene pensándola
en su esencia, caminando el desierto. Esta es la actitud
con la que sugerimos afrontar la realidad y pensar la
nada de la relación, esa no cosa que tanto ha rehuido
el pensamiento, que tan difícil nos resulta pensar, que
constituye todo un reto. Cuestionada la verdad, y
de su mano «el» Sentido—, nos quedará el «sentido
sentido»34: sensible e inteligible, uno más de los sentidos
y, a la vez, «dirección» de un movimiento, referencia
a. Un sentido que no da lugar a consenso sino a lo
con-sentido y, quizá, al consentimiento, aunque sea en
el disenso. Pensar este sindiós que es la singularidad
expuesta supone pensar la centralidad de la relación
y el sentido, saliendo de los que en pensamiento se

34 Sintética expresión de Jordi Massó, empleada en su tesis doctoral


para recoger todos los sentidos de «sentido». Véase MASSÓ, J., Fi-
guras de lo común en el pensamiento estético de Jean-Luc Nancy,
Madrid, Universidad Complutense, 2015.

61
denomina Metafísica, esto es, el pensamiento de
la sustancia y el sujeto que convierte el ser en cosa:
algo atrapable, dominable, cognoscible, previsible…
que se expresa en una verdad con mayúsculas. Hay
que atreverse, proponemos, a pensar sin categorías
tranquilizadoras que permitan apropiarse de lo que se
piensa, objetualizarlo, convertirlo en algo disponible,
usable, equiparable —apropiable para el capitalismo—.
Pensar desde los sentidos, que son plurales, y menos
desde «la» Verdad monolítica… sin renunciar a las
verdades, desde luego diferentes de las mentiras.

El sentido que ocupa el lugar de la Verdad consiste en


la remisión de uno o de más de uno a muchos otros,
una remisión que ha de entenderse despersonalizada
y sin antropocentrismo: quien dice uno/a/e, dice seres
humanos, signos, piedras, zapatos, animales. Todo
ello hace mundo, está en el mundo, está en el sentido,
está en relación, en comunicación: tal es el encanto
de lo real, de una realidad que, vista así, recupera
su magia, la magia de la existencia. ¡Casi nada! ¡El
mundo existe y nosotres en él! Tal vez no haya que
esperar a encontrarse en el lecho de muerte para caer
en la cuenta de esto. Y el sentido sólo puede ser en
común, en un mundo que, en consecuencia, no es sino
circulación de sentidos, donde puede surgir el valor de
cada cosa siempre desde el ser con otros. «Nosotres»,
todes, coexistimos, nos tocamos, somos en común y
hacemos sentido exponiendo el valor absoluto que el
mundo es en sí mismo35.

35 Pero ¿significa esto algo así como que demos carta de


naturaleza al «todo vale»? No «todo vale» porque los sentidos

62
La existencia es, tiene lugar singularmente, en la
exposición, en el cuerpo con cuerpo —personas,
cosas, plantas, animales, signos…—, en el acuer-
parse, en el con-tacto, en la afectabilidad, por lo
que el sentido se da en la exterioridad y, más espe-
cíficamente, en la corporalidad. El sujeto ya no es
el sitio o fuente del sentido, sino que el sentido es
exteriorizado y su origen es el ser-en-común entre
los cuerpos. La comparecencia, la coexistencia, el
co-estar, son modos de expresar el éxtasis cotidia-
no, la magia de lo material, de lo real. No hay un
ser trascendente ni una verdad ni un principio o
simplicidad absolutas más allá de lo que existe: al
principio de todo está la relación, el movimiento
de relacionarse, que no es nada —insistimos: no
es una sustancia, no es algo atrapable, no se puede
dominar— y es todo.

son infinitos pero su exposición no. Hay formas inadecuadas de


exponer la exposición. Todo vale, todo tiene su valor absoluto, la
existencia toda vale, pero esto no supone que no haya mentiras
o errores. Esto, la riqueza de lo real, nos lleva al protagonismo
de la interpretación. No pretende así el pensamiento comunicar,
explicar, explicitar un sentido sino tocarlo, rozarlo para mantenerlo
abierto, que se comunique sin que exista la posibilidad de que sea
apropiado. Y cuidar de esta imposibilidad de apropiación, cuidarse
de violarla. Preservar la riqueza, abrirla: algo que no conduce al
consenso —Nancy ha mostrado sus reticencias hacia el abuso del
término «consenso», algo que le sitúa frente a éticas deliberativas
o comunicacionales— sino, en todo caso, a con-sentir, verdad
desapacible de la democracia contemplada desde un punto de vista
más ontológico que político. En Nancy, el logos como partición
posibilita el diálogo, uno que no tiene por fin superarse en un
«consenso», sino que tiene como razón de ser tocar el «cum», el
«con» del sentido, la pluralidad de su emerger.

63
El pensamiento se asoma a un nuevo reto, a la
aventura maravillosa de mirar el mundo de otra
manera, una que se siente más que se ve. La
realidad implica una pluralidad singular, una
singularidad plural que exige pensar esa nada
que es la relación para hacer justicia a los valores
de la tierra, que decía Nietzsche. No se trata de
pensar lo común desde nuestro ser «sujetos», como
un sujeto más, colectivo; se trata de ser sensibles
al entre, de prestarle atención. Esto supone
primar la sensibilidad sobre esa abstracción que
es la identidad. También abandonar la posición de
sujetos soberanos, de sujetos como presupuesto, de
mi yo y el tuyo y el tuyo como fundamento de
lo común: transitar el estar expuestos, cuerpo a
cuerpo, en la fragilidad de nuestras singularidades,
y transitar el con que nos con-forma. Prestar, pues,
más atención a lo que nos rodea, a lo que Nancy
denomina «arealidad», el área de nuestro existir,
lo que nos constituye, y menos a la identidad, la
nuestra y la del grupo. Tal vez sea considerarnos
presupuesto y fundamento lo que nos lleva a
imponer un proyecto abstracto que fracasa una y
otra y otra vez, tratando de domar lo que está,
de hecho, ocurriendo, siguiendo con la tradición
dominadora, técnica, y obviando las potencias de lo
que nos rodea con bastante falta de tacto, de con-
tacto. Tal vez, también, estemos obsesionadas por
estar sujetas, guardar la coherencia, mostrar una
identidad… que nos cuesta dios y ayuda mantener,
que no permite la contradicción, que exige constante
reafirmación mediante la autopublicidad que nos
hacemos en las redes sociales, en los artículos que
leemos, escribimos o recomendamos leer, en lo que

64
opinamos en las reuniones con otras personas...
Tal vez entre fotos de pies en vacaciones y de las
páginas de libros que nos leemos y los platos que
comemos en Facebook, en la exhibición de un ser
redondo estemos perdiendo de vista lo común, a
saber, la existencia, tan singular, tan humilde y a
la vez tan grande, ¡todo!

El Comité Invisible poetiza el importante papel que


juegan las relaciones, los vínculos, la exposición, y
muestra lo banal que se torna, ante esto, la noción
del yo como identidad:

¿QUÉ ES LO QUE SOY», entonces? Algo


atravesado desde la infancia por flujos de
leche, olores, historias, sonidos, canciones
infantiles, substancias, gestos, ideas,
impresiones, miradas, cantos y comida.
¿LO QUE SOY? Algo vinculado por doquier
a lugares, sufrimientos, antepasados,
amigos, amores, acontecimientos, lenguas,
recuerdos, a toda clase de cosas que, sin
duda alguna, no son YO. Todo lo que
me ata al mundo, todos los vínculos que
me constituyen, todas las fuerzas que me
pueblan no tejen una identidad, como me
incitan a proclamar, sino una existencia
singular, común, viva y de la que emerge,
en algunos puntos, en algunos momentos,
este ser que dice «yo». Nuestro sentimiento
de inconsistencia no es más que el efecto de
esta tonta creencia en la permanencia del
YO, y de la escasa atención que prestamos
a lo que nos constituye.(…) La libertad no
es el gesto de deshacerse de las ataduras,

65
sino la capacidad práctica de operar a
través de ellas, de moverse en ellas, de
establecerlas o truncarlas36.

«Un decir entre otros decires…»

Todo lo que hemos visto con anterioridad tiene una


referencia fundamental: el ser. Esa es la obsesión que
recorre el pensamiento occidental, ya sea para afir-
mar su presencia, ya sea para negarla, ya sea para
considerar que se puede conocer, ya sea que no, ya
sea para plantear que está en lo singular o que se
encuentra en lo plural o lo múltiple. Sin embargo,
hemos de asumir que la filosofía occidental es tan
sólo «un decir entre otros decires», una manera de
tratar de explicar el mundo… y no la única válida. No
todo vale —como ocurre en el relativismo capitalista,
producto de la equivalencia general que implanta el
dinero—, pero hay más de una perspectiva válida.

Javier Lajo, pensador peruano anticolonial37, nos


descubre, desde las cosmologías andinas, un ejemplo
de otra mirada, que cuestiona y se entrecruza con los
planteamientos occidentales. Por fortuna, hay mucho
mundo por explorar, del que aprender y basta, para

36 COMITÉ INVISIBLE, La insurrección que viene, Santa Cruz


de Tenerife, Melusina, 2009, págs. 37-38.
37 De Lajo podríamos decir que es un pensador «decolonial» pero
optamos por la terminología de Cusicanqui que considera que lo de-
colonial «es una moda», lo postcolonial «un deseo» y lo anticolonial,
término que prefiere, «una lucha».

66
acceder a un universo tan rico como diverso, con
ejercitar la inteligencia y el respeto. En una charla
titulada «Sabidurías Ancestrales y Descolonización»,
durante el XXVIII Encuentro de Teología y Pastoral
Andina celebrado en Chucuito (Puno, Ecuador)
en 201838, Lajo explica a un público diverso en qué
consiste la descolonización del saber. Le cuenta a este
público que tiene que haber una diferencia entre el
pensamiento occidental y el andino y que él quiere
plantearla, investigarla. Comienza por Parménides,
el pensador con el que nace ese gesto que llamamos
Filosofía Occidental, cuando, por indicación de la
diosa, descubre la verdad, la aletheia, y que ser y
pensar son lo mismo. A Lajo no le convence que la
única manera de acceder al ser sea la razón, tal como
le dice la diosa a Parménides, y considera que es
más apropiado hablar de senti-pensar, noción que
tiene su propio término en su lengua materna, la
lengua del pueblo puquina —ancestro del quechua
y el aymara— y que, reconoce, es una manera
de entender el acceso al mundo que pensadores y
pensadoras occidentales comienzan a tener en cuenta
—en referencia al pensamiento contemporáneo—. En
las culturas andinas, destaca, para actuar bien hay
que pensar bien y sentir bien, todo ha de ir «parejo».

Lajo continúa su revisión con Aristóteles, con la


reflexión sobre la afirmación de la lógica aristotélica

38 LAJO, Javier, «Descolonizar el saber», XXVIII Encuentro de


Teología y Pastoral Andina «Sabidurías Ancestrales y Desco-
lonización», Chucuito-Puno, del 3 al 7 de septiembre de 2018.
Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=6W8p3vhBoWc

67
de que el ser es y el no ser no es. Conoce, como
filósofo, el pensamiento occidental, a la vez que,
por ser indígena, sabe de sus desastrosos efectos
colonizadores y coloniales y le parece importante
destacar que Aristóteles fue tutor de Alejandro
Magno, alguien que se propuso conquistar el mundo.
El arma que el filósofo le pone en las manos al
conquistador, explica, «es fuerte»: «Si el ser es y el
no ser no es, aquellos que se encuentre Alejandro
que no coincidan con el ser griego —que no depende
de la sangre sino de la cultura griega— deberán ser
considerados no-ser, luego deberán ser dominados»,
explica al público. Y si insisten en no ser lo que
Alejandro es, en no ser como él, entonces tendrá que
matarlos, explica Lajo, imaginando la escena entre
el conquistador y su tutor filósofo.

Sirva esta anécdota para mostrar cómo se puede ver


nuestra cultura de la dominación desde fuera, de
modo descarnado: una cultura de la mismidad que
acaba con la otredad. Lajo está explicando lo que se
denomina colonialidad del ser —concepto acuñado
entre otros por Walter Mignolo—, que es en buena
parte negación de la otredad, y colonialidad del
saber —faltaría la colonialidad del género, estudiada
por primera vez por María Lugones— a través de
los tres principios lógicos aristotélicos: el principio
de identidad, que señala que algo no puede ser y no
ser; el principio de no-contradicción, es decir, que es
imposible que un atributo pertenezca y no pertenezca
al mismo sujeto; y el principio del tercio excluido, que
establece que dos proposiciones contradictorias no
pueden ser verdaderas ambas… pero interpretado en

68
clave de comunidades o culturas. El ser sería el griego
adulto y varón, culturizado, excluyendo a las mujeres
y los no culturizados —esclavos, extranjeros…— en
la cultura griega.

Este pensador peruano considera que la raíz de


los problemas de Occidente, y en consecuencia
de un mundo globalizado en el que ya casi todo
es Occidente, es una noción de ser que nos ha
llevado a la destrucción del planeta y la de nuestros
propios vecinos, algo que en nuestra propia cultura
se está deconstruyendo y revisando. Propone, para
contribuir a las necesidades del mundo, poner a
disposición de la humanidad la noción de ser andina,
cuyos rasgos él investiga. Para empezar, «para
el hombre andino todo objeto real o conceptual
tiene imprescindiblemente su par, siendo así que
el paradigma principal del hombre andino es que
todo y todos hemos sido paridos, es decir, el origen
cosmogónico primigenio no es la unidad como en
Occidente, sino la paridad»39. Lajo revela que, en
el mundo andino, en el pensamiento Chapaq por
ejemplo, no existe un «todo uno», esto es, esa idea
presente en el ser de Parménides o en el individuo
liberal, ni tampoco un «todo dos», es decir, ese
dualismo que marca Occidente desde Platón. Lo que
se puede rastrear en la filosofía andina es un «todo
par» que a su juicio invalida la noción de «Ser»
—con mayúscula—, único, por lo que no existe en

39 LAJO LAZO, Javier, Qhapaq Ñan: La ruta inka de a sabiduría,


Perú, Centro de Estudios Nueva Economía y Sociedad -CENES,
2003, pág. 69.

69
esta cosmovisión ni término ni símbolo que aluda a
algo similar. De existir alguna idea parecida, señala,
«sería subsidiaria a la idea de «relación», o siendo más
preciso, a la idea de «vínculo», puesto que el vínculo
es co-existente con la idea del «par»»40. Se trata,
pues, de una cosmología relacional y paritaria, que
se contempla desde los mitos fundacionales, como
en la leyenda de Manco Qhapaq y Mama Ocllo
saliendo juntos del Titicaca, como la Pakarina o
fuente primordial de la cultura ancestral. Asimismo,
refleja la paridad, la pareja Ilawi o Idolo de Puquina
de Ilave, que representa un varón mirando al saliente
y una mujer mirando al poniente, ambos envueltos
o amarrados por serpientes, «pareados», símbolo de
lo que Lajo denomina «vincularidad» varón-mujer
y también humanos-naturaleza, solidaria de la idea
de chacha-warmi, el principio de dualidad y de lo
complementario. En el mundo andino todo es par o
se da por parejas, y lo que se presenta como impar
—o ch’ulla en Puquina— existe sólo en apariencia
y transitoriamente. El Runa Simi, el idioma usado
por millones de indígenas peruanos, está plagado
de paridades, a pesar de la decodificación cristiana
de los idiomas quechua, aymara y puquina. ¿En
qué consiste la verdad en esta cosmogonía andina?
Lajo la considera sintetizada en el pensamiento de
que «la verdad es la vida, hija del yanantinkuy de
los dos cosmos, cuyo vínculo la produce y que nos
permite la conciencia del existir»41.

40 Op. Cit., pág. 4


41 Op. Cit., pág. 10

70
Acompaña todo su pensamiento de un estudio
el gran desarrollo científico astronómico andino,
con importantes repercusiones simbólicas que no
es este lugar para explicar, pero que muestra una
civilización preocupada desde siempre también por los
pachakutis, los «volteos», los cataclismos, el cambio,
y que hoy investiga como herramienta práctica y
teórica de un «sistema de vínculo» para mantener el
equilibrio del hombre con la mujer —algo que ha de
ser pensadosin ligazón a los cuerpos para no resultar
excluyente con otres— y de estos con el mundo y la
vida, la existencia. El filósofo peruano trabaja en la
posibilidad de recuperar un «orden andino», que sea
en sí mismo el equilibrio del mundo y de la existencia,
sintetizado en el principio del Allin Kausay o Suma
Gamaña, esto es, el «Vivir Bien» o «Buen Vivir».

El Sumak Kawsay, el Buen Vivir o la vida en


plenitud en kichwa —suma qamaña en aymara—
es una cosmovisión ancestral de la vida que
desde finales del siglo XX constituye también un
paradigma epistémico y una propuesta política,
cultural y social anticolonial desarrollada sobre
todo en Ecuador y Bolivia, de cuyos pueblos
recupera la cosmovisión. La expresión se compone
de «sumak» que apunta al equilibrio del planeta, y
«kawsay», que significa «vida» —lo que en griego
se dice zoé, volveremos sobre ello—, una vida digna
de ser vivida, equilibrada y armónica. Existen
nociones similares en otros pueblos indígenas, como
el Mapuche (Chile), el Guaraní de Bolivia y de
Paraguay que habla —respectivamente— de Teko
Kavi y Tekó Porä, en el pueblo Achuar (Amazonía

71
ecuatoriana), en la tradición maya de Guatemala y
Chiapas (México), entre los Gunas (Panamá)…

En cambio, la preocupación explícita por el Buen


Vivir no se escucha en la filosofía de Occidente
desde, por lo menos, el helenismo —con honrosas
excepciones—, y no parece descabellado recuperar la
reflexión en plena globalización, época paralela a la
de extensión del Imperio macedónico. Y no podemos
dejar que sea el capitalismo emocional quien se
encargue de vendernos un optimismo infundado en
clave neoliberal, impidiendo toda posibilidad de Buen
Vivir, ya que este requiere cambios de pensamiento
—para empezar, colocar la vida en el centro—, pero
también de sistema económico.

Señalamos líneas arriba que el menor de nuestros


problemas es la falta de democracia y ese déficit no
es pequeño, pero se subsume en el general déficit
de condiciones para el Buen Vivir, en tiempos
de neoliberalismo con hiper-sujetos altamente
sujetados, nada menos que auto-sujetados,
esculpidos a golpe de marca personal, competición,
falta de tiempo, hiperactividad, hipermovilidad,
afectos contractuales, amor consumista,
libertad vacía… Y de todo esto, creemos, solo
lo común puede salvarnos. Para ello habremos
de buscar salidas de la condición de individuos
permanentemente movilizados por el capitalismo
y problematizar nuestra existencia, politizarla en
un sentido que queda muy lejos de la política de
Estado, de la política representativa, que no llega
siquiera a «gestión de la decepción», en expresión

72
de Santiago López Petit42 . Una polética o polírica
liberadas de identidad que nos hagan pasar de la
impotencia al impoder, que sea una apuesta por
querer vivir, en toda su extensión.

Para ello, puede ser un buen paso aprender a vivirse


como nadie, anónimo, singularidad, cualquiera, y
atender a la radical belleza y el incuestionable valor de
la vida, en busca del Buen Vivir. Cuenta un escritor
anónimo de obra inédita que, al comienzo de una larga
experiencia en la cárcel, ante el horizonte de tener
que atravesar una larga condena, vivió una de esas
situaciones extremas «en las que uno se necesita a sí
mismo» en el contexto de máxima violencia que suelen
ser los centros penitenciarios, en la ley de competición
superlativa, casi animal, que en ellos impera. Así
que tuvo que hacer el trabajo de buscarse en su más
recóndita intimidad, desnudándose de convenciones
hasta llegar a sí mismo, a su singularidad, su
cualquieridad: «Desde ahí tengo que partir», se dijo.
No valía disfrazarse, interpretar ninguna identidad
sobrepuesta, en «situaciones que exigen una relación
pura con el mundo, que sólo la realidad humana
permite transitar, atravesar», explica. Pero, a su
juicio, cuando llegas a este estado te conviertes en
«magnético», la gente se te acerca, porque al mostrar
la más radical humanidad, se genera empatía, pareces
hacerte comprensible. «Eres todos y ninguno en esa
radical honestidad», desnudo de determinaciones y

42 LOPEZ PETIT, S., Los espacios del anonimato: una apuesta


por el querer vivir, En Espai en Blanc, 03 de marzo de 2009.
Disponible en: http://espaienblanc.net/?cat=8&post=749

73
la gente tiende a respetarlo. ¿Será verdad? ¿Cómo
seremos desnudos de determinaciones? Hablando
con este escritor anónimo llegamos a la conclusión
—efímera— de que este tipo de experiencia pudiera
ser un lujo de los pobres, más capaces de hacerse
nadie. Y es que, cuando no se tiene ya nada que
perder, o menos, es más sencillo problematizar la
existencia radicalmente. Son lo que López Petit llama
«espacios del anonimato», «la intemperie donde la
experimentación se hace posible» y donde «el querer
vivir se hace desafío». Bienaventurados los pobres y
precarias —dicho sea con orgullo de clase— por la
capacidad de acabar con el capitalismo. Cada una
de nosotras puede decidir dejar de formar parte de
la civilización de la equivalencia total, donde todo es
tan igual como indiferente, en la que todos estamos
sujetos a una misma medida, el dinero, y optar por el
Buen Vivir y por hacer justicia a nuestra existencia,
a nuestro ser-juntos, seres humanos, signos, zapatos,
animales, ordenadores y piedras. Se trata, entonces,
de quitarle a «la» Política y al Estado —con toda
su ralea de secuaces: de periodistas a coach y
psicólogos— la prerrogativa sobre los fines del ser
humano y entregarla a «lo» político de la existencia
común y singular, singular plural.

74
Lo común sentido, sensible

Deambulamos entre espectros de lo común: los medios,


la escenificación política, los consensos económicos
legitimados, pero también las recaídas en lo étnico
o en la religión, la invocación civilizadora basada
en el pánico, la militarización de la existencia para
defender la «vida» supuestamente «común»; o, más
precisamente, para defender una forma-de-vida
llamada «común». No obstante, sabemos bien que
esta «vida», o esta «forma-de-vida», no es realmente
«común»; que cuando participamos de esos consensos,
de esas guerras, de esos pánicos, de esos circos
políticos, de esos modos caducos de agremiación, o
incluso de ese lenguaje que habla en nuestro nombre,
somos víctimas o cómplices de un secuestro.

Peter Pal Pelbart

75
Es tan revolucionario como nutricio para nuestras
vidas afirmar algo tan simple como es el hecho de
que la existencia es en común y sólo en común. Nada
de individuos: no hay yo sin tú, nadie es ni constata
su ser si no puede sentirse incluido en algún nosotros/
as/es. Pese al individualismo a la base de nuestro
acervo filosófico, la cuestión de la comunidad lleva
casi medio siglo ocupando con especial intensidad a
un pensamiento occidental que ya no acepta reducirla
a las dimensiones del individuo o el sujeto, ya sea por
el lado liberal o por el comunitarista, y que surge en
buena parte de la crítica al totalitarismo cuando era
algo relativamente reciente, por lo que es un asunto
especialmente interesante hoy, con la extrema derecha
en pleno auge. Se trata de un trabajo de investigación
—a veces repartido, otras compartido— que quiere
pensar nuestra existencia en común, lo que, como
apunta Nancy, equivale a pensar nuestra existencia
«a secas» porque, como hemos visto, existir es ser
en común.

Se trata de pensar una articulación del ser-en-común


decididamente distinta del fascismo y del nazismo y
atender a si sus semillas ya estaban en el pensamiento
anterior. Buscar cuáles son las ideas que prosperaron
como ideología tácita en los totalitarismos del siglo
XX, algo también aplicable a la extrema derecha
europea actual, al «Dios, patria y Bolsonaro»
brasileño, al «America first» de Donald Trump y
al «Los españoles primero» de la cenutria extrema
derecha española. Hay que ser cautelosas, porque
cuanto más precaria es la situación del individuo,
más posibilidades hay de que se transmitan sus

76
anhelos a la comunidad, una comunidad homogénea
y sustantiva, un supersujeto.

Lo que vamos a explicar no es sencillo, exige un


esfuerzo de atención y apertura de la sensibilidad
y el entendimiento. Vamos a intentar acariciar con
palabras algo bien concreto y sensible: la realidad
de nuestra existencia. Intentaremos entender la
comunidad sin sustancia como «nada» —recordemos:
no cosa, relación—. Es recomendable no empeñarse
en entender cada letra, palabra por palabra, oración
por oración: un texto es un conjunto que genera una
textura, una urdimbre, una red en la que engancharse
y con la que enganchar la realidad y, a veces, es mejor
que sugiera a que pretenda aprehender, dominar.
Dado que ya nos hemos salido de la esfera del sujeto
que se enfrenta a los objetos, también, en buena
parte, nos salimos del ámbito de la representación y
más bien trataremos de sugerir, encantar o tantear
antes que mostrar o indicar. Téngase esto en cuenta
y, tras extraer conclusiones provisionales, intentemos
comparar cotidianamente la noción de comunidad
que emerge aquí con las nociones con las que
operamos habitualmente —patria, matria, colectivo,
banda, manada…—. Después, por otro lado, no
pretendamos forzar nada en nuestra realidad, sólo
permitámonos dejarla ser y pensarla, un modo de
praxis por la cual a menudo la propia realidad se
deconstruye sin necesidad de aplicar recetas cerradas.
La filosofía es política por esencia en la medida en
que instituye significados —y funciona incluso como
una institución—, pero no es ni debe ser ciencia
política, no debe ni mucho menos ofrecer técnicas,

77
pues correría así el riesgo de perder su propia esencia:
debe consagrarse, más bien, a la deconstrucción, a
la desestabilización, a la apertura y no al cierre, a la
rebeldía y no al dominio.

A continuación, mostraremos, a través del trabajo de


algunos pensadores clave —y hay unos cuantos más,
que al menos mencionaremos— cómo el cum, el con,
no ha dejado de ganar protagonismo en el pensamien-
to contemporáneo. Tras toda una época, la Moderna,
centrada en el sujeto y el individuo, el pensamiento
despierta, sobre todo con Heidegger, e incluye el cum,
el mit en su caso, en su vocabulario básico.

Heidegger y el protagonismo del con

Es de justicia reconocer que es Heidegger quien


introduce el «con», de la mano del ser-con (Mitsein)
en el pensamiento. Lo hace en la gran obra de lo que
podríamos llamar su primera etapa, Ser y tiempo
—más legible, por cierto, en la traducción del chileno
Jorge Eduardo Rivera que en la de José Gaos—,
aunque lo mejor de su pensamiento viene en la
«vuelta» de su pensar, en la llamada Kehre, con obras
como Construir, habitar, pensar o Tiempo y ser,
que constituyen toda una aventura de pensamiento.
Reiner Schurman, un excelente discípulo de Hannah
Arendt, recomienda, de hecho, en El principio
de anarquía, leer a Heidegger al revés… Deberían
advertirnos, aquí lo hacemos, de que la mejor manera
de leer el pensamiento es con total libertad, como nos

78
plazca: de abajo a arriba, de atrás hacia delante, o
al revés, por fragmentos, por épocas o por impulsos…
con la Verdad —con mayúsculas— ha muerto la
Obra —idem— y somos libres para disfrutar, sobre
todo pensando lo leído, sea lo que sea.

A Heidegger le persigue, con razón, su pasado nazi.


Pero no parece justo ni inteligente que su pasado
y su preocupante silencio sobre la participación en
el nazismo deban privarnos de su pensamiento.
El peligro estriba, en todo caso, en si su nazismo
impregna o es justificado en su filosofía, algo que
exige un tratamiento que excede con mucho las
posibilidades de este texto, aunque expondremos
aquello en lo que tenemos cierta seguridad de que
no es así, en especial tras la kehre. Por otro lado,
advertimos a nuevas navegantes que atravesar la
Selva Negra de su pensar no es fácil… pero merece
mucho la pena.

La cuestión que nos interesa aquí es el abandono


heideggeriano del gesto filosófico que consiste en
enfrentar la realidad-objeto desde el sujeto y cómo abre
espacio al «con» en el pensamiento contemporáneo.
En Ser y Tiempo mantiene que a la esencia de lo
que somos, al Dasein, no le caracteriza una relación
meramente cognoscitiva con los objetos desde un ser
sujeto, puesto que el Dasein no se enfrenta al mundo
en la forma del dominio o la oposición. Sustituye
esta tradicional visión metafísica por un pensar que
coloca en el centro la relación de coexistencia entre
ser humano y mundo, una vinculación existencial
práctica, antes que teórica. En el capítulo IV de

79
esta obra fundamental en lo que cabría denominar
su primera etapa, repasa las estructuras del Dasein,
del existente abierto al mundo —bien diferente del
«sujeto»—, relacionadas con el «estar-en-el-mundo»:
el coestar (Mitsein) y la coexistencia (Mitdasein).
Nuestro existencial —y no cabe aquí decir
«esencial»— estar-en-el-mundo (In-der-Welt-sein)
es el hecho que desmonta la hipótesis de un sujeto
independiente y separado, puesto enfrente, y apunta al
ser como co-estar, caracterizando la existencia como
«conal» si es que pudiéramos adjetivar el «con»43. El
Dasein comparece siempre intramundanamente, en
el mundo, nunca aislado: si está aislado, si notamos el
aislamiento, la carencia puntual de mundo, es porque
su coestar en el mundo es anterior.

«Mundo», pues, no es en la analítica existencial —el


análisis de las estructuras para pensar la existencia
del Dasein—, una mera agrupación de cosas
presentes, ni un marco supuesto para abarcar la
suma de las cosas dadas. Tampoco tiene un sentido
espacial ni representa lo que contiene la totalidad
de entes o la globalidad, el conjunto de estos, sino
que alude al horizonte en que se desarrolla la vida
del ser humano, un horizonte plagado de referencias
en las que habitamos y que nos afectan —el afecto
posee, en adelante, un gran valor a la hora de
abrir y comprender el mundo—, entes con los que
nos relacionamos y que se revelan en su ser en la

43 Véase HEIDEGGER, M., El ser y el tiempo, Chile, Editorial


Universitaria, 1997, observación de Rivera en sus notas a la
traducción de la pág. 144 en pág. 472.

80
interrupción de la cotidianidad, cuando nos paramos
a pensarlos, a asombrarnos ante ellos. El mundo
engloba todo aquello que nos concierne: objetos,
hechos, sucesos, aconteceres, acciones, procesos…
Es lo que habitamos y cómo lo habitamos, estando
siempre referidos a, volcados a, abiertos a. Y, en ese
mundo, ante todo tenemos relaciones de cotidianidad
con las cosas, relaciones en las que ni siquiera
nos preguntamos por ellas, pues directamente las
usamos, aunque cuando dejamos de hacerlo, cuando
ya no son para nosotros un objeto de uso y nos
ponemos a mirarlas, a interrogarnos por ellas, se
nos muestran en su significatividad. Hay, pues, cosas
que están a la mano y usamos, pero las mismas
cosas pueden estar ante los ojos, en cuyo caso nos
dedicamos a contemplarlas, que ya es otro asunto, y
aparte están los otros Dasein, que nos remueven de
una manera particular.

Quedémonos ahora en concreto con que en esta


concepción del mundo el «con» es esencial, es
originario. Ya no hay un sujeto junto a otros sujetos
al que se sume ese con como si de un plus se tratara,
tampoco uno que plantee problemas para salir del
solipsismo, del encierro en uno mismo: eso le pasaba
al sujeto Descartes, que una vez que descubría su
propia existencia —«Pienso, luego existo»— se veía
obligado a ¡demostrar la existencia del mundo! Ya no
es problema explicar la intersubjetividad o el acceso al
otro, sino que el Dasein se encuentra ya en un mundo
compartido, un mundo que es, ante todo, un co-estar.
Este existenciario, esta categoría, determina, como
señalamos antes, al Dasein incluso cuando no hay

81
otro que esté fácticamente ahí porque nos determina
el propio coestar, no la ausencia o la presencia. El
Dasein es ser ahí, no en sí… está volcado al ahí,
expuesto. Por eso, no hay un «yo y los otros/as/es»
como si «los otros/as/es» fueran los demás fuera de
mí, sino que ya están ontológicamente implicados en
mi existencia. La manera de encontrarse del Dasein
consiste, justamente, en dejar de mirar su ombligo y
entenderse en su quehacer en el mundo circundante,
que incluye a otros Dasein. Heidegger rechaza
así las nociones tradicionales de «yo», «sujeto»
y «conciencia» entendidas como algo cerrado y
autónomo. El Dasein, al ser «ahí», existe en una
espacialidad ontológica que implica algo así como una
expropiación esencial: la de estar siempre concernido
por, en referencia a. Y esta «espacialidad existencial»,
este estar en medio del mundo no en dirección a sí
sino alejándose de sí, esta mundaneidad, hace que el
Dasein exista en referencia y no sólo en referencia a
otros Dasein, sino también a las cosas, a todo lo que
le concierne, dado que es apertura a la otredad. En
adelante, todo será relación, copertenencia, de Dasein
y ser, del ser y el espacio- tiempo, del lenguaje y el ser
humano, de la humanidad de lo humano … Relación
y no sustancia en el centro, relación constitutiva, sin
polo privilegiado, sin asidero.

Y dejamos ahí Ser y tiempo (1927), y no por gusto,


porque da para mucho más, pero hemos de seguir viaje
por el universo heideggeriano para que nos muestre
algunas claves esenciales más para nuestro universo
de lo común sentido. A mitad de camino, en 1933,
se produce su, tristemente famoso, Discurso del

82
Rectorado, el pronunciamiento nazi y absolutamente
prometeico sobre el que después mantendrá un
silencio sepulcral. La cosa es que, llegando los años
40, Heidegger deja atrás el proyecto de ontología
fundamental de Ser y Tiempo y la analítica del
Dasein y se dedica a fondo a la investigación del ser.
El ser es esa obsesión de muchas y muchos filósofos/
as a la que se consagra la disciplina llamada
ontología, la investigación que trata de explicar
por qué hay algo y no nada, la maravilla de la
existencia. Hará entonces Heidegger un esfuerzo por
pensar este que es uno de los asuntos esenciales del
pensamiento occidental que, a su juicio, no se había
pensado correctamente, pues siempre se obvió que es
en sí mismo relación —en su caso, dirá que espacio-
tiempo—. Se abrirá aquí una interesantísima etapa
en la que, por ejemplo, aparece su crítica constante
de la Gestell, de la época de la tecnología, la época
del pensamiento como dominio, en la que vemos un
Heidegger dedicado al pensamiento del habitar, una
suerte de ecología ontológica, y su «pensar», que
en adelante llama así y no «filosofía» —El final de
la filosofía y el comienzo de la tarea del pensar,
titula una de sus conferencias—, va a luchar por
ir más allá de la representación y del cálculo, del
proceder anticipador, del sentar sobre seguro, de la
objetivación dominadora científica y de la semántica
de lo propio bajo el imperativo de la utilidad que
caracteriza la metafísica de la sustancia y el sujeto.
Heidegger abre, con todo ello, un mundo nuevo a la
reflexión filosófica radical poniendo en el centro la
relación y abriendo la posibilidad de ir más allá del
mero pensar cosas, entidades atrapables.

83
Trabajará desde entonces en el pensamiento del
ser en cuanto ser, de lo que denomina la diferencia
ontológica, distinguiendo el propio ser del ser de
los entes, la presencia en sí misma de lo presente,
contra la ontificación del ser —tratar al ser como una
cosa— efectuada una y otra vez por la metafísica
—y su lengua y su gramática— y su afán de dominio
paralelo al olvido de la diferencia, una reflexión en
pugna con el afán de seguridad y dominio que lleva
a buscar atrapar la totalidad de lo óntico, de lo que
existe, bajo un fundamento.

Pero el ser, ¿qué es el ser? El ser «es» él


mismo. Esto es lo que tiene que aprender a
experimentar y a decir el pensar futuro. El
«ser» no es ni dios ni un fundamento del
mundo. El ser esta esencialmente más lejos
que todo ente y, al mismo tiempo, está más
próximo al hombre que todo ente, ya sea este
una roca, un animal, una obra de arte, una
máquina, un ángel o dios. El ser es lo más
próximo. Pero la proximidad es lo que más
lejos le queda al hombre.44

(Lo que viene a continuación puede que sea pres-


cindible para muchas y desde luego no es indispen-
sable para lo que viene después… No olviden que se
trata de disfrutar con el viaje, no de sufrir… Tal
vez sea momento de ir al baño o descansar… o no.)

44 Op. cit., 39

84
En la conferencia Tiempo y Ser, que como vemos
invierte los términos del título anterior, la realidad
será pensada desde Ereignis, lo que podría traducirse
como «el acontecer (des)apropiador», que caracteriza
el ser. El mundo entendido como pluralidad
ontológica se desvelará en su darse en el espacio-
tiempo, en una verdad entendida como desocultarse
—que corresponde con el término griego para la
verdad, aletheia— aunque sólo posible gracias a
que existe también el ocultamiento. En este juego de
ocultamiento y desocultamiento emergerá la inmensa
riqueza de lo real, con sus plurales caras, y al ser
humano le caracterizará la capacidad de cuidar el
ser gracias al lenguaje, pero no entendido éste como
expresión o comunicación, no como instrumento,
sino como «advenimiento del ser mismo, que aclara
y oculta»45. Con el lenguaje, traemos al mundo el
ser, desocultamos el advenir del acontecimiento que
es, por resumir, la existencia, pero sólo gracias a un
remitirse entre el ser humano y el ser que se obra
en el lenguaje y no mediante el lenguaje. Por ello,
el lenguaje no es más un mero instrumento, sino la
«casa del ser» en la que habita el hombre, su ethos,
su morada. No poseemos el lenguaje, no somos sus
dueños: nos excede y sobrepasa.

Ereignis será el nombre que Heidegger de al cuidado


y la acogida, a la relación del ser y los entes, y del
lenguaje. Es la ruptura con la obsesión de saturación
propia del pensar metafísico que cosifica, que ontifica

45 HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Madrid, Alianza,


2006, pág 31.

85
convirtiendo todo ente en objeto-para-el-consumo, en
un presente entendido como «ahora», despiadado con
el pasado y el futuro y sus remitencias —«éxtasis»—
recíprocas, con el que también es necesario romper.
La noción de tiempo que va ligada a Ereignis es, por
cierto, una apertura a la ecología en sentido amplio,
a la responsabilidad ante presente, pasado y futuro,
y la superación de la metafísica tradicional pasa por
abandonar el concepto vulgar de tiempo que se basa
en la ousía, en la primacía de lo presente, del ahora
como elemento constitutivo de la temporalidad. No
todo estar presente, que es atañer, concernir, concurrir,
dirá Heidegger, es en el tiempo presente como ahora.
La unidad del tiempo auténtico viene determinada por
lo que denomina la cuarta dimensión, que mantiene
presente, pasado y futuro separados y a la vez juntos
en la cercanía del ser. En todo esto reside, por cierto,
para este autor la humanitas, la dignidad del ser
humano: devolverle a la realidad un misterio que se
despliega en el ser-tiempo, ser acogedores con él.

La obsesión productiva, de crecimiento, encuentra


una alternativa en Heidegger, en un ethos que consiste
en dejarse interpelar, elegirse lugar de la verdad del
ser, pasar del mundo científico-técnico de la Gestell
al mundo poético, reencantado: la existencia ética
conforme a lo dicho —pese a que Heidegger no haya
propuesto ética alguna— implica un sencillo y sereno
habitar que deje ser al ser. Un pensar verdades que ya
no son filosóficas, ni propiamente éticas ni ontológicas,
incluso podríamos decir que tampoco poéticas,
que habitan en ese «ni… ni», verdades vivientes y
vividas, existenciales, pero no individuales, verdades

86
del habitar en un mundo al que se le reconoce ser,
sentidas porque se reconoce al mundo el encanto, el
misterio, tras ser desontificado, transido de la verdad
del ser, del Ereignis que conecta pasado, presente y
futuro.

Lo cierto es que se trata de un pensar para nada


sencillo, que exige una dedicación notable para
alcanzar los niveles de delicadeza con que Heidegger
trata de acercarse a la esencia de la realidad, pero
para las más aficionadas a penetrar en el misterio
del mundo desde este tipo de experiencias, para
los más interesados en ahondar en el asombro de
que exista lo real, el esfuerzo heideggeriano merece
la pena. Es toda una travesía que reencanta el
mundo, que muestra la grandeza y el misterio que
encierra la mera existencia. Pero ahora hemos de
seguir con nuestro viaje…

Nancy y la singularidad plural

El pensamiento del «con» de Jean-Luc Nancy parte


de la importancia de esta partícula con todo lo que
implica y, en buena parte, del estilo del pensar de
la Kehre heideggeriana, centrando su pensamiento
en la comunidad, en la relación —con notables
influencias de otro gran pensador que merecería
mención aparte, Jacques Derrida, poco amigo del
con pero un interesante deconstructor de la amistad
fraternocéntrica, patriarcal—. Nancy señala en una
nota a la tercera edición francesa de La comunidad

87
desobrada (1986), que su trabajo sobre la comunidad
es una tarea siempre en construcción y, de hecho,
marca toda su obra, aún en marcha. Su reflexión se
inicia con esta obra y continúa en La comparecencia
(1991), en Ser singular plural (1996), La comunidad
enfrentada/afrontada (2001) y La comunidad
descalificada (2014), aunque son muchos más los
trabajos dedicados al con, al entre, a la nada de
la relación y al comunismo, y no precisamente al
zombie.

Lo común es entendido por Nancy en su doble


acepción: como la condición de nuestro existir
mismo —en un sentido de «nuestro» que quiere
ir más allá de un «nosotros, los humanos», como
ya adelantamos— y también como lo ordinario,
lo normal, lo que todas compartimos. Su obra es
toda una poética de lo común, un tejido de palabras
que lo prenden sutilmente, que lo evocan, que nos
transporta a un mundo de delicada consistencia
trenzada a golpe de relaciones que no se dejan
atrapar en sólidos conceptos. Piensa la comunidad,
lo común, sin presupuesto fundante, precisamente
como condición de posibilidad del ser singular y no,
como ocurre en buena parte de la tradición, al revés,
esto es, considerando lo singular como condición de
lo común. El ser singular del que ya hemos hablado
es un ser expuesto al éxtasis y la comunidad no es ni
más ni menos que la exposición que lo caracteriza,
la infinita exposición de seres finitos, ya que sólo
la finitud es comunitaria: lo infinito y absoluto no
necesita de nada, está marcado por la soledad y el
cierre sobre sí.

88
El sentido, que no la verdad, consiste, como ya hemos
apuntado, en relación, es posible por la comunidad,
es una remisión de un lugar a otro, de una presencia
a otra/s, algo que no es más válido en el caso del
ser humano que en el de la piedra, el zapato, el
signo o el animal. Sólo con el concurso de la piedra,
el zapato, el animal, el signo, el ser humano hace
mundo. Y la piedra hace mundo también, porque
hacer mundo, hacer sentido, no es algo que surja
de la interioridad humana sino de la multiplicidad,
de la comunidad, del número y de la exposición
y del espaciamiento, de la yuxtaposición y de la
disposición. «Sientan cómo circula el sentido entre
las cosas» parece decirnos su ontología.

En general —y esto que viene ahora exige un


esfuerzo de pensamiento para dejarse llevar por lo
que evocan las palabras—, para que «haya algo»,
debe haber multiplicidad, porque una sola cosa no
podría «estar con» otra: para «ser algo» ha de estar
expuesta, siquiera a sí misma, desdoblada en dos.
«El plural no se añade a la unidad, sino más bien
la precede y la hace posible»46. El «con» implica
coexistencia, un reparto de lo que quiera que está en
juego en la existencia, de la condición, de la suerte
o del destino, condivisión de lo que, cuando menos,
ocupa un lugar y le atañe la puesta en juego de
esa remisión, de esa circulación que es el sentido.
Coexistencia más allá del humanismo heideggeriano,
que establece una clara distinción entre piedra,

46 NANCY, «Ser-con y democracia», en Revista Pléyade 7, Volu-


men IV, nº 1, enero-junio 2011, pág. 20.

89
animal y ser humano, donde la primera no hace
mundo, el segundo es pobre o escaso de mundo y
el tercero, el ser humano, configura mundo. Nancy
afirma que el sentido de «ser» no puede limitarse al
sentido del existir humano, sino que se trata, más
bien, de entender el misterio de la simple posición
de lo ente en lo real, ¡nada menos que el hecho de
que lo que existe, exista! Esta «tópica existencial»
nancyana, su descripción de la existencia, pone el
acento en el espaciamiento entre entes y no tanto
en el acceso a ellos —el conocimiento— tratando
de evitar el excesivo protagonismo dado aún por
Heidegger, tal vez incluso a su pesar, al conocimiento,
lo cual le hace pecar de subjetivista y dejar fuera de
la coexistencia a los entes que no son Dasein.

Para el francés, lo común, la comunidad sin «-idad»,


sin sustancia, sin supuesto fundante, es condición
de posibilidad del ser singular, como ya hemos
señalado, y no al revés. Una comunidad no es una
totalidad superior a las singularidades, no se trata
de un súper-ente, una cosa, una especie de individuo
gigante que englobe e identifique, no es comunión ni
fusión, sino comunicación, exposición. Parte de la
crítica de ese concepto de comunidad cuyo paroxismo
es la comunidad totalitaria, cuya directriz es la
fusión, un tipo de «comunidad total» que, como ya
señalara Bataille, con quien dialoga filosóficamente,
es la comunidad de la muerte: la finitud compartida
por todos, en su grado extremo, donde se encuentra
la fusión, supone la muerte y es la muerte de la
singularidad, es el fascismo.

90
Nancy nos advierte del peligro de la política que
pretende ocupar el ser en común, que lo trata de
hacer pleno: el totalitarismo, al que denomina
inmanentismo, que consiste en la anulación de toda
trascendencia, de todo salir de uno mismo, porque
es un regodeo en lo propio, en la mismidad. Con
«inmanentismo» se refiere, así, a ese modo de enfocar
al ser humano —y la comunidad— centrado en sí,
productor de sí mismo, ser absoluto, distinguido
por la autarquía… olvidando el éxtasis, olvidando
la trasinmanencia, olvidando que la comunidad no
es un objeto que se convierta en sujeto sino aquello
que tiene lugar a través del otro y para el otro,
caracterizada por la finitud y la contingencia, y por
la fragilidad.

La inmanencia absoluta, la absolutidad, el estar


centrado en el propio ombligo, vaya, ya sea vinculada
al individuo o a la comunidad individualista como
totalidad colectiva, son formas de negar la relación
constitutiva, la trascendencia, el éxtasis… que no
tiene, que no es una pertenencia del sujeto, sino
que le acaece, le sucede a la singularidad. Este
«inmanentismo», trasladado a la propia Historia,
entendida como un todo absoluto de nuevo, se
expresa en el constante mito de la «comunidad
perdida», una comunidad fusional e ideal que de
hecho no es real pero constituye un mito antiguo
de Occidente, el de la plenitud fundante, el de la
comunión, la fusión.

Entendida la comunidad al estilo de Nancy, no


hay «cuerpo del ser en común», sino que «todas

91
las cosas son cuerpos» y es justamente este rasgo
trascendental de la singularidad el que la expone y
compromete con las/les/los otres: el cuerpo. Pero la
comunidad, el ser-con, es nada, no es una cosa.

El «con» no es nada: ninguna sustancia


y ningún en-sí-para-sí. Sin embargo, este
«nada» no es exactamente nada: es algo
que no es una cosa en el sentido de un
«dado-presente-en-algún- lado». No está
en un lugar, porque es más bien el lugar
mismo: la capacidad de que alguna cosa,
o más bien algunas cosas, y algunos estén
ahí, es decir, que ahí se encuentren los unos
con los otros o entre ellos, siendo el con
y el entre, precisamente, (…) el mundo de
existencia.47

El con, el entre del que tratamos es una «nada» que


desafía el pensamiento que piensa cosas, consiste en
una alteración recíproca de los seres que desgarra
la integridad de esa idea de comunidad como
algo homogéneo. Nancy llama a la relación —en
Nihilismo y política— la nada del «resplandor», esa
nada de la relación como tal, una «violencia blanca»
—aludiendo a Walter Benjamin— originaria, que
nos saca de nuestros sitios, que altera nuestro ser,
frente a la «violencia negra» —mítica, cumplida,

47 NANCY, J.L., «Conloquium», en ESPOSITO, R., Communi-


tas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu,
2012, págs. 17-18.

92
totalizadora, totalitaria— propia de la irritación o
exasperación que provoca el afán de reducir todo a
lo idéntico, del totalitarismo.

La finitud com-parece, hay una interpelación


constitutiva de la singularidad y del ser-en-común,
siempre repartido, expuesto a un afuera que es la
arealidad de su adentro. No hay vínculo, no hay
yuxtaposición posterior a un elemento constitutivo
—el individuo—, hay exposición singular de la
singularidad. Y tampoco hay ser singular sin otro
ser singular, lo que supone que no puede pensarse
sin una comunidad, sin la comparecencia, sin
la coexistencia, podríamos decir en términos
heideggerianos, sin la comunicación. El ser singular,
«el aparecer a la vez glorioso y miserable del ser-
finito mismo»48, es su ser expuesto al éxtasis.

El ser-en-común, lo común sin sustantividad, sin


supuesto fundante, que se relaciona con el ser
singular, no con el individuo, nos muestra como
seres finitos que comparecen y se exponen al
éxtasis, que tampoco es una obra ni resulta de
un proceso, sino que es nuestra propia finitud, sin
nada detrás. No es objetivable o producible, tiene
lugar en lo que Blanchot llamó «desobramiento»,
en el contagio y el gasto sin reserva batailleano, en
la pasión, el exceso de ser de la singularidad y por
la(s) singularidad(es).

48 NANCY, J.L., La comunidad desobrada, Madrid, Arena libros,


2001, pág. 56.

93
Por lo común debemos entender a la vez lo banal,
es decir, elemento de una igualdad primordial
e irreductible a cualquier efecto de distinción,
y —sin que puede ser distinguible de ello— lo
compartido, es decir, lo que no tiene lugar sino
en la relación, a través de la relación y como
relación: en consecuencia, lo que no se reduce a
un «ser» ni a una «unidad». Eso, por tanto, que
no se puede siquiera plantear como algo singular
—«la relación»— sin hacer que se despierte el
ruidoso enjambre de sus plurales.49

Esposito y la corresponsabilidad del munus

Dejamos a Nancy, esperando haber animado al


menos a la lectura de sus textos que, como ya hemos
indicado, brindan toda una poética de lo común,
para caminar, junto con Roberto Esposito, el
último tramo respecto al tratamiento específico de
lo común en el pensamiento contemporáneo, aunque
volveremos más adelante sobre otro de los autores
que lo aborda, Giorgio Agamben.

Esposito sigue la línea nancyana de tratar de entender


la relación como una nada y la comunidad como
exposición, pero su reflexión se haya más centrada en
la noción histórico-política de comunidad para mostrar
cómo esta se deconstruye. Insistiremos de su mano en
que la comunidad no es un sujeto colectivo, ni un mero
conjunto de sujetos sino la relación que hace que no

49 NANCY, J.L., La comunidad descalificada, Madrid, Avarigani,


2015, pág. 34.

94
seamos sujetos individuales y cerrados sobre sí en la
medida en que el «con» interrumpe la identidad, en
que el «entre» nos atraviesa alterándonos, definiendo
así la existencia. Por eso, advierte, la communitas
expone al sujeto al riesgo más extremo: el de perder,
junto con su propia individualidad, los límites que
garantizan su intangibilidad por parte del otro. De
ahí que exista su doble inverso, la inmunitas, que nos
libera de exponernos, pero en el exceso también nos
sustrae existencia.

En Communitas, origen y destino de la comunidad,


Esposito investiga el origen de la palabra communitas.
No le interesa el significado general que la relaciona
con «público» —en contraposición a «privado»— o
«general» —en contraposición a «particular»—:
su prolijísimo estudio etimológico profundiza en
las raíces del término en el vocabulario de las
instituciones indoeuropeas, más concretamente en las
instituciones de hospitalidad, acogida y reciprocidad,
para mostrar que el término communitas lo
componen cum y munus, cuya combinación indicará
que communitas es un global deber de obligación
recíproca, un compromiso mutuo. El compromiso,
entonces, resulta no ser un plus, una liberalidad, algo
añadido a nuestra vida, sino el carácter esencial de
nuestro existir, un componente inherente a nuestro
ser en común... que, en todo caso, podemos negar.
Considerarlo un mero aderezo, pensar cuando nos
comprometemos con el otro que estamos haciendo
algo extraordinario, sería ya negarlo pues es algo
esencial a nuestro existir, como ya viéramos que
ocurría con el «con» en Heidegger y Nancy.

95
Munus viene de la raíz indoeuropea mei- que significa
cambio, intercambio, a la que se suma el sufijo nes que
aporta un carácter de deber50, de lo que resulta que

50 Hay autores, como veremos más adelante, que no están de


acuerdo con esta lectura y vinculan el munus más bien con
«acción», como ocurre con Dardot y Laval en Común. Ensayo
sobre la revolución en el siglo XXI, Barcelona, Gedisa, 2015.
En cualquier caso, están de acuerdo en que munus apunta a la
coobligación. Por el interés del debate, recogemos aquí un extracto
central de lo que señalan (pág. 318) por si alguien quiere seguirle
la pista: «Conviene, por lo tanto, acoger la idea de “tarea” o de
“actividad” contenida en este término subordinada erróneamente
por Esposito a la de “ley” o a la de deber. A este respecto, el
sentido primero de communis merece ser destacado, ya que se
trataba de designar así, no a las cosas sino a los hombres en tanto
que comparten responsabilidades o tareas: communis fue pues,
en primer lugar, el nombre del compartir una tarea entre hombres
(communis es «el que comparte las responsabilidades») antes de
ser el nombre de las cosas que eran compartidas entre todos (las
res communis). Así, hay que establecer como principio que la co-
obligación nace de compartir una misma tarea o actividad, lejos
de que ella sea primera y fundadora por estar dada de entrada
con la existencia, la condición o bien la vida. Si el actuar común
es un actuar instituyente, ello es precisamente porque consiste
en la coproducción de normas jurídicas que obligan a todos los
coproductores como tales coproductores durante el cumplimiento
de su tarea. Por esta razón, la actividad de institución de lo común
sólo puede ser común, de tal manera que lo común es al mismo
tiempo una cualidad del actuar y aquello que este actuar instituye.
El modelo del legislador antiguo ajeno a una ciudad que hace
don a sus habitantes de una constitución creada desde cero, es a
este respecto un contramodelo, al igual que el de una instancia
separada poseedora de la auctoritas, a la que correspondería
la tarea de perpetuar el acto de fundación. Y dado dado que lo
común a instituir es lo inapropiable -más que la “inequivalenca”,
“lo impropio” o lo “Impersonal”- la coobligación de los hombres del

96
se refiere a algo así como un «intercambio debido»,
producto de una deuda. Se trata de un tipo concreto
de don que obliga a un cambio, a una reciprocidad
y, por tanto, genera obligación. De hecho, el inmunis
es el ingrato, el que no atiende a este deber que
genera el munus. Un ejemplo del munus investigado
aparece en Roma, en Festo, cuando se habla de que
los privilegiados tenían que hacer gastos en juegos y
fiestas para agradecer su situación ventajosa: tenían
ese munus, ese deber de obligada reciprocidad.

En definitiva, lo que viene a mostrar su estudio


etimológico —prolijísimo, del que sólo presentamos
aquí lo esencial— es que munus es un deber
caracterizado por la reciprocidad —o la mutualidad,
con la que comparte la raíz mu—. El kon- (cum
latino) indica «enteramente, globalmente». Todo ello
apunta a que la communitas consiste en exponerse,
en que con ello obligas al otro a exponerse a su vez
y que la exposición del otro te obliga a ti: implica
un compromiso mutuo que pone en marcha una
circulación. Por ello, la communitas así entendida
no es algo sustancial ni está vehiculada por una
cosa, una res —ya sea una lengua, tradiciones, una
bandera…—: no es, en definitiva, res pública, una
cosa pública. Communitas es el conjunto de personas
a las que une no una propiedad sino justamente un
deber o una deuda y, por tanto, un conjunto de

común es la que les impone hacer uso de eso que es inapropiable de


tal modo que se preserve y se transmita. Entendido de esta forma,
el actuar común se confunde con el “uso común de lo común” del
que hemos hablado anteriormente».

97
personas unidas no por un más que suma identidad
sino por un menos que horada su identidad, una
deuda con el otro/a/e por quien una es «afectada», a
diferencia de quien está «exento» o «eximido», quien
es inmune: por ejemplo, el individuo del contrato
social que puede encerrarse en lo privado parapetado
en sus derechos a los que corresponden deberes
prefijados, estereotipados… que eximen de la atención
singular al otro singular. El sentido originario de
communitas es, por tanto, estar com-prometido por
esa expropiación de la subjetividad que vincula al
otro/a/e. No reafirma al sujeto, sino que lo descentra,
lo fuerza a salir de sí mismo. No es precisamente la
pertenencia la clave, sino un común no pertenecerse.
No es un cuerpo o una fusión de individuos de la que
resulta un individuo más grande, ni un lazo colectivo
que conecta individuos previamente separados
confirmando su identidad inicial. No es un modo de
ser o de hacer del sujeto individual, sino justamente
la exposición que interrumpe el cierre sobre sí de la
singularidad.

Por tanto, no es communitas el colectivo


autorreferencial —político, cultural, deportivo,
profesional… ni el país ni el continente— en el que
estamos cómodas y en el que hay una serie de reglas
claras de quién pertenece y quién no, de lo que
tenemos que hacer y lo que no… sino los vínculos
sensibles que nos arrojan a los/ las/les demás, que
nos afectan. No es esa posesión que se suma a las
otras posesiones que tengo como individuo/a, sino
que niega mis límites y la seguridad del cierre sobre
mí, la identidad… No se puede negar, como hemos

98
apuntado antes, que esto tiene mucho de amenaza,
que amenaza al sujeto y hasta a la subsistencia,
que es apertura al peligro de la convivencia y
en la convivencia: implica todo eso que nos con-
mueve, que resta sujeción al sujeto, que nos saca
de nuestra pretendida fortaleza de la individualidad.
En resumen, la comunidad, y en esto insisten tanto
Nancy como Esposito, es nada —no es «una cosa»—,
la nada de la relación, el movimiento expropiatorio
del sujeto ya no tan sujeto, de la singularidad,
diríamos tras lo apuntado en el capítulo anterior.

Algo así resulta más visible en las relaciones familiares


o de vecindad más tradicionales e incluso ancestrales,
menos individualistas y marcadas por la ideología
liberal, donde una se siente obligada a ayudar al otro,
te caiga bien o mal, piense como tú o no… Hay insti-
tuciones rurales del común recogidas por el derecho
consuetudinario que lo muestran, como la costumbre
de hacer una casa entre todo el pueblo a las parejas
recién casadas o la obligación de los trabajos colecti-
vos —A veredas, en Cantabria; Auzolan, en Euskal
Herria; Minga o Junta de embarre en algunos terri-
torios de Suramérica…—. Se trata de algo inhabitual
en las sociedades contemporáneas en las que atender
al otro o el propio compromiso son una especie de
liberalidad, un plus, parapetados como estamos en
los derechos. A este respecto, Simone Weil hace una
buena y dura crítica del protagonismo del derecho,
de los derechos —que siempre son de parte y de la
parte que cuenta con la fuerza para exigirlos y para
hacerlos cumplir— y cómo significa también el olvido
de las obligaciones para con los otros. Dice Weil:

99
Si se le dice a alguien que sea capaz de
escuchar: «Lo que usted me hace no es
justo», es posible tocar y despertar en su
fuente la atención y el amor. No sucede
lo mismo con palabras como: «Tengo el
derecho de...», «Usted no tiene el derecho
de...»; éstas encierran una guerra latente y
despiertan un espíritu de guerra. La noción
de derecho, puesta al centro de los conflictos
sociales, convierte en imposibilidad, de
una parte, como de la otra, todo matiz de
caridad.51

Para Weil, crítica con la visión jurídica y contractual


que entraña el término «persona», nadie es sujeto
directo de derechos, en todo caso de obligaciones,
que a su vez se convierten en derechos para quienes
resultan beneficiarios de ellas. Así, recoge el impulso
desubjetivador, expropiatorio, del munus, puesto
que lo propio de la obligación es estar referida a la
alteridad. Es muy crítica con la inmunización jurídica
que coloca delante al sujeto y sus derechos, obviando
la obligación: la persona jurídica permite cambiar
el «dado que yo tengo obligaciones —munus—, los
otros tendrán derechos» por un «dado que yo tengo
derechos, los otros tendrán obligaciones». El cambio
va de un sujeto impersonal, anónimo, que admite
su expropiación ante la presencia de la alteridad,
a otro, marcado por el dispositivo privativo que
es el concepto cerrado de persona, de la identidad

51 WEIL, S., «La persona y lo sagrado», En Profesión de fe, Mé-


xico, Pleroma, 2006, pág. 34.

100
que parte de su individualidad cerrada, absoluta,
preeminente, y lanza la exigencia al otro de que esta
sea reconocida.

Siguiendo con la investigación de Esposito, muestra


cómo en el léxico medieval se va perdiendo la
etimología compleja de communitas a favor de
un significado vinculado con la pertenencia.
Paulatinamente, los communia irán adquiriendo
el perfil de un determinado emplazamiento, un
vínculo al territorio, preparándose el terreno para
su conversión en una institución jurídico-política. A
partir del siglo XII, expresan la personalidad de las
ciudades autónomas como propietarias de sí mismas.
Los giros semánticos históricos van velando el
munus… Y la modernidad y el individualismo liberal
—del que somos hijas, aunque sea involuntarias— lo
enterrarán del todo.

Inmunidad virtuosa, inmunidad común

La Modernidad viene marcada por la inmunitas,


por el impulso de protección. Inaugurada con
Hobbes, se afirma separándose violentamente
el orden anterior: huye de la obligación, la
prestación, la amenaza… mediante el contrato. Los
individuos modernos llegan a ser tales, esto es,
indivisibles, absolutos, independientes, con unos
límites precisos que los aíslan y protegen, cuando
se liberan de la deuda y del riesgo que supone el
munus de la communitas mediante el contrato

101
social, que dispensa de la relación y su amenaza
de expropiación y exposición, y que endiosa la
individualidad y la identidad. Los ciudadanos
pasan a tener, ante todo, derechos y deberes, y
sus relaciones con los demás estarán pautadas,
lo que evita una atención a lo que Emmanuel
Lèvinas denominaría «el rostro del otro», a las
demandas concretas y singulares, sensibles, de la
alteridad. Esto hay que hacer y esto no: apenas
hay decisión —que para serlo, diría Derrida, ha
de ser indecidible: de lo contrario, no es decisión
sino mera aplicación de una regla—. Por ello, en
toda la época moderna, con el individualismo, la
preeminencia de la inmunitas, —un impulso, por
otro lado, necesario— llega al borde de aniquilar
la communitas, ya que la desocialización es la
apuesta inmunitaria prevalente, vehiculada en
dispositivos de todo tipo: política, economía,
derecho, antropología, medicina… En general,
todos ellos, en principio para conservar la vida
común, la suprimen, quedando una comunidad sin
vínculos, un simulacro de comunidad, una mera
yuxtaposición de individuos.

En este signo se inscribe nuestro tiempo.


No hace falta más que echar un vistazo a la
biopolítica actual y la evidente proliferación
de cercamientos inmunitarios —de las muy
diversas marginalizaciones y señalamientos de
lo considerado otro ergo potencialmente tóxico a
las fronteras—, con el objetivo de inmunizar las
comunidades y preservar su «salud»… hasta el
punto de que el mismo sistema queda debilitado

102
al estilo de las enfermedades autoinmunes, que
en el campo político serían la pérdida de libertad
de las personas y de soberanía de los Estados, en
la época de máxima proliferación de fronteras y
del renovado impulso de los discursos xenófobos.
Los comunitarismos y patriotismos actuales que
entienden la comunidad como una cosa, una
sustancia o como vínculo basado en una sustancia
—la lengua, las tradiciones, etc. como ya hemos
comentado, además aquí cabe de nuevo debatir si
la patria, la matria, la fratria, o incluso ciertas
formas de entender la manada, la banda, el
colectivo, etcétera no tienen un sospechoso aire
de familia— generan una inmunitas que rechaza
lo otro excluyéndolo. Son espacios de pureza
contrarios a la acepción primitiva de communis, de
común, que es también lo «vulgar», lo «popular»
y lo «impuro». Y el elemento mestizo resulta
intolerable tanto al sentido común como al discurso
filosófico-político cuando se proponen indagar en el
«fundamento esencial», cuando se empeñan en la
búsqueda de la mitología del origen. Al fondo, todo
recto, la extrema derecha.

La pregunta siguiente es si resulta posible la


communitas sin inmunitas y la respuesta es, como
cabría esperar, que en principio no es posible, y
sería necesaria una formulación no excluyente —
ni simplista— de la relación entre comunidad e
inmunidad, una «inmunidad común», virtuosa, ya
que no son un par de opuestos, sino extremos que
se contaminan y copertenecen en un continuum
en el que se sitúa nuestra vida en común. La

103
inmunitas es un derrideano pharmakón 52 , a la
vez un veneno y un remedio.

Esposito encuentra inspiración para tratar de dar


respuesta a esta cuestión en el giro de discurso inter-
pretativo de la inmunología reciente y en biofilosofías
que postulan una concepción de la identidad abierta y
no excluyente, como las de Donna Haraway o Alfred
Tauber, que hacen posible un trabajo de relectura
de la relación y de la propia inmunitas abriendo la
posibilidad a una nueva forma de entender lo inmune,
no como enemigo de lo común, sino como algo que
lo implica y lo requiere. La retórica inmunológica
moderna ha presentado muy a menudo su objeto de
estudio como una «batalla sin cuartel» contra todo

52 Para mostrar lo que llama «fonologocentrismo», predominio


del habla sobre la escritura, del espíritu sobre la materia, de lo
inteligible sobre lo sensible… característico del gesto occidental,
en La farmacia de Platón (En La diseminación, Fundamentos,
1997, págs. 91-263), Jacques Derrida realiza una deconstrucción
del término «farmacón» mostrando cómo, en Platón, la escritura
es, a la vez, un veneno y un remedio y que los límites «claros y
distintos» que la metafísica establece entre sus dicotomías pueden
ser sometidos a una deconstrucción, se deconstruyen, poniendo en
cuestión dichos límites. El trabajo de este pensador, de una relevan-
cia clave en el pensamiento occidental, ha sido cuestionado, muy en
especial por vagos que apenas lo han leído —no es que sea obligado
leerlo, pero si pretendes hacer una crítica, sí que lo es, no siendo de
recibo criticarlo para quitarse el trabajo de leerlo en profundidad de
encima, que es lo que sospechamos hace cierta gente. Es cierto que
hay obras que entrañan una dificultad notable, un poco solipsistas
tal vez, pero también que Derrida ha contribuido como pocos en
el último siglo a que amanezca un nuevo modo de pensar. Y es de
justicia reconocerlo—.

104
tipo de riesgo o contaminación y las metáforas gue-
rreras han preñado las explicaciones de la mayoría de
los planteamientos inmunológicos. En tal registro, se
entiende la relación entre el yo y el otro en términos
de una recíproca aniquilación: como ocurre en el anti-
biótico, que como una bomba nuclear acaba con todo
lo que encuentra a su alrededor o, en el paroxismo
de este impulso auto-aniquilador, las enfermedades
autoinmunes, que suponen que el sistema inmunitario
se vuelva contra sí mismo provocando fallos críticos
en el organismo.

Pero hay ya análisis que operan con nociones de iden-


tidad y el cuerpo abiertas al contagio y el mestizaje,
porosas, que apuestan por el riesgo sin ser temerarias.
En el feminismo tenemos buenos ejemplos, como la
ontología ciborg de Donna Haraway, quien ha estu-
diado también las metáforas inmunitarias respecto
a la identidad proponiendo otro modelo que valora
la contaminación y la porosidad, la confusión de las
fronteras entre el yo y el otro. Haraway propone una
biotecnopolítica afirmativa que, sin olvidar nuestra
fragilidad y finitud, busca acoplamientos y alianzas
entre mujeres, nuevas «geometrías de diferencia
y contradicción»53 para renegociar «las metáforas
públicas que canalizan la experiencia personal del
cuerpo»54. Las metáforas biológicas que nombran el
sistema inmunitario pueden describirlo como un po-

53 HARAWAY, D., Ciencia, ciborgs y mujeres. La reinvención


de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1995, pág. 292.
54 Op. cit., pág. 294.

105
sible mediador, más que como un sistema de control
central o como un departamento de defensa armado.

En esta línea, podríamos inscribir también a Luce


Irigaray, feminista francesa de la diferencia, cuando
destaca la trascendencia de escoger un determinado
modo de describir la relación entre madre y feto. En
A propósito del orden materno, en una conversación
sobre la economía de la diferencia sexual con la bióloga
feminista Hélène Rouch, presenta la economía placen-
taria como modelo de relación y negociación. En la
economía placentaria, explica Rouch, el embrión es
«a medias» ajeno al organismo de la madre, ya que
la mitad de sus antígenos son de origen paterno, por
lo que la madre debería rechazar este otro que sí: la
placenta es lo que impedirá el mecanismo inmunitario,
disminuyendo las reacciones del rechazo materno de
forma local, limitándose al útero y permitiendo que la
madre conserve en el resto del cuerpo sus capacidades
defensivas frente a posibles infecciones. Más allá de las
particularidades científicas, en constante revisión, lo
que Irigaray plantea como «la paradoja inmunitaria, a
propósito de la cuestión del uno mismo y del otro»55, en
relación a la aceptación o el rechazo del embrión como
cuerpo extraño, es una suerte de negociación entre el sí
de la madre y el otro que es el embrión, que se plantea
porque los mecanismos placentarios destinados a blo-
quear las reacciones inmunitarias maternas no entran
en juego más que cuando se da un reconocimiento de
los antígenos extraños por parte del organismo de la

55 IRIGARAY, L., «A propósito del orden materno», En Yo, tú,


nosotras, Madrid, Cátedra, 1992, pág. 36 y ss.

106
madre, es decir, no se trata de un sistema protector
de entrada, no suprime toda reacción de la madre
—anulándola—, sino que hace que exista un reconoci-
miento materno precisamente de ese otro y que se dé
una primera reacción que permite fabricar los factores
placentarios. «La diferencia entre el «sí misma» y el
otro es, por decir así, continuamente negociada»56, ex-
plica Rouch: la madre acepta el embrión en su calidad
de otro y, ni lo rechaza completamente, ni lo acepta
incondicionalmente. Resume Irigaray: «La economía
placentaria es, pues, una economía ordenada, no de
fusión, respetuosa del uno y del otro»57. Una visión
que difiere considerablemente de las habituales, que
plantean bien una especie de anulación de la madre,
bien al bebé como prolongación de la misma, no como
un ser independiente.

Por su parte, el médico y filósofo Alfred Tauber ha


conceptualizado la «tolerancia inmunológica» como
una respuesta en sí misma, una tal que provoca una
ausencia específica de respuesta del sistema inmunita-
rio frente a un antígeno, no produciendo anticuerpos,
inducida por el contacto previo con dicho antígeno.
Se produce en los implantes. El cuerpo es conside-
rado un ecosistema que evoluciona con el tiempo
dentro de lo que Tauber denomina una «comunidad
social». En este contexto es donde cobra relevancia
la «tolerancia inmunológica», una inmunodeficiencia
virtuosa que se produce en los implantes —y en los

56 Op. cit., pág. 39.


57 Ibidem.

107
embarazos, como hemos visto— y no es una simple
ausencia de respuesta sino una respuesta en sí mis-
ma: el reconocimiento es lo que implica no producir
anticuerpos. Entender la tolerancia como parte del
sistema inmunitario, claro, es bien distinto a conside-
rarla una «brecha» en el mismo, una no-inmunidad
y, desde luego, tiene no pocas consecuencias para
nuestra comprensión de la inmunitas y su relación
con la communitas. La negociación, la tolerancia,
complejiza las fronteras, las agujerea. El sujeto puede
ser interpretado como todo o como nada: «Si toda
alteridad es referida al yo, esto también quiere decir
que el yo siempre, y constitutivamente, está alterado.
E incluso que coincide con su propia alteración»58.
El sistema inmunitario obliga al yo a una constante
redefinición, lo expone a la alteridad, no es una mera
barrera de exclusión. Y el cuerpo resulta ser, así,
constitutivamente permeable al exterior, en absolu-
to algo hecho, cerrado. En definitiva, «lo otro es la
forma que adquiere el sí mismo allí donde lo interior
se cruza con lo exterior, lo propio con lo ajeno, lo
inmune con lo común»59.

La cuestión es, después de todo lo visto, cuánto hay


de communitas heterogénea, expuesta, no entifica-
da, como coexistencia y comunicación y no como
súper-sujeto en nuestras comunidades cotidianas,
y cuánto de inmunitas, en qué grado y entendida

58 ESPOSITO, R., Inmunitas. Protección y negación de la vida,


Buenos Aires, Amorrortu, 2005, pág. 240.
59 Op. cit., pág. 244.

108
cómo se da en nuestros colectivos vitales, si virtuoso
o excluyente. Si vivimos conforme a la exposición
nancyana, si atendemos al munus de Esposito, o si
intentamos convertir la comunidad en una cosa, en
un sujeto, y nos parapetamos en derechos contrac-
tuales que nos distancian de la otredad, convirtién-
donos en inhóspitos más que en seres acogedores,
hospitalarios. Si vivimos los vínculos o corremos el
riesgo de cancelarlos en nuestro afán de producirlos y
atarlos contractualmente. Dice Fernand Deligny, en
Lo arácnido, que «la red no es una solución sino un
fenómeno constante, una necesidad vital»: ¿Construi-
mos nuestra/s red/es, la/s habitamos, ni una cosa ni
la otra o parte de las dos?

109
Lo común insensible y los
peligros del activismo identitario

El militante pertenece a un mundo particular.


Está separado de aquellos sujetos sociales que
quiere liberar. Su vida no puede ser confundida
con la de ellos, extremadamente pasiva e
incapaz de acompañarlo. Por lo tanto, depende
de él hacer lo que otros no quieren o no
pueden. Por lo tanto, es necesario reemplazar
esos temas con la vanguardia que él mismo, el
militantista, encarna. Pero es una vanguardia
de unos pocos y pocos le siguen. El precio es
demasiado alto para acompañarlo. Aislado, el
héroe se aleja de sí mismo. Su vida interior
está vacía. No puede emocionarse con nada
más que con la acción, con una vida ejemplar
dedicada a la causa, con sacrificio.

Alvaro Bianchi

111
A nuestro juicio, y esta es una de las hipótesis
y/o perplejidades que guían este ensayo, asumir
la densidad ontológica que posee una condición
existencial —la nuestra— ligada a lo común hace
recomendable preguntarnos si no nos habremos
dedicado demasiado a producir comunidad —
generarla artificialmente— y demasiado poco a
habitar, a vivir plenamente aquellas en las que
de hecho ya estamos insertas de modo natural,
pecando de un cierto prometeísmo y fieles a
la lógica de un segundo —tercero, cuarto…—
nacimiento individualista. Si no hemos pretendido
unirnos en una presunta gran comunidad humana
cuando aún no hemos reconocido las que se
hallan simplemente más allá de nuestros grupos
de afinidad. Y es que quizá corramos, más de
lo que cabría tolerar, el riesgo de producir las
que en Tiqqun se nombran como «comunidades
terribles», esas que, a la postre identitarias y
finalistas, no son sino un individuo ampliado.
Parece pertinente interrogarnos acerca de si
no consumimos demasiadas energías en esa
tarea, tantas que acaben separándonos de las
comunidades que podríamos llamar «de vida»,
esas que nos tocan, en buena parte por azar, y
con las que hay que lidiar en la medida en que
forman parte de nuestras condiciones materiales
de existencia, es decir, aquellas que constituyen
un comparecer en común pero, ni mucho menos,
implican lo que Bruno Latour llama «un mundo
común», un sentido compartido, algo que, en todo
caso, habremos de construir con todo el esfuerzo,

112
porque no está dado 60. Probar a construir desde
ahí puede ser un reto bien interesante.

Nancy, por ejemplo, considera la comunidad como una


tarea existencial, un proceso y no una meta. Y resulta
esencial comprender que, desde este punto de vista,
nunca habrá comunidad —ni tampoco democracia,
entendida como aliento de lo común— si pretendemos
un nosotros/as/es homogéneo, uno en el que les otres
sean como nosotras, dejando de ser tan otros y otras,
tan otres como son para ser más «nuestros», «de las
nuestras»: así se mata la hospitalidad, la exposición y la
comunidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el con-
trato social liberal. Quizá debamos plantearnos cómo
aprender un Buen Vivir que conceda su importancia a
estas comunidades surgidas del mero permanecer unos
junto a otras, que sea una real y consecuente defensa
de la heterogeneidad y la alteridad que caracteriza a
la vida. Nos gustaría, por todo ello, hacernos colec-
tivamente la pregunta acerca de si es mejor producir
o habitar lo común… Aunque ya hayamos dejado ver
nuestra sincera afición por el «ni… ni…».

Vaya por delante que nada de lo que a continuación


se señala significa que neguemos su valor a la

60 LATOUR, B., «¿Qué cosmopolitismo?», págs. 6-7, recuperado de


la página web del autor, disponible en: http://www.bruno-latour.fr/
sites/default/files/downloads/92-BECK-COSMOPOL-SPANISH.
pdf: «Un mundo común no es algo que podamos llegar a reconocer,
como si hubiera estado ahí siempre (y recién ahora nos diéramos
cuenta). De haber uno, deberemos construirlo, juntos, con uñas y
dientes».

113
libertad de escoger la comunidad o las comunidades
en que decidimos habitar, ni que les hurtemos la
importancia indudable que han tenido y tienen a
las comunidades «activistas» o cualquiera de ellas
basadas en la afinidad para o por la lucha política.
Pretendemos hacer, en todo caso, una crítica situada,
desde dentro, personal y política, tras muchos años
de militancia con el correspondiente esfuerzo por
repensar nuestro ethos, nuestro modo de habitar,
nuestra ética y política respecto a las comunidades
activistas, reflexionando, a la vez, sobre nuestra
relación con las comunidades en las que simplemente
—nada más y nada menos— vivimos, esas que
a veces desatendemos considerándolas un mero
paisaje y no el organismo simbiótico complejísimo
que en realidad son.

Se trata de una autocrítica desde la apelación


a un comunismo sensible que, no cayendo en la
separación patriarcal de lo privado y lo público,
sin restar politicidad a lo cotidiano —donde se
incluyen esas comunidades en las que casi todas
vivimos—, sienta y atienda, ponga en valor no
sólo al grupo de afinidad político sino también
el vecindario, la escuela, el entorno laboral, la
localidad o la familia extensa61. Ni que decir tiene
que ámbitos superiores o de corte administrativo,

61 Dispositivo al que, no sin razón, tanto hemos criticado desde la


izquierda radical, identificando «familia» con ese dispositivo indivi-
dualista que es la familia nuclear, pero otros modelos de familia son
de facto y pueden ser pensados muchos más. No podemos renunciar
a este espacio de seguridad tan humanamente útil.

114
de las comunidades autónomas a las naciones,
requerirían un tratamiento diferenciado, dado
que la relación que se establece con ellas tiene
otros componentes—a menudo, por ejemplo, la
abstracción— y la suficiente complejidad como
para requerir otro ensayo completo.

El Comité Invisible escribió una fantástica


misiva en forma de libro a sus afines que tituló
A nuestros amigos en donde se criticaba el
sectarismo de las comunidades de activistas y
aquí queremos preguntarnos justamente por la
relación que mantenemos con aquellas personas
que no reconocemos como tales, con todo el resto
de convecinos de cada trayectoria vital, en las
comunidades que no siendo específicamente de
«nuestras amigas» son, de facto, nuestros marcos de
existencia. Es una manera de reflexionar en torno
a formas prometedoras de conjugar el nosotros/
nosotras/nosotres que, desde luego, ya no pueden
mantener el modelo del «sujeto» —varón cis, blanco,
propietario, padre y heterosexual, adulto, urbano,
sano, sin diversidad funcional…— y ni siquiera sólo
el de «ser humano», porque tal vez deberíamos
empezar a considerarnos terrícolas o, como propone
Haraway, «terranos», incluyendo seres humanos,
ciborgs, animales, plantas, piedras, espectros, signos,
máquinas, recuerdos… Todo aquello con lo que co-
estamos, nuestro mundo, susceptible de cuidados,
todo lo que comparece, todo lo que está presente
y hasta ausente, todo lo que nos implica, todo lo
que nos compromete… sin necesidad de semejanza o
afinidad evidente.

115
Por eso, empezamos por una crítica del «nosotros/as/
es» tal como se tiende a utilizar por quienes pretenden
impulsar ese cambio civilizatorio tan necesario, en el
modo en que se emplea en las comunidades de «las
militantes» o «les rebeldes», los «amigos» del Comité
Invisible… Un nosotros/nosotras/nosotres que a veces
puede tener la desafortunada consecuencia de separar,
de separarnos, del mundo que queremos cambiar y
de mermar los activos para la defensa de lo común,
de la vida, creyendo que sólo desde cierta actividad
política pública se pueden obrar cambios. Algo que es
falso, pues sabemos que hay mucha más gente de la
que pensamos posibilitando cambios, y no estaría de
más considerarlos un poco más «amigos». No debiera
haber la separación que hay entre el mundo activista
y el resto del mundo.

El nosotros identitario, el nosotros excluyente

Para defender la vida, para poner la vida en el centro


—no hay eslogan reciente con tanta belleza o potencia
como este lema ecofeminista— necesitamos sentirnos
inmersos en redes, intensificar la sensación de vivir en
«lo arácnido», que diría Fernand Deligny62, en redes
que celebren la vida y la comunidad y nos transmitan
fuerza, seguridad, apoyo… Sin embargo, en el camino
de celebrar las redes en que trabajamos podemos
dejar de advertir tanto el inmenso tamaño como

62 DELIGNY, F., Lo arácnido, Argentina, Cactus, 2013.

116
las múltiples vibraciones de esa maravillosa tela de
araña que es nuestra existencia cotidiana. Es lo que
ocurre cuando se cultiva en exceso la «exterioridad»,
la distancia, la exaltación de la propia diferencia, algo
perceptible en agrupaciones activistas, esas que en la
publicación filosófica colectiva Tiqqun se destacaban
como ejemplo paradigmático de «comunidad terrible»
y el Comité Invisible retrata en esa parodia andante
que es «el radical», doble invertido de otra parodia de
activista, «el pacifista»:

En realidad, pacifistas y radicales están unidos


en un mismo rechazo del mundo. Gozan su
exterioridad respecto de toda situación. Están
en las nubes, y de ellas sacan no se sabe qué
excelencia. Prefieren vivir como extraterrestres
—tal es el confort que autoriza, por algún
tiempo todavía, la vida de las metrópolis, su
biotopo privilegiado— (…). La revolución ha
sufrido la suerte de todas las cosas en estas
décadas: ha sido privatizada. Se ha vuelto una
ocasión de valorización personal, cuyo criterio
de evaluación es la radicalidad. Los gestos
«revolucionarios» ya no son apreciados a
partir de la situación en la que se inscriben, de
los posibles que abren o que vuelven a cerrar.
Se extrae más bien de cada uno de ellos una
forma.63

63 COMITÉ INVISIBLE, A nuestros…, pág. 154.

117
Por eso, sin restarles mérito, analicemos algunas de
las limitaciones de las comunidades producidas, en
lo relativo a su separación del «resto del mundo».
Para empezar, visto lo visto, podríamos considerar,
de la mano de Esposito, si no se trata de una cierta
inmunitas respecto de lo común entendido como lo
corriente, lo normal, lo vulgar, lo habitual que, si
bien tiene su utilidad, como la tiene la inmunitas en
general, pues es necesario desmarcarse de un sentido
común de época que hoy por hoy es claramente
neoliberal, llevada al exceso puede devenir una
enfermedad autoinmune.

Hay tantas maneras de defender la vida plena,


una vida digna de ser vivida, de poner la vida en
el centro, que sería un insulto a su diversidad, a la
par que un atrevimiento idiota, pretender que hay
una sola forma válida de afrontar una existencia
comprometida con lo común o de cambiar el mundo.
Porque hay, por ejemplo, madres y padres que están
llevando a cabo una impagable tarea política con su
modelo de crianza, algo olvidado y marginado que
requeriría una distinción —y retribución— dada
su importancia social; hay, asimismo, detrás de la
banalidad, la cultura del zasca y el seguidismo a
las estrellas del medio, un activismo en internet con
el que gente común y corriente está realizando un
trabajo político encomiable; hay, sin duda, maestras
y maestros, y profesoras y profesores en diferentes
grados del sistema educativo formal y no formal que
cada día se toman su trabajo como una forma de
aportar mejores destinos al mundo y lo mismo ocurre
con enfermeras, médicos, panaderos, charcuteras,

118
camareros, pescaderas, cuidadores, etcétera; hay
gente común y corriente, anónima, preocupada por
la soledad de los adultos mayores o el sinhogarismo
brutal en nuestras calles que se compromete a
mitigarlos o que toma medidas en contra de la
pobreza en su barrio, por ejemplo, haciendo bocatas
o café para repartir algunas noches sin que nadie lo
sepa; hay quien se toma en serio los asuntos vecinales
y se preocupa de que se tomen las decisiones de
modo democrático; hay personas que tratan con
cuidado a los demás y, sin considerarlo un trabajo
político, están haciendo toda una labor comunitaria,
en un ecosistema antipático y despiadado como el
que habitamos, poniendo en cuestión el mismísimo
modelo neoliberal; hay artistas generando lenguajes
que son sanadores para todas, que reparan con sus
apuestas nuestra maltrecha sensibilidad… Hay, en fin,
tantas formas de contribuir a lo común por descubrir,
que abrir los ojos para verlas es ya, de por sí, una
tarea política pendiente para mucha gente.

Aunque probablemente lo sepamos y no se esté


señalando aquí nada del otro mundo, no siempre nos
comportamos en consecuencia y puede que olvidar
esta rica diversidad sea uno de los errores habituales
que, por más que se critique y revise, repitamos sin
cesar. Y el problema, por cierto, lo tienen igual las
personas activistas que no reconocen otras formas de
trabajo por lo común que las personas que luchan y
no acaban de considerar lo que hacen una forma de
compromiso. Y, luego, no es raro que caigan en tal
error quienes antes sintieron el «afuera» de ámbitos
activistas, por ejemplo, las primeras veces que acudían

119
a un Centro Social o a un colectivo asambleario, y
una vez «dentro» acaben alimentándolo con furia de
conversas. De hecho, este fue un fenómeno recurrente
en el post-15M: gente que se sumó con entusiasmo
al activismo en aquellos días que, en principio, era
bastante crítica con cualquier rasgo de identitarismo
excluyente por parte de los movimientos y colectivos
previos al 15M, pero pasó a comportarse de un modo
sospechosamente similar en el momento en que
encontró «su» lugar y abrazó acríticamente el pack
identitario de colectivo —lenguaje, gestos, vestimenta
y hasta filias y fobias—.

Así que, como hipótesis, podríamos proponer que


cuando a la actividad política se le asocia un fuerte
componente identitario, con todo lo que ya hemos
comentado que implica la identidad, se generan
comunidades excluyentes, se fomenta la exterioridad,
la separación del resto, la incomunicación y, en los
casos más extremos, el solipsismo de grupo. Sin
duda, el identitarismo tiene sus ventajas, como el
hecho de que proporciona una sensación intensa de
pertenencia que refuerza los vínculos y aumenta, por
tanto, la cohesión; pero aquí nos hemos propuesto
buscar otro modo de vivir las comunidades,
quizá sustituyendo una vivencia de la pertenencia
vehiculada por la identidad por un mero aprecio
de la simple pertenencia, sin atributos concretos.
En La comunidad que viene, Agamben propone,
en relación con lo que ya vimos antes, el cualsea
en lugar de la identidad y el sujeto, y plantea,
pivotándola sobre tal noción, una solución a nuestro
problema —tan sugerente como críptica—:

120
Estas singularidades (…) comunican en el
espacio vacío del ejemplo, sin estar ligadas por
propiedad alguna, por identidad alguna. Están
expropiadas de toda identidad para apropiarse
de la pertenencia misma, del signo. Trickters
o haraganes, ayudantes o toons, eso son los
ejemplares de la comunidad que viene.64

De hecho, y perdónese el paréntesis, existen,


sobre todo en las grandes ciudades, comunidades
no intencionales, agrupaciones casuales de eso
que Agamben llama «haraganes», por ejemplo,
campamentos de migrantes y/o toxicómanos y/o
gente sin casa, y llama la atención la hospitalidad,
independientemente de dónde vengas, de una
significativa mayoría de aquellos y aquellas que,
por imposición vital, cuestionan con sus hechos la
propiedad privada. Grupos que conviven en el no
tener nada, en los que la cohesión la da la mera
compañía y el hecho de compartir recursos, incluso
bajo la ley de la supervivencia más severa, como
es la que se instaura en la escasez, incluso en la
inseguridad debida a las circunstancias, y dejarían
atrás a la inmensa mayoría de «buenos ciudadanos»
en cuanto a generosidad y disposición a ayudar al
otro. A veces la pobreza es un semillero de virtud y,
desde luego, de libertad. Fin del paréntesis.

Creemos que hay un reto común que se puede plantear


a quienes se encuentran en espacios militantes o

64 AGAMBEN, La comunidad…, pág. 14.

121
activistas y a quienes no, y es el reto de lo que aquí
denominamos el comunismo sensible o comunismo
de la sensibilidad, a falta de mejor denominación:
un comunismo sentido, sensible, concreto, no tanto
pensado y abstracto, un comunismo que pone en el
centro las comunidades vividas, no las diseñadas.
Estriba en algo bien sencillo y bien complejo, lo
suficiente para implicar un cambio drástico, como
es tratar de entender y de vivir de modo sensible,
concreto, el con-tacto con los otros/otras/otres para
hacer que la propia pertenencia a una comunidad, el
coestar, el coexistir, se convierta en algo relevante,
digno de ser celebrado vitalmente, merecedor de
atención. Una cierta educación del tacto, de la
sensibilidad. Ser capaces de sentir, de tener una
vivencia plena de dónde, cómo, con quién y qué
habitamos, de cuáles son nuestros ámbitos vitales
compartidos: el barrio, el trabajo, la escuela, la
calle, el club o la asociación del tipo que sea… Sentir
el mero comparecer, coexistir, en toda su vibrante
intensidad, en su realidad, esa que el neoliberalismo
opaca —esa que jamás podrán sentir, por ejemplo,
quienes viven en un imaginario al estilo «Wall
Street», atrapados en la antropología neoliberal,
anclada en el individuo—. Sentir lo común en su
textura heterogénea, vacuna contra el identitarismo,
dado que habitamos en comunidades en las que
cada cual es singular. Y hacernos conscientes de
ello, acuerparnos con la realidad común de nuestra
común existencia.

El tacto sería, así, la virtud revolucionaria principal


de este comunismo sensible. La acción política

122
situada, concreta, sensible, que debe orientarse
a la atención y el cuidado, multiplicando las
potencias y conexiones concretas para promover
el buen vivir, dispuestas a detectar y apoyar, por
ejemplo, todo aquel gesto que suponga poner la
vida en común en el centro. Desde esa intensidad
de vida, todo es posible. Y desde esta concreción,
ahora puesta en valor, desde esa sensibilidad
afilada que en absoluto excluye el pensamiento,
sino que es una con él, es posible sopesar en
qué medida el dominio de la abstracción nos ha
acercado a ideas —más o menos preconcebidas—
pero también nos ha alejado de las realidades
sensibles, concretas, que nos circundan, resultando
engañosa y poco apropiada para una politización
de la existencia con vistas a defender la vida.
Erick Bordeleau llama precisamente «política
de la abstracción» a cierta forma de entender
la política, bastante generalizada, que coloca
la abstracción por delante, en la medida en que
los proyectos, a menudo utópicos, implican una
aspiración a que coincidan idea y realidad que
hace que todo lo que se salga de nuestros esquemas
quede fuera… A veces cuestiones muy relevantes.
La abstracción es reaccionaria cuando el sujeto
revolucionario es definido en abstracto y todo tiene
que adaptarse al modelo, al arquetipo —estilo
platónico muy habitual en la cultura occidental—
con independencia del contexto. Se trata de una
idea que se evidenció, por ejemplo, en la praxis del
socialismo científico, más aún en versiones como la
estalinista o la maoísta, en las que se consideró
un objetivo corregir la existencia para adaptarla

123
al modelo, aunque también es característico de
otras tradiciones utópicas... Sin embargo, ese lugar
ideal es a menudo tan impracticable que a la larga
no puede realizarse, convirtiéndose en u-topos, lo
que coloca este modo de obrar en el polo opuesto
al pensamiento tópico, del lugar, del tacto, de la
atención, de los cuerpos, que proponemos a través
del concepto de comunismo sensible.

La actitud instrumental y minorizadora de buena


parte de las más simples cuestiones existenciales
que implica la «política de la abstracción» y el
menosprecio de lo que no se considera «claramente
político» no sólo no nos sirven, sino que obstruyen
el paso al cambio civilizatorio necesario para
un buen vivir —mayoritario—, pues suponen
olvidar la necesidad de que en los medios estén
ya incluidos los fines, añeja y siempre acertada
consigna anarquista. Esa tendencia a generar
una idea abstracta de cómo ha de ser el prototipo
revolucionario, más teórica que práctica, alimenta
la exterioridad al establecer una odiosa e inútil
separación entre quienes lo son y quienes no,
dependiendo de si se cumplen determinadas
características que suelen describir, sobre todo, al
varón joven o adulto joven, sin cargas familiares
y con una situación económica desahogada —en
diferentes modalidades— que permite de disponer
de tiempo. ¿Es ese el único tipo de persona que
creemos puede defender la vida y lo común? ¿Debe
haber siquiera un defensor/defensora-tipo en
nuestro imaginario político? ¿Lo común debe ser
defendido solo en entornos uniformes? Obviamente,

124
no, y cuantas más y más variados perfiles y
comunidades, mejor.

Con este estrecho modelo, en algunos espacios de la


izquierda radical la preocupación por la identidad
se convierte demasiado a menudo en un escollo
para la construcción de alternativas. Se cultiva
una homogeneidad que, entre otras consecuencias
nefastas, convierte a las activistas en seres incapaces
de conectar con el resto del mundo. Se entra en un
colectivo por compromiso con la humanidad y se
corre un serio riesgo de acabar instalado en una
auténtica pandilla con todos sus tics identitarios:
las ideas, las costumbres, los gestos, las formas, las
ropas, las expresiones, las reputaciones, los lugares
en la jerarquía, la competición con otros grupos
y en el mismo grupo incluso… Es complicado
cambiar nada desde ahí, desde ese aislamiento del
mundo, desde esa presunta superioridad moral y
desde la presión grupal, tan espejo de la que se da
en la sociedad competitiva capitalista, que puede
provocar, al final, la deserción de por vida, pues
mucha gente se quema y ya no vuelve a ser capaz
de participar. De nuevo, el Comité Invisible:

Mientras tanto, esa definición absurda de la


revolución produce sus estragos previsibles:
uno se agota en un activismo que no se
embraga sobre nada, uno se libra a un
culto agotador del desempeño en acciones
donde todo radica en actualizar en todo
momento, aquí y ahora, su identidad radical
—en la manifestación, en el amor o en

125
el discurso—. Esto dura algún tiempo, el
tiempo del burn out, de la depresión o de la
represión. Y uno no cambió nada.65

Tampoco parece demasiado acertada cierta mística


nihilista de la acción, cierta hiperactividad, que
revela una adoración de la acción por la acción
—«activismo»: la palabra sugiere el peligro—, que
llega a hacer invivible la vida, si se pretende, como
es de sentido común, vivir además de luchar, si los
medios han de ser ya fines, si se ansía, de verdad,
poner la vida en el centro y que sea una vida plena,
algo que debiera ser una obligación ética para seres
finitos que sólo disponen de una existencia. Este
hiperactivismo conlleva una puesta en valor del
sacrificio de tintes cristianos y entiende el compromiso
como voluntarismo, a veces casi ritual, con una
especie de compulsión de repetición de ciertas rutinas
— manifestación, concentración, asamblea…— que
puede llegar a ahogar la posibilidad de imaginación y
creatividad política, ya que ambas requieren tiempo
y espacios vacíos para crecer, algo imposible si todo
se llena con acciones rituales. Y algo similar ocurre,
por cierto, con las acciones autónomas, propuestas
por quienes no pertenecen al grupo, a menudo no
aprobadas si no han tenido en cuenta la opinión del
colectivo, que se convierte, entonces, en una suerte de
comité evaluador que tiende a no secundar aquello que
no provenga de él. En las «comunidades terribles»,

65 COMITÉ INVISIBLE, A nuestros…, pág. 153.

126
todo hacer, como señala Tiqqun, tiene que pasar
«por la criba de la compatibilidad con su existencia,
en vez de organizarse en torno a su surgimiento»66.

Esto nos recuerda algo que subraya, por otras


cuestiones, Rivera Cusicanqui, cuando señala que la
comunidad, en su mejor versión, la esperanzadora, se
muestra en los grupos de afinidad que se gestan en el
hacer, pero que esto no es lo mismo que la acción. Hay
una tendencia preocupante en los círculos militantes
a entender el activismo como productivismo y a
obsesionarse con los fines. Álvaro Bianchi habla
del «militantismo como fetichismo de la acción»,
para referirse a «la creencia de que la actividad
permanente y directa inevitablemente llevará a una
victoria decisiva»67. Esto, que por otro lado no es
cierto, pues a veces es mejor una acción inteligente
que un montón de rituales desesperanzadores,
conlleva la insostenibilidad de ciertas militancias
porque, en esa obsesión por el cumplimiento de los
fines abstractos, en ese activismo sin fin, se descuida
el cuidado sensible de los grupos y sus integrantes.

La falta de cuidado a lo que sucede, de atención,


de tacto, de sensibilidad, hace que a menudo los
colectivos políticos sean entendidos como si fueran
seres inertes, lo cual provoca una falta de consciencia

66 TIQQUN, «Tesis de la comunidad terrible», En Tiqqunim,


disponible en: https://tiqqunim.blogspot.com/2014/01/tesis-so-
bre-la-comunidad-terrible.html.
67 BLANCHI, A., «Crítica ao militantismo», disponible en:
http://blogjunho.com.br/critica-ao-militantismo/.

127
de que, como organismos vivos que son, nacen y
crecen, pero también enferman y mueren. A veces,
pretenden mantenerse a toda costa, siempre iguales
«hasta la victoria», estáticos en el tiempo… con lo
que proliferan los colectivos zombies que producen
en las personas comprometidas una sobrecarga que
poco pueden contribuir a la creatividad política,
nuevamente. Ya a principios de la década de 1980,
el sociólogo francés René Lourau reflexionó en
La autodisolución de las vanguardias sobre la
problemática presente en ciertos grupos de querer
eternizarse, negando una posibilidad de autoclausura
que abriera nuevas posibilidades y generando por
ello fenómenos de burocratización que aniquilaban
sus capacidades creativas. Unos años antes, Félix
Guattari apuntaba que «el criterio de un buen grupo
consiste en no soñarse único, inmortal, y significante
(…) sino en conectarse con un afuera que lo confronte
con sus posibilidades de sinsentido, de muerte o de
fragmentación, por la misma razón de su apertura a
los demás grupos»68. Es la negación de la finitud, una
vez más, prometeica.

Por fortuna hoy comienzan a hacerse esfuerzos


por cuidar y autocuidarse en los grupos, por
entenderlos como las verdaderas comunidades que
son, aunque siga dominando la visión instrumental
con la correspondiente carencia de cuidados, como
se puede constatar en el esclarecedor ensayo de

68 GUATTARI, F., Psichanalyse et transversalité, París, Mas-


pero, 1070, págs. 283-284, citado en VV.AA, Micropolíticas de los
grupos, Madrid, Traficantes de sueños, 2010, pág. 53.

128
Carolina León titulado Trincheras permanentes. A
través de entrevistas y charlas con activistas, León
reflexiona acerca «de lo pequeño, de lo desarmado,
de lo que no tiene cariz heroico o se oculta en lo
doméstico»69 para mostrar que los cuidados, tan
importantes como son, quedan en la minorizada
retaguardia aunque, mostrando una nueva visión en
alza, sobre todo gracias a la irrupción del discurso
feminista, la autora consigue transmitir toda
una enseñanza: «Hay algo hermoso y radical en
cuidar (…) es un vector que implica salirse de uno
mismo, entrar en relación, enlazarse con los demás,
desclasarse en el imperio de la personalidad, dejar
de tomarse demasiado en serio»70.

En la misma línea de crítica de la abstracción y del


activismo inhabitable, Amador Fernández Savater ha
propuesto, de la mano de su lectura de la propuesta
del Comité Invisible, cambiar el paradigma de
gobierno por el paradigma del habitar:

Otra sensibilidad, otra mirada sobre la realidad


y otro modo de hacer que: en lugar de hacer el
vacío (o arrancarse los ojos), consiste primero
en percibir y «creer en el mundo» como pedía
Deleuze; en lugar de proyectar lo que debe-
ser, consiste en detectar y entrar en contacto
con los puntos de potencia (energías, fuerzas,

69 LEÓN, C., Trincheras permanentes, Logroño, Pepitas de Ca-


labaza, 2017, pág. 17.
70 Op. cit., págs. 152-53.

129
intensidades) que ya están ahí; en lugar de
aplicar leyes y forzar-doblegar la realidad,
consiste en cuidar, acompañar y favorecer los
distintos puntos de potencia.71

Además de ser activistas de tal o cual colectivo,


quienes participamos en movimientos sociales
deberíamos ser capaces no sólo de abrirnos a la
vida cotidiana, a las comunidades casuales en que
habitamos, sino de integrar el saber de la vida
cotidiana en los propios colectivos: domestizar
o domesticizar lo político, como propondremos
en el siguiente apartado. La lucha antineoliberal
comienza por nuestro modo de comportarnos:
más allá de asambleas que a menudo parecen un
gran yo, en las que se corre el riesgo constante de
la exterioridad, vivir implica insertarse, habitar,
poner en valor las comunidades heterogéneas en
las que discurre nuestra vida. Si las comunidades
de acción, si la banda o el colectivo se regodean
en exceso en la homogeneidad, quizá haya que
tomar distancia o, incluso, desertar, por no seguir
realimentado esos potenciales «morideros a los que
van a parar tradicionalmente todos los deseos de
revolución»72. En Tiqqun, antes de que el Comité
Invisible insinuara cierto refugio en la banda, ya se

71 FERNÁNDEZ-SAVATER, A., «Del paradigma del gobierno


al paradigma del habitar: por un cambio de cultura política», en
Interferencias, blog de eldiario.es: https://www.eldiario.es/interfe-
rencias/paradigma-gobierno-habitar_6_491060895.html.
72 COMITÉ INVISIBLE, La insurrección…, pág. 129.

130
ofrecían algunas pistas sobre el cómo, un cómo lleno
potencia:

Experimentando en nosotros mismos el ser


extraño que siempre-ya nos ha desertado
y que funda cualquier posibilidad de vivir
la soledad como condición del encuentro,
la finitud como condición de un placer
inaudito, la exposición como la condición
de una nueva geometría de las pasiones,
ofreciéndonos como el espacio de una fuga
infinita, maestros (y maestras) de un nuevo
arte de las distancias.73

En definitiva, creemos necesario explicitar la


necesidad de una estrategia a largo plazo —varias
generaciones, como poco— que consiste en atender
a las retaguardias de las comunidades de acción
contra este sistema inhumano y tener el valor de
asomarse fuera de las cómodas comunidades cerradas
y de nosotras mismas como «sujetas», desatarnos
y exponernos al mundo real en que habitamos. La
cola de la panadería, el trabajo, la sala de espera del
médico, el autobús, el barrio… también son lugares
en los que hace falta que se haga brillar «la fuerza,
el espíritu y la riqueza»74. No se cuece lo mismo en
el día a día de los barrios que en un colectivo, la
gente no respira igual ni tanto como en su entorno

73 TIQQUN, Ibídem.
74 COMITÉ INVISIBLE, A nuestros…, pág. 255.

131
habitual en la visita puntual a un centro social por
mucho que este se pretenda abierto. Hablamos de
una revolución molecular en la que los gestos de
compromiso con lo común consistan, muy en especial,
en ser capaz de tratar con la vecina mayor sola de
entresuelo, el tendero chino o la cajera disgustada
de ese hipermercado explotador al que vas porque
eres más pobre de lo que deberías —o la comida
sana demasiado cara— como para comprarlo todo
orgánico y sin explotación de ningún tipo… aunque
no dejes de intentarlo.

El primer paso es, pues, el aterrizaje en lo sensible,


con el que se abren varias posibilidades. Al igual
que comentamos del Comité, o en la línea de ciertos
feminismos que se han presentado en las calles como
«manadas», Hakim Bey propone sustituir la familia
por las bandas al estilo paleolítico75 incluyendo amigos,
ex-conyuges y amantes, gente conocida en distintos
trabajos, grupos de afinidad, redes de intereses
especializados o redes de correo, etcétera, esto es:
crear grupos escogidos libremente. Interesante, sobre

75 BEY, H., La zona temporalmente autónoma, pág. 4, disponible


en: https://lahaine.org/pensamiento/bey_taz.pdf.: «Si la familia
nuclear tiene su origen en la escasez -y provoca miseria- la banda
se origina en la abundancia y es pródiga. La familia es cerrada,
por lo genético, por la posesión machista de la mujer y los niños,
por la jerárquica totalización de la sociedad agrícola/industrial. La
banda en cambio es abierta -no a todos, por supuesto, pero sí al
grupo de afinidad, los iniciados se comprometen por lazos de amor-.
La banda no es parte de ninguna jerarquía superior, sino parte
de un modelo horizontal de relaciones, lazos de sangre extendidos,
contratos y alianzas, afinidades espirituales, etc.».

132
todo de cara a una acción revolucionaria, aquí nos
preguntamos si la banda o la manada, a la vez
tan arcaicas y post-industriales, no tienen algo de
huida de lo común y corriente que, dependiendo del
caso, puede implicar un encierro que nos desconecte
del resto del mundo. Una bula papal para no
participar de lo normal. Las manadas, las bandas,
las comunidades rurales o urbanas sustentadas en la
afinidad son, sin duda, una opción de organización
vital y política, además crítica con otras formas de
agrupación como los sindicatos, colectivos y partidos
empresariales, de formas jerárquicas y anquilosadas,
proponiendo ya una politización de la existencia, pero
siguen apartadas de la existencia del cualsea, de los
singulares anónimos con que tropezamos a lo largo
de una vida y, desde ese punto de vista, vuelven a
apostar por la homogeneidad. Donna Haraway, por su
parte, recomienda «hacer parientes, no bebés» como
parte de su propuesta de una nueva alianza entre
especies para revitalizar un planeta devastado por
el capitalismo patriarcal. ¿Y si tratamos de ensayar,
como hace ella, otros caminos? ¿Y si nos planteamos
trabajar con gentes y no gentes que no comparten
esa percepción común, desde la más radical
heterogeneidad que constituye la existencia cotidiana?
¿Podríamos hacer algo con eso? ¿Disfrutarlo incluso?
¿Conjugar unas y otras comunidades, las producidas
y las que ya están ahí? ¿Qué posibilidades hay de
organizarse para el cambio desde la normalidad más
común y corriente? ¿Qué política se puede hacer
por fuera de los colectivos y las bandas? Eso nos
interesaría explorar.

133
Instituciones del común versus
comunidades cerradas

Pese a todo lo señalado anteriormente, cuando


el momento es complicado, por una cuestión de
supervivencia, se tiende al cierre; y hoy el momento
es complicado; ergo es normal que hoy se tienda
al cierre. Un modus ponens de lo más sencillo.
Quizá con más ahínco que en otros momentos
civilizatorios, andamos necesitados de buscar formas
de sobrevivir y estar juntos en el mundo, las dos
cosas a la vez, y tal vez sea más sencillo acercarse a
la normalidad común y corriente desde la seguridad
que aportan instituciones del (pro)común entre las
que se encuentran esos grupos de afinidad con los que
aseguramos la sostenibilidad material de nuestras
vidas: grupos de consumo, cooperativas de viviendas
en cesión de uso, cooperativas de trabajo asociado…
y cooperativas integrales en la versión más completa.
Son, en general, espacios caracterizados una nueva
forma de entender la política y politizar la existencia
que tiene en cuenta los cuidados y retaguardias, y
que han nacido al calor y/o componen esa corriente
cárstica que horada el sentido común neoliberal.

El precariado, esa categoría que crece al mismo ritmo


que menguan las clases media y obrera, muestra
ejemplarmente nuestra vida marcada por la angustia
y la depresión si nos va mal, por la pura ansiedad
si nos va bien y, en general, por el malvivir. No hay
fórmulas de vida feliz para la inmensa mayoría,
sino infelicidades que se degradan según bajan los
salarios y las condiciones, ya siempre de inseguridad.

134
Es normal que necesitemos replegarnos, buscar
una cierta protección y tranquilidad: la cuestión es
hacia dónde focalizar eso —y ofrecer alternativas
que cortocircuiten los intentos totalitarios de darle
respuesta—. Porque hoy, por más que tengan
interesantes aportaciones que hacer, parece más
difícil defender desde abajo y a la izquierda y
para la mayoría teorías que animen a «fluir», a
«desterritorializarse», a «ser nómadas»… propuestas
que tal vez fuesen más apropiadas en tiempos de
cierta bonanza, de clases medias con seguridades
asfixiantes e incuestionadas de las que huir: en el
presente todo ha sido cuestionado y el problema, en
medio de un estado de desahucio existencial, es más
bien cómo lograr sentirse un poco en casa.

El desgaste y desprestigio del neoliberalismo es ya


similar al sufrido por el socialismo real, aunque
quién sabe cuánto puede durar y cuánto daño puede
hacer una bestia herida. La socialdemocracia y/o
el socioliberalismo, a medio camino entre ambos
sin cumplir satisfactoriamente con los postulados
de ninguno, no corren mejor destino. Frente a esta
situación, respuestas mil veces ensayadas se repiten
una y otra vez, y van y vuelven categorías que, pese
al revival, se agitan como estandartes nuevos con
un adanismo que tiene algo de trágico —véase los
intentos con «patria» o «pueblo»—, en los últimos
tiempos—. A esto se suma, como ya señalamos, lo
que Marina Garcés denomina nuestra «condición
póstuma», la falta de expectativas, la sensación de
carecer de futuro, tanto propio como de la sociedad
y el planeta, que unida a la deserción de marcos que

135
ya no nos valen —el trabajo, la escuela, el Estado…—
provoca «la tendencia a la segmentación, a la
disgregación, a la conformación de micromundos y a la
autorreferencia, ya que cada uno queda circunscrito a
pequeñas comunidades cada vez más identitarias»76.
Contra la disolución de vínculos que produjo la
Modernidad, a derecha y a izquierda en Europa se
agita en el siglo XXI las banderas de la comunidad y
de la identidad pero, y pese a lo ya vivido en el XX,
demasiado en clave nacional y nacionalista. De la
extrema derecha en alza a una izquierda en la que se
hace notar el rojipardismo, podemos encontrar casos
de conservadurismo sin nada nuevo que aportar más
que un ramillete de ideas vintage que son más de lo
mismo, fetiches y pastiches.

Sin embargo, repartidas por todo el planeta,


constituyendo el modo de vida de millones de personas,
hay verdaderas alternativas, tanto prácticas como
teóricas, verdaderas respuestas al neoliberalismo
afectivo y al capitalismo emocional, que son guías
para plantearse vivir cuanto antes en un mundo
mejor. Porque tomar las riendas de nuestra existencia
es algo para lo que solo disponemos del tiempo que
dura una vida, la nuestra. De la economía sumergida
a la economía alternativa hay formas de desertar del
frío neoliberal, buscar cómo solucionar la subsistencia
y generar la sensación de tener casa, ese lugar en
el mundo en que una se siente segura. Todas ellas,
indefectiblemente, están ligadas a experimentar el ser

76 GARCÉS, M., Nueva ilustración…, pág. 64.

136
en común y las menos tienen algo que ver con su
solidificación en la forma Estado. Por algo será.

En muchas de estas alternativas se ha manejado el


término «procomún», una manera de expresar una
idea muy antigua que, muy a nuestro pesar, fue
demolida: que algunos bienes o todos, según quién
y cómo lo plantee, pertenecen a todos/as, y que
forman una constelación de recursos que debe ser
activamente protegida y gestionada por el bien común.
El procomún lo forman las cosas que heredamos
y creamos conjuntamente, que esperamos legar a
las generaciones futuras y sobre las que ninguna
persona individual ni el Estado pueden tener un
control exclusivo de uso o disposición. Abarca bienes
naturales, sociales, culturales, corporales… bienes
compartidos en cuya gestión a menudo se privilegia
la economía del don, del dar sin contraprestaciones.

Este tipo de instituciones son estudiadas en el


impresionante estudio titulado Común: Ensayo
sobre la revolución en el siglo XXI, de Christian
Laval y Pierre Dardot, que recopila y reflexiona
sobre prácticas de resistencia, de subjetivación y de
transformación cultural que, a su juicio, tienen que
articularse en una nueva razón política que no sea
mera resistencia, sino capaz de producir ideas y
reglas que permitan mejorar la calidad de vida de
todos los habitantes de la tierra, naturaleza incluida.
Si en El ser neoliberal ya habían explicado que el
neoliberalismo no es un mero modelo económico sino
una racionalidad que cada vez afecta a más áreas
de la vida y que para construir una alternativa hay

137
que pensar en nuevas formas de vida, en Común
repasan las notas que definen a las instituciones del
común, que existen por todas partes, planteando
la apertura hacia una alternativa tanto al Estado
como al mercado —los Commons— que, señalan los
autores, aportan a sus miembros recursos durables y en
cantidades satisfactorias mediante reglas de gestión de
lo común, como han mostrado, entre otros, los trabajos
de Elinor Ostrom. Sin embargo, Ostrom se refería sólo
a bienes materiales, mientras que ellos definen los
comunes como «objetos de naturaleza muy diversa
de los que se ocupa la actividad colectiva de los
individuos»77, de modo que comprenden todo aquello
que las comunidades consideren como valioso para la
vida y que no debe ser privatizado o convertido en
objeto de lucro.

Cuando se habla de la defensa de lo común, para


Laval y Dardot se está tratando lo relativo a la
búsqueda del acceso libre a recursos comunitarios
expropiados por los intereses privados y la protección
de los bienes comunes naturales y culturales, urbanos
y rurales que las privatizaciones han alcanzado.
Nos encontramos ante una nueva ola expansiva del
capitalismo —los ricos cada vez más ricos, los pobres
cada vez más pobres— en la que se está produciendo el
cercamiento, el despojo, de nuevos bienes inmateriales,
como el conocimiento, la ciencia, las tecnologías…
Tras el mercantilismo y el capitalismo industrial, el
capitalismo cognitivo pretende hacerse con todo lo que

77 DARDOT y LAVAL, Común…, pág. 25.

138
resta, lo cual incluye desde la Sanidad y la Educación
o Internet a conocimientos biotecnológicos esenciales
como las semillas o las patentes de las secuencias
del genoma. Ante todo ello, «protestar contra la
enclosure de los comunes significa reanudar la crítica
de la propiedad privada como condición absoluta de
la riqueza social»78, señalan, y hacerlo puede permitir
establecer nexos entre muy diversas luchas sociales
—y, dado el poder de convicción de los argumentos,
puede atraer a amplios segmentos de población—.
Es una defensa del común como modo de producción
que nos permite responder a nuestra perplejidad, al
menos indiciariamente, con un estupendo ni-ni: ni
sólo producir ni sólo habitar el común, sino ambos.

El núcleo de lo común es para estos autores un


derecho de inapropiabilidad que debe instituirse en
oposición al derecho absoluto de propiedad mediante
una praxis instituyente, que haga posible que surjan
nuevas reglas de derecho a través de la creación de
instituciones y de una actividad continuada, una tal
que permita repensar constantemente la institución
para evitar que se convierta en instituida. No solo se
crean reglas, se produce un sujeto colectivo a partir de
«un ejercicio que hay que renovar sin cesar»79. Para
explicar cómo funcionaría una nueva institución de los
poderes en la sociedad se remiten, como ejemplo, a la
experiencia de Vandana Shiva y la gestión colectiva
de semillas, que son cuidadas y usadas por las

78 Op. cit., pág 17.


79 Op. cit., pág. 505.

139
comunidades pensando en su uso y beneficio para el
consumo de alimentos, y no para el lucro. El banco de
semillas que Shiva puso en marcha con comunidades
campesinas va en contra del derecho de propiedad
que privatiza las semillas a través de patentes y ella
misma entiende su trabajo como una defensa de la
creatividad de la naturaleza y de los diversos sistemas
de conocimiento de los que depende el futuro en la
Tierra contra «la apropiación del patrimonio común
intelectual»80 como un «cerramiento» (enclosure)
haciendo un símil con el proceso de cerramiento y
privatización de los terrenos comunales a comienzos
de la época industrial. El de Shiva es desde luego
muy apropiado, pero también podría valer como
ejemplo de reapropiación —desapropiadora— la
remunicipalización de un servicio público, siempre
que sus usuarios puedan participar en su gestión, sin
cederla al Estado.

Laval y Dardot realizan un repaso —con la idea


de abrir la creatividad, no de imponer rémoras
nostálgicas— de la Common Law, el derecho
consuetudinario de la pobreza y el derecho proletario
y de las ideas de Proudhon, que planteó una
alternativa a la propiedad privada animando a los
obreros a crear nuevas formas de institución desde
abajo a partir de la interacción social. Consideran
imprescindible generar reglas comunes por lo que
imaginan un derecho —social— creado a partir
de la sociedad y no por legisladores, construido

80 SHIVA, V., Biopiratería, Barcelona, Icaria, 2001, pág. 37.

140
mediante la experiencia, las acciones y las relaciones
sociales y económicas allende el derecho romano
que separa derecho privado y público. A diferencia
de lo que ocurre en el liberalismo, los contratos
serían el resultado de relaciones sociales basadas
en el verdadero valor del trabajo, en la equidad y
en el principio de mutualismo, que se traduce en
beneficios justos. El trabajo debería estar orientado
a la recuperación de los vínculos, la solidaridad, al
verdadero actuar en común que permitiera pensar
la empresa como una institución democrática
mediante su gestión cooperativa, algo que desde
luego ya se está haciendo en cooperativas actuales y
que ya no deberíamos tratar como algo accesorio o
complementario al capitalismo, sino que deberíamos
plantearnos seriamente convertirlas en sustitutas
del modelo de trabajo de la economía neoliberal.
Por nuestra comodidad, seguridad y felicidad, nada
menos. Hoy ya sobran experiencias para tomar
como modelo81.

En resumen, la política del común supone la


fundación de una democracia económica y social que

81 Podemos encontrar una cincuentena de ejemplos en «Constela-


ciones del Común», proyecto dirigido por la profesora de Estudios
Culturales en el Carleton College (Minnesota, EEUU), Palmar
Álvarez-Blanco, cuyo objetivo es mapear y poner a disposición de
quien lo desee, de ahí su carácter bilingüe, la trayectoria de proyec-
tos cooperativos de diferentes ámbitos del Estado español. Busca
dar a conocer los avatares, protocolos y hasta medios de contacto
de cada uno de los grupos para que sea útil para otros proyectos
que vengan detrás. La web del proyecto es: http://constellation.
carletonds.com/es/

141
devuelva a la sociedad el control de las instituciones
democráticas expoliadas por un Estado que ha
puesto sus instituciones y los recursos públicos
al servicio del mercado, que se ha colocado a los
pies de ese neoliberalismo tan poco liberal. Los
servicios públicos deben convertirse en instituciones
de lo común, gobernadas democráticamente por sus
usuarias, en todo caso con la participación —no
protagonismo— del gobierno, desde la premisa de su
obligación de servicio a las necesidades colectivas.
Sería el caso de la remunicipalización del agua
en Nápoles, que tras el referendo de 2011 decidió
apostar por una administración colectiva de este
recurso básico y valioso.

Su trabajo cuestiona las conclusiones de Hardt y Negri


en Imperio, Multitud y Commonwealth, ya que
estos autores creen que la superación del capitalismo
por lo común puede surgir de forma espontánea a
través de una comunidad que opere bajo principios
de código abierto, a través de las posibilidades del
Internet y las nuevas tecnologías. Para Laval y
Dardot es espontaneísmo no es el camino, pues es
necesario crear instituciones con reglas coproducidas
por las comunidades. También son críticos, por cierto,
con concepto de «ser en común» nancyano, del que
hablamos páginas atrás, que distinguen del «actuar
en común» que les ocupa, una praxis instituyente y
no tanto una condición ontológica, y difieren de la
interpretación de Esposito del munus, por el rechazo
que les suscita el concepto de «deuda», en la medida
en que, a su juicio, «la única obligación política que
vale es la que procede, no de una misma pertenencia,

142
sino de la participación y la implicación en una
misma actividad o tarea»82, una exigencia de la
democracia participativa que oponen a la democracia
representativa, que autoriza a unos pocos a hablar
y actuar en nombre de la mayoría. Sin embargo,
aunque no sea este el espacio para dedicarnos al
estudio comparado de los cuatro autores, apuntemos
que el desacuerdo podría deberse a que el enfoque
ontológico de Esposito o Nancy no admite una simple
traducción al ámbito socio-histórico de Laval y Dardot
y, en cambio, si negamos esa práctica común —en
la abstracción— consistente en traducir la ontología
y convertirla en recetas políticas, pretendiendo
fundamentar la praxis política, la manera de
entender nuestra condición existencial por parte de
unos parece altamente compatible con la forma de
valorar las instituciones de los otros. Dejamos los
matices para otra ocasión.

82 SAVATER, A., MALO, M., y ÁVILA, D., Entrevista a


Laval & Dardot: «El desafío de la política de lo común es pasar
de la representación a la participación», En Blog Interferencias,
Eldiario.es, disponible en: https://www.eldiario.es/interferencias/
Laval-Dardot-comun_6_405319490.html

143
Politizar lo doméstico,
domestizar lo político

La idea es hacer que el pensamiento fluya más


que como ideología, como poética. Poética es una
poiesis, poética es crear, y para mí el pensamiento
básicamente es un gesto creativo, no puede ser un
gesto de reproducción, sino de producción, tienes
que generar, el pensamiento es genésico; genésico
en el sentido de que el útero es genésico. Hay un
poder genésico en el pensamiento que obviamente
se alimenta como todo útero productivo de todo,
de neuronas, de energía, de comida, de baile, de
emociones colectivas, de soledad, de sufrimiento. Ese
alimento del pensamiento es lo que me parece que
hay que pluralizar, porque generalmente la academia
te pone las anteojeras de que el pensamiento se
alimenta de pensamiento y llega un momento en que
se vuelve rancio.

Silvia Rivera Cusicanqui

145
Nuestra cultura política, inscrita en una concepción
occidental de lo común, de la comunidad, que ha
acabado convirtiéndola en un objeto político con tintes
de sujeto, plantea también desde bien temprano una
separación excluyente, una cesura, entre lo público y
lo privado y minoriza, mucho antes incluso de que el
liberalismo lo hiciera oficialmente, lo doméstico junto
con todas las cuestiones relacionadas con este ámbito
que es, sin ninguna duda, el ámbito privilegiado de la
vida. Todo cambiaría notablemente si trabajásemos
en esta marginalización que es un secreto a voces,
trabajo que ha de implicar, de entrada, la rotunda
afirmación del valor de la maternidad y la crianza
que el «segundo nacimiento» humanista y toda la
tradición misógina y machista han opacado o la
extensión de la cultura de los cuidados, por supuesto
en clave no neoliberal —Eva Illouz ha estudiado
de sobra la vampirización de los cuidados llevada
a cabo por el capitalismo emocional83 —. «La vida
es lo que nos deben», decían en 1996 las y los
zapatistas; por la vida, ante todo, porque tenga el
papel que le corresponde, proponemos luchar contra
una racionalidad neoliberal que la coloca siempre
detrás del beneficio económico. No olvidemos qué
ha ocurrido, qué está ocurriendo con las personas en
búsqueda de refugio, cómo se trata a las personas

83 Véase, a este respecto, ILLOUZ, E., Intimidades congeladas. Las


emociones en el capitalismo (Buenos Aires, Katz, 2007) o La sal-
vación del alma moderna. Terapias, emociones y la cultura de la
autoayuda (Buenos Aires, Katz, 2010) o ILLOUZ, E, y CABANAS,
E., Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad
controlan nuestras vidas (Barcelona, Paidós, 2019).

146
que migran o la indiferencia generalizada ante la
pobreza y el sinhogarismo… ¿Es algo habitual? Sí ¿Es
admisible? En absoluto. Puro «malismo».

El ámbito doméstico es el ámbito de la reproducción


física y simbólica, nada más y nada menos: dicho
sea esto, claro está, de modo general, sin pretender
tratarlo de modo ahistórico y sin pretender enmendar
la plana a las, seguro, interesantes historias de la
vida cotidiana que merece. Sin embargo, pese a las
variaciones históricas, de modo general es aquel
espacio en el que el protagonismo recae sobre el
valor de uso, esto es, sobre la capacidad que poseen
los objetos para satisfacer necesidades, ya que es
el espacio dedicado a la sostenibilidad material
primaria de la vida —alimentación, sueño, salud,
protección y seguridad…—. Es, también, por tratarse
del espacio de la reproducción física y buena parte de
la simbólica, la esfera donde comienza el desarrollo
de las relaciones personales y los vínculos que van
desde la familia extensa al barrio o vecindario, aún
territorio doméstico. Por su parte, el ámbito de lo
público se asocia preferentemente con el valor de
cambio —en el extremo, una economía financiarizada,
desmaterializada, especulativa, cada vez más
ajena al valor de uso—, con la producción —y el
productivismo— y con las relaciones contractuales e
instrumentales. Pero ¿cuál es el ámbito valorado en
nuestras sociedades? ¿Y cuál es el espacio considerado
plenamente político desde el mismísimo Aristóteles?
Indudablemente, el segundo, entendiéndose el
primero como pre-político, cuando no simplemente
apolítico. Por todo lo que ello implica, deconstruir

147
esta dicotomía y la jerarquía que lleva asociada es
uno de los movimientos esenciales para una defensa
apropiada de lo común, para un comunismo de la
sensibilidad, un comunismo de lo concreto, de lo
común sentido, que implique una defensa de la vida
y, según defenderemos a continuación, una apuesta
no sólo por la politización de lo doméstico, sino, más
allá, por la «domestización» de lo político.

Con la expresión «domestizar lo político» forzamos


intencionadamente, con el cambio de una sola
letra, un neologismo que pretende distinguirse
de otro verbo derivado de «doméstico», como es
«domesticar», expresión muy connotada y que suena
peyorativamente desde un punto de vista político.
Según la RAE, domesticar, que procede del latín
«domesticus», esto es, «de la casa», significa o bien
«reducir, acostumbrar a la vista y compañía del
hombre al animal fiero y salvaje» o «hacer tratable a
alguien que no lo es, moderar la aspereza de carácter».
Se entiende habitualmente como domar, amansar,
refrenar, contener o, incluso, someter y dominar,
nada que ver con lo que queremos señalar aquí.

Para lo que aquí nos proponemos, esto es,


restaurar su politicidad a lo doméstico y extraer
las enseñanzas para lo público que dicho ámbito
encierra o, dicho en forma de lema, «politizar lo
doméstico y domestizar lo político», nos interesa
indagar, siquiera brevemente, en las raíces
históricas del término «doméstico», su procedencia,
y recordar que la casa, oikos en griego, domos en el
mundo latino, no se circunscribía en la Antigüedad

148
al domicilio de residencia o a la propia familia
nuclear, idea muy posterior y liberal, perteneciente
justamente a la época en que se aquilata la separación
privado-público y se recorta significativamente la
familia extensa —entronizando la familia nuclear y
encerrando a la mujer en lo doméstico como modo
de clausurar sus demandas de emancipación—. El
oikos, de donde deriva también «economía» —ley
o ciencia de la casa—, versión griega del romano
domos que está a la raíz de «doméstico», incluía
la familia extensa e incluso los esclavos, en la
medida en que se contaban dentro de esta unidad
básica de la sociedad los terrenos agropecuarios
de los que se abastecía la familia, en los que
ellos y ellas trabajaban. Era el centro alrededor
del cual se organizaba la vida, a partir del cual
no sólo se satisfacían las necesidades materiales,
sino que también se cultivaban los valores éticos,
deberes y responsabilidades, relaciones sociales
y relaciones con los dioses. Oikos —tal vez más
propiamente oikía para este significado amplio,
aunque Aristóteles los usaba indistintamente y, en
definitiva, para lo que nos interesa aquí, que tiene
que ver con la derivación castellana de domos, no
es necesario discernir— era la base de la sociedad.
Sin embargo, ya desde el siglo V a.C. se opuso el
oikos a la polis, lo doméstico a lo público, fundando
una separación que establecerá como fundamental
en su ideología el pensamiento contractualista
y liberal, ya en torno al siglo XVII, pero que
signa el pensamiento de lo político occidental
desde sus orígenes. Un pensamiento, en resumen,
profundamente patriarcal.

149
Pese a ser el doméstico el espacio de cuestiones esen-
ciales para todas y todos, pues ya dice Aristóteles
que «sin las cosas de primera necesidad los hombres
no podrían vivir y menos vivir dichosos»84, se ins-
taura bien temprano una oposición con la polis que
coloca a las mujeres —seres «con una voluntad na-
turalmente subordinada al varón», según la Política
del estagirita— del lado de lo doméstico, del oikos
y lo privado-íntimo, y las expulsa del ámbito políti-
co-público, que corresponderá a los varones con atri-
butos para ser ciudadanos —en esa época ciudadanos
griegos libres, pero con el tiempo varones blancos,
heterosexuales, propietarios, urbanos, letrados…—.
La política será entendida como aquello que hacen
hombres libres e iguales dedicados a la cosa común
una vez «liberados» de la reproducción económica85,
esa servidumbre a la finitud, a la vulnerabilidad, a la
vida, en definitiva, a lo que veremos nombraban más
propiamente con el término zoé —vida en el sentido
más básico—, esa dependencia que tanto ofende reco-
nocer a los autónomos prometeos occidentales.

Bíos y zoé: la vida expulsada de la política

(Nota: Si se hace dura la lectura de este epígrafe,

84 ARISTÓTELES, Política, Libro primero, Capítulo II, Madrid,


Espasa Calpe, 1973, pág. 25.
85 Literalmente señalado por KERSTING, W., Filosofía política
del contractualismo moderno, España, Plaza y Valdés, 2013, pág.
66.

150
que contiene varias teorías filosóficas, no hay
demasiado problema para comprender lo posterior
en saltarlo… o dejarlo para una relectura posterior.)

En la Grecia Antigua se empleaban dos conceptos


para denominar la vida: zoé —de donde deriva
«zoología»—, esa vida que nos iguala a los animales
y plantas, a todo lo viviente, como seres naturales que
satisfacen necesidades, nacen, crecen, se reproducen y
mueren, y bíos —de donde surge «biología», aunque
por una etimología bastante poco justificada— que
viene a significar «forma de vida», lo que hacemos con
la zoé los humanos como seres que toman decisiones,
algo que supone una brecha antropocéntrica entre los
animales y el ser humano que, de paso, ha servido
de justificación para el maltrato y abuso de estos,
a la par que de pretexto para excluir a distintos
grupos humanos de la comunidad política tratados
«como animales» carentes de bíos y de existencia
política. Por esta distinción entre bíos y zoé y sus
consecuencias se han interesado Hannah Arendt,
en cierta forma Foucault, Agamben y Derrida entre
otros pensadores.

Hannah Arendt explica —desde su profunda


convicción liberal, que conviene no olvidar— en La
condición humana cómo en el pensamiento griego
la capacidad del hombre para la organización política
no sólo se consideraba diferente sino que se entendía
en oposición a la asociación natural cuyo centro era
el hogar —oikia— y la familia. Así, «el surgir de la
ciudad-estado significó para el hombre recibir al lado
de su vida privada una suerte de segunda vida, su

151
bios politikos. Ahora todo ciudadano pertenecía a
dos órdenes de existencia»86. Añadamos a lo dicho
por Arendt que al decir «hombre» no hablamos de
«seres humanos», sino únicamente de los varones
que, dando por hecho el primer orden, colocaban el
valor político en el segundo.

De la mano de los estudios del filólogo Werner


Jaeger, Arendt plantea que la distinción entre la
vida privada y la pública o bios politikon supuso
una tajante distinción entre lo que era propio —
idion— y lo comunal —koinon— 87, quedando el
espacio doméstico restringido a una intimidad que
lo expulsaba del espacio común. Para Arendt, «no es
mera opinión o teoría de Aristóteles, sino simple hecho
histórico» que la fundación de la polis implicaba la
destrucción todas las unidades organizadas que se
basaban en el parentesco, como la phratría o la
phylé, organizaciones tribales. En adelante, todo lo
meramente «necesario» o «útil», asociado al ámbito
doméstico, el ámbito de la necesidad, quedará
excluido de manera absoluta de la esfera pública, la
de la libertad. Para Arendt, la definición aristotélica
del hombre como zóon politikon se coloca en las
antípodas de la «asociación natural» experimentada
en la vida familiar —a diferencia de la lectura de
otros autores, como Derrida, a quien recurriremos
después— que, por otro lado, se caracterizaba por

86 ARENDT, H., La condición humana, Barcelona, Paidós, 1998,


pág. 39.
87 JAEGER en ARENDT, Op. cit., pág. 39.

152
un poder de gobierno «absoluto, irrebatido»88, incluso
por la violencia, y no por el discurso y la persuasión
como ocurría en el ámbito político. El zóon logon
ekhon —«ser vivo capaz de discurso»— es para
Arendt el ser genuinamente político… un poco como
si el ámbito doméstico permaneciera mudo respecto a
«lo importante», vaya.

El rasgo distintivo de la esfera doméstica era la


convivencia a causa de las necesidades de vida, como
la alimentación, que requerían la compañía de los
demás. La polis, en cambio, era la esfera de la libertad,
donde las relaciones eran una cuestión de liberalidad,
de decisión, por lo que la relación entre estas dos
esferas se debía exclusivamente a que la cobertura de
las necesidades vitales en la familia era, lógicamente,
condición —vital— para ejercer la libertad en la polis.
Conforme a esto, Arendt explica que la expresión
«economía política» sería una contradicción en la
Antigüedad, pues la economía —de oikos y nomos,
«ley de la casa»— era, precisamente, la esfera
opuesta a la política. Todos los filósofos griegos,
advierte, daban por sentado que «la necesidad es de
manera fundamental un fenómeno prepolítico»89. Una
actitud característicamente prometeica, alérgica a la
dependencia y la materialidad, a la realidad humana
más animal y a la posibilidad de una bíos doméstica
en la que tuviera más protagonismo —y con ello
nos referimos también a su papel político— la zoé,

88 ARENDT, Op. cit., pág. 41.


89 Op. cit., pág. 43.

153
nuestra condición de vivientes y todo el ámbito que
presta atención a tal condición, el doméstico. No es
de extrañar que la virtud política por excelencia, a
juicio de Arendt, fuera el valor —andreia—, virtud
genuinamente masculina en el imaginario popular
—sólo Platón se planteó que las mujeres pudieran
pertenecer a la clase de los guerreros y con importantes
limitaciones, pues consideraba que no podrían
alcanzar la plenitud e igualarse a los varones— y que
permitía dejar atrás la existencia cotidiana, la propia
supervivencia, pues «ya no estaba ligada al proceso
biológico vital», algo —añadimos— tan humano, tan
poco divino. La «buena vida», la «gran vida», era la
de la polis.

No obstante, Arendt tiene que reconocer que «la línea


fronteriza entre familia y polis queda a veces borrada,
en especial en Platón»90, quien sacaba ejemplos de la
polis de las experiencias cotidianas de la vida privada
—siguiendo probablemente a Sócrates, el hijo de
partera que llamó mayéutica, del griego maieutiké
que significa «matrona, partera o comadrona», a una
fase de su diálogo en honor al importante trabajo
de su madre— y también en Aristóteles cuando
entiende que el origen histórico de la polis ha de estar
relacionado con las necesidades de la vida y que sólo
su fin hace que ésta trascienda a «buena vida».

Para esta filósofa, si la esfera privada y pública de la


vida, que corresponden al campo familiar y político

90 Op. cit., pág. 48.

154
respectivamente, aparecen separadas desde el
surgimiento de la antigua ciudad-estado, en cambio,
lo que denomina «esfera social» distinguiéndola de
la política, que a su juicio no es pública ni privada,
fenómeno cuyo origen coincide con la llegada de
la Edad Moderna, es el resultado del ascenso del
«conjunto doméstico», de las actividades económicas
a la esfera pública y la administración de la casa y
todas las materias que anteriormente pertenecían a
la esfera privada familiar se convierten en interés
«colectivo». La economía, quiere subrayar, entra
en la política con el capitalismo. La social es la
«esfera curiosamente híbrida donde los intereses
privados adquieren significado público, es decir,
lo que llamamos «sociedad»»91. ¿Supone esto un
incremento de la importancia —política— de
lo doméstico? Más bien no, ya que es vaciado y
despolitizado, una vez más.

De cualquier modo, tengamos en cuenta que, para


esta autora, el ser humano es apolítico y la política
«nace en el-en-medio-de los hombres, por lo tanto,
completamente fuera del hombre», ya que parte,
como señalábamos al principio, de una noción liberal
que tiene su átomo inviolable en el individuo. Para
ella, la política es un espacio compartido, una forma
de relación constituida por la pluralidad humana en
el modo de ser-junto-a-otros que se instituye en la
acción y el discurso, algo que ubica exclusivamente
en el espacio público. Arendt, no obstante, también

91 Op. cit., pág. 47.

155
maneja otro concepto de vida, una vida entendida
como don que posibilita la singularidad de los
individuos, un concepto que la lleva a poner en el
centro «la natalidad», concepto que se opone a la
tradición anterior tanatocentrada, obsesionada con
la muerte, cuyo análisis excede las posibilidades de
este ensayo. Aquí nos hemos limitado a la cuestión
de la bios y la zoé según es tratada en La condición
humana, sobre todo porque nos permite conocer una
forma de entender esta cuestión en la que las esferas
quedan separadas en la Antigüedad y mezcladas en
la Edad Moderna sin que ello suponga cambio alguno
en la marginación constante del espacio doméstico.

En Foucault, la clave de bóveda de la llamada


«biopolítica» es la introducción de la vida en la
política, podríamos decir de la zoé en la polis, su
control. En el primer volumen de su Historia de
la sexualidad —La voluntad de saber—, Foucault
señala que «el hombre moderno es un animal en
cuya política está puesta en entredicho su vida de
ser viviente»92, con lo que quiere destacar el hecho de
que, en la Modernidad, la vida, la zoé, se convierte
en un asunto de la política: es el nacimiento de la
biopolítica. Para Foucault, la biopolítica es la forma de
gobierno moderna que se inmiscuye en la zoé de una
forma que el mundo clásico no conocía, continuando,
en cierto modo, lo que ya señalara Arendt respecto a
la aparición de la «sociedad».

92 FOUCAULT, M., Historia de la sexualidad. Volumen I. la vo-


luntad de saber, Madrid, Siglo XXI, 1991, pág. 173.

156
Por otro lado, el francés explica en su célebre clase
del 17 de marzo de 1976 — publicada en Defender
la sociedad— que desde el siglo XIX se produce una
marcada tendencia a la estatalización de lo biológico.
Hasta entonces, la teoría clásica de la soberanía
establecía que el soberano tiene derecho de vida y
muerte, pero no en cualquier fórmula, sino en la de
Hacer morir y dejar vivir 93. La aparición progresiva
de otro paradigma se observa, señalará Foucault, en
el derecho y en las discusiones de filosofía política
que plantean hasta qué punto puede el soberano
ejercer el poder de vida y muerte, pero sobre todo en
la inclusión, mediante las tecnologías disciplinarias
dirigidas a los cuerpos individuales, de otras
técnicas dirigidas a la «población» en un ejercicio de
poder masificador que se dirige al hombre-especie.
Si el «territorio» era el objeto de intervención del
antiguo soberano, en el nuevo régimen se trata de
regular la relación entre el territorio y las personas
que lo habitan, surgiendo la «población» como
nuevo objeto de gobierno, estudio e intervención.
Este nuevo tipo de poder, el biopoder, añade a las
técnicas disciplinarias sobre el cuerpo individual,
las regularizadoras de la población. La biopolítica
consiste, en resumen, en el control e intervención
en procesos globales de salud, higiene, natalidad,
mortalidad, longevidad, etcétera, con campañas,
por ejemplo, de higiene y medicalización públicas.
Resulta de este modo que:

93 FOUCAULT, M., Defender la sociedad, México, Fondo de Cul-


tura Económica, 2001, pág. 218.

157
Más acá, por lo tanto, de ese gran poder
absoluto, dramático, sombrío que era el poder
de la soberanía, y que consistía en poder
hacer morir, he aquí que, con la tecnología
del biopoder, la tecnología del poder sobre la
población como tal, sobre el hombre como ser
viviente, aparece ahora un poder continuo,
sabio, que es el poder de hacer vivir. La
soberanía hacía morir y dejaba vivir. Y resulta
que ahora aparece un poder que yo llamaría de
regularización y que consiste, al contrario, en
hacer vivir y dejar morir.94

Eso explica para Foucault, entre otras cuestiones, el


hecho de que la muerte se descalifique progresivamente,
pasando de ser un rito público a una especie de
vergüenza privada, ya que se convierte en el límite del
poder de hacer vivir. Funcionarán en adelante, así,
la (órgano)disciplina de las instituciones y el poder
biorregulador del Estado, que no se excluyen, sino
que se articulan gracias a las normas: aquello que
puede aplicarse tanto a un cuerpo al que se quiere
disciplinar como a esa multiplicidad biológica que
es una población que se quiere regular. Y la norma
es lo que explica la sociedad de la normalización y
hace que el poder, el biopoder, «tome posesión de la
vida»95. La vida, pues, entra en la política, pero por
el control que de ella ejerce el Estado, no por una
redefinición de su importancia.

94 Op. cit, pág. 223.


95 Op. cit., pág. 229.

158
En este biopoder, por citar un ejemplo que haga
esto más comprensible, juega un papel fundamental
el racismo, pues el surgimiento del biopoder lo
inscribe —obviamente ya funcionaba antes— en
los mecanismos del Estado. El racismo de Estado
instaura una cesura entre seres humanos que son
dignos de vivir y los que no lo son, abre una cesura
en el continuum biológico que aborda el biopoder.
Pone en circulación la relación bélica que expresa
la máxima guerrera «si quieres vivir, es preciso que
hagas morir, es preciso que puedas matar» o, dicho
de un modo más adecuado aquí, «si quieres vivir, es
preciso que el otro muera» — que tal vez nos suene
más así: «Los españoles primero»—, y lo hace de un
modo compatible con el biopoder ya que la muerte del
otro, de la raza «mala» o «inferior», hace que la vida
sea más sana y más pura, esto es, se trata de una
relación biológica, no bélica o guerrera, biopolítica y
no tanatopolítica. El racismo es la condición gracias a
la cual el biopoder puede ejercer el derecho de matar
disfrazado de vida, ahí radica su importante misión:

[El racismo] es la condición gracias a la cual


se puede ejercer el derecho de matar. Si el
poder de normalización quiere ejercer el viejo
derecho soberano de matar, es preciso que pase
por el racismo. Y a la inversa, si un poder
de soberanía, vale decir, un poder que tiene
derecho de vida y muerte, quiere funcionar
con los instrumentos, los mecanismos y la
tecnología de la normalización, también es
preciso que pase por el racismo. Desde luego,
cuando hablo de dar muerte no me refiero
simplemente al asesinato directo, sino también

159
a todo lo que puede ser asesinato indirecto: el
hecho de exponer a la muerte, multiplicar el
riesgo de muerte de algunos o, sencillamente,
la muerte política, la expulsión, el rechazo,
etcétera.96

El racismo moderno no es, para Foucault, como el


tradicional odio o desprecio a otras razas, tampoco
es un modo de azuzar a una población contra un
enemigo común, más o menos mítico, para unirla:
tiene una función mucho más subterránea y relevante,
que es justificar al biopoder cuando opera con la
muerte mediante la excusa de que eso amplifica la
vida. El Estado, en el biopoder, se sirve de la raza
para ejercer el poder soberano. Por eso, los Estados
más asesinos serán los más racistas: como paradigma
de la combinación del biopoder y el poder soberano
tendremos el nazismo. Por otro lado, este racismo
moderno no es cuestión sólo de países capitalistas
porque el socialismo, apunta Foucault, ha sido desde
sus inicios racista, sobre todo cuando ha aludido a la
lucha fuera del ámbito económico.

Así, la política se inmiscuye en la zoé y empieza


a cobrar una importancia cada vez mayor la vida
biológica y la salud de las naciones —aunque lo
doméstico siga anclado en la insignificancia—, lo
cual supone también una cierta animalización de
los ciudadanos —algo ya denunciado, subraya

96 Op. cit., pág. 232.

160
Derrida, por Heidegger en su Carta sobre el
humanismo—. Las técnicas de gobierno se
traducen en la autoproducción de los sujetos que
se convierten en «empresarios de sí mismos»,
disfrazando de libertad elecciones funcionales al
sistema. El capitalismo requiere el biopoder que,
mediante todo tipo de técnicas y dispositivos —de
los modelos de amor o satisfacción personal y deseo
a las autopistas—, generará cuerpos dóciles, algo
que a juicio de Foucault es una novedad, pero no
tanto, como veremos ahora, para Giorgio Agamben,
que considera que este tipo de operación arranca con
la propia política occidental.

Agamben arranca su reflexión en Homo sacer


incidiendo en la distinción, ya señalada de la mano
de Arendt, en la Antigua Grecia, entre zoé, el simple
hecho de vivir, común a todos los seres vivos —
animales, hombres o dioses—, cuyo lugar considera
que era la casa, el oikos, y bíos, que se refería a la
forma de vida propia de un individuo o un grupo,
la vida política, cualificada, cuyo lugar, subraya, era
la polis. La primera sería la vida como fenómeno
biológico, natural, que implica la cobertura de las
necesidades básicas, ya fueran divinas, humanas o
animales, lo que Aristóteles denominaba «la dulce
zoé», mientras que la segunda se referiría a algún
tipo particular de vida, de forma de mostrarse o
autoconcebirse, de identidad personal o de grupo,
mediada por la cultura, separada, desde luego
artificialmente, de la naturaleza, por la tendencia
dicotómica —y jerarquizante— del pensamiento
occidental.

161
Para Agamben, la zoé, la nuda vida, «tiene, en
la política occidental, el singular privilegio de ser
aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los
hombres»97 aunque se trate, a juicio del filósofo, de
una inclusión exclusiva —se la incluye excluyéndola—.
Identifica zoé con la categoría de Walter Benjamin
nuda vida para referirse a la pura existencia biológica
que se opone a bíos como vida cualificada y señala
que el problema estriba en la propia separación, hecha
desde el poder soberano, ya que no existe un ser
humano despojado de forma de vida y sólo aparece así
cuando se lo construye como tal. Agamben considera
que esto ocurre con lo que denomina homo sacer,
recuperando una categoría del Derecho Romano: ser
humano sacrificable por el poder soberano, ese ser
gracias al cual el poder muestra su brutal prerrogativa
de excepcionalidad, su capacidad de dar muerte. Un
inmigrante indocumentado ahogado en el Estrecho,
un sin-hogar apalizado, una prostituta muerta «que
habita la tierra de nadie entre la casa y la ciudad»98
son zoé, vida desnuda o nuda vida, homo sacer,
«vida expuesta a la muerte». Para Agamben, este
es «el elemento político originario»99 de la política
occidental al completo —no algo propio, en principio,
de la Modernidad como señalaba Foucault—, que ata
lo jurídico-estatal y lo biopolítico, pues la idea de una
vida que puede ser matada hace posible la existencia

97 AGAMBEN, G., Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida,


Valencia, Pre-Textos, 2006, pág. 17.
98Op. cit., pág. 118.
99Op. cit., pág. 114.

162
del poder soberano que decide sobre esta vida y sobre
la aplicación y desaplicación de las leyes. A su juicio:

Cualquier intento de repensar el espacio


político de Occidente debe partir de la clara
consciencia de que de la distinción clásica
entre zoé y bíos, entre vida privada y existencia
política, entre el hombre como simple ser
vivo, que tiene su lugar propio en la casa, y el
hombre como sujeto político, que tiene su lugar
propio en la ciudad no sabemos nada.100

Agamben considera que el espacio de la vida desnuda


coincide, y tal es el momento fundacional de la política
occidental, con el espacio político de la soberanía,
donde inclusión y exclusión, exterior e interior, bíos y
zoé, entran en «una indiferenciación irreductible»101.
Propondrá, por ello, en cierta sintonía con lo que
proponemos aquí, darle relevancia a la zoé en la forma
de una bíos: «Hacer del propio cuerpo biopolítico, de
la nuda vida misma, el lugar en el que se constituye
y asienta una forma de vida vertida íntegramente en
esa nuda vida, un bíos que sea sólo su zoé»102.

Lo que aquí planteamos es que el terreno doméstico


constituye el lugar de genuina articulación de bíos y

100Op. cit., págs. 238-239.


101Op. cit., pág. 19.
102Op. cit., págs. 238-239

163
zoé, el espacio en el que se desarrolla la zoé como bíos,
donde la vida biológica es una tarea también política
y sobre cuya escisión y exclusión se fundamenta la
política patriarcal occidental que establece parejas
jerárquicas, no pares como los mostrados en la cultura
ancestral andina. A diferencia del autor de Homo
sacer no destacaríamos como matriz de la política
occidental la «exclusión inclusiva» o excepción de la
zoé en la polis en la figura del homo sacer sino,
más bien, la patriarcal inclusión exclusiva de la vida
concreta —no mera organicidad, zoé, sino mucho
más— y, con ella, aquí está la clave, la exclusión del
ámbito doméstico de la reflexión y acción política,
con la consiguiente excepción generalizada de las
labores realizadas por las mujeres y los valores
que en este ámbito se juegan. Un efecto colateral
o un elemento esencial, habría que analizarlo con
más detalle, del prometeísmo, de su negación de
la finitud, la interdependencia, la vulnerabilidad
y la materialidad de la existencia. Todo ello ha
supuesto la marginalización de una contracultura
femenina históricamente constituida, como ha puesto
de manifiesto el feminismo de la diferencia que,
independientemente de que se compartan sus tesis
centrales o no, ha hecho una interesante labor de
puesta en valor y rescate de esta contracultura.

Por su parte, en la sesión duodécima del primer


volumen del Seminario. La bestia y el soberano,
Jacques Derrida se ocupa también de la cuestión
bíos/zoé para cuestionar la nitidez de la propia
distinción y, por ello, la justificación de las
pretensiones agambianas de fundar en ella todo el

164
gesto de la política occidental. Para Derrida, zoé
designa en algunos textos una vida cualificada y
no «desnuda» como plantea Agamben que, a su
juicio, considera una distinción nítida entre los dos
términos cuando reconoce, a la vez, las excepciones,
algo que al padre de la deconstrucción no le parece
«un instrumento suficientemente profundo para
acceder a semejante profundidad de semejante
«acontecimiento fundador»»103, retomando la
expresión rotunda y ambiciosa, amén de claramente
fundacionalista, del propio Agamben. La cuestión
estriba, en buena parte, en cómo se entiende el zoon
politikón aristotélico que, de entrada, en la propia
expresión podría implicar la posibilidad de una zoé
cualificada, de una zoé que es una bíos, algo que
desmontaría en parte la tesis de Agamben y que, a
efectos de lo que aquí tratamos, no haría sino mostrar
una veta oculta que ahora proponemos retomar. La
interpretación de Agamben del politikon zoon y
de zoon logon eckon aristotélicos trata de reforzar
la idea de separación cuando, de hecho, también
podría inscribirse en una tradición que interprete
al hombre entre los animales y plantas como zoé.
Desde el triplete de almas aristotélicas —vegetativa,
común a todos o seres vivos; sensitiva, propia de
animales y humanos; e intelectiva, exclusiva de
seres humanos— que ponen en continuidad, en
cierto sentido, a plantas, animales y seres humanos,
al empleo de zoon para caracterizar al ser humano,
Aristóteles parece salirse ligeramente de una

103 DERRIDA, J, Seminario. La bestia y el soberano, Buenos


Aires, Manantial, 2010, pág. 381.

165
tradición occidental empeñada en marcar la cesura
entre los humanos y el resto de los seres vivos, algo
que, como ya hemos apuntado, está íntimamente
conectado con la negación de la importancia de la
vida en su radical materialidad y, por tanto, de lo
doméstico.

Así, Derrida interpreta que la expresión aristotélica


subraya que la vida desnuda del ser humano es su
politicidad, esto es, que la vida, per se, es política.
Critica, por otro lado, que Agamben plantee,
contradictoriamente, que la producción de un cuerpo
biopolítico, esto es, la incursión del poder en la zoé,
es, a la vez, el acto original del poder soberano, el
arcanum imperii104 de la política occidental y el
acontecimiento decisivo de la modernidad: habría
de ser una cosa o la otra. Agamben, dicho sea de
paso, tiende a pecar de cierta grandilocuencia y
de afán de ofrecer una historia lineal preñada de
acontecimientos «decisivos» y «fundadores», como
le criticará también Derrida105.

Dejar que la vida «contamine»


lo político

Lo que aquí nos interesa es subrayar la posibilidad


de la zoé como bíos, algo presente, de facto, en el

104 AGAMBEN, Homo sacer…, pág. 22.


105 DERRIDA, Op. cit., pág. 387.

166
ámbito doméstico, esfera de vida con entidad sufi-
ciente para vindicar su politicidad, tradicionalmente
negada pese a que implica una importante urdimbre
de relaciones materiales y humanas—. Consideramos
una tarea imprescindible para un feminismo de lo
común —sensible, sentido— exigir que la impronta
de lo doméstico, sus enseñanzas respecto a, por ejem-
plo, el papel de los cuidados o de la sostenibilidad
material de la vida, cale en la concepción de lo polí-
tico y sea reconocida y tenida en cuenta también en
el ámbito público —que este sea, así, «domestizado»,
que se obre una virtuosa «contaminación»—. En ese
contexto, resultaría también forzosa la muy necesaria
redistribución de los cuidados y el reconocimiento,
también económico, de las tareas relacionadas con
ellos. Las relaciones, los vínculos se producen, sobre
todo, primero, en el oikos, en la casa, en el ámbito
doméstico, aunque no sólo; sin embargo, tanto las
relaciones como este ámbito han sido sistemática-
mente minorizados desde el punto de vista político.
La separación zoé/bíos niega el valor a la zoé y, al
proponer «domestizar» lo político, estamos tratando
de poner nombre al reconocimiento del valor del ám-
bito doméstico, de la gran cantidad de implicaciones
que este tiene a nivel político y económico, algo que,
en cierta manera, el mismo Agamben plantea —si
bien sin clave feminista alguna, carencia que no es
baladí—, cuando vuelve a proponer, en Lo abierto,
«la asunción de la misma vida biológica como tarea
política (o más bien impolítica) suprema»106.

106 AGAMBEN, G., Lo abierto, Barcelona, Pre-textos, pág. 141.

167
Siguiendo esta línea que cuestiona una dicotomía
nítida y ante un debate extenso —sobre si la
dicotomía zoé/bíos es excluyente— en el que merece
la pena seguir trabajando, nos permitimos, ya
puestas, la apertura de una duda sobre si la vida
doméstica habrá sido entendida de hecho —más
allá de lo que digan ciertos textos relevantes de la
historia oficial y oficiosa del pensamiento—, como
zoé en el sentido de «mera animalidad», de modo
radicalmente opuesto a bíos, pues implicaba, en lo
que se refiere a las mujeres, un vasto universo de
tareas productivas, además de las reproductivas,
desarrolladas dentro del Oikos, que van mucho más
allá de la «animalidad»: la manufactura textil, la
transformación de alimentos y todas aquellas labores
relacionadas con el autoabastecimiento, controlar
gastos e ingresos, distribuir los trabajos domésticos,
supervisar los quehaceres, el cuidado y las primeras
etapas de la educación de la descendencia —lo cual
incluye transmisión de valores y ritos—, además de
la supervisión de la marcha de las vidas, no sólo del
trabajo, de las personas no libres del oikos. Eso,
claro está, aparte de procurar herederos a quien
traspasar el patrimonio familiar, el cual también
debían ayudar a conservar y gestionar a pesar de
éste dependiera en última instancia del cabeza de
familia —el despotés—. Lo que desde luego no
se hizo es reconocerle un papel político relevante,
su politicidad, pero quién pudiera escuchar a las
mujeres de entonces al respecto. Y es que no son
extrañas las disonancias entre lo ocurrido de hecho
y lo que aparece en los textos escritos, que tienden
además a reseñar las condiciones de determinados
segmentos de población. Así, por ejemplo, en el

168
Económico de Jenofonte, diálogo socrático que trata
de la economía doméstica y la agricultura, se da
por hecha la superioridad de la mujer en el oikos,
mientras que la polis se describe como el ámbito de
la acción masculina, cuando la cruda realidad era,
como explican historiadoras feministas como Ana
Iriarte107, que la condición del oikos era, sobre todo,
la del espacio en que se encerraba a las mujeres,
un instrumento de su dominio y subordinación
ante todo. No debemos caer, por tanto, al hablar
del ámbito doméstico, tampoco en glorificaciones
de un pasado occidental hipotético que nunca fue.
Y esto por no hablar de que las diferencias entre
la situación de mujeres aristócratas o de clases
inferiores eran notables: sin ir más lejos, en la propia
Política de Aristóteles, se reconoce que en la casa
del áporos, del pobre, está justificado el uso de la
mujer como fuerza productiva cuando el marido no
está en condiciones de poseer mano de obra esclava,
esto es, la mujer sale del oikos y, aunque esto no
implique propiamente el desarrollo de una vida
político-pública, sí supone la extensión de su papel
en ámbitos no estrictamente circunscritos a la casa
como ocurre en el caso de las aristócratas.

En sintonía —que no plena coincidencia— con lo que


proponemos, Rita Segato —entre otras feministas an-
ticoloniales/decoloniales— ha insistido en el expolio

107 A. IRIARTE, «Contra una historia asexuada de la antigua


Grecia», En HIDALGO, WAGNER y RODRÍGUEZ (eds.), Roles
sexuales: la mujer en la historia y la cultura, España Ediciones
Clásicas, 1994, págs. 3-14.

169
que, para las mujeres y hombres indígenas, supuso la
llegada de los colonizadores, produciéndose, además
del saqueo y la imposición sociopolítica y cultural, un
cambio esencial en la politicidad precolonial: el confi-
namiento de lo doméstico en el mundo de lo privado
y la negación de su relevancia comunitaria, política,
algo que no ocurría en el mundo precolonial.

A partir de esa mutación histórica de la


estructura de género, al mismo tiempo que
el sujeto masculino se torna modelo de lo
humano y sujeto de enunciación paradigmático
de la esfera pública, es decir, de todo cuanto
sea dotado de politicidad, interés general y
valor universal, el espacio de las mujeres, todo
lo relacionado con la escena doméstica, se
vacía de su politicidad y vínculos corporados de
que gozaba en la vida comunal y se transforma
en margen y resto de la política. El espacio
doméstico adquiere así los predicados de íntimo
y privado, que antes no tenía, y es a partir
de esa mutación que la vida de las mujeres
asume la fragilidad que le conocemos, su
vulnerabilidad y letalidad se establecen y pasan
a incrementarse hasta el presente.108

Esto no quita, claro está, para que, como señalan


autoras como Julieta Paredes, hoy lo contrario sea
la solución a todos los problemas: «El chacha-warmi

108 SEGATO, R., La guerra contra las mujeres, Madrid, Trafi-


cantes de sueños, 2016, pág. 21.

170
—el par complementario hombre-mujer— no es una
varita mágica que borra las discriminaciones»109.
Pero, amén del interés de contar en otras latitudes
con modelos distintos, ajenos a la pareja jerárquica,
podemos ver cómo el virus de la dicotomía excluyente
se inyecta desde la colonialidad, cómo se transmite
una enfermedad que portaban, por tanto, los
colonizadores. Se exporta ese gesto que denunciamos
que se halla inscrito en la cultura política y filosófica
occidental desde su nacimiento, ese gesto recurrente
que implica restarle toda importancia a la vida
natural y cotidiana, a la zoé, a lo doméstico, en favor
de una bíos vinculada a lo público-estatal.

De cualquier modo, allende toda esta cuestión previa


y sus matizaciones, que sin duda son de interés
y seguro continuaremos en otro sitio110, podemos
constatar con toda seguridad que la minorización
de lo doméstico y de la zoé, la vida, se inserta
en la matriz patriarcal de la política occidental,
presente, por ejemplo, en cada una de las líneas
de la Política aristotélica, por no hablar de lo que
sabemos de la democracia ateniense en general, que
apartaba a las mujeres —y a los extranjeros, los
esclavos y los niños— recluyéndolas en un ámbito
doméstico que no era considerado político ni con
capacidad política. Las mujeres se encontraban
subordinadas a los varones dentro y fuera del

109 PAREDES, J, Hilando fino, México, El Rebozo, 2010, pág. 79.


110 Buena parte de lo aquí expuesto forma parte de una investiga-
ción doctoral en marcha.

171
oikos, por muy imprescindibles que pudieran ser
sus funciones.

Así, si la biopolítica, una política de la vida,


puede ser entendida como una domesticación
del poder sobre la vida —genitivo subjetivo—,
algo a combatir, o como la vida, en nuestro caso
lo doméstico, domando al poder, a lo político
—genitivo objetivo—, proponemos tomar las
riendas en este segundo sentido que implica una
«domestización» de lo político, una forma de
conjugar esa indeterminada «feminización de la
política» de la que se oye por aquí y por allá sin que
quede nada claro a qué se refiere —posibilitando
interpretaciones incluso contrapuestas—, algo que
compete no tanto a mujeres como a feministas con
su correspondiente contracultura. Esta segunda
opción, que la vida se convierta en directriz de lo
político, no quita la primera, el dominio biopolítico
de nuestra existencia, algo, en cualquier caso, contra
lo que hay que protegerse pero es prácticamente
inevitable pues no hay hoy, para la mayoría,
posibilidad de un «adentro» libre de afuera, de
una intimidad prístina hermética al poder, al no
existir un solo rincón de la vida sin influencia de
lo público. Eso dejó de pasar hace mucho, cuando
entraron en el oikos los libros y periódicos primero,
después la televisión y, por último, internet. Quizá
sea ya una quimera querer despolitizar lo privado,
aunque sea totalmente legítimo tratar de reducir
la influencia excesiva de «la» política —Estado
neoliberal y megacorporaciones, sobre todo— en
nuestra existencia.

172
Si la biopolítica actual implica que el poder nos
trate «como animales» —tal como se trata a los
animales— y que nosotras mismas nos hayamos
reducido a ser cuerpos productivos, fuerza viviente
al servicio del capital y a los deseos más básicos y
deshumanizados —carentes de auténtica libertad—,
cabe entender que este proceso, dado que es
imposible su erradicación, su reducción sin resto,
requiera una transformación, una traducción, la
construcción de una biopolítica afirmativa, positiva
para los pueblos y sus gentes y que valore la zoé,
humana y no humana, teniendo en cuenta que
vivir no es tan sencillo, que no se hace solo, ni es
algo solamente privado o íntimo… Que reconozca,
asimismo, el papel que en el vivir han tenido las
mujeres, así como los saberes, la contracultura
atesorada por ellas, por nosotras. Con la propuesta
de «domestizar» lo político apuntamos a poner en
valor político el ámbito doméstico, a cuestionar la
separación y la jerarquía y a tratar de dotar de
caracteres domésticos atentos a la sostenibilidad
de la vida y las relaciones, a la esfera política, el
compromiso, la lucha, el activismo, la militancia.

Si bien hemos sido reiteradamente apartadas de la


política, el confinamiento en el ámbito doméstico ha
hecho que las mujeres poseamos una contracultura,
fruto de siglos de opresión. Como beneficio colateral
de siglos de condena a las labores domésticas, de la
obligación de hacernos cargo de ellas, hemos generado
una contracultura que nos hace, por regla general,
estar especialmente capacitadas para entender la
realidad de lo común cotidiano y salvar lo que de

173
imprescindible para el buen vivir hay en lo doméstico.
No todas, como ocurre en todo, pero, por regla general,
la mayoría crecimos en la sombra de la dominante
cultural individualista patriarcal y sobrevivimos
por siglos generando vínculos y construyendo redes
de cuidados pese al aislamiento en que se nos quiso
colocar tipificándonos de gatas en pugna por un
varón casadero, de Aristóteles a Kant o Hegel. No lo
escogimos y lo que el movimiento feminista pretende
desde hace siglos también, muy en especial desde el
XX es, precisamente, que estas labores se generalicen
y puedan ser elegidas, que no sean impuestas, pero
puede que no ganemos mucho negando que poseemos
una contracultura destilada, con lágrimas, sudor y
sangre, de nuestro involuntario exilio.

Lo que planteamos constituye, en cierta medida, la


aplicación de la teoría feminista del punto de vista,
antecedente del concepto de conocimiento situado,
que señala que quienes están sujetos a estructuras
de dominación que marginalizan y oprimen pueden
ser epistemológicamente privilegiados/as/es en
algunos aspectos. Nancy Harstock planteaba, ya en
1983, que los valores de uso que culturalmente han
estado ligados al rol tradicional de la mujer nunca
han sido demasiado tenidos en cuenta —en este
caso lo aplicaríamos a los valores ligados al ámbito
doméstico, valores de cuidados—, pero nos han hecho
desarrollar, se entiende que en términos generales,
habilidades diferentes a las actitudes dadas por las
relaciones de poder, permitiendo más reflexividad
desde la extrañeza a los poderes dominantes, al
individualismo descuidado —agresivo, en realidad—

174
con lo común.

En la misma década de los ochenta, surgió el debate


sobre la posibilidad de que existan éticas distintas
según el género. Las investigaciones realizadas
por Carol Gilligan, recogidas en In a Different
Voice, estudio publicado en 1982, polemizaban
con Lawrence Kohlberg, que elaboró una escala
de desarrollo moral la cual ubicaba en un rango
inferior a las sujetos femeninas, proponiendo la
existencia de diferencias en el razonamiento moral
según el sexo. A su juicio, los varones razonaban
jerarquizando principios, normas morales de
justicia y derechos, mientras las mujeres lo hacían
atendiendo de modo prioritario a las relaciones
personales y a los detalles concretos —Antígona
contra la Ley del Padre—. Gilligan propuso
entonces la distinción entre la «ética de la justicia»
y la «ética del cuidado»: la primera, dominante
en las sociedades occidentales, formal, de corte
ilustrado y relacionada con el consenso, es la ética
de lo público y tiene que ver con la distribución
imparcial, sin atención a las particularidades;
la segunda, la del cuidado, característica de las
mujeres debido a su tipo de socialización, basada
en la responsabilidad y atenta a los vínculos y a
las circunstancias personales, considera el mundo
como una red de relaciones. Coincide, así, con
la contraposición entre la visión contractualista,
liberal, que considera la sociedad fruto de un pacto,
frente a una visión comunal, que coloca los vínculos
por delante, como constitutivos del ser humano, no
producto artificial de una gestión social.

175
Desde ciertas luchas feministas se ha reivindicado, con
la centralidad que corresponde, tanto para hombres
como para mujeres, la importancia de los vínculos,
de la corresponsabilidad y de las retaguardias, su
carácter vertebrador en la lucha. Cuidados, pero
cuidados desde una perspectiva revolucionaria,
capaces de poner patas arriba la insensibilidad, el
descuido. Asimismo, se puede decir que buena parte
de las luchas feministas se han pivotado sobre la
necesidad de acabar con la separación artificial entre
lo personal y lo político, entre lo individual y lo común,
entre lo doméstico y lo público, la reproducción y la
producción. El cuestionamiento de estas dicotomías
ha implicado, de un lado, comprender las políticas
que atraviesan muchos de nuestros malestares —«lo
personal es político»—; de otro, tratar de acabar
con ellas trabajando en común y aquí es donde cabe
proponer que hagamos más concreta la comunidad,
que pongamos énfasis en los vínculos sensibles y
concretos, cuidando de las relaciones y domestizando
lo político. Parece conveniente apostar por una
valorización de lo doméstico que implique poner en el
centro la reproducción de la vida, una vida entendida
como esencialmente comunitaria y caracterizada por
la reciprocidad —como un común munus— y que
esto se lleve a cabo mediante relaciones humanas
generadas socialmente a través de la interacción
también con la naturaleza de la que somos parte,
produciéndose, de este modo, vínculos y sentidos y
no solo bienes o servicios. Los trabajos reproductivos
son —como bien ha mostrado, entre otras, Silvia
Federici, afeándole la ceguera a Marx— un auténtico
proceso de producción de seres humanos y relaciones

176
que garantizan la reproducción global de la vida y sólo
reconociendo el valor de lo comunitario se recuperará,
a su vez, el valor social de este trabajo concreto,
del trabajo concreto en general, contra el trabajo
abstracto que promueve el capitalismo, medido en
horas socialmente necesarias para producir o dinero,
pero sin capacidad de valorar cualitativamente la
contribución del trabajo a lo común.

Politizar lo doméstico, domestizar lo político

Un comunismo sentido no puede no valorar la


politicidad del ámbito doméstico, donde se desarrolla
la vida, la común y corriente, la base material de
todo el resto, además de darse buena parte de los
vínculos relevantes que, no por no pertenecer al
ámbito de lo público, son menos políticos. Y con
«lo doméstico» apuntamos también a todas esas
relaciones que se producen en la cotidianidad pero
carecen de estatuto político: familiares, amistosas, de
vecindario, laborales incluso… Se trata de reivindicar
que la vida cotidiana posee estatuto político, de modo
que sea tenida en cuenta en nuestro compromiso.
Cómo nos organizamos, cómo consumimos, cómo nos
relacionamos con los demás y con nosotras mismas es
tan político como manifestarse, reunirse en asamblea
o votar.

Por supuesto, no debemos obviar que esta politización


de la existencia, esta problematización política de las
realidades existenciales que nos condicionan, esas que,

177
en palabras de Kimberlé Williams, implican «reconocer
como social y sistémico lo que anteriormente era
percibido como algo aislado e individual», conlleva
también no pocos peligros, entre ellos acabar haciendo
de policía de nosotras mismas, como ya se denunciara
en el movimiento feminista hacia 1970. Corremos el
riesgo, si no lo tenemos en cuenta, de tratar de establecer
políticas con tendencia universalista que busquen
imponer modelos de comportamiento, mermando una
libertad que es fundamental en los propios objetivos
del feminismo. Recordemos que el feminismo, que tiene
como objetivo obvio y común denunciar el patriarcado,
tiene una praxis tremendamente diversa, situada,
concreta, que aspira a la igualdad, pero también a la
libertad, aunque no sea, precisamente, una libertad en
clave de consumo de tipo neoliberal.

Es teniendo esto en cuenta como se plantea la


politización; por tanto, no se trata tanto de demandar
una biopolicía que implique un control político de
lo cotidiano del que pudiéramos arrepentirnos. La
politización de lo doméstico y la domestización de lo
político no sólo han de ser caminos de doble dirección
y simultáneos, por los que circulen sentidos, es que
además ha de hacerse con la inteligencia sensible
necesaria para no convertirlas en una práctica
biopolicial de lo doméstico y lo político. Algo cuya
dificultad no se nos ha de escapar con las toneladas
de imbecilidad planetaria, al menos aparente, que
caracteriza el momento histórico presente. Como en
tantas ocasiones, en esta cuestión hay que trabajar
desde la finura óptica del «ni… ni…», característica
de una política concreta, que no se deja arrastrar

178
por las absolutizaciones de la política atrapada en
el cumplimiento de lo abstracto: ni despolitización
ni politización excesiva, siempre evitando la política
identitaria, para evitar caer en la tentación de imponer
modelos de salud, consumo, relaciones, maternidad,
etc. obligatorios, algo no poco habitual en los últimos
tiempos. Politizar significa problematizar desde lo
común, no dogmatizar ni generar credos colectivos.

La politicidad del ámbito doméstico encuentra de


hecho interesantes desarrollos en la teoría y práctica
feminista actual, y un buen ejemplo de ellos son
las reflexiones de Silvia Federici, a quien ya hemos
mencionado, en el marco de su compromiso político
con la exigencia de salario para el trabajo doméstico.
Federici critica a Marx, recordemos, por su
desatención del importante mundo de la reproducción
material de la vida social, que invisibiliza las
actividades y prácticas que conllevan la conservación
y ampliación de la vida. Subraya la imposibilidad de
comprender el capitalismo atendiendo únicamente
a la producción, sin el trabajo realizado, sobre todo
por mujeres, para el sostenimiento de la vida, la
reproducción física y simbólica de la vida humana
y no humana. Es una denuncia de que el trabajo
doméstico ha sido invisibilizado siempre a la que
acompaña la reivindicación de salario para el trabajo
doméstico, una forma de subvertir la relación de
desigualdad y rechazar la dependencia económica
respecto al hombre. Asimismo, reivindica la lucha de
las trabajadoras domésticas, dado que pone sobre el
tapete el problema de la reproducción en un contexto
de crisis de cuidados y anima a trabajar en formas de

179
reproducción más comunitarias y colectivas, que creen
entramados afectivos como garantía de seguridad.

Su atención militante a las experiencias e ideas


de las mujeres impulsaron a Federici a realizar la
investigación histórica sobre la caza de brujas
durante los siglos XVI y XVII que tomó cuerpo en
Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación
originaria. Este estudio plantea el capitalismo como
una contrarrevolución organizada por aristócratas
y grandes comerciantes contra la autonomía de
corte comunitario que desde abajo desafiaba el
régimen feudal y pone de relevancia cómo en cada
nuevo ciclo de acumulación de capital se despojan
los bienes comunes: tierra, agua, derechos a la leña,
plantas, frutos, espacios para criar animales… pero
también, hoy día, Sanidad, Educación, protección
social y todas las redes públicas de soporte para la
reproducción de la vida social logradas con sumo
esfuerzo por las clases trabajadoras. «Feminista
y comunera», tal como la describe Raquel
Gutiérrez111, Federici insiste en todo su trabajo y
militancia en criticar la sistemática producción de
separaciones que el capitalismo –y el Estado que
es su forma política por excelencia– introducen en
la vida social: desde la oposición público-masculino/
privado-femenino que hemos señalado ya, hasta las
separaciones entre propietarios y trabajadores, entre
expertos y obedientes, entre trabajadores manuales

111 GUTIÉRREZ AGUILAR, R., «A propósito del trabajo de


Silvia Federici», En Revista De Frente. Disponible en: http://revis-
tadefrente.cl/a-proposito-del-trabajo-de-silvia-federici/.

180
e intelectuales, etcétera. Se trata de un dispositivo
jerarquizador siempre funcional al capitalismo.

En general, en los feminismos anticoloniales


encontramos una intensa percepción del valor
de lo común, de las comunidades y, en general,
de la comunalidad y sus diferentes «álgebras»
—en expresión de la socióloga Gladys Tzul Tzul
(Guatemala)— con lo que nos encontramos con
feminismos que priman las visiones colectivas y
comunitarias y no tanto la liberal e individualista y,
a menudo, estatocéntrica, que es característica del
feminismo europeo, muy en especial del académico
y el institucional, aunque no sólo. Son capaces de
reflexionar sobre el papel ambivalente, por ejemplo,
de la familia, que para Tzul Tzul puede ser «un
freno a la socialización y las relaciones sociales
ampliadas», pero también la institución clave
«para resguardar la tenencia comunal»112. Podemos
encontrar en ellas una noción de comunidad viva,
interdependiente y ligada a la tierra, en la que
es fundamental el arraigo y la materialidad de la
vida, algo bien distinto a lo que acontece en las
comunidades occidentales, convertidas en artefactos
desmaterializados, productos del contrato, por
un individualismo liberal que obvia el papel
cohesionador de la tierra —que conforma una ideal
pareja con la hipermovilidad capitalista—. Destaca
también su praxis de defensa de la interdependencia

112 GARGALLO, F., «¿Es la familia el núcleo de la sociedad?,


Entrevista a Gladys Tzul Tzul», En Desde abajo, disponible en:
https://www.youtube.com/watch?v=zgr-LdsP8ZQ.

181
más que de la «autonomía», término que en nuestro
Occidente se ha gastado de tanto usarlo y sobre
el que, en consecuencia, sería útil reflexionar,
pues nos lo representamos muy vinculado con la
libertad consumista capitalista centrada en optar
sin demasiada responsabilidad. Hay también una
vinculación de las luchas feministas con la defensa
de la tierra, por ejemplo, contra el extractivismo,
frente a la noción de dominio de la naturaleza
hegemónica aún en Occidente: el valor ecológico es
esencial en estos feminismos. Asimismo, la ruptura
de la universalidad como criterio homogeneizador
tiene mucho que enseñar a la universalidad
abstracta que oculta diferencias y opresiones.
Desde estos feminismos se discute y advierte el
peligro de nociones excesivamente abstractas como
«sororidad», «mestizaje» o «interseccionalidad» y se
prefiere hablar de «alianzas» o «articulaciones».

En definitiva, es en los feminismos donde podemos


encontrar una constante fuente de inspiración para
una politización de lo doméstico y domestización
de lo político. En la medida en que tanto los
cuidados de larga duración como la atención a
la dependencia — y recordemos que dos terceras
partes de las personas en situación de dependencia
son adultas mayores—siguen siendo considerados
como algo secundario cuando no invisible en
el debate público, continúan siendo un trabajo
del que se encargan las mujeres y al feminismo
no le queda sino luchar por poner la crisis de los
cuidados en el centro del debate. Y esto tampoco
quita para que la reivindicación de los cuidados

182
resulte extraña e incluso molesta a algunos y
algunas, sobre todo a cierto feminismo liberal que
no piensa la transformación social desde el ámbito
de la reproducción, pues consideran que lo que debe
demandar el feminismo es «salir de la casa», incluso
al precio de descargar las tareas reproductivas, vía
mercantilización, sobre los hombros de mujeres
racializadas y/o pobres. Pero es que no se trata de
volver a encerrarnos en la reproducción —¡cómo
reivindicar ser encerradas en nada!— sino de
ponerla en valor, de modo que el Estado se haga
cargo de su importancia destinando recursos de
todo tipo y de que en la vida cotidiana cuidar sea,
más que una imposición, una suerte de invitación a
compartir una esencial dimensión de la vida entre
todes. Porque las tareas reproductivas son, además
de una necesidad, una forma de conectar con la
vida, con lo material, con nuestra condición de seres
vivos y vulnerables, materiales e interdependientes.
Si no logramos ver esto, los cambios habrán de ser
a golpe de legislación —e imposición—sin atender
a lo central, al cambio de visión.

Puede considerarse también que el ámbito doméstico


carece del suficiente potencial rebelde, por el riesgo
que pudiera entrañar de una especie de repliegue
al interior, conllevando el olvido de las «grandes
cuestiones» —la Toma del Palacio de Invierno y cosas
así—. Sin embargo, este tipo de observación implica
y proviene del prejuicio machista contra un ámbito
doméstico feminizado ergo devaluado, minorizado,
y del olvido de que la politización de lo doméstico
implica, en buena parte, una domestización de lo

183
político, que nada tiene que ver con la «domesticación».
Para aclarar esto, tal vez haya llegado el momento
de que intentemos, sumando a lo ya esbozado, dar
unas claves concretas sobre a qué nos referimos con
la «domestización» de lo político, concretas pero
tan sólo indiciarias acerca de una cuestión que sólo
puede establecerse como producto de una reflexión
colectiva, situada y constantemente revisada.

En primer lugar, «domestizar» supone aplicar


a lo político, poniéndolos en valor, los criterios
relacionales que hasta la fecha hemos considerado
privativos del ámbito doméstico: cuidados, valor
de las retaguardias, atención a la materialidad de
la vida, valor de uso, reproducción... Pongamos
un ejemplo. En un artículo de June Fernández
en Pikara sobre Munduko Emakumeak–Mujeres
del Mundo, la autora pretende recoger, en una
entrevista eminentemente política, las aportaciones
que este colectivo hace a la vida de sus integrantes.
Se palpa en las respuestas de la entrevistadas —y en
las preguntas encadenadas por la entrevistadora—,
de un modo sensible, la importancia del trabajo
político en las vidas cotidianas de las mujeres que
integran el grupo y la traslación de dinámicas
relacionales propias de la intimidad al colectivo, la
generación de sentimientos —no sólo emociones—
y, en definitiva, el entrevero entre ambos ámbitos,
de modo que el colectivo político es parte de
su «casa», de su lugar en el mundo. Mundiko
Emakumeak y Pikara domestizan el discurso y la
praxis política:

184
Las palabras clave se repiten: acogida,
solidaridad, sororidad, calor, una familia
(esto es especialmente importante para las
que tienen la familia biológica a miles de
kilómetros de distancia, recuerda Norma),
amistad, convivencia, amor, abrigo,
comprensión, confianza, gente querida,
«sentirme escuchada y aprender a escuchar»,
crecimiento, aprendizajes, «conciencia sobre
mis derechos», empoderamiento colectivo,
muy buena energía, muchos abrazos, «un
espacio seguro donde no me siento juzgada»,
puertas abiertas, creatividad, compañeras con
las que ir haciendo camino, comidas diversas
y muchas fiestas. «Y cabreos», apostilla
Rocío con vena teatrera. Risas.113

En segundo lugar, la domestización implica una


concepción del ámbito político que no desatiende las
necesidades materiales, que no se queda en la abstrac-
ción, que presta atención a las necesidades concretas,
algo que puede contribuir a reforzar fuertemente las
luchas como bien sabe el movimiento obrero desde las
Sociedades de Ayuda Mutua decimonónicas. Porque
la desobediencia al capitalismo no puede limitarse a
actos públicos y/o espectaculares —manifestaciones,
concentraciones, actos de calle…—, sino que implica
una forma de vida, una bíos que atienda a la zoé y

113 FERNÁNDEZ, J., «Mujeres del Mundo «Babel»: activismo


desde el corazón», En Pikara Magazine, 16 de octubre de 2019,
disponible en: https://www.pikaramagazine.com/2019/10/muje-
res-del-mundo-babel/

185
lo haga del modo más alejado posible del capitalismo
y de modo permanente, una cobertura que posibilite
un trabajo político intergeneracional por sostenible,
que permita estar conectada siempre sin que ello
suponga un abandono de la dimensión personal. No
más obligación de ser héroes ni heroínas desmateriali-
zados e infinitos, no más prometeísmo. Recogiendo la
herencia de las sociedades de apoyo mutuo, las cajas
de resistencia y todas las redes generadas desde la
solidaridad obrera, pero también la tradición rural y
barrial de no permitir que una vecina o vecino quede
en la indigencia o lo pase mal por falta de recursos,
no debería haber un solo colectivo despreocupado de
la existencia cotidiana de sus participantes, de sus
condiciones materiales y psíquicas de existencia.
Con una cultura política domestizada, con una do-
mesticidad politizada, no habría colectivos sin caja
de resistencia, grupo de consumo o huerta colectiva
asociada, ni proyectos políticos sin inversión en so-
beranía energética mediante cooperativas locales de
producción de energía, banca ética —que, con todas
sus limitaciones, siempre será mejor que el Banco
Santander— o cooperativas de crédito, ni sindicatos
sin proyectos de fomento de la economía alternativa
como las viviendas en cesión de uso, las residencias
de mayores cooperativas o los seguros éticos. Nunca
debieran desentenderse los proyectos políticos de las
condiciones de vida y si lo hicieran, como se hace a
menudo aún hoy, será al precio de contar en sus filas
únicamente con gente joven, sana y con mucho tiem-
po, además de perteneciente a profesiones muy con-
cretas y/o con condiciones laborales decentes —esa
quimera en el capitalismo del desastre actual—que,

186
al estilo del funcionariado, permita integrar la mili-
tancia en sus vidas. Todo esto ocurre hoy y recorta
ostensiblemente la riqueza humana de los colectivos
y de sus aportaciones, estrecha la variedad de per-
files. Atender a la materialidad de la vida y contar
entre las prioridades con asegurar las condiciones
materiales de existencia de los colectivos —abando-
nando el comportamiento abstracto habitual en las
políticas centradas en «la cabeza», en la vanguardia
y la abstracción— haría que los propios colectivos
tuvieran más capacidad de atracción y convicción que
los actuales que, instalados a menudo en la lógica del
sacrificio, dejan a las personas que los integran, en
más ocasiones de las que debieran, al albur de tus
circunstancias.

El desprecio de las retaguardias, de las condiciones


materiales, del sostenimiento material de la vida…
todo ello puede dar al traste con los trabajos de los
grupos: la vida queda fuera, queda aparte, y la lucha
colectiva, el propio colectivo, acaba muriendo. Si no
nos preocupamos de lo que necesitan compañeras y
compañeros —igual que si no nos preocupamos de los
detalles concretos para realizar una acción—, si no nos
preocupamos de la salud del grupo, si predominan las
discusiones abstractas, el colectivo acaba muriendo
de inanición, porque es también un ser vivo que nace,
se desarrolla, a veces se reproduce y en un momento
dado, y esto hay que asumirlo, muere. Ocuparse de
les otres, en toda su complejidad, es una suerte de
inteligencia estratégica y sólo una política heredera
de toda una tradición que desprecia lo doméstico, la
zoé, la retaguardia, la reproducción, los cuidados, es

187
capaz de caer en ese tremendo error una y otra vez.
Silvia Rivera Cusicanqui subraya que las relaciones,
los afectos políticos, son de una importancia medular
en las luchas. Para ella, atender a los afectos implica,
por ejemplo, sembrar lealtades duraderas «porque
la lucha no es sólo la victoria, es también la larga
experiencia de la derrota. La euforia de la victoria es
fantástica, pero cuando viene el bajón tienes que ser
leal, aguantar y es más largo y es más tedioso, pero
a veces toca»114.

Es esencial para un comunismo sentido y sensible


que el nosotros/as/es que habitemos sea feminista
en este sentido, y lo sea, además, de un feminismo
«terrícola» que incluya en «lo colectivo» a seres
humanos, plantas, animales, seres inanimados,
signos… incluida la tecnología, al estilo de la utopía
ciberfeminista de Haraway. Hay, a este respecto,
quienes, como Isabelle Stengers y Bruno Latour,
plantean la necesidad de revisar también nuestro
concepto de cosmopolitismo, que suele expresar la
ausencia de vínculos locales y el impulso de lazos
con la humanidad en general, sustituyéndolo por
una «cosmopolítica» que implique respeto y atención
sensible a todo lo que configura nuestro mundo,
nuestro cosmos. De nuevo con Rivera Cusicanqui, se
trata de sentirnos parte del metabolismo del cosmos
en una comunidad que no es sólo de humanos,
tratando de liberar energías cognitivas y creativas
a través de prácticas en común, pensando desde lo

114 CUSICANQUI en SALAZAR, H., Entrevista…, pág. 161.

188
ch’ixi 115, lo contradictorio, lo contencioso, «que es y
que no es a la vez, un gris heterogéneo, una mezcla
abigarrada entre el blanco y el negro, contrarios entre
sí y a la vez complementarios» y «capaz de nutrirse
de las aporías de la historia en lugar de fagocitarlas o
negarlas»116. Porque lo colectivo es ch’ixi, contencioso,
en la medida en que está vivo y «si vivimos la
contradicción entre pensar y hacer como tal, creo que
vamos a pensar y hacer con más fuerza»117.

En tercer lugar, la domestización implica ocuparse


de lo común concreto, no de lo abstracto únicamente,
como ya hemos anticipado. Implica un comunismo
de lo común sentido, sensible. Porque un mundo
en el que se da primacía a la producción sin
integrar la reproducción es un mundo al revés, que
probablemente padece el «problema de la cabeza»,
según la denominación que recibe en Tiqqun, uno
que se transmite a diversos ámbitos: lo abstracto
guiando lo concreto, las vanguardias despreciando
las retaguardias. Una perspectiva prometeica
característica del vanguardismo y su proyecto de
una reelaboración total del mundo, que suele ir
acompañado por el desprecio de las masas a las que
se quiere conducir. Como ocurre en muchos proyectos
políticos, se determinan unos objetivos abstractos
que guiarán la acción y, de este modo, se pierde
por completo el tacto con lo que va ocurriendo. Y

115 Op. cit., pág. 145.


116 RIVERA CUSICANQUI, S., Un mundo…, pág. 25.
117 CUSICANQUI en SALAZAR, Op. cit., pág. 147.

189
la estrategia finalística provoca una ceguera a la
táctica emergente y a la creatividad política, por no
hablar de que se sacrifica todo medio al fin y carece
de tacto con lo común. Esto implica que:

La utopía vanguardista nunca ha sido otra


cosa que la anulación final de la vida en el
discurso, de la apropiación del acontecimiento
por su representación. Si, entonces, hacía
falta caracterizar el régimen de subjetivación
vanguardista, se podría decir que es aquel
de la proclamación petrificante, aquel de la
impotencia agitada.118

La obsesión por construir desde unos parámetros


abstractos previos la comunidad, igual que la vida o
la práctica política, nos ha provocado cierta ceguera,
sordera y falta de tacto hacia la comunidad, la buena
vida y la práctica que ya estaban ahí. Al final, todo
sucede en la cabeza de unos pocos y lo que hay en
esas cabezas interrumpe la posibilidad de hacerse con
lo que se tiene delante, de prestar atención a lo que
está ocurriendo ahí, incluida la virtualidad política,
el potencial, que pueda tener todo aquello relacionado
con el sostenimiento de la vida. Y así es como se
funciona en lo doméstico: atendiendo a lo que surge,
cuidando de lo concreto... ¡improvisando!

118 TIQQUN, «El problema de la cabeza». Recuperado de: https://


tiqqunim.blogspot.com/2013/03/el-problema-de-la-cabeza.html

190
En cuarto y último lugar —y el orden no es de
importancia—, una domestización de lo político
implica el serio reconocimiento del papel social
esencial de la maternidad y la crianza, el suficiente
como para conseguir que la atención a estas labores
sea atendida, compartida y respetada como debe,
al igual que debe ocurrir con todas las labores del
hogar. Este debería ser, en la medida en que afecta a
absolutamente todos los seres humanos, un objetivo
radical e inaplazable. Acabar con la minorización de
la figura de las madres y los padres, pero muy en
especial de las madres, y sacar de la invisibilidad,
reconocer la importancia humana ergo política de la
crianza y los cuidados de quien los requiere, junto con
las dificultades de todo tipo, materiales y no, que se
presentan para hacerlo en el capitalismo patriarcal,
es imprescindible para politizar lo doméstico y
domestizar lo político. Al comunismo sensible no
puede escapársele la flagrante carencia de comunidad
de apoyo con que se suele criar hoy, con la práctica
desaparición de la familia extensa, esa que justamente
se quiere recobrar —¡Hagamos parientes, más que
bebés!— y la necesidad de luchar por dar espacio
y significado político a estos primordiales procesos
de creación y protección de la vida: embarazo —y
aborto—, parto, crianza y trabajo del hogar han de
ser visibilizados y trabajados como lo que son.

Habría muchas notas más que plantear, pero con lo


ya mostrado se puede intuir que con la politización
de lo doméstico y la domestización de lo político
quizá estaríamos más cerca del Buen vivir de las
cosmologías originarias, Sumak Kawsay (buen vivir)

191
en kichwa, cuidado de la Madre Tierra o Uma Kiwe
en nasa, Ñuke Mapu para los mapuches, Meyedobo
para los Ngäbe Buglé, Qutamam (Madreagua) para
los Urus, Elohehe para los Cherokee, Odùa-Ilè-Àiyé
para los yoruba… Todos ellos modelos de hecho ya
existentes, en la práctica, para el modo de entender
la realidad que llamamos comunismo sentido, de
la sensibilidad, concreto, de lo común vivo. Todas
ellas son, no será baladí, culturas en las que juega
un papel relevante el ámbito doméstico y afines al
«sentipensar».

192
Magias comunitarias
de lo común sentido

Aferrarse a lo que se siente como verdadero. Partir


de ahí. Un encuentro, un descubrimiento, un
vasto movimiento de huelga, un terremoto: todo
acontecimiento produce verdad, alterando nuestra
manera de estar en el mundo. A la inversa, una
constatación que nos deja indiferentes, que nos
deja como estábamos, que no compromete a nada,
no merece el nombre de verdad. Hay una verdad
que subyace a cada gesto, a cada práctica, a cada
relación, a cada situación. (…) Una verdad no es una
visión del mundo, sino lo que nos mantiene ligados
a él de manera irreductible. Una verdad no es algo
que se detenta, sino algo que nos lleva. Me hace y me
deshace, me constituye y me destituye (…).

Comité Invisible versionando a Alain Badiou

193
«Vivir y morir bien en convivencia sobre la
tierra», tal es la propuesta de Haraway en Seguir
con el problema que bien nos podría servir para
resumir en una máxima todo lo aquí planteado.
Sin embargo, no citamos a Haraway sólo porque
nos sirva de inspiración su decir, su letra, sino
que apostamos, sobre todo, por su música: su
compromiso con un trabajo constante por redefinir
imaginarios desde la colaboración entre la ciencia,
las humanidades y la práctica política desde un
punto de vista radicalmente situado que nos impida
caer tanto en universalismos neocolonialistas
como en particularismos ciegos. Haraway
propone construir narrativas coproducidas
—«simpoéticas», escoge nombrarlas119 — y tratar
de reencantar el mundo reescribiéndolo desde la
consciencia de que nos necesitamos y debemos
cuidarnos recíprocamente entre seres humanos,
objetos, plantas, animales, máquinas, signos...
Para ello, elabora un imaginario, todo un mundo
alternativo, con una terminología e iconografía
asociadas.

Y es que, para cambiar el mundo, para sembrarlo


de formas de vida más vivibles, para dotarlo de
nuevas perspectivas, es posible que necesitemos
más atención a la sensibilidad además de al
conocimiento. No es que los datos, la racionalidad,

119 La autopoiesis es la cualidad de un sistema capaz de reprodu-


cirse y mantenerse por sí mismo y Haraway propone sustituir este
ideal —prometeico— por la producción y mantenimiento sinérgico,
«simpoiético».

194
los juicios… no resulten necesarios y útiles; es que,
de hecho, ya disponemos de cantidades ingentes de
información que no consigue movilizarnos cuanto
es necesario. Internet no sólo nos ha conectado
a la realidad de todo el planeta, sino que pone a
nuestra disposición un bagaje brutal, un torrente
de información que, bien analizada —algo, claro
está, que no es sencillo—, nos provee del utillaje
racional suficiente; sin embargo, hace falta algo más
y resulta imprescindible practicar el «sentipensar»
en nuestra manera de acceder a la realidad y a la
hora de expresarla, de comunicarla y comunicarnos.
El sistema maneja el capital emocional, nosotras
no podemos quedarnos atrás. «De poco sirve
concienciar a un mundo ya enfermo de consciencia»,
hay que romper el hechizo y crear magias nuevas,
sentenciaban en Tiqqun:

Pues este embrujo no es el producto de una


superstición o de una ilusión que bastaría con
echar abajo, es un embrujo práctico: es su
sujeción a los dispositivos, el hecho de que es
solamente acoplados a tal o cual dispositivo
que se experimentan como sujetos. Artaud
tenía razón cuando escribía, en enero de
1947, que «mucho más que por su ejército, su
administración, sus instituciones o su policía, la
sociedad se sostiene por medio de hechizos».120

120 TIQQUN, «El bello infierno», disponible en: https://tiqqunim.


blogspot.com/2015/05/el-bello-infierno.html.

195
El capitalismo neoliberal ha sabido generar todo un
universo de deseos y emocionalidades al que podemos
y debemos ofrecer alternativas sensibles, haciendo
que mane de nuestras prácticas un sentimiento de
riqueza y de felicidad, el nuestro, el que vivimos
cotidianamente y nos mantiene decididas en la
oposición al no-mundo del capitalismo neoliberal y
conectadas, comprometidas. Tal vez necesitemos,
antes de nada, reconocer las emociones que lo
consiguen, los afectos que lo facilitan y, sobre
todo, los sentimientos que las convierten en un
ethos —«El sentimiento permite una narración.
Tiene una longitud y una anchura narrativa», dice
Byung Chul Han121—: pensarlos, explicitarlos,
ponerlos en palabras, buscar lenguajes de todo tipo
—corporales, musicales, éticos, políticos…— que
transmitan la riqueza que tenemos entre manos. Y
quizás sean la literatura, el pensamiento, el cine,
la fotografía, la música o la danza y, desde luego,
la vida cotidiana, espacios de trabajo político a
largo plazo tan apropiados como la propia política.
Generar sentimientos políticos, poner el cuerpo,
la sensibilidad en la lucha, politizar el malestar
y el bienestar son prácticas esenciales para una
biopolítica afirmativa y exigen espacios heterogéneos
a los considerados tradicionalmente como políticos.
No se trata, obviamente, de vaciar las calles —
eso, nunca—, sino de entender que la danza, por
ejemplo, hablándole al cuerpo, puede provocar en
los espectadores emociones políticas que se lleven,

121 HAN, B.-C., Psicopolítica, Barcelona, Herder, 2014, pág.36.

196
de vuelta a casa, a sus (con)vivencias cotidianas.
No en vano, en la democracia griega era esencial
el papel de la tragedia y la catarsis, que Aristóteles
consideraba una purificación emocional, corporal,
mental y espiritual esencial. Algo de lo que, sin
duda, estamos necesitadas.

Poner los sentidos —los sentidos sentidos,


sensados— en la lucha, de diversas formas, supone
una necesidad política y de aterrizaje, de salida
de esa política de la abstracción, de la cabeza,
que no parece estar dándonos demasiado buenos
resultados. «Vístete de colores», le aconsejaba en
una charla una indígena a un activista tan crítico
con el sistema actual como encharcado de pesimismo
—pero un luchador, hay que reconocerlo, ergo
imprescindible—, transmitiendo, en una sencilla
observación, todo un saber acumulado en los pueblos
indígenas, para quienes la expresión cromática es un
rasgo de identidad y una forma de excitación visual.
Rivera Cusicanqui cuenta que, en una reunión con
guerrilleros, ante una decisión importante, ella se
esforzaba, preocupada, para que la gente implicada
en la deliberación y la negociación comenzara bien
el día desayunando fruta y alimentos frescos y sanos
y haciéndolo en común… pero dice que viendo a
aquellos hombres discutir envueltos en humo de puro
y alcoholes no pudo evitar pensar que de aquella
situación no podía salir nada bueno. Esto, además
de ser un buen ejemplo de domestización de lo
político, es una puesta en práctica de la consciencia
de la interacción entre lo físico, lo psíquico y lo
político. Tal vez haya que prestar atención política

197
a cuestiones como estas que hasta ahora no nos
parecieron importantes, pero sin duda lo son.

Por su parte, el mal de nuestro tiempo, el capitalismo


neoliberal, tiene su magia, dispone de hechizos, juega
con las emociones. Mística del consumo, mística
implícita en la propia mercancía, y desde luego,
su/s propia/s estética/s. Cargado de emociones y
afectos, pero con poco sentimiento. Rita Segato lo
explica muy bien en La guerra contra las mujeres,
donde muestra hasta qué punto lo comunitario es
disfuncional para el proyecto histórico del capital,
dado que considerar los vínculos como forma de
felicidad refuerza los lazos de reciprocidad y el arraigo
comunal haciendo a los sujetos menos vulnerables
al poder de atracción de las cosas, que requiere,
para imponerse, de sujetos desgajados y vulnerables
a la «pedagogía de la crueldad», esa idiosincrasia
de nuestro tiempo que consiste en relacionarse
con el otro como si fuera un objeto, sin empatía.
Segato califica de «fetichismo del Norte» el encanto
producido por el reino de las mercancías, un hechizo
de dimensiones planetarias, con una influencia
decisiva, por ejemplo, en que muchas personas opten
por migrar, pese a ser una experiencia durísima,
y no tanto por la falta de condiciones materiales
en origen —que también— como por el poder de
atracción del destino:

Lo que captura al continente hacia el


Norte es el magnetismo de una fantasía de
abundancia, de un fetichismo de la región
de la abundancia, aplicado sobre psiquismos

198
que fluctúan en un vacío de ser, en un
espacio que se ha tornado desprovisto de su
magnetismo propio, antes garantizado por
los placeres y obligaciones de la reciprocidad.
Psiquismos chupados por el mundo de las
cosas a partir de la falencia múltiple de sus
lazos de arraigo. (…) Es así que el deseo
de las cosas produce individuos, mientras
el deseo del arraigo relacional produce
comunidad.122

Frente a lo que podríamos denominar magia oscura


del capitalismo, esta antropóloga destaca que
ciertas espiritualidades, muy lejos de ser «opio del
pueblo», como decía Marx de la religión, son una
forma de resistir al capitalismo, en la medida en que
ponen obstáculos al mercadeo, por ejemplo, con el
territorio, considerándolo sagrado, algo que resulta
incompatible con su venta o valoración en términos
económicos capitalistas. Asimismo, proponen
«formas de felicidad relacionales y pautadas por la
reciprocidad de la vida comunitaria»123. Y cuidado
con el fundamentalismo laico, por cierto, como bien
ha advertido el feminismo decolonial al feminismo
blanco: hay muchos decires válidos y el nuestro,
seamos científicos, filósofas, periodistas o lo que
quiera que seamos, es sólo uno entre otros y desde
luego no el único válido.

122 SEGATO, R., La guerra…, pág. 30.


123 Op. Cit., pág. 99.

199
Frente al orgullo «malista» o el realismo pesimista
antropológico neoliberal, deberíamos estar dispuestas
a redefinir y reivindicar el buenismo. «Buenismo»
es un término, desde luego de carácter despectivo,
utilizado para descalificar a toda persona que
coloque la vida por delante del capital, dado que se
pretende que esta postura es ilusa o utópica. Nada
de eso: hay que estar dispuestas a defender, como
sentido común —buen sentido gramsciano—, que
la vida siempre debe colocarse por delante, la vida
de los más débiles sobre todo, y que una ética que
ponga esto en cuestión es inadmisible, es inhumana.
La RAE definió el término «buenismo» en 2017
como «actitud de quien ante los conflictos rebaja su
gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva
tolerancia», como si defender el cumplimiento de los
Derechos Humanos de migrantes y refugiados o
preocuparse por la pobreza extrema, se produzca en
España o en Tombuctú, fuera «rebajar la gravedad»
del asunto o considerar que es algo fácil solucionarlo.
Sabemos de sobra que es necesario nada menos
que darle vuelta al dominante ético y económico
neoliberal, ese que antepone el beneficio a todo y
es complicado, sin duda, pero una vez tomada la
decisión civilizatoria, una vez convertido lo común
sensible en prioridad, en el sentido común de época,
las medidas económicas para llevarlo a término no
tendrían más complejidad que la que entraña un
rediseño económico —y su paulatina implantación—
que redistribuya la riqueza y descabalgue a las élites
de sus desproporcionados y obscenos patrimonios.
Con todo, no nos dejemos atrapar por discursos que
nos superan ni por la grandilocuencia de apuestas

200
abstractas que nos pongan en riesgo de precipitarnos
en el nihilismo. Antes que nada, sin pretender jugar
a ser Dios, podemos defender, vez a vez, algo bien
sencillo: la actual falta de respeto por la vida es
demencial y hemos de conseguir que sea percibida
como tal en todos los ámbitos a nuestro alcance que,
si somos muchas, serán muchos también.

Aquí, por otro lado, hablamos desde un universo


de acciones y actitudes, de práctica y discurso, que
tienen más que ver con «lo» político cotidiano, que
con «la» política, con la práctica institucional, pues
esta posee unos márgenes tan marcados y estrechos,
tan determinados por el sistema imperante, que
poco se puede hacer en el sentido de todo lo aquí
propuesto sin un cambio de sentido común. Sin
cambios sustanciales, difícilmente se podrá habitar la
política institucional, la democracia representativa,
la partitocracia obligatoria, sin buenas dosis de
cinismo, de parodia e ironía, mayores cuanto
más alejada de las personas esté la institución
correspondiente —sin que menospreciemos, claro
está, el esfuerzo de quienes se esfuerzan en intentarlo
con nobles propósitos—. Frente a las instituciones
de la socialdemocracia, disponemos de cada vez
más instituciones del común que, por fortuna,
responden a una lógica bien distinta. «La» política
—institucional— es un mal necesario que exige
una revisión profunda que no es intención de este
ensayo afrontar. Pero no todos los caminos de «lo»
político llevan a los partidos: es verdaderamente
imprescindible una sociedad civil consciente de su
papel, autónomo del juego de poder, orgullosa de

201
su impoder o antipoder —su poder de hacer, no
su poder-sobre—, de su potencia, ya que es el de
la sociedad civil el único espacio público en el que
puede germinar un cambio notorio como el que es
hoy necesario.

Somos muchas las personas dispuestas a trabajar


desde ahí, en la construcción de otros mundos
posibles, embarcadas en alternativas de economía
social y solidaria o con actitudes que rompen con
la antropología neoliberal, que enfrentan la vida
con otros criterios que los del éxito, el beneficio o
la ambición, que se sienten más terrícolas que
ciudadanas y que forman equipo con el planeta
entero en un cosmopolitismo del cosmos, no de las
grandes ciudades, despreciando los valores vacíos y
consumistas, que luchan en su vida cotidiana por una
existencia ética. Pero, y en este «pero» hay una clave,
podríamos ser muchísimas más y gestar entre todas
una transformación molecular desde abajo, también
desde los márgenes, si consiguiésemos plantear lo
que hacemos como lo que es: no tanto una estrategia
paliativa, no tanto un conjunto de tácticas en negativo
para compensar los males del neoliberalismo, como
forma(s) distinta(s) y mejor(es) de vivir, de vivir felices.
Porque la vida en común, la vida desde la libertad,
la humildad —cualquieridad— y la generosidad de la
singularidad, que implica necesariamente poner en el
centro lo común sensible, es ante todo una forma de
felicidad, da felicidad.

Quienes participamos en proyectos diversos y no co-


nocemos apenas lo que es la soledad, esa pandemia

202
que asola el mundo autodenominado «desarrollado»,
lo sabemos, lo sentimos cotidianamente, lo vivimos
como todo un lujo, el lujo de la felicidad y de sentirse
acompañadas. Si lujo es abundancia, exuberancia,
excelencia o exquisitez de poseer algo por su calidad,
muchas gozamos de buenos y diversos lujos, frente a
la pobreza de quienes lo único que poseen es dinero
y ambición material. La alegría de vivir conforme a
los propios valores, la libertad de escoger y construir
formas de vida que no sean complacientes con el
egoísmo, el consumismo y el vacío humano imperan-
tes, la felicidad de compartir nuestras vidas con otras
personas que miran al futuro con ilusión, de organizar
la rabia y luchar codo a codo contra la injusticia… son
lujos de altísimo valor que no tienen precio. Lo que
queremos difundir no es tanto un «nuevo» modo de
vida —la novedad está sobrevalorada en ese paraíso
contaminante de la obsolescencia que es el mundo
actual— cuanto modos de vivir, de habitar, ethos,
éticas… como la máxima del epicureísmo, esa inteli-
gente respuesta del siglo IV antes de nuestra era, en
plena globalización macedónica: «Gozar de la vida,
saber lo que es valioso de verdad y compartir con
las amistades». Es todo un concepto de riqueza que,
sea cual sea el modo en que se explicite, apunta, ante
todo, a una forma de felicidad, a una forma de placer,
a una forma de lo que se designa comúnmente como
«bien». Y felices luchamos mucho mejor.

Necesitamos comunicar esta verdad y elaborar


magias, encantamientos, sortilegios, encantos
participativos para compartirla, que devuelvan su
habitabilidad a este mundo endurecido, solidificado,

203
entificado, cosificado, y el anhelo de una felicidad no
consumista a sus gentes. Necesitamos, de la mano
del arte, del conocimiento, de la diversión, de la
lucha, crear embrujos comunitarios que rompan el
velo neoliberal que convierte todo en una superficie
cuantitativa, en un centro comercial. Romper con el
igualitarismo de la equivalencia total, en un mundo
en el que todo tiene un precio y abrir espacio para
lo incalculable, lo cualitativo, lo heterogéneo, lo
vivo, el gasto sin reserva, la fiesta de estar vivas y
la felicidad de celebrarlo cotidianamente. Atender
a nuestras vidas, que están llenas de lo imperfecto,
de la textura rugosa de la existencia, de geometrías
imperfectas, de intercambios asimétricos, de
cuidados gratuitos, de políticas con piel contra,
claramente a la contra y más allá del horizonte de
la equivalencia general impuesto por el capitalismo,
que se alía de modo tan aproblemático con la
democracia representativa liberal. Hagámoslo
desde la vida cotidiana y desde la literatura, la
ciencia, el cine, la fotografía, el video, el diseño, la
música, la pintura, la danza, la magia propiamente
dicha, y desde la familia, el trabajo, la escuela,
la asociación, la comunidad de vecinas… tratemos
de esparcir, de sembrar, de comunicar este modo
de felicidad, esta riqueza se sentirse vivas a quien
se deje desde todos aquellos terrenos en que sea
posible el sentipensar, la circulación del sentido, la
puesta en juego de nuestro ser creativo humano,
ese ser que, como ya hemos señalado antes, debe
hacerse humus, y dejar de arrasar con el resto
del planeta y sus pobladores, nuestros congéneres
menos afortunados incluidos.

204
Sigamos buscando y encontrando, juntas, coordenadas
cooperativas para alojar una terrícola inequivalencia,
una gozosa diversidad en la que no haya una
dirección obligatoria del pensar y el sentir, sino
que el sentido circule y se reconozca a la existencia
su valor inconmensurable, su infinita finitud.
Atrapadas a ratos en los consensos neoliberales, en
sus estertores totalitarios, empezamos a intuir que
una política vivible debe ser precisamente un lugar
de destotalización, que no afirme sentidos o valores,
sino que les de espacio, que haga hueco a nuestras
afirmaciones y deseos heterogéneos y que ponga en
el centro de la existencia los valores de la vida, de
la tierra. Esta comprometida felicidad y el respeto
a la diversidad no implica, ni mucho menos, que
desconozcamos la realidad ni que no sepamos que
hay verdades compartidas que no deben quedar
sepultadas en argumentos falaces, por vestidos de
economía y política que pretendan vendérnoslos: hay
verdades comunes por las que es obligado luchar
hasta el final. Entre otras muchas: los débiles tienen
prioridad, nunca un objeto vale lo que una vida, el
egoísmo y la avaricia no resultan menos pestilentes
bajo una traje de chaqueta o una colonia cara, la
usura es una actividad maléfica para la sociedad en
que se produce… Porque, que dejemos que circule el
sentido, no significa que renunciemos a las verdades
imprescindible para la supervivencia conjunta.

Merece la pena vivir, desde el desayuno al sueño, en


la fidelidad a la existencia, en el respeto a los valores
de la tierra… Muchas personas han sido asesinadas
defendiéndolos, otras pierden su vida tratando de

205
alcanzarlos: gocemos de la fortuna cotidiana que
supone el mero estar vivas, convirtamos eso en el
centro de todo placer. Epicuro, volvamos a él de nuevo,
distinguía en su búsqueda de la felicidad tres tipos de
placeres: naturales y necesarios, los que merecen la
pena, desde comer y dormir a respirar o practicar
sexo; naturales y no necesarios, menos convenientes,
capaces de provocar dolor por dependencia o abuso,
como beber en exceso y drogarse o amar con
dependencia y posesión; por último, consideraba
que debemos huir de los placeres no naturales y no
necesarios, que producen dolor, como ocurre con el
deseo de dinero, éxito, poder… Si lo pensamos, son
precisamente esos los que hoy día más se valoran y no
es extraño que, en consecuencia, los índices de felicidad
más bajos del mundo, aparte de aquellos países que
se encuentran en guerra o en alguna crisis natural o
antropogénica, se den en países «ricos» desde el punto
de vista del neoliberalismo. Al Informe Mundial de
la Felicidad que elabora anualmente la ONU, con
criterios neoliberales —el dinero considerado como
principal riqueza—, lo contradice el Informe global de
emociones elaborado por la consultora independiente
Gallup, que muestra con datos que la felicidad no es
directamente proporcional al dinero y que, de los 10
países más felices del mundo, nueve se encuentran
en Latinoamérica y no en los países nórdicos como
pretende la ONU. Se da la curiosa coincidencia de
que Suecia, epítome del individualismo, es el cuarto
país más feliz para la ONU y el cuarto más infeliz
según Gallup: recordemos que se trata de un país que
sufre una auténtica epidemia de soledad que lo ha
llevado a crear un Ministerio ad hoc. Bien pensado, es

206
muy significativo que ningún país se tome en serio la
felicidad y que tan sólo Bután calcule el FIB, el índice
de Felicidad Interior Bruta, pero todos se ocupen y
preocupen de un PIB, producto Interior Bruto, que
poco o nada dice de la felicidad que proporciona
a sus habitantes. Es obvio que a nivel planetario
aceptamos sin apenas discusión que la riqueza, ya
reducida a la abundancia de bienes preciosos cuando
en general es un nombre de la diversidad, se limita
hoy a la posesión de dígitos en un apunte bancario.
Es completamente absurdo, y no debiéramos perder
esta obviedad de vista.

Hay alternativas, ya lo hemos visto, para todos los


gustos. Sea como sea, lo esencial es abrirse a lo
común que es justo lo contrario a consumirse en
el grupúsculo, pero también al cinismo descreído
de quien nunca se ha comprometido con grupos
humanos y, sin darse cuenta, tiene una relación
casi matrimonial con el individualismo neoliberal
al que llama, iluso/a, «mi libertad». Hay que ser
muy libre para comprometerse y muy esclavo del
individualismo para tener miedo a vincularse
a los demás. Podemos cambiar de hechizo —o
de camello— rompiendo el truco neoliberal y
volcándonos en las magias participativas que
recuperen la divinidad ontológica, el encanto vital,
el hechizo de lo común… que nos hagan amar todo
lo que existe. Necesitamos restablecer nuestra
continuidad con el mundo para gozar en plenitud
del milagro de estar vivas y ser capaces de hacer
advenir mundos, recuperar el éxtasis para salir
de la burbuja, abandonar lo que no se posee, la

207
autonomía, y recuperar la conexión, la presencia,
la comunidad sensible saliendo del encierro en el
abstracto activista o individualista, es igual, y
automáticamente sentiremos la necesidad de hacer
extensiva esta riqueza a otras personas. Quien sabe
reconocer la grandeza de ese regalo que es la mera
existencia dispone de la sensibilidad necesaria para
no poder disfrutarlo mientras haya otras personas
sufriendo. Por eso, reconocer la riqueza de estar
vivas es el primer paso para la lucha:

Divino es el ser gusano del gusano, el ser


piedra de la piedra. Que el mundo sea,
que cualquier cosa pueda aparecer y tener
rostro, que existan la exterioridad, y el
desocultamiento, como la determinación y
el límite de cada cosa: esto es el bien. Y,
asimismo, también su ser irreparablemente en
el mundo es lo que trasciende y expone todo
ente mundano. El mal, por su parte, es que el
tener lugar de las cosas se reduzca a un hecho
entre otros, el olvido de la transcendencia
ínsita en el tener lugar mismo de las cosas.124

Se trata de una decisión, nada más y nada menos,


de una elección, personal y/o civilizatoria, que
apueste por otro significado de riqueza y opte,
bien por el infinito valor en cada existencia, bien
por el proceso perpetuo de acumulación de vacío

124 AGAMBEN, La comunidad…, pág. 16.

208
del capitalismo. Quienes optamos por lo primero
reconozcámonos, por fin, como una nueva especie
de millonarias/os/es ajenas a la lógica productiva,
una nueva clase pudiente de una riqueza que no
requiere para valorizarse la pobreza ajena: riqueza
del común, la riqueza de existir, soberanía de la
Nada125. El mundo se podrá dividir, así, entre
quienes, enfermos de necedad, desconocen lo que
es realmente valioso y quienes saben apreciar el
placer infinito que proporciona, vez a vez, el mero
hecho de respirar.

125 Y, no, no se trata de participar en el timo de los gurús del


capitalismo, que visten la realidad de la explotación con vistosos
ropajes… Se trata de un cambio profundo que nos saque la antropo-
nomía liberal de las entrañas. No se puede ser soberano sometido
al capitalismo, en la servidumbre, pero se puede, aunque implique
dificultad, viviendo en sus márgenes.

209

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