Carta de Un Hombre Trans. Paul Preciado
Carta de Un Hombre Trans. Paul Preciado
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RÉ G I M EN S EXUAL
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rías resultan obsoletas. H ablo como tránsfuga del género,
como furtivo de la sexualidad, como disidente (a menudo
torpe, puesto que carente de código preescrito) del régi men
de la diferencia sexual. Como autocobaya pol ítico-sexual que
ha hecho la experiencia, aún no tematizada, de vivir a ambos
lados del muro y q ue, a fuerza de atravesarlo día tras día, ha
acabado harto, señores y señoras, de la rigidez recalcitrante
de los códigos y los deseos que el régi men heteropatriarcal
impone.
Déjenme que les diga, desde el otro lado del muro, que
la cosa está peor de lo que mi experiencia como mujer lesbia
na me habría permitido imagi nar. Desde que habito como
si-fuera-un-hombre el mundo de los hombres (consciente de
encarnar una ficción política) he podido comprobar que la
clase domi nante (masculina y heterosexual) no abandonará
sus privilegios porque enviemos algunos tuits o demos algu
nos gritos. Tras las sacudidas de la revolución sexual y anti
colonial del pasado siglo, los heteropatriarcas está embarca
dos en un proyecto de contrarreforma, al que se unen ahora
las voces «femen inas» que desean seguir siendo «importunéesl
molestadas». Esta será la guerra de los Mil Años; la más larga
de las guerras, puesto que afecta a las políticas de la repro
ducción y a los procesos a través de los cuales un cuerpo hu
mano se constituye como sujeto soberano. La más importan
te de las guerras, por tanto, porque lo que nos j ugamos no es
el territorio o la ciudad, sino el cuerpo, el goce, la vida.
Lo que caracteriza a la posición de los hombres en nues
tras sociedades tecnopatriarcales y heterocentradas es que la
soberanía masculina está defi nida por el uso legítimo de las
técnicas de la violencia (contra las mujeres, contra los ni ños,
contra otros hombres no blancos, contra los animales, contra
el planeta en su conj unto) . Podríamos decir, leyendo a Max
Weber con J udith Buder, que la masculinidad es a la socie
dad lo que el Estado es a la nación : el detentor y usuario legí-
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ri mo de la violencia. Esa violencia puede expresarse social
men ce como dominio, económicamente como privilegio, se
xualmence como agresión y violación. Al contrario, la sobe
ranía femenina solo se reconoce en relación con la capacidad
de las mujeres para engendrar. Las mujeres son sexual y so
cialmence súbditas. Solo las mad res son soberanas. En este ré
gimen, la masculinidad se define necropolíricamente (por el
derecho de los hombres a dar la muerte) , miencras que la fe
minidad se define biopol íricamence (por la obligación de las
mujeres a dar la vida) . La heterosexualidad necropolírica, po
dríamos decir, sería algo así como la utopía de la erotización
del encuentro sexual entre Robocop y Alien ... , esperando que,
con un poco de suerte, alguno de los dos se lo pase bien.
La heterosexualidad no es solo, como Monique Wittig
nos enseña, un régi men de gobierno: es también una pol ítica
del deseo. Lo específico de este régimen es que se encarna en
un proceso de seducción y de dependencia romántica entre
dos agentes sexuales «libres». Las posiciones de « Robocop» y
de «Alien» no son individualmente elegidas o conscientes. La
heterosexual idad necropolítica es una práctica de gobierno
que no es impuesta por los que gobiernan (los hombres) a
las gobernadas (las mujeres) , sino una epistemología que fija
las defin iciones y las posiciones respectivas de los hombres y
de las mujeres a través de una regulación interna. Esca prác
tica de gobierno no roma la forma de una ley, sino de una
norma no escrita, de una transacción de gestos y códigos que
tienen como efecto establecer en la práctica de la sexualidad
una partición entre lo que se puede y lo q ue no se puede ha
cer. Esca forma de servidumbre sexual reposa sobre una esté
tica de la seducción , una estil ización del deseo y una coreo
grafía del placer. Este régimen no es natural : se trata de una
estética de la dominación h istóricamente construida y codifi
cada que erotiza la diferencia de poder y la perpetúa. Esca
política del deseo es la que mantiene vivo el antiguo régimen
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sexo-género pese a los procesos legales de democratización y
empoderam iento de las mujeres. Este régimen heterosexual
necropolítico es hoy tan den igrante y destructivo como lo
eran el vasallaje y el esclavismo en plena Ilustración.
El proceso de denuncia y visi bilización de la violencia
que estamos viviendo forma parte de una revolución sexual,
ciertamente lenta y tortuosa, pero imparable. El feminismo
queer situó la transformación epistemológica como la condi
ción de posibil idad de un cambio social . Se trataba de poner
en cuestión la epistemología binaria y natural izada afirman
do frente a ella una multiplicidad irreductible de sexos, gé
neros y sexualidades. H oy entendemos que tan importante
como la transformación epistemológica es la transformación
libidinal: la modificación del deseo. Es p reciso aprender a
desear la libertad sexual.
Durante años, la cultura queer ha sido un laboratorio de
i nvención de n uevas estéticas de la sexualidad d isidentes
frente a la� técnicas de subjetivación y los deseos de la hete
rosexualidad necropolítica hegemón ica. Somos muchos los
que hemos abandonado hace tiempo la estética de la sexuali
dad Robocop-Alien. Aprendi mos de las culturas butch-fem
me y BDSM, con Joan Nestle, Pat Califla y Gayle Rubin,
con Annie Sprinkle y Beth S tephens, con Guillaume Dustan
y Virginie Despentes, que la sexualidad es un teatro político
en el que el deseo, y no la anatom ía, escribe el guión. Es po
sible, dentro de la ficción teatral de la sexual idad, desear lim
piar zapatos con la lengua, ser penetrado por cada orificio, o
cazar al amado en un bosque como si este fuera una presa se
xual. S i n embargo, dos elementos diferenciales marcan la
distancia entre la estética queer de la sexualidad y la hetero
dominante del antiguo régimen: el consenso y la no-natura
lización de las posiciones sexuales. La equivalencia de los
cuerpos y la redistribución del poder.
Como hombre trans me desidentifico de la mascul ini-
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dad dominante y de su defi nición necropol ítica. N uestra
mayo r urgencia no es defender lo que somos (hombres o
mujeres) sino rechazarlo, desidenti ficarnos de la coerción
pol írica que nos fuerza a desear la norma y a repetirla. N ues
tra p raxis productiva es desobedecer las normas de género
y sexuales. Desp ués de haber sido lesbiana la mayor parte
de mi vida y rrans los úl timos cinco años, estoy tan lejos de
vuestra estética de la heterosexual idad como un monje budis
ta que levita en Lhasa lo está del supermercado Carrefour. No
me co rro con vuestra estética del an tiguo régimen sexual.
No me pone «molestar» a nadie. No me interesa salir de mi
miseria sexual metiendo mano en los metros. No siento nin
gún tipo de deseo por el kitsch erótico-sexual que proponéis:
tíos que aprovechan su posición de poder para echar polvos
y tocar culos. Me repugna esa estética grotesca y asesina de la
heterosexualidad necropolítica. Una estética que renaturaliza
la diferencia sexual y sitúa a los hombres en la posición del
agresor y a las mujeres en la de la víctima (dolorosamente
agredida o alegremen te importunada) .
Si es posible afirmar que en la cultura queer y trans folla
mos más y mejor es porque no solo hemos extraído la sexual i
dad del ámbito de la reproducción, sino sobre todo del de la
dominación de género. No estoy diciendo que la cultura queer
y transfeminista escape a toda forma de violencia. No hay se
xual idad sin sombra. Pero no es necesario que la sombra (la
desigualdad y la violencia) presida y determinen la sexualidad.
Representantes del antiguo régimen sexual, coged vuestra
parte de sombra and have fon with it, y dejadnos enterrar a
nuestras muertas. Gozad de vuestra estética de la dominación,
pero no pretendáis hacer de vuestra estética ley. Y después, de
jadnos follar con nuestra propia política del deseo, sin hom
bres ni mujeres, sin penes ni vaginas, sin hachas ni fusiles.
A rles, 15 de enero de 2018
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