Carta de Un Hombre Trans. Paul Preciado

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CARTA D E UN H O M B RE TRAN S AL ANTIGUO

RÉ G I M EN S EXUAL

Señoras, señores y otros:


En medio del fuego cruzado en torno a las políticas del
harcelement sexuel (de la agresión y del abuso sexual) , querría
tomar la palabra como contrabandista entre dos mundos, el
mundo de «las mujeres» y el de «los hombres» (esos dos mun­
dos que podrían no existir pero que algunos se esfuerzan por
mantener separados por una suene de muro de Berlín del gé­
nero) para darles noticia de algunos «objetos perdidos» (ob­
jets trouvés) o más bien «suj etos perdidos» (sujets trouvés) en la
travesía.
No hablo aquí como hombre, pertenecien te a la clase
dominante de aquellos a los que se les asignó género mascu­
lino en el nacimiento, q ue fueron educados como miembros
de la clase gobernante, a los q ue se les concedió o más bien
se les exigió (y esta sería una clave posible de anál isis) ejercer
la soberanía masculina. Tampoco hablo como mujer, p uesto
que he abandonado voluntaria e intencional mente esa fo rma
de encarnación política y social. H ablo aquí como hombre­
trans. No obstante, no pretendo, en ninguna medida, repre­
sentar a ningún colectivo. No hablo ni p uedo hablar como
heterosexual ni como homosexual, aunque conozco y habito
ambas posiciones, puesto que cuando se es trans esas catego-

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rías resultan obsoletas. H ablo como tránsfuga del género,
como furtivo de la sexualidad, como disidente (a menudo
torpe, puesto que carente de código preescrito) del régi men
de la diferencia sexual. Como autocobaya pol ítico-sexual que
ha hecho la experiencia, aún no tematizada, de vivir a ambos
lados del muro y q ue, a fuerza de atravesarlo día tras día, ha
acabado harto, señores y señoras, de la rigidez recalcitrante
de los códigos y los deseos que el régi men heteropatriarcal
impone.
Déjenme que les diga, desde el otro lado del muro, que
la cosa está peor de lo que mi experiencia como mujer lesbia­
na me habría permitido imagi nar. Desde que habito como­
si-fuera-un-hombre el mundo de los hombres (consciente de
encarnar una ficción política) he podido comprobar que la
clase domi nante (masculina y heterosexual) no abandonará
sus privilegios porque enviemos algunos tuits o demos algu­
nos gritos. Tras las sacudidas de la revolución sexual y anti­
colonial del pasado siglo, los heteropatriarcas está embarca­
dos en un proyecto de contrarreforma, al que se unen ahora
las voces «femen inas» que desean seguir siendo «importunéesl
molestadas». Esta será la guerra de los Mil Años; la más larga
de las guerras, puesto que afecta a las políticas de la repro­
ducción y a los procesos a través de los cuales un cuerpo hu­
mano se constituye como sujeto soberano. La más importan­
te de las guerras, por tanto, porque lo que nos j ugamos no es
el territorio o la ciudad, sino el cuerpo, el goce, la vida.
Lo que caracteriza a la posición de los hombres en nues­
tras sociedades tecnopatriarcales y heterocentradas es que la
soberanía masculina está defi nida por el uso legítimo de las
técnicas de la violencia (contra las mujeres, contra los ni ños,
contra otros hombres no blancos, contra los animales, contra
el planeta en su conj unto) . Podríamos decir, leyendo a Max
Weber con J udith Buder, que la masculinidad es a la socie­
dad lo que el Estado es a la nación : el detentor y usuario legí-

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ri mo de la violencia. Esa violencia puede expresarse social­
men ce como dominio, económicamente como privilegio, se­
xualmence como agresión y violación. Al contrario, la sobe­
ranía femenina solo se reconoce en relación con la capacidad
de las mujeres para engendrar. Las mujeres son sexual y so­
cialmence súbditas. Solo las mad res son soberanas. En este ré­
gimen, la masculinidad se define necropolíricamente (por el
derecho de los hombres a dar la muerte) , miencras que la fe­
minidad se define biopol íricamence (por la obligación de las
mujeres a dar la vida) . La heterosexualidad necropolírica, po­
dríamos decir, sería algo así como la utopía de la erotización
del encuentro sexual entre Robocop y Alien ... , esperando que,
con un poco de suerte, alguno de los dos se lo pase bien.
La heterosexualidad no es solo, como Monique Wittig
nos enseña, un régi men de gobierno: es también una pol ítica
del deseo. Lo específico de este régimen es que se encarna en
un proceso de seducción y de dependencia romántica entre
dos agentes sexuales «libres». Las posiciones de « Robocop» y
de «Alien» no son individualmente elegidas o conscientes. La
heterosexual idad necropolítica es una práctica de gobierno
que no es impuesta por los que gobiernan (los hombres) a
las gobernadas (las mujeres) , sino una epistemología que fija
las defin iciones y las posiciones respectivas de los hombres y
de las mujeres a través de una regulación interna. Esca prác­
tica de gobierno no roma la forma de una ley, sino de una
norma no escrita, de una transacción de gestos y códigos que
tienen como efecto establecer en la práctica de la sexualidad
una partición entre lo que se puede y lo q ue no se puede ha­
cer. Esca forma de servidumbre sexual reposa sobre una esté­
tica de la seducción , una estil ización del deseo y una coreo­
grafía del placer. Este régimen no es natural : se trata de una
estética de la dominación h istóricamente construida y codifi­
cada que erotiza la diferencia de poder y la perpetúa. Esca
política del deseo es la que mantiene vivo el antiguo régimen

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sexo-género pese a los procesos legales de democratización y
empoderam iento de las mujeres. Este régimen heterosexual
necropolítico es hoy tan den igrante y destructivo como lo
eran el vasallaje y el esclavismo en plena Ilustración.
El proceso de denuncia y visi bilización de la violencia
que estamos viviendo forma parte de una revolución sexual,
ciertamente lenta y tortuosa, pero imparable. El feminismo
queer situó la transformación epistemológica como la condi­
ción de posibil idad de un cambio social . Se trataba de poner
en cuestión la epistemología binaria y natural izada afirman­
do frente a ella una multiplicidad irreductible de sexos, gé­
neros y sexualidades. H oy entendemos que tan importante
como la transformación epistemológica es la transformación
libidinal: la modificación del deseo. Es p reciso aprender a
desear la libertad sexual.
Durante años, la cultura queer ha sido un laboratorio de
i nvención de n uevas estéticas de la sexualidad d isidentes
frente a la� técnicas de subjetivación y los deseos de la hete­
rosexualidad necropolítica hegemón ica. Somos muchos los
que hemos abandonado hace tiempo la estética de la sexuali­
dad Robocop-Alien. Aprendi mos de las culturas butch-fem­
me y BDSM, con Joan Nestle, Pat Califla y Gayle Rubin,
con Annie Sprinkle y Beth S tephens, con Guillaume Dustan
y Virginie Despentes, que la sexualidad es un teatro político
en el que el deseo, y no la anatom ía, escribe el guión. Es po­
sible, dentro de la ficción teatral de la sexual idad, desear lim­
piar zapatos con la lengua, ser penetrado por cada orificio, o
cazar al amado en un bosque como si este fuera una presa se­
xual. S i n embargo, dos elementos diferenciales marcan la
distancia entre la estética queer de la sexualidad y la hetero­
dominante del antiguo régimen: el consenso y la no-natura­
lización de las posiciones sexuales. La equivalencia de los
cuerpos y la redistribución del poder.
Como hombre trans me desidentifico de la mascul ini-

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dad dominante y de su defi nición necropol ítica. N uestra
mayo r urgencia no es defender lo que somos (hombres o
mujeres) sino rechazarlo, desidenti ficarnos de la coerción
pol írica que nos fuerza a desear la norma y a repetirla. N ues­
tra p raxis productiva es desobedecer las normas de género
y sexuales. Desp ués de haber sido lesbiana la mayor parte
de mi vida y rrans los úl timos cinco años, estoy tan lejos de
vuestra estética de la heterosexual idad como un monje budis­
ta que levita en Lhasa lo está del supermercado Carrefour. No
me co rro con vuestra estética del an tiguo régimen sexual.
No me pone «molestar» a nadie. No me interesa salir de mi
miseria sexual metiendo mano en los metros. No siento nin­
gún tipo de deseo por el kitsch erótico-sexual que proponéis:
tíos que aprovechan su posición de poder para echar polvos
y tocar culos. Me repugna esa estética grotesca y asesina de la
heterosexualidad necropolítica. Una estética que renaturaliza
la diferencia sexual y sitúa a los hombres en la posición del
agresor y a las mujeres en la de la víctima (dolorosamente
agredida o alegremen te importunada) .
Si es posible afirmar que en la cultura queer y trans folla­
mos más y mejor es porque no solo hemos extraído la sexual i­
dad del ámbito de la reproducción, sino sobre todo del de la
dominación de género. No estoy diciendo que la cultura queer
y transfeminista escape a toda forma de violencia. No hay se­
xual idad sin sombra. Pero no es necesario que la sombra (la
desigualdad y la violencia) presida y determinen la sexualidad.
Representantes del antiguo régimen sexual, coged vuestra
parte de sombra and have fon with it, y dejadnos enterrar a
nuestras muertas. Gozad de vuestra estética de la dominación,
pero no pretendáis hacer de vuestra estética ley. Y después, de­
jadnos follar con nuestra propia política del deseo, sin hom­
bres ni mujeres, sin penes ni vaginas, sin hachas ni fusiles.
A rles, 15 de enero de 2018

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