García Baró - Experiencias Fundamentales

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I

LAS EXPERIENCIAS FUNDAMENTALES

MIGUEL GARCÍA-BARÒ

1. Qué es la experiencia
Una experiencia es, e n primer lugar, u n fragmento
del tiempo vivo de u n a persona: u n ahora que, a u n q u e
pueda ser compartido p r o f u n d a m e n t e por otros, por
m u c h o s , primordialmente es el ahora que colma, que
ocupa h a s t a llenarla, la vida de u n a persona. Un ahora
n o necesariamente fugaz, ni siquiera ininterrumpido. La
experiencia suele ser u n presente que se extiende, y, en
m u c h a s ocasiones, se i n t e r r u m p e y, pasado u n espacio
de tiempo m á s o m e n o s largo, se r e a n u d a .
Parece, a primera vista, que es m u y impropio decir
que u n ahora se extiende por el tiempo, o sea que, por
lo visto, d u r a m u c h o s ahoras. Impropio y contradictorio.
Pero creo que n o es así, sino que hablar de este m o d o
es la m a n e r a m á s adecuada de describir las cosas pro-
curando hacerles u n poco de justicia. Porque es esencial
e n u n a experiencia —quiero decir, e n u n a de las que
m á s p l e n a m e n t e llamamos así e n español— ser absor-
bido por lo que se está e x p e r i m e n t a n d o : olvidarse de sí
mismo, n o reflexionar sobre cómo se está viviendo. Y
este verse transportado a lo otro del propio acto de estar
viviendo acarrea necesariamente la sensación de que el
tiempo pasa de u n a forma distinta a la de las experien-
cias constantes, normales, usuales y que n o llamaría-

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mos así en español si hablamos de forma n o forzada.
En el t u m u l t o de n u e s t r a m a n e r a m á s acostumbrada de
dejarnos vivir, el tiempo se hace notar: se nos alarga,
nos impulsa a desear matarlo u n poco —cosa que sólo
nos da miedo porque nos acordamos, a la vez, de que
n o disponemos, en el conjunto de la vida, m á s que de
u n a cantidad b a s t a n t e limitada de este material fun-
d a m e n t a l — . Pero e n las experiencias p l e n a m e n t e dichas
n o nos acordamos de mirar cómo pasa el tiempo. Si
acaso la experiencia es positiva afectivamente, nos de-
cimos a cada tanto que n o nos importaría que durase
m u c h o m á s de lo que seguramente durará. Por todo
esto, es n a t u r a l que se haya recurrido m u c h a s veces a
calificar de extáticas a las experiencias plenas: son fases
de estar deliciosa o dolorosamente fuera de sí. Reitero,
sin embargo, aquí u n matiz m u y importante: este fuera
de sí significa, en realidad, t a n sólo, sin reflexión sobre
el acto de estar viviendo la experiencia, pero no, en ge-
neral, olvido de todo el sujeto, verdadero olvido de n o -
sotros mismos.
La absorción en el objeto de la experiencia se basa
en otro carácter general de ésta, que es compartido, e n
realidad, por cualquiera de nuestras vivencias presentes:
la continua n W e d a d de ese objeto. No hay dos vivencias
que repitan idénticamente su objeto. Todo presente de
la vida personal es de alguna m a n e r a nuevo, a u n q u e
n i n g u n o , quizá, lo sea por completo. Vivir, t a n t o e n el
sentido subrayado de las que catalogamos como n u e s -
tras experiencias, ya sea en el sentido m e n o s interesan-
te de ir a c u m u l a n d o vivencias cotidianas, es siempre
saborear el encuentro con algo nuevo, sin perder j a m á s
por ello el hilo de lo antiguo. En el lenguaje olvidado
de la filosofía, esto se dice e m p l e a n d o la palabra síntesis.
En esta lengua antigua y semimuerta que es la de la
filosofía, diremos que la vida es p e r m a n e n t e síntesis de

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las vivencias nuevas con el tesoro de las vivencias anti-
guas. Una vivencia nueva reitera, confirma algo de lo
antiguo, pero, por su parte, acrecienta siempre la vida
acumulada. Y gracias a este juego de repetición y fres-
cura, de vejez e infancia, se reúne, en b u e n a síntesis,
con el resto de nuestra vida. Decimos que las nuevas
experiencias v a n enriqueciendo y hasta corrigiendo la
experiencia acumulada. Pero a esta otra acepción, m u y
venerable, de la palabra «experiencia» n o es a la que se
refiere el título de este ensayo.
En resumidas cuentas, ya tenemos que la experien-
cia viene a ser u n a explosión constante de novedad asu-
mible y sintetizable e n el paisaje de n u e s t r a vida. A
veces, u n rayo que n o cesa, doloroso o magnífico; la
mayor parte del tiempo, u n a metralla de banalidades
que n o nos interesan apenas, que n o nos transportan
h a s t a ellas haciéndonos olvidar a qué nos sabe n u e s t r a
propia persona medio perdida e n este b o m b a r d e o in-
sulso de pequeñas variaciones grises sobre el horizonte
de lo de siempre.
Las experiencias éticas, estéticas y religiosas están
entre las pocas experiencias plenas de n u e s t r a vida.
M u y significativamente, los organizadores de las reu-
niones que están en el origen de este texto h a n olvi-
dado algunas otras experiencias que t a m b i é n pertene-
cen a esta categoría, y, sobre todo, las grandes expe-
riencias de la teoría, de la contemplación especulativa,
del descubrimiento de nuevas verdades, del hallazgo de
las claves filosóficas y teológicas de la existencia. Ten-
dré, a u n q u e sea m u y brevemente, que paliar las malas
consecuencias de esa falta de memoria.
Pues bien, quizá lo que m á s importa de c u a n t o hay
que decir respecto de los parecidos y las diferencias en-
tre las experiencias culminantes de la vida h u m a n a tie-
n e que ver con estas humildes características generales

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que hasta aquí llevo e n u m e r a d a s . M e refiero precisa-
m e n t e al hecho elemental de que la experiencia sea sín-
tesis a la vez que olvido de su lado subjetivo. Pero se
necesita u n trecho todavía de descripción antes de po-
der llegar a lo sustancial.
Es evidente que podemos vivir haciendo u n a pro-
funda experiencia contemplativa de la propia vida que
está p a s a n d o . Llamamos a esto tomar clara conciencia
de la vida, de cualquiera de sus situaciones, ya sea con
fines terapéuticos, ya sea con propósitos filosóficos o
científicos, o quizá llevados de intereses p u r a m e n t e
prácticos. Este tomar conciencia, que es lo que clásica-
m e n t e se d e n o m i n a atención, p u e d e adoptar la forma
refinada que sirve de base a las descripciones fenome-
nológicas. En este caso, que es en el que necesariamen-
te tenemos aquí que situarnos, nos habremos despren-
dido cuidadosamente de todas las interpretaciones apre-
suradas que nos h a n ido e n s e ñ a n d o u n o s y otros para
que las tengamos en cuenta a la hora de captar lo que
pura y propiamente sucede con nuestra vida; nos ha-
bremos preparado m e t ó d i c a m e n t e a aprender a ver la
vida^personal, la existencia, tal y como r e a l m e n t e es,
sin reducirla a otras cosas, sin dejar, por pereza nuestra,
zonas opacas e n ella, que introducimos nosotros mis-
mos porque n o sabemos ver de verdad cómo pasa y
cómo es la vida personal.
Pues bien, sin embargo de todo esto, la práctica de
la fenomenología n o contradice en absoluto el resultado
de m i primera y preliminar descripción fenomenológica.
Antes bien, confirma que la experiencia plena es éxtasis
en lo otro, porque t a m b i é n el fenomenólogo está a t e n t o
a la vida que vive e n él, pero n o a las particularidades
de la m i r a d a que dirige sobre ella. Su peculiar reflexión
se vuelca por completo en, por ejemplo, las experiencias
éticas, estéticas y religiosas, y n o en la experiencia de

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la experiencia fenomenológica, que será su t e m a en otra
ocasión —y t a m b i é n entonces gracias a que se olvide
de la experiencia de esa experiencia—.
Pero consideremos el aspecto sintético, a d e m á s de
este otro de novedad, alteridad y éxtasis que es propio
de la experiencia. Lo sintético, como vemos, estriba en
que seamos siempre capaces de sumar a nuestra vida
ya transcurrida la mayor de las novedades con que po-
damos tropezamos. Es el hecho de que nos decimos
siempre: este a h o r a es mío: yo soy el que lo vive. Siem-
pre yo, siempre ahora. Nunca m e h e escapado de vivir
ahora y de vivir yo; ni podré escaparme de este cerco
en el que se encierra todo. No nos decimos tales cosas
en voz n a d a alta, por cierto, sino m u y tácitamente, por
regla general; pero es característico de las experiencias
plenas y de las experiencias-cumbre que el profundo
éxtasis en que consisten vaya acompañado, sin paradoja
de n i n g u n a clase, por u n fortísimo subrayado de lo
afectivo, o sea, del sabor personal con el que estamos
en cada caso sumidos en lo que m u y j u s t a m e n t e lla-
m a m o s la profundidad de n u e s t r a experiencia actual.
U n a m u n o decía magníficamente esto cuando repetía
que lo que m á s importa es remover los posos profundos
del alma, que es cosa que ú n i c a m e n t e se consigue en
el éxtasis de la experiencia plena. Porque la metáfora
del salir fuera podría ser sustituida —y, al m e n o s , debe
ser equilibrada— por aquella otra que describe u n a gran
experiencia como u n a h o n d a herida en las aguas os-
curas del alma: u n a piedra, u n meteorito que choca con
extrema violencia contra el r e m a n s o peligroso en que
se está convirtiendo siempre n u e s t r a vida —síntesis, há-
bito, rutina—. En la verdadera experiencia, por más que
no estemos reflexionando teóricamente en cómo la vi-
vimos, sino que nos encontremos volcados e n ella, bru-
t a l m e n t e golpeados por su fuerza desmesurada, se nos

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da el m o m e n t o privilegiado e n que nos palpamos el
alma, el meollo de nosotros m i s m o s . Sólo es entonces
cuando se nos revela a la vez qué es la vida, qué son
las cosas todas y qué somos nosotros mismos.
Por esto es por lo que, n o r m a l m e n t e , a la experien­
cia le sigue u n a recapitulación. Precisamos quedarnos a
solas con nosotros mismos, incluso c u a n d o m á s nece­
sitados estamos de consuelo. La explosión de ese largo
presente de la experiencia h a removido h a s t a tal p u n t o
nuestra realidad sedimentada a base de rutinas, que el
intenso afecto vivido queda resonante como u n eco. Y
este eco exige u n espacio que sólo le da la soledad. La
experiencia va seguida de u n halo de, por así decir, pura
experiencia de nosotros mismos, los que ahora somos
después de atravesarla. En ella h e m o s puesto en juego
— o fuera de juego, que n o es u n a operación m e n o s
i n t e n s a — todo nuestro ser; y tras ella necesitamos re­
cogernos a nosotros mismos, como para comprobar
quiénes somos ahora que todo, a u n q u e quizá n o haya
pasado, sí remite e n su furia.
Con este preámbulo cabe ya acceder a lo que m á s
importa. Y es que toda experiencia plenaria, original,
tiene u n a matriz c o m ú n e n nuestra vida. A ella se de­
b e n rasgos que son afines en las restantes experiencias
posteriores —las experiencias éticas, estéticas, religio­
sas, lógicas e interpersonales—. Comoquiera que para
que éstas p u e d a n tener lugar se necesita, por decirlo de
alguna m a n e r a , que nos hayamos separado, como per­
sonas realmente individuales, como existencias solita­
rias, como yo, del resto de la realidad, la experiencia
matriz de todas las demás es, precisamente, aquella e n
la que despertamos a la vida propia y sola, porque rea­
lizarla es lo m i s m o que c o n s u m a r n u e s t r a separación
del resto de la realidad. Cualquier otra experiencia le­
vanta u n a t o r m e n t a de afectos, o sea, de experiencias

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de nosotros mismos; pero h a tenido que haber u n a pri­
mitiva experiencia, u n a archiexperiencia o protoexpe-
riencia, e n la que h e m o s surgido como seres separados.
No nos acordamos de haber nacido; pero seguramente
sí nos acordamos de c u á n d o h e m o s despertado de veras
a la realidad y nos h e m o s visto por primera vez a no­
sotros mismos.

2. La experiencia matriz
Es posible que n o p o d a m o s tampoco hacer retroce­
der lo suficiente la memoria. Admito que es posible por­
que, a u n cuando personalmente yo n o puedo entender
que lo sea, h e encontrado gentes que, a u n q u e n o m e
aseguran que ellos carecen de ese recuerdo, p o n e n e n
d u d a lo que yo digo a este respecto. Creo que n o es
i m p o r t a n t e que seamos o n o capaces de recordar este
t r a u m a inicial. El hecho es que lo llevamos necesaria­
m e n t e con nosotros, e n la m i s m a m e d i d a en que de­
cimos a cada paso la palabra «yo». Porque esta palabra
significa nuestra separación radical, n u e s t r a soledad ex­
cepcional, nuestro desarraigo básico. El pensador judío
E m m a n u e l Lévinas h a dicho también: nuestro ateísmo
1
constitutivo , y quizá así quede expresado con la fuerza
necesaria el haz de eso cuyo envés es, en el conocido
2
término de Zubiri, n u e s t r a religación .
Observemos cualquier cultura, cualquier vida, cual­
quier historia. Es posible que n o hallemos en determi-

1
Cfr., por e j e m p l o , Totalité et Infini. Essai sur l'extériorité. Nijhoff, La
2
Haya, 1 9 7 1 , 4 5 s s . Confróntese c o n «Le M o i et la Totalité» ( 1 9 5 4 ) , e n
Entre nous. Essais sur le penser-à-autre. Grasset, Paris, 1 9 9 1 , 2 5 s s .
2
V é a s e y a el e n s a y o «En t o r n o al p r o b l e m a d e Dios» ( 1 9 3 5 ) , e n
6
Naturaleza, Historia, Dios. Editora N a c i o n a l , Madrid, 1 9 7 4 , 3 6 1 s s .

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n a d o s lugares del paisaje h u m a n o u n a clara conciencia
de individualidad, soledad y desarraigo. Pero es seguro
que nos encontraremos con la noticia cierta de la m u e r -
te de todos y cada u n o , y, por lo mismo, es t a m b i é n
seguro que hallaremos u n relato, u n discurso, u n rito,
c u a n d o m e n o s , que proyecte luz sobre el hecho cierto
de la m u e r t e de todos y cada u n o . Estemos d o n d e es-
temos, habrá sabiduría; y el gran rito de paso de u n a
sociedad es indefectiblemente la introducción e n los sa-
grados misterios de la m u e r t e , es decir, de la vida. Po-
der experimentar la vida como tal es saberse y, sobre
todo, sentirse aislado, confrontado con la totalidad de
las cosas reales, solo. Es pertenecer, pero a distancia, a
la restante realidad. O sea, n o pertenecer a ella como
todo lo demás le pertenece. Es hacer la experiencia del
ser en su conjunto, y, precisamente, como lo otro de sí
mismo; por m á s que esta condición de ser ajeno el
n i u n d o todo a m í vaya necesariamente a c o m p a ñ a d a por
la experiencia de estar yo radicalmente volcado a tener
que enfrentarme con toda la realidad, a tener que des-
cubrirme a m í m i s m o distinguiéndome precisamente de
toda esta realidad otra, ajena. Tengo que vivir respecto
de ella, sin escapatoria posible. Ella es la que es, h a g a
yo lo que haga. Pero yo, cuya existencia está puesta
radicalmente en relación con esa totalidad otra, extraña
a mí, soy u n a relación que, como dice Kierkegaard,
también se relaciona consigo misma, y, por esto, se se-
3
para y ya n o hace simplemente sistema con el resto .
No deja al ser que sea p l e n a m e n t e uniforme. Y, a d e m á s ,
al relacionarme yo conmigo m i s m o a la vez que m e
relaciono con el m u n d o como lo extraño, lo experimen-
to de alguna m a n e r a a él en su totalidad y a mí, en

3
Cfr. La enfermedad mortal, libro primero, cap. 1.

12
cambio, sólo e n cuanto confrontado con el m u n d o . Dios
sabrá lo que Heráclito quería decir, pero consta e n u n o
de sus fragmentos que n o hallaremos los límites del
4
alma por m á s que m a r c h e m o s e n su busca .
Para decirlo en otros términos: toda experiencia la
hacemos sobre la base de habernos ya distinguido del
ser total de lo extraño a nosotros. Sólo gracias a esta
distinción cabe que la experiencia sea síntesis y sabor
de nosotros mismos, por m á s que primordialmente con-
sista e n ser éxtasis y explosión de lo nuevo. Cualquier
experiencia p u e d e variar n u e s t r o aprecio e n conjunto
sobre la vida y, e n especial, sobre las condiciones m u n -
danales de n u e s t r a existencia. Vale m á s o m e n o s la
p e n a seguir viviendo, nos decimos calladamente des-
pués de nuestras experiencias intensas. Y e n cambio,
n i n g u n a experiencia dicta sentencia inapelable sobre
nosotros m i s m o s . Conocemos m u c h o mejor el m u n d o
que a nosotros mismos. Siempre tenemos a p u n t o u n a
valoración sobre él; pero n u n c a tenemos r e a l m e n t e for-
m a d a opinión sobre el valor y los límites y el ser pe-
culiar de nosotros m i s m o s . Cuando hablamos del valor
de la vida en su conjunto, n o nos incluimos p l e n a m e n t e
a nosotros. Más bien siempre suponemos que nos m e -
recíamos u n a vida bien distinta de la que nos h a tocado
e n suerte, o incluso que cualquiera de las que nos po-
drían haber tocado en suerte. La sabiduría suele afirmar
que n u e s t r o hogar auténtico n o es n u e s t r a vida actual.
El único n o m b r e suficientemente expresivo para
esta experiencia primordial en la que nos separamos
propiamente del resto de las realidades es el n o m b r e de
experiencia ontológica; porque es e n ella d o n d e descu-
brimos qué significa ser, qué significa nada, qué signi-

4
DK 2 2 B 4 5 .

13
fica existir. No hay n i n g ú n pesimismo en decir que esta
experiencia es el descubrimiento de la m u e r t e , y h a s t a
la angustia extrema por este descubrimiento. Porque
realmente se trata de que la vida toda se vuelve u n
enigma, de que nos habla la Esfinge y nos deja de por
vida preñados con el sentido difícil de su mensaje; de
que nos volvemos pura y gran pregunta, a u n a con la
realidad entera. Sabemos qué significa la expresión
«sentido de la vida» porque tenemos en nuestras entra-
ñas, e n lo h o n d o de nuestra infancia, la experiencia bá-
sica de que u n día todo h a sido u n a p r e g u n t a sin res-
puesta.
Comparadas con la experiencia infantil del ser en su
totalidad y del misterio que llevamos e n nosotros mis-
mos, las restantes experiencias n o p u e d e n llamarse con
justicia experiencias plenas, originales o cumbres. He-
mos e n t e n d e m o s con preci-
sión qué es esto de estar viviendo. Hemos sabido que
inexorablemente n u e s t r o m o d o de ser actual terminará;
pero lo i m p o r t a n t e n o es, e n absoluto, que nos haya
dado m u c h a o poca p e n a esta noticia. Lo importante es
que n o h e m o s podido entender tampoco de n i n g u n a
m a n e r a qué significa que la vida actual se nos acabe.
No sabemos qué es vivir y n o sabemos qué es morir;
sólo tenemos certeza de que difieren. Y es así porque
c u a n d o p e n s a m o s e n la m u e r t e n o podemos represen-
tarnos, por m á s que lo i n t e n t e m o s , que la conciencia
termine. Y entonces nos sabemos amenazados por algo
infinitamente desconocido.
Pero, a ú n m á s que esto — q u e t a m b i é n p u e d e sig-
nificar que quizá se nos está siempre avecinando u n a
experiencia t a n extraordinariamente maravillosa que n o
cabe en el rango de n i n g u n a otra experiencia conocible
e n el m u n d o — , a ú n m á s que este acercarse lo absolu-
t a m e n t e desconocido, lo i m p o r t a n t e es que h e m o s en-

14
tendido ya siempre, de algún m o d o , que n o sabemos
e n absoluto qué queremos, y que nos angustia esta ig-
norancia. Es falso que queramos caer, Dios sabe cómo,
e n la nada, e n la n o conciencia definitiva. No podemos
querer lo que n o podemos representarnos bajo n i n g u n a
especie, y esta n a d a es lo excesivamente otro respecto
de la vida. Pero también sabemos m u y bien que sería
indeciblemente espantoso vivir para siempre como aho-
ra vivimos. Primero diremos que sería espantoso; pero
luego descubriremos que se trata otra vez del peculiar
espanto de lo imposible, de lo excesivamente otro y ex-
cesivamente desconocido. Porque u n a vida que n o ter-
minara, esta vida pero sin final, ya n o sería de n i n g u n a
m a n e r a u n a vida. Si n o hubiera u n final — u n final im-
pensable, irrepresentable— de esta vida actual, n a d a en
ella sería como ahora es. Por poner sólo u n caso: si la
conciencia de existir como ahora existimos n o fuera a
perderse, n o sabríamos qué quiere decir la palabra «po-
sible». No habría posibilidades a nuestro alrededor, por-
que para todo dispondríamos de u n tiempo infinito e n
el que ya podríamos hacer siempre esto que ahora re-
chazamos hacer. La certeza de ese acontecimiento irre-
presentable que es la m u e r t e es lo que hace posible la
luz que ilumina nuestra existencia. Mejor dicho: es u n a
parte imprescindible de eso que hace posible esta luz
de la existencia, que es la única luz que conocemos y
que podemos representarnos.
Pero si n o queremos terminar, porque n o podemos
quererlo, pero tampoco queremos seguir para siempre
así, porque tampoco podemos quererlo, ¿qué es enton-
ces lo que queremos? ¿Qué es lo que calmaría la sed de
nuestra existencia —tierra reseca que grita su necesidad
de agua—? Porque —y éste es el otro aspecto esencial
de n u e s t r a experiencia ontológica— el caso es que n o -
sotros a n d a m o s toda la vida queriendo, toda la vida in-

15
quietos y buscando, por m á s que nos sepamos encerra-
dos e n este dilema t r e m e n d o .
Para haber podido hacer semejante experiencia, es
necesario que nos h a y a m o s descubierto como siendo al-
guien que n o tiene b a s t a n t e con esto que hay, que se
rebela ante el hecho de que todas las posibilidades que
se le p r e s e n t a n sean terribles; que p u e d e caer en la idea
absurda de que sería mejor n o haber nacido; o de que
el pecado radical del h o m b r e es haber nacido. ¿No está
enraizada e n esta descripción de la experiencia de la
existencia la fe pascaliana en que n u e s t r a condición es
la de seres que h a n degenerado de su estado original
por la fuerza demoníaca de u n mal, de u n pecado pri-
mero? Pero el caso es que nosotros sufrimos c u a n d o
c o m p r e n d e m o s que n o e n t e n d e m o s qué es vivir, ni en-
t e n d e m o s qué es morir, n i sabemos qué queremos. Y si
sufrimos es que rebasamos la m e d i d a de esta realidad
con la que nos vemos confrontados. Llevamos e n n o -
sotros, a u n a profundidad con la que n o a d m i t e n com-
paración los abismos de los mares, la clave desconocida,
extraña por principio a la totalidad del m u n d o y de la
existencia en él, que nos hace sufrir al descubrir la na-
turaleza enigmática de la existencia. En nosotros, m á s
acá del m u n d o entero, está la respuesta; o, m á s bien,
está aquello que impulsa t a n lejos nuestras preguntas
que del primer salto h a n rebasado ya los límites de la
5
totalidad de lo extraño a nosotros .
Por esto es por lo que el h o m b r e es u n ser incura-
blemente esperanzado. Experimenta así su existencia y
el m u n d o , pero comprueba i n m e d i a t a m e n t e que esta

5
Ésta es la gran verdad que se encierra en el centro mismo del
pensamiento de Edmund Husserl, que sale vencedor de la confrontación
con aquel discípulo que pretendió hacerlo olvidar: Martin Heidegger.

16
experiencia, m á s h o n d a que cualquiera de las restantes
experiencias de la edad m a d u r a , n o lo m a t a ni lo de-
vuelve a la inconsciencia de antes del nacimiento; y,
sobre todo, comprueba que se atreve a seguir viviendo
teniendo que cargar con esta verdad primordial, origen
de todas las d e m á s verdades. Se atreve porque, a pesar
de todo, quiere; y siente oscuramente que este deseo
radical sólo e n apariencia es incomprensible, porque co-
rresponde al primero de los deberes. Queremos y de-
bemos vivir, n o ú n i c a m e n t e para aguardar a ver qué
sucede al fin con nosotros, sino porque esperamos que
nuestra vida m i s m a acreciente la luminosidad de la luz
que nos a l u m b r a la existencia. Sabemos que nuestra
vida tiene que tener que ver con la respuesta última al
enigma, y esto sólo puede significar que esperamos m á s
lucidez y m á s h o n d u r a del sentir, a medida que sepa-
mos vivir lo m á s a d e c u a d a m e n t e posible con la verdad.
Ni el m á s desesperado de los hombres consigue sal-
tar fuera de su sombra, que es la esperanza. Literal-
m e n t e , e n términos m u n d a n o s , u n a esperanza desaten-
tada y loca, incomprensible y desaforada. Pero, real-
m e n t e , la mayor de las verdades, porque nosotros n o
podemos llegar a vivir hasta el final la teoría de q u e n o
somos m á s que u n pedazo de m u n d o , ya que esta teoría
quiere, en definitiva, decir que, en vez de ser u n yo,
6
somos ya ahora, para siempre y desde siempre, u n ello .
El suicida quiere liberarse porque sabe que él vale m á s
que la desgracia, la miseria y el horror moral que le h a
tocado vivir. El que predica la desesperación, el nihilis-
m o o el final de toda teoría grande y omniabarcadora,
lo hace con la esperanza de que dejemos todos de soñar

6
Cfr. F. ROSENZWEIG, La Estrella de la Redención. S i g ú e m e , S a l a m a n c a ,
1997, 3 2 8 .

17
malos sueños —porque r e a l m e n t e son malos los sueños
que nos hacen confundir la existencia y el m u n d o — . El
que calla lleno de conmiseración por la extravagancia
de los que dicen algo sobre la totalidad de la vida, quie-
re a toda costa evitar confundir la cárcel del lenguaje
con el ámbito de lo que queda indeciblemente fuera de
ella. Todas estas confusiones son realmente funestas,
porque en ellas nacen todos los atentados a la libertad
y a la verdad, que p u e d e n provenir de m u c h o s ámbitos
(incluidas, desde luego, las instituciones religiosas),
pero que siempre son e n sustancia la m i s m a confusión
esencial.

La experiencia religiosa
La experiencia ontológica n o es la experiencia reli-
giosa, sino su preámbulo; como n o es tampoco la ex-
periencia ética ni la experiencia estética, sino t a m b i é n
n a d a m á s que el preámbulo o la matriz para a m b a s . Lo
que sucede es que esta condición de ámbito del que
surgen estas experiencias diferenciadas otorga a la ex-
periencia ontológica el rango, inevitablemente, de pro-
toexperiencia religiosa, ética y estética. En la experien-
cia ontológica somos, nos movemos y existimos; o, m e -
jor dicho, en el temple del á n i m o y en la luz que ella
provocó. Sólo de vez en c u a n d o despertamos a ella de
nuevo; y estas reiteraciones van permitiéndonos des-
cubrir nuevos aspectos e n ella y en su referente o sig-
nificado — d e m o d o que comprobamos que se cumple
la esperanza de que el paso de la vida, a u n q u e n o pue-
de, desde luego, hacernos regresar a la conmoción in-
decible del primer e n c u e n t r o con la existencia y con el
m u n d o , sí nos va permitiendo interpretarlo poco a poco,
e n correspondencia con nuestras experiencias éticas y

18
estéticas, y, sobre todo, conforme se desarrollan n u e s -
tras experiencias de comunicación interpersonal—.
La experiencia religiosa se sigue de dar u n n o m b r e
determinado al misterio que habita en n u e s t r a existen-
cia y por el que ella desborda de los límites del m u n d o .
Este n o m b r e es el recurso a u n a tradición experiencial
y sapiencial. Y e n el m u n d o m o d e r n o h a habido espí-
ritus profundos que n o h a n podido dar el paso que su-
pone echar m a n o de estos recursos, llevados, sobre
todo, por el recelo ante las terribles confusiones a las
que se h a visto sometida la naturaleza de la religión a
causa de los incontables fanáticos que se h a n presen-
tado e n la escena del m u n d o bajo el disfraz de h o m b r e s
religiosos. Lo v e r d a d e r a m e n t e esencial de la experiencia
religiosa es el respeto, la atención perfecta con que con-
sideremos la profundidad insondable de nuestra exis-
tencia. Podemos volvernos de cara a esta profundidad
o podemos intentar, con m á s o m e n o s radicalidad y vio-
lencia, girar nuestra vista para apartarla de ahí y ab-
sorberla n a d a m á s que e n lo ajeno y extraño. Si deci-
dimos volvernos atentos al centro desconocido de n u e s -
tra existencia personal, somos filósofos, somos
metafísicos. Si, u n a vez que nos h e m o s orientado así,
t e n e m o s suficiente paciencia como para n o intentar
n u n c a — a d e m á s , sería u n i n t e n t o v a n o — resolver de
u n golpe el enigma de nuestra existencia, de m o d o que
seamos capaces de permanecer abiertos a la cuestiona-
bilidad inagotable de ella, entonces estamos reconocien-
do, m á s o m e n o s explícitamente, que la presencia de lo
Absoluto habita en el centro oculto de la existencia. So-
m o s hombres religiosos, e n este caso. Sabemos que sólo
el m á s profundo silencio, la paz m á s densa son sím-
bolos limpios, casi directos, de este exceso de ser que
respalda y anima, como la vida misma, n u e s t r a vida y
nuestro precario ser.

19
No hay u n a facultad de la experiencia religiosa por­
que el foco de n u e s t r a vida, s i m u l t á n e a m e n t e m á s ín­
timo que la mayor intimidad y m á s otro que la mayor
alteridad, es la fuente de la que salta en cada instante,
unida, nuestra existencia. De aquí que sólo el repliegue
de las facultades sobre lo que ú l t i m a m e n t e las r e ú n e
puede ser visto como la preparación i n m e d i a t a para la
que con m á s justicia cabría llamar experiencia religiosa.
La paciencia y la esperanza, la confianza y la espe­
ranza son, respectivamente, el antes y el después in­
mediatos respecto de la fase culminante de la experien­
cia religiosa, e n la que el m á s largo éxtasis y el m á s
h o n d o impacto se conjugan.
Pero sucede que estas experiencias religiosas cul­
m i n a n t e s son difíciles de hallar claramente en la vida.
Y sin embargo, la decisión de la paciencia y el fruto de
la esperanza inquebrantable n o son t a n escasos como
la llamada experiencia mística. Creo que las causas de
este fenómeno son varias. En definitiva, la experiencia
religiosa, como realmente nos constituye e n lo más se­
creto, n o tiene necesidad absoluta de emerger a la piel
de la vida. Es conveniente que concedamos tiempos a
su desarrollo y a su goce; pero también es verdad que
puede resultar peligrosa la fascinación ingenua por
m a n t e n e r s e e n el ámbito de lo sagrado t a n p a t e n t e ­
m e n t e . No se debe olvidar j a m á s que esta peculiar ex­
periencia es a la vez la de u n a intimidad y u n a alteridad
indecibles, y, por lo mismo, es tanto terrible como in­
finitamente atractiva. No se puede c o n s u m a r n u n c a , y
n u n c a p u e d e ser p l e n a m e n t e tranquilizadora. El lado
deleitable de ella tiende fácilmente a convertirse e n
gusto por u n orgulloso «sí mismo» que se h a alejado del
m u n d o y triunfa de todos sus poderes elementales, para
adquirir a cambio otros m u c h o m á s enérgicos. Cuando
la verdad es que el h o m b r e religioso experimenta el

20
m u n d o entero con otra mirada, en la m i s m a medida e n
que es religioso. Aprende e n la profundidad de su ex­
periencia que todos los seres dependen de la misma ili­
mitada gracia de la que él mismo también procede, y así
pasa a respetar infinitamente todo lo que existe, y e n
especial a aquellos seres que también son, como él mis­
mo, u n diálogo m á s o m e n o s silencioso con lo divino.
Es n a t u r a l que reservemos el término «experiencia
religiosa» para los m o m e n t o s cumbre que he i n t e n t a d o
describir; pero m á s verdad es que la experiencia religio­
sa tiende de suyo a transformarse e n el tono constante
y silencioso de toda la experiencia vital de u n h o m b r e ,
de tal m a n e r a que cualquiera otra de las experiencias
plenarias de la vida de este h o m b r e tiene ya siempre
t a m b i é n u n significado religioso; y, sobre todo, a u n la
vida cotidiana y rutinaria se parece a u n a conversación
trivial con Dios, cuya trivialidad n o borra del todo la
conciencia de la calidad del interlocutor. No que se viva
la vida cotidiana como distraído, sino que su sabor final
es ese m i s m o tono por cuya presencia los santos h a n
podido decir que todo simboliza a Dios —y h a n dado
lugar a que se los malinterprete t a n t o — .
En quienes n o h a n experimentado u n a conversión
religiosa, la presencia de Dios se expresará inicialmente
como la existencia de u n a m e m o r i a infinita, e n d o n d e
se g u a r d a n y p e r m a n e c e n vivos, gloriosamente signifi­
cativos, todos los instantes que h a n vivido todos los se­
res. Estos h o m b r e s que n o se recuerdan a sí m i s m o s sin
relación con Dios, vuelven instintiva y razonablemente
la vista a su infancia, d o n d e vaga pero vigorosamente
recuerdan haberse encontrado acogidos con plenitud e n
Su presencia, y tienen que superar la tentación de re­
presentarse a Dios p u r a m e n t e como el a priori de todos
los a prioris y el pasado inmemorial. E n ellos tiene que
despertarse trabajosamente la luz de u n a esperanza que

21
n o desprecie los avatares de la existencia comprometida
con el m u n d o : que consiga ver que Dios, puesto que es
el primero de los a prioris, es también, por decirlo de
alguna m a n e r a , el futuro absoluto, aquel que colmará
el anhelo incomprensible de toda la creación. Estos
h o m b r e s deben luchar con el espíritu del desprecio por
el m u n d o , que es t a m b i é n el espíritu que les a m p u t a
u n a dimensión entera de su existencia y los deja, por
consiguiente, limitados a ser puros añorantes de u n pa-
raíso ficticio.
Quienes h a n experimentado, con m u c h a frecuencia
de m a n e r a repentina, u n a auténtica experiencia religio-
sa, u n a conversión, n o p u e d e n por m e n o s de interpretar
lo que les h a sucedido como la revelación de la verdad
oculta en el fondo de su ser y en el fondo de todos los
seres. Se h a caído la venda de los ojos. Algo oscura-
m e n t e presentido se h a hecho patente. El m u n d o n o
era la cárcel que u n o creía ya que irremediablemente
era. Incomprensiblemente, la carencia de sentido y de
esperanza se h a vuelto su propio contrario. Estos h o m -
bres tienen sed de experiencia: desean ardiente y ur-
g e n t e m e n t e revisitar el m u n d o , volverlo a recorrer con
la nueva mirada que les h a sido otorgada. Ansian actuar
y vuelan hacia la esperanza y el futuro. Su tentación
quizá sea apartar la vista de la antigua creación, romper
con toda tradición, n o poder encontrar n a d a aprovecha-
ble fuera de lo que ellos h a n descubierto t a n absorben-
t e m e n t e . No e n t i e n d e n eso que antes e n t e n d í a n tanto.
No tienen paciencia con los buscadores. Entre ellos se
reclutan los reformadores religiosos, así como entre
quienes n o h a n experimentado la conversión lo n a t u r a l
es insertarse en el interior de aquella tradición de la
que los padres, que fueron sin d u d a los primeros e n dar
n o m b r e a las cosas inexpresables de la vida, interpre-
t a b a n el m u n d o .

22
4. La experiencia ética
La experiencia ética comparte con la experiencia on-
tológica su carácter de absoluta: n o podemos poner en
d u d a la existencia, y n o podemos poner en d u d a que
t e n e m o s deberes. Pero lo m á s peculiar de ella es que,
mientras la experiencia ontológica y la religiosa abren
a u n a interrogación incansable, la experiencia ética es
absoluta t a m b i é n por el lado de las respuestas. Es la
única experiencia positiva concluyentcmente absoluta.
Carece del e n c a n t o de la aventura abierta, que tanto se
halla presente e n esas otras experiencias y en la expe­
riencia estética y e n la interpersonal. Pero, a cambio, da
u n a primera base de perfecta solidez a la conducta y,
por ello, se adecúa m u y bien al papel de p u n t o de par­
tida incuestionable, intersubjetivo del p e n s a m i e n t o . La
filosofía que se atreve a dar respuestas es y debe ser
p e n s a m i e n t o ético; y es esencial poner al nivel del pen­
samiento ético la interpretación de la religión, de la m e ­
tafísica, del arte y del amor.
También e n este c a m p o nuevo de fenómenos se nos
vuelve difícil de aplicar el término «experiencia». Los
dos instantes decisivos de la experiencia ética son, des­
de luego, la t o m a de u n a opción y la prueba de la sin­
ceridad de la opción t o m a d a c u a n d o llega la ocasión de
expresarla e n los actos. La invisible m á x i m a , como dice
Kant, sólo podemos inferirla i n s e g u r a m e n t e de la rea­
7
lidad bien empírica del acto ; y a u n así permanece el
secreto del corazón, secreto incluso para nosotros mis­
mos, los que en mejores condiciones estamos de juzgar
si realmente h a b í a m o s adoptado u n a actitud moral, a
la vista de lo que resulta al final ser n u e s t r a acción.

7
Sobre t o d o , e n el c o m i e n z o d e la primera parte de La religión dentro
de los límites de la mera razón ( 1 7 9 3 ) . Alianza, Madrid, 1969, 3 0 s s .

23
Para poder hablar en u n sentido suficientemente
controlable de experiencia ética, t e n e m o s que referirnos
a los casos, n o m u y frecuentes en la vida t a n sólo por­
que procuramos todos que n o lo sean tanto como de­
bieran, en los que nos vemos confrontados con el con­
flicto p a t e n t e entre el deber y la previsión del dolor que
se seguirá si lo cumplimos. Una experiencia ética ple-
naria es j u s t a m e n t e u n a alternativa entre el deber y el
miedo. La virtud moral por excelencia es la fortaleza;
dicho e n términos clásicos: la socrática valentía. La ex­
periencia ética siempre es heroica, pero, n a t u r a l m e n t e ,
el héroe es el que n o p u e d e llamarse a sí m i s m o con
ese n o m b r e , porque simplemente h a visto clarísimo que
actuar de otro m o d o a como él está a c t u a n d o n o es vivir
en el nivel n o r m a l de la vida h u m a n a , sino que es u n a
bajeza insufrible, u n a degradación cuya vergüenza re­
8
sulta v e r d a d e r a m e n t e aniquiladora . El h o m b r e justo n o
podría haber vivido de otra m a n e r a , y por esto es m u y
n a t u r a l que el p e n s a m i e n t o antiguo haya llegado a con­
fundir la lucidez perfecta con la virtud. Es verdad que
para rechazar el deber lo primero que es necesario es
aturdirse, n o ver ya n a d a claro, olvidarse de todo lo que
es verdad, y, en definitiva, n o pensar. Pero también es
cierto que las decisiones morales m á s importantes, y,
por lo m i s m o , las experiencias éticas plenas, n o suelen
ser el fruto de u n a larga deliberación expresamente de­
dicada a sopesar m u y bien las posibilidades antes de
tomar u n a opción. Ni suelen serlo, ni deben serlo. El acto
de justicia tiene que tener detrás de sí u n duro apren­
dizaje, u n a larga ejercitación en el discernimiento, u n a
verdadera educación en la posibilidad, como pedía Kier-

8
Cfr. H. REINER, «El f u n d a m e n t o de la o b l i g a c i ó n m o r a l y el b i e n
moral», e n Vieja y nueva ética. Revista d e O c c i d e n t e , Madrid, 1964, 5 4 s s .

24
kegaard, que es realmente la adquisición laboriosa de los
hábitos morales. El principal siempre, la fortaleza.
La acción n o se deja anticipar apenas, por poderosa
que sea la imaginación h u m a n a . La ocasión moral nos
sorprende casi siempre, y lo i m p o r t a n t e es que j a m á s
nos t o m e desprevenidos. Una acción sólo se parece a
otra anterior, pero siempre está cargada de novedad,
siempre está en el centro de u n cúmulo nuevo de cir-
cunstancias que p u e d e n poner obstáculos al juicio claro
de la justicia. Y sin embargo, sin tiempo, sin respiro,
hay que actuar, y n a d a sabemos con mayor certeza que
la verdad de que e n cada acción se juega u n a partida,
con m á s o m e n o s apuesta de por medio, entre el miedo
y la justicia. Y sabemos t a m b i é n que las pequeñas ce-
siones al miedo son la mejor escuela para conseguir u n a
i n m e n s a debilidad el día que llegue el caso serio.
El enemigo moral está, pues, dentro de nosotros
mismos, porque le h e m o s dado e n t r a d a en casa u n día
i n m e m o r i a l m e n t e lejano. Ya este dato nos orienta acer-
ca de cómo la experiencia ética crece en el ámbito de
la que he d e n o m i n a d o experiencia ontológica. Ser h o m -
bre, por lo visto, es tener miedo; y de nuevo tendremos
que decir que se trata de u n miedo incomprensible,
irracional, porque n a d a nos es más cierto que el hecho
de que, si cedemos al miedo, del otro lado nos espera
el peor de los horrores. Lo natural, al parecer, sería te-
nerle miedo al miedo, temer la cobardía moral; pero el
hecho es que n o nos podemos desprender del miedo
moral, que, por cierto, se presenta envuelto en toda cla-
se de disfraces.
¿Qué es este m i e d o omnipresente? ¿Cuál es, por otra
parte, la raíz del valor moral, de la lucidez sobre el de-
ber y del impulso a realizarlo afrontando lo que t a n t o
t e m e m o s ? M u c h a s falsas salidas nos p o n e n enseguida
a n t e u n a contradicción. Podríamos buscar u n a respues-

25
ta refiriéndonos a que el h o m b r e desea, sobre todo, vivir
sin conflicto y sin esfuerzo; pero vemos que n a d a trae
mayores conflictos que la realización rigurosa del ideal
de la n o violencia. Nietzsche a b o m i n a b a de la cobardía
de Jesús, en quien veía al h o m b r e que sólo desea n o
mirar a la cara a las trágicas contradicciones de la exis-
9
tencia ; pero esa enemiga es ridicula, como comproba-
remos a poco que i n t e n t e m o s imitar el modelo ético de
Jesús, porque el m á s p e q u e ñ o paso en su seguimiento
nos p o n e e n lucha hasta con quienes t a m b i é n dicen
seguirlo y, desde luego, con nosotros m i s m o s .
¡Qué estúpido es el miedo moral y c u á n t a corrup-
ción —para n a d a se emplea mejor esta palabra— intro-
duce e n el m u n d o ! A poco que nos d e t e n g a m o s a con-
siderar seriamente esta verdad, n o podremos m e n o s que
admirar p r o f u n d a m e n t e a los pensadores de la Ilustra-
ción, que pretendieron identificar la voz del deber con
la voz de la razón, a u n al precio de poner en cuestión
la identidad superficial entre la razón teórica y la razón
práctica. Esta última n o es sino el principio de la au-
tonomía moral, la libertad misma, la independencia res-
pecto de todo miedo y toda ignorancia: el p u n t o e n que
se apoya u n h o m b r e para hacer frente a cualquier ene-
migo. Estos pensadores identificaron el miedo con el
ciego amor a sí mismo, o sea, con la interpretación del
m u n d o en la que el p e q u e ñ o yo de cada u n o se p o n e
imbécilmente en el centro absoluto de todo; y sostuvie-
ron que la experiencia ética era, por tanto, la experien-
cia del sacrificio de esa pequenez en el ara de la uni-
versalidad h u m a n a : del Yo con mayúsculas, o, m á s
bien, del Nosotros de la razón libre y a u t ó n o m a . Por

9
Véase, por e j e m p l o , El Anticristo, nn. 29 y 30 (1888). M a n z a , M a -
drid, 1 9 7 4 , 5 7 s s .

26
esto construyeron u n a concepción de la vida basada e n
la a u t o n o m í a de la razón, respecto de la cual tuvieron
que considerar a cualesquiera otros resortes de la acción
h u m a n a como fuentes de la inmoralidad, ya se los lla­
m a r a fe religiosa, tradición, nacionalismo, filantropía,
10
placer o ansia de inmortalidad . Estamos en u n a enor­
m e d e u d a con esta filosofía que veía e n cada u n o de
nosotros, e n la medida en que se atuviera a lo racional
de sí mismo, y sobre todo a lo racional-práctico, u n a
persona sin precio posible, u n fin en sí m i s m o a la vez
que u n ciudadano libre de la Jerusalén celestial con­
vertida en la república ideal. Esa deuda n o h a sido can­
celada, y es u n espectáculo terrible presenciar los ata­
ques irresponsables e ignorantes que llueven constan­
t e m e n t e y desde todas las posiciones sobre esta filosofía
extraordinaria. Pero es u n a ingenuidad pensar que las
grandes cosas n o están a h í siempre con u n flanco abier­
to a la profanación.
El p e n s a m i e n t o religioso debe a estos h o m b r e s ex­
traordinarios u n a depuración radical del concepto del
individuo, del existente personal. La verdadera religión
está a salvo de tales malentendidos, pero n o así la teo­
logía ni la filosofía; y ellas sí necesitaban pasar por el
fuego purificador de la filosofía moral kantiana. Toda
esa filosofía sigue siendo verdad en el interior de u n a
comprensión a ú n m á s h o n d a y m á s abarcante de la rea­
lidad, que, sobre todo, tiene que prestar atención al

1 0
R e p á s e n s e , c o m o e j e m p l o s b i e n p a t e n t e s , d o s lugares k a n t i a n o s :
la O b s e r v a c i ó n II al T e o r e m a IV d e l libro I de la primera parte d e la
Crítica de la razón práctica ( 1 7 8 8 ) . S i g ú e m e , S a l a m a n c a , 1994, 5 4 s s ; y la
«División de t o d o s los principios posibles d e la m o r a l i d a d , s e g ú n el s u ­
p u e s t o c o n c e p t o f u n d a m e n t a l d e la h e t e r o n o m í a » , q u e es la ú l t i m a sec­
c i ó n d e l cap. 2 d e la Fundamentación de la metafísica de las costumbres
( 1 7 8 5 ) . Madrid, M a r e N o s t r u m , 2 0 0 0 , pp. 7 4 s s .

27
arraigo de la experiencia ética e n la experiencia onto-
lógica. Pero insistiré a ú n en el otro lado de la verdad:
la moral tiene que actuar siempre beneficiosamente so-
bre las interpretaciones de la experiencia ontológica,
que, de otro modo, p u e d e n terminar por desfigurar ab-
solutamente la realidad a la que p r e t e n d e n servir. Bás-
tenos el ejemplo del caso Heidegger para que n o olvi-
demos qué grande es ese peligro.
La religión le ofrece al h o m b r e u n a comprensión
m á s completa, m á s profunda tanto del miedo como de
la fortaleza moral; pero la individualidad religiosa n o
puede pretender ser tal si cree que la religión m e n o s -
caba o deforma de alguna m a n e r a las exigencias del
deber. Este tiene en sí su fuerza, que es el testimonio
extrarreligioso m á s grande de la dignidad del h o m b r e .
No se a ñ a d e u n ápice de obligatoriedad al deber por el
hecho de que acertemos a verlo, en t a n t o que h o m b r e s
religiosos, radicado e n la estructura de la existencia,
que n o está centrada e n el pequeño yo del h o m b r e , sino
e n la presencia de Dios. La dignidad moral del h o m b r e
es, m u y realmente, su capacidad de sacrificio de sí, de
postergación de sus míseras esperanzas, en el altar del
bien general, de la verdad y, en definitiva, de u n a es-
peranza por comparación con la cual nuestras m e t a s
u l t r a m u n d a n a s son insignificantes. La a u t o n o m í a inter-
subjetiva de la razón práctica es u n a r m a de maravillosa
eficacia para combatir la superstición, el fanatismo y la
estupidez, a d e m á s de la pereza y el egoísmo. Sólo desde
su altísimo nivel se anuncia, a d e m á s , la seriedad de la
experiencia religiosa que se va dejando iluminar por la
experiencia de la vida.

5. La experiencia estética
La experiencia estética es el n o m b r e primero de la
experiencia ontológica, el m á s antiguo. El descubri-

28
m i e n t o de la existencia nos hace descubrir el m a l en la
experiencia dolorosa de lo que n o tiene sentido, de lo
que amenaza con aniquilarnos; pero t a r d a m o s tiempo
hasta que conseguimos plasmar en experiencias mora-
les este descubrimiento primero del enemigo moral.
Nuestra vida es u n combate contra el mal, pero nece-
sitamos imperiosamente u n aprendizaje moral, u n largo
proceso de formación de la razón práctica, en el que
llegamos a saber llamar a las cosas por sus nombres y
conseguimos descubrir la altura del deber.
El n i ñ o n o es u n sujeto moral, ni es siquiera u n
sujeto religioso, h a s t a que n o elabora ya u n t a n t o su
experiencia originaria de la existencia. Pero es, en cam-
bio, u n sujeto de experiencia estética".
C u a n d o nos referimos a ésta, la a m b i g ü e d a d de las
palabras crece todavía e n relación con la que ya h e m o s
encontrado e n los campos semánticos que anteriormen-
te h e m o s recorrido. Porque e n su plenitud debemos lla-
m a r experiencia estética a la creación artística, respecto
de la cual son experiencias derivativas, m e n o s origina-
rias, quizá preámbulos de la experiencia estética cul-
m i n a n t e , esas otras que consisten todas e n el senti-
m i e n t o de la belleza y del misterio de la realidad. La
plenitud es aquí la respuesta personal —intensísima-
m e n t e activa, a la vez que guiada, por así decirlo, por
el genio m i s m o de la belleza de la realidad— que el
artista da, como u n eco, a lo real. No es sólo u n a ima-
gen propia del romanticismo la que se refiere al artista
como el i n s t r u m e n t o musical cuyas cuerdas pulsa la
vida. La creación artística es u n éxtasis de apariencia

" M e p e r m i t o remitir a m i e n s a y o La génesis de la reducción y los


orígenes líricos de la filosofía, e n A . SERRANO DE H A R O ( c o m p . ) . La posibilidad
de la fenomenología. Editorial C o m p l u t e n s e , M a d r i d , 1997, 3 5 - 5 8 .

29
paradójica: u n dejarse mover por lo misterioso en lo
real, como si se tuviera la ilusión de que eso misterioso,
esencialmente indeterminable, vago, total, que nos
mueve, pudiera dejarse encerrar e n los límites de u n
poema, de u n a tela, de unos m i n u t o s al piano. El artista
es p l e n a m e n t e consciente de que u n esfuerzo semejante
tiene que terminar mal y deberá reemprenderse m a -
ñ a n a m i s m o , para volver a fracasar; pero es u n artista
e n la m e d i d a en que n o puede sino dejarse llevar de
esta extraña locuacidad sobre lo real, a la que n i si-
quiera le importa demasiado que haya oídos que la es-
cuchen. Como si el artista trabajara exclusivamente
para ser atendido por ese misterio en lo real que a él
le h a puesto en movimiento.
Tal experiencia extática es ajena a m u c h o s h o m b r e s ,
y h a habido pensadores que h a n llegado a decir que,
en el fondo, es u n a experiencia que n o cabe que la haga
el h o m b r e en la plenitud de su madurez, o el h o m b r e
completo, sino siempre tan sólo u n a parte de él, de
m o d o que el artista como tal sería siempre u n tipo ana-
12
crónico de n i ñ o . Creo que e n esta descripción se en-
cierra u n a i m p o r t a n t e verdad.
Pero a costa de tal verdad sería fatal perder de vista
que, en cambio, el primer m o m e n t o de la experiencia
estética, ése al que h e d e n o m i n a d o experiencia de la
belleza misteriosa del conjunto de lo real, es práctica-
m e n t e inseparable de la experiencia ontológica, y, por
lo m i s m o , constituye u n o de los factores m á s importan-
tes de la infancia h u m a n a . Y h a s t a cabe decir que m u -
chas cosas se deciden en la b u e n a fortuna de haber

1 2
A s í e n la teoría del arte q u e elabora Franz R o s e n z w e i g a lo largo
d e los tres libros d e la parte s e g u n d a d e su Estrella de la Redención, loe.
cit.

30
vivido inicialmente profundas experiencias de este tipo,
a las que quizá cuadraría el n o m b r e de experiencias lí-
ricas. Se trata en ellas de lo que m u c h o s artistas (re-
cordemos a Flaubert o a Azorín) h a n llamado la edu-
cación de la sensibilidad; y m e atrevo a creer que la
finura de la sensibilidad lírica es u n c o m p o n e n t e deci-
sivo para favorecer la plenitud de la vida moral, de la
vida religiosa y de la filosofía y del amor.
En las primeras etapas de la constitución de la per-
sonalidad, el n i ñ o siente, m u c h o m á s que sabe o dice.
Pensar empieza por ser sentir; y sobre todo, sentir e n
carne viva el enigma que es la vida. Sentir m u y dolo-
r o s a m e n t e la verdad de la existencia tal como antes la
describíamos; porque e n el fondo de ese dolor se des-
pierta t a m b i é n el sentido para lo propiamente misterio-
so. En el m i s m o dolor por la m u e r t e , por el tiempo, por
n o saber y n o entender, d e s p u n t a u n extraño gozo, u n a
curiosidad infinita por descubrir qué deparará la vida.
Incluso p u e d e ocurrir que enseguida este gozo se de-
sarrolle e n lo que solemos llamar u n intenso a m o r a la
vida m i s m a , que n o se agota en la m e d i d a e n que está
seguro de que la vida es inagotable e n sorpresas, por
dolorosas que éstas p u e d a n ser.
El tiempo, cuyo paso nos a t o r m e n t a , y de tal m a -
nera que este t o r m e n t o suele ser el primer n o m b r e que
d a m o s a n u e s t r a experiencia de la existencia, es la
fuente principal de la experiencia lírica. Decimos que
son hermosas las cosas porque son caducas, porque son
nuevas siempre y apenas d u r a n n a d a ; porque nos h a c e n
sufrir todas y porque a la vez sabemos que este sufri-
m i e n t o se va a renovar mientras estemos vivos. El m á s
sabroso de los que Gide llamaba alimentos de la tierra,
el que m á s nos retiene a la vida y m á s nos hace deplo-
rar la m u e r t e , es esta experiencia constante de la n o -
vedad que n o cesa del m u n d o . Seguramente es por esto

31
por lo que, al parecer, es frecuente la recapitulación de
la vida e n los últimos instantes de ella. C u a n d o la va-
m o s a perder, ¿cómo n o llenarnos de u n a nostalgia in-
finita por evocar simplemente u n a tarde de verano de
nuestra infancia, u n beso, u n viaje? De aquí t a m b i é n
que la experiencia estética plena, es decir, la creación
artística, responda al imperativo, a sabiendas paradóji-
co, de eternizar el instante y hasta, e n determinadas
épocas o sensibilidades, de plasmar el c a n o n m i s m o
eterno, divino, que sólo i m i t a n m a l a m e n t e las bellezas
fugaces de la vida.
En la m e d i d a e n que el tiempo y lo imperfecto son
hermosos por ser efímeros, soñamos con que sus con-
trarios a ú n serán m á s hermosos; pero a ñ a d i m o s la iró-
nica condición de que la eternidad y la perfección se
nos presenten todavía e n la figura de u n a obra hecha
de materia y tiempo, porque n o sabemos saborear de
otra forma el ideal.
Y por esto m i s m o n o m e parece que sea la belleza
del m u n d o exactamente aquello que configura el éxtasis
de la experiencia lírica y de la plena experiencia esté-
tica. Hay sensibilidades para las que la obra de arte tie-
n e que alejarse e x t r e m a d a m e n t e del canon clásico, de
lo bello y lo eterno y lo divino. Y sobre todo, hay fe-
n ó m e n o s extraordinarios de experiencia estética que de
n i n g u n a m a n e r a podemos describir apoyándonos e n la
palabra belleza. No es la belleza, sino el misterio, es
decir: lo insondable y lo inagotable de lo real, aquello
que primordialmente constituye el objeto de la expe-
riencia lírica.
Entre estos ejemplos, n i n g u n o m e h a atraído per-
sonalmente m á s que el arte surgido de los campos de
exterminio, que es la consumación trágica del arte. Hay
sobre todo escritores que h a n encontrado su voz propia
e n lo m á s terrible de la noche del mal, y que, a la vez

32
que d e n u n c i a n toda teoría, teológica o atea, sobre ese
mal, sólo se h a n curado de sus efectos aniquiladores
13
relatándolo obsesivamente . Saben que n o están exac-
t a m e n t e relatándolo, y esto los estimula t a n t o m á s a n o
apartarse del único t e m a que p u e d e ya ocupar su acti-
vidad de artistas. Saben que toda esperanza h a desa-
parecido, para ellos y para nosotros, en u n m u n d o en
el que el bien h a sido —luego p u e d e ser y será— que-
m a d o y vuelto ceniza; pero escriben. Han superado la
n a d a m e d i a n t e la escritura, y n o m e d i a n t e cualquier pa-
labra, sino b u s c a n d o i n c e s a n t e m e n t e la expresión que
sea por fin la adecuada a la experiencia de la nada.
Estos casos revelan cómo es verdad que la desespera-
ción referida al m u n d o n o es ya la desesperación sin
m á s , en la que resulta comprendida la propia existencia.
Lejos de eso, c u a n t o m á s traumática es la experiencia
de lo extraño que nos desespera, m á s violento surge
desde lo invisible de nosotros m i s m o s u n grito de re-
belión que es santo, a u n q u e p u e d a increpar a u n Dios
que se entiende que es principalmente Dios de la his-
toria y Señor del m u n d o .

6. La experiencia lógica y la experiencia


interpersonal
Debemos considerar todavía m u y seriamente — a u n -
que e n m u y corto espacio— que de la lista de las ex-
periencias m á s cargadas de sentido con las que cuenta
la vida h e m o s dejado a ú n de e n u m e r a r dos: la expe-
riencia de la teoría y la experiencia de la comunicación

1 3
V é a s e m i e n s a y o « S h o a h , n i h i l i s m o , estética. Dios», acerca de la
obra d e Elie W i e s e l , e n m i s Ensayos sobre lo Absoluto. Caparros, Madrid,
1 9 9 3 , 103ss.

33
intersubjetiva: la lógica y el amor. Pero a d e m á s de in-
justo es imposible n o hacer m e n c i ó n de ellas, c u a n d o
de lo que se trata es de procurar describir en sus rasgos
c o m u n e s y e n sus diferencias todas las grandes, deci-
sivas clases de la experiencia h u m a n a . ¿Es insignifican-
te, por ejemplo, el esfuerzo —y su resultado— que po-
n e m o s en el estudio de los tipos y la naturaleza de las
experiencias plenarias?
A primera vista se diría que conseguir u n poco de
claridad, de orden, de teoría y de lógica sobre las cosas
es m á s bien u n e m p e ñ o superfluo, si es que n o pedante,
académico, espurio. Pero así sólo p u e d e n hablar los que
j a m á s h a y a n conseguido n a d a de todo eso. De n i n g u n a
m a n e r a podrá hacerlo ya el n i ñ o que haya experimen-
tado la p e q u e ñ a alegría, la sorpresa de resolver u n a
ecuación e n t e n d i e n d o perfectamente cómo lo h a hecho.
Poner todas las esperanzas e n la claridad de la lógica
es necio; pero rehuirla es sencillamente malo, malo e n
sentido moral. Hay que tener también m u y b u e n a s ra-
zones para rechazar entrar en el círculo de los entu-
siastas por oír a Sócrates preguntar i n t e r m i n a b l e m e n t e
y refutar u n a y otra vez. Y es que e n esto está la clave
de la importancia de la experiencia teórica: e n que des-
hacer las apariencias n o es t a n t o dejar detrás de sí u n
edificio de teoremas inconmoviblemente demostrados,
c u a n t o poder p r e g u n t a r preguntas cada vez m á s perti-
n e n t e s . No se puede p r e g u n t a r n a d a c u a n d o n o hay
n a d a claro ya. No es que n o se tenga derecho, es que
literalmente n o se puede, incluso si se t o m a n en la boca
las m i s m a s palabras con las que otros sí h a n pregun-
tado realmente. La aventura de la claridad n o es sólo
imprescindible por la razón moral que antes vimos, sino
que es el requisito para n o dejar que se sequen en no-
sotros las fuentes de las experiencias religiosas, estéticas
e interpersonales. Si n o h a y afán auténtico de lucidez,

34
y, por cierto, u n afán infinitamente libre por la verdad,
lo único que quedará será el d o g m a t i s m o atroz —atroz
en todos sentidos— del lector de u n solo libro, o hasta
n a d a m á s que del intérprete de sí m i s m o y sus propios
intereses opacos y cortos. Sin libertad y e n t u s i a s m o teó-
ricos, sólo queda u n a existencia que n o es m á s que u n a
piedrecita silenciosa del edificio, sin mayor sentido, del
m u n d o : u n a pieza servil, triste, desesperada, a la que le
vendría e n o r m e el regalo formidable de u n a experiencia
llena de sentido. Afortunadamente, las voces a u n a d a s
de la realidad y del ser del h o m b r e h a c e n m u y difícil
esta sordera, que siempre será u n a sordera voluntaria,
forzada y estudiada.
Y finalmente, si el símbolo de todos los símbolos
para referirse a lo divino es el centro insondable de la
existencia individual, ¿qué enriquecimiento n o le ven-
drá a la experiencia religiosa —y, por lo mismo, a las
restantes experiencias de sentido e n la vida— del hecho
de comprobar que Dios n o tiene sólo u n símbolo, sino
tantos como existencias individuales hay? La comuni-
cación, el amor interpersonal' es literalmente u n a fan-
tástica multiplicación, u n a potenciación ilimitada de las
experiencias todas de que u n a existencia es capaz. Mi
existencia permanece, ú l t i m a m e n t e , en su soledad, en
su individualidad; pero queda doblemente fascinada por
la realidad c u a n d o experimenta que esta soledad suya
hace compañía a otra soledad. Dios n o se expresa sólo
diciendo m i vida. No puede decirla m á s que diciendo
todas las otras vidas personales. De aquí la extraordi-
naria importancia de comunicarnos en la medida de lo
posible con la historia entera de los hombres, hasta tal
p u n t o que sea m u y verdadero decir, con los románticos,
que la noción de Dios n o se alcanza en su plenitud m á s
que por este camino. U n a m u n o llega a emplear la hi-
pérbole que consiste en historizar, en personalizar, gra-

35
cias a la imaginación, que es la fuerza sustancial del
hombre, incluso los límites m á s apartados de lo inani-
m a d o . Y dice por esto que sólo si llegamos a dolemos
de la m á s lejana estrella empezaremos a entender a qué
se h a n referido los hombres religiosos cuando h a n usado
14
las palabras de la religión . Pero la verdad es que el niño
que descubre el enigma de la existencia ya h a llegado
con el centro de su ser hasta el confín del m u n d o . Luego
se trata, como todos sabemos, de n o dejarnos dormir.
No podemos vivir c o n s t a n t e m e n t e en el fuego de las
experiencias plenarias; pero ésta es t a m b i é n u n a lección
necesaria que la realidad nos da. Y es que la autenti-
cidad de tales experiencias se hace valer, sobre todo, e n
cómo configuran calladamente la rutina diaria. Si pu-
diéramos atender con plenitud a la vida, n a d a nos sería
rutinario y tedioso. Pero la tensión e n la que debemos
vivir, siempre pretendiendo ver claro, sentir intensa-
m e n t e , conducirnos con la p u r a valentía de la justicia,
a m a r a todos los seres, tiene que expresarse en la forma
paciente y llena de esperanza de u n a vida cotidiana e n
que sólo rara vez nos sorprende la voz de Dios gritando
m á s sonoramente que u n suspiro del aire. M á s que b u s -
car las grandes experiencias, de lo que se trata es de
serlas ya siempre, unificadas, pacificadas.

14
Del sentimiento trágico de la vida VII ( 1 9 1 2 ) . Espasa-Calpe, Madrid,
5
1 9 3 8 , 133s.

36
CÁTEDRA U r l AMINADE

Miguel García Baró - Carlos Domínguez Morano


Pedro Rodríguez Panizo

EXPERIENCIAS
RELIGIOSAS
Y CIENCIAS
HUMANAS

HM>£i\> i PPC ¿ ¿oo^


D i s e ñ o de cubierta; Estudio SM. Pablo N ú ñ e z

© M i g u e l G a r c í a - B a r ó , Carlos D o m í n g u e z M o r a n o ,
Pedro Rodríguez Panizo, 2001
© PPC, E d i t o r i a l y D i s t r i b u i d o r a , S.A.
Agastia, 8 0
28043 Madrid

ISBN: 84-288- 1709-X


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P r e i m p r e s i ó n : Grafilia, S.L.
I m p r e s o e n E s p a ñ a / Printed in Spain
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