2 Lecturas Sobre La Casa Azul

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LA CASA AZUL: EL UNIVERSO ÍNTIMO DE FRIDA KAHLO

“Jamás, en toda la vida, olvidaré tu presencia.


Me acogiste destrozada y me devolviste entera, íntegra.”
Frida Kahlo

Al profundizar en el conocimiento del legado de Frida Kahlo se descubre la intensa relación


que existe entre Frida, su obra y su casa. Su universo creativo se encuentra en la Casa
Azul, donde vivió la mayor parte de su vida. Aunque al casarse con Diego Rivera, la artista
residió en distintos lugares en la Ciudad de México y en el extranjero, Frida siempre
regresó a su casa familiar de Coyoacán.

Ubicada en uno de los barrios más bellos y antiguos de la Ciudad de México, la Casa Azul
fue convertida en casa museo en 1958, cuatro años después de la muerte de la pintora.
Hoy, es uno de los museos más concurridos en la capital mexicana.

La llamada Casa Azul o Museo Frida Kahlo, es el lugar donde los objetos personales
develan el universo íntimo de la artista latinoamericana más reconocida a nivel mundial.
En esta residencia, se encuentran algunas obras emblemáticas de la artista, tales como
“Viva la Vida” (1954), “Frida y la cesárea” (1931) y “Retrato de mi padre Wilhem Kahlo”
(1952).

En la recámara que Frida usaba de día, permanece su cama con el espejo en el dintel. Su
madre lo mandó colocar después del accidente que Frida sufriera en un autobús, en
septiembre de 1925, al regresar de la Escuela Nacional Preparatoria. Durante la larga
convalecencia que la mantuvo inmóvil por nueve meses, Frida pudo iniciarse en el retrato.
La Casa Azul: el Universo Íntimo de Frida Kahlo

Al pie de su cama están enmarcadas imágenes de políticos de izquierda cuyo legado era
admirado por la pintora, tales como Lenin y Mao Tse Tung.

En el Estudio, se encuentra el caballete que le regaló Nelson Rockefeller a Frida, así como
sus pinceles y sus libros. En su Recámara de Noche se guarda la colección de mariposas
enmarcadas que fue obsequio del escultor japonés Isamu Noguchi, además del retrato
fotográfico de Frida, hecho por su amigo y amante, el fotógrafo Nickolas Muray.

Cada objeto de la Casa Azul dice algo de la pintora: las muletas, los corsés y las medicinas
son testimonios de sus malestares físicos, así como de las cirugías a las que fue sometida
la pintora mexicana. Los exvotos, juguetes, vestidos y accesorios hablan de una Frida que
cuidaba y atesoraba objetos tan diversos como bellos.

La casa misma habla de la vida cotidiana de la artista. Por ejemplo, la Cocina es típica de
las construcciones antiguas mexicanas, con sus ollas de barro colgadas en paredes y las
cazuelas sobre el fogón. Este espacio es testimonio evidente de la variedad de guisos que
se preparaban en la Casa Azul. Tanto Diego como Frida gustaban de agasajar a sus
comensales con platillos de la gastronomía tradicional mexicana.

En su Comedor convivieron grandes personalidades de la cultura y destacados artistas de


la época, entre ellos André Breton, Tina Modotti, Edward Weston, León Trotsky, Juan
O´Gorman, Carlos Pellicer, José Clemente Orozco, Isamu Noguchi, Nickolas Muray, Sergei
Eisenstein, el Dr. Atl, Carmen Mondragón, Arcady Boytler, Gisèle Freund, Rosa y Miguel
Covarrubias, Aurora Reyes e Isabel Villaseñor.

La Casa Azul se convirtió entonces en una síntesis del gusto de Frida y Diego, y de su
admiración por el arte y la cultura mexicana. Ambos pintores coleccionaron piezas de arte
popular con un gran sentido estético. En particular, Diego Rivera amaba el arte
prehispánico. Muestra de ello es la presencia de esculturas mesoamericanas en la
decoración de los jardines, así como en el interior de la Casa Azul.

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La Casa Azul: el Universo Íntimo de Frida Kahlo

El hogar de Frida se convirtió en museo porque tanto Kahlo como Rivera abrigaron la idea
de donar al pueblo de México su obra y sus bienes. Tras el fallecimiento de Frida, Diego
pidió a Carlos Pellicer – amigo muy cercano a pareja, poeta y museógrafo― que realizara
la museografía para abrir la casa al público como museo. Desde entonces, la atmósfera
del lugar permanece como si Frida habitara en él.

Así describió la casona Carlos Pellicer en noviembre de 1955: “Pintada de azul, por fuera
y por dentro, parece alojar un poco de cielo. Es la casa típica de la tranquilidad pueblerina
donde la buena mesa y el buen sueño le dan a uno la energía suficiente para vivir sin
mayores sobresaltos y pacíficamente morir…”

En la Casa Azul también vivió Diego Rivera por largas temporadas. Al comienzos de la
década del ’30, el muralista rescató la propiedad, pagando las hipotecas y deudas que el
padre de Frida había contraído sobre la residencia. Guillermo Kahlo había sido un
importante fotógrafo durante el gobierno de Porfirio Díaz, pero perdió este puesto de
trabajo como resultado de la Revolución Mexicana. Además, los múltiples gastos médicos
generados por Frida después del accidente endeudaron a la familia.

La casa, que data de 1904, no era un lugar de grandes dimensiones. Hoy tiene una
construcción de 800 m2 y un terreno de 1200 m2. De acuerdo con la historiadora
Beatriz Scharrer, Guillermo Kahlo, un inmigrante de origen alemán, construyó la casa a la
usanza del México de la segunda mitad del siglo XIX; con un patio central con los cuartos
rodeándolo. Fueron Diego y Frida quienes, más tarde, le dieron un estilo muy particular y,
al mismo tiempo, plasmaron en la residencia su admiración por los pueblos de México,
llenándola de vivos colores y decorándole con arte mexicano popular.

Beatriz Scharrer explica que, con el tiempo, la construcción sufrió algunas modificaciones.
Cuando el político ruso León Trotsky, junto a su esposa Natalia Sedova, llegaron a vivir a la
Casa Azul, en el año 1937, se tapiaron las paredes y se compró el predio de 1,040 m2
que hoy ocupa el jardín. Esto, con la finalidad de darle al intelectual soviético suficiente
seguridad y espacio, ante la persecución de la cual era objeto por parte de José Stalin.

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La Casa Azul: el Universo Íntimo de Frida Kahlo

En 1946, Diego Rivera le pidió a su gran amigo y arquitecto funcionalista Juan O ‘Gorman,
la construcción del Estudio de la Casa Azul. Diego propuso utilizar materiales originarios
del sur de Ciudad de México, tales como piedra volcánica o basalto, representativos de la
zona por haber sido utilizado por los aztecas para construir pirámides y tallar sus piezas
ceremoniales. En cuanto a su diseño, se dotó al Estudio de un estilo funcionalista, a la vez
que fue decorado con esculturas precolombinas mexicanas. Para el patio techado del
Estudio de la Casa Azul, Diego y Frida diseñaron mosaicos para los plafones, así como
embellecieron las paredes con caracoles de mar y jarros empotrados con la boca al
frente, de manera que pudieran servir de palomares.

Antes de morir, Diego le pidió a su mecenas y amiga Dolores Olmedo que, por un lapso de
15 años, no se abriera el baño de la que fue la recámara del muralista en la Casa Azul.
Pasó el tiempo y, mientras vivió, Lola respetó la voluntad de su amigo. Dejó cerrado no sólo
ese espacio, sino también el Baño de la Recámara de Frida, una pequeña bodega, baúles,
roperos y cajones. Diego había dejado un inventario breve de las cosas que guardó en su
baño, pero, hasta hace poco, nada se sabía sobre lo que se encontraba en el resto de los
lugares.

Durante casi tres años y gracias al apoyo de ADABI (Apoyo al Desarrollo de Archivos y
Bibliotecas de México), un grupo de especialistas ordenaron, clasificaron y digitalizaron el
acervo recién abierto, que comprende veintidós mil ciento cinco documentos, cinco mil
trescientas ochenta y siete fotografías, tres mil ochocientos setenta y cuatro revistas y
publicaciones, dos mil setecientos setenta y seis libros, decenas de dibujos, objetos
personales, vestidos, corsés, medicinas, juguetes... Dar a conocer estos tesoros a la luz
pública coincidió precisamente con el centenario del nacimiento de Frida Kahlo y el
aniversario luctuoso número cincuenta de Diego Rivera.

Los objetos descubiertos resultaron ser realmente interesantes, pues dan pistas que
enriquecen la biografía de ambos artistas. Algunos expertos que han visitado la exposición

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La Casa Azul: el Universo Íntimo de Frida Kahlo

comentan, sorprendidos, que la historia debería reescribirse, pues muchas de sus


suposiciones cobraron otro sentido a la luz de estos hallazgos.

Estos documentos y dibujos dan apasionantes claves sobre la obra de Frida. Por ejemplo,
se encontraron ilustraciones sobre la matriz y el desarrollo del feto humano, así como
dibujos sobre este tema. El boceto del marco de madera redondo de las dos Naturaleza
Muertas que la artista pintó con esta forma (una de las cuales es parte de la exposición
permanente de la Casa Azul) también estaba entre estos preciados objetos.

En el fondo de un ropero, atrás de algunos libros, se encontró una libreta llena de dibujos.
En ella apareció una pequeña pero importante ilustración titulada Las Apariencias
Engañan. Igualmente, en ese lugar permanecían guardados varios borradores del texto
del discurso “Retrato de Diego Rivera”, que Frida escribió sobre su esposo, para ser leído
en la exposición homenaje que se le hizo al muralista en el Palacio de Bellas Artes en
1949. Se había dudado de la autoría de Frida respecto a este texto, no obstante gracias
a este develado archivo, ahora tenemos la certeza de que estas bellas palabras salieron
de manos y mente de Frida.

Todo esto se resguarda en la casa de Frida, una construcción que encierra un manantial
de vivencias apasionantes.

Museo Frida Kahlo


Actualizado en febrero 2020

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EL ARTE POPULAR EN LA CASA AZUL

Los hombres que iniciaban la gestación de la civilización se acercaban al borde del agua a beber.
Con sus manos, aún inhábiles, formaban el tosco recipiente que les servía para saciar su sed.
Alguna vez, uno de ellos observó que su mano había dejado un hueco en el barro de la orilla. El
sol ardiente había quemado aquella forma que aún conservaba un poco de líquido en el fondo.
Su instinto lo llevó a que la recogiera y la llevara a su lugar de morada. Ese rudo cuenco de arcilla
fresca evolucionaría hasta convertirse en un recipiente endurecido por el fuego. Fueron los
primeros intentos en el oficio de alfarería, pero llevaban ya las huellas de las manos del hombre
fabricante y de su espíritu creador.

Con el paso del tiempo, el alfarero empezó a ornamentar sus primeras obras agregando
incisiones y dibujos con un hueso. Las crecientes necesidades de los usuarios y el desarrollo
mental de los alfareros fueron impulso para irles agregando a las piezas asas, soportes, bordes
ondulados, colores y bruñidos tersos. Acaso así, de aquella forma inicial en barro, nació el
proceso de la creación del objeto necesario y vital que se desarrolló hasta convertirse en una
cazuela, un jarro o una olla. Instrumentos que son de uso cotidiano entre nuestro pueblo.

Ha sido inherente al ser humano el deseo de transformar y embellecer todo lo que utiliza en su
vida diaria. A tal fin, las manos del mexicano se han inspirado en la naturaleza que lo rodea y
aprovechado con habilidad sus elementos. Así,
El arte popular en la Casa Azul

intuitivamente, esos elementos se convirtieron en motivos decorativos para sus creaciones. A


flores, frutos, animales y paisajes los cambia de escala para conseguir ese fin; los adapta y
transforma, estilizándolos, sin que pierdan su originalidad o fuerza expresiva. De esa forma es
cómo el mexicano ha embellecido, con su arte popular, todo lo que le rodea en su hogar, su
vestuario, los aperos de su labor, todo lo que constituye su entorno y forma parte de su existir.
A lo largo de los siglos el artesano local ha puesto igual empeño en crearlos, aunque sean
objetos efímeros y perecederos. Las manos mexicanas también se han esmerado en este
quehacer productor de belleza con el fin de preservar la vigencia de sus devociones religiosas
durante las fiestas que se celebran en su localidad. Para tal fin, han ensayado con todos los
materiales y técnicas conocidas o que han aprendido y heredado por generaciones. Y siempre
se han imaginado y desarrollado otras formas que nunca se resisten a sus esfuerzos y a su
habilidad innata. Al esencial barro de la cazuela del guisado, al de la olla de los frijoles o del jarro
del pulque lo han adornado tradicionalmente con sencillas rayas, grecas, vidriados, chorreados
o complicados decorados y leyendas alusivas al contenido del objeto o dedicatorias a su futuro
propietario. En muchas ocasiones la dedicatoria ha sido ingeniosa y aguda, como en el siguiente
cantar popular mexicano:

Oficio noble y bizarro,


Entre todos el primero,
Pues en la industria del barro,
Dios fue el primer alfarero
Y el hombre su primer cacharro.

Las manos del mexicano siempre están activas y lo han estado a través del tiempo. Su
imaginación y su destreza han llevado al artesano a transformar un simple asiento de palo en
una silla o un sillón de madera ostentando en el respaldo una guirnalda de flores pintada en
brillantes colores. Al sarape o al rebozo tejidos con paciencia y habilidad se les añade un fleco o
un rapacejo elaborado y vistoso. Un mantel o una camisa de manta blanca se verán convertidos
en prendas de ornato, transformadas con ricos bordados, deshilados o finos pliegues. Y hasta
el yugo de una yunta va labrado con esmero y tallado en la madera lleva el nombre del dueño. Ni

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El arte popular en la Casa Azul

una alcancía, útil para guardar unos pocos centavos, escapará al afán creativo del artista
popular de hacer lúcido y bello lo que va a utilizar. El impulso creativo y ornamental lo ha llevado
a convertir la idea en un cochinito de barro o en la cabeza hueca de una muchacha, pintada y
peinada al estilo de los años veinte, a quien nombrará “La Señorita Alcancía”. Una hoja de lámina
martillada, repujada y pulida, se transforma en dos florones que servirán para adornar el altar
de un templo y una mariposa revoloteando lo inspirará para hacer un juguete de ese mismo
material para su hija. Un caballito de cartón con crin de ixtle será la montura infantil de los niños.

En las diferentes festividades que se celebran, los danzantes se verán convertidos en personajes
simbólicos, ocultos los rostros y la verdadera personalidad, tras la gran variedad de máscaras
que se han fabricado durante generaciones. Y sobre la puerta de las iglesias y capillas se
levantan elaborados arcos formados de flores y frutos, que agregan más lucimiento a la ya
ornamentada fachada. El resultado es siempre un homenaje a la piedad religiosa y a la destreza
manual del pueblo mexicano. El apretado calendario religioso de nuestro pueblo ha estado
poblado de festejos y por tanto de multitud de oportunidades para manifestaciones de su arte
que, año con año, constantemente crea y transforma. Así, una sencilla palma del Domingo de
Ramos adquiere cada año diferentes y caprichosas formas. Para Corpus Christi, una mulita
manufacturada con hojas de elote ha llegado a semejarse a un elefante oriental, brillante de
colores, marmaja y huacales de cargamentos extraños.

No parecen existir límites para la creatividad y la imaginación en el arte popular mexicano. El


ingenio y la espontaneidad de estas creaciones populares del mexicano no eran aparentes,
hasta principios del siglo XX, para las mentalidades habituadas a poseer y utilizar toda clase de
artes decorativas importadas del extranjero. Los objetos utilitarios fabricados por el pueblo –sí
acaso se encontraban en los inventarios hogareños-, eran imprescindibles en la cocina, el aseo
o en infinidad de afanes domésticos de todos los días, pero hasta ahí llegaba su importancia. No
se consideraban como “arte”, eran simplemente enseres útiles. No existía la sensibilidad para
percibir la belleza en algo tan pequeño y necesario como el molinillo de madera que permitía
levantar, con sus múltiples aros tallados, la espuma del chocolate. Las cazuelas y los jarros
permanecían en la cocina, al igual que el aventador y los cucharones de palo. Todos los útiles de

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El arte popular en la Casa Azul

limpieza, escobas de vara, plumeros de colores y trapos bordados, se escondían en el desván.


Eran desechables cuando estaban acabados y habían cumplido su finalidad. No eran objetos de
colección sujetos a reparaciones, ni a figurar en vitrinas o en los testamentos familiares. De
tanto servir, todos los enseres cotidianos se vuelven casi invisibles y ya que no se repara en ellos
hasta el momento de reponerlos. Pero los objetos del arte del pueblo no necesitan
reivindicación. De una manera u otra, siempre han estado presentes recibiendo una validación
táctica en la vida de los mexicanos.

La poderosa memoria olfativa está vigente en nuestros sentidos y siempre evoca recuerdos de
las cocinas y los aromas de la cajeta de leche o del membrillate batiéndose en los cazos de
cobre que cocineras, nanas y abuelas cuidaban como tesoros. Olores y sabores de guisados, de
moles y salsas hechos en cazuelas vidriadas, han quedado en la memoria colectiva de nuestro
pueblo y persisten en la gran vitalidad que han emanado de sus cocinas. El recuerdo también
ha quedado marcado en las fiestas que hemos celebrado a través de los años.. Resulta también
inolvidable el olor del pegamento de cola que despedían las pintadas y efímeras máscaras de
cartón fabricadas para las fiestas patrias. En nuestra memoria estará siempre presente el
alboroto que provoca ver una gran piñata en forma de estrella panzuda. El gozo continuaba al
esperar romper la olla, rellena de dulces y fruta, convertida en elaborado regalo de papel de
China de colores, pegado con engrudo.

La estética intrínseca en nuestro arte popular empezó a ser percibida y apreciada por artistas
e intelectuales en una etapa en que se pugnó por que el mexicano se identificara con su
nacionalidad y se educara para valorar sus raíces y conocer su origen. En 1921, José
Vasconcelos, entonces Secretario de Educación, concibió y lanzó una cruzada cultural para
servir a un México que emergía después de diez años de Revolución. Con esa cruzada
Vasconcelos buscó que el pueblo se identificara con su patria y tuviera el orgullo de ser
mexicano. Consideró importante promover la educación y la alfabetización colectiva desde la
infancia. Aquellos esfuerzos estuvieron encaminados a consolidar una conciencia de la
nacionalidad. Y como parte de esa política, el ministro encomendó a varios artistas que pintaban
los muros de los edificios públicos teniendo como temática la historia del pueblo mexicano, sus
luchas y sus fiestas.

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El arte popular en la Casa Azul

Como es ampliamente sabido, estas primeras manifestaciones pictóricas de la historia


mexicana fueron realizadas principalmente por Diego Rivera y Clemente Orozco. Por su parte,
la tradicional y entrañable fiesta de la Santa Cruz fue plasmada por Roberto Montenegro en la
Hemeroteca Nacional. En su primer intento por valorar el arte que salía de las manos del pueblo
mexicano, José Vasconcelos encargó a tres artistas tapatíos que organizaran la primera
Exposición de Arte Popular Mexicano que se exhibiría en Río de Janeiro en el año de 1922. Se
trataba de Montenegro, Jorge Enciso y Gerardo Murillo (el Dr. Atl). En el pabellón mexicano en
aquella exposición montada en Brasil se mostró al mundo latinoamericano la capacidad y la
originalidad artística de nuestro pueblo. Ésta se había venido recogiendo por siglos en los objetos
creados para su vida diaria, en sus diversiones y en sus devociones religiosas, porque llevaban
el aura de sus sentimientos e imaginación.

Años más tarde, en 1940 se preparó una gran exposición de arte mexicano para Estados
Unidos que se exhibió en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Para aquella exposición se
reunió un panorama muy completo de la historia del arte mexicano que constó de notables
piezas prehispánicas, virreinales y numerosos objetos de arte popular. En nuestro país estas
obras ya se empezaban a apreciar. Habían sido seleccionadas por Montenegro, entonces
promotor y director del recién creado Museo de Arte Popular. Los grandes coleccionistas,
artistas e intelectuales de la época prestaron sus objetos más preciados para dar brillantez a
aquella muestra memorable. Significativamente, en la lista de agradecimientos que se publicó
figuraban Diego Rivera y Frida Kahlo. Fue así, que los norteamericanos pudieron admirar con
asombro la riqueza del brillante colorido de las piezas exhibidas, la finura de sus formas y la
belleza que emanaba de la gran variedad de objetos de arte popular que se exhibieron. En el
catálogo se incluyeron objetos de barro, vidrio soplado, lacas de Olinalá, esculturas en madera
de santos pueblerinos, exvotos, cerámica de Talavera, arreos charros, rebozos y pequeñas joyas
fabricadas en los pueblos para el lucimiento de las mujeres. Los estadounidenses,
acostumbrados a lo que sus grandes fábricas producían en serie, pudieron así entrar en
contacto con objetos que llevaban el carácter personal e íntimo de cada creador. Y el encuentro
floreció. Los grandes coleccionistas empezaron a adquirirlos para exhibirlos en sus hogares y
en salas especiales de sus museos. Así fue como se empezó a consolidar la fama en
Norteamérica del arte popular mexicano.

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El arte popular en la Casa Azul

Arte popular en La Casa Azul

Frida Kahlo y Diego Rivera habían contraído matrimonio en 1929. Aunque tuvieron muchos
encuentros y desencuentros, desde el primer momento en que se instalaron definitivamente en
La Casa Azul de Coyoacán, empezaron a utilizar diariamente y a coleccionar aquellas muestras
del arte popular del pueblo. Rivera había ya influido con su personalidad en la mentalidad de
Frida, quien adoptó sus ideas sin dificultad. La pareja no sólo utilizaba los objetos de la vida
cotidiana como mobiliario, vajillas, mantelería y trastes de cocina; también coleccionaban los
objetos decorativos que les eran agradables a sus desarrollados sentidos artísticos e
inclinaciones nacionalistas.

Con inteligencia percibieron Frida y Diego lo que había sido la estética en el siglo XIX y sus modas,
así como la nueva política: el hecho de que representaba la primera lucha y esfuerzos de pueblo
de México por adquirir su identidad al consumarse la independencia y liberarse del dominio
español. Fue la época en que se inició el nacionalismo en las artes. En la Academia de San Carlos
esta corriente se manifestó en escultura y pintura. Ahí realizó Rivera sus primeros estudios
artísticos.

Los pintores académicos se sensibilizaron a la nueva corriente y empezaron a representar


escenas que rescataban pasajes de la historia prehispánica, el drama de la conquista y los
afanes de los misioneros que llegaron a la Nueva España. Los alumnos recién egresados
dibujaban a lápiz flora y fauna del país y los primeros modelos de tipos populares mexicanos.

El romanticismo de la época había manifestado esa misma búsqueda de identidad nacional en


las instituciones literarias como fueron la Academia de Letrán y el Liceo Hidalgo. Los escritores
buscaron captar la idiosincrasia del pueblo, y reflejar en sus textos vidas, pensamientos y
costumbres legándonos pasajes inolvidables, memorias de aquellos tiempos y novelas.

Ese afán nacionalista se expresó también en la música. Los músicos rescataron melodías
populares que siempre habían estado y siguen estando, en la mente y en la voz del pueblo. Frida
las cantaba, como lo atestiguaron varios conocidos de la artista además de los instrumentos

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El arte popular en la Casa Azul

que se hallaron en su recámara. A principios del siglo XX la música vernácula sirvió a


compositores afamados como leitmotiv para crear obras relevantes.

El Comedor de La Casa Azul

En ese recinto familiar, Frida y Diego adornaron los muros con pinturas populares del siglo XIX.
Esas imágenes representan bodegones o naturalezas muertas con imágenes de verduras,
frutos y objetos mexicanos colocados en cacharros autóctonos. También dieron lugar a la
revaloración de otros émulos contemporáneos que antes estuvieron en boga en los comedores
burgueses decimonónicos.

Sobre la mesa del comedor, Frida Kahlo solía colocar manteles provenientes de diferentes
zonas del país que mostraban gran variedad de puntadas de aguja, labores de gancho,
aplicaciones y bordados de colores y deshilados. En el Museo Frida Kahlo se han conservado y
restaurado diferentes tipos de manteles y carpetas. Constituyen un muestrario representativo
de la habilidad y el buen gusto de las costureras mexicanas.

En el centro de la mesa lucían coloridas bateas o guajes laqueados con arreglos de ramilletes
de flores de papel o canastos con frutas de cera. En las vajillas de La Casa Azul quedaron algunos
ejemplares de Puebla, Oaxaca, Michoacán y el Estado de México. No sobrevivieron completas
esas vajillas a las manos de cocineras, a los viajes, empaques y desempaques de los artistas y
al paso del tiempo. Según testimonios, la pareja utilizaba el comedor cotidianamente y ahí
también se agasajaba a comensales importantes. Los muros de esta área tienen adosados
varios trasteros de madera pintados en amarillo vivo. Rebosantes de objetos de arte popular,
algunos contienen piezas notables de barro hechas por aquellos primeros artesanos que
reproducían los tipos populares que habitaban en el México del siglo XIX.

En este rescate de la identidad nacional, la pareja de artistas logró coleccionar las muy
mexicanas imágenes de la tortillera, el charro, la vendedora de frutas, el cargador y el
carbonero. Se trata de piezas salidas principalmente de los alfares de la familia Panduro de
Tlaquepaque, Jalisco. Durante generaciones, ahí se han trabajado estas figuras en barro
coloreado. Dichas muestras aún sirven y han servido a muchas familias mexicanas para
acompañar las imágenes de los “nacimientos” que se montan en los hogares durante las fiestas

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El arte popular en la Casa Azul

decembrinas. Igualmente podemos apreciar en esos trasteros, en toda clase de formas y


tamaños, platones y objetos de vidrio soplado creados en el preciado color azul cobalto que fue
la marca de distinción del mencionado taller.

En la colección que recogieron Diego y Frida no faltan muestras numerosas de barro vidriado
de Patamban en Michoacán. El acervo contiene platos, platitos, tazas y vasijas que siguen
luciendo su famoso color verde con decorados en oscuro, así como muchos ejemplares de loza
de Tzintzuntzan con ornamentaciones de motivos lacustres: pescadores, peces y patos sobre
engobe crema. Un antiguo y colorido Tibor de Guanajuato, situado en un rincón de la Casa,
sorprende por su belleza y sus enormes dimensiones. La pieza muestra en un óvalo la imagen
de un hombre con grandes bigotes vistiendo chaquetilla con grandes solapas bordadas al estilo
del hacendado charro. La pieza forma parte de la decoración de La Casa Azul, así como muchos
objetos con decoración de “petatillo”, distintiva de la entidad jalisciense de Tonalá. Sobre la
chimenea están colocados un águila y unos caballitos de tule que sirvieron, en alguna ocasión,
como modelos para las pinturas de Frida.

En un reloj de cerámica colocado en un trastero quedaron marcadas las horas del matrimonio
de los artistas. Otro reloj roto indica la hora de su divorcio en 1939, hecho que consignó Frida
a su diario íntimo. Los judas de cartón, hechos por encargo de Carmen Caballero, deben haber
alegrado las reuniones de la pareja. Los admiraban por su colorido y formas fantásticas.
Sobresaliente es también el caso de las esculturas de Mardonio Magaña que se encuentran en
todos los rincones de la casa. Representan a la gente del pueblo realizando las actividades de
su labor diaria. El escultor talló esas piezas en piedra o madera y posiblemente conforman la
colección más completa de obras de dicho artista.

La Cocina de Frida

En esta importante habitación de La Casa Azul se elaboraban los platillos de la cocina mexicana
con los que se agasajaban por igual a invitados humildes y a personajes importantes, amigos y
conocidos de la pareja. El arte popular mexicano siguió captando las escenas cotidianas del país
y nos ha dejado el recuerdo de cocineras, madres y abuelas guisando en ollas sonoras, bien
vidriadas y quemadas, o del imprescindible uso de metates y molcajetes muy bien tallados en

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El arte popular en la Casa Azul

piedra del pueblo de San Salvador el Seco. Frida se dio siempre el tiempo para aprender a guisar
en esta usanza. Su cocina es muestra del ambiente tradicional de las amas de casa: lugar de
encuentros, confidencias y aprendizajes femeninos. Según testimonio de la propia Frida, Lupe
Marín, la anterior esposa de Rivera, le enseñó a preparar los moles que tanto agradaban al
pintor e incluso la acompañaba al mercado a comprar las cazuelas y las ollas para prepararlos.

El amplió fogón de carbón de la cocina, forrado con azulejos de Talavera y con braseros de
carbón, parrillas y un aventador, muestra varios ejemplares de ollas, cazuelas y recipientes de
barro. Las piezas provienen de alfares de varios estados del país. En ellas se preparaban las
recetas tradicionales de los platillos mexicanos con los que se agasajaba a los comensales de
La Casa Azul. Al estilo de las antiguas cocinas mexicanas, cucharones y cucharas de palo
cuelgan de repisas de madera con copete, talladas en Pátzcuaro. Bateas y guajes laqueados,
así como vasijas y jarras para el pulque fabricadas en barro o en vidrio y recipientes para las
aguas frescas, completan los enceres necesarios en una cocina autóctona. No podía faltar el
inolvidable botellón con su vaso, que conservaba la frescura del agua y regalaba su sabor a
barro.

Comadre, cuando me muera,


Haga de mi barro un jarro,
Y si a los labios se le pega
Son los besos de su charro.
Un muro de la cocina está adornado por una pareja de palomas delineadas con jarritos de barro.
En su vuelo, las figuras llevan un lazo figurado con los nombre de los artistas: Diego y Frida.

La Recámara de Diego

En 1940, un año después de su divorcio, la pareja volvió a contraer matrimonio. Fue entonces
que Frida arregló una recámara para su errante esposo. Una fotografía de la artista adorna el
espacio sobre la cabecera de la cama. Encima de las almohadas del lecho, Frida colocó sendos
cojines con leyendas bordadas en colores que dicen: Dos corazones unidos y Despierta, corazón
dormido. En el cuarto también luce un gran cofre de madera laqueada en Michoacán que
muestra paisajes mexicanos. Por su parte, una escena de charrería decora uno de los muros
de la habitación de Diego Rivera. En esta pintura de origen popular se muestran ingenuamente
las suertes charras: el oficio y la pasión características del charro mexicano de entonces y de

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El arte popular en la Casa Azul

nuestros días. En un óleo original del pintor Mariano Silva Vandeira se representa a una Venus
voluptuosa que le sonreía a Diego desde la pared del cuarto. Sobre la cama se ha conservado
su ropa de manta, sus zapatones, sus sombreros y unos bastones de Apizaco tallados en
madera que aún conservan su colorido. También forman parte del ajuar del pintor varios de sus
morrales de cuero con finas labores de talabartería.

Todos los objetos de arte popular incorporados en la colección de La Casa Azul tienen la gran
ventaja de haber sido adquiridos hace más de medio siglo. En su momento, los creadores no los
manufacturaron como recuerdos para turistas o decoración para representaciones
diplomáticas. Se trata de objetos originales e irrepetibles, creados para ser usados y disfrutados
con sensibilidad por sus dueños.

En varios muros de La Casa Azul, como es el caso del Estudio de Frida y el patio interior de la
escalera, se encontraron retratos de José María Estrada. Este pintor tapatío solía plasmar en
sus lienzos imágenes sencillas de aquellos primeros burgueses mexicanos que ya podían
costear sus retratos y deseaban dejarlos para su familia y la posteridad. Hoy en día, esas obras
son parte de la historia, de la evolución y del reconocimiento de la pintura mexicana del siglo XX.

También quedó representada en esta colección la obra de algunos artistas populares anónimos.
Desconocedores de los estrictos cánones que imponían las academias, se inspiraban para
lograr ingenuos retratos de la gente del pueblo situada en su entorno y vestida a la usanza de
la época. Este último hecho los hace particularmente valiosos por representar usos y
costumbres locales. Para Frida y Diego, esas obras captaban la gracia espontánea del pintor y
la humilde imagen del hombre, la mujer o el niño del pueblo.

Durante varios años, Frida coleccionó numerosos objetos infantiles, juguetes y retratos. El
retrato de un bebé muerto ocupar un lugar importante en su recámara. En algunas de estas
representaciones, sin importar el sexo o la edad de los infantes, el pintor les colocaba en la
mano un guaje laqueado de Michoacán. Usados como sonajas o juguetes infantiles, eran
accesorios que fueron utilizados como tema por los pintores de factura muy popular. Las piezas
servían para indicar claramente la tierna edad de los niños que artista y el vestuario especial
que les ponían para la ocasión del retrato. Estas pinturas poseen la solemnidad del momento

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El arte popular en la Casa Azul

en que fueron concebidas. Tanto los guajes-sonaja laqueados como pequeñas jícaras rojas
decoradas con flores y patitos, eran utilizados en las casa de los mexicanos para entretener a
los niños, bañarlos en las tinas o servirles su chocolate en la cocina. Estos recipientes vegetales,
sin laquear o con complicados labrados, fueron muy usuales hace medio siglo. Varias muestras
de esa variante están presentes en La Casa Azul.

Exvotos en La Casa Azul

Los exvotos y “retablitos”, como se les llama popularmente en México, son pinturas votivas que
dan testimonio de la fe del peticionario. Constituyen un documento valioso no sólo desde el punto
de vista artístico de la pintura popular sino también desde el panorama humano e histórico. Los
orígenes de este tipo de obra datan de los albores de las sociedades humanas, cuando el
intelecto y la fe buscaron propiciar elementos de la naturaleza que le favorecían ante las
divinidades o les brindaban protección contra quienes podían dañarles o causarles la muerte.

En esta expresión del arte popular se integraron magia con religión. En las piezas se invocaban
los favores de entidades sobrenaturales ofreciéndoles lo mejor que se poseía: sus primeros
frutos y sus animales. En acción de agradecimiento, los creadores de los exvotos ofrecían
sacrificios rituales y dedicaban pequeños templos y adoratorios como testimonio de su
devoción. Muchas civilizaciones que nos precedieron dejaron huella tangible de invocaciones de
esta naturaleza a las divinidades y al reconocimiento de su poder.

Los hechos más sobresalientes en la vida humana eran motivo de gratitud: el nacimiento, el
matrimonio, la pubertad y hasta la misma muerte. En los “retablitos”, los soldados ofrecieron
sus armas, los obreros sus útiles de trabajo, las mujeres sus cabelleras, los niños sus juguetes
y los atletas sus trofeos. También se hacían votos y se ofrecían plegarias para la recuperación
o para el alivio de enfermedades y pestes, se pedía ayuda en caso de un parto difícil y se rezaba
para evitar sequías e invocar la lluvia.

Si se obtenía el favor o la petición, resultaba indispensable cumplir con la promesa y hacerla


patente y visible. Así, a través de la historia, la humanidad ha visto exvotos significativos: los

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agradecimientos de los poderosos que edificaron grandes templos, capillas y retablos por haber
recuperado la salud, obtenido la victoria en batallas célebres o por llegar al final de las guerras.

En nuestro país, el hábito de ofrecer testimonios de gratitud cobró auge cuando el pueblo entró
en conocimiento del extenso santoral aportado por la cultura hispana. El mexicano cristianizado
se acogió a las diversas advocaciones de la Virgen María como mediadora, a la multitud de
imágenes de Cristo que se veneraban o a sus santos favoritos y patronos. En México, esta
costumbre adquirió manifestaciones muy sui generis. Toda clase de materiales sirvieron para
cumplir las promesas por los favores recibidos.

De esas lejanas épocas, se recuerda el caso de un exvoto particularmente famoso y notable.


Obra de un buen artífice y célebre por su costo, se trato de la representación de una garrapata
labrada en oro con un diamante que ofrendó don Ignacio Castoreña a la Virgen de San Juan de
los Lagos al visitar su santuario después de haber sanado de un oído. Otra muestra interesante
de esa índole en La Casa Azul, fue pintada al óleo sobre tela y presenta dimensiones regulares.

Según el epígrafe correspondiente, el retablo fue prometido por el fervoroso realista Juan
Antonio González que confiesa haber solicitado ayuda “entre algunos individuos por la escasez
en sus proporciones”. Su descabellada petición incluyó a la Santísima Trinidad y a la Virgen de
la Soledad de la Santa Cruz, pintadas en el exvoto, para que ayudaran a “Su Amado Soberano
Fernando VII a conservar la vida y a que sea restituido en su trono pues ha sido arrebatado en
Bayona por la perfidia de Napoleón”. La obra está fechada en México el 1 de septiembre de
1814.

Muestras más humildes de agradecimiento son los exvotos pintados en pequeñas láminas al
igual que los llamados “milagritos” mexicanos. Éstos van desde pequeñas figuras hechas de oro,
plata, cobre, cuerno o metal que representan muletas, ojos, corazones o cruces simbolizando
la recuperación de una enfermedad del peticionario o de un ser querido. El labriego ofrece el
exvoto o milagro prometido con imágenes de animales como su caballo, burro, vaca o borrego
que se había extraviado. Existen exvotos de presos que agradecen su liberación y pidieron ser
retratados arrodillados ya fuera de la prisión. Un curioso exvoto, con motivo del alivio de una

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enfermedad cardiaca, está inscrito en un corazón recortado en lámina y dice a la letra: “por
abérseme destapado la bálvula del corazón”. (sic)

En el arte popular mexicano ocupa un lugar muy especial el tema de los exvotos. La finalidad de
los exvotos o “retablitos” era la de plasmar la relación plástica del milagro o el favor recibido que
asume forma tangible en un rectángulo de lámina pintada en colores primarios. Varias centenas
de exvotos fueron adquiridos por Frida y ahora ocupan un lugar destacado en la colección de La
Casa Azul. En los “retablitos”, perspectiva y composiciones van encaminadas a relatar un hecho
maravilloso, sin atender pictóricamente reglas formales. El donante aparece de hinojos, en
cama o en el momento en que acontece el accidente, motivo de la petición y de la promesa. La
divinidad se ve nimbada y flotando en el espacio.

La sencillez es la gran cualidad en estas muestras del arte popular. Sus autores, en su mayoría
anónimos, no pertenecieron a escuelas de pintura y carecían de los conocimientos técnicos
indispensables para realizar una obra de carácter firmal. Su encanto reside en la creación
espontánea, sin fondo intencionado, y en el sentimiento natural. Además, los artistas de los
exvotos debían interpretar el relato del atribuido y agradecido donante, lo que resulta
particularmente conmovedor. Los epígrafes al pie de las pinturas adolecen de faltas de
ortografía y con la redacción de los pintores, convertidos también en escritores, se podría llenar
muchas páginas jocosas. La importancia de estas pinturas populares se origina en el relato de
la candorosa promesa y en el ingenuo agradecimiento que se ofrece al santo o a la divinidad de
su devoción.

Las principales advocaciones de la Virgen María venerada en Jalisco son: Talpa, Zapopan y San
Juan de los Lagos. La Virgen del Rosario de Talpa es la destinataria de la mayoría de los exvotos
que se incorporaron en la colección de La Casa Azul. Resulta muy interesante leer las peticiones
elevadas a esta advocación mariana. Aunque el formato pictórico es repetido, el interés reside
en la reflexión sobre la condición humana y sus penurias, sus necesidades, debilidades y
devociones. Esas obras conmueven por su sinceridad en las diversas escenas de campo y hogar
donde la petición a la divinidad obtuvo respuesta favorable. Caballos desbocados, ríos crecidos,
incendios, temblores, choques, piedras en el riñón y riñas campiranas eran arregladas por los
santos que recibían en agradecimiento el prometido y humilde regalo. Varios exvotos dedicados

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a los Santos Reyes en la colección de La Casa Azul ejemplifican en particular la idiosincrasia del
mexicano. Los sabios astrónomos que según San Mateo, llegaron a adorar al Niño Jesús,
pasaron a ser reyes en la tradición cristiana, pero también adquirieron la categoría de santos
en la devoción e imaginación del pueblo.

Testimonio relevante de la obra pictórica de Frida Kahlo es el importante lugar que ocupa en el
arte mexicano. Todos los objetos de arte popular que rodearon a la pintora en La Casa Azul, y
que formaron parte de su existir cotidiano, tanto en la salud como en las dolencias y que la
artista coleccionó con el afecto y admiración que se debe a lo creado por las manos del
mexicano, forman parte de la importante colección del Museo en que se venera su memoria.

Graciela Romandía de Cantú


Ciudad de México, abril 2009
Editado por Ximena Jordán, enero 2020

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