La Otra Raya Del Tigre
La Otra Raya Del Tigre
La Otra Raya Del Tigre
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la creación
literaria
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La otra raya
del tigre
por
Pedro Gómez Valderrama
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mole plana y alargada del “Honda”. Quedaban atrás las casas pajizas de
Barranquilla, las horas muertas de Santa Marta, los largos días del
viaje desde Europa. La selva de las orillas aparecía densa y apretada,
con un verde distinto, en medio de la malsana quietud del calor, que
sólo rompían el ruido de las calderas del barco al aproximarse, y el de
las palas de las ruedas al batir el agua amarilla, que hacían salir
bandadas de pájaros de colores y provocaban el chillido de micos
enemigos. Por entre el calor del aire quieto, por el agua baja del río,
sorteando cuidadosamente los playones semiescondidos, avanzaba el
buque, y acodado en la barandilla, en el puente, cerca a la rueda del
timón, mirando la orilla, Geo von Lengerke, ciudadano en exilio, ex-
militar, ex-alemán, ex-revolucionario, consumaba su huída y entraba a
las tierras prometidas o malditas.
Había sido el único pasajero desembarcado en Santa Marta,
mientras el barco inglés de la “Mala Real”, –la “Royal Mail”– seguía su
penoso recorrido. Los días que pasara en su primer puerto, habían
iniciado un desconcierto del trópico, que se había acrecentado al
recorrer la costa hacia Barranquilla, entre los caseríos mulatos de los
libertos triunfales y palúdicos. La suerte le había ayudado al
encontrar a Hans, un mulato de ojos claros, hijo de uno de los últimos
afugios de un su compatriota, ahora muerto. Hans balbuceaba un alemán
elemental, y le sirvió como traductor, a la espera del barco. Se dedicó
a enseñarle su español vacilante, que unido al que estudió en la
travesía le tenía ya en situación de hacerse comprender.
Lengerke miraba el lento paso de las costas, los plantíos medio
ocultos en la vegetación de la selva. El holandés que comandaba el
barco subió a cubierta y se acercó a él, invitándolo a pasar a la
sombra y conocer el pasaje. Lengerke le siguió, para encontrarse a poco
mirando la sonrisa de unas jovencitas, las señoritas Santa Cruz o de
Santa Cruz, quienes regresaban a Colombia después de completar su
educación en Francia. Ellas, después de presentarle a sus padres, lo
despistaron en francés en manos del R.P. Jerónimo Alameda, quien
regresaba de Roma e intentó hablarle en alemán tan poco convincente que
lo fue más el español de Lengerke; un inglés de grandes patillas y
casco colonial se inclinó ante él, murmurando su nombre, Jeremy K.
Arbuthnot, nuevo Cónsul de la Gran Bretaña en Honda; y aprovechó un
momento en que desaparecieron las niñas Santa Cruz, para presentarle a
la señora Michele Nodier, francesa joven todavía y ampulosa de formas y
de espíritu, quien al pasearse con su arrogancia parecía desplazar, por
temor al contagio, el resto del elemento femenino.
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sigue siendo el reino del caimán, donde pueden batirse las guerras,
acumularse las infamias, pero el Río las arrastra, las lleva, las
envuelve, las lava).
La ascensión del río les iba llevando lentamente, remontaban el
Brazo de Loba, iban profundizando en las tierras a la vez que el verano
tórrido empezaba a sentirse, tenían que navegar con precaución para no
encallar en los bancos de arena, los días pasaban, las noches de la
selva despedían el vaho violento del verano. En la oscuridad,
descendían cautelosos a los dominios del tigre. Al amanecer encontraban
frecuentemente la impronta de su garra: dos días antes tuvieron que
abandonar en un pueblo a un marinero herido, con el pecho desgarrado
por un tigre fantasma que parecía ir siguiendo el barco de jornada en
jornada. La Nodier juraba que una noche lo oyó caminar por la cubierta,
y evidentemente, al siguiente día se echó de menos una gruesa porción
de carne salada, puesta a secar al viento y al sol, pero los bogas
dijeron: lo que quiere el tigre es carne humana, es como el caimán. La
Nodier no se atrevía a salir de su camarote, se encerraba en él por
miedo al tigre y al diputado que la galanteaba, al que temía más que a
los negros antillanos o a los marineros marselleses; sin embargo, una
noche de calor inmóvil, ya las señoritas Santa Cruz, sus padres y el
cura Alameda habían bajado a dormir, o a sufrir el calor, y Lengerke
sacó una botella de brandy con la cual hizo una ronda discreta; la
Nodier insistió, y poco a poco el licor la hizo olvidar la penuria del
viaje, y con la voz borracha empezó el relato de su vida cuando era
reina en París. Un barón se enamoró de mí, quiso casarse, pero no pude
amarlo. Era demasiado feo, yo tenía un amante mejor y más bueno, que
también tenía dinero… Pero luego me lo quitó Louise, mi amiga, con
quien yo vivía. Me dolió tanto, me hizo sufrir de modo que no podía
ganar mi dinero. Alguien me aconsejó irme a Marsella, donde las mujeres
bonitas se enriquecen pronto. Y allá viví y reuní para pagar mi pasaje
porque quería irme lejos, lejos de París. Y sin embargo ahora, en estas
noches de calor ya no me importa Jacques, pero daría mucho por ver de
nuevo Nôtre Dame, y mirar el Sena, tan distinto de este río inhumano…
Cuando llegué a Point-à-Pître casi se arma de nuevo la revolución. El
Gobernador me galanteaba, los criados me decían “Madame la Baronne”.
Allí estuve tres años, hasta que él murió de fiebres. Yo me demoré
hasta que un día, en la calle, oí a un par de negros decir “Madame la
Baronne” y reírse; tuve que huir, tomar el primer barco, pasé por La
Habana y aprendí español, pero en La Habana me sentí mal, me dieron las
fiebres, y al fin el médico que me atendió, que era colombiano, me
trajo a Santa
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baile, con Alí y Pascual, éste vestido de montañés de Calabria, Alí con
su vestido nacional. Pascual, herido, se enfrenta a la novia: “Teresa,
bailemos la primera tarantela…” El novio reacciona. Luchan y Pascual
apuñala a Gaetano, quien muere de inmediato, sobre el escenario. Teresa
se desmaya. Telón.
…o la maravillosa ascensión a la torre de la catedral, en la
plaza de Bolívar, del peruano don Florentino Izáziga, y del indio
mexicano Chinchiliano (de nombre de ilustres entronques con
Maximiliano, o de vasta prosapia de bandidos de Sicilia), quienes del
pedestal de la estatua de Bolívar a la torre de la catedral tendieron
una doble cuerda, por la cual subieron y bajaron; y después don
Florentino, como un diablo montado en un cilindro de guadua, descendió
resbalando por la cuerda, con grave riesgo de sus partes nobles,
despidiendo humo por la tremenda fricción…
En el pasillo se saludan las damas y los petimetres; hay rostros
que ya conoce Lengerke. Ha logrado saber que los conservadores son
apegados a la Iglesia, fervorosos practicantes y amigos de los jesuítas
recién reincorporados al país y más recientemente reexpulsados;
lamentan en voz baja la abolición de la esclavitud, y tienen pánico de
las sociedades democráticas que afianzan el poder real del general
López; recuerda que el ministro inglés le contaba que un antecesor
suyo, Hamilton, en la década de 1820, había dejado la mejor descripción
del congreso, diciendo, después de asistir a una movida sesión, que era
“un patio de osos”. Y el patio continúa, decía el ministro con su voz
aflautada. ¡Imagínese que el presidente fue elegido en una sesión en
que los de las Ligas Populares amenazaban con matar a los miembros del
congreso!
Tercer acto: Baile de máscaras en un palacio de otro Príncipe, el
de Butera. Varios personajes en escena, entre ellos el príncipe
Rodolfo, Gemma. Alí y Pascual, convenientemente disfrazados. Pascual es
ya el bandido generoso, “de rasgos de exquisita nobleza”. Hablan de
Pascual; el de Butera lo defiende. Gemma cuenta cómo Bruno rescató la
calavera del padre que colgaba en una jaula sobre una torre del
castillo. Altavilla aparece, y se expresa contra Bruno, quien lo
desafía, y lo descubre como ladrón de cucharillas de plata. Muere
Altavilla a manos de Pascual.
…y el temor nocturno del vendaje de los ebrios “cachacos” y
artesanos, los tiros perdidos en la sombra, las sillas de manos de
faroles, como procesiones fantásticas, los coches volcados con las
ruedas metidas en las acequias de las calles, los galopes locos que se
escuchan en la noche… No ande usted solo, le han dicho, después de las
seis de la tarde; hay bandas de ladrones que recorren Bogotá. Le han
contado que las gentes de
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allí una aventura prodigiosa; los caminos esperan, ocultos, que se les
abra; las huellas de los españoles están para seguirlas, para tentar
caminos, mañana, en el barco en que navegamos ahora…
Acto quinto; la cárcel. Entra el carcelero a la celda de Pascual,
con un cadáver. Geo recuerda al criminal a quien en Bogotá acaban de
encerrar una noche en una capilla con el cadáver de su víctima, para
provocarle el arrepentimiento. Entra Alí vestido de cura. Pascual pide
que levante la mortaja; es el cadáver de Teresa. “Mujer amante, la
locura fue el premio de su sensibilidad…” Llega la Condesa Gemma que
previene al carcelero para que la defienda si aparece Alí. Trata de
amargar a Pascual, quien se comporta mansamente. Alí va a matarla,
Pascual lo detiene; Alí, es tu hermana. Tú eres hijo de mi madre y del
conde de Castelnovo, padre de Gemma. “Apenas viste la luz, te llevé a
Argel y te dejé abandonado a unos piratas; después en la expedición
contra el Príncipe Moncada caíste prisionero y yo te reconocí por una
Madona que mi madre te había puesto al cuello…” El remordimiento invade
a Gemma, que ha ido a gozarse de la muerte de Pascual, a quien van a
llevarse y pide despedirse del cadáver; “Eramos niños, Teresa, y en los
primeros albores de nuestra juventud nos vimos y nos amamos; nuestros
tiernos corazones latieron juntos y juntos quisieron seguir en pos de
su fin, como dos fuentes que brota la roca, y que en su curso se unen
para perderse en el mar..” Pascual parte al cadalso. Gemma,
atormentada, dialoga con Alí. Le manda un mensaje a Rodolfo, para
suspender la ejecución. Alí vacila, después va a salir, y el carcelero,
en cumplimiento de las instrucciones anteriores de Gemma, lo mata de
una puñalada. Se oye, a lo lejos, el miserere. Telón final.
La sombra del padre muerto flota con sus alas abiertas sobre el
peregrino. Silenciosamente camina al lado de las damas. Las luces del
barco se apagan, el teatro enmudece. ¿Si Pascual hubiera revelado antes
su secreto?
Durante el día, el pasmo patriarcal de la ciudad andina, lejos de
la vida y de la muerte, como una barca de Dios con la proa puesta hacia
el norte, para navegar en medio de las guerras civiles, de las
montoneras de alzados, del calor y la fiebre, desde el remanso perdido
entre las nubes, a la misma distancia del cielo.
El padre se fue,el barco se ha perdido, barco de vikingo, en la
noche. Al llegar al hotel, ya solo, Lengerke comprende que al día
siguiente debe partir.
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para que a su vez también los hombres del Club Campestre descorran el
velo de los últimos sucesos políticos tal como se conocen a distancia,
y sus empleados le rindan la minuciosa cuenta de los negocios en su
ausencia, que no parece haber disminuido, según se murmura, el ritmo
anterior.
Los días de reorganización y de acomodo pasan rápidamente, don
Geo tiene que pensar de nuevo en las empresas que deben abrirse, debe
volver a viajar. Después del viaje de Girón, la visita a Vado Hondo que
el abuelo presencia, desde su sombra distante, en la cual aparecen de
nuevo las guapas campesinas a rendirle homenaje, algunas de ellas
(observa el abuelo) con la cintura sospechosamente embarnecida, todas
disputándose por estar cerca a él, por servirle mientras el Príncipe se
acomoda sobre la hamaca y realiza su escogencia cuidadosa, contentando
a las otras con una promesa que ellas saben que les cumplirá. Se
demorará aquí unos pocos días, luego seguirá la fiebre, buscando los
sitios conocidos, visitando los nuevos, ojeando ahora cómo y dónde se
asentarán los alemanes que van a venir. Ya han empezado a llegar las
cartas entusiastas de los que preparan su viaje; llegan las de Emil,
que espera con impaciencia su mayoría de edad para partir. Como otras
veces piensa Geo que es este el momento de los grandes dioses, que será
necesario esperar la intuición, casi revelada, que le ha hecho en
ocasiones decidirse, que de pronto en un camino le ha detenido el paso
en falso, o le ha evitado la flecha del indio, o le ha logrado
recuperar el rumbo. Tal como él concibe la inmigración, como la
formación de un núcleo alrededor de un símbolo de poder económico, sólo
puede hacerse a un lugar de condiciones muy precisas. Y viaja como un
fantasma, a velocidades increíbles, reventando las bestias,
estableciendo nuevas agencias de compra, y a la vez con los ojos
abiertos para desentrañar el secreto de esta tierra, que muchos días es
para él como la finlandesa, se entrega en silencio pero no revela su
alma, su secreto. A veces piensa que eso no va a lograrlo sino cuando
al fin, esté tan profundamente compenetrado que toda su piel alemana se
le haya caído. Se mesa con impaciencia el pelo rojo y explora el
oráculo de la botella de aguardiente, mientras los soles se queman en
los crepúsculos silvestres, en las soledades de las montañas, mirando,
cómo se extienden a lo lejos unas tras otras las serranías incógnitas,
todavía dominios del indígena que es familiar con la muerte que en
ellas habita y persigue implacablemente al blanco que las huella.
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que den el brazo a torcer por el pelirrojo alazán; no tiene sino que
ponerlas en ancas de semejante caballo, y perderse en uno de esos
potreros del camino a Barichara. Pero también las garrapatas y los
zancudos van a darle su paliza que bien merecida la tendrá, y si sigue
viviendo en la posada pronto vamos a saber cómo son las cosas y cómo
nos trata el hombre. Yo ayer oí que alguien comentaba que parecía ser
noble –príncipe, tal vez– y no hay quien no mire extasiado la leontina
del grueso reloj que exhibe de vez en cuando, generalmente cuando suena
la campana grande, para saber si está en la hora que es. Pero de
verdad el hombre tiene aire de llegar a quedarse, quien sabe qué querrá
hacer de nuestro pueblo, que desde ahora ya no va a estar tranquilo
sino cuando lo vea que se va del todo; tiene mucha energía, no debe ser
tan viajo, cuando más tendrá treinta años, pero ese aire imperial que
aparenta no es tranquilizador, no señor, no me gusta que haya venido,
me inquieta, es como un fantasma que llega de otro mundo distinto con
su pelambre roja, con su leontina de oro, con las polainas brillantes y
la levita minuciosamente cortada. Aunque a lo mejor si se quedara puede
darle oportunidades a la gente de salir de la pobreza, sí señor, de la
pobreza, porque no sabemos qué cosas inventan los hombres para producir
dinero, descubrir minas, enseñar secretos que no sabemos porque se
fueron los españoles sin dejárnoslos, porque las guerras civiles nos
han ido secando el cerebro, por más que yo sea radical como mi padre,
no veo cómo vamos a hacer para que las gentes se adapten a la idea de
darles oportunidad a todos. Todo lo que dicen que hay en Europa,
fábricas, ferrocarriles, barcos de vapor, palacios y sedas, mujeres que
se parecen a la Virgen de la Iglesia, todo eso, todo, está lejos de
nosotros; ojalá, sí, un extranjero como este nos enseñe la manera de
conseguirlo y que después se vaya, sí señor.
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casa del vecindario, el trono de las letrinas, las plumas del gallo
capón. Esta es la oración del idiota Vicente, el “bobo” de las casas,
que las recorre con su atónita mansedumbre llenando los quehaceres que
desdeñan los criados, colindando con los cerdos y las gallinas, con las
vacas recién paridas y los padrillos en las pesebreras. Vicente tiene
diez años, o cincuenta, o cien; tiene todas las edades y no tiene
ninguna. No pueden escrutarse en sus ojos maliciosos ni en su mente
gris, ni en sus arrugas ni en sus manos callosas. Tiene entendimiento
suficiente para comprender las órdenes, cumplirlas, recordar, agradecer
y odiar. Va a misa por las mañanas, se arrodilla, y a veces, se
prosterna, pone los brazos como aspas en cruz, a cambio de la bendición
del cura ayuda a barrer la iglesia, y a veces recibe en la sacristía un
trago de vino que lo pone exultante. La gente de Zapatoca lo quiere; en
general no le maltratan, y les es necesario, indispensable, ya sea para
traer el agua de la quebrada del Uchuval, o para llevar la basura a
sitios distantes. A veces emprende, y no se sabe por qué, el camino a
Betulia, a mirar las imágenes de la iglesia, tan sorprendentemente
vestidas. A Lengerke le ha tomado afecto. Cuando está en Zapatoca, va a
servir a su casa, y duerme allí mismo, como un niño deforme, en el
suelo a la puerta del señor; por esos días no va a dormir a la choza de
su madre, sobre el jergón mugroso. A veces desaparece, con un cabo de
vela y una cuerda. Dicen que se va a la Cueva del Nitro, el palacio de
estalactitas que nadie sabe dónde termina, y se pasa allá uno o dos
días, hasta que se le acaba la provisión de velas, mirando las columnas
fantásticas y los pozos, gritando para oír la respuesta del eco lejano.
En las guerras civiles su suerte ha sido dura, le ha tocado servir
siempre al Gobierno y a la Revolución, ambas cosas, y siempre de balde;
sólo por las noches recibe la comida en las casas amigas. Desde las
cuatro de la mañana está en pie trabajando. Parece que su vida no fuera
otra cosa. A veces detiene el trabajo y saca del bolsillo una canica de
cristal, o un clavo dorado, o el corta plumas que le dio Lengerke.
Lleva siempre un sucio sombrero de nacuma, pero en una ocasión en que
Lengerke ordenó tirar a la basura sus sombreros ya usados, estuvo
pavoneándose por largos días, hasta que el sol y la lluvia se lo
destruyeron, con un elegante sombrero de copa de la casa Lock, que le
daba un aire doloroso y dramático. Es humilde, a veces exigente de
cariño; reclama su regalo a Lengerke cuando este llega, y cuando no le
satisface gruñe en voz baja en un rincón: “¿Carajo, qué hace Geo toda
la plata que gana?”.
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asechan los indios, habrá que recorrer, paso a paso, la senda que
abrirá la comunicación de la provincia con el Magdalena, con
Barrancabermeja, –Puerto Santander–, el mar y Europa. Por aquí vendrán
las mercancías, por aquí exportaremos. La vuelta Bucaramanga y Girón
demora todo. Esta es nuestra salida; pulir las vueltas de la cuchilla,
dulcificar los peldaños españoles de los mil quinientos metros de
descenso, y buscar el camino hacia Barranca. Y Montebello aquí, en este
sitio, desde donde puede verse todo Santander, desde donde se ve el
Magdalena, desde donde, al otro lado, se alzan los farallones de la
cordillera, y se llena el mundo de este cielo azul que nadie va a
poderme disputar. Se apoya en los estribos, se yergue sobre la mula
afirmada en la roca, con la mirada abarca el río, la Serranía de la
Paz, los sembrados que rodean el pueblo alargado y tenaz (tiene forma
de alacrán, decía algún murmurador mal intencionado), la selva
palpitante de tigres y serpientes, el Magdalena de los caimanes verdes,
la erizadas colinas y los caminos altos de las mulas pacientes. Allí
está el sitio, puede bullir el mundo, puede la guerra civil azotarlo
todo, este es el fundamento del castillo, la capilla ceremoniosa a su
lado, el conjunto erizado, almenado, ojival, y descendiendo los
caminos, los puentes, el feudo, la obra en que torno al castillo,
debajo de él, en el pueblo, van a venir otros que lo continúen, que lo
vuelvan afán de cada día, otros alemanes como él, trepados en mulas
camineras, hincando los pies en los estribos y mirando las olas quietas
de la roca de este mundo trepado en la cordillera, y las olas flexibles
de de selva que cierra el paso hacia el mar. Así, como en este punto se
encuentran la selva y la cordillera, la roca y el árbol, van a
encontrarse el pasado y el futuro. Salimos aquí de la edad media, hasta
aquí van a llegar el progreso, la edad moderna, el vapor y la máquina.
Aquí funcionarán los telares, los ingenios, las calderas, el trapiche
hidráulico, la vida nueva. Y en esta cima, la casa de la hacienda,
dominando el pasado y el futuro, en la montaña, mirando hacia la selva
y hacia el río.
Hemos bajado dos mil metros entre rocas y barro, hemos trepado
otra vez hasta este cerro donde se guardará la gran obra. En este país
los hombres viven en dos épocas: El campesino se consume en las
profundidades ancestrales, y los que mandan están en la cúspide del
siglo XIX, cambian el champán por el buque de vapor, la mula por la
cinta del ferrocarril. Y todo se hace en medio de las guerras y la
muerte, en la descomposición del mundo colonial para remplazar el cual
no tienen sino endebles y epidérmicas estructuras jurídicas. Aquí las
constituciones florecen
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como los árboles, pero su sombra escasa no los cobija a todos. Los unos
viven en la guerra, los otros viven en la sombra.
Cuando pasa un general con su ejército deja tras él una estela de
destrucción. Pero el ejército no llega a todas partes, no alcanza a
depredarlo todo. Y el país, los dos países, siguen creciendo. Unirlos
es como unir la cordillera con la selva.
En la iglesia de Betulia encontré, al lado del cuadro de la
coronación de Napoleón, un retrato indígena del arzobispo. Allí ví la
procesión del Corpus, los demonios danzantes, los matachines, la
memorable representación de un paraíso con ángeles y tejedoras de
sombreros, con cigarreras virginales y reyes del antiguo testamento.
Con Atala muerta, y santos rodeando una efigie de Bolívar. La iglesia
blanca, llena de frutas y flores, y el paso del judío, hermoso en su
fealdad, balanceándose sobre el movimiento de las gentes. Y el cura
como un rey sobre el incienso, emergiendo de las nubes de humo que se
doraban en el resplandor de los cirios. Los hombres a caballo
escoltando las imágenes, una mujer muda y triste a la cual le habían
cambiado las ropas del dolor. Todo esto era nuevo, era distinto, y sin
embargo era más antiguo que los españoles. Pero hay un salto sobre el
cual hay que establecer un puente, un camino, algo que empalme estos
dos mundos.
Sentarme a pensar en mi infancia, en mi vida, en todo lo que dejé
al otro del mar, en los castillos en el Rin y los caimanes en el
Magdalena, en las loretas de París y en las campesinas de Santander,
bajo este cielo tumultuoso, azul pálido o gris oscuro, tormentoso o
paciente. El cerro espeso parecería como la quilla del barco
definitivo, rompiendo el mar de selva. Los caminos bajan dando vueltas,
suben de laja en laja. Las mulas andan como barcos, encallan, naufragan
y quedan al lado del camino real. Este mundo es un mundo de caminos, de
posadas, de iglesias campesinas con imágenes anacrónicas. Los santos
deberían ir, como a veces los he visto, con los vestidos campesinos. En
las vegas de Girón crece el tabaco, los sombreros salen de las manos de
las mujeres de Zapatoca, hay un camino sembrado de tabaco, de
sombreros, de quina, que se convierten en un río que fluye al Río
Grande de la Magdalena. Aquí, se alzará la casa, el castillo, mirando
al río y la montaña, y desde aquí pasarán las guerras y los hombres, el
pueblo crecerá, los peregrinos vendrán en romería buscando un santo
venerable, las recuas de mulas seguirán subiendo y bajando, en este
mundo de caminos y posadas, de rocas y selva, de serpientes y tigres,
de caimanes y tortugas. La casa será un día como el barco del viking,
como el vapor airoso de la conquista.
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con un gran puente. Tal vez no se había sentido tan a gusto en ningún
sitio de Europa como en Praga, en el Ultava, ya prófugo y exiliado, al
recorrer el artificio barroco del Puente Carlos; o en París, en el Pont
Neuf, o en los trabajos finales del puente Alejandro III; o en Londres,
en los puentes sobre el Támesis, o en Florencia en los puentes del
Arno, o en Venecia en el dédalo de ajedrez de los canales y los
puentes; el Rialto, el Puente de los Suspiros, el mínimo puente de la
Dama Honesta; era su destino, afanarse en pos de unir distancias, de
cerrar abismos, de cruzar aguas. Apenas tuvo cuajado a sus espaldas un
soporte vigoroso de riqueza, empezó a tender hacia lo que le atraía.
Montebello, su fundación, era justamente el punto desde el cual, como
del centro feudal de su vida, podía salir a buscar los caminos, a
inventar uniones; tal vez eso mismo, pensaba, le había anclado a
Santander. El mismo terreno poderoso, los montes casi insensatos, lo
que tenía que unirse algún día, el camino por donde pasaba la vida, con
su cortejo monumental de soldados en guerra, de tratantes de comercio
en paz, de mujeres honestas y deshonestas, de clérigos buscando la
vida, de monjas tan lejos de ella que parecía que no necesitarían
camino y podrían volar de de un pico a otro.
Sobre los cuatro puntos de la maravillosa geografía, cruzando
ríos y serranías bajo la asechanza de los indios guerreros, Lengerke
extendió la red de su castillo por el occidente de Santander. El
castillo, Montebello, era el ombligo genial del cual se desprendían los
caminos y sus aventuras. Conocedor de los recodos, de los camastros
duros de las posadas, tenía el extraño don de gozar en el trabajo más
que en ninguna otra cosa de la vida, tanto como en el sexo. Muchas
veces arrancó a uno de los peones la pala o el pico para continuar el
trabajo, bañado en sudor, riendo sonoramente entre sus hombres. Cada
camino le dio un secreto: el camino de Botijas le señaló, un día en que
se perdió de la trocha, el sitio maravilloso de las pepitas de oro. El
saco de pepitas que llevaba en el cinto se quedó esa noche en manos de
una fornida y generosa campesina que lo amoró, lo poseyó como si fuera
un dios, y a la mañana siguiente no quería dejarle salir de su choza.
Berta, la de los grandes pechos, mejoró de choza y de hombre, y
presidió durante años el tránsito del camino de Botijas. De aquella
primera noche quedó embarazada de Guillermo Lengerke. Con el mismo
nombre del Gran Kaiser, le decía Geo cuando tiempo después la encontró
con el muchacho, pelirrojo como él. Ella no quería dejárselo llevar,
pero al fin la convenció, y logró que en Bucaramanga fuera recibido en
el Colegio
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esta ciudad naciente. Pero el abuelo sabe –yo se– que es el mismo, sin
duda, porque en el flanco derecho tiene la huella del pistoletazo que
mató a un hombre, y que ocasionó que fuese vendido en la subasta de
Hamburgo.
Y el abuelo sabe que ahora el piano va a continuar el viaje.
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Dijo Lengerke: Una mujer que pasa por un espejo es, desde ese momento,
una mujer distinta para el dueño del espejo, que por esa circunstancia
adquiere un misterioso dominio o posesión sobre
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una sombre femenina que nadie por más esfuerzos hechos había logrado
identificar. Otras veces montaba su mula y se dirigía, por el camino de
San Vicente, a la distante Montebello, a una de aquellas fiestas de
Lengerke que duraban ocho días de alcohol y de mujeres, y cuyo
escándalo llegaba hasta Bucaramanga.
Don Ambrosio golpeó sobre el mostrador con la culata negra del
Smith “single action” del que no se separaba. Le gustaba usar esas
maneras truculentas, que la gente juzgaba extrañas en la población y
buenas para el ambiente riesgoso y levantisco de Chucurí. Anselmo se
asomó, y le hizo pasar y sentarse cerca del globo terráqueo, que era el
sitio del que más gustaba don Ambrosio en sus cincuenta y tantos años
de vida.
–¿Cuénteme, Ambrosio, qué hay? ¿Qué se dice en San Vicente?
–Nada; todo igual. Las guerras, que son todas la misma. pero creo
que esta vez nos irá mejor a los liberales. Esos viejos godos como don
Puno –le había entrevisto cruzando la plaza– no nos la ganan. No
resisten ni un “cuche”. Tenemos la Constitución, y tenemos la gente.
Los artesanos del Socorro están con disimulo, no vaya a ser que le
dañen sus exportaciones.
–O que le arrasen a Montebello –agregó don Anselmo–. ¿Usted ha
ido?
–Hace varios meses. Estoy esperando la próxima fiesta.
–Ya Montebello está completo. Tiene hasta cura. Geo se trajo a un
tal padre Alameda, que conoció al llegar al país–.
Don Ambrosio encendió un cigarro.
–Un cura –dijo– con la falta que le hace. Así estaban bien las
cosas. El cura tratará de mandarle la vida, de volver a Montebello un
convento. No veo la necesidad. Si hay muertos, los llevan a enterrar a
San Vicente–.
Eran las dos de la tarde. En la siesta parroquial no se deslizaba
ni un alma. Don Ambrosio entrecerró los ojos.
–Hace dos días, en San Vicente, me llegó uno de los peones de
Montebello al almacén. Tenía en el brazo derecho el muñón liso. No le
quedaba ni un dedo; solo la palma de la mano. Le pregunté con qué se
había herido, y me contó que metía caña al trapiche, y de pronto el
mecanismo lo agarró. Lograron pararlo, pero le había triturado los
dedos. Estaban inservibles. El hombre apoyó la mano en un tronco, y con
un machete cortó él mismo, tajo por tajo, los cinco dedos. Cuando me
contaba, me miraba la cara de horror. Su único comentario fue: “¡Y mi
mamá llorando!”–.
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exclama: –¡Esto tiene qué ser cosa del diablo o de los masones!– Son
los mismos conservadores que hicieron lapidar al cura Roldán cuando en
la época de José Hilario aceptó el divorcio de una pareja y los casó
con otros. El mensaje corre de boca en boca. Hay que evitar el
telégrafo, esta es cosa de los radicales que quieren por ese medio
entregarle la población al diablo. Es el diablo de Murillo Toro, son
los masones matrimoniados con Satanás, que insisten en que a todos los
zapatocas los condene la Providencia. Se organizan por encima de los
radicales, para evitar la llegada de los alambres fatídicos. Apenas
saben que se empiezan a tender los cables, que los postes se yerguen
sobre los cerros, enfilan la brigada de choque. Cerca de la quebrada de
Pao ocurre el encuentro. Luego, marcharán sobre Betulia. Sin armas,
simplemente con piedras, dispersan a los peones, a los ingenieros,
tratan de atacar al propio don Florentino, hasta que la misión vuelve
grupas hacia el Socorro y Zapatoca se salva del diablo. Sólo años
después don Emeterio Díaz traerá la maldita conexión del telégrafo, y
con ella la ciudad se precipitará en las guerras, en los desastres
económicos.
El abuelo vuelve los ojos a la guerra, al paso de los ejércitos
por las calles empedradas, al humo y la luz de los combates al
despuntar el alba, las rojas casacas, las levitas azules, el trueno del
tosco cañón. Se ve a sí mismo con el mayorazgo, en la alborada, ante el
pelotón de fusilamiento con los demás radicales, mientras las largas
faldas de las señoras revuelan pidiendo clemencia; y por fin la púrpura
obispal, que en un rasgo de generosidad se interpone y evita el
sacrificio, mientras a lo lejos se pierde para siempre la sombra del
caballo blanco confiscado por el carnicero entre los sollozos de los
niños.
Se ve en las horas blancas de la biblioteca, cuando por azares de
las guerras el segundo de los hijos nació muerto, y él, lector de
Darwin y de Comte, metido dentro de sus ideas positivistas, en los
comienzos del evolucionismo, en pleno siglo de la libertad y del examen
científico de la vida, insistió en conservar cerca de él el feto al
cual había dado origen, para recordarse a sí mismo la transitoriedad de
la vida y la nada que venía después de la materia, y lo depositó en un
gran frasco de cristal lleno de alcohol. puro. En el rincón de la
biblioteca había una mesa escritorio de la cual se levantaba un estante
donde estaban los libros más preciados, y sobre él reposaba el gran
frasco de cristal con el ludión minuciosamente conformado de su
positivismo. Al mirarlo, recordaba haber leído alguna vez la historia
de un rey que tenía ludiones que representaban a un rey enemigo, al
diablo, otro a
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― VIII ―
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Las noches del Progreso, decía Lengerke, arrastrando las erres alemanas
detrás del vaso de brandy, con una carcajada sonora. Puerto Infantas se
llamó, y se animó, creció, empezó a florecer, pronto tuvo una tienda en
que se vendía desde lámparas hasta embutidos, medicinas, amuletos,
quinina importada, tabaco y licores. Al lado estaba una cantina
bautizada “Noches del Oponcito”, donde se bebía, se jugaba y se
concertaban los tratos del amor. Organizado el pueblo, el camino empezó
a avanzar con mayor eficacia, a penetrar en las florestas de los
indios.
El padre Filemón predicaba, lanzaba excomuniones, y un día,
después de un fuerte cambio de palabras con el capataz y de rociar con
agua bendita a las desesperadas que le hacían un corro burlón, montó en
su mula y seguido por el sacristán salió para siempre de la parroquia
maldita, del “Pueblo de las Putas” como empezó a llamarse.
Fue entonces un pueblo habitado por mujeres, en forma permanente,
y por dos o tres ancianos que llenaban los menesteres sacerdotales de
organización de la comunidad. Cuando salió el padre Filemón, la vida
tomó un ritmo de alivio y se volcó sobre las calles. Era frecuente ver
a las mujeres andando en sus camisas de noche, o bañándose desnudas en
el río. Había una casa siempre cerrada, a la cual de vez en cuando
llegaba la ruidosa cabalgata de Lengerke, con huéspedes especiales.
Ninguna de las habitantes del pueblo fue jamás agraciada con una
invitación. Venían mujeres elegantes vestidas de amazonas, venían
músicos, venían caballeros garbosos, cabalgantes en caballos insolentes
o mulas poderosas. Pasaban tres, o cuatro, o cinco días, mientras las
brigadas de turno de los trabajadores venían a las casas del pueblo a
desocupar sus angustias. El pueblo nocturno se despertaba tarde en
calor. Al caer el sol empezaban a oírse los rumores de las fiestas, que
se amortiguaban en la selva que rodeaba las casas, en el río perezoso
que lavaba todas las culpas. De día, después de las diez de la mañana,
empezaba a ser un pueblo casi como todos, pero era un pueblo de
mujeres. En la comarca apenas había murmuraciones de lo que allí
existía, aunque el padre Filemón había obtenido que el Obispo hablara
con el Presidente del Estado sobre aquel horrendo lugar de perdición, y
el Presidente llamó a Lengerke a pedirle explicaciones. La contestación
del alemán fue directa: no tendremos camino si los doscientos hombres
no tienen mujeres cerca. Al principio algunos las trajeron consigo,
pero era tal la codicia de los otros que ocurrieron varios asesinatos.
Fuera de las fiebres, de la disentería, del veneno de la selva, no era
posible un veneno más, el hambre
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― XI ―
tomar tal decisión, que todos aplaudieron y que implicó para Mateo
aumento de paga y acceso al primer turno de hembras de Puerta Infantas.
Los demás seguían, los forzados de la cadena, horadando la tierra
del camino, de un sol a otro, bajo las lluvias y el hielo nocturno. De
vez en cuando, alguno quedaba ensartado en las flechas de uno de los
indios de Juan Aranda o de Carlos. Otro era llevado en guando hasta el
poblado, a morirse de fiebre amarilla, de tifo, de disentería. El suelo
virgen tomaba sus altos impuestos de los que lo profanaban. La mayoría
continuaba el penoso avance, antes que tomar el riesgo siniestro de la
selva. Unos se iban ya libertados, otros a morirse en las cárceles.
Otros seguían indefinidamente la caravana de días de pico y pala y
noches de barraca. Cuando ya el camino se aproximaba al río, y Puerto
Infantas empezaba a estar lejos, comenzó el éxodo de las putas que se
encaminaban hacia los pueblos con el emblema trágico del vestido de
raso enarbolado sobre el cuerpo, algunas con el vientre rebosando de
una preñez anónima, y los presos, desde las barracas, miraron partir la
única seña de libertad que les quedaba en el camino desolado. Se decía
que iba a volver el padre Filemón, con las alforjas llenas de
excomuniones, pero no vino: llegó, en cambio, la noticia de que cuando
ya venía de viaje desde Bucaramanga, lo mató traicioneramente un
“cólico miserere” contraído (se decía), en una posada.
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― I ―
la orgía y la masacre, cuando sobre los muertos pasaban por las calles
las jaurías de mastines y de pronto se abrían las puertas de la selva y
entraban los tigres, y se trenzaban canes y felinos en ese combate
sobrehumano, rubricado por las cadenas y las espadas de los soldados
ebrios. Por los caminos los tigres famélicos, los mastines sedientos,
sembraban el horror más allá de la muerte.
Las banderas templadas por el viendo se abatían entre la selva.
Una desolación maravillosa cubría las comarcas como un sudario, hasta
que de nuevo, a lo lejos, se encendían en otro pueblo las luces
espectrales de la guerra.
(Caravanas de soldados descalzos, como dantescos ejércitos de
mendigos, con fusiles sin balas, con bayonetas rotas. Ha llegado la
guerra, los hombres entigrecidos recorren los caminos sembrándolos de
muerte. La guerra de la charanga militar, la de los tambores y caballos
y cornetas, la de las largas compañas a sol y lluvia, la de las
ciudades vencidas, la de los emboscados y las calaveras blanqueadas
junto al camino).
–Allá van, –veía el abuelo– los ejércitos enemigos, a coincidir
en el cruce del combate. El ejército invasor sin dinero emite su propia
moneda, con troqueles que alimenta con los cascarones vacíos de las
balas; se pregunta quien quiere ser héroe, los oficiales tienen
ademanes de gallardos y guerreras destrozadas, detrás del ejército van
las mujeres afanosas, con el aguardiente para los heridos y las viandas
precarias para los combatientes. Se lucha a tiros, al arma blanca, un
general aguerrido conoce la sombra del triunfo. Los ejércitos andan
como milagrosas caravanas que dispensan la muerte y la pobreza, los
presidentes se tambalean en su solio, las familias se refugian
atemorizadas en los últimos cuartos de la casa mientras en las calles
se lucha. Se acabaron las municiones, se pelea toda la noche al arma
blanca, con los machetes en cuyas hojas se refleja la luna. Luchas
silenciosas sin un tiro, en que los cuerpos de los hombres caen como
árboles abatidos.
–El amanecer siguiente a la guerra, la victoria trasnochada que
no es sino un aplazamiento en que el vencido agazapado espera que las
horas pasen hasta que llegue el momento, otra vez, del pronunciamiento,
de la nueva guerra engarzada en los jirones de la anterior. Una, dos,
tres, cuatro, cinco, las guerras iguales, la misma guerra.
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― II ―
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Se nos vino encima la guerra. Los últimos días están llenos de caballos
jadeantes, de mulas estropeadas, de zamuros que voltean amenazadores
sobre el botín vivo todavía. Por la angosta cuesta de Sube, vienen las
tropas desde el Socorro. El comandante Cándido Rincón está hace días
instalado en Piedecuesta, presionando sobre Collazos para que defina su
actitud. Se dice que cuando le preguntó si defendía la causa del
gobierno, el viejo militar le contestó, con un acento de Víctor Hugo:
―Defiendo la causa de la humanidad–. Por los hirvientes caminos del
Chicamocha trepan como gatos monteses los soldados constitucionales. Ya
se posesionó Antonio María Pradilla de la gobernación del Socorro;
vienen con él Ricardo de la Parra, los hermanos Pereira Gamba,
Nepomuceno y Vicente Herrera. Tuvieron que venir en barco a Ocaña, y
luego pasar por Bucaramanga, donde el General Collazos les ayudó a
seguir. Sin embargo, trató de sorprender en Piedecuesta al comandante
Rincón, y se enfrentaron. Hubo casi un combate, y el parlamento fue
dirigido por Nicolás Pereira. Uno de los parlamentarios era el hijo del
general, que está con los constitucionales. Al fin, después de horas de
ir y venir, de propuestas y amenazas, se suscribió un acta en la cual
Collazos se comprometía a defender la
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― IV ―
El abuelo los ve: son los jinetes de la guerra, saltando los picos
afilados de la montaña; son las mujeres de la guerra, las soldaderas,
las “Juanas”, agarradas de sus hombres, en pos de los cascos de los
caballos, siguiendo las pesarosas huellas de la destrucción, del
incendio, de la muerte. Son los huesos de hombres al sol y a la lluvia,
blanqueando día a día al lado de las osamentas de los caballos
derrumbados. Son los uniformes de botones dorados, llenos de carne
muerta de los que fueron un día marciales caballeros. Es la destrucción
del maizal, la carneada de la vaca de la granja humilde, y el fusil
escondido bajo el camastro, que acaso servirá para una batalla, o mejor
para una venganza; son los veteranos de las guerras viejas que piensan
que no entienden las guerras nuevas, y en verdad seguramente nos las
comprenden y son para ellos más duras y más crueles; es la aldea de
paredes blancas, de calles de fino empedrado, que permanece en silencio
al mediodía esperando la hora de la llegada del invasor; son las
mujeres que rezan y asechan, y llevan escondidos los pertrechos bajo
las faldas y en el seno las pistolas definitivas; son los arroyos que
se tiñen de sangre, las botas de montar que salen de la espesura en un
ángulo desesperado, la bayoneta inútilmente enterrada en el arena; y es
la estela de muertes que seguirá tras ella mientras llega el heraldo a
llevarla a las espesuras, a los desiertos, a los anchos ríos. A las
praderas ilimitadas. Es la guerra, en fin, dirigida contra las tierras
prósperas, contras las ciudades y los campos donde hay esperanza de
civilización para el hombre, la guerra que no se dirige contras las
extensiones inhóspites ni contra las fronteras lejanas, la guerra que
se encarniza contra el sembrado, la que enciende en hoguera la choza
campesina, y ahuma y mancha de sangre las calles de los pueblos, la
guerra que consiste en el encuentro de dos hombres con escarapelas
enemigas al borde del agua de un riachuelo, en el cambio de tiros o de
machetazos, y el silencio sobre los cadáveres tibios; la guerra vistosa
del
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― V ―
que mueven la oportuna ficha del ajedrez para aproximar el jaque mate
de la vida.
La guerra estaba por todas partes. Así son los actos de la
guerra: en Pamplona se moría por la mañana; a las diez, se desplomaron
los revolucionarios desde Mutiscua, y tomaron la ciudad con mil
trescientos hombres. A la una, después de un ensañado combate, los
constitucionales retomaron la ciudad. Al General Santos Gutiérrez le
mataron el caballo, y siguió peleando a pie. A su teniente lo mataron
de un pistoletazo cuando se tomaba la casa del cementerio; le
anticiparon la muerte, le mataron en su propia tumba. A las cuatro, los
conservadores estaban derrotados. Al comandante Girón lo mató uno de
los suyos cuando a bala trataba de evitar la desbandada. A las seis
cesó el fuego, con ciento setenta y nueve presos, muchos caballos,
todavía más heridos. Mientras tanto, Mosquera caía sobre Bucaramanga, y
se siguió moviendo por Santander usando el puente portátil de tablas y
cuerdas que le fabricó el Coronel Codazzi, y haciendo llevar a sus
tropas costales de arena y de tierra para alzar a cada paso sus
barricadas. Llegó a San Gil, y a poco le tocó el desolado combate de
“Los Cacaos”. El abuelo sonríe al imaginar al gran general pasando la
noche sentado en un viejo baúl de cuero, bajo una lluvia torrencial,
protegido con un desgarbado paraguas, mientras a lo lejos seguían
oyéndose los tiros. ¡El socarrón de Aquileo Parra debió reírse esa
noche!
En todo esto andaba Leopoldo Arias Vargas, poco antes de ser
elegido senador; Lengerke lo conoció en Bucaramanga, y en uno de esas
noches de asedio bebieron mucho brandy hablando de “Pascual Bruno”, el
drama de Arias que vio Lengerke al llegar a Bogotá. Ni se dieron cuenta
del combate, porque estaban metidos en el mundo igualmente predestinado
del teatro.
El abuelo volvió los ojos hacia atrás: De Thalfinger de Ulm,
Alfínger, Ehinger, Elfingen, el otro alemán, el de la conquista, el que
se encontró metido en otras guerras como contradiciendo de propósito
las voluntades del chiapanejo obispo de las Casas, Lengerke aparece en
la niebla, su mostacho se recorta contra el perfil de la Mesa de
Ruitoque, el memorable cerro de las tempestades, y si se le mira de
otro modo aparece encuadrado entre los cerros de Santa Rita y de
Ceilán, o acostado sobre las vegas del Ríp del Oro que acaban de pasar
estos soldados de la “revolución-por-el-orden”, de la revolución
contradictoria, que empuja para el salto hacia atrás. Es el jaque al
rey, piensa el
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