Flor de Mayo
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Vicente Blasco Ibáñez
Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) was a Spanish novelist, journalist, and political activist. Born in Valencia, he studied law at university, graduating in 1888. As a young man, he founded the newspaper El Pueblo and gained a reputation as a militant Republican. After a series of court cases over his controversial publication, he was arrested in 1896 and spent several months in prison. A staunch opponent of the Spanish monarchy, he worked as a proofreader for Filipino nationalist José Rizal’s groundbreaking novel Noli Me Tangere (1887). Blasco Ibáñez’s first novel, The Black Spider (1892), was a pointed critique of the Jesuit order and its influence on Spanish life, but his first major work, Airs and Graces (1894), came two years later. For the next decade, his novels showed the influence of Émile Zola and other leading naturalist writers, whose attention to environment and social conditions produced work that explored the struggles of working-class individuals. His late career, characterized by romance and adventure, proved more successful by far. Blood and Sand (1908), The Four Horsemen of the Apocalypse (1916), and Mare Nostrum (1918) were all adapted into successful feature length films by such directors as Fred Niblo and Rex Ingram.
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Flor de Mayo - Vicente Blasco Ibáñez
1923.
I
Al amanecer cesó la lluvia. Los faroles de gas reflejaban sus inquietas luces en los charcos del adoquinado, rojos como regueros de sangre, y la accidentada línea de tejados comenzaba a dibujarse sobre el fondo ceniciento del espacio.
Eran las cinco. Los vigilantes nocturnos descolgaban sus linternas de las esquinas, y golpeando con fuerza los entumecidos pies, se alejaban después de saludar con perezoso«¡bon día!» a las parejas de agentes encapuchados que aguardaban el relevo de las siete.
A lo lejos, agrandados por la sonoridad del amanecer, desgarraban el silencio los silbidos de los primeros trenes que salían de Valencia. En los campanarios, los esquilones llamaban a la misa del alba, unos con voz cascada de vieja, otros con inocente balbuceo de niño, y repitiéndose de azotea en azotea vibraba el canto del gallo con su estridencia de belicosa diana.
En las calles, desiertas y húmedas, despertaban extrañas sonoridades los pasos de los primeros transeúntes. Por las puertas cerradas escapábase, al través de las rendijas, la respiración de todo un pueblo en los últimos deleites de un sueño tranquilo.
Aclarábase el espacio lentamente, como si arriba fuesen rasgándose una por una las innumerables gasas tendidas ante la luz. Penetraba en las encrucijadas, hasta en sus últimos rincones, una claridad gris y fría, que sacaba de la sombra los pálidos contornos de la ciudad; y como un esfumado paisaje de linterna mágica que lentamente fija sus perfiles, aparecían las fachadas mojadas por el aguacero, los tejados brillantes como espejos, los aleros destilando las últimas gotas, y los árboles de los paseos, desnudos y escuetos como escobas, sacudiendo el invernal ramaje, con el tronco musgoso destilando humedad.
La fábrica del gas lanzaba sus postreros estertores, cansada del trabajo de toda la noche. Los gasómetros caían con desmayo entre sus férreos tirantes, como estómagos fatigados por la nocturna indigestión, y la colosal chimenea de ladrillo lanzaba en lo alto sus últimas bocanadas negras y densas, que se esparcían por el espacio con caprichoso serpenteo, cual un borrón resbalando sobre una hoja de papel gris.
Junto al puente del Mar, los empleados de Consumos paseaban para librarse de la humedad, escondiendo la nariz en la bufanda. Tras los vidrios del fielato, los escribientes recién llegados movían sus soñolientas cabezas.
Esperaban la entrada de los vendedores, chusma levantisca, educada en el regateo y agriada por la miseria, que por un céntimo abría la compuerta al caudal inagotable de sus injurias, y antes de llegar a sus puestos del Mercado sostenía un sinnúmero de peleas con los representantes de los impuestos.
Ya habían pasado en la penumbra del amanecer los carros de las verduras y las vacas de la leche con su melancólico cencerreo. Sólo faltaban las pescaderas, rebaño sucio, revuelto y pingajoso que ensordecía con sus gritos e impregnaba el ambiente con un olor de pescado podrido y un aura salitrosa del mar conservados entre los pliegues de sus zagalejos.
Llegaron cuando ya era de día, y la luz cruda de un amanecer azulado empezaba a recortar vigorosamente todos los objetos sobre el fondo gris del espacio.
Oíase, cada vez más próximo, un indolente cascabeleo, y una tras otra fueron entrando en el puente del Mar cuatro tartanas. Iban arrastradas por horribles jamelgos que parecían sostenerse únicamente por los tirones de riendas que daban los tartaneros. Éstos se mantenían encogidos en sus asientos y con el tapabocas arrollado hasta los ojos.
Eran como negros ataúdes, y saltaban sobre los baches lo mismo que barcos viejos y despanzurrados a merced de las olas. El toldo tenía el cuero agrietado y tremendos rasguños, por donde asomaba el armazón de cañas; pegotes de pasta roja cubrían las goteras; el herraje roto y chirriante estaba remendado con cordeles; las ruedas guardaban en sus capas de suciedad el barro del invierno anterior, y todo el carruaje, de arriba abajo, parecía una criba, como si acabase de sufrir las descargas de una emboscada.
En su parte anterior lucían, como adorno coquetón, unas cortinillas de rojo desteñido, y por la abertura trasera mostrábanse revueltas con los cestos las señoras de la Pescadería, arrebujadas en sus mantones de cuadros, con el pañuelo apretado a las sienes, apelotonadas unas con otras, y dejando escapar un vaho nauseabundo de marisma corrompida que alteraba el estómago.
Así iban adelantando las tartanas en perezosa fila, cabeceando, inclinadas a un lado, como si hubiesen perdido el equilibrio, hasta que de pronto, en el primer bache, se acostaban sobre la opuesta rueda con la violencia de un enfermo fatigado que muda de posición.
Detuviéronse ante el fielato, y fueron descendiendo por sus estribos zapatos en chancleta, medias rotas mostrando el talón sucio, faldas recogidas que dejaban al descubierto zagalejos amarillos con negros arabescos.
Alineábanse ante la báscula los cestones de caña cubiertos con húmedos trapos, que dejaban entrever el plomo brillante de la sardina, el suave bermellón de los salmonetes y los largos y sutiles tentáculos de las langostas, estremecidas por el estertor de la agonía. Al lado de las cestas se alineaban las piezas mayores: los meros de ancha cola, encorvados por la postrera contracción, con las fauces en círculo, desmesuradamente abiertas, mostrando la obscura garganta y la lengua redonda y blancuzca como una bola de billar; rayas anchas y aplastadas, caídas en el suelo como un trapo de fregar húmedo y viscoso.
La báscula estaba ocupada por unos panaderos de las afueras, guapos mozos con las cejas enharinadas, cuadrado mandil y brazos arremangados, que descargaban sacos de pan caliente y oloroso, esparciendo una fragancia de vida vegetal en el ambiente nauseabundo del pescado. Aguardando su turno, charlaban las pescaderas con los empleados y los transeúntes que contemplaban embobados a los grandes peces. Otras iban llegando a pie, con cestas en la cabeza y en los brazos, engrosando el grupo. La línea de banastas extendíase hasta cerca del puente. Los empleados se iban irritando a causa de la insolente algarabía de aquellas malas pécoras que les aturdían todas las mañanas.
Hablábanse ellas a gritos, mezclando entre cada palabra ese inagotable léxico de interjecciones que únicamente puede aprenderse en un muelle de Levante. Al verse juntas, se iban recrudeciendo los resentimientos del día anterior o la cuestión sostenida al amanecer en la playa. Contestaban los insultos con soeces ademanes, acompañaban sus palabras con cadenciosas palmadas en los muslos o tremolando las manos con una expresión amenazante. A lo mejor, estos furores trocábanse en risas semejantes al cloquear de un gallinero, si a alguna de ellas se le ocurría una frase capaz de hacer mella en sus paladares fuertes.
Enardecíalas la tardanza de los panaderos en dejar libre la báscula; llovían insultos sobre aquellos mocetones, que no se mordían la lengua; y en el derroche de indecencias que se cruzaban entre ambos bandos con acompañamiento de amigables risas, enviábanse a tocarse lo otro y lo de más allá, barajando tranquilamente las blasfemias más monstruosas con los distintivos del sexo.
En este hervidero de risotadas e insultos, la que más llamaba la atención era Dolores, llamada la del Retor, una buena moza mejor vestida que las otras, que se apoyaba con cierta negligencia en una pilastra del fielato, con los brazos atrás, arqueando la robusta pechuga y sonriendo como un ídolo satisfecho cuando los hombres se fijaban en sus zapatos de cuero amarillo y el soberbio arranque de sus pantorrillas, cubiertas con medias rojas.
Era una morena cariancha, con el rubio y alborotado pelo como una aureola en torno de la pequeña frente. Sus ojos verdes tenían la obscura transparencia del mar, y en ciertos momentos reflejábase la luz en ellos, abriendo un círculo brillante de puntos, dorados.
Reía como una loca, entreabriendo sus mandíbulas poderosas de hembra de sólida osamenta. Los labios carnosos, de un rojo tostado, mostraban al separarse una dentadura igual, fuerte, y tan brillante, que parecía iluminar la cara con la pálida claridad del marfil.
Guardábanla consideraciones, como a moza de buenos puños y agresiva insolencia. Influía además en tal respeto el ser mujer de Pascualo el Retor, un buenazo que la obedecía en todo y no chistaba dentro de casa, pero que fuera, en el mar, sabía ganarse la vida mejor que otros, y tenía, según opinión general, un «gato» enorme de duros oculto en los pucheros de la cocina; todo ganado, peseta por peseta, en pescas afortunadas. Por esto se daba ella sus airecillos de reina entre la turba desvergonzada y miserable de la Pescadería, y apretaba los labios con satisfacción cuando admiraban sus pendientes de perlas o los pañuelos de Argel y los refajos de Gibraltar regalados por el Retor.
Únicamente se trataba de igual a igual con cierta tía suya, la Agüela Picores, una veterana de la Pescadería, enorme, hinchada y bigotuda como una ballena, que hacía cuarenta años tenía aterrados a los alguaciles del Mercado con la mirada de sus ojillos insolentes y las palabrotas de su boca hundida, centro al que convergían como rayos todas las arrugas de su cara.
—¡Recristo! ¿Cuánt acabéu? —gritó Dolores, con los brazos en jarras, dirigiéndose a los panaderos.
Y éstos, que ya retiraban de la báscula su último saco, contestaron con soeces bromas a las pescaderas, muchas de las cuales, con las manos cruzadas bajo el delantal, aumentaban el volumen de sus vientres, presentando un aspecto grotesco.
Comenzó el peso del pescado; surgieron las riñas de todos los días sobre a cuál le tocaba ir delante. Amenazábanse, sin llegar nunca a las manos. La tía Picores intervenía con su vozarrón cascado, que disparaba los insultos como cañonazos, pero Dolores dejaba pasar su turno. Miraba fijamente al puente, por encima de cuyas barandas veíase avanzar el busto de una rezagada con los brazos en jarras y encorvándose bajo el peso de las cestas.
La buena moza sonreía con una expresión diabólica, y cuando aquella mujer estuvo cerca del fielato, lanzó una carcajada insolente, tocando en un brazo a la Agüela Picores.
«¡Mírela, tía! ¡Siempre llega tarde! ¡Claro!, ¡con tanta pachorra!… Cualquier día va a caérsele lo que lleva bajo el delantal».
La mujer palideció, y con un ademán de cansancio fue dejando en el suelo las pesadas cestas. Miraba a Dolores con expresión de odio, como si al verse renaciesen en ella terribles resentimientos, y las dos se midieron de arriba abajo con ojos iracundos.
Dolores se pasó una mano por bajo la nariz, aspirando con fuerza, como si tomase rapé. «Podía sentarse. Debía estar cansada y chorreando por la caminata».
Estos insultos a media voz irritaron a la rezagada… «¿Sentarse? ¿Habrase visto desvergonzada igual?… Ella no podía gastar tartana, pero iba a pie con remuchísima honra. No era como otras, que engañaban al marido, dándose buena vida».
«¿Por quién decía eso?… ¿Por ella?…». Y la insolente pescadera, con sus hermosos ojos verdes moteados de oro por la ira, avanzó algunos pasos. Pero allí estaba la tía Picores para intervenir, agarrándola con sus arrugadas manazas.
Acababan de pesar las cestas de Dolores y ella no quería líos ni escándalos. «¡A la tartana! Podían matarse otro rato. Ahora era tarde, y en la Pescadería aguardaban los compradores. ¡Miren que les estaba bien el pelearse de tal modo siendo cuñadas!».
Y empujando a Dolores con el blanducho vientre, la condujo hasta su tartana, donde ya estaban las cestas y las otras pescaderas.
La buena moza se dejó conducir como una niña, pero le temblaban los labios; y al reanudar su marcha el destartalado carromato, lanzó su última amenaza:
—Tú, Rosario, ya se vorem.
«¿Verse? Cuando ella quisiera. No tardarían mucho». Y Rosario, mujercita flaca y nerviosa, temblaba también de ira. Sus pobres brazos levantaron como una paja los pesados cestos que tanto la habían abrumado poco antes, arrojándolos con fuerza sobre la báscula.
Comenzaba el día en la ciudad. Pasaban los tranvías repletos de madrugadores, y por ambos lados del camino iban desfilando a la conquista del pan los rebaños de obreros, todavía adormecidos, con el saquito del almuerzo a la espalda y la colilla en la boca.
Rasgose en densos jirones el vapor gris que entoldaba el espacio, y el sol hizo su aparición triunfal, como una custodia deslumbrante, casi a ras del suelo, convirtiendo en oro líquido los charcos de lluvia y reflejándose en las fachadas de las casas con rojizo fulgor de incendio.
En las calles comenzaba el movimiento. Iban por las aceras con paso ligero las criadas con sus blancas cestas; los barrenderos amontonaban el barro de la noche anterior; seguían el arroyo con lento cencerreo las vacas de la leche; abríanse las puertas de las tiendas, empavesándose con multicolores muestras, y sonaba en su interior el áspero roce de las escobas arrojando a la calle nubes de polvo, que adquiría una transparencia de oro al desenvolverse entre los rayos del sol.
Cuando las tartanas llegaron a la Pescadería, acudieron solícitas las viejas mandaderas a descargar las cestas, ayudando a bajar con servil respeto a las que su miseria hacía considerar como señoras.
Fueron entrando una tras otra, arrebujadas en sus mantones, por las puertas angostas, obscuras como rastrillos de cárcel: bocas fétidas que exhalaban el húmedo tufo de la Pescadería.
Ya estaba el mercadillo en movimiento. Bajo los toldos de cinc, que todavía goteaban la lluvia de la noche anterior, vaciaban las vendedoras sus cestas sobre las mesas de mármol, alineando los peces en lechos de verdes espadañas. Las rodajas de los grandes pescados mostraban su carne sanguinolenta. Salía de los toneles el «género» del día anterior, conservado en hielo, con los ojos turbios y las escamas flácidas. La sardina amontonábase en democrática confusión al lado del orgulloso salmonete y la langosta de obscura túnica, que agitaba sus tentáculos como si diese bendiciones.
Otras vendedoras ocupaban el lado opuesto del mercado: mujeres vestidas de igual modo que las del Cabañal, pero de aspecto más miserable, de rostro más repulsivo.
Eran las pescaderas de la Albufera, las mujeres de un pueblo extraño y degradado que vive en la laguna sobre barcas chatas y negras como ataúdes, entre espesos cañares, en chozas hundidas en los pantanos, y que encuentra la subsistencia en sus fangosas aguas. Eran las hembras de la miseria, con el rostro curtido y terroso, los ojos animados por el extraño fulgor de unas eternas tercianas y oliendo sus ropas, no al salobre ambiente del mar, sino al tufo del légamo de las acequias, al barro infecto de la laguna, que al removerse despide la muerte.
Vaciaban sobre las mesas enormes sacos que palpitaban como seres vivientes, arrojando por sus bocas la rebullente masa de las anguilas contrayendo sus viscosos y negros anillos, enroscándose por la blancuzca tripa e irguiendo su puntiaguda cabeza de culebra. Junto a ellas calan, inanimados y blanduchos, los pescados de agua dulce, las tencas de insufrible hedor, con extraños reflejos metálicos semejantes a los de esas frutas tropicales de obscuro brillo que encierran el veneno en sus entrañas.
Entre estas míseras hembras existían también categorías, y algunas más infelices sentábanse en el suelo húmedo y resbaladizo, entre las filas de mesas, ofreciendo largos juncos en los que estaban ensartadas las ranas, patiabiertas y con los brazos levantados como bailarinas desnudas.
Comenzaba la afluencia de los compradores, y entre las vendedoras cruzábanse señas misteriosas, gritos de un caló especial que avisaban la llegada de los alguaciles y hacían desaparecer con rapidez de prestidigitación bajo los delantales y zagalejos las pesas ilegales cortas de peso.
Con viejas y mohosas navajas iban abriendo el plateado vientre de los pescados. Caían las hediondas entrañas bajo los mostradores, y los perros vagabundos, después de husmearlas, lanzaban un gruñido de asco, huyendo hacia los inmediatos pórticos, donde estaban los puestos de los carniceros.
Las pescaderas que una hora antes se amontonaban amistosamente en la misma tartana o ante la báscula del fielato, mirábanse desde sus mesas con hostilidad, cruzando provocativas ojeadas cada vez que se arrebataban un parroquiano.
Una atmósfera de lucha, de ruda competencia, se extendía por el lóbrego mercadillo, que rezumaba humedad y hedor por todas sus baldosas. Gritaban las pescaderas con voces desgarradas; golpeaban sus balanzas por atraer compradores, invitándoles con palabras cariñosas, con ofrecimientos maternales. Y momentos después, las bocas melosas convertíanse con el regateo en orificios de retrete, que arrojaban la inmundicia del lenguaje sobre el rebelde parroquiano, con acompañamiento de insolentes carcajadas de todas las vendedoras, unidas por instintiva solidaridad para insultar al comprador.
La tía Picores mostrábase majestuosa en una alta poltrona, con su blanducha obesidad de ballena vieja, contrayendo el arrugado y velloso hocico y mudando de postura para sentir mejor la tibia caricia del braserillo que hasta muy entrado el verano tenía entre sus pies, lujo necesario para su cuerpo de anfibio, impregnado de humedad hasta los huesos. Sus manos amoratadas no estaban un momento quietas. Una picazón eterna parecía martirizar su arrugada epidermis, y los gruesos dedos hurgaban en los sobacos, se deslizaban bajo el pañuelo, hundiéndose en la maraña gris de su cabeza, y tan pronto hacían temblar con tremendos rasguñones el enorme vientre que caía sobre las rodillas cual amplio delantal, como con un impudor asombroso remangaban la complicada faldamenta de refajos para pellizcar