Los Pocillos de Benedetti
Los Pocillos de Benedetti
Los Pocillos de Benedetti
Lengua y Literatura
De acuerdo con los personajes, lugares, hechos que suceden en él, existen distintos tipos
de cuentos: realistas, fantásticos, policiales, de ciencia ficción, terror, etc.
De esta manera, en ellos suceden hechos que podrían pasar en la vida real, eso no
quiere decir que para que un cuento sea realista deba contar sucesos que realmente
ocurrieron.
Los pocillos
Mario Benedetti
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además
importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta,
en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón
había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.
“Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de
Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había
decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al
marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada,
pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar
un cigarrillo”. Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez,
que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a
moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?” preguntó ella. “El encendedor”.
“A tu derecha”. La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese
temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias
veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la
mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor.
Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo
tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba
también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un
regalo de Mariana”.
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua.
Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953,
cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en
casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con
mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado
un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente
feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado
lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el
encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los
conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella
época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No”.
“¿Querés que te sea sincero?”.
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi
hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido,
que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy
podrido de mi notable salud sin ojos.”
La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista
en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de
cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su
matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo.
Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a
refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible,
testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de
palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
“De todos modos deberías ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te
decía Menéndez”.
“Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase
famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano”.
“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir,
simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa.
Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había
bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él
no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que
estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de
Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido –
sinceramente, cariñosamente, piadosamente– protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud.
Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo,
que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño,
ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía
duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor
horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo,
dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin
posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones
menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta
el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde
muy atrás de su ceguera, como si esta oficiara de muro de contención para el
incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
“Qué otoño desgraciado”, dijo. “¿Te fijaste?”. La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fíjate vos por mí”.
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio,
y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto
linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. Él se lo había dicho por
primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente
un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy
feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas,
es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido
comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para
entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de
inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces.
Y todavía ahora, la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón,
sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido
en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no
alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco
agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos
tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se
hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de
provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente
favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese
primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado
a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque
Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del
equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años,
Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que
se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y solo en
contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso
Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte
de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no
hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable
soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una
imaginaria y desventajosa comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio; “a hacerme la clásica
visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre.
Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a
verme”.
“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen
recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por
tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a
esta parte”.
“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada
de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de
consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez
estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de
amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de
pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse
responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no
decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su
ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por solo permitir que él ajustara a la
imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho
transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos
insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera
estado dispuesto para la mutua revelación, como si solo hubiera faltado que se
miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo
más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana
sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada
más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó
sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento
se distrajo contemplando los pocillos. Solo había traído tres, uno de cada
color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la
mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La
mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se
introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a
hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos
anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la
caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de
José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud.
Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito
y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento
próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó
apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón.
Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas
las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos.
Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado,
distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de
temor.
Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia
púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta
como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita.
Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos
directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para
José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde
para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se
encontró, además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No,
querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo”.
1. Comprensión lectora.
2. Los personajes
• ¿Qué concepción del “querer” tiene Mariana y cómo se cumple con Alberto y no
con José Claudio?
Cuando decidas qué consigna elegís, escribí en tu hoja de carpeta, el título “Los
pocillos: consigna de escritura”