Cronica Local Del Fandango y El Son Jarocho
Cronica Local Del Fandango y El Son Jarocho
Cronica Local Del Fandango y El Son Jarocho
1 Véanse Alafita et al., 1989; Velasco Toro y Félix Báez, 2000; Velasco Toro,
2 Véanse Pasquel, 1988; Melgarejo, 1979; Winfield, l971; Delgado, 2004; Pérez
Montfort, 2007.
Desde Santiago a la Trocha 213
II
2003 y 2007.
Desde Santiago a la Trocha 215
La tierra jarocha es, en pocas palabras, de Veracruz hacia el sur, o sea los
antiguos cantones de Veracruz, Cosamaloapan, Los Tuxtlas, Acayucan
y Minatitlán. La mata de la jarochería se encuentra tierra adentro, en la
angosta faja de nuestro Estado […]; es donde puede uno ver todavía cos-
tumbres jarochas, principalmente el verdadero fandango, ese fandango
legítimo de la costa veracruzana (García de León, 2006: 249).
Pero si para las películas mexicanas don Eulogio ya tenía cierta in-
dulgencia, para el cine extranjero que retrataba a los “mexicanos” de
manera por demás estereotipada y tergiversada, su pluma no parecía
tener ninguna clemencia. Al comentar la cinta Tropic Holiday (El embrujo
del trópico) de Theodor Reed, el jarocho se lanzó a escribir los siguientes
comentarios:
Sin esconder cierta vanidad por pertenecer a esta porción del terruño
veracruzano, don Carlos describía los atuendos, peinados y accesorios de
las jarochas, así como el garbo y la valentía de los jarochos, para termi-
nar con una imagen donde una aureola lunar coronaba la cabeza de las
bailadoras porque Sotavento en el fandango se encontraba “cantando a
sus mujeres”. La representación estereotipada construida en pleno auge
del alemanismo se desbordaba en aquella prosa al insistir que:
El jarocho es cosa aparte: las penas las deja en el jacal cuando se calza
los botines; viste el pantalón y la blusa almidonada, remata con el rojo
paliacate sobre el cuello y es su orgullo ladearse en la cabeza el ancho
sombrero de petate para irse camino del fandango (Maza, 1987).
Al estar ya colocada
la tarima entre las bancas
cual si fuera la llamada
para comenzar el baile,
desde lejos la jarana
Desde Santiago a la Trocha 219
El fandanguito, uno de los sones jarochos del rumbo, tiene especial sa-
bor: lo bailan dos parejas de hombre y mujer, y un cantador o cualquiera
de los asistentes, quitándose respetuosamente el sombrero y colocándolo
entre la cara de la muchacha bailadora y el versador, este dice un verso,
una flor casi siempre improvisada para la joven, y el último verso lo canta
para que los tocadores lo coreen e inicien un son:
Las ramas son árboles jóvenes de nopotapi, que aquí se le llama paraíso,
adornadas con papel de china y faroles, que inicialmente fueron naranjas
amatecas a las que se les ha quitado la pulpa y en su lugar va una vela.
Quien da el fandango atiende a los visitantes con copas de rompope casero,
galletas de rico surtido, y coloca las cajas de resonancia en que se bailan
los sones acompañados por jaranas, requintos, segundas, y cantadores que
improvisan o recuerdan los versos con los que se acompañan los distintos
sones (Bustamante, 1991: 72-73).
Estando de moda la llamada fiebre aftosa, que por poco acaba con nuestra
ganadería, cuando se aplicó como único medio para detenerla el “rifle
sanitario”, un zapoteno famoso, no sé si Mele Zapo o el otro, dijo a una
bailadora “juerana” y de buen ver:
“Una mentira repetida mil veces se vuelve verdad”, así reza la máxima po-
pular, y Flor de piña, autóctona o no, mentira o verdad a medias, preámbu-
lo ostentoso de la ignorancia, o bien, salvamento de un juego político, no lo
sabemos; lo cierto es que ahí está un baile engalanando la bella sonrisa de
esa mujer de la región del Papaloapan. Lo único cierto y real de nuestras
raíces es el huipil, verdadero arte de cuna de virgen, el más vistoso de
esa belleza autóctona, aunque nuestras mujeres antepasadas nunca han
224 Ricardo Pérez Montfort
En todo caso, remataba el narrador Ávila Galán, este baile sería más
un homenaje a la profesora Solís Ocampo, educada bajo los designios de
los ballets folclóricos y las estampas regionalistas que satisficieron a la na-
ciente industria turística, que un reconocimiento a los aires sotaventinos
que se conjuraban en la cultura ribereña ancestral de los tuxtepecanos. Y
haciendo honor a quien honor merece, el cronista concluía:
Claro está que por eso el habitante de esta ciudad no dejará de vibrar con
sentida emoción cuando en la lejanía de otras tierras o en el cercano correr
del río Papaloapan, escuche el murmullo cristalino de unas cuerdas: eterno
noviazgo del arpa y la jarana (Ávila Galán, 2003: 82-83).
III
Tal vez la localidad que más acopio hizo a lo largo del siglo xx de las
crónicas y narraciones relativas a las expresiones culturales específicas de
los jarochos, sus fiestas y sus músicas ha sido Tlacotalpan (Lozano y Na-
tal, 1991). Gracias a la extraordinaria labor de recopilación y promoción
realizada por el arquitecto Humberto Aguirre Tinoco, desde los primeros
años sesenta y hasta avanzada la nueva centuria, tanto estudiosos como
diletantes han podido acercarse a las múltiples referencias sobre esta
ciudad ribereña, sus alrededores y, sobre todo, sus festejos, expresiones
musicales, lírica y bailes. El propio Aguirre Tinoco es responsable de
varios textos imprescindibles en torno de la cultura jarocha como, para
solo mencionar tres, La lírica festiva de Tlacotalpan (1976), Sones de la tierra
y cantares jarochos (1983) y Tenoya: Crónica de la Revolución en Tlacotalpan
(1988). Desde luego, sus libros son quizá las fuentes más recomendables
para acceder no solo a dichas expresiones culturales, sino también a la
historia de la región tlacotalpeña.
Un interesante antecedente, sin embargo, se puede consultar en el
volumen 12 de la Revista Jarocha, que al inicio de los años sesenta dirigiera
ese otro gran propagador y cronista de la cultura veracruzana que fue
Leonardo Pasquel. En esa revista, dedicada por entero a Tlacotalpan, se
revivieron algunos testimonios y crónicas por demás interesantes de las
fiestas y los sones jarochos, particularmente aquellos que tocaban la ce-
lebración lugareña más importante, las festividades de la Candelaria.
Como es sabido, tales fiestas se habían erigido como clara muestra de la
identidad jarocha desde por lo menos mediados del siglo xix, y no fueron
pocos los poetas, narradores y cronistas que las tomaron como fuentes
de inspiración, desde aquellos años y a lo largo del siglo xx. Entre ellos
destacaron Juan de Dios Peza, Adolfo Dollero, Enrique Juan Palacios,
Bess Adams Gardner, Frances Toor, Juan Rejano y tantos otros (Poblett,
1992). Pero volviendo a la Revista Jarocha, esta se ocupó de presentar una
crónica clásica de las fiestas de Tlacotalpan publicada con anterioridad
en la revista Hoy, en el año de 1944, cuya autoría era atribuida al pintor
y escritor Víctor Reyes. Conocedor de múltiples expresiones artísticas
mexicanas, Reyes iniciaba su relato con un recorrido general por la his-
toria y las calles de La Perla del Papaloapan para terminar describiendo
las fiestas de la Candelaria:
todo las fiestas, las músicas, las líricas y los bailes de los pobladores de
esta ciudad sotaventina y sus alrededores. Recorriendo los instrumentos
musicales, los diversos sones y sus antecedentes hispanos, se refería a la
versada jarocha, por ejemplo, de la siguiente manera:
Hermosísimo alhelí,
blanca flor de residón,
si tú me amas a mí,
yo a ti con ciega pasión.
Y me atrevo a dar por ti
alma, vida y corazón.
IV
2006: 235-246.
232 Ricardo Pérez Montfort
Pensábamos suspender
nuestra fiesta titular,
porque no es justo mezclar
el placer y el padecer;
pero dejó de llover,
Desde Santiago a la Trocha 233
el agradable y conocido sonido del requinto, del arpa y la jarana, así como
del acompasado sonido que producía el taconeo de las bailadoras sobre la
tarima de madera, que después supe se llamaba el “Tren del fandango”,
mientras tanto, seguía el estallido de los cohetes para que toda la población
se enterara de la gran fiesta de la Cruz (Hernández Zamudio, 1994: 2-3).
Bibliografía citada
Velasco Toro, José y Jorge Félix Báez, comp., 2000. Ensayos sobre la
cultura en Veracruz. Xalapa: Universidad Veracruzana.
Winfield, Fernando, 1971. “Jarocho, formación de un vocablo”.
Anuario Antropológico 2: 222-234.