Cronica Local Del Fandango y El Son Jarocho

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desde Santiago a la Trocha: La crónica local sotaventina,

el fandango y el son jarocho

Ricardo Pérez Montfort


ciesas

Solo si se acepta el derecho al placer, se pueden


encontrar virtudes en la escritura y el consumo
de historia anticuaria.
Luis González, 1988

El Sotavento veracruzano, como muchas otras regiones del país, ha cono-


cido un gran número de cronistas y estudiosos que han consagrado una
buena cantidad de trabajos a retratar sus geografías físicas y humanas,
sus costumbres, lenguajes y ambientes locales. Desde los viajeros, litera-
tos y dibujantes de los siglos xviii, xix y xx hasta los extensos y sesudos
trabajos historiográficos de los primeros años de la recién inaugurada
centuria, esta calurosa comarca tropical ha llamado la atención de locales
y fuereños por sus espléndidos paisajes, sus variados productos agrope-
cuarios, por el mestizaje de sus amables pobladores y sus particulares
expresiones culturales.1
Además de su atractivo entorno, constituido por las vastas llanu-
ras de la Cuenca del río Papaloapan, sus afluentes y el macizo monta-
ñoso de los Tuxtlas, la región se ha considerado como el gran contenedor
de los valores culturales que llevan el patronímico popular de jarocho o
jarocha, con los que se ha querido diferenciar esta localidad de otras re-
giones culturales del país. Varios especialistas se han ocupado del estu-

1 Véanse Alafita et al., 1989; Velasco Toro y Félix Báez, 2000; Velasco Toro,

2003; Leonard-Velásquez, 2000.

REVISTA DE LITERATURAS POPULARES / AÑO X / NÚMEROS 1 Y 2 / enero-diciembre DE 2010


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dio y origen de dicho apelativo y no es aquí en donde se discutirá su


pertinencia y versatilidad.2
Sin embargo, justo es decir que el armado de la construcción identitaria
regional enmarcada bajo el adjetivo de jarocho ha pasado por muchas
corrientes de pensamiento y acción, múltiples expresiones escritas y
dibujadas, y no pocas referencias líricas y musicales. Así, los contenidos
de los valores que conforman ese cúmulo jarocho se han ido llenando con
variados recursos, y entre ellos las aportaciones de los cronistas locales
han sido de primera importancia.
Cierto que no son desdeñables las descripciones y los estudios de
fuereños y extranjeros, pero no cabe duda que el Sotavento veracruza-
no ha prohijado una pléyade de escritores vernáculos y de altos vuelos
locales, que han contribuido de manera fehaciente a la conservación y
divulgación de lo que hoy se piensa y se saborea como lo distintivo de
la cultura jarocha. Por lo general, se la distingue remitiendo al mundo
festivo, a sus atuendos y a sus principales expresiones musicales, poéticas
y dancísticas, con el fin de evidenciar la especificidad del bagaje cultural
intrínseco en sus pobladores.
Para mostrar brevemente la riqueza de ese abrevadero regional de dis-
tinciones y diferenciaciones frente al resto de las regiones culturales del
territorio nacional, este ensayo pretende presentar una pequeña selección
de cronistas que han dedicado sus letras y tiempos a la fiesta jarocha por
excelencia: el fandango, y a su expresión lírico-musical, el son jarocho,
desde algunos escritorios recluidos en sus pueblos y municipios, pero
sobre todo desde sus recuerdos y nostalgias. Sin pretender que esto sea
una excepción, y dicho sea de paso, hay que señalar que la mayoría de
estos narradores regionales apelan a la historia y a las tradiciones de an-
taño para apuntalar la autenticidad de su propia diferenciación.
Ya Antonio García de León recogió en un maravilloso libro los “tex-
tos de época” que describen esta fiesta y sus derivados, enfatizando
su muestrario en las descripciones de viajeros y cronistas fuereños,
con algunas referencias a escritores locales como José María Esteva,
Cayetano Rodríguez Beltrán, Federico Fernández Villegas y Eulogio

2 Véanse Pasquel, 1988; Melgarejo, 1979; Winfield, l971; Delgado, 2004; Pérez

Montfort, 2007.
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P. Aguirre Santiesteban Epalocho (García de León, 2006). Por ello aquí


solamente se pretende identificar algunos aspectos no comprendidos
en esa magnífica recopilación y que, a mi juicio, responden más a un
afán por relatar y preservar las tradiciones regionales y a la vez servir
de evocación y memoria.
Si bien algunos de estos cronistas son figuras reconocidas en el mundo
de los estudios y las letras, otros más bien tienen o tuvieron una relevancia
local, que ha contribuido a completar un repertorio por demás disfrutable
para propios y ajenos. La pretensión es, pues, tan solo aproximar a los
curiosos lectores un puñado de ejemplos de crónica regional en torno
de la expresión festiva, poética y musical de esta amable porción de la
República Mexicana, sin más afán que agruparlos y explorar algunas de
sus narraciones y remembranzas.

II

Las crónicas sobre fandangos y sones jarochos en el Sotavento veracru-


zano bien pueden rastrearse hasta mediados del siglo xviii, por lo
menos, aunque justo es decir que fue durante los siglos xix y xx cuando
aparecieron con mayor abundancia en el repertorio literario local y
fuereño. A lo largo del siglo xix, una buena cantidad de referencias
indican que tales fiestas, con sus consabidas expresiones lírico-musicales,
eran motivos recurrentes de admiración de viajeros, así como escenarios
puntuales de anécdotas y acontecimientos relevantes para los habitan-
tes del terruño (Pérez Montfort, 1991). Ya entrado el siglo xx, el cauce
de las narraciones de colorido local, las notas periodísticas, los poemas
y, en fin, los textos de amplio consumo popular que tocaron el tema del
fandango y los sones jarochos fue mucho más caudaloso. Coincidentes
con la aparición de los medios de comunicación masiva, como la radio y el
cine, así como con el paulatino descenso del analfabetismo, estas crónicas
se dedicaron a transmitir las características peculiares de las fiestas re-
gionales y a afirmar su condición de referentes locales e identitarios.
En medio de una explosión de caracterizaciones regionales y cons-
trucción de áreas culturales y folclóricas, a través de la descripción de
sus atuendos, comidas, expresiones, condiciones físicas y anímicas, se
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fueron formulando los diversos matices “típicos” de cada región mexica-


na, durante los años posrevolucionarios. A esta sucesión de definiciones,
descripciones e inventarios la hemos reconocido como el proceso de
construcción de los estereotipos nacionales y regionales.3 A su vez, la
delimitación de “lo jarocho” se fue constituyendo también a partir de
la identificación, la realización del inventario y la enumeración de los
elementos propios de la cultura local. Este proceso fue protagonizado
por diversos actores, tanto académicos como populares, entre los que
destacaron estudiosos de altos vuelos, funcionarios públicos, periodistas,
folcloristas o simples interesados en la historia y las usanzas vernáculas
lugareñas que fomentaron la circulación de tradiciones y fundamen-
tos definitorios regionales. Esto permitió la existencia de una especie de
capilaridad, que facilitó el intercambio entre las expresiones populares
y las interpretaciones eruditas, para lograr muchos acuerdos sobre el
“deber ser” de los “auténticos jarochos”, pero también alimentó una
buena porción de discrepancias al respecto de cómo definir y representar
las aportaciones lugareñas a la cultura regional. Desde los tempranos
años veinte y treinta del siglo xx destacaron aquellos divulgadores de la
cultura y las tradiciones que pusieron particular interés en defender los
valores locales de los embates de la comercialización y, según ellos, de la
“desvirtuación” que hicieran de los mismos los medios de comunicación,
principalmente el cine.
Uno de los cronistas más elocuentes en ese sentido fue, sin duda, el
gran Epalocho, Eulogio P. Aguirre Santiesteban. Figura imprescindible
del periodismo regional veracruzano, este personaje vivió muy de cerca
la conflictiva situación del sur de Veracruz a fines del porfiriato y durante
toda la Revolución. Entre Jáltipan, Coatzacoalcos y Minatitlán convivió
con trabajadores petroleros durante los complicados años nacionalis-
tas de la posrevolución y desde mediados de los años veinte hasta la
fecha de su muerte en 1942 escribió cotidianamente en los periódicos
locales con un estilo peculiar y una crítica mordaz cargada de buen humor
(Aguirre, 2004). Desde sus diversas columnas periodísticas en La Opinión
de Minatitlán en un principio y luego en El Dictamen de Veracruz, en

3 He intentado describir estos procesos en los libros publicados en 2000,

2003 y 2007.
Desde Santiago a la Trocha 215

Orientación de Coatzacoalcos o en otros diarios de circulación nacional


como Excélsior, El Diario de México o Novedades, Epalocho comentó en
innumerables ocasiones lo que consideraba auténticamente jarocho y
aquello que de plano no lo era. Un ejemplo destacado fue su crónica “El
fandango de mi tierra”, publicada en octubre de 1937, en la que, después
de despotricar en contra de cómo se representaba a los veracruzanos en
la película A la orilla de un palmar de Rafael J. Sevilla, hacía una caracte-
rización puntual de “cómo son los jarochos”.4 Defendía los atuendos, las
formas de hablar, los bailes, las músicas regionales, pero sobre todo la
autenticidad de las expresiones locales. “Advirtamos —decía— que solo
hay el jarocho veracruzano, no hay jarocho de otra parte” y añadía:

La tierra jarocha es, en pocas palabras, de Veracruz hacia el sur, o sea los
antiguos cantones de Veracruz, Cosamaloapan, Los Tuxtlas, Acayucan
y Minatitlán. La mata de la jarochería se encuentra tierra adentro, en la
angosta faja de nuestro Estado […]; es donde puede uno ver todavía cos-
tumbres jarochas, principalmente el verdadero fandango, ese fandango
legítimo de la costa veracruzana (García de León, 2006: 249).

En seguida Epalocho describía la fiesta, especialmente el baile y los


sones, de los que decía eran “de tres géneros: para una sola pareja, para
mujeres solas (‘son de a solas’) y para varias parejas de hombres y mu-
jeres” (García de León, 2006: 250). La vehemencia de sus argumentos
no solo se dejaba sentir a través de su prosa, a veces firme y a veces
juguetona, sino sobre todo a partir de la certeza que le daba su profundo
conocimiento de la región y sus pobladores. Erigido, así, en una especie
de autoridad cultural, sus textos no solo describían con exactitud tradicio-
nes, atuendos y valores locales, sino que también esgrimían argumentos
para defenderlas de las deformaciones y los abusos, tan propios de los me-
dios de comunicación masiva, tanto de antaño como actuales.
En diciembre de ese mismo año de 1937, Epalocho la tomó nuevamente
contra los productores de la cinta Alma jarocha de Antonio Helú, y gran
parte de su crónica sentó sus argumentos en una pregunta que repitió con
insistente constancia: “¿Cuándo se les quitará a los productores mexica-

4 Ver el texto completo en García de León, 2006: 247-269.


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nos esa frescura de atreverse a hacer películas de costumbres regionales


sin conocer ni jota de esas costumbres?” (La Opinión, Minatitlán: 10 de
mayo de 1938).5 La defensa de la “verdadera cultura jarocha” siguió en
sus crónicas hasta que reconoció que en la película Huapango, de Juan
Bustillo Oro, los productores “ya se acercaban más a la verdad de nues-
tras costumbres jarochas”. Sin embargo, cierto afán por desarticular la
imagen de bravuconería y violencia de sus paisanos fandangueros lo
llevó a expresar la siguiente inquietud:

Insisten los productores de cintas de costumbres jarochas en hacer ter-


minar los fandangos con una batalla entre los bailadores, cantadores
y mirones, tal que si eso fuera cosa común y corriente por estas tierras
[….]. Tenemos que decirles que el jarocho trae pegado a la cintura el
machete cuando anda en su trabajo o en viaje; pero es raro que lo lleve
cuando se divierte en fandangos u otras fiestas (La Opinión, Minatitlán:
9 de junio de 1938).

Y después de ver Tierra brava de René Cardona, este cronista parecía


haberse congraciado con el cine mexicano costumbrista al escribir:

Parece que las críticas que ha habido a los productores de películas de


costumbres veracruzanas ya van dando algún resultado. Esta cinta Tierra
brava es algo que ya se puede aceptar como de costumbrismo jarocho. Por
lo menos en Tierra brava tuvieron cuidado de fotografiar con más amplitud
dos sones del fandango jarocho: La bamba y El siqui-siriqui y reproducir
con fidelidad la música de las jaranas y las arpas (La Opinión, Minatitlán:
28 de junio de 1938).

Pero si para las películas mexicanas don Eulogio ya tenía cierta in-
dulgencia, para el cine extranjero que retrataba a los “mexicanos” de
manera por demás estereotipada y tergiversada, su pluma no parecía
tener ninguna clemencia. Al comentar la cinta Tropic Holiday (El embrujo
del trópico) de Theodor Reed, el jarocho se lanzó a escribir los siguientes
comentarios:

5 Debo agradecerle a Alfredo Delgado Calderón el haberme facilitado las


fotocopias de estos artículos.
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Con todo, las películas mexicanas de folklorismo, es decir, de charritos,


chinas poblanas, canciones de Barcelata y payasadas del Chato Ortín, son
mas dignas del favor del público que esa longaniza de tonterías gringas
que nos mandaron de Joligud con el nombre de El embrujo del trópico.
Cuando aquí estamos produciendo bueno y bonito en ese género,
quieren enseñarnos en Joligud a hacer películas mexicanas, tan solo
porque se llevaron a Agustín Lara para desnaturalizar sus propias me-
lodías y a doña Elvira Ríos a fotografiar su infumable estilo mariguanes-
co (La Opinión, Minatitlán: 6 de diciembre de 1938).

Y no cabe duda de que sí se desnaturalizaba el mundo mexicano cuan-


do se traducía la famosa canción de Agustín Lara Farolito como The Lamp
of the Corner (García Riera, 1987: 208). De cualquier manera, la prosa de
Epalocho pareció convertirse en ejemplo a seguir en la defensa de lo “au-
ténticamente jarocho”, que finalmente caracterizaría a mucha de la cró-
nica local veracruzana.
En esta misma región del sur del Estado de Veracruz, otro cronista de
una siguiente generación destacó también por su elocuente registro de las
tradiciones fandangueras jarochas. Don Carlos de la Maza González,
oriundo de San Andrés Tuxtla, pero establecido en Minatitlán durante la
primera mitad del siglo xx, tuvo a bien recoger en algunos bocetos litera-
rios la evocación de los fandangos de su tierra con cierta gracia, rayana en
la construcción del estereotipo del jarocho. Don Carlos fue el fundador de
“La Peña de los Viernes” en la ciudad que lo acogió y allá por 1948, tal vez
avasallado por la nostalgia, contó a sus lectores cómo en las noches de
sábado se organizaban los fandangos por los rumbos de Catemaco:

Rompe el silencio la jarana con sus notas saltarinas y va siguiéndola el


violín, bajan las notas y el cantador, entonando sus coplas da entrada a los
bailadores. Inician con un son de mujeres que taconean en la tarima diez
apuestas bailadoras y al extinguirse brinca al tablado opuesto un bailador
que en son de reto taconea aisladamente, invitando a la que se considera la
mejor bailadora a que le siga. Surgen con bien templadas voces, El torito,
Cielito lindo, El butaquito, La bamba, El siquisirique, y van cambiándose los
bailadores y descansando jaraneros y cantadores (Maza, 1987).6

6 Se trata de un texto publicado en el estío de 1948 y reproducido en dicho

diario. Ver también Meléndez de la Cruz-Delgado, 1992.


218 Ricardo Pérez Montfort

Sin esconder cierta vanidad por pertenecer a esta porción del terruño
veracruzano, don Carlos describía los atuendos, peinados y accesorios de
las jarochas, así como el garbo y la valentía de los jarochos, para termi-
nar con una imagen donde una aureola lunar coronaba la cabeza de las
bailadoras porque Sotavento en el fandango se encontraba “cantando a
sus mujeres”. La representación estereotipada construida en pleno auge
del alemanismo se desbordaba en aquella prosa al insistir que:

El jarocho es cosa aparte: las penas las deja en el jacal cuando se calza
los botines; viste el pantalón y la blusa almidonada, remata con el rojo
paliacate sobre el cuello y es su orgullo ladearse en la cabeza el ancho
sombrero de petate para irse camino del fandango (Maza, 1987).

Parecía que aquella imagen de película que tanto había inquietado a


Epalocho ya se había enquistado en la crónica local, y don Carlos cedió
a la tentación de escribir el siguiente remate: “Al final cuando la noche
se extinga, las coplas habrán conquistado y atraído el idilio en los brazos
de la mujer amada o el duelo con el rival a machetazos” (Maza, 1987).
Un poco más hacia el norte del estado de Veracruz, en la propia sierra
de los Tuxtlas, la crónica local y la literatura popular también pudieron
estar representadas por el escritor Eduardo Turrent Rozas. Oriundo de
Galerías, en el Municipio de Catemaco, Turrent perteneció a una familia
de prosapia en aquella región, y a finales de los años cuarenta, a punto de
cumplir 60 años de edad, empezó a publicar algunos libros de añoranzas
y memorias. En 1954 publicó sus Estampas de mi tierra, un amplio recuento
nostálgico en versos, profusamente ilustrado por Ramón Valdiosera. Al
recordar las fiestas de la Navidad en San Andrés Tuxtla, donde había
pasado su infancia, don Eduardo retrató ese mismo escenario del fan-
dango que recibía a los bailadores, a troveros y a músicos, y que duraba
toda la noche para invariablemente terminar en una riña a machetazos.
He aquí los versos, que carecen de rimas:

Al estar ya colocada
la tarima entre las bancas
cual si fuera la llamada
para comenzar el baile,
desde lejos la jarana
Desde Santiago a la Trocha 219

deja oír el pespunteo


y a poco de haber llegado,
con violines y requintos
completa conjunto alegre
que rasguea sin cesar
entre cantos que son reto
o declaración de amor.

Se baila El toro, La bamba


y El pájaro carpintero,
cegados los bailadores
por densa nube de polvo
que brota de la tarima.
Donde el ranchero sin tasa
gasta todo cuanto tiene
y a veces queda a deber,
que en el gasto no se fija
si en el grupo hay una chica
que le guste o que la quiera.
Y en el fandango amanece,
y no por eso desmaya
la alegría del conjunto,
que a los que van a dormir
suceden otros que vienen
de rancherías cercanas
a taconear y a cantar,
haciendo unos y otros
consumo en gran cantidad
de café con piloncillo
y de cerveza y refino…

Eructos, risas, blasfemias


cuando el licor hace efecto,
y el machete reluciente
que a las veces es blandido
para dirimir enojos
o rifarse los amores
de alguna mujer coqueta.
Y el saldo de la contienda,
220 Ricardo Pérez Montfort

un gemido del herido,


en tanto que el heridor
brinca al lomo de su cuaco,
mete el talón [al] ijar,
y en galope espeluznante,
que atruena a donde pasa,
se pierde pronto de vista.
(Turrent Rozas, 1954: 33).

Las descripciones en verso de Turrent Rozas continuaban ocupándose


de las fiestas civiles, los velorios, las procesiones, los héroes locales, el
comercio y los productos regionales, las supersticiones y la magia, y
de muchos otros temas, que aparecían con el inconfundible tinte de la
nostalgia.
Y al parecer fue esta misma nostalgia la que permeó las crónicas de
otro santiaguero memorioso: don Fernando Bustamante Rábago. El
título de sus remembranzas es por demás elocuente: Los borró el tiempo.
Perteneciente a una siguiente generación, don Fernando estudió medi-
cina y antropología en la ciudad de México durante los años cincuenta
y regresó a Santiago Tuxtla para convertirse en uno de sus principales
estudiosos. En sus crónicas tuxtlecas recuperó los tiempos de su niñez
y adolescencia, recurriendo también en ocasiones a las descripciones de
fandangos y sones. Con una prosa que acusaba sus tiempos de academia,
narró el proceso a través del cual se iban construyendo las condiciones
para llevar a cabo estos rituales festivos desde tiempos inmemoriales, en
que el arribo de los arrieros y comerciantes era una especie de banderazo
inicial. Nombrando a dichos comerciantes con el calificativo de “arribe-
ños”, pues provenían del altiplano mexicano, y enumerando todos los
productos que acarreaban para venderlos en las ferias locales, el cronista
daba vuelo a su prosa, contando lo siguiente:

La casa del fandango es la primera que el ayuntamiento instala, sabedor


de la importancia que tenía para los rancheros, preferentemente, este
lugar de gran arraigo; ahí se cantaba y se bailaba por las veinticuatro ho-
ras diarias y por el tiempo que durara la feria; nada más se veía circular
el vaso de veladora que lleno de “toros” de limón con miel, andaba sin
reposos entre jaraneros y agregados […]
Desde Santiago a la Trocha 221

El fandanguito, uno de los sones jarochos del rumbo, tiene especial sa-
bor: lo bailan dos parejas de hombre y mujer, y un cantador o cualquiera
de los asistentes, quitándose respetuosamente el sombrero y colocándolo
entre la cara de la muchacha bailadora y el versador, este dice un verso,
una flor casi siempre improvisada para la joven, y el último verso lo canta
para que los tocadores lo coreen e inicien un son:

Desde que te vi venir


le dije a mi corazón:
¡qué bonita piedrecita
para darme un tropezón!
(Bustamante, 1991: 58).

La crónica de don Fernando Bustamante se volvía particularmente


entusiasta a la hora de abordar las fiestas navideñas y al describir la tra-
dición jarocha de “La rama”, que hasta hoy consiste en la organización
de visitas casa por casa de una comitiva para recabar dinero o dulces y
organizar un fandango en la temporada navideña. En Santiago Tuxtla
esto sucede, según don Fernando, del 24 de diciembre hasta el 6 de
enero. Siguiendo ciertos lineamientos de las prácticas etnográficas, el
narrador describía:

Las ramas son árboles jóvenes de nopotapi, que aquí se le llama paraíso,
adornadas con papel de china y faroles, que inicialmente fueron naranjas
amatecas a las que se les ha quitado la pulpa y en su lugar va una vela.
Quien da el fandango atiende a los visitantes con copas de rompope casero,
galletas de rico surtido, y coloca las cajas de resonancia en que se bailan
los sones acompañados por jaranas, requintos, segundas, y cantadores que
improvisan o recuerdan los versos con los que se acompañan los distintos
sones (Bustamante, 1991: 72-73).

Y acudiendo con cierta ironía a sus conocimientos sociológicos, el


cronista remataba:

Los fandangos logran lo que no pudieron Marx, ni Lenin, ni sus segui-


dores: la igualdad de clases. Si un campesino descalzo, viejo o borracho
saca con comedimiento a cualesquiera de las damas presentes, esta baila
con él (Bustamante, 1991: 73).
222 Ricardo Pérez Montfort

Pero el espíritu del anecdotario parecía ganarle una partida a don


Fernando cuando narraba lo sucedido en algún fandango durante las
postrimerías del régimen presidencial de Miguel Alemán. Con mucha
gracia, muy del estilo de los cronistas locales jarochos de antaño contó:

Estando de moda la llamada fiebre aftosa, que por poco acaba con nuestra
ganadería, cuando se aplicó como único medio para detenerla el “rifle
sanitario”, un zapoteno famoso, no sé si Mele Zapo o el otro, dijo a una
bailadora “juerana” y de buen ver:

Desde que la vi venir, oiga ujté,


dije: ¡que mujer tan primorosa!
Si ujté me diera su amor, oiga ujté,
yo a ujté la haría muy dichosa,
y si no me lo ha de dar…
¡mejor que le de la aftosa!
(Bustamante, 1991: 58-59)

En los límites internos de aquel Sotavento veracruzano, justo en la


frontera entre los estados de Veracruz y Oaxaca, por los rumbos de
Tuxtepec, Loma Bonita y Playa Vicente, la crónica local también se ha
intentado desarrollar recurriendo a la descripción de fiestas, bailes y
músicas. En la región de Playa Vicente, por ejemplo, estudiosos de re-
ciente cuño afirman que las características de sus sones y fiestas están
determinadas por:

la fuerte raíz indígena en la música, que llega incluso, en el caso de San


Pedro Ixcatlán y San José Independencia (municipios oaxaqueños), a
la conservación de la vestimenta tradicional mazateca y al canto en su
lengua de piezas usadas de manera ritual. Tal es el caso de la Toxo Ho
(Fruto de ombligo) usada para las danzas de muertos y ejecutada con
violines, jaranas y tambores, incluso con arpa (Barradas Benítez-Barradas
Saldaña, 2003: 23).

Y esto es relativamente cierto, aunque también lo es que a través de


un proceso comparable parcialmente al de la imposición de un “de-
ber ser” jarocho, las fiestas del alto Papaloapan oaxaqueño se vieron
Desde Santiago a la Trocha 223

manipuladas por los intereses políticos y económicos de la capital del


estado. Un cronista contemporáneo recogió con puntual dedicación la
transformación de las expresiones regionales de clara raigambre jarocha
por criterios meramente administrativos y muy propios para mostrar las
veleidades de los poderosos. El poeta y narrador tuxtepecano Antonio
Ávila Galán relató cómo el baile de La flor de piña, considerado como el
más representativo de la tropical región oriental del estado de Oaxaca,
se instituyó más como un antojo del poder que como un reconocimiento
a las tradiciones locales:

Ese baile demandado por el capricho de un gobernador —por ignorancia


del caso— y por la creatividad de una dama, nos ha insinuado en tiempo
y forma lo que el azar es capaz de designar como destino de un pueblo.
En marzo de 1958 llegó a Tuxtepec la partitura de Flor de piña, composi-
ción del oaxaqueño Samuel Mondragón, a cuya música tan coincidente
(debido a que no fue hecha para lo que se utiliza) se le deberían adaptar
pasos y coreografía acorde a los bailes de las demás regiones de Oaxaca,
porque de esa forma Tuxtepec podría ser representado en las fiestas de
la Guelaguetza (Ávila Galán, 2003: 79).

La encargada de armar dicho baile fue la profesora Paulina Solís


Ocampo, quien reconocía que antes de atender el encargo de la repre-
sentación tuxtepecana en aquella fiesta del lunes del cerro en la ciudad
de Oaxaca, esa misma representación consistía en bailes y sones acom-
pañados por arpa y jarana, es decir, por sones jarochos. El gobernador
Alfonso Pérez Gazga al parecer opinó que eso era demasiado veracruzano
y haciendo gala de oaxaqueñismo extremo decidió mandar a hacer un
baile a la medida de su voluntad. El cronista comentaba con cierto aire
de sentencia dubitativa:

“Una mentira repetida mil veces se vuelve verdad”, así reza la máxima po-
pular, y Flor de piña, autóctona o no, mentira o verdad a medias, preámbu-
lo ostentoso de la ignorancia, o bien, salvamento de un juego político, no lo
sabemos; lo cierto es que ahí está un baile engalanando la bella sonrisa de
esa mujer de la región del Papaloapan. Lo único cierto y real de nuestras
raíces es el huipil, verdadero arte de cuna de virgen, el más vistoso de
esa belleza autóctona, aunque nuestras mujeres antepasadas nunca han
224 Ricardo Pérez Montfort

tenido conocimiento de la piña, y mucho menos pensaron bailar con ella


(Ávila Galán, 2003: 81).

En todo caso, remataba el narrador Ávila Galán, este baile sería más
un homenaje a la profesora Solís Ocampo, educada bajo los designios de
los ballets folclóricos y las estampas regionalistas que satisficieron a la na-
ciente industria turística, que un reconocimiento a los aires sotaventinos
que se conjuraban en la cultura ribereña ancestral de los tuxtepecanos. Y
haciendo honor a quien honor merece, el cronista concluía:

Claro está que por eso el habitante de esta ciudad no dejará de vibrar con
sentida emoción cuando en la lejanía de otras tierras o en el cercano correr
del río Papaloapan, escuche el murmullo cristalino de unas cuerdas: eterno
noviazgo del arpa y la jarana (Ávila Galán, 2003: 82-83).

Y tan es así, que a unos cuantos kilómetros de Tuxtepec, también


en las orillas de aquel majestuoso río de las Mariposas, el pueblo de
Otatitlán, ya en el estado de Veracruz, se ha reconocido como una de las
localidades en donde la preservación del festejo jarocho se ha logrado
con creces. Díganlo si no estas décimas de Francisco Rivera Ávila, el gran
Paco Píldora,7 en las que en medio de un bautizo no solo tuvo que vérselas
con bailadores y troveros, sino con el whiskey y la soda:

Nos fuimos a Otatitlán


a un suculento festín;
tierra de los Marroquín
y Paco Aguirre Beltrán.
Partimos la sal y el pan

7 Francisco Rivera Ávila fue un magnifico decimero, cronista y promotor

del carnaval en el Puerto de Veracruz desde su reinstauración en los años


cuarenta del siglo xx. Falleció en 1994, dejando un gran hueco en el ambiente
festivo literario vercaruzano. Si bien en numerosas ocasiones se refirió a la
cultura jarocha y particularmente a la sotaventina, su condición de porteño a
ultranza y versador archirreconocido lo coloca un tanto fuera de este recuento.
De cualquier manera, su abundante producción apenas puede atisbarse en las
siguientes recopilaciones: Rivera Ávila, 1994 y 1996.
Desde Santiago a la Trocha 225

poco después del bautizo,


ya cumplido el compromiso
de Paco Díaz y Elvirita,
tras de que el agua bendita
un nuevo cristiano hizo.

Quedamos bajo el alar


de provinciana casona,
donde el aire se amontona
con la intención de fresquear.
Ahí oímos burbujear
a un personaje de Escocia,
que su simpatía negocia
al señor de Peñafiel
y forman un cascabel
cuando uno al otro se asocia.

Tras de esto la comilona


cabe los frondosos mangos
en bullicio de fandangos
y la trova retozona
con la que Rutilo8 entona
el ingenio que almacena
y hace que salte su vena
con graciosa picardía,
cantando la lozanía
de una garrida morena.
(Rivera Ávila, 1988: 42)

III

Tal vez la localidad que más acopio hizo a lo largo del siglo xx de las
crónicas y narraciones relativas a las expresiones culturales específicas de

8 Se refiere sin duda a Rutilo Parroquín, conocido versador, arpista, requin-

tero, especie de cacique de Otatitlán, cuya legendaria inspiración llegaba hasta


los más recónditos lugares del Sotavento. Véase Pérez Montfort, 1992.
226 Ricardo Pérez Montfort

los jarochos, sus fiestas y sus músicas ha sido Tlacotalpan (Lozano y Na-
tal, 1991). Gracias a la extraordinaria labor de recopilación y promoción
realizada por el arquitecto Humberto Aguirre Tinoco, desde los primeros
años sesenta y hasta avanzada la nueva centuria, tanto estudiosos como
diletantes han podido acercarse a las múltiples referencias sobre esta
ciudad ribereña, sus alrededores y, sobre todo, sus festejos, expresiones
musicales, lírica y bailes. El propio Aguirre Tinoco es responsable de
varios textos imprescindibles en torno de la cultura jarocha como, para
solo mencionar tres, La lírica festiva de Tlacotalpan (1976), Sones de la tierra
y cantares jarochos (1983) y Tenoya: Crónica de la Revolución en Tlacotalpan
(1988). Desde luego, sus libros son quizá las fuentes más recomendables
para acceder no solo a dichas expresiones culturales, sino también a la
historia de la región tlacotalpeña.
Un interesante antecedente, sin embargo, se puede consultar en el
volumen 12 de la Revista Jarocha, que al inicio de los años sesenta dirigiera
ese otro gran propagador y cronista de la cultura veracruzana que fue
Leonardo Pasquel. En esa revista, dedicada por entero a Tlacotalpan, se
revivieron algunos testimonios y crónicas por demás interesantes de las
fiestas y los sones jarochos, particularmente aquellos que tocaban la ce-
lebración lugareña más importante, las festividades de la Candelaria.
Como es sabido, tales fiestas se habían erigido como clara muestra de la
identidad jarocha desde por lo menos mediados del siglo xix, y no fueron
pocos los poetas, narradores y cronistas que las tomaron como fuentes
de inspiración, desde aquellos años y a lo largo del siglo xx. Entre ellos
destacaron Juan de Dios Peza, Adolfo Dollero, Enrique Juan Palacios,
Bess Adams Gardner, Frances Toor, Juan Rejano y tantos otros (Poblett,
1992). Pero volviendo a la Revista Jarocha, esta se ocupó de presentar una
crónica clásica de las fiestas de Tlacotalpan publicada con anterioridad
en la revista Hoy, en el año de 1944, cuya autoría era atribuida al pintor
y escritor Víctor Reyes. Conocedor de múltiples expresiones artísticas
mexicanas, Reyes iniciaba su relato con un recorrido general por la his-
toria y las calles de La Perla del Papaloapan para terminar describiendo
las fiestas de la Candelaria:

Hasta aquí puede decirse que Tlacotalpan se manifiesta en plena quietud,


dada su vida apacible, en espera del día primero de febrero. Entonces
Desde Santiago a la Trocha 227

la ciudad se engalana, se transforma y se desborda en sana alegría, que


comparten todas las clases sociales y la legión de turistas que concurren
[…]. Las calles se animan extraordinariamente, no solo por los moradores
de la población; también por la multitud que llega a festejar La Cande-
laria. Numerosos conjuntos musicales irrumpen con sus huapangos, so-
nes y jarabes y llenan de melodías el ambiente […]. En los parques y calles
deambulan las mascaradas que denotan ingenio y gracia y abundan los
bailes típicos, en los cuales se ve a la sociedad portando el clásico vestido
jarocho, que comparte democráticamente con el pueblo su sentimiento y
alegría. Se bailan huapangos en los “entarimados”, adornados de palmas
y flores. En todo existe respeto y orden verdaderamente insólitos (Reyes,
1961: 22).

Llama la atención el énfasis que Reyes pone en lo democrático y lo


ordenando de la fiesta. En varios párrafos insistía en que las familias
distinguidas de Tlacotalpan podían “perfectamente” convivir con las cla-
ses proletarias, mostrando cierto asombro al reconocer cómo durante
los festejos y el fandango se desdibujaba la desigualdad social. Reyes
también cedió ante la tentación de las generalizaciones como bien se ve
en el siguiente párrafo:

Los tlacotalpeños, como la generalidad de los veracruzanos, son muy


adictos a las artes. La música representa parte integral de sus vidas; pero
el verdadero jarocho siente especial inclinación por la música regional,
siendo frecuente que toquen varios instrumentos y que canten y bailen
las creaciones del pueblo, como El palomo, El ahualulco, La bamba, El jarabe,
La María Chuchena e infinidad de huapangos y sones, que ejecutan a la
perfección adultos y niños (Reyes, 1961: 22, 57).

De esta manera, la tradición de la crónica festiva localista, al ocu-


parse de los fandangos, sones y bailes como elementos distintivos de
los jarochos, se mantenía en alto, como lo siguió estando hasta bien
avanzado el siglo xx. Las expresiones poéticas también continuaron
haciendo referencia a la fiesta y en verso repitieron las típicas imágenes
que cronistas locales y fuereños no se cansaban de rememorar. He aquí
tan solo un ejemplo anónimo tomado de aquella Revista Jarocha dedicada
a Tlacotalpan:
228 Ricardo Pérez Montfort

Saliendo por Alvarado, entrando por Tlacotalpan,


sustento de pescadores, hechicería de las aguas.
Verde y plata, plata verde, quiere viajar en piragua,
y pescar los camarones, el robalo y la mojarra.

Lirios blancos, blancas garzas, y los jarochos cabalgan,


que dicen van a la feria, Feria de la Candelaria.
De Otatitlán, Chacaltianguis, también de Cosamaloapan.
Las devotas tradiciones, las tradiciones paganas…

Huapangos en la tarima, borrachera de las palmas,


que ya vienen con los toros de San Pablo por el agua.
Corridas y jaripeos y las astas desangradas.
Que si lo monta tío Marcos, no se levanta mañana.
(Reyes, 1961: 47)

Durante la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la pos-


guerra, la región pareció vivir cierto letargo, debido principalmente al
cierre del Puerto de Veracruz y a la falta de buenas comunicaciones con
el resto del país. Sin embargo, al avanzar la década de los años sesenta,
Tlacotalpan pareció concentrar cada vez más la atención de autori-
dades locales y de intereses externos, para convertirse en una especie
de población responsable del cuidado y la preservación del mundo
jarocho. En 1961 había celebrado su centenario como ciudad y en 1968
fue declarada “Ciudad típica”. El museo jarocho “Salvador Ferrando”
se inauguró en 1965 y la Casa de la Cultura “Agustín Lara” se abrió
en pleno auge discursivo proto-nacionalista y regionalista del régimen
presidencial de Luis Echeverría (Gutiérrez, 2004: 29). Desde entonces,
la labor de Humberto Aguirre Tinoco por dar a conocer los múltiples
valores culturales de la región lo convirtieron en un cronista obligatorio
del acontecer jarocho tlacotalpeño. Como director del museo y de la Ca-
sa de la Cultura resultó ser una figura irremplazable a la hora de men-
cionar la fiesta, los fandangos y los sones sotaventinos. Él mismo escribió
una crónica clásica a principios de los años setenta que llevaba el puntual
título de “Lo jarocho, lo popular, lo perdurable”. Una especie de “esencia”
jarocha se podía percibir en sus líneas, que recorrían el paisaje, los tipos,
la cocina, las leyendas, la arquitectura, los trajes, las artesanías y sobre
Desde Santiago a la Trocha 229

todo las fiestas, las músicas, las líricas y los bailes de los pobladores de
esta ciudad sotaventina y sus alrededores. Recorriendo los instrumentos
musicales, los diversos sones y sus antecedentes hispanos, se refería a la
versada jarocha, por ejemplo, de la siguiente manera:

En el alma del veracruzano, la poesía sin literatura ni retórica, ajena a


los cánones de los consagrados salta en las trovas y coplas huérfanas de
melancolía y pesimismo, eminentemente para expresar el amor, el gus-
to por el vivir o una suave filosofía, pero siempre con gracia y galanura,
con picardía [...]. Los numerosos sones jarochos, distintos y caracterizados
por su música, son acompañados por versificaciones que solos o en coro
entonan el canto, o lo improvisan ríspido en las mudanzas y solemne en
los estribillos:

Hermosísimo alhelí,
blanca flor de residón,
si tú me amas a mí,
yo a ti con ciega pasión.
Y me atrevo a dar por ti
alma, vida y corazón.

Soy como el manjar de breva,


que se deshace en la boca;
la mujer que a mi me prueba
se muere o se vuelve loca…
O si no se va a su casa
muy calladita la boca.

Yo enamoré a una catrina,


andando en la borrachera,
y me respondió la indina:
“déjese ujté de tontera,
que hoy día la ropa fina
no se la pone cualquiera”.
(Aguirre Tinoco, 1975: 15)

Si bien esta última copla parecía contradecir la reiterada condición


democrática y horizontal del festejo jarocho, no cabe duda que la crónica
230 Ricardo Pérez Montfort

insistía en una especie de igualdad que el mismo Aguirre Tinoco declaró


de manera un tanto conservadora e informal a la periodista Elena Po-
niatowska en una entrevista realizada en octubre de 1972: “Es cierto que
los tlacotalpeños dicen: Antes de la Revolución, todos éramos una gran
familia, no había las diferencias que hay ahora, no había clases sociales,
todos éramos aristócratas” (Aguirre Tinoco, 1975: 11).
De cualquier manera, y fiel a la tradición de identificar el quehacer
del cronista con el de describir, antes que cualquier otra cosa, la fiesta,
con sus bailes y su música y relacionarlas directamente con la idio-
sincrasia jarocha, Aguirre Tinoco daba a conocer prácticamente cada
año, a partir de la década de los setenta hasta los primeros años del siglo
xxi, alguna pieza que rememorara las festividades de antaño o que re-
cogiera las características del festejo sotaventino de la Candelaria. En
1995, el Instituto Veracruzano de Cultura reunió varios textos de este
cronista bajo el título de Tlacotalpan está de fiesta que son, sin duda, ejem-
plos de literatura local de particular trascendencia. Las descripciones
puntuales de los diversos elementos que componen el festejo, desde la
cabalgata inicial hasta la procesión y el paseo de la Virgen que cierra las
festividades, desfilaban por esta prosa elegante y bien urdida, que tanto
se esmeraba en narrar las especificidades de los jarochos. He aquí un
breve párrafo de muestra:

Al arribo de gente llanera, rancheros y campesinos y vaqueros jarochos,


se popularizaban los fandangos con música de jarana, requinto y arpa,
y el imprescindible tablado o tarima para ejecutar con virtuosismo el
zapateado; era ocasión y lo es aún, de participar activamente en la danza
tradicional, en el canto de sonoras, pulidas e ingeniosas coplas, como
requiebro amoroso a la pareja; ellas con el traje espléndido de la jarocha
de donosura y garbo proverbial (Aguirre Tinoco, 1995: 8-9).

Así, la crónica de la fiesta tlacotalpeña y particularmente los empeños


del arquitecto Aguirre Tinoco influyeron en la gran difusión y el renom-
bre que actualmente tienen dichos festejos. Tal vez sin saberlo, pero a
ellos también se debe que año con año, los primeros días de febrero La
Perla del Papaloapan se convierta en una especie de Meca para jaraneros,
bailadoras y versadores.
Desde Santiago a la Trocha 231

IV

A diferencia de otras poblaciones y rumbos sotaventinos, las crónicas


de los aconteceres fandangueros, troveros y musicales del Puerto de
Alvarado están generalmente asociadas con un individuo: José Piedad
Bejarano, mejor conocido como el Vale Bejarano. Recuperado para las
letras impresas tal vez por primera vez en 1948, en el libro Poesía al-
varadeña de Francisco Aguirre Beltrán, este personaje es probablemente
uno de los poetas populares que mayor reconocimiento ha recibido de
parte de los propios jarochos y no se diga de los alvaradeños mismos.
Ligado puntualmente con la región a través de la trova y la música, en
esa misma compilación, Pedro J. Murillo lo presentaba de la siguiente
manera:

Poeta nato, su “escuela literaria” se forjó en la feracidad de la campiña


costera y la musicalidad de su estro abrevó en el sempiterno rimbombar
del golfo; por eso improvisó a las aves, a las flores, a los ríos, al amor, a
las mujeres, con naturalidad de cenzonte de nuestros campos (Aguirre
Beltrán, 1948: 199).

La riqueza de su anecdotario, invariablemente acompañado por una


gran cantidad de versos alusivos a tal o cual ocurrencia, ha sido recogida
por varios cronistas, entre los que destacan Federico Fernández Villegas9
y Alejandro Hernández Zamudio. Al parecer, el primero obtuvo su in-
formación de Tirso Sánchez, quien conoció al Vale y atesoró muchas de
sus líricas e historias. El segundo abrevó en Odilón Pérez Hernández,
reconocido memorista y versador del rancho de Salinas, pero igualmente
en Ceferino Chávez del Cerro de las Conchas en Alvarado, al parecer
también pariente de Bejarano. Hernández Zamudio no solo escribió sobre
el Vale, sino que también se aventuró a recoger algunas otras anécdotas
y relatos festivos de la “picaresca alvaradeña” para terminar el siglo xx
con por lo menos tres recuentos que bien lo podrían colocar en un sitio
privilegiado dentro de la crónica local (1979, 1984, 1994). En estos traba-

9 El texto completo de este estudio puede consultarse en García de León,

2006: 235-246.
232 Ricardo Pérez Montfort

jos, el cronista repasa su propia memoria y la de sus informantes para ir


tejiendo y afirmando las características anímicas y físicas de los jarochos
alvaradeños, recurriendo con frecuencia a las fiestas, a las músicas y a la
versada. He aquí algunos ejemplos entresacados de su tropezada prosa.
En primer lugar, una anécdota del Vale Bejarano:

Cierta ocasión, en las fiestas a la Virgen del Rosario que se celebraban en


Alvarado, a un lado del curato sonaban en un tren de fandango el arpa
y los requintos de un conjunto musical jarocho; uno de los amigos del
Vale, que estando allí lo vio acercarse, de inmediato comenzó a decir en
voz alta: “¡Que cante el Vale!”, a lo que todos los demás corearon igual-
mente: “Sí, sí, que cante”, a lo que el Vale, en lugar de cantar, improvisó
de inmediato así:

Me puse con un rural


a jugar conquián de a nada;
como le empecé a ganar,
se puso a echarme de habladas,
por eso no he de cantar,
porque no sé la tonada.
(Hernández Zamudio, 1979: 23)

Con el fin de aclarar, tal vez innecesariamente, que no toda la crónica


alvaradeña se refiere al Vale Bejarano, he aquí una segunda viñeta de
Hernández Zamudio:

Como uno de los elementos tradicionales que se incluyen en los eventos


de las fiestas titulares de mi pueblo se hacía y se hace una invitación ver-
sificada dirigida a propios y extraños, con la intención de animarlos para
convivir en la gran fiesta anual, como la celebrada pocos días después de
una gran inundación entre la cual se leía:

Pensábamos suspender
nuestra fiesta titular,
porque no es justo mezclar
el placer y el padecer;
pero dejó de llover,
Desde Santiago a la Trocha 233

el agua empezó a bajar


y pudimos observar
cómo en los tristes semblantes
de propios y visitantes
la alegría volvió a brillar.

Y tenemos que llevar


a cabo la gran pachanga,
la jocosa mojiganga
no podemos postergar;
cubriremos el altar
de nuestra amada Rosario
con flores que el vecindario
nos traiga con devoción
y haremos de la oración
un recurso necesario.
(Hernández Zamudio, 1984: 41)

Y finalmente, cediendo a la añoranza y al nostálgico tiempo pasado,


en que, como buen cronista lugareño, Hernández Zamudio proponía que
las tradiciones habían sido más auténticas y puras, el recuerdo de sus
años mozos lo llevó a narrar sus primeras experiencias festivas en su
alvaradeño terruño, justo algún 3 de mayo de 1936 o 1937. Si bien la
memoria no llegaba tan lejos como la de sus informantes en torno del
Vale Bejarano, el estilo de sus remembranzas pueblerinas reafirmaba
la condición jarocha de la fiesta en atuendos, bailes y músicas:

Aquella ocasión la fiesta de la Cruz de Mayo fue muy cerca de nuestra


casa, en el cruce de las calles de Sotero Ojeda y la calle Morelos, precisa-
mente a la entrada de la boca del famoso barrio “Tuguerillo”. Cruz que
había promovido doña María Figueroa, la mujer de Pedro Aguirre, aquel
señor que era peluquero, carpintero, músico y otros oficios más, papá
del muy conocido comerciante de mariscos “El Chato Moyo” […]. Por la
tarde, después de que bajara la intensidad de los rayos del sol, se inició la
romería, el ir y venir de las personas, señoras acaloradas, acompañando
a sus hijos, los señores también, las niñas y muchachas ataviadas con sus
trajes de jarochas; y en el trajinar y la algarabía de las gentes, se escuchó
234 Ricardo Pérez Montfort

el agradable y conocido sonido del requinto, del arpa y la jarana, así como
del acompasado sonido que producía el taconeo de las bailadoras sobre la
tarima de madera, que después supe se llamaba el “Tren del fandango”,
mientras tanto, seguía el estallido de los cohetes para que toda la población
se enterara de la gran fiesta de la Cruz (Hernández Zamudio, 1994: 2-3).

De esta manera Hernández Zamudio, como Aguirre Tinoco, Paco


Píldora, Ávila Galán, Víctor Reyes, Fernando Bustamante, Turrent Ro-
zas y el mismísimo Eulogio Aguirre, cada uno desde su localidad y sus
añoranzas, supieron darle contenido y versatilidad a las especificida-
des de esa cultura jarocha que parece seguir viviendo, muy a pesar de
los embates de la homogenización. Si bien en un principio respondían
a la construcción de ese “deber ser” conservador y esencialista que ca-
racterizó la capilaridad entre las descripciones eruditas y las populares,
que permeó al mundillo cultural regional de la posrevolución, del de-
sarrollismo alemanista y los años de la guerra fría, sus crónicas también
enriquecieron el repertorio de las variedades regionales y contribuyeron
al disfrute, la valoración y la preservación de las tradiciones vernáculas.
Por ello, no queda más que agradecer su existencia hasta hoy, en que la
tendencia al reconocimiento de la pluralidad tiende a verse amenazada
por unos medios de comunicación masiva irresponsables e ignorantes,
y sobre todo por la infame desigualdad social que sigue abrumando a
la realidad mexicana.

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