Los Zapatos de Cordobán - Luis Valle Goicochea
Los Zapatos de Cordobán - Luis Valle Goicochea
Los Zapatos de Cordobán - Luis Valle Goicochea
Escritos
N a r r a t iv o s
ALHARACA (1928)26
Yo anhelo con todas las veras de mi alma que este relato, recuerdo de un incidente
en los irremediablemente lejanos días de mi infancia, hiciese la magia de despertar
la emoción de los míos, con quienes al calor del hogar, recorrí los primeros pasos
de mi vida, allá en nuestra pobre casita de La Soledad con sus eucaliptos, con sus
gentes sencillas, con su fuente centro de reunión de las mozas del lugar, con su cielo
serrano puro y azul como mi alma de entonces, con sus parajes, con sus casitas de
humilde apariencia, en fin todo que lo llevo adentro, muy adentro de mi alma. Feliz
mi corazón que es el nuestro, si mi anhelo se colma.
Ahora, ya hombre, he pensado muchas veces cuál pudiera haber sido la causa de
que sentara plaza de coleccionador de frascos y repasando recuerdos solo tengo muy
presente en la mente que en aquella temporada por la que pasé, el maestro de la única
escuela había realizado el milagro de conseguir un matraz y un poquito de ácido
nítrico, que era mirado por nosotros con religioso respeto y como cosa demasiado
extraordinaria, y con las cuales, en el límite de las posibilidades practicaba nuestro
padre espiritual experimentos —de química y de física— despertando en todos noso-
tros gran estupefacción. Puede ser que la fiebre que entonces nos entró a los escolares
por practicar experimentos me introdujera a coleccionar frascos, imitando al maestro,
que los tenía en número considerable, ostentando etiquetas todos y muchos de ellos
no conteniendo nada.
También recuerdo que en clase se nos había dicho que para que la carne se
conservara era necesario salarla.
Este exordio que aquí termina era absolutamente necesario para lo que voy a
relatar, que puede tener como no tener importancia.
Bien.
No lo recuerdo cómo.
Me llamó y me dijo que le explicara cómo, quién, etc., me había dado aquello.
Yo temblaba.
Mi primo Rafael, como era natural, negó rotundamente haber sido él quien
hubiese dado a la prima Rosita el frasco en cuestión. Rosita, con un emperrechina-
miento nada común, aseguraba lo contrario.
Ellos eran queridos de todos ¿Cuál pudiera ser el motivo y quién podría ser
aquella persona que valiéndose de los niños de casa se hubiera atrevido a hacer llegar
hasta nosotros el consabido frasco?
—Era como una cecina, mamita —le dijo al regresar después de llenar su
cometido.
Y, sin embargo, yo poseía el secreto que guardaba con una discreción grande.
No sé si se podrá llamar cuento este relato. Es la primera vez que desde estas
líneas revelo el secreto que he guardado desde entonces.
Y al revelarlo, madre, desde estas cuartillas te pido perdón, porque pude evitarte
una inquietud y no lo hice. También te lo pido, padre mío. Pero no te lo pido a ti
prima Rosita, porque yo no te obligué a mentir, tú mentiste por sí y nada más. Y a
ti te toca pedírselo al primo Rafael que solo por tu culpa sufrió una resolana injusta.
PRESENTIMIENTO (1929)27
No sé cómo se llamaba. Pero por su traza me había dado cuenta de que se trataba de
un histérico.
Hasta que una tarde —no sé cómo— nos hicimos amigos. Nuestros espíritus
parece que se comprendieron y se completaron.
Nunca me dijo nada de él, ni yo nunca le dije nada de mí. Nuestras confidencias
eran absolutamente subjetivas. A ratos yo me inquietaba. Ni yo sabía su nombre, ni
él sabía el mío.
Pero, sin embargo, si por una casualidad algún día dejábamos de reunirnos yo
sentía que algo me faltaba. Nuestra amistad, con un cariz de misterio, se hallaba
sentada sólidamente en una comprensión grande muy grande, pese a nuestro natural
taciturno. En nuestros silencios los espíritus conversaban fraternal y mudamente.
Nunca me lo dijo, pero yo estoy seguro que a él le pasaba lo que a mí el día que nos
juntábamos.
Nuestra amistad que se prolongaba tuvo un triste epílogo. Un triste epílogo que
despertó en mi alma una nostalgia incógnita y un miedo pánico a la noche, porque era
negra como el misterio que pese a nuestra comprensión, fue siempre para mí aquel
amigo eternamente triste.
Amigo:
Venga usted pronto. No podré ir a la alameda, lo espero en mi
casa, calle X, N.° X.
Miraba de reojo a mi amigo, quien, como habitualmente, había clavado los ojos
en el suelo y apoyaba el mentón con las manos, al parecer absorbido por hondas
meditaciones.
—Cenaremos.
Sin agregar nada le seguí hasta el comedor y nos sentamos. Apenas si probamos
bocado. Al terminar subimos a la azotea y ahí paseamos, juntos, en silencio. Yo me
sentí más tranquilo.
Luego siguió:
Unos cuantos pasos antes de este, cogí ávidamente por el brazo a mi amigo
y le grité: “ ¡Cuidado!”. Él comprendió al instante y me dijo: “¿Por qué se le
ocurre a usted que esta pared ha de desplomarse en el preciso momento en que
pasamos?”.
No supe qué responderle. E impulsado por él, pasé bajo el peligro temblando,
queriendo apurar el paso inútilmente, pues mi compañero que me tenía cogido por el
brazo me obligaba a caminar al paso tardo y mesurado de él. Cuando me vi libre del
peligro respiré satisfecho a pulmón lleno.
Yo no podía hablar.
Oí todas las horas hasta las seis de la mañana, hora en que me rindió el sueño.
A las tres de la tarde dejé el lecho y, preso de una espantosa modorra, con libro
de versos en la mano me encaminé al Café X.
Casi todas las mesas estaban ocupadas y todos los parroquianos conversaban
animadamente, comentando unánimemente, al parecer, un suceso.
De pronto entraron dos jóvenes que tomaron asiento en otra mesa, cercana a la
mía. Y pude oír el siguiente diálogo:
—Parece que cuando él pasaba por la calle X no reparó en el aviso del peligro, la
pared se desplomó y lo mató.
—¿Quién?
Luvagois
JOSÉ MELITÓN (1929)28
Con el viejo poncho desflecado a guisa de bufanda, llevando harapos en vez de vestido,
con toscos llanques y en la cabeza un mugriento sombrero cuyo ancho alón ha roído
el tiempo, baja cada domingo de su casa de Puyhuán, un lugar alejado y solitario, al
pueblo de La Soledad, don José Melitón.
Recuerdo que desde niño le he visto pasear su paupérrima silueta por las callejas
del pueblo y llegar hasta mi casa, donde sentado en un viejo escaño, gustaba de
charlar ya con mi padre, con mi madre, con alguno de mis hermanos o muchas veces
conmigo.
Ya lo dije. Muchas veces conversé con él. Vive aún y lo sé, visita mi casa siempre.
En lenguaje vulgar me hablaba de cosas de los tiempos viejos, del perdido esplendor
de la fiesta de “nuestra patrona de La Soledad”, de mis abuelos, “unos viejos buenos
como ángeles”, y en fin de tanta cosa pretérita, que este hombre inculto y bueno
reconstruía en mi imaginación con su charla desnuda y amena.
Don José era uno de los más fieles mayordomos de Nuestra Señora de La
Soledad, patrona del pueblo. Para los festejos del quinquenio, que solo cada 5 años se
suceden, él traía buena banda, contrataba al mejor cuetero y hacía venir hasta a tres
curas. En aquel entonces era tal la cantidad de fuegos que se quemaba, que necesario
se hacía colocar en los techos hombres que cuidasen de apagar cualquier chispa que
cayera y así evitar las “quemas”.
Tanto me contó don José, tanto con el aroma de lo viejo, tanto que hoy apenas
si lo conserva mi memoria. Pero nunca me habló de su vida y aunque estuve tentado
de hacerlo algunas veces, nunca le pedí que me contase su historia. Pero me lo contó
un tío mío, un viejo simpático y recio, rasgueador impenitente de guitarra, elemento
imprescindible en las jaranas aldeanas.
Don José era uno de los más afortunados “boyeros” que en Parcoy se hayan
conocido. En una noche, de ínfima cantidad de mineral, obtenía un asombroso rendi-
miento, pero a la mañana siguiente bajaba al pueblo y en una chichería se esfumaban
8 o 10 onzas de oro. He aquí el origen de este mal cuarteto que todavía se canta en
el pueblo decaído:
Aguardiente llega,
llega por mayor,
todo lo acapara
José Melitón.
Cuando, joven aún, en pleno apogeo, era mayordomo de las fiestas del quin-
quenio en honor de la muy venerada Nuestra Señora de La Soledad y hacía un colosal
derroche de dinero. Su presencia en las calles y plazas era saludada con palmas y excla-
maciones de admiración. Don José era el héroe de la fiesta. Después de un opíparo
almuerzo con que obsequiaba a innumerables personas, recorría las calles precedido
de la banda de músicos que silenciaba sus acordes cuando las “pallas” se detenían para
endilgar al mayordomo coplas como esta:
Que viva, que viva
José Melitón,
“boyerito” que es
todo corazón...
Ya lo creo que el piropo era correspondido con abundante chicha.
Se decía, por ejemplo, que don José poseía seis hermosos brillantes que un buen
día los encontró en la jalca, cuando buscaba unas reses extraviadas, y que con ellos se
alumbraba en su casa y en la mina, pues era tal su fulgor “que ni el de una lámpara lo
igualaba”.
44 Luis Valle goicochea
Se aseguraba también que este hombre comía en un cráneo humano con una
cuchara labrada en una tibia.
En fin, que se decía tanto y tanto rodeando la vida de Melitón de una misteriosa
extravagancia, que no acabaría nunca si pretendiera relatarlo. Pero voy a contar la
leyenda principal de todas las que urdieran a nuestro personaje la maledicencia de las
gentes. Allá va.
Frisaba don José en los veinte años, cuando su buen porte de entonces y su fama
de “boyero” lo convertían en una pesca deseada a la que se le tiraban muchos anzuelos,
pero él no picaba ninguno. Esto no quiere decir que don José fuera enemigo del bello
sexo, con el que siempre fue galante hasta decir basta. Las mozas del lugar que habían
oído de sus labios un requiebro ya tenían qué contar a la hora de acudir a la “pila” a
llenar sus cántaros.
Bien. Un día, malas lenguas echaron a rodar un rumor: el que las “boyas” de
don José le eran concedidas por el diablo, con quien una de noche truenos y relám-
pagos, en la cumbre del cerro Puyhuán, había firmado un contrato. Y hasta se llegó
a asegurar que había sido visto varias veces con un señor colorao y misterioso, que
dejaba a su paso las huellas de una pata de gallo.
Cuando el rumor llegó a oídos de Melitón a través de una rechoncha moza, él
sonrió irónicamente y exclamó despreciativo:
—Envidiosos... ¡Ya verán!...
El rumor siguió rodando y rodando y llegó hasta la casa parroquial y puso en
cuidado al cura, un pobre cura viejo y fanático que creía en hechizos y en brujas. Una
tarde el escandalizado pastor llamó a la sacristía a don José Melitón y le amonestó.
Melitón escuchó, casi indiferente, con los ojos clavados en el suelo, la admoni-
ción del cura. Se quedó pensativo como quien busca una solución y de pronto, como
quien la encuentra, levantó la cabeza y exclamó con voz firme:
—Delante de usté, señor cura, le ofrezco a la mamita de La Soledad celebrar
su quinquenio mientras pueda, con tal de que me dé más y pa’ que tanto envidioso
no ande diciendo que yo tengo contrato con el diablo; porque sirviendo a Dios no se
puede servir al diablo.
El cura asintió con un movimiento de cabeza y salió con Melitón a la iglesia. Se
postraron ambos al pie del altar de Nuestra Señora de La Soledad, se abrió el trono
y don José pronunció su voto.
Es natural que tal acontecido, en un pueblo avispero de chismes, se extendiera
con prodigiosa rapidez eléctrica.
Los zapatos de CordobÁn 45
Al poco tiempo corrieron rumores de que don José había dado con una riquí-
sima veta que en una sola noche le rindió 25 onzas de oro. Los rumores fueron
confirmados por él mismo, que después de unos días de trabajo se entregó durante
una semana a la bebida —su lado flaco de siempre— y terminada la cual volvió a su
trabajo. Y así con esas alternativas ha vivido hasta hace una veintena de años en que
ha empezado a perseguirle la mala suerte.
***
Últimamente había tenido un ruidoso pleito con una vecina suya, otra mujer que
como mala y ruin no le iba en zaga. Se llamaba doña Victoria y tenía fama de bruja.
***
—Si iba a contarle que anteayer lo han visto a la bruja conversando con el diablo
en la quebrada de Contaypaccha.
Luvagois
LA CABRITA MARTINA (1934)30
¿Por qué no fui aquella tarde al colegio? Es inexplicable. Algo que no acabo de
entender me empujó a buscar cualquier disculpa y me quedé en casa.
Después del almuerzo una dulzura recóndita se adormía en todo y sospecho que
ella tuvo la culpa de que ese día detestara el colegio.
—Abuelita...
—Hijo...
30 Este texto data de julio de 1934; apareció años después en el número 152 de la revista Turismo de Lima, en junio
de 1940.
50 Luis Valle goicochea
ocupada en cosas de costura y de iglesia. Solía encender a diario una lámpara de aceite
ante el Señor de la Buena Esperanza, cuya estampa veneraba en su habitación.
Volví a ver a mi abuela. Luego fuime al lado de tía Tetei, delgada y epiléptica
de voz acariciante, sometida por la enfermedad a una quietud, que ella soportaba
silenciosamente.
Me hizo una caricia con su blanca y delgada mano. La dejé sentada en el extremo
del sofá, su sitio preferido. Seguí hasta el patio interior. Llegué cuando María, una de
las domésticas, desmenuzaba un pequeño haz de alfalfa y tallo por tallo se lo daba a
la cabrita a través de la reja de alambre del corral.
La cabrita, aquella tarde, me inició con sus claros ojos abiertos en un mundo
apenas presentido: un campo demasiado florido, cruzado por un arroyo, unas flores
que nunca habían existido, la felicidad, un sol tibio y yo dueño de ese campo, corriendo
allí, de un lado para otro. Yo me hubiera ido allá con la cabrita y hubiésemos retozado
juntos. Todo ese mundo aparecía en sus ojos.
***
Las puertas de la casa de mi abuela se abrían a una calle soledosa, y a una plazuela
bien cuidada, a donde de tarde en tarde acudían algunos niños a jugar. La casa era
Los zapatos de CordobÁn 51
amplia y cómoda. El zaguán donde aún se conservaba un pescante de los que en los
primeros años de la República sirvieron para colgar los faroles del alumbrado, llevaba
a un patio alegremente pintado y por un breve graderío se subía a la sala. Seguían otro
salón, el comedor, la despensa.
Mirando desde una de las ventanas del recibo hacia la calle se veía un sector de
esta, luego la plazuela y algunos de sus bancos. Esto dentro del marco de la puerta de
calle, y como telón de fondo la maciza base de la iglesia de San Francisco. Después
del mediodía pasaban rápidamente —uno tras otro— los alumnos del vecino Colegio
Nacional. Voces aisladas, carreras y de vez en cuando el rezongo del motor de algún
auto solitario. Cuando a esa hora, antes de lanzarme a la calle y a mi colegio, me
detenía a mirar desde adentro a afuera, era como si allá otra luz alegre opuesta a la
claridad temerosa de la casa, se preparara al salto hacia nuestra intimidad silente y
quieta. Además, algo del juego de las flores que el viento mecía en la plazuela espiaba
a la casa.
Eran las luces: la nuestra y la de afuera. Aquella se difundía extrañada por las
paredes y más bien parecía querer escapar por la ventana para colarse por ella. La
luz de afuera era móvil y yo le presentía un ojo fijo en las dulces canas de mi abuela,
quien, como siempre, en su ancho sillón junto a la ventana, miraba a la calle.
Los nobles ojos de la anciana condensaban los años generosos y cabales que
había vivido. Todo un pasado que se resigna —en silencio— partía de sus ojos ya
oscurecidos. Y se iba conmigo cada mañana y cada tarde al colegio. Mi abuela era el
ama afable y triste y ella sola encarnaba el encanto de las horas viejas que vivió la
casa. Los salones tenían un desierto encanto y los muebles antiguos un hieratismo
sobrecogedor.
Nuestra familia era: tío Carlos, esmirriado y huraño, alto empleado de un banco,
quien llegaba muy tarde. y tía Bernardita y Tetei. Aquella feliz ejecutante musical, y
esta enferma muchos años. Cuando tíos Carlos y Bernardita salían, quedaba en la
casona algo como un desamparo inenarrable. Tía Tetei en el segundo salón, en el sofá,
quieta y pensativa, y abuelita junto a la ventana. Abuelita no quería hablar: miraba a
la calle y yo con ella. Muchas veces, como si algo fuera a pasar, pasábamos largos ratos
mirando sin descanso, hacia la entrada de la casa.
***
Trujillo, la costeña ciudad colonial, plano perfecto y casas chatas, tenía un invierno
benigno. Clima templado, bruma tenue y sus calles poco traficadas. Los colegiales las
alegrábamos momentáneamente al ir y volver a las clases. Las gentes solían quedarse
52 Luis Valle goicochea
***
Con el “Ave María Purísima” del padre profesor se iniciaba la clase. A veces la
de Aritmética, otras la de Geografía, o quizá la de inglés, todas fatigantes. Yo contaba
cuántos eran mis compañeros. No conversaba con nadie. A la hora del recreo me
paseaba solo.
La segunda clase empezaba poco después de las nueve y terminaba a las diez.
Esta hora que era la hora media, que distaba tanto de la salida como de la de entrada,
tenía la virtud de aquietarme un poco. Para mí transcurría como sin sentir.
La campiña de Trujillo, lleno del hastío de la tierra costeña fulminada por el Sol,
y los pequeños cerros vigías de las primeras estribaciones andinas, temblaban en mis
retinas y eran mi solo paisaje interior.
Mi deseo los veía siempre en días de verano y sometíame a una quieta soledad,
soledad en que se resolvía resignado mi afán imposible de correr a veces por el
campo y de trepar los cerros. Recordaba mi infancia quieta en la serranía parda e
inolvidable. Entonces y en mis recuerdos interiores siempre el camino inalcanzable,
el camino que no había de cruzar, la cumbre atrevida que no había de ascender...
Padres, hermanos, ayos, éramos un haz fuerte. Estremecidos por el misterio del
trigal ondulante a lo lejos, pero más fuerte que la aventura y que el viento que
después esponjó mis alas.
Les escuché en vísperas del viaje que por primera vez me alejó de su lado, pero
no comprendí la pena con que lo dijeron...
Allí cacareaban unas cuantas gallinas y de allí partía cada alba el saludo
tempranero del único gallo, dueño y señor absoluto del corral... Pero había algo
como el aletazo irremediable, precedido de un silencio lerdo, inacabable... Todavía
podían verse ya resecos los tallos de la alfalfa que cada día le procuraban al perdido
animalito. Hasta que esos últimos despojos, como la cabrita, desaparecieron para
nunca más.
***
Poco antes de marcharme al colegio aquella tarde, de pronto cuando miraba al cielo
advertí la mariposa de la casa vecina. Sus aspas daban vuelta pesadamente al compás
de la pereza que esa hora insinuaba la siesta y en que corría por nuestros miembros un
deseo de sueño. Cuantas veces, antes de entonces había yo visto, alto muy alto contra
el cielo la rueda movida por el viento y cuyas aspas parecían los pétalos de una flor
oscura y vacilante en la que luchara un impulso postrimero. La luz se enredaba como
una áurea madeja alrededor de la armazón de la torre y desde allí debían verse otras
distancias.
Yo cerré los ojos y sentado en el brocal del pozo hice un viaje sobre las aspas
de la mariposa. Vi el campo verde florido, vi un río y advertí cómo era la distancia;
cómo se perdían los caminos en el infinito... La casa vecina por su alta mariposa sabía
el secreto de lo lejos... Vi aún más: la luz venía a torrentes al ras del suelo y luego en
línea diagonal ascendente dirigía sus flechas hacia un rincón del cielo...
Cuando abrí los ojos me rodeaban las cosas miserables de todos los días: una
batea inservible, adobes y piedras; un barril que servía de maestro y en el que crecían
coposos helechos se despanzurraba bajo no sé qué peso...
***
Que si eran o no golondrinas, esas avecillas raudas que revoloteaban sobre el cielo
de la casa y sobre la mariposa, había de decirlo la zoología. Una dulce zoología cuyos
rudimentos había yo olvidado... Quizá la mariposa que a diario miraba las ágiles
evoluciones de los pájaros sabía el secreto.
—Tu pueblo —me había dicho un amigo— dista cientos de kilómetros de aquí:
tú llegas en ocho días de viaje, pero una golondrina llega en un día y medio... y el
gallinazo... ¡ah, tú no lo sabes! el gallinazo llega en dos horas...
¿Así es que era como en los cuentos del Gigante Tragaleguas? Una figura de
colores puesta en mis manos arrebátame a la abstracción remota... La figura tenía un
extraño fondo de nubes áureas y luego unos personajes lentos, flotantes en el cielo...
Vestían túnicas blancas como ese blanco dulce, ligeramente gris de ciertas azucenas...
¿Dónde estaría el cielo, por donde pueden viajar los humanos?... Aunque escondí la
figura en un libro y quise olvidarla, no pude... La visión seráfica se me representaba
pertinaz y no sé si era un vago temor o la tentación de lo imposible. ¡Sabe Dios qué
cosa me rendía y pujaba inútilmente por llevarme lejos!...
Había cierta relación entre la mariposa que sabía la dirección del viento y la
noticia perdida que traían de muy lejos... Un aspa de la mariposa podría decirme el
camino, pero no me lo diría nunca.
Pensé, por último, en los ritos espeluznantes de las brujas que me sobrecogían de
espanto... Se sumergían ellas en un baño de no sé qué ocultas yerbas y salían conver-
tidas en majestuosos cóndores que volaban a consumar el maleficio.
—Dolores... Dolores.
Se abrió la puerta que lleva al corazón de la casa y el viejo ayo se hizo presente,
solícito y amable. Mi madre le pidió:
—Ya está.
Mi madre le instruyó:
Dos pares de zapatitos quiero: uno para la Rosa y otro para la Casilda.
Yo lo detuve observando:
31 Este cuento, publicado por el propio autor en un breve cuadernillo, salió a la luz en Trujillo en 1938. En la
primera página de uno de los ejemplares, el cual fue dedicado a Luis Alberto Sánchez, Valle Goicochea escribió:
“Suplica: El autor ruega disculpar las deficiencias de la encuadernación de este libreto, por haberla consumado
él, de manos inexpertas en este arte”.
58 Luis Valle goicochea
Divagué pensativo mucho tiempo aún antes de oír la voz que nos congregó en
la mesa familiar. Cuando nos levantamos de la cotidiana reunión hogareña fui en
busca de Clarita, que nos había precedido en hacerlo, y la encontré acariciando a su
gato Mascarón.
—¡Vaya pué el niño, vaya pué! —y rió con una risa ancha y espontánea. Sin decir
nada más, cogiéndome de la mano, me llevó a la casa de don Benjamín, el zapatero.
—¡Caracho! ¿Qué pué quiere el niño aprender el oficio? —dijo el viejo sonriendo,
sin dejar de martillar la suela.
cruel y tonto, a veces. Isaac vivía solo con él. Don Benjamín era casado, pero entonces
estaba separado de su mujer.
Anochecía.
Después del almuerzo, me puse a afilar un cuchillo de mesa; tal vez podría
convertirlo en chaveta. Pero la hora de ir a la escuela llegaba. Me quitaron el cuchillo,
y me mandaron allá. Leía, no sé cómo, la lección. Mi pensamiento estaba en la casa
de don Benjamín, en él, en su hijo, en sus hormas, en sus zapatos. Yo quería conquis-
tarme la buena voluntad del viejo zapatero. ¿Cómo hacerlo? ¡Ah! Aquella misma
tarde robaría a papá una cajetilla de cigarrillos y se la llevaría. Don Benjamín era un
fumador impenitente.
Lo tomó con ansia de mis manos, lo miró con grandes ojos de asombro y lo
envolvió en un retazo de periódico para guardarlo. Los cigarrillos eran un tesoro para
él. Había acertado yo, y era felicísimo: había comprado a don Benjamín. Ahora me
enseñaría el viejo con toda solicitud a remendar, a coser, a estaquillar; en una palabra,
a hacer zapatos de cordobán, sobre todo, ¡a hacer zapatos de cordobán!
—Vuelvusté mañana —me dijo don Benjamín cuando me despedía de él. Hasta
su hijo tuvo un gesto de agradecimiento, pues exclamó:
Volví a casa chivateando, ebrio de gozo. Quería ver los zapatos de la vieja aya
de la casa. Fui a la cocina y tuve que levantarle la falda coluda que la arrastraba para
poder ver sus calzas de cordobán. Ella, extrañada, se resistía y corría por la cocina,
pues no estaba informada de mi deseo y no se explicaba mi afán de examinarle los
zapatos.
60 Luis Valle goicochea
—Yo te haré unos de cordobán —le dije—. Bien hechos, fuertes, bonitos. No se
romperán como estos.
Y saltaba de gozo. Ella creyó que era una broma, y trató de seguirla:
—Bueno, mi niñito, bueno. Hagamusté los zapatos con puntera —y se echó a reír.
***
Era la tarde de un domingo. Mamá hilaba sentada en la puerta cuando pasó don
Benjamín, el zapatero. Se detuvo a conversar con ella. En la casa habían preparado
una chicha espléndida.
—Sácate, hija, unos panecitos y ají verde, y una jarrita de chicha para don Benja
—dijo ella.
Carmen volvió presto con el pan, el ají y la chicha. Don Benjamín los puso a
su lado y empezó a picarse. De repente, en un momento de la conversación, en mi
presencia, declaró a mi madre:
—Qué le parece pué, mamita, que el niño quiere aprender pa’ zapatero. Ahí lu
tengo en la casa tarde y mañana.
—¡Ah, mi hijito! —dijo ella, mirándome—. Que aprenda, que aprenda para que
le haga zapatos a su madrecita.
—Bueno, niñito, bueno —me estrechó entre sus brazos y me besó en la frente.
Gozoso, corrí a casa a contar que había almorzado con don Benjamín; se lo
dije a mamá, a papá, a todos. Mi sitio en la mesa estuvo vacío en el almuerzo de
esa mañana. Después, otro día, estando cerca del comedor, oí que comentaban
mi locura por la zapatería, el entusiasmo y la seriedad con que había tomado el
empeño.
—No seas loquito, hijo. No vayas a cada rato a casa de don Benjamín, que el
viejecito puede aburrirse.
—No, mamá —le dije—. Él me quiere. Tengo que ir para que me enseñe a hacer
zapatos. ¿No es verdad que sí?
Pero esto no podía continuar así. Don Benjamín me consentía en su taller tarde
y mañana, pero a condición de permanecer sentado, con los brazos cruzados, viéndole
trabajar. Yo hubiera querido usar la lezna, chancar la suela, pero don Benjamín decía:
—El discípulo debe ver un más. Viendo se aprende. En esta mesa todo parece
que’stuviera mezclau, pero no’stá. Yo sé dónde dejo las cosas. Y si otros las agarran,
las ponen en lugar distinto. Por eso cuando alguno me coge las herramientas, le digo,
dándole este pedazo de cuerno —y lo cogía de sobre la mesa, enseñándomelo—:
“Mejor juegue usted con el cachito”...
larga daba a la calle. Al extremo de esta última, quedaba el taller de don Benjamín.
La casa en que vivíamos pertenecía a una cofradía; y como añadidura a ella, habían
construido posteriormente, tres habitaciones. Dos en la planta baja, de las cuales una
era la cárcel y la otra habitada por el viejo, y sobre ellas una amplia que era el cabildo,
y estaba destinada a una comuna que no existía. Por esto la cedía el alcalde a cualquier
persona, a ningún precio.
***
Muchos días transcurrieron sin que viera cumplido mi sueño de coser zapatos.
Considerándolo bien, me resolví a acortar mis visitas al taller de don Benjamín
y procurarme de algún modo lezna, aguja, en fin, todo lo necesario para hacer un
ensayo. Un compañero de escuela, hijo de un zapatero lejano, me ofreció traerme
una lezna y una chaveta a cambio de un libro de lectura. Esa misma tarde cerramos
el trato, y al día siguiente me entregaba mi amigo ambas cosas. Con estos instru-
mentos de trabajo, ya no me quedaba sino actuar. Tuve una idea luminosa: hacerle
unos zapatitos de cordobán a la muñeca de Clarita. Se lo propuse en secreto y ella
aceptó gustosísima.
Por la tarde subí al terrado y corté pedazos de cordobán y suela. ¡Ah!, entonces
me di cuenta de que me faltaba una cosa utilísima: no tenía horma. El problema
era insoluble. Me propuse entonces trabajar sin horma. Busqué un lugar solitario a
espaldas de la casa, y empecé la labor.
—Espérate para cuando seas grande —me dijo. Le prometí con palabras que
así lo haría, aunque interiormente me hacía el propósito de realizar una nueva
64 Luis Valle goicochea
tentativa, sin que ella lo supiera. Esto sí, no dejaba de ir al taller de don Benjamín,
quien, enterado de mi desastre, aprovechó para reconvenirme y probarme que él
tenía razón.
—Hay que ver primero —se reafirmó—; así se aprende. Poco a poco se
anda lejos.
***
Para la fiesta de aquel Corpus Christi enfermóse el sacristán don Juan José. Por
personal encargo de él, Isaac, el hijo de don Benjamín, se encargó de hacer su oficio.
Desde entonces tuve miedo por Isaac. Donde veía su cara torva, veía la calde-
reta rota. A veces, en la sacristía, al encontrarse mis manos con ella, las separaba
con horror y huía, abandonando, trémulo, el inmenso recinto de la iglesia, húmeda y
asombrosa, llena del perfume de lo antiguo, averiada y triste, semejante a un pájaro
gigante, estático, con las alas de su tejado extendidas, o como una adormilada nave
inexplicable. Muy cerca de la cumbrera, en el frontis, una puerta de siglos se cerraba
eterna, plena de sañuda tristeza, asegurada quién sabe sobre qué oscuro riesgo.
un oscuro rincón de la sacristía. Hubo oportunidad en que el sacristán cargó con ella
a su casa. A nadie oí decir nunca nada de la caldereta rota. Yo sentía miedo hasta de
nombrarla. El bronce de que estaba hecha le ocultaba un óxido del color del musgo.
Recuerdo que una vez, antes que se averiara, probé su peso, que rindió mis manos y
por poco me hace dejarla caer.
***
Desde El Alto, se distinguían, en medio del alfalfar, las grandes flores granates.
Mi padre decía que eran bellísimas y que nunca había visto dalias de ese tamaño y del
color rojo aterciopelado que tenían. Para las demás gentes, la dalia era una flor como
otras que el campo prodiga. Nunca, exceptuando a los de la casa, vi vecino alguno con
una dalia de esas siquiera en la mano.
Doña Guadita, una beata del pueblo, trajo un tubérculo de semilla y lo enterró
en su huerta. A doña Guadita le gustaban las flores y ellas, sin duda por esto, se
hacían de rogar para crecer en su jardín.
Las dalias florecían en enero y eran respetadas por las vacas que pastaban en
el alfalfar. Un día, cuando a Clarita y a mí nos habían dado las flores marchitas, yo
le dije:
—¿Sabes?, las hojas de las dalias son suavecitas como el cordobán —Clarita me
miró sin pronunciar palabra. Pero Dolores, a quien no había advertido allí cerca, me
miró y muy serio dijo:
—¿Qué pué no le han dolido los pinchazos y la cortada del otro día?
las siete espadas. Frente a la imagen había un farol oxidado y turbio en que algunas
noches ardían velas de limosna, colocadas allí, trepadas sabe Dios cómo. De la
misma puerta de casa podíamos distinguir, en las noches, la claridad difusa del
exvoto que ardía y ardía, el azul añil del fondo del cuadro, aunque no los detalles
del mismo.
La pintura era seguramente antigua, de muchos años atrás. Los viejos decían
que la conocieron igual. Mucho de raro se contaba alrededor del asunto.
Nuestra Señora de la Soledad era la patrona titular del pueblo; tenía una bellí-
sima imagen en el Altar Mayor de su iglesia que cada cinco años bajaba a andarlo,
y una efigie ínter en el altar de la crucifixión que salía Jueves y Viernes Santo, en
nombre de la Patrona a recorrer el pueblo, en un nocturno viaje impresionante.
La víspera de un viaje triste y largo mi madre hizo arder aquel farol. No lo olvi-
daré nunca.
Una noche, el aya, que me contaba muchos cuentos, me dijo que la Virgen había
usado zapatos de cordobán.
Le pedí que me lo repitiera. Ella tuvo miedo: trató de hacerme olvidar y quiso
hablarme de otras cosas; pero obligada por mi tenacidad, al fin repitió temblando: la
Virgen había usado zapatos de cordobán.
***
—Aquí le traigo, niñita, los cordobancitos —dijo, y añadió—: uno, como usté
me dijo, lo hei pintau de negro, el otro lo hei dejau cabritilla. Más qué, niño —dijo
dirigiéndose a mí— toculusté, está suavecito.
Los zapatos de CordobÁn 67
Cuando volví a la casa, todavía estaban sobre la banca de la sala los dos cordo-
banes. De lejos se advertía su color peculiar, un olor indescifrable de tinta y campeche.
***
La escuela queda cerca de la iglesia. Cuando había misa cantada, llegaban hasta ella
el humo fragante del incienso y la voz del cantor.
Cierta mañana vino el sacristán a la escuela y pidió dos muchachos que quisieran
llevar los ciriales. Fuimos Alfredo y yo. Nos dieron unas camisas largas y sucias y dos
velas encendidas. La misa era cantada. Salimos con el señor cura y el sacristán, que
llevaba un sobrepelliz ancho y roto. Nos pusieron al uno y otro lado del Altar Mayor.
El sacristán nos agradeció en lo íntimo, nos dijo que Dios nos premiaría, que
habíamos ganado muchas gracias.
Cuando alguien compadecía al señor cura porque debía estar en ayunas hasta
muy tarde, decía el sacristán:
Y se reía...
***
68 Luis Valle goicochea
Merceditas Rabelo fue una mañana a la escuela con unos zapatos nuevos de
cordobán amarillo, lindos. Niños y niñas de la escuela mixta se alborotaron. Merce-
ditas era alta, delgada, bonita. Tenía los ojos tristes y el pelo rubio. Vivía con su
mamá, doña Juana Lara, en la estación minera de El Tingo, que quedaba cerquí-
sima del pueblo. Todos la queríamos en la escuela. Era muy buena, sabía siempre
las lecciones a maravilla, sin punto.
Doña Juana vivía en la banda del río Tingo con un gringo chocarrero y juguetón.
Él y mi papá también eran muy buenos amigos. El gringo bebía mucha cerveza y de
vez en cuando le traía a papá algunas botellas.
En los exámenes finales de ese año se lució Merceditas. Había ido a oírla su
madre. Estaba con unas medias rosadas y con un collar. Se desabrochó el collar, y nos
lo enseñó a todos.
—Eso cree usté... tuavía le falta mucho... yo estuve viendo para aprender, como
cinco años...
No dije una palabra más. Esperé que me llamaran a almorzar. Estaba desconso-
lado y triste, muy triste.
***
Los zapatos de CordobÁn 69
Don Benjamín y doña Josefa eran casados, pero entonces vivían separados. Habían
tenido tres hijos, dos hombres y una mujer. Isaac, el mayor, acompañaba a su padre;
Melchora y Leopoldo, los menores, a su madre. Doña Josefa visitaba la casa de don
Benjamín. El buen viejo le hacía siempre zapatos de cordobán y no la dejaba andar
descalza; le ayudaba en lo que podía. Cuando yo los veía conversar, más me parecían
buenos amigos que cónyuges en desavenencia.
Doña Josefa era una mujer sorda y alegre, al parecer. Ella era la que ensayaba
unas comparsas de pastoras que recorrían el pueblo la noche de Navidad, todos
los años.
Un año, la misma noche de Navidad, después de ir con su comparsa por las calles,
le atacó una enfermedad violenta y extraña que acabó con su vida. Don Benjamín
lloraba mientras doblaban las campanas.
***
Don Benjamín estuvo triste muchos días. De noche, tarareaba unos aires que daban
pena. Mis vacaciones anuales me permitieron permanecer mucho tiempo, por entonces,
en su casa. En esos días de enero y febrero, el viejo me llegó a querer de veras.
—Si hay que verlo, qué formalito, qué bueno es el niño —le dijo a mi madre una
tarde. Me lo contaron.
Una mañana, sin duda al verme tan resignado y quizá triste, se compadeció el
buen hombre y le ordenó a su hijo:
—Deja que chanque esa suela el niño. ¿Quiere usté? —me propuso volviéndose
hacia mí. Con fruición chanqué la suela. Saltando alegremente volví a casa, no sin
antes haber escuchado la recomendación:
***
70 Luis Valle goicochea
¡Quién creyera que tan pronto han pasado los días! Si apenas falta una semana para
la fiesta.
El tercer domingo de setiembre, todos los años, se celebraba la fiesta titular del
pueblo. Para ese año había escrito César Sánchez, un antiguo amigo de la casa, que
vendría al pueblo. Era zapatero suertudo que ocupaba entonces una posición de nota
en la capital de la vecina provincia de Huamachuco.
Por fin, señaló el reloj las cinco de la tarde. Una sola loca carrera me llevó de la
escuela a la casa. Allí estaba César. Nos reconocimos y nos abrazamos. Él me regaló
una naranja.
Faltaban dos días para la fiesta, cuando César desembaló los innumerables
pares de zapatos y los puso en exhibición en el corredor de la casa de doña Juliana.
No podía ser más completo el surtido. Para el pueblo sin comercio y casi sin gente,
era una novedad la exhibición. Los zapatos eran de todos los colores y de todas las
formas. El que menos gastó sus soles en ellos.
“Si parece zapato extranjero”, decía la gente. César se paseaba satisfecho, con las
manos en los bolsillos o atendiendo al público con solicitud, animándolo a la compra.
Yo no le dejaba ni a sol ni a sombra. Largos ratos me quedaba mirándole, abobado.
***
Los zapatos de CordobÁn 71
Arriba, en su trono abierto, entre flores y tras de cirios, reinaba la Virgen Patrona.
Ese día almorzamos en una mesa presidida por el señor cura en casa de doña
Antuquita. Yo tenía a mi lado a César Sánchez, que me partía la carne.
Poco a poco las calles del pueblo se fueron quedando vacías. Hacia media tarde
las habían abandonado las últimas comparsas de pallas y huariranzas y, con un “hasta
el otro año”, despedíanse los ocasionales visitantes rezagados.
***
Aquella misma tarde, en casa y en todas las otras casas, los pies volvían a sus zapatos
de cordobán. Los de gala, de taco y pasadores, quedaban en su sitio, esperando una
nueva de las escasas oportunidades en que eran usados.
***
Yo haría zapatos de cordobán. A nada más aspiraba. Nunca podría trabajar —es
cierto— un par de zapatos como César Sánchez, tan bien hechos, tan elegantes, que
parecían extranjeros.
A los pocos pasos se encontró con su hijo Isaac. Creo que le dio el brazo.
***
El único que no podía aprender era Alfredo, que tenía muy cerrada la cabeza.
—Su mollera era dura como la de su taita —decía Ángel, el mayor y el más
aprovechado de la escuela.
Un día que le rasqué la mano, se enojó conmigo. Según una superstición que
él tenía, esto le quitaba la fortuna. Gritó y me apostrofó. Le pedí que me perdonara,
pero él no lo quiso ni volvió a dirigirme la palabra. Yo sentía remordimientos, pero
Los zapatos de CordobÁn 73
***
—¡Eso no se hace, don Benjamín...! Mate usted a las águilas que se roban los
pollitos, pero no a los pajaritos inocentes...
Desde la casa oía las detonaciones del arma, que se producían en diversos lugares
del pueblo.
Al poco rato de haberme separado del zapatero escuché el eco de una pendencia.
Era que don Benjamín había hecho una presa al lado de la casa de doña Nieves
Ajiverde, y la pobre mujer, que estaba muy cerca del suceso, desprevenida, había
sufrido un terrible susto con la detonación del arma. Violenta, salió de su casa y desde
la puerta le gritó a don Benjamín los más terribles insultos, lo maldijo, le increpó
su maldad. El viejo le respondió con injurias. La mujer se puso frenética y arrojaba
piedras contra el cazador y su hijo. Hubo momento que don Benjamín llegó hasta a
amenazarla con su escopeta. Tuvieron que acudir los vecinos a calmarlos.
Doña Nieves Ajiverde entabló demanda por asalto a mano armada, contra don
Benjamín.
***
74 Luis Valle goicochea
En el ancho corredor donde daba la puerta del cuarto de don Benjamín, había insta-
lado su banco de carpintero, don Fernando. Él había venido contratado por mi padre
para trabajar algunas obras en la casa.
Reímos mucho y como la escopeta de don Benjamín había sufrido tal desmedro
últimamente que casi ya no podía disparar, encontramos una alusión oportunísima a
él en la consabida historieta cómica. Después de reír aún más, a mandíbula batiente,
a iniciativa de don Fernando recortamos las figuras y sus leyendas y en ausencia de
don Benjamín se las pegamos en la puerta.
Por la tarde llegó el viejo y de primera intención rió con la broma, pero después
su hijo Isaac, que sabía leer, le explicó que se trataba de una chanza malvada, dirigida
a él. Alguien que nos había sorprendido recortando y pegando las figuras, le notificó
de quiénes éramos los autores.
Fernando no acababa nunca de reír por la broma. Había tenido un fuerte alter-
cado con don Benjamín, no obstante que lo repetía a cada rato, de tal manera que lo
oyera el zapatero: “Aquí te quiero ver, escopeta”.
Don Benjamín ya no era don Benjamín; era “aquí te quiero ver, escopeta”. Las
gentes gustaban de llamarlo así y no entendían la economía de palabras. El viejo se
desesperaba. Ya no podía salir a cazar y ¡ay de que se le viera solo limpiando el arma!
Los chiquillos le gritaban la consabida muletilla y echaban a correr, provocando su
más terrible furia, terrible por su impotencia.
Los zapatos de CordobÁn 75
Yo, con lo acontecido, estaba impedido de llegarme al taller del zapatero. Tenía
vergüenza y pena de haberle ofendido. Cuando nos encontrábamos en la calle ni me
miraba siquiera. Un día creí alegrarlo de nuevo, hurté a mi padre una cajetilla de ciga-
rros y se la ofrecí. “No fumo”, me dijo con rechazo. Lastimaba así mi susceptibilidad
en lo más íntimo.
Esa noche soñé que pasaban por el cielo volando con unas alitas menudas rútilas,
inalcanzables de mis manos, zapatos de cordobán en ejército...
***
Una mañana el cabildo, que había permanecido cerrado mucho tiempo, amaneció
abierto. La curiosidad me llevó, antes de ir a la escuela, por la escalera peligrosa de
piedra y barro que daba acceso a aquel.
Bajé las escaleras y volví a la casa. Cuando desayunaba oí decir a la Casilda que
muy temprano había visto que el Ramón y su hijo traían al Señor de la Resurrección
de la iglesia al cabildo, cubierto con un paño blanco.
El aya explicó:
que lo retoque. Ese viejito que está en el cabildo es escultor y se llama don
Preshisho.
Don Preshisho ante visita en corporación tan inusitada, se violentó. Riñó a los
chicos, que se desparramaron silenciosos. Solo quedó Fernando, mi primo, en las
gradas del cabildo. Me acerqué a él. Me preguntó si yo había logrado ver la efigie del
Señor. Le dije que no. Luego me habló en voz muy bajita y pegando los labios a mi
oído: “Yo conozco a don Preshisho. Espérate que se vayan todos y entonces iremos a
verlo. No nos tratará mal. Es muy bueno. Hoy, de seguro, ha botado a los muchachos
porque eran muchos y le hurtan las cosas”.
La efigie del Señor estaba en un rincón del cuarto oscuro. Tenía un color
ahumado que le hacía aparecer casi negra. La habían despojado del faldellín bordado
que llevaba siempre y del estandarte que portaba en la mano izquierda, de la que
faltaban dos dedos. Cuando llegamos, don Preshisho amasaba una pasta especial con
la que —según nos dijo— moldearía los dedos que le faltaban al Señor.
—¡Van a ver! —nos decía el viejo—. ¡Van a ver cómo queda el taitito! Bien
limpiecito, buen mozo...
Nos despedimos de don Preshisho, quien nos rogó que fuéramos siempre a
charlar con él.
***
Yo tenía una gran inquietud en mis horas de escuela y en las obligadas de la casa.
Alimentaba un secreto afán de sorprender al viejo, a solas, en su labor de remoza-
miento de la imagen. Sus manos —que se me antojaban maravillosas—, poco a poco,
día tras día, daban al cuerpo de la efigie un color rosado, jubiloso, limpio. Ese rosado
Los zapatos de CordobÁn 77
se extremaba un poco señalando las uñas de pies y manos. Pronto los detalles de ojos
y cabellera quedaron terminados. Solo faltaba pintar el paño diseñado en la misma
imagen ciñendo la cintura. Don Preshisho lo pintó de rojo. El Señor de la Resurrec-
ción estaba deslumbrante. Cuando se hubo secado la pintura, el mismo Ramón y
su hijo, cubriéndolo con un lienzo blanco lo trasladaron de nuevo a la iglesia. En la
sacristía, un domingo, lo bendijo el señor cura. Después de la misa volvía a su sitio, en
la coronación del Altar Mayor.
***
Don Preshisho y yo nos habíamos hecho buenos amigos en muy poco tiempo. Yo me
olvidaba ya de mi afán de coser zapatos de cordobán.
—No le digas Preshisho, que así no se llama —me advirtió un día mi madre.
Pero ella descuidó de decirme el verdadero nombre del escultor y yo no creí necesario
preguntárselo. “Si no es Preshisho —me dije—, será Precioso”. Sentí íntimamente
que acertaba. Pero cuando el viejo oyó llamarse así se puso serio. Se lo conté a mi
madre y ella rió y me dijo que su nombre era Pedro y no alguno de los dos con que
yo habíale llamado.
Don Pedro se quedó en el pueblo unos pocos días más, retocando una Virgen de
las Mercedes y un San Antonio de Padua, pequeñitos.
***
Pero ocurrió que una tarde, quién sabe cómo, se había desprendido la malla de
defensa de la boca del cajón y los temidos pollitos luego de treparse a este habían
devorado las lechugas y echado a perder totalmente la almáciga.
78 Luis Valle goicochea
Cuando Juan lo supo se echó a llorar amargamente. Nadie era capaz de conso-
larlo. Solo pudo lograrlo mi madre, tras gran esfuerzo, ofreciéndole llevarlo de visita
a casa del coronel, a Parcoy, el próximo domingo.
La familia del coronel residía en Parcoy. Viejos amigos de la casa, eran queridí-
simos de nosotros y nos querían también. Mi madre venía proyectando hacía varias
semanas una visita a ellos, pero mil circunstancias determinaron su postergación hasta
un domingo —ese domingo— en que mamá se propuso hacerla de todos modos.
Recuerdo que Clarita iba con un traje azul oscuro y su listón rosado en el pelo.
Juan y yo llevábamos blusa gris y pantalón negro.
Aquella tarde había entrado a nuestro servicio Eliseo Morales, un buen chico
de Llacuabamba. Invitado por nosotros a jugar, se vino al grupo. Le pareció muy bien
que celebráramos Semana Santa. Nos dijo que era necesario que, de cualquier modo,
nos procurásemos dos santos más, por lo menos. Resolvimos, entonces, labrar uno en
yesca y que el otro fuera uno de los muñecos de Clarita. Eliseo buscó el material y
labró el santo. Con tinta negra le dibujó ojos, nariz y boca. Clarita encontró que uno
de sus muñecos no necesitaba de mucho atavío para convertirse en efigie, en una de
esas que, hieráticas, se veían en los altares de la iglesia. Lo trajo, luego de ceñirle la
diminuta cabeza con una toca blanca.
Las procesiones debían ser por las noches y empezar ese mismo día. En preparar
el anda gastamos toda la paja de una escoba. Con las cañitas simulábamos velas.
Después de la comida, toda la gente de la casa se agrupó en la puerta de la cocina al
paso de la procesión. Volvieron los chicos que se habían ido a comer a sus casas.
El cortejo apareció por detrás de la casa y dio dos vueltas al horno. Tres o cuatro
devotos llevaban velas y, además, en el anda ardían dos. Juan amenizaba la marcha
tocando su rondín.
Al día siguiente de entrar a servir en la casa, Eliseo tuvo que volver a Llacua-
bamba, a ver a su madre. Se fue después de almuerzo y nos ofreció regresar pronto. Lo
esperamos toda la tarde y hasta muy entrada la noche, pero no volvió.
En la casa no se inquietaron, pues como había ido a ver a su madre, nada había
que temer.
Los chicos de la casa, temblando, nos pusimos a llorar, sin comprender casi la
magnitud de la desgracia...
Afuera hablaba fuerte el Carmen, vecino de Llacuabamba, quien sin duda había
traído la nueva irreparable.
Los ojos de todos amanecían subrayados por ojeras y con el color granate que
deja el llanto.
Terminado que hubo el aya, regresamos todos a la sala. En el trayecto ella nos
contó que don Anselmo, marido de Andrea Camaya, murió de lipiria, hacía muchos
años.
***
La mañana de ese lunes mi papá me dijo que por la noche había escrito la carta
haciendo el pedido. Esa noche se estaba quemando la escalera que hay para subir de
la cocina al terrado. El fuego avanzaba por la médula del maguey. Nos levantamos
todos para apagar el incipiente incendio. Este suceso trajo inquietud a la casa.
***
82 Luis Valle goicochea
Contaba los días, que me parecían inacabables, esperando la efigie de Nuestra Señora
del Perpetuo Socorro que mi papá había pedido a Lima.
Yo me decidí a esperar...
***
Esa misma mañana conocí en la iglesia a Celso Acuña, hijo del renovador
del altar, aficionado a la escultura y a menesteres de reparaciones como su padre y
ayudante de él en la obra que yo acababa de contemplar y ellos de consumar, no hacía
una semana.
“¡Oh! —pensaba yo— ¡Si consiguiera un Padre Eterno como aquel de la iglesia,
pequeñito como para el altar de mi cama!...”. Se lo dije a Celso y él ofreció tallarme
uno. Me puse muy contento y le pregunté cuándo estaría la obra. Me prometió llevarla
a casa dentro de ocho días.
Don Leoncio, que era dueño de la mina “La Esperanza”, visitaba la casa con
mucha frecuencia. Parece que Celso le había contado el ofrecimiento que me había
hecho, pues, un día que conversaba con mi padre en el escritorio y yo llegué, me dijo:
—Ya está muy avanzado el Padre Eterno. Eso sí, le está saliendo torcido al Celso.
Celso, por otra parte, no venía al pueblo. Con tristeza veía yo que había de
renunciar a la efigie del Padre Eterno, pues me obligaban a ello las pullas de don
Leoncio. Ya no esperaba que Celso cumpliera su ofrecimiento, tampoco. Sabía que
era muy mentiroso.
Pasaron muchos días, hasta que la tarde de un domingo vino Celso al pueblo.
Al verlo, una secreta alegría me agitó. Él se sonrojó y me contó no sé qué historia en
la que el boceto de la efigie se había partido. Me traía, en cambio, un curioso trompo
hecho de un coco. Me gustó tanto el juguete que su posesión bastó para resarcirme
del desencanto que empezaba a ocasionarme el incumplimiento de mi amigo.
Como tampoco esperaba que viniera la Virgen del Perpetuo Socorro, destruí el
altar que la esperaba a la cabecera de mi lecho.
***
Ajano, que era muy prolijo, se lo pegó con cola y quedó muy bien.
Ese año, por primera vez, resolvieron armar un nacimiento en la casa. Empe-
zamos los preparativos con tres días de anticipación. Enviamos al Dolores a Parcoy,
con una tarjeta para doña Clorinda pidiéndole que nos prestara su San José y su
Virgen. Dolores volvió con las imágenes. El San José era de piedra y cargaba al Niño.
Apenas lo vi, me gustó inmensamente.
84 Luis Valle goicochea
Cuidamos de simular la gruta de Belén; esparcimos por los cerros todos los
juguetes que teníamos, poblamos los caminos y los árboles.
Por la noche vinieron las pastoras a bailar delante del Niño y tomamos té con
otros vecinos amigos que habían venido a rezar el rosario.
De todas las cosas del Nacimiento solo hubiera dado razón de las vasijas que
contenían a los mínimos batracios. Me acuerdo que les eché las migajas de bizcocho
que habían quedado en mis bolsillos. Los renacuajos se alborotaron y se disputaban
las migajas evolucionando graciosamente en el agua.
Antes de regresar al pueblo hicimos una ligera estación en casa de doña Clorinda
para agradecerle el préstamo de San José y la Virgen. Yo aproveché de la oportunidad
para proponerle la compra del santo, pero ella no lo tomó en serio, y riendo me
contestó no sé qué cosa confusa.
Al llegar a la casa, de regreso de Parcoy, nos esperaba una sorpresa: doña Guadita,
una amiga residente en Pias, le había enviado al Niño un sombrerito, verdadera curio-
sidad con que entonces nos sorprendía felizmente.
***
El 6 de enero recibimos el presente de Pascua que nos hacía don Leoncio: era una
vaca pintada, que pronto iba a tener su ternerito. Lo trajo un desconocido con una
tarjeta de aquel.
***
Don Manuel Cárdenas, el vecino, era un hombre huilón y triste. Poseso de una
neurastenia aguda se escondía de todos y de todo. En uno de los dos únicos cuartos
oscuros de su casa recibía a menudo mis visitas. Él me quería y me contaba cosas
viejas del pueblo. Vivía con su hermana, doña Juliana, mujer rara también, y muy
curiosa.
Don Manuel gastaba sus ocios tejiendo sombreros de junco. Los trabajaba muy
mal, pues casi ya no veía. En su cuarto tenía escaños viejos, cántaros, una pintura al
óleo desteñida y hormas de sombreros.
—Se bañan las brujas —me contaba don Manuel— en una agua verde que
ellas preparan con unas yerbas malas, para volverse cóndores, y esos cóndores hablan
y practican el maleficio. Una vez me encontré —añadía— en un recodo del camino
con un montón de tripas, ¿qué iba a ser eso sino una bruja que seguro quiso ocultarse?
Creía don Manuel que el mondongo era uno de los dos estados de metamorfosis
predilectos de las brujas.
Con don Manuel y su hermana solo se podía conversar en pleno día, cuando
alumbraba el sol y dormía el miedo; cuando los nervios están inmunes al pánico.
Y a los diez días justos, él, metido en una caja burda de cedro, quieto para siempre,
envuelto en un hábito oscuro era llevado en hombros de los vecinos al cementerio
del pueblo. En el cortejo iba llorando doña Juliana, su hermana, quien se apoyaba en
el brazo de don Benjamín que avanzaba ebrio, sin voluntad, mudo, mostrando una
sombría cara desencajada que daba espanto...
—Hasta luego...
Trabajo me costó volver a ver en don Benjamín al amigo de antes. Muchos días
significó para mí vencer el natural recelo que me cortaba. Pero poco a poco me fui
reacostumbrando hasta que me convertí en el asiduo asistente al taller del viejo, de antes.
Iba preparando la consecución del afán de mis afanes: coser zapatos de cordobán.
***
Así me preguntaba cada mañana y cada tarde, mientras avanzaban mis vaca-
ciones y se había hecho presente febrero con sus diarias lluvias copiosas.
La neblina, los más de los días, nos cercaba, privándonos de la visión de los
cerros azules y de los árboles.
Una mañana circuló por la casa la noticia que había cantado una gallina, lo que
era de muy mal agüero. El suceso nos inquietó y puso una nota de zozobra y teme-
rosas expectativas en nuestra obligada reclusión.
El Dolores propuso para conjurar lo que podía, hacer lo que se hacía en estos
casos: arrojar a la gallina cantora sobre un techo, de tal manera que caiga al otro lado;
pero todos nos opusimos a la cruel práctica.
***
Con mis hermanos empecé a corretear por el corral inmenso. De pronto Juan,
que se había separado de nosotros, me llamó: “Ven a ver”, me dijo. Llegué corriendo
hasta donde él estaba. Su dedo señalaba una cuenca natural en la piedra del medio del
corral, llena de agua y poblada de renacuajos.
***
Yo quería tener una vasija grande llena de agua y traer renacuajos de Chuchu-
maray para echarlos allí. Los renacuajos crecerían como aquellos del Nacimiento
de doña Ventura. Clarita, Juan y yo les echaríamos migajitas de pan y cogollos de
lechuga.
Después de llenar con agua la caja, Juan y yo fuimos a coger a los futuros sapitos.
Yo no me atrevía a ser el pescador. Tenía miedo. Juan, resueltamente, hundió la mano
en la cuenca de piedra y me dijo que el agua estaba tibia. Luego la sacó y me mostró,
prisioneros, debatiéndose entre sus dedos, un buen número de renacuajos negros.
De su mano chorreaba un agua turbulenta. Los echó en la latita, diciéndome que no
necesitábamos más.
***
No siempre había agua en la fuente. Como la acequia que la traía al pueblo era muy
larga, en invierno especialmente, se obstruía con los derrumbes. Entonces había que
bajar hasta el río a proveernos de ella. Pero al comienzo del pueblo, allá arriba, al lado
de la casa de don Jesús Ampuero, había un puquial que desangraba en un pozo limi-
tado por paredes de piedra y barro. El agua caía de una pequeña altura entre yerbas y
helechos. El pozo era conocido en el pueblo con el nombre de El Común.
Los zapatos de CordobÁn 89
En la casa se nos había prohibido ir hasta El Común, cuya agua —se nos había
advertido— hacía crecer el coto y llenaba de granos incurables. Pero yo gustaba de
escaparme a veces a mirar a tantas gentes miserables y pringosas que se sucedían
colocando en el chorrito sus cántaros rotos y mugrientos.
Los que más apuro tenían hundían sus vasijas en el agua detenida, pero los otros
más escrupulosos los colocaban recibiendo el agua que caía con una música triste,
entre las yerbas tristes y los helechos mustios.
A veces el agua contenida del pozo al rebasar formaba en los alrededores del
mismo pestilentes lodazales, esquivando los cuales pasaban los asnos cargados.
Las yerbas y los helechos crecían raquíticos allí. Al acercarse al pozo, mujeres
y niños, suspiraban mirando el cielo inalcanzable, y hundían sus pies desnudos y
curtidos en los barrizales, despertando más su fetidez...
Y llegó abril y lo pasé yendo a la escuela, y alguna que otra tarde al taller de don
Benjamín.
90 Luis Valle goicochea
En las noches oía, desde mi cama, a Faustino Sánchez tocando su rondín, segu-
ramente sentado en el umbral de su casa, casi fronteriza de la nuestra.
Faustino tocaba muy bien y tonadas distintas: casi todas tristes. Durante el día
no se le veía en el pueblo; él era minero y venía solo por las noches de la misma mina.
La Carmela, su mujer, le llevaba fiambre todos los días, un fiambre abundante, en
cuya preparación ocupaba toda la mañana.
Sabía yo que a él le gustaba comer bien, y que de todo se reía. Cuando le recla-
maban el pago de una deuda, respondía con una carcajada.
La Carmela era hermana del mudo Juan, doméstico de la casa, muy engreído de
mamá, y había cargado a Clarita. Se quejaba de su marido y palidecía por momentos.
“Se está secando”, decían las gentes.
Otras noches cantaba la María Ulloa, sobrina del Faustino. Tenía buena voz y
era ñata. Se enojaba mucho cuando le decían nariz de montura. Yo nunca se lo dije y
por eso me quería.
Además de ñata, la María era blanquita y coqueta, Sabía bordar también. Una
mañana nos cruzamos en la calle. Ella, de pasada, sin detenerse me dijo:
La María Ulloa estaba acabadita de peinar y miraba con el rabo del ojo.
María Ulloa, entre los chicos a quien no quería más era a Gaudencio; pero
cuando su papá le trajo de la montaña un monito lindo, se hizo amiga de él y le pedía
que se lo prestara. Gaudencio lo llevaba a veces a la casa a jugar con nosotros.
El monito era muy travieso. Un día quebró seis vasos; otro, por beberse un
residuo de leche vació una botella de vino tónico.
Los zapatos de CordobÁn 91
Escaso tiempo después, una mañana, nos contaron que había muerto.
***
Con unas zarzas y unas tablas arreglaron el altar, mi madre, mis hermanas y tía
Antuquita. De Parcoy mandaron rosas.
Todos los días cambiaban las flores que se habían marchitado, por otras que los
devotos recogían en el campo.
Esa noche conocí a Eloisa que acababa de llegar al pueblo con su madre. Era
linda y no pude dormir aquella noche pensando en ella.
***
En junio, una noche, llamaron a mi papá a casa de don Mercedes. Su hija Luzmila se
había puesto gravemente enferma de un momento a otro.
Al día siguiente nos contaron que Luzmila se había envenenado con fruto de
miomío.
Entonces supe que el fruto aquel, del que tanto gustaba mi hermano Juan y con
el que hacían tinta los niños de la escuela, era un veneno mortal.
Desde entonces me alejaba con horror de los arbustos de miomío que avan-
zaban sobre todos los caminos, escondiendo entre su follaje ladino el nocivo fruto.
***
Los niños de la escuela hacían tinta con miomío. Estrujaban el diminuto fruto —
grosella oscuro— en agua y algunas tardes venían con las manos teñidas en su jugo
morado, tinte del que no podían librarse sino en muchos días, con el uso repetido del
jabón.
Yo vi el espanto con que pasó por todos ellos la noticia de lo acaecido con
Luzmila. Temblando se miraban unos a otros y se revisaban las manos por el anverso
y el reverso. Y no atinaban a hablar.
Los perros buscarían siempre, escogerían siempre la yerba que se sabe, entre
la vegetación mínima de los jardines, en la espontánea que crece en las orillas de la
acequia, en la plaza, en las gradas de la iglesia... Eso sería cuando se sientan enfermos
y no quieran jugar con los niños.
***
Todos los años, días antes de la fiesta de Corpus, venía de Quichibamba, San Antonio
de Padua y de Llacuabamba, San Juan Bautista. Ambas efigies llegaban al pueblo
para tomar parte en la procesión principal del Corpus, en la que, antecediendo al
Santísimo, salían casi todos los santos de la iglesia.
Quichibamba era una hacienda que quedaba al oeste del pueblo y la hacendada
doña Nieves, acostumbraba enviar todos los años a San Antonio al pueblo, para el
Corpus.
La comitiva con el santo se detenía en casa de don Narciso Cruz casi al final del
pueblo, de donde siempre con caja, era llevado a la iglesia, la víspera de la fiesta, en
momentos en que de Llacuabamba —un pueblo cercano— entre repiques y cohetes
llegaba San Juan Bautista. Ambas efigies seguidas de su respectivo cortejo —y gente
que venía acompañándoles desde el lugar de origen— entraban al mismo tiempo a la
iglesia. Al día siguiente con San Francisco, San Fernando, con casi todos los santos
del pueblo recorría las calles. Volvían a su destino ocho días después, terminada la
misa de la octava.
Los chicuelos del pueblo corríamos entonces a las prominencias para divisar las
últimas curvas del camino. De allí distinguíamos apenas perceptibles ya por última
vez, las respectivas procesiones que se hundían calladas en la distancia.
San Antonio volvía por su camino, el camino hacia la costa, por donde yo me
perdería un día, jinete en mula presta y pajarera...
***
Antes de llegar a la fuente el agua hace chorrera, junto a un manzano, arriba del
pueblo, cerquita de la casa de don Juan Cruz. Cuando se seca la fuente las gentes van
a recoger el agua que se aquieta en los pocitos que anteceden a la chorrera y al más o
menos grande que hay en la chorrera misma.
Los chicuelos arrancaban las manzanas verdes y no dejaban madurar ni un solo
fruto.
La casa de don Juan está deshabitada.
Al lado del manzano, raquítica y amarillenta, crecía una higuera antigua.
También un membrillero.
Una tarde mi hermana Queca y yo arrancamos gajos y los plantamos en la
huerta.
Pronto empezaron a retoñar los acodos.
Me deleitaba pensando en el día que serían árboles y darían frutos.
Entonces me acordaba de los membrillos deliciosos que venían de vez en cuando
en las encomiendas que nos enviaba abuelita desde Trujillo.
—Los membrillos son muy ricos —decía don Eleodoro, asiduo visitante de la
casa. Y añadía —: Dicen que se dan los mejores frutos en el Japón.
—¡El Japón!
El envase de lata en que se guardaba el café, tenía por todos sus costados figuras
extrañas y remotas. Unas eran los bellos montes de luminosos paisajes. Otros las de
ciudades milenarias, por cuyas calles discurrían pequeños hombres con quitasoles.
¡Ese era el Japón! Estaría —seguro— más allá de Trujillo, más allá del mundo,
más allá de todo... Inalcanzable de toda tentación...
***
Un domingo nos sentamos en el patio, a recibir el sol, el aya y todos mis hermanos.
—La niña Clarita —dijo— tenía una muñeca linda que cerraba los ojos. Se la
mandaron de Trujillo. Una vez, estaban todos ustedes jugando en el corredor y la niña
le dijo no sé qué cosa a su hermano Juan. Entonces él, quiso pegarle, pero yo le detuve
diciéndole, que a las mujeres no se les levanta la mano y menos a sus hermanas.
Entonces el niño Juan fue corriendo y volvió con una piedra y chancó la muñeca que
ella, la niña, había dejado para hacer no sé qué cosa. La niña Clarita se puso a llorar.
Su mamita encerró al niño Juan en la despensa. Yo lo saqué.
Usted también ha sido travieso. Un día se sentó usted en una olla hirviente en
la cocina... ¡Qué ratos los que nos hizo pasar!...
Atardecía...
El aya nos dejó solos pronto. Iba a consultar con mi madre los potajes de la
comida.
***
Doña Mariquita Morillo vivía en Parcoy, pero iba con mucha frecuencia a nuestra
casa. Era una viejecita chiquita, gaga y muy buena. Había servido en casa del señor
cura, hacía años. Nos contaba las cosas de tiempos pasados que ella había oído relatar
a su abuela.
Tenía una hija única, que se llamaba Telésfora, y le había parido a don Job, su
marido, diecisiete hijos. Me quería mucho. Cuando yo iba a Parcoy me obsequiaba
con las cosas buenas y pequeñitas de su pobreza.
Una vez estuvo pasando una corta temporada en casa de doña Tomasa y ella la
despidió un día, porque dijo que le había robado maíz y carne seca. Cierta mañana, en
96 Luis Valle goicochea
casa, doña Mariquita le confesó a mi madre que efectivamente había recogido unas
mazorcas y una porción de carne, pero fue porque sus nietecitos no tenían qué comer
y porque comprendía que no le hacían falta a doña Tomasa, que contaba con un
granero lleno y un rebaño numeroso. Doña Mariquita hizo su confesión con lágrimas
en los ojos.
Así fue como aprendí a querer a esta viejecita, a quien ya querían todos y mucho
en la casa.
Recuerdo que un día, llorando siempre, le enseñaba al aya sus zapatos rotos de
modo tal que se lastimaba los pies al caminar. La pena más honda, la pena del impo-
tente inundó mi corazón. Renació entonces mi afán de coser zapatos de cordobán. Si
algún día lo lograba le cosería un par a doña Mariquita.
—No haga usted eso, comadre. Siéntese. Estese usted quietecita. No es nece-
sario que se afane usted, pues hay quien —joven y sano— puede hacerlo.
Mi papá había recibido el pedido de relojes que hizo a Suiza. Uno de esos relojes
era para mi mamá y otro para Alejandro. Los otros tres o cuatro que quedaban se los
repartieron entre distintos amigos de mi padre.
Un día al abrir el cajón del estante del dormitorio me encontré con ellos.
Recuerdo que uno era pequeñito y de oro. Me gustó tanto que decidí quedarme con
él sin decir nada a nadie.
Esa misma tarde tuve que ir a hacer un mandado a Parcoy. Llevaba conmigo
el relojito. Había sabido darle cuerda pero no ponerlo en la hora. En el trayecto iba
poniéndolo al oído. El tic-tac de la máquina a la vez que me deleitaba, acicateaba
mi curiosidad hasta convertirse en tortura. No pude resistir a la tentación y como
no atinaba a abrir la tapa, me agaché y colocando el reloj de filo sobre una piedra,
golpeé con otra hasta abrirlo. La maquinaria brillante y fresca apareció a mis ojos
pero detenida. Me asusté. Mi mano temblorosa sacudía nerviosamente el reloj, y la
rueda volante, malograda, se movía un breve instante para detenerse luego. La tapa
del reloj voló entre los matorrales. No la pude encontrar. Como aún no había llegado
Los zapatos de CordobÁn 97
Al día siguiente quise librarme del peso que era para mí el reloj: lo destrocé
con ánimo de no dejar la huella más insignificante; pero pedazos imprudentemente
guardados en los huecos de unas paredes cercanas a la casa, fueron recogidos por
mi hermano mayor y llevados a mi padre. Se hizo averiguaciones. Pronto quedaron
esclarecidas las cosas: un doméstico de la casa, a quien tuve la ligereza de enseñarle
el reloj, me delató.
Yo lo oí.
Mamá se había ido a vigilar las cosechas de Curaubamba y debía volver aquel
domingo. Mientras la esperábamos, mis hermanos y yo consumamos una travesura:
rompimos un mueble. Mi hermano Ajano se ofreció a subsanar el daño, pero para
eso se necesitaba un berbiquí. Entonces yo me ofrecí a correr a Parcoy a prestárselo
a don Federico.
Fui y el señor, que era muy amigo de la casa, me prestó gustosísimo el chisme. Él
era comerciante y vendía unas carabinitas de aire comprimido, con una de las cuales
soñaba yo siempre. Varias veces había estado tentado de preguntar por su precio y me
había encontrado corto para hacerlo, pero aquel domingo, aprovechando de la gran
presencia de ánimo que me acompañaba, se lo pregunté. Sonrió el señor y dicién-
dome: “¿Te gusta?”, sacó una y me la regaló.
Había algo de providencial, en aquel modo como llegara a mis manos. Ello iden-
tificaba mi destino con el de Benjamín, zapatero y cazador. ¡Él tenía su escopeta que
disparaba con pólvora, claro!, porque era hombre mayor. Yo tenía que contentarme
98 Luis Valle goicochea
con mi pequeña carabina inofensiva; con el tiempo llegaría la hora en que había de
poseer un arma grande como la del viejo zapatero. No había sino que esperar. Sería
cuando fuera un diestro cosedor de zapatos de cordobán...
***
La presencia del zapatero en el pueblo me hizo pensar una vez más en lo que yo
creía mi destino: coser zapatos.
Una tarde doña Olegaria, dueña de un hato, se acercó al taller de don Benjamín,
cuando yo estaba allí. Fue a rogarle que le acompañara esa noche a su majada, armado
de su escopeta. Bala para el león que venía asolando los ganados y devorando a los
perros guardianes, le pidió.
El viejo zapatero permaneció ausente del pueblo muchos días. En el taller había
quedado su hijo. Volvió una tarde, con los labios rajados por el frío de la puna. Venía
triunfante, trayendo una piel de león que se la obsequió a mi madre.
Un día seré como él, pensaba con orgullo, acariciando los humildes afanes que
en esa fase inolvidable de mi vida hacían mi esperanza y colmaban mi corazón...
Tenía, a ratos, unas ganas locas de abandonarme a un bullicioso desenfreno de alegría
y bailar y bailar bajo el cielo eternamente diáfano, agradeciendo a Dios tanta dicha y
tanta ilusión sencilla y confiada.
Buen amigo, compartimos una misma niñez embargada por no sé qué secreta
agitación: estudiamos en la misma escuela elemental y en el mismo colegio superior
después.
Lector amigo: si juzgas este homenaje, cumplido y feliz, ¡loado sea Dios!
—Gracias, hijito —me decía ella, y añadía, aspirando su perfume—: ¡Qué ricas!
Se las voy a poner al Niño Dios.
De pronto me dije en voz alta como haciendo un recuerdo, mientras cruzaba la sala:
Habían segado las plantitas. Vino la pausa difícil que llega después del almuerzo.
Estaba próxima la entrada al colegio; corrí a mi cuarto, escogí los libros que había de
llevar y me encaminé a clase...
Llegaba como una batalla lejana a mis oídos la explicación del profesor. Venía
atravesando —como una flecha— el denso rumor del caracol que colmaba mis oídos.
El pequeño padre profesor se paseaba entre las anchas carpetas repitiendo una
y otra vez las mismas indicaciones. Era un baedecker33 que lograba ser dueño de
nuestra atención. Nuestros ojos unánimemente parecían seguir el curso luminoso de
su voz pastosa, pero imperativa.
Por los anchos ventanales entraba gloriosa y ancha la luz dorada de la tarde.
El padre reanudó sus paseos. Se detenía al pie de cada alumno; en voz baja les
decía no sé qué cosas y proseguía su inspección.
Pero maquinalmente —entre tanto—, mi mano había dibujado algo así como un
haz de tallos rotos… Las líneas eran temblorosas; inconstante la firmeza en el trazo.
33 El término “baedecker” podría hacer referencia a Karl Baedeker (1801-1859), alemán que en el año 1827
fundó una compañía editorial que empezó a publicar guías de viaje; estas tenían como objetivo ayudar a que el
viajero se mobilice en países europeos sin necesidad de contratar un guía turístico, dándole así la independencia
necesaria para conocer por su cuenta los destinos deseados. Al morir, buena parte de Europa había sido cubierta
por sus guías. (“Karl Baedeker”. Encyclopædia Britannica Online). Este pasaje podría aludir, en clave paródica,
al “conocimiento de manual” del sacerdote-maestro, a quien los niños, un tanto distraídos, escuchan repetir
monótonamente las mismas frases.
Los zapatos de CordobÁn 103
—¿Qué has hecho? —me dijo casi sonriendo. No dije palabra. Él se alejó sin
hacer ruido.
Volví al patio y me senté en las gradas que llevaban a la sala. Cada cosa —árboles
y arbustos— estaban como asiendo un secreto. Mis ojos volaban de los ángulos enlu-
cidos de rosa de las paredes, a la rosa verde de gruesas hojas abiertas en una disposi-
ción inefable y tranquila; del cielo a las florecillas de buenas tardes... Así... y en el cielo
apenas si veíanse unas nubecillas ligeras que iban de paso como espigando el oro final
de la tarde para bañarse en él.
Adentro, en la capilla, empezó la recitación del rosario: “En el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo”. Era la voz monótona del padre que lo dirigía y el
murmullo desigual de los que contestábamos, que alternaban en un juego soñoliento
que nos llevaba por no sé qué mundos alucinados, a los más.
104 Luis Valle goicochea
De pronto hubo como una onda de expectación que hizo oscilar las cabezas de
todos: por la puerta lateral el padre Prefecto traía a Wilfredo cogiéndole de la oreja. El
pequeño estaba más rojo que de costumbre y avanzaba dando traspiés y con las manos
entrelazadas a la espalda. El padre lo condujo hasta el Altar Mayor y lo obligó a arrodi-
llarse delante del mismo, al centro, y cuando le impuso que extendiera los brazos, le cayó
de la espalda, debajo del saco, una lluvia de claveles. Pudimos verlo todos.
Se insinuaron algunas sonrisas, pero el padre prefecto las cortó con un esten-
tóreo: “¡Silencio!”.
Miré hacia los jardines: no quedaba una sola flor. En las plantas se advertía un
callado estrago: muchos tallos rotos.
El culpable salió con nosotros, como todos los días, sonriendo. Iba yo con otro
amigo: ni él ni yo nos animábamos a hablar; caminábamos lentamente.
Wilfredo al pasar corriendo a nuestra vera, nos golpeó con sus libros a ambos
en la cabeza y gritó:
Al llegar a casa tuve noticia de que mi prima había viajado al puerto de su resi-
dencia, llamada por su madre.
Todas las noches, al sonar las nueve era cerrado el portón de la casa. Giraban
chirriando, pesadamente, las puertas, y con un golpe final encontrábanse sus hojas.
Desde mi cama, a veces, y otras desde mi rincón de estudio escuchaba el diario movi-
miento que corría a cargo de Cleofé, la más antigua servidora de la casa. Era aquello
como un punto final. Luego venía la noche plena, densa de silencios.
Así fue que aquella noche, mientras leía un libro pío, al escuchar la clausura del
portón, me sobrecogí de espanto. Mis ojos buscaron el cielo a través de la ventana:
estaba claro y estrellado. Luego cerráronse y vieron en medio de la sombra lenguas de
fuego, crepitantes, fantásticas.
“Cada niño bueno es una piedra preciosa en la corona del Señor”, fueron las
últimas palabras del encargado de prepararnos en la prédica final de aquella tarde.
Luego, uno a uno, desfilamos ante varios sacerdotes llamados de otras residencias.
Nos sentíamos tranquilos así. “¡Ah, si los profesores llegan a conocer nuestras culpas!”,
considerábamos.
Empecé a temblar cuando sonó mi hora. Así, en ese instante, avancé y me arro-
dillé en el piso desnudo. Mi confesor era un padre lánguido y curioso, con renombre
de santo penitente. Me pasó el brazo por el hombro. Me interrogó una hora entera.
De seguro le conté una novela que empezó así:
He aquí, me dije, una piedra preciosa para la corona del Señor. La dejé donde se
había posado y me retiré a dormir.
Todos volvimos la cara: era el Obispo que había llegado sin hacer ruido.
Apoyando una rodilla en el suelo, uno a uno, cruzamos ante la figura cordial del
Prelado, quien con la mano extendida ofrecía el anillo pastoral a nuestros labios. Se
avenía fatigado pero sonriente a la ceremonia.
La forma sagrada se deslizó en nuestro paladar inocente y tibio. Creo que todos
la recibimos en medio de una embriaguez inolvidable. No supe más... El resto fue
como un sueño indeciso.
Sentía una alegría vivita, traviesa, demasiado buena como para poder resistirla
sin lágrimas.
II
La mañana es invernal. Una llovizna pugnaz empapó las calles durante la noche y
continúa cayendo y calando a los transeúntes. Se dejan oír las campanas de la iglesia
vecina, echadas al vuelo, por recónditos motivos, y llega su baile a través de la mañana
turbia hasta romper los tímpanos.
El naranjito de Quito, que es su vecino, no olvida sus hojas finas, sus delgadas
ramas, su tronco dócil al viento. El naranjito de Quito es triste y sabe muchas dulces
y muchas amargas ocurrencias de la casa.
Ha muerto, acaba de morir mi abuela que tanto lo quería. Sus ojos hondos y
pequeños —de cuyo fondo era más de un horizonte acerbo— lo buscaban siempre
desde el viejo sillón donde solía mecerse, junto a la ventana del salón que mira al patio.
Ella vio con pena secreta, crecer y crecer al nuevo pie de naranjo, frente al arbo-
lito de su cariño.
Hace nueve años de mi Primera Comunión. Nueve años que son una etapa,
nueva y concluida. Ahora soy un hombrecito. Me lo ha dicho con orgullo un recién
llegado del lar querido, que ha pasado a verme. Me han hecho pensar sus palabras en
no sé qué mundos perdidos y dolientes.
Cuando mis ojos aún no acababan de abrirse, cuando todavía no volvía del
sueño, un torbellino de recuerdos ha inundado mi alma.
Hago memoria, por ejemplo, de mis primeros días en el colegio. En el aula que
era la nuestra se abría una ventana a la calle. A cada instante sentíamos el paso de
las carretas, cuyo ruido a veces detenía la explicación del profesor, pues anulaba su
voz. Con el padre maestro todos guardábamos silencio durante unos breves segundos
hasta que se alejaba la carreta. Y en esos breves instantes pensaba en que las ruedas del
averiado vehículo iban golpeando el suelo, tropezando en las piedras como si hicieran
un viaje obligado, de mala gana, pausado y difícil... Luego me hacían pensar en la
pereza, en la rutina, en el campo, en cómo se va a clase a duras penas...
Diego me dijo:
Hemos madrugado a misa mis tíos y yo. Hoy, mi abuela hubiera tenido un año
más sobre la Tierra. Un año blanco, trémulo. La misa ha sido por ella.
Ante el altar iluminado, frente al cual un fraile alto y extraño se movía en la satis-
facción de los ritos del sufragio, he sentido algo así como un mareo que hacía girar todas
las cosas a mi alrededor. He estado en una nube remotísima, tocada de luz...
Los zapatos de CordobÁn 109
Su rostro de líneas humildes, sus ojos apagados, la boca buena y breve que solo
supo la canción de la mansedumbre; todo, dispuesto estaba por la mano oscura de la
muerte en aquel cuerpo magro para el supremo tránsito al polvo y a la sombra...
Pero ella, mi patricia abuela, en medio de nuestro dolor callado, había quedado
presidiendo el silencio glacial y gobernando el mudo trajín de la casa desde un óleo
que es el suyo, al lado de otro que es la figura prócer de mi abuelo.
EL ÁRBOL QUE NO RETOÑA (1952)34
CAPÍTULO I
Un sol esplendoroso caía sobre el pueblo. Tenía la tarde un diáfano silencio apenas
roto por el murmullo musical que escapaba de la escuela.
No quise pasar frente a la escuela. De lejos nomás quería oír el rumor canta-
rino en que se confundían las voces de los pequeñuelos, mis queridos compañeros.
Empero, con el ansia me transporté allí. Cerrando los ojos empecé a reconstruir la
habitación grande en que funcionaba el plantel. Me detuve con el corazón palpi-
tante, ante el recuerdo de los cuadros píos que presidían nuestros afanes escolares: el
Sagrado Corazón de Jesús al centro, el de la Virgen con el Niño a un lado y el de San
Antonio de Padua al otro. Sobre todo llamaba la atención este último: rodeando la
figura del santo, dentro de la misma estampa, se reproducían algunos sucesos mila-
grosos de su vida. Gustaba de mirar sin fin aquella escena del sermón a los peces, y
aquella otra que pintaba la resurrección de un niño por el Taumaturgo. Conmigo,
otros chicos de la escuela se extasiaban en la contemplación de la inolvidable oleo-
grafía. Vi, dentro de mi evocación, la roja repisita instalada delante de los cuadros y
los floreros que sustentaba, colmados de las flores silvestres que los escolares espon-
táneamente solíamos llevar. Después me detuve en el recuerdo de mis condiscípulos
más raros: Fernando Negrón, entre ellos, regordete y taciturno, que sabía soportar
resignado las pullas que le dedicaban los compañeros, por tener malogrado un ojo;
Antonio Cerna, el más pequeño de la clase y acaso el más querido; Carmelo y Esleván
Fernández, hermanos gemelos, zahareños y grandotes, que habían venido de una
posesión lejana, en su afán de aprender; y, uno sobre todos, Alfredo Torrealba, el hijo
de don Ninfo, el molinero, sencillo y lerdo como no había otro.
—¡Pero niño! Vea usted esas nubecillas blancas que parece que tuvieran alitas...
La tarde tenía una dulzura adormida, recóndita. Yo sentía una pena infinita,
inexplicable. Luchaba a cada paso por no estallar en llanto, que era lo único que me
provocaba. Ni la hermosa perspectiva que se abría hacia el norte, ni el canto jubiloso
de los pájaros, nada, ni una palabra, podía hacerme olvidar la extraña pesadumbre que
me abrumaba.
—¿Por qué llora mi niño? San Antonio lo va a mejorar, pero tiene usted que
tomar los remedios.
Esa noche terminaba la novena que los míos venían rezando al milagroso santo,
implorándole por mi salud. El ejercicio se consumaba, después de comida en el
propio dormitorio, de modo que me era dado asistir al rezo desde mi lecho, ligera-
mente incorporado, apoyándome en varias almohadas. Uno de los diferentes cuadros
colocados en la pared correspondía a San Antonio, pero era qué distinto del otro que
teníamos en la escuela. Más bello se me antojaba el de allá que el nuestro. Cuando
se lo dije a mi madre, ella me explicó que eran lo mismo, sino que nuestra estampa se
descoloraba con los años.
Pronto mi madre, a poco de acostarme, alcanzóme una taza de café caliente que
bebí con ansia. No me tentaron las tortas que me trajo al mismo tiempo, que eran en
112 Luis Valle goicochea
otras circunstancias mi pan favorito. Luego me hundí bajo las cobijas densas, ya más
consolado. El aya, que permanecía allí, me pidió que hiciera lo posible por dormir
y me advirtió que lo mejor para ello era permanecer en silencio. Ella, pues, quedó
muda. Me dormí y cuando era ya entrada la noche, me despertaron para que tomase
la comida. Lo hice a duras penas, a ruego insistente de mis padres y de mis hermanos
pequeños, a todos quienes me rodeaban, les dije luego que me dejasen solo, pues
quería dormir. Se fueron.
Mas, estaba seguro que ella no dejaba de pensar en nosotros y que seguía querién-
donos. En el cementerio del pueblo estaba su tumba, señalada por un rosal blanco,
que habíamos plantado con amor y que merecía el cuidado constante de nuestras
manos. Si abriésemos su sepulcro, pensé, acaso la encontraríamos igual, como cuando
se quedó dormida para siempre. Fresca la tez mate, brillantes sus cabellos ensorti-
jados, íntegras la naricita respingada y las manos regordetas. En fin, acaso la encon-
trásemos la misma, eso sí, inmóvil, envuelta en la mortaja de raso blanco y ciñendo la
corona de azahares con que la encerraron en el ataúd. Clemencia se llamaba, y a pesar
del tiempo transcurrido desde su muerte, en la casa se la nombra como si estuviese
presente, en las diarias veladas hogareñas. Cada detalle de su breve paso por la tierra
permanece en nuestras mentes, vívido, inalterable, y nos sirve muchas veces como
punto de referencia de algún suceso que no se puede olvidar y que siempre se evoca.
Y claro, soñé con ella. Me sonreía sin descanso, pasaba y repasaba junto a mí y
era en nuestra casa. La veía volver como después de un viaje, andaba registrándolo
Los zapatos de CordobÁn 113
todo: habitación por habitación, sin darse reposo. Yo seguía sus pasos. Iba y venía
como a la pesca de algo, volvía los objetos, hurgaba en los cajones, y esto sin decir
palabra. Yo continuaba a su lado, asistiendo con ojos muy abiertos a todos sus ajetreos.
Esperaba por momentos que me hablara y cuando volvía la cara hacia mí y parecía
dispuesta a decirme algo, ¡zás! De pronto se esfumó. Rompí a llorar de veras. El ruido
de mi llanto, sin duda, despertó a los míos, pues desperté abruptamente sacudido por
mi hermana mayor, quien alarmada había corrido junto a mi lecho. Mi madre, puesta
en sobresalto, suplicó a mi padre:
—Francisco, pronto los fósforos —Oí que mi padre se enderezó y buscó en los
bolsillos del saco que solía colgar de una de las perillas del catre. Al dar la mano con
la caja de cerillas, esta sonó agitada, nerviosamente.
***
Antes que a los demás me sentaron a la mesa y mi madre con propias manos me trajo
el almuerzo. Humeaba frente a mí un áureo tazón de caldo de pollo, en cuya super-
ficie sobrenadaban, picadas, yerbas fragantes de las que yo tanto gustaba.
—A ver, vamos a ver si come —dijo, y añadió—: Yo he hecho el caldo, sin grasa,
tal como le gusta. Si lo toma le doy papitas fritas. ¡Ay!, qué rico...
Alejándose, terminó:
paisaje un inefable perfil de confianza. Del corral parecía llegar a toda la casa esa
soledad tan típica del pueblo, sin sobresalto visible y solo de tarde en tarde preñada
de inquietudes.
Miraba sin descanso el familiar paraje, que era como la prolongación de la inti-
midad del hogar. Los árboles que encuadraban el corral, componían la única nota
de verdura, en ese día estival. Los truncos tallos secos del maíz, con sus raíces como
garfios parecían asirse a la tierra parda, como defendiéndose de un oculto peligro de
rapiña. Tenían un color amarillo tendente a la greda, un color de muerte y dispersos
por allí y por acá se mostraban hasta la altura que quiso dejarles el cuchillo de la
cosecha. Tenían algo de soldados alcanzados por la muerte, firmes en sus puestos, que
aún así muertos parecían alentar y defender el designio que los clavó en este pedazo
de la tierra y les deslizó una consigna rotunda en los oídos.
Los saúcos estaban adormidos y tras el tumulto de sus copas, como brindán-
doles telón de fondo, a la distancia, se elevaba el ventrudo cerro de Cabana, en una de
cuyas exiguas planicies, hombres antiguos pusieron las contadas casitas de mi pueblo:
La Soledad.
Oía sin descanso el cacareo de las gallinas que alborotaban al poner el huevo
y oía también, de vez en cuando, las confusas voces de los vecinos que al cruzarse
trenzábanse en un diálogo fugaz, el que consignaba la averiguación de la salud, la
repetición de un chisme, la salutación al tiempo luminoso y otras frases banales de
cumplido. Permanecí absorto hasta que el aya se hizo presente trayendo las apetitosas
papitas fritas de su promesa.
Más comprensiva sonrió al cabo, retiró el plato anterior y dejó en su lugar el que
acababa de traer. Poco rato después se puso en la ventana para verme comer.
—Oye —le dije mientras devoraba el plato predilecto—, oye..., ¿sabes cuándo
me mandarán de nuevo a la escuela?
alivio que sentía era cuando me permitían salir al patio a tomar sol. Ponían entonces,
en mis manos, encantadoras revistas, en la contemplación de cuyos grabados pasaba
amables ratos. Tengo muy presente una: esa gorda y plena de ilustraciones en colores
que trata el relato de la audaz expedición de Schakleton al Polo Sur. Una y otra vez,
con atención intensa, leía la narración emocionante. Barcos rendidos por el hielo,
hombres heroicos que desafiaban al hambre y a la muerte, la angustia y la desespera-
ción rondando el grupo de los atrevidos exploradores y sobre todo la inmensa llanura
blanca de la nieve, sobrecogedora y glacial...
Nunca llegaría a poner mis plantas allá y, sin embargo, sentía la atracción vehe-
mente e irresistible de su lontano y enigmático embrujo... Sabía bien que en esa fría
soledad estaban la muerte y sus misterios y no alcanzaba a comprender por qué los
hombres la buscaban temerariamente, y yo con ellos, en mi ardiente deseo de ese
instante... ¿Qué había en los Polos y más allá de los Polos, que tan bravíamente sabía
llamar?... Sentía nacer en lo recóndito de mí, un fuerte afán de aventura y me daban
una secreta envidia los osados protagonistas del histórico suceso. Pero de pronto
paseé la mirada por todo lo que me rodeaba y un sentimiento distinto hizo presa de
mí... ¿Acaso no tenían una atracción parecida las cumbres altísimas de los montes
tutelares del pueblo? Alguno de los vecinos ¿las había trepado, acaso? Escenarios de
leyendas y consejas misteriosas, repetidas por los viejos tenían un tentador prestigio...
Las más próximas eran las de Contuyo y Puyhuán, pero aún mis ojos alcanzaban a
distinguir otras más remotas: por el este la del Cerro Negro semejante a una dentada
cresta y por el norte las de Pias, azulitas y quién sabe inalcanzables... ¿No era posible
aventurarse en la búsqueda de sus secretos? ¿Podía intentar escalarlas?...
que fueron templando con agua hirviente, a la vez que estrujaban dentro las fragantes
hojas de yerba santa, recogidas y seleccionadas por ellas mismas. La sumersión en el
baño tuvo para mí un nuevo encanto; mientras me acariciaba la tibieza del agua, la
fragancia áspera de las ramas que flotaban en la superficie me producía una embria-
guez gratísima. Salí de la tina como renovado, con los pedacitos de las hojas adhe-
ridos al cuerpo. Envuelto en una toalla grande me dejaron un rato largo... Cuando al
mediodía, luciendo una flamante blusa azul y un corbatín blanco, me senté con todos
a la mesa, la exclamación de satisfacción fue general:
En el almuerzo hogareño, todos los mimos fueron para mí. Hasta mis hermanos
pequeños, lejos de incomodarse ayudaban a las cariñosas atenciones de los mayores
para conmigo. Así fue como Clarita ayudó a la aya a ponerme la servilleta y Juancito
me cedió su ración de mazamorra, a la que él, sin embargo, era tan aficionado.
Nos levantamos para agradecer a Dios y luego nos dispersamos, dichosos todos,
todos parleros como gorriones bajo la lluvia. El día era radiante. Mi madre se alejó
para dar su cotidiano paseo por el pueblo y mis hermanos y yo, rodeando a nuestra
madre, nos sentamos en el patio sobre limpias pieles de carnero. Y ¡claro!, como yo
estaba convaleciente y era en ese instante objeto de finas ternuras, tenía opción a
buscar el regazo de mi madre. Ella me atrajo la cabeza a sus rodillas y empezó a jugar
con sus delicados dedos en mis cabellos. Llevábamos así un buen rato, cuando llegó
Casilda, y con la noticia de que la fuente se había secado.
Partimos, pues. A la salida del pueblo nos encontramos con mi padre, quien nos
reiteró la recomendación materna:
Los zapatos de CordobÁn 117
La ladera por la que atraviesa el camino al río trazando una diagonal descen-
dente, aparecía casi pelada. ¡Qué distinta era cuando la vi en el mes pasado de mayo,
nomás! Entonces, en medio de una verdura feliz surgían múltiples flores de todos los
colores y de todas las formas. No pasaba un solo día del mes de María, sin que arran-
cásemos de allí sendos manojos para la Virgen, y empero las flores no se agotaban...
Era así hasta mediados de junio, en que venía un sol continuo y se alejaban las lluvias.
La vista de esa ladera trajo una opresión a mi espíritu; recordé las palabras que en
mayo del último año que vivió, dijo allí, doña Guadita, la beata del pueblo, mientras
recogía flores:
Y así fue...
El tono gris del cerro se interrumpía apenas con el verde oscuro de los
arbustos de lloque y de miomío, que podían vivir sin agua y vencedores del
rigor estival. ¡Parece mentira que este fuera el mismo campo! Me repetí como
monologando.
Al llegar, mi madre, presa de angustia, con las manos juntas sobre el pecho,
escuchó el relato de lo acaecido. Luego acudió mi padre. Un lavado cuidadoso de la
herida, una venda, un delicioso caramelo en la boca y una moneda de cinco centavos
en la mano buena, me pusieron casi sano y sobre todo tranquilo. Mi madre, empero,
no salía del susto.
***
—Pobre mi niño; está manquito mi niño, ni más ni menos que el Ernesto Cerna
—comentó el aya al verme con la mano vendada.
Y entonces, de sus labios escuché la historia. Fue en la ciega del trigo de Nuestro
Amo, menester de cosecha que anualmente cumplía la Hermandad del Santísimo. Se
acostumbraba, en esta oportunidad, colocar en medio de la chacra el “entablado” que
consistía en un gigantesco cuadro de madera, entretejido con varias recias, el que era
plantado verticalmente y en el que eran colocados muchas y diversas cosas; desde un
tubérculo hasta valiosas telas. Hubo una vez en que pendía un cerdo íntegro pelado
y abierto, mostrando su asombrosa grosura. Se solía colocar allí gallinas y papas, ollas
con ricos potajes, frutas, pan y todo aparecía adornado con guirnaldas de enredaderas
y otras flores silvestres. Consumadas la trilla y la siega del trigo, el entablado se rema-
taba al mejor postor, quien además de oblar una fuerte limosna tenía la obligación
de reponerlo al año siguiente. Luego venía la venta del trigo candela, allí mismo, y
el dinero reunido iba a la Caja de la Hermandad. Bien: un año, Ernesto Cerna fue
el mayordomo del entablado y de la siega. En esta oportunidad, uno estuvo surtido
como nunca y la otra brilló por el derroche de aguardiente y chicha con que obsequió
Cerna a los trabajadores. Doble alarde, como nunca había sido visto. Se quemaron
cohetes y cuando ya no había qué reventar, el mayordomo que era un minero afortu-
nado, empezó a hacer estallar dinamita, enardecido como estaba por el alcohol. Pero
para su mala suerte y a causa de su embriaguez, la torpeza de su brazo que mal se
movió, hizo que se le enredara la guía en la muñeca. La dinamita estalló en su mano
haciéndola pedazos. Lo trajeron al pueblo esa misma noche y aún al día siguiente le
sangraba el muñón horriblemente.
Ernesto Cerna andaba desde entonces mohíno y no osaba sacar de debajo del
poncho el brazo truncado a la altura de la muñeca. Cuando a Antonio, su hijo, algún
malvado compañero de escuela, a modo de insulto le gritaba: ¡Hijo de manco!, el
pobre se echaba a llorar. Me daba pena el verle así y siempre me acercaba a conso-
larle. Así nació y se hizo entre él y yo, una amistad fraterna. Por otro lado, Antonio
era incapaz de una palabra dura y sabía sufrir en silencio las chanzas. Era él uno de
Los zapatos de CordobÁn 119
los más buenos y aprovechados alumnos en la escuela mixta y por esto preferido
de la maestra. Se le quería bien y casi todos gustábamos departir con él nuestra
merienda. Su abuelo, don Fabriciano el temible, gran amansador de caballos, venía
de vez en cuando de la puna al pueblo a dar un vistazo a sus gentes y les traía
sabroso fruto de “mullaca”. Antonio acostumbraba llevar el regalo a la escuela y
compartirlo con todos.
El corazón se me salía por la boca de puro susto. El aya que estaba a mi lado,
me aconsejó que tomara el caldo, lo que hice a más no poder, venciendo una inmensa
repugnancia. Luego, ella misma, le advirtió:
Y se alejó carraspeando.
Felizmente para mí, don Fabriciano solo venía al pueblo muy de tarde en tarde;
pero, eso sí, si él había llegado, ya sabían en la casa que alguien tenía que ir a dejarme
y traerme de la escuela. Por nada hubiese yo osado pasar solo frente a su vivienda.
CAPÍTULO II
Aquella mañana, durante el receso, la maestra, con los niños, rezaba por mi
salud. Y el Señor los había escuchado.
Uno y otro, casi todos los compañeros me expresaban su contento: unos agasa-
jándome con frutos de purpuro y capulí, otros con el regalo de curiosos trompos de
coco, hilos de colores, pequeños libros de cuentos y otros humildes juguetes.
—¡Bendito sea Dios! Tenía miedo, hijito, de que te volviera la fiebre... ¿Te has
fatigado?
—¡Nadita! La maestra lo sacó a la pizarra y lo hizo muy bien. Los niños lo estu-
vieron rodeando todo el recreo y él... ¡ni nos conocía!
***
No tardé mucho en ponerme al par que los otros en los diferentes cursos. Mis padres
no podían ocultar su satisfacción, sobre todo cuando la maestra les hablaba de mí.
Me buscaron sus ojos que brillaban tras los espejuelos y al verme exclamó:
—Es la gran madre de todos —decía—. Las yerbecitas del campo y el sonido
de las campanas, el río y sus alisos, vuestros padres, vuestra casa con sus animalitos,
el cerro Contuyo y el Puyhuán, los caminos y lo que está más allá del marañón y más
allá, al este, al oeste, al norte y al sur, esa es la Patria. Dios en el cielo y nuestro país
en la tierra.
En todas las casas los padres de familia ultimaban afanosos los preparativos para
vestir a sus chicuelos escolares, para la solemne asistencia inminente. En la mía, desde
luego, también ocurría igual ajetreo, ya a la luz de la lámpara, pues era de noche.
Por primera vez en mi vida me iba a poner chaleco, prenda que venía envidiando
por aquel entonces a los hombres grandes. Era una sorpresa que me tenía reservada
mi madre. A mi hermano menor le advirtió que pronto gozaría de igual obsequio, al
cumplir un año más... No fue necesario tal consuelo, pues él estaba feliz con su vestido
marinero. La Queca, mi hermana mayor, nos limpió la cara con agua tibia y nos vistió
a todos. Yo me veía, ufano, muy peripuesto y elegante. Cuando salí hasta el umbral de
la puerta, pude ver el lucero del alba, radiante, agitado por un tremelucimiento que se
me antojaba un ansia de hablar... Ya en las otras casas se había encendido luz.
Yo curioseaba las caras de los presentes que escuchaban recogidos o absortos las
palabras de la profesora. Cuando ella acabó, pareció volver la vida a aquellos rostros
Los zapatos de CordobÁn 123
El 28 de julio, fecha del aniversario patrio, y la fiesta titular eran los dos únicos
acontecimientos capaces de sacar de su casa y de su mutismo a esas gentes zahareñas,
sobrias en la parla, impasibles...
Con los labios resecos y con el corazón que me latía con violencia esperaba
que se hiciera de nuevo el silencio, para subir a declamar la canción aprendida. La
maestra repartía sonrisas y saludos a granel, en todas direcciones, y mientras tanto yo
aguardaba su señal. Llegó por fin el ansiado momento. Temblando ascendí al atrio y
me detuve, vencida la última grada. El trance fue para mí de una emoción entrañable,
única. Declamé, pues, la “Canción de la Bandera”, en medio de un silencio álgido
que sobrecogía mi espíritu. Debí poner alma y vida en ello, pues al final recibí un
festejo más ruidoso que el que había sido prodigado a la maestra... Al descender la
breve escala de piedra, aturdido, caí de brazo en brazo: mis padres, mis hermanos, los
amigos de mis padres, me estrechaban con efusión conmovida. Hasta don Manuel
Cárdenas, aquel vecino huilón que jamás hablaba se acercó y luego de cogerme del
brazo me dijo:
En la casa el suceso no fue menor. Yo viví unas horas deliciosas de pueril triunfo...
Después, empezaron las tediosas vacaciones del primer semestre.
Con la escuela cerrada el pueblo parecía muerto. Los contados escolares del
lugar, casi todos, se marchaban a ayudar a sus padres en las faenas del campo durante
el día. Los otros compañeros, unos eran de los pueblos vecinos y otros tenían su casa
lejos y allá se iban a pasar sus vacaciones. No tenían para qué venir, pues, dejaría de
verlos quince largos días. Este pensamiento nubló mi día de gloria.
Pasaban los días y el mismo pensamiento e igual inquietud por sus afanes me
embargaban... En los cerros próximos, uno tras otro, desaparecían los trigales maduros
que eran cosechados apresuradamente al son de la “caja”, nativo instrumento mono-
corde de percusión. Algunas veces, si me quedaba en suspenso, escuchaba su golpe
sordo inacabable... Eran ya los primeros días del mes de agosto. Mi padre, al ver el
calendario, había dicho con extraño sonsonete:
—¿Qué hacemos con este niño? Se va a poner hético... Quien sabe si está
asustado...
La enfermedad del susto era una dolencia misteriosa. La persona en quien hacía
presa, se ponía amarilla e iba adelgazando hasta acabar... Por eso, un estremecimiento
frío me recorrió el cuerpo. Conocía la historia de un enfermo de ese achaque... Era
nuestro vecino. Atraído por la fama de las minas de la región había venido de lejanas
tierras... Cayó de una escalera y enfermó. El curioso que fue llamado para asistirle
sentenció que había quedado el espíritu de aquel hombre en el lugar de la caída y
que era menester devolverlo al cuerpo de su dueño. Para restituirlo lo llamó en una
nocturna escena solitaria, pero ya era tarde. Consistía el llamado en un rito que por
fuerza tenía que cumplirse a medianoche. Se acostaba el enfermo en su propio lecho
y el curioso, o curandero, o celebrante, acudía al lugar donde posiblemente habíase
rezagado el espíritu, y previa una invocación le ordenaba con voz rotunda reinte-
grarse al respectivo cuerpo. Luego se le cortaba la cresta a un gallo, la que pendiente
de un hilo y aún sangrante, era puesta en el cuello del paciente... Pero esa cura debía
hacerse a tiempo, pues según la creencia popular, cualquier dilación ocasionaba un
Los zapatos de CordobÁn 125
fatal enfriamiento y en el caso de nuestro vecino había sido así: todo tardío... Prego-
naban el trágico llamado a destiempo los entendidos... Lo declaró de manera insis-
tente el curandero y en efecto; el extraño vecino apresuró en adelgazarse y un buen
día amaneció en el pueblo la noticia de su muerte... Un temor cruzó por mi mente.
Mi madre que lo advirtió dirigió una mirada de reproche al aya y me prometió:
¡Ver las cosas que guardaba el baúl de mi madre! ¡Magnífico! Hacía tiempo
que le venía rogando que me las enseñara y al fin llegaba el día. Contaba los minutos
y andaba atento a su llamada. Cuando la escuché me pareció que no era cierto todo
aquello... Pero ella ya estaba en el dormitorio arrodillada y pugnando por hacer
casar la llave con la cerradura difícil del antiguo baúl de cuero, herencia de sus
mayores...
Cuando su tapa orlada por una franja de cuero repujado se levantó, en el fondo
del mueble despertó el grato perfume que me era familiar... Aroma a antiguo que
penetró voraz por mis narices a agitar recuerdos en mi pecho... A un extremo del
arcón, blancos y bien ordenados aparecían los viejos manteles bordados, las servi-
lletas ribeteadas con primor, que lucían en la mesa hogareña, en los grandes aconteci-
mientos. También unas ropas de encaje de San José y de la Virgen de Mayo, del Niño
Dios y unos rodapiés de tejido que era un prodigio del crochet, los que, entre todas
las cosas llamaban mi atención. Reproducían motivos campesinos con árboles y vena-
ditos, sencillos y finos. Los estuve mirando largo rato. Mi madre empezó a desplegar
las prendas que sacaba y de entre sus dobleces caían hojas y semillas aromáticas colo-
cadas allí adrede para ahuyentar a bichos destructores... Mis hermanos habían llegado
entretanto... Ya un extremo del baúl se veía casi vacío, cuando mi madre, hundiendo
sus manos en el fondo, nos llamó la atención diciendo:
Fue en este fustán, donde una vez el señor cura halló yerbas del campo cuando
se lo quitaba. Prueba de que Nuestra Señora baja de noche de su trono y, cuando
nadie la ve, recorre el pueblo y los caminos...
Muchos días no se habló de otra cosa; unos decían que cierta pastora, mientras
apacentaba su ganado cerca del río, la había visto en pleno día. La Virgen —aseve-
raba su versión— descendió hasta las orillas y se lavó las manos ebúrneas en las puras
aguas... Otros contaban que Alejo el tejedor la había encontrado, mediada la noche,
a la salida del pueblo: era una señora vestida de negro que parecía andar en el aire. Él
se hizo a un lado para dejarla pasar; en la apretada oscuridad de la noche destacaba
la blancura de sus manos...
de innumerables peregrinos cada año, y de lejos venían sin cesar exvotos y limosnas,
patentizando el renombre de la bendita favorecedora...
—Su abuela y su bisabuela —nos contó mi madre— han sido sus fieles devotas
y yo cumplo su encargo de seguir a los pies de la Santísima Madre...
¡Qué nobles troncos habrían sido aquellas señoras, a quienes contaba en mis
ascendientes! Tengo muy presente el recuerdo que de ellas hizo en una ocasión don
Narciso de la Cruz, aquel viejo centenario que las había conocido. Helo aquí:
Sentí esa vez el orgullo de mi prosapia. Y ahora, a las palabras de mi madre que
nos instruía sobre su devoción a la Patrona, ese mismo sentimiento renacía gallardo
en mi espíritu. ¡Generosa herencia, magnífico tesoro los que nos habían dejado
esas matronas! ¡De más valor que la hacienda que perdieron! ¡Nos habían legado
su nombre, su señorío, y como un símbolo entrañable el ejercicio de su bondad que
había sabido dejar huellas perdurables!...
***
Faltaba arreglar el otro lado del baúl y allí estaba lo más interesante. Una sobre otra,
una serie de cajitas aparecían ordenadas por las manos: las había de muchas formas
y colores. Una, forrada en terciopelo rojo y la que nos era más conocida, guardaba
un cubierto de plata labrada. ¡Qué primor del estuche con cerraduras que eran unas
mismas filigranas! Mi madre lo abrió con precaución y una vez más vimos lo que
contenía. Ella habló para decirnos:
—Con esta cucharita, con este tenedorcito, con este cuchillo han almorzado
muchos, pero muchos; desde mi madre para arriba...
Cerró la caja, la puso a un lado y empezó el examen prolijo de las demás cajitas:
las había con pomos de olor, con píldoras, con botones. Unas eran de cartón, de lata
otras, y todas curiosas. De pronto levantó en alto una, chata y grande: era la de las
estampas y medallas. Al ser quitada la tapa apareció la profusión de los píos objetos...
Los chicuelos abrimos tamaña boca y tamaños ojos, en un movimiento maquinal de
asombro...
128 Luis Valle goicochea
—Recen por su alma —nos pidió—. Recen por el alma de la señora Petita
Marieluz que si viviera les querría mucho...
Pero, de repente, mis hermanos y yo, al mismo tiempo y como si nos hubiésemos
puesto de acuerdo, dijimos, desperezándonos:
CAPÍTULO III
y vocinglero. Era como si la tregua de las vacaciones nos hubiese librado a todos
de desánimos y flaquezas y hubiese conjurado posibles cansancios y tristezas. Era
un renuevo de santa alegría en las almas, de ansia de estudiar, el que se esperaba en
los chicuelos. Nuestras camisas almidonadas y brillantes, eran como la cifra de ello.
—Ay, Señor, líbranos del merecido castigo... ¡Qué será de nosotros!... La peste...
La hambruna...
Nunca más volverían mis ojos a ver el sol de la Custodia; ya no más me cegaría el
mirífico relumbrar de las piedras preciosas que en profusión increíble la decoraban...
¡Qué variedad de diamantes y esmeraldas, de zafiros y topacios! Jamás olvidaré los
días en que al abrirse el Tabernáculo, aparecía deslumbrando los ojos, rutilantes,
reflejando la luz de los cirios...
No se hablaba de otra cosa que del suceso, por todas partes. Y no faltaron lenguas
osadas que dijeron ciertos nombres, achacando la comisión del delito a algunos cono-
cidos. Me dio espanto el oírlo. Por ejemplo me fue dado escuchar una charla, durante
la cual se habló de don Antonio Pacheco como sospechoso...
¿Quién era él? Un viejo de hermosa barba blanca, fornido, de gallardo talante,
con los síntomas de hidalgo venido a menos, de expresión distinguida pero amarga,
padre de una larga familia con la que andaba de pueblo en pueblo como un hato de
gitanos, perseguido con saña por la ambición y la pobreza y haciéndose odiar por
su modo de ser altanero y díscolo... Había llegado al pueblo en busca de fortuna y
el túnel de la mina donde fue a buscarla, solo le dio sinsabores y desesperación...
Su mujer, doña Juanita, en cambio, era bonísima y afable, sufrida hasta no más y
tenía fama de ser la mejor lavandera del pueblo y sus contornos... Había traba-
jado siempre para gente principal. En cierta oportunidad escuché un elogio de sus
habilidades.
La pobre mujer era la que debía buscar el pan de cada día. Se la pasaba llorando
por cualquier cosa... Y decíase, que a más de eso, el marido la trataba mal.
La mala voluntad que se le tenía sobre todo, hacía que los ojos maliciosamente
se volvieran a don Antonio... Nunca se le había visto ir a la iglesia y en cierta ocasión
le fue oído asegurar —oh, blasfemia— que Nuestro Señor fue tentado con éxito por
el diablo...
La maldición de las gentes para el sacrílego ladrón ignoto se oía sin descanso:
Yo, con satisfacción inmensa, era siempre uno de los dos escolares escogidos
para llevar los ciriales en la encantadora ceremonia. Pero, a veces, eran los designados
otros niños y entonces, cuando había de quedarme, al llegar hasta la escuela ponían
un pesar en mi corazón el eco de la música, el aroma volandero del incienso y el
áspero olor de la pólvora...
Parecía como que todos estaban esperando un milagro. Eso, quién sabe, podía
ocurrir antes de la fiesta titular que se avecinaba. Había que rezar porque así fuera, a
la Virgen de los Dolores, la insigne patrona que vela por su pueblo.
CAPÍTULO IV
Hacía días que Antonio faltaba a la escuela. Uno de mis compañeros nos explicó su
ausencia; había viajado a la puna, al lado de su abuelo Fabriciano, pero pronto estaría
de regreso.
¿Por qué no se había despedido de mí?... ¡Quién sabe! Así me pregunté y así me
respondí. Después me puse a esperar su retorno. De seguro que a la vuelta me traería
hongos y mullaca como la otra vez que dio igual escapada.
Frente al pueblo, en una ladera pedregosa, se veía un exiguo terreno que anual-
mente era sembrado de maíz. Lo encuadraba un tosco muro de piedra visible a la
distancia. Si no llovía a tiempo no había cosecha allí. Era la propiedad de don Fabri-
ciano, quien tenía allí una choza. ¿Acaso estaba allí Antonio?
Un día que mi padre conversaba con don Fabriciano, este le preguntó si conocía
su hacienda.
Ambos se unieron en una carcajada franca y sonora. Desde entonces, cada vez
que lo encontraba, la broma seguía...
—Está muy grave. Te ha llamado. Tienes que darle ánimos. Lo vas a ver, pero
tienes que comportarte como un hombrecito valiente.
—Ya no —dijo.
Cerró los ojos. Sentí horror en el alma y que una onda helada me envolvía...
Apenas podía contener las lágrimas...
En esos momentos rodeábamos al enfermo sus padres, los míos, yo... Aún
volvió a abrir los ojos y nos clavó una mirada opaca pero fija. Insinuó una sonrisa
ardua y de nuevo los párpados cayeron... Le empezó a roncar el pecho tristemente.
Así estuvo por unos instantes... Pero, a poco, el ronquido se fue apagando hasta
extinguirse del todo. Una lágrima postrera cruzó sin apresurarse por su faz, en la
que se dibujaba una paz asombrosa... Había muerto... Había muerto y no podía
yo, no quería creerlo... No se hicieron esperar el llanto y las lamentaciones de los
suyos... Yo tenía una piedra en el corazón. Mi madre me cogió nuevamente de la
mano para irnos. Al salir, prometió:
Los zapatos de CordobÁn 135
—Voy a enviarles creso para que rieguen... Y también las velas... Conformidad
pues, con los designios del Altísimo.
A esa hora, ningún temor me inspiraba. Antes bien, no opuse resistencia a que
me estrechara entre sus brazos. En sus ojos no había una lágrima, pero un ceño inusi-
tado nos decía que “la procesión iba por dentro”... Poniéndole la mano en el hombro
con delicadeza, agradeció a mi madre:
***
Cuando llegué a casa, hallé que mis hermanos entretejían coronas y enlazaban
guirnaldas con bejuco fino y flores de saúco con rosas blancas y helechos... ¡Todo para
Antonio!
Después de unas horas de sueño llenas de zozobra, mis ojos se abrieron a un día
luminoso, pero triste. Las campanas repicaban a gloria, anunciando que un ángel más
había volado de la tierra al cielo. En medio de mi congoja su sonido puso una nota de
restaño y confianza. Me hizo clavar los ojos en el cielo purísimo, en cuyos ámbitos, en
la presencia del Señor, estaría Antonio a esa hora, de seguro...
136 Luis Valle goicochea
Bebí displicente un desayuno ralo y anduve sin saber qué hacer, hasta que el aya
me llevó consigo a la cocina. Cariñosa y solícita trataba de distraerme...
—Venga usted a ver la candela. Está hablando: quien sabe van a llegar huéspedes...
En efecto: de entre el haz de leña que ardía, salían ciertas lenguas de fuego que
se estiraban vibrátiles, con un rumor sordo, como si efectivamente escupieran una
noticia, atropellándose. El agüero señalaba esta pequeña ocurrencia como indicio de
huéspedes próximos.
Los padres de Antonio se alejaron. Sobre las cerradas puertas de su casa se veían
colocadas, a modo de aspas, anchas franjas negras. Me pareció que de los árboles
cercanos habían huido los pajarillos. Rodeaba la casa una atmósfera de recóndita
congoja, de callada nostalgia. En la escuela proseguían las clases. Los chicos dejaban
libre, en la banca corrida adosada a la pared, el sitio que antes ocupaba Antonio.
¡Como si él fuese a volver para sentarse allí! La maestra que advirtió esta dolida fineza
a la memoria del pequeño ausente, pidió a sus discípulos que se corrieran más para
llenar ese vacío. Lo hizo con el pretexto de que estaban incómodos, pero de seguro
con la secreta intención de no hacer más patente la falta de nuestro compañerito
difunto. Érame muy duro resignarme a lo ocurrido, pero hube de inclinar la cabeza a
los sabios designios de la Providencia. Mi madre me lo aconsejó así...
Un buen día la maestra nos advirtió que había resuelto obsequiarnos con la
lectura de la “Historia de Robinson Crusoe” y que también, a partir de entonces, nos
llevaría a pasear al campo, dos veces por semana. Así podríamos escuchar de sus labios
lecciones prácticas de historia natural. La noticia nos llenó de gozo y preparamos el
ánimo para conocer las aventuras de Robinson, y los ojos para ver y las piernas para
recorrer los campos aledaños.
Llegó pues el día de paseo. “Vengan a la tarde con sus sombreritos”, nos indicó
la maestra. El tiempo era bueno. A más de sombrero, el que menos llevó fiambre... Y
al comenzar la tarde, echamos a andar. Aún no llovía y era escasa la vegetación de los
campos. Escogimos el camino que lleva al río y que desemboca precisamente frente al
horno de quemar tejas de tío Daniel. La maestra no cesaba de recomendarnos:
—Estas florcitas coloradas se llaman “leva del diablo” —dijo, y se echó a reír.
Entretanto los chicuelos nos apiñamos a su alrededor. Entonces nos explicó por
qué se llamaba así:
Su corola monopétala remedaba así dispuesta, una larga levita roja y de debajo
de los recortados faldoncillos de la levita se disparaban dos finos estambres cuyos
extremos se curvaban en direcciones opuestas y el pistilo en medio, más largo, en un
intento de torcerse en espiral, semejaba un rabo. Los estambres eran las patitas, donde
las semillas negras simulaban los calzados diminutos y el pistilo la cola del diablo. Al
terminar su explicación práctica la maestra arrojó el gajito y se echó a reír de nuevo...
138 Luis Valle goicochea
Y con ella todos los chicos celebramos la ocurrencia de quien bautizó la flor con tan
peregrino mote. Después ya vino la lección en serio con otras flores y con unas gavi-
llas que arrancamos a un trigal retrasado.
A la orilla del río, a la sombra de los alisares nos sentamos a descansar, luego de
vaciar nuestras provisiones en la amplia falda de la maestra, quien las recibía compla-
cida. Después, utilizándolas todas, sus manos diligentes dispusieron tantas raciones
cuantos éramos nosotros. Nos las repartió celebrando esta espontánea lección de
fraternidad...
Me avine a que fuera así, pero quedé muy intrigado. No pude seguir el hilo de la
reanudada explicación de la maestra quien proseguía sus lecciones prácticas, con un
manojo de flores y hojas en la mano...
El sol empezó a irse de la orilla del río y la maestra dio la señal para el regreso.
Fernando se retrasó adrede para ir junto a mí. Cuando lo creyó oportuno, empezó
una extraña historia de duendes. Me aseguraba que su hermano Isaac había visto
uno: desnudo, blanco y rubio, ojizarco y que llamaba a los viandantes, ofreciéndoles
unas hermosas naranjas de oro... Y ¡ay! del que fuera hacia el duende, seducido por
su voz y por sus ofertas, ¡quedaba encantado! Con el duende vivía la Carihuarme, la
que le ayudaba a encantar a los hombres. Y, casualmente, según se lo habían contado,
en aquel paraje del río donde acabábamos de estar, hacían ambos sus deslumbrantes
y peligrosas apariciones... Fernando se denunciaba conturbado y temeroso, porque
a veces tenía que pasar solo por allí. Me contagió su preocupación porque añadió
a la historia, otra de un viajero que encontró al duende atrapando el extremo del
arco-iris que a veces se ve salir del río y del que se vale para consumar hechizos
incontables. Y aquel hombre, conocido en el pueblo, fue alcanzado por un embrujo,
que se lo comunicaba a otros que de repente se ponían pálidos y callados...
—¡Qué tonterías, hijo! Esas son mentiras. Reza a Dios todos los días, sé
obediente y... bueno, ¡ríete de los duendes!
Los zapatos de CordobÁn 139
—No es la flor del haba, ni la de la higuera que nadie ha visto, ni una plantita de
lino ni un bejuquito... Tampoco vayas a creer que es una planta que da relojes como
el que lleva tu papá en el bolsillo. No, no, y no.
Y rió de buena gana. Seguimos al pie de la cerca alta que limitaba la huerta de su
casa y después llegamos cerca de unos paredones... Mientras tanto yo me preguntaba
cómo sería el misterio de la matita. Fernando se afanaba en buscarla entre los abrojos
que allí crecían. No tardó en encontrarla y me llamó. Cogió una flor seca y con suma
prolijidad y tiento deshizo el haz de estambres que eran finos como manecillas de
reloj de bolsillo. Tomó por el extremo, aprisionándolo entre el pulgar y el índice,
uno de esos estambres el que empezó a retorcerse, girando como un minutero, en
círculo, hasta quedar convertido en una espiral. Y repitió la maniobra varias veces,
hasta agotar el haz de estambres...
—Me gusta que seas muchachito emprendedor, pero... ¡cuidado con desmayar!
Enseguida nos hizo pasar a una habitación, donde en largas mesas podían verse
multitud de ruedas, resortes, ejes rotos y sanos, de todo tamaño y forma. Quedé como
transportado. Las manos de don Demócrito buscaron con aplomo y diligencia en el
conglomerado y en un abrir y cerrar de ojos dieron con lo que buscábamos: una rueda
de curvos dientes, una uña metálica, una pesa de plomo. Mi padre quiso entregarle
unas monedas, pero él, cortésmente se negó a recibirlas.
—No es así la gracia —exclamó—. Todas las piezas las han conseguido,
no las han hecho tus manos. Tu papá ha clavado, seguramente, el cajoncito y él
Los zapatos de CordobÁn 141
mismo ha armado el péndulo. Tú, lo único que has hecho es traerlo para que lo
veamos...
Sus palabras no eran de envidia: de ello estaba convencido. Pero, ¿qué senti-
miento oculto las inspiraba?... Yo me sentí como desenmascarado, sorprendido en mi
secreto. Verdad que no todo lo que Fernando me había dicho era exacto, pero... Él
después de todo, pareció amargado de habérmelo sacado en cara y para consolarme
me propuso:
El problema del socorro a los pequeños operarios era más complicado y grave
de lo que yo me lo figuraba. Ya, aún antes de instalar las maquinarias, los contratados
venían a recabar un adelanto. Tuve que hurtar pan y caramelos.
CAPÍTULO V
Tía Iludia, la tejedora, envió un recado anunciando su próxima llegada. La noticia nos
puso en alboroto a grandes y pequeños. Mamá, ayudada por mis hermanos mayores,
se ocupó febrilmente en la urdimbre de los tejidos que tía Iludia venía a trabajar.
Eran frazadas y ponchos nuevos, en cuya preparación sus manos eran diestras. Para
mí estaba destinado un poncho y yo mismo escogí el color.
La tarde del día anunciado para la llegada de tía Iludia, Juancito, mi hermano
menor, apenas terminado el almuerzo desapareció de la casa. Le echamos de menos
en el momento de ir a la escuela. Mi madre, como desesperada, salió ella misma a
buscarle. A nosotros se nos ordenó no faltar a las clases. Yo no tenía tranquilidad...
Sentado en el banco de estudio no hacía sino pensar en mi hermano. A Clarita la
notaba lo mismo. ¿Qué podía haber acontecido? Durante el recreo de media tarde,
escapé a casa para hacer averiguaciones. Encontré llorosa al aya, quien me dijo que
casi todos habían salido en la busca de Juan.
Las nuevas horas de clase se hacían inacabables. Advertí que Clarita se había
echado a llorar. La consolaban sus compañeras vecinas. Alguien vino a buscar a la
maestra y la llamó afuera. Al retornar, se dirigió a mí para decirme:
—Lleva a tu hermanita a casa y cuéntale a tu mamá que han visto a Juan yendo
por el camino del Tingo, y sin sombrero...
Ello era muy posible, pues, por el camino del Tingo debía venir nuestra tía...
Aún hubo que esperar un largo rato angustioso, pero al fin, cumpliéndose la
suposición de mis padres, tía Iludia llegaba y con ella venía Juan, que había ido a
Los zapatos de CordobÁn 143
recibirla sin permiso de nadie... Venía con la cara congestionada por el sol, sudoroso y
fatigado, precediendo a la cabalgadura que montaba tía Iludia. Traía los ensortijados
cabellos en desorden y ninguna expresión de miedo en su ancha cara jubilosa.
—Es de sangre fina —advirtió—. Hay que cuidarla para hacerla empollar...
Yo era el más feliz de todos con el obsequio que me había correspondido. El ave,
medio entelerida por la inmovilidad en que había tenido que permanecer durante el
viaje, apenas podía caminar. Busqué unos granos de maíz y se los ofrecí en la palma
de la mano, pero los desdeñó.
—No llores —me rogó—. ¡Qué se va a hacer, pues...! Ya estiró la pata la pobre
y con llorar nada se compone...
—¡Qué sonso mi hijo! Entristecerse por una polla cuando hay tantas en la
casa... Y además, se puede conseguir una exactamente igual.
Mi tía Iludia era trabajadora como la araña, según expresión de mi madre. Y así
era: no podía estar con las manos ociosas. Si veía a alguna de mis hermanas o a alguien
de la servidumbre estar conversando con los brazos cruzados, al punto le rezongaba:
—Mientras la boca parla las manos trabajan... No se opone una cosa con otra...
A ver…
Y daba el ejemplo cogiendo la rueca y poniéndose a hilar, al par que sin pertur-
barse, charlaba amenamente. Al evocar su recuerdo me parece estar viendo su cara
ovalada con dos ojos minúsculos, su nariz aguileña cuyo garfio se acentuaba cada día
más sobre los labios finos y móviles. Era toda una señora en su porte y durante el día
no había rato que no tuviera a algunos de nosotros a su lado. Gustaba mientras tejía,
de que le leyésemos cuentos.
“Esta señora es un medio primitiva y otro medio atrabiliaria!”, dijo por ella
una vez mi padre. Y era que tía Iludia tenía en ocasiones ideas de lo más peregrinas.
Así en una oportunidad, cuando degollaban un carnero en casa, ella sostuvo que
los carneros tenían dos gargantas. Se resintió con mi hermana mayor cuando quiso
disuadirla de tal cosa. Aún más, la despidió con estas palabras:
—Nada tienes que enseñarme porque yo lo he visto con mis propios ojos. ¡Jesús
con la letrada!
Tía Iludia era de aquellas personas que no dan brazo a torcer. Se empecinaba
con una cosa y era inútil la pretensión de mudar su parecer. Era temible, sobre todo,
Los zapatos de CordobÁn 145
en medicina casera. Cuando ella hacía una indicación al respecto había que cumplirla
o simular que se la cumplía. Porque ¡ay! si no era así. Tía Iludia entonces no comía ni
bebía y solo lloraba y lloraba sin tregua.
Bien. Al día siguiente, pues, de su llegada, apenas repuesta de las fatigas del viaje,
empezó a disponer de sus tejidos.
—¡Ah! Es más grande que nuestro pueblecito, mil veces más; pero hay saúcos
como aquí y la gente es muy cariñosa. Y su agua es qué limpia, qué fresca. Sobre todo
la del manantial de “Los Pajaritos”.
Y de sus labios escuché en una ocasión inolvidable, la leyenda del manantial. Era
la suya un agua sin igual y a pesar de tener que ir a buscarla lejos, los principales del
lugar no renunciaban a beberla. Y se decía que el forastero que bebía agua de “Los
Pajaritos”, no salía más de Huamachuco. ¡Tal el filtro que escondía!
histórica batalla del 10 de julio... Con frase velada por la emoción me había relatado
el famoso episodio que cuenta el fusilamiento del héroe: Leoncio Prado.
—Yo he estado en la casa donde murió —decía con orgullo—. ¡Ah!, pero aquello
no era todo. El viaje a Huamachuco tenía un atractivo singular: el río que se pasa siete
veces...
¿Qué era aquello de los siete pasos del río? ¿Acaso un rito supersticioso para
conjurar agüeros? A mi infantil curiosidad respondió mi madre explicándomelo:
—Es una cosa natural: el camino va por la playa del río y cuando la playa se
interrumpe hay que ir a buscarlo en la orilla opuesta.
Pero no pude o no quise entenderle. “El río que se pasa siete veces” se ofrecía a
mi imaginación como un misterio alucinante...
También mi padre, al venir de Trujillo había estado allá y conocía entre la gente
principal, a la señora Antonia, viejecita ya, que huyó de la ciudad cuando llegaban los
invasores y atravesó la pampa donde se libró la batalla, bajo los primeros cañonazos
de la artillería que se cruzaban en duelo... Mi padre repetía la historia escuchada a
la misma anciana: la de su escapatoria milagrosa, plena de formidables incidentes de
valor y de casualidad.
Ella tenía coleccionadas las cartas que de él recibía, quien paso a paso le notifi-
caba su vida. Tía Iludia no sabía leer, pero eso no lo confesaba. Cuando recibía carta,
rasgaba el sobre y suplicante pedía a cualquiera de nosotros:
En una de esas epístolas larga y pesada, Tomás contaba a la abuela, con porme-
nores, su viaje a la capital, en vapor. “Es como si uno estuviese en una casa grande,
sino que se balancea mucho”, escribía.
—¡A los malcriados, ni verlos! —repetía cada vez que yo ensayaba acercarme a
ella. Durante muchos días hube de limitarme a observarla de lejos, ocupada de lleno
en su labor. Solía templar su tejido, por un extremo, del pilar del horno y por el otro
ayudándose con el peso del cuerpo, mediante una ancha faja que le ceñía la cintura. Fue
uno de esos días que yo advertí que se deshilachaba la soga que sostenía el travesaño
superior y que tía Iludia estaba en peligro de darse un serio golpe, caso de producirse
la ruptura. Sin acordarme de su enojo, corrí a prevenírselo... Con este cuidado la puse
nuevamente de mi parte. Después de asegurarse del peligro me abrazó una y varias veces.
***
chicos se le ocurrió decir que don Ninfo, el molinero, se parecía a Robinson en uno
de los grabados que traía la historia. Algunos niños celebraron el bautizo. Alfredo, su
hijo, que estaba presente, primero amenazó al autor de la pulla y luego se echó a llorar
y quejóse a la maestra. Ella, muy abatida, tuvo una amarga reprensión para todos.
—Yo que esperaba —dijo— que todos se querrían como hermanos; que lo
esperaba como otra madre que soy de ustedes, tengo que llorar porque hay uno
malo, muy malo.
—Lo dije —me explicó— porque es barbón y vive en su molino solo, como
Robinson en su isla... Lo dije sin pensar que hacía mal...
Pero Celso tenía una mirada torva y un genio arisco. Hacía tiempo que su
conducta era perversa. Sabíamos que en su casa se le castigaba a menudo. Ni estu-
diaba ni dejaba estudiar. Tuvo que acabar por no venir más a la escuela. La maestra
aprovechó la coyuntura para dedicarnos una nueva plática.
Empezó el repaso de las lecciones. Debí pensar en que ese era mi último año en
la escuela. Después me esperaban: la ausencia, la permanencia en un medio lejano, el
no ver los amados parajes que por entonces veían mis ojos, y en fin, tantas cosas, quizá
amargas... Me puse meditabundo... Era triste dejar la casa, el pueblo, y en el pueblo,
la escuela, y en la escuela, a queridos compañeros.
CAPÍTULO VI
Alfredo evocó sus primeros días escolares. Me contó la historia, que era así:
Madrugó aquel día el primero de clase. Sus ojos buenos abriéronse a una
mañana neblinosa de marzo que empañaba los cristales del cielo y la distancia.
Corrió hasta el regato frío, se lavó la cara y las manos y viéndose en el espejo del
agua, se alisó los cabellos. En la humilde cocina de la casa, mientras tanto, su madre
aderezaba al par que su almuerzo, el fiambre que había de llevar. Su padre que hacía
sacrificio de la ayuda filial, oteaba el horizonte, tratando de encontrar con los ojos
los bueyes de la casa, en algún punto próximo o remoto, dentro de los terrenos de
la heredad hogareña: El Molino. El ganado llenaba el ámbito con sus trémulos
balidos incesantes.
Y llamó:
—¡Alfredo... Alfredo! Ven ya... El sol va a salir... No sea que llegues tarde.
El chico que sentía una dulce inquietud, acudió sin decir palabra: buscó, cerca del
fogón, un banquito bajo, sentóse y recibió de manos de su madre un plato humeante.
Comió con premura, cargó el fiambre y puso una mano en el hombro de su madre,
mientras le daba gracias y se despedía:
150 Luis Valle goicochea
Un grupo rumoroso de chicuelos, apenas las puertas giraron dejando paso libre,
entró apresuradamente. Todos los niños se alinearon al pie de las bancas corridas:
los hombres a un lado, las mujeres al otro, bajo la mirada infinitamente dulce de la
maestra. Alfredo hizo memoria, en esa ocasión, de otro día pretérito: aquel en que
llegó con sus padres al mismo local, para ser inscrito como alumno en el Registro.
Sus ojos buscaron en la pared las imágenes que presidían el afán entrañable de la
escuela. Después divagaron buscando el termómetro, los útiles de geometría, los
tinteros, los compases en cajas de colores claros, unos pendientes en otro lado de la
pared, otros agrupados en las anchas repisas destinadas para ello.
—Sí, ¿y tú?
—Yo también.
Luego vino la repartición de libros. A Alfredo, igual que a Carmelo le tocó una
cartilla nueva. Ambos las recibieron de manos de la maestra, a la vez que escuchaban
la recomendación maternal de cuidar que no se ensuciaran y de quererlas. Cuando
ya todos tenían su respectivo texto, les fue señalada la lección a los más adelantados,
Los zapatos de CordobÁn 151
—Al libro le duele cuando se le rompe una foja, o aunque sea un pedacito de la
foja... A ver, adelante, vamos —agregó— : esta letra se llama a, esta, b...
Los pequeños seguían, esta vez mirando en un infolio grande de claros carac-
teres, el dedo de la maestra que señalaba las letras, a tiempo que ella las cantaba con
voz pausada. Después, uno por uno recibieron la misma lección...
Alfredo se sentía feliz. La escuela era dulce como el campo, apacible como
el cielo de junio, querida como la casa. Recordó a su padre a quien ayudaba en la
labranza de la tierra, a quien acompañaba en sus excursiones dentro de los linderos de
la posesión familiar y a su madre, cuyos recados al pueblo cumplía siempre. Pensó:
¿quién guiará la yunta en las próximas siembras? No sería por cierto él, como en la
ocasión anterior. No podía ser él, porque tenía que concurrir a la escuela. Pero Alfredo
sabía bien que su padre no se lamentaba de la falta que le hacía el hijo y que más bien
solía declarar:
—¡Que aprenda nomás, que aprenda, para que sea un buen hombre!
Las nieblas pertinaces y la lluvia venían cada día sobre el pueblo. Todas las
mañanas, al salir de su casa, Alfredo iba con un ansia: la de encontrar limpio y azul
el cielo de La Soledad, pero al llegar al altanazo desde donde se divisaba el pueblo
en los días claros, sentía como si la niebla se le hubiese adelantado y lo cubría todo,
hacia delante, hacia la izquierda, hacia la derecha y por último que había encerrado
el camino a sus espaldas. Apenas si dejaba una pobre visibilidad que mal permitía
ver el camino. Venía con sus cotidianos compañeros de viaje, en una bandada
estrecha, pero sin decir palabra. Acudían a sus oídos las extrañas palabras de su
padre durante algún insomnio; palabras que le anunciaban un mundo no sabía si
de hastío o de obsesión dolorosa. Alfredo, entre sueños, las había escuchado más de
una vez y había sentido que su padre, después de agitarse en el lecho, volvíase a la
pared exclamando:
bajo los élitros flamantes. Que su madre entristeció al punto y habló de malas
cosechas. Goyito ofreció a sus amigos traer al día siguiente un delicioso fiambre de
hongos.
—Ayer —les contaba— mi tío Marcelino nos trajo una buena cosecha de ellos.
Son muy ricos. Hoy ha ido de nuevo al monte y seguramente ha de volver trayendo
más...
—Llacuabamba es triste; hace mucho frío allí. Cuando se meten las manos en
el agua, al alba, duelen de lo fría que está —decía Celio.
Alfredo respondía:
—El Molino es más triste todavía ¿No ves que queda más arriba?
Era así: Llacuabamba se moría de frío. Por entre los sembríos, a ras de tierra;
por encima de los árboles altos; en las casas, al lado de la iglesia, corría un aire helado
y triste. Venía quien sabe ese viento, de las cordilleras próximas que se veían azules
por lo altísimas y rematando en nieve. El monte más alto, el Cerro Negro, tenía una
base tan ancha que empezaba al lado del pueblo y su cúspide quedaba muy allá y muy
arriba.
Terminaba el mes de marzo y las lluvias eran menos copiosas. Alfredo se entre-
tenía a veces, separándose de sus compañeros, en observar cómo iba acercándose o
cómo retiraba el ala la tormenta... A veces las perspectivas cotidianas desaparecían
tras la brumosa faja de la lluvia, pero, poco a poco, el horizonte iba aclarando, hasta
recobrar su tonalidad de antes.
Gustaba Alfredo de llevar consigo su cartilla todos los sábados y en los ratos
propicios del domingo, repasar y repasar en alta voz, sentado en la puerta de su casita.
La madre que iba y volvía quedábase mirando con orgullo al hijo aplicado. El padre,
al volver de cualquier breve excursión mañanera, requerido por el temor de que sus
animales pudieran ir al daño de los sembríos, compartía la satisfacción materna, y
feliz como nadie miraba al pequeño quien con el libro sobre las rodillas, leía y leía, sin
apercibir de la presencia de su padre. Precisé recuerdos: yo había sido testigo de lo que
Alfredo me contó y de lo que sobre él me habían contado. Aquí se rompió la evoca-
ción. Un recuerdo distinto despertó en mi memoria: el de Bertila, la pequeña escolar
que tuvo que seguir a su madre que se ausentó a tierras extrañas. Tengo presente, con
vivos detalles, cómo llegó a la escuela. Fue así:
Aquel día, uno de los primeros de labores, hubo una interrupción en el trabajo
escolar. Mediaba la mañana, cuando quitándose el ancho sombrero raído entró de
sopetón una campesina gruesa y lenta. De la mano traía a una pequeña de peinado
fresco y de ropas humildes pero limpias. Cerca de la mesa del centro se detuvo y sin
mostrarse sorprendida miraba a todas partes. La maestra, entonces, levantándose se
dirigió a ella. Apenas la tuvo cerca, la desconocida abrió los brazos y apoyó la frente
en el hombro de aquella.
154 Luis Valle goicochea
—Aquí le traigo, pues mamacita a mi hijita para que le enseñe usted a leer como
a mí me enseñó. El otro día apuntó usted su nombre. Vino el Fabián mi primo a
firmar, porque yo no estaba aquí...
Los escolares repartieron sus miradas entre la mujer que se alejaba y la maestra.
Esta, mientras tanto, cogiendo de la mano a la rapaz, la llevó al lado de Susana,
alumna adelantada. La pequeña al llegar al banco, volver la mirada y ver que su madre
habíase marchado, se puso a llorar. Susana trataba de consolarla.
Al fin calló y declaró llamarse Bertila. Ayudó a consolarla una cartilla que le
entregó la misma maestra. Se enjugó las lágrimas y puso atención a Susana, la encar-
gada de enseñarle las primeras letras.
Bertila era pequeña hasta no más, regordeta y colorada. A la salida casi todos los
niños de la escuela la rodearon para acariciarla.
***
Bertila concurrió a la escuela solo una cuantas semanas. Pronto, Evarista, su madre, la
llevó consigo. ¿Qué secreto era ese que había arrastrado a las dos a un pueblo remoto?
Doña Evarista, vecina del lugar, nacida en el pueblo ¿cómo pudo resolverse a dejarlo?
Bertila con ella, se alejó llorando. Por toda explicación nos dijo al despedirse que
tenía que acompañar a su madre que se iba lejos, no sabía dónde, “a buscar la vida”.
Los zapatos de CordobÁn 155
Alguna vez yo había oído hablar de la estrecha pobreza en que vivía la infeliz y esto
sin quejarse... La conocían en el pueblo con el mote de “la pata de perro”, aludiendo a
su inquietud y a su insatisfacción y en razón de no sé qué locuras juveniles. Lo cierto
era —y esto lo oí de sus labios— que había viajado mucho.
—¡Vaya con la mujer que no puede estar tranquila en ninguna parte: parece que
tuviera gusanera! —dijo por ella el aya cierta vez...
Había ido doña Evarista hasta la montaña en un riesgoso viaje, durante el cual
tuvo que pasar ríos caudalosos sobre puentes cimbreantes de bejuco; caminar descalza
y perdida días enteros, y todo ¿para qué? Para nada, porque sí. No hacía de ello mucho
tiempo y ahora, de nuevo, se marchaba movida quién sabe por qué dolorosas ansias.
Ella misma guardó el enigma de su viaje. Pero ahora iba con Bertila, su hija única, y
nos dolíamos por la chica que tendría que sufrir sabe Dios qué rigores del hambre y
del sol y viajar por rutas de incertidumbre.
En cambio tío Daniel con sus ochenta y cinco años bien llevados y sus cuatro
generaciones viviendo en la misma casa, sin apartarse del hogar, era el caso opuesto.
Nació en el pueblo, creció allí y allí vivía, sin que jamás hubiese osado alejarse más de
una legua a la redonda.
Me parece que lo estoy viendo. Recio como cedro del Marañón, calmado en sus
modales. Bajo el ancho sombrero de paja, la faz angulosa; ojos serenos y unas blancas
barbas patriarcales. Su entretenimiento era la busca de oro nativo en el río cercano
y el cultivo de sus chacras el principal de sus quehaceres. En sus ratos de ocio solía
llegarse a la casa y sostener con mi madre —su prima— deliciosos diálogos evoca-
dores. Se quejaba del frío vespertino a veces, y era este su fino modo de rogar por una
copita de buen pisco, que nunca faltaba en casa. Se la bebía de un sorbo y al par que
carraspeaba, celebrando la buena calidad del licor, se frotaba las manos agradeciendo
así el agasajo.
Tío Daniel era la historia viviente del pueblo. A más de su buen natural, era un
magnífico animador de las sencillas fiestas lugareñas. ¡Había que verlo bailar! Era
entonces un encanto de viejo, ágil como un mancebo que en el trance del baile se
portaba donairoso y regio, alegrando las reuniones de la fiesta. Se gustaba de hacerle
156 Luis Valle goicochea
repetir el baile, previo avío que se le hacía del ánimo, con unas copitas de licor. Tenía
el garrido anciano el sentido de la medida: nunca desentonaba en nada. Solo cariño
y respeto despertaba su figura.
Tío Daniel había visto derrumbarse unas casas y levantarse otras nuevas; había
visto renovarse los árboles y partir a muchos viajeros, y permanecía impasible ante
los caminos que despertaban mi inquietud. Inútilmente pretendía yo asomarme al
misterio de su vida, callada como un remanso, dueña de una paz que se transparen-
taba en sus ojos, libre de luchas. ¿Era ciertamente así? ¿O acaso el buen viejo sofo-
caba, heroico, secretos gritos interiores?...
En los ojos de doña Evarista había visto yo, algunas veces, lágrimas. Su faz
amarga hablaba de un río interior de largas incertidumbres y de irremediable
descontento.
Tío Daniel llevaba en sus robustas manos el pendón de las tradiciones y sanas
costumbres regionales. Vívido ejemplo de sobriedad y señorío arrastraban sus
postreros años, pleno aún de energía, de entusiasmo, de indeclinable devoción a la
Virgen de los Dolores, la patrona titular. ¡Cuántas celebraciones de la fiesta habían
visto sus ojos! Celebraciones que sensiblemente habían ido de más a menos, según él
se lamentaba... ¡Cosas de los tiempos!
—¡Quién sino la Santísima Virgen me ha dado la salud y los años que tengo!
—exclamaba—... ¡Quién sino Ella me ha dado el no moverme de sus pies! Yo solo
he cumplido su voluntad toda la vida.
CAPÍTULO VII
Tía Iludia acabó de tejer mi poncho y nos lo avisó a mi madre y a mí. La nueva
prenda de abrigo tenía un color ocre suave, elegido por mí. Tiñeron los hilos las
propias manos de mi madre, quien los escogió con diligencia. Trajo las hojas de nogal
para la tintura la madrina Marianita, quien me recibió en sus brazos cuando llegué
a la vida. Tía Iludia que me quería de veras lo tejió. “Razón de más —decía el aya—
para que el flamante ponchito abrigue de modo excepcional”. Una conjunción de
ternuras me lo procuraba.
Los zapatos de CordobÁn 157
—¿No te ha gustado acaso? ¿Lo querías de otro color, quien sabe? Dímelo,
pues... Aún hay tiempo de hacer otro a tu gusto...
—No, hijito: no es así —añadió ella—. Dime, ¿qué tienes? ¿qué te pasa?
—Ya te dio por eso, hijito. Olvídalo mejor; ya lo pasarás a su tiempo —me
suplicó, casi exasperada. Y me invitó a conversar de las otras cosas del viaje. Empezó
a hacer cálculos: si no llueve a fines de marzo, o si llueve poco, podremos salir en los
primeros días de abril... Aunque, según reza el adagio: “En abril aguas mil o todas
caben en un barril”. Y ello había que tomarlo muy en cuenta. Con palabras sosegadas
prosiguió mi madre, distribuyendo las ocho jornadas de la travesía en los ocho días en
que posiblemente la realizaríamos. Me pintó luego la interminable y penosa bajada
al Marañón, el paisaje tropical en medio del cual corre el río y el despertar mágico
del día a que allí, obligadamente, teníamos que asistir. Cada árbol, a la alborada, era
una sonora pajarera. ¡Y qué bien se recibía el alivio de una brisa matutina, después de
una aplastante noche calurosa! Los caminos que venían después eran llanos y suaves
y corrían a través de sembrados y arboledas. Luego había que vencer el paso del bravo
río Chusgón, crecido de seguro, debido al tiempo invernal y dividido su caudal en
muchos brazos que se deslizaban sobre una playa ancha y luminosa. Pero ese no era
el río que se pasa siete veces, no. Este se encontraba un poco después y sus aguas
sabían enfurecerse y rebramar ciertas noches del año... Cristalino en el estío; oscuro,
amenazador y revuelto en el invierno, tenía que ser salvado por todos los viajeros, de
cualquier manera... ¿Qué oculta atracción tenía, qué secreto ocultaba? ¿Por qué el
camino iba precisamente por sus playas y los hombres no cuidaron de llevarlo por
otra ruta?...
158 Luis Valle goicochea
“Tía Iludia lo ha pasado”, pensé. A ella le pediré que me cuente lo que sepa. Sin
aguardar ocasión propicia, a boca de jarro y sin demora, le espeté la pregunta. Ella,
de primer momento, quedó perpleja. Luego me dio una explicación equivalente a la
que había recibido de mi madre. Y en vez de acallar mi curiosidad, por lo confusa que
fue mi tía, creció mi intriga...
***
Terminó el mes de agosto y las primeras lluvias que todos los años se desataban por
esa época no se hacían presentes. Los naturales, curtidos en las faenas del campo,
año tras año, herederos de la experiencia de sus mayores, meteorólogos intuitivos,
comenzaron a hacer pronósticos poco halagüeños: indudablemente se venía un mal
año agrícola con su cortejo de calamidades... Todos no hacían sino escrutar el cielo y
leer en las formaciones de nubes; después movían desconsolados la cabeza.
Don Jesús Ampuero, devoto de Santa Rosa de Lima, anualmente, para su fiesta,
sacaba la efigie de la iglesia y llevándola a su casa, celebraba en honor de la Santa,
ruidosas velaciones. Ese año, como nunca, el homenaje en su honra fue un aconteci-
miento. Velas innumerables, música de violines, rezos nutridos y motetes hubo para
Santa Rosa, implorando su intercesión para conjurar la sequía.
Porque, según contaba don Jesús, él la tenía por su única abogada en la Corte
Celestial y por cierto que no podía quejarse. Sus chacras rendían cosechas óptimas y
en la explotación de las minas, no se le hacía de rogar el oro.
Pintoresco hombre era este antiguo vecino, a quien por su nariz aplastada, se le
nombraba “el Ñato”. Si estando en sus cabales alcanzaba a oír el mote, montaba en
cólera y lanzaba una retahíla de denuestos, contra quien había osado semejante cosa.
Pero, nota curiosa, en los muchos días que solía embriagarse, iba por las calles solo,
bamboleante, repitiendo el estribillo:
Despertaba así la hilaridad de todos y todos podían reír en esta ocasión con toda
libertad, pues el pobre hombre estaba en estado inofensivo.
Cuando don Jesús leyó el oficio y encontró que así se le trataba, tuvo un
acceso de furia... Mucha autoridad podría tener el subprefecto, pero nada le facul-
taba para confirmarle, en cierto modo, oficialmente un apodo que le amargaba. Y
en altiva respuesta que dio, rechazó el nombramiento, haciendo una oscura alusión
al motivo. Le costó la renuncia unas horas de cárcel por desacato a la autoridad
constituida.
Discurría por las calles monologando, haciendo eses, entre las risas o la indi-
ferencia general... A veces daba con su pobre humanidad en tierra y si algún vecino
caritativo acudía en su auxilio, después de agradecerle, se le quejaba así:
CAPÍTULO VIII
Al pie de la cruz que señala la entrada al pueblo, el disperso grupo se apiñó. Las
campanas gloriosamente seguían anunciando el suceso.
—Ya están aquí —Se oyó gritar y con un murmullo sordo se agitaron las cabezas
de todos los que habían acudido a dar la bienvenida a los religiosos.
Descubriéndose la cabeza y algunos con los ojos llenos de lágrimas, los circuns-
tantes se arrodillaban para besarles la cuerda, sus vestiduras o la mano. Yo también,
temblando de emoción acudí y posé mis labios en la manga de su oscura túnica. Los
recién llegados no daban muestra de fatiga y se avenían sonrientes a la bienvenida.
Al pasar el cortejo por la plaza, se detuvo y todos entraron a la iglesia. Fue para
mí un momento inolvidable cuando los viajeros, al quitarse los sombreros, dejaron
ver sus cabezas rapadas. Solté las riendas del caballo que sostenía y los seguí: no pude
contenerme. Como abobado quedé observando la tranquila expresión de sus rostros,
curtidos por el sol y por el frío, sin duda, en el curso de su duro peregrinaje. Pero lo
que más llamaba mi atención en sus testas rapadas era la corona de cabellos que las
circundaban...
Los zapatos de CordobÁn 161
Cuando ya en la mesa eran atendidos con tazas de café caliente y todos nosotros
los rodeábamos, yo, con la más viva admiración los miraba de hito en hito, atento a
sus palabras, mientras en mi corazón alentaba un secreto afán, súbitamente mani-
fiesto: ser, un día, como ellos.
—Hace cerca de cuarenta años que vinieron los últimos misioneros —le oí decir
a tío Daniel...
La presencia de los recién llegados, para muchos era una inefable novedad. Sus
sayales, sus cordones, sus sandalias, llamaban al recuerdo del Pobrecito de Asís y por
consiguiente a la veneración y al respeto.
¡Cuánto tiempo hacía que en la iglesia no se celebraba una misa! El señor cura,
requerido por no sé qué urgencias, se ausentó años antes. Hacía una falta enorme su
figura venerable, su palabra buena y persuasiva que se dejaba escuchar los domingos y
días de fiesta. Desde su ausencia las celebraciones se limitaban a actuaciones civiles y
nos era ajeno el fervor que levanta la bella grandiosidad de la liturgia.
—Muchos frutos se han obtenido. ¡Bendito sean Dios y Nuestro Padre San
Francisco! —declaraban.
Llegó, pues, la hora en que los hijos de San Francisco debían proseguir sus evan-
gélicas andanzas. Al llamado de las campanas, los vecinos se congregaron en la puerta
de la iglesia. En unos cuantos, todos, absolutamente todos, se habían encariñado con
los buenos misioneros y su partida nos contristaba. Saltaron los peregrinos de Cristo
a sus modestas cabalgaduras, después de bendecir a todos. Ostensibles colgaban sobre
sus pechos, hermosos crucifijos. Cuando partieron los jinetes, todos los fieles acor-
daron seguirlos. Desde luego que yo me confundí entre ellos. Al llegar la comitiva
al río, los misioneros echaron pie a tierra y otra vez se multiplicaron las despedidas.
Hubo lágrimas renovadas y los viajeros escuchaban los ruegos de los circunstantes,
que pedían un pronto retorno. En silencio, con los ojos fijos en los jinetes, estuvimos
durante un largo rato, hasta que se perdieron en la distancia. El retorno al pueblo fue
un silencio y lleno de tristeza.
Ese día y los siguientes, a cada instante, en la casa se hacía recuerdo de los
ausentes. Como se conocía el rumbo que llevaban, a cada hora se hacía el cálculo del
punto que probablemente habían alcanzado en ese instante...
Yo era de los que más los echaban de menos. El devocionario que ellos me rega-
laran lo llevaba siempre en el bolsillo y lo abría a cada paso. Recuerdo bien que en
Los zapatos de CordobÁn 163
las primeras páginas traía los grabados de dos trenes: uno era el tren del Paraíso y el
otro el del Infierno. Sentí un estremecimiento al leer lo que se necesitaba para viajar
en el uno o en el otro. Para ir en el primero era menester ser un niño bueno; para
tener cabida en el otro bastaba ser malo. Ser bueno, ser malo: bien sabía yo todo lo
que entrañaban esas dos sencillas frases. Busqué sin embargo a mi madre, llevándole
abierto el pequeño libro, precisamente en esa página y la confundí haciéndole un
secreto: yo quería ser franciscano. Ella me respondió:
El tren del Paraíso y el tren del Infierno. Tenía ahora nuevo tema mi imagina-
ción inquieta. ¿Dónde estaban? El librito decía que partían de la estación de la vida y
pintaba el destino de ambos...
¡La estación de la vida! ¿En qué rincón del mundo la podríamos encontrar?...
¡Ser misionero franciscano! Llegar un día al pueblo como los padres que
acababan de pasar; predicar, repartir medallitas y estampas, y proseguir luego por
otros caminos, la cruz a pecho, caballero de Cristo, ¡qué hermoso debía ser aquello!
—Voy a rogarle al Padre San Francisco para que te haga hijo suyo...
—Eso está muy bueno. Ya te vas a ir a la costa y allí puedes estudiar para padre.
Volverás después de quién sabe qué tiempo, pero vendrás. No hay que olvidarse de la
tierra de uno. ¿Por qué no me lo habías contado antes?
y las campanas repicaron: eso fue todo... Allá arriba, en su cámara y rodeada de
flores, apareció la bendita Patrona, con una expresión más sensible de tristeza.
Desde abajo se podía distinguir sobre su pecho el corazón atravesado por siete
espadas, joya de plata, quién sabe exvoto de algún minero favorecido por Ella. De
seguro que en esos días una invisible espada más, hería su corazón: la del flagelo
de la sequía que se cernía sobre el pueblo. Y es que la justicia divina había de
caer sobre todos. Todos eran reos desde aquel día trágico en que manos malditas
robaron la Custodia y profanaron la santidad del templo. El castigo tenía que
venir. La Virgen, con sus ojos suplicantes y llenos de piedad, parecía animarnos
para no dejar en nuestras imploraciones al cielo, para no desmayar en la oración
humilde que pedía el aplacamiento de su justa cólera al Señor... Tenía la faz de
Nuestra Señora de los Dolores una infinita expresión de ternura, que llamaba a la
esperanza. Era Ella la madre única. Ella no podía desamparar a su pueblo. Estaba
presente en sus duelos, acudía solícita cuando la imploraba en sus tribulaciones, y
hasta salía a visitar los campos. La habían visto. ¡Quién sabe también si se llegaba
a la casa de los pobres, cuando ellos dormían! No tenía que tocar: Ella podía pasar
aun a través de las puertas cerradas y abrirlas si fuese necesario, sin hacer ruido,
con su mano que todo lo puede... ¿Acaso cuando estuve enfermo vino a verme?
Creí sentirla una noche, en medio del sueño. Yo le rezaba todos los días, con
devota puntualidad; yo la había rogado y le rogaba que bendijera mi proyecto de
hacerme franciscano; le había prometido volver un día a celebrar su fiesta. Cada
mañana y cada noche le pedía que me diera coraje y resignación cuando llegara la
hora de partir...
“Te voy a cortar una oreja de repente”, repetía tío Daniel, previniéndome a
cada instante para que permaneciese quieto. Pero era inútil. Bien decía su mujer, tía
Antuquita:
No veía la hora de que tío Daniel acabase, para volar a casa y verme en el espejo.
Cuando él me dijo “ya está” partí como una exhalación. Sin darle siquiera las gracias.
En la casa me esperaba un gran desencanto: el espejo me probó que tío Daniel me
había defraudado. Me eché a llorar.
Tío Daniel temblaba cada vez que había de rebajarme el cabello. Era demás
que me obsequiase con el préstamo de la efigie que él guardaba y tener la cual en mis
manos, era mi encanto. Era la antigua imagen de madera de un santo desconocido
que tenía truncos los brazos y a la que yo conocía con el nombre de Santo Ventura,
por una ocurrencia sin motivo. Era, pues, mi placer más grande tenerla en mis manos
Los zapatos de CordobÁn 167
y contemplarla, contemplarla sin descanso. Pues bien: ni esa oferta, que era el mejor
premio que me pudiera ofrecer, pesaba en mi modo de comportarme. Veces hubo en
que se hizo necesario llamar a mi madre para que me sujetase la cabeza y tío Daniel
pudiera cumplir la tarea.
CAPÍTULO IX
—Magnífico, espléndido —dijo mi padre frotándose las manos, al ver la pared acaba-
dita de encalar por don José Adrianzén. El viejo, por su parte, con la voz que hacía
cavernosa un defecto nasal, repitió la cuarteta con que solía expresar, extrañamente,
su satisfacción:
Cada semana, por el correo, con una puntualidad asombrosa llegaban las cartas
y los regalos de nuestra abuelita para mis padres y para nosotros. Curiosos juguetes,
libros de cuentos, carteritas con brillantes monedas nuevas, en fin, todo un surtido
de finezas. La llegada del correo era siempre un acontecimiento y el día para el que
estaba señalado vivíamos, desde temprano, pendientes del camino. ¡Y qué estallido de
alegría era el nuestro cuando descubríamos allá lejos, la silueta del postillón tras las
acémilas cargadas! Más tarde llegaba mi padre a la casa con las cartas y encomiendas
esperadas. Los pequeños, entonces, nos abalanzábamos sobre él para ayudarle a
desatar el paquete o quedábamos en silencio para escuchar la lectura de las comuni-
caciones familiares.
Apenas aprendimos a escribir, papá nos dictó una carta para abuelita. Primero fui
yo, después Juan, luego Clarita. Con qué secreta inquietud esperábamos la respuesta,
y cuando la teníamos, al cabo de tres o cuatro semanas, leíamosla con fruición única.
Era como si el hecho de recibir una carta nos convirtiera en importantes personajes.
Tengo muy presente cuando me llegó la primera, una que me dirigía mi buena abuela:
después de leerla yo, por mi cuenta y riesgo, una, dos, tres veces, se la leí, uno por uno,
a mis hermanos, a tía Iludia, al aya, a todos los habitantes de la casa. Enseguida la
guardé como una reliquia invalorable...
Todos los presentes le hicimos coro. Después siguiendo una costumbre familiar,
los pequeños dimos las buenas noches a los mayores y todos los criados vinieron a
hacer lo mismo con mis padres. Aún no se acababa el eco de las salutaciones, cuando
se oyó un sordo estrépito: en el cerro fronterizo ocurría un desprendimiento de rocas.
El suceso, según vaticinio de los lugareños augures, significaba que proseguiría el
verano. Alguien lo recordó en el corro familiar y mi madre al escucharle, exclamó con
las manos entrelazadas sobre el pecho:
Bien sabía yo quién era don Moisés Más y de dónde venía. Venía de Huama-
chuco y esa vez nos visitaba después de una larga ausencia; tan larga que yo apenas si
recordaba de él. Oía decir que era agente viajero, sin llegar a comprender cabalmente
lo que eso significaba. Como era yo un impenitente preguntón, desde luego que le
interrogué cuáles eran sus ocupaciones. No satisfizo mi curiosidad como yo espe-
raba, pero determiné no insistir sobre ello. De lo que yo estaba seguro, eso sí, era de
que tocaba la guitarra a las mil maravillas. Me urgía un secreto deseo de oírle en tal
menester y la petición pugnaba por salir de mis labios. Pero no tuve que hablar, pues
mi madre se lo pidió, presentándole antes su excusa:
—Qué dirá usted, señor, que ni siquiera lo dejamos descansar; pero nos avisó
usted que mañana mismo tiene que seguir viaje y no queremos perder la ocasión.
Estamos ansiosos por escucharle.
—¡Qué ocurrencia, señora! —le interrumpió él—. Con mucho gusto lo haré...
¡Venga la guitarra!
Empezó a tocar el músico y el que más gozaba, oyéndole, era mi padre, quien, a
cada paso, le pedía que ejecutara tal o cual pieza conocida, o le hacía repetir alguna, a
la vez que llevaba el compás con los dedos, tamborileando en la mesa. Yo, ni se diga
que no estaba embelesado. La sesión fue de lo más grata. A la más leve insinuación, el
ejecutante atendía los pedidos de todos, sin demostrar la más leve fatiga. Nos dieron
así las doce de la noche. Don Moisés se despidió con un pasodoble, en cuyo cumpli-
miento estuvo formidable al decir de todos. Trinaba la cuerda prima en los acordes
precisos, gárrulos como pechos infantiles, y le replicaban el bordoneo sonoro, para
acordar ambos en el ritmo macizo y pletórico, entusiasta y bien marcado de la pieza
inolvidable. Dando un bostezo se incorporó Adrianzén.
Hubo una carcajada general, cariñosa. Pronto nos retiramos a dormir, pues
había que madrugar y despedir a los viajeros. Aún duraba en mis oídos el eco de la
guitarra, diestramente manejada por don Moisés Más. Y casi no me atrevía a escu-
char la voz de mi propio deseo que murmuraba: “Quiero aprender a tocar guitarra.
Don Moisés Más me da envidia”.
En medio de las luces indecisas del alba, saltaron a la grupa de sus cabalgaduras
los dos viajeros: don José a la de su caballo maltrecho y don Moisés a la de una mula
briosa y prestante. No quise pasar sin mirarlos irse: por eso me vestí. Mi padre que
alumbraba a los jinetes para que montaran, aun les hizo una broma:
—Don Moisés, con tan mala bestia, yo no sé cómo va a vérselas para ir junta-
mente con Adrianzén que monta tan buena mula.
La casa de tío Daniel estaba protegida por una pared altísima y la rodeaban
rumorosos eucaliptos. Todo era como si el buen viejo hubiese levantado tal baluarte
para detener el paso de forasteros vientos y librar a los que le eran caros del arreba-
tador canto de las sirenas de la aventura. El portón permanecía cerrado siempre y
172 Luis Valle goicochea
solo se abría de tarde en tarde, para dar paso a los domésticos que iban a la fuente a
llenar sus cántaros o al propio tío Daniel, o a otros miembros de su casa, pero era para
cerrarse inmediatamente.
¡Cuántas veces esa entrada se abrió para mí! Descendía entonces, todo trémulo
por la escalera de piedra, al ancho patio, en busca del tío peluquero, o a solicitar
algunas ramitas de toronjil o hierbabuena. Pues colindando con el patio estaba la
huerta amplia y allí crecían rosas, claveles y variedad de flores. Y también se daban
cebollas, yerbas aromáticas, hortalizas. Hasta quedaba lugar para un sembrío de
alfalfa. Mi deleite, cuando iba a solicitar algo de allí, era para acompañar a tía Antu-
quita a su huerta. Me embelesaba el examinar las distintas matas, las flores... Con
pesar la dejaba cuando tía Antuquita me pedía: “Vámonos...”.
Con los chicos de la casa jugábamos en el patio, horas enteras bajo la mirada
previsora de los mayores... Había en la casa una habitación larga y oscura, donde los
tíos guardaban trastes viejos. La conocían con el nombre de “El callejón” y siempre
permanecía cerrada. Cuando me acercaba a la puerta, al entreabrirla, de adentro, como
una bocanada, me venía un olor a humedad y a herrumbre. Por las rendijas inferiores
asomaban sus finas antenas, unos raros insectos, de aquellos que viven y se desarrollan
en la oscuridad húmeda. Cuidaba de no hacerles daño y me entretenía en observar
el juego de sus móviles antenitas. Y me figuraba el mundo de los pequeños animales,
allí dentro del cuarto... Tenía la pretensión de querer rebajarme hasta poder colarme
entre ellos y sorprender sus ajetreos. ¿Qué salían a buscar en las rendijas?... Advertía
yo que a veces al encontrarse dos o más se entrelazaban las antenas, como palpándose,
como reconociéndose. Después de este santo y seña, seguían lentos sus respectivos
caminos, pero sin salir más afuera del umbral de la puerta. Su admirable organización,
su insignificancia, me conmovían. Era ello cosa que me hablaba de Dios que cuida
hasta de esos minúsculos seres... Sentía llenar mi corazón una ternura que lo colmaba
hasta derramarse... Todo animalito sufriente: gorriones sin nido, pájaros heridos; todo
ser lastimado, plantitas destrozadas, flores arrancadas de su rama y arrojadas luego,
que morían bajo el sol de fuego, me daban una compasión inefable... Por eso, una
vez cuando entre un haz de leña, encontramos una ramita fresca, yo la cogí y la dejé
en la fuente, oponiéndome a que la sacrificaran como alguien quiso hacerlo. En esa
temporada tenía un estremecimiento continuo, y mis padres lo comentaban; yo lo
apercibía. Hasta el aya me amonestó:
Las lluvias que solían caer para esta fecha, se retrasaban. Anualmente eran espe-
radas con ansia, porque se aprovechaba de ellas para hacer los primeros sembríos. Se
las conocía con el nombre de “Cordonazo de San Francisco”, por presentarse el fenó-
meno en las proximidades de la fiesta del Patriarca de Asís, días antes, coincidiendo
con la fiesta o días después. Muy bien designadas como “cordonazo”, por la violencia
con que se desataban... Pero hasta el momento de nuestra narración continuaba la
sequía ardiente, quemando los campos y las esperanzas. Los ojos exasperados se
clavaban en el cielo azul, limpio, duro como una pupila inmóvil e inmisericorde. La
conformidad sombría de las gentes se rompía a ratos, con las exclamaciones de su
desesperanza.
Toda piedad parecía cegada. El tiempo seco se prolongaba, sordo a las impre-
caciones. El sol radiante, en vez de alegrar, traía hondas pesadumbres... Mas, mi
madre, en ningún momento olvidaba sus palabras cotidianas: “Dios lo ha querido
así”, y trataba de infundir valor en las desanimadas gentes que desfallecían e iban a
conversarle...
Daba pena ver cómo morían de sed las plantitas y los árboles, cómo corría
delgado el río. La tierra reseca tenía una expresión trágica que era como el rictus que
dibuja una anatema sobre maldecidos labios...
Fue entonces, al final de octubre, que la maestra resolvió comenzar una novena
a San Francisco de Asís. La rezaríamos todos, implorando su intercesión para que
vinieran las aguas. Por su parte, don Feliciano Baylón, gran devoto del santo, hizo
174 Luis Valle goicochea
armar un dosel en la plaza del pueblo y allí fue colocada su efigie. Mientras que
las campanas llamaban a la plegaria, incontables cirios ardían ante la imagen. En la
escuela completamos la novena con una unción entrañable, dolida...
¡Oh milagro! Hacía solo dos días que habíamos recitado las últimas plegarias y
aún seguía el Santo en su dosel de la plaza, y aún ante él se postraban las gentes con
bravía esperanza, cuando el cielo empezó a nublarse hacia el norte. El que menos
salió de su casa. Las miradas de todos convergían en la oscura formación de nubes,
que avanzaba veloz cubriendo el espacio. De pronto cayeron las primeras gotas de
lluvia, gruesas, grávidas, las que fueron bebidas ávidamente por la tierra fulminada.
Apenas hubo tiempo para desatar el dosel, a fin de que no se estropearan las telas
que lo formaban, y con las justas se alcanzó a colocar a San Francisco, de nuevo, en
su altar de la iglesia.
Largo rato duró esta lluvia halagüeña. Cuando cesó y aún escurrían frondas y
tejados, todas las cosas reaparecían lavadas, como nuevas, invitando con su frescor
al entusiasmo y al optimismo... A buen tiempo, aunque algo tardía, la estación
lluviosa destacaba sus primeras avanzadas sobre los adorados campos de mis
nativos lares...
Aquella misma tarde, en todas las casas, comenzaron los preparativos para la
siembra: disponer los arados, escoger la semilla y sobre todo prepararse para la ruda
faena consiguiente. Pero tales aprestos tenían una clara alegría. No importaba los
esfuerzos que habría que hacer. Lo principal estaba conseguido: la lluvia.
—¡Y quién sino mi Padre San Francisco ha hecho el milagro! —repetía Feli-
ciano Baylón, contento y confiado—. Le voy a comprar su hábito nuevo a mi santo
abogado —añadía.
CAPÍTULO X
En la iglesia había un gran ajetreo aquella tarde, víspera de los Fieles Difuntos. Es
que, siguiendo la vieja costumbre, en medio del templo se estaba armando un túmulo
altísimo. Con otros chicuelos estaba yo allí, presenciando la ardua tarea, en la que
laboraban todos los vecinos. Antes que el sol se ocultara quedó terminada la obra:
paños negros cubrían el túmulo en cuya cúspide había sido colocado el hermoso
Cristo, tradicional por el milagro que lo dejó indemne durante la destrucción de otro
antiguo pueblo, cuyas ruinas podían aún verse en las proximidades.
La primera visita, la mejor para mí, que recibía el día de mi cumpleaños, era la
de mi madrina Marianita. Todos los años llegaba con el mismo presente: un limpio
mate grande, repleto de un sabroso potaje de cuyes. En medio del tumulto de las
presas, destacaba el blanco amarillento de apetitosas papas, amarillentas por el baño
excitante de ají. Madrina Marianita era maestra en la confección de esa vianda. Por
separado venía la blanca chicha de maní, todo un halago para el paladar...
consignaba los nombres de más no sé cuántas generaciones del mocerío del pueblo,
los de todos aquellos que habían caído en sus brazos al venir al mundo...
—¡Qué mal día nació mi hijo! —se lamentaba la anciana—. Las campanas están
dobla que te dobla y siendo Día de Difuntos, ¡ni cómo echar una cana al aire!
A la salida del pueblo quedaba su casa. Entre los saúcos y eucaliptos se seña-
laba un árbol de nogal, que era el único en el pueblo. Madrina Marianita vendía sus
hojas que se utilizaban como tinte. La casita era estrecha y oscura, y próximo crecía
un alfalfar. Por el nogal y la alfalfa, Madrina Marianita era visitada de casi todos los
vecinos. Muchas veces fui a verla y me consternó el espectáculo que ofrecían sus tres
hijas idiotas. No me inspiraban miedo, sino lástima. Yo me detenía a jugar con ellas y
ellas me sonreían tristemente... Lentas, apenas se movían; sus ojos tenían una expre-
sión de lejana melancolía; sus cabellos desgreñados siempre les daban un aspecto
trágico, lo mismo que los dientes trabados —dientes de perro de presa—, que dejaban
ver al sonreír...
—Mis pobres sonsitas —decía por ellas su madre. De nada le servían, sino de
carga y de amargura. Parecían seres de una visión de pesadilla.
—¡Tantos hijos que tengo y casi todos ingratos! —se quejaba refiriéndose a los
ahijados que al entrar en este valle de lágrimas fueron recibidos por ella.
Cada vez que Madrina Marianita decía que estaba en espera de la muerte, revivía
en mi ánimo la pena por mi ausencia en ciernes. Ausencia que envolvía la memoria de
mi hermanita muerta y de Antonio, fallecido hacía pocos meses. Se abría en el alma
una perspectiva larga, melancólica, orillada de saúcos, típicos árboles tristes de mi
tierra. Era como un camino vago y opaco que se perdía en lontananza, que iba como
a expirar en una inmensa certidumbre... Veía aves de paso, símbolo de la fugacidad de
Los zapatos de CordobÁn 177
las cosas, que iban a zozobrar en temerarios climas, flores que se desmayaban calladas,
y algo así como un eco de sollozos venía a través de un silencio puro a morir en mis
oídos... Un desfile de lueñes formas silentes, en medio de un crepúsculo vespertino,
irremediable como una agonía que se agrava... ¡Dulcedumbres que se iban apagando
en medio del oro difuso de la tarde!
Aquel día en que cumplía años, por un instante me embargaron los mismos
sentimientos y colmaron mi ansia las mismas ensoñadas visiones. Luego me vi a mí
mismo, jinete en corcel presto, arrebatado al calor nativo. El día en que esto había de
suceder se venía a grandes pasos. Con una precocidad dolorosa, me imaginé viajando,
partido el corazón en mil pedazos. Al compás de que me alejaba, iba creciendo
la nostalgia del hogar entrañable; el pensamiento de todos estaba en mí, y el mío
intenso con ellos en un canje amargo que triunfaba del tiempo y la distancia... Mas,
haciéndome violencia, me sacudí de estas penosas ocupaciones y para olvidar le pedí
una nueva historia a Madrina Marianita. Me contó apresuradamente, pues la noche
se anunciaba y ella había de aprovechar de los últimos resplandores diurnos para
retornar a su casa. Mi padre puso en sus manos un secreto regalo y dándome su
linterna por si acaso, me envió a acompañarla.
—¡Cómo! ¿El niño andando solito de noche? Ah, pero es cierto que ya es un
hombrecito...
—No tengas pena, hijita, viejecita, mujercita... Yo te ofrezco que tendremos otro
Darío. Pero hay que resignarse y tener fe en Nuestro Amo y Señor de la Columna.
Y pasó, pues, un año y pasaron dos. Al cabo llegó a visitarlos otro Darío. Y creció
robusto y bueno y era la flor de su felicidad.
Ambos contaban la historia a los que no la conocían y juntando las manos sobre
el pecho, daban las gracias a su santo protector. A ellos mismos yo les oí exclamar,
refiriéndose a la hermosa escultura del Señor de la Columna:
Yo que estaba pendiente de sus palabras les rogué que me contaran la tradición
que refiere cómo fue aquello. Y la escuché de sus labios:
Todos los años, el Martes Santo, en unas andas gigantescas dispuestas de tal
modo que remedaban un buque, cuajadas de luces y seguidas de un gentío ululante,
salía la procesión del Señor de la Columna... Peregrinos venidos de lejos, favorecidos
con alguna gracia o peticionarios fervorosos se sumaban al acompañamiento, en el
Los zapatos de CordobÁn 179
que formaban en primer término, los devotos lugareños. La procesión con lentitud
inalterable recorría el pueblo, y muchas veces el alba la encontró todavía regresando al
templo, pues había caminado sin descansar toda la noche. La venerada efigie llevaba
entonces sus más ricos atavíos: del acardenalado cuello pendía una larga cadena de
plata, adornada de increíbles miniaturas. La misma columna en la que descansaban
las crispadas manos, una sobre otra, era también de plata maciza y en la augusta
cabeza dolorida resplandecían las tres potencias de oro purísimo recargadas de valiosa
pedrería. De las nocturnas procesiones de Semana Santa, era esta la más sonada. Don
Manuel se afanaba desde mucho antes porque la celebración última no tuviera mayor
esplendor que la inminente.
Pues bien: cuéntase que en el pueblo recién fundado se trató un día de proveer
a la iglesia de una imagen del Señor de la Columna, advocación de Jesús sufriente,
bajo cuyo patrocinio fuera colocada la flamante fundación. Se deliberaba hacía algún
tiempo sobre el asunto, cuando en eso hicieron su aparición dos personajes descono-
cidos que se ofrecieron a tallar la efigie. Fueron instalados en una casa solitaria donde
a puerta cerrada trabajaban sin descanso. Se contentaban los extraños con lo poco
que les ofrecía la caridad de los vecinos y nunca se los vio hablar con nadie. Pasaron
las semanas y pasaron los meses. De pronto, de la casa desapareció toda señal de estar
habitada. Alarmados los vecinos, resolvieron violentar las cerraduras para cerciorarse
de lo que allí dentro ocurría. No fue necesario: las puertas cedieron fácilmente, pues
solo estaban juntas sus hojas y adentro —oh maravilla— apareció la actual efigie, ante
el asombro de los circunstantes que cayeron de rodillas... Ante la imagen ardían dos
velas... De los autores no se halló rastro alguno. Más bien, íntegros, fueron encon-
tradas las vituallas y otros regalos con que habían sido obsequiados... ¿Quiénes sino
ángeles podían haber sido los misteriosos escultores?, se preguntaban las gentes.
Tenía el mes de noviembre un signo triste. Tiempo desigual que nos daba días
de sol y días largos de neblina y hastío. Oscilaciones de temperatura que ponían en
el alma un recóndito desánimo. En la escuela había que oír el apremio incesante de
la maestra:
—Estudien, niños, estudien. Solo falta un mes para los exámenes finales... Y
¿qué cosa es un mes?
sesiones nocturnas que solo terminaban cuando yo caía rendido por el sueño. Lo
hacía así para no disgustar a mi padre, pero íntimamente no veía la hora de que
acabara el sacrificio... Yo sabía que también mis compañeros eran aguijoneados por
el celo paterno, para hacer el último esfuerzo, en pro de unas pruebas finales lúcidas,
pero ninguno se quejaba o malhumoraba por eso. Antes bien, me lo contaban con
alegría. En secreto, yo les envidiaba.
—Tienen que salir buenos mis gallitos de pelea. Me parece los estoy oyendo dar
examen, luciéndose, haciendo quedar bien a su pobrecita maestra...
Sus palabras eran tónicas: el que menos se sentía fortalecido para la ardua tarea
del repaso y a la tarea se entregaba, sin darse tregua. Yo era el único flojo. Me sentía
como aturdido ante los sucesos de cada día, me inclinaba a la soledad y una extraña
lasitud me desmadejaba. Y siempre estaba obsedido por el mismo tema, siempre
volvía a caer en igual preocupación: la ausencia.
“Eso de irse es como el desgajarse de una rama —pensé—. El acodo puede ser
llevado lejos y plantado. Y lejos, arrancado a la savia madre, puede por sí solo vivir, o
perecer”. Había cogido ese pensamiento en una lectura remota y se puso a jugar con
él mi afán. Las ilusiones de aventura que pude forjarme se rendían ante esa consi-
deración: mi extrañamiento equivalía a un franco peligro de muerte. Renuncié a mi
ensueño de ser fraile franciscano, al albur del riesgo, a todo lo que pudiera arrastrarme
lejos y solo la adoración de cuanto me rodeaba a esa hora ardía como llama solitaria
en mi deseo... Y quise asegurarme su sana y dichosa posesión, con frenesí: quise
defender ese dulce mayorazgo de las zarpas del tiempo y de la muerte, con todas las
fuerzas de mi vida y contra todo... Pero, ¿cómo osarlo siquiera?
y las otras viandas del fiambre. Mi madre entraba y salía, indicando esto o aquello
y disponiendo con prudente anticipación lo necesario en las alforjas del viajero. Mi
padre, taciturno, revisaba las riendas y el apero. A veces él mismo era quien debía de
alejarse. El alba del día de la partida nos encontraba ya levantados a todos, cada cual
en su quehacer, dejando expeditos equipaje y desayuno y, en fin, proveyendo todo
lo urgente en tales inolvidables circunstancias. Antes que llegara el sol el caballo
estaba ensillado ya y con las alforjas en las ancas, esperando al jinete al pie del ancho
corredor.
Siempre que uno de los nuestros se alejaba, había una desazón en todos los
pechos. Aunque sabíamos que pronto iba a volver, sin embargo, no podíamos contener
las lágrimas y serenarnos: una agitación temerosa nos robaba la paz... Se perdía a
nuestros ojos la silueta del viajero y la zozobra y el sobresalto llegaban a la casa. En
tales circunstancias en los labios de mi madre había un aleteo suave, intermitente: el
de la plegaria. Y cuando se hacía memoria del ausente, todo su cuidado se resumía en
las mismas palabras siempre:
Por las tardes nos pasábamos ratos interminables atalayando los caminos, escru-
diñando la distancia, con el ansia de encontrar la silueta del ausente que tornaba. Y
muchas veces habíamos de recogernos, macilentos, ya cuando anochecía a la casa, sin
haber conseguido ni siquiera una noticia del esperado. La lámpara, nuestra buena
compañera de noches buenas y malas, nos daba una lección de mansedumbre, con su
luz apacible, en el instante mismo en que intentaba surgir la protesta en el corazón...Y
todo era como el caer fláccido de unas manos que fueron briosas en busca de un
tesoro y regresaron vacías...
Nos guiaba el claro ejemplo de mi madre que sabía llorar en silencio y, aun del fuerte
amargor de lo inexorable, sacar mieles de cristiana paz y de ternura...
***
Los postreros días de la escuela transcurrían iguales. Sometido a una severa disciplina
de estudio, a ratos me desesperaba el estrecho cuadro que ceñía mis actividades, pero
luego, absorbido por el propio tema de las lecciones, lo olvidaba todo y me entregaba
con delirio a la ardua tarea del repaso. En los ratos libres en que podía entretenerme
en la contemplación del cielo y la distancia, sentía la fatiga y la tristeza nuevamente.
Volvía entonces a los libros, con más ardor que antes, en un loco afán de embriagarme
con el estudio, de olvidar...
CAPÍTULO XI
Una mañana cuando desayunábamos llegó Peta, una antigua doméstica de la casa. Se
le ofreció café y pan. Al tomarlos exclamó:
sobre una tela aseada se vaciaba el trigo. Nosotros, apartando las basuras o los granos
malogrados, hacíamosle caer con un fatigante juego de los dedos, del tablero de las
mesas a la tela cuyos bordes extendíamos sobre las rodillas, mientras permanecíamos
sentados en cuclillas en el suelo. A veces había que apresurar el trabajo y entonces
nos servíamos de bateas largas, en uno de cuyos extremos se ponía el trigo mezclado:
inclinados sobre aquellas, hacíamos rodar los granos limpios del uno al otro extremo.
Era una tarea que nos rendía hasta no más, que nos dejaba exhaustos. Los vecinos que
pasaban venían a veces a ayudarnos. ¡Cuánto se lo agradecíamos!
Eso sí, en cambio, el envío del trigo al molino tenía su encanto. Lo primero que
había que hacer era buscar al dueño, dejar en sus manos el importe de la maquila y
recibir de las suyas la llave del molino que era una casita a orillas del río. Designado
quien había de conducir la carga y vigilar la molienda, el cual debía ser mayor y por tal
persona de juicio, los pequeños nos disputábamos el ir a acompañarlo. ¡Cuántas veces
lo hice yo! En el burrito familiar era colocado el costal henchido y se llevaba un bien
cebado lamparín de kerosén para pasar la noche. Por un camino ancho, que descendía
en suave pendiente, se llegaba al molino. Una vez descargado el asnillo, se le dejaba
libre, en la seguridad de que no había de alejarse; se vaciaba el trigo en la tolva y por
último había que ir a quitar la compuerta en la toma del agua. En todos esos menes-
teres sí me gustaba ayudar. ¡Oh! Con qué emoción esperaba el golpe motriz del agua
que movía la inmensa rueda aspada. Empezaba el rumor del molino, sordo, subte-
rráneo, casi como un arrullo. De entre las piedras trituradoras se derramaba la harina.
Su blanco mate no hería los ojos... Pendientes del molino había que pasar la vela y
cuando regresábamos al día siguiente, cumplida nuestra fácil faena, tras el mismo
burrito parsimonioso, era como si regresásemos victoriosos de culminar la hazaña...
Después venía el cernido de la harina, siempre a cargo del aya. Ella se pasaba
una mañana íntegra sacudiendo el cedazo y se acercaba a almorzar, blancas la cabeza,
las cejas, las pestañas, la cara toda y adentro de las narices. Despertaban entonces las
bromas:
—Señora: ¿ya es carnaval? ¿Dónde ha jugado usted que la han puesto así?
—Yo sabré dónde ha sido. Pero, eso sí, les aviso que esta tarde vengo a embadur-
narlos a todos. Cuidado pues... Guerra avisada no mata gente...
El día del amasijo en la casa, una vez por semana, era otra jornada grata para
nosotros los pequeños. Tenía sus vísperas con la preparación de la levadura y desde
muy temprano hasta el atardecer ocupaba los afanes de mi madre. Ella vigilaba el
184 Luis Valle goicochea
El aya apuntaba:
***
Cualquier día, a cualquier hora, de pronto el cielo se llenaba de gritos. Eran unos
gritos desarticulados que se repetían un buen rato, rebotando en las peñas vecinas.
Era que el águila estaba a la vista. Nos alborotábamos los chicuelos y también ayudá-
bamos a espantar al ave de rapiña, dando una suerte de chillidos que eran como
cuchillos en el aire. Solo volvía el silencio cuando había pasado el peligro. Me parece
que estoy viendo correr a los pollitos a esconderse entre las matas, a la voz de alarma
dada por sus madres y por las gentes... Y arriba la rapaz. Podía distinguir, a pesar de
la altura en que se cernía, su pecho blanco, su vuelo majestuoso. El águila era en la
región una odiosa plaga. Cuando había pollitos no se podía descuidarlos...
A veces las águilas hambrientas, pese al clamor que trataba de ahuyentarlas, inten-
taban bajar a tierra. Una de esas veces fue en la casa. Estaban todos entretenidos en la
tarea del amasijo, y solo un chico de pocos años cuidaba una última parvada de pollitos.
De pronto se le oyó llamar desaforadamente. Acudimos todos en su auxilio: cerca de
los pollitos se precipitaba un águila. Pude verla de cerca: los ojos nobles, de mirada
acerada, el corvo pico, el plumaje lucio... De primer momento nuestra presencia pareció
no amedrentarla y se posó en tierra resuelta a hacer presa, mirándonos desafiante...
Entonces, alguien provisto de una larga vara la atacó: de primer intento levantó en
vuelo y se posó en el tejado. Al fin, después de unos segundos de indecisión, batió las
alas y aún evolucionó sobre nosotros, antes de irse para siempre. Su arrojo nos inspiró
simpatía. En la casa y fuera de ella, se habló durante mucho tiempo del suceso.
Los zapatos de CordobÁn 185
A mí, acaso más que a nadie, cautivó la gallardía del animal, su bravura teme-
raria, su hermoso porte... Antes de entonces, nunca había alcanzado a verla de cerca.
Y al ocurrir ello, me produjo una tensión extraña, que era entusiasmo, admiración,
perplejidad... Era para mí el águila, una heroína increíble, a quien solo me había sido
dado ver en el sueño... Mas, al hacerse realidad, no defraudaba el prestigio que le dio
mi fantasía.
Pronto se disipó la estela de admiración que dejara el ave de rapiña. Más compa-
sión inspiraban los pollitos indefensos que la famélica águila atrevida. Como antes, su
presencia en el cielo era subrayada con una gritería hostil y sorda. Sin embargo, en lo
recóndito de mi corazón, había para ella un homenaje. La envidiaba reinando en los
ámbitos, dueña de unos ojos de alcance maravilloso, vencedora de fabulosas distan-
cias, señora de viajes y de vientos, fuerte el ala aventurera... Y me forjaba entonces una
historia, con el ave de presa cumpliendo hazañas solitarias, desdeñando tormentas,
invulnerable al rayo, impasible ante el peligro...
Una mañana amaneció en el pueblo la nueva de la creciente del río. Una creciente
como no se había visto en muchos años. Desde las prominencias, las gentes obser-
vaban el fenómeno. Yo me sumé a ellas. El río otrora manso arrastraba un caudal
sumo y rugiente: estaba inconocible. La fuerza de las aguas había arrastrado a un
chicuelo que osó pasarlas en un mal jamelgo, y en ese mismo instante acababa de
llevarse la casita de don Jesús Ampuero y su bien provisto almacén de minerales. Él,
que asistía de lejos al siniestro tuvo un instante de desesperación, pero luego, arrodi-
llándose, quitóse el sombrero y clamó:
castigados por el aguacero por venir de más lejos. El que menos corrió a su casa y por
cierto que no volvió con las manos vacías... Nuestro comportamiento hizo llorar de dicha
a la maestra. Nosotros mismos tuvimos que consolarla, suplicándole que no llorase más...
Luego puso en mis manos, para que yo a mi vez se la entregase a nuestro pequeño
huésped, una bolsa de caramelos.
Los otros chicos restantes también fueron sentados a otras mesas, con cariño.
Cuando nos congregó el recreo de la tarde, todos éramos dichosos en una hermandad
que acababa de confirmarse con lo acontecido. A la salida, la maestra nos habló:
—Yo soy la segunda madre de ustedes —dijo—. Y lo que han hecho hoy, no lo
olvidaré jamás...
Quiso continuar pero se le voló la voz... Se dejó caer en su viejo sillón y se echó
de nuevo a llorar... Cada cual en nuestro sitio tuvimos que llevarnos las manos a la
cara: era imposible reprimir las lágrimas... La maestra reanudó su plática de aliento,
de simpatía, de ternura para nosotros...
—Mañana, cuando sean hombres, no olviden este suceso y sean el uno para el
otro, lo que han sido hoy: hermanos de verdad.
Aquellos eran mis últimos días en la escuela fiscal. Parecíame que esta circuns-
tancia nos apretaba a todos en un haz que pugnaba por conjurar la dispersión que se
avecinaba. Yo lo sentía acaso, con más intensidad que nadie... Pero el desbande era
inevitable. Sin embargo, estaba seguro de que a pesar de los años, triunfaría nuestra
hermandad porque era noble y porque era fuerte. Había resistido y probádose en
heroicas pruebas inefables y confiaba en que su huella no se borraría en nuestros
corazones. Yo, al menos, así me lo proponía...
—¡Da gusto mi hijo! —Con estas palabras rubricaba los breves exámenes que
me hacía, después de escuchar que me expedía tan bien.
Los zapatos de CordobÁn 187
Llegó diciembre y temblé. El tiempo apresuraba la marcha: los días pasaban sin
sentir. Con el ánimo triste, yo lo comprobaba, preguntándome: “Después, ¿qué será?...”.
Un día de esos puso en agitación al pueblo una grata noticia: la de que el señor
cura estaba a punto de regresar. Habría Misa de Gallo y en consecuencia dulces
festejos en la iglesia, pues él había prometido estar ya con nosotros para Navidad. Mi
madre y yo fuimos, quién sabe, los más felices con la nueva. Ella se dispuso a trabajar
un vestidito bordado para el Niño Jesús que acabábamos de recibir y cuya bendición
pediría a nuestro esperado párroco.
Tía Iludia, interrumpiendo sus labores, ayudaba a degollar los carneros. Dirigía a
Dolores, nuestro matancero, quien a veces se encocoraba con la vieja tía, pues aunque
rústico, así no más no comulgaba con ruedas de molino, que a tía Iludia se le ocurría
esto a aquello, ¿increíble? Pues Dolores se le enfrentaba con sorna, hasta hacerla
rabiar. A veces se trenzaban en disputas interminables y hasta dejaban la ocupación
por ello. Alguien de los mayores de la casa, con mucho tino, tenía que acudir a solu-
cionar el diferendo. Una vez de aquellas, delante del degollador, le pedí a mi tía que
me dejara comer los sesos del carnero y la buena mujer, con gran escándalo, me lo
negó a voces:
—¡Qué cosa! ¿Quieres comer eso para volverte bruto? ¡Cuántas veces he dicho
que ni probarlos he de dejarte!... ¿Y de nuevo porfías?... vaya, vaya...
Tía Iludia saltó hecha una fiera. No podía permitir que no solo se le faltara el
respeto, sino que se dudara de sus afirmaciones. Estuvo terrible con sus amenazas.
Mis hermanos mayores acudieron y para calmarla le dieron toda la razón: mientras
que después de guiñarle el ojo a Dolores, simulaban reprenderlo agriamente... Él
sonreía pícaramente. Más tarde me buscó para decirme:
—No es cierto lo que decía doña Iludia. Es que a la bendita vieja le gustan
mucho los sesos.
Peta, la antigua criada de casa, parecía pariente de tía Iludia. Cuando venía
a contratar el hilado de la lana, en lo que sí era maestra, yo me preparaba a oír
188 Luis Valle goicochea
sandeces sin cuento. Era también de las que se resienten, cuando no se da crédito a
sus ingenuidades. Vivía con la obsesión de los fantasmas y de los tesoros escondidos.
Algunas noches se llegaba a casa para llamarnos la atención sobre los fuegos fatuos
que ardían en la distancia. Solo entonces, al distinguir en medio de las sombras las
llamas azules parpadeantes, yo sentía un escalofrío. Peta empezaba entonces sus
historias: sus personajes eran los “gentiles”, a los que mi imaginación admitía como
seres míticos. La acción de sus relatos se desenvolvía llena de pávido secreto, en
lugares remotos, inaccesibles. Oro, oro y oro enterrado en las cuevas de la puna, o
en lo más escarpado de los montes vecinos... El escuchar las historias de la intonsa
mujer durante la noche, era lo único que me infundía un naciente pánico; mas,
cuando se las escuchaba en el día, podía reírme del misterio... “¿Por qué era así?”, me
preguntaba a mí mismo.
Bastaba ver la expresión de Peta, que era la de una boba, para que sus cuentos no
impresionasen. Cuando venía a visitarnos, con la única que hacía gesto de charla era
con mi madre, quien —indulgente hasta no más— solía llevarle el amén en todo. Peta
aseveraba ver a los muertos y no tenerles miedo; siempre le ocurría encontrarlos a la
hora de la oración en el crepúsculo. Con rezarles un Padre Nuestro era suficiente para
que siguieran tranquilamente su camino. Y es que a ella, por maldad, le habían untado
los años pretéritos, los párpados con lágrimas de perro; cosa que hacía ver lo invisible.
Porque había que saberse que el único animal que puede ver a las formas ultraterres-
tres, según el testimonio de Peta, era el perro y nosotros, si nuestros párpados eran
mojados con las lágrimas del animal. Al único que no había visto ni quería ver era al
diablo. Por eso andaba con el canto Magnificat en la boca. Nos contaba que su madre,
en los años mozos, era perseguida del demonio. Vivía en espinas la pobre, pues, por
todas partes encontraba las huellas de su perseguidor, que eran como las que dejan
las pisadas del gallo. Consultaba con uno y el otro el modo cómo debía conducirse
para ahuyentarlo, pero con nada lo conseguía. Fue en esas circunstancias que una
extraña viajera le facilitó la copia del Magnificat, recomendándole que lo aprendiera
de memoria. Lo hizo así y desde entonces andaba recitándolo siempre: no más volvió
a ver las infernales huellas que la tenían desasosegada...
—Dicen que como por encanto se le acabó la borrachera al viejo y que del
susto no podía ni hablar... Pero, tragándose la saliva, pudo decir: “Jesús”, y el
diablo reventó... Quedó en el ambiente un hedor insoportable que duró muchos
días...
A pedido insistente mío, Peta me dictó el texto del Cántico. Satisfizo sin hacerse
de rogar, mi gran curiosidad por conocerlo...
Conforme iba escribiendo, me sentía como cautivo de sus frases. Aunque impe-
netrable para mí en su cabal sentido, sin embargo no me era ajena su belleza. Pronto
lo pude repetir a la perfección. Una vez, al escuchármelo mi padre, me ilustró:
Latín! ¡Los curas hablan latín! El eco de sus palabras había descendido hasta
el fondo de mi corazón y despertado algo que parecía dormir: mi deseo de ser fraile.
Deseo que no se había extinguido, pero que yo prefería acallar por el momento. Aún
no era tiempo de pensar en ello, según me aconsejaban los mayores. Ya llegaría la
hora propicia.
—Hay que principiar por el principio... Primero hay que pensar en estudiar;
después ya vendrá lo que Dios quiera... Además, todavía estás chico...
“En tierra ajena”, repetía suspirando. “In terra aliena”, las palabras me sonaban
con una eufonía íntima, grata. Y no me cansaba de repetirlas, saboreando la dulzura,
sospechando su secreto...
CAPÍTULO XII
—Date un tiempecito para aprenderla bien, pues tienes que quedar lo mejor
posible...
No pude continuar: tenía los ojos velados por las lágrimas. Era el atardecer
y acudí a mi lugar predilecto de esa hora: atrás del horno. Desde allí se veían las
paredes casi derruidas del panteón poblano. Una lengua de la claridad pálida del
sol, se estiraba hasta allí, para dar a las paredes un matiz extraño como un asombro.
Los tapiales, amarillos, tenían un no sé qué paralizado retorcimiento... Se advertía
al verlos asomarse entre los matorrales, como que si se estirasen para prevenirnos de
algo, pero que no podían encontrar las justas palabras para hacerlo. Era, sin duda, que
querían hablar de la muerte...
Quedábame mirando hacia ese mismo punto, en aquellas ocasiones, sin poder
desviar la mirada... La noche me sorprendía con los ojos fijos en el cementerio, donde
dormían mi hermanita y Antonio. Solo cuando aparecía magnífico el lucero de la
tarde, mis ojos y mi atención se volvían al hastío vespertino...
Aquel día fue igual, sino que con más intensidad que nunca recordé a los caros
difuntos: mi hermana y mi condiscípulo. Hubo instante en que me figuré que habían
salido de sus sepulcros y se habían puesto a jugar a la postrimera claridad del sol. Los
vi como cuando vivían, dichosos con un canje de yerbecillas o de flores menudas, de
carretes y figuras, en fin, sumidos en los infantiles entretenimientos de esta vida y de
este pueblo...
Pero no... No podía ser así. Ambos estaban más lejos, muy alto, allá en el cielo...
Y había que proponerse ir en su busca. ¿Cómo? Ya mamá lo había dicho: siendo
buenos, pero buenos de verdad. De nada más se urgía.
En cambio el otro cementerio era una casa grande, con un tejado rojo que se
advertía aun a la distancia. Parecía haber más calor amigo allí, e inspiraba menos el
sentimiento oscuro de la muerte. Tenía un lujo que jamás habría en el nuestro: nichos,
lápidas, cruces labradas... Sobre las tumbas del nuestro, solo en algunas habían toscas
cruces, entre rosales y enredaderas silvestres, y nada más...
192 Luis Valle goicochea
Volví a la realidad. Miré a mi alrededor. Los perfiles de las cosas se iban borrando
poco a poco. Recordé que allí, atrás del horno, corría el aya a situarse, cuando doblaban
las campanas anunciando los entierros. Sin despegar los ojos del cortejo lo seguía por
el camino que aún asciende al camposanto, mientras se enjugaba las lágrimas con las
orillas de la falda vueluda. Así acompañó cuántos sepelios, con todo el corazón. Allí
acudía a despedir a los que se iban para no volver. Muchas veces estuve yo a su lado
y miré, siguiendo la dirección triste de sus ojos... ¡Quién sabe si era una manera de
familiarizarse con la muerte!
Así fue: en un caballo que era una calamidad andante, hizo su aparición en el
pueblo nuestro hombre. Descendió de su cabalgadura frente a la casa y fue recibido
como siempre, con muestras de cariño. Declaró, antes que todo, venía a recoger el oro
que tenía contratado con algunos de los pequeños mineros del lugar. Una vez que fue
conducido a la sala, allí, de uno de los lados de la alforja sacó el aparato.
—Casi me ha roto la alforja este cajoncito —dijo con su voz de niño engreído y
con un gesto de tetelememe. Añadió—: Apenas pudo caber. Solo tas con tas pudo entrar.
cocina, en un pequeño corrillo tía Iludia estaba pontificando. La buena señora ¡qué
iba a perder la oportunidad y quedarse en silencio! Hablaba y hablaba, sosteniendo
que dentro del cajoncito del aparato había una garganta humana. Los que la escu-
chaban la oían asombrados. Mi padre acertó a pasar cerca del grupo y pudo oírla. Se
alejó sin detenerse, murmurando:
Don “José en ayunas”, por su parte, sin pérdida de tiempo acabó de completar
sus correrías y al punto se dispuso a volver a su pueblo aquel mismo día. Y cuando
emprendía el regreso, ocurrióle un pintoresco incidente. Jocoso para los demás,
pero no para él, para quien asumía toda la magnitud de una desgracia... Resulta que
saliendo del pueblo, en un paraje por donde el camino iba al borde del abismo, su
avaricia no pudo contenerse y sin desmontarse quiso ver una vez más el oro en pasta
que acababa de recoger. Se entretenía en ello, teniéndolo en la extendida palma de
la mano, cuando el jamelgo que montaba, contra su costumbre, dio un recio corcovo
arrojando al jinete y dispersando las bolitas de oro de su esforzada cosecha. Don José,
presto como el rayo se levantó a buscar y recobrarlas, pero para mal de sus culpas,
apenas si logró rescatar una mínima parte del deshecho tesoro. El resto, de seguro,
había rodado al río o extraviándose para siempre entre los matorrales. Casi llorando
volvió al pueblo a contar su desdicha. Pero tuvo que resignarse y seguir viaje, pues
la cosa no tenía remedio. Al conocer el percance en todos sus detalles, las gentes
murmuraban unánimemente:
Con una buena voluntad parlera todos fuimos puntuales a la cita la mañana
de aquel domingo. Mis hermanos ayudaron a cargar la ruma de diarios que era mi
contribución, y cuando llegamos a la escuela, ya los otros compañeros aguardaban con
su olla de engrudo.
No era necesario que ella nos instase a hacerlo prolijamente. Cada cual se
desempeñaba con eficiencia y entusiasmo.
Era el mediodía ya, cuando la labor quedó terminada, barrido el piso y las cosas
en su correspondiente lugar.
Ellos, esta vez volvían tristes y mudos... Los incorregibles parleros iban en hondo
mutismo por el camino que avanza entre sembríos tiernos y que estaba ya orlado de
las flores típicas de la Navidad, pues estábamos en vísperas de la fiesta.
partes, casualmente venía tras él. La llamó por su nombre y la perra pintada empezó
a dar saltos y a ladrar de pura alegría.
—He tenido que engañarla para poder quitarle su cría —nos explicó don
Edilberto—. Pero aún le quedan tres: no ha de extrañar al que le falta...
Sin despedirnos del carpintero, como una exhalación, volamos a casa: queríamos
conocer al nuevo habitante. Al entrar en la sala, encontramos que el aya lo tenía en el
regazo y le daba de comer. Cuando nos vio suspendió su ocupación y levantando el
perrito nos lo mostró diciendo:
Me llevó a la sala. Allí ¡oh sorpresa! estaba la señorita profesora, sentada al lado
de mi madre. Delante de todos ellos, trepado en una silla, y accionando las manos e
insinuando gestos requeridos, les repetí de paporreta los versos aprendidos. La visi-
tante y mis padres quedaron complacidos. Ella se levantó y antes de irse me hizo una
recomendación:
—Te portarás con serenidad. Cuidado con soltar lagrimitas. Los hombres no lloran.
Bien sabía la maestra lo difícil que ello iba a ser. El instante en que había de recitar
—lo presentía— iba a resultar de los álgidos de mi vida y siendo yo un emotivo peligroso,
el resultado era de temer. Por su parte, mis padres que reclamaron no ya serenidad, sino
valor. Al decírmelo, advertí en la voz de ambos un estremecimiento contenido.
***
196 Luis Valle goicochea
Pronto, cada cual estuvo en su sitio. No tardaron de llegar algunos vecinos y por
último los miembros del jurado. La maestra los condujo a sus respectivos asientos y
ella se instaló al lado de ellos. Después de pedirles su venia, tocó el timbre: iban a
comenzar las pruebas.
Los pequeños, los más pequeños, fueron desfilando ante la mesa, felizmente sin
novedad. Esto pareció darnos aliento a los más grandecitos. Después de la inevitable
interrupción para el almuerzo, los examinadores reanudaron su tarea por la tarde.
A nosotros, los mayores, nos correspondió presentarnos ya casi al anochecer. Fue
menester encender una lámpara...
A cada compañero que salía, a los que aún quedábamos nos latía el corazón con
más violencia cada vez. Temblando, seguíamos el hilo de las preguntas y respuestas y
respirábamos al fin, al término feliz de los interrogatorios.
Yo fui el último: mi prueba fue brillante. Cuando terminé, apenas pude volver al
asiento y ya allí me desplomé. Mis padres que estaban presentes recibían parabienes:
lo advertía como entre nubes. Una ofuscación extraña me hacía girar la cabeza.
me pidió que desde ese momento aprendiera a ser hombre... Mi padre la interrumpió
afectuosamente:
—No te aflijas, hija... No le hables así, que aún no es tiempo... Vamos a comer
que tengo hambre.
¿Qué era eso? Algo ha terminado... Luchaba por precisarlo, por designar ese
“algo” con acierto, y solo conseguía acercarme a la expresión intentada con la figura
metafórica que me brindaba un objeto amado y perdido... Bien sabía yo, o más que
lo sabía, lo presentía, que una etapa de mi vida llegaba a su fin... Advertía su infinita
belleza, ahora que se alejaba... El amor purísimo que la colmaba toda, aparecía en
sus postrimerías con el silencioso recogimiento, como la muda tristeza de un crepús-
culo sin luchas... Un cansancio amargo me iba venciendo, segura y lentamente... Me
dormí oyendo que el murmullo de sus voces llegaba a mis oídos, como eco de otros
mundos...
La mañana fue muy animada en la casa. Todos nos afanábamos por disponerla
lo mejor posible, pues por la tarde serían nuestros huéspedes, además de la maestra y
los jurados, todos los niños de la escuela fiscal. Mis padres, mis hermanos, el aya, no
se daban punto de reposo. Juzgó prudente mi padre el recomendarme que sería mejor
dejar de ayudarlos y repasar mi declamación. Le obedecí. Busqué la soledad de su
escritorio para ello. Ya en ese refugio traté de hacer un nuevo ensayo, pero fue inútil...
El corazón me oprimía y mis ojos se paseaban entre los montones de revistas y perió-
dicos allí almacenados, por los libros que ocupaban burdos estantes, por la colección
de trozos de mineral que mi padre allí guardaba... Mas, no tenía la tentación de otras
veces de desatar los paquetes, de husmearlo todo... Permanecía inmóvil, trabajando
el ánima en prematuras angustias y en tempranas imaginaciones acerbas... Al fin
me llamaron a almorzar. Me sentía incómodo entre los míos, sin apetito, caritriste,
teniendo que soportar su solícito interés que a cada paso me preguntaba por la causa
de mi apagamiento. Fue la sesión de esa mañana, una sesión larga y tremenda para
mí...
198 Luis Valle goicochea
tartamudeando. Fue breve. Nos pidió a los que nos íbamos para no volver que no la
olvidáramos y que fuéramos buenos siempre; de los otros chicuelos se despidió hasta
el año próximo y acabó lamentando dos ausencias: la de Bertila, peregrina de lejanas
tierras a esa hora y la de Antonio, de quien dijo:
—No pudo esperar que acabaran las clases porque lo llamaron del cielo...
Don Eulogio se incorporó de nuevo, esta vez para leer la nómina de los premiados.
Los chicos favorecidos fueron desfilando ante el presidente conforme iban oyendo
sus nombres y recibían de sus manos cajas de compases, libros, lápices de colores,
etc. Yo fui el último y me correspondió un pequeño tomo inolvidable. Los otros
compañeros nos miraban con fraternal simpatía, sin envidiar nuestros galardones.
La maestra que ya serenada, ayudó a alcanzar los premios con una mirada me indicó
que saliera. Durante el trayecto de mi lugar al centro del salón miré hacia fuera. La
luz vesperal, macilenta, era el signo del instante. Me sacudía un frío extraño hasta
hacerme castañetear los dientes y mi paso era inseguro. A costa de un sobrehumano
esfuerzo pude llegar al sitio señalado de antemano. Sentía sobre mí, como un peso,
las miradas de todos. Me costaba mucho el hacerme violencia: había en mi pecho
como la víspera de un estallido. Tenía la boca seca y se me trababa la lengua. De
pronto oí un “¡ya!” apenas musitado. Era la maestra que me daba ánimos. Desplegué
los cruzados brazos y empecé: “Cual recorre la nave su camino...”
—Cálmate, ya va a pasar...
***
200 Luis Valle goicochea
La casa era un hormiguero. Mis padres habían querido reunir aquella tarde a mis
compañeros de escuela, en una tertulia amable de despedida. Toda la vajilla familiar
salió a relucir. La tetera de loza y decorada de las grandes ocasiones vació muchas
veces su contenido en pocillos innumerables. Los azafates colmados de delicados
dulces giraban sin descanso. Había en todos una alegría bulliciosa. Por un momento
olvidé que el desbande se acercaba. Acaso para muchos era aquella la última reunión
que nos congregaba... Naturalmente que el gramófono la amenizó, funcionando sin
descanso.
Mientras mis hermanos menores ayudaban a los mayores a poner las cosas en
orden, yo me deslicé atrás del horno: quería ver el lucero de la tarde. Ya allí, me eché
a llorar... El astro luminoso corría a ocultarse... Era para mí como un aviso que me
repetía que todo pasa: me lo decía con su llama agitada que pronto sería tragada por
las sombras... Me embargaba un presentimiento acerbo, un miedo vago a lo que tenía
que venir y vendría. Lloraba y lloraba sin descanso. Mi soledad se poblaba de angus-
tias y yo me sentía sin fuerzas ante un cuadro de terca incertidumbre...
Juan se escarbaba los dientes con un palito de escoba. Mi madre le reprochó con
toda su ternura:
De la cocina llegaba un murmullo y allá fui. Era tía Iludia quien hablaba. Hacía
el relato fantástico de la “cumbre que habla”. Se refería a una de las altísimas montañas
que podían distinguirse desde el pueblo hacia el norte. Esa montaña levantaba su
Los zapatos de CordobÁn 201
mole, junto a la laguna de Pías, de la que se contaba que esconde un pueblo que olvidó
a Dios y en castigo quedó sumergido... Cuando ocurrió la tragedia se escucharon
misteriosas voces en el cerro. A través de los años, en ciertas épocas, se renovaban los
clamores. Se lo oí relatar a tía Iludia.
—El cielo está todo estrellas. Creo que ha comenzado el “Veranillo del Niño”...
CAPÍTULO XIII
Después de almorzar, mientras mis hermanos ayudados del aya quedaban levan-
tando el Nacimiento en un rincón de la sala, mis padres y yo nos fuimos camino de
“La Quinta”.
Era la suya una mano recia y ancha, que empero estrechaba con delicadeza.
—Pasaremos, pues señores —nos invitó. Le seguimos a través del patio florido
hasta el corredor. Nos sentamos en firmes bancos trabajados por él mismo, según nos
lo declaró.
Mis ojos no se cansaban de ver la venerable figura del anciano. Varonil talante
el suyo, que pregonaba una auténtica fortaleza que no decía aún, a pesar de los años.
Los ojos pequeños y vivaces, centinelas de una nariz que se corvaba violentamente
sobre los labios apretados por un rictus doliente. Sin embargo, esos labios a veces se
entreabrían sonriendo, para dejar ver una dentadura de roedor, menuda y afilada. El
ademán era apacible y todo él, el anciano párroco, con su blanca cabeza erguida y su
porte marcial, era la figura gentil que reclamaba un marco de leyenda. Conversaba
con mis padres de mil cosas diversas y el coloquio se prolongaba, sin que me fuera
dado el preguntar. Tuve, pues, que estarme callado y renunciar por el momento a la
charla con el señor cura.
Después de beber una taza de café fragante y de saborear unos rojos plátanos,
emprendimos el regreso. Desde el patio de su casa, el buen anciano nos siguió largo
rato con la mirada. Él quedaba allí, en “La Quinta”, al calor de una casita acoge-
dora, entre los árboles. Todos los terrenos de cultivo circundantes, aparecían verdes.
Los regaba el agua blanca que fluía de un puquial. Pero nada como la huerta había
Los zapatos de CordobÁn 203
llamado más mi atención. Allí, la plácida obesidad de los repollos, las crispadas hojas
de la cebolla, las delgadas ramas del culantro, las matitas macolladas del toronjil; en
fin, que nada faltaba de lo que debe haber en una buena huerta casera...
Envidiaba la vida mansa del párroco en aquel rincón del mundo. Por su sabi-
duría, recogida en el Seminario y en la vida, se me figuraba que era un iniciado en
inefables maravillas. Su aureola de Ministro del Señor le daba un prestigio único, lo
ponía sobre todas las cosas. Y le veía transformado de hombre en personaje extrate-
rreno, que podía conversar mejor que nosotros, los demás mortales, con el Dios de las
alturas... Se me antojaba forma de un mundo que por entonces se me negaba, pero al
que esperaba asomarme un día...
Como ya estaba listo el Nacimiento, el mismo señor cura quiso colocar la efigie.
Como lo quiso, lo hizo, dejándola entre San José y la Virgen.
—Cuántas veces habré ocupado este asiento —dijo como proyectándose a un preté-
rito remoto—. Figúrese usted, niño, que yo visito la casa desde la época de su bisabuela.
¡Vaya si tengo mis añitos! Que no los represente o no los quiera contar... es otro cantar...
Prosiguió un diálogo que fue elevándose desde las cosas triviales hasta los
dos asuntos de mi inquietud: el próximo viaje y mi deseo de hacerme franciscano.
Encontró mi confidente muy oportuno el primero. Era necesario progresar, aseveró,
y no hay cosa mejor para ello que conocer otras tierras. Aproveché para preguntarle
si sabía algo del río que se pasa siete veces. Quedó mudo un rato y luego, sonriendo
maliciosamente, me espetó esta respuesta:
—Pues debe ser un río cualquiera, que se pasa siete veces... No sé si tendrá
puente o habrá que vadearlo. El que yo paso para ir a la casa, tiene puente y segura-
mente lo he pasado ya algunos cientos de veces...
efectivamente nada de extraordinario podía tener el río de los siete pasos. El pres-
tigio de leyenda que le dio mi fantasía se iba esfumando lentamente. No esperó el
buen párroco a que me repusiera del soponcio que me causaran sus últimas palabras
y habló para decir:
—El otro asunto, niño, tiene sus bemoles... De eso ¡ni hablar! Es usted muy
chico todavía... Es como quien no se acuesta y ya está pensando en levantarse... Para
eso hay que crecer primero...
No entendí muy bien su argumento, pero de todos modos el señor cura defrau-
dóme de un modo desconsolador. Yo que me aprestaba a contarle todo, sin omitir
detalle; yo que iba a abrirle mi corazón y vaciar a sus ojos mis deseos, me estrellé antes
contra su rotundo parecer...
Me duraba aún el bochorno del fracaso, cuando largo rato después hube de
acompañarle un trecho pues se retiraba. Al estrecharme la mano en señal de despe-
dida, puso un rayo de esperanza en mi descorazonamiento, diciéndome:
—En fin, yo voy a rezar mucho porque el Señor nos ilumine... Conversaré el
asunto con sus padres y nosotros hablaremos después. Adiós.
***
advertía que tenía un sueño alterado, pues suspiraba a cada rato y su faz se contraía.
Podía verlo a la luz de la lámpara que difusamente llegaba a su carita. Mis padres
hablaban bajito. El aya imprudentemente dijo:
—Está sufriendo...
De mala gana Clarita fojeaba las revistas que le alcanzaban para ver si se distraía.
Cuando menos lo pensábamos se llevaba las manos a la cara y se echaba a llorar.
Hacia el mediodía preguntó si el gatito muerto había sido enterrado. Al recibir
respuesta negativa rogó que lo sepultaran cuanto antes y que Juan le trabajara un
ataúd. Cumplimos su voluntad.
Temblé por Otelo. Pero me tranquilizó pensar que su presencia en la casa era
necesaria. Mi misma madre lo había subrayado. El perrito crecía que era un contento
y era un travieso incontenible. No pasaba día sin que dejara de apuntar una avería a
su cuenta. Cuando mi padre se detenía a jugar con los gatitos de Clarita, Otelo venía
como a interponerse y se le prendía de la manga, daba sus primeros ladridos, saltaba.
Solo renunciaba a semejante proceder cuando mi padre le dispensaba su atención
206 Luis Valle goicochea
y sus cariños. Don Edilberto, el carpintero que nos lo regaló, venía a verlo siempre.
Llegaba a la casa diciendo:
—El abuelo viene a ver al nieto. Con el abuelo viene la hija del abuelo o sea
la madre del nieto. El abuelo era él y, efectivamente, tras el buen hombre hacía su
aparición “Chispa”, la mamá de Otelo que se ponía a jugar con nosotros los pequeños.
Como don Edilberto reclamaba la presencia de Otelo, había que sacarlo para que lo
viera. Lo hacíamos con el temor de ocasionar un sufrimiento a la madre, mas, ella
cogía a su vástago cariñosamente, le lamía la cabeza y luego podía irse tranquila.
—Ya no sufre —pensé... Si era posible que “Chispa” se resignara a vivir sin
Otelo, le pregunté al aya, y ella me respondió:
Quedé largo rato rumiando lo que acababa de oír. Me era duro aceptarlo.
“Está sufriendo”, “ya no sufre”, “a todo se resigna uno”. Hice una aplicación:
Clarita estaba sufriendo cuando murió su gatito. Ahora ya no sufre: a todo se resigna
uno. Así era en efecto: Clarita ya no se acordaba del gatito muerto: se había resignado.
Yo mismo ¿no me había conformado ya con la ausencia de mi hermana Clemencia
y la de Antonio?... En ese instante brillaba la verdad tremenda del olvido. El propio
don Edilberto nos contaba que cuando murió su madre estuvo a punto de alocarse.
Desesperadamente se golpeaba la cabeza contra la pared, se revolvía en el suelo, vomi-
taba imprecaciones. Pero de pronto volvió ojos y corazón al cielo y empezó a aliviarse.
Don Edilberto era nuestro asiduo visitante y su presencia recibida con cariño.
Apenas había visto la gran estampa de San Francisco de Asís que los misioneros
regalaron a mi madre, le prometió tallarle un lindo marco. Demoró en cumplir su
oferta, pero cumplió. Aquella mañana, pues, provisto de sus herramientas, colocaba
Los zapatos de CordobÁn 207
Te quedas, Niñito,
en tu Nacimiento,
yo me voy al frío
y al rigor del viento.
¡Versos y música tenían un acento dolido que despertó una entrañable reso-
nancia en mi espíritu. Se me grabaron en la memoria y el corazón y durante el día
andaba entonando la copla a media voz. Y tenía fijas en mis retinas las figuras de las
pastorcillas, de fachas desgarbadas, pero ellas sanas de espíritu, con sus ruecas y sus
sombreros, en donde mal habían simulado la escarcha con grumos de algodón escar-
menado. Muchas eran de puntos lejanos y habían venido a cumplir una promesa.
Mozas impúberes todas, en sus ojos brillaba la inocencia. ¡Felices ellas cuyo exterior
candoroso pregonaba un interior apacible, sin urgencias mezquinas! ¡Cuántas de ellas
serían pastoras de verdad y aquella noche venturosa habían venido, descuidando un
punto su penosa tarea...! Mi imaginación las puso en el predio de sus pasos: la puna
altísima y desolada, bajo el golpe de furiosos aguaceros, o bajo la incesante lluvia de
la escarcha, en el frío o al rigor del sol, felices siempre, dueños de claras ilusiones,
sin la contaminación odiosa de otros horizontes, pegados a lo suyo, tras su hato de
ganado siempre... En una palabra, bienhalladas a pesar de su dura vida, en medio de
su soledad y su inocencia... Y tuve una inmensa simpatía por sus afanes y bendije
sus destinos, limpios. Recordé por oposición unos versos que a veces oía recitar a mi
padre y que terminaban así:
208 Luis Valle goicochea
La Navidad con su fiesta quemó los entusiasmos, hasta en sus reservas. Quedó
una estela de lejanía, de desánimo por todas partes: una languidez que hacía pensar
en la agonía del año, en aquellos postreros días de diciembre...
Se reanudaron las lluvias, más furiosas que nunca. Cada mañana el pueblo
amanecía cubierto por la niebla. Se nos negaba, pues, la visión del horizonte. Había
que permanecer en casa, porque la amenaza de lluvia era constante. Nunca olvidaré
las tardes inacabables de aquellos días. Caía casi siempre una tempestad acompa-
ñada de truenos y relámpagos que remecían las puertas y ventanas. Luego solo se
oía —acallada la tempestad— el escurrir de los tejados, mezclado al croar de los sapos
y a la estridencia de los grillos. Era el son metálico de un ritmo fijo, exasperante... A
ratos tenía que taparme los oídos.
CAPÍTULO XIV
Al mediar la tarde de aquel último día de diciembre llegó el tan esperado visi-
tante. Montaba un arrogante caballo de paso, de la cría de su hacienda. Le precedía su
fiel criado Ramoncito, ceremonioso y pulido como un cortesano. Adulando se había
ganado la voluntad del amo, a cambio de la ojeriza de los demás.
Desde temprano, mi hermana mayor dispuso la mesa para la cena. Con largas
trepadoras cogidas en el campo, cuajadas de preciosas florcillas entretejió vistosas
guirnaldas, las que colgó por todas partes. En la mesa bordó con otras flores los
210 Luis Valle goicochea
guarismos del año que llegaba. Era muy hábil en estos manejos y hubo de oír un
cumplido elogio de mi padrino por ello.
Faltando pocos minutos para las doce de la noche, todos pasamos a sentarnos al
comedor. Frente a cada asiento estaban dispuestos los vasos de agua a medio llenar,
los que nos habían de servir para cumplir una curiosa costumbre lugareña. Efectiva-
mente, cuando cada cual ocupó su sitio, al sonar las doce y aún antes de cumplir con
el desearse buen año, apareció el aya con un canastillo de huevos. Los golpeaba en el
filo de la mesa y vaciaba su contenido en las manos de cada uno de los circunstantes,
dispuestas en cuenco sobre el vaso. Luego, cada uno dejaba caer de golpe la clara y
yema que había recibido, en el agua, al ocurrir lo cual tomaban las más caprichosas
formas. Venía después la interpretación de esas figuras: si tenían apariencia de barco
o ave, presagiaban viaje; si de cruz, muerte, etc. Era más que nada un inocente entre-
tenimiento, un pasatiempo sin trascendencia...
—Veo un gran caballo... y es alazán... ¡Ah! No; no es caballo, es una yegua... Esto
anuncia viaje... Quiere decir que esa es la yegua que yo voy a dar para el viaje de mi
ahijado a la costa... Señores: lo he adivinado todo... ja, ja, ja.
La broma fue recibida con frescas carcajadas por la reunión. Mi padre dirigién-
dose a él le propuso:
—Vamos muchacho —dijo animoso—. Hay que ser guapo. Te irás y a la vuelta
de unos años serás el doctor... ja, ja, ja.
Y se levantó para despedirse. Era la madrugada. Hubo nuevos votos por un año
próspero. Mi padre, por su parte, le deseó además, buen sueño.
Una vez que mi padrino regresó a su hacienda, el mismo día de Año Nuevo, mi
padre me llevó consigo a pasear.
—Quiero que te distraigas —me dijo—. No estés triste. La congoja mata, dice
el refrán. Un niño como tú ¿por qué? ¿Ha de andar cariacontecido? Todas las tardes,
si no llueve, saldremos a paseo. ¡Ah!, a propósito, tu padrino quiere que vayas a hacerle
compañía por unos días... La otra semana va a mandar por ti... Eso te hará mucho
bien...
Entretanto, nos dirigíamos a “El Alto”, parte culminante del camino a Parcoy,
pueblo vecino y desde donde podía verse la población. Mi padre iba contándome
amenas cosas de su niñez y de su juventud. Me pintaba con vivas palabras la atracción
de la ciudad. Hablábamos del colegio donde él acabó sus estudios y cuyos claustros
me esperaban. Salpicaba la charla de sabrosas anécdotas, repetía nombres, tarareaba
músicas que allá lejos había aprendido. De pronto yo le interrumpí para pedirle que
me contara cómo vino a dar en el pueblo. La historia que sobre el particular me
hiciera Adrianzén era bastante difusa. Calló bruscamente y llevándose una mano
a la barbilla quedóse mirando vagamente hacia el río. No sospeché el efecto de mi
pregunta, que si no, no la hubiera disparado...
—Vámonos, papacito...
En la casa nos esperaba una nueva: se iba a revivir la vieja costumbre tradi-
cional de representar la huida a Egipto. Mi hermano Juan había sido el escogido para
212 Luis Valle goicochea
caracterizar a San José, nuestra prima Práxedes, a la Virgen, y yo para hacer del ángel
guiador. Salté de gozo con la noticia. Asalté a mi hermana mayor para acribillarla a
preguntas con referencia a lo que me tocaba hacer. Supe por ella que me adosarían
unas doradas alas de cartón a los hombros y que llevaría una corona en las sienes.
Todo lo demás que tenía que hacer era preceder a la asnilla de la Virgen, halando del
cabestro.
Pasada la fiesta mi madre insinuó que era necesario que me arreglasen el corte,
haciendo desaparecer la corona. Me negué rotundamente a ello. ¡Fácilmente no
renunciaría a una conquista que me había costado tan dilatada espera!
—Si es otro...
Los zapatos de CordobÁn 213
Pero —¡cuándo no!— un día de esos tía Iludia, habló para dar la contra:
—Vamos a ver cuánto dura esa formalidad. ¡Si el mocito es un rehilete! Ya verán
cómo se suelta.
No cuidó, por cierto, de que yo no la oyera. Sus palabras me cayeron como una
bomba. Empezó a vacilar mi seguridad de antes y algo me dijo que nunca puede uno
librarse de la tristeza... Volvía mi desasosiego. Tía Iludia podía apuntarse un triunfo...
Los días que siguieron fueron de constante lluvia y de neblina. Frente a los libros
abiertos pasaba largas horas inmóvil y pensativo. La niebla cegaba el horizonte. Me
daba la impresión de que hacía aún algo más; que estrechaba el cerco alrededor de la
casa, impulsada por un designio que yo no me atrevía a decir si era de protección o
de amenaza... Y la exasperante música de los grillos y de los sapos, para mi mal, no
cesaba un instante...
***
Correspondían a la distribución periódica que desde años atrás hacían las casas
fabricadores de píldoras y jabones. Mi hermana, con paciente cuidado, los había ido
reuniendo y los cuidaba siempre de nuestras manos temibles. Por último nos hizo
ver sus almanaques y unas historietas en colores, que eran largas fajas plegadizas.
Tengo muy presente una que me hizo embeberme en un dulce ensueño. Hacía la
propaganda de cierto jabón. El protagonista era un niño que mientras tomaba un
baño —con jabón de esa marca desde luego— al influjo acariciador del agua y debido
a la excelencia de la pastilla, se siente como envuelto en una inmensa delicia y se
queda dormido. Y sueña que en una pompa es elevado sobre la tierra, muy, pero
muy alto, tanto que puede conversar con los astros, los que aparecían dibujados con
ojos, nariz y boca. En su frágil embarcación iba bogando por el azul, predicando la
buena calidad del jabón, cuando en eso, un rayo de sol hiere el globo de espuma que
lo sustenta y el viajero cae... Despierta en ese momento y al encontrarse en la tina y
aspirar el aroma del jabón; no resiste a la tentación y resuelve prolongar el baño... Esa
era toda la historia fantástica. Mas, yo no admitía como quimera, sino que pensaba
en la posibilidad de un viaje celeste como el descrito en la historieta de marras... ¡Qué
maravilloso debía ser conversar con los astros, llegar a la Luna!
Recordé que en la casa había oído hablar del Halley, famoso cometa. En las
conversaciones se le nombraba así, familiarmente: el Halley. Sabía yo que hacía su
aparición muy de tarde en tarde y que quien lo vio una vez no debía alentar la espe-
ranza de verlo de nuevo, pues el promedio de la vida resultaba corto para eso. Al aya
le oí repetir:
—No hay nada más que ver. He cumplido mi palabra. Y ahora quiero que me
acompañen a una cosa: traer un gajito de rosa mosqueta. ¡A ver si prende!
En la salida del camino a Llacuabamba abría sus brazos una cruz, al pie de la
cual creció el arbusto conocido con ese nombre. Era el único ejemplar en mucha
distancia a la redonda. Se contaba que jamás habían logrado vivir los acodos que se
le arrancaron para ser plantados en otras partes. Era de extrañar cómo podía crecer
el rosal en la intemperie, porque sabíamos que era planta muy delicada. Sus flores
eran menuditas y fragantes cual ninguna y solo se daban en mayo. Mi hermana, pues,
quería probar lo que me decía. Sin hacernos esperar la seguimos hasta allí donde el
arbusto crecía. Ella, provista de unas tijeras y temblando, cortó una ramita. El arbolito
estaba cubierto de hojas finas y en su retorcido tronco habían lunares que semejaban
ojos llenos de pavor, inmóviles. Me estremecí al advertirlo. Tuve la sensación de que
lo habíamos lastimado mucho... La desgarrada corteza colgaba del sitio de donde fue
arrancada la rama y rezumaba unas gotas amarillas...
Pensé que no debiéramos haber hecho eso. ¿Para qué? Era un cruel ensayo el
que pretendía mi hermana, a costa del sufrimiento de la planta. Clavado el gajo en
la huerta, en tierra escogida y a pesar de los cuidados extremos que le prodigamos,
se secó sin retoñar. El suceso me llevó por caminos de imaginaciones sombrías, de
presagios, de pálida esotería. Y luchaba por olvidarlo. Algo había, en medio de su
intrascendencia, que me inquietaba y yo no podía explicar...
Punto por punto precisé la historia del árbol de la pena, que yo había escuchado
en una ocasión inolvidable. El árbol de la pena no retoña, es único. Yergue su fina
silueta allá lejos, en la montaña. Iban en su busca los enfermos de pena, aquellos a
quienes los curiosos —médicos mitad hechiceros y la otra mitad curanderos— habían
desahuciado. Los que, descontada una lesión orgánica o cualquier otra dolencia
posible o precisable, seguían enfermos y solo tenían para su mal inexplicable el vago
diagnóstico de “mal de la pena”. Para conseguir su curación habían de peregrinar
por ásperos caminos, cruzar ríos, ascender cumbres y una vez alcanzada la región
216 Luis Valle goicochea
montañosa, buscar y buscar sin descanso el árbol. La señal única, la clave para saber
cuál era entre tantos, la daba el sol al ocultarse. Era el árbol que en el instante del
tramonto se ponía rojo y sus frondas semejaban llamaradas. Conocido ya, había que
esperar la noche y entonces, mientras se le decían palabras cariñosas, se le arrancaba
un jirón de corteza. Y después había que alejarse al instante, estrechando el frag-
mento del árbol contra el pecho... Así, como muchos consiguieron encontrarlo, otros
hubieron de regresar decepcionados y dejarse morir. Y el árbol de la pena al contacto
de las manos que le arrancaban un fragmento, empezaba a secarse para no retoñar...
Yo encontraba una relación íntima entre el secreto del rosal y la leyenda del
árbol de la pena. Aquél defendía su existencia única y retiraba de los gajos que le eran
arrebatados, toda posibilidad de vida... ¡Sabe Dios qué secreto aparejaba su angustia!
El árbol de la pena, no; al contrario, entregaba en una rama la clave de su propia vida,
sacrificándose por darla a otros... Conducta opuesta de uno y otro, es cierto, pero
reveladora de una escondida humanidad que los hermanaba. No importa que uno
fuera el egoísmo y el otro la ternura altruista. Vivían y sentían: eso era la esencia para
mí.
***
Y saltando por encima del mismo hueco por donde apareció la araña, me enseñó
el camino. Yo le seguí sin vacilar. El repelente animal pareció crisparse, amenazante.
Ya mi hermano había cogido una enorme piedra y con ella en la mano se acercaba al
hueco. Rápido como el rayo lo tapó, dejando prisionera al arácnido. Luego me envió
Los zapatos de CordobÁn 217
a buscar un pomo ancho. Corría a traérselo, sin preguntarle siquiera qué era lo que
pensaba hacer. Al volver, al instante me pidió que le ayudase a atrapar a la alimaña.
Temblaba yo como un azogado, pero, haciendo de tripas corazón, atendía a todo lo
que me iba indicando. No sé cómo la araña de repente quedó encerrada en el pomo,
cuya ancha boca cubría la piedra a guisa de lápida. Yo aún no salía del susto. Juan se
quedó mirándome, satisfecho de su hazaña, y me dijo:
—Estás pálido.
Cuando llegamos a la casa con nuestra prisionera, el alboroto que se produjo fue
mayúsculo. Mi padre riñó amistosamente a Juan.
—Te has expuesto —le dijo—. Podía haber sido ponzoñosa —Y enseguida se
fue a preparar una solución en que se pudiera conservar la presa. Juan se lo había
pedido. El escándalo mayor lo armaba tía Iludia.
—Calla tú, mozo atrevido —contestóle ella al punto, hecha una furia y haciendo
ademán de buscar un instrumento de castigo. Juan se alejó mirándola desdeñosa-
mente. Un rato después oí que mi padre conversaba con mi madre y decía: “Este mi
hijo es de armas tomar”.
La hora del crepúsculo vespertino se insinuaba con una dulzura inocente, pero
conforme avanzaban las sombras y se precisaba un ambiente de penumbra, todo
cobraba un perfil de misterio y sobresalto. Ese era el intervalo indeciso entre el día
y la noche, que los nativos designaban como la “hora de la oración” porque coincidía
con el llamado a la plegaria que se hacía en la torre... Era la hora en que la leyenda
y el enigma poblaban los caminos de fantasmas y en las almas surgía una tristeza
218 Luis Valle goicochea
intranquila. Yo temía la llegada de esa hora que parecía asfixiarme. Presto al pánico
y mirando a todas partes solo aguardaba que pasara y nunca más que entonces, me
parecía lento su paso... Veía a mi padre afanarse en cebar la lámpara y ello me daba
un rayo de esperanza. Prefería la noche franca, aunque caliginosa, mil veces, que no
esa hora de tránsito, de incertidumbre... En muchas ocasiones oía a los perros que a
esa hora precisamente, empezaban a aullar, despertando escondidos agüeros inquie-
tantes... Pero hubiera preferido oírlos una noche entera y no en ese espacio de tiempo
innominable... Mis padres, mis hermanos, y el aya parecían sufrir también su funesto
influjo. Se ponían taciturnos y a veces de mal humor. Mi padre se apresuraba a darnos
luz, mientras que el aya atizaba nerviosamente la lumbre arrimada al fogón, como
buscando amparo junto al fuego. El silencio que a esa hora pesaba sobre el pueblo,
estaba cargado de pálpitos sombríos, de secretos torcedores, de no sé qué alaridos,
pávidos, a duras penas sofocados. Se llevaba uno, instintivamente, las manos al pecho,
sujetando el corazón que quería escapar...
Vi al señor cura que en medio de las sombras vagas del atardecer se alejaba, seguro
de sí mismo, sin miedo a nada; como que era Ministro del Señor, inmune de maléficas
influencias... Antes, al contrario, con el poder suficiente para destruirlas o conjurarlas...
Y pensé, pensé una vez más, en el llamado que yo había oído en el fondo de mi
corazón para hacerme franciscano. Y soñé por un momento en mi anhelo confirmado
por el cielo y coronado por el tiempo. Me vi en un estado distinto, ungido por un
milagro que me elevaba sobre las demás criaturas de la tierra. Me vi reproducido en
la figura cordial y augusta de nuestro buen párroco, al cabo de los años...
Caían por tierra los afanes de aventura, las ilusiones de imposible y después
de un gran vuelo sobre mi vida, descendía a mi corazón una paz restañante, que era
sombra y tibieza, ternura y amor... El árbol que no retoña de la áurea leyenda, cobraba
para mí, el nuevo valor de un signo distinto. Del signo que presidía la rotación indete-
nible de los sucesos y las cosas que pasan para no volver. Me hablaba de la dramática
fugacidad de todo lo humano y del tiempo que se vuelve pavesas, de la fragilidad de
los más atrevidos ensueños de heroísmo y de gloria. Aprehendía en toda su magnitud
esta verdad irrefragable, que me hacía volver la mirada hacia el luminoso camino que
acaso me esperaba: el de la vida religiosa, todo humildad y renunciación...
Los zapatos de CordobÁn 219
CAPÍTULO XV
—Yo conocí a una señora que se llama Espíritu Vela —contaba tía Iludia en la
cocina.
—Anda mentiroso —le replicó tía Iludia—. Lo que yo digo sí es verdad. Averí-
gualo si quieres...
El aya habló para decirme que así no era el apellido de la buena señora, vecina
del pueblo. Ella se apellidaba Cruzata, sino que los muchachos, porque la viejecita era
alta y espigada y muy echadita para atrás, la habían bautizada con lo de Cruz Alta,
haciendo referencia a la cruz que preside las procesiones. Me recomendó mucho que
no lo repitiera y me contó cómo por llamar un vecino a una vecina por su apodo,
se originó en el pueblo una pendencia memorable. La historia era así: Para la fiesta
titular solían venir a oír la misa de Nuestra Señora, don Roso Lino y su mujer doña
María Fin, colonos de la hacienda de mi padrino. Pero doña María Fin no se llamaba
así, sino que era la señora María Leocadia Flores. Pues bien, un fiestero embriagado
tuvo la infeliz ocurrencia de llamarla por su mal nombre. Ella le reclamó furiosa.
Don Roso, que lo había oído todo, sintiéndose ofendido, salió a reparar el ultraje.
Tras de uno y otro de los contendores se alinearon otros hombres y en un santiamén se
armó una batalla descomunal, en la que por último hasta las mujeres actuaron... Hubo
heridos y contusos innumerables. Y quedó eterna memoria del suceso. Contándome
los resultados de la broma, el aya me impresionaba para nunca hacer una chanza, ni
menos repetir un apodo.
—Sepa usted, niño, verbigracia, que doña María Polina no es Polina. Pero en
este momento no recuerdo su apellido legítimo —rubricó rascándose la cabeza...
“No será malo —me dije mentalmente— repetir los nombres de las minas”.
Y empecé a trabajar un catálogo de los mismos. Así, en la región existía el socavón
220 Luis Valle goicochea
“Esperanza”, antiguo como la historia del pueblo. Lo designó así un minero deses-
perado, que descubrió en sus entrañas una riquísima veta. “El Delirio” era otra mina,
llamada así porque su denunciante padeció una suerte de alucinación, antes de probar
fortuna en su explotación. “San Francisco” era aquella, cuyo hueco como el vacío ojo de
una calavera se veía en el cerro de enfrente, nombrada así por don Feliciano, devoto del
Patriarca de Asís, del que había recibido la gracia de sacar mucho oro de allí. “Carlos
Bernabé” era la codiciada propiedad que mi padre trabajaba y de ella se contaba una
historia trágica. Un forastero extraño y melancólico, por sus propias manos quiso
arrancarle sus tesoros. Para esto había venido de muy lejos... Se llamaba, casualmente,
Carlos Bernabé. Un día lo vieron entrar en el túnel, pero nadie lo vio salir... No se
encontraron ni huellas del hombre, a pesar de la búsqueda angustiosa que se hizo de su
persona. La mina, desde entonces, era conocida con el apelativo de “Carlos Bernabé”...
Atrás del último monte del sur, erguía su mole otro monte más alto aún, pero no
alcanzábamos a distinguir su cumbre. De oídas nomás conocíamos su existencia. Mi
padre lo mencionaba siempre al hacer referencia a una empresa minera fracasada y al
nombrar la mina que abría su túnel, muy cerca ya de la cúspide de ese monte a una
altura inmensa donde apenas había vegetación y escaseaban los pájaros. El nombre
de “El Gigante”, era el de la mina, el del cerro y el de la empresa fracasada. Mi padre
pasó en aquella altitud, en sus años mozos, una larga temporada de afanes sin frutos.
El paraje solitario, él lo confesaba, invitaba al desconsuelo. Por las mañanas, para
recoger agua, había que romper la capa de hielo que se formaba durante la noche, en
los pocitos del puquial... Era aquel un perfecto rincón abandonado, en plena puna,
hundido en el hueco de una quebrada bravía. Los chicos de Llacuabamba hacían
tristes referencias al lugar. Ni los pastores osaban frecuentarlo. En mi imaginación
se agigantaba el cerro que escondía de seguro un tesoro que nadie, acaso, lograría
conquistar... Porque lo recibió quién sabe por un encantamiento, con la consigna de
no entregarlo a nadie. La fracasada empresa que intentó arrebatárselo, tuvo un fin
desastroso. Los caballeros que la gobernaban, hombres que llegaron atraídos por la
fama de las minas, hubieron de regresar a su procedencia, a lamentar allá su fracaso.
Propiamente el monte aquel no tenía leyenda, pero mi mente alucinada quería asig-
narle una, protagonizada por seres de fábula. Era necesario que la tuviera. Y pregun-
taba yo a porfía, a unos y a otros, por un secreto que no existía.
—Mucho pregunta, niño— decía el aya señalándome con el dedo—. Unas veces
es por el río que se pasa siete veces, otras por el cerro que habla, otras por el árbol
Los zapatos de CordobÁn 221
de la pena. Ojalá que se contentara con lo que uno le dice. ¡No señor! Sino que
porfía preguntando y una ya ni sabe qué responder. Ahora ya le dio por el cerro “El
Gigante”. Quiere que le cuente lo que no sé, lo que no he oído.
Luego me atraía hacia sí para acariciarme. Pero de ningún modo sosegaban sus
palabras la interrogación múltiple que se retorcía en mi espíritu. Monologaba yo,
inquiriendo por el secreto de las cosas, en una tarea que no admitía reposo. ¡Tarea
inquietante y dolorosa, por cierto!
***
abrir las puertas de la casa. Se oyó un chirriar de cerrojos y una vaga claridad llegó al
dormitorio. No tardó mi madre en regresar, para acercarse al lecho de mi padre. Al
pasar ella junto al mío, alargué la mano y pude tocar sus ropas, ligeramente húmedas.
Mi padre le preguntó por el tiempo y ella respondió:
CAPÍTULO XVI
—El delirio es síntoma de la muerte —le había oído decir al aya—. El que delira,
muere...
Se dibujó en la faz de la vieja tía una sonrisa diabólica, ante el silencio del aya,
quien optó por callar, mejor. Las palabras del aya me produjeron, a pesar de todo, una
profunda impresión. No consiguieron desautorizarlas ni el desdén ni la ironía que
tía Iludia puso en su réplica. Y recordé la muerte de Cecilia, madre del mudo Juan,
doméstico engreído de mi madre. Su hija vino a decirnos que se hallaba muy grave y
lo hizo con estas palabras:
—Está ya delirando.
—Se ha quedado como una palomita —señaló alguien de los que la rodeábamos
a esa hora.
¡El delirio! En las tardes cuando solía buscar la sombra apacible de los saúcos
o de los eucaliptos, escuchaba, sumido en beatitud inefable, el rumor de sus hojas. A
veces me parecía que entablaban incomprensibles coloquios entre ellos; que un árbol
hablaba y que otro le respondía. Pero cuando estaba al pie de un árbol solitario cuyas
frondas agitaba el viento, al escuchar su murmullo, me imaginaba que el árbol deli-
raba. Y pensaba yo que acaso los árboles sentían, como los humanos, la proximidad
de la muerte... Pues en un ángulo del corral de la casa crecía un saúco viejo en el que
parecía enroscarse una angustia milenaria. Sus ramas y sus frutos eran raquíticos y
un buen día comenzó a secarse y no retoñó más... Me hizo pensar en el “árbol de
la pena” cuya leyenda conocía. El tiempo había dejado su huella en el saúco, el que
224 Luis Valle goicochea
en la penumbra del atardecer cobraba una humanidad doliente y solo parecía estar
esperando que le fuera asestado el golpe final... Por más que llegaba a acariciarlo el
viento, en sus desnudas ramas no habían hojas en qué vibrar la música del susurro...
Yo lo acompañaba con una mirada piadosa en sus postrimeros días. Su acabamiento
fue dulce, imperceptible... Era como el símbolo de la muerte de tía Tetei que, poco a
poco, sin protesta, fue perdiendo fuerzas hasta quedar en una inmovilidad tranquila.
No angustió las horas finales de su existencia el delirio como en la agonía dramática
de Cecilia... Si deliró fue con formas celestes, en un plano etéreo, dulcísimo...
***
¡El delirio! Aquel don Jesús, minero afortunado estaba aquejado de un trágico
descontento… Cuando se embriagaba, a veces iba por la calle hablando solo, en voz
alta. O también se sentaba en las gradas de la iglesia a monologar y así se pasaba horas
de horas. A veces lograba yo captar algunas frases de su discurso. Las recuerdo aún:
—Virgen de los Dolores, Santa Madre, dame hijos... Uno siquiera... Uno que
sea varoncito. No me des más oro, no... Oro sin hijos, ¿para qué? Solo me sirve para
emborracharme... Perdona, Madre mía, perdóname si hablo mal... Si siquiera supiera
tocar la vihuela... Ay, ay... Esta hora estaría cantando y armando baile en cualquier
parte...
Al anuncio de que el hombre vagaba delirando, suelto por las calles, venía doña
Toribia, su mujer, deshecha en lágrimas, para llevárselo consigo. En el trayecto, mien-
tras él caminaba sosteniéndose apenas en el brazo de ella, la iba enrostrando:
—Tú tienes la culpa, mujer, tú. ¿Por qué no me das un hijo? Tienes las entrañas
como la jalea fría y sin árboles... Ay, ay...
El ebrio pugnaba por tararear aires nativos, pero garganta y labios no le obede-
cían... La boca se le contraía espumajeante, con una mueca horrible. Doña Toribia lo
conducía maternalmente, sin replicarle. Solo a veces se atrevía a decir la infeliz:
***
¡El delirio! También aquel mozo, hijo de doña Rufina la curandera, que se llamaba
José, andaba por las calles delirando. Había enloquecido bruscamente y vagaba riendo
a carcajadas y hablando deshonestidades, pero sin hacer daño a nadie. Un día en que
Los zapatos de CordobÁn 225
***
Pronto estuvieron aparejados los ágiles caballos y sobre ellos saltamos mi madre
y yo, en un día de sol, con destino a la hacienda. A la salida del pueblo se nos unió
el señor cura, quien iba a celebrar los funerales... Era esta la primera vez en mi vida
que cabalgaba para hacer una jornada larga. Mientras las briosas cabalgaduras iban
al paso de trote, recordé que casualmente por el camino que seguíamos, tendría que
226 Luis Valle goicochea
—Es verdad —decía— en la que no queremos pensar como si con ello pudié-
ramos librarnos de su imperio... Para la muerte, señora mía, ni el oro ni el puñal...
De pronto llegó por la puerta abierta, algo así como el eco de un vocerío... El
clamor se fue aclarando y pronto pude darme cuenta de que los colonos cantaban...
Voces varoniles lacerantes se destacaban sobre la garrulería desconcertante de las
mujeres. El corazón me empezó a latir con más fuerza y la sangre subió a mis mejillas.
Mi madre en ese momento reparó en mí y quedó mirándome a los ojos: yo sentía
dilatárseme las pupilas... Muy quedito me dijo:
Frente al ataúd, leyendo en un abultado manual, el anciano cura recitó las preces
finales y se caló un bonete negro, iniciando el cortejo. En hombros de los fieles servi-
dores de la difunta —los que llevaban en el rostro la señal de su dolor— fueron
levantados los restos. Atrás, inmediatamente atrás, íbamos mi padrino, mi madre, yo
y un grupo abigarrado de gentes reverentes. Con lentitud empezó el desfile, a tiempo
que el violín gemía como dando alaridos. En medio del llanto de las mujeres acom-
pañado de ayes, que se multiplicaban con los ecos y en medio del concierto bronco
de las voces masculinas que repetían oraciones rituales, el cortejo hizo el breve reco-
rrido hasta la capilla adscrita a la casa hacienda. Ya allí, el señor cura cumplió con la
bendición de la fosa. El ataúd fue descendido al hoyo profundo, mediante sogas en
228 Luis Valle goicochea
una maniobra cariñosa y dolida... Y haciendo un ruido sordo empezó a caer la tierra...
Pronto el hueco quedó lleno y los peones, terminada su tarea, se apoyaron en sus
palas, rendidos y tristes, gacha la cabeza, en actitud desolada. El viudo se enjugaba las
lágrimas en silencio. Mi madre lo cogió del brazo y lo arrancó de allí. Fuimos lleván-
dolo hasta el salón de la casa. Mi padrino se dejó caer en un asiento y mi madre y yo
nos instalamos frente a él. Transcurrieron unos minutos callados, interminables. Mi
padrino se incorporó y sonándose las anchas narices fluyentes, exclamó:
—Dios lo ha querido así. ¡Valor, compadre, valor! Se debe todavía a sus hijos.
Cumpla usted con ellos... Después, Dios dirá...
Aceptó así la invitación de mi madre y llamó a sus criados para averiguar por sus
hijos pequeñuelos. Ellos habían sido alejados de las dolorosas escenas que acababan
de sucederse y a esa hora eran cuidados en la casa de un servidor que gozaba de la
privanza del padrino.
Empezó a soplar un aire frío y las primeras sombras de la noche caían ya sobre
la tierra. La multitud de campesinos se desbandaba: todos iban taciturnos. Por un
momento los caminos que partían de la casa, desolados siempre, se llenaron de
viajeros... Y todo se iba quedando como vacío... Ramoncito se hizo presente con una
bujía encendida y después de dejarla sobre un mueble, dio las buenas noches y salió...
A la luz exangüe de la vela, la cara de mi padrino me pareció más llena de arrugas,
más congestionada, más trágica. El hablaba a intervalos, respondiendo parcamente a
las interrogaciones de mi madre, agradeciendo su consuelo. Llegaba a mi espíritu la
soledad abrumadora del instante...
La cena de esa noche nos congregó en una reunión que resultó torturadora. Mi
padrino suspiraba a cada instante y le costaba inaudito esfuerzo responder al señor
cura y a mi madre, que pugnaban inútilmente por darle algún alivio. Nos retiramos a
dormir mullendo el paso. Al día siguiente, muy temprano, el buen párroco, luego de
celebrar una misa en sufragio de la difunta, emprendió regreso al pueblo. Mi madre
y yo quedamos aún para hacer compañía al atribulado esposo. Las horas se desli-
zaban, qué lentas... A poco se desencadenó la lluvia. Hacia el mediodía, mi padrino
reclamó a sus hijos. Se los trajeron al punto y las amargas escenas que entonces se
Los zapatos de CordobÁn 229
desarrollaron, nos hicieron llorar. Después del almuerzo, luego de recomendar a los
criados que cuidaran de los niños, nos llevó a la sala y sacó un libro. Era un tomo
de versos de Gabriel y Galán. Buscó entre las páginas y luego comenzó a leer ese
hermoso poema intitulado “El Ama”, que pinta la dicha de una casa mientras el ama
vive y a punto seguido dolorosamente describe su ausencia definitiva con su cortejo
de congojas. En la primera parte de la recitación el timbre de su voz sonaba seguro y
fuerte, pero ya en la segunda empezó a vacilar. Terminó la lectura dando profundos
sollozos y aun repitió versos sueltos:
La estada en la hacienda que antes pudo haber sido para mí de gozosas vaca-
ciones, fue una jornada triste en verdad.
***
Estábamos ya en las postrimerías de enero. Como había perdido tiempo por la visita a
mi padrino y por otras circunstancias, mi hermana mayor juzgó prudente intensificar
las clases de recapitulación que me daba. Recibí la noticia con profundo desagrado.
Quería decir que de allí en adelante no tendría recreos apenas y que había de pasár-
mela frente a la pizarra llena de guarismos, atento a la árida explicación de mi profe-
sora. Me faltaba tiempo para soñar y ahora con la sentencia irrevocable que pesaba
sobre mi cabeza, quedaban más estrechas mis amadas horas de soledad. Tendría que
230 Luis Valle goicochea
verme en apuros para mantener fija la atención de las complicadas fórmulas matemá-
ticas y en el discurso que me llevara a su secreto. Casi, casi era una carga que excedía
a mis fuerzas. Mi hermana que advirtió el mohín que hice al oírle me dio ánimos:
—¡Fíjate! Solo faltan dos meses para tu viaje. Y ¿qué son dos meses? Papá quiere
que vayas bien preparado. Haz un esfuerzo, pues. Todo está en que le tomes gusto al
estudio. Después, todo irá a pedir de boca.
Felizmente en aquellos días aburridos tuve la suerte de resfriarme. Por ello tuve
que permanecer en cama. Me era más soportable este cautiverio que el de la pizarra.
Por lo menos podía dar rienda suelta a mi imaginación y a mi deseo. Rechazaba
cortésmente la compañía que se me quería dar, porque prefería estar a solas, con la
ventana entreabierta, en un delicioso ambiente de penumbra. Tía Iludia venía a cada
rato a interrumpir las fábricas de mi fantasía, con la misma muletilla:
—¿Cómo sigue el romadizo? El romadizo es el mal de los buenos mozos. Ja, ja...
Yo tenía que hacer un esfuerzo por sonreír a sus cumplidos. Después que el
aya me traía el almuerzo, cuyos potajes me obligaba a devorar todos, caía en una
suave languidez que me llevaba fácilmente al sueño de la siesta. El despertar era asaz
Los zapatos de CordobÁn 231
Una de esas tardes en que yo estaba enfermo, la presencia del animal me trajo
una opresión tan grande, que me hizo llorar. Cuando acudió mi madre a verme, alar-
mada preguntó:
Ella llamó al aya y entre ambas resolvieron dar caza al impertinente animal.
Provistas de unas toallas, con las que golpeaban el lugar donde se posaba, estuvieron
corriendo por todo el dormitorio, sin poder atraparla. De pronto el rinrin cesó y el
aya dio un grito de triunfo.
—Me da asco —respondió aquella, quien con la punta del zapato la atrajo hasta
el pie de la cama para que yo la viera. El repelente insecto tenía un vientre azul y unas
alas como de mica turbia. Me volví hacia la pared: su vista me daba náuseas.
qué horror —me dije—, es el tren del Infierno. Yo por nada del mundo lo tomaré...
Debo ser bueno...”.
Aún no mejoraba del todo, cuando una mañana vino mi madre y se sentó al
borde de la cama. Traía una noticia gorda: después de muchos años, en Parcoy se iba
a celebrar la fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria, que en otros tiempos fue muy
sonada. Asistiríamos, Dios mediante, a la celebración. Por otro lado, don Silvestre,
forastero avecindado en el pueblo, se iba a casar y mi madre sería la madrina. Había,
pues, la expectativa de ver el matrimonio. Por poco doy un salto. Mi madre tuvo que
contenerme. Después, antes de alejarse, me pidió que mejorara pronto si quería ser
testigo de los sucesos. “Si es así —me dije—, mañana mismo estoy bueno”.
¿Con quién se iba a casar don Silvestre? Pues con doña Hortensia Pareja, una
mujer otoñal, con una expresión de extravío en los ojos. Vivía esta con su madre, en
una casita alejada. Era de un pueblo remoto que no podía olvidar y el que recordaba
entre suspiros e imploraciones a Nuestra Señora de las Nieves, su patrona titular.
Había oído contar que todos los nativos de aquel pueblo eran ganados por un loco
afán de aventura. Aunque fuera para volver, tarde o temprano, todos tenían el apremio
invencible de salir. Un caso de esos era la flamante novia. Don Silvestre había llegado
al pueblo poco después que arribaron doña Hortensia y su madre. Hubo sospechas
y se hablaron muchas cosas. El matrimonio en ciernes no podía ser sino un epílogo.
De doña Hortensia se decía que padecía mal de gota coral. A veces a su madre se le
veía como loca recogiendo ortigas con los que azotaba a la enferma para hacerla reac-
cionar. Entonces empezaba yo a devanar mis fantasías sobre la enferma que estaría
sufriendo, con el gota coral que se me figuraba un ofidio que enroscaba al cuerpo, etc.
Siempre venían una y otra a visitar a mi madre.
No sabía yo por qué se lo decían. Tenían ambas un modo peculiar de hablar, que
se me antojaba musical. Cerraban la boca al pronunciar las oes convirtiéndolas en
ues. Era para mí un entretenimiento oírlas conversar y después a las mil maravillas,
Los zapatos de CordobÁn 233
—Este mal de gota coral acabará con mi Hortensia. Es fatal, muy fatal... ¡Sána-
mela Virgen de las Nieves! ¡Mejórala Madre de los Dolores!
Don Silvestre aderezaba la casa que había alquilado y respondía por igual, a todo
el que le preguntaba por su salud y sus afanes:
Don Silvestre que había bebido más de la cuenta se mostraba efusivo. Después
del agasajo, acompañó a mis padres hasta la casa y allí quedó conversando un buen rato.
Me hacía la mar de gracia oír que mi padre se refería a ellos con estas palabras:
“la joven pareja”. En una de esas ocasiones, al oírle tía Iludia, sin entender lo que mi
padre quería decir, se atrevió a rectificarle:
234 Luis Valle goicochea
CAPÍTULO XVII
Todas las tardes, mi padre, llegando, a tiempo que alargaba un brazo hacia el hombro
de mi madre, con la mano libre sacaba del bolsillo del chaleco el mismo pomito
oscuro y se lo entregaba con sumo cuidado. Ella, pedía al punto una palangana y el
trapo de exprimir el oro y se instalaba en el umbral de la puerta para tener más luz.
Con mucho tino entonces, sobre su mano siniestra dispuesta en cuenco acomodaba
el retazo que era de tela gruesa y tupida y en pocito así formado, vaciaba el contenido
del pomo, que no era otra cosa que mercurio. Pues el beneficio del precioso metal
tenía su secreto en la amalgama que se conseguía a golpe de la piedra moledora, del
oro y del azogue.
Sin descuidar sus precauciones, mi madre enseguida recogía los extremos del
trapo y los retorcía con singular maestría. A la presión, saltaba desmenuzado en ágiles
bolitas, el mercurio. Cuando ya nada parecía haber quedado adentro, desplegaba el
retazo y nuestros ojos podían ver una masa plateada, opaca. En esa masa se encon-
traba el oro. Golpeando con el mango de un cuchillo de mesa, le iba dando redondez
a la vez que consistencia. Luego venía la fase final: la esferita era sometida al fuego de
vivas brasas. A la acción del calor, se evaporaba el mercurio y entonces aparecía el oro,
luciendo un color amarillo mate, hermoso.
Mi hermano Juan soñaba con ser minero. Se deslumbraba con las historias que
se cuentan de la rica región aurífera en que estaba enclavado el pueblo. Y de sus
proyectos fantásticos estaban eliminadas las palabras ruina y fracaso.
Juan tenía una hermosa cabellera y desde tiempo atrás don Manuel, el devoto
de nuestro Señor de la Columna, venía instando a mi madre para que se la hiciera
cortar. Quería los bucles de mi hermano para hacerle una cabellera al Señor. Mi
Los zapatos de CordobÁn 235
—Ando buscando una pastora, pero quiero que sea rubia. Me va a hacer el favor
de regalarme a la niña Clarita, que está ni pintada para eso...
Decía la broma con tal seriedad que mi pobre hermanita se la creía y se ponía
en cuitas. En cuanto le anunciaban que venía doña Juana Roldán, corría a esconderse.
Alguna vez se echó a llorar. Desde aquel entonces, mi padre recomendó que no repi-
tiéramos la chanza.
***
—¡Qué lindo día de sol! Llegó el verano de la Candelaria —exclamó mi madre al rein-
gresar al dormitorio, aquella última mañana de enero. Hacía alusión al “veranillo” que
solía presentarse en las proximidades de la fiesta de “la bendición de las candelas” y que
era ansiosamente esperado para las cosechas de las papas. Pues no se podía cumplir con
este menester bajo el rigor de la lluvia. Las tónicas palabras de mi madre fueron una
invitación decisiva para dejar los lechos calientes, a los que aún nos recogíamos en su
tibieza. El que menos y a las ganadas, en un dos por tres estuvo vestido. Alumbraba un
sol franco, a cuyo influjo se levantaba de la tierra mojada un vaho visible...
—Son las papas nuevas que te ofrecí. Hoy, mi padre y yo, como el día estaba
bonito, madrugamos a cosecharlas para traértelas. Las saqué de la tierra con mis
propias manos. Tómalas, pues, en mi nombre.
—No veía mi hijito la hora de sacar las papas para traértelas. Sé que eres muy
buen amigo de él. Ahora que te vas a ir lejos, no nos olvides, pues.
—A mí también me apena no volver a la escuela. Pero eso tiene que ser así: todo
pasa. En cuanto a mi ausencia, no te contristes: yo he de volver.
Había que apresurarse, pues el señor cura siempre fino con nosotros, no empe-
zaría la misa sino a nuestra llegada.
Pasamos a la vera de Los Paredones, restos de una casa muy antigua, que aún
no conseguían aniquilar las lluvias: tal era su recia construcción. Allí era tradicional
que había vivido un pariente nuestro remoto, zapatero y sacamuelas bárbaro. Apenas
pusimos los pies en la primera calle del pueblo, yo me sentí en el lindero de la fiesta.
Al pasar frente a las casas, nuestros conocidos salían a saludarnos. Sin pérdida de
tiempo nos dirigimos a la iglesia.
—Solo ha estado esperando a usted el señor cura para comenzar —le advirtió a
mi madre—. Ya le mandé avisar su llegada.
Supe entonces que cuando alguien estaba muriendo, encendían junto a su lecho
esa velilla, también conocida como la “vela de la buena muerte”... Un frío espasmo
cruzó por mi cuerpo... La muerte, la agonía... Apreté la vela que había recibido contra
mi pecho y pugné por librarme de las fúnebres obsesiones que me amenazaban...
—Es que se mojaron algunos cohetes y así no pueden elevarse —nos explicó—.
¡Perdón, señores!
Había que ver el porte señorial de doña Mariquita. Tenía el cutis blanco como
la leche, unos ojitos azules y zahoríes y una sedosa cabellera cana. “Es una reliquia de
las antiguas”, se decía de ella.
Los zapatos de CordobÁn 239
Y era así: una gran señora. Vestía al uso viejo, una falda vueluda que le arras-
traba al caminar y un monillo que al ceñirle el busto dejaba un escote tan amplio que
permitía ver las nacientes de los senos, fláccidos ya. El cuello de la anciana parecía
hecho a torno, tal era de armonioso y terso. Tenía además una fácil simpatía y sabía
prodigarse en finezas. Con mi madre, quien la visitaba después de muchos años,
estuvo felicísima y con ella extremaba su cariño. Entre todos sus invitados, a ella tan
solo y sin embargo alguno, distinguía.
Nos sentamos luego a una mesa florida y surtida, cuya presidencia de hecho
correspondía al señor cura. La anfitriona se deshacía en atenciones para sus invitados.
Ella misma vigilaba que no se interrumpiera la ronda interminable de los platos
bien aderezados y provocativos. Al ruido de la vajilla manejada con entusiasmo y al
servicio de un buen apetito, se mezclaba el entrechocar de las copas y los brindis se
sucedían sin descanso.
El que menos hablaba, ya para elogiar los manjares, ya para hacer hincapié en la
calidad de la chicha y otros más sentimentales —estos eran los viejos— para añorar
los tiempos de antes...
240 Luis Valle goicochea
De pronto llegó el eco de una música que cobrando volumen se acercaba por
momentos. Era la banda contratada por doña Mariquita, que venía a saludarla. No
tardó en llegar: sus componentes se emplazaron a la puerta. Después de un instante
de silencio rompió con los acordes de un valse, provocador por lo acompasado. Termi-
nada la pieza, los músicos entraron en la sala. Iba a empezar el baile.
La llamada a iniciarlo, ¡claro!, era la dueña de casa. No esperó que alguien fuera
a sacarla, sino que ella misma eligió pareja, con una desenvoltura que daba gusto. Y
frente a frente, damas y caballeros, en el medio de la pieza se miraban como midién-
dose, mientras los músicos acordaban sus instrumentos. Con brío y elegancia la banda
inició los pasos de una marinera, y cuando hubo entrado en tema, la pareja empezó a
compás una suerte de graciosas evoluciones: eran los inicios del baile.
¡Esto merece una copa! Gritó uno de los circunstantes a tiempo que llenaba los
vasos que luego ofreció a la pareja.
Al lado de mi madre estaba don Modesto el joyero, quien dijo no sé qué frase
intencionada, en secreto, pero no tanto como para que oyera la interpelada. Doña
Mariquita volvió ágilmente la cabeza y el vaso colmado que ni aún había aproximado
a sus labios, se acercó hasta nosotros y dijo al oído de mi madre:
Después de murmurar estas palabras, se alejó para ocupar su lugar y beber con
su pareja.
En la casa nos esperaban con una noticia triste. Don Edilberto el carpintero
había estado a despedirse, pues se iba. ¿A dónde? ¡Quién sabe! Se nos dijo que al
preguntársele por su destino, levantó los ojos al cielo y señalando allí dijo:
¿Qué quiso decir con eso? ¿Iba a determinado punto de la tierra o acaso como
Evarista, iba a correr el albur, iba a cualquier parte? Él no era del pueblo, es cierto.
Pero se le veía contento y nada hacía sospechar su ausencia. ¿Qué misterio lo llevaba?
Como un relámpago cruzó por mi cerebro un pensamiento: acaso se iba a cumplir
su deseo de entrar en religión... ¡Qué ansias me vinieron entonces, de conversarle y
preguntarle por sus secretos!
***
Al salir de Parcoy, de regreso a casa, a la luz vesperal, el pueblo me había parecido más
triste que nunca. Había vuelto a su cielo esa nube de presagio y acechanza, momentá-
neamente disipada por el sol de la fiesta. Todo era allí como en la víspera de un viaje...
Se irían, cuando menos lo pensásemos, árboles, casas, hombres y por último el señor
cura, luego de ayudar a todos a una buena muerte...
dolorosa anhelaba que llegara la hora de irnos —él por su camino, yo por el mío— y
a la vez me causaba una profunda nostalgia el considerar la inminencia del viaje, y no
sabía decir si más deseaba que fuera postergado...
Fueron en vano mis empeños de hablar con el viajero. No lo pude ver ya: al día
siguiente tomó la madrugada.
Era cierto: ese año iba a haber Semana Santa en el pueblo. Lo había dicho el
señor cura. Pero ¿alcanzaría yo a ver sus celebraciones? ¡Quién sabe!
Con mi hermana Carmen conversé cierta vez sobre mi íntimo deseo de ser
fraile. Ella tenía un natural socarrón y desconfiado. Vi que rasgó su faz una sonrisa
irónica; luego me dijo:
—Primero tienes que ser grande y para eso... ¡uf ! Falta así de años.
Hizo al decirlo una señal contándose los dedos, velozmente, una y otra vez...
—Pero puede ser, con el tiempo y con las aguas —añadió, ya más seria.
***
Los zapatos de CordobÁn 243
¡Con el tiempo y con las aguas! Es este el giro con que en mi tierra nativa se
hace referencia a lo que ha de tardar o quizá no llegar. Yo lo oía zumbar en mis oídos,
sin descanso.
Aquella noche, pues, tía Iludia había dado la voz de alarma y aunque mis padres
mostrábanse tranquilos y no le daban importancia al suceso, sin embargo yo respiraba
el ambiente de sobrecogimiento que había en el pueblo... Era mi miedo uno de esos
miedos inexplicables que no esperan ver formas ultraterrenas a cuya presencia se
crispan los cabellos. No correspondía tampoco al que inspiran impávidas consejas, no.
Mi miedo era más: era un terror que lo abarcaba todo, cielos y tierra, secretos cósmicos
y enigmas de la vida; era algo así como una dramática fiebre que me consumía en
un delirio gigantesco de todo lo temible que era, en el círculo inmediato de las cosas
terrenas y en el impenetrable más allá de los secretos siderales; fiebre que amenazaba
convulsionarme por momentos... Empecé a transpirar y denuncié mi malestar al aya y
ella me llevó con presteza a la cama. Vino luego mi madre, quien al ponerme la mano
en la frente, exclamó preocupada:
244 Luis Valle goicochea
***
Mi madre había accedido al deseo de Clarita de dejarla criar los cuatro gatitos de
su gata, a condición de que consistiera en el regalo del gato Mascarón. Mi hermana
hizo sus pucheritos y, más aún, echó sus lagrimitas, pero cedió. Vino por Mascarón
don Matías, vecino de Parcoy, y en la bolsa que trajo, lo metió y se lo llevó. El gato
maullaba que daba lástima y pataleaba con furia. Días después supimos que ya cerca
de su casa, don Matías, compadecido, quiso dar al animal un alivio. Abrió la bolsa
y ¡zás! el gato escapó... Se había remontado, pues... Clarita se preocupaba por su
suerte, de modo especial cuando alguno de la casa, al regresar de Parcoy nos contaba
que había oído maullar un gato, entre el monte. Ese no podía ser otro que el animal
fugitivo. Estas noticias continuas nos apenaban mucho. Así pasaron algunos meses,
cuando una mañana despertamos con unos maullidos desgarradores que se escu-
chaban a la puerta. Clarita se incorporó en su lecho.
Trataron de disuadirla de que no podía ser, pero fue inútil. El día clareaba ya.
Hubo que ir a abrir la puerta y —¡oh sorpresa!— vimos, flaco, herido, al mismo
Mascarón, casi inconocible que se nos aparecía confirmando las sospechas de Clarita.
El felino, de un salto, fue a buscarla en su cama. Y aquí fue el llorar de ella...
Me entregué al recuerdo del viaje, esta vez con una consideración dolorosa y con
su argumento inobjetable: era necesario.
Los zapatos de CordobÁn 245
Me acarreaban tal fastidio y tal cansancio las clases, que mi padre, temeroso por
mi salud, resolvió espaciarlas más. Tenía, pues, un mayor tiempo libre y por ello me
sentía bien. Mi madre, por otra parte, se trazó un programa de actividades que me
incluía y entre las que consignaba una ida a Llacuabamba. Yo además le rogué que me
dejara ir a visitar a Alejo el tejedor, quien me había invitado a su choza, no distante
del pueblo. Ella accedió.
—Al pie del telar nací y al pie del telar acabaré... Mi papá murió de repente,
dejando empezado un trabajo y yo tuve que acabarlo para cumplir el compromiso. Así
fue como empecé. Quién sabe si lo mismo tendrán que hacer conmigo mis hijos... Al
fin y al cabo, dicen que nuestra vida es como un telar...
—El telar da poco —se quejaba—. Hay que ir a buscar la vida por todas partes
y ya uno se cansa. Crea, señora, que a ratos quisiera irme por esos caminos, sin
consuelo...
246 Luis Valle goicochea
¡Alejo quería irse! ¿Y su casa? ¿Y su mujer y sus hijos? ¿No los quería acaso?...
El hombre era menudo como un gorrión y bueno y sufrido. Cuando bajaba al pueblo,
en el extremo de su poncho las gentes le ponían, pan, maíz, sal, harinas... Había
tentado suerte en las minas, pero fue para su mal: invirtió todo lo que tenía y sacó
enfermedad y miseria en cambio... Y ahora quería irse... ¿Qué peso cruel gravitaría
sobre su vida?... Quería irse. Al decírmelo me trajo la idea consoladora de que acaso
en la lejanía está la clave de la paz...
Otra vez el tema del próximo viaje me inquietaba. Ya mi padre había hablado de
la necesidad de revisar los aperos, de preverlo todo con tiempo... Apenas si quedaban
dos meses escasos para irnos. Había recomenzado a llover con fuerza. La reclusión
obligada en la casa, la neblina, el frío, ayudaban al tedio que empezaba a vencer en
mi corazón...
CAPÍTULO XVIII
La voz profunda de don Tomás Pollo sonaba aún en mis oídos, no obstante el tiempo
transcurrido desde que le escuché cantar. Él no era un maestro de capilla oficial, sino
más bien un devoto de buena voluntad fiel de la Virgen en todas sus advocaciones, y
no perdía ocasión de cantarle.
Había oído yo decir que otra ocasión de gloria en Parcoy, el vecino pueblo, era
aquella en que se celebraba a Nuestra Señora del Carmen, en cuyo novenario don
Tomás se lucía y desde luego su presencia era infaltable en el día mismo de la fiesta.
Por broma se contaba que en una legua a la redonda se podía oír el buen hombre en
aquello de:
Don Tomás había permanecido en silencio casi todo el tiempo en que el señor
cura estuvo ausente, pero en la primera de espadas, o sea en el día de la Candelaria,
había vuelto por sus antiguos fueros. La gente campesina se embelesaba al oírle y no
perdía coyuntura para elogiarle su garganta...
¡Qué garganta debía tener don Tomás! De seguro era ancha y recia para poder
resistir al torrente de su voz caudalosa como río hinchado.
Los zapatos de CordobÁn 247
El devoto cantor, mitad sastre y mitad sacristán, había sido vecino de mi pueblo,
en tiempos no muy remotos. Allí vivía con sus hermanas: doña Clorinda, quien era
una pandereta de puro alegre y doña Juanita, mujer de mucho copete, de voz engolada
y de carácter irascible. Tengo vivo el recuerdo de mis visitas a su casa. Era mi placer
ir a contemplar dos enormes figuras en colores, adheridas a la pared fronteriza de la
sala. Una era la de un caballero, vestido de etiqueta, retorcido mostacho que brillaba
por el unto del cosmético y la otra la de una dama puntillosa que llevaba con gracia
una falda campanuda, amplísima. Ambos bebían agua mineral de Viso y ponderaban
su calidad exquisita, según rezaba la leyenda de los afiches. Largos ratos pasaba yo
embebido en su contemplación. Doña Clorinda me decía, al par que me las señalaba:
Algo hubiera dado por verlos reproducidos en la pared de la casa. Eran para mí
como ventanas que se abrían sobre perspectivas alucinadas y miraban a un mundo de
fantasía. Como mi hermana Carmen, a más de una memoria de privilegio tenía una
rara habilidad de dibujante, le propuse que me hiciera la copia que soñaba. Más ella,
agachándose mucho, como si no comprendiera, me hizo repetirle la petición una y
dos veces, para al fin de cuentas, desconsolarme con la siguiente frase:
Don Tomás, por su fidelidad a la Virgen podía llegar a ese plano inaccesible, en
que se desempeñaba el señor cura. Y desde luego, también por su voz, cuyo timbre
no habían conseguido averiar los años. ¿Por qué escala milagrosa se podía subir tan
alto? Me preguntaba, teniendo fijo el pensamiento en el señor cura y en don Tomás.
En cambio don Isidro, el maestro de capilla oficial, tenía una voz cascada, cuando
cantaba haciéndose acompañar con su violín...
Porque eso sí, ¡qué músicas tan entrañables sabía el hombre arrancar a su instru-
mento! Sobre todo en el acompañamiento de aquella endecha a Nuestra Señora que
empezaba así:
***
El último día de la fiesta, vino de Parcoy una alegre comparsa, presidida nada
menos que por don Tomás Pollo y doña Clorinda, su hermana. Aquel, con toda la
fuerza de sus pulmones, llenaba el ámbito cantando los versos de ocasión. Me quedé
con la boca abierta. Pese a su corpulencia, don Tomás tenía para mí, no sé qué pres-
tigio angélico. Al verle en esa oportunidad ebrio y pregón de la pagana fiesta, el
encanto en que guardaba su recuerdo quedó roto... Puse atención y escuché que a
la puerta de la casa de tío Daniel, donde se había detenido el grupo, se cantaba así,
saludando a los dueños:
Ya se va mi carnaval
en su caballo rabón;
tan solo penas le deja
a mi pobre corazón.
Ya se está muriendo el sol
ya se está acabando la tarde:
así me he de morir yo,
sin darlo a saber a nadie...
250 Luis Valle goicochea
Los tres días de carnaval me habían hundido en una abulia sorda, mas este de
Ceniza, con su gravedad, aguzaba mi reflexión, me intravertía y me acondicionaba
mejor para estar a solas con mi pensamiento. Con los míos acudí a la iglesia y con
ellos ofrecí mi cabeza para la imposición de la ceniza. El anciano párroco nos habló
ese día, con su voz calmada y firme, comentando en sencillo lenguaje la sentencia que
a cada uno nos repitiera al colocar el fúnebre símbolo en nuestras frentes: “Acuérdate,
hombre, que eres polvo y en polvo te convertirás”.
Caían por tierra a su acento, todos los ensueños de la vanidad. En los ojos de mi
madre había lágrimas... Sobre una muchedumbre de sentimientos, sobre la jauría de
mis inquietudes, como un signo se levantaba en mi inmensa soledad interior “el árbol
que no retoña” de la leyenda. Se erguía para hablarme de la inexorable caducidad de
las cosas terrenas y me determinaba con fuerza convincente a afianzarme en el deseo
de renunciar a todo. Una atmósfera letal envolvía al pueblo. El silencio a que todo se
abandonaba era perfecto y cristalino y como nunca ganado por la contemplación de
la única verdad: la muerte.
Yo, a pesar de todo, me sentía más aliviado. Ya no tenía que escoger camino: el
que debía seguir se me ofrecía claro. Procuré la confidencia de mi madre, quien al
escucharme dio un suspiro largo y luego me dijo:
***
Los zapatos de CordobÁn 251
Todos los viernes de aquella Cuaresma, al caer la tarde, las campanas sonaban
en un clamoreo incesante. A su llamado acudían los vecinos para hacer en la iglesia
el ejercicio de la Vía. Mi madre y mis hermanas asistían puntuales al mismo y solían
llevarme siempre. Al besar el suelo, en cada estación, mis labios percibían el sabor
salino-amargo de la tierra del piso, húmedo casi siempre. Y en ello encontraba yo
el sabor de mi propio destino inconfundible y erizado de sacrificios. Yo me confiaba
a él, con la esperanza de sacar fortaleza de sus propios sinsabores. El rato que pasá-
bamos en la iglesia, atendiendo al rezo de la Vía Sacra, era uno de los más amados
por mí, porque lo sentía acorde con mi ensueño dominante de ese entonces, porque
me significaba un entrenamiento para el quehacer de más tarde... A mi vida llegaba
una seguridad inesperada y me sentía crecer en vibraciones espirituales intensas, en
reciedumbre de ánimo, en férvidos entusiasmos por la causa que iba a abrazar... Y mis
ojos empezaron a ver con intención distinta las nativas cosas entrañables. La amaba
aún más, porque iban a ponerme en el lance heroico de renunciarlas por Dios y para
Dios... Mis días postreros en el pueblo se iluminaban así con una luz bendita: la de la
confianza en Dios y en mí mismo. Hablaba entonces con la voz apagada, ponía migas
en el camino de las hormigas y dejaba, donde pudieran tomarlo, granos de trigo para
los gorriones... Y sentí que no era esa paz pasajera que otra vez me trajo sus delicias.
Esa otra, la que entonces se asentaba en mi corazón y me prometía no traicionarme, a
cambio de la lealtad con mi propio destino. Y no me cansaba de loar al Señor por tan
noble beneficio. Tan absorbido me traía este sentimiento restañante, que no me urgía
ya el afán de abreviar el tiempo. Ni siquiera me detenía a medir su lento o raudo paso
y solo me abandonaba a Dios, ciegamente confiado a su misericordia. Y una nueva
ternura, estremecida y clara, florecía en mi alma...
***
Solo el amor a su vieja tía, quien era viuda y sin hijos, podía llevarla hasta allá. Iba,
pues, a acompañarla, sacrificando sus vacaciones, en buena cuenta.
Por ella misma supe que en otro punto próximo a ese lugar, era tradicional la
veneración a la Natividad de la Virgen, cuyo culto estaba mezclado de pintorescas
costumbres. A las orillas del río, se levantaba una antigua capilla dedicada a aquella
advocación de Nuestra Señora. La celebración atraía a gentes de los más remotos
confines, las que desde el momento que llegaban allí, habían de luchar con un
sopor misterioso que a toda hora amenazaba vencerlos. Para ello tenían que pasarla
bailando, sin descansar, desde que ponía pie cabe el caudaloso río, hasta que se iban
de sus dominios. Al llegar, pues, luego de encender una vela a la Virgen, se sumaban
a cualquiera de los tantos jolgorios que se improvisaban a la pobre sombra de cober-
tizos precarios. Porque en aquel lugar no se veía vivienda alguna ni para tener un
descanso del fuego del sol. Con rústicos materiales mal se tejían techos que apenas
daban una rala sombra de alivio. Ni aun en las nocturnas horas, según la leyenda, era
bueno buscar un rato de sueño, pues, quien quedábase dormido, había de despertar
a un porvenir de terribles incertidumbres y fatídicos augurios; en buena cuenta se
quería decir que había sonado su hora fatal...
¿Qué ocurría? La carta traía, desde Trujillo, la nueva de la muerte de tía Rosario,
la monja dominica. La maestra lamentaba lo ocurrido y decía palabras de consuelo
a mi padre. Mi madre gemía dignamente teniendo la cara cubierta con las manos.
Cuando levanté la mirada, vi a mi padre, de pie, inmóvil, como árbol abatido, después
de la tempestad.
Tía Rosario a esa hora de seguro estaba en el cielo. Era buena y calladita y desde
pequeña pensó en hacerse monja. Y lo fue en las filas de Santo Domingo... La carta
relataba que había muerto cantando la “Salve”.
Por la casa empezaron a desfilar los amigos. Mi padre, como nadie, apenas podía
resistir el trabajo de recibir y agradecer las condolencias...
Yo rezaba a Dios, sin descanso. No había abatimiento en mi alma, sino más bien
una luz confiada que partía de la certeza de que tía Rosario dormía en el seno del Señor.
Él, a lo mejor, estaba trabajando obediente a un designio gemelo del otro que
yo sentía en mi vida.
—Estaba fuerte todavía el hombre, pero así es la muerte... Sin duda alguna, el
difunto era el mejor pistón de la banda.
254 Luis Valle goicochea
Ahora, poco después de aquella ocasión, se daba la noticia de que en una fiesta
remota, se había pasado una noche tocando y sin descanso. A la madrugada, ya no
chorreaba saliva del instrumento, sino que le salía un hilillo de sangre... Después,
claro, pasó lo que tenía que pasar... Ese año faltaría un músico en la banda. Don
Manuel Santos tenía que acabar así. Soplaba muy fuerte.
—Por el camino por el que todos hemos de ir a su tiempo... ¡Dios sea bendito!
Me vino entonces de nuevo la visión aquella en que había visto al señor cura,
apacentando a su rebaño, despidiendo a todos, uno a uno... Y por último diciendo
“buen viaje”, hasta a las mismas cosas, al parecer inertes... Y a él, sereno, mayestático,
le vi irse también, a comparecer ante Dios para darle cuenta minuciosa y responsable,
de todo lo que el Supremo Dueño había confiado a su custodia.
Con serenidad recibí la noticia de que, Dios mediante, se había fijado la partida
para la última semana del mes. Mi padre escribía a mi padrino anunciándoselo y
recordándole la oferta de facilitar una cabalgadura para mí.
Marianita era costurera y buena, por cierto. Siempre tenía entre manos alguna
obra. Pero no era una simple costurera, según se pavoneaba ella, sino que se daba
rango de modista y se atrevía en la confección de trajes difíciles. Había venido, pues,
llamada por mi madre, pero solamente para ayudarla en la preparación de la ropa
blanca que yo tenía que llevar, y se resintió porque no la dejaron trabajar las marcas,
en lo que sí era muy torpe. Hasta lloró la pobre y yo, por encargo de mi madre, tuve
que cumplir una gestión de fina diplomacia, para contentarla de nuevo.
Por ratos me iba a hacerle compañía, pero al oír la algazara de los pequeños esco-
lares en recreo, corría a deslizarme entre ellos. Me recibían bulliciosamente, me colmaban
de halagos, pero yo empecé a sentir que ya no era de sus filas y me ponía triste...
***
el tiempo se presentaba propicio, y el Marañón, río que teníamos que pasar, había
mermado el caudal de sus aguas y la balsa podía cruzarlo sin temor...
—Mejor así...
—Déjame unos reales para que compren las ceras con que me han de velar.
Cuando vuelvas, ya no me encontrarás...
Mi padre, que nos seguía, puso en sus manos una moneda y le dio una palmada
cariñosa en el hombro.
II
OTROS E S C R I TOS
E N P ROSA
SUEÑOS DE UN POETA (1949)35
Escasos han sido los psicoanalistas y psicólogos que se hayan dedicado a estudiar
los aspectos formales de los ensueños (Alphonse Maeder, Iago Galdston, Gardner
Murphy), pero estos, al hacerlo, han iniciado una nueva vía regia en el conocimiento
del hombre.
35 Estas prosas de tono lírico, escritas entre febrero y marzo de 1949, aparecieron póstumamente en El Comercio de
Lima, los días 8, 15, 22 y 28 de julio, y 5 de agosto de 1956.
260 Luis Valle goicochea
Pero dejando de lado estas consideraciones, más bien de índole clínica, es cierto
que los más no sueñan a diario de una manera grandiosa y que los mismos genios
creadores y artistas solo esporádicamente nos brindan producciones oníricas de supe-
rior calidad, comparables a sus obras de vigilia; no olvidemos, de otra parte, que la
misma creación artística, y aún la científica, rara vez es continua, fácil, sin una prepa-
ración considerable y un período de incubación silencioso. Los ensueños de todos
los días, repetición de la pequeñez cotidiana, no expresan todas las posibilidades crea-
doras del durmiente ni tocan los grandes temas de nuestra existencia en el mundo: se
ocupan de menudas cosas, de asuntos banales, de la menudencia del existir inautén-
tico, del quehacer rutinario, de las preocupaciones que atontan o de las diversiones
que nos embotan frente a nuestro destino.
Raros son los ensueños grandiosos, monumentales. Los de este tipo son muy
vivos, impresionantes, extrañamente bellos y, por lo mismo, con suma facilidad
comunicados. Estos singulares productos se dan, la más de las veces, en momentos
cruciales de nuestra vida y simbolizan direcciones fundamentales y los grandes temas
de nuestra existencia: la elevación o la caída, la muerte, su sentido, los planteamientos
del existir auténtico, tan lleno de limitaciones y de interrogantes sucesivas.
Con relación a este singular problema, damos a conocer una rica colección de
ensueños de un poeta nuestro ya fallecido, Luis Valle Goicochea, en verdad posee-
dores de características formales y temáticas de legítima obra de arte. Son toda una
variedad de ensueños, no de fantasías de vigilia, algunos extensos, otros breves, unos
con trama elaborada, simples otros, pero todos bellos, extrañísimos y deslumbrantes
de color y movimiento. Como hemos insinuado en esta introducción, vale la pena
prestar atención a los aspectos puramente formales de los ensueños, sin que esto
quiera decir que no reconozcamos todo el valor de un análisis del sentido o de la
significación de estos productos de la fantasía. Hemos de anotar que ensueños de la
calidad que se dan a la luz no los presentó nuestro poeta de manera consuetudinaria,
sino durante un periodo de resurgimiento de su inspiración y creatividad literarias.
Creador auténtico y no fabricante de poesías o ensayos, aguardaba la hora en que
de su interior brotase, casi lograda, la obra de arte. En él pudimos advertir la gran
afinidad de su creación artística con la producción de sus ensueños, es decir, ambas
emergiendo de su inconsciente, pero en épocas de efectiva tensión creadora y no de
simple tensión emocional, su inseparable compañera.
Los zapatos de CordobÁn 263
—1—
¡Qué hambre el que me atenaza las entrañas! ¡Y qué sed me devora! Voy bajo un sol
ardiente, por una tierra reseca y hostil... Apenas puedo dar un paso y me cruzo con
personajes extraños. Con la garganta reseca, desfallecido, pretendo hablar y la voz se
me apaga... Nadie de los que encuentro me dirige una mirada siquiera. Parece que no
advirtieran mi presencia. Al fin distingo un árbol. Hago un esfuerzo y aprieto el paso,
cuanto me lo permiten mis escasas fuerzas... Tendré un poco de sombra, el sol quema,
la sed abraza... Pero es como si el árbol, y con el árbol mi esperanza, se alejara...
Camino pero no avanzo... Me desaliento y, sin embargo, prosigo en la ruta. Quisiera
encontrar algo en cuya contemplación pudiera hallar distracción y alivio... Matas de
cardones se propagan por todas partes y enseñan sus flores chamuscadas, erizadas de
púas, crispadas por un torvo designio.
me doy con ella que viene trayéndome un vaso cristalino de agua, el que al momento
de cogerlo, cae de mis manos y se hace añicos... Caigo vencido por la sed...
Febrero 27 de 1949
—2—
Entro a una habitación iluminada. El color de las paredes es ocre claro y recién exten-
dida, fresco. El techo no es plano como la generalidad de los techos, sino que afecta
la forma de una bóveda, que miro alto, muy alto. Cuando levanto la mirada me doy
cuenta que un ave pequeña —un pájaro— revolotea desesperadamente buscando
salida. Zumban sus alas y en vano intento llamarle la atención hacia los ventanales
bajos, a través de los cuales podría escapar sin dificultad. Al llevarme la mano a la
cabeza me percato de que llevo un ancho sombrero de junco, me lo desencasqueto y
me dispongo a valerme de esa prenda para azuzar al avecilla e intentar un esfuerzo
más tendiente a guiarla hacia la salida.
Pero ella, torpe, o azorada, sigue trazando exasperados círculos, esto es, rodeando
la bóveda, y no desciende como sería mi deseo, a la altura de las ventanas, sino que
más bien busca más altura. Si cae es para volver a subir, despreciando la facilidad que
se le pone delante, o ciega de la misma.
Luzco un vestido distinto, nuevo y muy elegante cuando me alejo de allí, sin
rumbo, pensativo.
—3—
He ido solo a tomar mi baño de mar. Nadie me acompaña. La ola es tranquila y pací-
fica la playa solitaria. No tengo que temer: la ola se expande sobre la arena, retozona,
con una alegría infantil... Las aguas me invitan a la sumersión.
Los zapatos de CordobÁn 265
En el mismo instante en que voy a ser arrastrado por la cólera del mar el peligro
desaparece...
Marzo 5 de 1949
—4—
—Esta planta es hermosa... Sus hojas son de una belleza singular. Observa su
tronco. Advierte que apenas tiene espinas... Sus flores son incomparables... Ay, pero
en sus ramas se esconde una culebra...
—Tú has dicho de mí cosas muy lindas y me las has dicho también. Eres bueno,
pero te falta una cosa: nunca te has afanado en hacerme un presente, una flor por
ejemplo, en tener una fineza, en venir a conversar más tiempo conmigo, del que me
has dedicado...
Ella calla. El rubor me sube a las mejillas y agacho la cabeza para levantarla,
cuando me encuentro en una mesa con mi amigo médico, el Dr. V. y mi antiguo
profesor universitario B. Hemos pedido cena y esperamos, cuando en eso llega a una
mesa vecina el Dr. J., otro profesor mío. Me acerco a saludarle y a invitarle a nuestra
mesa. Acepta y una vez juntos, baja la voz y me recrimina el haber tenido frases duras
e injustas con él, pese a nuestra amistad en una reunión pasada. Lo quiero probar que
ello es absolutamente falso y pido permiso para ir en busca de una prueba que apoye
mi aseveración y que creo tener en casa. Pido permiso a los presentes y me alejo, pero
no me es posible llegar a mi habitación. Cuando menos lo pienso entro a una vivienda
que no es la mía, después caigo en un jardín y por último en casa ajena: precisamente
la del Dr. V., el amigo que se sienta conmigo en el restaurante.
Marzo 6 de 1949
—5—
Sé que soy el dueño de tierras y de hombres. Todo un amo y señor. Viajo en regios
caballos ricamente enjaezados. No sé cómo, esta tarde he venido a parar a mi pueblo
nativo. Mi llegada ha sido un acontecimiento.
Antes de dar en el suelo una paz inefable se hace en mi espíritu y oigo el tictac
del reloj.
Marzo 6 de 1949
—6—
Me ocupo en inesperados preparativos de viaje. Ello ocurre en casa que presumo foras-
tera, pues no me son amigos ni la casa ni los enseres distribuidos en ella. Con cierta
fiebre vehemente y con una premura inusitada lleno esta maleta, aquesta otra, aquella...
Mi madre y mis hermanos me acompañan con una mirada humedecida de lágrimas.
¿Cuándo? No lo sé.
Pese a que cumplo este menester con apuranza, empero las cosas quedan perfec-
tamente arregladas. Pero no solo llevo prendas personales de ropa y útiles corrientes.
Tengo que embalar muchas cosas, esotéricas. Libros raros, cristales delicados que
he de proteger con precaución y tiento y hasta... originales maceteros diminutos y
pájaros disecados.
Sin decir palabra me dedico a la tarea y cuando creo que he concluido advierto
que se me queda una lámpara burda y antigua... Creo que ya no tiene cabida en mi
equipaje y entonces acontece lo extraordinario: se abre un lugar en la maleta que
tengo abierta y colmada. Cojo el recipiente de un verde oscuro, que llena el combus-
tible. Y así voy desarmando la lámpara, separo cadenas, un aro, una bomba de vidrio
esmerilado que he de envolver en uno y otro papel y rellenar de viruta... Cada pieza
queda guardada con oportunidad y en seguro.
268 Luis Valle goicochea
Marzo 7 de 1949
—7—
De repente soy trasladado a una habitación oscura y húmeda, cuyo zócalo turbio
me pongo a examinar. No sé precisar qué es lo que pretendo con ello. Estoy en una
postura incómoda con el cuerpo flexionado y descansando sobre los talones y en las
puntas de los pies. Me canso, me yergo y me sitúo con este simple movimiento ante
una ventana que se abre a la ciudad y está orlada de enredaderas.
Enseguida viajo en tranvía, cerca de una mujer, vestido de rosado, que me comu-
nica la sensualidad de su cuerpo a través del perfume enervante que derrama en sus
vestidos.
Marzo 8 de 1949
—8—
Pasan los campos a uno y otro lado y de pronto estoy viajando en un vehículo
que es a modo de un ómnibus.
Sin fecha
—9—
Me asedian, me acosan, me piden que declare sobre un asunto del que nada sé.
Mi negativa no tranquiliza a mis interrogadores y me veo en apuros...
Quisiera saber lo que tengo que decir y decirlo. Luego que me dejen en paz...
No resisto más.
Marzo 8 de 1949
—10—
Debo escribir una carta, una nota, un documento: no sé qué. Me pongo en obra.
Empiezo por conseguir una foja de papel en blanco y busco tinta y lapicero. Los
encuentro, no puedo precisar cómo. Me falta encontrar una mesa. Atravieso por un
pasillo que conduce a varias habitaciones dispuestas en hilera y comunicadas entre
sí. Tengo que atravesar hasta cuatro para encontrar una mesa menguada y baja y
un asiento: me instalo. Dispongo el papel sobre la carpeta de cartón y cuando voy a
comenzar mi tarea, hallo que la pluma, roída por el orín no escribe. En vano la mojo
una y otra vez en el tintero. Me levanto desalentado. Recuerdo entonces una determi-
nada cajita de cerillas que guardo en un mueble que no sé donde está instalado. Al fin
lo encuentro, doy con la cajita de cerillas y con la pluma. Pero es tarde: ya no tengo la
foja, no estoy cierto donde encontré la mesa y por último la urgencia de escribir que
tenía ya ni me apremia.
Marzo 9 de 1949
—11—
La fruta me tienta y opto por saborear un pedazo. Sin embargo, no me doy por
satisfecho y voy arrancando pedacito por pedacito su jugosa pulpa. De pronto aparece
el dueño y al percatarse de lo que ocurre, me manifiesta su desagrado. Le miento que
la chirimoya empezaba a apachurrarse y que me he visto precisado a comérmela, para
que no se desperdicie. Añado que le pagaré su valor. Con esto el negro se conforma.
Voy en busca de dinero pero no lo consigo.
No sé qué tiene que ver en esto un sombrero blanco de paja, que en determinado
momento pasó por mis manos.
Marzo 10 de 1949
Los zapatos de CordobÁn 271
—12—
Suena el teléfono. Mi padrino se incorpora en su lecho, busca con los pies sus
pantuflas y se dirige a contestar. Yo le sigo. Levanta el fono y heme aquí, al final de
cuentas hablando por el hilo de larga distancia con dos amigos a quienes no veo años,
quienes me saludan cariñosamente.
He sido defraudado.
Marzo 11 de 1949
—13—
Un tufillo prometedor que me hace agua la boca. Pero, estos zapatos ¡cómo me ajustan!
Sí, se me responde; tiene usted que caminar para llegar a tiempo: el almuerzo
aguarda.
¿Huele usted?
Mire: camine nomás y no piense en cuánto falta. Le repito, el almuerzo está listo
y quienes nos acompañarán se están sentando a la mesa.
272 Luis Valle goicochea
Imagino: una ensalada con lechugas frescas, tomates llorando jugo, cebollas
esparcidas sobre todo...
Todo me vuelve ágil y el último esfuerzo por llegar no se me hace penoso... Aquí
estoy... Me siento... Qué plato suculento. Un chupe de camarones.
Marzo 12 de 1949
—14—
¿Son aquellos pequeños que conocí, hace años, en ciudad distinta de la de mi actual
residencia? ¿Son los mismos postulantes a la vida franciscana a quienes traté? No me
cabe duda. No recuerdo sus nombres. Los he visto a la distancia en aquella esquina,
exótica, novedosa, en que se cruzan dos calles turbias, igualmente extrañas. Me
hicieron un saludo tímido y acabaron por acercárseme. No recuerdo sus nombres,
repito, pero, eso sí, sus fisonomías las tengo muy presentes. Me han brindado su
saludo, aunque receloso, expresivo.
Llevan unos vestidos raídos y tan largos que están gritando que antes fueron de
otros de estatura distinta. Guardan sus pies pantuflas mugrientas, no llevan corbata y
lo que más destaca es el cerquillo que es uso franciscano, crecido de tal manera que el
cabello parece una mata de paja, hendida por el viento. Son unas cerdas inmensas y
rubias que les han crecido en círculo alrededor de la cabeza y que les dan un aspecto
desagradable. El pelo no les ha brotado ya en la coronilla ni sobre el cuello. Se me
figuran animales raros. Tengo vergüenza de caminar con ellos y francamente no sé
cómo despedirme.
Los zapatos de CordobÁn 273
Marzo 17 de 1949
—15—
¡Ah!, ya recuerdo, voy recordando poco a poco... Me han dejado salir así y estoy
lejos del Convento. Debo regresar presto, pues cae la tarde ya... Aprieto el paso y
medio que me enredo en el hábito... Empiezo a temer... Las piernas se me aflojan...
¡Vaya! Al fin estoy de regreso en la portería. Un fraile sañudo y más que sañudo,
hostil, me abre la puerta y paso a un patio húmedo, de tierra apisonada, en cuyos
jardines reina la incuria, muy distinto, por cierto, del claustro verdadero que tengo
bien presente y al que esperaba llegar... En diagonal atravieso ese patio y llego a un
pasadizo oscuro, al final del cual me espera la puerta del Noviciado... Mi corazón
apresura su latido... Suena el Ángelus: lo anuncia la campana vibrante y profunda
de la torre, con tres golpes aislados... He llegado hasta la puerta antigua, a uno de
cuyos lados a través de un jequecito sale un hilo mugriento del que jalo... Suena una
campanita de timbre alto y plateado. Al volver la cabeza, mientras espero, veo una
fuente que antes no estaba allí... Qué maravilla de surtidor. Un agua de colores salta
con ímpetu y se dispersa en el aire... Llega una bandada de palomas blancas y azules
y empieza a girar en torno del chorro musical...
Marzo 19 de 1949
—16—
No podría precisar con quién voy por el ancho estuario de un río. La playa pedregosa
creo que corresponde al recuerdo del antiguo lecho de un río que, hace muchos años,
visité una y otra vez, en mi provincia. Ancho, muy ancho, limitado en sus orillas
por cerros monstruosos que suben verticalmente... Un calor sofocante siento que me
agobia. Igual veo a mi acompañante, cuyo cuerpo permanece el mismo, pero su rostro
se muda a cada instante. Por su cara van pasando las caretas que equivalen al físico de
distintos amigos. Él no habla, pero vamos unidos en la intención, que es la de averi-
guar qué es lo que ocurre allá, hacia donde la gente corre, se arremolina, se agacha
buscando en las aguas cristalinas. Nos encontramos con mancebos, con hombres, con
mujeres que vuelven portando algo. Los primeros en unas bolsas alargadas, cuyas
bocas aprietan y estas en la falda arremangada que levantan hasta la altura del vientre.
Ni mi acompañante ni yo acertamos a preguntarles por su carga. Todos pasan de prisa
y muy alegres.
Al fin llegamos al sitio propuesto, y oh sorpresa, allí podemos ver que las aguas
claras, poco profundas por lo extendidas y mansísimas llevan una cantidad increíble
de peces que pasan entrechocándose. Rutila bajo la luz solar la plata de sus cuerpos
y es tal su cantidad que son mucho más ellos que el caudal de las aguas. Se aprietan,
dibujan gráciles escorzos y por un momento imagino que van a detener la corriente
que apenas puede llevarlos. Aprovechan de la abundancia gentes de todas las edades
y figuras. Con suma facilidad los cazan y los van guardando en sus bolsas unos, y
ellas en su falda recogida. Mi compañero ha desaparecido, mientras yo espero turno
para realizar la pesca que me toca. Tras guardar un poco ha llegado mi hora, pero
—decepción— apenas puedo conseguir unos ejemplares pequeños y pocos que caben
en una sola mano con los que me resigno, sin embargo. Vuelvo solitario y regalo el
fruto de mi trabajo al primero que me sale al paso y no sé quién es. Avanzo siempre
por la playa y al llegar a una eminencia oigo unos rugidos tremebundos. Al volver la
mirada, a distancia, percibo a dos toros negros de talla singular. Son dos fieras. No
obstante la distancia, puedo ver el fuego salvaje que arde en sus ojos, en los que se
concentra toda su olímpica cólera. Los pitones se levantan sobre la testa retorciéndose
hasta alcanzar una gran altura y son temibles. En carrera desatada me persiguen. Me
Los zapatos de CordobÁn 275
atemorizo y estudio la manera de escapar del peligro que estos astados representan
y cuando menos lo pienso me hallo en un ribazo muy alto, en el que me encuentro
seguro y a salvo. Desde el mirador que he alcanzado en el álgido momento de peligro,
espero tranquilamente que los bichos se acerquen más. Avanzan bufando, hundiendo
los cuernos en el pedrerío y lanzando al levantarlos piedras como proyectiles. Si se
detienen un punto es para arañar la tierra. Llegan a mis pies y me miran, como
desesperados por haber dejado escapar la presa. Su pelaje lucio refleja la luz del sol.
La tierra intempestivamente los traga, y yo, conducido por una fuerza misteriosa, me
hallo al principio de una avenida soledosa y tranquila, por la que divagan mi madre,
muerta ya, y otras personas cuya identidad desconozco.
Sin fecha
—17—
Tengo que acudir, interrumpiendo mi tarea. ¡Qué fastidio! La voz que me grita,
con premura, pertenece a un hombre que no veo y acudiendo solo me guío por su
posible dirección... Pronto me fatigo y ya me rindo, cuando calla quien me llama...
Marzo 1˚ de 1949
276 Luis Valle goicochea
—18—
Así dicté mis instrucciones y a poco me ponen en la mano lo que busco: la araña
se ha hecho un ovillo usando del recurso de ciertos animalitos de “hacer el muerto”
para salvarse. Pero no es tan pequeña como yo hubiese querido. Me la han alcanzado
mientras yo descanso en una cama que no es la mía. Me levanto al punto y con mi
presa en el puño cerrado voy por un pasadizo largo y poco iluminado. De pronto
siento que se mueve, que despierta. La dejo en el suelo y el animal aprieta a correr
graciosamente y despliega una cola de pavo, acorde con su tamaño. Se abre como
un abanico y tiene un color rosáceo, vetado de gris. Las plumitas son perfectas y se
alinean armoniosamente componiendo la cola, al vibrar la cual se oye un leve sonido
metálico...
Sin fecha
—19—
¿Quién es el culpable?
Las tremendas palabras se desgranan sin cesar a mis oídos, una por una, lentas,
fatales, repitiendo su pregunta.
Los zapatos de CordobÁn 277
¿Quién es el culpable?
Sin fecha
—20—
Hemos estado excavando toda la mañana, al pie de una torre maciza y alta...
Llega una señorita que sin decir palabra se inclina y se pone a buscar con las
manos en la tierra suelta y extrae objetos sorprendentes y preciosos, de formas increí-
bles, que me dejan perplejo. Cerámicas, figuras de latón brillante y sobre todo una
esplendente coronita de oro...
Marzo 21 de 1949
—21—
Una torre igual a esta que estoy viendo he soñado la otra noche, octogonal y alta,
muy alta... Se asienta sobre un techo que le sirve de plataforma y donde me hallo
acompañado de un amigo, cuyas señas apenas puedo registrar. Sé que él y yo tenemos
que subir a repicar las campanas y se nos hace duro trepar por una escalera que va en
caracol por dentro de la torre. Una escalera oscura, de peldaños peligrosos y que se
pierde en la oscuridad de allí arriba. Al fin nos resolvemos a intentar la ascensión en
cuanto una suerte de ventanitas estrechas nos envían un poco de luz difusa... Mudos,
jadeantes, proseguimos siempre hacia lo alto...
Marzo 22 de 1949
—22—
Ve aquellos huecos como minas que abren sus bocas a un terreno labrantío.
Antes de entrar allí, me pareció que en el fondo reinaba la noche y que allí nadie
podría distinguirnos, pero ahora que estamos en el fondo percibimos que una luz
directa, distinta de la del día, un resplandor extraño nos envuelve... La luz del día se
pierde a corta distancia de la boca-mina... La otra que nos pierde, ¿de dónde viene?
Marzo 21 de 1949
—23—
No le tengo miedo, sin embargo. Viene una nube violenta que estalla en salvajes
cóleras, que lo arrebata a mi presencia... Como única huella deja en el terreno que
pisaba un pozo del que escapan vapores sulfurosos azulados...
Un enjambre lento de aves torpes llega trayendo una música. ¡Qué bella!
En sucesión de perfiles miro los rostros de diez, de veinte amigos, cuyos nombres
he olvidado... El viento furente que mueve a las aves en lentos giros, arrastra una voz
de ecos cavernosos y profundos... Me dice: “Tú has sido, tú has sido”... No puedo
comprender a qué se refiere ese acento y empiezo a desasosegarme... Sin saber por
qué, me siento culpable y echo a llorar... Gimo, hipando, desconsolado... Un presagio
Los zapatos de CordobÁn 279
Trato de recordar las oraciones que sé y que recito en mis horas de abatimiento
y exasperación, pero es en vano... Las manos, cruzadas sobre mi pecho, se me crispan
desoladas...
Marzo 23 de 1949
—24—
Sin fecha
—25—
Hace tiempo que debo visitar a un dentista a fin de que proceda a arreglarme la
dentadura.
Sin fecha
—26—
¿Qué se hizo el sol?
280 Luis Valle goicochea
Del mediodía radiante se nos ha traído al túnel en que nos hallamos hundidos
y ha sido de modo misterioso. Mudanza de brujería ha sido ella.
Yo giro los brazos y juego con las manos, tentando, alentando la esperanza de
hallar una pared, un cuerpo, un punto de referencia en este enigma.
¿Qué hacer?
Marzo 23 de 1949
—27—
Voy siguiendo un cortejo fúnebre que avanza por el campo. De pronto se detiene en
un recodo del sendero, en medio de rocas y montículos de tierra, en una especie de
callejón. Allí se detiene: sale un zambo que conozco, vestido de chaqué y tarro de luto
y sin quitarse este último empieza a pronunciar un discurso. Su voz es altisonante y
por sus gestos parece como que apostrofara o tratara de remarcar una injusticia come-
tida con el difunto en vida. Se me figura que quiere reivindicar su nombre y reparar
la sordidez de la incomprensión que se le opuso.
Sin fecha
—28—
Estoy en un jardín muy raro, por cierto. Los diferentes planteles, bien delineados, solo
tienen matas de claveles florecidos. Bajo una luz tenue las flores se agrupan luciendo
Los zapatos de CordobÁn 281
Empiezo a cortar claveles hasta formar un ramo enorme que llevo en ambos
brazos. ¿A dónde?... No sé...
Marzo 26 de 1949
DIARIO DE HOSPITAL: CORRESPONDENCIA
DE LUIS VALLE GOICOCHEA A ESTHER ALLISON (1949)36
Antes que nada permíteme que te desee mucha paz para ti y los tuyos, y la
dicha que ustedes se merecen. Y que te suponga en viaje al Cusco, como que tienes
que asistir al Congreso Eucarístico (1). Mi cuidado te sigue en tu travesía y en tu
asistencia y hace votos por tu viaje feliz y un cumplido éxito de tu actuación en el
certamen magno. Tú que siempre estás cerca de Él, lo vas a estar de modo especial
en estos días, y tengo la certeza de que no me olvidarás. Gracias, amada amiga,
gracias...
Y ahora tengo que confesarte una cosa. Lo hago en un momento que no vacilo
en calificar de dramático, cuando me siento desesperar ya... Sabe, Esthercita, que
recibí a tiempo tu cartita. Reconocí el sobre por su linda letra y temí abrirlo... Me
hallaba en falta, por qué ocultarlo, y me vencían la vergüenza y el desaliento. Estaba
seguro de que jamás tu misiva consignaría un reproche que aumentara mi amargura,
pero me sentía infiel por no haber correspondido a tu confianza y a la de mis nobles
hospedadores (2). Dicho sentimiento no me abandona aún ni me abandonará porque
soy así. Pues bien, aquí en el Hospital acabo de leer una y otra vez tu cartita, y se me
han humedecido los ojos. Cuando la recibí no me merecía aún su don. Ahora que
sufro más es cuando lo aprecio... Mil gracias.
36 Estas cartas fueron publicadas póstumamente en El Comercio, el domingo 23 de febrero de 1958, acompañadas
por esta nota: “Estas líneas contienen la nerviosa emoción de un poeta víctima de sucesos, en un hospital.
Transparentan momentos singulares de Luis Valle Goicochea, derramados desde el fondo de su alma, lares de
Luis Valle Goicochea, que nos enseñan algo de su abismo. De ese abismo contradictorio y trágico que devoró el
corazón del fino lírida —Rinono y Papagil— ya partido, en mil pedazos, en las letras de este Diario de Hospital.
Colaborador de El Comercio, Luis Valle Goicochea, poeta, escritor, periodista, dejó un rastro afectivo en esta
Casa, donde se le recuerda gratamente por su valiosa obra, y por sus virtudes cordiales sobresalientes”. (N. De
la R.)
Los zapatos de CordobÁn 283
Créemelo: estaba en tratos para salir del Convento, comprendiendo que había
ido a turbar... Me duele y cuánto el haberlo hecho... Ayer casualmente le escribí al
Padre Alberto (3) diciéndole que ni puedo ni debo volver con ellos... La confusión
me abruma. Sé que ustedes son comprensivos, pero yo no tenía derecho a abusar de
esa comprensión.
Es imposible que me reponga en este ambiente. Quienes ven las cosas desde
fuera, desconocen la verdad de lo que aquí ocurre. Ya te lo he contado y, créemelo,
en mi relato no hay ni la más ligera sombra de exageración. Pueden informarte que
esto me es necesario, pero quienes lo hacen no han vivido un minuto en la espantosa
vida que yo vivo. Por eso es que te ruego, en nombre del afecto tuyo de que tantas
muestras tengo, que influyas tú con las personas que han intervenido en mi ingreso a
este hospital, que simplemente me dejen libre. Para hacerlo no tienen sino que pedir
a los médicos que me dejen salir.
Yo necesito estar afuera para ver el modo de solucionar este conflicto en que me
he puesto. Tú eres buena y lo comprendes todo. Tú ya has hecho todo lo posible en mi
favor: no te preocupes más. Me confunde tu preocupación por mí.
Ya sabes tú que en este punto difiero del parecer del médico y hasta puedo decir
que hay un impasse entre él y yo.
Amanecí hoy con una tristeza mansa, con el frío de una orfandad glacial... Un
punto creo haberme resignado... Solo cuando vuelvo al pensamiento de mi reingreso
a este Hospital, me acosan la angustia, la incertidumbre y la desesperación...
Anoche pude rezar un poco viendo la estampita de Nuestra Señora del Perpetuo
Socorro, que es un recuerdo tuyo...
Hoy he podido leer, al fin, en un diario de la tarde de ayer algunas noticias sobre
el Congreso, pero hasta hoy no doy con tu nombre... Me pregunto ¿estarás en Lima?
Me preocupa el estado de desorden en que ha quedado la Biblioteca... ¡Mi tarea es
inconclusa!
Los zapatos de CordobÁn 285
Mayo 11. Ayer fui renaciendo a la confianza, por momentos, a Dios gracias. La
jornada de anoche ha sido menos dura, y aunque amanecí con el ánimo marchito,
tengo el pálpito que hoy me aguardarán horas mejores.
He podido tener más fe al confrontar mi situación: quizá con la ayuda del Cielo,
me sea posible iniciar un nuevo camino de paz...
Esta mañana escribí lo anterior. Atardece a esta hora en que reanudo mi carta...
Acabo de leer tu bello y noble mensaje una vez más... Ya sabes tú que un profundo
respeto no me dejó abrirlo en el momento de su recepción, pero Dios ha querido que
sea aquí —en este rincón de tristeza—que rompa la oblea que tan precioso don me
traía...
Me invade una ternura dolorida que me lleva a la víspera de las lágrimas... ¡Dios
sabe qué verdadero y cruento es esto!
Me alivia escribirte aunque sea en hoja pobre y con el lápiz... Pero tengo que
ser sincero, que de lo contrario solamente mal cumpliría un empeño epistolar, vano
y sin mérito...
286 Luis Valle goicochea
Por eso no puedo ocultarte que en este momento de congoja me asalta una
duda: ¿Te he enojado a ti?... Claro que me siento culpable, pero al mismo tiempo no
dejo de alentar la ilusión, más que de tu espíritu comprensivo, de tu piedad... Tengo
que escribírtelo así, Esthercita..., con tan cruda palabra, porque me estoy sintiendo
más mendigo, más miserable que nunca... Soy el astroso a quien se le da una moneda,
solo por misericordia...
Mayo 12. Me ha tocado despertar ahora bajo el peso de una abrumadora tris-
teza... Tengo un decaimiento cabal del ánima y cuerpo.
Dos recuerdos me salen al paso: el de mi padre lejano que hoy cumple años y el
tuyo. A él lo siento tan lejos, tan lejos, desligado de mi vida hace tiempo, y el sentirlo
así me hace llorar... A ti te tengo próxima y te espero con la gran impaciencia de que
otra vez te hablé...
Tenía la esperanza de verte antes de tu partida al Cusco, pero Dios no quiso que
sea así... Ahora me consume la inquietud de tu retorno...
Tal es la tensión de mis nervios que ya no puedo resistir más... No tienes idea del
ambiente en que estoy sumido y que lejos de apaciguarme, más y más me enardece...
Cada día más que dura mi permanencia en este lugar es leña para el fuego de
mi desesperación...
Los zapatos de CordobÁn 287
Mayo 13. Ayer apenas pude escribirte lo anterior. ¡Me hallaba tan deprimido!
Hoy estoy lo mismo. Esto no puede seguir... Hablaré con el médico para rogarle me
deje salir unas horas...
Quisiera libertarme, aunque fuera solo por momentos, del espectáculo que es
todo esto y que no puedo evitar.
No pude escribirte mucho ayer, pero te tuve presente en cada uno de los inter-
minables minutos del día...
Hablé con el doctor... y, Dios mediante, tendré unas horas de permiso el día de
mañana... Averiguaré por el día de tu regreso, en primer término... Tal ha sido mi
alegría y tal mi gratitud, que no sé cómo referirme a ellas... De la segunda te hablarán
estos versos:
Mayo 14.— Me estoy alistando para salir. Una rara inquietud me desazona. Es
como si me dispusiera a una aventura extraña... Mis nervios no están bien. En los
sueños que tuve anoche me sentí colocado en situaciones desagradables, en relación
con mis actuales preocupaciones.
Son las once de la mañana, y dentro de dos horas te llamaré por teléfono...
Y pongo punto final a esta carta, sin desanimarme para dártela... Aunque
cruda y dislocada, te enseñará algo de mi abismo. Perdona su presencia, que es
la mía... Con la admiración, el afecto fraterno de siempre y la gratitud de tu
affmo.
(1) Mi viaje quedó en proyecto, por falta de licencia oficial para emprenderlo,
ausentándome de mis clases.
(4) Siempre fue una de sus más caras ilusiones concluir sus estudios de Letras
en la Universidad Católica. Se matriculó muchas veces, pero sin asistencia
regular.
(5) El doctor Aurelio Miró Quesada Sosa, uno de sus más ayudadores y
queridos amigos.
ANGUSTIAS Y TEMORES (1949)37
La primera noche que me pasé fuera del hospital, al encontrarme en mi cuarto tuve
una sensación exasperante de soledad. Cuando me disponía a acostarme, tuve que
renunciar a hacerlo y salí a dar vueltas, recorriendo la manzana donde queda mi casa.
Me detenía al pasar frente a la puerta, con ánimo de entrar, pero no me resolvía. Las
calles solitarias me sobrecogieron e hiciéronme crear un miedo inexplicable. Si oía
los pasos de alguien que se acercaba, sentía crecer ese miedo que a ratos lindaba con
el terror. Un terror no me explico a qué. Al fin, como la hora era muy avanzada, me
decidí a entrar y lo hice lleno de angustia. Ya adentro de mi cuarto, una vez y otra me
cercioré de que las puertas estaban aseguradas. Sin embargo, me resistía a extinguir la
luz y miraba debajo de la cama y volvía a probar las llaves a fin de estar cierto de que
las puertas habían sido cerradas. Quise leer y no pude. Apagaba y encendía la luz. Así
hasta la madrugada, que me devolvió momentáneamente la confianza.
37 Este manuscrito inédito de Luis Valle Goicochea, escrito en un cuaderno de la Sociedad de Beneficencia Pública
de Lima, y fechado en mayo 1949, nos ha sido facilitado por el Dr. Humberto Rotondo.
Los zapatos de CordobÁn 291
Así las cosas, trabé amistad con los dueños de casa, que son magníficas personas.
Podía conversar con ellos, lo que me aliviaba un poco. En eso vino un hermano mío,
a quien veía al cabo de doce años. Nuestro diálogo fue el repaso de muchos sucesos
familiares, tristes en su mayor parte. Yo preguntaba con ansiedad por ciertos detalles
de aquellos sucesos, que yo aún no conocía. Una tarde me di en beber. Mi hermano
trató de convencerme de que era necesario que yo volviera a este hospital. Me resistí
a ello y le huí hasta que él se fue. No nos despedimos. En esta situación el dueño de
casa, ya enterado de todo, me hizo buscar y me recibió con todo cariño.
Entre las obsesiones que se suceden angustiándome, podría citar algunas, como
estas:
Otra cosa que me ocurre con frecuencia es esta: Voy en el tranvía repleto y
pienso que me pueden confundir con un “carterista”. Creo que ello se deba a que una
vez, cerca de mí, (también en el tranvía) alguien trató de robarle la cartera a un pasa-
jero. Este se dio cuenta de ello y volvió la cabeza: caí bajo su mirada violenta.
No soy político y, sin embargo, muchos días me aqueja la zozobra de ser dete-
nido como tal. Para esto no hay nada en contra mía, pero temo.
Recibo una carta; mi corazón se agita, tiemblo. Devoro su contenido y al ver que
no trae nada malo, me sosiego. En cierto modo me siento como defraudado.
De pronto me asalta una gran alegría pasajera que pronto cede el paso a un gran
abatimiento.
Desde setiembre, he vuelto a beber los primeros días de noviembre, y dos veces
en diciembre.
Tengo en Lima un amigo a quien debo visitar, pero se me hace duro llegar a su
casa. Sin embargo, uno de aquellos días en que estaba bebiendo fui en su busca. Salió
la madre, quien estuvo descortés conmigo. No solo me dolió su conducta, sino que ha
hecho nacer en mí una sorda rebeldía.
Empiezo a beber y me desprendo de mis cosas, y las vendo por precios irrisorios
cuando me falta el dinero. Y lo solicito también, cosa que me es muy duro hacer en
otros momentos.
294 Luis Valle goicochea
Me siento como el centro del mundo y creo que de todas partes me salen al paso
reproches, injurias, burlas... Ello me abruma.
Muchos días obro como lo haría un perseguido. Creo que de pronto un guardia
me va a detener. Cuando llego a mi casa y veo a alguna persona que espera en la
esquina, inmediatamente la conceptúo sospechosa y paso de largo. Si por casualidad
me dirige una mirada furtiva, mi temor aumenta. Me alejo y vuelvo al cabo, costán-
dome trabajo entrar a mi habitación. Ya dentro de ella me asalta el miedo a que
alguien pueda entrar: un policía, un ratero, etc.
Me parece que a veces me pueden confundir con otra persona y pueden enfren-
tarme a un incidente desagradable. Quizá dicho estado tenga un antecedente en esto:
Hace algunos años transitaba por una calle de Lima, cuando fui interceptado por un
individuo, quien de modo intempestivo, me preguntó si yo era “Cahuas”, a tiempo
que me cogía por las solapas. Su actitud me desconcertó. De primer momento no
supe qué responderle. Luego acerté a enseñarle el sobre de una carta que acababa
de recibir, pero no pareció convencerle mucho, lo que le presentaba como prueba
de identidad. Aun me amenazó, y, al separarnos en sentido contrario, todavía volvió
la cabeza y yo también. El hombre me reiteró sus amenazas: me enseñó el puño
cerrado. Empecé a sudar en frío y ,aunque en aquella época gozaba de cierta segu-
ridad personal, anduve sobresaltado muchos días. ¡Tanto efecto habíame causado el
trivial incidente!
Hace años tuve unos largos amores secretos. Los celos me hicieron sufrir lo
indecible. Es cierto que nunca hice escena alguna, pero los celos me corroían por
dentro. Esos celos alcanzan a mis hermanas y de modo especial a la menor, a la que
adoro. Se casó y yo no hubiera querido que lo hiciese. No me opuse a su matrimonio,
Los zapatos de CordobÁn 295
pero hasta hoy me duele que haya tomado estado. Pienso en ello con una suerte de
despecho y no me resigno a que se haya alejado de mí.
Tengo ratos de crueldad. Recuerdo que cuando niño escuché, en una ocasión,
a mi abuela que pedía agua y no se la alcancé, sintiendo en ello no sé qué placer.
Aún más, no solo me contenté con escuchar la voz fatigada de la anciana, sino que
silenciosamente me asomé a verla... Hasta hoy me remuerde el recuerdo del suceso,
¡y de qué modo! En mis ratos de angustia casi siempre se hace presente y más me
desespera.
Lo que más me humilla (o una de las cosas que más me humilla) es el pedir
favor o sentir sobre mí la protección de algo. Cuando me veo en trance de hacer lo
primero o resistir lo segundo, percibo que empieza, violenta, una de mis peores crisis
de desesperación y de angustia, una de esas crisis que me conduce a beber y a echar
por la borda deberes y consideraciones. La esclavitud del trabajo me revuelve contra
ello.
Últimamente he podido saber que una tía paterna que murió hace mucho
tiempo era epiléptica. Yo la conocí siendo aún un niño, pero no presencié ningún
ataque del mal que la aquejaba. Cuando esto ocurría me alejaban de ella y ella no se
dejaba ver, si no es al día siguiente o subsiguiente del acceso. Sé también que tengo un
tío carnal, por parte de mi padre, alcohólico. He tenido una referencia muy vaga sobre
ataques que padecía mi abuelo paterno, pero no es una referencia precisa y segura. Mi
madre era muy sensible: se echaba a llorar por cualquier cosa y sufría como desmayos.
¿Pueden haber influido en mi desfavor estos factores?
Me estorba hasta la ternura que se usa conmigo, aunque esté convencido del puro
designio que la inspira. Por otro lado, la ausencia de esa ternura me afecta también.
Hace poco recibí una carta de cierto pariente que me quiere de veras. Me decía
que tercera persona vinculada a él y a mí le había informado del cambio operado en
mi carácter. “Ya no eres amable, educado, como antes. Me dicen que ya ni siquiera
se puede conversar contigo”, apunta y añade: “Me da pena”. La lectura de esta me
soliviantó. Hasta hoy no la he contestado.
Soy un impaciente y, más aún, un desorbitado. Si bebo lo hago sin tasa ni medida,
como apurando un desenlace, que espero desde el fondo de mi subconsciencia; este
es: acabar. ¿Una forma de suicidio lento? Creo que sí. Trato de agotarme; lo advierto
después de reflexionar.
Los primeros días de mi estadía en el hospital han sido tranquilos, pero últi-
mamente (una semana atrás) me he visto asaltado por sombríos pensamientos, sobre
todo en horas de la noche.