Los Zapatos de Cordobán - Luis Valle Goicochea

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I

Escritos
N a r r a t iv o s
ALHARACA (1928)26

Yo anhelo con todas las veras de mi alma que este relato, recuerdo de un incidente
en los irremediablemente lejanos días de mi infancia, hiciese la magia de despertar
la emoción de los míos, con quienes al calor del hogar, recorrí los primeros pasos
de mi vida, allá en nuestra pobre casita de La Soledad con sus eucaliptos, con sus
gentes sencillas, con su fuente centro de reunión de las mozas del lugar, con su cielo
serrano puro y azul como mi alma de entonces, con sus parajes, con sus casitas de
humilde apariencia, en fin todo que lo llevo adentro, muy adentro de mi alma. Feliz
mi corazón que es el nuestro, si mi anhelo se colma.

En aquella temporada me había agarrado fuertemente la manía de coleccionar


frascos. Frasco que caía a mis manos iba a parar a un burdo escaparate por mí cons-
truido y que yo había colocado en el dormitorio de nuestra casa. Tenía 10 años
entonces, y vivía con mis padres en un poblado humilde. La manía que yo había
tomado era una de esas que nos agarran sin qué ni por qué, necias, absurdas, en pugna
casi siempre de la razón.

Ahora, ya hombre, he pensado muchas veces cuál pudiera haber sido la causa de
que sentara plaza de coleccionador de frascos y repasando recuerdos solo tengo muy
presente en la mente que en aquella temporada por la que pasé, el maestro de la única
escuela había realizado el milagro de conseguir un matraz y un poquito de ácido
nítrico, que era mirado por nosotros con religioso respeto y como cosa demasiado
extraordinaria, y con las cuales, en el límite de las posibilidades practicaba nuestro
padre espiritual experimentos —de química y de física— despertando en todos noso-
tros gran estupefacción. Puede ser que la fiebre que entonces nos entró a los escolares
por practicar experimentos me introdujera a coleccionar frascos, imitando al maestro,
que los tenía en número considerable, ostentando etiquetas todos y muchos de ellos
no conteniendo nada.

También recuerdo que en clase se nos había dicho que para que la carne se
conservara era necesario salarla.

Este exordio que aquí termina era absolutamente necesario para lo que voy a
relatar, que puede tener como no tener importancia.

26 Publicado en La Industria, Trujillo, 8 de diciembre de 1928.


36 Luis Valle goicochea

Bien.

Un buen día cayó en mis manos un pedazo de carne.

No lo recuerdo cómo.

Lo cierto es que sintiéndome químico, o lo que sea, la metí en un frasco que


llené con agua en la que había disuelto, previamente, gran cantidad de sal. Habían
transcurrido los días, cuando una tarde mi madre vio con sorpresa en mi colección de
pomos, uno que contenía algo, que ella no podía distinguir.

Me llamó y me dijo que le explicara cómo, quién, etc., me había dado aquello.

Yo tenía miedo, de esos estúpidos miedos que uno siente de niño.

No sabía qué decirle. Callaba.

Yo sabía perfectamente el origen del menjunje, como que yo lo había hecho,


pero temía una reprensión de mi madre.

Al fin tuve una salida:

—La prima Rosita me lo dio —le dije.

A una llamada de mi madre compareció la prima Rosita.

Yo temblaba.

Pero a la pregunta de mi madre, Rosita no negó lo afirmado por mí. Y ella, a su


vez, echó la culpa a su hermano Rafael.

Francamente hasta hoy no he podido explicarme qué es lo que le indujo a mi


prima a mentir para no desdecir lo afirmado por mí, pues yo no había tenido tiempo
para pedírselo así.

Mi primo Rafael, como era natural, negó rotundamente haber sido él quien
hubiese dado a la prima Rosita el frasco en cuestión. Rosita, con un emperrechina-
miento nada común, aseguraba lo contrario.

Hubo discusiones y lloriqueos.

El frasco consabido produjo sensación en el pueblo.

Ya lo creo que tenía que producirla.

Vinieron las suposiciones. Alguien ha tratado de hacer llegar hasta la familia


alguna preparación, había dicho un viejo amigo de mi casa.
Los zapatos de CordobÁn 37

Mis padres, con justa razón, se habían alarmado grandemente.

Para ellos todo permanecía en el misterio.

Ellos eran queridos de todos ¿Cuál pudiera ser el motivo y quién podría ser
aquella persona que valiéndose de los niños de casa se hubiera atrevido a hacer llegar
hasta nosotros el consabido frasco?

Lo cierto es que la Rarra, antigua criada, cumpliendo una orden de mi madre se


alejó de la casa y realizó la apertura del misterioso frasco.

—Era como una cecina, mamita —le dijo al regresar después de llenar su
cometido.

—Seguramente tenían una intención mala —dijo mi madre—. En fin, Dios,


que todo lo sabe, nos librará de enemigos gratuitos.

Y, sin embargo, yo poseía el secreto que guardaba con una discreción grande.

Yo, solamente yo, era el autor de la resolana a mi primo Rafael, de la preocu-


pación de mis padres, de que la servidumbre de la casa hiciese los más variados y
exóticos comentarios que me estremecían.

Las cosas pasaron sin que nada se sacase en claro.

Hoy ya casi nadie recuerda el incidente que se produjo al calor familiar.

No sé si se podrá llamar cuento este relato. Es la primera vez que desde estas
líneas revelo el secreto que he guardado desde entonces.

Y al revelarlo, madre, desde estas cuartillas te pido perdón, porque pude evitarte
una inquietud y no lo hice. También te lo pido, padre mío. Pero no te lo pido a ti
prima Rosita, porque yo no te obligué a mentir, tú mentiste por sí y nada más. Y a
ti te toca pedírselo al primo Rafael que solo por tu culpa sufrió una resolana injusta.
PRESENTIMIENTO (1929)27

No sé cómo se llamaba. Pero por su traza me había dado cuenta de que se trataba de
un histérico.

Le había visto frecuentemente en el café, solo, sentado en una mesita, bebiendo


a sorbos un vaso de cerveza, o una naranjada, y con los ojos grandes y melancólicos
clavados en el suelo fijamente, como absorto en profundas meditaciones.

Paseaba su silueta larga y desgarbada, muchas veces, por la alameda que yo


frecuentaba, y en innúmeras ocasiones le había visto acudir a la orilla del mar y
sumirse en la religiosa contemplación del ocaso.

Le había visto en todas partes y nunca logré adivinar alegría en su rostro.


Siempre taciturno, grave, melancólico.

Algunas veces logré darme cuenta que leía a Schopenhauer y a Baudelaire. En


una ocasión supe que era millonario. Pasó creo que un año desde que lo vi por vez
primera y seguí viéndolo.

Hasta que una tarde —no sé cómo— nos hicimos amigos. Nuestros espíritus
parece que se comprendieron y se completaron.

Desde entonces todas las tardes nos reuníamos en la alameda y recitábamos


versos y hablábamos de idealidades y a ratos entre él y yo se tendía un silencio miste-
rioso. Yo descubrí en él un espíritu exquisito de artista, hermano en aficiones y manera
de ser del mío, romántico en algunas ocasiones.

Nunca me dijo nada de él, ni yo nunca le dije nada de mí. Nuestras confidencias
eran absolutamente subjetivas. A ratos yo me inquietaba. Ni yo sabía su nombre, ni
él sabía el mío.

Pero, sin embargo, si por una casualidad algún día dejábamos de reunirnos yo
sentía que algo me faltaba. Nuestra amistad, con un cariz de misterio, se hallaba
sentada sólidamente en una comprensión grande muy grande, pese a nuestro natural
taciturno. En nuestros silencios los espíritus conversaban fraternal y mudamente.

27 Publicado en La Industria, Trujillo, 24 de febrero de 1929.


Los zapatos de CordobÁn 39

Nunca me lo dijo, pero yo estoy seguro que a él le pasaba lo que a mí el día que nos
juntábamos.

Nuestra amistad que se prolongaba tuvo un triste epílogo. Un triste epílogo que
despertó en mi alma una nostalgia incógnita y un miedo pánico a la noche, porque era
negra como el misterio que pese a nuestra comprensión, fue siempre para mí aquel
amigo eternamente triste.

Una tarde me encaminaba como de costumbre a la alameda, cuando al salir de


mi casa me encontré en la puerta con el cartero, quien me entregó un billete. Inquieto,
rompí el sobre y leí:

Amigo:
Venga usted pronto. No podré ir a la alameda, lo espero en mi
casa, calle X, N.° X.

Y la carta no llevaba firma. Sin embargo, comprendí que se trataba de mi amigo.

Precipitadamente la guardé en mi bolsillo y tomé dirección a la casa.

Empezaba a atardecer y los faroles despedían ya su lánguida claridad. De pronto,


al cruzar una calle me llamó la atención una luz roja, anunciadora de peligro. Era una
pared que amenazaba desplomarse. Huyendo del peligro tomé por la vereda de enfrente
y después de cruzar algunas calles, me detuve en la que tenía el número de la carta.
Me acerqué. Aparecieron a mis ojos unas escaleras. Subí por ellas, llegué a una puerta,
busqué el botón del timbre y presioné. Seguidamente oí pasos precipitados y la puerta se
abrió. Yo entré maquinalmente. Mi amigo había acudido a recibirme y después de cerrar
la mampara, en cuanto entré, se encaminó hacia un diván y se dejó caer pesadamente.

Era el salón espacioso y amplio, lujosamente amueblado. Algunos cuadros deco-


raban las paredes. Ni una palabra, ni una sola habíamos cruzado hasta entonces. Yo
me sentí como embobado. Las piernas me temblaban y tanto que tuve que sentarme.

Miraba de reojo a mi amigo, quien, como habitualmente, había clavado los ojos
en el suelo y apoyaba el mentón con las manos, al parecer absorbido por hondas
meditaciones.

Instantes después de llegar a la casa de mi amigo, un viejo reloj había desgra-


nado seis campanadas.

Los minutos transcurrían pesadamente. Yo empezaba a inquietarme. Tenía


miedo, inexplicable miedo. Pausadamente el mismo reloj anunció las siete de la noche
y mi amigo parecía sordo y ajeno, absolutamente ajeno a todo. Y sonaron las ocho de
la noche, y sonaron las nueve.
40 Luis Valle goicochea

Venciendo el temor que me embargaba me puse rápidamente de pie y empecé


a pasear por el salón.

Mi amigo levantó la cabeza y me miró fijamente. Luego me dijo:

—Cenaremos.

Sin agregar nada le seguí hasta el comedor y nos sentamos. Apenas si probamos
bocado. Al terminar subimos a la azotea y ahí paseamos, juntos, en silencio. Yo me
sentí más tranquilo.

De pronto mi amigo se detuvo y cogiéndome de la mano se la llevó hasta la


frente y me dijo:

—Tengo fiebre, ¿no?

Yo no le contesté nada. El agregó:

—No sé lo que me pasa. Es algo inexplicable. Pero su compañía me alivia. Y me


abrazó.

Luego siguió:

¿Le gustaría salir? Yo acepté. Cogimos nuestros sombreros y salimos. Al poco


rato un reloj anunció las once de la noche.

Silenciosos cruzamos muchas calles y plazas. De pronto llegamos al jirón por


donde hacía unas cuantas horas había yo pasado, y donde me detuvo la luz roja anun-
ciadora de peligro.

Unos cuantos pasos antes de este, cogí ávidamente por el brazo a mi amigo
y le grité: “ ¡Cuidado!”. Él comprendió al instante y me dijo: “¿Por qué se le
ocurre a usted que esta pared ha de desplomarse en el preciso momento en que
pasamos?”.

No supe qué responderle. E impulsado por él, pasé bajo el peligro temblando,
queriendo apurar el paso inútilmente, pues mi compañero que me tenía cogido por el
brazo me obligaba a caminar al paso tardo y mesurado de él. Cuando me vi libre del
peligro respiré satisfecho a pulmón lleno.

En la esquina nos detuvimos. Mi amigo volvió a hablar:

—Siempre me siento afiebrado; siento algo inexplicable. Un miedo, nerviosidad,


en fin...

Calló un instante y prosiguió:


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—Usted quiere irse ¿verdad?

Yo no podía hablar.

—Vamos, le dejaré en su casa, me dijo, cogiéndome por el brazo. En la puerta


de mi casa nos despedimos. Mi amigo se fue y yo me acosté, pero no podía dormir.
Sentía una inquietud inexplicable.

Oí todas las horas hasta las seis de la mañana, hora en que me rindió el sueño.

A las tres de la tarde dejé el lecho y, preso de una espantosa modorra, con libro
de versos en la mano me encaminé al Café X.

Casi todas las mesas estaban ocupadas y todos los parroquianos conversaban
animadamente, comentando unánimemente, al parecer, un suceso.

Yo me encaminé a una mesita, situada en un oscuro rincón, me senté y pedí


de beber.

Yo estaba como abobado. Ajeno a los comentarios no dejaba de pensar en mi


extraño amigo, a quien por más que trataba, no podía distinguir en el Café.

De pronto entraron dos jóvenes que tomaron asiento en otra mesa, cercana a la
mía. Y pude oír el siguiente diálogo:

—Parece que cuando él pasaba por la calle X no reparó en el aviso del peligro, la
pared se desplomó y lo mató.

—Francamente, no recuerdo quién es él.

Yo me estremecí y poniéndome automáticamente de pie me dirigí a los recién


llegados y exclamé con voz demudada.

—¿Quién?

Uno de ellos me miró fijamente y después de unos segundos de silencio, exclamó


con voz pausada.

—Ese joven, tan raro, que últimamente andaba con usted.

El otro indiferente y frío sorbía ruidosamente una naranjada.

Luvagois
JOSÉ MELITÓN (1929)28

Con el viejo poncho desflecado a guisa de bufanda, llevando harapos en vez de vestido,
con toscos llanques y en la cabeza un mugriento sombrero cuyo ancho alón ha roído
el tiempo, baja cada domingo de su casa de Puyhuán, un lugar alejado y solitario, al
pueblo de La Soledad, don José Melitón.

Recuerdo que desde niño le he visto pasear su paupérrima silueta por las callejas
del pueblo y llegar hasta mi casa, donde sentado en un viejo escaño, gustaba de
charlar ya con mi padre, con mi madre, con alguno de mis hermanos o muchas veces
conmigo.

Tataco, enjuto, enmarañada la crecida barba, hosco y arrugado rostro delator de


sus setenta años, más tiene don José el talante de un malhechor, todo lo contrario de
lo que es en verdad este hombre sencillo y bueno de corazón de niño.

Ya lo dije. Muchas veces conversé con él. Vive aún y lo sé, visita mi casa siempre.
En lenguaje vulgar me hablaba de cosas de los tiempos viejos, del perdido esplendor
de la fiesta de “nuestra patrona de La Soledad”, de mis abuelos, “unos viejos buenos
como ángeles”, y en fin de tanta cosa pretérita, que este hombre inculto y bueno
reconstruía en mi imaginación con su charla desnuda y amena.

Don José era uno de los más fieles mayordomos de Nuestra Señora de La
Soledad, patrona del pueblo. Para los festejos del quinquenio, que solo cada 5 años se
suceden, él traía buena banda, contrataba al mejor cuetero y hacía venir hasta a tres
curas. En aquel entonces era tal la cantidad de fuegos que se quemaba, que necesario
se hacía colocar en los techos hombres que cuidasen de apagar cualquier chispa que
cayera y así evitar las “quemas”.

Tanto me contó don José, tanto con el aroma de lo viejo, tanto que hoy apenas
si lo conserva mi memoria. Pero nunca me habló de su vida y aunque estuve tentado
de hacerlo algunas veces, nunca le pedí que me contase su historia. Pero me lo contó
un tío mío, un viejo simpático y recio, rasgueador impenitente de guitarra, elemento
imprescindible en las jaranas aldeanas.

28 Publicado en Variedades, Lima, 30 de octubre de 1929.


Los zapatos de CordobÁn 43

Desde muchacho se había dedicado Melitón a la industria minera, y con buena


suerte. En la actualidad podía ser uno de los más acaudalados vecinos de Pataz; pero,
mozo derrochador y badulaque, no supo aprovechar de sus buenos tiempos y hoy vive
miserablemente, llevando una vida arrastrada, metido en los huecos de las minas que
antaño le dieron con largueza, pero que hoy resentidas de su necia prodigalidad le
escatiman sus tesoros.

Don José era uno de los más afortunados “boyeros” que en Parcoy se hayan
conocido. En una noche, de ínfima cantidad de mineral, obtenía un asombroso rendi-
miento, pero a la mañana siguiente bajaba al pueblo y en una chichería se esfumaban
8 o 10 onzas de oro. He aquí el origen de este mal cuarteto que todavía se canta en
el pueblo decaído:
Aguardiente llega,
llega por mayor,
todo lo acapara
José Melitón.

Cuando, joven aún, en pleno apogeo, era mayordomo de las fiestas del quin-
quenio en honor de la muy venerada Nuestra Señora de La Soledad y hacía un colosal
derroche de dinero. Su presencia en las calles y plazas era saludada con palmas y excla-
maciones de admiración. Don José era el héroe de la fiesta. Después de un opíparo
almuerzo con que obsequiaba a innumerables personas, recorría las calles precedido
de la banda de músicos que silenciaba sus acordes cuando las “pallas” se detenían para
endilgar al mayordomo coplas como esta:
Que viva, que viva
José Melitón,
“boyerito” que es
todo corazón...
Ya lo creo que el piropo era correspondido con abundante chicha.

En el pueblo no se recuerdan fiestas más espléndidas que las celebradas por el


pródigo minero.

Esta buena suerte de nuestro héroe y su proverbial afán de derrochar, quién


sabe, le urdieron en la imaginación de las gentes las más extrañas leyendas que eran
referidas y aún son por los habitantes de la aldehuela.

Se decía, por ejemplo, que don José poseía seis hermosos brillantes que un buen
día los encontró en la jalca, cuando buscaba unas reses extraviadas, y que con ellos se
alumbraba en su casa y en la mina, pues era tal su fulgor “que ni el de una lámpara lo
igualaba”.
44 Luis Valle goicochea

Se aseguraba también que este hombre comía en un cráneo humano con una
cuchara labrada en una tibia.
En fin, que se decía tanto y tanto rodeando la vida de Melitón de una misteriosa
extravagancia, que no acabaría nunca si pretendiera relatarlo. Pero voy a contar la
leyenda principal de todas las que urdieran a nuestro personaje la maledicencia de las
gentes. Allá va.
Frisaba don José en los veinte años, cuando su buen porte de entonces y su fama
de “boyero” lo convertían en una pesca deseada a la que se le tiraban muchos anzuelos,
pero él no picaba ninguno. Esto no quiere decir que don José fuera enemigo del bello
sexo, con el que siempre fue galante hasta decir basta. Las mozas del lugar que habían
oído de sus labios un requiebro ya tenían qué contar a la hora de acudir a la “pila” a
llenar sus cántaros.
Bien. Un día, malas lenguas echaron a rodar un rumor: el que las “boyas” de
don José le eran concedidas por el diablo, con quien una de noche truenos y relám-
pagos, en la cumbre del cerro Puyhuán, había firmado un contrato. Y hasta se llegó
a asegurar que había sido visto varias veces con un señor colorao y misterioso, que
dejaba a su paso las huellas de una pata de gallo.
Cuando el rumor llegó a oídos de Melitón a través de una rechoncha moza, él
sonrió irónicamente y exclamó despreciativo:
—Envidiosos... ¡Ya verán!...
El rumor siguió rodando y rodando y llegó hasta la casa parroquial y puso en
cuidado al cura, un pobre cura viejo y fanático que creía en hechizos y en brujas. Una
tarde el escandalizado pastor llamó a la sacristía a don José Melitón y le amonestó.
Melitón escuchó, casi indiferente, con los ojos clavados en el suelo, la admoni-
ción del cura. Se quedó pensativo como quien busca una solución y de pronto, como
quien la encuentra, levantó la cabeza y exclamó con voz firme:
—Delante de usté, señor cura, le ofrezco a la mamita de La Soledad celebrar
su quinquenio mientras pueda, con tal de que me dé más y pa’ que tanto envidioso
no ande diciendo que yo tengo contrato con el diablo; porque sirviendo a Dios no se
puede servir al diablo.
El cura asintió con un movimiento de cabeza y salió con Melitón a la iglesia. Se
postraron ambos al pie del altar de Nuestra Señora de La Soledad, se abrió el trono
y don José pronunció su voto.
Es natural que tal acontecido, en un pueblo avispero de chismes, se extendiera
con prodigiosa rapidez eléctrica.
Los zapatos de CordobÁn 45

Al poco tiempo corrieron rumores de que don José había dado con una riquí-
sima veta que en una sola noche le rindió 25 onzas de oro. Los rumores fueron
confirmados por él mismo, que después de unos días de trabajo se entregó durante
una semana a la bebida —su lado flaco de siempre— y terminada la cual volvió a su
trabajo. Y así con esas alternativas ha vivido hasta hace una veintena de años en que
ha empezado a perseguirle la mala suerte.

Esta es sucintamente la historia de un hombre ahora víctima de la miseria y del


hambre, que derrochó sin cuento ni medida y que al pasar solo merece la compasión
de las gentes que son uniformes en exclamar:

—¡Si hubiera sabido aprovechar de sus buenos tiempos!...


VENGANZA (1930)29

La tempestad se desencadenó furiosa. Los rayos menudeaban en la puna desolada,


donde pastaban los ganados de doña Asunción. Y aconteció lo que era de esperarse.
Un rayo fulminó a la pastora y a la casi totalidad del ganado. Atardecía. Doña Asun-
ción en La Soledad, ni siquiera presentía lo ocurrido.

***

¿Quién era doña Asunción? Una india magra y perversa, si no odiada en el


poblacho.

Últimamente había tenido un ruidoso pleito con una vecina suya, otra mujer que
como mala y ruin no le iba en zaga. Se llamaba doña Victoria y tenía fama de bruja.

Al salir de la iglesia, después de la misa dominical, doña Asunción había tajado


horrorosamente la cara de doña Victoria y esta había jurado vengarse.

Cuando a la mañana siguiente —una mañana de invierno gris y fría— doña


Asunción recibió la noticia de lo ocurrido con su ganado, no dejó de pensar en un
maleficio de su enemiga bruja. La desesperación hervía en su pecho.

***

—¡Doña Shunsha, buenos días!

—¡Buenos días, comadre Juana!

—¡Qué le parece lo que me ha pasau!

—Y eso solo es el diablo mandau por la maldita bruja Victoria.

—Si iba a contarle que anteayer lo han visto a la bruja conversando con el diablo
en la quebrada de Contaypaccha.

29 Publicado en La Industria, Trujillo, 19 de enero de 1930.


Los zapatos de CordobÁn 47

—¡No ve usté!... El diablo... el diablo ha sido...


Este diálogo sostuvieron al mediodía, en la pila a donde habían acudido a llenar
sus cántaros doña Asunción y otra vecina del pueblo, una vieja habladora y maldi-
ciente, agenda de chismes y hablillas, doña Juana, conocida con el mote de “la gaceta”.
Toda la tarde la pasó en su casa doña Asunción. Aquel día no probó bocado.
Hasta había olvidado de su pequeño hijo, que acostado en la tarima sobre un arru-
maco de pellejos y frazadas, lloraba desaforadamente, ante la indiferencia glacial de la
madre. Al fin, al anochecer, esta le dio los pechos. Lo arrulló, lo acostó en la tarima y
dejándolo dormido, salió. Aquella noche bonancible se marchó hasta la puna y llegó
al sitio donde habían caído fulminadas la pastora y las ovejas. No encontró sino los
restos del festín que ese día habían tenido los cóndores. Los contempló a la claridad
enfermiza de una luna en cuarto creciente y lloró, lloró amargamente...
Al alborear el día entraba de nuevo en su casa. Se llegó hasta el lecho de su hijo y
cuál sería su sorpresa al remover las frazadas que lo cubrían, ver levantar el vuelo a un
murciélago... Apareció el cuerpo de su hijo, inerme, amarillo... Lo examinó la mujer,
desesperadamente, y encontró en el lado del corazón una leve herida... El murciélago
le había succionado la sangre... La rabia estalló en el pecho de la mujer, que presa de
una horrorosa convulsión cayó al suelo y luego quedó sin sentido... Cuando volvió
en sí era tarde ya. Se sentó. Se llevó la mano a la frente, se quedó inmóvil por breves
instantes y con la actitud de quien toma una pronta e irrevocable resolución, se puso
ágilmente en pie, se encaminó a un rincón del miserable y oscuro cuarto y buscó algo
en una burda repisa. No tardó mucho en dar con un pomo grande y sucio, que ella
miró por largo rato. Sus ojos brillaron con un brillo de bárbara satisfacción. Volvió
la mirada a la tarima donde yacía el cuerpo de su hijo y exclamó con voz tremante,
mientras gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas:
—También a ti me han quitau... Yo te sabré vengar...
Salió de su casa doña Asunción y al poco rato regresó con doña Juana. Tomaron
el frasco y lo vaciaron en un jarro mal oliente y sucio donde vertieron luego un poco
de leche. Doña Juana cogió el jarro, lo escondió debajo de su rebozo y se fue...
Anochecía...
Doña Asunción se encaminó nuevamente a la tarima, tomó el cuerpo inani-
mado de su hijo y se fue...
Se alejó y se alejó del pueblo. Llegó hasta el despeñadero de Mishito, una roca
cortada a bisel que iba a parar al río.
Se sentó y comenzó a sollozar.
48 Luis Valle goicochea

Cuando el alba rayaba se puso de pie, estrechó fuertemente contra sí el yerto


cadáver de su hijo, clavó los ojos en el abismo, los levantó después al cielo y se dejó
caer...

Su cuerpo dando botes llegó hasta el río, completamente magullado... En el


pueblo de La Soledad, mientras tanto, presa de tremendas convulsiones, pálida,
amoratada, moría doña Victoria... Solo había bebido por la noche un poco de leche
que le había llevado a regalar su vecina doña Juana...

Y en el humilde panteón de la aldea, al mismo tiempo y una al lado de otra


fueron abiertas dos sepulturas para una mujer y su hijo que habían muerto despe-
ñados y el de otra que había fallecido víctima de imprecisable enfermedad...

Luvagois
LA CABRITA MARTINA (1934)30

¿Por qué no fui aquella tarde al colegio? Es inexplicable. Algo que no acabo de
entender me empujó a buscar cualquier disculpa y me quedé en casa.

En el patio interior crecían dos papayos, junto al pozo, y en un ángulo, en un


exiguo corral improvisado, se criaba una cabrita que andaba asustando a las gallinas.
Del lado del corral se levantaban en haz apretado, los tallos de bellísima enredadera
que extendía sus ramas florecidas sobre un techo de alambres que cubría casi todo
el patio.

Era una tarde suave de invierno.

Después del almuerzo una dulzura recóndita se adormía en todo y sospecho que
ella tuvo la culpa de que ese día detestara el colegio.

No tenía nada que hacer...

Mi abuela se mecía en su amplio sillón, junto a la ventana del salón de recibo


que mira a la calle... Al acercarme a ella me quedé un rato mirando su perfil de líneas
delicadas y traté de seguir la dirección de sus miradas; sus ojos se perdían en dirección
de los floridos jardines de la plazuela vecina...

—Abuelita...

—Hijo...

—Qué bonita es la cabra.

Ella rió dulcemente.

Después fuime a mi cuarto y desde la ventana me puse a mirar al patio de


entrada: el naranjo, las buenas tardes, la rosa verde, y en macetas helechos y otras hijas
de adorno.

Don Juan el electricista había salido. Ocupaba él una pieza de la entrada a


la izquierda. Y en la otra vivía Merceditas, vieja amiga y protegida de la casa, solo

30 Este texto data de julio de 1934; apareció años después en el número 152 de la revista Turismo de Lima, en junio
de 1940. 
50 Luis Valle goicochea

ocupada en cosas de costura y de iglesia. Solía encender a diario una lámpara de aceite
ante el Señor de la Buena Esperanza, cuya estampa veneraba en su habitación.

El patio de piedra estaba desolado, húmedo, pensativo...

Volví a ver a mi abuela. Luego fuime al lado de tía Tetei, delgada y epiléptica
de voz acariciante, sometida por la enfermedad a una quietud, que ella soportaba
silenciosamente.

Me hizo una caricia con su blanca y delgada mano. La dejé sentada en el extremo
del sofá, su sitio preferido. Seguí hasta el patio interior. Llegué cuando María, una de
las domésticas, desmenuzaba un pequeño haz de alfalfa y tallo por tallo se lo daba a
la cabrita a través de la reja de alambre del corral.

La cabrita tenía unos ojos muy tristes. Durante la temporada veraniega se la


habían regalado a mi abuelita. Devoraba la yerba golosamente. Me entretenía yo
mirando el rápido juego de sus mandíbulas que al abrirse apenas si dejábase ver las
muelas recias y verdosas. Hacía sonar al más leve movimiento una campanita que
le pendía del cuello de una cinta verde. A ratos se echaba y quedábase con los ojos
cerrados. Entonces me acercaba en puntillas y cuando creía yo que ya había llegado a
su lado sin ser sentido entreabría un ojo y lo volvía a cerrar indiferente. Le gustaban
mucho las cáscaras de plátanos y manzanas que yo le guardaba siempre y a veces tenía
la ocurrencia de balar.

La cabrita, aquella tarde, me inició con sus claros ojos abiertos en un mundo
apenas presentido: un campo demasiado florido, cruzado por un arroyo, unas flores
que nunca habían existido, la felicidad, un sol tibio y yo dueño de ese campo, corriendo
allí, de un lado para otro. Yo me hubiera ido allá con la cabrita y hubiésemos retozado
juntos. Todo ese mundo aparecía en sus ojos.

Un perfume a rastrojo que se quema me hirió de pronto. Me quedé sin facultad


de pensar, sin la de recordar, como desesperado, como si todo lo hubiese perdido...

Cuando antes de volver a mi cuarto busqué la cabrita, me encontré con


sus ojos...

El campo, las flores, el arroyo, la felicidad habían desaparecido...

***

Las puertas de la casa de mi abuela se abrían a una calle soledosa, y a una plazuela
bien cuidada, a donde de tarde en tarde acudían algunos niños a jugar. La casa era
Los zapatos de CordobÁn 51

amplia y cómoda. El zaguán donde aún se conservaba un pescante de los que en los
primeros años de la República sirvieron para colgar los faroles del alumbrado, llevaba
a un patio alegremente pintado y por un breve graderío se subía a la sala. Seguían otro
salón, el comedor, la despensa.

Mirando desde una de las ventanas del recibo hacia la calle se veía un sector de
esta, luego la plazuela y algunos de sus bancos. Esto dentro del marco de la puerta de
calle, y como telón de fondo la maciza base de la iglesia de San Francisco. Después
del mediodía pasaban rápidamente —uno tras otro— los alumnos del vecino Colegio
Nacional. Voces aisladas, carreras y de vez en cuando el rezongo del motor de algún
auto solitario. Cuando a esa hora, antes de lanzarme a la calle y a mi colegio, me
detenía a mirar desde adentro a afuera, era como si allá otra luz alegre opuesta a la
claridad temerosa de la casa, se preparara al salto hacia nuestra intimidad silente y
quieta. Además, algo del juego de las flores que el viento mecía en la plazuela espiaba
a la casa.

Eran las luces: la nuestra y la de afuera. Aquella se difundía extrañada por las
paredes y más bien parecía querer escapar por la ventana para colarse por ella. La
luz de afuera era móvil y yo le presentía un ojo fijo en las dulces canas de mi abuela,
quien, como siempre, en su ancho sillón junto a la ventana, miraba a la calle.

Los nobles ojos de la anciana condensaban los años generosos y cabales que
había vivido. Todo un pasado que se resigna —en silencio— partía de sus ojos ya
oscurecidos. Y se iba conmigo cada mañana y cada tarde al colegio. Mi abuela era el
ama afable y triste y ella sola encarnaba el encanto de las horas viejas que vivió la
casa. Los salones tenían un desierto encanto y los muebles antiguos un hieratismo
sobrecogedor.

Nuestra familia era: tío Carlos, esmirriado y huraño, alto empleado de un banco,
quien llegaba muy tarde. y tía Bernardita y Tetei. Aquella feliz ejecutante musical, y
esta enferma muchos años. Cuando tíos Carlos y Bernardita salían, quedaba en la
casona algo como un desamparo inenarrable. Tía Tetei en el segundo salón, en el sofá,
quieta y pensativa, y abuelita junto a la ventana. Abuelita no quería hablar: miraba a
la calle y yo con ella. Muchas veces, como si algo fuera a pasar, pasábamos largos ratos
mirando sin descanso, hacia la entrada de la casa.

***

Trujillo, la costeña ciudad colonial, plano perfecto y casas chatas, tenía un invierno
benigno. Clima templado, bruma tenue y sus calles poco traficadas. Los colegiales las
alegrábamos momentáneamente al ir y volver a las clases. Las gentes solían quedarse
52 Luis Valle goicochea

en la intimidad de sus hogares. ¡Cuántas veces cruzaba yo frente a las mansiones


señoriales o a las humildes viviendas! Siempre el silencio a la puerta y de adentro
venía algo como una suerte de aliento misterioso; aliento que a veces era la fragancia
exquisita de los jazmines, u otro perfume extraño, o el picante trascender de un
manjar fuerte.

¡Oh, invierno de Trujillo! Se replegaba el alma a su propia sombra y en su propia


saudade se agazapaba. ¡Entonces una lluvia fina y deliciosa mojaba la tierra y el olor
de la tierra húmeda me hacía pensar en el campo! La campiña de la ciudad que
entreví desde la ventanilla del tren al llegar a la capital: plantíos de piñas, copiosos
árboles frutales, lujuriosos sembríos de hortalizas: repollos rollizos, lechugas de un
verde cándido; cebollas como crispaciones. Pero nunca pasaba por esa campiña. El
colegio y la casa eran todo para mí. Y sentía fuerte el llamado del campo y me aquie-
taba la nostalgia de mi infancia campesina. ¡Oh, allá, en el pueblo, en el campo! ¡El
campo, el campo! De allí de Soledad mis nueve años llegaron a Trujillo. Y aquí había
de mirar el cielo que por sobre las altas paredes se me ofrecía, siempre turbio. Y en
el salón los óleos de mi abuelo —muerto hacía tiempo— y de mi abuela viva aún. A
veces sorprendía a la anciana deslizar una mirada a las telas encuadradas en magní-
ficos marcos dorados. Y sabía yo lo que miraba... No había por qué interrumpir su
recuerdo. Me retiraba en puntillas.
Me escapaba entonces a la puerta de calle. La calle Independencia derecha me
ofrecía hacia un lado la perspectiva de la Alameda O’Donovan: sus árboles desdi-
bujados se perdían al pie de unas montañas brumosas y a mano izquierda la calle se
esfumaba en el mar lejano, azulito; y antes en el arenal estéril y clamante.
¡En la plazuela unos altos pequeños pintados chillonamente y habitados por un
hombre solitario y esquivo, rara vez mostraban ligeramente entornadas sus puertas!
Yo solía mirar hacia allí y espiar los movimientos de su raro habitante. Los
domingos, él, después de percatarse de que nadie pasaba asomábase a los balcones
pequeños. Le observaba apoyado en el barandal con el cuerpo echado hacia delante;
fijos los ojos en la puerta cerrada del almacén de vinos y de una casa que alquilaba
bicicletas que ocupaban los bajos de la casa. De repente se metía en sus habitaciones
y poco tiempo después asomaba, tras la puerta entornada, cautelosamente, media
cara. Ya sabía yo que huía porque me había descubierto, o porque alguien distinto
interrumpía su entretenimiento. Alguna mañana que hube de madrugar, lo vi alejarse
de la casa. Caminaba como desazonado, mirando a todas partes.
Se lo conté a María, la doméstica de la casa, ella me quedó mirando como extra-
ñada y luego como si nada comprendiera, exclamó:
—¿Quién será?
Los zapatos de CordobÁn 53

***

El domingo de invierno hundía a la ciudad en un hálito brumoso y letal. Las calles


desiertas y a veces a escape, un transeúnte apresurado. Esa era la perspectiva, la
realidad inmediata en todas partes.

Después de la misa tempranera oída en la capilla del Seminario Conciliar,


a la casa. Ninguna tentación por ir al cine. Tío Carlos salía a pasear al campo.
Volvía al anochecer con naranjas conseguidas en alguna huerta de Mansiche o de
Mampuesto.

Luego la noche, el levantarse temprano, la semana, otra semana igual que


comenzaba. Mi tío al banco, yo al colegio. Eso a las 8 a.m. Veinte minutos después
una campana nos recogía al aula.

Con el “Ave María Purísima” del padre profesor se iniciaba la clase. A veces la
de Aritmética, otras la de Geografía, o quizá la de inglés, todas fatigantes. Yo contaba
cuántos eran mis compañeros. No conversaba con nadie. A la hora del recreo me
paseaba solo.

La segunda clase empezaba poco después de las nueve y terminaba a las diez.
Esta hora que era la hora media, que distaba tanto de la salida como de la de entrada,
tenía la virtud de aquietarme un poco. Para mí transcurría como sin sentir.

La campiña de Trujillo, lleno del hastío de la tierra costeña fulminada por el Sol,
y los pequeños cerros vigías de las primeras estribaciones andinas, temblaban en mis
retinas y eran mi solo paisaje interior.

Mi deseo los veía siempre en días de verano y sometíame a una quieta soledad,
soledad en que se resolvía resignado mi afán imposible de correr a veces por el
campo y de trepar los cerros. Recordaba mi infancia quieta en la serranía parda e
inolvidable. Entonces y en mis recuerdos interiores siempre el camino inalcanzable,
el camino que no había de cruzar, la cumbre atrevida que no había de ascender...
Padres, hermanos, ayos, éramos un haz fuerte. Estremecidos por el misterio del
trigal ondulante a lo lejos, pero más fuerte que la aventura y que el viento que
después esponjó mis alas.

Alrededor de la casa nos apretábamos, frente al tiempo, frente a la muerte,


frente a la tristeza... No llegábamos los pequeños hasta la amargura de los mayores
a veces sombríos y obsesos pero ellos eran felices al sentir el calor de nuestra mejilla
en la suya...
54 Luis Valle goicochea

Ellos: papá, mamá, hermanos mayores dirían al advertir la fecha de un diario


adherido a la pared:

—¡1910...! ¡Pero cuántos años!...

Les escuché en vísperas del viaje que por primera vez me alejó de su lado, pero
no comprendí la pena con que lo dijeron...

Y después Trujillo. La ciudad por todas partes. Ya no el campo cerquita, el


maizal en que casi se pierde la casa. Ahora los salones amplios, los viejos muebles
confortables; la solicitud maternal de abuela y tíos. Pero todo como conspirando para
recogerme muchas horas del día al regazo familiar y para hacerme pensar en el campo
tentador, solo como una posibilidad muy remota: amada por lo lejana; imposible
acaso...

Un jueves que no tenía que ir al colegio, me entretenía mirando desde la ventana


de mi cuarto al patio, cuando cayó una lluvia inesperada, que pronto cesó. Después
un sol débil calentó la tierra mojada, cuyo perfume pareció por un momento llenar
la casa...

Se me ocurrió ir a ver la cabrita... No la encontré. Adentro en el corral vi casi


deshecho un haz de yerba que las gallinas deshacían más, rascando en el manojo,
perezosamente.

No quise preguntar nada. Me acordé de los míos ausentes cuando advirtieron la


fecha de un viejo diario...

—¡1910...! ¡Cuánto tiempo ha pasado! El corral de la casa, ya sin la cabrita


estaba como vacío para siempre.

Allí cacareaban unas cuantas gallinas y de allí partía cada alba el saludo
tempranero del único gallo, dueño y señor absoluto del corral... Pero había algo
como el aletazo irremediable, precedido de un silencio lerdo, inacabable... Todavía
podían verse ya resecos los tallos de la alfalfa que cada día le procuraban al perdido
animalito. Hasta que esos últimos despojos, como la cabrita, desaparecieron para
nunca más.

Pero un nuevo entretenimiento me hizo olvidar a la cabrita. Después de


almuerzo corría a recoger uno o dos huevos que las gallinas dejaban en los nidos.
Al acercarme al corral un temblor incontable me sacudía: podía no haber huevos;
podría haber ocurrido que ya los hubiesen sacado... Pero al llegar a los sitios y
advertir desde la puerta del corral su blancura entre las pajas, una dicha pueril, me
subía de las entrañas a los ojos. Se lo llevaba corriendo a mi abuelita, quien los
Los zapatos de CordobÁn 55

recibía sonriendo y me decía: “Hoy mismo me lo como”... haciendo una mueca


dulce, fatigosamente.

***

Poco antes de marcharme al colegio aquella tarde, de pronto cuando miraba al cielo
advertí la mariposa de la casa vecina. Sus aspas daban vuelta pesadamente al compás
de la pereza que esa hora insinuaba la siesta y en que corría por nuestros miembros un
deseo de sueño. Cuantas veces, antes de entonces había yo visto, alto muy alto contra
el cielo la rueda movida por el viento y cuyas aspas parecían los pétalos de una flor
oscura y vacilante en la que luchara un impulso postrimero. La luz se enredaba como
una áurea madeja alrededor de la armazón de la torre y desde allí debían verse otras
distancias.

Yo cerré los ojos y sentado en el brocal del pozo hice un viaje sobre las aspas
de la mariposa. Vi el campo verde florido, vi un río y advertí cómo era la distancia;
cómo se perdían los caminos en el infinito... La casa vecina por su alta mariposa sabía
el secreto de lo lejos... Vi aún más: la luz venía a torrentes al ras del suelo y luego en
línea diagonal ascendente dirigía sus flechas hacia un rincón del cielo...

Cuando abrí los ojos me rodeaban las cosas miserables de todos los días: una
batea inservible, adobes y piedras; un barril que servía de maestro y en el que crecían
coposos helechos se despanzurraba bajo no sé qué peso...

La mariposa aquietada, parecía dormir... Miré al papagayo que inmóvil se levan-


taba en medio del patio. Sus hojas recortadas caprichosamente se abrían como una
mano bajo el cielo... Era ciertamente una mano presta al secreto que volaría de la
mariposa un día, cansado de esperar entre sus aspas y de jugar con el viento.

Cogí mis libros y apresuradamente me encaminé al colegio.

Durante el primer recreo, mientras miraba jugar a mi compañero recostado a


una de las columnas del patio, al levantar los ojos, sobre los techos del colegio encon-
traron otra mariposa. Tan igual como la otra; tan lenta para moverse, y seguramente
avizorando lugares a donde no llegarían nuestros ojos; por ejemplo, el arenal callado
y el mar gris y lejano. Había a su alrededor una luz alada y pura como en la otra. Me
pareció como todas la palabras; toda la garrulería divina del recreo volaba hacia la
mariposa del colegio, pero que antes de llegar se esfumaba silenciosamente como
ciertas luces en la noche, como ciertos vaivenes en el agua. Y esto sin grito, suave,
deliciosamente.
56 Luis Valle goicochea

Cuando al golpe de campana volvimos al aula, yo era sordo a la explicación del


maestro. Me acordé de Voltamad, aquel héroe del libro de lectura que salvó muchas
vidas montando su noble y valiente caballo. Lo veía entrar y salir en el mar, así como
en la figura del libro.

***

Que si eran o no golondrinas, esas avecillas raudas que revoloteaban sobre el cielo
de la casa y sobre la mariposa, había de decirlo la zoología. Una dulce zoología cuyos
rudimentos había yo olvidado... Quizá la mariposa que a diario miraba las ágiles
evoluciones de los pájaros sabía el secreto.

¡Oh! Apenas se había iniciado el año escolar y mucho costaría saberlo...

—Tu pueblo —me había dicho un amigo— dista cientos de kilómetros de aquí:
tú llegas en ocho días de viaje, pero una golondrina llega en un día y medio... y el
gallinazo... ¡ah, tú no lo sabes! el gallinazo llega en dos horas...

¿Así es que era como en los cuentos del Gigante Tragaleguas? Una figura de
colores puesta en mis manos arrebátame a la abstracción remota... La figura tenía un
extraño fondo de nubes áureas y luego unos personajes lentos, flotantes en el cielo...
Vestían túnicas blancas como ese blanco dulce, ligeramente gris de ciertas azucenas...
¿Dónde estaría el cielo, por donde pueden viajar los humanos?... Aunque escondí la
figura en un libro y quise olvidarla, no pude... La visión seráfica se me representaba
pertinaz y no sé si era un vago temor o la tentación de lo imposible. ¡Sabe Dios qué
cosa me rendía y pujaba inútilmente por llevarme lejos!...

Comencé a pensar cómo podría ir a flotar en el cielo de la figura...

Había cierta relación entre la mariposa que sabía la dirección del viento y la
noticia perdida que traían de muy lejos... Un aspa de la mariposa podría decirme el
camino, pero no me lo diría nunca.

Pensé, por último, en los ritos espeluznantes de las brujas que me sobrecogían de
espanto... Se sumergían ellas en un baño de no sé qué ocultas yerbas y salían conver-
tidas en majestuosos cóndores que volaban a consumar el maleficio.

Aquello era sombrío, pero bello e inquietante...


LOS ZAPATOS DE CORDOBÁN (1938)31

A la memoria veneranda de doña Dolores Salvatierra


y de doña Clara del Castillo, de don Martín Goicochea
y de don Juan Manuel Valle, mis abuelos.

La voz de mi madre, hecha de imperio y de ternura, llamó dos veces:

—Dolores... Dolores.

Se abrió la puerta que lleva al corazón de la casa y el viejo ayo se hizo presente,
solícito y amable. Mi madre le pidió:

—Trae el cordobán y la suela, hijo...

La puerta volvió a cerrarse y tras unos minutos silenciosos apareció de nuevo


Dolores trayendo la dotación familiar de esos rústicos materiales. Abrió los brazos y
los dejó caer a los pies de mamá y cerca de don Benjamín, el zapatero, un fornido viejo
barbirrubio, obrero sin material, maestro de obra nomás. Se agachó el buen hombre,
sacó del bolsillo una chaveta reluciente, la paseó sobre las superficies carnosas del
retazo de cordobán y de la suela y cortó una y otra franja. Luego dijo:

—Ya está.

Mi madre le instruyó:

Dos pares de zapatitos quiero: uno para la Rosa y otro para la Casilda.

Don Benjamín movió la cabeza afirmativamente y, haciendo ademán de irse, dijo:

—Pasado mañana tendrá usted la obra, niñita.

Yo lo detuve observando:

—¿No les toma medida a las chicas?

—Ya tengo su horma —contestó, y se alejó tosiendo.

31 Este cuento, publicado por el propio autor en un breve cuadernillo, salió a la luz en Trujillo en 1938. En la
primera página de uno de los ejemplares, el cual fue dedicado a Luis Alberto Sánchez, Valle Goicochea escribió:
“Suplica: El autor ruega disculpar las deficiencias de la encuadernación de este libreto, por haberla consumado
él, de manos inexpertas en este arte”.
58 Luis Valle goicochea

Un tufillo prometedor llegaba de la cocina. La hora del almuerzo debía de estar


cercana. No hacía mucho rato que habíamos salido de la escuela.

Divagué pensativo mucho tiempo aún antes de oír la voz que nos congregó en
la mesa familiar. Cuando nos levantamos de la cotidiana reunión hogareña fui en
busca de Clarita, que nos había precedido en hacerlo, y la encontré acariciando a su
gato Mascarón.

—Yo quiero hacer zapatos de cordobán— le dije.

Ella rió y corrió a decírselo a todos en la casa.

Tuve la certidumbre de que mi destino era ser zapatero. La tarde de aquel


mismo día busqué a doña Francisca, la lavandera de la casa, que vivía cerca. Cuando
la encontré, me acarició como siempre.

—Yo quiero hacer zapatos de cordobán —le dije, bajito.

—¡Juasús, niño...! —exclamó, y se echó a reír. Estaba sentada en el umbral de su


casa y, volviéndose, dijo a alguien de dentro, a su hija Sofía, sin duda:

—Oyes, lu, qué dice el niño... ¡Qué gracioso!...

Me alejé corriendo; estaba triste. Busqué al Dolores, el viejo ayo queridísimo.


Quería confiarle mi deseo, pero no me atrevía. Al fin lo hice:

—Oye —le dije—, yo quiero ser zapatero.

—¡Vaya pué el niño, vaya pué! —y rió con una risa ancha y espontánea. Sin decir
nada más, cogiéndome de la mano, me llevó a la casa de don Benjamín, el zapatero.

—Aquí le treigo, mestro, un discípulo.

—¡Caracho! ¿Qué pué quiere el niño aprender el oficio? —dijo el viejo sonriendo,
sin dejar de martillar la suela.

—Esto se aprende viendo un más. Veusté, fíjese —añadió.

El Dolores se fue dejándome sentado sobre un banquito de maguey, frente a don


Benjamín. El viejo zapatero trabajaba en un banco tan bajo que casi parecía en cucli-
llas. En una mesa estrecha, delante de él, se amontonaban los útiles: leznas, martillos,
sacabocados, etc. Las hormas y los zapatos viejos cubrían el suelo, rodeándole. Olía,
con un olor picante agradable, la tinta que el viejo guardaba en un cántaro polvo-
riento en un rincón del cuarto. Le ayudaba en los menesteres del oficio, en calidad de
aprendiz, su hijo Isaac, que sabía leer y escribir. Era un mozo antipático, de gracejo
Los zapatos de CordobÁn 59

cruel y tonto, a veces. Isaac vivía solo con él. Don Benjamín era casado, pero entonces
estaba separado de su mujer.

Anochecía.

Cuando de la torre de la iglesia cayó el toque de oración, escapé a casa. Ya habían


encendido la lámpara, y mamá me esperaba.

Yo quería ser zapatero; era mi vocación. Al salir por la mañana de la escuela,


me subí al terrado de la casa y busqué el retazo de cordobán negro. ¡Con frui-
ción lo palpé! Con extremo deleite pasaba y repasaba los dedos por la suavidad
del reverso. “¡Oh! —pensaba— ¡Podría hacer unos zapatos llanos a mamá, a mis
hermanas, al aya... Remendaría los míos y los de papá y los de Ajanito! ¡Yo quería
ser zapatero!”.

Después del almuerzo, me puse a afilar un cuchillo de mesa; tal vez podría
convertirlo en chaveta. Pero la hora de ir a la escuela llegaba. Me quitaron el cuchillo,
y me mandaron allá. Leía, no sé cómo, la lección. Mi pensamiento estaba en la casa
de don Benjamín, en él, en su hijo, en sus hormas, en sus zapatos. Yo quería conquis-
tarme la buena voluntad del viejo zapatero. ¿Cómo hacerlo? ¡Ah! Aquella misma
tarde robaría a papá una cajetilla de cigarrillos y se la llevaría. Don Benjamín era un
fumador impenitente.

Cuando por la tarde, casi al anochecer, le entregué el paquete, a la vez que le


preguntaba “¿Le gusta fumar?”, me respondió:

—Ah, mi niño. ¡Cómo no me va a gustar!

Lo tomó con ansia de mis manos, lo miró con grandes ojos de asombro y lo
envolvió en un retazo de periódico para guardarlo. Los cigarrillos eran un tesoro para
él. Había acertado yo, y era felicísimo: había comprado a don Benjamín. Ahora me
enseñaría el viejo con toda solicitud a remendar, a coser, a estaquillar; en una palabra,
a hacer zapatos de cordobán, sobre todo, ¡a hacer zapatos de cordobán!

—Vuelvusté mañana —me dijo don Benjamín cuando me despedía de él. Hasta
su hijo tuvo un gesto de agradecimiento, pues exclamó:

—¡Ah, mi niño, mi niño, mi niñito!...

Volví a casa chivateando, ebrio de gozo. Quería ver los zapatos de la vieja aya
de la casa. Fui a la cocina y tuve que levantarle la falda coluda que la arrastraba para
poder ver sus calzas de cordobán. Ella, extrañada, se resistía y corría por la cocina,
pues no estaba informada de mi deseo y no se explicaba mi afán de examinarle los
zapatos.
60 Luis Valle goicochea

—Yo te haré unos de cordobán —le dije—. Bien hechos, fuertes, bonitos. No se
romperán como estos.

—¿Qué cosa dijusté? —preguntó, más extrañada aún.

—Que te voy a hacer unos zapatos de cordobán —repetí—. Saldrán muy


bonitos. Voy a ser zapatero. Me va a enseñar don Benjamín.

Y saltaba de gozo. Ella creyó que era una broma, y trató de seguirla:

—Bueno, mi niñito, bueno. Hagamusté los zapatos con puntera —y se echó a reír.

***

Era la tarde de un domingo. Mamá hilaba sentada en la puerta cuando pasó don
Benjamín, el zapatero. Se detuvo a conversar con ella. En la casa habían preparado
una chicha espléndida.

—¿Quiere usted picarse, don Benja? —le propuso mi madre.

—¡Cómo no, niñita!... ¡Muchas gracias!

—Suba usted, pues, suba.

Don Benjamín subió a la casa y se sentó sobre una alfombra en el estrado.


Enviado por mamá, llamé a mi hermana Carmen.

—Sácate, hija, unos panecitos y ají verde, y una jarrita de chicha para don Benja
—dijo ella.

Carmen volvió presto con el pan, el ají y la chicha. Don Benjamín los puso a
su lado y empezó a picarse. De repente, en un momento de la conversación, en mi
presencia, declaró a mi madre:

—Qué le parece pué, mamita, que el niño quiere aprender pa’ zapatero. Ahí lu
tengo en la casa tarde y mañana.

—¡Ah, mi hijito! —dijo ella, mirándome—. Que aprenda, que aprenda para que
le haga zapatos a su madrecita.

Don Benjamín replicó, sin dejar de morder el ají, riendo:

—¡Lúnico que siento es por la competencia!...


Los zapatos de CordobÁn 61

Yo iba a estallar de gozo... ¡Sería zapatero! Remendaría los zapatos de papá y,


sobre todo, ¡haría zapatos de cordobán!

Me fui corriendo a donde estaba tejiendo tía Iludia y le dije:

—Yo aprenderé a zapatero. Yo haré tus zapatos, tía Iludia, yo...

La voz me temblaba, no podía proseguir. Tía Iludia me dijo:

—Bueno, niñito, bueno —me estrechó entre sus brazos y me besó en la frente.

Isaac cocinaba para él y su padre. Un día me invitaron a almorzar. Partieron


conmigo su frugal ración de papas sancochadas y agua de cebollas. Se los agradecí
alborozado. Comí con ellos, como ellos. En casa me hacía de rogar para comer y
apenas probaba las viandas, pero allí no. Mi felicidad era completa: mi maestro me
invitaba a su mesa. Antes de volver a casa me lavaron las manos.

—Vuelvausté, pué, por la tarde pa’ la merienda —me dijeron.

Gozoso, corrí a casa a contar que había almorzado con don Benjamín; se lo
dije a mamá, a papá, a todos. Mi sitio en la mesa estuvo vacío en el almuerzo de
esa mañana. Después, otro día, estando cerca del comedor, oí que comentaban
mi locura por la zapatería, el entusiasmo y la seriedad con que había tomado el
empeño.

—Hay que dejarlo —dijo mi madre.

—Pero está malogrando los cuchillos —protestó el aya.

—Y con el alboroto de la zapatería, pone la casa revuelta y no estudia —añadió


mi hermana Queca. Todos callaron.

Después del almuerzo, cuando mi madre me peinaba para ir a la escuela, me


rogó cariñosa, besándome en la mejilla:

—No seas loquito, hijo. No vayas a cada rato a casa de don Benjamín, que el
viejecito puede aburrirse.

—No, mamá —le dije—. Él me quiere. Tengo que ir para que me enseñe a hacer
zapatos. ¿No es verdad que sí?

Mi madre asintió con la cabeza.

La tarde de otro domingo, sentado en el poyo de la puerta de la iglesia, me acor-


daba del sermón que había predicado el señor cura esa mañana.
62 Luis Valle goicochea

—La voluntad de Dios —había dicho— rige la humanidad y sus destinos. No


se mueve la hoja del árbol si no es por la voluntad de Dios. La hormiga, el águila, el
árbol, el halcón son por la voluntad de Dios...

Recordaba las frases calmadas del señor cura, su voz apagada.

—¿Cómo es la voluntad de Dios, madre? —había preguntado por la mañana.


Entonces supe que por la voluntad de Dios era yo, era Juan, era padre, etcétera.
Por la voluntad de Dios las águilas devoraban los pollitos. Es verdad que esto no
lo comprendía. Abandonando el afán de explicármelo, busqué la voluntad de Dios
en mi ser, en mis acciones, en mis pasos. Así lo comprendí todo. Dios me había
hablado, no sabía cómo, y había dispuesto, había decretado mi vocación de zapatero.
¡Oh, inmenso poder de Dios! ¡Dios hasta en los ínfimos detalles, Dios grande y
queridísimo, Dios venerado, en mi vocación de zapatero, en mis ocho años, en mi
destino! “Si se lo preguntara al señor cura —pensaba— estaría de acuerdo conmigo”.
Pero, mejor no. No se lo preguntaría a nadie, a nadie. Solo yo gozaría de mi camino
hallado, solo yo me deleitaría íntimamente pensando tan bellas cosas. Y arrobamiento
y alegría, una ciega alegría, me inundaban de bendita delicia.

Aún dudaba si debía callar o comunicar a alguien mi secreto. Veía la voluntad de


Dios, y sabía que la cumpliría, y se cumpliría.

Pero esto no podía continuar así. Don Benjamín me consentía en su taller tarde
y mañana, pero a condición de permanecer sentado, con los brazos cruzados, viéndole
trabajar. Yo hubiera querido usar la lezna, chancar la suela, pero don Benjamín decía:

—El discípulo debe ver un más. Viendo se aprende. En esta mesa todo parece
que’stuviera mezclau, pero no’stá. Yo sé dónde dejo las cosas. Y si otros las agarran,
las ponen en lugar distinto. Por eso cuando alguno me coge las herramientas, le digo,
dándole este pedazo de cuerno —y lo cogía de sobre la mesa, enseñándomelo—:
“Mejor juegue usted con el cachito”...

Yo no podía protestar. Debía resignarme con ese modo de enseñanza. Don


Benjamín tenía una voz tonante; y yo temía, aunque ahora comprendo que no lo
hubiera hecho, que me diera un grito que nos hubiera enemistado para siempre y
echado al agua mis caros afanes.

Mientras tanto, aceptaba este estado de cosas. Me sostenía el consuelo de que


algún día el buen viejo me llamaría a los hechos. Ya en casa sabían que para almorzar
o comer habían de ir a buscarme a la de don Benjamín.

El zapatero vivía en una habitación contigua a la cárcel. Mi casa estaba formada


por dos alas de habitaciones, dispuestas en ángulo: una más corta que la otra. La más
Los zapatos de CordobÁn 63

larga daba a la calle. Al extremo de esta última, quedaba el taller de don Benjamín.
La casa en que vivíamos pertenecía a una cofradía; y como añadidura a ella, habían
construido posteriormente, tres habitaciones. Dos en la planta baja, de las cuales una
era la cárcel y la otra habitada por el viejo, y sobre ellas una amplia que era el cabildo,
y estaba destinada a una comuna que no existía. Por esto la cedía el alcalde a cualquier
persona, a ningún precio.

***

Muchos días transcurrieron sin que viera cumplido mi sueño de coser zapatos.
Considerándolo bien, me resolví a acortar mis visitas al taller de don Benjamín
y procurarme de algún modo lezna, aguja, en fin, todo lo necesario para hacer un
ensayo. Un compañero de escuela, hijo de un zapatero lejano, me ofreció traerme
una lezna y una chaveta a cambio de un libro de lectura. Esa misma tarde cerramos
el trato, y al día siguiente me entregaba mi amigo ambas cosas. Con estos instru-
mentos de trabajo, ya no me quedaba sino actuar. Tuve una idea luminosa: hacerle
unos zapatitos de cordobán a la muñeca de Clarita. Se lo propuse en secreto y ella
aceptó gustosísima.

Por la tarde subí al terrado y corté pedazos de cordobán y suela. ¡Ah!, entonces
me di cuenta de que me faltaba una cosa utilísima: no tenía horma. El problema
era insoluble. Me propuse entonces trabajar sin horma. Busqué un lugar solitario a
espaldas de la casa, y empecé la labor.

La primera tentativa fue todo un fracaso, capaz en otras circunstancias de matar


mi vocación. Pero mi fervor, mi afán, me hicieron ver como cosa pequeña y natural
cinco pinchazos que me di con la lezna, dos cortes que me hicieron derramar abun-
dante sangre y una aguja perdida; todo obra de mi inexperiencia.

Me vendaron los dos dedos después de desinfectar los cortes, y me quitaron la


chaveta y la lezna.

Lo sucedido no hacía sino reafirmarme en mi propósito de coser zapatos algún


día. El suceso solo significaba una postergación a corto plazo de mis afanes. Algún
día, algún próximo día, haría zapatos de cordobán, porque esta era la voluntad de
Dios.

Mi madre me rogó que abandonara el proyecto.

—Espérate para cuando seas grande —me dijo. Le prometí con palabras que
así lo haría, aunque interiormente me hacía el propósito de realizar una nueva
64 Luis Valle goicochea

tentativa, sin que ella lo supiera. Esto sí, no dejaba de ir al taller de don Benjamín,
quien, enterado de mi desastre, aprovechó para reconvenirme y probarme que él
tenía razón.

—Hay que ver primero —se reafirmó—; así se aprende. Poco a poco se
anda lejos.

***

Para la fiesta de aquel Corpus Christi enfermóse el sacristán don Juan José. Por
personal encargo de él, Isaac, el hijo de don Benjamín, se encargó de hacer su oficio.

Acostumbraba el señor cura, el día de la fiesta, revestido de capa pluvial, salir


hasta la puerta de la iglesia, momentos antes de la misa, y regresar por el mismo
camino hacia el Altar Mayor, haciendo asperges y mascullando largos latines. El
sacristán iba a su lado llevando caldereta de agua bendita, en la cual el párroco hundía
la palma para rociarla. Esta vez le tocaba hacerlo a Isaac. Como era la costumbre, salió
con el señor cura, pero al regresar tropezó, cayendo ruidosamente. El agua bendita se
desparramó y se desprendió un lado del asa de la caldereta. El señor cura continuó,
impasible, con la palma sin humedecer, hasta el Altar Mayor, haciendo el ademán del
asperges.

En el concurso de fieles hubo quienes rieron y quienes se entristecieron conside-


rando el derrame del agua como un mal presagio. Isaac, colérico, no quiso ya ayudar
a la misa y fue preciso llamar a don Trinidad, el de las barbazas, sacristán suplemen-
tario, gozoso y pequeñito.

Desde entonces tuve miedo por Isaac. Donde veía su cara torva, veía la calde-
reta rota. A veces, en la sacristía, al encontrarse mis manos con ella, las separaba
con horror y huía, abandonando, trémulo, el inmenso recinto de la iglesia, húmeda y
asombrosa, llena del perfume de lo antiguo, averiada y triste, semejante a un pájaro
gigante, estático, con las alas de su tejado extendidas, o como una adormilada nave
inexplicable. Muy cerca de la cumbrera, en el frontis, una puerta de siglos se cerraba
eterna, plena de sañuda tristeza, asegurada quién sabe sobre qué oscuro riesgo.

Recuerdo claramente los matrimonios madrugadores a que asistíamos cuando


algún miembro de la familia los apadrinaba. Levantados tempranito, tiritando de frío
del amanecer, formábamos un grupo reducido y compacto en el que se confundían
novios, padrinos, señor cura e invitados. En todos esos matrimonios, la caldereta en
las manos de don Juan José tenía no sé qué de agorero y terrible. En la iglesia, no
había nunca un sitio fijo para ella. La veíamos, a veces, en cualquier altar; otras, en
Los zapatos de CordobÁn 65

un oscuro rincón de la sacristía. Hubo oportunidad en que el sacristán cargó con ella
a su casa. A nadie oí decir nunca nada de la caldereta rota. Yo sentía miedo hasta de
nombrarla. El bronce de que estaba hecha le ocultaba un óxido del color del musgo.
Recuerdo que una vez, antes que se averiara, probé su peso, que rindió mis manos y
por poco me hace dejarla caer.

***

En el alfalfar de Chuchumaray crecía espontáneamente una hermosa planta de dalias.


El mudo Juan se daba, de vez en cuando, una escapatoria hasta allá, y traía un manojo
de flores para el Corazón de Jesús. Mi hermana Queca las repartía entre el Corazón
de Jesús y el Niño Dios. Cuando empezaban a marchitarse, se las pedíamos para jugar
con ellas. Yo me acuerdo de cómo arrancábamos uno por uno los enormes pétalos
desvaídos de las hermosas flores y desmenuzábamos el corazón de oro pálido de sus
corolas.

Desde El Alto, se distinguían, en medio del alfalfar, las grandes flores granates.
Mi padre decía que eran bellísimas y que nunca había visto dalias de ese tamaño y del
color rojo aterciopelado que tenían. Para las demás gentes, la dalia era una flor como
otras que el campo prodiga. Nunca, exceptuando a los de la casa, vi vecino alguno con
una dalia de esas siquiera en la mano.

Doña Guadita, una beata del pueblo, trajo un tubérculo de semilla y lo enterró
en su huerta. A doña Guadita le gustaban las flores y ellas, sin duda por esto, se
hacían de rogar para crecer en su jardín.

Las dalias florecían en enero y eran respetadas por las vacas que pastaban en
el alfalfar. Un día, cuando a Clarita y a mí nos habían dado las flores marchitas, yo
le dije:

—¿Sabes?, las hojas de las dalias son suavecitas como el cordobán —Clarita me
miró sin pronunciar palabra. Pero Dolores, a quien no había advertido allí cerca, me
miró y muy serio dijo:

—¿Qué pué no le han dolido los pinchazos y la cortada del otro día?

Sentí que la sangre me subía a la cara. No atinaba a replicarle.

En el frontis de la iglesia, cerca, muy cerca de la cumbrera, sobre la puerta del


coro, a la calle, había, pintada, una imagen de Nuestra Señora de la Soledad. Sobre
un fondo azul añil se destacaba el manto negro de la Virgen, lleno de estrellas.
Borrosas estaban ya las diademas, los detalles del rostro, el corazón atravesado por
66 Luis Valle goicochea

las siete espadas. Frente a la imagen había un farol oxidado y turbio en que algunas
noches ardían velas de limosna, colocadas allí, trepadas sabe Dios cómo. De la
misma puerta de casa podíamos distinguir, en las noches, la claridad difusa del
exvoto que ardía y ardía, el azul añil del fondo del cuadro, aunque no los detalles
del mismo.

La pintura era seguramente antigua, de muchos años atrás. Los viejos decían
que la conocieron igual. Mucho de raro se contaba alrededor del asunto.

Nuestra Señora de la Soledad era la patrona titular del pueblo; tenía una bellí-
sima imagen en el Altar Mayor de su iglesia que cada cinco años bajaba a andarlo,
y una efigie ínter en el altar de la crucifixión que salía Jueves y Viernes Santo, en
nombre de la Patrona a recorrer el pueblo, en un nocturno viaje impresionante.

Yo me acuerdo de la tristeza de ese farol que ardía algunas noches. Muchas


veces permanecí largo tiempo en pie viéndole arder desde la puerta de casa y al irme
a acostar, todavía lo dejaba encendido, triste, como si no se gastara, como si no fuera
a apagarse nunca.

¿Qué petición de consuelo o de bienandanza, qué alma en pena, qué corazón


vigilante lo encendía algunas noches? Quizá algunos ojos desvelados de lejos lo
cuidaban, no se desprendían de su claridad débil en la noche oscura, o en la noche
lunada o en la noche agitada por el aullido tenaz de los perros...

La víspera de un viaje triste y largo mi madre hizo arder aquel farol. No lo olvi-
daré nunca.

Una noche, el aya, que me contaba muchos cuentos, me dijo que la Virgen había
usado zapatos de cordobán.

Le pedí que me lo repitiera. Ella tuvo miedo: trató de hacerme olvidar y quiso
hablarme de otras cosas; pero obligada por mi tenacidad, al fin repitió temblando: la
Virgen había usado zapatos de cordobán.

***

Don Columna Gómez, el curtidor, llamó a la puerta y preguntó por mi madre.


Salió ella.

—Aquí le traigo, niñita, los cordobancitos —dijo, y añadió—: uno, como usté
me dijo, lo hei pintau de negro, el otro lo hei dejau cabritilla. Más qué, niño —dijo
dirigiéndose a mí— toculusté, está suavecito.
Los zapatos de CordobÁn 67

—¡Qué sabe él! —dijo mi madre interponiéndose en mi avance. Estaba seria—.


Anda, hijito, a jugar afuera —me rogó.

Yo salí y me detuve en la puerta. Oí que sonaban monedas; mamá pagaba al


curtidor. No tardó en salir este despidiéndose desde la puerta, con el sombrero en
la mano. Tenía los dientes verdes de la coca que mascaba. Lo vi llegarse a casa de la
Perguachana, beber un poto de chicha y perderse por un costado de la iglesia.

Cuando volví a la casa, todavía estaban sobre la banca de la sala los dos cordo-
banes. De lejos se advertía su color peculiar, un olor indescifrable de tinta y campeche.

En ese momento el aya le enjuagaba la boca a Clarita, que había mordido un


pedazo de jengibre y lloraba amargamente.

***

La escuela queda cerca de la iglesia. Cuando había misa cantada, llegaban hasta ella
el humo fragante del incienso y la voz del cantor.

Cierta mañana vino el sacristán a la escuela y pidió dos muchachos que quisieran
llevar los ciriales. Fuimos Alfredo y yo. Nos dieron unas camisas largas y sucias y dos
velas encendidas. La misa era cantada. Salimos con el señor cura y el sacristán, que
llevaba un sobrepelliz ancho y roto. Nos pusieron al uno y otro lado del Altar Mayor.

La vela que me dieron, con el calor de la mano, se me dobló. La misa, lo supimos


después, la había mandado decir en honor de la Cruz Misionera, un hombre venido
de muy lejos, taciturno o bobo, que se fue después de pagar al cura, apenas terminado
los oficios religiosos.

El sacristán nos agradeció en lo íntimo, nos dijo que Dios nos premiaría, que
habíamos ganado muchas gracias.

Cuando alguien compadecía al señor cura porque debía estar en ayunas hasta
muy tarde, decía el sacristán:

—¿Acaso no se ha comido un cordero, el cordero pascual en la misa?, ¿acaso no


se ha comido la Santa Ostia?

Y se reía...

***
68 Luis Valle goicochea

Merceditas Rabelo fue una mañana a la escuela con unos zapatos nuevos de
cordobán amarillo, lindos. Niños y niñas de la escuela mixta se alborotaron. Merce-
ditas era alta, delgada, bonita. Tenía los ojos tristes y el pelo rubio. Vivía con su
mamá, doña Juana Lara, en la estación minera de El Tingo, que quedaba cerquí-
sima del pueblo. Todos la queríamos en la escuela. Era muy buena, sabía siempre
las lecciones a maravilla, sin punto.

Tarde y mañana acompañaba a Carlos Villanueva, chiquitín de ocho años,


hijo de don Hilario, empleado de la empresa. Carlos era tímido y de cara redonda.
Cegatón el pobre, venía con su ponchito al hombro, y éramos él y yo muy buenos
amigos. Su padre le quería mucho. Por intermedio del mío le pidió a Trujillo unos
anteojos ahumados, que se trizaron en el camino.

Doña Juana vivía en la banda del río Tingo con un gringo chocarrero y juguetón.
Él y mi papá también eran muy buenos amigos. El gringo bebía mucha cerveza y de
vez en cuando le traía a papá algunas botellas.

En los exámenes finales de ese año se lució Merceditas. Había ido a oírla su
madre. Estaba con unas medias rosadas y con un collar. Se desabrochó el collar, y nos
lo enseñó a todos.

El día de la distribución de premios, días antes de Navidad, Merceditas lloró


amargamente. En enero se casó con don Hilario, papá de Carlos Villanueva, su
compañero de los diarios viajes a la escuela. Mamá fue la madrina del matrimonio.
Mercedes, en esta ocasión, no llevaba los zapatos de cordobán.

Mis manos tasajeadas y pinchadas mejoraron pronto. Impaciente esperaba la


oportunidad de coser zapatos de cordobán. Tendría para ello que librarme de los mil
ojos que me vigilaban, previsores de cualquier travesura. Mis visitas a don Benjamín
menudeaban como siempre, mañana y tarde, apenas salía de la escuela. Mucho
tiempo hacía que le observaba, como él quería. Un día, creí que ya lo había hecho así
por mucho tiempo y que era la hora de la práctica. Se lo insinué a don Benjamín. El
viejo me miró con tamaños ojos:

—Eso cree usté... tuavía le falta mucho... yo estuve viendo para aprender, como
cinco años...

No dije una palabra más. Esperé que me llamaran a almorzar. Estaba desconso-
lado y triste, muy triste.

***
Los zapatos de CordobÁn 69

Don Benjamín y doña Josefa eran casados, pero entonces vivían separados. Habían
tenido tres hijos, dos hombres y una mujer. Isaac, el mayor, acompañaba a su padre;
Melchora y Leopoldo, los menores, a su madre. Doña Josefa visitaba la casa de don
Benjamín. El buen viejo le hacía siempre zapatos de cordobán y no la dejaba andar
descalza; le ayudaba en lo que podía. Cuando yo los veía conversar, más me parecían
buenos amigos que cónyuges en desavenencia.

Don Benjamín se ganaba la vida remendando zapatos y haciéndolos, también.


Tenía copiosa barba rubia que afeitaba de vez en cuando, con una navaja mellada,
tasajándose toda la cara. Había sido minero desafortunado.

Doña Josefa era una mujer sorda y alegre, al parecer. Ella era la que ensayaba
unas comparsas de pastoras que recorrían el pueblo la noche de Navidad, todos
los años.

Un año, la misma noche de Navidad, después de ir con su comparsa por las calles,
le atacó una enfermedad violenta y extraña que acabó con su vida. Don Benjamín
lloraba mientras doblaban las campanas.

La noche de su muerte, doña Josefa tenía puestos unos zapatos de cordobán. La


enterraron con ellos.

***

Don Benjamín estuvo triste muchos días. De noche, tarareaba unos aires que daban
pena. Mis vacaciones anuales me permitieron permanecer mucho tiempo, por entonces,
en su casa. En esos días de enero y febrero, el viejo me llegó a querer de veras.

—Si hay que verlo, qué formalito, qué bueno es el niño —le dijo a mi madre una
tarde. Me lo contaron.

Una mañana, sin duda al verme tan resignado y quizá triste, se compadeció el
buen hombre y le ordenó a su hijo:

—Deja que chanque esa suela el niño. ¿Quiere usté? —me propuso volviéndose
hacia mí. Con fruición chanqué la suela. Saltando alegremente volví a casa, no sin
antes haber escuchado la recomendación:

—No le diga usté a su mamita que ha’stausté chancando suela.

***
70 Luis Valle goicochea

¡Quién creyera que tan pronto han pasado los días! Si apenas falta una semana para
la fiesta.

El tercer domingo de setiembre, todos los años, se celebraba la fiesta titular del
pueblo. Para ese año había escrito César Sánchez, un antiguo amigo de la casa, que
vendría al pueblo. Era zapatero suertudo que ocupaba entonces una posición de nota
en la capital de la vecina provincia de Huamachuco.

De un momento a otro esperábamos su llegada. Yo recordaba cuando fue, varios


años atrás, nuestro huésped de largos días. Vino esa vez con un dentista chabacano
que intentaba sentar sus reales en el pueblo. Todos en la casa le querían y estaban
pendientes de lo que podía necesitar. Era bajo, trigueño y tocaba la guitarra con
mucho gusto. Por entonces yo no iba todavía a la escuela. A pedido mío, César dibu-
jaba cabezas de caballitos y otras cosas al margen de los periódicos inservibles. Salía
a pasear con él por los alrededores del pueblo.

Al irse, lo recuerdo perfectamente, lloré mucho. La noticia de su regreso me


puso muy contento. Sabía cuáles motivos de su negocio le traían de nuevo al pueblo.
Venía con un surtido de zapatos y pensaba aprovechar para su venta del gentío que
venía de todas partes a la fiesta.

Fue un jueves a media tarde, cuando llegó. Yo estaba todavía en la escuela y


contaba, inquietísimo, los minutos que me faltaban para salir y poder saludarle. Le
había visto pasar, al trote, en su caballo negro.

Por fin, señaló el reloj las cinco de la tarde. Una sola loca carrera me llevó de la
escuela a la casa. Allí estaba César. Nos reconocimos y nos abrazamos. Él me regaló
una naranja.

Al anochecer, un arriero, en una yegua trajo la carga del recién venido.

Faltaban dos días para la fiesta, cuando César desembaló los innumerables
pares de zapatos y los puso en exhibición en el corredor de la casa de doña Juliana.
No podía ser más completo el surtido. Para el pueblo sin comercio y casi sin gente,
era una novedad la exhibición. Los zapatos eran de todos los colores y de todas las
formas. El que menos gastó sus soles en ellos.

“Si parece zapato extranjero”, decía la gente. César se paseaba satisfecho, con las
manos en los bolsillos o atendiendo al público con solicitud, animándolo a la compra.
Yo no le dejaba ni a sol ni a sombra. Largos ratos me quedaba mirándole, abobado.

***
Los zapatos de CordobÁn 71

El tercer domingo de setiembre amaneció nublado. Un alegre bullicio de campanas


nos despertó. Había que ponerse el vestido nuevo y oír la misa solemne. Cuando
rubricó la mariángola el tercero y último repique, llamando a los fieles, se arreglaban
las mantas mi madre y mis hermanas. Ya se habían adelantado el aya y la Casilda con
las alfombras en que debíamos arrodillarnos. La iglesia estaba repleta. Los músicos
llenaban su papel en el coro. Pero mi devoción no atendía al divino sacrificio, sino
que observaba los calzados de los fieles. Contaba: solo habían tres pares de zapatos
de cordobán; solo tres pares.

Arriba, en su trono abierto, entre flores y tras de cirios, reinaba la Virgen Patrona.

Terminada la misa se desparramó por las calles la concurrencia de fieles.

Ese día almorzamos en una mesa presidida por el señor cura en casa de doña
Antuquita. Yo tenía a mi lado a César Sánchez, que me partía la carne.

Poco a poco las calles del pueblo se fueron quedando vacías. Hacia media tarde
las habían abandonado las últimas comparsas de pallas y huariranzas y, con un “hasta
el otro año”, despedíanse los ocasionales visitantes rezagados.

Ya se marchaba don Cornelio, un amigo de la casa, cuando alguien le distinguió


y mi madre me envió a llamarle. Regresó con su mujer y los dos bebieron chicha y
comieron bizcochos en la casa. La mujer de don Cornelio llevaba uno de los tres
únicos pares de zapatos de cordobán lucidos en la fiesta.

***

Aquella misma tarde, en casa y en todas las otras casas, los pies volvían a sus zapatos
de cordobán. Los de gala, de taco y pasadores, quedaban en su sitio, esperando una
nueva de las escasas oportunidades en que eran usados.

***

Yo haría zapatos de cordobán. A nada más aspiraba. Nunca podría trabajar —es
cierto— un par de zapatos como César Sánchez, tan bien hechos, tan elegantes, que
parecían extranjeros.

Pasó don Benjamín, ebrio y cantando. Cuando me vio, se puso a llorar.


No sabía qué hacerme ni qué decirle. Aquel hombre borracho y llorón, con su
72 Luis Valle goicochea

poncho terciado al hombro, que se había afeitado tasajeándose la cara, me inspi-


raba miedo.

—¡Mi Josefa, mi Josefa! —lloraba de veras. Se enjugaba las lágrimas con el


reverso de las manos, moqueaba. Esto ocurría al caer la tarde. Don Benjamín se fue
al fin, tambaleándose:

—¡Mi Josefa, mi Josefa! —plañía—. Mañana lunes, de nuevo a darle al martillo


y a la lezna. El próximo año tal vez...

A los pocos pasos se encontró con su hijo Isaac. Creo que le dio el brazo.

***

En la escuela estudiábamos a gritos. Lección de Física:

—Estados de la materia: sólido, líquido, gaseoso.

El único que no podía aprender era Alfredo, que tenía muy cerrada la cabeza.

—Su mollera era dura como la de su taita —decía Ángel, el mayor y el más
aprovechado de la escuela.

Alfredo y su hermana Bertila traían llape, papa machucada, de fiambre. Estaba


lejos su casa y no podían, para almorzar, ir hasta ella. En unos mates sucios guar-
daban su ración de mediodía. Se la comían al salir de la escuela, al lado de la fuente.
Vivían en Huaracra, cuyos terrenos cultivaban sus padres y en donde criaban una
gran manada de carneros. Alfredo decía que los carneros eran solípedos. Bertila, que
eran bovinos. Ángel, el más aprovechado y el mayor de la clase, acertaba solemne
y seguro:

—¡So borricos! ¡Son del género lanar!

Alfredo y Bertila se lo quedaban mirando abobados. Un día dijeron los pobres


que las gallinas eran del género plumáceo.

Yo conocía la casa de Alfredo. Me ofreció venderme un corderito y a eso fui.


Me lo regaló y me convidaron, en su casa, papas con ají. En agradecimiento, yo les
explicaba las lecciones.

Un día que le rasqué la mano, se enojó conmigo. Según una superstición que
él tenía, esto le quitaba la fortuna. Gritó y me apostrofó. Le pedí que me perdonara,
pero él no lo quiso ni volvió a dirigirme la palabra. Yo sentía remordimientos, pero
Los zapatos de CordobÁn 73

la cosa era irremediable. Según la abusión, yo no podía devolver más la fortuna


arrebatada.

***

Un sábado don Benjamín me invitó a acompañarlo en una cacería de gorriones.


Desde muy temprano estuvo alistando su escopeta y preparando munición. Después
de almuerzo salimos él, su hijo Isaac y yo. El primero cayó en la plaza, en las gradas
de la iglesia. La escena me desgarró el corazón. Vi caer, debatiéndose, un ágil paja-
rito lleno de vida. La puntería de don Benjamín era infallable. El viejo recogió en su
tostada mano el cuerpo sangrante de la avecilla que en esos momentos daba el estirón
definitivo. “Tenla”, dijo alargándosela a su hijo. No pude contenerme ante tamaña
crueldad y exclamé con la voz que me temblaba:

—¡Eso no se hace, don Benjamín...! Mate usted a las águilas que se roban los
pollitos, pero no a los pajaritos inocentes...

El viejo soltó una carcajada cruel y me respondió:

—¡Qué zonzo, niño...! ¡Usté no sirve pa’la guerra!

Y me fui resentido dejándolo proseguir sin mi compañía en su perversa


matanza.

Desde la casa oía las detonaciones del arma, que se producían en diversos lugares
del pueblo.

Al poco rato de haberme separado del zapatero escuché el eco de una pendencia.
Era que don Benjamín había hecho una presa al lado de la casa de doña Nieves
Ajiverde, y la pobre mujer, que estaba muy cerca del suceso, desprevenida, había
sufrido un terrible susto con la detonación del arma. Violenta, salió de su casa y desde
la puerta le gritó a don Benjamín los más terribles insultos, lo maldijo, le increpó
su maldad. El viejo le respondió con injurias. La mujer se puso frenética y arrojaba
piedras contra el cazador y su hijo. Hubo momento que don Benjamín llegó hasta a
amenazarla con su escopeta. Tuvieron que acudir los vecinos a calmarlos.

Doña Nieves Ajiverde entabló demanda por asalto a mano armada, contra don
Benjamín.

***
74 Luis Valle goicochea

En el ancho corredor donde daba la puerta del cuarto de don Benjamín, había insta-
lado su banco de carpintero, don Fernando. Él había venido contratado por mi padre
para trabajar algunas obras en la casa.

En uno de sus recreos conversaba conmigo. Yo llevaba un almanaque de


Bristol. Quiso verlo y juntos lo fojeábamos buscando las chirigotas. Encontramos
una en ocho cuadros, costeantísima. Se trataba de un cazador que se encuentra
de pronto frente a un oso. Puesto en tal situación, aquel preparaba el arma para
disparar, diciendo: “¡Aquí te quiero ver, escopeta!”. Aprieta el gatillo y sale el tiro
por la culata. El hombre suelta entonces el arma y aprieta a correr, perseguido por
la fiera.

Reímos mucho y como la escopeta de don Benjamín había sufrido tal desmedro
últimamente que casi ya no podía disparar, encontramos una alusión oportunísima a
él en la consabida historieta cómica. Después de reír aún más, a mandíbula batiente,
a iniciativa de don Fernando recortamos las figuras y sus leyendas y en ausencia de
don Benjamín se las pegamos en la puerta.

Por la tarde llegó el viejo y de primera intención rió con la broma, pero después
su hijo Isaac, que sabía leer, le explicó que se trataba de una chanza malvada, dirigida
a él. Alguien que nos había sorprendido recortando y pegando las figuras, le notificó
de quiénes éramos los autores.

Cuando el viejo me vio, miróme colérico y me preguntó si había visto por la


tarde a alguien, a su puerta. Me sonrojé y no supe qué contestarle. Él me dio la
espalda y ya no quiso hablarme.

Sentí entonces que oscilaba mi destino.

Isaac se ocupaba de arrancar las figuras de la puerta, a regañadientes, valiéndose


de un trapo húmedo.

Fernando no acababa nunca de reír por la broma. Había tenido un fuerte alter-
cado con don Benjamín, no obstante que lo repetía a cada rato, de tal manera que lo
oyera el zapatero: “Aquí te quiero ver, escopeta”.

Pronto en todo el pueblo se supo el incidente.

Don Benjamín ya no era don Benjamín; era “aquí te quiero ver, escopeta”. Las
gentes gustaban de llamarlo así y no entendían la economía de palabras. El viejo se
desesperaba. Ya no podía salir a cazar y ¡ay de que se le viera solo limpiando el arma!
Los chiquillos le gritaban la consabida muletilla y echaban a correr, provocando su
más terrible furia, terrible por su impotencia.
Los zapatos de CordobÁn 75

Un domingo don Benjamín se embriagó escandalosamente, descolgó su esco-


peta y a ella abrazado, iba por las calles llorando y diciendo: “Pobre mi escopetita...
Ya no sirve pa’nada... Estás más vieja que tu viejo... ¡Aquí te quiero ver, escopetita!...”.

Le seguía una comparsa de chiquillos que gozaban lo indecible con el espectá-


culo y ya sin miedo coreaban al viejo indefenso con la frase del almanaque... Él no
hacía caso de nada. No le importaba, ahora, la incómoda burla.

Yo, con lo acontecido, estaba impedido de llegarme al taller del zapatero. Tenía
vergüenza y pena de haberle ofendido. Cuando nos encontrábamos en la calle ni me
miraba siquiera. Un día creí alegrarlo de nuevo, hurté a mi padre una cajetilla de ciga-
rros y se la ofrecí. “No fumo”, me dijo con rechazo. Lastimaba así mi susceptibilidad
en lo más íntimo.

Resolví, entonces, aunque ello significaba indefinida postergación de mi afán de


coser zapatos, no dirigirle jamás la palabra. Antes de este incidente hasta le hubiera
pedido perdón, pero ya después había despertado el viejo mi más amarga antipatía.

Esa noche soñé que pasaban por el cielo volando con unas alitas menudas rútilas,
inalcanzables de mis manos, zapatos de cordobán en ejército...

***

Una mañana el cabildo, que había permanecido cerrado mucho tiempo, amaneció
abierto. La curiosidad me llevó, antes de ir a la escuela, por la escalera peligrosa de
piedra y barro que daba acceso a aquel.

Encontré un viejecillo barbado, de ojos asiáticos y legañosos que miraban


sobre unas gafas empañadas que el desconocido se calaba a media nariz. Había
salido aquel hombre hasta casi el umbral de la puerta, buscando luz para sacarle
punta a un lápiz, lo que hacía afanosamente, cuando yo llegué. Mi presencia pareció
no llamarle la atención mayormente. Me miró rápidamente de reojo y continuó su
ocupación, impasible.

Bajé las escaleras y volví a la casa. Cuando desayunaba oí decir a la Casilda que
muy temprano había visto que el Ramón y su hijo traían al Señor de la Resurrección
de la iglesia al cabildo, cubierto con un paño blanco.

El aya explicó:

—El Señor de la Resurrección es ese que está arriba en el Altar Mayor


con su bandera. Su devoto, el Hilario, ha contratado a don Preshisho para
76 Luis Valle goicochea

que lo retoque. Ese viejito que está en el cabildo es escultor y se llama don
Preshisho.

Me fui a la escuela. Allí todos supieron de mi boca que en el cabildo estaban


remozando la imagen del Señor de la Resurrección. La inquietud cundió en todos,
que no veían la hora de salir. Al fin el reloj señaló las once. Niños y niñas, en bandada,
corriendo, se dirigieron al cabildo, saliendo de la escuela.

Don Preshisho ante visita en corporación tan inusitada, se violentó. Riñó a los
chicos, que se desparramaron silenciosos. Solo quedó Fernando, mi primo, en las
gradas del cabildo. Me acerqué a él. Me preguntó si yo había logrado ver la efigie del
Señor. Le dije que no. Luego me habló en voz muy bajita y pegando los labios a mi
oído: “Yo conozco a don Preshisho. Espérate que se vayan todos y entonces iremos a
verlo. No nos tratará mal. Es muy bueno. Hoy, de seguro, ha botado a los muchachos
porque eran muchos y le hurtan las cosas”.

Yo acepté la proposición de Fernando. Esperamos breves momentos y luego


subimos de nuevo al cabildo. Don Preshisho recibió con efusión a mi compañero, le
preguntó por mí y cuando supo quién era yo, me prodigó atenciones y me encargó
saludos para mis padres.

La efigie del Señor estaba en un rincón del cuarto oscuro. Tenía un color
ahumado que le hacía aparecer casi negra. La habían despojado del faldellín bordado
que llevaba siempre y del estandarte que portaba en la mano izquierda, de la que
faltaban dos dedos. Cuando llegamos, don Preshisho amasaba una pasta especial con
la que —según nos dijo— moldearía los dedos que le faltaban al Señor.

En el cuarto, sobre una frazada, en el suelo había profusión de chisguetes de


pintura y pinceles. En otro rincón, apestando, se cocinaba la cola, en un fogón alimen-
tado con viruta.

—¡Van a ver! —nos decía el viejo—. ¡Van a ver cómo queda el taitito! Bien
limpiecito, buen mozo...

Nos despedimos de don Preshisho, quien nos rogó que fuéramos siempre a
charlar con él.

***

Yo tenía una gran inquietud en mis horas de escuela y en las obligadas de la casa.
Alimentaba un secreto afán de sorprender al viejo, a solas, en su labor de remoza-
miento de la imagen. Sus manos —que se me antojaban maravillosas—, poco a poco,
día tras día, daban al cuerpo de la efigie un color rosado, jubiloso, limpio. Ese rosado
Los zapatos de CordobÁn 77

se extremaba un poco señalando las uñas de pies y manos. Pronto los detalles de ojos
y cabellera quedaron terminados. Solo faltaba pintar el paño diseñado en la misma
imagen ciñendo la cintura. Don Preshisho lo pintó de rojo. El Señor de la Resurrec-
ción estaba deslumbrante. Cuando se hubo secado la pintura, el mismo Ramón y
su hijo, cubriéndolo con un lienzo blanco lo trasladaron de nuevo a la iglesia. En la
sacristía, un domingo, lo bendijo el señor cura. Después de la misa volvía a su sitio, en
la coronación del Altar Mayor.

***

Don Preshisho y yo nos habíamos hecho buenos amigos en muy poco tiempo. Yo me
olvidaba ya de mi afán de coser zapatos de cordobán.

—No le digas Preshisho, que así no se llama —me advirtió un día mi madre.
Pero ella descuidó de decirme el verdadero nombre del escultor y yo no creí necesario
preguntárselo. “Si no es Preshisho —me dije—, será Precioso”. Sentí íntimamente
que acertaba. Pero cuando el viejo oyó llamarse así se puso serio. Se lo conté a mi
madre y ella rió y me dijo que su nombre era Pedro y no alguno de los dos con que
yo habíale llamado.

Don Pedro se quedó en el pueblo unos pocos días más, retocando una Virgen de
las Mercedes y un San Antonio de Padua, pequeñitos.

Una mañana, cuando ya había terminado los trabajos que le encomendaron,


estuvo en la casa a despedirse y allí desayunó.

***

A mi hermano Juan le regalaron una semilla especial de lechuga. Él hizo una


almáciga en un cajón viejo. No tardaron en nacer abigarradas y con un color
verde maravilloso, las plantas diminutas. El cajón de la almáciga que había sido
colocado en el jardín a la sombra del romero, estaba cubierto con una malla para
impedir —sin que faltase luz y aire a las plantas— que los pollitos tiernos las
malograran.

Juan se remiraba de antemano en un hermoso plantío de lechugas.

Pero ocurrió que una tarde, quién sabe cómo, se había desprendido la malla de
defensa de la boca del cajón y los temidos pollitos luego de treparse a este habían
devorado las lechugas y echado a perder totalmente la almáciga.
78 Luis Valle goicochea

Cuando Juan lo supo se echó a llorar amargamente. Nadie era capaz de conso-
larlo. Solo pudo lograrlo mi madre, tras gran esfuerzo, ofreciéndole llevarlo de visita
a casa del coronel, a Parcoy, el próximo domingo.

La familia del coronel residía en Parcoy. Viejos amigos de la casa, eran queridí-
simos de nosotros y nos querían también. Mi madre venía proyectando hacía varias
semanas una visita a ellos, pero mil circunstancias determinaron su postergación hasta
un domingo —ese domingo— en que mamá se propuso hacerla de todos modos.

Fuimos papás y nosotros tres hermanos.

Vencimos el kilómetro que nos separaba de Parcoy, arrancando las flores de la


vera del camino. Mi padre, nervioso, nos gritaba a cada rato: “¡Cuidado! ¡Cuidado,
vayan a caer!”.

Recuerdo que Clarita iba con un traje azul oscuro y su listón rosado en el pelo.
Juan y yo llevábamos blusa gris y pantalón negro.

En la casa del coronel nos recibieron alborozados. La señora Adela, esposa de


aquel, nos tomó en sus brazos, uno a uno. Hicimos una breve estación en la sala y
luego, a invitación de Jorge y María, los chicos de la casa, nos fuimos a jugar a un
cuarto grande. Recuerdo que Jorge me hablaba de su viaje a Lima. Me había contado
que había visto el mar. Yo repetía: “El mar, ¡oh, el mar! Yo quisiera conocer el...”. Con
frases truncas, palabras oscuras, titubeantes, con una narración extraña, Jorge hacía
aparecer en mi imaginación el mar, estrecho a ratos, inmenso a otros... Mientras
Clarita y María en un rincón del cuarto jugaban a las muñecas, Jorge, Juan y yo nos
suspendíamos hablando del mar.

Nos llamaron al comedor a todos. Tomamos un té delicioso con bizcochos y


galletas y comimos fruta. Después volvimos al cuarto grande. Una vez allí, rebus-
cando entre los juguetes, dimos con un pequeño boceto de imagen. Era de cedro. Yo
lo cogí y lo miraba envidiando a su dueño. Jorge adivinó mi deseo y me dijo: “¿Te
acuerdas de don Preshisho, ese viejecito que fue a la Soledad a retocar al Señor de
la Resurrección? Él lo hizo. Te lo regalo”. Agradecí a Jorge el obsequio inapreciable
que me hacía. Lo guardé en el bolsillo y ocurrí con mis hermanos al lado de nuestros
papás que ya nos llamaban para irnos.

Una sorpresa me esperaba al despedirnos: en el cuarto contiguo, sobre una


mesita antigua, se veían dos flamantes pares de zapatos de cordobán.

Yo no sabía qué hacer con el boceto que me regalara Jorge.

En el comedor clavé una repisita y lo instalé allí. Me procuré un pedazo de vela


y se lo encendí.
Los zapatos de CordobÁn 79

Clarita y Juan estaban, también, encantados con la imagen inconclusa. Muchos


días estuvo allí, hasta que la mañana de un domingo nos propusimos sacarla en proce-
sión. Yo sería el cura y celebraría la fiesta. Acepté.

No sé de dónde sacamos dos pecheras de camisas viejas que tenían la forma de


una lira. Las cosimos por sus extremos superiores y así nos procuramos una casulla.
Armamos un altar y hubo misa. Vinieron otros chicuelos de las vecindades y salió la
procesión.

Después de almuerzo, por la tarde, satisfechos de nuestro juego de por la mañana,


resolvimos celebrar Semana Santa.

Aquella tarde había entrado a nuestro servicio Eliseo Morales, un buen chico
de Llacuabamba. Invitado por nosotros a jugar, se vino al grupo. Le pareció muy bien
que celebráramos Semana Santa. Nos dijo que era necesario que, de cualquier modo,
nos procurásemos dos santos más, por lo menos. Resolvimos, entonces, labrar uno en
yesca y que el otro fuera uno de los muñecos de Clarita. Eliseo buscó el material y
labró el santo. Con tinta negra le dibujó ojos, nariz y boca. Clarita encontró que uno
de sus muñecos no necesitaba de mucho atavío para convertirse en efigie, en una de
esas que, hieráticas, se veían en los altares de la iglesia. Lo trajo, luego de ceñirle la
diminuta cabeza con una toca blanca.

Las procesiones debían ser por las noches y empezar ese mismo día. En preparar
el anda gastamos toda la paja de una escoba. Con las cañitas simulábamos velas.
Después de la comida, toda la gente de la casa se agrupó en la puerta de la cocina al
paso de la procesión. Volvieron los chicos que se habían ido a comer a sus casas.

El cortejo apareció por detrás de la casa y dio dos vueltas al horno. Tres o cuatro
devotos llevaban velas y, además, en el anda ardían dos. Juan amenizaba la marcha
tocando su rondín.

Terminaba la procesión, rezamos y nos fuimos a dormir. El éxito de esta primera


noche se debía plenamente a Eliseo Morales. Se lo dijimos y se puso alegre.

Al día siguiente de entrar a servir en la casa, Eliseo tuvo que volver a Llacua-
bamba, a ver a su madre. Se fue después de almuerzo y nos ofreció regresar pronto. Lo
esperamos toda la tarde y hasta muy entrada la noche, pero no volvió.

Le reservaron comida, pero fue inútil.

En la casa no se inquietaron, pues como había ido a ver a su madre, nada había
que temer.

—Mañana vendrá... Se le habrá hecho tarde —dijo mi madre.


80 Luis Valle goicochea

Pero yo me sentía fuertemente triste, y mis hermanos también lo estaban,


aunque no lo decían.

Acordamos no hacer procesión esa noche e irnos a dormir temprano.

Era el mes de enero.

Acostado ya, no podía yo conciliar el sueño. Recuerdo mucho que a media-


noche se desató una furiosa tempestad. Se estremecía la puerta con el temblor de
los truenos, y a través de las rendijas se colaba fugazmente el resplandor vivaz de las
centellas. Poco duró la tormenta. Quedó un silencio tétrico, en el que solo se oía el
resbalar de las gotas rezagadas de lluvia y el escurrir de los tejados.

Amaneció la mañana fría y triste. Me levanté temprano y me fui a la cocina al


lado del aya, que se afanaba en preparar el desayuno.

De repente, no sé cómo, estuvo la noticia en casa. No sé quién la trajo, ni quién


me la dio: Eliseo había muerto por la noche.

Los chicos de la casa, temblando, nos pusimos a llorar, sin comprender casi la
magnitud de la desgracia...

Afuera hablaba fuerte el Carmen, vecino de Llacuabamba, quien sin duda había
traído la nueva irreparable.

—Dicen —contaba— que su mamita le dio comida calentada y el cholito bebió


sobre eso mucha agua. Se le infló el vientre y empezó a quejarse de dolor de estómago.
Luego se puso morado y empezó a tiritar... Cuando menos lo pensábamos, murió...

El Carmen ya no habló más...

La tristeza estaba en todos los rincones de la casa. La encontrábamos como se


encuentran tantas cosas familiares que nada ni nadie mueve de su sitio.

Los ojos de todos amanecían subrayados por ojeras y con el color granate que
deja el llanto.

Apenas resonaban nuestros pasos en la casona silenciosa. Nos deslizábamos


sin ruido, como si cualquier rumor pudiera agravar la tristeza de los cuartos, quién
sabe por qué... Como si con nuestro paso resonante pudiera enfurecerse el misterioso
silencio que reinaba.

Así pasaron muchos días.

Yo me asombraba de cómo irremediablemente olvidábamos a Eliseo y nuestra


vida descendía al compás de antes...
Los zapatos de CordobÁn 81

Reciente el suceso, temíamos descubrir a Eliseo tras de alguna puerta, en algún


rincón sombrío... Parecía como si él, presente en las paredes, en las figuras, en los
rincones, se iba a enojar si no cuidábamos de guardar el silencio triste que un enigma
inacabable nos imponía... Y ese temor para discurrir libremente y pisar fuerte, ya casi
no existía a estas horas... Era irreparable: olvidábamos a Eliseo.

Una noche, cuando la Queca y yo acompañábamos al aya hasta un cuarto inte-


rior, donde ella iba a preparar levadura para amasar pan al día siguiente, el aya se puso
a llorar. Yo sostenía una vela alumbrándole, mientras ella, inclinada sobre la batea,
hacía un pocito en la montaña de harina para verter allí el fermento. Afuera, muy
lejos, aullaba un perro.

Terminado que hubo el aya, regresamos todos a la sala. En el trayecto ella nos
contó que don Anselmo, marido de Andrea Camaya, murió de lipiria, hacía muchos
años.

—Cómo se infló la barriga —exclamaba—… Anocheció y no amaneció el


pobre... También como el Eliseo comió papas frías y tomó agua...

—Se está acabando el kerosén de la lámpara; hay que acostarse —advirtió mi


padre. El aya se persignó al alejarse...

—Hay luna llena —dijo la Queca, bostezando...

***

En el cuarto del Ajanito me encontré un catálogo de imágenes de la casa Sanmarti


de Lima.

Me entusiasmó la efigie de la Virgen del Perpetuo Socorro que estaba en la


primera página. Consulté los precios, y le rogué a mi papá que me la pidiera por
correo y él me ofreció hacerlo.

La mañana de ese lunes mi papá me dijo que por la noche había escrito la carta
haciendo el pedido. Esa noche se estaba quemando la escalera que hay para subir de
la cocina al terrado. El fuego avanzaba por la médula del maguey. Nos levantamos
todos para apagar el incipiente incendio. Este suceso trajo inquietud a la casa.

La escalera quedó inutilizada.

***
82 Luis Valle goicochea

Contaba los días, que me parecían inacabables, esperando la efigie de Nuestra Señora
del Perpetuo Socorro que mi papá había pedido a Lima.

En el dormitorio, pegado a la pared, sobre mi cama, empecé a confeccionar un


altarcito para la imagen. Hice un trono de cartón. Lo adorné con pilares a ambos
lados, simulé una gradería, empleé en el altar una caja de acuarelas que me habían
enviado de Trujillo.

Transcurrieron —lentísimos para mi vehemencia— muchos días, y la Virgen


pedida no llegaba.

Mi padre trataba de calmarme diciéndome que los pedidos a Lima demoraban


mucho. Me rogó que tuviera paciencia.

Yo me decidí a esperar...

***

Mientras tanto, en Parcoy me enseñaron el altar del Señor de los Desampa-


rados, patrón del pueblo. Tenía el retablo, como coronación, un busto del Padre
Eterno bendiciendo al mundo. El altar acababa de ser reparado por don Pres-
hisho. Me deslumbraban los colores diversos, frescos aún, que el escultor había
usado en la pintura del retablo; pero nada, nada llamaba mi atención como el
Padre Eterno de poblada barba y de dulce expresión, dejado “nuevecito” por
don Preshisho.

Esa misma mañana conocí en la iglesia a Celso Acuña, hijo del renovador
del altar, aficionado a la escultura y a menesteres de reparaciones como su padre y
ayudante de él en la obra que yo acababa de contemplar y ellos de consumar, no hacía
una semana.

“¡Oh! —pensaba yo— ¡Si consiguiera un Padre Eterno como aquel de la iglesia,
pequeñito como para el altar de mi cama!...”. Se lo dije a Celso y él ofreció tallarme
uno. Me puse muy contento y le pregunté cuándo estaría la obra. Me prometió llevarla
a casa dentro de ocho días.

Esperé impaciente que se cumpliera el plazo, pero Celso no apareció. Decidí ir a


verlo a la mina “La Esperanza” donde él trabajaba, y fui con el permiso de mi madre.
Celso me pidió mil excusas por su incumplimiento y me solicitó quince días más de
plazo. Se lo di, gustosísimo.
Los zapatos de CordobÁn 83

Don Leoncio, que era dueño de la mina “La Esperanza”, visitaba la casa con
mucha frecuencia. Parece que Celso le había contado el ofrecimiento que me había
hecho, pues, un día que conversaba con mi padre en el escritorio y yo llegué, me dijo:

—Ya está muy avanzado el Padre Eterno. Eso sí, le está saliendo torcido al Celso.

Y se echó a reír, y mi papá con él.

La broma de don Leoncio se repitió muchos días. Me tenía corrido. Yo no salía


por nada a la sala si él estaba en casa.

Celso, por otra parte, no venía al pueblo. Con tristeza veía yo que había de
renunciar a la efigie del Padre Eterno, pues me obligaban a ello las pullas de don
Leoncio. Ya no esperaba que Celso cumpliera su ofrecimiento, tampoco. Sabía que
era muy mentiroso.

Pasaron muchos días, hasta que la tarde de un domingo vino Celso al pueblo.
Al verlo, una secreta alegría me agitó. Él se sonrojó y me contó no sé qué historia en
la que el boceto de la efigie se había partido. Me traía, en cambio, un curioso trompo
hecho de un coco. Me gustó tanto el juguete que su posesión bastó para resarcirme
del desencanto que empezaba a ocasionarme el incumplimiento de mi amigo.

Celso y yo no hablamos más del Padre Eterno.

Como tampoco esperaba que viniera la Virgen del Perpetuo Socorro, destruí el
altar que la esperaba a la cabecera de mi lecho.

***

Consignado a mi hermano Ajano, y en un cajón grande, llegó de Lima, protegido con


abundante paja, un Niño Dios lindo. En el viaje, fatalmente, se le había quebrado un
bracito.

Ajano, que era muy prolijo, se lo pegó con cola y quedó muy bien.

Faltaban pocos días para la Navidad.

Ya habían terminado los exámenes en la escuela.

Ese año, por primera vez, resolvieron armar un nacimiento en la casa. Empe-
zamos los preparativos con tres días de anticipación. Enviamos al Dolores a Parcoy,
con una tarjeta para doña Clorinda pidiéndole que nos prestara su San José y su
Virgen. Dolores volvió con las imágenes. El San José era de piedra y cargaba al Niño.
Apenas lo vi, me gustó inmensamente.
84 Luis Valle goicochea

Recolectamos musgo y paja. Enviamos una expedición a buscar tuyas, temble-


ques, pagras y loritos, flores de la Navidad y típicas del Nacimiento.

Cuidamos de simular la gruta de Belén; esparcimos por los cerros todos los
juguetes que teníamos, poblamos los caminos y los árboles.

El cerro principal de la armazón tocaba con su pico el techo de la sala.

Por la noche vinieron las pastoras a bailar delante del Niño y tomamos té con
otros vecinos amigos que habían venido a rezar el rosario.

Al día siguiente, 25 de diciembre, fuimos temprano a oír misa a Parcoy. Doña


Buenaventura nos llevó a su casa a ver su Nacimiento. Quedamos encantados. Yo,
sobre todo, con unos vasos anchos llenos de agua que contenían renacuajos que
hacían saltar el líquido al salir a la superficie a respirar.

Qué ingenio el de doña Buenaventura, pensaba.

De todas las cosas del Nacimiento solo hubiera dado razón de las vasijas que
contenían a los mínimos batracios. Me acuerdo que les eché las migajas de bizcocho
que habían quedado en mis bolsillos. Los renacuajos se alborotaron y se disputaban
las migajas evolucionando graciosamente en el agua.

Antes de regresar al pueblo hicimos una ligera estación en casa de doña Clorinda
para agradecerle el préstamo de San José y la Virgen. Yo aproveché de la oportunidad
para proponerle la compra del santo, pero ella no lo tomó en serio, y riendo me
contestó no sé qué cosa confusa.

Al llegar a la casa, de regreso de Parcoy, nos esperaba una sorpresa: doña Guadita,
una amiga residente en Pias, le había enviado al Niño un sombrerito, verdadera curio-
sidad con que entonces nos sorprendía felizmente.

Papá le escribió agradeciéndole, en nombre del Niño Dios.

***

El 6 de enero recibimos el presente de Pascua que nos hacía don Leoncio: era una
vaca pintada, que pronto iba a tener su ternerito. Lo trajo un desconocido con una
tarjeta de aquel.

En la casa nos alborozamos todos, y hasta el delirio los pequeños.

Se decidió dejar la vaquita cerca, pues parecía muy próximo el alumbramiento.


Los zapatos de CordobÁn 85

El dueño del alfalfar de Chuchumaray, gentilmente, nos lo ofreció y allí el mudo


Juan y yo fuimos a dejar al rechoncho animalito, que ya apenas podía caminar.

***

Don Manuel Cárdenas, el vecino, era un hombre huilón y triste. Poseso de una
neurastenia aguda se escondía de todos y de todo. En uno de los dos únicos cuartos
oscuros de su casa recibía a menudo mis visitas. Él me quería y me contaba cosas
viejas del pueblo. Vivía con su hermana, doña Juliana, mujer rara también, y muy
curiosa.

Don Manuel gastaba sus ocios tejiendo sombreros de junco. Los trabajaba muy
mal, pues casi ya no veía. En su cuarto tenía escaños viejos, cántaros, una pintura al
óleo desteñida y hormas de sombreros.

Su conversación giraba alrededor de cosas extrañas y espantosas. Hablaba de la


metamorfosis de las brujas, de apariciones macabras, del diablo, de mil supercherías.
Igual era su hermana. Hablaba de los mismos asuntos y de perfecto acuerdo con él
terciaba en las conversaciones. A veces llegaba a barajar los nombres de las brujas del
pueblo, que muy secretamente ejercían su oficio y sus ritos espeluznantes. Conside-
raban en su lista a gentes que, según ellos, eran de la clase de las “finas”, adjetivo que
aplicaban a las que alcanzaban una especie de superación, en el ejército, despreciable
y maldecido, en que se agrupaban los cultivadores del macabro oficio.

—Se bañan las brujas —me contaba don Manuel— en una agua verde que
ellas preparan con unas yerbas malas, para volverse cóndores, y esos cóndores hablan
y practican el maleficio. Una vez me encontré —añadía— en un recodo del camino
con un montón de tripas, ¿qué iba a ser eso sino una bruja que seguro quiso ocultarse?

Creía don Manuel que el mondongo era uno de los dos estados de metamorfosis
predilectos de las brujas.

Con don Manuel y su hermana solo se podía conversar en pleno día, cuando
alumbraba el sol y dormía el miedo; cuando los nervios están inmunes al pánico.

Una tarde le propuse que me trajera un sombrero de junco. Él me miró terri-


blemente, sin decirme una palabra, con sus menudos ojos turbios de tal manera que
me hizo estremecer. No me atreví a reiterarle mi propuesta y en cuanto pude escapé
de su casa.

Solo volví a conversar con él un día en que mi hermano Alejandro partía en un


largo viaje. Entonces, don Manuel me dijo sonriendo:
86 Luis Valle goicochea

—Se va su hermanito... Se va... Le han preparado la alforja. Yo también me voy


a ir ya, pronto, pero para donde usté sabe y a donde no hay que llevar fiambre...

El viejo se quedó pensativo un largo rato, avizoró la perspectiva brumosa del


norte, por donde se pierde el camino a la costa y entró a su casa, sin añadir palabra...

Y a los diez días justos, él, metido en una caja burda de cedro, quieto para siempre,
envuelto en un hábito oscuro era llevado en hombros de los vecinos al cementerio
del pueblo. En el cortejo iba llorando doña Juliana, su hermana, quien se apoyaba en
el brazo de don Benjamín que avanzaba ebrio, sin voluntad, mudo, mostrando una
sombría cara desencajada que daba espanto...

Cuando regresábamos, sonriendo con tristeza me miró y abrazándome dijo:

—Qué pue tiene mi niño, mi niñito...

Yo me estremecí de pronto; luego balbucí no sé qué palabras. Caminé con el


viejo hasta la puerta de la casa y allí me despedí. Don Benjamín me dijo:

—Hasta luego...

Habíamos hecho las paces...

Trabajo me costó volver a ver en don Benjamín al amigo de antes. Muchos días
significó para mí vencer el natural recelo que me cortaba. Pero poco a poco me fui
reacostumbrando hasta que me convertí en el asiduo asistente al taller del viejo, de antes.

Iba preparando la consecución del afán de mis afanes: coser zapatos de cordobán.

***

¿Llegaría algún día a coser zapatos de cordobán?

¿Cuándo sería ese día?

Así me preguntaba cada mañana y cada tarde, mientras avanzaban mis vaca-
ciones y se había hecho presente febrero con sus diarias lluvias copiosas.

La neblina, los más de los días, nos cercaba, privándonos de la visión de los
cerros azules y de los árboles.

El aguacero, incansablemente repetido, enlodaba las calles, obligándonos a


permanecer en casa sin salir casi todo el día. Nos aburríamos. Para entretenernos mis
hermanos y yo, al calor de la lumbre, nos dedicábamos a recortar las figuras de revistas
viejas que nos regalaba papá.
Los zapatos de CordobÁn 87

Una mañana circuló por la casa la noticia que había cantado una gallina, lo que
era de muy mal agüero. El suceso nos inquietó y puso una nota de zozobra y teme-
rosas expectativas en nuestra obligada reclusión.

El Dolores propuso para conjurar lo que podía, hacer lo que se hacía en estos
casos: arrojar a la gallina cantora sobre un techo, de tal manera que caiga al otro lado;
pero todos nos opusimos a la cruel práctica.

Quedó en la casa una atmósfera de miedo y no se habló más del asunto.

Continuaban los días letales y temidos del invierno.

***

Una mañana nos trajeron la noticia del alumbramiento de la vaca en el alfalfar de


Chuchumaray.

Mis padres, mis hermanos y yo buscamos precipitadamente el sombrero y


fuimos a verla. ¡Qué lindo ternerito encontramos! La vaca echada y sangrante devo-
raba los cogollos de alfalfa que estaban a su alcance. Le temblaba el hocico babeante.

El día estaba lindo. Había salido el sol.

Con mis hermanos empecé a corretear por el corral inmenso. De pronto Juan,
que se había separado de nosotros, me llamó: “Ven a ver”, me dijo. Llegué corriendo
hasta donde él estaba. Su dedo señalaba una cuenca natural en la piedra del medio del
corral, llena de agua y poblada de renacuajos.

Estuvimos contemplándolos hasta que nos llamaron para regresar a la casa.

***

Yo quería tener una vasija grande llena de agua y traer renacuajos de Chuchu-
maray para echarlos allí. Los renacuajos crecerían como aquellos del Nacimiento
de doña Ventura. Clarita, Juan y yo les echaríamos migajitas de pan y cogollos de
lechuga.

Se lo dije a Juan. Él se entusiasmó con mi deseo y no sé de dónde sacó un


pomo ancho y cristalino. Lo llenamos de agua y después de dejarlo escondido, con el
permiso de mamá, nos fuimos a ver a la vaca. Juan llevaba una cajita de lata, en la que
transportaríamos los batracios.
88 Luis Valle goicochea

Cuando llegamos a Chuchumaray encontramos a papá que leía “Mundial”,


revista de Lima, una edición gorda, llena de figuras de colores, que aún no la había
confiado a nuestras manos terribles. Estaba sentado en un extremo de la enorme
piedra irregular que se levantaba en el centro del alfalfar y en una de cuyas cavidades
naturales vivían los renacuajos.

La vaca pastaba a pocos pasos y el ternerito saltaba contentísimo a su lado.


Alumbraba un sol amarillento sobre el alfalfar mojado.

Después de llenar con agua la caja, Juan y yo fuimos a coger a los futuros sapitos.
Yo no me atrevía a ser el pescador. Tenía miedo. Juan, resueltamente, hundió la mano
en la cuenca de piedra y me dijo que el agua estaba tibia. Luego la sacó y me mostró,
prisioneros, debatiéndose entre sus dedos, un buen número de renacuajos negros.
De su mano chorreaba un agua turbulenta. Los echó en la latita, diciéndome que no
necesitábamos más.

Cuando llegamos a casa los trasladamos al frasco de cristal. Los renacuajos


se movían ágilmente en el agua, contentos, al parecer. Clarita los alborotó más
echándoles migajas y yerbecitas, las que quedaron flotando en la superficie del
agua clara.

—¡Qué cochinos! —exclamó al sorprendernos alrededor del frasco, la Casilda—


¡Qué cochinos! —repitió y alejóse moviendo la cabeza.

Los renacuajos en el curso de los días iban experimentando la metamorfosis de


que hablan los libros.

Un día, cuando ya tenían patitas y casi no cabían en el pomo, amaneció este


caído y los animalitos muertos, regados por el suelo.

No pudimos saber si fue el gato, la casualidad o la Casilda.

Mis hermanos y yo lloramos.

***

No siempre había agua en la fuente. Como la acequia que la traía al pueblo era muy
larga, en invierno especialmente, se obstruía con los derrumbes. Entonces había que
bajar hasta el río a proveernos de ella. Pero al comienzo del pueblo, allá arriba, al lado
de la casa de don Jesús Ampuero, había un puquial que desangraba en un pozo limi-
tado por paredes de piedra y barro. El agua caía de una pequeña altura entre yerbas y
helechos. El pozo era conocido en el pueblo con el nombre de El Común.
Los zapatos de CordobÁn 89

El agua de El Común, detenida, era una agua turbia y asquerosa, poblada de


renacuajos. Solo la usaban la gente haragana, incapaces de bajar hasta el río; los
comidos de los piojos y de la pereza.

En la casa se nos había prohibido ir hasta El Común, cuya agua —se nos había
advertido— hacía crecer el coto y llenaba de granos incurables. Pero yo gustaba de
escaparme a veces a mirar a tantas gentes miserables y pringosas que se sucedían
colocando en el chorrito sus cántaros rotos y mugrientos.

Los que más apuro tenían hundían sus vasijas en el agua detenida, pero los otros
más escrupulosos los colocaban recibiendo el agua que caía con una música triste,
entre las yerbas tristes y los helechos mustios.

A veces esperaba yo que todos se fueran y se tranquilizara el agua revuelta de


El Común, para ver discurrir en su dudosa transparencia a los renacuajos que allí se
movían perezosamente, como presas inevitables de un letal aburrimiento, de hastío
que mataba desde los hierbajos melancólicos de las orillas hasta el arbusto de rosa
mosqueta que cerca de allí crecía.

En El Común no bebían los pájaros.

A veces el agua contenida del pozo al rebasar formaba en los alrededores del
mismo pestilentes lodazales, esquivando los cuales pasaban los asnos cargados.

Muchas horas pasé, lo recuerdo, en la contemplación obsesionante del pozo


negro. Allí estaban la soledad del pueblo, el aburrimiento y no sé qué de amargo del
afán de sus gentes... Allí en las moscas asquerosas que sobre el pantano volaban, y en
la música inacabable y aguda del chorrito.

Las yerbas y los helechos crecían raquíticos allí. Al acercarse al pozo, mujeres
y niños, suspiraban mirando el cielo inalcanzable, y hundían sus pies desnudos y
curtidos en los barrizales, despertando más su fetidez...

¡Cómo pasaron los días, sin sentir!

En marzo se abrió la escuela, de nuevo.

Tempranito, mi hermana Angélica ordeñaba la vaca todos los días; pero ya a


principios de marzo la vaca no tenía leche y la mandaron lejos, al potrero. El ternerito
estaba grande, ya.

Y llegó abril y lo pasé yendo a la escuela, y alguna que otra tarde al taller de don
Benjamín.
90 Luis Valle goicochea

En las noches oía, desde mi cama, a Faustino Sánchez tocando su rondín, segu-
ramente sentado en el umbral de su casa, casi fronteriza de la nuestra.

Faustino tocaba muy bien y tonadas distintas: casi todas tristes. Durante el día
no se le veía en el pueblo; él era minero y venía solo por las noches de la misma mina.
La Carmela, su mujer, le llevaba fiambre todos los días, un fiambre abundante, en
cuya preparación ocupaba toda la mañana.

Sabía yo que a él le gustaba comer bien, y que de todo se reía. Cuando le recla-
maban el pago de una deuda, respondía con una carcajada.

La Carmela era hermana del mudo Juan, doméstico de la casa, muy engreído de
mamá, y había cargado a Clarita. Se quejaba de su marido y palidecía por momentos.
“Se está secando”, decían las gentes.

Yo me dormía oyendo las tocatas lánguidas del Faustino. A veces me despertaba


de nuevo oyéndolas, y oyéndolas me volvía a dormir.

Otras noches cantaba la María Ulloa, sobrina del Faustino. Tenía buena voz y
era ñata. Se enojaba mucho cuando le decían nariz de montura. Yo nunca se lo dije y
por eso me quería.

Me acuerdo que entonaba un canto patriótico en cuya letra se repetía la


palabra “trompa”. “Suena la trompa”, decía. Y cuando llegaba a esa palabra la
María Ulloa se echaba a reír, costándole trabajo reanudar el canto. Yo lo sentía
desde mi cama.

Además de ñata, la María era blanquita y coqueta, Sabía bordar también. Una
mañana nos cruzamos en la calle. Ella, de pasada, sin detenerse me dijo:

—Yo le voy a enseñar unos cantos...

—Bueno —le respondí...

La María Ulloa estaba acabadita de peinar y miraba con el rabo del ojo.

Después cuando nos encontrábamos, me saludaba desviando la mirada siempre


y sin detenerse.

María Ulloa, entre los chicos a quien no quería más era a Gaudencio; pero
cuando su papá le trajo de la montaña un monito lindo, se hizo amiga de él y le pedía
que se lo prestara. Gaudencio lo llevaba a veces a la casa a jugar con nosotros.

El monito era muy travieso. Un día quebró seis vasos; otro, por beberse un
residuo de leche vació una botella de vino tónico.
Los zapatos de CordobÁn 91

El monito se orinaba en todas partes y mordía a quien lo incomodaba. Sabía


pelar habas y le gustaba mucho la miel y las nueces. Sabía chancarlas. A veces se ponía
muy triste, creíamos los pequeños que podía dolerle algo y le dábamos infusiones de
arrayán y toronjil que él bebía gustoso.

El monito se murió de repente. Ni siquiera lo enterraron.

Gaudencio, su dueño, se entristeció y a los pocos días se lo llevaron lejos.

Escaso tiempo después, una mañana, nos contaron que había muerto.

***

El 30 de abril abrieron la iglesia a fin de adornar el altar de la Virgen y dar comienzo


al mes de María.

Con unas zarzas y unas tablas arreglaron el altar, mi madre, mis hermanas y tía
Antuquita. De Parcoy mandaron rosas.

Esa misma noche empezaron los velorios.

Todos los días cambiaban las flores que se habían marchitado, por otras que los
devotos recogían en el campo.

Una noche nos tocó la celebración a todos los chicuelos de la casa.

Después de la distribución religiosa, en que se quemó abundante incienso y se


estrenaron lindos motetes, los devotos pasaron a la casa.

Se tomó té y se conversó un rato.

Esa noche conocí a Eloisa que acababa de llegar al pueblo con su madre. Era
linda y no pude dormir aquella noche pensando en ella.

Doña Rosaura, mamá de Gaudencio, también estuvo en la casa, vestida de negro


y muy triste.

***

En junio, una noche, llamaron a mi papá a casa de don Mercedes. Su hija Luzmila se
había puesto gravemente enferma de un momento a otro.

Hubo carreras, entradas y salidas de nuestra casa a la de Luzmila, hasta muy


tarde de la noche.
92 Luis Valle goicochea

A nosotros nos enviaron a dormir.

Mi mamá también estaba junto a la enferma.

Al día siguiente nos contaron que Luzmila se había envenenado con fruto de
miomío.

Entonces supe que el fruto aquel, del que tanto gustaba mi hermano Juan y con
el que hacían tinta los niños de la escuela, era un veneno mortal.

Desde entonces me alejaba con horror de los arbustos de miomío que avan-
zaban sobre todos los caminos, escondiendo entre su follaje ladino el nocivo fruto.

Luzmila tardó en levantarse. Cuando la vi una mañana después, estaba pálida,


ella que tenía unas mejillas rojas, muy rojas, como las manzanas de Cáchica.

Le pregunté si mejoraba y me contestó, apenas, que sí...

***

Los niños de la escuela hacían tinta con miomío. Estrujaban el diminuto fruto —
grosella oscuro— en agua y algunas tardes venían con las manos teñidas en su jugo
morado, tinte del que no podían librarse sino en muchos días, con el uso repetido del
jabón.

Yo vi el espanto con que pasó por todos ellos la noticia de lo acaecido con
Luzmila. Temblando se miraban unos a otros y se revisaban las manos por el anverso
y el reverso. Y no atinaban a hablar.

Los miomíos seguirían creciendo —sin castigo— al borde de los caminos y


cerca de los ríos, temidos o quizá odiados, como las ortigas, por los chicuelos esco-
lares. Entonces habría alguien que descargaría —lleno de rabia y antipatía— su
bastón, lastimando el follaje primoroso de la planta lujuriosa y fuerte.

¡Y tan buena tinta que procuraba el miomío!

Los perros buscarían siempre, escogerían siempre la yerba que se sabe, entre
la vegetación mínima de los jardines, en la espontánea que crece en las orillas de la
acequia, en la plaza, en las gradas de la iglesia... Eso sería cuando se sientan enfermos
y no quieran jugar con los niños.

En la escuela no se escribiría ya con tinta del miomío, hasta que se olvidara,


como que tenía que olvidarse, la intoxicación de Luzmila.
Los zapatos de CordobÁn 93

***

Todos los años, días antes de la fiesta de Corpus, venía de Quichibamba, San Antonio
de Padua y de Llacuabamba, San Juan Bautista. Ambas efigies llegaban al pueblo
para tomar parte en la procesión principal del Corpus, en la que, antecediendo al
Santísimo, salían casi todos los santos de la iglesia.

Quichibamba era una hacienda que quedaba al oeste del pueblo y la hacendada
doña Nieves, acostumbraba enviar todos los años a San Antonio al pueblo, para el
Corpus.

La comitiva con el santo se detenía en casa de don Narciso Cruz casi al final del
pueblo, de donde siempre con caja, era llevado a la iglesia, la víspera de la fiesta, en
momentos en que de Llacuabamba —un pueblo cercano— entre repiques y cohetes
llegaba San Juan Bautista. Ambas efigies seguidas de su respectivo cortejo —y gente
que venía acompañándoles desde el lugar de origen— entraban al mismo tiempo a la
iglesia. Al día siguiente con San Francisco, San Fernando, con casi todos los santos
del pueblo recorría las calles. Volvían a su destino ocho días después, terminada la
misa de la octava.

Se alejaban al mismo tiempo, al compás del mismo instrumento monocorde, la


caja, cuyo golpe sordo se iba apagando hasta extinguirse del todo, también al mismo
tiempo.

Los chicuelos del pueblo corríamos entonces a las prominencias para divisar las
últimas curvas del camino. De allí distinguíamos apenas perceptibles ya por última
vez, las respectivas procesiones que se hundían calladas en la distancia.

San Antonio volvía por su camino, el camino hacia la costa, por donde yo me
perdería un día, jinete en mula presta y pajarera...

San Juan, opuestamente, ganaba el corazón de la provincia, se adentraba, volvía


a Llacuabamba.

San Antonio, yéndose por la ruta de la costa, era la inquietud irrefrenable, el


llamado de lejos que vencía el apego a la querencia.

San Juan, en cambio, era la reafirmación, el triunfo del calor de la entraña, el


símbolo de cuanto puede la tierra que se quiere.

El uno, la aventura; el otro, la renunciación al quimérico saltar al horizonte, al


camino desconocido, a todo, por la sola adoración de su caballo, de su casa, de sus
árboles y del polvo que los sustenta.
94 Luis Valle goicochea

***

Antes de llegar a la fuente el agua hace chorrera, junto a un manzano, arriba del
pueblo, cerquita de la casa de don Juan Cruz. Cuando se seca la fuente las gentes van
a recoger el agua que se aquieta en los pocitos que anteceden a la chorrera y al más o
menos grande que hay en la chorrera misma.
Los chicuelos arrancaban las manzanas verdes y no dejaban madurar ni un solo
fruto.
La casa de don Juan está deshabitada.
Al lado del manzano, raquítica y amarillenta, crecía una higuera antigua.
También un membrillero.
Una tarde mi hermana Queca y yo arrancamos gajos y los plantamos en la
huerta.
Pronto empezaron a retoñar los acodos.
Me deleitaba pensando en el día que serían árboles y darían frutos.
Entonces me acordaba de los membrillos deliciosos que venían de vez en cuando
en las encomiendas que nos enviaba abuelita desde Trujillo.
—Los membrillos son muy ricos —decía don Eleodoro, asiduo visitante de la
casa. Y añadía —: Dicen que se dan los mejores frutos en el Japón.
—¡El Japón!
El envase de lata en que se guardaba el café, tenía por todos sus costados figuras
extrañas y remotas. Unas eran los bellos montes de luminosos paisajes. Otros las de
ciudades milenarias, por cuyas calles discurrían pequeños hombres con quitasoles.
¡Ese era el Japón! Estaría —seguro— más allá de Trujillo, más allá del mundo,
más allá de todo... Inalcanzable de toda tentación...

***

Un domingo nos sentamos en el patio, a recibir el sol, el aya y todos mis hermanos.

El día era claro, clarísimo.

El aya se puso a recordar.


Los zapatos de CordobÁn 95

—La niña Clarita —dijo— tenía una muñeca linda que cerraba los ojos. Se la
mandaron de Trujillo. Una vez, estaban todos ustedes jugando en el corredor y la niña
le dijo no sé qué cosa a su hermano Juan. Entonces él, quiso pegarle, pero yo le detuve
diciéndole, que a las mujeres no se les levanta la mano y menos a sus hermanas.
Entonces el niño Juan fue corriendo y volvió con una piedra y chancó la muñeca que
ella, la niña, había dejado para hacer no sé qué cosa. La niña Clarita se puso a llorar.
Su mamita encerró al niño Juan en la despensa. Yo lo saqué.

Mi hermano Juan se puso rojo, nosotros reíamos. El aya prosiguió, dirigién-


dose a mí.

Usted también ha sido travieso. Un día se sentó usted en una olla hirviente en
la cocina... ¡Qué ratos los que nos hizo pasar!...

Yo hice entonces un esfuerzo de memoria: nebulosamente recordaba, como


ahora recuerdo, el incidente que revolucionó a toda la casa, y del que fui único prota-
gonista. No he podido, eso sí, ni puedo precisar lo que me empujó a sentarme en la
olla hirviente que acababa de ser apeada del fogón. En esos momentos nadie había en
la cocina fuera de mí. Tengo muy presente mi soledad y mi dolor y de manera especial
guardo el diáfano recuerdo de cuando me curaban...

Se siguieron haciendo recuerdos en el corro.

Atardecía...

El aya nos dejó solos pronto. Iba a consultar con mi madre los potajes de la
comida.

***

Doña Mariquita Morillo vivía en Parcoy, pero iba con mucha frecuencia a nuestra
casa. Era una viejecita chiquita, gaga y muy buena. Había servido en casa del señor
cura, hacía años. Nos contaba las cosas de tiempos pasados que ella había oído relatar
a su abuela.

Tenía una hija única, que se llamaba Telésfora, y le había parido a don Job, su
marido, diecisiete hijos. Me quería mucho. Cuando yo iba a Parcoy me obsequiaba
con las cosas buenas y pequeñitas de su pobreza.

Solo tenía un defecto: era muy mentirosa.

Una vez estuvo pasando una corta temporada en casa de doña Tomasa y ella la
despidió un día, porque dijo que le había robado maíz y carne seca. Cierta mañana, en
96 Luis Valle goicochea

casa, doña Mariquita le confesó a mi madre que efectivamente había recogido unas
mazorcas y una porción de carne, pero fue porque sus nietecitos no tenían qué comer
y porque comprendía que no le hacían falta a doña Tomasa, que contaba con un
granero lleno y un rebaño numeroso. Doña Mariquita hizo su confesión con lágrimas
en los ojos.

Así fue como aprendí a querer a esta viejecita, a quien ya querían todos y mucho
en la casa.

Recuerdo que un día, llorando siempre, le enseñaba al aya sus zapatos rotos de
modo tal que se lastimaba los pies al caminar. La pena más honda, la pena del impo-
tente inundó mi corazón. Renació entonces mi afán de coser zapatos de cordobán. Si
algún día lo lograba le cosería un par a doña Mariquita.

Para ganarse la voluntad de todos en la casa, la viejecita ayudaba a escoger trigo,


a lavar los platos y cuando no tenía nada que hacer, íbase al campo a recolectar yerba
para los cuyes. Regresaba con un haz cargado a la espalda, en su rebozo.

Doña Mariquita era comadre de mamá, quien la amonestaba:

—No haga usted eso, comadre. Siéntese. Estese usted quietecita. No es nece-
sario que se afane usted, pues hay quien —joven y sano— puede hacerlo.

Entonces doña Mariquita se emocionaba hasta el llanto y enjugándose los ojos


entraba a dejar su cosecha.

Mi papá había recibido el pedido de relojes que hizo a Suiza. Uno de esos relojes
era para mi mamá y otro para Alejandro. Los otros tres o cuatro que quedaban se los
repartieron entre distintos amigos de mi padre.

Un día al abrir el cajón del estante del dormitorio me encontré con ellos.
Recuerdo que uno era pequeñito y de oro. Me gustó tanto que decidí quedarme con
él sin decir nada a nadie.

Esa misma tarde tuve que ir a hacer un mandado a Parcoy. Llevaba conmigo
el relojito. Había sabido darle cuerda pero no ponerlo en la hora. En el trayecto iba
poniéndolo al oído. El tic-tac de la máquina a la vez que me deleitaba, acicateaba
mi curiosidad hasta convertirse en tortura. No pude resistir a la tentación y como
no atinaba a abrir la tapa, me agaché y colocando el reloj de filo sobre una piedra,
golpeé con otra hasta abrirlo. La maquinaria brillante y fresca apareció a mis ojos
pero detenida. Me asusté. Mi mano temblorosa sacudía nerviosamente el reloj, y la
rueda volante, malograda, se movía un breve instante para detenerse luego. La tapa
del reloj voló entre los matorrales. No la pude encontrar. Como aún no había llegado
Los zapatos de CordobÁn 97

a Parcoy, envolví la desecha prenda en mi pañuelo y rápidamente fui a cumplir el


encargo que me dieron y con igual rapidez volví a la casa.

Ya no podía estar tranquilo.

A cada instante buscaba un aislamiento para desenvolver el reloj y después de


verlo con espanto, volverlo a guardar precipitadamente. Esa noche, temeroso de que
lo encontraran, lo escondí debajo de mi almohada.

Al día siguiente quise librarme del peso que era para mí el reloj: lo destrocé
con ánimo de no dejar la huella más insignificante; pero pedazos imprudentemente
guardados en los huecos de unas paredes cercanas a la casa, fueron recogidos por
mi hermano mayor y llevados a mi padre. Se hizo averiguaciones. Pronto quedaron
esclarecidas las cosas: un doméstico de la casa, a quien tuve la ligereza de enseñarle
el reloj, me delató.

Yo me adelanté al castigo pidiendo perdón de mi culpa.

Mi padre me exculpó diciendo: “Está pequeño todavía...”.

Yo lo oí.

Mamá se había ido a vigilar las cosechas de Curaubamba y debía volver aquel
domingo. Mientras la esperábamos, mis hermanos y yo consumamos una travesura:
rompimos un mueble. Mi hermano Ajano se ofreció a subsanar el daño, pero para
eso se necesitaba un berbiquí. Entonces yo me ofrecí a correr a Parcoy a prestárselo
a don Federico.

Fui y el señor, que era muy amigo de la casa, me prestó gustosísimo el chisme. Él
era comerciante y vendía unas carabinitas de aire comprimido, con una de las cuales
soñaba yo siempre. Varias veces había estado tentado de preguntar por su precio y me
había encontrado corto para hacerlo, pero aquel domingo, aprovechando de la gran
presencia de ánimo que me acompañaba, se lo pregunté. Sonrió el señor y dicién-
dome: “¿Te gusta?”, sacó una y me la regaló.

Corriendo regresé al pueblo. Iba disparando por el camino.

Entregué el berbiquí a mi hermano mayor que lo esperaba y con mis otros


hermanos empezamos a matar moscas con la carabina. Disparábamos por turno.

De pronto, al tener en mis manos el arma de juguete, sentí un estremecimiento.

Había algo de providencial, en aquel modo como llegara a mis manos. Ello iden-
tificaba mi destino con el de Benjamín, zapatero y cazador. ¡Él tenía su escopeta que
disparaba con pólvora, claro!, porque era hombre mayor. Yo tenía que contentarme
98 Luis Valle goicochea

con mi pequeña carabina inofensiva; con el tiempo llegaría la hora en que había de
poseer un arma grande como la del viejo zapatero. No había sino que esperar. Sería
cuando fuera un diestro cosedor de zapatos de cordobán...

A todo el mundo le enseñaba yo mi carabina. Cuando llegó mamá también se


la mostré y le conté quién me la había regalado. Ella no se enojó cuando supo que
habíamos roto un mueble y más bien rió con nuestra travesura.

***

Un hombre taciturno y hosco llegó de Ayabamba al pueblo. Venía trayendo un surtido


de zapatos. Los exhibió durante media semana en un poyo de la puerta de la iglesia. No
acudió nadie, ni siquiera por curiosidad. Yo vi los zapatos, de pasada, eran feos, burdos.

Los zapateros de Ayabamba tenían fama de ladrones. Sabían disimular el pésimo


material que usaban en sus confecciones, pero desprestigiados ya, no conseguían
engañar al pueblo. Además del horrible aspecto de la obra, la trabajaban muy mal.

Cuando se quería designar algo indurable y de mala calidad, se le achacaba


procedencia de Ayabamba. Además los ayabambinos eran, por idiosincrasia, hipó-
critas y malagradecidos. Por eso el zapatero aquel, que se había atrevido a venir al
pueblo tras una larga ausencia de ayabambinos, debió de dar gracias de que no le
cayese una paliza y pudiese volver sin hueso roto a su tierra. Esa satisfacción debió
bastarle, que después de todo, la ninguna venta no era percance como lo otro.

La presencia del zapatero en el pueblo me hizo pensar una vez más en lo que yo
creía mi destino: coser zapatos.

Hacía carne en mí la convicción de que mi suerte y la de don Benjamín coinci-


dían: zapatería y caza eran nuestros únicos afanes...

A él le gustaban las armas, a mí también. Diferíamos tan solo en el fin. A él le


placía matar avecillas indefensas; a mí me hubiera satisfecho derribar águilas y herir
leones, porque aquellos se robaban los pollitos y estos victimaban a los corderos.

No había duda: yo había nacido para zapatero, y que no había de pasar mi


destino de coser zapatos de cordobán. Estaba convencido de ello y me embargaba
una secreta agitación.

Al salir de la escuela no sabía si coger mi carabina de aire comprimido e ir a


matar moscas o buscar a don Benjamín. Unos días me ganaba el primer impulso;
otros, el segundo.
Los zapatos de CordobÁn 99

Una tarde doña Olegaria, dueña de un hato, se acercó al taller de don Benjamín,
cuando yo estaba allí. Fue a rogarle que le acompañara esa noche a su majada, armado
de su escopeta. Bala para el león que venía asolando los ganados y devorando a los
perros guardianes, le pidió.

Don Benjamín accedió gustoso, siempre que le costearan la pólvora y el plomo.


Doña Olegaria se los compró en Parcoy.

Don Benjamín se fue al anochecer. Llevaba su escopeta que últimamente había


sido reparada en Chilia por un aficionado. Esa noche la probaría. Yo hubiera querido
ir con él, pero ni siquiera se lo propuse a mi padre, dando por descontada su negativa.

El viejo zapatero permaneció ausente del pueblo muchos días. En el taller había
quedado su hijo. Volvió una tarde, con los labios rajados por el frío de la puna. Venía
triunfante, trayendo una piel de león que se la obsequió a mi madre.

La figura de don Benjamín crecía a mis ojos.

Yo quería imitarlo, ahora.

Se había expuesto matando al león.

Un día seré como él, pensaba con orgullo, acariciando los humildes afanes que
en esa fase inolvidable de mi vida hacían mi esperanza y colmaban mi corazón...
Tenía, a ratos, unas ganas locas de abandonarme a un bullicioso desenfreno de alegría
y bailar y bailar bajo el cielo eternamente diáfano, agradeciendo a Dios tanta dicha y
tanta ilusión sencilla y confiada.

—Un día seré como don Benjamín —me decía...


EL NARANJITO DE QUITO (1939)32

Carlos Bernabé era melancólico y suave, tortu­rado y huraño.

Buen amigo, compartimos una misma niñez embargada por no sé qué secreta
agitación: estudiamos en la misma escuela elemental y en el mismo colegio superior
después.

Un día nos separamos: nos llevó la aventura por caminos distintos. Él en la


búsqueda misteriosa de un tesoro perdió la vida. Allá, en el lar nativo, existe el socavón
de una mina en cuyo laberinto desapareció, joven aún, para siempre... El socavón es
conocido con el nombre de este muchacho, de vida efímera, angustiada por incurables
ansias, abatida por inexplicables infortunios.

Estos relatos, tomados a base de las experien­cias autobiográficas con que


borroneó cuartillas innumerables que conservo, han sido completados con detalles
e impresiones que espigo en el ancho recuerdo de las charlas que con él sostuve,
años ha...

Carlos Bernabé cuidó de llevar su diario —puedo asegurarlo— sin prejuicio


alguno, con entera sinceridad, por no sospechar, ni siquiera remotamente, que manos
fraternas y amigas, años des­pués, urdirían el relato de su vida que bien se merece una
y otra página estremecida.

Lector amigo: si juzgas este homenaje, cumpli­do y feliz, ¡loado sea Dios!

El conejito se había escapado. Lo buscábamos. Don Juan, mi prima, yo.

—Aquí está —dijo mi prima jubilosamente. Corrimos hacia ella, quien en el


patio de entrada al pie del naranjito de Quito señalaba con el índice extendido hacia
el pequeño matorral que rodeaba el tronco del árbol.

—Aquí está —repitió.

32 Publicado en El Comercio, Lima, 4 de mayo de 1939.


Los zapatos de CordobÁn 101

Don Juan se agachó cautelosamente para cogerlo, pero el conejo escapó


otra vez.

—Ve este conejito bandido —añadió—. Se ha comido todas las violetas —y


entreabriendo con ambas manos las plantas macolladas de “buenas tardes”, dejó visi-
bles las matitas de violeta que habían quedado reducidas a tallos.

Se levantó y lo seguimos a través del callejón en perse­cución del conejo que ya


se había refugiado en la cocina. Allí fue fácil cogerlo. Lo encerró María de nuevo en
el corral.

No llegué a comprender claramente aquello de la muerte de las tres matitas de


violeta que tanto me gustaba cuidar. Regábalas cada mañana y cada tarde, y cuando
florecían —¡oh, regalo de Dios!— arrancaba las moradas florecillas y repartía­las entre
las manos tiernas de mi abuela y el ojal de mi solapa.

—Gracias, hijito —me decía ella, y añadía, aspirando su perfume—: ¡Qué ricas!
Se las voy a poner al Niño Dios.

De pronto me dije en voz alta como haciendo un recuerdo, mientras cruzaba la sala:

—¡Ya no florecerán las violetas!

Era la postrera constatación.

Habían segado las plantitas. Vino la pausa difícil que llega después del almuerzo.
Estaba próxima la entrada al colegio; corrí a mi cuarto, escogí los libros que había de
llevar y me encaminé a clase...

Sentí el alma como en un breve vacío.

La siesta frustrada puso fatiga en mis ojos.

Me dolía el cuerpo, metido en la carpeta incómoda. Era una clase entusiasta de


Historia que el maestro dictaba con voz gárrula. Cromwell era el tema apasionante.
Empero mis ojos vagaban por los cuadros de Ciencias colgados en la pared, buscaban
el hueco de la ventana teatina en el techo, trataban de ver más allá del fondo oscuro
que ofrecía un óleo antiguo que cegaba una ancha ventana fronteriza.

Llegaba como una batalla lejana a mis oídos la explica­ción del profesor. Venía
atravesando —como una flecha— el denso rumor del caracol que colmaba mis oídos.

Al fin, no sé cómo, la campana vibrante acabó con esta situación...

El recreo, la segunda hora de clase, y al fin la tercera hora final, dedicada al


dibujo, más fluida, fácil hasta no más.
102 Luis Valle goicochea

El pequeño padre profesor se paseaba entre las anchas carpetas repitiendo una
y otra vez las mismas indicaciones. Era un baedecker33 que lograba ser dueño de
nuestra atención. Nuestros ojos unánimemente parecían seguir el curso lumi­noso de
su voz pastosa, pero imperativa.

Al fin calló el padre. Hubo como un alivio general en el aula inmensa y al


unísono dejamos todos escapar un suspi­ro.

Por los anchos ventanales entraba gloriosa y ancha la luz dorada de la tarde.

El padre reanudó sus paseos. Se detenía al pie de cada alumno; en voz baja les
decía no sé qué cosas y proseguía su inspección.

Ante mi cuaderno de dibujo abierto sin modelo, recosta­dos los lápices a un


lado, yo no atinaba a hacer nada. Miré de pronto por una de las ventanas y alcancé
a ver las copas de unos árboles próximos, empapados en el amarillento res­plandor
vespertino... Las blancas paredes del aula —lo adver­tí— ostentaban una pátina
igual que las volvían como un semblante enfermo y trémulo. En el follaje apre-
tado de los árboles, en cambio, si es verdad que ponía el oro de la tarde, no sé qué
mancha sañuda y amarga determinaba una solidez quieta y resignada de frondajes...

—¡Vamos! ¿Y tú qué haces? —me sorprendió la voz del profesor.

Me puse rojo y no supe qué responderle.

Ante mi azorado silencio, añadió:

—¿No tienes modelo?

—No, padre —le contesté vacilante.

Sonrió y me dijo terminando:

—Haz lo que se te ocurra... lo que quieras.

De mala gana cogí el Faber y mientras hundía mi imaginación en mil recuerdos


borrosos, me sentía viajando en un mundo macilento, a media luz.

Pero maquinalmente —entre tanto—, mi mano había dibujado algo así como un
haz de tallos rotos… Las líneas eran temblorosas; inconstante la firmeza en el trazo.

33 El término “baedecker” podría hacer referencia a Karl Baedeker (1801-1859), alemán que en el año 1827
fundó una compañía editorial que empezó a publicar guías de viaje; estas tenían como objetivo ayudar a que el
viajero se mobilice en países europeos sin necesidad de contratar un guía turístico, dándole así la independencia
necesaria para conocer por su cuenta los destinos deseados. Al morir, buena parte de Europa había sido cubierta
por sus guías. (“Karl Baedeker”. Encyclopædia Britannica Online). Este pasaje podría aludir, en clave paródica,
al “conocimiento de manual” del sacerdote-maestro, a quien los niños, un tanto distraídos, escuchan repetir
monótonamente las mismas frases.
Los zapatos de CordobÁn 103

Llegó de nuevo el profesor a mi lado.

—¿Qué has hecho? —me dijo casi sonriendo. No dije palabra. Él se alejó sin
hacer ruido.

En el patio florecido de la casa estaba —sensiblemente— descansando la


soledad. Como una esperanza de miel, tras los barrotes de la ventana del salón,
aparecía la cabeza cana de mi abuela. Casi me detengo allí porque algo me invitaba
a quedarme, pero me llevó la vieja costumbre a dar las buenas tardes a la anciana.
Ella me recibió con un caramelo especial en la mano extendida; del tiempo respe-
tada; aterciopelada y lenta. Luego, al agacharme yo para abrazarla, me alisó los
cabellos.

Volví al patio y me senté en las gradas que llevaban a la sala. Cada cosa —árboles
y arbustos— estaban como asiendo un secreto. Mis ojos volaban de los ángulos enlu-
cidos de rosa de las paredes, a la rosa verde de gruesas hojas abiertas en una disposi-
ción inefable y tranquila; del cielo a las florecillas de buenas tardes... Así... y en el cielo
apenas si veíanse unas nubecillas ligeras que iban de paso como espigando el oro final
de la tarde para bañarse en él.

Cuando pretendía salir a la calle vino mi prima.

—Vamos a buscar tréboles de cuatro hojas en las mace­tas —me propuso. La


seguí sin vacilar y sin decir palabra.

Nuestros dedos revolvieron los tallos abigarrados de las matitas, inútilmente.

Mi prima, cansada, detuvo la búsqueda y mientras se en­caminaba al interior de


la casa, me dijo:

— Más tarde me vas a contar lo que has soñado anoche, ¿bueno?

Desapareció sin esperar mi respuesta.

Aquella tarde de sábado, cuando pasamos a rezar el rosario en la capilla del


colegio, por el patio de los semina­ristas enclaustrados, caía una fina llovizna y el
cielo estaba plomizo. Wilfredo, el más travieso de la clase —rubicundo, inteligente
y regordete—, se escabulló no sé cómo; no fue al rosario y quedóse en el patio. Lo
advertimos yo y algunos compañeros que estábamos cerca de él, pero nada dijimos.

Adentro, en la capilla, empezó la recitación del rosario: “En el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo”. Era la voz monótona del padre que lo dirigía y el
murmullo desigual de los que contestábamos, que alternaban en un juego soñoliento
que nos llevaba por no sé qué mundos alucinados, a los más.
104 Luis Valle goicochea

De pronto hubo como una onda de expectación que hizo oscilar las cabezas de
todos: por la puerta lateral el padre Prefecto traía a Wilfredo cogiéndole de la oreja. El
pequeño estaba más rojo que de costumbre y avanzaba dando traspiés y con las manos
entrelazadas a la espalda. El padre lo condujo hasta el Altar Mayor y lo obligó a arrodi-
llarse delante del mismo, al centro, y cuando le impuso que extendiera los brazos, le cayó
de la espalda, debajo del saco, una lluvia de claveles. Pudimos verlo todos.

Se insinuaron algunas sonrisas, pero el padre prefecto las cortó con un esten-
tóreo: “¡Silencio!”.

Wilfredo permaneció arrodillado durante el resto del rosario.

Cuando desfilábamos de la capilla a la calle cruzando el mismo patio, uno de los


compañeros observó:

—Miren, cómo ha dejado Wilfredo las matas de claveles.

Miré hacia los jardines: no quedaba una sola flor. En las plantas se advertía un
callado estrago: muchos tallos rotos.

El culpable salió con nosotros, como todos los días, son­riendo. Iba yo con otro
amigo: ni él ni yo nos animábamos a hablar; caminábamos lentamente.

Wilfredo al pasar corriendo a nuestra vera, nos golpeó con sus libros a ambos
en la cabeza y gritó:

—¡Mañana me hago la vaca!

—Es un conejo —dije como hablando conmigo mismo.

Mi compañero de camino volvió la cabeza, para mirarme perplejo, sin preguntar


nada.

Al llegar a casa tuve noticia de que mi prima había viajado al puerto de su resi-
dencia, llamada por su madre.

Todas las noches, al sonar las nueve era cerrado el portón de la casa. Giraban
chirriando, pesadamente, las puertas, y con un golpe final encontrábanse sus hojas.
Desde mi cama, a veces, y otras desde mi rincón de estudio escuchaba el diario movi-
miento que corría a cargo de Cleofé, la más antigua servidora de la casa. Era aquello
como un punto final. Luego venía la noche plena, densa de silencios.

En el colegio había empezado cierta tarde la preparación de cincuenta


chicuelos, entre los que estaba yo y los que debíamos hacer nuestra Primera
Comunión un día de junio. El padre nos había hablado del cielo, del infierno.
Los zapatos de CordobÁn 105

Entre el maremagnum de sus palabras, abundantes y sonoras, habíanme impre-


sionado estas: “Podéis acostaros tranquilos en vues­tros lechos y amanecer en la
muerte”.

Así fue que aquella noche, mientras leía un libro pío, al escuchar la clausura del
portón, me sobrecogí de espanto. Mis ojos buscaron el cielo a través de la ventana:
estaba claro y estrellado. Luego cerráronse y vieron en medio de la sombra lenguas de
fuego, crepitantes, fantásticas.

Solo en mi cuarto, temblaba de miedo, y cuando al fin me dormí, soñé. Era el


naranjito del patio, lleno de ojos fabulosos, fijos; mil ojos que me miraban. Cada rama
del árbol se estiraba hacia mí y al llegar ya casi, tornábase en una gigantesca, oscura y
velluda pata de arácnido... Luego vi­nieron unas águilas: había cambiado de pronto el
escenario: no era ya en el patio de la casa de mi abuela, sino allá en la casa paternal,
lejana y sencilla. Las águilas —muchas águi­las—llegaron una a una a posarse en el
corredor y una vez allí paseábanse conversando: hablaban de un halcón muerto, de
palomas ladronas, del cóndor enojado... De repente todas las águilas echaron a volar,
dando extraños gritos y alcancé a ver, reptando por el corredor una serpiente, como
las de los cuentos. Debí gritar yo también e inesperadamente me encontré de nuevo
en el patio... Alcancé a ver que todo él estaba sembrado de matas de violeta, enormes,
increíbles.

La campana de la iglesia vecina me despertó. Recordé mi pavor de la noche, el


sueño que había tenido, y me reí de todo.

“Se lo contaría a mi prima, cuando venga”, pensé.

“Cada niño bueno es una piedra preciosa en la corona del Señor”, fueron las
últimas palabras del encargado de prepararnos en la prédica final de aquella tarde.
Luego, uno a uno, desfilamos ante varios sacerdotes llamados de otras residencias.
Nos sentíamos tranquilos así. “¡Ah, si los profe­sores llegan a conocer nuestras culpas!”,
considerábamos.

Yo me entretenía, mientras me tocaba hacer la confe­sión, en mirar y mirar los


muros altos de la capilla; un sol pálido doraba la coronación de los mismos. En el
espacio tocado con la luz discurrían tristes millones de partículas de polvo. Eran
claramente visibles: iban de la luz a la penumbra y al completar el tránsito desapare-
cían a mis ojos. En el Altar Mayor tres imágenes, de rostros bondadosos, hieráticas y
mudas, presenciaban nuestros afanes.
Para oírnos en primera confesión habían venido varios frailes desconocidos.
Recuerdo entre ellos a uno: fiero, de rostro abotagado, ojeroso y velludo. Venía del
rincón donde él estaba, un murmullo como de riña. Me asustó.
106 Luis Valle goicochea

Del jardín llegaba un aire capitoso de perfumes, lento y dionisíaco.

Empecé a temblar cuando sonó mi hora. Así, en ese instante, avancé y me arro-
dillé en el piso desnudo. Mi confesor era un padre lánguido y curioso, con renombre
de santo penitente. Me pasó el brazo por el hombro. Me interrogó una hora entera.
De seguro le conté una novela que empezó así:

—Padre, una vez... maté una mariposita...

Debió aburrirse hasta no más, pero me trató con pacien­cia.

Cuando, al fin, ofició la absolución y me dejó ir, me encontré frente a otros


mundos desconocidos y llamado por distintos senderos solitarios. Él me los había
revelado. Pero me sentía tranquilo, ingrávido, poseído de un deseo de llorar que
apenas contenía... Me dolían horriblemente las rodillas.

Al llegar a la casa corrí hasta el sillón de mi abuela.

—Abuelita —le dije—... me confesé ya yo con un padre como tú querías, santo,


bueno...

Esa noche, mientras ya solo en mi cuarto me ocupaba en no sé qué lectura


espiritual recomendada, buscando la luz, llegó y se posó en el libro abierto una linda
mariposita. Era de un gris profundo con unos finos jaspes negros y cabriti­llas. Simu-
laba un bello camafeo.

He aquí, me dije, una piedra preciosa para la corona del Señor. La dejé donde se
había posado y me retiré a dormir.

Vestidos de negro, un ancho lazo de cinta blanca al brazo, alineados frente a


la capilla esperábamos los primeros comulgantes. De pronto vibró una indicación
urgente del padre prefecto:

—Besen el anillo a Su Ilustrísima.

Todos volvimos la cara: era el Obispo que había llegado sin hacer ruido.
Apoyando una rodilla en el suelo, uno a uno, cruzamos ante la figura cordial del
Prelado, quien con la mano extendida ofrecía el anillo pastoral a nuestros labios. Se
avenía fatigado pero sonriente a la ceremonia.

La misa y la fiesta de nuestra Primera Comunión se encierran en una nube


de oro y en una voluptuosa delicia que subía desde el sueño hasta vencer nuestras
mínimas estatu­ras. Las luces en la luz del día, el humo del incienso ebrio de dulzura
como nosotros, el armonium...
Los zapatos de CordobÁn 107

La forma sagrada se deslizó en nuestro paladar inocente y tibio. Creo que todos
la recibimos en medio de una embriaguez inolvidable. No supe más... El resto fue
como un sueño indeciso.

En la casa me esperaban muchos regalos, como en el día de mi santo.

Sentía una alegría vivita, traviesa, demasiado buena como para poder resistirla
sin lágrimas.

II

La mañana es invernal. Una llovizna pugnaz empapó las calles durante la noche y
continúa cayendo y calando a los transeúntes. Se dejan oír las campanas de la iglesia
vecina, echadas al vuelo, por recónditos motivos, y llega su baile a través de la mañana
turbia hasta romper los tímpanos.

Estoy sentado en la ventana de mi cuarto y miro al patio de la casa. Mi recuerdo


detallista echa de menos una, dos, tres macetas en las gradas que llevan a la sala. Mis
ojos encuentran frente al viejo naranjito de Quito, otro naranjo de silueta más recia,
pleno de verdecitas ramas y de frutos que amarillean ya. La lluvia ha lavado sus hojas
y en algunos frutos ha cuajado en brillantes gotas que resbalan perezosamente para
desaparecer en el árido suelo poroso.

Advierto en el árbol un concienzudo y feliz ejemplo de vida. Su tronco recio,


su fronda tupida, muchos frutos apetitosos. Sus raíces, sabe Dios en qué mundo se
esconden, regadas por algo de misterio y de belleza.

El naranjito de Quito, que es su vecino, no olvida sus hojas finas, sus delgadas
ramas, su tronco dócil al viento. El naranjito de Quito es triste y sabe muchas dulces
y muchas amargas ocurrencias de la casa.

Ha muerto, acaba de morir mi abuela que tanto lo quería. Sus ojos hondos y
pequeños —de cuyo fondo era más de un horizonte acerbo— lo buscaban siempre
desde el viejo sillón donde solía mecerse, junto a la ventana del salón que mira al patio.

Ella vio con pena secreta, crecer y crecer al nuevo pie de naranjo, frente al arbo-
lito de su cariño.

Hace nueve años de mi Primera Comunión. Nueve años que son una etapa,
nueva y concluida. Ahora soy un hombrecito. Me lo ha dicho con orgullo un recién
llegado del lar querido, que ha pasado a verme. Me han hecho pensar sus palabras en
no sé qué mundos perdidos y dolientes.

¡Con razón el otro naranjo ya es un árbol!


108 Luis Valle goicochea

Me he quedado primero absorto y después dormido en un muelle sillón de la


cuadra. La penumbra del aposento invitaba a la siesta. Y de mi sueño —un sueño
profundo— ha venido a sacarme el traqueteo violento de una carreta desven­cijada.

Cuando mis ojos aún no acababan de abrirse, cuando todavía no volvía del
sueño, un torbellino de recuerdos ha inundado mi alma.

Hago memoria, por ejemplo, de mis primeros días en el colegio. En el aula que
era la nuestra se abría una ventana a la calle. A cada instante sentíamos el paso de
las carretas, cuyo ruido a veces detenía la explicación del profesor, pues anulaba su
voz. Con el padre maestro todos guardábamos silencio durante unos breves segundos
hasta que se alejaba la carreta. Y en esos breves instantes pensaba en que las ruedas del
averiado vehículo iban golpeando el suelo, tro­pezando en las piedras como si hicieran
un viaje obligado, de mala gana, pausado y difícil... Luego me hacían pensar en la
pereza, en la rutina, en el campo, en cómo se va a clase a duras penas...

Rememoro también aquella vez en que el pequeño compañero Diego, inadverti-


damente pasó junto a una carre­ta y una de las mulas que la halaban, intentó morderle
en la oreja. Diego, rojo de cólera, arrojó una piedra que alcanzó al animal en la frente.
El carretero le riñó groseramente.

Diego me dijo:

—No debía haberle pegado a la mulita, di.

Se alejó protegiéndose con la mano la oreja húmeda de babas del animal.

Han desaparecido de pronto todas estas figuras y me he quedado sin recuerdos


y sin nostalgia.

Hemos madrugado a misa mis tíos y yo. Hoy, mi abuela hubiera tenido un año
más sobre la Tierra. Un año blanco, trémulo. La misa ha sido por ella.

La mañana era fría y me puse el sobretodo grueso, caliente.

En las noches no dejaba de recomendarme la anciana, cuán claramente lo


recuerdo:

—No salgas sin sobretodo, hijito... El aire puede enfer­marte.

El acento de su ternura revive en mis oídos y penetra en mi corazón.

Ante el altar iluminado, frente al cual un fraile alto y extraño se movía en la satis-
facción de los ritos del sufragio, he sentido algo así como un mareo que hacía girar todas
las cosas a mi alrededor. He estado en una nube remotísima, tocada de luz...
Los zapatos de CordobÁn 109

Después de la misa, cuando nos disponíamos a regresar a casa se acercaron a


saludar unos viejos conocidos. En la casa hay un silencio de esos que duelen en el alma.

Mi tía se ha puesto a llorar.

Largos meses ya han transcurrido desde la muerte de mi abuela. La víspera del


día fatal quise velar a su lado, pero ella no lo consintió. Las primeras sombras llegaban
medro­sas a su lecho. Lo percibí claramente. Ella era fuerte y bue­na y su fortaleza le
consentía sonreír aun en los últimos momentos.

Esa noche me retiré a mi cuarto con el alma transida. Tempranito, a la mañana


siguiente, tocaron a mi puerta con premura. La viejecita acababa de quedarse dormida
para siempre. El alba se insinuaba temblando, plomiza. Corrí a verla.

Su rostro de líneas humildes, sus ojos apagados, la boca buena y breve que solo
supo la canción de la mansedumbre; todo, dispuesto estaba por la mano oscura de la
muerte en aquel cuerpo magro para el supremo tránsito al polvo y a la sombra...

Pero ella, mi patricia abuela, en medio de nuestro dolor callado, había quedado
presidiendo el silencio glacial y gobernando el mudo trajín de la casa desde un óleo
que es el suyo, al lado de otro que es la figura prócer de mi abuelo.
EL ÁRBOL QUE NO RETOÑA (1952)34

CAPÍTULO I

Un sol esplendoroso caía sobre el pueblo. Tenía la tarde un diáfano silencio apenas
roto por el murmullo musical que escapaba de la escuela.

Convaleciente de unas largas fiebres, en vía de amable ejercicio, cogido de la


mano del aya, recorría las calles soledosas. Un suspiro largo escapó de mi pecho.

“¿Cuándo estaría ya bueno del todo para volver a la tarea?”, me dije.

El celo de mis padres atajaba mi deseo de reanudar mis clases, interrumpidas


por un mes de forzadas vacaciones.

No quise pasar frente a la escuela. De lejos nomás quería oír el rumor canta-
rino en que se confundían las voces de los pequeñuelos, mis queridos compañeros.
Empero, con el ansia me transporté allí. Cerrando los ojos empecé a reconstruir la
habitación grande en que funcionaba el plantel. Me detuve con el corazón palpi-
tante, ante el recuerdo de los cuadros píos que presidían nuestros afanes escolares: el
Sagrado Corazón de Jesús al centro, el de la Virgen con el Niño a un lado y el de San
Antonio de Padua al otro. Sobre todo llamaba la atención este último: rodeando la
figura del santo, dentro de la misma estampa, se reproducían algunos sucesos mila-
grosos de su vida. Gustaba de mirar sin fin aquella escena del sermón a los peces, y
aquella otra que pintaba la resurrección de un niño por el Taumaturgo. Conmigo,
otros chicos de la escuela se extasiaban en la contemplación de la inolvidable oleo-
grafía. Vi, dentro de mi evocación, la roja repisita instalada delante de los cuadros y
los floreros que sustentaba, colmados de las flores silvestres que los escolares espon-
táneamente solíamos llevar. Después me detuve en el recuerdo de mis condiscípulos
más raros: Fernando Negrón, entre ellos, regordete y taciturno, que sabía soportar
resignado las pullas que le dedicaban los compañeros, por tener malogrado un ojo;
Antonio Cerna, el más pequeño de la clase y acaso el más querido; Carmelo y Esleván
Fernández, hermanos gemelos, zahareños y grandotes, que habían venido de una
posesión lejana, en su afán de aprender; y, uno sobre todos, Alfredo Torrealba, el hijo
de don Ninfo, el molinero, sencillo y lerdo como no había otro.

34 Publicado en El Comercio, Lima, del 14 de abril al 27 de mayo de 1952.


Los zapatos de CordobÁn 111

Seguimos divagando con el aya. Ella, inútilmente se afanaba por distraerme.

—Niño: mire usted las flores de la manzanilla hedionda...

—¡Pero niño! Vea usted esas nubecillas blancas que parece que tuvieran alitas...

—Oiga usted cómo cantan los pajaritos...

Pero era en vano.

La tarde tenía una dulzura adormida, recóndita. Yo sentía una pena infinita,
inexplicable. Luchaba a cada paso por no estallar en llanto, que era lo único que me
provocaba. Ni la hermosa perspectiva que se abría hacia el norte, ni el canto jubiloso
de los pájaros, nada, ni una palabra, podía hacerme olvidar la extraña pesadumbre que
me abrumaba.

Cuando el aya lo juzgó prudente me invitó a regresar a casa. Entonces mi tris-


teza se agudizó y no pude contenerme; me eché a llorar. Ella detuvo la marcha, incli-
nándose me estrechó contra su pecho y se puso a llorar conmigo. Al llegar a casa
encontramos a mi madre que nos aguardaba angustiada. Dulcemente reprendió al aya
por haber prolongado el paseo:

—Se han demorado tanto, ¡y con el frío que hace! —dijo.

Me envió a la cama, pues la tarde se destemplaba. Al llegar al dormitorio, me


sobrecogí. Miré la oleografía del Niño Jesús de Praga que pendía en la pared, a la
cabecera de mi lecho, y le recé. El aya, que me había seguido, me ayudó a aligerarme
de las ropas diurnas y me puso las de dormir que eran de tibia franela abrigadora.
Recliné, fatigado, la cabeza en la almohada y volviéndome al rincón, empecé a llorar
de nuevo. El aya velaba junto a mí y al advertir mis sollozos, trató de consolarme.

—¿Por qué llora mi niño? San Antonio lo va a mejorar, pero tiene usted que
tomar los remedios.

Esa noche terminaba la novena que los míos venían rezando al milagroso santo,
implorándole por mi salud. El ejercicio se consumaba, después de comida en el
propio dormitorio, de modo que me era dado asistir al rezo desde mi lecho, ligera-
mente incorporado, apoyándome en varias almohadas. Uno de los diferentes cuadros
colocados en la pared correspondía a San Antonio, pero era qué distinto del otro que
teníamos en la escuela. Más bello se me antojaba el de allá que el nuestro. Cuando
se lo dije a mi madre, ella me explicó que eran lo mismo, sino que nuestra estampa se
descoloraba con los años.

Pronto mi madre, a poco de acostarme, alcanzóme una taza de café caliente que
bebí con ansia. No me tentaron las tortas que me trajo al mismo tiempo, que eran en
112 Luis Valle goicochea

otras circunstancias mi pan favorito. Luego me hundí bajo las cobijas densas, ya más
consolado. El aya, que permanecía allí, me pidió que hiciera lo posible por dormir
y me advirtió que lo mejor para ello era permanecer en silencio. Ella, pues, quedó
muda. Me dormí y cuando era ya entrada la noche, me despertaron para que tomase
la comida. Lo hice a duras penas, a ruego insistente de mis padres y de mis hermanos
pequeños, a todos quienes me rodeaban, les dije luego que me dejasen solo, pues
quería dormir. Se fueron.

Pegué los párpados, pero no conseguía descansar. Un presagio informe pesaba


sobre mi corazón. Vino a mi memoria el recuerdo de mi hermanita muerta hacía
tanto tiempo. Me parecía verla como la vi, abrazada por la fiebre, horas antes de
morir. Las lágrimas afluyeron a mis ojos. Yo contenía la respiración y el aya creyén-
dome dormido se alejó en puntillas. Lo sentí claramente, pero la dejé ir. Me quedé
solo y tuve miedo de mi soledad. Sin embargo, tenía una extraña voluptuosidad de
quedar así. El recuerdo de mi hermanita difunta se insurgía tenaz y vivo. Si ella estu-
viese en este mundo aún, pensé, estaría grandecita e iría con mis hermanos y conmigo
a la escuela. Pero a esta hora estaría allá arriba, discurriendo ingrávida en medio de
una dichosa embriaguez de luz, en el cielo.

Mas, estaba seguro que ella no dejaba de pensar en nosotros y que seguía querién-
donos. En el cementerio del pueblo estaba su tumba, señalada por un rosal blanco,
que habíamos plantado con amor y que merecía el cuidado constante de nuestras
manos. Si abriésemos su sepulcro, pensé, acaso la encontraríamos igual, como cuando
se quedó dormida para siempre. Fresca la tez mate, brillantes sus cabellos ensorti-
jados, íntegras la naricita respingada y las manos regordetas. En fin, acaso la encon-
trásemos la misma, eso sí, inmóvil, envuelta en la mortaja de raso blanco y ciñendo la
corona de azahares con que la encerraron en el ataúd. Clemencia se llamaba, y a pesar
del tiempo transcurrido desde su muerte, en la casa se la nombra como si estuviese
presente, en las diarias veladas hogareñas. Cada detalle de su breve paso por la tierra
permanece en nuestras mentes, vívido, inalterable, y nos sirve muchas veces como
punto de referencia de algún suceso que no se puede olvidar y que siempre se evoca.

Las lágrimas corrían por mis mejillas, empapando la almohada. Quedé en


suspenso un instante y pude percibir el murmullo apagado de la conversación de los
míos reunidos en la sala. No podía distinguir sus palabras y pronto volví a mi pensa-
miento: Clemencia, Clemencia, mi hermana muerta. De lo íntimo de mi corazón la
llamé y por un instante me pareció sentir en mi rostro el hálito de sus labios. Después,
una dulce lasitud me fue venciendo y me quedé dormido.

Y claro, soñé con ella. Me sonreía sin descanso, pasaba y repasaba junto a mí y
era en nuestra casa. La veía volver como después de un viaje, andaba registrándolo
Los zapatos de CordobÁn 113

todo: habitación por habitación, sin darse reposo. Yo seguía sus pasos. Iba y venía
como a la pesca de algo, volvía los objetos, hurgaba en los cajones, y esto sin decir
palabra. Yo continuaba a su lado, asistiendo con ojos muy abiertos a todos sus ajetreos.
Esperaba por momentos que me hablara y cuando volvía la cara hacia mí y parecía
dispuesta a decirme algo, ¡zás! De pronto se esfumó. Rompí a llorar de veras. El ruido
de mi llanto, sin duda, despertó a los míos, pues desperté abruptamente sacudido por
mi hermana mayor, quien alarmada había corrido junto a mi lecho. Mi madre, puesta
en sobresalto, suplicó a mi padre:

—Francisco, pronto los fósforos —Oí que mi padre se enderezó y buscó en los
bolsillos del saco que solía colgar de una de las perillas del catre. Al dar la mano con
la caja de cerillas, esta sonó agitada, nerviosamente.

Cuando encendieron la lámpara y, cogiéndola, el aya vino a verme, pude advertir


mojada la almohada. Yo me había incorporado y el corazón me latía con violencia. El
aya, retirando la almohada, comentó:

—¡Si está empapadita!...

***

Antes que a los demás me sentaron a la mesa y mi madre con propias manos me trajo
el almuerzo. Humeaba frente a mí un áureo tazón de caldo de pollo, en cuya super-
ficie sobrenadaban, picadas, yerbas fragantes de las que yo tanto gustaba.

Mi madre salió. Al seguirla, mis ojos se detuvieron en la ventana del comedor


que da al corral de la casa. Allí, tras los viejos barrotes de madera torneada, aparecía
la cara angulosa del aya, quien me observaba con infinita ternura.

—A ver, vamos a ver si come —dijo, y añadió—: Yo he hecho el caldo, sin grasa,
tal como le gusta. Si lo toma le doy papitas fritas. ¡Ay!, qué rico...

Alejándose, terminó:

—¡Si el mañosito es “del décimo no codiciar!”... Mientras coma, recree la vista


mirando por la ventana. Vea el niño: ¡qué lindo el sol!

Y me señaló al desgaire el campo vecino, radiante de claridad. Fijé los ojos en


lontananza y luego fui recogiendo la mirada hasta posarla en el próximo corral que
aún mostraba los rastrojos del sembrío de maíz que anualmente se hacía allí. Uno
de sus ángulos nos servía de jardín. Los cercaban sauces melancólicos de tupidos
follajes, donde anidaban zorzales y gorriones. El luminoso día de julio daba al
114 Luis Valle goicochea

paisaje un inefable perfil de confianza. Del corral parecía llegar a toda la casa esa
soledad tan típica del pueblo, sin sobresalto visible y solo de tarde en tarde preñada
de inquietudes.

Miraba sin descanso el familiar paraje, que era como la prolongación de la inti-
midad del hogar. Los árboles que encuadraban el corral, componían la única nota
de verdura, en ese día estival. Los truncos tallos secos del maíz, con sus raíces como
garfios parecían asirse a la tierra parda, como defendiéndose de un oculto peligro de
rapiña. Tenían un color amarillo tendente a la greda, un color de muerte y dispersos
por allí y por acá se mostraban hasta la altura que quiso dejarles el cuchillo de la
cosecha. Tenían algo de soldados alcanzados por la muerte, firmes en sus puestos, que
aún así muertos parecían alentar y defender el designio que los clavó en este pedazo
de la tierra y les deslizó una consigna rotunda en los oídos.

Los saúcos estaban adormidos y tras el tumulto de sus copas, como brindán-
doles telón de fondo, a la distancia, se elevaba el ventrudo cerro de Cabana, en una de
cuyas exiguas planicies, hombres antiguos pusieron las contadas casitas de mi pueblo:
La Soledad.

Oía sin descanso el cacareo de las gallinas que alborotaban al poner el huevo
y oía también, de vez en cuando, las confusas voces de los vecinos que al cruzarse
trenzábanse en un diálogo fugaz, el que consignaba la averiguación de la salud, la
repetición de un chisme, la salutación al tiempo luminoso y otras frases banales de
cumplido. Permanecí absorto hasta que el aya se hizo presente trayendo las apetitosas
papitas fritas de su promesa.

—¡Pero él no ha tomado el caldo! —suspiró al encontrar intacto el plato, y


añadió—: ¡No hay papitas!

Más comprensiva sonrió al cabo, retiró el plato anterior y dejó en su lugar el que
acababa de traer. Poco rato después se puso en la ventana para verme comer.

—Oye —le dije mientras devoraba el plato predilecto—, oye..., ¿sabes cuándo
me mandarán de nuevo a la escuela?

Se quedó pensativa un rato y luego como hablando consigo misma, dijo:

—Mañana es jueves ¿no?... Bueno: el lunes podrá usted ir de nuevo a la escuela.


Eso sí, tiene usted que cuidarse, y mucho, porque tendrá que estudiar bastante, para
poder dar los exámenes de medio curso.

Sus palabras me trajeron un gran consuelo. Aquellos días de enfermedad, de


quietud y de obligada reclusión en la casa, empezaban ya a exasperarme. El único
Los zapatos de CordobÁn 115

alivio que sentía era cuando me permitían salir al patio a tomar sol. Ponían entonces,
en mis manos, encantadoras revistas, en la contemplación de cuyos grabados pasaba
amables ratos. Tengo muy presente una: esa gorda y plena de ilustraciones en colores
que trata el relato de la audaz expedición de Schakleton al Polo Sur. Una y otra vez,
con atención intensa, leía la narración emocionante. Barcos rendidos por el hielo,
hombres heroicos que desafiaban al hambre y a la muerte, la angustia y la desespera-
ción rondando el grupo de los atrevidos exploradores y sobre todo la inmensa llanura
blanca de la nieve, sobrecogedora y glacial...

Nunca llegaría a poner mis plantas allá y, sin embargo, sentía la atracción vehe-
mente e irresistible de su lontano y enigmático embrujo... Sabía bien que en esa fría
soledad estaban la muerte y sus misterios y no alcanzaba a comprender por qué los
hombres la buscaban temerariamente, y yo con ellos, en mi ardiente deseo de ese
instante... ¿Qué había en los Polos y más allá de los Polos, que tan bravíamente sabía
llamar?... Sentía nacer en lo recóndito de mí, un fuerte afán de aventura y me daban
una secreta envidia los osados protagonistas del histórico suceso. Pero de pronto
paseé la mirada por todo lo que me rodeaba y un sentimiento distinto hizo presa de
mí... ¿Acaso no tenían una atracción parecida las cumbres altísimas de los montes
tutelares del pueblo? Alguno de los vecinos ¿las había trepado, acaso? Escenarios de
leyendas y consejas misteriosas, repetidas por los viejos tenían un tentador prestigio...
Las más próximas eran las de Contuyo y Puyhuán, pero aún mis ojos alcanzaban a
distinguir otras más remotas: por el este la del Cerro Negro semejante a una dentada
cresta y por el norte las de Pias, azulitas y quién sabe inalcanzables... ¿No era posible
aventurarse en la búsqueda de sus secretos? ¿Podía intentar escalarlas?...

Esperé que llegase de la escuela mi hermano Juan, quien me había señalado


muchas veces no tener miedo a nada ni a nadie... Cuando llegó, al declinar la tarde,
le confié mi proyecto: ensayaríamos a llegar al secreto de alguna de esas cumbres. Me
miraron con extrañeza sus ojos pardos y serenos y, concluyente, me dijo:

—No pienses en eso... Piensa en mejorar y en prepararte para ir a la escuela...


Están cerca los exámenes...

Y se alejó sin dar lugar a réplicas.

Hube de renunciar al ensueño. Devolví la revista a mi padre y luego, desde


aquella misma tarde, comencé a revisar los textos de estudio. Mi sueño era mejor y
mis fuerzas readquirían el nivel de antes...

Al fin llegó el domingo, gozosa víspera de mi retorno a la escuela. El aya y mi


hermana mayor, después de consultarlo con mi madre, se dedicaron a prepararme un
baño de yerba santa. Después de disponer la tina plegadiza, la llenaron de agua fría, la
116 Luis Valle goicochea

que fueron templando con agua hirviente, a la vez que estrujaban dentro las fragantes
hojas de yerba santa, recogidas y seleccionadas por ellas mismas. La sumersión en el
baño tuvo para mí un nuevo encanto; mientras me acariciaba la tibieza del agua, la
fragancia áspera de las ramas que flotaban en la superficie me producía una embria-
guez gratísima. Salí de la tina como renovado, con los pedacitos de las hojas adhe-
ridos al cuerpo. Envuelto en una toalla grande me dejaron un rato largo... Cuando al
mediodía, luciendo una flamante blusa azul y un corbatín blanco, me senté con todos
a la mesa, la exclamación de satisfacción fue general:

—¡Si es otro! —repetían.

En el almuerzo hogareño, todos los mimos fueron para mí. Hasta mis hermanos
pequeños, lejos de incomodarse ayudaban a las cariñosas atenciones de los mayores
para conmigo. Así fue como Clarita ayudó a la aya a ponerme la servilleta y Juancito
me cedió su ración de mazamorra, a la que él, sin embargo, era tan aficionado.

Nos levantamos para agradecer a Dios y luego nos dispersamos, dichosos todos,
todos parleros como gorriones bajo la lluvia. El día era radiante. Mi madre se alejó
para dar su cotidiano paseo por el pueblo y mis hermanos y yo, rodeando a nuestra
madre, nos sentamos en el patio sobre limpias pieles de carnero. Y ¡claro!, como yo
estaba convaleciente y era en ese instante objeto de finas ternuras, tenía opción a
buscar el regazo de mi madre. Ella me atrajo la cabeza a sus rodillas y empezó a jugar
con sus delicados dedos en mis cabellos. Llevábamos así un buen rato, cuando llegó
Casilda, y con la noticia de que la fuente se había secado.

—Qué contrariedad… —dijo mi madre, y añadió—: Tanto tiempo hacía que


nos faltaba el agua... Bueno... Habrá que ir al río... A ver, todos, chicos y grandes, al
río, con sus vasijas —rubricó animosa.

Todos volamos a coger los depósitos en que debíamos transportar el agua. Me


tocó la jarrita pequeña, blanca: aquella en que nos ponían, durante las enfermedades,
los cocimientos de matico o de violetas. Había sido mi guardiana en las últimas
noches de fiebres: la tenía bien conocida.

La perspectiva de un paseo puso en todos una alegría bulliciosa. Yo, por mi


condición de convaleciente, estuve en peligro de quedarme, pero el aya y mis hermanos
intercedieron y mi madre no pudo negarse a su ruego. Fui con ellos. Eso sí, no nos
dejó ir sin repetirnos:

—¡Con cuidado!... ¡Con mucho cuidado!

Partimos, pues. A la salida del pueblo nos encontramos con mi padre, quien nos
reiteró la recomendación materna:
Los zapatos de CordobÁn 117

—Vayan con cuidado.

La ladera por la que atraviesa el camino al río trazando una diagonal descen-
dente, aparecía casi pelada. ¡Qué distinta era cuando la vi en el mes pasado de mayo,
nomás! Entonces, en medio de una verdura feliz surgían múltiples flores de todos los
colores y de todas las formas. No pasaba un solo día del mes de María, sin que arran-
cásemos de allí sendos manojos para la Virgen, y empero las flores no se agotaban...
Era así hasta mediados de junio, en que venía un sol continuo y se alejaban las lluvias.
La vista de esa ladera trajo una opresión a mi espíritu; recordé las palabras que en
mayo del último año que vivió, dijo allí, doña Guadita, la beata del pueblo, mientras
recogía flores:

—Estas serán las últimas que arranco...

Y así fue...

El tono gris del cerro se interrumpía apenas con el verde oscuro de los
arbustos de lloque y de miomío, que podían vivir sin agua y vencedores del
rigor estival. ¡Parece mentira que este fuera el mismo campo! Me repetí como
monologando.

Me detuve en la consideración del cambio de las cosas con una prematura


angustia filosófica. Por ejemplo; el corral de la casa era un campo yermo ahora y
en diciembre aparecía verdecito por el sembrío naciente. Así fue el año pasado y, si
Dios quiere, así sería este año: por igual época estará verde de nuevo, pero... Se cortó
bruscamente el hilo de mi pensamiento: un fiero golpe en la muñeca me hizo soltar
la jarrita que llevaba, mientras descendía al río con todos. Acudieron en mi socorro...
De la parte superior del camino llovían piedras y una de ellas me había alcanzado en
la mano que sangraba. Ganado, imprudentemente conducido por las alturas, al buscar
la yerba, impelía las piedras que luego se desgarraban como dardos. Recogieron la
jarrita que al caer, haciendo un gran ruido, se había magullado y perdido el asa y
hubo que volver a casa apresuradamente. Me dolía la mano ferozmente, pero yo me
mantenía sereno.

Al llegar, mi madre, presa de angustia, con las manos juntas sobre el pecho,
escuchó el relato de lo acaecido. Luego acudió mi padre. Un lavado cuidadoso de la
herida, una venda, un delicioso caramelo en la boca y una moneda de cinco centavos
en la mano buena, me pusieron casi sano y sobre todo tranquilo. Mi madre, empero,
no salía del susto.

—Pudo ser peor —decía a cada instante.


118 Luis Valle goicochea

***

—Pobre mi niño; está manquito mi niño, ni más ni menos que el Ernesto Cerna
—comentó el aya al verme con la mano vendada.

Y entonces, de sus labios escuché la historia. Fue en la ciega del trigo de Nuestro
Amo, menester de cosecha que anualmente cumplía la Hermandad del Santísimo. Se
acostumbraba, en esta oportunidad, colocar en medio de la chacra el “entablado” que
consistía en un gigantesco cuadro de madera, entretejido con varias recias, el que era
plantado verticalmente y en el que eran colocados muchas y diversas cosas; desde un
tubérculo hasta valiosas telas. Hubo una vez en que pendía un cerdo íntegro pelado
y abierto, mostrando su asombrosa grosura. Se solía colocar allí gallinas y papas, ollas
con ricos potajes, frutas, pan y todo aparecía adornado con guirnaldas de enredaderas
y otras flores silvestres. Consumadas la trilla y la siega del trigo, el entablado se rema-
taba al mejor postor, quien además de oblar una fuerte limosna tenía la obligación
de reponerlo al año siguiente. Luego venía la venta del trigo candela, allí mismo, y
el dinero reunido iba a la Caja de la Hermandad. Bien: un año, Ernesto Cerna fue
el mayordomo del entablado y de la siega. En esta oportunidad, uno estuvo surtido
como nunca y la otra brilló por el derroche de aguardiente y chicha con que obsequió
Cerna a los trabajadores. Doble alarde, como nunca había sido visto. Se quemaron
cohetes y cuando ya no había qué reventar, el mayordomo que era un minero afortu-
nado, empezó a hacer estallar dinamita, enardecido como estaba por el alcohol. Pero
para su mala suerte y a causa de su embriaguez, la torpeza de su brazo que mal se
movió, hizo que se le enredara la guía en la muñeca. La dinamita estalló en su mano
haciéndola pedazos. Lo trajeron al pueblo esa misma noche y aún al día siguiente le
sangraba el muñón horriblemente.

El accidentado era padre de Antonio, uno de mis caros compañeros de la escuela.


Recuerdo que fui a visitarle y le encontré llorando inconsolable. Muchos días faltó a
clase y cuando volvió estaba aún triste y caminaba taciturno. Su padre mejoró pero
¡qué falta le hacía la mano! Él se quejaba ante los vecinos, y siempre terminaba sus
lamentaciones con las mismas palabras:

—¡Que esto sirva de escarmiento a los aficionados al licor!

Ernesto Cerna andaba desde entonces mohíno y no osaba sacar de debajo del
poncho el brazo truncado a la altura de la muñeca. Cuando a Antonio, su hijo, algún
malvado compañero de escuela, a modo de insulto le gritaba: ¡Hijo de manco!, el
pobre se echaba a llorar. Me daba pena el verle así y siempre me acercaba a conso-
larle. Así nació y se hizo entre él y yo, una amistad fraterna. Por otro lado, Antonio
era incapaz de una palabra dura y sabía sufrir en silencio las chanzas. Era él uno de
Los zapatos de CordobÁn 119

los más buenos y aprovechados alumnos en la escuela mixta y por esto preferido
de la maestra. Se le quería bien y casi todos gustábamos departir con él nuestra
merienda. Su abuelo, don Fabriciano el temible, gran amansador de caballos, venía
de vez en cuando de la puna al pueblo a dar un vistazo a sus gentes y les traía
sabroso fruto de “mullaca”. Antonio acostumbraba llevar el regalo a la escuela y
compartirlo con todos.

¡Ah! Don Fabriciano el temible... Nunca olvidaré su talante desgarbado, su cara


ancha con unos ojillos rasgados, una nariz chata y unos bigotes lacios que tenían algo
de amenazadores. Era el espantajo de todos los chicuelos. Yo, sobre todo, le tenía un
miedo pánico, desde aquel día en que no quise tomar el caldo y él aparecióse por la
ventana del comedor con un cuchillo enorme, el que con gran ruido empezó a afilar
en las piedras del patio. El retintín de hierro restregado corrió como un espasmo por
mis nervios.

—Quiero saber —decía mientras tanto— quién es el que no quiere tomar el


caldo... ¡Vamos a ver!

El corazón se me salía por la boca de puro susto. El aya que estaba a mi lado,
me aconsejó que tomara el caldo, lo que hice a más no poder, venciendo una inmensa
repugnancia. Luego, ella misma, le advirtió:

—Aquí no hay de esos, don Fabriciano...

—Bueno, pues; iré a buscarlos a otra parte... ¡A ver dónde están!

Y se alejó carraspeando.

Felizmente para mí, don Fabriciano solo venía al pueblo muy de tarde en tarde;
pero, eso sí, si él había llegado, ya sabían en la casa que alguien tenía que ir a dejarme
y traerme de la escuela. Por nada hubiese yo osado pasar solo frente a su vivienda.

CAPÍTULO II

Muy temprano desperté aquel lunes inolvidable. No urgieron de venir a llamarme.


Después de enjuagarme el rostro en agua tibia, me dediqué a disponer mis libros. No
veía la hora de volver a la escuela.

Cuando llegué allá, acompañado de mis hermanos, la maestra me saludó con un


abrazo y entre mis compañeros hubo un murmullo acogedor. Mi corazón era dueño
de una dicha nueva, desconocida hasta entonces para mí. Mis amigos se disputaban
el ponerme al tanto del progreso que se había hecho en las materias de estudio. Y
recomencé la tarea, pleno de optimismo y de alegría.
120 Luis Valle goicochea

Aquella mañana, durante el receso, la maestra, con los niños, rezaba por mi
salud. Y el Señor los había escuchado.

Uno y otro, casi todos los compañeros me expresaban su contento: unos agasa-
jándome con frutos de purpuro y capulí, otros con el regalo de curiosos trompos de
coco, hilos de colores, pequeños libros de cuentos y otros humildes juguetes.

Al volver a casa, cercana ya la hora del almuerzo, nos esperaba intranquila mi


madre. Con ansia me miró a los ojos y colocó su diestra suave en mi frente. Sosegada
ya, dijo:

—¡Bendito sea Dios! Tenía miedo, hijito, de que te volviera la fiebre... ¿Te has
fatigado?

Mis hermanos respondieron por mí:

—¡Nadita! La maestra lo sacó a la pizarra y lo hizo muy bien. Los niños lo estu-
vieron rodeando todo el recreo y él... ¡ni nos conocía!

Sonreí y un ligero rubor subióme a las mejillas.

Mi madre feliz, se encaminó a la cocina a apresurar el almuerzo.

***

No tardé mucho en ponerme al par que los otros en los diferentes cursos. Mis padres
no podían ocultar su satisfacción, sobre todo cuando la maestra les hablaba de mí.

Llegaron los exámenes de medio curso y yo salí con aprobación sobresaliente.


Por ello me tocaba, según la costumbre, pronunciar un discurso o recitar una poesía
en las fiestas cívicas del aniversario nacional próximo. Para notificárselo, la maestra
visitó a mis padres y ellos quedaron así encargados de prepararme. Mi padre anduvo
día tras día revisando libros y revistas, mientras que mi madre se afanaba en coser una
bandera y también vestiditos para nosotros: mis hermanos y yo.

Al fin, mi padre, una mañana se presentó satisfecho: traía en la mano un libro.


Poniéndose frente a mi madre, le dijo:

—Encontré, después de mucho buscar, una “Canción a la Bandera”. Esta es la


que recitará mi hijo el 28 de julio...

Me buscaron sus ojos que brillaban tras los espejuelos y al verme exclamó:

—Ahora mismo empiezas a aprenderla.


Los zapatos de CordobÁn 121

Recibí de sus manos trémulas el libro abierto precisamente en la página que


traía los versos y me dediqué a aprenderlos, desde aquel instante. Faltaban solo cuatro
días para la actuación.

Y así, entre ansias amables y vehemencias inocentes, llegó el anhelado día; el


de la víspera del aniversario nacional. El pueblecito pareció despertar del ensueño
abandonado en que vivía. Flameaba en todas las casas la bandera patria y en el aire
parecía aletear una satisfacción clara, que efundía de los corazones de todos. Un
viento travieso de puro alegre formaba remolinos en las calles con las hojas secas, y
hasta el caer del agua en la fuente tenía una música distinta. Afloraba en hechos y
palabras un sano patriotismo intensamente sentido. Cielo y tierra aparecían luciendo
una alegría cristalina. Las distancias tristes se ofrecían ahora en halagüeñas perspec-
tivas, y árboles y pájaros parecían prepararse para la celebración del acontecimiento
que se avecinaba. Y la dicha de hombres y cosas en este jirón del mundo, se resumía
en la dicha de mi corazón.

Ante mis padres y hermanos ensayé la declamación en la que a la madrugada


siguiente me desempeñaría en la plaza del pueblo. Lo hice “a pedir de boca”, según
dijo tío Daniel, quien había venido a oírme.

Apresuradamente almorzamos en una de las más alegres reuniones hogareñas.


Enseguida mi madre nos despachó a la escuela, pues le había sido advertida por la
maestra nuestra concurrencia para ensayar el himno nacional. Encontré que profe-
sora y alumnos gozaban de una misma alegría bulliciosa. La maestra nos formó en
un gran círculo a su alrededor e hicimos el ensayo, el que no fue necesario repetir. A
continuación nos habló de la Patria. La voz le temblaba y sus ojos se humedecían.

—Es la gran madre de todos —decía—. Las yerbecitas del campo y el sonido
de las campanas, el río y sus alisos, vuestros padres, vuestra casa con sus animalitos,
el cerro Contuyo y el Puyhuán, los caminos y lo que está más allá del marañón y más
allá, al este, al oeste, al norte y al sur, esa es la Patria. Dios en el cielo y nuestro país
en la tierra.

Su discurso fue bello y emotivo, lleno de pasajes inocentes, tiernos. Cuando


habló de los héroes nacionales, los niños se echaron a llorar. Volvimos a cantar el
himno patrio y esta vez me pareció que tenía otras resonancias y que a su viril acento
despertaban extrañas voces en la distancia. La jornada me había conmovido. Cuando
me despedí de la maestra, vi que aún estaban húmedos sus ojos. Me estrechó cariño-
samente diciendo:

—Estudia; mañana tienes que lucirte.

Un suspiro profundo pareció convulsionarla en su ser.


122 Luis Valle goicochea

Los escolares se desbandaron presurosos y gárrulos, tarareando algunos el


himno nacional. Yo sentía una rara inquietud que me ponía laso y taciturno. Al
entrar a casa mi madre, que lo advirtió, me preguntó inútilmente por la causa.
Caía la tarde: un sol flavo se despedía silencioso, hasta el día siguiente, cuya aurora
iluminaría glorioso y pleno.

En todas las casas los padres de familia ultimaban afanosos los preparativos para
vestir a sus chicuelos escolares, para la solemne asistencia inminente. En la mía, desde
luego, también ocurría igual ajetreo, ya a la luz de la lámpara, pues era de noche.

Despertamos tempranito. Ya, desde la víspera, mi madre había dejado dispuestas


nuestras ropas de ocasión. Aun antes de que saltase yo del lecho, ella incorporándose
en el suyo, me dijo:

—El vestidito con chaleco es para ti.

Por primera vez en mi vida me iba a poner chaleco, prenda que venía envidiando
por aquel entonces a los hombres grandes. Era una sorpresa que me tenía reservada
mi madre. A mi hermano menor le advirtió que pronto gozaría de igual obsequio, al
cumplir un año más... No fue necesario tal consuelo, pues él estaba feliz con su vestido
marinero. La Queca, mi hermana mayor, nos limpió la cara con agua tibia y nos vistió
a todos. Yo me veía, ufano, muy peripuesto y elegante. Cuando salí hasta el umbral de
la puerta, pude ver el lucero del alba, radiante, agitado por un tremelucimiento que se
me antojaba un ansia de hablar... Ya en las otras casas se había encendido luz.

Con nuestros padres y demás hermanos, no tardamos en desfilar a la escuela.


Ya allí esperaban la maestra y otros chicuelos. Ella se adelantó a saludarnos. Poco
a poco fueron llegando todos los escolares, el que menos con su vestido nuevo y
con sombrero recién hormado. Gentes del pueblo, vecinos y padres de familia se
agrupaban en el corredor amplio. Pronto llegaron el agente municipal, que era el
tío Daniel, y el teniente gobernador, que era nada menos que el temido don Fabri-
ciano, quien portaba una bandera. “¿Empezamos?”, preguntó al llegar, y a una señal
de la maestra los chicuelos formamos en dos alas. Rompió la marcha el abanderado.
Despuntaba la aurora y un frío extremo nos hacía castañetear los dientes. Iba pali-
deciendo, al avance del día, la luz de los lamparines que habían llevado algunos de
los circunstantes. Dimos una vuelta a la plaza al son de un canto marcial que salía
vibrante de nuestros pechos inocentes y después el cortejo se detuvo en las gradas de
la iglesia. Habló primero la maestra.

—Hemos venido a saludar la gloriosa aurora de este día, empezó...

Yo curioseaba las caras de los presentes que escuchaban recogidos o absortos las
palabras de la profesora. Cuando ella acabó, pareció volver la vida a aquellos rostros
Los zapatos de CordobÁn 123

inmóviles hacía un instante; hacía un rato, asombrados y perplejos. Pero había en el


acto no sé qué de unción religiosa que estremecía...

El 28 de julio, fecha del aniversario patrio, y la fiesta titular eran los dos únicos
acontecimientos capaces de sacar de su casa y de su mutismo a esas gentes zahareñas,
sobrias en la parla, impasibles...

Cuando cesó de oírse la vocecita aflautada de la señorita profesora, los aplausos


y los hurras estallaron... Chicos y grandes, todos se confundían en la aclamación
sincera a la Patria y en los vivas a nuestros libertadores...

Con los labios resecos y con el corazón que me latía con violencia esperaba
que se hiciera de nuevo el silencio, para subir a declamar la canción aprendida. La
maestra repartía sonrisas y saludos a granel, en todas direcciones, y mientras tanto yo
aguardaba su señal. Llegó por fin el ansiado momento. Temblando ascendí al atrio y
me detuve, vencida la última grada. El trance fue para mí de una emoción entrañable,
única. Declamé, pues, la “Canción de la Bandera”, en medio de un silencio álgido
que sobrecogía mi espíritu. Debí poner alma y vida en ello, pues al final recibí un
festejo más ruidoso que el que había sido prodigado a la maestra... Al descender la
breve escala de piedra, aturdido, caí de brazo en brazo: mis padres, mis hermanos, los
amigos de mis padres, me estrechaban con efusión conmovida. Hasta don Manuel
Cárdenas, aquel vecino huilón que jamás hablaba se acercó y luego de cogerme del
brazo me dijo:

—Eso se llama “bueno”...

No sé cómo volvimos a la escuela, cuando ya alumbraba franco el día. Aún


me duraba el azoro cuando me despedí de mis compañeros, quienes repetían sin
descanso:

—¡Feliz 28 de julio! ¡Felices Fiestas Patrias! ¡Hasta pronto!

En la casa el suceso no fue menor. Yo viví unas horas deliciosas de pueril triunfo...
Después, empezaron las tediosas vacaciones del primer semestre.

Con la escuela cerrada el pueblo parecía muerto. Los contados escolares del
lugar, casi todos, se marchaban a ayudar a sus padres en las faenas del campo durante
el día. Los otros compañeros, unos eran de los pueblos vecinos y otros tenían su casa
lejos y allá se iban a pasar sus vacaciones. No tenían para qué venir, pues, dejaría de
verlos quince largos días. Este pensamiento nubló mi día de gloria.

Al día siguiente las casas amanecieron sin banderas. La animación anterior


había desaparecido como por ensalmo. A lo lejos ondulaban los trigales maduros
124 Luis Valle goicochea

y alumbraba un sol radiante. Volvía la soledad de antes y de siempre, aquella dulce


soledad sin apremios en que se desenvolvía la vida del pueblo.

Empecé a aburrirme y mi pensamiento se fue tras los amigos ausentes. Los


Fernández, estarían en su querencia, al lado de sus padres, ayudándoles en el trabajo
del campo, bebiendo sudorosos en el arroyo cristalino que, según me lo contaron,
pasa cerca de su casa. O acaso se irían a pescar en la laguna próxima, cuyo ojo verde,
según relataban los viajeros, se ve a la distancia... ¿Qué estaría haciendo a esa hora
Alfredo, el hijo del molinero? ¿Y los niños de Llacuabamba, sus compañeros de la
diaria travesía a la escuela? ¿Qué sería de Antonio que se había ausentado con su
abuelo, don Fabriciano el temible, a la puna? ¿Me estarían recordando? ¡Quién sabe!

Pasaban los días y el mismo pensamiento e igual inquietud por sus afanes me
embargaban... En los cerros próximos, uno tras otro, desaparecían los trigales maduros
que eran cosechados apresuradamente al son de la “caja”, nativo instrumento mono-
corde de percusión. Algunas veces, si me quedaba en suspenso, escuchaba su golpe
sordo inacabable... Eran ya los primeros días del mes de agosto. Mi padre, al ver el
calendario, había dicho con extraño sonsonete:

—¡Agosto! ¡Agosto!, en agosto se hace mosto...

No sé por qué no me atreví a rogarle me diera el significado de estas palabras


que me sonaban a cábala... Andaba yo tan melancólico que no pudo más el aya, quien
llamándole la atención, dijo a mi madre:

—¿Qué hacemos con este niño? Se va a poner hético... Quien sabe si está
asustado...

La enfermedad del susto era una dolencia misteriosa. La persona en quien hacía
presa, se ponía amarilla e iba adelgazando hasta acabar... Por eso, un estremecimiento
frío me recorrió el cuerpo. Conocía la historia de un enfermo de ese achaque... Era
nuestro vecino. Atraído por la fama de las minas de la región había venido de lejanas
tierras... Cayó de una escalera y enfermó. El curioso que fue llamado para asistirle
sentenció que había quedado el espíritu de aquel hombre en el lugar de la caída y
que era menester devolverlo al cuerpo de su dueño. Para restituirlo lo llamó en una
nocturna escena solitaria, pero ya era tarde. Consistía el llamado en un rito que por
fuerza tenía que cumplirse a medianoche. Se acostaba el enfermo en su propio lecho
y el curioso, o curandero, o celebrante, acudía al lugar donde posiblemente habíase
rezagado el espíritu, y previa una invocación le ordenaba con voz rotunda reinte-
grarse al respectivo cuerpo. Luego se le cortaba la cresta a un gallo, la que pendiente
de un hilo y aún sangrante, era puesta en el cuello del paciente... Pero esa cura debía
hacerse a tiempo, pues según la creencia popular, cualquier dilación ocasionaba un
Los zapatos de CordobÁn 125

fatal enfriamiento y en el caso de nuestro vecino había sido así: todo tardío... Prego-
naban el trágico llamado a destiempo los entendidos... Lo declaró de manera insis-
tente el curandero y en efecto; el extraño vecino apresuró en adelgazarse y un buen
día amaneció en el pueblo la noticia de su muerte... Un temor cruzó por mi mente.
Mi madre que lo advirtió dirigió una mirada de reproche al aya y me prometió:

—Esta tarde me vas a ayudar a arreglar mi baúl.

¡Ver las cosas que guardaba el baúl de mi madre! ¡Magnífico! Hacía tiempo
que le venía rogando que me las enseñara y al fin llegaba el día. Contaba los minutos
y andaba atento a su llamada. Cuando la escuché me pareció que no era cierto todo
aquello... Pero ella ya estaba en el dormitorio arrodillada y pugnando por hacer
casar la llave con la cerradura difícil del antiguo baúl de cuero, herencia de sus
mayores...

Cuando su tapa orlada por una franja de cuero repujado se levantó, en el fondo
del mueble despertó el grato perfume que me era familiar... Aroma a antiguo que
penetró voraz por mis narices a agitar recuerdos en mi pecho... A un extremo del
arcón, blancos y bien ordenados aparecían los viejos manteles bordados, las servi-
lletas ribeteadas con primor, que lucían en la mesa hogareña, en los grandes aconteci-
mientos. También unas ropas de encaje de San José y de la Virgen de Mayo, del Niño
Dios y unos rodapiés de tejido que era un prodigio del crochet, los que, entre todas
las cosas llamaban mi atención. Reproducían motivos campesinos con árboles y vena-
ditos, sencillos y finos. Los estuve mirando largo rato. Mi madre empezó a desplegar
las prendas que sacaba y de entre sus dobleces caían hojas y semillas aromáticas colo-
cadas allí adrede para ahuyentar a bichos destructores... Mis hermanos habían llegado
entretanto... Ya un extremo del baúl se veía casi vacío, cuando mi madre, hundiendo
sus manos en el fondo, nos llamó la atención diciendo:

—¡Fíjense! Este es el manto de la Virgen de los Dolores que le regaló tu abue-


lita, mi madre... Ahora, tal como ella me lo recomendó, lo guardo yo y... cuando yo
muera... —Quedó en silencio unos instantes y prosiguió—: ustedes, ustedes lo han
de guardar...

La voz le temblaba. Sus manos extendieron en el aire el precioso manto. Tuvo


que ponerse en pie para no arrastrarlo. Sobre la negra pana destacaban lindas estre-
llas de plata, adheridas a la tela mediante no sé qué artificio y los bordes lucían una
franja dorada rutilante. Mi madre dobló la prenda y devotamente la devolvió a su
lugar. Brocados y encajes con un sello de prestigio, siguieron pasando ante nuestros
ojos atónitos. Cada uno tenía su historia. Mi madre nos la relataba sumariamente y
proseguía el arreglo, sin detenerse. De pronto lanzando una exclamación, desplegó un
fustán de hilo curiosamente bordado.
126 Luis Valle goicochea

—Ah —nos dijo—, es de la Virgen...

Fue en este fustán, donde una vez el señor cura halló yerbas del campo cuando
se lo quitaba. Prueba de que Nuestra Señora baja de noche de su trono y, cuando
nadie la ve, recorre el pueblo y los caminos...

Me vino a la mente el recuerdo difuso de esa historia tiempo atrás escu-


chada. La sagrada efigie de Nuestra Señora tan solo era bajada de su trono cada
cinco años. Las fiestas eran más lucidas entonces y la imagen recorría el pueblo
en una procesión inolvidable... Un año al remudarle las vestiduras, menester que
correspondía al señor cura siempre, en una de las piezas —precisamente en la que
guardaba mi madre— se encontró una ramita de chilco. ¿Cómo esa ramita podía
haber ido a parar allí, si es que la Virgen no la hubiera atrapado al atravesar los
campos? Tomó cuerpo la tradición que asegura que Nuestra Señora sale ciertas
noches a visitar el pueblo de su amparo, casa por casa, y aun va más allá, a bendecir
los sembríos...

La ramita encontrada fue fragmentada y los vecinos se disputaban los trocitos


para conservarlos como reliquias.

Muchos días no se habló de otra cosa; unos decían que cierta pastora, mientras
apacentaba su ganado cerca del río, la había visto en pleno día. La Virgen —aseve-
raba su versión— descendió hasta las orillas y se lavó las manos ebúrneas en las puras
aguas... Otros contaban que Alejo el tejedor la había encontrado, mediada la noche,
a la salida del pueblo: era una señora vestida de negro que parecía andar en el aire. Él
se hizo a un lado para dejarla pasar; en la apretada oscuridad de la noche destacaba
la blancura de sus manos...

Tía Antuquita, al comentar la novedad, dijo:

—¿Por qué, pues, no ha de salir ahora la Virgen, si antes de que se fundara el


pueblo, Ella venía a diario aquí, donde hoy está la plaza, a conversar con una pobrecita
pastora?

E hizo el relato del origen de La Soledad: Nuestra Señora venía a peinar su


luminosa cabellera en un regato que había en el sitio actual de la fuente. Acudió a
beber allí la pastorcilla y la encontró... Se trabó un diálogo que se repitió muchos días.
Y por medio de la pastorcilla, Nuestra Señora de La Soledad inspiró a don Fernando
Dávila y Toledo la fundación del pueblo, bajo su advocación. En cambio la Virgen le
dio el ingente tesoro de las famosas minas regionales...

Mi madre nos hizo otros relatos de portentos obrados por intercesión de la


celestial Patrona. La fama de sus prodigios poblaba los caminos que llegan al pueblo
Los zapatos de CordobÁn 127

de innumerables peregrinos cada año, y de lejos venían sin cesar exvotos y limosnas,
patentizando el renombre de la bendita favorecedora...

—Su abuela y su bisabuela —nos contó mi madre— han sido sus fieles devotas
y yo cumplo su encargo de seguir a los pies de la Santísima Madre...

¡Qué nobles troncos habrían sido aquellas señoras, a quienes contaba en mis
ascendientes! Tengo muy presente el recuerdo que de ellas hizo en una ocasión don
Narciso de la Cruz, aquel viejo centenario que las había conocido. Helo aquí:

—Doña Dolores Salvatierra y doña María Torres, la una madre de su madre


y abuela la otra... Doña Dolores, morenita, cariñosa, buena, rebuena; doña María,
rubia, ojos azules: buena, también buena, pero orgullosa, andaba derechita... Las
dos eran de lo principal... Qué fiestas las que ellas mandaban celebrar... Eso... ¡ya
no volverá!

Sentí esa vez el orgullo de mi prosapia. Y ahora, a las palabras de mi madre que
nos instruía sobre su devoción a la Patrona, ese mismo sentimiento renacía gallardo
en mi espíritu. ¡Generosa herencia, magnífico tesoro los que nos habían dejado
esas matronas! ¡De más valor que la hacienda que perdieron! ¡Nos habían legado
su nombre, su señorío, y como un símbolo entrañable el ejercicio de su bondad que
había sabido dejar huellas perdurables!...

***

Faltaba arreglar el otro lado del baúl y allí estaba lo más interesante. Una sobre otra,
una serie de cajitas aparecían ordenadas por las manos: las había de muchas formas
y colores. Una, forrada en terciopelo rojo y la que nos era más conocida, guardaba
un cubierto de plata labrada. ¡Qué primor del estuche con cerraduras que eran unas
mismas filigranas! Mi madre lo abrió con precaución y una vez más vimos lo que
contenía. Ella habló para decirnos:

—Con esta cucharita, con este tenedorcito, con este cuchillo han almorzado
muchos, pero muchos; desde mi madre para arriba...

Cerró la caja, la puso a un lado y empezó el examen prolijo de las demás cajitas:
las había con pomos de olor, con píldoras, con botones. Unas eran de cartón, de lata
otras, y todas curiosas. De pronto levantó en alto una, chata y grande: era la de las
estampas y medallas. Al ser quitada la tapa apareció la profusión de los píos objetos...
Los chicuelos abrimos tamaña boca y tamaños ojos, en un movimiento maquinal de
asombro...
128 Luis Valle goicochea

—Ahora formalitos, advirtió mi madre —y sus finos dedos fueron barajando


las estampas, cada una de las cuales tenía una inscripción o una dedicatoria y eran
recuerdos de personas o hechos queridos... Nuestros ojos más se deslumbraron a la
hora de examinar las medallas... Eran de plata oscura, de aluminio, de cobre; las había
pequeñitas como una lenteja casi, grandes como una moneda de a sol; con cintas
unas, con cordones otras y cada una tenía una historia o despertaba un recuerdo...
Mi madre nos las mostraba una por una, sin decir palabra casi... Sus ojos estaban
húmedos. En el silencio se escuchaba el sonido metálico que producían las medallas
al caer a la caja...

De pronto —oh, maravilla— mi madre nos enseñó un “detente” bordado con


hilo de oro y con sedas de vivos colores. Una mano maestra había figurado admira-
blemente el corazón sangrante, al pie del cual podía leerse en letra muy menudita:
“Detente: el Corazón de Jesús está conmigo”... Era una obra de arte. Mi madre lo
besó delicadamente y se quedó mirándolo pensativa... Gruesas lágrimas saltaron de
sus ojos: aquel objeto era el recuerdo de una buena amiga suya, muerta hacía largos
años en la capital.

—Recen por su alma —nos pidió—. Recen por el alma de la señora Petita
Marieluz que si viviera les querría mucho...

Ya de mala gana, desde ese instante, siguió enseñándonos su cofre de alhajas; un


anillo con el diamante partido —que era como un suceso triste—, un prendedor de
esmeraldas, límpidas, augurales racimos de viña figurados en oro en los que las uvas
eran perlitas, así, en fin, otras cosas...

Pero, de repente, mis hermanos y yo, al mismo tiempo y como si nos hubiésemos
puesto de acuerdo, dijimos, desperezándonos:

—Estamos muy cansados...

Mi madre guardó apresuradamente lo que quedaba fuera y cerró el baúl... Era


avanzada la tarde y apretaba un frío inusitado...

CAPÍTULO III

Acabaron al fin las aburridas vacaciones semestrales. Volvimos a la escuela y todos


los chicos nos saludamos gozosos; no parecía sino que unánimemente la habíamos
pasado alentando el mismo deseo: volver a la tarea.

Por mi parte, sentí que recuperaba mi paz. Bulliciosamente me saludé con


mis compañeros. Todos llevaban ropas limpias y también un entusiasmo fresco
Los zapatos de CordobÁn 129

y vocinglero. Era como si la tregua de las vacaciones nos hubiese librado a todos
de desánimos y flaquezas y hubiese conjurado posibles cansancios y tristezas. Era
un renuevo de santa alegría en las almas, de ansia de estudiar, el que se esperaba en
los chicuelos. Nuestras camisas almidonadas y brillantes, eran como la cifra de ello.

Cumplimos un horario matutino con ese afán bueno y generoso. La maestra,


que lo percibió, nos instó conmovida a seguir lo mismo. Iba a proseguir hablando,
cuando un suceso inesperado cortó sus palabras y puso en revolución la escuela...
Eran unos gritos desgarrados que llegaban de fuera, posiblemente de la plaza... Les
siguió un vocerío apagado. No pudimos contenernos... Desbordamos de la clase y nos
precipitamos fuera sin que la maestra fuera suficiente a contenernos...

Ya en la plaza me acerqué a un grupo compacto, donde rodeaban al sacristán don


Juan José, tíos Antuquita y Daniel, sus hijos, y muchos de los vecinos... El sacristán,
excitadísimo, hablaba atropelladamente sin dejarse entender. Se advertía su respira-
ción anhelosa por la agitación del pecho sacudido por un movimiento convulsivo...
Las puertas de la iglesia estaban abiertas. Solo se oía un barullo sordo, inquietante y
ninguno de los pequeños nos podíamos explicar la causa de tal desorden...

De pronto pude ver que mi madre se dirigía hacia el grupo. El sacristán al


advertir su próxima presencia se abrió camino y salió a su encuentro... De golpe,
pávido el acento exclamó:

—Se han robado la Custodia, señora...

Mi madre cayó de rodillas y juntando angustiosamente las manos exclamó:

—¡Santo Dios! ¡Santo Fuerte! ¡Santo Inmortal!

Un helado sobrecogimiento me inmovilizó. ¿Qué es lo que había oído? ¿Era


posible? Tal era mi consternación que me sentí presa de espantosa pesadilla en un
sueño increíble... Por aquí, por allá, escuchaba palabras sueltas:

—La Custodia, ladrones, escalera, luz, misericordia...

Las campanas empezaron a tañer acongojadas. Hasta en el aire claro parecía


vibrar el horror del suceso, único, sin antecedentes, reprochable. Las gentes plañían:

—Ay, Señor, líbranos del merecido castigo... ¡Qué será de nosotros!... La peste...
La hambruna...

Lentamente todos se fueron dispersando. Cabizbajo y consternado seguí a mis


padres que volvieron a la casa comentando el tremendo sacrilegio. A cada instante el
ambiente de pesar se hacía más patente y más preñado de funestos vientos.
130 Luis Valle goicochea

Nunca más volverían mis ojos a ver el sol de la Custodia; ya no más me cegaría el
mirífico relumbrar de las piedras preciosas que en profusión increíble la decoraban...
¡Qué variedad de diamantes y esmeraldas, de zafiros y topacios! Jamás olvidaré los
días en que al abrirse el Tabernáculo, aparecía deslumbrando los ojos, rutilantes,
reflejando la luz de los cirios...

—Era de oro macizo —le escuché decir a tío Daniel.

—Y una obra de arte —añadió mi padre.

¿Qué hacer ahora?, se preguntaban los vecinos. Se denunció el hecho y comenzó


la febril y minuciosa búsqueda por las autoridades y sus agentes.

No se hablaba de otra cosa que del suceso, por todas partes. Y no faltaron lenguas
osadas que dijeron ciertos nombres, achacando la comisión del delito a algunos cono-
cidos. Me dio espanto el oírlo. Por ejemplo me fue dado escuchar una charla, durante
la cual se habló de don Antonio Pacheco como sospechoso...

¿Quién era él? Un viejo de hermosa barba blanca, fornido, de gallardo talante,
con los síntomas de hidalgo venido a menos, de expresión distinguida pero amarga,
padre de una larga familia con la que andaba de pueblo en pueblo como un hato de
gitanos, perseguido con saña por la ambición y la pobreza y haciéndose odiar por
su modo de ser altanero y díscolo... Había llegado al pueblo en busca de fortuna y
el túnel de la mina donde fue a buscarla, solo le dio sinsabores y desesperación...
Su mujer, doña Juanita, en cambio, era bonísima y afable, sufrida hasta no más y
tenía fama de ser la mejor lavandera del pueblo y sus contornos... Había traba-
jado siempre para gente principal. En cierta oportunidad escuché un elogio de sus
habilidades.

—Qué manera de dejar la ropa, ¡mejor que nueva!

La pobre mujer era la que debía buscar el pan de cada día. Se la pasaba llorando
por cualquier cosa... Y decíase, que a más de eso, el marido la trataba mal.

La mala voluntad que se le tenía sobre todo, hacía que los ojos maliciosamente
se volvieran a don Antonio... Nunca se le había visto ir a la iglesia y en cierta ocasión
le fue oído asegurar —oh, blasfemia— que Nuestro Señor fue tentado con éxito por
el diablo...

La maldición de las gentes para el sacrílego ladrón ignoto se oía sin descanso:

—¡Ha de arar la tierra con sus manos!

—¡Lo ha de partir un rayo!


Los zapatos de CordobÁn 131

La iglesia profanada permanecía abierta y las campanas tañían a toda hora,


como en los días de Difuntos y Semana Santa... Un viento frío traía el espanto y
cuando llegaba la noche, en medio de las sombras parecía cruzar una ronda de espan-
tosos augurios...

La búsqueda de la Custodia proseguía, sin orientación, al azar, exasperada.


Ningún resultado se alcanzaba... ¡Qué noches tan pesadas, qué días tan largos
aquellos! La desdicha se cernía sobre el pueblo. Y el señor cura estaba ausente...
¡Qué hacer!... El cielo azul, sin una nube; el sol, esplendente... Sin embargo, algo
parecía acechar, algo incomprensible pero trágico, sobre la vida de esta castigada
tierra... El clamor incesante de las campanas nos recordaba a toda hora, el impío
suceso...

Reclinado en la ventana del comedor estaba, cuando me vino a la memoria


el recuerdo de la áurea Custodia. Me extasiaba yo en su contemplación los días en
que en la iglesia lugareña se celebraban las fiestas de la Renovación. Guardando
la blanca Ostia, se mostraba a nuestras miradas devotas, haciéndonos inclinar la
cabeza, al abrirse el precioso tabernáculo al son argentino de la campanilla... Entre
nubes de incienso y al son de la voz cascada de don Isidro, el viejo maestro de capilla
que entonaba el Tamtum ergo, era aquello... Se escuchaba entonces el profuso esta-
llar de los cohetes de arranque y la garrulería de las campanas alocadas...

Yo, con satisfacción inmensa, era siempre uno de los dos escolares escogidos
para llevar los ciriales en la encantadora ceremonia. Pero, a veces, eran los designados
otros niños y entonces, cuando había de quedarme, al llegar hasta la escuela ponían
un pesar en mi corazón el eco de la música, el aroma volandero del incienso y el
áspero olor de la pólvora...

Y ahora ya la Custodia, guardando la Sagrada Forma, no bendeciría al pueblo,


cogida por las manos del señor cura mediante un paño humeral, nunca más... como
antes... Quedaba el pueblo sin Custodia y vacío el Tabernáculo de primoroso tallado,
cuajado de espejos y doradas molduras, obra según se decía, de mi bisabuelo, notable
ebanista de otros tiempos...

Transcurrían los días y poco a poco retornaban la calma y la confianza, pero el


terrible acontecimiento no se olvidaba, no se podía olvidar así nomás. Se le recordaba
a menudo, con el mismo espanto, con las mismas palabras de anatema.

¿Quién sería o quiénes el ladrón o los ladrones? ¿Habría llegado el arrepenti-


miento a su corazón? Estas eran las preguntas que se hacían las buenas gentes lasti-
madas en su fe y en su tradición amadas.
132 Luis Valle goicochea

Parecía como que todos estaban esperando un milagro. Eso, quién sabe, podía
ocurrir antes de la fiesta titular que se avecinaba. Había que rezar porque así fuera, a
la Virgen de los Dolores, la insigne patrona que vela por su pueblo.

CAPÍTULO IV

Hacía días que Antonio faltaba a la escuela. Uno de mis compañeros nos explicó su
ausencia; había viajado a la puna, al lado de su abuelo Fabriciano, pero pronto estaría
de regreso.

¿Por qué no se había despedido de mí?... ¡Quién sabe! Así me pregunté y así me
respondí. Después me puse a esperar su retorno. De seguro que a la vuelta me traería
hongos y mullaca como la otra vez que dio igual escapada.

Frente al pueblo, en una ladera pedregosa, se veía un exiguo terreno que anual-
mente era sembrado de maíz. Lo encuadraba un tosco muro de piedra visible a la
distancia. Si no llovía a tiempo no había cosecha allí. Era la propiedad de don Fabri-
ciano, quien tenía allí una choza. ¿Acaso estaba allí Antonio?

Un día que mi padre conversaba con don Fabriciano, este le preguntó si conocía
su hacienda.

—No tengo el gusto —le respondió mi padre, sonriendo...

—Pues señor, allí la tiene usted al frente —díjole su interlocutor señalando


la chacra consabida. Y añadió—: Por si acaso no lo sepa usted le diré que se llama
“Buena Vista” y es hacienda ganadera...

Ambos se unieron en una carcajada franca y sonora. Desde entonces, cada vez
que lo encontraba, la broma seguía...

—Mañana me voy a la hacienda, me han ofrecido compra: nada menos que


280 000 soles... ¿Qué le parece, señor? —decía muy serio don Fabriciano, y termi-
naba —: Pero no la vendo, porque es un recuerdo de mi padre…

Y Antonio, lo mismo que su abuelo, hacía referencia con inocente picardía a


“la hacienda”...

Una tarde, al volver de la escuela, me detuve en su casa para preguntar


por él. Su madre me respondió que era casi seguro que al día siguiente estaría
de regreso. Con esa alegre expectativa me dispuse a esperar tranquilamente el
venidero día.
Los zapatos de CordobÁn 133

Pero una triste sorpresa me esperaba a la mañana siguiente, al llegar a la escuela:


Antonio, enfermo, muy enfermo había sido traído de la puna aquella madrugada.
Varios niños vieron llegar a su casa la parihuela en que era conducido... Un sobresalto
me sacudió... Las horas de clase que precedieron a la salida se me hacían intermi-
nables. Estaba pensativo y conmigo lo estaban casi todos los muchachos. Al dejar la
escuela, al mediodía, con paso presuroso me dirigí a la casa de Antonio. Su madre,
llorosa, me dijo que él estaba muy mal... No quiso añadir más. Caminando a duras
penas llegué a la casa. Mi madre al verme lo comprendió todo.

—No tengas pena —me dijo— . Antonio va a mejorar. En tu nombre le voy a


encender una velita al Niño Dios. Tú, pídele de corazón que mejore a tu amigo...

Sentí un alivio y puse mi esperanza en lo Alto. Corrí al dormitorio. Ya ardía


delante de la imagen del Niño Jesús la vela prometida. Mi madre se apartaba en ese
instante de la habitación. Con los ojos llenos de lágrimas y postrado en tierra estuve
rezando durante un rato largo... Cuando me levanté de mi oración una esperanza
clara me fortalecía.

Nadie me daba razón de la enfermedad que postraba a Antonio. Tampoco me


dejaban verlo, ni sus padres ni los míos. En eso, unos parientes del enfermito que
tenían escopeta salieron a cazar gorriones. Me extrañó su conducta y se los dije. Uno
de ellos me replicó que necesitaban de esas avecitas para curar al paciente. ¿Cómo?
Pues así: se machaca el gorrión y con plumas y todo se hierve en una taza de agua, se
agrega a eso incienso en polvo, lo que cabe en una moneda de veinte centavos y esa
bebida se administra al doliente cada hora...

—Porque lo que tiene el muchacho, ya lo sabrás, es costado —terminó.

Me estremecí a la noticia y quedé paralizado. Sabía yo bien qué peligro y


grande entrañaba esa enfermedad. Mientras mi informante se alejaba, no pude
contenerme y di rienda suelta al llanto. En ese instante sí que sentía una inmensa
desesperanza...

En la escuela no quería hablar con nadie y la pasaba fija la preocupación en


Antonio, opreso el corazón por un negro presentimiento. Al pasar cerca de su
casa, advertía el ajetreo de los suyos, quienes no sabían qué hacer para devolverle
la salud. Mi padre compartía mi preocupación y a cada rato visitaba a los padres
de Antonio para indagar cómo seguía. Repetidas veces le vi disponer con sus
propias manos no sé qué medicinas y luego llevárselas al pequeño paciente. De
vez en cuando hablaba en secreto con mi madre y ella, juntando las manos sobre
el pecho miraba al cielo.
134 Luis Valle goicochea

No se apartaba de mí el pensamiento de Antonio. Tenía un afán inútil y grande


por verle. ¿Para qué iría a la puna?, me repetía mentalmente. Un aire de quebranto
oreaba mis sienes. Por las noches, al verme solo en el oscuro dormitorio, no podía más
y me echaba a llorar.

Una mañana, días después, mi madre llegó a la escuela y llamó aparte a la


maestra. Luego esta me condujo al lado de mi madre, quien cogiéndome de la mano
me llevó a la casa del enfermito. Ya a la entrada me advirtió:

—Está muy grave. Te ha llamado. Tienes que darle ánimos. Lo vas a ver, pero
tienes que comportarte como un hombrecito valiente.

Breves instantes después me encontraba frente a él. En medio de un lecho


oscuro y bajo gruesos cobertores, yacía Antonio, postrado por las fiebres. Su redonda
cara se llenó de luz al verme. Sus ojos hundidos se quedaron mirándome, pero no
pronunció palabra. Me acerqué cuanto pude y le cogí de la mano. Me espanté: me dio
la impresión de estrechar un gajo reseco...

—¿Cómo te sientes? —le interrogué.

Sonrió débilmente y nada dijo... ¡Qué estrago el que advertía en su fisonomía!


Las mejillas parecían arder. En un esfuerzo sobrehumano, se mojaba con la lengua los
labios agostados... Me acordé de pronto que llevaba una torta en el bolsillo. Mostrán-
dosela se la ofrecí con un ademán. Entonces habló:

—Ya no —dijo.

Trabajosamente prosiguió con palabra entrecortada:

—Quise... traerte... mullaca... pero... no se pudo...

Cerró los ojos. Sentí horror en el alma y que una onda helada me envolvía...
Apenas podía contener las lágrimas...

En esos momentos rodeábamos al enfermo sus padres, los míos, yo... Aún
volvió a abrir los ojos y nos clavó una mirada opaca pero fija. Insinuó una sonrisa
ardua y de nuevo los párpados cayeron... Le empezó a roncar el pecho tristemente.
Así estuvo por unos instantes... Pero, a poco, el ronquido se fue apagando hasta
extinguirse del todo. Una lágrima postrera cruzó sin apresurarse por su faz, en la
que se dibujaba una paz asombrosa... Había muerto... Había muerto y no podía
yo, no quería creerlo... No se hicieron esperar el llanto y las lamentaciones de los
suyos... Yo tenía una piedra en el corazón. Mi madre me cogió nuevamente de la
mano para irnos. Al salir, prometió:
Los zapatos de CordobÁn 135

—Voy a enviarles creso para que rieguen... Y también las velas... Conformidad
pues, con los designios del Altísimo.

Y dio un hondo suspiro. Estaba conmovida y trataba de sobreponerse, de


seguro para aliviarme. Nos despidió a la puerta el abuelo del difunto, el temible don
Fabriciano.

A esa hora, ningún temor me inspiraba. Antes bien, no opuse resistencia a que
me estrechara entre sus brazos. En sus ojos no había una lágrima, pero un ceño inusi-
tado nos decía que “la procesión iba por dentro”... Poniéndole la mano en el hombro
con delicadeza, agradeció a mi madre:

—Dios se lo pague, señora.

La voz le temblaba. Del corazón de la casa partía un haz de clamores sobre el


pueblo.

***

Aquella tarde, al entrar rezagado a la escuela, encontré un ambiente de luto y


pesadumbre. Cuando nadie faltaba ya, la maestra nos hizo arrodillar y en coro
recitamos el rosario en sufragio del alma de Antonio. Después fuimos notificados
de que se suspendían las clases en señal de duelo y se nos citó para asistir al sepelio
la mañana entrante. Los escolares desfilamos silenciosos, rendidos por el triste
acaecimiento...

Cuando llegué a casa, hallé que mis hermanos entretejían coronas y enlazaban
guirnaldas con bejuco fino y flores de saúco con rosas blancas y helechos... ¡Todo para
Antonio!

Llegó la noche y me enviaron a dormir más temprano que de costumbre. Hasta


el dormitorio llegaba el eco de los cantos fúnebres que se entonaban sin descanso
en la casa mortuoria... Notas desgarradoras que salían de gargantas cascadas y se
alargaban impregnando la noche de amargura... Me dormí con su agrio acento en
los oídos.

Después de unas horas de sueño llenas de zozobra, mis ojos se abrieron a un día
luminoso, pero triste. Las campanas repicaban a gloria, anunciando que un ángel más
había volado de la tierra al cielo. En medio de mi congoja su sonido puso una nota de
restaño y confianza. Me hizo clavar los ojos en el cielo purísimo, en cuyos ámbitos, en
la presencia del Señor, estaría Antonio a esa hora, de seguro...
136 Luis Valle goicochea

Bebí displicente un desayuno ralo y anduve sin saber qué hacer, hasta que el aya
me llevó consigo a la cocina. Cariñosa y solícita trataba de distraerme...

—Venga usted a ver la candela. Está hablando: quien sabe van a llegar huéspedes...

En efecto: de entre el haz de leña que ardía, salían ciertas lenguas de fuego que
se estiraban vibrátiles, con un rumor sordo, como si efectivamente escupieran una
noticia, atropellándose. El agüero señalaba esta pequeña ocurrencia como indicio de
huéspedes próximos.

Aún me entretenía mirando el fogón cuando vinieron a llamarme, pues


era llegada la hora de ir a concentrarse en la escuela. No tardamos en vernos
reunidos todos, cuando las campanas empezaron a repicar de nuevo. Seguidos de
la maestra, como en las otras formaciones, en dos alas, desfilamos silenciosos a
casa de Antonio.

En la pared del fondo en la primera habitación, había un paño negro y al pie


en una mesa desnuda se hallaba el pequeño ataúd blanco. Cuatro velas exangües
ardían alrededor del féretro. Saturó mis narices un olor fuerte: mezcla a fragancia
dolida de flores de saúco y a olor desinfectante que desmayaba.

Anunciaron que los cavadores de la sepultura habían regresado ya deján-


dola abierta y fue entonces que se dispuso la partida del cortejo. En este punto
se escucharon redoblados los lamentos exasperantes de los deudos y el cabildeo
de las gentes venidas para el acompañamiento y las que se ponían de acuerdo
para cargar el ataúd. Cuatro desconocidos levantaron en hombros, mediante unas
varas largas, el cajón forrado en tela blanca, del que pendían cuatro cintas blancas
también. Ellos iniciaron el desfile; el cortejo se puso en movimiento. Inmediata-
mente después del ataúd íbamos nosotros. Fuimos cogiendo por turno las cintas
en el trayecto. Más atrás seguía un abigarrado acompañamiento mudo... Las
campanas no cesaban de tocar... Así ascendimos hasta la pendiente donde queda
el camposanto...

No quisieron dejarnos presenciar la sepultura de los restos. Antes de volver con


la maestra y con los compañeros corrí a asomarme al hoyo profundo, derramando
gruesas lágrimas... Nos alejamos. El resto del cortejo quedaba allí. Alcancé aún a oír el
golpe opaco de las primeras paletadas de tierra que cubrían la caja... Después Antonio
era dejado solo y mudo para siempre, escondido en el seno oscuro del cementerio
pueblerino...

—Había que empezar a olvidar. No había remedio...

Y olvidar constituía para mí un empeño casi imposible en esa hora.


Los zapatos de CordobÁn 137

Los padres de Antonio se alejaron. Sobre las cerradas puertas de su casa se veían
colocadas, a modo de aspas, anchas franjas negras. Me pareció que de los árboles
cercanos habían huido los pajarillos. Rodeaba la casa una atmósfera de recóndita
congoja, de callada nostalgia. En la escuela proseguían las clases. Los chicos dejaban
libre, en la banca corrida adosada a la pared, el sitio que antes ocupaba Antonio.
¡Como si él fuese a volver para sentarse allí! La maestra que advirtió esta dolida fineza
a la memoria del pequeño ausente, pidió a sus discípulos que se corrieran más para
llenar ese vacío. Lo hizo con el pretexto de que estaban incómodos, pero de seguro
con la secreta intención de no hacer más patente la falta de nuestro compañerito
difunto. Érame muy duro resignarme a lo ocurrido, pero hube de inclinar la cabeza a
los sabios designios de la Providencia. Mi madre me lo aconsejó así...

Un buen día la maestra nos advirtió que había resuelto obsequiarnos con la
lectura de la “Historia de Robinson Crusoe” y que también, a partir de entonces, nos
llevaría a pasear al campo, dos veces por semana. Así podríamos escuchar de sus labios
lecciones prácticas de historia natural. La noticia nos llenó de gozo y preparamos el
ánimo para conocer las aventuras de Robinson, y los ojos para ver y las piernas para
recorrer los campos aledaños.

Llegó pues el día de paseo. “Vengan a la tarde con sus sombreritos”, nos indicó
la maestra. El tiempo era bueno. A más de sombrero, el que menos llevó fiambre... Y
al comenzar la tarde, echamos a andar. Aún no llovía y era escasa la vegetación de los
campos. Escogimos el camino que lleva al río y que desemboca precisamente frente al
horno de quemar tejas de tío Daniel. La maestra no cesaba de recomendarnos:

—Con cuidado, con mucho cuidado vamos... No se alboroten.

De pronto ella se agachó y arrancó una ramita florecida...

—Estas florcitas coloradas se llaman “leva del diablo” —dijo, y se echó a reír.

Entretanto los chicuelos nos apiñamos a su alrededor. Entonces nos explicó por
qué se llamaba así:

—Miren —dijo—, y volcó la flor.

Su corola monopétala remedaba así dispuesta, una larga levita roja y de debajo
de los recortados faldoncillos de la levita se disparaban dos finos estambres cuyos
extremos se curvaban en direcciones opuestas y el pistilo en medio, más largo, en un
intento de torcerse en espiral, semejaba un rabo. Los estambres eran las patitas, donde
las semillas negras simulaban los calzados diminutos y el pistilo la cola del diablo. Al
terminar su explicación práctica la maestra arrojó el gajito y se echó a reír de nuevo...
138 Luis Valle goicochea

Y con ella todos los chicos celebramos la ocurrencia de quien bautizó la flor con tan
peregrino mote. Después ya vino la lección en serio con otras flores y con unas gavi-
llas que arrancamos a un trigal retrasado.

A la orilla del río, a la sombra de los alisares nos sentamos a descansar, luego de
vaciar nuestras provisiones en la amplia falda de la maestra, quien las recibía compla-
cida. Después, utilizándolas todas, sus manos diligentes dispusieron tantas raciones
cuantos éramos nosotros. Nos las repartió celebrando esta espontánea lección de
fraternidad...

Luego de saborear lo que me había correspondido, anduve buscando a Fernando


Negrón, quien no daba cuenta de su persona. Lo encontré pensativo, mirando pasar
las aguas, en un recodo del río...

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Nada —me respondió—... Sabes —añadió—, estaba acordándome... pero


mejor te lo cuento a la vuelta.

Me avine a que fuera así, pero quedé muy intrigado. No pude seguir el hilo de la
reanudada explicación de la maestra quien proseguía sus lecciones prácticas, con un
manojo de flores y hojas en la mano...

El sol empezó a irse de la orilla del río y la maestra dio la señal para el regreso.
Fernando se retrasó adrede para ir junto a mí. Cuando lo creyó oportuno, empezó
una extraña historia de duendes. Me aseguraba que su hermano Isaac había visto
uno: desnudo, blanco y rubio, ojizarco y que llamaba a los viandantes, ofreciéndoles
unas hermosas naranjas de oro... Y ¡ay! del que fuera hacia el duende, seducido por
su voz y por sus ofertas, ¡quedaba encantado! Con el duende vivía la Carihuarme, la
que le ayudaba a encantar a los hombres. Y, casualmente, según se lo habían contado,
en aquel paraje del río donde acabábamos de estar, hacían ambos sus deslumbrantes
y peligrosas apariciones... Fernando se denunciaba conturbado y temeroso, porque
a veces tenía que pasar solo por allí. Me contagió su preocupación porque añadió
a la historia, otra de un viajero que encontró al duende atrapando el extremo del
arco-iris que a veces se ve salir del río y del que se vale para consumar hechizos
incontables. Y aquel hombre, conocido en el pueblo, fue alcanzado por un embrujo,
que se lo comunicaba a otros que de repente se ponían pálidos y callados...

Cuando ya en la casa le comunicaba mis temores al aya, mi padre que me había


oído hablar cortó un posible diálogo con él, exclamando:

—¡Qué tonterías, hijo! Esas son mentiras. Reza a Dios todos los días, sé
obediente y... bueno, ¡ríete de los duendes!
Los zapatos de CordobÁn 139

Lo dijo con tanta seguridad, que me devolvió la confianza. Me hice el propósito


de desvanecer las angustias de Fernando. Lo intenté el mismo día siguiente, contán-
dole lo acontecido con mi padre, pero no pude conseguirlo. Él quedó más triste y más
preocupado que antes y, resentido, se quejó:

—Tú no crees, ¿por qué?

Estuve a punto de plantearle las razones que hacían imposible la existencia


del enigmático personaje. Tales eran; me lo había dicho mi padre y él no podía
mentir. Pero lo consideré inútil, pues Fernando me hubiese contestado que
tampoco su hermano podía mentir y que él le había asegurado, a pie juntillas, que
lo había visto.

—Tú no me lo crees —repitió descorazonado.

Se alejó desilusionado como si juzgase haber de mi parte una infidelidad acerba,


dentro de una fraterna amistad que la rechazaba.

Empero, Fernando no dejaba de procurar mi compañía en los recreos y una


tarde me prometió enseñarme una curiosidad: la plantita de los relojes. Había yo oído
hablar de ella a los chicos de la escuela y me había intrigado... Suspiraba porque las
horas apresurasen la marcha, en espera del momento en que iba a satisfacer mi curio-
sidad. Y cuando este momento llegó, al término de las clases, yo tenía una hesitación
desacostumbrada. Mientras caminaba al lado de Fernando, en busca de la consabida
matita, él me dijo haciendo broma:

—No es la flor del haba, ni la de la higuera que nadie ha visto, ni una plantita de
lino ni un bejuquito... Tampoco vayas a creer que es una planta que da relojes como
el que lleva tu papá en el bolsillo. No, no, y no.

Y rió de buena gana. Seguimos al pie de la cerca alta que limitaba la huerta de su
casa y después llegamos cerca de unos paredones... Mientras tanto yo me preguntaba
cómo sería el misterio de la matita. Fernando se afanaba en buscarla entre los abrojos
que allí crecían. No tardó en encontrarla y me llamó. Cogió una flor seca y con suma
prolijidad y tiento deshizo el haz de estambres que eran finos como manecillas de
reloj de bolsillo. Tomó por el extremo, aprisionándolo entre el pulgar y el índice,
uno de esos estambres el que empezó a retorcerse, girando como un minutero, en
círculo, hasta quedar convertido en una espiral. Y repitió la maniobra varias veces,
hasta agotar el haz de estambres...

—Eso es todo —me dijo finalmente.


140 Luis Valle goicochea

Yo me sentí defraudado. Esperaba —no sabría explicar qué— algo maravilloso,


muy otro, muy distinto de lo que acababa de ver... Fernando que lo comprendía,
mirándome con aire socarrón, sonreía. Al despedirnos, todavía me recalcó:

—Creías que era una mata de relojes de verdad, ¿no?

Me alegró la conducta de Fernando. Se había disipado su resentimiento. Pero


yo quedaba obsedido por un pensamiento: el del reloj. En una de las clases pasadas la
maestra nos había hecho la explicación del péndulo. Le propuse a Fernando fabricar
uno. Él me opuso que ello no era tan fácil. Yo le repliqué abriéndole mi texto de
física y enseñándole el grabado que ilustraba la explicación del péndulo. Por último
él me dijo:

—Yo no me meto... Allá tú: hazlo si puedes...

Su desafío me encorajinó y he aquí que empecé a estudiar el modo de realizar mi


proyecto. Una consulta con mi padre era urgente. Lo hice y él me alentó complacido
y feliz:

—Me gusta que seas muchachito emprendedor, pero... ¡cuidado con desmayar!

Después me llevó a la casa de don Demócrito, un mecánico intuitivo y magní-


fico que lo mismo componía un reloj que enderezaba una varilla retorcida. De todo
entendía. Nos acogió lleno de cariño y cuanto se enteró del motivo de nuestra visita,
exclamó:

—Inventor quiere ser el niño. Está bueno...

Enseguida nos hizo pasar a una habitación, donde en largas mesas podían verse
multitud de ruedas, resortes, ejes rotos y sanos, de todo tamaño y forma. Quedé como
transportado. Las manos de don Demócrito buscaron con aplomo y diligencia en el
conglomerado y en un abrir y cerrar de ojos dieron con lo que buscábamos: una rueda
de curvos dientes, una uña metálica, una pesa de plomo. Mi padre quiso entregarle
unas monedas, pero él, cortésmente se negó a recibirlas.

En menos tiempo del que yo me figuraba necesario, armamos con mi padre el


péndulo. Verdad que casi todo lo hizo él. Cuando llevé el aparato a la escuela, fue
la admiración de todos. Yo casi me sentía un héroe, recibiendo el homenaje de mis
compañeros, cuando en eso se acercó Fernando para desencantarme.

—No es así la gracia —exclamó—. Todas las piezas las han conseguido,
no las han hecho tus manos. Tu papá ha clavado, seguramente, el cajoncito y él
Los zapatos de CordobÁn 141

mismo ha armado el péndulo. Tú, lo único que has hecho es traerlo para que lo
veamos...

Sus palabras no eran de envidia: de ello estaba convencido. Pero, ¿qué senti-
miento oculto las inspiraba?... Yo me sentí como desenmascarado, sorprendido en mi
secreto. Verdad que no todo lo que Fernando me había dicho era exacto, pero... Él
después de todo, pareció amargado de habérmelo sacado en cara y para consolarme
me propuso:

—Hagamos una cosa, ¿quieres? Jugaremos a la empresa minera. Instalaremos


nuestras maquinarias. Yo seré el gerente y tú el cajero. Unos chicos de la escuela
pueden ser los trabajadores. Pero tú tienes que socorrerles con libros de cuentos,
figuras, pan, caramelos, ¡lo que sea! ¿Quieres?

Acepté de buen grado.

El problema del socorro a los pequeños operarios era más complicado y grave
de lo que yo me lo figuraba. Ya, aún antes de instalar las maquinarias, los contratados
venían a recabar un adelanto. Tuve que hurtar pan y caramelos.

Entre matorrales, al pie de la casa de Fernando quedaron instaladas las flamantes


maquinarias. Todo era obra de él. Eran seis pequeños molinos que se movían hidráu-
licamente, pues Fernando había escogido aquel lugar para aprovechar como fuerza
motriz el desagüe de la fuente que pasaba por allí. Los molinos consistían en conos
provistos de ejes y de paletas, todo hecho con gruesas hojas de pitera. Los ingeniosos
molinitos impulsados por el agua, a su vez, movían curiosos mecanismos de carretes
y cilindros ordenados con admirable iniciativa. A la novedad acudían no solo nues-
tros compañeros y niñas de la escuela fiscal, sino también gente mayor. Recuerdo
muy bien que mi padre visitó la planta y celebró mucho la inventiva de Fernando.
Después de las clases, nuestro entretenimiento consistía en acudir a poner en marcha
las maquinarias. Con nosotros —gerente y cajero— iban los empleados cuya misión
era vigilar y nada más... Una mañana —con dolorosa sorpresa— encontramos que
el industrioso juguete había sido destruido. Fue un rudo golpe para su constructor.
El suceso nos dejó consternados y sin empuje para nuevas iniciativas. Después no
queríamos ni siquiera oír hablar del asunto. Por toda lamentación, mi socio y compa-
ñero exclamó:

—Lo han hecho de envidia o de solo mala fe...

Yo asentí con un movimiento de cabeza, sin añadir palabra. Sentía un grande y


secreto desencanto.
142 Luis Valle goicochea

CAPÍTULO V

Tía Iludia, la tejedora, envió un recado anunciando su próxima llegada. La noticia nos
puso en alboroto a grandes y pequeños. Mamá, ayudada por mis hermanos mayores,
se ocupó febrilmente en la urdimbre de los tejidos que tía Iludia venía a trabajar.
Eran frazadas y ponchos nuevos, en cuya preparación sus manos eran diestras. Para
mí estaba destinado un poncho y yo mismo escogí el color.

—Será el que te sirva para el viaje —me explicó mi madre, y al hacerlo se


puso pensativa. Era que estaba acordado ya que yo iría a Trujillo, a casa de mi abuela
paterna, a seguir mis estudios, el año que venía. Me faltaban, pues, contados meses
de permanencia en el pueblo y después ¿qué sería?... Sentimientos opuestos surgían
en mi corazón: uno, la pena de dejar lo que tanto amaba, mi pueblo y sus costumbres;
otro, la expectativa de conocer tierras distintas.

La tarde del día anunciado para la llegada de tía Iludia, Juancito, mi hermano
menor, apenas terminado el almuerzo desapareció de la casa. Le echamos de menos
en el momento de ir a la escuela. Mi madre, como desesperada, salió ella misma a
buscarle. A nosotros se nos ordenó no faltar a las clases. Yo no tenía tranquilidad...
Sentado en el banco de estudio no hacía sino pensar en mi hermano. A Clarita la
notaba lo mismo. ¿Qué podía haber acontecido? Durante el recreo de media tarde,
escapé a casa para hacer averiguaciones. Encontré llorosa al aya, quien me dijo que
casi todos habían salido en la busca de Juan.

Las nuevas horas de clase se hacían inacabables. Advertí que Clarita se había
echado a llorar. La consolaban sus compañeras vecinas. Alguien vino a buscar a la
maestra y la llamó afuera. Al retornar, se dirigió a mí para decirme:

—Lleva a tu hermanita a casa y cuéntale a tu mamá que han visto a Juan yendo
por el camino del Tingo, y sin sombrero...

Di un suspiro de alivio y presuroso, cuanto me lo permitían mis piernas temble-


queantes, llevando de la mano a mi hermana, corrí a casa. Mis padres ya estaban allí,
trémulos y demudados. Cuando escucharon la noticia parecieron sentir un desahogo.
Mi padre comentó:

—Seguramente que ha ido al encuentro de doña Iludia.

Ello era muy posible, pues, por el camino del Tingo debía venir nuestra tía...

—Si es así, ya no tardará en estar aquí —suspiró mi madre.

Aún hubo que esperar un largo rato angustioso, pero al fin, cumpliéndose la
suposición de mis padres, tía Iludia llegaba y con ella venía Juan, que había ido a
Los zapatos de CordobÁn 143

recibirla sin permiso de nadie... Venía con la cara congestionada por el sol, sudoroso y
fatigado, precediendo a la cabalgadura que montaba tía Iludia. Traía los ensortijados
cabellos en desorden y ninguna expresión de miedo en su ancha cara jubilosa.

La efusión que despertó el arribo de tía Iludia, pareció distraer la atención de


mis padres de la travesura de Juan. Él muy orondo, como si nada hubiera hecho,
ayudaba a bajar del caballo los trastos de la recién llegada... Pero sonó la hora de
ajustar cuentas y mamá, cogiendo de la mano a Juan, le dijo:

—Venga usted por acá, jovencito...

Lo llevó a la despensa y descolgó el látigo. Antes de que le cayera el castigo, Juan


empezó a gritar llamando a todos en su defensa. Acudimos tía Iludia, mis hermanos
y yo. Intercedimos con éxito, con la promesa de parte de Juan, de que no lo volvería
a hacer. Tía Iludia, entonces, abriendo las alforjas de viaje empezó la distribución de
los regalos que nos había traído: naranjas, tunas, limones para mi padre, rojos ajíes,
cebollas, repollos, y para mí —¡oh, dicha!— una linda pollita...

—Es de sangre fina —advirtió—. Hay que cuidarla para hacerla empollar...

Yo era el más feliz de todos con el obsequio que me había correspondido. El ave,
medio entelerida por la inmovilidad en que había tenido que permanecer durante el
viaje, apenas podía caminar. Busqué unos granos de maíz y se los ofrecí en la palma
de la mano, pero los desdeñó.

—Agua debe querer —insinuó tía Iludia.

En un platito se la trajo el aya y el animal se estuvo bebiendo mucho rato...


Empecé a trazar planes: cuidaría con esmero de la pollita, la pollita pondría huevos
y tendría pollitos... Seis, siete, quizá diez... Los pollitos serían gallinas y gallos que
tendrían nuevos hijos y pronto yo tendría un corral de gallinas finas... Mi imagina-
ción hacía crecer, en fantástica progresión, una sencilla y humilde posibilidad.

Antes de ausentarme a la escuela, cada mañana y cada tarde, reiteraba el encargo


que ya tenía hecho: de que cuidaran mucho al animalito. Al regresar lo primero que
hacía era ir a verlo, y a cada instante le daba de comer. Desoía los consejos del aya que
me tenía prevenido que así lo único que iba a conseguir era matar la pollita. Y como lo
dijo, así fue... Un día amaneció engerida: cuando le ofrecía maíz se negaba a tomarlo.
Sin consultar con nadie y solo ayudado por mi hermano Juan, procedí a curarla. Secre-
tamente sacamos del botiquín hogareño un pomo de aceite y valiéndonos de un gotero
le administramos una porción. La pollita murió no ya de empacho, sino de asfixia. La
pena y el susto por lo que acababa de ocurrir, se apoderaron de mí... Sin saber qué hacer,
en medio de una situación angustiosa, resolví acudir al aya. Ella me recibió airada:
144 Luis Valle goicochea

—¿No le dije que no lo hiciera usted? —exclamó, añadiendo—: ¡Vaya con el


niño para travieso! Parece que tuviera gusanera...

Buscamos la pollita muerta. El aya confirmó que no había remedio:

—La ha matado usted y está bien muerta.

Yo me eché a llorar... Cuando mamá se enteró de todo, sonrió primero y luego


se puso a consolarme. Tía Iludia me ofreció conseguirme otra pollita.

—No llores —me rogó—. ¡Qué se va a hacer, pues...! Ya estiró la pata la pobre
y con llorar nada se compone...

Para mí, la ocurrencia a pesar de su insignificancia, tenía los caracteres de una


inmensa catástrofe, de un fracaso que agravaba mi tristeza. Mi padre, al percibirlo,
exclamó:

—¡Qué sonso mi hijo! Entristecerse por una polla cuando hay tantas en la
casa... Y además, se puede conseguir una exactamente igual.

Mi tía Iludia era trabajadora como la araña, según expresión de mi madre. Y así
era: no podía estar con las manos ociosas. Si veía a alguna de mis hermanas o a alguien
de la servidumbre estar conversando con los brazos cruzados, al punto le rezongaba:

—Mientras la boca parla las manos trabajan... No se opone una cosa con otra...
A ver…

Y daba el ejemplo cogiendo la rueca y poniéndose a hilar, al par que sin pertur-
barse, charlaba amenamente. Al evocar su recuerdo me parece estar viendo su cara
ovalada con dos ojos minúsculos, su nariz aguileña cuyo garfio se acentuaba cada día
más sobre los labios finos y móviles. Era toda una señora en su porte y durante el día
no había rato que no tuviera a algunos de nosotros a su lado. Gustaba mientras tejía,
de que le leyésemos cuentos.

“Esta señora es un medio primitiva y otro medio atrabiliaria!”, dijo por ella
una vez mi padre. Y era que tía Iludia tenía en ocasiones ideas de lo más peregrinas.
Así en una oportunidad, cuando degollaban un carnero en casa, ella sostuvo que
los carneros tenían dos gargantas. Se resintió con mi hermana mayor cuando quiso
disuadirla de tal cosa. Aún más, la despidió con estas palabras:

—Nada tienes que enseñarme porque yo lo he visto con mis propios ojos. ¡Jesús
con la letrada!

Tía Iludia era de aquellas personas que no dan brazo a torcer. Se empecinaba
con una cosa y era inútil la pretensión de mudar su parecer. Era temible, sobre todo,
Los zapatos de CordobÁn 145

en medicina casera. Cuando ella hacía una indicación al respecto había que cumplirla
o simular que se la cumplía. Porque ¡ay! si no era así. Tía Iludia entonces no comía ni
bebía y solo lloraba y lloraba sin tregua.

Bien. Al día siguiente, pues, de su llegada, apenas repuesta de las fatigas del viaje,
empezó a disponer de sus tejidos.

—Primero haré tu poncho —me dijo mirándome expresivamente a los ojos. Y


añadió después de una breve pausa—: Ya sabes para qué...

Sus palabras me pusieron triste: surgió en mi alma la consideración de mi


próxima ausencia... Mientras sus manos se movían ágilmente desenredando hilos
y colocando la urdimbre en sus aparatos, tía Iludia me conversaba de la capital de
la república. Allá tenía un nieto, desde hacía muchos años. Ella sentía la tenta-
ción de ir allá y la acariciaba como un ensueño de imposible. Aun sin conocerla
me pintaba los atractivos de la ciudad y me envidiaba porque muy pronto iba a
ver una ciudad parecida a aquella. Pero me advirtió que el salir de su querencia
era cosa triste. Esto le había ocurrido a ella largos años atrás, cuando fue a
visitar a mi madre en su residencia temporal de Huamachuco, al otro lado del
río Marañón... Surcado el río, cuando desde un punto culminante vio por última
vez, a la distancia las cumbres familiares que se esfumaban se echó a llorar... Bien
sabía ella que iba a volver, pero se echó a llorar... “Así es el cariño a la casa y a la
tierra de uno”, repetía.

¡Huamachuco! Cuando mi madre se ponía a revivir recuerdos, este nombre


sonaba a cada paso. Y es que ella había vivido allá mucho tiempo y la ciudad le era
cara. Tanto oír hablar de Huamachuco, la pintaba en mi imaginación el secreto afán
de conocerla, como flotante en un aire de ensueño, confiada y apacible. Las noticias
que yo tenía de la ciudad eran las de un rincón idílico, a donde se dirigía un ardiente
anhelo de mi madre. Ella me había dicho:

—¡Ah! Es más grande que nuestro pueblecito, mil veces más; pero hay saúcos
como aquí y la gente es muy cariñosa. Y su agua es qué limpia, qué fresca. Sobre todo
la del manantial de “Los Pajaritos”.

Y de sus labios escuché en una ocasión inolvidable, la leyenda del manantial. Era
la suya un agua sin igual y a pesar de tener que ir a buscarla lejos, los principales del
lugar no renunciaban a beberla. Y se decía que el forastero que bebía agua de “Los
Pajaritos”, no salía más de Huamachuco. ¡Tal el filtro que escondía!

Mi madre, continuando su discurso, me había hablado de la belleza de la pobla-


ción y de los grandes sucesos que allí se habían registrado... De Leoncio Prado, de la
146 Luis Valle goicochea

histórica batalla del 10 de julio... Con frase velada por la emoción me había relatado
el famoso episodio que cuenta el fusilamiento del héroe: Leoncio Prado.

—Yo he estado en la casa donde murió —decía con orgullo—. ¡Ah!, pero aquello
no era todo. El viaje a Huamachuco tenía un atractivo singular: el río que se pasa siete
veces...

¿Qué era aquello de los siete pasos del río? ¿Acaso un rito supersticioso para
conjurar agüeros? A mi infantil curiosidad respondió mi madre explicándomelo:

—Es una cosa natural: el camino va por la playa del río y cuando la playa se
interrumpe hay que ir a buscarlo en la orilla opuesta.

Pero no pude o no quise entenderle. “El río que se pasa siete veces” se ofrecía a
mi imaginación como un misterio alucinante...

—Ya lo pasarás pronto —me había prometido mi madre—, cuando viajemos a


Trujillo. Porque sabrás que tendremos que pasar por Huamachuco... Allí yo te llevaré
a conocer la habitación donde murió Leoncio Prado, después de tomar tranquila-
mente una taza de café, frente al pelotón de fusilamiento haciendo gala de bravura al
dar la señal de fuego con la cucharilla en la loza trinante del pocillo...

¡Huamachuco!... El río de los siete pasos. Prado, el héroe... Yo me puse a saltar


de gozo; pronto los verían mis ojos.

También mi padre, al venir de Trujillo había estado allá y conocía entre la gente
principal, a la señora Antonia, viejecita ya, que huyó de la ciudad cuando llegaban los
invasores y atravesó la pampa donde se libró la batalla, bajo los primeros cañonazos
de la artillería que se cruzaban en duelo... Mi padre repetía la historia escuchada a
la misma anciana: la de su escapatoria milagrosa, plena de formidables incidentes de
valor y de casualidad.

Huamachuco aparecía lueñe, adormido en una perspectiva de leyenda, cobijado


por un épico ensueño, en mi imaginación ilusionada.

Volvamos al lado de tía Iludia.

Mientras culminaba la preparación del tejido, escuchaba embelesada la lectura


que yo hacía para ella, de diversas historietas. Había una que trataba de un mancebo
que salió de su pueblo a inspiración de la aventura... Mi tía cortó la lectura con un
seco: “Eso no me gusta”, y se puso a llorar. Se había acordado de su nieto ausente de
quien de tarde en tarde tenía noticias.

—Si pudiera ir a visitarlo —suspiraba.


Los zapatos de CordobÁn 147

Ella tenía coleccionadas las cartas que de él recibía, quien paso a paso le notifi-
caba su vida. Tía Iludia no sabía leer, pero eso no lo confesaba. Cuando recibía carta,
rasgaba el sobre y suplicante pedía a cualquiera de nosotros:

—A ver léemela que yo no veo ya...

En una de esas epístolas larga y pesada, Tomás contaba a la abuela, con porme-
nores, su viaje a la capital, en vapor. “Es como si uno estuviese en una casa grande,
sino que se balancea mucho”, escribía.

—Vapor, vapor —repetía tía Iludia como diciéndoselo a sí misma. Y me contaba


entonces que el vapor era más que una de las casas del pueblo, que iba flotando sobre
el mar, lleno de luces y de música. Allí nadie podía estar ocioso —aseguraba ingenua-
mente, consecuente con su tema—. Las mujeres habían de pasarla lavando, remen-
dando y admírense ustedes ¡haciendo chicha! Los hombres, por su parte, se ocupaban
en trabajos de albañilería, en degollar carneros, en trabajar ataúdes... —Cuando acabó
de hablar no pude contenerme y solté la carcajada.

—¡Si no lo crees, fuera de aquí! —gritó furiosa con un ademán amenazante.

Quedaban cortadas nuestras relaciones. Me pesaba en el alma haber cometido


semejante desatino. Tía Iludia, enojadísima, evitaba hasta el mirarme.

—¡A los malcriados, ni verlos! —repetía cada vez que yo ensayaba acercarme a
ella. Durante muchos días hube de limitarme a observarla de lejos, ocupada de lleno
en su labor. Solía templar su tejido, por un extremo, del pilar del horno y por el otro
ayudándose con el peso del cuerpo, mediante una ancha faja que le ceñía la cintura. Fue
uno de esos días que yo advertí que se deshilachaba la soga que sostenía el travesaño
superior y que tía Iludia estaba en peligro de darse un serio golpe, caso de producirse
la ruptura. Sin acordarme de su enojo, corrí a prevenírselo... Con este cuidado la puse
nuevamente de mi parte. Después de asegurarse del peligro me abrazó una y varias veces.

—Ya no volveré a reírme de ti —le prometí.

—Bueno, bueno —asintió ella.

***

Empezamos en la escuela la lectura de la “Historia de Robinson Crusoe”. Cada día


un capítulo nuevo surgía de los labios de la maestra. El admirable protagonista de
tales aventuras, despertaba en nuestro ánimo admiración y simpatía. Pero un suceso,
aunque insignificante, desagradable, vino a interrumpir la audición. A uno de los
148 Luis Valle goicochea

chicos se le ocurrió decir que don Ninfo, el molinero, se parecía a Robinson en uno
de los grabados que traía la historia. Algunos niños celebraron el bautizo. Alfredo, su
hijo, que estaba presente, primero amenazó al autor de la pulla y luego se echó a llorar
y quejóse a la maestra. Ella, muy abatida, tuvo una amarga reprensión para todos.

—Yo que esperaba —dijo— que todos se querrían como hermanos; que lo
esperaba como otra madre que soy de ustedes, tengo que llorar porque hay uno
malo, muy malo.

No habló más. La enorme habitación se colmó de un silencio triste. La maestra


recitó las oraciones cotidianas a coro con nosotros y nos despidió uno a uno, como
los otros días, pero dolidamente. Afuera ya, yo me encaré con Celso, autor de la
ocurrencia infeliz. Estaba avergonzado.

—Lo dije —me explicó— porque es barbón y vive en su molino solo, como
Robinson en su isla... Lo dije sin pensar que hacía mal...

Pero Celso tenía una mirada torva y un genio arisco. Hacía tiempo que su
conducta era perversa. Sabíamos que en su casa se le castigaba a menudo. Ni estu-
diaba ni dejaba estudiar. Tuvo que acabar por no venir más a la escuela. La maestra
aprovechó la coyuntura para dedicarnos una nueva plática.

—Roguemos a Dios porque lo reforme —empezó—. No nos debemos alegrar


de que ya no venga —continuó—. Tengámosle lástima más bien. Por lo demás ya
ustedes están viendo que la mala rama, ella misma cae del árbol...

Alfredo, empero, no se contentó. De tal modo le había herido el suceso que ya no


quería volver a la escuela. Lo trajo un día su padre, don Ninfo, quien rogó a la maestra
que le ayudase a convencer a su hijo que lo ocurrido no era nada trascendental.

—¡Cosas de chicos! —dijo ella por todo comentario.

Alfredo se avino a volver. Tornó a reinar la armonía en la escuela. La maestra


se puso contenta y nos instó a estudiar con ahínco, pues, faltaba ya poco para los
exámenes finales.

Empezó el repaso de las lecciones. Debí pensar en que ese era mi último año en
la escuela. Después me esperaban: la ausencia, la permanencia en un medio lejano, el
no ver los amados parajes que por entonces veían mis ojos, y en fin, tantas cosas, quizá
amargas... Me puse meditabundo... Era triste dejar la casa, el pueblo, y en el pueblo,
la escuela, y en la escuela, a queridos compañeros.

Los Fernández me habían contado que tampoco ellos regresarían el año


próximo. Conmigo terminaban sus estudios elementales diez compañeros más. Cada
Los zapatos de CordobÁn 149

cual tomaría su camino, en busca de su propia dicha. Las dilecciones de la maestra


eran para nosotros, los que íbamos a alejarnos para siempre, en el aconsejar la bondad,
en el dar ánimos para el estudio, en urgir el bien, en el recomendar buenos modales...

Si hubo instante en que mi viaje en inminencia cobró el prestigio de una magnífica


aventura, ahora en mi ánimo vencía el apego a la querencia. Dejar de ver los caminos
bordeados de pencas azules, de acudir al río y dejar de cobijarme a la sombra de sus
alisares; dejar de hundirme en sus aguas corrientes y tónicas; renunciar al recreo que
me daban las perspectivas brumosas que se ofrecían al pueblo, era doloroso... El solo
considerarlo me hundía en un hondo abatimiento. Pero no había remedio. Era por mi
bien según decían mis padres. Alfredo, el buen Alfredo envidiaba mi suerte y me decía:

—¡Qué más quieres! Vas a conocer otras tierras...

CAPÍTULO VI

Alfredo evocó sus primeros días escolares. Me contó la historia, que era así:

Madrugó aquel día el primero de clase. Sus ojos buenos abriéronse a una
mañana neblinosa de marzo que empañaba los cristales del cielo y la distancia.
Corrió hasta el regato frío, se lavó la cara y las manos y viéndose en el espejo del
agua, se alisó los cabellos. En la humilde cocina de la casa, mientras tanto, su madre
aderezaba al par que su almuerzo, el fiambre que había de llevar. Su padre que hacía
sacrificio de la ayuda filial, oteaba el horizonte, tratando de encontrar con los ojos
los bueyes de la casa, en algún punto próximo o remoto, dentro de los terrenos de
la heredad hogareña: El Molino. El ganado llenaba el ámbito con sus trémulos
balidos incesantes.

—Ay, taitito —exclamó de pronto el molinero—. Parece que va a llover. ¡Pobre


mi cholito! —lo dijo como monologando. Doña Simona, su mujer, que le había escu-
chado respondió desde la cocina y en medio de sus afanes:

—La Virgen del Rosario no ha de querer.

Y llamó:

—¡Alfredo... Alfredo! Ven ya... El sol va a salir... No sea que llegues tarde.

El chico que sentía una dulce inquietud, acudió sin decir palabra: buscó, cerca del
fogón, un banquito bajo, sentóse y recibió de manos de su madre un plato humeante.
Comió con premura, cargó el fiambre y puso una mano en el hombro de su madre,
mientras le daba gracias y se despedía:
150 Luis Valle goicochea

—Dios se lo pague, madre. Hasta luego.

—Hasta luego —respondieron a coro ella y el padre.

Alfredo tomó por el camino ancho y sombreado que va a La Soledad, tocando


en Llacuabamba; por el camino que ata su residencia solitaria del molino con el
pueblecito de su escuela. Le parecía que el camino se mecía colgado por orillas
opuestas de la niebla. Ya en el pueblo de Llacuabamba llamó a sus primos Celia y
Domicilda, a Goyito y a Erasmo y con ellos prosiguió a la escuela.

Los magueyes se levantaban orillando el camino, como el deseo torturado de


las pencas verdeazules. Y entre las pencas, gloriosa y linda, una vegetación de múlti-
ples arbustos se escondía... Pasaron los arroyos de El Caballito y de Santa Rosa.
La neblina no les permitía ver el pueblo de La Soledad a cuya escuela empezaban,
ese día, a concurrir. Después de una hora de viaje, el pueblo cordial los esperaba.
Llegaron a tiempo, en el mismo instante en que la maestra abría la escuela.

Un grupo rumoroso de chicuelos, apenas las puertas giraron dejando paso libre,
entró apresuradamente. Todos los niños se alinearon al pie de las bancas corridas:
los hombres a un lado, las mujeres al otro, bajo la mirada infinitamente dulce de la
maestra. Alfredo hizo memoria, en esa ocasión, de otro día pretérito: aquel en que
llegó con sus padres al mismo local, para ser inscrito como alumno en el Registro.
Sus ojos buscaron en la pared las imágenes que presidían el afán entrañable de la
escuela. Después divagaron buscando el termómetro, los útiles de geometría, los
tinteros, los compases en cajas de colores claros, unos pendientes en otro lado de la
pared, otros agrupados en las anchas repisas destinadas para ello.

La maestra dejó su sitio y se ocupó en señalar a cada cual su lugar. Le corres-


pondió a Alfredo sentarse al lado de Carmelo Fernández, aquel muchachote montaraz
y corpulento, no embargante, afable. Ambos se midieron con los ojos, con inocente
curiosidad y luego conversaron así:

—¿Tú vas a aprender a leer?

—Sí, ¿y tú?

—Yo también.

Y fueron amigos desde esa hora.

Luego vino la repartición de libros. A Alfredo, igual que a Carmelo le tocó una
cartilla nueva. Ambos las recibieron de manos de la maestra, a la vez que escuchaban
la recomendación maternal de cuidar que no se ensuciaran y de quererlas. Cuando
ya todos tenían su respectivo texto, les fue señalada la lección a los más adelantados,
Los zapatos de CordobÁn 151

y los niños de primeras letras, a un llamado de la maestra, la rodearon en corro. Ella


los exhortó de nuevo a querer los libros, así:

—Al libro le duele cuando se le rompe una foja, o aunque sea un pedacito de la
foja... A ver, adelante, vamos —agregó— : esta letra se llama a, esta, b...

Los pequeños seguían, esta vez mirando en un infolio grande de claros carac-
teres, el dedo de la maestra que señalaba las letras, a tiempo que ella las cantaba con
voz pausada. Después, uno por uno recibieron la misma lección...

Alfredo se sentía feliz. La escuela era dulce como el campo, apacible como
el cielo de junio, querida como la casa. Recordó a su padre a quien ayudaba en la
labranza de la tierra, a quien acompañaba en sus excursiones dentro de los linderos de
la posesión familiar y a su madre, cuyos recados al pueblo cumplía siempre. Pensó:
¿quién guiará la yunta en las próximas siembras? No sería por cierto él, como en la
ocasión anterior. No podía ser él, porque tenía que concurrir a la escuela. Pero Alfredo
sabía bien que su padre no se lamentaba de la falta que le hacía el hijo y que más bien
solía declarar:

—¡Que aprenda nomás, que aprenda, para que sea un buen hombre!

Las nieblas pertinaces y la lluvia venían cada día sobre el pueblo. Todas las
mañanas, al salir de su casa, Alfredo iba con un ansia: la de encontrar limpio y azul
el cielo de La Soledad, pero al llegar al altanazo desde donde se divisaba el pueblo
en los días claros, sentía como si la niebla se le hubiese adelantado y lo cubría todo,
hacia delante, hacia la izquierda, hacia la derecha y por último que había encerrado
el camino a sus espaldas. Apenas si dejaba una pobre visibilidad que mal permitía
ver el camino. Venía con sus cotidianos compañeros de viaje, en una bandada
estrecha, pero sin decir palabra. Acudían a sus oídos las extrañas palabras de su
padre durante algún insomnio; palabras que le anunciaban un mundo no sabía si
de hastío o de obsesión dolorosa. Alfredo, entre sueños, las había escuchado más de
una vez y había sentido que su padre, después de agitarse en el lecho, volvíase a la
pared exclamando:

—¡Al fin, que todo sea por mi hijo!

¿Qué palabras eran aquellas? Alfredo no sabía o no quería repetirlas. Respeté


su discreción.

Los pequeños con quienes se acompañaba iban alegres y parleros, arrancando


flores para llevárselas a la profesora, marchaban cantando o refiriéndose unos a
otros, algún suceso hogareño. Celio contó, por ejemplo, que una mañana entró a su
casa un extraño insecto de alas como de cristal delgado, las que, al caer, escondió
152 Luis Valle goicochea

bajo los élitros flamantes. Que su madre entristeció al punto y habló de malas
cosechas. Goyito ofreció a sus amigos traer al día siguiente un delicioso fiambre de
hongos.

—Ayer —les contaba— mi tío Marcelino nos trajo una buena cosecha de ellos.
Son muy ricos. Hoy ha ido de nuevo al monte y seguramente ha de volver trayendo
más...

Eran puntuales todos los niños de la bandada en llegar a la escuela, y a la salida


del mediodía, juntos, sentábanse al lado de la fuente. Desataban sus atados de fiambre
y comían alegremente. Después de beber en la fuente se echaban a correr, hasta que
aparecía al fondo de la calle, la silueta pequeña de la maestra. Corrían a darle el
encuentro y la seguían hasta que abría las puertas y siempre eran los primeros en
llegar...

—Llacuabamba es triste; hace mucho frío allí. Cuando se meten las manos en
el agua, al alba, duelen de lo fría que está —decía Celio.

Alfredo respondía:

—El Molino es más triste todavía ¿No ves que queda más arriba?

Era así: Llacuabamba se moría de frío. Por entre los sembríos, a ras de tierra;
por encima de los árboles altos; en las casas, al lado de la iglesia, corría un aire helado
y triste. Venía quien sabe ese viento, de las cordilleras próximas que se veían azules
por lo altísimas y rematando en nieve. El monte más alto, el Cerro Negro, tenía una
base tan ancha que empezaba al lado del pueblo y su cúspide quedaba muy allá y muy
arriba.

La Soledad, en cambio, tenía una tibieza amable. Respirando su aire tónico


se sentía a veces un vigor que se volvía entusiasmo y ganas de leer sin descanso;
otras veces, casi siempre después del mediodía, causábanos una lasitud cordial que
predisponía al ensueño... Cuántas veces, desde la plaza del pueblo, Alfredo quedó
avizorando los caminos y en su corazón hubo un latido de inquietud. Eso en los
días en que el tiempo era despejado y apacible el cielo. Pero otros días, cuando la
niebla rodeaba la escuela, el pueblo y quién sabe todo el mundo, le bastaba a él pensar
en su querencia y endulzarse en ese amor compuesto por humildes afectos: la casa,
la escuela, el camino de la casa a la escuela; sus padres, sus pequeñas propiedades,
El Molino entre ellas; su maestra y nada más. La niebla que lo reducía a su inti-
midad, era como una protección de las cosas amadas, contra el anhelo aventurero que
despierta en el alma frente a la distancia y los caminos...
Los zapatos de CordobÁn 153

Cada mañana Alfredo había de hacer el viaje hasta La Soledad, desde El


Molino, pues Llacuabamba era como la mitad del camino y allí le esperaban sus
compañeros de la escuela y allí los dejaba al regreso. Hasta Llacuabamba a la venida
y desde allí, al regreso, iba solo, con sus pensamientos, por un camino escabroso y
difícil. ¡Cuántos días le tocó al pequeño escolar venir bajo una lluvia torrencial y llegar
calado de humedad a la escuela! Pero no perdía el afán entusiasta de aprender. En
aquellas mañanas invernales, dándole ánimo, le despedía la voz paternal:

—Anda nomás. Ya va a pasar el aguacero.

No le acobardaba ningún contratiempo; estaba hecho para sumar sin amilanarle


penas mayores. Muchas veces estuvo el día entero bajo la lluvia tenaz, ayudando a
su padre en las faenas del campo, ni nunca se sintió cansado o enfermo guiando a la
yunta en las penosas jornadas de las siembras...

Terminaba el mes de marzo y las lluvias eran menos copiosas. Alfredo se entre-
tenía a veces, separándose de sus compañeros, en observar cómo iba acercándose o
cómo retiraba el ala la tormenta... A veces las perspectivas cotidianas desaparecían
tras la brumosa faja de la lluvia, pero, poco a poco, el horizonte iba aclarando, hasta
recobrar su tonalidad de antes.

Gustaba Alfredo de llevar consigo su cartilla todos los sábados y en los ratos
propicios del domingo, repasar y repasar en alta voz, sentado en la puerta de su casita.
La madre que iba y volvía quedábase mirando con orgullo al hijo aplicado. El padre,
al volver de cualquier breve excursión mañanera, requerido por el temor de que sus
animales pudieran ir al daño de los sembríos, compartía la satisfacción materna, y
feliz como nadie miraba al pequeño quien con el libro sobre las rodillas, leía y leía, sin
apercibir de la presencia de su padre. Precisé recuerdos: yo había sido testigo de lo que
Alfredo me contó y de lo que sobre él me habían contado. Aquí se rompió la evoca-
ción. Un recuerdo distinto despertó en mi memoria: el de Bertila, la pequeña escolar
que tuvo que seguir a su madre que se ausentó a tierras extrañas. Tengo presente, con
vivos detalles, cómo llegó a la escuela. Fue así:

Aquel día, uno de los primeros de labores, hubo una interrupción en el trabajo
escolar. Mediaba la mañana, cuando quitándose el ancho sombrero raído entró de
sopetón una campesina gruesa y lenta. De la mano traía a una pequeña de peinado
fresco y de ropas humildes pero limpias. Cerca de la mesa del centro se detuvo y sin
mostrarse sorprendida miraba a todas partes. La maestra, entonces, levantándose se
dirigió a ella. Apenas la tuvo cerca, la desconocida abrió los brazos y apoyó la frente
en el hombro de aquella.
154 Luis Valle goicochea

—Mamacita —le dijo, y se cortó bruscamente.

La maestra enrojeció. La pequeña, cuya mano había soltado la recién llegada,


prendiéndosele a la falda, giraba azorada la cabeza. Todos los niños habían enmude-
cido y, extrañados unos y conmovidos otros, asistían con abismados ojos, a la escena.

La campesina soltó a la maestra y señalando a la pequeña le dijo:

—Aquí le traigo, pues mamacita a mi hijita para que le enseñe usted a leer como
a mí me enseñó. El otro día apuntó usted su nombre. Vino el Fabián mi primo a
firmar, porque yo no estaba aquí...

La maestra aparecía como anonadada. Al fin logró decir:

—Está bien. Déjala nomás, Evarista...

Y le dio una palmada en el hombro, despidiéndola.

Una alumna de las mayores, dijo:

—A esa, la maestra le enseñó a leer.

Los escolares repartieron sus miradas entre la mujer que se alejaba y la maestra.
Esta, mientras tanto, cogiendo de la mano a la rapaz, la llevó al lado de Susana,
alumna adelantada. La pequeña al llegar al banco, volver la mirada y ver que su madre
habíase marchado, se puso a llorar. Susana trataba de consolarla.

—¿Cómo te llamas? —le preguntaba. Y le prometía—: A las once que salgamos


te voy a convidar fiambre ¿quieres?

Al fin calló y declaró llamarse Bertila. Ayudó a consolarla una cartilla que le
entregó la misma maestra. Se enjugó las lágrimas y puso atención a Susana, la encar-
gada de enseñarle las primeras letras.

Bertila era pequeña hasta no más, regordeta y colorada. A la salida casi todos los
niños de la escuela la rodearon para acariciarla.

***

Bertila concurrió a la escuela solo una cuantas semanas. Pronto, Evarista, su madre, la
llevó consigo. ¿Qué secreto era ese que había arrastrado a las dos a un pueblo remoto?
Doña Evarista, vecina del lugar, nacida en el pueblo ¿cómo pudo resolverse a dejarlo?
Bertila con ella, se alejó llorando. Por toda explicación nos dijo al despedirse que
tenía que acompañar a su madre que se iba lejos, no sabía dónde, “a buscar la vida”.
Los zapatos de CordobÁn 155

Alguna vez yo había oído hablar de la estrecha pobreza en que vivía la infeliz y esto
sin quejarse... La conocían en el pueblo con el mote de “la pata de perro”, aludiendo a
su inquietud y a su insatisfacción y en razón de no sé qué locuras juveniles. Lo cierto
era —y esto lo oí de sus labios— que había viajado mucho.

—¡Vaya con la mujer que no puede estar tranquila en ninguna parte: parece que
tuviera gusanera! —dijo por ella el aya cierta vez...

Había ido doña Evarista hasta la montaña en un riesgoso viaje, durante el cual
tuvo que pasar ríos caudalosos sobre puentes cimbreantes de bejuco; caminar descalza
y perdida días enteros, y todo ¿para qué? Para nada, porque sí. No hacía de ello mucho
tiempo y ahora, de nuevo, se marchaba movida quién sabe por qué dolorosas ansias.
Ella misma guardó el enigma de su viaje. Pero ahora iba con Bertila, su hija única, y
nos dolíamos por la chica que tendría que sufrir sabe Dios qué rigores del hambre y
del sol y viajar por rutas de incertidumbre.

Para mí, doña Evarista era el símbolo cabal de la aventura. No se me escapaba


el dolor que lastimaba esa vida inquieta, el desasosiego de ese corazón, la sed de esos
ojos; sin embargo, en lo íntimo, la envidiaba. Tanto tiempo hacía de su ausencia y era
como si hubiera muerto: ninguna noticia de ella nos llegaba.

En cambio tío Daniel con sus ochenta y cinco años bien llevados y sus cuatro
generaciones viviendo en la misma casa, sin apartarse del hogar, era el caso opuesto.
Nació en el pueblo, creció allí y allí vivía, sin que jamás hubiese osado alejarse más de
una legua a la redonda.

—Cuando salgo de la casa —decía—, pasado un rato, yo no sé qué me pasa,


que ya no tengo gusto para nada. Solo me tranquilizo cuando emprendo la vuelta!...

Me parece que lo estoy viendo. Recio como cedro del Marañón, calmado en sus
modales. Bajo el ancho sombrero de paja, la faz angulosa; ojos serenos y unas blancas
barbas patriarcales. Su entretenimiento era la busca de oro nativo en el río cercano
y el cultivo de sus chacras el principal de sus quehaceres. En sus ratos de ocio solía
llegarse a la casa y sostener con mi madre —su prima— deliciosos diálogos evoca-
dores. Se quejaba del frío vespertino a veces, y era este su fino modo de rogar por una
copita de buen pisco, que nunca faltaba en casa. Se la bebía de un sorbo y al par que
carraspeaba, celebrando la buena calidad del licor, se frotaba las manos agradeciendo
así el agasajo.

Tío Daniel era la historia viviente del pueblo. A más de su buen natural, era un
magnífico animador de las sencillas fiestas lugareñas. ¡Había que verlo bailar! Era
entonces un encanto de viejo, ágil como un mancebo que en el trance del baile se
portaba donairoso y regio, alegrando las reuniones de la fiesta. Se gustaba de hacerle
156 Luis Valle goicochea

repetir el baile, previo avío que se le hacía del ánimo, con unas copitas de licor. Tenía
el garrido anciano el sentido de la medida: nunca desentonaba en nada. Solo cariño
y respeto despertaba su figura.

Tío Daniel había visto derrumbarse unas casas y levantarse otras nuevas; había
visto renovarse los árboles y partir a muchos viajeros, y permanecía impasible ante
los caminos que despertaban mi inquietud. Inútilmente pretendía yo asomarme al
misterio de su vida, callada como un remanso, dueña de una paz que se transparen-
taba en sus ojos, libre de luchas. ¿Era ciertamente así? ¿O acaso el buen viejo sofo-
caba, heroico, secretos gritos interiores?...

En los ojos de doña Evarista había visto yo, algunas veces, lágrimas. Su faz
amarga hablaba de un río interior de largas incertidumbres y de irremediable
descontento.

Tío Daniel era el signo de la monotonía resignada. Doña Evarista lo era de la


angustia de lo lejos, de la sed sin nombre de otros aires y otros pueblos...

Y mi vida, mi propia vida —lo sentía con precoz percepción— oscilaba en la


dulce mañana de la infancia entre estos dos opuestos polos: insatisfacción, acaso
aventura y cariño entrañable a la nativa tierra...

Tío Daniel llevaba en sus robustas manos el pendón de las tradiciones y sanas
costumbres regionales. Vívido ejemplo de sobriedad y señorío arrastraban sus
postreros años, pleno aún de energía, de entusiasmo, de indeclinable devoción a la
Virgen de los Dolores, la patrona titular. ¡Cuántas celebraciones de la fiesta habían
visto sus ojos! Celebraciones que sensiblemente habían ido de más a menos, según él
se lamentaba... ¡Cosas de los tiempos!

—¡Quién sino la Santísima Virgen me ha dado la salud y los años que tengo!
—exclamaba—... ¡Quién sino Ella me ha dado el no moverme de sus pies! Yo solo
he cumplido su voluntad toda la vida.

CAPÍTULO VII

Tía Iludia acabó de tejer mi poncho y nos lo avisó a mi madre y a mí. La nueva
prenda de abrigo tenía un color ocre suave, elegido por mí. Tiñeron los hilos las
propias manos de mi madre, quien los escogió con diligencia. Trajo las hojas de nogal
para la tintura la madrina Marianita, quien me recibió en sus brazos cuando llegué
a la vida. Tía Iludia que me quería de veras lo tejió. “Razón de más —decía el aya—
para que el flamante ponchito abrigue de modo excepcional”. Una conjunción de
ternuras me lo procuraba.
Los zapatos de CordobÁn 157

Apenas terminado el tejido, presurosa, mi madre le dio forma y colocó un


ribete fino en las orillas. Mientras lo acababa de coser, me previno que podría
estrenarlo esa misma tarde y así fue. Pero al ponérmelo sentí como un aletazo
de melancolía. Constituía para mí un punto de referencia: el de que me serviría
para el próximo viaje. Su peso suave que gravitaba acariciándome los hombros, me
hablaba sin descanso de las lejanías que me esperaban. Al verme triste, mi madre
interrogóme:

—¿No te ha gustado acaso? ¿Lo querías de otro color, quien sabe? Dímelo,
pues... Aún hay tiempo de hacer otro a tu gusto...

—Pero si yo mismo escogí el color, mamá; estoy contento, ¿cómo no he de


estarlo? —le repliqué haciendo un esfuerzo por sonreír...

—No, hijito: no es así —añadió ella—. Dime, ¿qué tienes? ¿qué te pasa?

Por toda respuesta doblé la frente y busqué su regazo.

Mientras sus trémulas manos acariciaban mis cabellos, yo insistía en que me


dijera algo sobre el río que se pasa siete veces. Me repitió lo que ya otra vez me había
dicho; mas, mi infantil imaginación obsesa no se satisfacía.

—Ya te dio por eso, hijito. Olvídalo mejor; ya lo pasarás a su tiempo —me
suplicó, casi exasperada. Y me invitó a conversar de las otras cosas del viaje. Empezó
a hacer cálculos: si no llueve a fines de marzo, o si llueve poco, podremos salir en los
primeros días de abril... Aunque, según reza el adagio: “En abril aguas mil o todas
caben en un barril”. Y ello había que tomarlo muy en cuenta. Con palabras sosegadas
prosiguió mi madre, distribuyendo las ocho jornadas de la travesía en los ocho días en
que posiblemente la realizaríamos. Me pintó luego la interminable y penosa bajada
al Marañón, el paisaje tropical en medio del cual corre el río y el despertar mágico
del día a que allí, obligadamente, teníamos que asistir. Cada árbol, a la alborada, era
una sonora pajarera. ¡Y qué bien se recibía el alivio de una brisa matutina, después de
una aplastante noche calurosa! Los caminos que venían después eran llanos y suaves
y corrían a través de sembrados y arboledas. Luego había que vencer el paso del bravo
río Chusgón, crecido de seguro, debido al tiempo invernal y dividido su caudal en
muchos brazos que se deslizaban sobre una playa ancha y luminosa. Pero ese no era
el río que se pasa siete veces, no. Este se encontraba un poco después y sus aguas
sabían enfurecerse y rebramar ciertas noches del año... Cristalino en el estío; oscuro,
amenazador y revuelto en el invierno, tenía que ser salvado por todos los viajeros, de
cualquier manera... ¿Qué oculta atracción tenía, qué secreto ocultaba? ¿Por qué el
camino iba precisamente por sus playas y los hombres no cuidaron de llevarlo por
otra ruta?...
158 Luis Valle goicochea

“Tía Iludia lo ha pasado”, pensé. A ella le pediré que me cuente lo que sepa. Sin
aguardar ocasión propicia, a boca de jarro y sin demora, le espeté la pregunta. Ella,
de primer momento, quedó perpleja. Luego me dio una explicación equivalente a la
que había recibido de mi madre. Y en vez de acallar mi curiosidad, por lo confusa que
fue mi tía, creció mi intriga...

El río que se pasa siete veces no dejaba un punto de reposo a mi imaginación.


Ahora, como nunca, sentía la urgencia del viaje que me había de proporcionar la
oportunidad de atravesarlo.

***

Terminó el mes de agosto y las primeras lluvias que todos los años se desataban por
esa época no se hacían presentes. Los naturales, curtidos en las faenas del campo,
año tras año, herederos de la experiencia de sus mayores, meteorólogos intuitivos,
comenzaron a hacer pronósticos poco halagüeños: indudablemente se venía un mal
año agrícola con su cortejo de calamidades... Todos no hacían sino escrutar el cielo y
leer en las formaciones de nubes; después movían desconsolados la cabeza.

—¡Dios se apiade de nosotros!

—¡Ay, Virgen Madre de los Dolores, que no venga la sequía!...

Don Jesús Ampuero, devoto de Santa Rosa de Lima, anualmente, para su fiesta,
sacaba la efigie de la iglesia y llevándola a su casa, celebraba en honor de la Santa,
ruidosas velaciones. Ese año, como nunca, el homenaje en su honra fue un aconteci-
miento. Velas innumerables, música de violines, rezos nutridos y motetes hubo para
Santa Rosa, implorando su intercesión para conjurar la sequía.

Porque, según contaba don Jesús, él la tenía por su única abogada en la Corte
Celestial y por cierto que no podía quejarse. Sus chacras rendían cosechas óptimas y
en la explotación de las minas, no se le hacía de rogar el oro.

Pintoresco hombre era este antiguo vecino, a quien por su nariz aplastada, se le
nombraba “el Ñato”. Si estando en sus cabales alcanzaba a oír el mote, montaba en
cólera y lanzaba una retahíla de denuestos, contra quien había osado semejante cosa.
Pero, nota curiosa, en los muchos días que solía embriagarse, iba por las calles solo,
bamboleante, repitiendo el estribillo:

Enciendan todos la luz,


Que viene el Ñato Jesús.
Los zapatos de CordobÁn 159

Despertaba así la hilaridad de todos y todos podían reír en esta ocasión con toda
libertad, pues el pobre hombre estaba en estado inofensivo.

A mi padre le oía contar un costeante episodio del que fue protagonista el


buen hombre. De la capital de la provincia le llegó el nombramiento de alcalde del
Concejo. El subprefecto que se lo dirigía, finalizaba la comunicación invocando su
patriotismo y buena voluntad para aceptar el cargo, con un párrafo que empezaba
así: “Usted como jefe nato de esa comuna, etc,”. Algún amanuense mataperro o
aleccionado colocó una rayita sobre la n, de tal modo que se leía: “Usted como jefe
ñato...”.

Cuando don Jesús leyó el oficio y encontró que así se le trataba, tuvo un
acceso de furia... Mucha autoridad podría tener el subprefecto, pero nada le facul-
taba para confirmarle, en cierto modo, oficialmente un apodo que le amargaba. Y
en altiva respuesta que dio, rechazó el nombramiento, haciendo una oscura alusión
al motivo. Le costó la renuncia unas horas de cárcel por desacato a la autoridad
constituida.

Después del acaecimiento, andaba corrido, y cuando aparecía en público era


porque estaba ebrio. Iba entonces repitiendo el estribillo consabido: “Apaguen o
enciendan la luz que viene el Ñato Jesús”.

Discurría por las calles monologando, haciendo eses, entre las risas o la indi-
ferencia general... A veces daba con su pobre humanidad en tierra y si algún vecino
caritativo acudía en su auxilio, después de agradecerle, se le quejaba así:

—Esto de no hijos es muy triste —Y se dolía de la esterilidad de su mujer.


En medio de una prosperidad auténtica, sin embargo, él no podía ser feliz.
—No se ha hecho el sosiego para mí —repetía.

CAPÍTULO VIII

Un inesperado repique de campanas puso en gran agitación al pueblo, aquella tarde.


En un abrir y cerrar de ojos la plaza se llenó de gente de toda condición. Mientras se
abrían las puertas de la iglesia, todos repetían la nueva:

—Vienen los padres franciscanos.

Y los ojos de todos convergían en un punto: el camino que llega de la costa.


Miré yo también y pude distinguir siluetas de varios jinetes. Eran hasta cinco y
estaban efectivamente próximos, muy próximos.
160 Luis Valle goicochea

—¡Padres franciscanos! Los padres franciscanos.

Acabábamos de salir de la escuela. Durante la clase había llegado la noticia de su


arribo inminente; por eso, nosotros la tuvimos de sorpresa al terminar la labor diaria
y cuando ya los viajeros estaban en las lindes del pueblo.

De pronto, al grito de “vamos a recibirlos a la entrada”, el concierto de gentes


se desbocó rumbo allá... Con el corazón que se me quería salir por la boca, dando
tropezones, y a trancos largos, yo iba con otros compañeros de clase...

Al pie de la cruz que señala la entrada al pueblo, el disperso grupo se apiñó. Las
campanas gloriosamente seguían anunciando el suceso.

No hubo que aguardar mucho.

—Ya están aquí —Se oyó gritar y con un murmullo sordo se agitaron las cabezas
de todos los que habían acudido a dar la bienvenida a los religiosos.

En efecto, al frente de nosotros, apareció la cabalgata de los viajeros... Las caba-


llerías apuraron el paso al reconocer que llegaba el final, con ansia de terminar viaje...
Los jinetes las detuvieron junto al grupo y ágilmente descendieron. Al poner pie en
tierra, dos de ellos dejaron caer de la cintura donde los llevaban recogidos, sus anchos
hábitos pardos. Eran los padres anunciados.

Descubriéndose la cabeza y algunos con los ojos llenos de lágrimas, los circuns-
tantes se arrodillaban para besarles la cuerda, sus vestiduras o la mano. Yo también,
temblando de emoción acudí y posé mis labios en la manga de su oscura túnica. Los
recién llegados no daban muestra de fatiga y se avenían sonrientes a la bienvenida.

De pronto, retrasadas, acezando, llegaron del pueblo mis hermanas y el aya,


todas quienes se abrieron paso, jadeantes, hasta llegar cerca de los padres. Tenían el
encargo de llevarlos a casa. Los misioneros al aceptar el hospedaje, resolvieron entrar
a pie al pueblo. Otro pequeño y yo nos aprestamos para halar las cabalgaduras. Atrás
de todos venían los otros tres jinetes, que no eran sino graciosos acompañantes de
los frailes.

Al pasar el cortejo por la plaza, se detuvo y todos entraron a la iglesia. Fue para
mí un momento inolvidable cuando los viajeros, al quitarse los sombreros, dejaron
ver sus cabezas rapadas. Solté las riendas del caballo que sostenía y los seguí: no pude
contenerme. Como abobado quedé observando la tranquila expresión de sus rostros,
curtidos por el sol y por el frío, sin duda, en el curso de su duro peregrinaje. Pero lo
que más llamaba mi atención en sus testas rapadas era la corona de cabellos que las
circundaban...
Los zapatos de CordobÁn 161

Cuando ya en la mesa eran atendidos con tazas de café caliente y todos nosotros
los rodeábamos, yo, con la más viva admiración los miraba de hito en hito, atento a
sus palabras, mientras en mi corazón alentaba un secreto afán, súbitamente mani-
fiesto: ser, un día, como ellos.

Los padres quisieron disponer personalmente el arreglo de la iglesia, para


comenzar sus trabajos misionales esa misma noche. Claro que los seguí. Ya en el
templo aguardaban, con el sacristán, tío Daniel, don Jesús, en fin, lo más graneado
del vecindario. Los religiosos se multiplicaban, sin incomodarse, para atender a las
preguntas de grandes y pequeños...

—Hace cerca de cuarenta años que vinieron los últimos misioneros —le oí decir
a tío Daniel...

La presencia de los recién llegados, para muchos era una inefable novedad. Sus
sayales, sus cordones, sus sandalias, llamaban al recuerdo del Pobrecito de Asís y por
consiguiente a la veneración y al respeto.

¡Cuánto tiempo hacía que en la iglesia no se celebraba una misa! El señor cura,
requerido por no sé qué urgencias, se ausentó años antes. Hacía una falta enorme su
figura venerable, su palabra buena y persuasiva que se dejaba escuchar los domingos y
días de fiesta. Desde su ausencia las celebraciones se limitaban a actuaciones civiles y
nos era ajeno el fervor que levanta la bella grandiosidad de la liturgia.

En estas circunstancias la presencia de los hijos de San Francisco reavivó la fe


y despertó el entusiasmo en la vecindad y hasta en los contornos... En medio de una
unción edificante, con la pía contribución de la feligresía, los misioneros iniciaron sus
trabajos. Ni de día ni de noche se daban tregua. Desde luego que yo los seguía a todas
partes, sin cansarme de admirar sus coronas y sus vestiduras. Para ello, muchas veces,
hube de escaparme de la escuela.

Voló el tiempo y cuando menos me lo esperaba, los padres, al cabo de unos


pocos días, anunciaron que proseguirían viaje a la mañana siguiente. Se mostraban
satisfechos de su fugaz estada en el pueblo.

—Muchos frutos se han obtenido. ¡Bendito sean Dios y Nuestro Padre San
Francisco! —declaraban.

La noticia de su ausencia puso una nota de pesar en el corazón de todos, sobre


todo en el mío. Inútiles fueron los ruegos que oyeron para que se quedaran unos días
más; no podían detenerse.

Yo había sido su predilecto durante todo el tiempo y recibí de sus manos,


como recuerdo, un pequeño devocionario que apreté contra mi pecho. Medallitas,
162 Luis Valle goicochea

estampas, escapularios, se derramaban de sus anchas mangas a las manos de niños y


mayores... En un mismo afán de agasajarlos y ayudarlos, nos confundíamos grandes
y chicos, sin dejarlos tranquilos un instante. Ellos daban un precioso ejemplo
de mansedumbre franciscana, al acceder a todo, al atender a todos sin perder la
paciencia...

A cada paso corría yo a un rincón de la casa, a fojear el pequeño devocionario


de que era dueño.

Mi madre, al mismo tiempo, enseñaba a los vecinos un cuadro de San Francisco


de Asís, que era el recuerdo que le dejaban los padres. Se sucedieron las misas, las
prédicas, los bautizos y casorios y una mañana luminosa se llevó a cabo una emocio-
nante ceremonia: una Misa de Rogaciones, pidiendo al cielo agua para los campos
tostados. Precedió a la misa la recitación de las letanías, por los dos religiosos visi-
tantes. La procesión recorrió el pueblo y aun salió discretamente a las afueras. La
presidían los ministros del Señor, revestidos de capas pluviales. Sus voces frescas y
fuertes, modulaban los nombres de los santos y a sus voces respondía el murmullo
sordo, implorante, de las voces de los fieles que se fundían en un solo lamento apagado.
Ese día se suspendieron las clases en la escuela y los niños nos sumamos al acompa-
ñamiento. Hubo un alentar de la esperanza en los corazones: había que confiar en
que las preces que se elevaban al Altísimo, descenderían después, resueltas en lluvia
generosa.

Llegó, pues, la hora en que los hijos de San Francisco debían proseguir sus evan-
gélicas andanzas. Al llamado de las campanas, los vecinos se congregaron en la puerta
de la iglesia. En unos cuantos, todos, absolutamente todos, se habían encariñado con
los buenos misioneros y su partida nos contristaba. Saltaron los peregrinos de Cristo
a sus modestas cabalgaduras, después de bendecir a todos. Ostensibles colgaban sobre
sus pechos, hermosos crucifijos. Cuando partieron los jinetes, todos los fieles acor-
daron seguirlos. Desde luego que yo me confundí entre ellos. Al llegar la comitiva
al río, los misioneros echaron pie a tierra y otra vez se multiplicaron las despedidas.
Hubo lágrimas renovadas y los viajeros escuchaban los ruegos de los circunstantes,
que pedían un pronto retorno. En silencio, con los ojos fijos en los jinetes, estuvimos
durante un largo rato, hasta que se perdieron en la distancia. El retorno al pueblo fue
un silencio y lleno de tristeza.

Ese día y los siguientes, a cada instante, en la casa se hacía recuerdo de los
ausentes. Como se conocía el rumbo que llevaban, a cada hora se hacía el cálculo del
punto que probablemente habían alcanzado en ese instante...

Yo era de los que más los echaban de menos. El devocionario que ellos me rega-
laran lo llevaba siempre en el bolsillo y lo abría a cada paso. Recuerdo bien que en
Los zapatos de CordobÁn 163

las primeras páginas traía los grabados de dos trenes: uno era el tren del Paraíso y el
otro el del Infierno. Sentí un estremecimiento al leer lo que se necesitaba para viajar
en el uno o en el otro. Para ir en el primero era menester ser un niño bueno; para
tener cabida en el otro bastaba ser malo. Ser bueno, ser malo: bien sabía yo todo lo
que entrañaban esas dos sencillas frases. Busqué sin embargo a mi madre, llevándole
abierto el pequeño libro, precisamente en esa página y la confundí haciéndole un
secreto: yo quería ser franciscano. Ella me respondió:

—¡Qué bueno sería!¡Pero aún eres chico!

El tren del Paraíso y el tren del Infierno. Tenía ahora nuevo tema mi imagina-
ción inquieta. ¿Dónde estaban? El librito decía que partían de la estación de la vida y
pintaba el destino de ambos...

¡La estación de la vida! ¿En qué rincón del mundo la podríamos encontrar?...

Interminables horas me pasaba con el devocionario en las manos, obsesionado


con los grabados consabidos, intrigado por su símbolo. Aprendería a descifrarlo,
pensaba yo, si un día llegase a ser misionero franciscano. Y esta idea fija me entusias-
maba y me traía intranquilo...

¡Ser misionero franciscano! Llegar un día al pueblo como los padres que
acababan de pasar; predicar, repartir medallitas y estampas, y proseguir luego por
otros caminos, la cruz a pecho, caballero de Cristo, ¡qué hermoso debía ser aquello!

En la casa advirtieron mi inquietud y hasta sorprendí una conversación de mis


padres, que tomaban en cuenta mis llamantes aspiraciones. Empecé a portarme mejor
y un día la maestra, delante de mis compañeros, me preguntó:

—¿Cierto que quieres ser padre?

¿Cómo lo había sabido? Me puse rojo y no supe responderle. Ella añadió:

—Voy a rogarle al Padre San Francisco para que te haga hijo suyo...

Mis compañeros se alborotaron con la noticia. Me acribillaron a preguntas y


Alfredo, el hijo del molinero, fue el que más la celebró. Dijo:

—Eso está muy bueno. Ya te vas a ir a la costa y allí puedes estudiar para padre.
Volverás después de quién sabe qué tiempo, pero vendrás. No hay que olvidarse de la
tierra de uno. ¿Por qué no me lo habías contado antes?

Quedé mudo y emocionado con la aprobación que daba a mi propósito uno de


mis más queridos compañeros de la escuela.
164 Luis Valle goicochea

—Ya conversaremos después —le prometí.

En tanto, sin descanso, fojeaba y fojeaba el pequeño devocionario, que en ese


instante constituía mi mejor tesoro y era el manual que aparejaba mis nuevas y
secretas inquietudes. Dormía con el libro bajo la almohada.

Quedaron suprimidos los paseos al campo. La maestra dijo que estaban


próximos los exámenes y que no había tiempo que perder. Aprovechando la coyun-
tura nos dirigió una plática a los que, terminados nuestros estudios primarios, ya no
volveríamos.

—Cada cual seguirá su camino —exclamó con la voz estremecida—. Por el


camino que Dios Nuestro Señor le tenga señalado.

Se explayó exhortándonos a no olvidarla, a tener siempre presente la escuela


donde aprendimos las primeras letras. Se renovó mi tristeza: ¡Cada cual por su
camino! Pretendí imaginar el futuro de todos y cada uno del haz de chiquillos que,
hoy por hoy, participábamos de las mismas lecciones, que bebíamos de la misma
fuente... ¡Cada cual por su camino! Yo veía el mío que se perdía lejos, y después...
Después, ¡quién sabe!...

Ya en la escuela, en el curso de un año escaso, tuvimos que dolernos de dos


ausencias: la de Bertila, todavía en este mundo, viajera a esas horas, sabe Dios por qué
rutas desconocidas; y la de Antonio, lejos de la tierra, definitiva, sin remedio...

El año venidero, otros chicos vendrían a la escuela y a su vez se desbandarían


como nosotros al llegar la hora... ¡Cada cual por su camino! Cuántos nos separa-
ríamos para no saber más unos de otros; viviendo, eso sí, con saudade, uno en el
recuerdo del otro... En esos instantes toda mi ilusión de viajar, de conocer tierras
ignotas, caía bajo el peso del cariño a mi pueblo. Y pensé en tío Daniel, firme en su
puesto, leal a su tierra, sordo al llamado de la aventura.

Tampoco nadie se atrevió a pedir que se reanudara la lectura de la “Historia de


Robinson Crusoe”, pese a que habíamos quedado en suspenso en lo mejor del relato,
en el momento preciso en que era máximo nuestro interés por la suerte del héroe. El
solicitarlo nos hubiera traído el recuerdo amargo del torvo Celso y el del momento
duro que pasó Alfredo...

Las lecciones continuaban su curso como un río inalterable. Yo empecé a


aburrirme. Los días iguales, la desesperanza general ante la amenaza de la sequía,
los campos agostados, pesaban en mi ánimo con una crudeza sombría. Las cosas
no alteraban su ritmo exasperante. Pasó el día de la fiesta, sin celebración alguna,
pues el señor cura estaba ausente. Tan solo fue abierto el trono de Nuestra Señora
Los zapatos de CordobÁn 165

y las campanas repicaron: eso fue todo... Allá arriba, en su cámara y rodeada de
flores, apareció la bendita Patrona, con una expresión más sensible de tristeza.
Desde abajo se podía distinguir sobre su pecho el corazón atravesado por siete
espadas, joya de plata, quién sabe exvoto de algún minero favorecido por Ella. De
seguro que en esos días una invisible espada más, hería su corazón: la del flagelo
de la sequía que se cernía sobre el pueblo. Y es que la justicia divina había de
caer sobre todos. Todos eran reos desde aquel día trágico en que manos malditas
robaron la Custodia y profanaron la santidad del templo. El castigo tenía que
venir. La Virgen, con sus ojos suplicantes y llenos de piedad, parecía animarnos
para no dejar en nuestras imploraciones al cielo, para no desmayar en la oración
humilde que pedía el aplacamiento de su justa cólera al Señor... Tenía la faz de
Nuestra Señora de los Dolores una infinita expresión de ternura, que llamaba a la
esperanza. Era Ella la madre única. Ella no podía desamparar a su pueblo. Estaba
presente en sus duelos, acudía solícita cuando la imploraba en sus tribulaciones, y
hasta salía a visitar los campos. La habían visto. ¡Quién sabe también si se llegaba
a la casa de los pobres, cuando ellos dormían! No tenía que tocar: Ella podía pasar
aun a través de las puertas cerradas y abrirlas si fuese necesario, sin hacer ruido,
con su mano que todo lo puede... ¿Acaso cuando estuve enfermo vino a verme?
Creí sentirla una noche, en medio del sueño. Yo le rezaba todos los días, con
devota puntualidad; yo la había rogado y le rogaba que bendijera mi proyecto de
hacerme franciscano; le había prometido volver un día a celebrar su fiesta. Cada
mañana y cada noche le pedía que me diera coraje y resignación cuando llegara la
hora de partir...

Me detuve una vez más en la contemplación de la aldea querida. Asentada en


una breve planicie, que bruscamente se interrumpe al quebrarse en una pendiente
que llega hasta el río, recibe un perenne aire tónico en todo instante. Sus contadas
casitas se adormilan bajo un cielo tranquilo, tranquilo aun en los días encapotados del
invierno. De lejos, por el oeste y por el este, como cerrando el paso, vigilan su ensueño,
altísimos montes legendarios. Por el norte se abre una plácida visión redentora: la
perspectiva de las cumbres de Pias, azules, escarpadas, como triunfadoras del tiempo
y de la muerte. Un signo de eternidad flotaba sobre agujas, en la distancia. Y aquí,
más cerca, los saúcos melancólicos y los viriles eucaliptos dando su dulce sombra; y en
estos árboles, enjambres de pájaros que despertaban con el día... Las callejas tortuosas
y a ambos lados las filas de casitas, una de las cuales era mía, tibia como un nido,
dueño de mi corazón y mis secretos… Y todo esto iba a acabar un día, por permisión
divina. Lejos, muy lejos, me aguardaba la ciudad con sus urgencias, con un distinto
clima. Otros ensueños y otras costumbres me esperaban allá, a eso me sometería mi
extrañamiento del lar adorable. Vino a sacarme de estas cavilaciones la voz de mi
padre, quien me preguntó:
166 Luis Valle goicochea

—¿Por qué estás triste? ¿En qué pensabas?

—En el viaje —le respondí.

—No es tiempo aún de pensar en eso... ¡Vamos! —me replicó animoso. Y me


llevó consigo. Es que le había suplicado a tío Daniel que me cortara el pelo.

Tío Daniel, a más de ser el árbitro de las menudas contiendas lugareñas, se


ocupaba en menesteres de sastrería y por añadidura era uno de los pocos ciudadanos
que sabía cortar el pelo, en el pueblo sin peluquerías. Tanto atendía una consulta
sobre trámites de justicia, como confeccionaba un par de pantalones. Era asimismo
el parlante reglamento de usos y costumbres y nada se diga de sus conocimientos del
calendario. Era, pues peluquero por afición y además sin interés. Sin trepidar se alla-
naba a arreglar el cabello de cualquiera; pero, eso sí, quien lo solicitase tenía que llevar
tijeras, toalla y peine. En la casa me aviaron con esos útiles, como de costumbre, antes
de enviarme en busca del tío peluquero. Él me recibió con su cariño de siempre y se
avino a cumplir el encargo de mi padre, pero con una condición: la de que permane-
ciese quieto, pues lo cierto era que en las anteriores ocasiones le había hecho trabajar
con exceso y con dispendio de energías nerviosas; ello por estar moviendo la cabeza...

“Te voy a cortar una oreja de repente”, repetía tío Daniel, previniéndome a
cada instante para que permaneciese quieto. Pero era inútil. Bien decía su mujer, tía
Antuquita:

—Es igualito a los pajaritos, que no pueden tener sosegada la cabecita...

Mientras yo me colocaba la toalla al cuello y tío Daniel examinaba las tijeras,


hicimos un contrato: yo me portaría reposadamente a cambio de que él me hiciese
corona, igual a la que llevaban los franciscanos que pasaron. Aceptó el buen viejo y yo
puse mis cinco sentidos en portarme tal como él me lo pedía. Tío Daniel empezó su
labor: sentía yo la caricia de las tijeras en mis cabellos y me imaginaba que la corona
iba apareciendo.

No veía la hora de que tío Daniel acabase, para volar a casa y verme en el espejo.
Cuando él me dijo “ya está” partí como una exhalación. Sin darle siquiera las gracias.
En la casa me esperaba un gran desencanto: el espejo me probó que tío Daniel me
había defraudado. Me eché a llorar.

Tío Daniel temblaba cada vez que había de rebajarme el cabello. Era demás
que me obsequiase con el préstamo de la efigie que él guardaba y tener la cual en mis
manos, era mi encanto. Era la antigua imagen de madera de un santo desconocido
que tenía truncos los brazos y a la que yo conocía con el nombre de Santo Ventura,
por una ocurrencia sin motivo. Era, pues, mi placer más grande tenerla en mis manos
Los zapatos de CordobÁn 167

y contemplarla, contemplarla sin descanso. Pues bien: ni esa oferta, que era el mejor
premio que me pudiera ofrecer, pesaba en mi modo de comportarme. Veces hubo en
que se hizo necesario llamar a mi madre para que me sujetase la cabeza y tío Daniel
pudiera cumplir la tarea.

Aquel día en que el tío Daniel me había engañado soberanamente, no solo me


aplastaba una desilusión, sino que alentaba en mí un sentimiento de aversión, que
nunca antes de entonces había sentido contra el tío Daniel, quien era la víctima de
esa ojeriza solo por no haber accedido a mi ruego. Me propuse no consentir más en
que él fuese quien me cortara el pelo. De allí en adelante solo acudiría a pedírselo a
don Mercedes Cueva, otro de los peluqueros gratuitos que podría reemplazar y con
ventaja para mi modo de pensar de esa hora, a tío Daniel. Renovaría mi súplica ante
él y de seguro con éxito. Me puse a esperar la oportunidad de intentarlo.

CAPÍTULO IX

—Magnífico, espléndido —dijo mi padre frotándose las manos, al ver la pared acaba-
dita de encalar por don José Adrianzén. El viejo, por su parte, con la voz que hacía
cavernosa un defecto nasal, repitió la cuarteta con que solía expresar, extrañamente,
su satisfacción:

Da dos vueltas a la llave


y aldaba tu corazón;
y cuando resulte el robo
echa la culpa al ladrón.

Y soltó una rebotante carcajada.

Adrianzén era el mejor albañil de la provincia. Andaba, jinete en un caballo viejo


y flaco, de pueblo en pueblo, cumpliendo compromisos. ¡Y buena plata que ganaba!
El tiempo le resultaba corto para atender las solicitaciones que recibía. Llamaba
“paisano” a mi padre, pues ambos eran de Trujillo y hasta creo que condiscípulos
en su lejana infancia. Los días que hubo de permanecer en casa, los diálogos evoca-
dores entre ellos se sucedían sin descanso. Unidos en el recuerdo de la tierra remota,
conversaban y conversaban. No importaba que las más de las veces el albañil estuviese
ocupado: mientras trabajaba sostenía la animada charla. Yo no perdía detalle de los
coloquios, a través de los cuales surgían en mi imaginación la figura señorial de mi
abuela, aún desconocida para mí, las de mis tíos, residentes todos en la ciudad a la
que pronto iba yo a marchar. Y algo también se trasuntaba del ambiente de la capital
168 Luis Valle goicochea

en la parla que consignaba nombres y sucesos familiares para los interlocutores, de


seguro... Su diálogo interrumpido y reanudado luego, me iba dando poco a poco, la
clave del clima que ya me esperaba. La gran casa paterna, la gran ciudad donde nunca
llueve fuerte, la canícula de allá y la fuga de sus gentes a la orilla del mar huyendo
de la población castigada por el bochorno veraniego, las romerías tradicionales, etc,
desfilaban en las sabrosas conversaciones. Y en esos instantes triunfaba en mi espíritu
el afán del viaje, acallando la otra voz que me llamaba a detenerme un punto en lo
que había de dejar.

De labios de Adrianzén supe la propia historia de mi padre, a quien nunca se la


había oído, joven aún, atraído por el embrujo de la región minera, dejó hogar y ciudad
natal, hacía muchos pero muchos años. Acaso trajo la esperanza de volver pronto, mas
el lugar lo cautivó y quedase entre sus gentes zahareñas y entre sus árboles cordiales.
Claro es que más de una vez leí en sus ojos la nostalgia de los suyos y de las amadas
cosas distantes. Pero era una nostalgia tranquila, que se resignaba, buscando en los
panoramas que entonces tenía ante sí, un alivio y hasta, quién sabe, un olvido bueno.

Cada semana, por el correo, con una puntualidad asombrosa llegaban las cartas
y los regalos de nuestra abuelita para mis padres y para nosotros. Curiosos juguetes,
libros de cuentos, carteritas con brillantes monedas nuevas, en fin, todo un surtido
de finezas. La llegada del correo era siempre un acontecimiento y el día para el que
estaba señalado vivíamos, desde temprano, pendientes del camino. ¡Y qué estallido de
alegría era el nuestro cuando descubríamos allá lejos, la silueta del postillón tras las
acémilas cargadas! Más tarde llegaba mi padre a la casa con las cartas y encomiendas
esperadas. Los pequeños, entonces, nos abalanzábamos sobre él para ayudarle a
desatar el paquete o quedábamos en silencio para escuchar la lectura de las comuni-
caciones familiares.

Apenas aprendimos a escribir, papá nos dictó una carta para abuelita. Primero fui
yo, después Juan, luego Clarita. Con qué secreta inquietud esperábamos la respuesta,
y cuando la teníamos, al cabo de tres o cuatro semanas, leíamosla con fruición única.
Era como si el hecho de recibir una carta nos convirtiera en importantes personajes.
Tengo muy presente cuando me llegó la primera, una que me dirigía mi buena abuela:
después de leerla yo, por mi cuenta y riesgo, una, dos, tres veces, se la leí, uno por uno,
a mis hermanos, a tía Iludia, al aya, a todos los habitantes de la casa. Enseguida la
guardé como una reliquia invalorable...

Aún platicaban aquella tarde en que Adrianzén acababa de culminar su labor, él


y mi padre, cuando la campana de la torre llamó al Ángelus... Mi madre, que en ese
momento llegaba junto a ellos, se arrodilló en el umbral de la puerta y rezó:

—El Ángel del Señor anunció a María.


Los zapatos de CordobÁn 169

Todos los presentes le hicimos coro. Después siguiendo una costumbre familiar,
los pequeños dimos las buenas noches a los mayores y todos los criados vinieron a
hacer lo mismo con mis padres. Aún no se acababa el eco de las salutaciones, cuando
se oyó un sordo estrépito: en el cerro fronterizo ocurría un desprendimiento de rocas.
El suceso, según vaticinio de los lugareños augures, significaba que proseguiría el
verano. Alguien lo recordó en el corro familiar y mi madre al escucharle, exclamó con
las manos entrelazadas sobre el pecho:

—¡Misericordia, Señor, misericordia!

El aya, con igual ademán, añadió estremecida:

—Ay, Señora de los Dolores... ¡las cosechas!

Hubo un momento de incómodo silencio. Lo interrumpió mi padre para pedir


permiso e ir a encender la lámpara. Su luz pareció sacarnos de la abstracción en que
nos habíamos sumido. Adrianzén tuvo el acierto de comenzar el relato larguísimo de
chascarrillos que oíamos con delectación hasta los niños... Era una de sus habilidades,
a más del badilejo... Nos amenizó así, muy bien, la espera de la comida. Mi madre, a
modo de cumplido, le expresó:

—Nos ha dado usted, señor, un buen aperitivo.

—Cuando se le ofrezca, señora —le replicó riendo.

En jocosidad de buena ley y en refranes, nadie aventajaba a nuestro huésped. Así,


pues, hizo transcurrir la última reunión familiar en que nos acompañaba, sin sentirlo.
Al día siguiente proseguiría sus andanzas. Levantaban ya los últimos platos, cuando
llamaron a la puerta. Mi padre, en persona, acudió a abrir. A poco, regresaba portando
unas alforjas y acompañado de un hombre menudito y gordo, de expresión afable.

—Adelante, señor —díjole mi padre al llegar a la puerta.

—¡Si es don Moisés Más! —exclamó mi madre saltando de su asiento—...


¡Adelante!... ¡Adelante!

El recién llegado era un antiguo conocido de la casa: de allí la efusión que


despertaba su presencia y la cordial confianza con que se le acogía. Después de los
saludos y presentaciones, Adrianzén, socarronamente, dijo:

—Se renovará la mesa...

En un dos por tres se le improvisó cena al nuevo huésped, quien la tomó


con avidez, pues acababa de vencer una jornada que visiblemente le había dejado
hambriento y fatigado.
170 Luis Valle goicochea

—No se preocupe usted del caballo —le anunció mi padre—, yo mismo lo


desensillaré y lo pondré en lugar seguro.

Y añadiendo: “Voy a buscar forraje”, salió llevando una linterna en la mano.

Bien sabía yo quién era don Moisés Más y de dónde venía. Venía de Huama-
chuco y esa vez nos visitaba después de una larga ausencia; tan larga que yo apenas si
recordaba de él. Oía decir que era agente viajero, sin llegar a comprender cabalmente
lo que eso significaba. Como era yo un impenitente preguntón, desde luego que le
interrogué cuáles eran sus ocupaciones. No satisfizo mi curiosidad como yo espe-
raba, pero determiné no insistir sobre ello. De lo que yo estaba seguro, eso sí, era de
que tocaba la guitarra a las mil maravillas. Me urgía un secreto deseo de oírle en tal
menester y la petición pugnaba por salir de mis labios. Pero no tuve que hablar, pues
mi madre se lo pidió, presentándole antes su excusa:

—Qué dirá usted, señor, que ni siquiera lo dejamos descansar; pero nos avisó
usted que mañana mismo tiene que seguir viaje y no queremos perder la ocasión.
Estamos ansiosos por escucharle.

—¡Qué ocurrencia, señora! —le interrumpió él—. Con mucho gusto lo haré...
¡Venga la guitarra!

A poco apareció mi hermana mayor trayendo el instrumento. Había ido en su


busca desde antes, dando por descontado que el huésped no se haría de rogar para
pulsarla. Él la recibió con gusto. Mientras don Moisés se entretenía en templarla trabó
nueva charla con Adrianzén, con quien había hecho muy buenas y repetidas migas.
Resultó que los dos llevaban el mismo destino: se pusieron, entonces, de acuerdo para
acompañarse en el viaje.

Empezó a tocar el músico y el que más gozaba, oyéndole, era mi padre, quien, a
cada paso, le pedía que ejecutara tal o cual pieza conocida, o le hacía repetir alguna, a
la vez que llevaba el compás con los dedos, tamborileando en la mesa. Yo, ni se diga
que no estaba embelesado. La sesión fue de lo más grata. A la más leve insinuación, el
ejecutante atendía los pedidos de todos, sin demostrar la más leve fatiga. Nos dieron
así las doce de la noche. Don Moisés se despidió con un pasodoble, en cuyo cumpli-
miento estuvo formidable al decir de todos. Trinaba la cuerda prima en los acordes
precisos, gárrulos como pechos infantiles, y le replicaban el bordoneo sonoro, para
acordar ambos en el ritmo macizo y pletórico, entusiasta y bien marcado de la pieza
inolvidable. Dando un bostezo se incorporó Adrianzén.

—Bien se me recibió y bien se me despide... ¡Con música! Muchas gracias


—exclamó ceremonioso e intencionado.
Los zapatos de CordobÁn 171

Hubo una carcajada general, cariñosa. Pronto nos retiramos a dormir, pues
había que madrugar y despedir a los viajeros. Aún duraba en mis oídos el eco de la
guitarra, diestramente manejada por don Moisés Más. Y casi no me atrevía a escu-
char la voz de mi propio deseo que murmuraba: “Quiero aprender a tocar guitarra.
Don Moisés Más me da envidia”.

En medio de las luces indecisas del alba, saltaron a la grupa de sus cabalgaduras
los dos viajeros: don José a la de su caballo maltrecho y don Moisés a la de una mula
briosa y prestante. No quise pasar sin mirarlos irse: por eso me vestí. Mi padre que
alumbraba a los jinetes para que montaran, aun les hizo una broma:

—Don Moisés, con tan mala bestia, yo no sé cómo va a vérselas para ir junta-
mente con Adrianzén que monta tan buena mula.

El interpelado, que tenía una espléndida cuerda de bromista, le respondió con


presteza:

—Es que cuando yo adelanto mucho y él se retrasa también mucho, le esperaré


o regresaré a darle el encuentro. Así iremos y así no nos separaremos... ¡Ja, ja, ja! Esto
es: yo iré andando y desandando...

Partieron después de una afectuosa despedida. El trote de los animales que


montaban se fue perdiendo poco a poco en la calle. Yo quedé triste: tenía la impresión
de que alguien de la casa se había ausentado. Me turbaba otra vez el pensamiento
del próximo viaje. Eso por un lado, que por otro tenía la pesadumbre de haber dejado
marcharse a don Moisés Más, sin confiarle mi secreto: el de que quería aprender a
tocar guitarra. Y también me desazonaba el no haber tenido ocasión de preguntarle
por el misterio del río de los siete pasos, a él, que venía de Huamachuco. ¡Acaso
hubiera alcanzado a darme la primera lección de música y me hubiera desentrañado
el misterio del río! Fui en busca de la guitarra y la cogí: traté de reconstruir el modo
como don Moisés se la había colocado sobre la pierna cruzada y de remedar cómo
su mano izquierda se paseaba por los trastos, mientras la derecha pulsaba las cuerdas.
Mas, todo era inútil: mis pequeños brazos apenas si alcanzaban a mal abarcar el
instrumento. De pronto pasó el aya y al sorprenderme con estos afanes me dijo:

—¿Qué es esto? Los que quieren ser padres, no tocan la guitarra.

El rubor subióme a las mejillas y renuncié definitivamente a ese deseo.

La casa de tío Daniel estaba protegida por una pared altísima y la rodeaban
rumorosos eucaliptos. Todo era como si el buen viejo hubiese levantado tal baluarte
para detener el paso de forasteros vientos y librar a los que le eran caros del arreba-
tador canto de las sirenas de la aventura. El portón permanecía cerrado siempre y
172 Luis Valle goicochea

solo se abría de tarde en tarde, para dar paso a los domésticos que iban a la fuente a
llenar sus cántaros o al propio tío Daniel, o a otros miembros de su casa, pero era para
cerrarse inmediatamente.

¡Cuántas veces esa entrada se abrió para mí! Descendía entonces, todo trémulo
por la escalera de piedra, al ancho patio, en busca del tío peluquero, o a solicitar
algunas ramitas de toronjil o hierbabuena. Pues colindando con el patio estaba la
huerta amplia y allí crecían rosas, claveles y variedad de flores. Y también se daban
cebollas, yerbas aromáticas, hortalizas. Hasta quedaba lugar para un sembrío de
alfalfa. Mi deleite, cuando iba a solicitar algo de allí, era para acompañar a tía Antu-
quita a su huerta. Me embelesaba el examinar las distintas matas, las flores... Con
pesar la dejaba cuando tía Antuquita me pedía: “Vámonos...”.

Con los chicos de la casa jugábamos en el patio, horas enteras bajo la mirada
previsora de los mayores... Había en la casa una habitación larga y oscura, donde los
tíos guardaban trastes viejos. La conocían con el nombre de “El callejón” y siempre
permanecía cerrada. Cuando me acercaba a la puerta, al entreabrirla, de adentro, como
una bocanada, me venía un olor a humedad y a herrumbre. Por las rendijas inferiores
asomaban sus finas antenas, unos raros insectos, de aquellos que viven y se desarrollan
en la oscuridad húmeda. Cuidaba de no hacerles daño y me entretenía en observar
el juego de sus móviles antenitas. Y me figuraba el mundo de los pequeños animales,
allí dentro del cuarto... Tenía la pretensión de querer rebajarme hasta poder colarme
entre ellos y sorprender sus ajetreos. ¿Qué salían a buscar en las rendijas?... Advertía
yo que a veces al encontrarse dos o más se entrelazaban las antenas, como palpándose,
como reconociéndose. Después de este santo y seña, seguían lentos sus respectivos
caminos, pero sin salir más afuera del umbral de la puerta. Su admirable organización,
su insignificancia, me conmovían. Era ello cosa que me hablaba de Dios que cuida
hasta de esos minúsculos seres... Sentía llenar mi corazón una ternura que lo colmaba
hasta derramarse... Todo animalito sufriente: gorriones sin nido, pájaros heridos; todo
ser lastimado, plantitas destrozadas, flores arrancadas de su rama y arrojadas luego,
que morían bajo el sol de fuego, me daban una compasión inefable... Por eso, una
vez cuando entre un haz de leña, encontramos una ramita fresca, yo la cogí y la dejé
en la fuente, oponiéndome a que la sacrificaran como alguien quiso hacerlo. En esa
temporada tenía un estremecimiento continuo, y mis padres lo comentaban; yo lo
apercibía. Hasta el aya me amonestó:

—¿Qué le pasa a este niño que por todo llora?

Me avergonzó la comprobación, pero yo mismo no sabía darme razón de mi


propia crisis. Un temor infundado hacía presa de mí. Vivía en sobresalto perenne,
como en espera de solo sucesos amargos... Sin hacer alusión a mi estado, mis padres
trataban de distraerme y se esmeraban en una vigilancia celosa de mis pasos.
Los zapatos de CordobÁn 173

Toda mi angustia partía de la próxima ausencia. Yo lo sentía claro. ¡Quién sabe,


yo no podría resistirla! ¡Y buscaba con insistencia la soledad para llorar sin motivo y
sin consuelo! Me daba ánimo en medio de mi abatimiento, la exclamación resignada
que para todo tenía mi madre: “Dios lo ha querido así”...

“Dios lo ha querido así”, me repetí, y tomé la resolución de enfrentarme a la


tristeza: me entregué de lleno a mis libros. Sentía una gran voluptuosidad en la reso-
lución de intricados problemas matemáticos, en los que me ayudaban eficazmente
mi padre y mi hermano mayor; repetía con entusiasmo las clasificaciones botánicas y
químicas de los textos y un afán investigador me ganaba en el repaso de las lecciones
de física. Afán investigador que quería ir más allá de la sola enunciación de los prin-
cipios, de los conocimientos rudimentarios que ya poseía. Afán generoso que me
distraía de mi propia angustia, y que alentaba la proximidad de los exámenes finales,
pues estábamos ya en los comienzos de octubre...

Las lluvias que solían caer para esta fecha, se retrasaban. Anualmente eran espe-
radas con ansia, porque se aprovechaba de ellas para hacer los primeros sembríos. Se
las conocía con el nombre de “Cordonazo de San Francisco”, por presentarse el fenó-
meno en las proximidades de la fiesta del Patriarca de Asís, días antes, coincidiendo
con la fiesta o días después. Muy bien designadas como “cordonazo”, por la violencia
con que se desataban... Pero hasta el momento de nuestra narración continuaba la
sequía ardiente, quemando los campos y las esperanzas. Los ojos exasperados se
clavaban en el cielo azul, limpio, duro como una pupila inmóvil e inmisericorde. La
conformidad sombría de las gentes se rompía a ratos, con las exclamaciones de su
desesperanza.

—¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal! Esto es la hambruna. Esto es


castigo de los cielos. ¡Misericordia, Madre de los Dolores, misericordia!

Toda piedad parecía cegada. El tiempo seco se prolongaba, sordo a las impre-
caciones. El sol radiante, en vez de alegrar, traía hondas pesadumbres... Mas, mi
madre, en ningún momento olvidaba sus palabras cotidianas: “Dios lo ha querido
así”, y trataba de infundir valor en las desanimadas gentes que desfallecían e iban a
conversarle...

Daba pena ver cómo morían de sed las plantitas y los árboles, cómo corría
delgado el río. La tierra reseca tenía una expresión trágica que era como el rictus que
dibuja una anatema sobre maldecidos labios...

Fue entonces, al final de octubre, que la maestra resolvió comenzar una novena
a San Francisco de Asís. La rezaríamos todos, implorando su intercesión para que
vinieran las aguas. Por su parte, don Feliciano Baylón, gran devoto del santo, hizo
174 Luis Valle goicochea

armar un dosel en la plaza del pueblo y allí fue colocada su efigie. Mientras que
las campanas llamaban a la plegaria, incontables cirios ardían ante la imagen. En la
escuela completamos la novena con una unción entrañable, dolida...

¡Oh milagro! Hacía solo dos días que habíamos recitado las últimas plegarias y
aún seguía el Santo en su dosel de la plaza, y aún ante él se postraban las gentes con
bravía esperanza, cuando el cielo empezó a nublarse hacia el norte. El que menos
salió de su casa. Las miradas de todos convergían en la oscura formación de nubes,
que avanzaba veloz cubriendo el espacio. De pronto cayeron las primeras gotas de
lluvia, gruesas, grávidas, las que fueron bebidas ávidamente por la tierra fulminada.
Apenas hubo tiempo para desatar el dosel, a fin de que no se estropearan las telas
que lo formaban, y con las justas se alcanzó a colocar a San Francisco, de nuevo, en
su altar de la iglesia.

Llovía francamente. Embriagaba la fragancia de la tierra mojada. Por momentos


la lluvia se hacía más intensa. Ya nadie quedaba en las calles, pues todos habían corrido
a guarecerse a sus casas. Desde la mía oía yo el golpe del aguacero en el tejado y
miraba correr por el centro de la calle los improvisados arroyos, sintiendo la inmensa
alegría que era de todos...

Largo rato duró esta lluvia halagüeña. Cuando cesó y aún escurrían frondas y
tejados, todas las cosas reaparecían lavadas, como nuevas, invitando con su frescor
al entusiasmo y al optimismo... A buen tiempo, aunque algo tardía, la estación
lluviosa destacaba sus primeras avanzadas sobre los adorados campos de mis
nativos lares...

Aquella misma tarde, en todas las casas, comenzaron los preparativos para la
siembra: disponer los arados, escoger la semilla y sobre todo prepararse para la ruda
faena consiguiente. Pero tales aprestos tenían una clara alegría. No importaba los
esfuerzos que habría que hacer. Lo principal estaba conseguido: la lluvia.

—¡Y quién sino mi Padre San Francisco ha hecho el milagro! —repetía Feli-
ciano Baylón, contento y confiado—. Le voy a comprar su hábito nuevo a mi santo
abogado —añadía.

En la casa, también mi madre dictaba las últimas disposiciones para comenzar


las siembras. La veía ir de aquí para allá, ganada de una actividad dichosa...

A mi corazón también había llegado el amable refrigerio de las lluvias. Sentía


renacer mis fuerzas corporales, apuntalando el ánimo que se levantaba de nuevo, recio
y tranquilo, ante lo que debía o podía venir: bueno o amargo, dulce o triste.
Los zapatos de CordobÁn 175

CAPÍTULO X

En la iglesia había un gran ajetreo aquella tarde, víspera de los Fieles Difuntos. Es
que, siguiendo la vieja costumbre, en medio del templo se estaba armando un túmulo
altísimo. Con otros chicuelos estaba yo allí, presenciando la ardua tarea, en la que
laboraban todos los vecinos. Antes que el sol se ocultara quedó terminada la obra:
paños negros cubrían el túmulo en cuya cúspide había sido colocado el hermoso
Cristo, tradicional por el milagro que lo dejó indemne durante la destrucción de otro
antiguo pueblo, cuyas ruinas podían aún verse en las proximidades.

No tardó en empezar la romería de gentes que iban, frente al túmulo, a encender


velas a la memoria de sus muertos. La tarde iba declinando y las luces se multiplicaban
por momentos. Cuando llegó la noche y me retiré a casa, escuché desde allí, que en
la iglesia cantaban. Era un concierto lúgubre el que yo percibía. Las voces formaban
algo como el rumor desapacible de un río profundo que se apagaba a ratos y luego
crecía. Era un coro de lamentaciones el que se dejaba escuchar... Horas después, cerca
de la medianoche, un grupo de esos mismos cantores, provisto de un farol, recorría
las calles a la voz de “Cancha pedimos —ángeles somos —del cielo venimos”. Y
se detenían en cada casa, donde a cambio de unos panecillos o una ración de maíz
tostado, recitaban responsos por los difuntos familiares. Cuando ya a la luz del alba,
habían terminado su correría, en el atrio de la iglesia, se distribuían los frutos de la
recolección funeraria, los que habían ido acumulando en sendas alforjas. Eran aque-
llos hombres, romeros venidos de otros lugares, los mismos que cada año visitaban el
pueblo por esa fecha, para hacer su nocturno recorrido.

El Día de Difuntos vine yo al mundo. Madrina Marianita contaba que se


confundieron mis primeros vagidos con el llamado de “cancha pedimos”, que hacía el
grupo de siempre y estacionado, precisamente en ese instante, a la puerta de la casa.
Por eso, cuando ella venía a verme, preguntaba:

—¿Qué es de mi “Cancha pedimos”?

La primera visita, la mejor para mí, que recibía el día de mi cumpleaños, era la
de mi madrina Marianita. Todos los años llegaba con el mismo presente: un limpio
mate grande, repleto de un sabroso potaje de cuyes. En medio del tumulto de las
presas, destacaba el blanco amarillento de apetitosas papas, amarillentas por el baño
excitante de ají. Madrina Marianita era maestra en la confección de esa vianda. Por
separado venía la blanca chicha de maní, todo un halago para el paladar...

En estas ocasiones, Madrina Marianita repetía la historia detallada de mi naci-


miento y luego empezaba la suya propia, salpicada de incidencias pueblerinas y que
176 Luis Valle goicochea

consignaba los nombres de más no sé cuántas generaciones del mocerío del pueblo,
los de todos aquellos que habían caído en sus brazos al venir al mundo...

—¡Qué mal día nació mi hijo! —se lamentaba la anciana—. Las campanas están
dobla que te dobla y siendo Día de Difuntos, ¡ni cómo echar una cana al aire!

A la salida del pueblo quedaba su casa. Entre los saúcos y eucaliptos se seña-
laba un árbol de nogal, que era el único en el pueblo. Madrina Marianita vendía sus
hojas que se utilizaban como tinte. La casita era estrecha y oscura, y próximo crecía
un alfalfar. Por el nogal y la alfalfa, Madrina Marianita era visitada de casi todos los
vecinos. Muchas veces fui a verla y me consternó el espectáculo que ofrecían sus tres
hijas idiotas. No me inspiraban miedo, sino lástima. Yo me detenía a jugar con ellas y
ellas me sonreían tristemente... Lentas, apenas se movían; sus ojos tenían una expre-
sión de lejana melancolía; sus cabellos desgreñados siempre les daban un aspecto
trágico, lo mismo que los dientes trabados —dientes de perro de presa—, que dejaban
ver al sonreír...

—Mis pobres sonsitas —decía por ellas su madre. De nada le servían, sino de
carga y de amargura. Parecían seres de una visión de pesadilla.

Y la vida para Madrina Marianita era dura, muy dura.

—¡Tantos hijos que tengo y casi todos ingratos! —se quejaba refiriéndose a los
ahijados que al entrar en este valle de lágrimas fueron recibidos por ella.

Viejecita y cegatona ya la pobre, apenas podía subir a la iglesia.

Los ojillos hundidos y legañosos se acercaban mucho a la cara de las personas


para poder reconocerlas. La anciana misma decía que ella ya estaba esperando a la
muerte.

Solía, pues, pasar todo el día de mi cumpleaños en la casa y no había yo de


alejarme de su lado, donde permanecía haciéndole la corte. Ay de mí que lo hubiera
intentado nomás. Al instante hubiese quedado comprendido en la lista de los hijos
desconocidos. Por otra parte, no me era difícil hacerle compañía, pues ella sabía
contar amenas historias que me entretenían.

Cada vez que Madrina Marianita decía que estaba en espera de la muerte, revivía
en mi ánimo la pena por mi ausencia en ciernes. Ausencia que envolvía la memoria de
mi hermanita muerta y de Antonio, fallecido hacía pocos meses. Se abría en el alma
una perspectiva larga, melancólica, orillada de saúcos, típicos árboles tristes de mi
tierra. Era como un camino vago y opaco que se perdía en lontananza, que iba como
a expirar en una inmensa certidumbre... Veía aves de paso, símbolo de la fugacidad de
Los zapatos de CordobÁn 177

las cosas, que iban a zozobrar en temerarios climas, flores que se desmayaban calladas,
y algo así como un eco de sollozos venía a través de un silencio puro a morir en mis
oídos... Un desfile de lueñes formas silentes, en medio de un crepúsculo vespertino,
irremediable como una agonía que se agrava... ¡Dulcedumbres que se iban apagando
en medio del oro difuso de la tarde!

Mas, de pronto, en lo íntimo de mí, emergía como un puño el coraje y el afán


loco de devolver a esta vida a esos ausentes amados, me exasperaba. Pero, luego, ese
puño caía vencido y ese afán volaba en pavesas, ante la consideración de que ellos
estaban mejor, sin olvidarse, en su mundo iluminado: en el Cielo...

Aquel día en que cumplía años, por un instante me embargaron los mismos
sentimientos y colmaron mi ansia las mismas ensoñadas visiones. Luego me vi a mí
mismo, jinete en corcel presto, arrebatado al calor nativo. El día en que esto había de
suceder se venía a grandes pasos. Con una precocidad dolorosa, me imaginé viajando,
partido el corazón en mil pedazos. Al compás de que me alejaba, iba creciendo
la nostalgia del hogar entrañable; el pensamiento de todos estaba en mí, y el mío
intenso con ellos en un canje amargo que triunfaba del tiempo y la distancia... Mas,
haciéndome violencia, me sacudí de estas penosas ocupaciones y para olvidar le pedí
una nueva historia a Madrina Marianita. Me contó apresuradamente, pues la noche
se anunciaba y ella había de aprovechar de los últimos resplandores diurnos para
retornar a su casa. Mi padre puso en sus manos un secreto regalo y dándome su
linterna por si acaso, me envió a acompañarla.

Al retornar por la calleja tortuosa que lleva a su residencia, me sorprendieron


las nocturnas sombras. Acababa de presenciar una vez más la miseria en que la pobre
anciana vivía, con resignación y con esfuerzo. El cuadro de su pobreza se había repro-
ducido ante mis ojos, y algo doloroso me apretaba en el alma... Levanté los ojos al
cielo claro y estrellado. Por la tarde había caído un chubasco bendecido. Entre los
matorrales cantaban los sapos y grillos. Al pasar junto a la iglesia me salieron al
encuentro unos perros furiosos a ladrarme. No tardaron en aparecer los dueños que
acudieron a alejarlos, dando desacompasados gritos. Eran ellos don Manuel y doña
Aurora, quienes al reconocerme me dieron unas afectuosas buenas noches y luego me
preguntaron extrañados:

—¡Cómo! ¿El niño andando solito de noche? Ah, pero es cierto que ya es un
hombrecito...

Les agradecí, muy halagado, el cumplido y la atención, y camino de casa iba


rumiando sus últimas palabras: “Ya es un hombrecito”. La frase tenía para mí un
sentido de elegía. Una prematura observación aguda de las cosas estaba tratando
178 Luis Valle goicochea

mi infancia y ya mi alma se engolfaba en dolorosas filosofías. Pronto estaría ya más


crecido y entonces sería “el jovencito”. Después... ¡no quise pensarlo!...

Ya en la casa, luego de saludar a mis padres, me senté en el corredor a contem-


plar los cielos maravillosos. Y aquí me entretuve en recordar a don Manuel y su
consorte, con quienes acababa de dialogar, amantes uno del otro. Devotos fieles
ambos de Nuestro Amo y Señor de la Columna, patrón del pueblo, eran queridos
y respetados aun en medio de su no muy ajustada pobreza. Tengo muy presente
cuando murió Darío, su único hijo, demasiado tierno para ser pupilo de la escuela,
pero destinado a la larga —si Dios lo hubiera querido— para concurrir a su aula.
Era mi conocido, pues nos reunían a veces los juegos infantiles. En el entierro, doña
Aurora daba compasión. Imploraba al cielo, se mesaba los cabellos, caía derribada
por su propio dolor, pero se levantaba de nuevo y desoyendo a los suyos seguía con el
cortejo el ataúd del hijo adorado. Don Manuel, el marido, iba a su lado sin saber qué
hacer para consolarla...

—No tengas pena, hijita, viejecita, mujercita... Yo te ofrezco que tendremos otro
Darío. Pero hay que resignarse y tener fe en Nuestro Amo y Señor de la Columna.

Y pasó, pues, un año y pasaron dos. Al cabo llegó a visitarlos otro Darío. Y creció
robusto y bueno y era la flor de su felicidad.

Ambos contaban la historia a los que no la conocían y juntando las manos sobre
el pecho, daban las gracias a su santo protector. A ellos mismos yo les oí exclamar,
refiriéndose a la hermosa escultura del Señor de la Columna:

—¡Bien se cuenta que lo hicieron los ángeles!

Yo que estaba pendiente de sus palabras les rogué que me contaran la tradición
que refiere cómo fue aquello. Y la escuché de sus labios:

A un costado del Altar Mayor de la iglesia podía verse su impresionante efigie.


Era la representación de Jesús atado a la columna, cubierto el cuerpo de heridas y la
frente ceñida de espinas. La faz tenía una expresión dolorosa que consternaba y una
ternura inmensa desbordaba de los doloridos ojos. Yo nunca pude resistir su mirada
(que, humilde, se dirigía oblicuamente a la tierra), las pocas veces que me puse a su
alcance. Toda la imagen tenía, por obra del tiempo, un color oscuro que la hacía más
estremecedora...

Todos los años, el Martes Santo, en unas andas gigantescas dispuestas de tal
modo que remedaban un buque, cuajadas de luces y seguidas de un gentío ululante,
salía la procesión del Señor de la Columna... Peregrinos venidos de lejos, favorecidos
con alguna gracia o peticionarios fervorosos se sumaban al acompañamiento, en el
Los zapatos de CordobÁn 179

que formaban en primer término, los devotos lugareños. La procesión con lentitud
inalterable recorría el pueblo, y muchas veces el alba la encontró todavía regresando al
templo, pues había caminado sin descansar toda la noche. La venerada efigie llevaba
entonces sus más ricos atavíos: del acardenalado cuello pendía una larga cadena de
plata, adornada de increíbles miniaturas. La misma columna en la que descansaban
las crispadas manos, una sobre otra, era también de plata maciza y en la augusta
cabeza dolorida resplandecían las tres potencias de oro purísimo recargadas de valiosa
pedrería. De las nocturnas procesiones de Semana Santa, era esta la más sonada. Don
Manuel se afanaba desde mucho antes porque la celebración última no tuviera mayor
esplendor que la inminente.

Pues bien: cuéntase que en el pueblo recién fundado se trató un día de proveer
a la iglesia de una imagen del Señor de la Columna, advocación de Jesús sufriente,
bajo cuyo patrocinio fuera colocada la flamante fundación. Se deliberaba hacía algún
tiempo sobre el asunto, cuando en eso hicieron su aparición dos personajes descono-
cidos que se ofrecieron a tallar la efigie. Fueron instalados en una casa solitaria donde
a puerta cerrada trabajaban sin descanso. Se contentaban los extraños con lo poco
que les ofrecía la caridad de los vecinos y nunca se los vio hablar con nadie. Pasaron
las semanas y pasaron los meses. De pronto, de la casa desapareció toda señal de estar
habitada. Alarmados los vecinos, resolvieron violentar las cerraduras para cerciorarse
de lo que allí dentro ocurría. No fue necesario: las puertas cedieron fácilmente, pues
solo estaban juntas sus hojas y adentro —oh maravilla— apareció la actual efigie, ante
el asombro de los circunstantes que cayeron de rodillas... Ante la imagen ardían dos
velas... De los autores no se halló rastro alguno. Más bien, íntegros, fueron encon-
tradas las vituallas y otros regalos con que habían sido obsequiados... ¿Quiénes sino
ángeles podían haber sido los misteriosos escultores?, se preguntaban las gentes.

Tenía el mes de noviembre un signo triste. Tiempo desigual que nos daba días
de sol y días largos de neblina y hastío. Oscilaciones de temperatura que ponían en
el alma un recóndito desánimo. En la escuela había que oír el apremio incesante de
la maestra:

—Estudien, niños, estudien. Solo falta un mes para los exámenes finales... Y
¿qué cosa es un mes?

En la casa, por otro lado, se multiplicaban los consejos paternos y se extre-


maba el cuidado de mis hermanos mayores, quienes a cada paso andaban tanteando
mi aprovechamiento escolar. Ya a las finales del mes, de tal manera se intensificó
el urgimiento de mi padre, que todas las horas libres de que disponía fuera de la
escuela, me eran captadas para estudiar. Por las noches, ayudado por él, recapitulaba
las lecciones de matemática y castellano. Yo me avenía aquiescente a las penosas
180 Luis Valle goicochea

sesiones nocturnas que solo terminaban cuando yo caía rendido por el sueño. Lo
hacía así para no disgustar a mi padre, pero íntimamente no veía la hora de que
acabara el sacrificio... Yo sabía que también mis compañeros eran aguijoneados por
el celo paterno, para hacer el último esfuerzo, en pro de unas pruebas finales lúcidas,
pero ninguno se quejaba o malhumoraba por eso. Antes bien, me lo contaban con
alegría. En secreto, yo les envidiaba.

La maestra estaba ya ronca de tanto hablar. Se le veía fatigada pero sonriente,


repantigada en su ancho sillón de brazos. Llamaba, ya a los pequeños de primeras
letras y escuchaba, corrigiéndolo, su deletreo inseguro; ya a los mayores, para que le
repitiésemos la clasificación de las aves o las fórmulas matemáticas, para que le defi-
niéramos qué es la Patria o le demostráramos saber cuáles eran nuestros deberes para
con Dios y nuestros padres. Al terminar las clases siempre nos decía:

—Tienen que salir buenos mis gallitos de pelea. Me parece los estoy oyendo dar
examen, luciéndose, haciendo quedar bien a su pobrecita maestra...

Sus palabras eran tónicas: el que menos se sentía fortalecido para la ardua tarea
del repaso y a la tarea se entregaba, sin darse tregua. Yo era el único flojo. Me sentía
como aturdido ante los sucesos de cada día, me inclinaba a la soledad y una extraña
lasitud me desmadejaba. Y siempre estaba obsedido por el mismo tema, siempre
volvía a caer en igual preocupación: la ausencia.

“Eso de irse es como el desgajarse de una rama —pensé—. El acodo puede ser
llevado lejos y plantado. Y lejos, arrancado a la savia madre, puede por sí solo vivir, o
perecer”. Había cogido ese pensamiento en una lectura remota y se puso a jugar con
él mi afán. Las ilusiones de aventura que pude forjarme se rendían ante esa consi-
deración: mi extrañamiento equivalía a un franco peligro de muerte. Renuncié a mi
ensueño de ser fraile franciscano, al albur del riesgo, a todo lo que pudiera arrastrarme
lejos y solo la adoración de cuanto me rodeaba a esa hora ardía como llama solitaria
en mi deseo... Y quise asegurarme su sana y dichosa posesión, con frenesí: quise
defender ese dulce mayorazgo de las zarpas del tiempo y de la muerte, con todas las
fuerzas de mi vida y contra todo... Pero, ¿cómo osarlo siquiera?

Después de todo, mi próxima ausencia era irremediable: tenía que resignarme al


peso de los acontecimientos. Sentí la desesperanza. Nubló mi espíritu el recuerdo de
las ocasiones en que alguien de la casa se ausentaba. Durante las horas que antecedían
a la partida, todos se ocupaban en los preparativos con una actividad triste y silen-
ciosa. Así, hasta que la víspera era traído el caballo en que había de irse. Me quedaba
yo largos ratos observando el animal, atado a uno de los árboles próximos, comiendo
impasible el forraje que en ración renovada a cada instante le ponían delante. En el
horno familiar se cocían, repartiendo su aroma glorioso por toda la casa, las carnes
Los zapatos de CordobÁn 181

y las otras viandas del fiambre. Mi madre entraba y salía, indicando esto o aquello
y disponiendo con prudente anticipación lo necesario en las alforjas del viajero. Mi
padre, taciturno, revisaba las riendas y el apero. A veces él mismo era quien debía de
alejarse. El alba del día de la partida nos encontraba ya levantados a todos, cada cual
en su quehacer, dejando expeditos equipaje y desayuno y, en fin, proveyendo todo
lo urgente en tales inolvidables circunstancias. Antes que llegara el sol el caballo
estaba ensillado ya y con las alforjas en las ancas, esperando al jinete al pie del ancho
corredor.

Siempre que uno de los nuestros se alejaba, había una desazón en todos los
pechos. Aunque sabíamos que pronto iba a volver, sin embargo, no podíamos contener
las lágrimas y serenarnos: una agitación temerosa nos robaba la paz... Se perdía a
nuestros ojos la silueta del viajero y la zozobra y el sobresalto llegaban a la casa. En
tales circunstancias en los labios de mi madre había un aleteo suave, intermitente: el
de la plegaria. Y cuando se hacía memoria del ausente, todo su cuidado se resumía en
las mismas palabras siempre:

—Estoy con el Credo en la boca, tan solo...

El lugar del ausente en la mesa, su lecho vacío, su rincón favorito en la sala


durante los recreos familiares, todo nos estaba hablando de él el día entero. Su seguro
retorno no era remedio para nuestra nostalgia. El momentáneo vacío que dejaba
nos parecía milenario, duradero... Los ojos de la imaginación los perseguían a través
de caminos y de cumbres y a ratos quería vencernos la desesperación de volar a su
lado. Pero la invocación a Dios, hecha a tiempo, nos devolvía la confianza. Una tris-
teza mansa, empero, colmaba hasta el último rincón de la casa y nos hacía suspirar:
¡Cuándo volverá!

Por las tardes nos pasábamos ratos interminables atalayando los caminos, escru-
diñando la distancia, con el ansia de encontrar la silueta del ausente que tornaba. Y
muchas veces habíamos de recogernos, macilentos, ya cuando anochecía a la casa, sin
haber conseguido ni siquiera una noticia del esperado. La lámpara, nuestra buena
compañera de noches buenas y malas, nos daba una lección de mansedumbre, con su
luz apacible, en el instante mismo en que intentaba surgir la protesta en el corazón...Y
todo era como el caer fláccido de unas manos que fueron briosas en busca de un
tesoro y regresaron vacías...

En medio de esos vencimientos, en su más álgido momento, a la voz de mi


madre nuestra fe se ponía en Dios... Y a pesar de nuestra pena íntima y señera, caía
sobre nuestro espíritu un baño lustral reconfortante... Era entonces nuestra pena, la
pena inevitable pero inofensiva que se podía bien sufrir y que, aun más, se recibía con
don celeste y en respuesta a su tímida caricia se la llenaba de sinceras bendiciones...
182 Luis Valle goicochea

Nos guiaba el claro ejemplo de mi madre que sabía llorar en silencio y, aun del fuerte
amargor de lo inexorable, sacar mieles de cristiana paz y de ternura...

***

Los postreros días de la escuela transcurrían iguales. Sometido a una severa disciplina
de estudio, a ratos me desesperaba el estrecho cuadro que ceñía mis actividades, pero
luego, absorbido por el propio tema de las lecciones, lo olvidaba todo y me entregaba
con delirio a la ardua tarea del repaso. En los ratos libres en que podía entretenerme
en la contemplación del cielo y la distancia, sentía la fatiga y la tristeza nuevamente.
Volvía entonces a los libros, con más ardor que antes, en un loco afán de embriagarme
con el estudio, de olvidar...

CAPÍTULO XI

Una mañana cuando desayunábamos llegó Peta, una antigua doméstica de la casa. Se
le ofreció café y pan. Al tomarlos exclamó:

—Pan, pancito... ¡Tantos sudores que cuestas! —Y besó el bollo religiosamente.

Entonces me acordé de cuánto trabajo, efectivamente, costaba aquel pan de cada


día. Había que empezar, para tenerlo, por sembrar el trigo, cuidar su cultivo, cose-
charlo, lavar el grano, ponerlo a secar al sol, escoger las piedrezuelas y otras semillas
inconvenientes con que venía mezclado; enviarlo al molino, cernir la harina y por
último amasar el pan. Toda una cadena de fatigas y preocupaciones que corrían a
cargo del amor y las manos diligentes de mi madre. Pero la labor en la que habíamos
de ayudar todos, la del escogido, era la que motivaba nuestras antipatías, sobre todo la
de la gente menuda de la casa. Nos aveníamos a ella como a un castigo.

Cuando ya mi madre empezaba a escudriñar el cielo para poder saber si saldría


o no el sol, a fin de proceder al lavado del grano y poder ponerlo a secar inmediata-
mente, nos poníamos como azogados, en un desagrado evidente.

Al ir a la escuela, por la mañana, dejábamos a los domésticos afanados en


conducir a la fuente el costal de trigo y las bateas. Al regresar al mediodía encon-
trábamos ya el grano extendido sobre limpias telas, secándose al fuego del sol. Un
vaho lento escapaba de entre los granos del cereal esparcido en una delgada capa.
Uno de los chicuelos que se criaba en la casa, provisto de una vara larga, ahuyentaba
a las gallinas cuando intentaban allegarse atraídas por el trigo. Y al día siguiente se
consumaba la labor de todo nuestro desagrado. En mesitas bajas que eran colocadas
Los zapatos de CordobÁn 183

sobre una tela aseada se vaciaba el trigo. Nosotros, apartando las basuras o los granos
malogrados, hacíamosle caer con un fatigante juego de los dedos, del tablero de las
mesas a la tela cuyos bordes extendíamos sobre las rodillas, mientras permanecíamos
sentados en cuclillas en el suelo. A veces había que apresurar el trabajo y entonces
nos servíamos de bateas largas, en uno de cuyos extremos se ponía el trigo mezclado:
inclinados sobre aquellas, hacíamos rodar los granos limpios del uno al otro extremo.
Era una tarea que nos rendía hasta no más, que nos dejaba exhaustos. Los vecinos que
pasaban venían a veces a ayudarnos. ¡Cuánto se lo agradecíamos!

Eso sí, en cambio, el envío del trigo al molino tenía su encanto. Lo primero que
había que hacer era buscar al dueño, dejar en sus manos el importe de la maquila y
recibir de las suyas la llave del molino que era una casita a orillas del río. Designado
quien había de conducir la carga y vigilar la molienda, el cual debía ser mayor y por tal
persona de juicio, los pequeños nos disputábamos el ir a acompañarlo. ¡Cuántas veces
lo hice yo! En el burrito familiar era colocado el costal henchido y se llevaba un bien
cebado lamparín de kerosén para pasar la noche. Por un camino ancho, que descendía
en suave pendiente, se llegaba al molino. Una vez descargado el asnillo, se le dejaba
libre, en la seguridad de que no había de alejarse; se vaciaba el trigo en la tolva y por
último había que ir a quitar la compuerta en la toma del agua. En todos esos menes-
teres sí me gustaba ayudar. ¡Oh! Con qué emoción esperaba el golpe motriz del agua
que movía la inmensa rueda aspada. Empezaba el rumor del molino, sordo, subte-
rráneo, casi como un arrullo. De entre las piedras trituradoras se derramaba la harina.
Su blanco mate no hería los ojos... Pendientes del molino había que pasar la vela y
cuando regresábamos al día siguiente, cumplida nuestra fácil faena, tras el mismo
burrito parsimonioso, era como si regresásemos victoriosos de culminar la hazaña...

Después venía el cernido de la harina, siempre a cargo del aya. Ella se pasaba
una mañana íntegra sacudiendo el cedazo y se acercaba a almorzar, blancas la cabeza,
las cejas, las pestañas, la cara toda y adentro de las narices. Despertaban entonces las
bromas:

—Señora: ¿ya es carnaval? ¿Dónde ha jugado usted que la han puesto así?

Ella, sin alterarse respondía:

—Yo sabré dónde ha sido. Pero, eso sí, les aviso que esta tarde vengo a embadur-
narlos a todos. Cuidado pues... Guerra avisada no mata gente...

Todos reíamos entonces...

El día del amasijo en la casa, una vez por semana, era otra jornada grata para
nosotros los pequeños. Tenía sus vísperas con la preparación de la levadura y desde
muy temprano hasta el atardecer ocupaba los afanes de mi madre. Ella vigilaba el
184 Luis Valle goicochea

heñido de la masa, ella tableaba el pan, ella lo horneaba... Y sonreía cuando yo lo


decía:

—Es rico el pan porque tú lo haces todo.

El aya apuntaba:

—¡Va a ser galante el niño!

—Ardiloso que es —replicaba mi madre, atrayéndome a su seno.

***

Cualquier día, a cualquier hora, de pronto el cielo se llenaba de gritos. Eran unos
gritos desarticulados que se repetían un buen rato, rebotando en las peñas vecinas.
Era que el águila estaba a la vista. Nos alborotábamos los chicuelos y también ayudá-
bamos a espantar al ave de rapiña, dando una suerte de chillidos que eran como
cuchillos en el aire. Solo volvía el silencio cuando había pasado el peligro. Me parece
que estoy viendo correr a los pollitos a esconderse entre las matas, a la voz de alarma
dada por sus madres y por las gentes... Y arriba la rapaz. Podía distinguir, a pesar de
la altura en que se cernía, su pecho blanco, su vuelo majestuoso. El águila era en la
región una odiosa plaga. Cuando había pollitos no se podía descuidarlos...

Pero de la tirria que le teníamos a la carnicera, nos redimía el cernícalo que


arremetía contra ella, para arrebatarle la presa... El pequeño animal hendía como
una flecha los espacios, pasando y repasando como una lanzadera, castigando sin
compasión a su enemiga, hasta hacerla piar de tal modo que la oíamos. Era todo un
espectáculo el aéreo combate. Los pequeños desde tierra, dábamos voces de aliento al
cernícalo siempre triunfante.

A veces las águilas hambrientas, pese al clamor que trataba de ahuyentarlas, inten-
taban bajar a tierra. Una de esas veces fue en la casa. Estaban todos entretenidos en la
tarea del amasijo, y solo un chico de pocos años cuidaba una última parvada de pollitos.
De pronto se le oyó llamar desaforadamente. Acudimos todos en su auxilio: cerca de
los pollitos se precipitaba un águila. Pude verla de cerca: los ojos nobles, de mirada
acerada, el corvo pico, el plumaje lucio... De primer momento nuestra presencia pareció
no amedrentarla y se posó en tierra resuelta a hacer presa, mirándonos desafiante...
Entonces, alguien provisto de una larga vara la atacó: de primer intento levantó en
vuelo y se posó en el tejado. Al fin, después de unos segundos de indecisión, batió las
alas y aún evolucionó sobre nosotros, antes de irse para siempre. Su arrojo nos inspiró
simpatía. En la casa y fuera de ella, se habló durante mucho tiempo del suceso.
Los zapatos de CordobÁn 185

A mí, acaso más que a nadie, cautivó la gallardía del animal, su bravura teme-
raria, su hermoso porte... Antes de entonces, nunca había alcanzado a verla de cerca.
Y al ocurrir ello, me produjo una tensión extraña, que era entusiasmo, admiración,
perplejidad... Era para mí el águila, una heroína increíble, a quien solo me había sido
dado ver en el sueño... Mas, al hacerse realidad, no defraudaba el prestigio que le dio
mi fantasía.

Pronto se disipó la estela de admiración que dejara el ave de rapiña. Más compa-
sión inspiraban los pollitos indefensos que la famélica águila atrevida. Como antes, su
presencia en el cielo era subrayada con una gritería hostil y sorda. Sin embargo, en lo
recóndito de mi corazón, había para ella un homenaje. La envidiaba reinando en los
ámbitos, dueña de unos ojos de alcance maravilloso, vencedora de fabulosas distan-
cias, señora de viajes y de vientos, fuerte el ala aventurera... Y me forjaba entonces una
historia, con el ave de presa cumpliendo hazañas solitarias, desdeñando tormentas,
invulnerable al rayo, impasible ante el peligro...

Las lluvias arreciaban de alarmante modo.

—Invierno que se retrasa, malo —Con estas palabras dejaban constancia de su


pesimismo los entendidos. Cada día era más cruda la estación que parecía pretender
remediar su tardanza con su intensidad.

Una mañana amaneció en el pueblo la nueva de la creciente del río. Una creciente
como no se había visto en muchos años. Desde las prominencias, las gentes obser-
vaban el fenómeno. Yo me sumé a ellas. El río otrora manso arrastraba un caudal
sumo y rugiente: estaba inconocible. La fuerza de las aguas había arrastrado a un
chicuelo que osó pasarlas en un mal jamelgo, y en ese mismo instante acababa de
llevarse la casita de don Jesús Ampuero y su bien provisto almacén de minerales. Él,
que asistía de lejos al siniestro tuvo un instante de desesperación, pero luego, arrodi-
llándose, quitóse el sombrero y clamó:

—Madre de los Dolores, ¡que se haga la divina voluntad! Misericordia... Señor,


misericordia...

El río, por momentos, aumentaba su turbulencia y su furor... Hasta arriba, en


el pueblo, se podía oír el entrechocar de las piedras arrastradas. La lluvia que había
amainado hacia el alba, se desencadenaba nuevamente, violenta y amenazadora.
Tuvimos que retirarnos de nuestros improvisados miradores.

Ese día, calados de humedad, llegaron los escolares de Llacuabamba y la maestra


tuvo que conseguirles ropas secas y les dio a beber café caliente. A cada escolar, vecino
del pueblo, le tocó facilitar una prenda de vestir. Yo, de muy buen grado, facilité mi
vestido con chaleco y mi poncho nuevo a Alfredo, que había sido uno de los más
186 Luis Valle goicochea

castigados por el aguacero por venir de más lejos. El que menos corrió a su casa y por
cierto que no volvió con las manos vacías... Nuestro comportamiento hizo llorar de dicha
a la maestra. Nosotros mismos tuvimos que consolarla, suplicándole que no llorase más...

—Ya no, ya no, ya va a pasar —nos decía, esforzándose por sonreír.

Aquella mañana, cuando al salir de la escuela, volví a casa llevando a Alfredo a


quien había invitado a almorzar por indicación de mi madre, apenas me vio mi padre,
llamóme aparte y me dio un beso en la frente diciéndome:

—Es así como se porta un niño bueno.

Luego puso en mis manos, para que yo a mi vez se la entregase a nuestro pequeño
huésped, una bolsa de caramelos.

Los otros chicos restantes también fueron sentados a otras mesas, con cariño.
Cuando nos congregó el recreo de la tarde, todos éramos dichosos en una hermandad
que acababa de confirmarse con lo acontecido. A la salida, la maestra nos habló:

—Yo soy la segunda madre de ustedes —dijo—. Y lo que han hecho hoy, no lo
olvidaré jamás...

Quiso continuar pero se le voló la voz... Se dejó caer en su viejo sillón y se echó
de nuevo a llorar... Cada cual en nuestro sitio tuvimos que llevarnos las manos a la
cara: era imposible reprimir las lágrimas... La maestra reanudó su plática de aliento,
de simpatía, de ternura para nosotros...

—Mañana, cuando sean hombres, no olviden este suceso y sean el uno para el
otro, lo que han sido hoy: hermanos de verdad.

Aquellos eran mis últimos días en la escuela fiscal. Parecíame que esta circuns-
tancia nos apretaba a todos en un haz que pugnaba por conjurar la dispersión que se
avecinaba. Yo lo sentía acaso, con más intensidad que nadie... Pero el desbande era
inevitable. Sin embargo, estaba seguro de que a pesar de los años, triunfaría nuestra
hermandad porque era noble y porque era fuerte. Había resistido y probádose en
heroicas pruebas inefables y confiaba en que su huella no se borraría en nuestros
corazones. Yo, al menos, así me lo proponía...

Entretanto, mis progresos en el repaso de las materias satisfacían a mi padre. A


cada instante él los pulsaba haciéndome preguntas. Y yo le respondía con brillantez y
seguridad, como que me sabía al dedillo todo lo aprendido.

—¡Da gusto mi hijo! —Con estas palabras rubricaba los breves exámenes que
me hacía, después de escuchar que me expedía tan bien.
Los zapatos de CordobÁn 187

El contento de mi madre no era menor y ella no me lo ocultaba: antes bien, me


proponía como ejemplo a mis hermanos.

Llegó diciembre y temblé. El tiempo apresuraba la marcha: los días pasaban sin
sentir. Con el ánimo triste, yo lo comprobaba, preguntándome: “Después, ¿qué será?...”.

Un día de esos puso en agitación al pueblo una grata noticia: la de que el señor
cura estaba a punto de regresar. Habría Misa de Gallo y en consecuencia dulces
festejos en la iglesia, pues él había prometido estar ya con nosotros para Navidad. Mi
madre y yo fuimos, quién sabe, los más felices con la nueva. Ella se dispuso a trabajar
un vestidito bordado para el Niño Jesús que acabábamos de recibir y cuya bendición
pediría a nuestro esperado párroco.

Tía Iludia, interrumpiendo sus labores, ayudaba a degollar los carneros. Dirigía a
Dolores, nuestro matancero, quien a veces se encocoraba con la vieja tía, pues aunque
rústico, así no más no comulgaba con ruedas de molino, que a tía Iludia se le ocurría
esto a aquello, ¿increíble? Pues Dolores se le enfrentaba con sorna, hasta hacerla
rabiar. A veces se trenzaban en disputas interminables y hasta dejaban la ocupación
por ello. Alguien de los mayores de la casa, con mucho tino, tenía que acudir a solu-
cionar el diferendo. Una vez de aquellas, delante del degollador, le pedí a mi tía que
me dejara comer los sesos del carnero y la buena mujer, con gran escándalo, me lo
negó a voces:

—¡Qué cosa! ¿Quieres comer eso para volverte bruto? ¡Cuántas veces he dicho
que ni probarlos he de dejarte!... ¿Y de nuevo porfías?... vaya, vaya...

Dolores se echó a reír, diciendo:

—¡Vaya con la señora! Lo que uno come no va a la cabeza, sino a la barriga...


ja, ja, ja...

Tía Iludia saltó hecha una fiera. No podía permitir que no solo se le faltara el
respeto, sino que se dudara de sus afirmaciones. Estuvo terrible con sus amenazas.
Mis hermanos mayores acudieron y para calmarla le dieron toda la razón: mientras
que después de guiñarle el ojo a Dolores, simulaban reprenderlo agriamente... Él
sonreía pícaramente. Más tarde me buscó para decirme:

—No es cierto lo que decía doña Iludia. Es que a la bendita vieja le gustan
mucho los sesos.

No pude menos que echarme a reír.

Peta, la antigua criada de casa, parecía pariente de tía Iludia. Cuando venía
a contratar el hilado de la lana, en lo que sí era maestra, yo me preparaba a oír
188 Luis Valle goicochea

sandeces sin cuento. Era también de las que se resienten, cuando no se da crédito a
sus ingenuidades. Vivía con la obsesión de los fantasmas y de los tesoros escondidos.
Algunas noches se llegaba a casa para llamarnos la atención sobre los fuegos fatuos
que ardían en la distancia. Solo entonces, al distinguir en medio de las sombras las
llamas azules parpadeantes, yo sentía un escalofrío. Peta empezaba entonces sus
historias: sus personajes eran los “gentiles”, a los que mi imaginación admitía como
seres míticos. La acción de sus relatos se desenvolvía llena de pávido secreto, en
lugares remotos, inaccesibles. Oro, oro y oro enterrado en las cuevas de la puna, o
en lo más escarpado de los montes vecinos... El escuchar las historias de la intonsa
mujer durante la noche, era lo único que me infundía un naciente pánico; mas,
cuando se las escuchaba en el día, podía reírme del misterio... “¿Por qué era así?”, me
preguntaba a mí mismo.

Bastaba ver la expresión de Peta, que era la de una boba, para que sus cuentos no
impresionasen. Cuando venía a visitarnos, con la única que hacía gesto de charla era
con mi madre, quien —indulgente hasta no más— solía llevarle el amén en todo. Peta
aseveraba ver a los muertos y no tenerles miedo; siempre le ocurría encontrarlos a la
hora de la oración en el crepúsculo. Con rezarles un Padre Nuestro era suficiente para
que siguieran tranquilamente su camino. Y es que a ella, por maldad, le habían untado
los años pretéritos, los párpados con lágrimas de perro; cosa que hacía ver lo invisible.
Porque había que saberse que el único animal que puede ver a las formas ultraterres-
tres, según el testimonio de Peta, era el perro y nosotros, si nuestros párpados eran
mojados con las lágrimas del animal. Al único que no había visto ni quería ver era al
diablo. Por eso andaba con el canto Magnificat en la boca. Nos contaba que su madre,
en los años mozos, era perseguida del demonio. Vivía en espinas la pobre, pues, por
todas partes encontraba las huellas de su perseguidor, que eran como las que dejan
las pisadas del gallo. Consultaba con uno y el otro el modo cómo debía conducirse
para ahuyentarlo, pero con nada lo conseguía. Fue en esas circunstancias que una
extraña viajera le facilitó la copia del Magnificat, recomendándole que lo aprendiera
de memoria. Lo hizo así y desde entonces andaba recitándolo siempre: no más volvió
a ver las infernales huellas que la tenían desasosegada...

Y de su madre, Peta recibió la herencia del Cántico y lo tenía confiado a su


memoria. Era su talismán santo, conjurador de satánicas presencias. Pero eso no era
todo. En secreto Peta contó a mi madre —yo lo oí— que don Jesús Ampuero, el afor-
tunado minero, tuvo unos dramáticos días de acosamiento por el maligno espíritu y
entonces ella lo había salvado del cerco diabólico con el consabido Cántico. Se decía,
añadió, que el diablo una noche en que el hombre estuvo embriagado, lo había llevado
por los aires hasta las afueras del pueblo y allí quería obligarle a firmar contrato de la
venta de su alma, a cambio de ingentes riquezas. Peta terminó así:
Los zapatos de CordobÁn 189

—Dicen que como por encanto se le acabó la borrachera al viejo y que del
susto no podía ni hablar... Pero, tragándose la saliva, pudo decir: “Jesús”, y el
diablo reventó... Quedó en el ambiente un hedor insoportable que duró muchos
días...

A pedido insistente mío, Peta me dictó el texto del Cántico. Satisfizo sin hacerse
de rogar, mi gran curiosidad por conocerlo...

—Es el Cántico de la Virgen —me advirtió, y empezó el dictado:

Alaba mi alma al Señor...

Conforme iba escribiendo, me sentía como cautivo de sus frases. Aunque impe-
netrable para mí en su cabal sentido, sin embargo no me era ajena su belleza. Pronto
lo pude repetir a la perfección. Una vez, al escuchármelo mi padre, me ilustró:

—El Cántico original está en latín... Indudablemente que es muy hermoso.

Andaba cerca mi hermano Juan, quien repitió:

—Latín, latín... ¡Los curas hablan latín!

Y me dirigió una mirada preñada de intención, al par que sonreía...

Latín! ¡Los curas hablan latín! El eco de sus palabras había descendido hasta
el fondo de mi corazón y despertado algo que parecía dormir: mi deseo de ser fraile.
Deseo que no se había extinguido, pero que yo prefería acallar por el momento. Aún
no era tiempo de pensar en ello, según me aconsejaban los mayores. Ya llegaría la
hora propicia.

Invadió mi espíritu la tristeza que me ocasionaba la postergación de mi empeño...


Con una sonrisa de indulgencia, cuando se lo consultaba, mi hermana mayor decía
siempre lo mismo:

—Hay que principiar por el principio... Primero hay que pensar en estudiar;
después ya vendrá lo que Dios quiera... Además, todavía estás chico...

Por cierto que no lograba calmar mi impaciencia. El que me quedara aparente-


mente tranquilo nada quería decir. En lo recóndito de mí mismo luchaban informes
deseos y una inmensa incertidumbre me agobiaba. Por ejemplo, quería crecer de un
tirón y tener, de la noche a la mañana la corpulencia y los bigotes de mi hermano
mayor. Juan, mi hermano menor, también quería crecer así, en un dos por tres, pero
era simplemente porque calculaba que como más grande le hubiera correspondido
mayor porción de queso. Me lo declaró él mismo, como adivinando mi pensamiento,
no sé si en broma...
190 Luis Valle goicochea

En esos momentos mi angustia tenía una fase desconocida: la de pretender


abreviar los acontecimientos, en oposición a la tristeza que ocasionaba la fugacidad
de los días...

¡Latín! Era como la clave de mi destino. Algunas palabras sueltas fieles a la


memoria, oídas en las celebraciones pías, estaban en mis labios: “Dominus”. “In terra
aliena”... Mi padre aún tenía el conocimiento del idioma aprendido en el colegio, me
lo traducía:

—Dominus, el Señor. In terra aliena, en tierra ajena...

“En tierra ajena”, repetía suspirando. “In terra aliena”, las palabras me sonaban
con una eufonía íntima, grata. Y no me cansaba de repetirlas, saboreando la dulzura,
sospechando su secreto...

CAPÍTULO XII

Terminada la última semana de clases en la escuela. Parecía ganarnos a todos los


chicos un afán de querernos más, de endulzar lo más posible esa convivencia que
pronto iba a acabar. Las horas eran para mí de una lenta agonía...

Yo era el más aprovechado de la clase y en consecuencia el llamado a decir la


despedida en la distribución de premios. La maestra me lo advirtió con tiempo y yo
lo comuniqué a los míos. Ya mi padre lo había previsto y puso en mis manos el recorte
de una poesía adecuada. Eran los versos con que un poeta, siendo aún un adolescente,
se despidió de su colegio en Lima. Los periódicos la habían publicado como una
primicia. Me pidió que se la leyera mi mamá, y al escucharla rompió a llorar. Pronto
se calmó para decirme:

—Date un tiempecito para aprenderla bien, pues tienes que quedar lo mejor
posible...

Y luego se fue a sus quehaceres. Al quedarme solo desplegué de nuevo el recorte


del cotidiano limeño, y leí esta vez para jamás olvidarme:

Cual recorre la nave su camino


para llegar al anhelado puerto,
como bajan las aguas las montañas,
tomando impulso y en caudal creciendo,
como cruza el espacio la gaviota,
buscando abrigo en borrascoso tiempo,
así pasé los años de mi infancia
Los zapatos de CordobÁn 191

por tus claustros alegres y severos,


caminando ansioso hacia la vida,
que me forjaba hermosa en mis ensueños.

No pude continuar: tenía los ojos velados por las lágrimas. Era el atardecer
y acudí a mi lugar predilecto de esa hora: atrás del horno. Desde allí se veían las
paredes casi derruidas del panteón poblano. Una lengua de la claridad pálida del
sol, se estiraba hasta allí, para dar a las paredes un matiz extraño como un asombro.
Los tapiales, amarillos, tenían un no sé qué paralizado retorcimiento... Se advertía
al verlos asomarse entre los matorrales, como que si se estirasen para prevenirnos de
algo, pero que no podían encontrar las justas palabras para hacerlo. Era, sin duda, que
querían hablar de la muerte...

Quedábame mirando hacia ese mismo punto, en aquellas ocasiones, sin poder
desviar la mirada... La noche me sorprendía con los ojos fijos en el cementerio, donde
dormían mi hermanita y Antonio. Solo cuando aparecía magnífico el lucero de la
tarde, mis ojos y mi atención se volvían al hastío vespertino...

Aquel día fue igual, sino que con más intensidad que nunca recordé a los caros
difuntos: mi hermana y mi condiscípulo. Hubo instante en que me figuré que habían
salido de sus sepulcros y se habían puesto a jugar a la postrimera claridad del sol. Los
vi como cuando vivían, dichosos con un canje de yerbecillas o de flores menudas, de
carretes y figuras, en fin, sumidos en los infantiles entretenimientos de esta vida y de
este pueblo...

Pero no... No podía ser así. Ambos estaban más lejos, muy alto, allá en el cielo...
Y había que proponerse ir en su busca. ¿Cómo? Ya mamá lo había dicho: siendo
buenos, pero buenos de verdad. De nada más se urgía.

Se me ocurrió comparar los cementerios de mi pueblo y del pueblo vecino.


Medio desguarnecido aquel, en el cuadrilátero que abarcaba crecían yerbas oscuras,
matorrales torvos. La incuria de los nativos las dejaba crecer, pero mejor así... La tierra
pelada era más trágica... Por su pobreza y su abandono, parecía estar reclamando algo
que se merecía: acaso compañía para la soledad de sus quietos habitantes. Su visión
me llenaba de una pena sombría, de un sentimiento compasivo, humilde. Rara vez me
daba terror... Hasta me parecía, a veces, una humilde posada...

En cambio el otro cementerio era una casa grande, con un tejado rojo que se
advertía aun a la distancia. Parecía haber más calor amigo allí, e inspiraba menos el
sentimiento oscuro de la muerte. Tenía un lujo que jamás habría en el nuestro: nichos,
lápidas, cruces labradas... Sobre las tumbas del nuestro, solo en algunas habían toscas
cruces, entre rosales y enredaderas silvestres, y nada más...
192 Luis Valle goicochea

Volví a la realidad. Miré a mi alrededor. Los perfiles de las cosas se iban borrando
poco a poco. Recordé que allí, atrás del horno, corría el aya a situarse, cuando doblaban
las campanas anunciando los entierros. Sin despegar los ojos del cortejo lo seguía por
el camino que aún asciende al camposanto, mientras se enjugaba las lágrimas con las
orillas de la falda vueluda. Así acompañó cuántos sepelios, con todo el corazón. Allí
acudía a despedir a los que se iban para no volver. Muchas veces estuve yo a su lado
y miré, siguiendo la dirección triste de sus ojos... ¡Quién sabe si era una manera de
familiarizarse con la muerte!

Me di un golpe en la frente sacudiéndome de estas acerbas reflexiones. El lucero


de la tarde ardía cayendo muy cerca del oeste. No pude quedarme a contemplarlo,
pues me llamaron: era la hora de sentarse a la mesa.

En la cena familiar hubo esa noche una animación extraordinaria. Mi padre


estuvo ameno como nunca. Además, se había recibido una carta de don Manuel
Miranda, vecino de un pueblo lejano y muy amigo nuestro, quien anunciaba el envío
de un regalo: nada menos que un gramófono. Y el portador era don “José en ayunas”
en persona, avaro comerciante de la provincia, cuyo apellido habían olvidado las
gentes reemplazándolo con el mote de “en ayunas”, en razón de que declaraba que
toda su vida era el andar cobrando a los clientes morosos y había de hacerlo en ayunas
por no tener ni un poquito de tiempo para tomar siquiera un refrigerio.

Así fue: en un caballo que era una calamidad andante, hizo su aparición en el
pueblo nuestro hombre. Descendió de su cabalgadura frente a la casa y fue recibido
como siempre, con muestras de cariño. Declaró, antes que todo, venía a recoger el oro
que tenía contratado con algunos de los pequeños mineros del lugar. Una vez que fue
conducido a la sala, allí, de uno de los lados de la alforja sacó el aparato.

—Casi me ha roto la alforja este cajoncito —dijo con su voz de niño engreído y
con un gesto de tetelememe. Añadió­—: Apenas pudo caber. Solo tas con tas pudo entrar.

Y echó una ligera tosecilla. Lo puso en manos de mi padre, quien acondicionó


el gramófono en un abrir y cerrar de ojos y al instante lo hizo funcionar. Don “José en
ayunas” salivaba visiblemente: llegaba a nuestras narices el tufo promisor del almuerzo.

Después del almuerzo y antes de ir a la escuela aquella tarde, escuchamos música.


Perplejos veíamos girar el disco vertiginoso, sin acertar a saber de dónde venía la voz
que se derramaba de la bocina, que era como una campánula gigantesca... Camino de la
escuela, iba acariciando un proyecto: abrir a escondidas el aparato y sorprender su secreto.

Cuando retornamos al atardecer encontramos que muchos vecinos, gente mayor


y rapazuelos, se habían apostado a la puerta de la sala, atraídos por la novedad. En la
Los zapatos de CordobÁn 193

cocina, en un pequeño corrillo tía Iludia estaba pontificando. La buena señora ¡qué
iba a perder la oportunidad y quedarse en silencio! Hablaba y hablaba, sosteniendo
que dentro del cajoncito del aparato había una garganta humana. Los que la escu-
chaban la oían asombrados. Mi padre acertó a pasar cerca del grupo y pudo oírla. Se
alejó sin detenerse, murmurando:

—Cada loco con su tema.

En tanto, tía Iludia había terminado su conferencia sin objeción alguna y se


mostraba satisfecha.

Don “José en ayunas”, por su parte, sin pérdida de tiempo acabó de completar
sus correrías y al punto se dispuso a volver a su pueblo aquel mismo día. Y cuando
emprendía el regreso, ocurrióle un pintoresco incidente. Jocoso para los demás,
pero no para él, para quien asumía toda la magnitud de una desgracia... Resulta que
saliendo del pueblo, en un paraje por donde el camino iba al borde del abismo, su
avaricia no pudo contenerse y sin desmontarse quiso ver una vez más el oro en pasta
que acababa de recoger. Se entretenía en ello, teniéndolo en la extendida palma de
la mano, cuando el jamelgo que montaba, contra su costumbre, dio un recio corcovo
arrojando al jinete y dispersando las bolitas de oro de su esforzada cosecha. Don José,
presto como el rayo se levantó a buscar y recobrarlas, pero para mal de sus culpas,
apenas si logró rescatar una mínima parte del deshecho tesoro. El resto, de seguro,
había rodado al río o extraviándose para siempre entre los matorrales. Casi llorando
volvió al pueblo a contar su desdicha. Pero tuvo que resignarse y seguir viaje, pues
la cosa no tenía remedio. Al conocer el percance en todos sus detalles, las gentes
murmuraban unánimemente:

—Por codicioso le ha pasado.

El gramófono era la sensación en la casa y en el pueblo. Mi padre tenía que


pasar mucho tiempo haciéndolo funcionar para que lo oyeran los vecinos que venían
expresamente para ello. A mí me entretuvo poco, pues el tiempo se estrechaba y ya
estábamos a la puerta de los exámenes.

Había llegado, pues, el último día de la semana y postrero también de clase.


La maestra nos advirtió que ya estaban nombrados los miembros del jurado y no
se cansaba de aconsejarnos el estudio y de indicarnos el modo cómo nos habíamos
de comportar en el temido trance de las pruebas. Por último nos hizo un ruego:
había resuelto empapelar la escuela y nos pidió que la ayudáramos. Ello sería al día
siguiente que era domingo. De muy buen grado accedimos todos. Yo, por mi parte,
me presté a proveer de periódicos, los que ya me tenía prometidos mi padre, por un
ruego antelado que le hiciera a insinuación de la maestra. Otros chicos ofrecieron el
engrudo.
194 Luis Valle goicochea

Con una buena voluntad parlera todos fuimos puntuales a la cita la mañana
de aquel domingo. Mis hermanos ayudaron a cargar la ruma de diarios que era mi
contribución, y cuando llegamos a la escuela, ya los otros compañeros aguardaban con
su olla de engrudo.

Dirigidos por la maestra y con toda presteza empezamos la faena. Descolgamos


los mapas y los cuadros. Me fue concedido entonces ver de cerca la admirada estampa
de San Antonio... Un buen rato me quedé embelesado, contemplándola, hasta que uno
de los compañeros me obligó a dejarla, pues reclamaba mi ayuda. En un santiamén
quedaron limpias las paredes y con febril actividad empezamos el empapelado. Nos
organizó previamente el cuidado de la maestra:

—Unos a embadurnar papeles sobre la mesa —dijo—; otros a alcanzarlos a los


empapeladores y estos a pegarlos en la pared. ¡Ea!

No era necesario que ella nos instase a hacerlo prolijamente. Cada cual se
desempeñaba con eficiencia y entusiasmo.

Era el mediodía ya, cuando la labor quedó terminada, barrido el piso y las cosas
en su correspondiente lugar.

La maestra se dejó caer en su sillón y se puso a sollozar. A una palmada suya,


todos nos formamos. Ella rezó las oraciones cotidianas, como si fuera un día de clase.
Replicó amablemente a su voz aflautada, el trémulo coro musical de las nuestras. La
maestra no necesitó hablar. Nos despidió en silencio. Ya antes nos había recomendado:

—Mañana puntualitos, bien peinados y limpios para dar examen. Empezaremos


por los niños de primeras letras...

Los chicos de Llacuabamba, con Alfredo a la cabeza, no habían querido faltar


para ayudarnos a nosotros, los del pueblo. Su insistencia había vencido la determina-
ción de la maestra que les indicó que no vinieran, considerando la jornada que tenían
que hacer. Como no amenazaba lluvia, ella los dejó irse.

Ellos, esta vez volvían tristes y mudos... Los incorregibles parleros iban en hondo
mutismo por el camino que avanza entre sembríos tiernos y que estaba ya orlado de
las flores típicas de la Navidad, pues estábamos en vísperas de la fiesta.

Cuando mis hermanos y yo regresábamos a casa, en el trayecto nos encontramos


con don Edilberto, el carpintero. Nos detuvo para contarnos que acababa de llevar a
nuestra madre el marco prometido para la estampa de San Francisco, que le regalaron
los padres franciscanos y también para avisarnos que nos había dejado allá un perrito
tierno, hijo de “Chispa”, el precioso animal de su propiedad, que lo seguía a todas
Los zapatos de CordobÁn 195

partes, casualmente venía tras él. La llamó por su nombre y la perra pintada empezó
a dar saltos y a ladrar de pura alegría.

—He tenido que engañarla para poder quitarle su cría —nos explicó don
Edilberto—. Pero aún le quedan tres: no ha de extrañar al que le falta...

Sin despedirnos del carpintero, como una exhalación, volamos a casa: queríamos
conocer al nuevo habitante. Al entrar en la sala, encontramos que el aya lo tenía en el
regazo y le daba de comer. Cuando nos vio suspendió su ocupación y levantando el
perrito nos lo mostró diciendo:

—A sus órdenes, niños... Me llamaré Rayo.

Habló como tartamudeando y en representación del nuevo guardián de la casa.


Nos hicieron la mar de gracia sus palabras. Juan, inconforme protestó:

—Rayo… ¡Qué feo nombre! ¿Quién se lo ha puesto?

—Horrible —confirmó Clarita.

—¡Que se llame Otelo, mejor! —tercié yo.

¡Otelo! Un acierto... Y quedó bautizado con ese nombre. El perrito empezó a


ser la chochera de grandes y chicos en la casa. Al examinarle el hocico negro vatici-
naron unos que iba a ser bravo. Al revisarle patas, orejas y cola, tía Iludia certificó que
no era un perro chusco.

En eso oí la voz de mi padre que llamándome se acercaba.

—Quiero ver si ya sabes bien los versos. Ven a decírmelos.

Me llevó a la sala. Allí ¡oh sorpresa! estaba la señorita profesora, sentada al lado
de mi madre. Delante de todos ellos, trepado en una silla, y accionando las manos e
insinuando gestos requeridos, les repetí de paporreta los versos aprendidos. La visi-
tante y mis padres quedaron complacidos. Ella se levantó y antes de irse me hizo una
recomendación:

—Te portarás con serenidad. Cuidado con soltar lagrimitas. Los hombres no lloran.

Bien sabía la maestra lo difícil que ello iba a ser. El instante en que había de recitar
—lo presentía— iba a resultar de los álgidos de mi vida y siendo yo un emotivo peligroso,
el resultado era de temer. Por su parte, mis padres que reclamaron no ya serenidad, sino
valor. Al decírmelo, advertí en la voz de ambos un estremecimiento contenido.

***
196 Luis Valle goicochea

Vestidos como en las ocasiones de fiesta, acudimos temprano a la escuela aquel


día de los exámenes. Al pie de las imágenes que presidían el salón, estaba la mesa
del jurado con su tapete rojo, sobre el que se veían lapiceros, tinteros, libros, todo
dispuesto con armonía. Podían verse, a un costado, el pizarrón y los asientos para los
padres de familia, y al otro, las bancas que habíamos de ocupar nosotros.

Pronto, cada cual estuvo en su sitio. No tardaron de llegar algunos vecinos y por
último los miembros del jurado. La maestra los condujo a sus respectivos asientos y
ella se instaló al lado de ellos. Después de pedirles su venia, tocó el timbre: iban a
comenzar las pruebas.

Nuestros corazones latían al unísono, aceleradamente. El momento tenía una


solemnidad inolvidable. Uno de los miembros del jurado era don Leoncio, vecino
principal de Parcoy, la capital del distrito. Todos los años era designado presidente.
Era amigo de la casa y mi conocido por consiguiente. A pesar de todo, yo le tenía
miedo; era muy burlón. El otro era don Eulogio, juez de paz, sañudo, hombre
de ojos duros que según se decía era terrible e intransigente. Me inspiraba igual
pánico.

Los pequeños, los más pequeños, fueron desfilando ante la mesa, felizmente sin
novedad. Esto pareció darnos aliento a los más grandecitos. Después de la inevitable
interrupción para el almuerzo, los examinadores reanudaron su tarea por la tarde.
A nosotros, los mayores, nos correspondió presentarnos ya casi al anochecer. Fue
menester encender una lámpara...

A cada compañero que salía, a los que aún quedábamos nos latía el corazón con
más violencia cada vez. Temblando, seguíamos el hilo de las preguntas y respuestas y
respirábamos al fin, al término feliz de los interrogatorios.

Yo fui el último: mi prueba fue brillante. Cuando terminé, apenas pude volver al
asiento y ya allí me desplomé. Mis padres que estaban presentes recibían parabienes:
lo advertía como entre nubes. Una ofuscación extraña me hacía girar la cabeza.

El presidente suspendió el acto y la maestra habló para citarnos al día siguiente


para la lectura de calificativos y consiguiente distribución de premios. Aún me
quedaba una jornada difícil: la recitación a mi cargo. Afuera, todos los compañeros
nos felicitamos mutuamente y antes de dispersarnos nos llevamos como huéspedes a
los chicos de Llacuabamba, que no alcanzaron a volver a sus hogares... Era una noche
apacible y constelada, sin amenaza de lluvia.

Al llegar a casa mis padres me abrazaron. Mi madre lo hizo llorando. Me dijo


entonces palabras de una gravedad desconocida, que se adelantaban en mucho a mis
alcances infantiles. Me llamó su “esperanza”, me previno que la vida era muy dura y
Los zapatos de CordobÁn 197

me pidió que desde ese momento aprendiera a ser hombre... Mi padre la interrumpió
afectuosamente:

—No te aflijas, hija... No le hables así, que aún no es tiempo... Vamos a comer
que tengo hambre.

En la mesa mi madre hizo lo posible por estar alegre. Yo también, aunque el


corazón me sangraba inexplicablemente.

Celebrando el éxito de mis exámenes, papá hizo funcionar el gramófono.


Vinieron a oír música, como invitados, la maestra, los miembros del jurado y tíos
Daniel y Antuquita. En la charla —ya lo creo— se habló de mí y se abordó el tema
del próximo viaje. Con ello se me puso otra vez en la tristeza, al hacerme recordar
que algo había terminado... Pedí licencia y me retiré al dormitorio. Al mismo tiempo
sentía una gran fatiga; quizá podría dormir y olvidar... Pero no fue así... Ya en el lecho,
absorbió mi pensamiento esa frase: “Algo ha terminado”.

¿Qué era eso? Algo ha terminado... Luchaba por precisarlo, por designar ese
“algo” con acierto, y solo conseguía acercarme a la expresión intentada con la figura
metafórica que me brindaba un objeto amado y perdido... Bien sabía yo, o más que
lo sabía, lo presentía, que una etapa de mi vida llegaba a su fin... Advertía su infinita
belleza, ahora que se alejaba... El amor purísimo que la colmaba toda, aparecía en
sus postrimerías con el silencioso recogimiento, como la muda tristeza de un crepús-
culo sin luchas... Un cansancio amargo me iba venciendo, segura y lentamente... Me
dormí oyendo que el murmullo de sus voces llegaba a mis oídos, como eco de otros
mundos...

La mañana fue muy animada en la casa. Todos nos afanábamos por disponerla
lo mejor posible, pues por la tarde serían nuestros huéspedes, además de la maestra y
los jurados, todos los niños de la escuela fiscal. Mis padres, mis hermanos, el aya, no
se daban punto de reposo. Juzgó prudente mi padre el recomendarme que sería mejor
dejar de ayudarlos y repasar mi declamación. Le obedecí. Busqué la soledad de su
escritorio para ello. Ya en ese refugio traté de hacer un nuevo ensayo, pero fue inútil...
El corazón me oprimía y mis ojos se paseaban entre los montones de revistas y perió-
dicos allí almacenados, por los libros que ocupaban burdos estantes, por la colección
de trozos de mineral que mi padre allí guardaba... Mas, no tenía la tentación de otras
veces de desatar los paquetes, de husmearlo todo... Permanecía inmóvil, trabajando
el ánima en prematuras angustias y en tempranas imaginaciones acerbas... Al fin
me llamaron a almorzar. Me sentía incómodo entre los míos, sin apetito, caritriste,
teniendo que soportar su solícito interés que a cada paso me preguntaba por la causa
de mi apagamiento. Fue la sesión de esa mañana, una sesión larga y tremenda para
mí...
198 Luis Valle goicochea

Comenzaba la tarea cuando empezaron a llegar al pueblo los chicos de Llacua-


bamba, acompañados de sus padres. Aquellos y estos, con sus vestidos nuevos. Desta-
caban la negra falda de doña Simona, madre de Alfredo, adornada con grecas y aran-
delas multicolores... Traía un fino sombrero de paja, en cuya cinta había colocado
flores de campo. De paso estuvo en casa con su marido, el molinero, y con Alfredo,
desde luego... ¡Cómo se parecían madre e hijo! Iguales los cachetes desbordados,
los pómulos salientes, los ojos de mirada franca... El continente rollizo de la buena
mujer había dado patrón al del hijo... Pequeño y fuerte, Alfredo nunca supo lo que era
enfermedad. El molinero también estaba elegante... Trayendo zapatos publicaba la
solemnidad del día. Y su ancho sombrero era también el de fiesta. Camisa y saco eran
flamantes y habían sido, de seguro, guardados para la ocasión. Sin dejar la humilde
simpatía de su presencia, gracias al atavío que mostraban, tenía no sé qué aire de
importancia el molinero y su mujer.

En la puerta de la escuela se agrupaban ya los otros vecinos. La maestra, improvi-


sando floreros con anchos pomos, colocaba en ellos rosas y claveles, los que sus chicos
le habían llevado. Al mediar la tarde salió de su casa don Fabriciano, quien como
autoridad estaba invitado a la actuación. Tampoco esta vez me inspiró temor su duro
ceño. Aún estaba triste y en la solapa llevaba una franjita negra, símbolo de su duelo.
Con aire solemne se encaminó a la escuela. Esa era la señal: precipitadamente mis
hermanos y yo acudimos también allá. Nos seguían nuestros padres. Ya todos estaban
esperando. Cuando llegamos la maestra se afanaba en hacer caber a los concurrentes
en las contadas bancas que los esperaban. No lo consiguió: muchos quedaron en pie.
Ya tío Daniel había llegado hacía rato, lo mismo que los jurados. Cada cual ocupaba
el asiento que le correspondía. Los pequeños hubimos de estrecharnos en un solo
grupo y permanecer parados. Con un murmullo apagado nos agitábamos inquietos.
Don Eulogio, el secretario, se puso de pie. Hubo en ese instante un inmenso silencio:
se oía el rumor de la bandera izada junto a la puerta, que era sacudida por el viento.
Con una voz velada, y manteniendo una parada petulante, don Eulogio dijo:

—Se van a leer los calificativos.

Apenas se distinguieron sus palabras, los ojos de todos se volvieron a él, en


medio de la tensa atención de todos. Al terminar, se dejó caer en su asiento displi-
centemente. Los escolares nos cruzamos miradas de inteligencia, en un canje cordial
de parabienes... Hubo momento en que nadie sabía lo que iba a seguir. La maestra
habló bajito con los jurados y luego se irguió... La recibieron palmas cariñosamente
golpeadas. Ella inclinaba la cabeza agradeciendo. Tenía los ojos llenos de lágrimas
y el ritmo acelerado de su pecho, advertido a través del corpiño ajustado, denun-
ciaba la emoción que la embargaba. Todos, inmóviles y mudos estábamos pendientes
de ella, pero ella no tenía cuándo empezar. Al fin, con gran esfuerzo, habló como
Los zapatos de CordobÁn 199

tartamudeando. Fue breve. Nos pidió a los que nos íbamos para no volver que no la
olvidáramos y que fuéramos buenos siempre; de los otros chicuelos se despidió hasta
el año próximo y acabó lamentando dos ausencias: la de Bertila, peregrina de lejanas
tierras a esa hora y la de Antonio, de quien dijo:

—No pudo esperar que acabaran las clases porque lo llamaron del cielo...

Don Fabriciano, el abuelo del difuntito, inclinó la cabeza y sacó su pañuelo.


La maestra se interrumpió bruscamente; tuvo que buscar apoyo, pues desfallecía.
Tío Daniel que ocupaba sitio a su diestra, la ayudó a sentarse cogiéndola del brazo.
Entonces un grupo de los más pequeñitos avanzó hasta el centro de la sala para
entonar una canción infantil. La gracia fresca con que se desempeñaron puso una
nota de alivio en el duro instante. En medio de aplausos volvieron a su sitio.

Don Eulogio se incorporó de nuevo, esta vez para leer la nómina de los premiados.
Los chicos favorecidos fueron desfilando ante el presidente conforme iban oyendo
sus nombres y recibían de sus manos cajas de compases, libros, lápices de colores,
etc. Yo fui el último y me correspondió un pequeño tomo inolvidable. Los otros
compañeros nos miraban con fraternal simpatía, sin envidiar nuestros galardones.
La maestra que ya serenada, ayudó a alcanzar los premios con una mirada me indicó
que saliera. Durante el trayecto de mi lugar al centro del salón miré hacia fuera. La
luz vesperal, macilenta, era el signo del instante. Me sacudía un frío extraño hasta
hacerme castañetear los dientes y mi paso era inseguro. A costa de un sobrehumano
esfuerzo pude llegar al sitio señalado de antemano. Sentía sobre mí, como un peso,
las miradas de todos. Me costaba mucho el hacerme violencia: había en mi pecho
como la víspera de un estallido. Tenía la boca seca y se me trababa la lengua. De
pronto oí un “¡ya!” apenas musitado. Era la maestra que me daba ánimos. Desplegué
los cruzados brazos y empecé: “Cual recorre la nave su camino...”

Como a borbollones me salían los versos de los labios, interrumpiéndose a cada


paso... La voz estaba a punto de traicionarme, pero pude terminar... Después se me
nublaron los ojos y bañado en llanto, a tientas, pude volver a mi sitio. La solicitud de
mis compañeros vino en mi ayuda. Todos me hablaban...

—No llores, serénate...

—Cálmate, ya va a pasar...

—¡Qué dirá la gente!... Sécate la cara...

***
200 Luis Valle goicochea

La casa era un hormiguero. Mis padres habían querido reunir aquella tarde a mis
compañeros de escuela, en una tertulia amable de despedida. Toda la vajilla familiar
salió a relucir. La tetera de loza y decorada de las grandes ocasiones vació muchas
veces su contenido en pocillos innumerables. Los azafates colmados de delicados
dulces giraban sin descanso. Había en todos una alegría bulliciosa. Por un momento
olvidé que el desbande se acercaba. Acaso para muchos era aquella la última reunión
que nos congregaba... Naturalmente que el gramófono la amenizó, funcionando sin
descanso.

Pero llegó la hora en que todos comenzaron a irse. Empezaba a crecer mi


soledad. Ya el sol solo alcanzaba a dorar las cumbres altas y corría un aire frío, cuyo
soplo lo sentía yo en lo íntimo. Abrazos, promesas y luego el salón quedó vacío... El
último en irse fue Alfredo. En un enjambre callado iban con él los otros chicuelos
de Llacuabamba. Atrás, en fila apretada marchaban sus padres, igualmente callados.
Antes de alejarse Alfredo me prometió:

—Vendré a verte antes de tu viaje. Quisiera traerte papas nuevas...

Mientras mis hermanos menores ayudaban a los mayores a poner las cosas en
orden, yo me deslicé atrás del horno: quería ver el lucero de la tarde. Ya allí, me eché
a llorar... El astro luminoso corría a ocultarse... Era para mí como un aviso que me
repetía que todo pasa: me lo decía con su llama agitada que pronto sería tragada por
las sombras... Me embargaba un presentimiento acerbo, un miedo vago a lo que tenía
que venir y vendría. Lloraba y lloraba sin descanso. Mi soledad se poblaba de angus-
tias y yo me sentía sin fuerzas ante un cuadro de terca incertidumbre...

La cena familiar transcurrió aquella noche en un ambiente pesado. Todos pare-


cíamos compartir una misma tristeza preñada de presagios oscuros. Hablábamos
en voz baja, solo para indicar que se nos quitaran los platos, los que eran retirados
casi íntegros. El que menos pretextaba ante las paternas exigencias para comer, que
se había repletado con el té de la tarde. Al fin mi padre se enderezó en su asiento,
diciendo:

—Hay que dormir temprano. Estamos fatigados.

Juan se escarbaba los dientes con un palito de escoba. Mi madre le reprochó con
toda su ternura:

—No, niñito; eso no se hace en la mesa.

De la cocina llegaba un murmullo y allá fui. Era tía Iludia quien hablaba. Hacía
el relato fantástico de la “cumbre que habla”. Se refería a una de las altísimas montañas
que podían distinguirse desde el pueblo hacia el norte. Esa montaña levantaba su
Los zapatos de CordobÁn 201

mole, junto a la laguna de Pías, de la que se contaba que esconde un pueblo que olvidó
a Dios y en castigo quedó sumergido... Cuando ocurrió la tragedia se escucharon
misteriosas voces en el cerro. A través de los años, en ciertas épocas, se renovaban los
clamores. Se lo oí relatar a tía Iludia.

La leyenda daba un nuevo tema obsesionante a mi imaginación. “El río que se


pasa siete veces” y la “cumbre que habla”, empezaron a disputar en mi alma curiosa.
¿Cómo sería aquello? ¿No habría alguien capaz de explicarme su misterio?... Ya lo
sabía que no. Quizá algún día, yo mismo podría conseguirlo con mi propia iniciativa,
a costa de mi propio empeño. Me fui a dormir obsedido por ello.

La audición del relato me trajo un descanso, al distraer mi espíritu de la pena


informe que me agobiaba. Mi padre había encargado agua tibia para aplicarse un
pediluvio. Al traérsela el aya le dijo:

—El cielo está todo estrellas. Creo que ha comenzado el “Veranillo del Niño”...

La experiencia lugareña aguardaba en las cercanías de la Navidad unos breves


días de verano, que por la proximidad de la fecha en que se presentaban, eran cono-
cidas como “Veranillo del Niño”. Se despejaba el cielo, esplendía el sol, y se daban
un reposo los aguaceros de diciembre. Nos ponía contentos esta tregua del tiempo
lluvioso... Pero en algunas ocasiones la consabida prueba se producía después de la
Nochebuena solamente, y entonces las pastoras tenían que ir a la iglesia para adorar
al Niño y bailar ante su nacimiento, bajo el golpe de la lluvia... Pero iban de todas
maneras...

CAPÍTULO XIII

Que estábamos en las vísperas de la Navidad nos lo hicieron recordar la iglesia


abierta, donde se trabajaba en armar el Nacimiento, y los afanes de mi padre en la
casa. Le veía frente a la mesa, llena de botellas, de embudos, de pliegos de papel
de filtrar, de frascos. Preparaba aromáticas infusiones en matraces de pura trans-
parencia, trasegaba y al fin, terminada su labor, las llenaba en ventrudas garrafas
limpias. Preparaba las “agüitas del Niño”, nombre con que pedían los visitantes una
copita de mistela en la Pascua de Navidad. Llamó a mi madre y le dio a probar el
licor que estaba decantando.

—Delicioso —aprobó ella, despegando una minúscula copa de sus labios,


después de saborear unas gotas del contenido con el extremo de la lengua. En ese
mismo momento trajeron la nueva a la casa:

—El señor cura ha llegado...


202 Luis Valle goicochea

Supimos que ya se encontraba en “La Quinta”, razón apacible de su propiedad,


distante apenas medio kilómetro del pueblo. Me dio un vuelco el corazón. ¡Qué
multitud de proyectos bullían en mi mente! Tenía hambre de conversar con el anciano
párroco, de cuyas habilidades en mecánica y de cuyo conocimiento en tradiciones
lugareñas, tantas veces había yo oído hablar... Mis padres acordaron hacerle una visita
aquella misma tarde. Yo les acompañaría: me lo prometieron.

Después de almorzar, mientras mis hermanos ayudados del aya quedaban levan-
tando el Nacimiento en un rincón de la sala, mis padres y yo nos fuimos camino de
“La Quinta”.

Yo no veía la hora de llegar. El breve trayecto se me hacía interminable. Cuando


al fin pasamos el río y solo nos encontrábamos a unos cuantos pasos de la casa, el
corazón se me quería salir por la boca. El anciano sacerdote, notificado de nuestra
presencia, salió a darnos el encuentro. Yo, apenas recordaba su figura. Ya frente a
nosotros, el buen párroco abrió los brazos y luego estrechó contra su pecho, al mismo
tiempo, a mis padres. Después paró mientes en mí y me alargó la mano, diciendo:

—¡Cuánto ha crecido el niño!

Era la suya una mano recia y ancha, que empero estrechaba con delicadeza.

—Pasaremos, pues señores —nos invitó. Le seguimos a través del patio florido
hasta el corredor. Nos sentamos en firmes bancos trabajados por él mismo, según nos
lo declaró.

Mis ojos no se cansaban de ver la venerable figura del anciano. Varonil talante
el suyo, que pregonaba una auténtica fortaleza que no decía aún, a pesar de los años.
Los ojos pequeños y vivaces, centinelas de una nariz que se corvaba violentamente
sobre los labios apretados por un rictus doliente. Sin embargo, esos labios a veces se
entreabrían sonriendo, para dejar ver una dentadura de roedor, menuda y afilada. El
ademán era apacible y todo él, el anciano párroco, con su blanca cabeza erguida y su
porte marcial, era la figura gentil que reclamaba un marco de leyenda. Conversaba
con mis padres de mil cosas diversas y el coloquio se prolongaba, sin que me fuera
dado el preguntar. Tuve, pues, que estarme callado y renunciar por el momento a la
charla con el señor cura.

Después de beber una taza de café fragante y de saborear unos rojos plátanos,
emprendimos el regreso. Desde el patio de su casa, el buen anciano nos siguió largo
rato con la mirada. Él quedaba allí, en “La Quinta”, al calor de una casita acoge-
dora, entre los árboles. Todos los terrenos de cultivo circundantes, aparecían verdes.
Los regaba el agua blanca que fluía de un puquial. Pero nada como la huerta había
Los zapatos de CordobÁn 203

llamado más mi atención. Allí, la plácida obesidad de los repollos, las crispadas hojas
de la cebolla, las delgadas ramas del culantro, las matitas macolladas del toronjil; en
fin, que nada faltaba de lo que debe haber en una buena huerta casera...

Envidiaba la vida mansa del párroco en aquel rincón del mundo. Por su sabi-
duría, recogida en el Seminario y en la vida, se me figuraba que era un iniciado en
inefables maravillas. Su aureola de Ministro del Señor le daba un prestigio único, lo
ponía sobre todas las cosas. Y le veía transformado de hombre en personaje extrate-
rreno, que podía conversar mejor que nosotros, los demás mortales, con el Dios de las
alturas... Se me antojaba forma de un mundo que por entonces se me negaba, pero al
que esperaba asomarme un día...

A la mañana siguiente de la visita, el señor cura llegó a la casa. Venía a bendecir


la imagen del Niño Dios, que ya lucía el precioso vestidito que le trabajara el afán
de mi madre. La ceremonia, aunque sencilla, me impresionó... “¡Quizá algún día
—pensé— sea yo el Ministro oficiante de una parecida!”.

Como ya estaba listo el Nacimiento, el mismo señor cura quiso colocar la efigie.
Como lo quiso, lo hizo, dejándola entre San José y la Virgen.

Mi padre, requerido por un quehacer inesperado, no pudo permanecer al lado de


nuestro respetable visitante y yo quedé encargado de acompañarle. Había llegado mi
ocasión de parlar, de trenzarme en un diálogo, en el que venía soñando: era dichoso.
Estábamos a solas, frente a frente, en el viejo escaño familiar. Él empezó la conversa-
ción haciendo referencia al mueble en que nos sentábamos...

—Cuántas veces habré ocupado este asiento —dijo como proyectándose a un preté-
rito remoto—. Figúrese usted, niño, que yo visito la casa desde la época de su bisabuela.
¡Vaya si tengo mis añitos! Que no los represente o no los quiera contar... es otro cantar...

Prosiguió un diálogo que fue elevándose desde las cosas triviales hasta los
dos asuntos de mi inquietud: el próximo viaje y mi deseo de hacerme franciscano.
Encontró mi confidente muy oportuno el primero. Era necesario progresar, aseveró,
y no hay cosa mejor para ello que conocer otras tierras. Aproveché para preguntarle
si sabía algo del río que se pasa siete veces. Quedó mudo un rato y luego, sonriendo
maliciosamente, me espetó esta respuesta:

—Pues debe ser un río cualquiera, que se pasa siete veces... No sé si tendrá
puente o habrá que vadearlo. El que yo paso para ir a la casa, tiene puente y segura-
mente lo he pasado ya algunos cientos de veces...

Tuve un rubor y el atolondramiento consiguientes a una pregunta tonta; de


quien la ha hecho y se apercibe de ello. Se me hizo la luz en el cerebro y discurrí que
204 Luis Valle goicochea

efectivamente nada de extraordinario podía tener el río de los siete pasos. El pres-
tigio de leyenda que le dio mi fantasía se iba esfumando lentamente. No esperó el
buen párroco a que me repusiera del soponcio que me causaran sus últimas palabras
y habló para decir:

—El otro asunto, niño, tiene sus bemoles... De eso ¡ni hablar! Es usted muy
chico todavía... Es como quien no se acuesta y ya está pensando en levantarse... Para
eso hay que crecer primero...

No entendí muy bien su argumento, pero de todos modos el señor cura defrau-
dóme de un modo desconsolador. Yo que me aprestaba a contarle todo, sin omitir
detalle; yo que iba a abrirle mi corazón y vaciar a sus ojos mis deseos, me estrellé antes
contra su rotundo parecer...

Me duraba aún el bochorno del fracaso, cuando largo rato después hube de
acompañarle un trecho pues se retiraba. Al estrecharme la mano en señal de despe-
dida, puso un rayo de esperanza en mi descorazonamiento, diciéndome:

—En fin, yo voy a rezar mucho porque el Señor nos ilumine... Conversaré el
asunto con sus padres y nosotros hablaremos después. Adiós.

***

Había un gran contento en la casa, pues a mi padre le habían traído la noticia de


que el ingenio de su propiedad había quedado expedito para funcionar. Él se pasó
la mañana dictando órdenes a fin de que se reanudara el laboreo de la mina ya que
no había tiempo que perder. Largas semanas hacía desde que tuvo que suspender
su ocupación: la pequeña industria minera. Él me tenía prometido llevarme un día
para asistir al trabajo de extracción del oro, cuyos pormenores me interesaban. En el
almuerzo el que menos decía bromas oportunas y dulces, causando la alegría general.
Pero un suceso menor vino a nublar nuestra dicha. Era que Clarita cuidaba una
preciosa gata, la que acababa de tener tres graciosas crías. Mi hermana estaba como
loca por los animalitos y no sabía qué hacer con ellos. Eran su adoración. Resultó que
por descuido de uno de los criados pequeñuelos, los animalitos andaban sin gobierno
y alguien al abrir una puerta le dio tan recio golpe a uno que quedó malherido. Fueron
vanos los cuidados que se tuvo para hacerlo vivir y, sangrando, murió. Mi hermana
se echó a llorar de un modo inconsolable. Toda la tarde la pasó llorando y no quiso
comer. Nos afanábamos por calmarla y era peor. Hubo que darle valeriana y ni así
se logró apaciguarla. Mis padres, mortificados y mucho, se pusieron tristes al ver que
Clarita sollozaba sin descanso. Con nosotros estuvieron velando junto al lecho de ella
hasta que se quedó dormida. Pero aún así, con los párpados fuertemente plegados, se
Los zapatos de CordobÁn 205

advertía que tenía un sueño alterado, pues suspiraba a cada rato y su faz se contraía.
Podía verlo a la luz de la lámpara que difusamente llegaba a su carita. Mis padres
hablaban bajito. El aya imprudentemente dijo:

—Está sufriendo...

“Está sufriendo”, me repetí. Me vino entonces un vehemente afán de penetrar su


sueño, de estar a su lado a esa hora en que de seguro estaba viendo a su gatito muerto.
¿Cómo conseguirlo? Bien sabía yo que estaba alentando un imposible. El sueño es un
mundo donde no podemos darnos cita, como aquí en el mundo en que vivimos. La
impotencia de poder conseguir lo que anhelaba me sumió en un profundo descon-
suelo. Cuando le pregunté a mi padre ¿qué hacemos?, él me respondió dándome una
palmada en el hombro:

—Descansa... No es nada... Iremos a dormir sin hacer ruido.

Así lo hicimos, pero después de acostados sentí que él se revolvía en su lecho


sin poder conciliar el sueño y que mi madre también se desvelaba. En medio de las
sombras, podía yo sentir que estaban atentos del sueño de mi hermana, como en
acecho.

Mal dormí yo también aquella noche. Clarita amaneció extenuada, pálida y no


quiso levantarse...

“Está sufriendo”. Estas palabras me martilleaban en las sienes. ¿Qué hacer?, me


preguntaba a cada paso.

De mala gana Clarita fojeaba las revistas que le alcanzaban para ver si se distraía.
Cuando menos lo pensábamos se llevaba las manos a la cara y se echaba a llorar.
Hacia el mediodía preguntó si el gatito muerto había sido enterrado. Al recibir
respuesta negativa rogó que lo sepultaran cuanto antes y que Juan le trabajara un
ataúd. Cumplimos su voluntad.

Trabajo costó el que Clarita se pudiera mejorar. Mi madre se lamentaba:

—¡Esto de tener animales! Mejor sería regalarlos todos.

Temblé por Otelo. Pero me tranquilizó pensar que su presencia en la casa era
necesaria. Mi misma madre lo había subrayado. El perrito crecía que era un contento
y era un travieso incontenible. No pasaba día sin que dejara de apuntar una avería a
su cuenta. Cuando mi padre se detenía a jugar con los gatitos de Clarita, Otelo venía
como a interponerse y se le prendía de la manga, daba sus primeros ladridos, saltaba.
Solo renunciaba a semejante proceder cuando mi padre le dispensaba su atención
206 Luis Valle goicochea

y sus cariños. Don Edilberto, el carpintero que nos lo regaló, venía a verlo siempre.
Llegaba a la casa diciendo:

—El abuelo viene a ver al nieto. Con el abuelo viene la hija del abuelo o sea
la madre del nieto. El abuelo era él y, efectivamente, tras el buen hombre hacía su
aparición “Chispa”, la mamá de Otelo que se ponía a jugar con nosotros los pequeños.
Como don Edilberto reclamaba la presencia de Otelo, había que sacarlo para que lo
viera. Lo hacíamos con el temor de ocasionar un sufrimiento a la madre, mas, ella
cogía a su vástago cariñosamente, le lamía la cabeza y luego podía irse tranquila.

—Ya no sufre —pensé... Si era posible que “Chispa” se resignara a vivir sin
Otelo, le pregunté al aya, y ella me respondió:

—A todo se acostumbra uno.

Quedé largo rato rumiando lo que acababa de oír. Me era duro aceptarlo.

“Está sufriendo”, “ya no sufre”, “a todo se resigna uno”. Hice una aplicación:
Clarita estaba sufriendo cuando murió su gatito. Ahora ya no sufre: a todo se resigna
uno. Así era en efecto: Clarita ya no se acordaba del gatito muerto: se había resignado.
Yo mismo ¿no me había conformado ya con la ausencia de mi hermana Clemencia
y la de Antonio?... En ese instante brillaba la verdad tremenda del olvido. El propio
don Edilberto nos contaba que cuando murió su madre estuvo a punto de alocarse.
Desesperadamente se golpeaba la cabeza contra la pared, se revolvía en el suelo, vomi-
taba imprecaciones. Pero de pronto volvió ojos y corazón al cielo y empezó a aliviarse.

—Desde entonces —declaraba—, no me he apartado de la religión. Eso sí, he


tenido que salir de mi pueblo para ayudar al olvido... Hacen lo menos doce años que
no he vuelto allá.

El carpintero hablaba con orgullosa satisfacción de “Chispa”. No solo era su fiel


compañera, sino también una buena amiga de los niños. Se contaba del noble animal
un hermoso episodio ocurrido en el pueblo. Un chico de pocos años perseguido por
un pavo enfurecido corría dando voces de auxilio. “Chispa” que a la sazón andaba
cerca acudió en socorro del chicuelo perseguido y, ladrándole, ahuyentó al perse-
guidor. Aún más, haciéndole festejo, acompañó a su protegido hasta cerca de su casa.
Por este gesto se ganó la simpatía de grandes y pequeños, los que a su paso salían a
acariciarla y le ofrecían escogidos bocados...

Don Edilberto era nuestro asiduo visitante y su presencia recibida con cariño.
Apenas había visto la gran estampa de San Francisco de Asís que los misioneros
regalaron a mi madre, le prometió tallarle un lindo marco. Demoró en cumplir su
oferta, pero cumplió. Aquella mañana, pues, provisto de sus herramientas, colocaba
Los zapatos de CordobÁn 207

la lámina en el cuadro, cuya bendición iba a apadrinar por voluntad de mi madre.


Cumplía su labor el carpintero con suma reverencia, con prolija cautela. Hablaba
mientras tanto de su tierra lejana, de sus parientes más lejanos aún, de su soledad.
Pero no se quejaba, no.

—¿Que si viene lo malo? Pues a padecerlo por Dios —decía.

Fue aquella mañana de mi relato que le escuché un secreto sorprendente: quería


ordenarse de sacerdote. Desde ese momento sentí como que algo me ligaba a él. Era
un contacto de destinos. Bien podría yo, proyecté, conversarle lo mío. Me puse a caza
de la ocasión propicia.

La celebración de la Pascua de Navidad, en el hogar y en el pueblo no tuvo


aliciente para mí. Vi danzar a la comparsa de pastores delante de los nacimientos de
la iglesia y de la casa, con indiferencia y hasta con fastidio. Me herían desagradable-
mente los oídos sus voces chillonas y descompasadas. Sin embargo, hubo en medio de
todo aquello una nota lancinante que clavó su dardo en el alma. Fue cuando cantaron
con tono desgarrador estos versos:

Te quedas, Niñito,
en tu Nacimiento,
yo me voy al frío
y al rigor del viento.

¡Versos y música tenían un acento dolido que despertó una entrañable reso-
nancia en mi espíritu. Se me grabaron en la memoria y el corazón y durante el día
andaba entonando la copla a media voz. Y tenía fijas en mis retinas las figuras de las
pastorcillas, de fachas desgarbadas, pero ellas sanas de espíritu, con sus ruecas y sus
sombreros, en donde mal habían simulado la escarcha con grumos de algodón escar-
menado. Muchas eran de puntos lejanos y habían venido a cumplir una promesa.
Mozas impúberes todas, en sus ojos brillaba la inocencia. ¡Felices ellas cuyo exterior
candoroso pregonaba un interior apacible, sin urgencias mezquinas! ¡Cuántas de ellas
serían pastoras de verdad y aquella noche venturosa habían venido, descuidando un
punto su penosa tarea...! Mi imaginación las puso en el predio de sus pasos: la puna
altísima y desolada, bajo el golpe de furiosos aguaceros, o bajo la incesante lluvia de
la escarcha, en el frío o al rigor del sol, felices siempre, dueños de claras ilusiones,
sin la contaminación odiosa de otros horizontes, pegados a lo suyo, tras su hato de
ganado siempre... En una palabra, bienhalladas a pesar de su dura vida, en medio de
su soledad y su inocencia... Y tuve una inmensa simpatía por sus afanes y bendije
sus destinos, limpios. Recordé por oposición unos versos que a veces oía recitar a mi
padre y que terminaban así:
208 Luis Valle goicochea

Verás con íntima emoción transida


al niño de hoy, el hombre del mañana,
ay, confundirse en la mentira humana,
dolido del amor y de la vida...

El amor y la vida. Los niños ya hombres... Aquellas mozas, en su soledad


estaban como al margen de estas inquietudes. Me las figuraba no sé qué seres ideales
que estaban sobre toda congoja. Y en mí había ya un anuncio del hombre triste que
después llegaría, que tenía que llegar inexorablemente. Nos distanciaba, pues, algo
no volandero, sino profundo. Yo era como los del pueblo, insatisfecho y melancó-
lico. El mismo tío Daniel no podía negarse a tomar su pan de lágrimas, sino que
lo recibía resignado. De su propia peripecia sacaba fortaleza. Pero las pastorcillas,
no: eran otra cosa. Estaban al margen de la condición humana: así me las figuraba.
Aquella noche las vi alejarse por su camino que dramáticamente se desviaba del mío.
Las saludé: “Hasta la vista”. Marchaban en una inefable algarabía, se iban quizá para
siempre, causando no sé qué sueño de imposible, despertando una pena envidiosa en
el ánimo...

La Navidad con su fiesta quemó los entusiasmos, hasta en sus reservas. Quedó
una estela de lejanía, de desánimo por todas partes: una languidez que hacía pensar
en la agonía del año, en aquellos postreros días de diciembre...

Se reanudaron las lluvias, más furiosas que nunca. Cada mañana el pueblo
amanecía cubierto por la niebla. Se nos negaba, pues, la visión del horizonte. Había
que permanecer en casa, porque la amenaza de lluvia era constante. Nunca olvidaré
las tardes inacabables de aquellos días. Caía casi siempre una tempestad acompa-
ñada de truenos y relámpagos que remecían las puertas y ventanas. Luego solo se
oía —acallada la tempestad— el escurrir de los tejados, mezclado al croar de los sapos
y a la estridencia de los grillos. Era el son metálico de un ritmo fijo, exasperante... A
ratos tenía que taparme los oídos.

En algunas ocasiones venía a guarecerse en el corredor de la casa algún


huraño forastero, que había sido sorprendido por el aguacero cuando exacta-
mente pasaba por el pueblo. No era necesario conocerle para hacerle pasar y ofre-
cerle café caliente y charla. Muchas veces abría los ojos con asombro y dudaba,
al pensar de seguro, que no era conocido y por tanto aquel agasajo resultaba
inexplicable. Pero había de rendirse a la evidencia de la buena voluntad que lo
acogía y abría entonces su pecho confiadamente. Se iba después, como anonadado
de gratitud.
Los zapatos de CordobÁn 209

CAPÍTULO XIV

En la casa empezaron los preparativos para recibir el Año Nuevo. Mi padrino


Armando estaba al llegar de un momento a otro. Nos lo hizo saber con un heraldo
que a más del aviso fue portador de un presente de fruta, pollos, verduras, miel...

El cuarto de huéspedes fue escrupulosamente barrido y en la mesa se pusieron


flores. Pero lo más emocionante para mí fue el traslado que se hizo de mi cama allí,
pues debía hacerle compañía a mi padrino. Mi madre, besándome en la frente y
sonriente me lo previno:

—Tienes que hacerle la corte.

Al mediar la tarde de aquel último día de diciembre llegó el tan esperado visi-
tante. Montaba un arrogante caballo de paso, de la cría de su hacienda. Le precedía su
fiel criado Ramoncito, ceremonioso y pulido como un cortesano. Adulando se había
ganado la voluntad del amo, a cambio de la ojeriza de los demás.

Cuando acudimos a recepcionar al huésped, ya Ramoncito, veloz como el rayo,


había descabalgado y ofrecía al padrino una ayuda de la que él no había menester.
Innecesariamente cogía el estribo para que el amo sacara el pie, empuñaba las riendas
que el amo no podía soltar; en fin, que todas sus intervenciones eran perfectamente
superfluas y mentirosas.

Ramoncito, haciendo honor al diminutivo, era menudo y diligente. Dili-


gente en los encargos y también en traer y llevar noticias. Para mi madre siempre
tenía cumplidos y ella se los retribuía. Ramoncito era muy afectado para hablar y
andaba diciendo disparates a cada instante. Nos divertía mucho el oírle, a grandes
y pequeños; siempre estábamos a caza de sus adefesios que luego repetíamos
burlonamente.

Mis papás, después de darle la bienvenida, hicieron pasar a su compadre y


padrino mío a la sala. Veo aún, a través del tiempo, su figura cordial. Bajito y fornido,
flemático y bromista, rápidamente se ganaba el aprecio. Era el dueño de la mejor
hacienda de la provincia, que iba desde las márgenes del Marañón hasta los últimos
macizos orientales. Lector apasionado, se agenciaba lectura por medio de mi padre,
con quien gustaba de conversar a sus anchas. Apenas llegado mi padrino, no es de
extrañar pues, que entre ambos se anudase el diálogo, que duraría lo que la perma-
nencia de aquel entre nosotros.

Desde temprano, mi hermana mayor dispuso la mesa para la cena. Con largas
trepadoras cogidas en el campo, cuajadas de preciosas florcillas entretejió vistosas
guirnaldas, las que colgó por todas partes. En la mesa bordó con otras flores los
210 Luis Valle goicochea

guarismos del año que llegaba. Era muy hábil en estos manejos y hubo de oír un
cumplido elogio de mi padrino por ello.

Mi padre y nuestro huésped sostenían una plática interrumpida, al oír la cual


me acercaba a ratos. Me parecía a veces que hablaban de cosas abstrusas, pues no les
entendía. Aburrido me alejaba. Volvía a acercarme de allí a poco para advertir si me
eran asequibles sus asuntos, pero luego tenía que irme: el tema inexplicable seguía
sobre el tapete de la charla.

Faltando pocos minutos para las doce de la noche, todos pasamos a sentarnos al
comedor. Frente a cada asiento estaban dispuestos los vasos de agua a medio llenar,
los que nos habían de servir para cumplir una curiosa costumbre lugareña. Efectiva-
mente, cuando cada cual ocupó su sitio, al sonar las doce y aún antes de cumplir con
el desearse buen año, apareció el aya con un canastillo de huevos. Los golpeaba en el
filo de la mesa y vaciaba su contenido en las manos de cada uno de los circunstantes,
dispuestas en cuenco sobre el vaso. Luego, cada uno dejaba caer de golpe la clara y
yema que había recibido, en el agua, al ocurrir lo cual tomaban las más caprichosas
formas. Venía después la interpretación de esas figuras: si tenían apariencia de barco
o ave, presagiaban viaje; si de cruz, muerte, etc. Era más que nada un inocente entre-
tenimiento, un pasatiempo sin trascendencia...

Mi padrino quiso interpretar el conglomerado que era mi vaso, lo que nadie se


había atrevido a hacer. Lo cogió con socarronería y poniéndola contra la luz, dijo con
cierto retintín:

—Veo un gran caballo... y es alazán... ¡Ah! No; no es caballo, es una yegua... Esto
anuncia viaje... Quiere decir que esa es la yegua que yo voy a dar para el viaje de mi
ahijado a la costa... Señores: lo he adivinado todo... ja, ja, ja.

La broma fue recibida con frescas carcajadas por la reunión. Mi padre dirigién-
dose a él le propuso:

—Compadre, adivina, adivinaja, quién puso el huevo en la paja...

Mi padrino era dueño de una afamada caballería. Aficionado a la cría, era


también un chalán atrevido y era darle en la yema del gusto, hablarle del asunto. Se
pasó el resto de la noche agotando el tema de su dilección y nos fatigó con la historia
de “Estrellita”, yegua de sangre, mansa y bizarra, que me había prometido para el
próximo viaje. Así las cosas, la conversación recayó en mí. Mi padrino se preocupaba
por las largas jornadas que teníamos que hacer, y como antiguo viajero que era, ilus-
traba a mi madre en los pormenores del viaje. Una lenta nostalgia se iba apoderando
de mí. Mi padrino lo advirtió.
Los zapatos de CordobÁn 211

—Vamos muchacho —dijo animoso—. Hay que ser guapo. Te irás y a la vuelta
de unos años serás el doctor... ja, ja, ja.

Y se levantó para despedirse. Era la madrugada. Hubo nuevos votos por un año
próspero. Mi padre, por su parte, le deseó además, buen sueño.

Una vez que mi padrino regresó a su hacienda, el mismo día de Año Nuevo, mi
padre me llevó consigo a pasear.

—Quiero que te distraigas —me dijo—. No estés triste. La congoja mata, dice
el refrán. Un niño como tú ¿por qué? ¿Ha de andar cariacontecido? Todas las tardes,
si no llueve, saldremos a paseo. ¡Ah!, a propósito, tu padrino quiere que vayas a hacerle
compañía por unos días... La otra semana va a mandar por ti... Eso te hará mucho
bien...

Entretanto, nos dirigíamos a “El Alto”, parte culminante del camino a Parcoy,
pueblo vecino y desde donde podía verse la población. Mi padre iba contándome
amenas cosas de su niñez y de su juventud. Me pintaba con vivas palabras la atracción
de la ciudad. Hablábamos del colegio donde él acabó sus estudios y cuyos claustros
me esperaban. Salpicaba la charla de sabrosas anécdotas, repetía nombres, tarareaba
músicas que allá lejos había aprendido. De pronto yo le interrumpí para pedirle que
me contara cómo vino a dar en el pueblo. La historia que sobre el particular me
hiciera Adrianzén era bastante difusa. Calló bruscamente y llevándose una mano
a la barbilla quedóse mirando vagamente hacia el río. No sospeché el efecto de mi
pregunta, que si no, no la hubiera disparado...

Mientras mi padre se reponía acaso de una abstracción dolorosa, mis ojos se


volvieron a Parcoy. Se levantaba el poblado en medio de un paisaje rocalloso y gris y
sus casas se apretaban como buscando una mutua protección sabe Dios contra qué
acechanza. Había sido, en pretéritos tiempos, la capital de la provincia... Pero sonó
su hora fatal y el pueblo entró en larga agonía que aún dura. Sus gentes recelosas
contienen cualquier desborde de alegría en los días de sol y de fiesta y sofocan en sus
gargantas las canciones halagüeñas... La visión de Parcoy se me apretó en el alma.
Angustiosamente cogí a mi padre por el brazo y le rogué:

—Vámonos, papacito...

—Bueno, hijo, bueno —convino él.

Me mortificaba haberle lastimado con una pregunta inoportuna.

En la casa nos esperaba una nueva: se iba a revivir la vieja costumbre tradi-
cional de representar la huida a Egipto. Mi hermano Juan había sido el escogido para
212 Luis Valle goicochea

caracterizar a San José, nuestra prima Práxedes, a la Virgen, y yo para hacer del ángel
guiador. Salté de gozo con la noticia. Asalté a mi hermana mayor para acribillarla a
preguntas con referencia a lo que me tocaba hacer. Supe por ella que me adosarían
unas doradas alas de cartón a los hombros y que llevaría una corona en las sienes.
Todo lo demás que tenía que hacer era preceder a la asnilla de la Virgen, halando del
cabestro.

¡Tate! Corona, me dije. Y comprendí que me colocarían en la cabeza una de


bejuco y flores, pero yo quise aprovechar de la ocasión y hacer una interpretación
muy personal del consabido requisito: cogería las tijeras y me deslizaría a casa de don
Mercedes para suplicarle en nombre de mis padres que me recortara el cabello al uso
de los frailes. El pretexto feliz se presentaba: iba a ser el ángel en la representación en
inminencia, de la huída a Egipto. Como lo proyecté, lo hice. A la mañana siguiente,
víspera de la Pascua de Reyes, aprovechando del primer descuido de los míos, con el
aire más inocente del mundo, con las tijeras, peine y toalla en las manos, me presenté
audazmente ante mi hombre y le expuse mi súplica. No se hizo él de rogar y poniendo
manos a la obra me dejó tal como se lo había rogado. Muy ufano regresé a casa.
Sorprendida al verme así mi madre, sin enojarse, pero seria, me dijo:

—¿Pero qué es esto, hijito?

Me salió a pedir de boca la argumentación escogida de antemano. Y tío Daniel


que no había querido hacerme la corona, y todos me vieron con visible simpatía en
la procesión, restaurada al cabo de tanto tiempo. Yo sentía como que había dado un
paso hacia mi anhelo de ser un día fraile franciscano.

Pasada la fiesta mi madre insinuó que era necesario que me arreglasen el corte,
haciendo desaparecer la corona. Me negué rotundamente a ello. ¡Fácilmente no
renunciaría a una conquista que me había costado tan dilatada espera!

En mi ánimo empezó una transformación admirable. Surgía una confianza clara


en lo hondo de mí y todo otro anhelo ajeno, distinto, cedía el paso al único, al más
fuerte y triunfador en esos momentos: ser franciscano. Recibí de buen grado la dispo-
sición de mi padre que me señalaba un recio horario de estudio bajo su propia vigi-
lancia, el que aún en las noches incluía una clase de matemáticas... Un afán de saber y
de ser mejor me impulsaba desde esa hora. Había en mis plegarias un hondo fervor y
todos mis entretenimientos eran con estampas y altares... Ni “el río de los siete pasos”,
ni la “cumbre que habla” me inquietaban ya. Mi actitud era más recogida. La soledad
que antes me exasperaba casi, ahora me resultaba cómoda. Gozaba una inmensa paz
interior. El cambio no podía pasar inadvertido para los míos y lo comentaban:

—Si es otro...
Los zapatos de CordobÁn 213

—Hasta tiene mejores colores...

—Lo que ha hecho la “corona”. Quizá, pues, ese será su destino.

Se lo oí decir una y otra vez.

Pero —¡cuándo no!— un día de esos tía Iludia, habló para dar la contra:

—Vamos a ver cuánto dura esa formalidad. ¡Si el mocito es un rehilete! Ya verán
cómo se suelta.

No cuidó, por cierto, de que yo no la oyera. Sus palabras me cayeron como una
bomba. Empezó a vacilar mi seguridad de antes y algo me dijo que nunca puede uno
librarse de la tristeza... Volvía mi desasosiego. Tía Iludia podía apuntarse un triunfo...

Los días que siguieron fueron de constante lluvia y de neblina. Frente a los libros
abiertos pasaba largas horas inmóvil y pensativo. La niebla cegaba el horizonte. Me
daba la impresión de que hacía aún algo más; que estrechaba el cerco alrededor de la
casa, impulsada por un designio que yo no me atrevía a decir si era de protección o
de amenaza... Y la exasperante música de los grillos y de los sapos, para mi mal, no
cesaba un instante...

De pronto me vinieron ímpetus de salir, de escapar de tan horrible monotonía,


de correr sin detenerme por cualquier camino... Por el mal tiempo la visita a mi
padrino había sido postergada y esto aumentaba mi desazón: no había la más remota
posibilidad de cambiar de panorama. Debí dar muestras palpables de mi dolorosa
inquietud, pues mi madre se acercó para preguntarme:

—¿Qué sientes? ¿Qué te ocurre? —Por toda respuesta busqué su regazo y me


eché a llorar. Sus dedos jugaban en mis cabellos, como otras veces, con silenciosa
ternura.

***

Mi hermana mayor me había prometido enseñarme su colección de cuentos y figuras.


Yo no la dejaba en paz un momento, hasta que al fin escogió una de aquellas tediosas
mañanas invernales para hacerlo. En la despensa, en un lugar inaccesible para los
pequeños, guardaba el cajoncito que era su tesoro. Para poderlo sacar hubo de arrimar
una mesa, poner sobre la mesa un cajón y sobre el cajón una silla. Ni más ni menos
que el túmulo del Día de Difuntos. Para ayudar a tener seguros la mesa, el cajón
y la silla hubo que llamar a mis hermanos menores. Luego, la dueña temblando
trepó sobre la silla y sus manos atraparon el cajoncito. Un grito de júbilo salió de
214 Luis Valle goicochea

nuestros pechos. Al arrancarlo de su sitio arrastró cuajarones de telarañas y albo-


rotó el polvo. Instantes después, mientras llovía a cántaros, recogidos en la tibieza
del dormitorio rodeábamos a mi hermana, quien se afanaba en poner en orden el
contenido del cajoncito. Nos pidió que entretanto permaneciésemos quietos y gober-
násemos nuestra impaciencia. Las manos apenas podían contener la tentación de
alargarse hacia el montón de libritos y figuras. Con nuestra formalidad compramos su
voluntad. Y empezó ante nuestros ojos fantásticamente abiertos el desfile de las más
lindas figuras de colores. Había entre ellas muchas estampas, de la Virgen, del Niño,
de San Juan Bautista. Después mi hermana nos enseñó su colección de cuentos, que
me pareció sencillamente maravillosa. Eran unos pequeños libritos de cortas páginas
que llevaban peregrinas ilustraciones y eran las historias resumidas de “Alí Babá y los
cuarenta ladrones”, “Aladino y la lámpara maravillosa”, “La Cenicienta” y otros. Cada
librito era un primor.

Correspondían a la distribución periódica que desde años atrás hacían las casas
fabricadores de píldoras y jabones. Mi hermana, con paciente cuidado, los había ido
reuniendo y los cuidaba siempre de nuestras manos temibles. Por último nos hizo
ver sus almanaques y unas historietas en colores, que eran largas fajas plegadizas.
Tengo muy presente una que me hizo embeberme en un dulce ensueño. Hacía la
propaganda de cierto jabón. El protagonista era un niño que mientras tomaba un
baño —con jabón de esa marca desde luego— al influjo acariciador del agua y debido
a la excelencia de la pastilla, se siente como envuelto en una inmensa delicia y se
queda dormido. Y sueña que en una pompa es elevado sobre la tierra, muy, pero
muy alto, tanto que puede conversar con los astros, los que aparecían dibujados con
ojos, nariz y boca. En su frágil embarcación iba bogando por el azul, predicando la
buena calidad del jabón, cuando en eso, un rayo de sol hiere el globo de espuma que
lo sustenta y el viajero cae... Despierta en ese momento y al encontrarse en la tina y
aspirar el aroma del jabón; no resiste a la tentación y resuelve prolongar el baño... Esa
era toda la historia fantástica. Mas, yo no admitía como quimera, sino que pensaba
en la posibilidad de un viaje celeste como el descrito en la historieta de marras... ¡Qué
maravilloso debía ser conversar con los astros, llegar a la Luna!

Recordé que en la casa había oído hablar del Halley, famoso cometa. En las
conversaciones se le nombraba así, familiarmente: el Halley. Sabía yo que hacía su
aparición muy de tarde en tarde y que quien lo vio una vez no debía alentar la espe-
ranza de verlo de nuevo, pues el promedio de la vida resultaba corto para eso. Al aya
le oí repetir:

—Dos años después de su nacimiento apareció el cometa en el cielo... ¡Qué


rabazo tenía! Iba de un lado al otro del cielo. Las gentes andaban asustadas repitiendo
aquello de: “Señales en el cielo, desgracias en el suelo”.
Los zapatos de CordobÁn 215

¡El Halley! Mi fantasía lo colocaba en una noche solitaria y lo veía llenando


el cielo. Habitante del infinito, viajero gigantesco que no descansaba recorriendo
caminos que no tienen término, amenazando a la Tierra. Atraído por su misterio me
entregaba a soñar el imposible de compartir su suerte. Sometía a mi padre a interro-
gatorios angustiados y angustiosos, averiguando por el secreto del cometa. Y una y
otra vez le preguntaba si alguna vez podría verlo.

—¡Quién sabe! —respondía él. Y soñaba, soñaba yo en un viaje irrealizable


como aquel que en una sucesión de cuadros subyugantes, ofrecía a mi atención la
consabida historieta del jabón. De pronto mi hermana declaró:

—No hay nada más que ver. He cumplido mi palabra. Y ahora quiero que me
acompañen a una cosa: traer un gajito de rosa mosqueta. ¡A ver si prende!

En la salida del camino a Llacuabamba abría sus brazos una cruz, al pie de la
cual creció el arbusto conocido con ese nombre. Era el único ejemplar en mucha
distancia a la redonda. Se contaba que jamás habían logrado vivir los acodos que se
le arrancaron para ser plantados en otras partes. Era de extrañar cómo podía crecer
el rosal en la intemperie, porque sabíamos que era planta muy delicada. Sus flores
eran menuditas y fragantes cual ninguna y solo se daban en mayo. Mi hermana, pues,
quería probar lo que me decía. Sin hacernos esperar la seguimos hasta allí donde el
arbusto crecía. Ella, provista de unas tijeras y temblando, cortó una ramita. El arbolito
estaba cubierto de hojas finas y en su retorcido tronco habían lunares que semejaban
ojos llenos de pavor, inmóviles. Me estremecí al advertirlo. Tuve la sensación de que
lo habíamos lastimado mucho... La desgarrada corteza colgaba del sitio de donde fue
arrancada la rama y rezumaba unas gotas amarillas...

Pensé que no debiéramos haber hecho eso. ¿Para qué? Era un cruel ensayo el
que pretendía mi hermana, a costa del sufrimiento de la planta. Clavado el gajo en
la huerta, en tierra escogida y a pesar de los cuidados extremos que le prodigamos,
se secó sin retoñar. El suceso me llevó por caminos de imaginaciones sombrías, de
presagios, de pálida esotería. Y luchaba por olvidarlo. Algo había, en medio de su
intrascendencia, que me inquietaba y yo no podía explicar...

Punto por punto precisé la historia del árbol de la pena, que yo había escuchado
en una ocasión inolvidable. El árbol de la pena no retoña, es único. Yergue su fina
silueta allá lejos, en la montaña. Iban en su busca los enfermos de pena, aquellos a
quienes los curiosos —médicos mitad hechiceros y la otra mitad curanderos— habían
desahuciado. Los que, descontada una lesión orgánica o cualquier otra dolencia
posible o precisable, seguían enfermos y solo tenían para su mal inexplicable el vago
diagnóstico de “mal de la pena”. Para conseguir su curación habían de peregrinar
por ásperos caminos, cruzar ríos, ascender cumbres y una vez alcanzada la región
216 Luis Valle goicochea

montañosa, buscar y buscar sin descanso el árbol. La señal única, la clave para saber
cuál era entre tantos, la daba el sol al ocultarse. Era el árbol que en el instante del
tramonto se ponía rojo y sus frondas semejaban llamaradas. Conocido ya, había que
esperar la noche y entonces, mientras se le decían palabras cariñosas, se le arrancaba
un jirón de corteza. Y después había que alejarse al instante, estrechando el frag-
mento del árbol contra el pecho... Así, como muchos consiguieron encontrarlo, otros
hubieron de regresar decepcionados y dejarse morir. Y el árbol de la pena al contacto
de las manos que le arrancaban un fragmento, empezaba a secarse para no retoñar...

Yo encontraba una relación íntima entre el secreto del rosal y la leyenda del
árbol de la pena. Aquél defendía su existencia única y retiraba de los gajos que le eran
arrebatados, toda posibilidad de vida... ¡Sabe Dios qué secreto aparejaba su angustia!
El árbol de la pena, no; al contrario, entregaba en una rama la clave de su propia vida,
sacrificándose por darla a otros... Conducta opuesta de uno y otro, es cierto, pero
reveladora de una escondida humanidad que los hermanaba. No importa que uno
fuera el egoísmo y el otro la ternura altruista. Vivían y sentían: eso era la esencia para
mí.

El viaje al cielo en una pompa de jabón, la rosa mosqueta y el árbol de la pena


componían el tema de mis preocupaciones, a partir de esa hora.

***

Una mañana de sol, acompañado de mi hermano Juan, luego de proveernos de


cañitas de paja de trigo, nos dedicamos a hacer espuma de jabón. Cerca de la casa se
levantaba la pared de una antigua vivienda derruida. Allí nos trepamos para lanzar
al aire nuestras burbujas. Algunas nos salían preciosas: la luz las trisaba, viajaban un
rato en el aire y reventaban sin ruido. Solo quedaba de ellas una gota de agua que se
precipitaba a tierra... Sobre cada una de esas pompas, mi fantasía colocaba un niño
pequeñito, como en la historieta del jabón. Estábamos de lo más entretenidos en esto,
cuando mi hermano advirtió en un hueco de la pared una enorme araña negra. Yo
me puse a temblar, pero él, con una serenidad admirable me dio ánimo, reprochando
mi cobardía:

—No pareces hombre... ¡Espérate!

Y saltando por encima del mismo hueco por donde apareció la araña, me enseñó
el camino. Yo le seguí sin vacilar. El repelente animal pareció crisparse, amenazante.
Ya mi hermano había cogido una enorme piedra y con ella en la mano se acercaba al
hueco. Rápido como el rayo lo tapó, dejando prisionera al arácnido. Luego me envió
Los zapatos de CordobÁn 217

a buscar un pomo ancho. Corría a traérselo, sin preguntarle siquiera qué era lo que
pensaba hacer. Al volver, al instante me pidió que le ayudase a atrapar a la alimaña.
Temblaba yo como un azogado, pero, haciendo de tripas corazón, atendía a todo lo
que me iba indicando. No sé cómo la araña de repente quedó encerrada en el pomo,
cuya ancha boca cubría la piedra a guisa de lápida. Yo aún no salía del susto. Juan se
quedó mirándome, satisfecho de su hazaña, y me dijo:

—Estás pálido.

El capturado animal se debatía en su estrecha cárcel. Aun a través del cristal


inspiraba asco y miedo.

—Y ahora ¿qué hacemos? —le pregunté a mi hermano.

—Llevarlo —me contestó él resueltamente.

Cuando llegamos a la casa con nuestra prisionera, el alboroto que se produjo fue
mayúsculo. Mi padre riñó amistosamente a Juan.

—Te has expuesto —le dijo—. Podía haber sido ponzoñosa —Y enseguida se
fue a preparar una solución en que se pudiera conservar la presa. Juan se lo había
pedido. El escándalo mayor lo armaba tía Iludia.

—Pero, ¡qué cochinos! —repetía—. Si hubiera sido un pajarito, santo y bueno,


quién va a decir nada... Pero ir a agarrar una araña tan fea, eso es “del décimo no
codiciar”... ¡Ave María Purísima! Y es un milagro que ese reptil no les haya picado,
porque pica y a veces mata.

Juan le salió al encuentro: no pudo contenerse.

—Calla, tía —le dijo—. No hables tonterías. La araña no es reptil.

—Calla tú, mozo atrevido —contestóle ella al punto, hecha una furia y haciendo
ademán de buscar un instrumento de castigo. Juan se alejó mirándola desdeñosa-
mente. Un rato después oí que mi padre conversaba con mi madre y decía: “Este mi
hijo es de armas tomar”.

No podía sino referirse a Juan.

La hora del crepúsculo vespertino se insinuaba con una dulzura inocente, pero
conforme avanzaban las sombras y se precisaba un ambiente de penumbra, todo
cobraba un perfil de misterio y sobresalto. Ese era el intervalo indeciso entre el día
y la noche, que los nativos designaban como la “hora de la oración” porque coincidía
con el llamado a la plegaria que se hacía en la torre... Era la hora en que la leyenda
y el enigma poblaban los caminos de fantasmas y en las almas surgía una tristeza
218 Luis Valle goicochea

intranquila. Yo temía la llegada de esa hora que parecía asfixiarme. Presto al pánico
y mirando a todas partes solo aguardaba que pasara y nunca más que entonces, me
parecía lento su paso... Veía a mi padre afanarse en cebar la lámpara y ello me daba
un rayo de esperanza. Prefería la noche franca, aunque caliginosa, mil veces, que no
esa hora de tránsito, de incertidumbre... En muchas ocasiones oía a los perros que a
esa hora precisamente, empezaban a aullar, despertando escondidos agüeros inquie-
tantes... Pero hubiera preferido oírlos una noche entera y no en ese espacio de tiempo
innominable... Mis padres, mis hermanos, y el aya parecían sufrir también su funesto
influjo. Se ponían taciturnos y a veces de mal humor. Mi padre se apresuraba a darnos
luz, mientras que el aya atizaba nerviosamente la lumbre arrimada al fogón, como
buscando amparo junto al fuego. El silencio que a esa hora pesaba sobre el pueblo,
estaba cargado de pálpitos sombríos, de secretos torcedores, de no sé qué alaridos,
pávidos, a duras penas sofocados. Se llevaba uno, instintivamente, las manos al pecho,
sujetando el corazón que quería escapar...

En esa hora el cántico Magnificat vibraba en mis labios conjurando el misterio


reinante, y me sentía más confiado, después de repetirlo. En una ocasión, a esa hora,
se realizó la exorcización de una casa en el pueblo. Vino el señor cura y de cerca pude
ser testigo de la ceremonia. Revestido de sobrepelliz, haciendo asperges con el agua
bendita, la recorrió ordenando a los espíritus malignos abandonarla. Y desde aquel
día, la que fuera vivienda inhabitable recibió moradores que podían dormir tranquilos.

Vi al señor cura que en medio de las sombras vagas del atardecer se alejaba, seguro
de sí mismo, sin miedo a nada; como que era Ministro del Señor, inmune de maléficas
influencias... Antes, al contrario, con el poder suficiente para destruirlas o conjurarlas...

Y pensé, pensé una vez más, en el llamado que yo había oído en el fondo de mi
corazón para hacerme franciscano. Y soñé por un momento en mi anhelo confirmado
por el cielo y coronado por el tiempo. Me vi en un estado distinto, ungido por un
milagro que me elevaba sobre las demás criaturas de la tierra. Me vi reproducido en
la figura cordial y augusta de nuestro buen párroco, al cabo de los años...

Caían por tierra los afanes de aventura, las ilusiones de imposible y después
de un gran vuelo sobre mi vida, descendía a mi corazón una paz restañante, que era
sombra y tibieza, ternura y amor... El árbol que no retoña de la áurea leyenda, cobraba
para mí, el nuevo valor de un signo distinto. Del signo que presidía la rotación indete-
nible de los sucesos y las cosas que pasan para no volver. Me hablaba de la dramática
fugacidad de todo lo humano y del tiempo que se vuelve pavesas, de la fragilidad de
los más atrevidos ensueños de heroísmo y de gloria. Aprehendía en toda su magnitud
esta verdad irrefragable, que me hacía volver la mirada hacia el luminoso camino que
acaso me esperaba: el de la vida religiosa, todo humildad y renunciación...
Los zapatos de CordobÁn 219

CAPÍTULO XV

—Yo conocí a una señora que se llama Espíritu Vela —contaba tía Iludia en la
cocina.

—Y yo —dijo Dolores, el matancero— conocí a uno que se llamaba Lucero


Luna.

—Anda mentiroso —le replicó tía Iludia—. Lo que yo digo sí es verdad. Averí-
gualo si quieres...

Y en cuanto a nombres se empezó a conversar. Hubo quien se acordó de don


Mateo Cuadrado, que hacía honor al apellido, pues era bajito y ancho. Y también
se hizo mención a Adelino Cuervo y de don Pitágoras Zambrano, de doña Andrea
Torrejón y de don Isaías Tumbajulca. Esto en medio de risotadas.

—¿Y doña Juanita Cruz Alta? —propuse yo.

El aya habló para decirme que así no era el apellido de la buena señora, vecina
del pueblo. Ella se apellidaba Cruzata, sino que los muchachos, porque la viejecita era
alta y espigada y muy echadita para atrás, la habían bautizada con lo de Cruz Alta,
haciendo referencia a la cruz que preside las procesiones. Me recomendó mucho que
no lo repitiera y me contó cómo por llamar un vecino a una vecina por su apodo,
se originó en el pueblo una pendencia memorable. La historia era así: Para la fiesta
titular solían venir a oír la misa de Nuestra Señora, don Roso Lino y su mujer doña
María Fin, colonos de la hacienda de mi padrino. Pero doña María Fin no se llamaba
así, sino que era la señora María Leocadia Flores. Pues bien, un fiestero embriagado
tuvo la infeliz ocurrencia de llamarla por su mal nombre. Ella le reclamó furiosa.

—Yo no soy María Fin. No he dado fin a nada ni a nadie.

Don Roso, que lo había oído todo, sintiéndose ofendido, salió a reparar el ultraje.
Tras de uno y otro de los contendores se alinearon otros hombres y en un santiamén se
armó una batalla descomunal, en la que por último hasta las mujeres actuaron... Hubo
heridos y contusos innumerables. Y quedó eterna memoria del suceso. Contándome
los resultados de la broma, el aya me impresionaba para nunca hacer una chanza, ni
menos repetir un apodo.

—Sepa usted, niño, verbigracia, que doña María Polina no es Polina. Pero en
este momento no recuerdo su apellido legítimo —rubricó rascándose la cabeza...

“No será malo —me dije mentalmente— repetir los nombres de las minas”.
Y empecé a trabajar un catálogo de los mismos. Así, en la región existía el socavón
220 Luis Valle goicochea

“Esperanza”, antiguo como la historia del pueblo. Lo designó así un minero deses-
perado, que descubrió en sus entrañas una riquísima veta. “El Delirio” era otra mina,
llamada así porque su denunciante padeció una suerte de alucinación, antes de probar
fortuna en su explotación. “San Francisco” era aquella, cuyo hueco como el vacío ojo de
una calavera se veía en el cerro de enfrente, nombrada así por don Feliciano, devoto del
Patriarca de Asís, del que había recibido la gracia de sacar mucho oro de allí. “Carlos
Bernabé” era la codiciada propiedad que mi padre trabajaba y de ella se contaba una
historia trágica. Un forastero extraño y melancólico, por sus propias manos quiso
arrancarle sus tesoros. Para esto había venido de muy lejos... Se llamaba, casualmente,
Carlos Bernabé. Un día lo vieron entrar en el túnel, pero nadie lo vio salir... No se
encontraron ni huellas del hombre, a pesar de la búsqueda angustiosa que se hizo de su
persona. La mina, desde entonces, era conocida con el apelativo de “Carlos Bernabé”...

Atrás del último monte del sur, erguía su mole otro monte más alto aún, pero no
alcanzábamos a distinguir su cumbre. De oídas nomás conocíamos su existencia. Mi
padre lo mencionaba siempre al hacer referencia a una empresa minera fracasada y al
nombrar la mina que abría su túnel, muy cerca ya de la cúspide de ese monte a una
altura inmensa donde apenas había vegetación y escaseaban los pájaros. El nombre
de “El Gigante”, era el de la mina, el del cerro y el de la empresa fracasada. Mi padre
pasó en aquella altitud, en sus años mozos, una larga temporada de afanes sin frutos.
El paraje solitario, él lo confesaba, invitaba al desconsuelo. Por las mañanas, para
recoger agua, había que romper la capa de hielo que se formaba durante la noche, en
los pocitos del puquial... Era aquel un perfecto rincón abandonado, en plena puna,
hundido en el hueco de una quebrada bravía. Los chicos de Llacuabamba hacían
tristes referencias al lugar. Ni los pastores osaban frecuentarlo. En mi imaginación
se agigantaba el cerro que escondía de seguro un tesoro que nadie, acaso, lograría
conquistar... Porque lo recibió quién sabe por un encantamiento, con la consigna de
no entregarlo a nadie. La fracasada empresa que intentó arrebatárselo, tuvo un fin
desastroso. Los caballeros que la gobernaban, hombres que llegaron atraídos por la
fama de las minas, hubieron de regresar a su procedencia, a lamentar allá su fracaso.
Propiamente el monte aquel no tenía leyenda, pero mi mente alucinada quería asig-
narle una, protagonizada por seres de fábula. Era necesario que la tuviera. Y pregun-
taba yo a porfía, a unos y a otros, por un secreto que no existía.

A veces en el pueblo soplaba un hálito glacial que destemplaba cuerpo y ánima...


¿De dónde procedía sino de “El Gigante”? Otras veces, lluvias tremendas de granizo
golpeaban el suelo y los sembríos. ¡Quién sabe si las desencadenaba la furia de los
espíritus tutelares del cerro, encolerizados por alguna oscura circunstancia!

—Mucho pregunta, niño— decía el aya señalándome con el dedo—. Unas veces
es por el río que se pasa siete veces, otras por el cerro que habla, otras por el árbol
Los zapatos de CordobÁn 221

de la pena. Ojalá que se contentara con lo que uno le dice. ¡No señor! Sino que
porfía preguntando y una ya ni sabe qué responder. Ahora ya le dio por el cerro “El
Gigante”. Quiere que le cuente lo que no sé, lo que no he oído.

—No te enojes —le rogaba yo—. Te prometo no preguntarte tanto. Dispensa.

—No, niñito, no; yo no me enojo. Sino que de repente se queda calladito,


pensando solo en eso, y me da pena —me explicaba ella.

Luego me atraía hacia sí para acariciarme. Pero de ningún modo sosegaban sus
palabras la interrogación múltiple que se retorcía en mi espíritu. Monologaba yo,
inquiriendo por el secreto de las cosas, en una tarea que no admitía reposo. ¡Tarea
inquietante y dolorosa, por cierto!

De nuevo me asaltaba ese deseo de precipitar el tiempo y verme ya hombre.


Acaso la madurez me diera la sabiduría que pusiera fin a mis angustias. “¡Quizá el
saberlo todo —pensaba— solo es don de los años, al cabo de los cuáles únicamente
se halla la paz!”. Me debatía en una inestabilidad cruenta, que me iba dando una
gravedad sombría ante los acontecimientos y aún muy temprano me proponía las
cuestiones amargas y difíciles de la vida mayor. En medio de ese naufragio surgía
salvador un solo pensamiento: hacerme franciscano. Despertando antes de tiempo
a la verdad terrible de la vanidad de las cosas, hallaba yo en este proyecto, mi propia
salvación. Y bien comprendía que el camino a recorrer no era fácil. Antes bien, se
erizaba de obstáculos y me prometía tan solo lucha y sacrificio. Yo los aceptaba de
antemano.

***

Aquella noche, durante la sobremesa, arranqué a mi padre la promesa de que


cumpliría lo que me tenía ofrecido: llevarme al Ingenio, cuyo funcionamiento había
empezado ya. Accedió con la condición de que lo haría siempre que el tiempo fuera
bueno. Me retiré a dormir, alegre como nunca. Despertaba a cada instante y miraba
hacia las puertas para ver si por las rendijas, se colaba ya la luz de la mañana. Presa
de una impaciencia terrible me revolvía en el lecho. Si quedaba dormido por un
breve rato, despertaba al punto. De pronto oí que empezó a llover con fuerza y me
desconsolé... Seguía atento el curso de la lluvia que no cesaba. Aguardé un rato que
me pareció un siglo, al cabo del cual pude sentir que el aguacero amainaba. Me estaba
quedando dormido de nuevo, cuando percibí movimiento de ropas: era el aya que
se levantaba. La siguió mi madre al oír sus “buenos días”, a los que contestó con el
cariño de siempre. Después me di cuenta de que ambas a tientas se encaminaban a
222 Luis Valle goicochea

abrir las puertas de la casa. Se oyó un chirriar de cerrojos y una vaga claridad llegó al
dormitorio. No tardó mi madre en regresar, para acercarse al lecho de mi padre. Al
pasar ella junto al mío, alargué la mano y pude tocar sus ropas, ligeramente húmedas.
Mi padre le preguntó por el tiempo y ella respondió:

—Creo que toda la noche ha llovido. En la calle, lo que no es barro es laguna...

Luego ambos tuvieron un ligero cambio de palabras, sobre si yo debía o no ir


al Ingenio. Estaban acordando que no, cuando yo me incorporé en mi cama para
protestar. Iba ya a llorar, cuando a la inminencia de mis lágrimas se conmovieron y
a pesar del mal tiempo se allanaron a mi deseo. Con inusitada presteza me vestí y le
llevé la delantera a mi padre en el desayuno. Apenas probé del café y de los molletes
que me pusieron. Fui, pues, en busca del poncho y del sombrero. Aun mi madre
quiso detenerme, pero la vencí fácilmente... Me sentía felicísimo y no veía la hora
de partir. Al fin mi padre cogió su bastón y me dijo: “Vamos”. Caminando a su lado,
la breve distancia que nos separaba del Ingenio me parecía interminable. Cuando
ya estuvimos cerca, adelantándome a él, corrí a ver la enorme rueda que giraba
vertiginosa, moviendo la sencilla instalación. En tanto, mi padre ya estaba junto a
mí y me invitaba a seguirle. Me llevó al lugar donde unas piedras que semejaban
cuentas gigantescas, gracias a un rodezno en dispositivo curioso que las mantenía
erectas y las impulsaba, iba sobre un canal circular triturando el mineral que perió-
dicamente era vaciado allí. El peón que vigilaba la tarea, después de darnos la bien-
venida, se ocupó en colocar en el canal nuevas porciones de mineral, mezclándolo
con raíces astringentes que favorecían la amalgama del oro con el azogue colocado
allí al efecto.

Después mi padre escuchó el informe que detallaba la tarea. Como no llovía,


salí a dar un paseo por las cercanías. Me puse a pensar cómo era posible que con
una operación tan sencilla se consiguiera el oro. En cierto modo la visita al Ingenio
me había defraudado también. Empecé a aburrirme. Mi padre iba de aquí para allá,
ocupado en la vigilancia del trabajo. Al mediodía llegó el criado que nos llevaba el
almuerzo. Solo entonces pareció advertir que yo estaba fatigado y me indicó:

—Es mejor que vuelvas a la casa... Más tarde puede llover.

Yo accedí a ello. Durante el regreso iba rumiando un nuevo desconsuelo: ¿Qué


buscaba, qué pretendía mi afán de indagarlo todo? Yo mismo no sabía respon-
derme. Ponía mi deseo en un ensueño imposible y debía abandonar la empresa;
lo ponía por oposición, en las cosas sencillas y próximas, y al acercarme a ellas, al
punto tenía que alejarme llevándome una decepción. Y en esos momentos surgía el
problema de mi inclinación hacia el claustro, de cuya consideración sacaba mieles
de esperanza.
Los zapatos de CordobÁn 223

CAPÍTULO XVI

—El delirio es síntoma de la muerte —le había oído decir al aya—. El que delira,
muere...

Tía Iludia añadió en esta ocasión:

—Los ebrios se la pasan delirando y muchos no mueren... Deliró don Anselmo


ocupado en el cateo de la mina que hoy tiene y a la que por eso le puso “El Delirio” y
no ha muerto... ¿No le ves pasear aún con todo su garbo?...

Se dibujó en la faz de la vieja tía una sonrisa diabólica, ante el silencio del aya,
quien optó por callar, mejor. Las palabras del aya me produjeron, a pesar de todo, una
profunda impresión. No consiguieron desautorizarlas ni el desdén ni la ironía que
tía Iludia puso en su réplica. Y recordé la muerte de Cecilia, madre del mudo Juan,
doméstico engreído de mi madre. Su hija vino a decirnos que se hallaba muy grave y
lo hizo con estas palabras:

—Está ya delirando.

Cuando corrimos junto a su lecho la encontramos presa de violenta fiebre, con


los ojos fuertemente cerrados y hablando incoherentemente. A ratos cantaba. En
verdad: estaba delirando. De allí a poco, murió. Se contrajo su faz de líneas duras y
de entre los párpados apretados saltaron lágrimas. Quedó en su fisonomía pétrea una
expresión de terror. Nunca lo olvidaré. En cambio la vieja tía Tetei, cuando murió, se
fue quedando dormida plácidamente, poco a poco. Un ronquido apenas perceptible y
triste de su pecho nos advirtió que estaba agonizando. De pronto dio un suspiro muy
hondo y se durmió para siempre en el seno del Señor.

—Se ha quedado como una palomita —señaló alguien de los que la rodeábamos
a esa hora.

¡El delirio! En las tardes cuando solía buscar la sombra apacible de los saúcos
o de los eucaliptos, escuchaba, sumido en beatitud inefable, el rumor de sus hojas. A
veces me parecía que entablaban incomprensibles coloquios entre ellos; que un árbol
hablaba y que otro le respondía. Pero cuando estaba al pie de un árbol solitario cuyas
frondas agitaba el viento, al escuchar su murmullo, me imaginaba que el árbol deli-
raba. Y pensaba yo que acaso los árboles sentían, como los humanos, la proximidad
de la muerte... Pues en un ángulo del corral de la casa crecía un saúco viejo en el que
parecía enroscarse una angustia milenaria. Sus ramas y sus frutos eran raquíticos y
un buen día comenzó a secarse y no retoñó más... Me hizo pensar en el “árbol de
la pena” cuya leyenda conocía. El tiempo había dejado su huella en el saúco, el que
224 Luis Valle goicochea

en la penumbra del atardecer cobraba una humanidad doliente y solo parecía estar
esperando que le fuera asestado el golpe final... Por más que llegaba a acariciarlo el
viento, en sus desnudas ramas no habían hojas en qué vibrar la música del susurro...
Yo lo acompañaba con una mirada piadosa en sus postrimeros días. Su acabamiento
fue dulce, imperceptible... Era como el símbolo de la muerte de tía Tetei que, poco a
poco, sin protesta, fue perdiendo fuerzas hasta quedar en una inmovilidad tranquila.
No angustió las horas finales de su existencia el delirio como en la agonía dramática
de Cecilia... Si deliró fue con formas celestes, en un plano etéreo, dulcísimo...

***

¡El delirio! Aquel don Jesús, minero afortunado estaba aquejado de un trágico
descontento… Cuando se embriagaba, a veces iba por la calle hablando solo, en voz
alta. O también se sentaba en las gradas de la iglesia a monologar y así se pasaba horas
de horas. A veces lograba yo captar algunas frases de su discurso. Las recuerdo aún:

—Virgen de los Dolores, Santa Madre, dame hijos... Uno siquiera... Uno que
sea varoncito. No me des más oro, no... Oro sin hijos, ¿para qué? Solo me sirve para
emborracharme... Perdona, Madre mía, perdóname si hablo mal... Si siquiera supiera
tocar la vihuela... Ay, ay... Esta hora estaría cantando y armando baile en cualquier
parte...

Al anuncio de que el hombre vagaba delirando, suelto por las calles, venía doña
Toribia, su mujer, deshecha en lágrimas, para llevárselo consigo. En el trayecto, mien-
tras él caminaba sosteniéndose apenas en el brazo de ella, la iba enrostrando:

—Tú tienes la culpa, mujer, tú. ¿Por qué no me das un hijo? Tienes las entrañas
como la jalea fría y sin árboles... Ay, ay...

El ebrio pugnaba por tararear aires nativos, pero garganta y labios no le obede-
cían... La boca se le contraía espumajeante, con una mueca horrible. Doña Toribia lo
conducía maternalmente, sin replicarle. Solo a veces se atrevía a decir la infeliz:

—Esta es mi cruz... Dios lo ha querido. ¡Que se haga su santa voluntad!

***

¡El delirio! También aquel mozo, hijo de doña Rufina la curandera, que se llamaba
José, andaba por las calles delirando. Había enloquecido bruscamente y vagaba riendo
a carcajadas y hablando deshonestidades, pero sin hacer daño a nadie. Un día en que
Los zapatos de CordobÁn 225

pareció enfurecerse, las autoridades lo recluyeron en la cárcel. Yo fui a verle y a través


de los barrotes conversamos. Me decía cosas absurdas y reía por nada, dejando ver una
dentadura amarillenta, en que si uno se fijaba bien, había piezas trabadas que hacían
pensar en la boca abierta de un animal de presa. Yo le llevaba al infortunado algunos
panes y él me lo agradecía llamándome por mi nombre; no lo había olvidado. Días
después, una mañana, le vi pasar frente a la casa, agitado como nunca. Reía escan-
dalosamente y se contraía de la risa, llevándose las manos a la altura del vientre...
Horas después lo recogieron en un abismo, a la salida del pueblo, casi destrozado. Le
vi: había en su rostro, a pesar de todo, una expresión de paz. El delirio, pues, era la
víspera de la muerte.

***

Mi padre rompió el sobre enlutado y empezó a leer la carta. El sombrío emisario


que lo había traído, esperaba a prudente distancia, haciendo girar el ancho sombrero
en las manos, mientras tenía fijos los ojos en el suelo. Un temblor casi imperceptible
sacudía a mi padre: lo delataba el suave crujir de la hoja que tenía entre los crispados
dedos. Cuando acabó de leer, con voz temblorosa, preguntó al extraño:

—¿Y cuándo fue?

—Ayer, a media tarde, mi señor —le respondió el otro.

Pronto pude saber que de un momento a otro, la esposa de mi padrino había


muerto... En la casa se hacían preparativos para el viaje de mi madre cuya presencia
y la mía reclamaba el padrino. En alta voz, mi padre leyó la fúnebre misiva: “Una de
las más bellas obras de misericordia es la que manda consolar al triste”, empezaba
escribiendo su compadre... Con las cabezas gachas, escuchamos todos la lectura.

¿Quién no quería a la difunta? Alta y pálida la señora Victoria, tenía un conti-


nente dulce y una voz apagada... Cuando llegaba a la casa, todos nos desvivíamos por
tenerla contenta. Tenía una mirada vaga y triste y casi nunca sonreía. Amiga de los
pobres, solo andaba averiguando por sus duelos para remediarlos. Devota de Nuestra
Señora de los Dolores, casi nunca había faltado a su festividad cumpliendo un voto...
La noticia de su muerte trajo a la casa y al pueblo un clima de pesadumbre...

Pronto estuvieron aparejados los ágiles caballos y sobre ellos saltamos mi madre
y yo, en un día de sol, con destino a la hacienda. A la salida del pueblo se nos unió
el señor cura, quien iba a celebrar los funerales... Era esta la primera vez en mi vida
que cabalgaba para hacer una jornada larga. Mientras las briosas cabalgaduras iban
al paso de trote, recordé que casualmente por el camino que seguíamos, tendría que
226 Luis Valle goicochea

ir el día en que emprendiéramos el anunciado viaje a la costa. Colocándome en el


futuro me sentí yendo para no volver en mucho tiempo, o quizá nunca... Lentamente
pasaban los árboles que orillan el camino, las casitas, los parajes familiares y al cabo
de un buen rato, al volver la cabeza, pude ver el pueblo nativo, medio perdido en una
brumosa perspectiva... Sentí que un anillo de hierro me oprimía el corazón... Aquel
ensayo de ausencia me prevenía de cuán dolorosa iba a ser la hora en que ocurriese la
definitiva... Y las lágrimas nublaron mis ojos...

Tenía que hacer acopio de fortaleza para enfrentarme al instante de la prueba:


no había remedio... Y en un esfuerzo doloroso, traté de sacudirme ese pensamiento...
Pero otro, igualmente doloroso, vino a cebarse en mi ansia: el de la muerte...

Mientras viajábamos suavemente mecidos por las cabalgaduras iba imaginando


la dulce faz de la señora Victoria con la palidez de lo inexorable. Solo en ese instante
pude apreciar la inmensidad de la desgracia de mi padrino y de sus hijos, y también
la de los pobres... El señor cura iba conversando con mi madre y el único tema de
su coloquio era la difunta, los parientes de la difunta, sus bondades; en una palabra,
su historia que era la historia de una familia patricia cuya última rama era la señora
fallecida... Luego el buen párroco, como en sus sencillos y emocionantes sermones
dominicales, habló de la muerte...

—Es verdad —decía— en la que no queremos pensar como si con ello pudié-
ramos librarnos de su imperio... Para la muerte, señora mía, ni el oro ni el puñal...

Entretanto, el camino había llegado a una altura y de allí empezaba a descender


a una breve planicie florida, donde se levantaba un soberbio caserón. Señalándomelo
con el índice, mi madre apuntó:

—Es la casa hacienda...

Instantes después desmontábamos en el gran patio de la residencia señorial.


Mi padrino, vestido de negro y rendido, salió a recibirnos. Al estrecharnos entre sus
brazos, sin proferir palabra, soltó a llorar. Pasamos precedidos de él a la sala mortuoria.
Sobre un lienzo oscuro yacía el ataúd ya cerrado. Multitud de velas ardían crepitantes
por todas partes. Regadas por el suelo, colocadas en las paredes, sobre el ataúd se
veía profusión de flores. En un rincón del patio se apretaban en un grupo ululante
los colonos de la hacienda con sus mujeres y sus hijos. El murmullo de sus voces era
apagado, como el rumor de un río lueñe. A ratos se oía el chillar de alguna criatura
hambrienta, a la que presurosa acallaba su madre, de seguro, acercando su boca dimi-
nuta a los pezones úberos. Cuando advirtieron la presencia del señor cura, todas las
gentes vinieron a besarle la mano. A muchos, él los llamaba por su nombre, pues, los
conocía... Después, todos se fueron retirando como perros medrosos y de nuevo se
Los zapatos de CordobÁn 227

apiñaron en el lugar de antes. Seguimos entonces, hasta la capilla ardiente. El anciano


párroco se volvió hacia el féretro y a media voz recitó su primer responso. Fue noti-
ficado allí mismo que dos horas después se realizaría el sepelio. Fuimos conducidos
a las habitaciones que se nos había acondicionado. Yo quedé solo con mi madre en
una de altísimos techos y desguarnecidas paredes. Traté una y otra vez, de entablar un
diálogo con mi madre, pero fue inútil. Ella lloraba y lloraba sin consuelo, y requerida
por mis preguntas, apenas si me contestaba con monosílabos. El aposento, aun en
pleno día, tenía no sé qué de sobrecogedor. Yo no me separaba del lado de mi madre.

De pronto llegó por la puerta abierta, algo así como el eco de un vocerío... El
clamor se fue aclarando y pronto pude darme cuenta de que los colonos cantaban...
Voces varoniles lacerantes se destacaban sobre la garrulería desconcertante de las
mujeres. El corazón me empezó a latir con más fuerza y la sangre subió a mis mejillas.
Mi madre en ese momento reparó en mí y quedó mirándome a los ojos: yo sentía
dilatárseme las pupilas... Muy quedito me dijo:

—Están despidiendo a su Patrona...

Y reanudó su llanto. A poco vino a buscarnos mi padrino.

—Ya es la hora —dijo.

Le seguimos sin añadir palabra. Cuando reingresamos al patio, el grupo que a


nuestra llegada aparecía como agazapado, se dispersaba móvil y tenuemente rumo-
roso. Revestido de los sagrados ornamentos se nos unió el señor cura. Nos dirigimos
entonces a la cámara mortuoria. Hasta allí llegaba el ruido que hacían las palas,
acabando de abrir la sepultura en la próxima capilla de la hacienda. Se reanudó el
interrumpido lamento multánime, mientras las botellas de aguardiente giraban de
mano en mano, hasta quedar vacías, sin duda. Empezaba a declinar la tarde, cuando
se dejó escuchar el trino de un violín primitivo, desgarrador y penetrante. Era que su
dueño, ensayando una escala tremante, probaba a ver si estaba bien templado.

Frente al ataúd, leyendo en un abultado manual, el anciano cura recitó las preces
finales y se caló un bonete negro, iniciando el cortejo. En hombros de los fieles servi-
dores de la difunta —los que llevaban en el rostro la señal de su dolor— fueron
levantados los restos. Atrás, inmediatamente atrás, íbamos mi padrino, mi madre, yo
y un grupo abigarrado de gentes reverentes. Con lentitud empezó el desfile, a tiempo
que el violín gemía como dando alaridos. En medio del llanto de las mujeres acom-
pañado de ayes, que se multiplicaban con los ecos y en medio del concierto bronco
de las voces masculinas que repetían oraciones rituales, el cortejo hizo el breve reco-
rrido hasta la capilla adscrita a la casa hacienda. Ya allí, el señor cura cumplió con la
bendición de la fosa. El ataúd fue descendido al hoyo profundo, mediante sogas en
228 Luis Valle goicochea

una maniobra cariñosa y dolida... Y haciendo un ruido sordo empezó a caer la tierra...
Pronto el hueco quedó lleno y los peones, terminada su tarea, se apoyaron en sus
palas, rendidos y tristes, gacha la cabeza, en actitud desolada. El viudo se enjugaba las
lágrimas en silencio. Mi madre lo cogió del brazo y lo arrancó de allí. Fuimos lleván-
dolo hasta el salón de la casa. Mi padrino se dejó caer en un asiento y mi madre y yo
nos instalamos frente a él. Transcurrieron unos minutos callados, interminables. Mi
padrino se incorporó y sonándose las anchas narices fluyentes, exclamó:

—Ahora empezó mi soledad, comadre... Ahora.

Insinuó un movimiento convulsivo con todo el cuerpo y mi madre entonces, lo


llamó a la resignación diciéndole:

—Dios lo ha querido así. ¡Valor, compadre, valor! Se debe todavía a sus hijos.
Cumpla usted con ellos... Después, Dios dirá...

El viudo rezongó, sollozante:

—Valor... Después, Dios dirá...

Aceptó así la invitación de mi madre y llamó a sus criados para averiguar por sus
hijos pequeñuelos. Ellos habían sido alejados de las dolorosas escenas que acababan
de sucederse y a esa hora eran cuidados en la casa de un servidor que gozaba de la
privanza del padrino.

Empezó a soplar un aire frío y las primeras sombras de la noche caían ya sobre
la tierra. La multitud de campesinos se desbandaba: todos iban taciturnos. Por un
momento los caminos que partían de la casa, desolados siempre, se llenaron de
viajeros... Y todo se iba quedando como vacío... Ramoncito se hizo presente con una
bujía encendida y después de dejarla sobre un mueble, dio las buenas noches y salió...
A la luz exangüe de la vela, la cara de mi padrino me pareció más llena de arrugas,
más congestionada, más trágica. El hablaba a intervalos, respondiendo parcamente a
las interrogaciones de mi madre, agradeciendo su consuelo. Llegaba a mi espíritu la
soledad abrumadora del instante...

La cena de esa noche nos congregó en una reunión que resultó torturadora. Mi
padrino suspiraba a cada instante y le costaba inaudito esfuerzo responder al señor
cura y a mi madre, que pugnaban inútilmente por darle algún alivio. Nos retiramos a
dormir mullendo el paso. Al día siguiente, muy temprano, el buen párroco, luego de
celebrar una misa en sufragio de la difunta, emprendió regreso al pueblo. Mi madre
y yo quedamos aún para hacer compañía al atribulado esposo. Las horas se desli-
zaban, qué lentas... A poco se desencadenó la lluvia. Hacia el mediodía, mi padrino
reclamó a sus hijos. Se los trajeron al punto y las amargas escenas que entonces se
Los zapatos de CordobÁn 229

desarrollaron, nos hicieron llorar. Después del almuerzo, luego de recomendar a los
criados que cuidaran de los niños, nos llevó a la sala y sacó un libro. Era un tomo
de versos de Gabriel y Galán. Buscó entre las páginas y luego comenzó a leer ese
hermoso poema intitulado “El Ama”, que pinta la dicha de una casa mientras el ama
vive y a punto seguido dolorosamente describe su ausencia definitiva con su cortejo
de congojas. En la primera parte de la recitación el timbre de su voz sonaba seguro y
fuerte, pero ya en la segunda empezó a vacilar. Terminó la lectura dando profundos
sollozos y aun repitió versos sueltos:

Con cuánta lentitud las horas ruedan


por encima del alma, que está sola
llorando en las tinieblas...

De pronto se irguió y cobrando ánimos. Y acaso dándose un alivio, repitió, con


un acento en el que se confundían entereza y recóndita ternura:

Pero yo ya sé hablar como mi madre


y digo como ella,
cuando la vida se le puso triste:
Dios lo ha querido así, ¡bendito sea!

Al declamar estos versos finales, tomándole peso a cada palabra, miró a mi


madre, como para recalcarle la sentencia consoladora que encerraban, sobre todo en
aquello de “Dios lo ha querido así, ¡bendito sea!”. Después cerró el libro y pareció
sentirse más tranquilo.

Ocho días aún, hubimos de acompañarle en su duelo.

La estada en la hacienda que antes pudo haber sido para mí de gozosas vaca-
ciones, fue una jornada triste en verdad.

***

Estábamos ya en las postrimerías de enero. Como había perdido tiempo por la visita a
mi padrino y por otras circunstancias, mi hermana mayor juzgó prudente intensificar
las clases de recapitulación que me daba. Recibí la noticia con profundo desagrado.
Quería decir que de allí en adelante no tendría recreos apenas y que había de pasár-
mela frente a la pizarra llena de guarismos, atento a la árida explicación de mi profe-
sora. Me faltaba tiempo para soñar y ahora con la sentencia irrevocable que pesaba
sobre mi cabeza, quedaban más estrechas mis amadas horas de soledad. Tendría que
230 Luis Valle goicochea

verme en apuros para mantener fija la atención de las complicadas fórmulas matemá-
ticas y en el discurso que me llevara a su secreto. Casi, casi era una carga que excedía
a mis fuerzas. Mi hermana que advirtió el mohín que hice al oírle me dio ánimos:

—¡Fíjate! Solo faltan dos meses para tu viaje. Y ¿qué son dos meses? Papá quiere
que vayas bien preparado. Haz un esfuerzo, pues. Todo está en que le tomes gusto al
estudio. Después, todo irá a pedir de boca.

Tuve que resignarme. Eran tales la ternura y la paciencia de mi hermana que,


verdaderamente, me comprometían. Por otra parte, mi padre, aunque llegase fatigado
de su trabajo no renunciaba a darme las clases nocturnas. Todo aquello empezaba a
serme desesperante.

La lluvia, la niebla, el estridor de los grillos, el encierro en el escritorio de mi


padre para recibir las lecciones de mi hermana, me ponían por instantes a punto de
estallar. En los breves ratos libres de que podía disponer, mi pensamiento se iba tras
el recuerdo de todos y cada uno de mis compañeros de escuela. Y me entretenía en
imaginar sus ocupaciones en esos momentos. Así pensaba que Alfredo estaría en El
Molino, ayudando a su padre a trenzar las sogas que a veces este llegaba a ofrecer
en venta. Pero como no llovía a esa hora, también era posible que se hubieran ido a
recoger leña y de paso a echar una ojeada a sus sembríos. De todos modos estaban
libres, libres, en el campo y bajo el cielo y aun cuando permaneciesen en su casa,
seguían libres, mil veces, libres... Los Fernández, en su posesión lejana, también eran
libres en medio de lo suyo: yo lo presentía... Y en cuanto a los chicos del pueblo,
sabía porque él mismo me lo había confesado, que Fernando Negrón podía ir al río
cuando y a la hora que él quisiera. Era pues, libre... Y a muchos de los otros yo los veía
también salir del pueblo y de sus casas a cualquiera hora. Eran libres... En cambio yo
era un engreído prisionero en la casa: no podía desmandarme como los otros, cuya
suerte envidiaba.

Felizmente en aquellos días aburridos tuve la suerte de resfriarme. Por ello tuve
que permanecer en cama. Me era más soportable este cautiverio que el de la pizarra.
Por lo menos podía dar rienda suelta a mi imaginación y a mi deseo. Rechazaba
cortésmente la compañía que se me quería dar, porque prefería estar a solas, con la
ventana entreabierta, en un delicioso ambiente de penumbra. Tía Iludia venía a cada
rato a interrumpir las fábricas de mi fantasía, con la misma muletilla:

—¿Cómo sigue el romadizo? El romadizo es el mal de los buenos mozos. Ja, ja...

Yo tenía que hacer un esfuerzo por sonreír a sus cumplidos. Después que el
aya me traía el almuerzo, cuyos potajes me obligaba a devorar todos, caía en una
suave languidez que me llevaba fácilmente al sueño de la siesta. El despertar era asaz
Los zapatos de CordobÁn 231

desagradable... Un desfallecimiento acedo me vencía y al pasear la mirada por las


cosas que me rodeaban, sus formas me parecían insólitas y por un momento me sentía
como transportado a un lugar desconocido, como un perfecto forastero sorprendido
por tierra ajena. Poco a poco me iba readaptando, hasta que volvía a sentirme familiar
entre lo mío... Pero entonces me venía a importunar el rinrin destemplado de una
mosca que era tenaz en visitar a esa hora el dormitorio. Volaba sin cesar de un lado
para otro y a veces se posaba en mi lecho. No la podía distinguir, pero la advertía presa
de una agitación que la llevaba de aquí para allá, sin descanso. Era el insecto que revo-
lotea junto al lecho de todo enfermo, causando pena al propio paciente y a los que lo
rodean... Cuando tía Tetei estaba grave la fatídica mosca se hizo presente. También
rondaba el lecho de Cecilia en sus últimos momentos. Y en los velorios, entonces
multiplicada, no se apartaba un punto del ataúd... Tengo presente que cuando nuestra
hermanita pequeñuela estaba acabando, la mosca pugnaz pretendía acercarse a su
carita. Parecía estar el insecto, poseso de una furia temeraria y porfiaba de modo que
daba miedo. Mi madre no cesaba de ahuyentarla, batiendo su pañuelo.

Una de esas tardes en que yo estaba enfermo, la presencia del animal me trajo
una opresión tan grande, que me hizo llorar. Cuando acudió mi madre a verme, alar-
mada preguntó:

—¿Qué tienes, hijito, qué tienes?

—Esa mosca —le dije apenas...

Ella llamó al aya y entre ambas resolvieron dar caza al impertinente animal.
Provistas de unas toallas, con las que golpeaban el lugar donde se posaba, estuvieron
corriendo por todo el dormitorio, sin poder atraparla. De pronto el rinrin cesó y el
aya dio un grito de triunfo.

—Cayó al fin —dijo acezando.

—Písala —le ordenó mi madre para mejor asegurarse su desaparición.

—Me da asco —respondió aquella, quien con la punta del zapato la atrajo hasta
el pie de la cama para que yo la viera. El repelente insecto tenía un vientre azul y unas
alas como de mica turbia. Me volví hacia la pared: su vista me daba náuseas.

Al día siguiente otra mosca la reemplazaba. Se me figuró que era la misma


rediviva. Me vino el pensamiento de la muerte. Pedí que me alcanzasen el pequeño
devocionario, prenda de mi dilección y caro recuerdo de los misioneros franciscanos.
Lo abrí por sus primeras páginas, precisamente por aquellas que con una ilustra-
ción conveniente, daban los pormenores para viajar en el tren del Cielo o en el del
Infierno. Me quedé en suspenso mirando las figuras y meditando su significado. “Oh,
232 Luis Valle goicochea

qué horror —me dije—, es el tren del Infierno. Yo por nada del mundo lo tomaré...
Debo ser bueno...”.

Otra vez fijaba la atención en mi proyecto de hacerme franciscano. Reconstruí la


frase de uno de los frailes que pasaron por el pueblo, quien, en la plática de la última
noche, al llamar a la penitencia, habló de la vanidad de las cosas, recalcó la verdad de
la muerte y nos pintó las delicias del Cielo, en oposición a las furias tormentosas del
Infierno. Ni una sola de sus palabras, en su hondo sentido, escapó a mi alcance. Desde
entonces, podía yo reflexionar como un hombre y discurrir con madura lógica, sobre
lo perecedero que es todo lo humano. Y lo hacía causando el doloroso asombro de los
míos mayores a quienes, porque me querían, dolía esa temprana sensatez que ponía
tristeza en mis empeños.

Aún no mejoraba del todo, cuando una mañana vino mi madre y se sentó al
borde de la cama. Traía una noticia gorda: después de muchos años, en Parcoy se iba
a celebrar la fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria, que en otros tiempos fue muy
sonada. Asistiríamos, Dios mediante, a la celebración. Por otro lado, don Silvestre,
forastero avecindado en el pueblo, se iba a casar y mi madre sería la madrina. Había,
pues, la expectativa de ver el matrimonio. Por poco doy un salto. Mi madre tuvo que
contenerme. Después, antes de alejarse, me pidió que mejorara pronto si quería ser
testigo de los sucesos. “Si es así —me dije—, mañana mismo estoy bueno”.

¿Con quién se iba a casar don Silvestre? Pues con doña Hortensia Pareja, una
mujer otoñal, con una expresión de extravío en los ojos. Vivía esta con su madre, en
una casita alejada. Era de un pueblo remoto que no podía olvidar y el que recordaba
entre suspiros e imploraciones a Nuestra Señora de las Nieves, su patrona titular.
Había oído contar que todos los nativos de aquel pueblo eran ganados por un loco
afán de aventura. Aunque fuera para volver, tarde o temprano, todos tenían el apremio
invencible de salir. Un caso de esos era la flamante novia. Don Silvestre había llegado
al pueblo poco después que arribaron doña Hortensia y su madre. Hubo sospechas
y se hablaron muchas cosas. El matrimonio en ciernes no podía ser sino un epílogo.
De doña Hortensia se decía que padecía mal de gota coral. A veces a su madre se le
veía como loca recogiendo ortigas con los que azotaba a la enferma para hacerla reac-
cionar. Entonces empezaba yo a devanar mis fantasías sobre la enferma que estaría
sufriendo, con el gota coral que se me figuraba un ofidio que enroscaba al cuerpo, etc.
Siempre venían una y otra a visitar a mi madre.

—Usted es nuestro pañito de lágrimas —le decían.

No sabía yo por qué se lo decían. Tenían ambas un modo peculiar de hablar, que
se me antojaba musical. Cerraban la boca al pronunciar las oes convirtiéndolas en
ues. Era para mí un entretenimiento oírlas conversar y después a las mil maravillas,
Los zapatos de CordobÁn 233

imitarlas en su acento, en las inflexiones de voz, en el ademán. Yo tenía por ellas


verdadera simpatía, a la que correspondían prodigándome sus halagos. Me inspiraban
pena, sobre todo la madre, quien a veces se quejaba, aludiendo al mal de su hija.

—Este mal de gota coral acabará con mi Hortensia. Es fatal, muy fatal... ¡Sána-
mela Virgen de las Nieves! ¡Mejórala Madre de los Dolores!

La boda en inminencia me sacó de mis casillas. Sobre todo cuando llegó a la


casa, muy compuesto, don Silvestre acompañado de su futura suegra. Venían a hacer
la petición oficial para que mi madre apadrinara la ceremonia. Después de escu-
charles y cumplir con la fórmula de acceder a su petitorio, mi madre les brindó unas
copitas de licor y papá, en su honor, hizo funcionar el gramófono. En buena cuenta,
empezaba el festejo a cuyo solo anuncio me había mejorado del todo.

Don Silvestre aderezaba la casa que había alquilado y respondía por igual, a todo
el que le preguntaba por su salud y sus afanes:

—Aquí me tiene usted preparando el nido.

La noticia así repartida, equivalía al parte matrimonial. La mañana de la cere-


monia, el señor cura se hizo presente muy temprano en el pueblo. Don Silvestre muy
enfundado en un terno negro, iba de aquí para allá, dictando él en persona las dispo-
siciones que requería la buena mesa, a la que más tarde sentaría a lo más granado de
la localidad. La novia ya esperaba en mi casa muy adornada y temblando. Yo temía
por ella: podía darle un ataque y frustrarse el enlace. No tardó en llegar don Silvestre,
quien enganchó su brazo en el de ella y entonces nos dispusimos todos a encami-
narnos al templo. La comitiva recorrió las calles, en medio de la curiosidad general.
Después vino lo bueno: el almuerzo y el baile.

Don Silvestre que había bebido más de la cuenta se mostraba efusivo. Después
del agasajo, acompañó a mis padres hasta la casa y allí quedó conversando un buen rato.

—Este es el que manda, madrinita —decía a cada paso señalándose el corazón.

Desde aquel día, gustaba yo de observar a la distancia lo que ocurría en la casa de


los recién casados. Todo me decía que eran dichosos. Los veía jugar a los escondidos,
perseguirse, ensayar a asustarse uno al otro... Yo había oído decir que estaban en la
“luna de miel”. ¿Qué significaba eso? No me atrevía a preguntarlo. Pero sospechaba
que era la dicha...

Me hacía la mar de gracia oír que mi padre se refería a ellos con estas palabras:
“la joven pareja”. En una de esas ocasiones, al oírle tía Iludia, sin entender lo que mi
padre quería decir, se atrevió a rectificarle:
234 Luis Valle goicochea

—Ahora ya no es la joven pareja, señor. Ahora es nada menos que la señora de


Sifuentes, legítima esposa de don Silvestre Sifuentes. Y además, ya desde antes de
casarse, no era joven... Será bueno decirlo.

Mi padre, conciliador, aceptó así:

—Tiene usted razón, señora, mucha razón. Gracias por la enseñanza.

Tía Iludia, muy oronda y mascullando su contento, se alejó entonces.

CAPÍTULO XVII

Todas las tardes, mi padre, llegando, a tiempo que alargaba un brazo hacia el hombro
de mi madre, con la mano libre sacaba del bolsillo del chaleco el mismo pomito
oscuro y se lo entregaba con sumo cuidado. Ella, pedía al punto una palangana y el
trapo de exprimir el oro y se instalaba en el umbral de la puerta para tener más luz.
Con mucho tino entonces, sobre su mano siniestra dispuesta en cuenco acomodaba
el retazo que era de tela gruesa y tupida y en pocito así formado, vaciaba el contenido
del pomo, que no era otra cosa que mercurio. Pues el beneficio del precioso metal
tenía su secreto en la amalgama que se conseguía a golpe de la piedra moledora, del
oro y del azogue.

Sin descuidar sus precauciones, mi madre enseguida recogía los extremos del
trapo y los retorcía con singular maestría. A la presión, saltaba desmenuzado en ágiles
bolitas, el mercurio. Cuando ya nada parecía haber quedado adentro, desplegaba el
retazo y nuestros ojos podían ver una masa plateada, opaca. En esa masa se encon-
traba el oro. Golpeando con el mango de un cuchillo de mesa, le iba dando redondez
a la vez que consistencia. Luego venía la fase final: la esferita era sometida al fuego de
vivas brasas. A la acción del calor, se evaporaba el mercurio y entonces aparecía el oro,
luciendo un color amarillo mate, hermoso.

Mis hermanos y yo éramos puntuales asistentes a la tarea cotidiana que cumplía


mi madre. Nuestros ojos absortos seguían el giro de sus manos, que se movían devotas
y seguras en el sencillo trabajo que escondía no sé qué magia subyugante.

Mi hermano Juan soñaba con ser minero. Se deslumbraba con las historias que
se cuentan de la rica región aurífera en que estaba enclavado el pueblo. Y de sus
proyectos fantásticos estaban eliminadas las palabras ruina y fracaso.

Juan tenía una hermosa cabellera y desde tiempo atrás don Manuel, el devoto
de nuestro Señor de la Columna, venía instando a mi madre para que se la hiciera
cortar. Quería los bucles de mi hermano para hacerle una cabellera al Señor. Mi
Los zapatos de CordobÁn 235

madre le respondía que ya lo haría a su tiempo, que tuviese un “poquito de paciencia”


y que descuidara, pues, los cabellos de mi hermano, de todos modos, serían para la
santa imagen... También Clarita tenía una cabellera rubia, color oro pálido, que todos
admiraban. Doña Juana Roldán dueña de un hato de ovejas, siempre que se llegaba a
casa, preguntaba por ella y le decía a mi madre:

—Ando buscando una pastora, pero quiero que sea rubia. Me va a hacer el favor
de regalarme a la niña Clarita, que está ni pintada para eso...

Decía la broma con tal seriedad que mi pobre hermanita se la creía y se ponía
en cuitas. En cuanto le anunciaban que venía doña Juana Roldán, corría a esconderse.
Alguna vez se echó a llorar. Desde aquel entonces, mi padre recomendó que no repi-
tiéramos la chanza.

***

—¡Qué lindo día de sol! Llegó el verano de la Candelaria —exclamó mi madre al rein-
gresar al dormitorio, aquella última mañana de enero. Hacía alusión al “veranillo” que
solía presentarse en las proximidades de la fiesta de “la bendición de las candelas” y que
era ansiosamente esperado para las cosechas de las papas. Pues no se podía cumplir con
este menester bajo el rigor de la lluvia. Las tónicas palabras de mi madre fueron una
invitación decisiva para dejar los lechos calientes, a los que aún nos recogíamos en su
tibieza. El que menos y a las ganadas, en un dos por tres estuvo vestido. Alumbraba un
sol franco, a cuyo influjo se levantaba de la tierra mojada un vaho visible...

Esa misma mañana se presentó en la casa Alfredo, mi antiguo compañero de


la escuela. Venía acompañado de su padre, a cumplir la promesa que me hiciera. Al
llegar, antes que nada, reclamó mi presencia. No me hice esperar para abrazarle,
pues tenía vivísimos deseos de verle. Él, por su parte, alentaba iguales sentimientos.
Nuestro reencuentro fue toda una explosión de alegría. Yo hasta había olvidado
saludar a su padre. Él me lo advirtió acompañando sus palabras con una sonrisa. Mi
visitante descargó de sus hombros la multicolor alforja que llevaba y poniéndola en el
suelo, a la vez que me la señalaba, me dijo:

—Son las papas nuevas que te ofrecí. Hoy, mi padre y yo, como el día estaba
bonito, madrugamos a cosecharlas para traértelas. Las saqué de la tierra con mis
propias manos. Tómalas, pues, en mi nombre.

Las palabras con que me entregó el presente me conmovieron. Para agrade-


cerle solo atiné a estrecharle de nuevo entre mis brazos... Su padre, don Ninfo, habló
entonces dirigiéndose a mí:
236 Luis Valle goicochea

—No veía mi hijito la hora de sacar las papas para traértelas. Sé que eres muy
buen amigo de él. Ahora que te vas a ir lejos, no nos olvides, pues.

Alfredo y su padre fueron nuestros invitados en el almuerzo de aquel día. Me


encantaba observar a los dos campesinos —grande y chico— portarse con recato,
porque les nacía hacerlo así. En nada disonaban y visiblemente se hallaban contentos
entre nosotros, convencidos de la buena voluntad que inspiró nuestra invitación. Si
bien sus modales eran algo apocados, el ambiente que reinaba en la mesa no tenía
el más pequeño estiramiento. Antes, al contrario, había una alegría digna, señorial.
Al levantarnos de la mesa, nuestros huéspedes fueron invitados a pasar a la sala para
escuchar música.

Mientras mi padre hacía funcionar el fonógrafo y don Ninfo, atónito, escu-


chaba en silencio, Alfredo y yo hacíamos un cordial aparte. Él averiguaba por
mis afanes de los últimos tiempos, por mi viaje, en tanto que yo le preguntaba
por los suyos. Me contó entonces que ayudaba a su padre en las faenas del campo
y que a veces se quedaba a vigilar el funcionamiento del molino, cuyos servicios
eran continuamente solicitados... Me habló luego de la belleza de los sembríos
tiernos.

—Me acordaba de ti que tanto gustas de las plantitas, mientras ayudaba a mi


padre en el aporque de los sembríos de maíz, en la escarda de las habas; en fin, en todo
lo que hay que hacer para cultivar la chacra...

Se interrumpió bruscamente y quedó pensativo. Sus ojos, a través de la puerta


abierta, vagaban como midiendo la distancia. Volvió la mirada hacia mí repentina-
mente y habló de nuevo:

—¿Sabes? —dijo entrecortadamente—, dos cosas me dan mucha pena: no


volver a la escuela y tu viaje...

Se nubló mi espíritu, pero conseguí reaccionar y le animé así:

—A mí también me apena no volver a la escuela. Pero eso tiene que ser así: todo
pasa. En cuanto a mi ausencia, no te contristes: yo he de volver.

Intervino él para decirme:

—Dentro de dos meses tú te vas y yo me quedo aquí. Después...

Ya muy avanzada la tarde, el molinero y su hijo se despidieron, prometiendo


volver. Yo los seguí con la mirada, hasta que se perdieron por el camino que llevaba
a su querencia...
Los zapatos de CordobÁn 237

Era el día de Nuestra Señora de la Candelaria. Quedé en suspenso y pude


oír que las campanas de Parcoy repicaban gozosas. Se oía sobre todo el son de la
campana mayor, rajada desde antaño, acaso en un trance en que la alegría la golpeó
demasiado hasta hacerla enronquecer para siempre. Remoto, llegaba su acento hasta
el pueblo. Mi madre, apresuradamente, buscaba la manta y se alistaba para asistir a
la misa. Yo debía acompañarla. Pronto nos pusimos en camino. Íbamos a prisa y yo
llevaba en el corazón una dulce expectativa. Muy pocas veces me había sido dado el
ir al vecino pueblo, pese a su proximidad. Apenas salimos al camino, nuestros ojos
pudieron percibir el haz de sus casas grises y hasta distinguir sus tortuosas callejas
animadas como nunca. Después de pasar el río la senda empezaba a subir dificultosa-
mente, en zig-zag, por entre maizales tiernos y apacibles alfalfares. En media cuesta
nos esperaba aquella piedra grande, semejante a un cómodo asiento, en donde mi
padre se sentaba a tomar aliento, en los días que seguido de nuestras miradas tenía
que viajar a Parcoy. Quise imitarlo, pues me sentía rendido, mas mi madre no me lo
consintió, haciéndome ver, amorosa, que estábamos retrasados.

Había que apresurarse, pues el señor cura siempre fino con nosotros, no empe-
zaría la misa sino a nuestra llegada.

Pasamos a la vera de Los Paredones, restos de una casa muy antigua, que aún
no conseguían aniquilar las lluvias: tal era su recia construcción. Allí era tradicional
que había vivido un pariente nuestro remoto, zapatero y sacamuelas bárbaro. Apenas
pusimos los pies en la primera calle del pueblo, yo me sentí en el lindero de la fiesta.
Al pasar frente a las casas, nuestros conocidos salían a saludarnos. Sin pérdida de
tiempo nos dirigimos a la iglesia.

En los corredores de las viviendas, dispuestos sobre cajones o mesitas


cubiertos de albos manteles, mostrando su morena cara aparecían el pan de venta,
los bizcochos de chancaca, los redondos alfajores de maní... Y las filas de botellas
mostraban su contenido a través del cristal limpio. Una multitud rumorosa en la
que se mezclaban a los vecinos, gentes de otros puntos, giraban por las calles. Y las
comparsas de “invenciones” —pallas, moros y cristianos, diablos, chapetones—, al
son de músicas sencillas iban bailando hacia la plaza. A nuestra presencia, se nos
abría paso, al tiempo que mi madre era colmada de saludos y enhorabuenas. Todos
quienes a ella saludaban, también tenían que hacer conmigo y me prodigaban sus
caricias y cumplidos.

Todos lucían el atavío de fiesta y soltaban su alegría... El pueblo sañudo, parecía


haber olvidado la atmósfera de presagio en que yacía siempre y sonreír al optimismo
del día luminoso... Sus casas chatas, o puertas bajas, que en otra oportunidad se
me figuraron sobrecogidas de espanto, salían a la confianza del tiempo claro, de su
238 Luis Valle goicochea

taciturnidad insoportable y se mostraban también alegres. En la puerta de la iglesia


nos recibió con afecto singular, doña Mariquita Osorio, anciana digna y gallarda que
era la mayordoma principal de Nuestra Señora.

—Solo ha estado esperando a usted el señor cura para comenzar —le advirtió a
mi madre—. Ya le mandé avisar su llegada.

Precedidos de ella, ingresamos al templo, cuajado de luces y repleto de gentes. Nos


detuvimos junto a las rojas alfombras que se habían extendido en el suelo para que nos
arrodillásemos. Allí, hubimos de emplear un buen rato en saludar a la larga parentela
de la buena señora, compuesta de sus descendientes hasta la tercera generación, todos
quienes se habían adelantado para ganar buen sitio. A poco, empezó la música en el
coro. Acompañado al violín por un extraño, don Tomás Pollo cantaba a voz en cuello,
con su voz de bajo profundo que rebosaba la iglesia. Mis ojos inquietos examinaban
los altares mientras tanto. Me embelesaba aquel de la Virgen del Carmen. Abiertas las
puertas del trono, en medio de una constelación de luces y de flores, aparecía la sagrada
efigie, cuya faz tenía un rosado fresco admirable. En las piedras preciosas de las alhajas
que lucía, se reflejaba treme luciendo, la luz de las velas. No me cansaba de admirarla
y viéndola permanecí hasta que terminó la función religiosa. Ya cuando el párroco se
dirigía a la sacristía, empezó el reparto de unas pequeñas velas verdes.

—Son las candelas de la agonía —me explicó mi madre.

Supe entonces que cuando alguien estaba muriendo, encendían junto a su lecho
esa velilla, también conocida como la “vela de la buena muerte”... Un frío espasmo
cruzó por mi cuerpo... La muerte, la agonía... Apreté la vela que había recibido contra
mi pecho y pugné por librarme de las fúnebres obsesiones que me amenazaban...

La multitud que llenaba el templo, empezó a desplazarse hacia fuera... Doña


Mariquita nos había invitado a tomar el “caldito” en su casa y allá nos dirigíamos,
cuando el estallido de un cohete de arranque sobre nuestras cabezas, nos hizo dar
un salto.

—Mi Amo y Señor de los Desamparados nos ampare —clamó la mayordoma.

Se hizo presente el pirotécnico para pedir disculpas por lo acaecido.

—Es que se mojaron algunos cohetes y así no pueden elevarse —nos explicó—.
¡Perdón, señores!

Había que ver el porte señorial de doña Mariquita. Tenía el cutis blanco como
la leche, unos ojitos azules y zahoríes y una sedosa cabellera cana. “Es una reliquia de
las antiguas”, se decía de ella.
Los zapatos de CordobÁn 239

Y era así: una gran señora. Vestía al uso viejo, una falda vueluda que le arras-
traba al caminar y un monillo que al ceñirle el busto dejaba un escote tan amplio que
permitía ver las nacientes de los senos, fláccidos ya. El cuello de la anciana parecía
hecho a torno, tal era de armonioso y terso. Tenía además una fácil simpatía y sabía
prodigarse en finezas. Con mi madre, quien la visitaba después de muchos años,
estuvo felicísima y con ella extremaba su cariño. Entre todos sus invitados, a ella tan
solo y sin embargo alguno, distinguía.

Nos disponíamos a sentarnos a la mesa, cuando una comparsa de “pallas” se


estacionó frente a la casa. Venían a cumplimentar a la mayordoma. Salimos para
agruparnos en la puerta. Los versos empezaron, cantados, desde luego:

En el medio de esta calle,


hay un pozo cristalino,
donde peina Mariquita
sus cabellos de oro fino.
Muchas gracias, Mariquita,
este cariño que has hecho:
saldrán la luna y el sol
retratados en tu pecho.

La primera cuarteta fue para saludar a la señora y la otra para agradecer su


obsequio, pues ante las filas de campesinas, sencillas como las coplas que entonaban,
empezaron a pasar los azafates de bizcochos y las jarras de aloja, que componían el
clásico agasajo de la fiesta.

Nos sentamos luego a una mesa florida y surtida, cuya presidencia de hecho
correspondía al señor cura. La anfitriona se deshacía en atenciones para sus invitados.
Ella misma vigilaba que no se interrumpiera la ronda interminable de los platos
bien aderezados y provocativos. Al ruido de la vajilla manejada con entusiasmo y al
servicio de un buen apetito, se mezclaba el entrechocar de las copas y los brindis se
sucedían sin descanso.

—A ver, salud, señor cura. Hay que asentar este potaje.

—¡Salud! Y que conste que es la segunda vez que lo asiento...

—Salud nomás, que es lo que no mata, engorda...

—Ahora, todos a tomar por la dueña de casa... ¡Salud! ¡Salud!

El que menos hablaba, ya para elogiar los manjares, ya para hacer hincapié en la
calidad de la chicha y otros más sentimentales —estos eran los viejos— para añorar
los tiempos de antes...
240 Luis Valle goicochea

De pronto llegó el eco de una música que cobrando volumen se acercaba por
momentos. Era la banda contratada por doña Mariquita, que venía a saludarla. No
tardó en llegar: sus componentes se emplazaron a la puerta. Después de un instante
de silencio rompió con los acordes de un valse, provocador por lo acompasado. Termi-
nada la pieza, los músicos entraron en la sala. Iba a empezar el baile.

La llamada a iniciarlo, ¡claro!, era la dueña de casa. No esperó que alguien fuera
a sacarla, sino que ella misma eligió pareja, con una desenvoltura que daba gusto. Y
frente a frente, damas y caballeros, en el medio de la pieza se miraban como midién-
dose, mientras los músicos acordaban sus instrumentos. Con brío y elegancia la banda
inició los pasos de una marinera, y cuando hubo entrado en tema, la pareja empezó a
compás una suerte de graciosas evoluciones: eran los inicios del baile.

Doña Mariquita y su acompañante se crecían, batiéndose en el desafío de a ver


quién tejía el mejor arabesco con los pies, de quién era el más feliz en redondear las
quimbas y hacer el mayor gasto de donaires en el baile. Se empezó a batir palmas
sonoras: había llegado el momento culminante. Los bailarines no podían estar más
diestros en rubricar la marinera. Flores y sombreros rodaban entre sus pies ágiles,
incansables... La música cesó. Un aplauso se dejó oír. Doña Mariquita se multiplicaba
para atender a los cumplidos con que la obsequiaban y a las lisonjas que le dirigían
gráciles serpentinas...

¡Esto merece una copa! Gritó uno de los circunstantes a tiempo que llenaba los
vasos que luego ofreció a la pareja.

Al lado de mi madre estaba don Modesto el joyero, quien dijo no sé qué frase
intencionada, en secreto, pero no tanto como para que oyera la interpelada. Doña
Mariquita volvió ágilmente la cabeza y el vaso colmado que ni aún había aproximado
a sus labios, se acercó hasta nosotros y dijo al oído de mi madre:

—Yo soy de las que saben manejar carabina.

Después de murmurar estas palabras, se alejó para ocupar su lugar y beber con
su pareja.

Don Modesto no pudo contener su admiración y exclamó por lo bajo:

—No hay duda. Esta mujer es de las de pelo en pecho...

La música amenazaba comenzar de nuevo de un momento a otro.

La frase del joyero me dejó intrigado. ¿Qué significaba aquello de “Mujer de


pelo en pecho”? Se lo pregunté a mi madre durante el regreso y ella satisfizo mi
curiosidad. La cosa era sencilla: el marido de doña Mariquita era alcalde del pueblo,
Los zapatos de CordobÁn 241

en circunstancias en que un enemigo suyo era el gobernador. Aquel se dispuso a


remediar la vagancia de los cerdos por las calles. Al conocer la disposición edilicia, el
gobernador por dar la contra, dejó sueltos los suyos. Notificado una y otra vez para
que los recogiera, se complacía en hacerse el sordo. Fue entonces que doña Mariquita
—por algo era la media naranja del alcalde—, provista de una carabina, se trepó a la
torre de la iglesia y desde allí a puerco que veía le disparaba. En una rápida acción dio
cuenta de todo el ganado porcino del rival de su marido. No le había dejado un solo
animal vivo.

Después, con la carabina al hombro, se paseó desafiante por las calles.

En la casa nos esperaban con una noticia triste. Don Edilberto el carpintero
había estado a despedirse, pues se iba. ¿A dónde? ¡Quién sabe! Se nos dijo que al
preguntársele por su destino, levantó los ojos al cielo y señalando allí dijo:

—Él tan solo lo sabe...

¿Qué quiso decir con eso? ¿Iba a determinado punto de la tierra o acaso como
Evarista, iba a correr el albur, iba a cualquier parte? Él no era del pueblo, es cierto.
Pero se le veía contento y nada hacía sospechar su ausencia. ¿Qué misterio lo llevaba?
Como un relámpago cruzó por mi cerebro un pensamiento: acaso se iba a cumplir
su deseo de entrar en religión... ¡Qué ansias me vinieron entonces, de conversarle y
preguntarle por sus secretos!

La asistencia a la fiesta de Parcoy, en la que el señor cura había sido el personaje


central, en un ambiente de luces, música e incienso, purísimo e inefable, trajo a mi
corazón la santa envidia del destino del párroco. Él no era persona de este mundo ya;
era uno de los ungidos que pueden volar muy alto sobre la tierra, que viven al margen
de las vanidades del mundo, que no tienen la contaminación de paganas tristezas... Y
volví a mi íntimo deseo persistente: ser como él.

***

Al salir de Parcoy, de regreso a casa, a la luz vesperal, el pueblo me había parecido más
triste que nunca. Había vuelto a su cielo esa nube de presagio y acechanza, momentá-
neamente disipada por el sol de la fiesta. Todo era allí como en la víspera de un viaje...
Se irían, cuando menos lo pensásemos, árboles, casas, hombres y por último el señor
cura, luego de ayudar a todos a una buena muerte...

Un antiguo sentimiento, mezcla de angustia y voluptuosidad ante la angustia


misma, revivió en mi alma, con la noticia del viaje de don Edilberto. Con la vehemencia
242 Luis Valle goicochea

dolorosa anhelaba que llegara la hora de irnos —él por su camino, yo por el mío— y
a la vez me causaba una profunda nostalgia el considerar la inminencia del viaje, y no
sabía decir si más deseaba que fuera postergado...

Fueron en vano mis empeños de hablar con el viajero. No lo pude ver ya: al día
siguiente tomó la madrugada.

Con él se me iba algo del corazón y cuando ya no había remedio, empezaba a


lamentar el no haberle buscado para hacerle mis confidencias y reclamarle las suyas...

Era cierto: se había ido... ¿Después?... Dios dirá.

En verdad que lo que acaecía tenía un símbolo inmenso en aquellas circunstan-


cias: el árbol que no retoña.

Mi hermana Carmen que tenía una memoria prodigiosa hizo la cuenta de la


estada del carpintero en el pueblo, en años, meses y días, con exactitud matemática.

Carmen era un registro parlante de fechas y sucesos. ¿Que se necesitaba saber


qué día fue nuestro huésped don Fulano?, pues a preguntárselo a ella, que automáti-
camente respondía y al instante. Ella tenía presente cuándo ocurrió la última lluvia,
recordaba el postrer día del sol, sabía la edad de los pollitos, tenía registrado el día que
alejaron a la vaca porque ya no tenía leche, etc, etc. Todo lo guardaba en la memoria
con fidelidad que maravillaba.

Carmen, a instancias mías, me contó cómo se celebró la última Semana Santa,


hacía años, cuando todavía estaba pequeña ella. Me describía hasta las complicadas
ceremonias del Sábado de Gloria, detallándolas minuciosamente y terminando así:

—Ya las verás este año. Son lindas...

Era cierto: ese año iba a haber Semana Santa en el pueblo. Lo había dicho el
señor cura. Pero ¿alcanzaría yo a ver sus celebraciones? ¡Quién sabe!

Con mi hermana Carmen conversé cierta vez sobre mi íntimo deseo de ser
fraile. Ella tenía un natural socarrón y desconfiado. Vi que rasgó su faz una sonrisa
irónica; luego me dijo:

—Primero tienes que ser grande y para eso... ¡uf ! Falta así de años.

Hizo al decirlo una señal contándose los dedos, velozmente, una y otra vez...

—Pero puede ser, con el tiempo y con las aguas —añadió, ya más seria.

***
Los zapatos de CordobÁn 243

¡Con el tiempo y con las aguas! Es este el giro con que en mi tierra nativa se
hace referencia a lo que ha de tardar o quizá no llegar. Yo lo oía zumbar en mis oídos,
sin descanso.

Hubiese querido anticiparme a los acontecimientos, abreviar las horas y estar


ya en el mundo enigmático que para mí se encerraba en esa sola palabra: “después...”.

Era inútil interrogar y de resultado más consolador, añadir de corazón, a ese


“después”, el “Dios dirá” de mi madre. Pensaba así una tarde, hundido en una cavi-
lación grave, cuando la voz alterada de tía Iludia vino a sacarme de mi abstracción:

—La gallareta —repetía—, la gallareta ha pasado...

Cuando me acerqué a ella la advertí agitadísima. El aya le daba a beber agua


fresca. De pronto habló de nuevo para interrogar con inquietud:

—¡Ay, Dios mío! ¿Quién irá a morir?...

Siguió un incómodo silencio a sus palabras. La gallareta era un ave de mal


agüero, habitante de los pantanos, que a veces cruzaba rauda por el pueblo, dando una
especie de graznidos... Su fatídica presencia aguijoneaba con sobresaltos el corazón
ingenuo de las gentes y traía la zozobra a las casas. Apenas se le escuchaba, se ponía
el pueblo a esperar funestos acontecimientos. La incertidumbre de cuáles podían
ser esos sucesos, era más terrible que la muerte misma... ¡Y hasta las cosas inocentes
se convertían en símbolos aciagos!... Se quejaban los vecinos de un extraño mal sin
nombre, que no era otro sino el desasosiego fatal que desde esa hora vivían... “Ha
pasado la gallareta”, decían por toda justificación a sus temores. Lo mismo ocurría
cuando escuchaban el canto del búho o el aullido de los perros en medio de las
tinieblas...

Aquella noche, pues, tía Iludia había dado la voz de alarma y aunque mis padres
mostrábanse tranquilos y no le daban importancia al suceso, sin embargo yo respiraba
el ambiente de sobrecogimiento que había en el pueblo... Era mi miedo uno de esos
miedos inexplicables que no esperan ver formas ultraterrenas a cuya presencia se
crispan los cabellos. No correspondía tampoco al que inspiran impávidas consejas, no.
Mi miedo era más: era un terror que lo abarcaba todo, cielos y tierra, secretos cósmicos
y enigmas de la vida; era algo así como una dramática fiebre que me consumía en
un delirio gigantesco de todo lo temible que era, en el círculo inmediato de las cosas
terrenas y en el impenetrable más allá de los secretos siderales; fiebre que amenazaba
convulsionarme por momentos... Empecé a transpirar y denuncié mi malestar al aya y
ella me llevó con presteza a la cama. Vino luego mi madre, quien al ponerme la mano
en la frente, exclamó preocupada:
244 Luis Valle goicochea

—Está sudando frío...

***

Mi madre había accedido al deseo de Clarita de dejarla criar los cuatro gatitos de
su gata, a condición de que consistiera en el regalo del gato Mascarón. Mi hermana
hizo sus pucheritos y, más aún, echó sus lagrimitas, pero cedió. Vino por Mascarón
don Matías, vecino de Parcoy, y en la bolsa que trajo, lo metió y se lo llevó. El gato
maullaba que daba lástima y pataleaba con furia. Días después supimos que ya cerca
de su casa, don Matías, compadecido, quiso dar al animal un alivio. Abrió la bolsa
y ¡zás! el gato escapó... Se había remontado, pues... Clarita se preocupaba por su
suerte, de modo especial cuando alguno de la casa, al regresar de Parcoy nos contaba
que había oído maullar un gato, entre el monte. Ese no podía ser otro que el animal
fugitivo. Estas noticias continuas nos apenaban mucho. Así pasaron algunos meses,
cuando una mañana despertamos con unos maullidos desgarradores que se escu-
chaban a la puerta. Clarita se incorporó en su lecho.

—Es el Mascarón —dijo.

Trataron de disuadirla de que no podía ser, pero fue inútil. El día clareaba ya.
Hubo que ir a abrir la puerta y —¡oh sorpresa!— vimos, flaco, herido, al mismo
Mascarón, casi inconocible que se nos aparecía confirmando las sospechas de Clarita.
El felino, de un salto, fue a buscarla en su cama. Y aquí fue el llorar de ella...

El animal daba lástima. Desgarrado por los zarzales y hambriento, había


cumplido una hazaña al volver a la casa. ¿Cómo pudo orientarse si no pudo conocer
el camino al ser llevado, pues iba en una talega? El comentario unánime, ya no solo en
la casa sino en la vecindad, era el retorno de Mascarón. Una compasión muy grande
nos inspiraba por su fidelidad a sus dueños, nosotros, y por los padecimientos que
había tenido que afrontar. Pero... ¡Había vuelto! Con el tiempo y las aguas, al fin y al
cabo, sea como fuere, ¡había vuelto!

Como aquellos nativos que concilian el atender a la aventura con la lealtad a


su tierra, yéndose con la primera y de esta regresando, en busca del calor nativo:
así haría yo... Sería como el Mascarón al que arrancaron de la casa y no fue con
su voluntad; pero, con la bendición de Dios, como el fiel animalito, volvería, sí,
volvería...

Me entregué al recuerdo del viaje, esta vez con una consideración dolorosa y con
su argumento inobjetable: era necesario.
Los zapatos de CordobÁn 245

Me acarreaban tal fastidio y tal cansancio las clases, que mi padre, temeroso por
mi salud, resolvió espaciarlas más. Tenía, pues, un mayor tiempo libre y por ello me
sentía bien. Mi madre, por otra parte, se trazó un programa de actividades que me
incluía y entre las que consignaba una ida a Llacuabamba. Yo además le rogué que me
dejara ir a visitar a Alejo el tejedor, quien me había invitado a su choza, no distante
del pueblo. Ella accedió.

Tendría, pues, la oportunidad de ir a Llacuabamba, de ver a mis condiscípulos, a


Alfredo entre ellos, quién sabe, y también la de asistir a una sesión interesante con el
tejedor. A verle fui primero acompañado del aya. Salió a recibirnos cuando llamamos
a la puerta, su mujer, una hembra rolliza y cuajada de pringue. Pronto, a nuestras
voces, acudió él mismo, llevando a uno de sus hijitos, despeinado y mugriento como
su madre, de tal modo que daba lástima. Los ojos del pequeñuelo, grandotes, eran un
remanso de inocencia. El rapaz era ahijado de mi madre. Vi, de nuevo a Alejo, desnu-
trido y casi jorobado, escuchimizado y adolido. Le entregué el encargo que para el
pequeño ahijado me había hecho mi madre, su madrina: un paquete de bollos y una
camisita. Luego de abrazarme, Alejo me condujo al telar. Allí todo se reducía a un haz
de hilos, como una inmensa madeja que yo no acertaba a ver dónde tenía su comienzo
ni dónde su término. En cierto punto no más los hilos se dispersaban y esto era frente
al asiento del tejedor. Allí sí había un mecanismo que solo Alejo comprendía. Él, para
ilustrarme hizo funcionar el telar por un momento. La tela se iba enrollando en un
cilindro a sus pies.

No entendí ni quise entender el manejo del telar, como si el conocer lo llevase


aparejado un secreto de amargura. Me bastó ver a Alejo, haciendo alarde de destreza
en jalar la trama, en corregir la falla de hilos perezosos o en obligar a hilos que no
obedecían, en fin, en todas las maniobras complicadas de la tarea. Después de agra-
decer su acogida, me disponía al regreso, cuando él me dijo:

—Al pie del telar nací y al pie del telar acabaré... Mi papá murió de repente,
dejando empezado un trabajo y yo tuve que acabarlo para cumplir el compromiso. Así
fue como empecé. Quién sabe si lo mismo tendrán que hacer conmigo mis hijos... Al
fin y al cabo, dicen que nuestra vida es como un telar...

Se entristeció y sus ojos se nublaron. Sabía yo los callados duelos de su casa. Le


había oído hablar cuando estuvo en la nuestra, para cerrar trato con mi madre por la
confección de una tela que ella urgía.

—El telar da poco —se quejaba—. Hay que ir a buscar la vida por todas partes
y ya uno se cansa. Crea, señora, que a ratos quisiera irme por esos caminos, sin
consuelo...
246 Luis Valle goicochea

¡Alejo quería irse! ¿Y su casa? ¿Y su mujer y sus hijos? ¿No los quería acaso?...
El hombre era menudo como un gorrión y bueno y sufrido. Cuando bajaba al pueblo,
en el extremo de su poncho las gentes le ponían, pan, maíz, sal, harinas... Había
tentado suerte en las minas, pero fue para su mal: invirtió todo lo que tenía y sacó
enfermedad y miseria en cambio... Y ahora quería irse... ¿Qué peso cruel gravitaría
sobre su vida?... Quería irse. Al decírmelo me trajo la idea consoladora de que acaso
en la lejanía está la clave de la paz...

Otra vez el tema del próximo viaje me inquietaba. Ya mi padre había hablado de
la necesidad de revisar los aperos, de preverlo todo con tiempo... Apenas si quedaban
dos meses escasos para irnos. Había recomenzado a llover con fuerza. La reclusión
obligada en la casa, la neblina, el frío, ayudaban al tedio que empezaba a vencer en
mi corazón...

Estábamos a la expectativa de un día de sol, para hacer el anunciado


viaje a Llacuabamba. Era la única ilusión que me sostenía en aquellos días de
aburrimiento.

CAPÍTULO XVIII

La voz profunda de don Tomás Pollo sonaba aún en mis oídos, no obstante el tiempo
transcurrido desde que le escuché cantar. Él no era un maestro de capilla oficial, sino
más bien un devoto de buena voluntad fiel de la Virgen en todas sus advocaciones, y
no perdía ocasión de cantarle.

Había oído yo decir que otra ocasión de gloria en Parcoy, el vecino pueblo, era
aquella en que se celebraba a Nuestra Señora del Carmen, en cuyo novenario don
Tomás se lucía y desde luego su presencia era infaltable en el día mismo de la fiesta.
Por broma se contaba que en una legua a la redonda se podía oír el buen hombre en
aquello de:

Apaga la ardiente llama


Bella nube del Carmelo

Don Tomás había permanecido en silencio casi todo el tiempo en que el señor
cura estuvo ausente, pero en la primera de espadas, o sea en el día de la Candelaria,
había vuelto por sus antiguos fueros. La gente campesina se embelesaba al oírle y no
perdía coyuntura para elogiarle su garganta...

¡Qué garganta debía tener don Tomás! De seguro era ancha y recia para poder
resistir al torrente de su voz caudalosa como río hinchado.
Los zapatos de CordobÁn 247

El devoto cantor, mitad sastre y mitad sacristán, había sido vecino de mi pueblo,
en tiempos no muy remotos. Allí vivía con sus hermanas: doña Clorinda, quien era
una pandereta de puro alegre y doña Juanita, mujer de mucho copete, de voz engolada
y de carácter irascible. Tengo vivo el recuerdo de mis visitas a su casa. Era mi placer
ir a contemplar dos enormes figuras en colores, adheridas a la pared fronteriza de la
sala. Una era la de un caballero, vestido de etiqueta, retorcido mostacho que brillaba
por el unto del cosmético y la otra la de una dama puntillosa que llevaba con gracia
una falda campanuda, amplísima. Ambos bebían agua mineral de Viso y ponderaban
su calidad exquisita, según rezaba la leyenda de los afiches. Largos ratos pasaba yo
embebido en su contemplación. Doña Clorinda me decía, al par que me las señalaba:

—Esos señores “togados” son de la costa. Así visten allá lejos...

Algo hubiera dado por verlos reproducidos en la pared de la casa. Eran para mí
como ventanas que se abrían sobre perspectivas alucinadas y miraban a un mundo de
fantasía. Como mi hermana Carmen, a más de una memoria de privilegio tenía una
rara habilidad de dibujante, le propuse que me hiciera la copia que soñaba. Más ella,
agachándose mucho, como si no comprendiera, me hizo repetirle la petición una y
dos veces, para al fin de cuentas, desconsolarme con la siguiente frase:

—Yo no gasto pólvora en gallinazo...

Don Tomás, por su fidelidad a la Virgen podía llegar a ese plano inaccesible, en
que se desempeñaba el señor cura. Y desde luego, también por su voz, cuyo timbre
no habían conseguido averiar los años. ¿Por qué escala milagrosa se podía subir tan
alto? Me preguntaba, teniendo fijo el pensamiento en el señor cura y en don Tomás.

Y volvía a la consideración que hacía al señor cura moverse en un mundo etéreo,


por sobre la haz de la Tierra. Allí en su propio mundo respiraba un aire grato y le era
dado, de seguro, tener delectaciones que estaban vedadas a los otros mortales... Me
parecía oír su voz delicada y triste, al entonar el prefacio de la misa, el que no obstante
el escaso registro del canto llano, tenía una música amplia que crecía y se apagaba,
en un juego dulce que despertaba infinitas resonancias interiores. La voz del señor
cura era un trino casi; la de don Tomás era un chorro bronco. Uno y otro estaban en
coros opuestos, pero en el mismo plano, que se extendía frente a Dios. La voz del
señor cura tenía un breve tono de elegía, la de don Tomás vibraba con un eco sonoro
de contienda. Mi ilusión se mecía entre ambas; a ambas hubiese querido llegar mi
inquisición... Las dos voces eran como caminos al cielo.

En cambio don Isidro, el maestro de capilla oficial, tenía una voz cascada, cuando
cantaba haciéndose acompañar con su violín...

—El violín es otra cosa —decía mi padre con intención aviesa.


248 Luis Valle goicochea

Porque eso sí, ¡qué músicas tan entrañables sabía el hombre arrancar a su instru-
mento! Sobre todo en el acompañamiento de aquella endecha a Nuestra Señora que
empezaba así:

Virgen de vírgenes santa,


Virgen de vírgenes pura,
no para mí seas dura:
mi llanto en el tuyo admite.

Don Isidro, algunos domingos, tenía la ocurrencia de venir al pueblo muy de


madrugada, para cantarnos el Bendito. Nunca olvidaré el dulce despertar de aquellas
ocasiones. Cuando a través de las rendijas empezaba a colarse la primera claridad del
alba, se dejaba escuchar su violín, a tiempo que también despertaban los pájaros en
los árboles cercanos. Con un eco lueñe llegaban los acordes del Bendito entonado
con unción: su música se me figuraba que venía del cielo. La escuchaba en religioso
silencio y después quedábame en suspenso, mientras el músico se iba para seguir
saludando de tan bonito modo a los demás vecinos. Con él se iba alejando el repe-
tido cántico, hasta que se perdía del todo. Después de oírlo a la puerta de la casa, la
escuchaba en la casa próxima, ya algo difuso, luego más allá y después mucho más allá
hasta que se perdía del todo... A veces, horas después, aparecía el maestro de capilla
por las calles, pero las más de las veces no daba cuenta de su persona. Cumplido su
devoto recorrido, sin esperar nada, desaparecía...

En aquellas mañanas la áspera voz de don Isidro sonaba distinta: se me antojaba


que solo para entonces guardaba sus recónditas armonías...

***

En medio de lluvias torrenciales hizo su entrada el carnaval en el pueblo. Había a


pesar del ambiente invernal, un contagioso afán de alegría. El que menos circulaba
con la cara enharinada o llena de pinturas y los baldazos de agua caían, sin protesta,
sobre los transeúntes. Eran los usos tradicionales del brusco juego de Carnestolendas
que también incluía batallas campales entre los bandos de hombres y mujeres, que
luego de jugar a empaparse, se trenzaban en combates durante los cuales se dispa-
raban mutuamente flores de pagra, frutos de saúco, corolas repletas de anilinas, a
guisa de proyectiles. Rondas interminables, en medio de los cuales sonaban vihuelas
o charangos, recorría el pueblo, entonando las coplas clásicas de la pagana fiesta.

Por esta calle que voy


dicen que me han de matar,
Los zapatos de CordobÁn 249

anda y dile a ese valiente,


que me deje confesar.

Cuatro ríos he pasado,


cinco con el Marañón,
en busca de don Francisco,
dueño de mi corazón.

Cuando murió mi esperanza


todos me vieron llorar,
pero de lo que me he olvidado
es de si la hice enterrar.

El último día de la fiesta, vino de Parcoy una alegre comparsa, presidida nada
menos que por don Tomás Pollo y doña Clorinda, su hermana. Aquel, con toda la
fuerza de sus pulmones, llenaba el ámbito cantando los versos de ocasión. Me quedé
con la boca abierta. Pese a su corpulencia, don Tomás tenía para mí, no sé qué pres-
tigio angélico. Al verle en esa oportunidad ebrio y pregón de la pagana fiesta, el
encanto en que guardaba su recuerdo quedó roto... Puse atención y escuché que a
la puerta de la casa de tío Daniel, donde se había detenido el grupo, se cantaba así,
saludando a los dueños:

Cuatro somos a tus puertas


y los cuatro te queremos:
abre tus puertas y escoge,
y los demás nos iremos...

El entusiasmo prendió en el pueblo y una suerte de locura parecía poseer a


todos. Mientras un aguacero furioso caía sobre el pueblo, en todas partes, un empeño
brioso de alegría imponía su acento fuerte, sobre el golpe de la tempestad... Al
anochecer casi, la comparsa visitante se alejó cantando:

Ya se va mi carnaval
en su caballo rabón;
tan solo penas le deja
a mi pobre corazón.
Ya se está muriendo el sol
ya se está acabando la tarde:
así me he de morir yo,
sin darlo a saber a nadie...
250 Luis Valle goicochea

El pueblo amaneció como en un letargo. No solo invadía las calles llenas de


despojos, el cansancio de tres días de fiesta, sino la tristeza que florece lejana, sobre
esa misma fatiga. Las campanas despertaron a las gentes convocándolas al templo.
Era el Miércoles de Ceniza y la iglesia estaba abierta. Los vecinos pasaban de prisa:
iban a recibir en sus frentes la ceniza ritual que los haría recordar que el hombre es
polvo y en polvo se convertirá. Iban macilentos, arrepentidos, con los ojos fijos en el
suelo.

Los tres días de carnaval me habían hundido en una abulia sorda, mas este de
Ceniza, con su gravedad, aguzaba mi reflexión, me intravertía y me acondicionaba
mejor para estar a solas con mi pensamiento. Con los míos acudí a la iglesia y con
ellos ofrecí mi cabeza para la imposición de la ceniza. El anciano párroco nos habló
ese día, con su voz calmada y firme, comentando en sencillo lenguaje la sentencia que
a cada uno nos repitiera al colocar el fúnebre símbolo en nuestras frentes: “Acuérdate,
hombre, que eres polvo y en polvo te convertirás”.

Caían por tierra a su acento, todos los ensueños de la vanidad. En los ojos de mi
madre había lágrimas... Sobre una muchedumbre de sentimientos, sobre la jauría de
mis inquietudes, como un signo se levantaba en mi inmensa soledad interior “el árbol
que no retoña” de la leyenda. Se erguía para hablarme de la inexorable caducidad de
las cosas terrenas y me determinaba con fuerza convincente a afianzarme en el deseo
de renunciar a todo. Una atmósfera letal envolvía al pueblo. El silencio a que todo se
abandonaba era perfecto y cristalino y como nunca ganado por la contemplación de
la única verdad: la muerte.

Yo, a pesar de todo, me sentía más aliviado. Ya no tenía que escoger camino: el
que debía seguir se me ofrecía claro. Procuré la confidencia de mi madre, quien al
escucharme dio un suspiro largo y luego me dijo:

—Pídele de corazón al Señor que te ilumine... Eres aún un niño.

Había, pues, que esperar. Me convencí de que debía arrancar de mi alma, de


cuajo, todo lo que pudiera ser estorbo a la idea central que a esa hora embargaba
todos mis fervores. Había que aprender con tiempo a ser fuerte, para cuando llegara
la cadena de renunciaciones. Y en el dolor que cada una de ella había de costarme, de
antemano encontraba una extraña satisfacción, que era a más del contento del propio
vencimiento, algo así como la clave de la dicha a llegar. Empezaría por acorazarme
para dar un adiós tranquilo al nativo pueblo cuando llegara la hora de partir...

***
Los zapatos de CordobÁn 251

Todos los viernes de aquella Cuaresma, al caer la tarde, las campanas sonaban
en un clamoreo incesante. A su llamado acudían los vecinos para hacer en la iglesia
el ejercicio de la Vía. Mi madre y mis hermanas asistían puntuales al mismo y solían
llevarme siempre. Al besar el suelo, en cada estación, mis labios percibían el sabor
salino-amargo de la tierra del piso, húmedo casi siempre. Y en ello encontraba yo
el sabor de mi propio destino inconfundible y erizado de sacrificios. Yo me confiaba
a él, con la esperanza de sacar fortaleza de sus propios sinsabores. El rato que pasá-
bamos en la iglesia, atendiendo al rezo de la Vía Sacra, era uno de los más amados
por mí, porque lo sentía acorde con mi ensueño dominante de ese entonces, porque
me significaba un entrenamiento para el quehacer de más tarde... A mi vida llegaba
una seguridad inesperada y me sentía crecer en vibraciones espirituales intensas, en
reciedumbre de ánimo, en férvidos entusiasmos por la causa que iba a abrazar... Y mis
ojos empezaron a ver con intención distinta las nativas cosas entrañables. La amaba
aún más, porque iban a ponerme en el lance heroico de renunciarlas por Dios y para
Dios... Mis días postreros en el pueblo se iluminaban así con una luz bendita: la de la
confianza en Dios y en mí mismo. Hablaba entonces con la voz apagada, ponía migas
en el camino de las hormigas y dejaba, donde pudieran tomarlo, granos de trigo para
los gorriones... Y sentí que no era esa paz pasajera que otra vez me trajo sus delicias.
Esa otra, la que entonces se asentaba en mi corazón y me prometía no traicionarme, a
cambio de la lealtad con mi propio destino. Y no me cansaba de loar al Señor por tan
noble beneficio. Tan absorbido me traía este sentimiento restañante, que no me urgía
ya el afán de abreviar el tiempo. Ni siquiera me detenía a medir su lento o raudo paso
y solo me abandonaba a Dios, ciegamente confiado a su misericordia. Y una nueva
ternura, estremecida y clara, florecía en mi alma...

***

Aquella tarde, víspera de la reapertura de clases en la escuela fiscal, la maestra llegó


a visitarnos. La encontré más canosa y más ajada, pero no menos animosa. Apenas
terminaron los exámenes, empezó sus preparativos de viaje y una buena mañana vino
a despedirse. Acostumbraba pasar los meses de vacaciones al lado de una tía vieja,
quien era toda su familia en el mundo. Solo regresaba para abrir los registros de
matrícula. A mi madre le había llevado un presente de frutas y a mí me obsequió con
una foja multicolor y fina de calcomanías, a la vez que un armadillo disecado. Los
había traído acordándose de nosotros en el viaje que acababa de realizar.

Le oí contar que la pertenencia de su tía quedaba muy cerca del Marañón y la


componía una casa rodeada de cerros y plantaciones de caña de azúcar. Era un lugar
salvaje situado en medio de una quebrada tórrida, plagado de mosquitos y de pena.
252 Luis Valle goicochea

Solo el amor a su vieja tía, quien era viuda y sin hijos, podía llevarla hasta allá. Iba,
pues, a acompañarla, sacrificando sus vacaciones, en buena cuenta.

Por ella misma supe que en otro punto próximo a ese lugar, era tradicional la
veneración a la Natividad de la Virgen, cuyo culto estaba mezclado de pintorescas
costumbres. A las orillas del río, se levantaba una antigua capilla dedicada a aquella
advocación de Nuestra Señora. La celebración atraía a gentes de los más remotos
confines, las que desde el momento que llegaban allí, habían de luchar con un
sopor misterioso que a toda hora amenazaba vencerlos. Para ello tenían que pasarla
bailando, sin descansar, desde que ponía pie cabe el caudaloso río, hasta que se iban
de sus dominios. Al llegar, pues, luego de encender una vela a la Virgen, se sumaban
a cualquiera de los tantos jolgorios que se improvisaban a la pobre sombra de cober-
tizos precarios. Porque en aquel lugar no se veía vivienda alguna ni para tener un
descanso del fuego del sol. Con rústicos materiales mal se tejían techos que apenas
daban una rala sombra de alivio. Ni aun en las nocturnas horas, según la leyenda, era
bueno buscar un rato de sueño, pues, quien quedábase dormido, había de despertar
a un porvenir de terribles incertidumbres y fatídicos augurios; en buena cuenta se
quería decir que había sonado su hora fatal...

La expectativa en vela de los devotos, pues, en aquellas romerías —que para


muchos significaban leguas interminables a través de pedregales bajo el fustigazo
del sol o solitarias andanzas por en medio del frío—, oscilaba entre su rendida plei-
tesía a la Virgen y el pavor a ser vencidos del sueño, en las misteriosas márgenes
del río... Y claro que se contaban casos patentes y estremecedores de lo ocurrido
con algunos a quienes doblegó la fatídica somnolencia. De labios de la maestra
escuché aquella tarde uno de esos incidentes, mientras un extraño espasmo iba
vibrando por mis nervios... Felizmente a tiempo, la conversación viró hacia temas
cordiales.

A la invitación de mi madre, la maestra pasó al comedor. Yo las seguí. Hacía rato


que ambas platicaban frente a una taza de café, cuando llegó mi padre dando mues-
tras visibles de una terrible alteración: llevaba una carta en la mano...

¿Qué ocurría? La carta traía, desde Trujillo, la nueva de la muerte de tía Rosario,
la monja dominica. La maestra lamentaba lo ocurrido y decía palabras de consuelo
a mi padre. Mi madre gemía dignamente teniendo la cara cubierta con las manos.
Cuando levanté la mirada, vi a mi padre, de pie, inmóvil, como árbol abatido, después
de la tempestad.

Mis padres se retiraron y por encargo de ellos la maestra quedó conmigo. Yo


no atinaba a nada, ni a llorar, ni a moverme, ni a hablar... Ella me contó entonces la
historia de mi tía difunta, que no sé por quién conocía... Al conjuro de sus palabras,
Los zapatos de CordobÁn 253

en el telón vago de mi imaginación surgían, en escenas al difumino, los pasajes de la


vida de la difunta.

Tía Rosario a esa hora de seguro estaba en el cielo. Era buena y calladita y desde
pequeña pensó en hacerse monja. Y lo fue en las filas de Santo Domingo... La carta
relataba que había muerto cantando la “Salve”.

Después de todo, en el relato de la maestra, minucioso y lindo como un cuento


purísimo, había un acento consolador. Empecé a oírla sin perder palabra. Y una
embriaguez suavísima me iba envolviendo como en un sueño distante...

Por la casa empezaron a desfilar los amigos. Mi padre, como nadie, apenas podía
resistir el trabajo de recibir y agradecer las condolencias...

Yo rezaba a Dios, sin descanso. No había abatimiento en mi alma, sino más bien
una luz confiada que partía de la certeza de que tía Rosario dormía en el seno del Señor.

Me había impresionado, en la narración de la maestra, aquella parte en que me


contó que mi tía, desde pequeña quiso ser monja. Esa circunstancia, como a un toque
de gracia me hizo pensar que mi destino se equiparaba al de mi buena tía fallecida.
Yo bien sabía que ella ardía en deseos de conocerme, sobre todo después de haber
leído una carta de mi madre, en la que ella había deslizado una frase alusiva a mis
inclinaciones. Me lo confesó mi propia madre.

Me daba pena, eso sí, el considerar que ya no la había de encontrar... ¡Y yo que


me preparaba desde entonces para tener magníficos coloquios con ella! Este empeño
frustrado me hizo recordar a don Edilberto, el carpintero. ¿Por qué climas andaría a
esa hora? Se había ido antes de que le pudiera conversar de mis proyectos... Pero, ¡qué
se iba a hacer!

Él, a lo mejor, estaba trabajando obediente a un designio gemelo del otro que
yo sentía en mi vida.

Un aire de tristeza flotaba en la casa. La consternación por la muerte de mi tía


monja aún duraba, cuando una mañana tío Daniel se paró frente a la puerta, para
darnos la noticia de la muerte de don Manuel Santos, uno de los músicos de la banda
que solía venir desde otro pueblo, al nuestro, en las ocasiones solemnes...

—Todos se están acabando —suspiró mi madre.

Tío Daniel añadió:

—Estaba fuerte todavía el hombre, pero así es la muerte... Sin duda alguna, el
difunto era el mejor pistón de la banda.
254 Luis Valle goicochea

Recordé entonces la última vez que lo vi. Fue en la fiesta de la Candelaria.


Rollizo y sonriente, lucía una hermosa barba cultivada. Me había sido dado entonces,
estar cerca de los músicos. Eran estos unos hombres desgreñados, casi todos, con no
sé qué síntoma de voluntarios y engreídos. Mostraban cara de satisfacción y una
fortaleza extraordinaria en el ancho tórax, debido al duro ejercicio a que se veían
obligados, sin duda. Pero el que más llamaba la atención, el más alto y fornido
era don Manuel Santos. Yo me había dedicado a observarle. Atrapaba con imperio
la embocadura del pistón en sus labios gruesos y morados y empezaba a soplar.
Primero despacio: se le hinchaban los carrillos, le vibraban los músculos de la cara
al ritmo de la música; luego enrojecía hasta querer reventar, congestionado... Se le
desinflaba la cara después, poco a poco a veces y a veces de golpe, bruscamente, todo
en el juego que requería la ejecución de la pieza, en el difícil trabajo de su oficio.
Cuando llegaba el momento culminante del baile, de pie, marcando el compás con
golpes de zapato en el suelo, cerraba los ojos como ante la proximidad de un espasmo
y en el momento final, al dar el último resoplido, la henchida cara se le vaciaba y
él entornaba la mirada que en ese trance parecía sufrir un voluptuoso desvío. Él se
abandonaba magnífico al instante, desfallecía, se dejaba caer en cualquier asiento,
dando un suspiro de alivio. Enseguida reaccionaba y con pequeños movimientos
pendulares sacudía el pistón, de cuya bocina chorreaba la saliva que en el cuerpo del
instrumento habíase acumulado.

Ahora, poco después de aquella ocasión, se daba la noticia de que en una fiesta
remota, se había pasado una noche tocando y sin descanso. A la madrugada, ya no
chorreaba saliva del instrumento, sino que le salía un hilillo de sangre... Después,
claro, pasó lo que tenía que pasar... Ese año faltaría un músico en la banda. Don
Manuel Santos tenía que acabar así. Soplaba muy fuerte.

Tío Daniel se alejó, repitiendo:

—¡Se fue el mejor pistón de la banda y acaso de la provincia!

Mi madre, pensativa, movió la cabeza y añadió:

—Por el camino por el que todos hemos de ir a su tiempo... ¡Dios sea bendito!

Me vino entonces de nuevo la visión aquella en que había visto al señor cura,
apacentando a su rebaño, despidiendo a todos, uno a uno... Y por último diciendo
“buen viaje”, hasta a las mismas cosas, al parecer inertes... Y a él, sereno, mayestático,
le vi irse también, a comparecer ante Dios para darle cuenta minuciosa y responsable,
de todo lo que el Supremo Dueño había confiado a su custodia.

¡Beatífica visión que revivía, para esfumarse al punto!


Los zapatos de CordobÁn 255

De nuevo se abrió la escuela en los primeros días de marzo, al punto que en la


casa empezaron los preparativos para el viaje. Mis hermanos tenían que acudir a sus
clases y yo me quedaba solo, largos ratos.

Con serenidad recibí la noticia de que, Dios mediante, se había fijado la partida
para la última semana del mes. Mi padre escribía a mi padrino anunciándoselo y
recordándole la oferta de facilitar una cabalgadura para mí.

Otros detalles ocupaban la atención de mi madre que se movía afanosa, hasta


quedar rendida de cansancio. Ella había hecho llamar a Marianita Coronel, distinta
de la otra Marianita, mi madrina. Solo tenían de común el tamaño y acaso la edad,
pero no se querían bien. Nunca se saludaron al encontrarse y una a otra, despectiva-
mente, se llamaba “vieja”.

Marianita Coronel residía en Parcoy y de vez en cuando venía a pasar breves


temporadas entre nosotros. Había sido aya de mi hermana menor y a ella adoraba.
Viejecita la pobre, era tan sorda que apenas oía. Eso sí, regodeaba contándonos
supuestas grandezas de su pasado. Sucedía que en el pueblo de su residencia vivía un
respetable caballero, coronel retirado del Ejército. Refiriéndose a él, Marianita muy
ufana solía decir:

—Él coronel; yo, Coronel. Debe ser mi tío, pues.

Y se enojaba si al oírla decir tal cosa, nos echábamos a reír...

Marianita era costurera y buena, por cierto. Siempre tenía entre manos alguna
obra. Pero no era una simple costurera, según se pavoneaba ella, sino que se daba
rango de modista y se atrevía en la confección de trajes difíciles. Había venido, pues,
llamada por mi madre, pero solamente para ayudarla en la preparación de la ropa
blanca que yo tenía que llevar, y se resintió porque no la dejaron trabajar las marcas,
en lo que sí era muy torpe. Hasta lloró la pobre y yo, por encargo de mi madre, tuve
que cumplir una gestión de fina diplomacia, para contentarla de nuevo.

Por ratos me iba a hacerle compañía, pero al oír la algazara de los pequeños esco-
lares en recreo, corría a deslizarme entre ellos. Me recibían bulliciosamente, me colmaban
de halagos, pero yo empecé a sentir que ya no era de sus filas y me ponía triste...

***

Un día, un galope inesperado en la calle me hizo salir a la puerta... Después hubo


ajetreos en la casa... Y al fin de esta tarde, supe que había que anticipar el viaje:
256 Luis Valle goicochea

el tiempo se presentaba propicio, y el Marañón, río que teníamos que pasar, había
mermado el caudal de sus aguas y la balsa podía cruzarlo sin temor...

Dos días después partíamos. No me había sido posible la visita a Llacuabamba


para despedirme de Alfredo. Mi madre me consoló diciendo:

—Mejor así...

Al iniciar el viaje, a la salida del pueblo, Madrina Marianita se prendió a las


bridas de la yegua que yo montaba y clamó retorciéndose y llorando:

—Virgen de los Dolores: ¡llévalos con bien!

Pasó mi cabalgadura, ya libre, y luego la de mi madre, después la de mi hermano


mayor y por último la del guía.

Madrina Marianita, entonces, dio un grito sofocado y me mandó esperar. Expo-


niéndose a ser pisoteada de los caballos, tropezando, consiguió llegar por fin, al pie
del fogoso animal que me llevaba... Me miró, como desde el fondo de un abismo, y
después de una breve pausa, me dijo suplicante:

—Déjame unos reales para que compren las ceras con que me han de velar.
Cuando vuelvas, ya no me encontrarás...

Mi padre, que nos seguía, puso en sus manos una moneda y le dio una palmada
cariñosa en el hombro.
II

OTROS E S C R I TOS
E N P ROSA
SUEÑOS DE UN POETA (1949)35

Introducción del Dr. Humberto Rotondo

Los ensueños, es decir, las producciones de la fantasía durante el sueño, a más de


una significación poseen una forma digna de considerarse con criterio diferencial.
Escasa atención y estudio se ha dedicado al conjunto o totalidad del ensueño en su
nivel de riqueza imaginativa, en su diferenciación y grandiosidad temática, a la mayor
o menor suntuosidad, variedad y belleza de la imaginería onírica, olvidándose que,
si bien los ensueños reflejan nuestras necesidades y simbolizan las situaciones que
sufrimos, huimos o encaramos, asimismo trasuntan el alcance de nuestra fantasía, de
nuestras posibilidades creadoras.

En los ensueños no tenemos una simple sucesión de imágenes más o menos


significativas de situaciones no resueltas o por resolver, sino que ellas integran o
forman parte de un conjunto, una totalidad. Se advierte que constituyen una suerte de
esquema medianamente definido, y siempre se nota un modo particular en su relato,
el cual integra actores y acontecimientos con una trama más o menos consistente y
continua, una verdadera Gestalt regularmente estructurada, según los casos. Estos
aspectos formales de los ensueños, como lo veremos después, se encuentran en rela-
ción evidente con la organización total de la persona, con su nivel de diferenciación
anímica, con su estado transitorio y con sus disposiciones, dotes o talentos.

Escasos han sido los psicoanalistas y psicólogos que se hayan dedicado a estudiar
los aspectos formales de los ensueños (Alphonse Maeder, Iago Galdston, Gardner
Murphy), pero estos, al hacerlo, han iniciado una nueva vía regia en el conocimiento
del hombre.

Considerado el ensueño como una totalidad se pueden apreciar, entre otros


aspectos formales, su cohesión, la ausencia o presencia de congruencia, su mayor o
menor extensión, su riqueza o pobreza temática, etc. Desde un punto de vista estric-
tamente morfológico pueden describirse varias categorías: 1) el ensueño que se mani-
fiesta a manera de relato consistente, con una trama definida, un comienzo y un fin

35 Estas prosas de tono lírico, escritas entre febrero y marzo de 1949, aparecieron póstumamente en El Comercio de
Lima, los días 8, 15, 22 y 28 de julio, y 5 de agosto de 1956.
260 Luis Valle goicochea

trabados de manera adecuada, 2) el ensueño compuesto de elementos o episodios


múltiples que, sin embargo, ofrecen algo de común y consistente que constituye algo
así como un fondo, 3) el ensueño inconsistente, caracterizado por la ausencia de toda
unidad formal, 4) el ensueño sin argumento alguno, “amorfo”.

Iago Galdston ha encontrado interesantes relaciones entre ciertos aspectos


formales de los ensueños y la conciencia de los problemas o dificultades humanas.
Según él, existiría una correlación positiva entre los ensueños consistentes y bien
integrados, con una conciencia, naturalmente en vigilia, de los propios problemas;
a manera de corolario, los ensueños menos organizados estarían vinculados a una
percepción insuficiente e inadecuada de las propias dificultades personales.

Pero dejando de lado estas consideraciones, más bien de índole clínica, es cierto
que los más no sueñan a diario de una manera grandiosa y que los mismos genios
creadores y artistas solo esporádicamente nos brindan producciones oníricas de supe-
rior calidad, comparables a sus obras de vigilia; no olvidemos, de otra parte, que la
misma creación artística, y aún la científica, rara vez es continua, fácil, sin una prepa-
ración considerable y un período de incubación silencioso. Los ensueños de todos
los días, repetición de la pequeñez cotidiana, no expresan todas las posibilidades crea-
doras del durmiente ni tocan los grandes temas de nuestra existencia en el mundo: se
ocupan de menudas cosas, de asuntos banales, de la menudencia del existir inautén-
tico, del quehacer rutinario, de las preocupaciones que atontan o de las diversiones
que nos embotan frente a nuestro destino.

En épocas de crisis insurge el ensueño un tanto novedoso, extraño al curso


que tomaba en los días corrientes, pero siempre denotando las situaciones que no
podemos superar o liquidar. Este tipo de ensueño ofrece más de una variedad formal:
así, por ejemplo, tenemos el ensueño de angustia preñado de amenazas, rico en movi-
miento, de quiebras e interrupciones, un tanto diferente del ensueño terriblemente
simple, pesado, monótono y gris del deprimido.

Raros son los ensueños grandiosos, monumentales. Los de este tipo son muy
vivos, impresionantes, extrañamente bellos y, por lo mismo, con suma facilidad
comunicados. Estos singulares productos se dan, la más de las veces, en momentos
cruciales de nuestra vida y simbolizan direcciones fundamentales y los grandes temas
de nuestra existencia: la elevación o la caída, la muerte, su sentido, los planteamientos
del existir auténtico, tan lleno de limitaciones y de interrogantes sucesivas.

Continuando este somero análisis diferencial de los ensueños, en sus aspectos


formales, hemos de destacar la sencillez, la trama simple del ensueño del niño, reflejo
de su incipiente diferenciación anímica. En el niño los ensueños hablan, en un lenguaje
directo, de sus deseos, y traslucen sin mayores velos sus situaciones interpersonales.
Los zapatos de CordobÁn 261

En deficientes mentales, Seymour Serason ha encontrado correspondencias


entre la escasa diferenciación y desarrollo psicológicos y las producciones oníricas
rudimentarias, simples, de pobre trama y contenido. En su investigación, tanto las
fantasías diurnas, estudiadas a través de la prueba de la apercepción temática de H. A.
Murria, como los ensueños mostraron temas símiles pero también producción escasa,
trama sencilla y, como en los niños normales, escaso encubrimiento de lo que se ha
denominado el contenido latente de los ensueños, o sea el conjunto de fuerzas, deseos
y necesidades que animan el drama del ensueño.

Resulta significativo que en casos de mengua o desmedro del nivel de dife-


renciación personal en los llamados dementes, tanto en los orgánicos como en los
denominados “funcionales”, se presenta un contenido manifiesto pobre, vago, pálido,
insignificante. A una vida casi vegetativa, a un existir sin objetivos de largo alcance
corresponde, si es que se presentan, producciones imaginativas pobres, tanto en vigilia
como en el sueño. Es de subrayar que en los dementes orgánicos esta mengua de lo
imaginario marcha paralela a la quiebra del aparato de la inteligencia y en aquel otro
grupo de dementes funcionales —ciertos esquizofrénicos— se asocia a un profundo
desorden de la inserción en el mundo y a una desdiferenciación y desintegración de
las diversas funciones anímicas.

Era de esperar de espíritus creadores, artistas auténticos, ensueños tan magní-


ficos como sus obras de vigilia. Thomas de Quincey, Coleridge, Gottfried Séller,
Robert L. Stevenson y Frank Kafka tuvieron ensueños de tanto valor como muchos
de su rica producción literaria. Gottfried Séller, R. L. Stevenson, entre otros, han
confesado la deuda que algunas de sus poesías y narraciones tuvieron para con sus
ensueños. Así, Robert L. Stevenson nos refiere, en el capítulo “Sobre sueños” de su
obra A través de las praderas, verdaderas creaciones artísticas oníricas. Al lado de
ensueños “a veces bastante comunes, a veces muy extraños y a veces sin forma ni
objeto alguno” tenía otros que tomaban “forma y detalle” a guisa de cuentos “tan
increíblemente vividos y conmovedores en comparación con las obras existentes,
que desde entonces la literatura no le ha satisfecho en nada”. Partes de su famosa y
popular novela El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde las “obtuvo de ensueños,
de sus duendecillos creadores” como solía decir. “Mucho tiempo hacía que yo
trataba de escribir un cuento sobre el tema de hallar un cuerpo, un vehículo, para
ese extraño sentido de la doble fuerza que a veces se presenta y domina en la mente
de todas las criaturas dotadas del poder de pensar... Durante dos días me exprimí el
cerebro para idear algún argumento de cualquier clase y la segunda noche soñé la
escena de la ventana, y una escena que después se dividió en dos, en la cual Hyde,
perseguido por cierto crimen, ingirió la bebida y cambió de personalidad frente a
sus perseguidores”.
262 Luis Valle goicochea

Gottfried Keller, el autor de Enrique el Verde, llevó un diario de ensueños,


prestándoles no solo gran atención, sino sirviéndose de ellos para mucha de
su producción poética. Tenía ensueños de colores y formas de la más grande
variedad, en los que con aparente lógica creábanse maravillas multicolores y
deslumbrantes.

Thomas de Quincey, en sus Confesiones de un comedor de opio inglés, nos ha dejado


descripciones de sus creaciones oníricas tan salvajes y misteriosas como desbor-
dantes de colorido, plástica y sonido. Es cierto que tuvieron lugar en un determinado
momento de su habituación al opio, pero solo un De Quincey, entre los adictos al
opio, sin duda alguna, ha llegado a extremos tales de riqueza de formas y colores, de
frescura sensorial y de plasticidad increíbles en sus imágenes oníricas. “A mediados
de 1817 (...) tuvo lugar un cambio correspondiente en mis sueños. Un teatro parecía
de pronto abrirse e iluminarse en mi cerebro, donde se representaban espectáculos
nocturnos de esplendor ultraterreno (...) En la primera etapa de la enfermedad, los
esplendores de mis visiones eran principalmente arquitectónicos: yo contemplaba
una cantidad de ciudades y palacios como jamás han sido contemplados por los ojos
estando despierto, salvo en las nubes”.

Henri Bergson se encontraba alejado de la realidad al sostener miopemente que


los ensueños son pura memoria. Al lado de evidentes reproducciones de experien-
cias vividas tenemos legítimas creaciones más o menos elaboradas y valiosas, según
la calidad individual, el grado de desarrollo y diferenciación anímicas, las dotes o
talentos y las tensiones creadoras.

Con relación a este singular problema, damos a conocer una rica colección de
ensueños de un poeta nuestro ya fallecido, Luis Valle Goicochea, en verdad posee-
dores de características formales y temáticas de legítima obra de arte. Son toda una
variedad de ensueños, no de fantasías de vigilia, algunos extensos, otros breves, unos
con trama elaborada, simples otros, pero todos bellos, extrañísimos y deslumbrantes
de color y movimiento. Como hemos insinuado en esta introducción, vale la pena
prestar atención a los aspectos puramente formales de los ensueños, sin que esto
quiera decir que no reconozcamos todo el valor de un análisis del sentido o de la
significación de estos productos de la fantasía. Hemos de anotar que ensueños de la
calidad que se dan a la luz no los presentó nuestro poeta de manera consuetudinaria,
sino durante un periodo de resurgimiento de su inspiración y creatividad literarias.
Creador auténtico y no fabricante de poesías o ensayos, aguardaba la hora en que
de su interior brotase, casi lograda, la obra de arte. En él pudimos advertir la gran
afinidad de su creación artística con la producción de sus ensueños, es decir, ambas
emergiendo de su inconsciente, pero en épocas de efectiva tensión creadora y no de
simple tensión emocional, su inseparable compañera.
Los zapatos de CordobÁn 263

—1—

¡Qué hambre el que me atenaza las entrañas! ¡Y qué sed me devora! Voy bajo un sol
ardiente, por una tierra reseca y hostil... Apenas puedo dar un paso y me cruzo con
personajes extraños. Con la garganta reseca, desfallecido, pretendo hablar y la voz se
me apaga... Nadie de los que encuentro me dirige una mirada siquiera. Parece que no
advirtieran mi presencia. Al fin distingo un árbol. Hago un esfuerzo y aprieto el paso,
cuanto me lo permiten mis escasas fuerzas... Tendré un poco de sombra, el sol quema,
la sed abraza... Pero es como si el árbol, y con el árbol mi esperanza, se alejara...
Camino pero no avanzo... Me desaliento y, sin embargo, prosigo en la ruta. Quisiera
encontrar algo en cuya contemplación pudiera hallar distracción y alivio... Matas de
cardones se propagan por todas partes y enseñan sus flores chamuscadas, erizadas de
púas, crispadas por un torvo designio.

Me sorprende de pronto un rumor de una fuente que no alcanzo a divisar. Debe


estar próxima y el martirio de mi sed —sonrío— va a llegar a su fin... El sol arde sobre el
mundo, sobre mi piel y enciende el suelo que piso. La desesperación llega por momentos...
Esta situación es intolerable... ¿Dónde está la fuente? ¿Qué ardid de sardonia hace llegar
su rumor a mis oídos y la aleja de mis labios? ¡Dios mío!... Desfallezco...

El milagro se produce: no sé cómo llego a un paraje conocido, donde mi madre


espera. Una sonrisa ilumina su faz, toda bondad. Me abre los brazos, llora y yo lloro
también. Su negrísimo cabello se divide en dos bandas que le caen sobre los hombros.
Lleva una bata azul celeste, adornada con muchos angelitos y de su cuello pende,
de una dorada cadena, una suerte de amuleto. Es un escarabajo de oro que tiene a
modo de ojos, dos gemas rojas... Estoy en sombra y mi madre pasando su brazo por
mi cintura, me lleva con ella. Hállome de pronto en una habitación muy amplia y
luminosa, fresca, en cuyo centro una larga mesa aparece llena de manjares y de vasijas
colmadas de bebidas de colores. Mi asombro llega al límite. Paseo la mirada por las
paredes y veo varios cuadros. Entre ellos, me llama la atención, uno que representa
una niña de pocos años muy parecida a mi hermana menor, y a su lado, dormido, se ve
un hermoso perro... Al fondo se dibuja una casita de cuya chimenea sale una delgada
columna de humo que dibuja arabescos como señales, que yo quisiera descifrar en
vano... Otro cuadro responde al conjunto de dos monstruos que luchan. La escena es
salvaje y me sobrecoge y me absorbe... Mi madre me toca en el brazo y sin pronunciar
palabra me lleva a dar una vuelta alrededor de la mesa que acabo de ver... Me tientan
unos panes con morcilla, cuya fragancia me hace la boca agua... Con un ademán, ella
me dice que me sirva, pero, ¡horror! Al coger uno, del pan entreabierto veo salir un
gusano negro y asqueroso, de pelambre grosera que ventea abriendo una pequeña
boca como la de un ofidio... Dejo caer el pan y doy unos pasos hacia atrás... Trato de
buscar a mi madre y no la encuentro... Escapo de allí, espantado y ¡Zas! en la puerta
264 Luis Valle goicochea

me doy con ella que viene trayéndome un vaso cristalino de agua, el que al momento
de cogerlo, cae de mis manos y se hace añicos... Caigo vencido por la sed...

Mis ojos se abren a la oscuridad impenetrable del dormitorio y mi atención a su


silencio apenas hendido por el tic tic del reloj.

Febrero 27 de 1949

—2—

Entro a una habitación iluminada. El color de las paredes es ocre claro y recién exten-
dida, fresco. El techo no es plano como la generalidad de los techos, sino que afecta
la forma de una bóveda, que miro alto, muy alto. Cuando levanto la mirada me doy
cuenta que un ave pequeña —un pájaro— revolotea desesperadamente buscando
salida. Zumban sus alas y en vano intento llamarle la atención hacia los ventanales
bajos, a través de los cuales podría escapar sin dificultad. Al llevarme la mano a la
cabeza me percato de que llevo un ancho sombrero de junco, me lo desencasqueto y
me dispongo a valerme de esa prenda para azuzar al avecilla e intentar un esfuerzo
más tendiente a guiarla hacia la salida.

Pero ella, torpe, o azorada, sigue trazando exasperados círculos, esto es, rodeando
la bóveda, y no desciende como sería mi deseo, a la altura de las ventanas, sino que
más bien busca más altura. Si cae es para volver a subir, despreciando la facilidad que
se le pone delante, o ciega de la misma.

Me hago cargo de la desesperación del pajarillo e intento libertarlo de la red


indeliberada en que ha caído. Le asesto un golpe con el sombrero y lo alcanzo, derri-
bándolo. Veo que se debate en el suelo y conozco que es un picaflor de plumaje en
el que prepondera el verde y otros matices, azulados, rojizos, amarillos profundos,
conjugan una armonía extraña de colores, como antes no he visto. Lo tomo con
cuidado en mis manos, lo abrigo y salgo a un ancho corredor que queda próximo a los
jardines, con el deseo de dejar libre allí a mi prisionero. Lo impulso hacia el aire y se
desploma, pero al llegar a tierra se convierte en un minúsculo patito que malhumo-
rado me recibe, cuando me agacho a acariciarle...

Luzco un vestido distinto, nuevo y muy elegante cuando me alejo de allí, sin
rumbo, pensativo.

—3—

He ido solo a tomar mi baño de mar. Nadie me acompaña. La ola es tranquila y pací-
fica la playa solitaria. No tengo que temer: la ola se expande sobre la arena, retozona,
con una alegría infantil... Las aguas me invitan a la sumersión.
Los zapatos de CordobÁn 265

Paso a paso avanzo en el mar y me hundo en su refrigerio. Arde un sol extraño


en el cielo. Un sol que es como una llamarada palpitante, amarillo azufre...

Después de haberme dado varios chapuzones, de pronto las aguas se enfurecen


y forman un remolino fantástico muy cerca de mí. Me asusto y siento que ese vértice
me atrae... No me es posible gritar pidiendo auxilio: el pánico anilla mi garganta
y sofoca mi voz... El riesgo arrecia y se acerca... “Me ahogo”, grito sin palabras y
empiezo a perder piso... Las aguas alborotadas se resuelven en lenguas de frío que me
suben por la espalda, por los brazos, por el tórax... Cuando pretendo salir a las orillas,
doy un paso luchando con la fuerza de la corriente, y solo avanzo un corto espacio.
El cielo, la playa, el mar, todo gira amenazante a mi alrededor y se lanza sobre mí.
Desfallecen mis fuerzas y estoy a punto de ser derribado.

Estoy irremediablemente perdido, pienso, pero no desmayo y lucho por


salvarme...

En el mismo instante en que voy a ser arrastrado por la cólera del mar el peligro
desaparece...

Gracias a Dios, me digo descansando...

Marzo 5 de 1949

—4—

Me encuentro en un grupo de personas, en el salón de una casa que me es comple-


tamente extraña. Señores, señoras: rostros familiares unos, otros apenas recordables
y los terceros completamente desconocidos. Se habla en voz baja, oscurece y cuando
cruzo ante las filas de los asientos adosadas a la pared que los circunstantes ocupan,
me miran con curiosidad estos, no reparan en mí aquellos y no falta quien insinúe una
sonrisa o intente hablarme, moviendo ligeramente los labios.

No me explico mi presencia en la sala y me dirijo hacia una puerta lateral, y


antes de llegar a esta, se abre y sale mi madre, con una faz iluminada, vestida de negro
y me tiende los brazos. Controla su emoción, no hay aspavientos en su cariño, me
estrecha entre sus brazos con dignidad y cogiéndome del brazo me invita a seguirla.
Al desandar lo andado y volver a pasar frente a las gentes que parecen esperar en la
estancia, al lado de mi madre, todos —ellas y ellos— la saludan con exquisita cortesía,
sin afectación ni gritos, se ponen de pie.

Conducido por mi adorable madre, vago imprevistamente por un jardín muy


plácido. Ella se detiene frente a un rosal y me dice:
266 Luis Valle goicochea

—Esta planta es hermosa... Sus hojas son de una belleza singular. Observa su
tronco. Advierte que apenas tiene espinas... Sus flores son incomparables... Ay, pero
en sus ramas se esconde una culebra...

En efecto, valiéndose de una varita remueve el follaje y hace su aparición la


cabeza de un ofidio que luego se esconde. Entonces oigo que mi madre añade:

—Tú has dicho de mí cosas muy lindas y me las has dicho también. Eres bueno,
pero te falta una cosa: nunca te has afanado en hacerme un presente, una flor por
ejemplo, en tener una fineza, en venir a conversar más tiempo conmigo, del que me
has dedicado...

Ella calla. El rubor me sube a las mejillas y agacho la cabeza para levantarla,
cuando me encuentro en una mesa con mi amigo médico, el Dr. V. y mi antiguo
profesor universitario B. Hemos pedido cena y esperamos, cuando en eso llega a una
mesa vecina el Dr. J., otro profesor mío. Me acerco a saludarle y a invitarle a nuestra
mesa. Acepta y una vez juntos, baja la voz y me recrimina el haber tenido frases duras
e injustas con él, pese a nuestra amistad en una reunión pasada. Lo quiero probar que
ello es absolutamente falso y pido permiso para ir en busca de una prueba que apoye
mi aseveración y que creo tener en casa. Pido permiso a los presentes y me alejo, pero
no me es posible llegar a mi habitación. Cuando menos lo pienso entro a una vivienda
que no es la mía, después caigo en un jardín y por último en casa ajena: precisamente
la del Dr. V., el amigo que se sienta conmigo en el restaurante.

No sé qué hacer y exabrupto me hallo de regreso en el punto de partida. No


están las personas que dejé allí. Solo me queda suspirar:

Mi madre, mis amigos...

Me agobia una gran tristeza.

Marzo 6 de 1949

—5—

Sé que soy el dueño de tierras y de hombres. Todo un amo y señor. Viajo en regios
caballos ricamente enjaezados. No sé cómo, esta tarde he venido a parar a mi pueblo
nativo. Mi llegada ha sido un acontecimiento.

Estoy en el amplio corredor de una casa elegante, y desde la puerta me es


posible ver a mi caballo que se agita impaciente. Su figura es magnífica. Pasa frente
a mí un hombre: le ordeno que me traiga la cabalgadura y él, con toda solicitud,
lo hace.
Los zapatos de CordobÁn 267

Me siento poderoso y respetado, firme en mi posición, capaz de cualquier


empresa.

Cuando me traen el caballo, de un salto lo cabalgo. Arranca el animal con un


trote regular y donairoso. Poco a poco, muy lentamente aumenta su velocidad, hasta
competir con el viento: se desala y me lleva de peligro en peligro... A campo traviesa
vamos por campos erizados de obstáculos: arbustos espinosos, rocas filudas, lianas
que tienden sus tallos de árbol a árbol... Hay un momento en que ya casi no puedo
mantenerme en la silla: es cuando nos aproximamos a un río caudaloso que hemos de
surcar... Voy a ser despedido de la cabalgadura y una providencia invisible me protege;
ello se repite hasta que llega un momento en que es inevitable la caída...

Antes de dar en el suelo una paz inefable se hace en mi espíritu y oigo el tictac
del reloj.

Marzo 6 de 1949

—6—

Me ocupo en inesperados preparativos de viaje. Ello ocurre en casa que presumo foras-
tera, pues no me son amigos ni la casa ni los enseres distribuidos en ella. Con cierta
fiebre vehemente y con una premura inusitada lleno esta maleta, aquesta otra, aquella...
Mi madre y mis hermanos me acompañan con una mirada humedecida de lágrimas.

Imagino que debo partir o, si no, ¿por qué estos preparativos?

¿Cuándo? No lo sé.

¿A dónde? Tampoco puedo decirlo.

Pese a que cumplo este menester con apuranza, empero las cosas quedan perfec-
tamente arregladas. Pero no solo llevo prendas personales de ropa y útiles corrientes.
Tengo que embalar muchas cosas, esotéricas. Libros raros, cristales delicados que
he de proteger con precaución y tiento y hasta... originales maceteros diminutos y
pájaros disecados.

Sin decir palabra me dedico a la tarea y cuando creo que he concluido advierto
que se me queda una lámpara burda y antigua... Creo que ya no tiene cabida en mi
equipaje y entonces acontece lo extraordinario: se abre un lugar en la maleta que
tengo abierta y colmada. Cojo el recipiente de un verde oscuro, que llena el combus-
tible. Y así voy desarmando la lámpara, separo cadenas, un aro, una bomba de vidrio
esmerilado que he de envolver en uno y otro papel y rellenar de viruta... Cada pieza
queda guardada con oportunidad y en seguro.
268 Luis Valle goicochea

Hay no sé cuántas maletas y cajones a mi alrededor. Lo dicen mis iniciales


trazadas con burda tinta negra y de modo torpe, en uno de sus lados.

Es llegada la hora de las despedidas. En ese mismo instante algo cruje en mi


voluminoso equipaje y todo acaba. Me quedo alelado de primer momento y obra en
mí una sutil delicuescencia, que me vuelve aéreo primero y luego siento que me va
aniquilando. En esta hora álgida de incertidumbre y de angustia, nadie me acompaña.

Marzo 7 de 1949

—7—

La escena es confusa, cambiante hasta no más.

Vagamente percibo que estoy en un comercio de libros y escojo muchos y muy


bellos. Frente a mí sonríe un cardenal de la Iglesia Católica Romana: en su rojo
vestido y en su coruscante pectoral juguetea la luz con un resplandor inquieto.

El escogitamiento de libros me absorbe y me encanta.

De repente soy trasladado a una habitación oscura y húmeda, cuyo zócalo turbio
me pongo a examinar. No sé precisar qué es lo que pretendo con ello. Estoy en una
postura incómoda con el cuerpo flexionado y descansando sobre los talones y en las
puntas de los pies. Me canso, me yergo y me sitúo con este simple movimiento ante
una ventana que se abre a la ciudad y está orlada de enredaderas.

Pronto me hallo, acompañado por personas extrañas plantando árboles al borde


de una acequia sin fin.

Enseguida viajo en tranvía, cerca de una mujer, vestido de rosado, que me comu-
nica la sensualidad de su cuerpo a través del perfume enervante que derrama en sus
vestidos.

La esfera gigantesca de un reloj se viene sobre mí rugiendo.

Y así acaba todo.

Marzo 8 de 1949

—8—

Está resuelto que debo emprender un viaje. Me lo manda un caballero de sospechoso


talante y de voz autoritaria. Parco en sus modales, seco en la expresión, me ayuda a
coger mis maletas —una grande y otra pequeña— y con un gesto sañudo me invita a
Los zapatos de CordobÁn 269

seguirle. Un gran avión aguarda pero no en un aeródromo, sino al comienzo de una


carretera que va en línea recta y se pierde en una perspectiva sin fin. Otros pasajeros
esperan ya, cada cual en su asiento. Nadie me despide, los motores zumban. Tengo el
tiempo preciso para ocupar un lugar vacío en la aeronave. De un golpe han cerrado la
portezuela y partimos al minuto. El avión arranca, pero no se eleva, sino que sigue a
ras de tierra, sin que nada indique que va a decolar.

Pasan los campos a uno y otro lado y de pronto estoy viajando en un vehículo
que es a modo de un ómnibus.

Yo que estaba temeroso del viaje, me tranquilizo. Nuestro transporte se detiene.


Veo una casa blanca, con las puertas cerradas, hacia la derecha y a la izquierda se
aprietan en un seto árboles enormes e inmóviles... Estamos en una llanura y mientras
esperamos, el encanto se deshace.

Sin fecha

—9—

Ocho, diez, veinte, que sé yo cuántas personas me rodean en el ángulo de un extraño


salón que tiene una ventana abierta al ocaso... Las tintas flavas de la tarde que acaban
dan un matiz doliente a cuanto tocan...

Me asedian, me acosan, me piden que declare sobre un asunto del que nada sé.
Mi negativa no tranquiliza a mis interrogadores y me veo en apuros...

Esto no puede ser... No puede ser, repite moviendo la cabeza negativamente un


anciano encorvado y de faz placentera...

Quisiera saber lo que tengo que decir y decirlo. Luego que me dejen en paz...

El interrogatorio continúa en forma desordenada y bárbara. Siento que el


mundo da vueltas a mi alrededor...

Mi situación de simplemente embarazosa se ha hecho difícil. Continúo negando


pero las gentes que me cercan no cejan...

¡Dios mío!, exclamo desde lo más íntimo de mi corazón.

No resisto más.

Me persiguen y me condenarán, pienso. Y añado a punto seguido. Pero, ¿por


qué?

Me asfixio... Si esto dura unos segundos más, perezco.


270 Luis Valle goicochea

Algo inexplicable y providencial me salva.

Marzo 8 de 1949

—10—

Debo escribir una carta, una nota, un documento: no sé qué. Me pongo en obra.
Empiezo por conseguir una foja de papel en blanco y busco tinta y lapicero. Los
encuentro, no puedo precisar cómo. Me falta encontrar una mesa. Atravieso por un
pasillo que conduce a varias habitaciones dispuestas en hilera y comunicadas entre
sí. Tengo que atravesar hasta cuatro para encontrar una mesa menguada y baja y
un asiento: me instalo. Dispongo el papel sobre la carpeta de cartón y cuando voy a
comenzar mi tarea, hallo que la pluma, roída por el orín no escribe. En vano la mojo
una y otra vez en el tintero. Me levanto desalentado. Recuerdo entonces una determi-
nada cajita de cerillas que guardo en un mueble que no sé donde está instalado. Al fin
lo encuentro, doy con la cajita de cerillas y con la pluma. Pero es tarde: ya no tengo la
foja, no estoy cierto donde encontré la mesa y por último la urgencia de escribir que
tenía ya ni me apremia.

Marzo 9 de 1949

—11—

Me encuentro en lugar desconocido. Me siento en una banca corrida, muy dura.


Pasan y repasan diversas personas. De pronto se me acerca un negro, cuya fisonomía
reconozco, y me encarga una chirimoya hermosa. Me pide que se la guarde, mientras
él se va a jugar. Desaparece. De una habitación vecina llega un rumor confuso de
voces y risotadas.

La fruta me tienta y opto por saborear un pedazo. Sin embargo, no me doy por
satisfecho y voy arrancando pedacito por pedacito su jugosa pulpa. De pronto aparece
el dueño y al percatarse de lo que ocurre, me manifiesta su desagrado. Le miento que
la chirimoya empezaba a apachurrarse y que me he visto precisado a comérmela, para
que no se desperdicie. Añado que le pagaré su valor. Con esto el negro se conforma.
Voy en busca de dinero pero no lo consigo.

No sé qué tiene que ver en esto un sombrero blanco de paja, que en determinado
momento pasó por mis manos.

Marzo 10 de 1949
Los zapatos de CordobÁn 271

—12—

Mi padrino Armando ha muerto hace tiempo y sin embargo me recibe, en el dormi-


torio de su gran casa-hacienda, la más grande de toda la provincia. Está con sus hijos,
ha poco ha entrado su mujer. Me saluda con un semblante risueño y muy amable,
pero no pronuncia palabra. Ella también es muerta.

Suena el teléfono. Mi padrino se incorpora en su lecho, busca con los pies sus
pantuflas y se dirige a contestar. Yo le sigo. Levanta el fono y heme aquí, al final de
cuentas hablando por el hilo de larga distancia con dos amigos a quienes no veo años,
quienes me saludan cariñosamente.

Tengo mucho dinero y he podido satisfacer una vieja ilusión: me he comprado


un hermoso reloj pulsera marca Omega.

Ando enseñándolo a todos y a pesar de que es flamante, encuentro que tiene la


luna rayada y empañada. ¡Qué lástima!

Sigo teniendo dinero y contrato una pensión de mesa de primer orden.


Tengo vehemente deseo de comer un potaje de pescado. Me lo prometen para el
almuerzo.

Cuando me llaman a la mesa encuentro ya servida una suculenta sopa. Aunque


aguardo durante mucho tiempo, no llegan los otros platos esperados.

He sido defraudado.

Marzo 11 de 1949

—13—

Un tufillo prometedor que me hace agua la boca. Pero, estos zapatos ¡cómo me ajustan!

¿Tengo que caminar aún?, pregunto.

Sí, se me responde; tiene usted que caminar para llegar a tiempo: el almuerzo
aguarda.

¿Huele usted?

¡Que si huelo! Pero... ¿Falta mucho?... ¿Cuánto?...

Mire: camine nomás y no piense en cuánto falta. Le repito, el almuerzo está listo
y quienes nos acompañarán se están sentando a la mesa.
272 Luis Valle goicochea

Cojeo. El hambre me tortura. He de cruzar por un terreno desigual y duro, abajo


el fustigazo del sol... Llevo los labios resecos...

Para animarme, apuntan:

—Algo de pescado, que tanto te gusta, compone el almuerzo.

Camino lentamente, estoy debilitado.

Llegan nuevas fragancias culinarias.

Imagino: una ensalada con lechugas frescas, tomates llorando jugo, cebollas
esparcidas sobre todo...

Alguien habla de una lonja de tocino...

Todo me vuelve ágil y el último esfuerzo por llegar no se me hace penoso... Aquí
estoy... Me siento... Qué plato suculento. Un chupe de camarones.

Ya no tengo hambre y no he comido. La sofocación me envuelve en su ola de


aceite, lerda, negra y asfixiante.

Marzo 12 de 1949

—14—

¿Son aquellos pequeños que conocí, hace años, en ciudad distinta de la de mi actual
residencia? ¿Son los mismos postulantes a la vida franciscana a quienes traté? No me
cabe duda. No recuerdo sus nombres. Los he visto a la distancia en aquella esquina,
exótica, novedosa, en que se cruzan dos calles turbias, igualmente extrañas. Me
hicieron un saludo tímido y acabaron por acercárseme. No recuerdo sus nombres,
repito, pero, eso sí, sus fisonomías las tengo muy presentes. Me han brindado su
saludo, aunque receloso, expresivo.

Llevan unos vestidos raídos y tan largos que están gritando que antes fueron de
otros de estatura distinta. Guardan sus pies pantuflas mugrientas, no llevan corbata y
lo que más destaca es el cerquillo que es uso franciscano, crecido de tal manera que el
cabello parece una mata de paja, hendida por el viento. Son unas cerdas inmensas y
rubias que les han crecido en círculo alrededor de la cabeza y que les dan un aspecto
desagradable. El pelo no les ha brotado ya en la coronilla ni sobre el cuello. Se me
figuran animales raros. Tengo vergüenza de caminar con ellos y francamente no sé
cómo despedirme.
Los zapatos de CordobÁn 273

Quisiera no herir la susceptibilidad de estos conocidos, me amargo, no acierto


a despedirlos. Se incomodarían, pienso, si los invito a visitar una peluquería. ¿Qué
hago? La gente, al pasar, nos mira y sonríe malévolamente.

Me angustio. ¿Qué hago? ¿Qué hago?

Miro a todas partes como buscando una salida a la situación y no la encuentro.


Estoy por violentarme. Hundo las manos en los bolsillos y aprieto el puño y estrujo
la tela. Mis beatíficos encontradizos, se mantienen insensibles a mi desazón. Los veo
sonreír torpemente, mientras me dirigen frases que no comprendo. ¡Bendito Dios!

Marzo 17 de 1949

—15—

¿Por qué me encuentro vistiendo de nuevo el hábito franciscano? ¿Qué ha ocurrido?


Voy por una calle solitaria que me sorprende: antes no estuve aquí. Y solo como voy
ahora, cuando durante mi vida en el claustro, no me fue permitido dar un paso si no
iba en compañía...

¡Ah!, ya recuerdo, voy recordando poco a poco... Me han dejado salir así y estoy
lejos del Convento. Debo regresar presto, pues cae la tarde ya... Aprieto el paso y
medio que me enredo en el hábito... Empiezo a temer... Las piernas se me aflojan...

¡Vaya! Al fin estoy de regreso en la portería. Un fraile sañudo y más que sañudo,
hostil, me abre la puerta y paso a un patio húmedo, de tierra apisonada, en cuyos
jardines reina la incuria, muy distinto, por cierto, del claustro verdadero que tengo
bien presente y al que esperaba llegar... En diagonal atravieso ese patio y llego a un
pasadizo oscuro, al final del cual me espera la puerta del Noviciado... Mi corazón
apresura su latido... Suena el Ángelus: lo anuncia la campana vibrante y profunda
de la torre, con tres golpes aislados... He llegado hasta la puerta antigua, a uno de
cuyos lados a través de un jequecito sale un hilo mugriento del que jalo... Suena una
campanita de timbre alto y plateado. Al volver la cabeza, mientras espero, veo una
fuente que antes no estaba allí... Qué maravilla de surtidor. Un agua de colores salta
con ímpetu y se dispersa en el aire... Llega una bandada de palomas blancas y azules
y empieza a girar en torno del chorro musical...

Nadie acude a mi llamado... ¡Y, es admirable!, ya no estoy vestido como lo estaba


hace un momento... Llevo unos anchos pantalones claros, que no eran de mi gusto ni
lo son, y me encuentro ante un portalón inmenso, que es la entrada de una mansión
que se encuentra en pleno campo... Imagino la casa que adentro se esconde, pero no
me es dado verla...
274 Luis Valle goicochea

Estoy en un cuarto que no es el mío y he vuelto a vestir el tabardo seráfico...


Llego a la orilla de un río, después a una arboleda, soy transportado luego a un paraje
selvático y cada pascana que hago en estos ajetreos es para verme vestido ya de civil,
ya de fraile...

Marzo 19 de 1949

—16—

No podría precisar con quién voy por el ancho estuario de un río. La playa pedregosa
creo que corresponde al recuerdo del antiguo lecho de un río que, hace muchos años,
visité una y otra vez, en mi provincia. Ancho, muy ancho, limitado en sus orillas
por cerros monstruosos que suben verticalmente... Un calor sofocante siento que me
agobia. Igual veo a mi acompañante, cuyo cuerpo permanece el mismo, pero su rostro
se muda a cada instante. Por su cara van pasando las caretas que equivalen al físico de
distintos amigos. Él no habla, pero vamos unidos en la intención, que es la de averi-
guar qué es lo que ocurre allá, hacia donde la gente corre, se arremolina, se agacha
buscando en las aguas cristalinas. Nos encontramos con mancebos, con hombres, con
mujeres que vuelven portando algo. Los primeros en unas bolsas alargadas, cuyas
bocas aprietan y estas en la falda arremangada que levantan hasta la altura del vientre.
Ni mi acompañante ni yo acertamos a preguntarles por su carga. Todos pasan de prisa
y muy alegres.

Al fin llegamos al sitio propuesto, y oh sorpresa, allí podemos ver que las aguas
claras, poco profundas por lo extendidas y mansísimas llevan una cantidad increíble
de peces que pasan entrechocándose. Rutila bajo la luz solar la plata de sus cuerpos
y es tal su cantidad que son mucho más ellos que el caudal de las aguas. Se aprietan,
dibujan gráciles escorzos y por un momento imagino que van a detener la corriente
que apenas puede llevarlos. Aprovechan de la abundancia gentes de todas las edades
y figuras. Con suma facilidad los cazan y los van guardando en sus bolsas unos, y
ellas en su falda recogida. Mi compañero ha desaparecido, mientras yo espero turno
para realizar la pesca que me toca. Tras guardar un poco ha llegado mi hora, pero
—decepción— apenas puedo conseguir unos ejemplares pequeños y pocos que caben
en una sola mano con los que me resigno, sin embargo. Vuelvo solitario y regalo el
fruto de mi trabajo al primero que me sale al paso y no sé quién es. Avanzo siempre
por la playa y al llegar a una eminencia oigo unos rugidos tremebundos. Al volver la
mirada, a distancia, percibo a dos toros negros de talla singular. Son dos fieras. No
obstante la distancia, puedo ver el fuego salvaje que arde en sus ojos, en los que se
concentra toda su olímpica cólera. Los pitones se levantan sobre la testa retorciéndose
hasta alcanzar una gran altura y son temibles. En carrera desatada me persiguen. Me
Los zapatos de CordobÁn 275

atemorizo y estudio la manera de escapar del peligro que estos astados representan
y cuando menos lo pienso me hallo en un ribazo muy alto, en el que me encuentro
seguro y a salvo. Desde el mirador que he alcanzado en el álgido momento de peligro,
espero tranquilamente que los bichos se acerquen más. Avanzan bufando, hundiendo
los cuernos en el pedrerío y lanzando al levantarlos piedras como proyectiles. Si se
detienen un punto es para arañar la tierra. Llegan a mis pies y me miran, como
desesperados por haber dejado escapar la presa. Su pelaje lucio refleja la luz del sol.
La tierra intempestivamente los traga, y yo, conducido por una fuerza misteriosa, me
hallo al principio de una avenida soledosa y tranquila, por la que divagan mi madre,
muerta ya, y otras personas cuya identidad desconozco.

Se me aflojan los miembros y las fuerzas me abandonan, ya pasado el riesgo. Lo


que quiere decir que me asusto, después...

Cuando corro en busca de mi madre, ella ha desaparecido.

Sin fecha

—17—

Alguien me ha dicho: “Córtese esa barba que le da un aspecto de suciedad y hágalo


pronto”.

Pienso: me será difícil afeitarme si no tengo espejo ni máquina de afeitar, ni


agua en este momento. Dudo y el eco de la voz que escuché antes sigue vibrando su
mandato en mis oídos.

Y siempre lo inesperado: alguien me provee de una máquina y me coloca frente


a un espejo y me da jabón en la cara. Mi intento de afeitarme, sin embargo, se frustra:
la hoja no corta. Yo me angustio con tan pequeña cosa y me muevo de un lado al otro
sin saber qué hacer.

Otra máquina aparece en mis manos, y cuando estoy cumpliendo mi proyecto y


la cuchilla resbala deliciosa por mi cara, me llaman...

Tengo que acudir, interrumpiendo mi tarea. ¡Qué fastidio! La voz que me grita,
con premura, pertenece a un hombre que no veo y acudiendo solo me guío por su
posible dirección... Pronto me fatigo y ya me rindo, cuando calla quien me llama...

Las cosas se diluyen en un lento desdibujamiento que termina en una noche


inextricable.

Marzo 1˚ de 1949
276 Luis Valle goicochea

—18—

Necesito de un ejemplar de araña para una experiencia. Ha de ser pequeña e inofen-


siva. No la haré padecer y la quiero sumisa.

Así dicté mis instrucciones y a poco me ponen en la mano lo que busco: la araña
se ha hecho un ovillo usando del recurso de ciertos animalitos de “hacer el muerto”
para salvarse. Pero no es tan pequeña como yo hubiese querido. Me la han alcanzado
mientras yo descanso en una cama que no es la mía. Me levanto al punto y con mi
presa en el puño cerrado voy por un pasadizo largo y poco iluminado. De pronto
siento que se mueve, que despierta. La dejo en el suelo y el animal aprieta a correr
graciosamente y despliega una cola de pavo, acorde con su tamaño. Se abre como
un abanico y tiene un color rosáceo, vetado de gris. Las plumitas son perfectas y se
alinean armoniosamente componiendo la cola, al vibrar la cual se oye un leve sonido
metálico...

La araña se pierde por la hendija que queda entre la base de la puerta y el


umbral... Me dio la impresión de que se esfumó riendo.

Sin fecha

—19—

¿Quién es el culpable? Las gentes confundidas en grupos distintos se mueven exci-


tadas en el corredor de la casa sombría. Se me figura que acaban de sesionar sin
resultado y discuten aún, en voz baja. Mueven los brazos, dan pasitos, hacen signos
incomprensibles batiendo los brazos.

Son hombres y mujeres.

Yo no me reúno a grupo alguno y paso entre todos mirando de soslayo a los


habladores...

Nadie se pone de acuerdo.

¿Quién es el culpable?

Empiezan a mirarme. Tiemblo. Me alejo. Me persigue el eco de su cabildeo pero


ya no como un rumor, sino como un rugido que se amplía...

Las tremendas palabras se desgranan sin cesar a mis oídos, una por una, lentas,
fatales, repitiendo su pregunta.
Los zapatos de CordobÁn 277

¿Quién es el culpable?

Sin fecha

—20—

Hemos estado excavando toda la mañana, al pie de una torre maciza y alta...

La tierra sepia y húmeda removida se amontona formando como una colina


diminuta...

Creo que hemos terminado la tarea.

Llega una señorita que sin decir palabra se inclina y se pone a buscar con las
manos en la tierra suelta y extrae objetos sorprendentes y preciosos, de formas increí-
bles, que me dejan perplejo. Cerámicas, figuras de latón brillante y sobre todo una
esplendente coronita de oro...

La señorita nos mira con ojos llameantes, se yergue y se va...

Todas las cosas que componen su hallazgo desaparecen...

Marzo 21 de 1949

—21—

Una torre igual a esta que estoy viendo he soñado la otra noche, octogonal y alta,
muy alta... Se asienta sobre un techo que le sirve de plataforma y donde me hallo
acompañado de un amigo, cuyas señas apenas puedo registrar. Sé que él y yo tenemos
que subir a repicar las campanas y se nos hace duro trepar por una escalera que va en
caracol por dentro de la torre. Una escalera oscura, de peldaños peligrosos y que se
pierde en la oscuridad de allí arriba. Al fin nos resolvemos a intentar la ascensión en
cuanto una suerte de ventanitas estrechas nos envían un poco de luz difusa... Mudos,
jadeantes, proseguimos siempre hacia lo alto...

No resisto más: hay un momento en que la torre se estrecha y la tiniebla se


hace densa... Tengo la impresión de que las paredes de la torre van a juntarse y
apachurrarnos... Debemos correr... desandar lo andado... No importa que suenen
las campanas, pero las campanas empiezan a sonar solas y el pánico se apodera de
mí y de mi acompañante... Es una vocinglería ensordecedora que estalla en nues-
tros oídos... La campana grande brama como un trueno; las chicas se alocan agudas,
lancinantes...
278 Luis Valle goicochea

Creo que el mundo se precipita en un abismo infernal de estrépitos y angustia...

Marzo 22 de 1949

—22—

Ve aquellos huecos como minas que abren sus bocas a un terreno labrantío.

Entre los socavones, mi amigo indefinible y yo nos escondemos, no sabría decir


de qué ni de quién...

Antes de entrar allí, me pareció que en el fondo reinaba la noche y que allí nadie
podría distinguirnos, pero ahora que estamos en el fondo percibimos que una luz
directa, distinta de la del día, un resplandor extraño nos envuelve... La luz del día se
pierde a corta distancia de la boca-mina... La otra que nos pierde, ¿de dónde viene?

El sexo me aguijonea y prende su tortura en mi cuerpo...

Marzo 21 de 1949

—23—

Es un animal extraordinario el que estoy viendo. ¿Búfalo? ¿Cardo gigantesco? Tiene


un ojo tremendo, desorbitado, inmenso, que casi anula el otro y se me figura que
este ser terrorífico es un cíclope. Tiene un solo colmillo de marfil que le sale de la
trompa trazando un espiral que se pierde arriba, muy arriba. A los costados de la masa
informe del cuerpo le salen alas como de cristal, un cristal transparente hasta no más.
Y un rabo con plumas. Se asienta sobre seis patas macizas y toscas. Me mira inmóvil
desde una distancia próxima. Se me figura que quiere hablar y le tiemblan unos vellos
de todos colores y le sale la voz equivalente a un redoble oscuro de tambores, en los
que se funde, de rato en rato, algo así como el clamor de una sirena angustiosa.

No le tengo miedo, sin embargo. Viene una nube violenta que estalla en salvajes
cóleras, que lo arrebata a mi presencia... Como única huella deja en el terreno que
pisaba un pozo del que escapan vapores sulfurosos azulados...

Un enjambre lento de aves torpes llega trayendo una música. ¡Qué bella!

En sucesión de perfiles miro los rostros de diez, de veinte amigos, cuyos nombres
he olvidado... El viento furente que mueve a las aves en lentos giros, arrastra una voz
de ecos cavernosos y profundos... Me dice: “Tú has sido, tú has sido”... No puedo
comprender a qué se refiere ese acento y empiezo a desasosegarme... Sin saber por
qué, me siento culpable y echo a llorar... Gimo, hipando, desconsolado... Un presagio
Los zapatos de CordobÁn 279

me aprisiona el corazón como un anillo cruel de hierro. Fatídicas sospechas se hacen


en mi espíritu y lloro más fuerte, dando alaridos. Acuden a mi lado formas conso-
ladoras que son como la reminiscencia de seres inolvidables familiares... Vuelvo a
la tranquilidad con su llegada silenciosa... Una onda de suavidad y de pereza me va
ganando poco a poco...

Me arrancan al letargo que me amenaza con inminencia, el crujido de un árbol


enorme que se troncha... Con rapidez increíble la sombra de la noche envuelve mi
día confiado...

Trato de recordar las oraciones que sé y que recito en mis horas de abatimiento
y exasperación, pero es en vano... Las manos, cruzadas sobre mi pecho, se me crispan
desoladas...

Marzo 23 de 1949

—24—

Estoy embriagándome y me encuentro con mi hermano. Le ruego que me cambie un


billete de cincuenta soles, que poseo junto con otro de cinco. Él se niega y después
de recibido el dinero no quiere devolvérmelo. En vano le ruego que lo haga. Juntos
vamos en busca de nuestra madre y ella justifica el proceder de mi hermano. Entro en
cólera y hasta llego a tener un ademán de rechazo con mi buena madrecita.

Me desespera no rescatar el dinero y me duele lo que acabo de hacer.

Sin fecha

—25—

Hace tiempo que debo visitar a un dentista a fin de que proceda a arreglarme la
dentadura.

Voy y mientras él me atiende, calculando un presupuesto de lo que ello costaría,


de mi boca sale un surtidor de sangre que se dispara en arco sobre la cabeza del profe-
sional. Su color es rojo cristalino, de un rojo maravilloso. No me inquieta el suceso, a
no ser el temor de que la sangre manche al dentista, mi amigo.

Sin fecha

—26—
¿Qué se hizo el sol?
280 Luis Valle goicochea

Estábamos en pleno día y he aquí que, de súbito, nos encontramos rodeados de


oscuridad impenetrable.

Del mediodía radiante se nos ha traído al túnel en que nos hallamos hundidos
y ha sido de modo misterioso. Mudanza de brujería ha sido ella.

Yo giro los brazos y juego con las manos, tentando, alentando la esperanza de
hallar una pared, un cuerpo, un punto de referencia en este enigma.

Susurros de voces y hálitos de humanos seres me dicen que no estoy solo...

¿Qué hacer?

Advierto que el piso está desigual y lo advierto erizado de peligros. Mi voz no


llega a su plenitud; cuando lo intenta apenas si se semeja un ahogado sollozo.

Me canso. He menester de apoyo y renuevo mi búsqueda, abriendo los brazos


otra vez, pero... nada...

Termina este episodio con un sorpresivo viaje en un tren atestado de pasajeros,


el que tengo que abandonar a poco cuando se comprueba que no tengo boleto.

Y del vagón en marcha me empujan a un tremedal vecino a la vía. Felizmente


para mí, no llego a caer allí.

Marzo 23 de 1949

—27—

Voy siguiendo un cortejo fúnebre que avanza por el campo. De pronto se detiene en
un recodo del sendero, en medio de rocas y montículos de tierra, en una especie de
callejón. Allí se detiene: sale un zambo que conozco, vestido de chaqué y tarro de luto
y sin quitarse este último empieza a pronunciar un discurso. Su voz es altisonante y
por sus gestos parece como que apostrofara o tratara de remarcar una injusticia come-
tida con el difunto en vida. Se me figura que quiere reivindicar su nombre y reparar
la sordidez de la incomprensión que se le opuso.

Me llama la atención que vista de ese modo.

Sin fecha

—28—

Estoy en un jardín muy raro, por cierto. Los diferentes planteles, bien delineados, solo
tienen matas de claveles florecidos. Bajo una luz tenue las flores se agrupan luciendo
Los zapatos de CordobÁn 281

un color rosado, alegre; sencillamente primoroso. Son manchas de color encuadradas


por los rectángulos en que se hallan dispuestas las plantas.

Empiezo a cortar claveles hasta formar un ramo enorme que llevo en ambos
brazos. ¿A dónde?... No sé...

Aspiro un delicado perfume y al volver la mirada hacia el jardín, que casi he


devastado, veo que tiene una sombría bóveda de ramas, como entretejida por bejucos
o alguna enredadera que trepa de algún punto invisible...

Marzo 26 de 1949
DIARIO DE HOSPITAL: CORRESPONDENCIA
DE LUIS VALLE GOICOCHEA A ESTHER ALLISON (1949)36

Magdalena del Mar, 8 de mayo de 1949

Mi querida Esthercita, amiga inefable:

Te empiezo a escribir hoy domingo, y no sé francamente cuándo acabaré de


hacerlo. He tomado este único cuaderno y me valgo de un lápiz menguado, mezquinos
menesteres que he podido conseguir para satisfacer la necesidad de este mensaje.

Antes que nada permíteme que te desee mucha paz para ti y los tuyos, y la
dicha que ustedes se merecen. Y que te suponga en viaje al Cusco, como que tienes
que asistir al Congreso Eucarístico (1). Mi cuidado te sigue en tu travesía y en tu
asistencia y hace votos por tu viaje feliz y un cumplido éxito de tu actuación en el
certamen magno. Tú que siempre estás cerca de Él, lo vas a estar de modo especial
en estos días, y tengo la certeza de que no me olvidarás. Gracias, amada amiga,
gracias...

Y ahora tengo que confesarte una cosa. Lo hago en un momento que no vacilo
en calificar de dramático, cuando me siento desesperar ya... Sabe, Esthercita, que
recibí a tiempo tu cartita. Reconocí el sobre por su linda letra y temí abrirlo... Me
hallaba en falta, por qué ocultarlo, y me vencían la vergüenza y el desaliento. Estaba
seguro de que jamás tu misiva consignaría un reproche que aumentara mi amargura,
pero me sentía infiel por no haber correspondido a tu confianza y a la de mis nobles
hospedadores (2). Dicho sentimiento no me abandona aún ni me abandonará porque
soy así. Pues bien, aquí en el Hospital acabo de leer una y otra vez tu cartita, y se me
han humedecido los ojos. Cuando la recibí no me merecía aún su don. Ahora que
sufro más es cuando lo aprecio... Mil gracias.

36 Estas cartas fueron publicadas póstumamente en El Comercio, el domingo 23 de febrero de 1958, acompañadas
por esta nota: “Estas líneas contienen la nerviosa emoción de un poeta víctima de sucesos, en un hospital.
Transparentan momentos singulares de Luis Valle Goicochea, derramados desde el fondo de su alma, lares de
Luis Valle Goicochea, que nos enseñan algo de su abismo. De ese abismo contradictorio y trágico que devoró el
corazón del fino lírida —Rinono y Papagil— ya partido, en mil pedazos, en las letras de este Diario de Hospital.
Colaborador de El Comercio, Luis Valle Goicochea, poeta, escritor, periodista, dejó un rastro afectivo en esta
Casa, donde se le recuerda gratamente por su valiosa obra, y por sus virtudes cordiales sobresalientes”. (N. De
la R.)
Los zapatos de CordobÁn 283

Después tengo que contarte mi padecer en este purgatorio al que no hubiese


querido venir. Es horroroso, y lo tremendo es que quiero recuperar mi libertad,
porque libertad es para mí el poco de salud que puedo disfrutar. Esto sencillamente
me deshace, acaba conmigo, me hundo... Fracasa lo poco de fe que me queda y no
sé qué hacer.

Créemelo: estaba en tratos para salir del Convento, comprendiendo que había
ido a turbar... Me duele y cuánto el haberlo hecho... Ayer casualmente le escribí al
Padre Alberto (3) diciéndole que ni puedo ni debo volver con ellos... La confusión
me abruma. Sé que ustedes son comprensivos, pero yo no tenía derecho a abusar de
esa comprensión.

Cuando desfallezco, y la incomodidad me aplasta, tú haces el milagro de que te


escriba, venciendo mi falta de fuerzas y mi escasez de recursos para hacerlo... Después
de un intervalo de desazón y de tristeza, vuelvo a coger el lápiz... Siempre triste, fati-
gado inmensamente siempre... Me consuela dirigirme a un espíritu afín tan noble
como el tuyo... Contigo puedo desbordar algo de mi recóndita amargura... Decaigo
bajo un peso doloroso, en aires letales que me envenenan... Me rindo por carga tan
cruel... Tú lo sabes...

Me pregunto ¿qué tengo?, ¿qué deseo? Y no sé responderme, lo que me equivale


a imposibilidad de diagnóstico para mal tan extraño y tan hondo...

Vuelve a surgir en mi espíritu con doloroso acento la lamentación de no haber


sido leal al hallazgo maravilloso que tú significas... Y casi, casi llego a la conclusión
fatalista de que mi voluntad no ha obrado en los últimos acontecimientos: voy como
a la deriva, a merced de la fuerza de sinos fatales... Perdóname tú —tan buena y tan
creyente— este desahogo...

Y mi deseo de reposo se proyecta hacia la muerte, y reclamo que baje a mis


párpados su sueño interminable y misterioso...

Sin ti mi orfandad sería un hecho, sin ti no tendría acceso a la más pequeña


esperanza... Aunque no volviese a verte, sentiría como a estas horas tu compañía
impagable...

Va acabando el domingo, y con el día la esperanza que tenía de ver al Padre


Alberto, quien me prometió venir... Hubiere querido agradecerle una vez más, presen-
tarle mis excusas... ¡Qué se va a hacer! Comprendo que no tengo ni el más remoto
derecho a esperarlo. Después de todo lo que ha acontecido...

En mi desolación y angustia actuales solo me sostiene contar con tu indulgencia,


aunque será muy difícil que pueda presentarme ante ti sin el rubor en el rostro...
284 Luis Valle goicochea

Mayo 9. Continúo esta carta después de una noche dolorosa de insomnio y de


tristeza. Una magnífica fatiga se adueña de mí, en alma y cuerpo.

Es imposible que me reponga en este ambiente. Quienes ven las cosas desde
fuera, desconocen la verdad de lo que aquí ocurre. Ya te lo he contado y, créemelo,
en mi relato no hay ni la más ligera sombra de exageración. Pueden informarte que
esto me es necesario, pero quienes lo hacen no han vivido un minuto en la espantosa
vida que yo vivo. Por eso es que te ruego, en nombre del afecto tuyo de que tantas
muestras tengo, que influyas tú con las personas que han intervenido en mi ingreso a
este hospital, que simplemente me dejen libre. Para hacerlo no tienen sino que pedir
a los médicos que me dejen salir.

Yo necesito estar afuera para ver el modo de solucionar este conflicto en que me
he puesto. Tú eres buena y lo comprendes todo. Tú ya has hecho todo lo posible en mi
favor: no te preocupes más. Me confunde tu preocupación por mí.

Estoy en la gran incertidumbre de si hoy aún sigues tú en Lima o ya estás


en viaje. Tengo un vehemente deseo de verte para explicarte mi conducta última,
contarte algo de los secretos males que me agobian... Soy un enfermo, lo sé... Mas
el remedio para mí no está aquí... Bien conoces tú que hice una prueba heroica para
hallar mi curación y no la conseguí... Mi mal es espiritual y requiere otra atención...

Ya sabes tú que en este punto difiero del parecer del médico y hasta puedo decir
que hay un impasse entre él y yo.

Mayo 10. Si bien ayer tuve momentos de resignación y de esperanza, sin


embargo viví momentos exasperantes. La noche fue peor: mi desvelo estuvo ocupado
por los reproches que yo mismo me hacía...

Concilié tarde el sueño y fue al considerar que, pues, tenía confianza en tu


bondad, mi inquietud tal como era no tenía razón de ser... Y no me canso de repetir
que tú eres buena...

Amanecí hoy con una tristeza mansa, con el frío de una orfandad glacial... Un
punto creo haberme resignado... Solo cuando vuelvo al pensamiento de mi reingreso
a este Hospital, me acosan la angustia, la incertidumbre y la desesperación...

Anoche pude rezar un poco viendo la estampita de Nuestra Señora del Perpetuo
Socorro, que es un recuerdo tuyo...

Hoy he podido leer, al fin, en un diario de la tarde de ayer algunas noticias sobre
el Congreso, pero hasta hoy no doy con tu nombre... Me pregunto ¿estarás en Lima?
Me preocupa el estado de desorden en que ha quedado la Biblioteca... ¡Mi tarea es
inconclusa!
Los zapatos de CordobÁn 285

¿Conseguiré matricularme en la Católica?... (4). ¿Y el compromiso con Aurelio?...


(5). ¡Qué falta me haces tú!

Me aquieta considerar que, en el peor de los casos, tu ausencia será breve.

¡Con el mágico puntal de tu espiritual ayuda quizá pueda rehacer mi vida!

Después de un intervalo de calma fugaz vuelvo a mi desesperación... Me siento


hoja débil víctima de vientos nefastos y crueles... Me agobia la pesadumbre de existir,
lo repito. Recuerdo la frase de Nervo que dice que “cada hombre es el arquitecto de
su propio destino” y pienso es falaz… Me falta valor para afrontar la vida, para creer,
y me viene a mientes el verso de Gabriela Mistral en su Nocturno de la derrota: “Yo no
soy tu Pablo absoluto para creer”...

Sé que te estoy diciendo cosas duras que lastimarán tu fe exquisita y tu sensibi-


lidad de artista, pero tu piedad sabrá disculparlas, estoy seguro...

Mayo 11. Ayer fui renaciendo a la confianza, por momentos, a Dios gracias. La
jornada de anoche ha sido menos dura, y aunque amanecí con el ánimo marchito,
tengo el pálpito que hoy me aguardarán horas mejores.

He podido tener más fe al confrontar mi situación: quizá con la ayuda del Cielo,
me sea posible iniciar un nuevo camino de paz...

Al fin me ha sido dado leer algunas noticias sobre el Congreso Eucarístico.


Empero ser muy parcas aquellas, todo me hace presumir que hoy se inicia la gran
asamblea. Creo ahora que no tengo por qué temer que tu viaje al Cusco para tomar
parte en la misma, haya tenido inconveniente. Así es que te veo allá, prestando el
concurso de tus claros talentos y de tu fervor ejemplar a la Fiesta de Cristo... Después
de todo, no veo la hora de que pasen los días y ocurra tu regreso.

Esta mañana escribí lo anterior. Atardece a esta hora en que reanudo mi carta...
Acabo de leer tu bello y noble mensaje una vez más... Ya sabes tú que un profundo
respeto no me dejó abrirlo en el momento de su recepción, pero Dios ha querido que
sea aquí —en este rincón de tristeza—que rompa la oblea que tan precioso don me
traía...

Me invade una ternura dolorida que me lleva a la víspera de las lágrimas... ¡Dios
sabe qué verdadero y cruento es esto!

Me alivia escribirte aunque sea en hoja pobre y con el lápiz... Pero tengo que
ser sincero, que de lo contrario solamente mal cumpliría un empeño epistolar, vano
y sin mérito...
286 Luis Valle goicochea

Por eso no puedo ocultarte que en este momento de congoja me asalta una
duda: ¿Te he enojado a ti?... Claro que me siento culpable, pero al mismo tiempo no
dejo de alentar la ilusión, más que de tu espíritu comprensivo, de tu piedad... Tengo
que escribírtelo así, Esthercita..., con tan cruda palabra, porque me estoy sintiendo
más mendigo, más miserable que nunca... Soy el astroso a quien se le da una moneda,
solo por misericordia...

Me siento infinitamente solo, y para sardonia de ello, me acaba de ocurrir un


incidente que, aunque trivial, ha acabado por aplastarme... Figúrate que de pronto me
avisan que alguien ha venido a buscarme... Una sorpresiva alegría y una expectativa
grande me sacudieron y cuando he salido al encuentro de mi buscador, compruebo
que solo se trata de un error. Hay otro señor de apellido parecido al mío: de ahí el
equívoco.

Yo llegué aquí el lunes 2 y desde el día siguiente traté de comunicarme contigo,


pero ello es muy difícil desde aquí... Necesitaba, como necesito, hablarte... No me será
dado sosiego hasta que lo consiga...

“Te he estado esperando ahora, y el ángel también”, me escribías tú... Quiera


Dios que aún me valgan esas palabras...

He leído en los diarios de hoy algunas informaciones sobre el Congreso...


Hoy es el primer día: el de la inauguración... Te veo sobre el telón de fondo del
Cusco...

Mayo 12. Me ha tocado despertar ahora bajo el peso de una abrumadora tris-
teza... Tengo un decaimiento cabal del ánima y cuerpo.

Dos recuerdos me salen al paso: el de mi padre lejano que hoy cumple años y el
tuyo. A él lo siento tan lejos, tan lejos, desligado de mi vida hace tiempo, y el sentirlo
así me hace llorar... A ti te tengo próxima y te espero con la gran impaciencia de que
otra vez te hablé...

Tenía la esperanza de verte antes de tu partida al Cusco, pero Dios no quiso que
sea así... Ahora me consume la inquietud de tu retorno...

Mi pesimismo me inclina a verme abandonado de todo y de todos... De ti no


puedo pensar así, ¿verdad?

Tal es la tensión de mis nervios que ya no puedo resistir más... No tienes idea del
ambiente en que estoy sumido y que lejos de apaciguarme, más y más me enardece...

Cada día más que dura mi permanencia en este lugar es leña para el fuego de
mi desesperación...
Los zapatos de CordobÁn 287

Mayo 13. Ayer apenas pude escribirte lo anterior. ¡Me hallaba tan deprimido!
Hoy estoy lo mismo. Esto no puede seguir... Hablaré con el médico para rogarle me
deje salir unas horas...

Es este un tormento que ya no resisto... Entre enfermos agitados que gritan


desaforadamente, ¿qué paz puede haber? Ni siquiera el más pequeño reposo...

Me consumo en soledad y ardo en desasosiego... Me abandono a la más cruel y


zafia de las melancolías...

Quisiera libertarme, aunque fuera solo por momentos, del espectáculo que es
todo esto y que no puedo evitar.

No pude escribirte mucho ayer, pero te tuve presente en cada uno de los inter-
minables minutos del día...

Tú me perdonarás esta carta cruel que trasunta algo de mi desventura... No


importa que le falte unidad, ni sea un documento literario, si al fin es verdadera en lo
que expresa o pretende expresar...

Perdóname tú, Esthercita, por estas páginas amargas...

Hablé con el doctor... y, Dios mediante, tendré unas horas de permiso el día de
mañana... Averiguaré por el día de tu regreso, en primer término... Tal ha sido mi
alegría y tal mi gratitud, que no sé cómo referirme a ellas... De la segunda te hablarán
estos versos:

A NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO

Y siembro, mientras sufro, una semilla


de confianza en Ti, la más pequeña,
y Tú vuelves a mí, señora y dueña,
con tu don de esperanza, Oh Maravilla...

Don que es respuesta a mi oración sencilla,


que de súbito llega, que me empeña
en un nuevo tesón, y que me enseña
horizontes de paz para mi quilla.

Te imploro mi dolor en la tormenta


con voz tremante, apenas modulada,
y he aquí que tu amor se me presenta
288 Luis Valle goicochea

como luz en mi noche desolada,


manantial a la sed que me atormenta,
primavera a mi tierra fulminada...

Mayo 14.— Me estoy alistando para salir. Una rara inquietud me desazona. Es
como si me dispusiera a una aventura extraña... Mis nervios no están bien. En los
sueños que tuve anoche me sentí colocado en situaciones desagradables, en relación
con mis actuales preocupaciones.

Mi alegría es menor, ahora... Continúan obsesionándome el temor de haberte


disgustado... Me dolería aparecer como un ingrato, cuando en última instancia no
lo soy, ¿verdad? Me siento víctima de sucesos... ¡Cómo deseo verte para explicarte
muchas cosas!... ¿Lo conseguiré con la presteza con que quiero?... En tanto, pienso
que mañana terminará el Congreso Eucarístico, y quizá en el curso de la próxima
semana tú estarás de regreso... Hoy averiguaré con los tuyos el día señalado por ti para
tu retorno... Apenas lo sepa, me preparo para ir a verte... Me costará, lo sé, vencer mi
vergüenza y natural recelo...

He salido, después de vencer algunas dificultades. Puesto al habla con el Padre


Alberto, tengo la noticia de que no pudiste viajar al Cusco. Lo siento por una parte,
pero, egoístamente, me alegro, porque te sé próxima...

Son las once de la mañana, y dentro de dos horas te llamaré por teléfono...

Y pongo punto final a esta carta, sin desanimarme para dártela... Aunque
cruda y dislocada, te enseñará algo de mi abismo. Perdona su presencia, que es
la mía... Con la admiración, el afecto fraterno de siempre y la gratitud de tu
affmo.

Luis Valle Goicochea

Magdalena, mayo 14 de 1949

Notas de Esther M. Allison:

(1) Mi viaje quedó en proyecto, por falta de licencia oficial para emprenderlo,
ausentándome de mis clases.

(2) Los Padres Redentoristas, por mi gestión, lo albergaron con generoso


cariño. Para que aceptara el alojamiento, se le encargó el catálogo de su
enriquecida biblioteca. Estando allí, le sobrevino una de sus últimas crisis
y fue necesario recluirlo nuevamente en el hospital.
Los zapatos de CordobÁn 289

(3) El Padre Alberto Marchon, C. Ss. R.

(4) Siempre fue una de sus más caras ilusiones concluir sus estudios de Letras
en la Universidad Católica. Se matriculó muchas veces, pero sin asistencia
regular.

(5) El doctor Aurelio Miró Quesada Sosa, uno de sus más ayudadores y
queridos amigos.
ANGUSTIAS Y TEMORES (1949)37

La primera noche que me pasé fuera del hospital, al encontrarme en mi cuarto tuve
una sensación exasperante de soledad. Cuando me disponía a acostarme, tuve que
renunciar a hacerlo y salí a dar vueltas, recorriendo la manzana donde queda mi casa.
Me detenía al pasar frente a la puerta, con ánimo de entrar, pero no me resolvía. Las
calles solitarias me sobrecogieron e hiciéronme crear un miedo inexplicable. Si oía
los pasos de alguien que se acercaba, sentía crecer ese miedo que a ratos lindaba con
el terror. Un terror no me explico a qué. Al fin, como la hora era muy avanzada, me
decidí a entrar y lo hice lleno de angustia. Ya adentro de mi cuarto, una vez y otra me
cercioré de que las puertas estaban aseguradas. Sin embargo, me resistía a extinguir la
luz y miraba debajo de la cama y volvía a probar las llaves a fin de estar cierto de que
las puertas habían sido cerradas. Quise leer y no pude. Apagaba y encendía la luz. Así
hasta la madrugada, que me devolvió momentáneamente la confianza.

Con ansiedad me encaminé a mi trabajo. Me reincorporaba después de unos


días de ausencia y era como si me encontrase en falta. Tenía miedo a lo que me
podían decir. Más que miedo era desagrado a la explicación que había de tener con
mis jefes. Pasé el trance sin novedad, pero no pude dejar de sentirme incómodo.
Cuando traté de ponerme en actividad me sentí desanimado, sin acertar a empezar.
Así, llegó la hora de salir, pero en ese instante me asaltó una sospecha; sospecha que,
aunque sin fundamento, me rendía. ¿Qué me esperará en mi casa? Esa mañana me
pareció interminable el breve recorrido del tranvía, de Magdalena Vieja a Lima. Con
ansiedad creciente llegué a mi casa: nada desagradable me esperaba. Sin embargo,
empecé a temer de nuevo. Era algo así como si en mi trabajo se tramara algo contra
mí. No temía una despedida del empleo, sino algo distinto que me es imposible
precisar.

Los días transcurrían con más o menos alternativas y yo procuraba ocultar mi


estado de angustia, tratando de vencerlo. Se presentaron insomnios tenaces. Si dormi-
taba un poco era para soñar cosas tristes o fantásticas (con mi madre muerta, por
ejemplo; con un toro salvaje amenazante, con una fiera extraña, etc.) y luego despertar
sobresaltado. Una melancolía hacíame su presa, sobre todo al comenzar el día y por

37 Este manuscrito inédito de Luis Valle Goicochea, escrito en un cuaderno de la Sociedad de Beneficencia Pública
de Lima, y fechado en mayo 1949, nos ha sido facilitado por el Dr. Humberto Rotondo.
Los zapatos de CordobÁn 291

la tarde. No acertaba a buscar compañía amiga y me obsesionaba el recuerdo de los


míos. Con caracteres dramáticos consideraba ciertas situaciones familiares, llegando
a la conclusión de que no podía remediar lo que estaba obligado a remediar. Una de
tantas cosas que me apenaba (y me apena) es, por ejemplo, la siguiente: desde muy
temprana edad me alejé de mi casa, pero años de años no me falló la carta semanal
de mi padre, mi madre, a veces mis hermanos, y yo tampoco dejé de escribirles con
religiosa puntualidad. Pero, de pronto, advierto que hace mucho tiempo que nuestra
mutua correspondencia se ha interrumpido. Entonces me doy cuenta que inconscien-
temente (en cierta manera) procedo como si los míos ya no existieran y presumo igual
conducta por parte de ellos hacia mí. Esta situación se produce a raíz de la muerte
de mi madre, ocurrida hace más de cuatro años. Todo ello conspira para hacer más
honda mi soledad.

En esta forma he vivido desde mediados de setiembre a la fecha: con un temor


que no me deja punto de reposo y con un inexplicable sentimiento de culpabilidad.
He luchado cuanto he podido, pero al fin me siento sin ánimos para continuar en la
brega conmigo mismo.

Un tiempo me resolví a trabajar en el cuarto, pero el cuarto me disparaba.

Así las cosas, trabé amistad con los dueños de casa, que son magníficas personas.
Podía conversar con ellos, lo que me aliviaba un poco. En eso vino un hermano mío,
a quien veía al cabo de doce años. Nuestro diálogo fue el repaso de muchos sucesos
familiares, tristes en su mayor parte. Yo preguntaba con ansiedad por ciertos detalles
de aquellos sucesos, que yo aún no conocía. Una tarde me di en beber. Mi hermano
trató de convencerme de que era necesario que yo volviera a este hospital. Me resistí
a ello y le huí hasta que él se fue. No nos despedimos. En esta situación el dueño de
casa, ya enterado de todo, me hizo buscar y me recibió con todo cariño.

Reposo y unas cuantas inyecciones de Vitamina B1 y glucosa me restauraron


pronto. Pasada la crisis, tenía una sensación de seguridad y un optimismo que pronto
me abandonaron. Hay en la casa un chico enfermo. Sus padres se desviven por él y él
me llamaba a su lado, sobre todo en aquellos días posteriores a mi crisis, en que el niño
se puso muy mal. El padre se quejaba de que el médico nada hacía por aliviar al chico,
presa de una gran fatiga y con el estómago tan delicado que no toleraba alimento
alguno. Me ofrecí a llevar un médico y así lo hice: rogué a un profesional amigo que
fuera a ver al enfermito. Después, este médico amigo, me dijo que creía que el médico
del muchacho estaba “bien encaminado”. Al averiguar por más datos supe que le
aquejaba tuberculosis avanzada. De primer momento, me entristeció el diagnóstico,
pero no afectó mi preocupación de salud personal. Solo días después, cuando recordé
que había estado cerca del paciente, que él me había cogido las manos, etc., me asaltó
292 Luis Valle goicochea

el temor de un contagio. Pedí entonces y conseguí que me mandaran a Ancón, como


destacado del museo. Verdad que allá me restablecí un poco, pero estuve muy lejos
de verme libre de mis angustias. Mi compañero y jefe de campamento se admiraba
de mi buen humor, aparentar el cual costábame gran esfuerzo. Yo no veía la hora de
volverme a Lima. No dormía bien y aunque había ganado más de 1.5 kilos de peso en
quince días, espiritualmente me sentía muy mal. Presenté en estas circunstancias mi
pedido de subrogación en el museo, pero lo retiré a pedido de la señorita directora,
que extrema finezas y comprensión conmigo.

Intenté reincorporarme a mis labores. Pero me fue imposible. En este momento


resolví volver al hospital y no me animaba a hacerlo solo. Llamé a mi amigo el Dr.
Moreno Jimeno, en cuya compañía vine, después que él habló con el Dr. Rotondo.

Entre las obsesiones que se suceden angustiándome, podría citar algunas, como
estas:

Puedo ser la víctima de alguna intriga y acusárseme de algo de que no soy


culpable. Aunque trato de oponer a este temor la razón, no consigo tranquilidad.
Repaso las circunstancias que podrían dar asidero a esta situación y no las encuentro.
Nada consiguen a favor de mi paz estas reflexiones. Me siento como bajo el influjo
de un presentimiento.

Otra cosa que me ocurre con frecuencia es esta: Voy en el tranvía repleto y
pienso que me pueden confundir con un “carterista”. Creo que ello se deba a que una
vez, cerca de mí, (también en el tranvía) alguien trató de robarle la cartera a un pasa-
jero. Este se dio cuenta de ello y volvió la cabeza: caí bajo su mirada violenta.

No soy político y, sin embargo, muchos días me aqueja la zozobra de ser dete-
nido como tal. Para esto no hay nada en contra mía, pero temo.

Recibo una carta; mi corazón se agita, tiemblo. Devoro su contenido y al ver que
no trae nada malo, me sosiego. En cierto modo me siento como defraudado.

Durante mi ausencia me dicen que me ha telefoneado mi amigo X. Inmedia-


tamente pueblan mi imaginación los más sombríos pensamientos. ¿Qué será?, me
pregunto. Puesto al habla con el mismo, compruebo que no tiene nueva adversa para
mí y me alegro.

Me angustia mucho el no haber visto morir a mi madre. Poco he gozado


de su ternura. Cuando ella falleció le pedí insistentemente a mi padre que me
contara cómo fueron sus últimos momentos. No satisfecho con ello, interrogué a
mi hermano y su mujer. Me desespera pensar que durante su vida, nada hice por
mi adorable difunta.
Los zapatos de CordobÁn 293

De pronto me asalta una gran alegría pasajera que pronto cede el paso a un gran
abatimiento.

Mi carácter se ha tornado irascible, cambiable en extremo. “Cambiadizo”, me


dicen.

Diversas circunstancias (afán de aparentar) me han obligado a hacerme una


máscara. Muchas veces soy un alegre artificial.

Me incomoda sujetarme a alguien o a algo. Si como, por ejemplo, en compañía


de un amigo, no veo la hora de acabar y despedirme de él. No puedo asistir a una
función y permanecer hasta el final. Cuando leo una obra, es tal mi impaciencia que
busco el final, apenas conocida la parte primera de la misma.

Tengo como un sentimiento de vergüenza a cada encuentro con alguien que me


ha visto en estado inecuánime. Me humilla el consejo burlón de un japonés, cuyo café
frecuento y me dice: “¿Ya no tomau?”.

En este estado, creo que he cometido muchos desatinos y ello me impacienta.


Me reprocho y desespero.

Desde setiembre, he vuelto a beber los primeros días de noviembre, y dos veces
en diciembre.

Tengo en Lima un amigo a quien debo visitar, pero se me hace duro llegar a su
casa. Sin embargo, uno de aquellos días en que estaba bebiendo fui en su busca. Salió
la madre, quien estuvo descortés conmigo. No solo me dolió su conducta, sino que ha
hecho nacer en mí una sorda rebeldía.

No tolero que me aconsejen. Las amonestaciones me llenan de ira a extremo


tal que me retuerzo las manos, rompo un libro o quiebro un lápiz, con violencia, en
desfogue.

En el trato con los demás, muchas veces me ocurre pecar de intolerante en


extremo. Quisiera gritar, entonces, correr...

Si veo que una persona está en peligro, un movimiento brusco me sacude y


cierro los ojos, después un escalofrío me recorre el cuerpo. Si fuera fuerte armaría
pleito por cualquier cosa. No lo hago por mi debilidad física.

Empiezo a beber y me desprendo de mis cosas, y las vendo por precios irrisorios
cuando me falta el dinero. Y lo solicito también, cosa que me es muy duro hacer en
otros momentos.
294 Luis Valle goicochea

Arrepentimiento, inestabilidad, temor, sentimiento de culpabilidad me están


agobiando.

Me siento como el centro del mundo y creo que de todas partes me salen al paso
reproches, injurias, burlas... Ello me abruma.

A pesar de todo debo apuntar lo siguiente: he ejercitado mi voluntad y he


logrado aparecer amable cuando estaba iracundo, alegre cuando me rendía la tristeza,
animoso cuando mis fuerzas desfallecían.

Algo más: no embargante mi estado, me fortalecían mis entrevistas con usted,


Dr. Rotondo. Cuando dejé de verle y pensé no volver al hospital, sentí que se bambo-
leaba el resto de confianza que aún me quedaba y era como si me hubiesen retirado
su apoyo, de modo inesperado.

Muchos días obro como lo haría un perseguido. Creo que de pronto un guardia
me va a detener. Cuando llego a mi casa y veo a alguna persona que espera en la
esquina, inmediatamente la conceptúo sospechosa y paso de largo. Si por casualidad
me dirige una mirada furtiva, mi temor aumenta. Me alejo y vuelvo al cabo, costán-
dome trabajo entrar a mi habitación. Ya dentro de ella me asalta el miedo a que
alguien pueda entrar: un policía, un ratero, etc.

Me parece que a veces me pueden confundir con otra persona y pueden enfren-
tarme a un incidente desagradable. Quizá dicho estado tenga un antecedente en esto:
Hace algunos años transitaba por una calle de Lima, cuando fui interceptado por un
individuo, quien de modo intempestivo, me preguntó si yo era “Cahuas”, a tiempo
que me cogía por las solapas. Su actitud me desconcertó. De primer momento no
supe qué responderle. Luego acerté a enseñarle el sobre de una carta que acababa
de recibir, pero no pareció convencerle mucho, lo que le presentaba como prueba
de identidad. Aun me amenazó, y, al separarnos en sentido contrario, todavía volvió
la cabeza y yo también. El hombre me reiteró sus amenazas: me enseñó el puño
cerrado. Empecé a sudar en frío y ,aunque en aquella época gozaba de cierta segu-
ridad personal, anduve sobresaltado muchos días. ¡Tanto efecto habíame causado el
trivial incidente!

Tengo una susceptibilidad enfermiza que casi siempre me lleva a interpretar


como adversas para mí hasta palabras inocentes que yo juzgo equívocas. Amigos y
familiares me han censurado por ello, ocasionando mi iracundia.

Hace años tuve unos largos amores secretos. Los celos me hicieron sufrir lo
indecible. Es cierto que nunca hice escena alguna, pero los celos me corroían por
dentro. Esos celos alcanzan a mis hermanas y de modo especial a la menor, a la que
adoro. Se casó y yo no hubiera querido que lo hiciese. No me opuse a su matrimonio,
Los zapatos de CordobÁn 295

pero hasta hoy me duele que haya tomado estado. Pienso en ello con una suerte de
despecho y no me resigno a que se haya alejado de mí.

Tengo ratos de crueldad. Recuerdo que cuando niño escuché, en una ocasión,
a mi abuela que pedía agua y no se la alcancé, sintiendo en ello no sé qué placer.
Aún más, no solo me contenté con escuchar la voz fatigada de la anciana, sino que
silenciosamente me asomé a verla... Hasta hoy me remuerde el recuerdo del suceso,
¡y de qué modo! En mis ratos de angustia casi siempre se hace presente y más me
desespera.

Lo que más me humilla (o una de las cosas que más me humilla) es el pedir
favor o sentir sobre mí la protección de algo. Cuando me veo en trance de hacer lo
primero o resistir lo segundo, percibo que empieza, violenta, una de mis peores crisis
de desesperación y de angustia, una de esas crisis que me conduce a beber y a echar
por la borda deberes y consideraciones. La esclavitud del trabajo me revuelve contra
ello.

Últimamente he podido saber que una tía paterna que murió hace mucho
tiempo era epiléptica. Yo la conocí siendo aún un niño, pero no presencié ningún
ataque del mal que la aquejaba. Cuando esto ocurría me alejaban de ella y ella no se
dejaba ver, si no es al día siguiente o subsiguiente del acceso. Sé también que tengo un
tío carnal, por parte de mi padre, alcohólico. He tenido una referencia muy vaga sobre
ataques que padecía mi abuelo paterno, pero no es una referencia precisa y segura. Mi
madre era muy sensible: se echaba a llorar por cualquier cosa y sufría como desmayos.
¿Pueden haber influido en mi desfavor estos factores?

Es tanta mi inseguridad que se evidencia en la duda que me queda de ciertas


cosas que hago. Por ejemplo: escribo varias cartas. Tomo sumo cuidado en colocar
cada carta en su respectivo sobre; ya después de colocadas, vuelvo a comprobar si
están en su lugar y repito esta operación, sin poderme contener, varias veces. Y aún,
después de despachada la correspondencia, no me asiste la seguridad de haberla
distribuido convenientemente.

Mi angustia no tiene tema, a veces, y entonces se arremolina alrededor de una


cosa insignificante...

Me estorba hasta la ternura que se usa conmigo, aunque esté convencido del puro
designio que la inspira. Por otro lado, la ausencia de esa ternura me afecta también.

Si oigo hablar de enfermedades, surge en mí el pavor. “Pueden aquellas


alcanzarme”, pienso... Me aterroriza el sufrimiento que tal o cual dolencia trae...
Esta posibilidad me preocupa y me desvela y es una de las que con más porfía me
persigue.
296 Luis Valle goicochea

Ya en cama me asalta la duda sobre si arrojé la cerilla o el cigarro en sitio de


peligro. Me late el corazón con violencia y temo un incendio.

No sé lo que quiero ni lo que pretendo. Me faltan motivos de angustia y me los


fabrico.

Mi ineptitud para vivir, y lo que se llama progreso en la vida, me sume en un


infinito desencanto. Peso una y otra vez los años que he vivido y sin consideración me
arroja un balance triste: la palabra “estéril”. Hallo en mí un vacío trágico. Mi única
defensa es, cuando puedo, vivir sin reflexionar en todo ello y dejarme arrastrar por
la fantasía y por la esperanza de días mejores. Casualmente, sin hacer nada por un
porvenir mejor, lo espero. Soy como el perezoso del cuento que tendido bajo el árbol
espera que caiga la fruta que ha de saciarle, pero no hace esfuerzo por cosecharla
antes.

Estoy dominado en ocasiones por un sordo espíritu de contradicción. Mi


tozudez me lleva a situaciones tensas, de intolerancia y violencia.

Hace poco recibí una carta de cierto pariente que me quiere de veras. Me decía
que tercera persona vinculada a él y a mí le había informado del cambio operado en
mi carácter. “Ya no eres amable, educado, como antes. Me dicen que ya ni siquiera
se puede conversar contigo”, apunta y añade: “Me da pena”. La lectura de esta me
soliviantó. Hasta hoy no la he contestado.

Soy un impaciente y, más aún, un desorbitado. Si bebo lo hago sin tasa ni medida,
como apurando un desenlace, que espero desde el fondo de mi subconsciencia; este
es: acabar. ¿Una forma de suicidio lento? Creo que sí. Trato de agotarme; lo advierto
después de reflexionar.

Me tortura el recuerdo de aparecer ingrato, cuando en el fondo no lo soy. Los


acontecimientos que me arrastran me conducen, a mi pesar, a esa situación aparente
que me angustia.

Inquietud, ansiedad, sentirse al borde de la muerte. Tenerla y no temerla, incer-


tidumbre. Todo ello me tortura. A ratos no sé de qué asirme. Necesito tener fe en mí
mismo, afianzarme, y no puedo. Todo lo que demanda esfuerzo, así sea ínfimo, me
desalienta. Busco una comodidad que —lo sé— no he encontrado. Ansío una como-
didad espiritual, pareja de otra corporal, pero sin lucha. Me entrego a la loca esperanza
de hechos providenciales, que me han de libertar de todo quebranto. Por momentos
esa esperanza es poderosa, y me pongo alegre; pero la más breve consideración sobre
las posibilidades de aquella, me sume de nuevo en el más hosco desánimo. No puedo
concentrar mis fuerzas y me abandono.
Los zapatos de CordobÁn 297

Los primeros días de mi estadía en el hospital han sido tranquilos, pero últi-
mamente (una semana atrás) me he visto asaltado por sombríos pensamientos, sobre
todo en horas de la noche.

Las dificultades me arredran. Clamo por una paz perfecta, imposible.

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