La Obsesión de Un Lunático

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LA OBSESIÓN DE UN LUNÁTICO

Les voy a contar algo que me sucedió hace alrededor de cuatro años y cuyo recuerdo

singular me ha seguido obsesionando durante cientos de noches de insomnio. Estos

delirantes pasajes de mi vida pasada hoy día aún me persiguen apenas las sombras de un

vago remordimiento me envuelven, tratando de arrastrarme de nuevo al umbral de la

desquiciada obsesión en la que me vi inmerso. Aún no he conseguido desterrar de mi

espíritu aquellos recuerdos que, por otra parte, me siguen causando un placer morboso.

Gracias a la bendita luz del cielo y a la sana quietud interior, hoy soy un hombre casi

renacido, a no ser porque todavía mi memoria se ve exaltada por esos recuerdos de los

que hablaré a continuación.

En fin, sin más preámbulos, en el año de 20** vivía con mis padres y pasaba por una

crisis existencialista indecible. De joven fui siempre retraído, apocado, una especie de

lunático enamoradizo que gustaba de acurrucarse en las sombras alimentándose de raros

placeres. Mi adolescencia transcurrió de un modo miserable: no tuve amigos, las pocas

personas con las que tuve algún trato compartían el vicio de las drogas y el alcohol, y

puede decirse que de alguna manera me dejé influenciar por ellos, pues cuando entré a

la preparatoria comencé a fumar marihuana y a beber alcohol sin medida todos los fines

de semana, sumido en una negra ignorancia. Desde que era niño siempre vi a mis padres

tener conflictos, muchas de estas discordias se debían a la pobreza, a la ludopatía de mi

padre, a los problemas de drogadicción de uno de mis hermanos, al camino de la

perdición por el que me conducía, y por el temperamento explosivo y la continua

discordancia que había entre ellos. Sin embargo, hoy día me doy cuenta que todos esos

problemas que había en nuestra familia era por la falta de dinero y por cosas

insignificantes, pues en el fondo sé que mis padres y mis hermanos son gente buena.

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En aquel entonces yo tenía veintiséis años; nos embargaron la casa donde vivíamos

porque teníamos una deuda de hace como diez años, y por necesidad nos mudamos a la

casa del abuelo, en un terreno espacioso sembrado de árboles. Ahí, a duras penas,

construimos una pequeña casa gracias a un dinero que le debían a mi padre de su

jubilación, y yo vivía con ellos, con el abuelo, con los tíos, primos y muchas visitas que

veía día tras día de parte de la numerosa familia de mi madre.

Me crié con tres hermanos, uno de ellos vivía con su esposa y sus dos niñas en un

departamento que rentaba a unas cinco cuadras de la propiedad del abuelo; otro

hermano se fue a rentar solo un cuarto en una colonia vecina, y mi otro hermano, con el

que tenía más trato, se fue con su novia a vivir en la casa de la madre de ella. De tal

manera, que quedé solo con mis padres en la reducida casa, aguantando coexistir entre

tantas visitas que iban con el abuelo, soportando el ruido de la odiosa programación

televisiva que casi diario veían mis padres, las frecuentes discusiones a causa de la

miseria en la que estábamos sumidos, las observaciones quisquillosas del abuelo, las

críticas que recibíamos a espaldas de parte de la gente que según era nuestra familia. En

una palabra, me era casi imposible seguir viviendo en aquel lugar, no podía tolerar la

presencia de esta gente que nos saludaba con los dientes para afuera. Me di cuenta que

mi existencia palidecía de una manera ruin y estúpida; no tenía trabajo, no generaba

dinero para apoyar a la economía del hogar, y no podía desarrollar una vida artística

entre ruido, distracciones y habladurías. Mi vida se había convertido en un pesado tedio

que día a día me asfixiaba lentamente; la naturaleza me había arrojado a este mundo con

un espíritu tímido y huraño, lo cual causaba que tuviese dificultades para comunicarme

con las demás personas.

Dando por hecho que no podía seguir viviendo de esta manera, resolví buscar trabajo a

donde sea. Transcurrido más o menos un mes, después de fatigas, vanos esfuerzos,

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sudor, falsas apariencias, y de maldecir incontables veces la corrompida sociedad, me

emplearon como anaquelero en un popular supermercado que estaba en el centro de la

ciudad. Era a principios de septiembre. Me pagaban miserables mil seiscientos pesos a

la quincena, sin desquitar mi larga, monótona e incómoda jornada laboral de nueve

horas seguidas, descargando y cargando mercancía y acomodando latas sin parar;

entraba a la seis de la mañana y salía alrededor de las tres de la tarde, irritado y

desagradablemente sorprendido por el aborrecible régimen capitalista que sume a la

gente en cientos de problemas relativos a la carencia económica. Con todo, necesitaba

vivir solo, y al primer mes de trabajo me fui a rentar un cuartucho en una colonia

céntrica de la ciudad, donde pagaba mil doscientos pesos. Disponía al mes de sólo dos

mil pesos para subsistir, una verdadera miseria para cualquier persona en estos tiempos

tan negros donde gobierna el perverso Nuevo Orden Mundial. Como contaba con poco

dinero para pasar el día, procuré no pagar luz para contar con un poco más de dinero

para mis gastos personales, pues casi a diario iba a una parroquia donde algunas

hermanas me daban de comer. Aunque me había ido a rentar solo, visitaba a mis padres

dos o tres veces por semana, pues en el fondo nos teníamos afecto, aún viéndose

ensombrecido constantemente por los problemas de la vida diaria. Pues sí, me había

convertido en un esclavo asalariado. En todas ocasiones rechazaba la compañía de otros,

la misantropía que padecía dificultaba que tuviera un estado de ánimo imperturbable en

las horas de trabajo, pues me repugnaba la presencia mecánica y la actitud brusca y

vulgar de algunos empleados de la tienda.

El barrio en que recientemente había llegado era tranquilo, además, nadie me conocía,

era un extraño para todos lo mismo que ellos para mí, y por mi sencillo aspecto

desaliñado, no ponía cuidado en que alguien quisiera asaltarme, pues, ¿qué podrían

robarme?

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Finalmente, a principios de noviembre abandoné el miserable empleo. En el transcurso

de dos meses llegué a ahorrar apenas mil pesos, hacía un mes que no le pagaba la renta

a la casera, y las circunstancias me hicieron ver que las opresivas garras de la miseria

ansiaba desgarrar de nuevo mi vida. Sin embargo, mi espíritu permanecía sosegado,

pues la soledad y el silencio que de continuo me acompañaban, sobre todo

interiormente, me dejaban en un estado de extraña indiferencia. A veces, mientras

vagabundeaba por calles desconocidas sin rumbo fijo, me figuraba como un extranjero

que había venido a este mundo a aprender del sufrimiento y experimentarlo para poder

alcanzar algún día la verdadera felicidad, tranquilidad y gozo que habitan eternamente

en las espléndidas moradas de los bienaventurados. Empero, esos pensamientos

soñadores se veían disipados en cuanto la cruda situación física de mi existencia me

traía de vuelta a este mundo.

La habitación en la que moraba era un pequeño agujero sombrío, de paredes de un

opaco color verde oscuro, ahumadas, adornadas de telarañas, y en cuyo interior sólo

había una destartalada mesa de madera, un colchón viejo, un pequeño baño donde

estaba un mueble de dos cajones, y un antiguo candelabro de varios brazos que estaba al

pie de una ventana que se abría en dirección al agradable patio sembrado de girasoles de

una casa de dos pisos que lindaba con el cuarto donde rentaba. Como no pagaba luz

eléctrica, cuando llegaba de mis paseos nocturnos encendía el candelabro, aunque casi

siempre (y más con la aproximación del invierno) en el cuchitril reinaba un sutil aire

frío, y, como se mezclaba con la lóbrega y triste sombra que daba a la vivienda un pino

seco, contribuyó a oscurecer más a mi espíritu melancólico, haciendo que me sintiera

más solo que nunca por las noches.

De día me la pasaba tendido en el colchón divagando sobre mi vida que en ese entonces

parecía no tener sentido y, en cuanto llegaba el atardecer, sintiendo una invencible

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necesidad de salir de aquel triste pozo, salía a las calles, recorría parques, y me la

pasaba vagabundeando hasta bien entrada la noche. Sin embargo, al cabo de unos días

caí en la cuenta de que acabé por sumergirme en una monotonía y flojedad lamentables.

Necesitaba algo que me motivara a vivir de verdad, pero no acertaba qué era ese algo;

quizá una mujer, o un cambio de ideas, o tener una visión optimista de la vida, o

inspirarme en el arte de la pintura, de la música o la poesía, o reflexionar con mucha

calma sobre los buenos caminos que podía seguir. No obstante, llegaba la noche y

volvía a sumirme en mi desabrido aislamiento. Así es mi naturaleza, ¿qué podía hacer?

En ciertas ocasiones, cuando me veía librado en altas horas de la madrugada de una

opresiva parálisis de sueño, me venía a la mente, en medio de la fría oscuridad, la

funeste idea de ahorcarme, pero siempre me quedaba irresoluto a llevar a cabo tan

confuso y desesperado acto; en el fondo algo me decía que no debía por ningún motivo

dar fin a mi propia existencia…era algo absurdo, terrible, oscuro. Pero entonces, ¿que

debía hacer para encontrarle sentido a la vida? ¿Cuándo llegaría a saludarme y quedarse

conmigo la prosperidad y la paz interior? Palidecía el otoño y mi vida de vagabundo

desorientado parecía no tener fin…Pero cierto día de a mediados de noviembre, todo

cambió.

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II

Poco después del mediodía, llevaba un buen rato recorriendo a pie una transitada

avenida con el fin de dirigirme a una interesante biblioteca que cerraba sus puertas a las

cuatro de la tarde, cuando al pasar frente a la entrada de una preparatoria me detuve a la

fresca y espaciosa sombra de un frondoso árbol del nim que estaba cerca de ahí para

descansar un poco. Había varios chicos uniformados que platicaban y reían, era evidente

que se trataban de alumnos de la escuela que esperaban el transporte urbano o a sus

padres, pero como oía charlas insustanciales y estúpidas por parte de ellos, acabé por

pararme y estirarme un poco para proseguir hacia la biblioteca. Sin embargo, ya me

disponía a alejarme y seguir mi curso solitario cuando de repente, a cierta distancia, vi a

la criatura más encantadora y dulce que jamás había visto en toda mi vida. Un

estremecimiento incontrolable me embargó de pies a cabeza, todo lo que estaba

alrededor se apagó y me quedé indeciblemente admirado por aquella deliciosa criatura.

Era una niña de unos catorce o quince años, de facciones adorables y muy bien

dibujadas, con un figura exquisitamente bien proporcionada y con una carita angelical

hermosísima. Medía alrededor de un metro sesenta, su larga y abundante cabellera color

castaño claro caía en mechones desordenados sobre sus mejillas y sus hombros hasta

flotar alrededor de su curvilínea y esbelta cintura; tenía la piel blanca y sus mejillas

virginales parecían amasadas con pétalos de rosa, era como si en su suave cutis dejara

descansar cada noche pétalos de la más colorada amapola. Vestía una camiseta color

azul marino con el logotipo de la escuela, una sutil falda tableada del mismo color que

le llegaba encima de las rodillas, tenis rosas y unas calcetas negras que subían por

encima de sus tobillos. Me hallaba hondamente absorto en la contemplación de aquella

encantadora virgen, me acerqué con ademán distraído a ella para verle los ojos, pero

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para ello debía preguntarle o decirle cualquier cosa que al menos llamara su atención

unos momentos…Pero, ¿qué podía decirle un hombre tan tímido como yo?, ¿cómo

abordarla? Si bien no era una de esas bellezas que cantaban los poetas del dorado

romanticismo alemán o las gráciles damas de Shakespeare, la infantil y pudorosa

prominencia de su pechitos, la blancura de su cuerpo y rostro, sus deliciosas piernas

carnosas, sus infantiles curvas, y la tierna proporción de sus agradables facciones era

algo de la mayor dulzura y encanto imaginables. Por unos momentos reparé

detenidamente en sus piernas: era una carne fresca, suave, blanca, y bajo la falda que

cubría sus muslos, imaginé una vagina rosadita y jugosa, el más hermosa santuario de la

creación. ¡Ah, dios mío, qué cuerpo virginal! Juro que toda su persona rebosaba de

dulzura, no podía creer que tuviera a unos pasos de mí a esta criatura angelical, era

como un sueño…Figurábame que el único propósito de mi ensombrecida existencia en

aquellos momentos era verla a los ojos, entonces, con paso trémulo e indeciso, me

acerqué distraídamente a ella, y le dije con un tono de voz vago y seco:

—Hola, chica, disculpa…,eh… ¿sabes si en esta escuela recitarán poemas en ruso hoy

por la noche?

Fue una pregunta realmente absurda; no obstante, por fin miré sus ojos de cerca: quedé

como transportado en un deleitoso sueño al verle los ojos. Eran hermosos y redondos,

bien puestos, con el iris de color ámbar y con unos ligeros tonos verdes, eran tan claros

que podía ver mi imagen reflejada en ellos, tenía las pupilas dilatadas (quizá fuera por la

sombra del árbol o por mi repentina aparición) y lo que llamó especialmente mi

atención, tanto, que tuve la sensación de que el tiempo se había congelado y las

personas y cosas que nos rodeaban parecían inanimadas, fue ver la singular dulzura

melancólica de su mirada. De su mirada emanaba una vulnerabilidad irresistible y

deliciosa, me miró con una mirada de un tímido y desconcertante pudor, muy propia de

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su agraciada figura, y me respondió a media voz a la vez que hacía un ligero

movimiento de negativa con la cabeza:

—No…no…

—Oh, está bien…, gracias…—le respondí, y quedé perplejo mirándola fijamente a los

ojos; no podía apartar de ella mis ojos, tras unos breves segundos noté en su carita una

expresión de ligera incomodidad, sus ojos parecían decirme: “No quiero estar sola con

usted…aléjese, por favor”. Entonces, como yo me hallaba petrificado y sin dejar de

sostener mi intensa mirada en su tersa carita, ella se alejó unos pasos de mí sin dejar de

verme con ojos en los que distinguí una expresión de vergüenza, como si la hubiera

desnudado con la mirada. De pronto, se acercó a una chica morena y de esbelta figura,

le susurró algo al oído respecto a mí, pues noté que mientras movía los labios me

lanzaba tímidas miradas envueltas en un miedo imperceptible. Mi corazón empezó a

latir con más fuerza, sonreía para mis adentros, no obstante, me di cuenta que la chica se

sentía acosada por mi presencia, de modo que volví el rostro hacia la calle y empecé a

silbar con fingido aire despreocupado, sin que por ello no pasara un solo momento en

que no dejara de mirarla. Pero la verdad es que una llama abrasadora me devoraba por

dentro, pues experimenté por esta exquisita criatura un sentimiento carnal indescriptible.

Tenía tantos deseos de tocarla, que estuve a punto de volver a acercarme a ella, pero

después de unos dos o tres minutos subió junto con su amiga a un camión urbano. Se

fue. No recuerdo cuánto tiempo permanecí abstraído, inmóvil, con la mirada perdida y

con una vaga sonrisa en los labios en la que se traslucía un síntoma de locura. Un deseo

ardiente e insuperable había nacido súbitamente dentro de mí: poseer insaciablemente a

aquella niña adorable, hacerla mía como sea, día y noche tenerla para mí sola,

disfrutarla sin cesar, nalguearla hasta dejarla enrojecer…Mi existencia había cambiado

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de manera drástica, aguda, intensa, extraña. La imagen indefensa de esta niña ocupó

todo mi lúgubre y apagado mundo.

El sol aún no se había ocultado cuando me encontré de nuevo en mi enmohecido

cuartucho, me acosté en el colchón y no dejaba de pensar ningún instante en la chica de

claros ojos. ¿Cómo conocerla? ¿De qué manera me ganaría al menos su amistad? ¿Qué

tenía que decirle para empezar una conversación? Para mi desventaja, la diferencia de

edad era notable, le llevaba como once o doce años, me había presentado ante ella

vestido con una camiseta andrajosa, con una barba de más de dos semana sin rasurar (lo

que me daba un aspecto un poco mayor), y como llevaba días sin comer y dormir bien,

tenía ojeras y mi tez había adquirido una palidez opaca. Aunque, a decir verdad, no me

considero un hombre feo, mi rostro tiene un aire marcial atrayente, y si me hubiese

rasurado en aquel entonces mostrando un cutis limpio, fácil aparentaba tener a lo menos

veinte o veintiún años. Pero en aquellos ensombrecidos días mi apariencia era lo que

menos ponía cuidado, pues me hallaba constantemente meditabundo acerca de mi

confusa existencia.

Conforme enrojecía el atardecer la temperatura se tornaba más fresca, el cielo estaba

despejado y la pálida luz azulada del crepúsculo naciente se colaba por la ventana y

dejaba la pieza sumida en una peculiar atmósfera tristemente poética. Me sentía muy

extraño, no tenía hambre ni ganas de salir, de nada, sólo de volver a ver a la encantadora

criatura. Ansiaba con vehemencia tener en mis brazos su apetecible y tersa carne, esta

incontenible ansiedad no me dejaba tranquilo y en cuanto miré el grisáceo colchón

pensé que me sería casi imposible dormir sin volver a ver a esta niñita tan bonita de

mejillas encarnadas. Estaba solo sin saber qué hacer, lo único que me acompañaba eran

algunos libros que desde hacía algún tiempo había adquirido en diversas bibliotecas y

librerías. Tenía tales como El Castillo de Otranto, de Walpole; Justine o los Infortunios

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de la Virtud, de Sade; Los Elixires del Diablo, de Hoffman; La Flor Roja, de Garshin, y

El Horla, de Maupassant. Curiosamente, el carácter gótico y sombrío de estas obras

parecía estar en consonancia con mi extraña y melancólica manera de ser. Hacía algún

tiempo que estaba interesado en leer El Horla y los Hermanos Karamázov, de

Dostoievski, pero en esos momentos no me sentía con ánimos de leer, así que mejor salí

del cuarto y me dirigí a un parque que distaba unas seis cuadras, cerca de la preparatoria

donde estudiaba la chica.

Era pleno crepúsculo. En cuanto llegué me fui al fondo del parque que estaba cercado

por los alrededores y donde crecían frondosos árboles de la india. Miré a mi alrededor:

había niños jugando acompañados de sus padres, varias personas que caminaban afuera

de la pista, alguna que otra pareja de novios y unos chicos que jugaban fútbol en una de

las canchas que están al otro extremo del parque. Todas las caras me eran desconocidas,

aunque me llamó la atención los cuerpos voluptuosos de algunas mujeres que

caminaban haciendo ejercicio; y si bien fijé la vista en varias nalgas bien abultadas, mi

afición eran las niñas, y en cuanto pensé en la chica que miré en la escuela, estas

mujeres dejaron de llamar mi atención.

Me hallaba oculto detrás del grueso tronco de un frondoso árbol, de modo que nadie

reparaba en mí…, y ahí permanecí durante unos siete u ocho minutos cuando de

repente, a unos veinte pasos de mí, venía trotando con paso suave la misma criatura

encantadora que contemplé afuera de la preparatoria, la misma deliciosa niña por la cual

sentía un intenso e irresistible deseo sexual. Me dio un ligero vuelco el corazón, me

cuerpo se enardeció y fijé los ojos en ella sin perderla de vista ningún instante: no me

atrevía a hablarle, no sabía qué decirle, y durante unos minutos me limité sólo a mirarla.

Iba vestida con un pants de licra de color negro, una camiseta del mismo color que le

quedaba deliciosamente entallada al igual que el pants, y llevaba tenis deportivos color

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azul. El negro de su vestimenta hacía resaltar exquisitamente la blancura de su piel.

Podía ver claramente sus pechitos ajustados e infantilmente pronunciados, unos pechitos

muy tentadores, pues me había acercado sigilosamente a ella escondiéndome detrás del

tronco de otro árbol que estaba más cerca de ella. Su larga cabellera estaba peinada en

una bonita trenza de cola que le llegaba por encima de sus carnosas y duritas nalgas.

En cuanto la chica detuvo su caminata, consultó un celular que traía consigo en una

pequeña bolsa de mano, y se puso a escribir un mensaje; luego de unos segundos, metió

de nuevo el celular a la bolsa, y la dejó en una banca que estaba enfrente de ella, y se

puso hacer ejercicios de estiramiento. Poníase en poses seductoras, levantaba los brazos

a la vez que inhalaba y los dejaba caer suavemente en cuanto exhalaba, y mientras hacía

esto pudo ver su suave y blanco vientre. Hizo un par de sentadillas, pero lo que acabó

por llenarme de un ardor sexual desmesurado fue cuando se acostó en el suelo y empezó

a elevar y abrir sus piernas. El solo hecho de verla en esa postura era algo realmente

delicioso, no cesaba de mojarme los labios con la lengua, su grácil figura se movía con

desenvoltura y flexibilidad, y conforme pasaban los minutos advertí, algo extrañado,

que un tropel de pensamientos intensamente lascivos saltaron a mi mente…La

contemplaba con un ansia devoradora, no obstante, algo en el fondo de mí mismo quería

hacerme ver que lo que me estaba ocurriendo eran los brotes de una fijación enfermiza.

¡Pero es que esta niña era toda una delicia! ¡Lo juro, una verdadera delicia!

Mientras la espiaba, murmuré en voz baja: “No cabe duda, es virgen… ¡sí, es una virgen

indefensa y muy bonita!..., está como quiere… ¡cómo me gustaría hablarle!... ¿pero qué

le digo? Soy un hombre en extremo huraño y tímido, además, ella es casi una niña…,

aunque, ¡qué importa! ¡Mejor aún que sea una niña!..., maldita sea, qué frustración es no

poder tocar siquiera la manecita de tan encantadora criatura…, pero… ¿qué demonios

estoy diciendo? ¡Claro que puedo!, sólo me acerco a ella y en cuanto estemos solos los

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dos…, pero soy capaz de… Me está volviendo loco…, juro que la desvestiría con sumo

placer si en estos momentos estuviera sola conmigo en la lóbrega alacena donde

duermo… Tengo que hablarle, quiero conocerla, pero si tengo el valor de hacerlo es

preciso que me muestre como un hombre inofensivo…, sí, debo dirigirme a ella con una

sonrisa amistosa…, vamos…, anímate… ¡No!, ¿para qué me engaño? Mejor espero el

momento propicio para acercármele y de alguna manera inspirarle confianza…Pero,

¿cómo me introduzco en su confianza?...Vas a ser mía, nena…, juro que vas a ser

mía…”

Eché una ojeada alrededor: no había nadie cerca de nosotros, entonces, di cuatro o seis

pasos dejando al descubierto mi presencia, y mientras me hallaba indeciso de acercarme

a hablarle o no, en cuanto la chica se levantó, volvió el rostro y reparó en mí. Un

sentimiento de vergüenza resaltó claramente en la superficie aniñada de su cara, tuve la

impresión de que su pecho se agitó ante mi inesperada presencia, y estaba claro que

sentía una especie de miedo al verme que la espiaba desde una sombra oculta.

—Te juro que no estaba espiándote—le dije de repente con voz insegura y con una

sonrisa que pretendía ponerme en un aire amistoso; di dos pasos hacia ella y observé

que sus mejillas se colorearon de un rubor escarlata, pero se notaba por su mirada que le

inspiraba desconfianza—…Es muy bueno para la salud ejercitar suavemente el cuerpo..,

¿vienes diario aquí?..., eh…—dije estás últimas palabras como intentando empezar una

conversación sana.

— ¿Me está siguiendo?—dijo ella a media voz, y a juzgar por sus expresiones faciales

noté que no se sentía a gusto conmigo—. ¿Por qué me espiaba usted?—dijo, y me

pareció escuchar los latidos fuertes de su corazón.

—A decir verdad, hace unos momentos que te acabo de ver—respondí con una

entonación trémula—…Créeme, no te espiaba…, aunque..., me pareces una chica muy

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bonita, te ves muy bien cuando hacer ejercicio, y sobre todo en esas posturas…,

olvídalo… ¿Cómo te llamas?

— ¿Para qué quiere saberlo?—balbució la chica, y al ver fijamente sus ojos claros y por

el tono de su voz, me daba a entender que mi presencia la intimidaba.

—Quiero conocerte, eres una chica demasiado linda—le dije, pero esta vez mi tono de

voz se oyó como un susurro íntimo, sombrío, insinuante—… ¿Sabes?, me gusta mucho

cómo lucen tus mejillas sonrojadas…,eh.., ¿siempre las tienes así de encarnadas?—y en

esto, di un paso más y unos escasos centímetros nos separaban el uno del otro; me

hallaba presa de un ardor incontrolable y de repente deslicé mi mirada por su delicioso

cuerpo virginal: clavé mis ojos brillantes en sus tetas, que estaban bien duritas, y en sus

piernas, y luego volví a posarlos en los suyos.

—Usted no está bien de la cabeza…aléjese—musitó la chica, estremeciéndose de miedo

ante mi lasciva mirada; retrocedió sin dejarme de mirar a los ojos, y parecía que quería

irse…pero algo la retenía. ¡Qué devoradora ansia me invadió de pellizcarle sus

enrojecidas mejillas!

—De verdad, no te haré daño—le dije con lentitud a la vez que un ligero temblor me

sacudía de pies a cabeza—…Vivo solo, rento un cuarto cerca de aquí… ¿quieres venir

conmigo?...tienes unas manecitas muy bonitas…

Creo que estas palabras le mostraron claramente lo que pretendía llevar a cabo con ella.

Estaba a punto de no poder dominarme a mí mismo, la tenía frente a mí y sólo era

cuestión de agarrarla por la fuerza y amenazarla de no gritar ni abrir la boca para

llevármela al cuarto. Miré fijamente sus pupilas: estaban muy dilatadas y podía leer en

sus ojos un delicioso miedo que me alimentaba, a cada segundo que pasaba me tentaba

más y más, y era como si me dijera: “¿Qué quiere hacer conmigo? ¿Me quiere quitar la

ropa?...Usted me da miedo”. En esos momentos, de repente, la chica retrocedió unos

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pasos apartándose de mí, y luego salió corriendo como si huyera de un depredador

sexual, mientras que yo permanecí clavado en mi sitio sin dejar de mirarla y sin saber

qué hacer. Noté que mientras la niña corría a veces volvía el rostro por temor de que yo

la siguiera. En menos de dos minutos la perdí de vista. Al parecer, nadie se había

percatado de nuestro encuentro, pero cuando miré alrededor me di cuenta de que un

sujeto de unos cuarenta años, de poblado bigote negro y de constitución fornida, que iba

acompañado de dos niños, quizás sus hijos, había reparado en la chica y en mí, y a ojos

vistas me tomó por un acosador sexual. Mientras miraba a este sujeto con un estupor

estúpido, observé que sacó de uno de los bolsillos del pantalón un celular, luego marcó

un número y se puso a hablar clavándome una vista escudriñadora. Luego de unos

brevísimos segundos, advertí que este hombre muy probable estuviese hablando con la

policía, de manera que, con paso lento, me alejé poco a poco mirándolo de reojo, y

cuando estuve más retirado de él, tomé la resolución de echar a correr con un fingido

aire deportista. Entre más me alejaba de aquel sujeto entrometido, mi pecho se sentía

más desembarazado, y cuando finalmente me alejé del parque, suspiré de alivio; no

obstante, al pensar en la chica me invadió una sombría melancolía e inquietud…me

había rechazado, le inspiré temor, era muy difícil de que llegara a ser mi novia, de

hacerla mía por las buenas.

Mientras me dirigía a mi habitación, unas ideas enfermas y voluptuosas iban cobrando

forma en mi mente. “Te desdeño, te rechazó, le diste miedo”, estas palabras sonaban

como un terrible eco dentro de mi cabeza…De pronto, una licorería atrajo mi

atención… después de unos minutos, salía de ahí con dos botellas de whiskey.

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III

A eso de las nueve de la noche, me hallaba dentro del cuartucho sin dejar de pensar con

vehemencia en la apetecible niña de claros ojos y mejillas rojas. Paulatinamente

agitábanse mis ahorros, y con la compra de estas dos botellas de whiskey escocés reparé

en que me había gastado de un sentón casi quinientos pesos, acabando por disponer de

sólo doscientos pesos. Pero en aquellos momentos el dinero era lo que menos me

importaba. Durante todo el día sólo había comido dos panes dulces y un plátano, sin

embargo no tenía hambre, pues estaba tan ensimismado pensando en la chica que todo

lo demás carecía de necesidad, y, dicho sea de paso, también se debía a que estaba

acostumbrado a una dieta frugal y a beber abundante agua, lo que hacía que me diese

menos hambre.

Cuando llegué al cuartucho, me quité la camisa de manga larga que tría puesta, me puse

una raída sudadera para protegerme del frío que se colaba por las rendijas de la ventana,

me serví whiskey en una vaso de vidrio y me paré junto a la ventana mirando de cuando

en cuando el cielo nocturno y la calle mientras bebía lentamente. Aunque era fuerte, el

whiskey sabía bien, y a partir del segundo vaso bebí con avidez sin dejar de

concentrarme en la deliciosa imagen de la chica, todo lo demás era oscuridad…En poco

menos de dos horas había vaciado casi por completo una botella de whiskey con

cuarenta grados de alcohol. La atmósfera del cuarto lucía triste a la amarillenta luz del

candelabro, lo apagué, y en medio de las tinieblas me tumbé en el colchón en un estado

de embriaguez perturbador; me paraba, daba algunos pasos, y volvíame a acostar con

los sentidos embotados…Me hallaba melancólicamente ebrio e intranquilo, la oscuridad

no favorecía en absoluto la llegada del sueño, de manera que un pesado insomnio se

apoderó de mí. Ha de haber pasado la medianoche cuando caí en la cuenta sobre la

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intensa excitación que me produjo esta niña; de repente, lanzaba carcajadas lúgubres y

estúpidas, minutos después, bruscamente pasaba a mantener una expresión sombría y

deprimente, y todo parecía sucederme a causa de esta criatura. No obstante, no sentía

por ella un cálido y romántico sentimiento, no la veía como una chica ideal, sino más

bien ella se convirtió para mí en una obsesión indecible: me imaginaba poseerla

satisfecho de oírla gemir ante mí, vulnerable y suplicándome con lágrimas en los ojos

que no le haga daño, que no la manosee, que…,¡ah!, como un hambriento comencé a

revolcarme en el piso presa de una desquiciada ansia, y pronto me vi bajo el influjo de

una especie de ente sádico…Pero, ¿saben ustedes lo que causa un ente sádico en la

mente de un lunático? Pues era que este agente externo e insano engendró en mi cabeza

una decena de imágenes infantiles empañadas de sangre; pero especialmente había algo

peculiar en ello: en cada una de estas imágenes (que eran cuerpos de niñas de menos de

quince años) estaba el rostro de ella. “¡Vas a ser mía, niñita!—gesticulaba sonriendo

maliciosamente imaginándomela a un lado de mí tendida en el colchón a la vez que me

masturbaba—. ¡Voy a arrancarte la virginidad!...Quiero que grites y que no dejes de

mirarme a los ojos… ¿entendiste? ¿Verdad que eres virgen?...Vas a ser mía, vas a ser

mía”. De pronto, agitado por esta enfermiza idea, sentí impulsos de salir a la calle para

buscarla en donde sea, pero en cuanto daba algunos pasos advertí que sería una locura

salir en aquel estado de lamentable embriaguez. Pero, díganme, ¿me estaba

trastornando? ¿Quién dice que esto es malo?, ¿por qué ha de estar vedado hacer mujer a

una niña de menos de quince años! ¡No, claro que no!, ¡es de lo más natural enamorarse

de una niña!, ¡no hay nada de perverso en ansiar con vehemencia a una niña, es la

naturaleza la que nos ha creado así!...Rechinaba los dientes, pero no era a causa del frío,

sino por la abrasadora ansia de violarla. En resumen, aquella noche me hallé extraviado

hasta el amanecer en un horripilante estado mental psicótico.

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Tardé mucho en dormitar, y entreveía la alborada por la ventana, cuando el cansancio

me aplastó por completo y caí en un hondo sueño de muerte. Lo último que recuerdo es

que me veía inmerso en una impenetrable oscuridad. A eso de las once de la mañana me

desperté sobresaltado con los pelos de punta y lanzando un grito horroroso, mi cara

estaba empapada por un sudor helado y claramente había echado espumarajos por la

boca, pues miré que la parte superior de la sudadera negra que llevaba puesta estaba

mojada de abundante saliva. No fue para nada un reposo suficiente, aún me hallaba bajo

un pesada modorra, me dolía la cabeza a causa de excederme con el alcohol, además, mi

corazón seguía agitado quizá a causa de una pesadilla o de un sueño tortuoso del cual no

recuerdo nada.

En cuanto me desperecé bebí abundante agua, me lavé la cara con agua fría, me dirigí a

la ventana, abrí la cortina y mi corazón bostezó relajándose y me sentí un poco más

reanimado al sentir el aire un poco frío de afuera. Luego de un rato, me tendí en el

colchón y no sé durante cuánto tiempo mantuve la mirada fija en el enmohecido techo.

Estuve pensando que la chica no quería tener ningún trato conmigo, estaba claro que le

había inspirado miedo y que mi presencia la intimidaba. Entonces, ¿cómo podía

disfrutar de aquella carne apetecible?, ¿qué debía hacer?, ¿qué le diría para atraerla

cerca de mi cuarto, agarrarla desprevenida y amarrarle los brazos para disfrutar a mis

anchas de sus pezoncitos rosados y de su carita?, ¿cómo engañarla para atraerla a un

lugar oculto y apartado?, ¿cómo se llamaba?, ¿dónde vivía?, ¿qué le gustaba hacer y qué

no?, ¿qué lugares frecuentaba ir? Mientras me encontraba meditabundo y confundido

planteándome estas cuestiones, tocaron a la puerta; sin embargo, los golpes los oía

como si viniesen de lejos (a pesar de que en realidad me encontraba a poco más de dos

metros de la puerta), parecíanme como ecos perdidos en un extraño estado de vigilia

rayano al sueño. De pronto, abrieron la puerta, y entró la dueña de la habitación, a la

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cual observé con la boca abierta como si me hubiera causado sorpresa su inesperada

presencia. Era esta una mujer de unos cuarenta y tantos años, alta, metida en carnes, y

de ojos de un peculiar tono azul grisáceo. Tenía el cabello negro y recogido en forma de

moño, y algunos mechones caían sobre sus hombros; se descubría en toda su persona

asomos de santurronería, de hecho, a la primera mirada no sé por qué su expresión

inquisitiva y de desconfianza me produjo repugnancia, era una criatura cuyo aspecto

revelaba una existencia de chismes y creencias supersticiosas, y, no obstante, había un

aire caritativo que la rodeaba imperceptiblemente. No obstante, en cuanto la miré

detenidamente supe que bajo el vestido gris que la cubría, había un cuerpo apetecible,

de caderas anchas y piernas seductoras. La primera vez que la vi no reparé en ella, sólo

recuerdo que me dijo su nombre y que era viuda mientras me mostraba el pequeño

cuchitril deshabitado que le renté. Pero hacía dos meses que no le daba ni un peso.

En medio de un pasmo rayano a lo risible nos miramos el uno al otro durante unos

veinte segundos.

—Disculpe usted en interrumpirle en sus meditaciones—me dijo la mujer sin dejar de

mirarme con un aire de recelo—. Sólo he venido a decirle si tiene al menos un abono

del alquiler.

—Me da pena con usted, señora Lucía—le respondí con voz apagada—, pero la verdad

es que no tengo dinero. No he conseguido trabajo, no sé qué hacer…pero le aseguro que

en cuanto tenga dinero le pagaré.

—Oh, no se preocupe usted entonces—dijo, abrió del todo la puerta y avanzó

pausadamente unos dos o tres pasos para examinarme de cerca—. Bien recalca la Biblia

que nos ayudemos los unos a los otros.

—Gracias por su comprensión, señora Lucía—le dije sin dejarla de mirar

cuidadosamente.

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—Sin embargo, lo noto extraño, ¿qué le sucede?

—No dormí bien, nada más…—y de pronto me levanté y me puse frente a ella—. ¿Se

nota que estoy desvelado?

La mujer me miró con los ojos muy abiertos y con indecisión, y, en cuanto la observé de

cerca, algo en sus facciones me recordó el semblante de la niña desconocida, había un

aire de semejanza vago e indescriptible que me dejó de repente estupefacto.

—Le hace falta descansar y comer bien—me dijo, y parecía querer decirme algo más

pero a juzgar por su semblante indeciso no supo qué. Entonces, de pronto, me sentí

seducido y excitado al tener de cerca a esta cuarentona, y no pude evitar clavar mis

hambrientos ojos lujuriosos en sus pechos que se dejaban ver tentadoramente en ese

ligero vestido que traía puesto: tenía unas tetas abultadas, blancas y muy redondas. Sentí

un deseo ardiente de mamar aquellas ubres rosadas. Pero la señora Lucía, dándose

cuenta de que le miraba los pechos, retrocedió turbada y, antes de retirarse, me dijo

mirándome con desconfianza santurrona:

—Paso otro día por aquí…, espero se mejore.

Y dichas estas palabras abandonó el cuartucho. Me quedé anonadado ante el extraño

parecido de esta mujer con la niña que tanto deseba desflorar.

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IV

Mi ocupación durante las siguientes tres semanas fue espiar a la encantadora chica. Me

había habituado a acecharla en los alrededores y afuera de la escuela, siempre teniendo

cuidado en que no reparara en mi presencia; en algunas ocasiones la seguía a hurtadillas

ansiando enormemente agarrarla y llevármela conmigo a un lugar retirado para estirar

sus brazos, amarrárselos en caso de ser necesario, y disfrutar como un desquiciado

hambriento de su cuerpo virginal. Pero me daba cuenta de que esta pretensión mía

quedaba atascada ante las posibles desastrosas consecuencias que traería mi enfermo

deseo si alguien delatase la violación o si ella misma me denunciara y, dado el caso de

que la ley lo probara, terminase mis días en la cárcel en condiciones

infrahumanas…Pero no, el acto se llevaría a cabo en secreto, nadie lo sabría, todo

permanecería oculto, ella no le diría a nadie…, sólo mantendría su boquita callada.

Cuando regresaba a mi misérrimo cuarto durante el día, luego de acechar a la chica, me

envolvía en una noche artificial, cubría la única ventana que había con una cortina de

color café oscuro que impedía que los rayos del día penetraran en el interior, pues en la

oscuridad me imaginaba más vívidamente la imagen hermosa de ella, completamente

desnuda frente a mí, para hacerle lo que se me viniese en gana. Ansiaba con una locura

abrasadora pellizcar y lamer sus pezones…, pero estas ansias debían convertirse en

acciones, debía actuar, debía elaborar un plan sobre cómo raptarla, buscar un medio que

me facilitara hacerlo, un engaño certero…, tenía que hacerla mía como sea. Para serles

sincero, de buena gana me hubiera gustado ganarme su corazón mediante una vía noble,

pero al recordar nuestros dos encuentros eché de ver claramente que aquello era casi

imposible. ¡Qué desgracia, me rechazaba y le daba miedo! En ciertas ocasiones intenté

aliviar mi espíritu y olvidarla, pero la idea de violarla me absorbió por completo…toda

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ella me enloquecía, y lo que más me atraía y me trastornaba de su persona era el pudor

virginal de su cara. ¡Tenía que tener su carita entre mis manos, pellizcarle violentamente

las mejillas y humedecerlas con mi lengua!..., pero… ¿qué ocurría realmente en el

interior de mi cabeza?, ¿cómo podía apaciguar la tormenta que se desencadenaba en mi

cerebro?… ¡Estaba locamente obsesionado por ella!

Dos días antes de la posada que se llevaría a cabo en la preparatoria, me hallaba, como

de costumbre, afuera de la entrada de la escuela bajo la sombra de un árbol esperando a

que saliera la chica a eso de la una de la tarde. La chica no me miraba desde el

encuentro que tuvimos en el parque, pues los días siguientes procuré ocultarme,

alejándome a la esquina o del otro lado de la calle en cuanto veía que se aproximaba,

pero esta ocasión llevaba puestos unos lentes oscuros y un sombrero de paja que me

prestó uno de mis hermanos un día anterior, de suerte que no me reconocería si

despistaba bien mi presencia. Al cabo de media hora, varios alumnos de primer

semestre salían de sus aulas y algunos se dirigían a la entrada de la escuela a esperar el

camión, a platicar, o a divertirse con tontería y media. Yo estaba impaciente por verla a

ella, miraba a todos los rincones del interior de la escuela, pero no la veía…hasta que,

después de unos quince minutos, la miré que venía acompañada de la misma chica

morena a la que le advirtió sobre mi presencia la primera vez que la vi. Para no seguir

viéndola temiendo que se diera cuenta de mi presencia, volví el rostro hacia la avenida

silbando con aire despreocupado; en esto, noté de reojo que ella y su amiga estaban tan

cerca de mí, que podía escuchar claramente su conversación. ¿Qué decían? Pero yo no

oía sus palabras, sólo me concentré en mirar de reojo a la niña de claros ojos, volvía a

estar cerca de ella…, luego de un par de minutos, escuché mientras se despedían:

—Entonces, ¿si vendrás a la posada, Adaris?—dijo la chica morena.

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“¡Oh, Adaris, Adaris, Adaris!—pensé con una sensación agradable al saber por fin el

nombre de mi deliciosa nena—. El nombre está en dulce armonía con su figura y

facciones aniñadas… ¡Adaris, Adaris, Adaris!”

—Claro que sí, llegaré como a eso de las cinco—respondió Adaris sonriendo—. ¿Te

animas a cantar villancicos?

—Me gusta más bailar—respondió la amiga—. Oye…, antes de irme, quiero decirte

algo.

— ¿Qué pasa?—preguntó Adaris.

—Mañana que te vea te daré mi regalo de navidad.

— ¿Qué cosa me vas a regalar, Paulina?—Dijo Adaris y en su semblante brilló una

pueril expresión de curiosidad.

—No tiene caso que lo sepas ahorita, mañana lo sabrás..., no seas impaciente… ¡ahí

viene e camión! ¡Te veo mañana a las cinco!

Se despidieron con un beso, y, durante un rato, Adaris se quedó parada con aire

pensativo. Ella no se daba cuenta de que la observaba a hurtadillas. ¿Volver a dirigirle

la palabra? Por supuesto que no, era mejor esperar el momento adecuado para… ¿para

qué? Después de reflexionar, resolví seguirla hasta su casa, necesitaba saber dónde y

con quién vivía. Entonces, la busque con la mirada y observé, pasmado, que se alejó

sola a pie por la avenida F…, hacia el norte de la ciudad; me incorporé en seguida, y la

seguí silenciosamente, preguntándome por qué se había ido sola, cosa que no

acostumbraba hacer. Apenas habíamos caminado cuatro cuadras, observé que la chica

dobló por una calle y tras unos pasos se internó en una casa de dos pisos de paredes

color azul blanquecino, bien enrejada, con un espacioso patio adornado de flores, y en la

cochera había una camioneta de modelo reciente. No vivía muy lejos de la escuela y al

parecer vivía con sus padres. En aquella casa sin duda había gente.

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Di por hecho que sería muy difícil llevar a cabo mi acto sexual en su casa, era muy

riesgoso intentarlo, de manera que pensé rápidamente en otras opciones; me devanaba

los sesos pensando en dónde podría hacerla mía sin que nadie lo supiera. Pero, ¿en qué

lugar? Pensaba que para ello era indispensable atraerla a un sitio apartado mediante un

eficaz engaño…, pero, ¿cómo engañarla? Entonces, de repente, a mi mente acudió la

imagen de su amiga…, una idea ingeniosa y morbosa se enterró en mi cerebro: como

había escuchado que Paulina le daría un regalo, se me ocurrió escribir en una carta,

haciéndome pasar por Paulina, que el susodicho regalo se lo entregaría en tal dirección

y no en la escuela durante la posada como había quedado acordado. En cuanto me dirigí

al bulevar miré a un transeúnte y le pregunté dónde había una papelería, y me dijo que a

la siguiente calle al doblar a la izquierda estaba una. Corrí hacia allá sin dejar de sonreír

burlonamente; llegué, compré un sobre, una hoja blanca y una pluma de tinta azul y

luego me dirigí hacia una banca para escribir la carta. Escribí con una letra delicada,

dibujé corazones y caras de gatos en miniatura para darle un toque de amistosa dulzura.

En la carta se decía, de manera breve, que el regalo sería entregado entre las calles B…,

y R…, en la colonia O…, afuera de una casa de dos pisos color azul claro, donde la

destinataria sería recibida por su amiga de quien la escribía, después se irían juntas

hacia la escuela a divertirse en la posada, y se disculpaba por no aclararle el por qué, y

que le mandaba muchos besos y abrazos. Empero, a decir verdad, la dirección que había

escrito en la carta correspondía a una vieja casa deshabitada construida en medio de un

gran terreno repleto de árboles secos, que estaba a orillas de la colonia O…, en una

parte no muy frecuentada por personas, alejada de las demás casas y que lindaba con el

monte que se extendía al sureste de la ciudad a la falda de un cerro. En uno de mis

incontables vagabundeos por las calles, tuve la ocasión de pasar frente a aquella tétrica

construcción y en medio de mis cavilaciones se me antojó pensar que era una casa que

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había sido abandonada por una familia cuya generación acarreaba desde hacía siglos

una sombra fantasmal y opresora. Como se ve, tenía espíritu novelesco de empedernido

poeta gótico. Estaba completamente abandonada, y a juzgar por el perturbador aire que

se respiraba en aquel aislado paraje, supuse que nadie tenía interés en comprar o alquilar

aquella lúgubre morada…, o tal vez tendría dueño, pero la había abandonado a causa de

un terrible suceso paranormal que ocurrió dentro de sus habitaciones. Sin extenderme

más, era el lugar adecuado para llevar a cabo mi ardiente deseo.

En cuanto metí la carta al sobre, firmada con el nombre de “Paulina”, me dirigí

cuidadosamente frente a la casa de Adaris. No había nadie afuera, y entonces coloqué la

carta en el sobre de correos de tal manera que se mostrara visible, toqué el timbre y corrí

como un chicuelo hacia la esquina ocultándome detrás del tronco de un árbol para

cerciorarme quién saldría a recibir la carta. Al cabo de unos momentos, salió mi

hermosa Adaris; aún llevaba puesto el uniforme escolar, miró alrededor y de repente

reparó en la carta, la cogió y se metió a la casa. No alcancé a distinguir qué expresión

tomó su carita angelical al leer la carta, pues estaba bastante retirado de ella.

El plan ya estaba empezado; al retirarme caminando hacia mi cuarto experimenté una

especie de satisfacción…, en menos de un día tendría para mí solo a la niña de mejillas

enrojecidas haciéndola gemir con las piernas abiertas. ¡Cuán placentero debía ser

quitarle la virginidad a esta niña! ¡Cómo me excitaba esta idea!

Pasé el resto del día deambulando sin rumbo fijo, y sólo sé que llegué al cuarto en la

noche. Me había comprado una botella de mezcal de un litro que tenía alrededor de

cincuenta grados de alcohol, y volví de nuevo a la bebida. Durante las tres semanas que

llevaba acechando a la chica, el poco dinero que me restaba y el que conseguí a duras

penas limpiando carros afuera de ciertos supermercados, me lo gastaba en bebidas

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embriagantes, y casi todas estas noches me la pasaba sumido en un miserable y delirante

estado de borrachera.

Después de vaciar media botella, me tomé una pastilla de clonazepam que me

proporcionó un sujeto del barrio, y luego me tendí sobre el colchón sonriendo con un

gesto depravado imaginando el atardecer del día siguiente y la sombría casa

abandonada. Al cabo de veinte minutos, caí en una profunda somnolencia, sin embargo,

no podía conciliar el sueño, estaba como embotado en un pesado estado de languidez

deprimente. De repente, creía sentirme arrebatado por ataques de pánico, pero no podía

moverme; a veces, podía mover mis miembros empapados por un sudor frío, otras

veces, creía escuchar voces graves que me incitaban a degollar niñas para beber su

sangre, y durante un buen rato esas voces me sumieron en una paranoia perturbadora.

Cerraba y abría la boca con furia, miraba cada rincón del cuarto temiendo que,

enterándose de mi propósito, la policía entrara y me esposaran llevándome a la

cárcel…Comencé a delirar de una forma temblorosa y horrible, perdí la noción del

tiempo, y en ciertos momentos sentía que algo invisible intentaba asfixiarme. En cuanto

grité el nombre de Adaris desperté sobresaltado lanzando espumarajos, me incorporé y

de repente observé de una manera muy viva a la deliciosa Adaris frente a mí. Ella se

desabrochaba lentamente un pantalón de mezclilla que traía puesto a la vez que me

sonreía de una forma seductora. ¡Oh, qué suaves y blancos muslos!, ¡dios mío, qué

muslos!, ¡qué placer encontraría al lamer esa carne tan blanca y delicada! Como un león

hambriento me lancé sobre ella, le despedazaba la blusa a la vez que rechinaba los

dientes, y entonces…, pero… ¡delirios y más delirios!, pues una densa bruma nos

envolvió y desperté riendo como un triste loco. El resto de la noche permanecí insomne

pensando en el placentero dolor que iba a infligirle al desflorarla, me estremecía y me

sacaba de quicio el no desflorarla aún…violarla se había convertido para mí en un deseo

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frenético, les juro que me era imposible disipar semejante idea…, tenía que violarla,

oírla gemir y ver la expresión dolorosa de su carita mientras lo hacía, llenándome de

éxtasis.

Me desperté después de mediodía, con una impresión sombría y extrañamente

regocijante, pues en el atardecer la niña sería completamente mía. Sin embargo, apenas

me levanté noté que había un tono musical dentro de mi mente que resonaba con

monótona frecuencia, era un sonido hostil y enfermizo envuelto en un aire psicótico que

me dejaba una rara desazón. No sabría definir mi estado psicológico en esos momentos,

era indefinible. “Debes saciar cuanto antes tu devorador y ardiente deseo—me decía una

voz interior que me era desconocida—, busca a la niña, y no permitas que nadie se dé

cuenta mientras disfrutas de su jugosa virginidad. Porque aunque quisieras olvidarla, no

podrías, ¡no te engañes a ti mismo! Si no la haces tuya, ¿qué cosa eres? ¿Un miserable

que reprime los impulsos y sentimientos que le son adecuados a su naturaleza?...Vas a

violarla y le dirás que se quede calladita si no quiere que su familia se vea malherida…

¡hazla tuya!, ¡rómpele el himen!” Me llevé las manos a la cabeza figurándome que mi

situación no tenía otra salida más que la de acatar lo que esa voz perturbadora me decía.

Salté del colchón, me puse una camisa oscura de manga larga que me venía grande, un

pantalón de color café, unos converse negros, después me lavé la cara y salí afuera con

el propósito de dirigirme a la casa abandonada; sin embargo, regresé al cuarto y cogí

una navaja cuya hoja medía un poco más de quince centímetros, la afilé y para que

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nadie me viera con ella la escondí cuidadosamente detrás del pantalón de manera que

quedara oculta bajo la camisa que llevaba puesta. De este modo, de ser necesario, podía

amenazar a la chica en caso de que quisiera gritar para que alguien la oyera. Me faltaba

una cosa más: en cuanto salí a la calle me dirigí a una ferretería a comprar un pedazo de

cuerda lo suficientemente largo para amarrar las muñecas de mi apetitosa niña.

Por fin, a eso de las tres de la tarde me encaminé hacia la casa vacía. Era un día nuboso

y pálido de diciembre. Mientras caminaba, en ciertos momentos, la ejecución de mi plan

me parecía que podía verse retrasada a causa del tipo de letra que empleé en la carta. No

estaba seguro que Adaris hubiera dado por hecho de que en realidad se trataba de su

amiga Paulina la que le había escrito a última hora, y bien pudo suceder que, tomándola

como una falsificación o una broma por parte de algún compañero suyo de la escuela, la

haya tirado a la basura. Pero, ¿y si de verdad no dudó en que se trataba de su amiga y

dentro de poco más de una hora llegaría sola justo enfrente de la casa abandonada?

¿Llegaría sola o acompañada de sus padres? ¿Qué otros obstáculos se interpondrían para

llevar a cabo la ejecución placentera de mi plan? Resolví no pensar más en el asunto, y a

eso de las cuatro de la tarde, me encontré en la casa vacía. Como esperaba, se

encontraba completamente deshabitada; el inmueble era de dos pisos, muy espacioso,

con numerosos cuartos grandes y con algunas ventanas cubiertas con viejas cortinas

oscuras que le daban un aspecto aún más lúgubre. Algunos árboles secos rodeaban a la

casa de tal manera que los rayos del sol rara vez daban a parar a sus paredes. Para mi

ventaja, la entrada principal de la casa no distaba mucho de la calle, sería unos diez

metros que debía avanzar en caso de que Adaris se quedara recelosa sin moverse en la

banqueta. Había una ventana en la parte de la sala donde podría observar deslizando un

poco la cortina el momento en que la chica llegara.

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Todo parecía marchar a pedir de boca, sin embargo, una cuestión vino enseguida a

incrustarse en mi excitada mente: ¿se llegaría a descubrir la violación? ¿Abusaría de ella

con la cara descubierta, exponiéndome a que, después de haber satisfacido mi apetito

sexual, la chica corriera enseguida a denunciarme ante la policía o iría con sus padres o

amigos confesándoles que un sujeto de tales características le quitó a la fuerza la

preciada virginidad? No obstante, tras reflexionar algunas conclusiones, llegué al punto

de afirmar que la dulce niña no se atrevería a denunciarme, no diría ni una sola palabra a

nadie de lo ocurrido, pues una insuperable vergüenza le impediría hacerlo, cosa que es

natural en una jovencita de esa edad; además, la amenazaría con hacerle daño a su

familia si se atrevía a abrir la boca. En definitiva, ella permanecería callada y yo vería la

oportunidad de volver a hacerla mía una y otra vez, pues estaba absolutamente

convencido de que para saciarme de esta deliciosa criatura haría falta poseerla cientos

de veces.

El comienzo del acto sexual se acercaba, consulté un reloj (que encontré en una caja de

cereal) y faltaba diez minutos para que llegara Adaris, la mayor fuente de placer. En

esos momentos me puse caliente, me bajé el cierre del pantalón y empecé a

masturbarme con frenesí al imaginar las piernas, los pezones y los labios carnosos de

Adaris…, porque seguramente sus pezones eran rosaditos, como tanto me gustan en las

mujeres. No dejaba de mirar a la calle ni de masturbarme… “Acércate, mi dulce niña,

voy a arrancarte la ropa y a humedecer tus mejillas rojas con mi lengua… Vas a ser mía,

sólo mía…”, musitaba con aire enfermizo. Permanecía asomado por la ventana

figurándome como un maniaco sexual al asecho de niñas vírgenes de entre nueve y

quince años, mi imaginación me presentaba como un desquiciado pedófilo impulsado

por el ansia abrasadora de amasar pechitos femeninos, esas locas ideas me empujaban a

un placer desconocido moldeándome como un sujeto acomplejado y rechazado por

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todos que sólo se complace de ver rostros pudorosos llenos de miedo, de dolor sexual,

¡sí, rostros de niñas, bonitas y vulnerables!

Volví a mirar el reloj y vi que por fin eran las cinco. Extrañamente, no había un alma en

la calle. Sólo de vez en cuando pasaba un carro…Se acercaba el momento del mayor

placer…, el corazón comenzó a latir con más fuerza…, de pronto, un taxi se paró frente

a la casa, agucé la vista: del coche descendió una chica muy joven, se acercó a la

ventana donde estaba el chofer, le pagó y unos instantes después el taxi se alejó y la

calle volvió a quedar desierta. Un deseo sexual indecible ardió dentro de mí al instante:

frente a la entrada de la casa estaba Adaris, luciendo un hermoso vestido corto con

mangas de color azul rey que le llegaba por encima de las rodillas. Se veía

extraordinariamente encantadora y deliciosa. “¡Ahí la tienes ante ti, completamente sola

y vulnerable—volvió a surgir en mi cerebro la voz desconocida, y a cada segundo que

pasaba mi agitación y excitación aumentaba—…¡Abusa de ella hasta que se canse de

gemir!, ¡hazla tuya, date prisa!” ¡Estaba loco, temblorosamente loco! El ansia de tocar

su carne me empujaba infaliblemente en hacerla mía cuanto antes. Clavé los ojos en

ella: la niña miraba a un lado y a otro con desconfianza, y en cuanto miró en dirección

donde yo estaba oculto pude notar claramente que el temor pintó su semblante…Pues,

¿dónde estaba su amiga? ¿Qué tenia que hacer ella en aquel lugar sombrío y

abandonado? ¿Por qué seguía inmóvil mirando con aire escrutador sin optar por irse de

ahí cuanto antes? En esos instantes, parecíame que la voluntad me abandonaba, no

obstante, me relamía al mirarla y me daba cuenta que la chica estaba sola, a unos

escasos pasos de mí. De ahí que debía actuar cuanto antes, lo más rápido posible. En tan

sólo unos breves segundos me figuré que tomaba su cuello blanco con mis manos para

estrangularla, que agarraba sus mejillas para amasarlas, para escupirlas…, pero en el

fondo lo único que quería hacer era violarla, nada más. Entonces, con locura febril corrí

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hacia ella, me escondí en un enmarañado matorral y cuando observé que ella estaba a

espaldas de mí mirando con aire indeciso la calle, salí y la agarré por detrás

desprevenidamente: la niña lanzó un grito, pero apenas lo hizo tapé su boca con la mano

izquierda y con la derecha sostuve la navaja cerca de su garganta, y le dije, presa de un

delirio placentero:

— ¡Cállate, cállate!..., en unos momentos gritarás lo que quieras, pero aquí en la calle,

no.

La chica, temblando de terror, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y noté que al

hacerlo cada fibra de mi cuerpo ardía al tenerla por fin en mis manos, y al escuchar su

agitación entrecortada y ver la mortal pero encantadora palidez de su semblante, sonreí

con una frialdad escalofriante. En seguida, la llevé conmigo dentro de la casa sin dejar

de amenazarla con la navaja, y nos dirigimos a una habitación apartada que daba con el

patio trasero y donde había en su interior una cama con un colchón blanco, cubierto

ligeramente de polvo. En cuanto puse la navaja en el suelo, la chica intentó huir, pero la

alcancé con facilidad, y, adoptando un aire morboso y feroz, le dije con lentitud:

—Escucha niñita: ¡voy a violarte! ¡Te violaré hasta el cansancio!, ¿me oyes?, gritarás de

dolor y querrás que me detenga suplicándome con gemidos… ¿Me tienes miedo,

chiquita?, ¿eh?..., ¡responde!—grité en un acceso enloquecedor.

— ¡Quítese, no me haga daño!—imploraba la niña con los ojos llorosos sin dejar de

temblar y de mirarme a los ojos con pavor, pero con un pavor pudoroso que me gustaba

y me hacía sonreír—. Haré lo que usted quiera, pero por favor no me toque—y comenzó

a gemir, mientras que me regocijaba al oír esos sonidos infantiles tan gratos para mi

oído.

—Eres una encantadora delicia—respondí con una entonación sombría, y con la yema

de los dedos palpé suavemente sus carnosos labios rosaditos—… ¿Crees que te voy a

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dejar libre sin verte desnuda?.. ¡Sí, mírame con ese miedo púdico que te hace ver más

adorable!..., ¿te gusto?..., estás deliciosa, niña, te deseo con ardor infinito…, te juro que

pasaría todo el día lamiendo tu cuerpo y tu carita de virgen… ¿verdad que eres virgen?

¡Contéstame!

—Sí…, sí…—balbució la niña sin cesar de temblar—. ¡Déjeme, por favor!...—y con la

mano derecha intenté palpar su pubis pero ella opuso resistencia—, ¡no me toque, no lo

haga...!, ¡ay, suélteme!—gimió al borde del llanto cuando pasé mi ávida lengua sobre su

mejilla enrojecida—, ¡no, no, déjeme, infeliz!—continuó gritando.

— ¡Sí, grita más fuerte, sigue gimiendo!—dije apretando los dientes con furia lasciva y

escurriéndome saliva por la boca semejante a un perro con rabia—. ¡Me encanta que

grites y me mires de ese modo tan especial!..., ¡sí, mírame así!, te deseo tanto, eres mi

adicción, me vuelves loco, ¿comprendes?..., ¿me permites que te desvista?—y ella

movió la cabeza en una gesto de negación, y al ver fijamente sus pupilas muy dilatadas

me excité aún más—. ¡Escúchame bien, estúpida!—musité presa de un singular delirio

que me causaba un sumo placer—: voy a morder y lamer tus pezoncitos, ¿sí?

— ¡Por favor, no siga!—seguía suplicando y oponiendo resistencia, pero mi fuerza era

muy superior a la de ella, resultando inútil que intentara escapar de mis brazos —.

¡Déjeme!..., ¡no, no!—y sus labios rosaditos y húmedos se contrajeron, y noté que en

sus ojos se traslucía una gran repugnancia por mí.

— ¡Cállate!—grité con la boca llena de saliva—. Te violaré toda la noche,

¿entiendes?..., no sabes cuánto te gustará, mi niña…—y en ese momento la chica

intentó darme un rodillazo, pero en cuanto giré el cuerpo a un lado lo evité, y,

agarrándole las muñecas con más fuerza, le di una bofetada que la tumbó en el colchón.

En cuanto la vi acostada cubriéndose las mejillas con las manos y sin dejar de llorar, me

abalancé lentamente sobre ella, tomé sus brazos, los estiré, y, al estar encima de su

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carne fresca y tersa me hallé presa de un enfebrecido deseo sexual. Al verme encima de

ella, dejó escapar entrecortados gemidos que expresaban un púdico miedo que me

alimentaba—. Nunca he estado con una mujer—dije con voz trémula y baja, a punto de

perder la cabeza, rayano al paroxismo—, siempre me han rechazado, siempre me han

visto como un maldito enfermo…,pero ahora, te tengo conmigo y tú solita me bastas

para saciarme…¡ándale, grita, gime, quiero escucharte gemir mientras te desangro!

Enseguida, desgajé violentamente su vestidito azul y empecé a acariciar y a lamer sus

pechitos blancos e insinuantes, ¡sí, como lo oyen!, ¡qué placer sublime me causó chupar

esos pezoncitos duros y rosados mientras la oía gemir y la sentía moverse de un lado a

otro evitando mi contacto! Ella ponía resistencia, pero mi fuerza la dominaba…,

entonces, le arranqué el vestido y le abría las piernas para violarla sin cesar con una

furia bestial…pero, de repente, justo en esos instantes se oyó una voz que provenía de la

entrada de la casa.

“¡Adaris, Adaris!, ¿estás ahí?” Rápidamente la tapé la boca a la niña con la mano y la

amenacé que no gritara. En breves segundos, un helado estremecimiento me recorrió el

cuerpo. Esa voz era la de su amiga Paulina… ¿cómo supo que Adaris estaba en la casa

vacía?...Agucé el oído y escuché varios pasos…”Vente, hija, ¿cómo crees que tu amiga

va a estar aquí sola?”, se oyó otra voz, me di cuenta que era indudable que había gente a

unos metros de nosotros. Adaris, al oír la voz de su amiga, gemía desesperadamente

como para que la oyera, yo apretaba más su boca, pero al echar una mirada escrutadora

a la entrada de la habitación, me mordió la mano y exclamó con voz temblorosa:

— ¡Ayúdenme…, ayúdenme!

El mundo entero de derrumbó horriblemente ante mis ojos; sin embargo, en breves

segundo recuperé un poco el control de mí mismo, y, comprendiendo que si permanecía

ahí probablemente sería mi ruina, agarré la camisa y me subí el pantalón.

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— ¡Vas a ser mía, te juro que vas a ser mía!—fue lo único que pronuncié antes de

lanzarme como loco fuera de la habitación atravesando una ventana abierta que daba al

patio trasero. Corrí con una fuerza extraordinaria y minutos después me interné en la

espesura del monte. Me sentí terriblemente frustrado.

“¡Maldita sea, no pude hacerla mía!—pensé al verme solo entre los árboles—. Y ahora,

¿qué hago?” No obstante, en cuanto se aclaró un poco las brumas que oscurecían mi

estado mental, advertí que para esos momentos ya se habría dado aviso a las

autoridades, y seguramente me estarían buscando. Debía dirigirme cuanto antes al

cuarto. Para ello, tuve que escalar el cerro y salir por el otro lado donde estaba una

colonia.

Antes del anochecer comenzó a llover. Era de noche cuando llegué al cuarto empapado

de agua. En seguida me desvestí, busqué en un cajón del viejo mueble que estaba en el

baño una navaja de afeitar, y, tomando un pequeño espejo de mano, me puse a

rasurarme toda la barba. Temía que de un momento a otro entrara la policía y me

llevaran al calabozo, de manera que me temblaba la mano y me rasuré mal, cortándome

la cara. Tenía que abandonar el cuarto cuando antes e irme a un lugar oculto…, pero,

¿adónde? Se me ocurrió raparme la cabeza, pero no tenía una máquina de rasurar para

ello. ¿Qué debía hacer? A cada minuto que pasaba una monstruosa inquietud me

devoraba por dentro como un gusano. Entonces, me puse el pantalón, que aún estaba

mojado, y una camisa de manga larga gris, me froté la cara con agua fría, y resolví irme

de ahí cuanto antes. Tomé una bolsa negra que se usa para poner basura, eché los libros

que tenía en ella y salí afuera cerrando con llave el cuarto. La idea de que pudiera

identificarme la policía me aterrorizaba; pensé que no debía irme caminando por las

calles exhibiéndome. Estando en esta incertidumbre, apareció de pronto un taxi, le hice

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la parada y le dije al chofer que me llevara a la iglesia de San J…, donde iba con

frecuencia a comer.

En cuanto toqué el timbre que estaba en la entrada del edificio, donde algunos hermanos

dormían o rezaban, me abrió el sacristán que velaba de noche, y, al ver que estaba

temblando como una hoja y al reparar en mi aspecto misérrimo e inquieto me tomó por

un mendigo víctima de la bebida y me hizo pasar. Estaba dentro de una cálida celda

cuando un pesado sopor atacó mis sentidos, vacilé, las paredes dieron vueltas alrededor

de mí y caí perdiendo el conocimiento.

VI

Hoy, cuatro años después, soy sacristán en la iglesia donde me alojaron aquella noche,

vivo recluido en un pequeño aposento dentro de la iglesia, alejado casi por completo de

la sociedad. No he vuelto a ver a Adaris…, sin embargo, he de confesarles que no hay

una noche en que no me entre en la mente un ansia ardiente de volver a buscar a la

niña… Me pregunto, ¿pensará en mí por las noches?

VAN HARZÖNG

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