Dublineses-James Joyce
Dublineses-James Joyce
Dublineses-James Joyce
DUBLINESES
JAMES JOYCE
PUBLICADO: 1914
TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
ORIGEN: EN.WIKISOURCE.ORG
LISTADO DE RELATOS
Las hermanas 1
Un encuentro 8
Araby 14
Eveline 19
Después de la carrera 23
Dos galanes 27
La casa de huéspedes 36
Una nubecilla 41
Duplicados 52
Polvo y ceniza 61
Un triste caso 66
Efemérides en el comité 73
Una madre 87
A mayor gracia de Dios 96
Los muertos 116
LAS HERMANAS
Esta vez no había esperanza para él: era el tercer ataque. Noche tras no-
che había pasado por la casa (era tiempo de vacaciones) y estudiado el cua-
drado de la ventana iluminado: y noche tras noche lo había encontrado ilu-
minado de la misma manera, tenue y uniformemente. Si estaba muerto, pen-
sé, vería el reflejo de las velas en la persiana oscurecida, pues sabía que a la
cabecera de un cadáver hay que ponerle dos velas. Él me había dicho a me-
nudo: "No me queda mucho tiempo en este mundo", y yo había creído que
sus palabras eran vanas. Ahora sabía que eran ciertas. Todas las noches,
mientras miraba por la ventana, me decía en voz baja la palabra parálisis.
Siempre había sonado extrañamente en mis oídos, como la palabra gnomon
en el Euclides y la palabra simonía en el Catecismo. Pero ahora me sonaba
como el nombre de algún ser maléfico y pecaminoso. Me llenaba de temor
y, sin embargo, anhelaba estar más cerca de él y contemplar su obra mortal.
El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a ce-
nar. Mientras mi tía me servía la comida, dijo, como si volviera a hacer un
comentario anterior:
"No, no diría que era exactamente... pero había algo raro... había algo ex-
traño en él. Le diré mi opinión. . . ." Empezó a dar caladas a su pipa, sin
duda ordenando su opinión en la cabeza. ¡Viejo loco cansino! Cuando lo
conocimos era bastante interesante, hablando de desmayos y gusanos; pero
pronto me cansé de él y de sus interminables historias sobre la destilería.
"Tengo mi propia teoría al respecto", dijo. "Creo que fue uno de esos...
casos peculiares. . . . Pero es difícil de decir. . . ."
Empezó a dar otra calada a su pipa sin darnos su teoría. Mi tío me vio mi-
rando y me dijo:
"Bueno, así que tu viejo amigo se ha ido, lo lamentarás".
"¿Quién?", dije.
"El padre Flynn".
"¿Está muerto?"
"El Sr. Cotter nos lo acaba de decir. Pasaba por la casa".
Sabía que estaba bajo observación, así que continué comiendo como si la
noticia no me hubiera interesado. Mi tío le explicó al viejo Cotter.
"El joven y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó mucho, y dicen
que le deseaba mucho".
"Que Dios se apiade de su alma", dijo mi tía piadosamente.
El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus pequeños y bri-
llantes ojos negros me examinaban, pero no quise satisfacerlo levantando la
vista de mi plato. Volvió a su pipa y finalmente escupió groseramente en la
rejilla. "No me gustaría que mis hijos", dijo, "tuvieran mucho que decir a un
hombre como ese".
"¿Qué quiere decir, señor Cotter?", preguntó mi tía.
"Lo que quiero decir", dijo el viejo Cotter, "es malo para los niños. Mi
idea es: dejar que un muchacho joven corra y juegue con muchachos de su
edad y no sea. . . ¿Estoy en lo cierto, Jack?"
"Ese es mi principio también", dijo mi tío. "Que aprenda a boxear en su
esquina. Eso es lo que siempre le digo a ese Rosacruz: que haga ejercicio.
Cuando era un niño, todas las mañanas de mi vida me bañaba con agua fría,
en invierno y en verano. Y eso es lo que me queda ahora. La educación está
muy bien y es grande. . . . El Sr. Cotter podría elegir esa pierna de cordero",
añadió a mi tía.
"No, no, para mí no", dijo el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la cámara y lo puso sobre la mesa.
"¿Pero por qué cree que no es bueno para los niños, señor Cotter?",
preguntó.
"Es malo para los niños", dijo el viejo Cotter, "porque sus mentes son
muy impresionables. Cuando los niños ven cosas así, ya sabes, tiene un
efecto. . . ."
Me tapé la boca con un gesto por miedo a dar rienda suelta a mi ira. ¡Vie-
jo imbécil de nariz roja!
Era tarde cuando me dormí. Aunque estaba enfadado con el viejo Cotter
por aludir a mí como a un niño, me rompí la cabeza para extraer el signifi-
cado de sus frases inacabadas. En la oscuridad de mi habitación imaginé
que volvía a ver el pesado rostro gris del paralítico. Me tapé la cabeza con
las mantas y traté de pensar en la Navidad. Pero el rostro gris me seguía.
Murmuraba; y comprendí que deseaba confesar algo. Sentí que mi alma re-
trocedía a alguna región placentera y viciosa; y allí la encontré de nuevo es-
perándome. Comenzó a confesarse con voz murmurante y me pregunté por
qué sonreía continuamente y por qué los labios estaban tan húmedos de sa-
liva. Pero entonces recordé que había muerto de parálisis y sentí que yo
también sonreía débilmente como para absolver al simoníaco de su pecado.
A la mañana siguiente, después del desayuno, bajé a ver la casita de la
calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones, registrada bajo el vago
nombre de Drapery. La pañería consistía principalmente en patucos y para-
guas para niños; y en los días ordinarios solía colgar en el escaparate un
anuncio que decía: Paraguas Recubiertos. Ahora no se veía ningún aviso
porque las persianas estaban subidas. Un ramo de crape estaba atado a la
aldaba de la puerta con una cinta. Dos mujeres pobres y un chico de los te-
legramas estaban leyendo la tarjeta clavada en el crape. Yo también me
acerqué y leí:
1 de julio de 1895
El reverendo James Flynn (antes de la iglesia de S. Catherine, en la calle
Meath), de sesenta y cinco años de edad.
R. I. P.
La lectura de la tarjeta me convenció de que estaba muerto y me inquietó
el hecho de encontrarme en jaque. Si no hubiera muerto, habría entrado en
la pequeña y oscura habitación que hay detrás de la tienda para encontrarlo
sentado en su sillón junto al fuego, casi sofocado en su gran abrigo. Tal vez
mi tía me hubiera dado un paquete de tostadas para él y este regalo lo hu-
biera despertado de su aturdimiento. Siempre era yo quien vaciaba el pa-
quete en su tabaquera negra, pues sus manos temblaban demasiado para
permitirle hacerlo sin derramar la mitad del rapé por el suelo. Incluso cuan-
do levantaba su gran y temblorosa mano hacia la nariz, pequeñas nubes de
humo se escurrían entre sus dedos por la parte delantera de su abrigo. Es
posible que estas constantes lluvias de rapé dieran a sus antiguas prendas
sacerdotales su aspecto verde y descolorido, ya que el pañuelo rojo, enne-
grecido, como siempre, por las manchas de rapé de una semana, con el que
intentaba quitarse los granos caídos, era bastante ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve el valor de llamar a la puerta. Me alejé
lentamente por el lado soleado de la calle, leyendo a mi paso todos los
anuncios teatrales de los escaparates. Me pareció extraño que ni yo ni el día
pareciéramos estar de luto y me sentí incluso molesto al descubrir en mí una
sensación de libertad, como si me hubiera liberado de algo con su muerte.
Me extrañaba esto porque, como había dicho mi tío la noche anterior, él me
había enseñado mucho. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y
me había enseñado a pronunciar correctamente el latín. Me había contado
historias sobre las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte, y me había ex-
plicado el significado de las diferentes ceremonias de la misa y de las dife-
rentes vestimentas que llevaba el sacerdote. A veces se divertía haciéndome
preguntas difíciles, preguntándome qué había que hacer en determinadas
circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o sólo
imperfecciones. Sus preguntas me mostraban cuán complejas y misteriosas
eran ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había considerado
como los más simples actos. Los deberes del sacerdote hacia la Eucaristía y
hacia el secreto del confesionario me parecían tan serios que me preguntaba
cómo alguien había encontrado en sí mismo el valor para emprenderlos; y
no me sorprendió cuando me dijo que los padres de la Iglesia habían escrito
libros tan gruesos como el Directorio de la Oficina de Correos y tan estre-
chamente impresos como los avisos de la ley en el periódico, dilucidando
todas estas intrincadas cuestiones. A menudo, cuando pensaba en esto, no
podía responder, o sólo una respuesta muy tonta y vacilante, ante la cual él
solía sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces. A veces me hacía re-
pasar las respuestas de la misa que me había hecho aprender de memoria; y,
mientras yo repetía, él sonreía pensativo y asentía con la cabeza, introdu-
ciendo de vez en cuando enormes pellizcos de rapé en cada fosa nasal.
Cuando sonreía, descubría sus grandes dientes descoloridos y dejaba la len-
gua sobre el labio inferior, un hábito que me había hecho sentir incómodo al
principio de nuestra relación, antes de que lo conociera bien.
Mientras caminaba bajo el sol, recordé las palabras del viejo Cotter y tra-
té de recordar lo que había sucedido después en el sueño. Recordé que me
había fijado en unas largas cortinas de terciopelo y en una lámpara oscilante
de estilo antiguo. Sentí que había estado muy lejos, en alguna tierra donde
las costumbres eran extrañas, en Persia, pensé. . . . Pero no podía recordar el
final del sueño.
Por la noche, mi tía me llevó a visitar la casa del luto. Era después de la
puesta de sol, pero los cristales de las ventanas de las casas que daban al
oeste reflejaban el oro leonado de un gran banco de nubes. Nannie nos reci-
bió en el vestíbulo; y, como hubiera sido indecoroso gritarle, mi tía le dio la
mano a todos. La anciana señaló interrogativamente hacia arriba y, ante el
asentimiento de mi tía, procedió a subir la estrecha escalera que teníamos
delante, con la cabeza inclinada apenas por encima del nivel de la barandi-
lla. En el primer rellano se detuvo y nos hizo una señal alentadora hacia la
puerta abierta de la habitación de los muertos. Mi tía entró y la anciana, al
ver que yo dudaba en entrar, comenzó a hacerme repetidas señas con la
mano.
Entré de puntillas. La habitación, a través del extremo de encaje de la
persiana, estaba impregnada de una luz dorada y oscura, en medio de la cual
las velas parecían pálidas llamas. Había sido atajado. Nannie nos dio la pis-
ta y los tres nos arrodillamos a los pies de la cama. Fingí rezar, pero no
pude ordenar mis pensamientos porque los murmullos de la anciana me dis-
traían. Me fijé en la torpeza con la que se enganchaba la falda por detrás y
en los tacones de sus botas de tela, que estaban pisados hacia un lado. Se
me ocurrió que el viejo cura sonreía mientras yacía en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y subimos a la cabecera de la cama vi
que no sonreía. Allí yacía, solemne y copioso, revestido como para el altar,
con sus grandes manos sosteniendo con holgura un cáliz. Su rostro era muy
truculento, gris y macizo, con los orificios nasales negros y cavernosos y
rodeado de un escaso pelaje blanco. Había un fuerte olor en la habitación:
las flores.
Nos persignamos y nos alejamos. En la pequeña habitación de abajo en-
contramos a Eliza sentada en su sillón en estado. Me dirigí a tientas hacia
mi silla habitual en el rincón, mientras Nannie iba al aparador y sacaba una
jarra de jerez y algunas copas de vino. Las puso sobre la mesa y nos invitó a
tomar una copita de vino. Luego, a instancias de su hermana, sirvió el jerez
en las copas y nos las pasó. Me presionó para que tomara también unas ga-
lletas de nata, pero me negué porque pensé que haría demasiado ruido al
comerlas. Ella pareció sentirse algo decepcionada por mi negativa y se diri-
gió en silencio al sofá, donde se sentó detrás de su hermana. Nadie habló:
todos miramos la chimenea vacía.
Mi tía esperó hasta que Eliza firmó y luego dijo:
"Ah, bueno, se ha ido a un mundo mejor".
Eliza volvió a suspirar e inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Mi
tía acarició el tallo de su copa de vino antes de dar un pequeño sorbo.
"¿Se fue... pacíficamente?", preguntó.
"Oh, muy tranquilamente, señora", dijo Eliza. "No se podía decir cuando
se le fue el aliento. Tuvo una hermosa muerte, alabado sea Dios".
"¿Y el resto...? ?"
"El padre O'Rourke estuvo con él un martes y lo ungió y lo preparó y
todo."
"¿Lo sabía entonces?"
"Estaba bastante resignado".
"Parece bastante resignado", dijo mi tía.
"Eso es lo que dijo la mujer que vino a despedirlo. Dijo que parecía que
estaba dormido, que parecía tan tranquilo y resignado. Nadie pensaría que
sería un cadáver tan hermoso".
"Sí, efectivamente", dijo mi tía.
Ella bebió un poco más de su vaso y dijo:
"Bueno, señorita Flynn, en todo caso debe ser un gran consuelo para us-
ted saber que hizo todo lo que pudo por él. Debo decir que ambas fueron
muy amables con él".
Eliza alisó su vestido sobre sus rodillas. "¡Ah, pobre James!", dijo. "Dios
sabe que hicimos todo lo que pudimos, con lo pobres que somos; no quisi-
mos que le faltara nada mientras estuvo aquí".
Nannie había apoyado la cabeza en la almohada del sofá y parecía estar a
punto de dormirse.
"Ahí está la pobre Nannie", dijo Eliza, mirándola, "está agotada. Todo el
trabajo que tuvimos, ella y yo, trayendo a la mujer para que lo lavara y lue-
go tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglando lo de la misa en la capi-
lla. Solamente por el Padre O'Rourke no sé qué habíamos hecho en reali-
dad. Fue él quien nos trajo todas las flores y los dos candelabros de la capi-
lla y escribió el aviso para el Freeman's General y se encargó de todos los
papeles del cementerio y del seguro del pobre James".
"¿No fue bueno de su parte?", dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y sacudió la cabeza lentamente.
"Ah, no hay amigos como los viejos amigos", dijo, "cuando todo está di-
cho y hecho, no hay amigos en los que un cuerpo pueda confiar".
"En efecto, eso es cierto", dijo mi tía. "Y estoy segura de que ahora que
ha ido a su recompensa eterna no te olvidará a ti ni a toda tu amabilidad con
él".
"¡Ah, pobre James!" dijo Eliza. "No fue un gran problema para nosotros.
No se le oía en la casa más que ahora. Sin embargo, sé que se ha ido y todo
eso. . . ."
"Es cuando todo acabe cuando lo echarás de menos", dijo mi tía.
"Ya lo sé", dijo Eliza. "Ya no le llevaré su taza de té de carne, ni usted,
señora, le enviará su rapé. Ah, pobre James!"
Se detuvo, como si estuviera en comunión con el pasado, y luego dijo
astutamente
"Me di cuenta de que había algo extraño en él últimamente. Cada vez que
le llevaba la sopa lo encontraba con el breviario caído en el suelo, recostado
en la silla y con la boca abierta".
Se puso un dedo en la nariz y frunció el ceño: luego continuó:
"Pero seguía diciendo que antes de que terminara el verano saldría a dar
un paseo en coche para volver a ver la vieja casa donde nacimos en Irish-
town y nos llevaría a mí y a Nannie con él. Si pudiéramos conseguir uno de
esos carruajes nuevos que no hacen ruido, de los que le habló el padre O'-
Rourke, con ruedas reumáticas, por un día barato -dijo- en casa de Johnny
Rush, en el camino, y salir los tres juntos un domingo por la noche. Tenía la
mente puesta en eso. . . . ¡Pobre James!"
"¡El Señor se apiade de su alma!", dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos con él. Luego se lo volvió a
meter en el bolsillo y se quedó mirando la rejilla vacía durante un rato sin
hablar.
"Siempre fue demasiado escrupuloso", dijo. "Los deberes del sacerdocio
eran demasiado para él. Y entonces su vida estaba, podría decirse, cruzada".
"Sí", dijo mi tía. "Era un hombre desencantado. Eso se notaba".
Un silencio se adueñó de la pequeña habitación y, amparado en él, me
acerqué a la mesa y probé mi jerez y luego volví tranquilamente a mi silla
en el rincón. Eliza parecía haber caído en un profundo letargo. Esperamos
respetuosamente a que rompiera el silencio y, tras una larga pausa, dijo
lentamente
"Fue ese cáliz el que rompió. . . . Ese fue el comienzo. Por supuesto, di-
cen que estaba bien, que no contenía nada, quiero decir. Pero aun así. . . .
Dicen que fue culpa del chico. Pero el pobre James estaba tan nervioso,
¡que Dios se apiade de él!"
"¿Y es eso?", dijo mi tía. "Oí algo. . . . ."
Eliza asintió.
"Eso afectó a su mente", dijo. "Después de eso empezó a deprimirse solo,
sin hablar con nadie y vagando solo. Así que una noche lo buscaron para ir
a una visita y no pudieron encontrarlo en ninguna parte. Buscaron en lo alto
y en lo bajo, pero no lo vieron por ninguna parte. Entonces, el empleado su-
girió que probaran en la capilla. Así que cogieron las llaves y abrieron la
capilla y el secretario y el padre O'Rourke y otro sacerdote que estaba allí
trajeron una luz para buscarlo... . . ¿Y qué crees que era, sino que estaba
sentado solo en la oscuridad en su confesionario, bien despierto y riéndose
suavemente para sí mismo?
Se detuvo de repente como para escuchar. Yo también escuché, pero no
se oía nada en la casa, y supe que el viejo sacerdote seguía acostado en su
ataúd, tal como lo habíamos visto, solemne y truculento en la muerte, con
un cáliz ocioso sobre el pecho.
Eliza reanudó:
"Muy despierto y riendo para sí mismo. . . . Así que, por supuesto, cuan-
do vieron eso, eso les hizo pensar que había algo mal en él. . . ."
UN ENCUENTRO
Fue Joe Dillon quien nos presentó el Salvaje Oeste. Tenía una pequeña
biblioteca compuesta por viejos números de The Union Jack, Pluck y The
Halfpenny Marvel. Todas las tardes, después del colegio, nos reuníamos en
su jardín trasero y organizábamos batallas indias. Él y su joven y gordo her-
mano Leo, el holgazán, aguantaban el desván del establo mientras nosotros
intentábamos tomarlo por asalto; o bien librábamos una batalla campal so-
bre la hierba. Pero, por muy bien que lucháramos, nunca ganábamos ni el
asedio ni la batalla y todos nuestros combates terminaban con la danza de
guerra de Joe Dillon de la victoria. Sus padres iban a misa de ocho todas las
mañanas en la calle Gardiner y el apacible olor de la señora Dillon reinaba
en el salón de la casa. Pero él jugaba con demasiada fiereza para nosotros,
que éramos más jóvenes y tímidos. Parecía una especie de indio cuando ha-
cía cabriolas por el jardín, con una vieja funda de té en la cabeza, golpeando
una lata con el puño y gritando:
"¡Ya! ¡Yaka, yaka, yaka!"
Todo el mundo se mostró incrédulo cuando se dijo que tenía vocación sa-
cerdotal. Sin embargo, era cierto.
Un espíritu de desenfreno se difundió entre nosotros y, bajo su influencia,
se renunció a las diferencias de cultura y constitución. Nos agrupamos, unos
con audacia, otros en broma y otros casi con miedo: y del número de estos
últimos, los indios reacios que temían parecer estudiosos o faltos de robus-
tez, yo era uno. Las aventuras relatadas en la literatura del Salvaje Oeste es-
taban alejadas de mi naturaleza pero, al menos, me abrían vías de escape.
Me gustaban más algunas historias de detectives americanos que eran reco-
rridas de vez en cuando por fieras desaliñadas y chicas guapas. Aunque no
había nada malo en estas historias y aunque su intención era a veces litera-
ria, circulaban a escondidas en la escuela. Un día, cuando el padre Butler
estaba escuchando las cuatro páginas de Historia Romana, el torpe Leo Di-
llon fue descubierto con un ejemplar de The Halfpenny Marvel.
"¿Esta página o esta página? ¿Esta página? Ahora, Dillon, ¡arriba! Difí-
cilmente ha tenido el día'... ¡Adelante! ¿Qué día? 'Apenas había
amanecido'... ¿Lo has estudiado? ¿Qué tienes ahí en el bolsillo?"
El corazón de todos palpitó cuando Leo Dillon entregó el papel y todos
pusieron cara de inocentes. El padre Butler pasó las páginas, frunciendo el
ceño.
"¿Qué es esta basura?", dijo. "¡El Jefe Apache! ¿Esto es lo que lees en
lugar de estudiar tu Historia Romana? No quiero encontrar más de este mi-
serable material en este colegio. El hombre que lo escribió, supongo, fue
algún miserable que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que chi-
cos como tú, educados, lean esas cosas. Podría entenderlo si fueras... . . chi-
cos de la Escuela Nacional. Ahora, Dillon, te aconsejo encarecidamente que
te pongas a hacer tu trabajo o..."
Esta reprimenda en las sobrias horas de la escuela hizo palidecer gran
parte de la gloria del Salvaje Oeste para mí y la confusa cara hinchada de
Leo Dillon despertó una de mis conciencias. Pero cuando la influencia res-
trictiva de la escuela se alejaba, comenzaba a tener hambre de nuevo de
sensaciones salvajes, de la evasión que sólo aquellas crónicas del desorden
parecían ofrecerme. La guerra de imitación de la noche se me hizo final-
mente tan fastidiosa como la rutina de la escuela por la mañana, porque
quería que me ocurrieran verdaderas aventuras. Pero las verdaderas aventu-
ras, reflexioné, no le ocurren a la gente que se queda en casa: hay que bus-
carlas en el extranjero.
Se acercaban las vacaciones de verano cuando decidí romper con el can-
sancio de la vida escolar al menos por un día. Con Leo Dillon y un chico
llamado Mahony planeé un día de excursión. Cada uno de nosotros ahorró
seis peniques. Quedamos en encontrarnos a las diez de la mañana en el
Puente del Canal. La hermana mayor de Mahony debía escribir una excusa
por él y Leo Dillon debía decirle a su hermano que estaba enfermo. Queda-
mos en ir por el camino del muelle hasta llegar a los barcos, para luego cru-
zar en el transbordador y salir a ver el Pigeon House. Leo Dillon temía que
nos encontráramos con el padre Butler o con alguien del colegio; pero
Mahony preguntó, con mucha sensatez, qué haría el padre Butler en el Pi-
geon House. Nos quedamos tranquilos, y puse fin a la primera etapa del
complot recogiendo seis peniques de los otros dos, mostrándoles al mismo
tiempo mis propios seis peniques. Cuando hicimos los últimos arreglos en
la víspera, todos estábamos ligeramente emocionados. Nos dimos la mano,
riendo, y Mahony dijo:
"¡Hasta mañana, compañeros!"
Esa noche dormí mal. Por la mañana fui el primero en llegar al puente, ya
que vivía más cerca, escondí mis libros en la larga hierba cerca del basure-
ro, al final del jardín, donde nunca venía nadie, y me apresuré a recorrer la
orilla del canal. Era una mañana soleada de la primera semana de junio. Me
senté en la albardilla del puente admirando mis frágiles zapatos de lona que
había limpiado con diligencia durante la noche y observando los dóciles ca-
ballos que tiraban de un tranvía cargado de gente de negocios colina arriba.
Todas las ramas de los altos árboles que bordeaban la alameda estaban ale-
gres con pequeñas hojas de color verde claro y la luz del sol se deslizaba a
través de ellas hacia el agua. La piedra de granito del puente empezaba a
estar caliente y comencé a acariciarla con las manos al compás de un soplo
de aire en mi cabeza. Me sentía muy feliz.
Cuando llevaba cinco o diez minutos sentado allí, vi que se acercaba el
traje gris de Mahony. Subió la colina, sonriendo, y se subió a mi lado en el
puente. Mientras esperábamos, sacó el tirachinas que sobresalía de su bolsi-
llo interior y me explicó algunas mejoras que había hecho en él. Le pregun-
té por qué lo había traído y me dijo que lo había hecho para tener un poco
de diversión con los pájaros. Mahony utilizaba libremente la jerga y hablaba
del padre Butler como el viejo Bunser. Esperamos un cuarto de hora más,
pero seguía sin haber señales de Leo Dillon. Mahony, por fin, bajó de un
salto y dijo:
"Vamos. Sabía que el Gordo se iba a divertir".
"¿Y sus seis peniques...?" Dije.
"Eso está perdido", dijo Mahony. "Y mucho mejor para nosotros: un che-
lín y un curtidor en lugar de un chelín".
Caminamos por la North Strand Road hasta llegar a la Vitriol Works y
luego giramos a la derecha por la Wharf Road. Mahony empezó a hacer el
indio en cuanto estuvimos fuera de la vista del público. Persiguió a una
multitud de muchachas harapientas, blandiendo su tirachinas descargado y,
cuando dos muchachos harapientos comenzaron, por caballerosidad, a arro-
jarnos piedras, propuso que cargáramos contra ellos. Yo objeté que los chi-
cos eran demasiado pequeños, y así seguimos caminando, con la tropa de
harapientos gritando tras nosotros: "¡Protestantes! ¡Protestantes!", pensando
que éramos protestantes porque Mahony, que era de tez oscura, llevaba la
insignia de plata de un club de cricket en su gorra. Cuando llegamos al
Smoothing Iron organizamos un asedio; pero fue un fracaso porque hay que
disponer de al menos tres personas. Nos vengamos de Leo Dillon diciéndo-
le que era un embustero y adivinando cuántas recibiría a las tres del señor
Ryan.
Nos acercamos entonces al río. Estuvimos un buen rato caminando por
las ruidosas calles flanqueadas por altos muros de piedra, observando el
funcionamiento de grúas y motores y siendo a menudo increpados por nues-
tra inmovilidad por los conductores de los ruidosos carros. Era mediodía
cuando llegamos a los muelles y, como todos los obreros parecían estar al-
morzando, compramos dos grandes bollos de grosella y nos sentamos a co-
merlos en unos tubos metálicos junto al río. Nos deleitamos con el espec-
táculo del comercio de Dublín: las barcazas señaladas desde lejos por sus
hilos de humo lanoso, la flota pesquera marrón más allá de Ringsend, el
gran velero blanco que se descargaba en el muelle de enfrente. Mahony de-
cía que sería una buena obra de teatro escaparse al mar en uno de esos gran-
des barcos, e incluso yo, mirando los altos mástiles, veía, o imaginaba, que
la geografía que me habían dosificado escasamente en la escuela iba toman-
do cuerpo bajo mis ojos. La escuela y el hogar parecían alejarse de nosotros
y sus influencias parecían disminuir.
Cruzamos el Liffey en el transbordador, pagando nuestro peaje para ser
transportados en compañía de dos jornaleros y un pequeño judío con una
bolsa. Estábamos serios hasta la solemnidad, pero una vez durante el corto
viaje nuestras miradas se cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos,
observamos el desembarco de la graciosa trimadre que habíamos observado
desde el otro muelle. Un espectador dijo que era un barco noruego. Me
acerqué a la popa y traté de descifrar la leyenda que aparecía en ella, pero,
al no conseguirlo, regresé y examiné a los marineros extranjeros para ver si
alguno tenía los ojos verdes, pues tenía una idea confusa. . . . Los ojos de
los marineros eran azules y grises e incluso negros. El único marinero cuyos
ojos podían llamarse verdes era un hombre alto que divertía a la multitud en
el muelle gritando alegremente cada vez que caían las tablas:
"¡Muy bien! ¡Todo bien!"
Cuando nos cansamos de este espectáculo, nos adentramos lentamente en
Ringsend. El día se había vuelto sofocante, y en los escaparates de las tien-
das de comestibles se veían galletas rancias. Compramos algunas galletas y
chocolate que comimos tranquilamente mientras paseábamos por las míse-
ras calles donde viven las familias de los pescadores. Al no encontrar pro-
ductos lácteos, entramos en una tienda de venta ambulante y compramos
una botella de limonada de frambuesa cada uno. Refrescado por esto,
Mahony persiguió a un gato por un carril, pero el gato se escapó a un am-
plio campo. Los dos nos sentíamos bastante cansados y cuando llegamos al
campo nos dirigimos de inmediato a un banco inclinado sobre cuya cresta
podíamos ver el Dodder.
Era demasiado tarde y estábamos demasiado cansados para llevar a cabo
nuestro proyecto de visitar el Pigeon House. Teníamos que estar en casa an-
tes de las cuatro para que no se descubriera nuestra aventura. Mahony miró
con pesar su tirachinas y tuve que sugerirle volver a casa en tren antes de
que recuperara la jovialidad. El sol se ocultó tras unas nubes y nos dejó con
nuestros pensamientos hastiados y las migajas de nuestras provisiones.
No había nadie más que nosotros en el campo. Cuando llevábamos un
rato tumbados en la orilla sin hablar, vi a un hombre que se acercaba desde
el otro extremo del campo. Lo observé perezosamente mientras masticaba
uno de esos tallos verdes con los que las muchachas adivinan la suerte. Se
acercó por la orilla lentamente. Caminaba con una mano en la cadera y en la
otra sostenía un palo con el que golpeaba ligeramente el césped. Iba mal
vestido con un traje de color negro verdoso y llevaba lo que solía llamarse
un sombrero de guante con una corona alta. Parecía bastante viejo, pues su
bigote era de color gris ceniza. Cuando pasó a nuestros pies, nos miró rápi-
damente y continuó su camino. Le seguimos con la mirada y vimos que,
cuando había avanzado unos cincuenta pasos, se daba la vuelta y empezaba
a desandar el camino. Caminaba hacia nosotros muy despacio, golpeando
siempre el suelo con su bastón, tan despacio que me pareció que buscaba
algo en la hierba.
Se detuvo al llegar a nuestro lado y nos dio los buenos días. Le respondi-
mos y se sentó a nuestro lado en la ladera lentamente y con mucho cuidado.
Empezó a hablar del tiempo, diciendo que sería un verano muy caluroso y
añadiendo que las estaciones habían cambiado mucho desde que él era un
niño, hace mucho tiempo. Dijo que la época más feliz de la vida era, sin
duda, la del colegio y que daría cualquier cosa por volver a ser joven. Mien-
tras expresaba estos sentimientos, que nos aburrían un poco, guardamos si-
lencio. Luego empezó a hablar de la escuela y de los libros. Nos preguntó si
habíamos leído la poesía de Thomas Moore o las obras de Sir Walter Scott y
Lord Lytton. Yo fingí que había leído todos los libros que mencionó, de
modo que al final dijo:
"Ah, ya veo que eres un ratón de biblioteca como yo. Ahora", añadió, se-
ñalando a Mahony, que nos miraba con los ojos abiertos, "él es diferente; le
gustan los juegos".
Dijo que tenía en casa todas las obras de Sir Walter Scott y todas las de
Lord Lytton y que nunca se cansaba de leerlas. "Por supuesto", dijo, "había
algunas obras de Lord Lytton que los chicos no podían leer". Mahony pre-
guntó por qué los chicos no podían leerlas, una pregunta que me agitó y me
dolió porque temía que el hombre pensara que yo era tan estúpido como
Mahony. El hombre, sin embargo, sólo sonrió. Vi que tenía grandes huecos
en la boca entre sus dientes amarillos. Luego nos preguntó quién de noso-
tros tenía más amores. Mahony mencionó con ligereza que tenía tres "li-
gues". El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Le contesté que no tenía
ninguna. No me creyó y dijo que estaba seguro de que debía tener una. Me
quedé callado.
"Díganos", dijo Mahony con pertinacia al hombre, " ¿cuántas tiene
usted?".
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando tenía nuestra edad había
tenido muchas novias.
"Todos los niños", dijo, "tienen una amiguita".
Su actitud en este punto me pareció extrañamente liberal en un hombre
de su edad. En mi interior pensaba que lo que decía sobre los chicos y las
novias era razonable. Pero me disgustaron las palabras que pronunció y me
pregunté por qué se estremeció una o dos veces como si temiera algo o sin-
tiera un repentino escalofrío. A medida que avanzaba me di cuenta de que
su acento era bueno. Comenzó a hablarnos de las muchachas, diciendo lo
bonito que era su pelo y lo suaves que eran sus manos y que no todas las
muchachas eran tan buenas como parecían serlo si uno lo sabía. No había
nada que le gustara tanto, dijo, como mirar a una buena chica joven, sus bo-
nitas manos blancas y su hermoso y suave pelo. Me daba la impresión de
que repetía algo que había aprendido de memoria o que, magnetizado por
algunas palabras de su propio discurso, su mente daba vueltas y vueltas len-
tamente en la misma órbita. A veces hablaba como si simplemente aludiera
a algún hecho que todo el mundo conocía, y a veces bajaba la voz y hablaba
misteriosamente como si nos contara algo secreto que no quería que los de-
más escucharan. Repetía sus frases una y otra vez, variándolas y rodeándo-
las con su monótona voz. Yo seguía mirando hacia el pie de la ladera,
escuchándole.
Después de un largo rato su monólogo se detuvo. Se levantó lentamente,
diciendo que tenía que dejarnos durante un minuto, unos minutos, y, sin
cambiar la dirección de mi mirada, le vi alejarse lentamente de nosotros ha-
cia el extremo cercano del campo. Permanecimos en silencio cuando se
hubo ido. Después de un silencio de unos minutos oí a Mahony exclamar:
"¡Yo digo! Mira lo que está haciendo!"
Como no contesté ni levanté la vista, Mahony volvió a exclamar
"Digo... Es un viejo chiflado".
"En caso de que nos pida nuestros nombres", dije, "que tú seas Murphy y
yo Smith".
No nos dijimos nada más. Todavía estaba considerando si me iría o no
cuando el hombre volvió y se sentó de nuevo junto a nosotros. Apenas se
había sentado cuando Mahony, al ver a la gata que se le había escapado, se
levantó de un salto y la persiguió por el campo. El hombre y yo observamos
la persecución. La gata volvió a escaparse y Mahony empezó a lanzar pie-
dras contra el muro que había escalado. Al desistir, comenzó a vagar por el
extremo del campo, sin rumbo fijo.
Después de un intervalo, el hombre me habló. Me dijo que mi amigo era
un chico muy duro y me preguntó si le pegaban a menudo en la escuela. Yo
iba a responderle indignado que no éramos niños de la Escuela Nacional
para ser azotados, como él lo llamaba; pero me quedé callado. Comenzó a
hablar sobre el tema de los castigos a los niños. Su mente, como si estuviera
magnetizada de nuevo por su discurso, parecía dar vueltas lentamente alre-
dedor de su nuevo centro. Decía que cuando los chicos eran así de buenos
debían ser azotados y bien azotados. Cuando un chico era rudo y rebelde,
no había nada que le sirviera más que unos buenos azotes. Una palmada en
la mano o una caja en la oreja no servían: lo que él quería era recibir unos
buenos y cálidos azotes. Me sorprendió este sentimiento e involuntariamen-
te levanté la vista hacia su rostro. Al hacerlo, me encontré con la mirada de
un par de ojos verdes como botellas que me miraban desde una frente cris-
pada. Volví a desviar la mirada.
El hombre continuó su monólogo. Parecía haber olvidado su reciente li-
beralidad. Dijo que si alguna vez encontraba a un chico hablando con chicas
o teniendo a una chica por novia, lo azotaría y lo azotaría; y eso le enseñaría
a no estar hablando con chicas. Y si un chico tenía una chica como novia y
mentía sobre ello, le daría unos azotes como ningún chico había recibido en
este mundo. Decía que no había nada en este mundo que le gustara tanto
como eso. Me describió cómo azotaría a ese chico como si estuviera desple-
gando un elaborado misterio. Dijo que eso le gustaría más que cualquier
otra cosa en este mundo; y su voz, mientras me guiaba monótonamente a
través del misterio, se volvió casi afectuosa y parecía suplicarme que le
entendiera.
Esperé hasta que su monólogo se detuvo de nuevo. Entonces me levanté
bruscamente. Para no delatar mi agitación, me demoré unos instantes fin-
giendo que me arreglaba bien el zapato y luego, diciendo que me tenía que
ir, le di los buenos días. Subí la pendiente con calma, pero mi corazón latía
rápidamente por el temor de que me agarrara por los tobillos. Cuando llegué
a la cima de la ladera me di la vuelta y, sin mirarlo, llamé en voz alta a tra-
vés del campo:
"¡Murphy!"
Mi voz tenía un acento de valentía forzada y me avergoncé de mi mísera
estratagema. Tuve que volver a pronunciar el nombre antes de que Mahony
me viera y respondiera con un grito. ¡Cómo me latía el corazón cuando vino
corriendo a través del campo hacia mí! Corrió como si quisiera traerme
ayuda. Y me arrepentí, porque en mi corazón siempre le había despreciado
un poco.
ARABY
La calle North Richmond, al ser sin salida, era una calle tranquila, excep-
to a la hora en que la Escuela de los Hermanos Cristianos dejaba libres a los
chicos. Una casa deshabitada de dos plantas se alzaba en el extremo de la
calle, separada de sus vecinos en un terreno cuadrado. Las otras casas de la
calle, conscientes de la vida digna que había en ellas, se miraban con rostros
pardos e imperturbables.
El antiguo inquilino de nuestra casa, un sacerdote, había muerto en el sa-
lón trasero. El aire, enmohecido por haber estado cerrado durante mucho
tiempo, flotaba en todas las habitaciones, y el cuarto de los residuos, detrás
de la cocina, estaba repleto de viejos papeles inútiles. Entre ellos encontré
algunos libros forrados de papel, cuyas páginas estaban rizadas y húmedas:
El abad, de Walter Scott, El devoto comulgante y Las memorias de Vidocq.
Me gustaba más el último porque sus hojas eran amarillas. El jardín silves-
tre detrás de la casa contenía un manzano central y algunos arbustos disper-
sos, bajo uno de los cuales encontré la oxidada bomba de la bicicleta del di-
funto inquilino. Había sido un sacerdote muy caritativo; en su testamento
había dejado todo su dinero a instituciones y los muebles de su casa a su
hermana.
Cuando llegaron los cortos días del invierno, el crepúsculo caía antes de
haber terminado de cenar. Cuando nos encontramos en la calle, las casas se
habían vuelto sombrías. El espacio del cielo sobre nosotros tenía un color
violeta siempre cambiante y hacia él las farolas de la calle levantaban sus
débiles faroles. El aire frío nos picaba y jugábamos hasta que nuestros cuer-
pos brillaban. Nuestros gritos resonaban en la silenciosa calle. La carrera de
nuestro juego nos llevaba a través de las oscuras callejuelas de barro detrás
de las casas, donde corríamos el riesgo de las rudas tribus de las cabañas, a
las puertas traseras de los oscuros jardines chorreantes donde surgían los
olores de los ceniceros, a los oscuros establos olorosos donde un cochero
alisaba y peinaba al caballo o sacudía la armonía de los arneses abrochados.
Cuando volvíamos a la calle, la luz de las ventanas de la cocina había llena-
do los espacios. Si veían a mi tío doblar la esquina, nos escondíamos en la
sombra hasta que lo veíamos bien alojado. O si la hermana de Mangan salía
a la puerta para llamar a su hermano a tomar el té, la observábamos desde
nuestra sombra mirando hacia arriba y hacia abajo de la calle. Esperábamos
a ver si se quedaba o entraba y, si se quedaba, dejábamos nuestra sombra y
nos acercábamos a la escalera de Mangan con resignación. Ella nos espera-
ba, con su figura definida por la luz de la puerta entreabierta. Su hermano
siempre se burlaba de ella antes de obedecer y yo me quedaba junto a la ba-
randilla mirándola. Su vestido se balanceaba al mover su cuerpo y la suave
cuerda de su pelo se agitaba de un lado a otro.
Todas las mañanas me tumbaba en el suelo del salón delantero para ob-
servar su puerta. La persiana estaba bajada hasta un centímetro de la hoja
para que no me vieran. Cuando salía a la puerta, mi corazón daba un salto.
Corrí al vestíbulo, cogí mis libros y la seguí. No perdía de vista su figura
morena y, cuando nos acercábamos al punto en que nuestros caminos se se-
paraban, aceleraba el paso y la adelantaba. Esto sucedía mañana tras maña-
na. Nunca había hablado con ella, salvo unas pocas palabras casuales, y sin
embargo su nombre era como una llamada a toda mi tonta sangre.
Su imagen me acompañaba incluso en los lugares más hostiles al roman-
ticismo. Los sábados por la tarde, cuando mi tía iba a hacer la compra, yo
tenía que ir a llevar algunos paquetes. Caminábamos por las calles bullicio-
sas, empujados por hombres borrachos y mujeres regateadoras, entre las
maldiciones de los jornaleros, las estridentes letanías de los tenderos que
montaban guardia junto a los barriles de carrilleras de cerdo, los cánticos
nasales de los cantantes callejeros, que entonaban una venia sobre O'Dono-
van Rossa, o una balada sobre los problemas de nuestra tierra natal. Estos
ruidos convergían en una única sensación de vida para mí: Imaginé que lle-
vaba mi cáliz a salvo a través de una multitud de enemigos. Su nombre bro-
taba en mis labios en extrañas oraciones y alabanzas que yo mismo no en-
tendía. Mis ojos estaban a menudo llenos de lágrimas (no podía saber por
qué) y a veces un torrente de mi corazón parecía derramarse en mi pecho.
Pensaba poco en el futuro. No sabía si alguna vez le hablaría o no o, si le
hablaba, cómo podría contarle mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era
como un arpa y sus palabras y gestos eran como dedos que corrían sobre los
cables.
Una noche entré en el salón trasero en el que había muerto el sacerdote.
Era una noche oscura y lluviosa y no se oía nada en la casa. A través de uno
de los cristales rotos oí la lluvia incidir en la tierra, las finas e incesantes
agujas de agua jugando en los lechos empapados. Alguna lámpara lejana o
ventana iluminada brillaba debajo de mí. Agradecí poder ver tan poco. To-
dos mis sentidos parecían desear velarse y, sintiendo que estaba a punto de
resbalar de ellos, apreté las palmas de mis manos hasta que temblaron, mur-
murando: "¡Oh, amor! Oh amor!" muchas veces.
Por fin me habló. Cuando me dirigió las primeras palabras, me sentí tan
confundido que no supe qué responder. Me preguntó si iba al bazar Araby.
Olvidé si había respondido que sí o que no. Era un bazar espléndido, dijo
que le encantaría ir.
"¿Y por qué no puedes?" pregunté.
Mientras hablaba, hizo girar una pulsera de plata alrededor de su muñeca.
Dijo que no podía ir porque esa semana había un retiro en su convento. Su
hermano y otros dos chicos estaban peleándose por sus gorras y yo estaba
solo en la barandilla. Ella sostenía una de las puntas, inclinando la cabeza
hacia mí. La luz de la lámpara situada frente a nuestra puerta captó la curva
blanca de su cuello, iluminó el cabello que allí descansaba y, al caer, ilumi-
nó la mano sobre la barandilla. Cayó sobre un lado de su vestido y atrapó el
borde blanco de una enagua, apenas visible mientras ella se encontraba a
gusto.
"Está bien para ti", dijo ella.
"Si voy", dije, "te traeré algo".
¡Qué innumerables locuras asolaron mis pensamientos de vigilia y de
sueño después de aquella noche! Deseaba aniquilar los tediosos días inter-
medios. Me molestaba el trabajo de la escuela. Por la noche, en mi habita-
ción, y por el día, en el aula, su imagen se interponía entre yo y la página
que me esforzaba por leer. Las sílabas de la palabra Araby me llamaban a
través del silencio en el que mi alma se deleitaba y arrojaban un encanto
oriental sobre mí. Pedí permiso para ir al bazar el sábado por la noche. Mi
tía se sorprendió y esperó que no se tratara de un asunto de masones. Res-
pondí a pocas preguntas en clase. Observé el rostro de mi maestro pasar de
la amabilidad a la severidad; esperaba que no estuviera empezando a holga-
zanear. No podía reunir mis pensamientos errantes. Apenas tenía paciencia
con el serio trabajo de la vida que, ahora que se interponía entre yo y mi de-
seo, me parecía un juego de niños, un feo y monótono juego de niños.
El sábado por la mañana le recordé a mi tío que deseaba ir al bazar por la
tarde. Él, que se encontraba en la mesa del vestíbulo buscando el cepillo del
sombrero, me respondió secamente:
"Sí, muchacho, lo sé".
Como él estaba en el vestíbulo, no pude ir al salón delantero y asomarme
a la ventana. Sentí la casa de mal humor y caminé lentamente hacia la es-
cuela. El aire era despiadadamente crudo y mi corazón ya me fallaba.
Cuando llegué a cenar a casa, mi tío aún no había llegado. Todavía era
temprano. Me quedé mirando el reloj durante un rato y, cuando su tictac
empezó a irritarme, salí de la habitación. Subí la escalera y subí a la parte
superior de la casa. Las altas y frías habitaciones vacías y lúgubres me libe-
raron y fui de habitación en habitación cantando. Desde la ventana del fren-
te vi a mis compañeros jugando abajo en la calle. Sus gritos me llegaron de-
bilitados e indistintos y, apoyando la frente en el fresco cristal, miré hacia la
oscura casa donde ella vivía. Puede que me quedara allí durante una hora,
sin ver nada más que la figura vestida de marrón que mi imaginación pro-
yectaba, tocada discretamente por la luz de la lámpara en el cuello curvado,
en la mano sobre la barandilla y en el borde debajo del vestido.
Cuando volví a bajar, encontré a la señora Mercer sentada junto al fuego.
Era una anciana charlatana, viuda de un prestamista, que coleccionaba se-
llos usados con algún propósito piadoso. Tuve que soportar los chismes de
la mesa de té. La comida se prolongó más de una hora y mi tío seguía sin
venir. La señora Mercer se levantó para irse: lamentaba no poder esperar
más, pero eran más de las ocho y no le gustaba estar fuera hasta tarde, ya
que el aire nocturno le hacía mal. Cuando se hubo ido, empecé a caminar de
un lado a otro de la habitación, apretando los puños. Mi tía dijo:
"Me temo que debes posponer tu bazar de esta noche de Nuestro Señor".
A las nueve oí la llave de mi tío en la puerta del vestíbulo. Le oí hablar
consigo mismo y oí cómo se balanceaba el zaguán al recibir el peso de su
abrigo. Podía interpretar estas señales. Cuando estaba a mitad de la cena le
pedí que me diera el dinero para ir al bazar. Lo había olvidado.
"La gente está en la cama y tras su primer sueño ahora", dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo enérgicamente:
"¿No puedes darle el dinero y dejarle marchar? Ya le has retenido bastan-
te tiempo".
Mi tío dijo que lamentaba mucho haberlo olvidado. Dijo que creía en el
viejo dicho: "Todo trabajo y nada de juego hace que Jack sea un chico abu-
rrido". Me preguntó a dónde iba y, cuando se lo dije por segunda vez, me
preguntó si conocía "El adiós del árabe a su corcel". Cuando salí de la coci-
na estaba a punto de recitar las primeras líneas de la pieza a mi tía.
Sostenía un florín con fuerza en la mano mientras caminaba por Bucking-
ham Street hacia la estación. La visión de las calles abarrotadas de compra-
dores y llenas de gas me recordó el propósito de mi viaje. Tomé asiento en
un vagón de tercera clase de un tren desierto. Tras un intolerable retraso, el
tren salió lentamente de la estación. Avanzaba sigilosamente entre casas rui-
nosas y sobre el río centelleante. En la estación de Westland Row, una mul-
titud de personas se acercó a las puertas del vagón, pero los porteros los hi-
cieron retroceder, diciendo que era un tren especial para el bazar. Me quedé
solo en el vagón desnudo. En pocos minutos el tren se detuvo junto a un im-
provisado andén de madera. Salí a la calle y vi por la esfera iluminada de un
reloj que eran las diez menos diez. Delante de mí había un gran edificio que
mostraba el nombre mágico.
No pude encontrar ninguna entrada de seis peniques y, temiendo que el
bazar estuviera cerrado, pasé rápidamente por un torno, entregando un che-
lín a un hombre de aspecto cansado. Me encontré en una gran sala ceñida a
la mitad de su altura por una galería. Casi todos los puestos estaban cerra-
dos y la mayor parte de la sala estaba a oscuras. Reconocí un silencio como
el que invade una iglesia después de un servicio. Entré tímidamente en el
centro del bazar. Unas pocas personas estaban reunidas en torno a los pues-
tos que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la que estaban
escritas las palabras Café Chantant en lámparas de colores, dos hombres
contaban dinero en una bandeja. Escuché la caída de las monedas.
Recordando con dificultad por qué había venido, me acerqué a uno de los
puestos y examiné jarrones de porcelana y juegos de té floreados. En la
puerta del puesto, una joven hablaba y reía con dos jóvenes caballeros. Noté
su acento inglés y escuché vagamente su conversación.
"¡Oh, yo nunca dije tal cosa!"
"¡Oh, pero lo hiciste!"
"¡Oh, pero no lo hice!"
"¿No lo dijo ella?"
"Sí. La escuché".
"¡Oh, es una... mentira!"
Al verme, la joven se acercó y me preguntó si quería comprar algo. El
tono de su voz no era alentador; parecía que me hablaba por sentido del de-
ber. Miré humildemente las grandes jarras que se alzaban como guardias
orientales a ambos lados de la oscura entrada del puesto y murmuré:
"No, gracias".
La joven cambió la posición de uno de los jarrones y volvió con los dos
jóvenes. Comenzaron a hablar del mismo tema. Una o dos veces la joven
me miró por encima del hombro.
Me quedé ante su puesto, aunque sabía que mi estancia era inútil, para
que mi interés por sus productos pareciera más real. Luego me alejé lenta-
mente y caminé por el centro del bazar. Dejé que los dos peniques cayeran
sobre los seis peniques de mi bolsillo. Oí una voz que decía desde un extre-
mo de la galería que la luz se había apagado. La parte superior de la sala es-
taba ahora completamente a oscuras.
Contemplando la oscuridad me vi como una criatura impulsada y burlada
por la vanidad; y mis ojos ardían de angustia y rabia.
EVELINE
La señora Mooney era hija de un carnicero. Era una mujer que sabía
guardarse las cosas para sí misma: una mujer decidida. Se había casado con
el capataz de su padre y había abierto una carnicería cerca de Spring Gar-
dens. Pero tan pronto como su suegro murió, el señor Mooney comenzó a
irse al diablo. Bebía, saqueaba la caja, se endeudaba desmesuradamente. No
servía de nada hacerle tomar la promesa de abstinencia: seguro que recaía
unos días después. Al pelear con su esposa frente a los clientes y comprar
carne de mala calidad, arruinó su negocio. Una noche se lanzó contra su es-
posa con el cuchillo de carnicero y ella tuvo que dormir en la casa de un
vecino.
Después de eso, vivieron separados. Ella fue al sacerdote y obtuvo una
separación de él con la custodia de los niños. No le daría ni dinero, ni comi-
da, ni alojamiento; así que él se vio obligado a enlistarse como ayudante del
alguacil. Era un borracho desaliñado y encorvado, con cara blanca, bigote
blanco y cejas blancas, perfiladas sobre sus pequeños ojos, que estaban en-
rojecidos y en carne viva; y todo el día se sentaba en la oficina del alguacil,
esperando ser asignado a un trabajo. La señora Mooney, que había sacado lo
que quedaba de su dinero del negocio de la carnicería y había montado una
casa de huéspedes en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente.
Su casa tenía una población flotante compuesta por turistas de Liverpool y
la Isla de Man y, ocasionalmente, artistas de los music-halls. Su población
residente estaba formada por empleados de oficina de la ciudad. Gobernaba
la casa astutamente y con firmeza, sabía cuándo dar crédito, cuándo ser se-
vera y cuándo dejar pasar las cosas. Todos los jóvenes residentes la llama-
ban La Señora.
Los jóvenes de la señora Mooney pagaban quince chelines a la semana
por alojamiento y comida (cerveza o stout en la cena excluidas). Compar-
tían gustos y ocupaciones comunes y, por esta razón, eran muy amigos entre
ellos. Discutían entre sí las probabilidades de favoritos y forasteros. Jack
Mooney, el hijo de La Señora, que era empleado de un agente de comisio-
nes en Fleet Street, tenía la reputación de ser un tipo duro. Le gustaba usar
obscenidades de soldados: por lo general, llegaba a casa en las primeras ho-
ras de la mañana. Cuando se encontraba con sus amigos, siempre tenía una
buena historia que contarles y siempre estaba al tanto de algo bueno, es de-
cir, un caballo prometedor o un artista prometedor. También era hábil con
los guantes de boxeo y cantaba canciones cómicas. Los domingos por la no-
che a menudo había una reunión en el salón de La Señora. Los artistas de
los music-halls se prestaban; y Sheridan tocaba valses y polkas y acompa-
ñaba improvisadamente. Polly Mooney, la hija de La Señora, también can-
taba. Ella cantaba:
—Soy una... chica traviesa.
No hace falta que finjas:
Sabes que lo soy.
Polly era una chica delgada de diecinueve años; tenía cabello suave y cla-
ro y una boca pequeña y llena. Sus ojos, que eran grises con un matiz de
verde, tenían la costumbre de mirar hacia arriba cuando hablaba con al-
guien, lo que la hacía parecer una pequeña Madonna perversa. La señora
Mooney había enviado a su hija a ser mecanógrafa en la oficina de un co-
merciante de cereales, pero, como un alguacil deshonroso solía venir día
por medio a la oficina, pidiendo hablar con su hija, la había traído de vuelta
a casa y la había puesto a hacer las tareas domésticas. Como Polly era muy
animada, la intención era darle libertad con los jóvenes. Además, a los jóve-
nes les gusta sentir que hay una joven no muy lejos. Polly, por supuesto, co-
queteaba con los jóvenes, pero la señora Mooney, que era una astuta juez,
sabía que los jóvenes solo estaban pasando el tiempo: ninguno de ellos tenía
intenciones serias. Las cosas siguieron así durante mucho tiempo y la seño-
ra Mooney comenzó a pensar en enviar a Polly de vuelta a la mecanografía
cuando notó que algo estaba sucediendo entre Polly y uno de los jóvenes.
Observó a la pareja y guardó silencio.
Polly sabía que la estaban vigilando, pero aun así el persistente silencio
de su madre no podía ser malinterpretado. No había habido complicidad
abierta entre madre e hija, ni entendimiento abierto, pero, aunque la gente
en la casa comenzó a hablar del asunto, la señora Mooney no intervino. Po-
lly comenzó a comportarse de manera un poco extraña y el joven evidente-
mente estaba perturbado. Finalmente, cuando juzgó que era el momento
adecuado, la señora Mooney intervino. Trataba los problemas morales
como un cuchillo de carnicero trata la carne: y en este caso ya había tomado
una decisión.
Era una luminosa mañana de domingo de principios de verano, prome-
tiendo calor, pero con una brisa fresca soplando. Todas las ventanas de la
casa de huéspedes estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban sua-
vemente hacia la calle bajo las ventanas levantadas. El campanario de la
iglesia de San Jorge lanzaba constantes repiques y los feligreses, solos o en
grupos, cruzaban el pequeño circo frente a la iglesia, revelando su propósito
tanto por su comportamiento contenido como por los pequeños volúmenes
en sus manos enguantadas. El desayuno había terminado en la casa de hués-
pedes y la mesa del comedor estaba cubierta de platos en los que yacían
manchas amarillas de huevos con trozos de grasa y corteza de tocino. La
señora Mooney se sentó en la silla de paja y observó a la sirvienta Mary re-
tirar los restos del desayuno. Hizo que Mary recogiera las cortezas y trozos
de pan roto para ayudar a hacer el pudín de pan del martes. Cuando la mesa
estuvo despejada, el pan roto recogido, el azúcar y la mantequilla a salvo
bajo llave, comenzó a reconstruir la entrevista que había tenido la noche an-
terior con Polly. Las cosas eran como ella había sospechado: había sido
franca en sus preguntas y Polly había sido franca en sus respuestas. Ambas
habían estado algo incómodas, por supuesto. Ella había estado incómoda
por no querer recibir la noticia de manera demasiado desenfadada o parecer
que había conspirado y Polly había estado incómoda no solo porque las alu-
siones de ese tipo siempre la ponían incómoda, sino también porque no que-
ría que se pensara que en su sabia inocencia había adivinado la intención
detrás de la tolerancia de su madre.
La señora Mooney miró instintivamente el pequeño reloj dorado en la re-
pisa de la chimenea tan pronto como se dio cuenta, a través de su ensimis-
mamiento, de que las campanas de la iglesia de San Jorge habían dejado de
sonar. Eran las once y diecisiete: tendría tiempo de sobra para hablar con el
señor Doran y luego tomar el tren de las doce en Marlborough Street. Esta-
ba segura de que ganaría. Para empezar, tenía todo el peso de la opinión so-
cial de su lado: era una madre ultrajada. Había permitido que él viviera bajo
su techo, suponiendo que era un hombre de honor, y él simplemente había
abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, por
lo que la juventud no podía ser su excusa; ni la ignorancia podía ser su ex-
cusa, ya que era un hombre que había visto algo del mundo. Simplemente
había aprovechado la juventud e inexperiencia de Polly: eso era evidente.
La pregunta era: ¿qué reparación haría?
En tal caso debe haber reparación. Todo está muy bien para el hombre: él
puede seguir su camino como si nada hubiera pasado, habiendo tenido su
momento de placer, pero la chica tiene que soportar las consecuencias. Al-
gunas madres se contentarían con arreglar un asunto así por una suma de
dinero; ella había conocido casos de eso. Pero ella no lo haría. Para ella,
solo una reparación podía compensar la pérdida del honor de su hija: el
matrimonio.
Contó todas sus cartas nuevamente antes de enviar a Mary a la habitación
del señor Doran para decirle que deseaba hablar con él. Estaba segura de
que ganaría. Era un joven serio, no descarado ni ruidoso como los otros. Si
hubiera sido el señor Sheridan o el señor Meade o Bantam Lyons, su tarea
habría sido mucho más difícil. No creía que él enfrentara la publicidad. To-
dos los huéspedes de la casa sabían algo del asunto; algunos habían inventa-
do detalles. Además, había estado empleado durante trece años en la oficina
de un gran comerciante de vinos católico y la publicidad podría significar
para él, quizás, la pérdida de su trabajo. En cambio, si aceptaba, todo podría
ir bien. Sabía que tenía un buen sueldo por un lado y sospechaba que tenía
algo de dinero guardado.
¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo del tocador. La ex-
presión decidida de su gran rostro florido la satisfizo y pensó en algunas
madres que conocía que no podían deshacerse de sus hijas.
El señor Doran estaba muy ansioso aquella mañana de domingo. Había
intentado afeitarse dos veces, pero su mano estaba tan inestable que se ha-
bía visto obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días bordeaba sus
mandíbulas y cada dos o tres minutos se formaba una neblina en sus ga-
fas, por lo que tenía que quitárselas y pulirlas con su pañuelo. El recuerdo
de su confesión de la noche anterior era una causa de agudo dolor para él; el
sacerdote había sacado hasta el último detalle ridículo del asunto y al final
había magnificado tanto su pecado que casi se sentía agradecido de que se
le ofreciera una salida de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podía ha-
cer ahora sino casarse con ella o huir? No podía enfrentarlo con valentía. El
asunto seguramente se hablaría y su empleador se enteraría. Dublín es una
ciudad tan pequeña: todos conocen los asuntos de los demás. Sintió que el
corazón le daba un vuelco en la garganta al escuchar en su imaginación ex-
citada al viejo señor Leonard llamándolo con su voz rasposa: "Mande al se-
ñor Doran aquí, por favor."
¡Todos sus largos años de servicio desperdiciados! ¡Toda su industria y
diligencia tiradas por la borda! Cuando era joven, había sembrado su avena
salvaje, por supuesto; había alardeado de su libre pensamiento y negado la
existencia de Dios a sus compañeros en los pubs. Pero eso ya había pasado
y terminado... casi. Todavía compraba un ejemplar del Reynolds's Newspa-
per cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve
décimas partes del año llevaba una vida regular. Tenía dinero suficiente para
asentarse; no era eso. Pero la familia la despreciaría. Primero estaba su pa-
dre deshonroso y luego la casa de huéspedes de su madre estaba empezando
a adquirir cierta fama. Tenía la sensación de que lo estaban engañando. Po-
día imaginarse a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un
poco vulgar; a veces decía "I seen" y "If I had've known." Pero ¿qué impor-
taría la gramática si realmente la amara? No podía decidir si gustarle o des-
preciarla por lo que había hecho. Por supuesto, él también lo había hecho.
Su instinto le instaba a mantenerse libre, a no casarse. Una vez que te casas,
estás acabado, le decía.
Mientras estaba sentado impotente al borde de la cama en camisa y pan-
talones, ella llamó suavemente a su puerta y entró. Le contó todo, que se lo
había confesado a su madre y que su madre hablaría con él esa mañana. Ella
lloró y le echó los brazos al cuello, diciendo:
—¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
Dijo que se pondría fin a sí misma. Él la consoló débilmente, diciéndole
que no llorara, que todo estaría bien, que no tuviera miedo. Sentía contra su
camisa la agitación de su pecho. No era del todo culpa suya que hubiera su-
cedido. Recordaba bien, con la curiosa memoria paciente del célibe, las pri-
meras caricias casuales que su vestido, su aliento, sus dedos le habían dado.
Luego, una noche tarde, cuando se estaba desnudando para acostarse, ella
llamó a su puerta, tímidamente. Quería encender su vela en la suya porque
la suya se había apagado por una ráfaga. Era su noche de baño. Llevaba una
chaqueta suelta de franela estampada. Su empeine blanco brillaba en la
abertura de sus zapatillas de piel y la sangre brillaba cálidamente detrás de
su piel perfumada. De sus manos y muñecas también, mientras encendía y
estabilizaba su vela, surgía un tenue perfume.
Las noches en que él llegaba muy tarde, era ella quien le calentaba la
cena. Apenas sabía lo que estaba comiendo, sintiéndola a su lado, sola, de
noche, en la casa durmiente. ¡Y su consideración! Si la noche estaba fría,
húmeda o ventosa, siempre había un pequeño vaso de ponche listo para él.
Quizás podrían ser felices juntos...
Solían subir juntos las escaleras de puntillas, cada uno con una vela, y en
el tercer rellano intercambiaban reluctantes buenas noches. Solían besarse.
Recordaba bien sus ojos, el toque de su mano y su delirio...
Pero el delirio pasa. Repitió su frase, aplicándola a sí mismo: "¿Qué voy
a hacer?" El instinto del célibe le advirtió que se contuviera. Pero el pecado
estaba allí; incluso su sentido del honor le decía que debía hacerse una repa-
ración por tal pecado.
Mientras estaba sentado con ella al borde de la cama, Mary llegó a la
puerta y dijo que la señora quería verlo en el salón. Se levantó para ponerse
el abrigo y el chaleco, más impotente que nunca. Cuando estuvo vestido, se
acercó a ella para consolarla. Todo estaría bien, no tuviera miedo. La dejó
llorando en la cama y gimiendo suavemente: "¡Oh, Dios mío!"
Bajando las escaleras, sus gafas se empañaron tanto que tuvo que quitár-
selas y pulirlas. Deseaba ascender por el techo y volar a otro país donde
nunca volvería a oír hablar de su problema, y sin embargo una fuerza lo em-
pujaba escaleras abajo paso a paso. Los implacables rostros de su emplea-
dor y de La Señora observaban su incomodidad. En el último tramo de es-
caleras pasó junto a Jack Mooney, que subía desde la despensa con dos bo-
tellas de Bass. Se saludaron fríamente; y los ojos del amante se posaron por
un segundo o dos en una cara gruesa de bulldog y un par de brazos gruesos
y cortos. Cuando llegó al pie de la escalera, miró hacia arriba y vio a Jack
observándolo desde la puerta del cuarto de servicio.
De repente recordó la noche en que uno de los artistas del music-hall, un
pequeño londinense rubio, había hecho una alusión bastante libre a Polly.
La reunión casi se rompió por la violencia de Jack. Todos intentaron cal-
marlo. El artista del music-hall, un poco más pálido de lo habitual, seguía
sonriendo y diciendo que no había mala intención: pero Jack seguía gritán-
dole que si algún tipo intentaba ese tipo de juego con su hermana, le haría
tragar los dientes, eso haría.
******
Polly se sentó un rato al borde de la cama, llorando. Luego se secó los
ojos y se acercó al espejo. Mojó el extremo de la toalla en la jarra de agua y
refrescó sus ojos con el agua fría. Se miró de perfil y reajustó un pasador
sobre su oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Observó las al-
mohadas durante mucho tiempo y la vista de ellas despertó en su mente re-
cuerdos secretos y amables. Apoyó la nuca contra el fresco barrote de hierro
de la cama y se sumió en una ensoñación. Ya no había perturbación visible
en su rostro.
Esperaba pacientemente, casi alegremente, sin alarmarse, sus recuerdos
dando paso gradualmente a esperanzas y visiones del futuro. Sus esperanzas
y visiones eran tan intrincadas que ya no veía las almohadas blancas en las
que su mirada estaba fija ni recordaba que estaba esperando algo.
Finalmente escuchó a su madre llamándola. Se levantó de un salto y co-
rrió hacia la barandilla.
—¡Polly! ¡Polly!
—¿Sí, mamá?
—Baja, querida. El señor Doran quiere hablar contigo.
Entonces recordó por qué había estado esperando.
UNA NUBECILLA
La matrona le había dado permiso para salir tan pronto como terminara el
té de las mujeres, y Maria esperaba con ansias su salida nocturna. La cocina
estaba impecable: la cocinera decía que podías verte reflejado en las gran-
des calderas de cobre. El fuego estaba agradable y brillante, y en una de las
mesas laterales había cuatro enormes barmbracks. Estos barmbracks pare-
cían sin cortar; pero si te acercabas, verías que habían sido cortados en lar-
gas y gruesas rebanadas uniformes y estaban listos para ser repartidos en el
té. Maria los había cortado ella misma.
Maria era una persona muy, muy pequeña, pero tenía una nariz muy larga
y una barbilla muy larga. Hablaba un poco por la nariz, siempre de manera
tranquilizadora: "Sí, querida," y "No, querida." Siempre la llamaban cuando
las mujeres se peleaban por sus cubetas y siempre lograba hacer la paz. Un
día la matrona le había dicho:
—¡Maria, eres una verdadera pacificadora!
Y la submatrona y dos de las damas de la Junta habían oído el cumplido.
Y Ginger Mooney siempre decía lo que no haría al tonto encargado de los
hierros si no fuera por Maria. Todos querían mucho a Maria.
Las mujeres tomarían su té a las seis en punto y ella podría salir antes de
las siete. De Ballsbridge a la Pilar, veinte minutos; de la Pilar a Drumcon-
dra, veinte minutos; y veinte minutos para comprar las cosas. Estaría allí
antes de las ocho. Sacó su monedero con los broches de plata y leyó nueva-
mente las palabras Un regalo de Belfast. Le tenía mucho cariño a ese mone-
dero porque Joe se lo había traído cinco años antes cuando él y Alphy ha-
bían ido a Belfast en una excursión de Whit-Monday. En el monedero había
dos medias coronas y algunas monedas de cobre. Tendría cinco chelines li-
bres después de pagar el pasaje del tranvía. ¡Qué noche tan agradable ten-
drían, todos los niños cantando! Solo esperaba que Joe no llegara borracho.
Era tan diferente cuando bebía.
A menudo él había querido que fuera a vivir con ellos; pero ella se senti-
ría estorbando (aunque la esposa de Joe era muy amable con ella) y se había
acostumbrado a la vida de la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo
había cuidado a él y a Alphy también; y Joe solía decir a menudo:
—Mamá es mamá, pero Maria es mi verdadera madre.
Después de la ruptura en casa, los chicos le habían conseguido ese puesto
en la lavandería Dublin by Lamplight, y a ella le gustaba. Solía tener una
mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy
agradable, un poco tranquila y seria, pero aún así gente muy agradable con
la que vivir. Además, tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cui-
darlas. Tenía helechos y plantas de cera preciosas y, siempre que alguien la
visitaba, le daba al visitante uno o dos esquejes de su invernadero. Había
una cosa que no le gustaba y eran los folletos en los paseos; pero la matrona
era una persona tan agradable para tratar, tan gentil.
Cuando la cocinera le dijo que todo estaba listo, fue a la sala de las muje-
res y comenzó a tocar la gran campana. En unos minutos, las mujeres co-
menzaron a entrar de dos en dos y de tres en tres, secándose las manos
humeantes en sus enaguas y bajando las mangas de sus blusas sobre sus
brazos rojos y humeantes. Se acomodaron frente a sus enormes tazas, que la
cocinera y el tonto llenaron con té caliente, ya mezclado con leche y azúcar
en enormes latas de estaño. Maria supervisó la distribución del barmbrack y
se aseguró de que cada mujer recibiera sus cuatro rebanadas. Hubo muchas
risas y bromas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que Maria seguro se
llevaría el anillo y, aunque Fleming había dicho eso durante muchos Hallow
Eves, Maria tuvo que reír y decir que no quería ni anillo ni hombre; y cuan-
do reía, sus ojos verde grisáceo brillaban con timidez decepcionada y la
punta de su nariz casi se encontraba con la punta de su barbilla. Entonces
Ginger Mooney levantó su taza de té y propuso un brindis por la salud de
Maria mientras todas las demás mujeres hacían sonar sus tazas en la mesa,
y dijo que lamentaba no tener un sorbo de cerveza para beberlo. Y Maria
volvió a reír hasta que la punta de su nariz casi se encontró con la punta de
su barbilla y hasta que su diminuto cuerpo casi se desintegró porque sabía
que Mooney tenía buenas intenciones aunque, por supuesto, tenía las nocio-
nes de una mujer común.
Pero, ¿no estaba Maria contenta cuando las mujeres terminaron su té y la
cocinera y el tonto comenzaron a recoger los utensilios del té? Fue a su pe-
queño dormitorio y, recordando que a la mañana siguiente era una mañana
de misa, cambió la hora de la alarma de las siete a las seis. Luego se quitó
su falda de trabajo y sus botas de casa y extendió su mejor falda en la cama
y sus diminutas botas de vestir junto al pie de la cama. También se cambió
la blusa y, mientras estaba frente al espejo, pensó en cómo solía vestirse
para la misa del domingo por la mañana cuando era una niña; y miró con
curioso afecto al diminuto cuerpo que había adornado tantas veces. A pesar
de sus años, lo encontraba un cuerpo lindo y ordenado.
Cuando salió, las calles brillaban con la lluvia y estaba contenta de llevar
su viejo impermeable marrón. El tranvía estaba lleno y tuvo que sentarse en
el pequeño taburete al final del coche, frente a toda la gente, con los dedos
apenas tocando el suelo. Arregló en su mente todo lo que iba a hacer y pen-
só lo mucho mejor que era ser independiente y tener su propio dinero en el
bolsillo. Esperaba que tuvieran una noche agradable. Estaba segura de que
la tendrían, pero no podía dejar de pensar en qué lástima que Alphy y Joe
no se hablaran. Siempre estaban peleando ahora, pero cuando eran niños
solían ser los mejores amigos: pero así es la vida.
Bajó del tranvía en la Pilar y se abrió camino rápidamente entre la multi-
tud. Entró en la pastelería Downes, pero la tienda estaba tan llena de gente
que pasó mucho tiempo antes de que la atendieran. Compró una docena de
pasteles surtidos de un penique y, por fin, salió de la tienda cargada con una
gran bolsa. Luego pensó en qué más comprar: quería comprar algo realmen-
te bueno. Seguro que tendrían muchas manzanas y nueces. Era difícil saber
qué comprar y lo único en lo que podía pensar era en pastel. Decidió com-
prar un pastel de ciruelas, pero el pastel de ciruelas de Downes no tenía su-
ficiente glaseado de almendra en la parte superior, así que fue a una tienda
en Henry Street. Aquí tardó mucho en decidirse y la joven elegante detrás
del mostrador, que evidentemente estaba un poco molesta con ella, le pre-
guntó si quería comprar un pastel de bodas. Eso hizo que Maria se sonrojara
y sonriera a la joven; pero la joven se lo tomó muy en serio y finalmente
cortó una gruesa rebanada de pastel de ciruelas, la envolvió y dijo:
—Dos y cuatro, por favor.
Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque nin-
guno de los jóvenes parecía notarla, pero un caballero mayor le hizo un lu-
gar. Era un caballero corpulento y llevaba un sombrero duro marrón; tenía
un rostro cuadrado y rojo y un bigote grisáceo. Maria pensó que parecía un
coronel y reflexionó sobre lo mucho más educado que era que los jóvenes
que simplemente miraban hacia adelante. El caballero comenzó a charlar
con ella sobre la Noche de Hallow y el clima lluvioso. Supuso que la bolsa
estaba llena de cosas buenas para los pequeños y dijo que era justo que los
jóvenes se divirtieran mientras eran jóvenes. Maria estuvo de acuerdo con
él y le hizo asentir con la cabeza y murmullos discretos. Él fue muy amable
con ella, y cuando ella bajó en el Canal Bridge, le dio las gracias e hizo una
reverencia, y él le devolvió la reverencia y se quitó el sombrero y sonrió
amablemente; y mientras ella subía por la terraza, inclinando su pequeña
cabeza bajo la lluvia, pensó en lo fácil que era reconocer a un caballero in-
cluso cuando había tomado una copa.
Todos dijeron: "¡Oh, aquí está Maria!" cuando llegó a la casa de Joe. Joe
estaba allí, habiendo llegado a casa del trabajo, y todos los niños llevaban
sus vestidos de domingo. Había dos chicas grandes de la casa de al lado y
estaban jugando. Maria le dio la bolsa de pasteles al niño mayor, Alphy,
para que los repartiera y la señora Donnelly dijo que era demasiado bueno
de su parte traer una bolsa tan grande de pasteles y hizo que todos los niños
dijeran:
—Gracias, Maria.
Pero Maria dijo que había traído algo especial para papá y mamá, algo
que seguramente les gustaría, y comenzó a buscar su pastel de ciruelas.
Buscó en la bolsa de Downes y luego en los bolsillos de su impermeable y
luego en
el perchero del vestíbulo, pero en ninguna parte pudo encontrarlo. Luego
preguntó a todos los niños si alguno de ellos se lo había comido, por error,
por supuesto, pero todos los niños dijeron que no y parecían no querer co-
mer pasteles si iban a ser acusados de robar. Todos tenían una solución para
el misterio y la señora Donnelly dijo que era evidente que Maria lo había
dejado en el tranvía. Maria, recordando lo confundida que la había dejado el
caballero con el bigote grisáceo, se sonrojó de vergüenza, molestia y decep-
ción. Ante el pensamiento del fracaso de su pequeña sorpresa y de los dos
chelines y cuatro peniques que había tirado a la basura, casi se echó a llorar.
Pero Joe dijo que no importaba y la hizo sentarse junto al fuego. Fue muy
amable con ella. Le contó todo lo que sucedía en su oficina, repitiéndole
una respuesta ingeniosa que le había dado al gerente. Maria no entendía por
qué Joe se reía tanto con la respuesta que había dado, pero dijo que el ge-
rente debía ser una persona muy autoritaria para tratar. Joe dijo que no era
tan malo cuando sabías cómo tratarlo, que era un tipo decente siempre y
cuando no lo tomaras por el lado equivocado. La señora Donnelly tocó el
piano para los niños y ellos bailaron y cantaron. Luego las dos chicas de al
lado repartieron las nueces. Nadie pudo encontrar los cascanueces y Joe
casi se enojó por eso y preguntó cómo esperaban que Maria rompiera las
nueces sin un cascanueces. Pero Maria dijo que no le gustaban las nueces y
que no debían preocuparse por ella. Entonces Joe preguntó si ella tomaría
una botella de cerveza negra y la señora Donnelly dijo que también había
vino de Oporto en la casa si ella prefería eso. Maria dijo que preferiría que
no le ofrecieran nada, pero Joe insistió.
Así que Maria dejó que él se saliera con la suya y se sentaron junto al
fuego hablando de los viejos tiempos y Maria pensó que sería una buena
oportunidad para hablar bien de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminara
si alguna vez volvía a hablar con su hermano y Maria dijo que lamentaba
haber mencionado el asunto. La señora Donnelly le dijo a su esposo que era
una gran vergüenza que hablara así de su propia carne y sangre, pero Joe
dijo que Alphy no era su hermano y casi se armó una pelea por eso. Pero
Joe dijo que no perdería la paciencia por la noche que era y pidió a su espo-
sa que abriera más cerveza negra. Las dos chicas de al lado habían prepara-
do algunos juegos de Noche de Hallow y pronto todo fue alegría de nuevo.
Maria estaba encantada de ver a los niños tan alegres y a Joe y su esposa de
tan buen humor. Las chicas de al lado pusieron algunos platillos sobre la
mesa y luego llevaron a los niños a la mesa con los ojos vendados. Uno ob-
tuvo el libro de oraciones y los otros tres obtuvieron el agua; y cuando una
de las chicas de al lado consiguió el anillo, la señora Donnelly le hizo una
seña con el dedo a la chica sonrojada como diciendo: ¡Oh, ya sé todo al res-
pecto! Luego insistieron en vendar los ojos de Maria y llevarla a la mesa
para ver qué obtendría; y, mientras le ponían la venda, Maria reía y reía has-
ta que la punta de su nariz casi se encontraba con la punta de su barbilla.
La llevaron a la mesa entre risas y bromas y ella extendió la mano en el
aire como le habían indicado. Movió la mano de un lado a otro en el aire y
descendió sobre uno de los platillos. Sintió una sustancia suave y húmeda
con los dedos y se sorprendió de que nadie hablara o le quitara la venda.
Hubo una pausa de unos segundos; y luego un gran alboroto y susurros. Al-
guien dijo algo sobre el jardín y, finalmente, la señora Donnelly le dijo algo
muy enojada a una de las chicas de al lado y le ordenó que lo tirara de in-
mediato: eso no era un juego. Maria entendió que estaba mal esa vez y así
que tuvo que hacerlo de nuevo: y esta vez consiguió el libro de oraciones.
Después de eso, la señora Donnelly tocó el Reel de Miss McCloud para
los niños y Joe hizo que Maria tomara una copa de vino. Pronto volvieron a
estar todos muy alegres y la señora Donnelly dijo que Maria entraría en un
convento antes de que terminara el año porque había conseguido el libro de
oraciones. Maria nunca había visto a Joe tan amable con ella como esa no-
che, tan lleno de charla agradable y recuerdos. Ella dijo que todos eran muy
buenos con ella.
Finalmente, los niños se cansaron y comenzaron a tener sueño y Joe le
pidió a Maria que no cantara alguna canción antes de irse, una de las viejas
canciones. La señora Donnelly dijo: "¡Por favor, Maria!" y entonces Maria
tuvo que levantarse y pararse junto al piano. La señora Donnelly pidió a los
niños que se callaran y escucharan la canción de Maria. Luego tocó el pre-
ludio y dijo: "¡Ahora, Maria!" y Maria, muy sonrojada, comenzó a cantar
con una voz diminuta y temblorosa. Cantó "I Dreamt that I Dwelt" y cuando
llegó al segundo verso, cantó nuevamente:
“Yo soñé que habitaba en salas de mármol
con vasallos y siervos a mi lado
y de todos los que se reunían dentro de esas paredes
yo era la esperanza y el orgullo.
Tenía riquezas demasiado grandes para contar, podía jactarme
de un nombre ancestral de gran altura,
pero también soñé, lo que más me complacía,
que tú me amabas igual que siempre."
Pero nadie trató de mostrarle su error; y cuando terminó su canción, Joe
estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempo como el de antaño y que
no había música para él como la del pobre viejo Balfe, sin importar lo que
dijeran otras personas; y sus ojos se llenaron tanto de lágrimas que no pudo
encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que
le dijera dónde estaba el sacacorchos.
UN TRISTE CASO
El Sr. James Duffy vivía en Chapelizod porque deseaba vivir lo más lejos
posible de la ciudad de la que era ciudadano y porque encontraba todos los
demás suburbios de Dublín mezquinos, modernos y pretenciosos. Vivía en
una casa vieja y sombría y desde sus ventanas podía ver la destilería en
desuso o el río poco profundo sobre el cual se construyó Dublín. Las altas
paredes de su habitación sin alfombrar estaban libres de cuadros. Él mismo
había comprado todos los artículos de mobiliario de la habitación: una cama
de hierro negro, un lavamanos de hierro, cuatro sillas de mimbre, un per-
chero, un cubo de carbón, una chimenea con rejilla y una mesa cuadrada
sobre la cual había un escritorio doble. Se había hecho una librería en un
hueco con estantes de madera blanca. La cama estaba cubierta con ropa de
cama blanca y una alfombra negra y escarlata cubría el pie. Un pequeño es-
pejo de mano colgaba sobre el lavamanos y durante el día una lámpara de
pantalla blanca era el único adorno de la repisa de la chimenea. Los libros
en los estantes de madera blanca estaban ordenados de abajo hacia arriba
según su tamaño. Un completo Wordsworth estaba en un extremo del estan-
te más bajo y una copia del Catecismo de Maynooth, cosida en la cubierta
de tela de un cuaderno, estaba en un extremo del estante superior. Siempre
había materiales de escritura en el escritorio. En el escritorio había una tra-
ducción manuscrita de Michael Kramer de Hauptmann, cuyas direcciones
escénicas estaban escritas en tinta púrpura, y un pequeño manojo de papeles
sujetos por un alfiler de latón. En estas hojas se inscribía una frase de vez en
cuando y, en un momento irónico, el titular de un anuncio de Bile Beans ha-
bía sido pegado en la primera hoja. Al levantar la tapa del escritorio escapa-
ba una leve fragancia, la fragancia de lápices de cedro nuevos o de una bo-
tella de goma o de una manzana demasiado madura que podría haber sido
dejada allí y olvidada.
El Sr. Duffy aborrecía todo lo que denotara desorden físico o mental. Un
médico medieval lo habría llamado saturnino. Su rostro, que contaba la his-
toria completa de sus años, tenía el tinte marrón de las calles de Dublín. En
su cabeza larga y algo grande crecía pelo negro seco y un bigote leonado no
cubría del todo una boca poco amable. Sus pómulos también daban a su
rostro un carácter duro; pero no había dureza en sus ojos que, mirando al
mundo desde debajo de sus cejas leonado, daban la impresión de un hombre
siempre alerta para recibir un instinto redentor en los demás, pero a menudo
decepcionado. Vivía a una pequeña distancia de su cuerpo, observando sus
propios actos con miradas laterales dudosas. Tenía un hábito autobiográfico
extraño que lo llevaba a componer en su mente de vez en cuando una frase
corta sobre sí mismo que contenía un sujeto en tercera persona y un predi-
cado en tiempo pasado. Nunca daba limosna a los mendigos y caminaba fir-
memente, llevando un bastón de avellano.
Había sido durante muchos años cajero de un banco privado en Baggot
Street. Todas las mañanas venía desde Chapelizod en tranvía. Al mediodía
iba a Dan Burke's y almorzaba una botella de cerveza lager y una pequeña
bandeja de galletas de arrurruz. A las cuatro en punto era liberado. Cenaba
en un comedor en George's Street donde se sentía a salvo de la sociedad de
la juventud dorada de Dublín y donde había una cierta honestidad sencilla
en el menú. Sus noches las pasaba ya sea frente al piano de su casera o
deambulando por los alrededores de la ciudad. Su gusto por la música de
Mozart lo llevaba a veces a una ópera o un concierto: estas eran las únicas
disipaciones de su vida.
No tenía ni compañeros ni amigos, ni iglesia ni credo. Vivía su vida espi-
ritual sin ninguna comunión con otros, visitando a sus familiares en Navi-
dad y llevándolos al cementerio cuando morían. Cumplía estos dos deberes
sociales por el bien de la dignidad antigua, pero no concedía nada más a las
convenciones que regulan la vida cívica. Se permitía pensar que en ciertas
circunstancias robaría su banco, pero, como estas circunstancias nunca se
presentaban, su vida se desarrollaba uniformemente: un relato sin aventuras.
Una noche se encontró sentado junto a dos damas en la Rotonda. La casa,
escasamente poblada y silenciosa, daba una profecía inquietante de fracaso.
La dama que estaba a su lado miró una o dos veces la casa desierta y luego
dijo:
"¡Qué lástima que haya tan poca gente esta noche! Es muy duro para la
gente tener que cantar para bancos vacíos."
Tomó el comentario como una invitación a hablar. Se sorprendió de que
ella pareciera tan poco incómoda. Mientras hablaban, intentó fijarla perma-
nentemente en su memoria. Cuando supo que la joven que estaba a su lado
era su hija, la juzgó uno o dos años menor que él. Su rostro, que debía haber
sido hermoso, había mantenido su inteligencia. Era un rostro ovalado con
rasgos fuertemente marcados. Los ojos eran muy azul oscuro y firmes. Su
mirada comenzaba con una nota desafiante pero se confundía con lo que pa-
recía un desmayo deliberado de la pupila en el iris, revelando por un instan-
te un temperamento de gran sensibilidad. La pupila se reassertaba rápida-
mente, esta naturaleza semidescubierta volvía a caer bajo el dominio de la
prudencia, y su chaqueta de astracán, moldeando un busto de cierta pleni-
tud, marcaba la nota de desafío más definitivamente.
La encontró de nuevo unas semanas después en un concierto en Earlsfort
Terrace y aprovechó los momentos en que la atención de su hija estaba dis-
traída para volverse íntimo. Ella aludió una o dos veces a su marido, pero su
tono no era tal como para hacer de la alusión una advertencia. Su nombre
era Sra. Sinico. El tatarabuelo de su marido había venido de Livorno. Su
marido era capitán de un barco mercante que navegaba entre Dublín y Ho-
landa; y tenían una hija.
Al encontrarse una tercera vez por casualidad, encontró el valor para ha-
cer una cita. Ella vino. Esta fue la primera de muchas reuniones; siempre se
encontraban por la noche y elegían los lugares más tranquilos para sus pa-
seos juntos. Sin embargo, al Sr. Duffy no le gustaban las maneras clandesti-
nas y, al descubrir que se veían obligados a encontrarse a escondidas, la
obligó a invitarlo a su casa. El capitán Sinico alentó sus visitas, pensando
que la mano de su hija estaba en cuestión. Había descartado tan sinceramen-
te a su esposa de su galería de placeres que no sospechaba que alguien más
se interesaría por ella. Como el esposo estaba a menudo fuera y la hija dan-
do clases de música, el Sr. Duffy tenía muchas oportunidades de disfrutar de
la compañía de la señora. Ni él ni ella habían tenido alguna aventura similar
antes y ninguno era consciente de alguna incongruencia. Poco a poco, entre-
lazó sus pensamientos con los de ella. Le prestó libros, le proporcionó
ideas, compartió su vida intelectual con ella. Ella escuchaba todo.
A veces, a cambio de sus teorías, ella le daba algún dato de su propia
vida. Con casi maternal solicitud, lo instaba a dejar que su naturaleza se
abriera por completo: se convirtió en su confesora. Le contó que durante
algún tiempo había asistido a las reuniones de un Partido Socialista Irlandés
donde se había sentido una figura única entre una veintena de trabajadores
sobrios en una buhardilla iluminada por una lámpara de aceite ineficiente.
Cuando el partido se dividió en tres secciones, cada una bajo su propio líder
y en su propia buhardilla, dejó de asistir. Las discusiones de los trabajado-
res, dijo, eran demasiado tímidas; el interés que mostraban en la cuestión de
los salarios era desmesurado. Sentía que eran realistas de rasgos duros y que
resentían una exactitud que era producto de un ocio fuera de su alcance.
Ninguna revolución social, le dijo, sería probable que golpeara a Dublín du-
rante algunos siglos.
Ella le preguntó por qué no escribía sus pensamientos. ¿Para qué?, le pre-
guntó con desdén cuidado. ¿Para competir con charlatanes incapaces de
pensar de manera consecutiva durante sesenta segundos? ¿Para someterse a
las críticas de una clase media obtusa que confiaba su moralidad a los poli-
cías y sus bellas artes a los empresarios?
Iba a menudo a su pequeño cottage fuera de Dublín; muchas veces pasa-
ban las noches solos. Poco a poco, a medida que sus pensamientos se entre-
lazaban, hablaban de temas menos remotos. Su compañía era como un suelo
cálido alrededor de un exótico. Muchas veces dejaba que la oscuridad caye-
ra sobre ellos, absteniéndose de encender la lámpara. La habitación oscura y
discreta, su aislamiento, la música que aún vibraba en sus oídos los unían.
Esta unión lo exaltaba, desgastaba los bordes ásperos de su carácter, emo-
cionalizaba su vida mental. A veces se sorprendía escuchando el sonido de
su propia voz. Pensaba que en los ojos de ella ascendería a una estatura an-
gelical; y, a medida que vinculaba más y más la ferviente naturaleza de su
compañera con la suya, escuchaba la extraña voz impersonal que reconocía
como su propia voz, insistiendo en la incurable soledad del alma. No pode-
mos entregarnos, decía: somos nuestros. El final de estos discursos fue que
una noche, durante la cual ella había mostrado todos los signos de una emo-
ción inusual, la Sra. Sinico tomó apasionadamente su mano y la presionó
contra su mejilla.
El Sr. Duffy se sorprendió mucho. Su interpretación de sus palabras lo
desilusionó. No la visitó durante una semana; luego le escribió pidiéndole
que se encontraran. Como no deseaba que su última entrevista estuviera in-
fluenciada por su confesionario arruinado, se encontraron en una pequeña
pastelería cerca del Parkgate. Hacía frío otoñal, pero a pesar del frío deam-
bularon por las carreteras del parque durante casi tres horas. Acordaron
romper su relación: todo vínculo, dijo, es un vínculo con el dolor. Cuando
salieron del parque caminaron en silencio hacia el tranvía; pero aquí ella
comenzó a temblar tan violentamente que, temiendo otro colapso de su par-
te, se despidió rápidamente y la dejó. Unos días después, recibió un paquete
con sus libros y música.
Pasaron cuatro años. El Sr. Duffy volvió a su forma de vida uniforme. Su
habitación aún daba testimonio del orden de su mente. Algunas piezas nue-
vas de música abarrotaban el atril en la habitación de abajo y en sus estantes
estaban dos volúmenes de Nietzsche: Así habló Zaratustra y La gaya cien-
cia. Escribía rara vez en el manojo de papeles que yacía en su escritorio.
Una de sus frases, escrita dos meses después de su última entrevista con la
Sra. Sinico, decía: El amor entre hombre y hombre es imposible porque no
debe haber relaciones sexuales y la amistad entre hombre y mujer es impo-
sible porque debe haber relaciones sexuales. Se mantenía alejado de los
conciertos para no encontrarse con ella. Su padre murió; el socio menor del
banco se retiró. Y aún cada mañana iba a la ciudad en tranvía y cada noche
caminaba a casa desde la ciudad después de haber cenado moderadamente
en George's Street y leído el periódico vespertino de postre.
Una noche, mientras estaba a punto de llevarse un bocado de carne en
conserva y col a la boca, su mano se detuvo. Sus ojos se fijaron en un párra-
fo del periódico vespertino que había apoyado contra la jarra de agua. Vol-
vió a colocar el bocado de comida en su plato y leyó el párrafo atentamente.
Luego bebió un vaso de agua, apartó su plato, dobló el periódico ante él en-
tre sus codos y leyó el párrafo una y otra vez. La col comenzó a depositar
una grasa blanca y fría en su plato. La chica se acercó a él para preguntarle
si su cena no estaba bien cocida. Dijo que estaba muy buena y comió unos
bocados con dificultad. Luego pagó su cuenta y salió.
Caminó rápidamente por el crepúsculo de noviembre, su bastón de ave-
llano golpeando el suelo regularmente, el borde del bufanda Mail asomando
de un bolsillo lateral de su abrigo ceñido. En el camino solitario que condu-
ce desde Parkgate a Chapelizod, redujo su paso. Su bastón golpeaba el sue-
lo con menos énfasis y su respiración, saliendo irregularmente, casi con un
sonido de suspiro, se condensaba en el aire invernal. Cuando llegó a su
casa, subió inmediatamente a su dormitorio y, sacando el periódico del bol-
sillo, leyó el párrafo nuevamente a la luz menguante de la ventana. No lo
leyó en voz alta, sino moviendo los labios como un sacerdote lo hace cuan-
do lee las oraciones Secreto. Este era el párrafo:
MUERTE DE UNA DAMA EN SYDNEY PARADE
Un triste caso
Hoy, en el Hospital de la Ciudad de Dublín, el subcoronel (en ausencia
del Sr. Leverett) realizó una investigación sobre el cuerpo de la Sra. Emily
Sinico, de cuarenta y tres años, quien murió ayer por la noche en la estación
de Sydney Parade. La evidencia mostró que la dama fallecida, al intentar
cruzar las vías, fue golpeada por la locomotora del tren lento de las diez en
punto desde Kingstown, sufriendo así lesiones en la cabeza y el costado de-
recho que llevaron a su muerte.
James Lennon, conductor de la locomotora, declaró que había estado en
el empleo de la compañía ferroviaria durante quince años. Al escuchar el
silbato del guardia, puso el tren en marcha y, uno o dos segundos después,
lo detuvo en respuesta a gritos fuertes. El tren iba despacio.
P. Dunne, mozo de estación, declaró que cuando el tren estaba a punto de
arrancar, vio a una mujer intentando cruzar las vías. Corrió hacia ella y gri-
tó, pero, antes de que pudiera alcanzarla, fue golpeada por el parachoques
de la locomotora y cayó al suelo.
Un jurado. "¿Vio a la dama caer?"
Testigo. "Sí."
El sargento de policía Croly declaró que cuando llegó encontró a la falle-
cida tendida en el andén aparentemente muerta. Hizo que el cuerpo fuera
llevado a la sala de espera en espera de la llegada de la ambulancia.
El agente 57E corroboró.
El Dr. Halpin, asistente de cirugía del Hospital de la Ciudad de Dublín,
declaró que la fallecida tenía dos costillas inferiores fracturadas y había su-
frido severas contusiones en el hombro derecho. El lado derecho de la cabe-
za había sido lesionado en la caída. Las lesiones no eran suficientes para ha-
ber causado la muerte en una persona normal. En su opinión, la muerte se
debió probablemente a un shock y un fallo repentino de la acción del
corazón.
El Sr. H. B. Patterson Finlay, en nombre de la compañía ferroviaria, ex-
presó su profundo pesar por el accidente. La compañía siempre había toma-
do todas las precauciones para evitar que las personas cruzaran las vías ex-
cepto por los puentes, tanto colocando avisos en cada estación como usando
puertas de resorte patentadas en los pasos a nivel. La fallecida tenía la cos-
tumbre de cruzar las vías tarde en la noche de plataforma a plataforma y, en
vista de ciertas otras circunstancias del caso, no creía que los funcionarios
ferroviarios fueran culpables.
El capitán Sinico, de Leoville, Sydney Parade, esposo de la fallecida,
también dio testimonio. Declaró que la fallecida era su esposa. No estaba en
Dublín en el momento del accidente, ya que había llegado esa mañana de
Rotterdam. Habían estado casados durante veintidós años y habían vivido
felices hasta hace unos dos años cuando su esposa comenzó a ser bastante
intemperante en sus hábitos.
La Srta. Mary Sinico dijo que últimamente su madre tenía la costumbre
de salir de noche a comprar alcohol. Ella, la testigo, había intentado muchas
veces razonar con su madre y la había inducido a unirse a una liga. No esta-
ba en casa hasta una hora después del accidente.
El jurado emitió un veredicto de acuerdo con la evidencia médica y exo-
neró a Lennon de toda culpa.
El subcoronel dijo que era un caso muy doloroso y expresó gran simpatía
con el capitán Sinico y su hija. Instó a la compañía ferroviaria a tomar me-
didas contundentes para evitar la posibilidad de accidentes similares en el
futuro. No se culpaba a nadie.
El Sr. Duffy levantó los ojos del periódico y miró por la ventana el paisa-
je triste de la tarde. El río yacía tranquilo junto a la destilería vacía y de vez
en cuando aparecía una luz en alguna casa en la carretera de Lucan. ¡Qué
final! Toda la narrativa de su muerte lo revolvía y le revolvía pensar que al-
guna vez había hablado con ella de lo que consideraba sagrado. Las frases
trilladas, las expresiones inanes de simpatía, las palabras cautelosas de un
reportero comprado para ocultar los detalles de una muerte vulgar y común
atacaban su estómago. No solo se había degradado ella misma; lo había de-
gradado a él. Vio el sórdido camino de su vicio, miserable y maloliente. ¡La
compañera de su alma! Pensó en los desdichados cojeando que había visto
llevando latas y botellas para ser llenadas por el barman. Dios justo, ¡qué
final! Evidentemente, ella no era apta para vivir, sin ninguna fuerza de vo-
luntad, una presa fácil de los hábitos, uno de los naufragios sobre los cuales
se ha construido la civilización. ¡Pero que hubiera podido hundirse tan bajo!
¿Era posible que se hubiera engañado tan completamente sobre ella? Recor-
dó su arrebato de esa noche y lo interpretó en un sentido más duro de lo que
había hecho antes. No tuvo dificultad ahora en aprobar el curso que había
tomado.
A medida que la luz se desvanecía y su memoria comenzaba a divagar,
pensó que su mano tocaba la suya. El shock que había atacado primero su
estómago ahora atacaba sus nervios. Se puso el abrigo y el sombrero rápida-
mente y salió. El aire frío lo encontró en el umbral; se metió en las mangas
de su abrigo. Cuando llegó a la taberna en Chapelizod Bridge, entró y pidió
un ponche caliente.
El propietario lo atendió obsequiosamente pero no se atrevió a hablar.
Había cinco o seis trabajadores en la tienda discutiendo el valor de la pro-
piedad de un caballero en el condado de Kildare. Bebían a intervalos de sus
enormes jarras de pinta y fumaban, escupiendo a menudo en el suelo y a ve-
ces arrastrando el aserrín sobre sus escupitajos con sus pesadas botas. El Sr.
Duffy se sentó en su taburete y los miró, sin verlos ni oírlos. Después de un
rato, se fueron y pidió otro ponche. Se sentó mucho tiempo sobre él. La
tienda estaba muy tranquila. El propietario se tendió en el mostrador leyen-
do el Herald y bostezando. De vez en cuando se oía un tranvía deslizándose
por la carretera solitaria afuera.
Mientras estaba sentado allí, reviviendo su vida con ella y evocando al-
ternativamente las dos imágenes en las que ahora la concebía, se dio cuenta
de que estaba muerta, que había dejado de existir, que se había convertido
en un recuerdo. Comenzó a sentirse incómodo. Se preguntó qué más podría
haber hecho. No podría haber continuado una comedia de engaño con ella;
no podría haber vivido con ella abiertamente. Hizo lo que le pareció mejor.
¿Cómo era culpable? Ahora que ella se había ido, comprendía lo solitaria
que debió haber sido su vida, sentada noche tras noche sola en esa habita-
ción. Su vida también sería solitaria hasta que él también muriera, dejara de
existir, se convirtiera en un recuerdo, si alguien lo recordaba.
Eran las nueve cuando dejó la tienda. La noche estaba fría y lúgubre. En-
tró en el parque por la primera puerta y caminó bajo los árboles desolados.
Caminó por los callejones desolados donde habían caminado cuatro años
antes. Ella parecía estar cerca de él en la oscuridad. En momentos, parecía
sentir su voz tocar su oído, su mano tocar la suya. Se detuvo a escuchar.
¿Por qué le había negado la vida? ¿Por qué la había condenado a muerte?
Sintió que su naturaleza moral se desmoronaba.
Cuando llegó a la cima de la colina del Magazine, se detuvo y miró hacia
el río en dirección a Dublín, cuyas luces brillaban rojas y hospitalarias en la
fría noche. Miró hacia abajo la pendiente y, en la base, a la sombra del muro
del parque, vio algunas figuras humanas tendidas. Esos amores venales y
furtivos lo llenaron de desesperación. Mordisqueaba la rectitud de su vida;
sentía que había sido excluido del banquete de la vida. Un ser humano ha-
bía parecido amarlo y él le había negado la vida y la felicidad: la había con-
denado a la ignominia, a una muerte de vergüenza. Sabía que las criaturas
postradas junto al muro lo observaban y deseaban que se fuera. Nadie lo
quería; estaba excluido del banquete de la vida. Volvió sus ojos al río gris
brillante, serpenteando hacia Dublín. Más allá del río, vio un tren de carga
saliendo de la estación de Kingsbridge, como un gusano con una cabeza de
fuego avanzando obstinadamente y laboriosamente a través de la oscuridad.
Pasó lentamente fuera de su vista; pero todavía escuchaba en sus oídos el
zumbido laborioso de la locomotora reiterando las sílabas de su nombre.
Volvió sobre sus pasos, el ritmo de la locomotora martillando en sus oí-
dos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detu-
vo bajo un árbol y permitió que el ritmo se desvaneciera. No podía sentirla
cerca de él en la oscuridad ni su voz tocar su oído. Esperó unos minutos es-
cuchando. No podía oír nada: la noche estaba perfectamente silenciosa. Es-
cuchó de nuevo: perfectamente silenciosa. Sintió que estaba solo.
EFEMÉRIDES EN EL COMITÉ
El viejo Jack juntó las cenizas con un trozo de cartón y las esparció jui-
ciosamente sobre la cúpula blanqueada de carbón. Cuando la cúpula estuvo
cubierta, su rostro se sumió en la oscuridad, pero, al disponerse a avivar el
fuego de nuevo, su sombra encorvada ascendió por la pared opuesta y su
rostro lentamente volvió a emerger a la luz. Era el rostro de un anciano,
muy huesudo y peludo. Los ojos azules húmedos parpadeaban ante el fuego
y la boca húmeda se abría de vez en cuando, masticando una o dos veces
mecánicamente al cerrarse. Cuando las cenizas prendieron, colocó el trozo
de cartón contra la pared, suspiró y dijo:
—Ahora está mejor, Sr. O'Connor.
El Sr. O'Connor, un hombre joven de cabello gris, cuyo rostro estaba des-
figurado por muchas manchas y granos, acababa de formar el tabaco de un
cigarrillo en un cilindro bien hecho, pero al ser hablado, deshizo su trabajo
meditativamente. Luego comenzó a enrollar el tabaco de nuevo meditativa-
mente y, después de un momento de reflexión, decidió lamer el papel.
—¿Dijo el Sr. Tierney cuándo volvería? —preguntó en un falsete ronco.
—No lo dijo.
El Sr. O'Connor se metió el cigarrillo en la boca y empezó a buscar en
sus bolsillos. Sacó un paquete de delgadas tarjetas de cartón.
—Te traeré una cerilla —dijo el anciano.
—No importa, esto servirá —dijo el Sr. O'Connor.
Seleccionó una de las tarjetas y leyó lo que estaba impreso en ella:
ELECCIONES MUNICIPALES
Distrito de Royal Exchange
El Sr. Richard J. Tierney, P.L.G., solicita respetuosamente el favor de su
voto e influencia en la próxima elección en el distrito de Royal Exchange.
El Sr. O'Connor había sido contratado por el agente de Tierney para hacer
campaña en una parte del distrito, pero, como el clima era inclemente y sus
botas dejaban pasar el agua, pasó gran parte del día sentado junto al fuego
en la Sala del Comité en Wicklow Street con Jack, el viejo conserje. Habían
estado sentados así desde que el corto día se había oscurecido. Era el seis de
octubre, triste y frío en el exterior.
El Sr. O'Connor arrancó una tira de la tarjeta y, encendiéndola, encendió
su cigarrillo. Al hacerlo, la llama iluminó una hoja de hiedra oscura y bri-
llante en la solapa de su abrigo. El anciano lo observó atentamente y luego,
tomando nuevamente el trozo de cartón, comenzó a avivar el fuego lenta-
mente mientras su compañero fumaba.
—Ah, sí —continuó—, es difícil saber cómo criar a los hijos. ¡Quién
pensaría que saldría así! Lo mandé a los Hermanos Cristianos e hice lo que
pude por él, y ahí va, bebiendo por ahí. Traté de hacerlo medianamente
decente.
Colocó el cartón con desgana.
—Si no fuera porque soy un viejo ahora, le cambiaría el tono. Le daría
con el palo en la espalda y lo golpearía mientras pudiera sostenerme, como
he hecho muchas veces antes. La madre, ya sabes, lo malcría con esto y
aquello...
—Eso es lo que arruina a los niños —dijo el Sr. O'Connor.
—Claro que sí —dijo el anciano—. Y poco agradecimiento recibes por
ello, solo insolencia. Él se aprovecha de mí siempre que ve que he tomado
un trago. ¿A dónde va el mundo cuando los hijos hablan así a sus padres?
—¿Qué edad tiene? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Diecinueve —dijo el anciano.
—¿Por qué no lo pones a hacer algo?
—Claro, ¿no he estado lidiando con el borracho desde que dejó la escue-
la? "No te mantendré", le digo. "Tienes que conseguir un trabajo por ti mis-
mo". Pero, claro, es peor cuando consigue un trabajo; se lo bebe todo.
El Sr. O'Connor sacudió la cabeza en simpatía, y el anciano guardó silen-
cio, mirando al fuego. Alguien abrió la puerta de la habitación y gritó:
—¡Hola! ¿Es esta una reunión de masones?
—¿Quién es? —preguntó el anciano.
—¿Qué hacen en la oscuridad? —dijo una voz.
—¿Eres tú, Hynes? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Sí. ¿Qué hacen en la oscuridad? —dijo el Sr. Hynes, avanzando hacia
la luz del fuego.
Era un joven alto y delgado con un bigote castaño claro. Pequeñas gotas
de lluvia colgaban del ala de su sombrero y el cuello de su chaqueta estaba
levantado.
—Bueno, Mat —dijo al Sr. O'Connor—, ¿cómo va todo?
El Sr. O'Connor sacudió la cabeza. El anciano dejó la chimenea y, tras
tropezar por la habitación, regresó con dos candelabros que metió uno tras
otro en el fuego y llevó a la mesa. Una habitación desnuda apareció a la vis-
ta y el fuego perdió todo su color alegre. Las paredes de la habitación esta-
ban desnudas, excepto por una copia de una dirección electoral. En el cen-
tro de la habitación había una pequeña mesa sobre la cual se amontonaban
papeles.
El Sr. Hynes se apoyó en la repisa de la chimenea y preguntó:
—¿Ya te ha pagado?
—Todavía no —dijo el Sr. O'Connor—. Espero a Dios que no nos deje
colgados esta noche.
El Sr. Hynes se rió.
—Oh, te pagará. No temas —dijo.
—Espero que se apure si realmente quiere hacer negocios —dijo el Sr.
O'Connor.
—¿Qué piensas, Jack? —dijo el Sr. Hynes satíricamente al anciano. El
anciano volvió a su asiento junto al fuego, diciendo:
—De todas formas, no es que no tenga dinero. No como el otro tonto.
—¿Qué otro tonto? —dijo el Sr. Hynes.
—Colgan —dijo el anciano con desdén.
—¿Es porque Colgan es un trabajador que dices eso? ¿Cuál es la diferen-
cia entre un buen y honesto albañil y un tabernero, eh? ¿No tiene el trabaja-
dor el mismo derecho a estar en la Corporación que cualquier otro, sí, y un
mejor derecho que esos petimetres que siempre andan con el sombrero en la
mano ante cualquier tipo con un título? ¿No es así, Mat? —dijo el Sr. Hy-
nes, dirigiéndose al Sr. O'Connor.
—Creo que tienes razón —dijo el Sr. O'Connor.
—Un hombre es un hombre honesto y sencillo, sin trucos ni engaños. Va
a representar a las clases trabajadoras. Este tipo para el que trabajas solo
quiere conseguir algún puesto o algo.
—Por supuesto, las clases trabajadoras deben estar representadas —dijo
el viejo.
—El trabajador —dijo el Sr. Hynes— recibe todos los golpes y ni un cén-
timo. Pero es el trabajo lo que produce todo. El trabajador no busca empleos
gordos para sus hijos y sobrinos y primos. El trabajador no va a arrastrar el
honor de Dublín por el fango para complacer a un monarca alemán.
—¿Cómo es eso? —dijo el viejo.
—¿No sabes que quieren presentar una dirección de bienvenida a Edward
Rex si viene aquí el próximo año? ¿Qué queremos con reverencias a un rey
extranjero?
—Nuestro hombre no votará por la dirección —dijo el Sr. O'Connor—.
Se presenta por el partido nacionalista.
—¿No lo hará? —dijo el Sr. Hynes—. Espera a ver si lo hace o no. Lo
conozco. ¿Es Tricky Dicky Tierney?
—¡Por Dios! quizás tengas razón, Joe —dijo el Sr. O'Connor—. De todos
modos, desearía que apareciera con el dinero.
Los tres hombres guardaron silencio. El viejo comenzó a juntar más ceni-
zas. El Sr. Hynes se quitó el sombrero, lo sacudió y luego bajó el cuello de
su abrigo, mostrando, al hacerlo, una hoja de hiedra en la solapa.
—Si este hombre estuviera vivo —dijo, señalando la hoja—, no hablaría-
mos de una dirección de bienvenida.
—Es verdad —dijo el Sr. O'Connor.
—¡Dios, qué tiempos aquellos! —dijo el viejo—. Entonces había algo de
vida en ello.
La habitación volvió a quedarse en silencio. Luego, un hombrecito bulli-
cioso con una nariz mocosa y orejas muy frías entró empujando la puerta.
Caminó rápidamente hacia el fuego, frotándose las manos como si preten-
diera producir una chispa de ellas.
—No hay dinero, chicos —dijo.
—Siéntese aquí, Sr. Henchy —dijo el viejo, ofreciéndole su silla.
—Oh, no se moleste, Jack, no se moleste —dijo el Sr. Henchy.
Asintió brevemente al Sr. Hynes y se sentó en la silla que el viejo había
dejado.
—¿Cubrió Aungier Street? —preguntó al Sr. O'Connor.
—Sí —dijo el Sr. O'Connor, comenzando a buscar memorandos en sus
bolsillos.
—¿Habló con Grimes?
—Sí.
—¿Y? ¿Qué dice?
—No quiso prometer. Dijo: "No le diré a nadie cómo voy a votar". Pero
creo que estará bien.
—¿Por qué?
—Me preguntó quiénes eran los nominadores; y se lo dije. Mencioné el
nombre del padre Burke. Creo que estará bien.
El Sr. Henchy comenzó a resoplar y a frotarse las manos sobre el fuego a
una velocidad tremenda. Luego dijo:
—Por el amor de Dios, Jack, tráenos un poco de carbón. Debe quedar
algo.
El viejo salió de la habitación.
—No hay forma —dijo el Sr. Henchy, sacudiendo la cabeza—. Le pre-
gunté al pequeño limpiabotas, pero dijo: "Oh, ahora, Sr. Henchy, cuando
vea que el trabajo se realiza adecuadamente no lo olvidaré, puede estar se-
guro". ¡Pequeño tacaño miserable! ¡Dios, cómo podría ser otra cosa!
—¿Qué te dije, Mat? —dijo el Sr. Hynes—. Tricky Dicky Tierney.
—Oh, es tan astuto como los hacen —dijo el Sr. Henchy—. No tiene esos
pequeños ojos de cerdo por nada. ¡Maldita sea su alma! ¿No podría pagar
como un hombre en lugar de: "Oh, ahora, Sr. Henchy, debo hablar con el Sr.
Fanning. . . . He gastado mucho dinero"? ¡Miserable pequeño colegial del
infierno! Supongo que olvida el tiempo en que su viejo padre tenía la tienda
de ropa usada en Mary's Lane.
—¿Pero es eso un hecho? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Dios, sí —dijo el Sr. Henchy—. ¿Nunca oíste eso? Y los hombres so-
lían ir el domingo por la mañana antes de que las casas abrieran para com-
prar un chaleco o unos pantalones—¡moya! Pero el viejo padre de Tricky
Dicky siempre tenía una pequeña botella negra en un rincón. ¿Te acuerdas
ahora? Así es. Así es como vio la luz por primera vez.
El viejo regresó con unos pocos trozos de carbón que colocó aquí y allá
en el fuego.
—Es una buena manera de saludar —dijo el Sr. O'Connor—. ¿Cómo es-
pera que trabajemos para él si no suelta el dinero?
—No puedo evitarlo —dijo el Sr. Henchy—. Espero encontrar a los al-
guaciles en el pasillo cuando llegue a casa.
El Sr. Hynes se rió y, apartándose de la repisa de la chimenea con la ayu-
da de sus hombros, se dispuso a irse.
—Todo estará bien cuando venga el Rey Eddie —dijo—. Bueno, chicos,
me voy por ahora. Nos vemos luego. Adiós, adiós.
Salió lentamente de la habitación. Ni el Sr. Henchy ni el viejo dijeron
nada, pero, justo cuando la puerta se estaba cerrando, el Sr. O'Connor, que
había estado mirando melancólicamente al fuego, gritó de repente:
—Adiós, Joe.
El Sr. Henchy esperó unos momentos y luego asintió en dirección a la
puerta.
—Dime —dijo al otro lado del fuego—, ¿qué trae a nuestro amigo aquí?
¿Qué quiere?
—¡Pobre Joe! —dijo el Sr. O'Connor, arrojando la colilla de su cigarrillo
al fuego—, está en apuros, como el resto de nosotros.
El Sr. Henchy resopló vigorosamente y escupió tan copiosamente que
casi apagó el fuego, que emitió un silbido de protesta.
—Para decirte mi opinión privada y sincera —dijo—, creo que es un
hombre del otro bando. Es un espía de Colgan, si me preguntas. Solo da
vueltas y trata de averiguar cómo les va. No sospecharán de ti. ¿Lo
entiendes?
—Oh, pobre Joe es un buen tipo —dijo el Sr. O'Connor.
—Su padre era un hombre decente y respetable —admitió el Sr. Henchy
—. ¡Pobre viejo Larry Hynes! ¡Cuántos favores hizo en su día! Pero me
temo mucho que nuestro amigo no es de oro de diecinueve quilates. Maldita
sea, puedo entender que un hombre esté en apuros, pero lo que no puedo
entender es que un hombre sea un parásito. ¿No podría tener algo de
hombría?
—No recibe una cálida bienvenida de mi parte cuando viene —dijo el
viejo—. Que trabaje para su propio bando y no venga a espiar por aquí.
—No sé —dijo el Sr. O'Connor dubitativo, mientras sacaba papeles de
cigarrillos y tabaco—. Creo que Joe Hynes es un hombre honesto. Es un
tipo listo también, con la pluma. ¿Recuerdas esa cosa que escribió...?
—Algunos de esos nacionalistas y fenianos son demasiado listos si me
preguntas —dijo el Sr. Henchy—. ¿Sabes cuál es mi opinión privada y sin-
cera sobre algunos de esos bromistas? Creo que la mitad de ellos están a
sueldo del Castillo.
—No se sabe —dijo el viejo.
—Oh, pero lo sé con certeza —dijo el Sr. Henchy—. Son mercenarios del
Castillo... No digo Hynes... No, maldita sea, creo que está un paso por enci-
ma de eso... Pero hay cierto noble con un ojo desviado—¿sabes a qué pa-
triota me refiero?
El Sr. O'Connor asintió.
—¡Ese es un verdadero descendiente del Mayor Sirr para ti si te gusta!
¡Oh, la sangre patriótica! ¡Ese es un tipo que vendería su país por cuatro pe-
niques—sí, y se arrodillaría y agradecería al Cristo Todopoderoso que tu-
viera un país para vender!
Hubo un golpe en la puerta.
—¡Adelante! —dijo el Sr. Henchy.
Una persona que parecía un clérigo pobre o un actor pobre apareció en la
puerta. Sus ropas negras estaban abotonadas firmemente sobre su cuerpo
corto y era imposible decir si llevaba un collar de clérigo o de laico, porque
el cuello de su abrigo raído, cuyos botones descubiertos reflejaban la luz de
la vela, estaba levantado alrededor de su cuello. Llevaba un sombrero re-
dondo de fieltro negro duro. Su rostro, brillante con gotas de lluvia, tenía la
apariencia de queso amarillo húmedo, excepto donde dos manchas rosadas
indicaban los pómulos. Abrió su boca muy larga de repente para expresar
decepción y al mismo tiempo abrió sus ojos muy brillantes y azules para
expresar placer y sorpresa.
—¡Oh, Padre Keon! —dijo el Sr. Henchy, saltando de su silla—. ¿Es us-
ted? ¡Entre!
—¡Oh, no, no, no! —dijo el Padre Keon rápidamente, frunciendo los la-
bios como si estuviera hablando con un niño.
—¿No quiere entrar y sentarse?
—No, no, no —dijo el Padre Keon, hablando en una voz discreta, indul-
gente, aterciopelada—. ¡No quiero molestarlos ahora! Solo estoy buscando
al Sr. Fanning...
—Está en el Black Eagle —dijo el Sr. Henchy—. Pero ¿no quiere entrar
y sentarse un minuto?
—No, no, gracias. Era solo un pequeño asunto —dijo el Padre Keon—.
Gracias, de verdad.
Retrocedió desde la puerta y el Sr. Henchy, agarrando uno de los candela-
bros, fue a la puerta para iluminarlo mientras bajaba las escaleras.
—¡Oh, no se moleste, se lo ruego!
—No, pero las escaleras están muy oscuras.
—No, no, puedo ver... Gracias, de verdad.
—¿Está bien ahora?
—Todo bien, gracias... Gracias.
El Sr. Henchy regresó con el candelabro y lo puso en la mesa. Se sentó de
nuevo junto al fuego. Hubo silencio por unos momentos.
—Dime, John —dijo el Sr. O'Connor, encendiendo su cigarrillo con otra
tarjeta de cartón.
—¿Hmm?
—¿Qué es exactamente?
—Pregúntame algo más fácil —dijo el Sr. Henchy.
—Fanning y él parecen muy unidos. A menudo están juntos en Kava-
nagh's. ¿Es un sacerdote de verdad?
—Sí, creo que sí... Creo que es lo que llaman una oveja negra. No tene-
mos muchas de ellas, gracias a Dios, pero tenemos algunas... Es un hombre
desafortunado de algún tipo...
—¿Y cómo se las arregla? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Ese es otro misterio.
—¿Está vinculado a alguna capilla, iglesia o institución o...?
—No —dijo el Sr. Henchy—, creo que está viajando por su cuenta... Que
Dios me perdone —añadió—, pensé que era la docena de stouts.
—¿Hay alguna posibilidad de una bebida? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Yo también tengo sed —dijo el viejo.
—Le pregunté tres veces al pequeño limpiabotas —dijo el Sr. Henchy—
si nos mandaría una docena de stouts. Le volví a preguntar ahora, pero esta-
ba apoyado en el mostrador en mangas de camisa teniendo una conversa-
ción profunda con el concejal Cowley.
—¿Por qué no se lo recordaste? —dijo el Sr. O'Connor.
—Bueno, no podía ir mientras estaba hablando con el concejal Cowley.
Simplemente esperé hasta que me mirara y le dije: "Sobre ese pequeño
asunto del que te estaba hablando...". "Todo estará bien, Sr. H.", dijo. Yerra,
seguro que el pequeño saltamontes se ha olvidado por completo.
—Hay algún trato en ese sector —dijo el Sr. O'Connor pensativo—. Vi a
los tres muy ocupados ayer en la esquina de Suffolk Street.
—Creo que sé el jueguito que están haciendo —dijo el Sr. Henchy—.
Hoy en día debes deberles dinero a los Padres de la Ciudad si quieres que te
hagan alcalde. Entonces te harán alcalde. ¡Por Dios! Estoy pensando seria-
mente en convertirme en un Padre de la Ciudad yo mismo. ¿Qué te parece?
¿Serviría para el puesto?
El Sr. O'Connor se rió.
—En cuanto a deber dinero se refiere...
—Saliendo de la Mansion House —dijo el Sr. Henchy— con toda mi pa-
rafernalia, con Jack aquí de pie detrás de mí con una peluca empolvada,
¿eh?
—Y hazme tu secretario privado, John.
—Sí. Y haré al padre Keon mi capellán privado. Tendremos una fiesta
familiar.
—La verdad, Sr. Henchy —dijo el viejo—, mantendrías un estilo mejor
que algunos de ellos. Un día estaba hablando con el viejo Keegan, el porte-
ro. "¿Y qué te parece tu nuevo amo, Pat?", le dije. "Ahora no tienes muchas
entretenidas", le dije. "¿Entretenidas?" dice él. "Viviría con el olor de un
trapo de aceite". ¿Y sabes lo que me dijo? Ahora, lo juro por Dios, no le
creí.
—¿Qué? —dijeron el Sr. Henchy y el Sr. O'Connor.
—Me dijo: "¿Qué piensas de un alcalde de Dublín enviando a buscar una
libra de chuletas para su cena? ¿Qué te parece eso para alta cocina?" dice él.
"¡Vaya, vaya!" le digo. "Una libra de chuletas", dice él, "llegando a la Man-
sion House". "¡Vaya!" le digo, "¿qué clase de gente va ahora?"
En ese momento, hubo un golpe en la puerta, y un muchacho asomó la
cabeza.
—¿Qué pasa? —dijo el viejo.
—Del Black Eagle —dijo el muchacho, entrando de lado y depositando
una cesta en el suelo con un ruido de botellas sacudidas. El viejo ayudó al
muchacho a trasladar las botellas de la cesta a la mesa y contó el total com-
pleto. Después del traslado, el muchacho se puso la cesta en el brazo y
preguntó:
—¿Alguna botella?
—¿Qué botellas? —dijo el viejo.
—¿No nos dejarás beberlas primero? —dijo el Sr. Henchy.
—Me dijeron que pidiera las botellas.
—Vuelve mañana —dijo el viejo.
—¡Oye, muchacho! —dijo el Sr. Henchy—, ¿puedes ir a O'Farrell's y pe-
dirle que nos preste un sacacorchos—para el Sr. Henchy, dile. Dile que no
lo mantendremos ni un minuto. Deja la cesta ahí.
El muchacho salió y el Sr. Henchy comenzó a frotarse las manos alegre-
mente, diciendo:
—Ah, bueno, no es tan malo después de todo. De todos modos, cumple
su palabra.
—No hay vasos —dijo el viejo.
—Oh, no te preocupes por eso, Jack —dijo el Sr. Henchy—. Muchos
hombres buenos han bebido directamente de la botella.
—De todos modos, es mejor que nada —dijo el Sr. O'Connor.
—No es una mala persona —dijo el Sr. Henchy—, solo que Fanning tie-
ne mucho control sobre él. Tiene buenas intenciones, ya sabes, a su manera
insignificante.
El muchacho regresó con el sacacorchos. El viejo abrió tres botellas y es-
taba devolviendo el sacacorchos cuando el Sr. Henchy le dijo al muchacho:
—¿Te gustaría un trago, muchacho?
—Sí, por favor, señor —dijo el muchacho. El viejo abrió otra botella a
regañadientes y se la dio al muchacho.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó.
—Diecisiete —dijo el muchacho. Como el viejo no dijo nada más, el mu-
chacho tomó la botella, dijo: "Mis más respetuosos saludos, señor, al Sr.
Henchy", bebió el contenido, devolvió la botella a la mesa y se limpió la
boca con la manga. Luego tomó el sacacorchos y salió de la puerta de lado,
murmurando alguna forma de saludo.
—Así es como empieza —dijo el viejo.
—El delgado borde de la cuña —dijo el Sr. Henchy.
El viejo distribuyó las tres botellas que había abierto y los hombres be-
bieron de ellas simultáneamente. Después de beber, cada uno colocó su bo-
tella en la repisa de la chimenea al alcance de la mano y respiraron profun-
damente de satisfacción.
—Bueno, hice un buen trabajo hoy —dijo el Sr. Henchy, después de una
pausa.
—¿De verdad, John?
—Sí. Le conseguí uno o dos votos seguros en Dawson Street, Crofton y
yo. Entre nosotros, ya sabes, Crofton (es un buen tipo, por supuesto), pero
no vale un comino como agitador. No tiene ni una palabra para lanzar a un
perro. Se queda parado y mira a la gente mientras yo hago la charla.
En ese momento, entraron dos hombres en la habitación. Uno de ellos era
un hombre muy gordo, cuyas ropas de sarga azul parecían estar en peligro
de caerse de su figura inclinada. Tenía una cara grande que se asemejaba a
la expresión de un joven buey, con ojos azules y una barba gris. El otro
hombre, que era mucho más joven y frágil, tenía una cara delgada y afeita-
da. Llevaba un cuello doble muy alto y un sombrero hongo de ala ancha.
—¡Hola, Crofton! —dijo el Sr. Henchy al hombre gordo—. Habla del
diablo...
—¿De dónde vino la bebida? —preguntó el joven—. ¿Parió la vaca?
—¡Oh, claro, Lyons detecta la bebida primero! —dijo el Sr. O'Connor,
riendo.
—¿Es así como ustedes hacen campaña? —dijo el Sr. Lyons—, ¿y Crof-
ton y yo afuera en el frío y la lluvia buscando votos?
—¿Por qué, maldita sea tu alma —dijo el Sr. Henchy—, yo conseguiría
más votos en cinco minutos de los que ustedes dos conseguirían en una
semana.
—Abre dos botellas de stout, Jack —dijo el Sr. O'Connor.
—¿Cómo puedo? —dijo el viejo—, cuando no hay sacacorchos.
—¡Espera, espera! —dijo el Sr. Henchy, levantándose rápidamente—.
¿Alguna vez viste este pequeño truco?
Tomó dos botellas de la mesa y, llevándolas al fuego, las puso en la repi-
sa. Luego se sentó nuevamente junto al fuego y tomó otro trago de su bote-
lla. El Sr. Lyons se sentó en el borde de la mesa, empujó su sombrero hacia
la nuca y comenzó a balancear las piernas.
—¿Cuál es mi botella? —preguntó.
—Esta, chico —dijo el Sr. Henchy.
El Sr. Crofton se sentó en una caja y miró fijamente la otra botella en la
repisa. Estaba en silencio por dos razones. La primera razón, suficiente en sí
misma, era que no tenía nada que decir; la segunda razón era que considera-
ba a sus compañeros inferiores a él. Había sido agitador para Wilkins, el
conservador, pero cuando los conservadores retiraron a su hombre y, eli-
giendo el menor de dos males, dieron su apoyo al candidato nacionalista,
fue contratado para trabajar para el Sr. Tierney.
En unos minutos, se escuchó un disculpador "¡Puf!" cuando el corcho sa-
lió volando de la botella del Sr. Lyons. El Sr. Lyons saltó de la mesa, fue al
fuego, tomó su botella y la llevó de vuelta a la mesa.
—Les estaba diciendo, Crofton —dijo el Sr. Henchy—, que conseguimos
algunos votos hoy.
—¿A quién conseguiste? —preguntó el Sr. Lyons.
—Bueno, conseguí a Parkes, y conseguí a Atkinson, y conseguí a Ward
de Dawson Street. También es un buen tipo, un verdadero caballero, viejo
conservador. "¿Pero no es su candidato un nacionalista?" dijo él. "Es un
hombre respetable", le dije. "Está a favor de lo que beneficie a este país. Es
un gran contribuyente", dije. "Tiene
propiedades en la ciudad y tres lugares de negocio, ¿no es en su propio
beneficio mantener bajos los impuestos? Es un ciudadano prominente y res-
petado", dije, "y un guardián de la ley de pobres, y no pertenece a ningún
partido, bueno, malo o indiferente". Esa es la manera de hablarles.
—¿Y qué hay del discurso de bienvenida al rey? —dijo el Sr. Lyons, des-
pués de beber y saborear sus labios.
—Escucha —dijo el Sr. Henchy—. Lo que necesitamos en este país,
como le dije al viejo Ward, es capital. La llegada del rey significará una en-
trada de dinero en este país. Los ciudadanos de Dublín se beneficiarán de
ello. Mira todas las fábricas por los muelles, ¡paradas! Mira todo el dinero
que hay en el país si solo trabajáramos las viejas industrias, los molinos, los
astilleros y las fábricas. Es capital lo que necesitamos.
—Pero escucha, John —dijo el Sr. O'Connor—. ¿Por qué deberíamos dar
la bienvenida al rey de Inglaterra? ¿No fue el mismo Parnell...
—Parnell —dijo el Sr. Henchy—, está muerto. Ahora, así es como lo
veo. Aquí está este tipo que llega al trono después de que su vieja madre lo
mantuvo fuera hasta que el hombre se puso gris. Es un hombre de mundo y
nos quiere bien. Es un tipo muy decente, si me preguntas, y sin tonterías.
Simplemente se dice a sí mismo: "La vieja nunca fue a ver a estos salvajes
irlandeses. ¡Por Cristo, iré yo mismo y veré cómo son!" ¿Y vamos a insultar
al hombre cuando venga aquí en una visita amistosa? ¿Eh? ¿No es así,
Crofton?
El Sr. Crofton asintió con la cabeza.
—Pero después de todo —dijo el Sr. Lyons argumentativamente—, la
vida del rey Eduardo, ya sabes, no es la mejor...
—Dejemos el pasado en el pasado —dijo el Sr. Henchy—. Admiro al
hombre personalmente. Es solo un tipo normal como tú y como yo. Le gus-
ta su trago y quizás sea un poco libertino, y es un buen deportista. Maldita
sea, ¿no podemos los irlandeses jugar limpio?
—Eso está muy bien —dijo el Sr. Lyons—. Pero mira el caso de Parnell
ahora.
—En el nombre de Dios —dijo el Sr. Henchy—. ¿Dónde está la analogía
entre los dos casos?
—Lo que quiero decir —dijo el Sr. Lyons— es que tenemos nuestros
ideales. ¿Por qué, entonces, daríamos la bienvenida a un hombre como ese?
¿Crees que, después de lo que hizo, Parnell era un hombre adecuado para
liderarnos? ¿Y por qué, entonces, lo haríamos para Eduardo VII?
—Hoy es el aniversario de Parnell —dijo el Sr. O'Connor— y no levante-
mos animosidades. Todos lo respetamos ahora que está muerto y enterrado,
incluso los conservadores —añadió, dirigiéndose al Sr. Crofton.
¡Pop! El rezagado corcho salió volando de la botella del Sr. Crofton. El
Sr. Crofton se levantó de su caja y se dirigió al fuego. Al regresar con su
captura, dijo con voz profunda:
—Nuestro lado de la casa lo respeta porque era un caballero.
—¡Tienes razón, Crofton! —dijo el Sr. Henchy ferozmente—. Fue el úni-
co hombre que pudo mantener en orden a esa bolsa de gatos. '¡Abajo, pe-
rros! ¡Acuéstense, curs!' Así es como los trataba. ¡Entra, Joe! ¡Entra! —lla-
mó, al ver al Sr. Hynes en la puerta.
El Sr. Hynes entró lentamente.
—Abre otra botella de stout, Jack —dijo el Sr. Henchy—. ¡Oh, olvidé
que no hay sacacorchos! Aquí, dame una y la pondré al fuego.
El viejo le pasó otra botella y él la colocó en la repisa.
—Siéntate, Joe —dijo el Sr. O'Connor—, estamos hablando del Jefe.
—¡Ay, ay! —dijo el Sr. Henchy. El Sr. Hynes se sentó en el borde de la
mesa cerca del Sr. Lyons, pero no dijo nada.
—Hay uno de ellos, de todos modos —dijo el Sr. Henchy—, que no lo
renegó. ¡Por Dios, lo digo por ti, Joe! No, por Dios, ¡te mantuviste firme
como un hombre!
—Oh, Joe —dijo de repente el Sr. O'Connor—. Danos esa cosa que escri-
biste, ¿recuerdas? ¿La tienes contigo?
—¡Oh, sí! —dijo el Sr. Henchy—. Danos eso. ¿Lo has oído alguna vez,
Crofton? Escucha esto ahora: cosa espléndida.
—Vamos —dijo el Sr. O'Connor—. Adelante, Joe.
El Sr. Hynes no parecía recordar de inmediato la pieza a la que se refe-
rían, pero después de reflexionar un rato, dijo:
—Oh, esa cosa, sí... Seguro, eso ya es viejo.
—¡Sácala, hombre! —dijo el Sr. O'Connor.
—'Sh, 'sh —dijo el Sr. Henchy—. ¡Ahora, Joe!
El Sr. Hynes vaciló un poco más. Luego, en medio del silencio, se quitó
el sombrero, lo dejó sobre la mesa y se puso de pie. Parecía estar ensayando
la pieza en su mente. Después de una pausa bastante larga, anunció:
LA MUERTE DE PARNELL
6 de octubre de 1891
Carraspeó una o dos veces y luego comenzó a recitar:
O alta ambición lo espolea ahora
A alcanzar las cumbres de la gloria.
Lograron su objetivo: lo abatieron.
Pero Erin, escucha, su espíritu puede
Resurgir, como el Fénix de las llamas.
Cuando amanezca el día.
El día que nos traiga el reinado de la libertad.
Y en ese día, bien puede Erin
Brindar en la copa que levanta a la Alegría
Un pesar: el recuerdo de Parnell.
El Sr. Hynes volvió a sentarse en la mesa. Cuando terminó su recitación
hubo un silencio y luego una explosión de aplausos: incluso el Sr. Lyons
aplaudió. La ovación continuó por un momento. Cuando cesó, todos los
oyentes bebieron de sus botellas en silencio.
¡Pop! El corcho salió volando de la botella del Sr. Hynes, pero el Sr. Hy-
nes permaneció sentado, ruborizado y sin sombrero, en la mesa. No parecía
haber escuchado la invitación.
—¡Buen trabajo, Joe! —dijo el Sr. O'Connor, sacando sus papeles de ci-
garrillo y su bolsa para ocultar mejor su emoción.
—¿Qué piensas de eso, Crofton? —gritó el Sr. Henchy—. ¿No es magní-
fico? ¿Qué dices?
El Sr. Crofton dijo que era una pieza de escritura muy fina.
UNA MADRE
Lily, la hija del conserje, se quedó literalmente sin aliento. Apenas había
llevado a un caballero a la pequeña habitación detrás de la oficina en la
planta baja y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando el silbante tim-
bre de la puerta del vestíbulo volvió a sonar y ella tuvo que correr por el pa-
sillo vacío para dejar entrar a otro huésped. Menos mal que no tenía que
atender también a las damas. Pero la señorita Kate y la señorita Julia habían
pensado en eso y habían convertido el cuarto de baño de arriba en un vesti-
dor para señoras. La señorita Kate y la señorita Julia estaban allí, cotillean-
do, riendo y alborotando, caminando una detrás de la otra hasta la punta de
la escalera, asomándose por encima de las barandillas y llamando a Lily
para preguntarle quién había venido.
El baile anual de las señoras Morkan era siempre un gran acontecimiento.
Todos los que las conocían acudían a él, familiares, viejos amigos de la fa-
milia, los miembros del coro de Julia, los alumnos de Kate que habían cre-
cido lo suficiente, e incluso algunos de los alumnos de Mary Jane. Ni una
sola vez había fracasado. Durante años y años había funcionado de forma
espléndida, desde que se podía recordar; desde que Kate y Julia, tras la
muerte de su hermano Pat, habían dejado la casa de Stoney Batter y se ha-
bían llevado a Mary Jane, su única sobrina, a vivir con ellas a la oscura y
demacrada casa de Usher's Island, cuya parte superior habían alquilado al
señor Fulham, el fabricante de maíz de la planta baja. De eso hace ya unos
treinta años, por lo menos. Mary Jane, que entonces era una niña con poca
edad, era ahora el principal sostén de la casa, pues tenía el órgano en Had-
dington Road. Había pasado por la Academia y todos los años daba un con-
cierto de alumnos en la sala superior de las Antiguas Salas de Conciertos.
Muchos de sus alumnos pertenecían a las familias de mejor clase de la línea
de Kingstown y Dalkey. Aunque eran mayores, sus tías también hacían su
parte. Julia, aunque ya era bastante canosa, seguía siendo la principal so-
prano de Adam y Eve, y Kate, demasiado débil para desplazarse mucho,
daba clases de música a los principiantes en el viejo piano cuadrado de la
sala trasera. Lily, la hija del conserje, se encargaba de las tareas domésticas.
Aunque su vida era modesta, creían en comer bien; lo mejor de todo: filetes
de solomillo, té de tres chelines y la mejor cerveza negra embotellada. Lily
rara vez se equivocaba en los pedidos, por lo que se llevaba bien con sus
tres amas. Eran exigentes, eso era todo. Pero lo único que no soportaban
eran las contestaciones.
Por supuesto, tenían buenas razones para ser quisquillosas en una noche
así. Eran mucho más de las diez y aún no había rastro de Gabriel y su mu-
jer. Además, tenían un miedo atroz de que Freddy Malins apareciera jodido.
No querían por nada del mundo que ninguno de los alumnos de Mary Jane
lo viera bajo los efectos de la droga; y cuando estaba así, a veces era muy
difícil manejarlo. Freddy Malins siempre llegaba tarde, pero se preguntaban
qué podría estar reteniendo a Gabriel: y eso era lo que les llevaba cada dos
minutos a las barandillas para preguntarle a Lily si había venido Gabriel o
Freddy.
"Oh, señor Conroy", le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta, "la
señorita Kate y la señorita Julia pensaron que nunca vendría. Buenas no-
ches, señora Conroy".
"Me imagino que sí", dijo Gabriel, "pero se olvidan de que mi esposa tar-
da tres horas mortales en vestirse".
Se paró en la alfombra, raspándose la nieve de los chanclos, mientras
Lily conducía a su esposa al pie de la escalera y la llamaba:
"Srta. Kate, aquí está la Sra. Conroy".
Kate y Julia bajaron enseguida las oscuras escaleras.e Ambas besaron a
la esposa de Gabriel, dijeron que debía estar helada de frío y preguntaron si
Gabriel estaba con ella.
"¡Aquí estoy, tía Kate! Sube. Yo te seguiré", gritó Gabriel desde la
oscuridad.
Siguió raspando los pies con vigor mientras las tres mujeres subían, rien-
do, al vestidor de las damas. Una ligera franja de nieve yacía como una
capa sobre los hombros de su abrigo y como punteras en los dedos de sus
zapatos; y, mientras los botones de su abrigo se deslizaban con un ruido chi-
rriante a través del friso endurecido por la nieve, un aire frío y fragante del
exterior se escapaba de las grietas y los pliegues.
"¿Está nevando de nuevo, señor Conroy?", preguntó Lily.
Le había precedido hasta la despensa para ayudarle a quitarse el abrigo.
Gabriel sonrió al oír las tres sílabas que le había puesto a su apellido y la
miró. Era una chica delgada y en crecimiento, de tez pálida y pelo color
heno. El gas de la despensa la hacía parecer aún más pálida. Gabriel la ha-
bía conocido cuando era una niña y solía sentarse en el escalón más bajo
cuidando una muñeca de trapo.
"Sí, Lily", contestó, "y creo que nos espera una noche así".
Levantó la vista hacia el techo de la despensa, que temblaba con el zapa-
teo y el arrastre de pies en el piso de arriba, escuchó por un momento el
piano y luego miró a la chica, que estaba doblando su abrigo cuidadosamen-
te en el extremo de un estante.
"Dime, Lily", dijo en tono amistoso, "¿todavía vas a la escuela?".
"Oh, no, señor", respondió ella. "He terminado la escuela este año".
"Oh, entonces", dijo Gabriel alegremente, "supongo que iremos a tu boda
uno de estos buenos días con tu joven, ¿eh?"
La muchacha lo miró por encima del hombro y dijo con gran amargura
"Los hombres que hay ahora son sólo palabrería y lo que puedan sacar de
ti".
Gabriel se puso de color, como si sintiera que había cometido un error y,
sin mirarla, se quitó los chanclos y se sacudió activamente con su bufanda
los zapatos de charol.
Era un joven robusto y alto. El alto color de sus mejillas subía hasta la
frente, donde se dispersaba en unas pocas manchas sin forma de color rojo
pálido; y en su rostro sin pelo centelleaban sin descanso los cristales pulidos
y los brillantes bordes dorados de las gafas que protegían sus delicados e
inquietos ojos. Su pelo negro y brillante estaba dividido por la mitad y pei-
nado en una larga curva detrás de las orejas, donde se enroscaba ligeramen-
te bajo el surco dejado por el sombrero.
Una vez que hubo dado brillo a sus zapatos, se puso de pie y se ajustó
más el chaleco a su regordete cuerpo. Luego sacó rápidamente una moneda
del bolsillo.
"Oh, Lily", dijo, poniéndola en sus manos, "es Navidad, ¿no? Aquí tienes
un poco... . ."
Se dirigió rápidamente hacia la puerta.
"¡Oh, no, señor!", gritó la chica, siguiéndolo. "De verdad, señor, yo no lo
aceptaría".
"¡Tiempo de Navidad! Es tiempo de Navidad", dijo Gabriel, casi trotando
hacia las escaleras y agitando la mano hacia ella en señal de desaprobación.
La muchacha, al ver que había subido las escaleras, lo llamó:
"Bueno, gracias, señor".
Esperó frente a la puerta del salón hasta que el vals terminara, escuchan-
do las faldas que se movían contra ella y el arrastre de los pies. Todavía es-
taba desconcertado por la amarga y repentina réplica de la muchacha. Esta
había arrojado sobre él una pesadumbre que trató de disipar arreglando sus
puños y los lazos de su corbata. Luego sacó del bolsillo de su chaleco un
pequeño papel y echó un vistazo a los títulos que había preparado para su
discurso. No se decidía por los versos de Robert Browning, pues temía que
estuvieran por encima de las cabezas de sus oyentes. Sería mejor alguna cita
que reconocieran de Shakespeare o de las Melodías. El repiqueteo indelica-
do de los tacones de los hombres y el arrastre de sus suelas le recordaron
que el nivel cultural de ellos era diferente al suyo. Sólo conseguiría hacer el
ridículo citándoles una poesía que no podrían entender. Pensarían que esta-
ba aireando su educación superior. Fracasaría con ellos como había fracasa-
do con la chica de la despensa. Había adoptado un tono equivocado. Todo
su discurso fue un error de principio a fin, un fracaso absoluto.
En ese momento, sus tías y su esposa salieron del vestidor de las damas.
Sus tías eran dos ancianas pequeñas y sencillamente vestidas. La tía Julia
era unos centímetros más alta. Su pelo, recogido sobre la parte superior de
las orejas, era gris; y gris también, con sombras más oscuras, era su gran
rostro flácido. Aunque era de complexión robusta y se mantenía erguida,
sus ojos lentos y sus labios entreabiertos le daban la apariencia de una mu-
jer que no sabía dónde estaba ni adónde iba. La tía Kate era más vivaz. Su
rostro, más sano que el de su hermana, era todo arrugas y pliegues, como
una manzana roja marchita, y su pelo, trenzado de la misma manera anti-
cuada, no había perdido su color de nuez dorada.
Ambos besaron a Gabriel con franqueza. Era su sobrino favorito, el hijo
de su hermana mayor fallecida, Ellen, que se había casado con T. J. Conroy,
del Puerto y los Muelles.
"Gretta me ha dicho que no vas a coger un taxi para volver a Monkstown
esta noche, Gabriel", dijo la tía Kate.
"No", dijo Gabriel, volviéndose hacia su esposa, "ya tuvimos bastante de
eso el año pasado, ¿no es así? ¿No recuerdas, tía Kate, el frío que pasó
Gretta? Las ventanillas del taxi traqueteando todo el camino, y el viento del
este soplando después de pasar por Merrion. Fue muy divertido. Gretta co-
gió un frío espantoso".
La tía Kate frunció el ceño con severidad y asintió con la cabeza a cada
palabra.
"Muy bien, Gabriel, muy bien", dijo. "Nunca se puede ser demasiado
cuidadoso".
"Pero en cuanto a Gretta ahí", dijo Gabriel, "ella caminaría a casa en la
nieve si la dejaran".
La señora Conroy se rió.
"No le hagas caso, tía Kate", dijo. "Realmente es una molestia terrible,
con sus pantallas verdes para los ojos por la noche y haciéndole hacer man-
cuernas, y obligando a Eva a comer el salteado. La pobre niña. ¡Y ella sim-
plemente odia verlo! . . . Oh, pero nunca adivinarás lo que me hace llevar
ahora".
Se echó a reír y miró a su marido, cuyos ojos, admirados y felices, habían
pasado del vestido a la cara y el pelo. Las dos tías también se rieron con ga-
nas, ya que la preocupación de Gabriel era una broma permanente para
ellas.
"¡Chanclos!", dijo la señora Conroy. "Eso es lo último. Siempre que hay
humedad en los pies me tengo que poner los chanclos. Incluso esta noche
quiso que me los pusiera, pero no quise. Lo próximo que me comprará será
una escafandra".
Gabriel se rió nerviosamente y se palmeó la corbata tranquilizadoramen-
te, mientras que la tía Kate casi se dobló, tan efusivamente disfrutaba de la
broma. La sonrisa pronto se desvaneció del rostro de la tía Julia y sus ojos
sin alegría se dirigieron al rostro de su sobrino. Tras una pausa, preguntó:
"¿Y qué son los chanclos, Gabriel?"
"¡Chanclos, Julia!", exclamó su hermana. "Dios mío, ¿no sabes lo que
son los chanclos? Los llevas sobre tus... sobre tus botas, Gretta, ¿no es así?"
"Sí", dijo la señora Conroy. "Cosas de gutapercha. Los dos tenemos un
par ahora. Gabriel dice que todo el mundo las lleva en el continente".
"Oh, en el continente", murmuró la tía Julia, asintiendo lentamente con la
cabeza.
Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera ligeramente enfadado:
"No es nada muy maravilloso, pero a Gretta le hace mucha gracia porque
dice que la palabra le recuerda a la banda Christy Minstrels".
"Pero dime, Gabriel", dijo la tía Kate, con brío. "Por descontado, has po-
dido ver la habitación. Gretta estaba diciendo..."
"Oh, la habitación está bien", respondió Gabriel. "He tomado una en el
hotel Gresham".
" Seguramente", dijo la tía Kate, "con diferencia es lo mejor que se puede
hacer. Y los niños, Gretta, ¿no estás preocupada por ellos?"
"Oh, por una noche", dijo la señora Conroy. "Además, Bessie cuidará de
ellos".
"Seguro", dijo de nuevo la tía Kate. "¡Qué consuelo es tener una chica
así, de la que se puede depender! Está esa Lily, estoy segura de que no sé
qué le ha pasado últimamente. No es para nada la chica que era".
Gabriel estaba a punto de hacer algunas preguntas a su tía sobre este pun-
to, pero ella se interrumpió de repente para mirar a su hermana, que había
bajado las escaleras y estaba estirando el cuello por encima de las
barandillas.
"Ahora bien, te pregunto", dijo casi en tono de protesta, "¿a dónde va Ju-
lia? ¡Julia! ¡Julia! ¿Adónde vas?"
Julia, que había bajado la mitad de un piso, regresó y anunció sin
aspavientos:
"Aquí está Freddy".
En el mismo momento, unas palmas y una última floritura del pianista
indicaron que el vals había terminado. La puerta del salón se abrió desde
dentro y salieron algunas parejas. La tía Kate apartó a Gabriel apresurada-
mente y le susurró al oído:
"Baja, Gabriel, como un buen compañero y mira si está bien, y no le de-
jes subir si está drogado. Estoy segura de que está jodido. Estoy segura de
que lo está".
Gabriel fue a las escaleras y escuchó por encima de las barandillas. Pudo
oír a dos personas hablando en la despensa. Entonces reconoció la risa de
Freddy Malins. Bajó las escaleras ruidosamente.
"Es un gran alivio", dijo la tía Kate a la señora Conroy, "que Gabriel esté
aquí. Siempre me siento más tranquila cuando él está aquí. . . . Julia, ahí
está la Srta. Daly y la Srta. Power tomará un refresco. Gracias por su her-
moso vals, Srta. Daly. Ha sido un momento encantador".
Un hombre alto y con cara de astuto, con un rígido bigote canoso y piel
morena, que pasaba con su pareja, dijo:
"¿Y podemos tomar un refresco también, señorita Morkan?"
"Julia", dijo la tía Kate sumariamente, "y aquí están el señor Browne y la
señorita Furlong. Hazlos pasar, Julia, con la señorita Daly y la señorita
Power".
"Soy el encargado de las damas", dijo el señor Browne, frunciendo los
labios hasta erizar el bigote y sonriendo con todas sus arrugas. "Sabe, seño-
rita Morkan, la razón por la que me tienen tanto cariño es...".
No terminó la frase, sino que, al ver que la tía Kate estaba fuera del al-
cance del oído, condujo de inmediato a las tres jóvenes a la habitación del
fondo. El centro de la habitación estaba ocupado por dos mesas cuadradas
colocadas de extremo a extremo, y sobre ellas la tía Julia y el conserje esta-
ban alisando y enderezando un gran paño. En el aparador había platos y
fuentes, y vasos y manojos de cuchillos, tenedores y cucharas. La parte su-
perior del piano cuadrado cerrado servía también de aparador para las vian-
das y los dulces. En un aparador más pequeño, situado en una esquina, ha-
bía dos jóvenes de pie, bebiendo cócteles.
El señor Browne condujo a sus acompañantes hasta allí y las invitó a to-
das, en broma, a un poco de ponche para damas, caliente, fuerte y dulce.
Como dijeron que nunca tomaban nada fuerte, abrió tres botellas de limona-
da para ellas. Luego pidió a uno de los jóvenes que se apartara y, cogiendo
la jarra, llenó para sí una buena medida de whisky. Los jóvenes le miraron
con respeto mientras él daba un sorbo de prueba.
"Que Dios me ayude", dijo sonriendo, "son órdenes del médico".
Su rostro enjuto se convirtió en una sonrisa más amplia, y las tres jóvenes
rieron como un eco musical a su complacencia, balanceando sus cuerpos de
un lado a otro, con nerviosas sacudidas de los hombros. La más atrevida
dijo:
"Oh, ahora, señor Browne, estoy segura de que el doctor nunca ordenó
nada de eso".
El señor Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo, con una mímica
lateral:
"Bueno, ya ve, soy como la famosa señora Cassidy, de la que se dice que
dijo: 'Ahora, Mary Grimes, si no lo tomo, haz que lo tome, porque siento
que lo quiero'".
Su rostro acalorado se había inclinado hacia delante con demasiada con-
fianza y había asumido un acento dublinés muy bajo, de modo que las jóve-
nes, con un solo gesto, acogieron su discurso en silencio. La señorita Fur-
long, que era una de las alumnas de Mary Jane, preguntó a la señorita Daly
cómo se llamaba el bonito vals que había tocado; y el señor Browne, al ver-
se ignorado, se dirigió con prontitud a las dos jóvenes que se mostraban
más agradecidas.
Una joven con la cara roja, vestida de fuerte violeta, entró en la sala,
aplaudiendo con entusiasmo y gritando:
" ¡Cuadrillas! Cuadrillas!"
Pisándole los talones llegó la tía Kate, gritando:
"¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!"
"Oh, aquí están el señor Bergin y el señor Kerrigan", dijo Mary Jane. "Sr.
Kerrigan, ¿puede llevar a la Srta. Power? Srta. Furlong, ¿puedo conseguirle
un compañero, Sr. Bergin? Oh, eso bastará ahora".
"Tres damas, Mary Jane", dijo la tía Kate.
Los dos jóvenes caballeros preguntaron a las damas si tenían el placer, y
Mary Jane se dirigió a la señorita Daly.
"Oh, señorita Daly, es usted realmente muy buena, después de haber to-
cado en los dos últimos bailes, pero realmente estamos muy escasos de da-
mas esta noche".
"No me importa en absoluto, Srta. Morkan".
"Pero tengo un buen compañero para usted, el Sr. Bartell D'Arcy, el tenor.
Le haré cantar más tarde. Todo Dublín habla maravillas de él".
"¡Encantadora voz, encantadora voz!", dijo la tía Kate.
Cuando el piano había iniciado dos veces el preludio de la primera figura,
Mary Jane condujo a sus reclutas rápidamente fuera de la habitación. Ape-
nas se habían ido cuando la tía Julia entró lentamente en la habitación, mi-
rando algo detrás de ella.
"¿Qué ocurre, Julia?", preguntó la tía Kate con ansiedad. "¿Quién es?"
Julia, que llevaba una columna de servilletas, se volvió hacia su hermana
y dijo, simplemente, como si la pregunta la hubiera sorprendido
" Es sólo Freddy, Kate, y Gabriel está con él".
De hecho, justo detrás de ella se podía ver a Gabriel pilotando a Freddy
Malins por el rellano. Este último, un joven de unos cuarenta años, era de la
talla y complexión de Gabriel, con los hombros muy redondos. Su rostro
era carnoso y pálido, con un toque de color sólo en los gruesos lóbulos col-
gantes de sus orejas y en las anchas alas de su nariz. Tenía unos rasgos tos-
cos, una nariz roma, una frente convexa y retraída, unos labios tumefactos y
sobresalientes. Sus ojos pesados y el desorden de su escaso cabello le daban
un aspecto somnoliento. Se reía a carcajadas de una historia que le había
contado a Gabriel en las escaleras y, al mismo tiempo, se frotaba los nudi-
llos del puño izquierdo hacia adelante y hacia atrás en el ojo izquierdo.
"Buenas noches, Freddy", dijo la tía Julia.
Freddy Malins dio las buenas tardes a las señoras Morkan de una manera
que parecía poco seria, debido al habitual tono de voz que tenía, y luego, al
ver que el señor Browne le sonreía desde el aparador, cruzó la habitación
con las piernas algo temblorosas y empezó a repetir en voz baja la historia
que acababa de contar a Gabriel.
"No es tan malo, ¿verdad?", dijo la tía Kate a Gabriel.
Las cejas de Gabriel estaban oscuras pero las levantó rápidamente y
contestó
"Oh, no, apenas se nota".
"Ahora bien, ¡no es un tipo terrible!", dijo ella. "Y su pobre madre le hizo
tomar la promesa en la víspera de Año Nuevo. Pero vamos, Gabriel, al
salón".
Antes de salir de la habitación con Gabriel, le hizo una señal al señor
Browne frunciendo el ceño y agitando el dedo índice en señal de adverten-
cia. El señor Browne asintió en respuesta y, cuando ella se hubo ido, le dijo
a Freddy Malins:
"Ahora, pues, Teddy, voy a llenarte un buen vaso de limonada para
animarte".
Freddy Malins, que se acercaba al clímax de su historia, apartó la oferta
con impaciencia, pero el señor Browne, tras llamar primero la atención de
Freddy Malins sobre un desaliño en su vestimenta, rellenó y le entregó un
vaso lleno de limonada. La mano izquierda de Freddy Malins aceptó el vaso
mecánicamente, ya que la derecha estaba ocupada en el reajuste automático
de su traje. El señor Browne, cuyo rostro volvía a arrugarse de alegría, se
sirvió un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de haber
llegado al clímax de su historia, en una carcajada broncínea aguda y, dejan-
do el vaso sin probar y desbordado, comenzó a frotarse los nudillos del
puño izquierdo hacia adelante y hacia atrás en el ojo izquierdo, repitiendo
las palabras de su última frase tan bien como su ataque de risa se lo
permitía.
******
Gabriel no podía escuchar mientras Mary Jane tocaba su pieza de la Aca-
demia, llena de ejecuciones y pasajes difíciles, en la silenciosa sala de dibu-
jo. Le gustaba la música, pero la pieza que estaba tocando no tenía melodía
para él y dudaba que la tuviera para los demás oyentes, aunque le habían
rogado que tocara algo. Cuatro jóvenes, que habían venido de la sala de re-
frescos para pararse en la puerta al oír el sonido del piano, se habían mar-
chado tranquilamente en parejas al cabo de unos minutos. Las únicas perso-
nas que parecían seguir la música eran la propia Mary Jane, cuyas manos
corrían por el teclado o se levantaban de él en las pausas como las de una
sacerdotisa en una imprecación momentánea, y la tía Kate, que estaba junto
a ella para pasar la página.
Los ojos de Gabriel, irritados por el suelo, que brillaba con cera de abeja
bajo la pesada lámpara de araña, se dirigieron a la pared que había sobre el
piano. Allí colgaba un cuadro de la escena del balcón de Romeo y Julieta y,
junto a él, un cuadro de los dos príncipes asesinados en la Torre que la tía
Julia había trabajado en lana roja, azul y marrón cuando era niña. Probable-
mente en la escuela a la que habían ido de niñas se había enseñado ese tipo
de trabajo durante un año. Su madre había elaborado para él, como regalo
de cumpleaños, un chaleco de tabinet púrpura, con pequeñas cabezas de zo-
rro, forrado de raso marrón y con botones redondos de morera. Era extraño
que su madre no tuviera talento musical, aunque la tía Kate solía llamarla la
encargada del cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia siempre
habían parecido un tanto orgullosas de su seria y matrona hermana. Su foto-
grafía estaba ante el espejo de muelle. Tenía un libro abierto sobre las rodi-
llas y le señalaba algo a Constantine que, vestido con un traje de hombre de
guerra, estaba a sus pies. Era ella quien había elegido los nombres de sus
hijos, pues era muy sensible a la dignidad de la vida familiar. Gracias a ella,
Constantine era ahora vicario mayor en Balbriggan y, gracias a ella, el pro-
pio Gabriel se había licenciado en la Real Universidad. Una sombra pasó
por su rostro al recordar la hosca oposición de ella a su matrimonio. Algu-
nas frases despectivas que ella había utilizado todavía le hacían mella en la
memoria; una vez había hablado de Gretta como si fuera una chica de cam-
po y eso no era cierto en absoluto. Fue Gretta quien la cuidó durante su últi-
ma y larga enfermedad en su casa de Monkstown.
Sabía que Mary Jane debía de estar a punto de terminar su pieza porque
estaba tocando de nuevo la melodía inicial con escalas después de cada
compás y, mientras esperaba el final, el rencor se apagó en su corazón. La
pieza terminó con un trino de octavas en los agudos y una profunda octava
final en los bajos. Un gran aplauso saludó a Mary Jane mientras, sonrojada
y enrollando su partitura nerviosamente, escapaba de la sala. Los aplausos
más vigorosos vinieron de los cuatro jóvenes que estaban en la puerta y que
se habían alejado a la sala de refrescos al principio de la pieza, pero que ha-
bían regresado cuando el piano se detuvo.
Se dispusieron las parejas de baile. Gabriel se encontró en pareja con la
señorita Ivors. Era una joven franca y habladora, con una cara pecosa y ojos
marrones prominentes. No llevaba un corpiño escotado y el gran broche que
llevaba fijado en la parte delantera del cuello de la camisa llevaba un emble-
ma y un lema irlandeses.
Cuando hubieron ocupado sus puestos, dijo bruscamente:
"Tengo que hablar contigo".
"¿Conmigo?", dijo Gabriel.
Ella asintió con la cabeza.
"¿De qué se trata?", preguntó Gabriel, sonriendo ante su actitud solemne.
"¿Quién es G. C.?", respondió la señorita Ivors, volviendo los ojos hacia
él.
Gabriel se puso colorado y estaba a punto de fruncir las cejas, como si no
entendiera, cuando ella dijo sin rodeos
"¡Oh, claro que si! He descubierto que escribes para el Daily Express.
¿No te da vergüenza?"
"¿Por qué habría de avergonzarme?", preguntó Gabriel, parpadeando y
tratando de sonreír.
"Bueno, yo me avergüenzo de ti", dijo la señorita Ivors con franqueza. "
El hecho de decir que escribirías para un periódico de esa manera. No pensé
que fueras un simpatizante de Inglaterra".
Una mirada de perplejidad apareció en el rostro de Gabriel. Era cierto
que escribía una columna literaria todos los miércoles en The Daily Ex-
press, por la que le pagaban quince chelines. Pero eso no lo convertía cierta-
mente en un simpatizante de Inglaterra. Los libros que recibía para reseñar
eran casi más bienvenidos que el mísero cheque. Le encantaba palpar las
tapas y pasar las páginas de los libros recién impresos. Casi todos los días,
cuando terminaba sus clases en el colegio, solía pasear por los muelles hasta
las librerías de segunda mano, en Hickey's, en Bachelor's Walk, en Webb's o
Massey's, en Aston's Quay, o en O'Clohissey's, en la calle principal. No sa-
bía cómo responder a su acusación. Quería decir que la literatura estaba por
encima de la política. Pero eran amigos de muchos años y sus carreras ha-
bían sido paralelas, primero en la Universidad y luego como profesores: no
podía arriesgarse a una frase grandilocuente con ella. Siguió parpadeando y
tratando de sonreír y murmuró sin ganas que no veía nada político en escri-
bir reseñas de libros.
Cuando llegó su turno de cruzar, seguía perplejo y sin prestar atención.
La señorita Ivors le cogió rápidamente la mano con un cálido apretón y le
dijo en un suave tono amistoso
"Por supuesto, sólo estaba bromeando. Vamos, ahora cruzamos".
Cuando volvieron a estar juntos, ella habló de la cuestión de la Universi-
dad y Gabriel se sintió más tranquilo. Un amigo suyo le había enseñado su
reseña de los poemas de Browning. Así fue como descubrió el secreto: pero
la reseña le gustó mucho. Entonces dijo de repente:
"Oh, Sr. Conroy, ¿va a venir de excursión a las Islas Aran este verano?
Nos quedaremos allí un mes entero. Será espléndido en el Atlántico. Debe-
ría venir. El Sr. Clancy vendrá, y el Sr. Kilkelly y Kathleen Kearney. Tam-
bién sería espléndido para Gretta si viniera. Ella es de Connacht, ¿no?"
"Su familia lo es", dijo Gabriel brevemente.
"Pero vendrá, ¿no es así?", dijo la señorita Ivors, poniendo su cálida
mano en el brazo de él con impaciencia.
"El hecho es", dijo Gabriel, "que acabo de organizar para ir..."
"¿Ir a dónde?", preguntó la señorita Ivors.
"Bueno, ya sabes, todos los años me voy de excursión en bicicleta con
algunos compañeros y así..."
"¿Pero dónde?", preguntó la señorita Ivors.
"Bueno, solemos ir a Francia o a Bélgica o quizás a Alemania", dijo Ga-
briel torpemente.
"¿Y por qué vais a Francia y a Bélgica", dijo la señorita Ivors, "en lugar
de visitar vuestra propia tierra?".
"Bueno", dijo Gabriel, "es en parte para mantener el contacto con los
idiomas y en parte para variar".
"¿Y no tienes tu propia lengua para mantener el contacto con el
irlandés?", preguntó la señorita Ivors.
"Bueno", dijo Gabriel, "si se trata de eso, ya sabes, el irlandés no es mi
idioma".
Sus vecinos se habían vuelto para escuchar el interrogatorio. Gabriel mi-
raba nervioso a derecha e izquierda y trataba de mantener su buen humor
bajo la prueba que estaba haciendo que un rubor invadiera su frente.
"¿Y no tienes tu propia tierra que visitar", continuó la señorita Ivors, "de
la que no sabes nada, tu propia gente y tu propio país?".
"Oh, a decir verdad", replicó Gabriel de repente, "estoy harto de mi pro-
pio país, ¡harto de él!".
"¿Por qué?", preguntó la señorita Ivors.
Gabriel no contestó porque su réplica le había calentado.
"¿Por qué?", repitió la señorita Ivors.
Tuvieron que cruzar unas parejas con otras y, como él no le había contes-
tado, la señorita Ivors le dijo calurosamente
"Por supuesto, no tienes respuesta".
Gabriel trató de disimular su agitación participando en el baile con gran
energía. Evitó sus ojos porque había visto una expresión agria en su rostro.
Pero cuando se encontraron en otra formación de baile se sorprendió al sen-
tir su mano firmemente presionada. Ella le miró por debajo de las cejas du-
rante un momento, de forma incrédula, hasta que él sonrió. Entonces, justo
cuando esa parte del baile estaba a punto de comenzar de nuevo, ella se
puso de puntillas y le susurró al oído:
"¡Simpatizante de Inglaterral!"
Cuando los bailarines terminaron, Gabriel se fue a un rincón apartado de
la habitación donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una an-
ciana robusta y débil, con el pelo blanco. Su voz era tan aguda como la de
su hijo y tartamudeaba ligeramente. Le habían dicho que Freddy había veni-
do y que estaba prácticamente bien. Gabriel le preguntó si había tenido una
buena travesía. Ella vivía con su hija casada en Glasgow y venía a Dublín
de visita una vez al año. Contestó plácidamente que había tenido una bonita
travesía y que el capitán había sido muy atento con ella. Habló también de
la hermosa casa que su hija tenía en Glasgow, y de todos los amigos que te-
nían allí. Mientras su lengua divagaba, Gabriel trató de desterrar de su men-
te todo recuerdo del desagradable incidente con la señorita Ivors. Por su-
puesto que la chica o la mujer, o lo que fuera, era una entusiasta, pero había
un momento para todas las cosas. Tal vez no debería haberle contestado así.
Pero ella no tenía derecho a llamarle simpatizante de Inglaterra ante la gen-
te, ni siquiera en broma. Ella había intentado ridiculizarlo ante la gente,
abroncándolo y mirándolo fijamente con sus ojos de conejo.
Vio que su mujer se abría paso hacia él entre las parejas que bailaban el
vals. Cuando lo alcanzó, le dijo al oído:
"Gabriel, la tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el ganso como siem-
pre. La señorita Daly trinchará el jamón y yo haré el pudín".
"De acuerdo", dijo Gabriel.
"Ella va a mandar a los más jóvenes primero en cuanto termine este vals
para que así tengamos la mesa para nosotros".
"¿Estabas bailando?" preguntó Gabriel.
"Por supuesto que sí. ¿No me has visto? ¿Qué pelea tuviste con Molly
Ivors?"
"No hubo ninguna disputa. ¿Por qué? ¿Lo dijo ella?"
"Algo así. Estoy tratando de hacer cantar a ese Sr. D'Arcy. Está lleno de
orgullo, creo".
"No hubo ninguna discusión", dijo Gabriel con mal humor, "sólo que ella
quería que me fuera de viaje al oeste de Irlanda y yo dije que no lo haría".
Su esposa juntó las manos con entusiasmo y dio un pequeño salto.
"Oh, vete, Gabriel", gritó. "Me encantaría volver a ver Galway".
"Puedes ir si quieres", dijo Gabriel con frialdad.
Ella lo miró por un momento, luego se volvió hacia la señora Malins y
dijo:
"Hay un buen marido para usted, Sra. Malins".
Mientras volvía a enhebrar su camino por la habitación, la señora Malins,
sin reparar en la interrupción, continuó contándole a Gabriel los hermosos
lugares que había en Escocia y los bellos paisajes. Su yerno los llevaba to-
dos los años a los lagos y solían ir a pescar. Su yerno era un pescador es-
pléndido. Un día pescó un hermoso y gran pez y el hombre del hotel lo co-
cinó para la cena.
Gabriel apenas escuchó lo que ella decía. Ahora que se acercaba la cena
empezó a pensar de nuevo en su discurso y en la cita. Cuando vio que
Freddy Malins cruzaba la habitación para visitar a su madre, Gabriel dejó la
silla libre para él y se retiró al hueco de la ventana. La sala ya se había des-
pejado y desde el salón trasero llegaba el ruido de platos y cuchillos. Los
que aún permanecían en el salón parecían cansados de bailar y conversaban
tranquilamente en pequeños grupos. Los cálidos y temblorosos dedos de
Gabriel tocaron el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco debe hacer fuera!
¡Qué agradable sería salir a pasear solo, primero junto al río y luego por el
parque! La nieve se posaría en las ramas de los árboles y formaría una capa
brillante en la cima del monumento a Wellington. ¡Cuánto más agradable
sería allí que en la mesa de la cena!
Repasó los títulos de su discurso: La hospitalidad irlandesa, los recuerdos
tristes, las Tres Gracias, París, la cita de Browning. Repitió para sí mismo
una frase que había escrito en su reseña: "Uno siente que está escuchando
una música atormentada por el pensamiento". La señorita Ivors había elo-
giado la reseña. ¿Era sincera? ¿Tenía realmente alguna vivencia propia de-
trás de todo su propagandismo? Nunca había habido malos sentimientos en-
tre ellos hasta esa noche. Le inquietaba pensar que ella estaría en la mesa de
la cena, mirándole mientras él hablaba con sus ojos críticos e inquisitivos.
Tal vez ella no lamentaría verle fracasar en su discurso. Una idea le vino a
la mente y le dio valor. Diría, aludiendo a la tía Kate y a la tía Julia: "Seño-
ras y señores, la generación que ahora está en decadencia entre nosotros
puede haber tenido sus defectos, pero por mi parte creo que tenía ciertas
cualidades de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que me parece
que carece la nueva y muy seria e hipereducada generación que está cre-
ciendo a nuestro alrededor." Muy bien: esa era una para la señorita Ivors.
¿Qué le importaba que sus tías fueran sólo dos viejas ignorantes?
Un murmullo en la sala atrajo su atención. El señor Browne avanzaba
desde la puerta, escoltando galantemente a la tía Julia, que se apoyaba en su
brazo, sonriendo y colgando la cabeza. Una musiquilla irregular de aplausos
la acompañó también hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en
el taburete, y la tía Julia, ya sin sonreír, se medio giró para que su voz llega-
ra con claridad a la sala, cesó gradualmente. Gabriel reconoció el preludio.
Era el de una vieja canción de la tía Julia -Arrayed for the Bridal-. Su voz,
de tono fuerte y claro, atacaba con gran brío las corridas que embellecen el
aire y, aunque cantaba muy rápidamente, no se perdía ni la más pequeña de
las notas de adorno. Seguir la voz, sin mirar la cara de la cantante, era sentir
y compartir la emoción de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió fuer-
temente con todos los demás al final de la canción y los fuertes aplausos lle-
garon desde la invisible mesa de la cena. Sonó tan genuino que un poco de
color apareció en el rostro de la tía Julia cuando se inclinó para volver a co-
locar en el atril el viejo cancionero encuadernado en cuero que tenía sus ini-
ciales en la portada. Freddy Malins, que había escuchado con la cabeza in-
clinada hacia un lado para oírla mejor, seguía aplaudiendo cuando todos los
demás habían cesado y hablaba animadamente con su madre, que asentía
grave y lentamente con la cabeza. Por fin, cuando ya no pudo aplaudir más,
se levantó de golpe y se apresuró a cruzar la sala hacia la tía Julia, cuya
mano agarró y estrechó con las dos, sacudiéndola cuando las palabras le fa-
llaban o la conmoción de su voz era demasiado para él.
"Estaba diciéndole a mi madre -dijo- que nunca te había oído cantar tan
bien, nunca. No, nunca he oído tu voz tan bien como esta noche. ¡Ahora!
¿Podrías creerlo ahora? Es la verdad. Por mi palabra y honor que es la ver-
dad. Nunca he oído tu voz tan fresca y tan... tan clara y fresca, nunca".
La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo acerca de los cumplidos
mientras soltaba su mano de su agarre. El señor Browne extendió su mano
abierta hacia ella y dijo a los que estaban cerca de él a la manera de un
showman que presenta a un prodigio ante el público
"¡La señorita Julia Morkan, mi último descubrimiento!"
Él mismo se estaba riendo a carcajadas cuando Freddy Malins se volvió
hacia él y le dijo:
"Bueno, Browne, si hablas en serio podrías hacer un descubrimiento
peor. Todo lo que puedo decir es que nunca la he oído cantar ni la mitad de
bien desde que llegué aquí. Y esa es la pura verdad".
"Yo tampoco", dijo el señor Browne. "Creo que su voz ha mejorado
mucho".
La tía Julia se encogió de hombros y dijo con manso orgullo
"Hace treinta años no tenía una mala calidad de voz en lo que a voces se
refiere".
"A menudo le decía a Julia", dijo la tía Kate con énfasis, "que en ese coro
estaba sencillamente desperdiciada. Pero nunca se lo diría yo".
Se volvió como para apelar al buen sentido de los demás contra una niña
rebelde, mientras la tía Julia miraba al frente, con una vaga sonrisa de remi-
niscencia jugando en su rostro.
"No", continuó la tía Kate, "no se dejaba decir ni dirigir por nadie, escla-
vizándose allí en ese coro noche y día, noche y día. ¡A las seis de la mañana
de Navidad! ¿Y todo para qué?"
"Bueno, ¿no es por el honor de Dios, tía Kate?", preguntó Mary Jane, gi-
rando sobre el taburete del piano y sonriendo.
La tía Kate se volvió ferozmente hacia su sobrina y dijo:
"Sé todo sobre el honor de Dios, Mary Jane, pero creo que no es nada ho-
norable que el Papa eche a las mujeres de los coros que han trabajado como
esclavas toda su vida y ponga a los niños de la escuela sobre sus cabezas.
Supongo que es por el bien de la Iglesia si el Papa lo hace. Pero no es justo,
Mary Jane, y no es correcto".
Se había apasionado y habría continuado defendiendo a su hermana, ya
que era un tema delicado para ella, pero Mary Jane, al ver que todas las bai-
larinas habían vuelto, intervino pacíficamente:
"Ahora, tía Kate, estás dando un escándalo al señor Browne, que es de la
otra corriente".
La tía Kate se volvió hacia el señor Browne, que sonreía ante esta alusión
a su religión, y dijo apresuradamente
"Oh, yo no cuestiono que el Papa tenga razón. Sólo soy una vieja estúpi-
da y no me atrevería a hacer tal cosa. Pero hay una cosa que es la cortesía y
la gratitud común y corriente. Y si yo estuviera en el lugar de Julia, le diría
a ese padre Healey en la cara..."
"Y además, tía Kate", dijo Mary Jane, "realmente todos tenemos hambre
y cuando tenemos hambre somos muy pendencieros".
"Y cuando tenemos sed también somos pendencieros", añadió el señor
Browne.
"Así que será mejor que vayamos a cenar", dijo Mary Jane, "y termine-
mos la discusión después".
En el rellano del salón, Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane tra-
tando de convencer a la señorita Ivors de que se quedara a cenar. Pero la se-
ñorita Ivors, que se había puesto el sombrero y se estaba abrochando la
capa, no quiso quedarse. No tenía el menor apetito y ya se había excedido
en el tiempo.
"Pero sólo diez minutos, Molly", dijo la señora Conroy. "Eso no te
retrasará".
"Para tomar un bocado cualquiera", dijo Mary Jane, "después de todo tu
baile".
"Realmente no podría", dijo la señorita Ivors.
"Me temo que no te has divertido en absoluto", dijo Mary Jane sin
remedio.
"Mucho, te lo aseguro", dijo Miss Ivors, "pero realmente debes dejarme
ir ahora".
"¿Pero cómo vas a llegar a casa?", preguntó la señora Conroy.
"Oh, son sólo dos pasos hasta el muelle".
Gabriel dudó un momento y dijo:
"Si me permite, señorita Ivors, la acompañaré a casa si está realmente
obligada a ir".
Pero la señorita Ivors se separó de ellos.
"No quiero ni oírlo", gritó. "Por el amor de Dios, vayan a cenar y no se
preocupen por mí. Soy bastante capaz de cuidar de mí misma".
"Bueno, tú eres la chica cómica, Molly", dijo la señora Conroy con
franqueza.
"Bendiciones para todos", gritó la señorita Ivors en irlandés, con una car-
cajada, mientras bajaba corriendo la escalera.
Mary Jane la persiguió con una expresión de perplejidad en su rostro,
mientras la señora Conroy se inclinaba sobre las barandillas para escuchar
la puerta del vestíbulo. Gabriel se preguntó si él era la causa de su abrupta
partida. Pero ella no parecía estar de mal humor: se había ido riendo. Se
quedó con la mirada perdida en la escalera.
En ese momento, la tía Kate salió caminando del comedor, casi retorcién-
dose las manos por la desesperación.
"¿Dónde está Gabriel?", gritó. "¿Dónde está Gabriel? Está todo el mundo
esperando ahí dentro, con un escenario abierto, ¡y nadie para trinchar el
ganso!"
"¡Aquí estoy, tía Kate!" gritó Gabriel, con súbita animación, "listo para
trinchar una bandada de gansos, si es necesario".
En un extremo de la mesa había un gordo ganso dorado, y en el otro, so-
bre un lecho de papel arrugado y salpicado de ramitas de perejil, un gran
jamón, desprovisto de su piel exterior y salpicado de migas de corteza, con
un prolijo adorno de papel alrededor de la paleta, y junto a él, un redondo
de carne de vaca especiada. Entre estos extremos opuestos había líneas pa-
ralelas de platos de acompañamiento: dos pequeños platos de gelatina, roja
y amarilla; un plato poco profundo lleno de manzanas blancas y mermelada
roja, un gran plato verde en forma de hoja con un asa en forma de tallo, en
el que había racimos de pasas de color púrpura y almendras peladas, un pla-
to complementario en el que había un sólido rectángulo de higos de Esmir-
na, un plato de natillas cubierto con nuez moscada rallada, un pequeño
cuenco lleno de chocolates y dulces envueltos en papeles dorados y platea-
dos y un jarrón de cristal en el que había unos altos tallos de apio. En el
centro de la mesa se encontraban, como centinelas de un frutero que soste-
nía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, dos decantadores an-
ticuados de cristal tallado, uno con oporto y el otro con jerez oscuro. Sobre
el piano cuadrado cerrado aguardaba un budín en un enorme plato amarillo
y detrás de él había tres escuadras de botellas de cerveza negra y de cerveza
mineral, dispuestas según los colores de sus uniformes, las dos primeras ne-
gras, con etiquetas marrones y rojas, la tercera y más pequeña escuadra
blanca, con fajas transversales verdes.
Gabriel tomó asiento con valentía en la cabecera de la mesa y, tras mirar
al borde del trinchante, clavó el tenedor con firmeza en la oca. Ahora se
sentía muy a gusto, pues era un experto trinchador y nada le gustaba más
que encontrarse a la cabeza de una mesa bien cargada.
"Señorita Furlong, ¿qué le sirvo?", preguntó. "¿Un ala o un trozo de
pechuga?"
"Sólo una pequeña rebanada de la pechuga".
"Srta. Higgins, ¿qué desea usted?"
"Oh, cualquier cosa, Sr. Conroy".
Mientras Gabriel y la señorita Daly intercambiaban platos de ganso y pla-
tos de jamón y ternera especiada, Lily iba de invitado en invitado con un
plato de patatas harinosas calientes envueltas en una servilleta blanca. Ésta
era la idea de Mary Jane y también había sugerido salsa de manzana para el
ganso, pero la tía Kate había dicho que el ganso asado sin salsa de manzana
siempre le había parecido suficientemente bueno y esperaba que nunca co-
miera algo peor. Mary Jane atendió a sus alumnos y se ocupó de que reci-
bieran los mejores trozos, y la tía Kate y la tía Julia abrieron y llevaron al
otro lado del piano botellas de cerveza negra y cerveza rubia para los caba-
lleros y botellas de minerales para las damas. Hubo mucha confusión, risas
y ruido, ruido de órdenes y contraórdenes, de cuchillos y tenedores, de cor-
chos y tapones de vidrio. Gabriel se puso a trinchar segundas raciones en
cuanto terminó la primera ronda sin servirse. Todo el mundo protestó en
voz alta, por lo que él se comprometió a tomar un largo trago de cerveza, ya
que había considerado que el trinchado era un trabajo muy arduo. Mary
Jane se sentó tranquilamente a cenar, pero la tía Kate y la tía Julia seguían
dando vueltas alrededor de la mesa, pisándose los talones la una a la otra,
estorbándose mutuamente y dándose órdenes desatendidas. El señor Brow-
ne les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas dije-
ron que había tiempo suficiente, de modo que, por fin, Freddy Malins se le-
vantó y, cogiendo a la tía Kate, la acomodó en su silla en medio de la risa
general.
Cuando todo el mundo estuvo bien servido, Gabriel dijo, sonriendo:
"Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama re-
lleno, que hable".
Un coro de voces le invitó a comenzar su propia cena y Lily se adelantó
con tres patatas que había reservado para él.
"Muy bien", dijo Gabriel amablemente, mientras tomaba otro trago pre-
paratorio, "tengan la amabilidad de olvidar mi existencia, señoras y señores,
durante unos minutos".
Se puso a cenar y no tomó parte en la conversación con la que la mesa
cubrió la retirada de los platos por parte de Lily. El tema de conversación
era la compañía de ópera que se encontraba en ese momento en el Teatro
Real. El Sr. Bartell D'Arcy, el tenor, un joven de complexión oscura con un
elegante bigote, elogió mucho a la contralto principal de la compañía, pero
la Srta. Furlong pensaba que tenía un estilo de producción bastante vulgar.
Freddy Malins dijo que había un jefe negro que cantaba en la segunda parte
de la pantomima de Gaiety y que tenía una de las mejores voces de tenor
que había oído nunca.
"¿Lo ha escuchado?", le preguntó al Sr. Bartell D'Arcy al otro lado de la
mesa.
"No", contestó el señor Bartell D'Arcy sin darle importancia.
"Porque", explicó Freddy Malins, "ahora tendría curiosidad por conocer
su opinión sobre él. Creo que tiene una gran voz".
"Hace falta tener a Teddy para descubrir las cosas realmente buenas",
dijo familiarmente el señor Browne a la mesa.
"¿Y por qué no puede tener él también una voz?", preguntó Freddy Ma-
lins secamente. "¿Es porque sólo es un negro?".
Nadie respondió a esta pregunta y Mary Jane volvió a dirigir la mesa ha-
cia la ópera legítima. Una de sus alumnas le había dado un pase para Mig-
non. Por supuesto que estaba muy bien, dijo, pero le hizo pensar en la pobre
Georgina Burns. El señor Browne podía remontarse aún más atrás, a las an-
tiguas compañías italianas que solían venir a Dublín: Tietjens, Ilma de
Murzka, Campanini, el gran Trebelli Giuglini, Ravelli, Aramburo. Eran los
días, dijo, en los que se escuchaba algo parecido al canto en Dublín. Contó
también cómo la galería superior del viejo Royal solía llenarse noche tras
noche, cómo una noche un tenor italiano había cantado cinco bises de Let
me like a Soldier fall, introduciendo un do agudo cada vez, y cómo los chi-
cos de la galería a veces, en su entusiasmo, desenganchaban los caballos del
carruaje de alguna gran prima donna y la llevaban ellos mismos por las ca-
lles hasta su hotel. ¿Por qué no se interpretan ahora las grandes óperas anti-
guas, preguntó, Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque no podían conseguir las
voces para cantarlas: esa era la razón".
"Oh, bueno", dijo el Sr. Bartell D'Arcy, "supongo que hay tan buenos
cantantes hoy en día como los había entonces".
"¿Dónde están?", preguntó desafiante el señor Browne.
"En Londres, en París, en Milán", dijo el señor Bartell D'Arcy con entu-
siasmo. "Supongo que Caruso, por ejemplo, es tan bueno, si no mejor, que
cualquiera de los hombres que ha mencionado".
"Puede que sí", dijo el señor Browne. "Pero puedo decirle que lo dudo
mucho".
"Oh, daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso", dijo Mary Jane.
"Para mí", dijo la tía Kate, que había estado hurgando en un hueso, "sólo
había un tenor. Para complacerme, quiero decir. Pero supongo que ninguno
de ustedes ha oído hablar de él".
"¿Quién era, señorita Morkan?", preguntó cortésmente el señor Bartell
D'Arcy.
"Su nombre", dijo la tía Kate, "era Parkinson. Lo escuché cuando estaba
en la flor de la vida y creo que tenía entonces la voz de tenor más pura que
jamás se haya puesto en la garganta de un hombre."
"Qué raro", dijo el señor Bartell D'Arcy. "Nunca había oído hablar de él".
"Sí, sí, la señorita Morkan tiene razón", dijo el señor Browne. "Recuerdo
haber oído hablar del viejo Parkinson, pero es demasiado antiguo para mí".
"Un hermoso, puro, dulce y meloso tenor inglés", dijo la tía Kate con
entusiasmo.
Una vez que Gabriel terminó, el enorme pudín fue trasladado a la mesa.
El traqueteo de tenedores y cucharas comenzó de nuevo. La esposa de Ga-
briel sirvió cucharadas de pudín y pasó los platos por la mesa. A mitad de
camino los sostenía Mary Jane, que los reponía con mermelada de frambue-
sa o naranja o con dulce de leche y mermelada. El pudín era obra de la tía
Julia y recibía elogios de todas partes. Ella misma dijo que no estaba lo sufi-
cientemente dorado.
"Bueno, espero, señorita Morkan", dijo el señor Browne, "que sea lo sufi-
cientemente marrón para usted porque, ya sabe, yo soy todo marrón".
Todos los caballeros, excepto Gabriel, comieron un poco del pudín por
cortesía de la tía Julia. Como Gabriel nunca comía dulces, el apio se había
dejado para él. Freddy Malins también tomó un tallo de apio y lo comió con
su pudín. Le habían dicho que el apio era algo capital para la sangre y en
ese momento estaba bajo el cuidado del médico. La señora Malins, que ha-
bía permanecido en silencio durante toda la cena, dijo que su hijo iba a ba-
jar a Mount Melleray dentro de una semana más o menos. La mesa habló
entonces de Mount Melleray, de lo estimulante que era el aire allí abajo, de
lo hospitalarios que eran los monjes y de cómo nunca pedían un penique a
sus invitados.
"¿Y quiere usted decir", preguntó incrédulo el señor Browne, "que un
tipo puede ir allí y alojarse como si fuera un hotel y vivir de la riqueza de la
tierra y luego marcharse sin pagar nada?".
"Oh, la mayoría de la gente da alguna donación al monasterio cuando se
va", dijo Mary Jane.
"Ojalá tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia", dijo cándida-
mente el señor Browne.
Se asombró al saber que los monjes no hablaban nunca, se levantaban a
las dos de la mañana y dormían en sus ataúdes. Preguntó por qué lo hacían.
"Es la regla de la orden", dijo la tía Kate con firmeza.
"Sí, pero ¿por qué?", preguntó el señor Browne.
La tía Kate repitió que era la regla, eso era todo. El señor Browne parecía
seguir sin entender. Freddy Malins le explicó, lo mejor que pudo, que los
monjes intentaban compensar los pecados cometidos por todos los pecado-
res del mundo exterior. La explicación no fue muy clara porque el señor
Browne sonrió y dijo
"Me gusta mucho esa idea, pero ¿no les vendría tan bien una cómoda
cama de muelles como un ataúd?".
"El ataúd", dijo Mary Jane, "es para recordarles su último fin".
Como el tema se había vuelto lúgubre, quedó enterrado en un silencio de
la mesa durante el cual se oyó a la señora Malins decir a su vecina en un
tono indistinto
"Son muy buenos hombres, los monjes, muy piadosos".
Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los
chocolates y los dulces se repartieron ahora por la mesa y la tía Julia invitó
a todos los invitados a tomar oporto o jerez. Al principio el señor Bartell
D'Arcy se negó a tomar ninguno de los dos, pero uno de sus vecinos le dio
un codazo y le susurró algo, tras lo cual permitió que le llenaran la copa.
Poco a poco, mientras se llenaban las últimas copas, la conversación cesó.
Siguió una pausa, sólo interrumpida por el ruido del vino y por el movi-
miento de las sillas. Las tres señoras Morkan miraron el mantel. Alguien
tosió una o dos veces y luego unos señores dieron una suave palmada en la
mesa como señal de silencio. Se hizo el silencio y Gabriel echó su silla ha-
cia atrás y se levantó.
Las palmaditas se hicieron más fuertes y luego cesaron. Gabriel apoyó
sus diez dedos temblorosos en el mantel y sonrió nerviosamente a la com-
pañía. Al encontrarse con una hilera de rostros levantados, levantó los ojos
hacia la lámpara de araña. El piano estaba tocando una melodía de vals y
podía oír el movimiento de las faldas contra la puerta del salón. La gente,
tal vez, estaba de pie en la nieve del muelle, mirando las ventanas ilumina-
das y escuchando la música del vals. El aire era puro allí. A lo lejos estaba
el parque, donde los árboles estaban cargados de nieve. El monumento a
Wellington lucía un gorro de nieve reluciente que brillaba hacia el oeste so-
bre el campo blanco de los Quince Acres.
Comenzó:
"Señoras y señores,
"Me ha tocado esta noche, como en años anteriores, realizar una tarea
muy agradable, pero una tarea para la que me temo que mis pobres poderes
como orador son demasiado inadecuados".
"¡No, no!", dijo el señor Browne.
"Pero, sea como sea, sólo puedo pedirles que esta noche tomen la volun-
tad por el hecho y me presten su atención durante unos momentos mientras
me esfuerzo por expresarles con palabras cuáles son mis sentimientos en
esta ocasión".
"Señoras y señores, no es la primera vez que nos reunimos bajo este te-
cho hospitalario, alrededor de este tablero hospitalario. No es la primera vez
que hemos sido los receptores -o quizás, mejor dicho, las víctimas- de la
hospitalidad de ciertas buenas damas".
Hizo un círculo en el aire con el brazo y se detuvo. Todo el mundo se rió
o sonrió a la tía Kate y a la tía Julia y a Mary Jane, que se pusieron colora-
das de alegría. Gabriel continuó con más audacia:
"Cada año que pasa siento con más fuerza que nuestro país no tiene nin-
guna tradición que le honre tanto y que deba guardar tan celosamente como
la de su hospitalidad. Es una tradición única, según mi experiencia (y he vi-
sitado no pocos lugares en el extranjero), entre las naciones modernas. Al-
gunos dirán, tal vez, que entre nosotros es más bien un defecto que algo de
lo que se pueda presumir. Pero incluso eso, es, en mi opinión, un defecto
principesco, y uno que confío en que se cultivará durante mucho tiempo en-
tre nosotros. De una cosa, al menos, estoy seguro. Mientras este techo acoja
a las buenas damas antes mencionadas -y deseo de todo corazón que lo haga
durante muchos y largos años-, la tradición de la genuina y cálida hospitali-
dad irlandesa, que nuestros antepasados nos han transmitido y que nosotros
a su vez debemos transmitir a nuestros descendientes, sigue viva entre
nosotros."
Un cordial murmullo de asentimiento recorrió la mesa. A Gabriel se le
pasó por la cabeza que la señorita Ivors no estaba allí y que se había mar-
chado descortésmente: y dijo con confianza en sí mismo
"Señoras y señores,
"Una nueva generación está creciendo en nuestro medio, una generación
actuada por nuevas ideas y nuevos principios. Es seria y entusiasta de estas
nuevas ideas y su entusiasmo, incluso cuando está mal dirigido, es, creo, en
su mayor parte sincero. Pero vivimos en una época escéptica y, si se me
permite la expresión, atormentada por el pensamiento: y a veces temo que
esta nueva generación, educada o hipereducada como está, carezca de esas
cualidades de humanidad, de hospitalidad, de humor amable que pertene-
cían a una época anterior. Al escuchar esta noche los nombres de todos esos
grandes cantantes del pasado me pareció, debo confesarlo, que vivíamos en
una época menos espaciosa. Aquellos días podrían llamarse, sin exagerar,
días más extensos: y si ya no se recuerdan, esperemos, al menos, que en
reuniones como ésta sigamos hablando de ellos con orgullo y afecto, que
sigamos abrigando en nuestros corazones el recuerdo de aquellos grandes
fallecidos y desaparecidos cuya fama el mundo no quiere dejar morir."
"¡Oye, oye!", dijo el señor Browne en voz alta.
"Pero", continuó Gabriel, su voz cayó en una inflexión más suave, "siem-
pre hay en las reuniones como esta pensamientos más tristes que recurrirán
a nuestras mentes: pensamientos del pasado, de la juventud, de los cambios,
de los rostros ausentes que echamos de menos aquí esta noche. Nuestro ca-
mino a través de la vida está sembrado de muchos recuerdos tristes, y si nos
quedáramos pensando en ellos siempre, no podríamos encontrar el corazón
para seguir con valentía nuestro trabajo entre los vivos. Todos tenemos de-
beres vivos y afectos vivos que reclaman, y reclaman con razón, nuestros
denodados esfuerzos".
"Por lo tanto, no me detendré en el pasado. No dejaré que ninguna mora-
lina sombría se inmiscuya aquí esta noche. Nos hemos reunido aquí por un
breve momento para alejarnos del bullicio y las prisas de nuestra rutina dia-
ria. Estamos reunidos aquí como amigos, en el espíritu de la buena camara-
dería, como colegas, también hasta cierto punto, en el verdadero espíritu de
la camaradería, y como los invitados de -¿cómo debo llamarlos?- las Tres
Gracias del mundo musical de Dublín".
La mesa estalló en aplausos y risas ante esta alusión. La tía Julia pidió en
vano a cada uno de sus vecinos por turno que le contara lo que había dicho
Gabriel.
"Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia", dijo Mary Jane.
La tía Julia no entendió pero miró, sonriendo, a Gabriel, que continuó en
la misma línea:
"Señoras y señores,
No intentaré jugar esta noche el papel que París jugó en otra ocasión. No
intentaré elegir entre ellas. La tarea sería injusta y estaría más allá de mis
pobres facultades. Porque cuando las veo por separado, ya sea a nuestra an-
fitriona principal, cuyo buen corazón, cuyo demasiado buen corazón, se ha
convertido en un sinónimo para todos los que la conocen, o a su hermana,
que parece estar dotada de una juventud perenne y cuyo canto debe haber
sido una sorpresa y una revelación para todos nosotros esta noche, o, por
último, cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, alegre,
trabajadora y la mejor de las sobrinas, confieso, señoras y señores, que no
sé a cuál de ellas debería conceder el premio."
Gabriel miró a sus tías y, al ver la gran sonrisa en el rostro de la tía Julia
y las lágrimas que habían subido a los ojos de la tía Kate, se apresuró a ce-
rrar. Levantó su copa de oporto con elegancia, mientras todos los miembros
de la compañía cogían una copa con expectación, y dijo en voz alta:
"Brindemos por los tres juntos. Brindemos por su salud, su riqueza, su
larga vida, su felicidad y su prosperidad, y que sigan ocupando durante mu-
cho tiempo la posición orgullosa y ganada por ellos mismos que tienen en
su profesión y la posición de honor y afecto que tienen en nuestros
corazones".
Todos los invitados se pusieron de pie, con la copa en la mano, y volvién-
dose hacia las tres damas sentadas, cantaron al unísono, con el señor Brow-
ne como líder:
"Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Lo que nadie puede negar".
La tía Kate hacía un uso franco de su pañuelo e incluso la tía Julia pare-
cía conmovida. Freddy Malins golpeó el tiempo con su tenedor de pudín y
los cantantes se volvieron el uno hacia el otro, como en una melodiosa con-
ferencia, mientras cantaban con énfasis:
"A menos que diga una mentira,
A menos que diga una mentira".
Luego, volviéndose una vez más hacia sus anfitriones, cantaron:
"Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Que nadie puede negar".
La aclamación que siguió fue llevada más allá de la puerta del comedor
por muchos de los otros invitados y repetida una y otra vez, Freddy Malins
actuando como oficial con su tenedor en alto.
******
El penetrante aire de la mañana entró en el salón donde se encontraban,
de modo que la tía Kate dijo:
"Que alguien cierre la puerta. La señora Malins se va a morir de frío".
"Browne está ahí fuera, tía Kate", dijo Mary Jane.
"Browne está en todas partes", dijo la tía Kate, bajando la voz.
Mary Jane se rió de su tono.
"De verdad", dijo en tono de broma, "es muy atento".
"Se ha quedado aquí como el gas", dijo la tía Kate en el mismo tono, "du-
rante toda la Navidad".
Esta vez se rió con buen humor y luego añadió rápidamente:
"Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Espero que no me
haya oído".
En ese momento se abrió la puerta del vestíbulo y el señor Browne entró
desde el umbral, riendo como si se le fuera a romper el corazón. Iba vestido
con un largo abrigo verde con puños y cuello de falso astracán y llevaba en
la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló hacia el muelle cubierto de nie-
ve, desde donde llegaba el sonido de un estridente y prolongado silbido.
"Teddy hará salir a todos los taxis de Dublín", dijo.
Gabriel avanzó desde la pequeña despensa detrás de la oficina, se puso el
abrigo con dificultad y, mirando alrededor de la sala, dijo:
"¿Gretta no ha bajado todavía?"
"Se está poniendo sus cosas, Gabriel", dijo la tía Kate.
"¿Quién está tocando ahí arriba?", preguntó Gabriel.
"Nadie. Todos se han ido".
"Oh no, tía Kate", dijo Mary Jane. "Bartell D'Arcy y la señorita O'Callag-
han aún no se han ido".
" En cualquier caso, alguien está tonteando con el piano", dijo Gabriel.
Mary Jane miró a Gabriel y al señor Browne y dijo con un escalofrío:
"Me da frío verlos a ustedes dos, caballeros, así de tapados. No me gusta-
ría afrontar su viaje a casa a estas horas".
"Nada me gustaría más en este momento", dijo el Sr. Browne con firme-
za, "que un buen paseo por el campo o o una carrera con un buen caballo
entre las piernas".
"Solíamos tener un muy buen caballo y un coche en casa", dijo la tía Ju-
lia con tristeza.
"El nunca olvidado Johnny", dijo Mary Jane, riendo.
La tía Kate y Gabriel también se rieron.
"¿Por qué, qué era lo maravilloso de Johnny?" preguntó el señor Browne.
"El difunto Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo", explicó Gabriel,
"conocido comúnmente en sus últimos años como el viejo caballero, tenía
unaáb fricaá de cola".
"Oh, ahora, Gabriel", dijo la tía Kate, riendo, "él tenía un molino de
almidón".
"Bueno, cola o almidón", dijo Gabriel, "el viejo caballero tenía un caba-
llo que se llamaba Johnny. Y Johnny solía trabajar en el molino del viejo
caballero, dando vueltas y más vueltas para hacer funcionar el molino. Todo
eso estaba muy bien; pero ahora viene la parte trágica de Jhonny. Un buen
día el viejo caballero pensó que le gustaría salir con la alta sociedad a una
prueba militar en el parque".
"Que el Señor se apiade de su alma", dijo compasivamente la tía Kate.
"Amén", dijo Gabriel. "Así que el anciano caballero, como ya he dicho,
enjaezó a Johnny y se puso su mejor sombrero alto y su mejor collar de ca-
ballo y salió a lo grande de su mansión ancestral en algún lugar cerca de
Back Lane, creo".
Todo el mundo se rió, incluso la señora Malins, de las maneras de Ga-
briel y la tía Kate dijo:
"Oh, ahora, Gabriel, él no vivía en Back Lane, realmente. Sólo estaba el
molino".
"Fuera de la mansión de sus antepasados", continuó Gabriel, "conducía
con Johnny. Y todo transcurrió maravillosamente hasta que Johnny llegó a
la vista de la estatua del Rey Billy: y ya sea que se enamoró del caballo en
el que se sienta el Rey Billy o que pensó que estaba de nuevo en el molino,
de cualquier manera comenzó a caminar alrededor de la estatua."
Gabriel se paseó en círculos alrededor de la sala con sus chanclos entre
las risas de los demás.
"Dio vueltas y vueltas -dijo Gabriel-, y el viejo caballero, que era un vie-
jo caballero muy pomposo, se indignó mucho. '¡Adelante, señor! ¿Qué quie-
re decir, señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Una conducta extraordinaria! No puedo
entender al caballo'".
Las carcajadas que siguieron a la imitación del incidente por parte de Ga-
briel fueron interrumpidas por un sonoro golpe en la puerta del vestíbulo.
Mary Jane corrió a abrirla y dejó entrar a Freddy Malins. Freddy Malins,
con el sombrero bien puesto en la cabeza y los hombros encorvados por el
frío, resoplaba y humeaba después de sus esfuerzos.
"Sólo pude conseguir un taxi", dijo.
"Oh, encontraremos otro en el muelle", dijo Gabriel.
"Sí", dijo la tía Kate. "Mejor no tener a la señora Malins de pie en la co-
rriente de aire".
Su hijo y el Sr. Browne ayudaron a la Sra. Malins a bajar los escalones de
la entrada y, después de muchas maniobras, la subieron a la cabina. Freddy
Malins subió tras ella y pasó un largo rato acomodándola en el asiento,
mientras el señor Browne le ayudaba con consejos. Por fin se instaló cómo-
damente y Freddy Malins invitó al señor Browne a entrar en la cabina.
Hubo una charla un tanto confusa y luego el señor Browne subió al taxi. El
taxista se acomodó la manta sobre las rodillas y se inclinó para pedir la di-
rección. La confusión aumentó y el taxista fue dirigido de forma diferente
por Freddy Malins y el señor Browne, cada uno de los cuales sacaba la ca-
beza por una ventana del taxi. La dificultad consistía en saber dónde dejar al
señor Browne a lo largo de la ruta, y la tía Kate, la tía Julia y Mary Jane
ayudaron a la discusión desde el umbral de la puerta con direcciones cruza-
das y contradicciones y abundantes risas. En cuanto a Freddy Malins, se
quedó mudo de risa. Asomaba la cabeza por la ventanilla a cada momento,
con gran peligro para su sombrero, y le contaba a su madre cómo se
desarrollaba la discusión, hasta que por fin el señor Browne le gritó al des-
concertado taxista por encima del estruendo de las risas de todos:
"¿Conoce usted el Trinity College?"
"Sí, señor", dijo el taxista.
"Bueno, conduzca hasta las puertas del Trinity College", dijo el señor
Browne, "y luego le diremos a dónde ir. ¿Entiende ahora?"
"Sí, señor", dijo el taxista.
"Diríjase como un pájaro al Trinity College".
"Bien, señor", dijo el taxista.
El caballo fue azotado y el taxi se alejó por el muelle en medio de un
coro de risas y adioses.
Gabriel no había ido a la puerta con los demás. Estaba en una parte oscu-
ra del vestíbulo mirando la escalera. Una mujer estaba de pie cerca de la
cima del primer piso, también en la sombra. No podía ver su rostro, pero sí
los estampados de color terracota y rosa salmón de su falda, que la sombra
hacía aparecer en blanco y negro. Era su mujer. Estaba apoyada en la baran-
dilla, escuchando algo. Gabriel se sorprendió de su quietud y aguzó el oído
para escuchar también. Pero no pudo oír más que el ruido de las risas y las
disputas en la escalera, unos acordes al piano y algunas notas de la voz de
un hombre cantando.
Se quedó quieto en la penumbra del vestíbulo, tratando de captar el aire
que cantaba la voz y mirando a su mujer. Había gracia y misterio en su acti-
tud, como si fuera un símbolo de algo. Se preguntó de qué es símbolo una
mujer de pie en la escalera, en la sombra, escuchando una música lejana. Si
fuera pintor, la pintaría en esa actitud. Su sombrero de fieltro azul resaltaría
el bronce de su pelo contra la oscuridad y los paneles oscuros de su falda
resaltarían los claros. Música lejana llamaría al cuadro si fuera pintor.
La puerta del vestíbulo se cerró; y la tía Kate, la tía Julia y Mary Jane ba-
jaron por el pasillo, todavía riendo.
"Bueno, ¿no es Freddy terrible?", dijo Mary Jane. "Es realmente terrible".
Gabriel no dijo nada, pero señaló las escaleras hacia donde estaba su es-
posa. Ahora que la puerta del vestíbulo estaba cerrada, la voz y el piano se
oían con más claridad. Gabriel levantó la mano para que guardaran silencio.
La canción parecía estar en la antigua tonalidad irlandesa y el cantante pare-
cía inseguro tanto de sus palabras como de su voz. La voz, que se volvía
quejumbrosa por la distancia y por la ronquera del cantante, iluminaba dé-
bilmente la cadencia del aire con palabras que expresaban dolor:
"Oh, la lluvia cae sobre mis pesados cabellos
Y el rocío moja mi piel,
Mi bebé yace frío. . ."
"Oh", exclamó Mary Jane. "Es Bartell D'Arcy cantando y no quiso cantar
en toda la noche. Oh, haré que cante una canción antes de que se vaya".
"Oh, hazlo, Mary Jane", dijo la tía Kate.
Mary Jane pasó por delante de las demás y corrió hacia la escalera, pero
antes de llegar a ella el canto se detuvo y el piano se cerró bruscamente.
"¡Oh, qué pena!", gritó. "¿Va a bajar, Gretta?"
Gabriel oyó que su mujer respondía afirmativamente y la vio bajar hacia
ellos. Unos pasos detrás de ella estaban el señor Bartell D'Arcy y la señorita
O'Callaghan.
"Oh, señor D'Arcy", gritó Mary Jane, "es una verdadera maldad por su
parte el interrumpir así cuando todos estábamos extasiados escuchándole".
"He estado con él toda la tarde", dijo la señorita O'Callaghan, "y la señora
Conroy también, y nos dijo que tenía un terrible resfriado y que no podía
cantar".
"Oh, señor D'Arcy", dijo la tía Kate, "eso sí que fue una gran mentira".
"¿No veis que estoy más ronco que un cuervo?", dijo el señor D'Arcy con
aspereza.
Entró apresuradamente en la despensa y se puso el abrigo. Los demás,
sorprendidos por su grosero discurso, no encontraron nada que decir. La tía
Kate arrugó el ceño e hizo señas a los demás para que dejaran el tema. El
Sr. D'Arcy se puso de pie, envolviendo su cuello con cuidado y frunciendo
el ceño.
"Es por el tiempo", dijo la tía Julia, tras una pausa.
"Sí, todo el mundo tiene catarro", dijo la tía Kate de buena gana, "todo el
mundo".
"Dicen", dijo Mary Jane, "que no hemos tenido nieve como ésta desde
hace treinta años; y he leído esta mañana en los periódicos que la nieve es
general en toda Irlanda".
"Me encanta el aspecto de la nieve", dijo la tía Julia con tristeza.
"A mí también", dijo la señorita O'Callaghan. "Creo que la Navidad nun-
ca es realmente Navidad si no tenemos la nieve en el suelo".
"Pero al pobre señor D'Arcy no le gusta la nieve", dijo la tía Kate,
sonriendo.
El señor D'Arcy salió de la despensa, completamente abrigado y abotona-
do, y en tono arrepentido les contó la historia de su resfriado. Todos le
aconsejaron y le dijeron que era una gran pena y le instaron a tener mucho
cuidado con su garganta en el aire nocturno. Gabriel observó a su mujer,
que no se unió a la conversación. Estaba de pie bajo la polvorienta luz del
ventilador y la llama del gas iluminaba el intenso bronce de su cabello, que
él había visto secar junto al fuego unos días antes. Ella estaba en la misma
actitud y parecía no darse cuenta de la charla sobre ella. Por fin se volvió
hacia ellos y Gabriel vio que había color en sus mejillas y que sus ojos bri-
llaban. Una súbita marea de alegría salió de su corazón.
"Señor D'Arcy", dijo ella, "¿cómo se llama esa canción que estaba
cantando?"
"Se llama The Lass of Aughrim", dijo el señor D'Arcy, "pero no pude re-
cordarla bien. ¿Por qué? ¿La conoces?"
"The Lass of Aughrim", repitió ella. "No me acordaba del nombre".
"Es un tema muy bonito", dijo Mary Jane. "Lamento que no haya tenido
voz esta noche".
"Ahora, Mary Jane", dijo la tía Kate, "no molestes al señor D'Arcy. No
quiero que lo molesten".
Viendo que todos estaban listos para partir, los condujo a la puerta, donde
se dieron las buenas noches:
"Bueno, buenas noches, tía Kate, y gracias por la agradable velada."
"Buenas noches, Gabriel. Buenas noches, Gretta".
"Buenas noches, tía Kate, y muchas gracias. Buenas noches, tía Julia".
"Oh, buenas noches, Gretta, no te había visto."
"Buenas noches, Sr. D'Arcy. Buenas noches, Srta. O'Callaghan".
"Buenas noches, Srta. Morkan."
"Buenas noches, otra vez."
"Buenas noches a todos. Que tengan un buen regreso a casa."
"Buenas noches. Buenas noches."
La mañana seguía siendo oscura. Una luz apagada y amarilla se cernía
sobre las casas y el río, y el cielo parecía descender. El suelo estaba resbala-
dizo, y sólo había vetas y manchas de nieve en los tejados, en los parapetos
del muelle y en las barandillas de la zona. Las lámparas seguían ardiendo
rojizas en el aire turbio y, al otro lado del río, el palacio de los Cuatro Tribu-
nales se destacaba amenazadoramente contra el pesado cielo.
Ella seguía caminando delante de él con el señor Bartell D'Arcy, con los
zapatos en un paquete marrón metidos bajo un brazo y las manos sostenien-
do la falda del aguanieve. Ya no tenía ninguna actitud elegante, pero los
ojos de Gabriel seguían brillando de felicidad. La sangre corría por sus ve-
nas y los pensamientos se agitaban en su cerebro, orgullosos, alegres, tier-
nos, valientes.
Ella caminaba delante de él con tanta ligereza y tan erguida que él desea-
ba correr tras ella sin hacer ruido, cogerla por los hombros y decirle algo
tonto y cariñoso al oído. Ella le parecía tan frágil que anhelaba defenderla
de algo y luego quedarse a solas con ella. Momentos de su vida secreta jun-
tos estallaron como estrellas en su memoria. Un sobre de heliotropo estaba
junto a su taza de desayuno y él lo acariciaba con la mano. Los pájaros tri-
naban en la hiedra y la soleada red de la cortina brillaba en el suelo: no po-
día comer de felicidad. Estaban de pie en el atestado andén y él colocaba un
billete dentro de la cálida palma de su guante. Estaba de pie con ella en el
frío, mirando a través de una ventana enrejada a un hombre que hacía bote-
llas en un horno rugiente. Hacía mucho frío. La cara de ella, perfumada por
el aire frío, estaba muy cerca de la de él; y de repente llamó al hombre del
fogón:
"¿Está caliente el fuego, señor?"
Pero el hombre no pudo oír con el ruido del horno. Menos mal. Podría
haber respondido con brusquedad.
Una ola de alegría aún más tierna se escapó de su corazón y recorrió en
cálido torrente sus arterias. Como el tierno fuego de los momentos estelares
de su vida en común, que nadie conocía ni conocería jamás, irrumpió e ilu-
minó su memoria. Ansiaba recordarle esos momentos, hacerle olvidar los
años de su aburrida existencia juntos y recordar sólo sus momentos de éxta-
sis. Porque los años, según él, no habían apagado su alma ni la de ella. Sus
hijos, la escritura de él, los cuidados domésticos de ella no habían apagado
todo el tierno fuego de sus almas. En una carta que le había escrito entonces
le había dicho: "¿Por qué las palabras como éstas me parecen tan aburridas
y frías? ¿Será porque no hay ninguna palabra lo suficientemente tierna para
ser tu nombre?"
Como una música lejana, estas palabras que había escrito años atrás fue-
ron llevadas hacia él desde el pasado. Ansiaba estar a solas con ella. Cuan-
do los demás se hubieran marchado, cuando él y ella estuvieran en la habi-
tación del hotel, entonces estarían a solas. La llamaba suavemente:
"¡Gretta!"
Tal vez ella no lo oyera de inmediato: se estaría desvistiendo. Entonces,
algo en la voz de él la impresionaría. Ella se volvía y le miraba... . .
En la esquina de la calle Winetavern se encontraron con un taxi. Él se
alegró de su ruido de traqueteo, ya que le ahorró la conversación. Ella mira-
ba por la ventana y parecía cansada. Los demás sólo hablaron unas pocas
palabras, señalando algún edificio o calle. El caballo galopó cansado bajo el
cielo turbio de la mañana, arrastrando su vieja caja traqueteante tras sus ta-
lones, y Gabriel estaba de nuevo en un taxi con ella, galopando para coger
el barco, galopando hacia su luna de miel.
Mientras el taxi cruzaba el puente O'Connell, la señorita O'Callaghan
dijo:
"Dicen que nunca se cruza el puente O'Connell sin ver un caballo
blanco".
"Esta vez veo un blanco", dijo Gabriel.
"¿Dónde?", preguntó el señor Bartell D'Arcy.
Gabriel señaló la estatua, sobre la que había manchas de nieve. Luego la
saludó con un gesto familiar y agitó la mano.
"Buenas noches, Dan", dijo alegremente.
Cuando el taxi se detuvo ante el hotel, Gabriel se bajó y, a pesar de la
protesta del señor Bartell D'Arcy, pagó al conductor. Le dio al hombre un
chelín más de la tarifa. El hombre saludó y dijo:
"Un próspero Año Nuevo para usted, señor".
"Lo mismo para usted", dijo Gabriel cordialmente.
Ella se apoyó un momento en su brazo al bajar del taxi y mientras estaba
de pie en el bordillo, dando las buenas noches a los demás. Se apoyó ligera-
mente en su brazo, tan ligeramente como cuando había bailado con él unas
horas antes. Él se había sentido orgulloso y feliz entonces, feliz de que ella
fuera suya, orgulloso de su gracia y su porte de esposa. Pero ahora, después
de que se encendieran de nuevo tantos recuerdos, el primer toque de su
cuerpo, musical y extraño y perfumado, le hizo sentir una aguda punzada de
lujuria. Al amparo de su silencio, apretó el brazo de ella estrechamente a su
lado; y, mientras se encontraban en la puerta del hotel, sintió que habían es-
capado de sus vidas y sus deberes, que habían escapado de su casa y de sus
amigos y que habían huido juntos con corazones salvajes y radiantes hacia
una nueva aventura.
Un anciano dormitaba en una gran silla en el vestíbulo. Encendió una
vela en el despacho y se dirigió antes que ellos a la escalera. Le siguieron
en silencio, sus pies cayendo en suaves golpes sobre la gruesa alfombra de
la escalera. Ella subió las escaleras detrás del portero, con la cabeza inclina-
da en el ascenso, sus frágiles hombros curvados como con una carga, la fal-
da ceñida a su cuerpo. Hubiera podido rodear sus caderas con los brazos y
retenerla, porque sus brazos temblaban de deseo de agarrarla y sólo la ten-
sión de sus uñas contra las palmas de sus manos contenía el impulso salvaje
de su cuerpo. El portero se detuvo en la escalera para apagar su vela. Ellos
también se detuvieron en los escalones de abajo. En el silencio, Gabriel
pudo oír la caída de la cera fundida en la bandeja y el golpeteo de su propio
corazón contra las costillas.
El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Luego
dejó su inestable vela sobre una mesa de tocador y preguntó a qué hora de-
bían ser llamados por la mañana.
"A las ocho", dijo Gabriel.
El portero señaló el grifo de la luz eléctrica y comenzó a murmurar una
disculpa, pero Gabriel lo interrumpió.
"No queremos ninguna luz. Tenemos suficiente luz en la calle. Y yo
digo", añadió, señalando la vela, "que podrías quitar ese hermoso objeto,
como un hombre de bien".
El mozo volvió a coger la vela, pero lentamente, pues le sorprendía una
idea tan novedosa. Luego murmuró las buenas noches y salió. Gabriel cerró
la cerradura.
Una luz espectral procedente de la lámpara de la calle se extendía desde
una ventana hasta la puerta. Gabriel arrojó su abrigo y su sombrero sobre un
sillón y cruzó la habitación hacia la ventana. Miró hacia la calle para que su
emoción se calmara un poco. Luego se volvió y se apoyó en una cómoda de
espaldas a la luz. Se había quitado el sombrero y la capa y estaba de pie
ante un gran espejo giratorio, desabrochándose la cintura. Gabriel se detuvo
unos instantes, observándola, y luego dijo:
"¡Gretta!"
Ella se apartó del espejo lentamente y caminó por el eje de luz hacia él.
Su rostro parecía tan serio y cansado que las palabras no pasaron de los la-
bios de Gabriel. No, aún no era el momento.
"Pareces cansada", dijo él.
"Estoy un poco", respondió ella.
"¿No te sientes enferma o débil?"
"No, cansada: eso es todo".
Se acercó a la ventana y se quedó allí, mirando hacia fuera. Gabriel espe-
ró de nuevo y luego, temiendo que la desconfianza estuviera a punto de
vencerle, dijo bruscamente
"¡Por cierto, Gretta!"
"¿De qué se trata?"
"¿Conoces a ese pobre hombre, Malins?", dijo rápidamente.
"Sí. ¿Qué pasa con él?"
"Bueno, pobre hombre, es un tipo decente, después de todo", continuó
Gabriel con voz falsa. "Me devolvió el soberano que le presté, y no me lo
esperaba, la verdad. Es una pena que no se mantenga alejado de ese Brow-
ne, porque no es un mal tipo, en realidad".
Ahora temblaba de fastidio. ¿Por qué parecía tan abstraída? No sabía
cómo empezar. ¿Estaba ella también molesta por algo? Si ella se volviera
hacia él o viniera a él por su propia voluntad. Tomarla como estaba sería
brutal. No, primero debía ver algo de ardor en sus ojos. Ansiaba ser dueño
de su extraño estado de ánimo.
"¿Cuándo le prestaste la libra?", preguntó ella, tras una pausa.
Gabriel se esforzó por no soltar un lenguaje brutal sobre el borracho Ma-
lins y su libra. Ansiaba gritarle desde su alma, aplastar su cuerpo contra el
suyo, dominarla. Pero dijo:
"Oh, en Navidad, cuando abrió esa pequeña tienda de tarjetas navideñas
en Henry Street".
Estaba sumido en tal fiebre de rabia y deseo que no la oyó salir de la ven-
tana. Ella se quedó ante él durante un instante, mirándolo con extrañeza.
Luego, levantándose repentinamente de puntillas y apoyando sus manos li-
geramente en los hombros de él, le besó.
"Eres una persona muy generosa, Gabriel", le dijo.
Gabriel, temblando de placer por el repentino beso y por lo pintoresco de
su frase, le puso las manos en el pelo y comenzó a alisarlo hacia atrás, sin
apenas tocarlo con los dedos. El lavado lo había dejado fino y brillante. Su
corazón rebosaba de felicidad. Justo cuando lo deseaba, ella había acudido a
él por voluntad propia. Tal vez sus pensamientos habían corrido con los de
él. Tal vez ella había sentido el impetuoso deseo que había en él, y entonces
el ánimo de ceder había llegado a ella. Ahora que ella había caído ante él
con tanta facilidad, se preguntó por qué había sido tan tímido.
Se puso de pie, sosteniendo la cabeza de ella entre sus manos. Luego,
deslizando un brazo alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, le dijo
suavemente:
"Gretta, querida, ¿en qué estás pensando?"
Ella no contestó ni se rindió del todo a su brazo. Él volvió a decir, en voz
baja:
"Dime de qué se trata, Gretta. Creo que sé lo que pasa. ¿Lo sé?"
Ella no respondió de inmediato. Luego dijo en un arrebato de lágrimas:
"Oh, estoy pensando en esa canción, "La chica de Aughrim".
Se separó de él, corrió hacia la cama y, cruzando los brazos sobre la ba-
randilla, ocultó su rostro. Gabriel se quedó quieto un momento, asombrado,
y luego la siguió. Al pasar por el camino del espejo de caballero, se vio a sí
mismo de cuerpo entero, con su amplia y bien rellena camisa, el rostro cuya
expresión siempre le desconcertaba cuando lo veía en un espejo, y sus relu-
cientes gafas de montura dorada. Se detuvo a unos pasos de ella y dijo:
"¿Y la canción? ¿Por qué te hace llorar?".
Ella levantó la cabeza de los brazos y se secó los ojos con el dorso de la
mano como un niño. Una nota más amable de lo que había pretendido apa-
reció en su voz.
"¿Por qué, Gretta?", preguntó él.
"Estoy pensando en una persona que hace mucho tiempo cantaba esa
canción".
"¿Y quién era esa persona hace mucho tiempo?", preguntó Gabriel,
sonriendo.
"Era una persona que conocía en Galway cuando vivía con mi abuela",
dijo ella.
La sonrisa desapareció del rostro de Gabriel. Una ira sorda comenzó a
acumularse de nuevo en el fondo de su mente y los fuegos apagados de su
lujuria comenzaron a brillar con rabia en sus venas.
"¿Alguien de quien estuviste enamorada?", preguntó irónicamente.
"Era un joven que conocía", respondió ella, "llamado Michael Furey. So-
lía cantar esa canción, The Lass of Aughrim. Era muy delicado".
Gabriel guardó silencio. No quería que ella pensara que estaba interesado
en ese chico tan delicado.
"Puedo verlo tan claramente", dijo ella, después de un momento. "¡Qué
ojos tenía: ojos grandes y oscuros! Y una expresión en ellos, una
expresión".
"Oh, entonces, ¿estás enamorada de él?", dijo Gabriel.
"Solía salir a pasear con él", dijo ella, "cuando estaba en Galway".
Un pensamiento pasó por la mente de Gabriel.
"¿Quizás por eso querías ir a Galway con esa chica de Ivors?", dijo él
fríamente.
Ella le miró y preguntó sorprendida:
"¿Para qué?"
Sus ojos hicieron que Gabriel se sintiera incómodo. Él se encogió de
hombros y dijo:
"¿Cómo voy a saberlo? Para verlo, tal vez".
Ella apartó la mirada de él a lo largo del rayo de luz hacia la ventana en
silencio.
"Está muerto", dijo al final. "Murió cuando sólo tenía diecisiete años.
¿No es algo terrible morir tan joven?"
"¿Qué fue?", preguntó Gabriel, todavía con ironía.
"Fue en la fábrica de gas", dijo ella.
Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y por la evocación
de esta figura de los muertos, un niño en la fábrica de gas. Mientras él había
estado lleno de recuerdos de su vida secreta juntos, llena de ternura y ale-
gría y deseo, ella lo había estado comparando en su mente con otro. Una
conciencia vergonzosa de su propia persona le asaltó. Se vio a sí mismo
como una figura ridícula, actuando como un niño de un centavo para sus
tías, un sentimental nervioso y bien intencionado, orando a los vulgares e
idealizando sus propias lujurias de payaso, el lamentable tipo fatuo que ha-
bía vislumbrado en el espejo. Instintivamente le dio la espalda a la luz para
que ella no viera la vergüenza que ardía en su frente.
Trató de mantener su tono de fría interrogación, pero su voz cuando ha-
bló fue humilde e indiferente.
"Supongo que estabas enamorada de ese Michael Furey, Gretta", dijo.
"Estuve muy bien con él en aquella época", dijo ella.
Su voz era velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tra-
tar de llevarla hacia donde él se había propuesto, acarició una de sus manos
y dijo, también con tristeza
"¿Y de qué murió tan joven, Gretta? ¿De tuberculosis?"
"Creo que murió por mí", respondió ella.
Un vago terror se apoderó de Gabriel ante esta respuesta, como si, en
aquella hora en que había esperado triunfar, algún ser impalpable y vengati-
vo viniera contra él, reuniendo fuerzas contra él en su vago universo. Pero
se liberó de ello con un esfuerzo de sensatez y continuó acariciando su
mano. No volvió a interrogarla, porque sintió que ella le hablaría de sí mis-
ma. La mano de ella estaba cálida y húmeda: no respondía a su tacto, pero
él siguió acariciándola igual que había acariciado la primera carta que le en-
vió aquella mañana de primavera.
"Fue en el invierno", dijo ella, "más o menos al principio del invierno,
cuando iba a dejar a mi abuela y a venir aquí al convento. En ese momento
estaba enfermo en su alojamiento en Galway y no le dejaban salir, y le es-
cribieron a su familia en Oughterard. Decayó, dijeron, o algo así. Nunca lo
supe bien".
Se detuvo un momento y suspiró.
"Pobre hombre", dijo. "Me apreciaba mucho y era un chico tan amable.
Solíamos salir juntos, a pasear, ya sabes, Gabriel, como se hace en el cam-
po. Iba a estudiar canto sólo por su propia salud. Tenía muy buena voz, el
pobre Michael Furey".
"Bueno; ¿y luego?", preguntó Gabriel.
"Y luego, cuando llegó el momento de dejar Galway y subir al convento,
él estaba mucho peor y no me dejaban verlo, así que le escribí una carta di-
ciéndole que me iba a Dublín y que volvería en el verano, y esperando que
estuviera mejor entonces".
Hizo una pausa para controlar su voz y luego continuó:
"Entonces, la noche anterior a mi partida, estaba en la casa de mi abuela
en Nuns' Island, empacando, y escuché que tiraban grava contra la ventana.
La ventana estaba tan húmeda que no podía ver, así que bajé corriendo
como estaba y me escabullí por la parte de atrás hacia el jardín y allí estaba
el pobre hombre al final del jardín, temblando."
"¿Y no le dijiste que volviera?", preguntó Gabriel.
"Le imploré que volviera a casa de inmediato y le dije que moriría bajo la
lluvia. Pero él dijo que no quería vivir. También puedo ver sus ojos. Estaba
de pie al final del muro donde había un árbol".
"¿Y se fue a casa?", preguntó Gabriel.
"Sí, se fue a casa. Y cuando sólo llevaba una semana en el convento mu-
rió y lo enterraron en Oughterard, de donde era su gente. Oh, el día que me
enteré de eso, de que había muerto!"
Se detuvo, ahogada por los sollozos, y, vencida por la emoción, se arrojó
boca abajo sobre la cama, sollozando en el edredón. Gabriel le cogió la
mano un momento más, irresolutamente, y luego, tímido de entrometerse en
su dolor, la dejó caer suavemente y se dirigió en silencio a la ventana.
Ella estaba profundamente dormida.
Gabriel, apoyado en el codo, miró durante unos instantes, sin resentirse,
su pelo enmarañado y su boca entreabierta, escuchando su respiración en-
trecortada. Así que ella había tenido ese romance en su vida: un hombre ha-
bía muerto por ella. Ahora apenas le dolía pensar en el pobre papel que él,
su marido, había desempeñado en su vida. La observaba mientras dormía,
como si él y ella nunca hubieran vivido juntos como marido y mujer. Sus
curiosos ojos se posaron largamente en su rostro y en su cabello; y, al pen-
sar en lo que ella debía ser entonces, en aquella época de su primera belleza
de niña, una extraña y amistosa piedad por ella entró en su alma. No le gus-
taba decir, ni siquiera a sí mismo, que su rostro ya no era hermoso, pero sa-
bía que ya no era el rostro por el que Michael Furey había afrontado la
muerte.
Tal vez ella no le había contado toda la historia. Sus ojos se dirigieron a
la silla sobre la que ella había arrojado parte de su ropa. Un cordón de la
enagua colgaba en el suelo. Una bota se mantenía en pie, con la parte supe-
rior fláccida y caída: la otra yacía de lado. Se sorprendió de la explosión de
emociones de una hora antes. ¿De dónde procedía? De la cena de su tía, de
su propio discurso insensato, del vino y el baile, de la alegría al dar las bue-
nas noches en el salón, del placer del paseo por el río en la nieve. ¡Pobre tía
Julia! Ella también sería pronto una sombra junto a la de Patrick Morkan y
su caballo. Él había captado por un momento esa mirada ojerosa en su ros-
tro cuando cantaba Arrayed for the Bridal. Pronto, tal vez, estaría sentado
en ese mismo salón, vestido de negro, con su sombrero de seda sobre las
rodillas. Las persianas estarían bajadas y la tía Kate estaría sentada a su
lado, llorando y sonándose la nariz y contándole cómo había muerto Julia.
Él buscaría en su mente algunas palabras que pudieran consolarla, y sólo
encontraría palabras cojas e inútiles. Sí, sí: eso ocurriría muy pronto.
El aire de la habitación le heló los hombros. Se estiró cautelosamente
bajo las sábanas y se acostó junto a su mujer. Uno a uno, todos se iban con-
virtiendo en sombras. Mejor pasar con valentía a ese otro mundo, en la ple-
na gloria de alguna pasión, que desvanecerse y marchitarse consternada-
mente con la edad. Pensó en cómo la que yacía a su lado había encerrado en
su corazón durante tantos años aquella imagen de los ojos de su amante
cuando le había dicho que no deseaba vivir.
Lágrimas generosas llenaron los ojos de Gabriel. Él mismo nunca había
sentido eso hacia ninguna mujer, pero sabía que ese sentimiento debía ser
amor. Las lágrimas se acumularon más densamente en sus ojos y en la oscu-
ridad parcial imaginó que veía la forma de un joven de pie bajo un árbol
que goteaba. Otras formas estaban cerca. Su alma se había acercado a esa
región donde habitan las vastas huestes de los muertos. Era consciente, pero
no podía aprehender, su existencia caprichosa y vacilante. Su propia identi-
dad se desvanecía en un mundo gris e impalpable: el propio mundo sólido,
en el que estos muertos se habían criado y vivido alguna vez, se disolvía y
disminuía.
Unos ligeros golpecitos en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana.
Había empezado a nevar de nuevo. Observó somnoliento los copos, platea-
dos y oscuros, que caían oblicuamente contra la luz de la lámpara. Había
llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos
tenían razón: la nieve era general en toda Irlanda. Caía en cada parte de la
oscura llanura central, en las colinas sin árboles, cayendo suavemente en el
Bog of Allen y, más al oeste, cayendo suavemente en las oscuras olas del
Shannon. También caía sobre cada parte del solitario cementerio de la coli-
na donde yacía enterrado Michael Furey. Se extendía densamente sobre las
cruces y lápidas torcidas, sobre las lanzas de la pequeña puerta, sobre las
áridas espinas. Su alma se desmayó lentamente al oír la nieve que caía dé-
bilmente a través del universo y que caía débilmente, como el descenso de
su último fin, sobre todos los vivos y los muertos.
FIN
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