Dublineses-James Joyce

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 198

LIBRO DESCARGADO EN WWW.ELEJANDRIA.

COM, TU SITIO WEB DE OBRAS DE


DOMINIO PÚBLICO
¡ESPERAMOS QUE LO DISFRUTÉIS!

DUBLINESES

JAMES JOYCE

PUBLICADO: 1914

TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
ORIGEN: EN.WIKISOURCE.ORG
LISTADO DE RELATOS

Las hermanas 1
Un encuentro 8
Araby 14
Eveline 19
Después de la carrera 23
Dos galanes 27
La casa de huéspedes 36
Una nubecilla 41
Duplicados 52
Polvo y ceniza 61
Un triste caso 66
Efemérides en el comité 73
Una madre 87
A mayor gracia de Dios 96
Los muertos 116
LAS HERMANAS

Esta vez no había esperanza para él: era el tercer ataque. Noche tras no-
che había pasado por la casa (era tiempo de vacaciones) y estudiado el cua-
drado de la ventana iluminado: y noche tras noche lo había encontrado ilu-
minado de la misma manera, tenue y uniformemente. Si estaba muerto, pen-
sé, vería el reflejo de las velas en la persiana oscurecida, pues sabía que a la
cabecera de un cadáver hay que ponerle dos velas. Él me había dicho a me-
nudo: "No me queda mucho tiempo en este mundo", y yo había creído que
sus palabras eran vanas. Ahora sabía que eran ciertas. Todas las noches,
mientras miraba por la ventana, me decía en voz baja la palabra parálisis.
Siempre había sonado extrañamente en mis oídos, como la palabra gnomon
en el Euclides y la palabra simonía en el Catecismo. Pero ahora me sonaba
como el nombre de algún ser maléfico y pecaminoso. Me llenaba de temor
y, sin embargo, anhelaba estar más cerca de él y contemplar su obra mortal.
El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a ce-
nar. Mientras mi tía me servía la comida, dijo, como si volviera a hacer un
comentario anterior:
"No, no diría que era exactamente... pero había algo raro... había algo ex-
traño en él. Le diré mi opinión. . . ." Empezó a dar caladas a su pipa, sin
duda ordenando su opinión en la cabeza. ¡Viejo loco cansino! Cuando lo
conocimos era bastante interesante, hablando de desmayos y gusanos; pero
pronto me cansé de él y de sus interminables historias sobre la destilería.
"Tengo mi propia teoría al respecto", dijo. "Creo que fue uno de esos...
casos peculiares. . . . Pero es difícil de decir. . . ."
Empezó a dar otra calada a su pipa sin darnos su teoría. Mi tío me vio mi-
rando y me dijo:
"Bueno, así que tu viejo amigo se ha ido, lo lamentarás".
"¿Quién?", dije.
"El padre Flynn".
"¿Está muerto?"
"El Sr. Cotter nos lo acaba de decir. Pasaba por la casa".
Sabía que estaba bajo observación, así que continué comiendo como si la
noticia no me hubiera interesado. Mi tío le explicó al viejo Cotter.
"El joven y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó mucho, y dicen
que le deseaba mucho".
"Que Dios se apiade de su alma", dijo mi tía piadosamente.
El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus pequeños y bri-
llantes ojos negros me examinaban, pero no quise satisfacerlo levantando la
vista de mi plato. Volvió a su pipa y finalmente escupió groseramente en la
rejilla. "No me gustaría que mis hijos", dijo, "tuvieran mucho que decir a un
hombre como ese".
"¿Qué quiere decir, señor Cotter?", preguntó mi tía.
"Lo que quiero decir", dijo el viejo Cotter, "es malo para los niños. Mi
idea es: dejar que un muchacho joven corra y juegue con muchachos de su
edad y no sea. . . ¿Estoy en lo cierto, Jack?"
"Ese es mi principio también", dijo mi tío. "Que aprenda a boxear en su
esquina. Eso es lo que siempre le digo a ese Rosacruz: que haga ejercicio.
Cuando era un niño, todas las mañanas de mi vida me bañaba con agua fría,
en invierno y en verano. Y eso es lo que me queda ahora. La educación está
muy bien y es grande. . . . El Sr. Cotter podría elegir esa pierna de cordero",
añadió a mi tía.
"No, no, para mí no", dijo el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la cámara y lo puso sobre la mesa.
"¿Pero por qué cree que no es bueno para los niños, señor Cotter?",
preguntó.
"Es malo para los niños", dijo el viejo Cotter, "porque sus mentes son
muy impresionables. Cuando los niños ven cosas así, ya sabes, tiene un
efecto. . . ."
Me tapé la boca con un gesto por miedo a dar rienda suelta a mi ira. ¡Vie-
jo imbécil de nariz roja!
Era tarde cuando me dormí. Aunque estaba enfadado con el viejo Cotter
por aludir a mí como a un niño, me rompí la cabeza para extraer el signifi-
cado de sus frases inacabadas. En la oscuridad de mi habitación imaginé
que volvía a ver el pesado rostro gris del paralítico. Me tapé la cabeza con
las mantas y traté de pensar en la Navidad. Pero el rostro gris me seguía.
Murmuraba; y comprendí que deseaba confesar algo. Sentí que mi alma re-
trocedía a alguna región placentera y viciosa; y allí la encontré de nuevo es-
perándome. Comenzó a confesarse con voz murmurante y me pregunté por
qué sonreía continuamente y por qué los labios estaban tan húmedos de sa-
liva. Pero entonces recordé que había muerto de parálisis y sentí que yo
también sonreía débilmente como para absolver al simoníaco de su pecado.
A la mañana siguiente, después del desayuno, bajé a ver la casita de la
calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones, registrada bajo el vago
nombre de Drapery. La pañería consistía principalmente en patucos y para-
guas para niños; y en los días ordinarios solía colgar en el escaparate un
anuncio que decía: Paraguas Recubiertos. Ahora no se veía ningún aviso
porque las persianas estaban subidas. Un ramo de crape estaba atado a la
aldaba de la puerta con una cinta. Dos mujeres pobres y un chico de los te-
legramas estaban leyendo la tarjeta clavada en el crape. Yo también me
acerqué y leí:
1 de julio de 1895
El reverendo James Flynn (antes de la iglesia de S. Catherine, en la calle
Meath), de sesenta y cinco años de edad.
R. I. P.
La lectura de la tarjeta me convenció de que estaba muerto y me inquietó
el hecho de encontrarme en jaque. Si no hubiera muerto, habría entrado en
la pequeña y oscura habitación que hay detrás de la tienda para encontrarlo
sentado en su sillón junto al fuego, casi sofocado en su gran abrigo. Tal vez
mi tía me hubiera dado un paquete de tostadas para él y este regalo lo hu-
biera despertado de su aturdimiento. Siempre era yo quien vaciaba el pa-
quete en su tabaquera negra, pues sus manos temblaban demasiado para
permitirle hacerlo sin derramar la mitad del rapé por el suelo. Incluso cuan-
do levantaba su gran y temblorosa mano hacia la nariz, pequeñas nubes de
humo se escurrían entre sus dedos por la parte delantera de su abrigo. Es
posible que estas constantes lluvias de rapé dieran a sus antiguas prendas
sacerdotales su aspecto verde y descolorido, ya que el pañuelo rojo, enne-
grecido, como siempre, por las manchas de rapé de una semana, con el que
intentaba quitarse los granos caídos, era bastante ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve el valor de llamar a la puerta. Me alejé
lentamente por el lado soleado de la calle, leyendo a mi paso todos los
anuncios teatrales de los escaparates. Me pareció extraño que ni yo ni el día
pareciéramos estar de luto y me sentí incluso molesto al descubrir en mí una
sensación de libertad, como si me hubiera liberado de algo con su muerte.
Me extrañaba esto porque, como había dicho mi tío la noche anterior, él me
había enseñado mucho. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y
me había enseñado a pronunciar correctamente el latín. Me había contado
historias sobre las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte, y me había ex-
plicado el significado de las diferentes ceremonias de la misa y de las dife-
rentes vestimentas que llevaba el sacerdote. A veces se divertía haciéndome
preguntas difíciles, preguntándome qué había que hacer en determinadas
circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o sólo
imperfecciones. Sus preguntas me mostraban cuán complejas y misteriosas
eran ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había considerado
como los más simples actos. Los deberes del sacerdote hacia la Eucaristía y
hacia el secreto del confesionario me parecían tan serios que me preguntaba
cómo alguien había encontrado en sí mismo el valor para emprenderlos; y
no me sorprendió cuando me dijo que los padres de la Iglesia habían escrito
libros tan gruesos como el Directorio de la Oficina de Correos y tan estre-
chamente impresos como los avisos de la ley en el periódico, dilucidando
todas estas intrincadas cuestiones. A menudo, cuando pensaba en esto, no
podía responder, o sólo una respuesta muy tonta y vacilante, ante la cual él
solía sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces. A veces me hacía re-
pasar las respuestas de la misa que me había hecho aprender de memoria; y,
mientras yo repetía, él sonreía pensativo y asentía con la cabeza, introdu-
ciendo de vez en cuando enormes pellizcos de rapé en cada fosa nasal.
Cuando sonreía, descubría sus grandes dientes descoloridos y dejaba la len-
gua sobre el labio inferior, un hábito que me había hecho sentir incómodo al
principio de nuestra relación, antes de que lo conociera bien.
Mientras caminaba bajo el sol, recordé las palabras del viejo Cotter y tra-
té de recordar lo que había sucedido después en el sueño. Recordé que me
había fijado en unas largas cortinas de terciopelo y en una lámpara oscilante
de estilo antiguo. Sentí que había estado muy lejos, en alguna tierra donde
las costumbres eran extrañas, en Persia, pensé. . . . Pero no podía recordar el
final del sueño.
Por la noche, mi tía me llevó a visitar la casa del luto. Era después de la
puesta de sol, pero los cristales de las ventanas de las casas que daban al
oeste reflejaban el oro leonado de un gran banco de nubes. Nannie nos reci-
bió en el vestíbulo; y, como hubiera sido indecoroso gritarle, mi tía le dio la
mano a todos. La anciana señaló interrogativamente hacia arriba y, ante el
asentimiento de mi tía, procedió a subir la estrecha escalera que teníamos
delante, con la cabeza inclinada apenas por encima del nivel de la barandi-
lla. En el primer rellano se detuvo y nos hizo una señal alentadora hacia la
puerta abierta de la habitación de los muertos. Mi tía entró y la anciana, al
ver que yo dudaba en entrar, comenzó a hacerme repetidas señas con la
mano.
Entré de puntillas. La habitación, a través del extremo de encaje de la
persiana, estaba impregnada de una luz dorada y oscura, en medio de la cual
las velas parecían pálidas llamas. Había sido atajado. Nannie nos dio la pis-
ta y los tres nos arrodillamos a los pies de la cama. Fingí rezar, pero no
pude ordenar mis pensamientos porque los murmullos de la anciana me dis-
traían. Me fijé en la torpeza con la que se enganchaba la falda por detrás y
en los tacones de sus botas de tela, que estaban pisados hacia un lado. Se
me ocurrió que el viejo cura sonreía mientras yacía en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y subimos a la cabecera de la cama vi
que no sonreía. Allí yacía, solemne y copioso, revestido como para el altar,
con sus grandes manos sosteniendo con holgura un cáliz. Su rostro era muy
truculento, gris y macizo, con los orificios nasales negros y cavernosos y
rodeado de un escaso pelaje blanco. Había un fuerte olor en la habitación:
las flores.
Nos persignamos y nos alejamos. En la pequeña habitación de abajo en-
contramos a Eliza sentada en su sillón en estado. Me dirigí a tientas hacia
mi silla habitual en el rincón, mientras Nannie iba al aparador y sacaba una
jarra de jerez y algunas copas de vino. Las puso sobre la mesa y nos invitó a
tomar una copita de vino. Luego, a instancias de su hermana, sirvió el jerez
en las copas y nos las pasó. Me presionó para que tomara también unas ga-
lletas de nata, pero me negué porque pensé que haría demasiado ruido al
comerlas. Ella pareció sentirse algo decepcionada por mi negativa y se diri-
gió en silencio al sofá, donde se sentó detrás de su hermana. Nadie habló:
todos miramos la chimenea vacía.
Mi tía esperó hasta que Eliza firmó y luego dijo:
"Ah, bueno, se ha ido a un mundo mejor".
Eliza volvió a suspirar e inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Mi
tía acarició el tallo de su copa de vino antes de dar un pequeño sorbo.
"¿Se fue... pacíficamente?", preguntó.
"Oh, muy tranquilamente, señora", dijo Eliza. "No se podía decir cuando
se le fue el aliento. Tuvo una hermosa muerte, alabado sea Dios".
"¿Y el resto...? ?"
"El padre O'Rourke estuvo con él un martes y lo ungió y lo preparó y
todo."
"¿Lo sabía entonces?"
"Estaba bastante resignado".
"Parece bastante resignado", dijo mi tía.
"Eso es lo que dijo la mujer que vino a despedirlo. Dijo que parecía que
estaba dormido, que parecía tan tranquilo y resignado. Nadie pensaría que
sería un cadáver tan hermoso".
"Sí, efectivamente", dijo mi tía.
Ella bebió un poco más de su vaso y dijo:
"Bueno, señorita Flynn, en todo caso debe ser un gran consuelo para us-
ted saber que hizo todo lo que pudo por él. Debo decir que ambas fueron
muy amables con él".
Eliza alisó su vestido sobre sus rodillas. "¡Ah, pobre James!", dijo. "Dios
sabe que hicimos todo lo que pudimos, con lo pobres que somos; no quisi-
mos que le faltara nada mientras estuvo aquí".
Nannie había apoyado la cabeza en la almohada del sofá y parecía estar a
punto de dormirse.
"Ahí está la pobre Nannie", dijo Eliza, mirándola, "está agotada. Todo el
trabajo que tuvimos, ella y yo, trayendo a la mujer para que lo lavara y lue-
go tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglando lo de la misa en la capi-
lla. Solamente por el Padre O'Rourke no sé qué habíamos hecho en reali-
dad. Fue él quien nos trajo todas las flores y los dos candelabros de la capi-
lla y escribió el aviso para el Freeman's General y se encargó de todos los
papeles del cementerio y del seguro del pobre James".
"¿No fue bueno de su parte?", dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y sacudió la cabeza lentamente.
"Ah, no hay amigos como los viejos amigos", dijo, "cuando todo está di-
cho y hecho, no hay amigos en los que un cuerpo pueda confiar".
"En efecto, eso es cierto", dijo mi tía. "Y estoy segura de que ahora que
ha ido a su recompensa eterna no te olvidará a ti ni a toda tu amabilidad con
él".
"¡Ah, pobre James!" dijo Eliza. "No fue un gran problema para nosotros.
No se le oía en la casa más que ahora. Sin embargo, sé que se ha ido y todo
eso. . . ."
"Es cuando todo acabe cuando lo echarás de menos", dijo mi tía.
"Ya lo sé", dijo Eliza. "Ya no le llevaré su taza de té de carne, ni usted,
señora, le enviará su rapé. Ah, pobre James!"
Se detuvo, como si estuviera en comunión con el pasado, y luego dijo
astutamente
"Me di cuenta de que había algo extraño en él últimamente. Cada vez que
le llevaba la sopa lo encontraba con el breviario caído en el suelo, recostado
en la silla y con la boca abierta".
Se puso un dedo en la nariz y frunció el ceño: luego continuó:
"Pero seguía diciendo que antes de que terminara el verano saldría a dar
un paseo en coche para volver a ver la vieja casa donde nacimos en Irish-
town y nos llevaría a mí y a Nannie con él. Si pudiéramos conseguir uno de
esos carruajes nuevos que no hacen ruido, de los que le habló el padre O'-
Rourke, con ruedas reumáticas, por un día barato -dijo- en casa de Johnny
Rush, en el camino, y salir los tres juntos un domingo por la noche. Tenía la
mente puesta en eso. . . . ¡Pobre James!"
"¡El Señor se apiade de su alma!", dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos con él. Luego se lo volvió a
meter en el bolsillo y se quedó mirando la rejilla vacía durante un rato sin
hablar.
"Siempre fue demasiado escrupuloso", dijo. "Los deberes del sacerdocio
eran demasiado para él. Y entonces su vida estaba, podría decirse, cruzada".
"Sí", dijo mi tía. "Era un hombre desencantado. Eso se notaba".
Un silencio se adueñó de la pequeña habitación y, amparado en él, me
acerqué a la mesa y probé mi jerez y luego volví tranquilamente a mi silla
en el rincón. Eliza parecía haber caído en un profundo letargo. Esperamos
respetuosamente a que rompiera el silencio y, tras una larga pausa, dijo
lentamente
"Fue ese cáliz el que rompió. . . . Ese fue el comienzo. Por supuesto, di-
cen que estaba bien, que no contenía nada, quiero decir. Pero aun así. . . .
Dicen que fue culpa del chico. Pero el pobre James estaba tan nervioso,
¡que Dios se apiade de él!"
"¿Y es eso?", dijo mi tía. "Oí algo. . . . ."
Eliza asintió.
"Eso afectó a su mente", dijo. "Después de eso empezó a deprimirse solo,
sin hablar con nadie y vagando solo. Así que una noche lo buscaron para ir
a una visita y no pudieron encontrarlo en ninguna parte. Buscaron en lo alto
y en lo bajo, pero no lo vieron por ninguna parte. Entonces, el empleado su-
girió que probaran en la capilla. Así que cogieron las llaves y abrieron la
capilla y el secretario y el padre O'Rourke y otro sacerdote que estaba allí
trajeron una luz para buscarlo... . . ¿Y qué crees que era, sino que estaba
sentado solo en la oscuridad en su confesionario, bien despierto y riéndose
suavemente para sí mismo?
Se detuvo de repente como para escuchar. Yo también escuché, pero no
se oía nada en la casa, y supe que el viejo sacerdote seguía acostado en su
ataúd, tal como lo habíamos visto, solemne y truculento en la muerte, con
un cáliz ocioso sobre el pecho.
Eliza reanudó:
"Muy despierto y riendo para sí mismo. . . . Así que, por supuesto, cuan-
do vieron eso, eso les hizo pensar que había algo mal en él. . . ."
UN ENCUENTRO

Fue Joe Dillon quien nos presentó el Salvaje Oeste. Tenía una pequeña
biblioteca compuesta por viejos números de The Union Jack, Pluck y The
Halfpenny Marvel. Todas las tardes, después del colegio, nos reuníamos en
su jardín trasero y organizábamos batallas indias. Él y su joven y gordo her-
mano Leo, el holgazán, aguantaban el desván del establo mientras nosotros
intentábamos tomarlo por asalto; o bien librábamos una batalla campal so-
bre la hierba. Pero, por muy bien que lucháramos, nunca ganábamos ni el
asedio ni la batalla y todos nuestros combates terminaban con la danza de
guerra de Joe Dillon de la victoria. Sus padres iban a misa de ocho todas las
mañanas en la calle Gardiner y el apacible olor de la señora Dillon reinaba
en el salón de la casa. Pero él jugaba con demasiada fiereza para nosotros,
que éramos más jóvenes y tímidos. Parecía una especie de indio cuando ha-
cía cabriolas por el jardín, con una vieja funda de té en la cabeza, golpeando
una lata con el puño y gritando:
"¡Ya! ¡Yaka, yaka, yaka!"
Todo el mundo se mostró incrédulo cuando se dijo que tenía vocación sa-
cerdotal. Sin embargo, era cierto.
Un espíritu de desenfreno se difundió entre nosotros y, bajo su influencia,
se renunció a las diferencias de cultura y constitución. Nos agrupamos, unos
con audacia, otros en broma y otros casi con miedo: y del número de estos
últimos, los indios reacios que temían parecer estudiosos o faltos de robus-
tez, yo era uno. Las aventuras relatadas en la literatura del Salvaje Oeste es-
taban alejadas de mi naturaleza pero, al menos, me abrían vías de escape.
Me gustaban más algunas historias de detectives americanos que eran reco-
rridas de vez en cuando por fieras desaliñadas y chicas guapas. Aunque no
había nada malo en estas historias y aunque su intención era a veces litera-
ria, circulaban a escondidas en la escuela. Un día, cuando el padre Butler
estaba escuchando las cuatro páginas de Historia Romana, el torpe Leo Di-
llon fue descubierto con un ejemplar de The Halfpenny Marvel.
"¿Esta página o esta página? ¿Esta página? Ahora, Dillon, ¡arriba! Difí-
cilmente ha tenido el día'... ¡Adelante! ¿Qué día? 'Apenas había
amanecido'... ¿Lo has estudiado? ¿Qué tienes ahí en el bolsillo?"
El corazón de todos palpitó cuando Leo Dillon entregó el papel y todos
pusieron cara de inocentes. El padre Butler pasó las páginas, frunciendo el
ceño.
"¿Qué es esta basura?", dijo. "¡El Jefe Apache! ¿Esto es lo que lees en
lugar de estudiar tu Historia Romana? No quiero encontrar más de este mi-
serable material en este colegio. El hombre que lo escribió, supongo, fue
algún miserable que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que chi-
cos como tú, educados, lean esas cosas. Podría entenderlo si fueras... . . chi-
cos de la Escuela Nacional. Ahora, Dillon, te aconsejo encarecidamente que
te pongas a hacer tu trabajo o..."
Esta reprimenda en las sobrias horas de la escuela hizo palidecer gran
parte de la gloria del Salvaje Oeste para mí y la confusa cara hinchada de
Leo Dillon despertó una de mis conciencias. Pero cuando la influencia res-
trictiva de la escuela se alejaba, comenzaba a tener hambre de nuevo de
sensaciones salvajes, de la evasión que sólo aquellas crónicas del desorden
parecían ofrecerme. La guerra de imitación de la noche se me hizo final-
mente tan fastidiosa como la rutina de la escuela por la mañana, porque
quería que me ocurrieran verdaderas aventuras. Pero las verdaderas aventu-
ras, reflexioné, no le ocurren a la gente que se queda en casa: hay que bus-
carlas en el extranjero.
Se acercaban las vacaciones de verano cuando decidí romper con el can-
sancio de la vida escolar al menos por un día. Con Leo Dillon y un chico
llamado Mahony planeé un día de excursión. Cada uno de nosotros ahorró
seis peniques. Quedamos en encontrarnos a las diez de la mañana en el
Puente del Canal. La hermana mayor de Mahony debía escribir una excusa
por él y Leo Dillon debía decirle a su hermano que estaba enfermo. Queda-
mos en ir por el camino del muelle hasta llegar a los barcos, para luego cru-
zar en el transbordador y salir a ver el Pigeon House. Leo Dillon temía que
nos encontráramos con el padre Butler o con alguien del colegio; pero
Mahony preguntó, con mucha sensatez, qué haría el padre Butler en el Pi-
geon House. Nos quedamos tranquilos, y puse fin a la primera etapa del
complot recogiendo seis peniques de los otros dos, mostrándoles al mismo
tiempo mis propios seis peniques. Cuando hicimos los últimos arreglos en
la víspera, todos estábamos ligeramente emocionados. Nos dimos la mano,
riendo, y Mahony dijo:
"¡Hasta mañana, compañeros!"
Esa noche dormí mal. Por la mañana fui el primero en llegar al puente, ya
que vivía más cerca, escondí mis libros en la larga hierba cerca del basure-
ro, al final del jardín, donde nunca venía nadie, y me apresuré a recorrer la
orilla del canal. Era una mañana soleada de la primera semana de junio. Me
senté en la albardilla del puente admirando mis frágiles zapatos de lona que
había limpiado con diligencia durante la noche y observando los dóciles ca-
ballos que tiraban de un tranvía cargado de gente de negocios colina arriba.
Todas las ramas de los altos árboles que bordeaban la alameda estaban ale-
gres con pequeñas hojas de color verde claro y la luz del sol se deslizaba a
través de ellas hacia el agua. La piedra de granito del puente empezaba a
estar caliente y comencé a acariciarla con las manos al compás de un soplo
de aire en mi cabeza. Me sentía muy feliz.
Cuando llevaba cinco o diez minutos sentado allí, vi que se acercaba el
traje gris de Mahony. Subió la colina, sonriendo, y se subió a mi lado en el
puente. Mientras esperábamos, sacó el tirachinas que sobresalía de su bolsi-
llo interior y me explicó algunas mejoras que había hecho en él. Le pregun-
té por qué lo había traído y me dijo que lo había hecho para tener un poco
de diversión con los pájaros. Mahony utilizaba libremente la jerga y hablaba
del padre Butler como el viejo Bunser. Esperamos un cuarto de hora más,
pero seguía sin haber señales de Leo Dillon. Mahony, por fin, bajó de un
salto y dijo:
"Vamos. Sabía que el Gordo se iba a divertir".
"¿Y sus seis peniques...?" Dije.
"Eso está perdido", dijo Mahony. "Y mucho mejor para nosotros: un che-
lín y un curtidor en lugar de un chelín".
Caminamos por la North Strand Road hasta llegar a la Vitriol Works y
luego giramos a la derecha por la Wharf Road. Mahony empezó a hacer el
indio en cuanto estuvimos fuera de la vista del público. Persiguió a una
multitud de muchachas harapientas, blandiendo su tirachinas descargado y,
cuando dos muchachos harapientos comenzaron, por caballerosidad, a arro-
jarnos piedras, propuso que cargáramos contra ellos. Yo objeté que los chi-
cos eran demasiado pequeños, y así seguimos caminando, con la tropa de
harapientos gritando tras nosotros: "¡Protestantes! ¡Protestantes!", pensando
que éramos protestantes porque Mahony, que era de tez oscura, llevaba la
insignia de plata de un club de cricket en su gorra. Cuando llegamos al
Smoothing Iron organizamos un asedio; pero fue un fracaso porque hay que
disponer de al menos tres personas. Nos vengamos de Leo Dillon diciéndo-
le que era un embustero y adivinando cuántas recibiría a las tres del señor
Ryan.
Nos acercamos entonces al río. Estuvimos un buen rato caminando por
las ruidosas calles flanqueadas por altos muros de piedra, observando el
funcionamiento de grúas y motores y siendo a menudo increpados por nues-
tra inmovilidad por los conductores de los ruidosos carros. Era mediodía
cuando llegamos a los muelles y, como todos los obreros parecían estar al-
morzando, compramos dos grandes bollos de grosella y nos sentamos a co-
merlos en unos tubos metálicos junto al río. Nos deleitamos con el espec-
táculo del comercio de Dublín: las barcazas señaladas desde lejos por sus
hilos de humo lanoso, la flota pesquera marrón más allá de Ringsend, el
gran velero blanco que se descargaba en el muelle de enfrente. Mahony de-
cía que sería una buena obra de teatro escaparse al mar en uno de esos gran-
des barcos, e incluso yo, mirando los altos mástiles, veía, o imaginaba, que
la geografía que me habían dosificado escasamente en la escuela iba toman-
do cuerpo bajo mis ojos. La escuela y el hogar parecían alejarse de nosotros
y sus influencias parecían disminuir.
Cruzamos el Liffey en el transbordador, pagando nuestro peaje para ser
transportados en compañía de dos jornaleros y un pequeño judío con una
bolsa. Estábamos serios hasta la solemnidad, pero una vez durante el corto
viaje nuestras miradas se cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos,
observamos el desembarco de la graciosa trimadre que habíamos observado
desde el otro muelle. Un espectador dijo que era un barco noruego. Me
acerqué a la popa y traté de descifrar la leyenda que aparecía en ella, pero,
al no conseguirlo, regresé y examiné a los marineros extranjeros para ver si
alguno tenía los ojos verdes, pues tenía una idea confusa. . . . Los ojos de
los marineros eran azules y grises e incluso negros. El único marinero cuyos
ojos podían llamarse verdes era un hombre alto que divertía a la multitud en
el muelle gritando alegremente cada vez que caían las tablas:
"¡Muy bien! ¡Todo bien!"
Cuando nos cansamos de este espectáculo, nos adentramos lentamente en
Ringsend. El día se había vuelto sofocante, y en los escaparates de las tien-
das de comestibles se veían galletas rancias. Compramos algunas galletas y
chocolate que comimos tranquilamente mientras paseábamos por las míse-
ras calles donde viven las familias de los pescadores. Al no encontrar pro-
ductos lácteos, entramos en una tienda de venta ambulante y compramos
una botella de limonada de frambuesa cada uno. Refrescado por esto,
Mahony persiguió a un gato por un carril, pero el gato se escapó a un am-
plio campo. Los dos nos sentíamos bastante cansados y cuando llegamos al
campo nos dirigimos de inmediato a un banco inclinado sobre cuya cresta
podíamos ver el Dodder.
Era demasiado tarde y estábamos demasiado cansados para llevar a cabo
nuestro proyecto de visitar el Pigeon House. Teníamos que estar en casa an-
tes de las cuatro para que no se descubriera nuestra aventura. Mahony miró
con pesar su tirachinas y tuve que sugerirle volver a casa en tren antes de
que recuperara la jovialidad. El sol se ocultó tras unas nubes y nos dejó con
nuestros pensamientos hastiados y las migajas de nuestras provisiones.
No había nadie más que nosotros en el campo. Cuando llevábamos un
rato tumbados en la orilla sin hablar, vi a un hombre que se acercaba desde
el otro extremo del campo. Lo observé perezosamente mientras masticaba
uno de esos tallos verdes con los que las muchachas adivinan la suerte. Se
acercó por la orilla lentamente. Caminaba con una mano en la cadera y en la
otra sostenía un palo con el que golpeaba ligeramente el césped. Iba mal
vestido con un traje de color negro verdoso y llevaba lo que solía llamarse
un sombrero de guante con una corona alta. Parecía bastante viejo, pues su
bigote era de color gris ceniza. Cuando pasó a nuestros pies, nos miró rápi-
damente y continuó su camino. Le seguimos con la mirada y vimos que,
cuando había avanzado unos cincuenta pasos, se daba la vuelta y empezaba
a desandar el camino. Caminaba hacia nosotros muy despacio, golpeando
siempre el suelo con su bastón, tan despacio que me pareció que buscaba
algo en la hierba.
Se detuvo al llegar a nuestro lado y nos dio los buenos días. Le respondi-
mos y se sentó a nuestro lado en la ladera lentamente y con mucho cuidado.
Empezó a hablar del tiempo, diciendo que sería un verano muy caluroso y
añadiendo que las estaciones habían cambiado mucho desde que él era un
niño, hace mucho tiempo. Dijo que la época más feliz de la vida era, sin
duda, la del colegio y que daría cualquier cosa por volver a ser joven. Mien-
tras expresaba estos sentimientos, que nos aburrían un poco, guardamos si-
lencio. Luego empezó a hablar de la escuela y de los libros. Nos preguntó si
habíamos leído la poesía de Thomas Moore o las obras de Sir Walter Scott y
Lord Lytton. Yo fingí que había leído todos los libros que mencionó, de
modo que al final dijo:
"Ah, ya veo que eres un ratón de biblioteca como yo. Ahora", añadió, se-
ñalando a Mahony, que nos miraba con los ojos abiertos, "él es diferente; le
gustan los juegos".
Dijo que tenía en casa todas las obras de Sir Walter Scott y todas las de
Lord Lytton y que nunca se cansaba de leerlas. "Por supuesto", dijo, "había
algunas obras de Lord Lytton que los chicos no podían leer". Mahony pre-
guntó por qué los chicos no podían leerlas, una pregunta que me agitó y me
dolió porque temía que el hombre pensara que yo era tan estúpido como
Mahony. El hombre, sin embargo, sólo sonrió. Vi que tenía grandes huecos
en la boca entre sus dientes amarillos. Luego nos preguntó quién de noso-
tros tenía más amores. Mahony mencionó con ligereza que tenía tres "li-
gues". El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Le contesté que no tenía
ninguna. No me creyó y dijo que estaba seguro de que debía tener una. Me
quedé callado.
"Díganos", dijo Mahony con pertinacia al hombre, " ¿cuántas tiene
usted?".
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando tenía nuestra edad había
tenido muchas novias.
"Todos los niños", dijo, "tienen una amiguita".
Su actitud en este punto me pareció extrañamente liberal en un hombre
de su edad. En mi interior pensaba que lo que decía sobre los chicos y las
novias era razonable. Pero me disgustaron las palabras que pronunció y me
pregunté por qué se estremeció una o dos veces como si temiera algo o sin-
tiera un repentino escalofrío. A medida que avanzaba me di cuenta de que
su acento era bueno. Comenzó a hablarnos de las muchachas, diciendo lo
bonito que era su pelo y lo suaves que eran sus manos y que no todas las
muchachas eran tan buenas como parecían serlo si uno lo sabía. No había
nada que le gustara tanto, dijo, como mirar a una buena chica joven, sus bo-
nitas manos blancas y su hermoso y suave pelo. Me daba la impresión de
que repetía algo que había aprendido de memoria o que, magnetizado por
algunas palabras de su propio discurso, su mente daba vueltas y vueltas len-
tamente en la misma órbita. A veces hablaba como si simplemente aludiera
a algún hecho que todo el mundo conocía, y a veces bajaba la voz y hablaba
misteriosamente como si nos contara algo secreto que no quería que los de-
más escucharan. Repetía sus frases una y otra vez, variándolas y rodeándo-
las con su monótona voz. Yo seguía mirando hacia el pie de la ladera,
escuchándole.
Después de un largo rato su monólogo se detuvo. Se levantó lentamente,
diciendo que tenía que dejarnos durante un minuto, unos minutos, y, sin
cambiar la dirección de mi mirada, le vi alejarse lentamente de nosotros ha-
cia el extremo cercano del campo. Permanecimos en silencio cuando se
hubo ido. Después de un silencio de unos minutos oí a Mahony exclamar:
"¡Yo digo! Mira lo que está haciendo!"
Como no contesté ni levanté la vista, Mahony volvió a exclamar
"Digo... Es un viejo chiflado".
"En caso de que nos pida nuestros nombres", dije, "que tú seas Murphy y
yo Smith".
No nos dijimos nada más. Todavía estaba considerando si me iría o no
cuando el hombre volvió y se sentó de nuevo junto a nosotros. Apenas se
había sentado cuando Mahony, al ver a la gata que se le había escapado, se
levantó de un salto y la persiguió por el campo. El hombre y yo observamos
la persecución. La gata volvió a escaparse y Mahony empezó a lanzar pie-
dras contra el muro que había escalado. Al desistir, comenzó a vagar por el
extremo del campo, sin rumbo fijo.
Después de un intervalo, el hombre me habló. Me dijo que mi amigo era
un chico muy duro y me preguntó si le pegaban a menudo en la escuela. Yo
iba a responderle indignado que no éramos niños de la Escuela Nacional
para ser azotados, como él lo llamaba; pero me quedé callado. Comenzó a
hablar sobre el tema de los castigos a los niños. Su mente, como si estuviera
magnetizada de nuevo por su discurso, parecía dar vueltas lentamente alre-
dedor de su nuevo centro. Decía que cuando los chicos eran así de buenos
debían ser azotados y bien azotados. Cuando un chico era rudo y rebelde,
no había nada que le sirviera más que unos buenos azotes. Una palmada en
la mano o una caja en la oreja no servían: lo que él quería era recibir unos
buenos y cálidos azotes. Me sorprendió este sentimiento e involuntariamen-
te levanté la vista hacia su rostro. Al hacerlo, me encontré con la mirada de
un par de ojos verdes como botellas que me miraban desde una frente cris-
pada. Volví a desviar la mirada.
El hombre continuó su monólogo. Parecía haber olvidado su reciente li-
beralidad. Dijo que si alguna vez encontraba a un chico hablando con chicas
o teniendo a una chica por novia, lo azotaría y lo azotaría; y eso le enseñaría
a no estar hablando con chicas. Y si un chico tenía una chica como novia y
mentía sobre ello, le daría unos azotes como ningún chico había recibido en
este mundo. Decía que no había nada en este mundo que le gustara tanto
como eso. Me describió cómo azotaría a ese chico como si estuviera desple-
gando un elaborado misterio. Dijo que eso le gustaría más que cualquier
otra cosa en este mundo; y su voz, mientras me guiaba monótonamente a
través del misterio, se volvió casi afectuosa y parecía suplicarme que le
entendiera.
Esperé hasta que su monólogo se detuvo de nuevo. Entonces me levanté
bruscamente. Para no delatar mi agitación, me demoré unos instantes fin-
giendo que me arreglaba bien el zapato y luego, diciendo que me tenía que
ir, le di los buenos días. Subí la pendiente con calma, pero mi corazón latía
rápidamente por el temor de que me agarrara por los tobillos. Cuando llegué
a la cima de la ladera me di la vuelta y, sin mirarlo, llamé en voz alta a tra-
vés del campo:
"¡Murphy!"
Mi voz tenía un acento de valentía forzada y me avergoncé de mi mísera
estratagema. Tuve que volver a pronunciar el nombre antes de que Mahony
me viera y respondiera con un grito. ¡Cómo me latía el corazón cuando vino
corriendo a través del campo hacia mí! Corrió como si quisiera traerme
ayuda. Y me arrepentí, porque en mi corazón siempre le había despreciado
un poco.
ARABY

La calle North Richmond, al ser sin salida, era una calle tranquila, excep-
to a la hora en que la Escuela de los Hermanos Cristianos dejaba libres a los
chicos. Una casa deshabitada de dos plantas se alzaba en el extremo de la
calle, separada de sus vecinos en un terreno cuadrado. Las otras casas de la
calle, conscientes de la vida digna que había en ellas, se miraban con rostros
pardos e imperturbables.
El antiguo inquilino de nuestra casa, un sacerdote, había muerto en el sa-
lón trasero. El aire, enmohecido por haber estado cerrado durante mucho
tiempo, flotaba en todas las habitaciones, y el cuarto de los residuos, detrás
de la cocina, estaba repleto de viejos papeles inútiles. Entre ellos encontré
algunos libros forrados de papel, cuyas páginas estaban rizadas y húmedas:
El abad, de Walter Scott, El devoto comulgante y Las memorias de Vidocq.
Me gustaba más el último porque sus hojas eran amarillas. El jardín silves-
tre detrás de la casa contenía un manzano central y algunos arbustos disper-
sos, bajo uno de los cuales encontré la oxidada bomba de la bicicleta del di-
funto inquilino. Había sido un sacerdote muy caritativo; en su testamento
había dejado todo su dinero a instituciones y los muebles de su casa a su
hermana.
Cuando llegaron los cortos días del invierno, el crepúsculo caía antes de
haber terminado de cenar. Cuando nos encontramos en la calle, las casas se
habían vuelto sombrías. El espacio del cielo sobre nosotros tenía un color
violeta siempre cambiante y hacia él las farolas de la calle levantaban sus
débiles faroles. El aire frío nos picaba y jugábamos hasta que nuestros cuer-
pos brillaban. Nuestros gritos resonaban en la silenciosa calle. La carrera de
nuestro juego nos llevaba a través de las oscuras callejuelas de barro detrás
de las casas, donde corríamos el riesgo de las rudas tribus de las cabañas, a
las puertas traseras de los oscuros jardines chorreantes donde surgían los
olores de los ceniceros, a los oscuros establos olorosos donde un cochero
alisaba y peinaba al caballo o sacudía la armonía de los arneses abrochados.
Cuando volvíamos a la calle, la luz de las ventanas de la cocina había llena-
do los espacios. Si veían a mi tío doblar la esquina, nos escondíamos en la
sombra hasta que lo veíamos bien alojado. O si la hermana de Mangan salía
a la puerta para llamar a su hermano a tomar el té, la observábamos desde
nuestra sombra mirando hacia arriba y hacia abajo de la calle. Esperábamos
a ver si se quedaba o entraba y, si se quedaba, dejábamos nuestra sombra y
nos acercábamos a la escalera de Mangan con resignación. Ella nos espera-
ba, con su figura definida por la luz de la puerta entreabierta. Su hermano
siempre se burlaba de ella antes de obedecer y yo me quedaba junto a la ba-
randilla mirándola. Su vestido se balanceaba al mover su cuerpo y la suave
cuerda de su pelo se agitaba de un lado a otro.
Todas las mañanas me tumbaba en el suelo del salón delantero para ob-
servar su puerta. La persiana estaba bajada hasta un centímetro de la hoja
para que no me vieran. Cuando salía a la puerta, mi corazón daba un salto.
Corrí al vestíbulo, cogí mis libros y la seguí. No perdía de vista su figura
morena y, cuando nos acercábamos al punto en que nuestros caminos se se-
paraban, aceleraba el paso y la adelantaba. Esto sucedía mañana tras maña-
na. Nunca había hablado con ella, salvo unas pocas palabras casuales, y sin
embargo su nombre era como una llamada a toda mi tonta sangre.
Su imagen me acompañaba incluso en los lugares más hostiles al roman-
ticismo. Los sábados por la tarde, cuando mi tía iba a hacer la compra, yo
tenía que ir a llevar algunos paquetes. Caminábamos por las calles bullicio-
sas, empujados por hombres borrachos y mujeres regateadoras, entre las
maldiciones de los jornaleros, las estridentes letanías de los tenderos que
montaban guardia junto a los barriles de carrilleras de cerdo, los cánticos
nasales de los cantantes callejeros, que entonaban una venia sobre O'Dono-
van Rossa, o una balada sobre los problemas de nuestra tierra natal. Estos
ruidos convergían en una única sensación de vida para mí: Imaginé que lle-
vaba mi cáliz a salvo a través de una multitud de enemigos. Su nombre bro-
taba en mis labios en extrañas oraciones y alabanzas que yo mismo no en-
tendía. Mis ojos estaban a menudo llenos de lágrimas (no podía saber por
qué) y a veces un torrente de mi corazón parecía derramarse en mi pecho.
Pensaba poco en el futuro. No sabía si alguna vez le hablaría o no o, si le
hablaba, cómo podría contarle mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era
como un arpa y sus palabras y gestos eran como dedos que corrían sobre los
cables.
Una noche entré en el salón trasero en el que había muerto el sacerdote.
Era una noche oscura y lluviosa y no se oía nada en la casa. A través de uno
de los cristales rotos oí la lluvia incidir en la tierra, las finas e incesantes
agujas de agua jugando en los lechos empapados. Alguna lámpara lejana o
ventana iluminada brillaba debajo de mí. Agradecí poder ver tan poco. To-
dos mis sentidos parecían desear velarse y, sintiendo que estaba a punto de
resbalar de ellos, apreté las palmas de mis manos hasta que temblaron, mur-
murando: "¡Oh, amor! Oh amor!" muchas veces.
Por fin me habló. Cuando me dirigió las primeras palabras, me sentí tan
confundido que no supe qué responder. Me preguntó si iba al bazar Araby.
Olvidé si había respondido que sí o que no. Era un bazar espléndido, dijo
que le encantaría ir.
"¿Y por qué no puedes?" pregunté.
Mientras hablaba, hizo girar una pulsera de plata alrededor de su muñeca.
Dijo que no podía ir porque esa semana había un retiro en su convento. Su
hermano y otros dos chicos estaban peleándose por sus gorras y yo estaba
solo en la barandilla. Ella sostenía una de las puntas, inclinando la cabeza
hacia mí. La luz de la lámpara situada frente a nuestra puerta captó la curva
blanca de su cuello, iluminó el cabello que allí descansaba y, al caer, ilumi-
nó la mano sobre la barandilla. Cayó sobre un lado de su vestido y atrapó el
borde blanco de una enagua, apenas visible mientras ella se encontraba a
gusto.
"Está bien para ti", dijo ella.
"Si voy", dije, "te traeré algo".
¡Qué innumerables locuras asolaron mis pensamientos de vigilia y de
sueño después de aquella noche! Deseaba aniquilar los tediosos días inter-
medios. Me molestaba el trabajo de la escuela. Por la noche, en mi habita-
ción, y por el día, en el aula, su imagen se interponía entre yo y la página
que me esforzaba por leer. Las sílabas de la palabra Araby me llamaban a
través del silencio en el que mi alma se deleitaba y arrojaban un encanto
oriental sobre mí. Pedí permiso para ir al bazar el sábado por la noche. Mi
tía se sorprendió y esperó que no se tratara de un asunto de masones. Res-
pondí a pocas preguntas en clase. Observé el rostro de mi maestro pasar de
la amabilidad a la severidad; esperaba que no estuviera empezando a holga-
zanear. No podía reunir mis pensamientos errantes. Apenas tenía paciencia
con el serio trabajo de la vida que, ahora que se interponía entre yo y mi de-
seo, me parecía un juego de niños, un feo y monótono juego de niños.
El sábado por la mañana le recordé a mi tío que deseaba ir al bazar por la
tarde. Él, que se encontraba en la mesa del vestíbulo buscando el cepillo del
sombrero, me respondió secamente:
"Sí, muchacho, lo sé".
Como él estaba en el vestíbulo, no pude ir al salón delantero y asomarme
a la ventana. Sentí la casa de mal humor y caminé lentamente hacia la es-
cuela. El aire era despiadadamente crudo y mi corazón ya me fallaba.
Cuando llegué a cenar a casa, mi tío aún no había llegado. Todavía era
temprano. Me quedé mirando el reloj durante un rato y, cuando su tictac
empezó a irritarme, salí de la habitación. Subí la escalera y subí a la parte
superior de la casa. Las altas y frías habitaciones vacías y lúgubres me libe-
raron y fui de habitación en habitación cantando. Desde la ventana del fren-
te vi a mis compañeros jugando abajo en la calle. Sus gritos me llegaron de-
bilitados e indistintos y, apoyando la frente en el fresco cristal, miré hacia la
oscura casa donde ella vivía. Puede que me quedara allí durante una hora,
sin ver nada más que la figura vestida de marrón que mi imaginación pro-
yectaba, tocada discretamente por la luz de la lámpara en el cuello curvado,
en la mano sobre la barandilla y en el borde debajo del vestido.
Cuando volví a bajar, encontré a la señora Mercer sentada junto al fuego.
Era una anciana charlatana, viuda de un prestamista, que coleccionaba se-
llos usados con algún propósito piadoso. Tuve que soportar los chismes de
la mesa de té. La comida se prolongó más de una hora y mi tío seguía sin
venir. La señora Mercer se levantó para irse: lamentaba no poder esperar
más, pero eran más de las ocho y no le gustaba estar fuera hasta tarde, ya
que el aire nocturno le hacía mal. Cuando se hubo ido, empecé a caminar de
un lado a otro de la habitación, apretando los puños. Mi tía dijo:
"Me temo que debes posponer tu bazar de esta noche de Nuestro Señor".
A las nueve oí la llave de mi tío en la puerta del vestíbulo. Le oí hablar
consigo mismo y oí cómo se balanceaba el zaguán al recibir el peso de su
abrigo. Podía interpretar estas señales. Cuando estaba a mitad de la cena le
pedí que me diera el dinero para ir al bazar. Lo había olvidado.
"La gente está en la cama y tras su primer sueño ahora", dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo enérgicamente:
"¿No puedes darle el dinero y dejarle marchar? Ya le has retenido bastan-
te tiempo".
Mi tío dijo que lamentaba mucho haberlo olvidado. Dijo que creía en el
viejo dicho: "Todo trabajo y nada de juego hace que Jack sea un chico abu-
rrido". Me preguntó a dónde iba y, cuando se lo dije por segunda vez, me
preguntó si conocía "El adiós del árabe a su corcel". Cuando salí de la coci-
na estaba a punto de recitar las primeras líneas de la pieza a mi tía.
Sostenía un florín con fuerza en la mano mientras caminaba por Bucking-
ham Street hacia la estación. La visión de las calles abarrotadas de compra-
dores y llenas de gas me recordó el propósito de mi viaje. Tomé asiento en
un vagón de tercera clase de un tren desierto. Tras un intolerable retraso, el
tren salió lentamente de la estación. Avanzaba sigilosamente entre casas rui-
nosas y sobre el río centelleante. En la estación de Westland Row, una mul-
titud de personas se acercó a las puertas del vagón, pero los porteros los hi-
cieron retroceder, diciendo que era un tren especial para el bazar. Me quedé
solo en el vagón desnudo. En pocos minutos el tren se detuvo junto a un im-
provisado andén de madera. Salí a la calle y vi por la esfera iluminada de un
reloj que eran las diez menos diez. Delante de mí había un gran edificio que
mostraba el nombre mágico.
No pude encontrar ninguna entrada de seis peniques y, temiendo que el
bazar estuviera cerrado, pasé rápidamente por un torno, entregando un che-
lín a un hombre de aspecto cansado. Me encontré en una gran sala ceñida a
la mitad de su altura por una galería. Casi todos los puestos estaban cerra-
dos y la mayor parte de la sala estaba a oscuras. Reconocí un silencio como
el que invade una iglesia después de un servicio. Entré tímidamente en el
centro del bazar. Unas pocas personas estaban reunidas en torno a los pues-
tos que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la que estaban
escritas las palabras Café Chantant en lámparas de colores, dos hombres
contaban dinero en una bandeja. Escuché la caída de las monedas.
Recordando con dificultad por qué había venido, me acerqué a uno de los
puestos y examiné jarrones de porcelana y juegos de té floreados. En la
puerta del puesto, una joven hablaba y reía con dos jóvenes caballeros. Noté
su acento inglés y escuché vagamente su conversación.
"¡Oh, yo nunca dije tal cosa!"
"¡Oh, pero lo hiciste!"
"¡Oh, pero no lo hice!"
"¿No lo dijo ella?"
"Sí. La escuché".
"¡Oh, es una... mentira!"
Al verme, la joven se acercó y me preguntó si quería comprar algo. El
tono de su voz no era alentador; parecía que me hablaba por sentido del de-
ber. Miré humildemente las grandes jarras que se alzaban como guardias
orientales a ambos lados de la oscura entrada del puesto y murmuré:
"No, gracias".
La joven cambió la posición de uno de los jarrones y volvió con los dos
jóvenes. Comenzaron a hablar del mismo tema. Una o dos veces la joven
me miró por encima del hombro.
Me quedé ante su puesto, aunque sabía que mi estancia era inútil, para
que mi interés por sus productos pareciera más real. Luego me alejé lenta-
mente y caminé por el centro del bazar. Dejé que los dos peniques cayeran
sobre los seis peniques de mi bolsillo. Oí una voz que decía desde un extre-
mo de la galería que la luz se había apagado. La parte superior de la sala es-
taba ahora completamente a oscuras.
Contemplando la oscuridad me vi como una criatura impulsada y burlada
por la vanidad; y mis ojos ardían de angustia y rabia.
EVELINE

Estaba sentada junto a la ventana observando cómo el atardecer invadía


la avenida. Tenía la cabeza apoyada en las cortinas de la ventana y en sus
fosas nasales se percibía el olor a cretona polvorienta. Estaba cansada.
Pasaba poca gente. El hombre de la última casa pasó de camino a su ho-
gar; ella oyó sus pasos repiqueteando por la acera de cemento y después
crujiendo en el camino de cemento que precede a las nuevas casas rojas.
Antes había allí un campo en el que solían jugar todas las tardes los niños
de otras personas. Luego, un hombre de Belfast compró el campo y constru-
yó casas en él, no como sus casitas marrones, sino casas de ladrillo brillante
con tejados relucientes. Los niños de la avenida solían jugar juntos en ese
campo: los Devine, los Waters, los Dunn, la pequeña Keogh, la lisiada, ella
y sus hermanos y hermanas. Ernest, sin embargo, no jugaba nunca: era de-
masiado mayor. Su padre solía perseguirlos fuera del campo con su bastón
de espino negro; pero normalmente la pequeña Keogh se mantenía en silen-
cio y llamaba cuando veía venir a su padre. Sin embargo, parecía que enton-
ces eran bastante felices. Su padre no era tan malo por aquel entonces y,
además, su madre estaba viva. Eso fue hace mucho tiempo; ella y sus her-
manos y hermanas ya eran mayores; su madre había muerto. Tizzie Dunn
también había muerto, y los Waters habían vuelto a Inglaterra. Todo cam-
bió. Ahora iba a marcharse como los demás, a dejar su hogar.
Su hogar. Miró la habitación, repasando todos los objetos familiares a los
que había quitado el polvo una vez a la semana durante tantos años, pregun-
tándose de dónde había salido todo ese polvo. Tal vez nunca volvería a ver
esos objetos familiares de los que nunca había imaginado separarse. Y sin
embargo, durante todos esos años nunca había averiguado el nombre del sa-
cerdote cuya fotografía amarillenta colgaba en la pared, encima del armonio
roto, junto a la impresión en color de las promesas hechas a la beata Marga-
rita María Alacoque. Había sido un amigo del colegio de su padre. Cada vez
que mostraba la fotografía a un visitante, su padre se la pasaba con una pa-
labra casual:
"Ahora está en Melbourne".
Ella había consentido en irse, en dejar su casa. ¿Era prudente? Intentó so-
pesar cada lado de la cuestión. En su casa, de todos modos, tenía refugio y
comida; tenía a los que había conocido toda su vida a su alrededor. Por su-
puesto, tenía que trabajar duro, tanto en la casa como en el negocio. ¿Qué
dirían de ella en las tiendas cuando descubrieran que se había escapado con
un compañero? Dirían que era una tonta, tal vez, y su puesto se cubriría con
un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre había tenido una acti-
tud de alerta, sobre todo cuando había gente escuchando.
"Srta. Hill, ¿no ve que estas damas están esperando?"
"Anímese, Srta. Hill, por favor".
Ella no lloraría mucho al dejar los Almacenes.
Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así.
Entonces estaría casada, ella, Eveline. Entonces la gente la trataría con res-
peto. No la tratarían como a su madre. Incluso ahora, aunque tenía más de
diecinueve años, a veces se sentía en peligro por la violencia de su padre.
Sabía que era eso lo que le provocaba las palpitaciones. Cuando crecían, él
nunca había atacado a la niña, como solía hacerlo con Harry y Ernest, por-
que ella era una niña; pero últimamente había empezado a amenazarla y a
decir lo que le haría sólo por su madre muerta. Y ahora no tenía a nadie que
la protegiera. Ernest había muerto y Harry, que se dedicaba a la decoración
de iglesias, estaba casi siempre en algún lugar del país. Además, la invaria-
ble disputa por el dinero los sábados por la noche había empezado a cansar-
la indeciblemente. Ella siempre daba su salario completo -siete chelines- y
Harry siempre enviaba lo que podía, pero el problema era conseguir algún
dinero de su padre. Decía que ella solía despilfarrar el dinero, que no tenía
cabeza, que él no iba a darle su dinero duramente ganado para que lo tirara
por la calle, y muchas cosas más, pues él solía estar bastante mal los sába-
dos por la noche. Al final le daba el dinero y le preguntaba si tenía intención
de comprar la cena del domingo. Entonces tenía que salir lo más rápido po-
sible y hacer su mercadeo, sosteniendo su bolso de cuero negro con fuerza
en la mano mientras se abría paso a codazos entre la multitud y regresaba a
casa tarde bajo su carga de provisiones. Trabajaba duro para mantener la
casa en orden y para asegurarse de que los dos niños pequeños que habían
quedado a su cargo fueran a la escuela con regularidad y recibieran sus co-
midas con normalidad. Era un trabajo duro, una vida dura, pero ahora que
estaba a punto de dejarla no le parecía una vida totalmente indeseable.
Estaba a punto de explorar otra vida con Frank. Frank era muy amable,
varonil y de corazón abierto. Iba a irse con él en el barco nocturno para ser
su esposa y vivir con él en Buenos Aires, donde él tenía un hogar esperán-
dola. Qué bien recordaba la primera vez que lo había visto; estaba alojado
en una casa de la calle principal que ella solía visitar. Parecía que hacía unas
semanas. Estaba de pie en la puerta, con la gorra de visera echada hacia
atrás y el pelo alborotado sobre un rostro de bronce. Entonces se habían co-
nocido. Él solía encontrarse con ella a la salida de los almacenes todas las
tardes y la acompañaba a casa. La llevó a ver "La chica de la bohemia", y
ella se sintió muy emocionada cuando se sentó con él en una parte del teatro
a la que no estaba acostumbrada. A él le gustaba mucho la música y cantaba
un poco. La gente sabía que estaban cortejando y, cuando él cantaba sobre
la muchacha que ama a un marinero, ella siempre se sentía agradablemente
confundida. Él solía llamarla Poppens por diversión. Primero había sido una
emoción para ella tener un compañero y luego había empezado a gustarle.
Le contaba historias de países lejanos. Había empezado como mozo de cu-
bierta por una libra al mes en un barco de la Allan Line que iba a Canadá.
Le contó los nombres de los barcos en los que había estado y los nombres
de los diferentes servicios. Había navegado por el Estrecho de Magallanes y
le contó historias de los terribles patagónicos. Había caído de pie en Buenos
Aires, dijo, y había venido al viejo continente sólo para pasar las vacacio-
nes. Por supuesto, su padre se había enterado del asunto y le había prohibi-
do que le hablara.
"Conozco a estos marineros", dijo.
Un día había discutido con Frank y después de eso ella tuvo que reunirse
con su amante a escondidas.
La tarde se hizo más profunda en la avenida. El blanco de dos cartas en
su regazo se volvió indistinto. Una era para Harry; la otra, para su padre.
Ernest había sido su favorito, pero también le gustaba Harry. Su padre esta-
ba envejeciendo últimamente, se dio cuenta; la echaría de menos. A veces
podía ser muy amable. No hacía mucho, cuando ella había estado en cama
durante un día, le había leído un cuento de fantasmas y le había hecho una
tostada junto al fuego. Otro día, cuando su madre estaba viva, habían ido
todos de picnic a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el
gorro de su madre para hacer reír a los niños.
Se le estaba acabando el tiempo, pero siguió sentada junto a la ventana,
apoyando la cabeza en la cortina, aspirando el olor a cretona polvorienta. A
lo lejos, en la avenida, podía oír el sonido de un órgano callejero. Conocía
el aire. Era extraño que esa misma noche viniera a recordarle la promesa
hecha a su madre, su promesa de mantener el hogar unido mientras pudiera.
Recordó la última noche de la enfermedad de su madre; estaba de nuevo en
la estrecha y oscura habitación al otro lado del vestíbulo y fuera escuchó un
melancólico aire de Italia. Le habían ordenado al organista que se fuera y le
habían dado seis peniques. Recordó a su padre entrando en la habitación de
los enfermos diciendo:
"¡Malditos italianos! ¡que vienen aquí!"
Mientras reflexionaba, la lamentable visión de la vida de su madre se
apoderó de lo más profundo de su ser: aquella vida de sacrificios banales
que se cerraba en la locura final. Se estremeció al oír de nuevo la voz de su
madre diciendo constantemente con insistencia insensata
"¡Derevaun Seraun! Derevaun Seraun!"
Se levantó en un repentino impulso de terror. ¡Escapar! ¡Debía escapar!
Frank la salvaría. Le daría la vida, y quizás también el amor. Pero ella que-
ría vivir. ¿Por qué debería ser infeliz? Tenía derecho a ser feliz. Frank la to-
maría en sus brazos, la estrecharía. La salvaría.
-----
Ella se encontraba entre la multitud que se balanceaba en la estación del
Muro Norte. Él la tomó de la mano y ella supo que le hablaba, diciendo
algo sobre el pasaje una y otra vez. La estación estaba llena de soldados con
maletas marrones. A través de las anchas puertas de los cobertizos, ella vis-
lumbró la masa negra del barco, tendido junto al muro del muelle, con los
ojos de buey iluminados. No respondió nada. Sintió su mejilla pálida y fría
y, en un laberinto de angustia, rogó a Dios que la dirigiera, que le mostrara
cuál era su deber. El barco emitió un largo y lúgubre silbido en la niebla. Si
se iba, mañana estaría en el mar con Frank, navegando hacia Buenos Aires.
Su pasaje estaba reservado. ¿Podía ella echarse atrás después de todo lo que
él había hecho por ella? Su angustia despertó una náusea en su cuerpo y no
dejó de mover los labios en una silenciosa y ferviente oración.
Una campana sonó en su corazón. Sintió que él le cogía la mano:
"¡Ven!"
Todos los mares del mundo se agitaron en torno a su corazón. Él la atraía
hacia ellos: la ahogaría. Se agarró con ambas manos a la barandilla de
hierro.
"¡Ven!"
¡No! ¡No! ¡No! Era imposible. Sus manos se aferraron al hierro con fre-
nesí. En medio del mar, lanzó un grito de angustia.
"¡Eveline! ¡Evvy!"
Se precipitó más allá de la valla y la llamó para que la siguiera. Le grita-
ron que continuara, pero aún así la llamó. Ella puso su rostro blanco hacia
él, pasivo, como un animal indefenso. Sus ojos no le daban ninguna señal
de amor, ni de despedida, ni de reconocimiento.
DESPUÉS DE LA CARRERA

Los coches avanzaban rápidamente hacia Dublín, corriendo uniforme-


mente como bolitas en la ranura de la carretera de Naas. En la cima de la
colina en Inchicore, los espectadores se habían reunido en grupos para ver a
los coches dirigiéndose hacia casa, y a través de este canal de pobreza e
inacción, el continente aceleraba su riqueza e industria. De vez en cuando,
los grupos de personas levantaban el clamor de los oprimidos agradecidos.
Su simpatía, sin embargo, era para los coches azules, los coches de sus ami-
gos, los franceses.
Los franceses, además, eran prácticamente los vencedores. Su equipo ha-
bía terminado sólidamente; se habían ubicado en segundo y tercer lugar y se
informaba que el conductor del coche alemán ganador era belga. Por lo tan-
to, cada coche azul recibía una doble bienvenida cuando llegaba a la cima
de la colina, y cada grito de bienvenida era reconocido con sonrisas y asen-
timientos por aquellos en el coche. En uno de estos coches elegantemente
construidos había un grupo de cuatro jóvenes cuyos espíritus parecían estar
actualmente muy por encima del nivel del galicismo exitoso: de hecho, es-
tos cuatro jóvenes estaban casi hilarantes. Eran Charles Ségouin, el propie-
tario del coche; André Rivière, un joven electricista de origen canadiense;
un enorme húngaro llamado Villona y un joven elegantemente arreglado
llamado Doyle. Ségouin estaba de buen humor porque había recibido ines-
peradamente algunos pedidos por adelantado (estaba a punto de abrir un es-
tablecimiento de automóviles en París) y Rivière estaba de buen humor por-
que iba a ser nombrado gerente del establecimiento; estos dos jóvenes (que
eran primos) también estaban de buen humor debido al éxito de los coches
franceses. Villona estaba de buen humor porque había tenido un almuerzo
muy satisfactorio; y además era un optimista por naturaleza. Sin embargo,
el cuarto miembro del grupo estaba demasiado emocionado para ser genui-
namente feliz.
Tenía unos veintiséis años, con un bigote suave, de color castaño claro y
ojos grises que parecían bastante inocentes. Su padre, que había comenzado
su vida como un nacionalista avanzado, había modificado sus opiniones
temprano. Había hecho su dinero como carnicero en Kingstown y abriendo
tiendas en Dublín y en los suburbios había hecho su dinero muchas veces.
También había tenido la suerte de conseguir algunos de los contratos de la
policía y, al final, se había hecho lo suficientemente rico como para ser
mencionado en los periódicos de Dublín como un príncipe mercante. Había
enviado a su hijo a Inglaterra para ser educado en un gran colegio católico
y, posteriormente, lo había enviado a la Universidad de Dublín para estudiar
derecho. Jimmy no estudiaba con mucho entusiasmo y se dedicó a malas
compañías por un tiempo. Tenía dinero y era popular; y dividía su tiempo
curiosamente entre círculos musicales y de automovilismo. Luego lo envia-
ron por un trimestre a Cambridge para ver un poco de la vida. Su padre, re-
monstrativo, pero secretamente orgulloso del exceso, había pagado sus
cuentas y lo había traído a casa. Fue en Cambridge donde conoció a Sé-
gouin. Todavía no eran mucho más que conocidos, pero Jimmy encontraba
gran placer en la compañía de alguien que había visto tanto del mundo y
que se decía que era dueño de algunos de los hoteles más grandes de Fran-
cia. Una persona así (como su padre estaba de acuerdo) valía la pena cono-
cer, incluso si no hubiera sido el encantador compañero que era. Villona
también era entretenido, un pianista brillante, pero, desafortunadamente,
muy pobre.
El coche avanzaba alegremente con su carga de juventud hilarante. Los
dos primos se sentaban en el asiento delantero; Jimmy y su amigo húngaro
se sentaban atrás. Decididamente, Villona estaba de excelente humor; man-
tenía un profundo zumbido bajo de melodía durante millas del camino. Los
franceses lanzaban sus risas y palabras ligeras sobre sus hombros y a menu-
do Jimmy tenía que inclinarse hacia adelante para captar la rápida frase.
Esto no era del todo agradable para él, ya que casi siempre tenía que hacer
una conjetura hábil sobre el significado y gritar una respuesta adecuada
frente a un fuerte viento. Además, el zumbido de Villona confundiría a
cualquiera; también el ruido del coche.
El movimiento rápido a través del espacio eleva a uno; también lo hace la
notoriedad; también lo hace la posesión de dinero. Estas eran tres buenas
razones para la emoción de Jimmy. Muchos de sus amigos lo habían visto
ese día en compañía de estos continentales. En el control, Ségouin le había
presentado a uno de los competidores franceses y, en respuesta a su confuso
murmullo de cumplido, la cara morena del conductor había revelado una
línea de dientes blancos brillantes. Era agradable después de ese honor re-
gresar al mundo profano de los espectadores entre codazos y miradas signi-
ficativas. Luego, en cuanto al dinero, realmente tenía una gran suma bajo su
control. Ségouin, quizás, no pensaría que era una gran suma, pero Jimmy,
que, a pesar de errores temporales, era en el fondo el heredero de instintos
sólidos, sabía bien con qué dificultad se había reunido. Este conocimiento
había mantenido previamente sus cuentas dentro de los límites de una im-
prudencia razonable y, si había sido tan consciente del trabajo latente en el
dinero cuando se trataba meramente de alguna locura de la inteligencia su-
perior, ¡cuánto más ahora cuando estaba a punto de arriesgar la mayor parte
de su sustancia! Era algo serio para él.
Por supuesto, la inversión era buena y Ségouin había logrado dar la im-
presión de que era por un favor de amistad que el poco dinero irlandés iba a
ser incluido en el capital del negocio. Jimmy tenía respeto por la astucia de
su padre en asuntos comerciales y, en este caso, había sido su padre quien
primero sugirió la inversión; dinero para ser hecho en el negocio de los au-
tomóviles, montones de dinero. Además, Ségouin tenía el inconfundible
aire de riqueza. Jimmy se puso a traducir en días de trabajo ese lordly coche
en el que se sentaba. Qué suavemente corría. ¡Con qué estilo habían venido
avanzando por los caminos del campo! El viaje puso un dedo mágico en el
pulso genuino de la vida y valientemente la maquinaria de los nervios hu-
manos se esforzaba por responder a los cursos oscilantes del rápido animal
azul.
Condujeron por Dame Street. La calle estaba ocupada con un tráfico
inusual, llena de los bocinazos de los automovilistas y los gongs de los con-
ductores de tranvía impacientes. Cerca del Banco, Ségouin se detuvo y
Jimmy y su amigo descendieron. Un pequeño grupo de personas se reunió
en la acera para rendir homenaje al motor resoplando. El grupo iba a cenar
juntos esa noche en el hotel de Ségouin y, mientras tanto, Jimmy y su ami-
go, que se hospedaba con él, iban a casa a vestirse. El coche se dirigió len-
tamente hacia Grafton Street mientras los dos jóvenes se abrían paso a tra-
vés del grupo de mirones. Caminaron hacia el norte con una curiosa sensa-
ción de decepción en el ejercicio, mientras la ciudad colgaba sus pálidos
globos de luz sobre ellos en una neblina de noche de verano.
En la casa de Jimmy, esta cena había sido considerada una ocasión. Un
cierto orgullo se mezclaba con la trepidación de sus padres, una cierta an-
siedad también por jugar rápido y suelto, ya que los nombres de grandes
ciudades extranjeras tienen al menos esta virtud. Jimmy también lucía muy
bien cuando estaba vestido y, mientras se paraba en el vestíbulo dando un
último toque a los lazos de su corbata de etiqueta, su padre pudo haber sen-
tido incluso una satisfacción comercial al haber asegurado para su hijo cua-
lidades a menudo inalcanzables. Por lo tanto, su padre estaba inusualmente
amistoso con Villona y su manera expresaba un respeto real por los logros
extranjeros; pero esta sutileza de su anfitrión probablemente se perdía en el
húngaro, que comenzaba a tener un agudo deseo de cenar.
La cena fue excelente, exquisita. Ségouin, decidió Jimmy, tenía un gusto
muy refinado. El grupo fue aumentado por un joven inglés llamado Routh, a
quien Jimmy había visto con Ségouin en Cambridge. Los jóvenes cenaron
en una acogedora habitación iluminada por lámparas de vela eléctricas. Ha-
blaron volublemente y con poca reserva. Jimmy, cuya imaginación se en-
cendía, concibió la juventud viva de los franceses elegantemente entrelaza-
da sobre el firme marco de los modales del inglés. Una imagen elegante de
él, pensó, y una justa. Admiraba la destreza con la que su anfitrión dirigía la
conversación. Los cinco jóvenes tenían diversos gustos y sus lenguas se ha-
bían soltado. Villona, con inmenso respeto, comenzó a descubrir al leve-
mente sorprendido inglés las bellezas del madrigal inglés, lamentando la
pérdida de viejos instrumentos. Rivière, no del todo ingenuamente, se en-
cargó de explicar a Jimmy el triunfo de los mecánicos franceses. La reso-
nante voz del húngaro estaba a punto de prevalecer en la ridiculización de
los laúdes espurios de los pintores románticos cuando Ségouin condujo a su
grupo hacia la política. Aquí había terreno congenial para todos. Jimmy,
bajo influencias generosas, sintió despertar el celo enterrado de su padre
dentro de él: finalmente despertó al torpe Routh. La habitación se volvió do-
blemente caliente y la tarea de Ségouin se hizo más difícil cada momento:
incluso había peligro de resentimiento personal. El anfitrión alerta, en una
oportunidad, levantó su copa a la Humanidad y, cuando se había bebido el
brindis, abrió una ventana significativamente.
Esa noche la ciudad llevaba la máscara de una capital. Los cinco jóvenes
paseaban por Stephen's Green en una débil nube de humo aromático. Habla-
ban en voz alta y alegremente y sus capas colgaban de sus hombros. La
gente les dejaba paso. En la esquina de Grafton Street, un hombre bajo y
gordo estaba subiendo a dos damas elegantes a un coche a cargo de otro
hombre gordo. El coche se fue y el hombre bajo y gordo vio al grupo.
—¡André!
—¡Es Farley!
Siguió un torrente de conversación. Farley era estadounidense. Nadie sa-
bía muy bien de qué se trataba la conversación. Villona y Rivière eran los
más ruidosos, pero todos los hombres estaban emocionados. Se subieron a
un coche, apretujándose entre risas. Pasaron por la multitud, ahora fusiona-
da en colores suaves, con la música de campanas alegres. Tomaron el tren
en Westland Row y en unos pocos segundos, como le pareció a Jimmy, es-
taban saliendo de la estación de Kingstown. El recolector de billetes saludó
a Jimmy; era un hombre mayor:
—¡Buena noche, señor!
Era una serena noche de verano; el puerto se extendía como un espejo
oscuro a sus pies. Avanzaron hacia él con los brazos enlazados, cantando
Cadet Roussel en coro, golpeando sus pies en cada:
—¡Ho! ¡Ho! ¡Hohé, vraiment!
Se subieron a un bote de remos en el embarcadero y se dirigieron al yate
del estadounidense. Iba a haber cena, música, cartas. Villona dijo con
convicción:
—¡Es encantador!
Había un piano de yate en la cabina. Villona tocó un vals para Farley y
Rivière, Farley actuando como caballero y Rivière como dama. Luego un
baile cuadrado improvisado, los hombres ideando figuras originales. ¡Qué
diversión! Jimmy participó con ganas; al menos, esto era ver la vida. Luego
Farley se quedó sin aliento y gritó —¡Basta!—. Un hombre trajo una cena
ligera y los jóvenes se sentaron a comer por pura formalidad. Sin embargo,
bebieron: era bohemio. Brindaron por Irlanda, Inglaterra, Francia, Hungría,
los Estados Unidos de América. Jimmy dio un discurso, un discurso largo,
Villona diciendo —¡Bravo! ¡Bravo!— cada vez que había una pausa. Hubo
un gran aplauso cuando se sentó. Debió de ser un buen discurso. Farley le
dio una palmada en la espalda y se rió a carcajadas. ¡Qué compañeros tan
joviales! ¡Qué buena compañía eran!
¡Cartas! ¡Cartas! La mesa fue despejada. Villona volvió tranquilamente a
su piano y tocó voluntarios para ellos. Los otros hombres jugaron partida
tras partida, lanzándose audazmente a la aventura. Brindaron por la Reina
de Corazones y por la Reina de Diamantes. Jimmy sintió vagamente la falta
de una audiencia: el ingenio brillaba. El juego se puso muy intenso y co-
menzó a pasar dinero en papel. Jimmy no sabía exactamente quién estaba
ganando, pero sabía que él estaba perdiendo. Pero era culpa suya, porque
frecuentemente confundía sus cartas y los otros hombres tenían que calcular
sus pagarés por él. Eran unos demonios, pero deseaba que pararan: se esta-
ba haciendo tarde. Alguien propuso un brindis por el yate The Belle of
Newport y luego alguien sugirió una gran partida final.
El piano se había detenido; Villona debía de haber subido a cubierta. Fue
una partida terrible. Se detuvieron justo antes del final para beber por la
suerte. Jimmy entendió que el juego estaba entre Routh y Ségouin. ¡Qué
emoción! Jimmy también estaba emocionado; perdería, por supuesto.
¿Cuánto había escrito? Los hombres se levantaron para jugar las últimas ba-
zas, hablando y gesticulando. Routh ganó. La cabina retumbó con los víto-
res de los jóvenes y las cartas fueron amontonadas. Luego comenzaron a
recoger lo que habían ganado, Farley y Jimmy eran los mayores perdedores.
Sabía que se arrepentiría por la mañana, pero en ese momento estaba
contento de descansar, contento de la oscura estupidez que cubriría su locu-
ra. Apoyó los codos en la mesa y descansó la cabeza entre sus manos, con-
tando los latidos de sus sienes. La puerta de la cabina se abrió y vio al hún-
garo de pie en un haz de luz gris:
—¡Amanece, caballeros!
DOS GALANES

La cálida y gris tarde de agosto había descendido sobre la ciudad y un


aire suave y cálido, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. Las ca-
lles, cerradas para el reposo del domingo, bullían con una multitud de colo-
res alegres. Como perlas iluminadas, las lámparas brillaban desde la cima
de sus altos postes sobre la textura viviente abajo, que, cambiando de forma
y color sin cesar, enviaba al aire cálido y gris de la tarde un murmullo ince-
sante e invariable.
Dos jóvenes bajaban la colina de Rutland Square. Uno de ellos estaba a
punto de finalizar un largo monólogo. El otro, que caminaba al borde de la
acera y a veces se veía obligado a pisar la carretera debido a la grosería de
su compañero, llevaba una expresión divertida y atenta. Era rechoncho y
rubicundo. Una gorra de yate se le había deslizado hacia atrás desde la fren-
te y la narración que escuchaba provocaba constantes oleadas de expresión
en su rostro, que se manifestaban en las comisuras de su nariz, ojos y boca.
Pequeños chorros de risa sibilante salían uno tras otro de su cuerpo convul-
so. Sus ojos, chispeantes de astuto disfrute, miraban en cada momento hacia
el rostro de su compañero. Una o dos veces, reacomodó el impermeable li-
gero que llevaba sobre un hombro al estilo de un torero. Sus pantalones, sus
zapatos de goma blancos y su impermeable alegremente colgado expresa-
ban juventud. Pero su figura caía en la rotundidad en la cintura, su cabello
era escaso y gris y su rostro, cuando las oleadas de expresión pasaban sobre
él, tenía un aspecto devastado.
Cuando estuvo completamente seguro de que la narración había termina-
do, se rió silenciosamente durante medio minuto. Luego dijo:
—¡Bueno!... ¡Eso es el colmo!
Su voz parecía desprovista de vigor; y para reforzar sus palabras añadió
con humor:
—¡Eso es el colmo de los colmos, el único, y, si se me permite decirlo, el
exquisito colmo!
Se puso serio y callado cuando dijo esto. Su lengua estaba cansada por-
que había estado hablando toda la tarde en un pub en Dorset Street. La ma-
yoría de la gente consideraba a Lenehan un parásito, pero, a pesar de esta
reputación, su destreza y elocuencia siempre habían impedido que sus ami-
gos formaran cualquier política general en su contra. Tenía una manera va-
liente de acercarse a un grupo de ellos en un bar y de mantenerse ágilmente
en los bordes de la compañía hasta que lo incluían en una ronda. Era un va-
gabundo deportivo armado con una vasta colección de historias, limericks y
acertijos. Era insensible a todo tipo de descortesía. Nadie sabía cómo logra-
ba la dura tarea de vivir, pero su nombre estaba vagamente asociado con las
carreras de caballos.
—¿Y dónde la encontraste, Corley? —preguntó.
Corley pasó rápidamente la lengua por su labio superior.
—Una noche, hombre —dijo—, iba por Dame Street y vi a una buena
chica bajo el reloj de Waterhouse y le dije buenas noches, ya sabes. Así que
fuimos a dar un paseo por el canal y me dijo que era sirvienta en una casa
en Baggot Street. Esa noche le puse el brazo alrededor y la apreté un poco.
Luego, el siguiente domingo, hombre, me encontré con ella por cita. Fui-
mos a Donnybrook y la llevé a un campo allí. Me dijo que solía salir con un
lechero... Estuvo bien, hombre. Cada noche me traía cigarrillos y pagaba el
tranvía de ida y vuelta. Y una noche me trajo dos puros realmente buenos...
ya sabes, de los que solía fumar el viejo... Tenía miedo, hombre, de que
quedara embarazada. Pero ella sabe cómo evitarlo.
—Quizás piensa que te casarás con ella —dijo Lenehan.
—Le dije que estaba sin trabajo —dijo Corley—. Le dije que estaba en
Pim's. No sabe mi nombre. Tenía miedo de decirle eso. Pero piensa que soy
de clase alta, ya sabes.
Lenehan rió de nuevo, silenciosamente.
—De todas las buenas historias que he oído —dijo—, esa es sin duda la
mejor.
El paso de Corley reconoció el cumplido. El balanceo de su corpulento
cuerpo hizo que su amigo ejecutara unos ligeros saltos desde la acera hacia
la carretera y de vuelta. Corley era hijo de un inspector de policía y había
heredado el físico y el andar de su padre. Caminaba con las manos a los la-
dos, manteniéndose erguido y balanceando la cabeza de un lado a otro. Su
cabeza era grande, globular y aceitosa; sudaba en todas las estaciones; y su
gran sombrero redondo, colocado de lado, parecía una bombilla que hubiera
crecido de otra. Siempre miraba directamente al frente como si estuviera en
desfile y, cuando deseaba mirar a alguien en la calle, tenía que mover el
cuerpo desde las caderas. En este momento estaba sin trabajo. Siempre que
había un trabajo disponible, un amigo estaba listo para darle la pista. A me-
nudo se le veía caminando con policías de paisano, hablando seriamente.
Conocía el lado interno de todos los asuntos y le gustaba emitir juicios fina-
les. Hablaba sin escuchar las palabras de sus compañeros. Su conversación
trataba principalmente sobre sí mismo: lo que había dicho a tal persona y lo
que tal persona le había dicho a él y lo que había dicho para resolver el
asunto. Cuando informaba sobre estos diálogos, aspiraba la primera letra de
su nombre al estilo de los florentinos.
Lenehan ofreció a su amigo un cigarrillo. Mientras los dos jóvenes cami-
naban entre la multitud, Corley ocasionalmente se volvía para sonreír a al-
gunas de las chicas que pasaban, pero la mirada de Lenehan estaba fija en la
gran luna pálida rodeada de un doble halo. Observaba con atención el paso
de la tenue red de crepúsculo sobre su rostro. Finalmente, dijo:
—Bueno... dime, Corley, supongo que podrás lograrlo, ¿no?
Corley cerró un ojo expresivamente como respuesta.
—¿Está dispuesta para eso? —preguntó Lenehan con dudas—. Nunca se
sabe con las mujeres.
—Está bien —dijo Corley—. Sé cómo manejarla, hombre. Está un poco
enamorada de mí.
—Eres lo que yo llamo un galán —dijo Lenehan—. ¡Y del tipo correcto
de galán!
Una sombra de burla aliviaba la servilidad de su tono. Para salvarse, tenía
la costumbre de dejar su adulación abierta a la interpretación de la burla.
Pero Corley no tenía una mente sutil.
—No hay nada como una buena sirvienta —afirmó—. Toma mi consejo.
—Por alguien que las ha probado todas —dijo Lenehan.
—Primero solía salir con chicas, ya sabes —dijo Corley, confesándose—;
chicas del South Circular. Solía llevarlas en el tranvía a algún lugar y pagar
el tranvía o llevarlas a una banda o a una obra de teatro o comprarles choco-
late y dulces o algo por el estilo. Solía gastar dinero en ellas, claro que sí —
añadió, en un tono convincente, como si fuera consciente de que no le
creían.
Pero Lenehan podía creerlo bien; asintió gravemente.
—Conozco ese juego —dijo—, y es un juego de tontos.
—Y maldita sea, nunca saqué nada de eso —dijo Corley.
—Lo mismo aquí —dijo Lenehan.
—Solo de una de ellas —dijo Corley.
Humedeció su labio superior pasando la lengua por él. El recuerdo ilumi-
nó sus ojos. También miró al pálido disco de la luna, ahora casi velado, y
pareció meditar.
—Era... un poco especial —dijo con pesar.
Se quedó en silencio de nuevo. Luego añadió:
—Ahora está en el negocio. La vi bajando por Earl Street una noche con
dos tipos con ella en un coche.
—Supongo que eso es culpa tuya —dijo Lenehan.
—Otros la habían rondado antes que yo —dijo Corley filosóficamente.
Esta vez Lenehan estaba inclinado a no creerlo. Movió la cabeza de un
lado a otro y sonrió.
—Sabes que no puedes engañarme, Corley —dijo.
—¡Honestamente! —dijo Corley—. ¿No me lo dijo ella misma?
Lenehan hizo un gesto trágico.
—¡Traidor vil! —dijo.
Mientras pasaban por las rejas del Trinity College, Lenehan saltó a la ca-
rretera y miró el reloj.
—Las ocho y veinte —dijo.
—Tiempo de sobra —dijo Corley—. Ella estará allí, seguro. Siempre la
hago esperar un poco.
Lenehan rió en voz baja.
—¡Dios mío, Corley, sabes cómo manejarlas! —dijo.
—Conozco todos sus trucos —confesó Corley.
—Pero dime —dijo Lenehan de nuevo—, ¿estás seguro de que puedes
lograrlo? Sabes que es una tarea delicada. Son muy
cautelosas en ese punto. ¿Eh?... ¿Qué?
Sus pequeños ojos brillantes buscaron la cara de su compañero en busca
de seguridad. Corley balanceó la cabeza de un lado a otro como para apartar
un insecto insistente, y sus cejas se fruncieron.
—Lo lograré —dijo—. Déjamelo a mí, ¿quieres?
Lenehan no dijo más. No quería irritar el temperamento de su amigo, ser
enviado al diablo y que le dijeran que su consejo no era necesario. Se nece-
sitaba un poco de tacto. Pero el ceño de Corley pronto se suavizó de nuevo.
Sus pensamientos tomaban otro rumbo.
—Es una buena chica decente —dijo, con aprecio—, eso es lo que es.
Caminaron por Nassau Street y luego giraron hacia Kildare Street. No
muy lejos del pórtico del club, un arpista estaba en la carretera, tocando
para un pequeño círculo de oyentes. Tocaba las cuerdas distraídamente, mi-
rando rápidamente de vez en cuando al rostro de cada recién llegado y, de
vez en cuando, cansinamente también, al cielo. Su arpa, también, sin darse
cuenta de que sus coberturas habían caído sobre sus rodillas, parecía cansa-
da tanto de los ojos de los extraños como de las manos de su amo. Una
mano tocaba en el bajo la melodía de "Silent, O Moyle", mientras que la
otra mano corría en el agudo tras cada grupo de notas. Las notas de la melo-
día sonaban profundas y plenas.
Los dos jóvenes caminaron por la calle sin hablar, la música triste si-
guiéndolos. Cuando llegaron a Stephen's Green, cruzaron la carretera. Aquí
el ruido de los tranvías, las luces y la multitud los liberaron de su silencio.
—¡Ahí está! —dijo Corley.
En la esquina de Hume Street, una joven estaba de pie. Llevaba un vesti-
do azul y un sombrero de marinero blanco. Estaba en el borde de la acera,
balanceando una sombrilla en una mano. Lenehan se animó.
—Vamos a verla, Corley —dijo.
Corley miró de reojo a su amigo y apareció una sonrisa desagradable en
su rostro.
—¿Estás tratando de meterte en mi camino? —preguntó.
—¡Maldita sea! —dijo Lenehan audazmente—, no quiero una presenta-
ción. Todo lo que quiero es verla. No me la voy a comer.
—Oh... ¿Verla? —dijo Corley, más amablemente—. Bueno... te diré qué.
Iré a hablar con ella y tú puedes pasar.
—¡De acuerdo! —dijo Lenehan.
Corley ya había pasado una pierna sobre las cadenas cuando Lenehan
llamó:
—¿Y después? ¿Dónde nos encontramos?
—A las diez y media —respondió Corley, pasando la otra pierna.
—¿Dónde?
—En la esquina de Merrion Street. Volveremos.
—Hazlo bien ahora —dijo Lenehan en despedida.
Corley no respondió. Cruzó la carretera balanceando la cabeza de un lado
a otro. Su corpulencia, su paso fácil y el sonido sólido de sus botas tenían
algo de conquistador. Se acercó a la joven y, sin saludar, comenzó a conver-
sar con ella de inmediato. Ella balanceaba su sombrilla más rápido y hacía
giros a medias sobre sus talones. Una o dos veces cuando él le hablaba de
cerca, ella se reía e inclinaba la cabeza.
Lenehan los observó durante unos minutos. Luego caminó rápidamente
al lado de las cadenas a cierta distancia y cruzó la carretera en diagonal. Al
acercarse a la esquina de Hume Street, encontró el aire fuertemente perfu-
mado y sus ojos hicieron un rápido y ansioso escrutinio de la apariencia de
la joven. Ella llevaba su atuendo de domingo. Su falda de sarga azul estaba
sujeta a la cintura por un cinturón de cuero negro. La gran hebilla de plata
de su cinturón parecía deprimir el centro de su cuerpo, atrapando la tela li-
gera de su blusa blanca como una pinza. Llevaba una chaqueta corta negra
con botones de nácar y una boa negra deshilachada. Los extremos de su
cuello de tul habían sido cuidadosamente desordenados y un gran ramo de
flores rojas estaba prendido en su pecho con los tallos hacia arriba. Los ojos
de Lenehan notaron con aprobación su cuerpo robusto y musculoso. La sa-
lud franca y ruda brillaba en su rostro, en sus mejillas rojas y gordas y en
sus descarados ojos azules. Sus rasgos eran bruscos. Tenía fosas nasales an-
chas, una boca desgarbada que permanecía abierta en una sonrisa contenta y
dos dientes frontales prominentes. Al pasar, Lenehan se quitó la gorra y,
después de unos diez segundos, Corley devolvió un saludo al aire. Lo hizo
levantando la mano vagamente y cambiando pensativamente el ángulo de
su sombrero.
Lenehan caminó hasta el Hotel Shelbourne, donde se detuvo y esperó.
Después de esperar un poco, los vio venir hacia él y, cuando giraron a la de-
recha, los siguió, caminando ligeramente en sus zapatos blancos, por un
lado de Merrion Square. Mientras caminaba lentamente, sincronizando su
paso con el de ellos, observó la cabeza de Corley, que se volvía a cada mo-
mento hacia el rostro de la joven como una gran bola girando sobre un pi-
vote. Mantuvo a la pareja a la vista hasta que los vio subir las escaleras del
tranvía de Donnybrook; luego se dio la vuelta y regresó por donde había
venido.
Ahora que estaba solo, su rostro parecía más viejo. Su alegría parecía
abandonarlo y, al pasar por las rejas del Duke's Lawn, dejó que su mano se
deslizara a lo largo de ellas. La melodía que el arpista había tocado comen-
zó a controlar sus movimientos. Sus pies acolchados suavemente tocaban la
melodía mientras sus dedos recorrían una escala de variaciones ociosamente
a lo largo de las rejas tras cada grupo de notas.
Caminó sin rumbo por Stephen's Green y luego bajó por Grafton Street.
Aunque sus ojos tomaban nota de muchos elementos de la multitud por la
que pasaba, lo hacían de manera hosca. Encontraba trivial todo lo que se
suponía que debía encantarlo y no respondía a las miradas que lo invitaban
a ser audaz. Sabía que tendría que hablar mucho, inventar y divertir, y su
cerebro y garganta estaban demasiado secos para tal tarea. El problema de
cómo pasar las horas hasta encontrarse nuevamente con Corley le preocupa-
ba un poco. No podía pensar en ninguna otra forma de pasarlas más que se-
guir caminando. Giró a la izquierda al llegar a la esquina de Rutland Square
y se sintió más a gusto en la calle oscura y tranquila, cuyo aspecto sombrío
se ajustaba a su estado de ánimo. Finalmente, se detuvo frente a la ventana
de una tienda de aspecto pobre sobre la cual estaban impresas en letras
blancas las palabras "Bar de Refrescos". En el vidrio de la ventana había
dos inscripciones voladoras: "Cerveza de Jengibre" y "Ginger Ale". Un ja-
món cortado estaba expuesto en un gran plato azul mientras que, cerca, en
un plato, yacía un segmento de pudín de ciruela muy claro. Contempló esta
comida con seriedad durante algún tiempo y luego, después de mirar caute-
losamente arriba y abajo de la calle, entró rápidamente en la tienda.
Tenía hambre porque, excepto por algunas galletas que había pedido a
dos curas renuentes que le trajeran, no había comido nada desde el desa-
yuno. Se sentó en una mesa de madera sin cubrir frente a dos chicas trabaja-
doras y un mecánico. Una chica desaliñada lo atendió.
—¿Cuánto cuesta un plato de guisantes? —preguntó.
—Tres peniques, señor —dijo la chica.
—Tráigame un plato de guisantes —dijo— y una botella de cerveza de
jengibre.
Habló bruscamente para desmentir su aire de gentileza, ya que su entrada
había sido seguida por una pausa en la conversación. Su rostro estaba acalo-
rado. Para parecer natural, empujó su gorra hacia atrás en la cabeza y plantó
sus codos sobre la mesa. El mecánico y las dos chicas trabajadoras lo exa-
minaron de arriba abajo antes de reanudar su conversación en voz baja. La
chica le trajo un plato de guisantes calientes del tendero, sazonados con pi-
mienta y vinagre, un tenedor y su cerveza de jengibre. Comió su comida
con avidez y la encontró tan buena que hizo una nota mental de la tienda.
Cuando hubo comido todos los guisantes, sorbió su cerveza de jengibre y se
sentó durante algún tiempo pensando en la aventura de Corley. En su imagi-
nación, veía a la pareja de amantes caminando por algún camino oscuro;
escuchaba la voz de Corley en profundas galanterías enérgicas y veía nue-
vamente la sonrisa despectiva de la joven. Esta visión le hizo sentir intensa-
mente su propia pobreza de dinero y de espíritu. Estaba cansado de vagar,
de tirar del diablo por la cola, de maquinaciones e intrigas. Cumpliría trein-
ta y un años en noviembre. ¿Nunca conseguiría un
buen trabajo? ¿Nunca tendría un hogar propio? Pensaba en lo agradable
que sería tener un fuego cálido junto al cual sentarse y una buena cena a la
cual sentarse. Había caminado por las calles bastante tiempo con amigos y
con chicas. Sabía lo que valían esos amigos: conocía a las chicas también.
La experiencia había amargado su corazón contra el mundo. Pero no toda
esperanza lo había abandonado. Se sentía mejor después de haber comido
que antes, menos cansado de su vida, menos derrotado en espíritu. Todavía
podría establecerse en algún rincón acogedor y vivir feliz si pudiera encon-
trar a una chica buena y sencilla con un poco de dinero.
Pagó dos peniques y medio a la chica desaliñada y salió de la tienda para
comenzar a vagar nuevamente. Fue a Capel Street y caminó hacia el Ayun-
tamiento. Luego giró hacia Dame Street. En la esquina de George's Street se
encontró con dos amigos y se detuvo a conversar con ellos. Estaba contento
de poder descansar de tanto caminar. Sus amigos le preguntaron si había
visto a Corley y cuál era la última novedad. Respondió que había pasado el
día con Corley. Sus amigos hablaron muy poco. Miraron vacíamente a algu-
nas figuras en la multitud y, a veces, hicieron un comentario crítico. Uno
dijo que había visto a Mac una hora antes en Westmoreland Street. Ante
esto, Lenehan dijo que había estado con Mac la noche anterior en Egan's. El
joven que había visto a Mac en Westmoreland Street preguntó si era cierto
que Mac había ganado un poco en una partida de billar. Lenehan no lo sa-
bía: dijo que Holohan les había invitado a unas copas en Egan's.
Dejó a sus amigos a las diez menos cuarto y subió por George's Street.
Giró a la izquierda en los City Markets y continuó hacia Grafton Street. La
multitud de chicas y jóvenes se había reducido y, en su camino por la calle,
escuchó a muchos grupos y parejas despidiéndose. Fue hasta el reloj del
College of Surgeons: eran las diez en punto. Partió rápidamente por el lado
norte de Stephen's Green, apresurándose por temor a que Corley regresara
demasiado pronto. Cuando llegó a la esquina de Merrion Street, se colocó
en la sombra de una lámpara, sacó uno de los cigarrillos que había reserva-
do y lo encendió. Se apoyó contra la farola y mantuvo su mirada fija en la
parte de la calle de la que esperaba ver regresar a Corley y a la joven.
Su mente se activó de nuevo. Se preguntaba si Corley lo habría logrado.
Se preguntaba si ya le habría pedido o si lo dejaría para el final. Sufría todas
las angustias y emociones de la situación de su amigo, así como las suyas
propias. Pero el recuerdo de la cabeza giratoria de Corley lo calmó un poco:
estaba seguro de que Corley lo lograría. De repente, se le ocurrió la idea de
que quizás Corley la había llevado a casa por otro camino y lo había dejado
plantado. Sus ojos recorrieron la calle: no había señales de ellos. Sin embar-
go, seguramente había pasado media hora desde que había visto el reloj del
College of Surgeons. ¿Haría Corley algo así? Encendió su último cigarrillo
y comenzó a fumarlo nerviosamente. Forzaba la vista cada vez que un tran-
vía se detenía en la esquina lejana de la plaza. Debían haber ido a casa por
otro camino. El papel de su cigarrillo se rompió y lo arrojó a la carretera
con una maldición.
De repente los vio venir hacia él. Se sobresaltó de alegría y, mantenién-
dose cerca de su farola, trató de leer el resultado en su caminar. Caminaban
rápidamente, la joven dando pasos cortos y rápidos, mientras Corley cami-
naba a su lado con su largo paso. No parecían estar hablando. Una intuición
del resultado lo pinchó como la punta de un instrumento afilado. Sabía que
Corley fallaría; sabía que no iba a funcionar.
Giraron por Baggot Street y él los siguió de inmediato, tomando la otra
acera. Cuando se detuvieron, él también se detuvo. Hablaron durante unos
momentos y luego la joven bajó los escalones hacia el área de una casa.
Corley permaneció de pie al borde de la acera, a cierta distancia de los esca-
lones de entrada. Pasaron unos minutos. Luego, la puerta principal se abrió
lentamente y con cautela. Una mujer bajó corriendo los escalones delante-
ros y tosió. Corley se volvió y fue hacia ella. Su amplia figura ocultó la de
ella de la vista por unos segundos y luego ella reapareció corriendo por los
escalones. La puerta se cerró tras ella y Corley comenzó a caminar rápida-
mente hacia Stephen's Green.
Lenehan se apresuró en la misma dirección. Cayeron algunas gotas de
lluvia ligera. Las tomó como una advertencia y, mirando hacia atrás hacia la
casa a la que había entrado la joven para asegurarse de que no lo observa-
ban, cruzó rápidamente la carretera. La ansiedad y su rápida carrera lo hi-
cieron jadear. Gritó:
—¡Hola, Corley!
Corley volvió la cabeza para ver quién lo llamaba y luego continuó cami-
nando como antes. Lenehan corrió tras él, acomodando el impermeable so-
bre sus hombros con una mano.
—¡Hola, Corley! —gritó de nuevo.
Se puso a la altura de su amigo y miró atentamente su rostro. No pudo
ver nada.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Funcionó?
Habían llegado a la esquina de Ely Place. Sin responder, Corley giró a la
izquierda y subió por la calle lateral. Sus rasgos estaban compuestos en una
calma severa. Lenehan siguió el ritmo de su amigo, respirando con dificul-
tad. Estaba desconcertado y una nota de amenaza atravesó su voz.
—¿No puedes decírmelo? —dijo—. ¿Lo intentaste?
Corley se detuvo en la primera lámpara y miró fijamente hacia adelante.
Luego, con un gesto grave, extendió una mano hacia la luz y, sonriendo, la
abrió lentamente para que su discípulo pudiera ver. Una pequeña moneda de
oro brillaba en la palma.
LA CASA DE HUÉSPEDES

La señora Mooney era hija de un carnicero. Era una mujer que sabía
guardarse las cosas para sí misma: una mujer decidida. Se había casado con
el capataz de su padre y había abierto una carnicería cerca de Spring Gar-
dens. Pero tan pronto como su suegro murió, el señor Mooney comenzó a
irse al diablo. Bebía, saqueaba la caja, se endeudaba desmesuradamente. No
servía de nada hacerle tomar la promesa de abstinencia: seguro que recaía
unos días después. Al pelear con su esposa frente a los clientes y comprar
carne de mala calidad, arruinó su negocio. Una noche se lanzó contra su es-
posa con el cuchillo de carnicero y ella tuvo que dormir en la casa de un
vecino.
Después de eso, vivieron separados. Ella fue al sacerdote y obtuvo una
separación de él con la custodia de los niños. No le daría ni dinero, ni comi-
da, ni alojamiento; así que él se vio obligado a enlistarse como ayudante del
alguacil. Era un borracho desaliñado y encorvado, con cara blanca, bigote
blanco y cejas blancas, perfiladas sobre sus pequeños ojos, que estaban en-
rojecidos y en carne viva; y todo el día se sentaba en la oficina del alguacil,
esperando ser asignado a un trabajo. La señora Mooney, que había sacado lo
que quedaba de su dinero del negocio de la carnicería y había montado una
casa de huéspedes en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente.
Su casa tenía una población flotante compuesta por turistas de Liverpool y
la Isla de Man y, ocasionalmente, artistas de los music-halls. Su población
residente estaba formada por empleados de oficina de la ciudad. Gobernaba
la casa astutamente y con firmeza, sabía cuándo dar crédito, cuándo ser se-
vera y cuándo dejar pasar las cosas. Todos los jóvenes residentes la llama-
ban La Señora.
Los jóvenes de la señora Mooney pagaban quince chelines a la semana
por alojamiento y comida (cerveza o stout en la cena excluidas). Compar-
tían gustos y ocupaciones comunes y, por esta razón, eran muy amigos entre
ellos. Discutían entre sí las probabilidades de favoritos y forasteros. Jack
Mooney, el hijo de La Señora, que era empleado de un agente de comisio-
nes en Fleet Street, tenía la reputación de ser un tipo duro. Le gustaba usar
obscenidades de soldados: por lo general, llegaba a casa en las primeras ho-
ras de la mañana. Cuando se encontraba con sus amigos, siempre tenía una
buena historia que contarles y siempre estaba al tanto de algo bueno, es de-
cir, un caballo prometedor o un artista prometedor. También era hábil con
los guantes de boxeo y cantaba canciones cómicas. Los domingos por la no-
che a menudo había una reunión en el salón de La Señora. Los artistas de
los music-halls se prestaban; y Sheridan tocaba valses y polkas y acompa-
ñaba improvisadamente. Polly Mooney, la hija de La Señora, también can-
taba. Ella cantaba:
—Soy una... chica traviesa.
No hace falta que finjas:
Sabes que lo soy.
Polly era una chica delgada de diecinueve años; tenía cabello suave y cla-
ro y una boca pequeña y llena. Sus ojos, que eran grises con un matiz de
verde, tenían la costumbre de mirar hacia arriba cuando hablaba con al-
guien, lo que la hacía parecer una pequeña Madonna perversa. La señora
Mooney había enviado a su hija a ser mecanógrafa en la oficina de un co-
merciante de cereales, pero, como un alguacil deshonroso solía venir día
por medio a la oficina, pidiendo hablar con su hija, la había traído de vuelta
a casa y la había puesto a hacer las tareas domésticas. Como Polly era muy
animada, la intención era darle libertad con los jóvenes. Además, a los jóve-
nes les gusta sentir que hay una joven no muy lejos. Polly, por supuesto, co-
queteaba con los jóvenes, pero la señora Mooney, que era una astuta juez,
sabía que los jóvenes solo estaban pasando el tiempo: ninguno de ellos tenía
intenciones serias. Las cosas siguieron así durante mucho tiempo y la seño-
ra Mooney comenzó a pensar en enviar a Polly de vuelta a la mecanografía
cuando notó que algo estaba sucediendo entre Polly y uno de los jóvenes.
Observó a la pareja y guardó silencio.
Polly sabía que la estaban vigilando, pero aun así el persistente silencio
de su madre no podía ser malinterpretado. No había habido complicidad
abierta entre madre e hija, ni entendimiento abierto, pero, aunque la gente
en la casa comenzó a hablar del asunto, la señora Mooney no intervino. Po-
lly comenzó a comportarse de manera un poco extraña y el joven evidente-
mente estaba perturbado. Finalmente, cuando juzgó que era el momento
adecuado, la señora Mooney intervino. Trataba los problemas morales
como un cuchillo de carnicero trata la carne: y en este caso ya había tomado
una decisión.
Era una luminosa mañana de domingo de principios de verano, prome-
tiendo calor, pero con una brisa fresca soplando. Todas las ventanas de la
casa de huéspedes estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban sua-
vemente hacia la calle bajo las ventanas levantadas. El campanario de la
iglesia de San Jorge lanzaba constantes repiques y los feligreses, solos o en
grupos, cruzaban el pequeño circo frente a la iglesia, revelando su propósito
tanto por su comportamiento contenido como por los pequeños volúmenes
en sus manos enguantadas. El desayuno había terminado en la casa de hués-
pedes y la mesa del comedor estaba cubierta de platos en los que yacían
manchas amarillas de huevos con trozos de grasa y corteza de tocino. La
señora Mooney se sentó en la silla de paja y observó a la sirvienta Mary re-
tirar los restos del desayuno. Hizo que Mary recogiera las cortezas y trozos
de pan roto para ayudar a hacer el pudín de pan del martes. Cuando la mesa
estuvo despejada, el pan roto recogido, el azúcar y la mantequilla a salvo
bajo llave, comenzó a reconstruir la entrevista que había tenido la noche an-
terior con Polly. Las cosas eran como ella había sospechado: había sido
franca en sus preguntas y Polly había sido franca en sus respuestas. Ambas
habían estado algo incómodas, por supuesto. Ella había estado incómoda
por no querer recibir la noticia de manera demasiado desenfadada o parecer
que había conspirado y Polly había estado incómoda no solo porque las alu-
siones de ese tipo siempre la ponían incómoda, sino también porque no que-
ría que se pensara que en su sabia inocencia había adivinado la intención
detrás de la tolerancia de su madre.
La señora Mooney miró instintivamente el pequeño reloj dorado en la re-
pisa de la chimenea tan pronto como se dio cuenta, a través de su ensimis-
mamiento, de que las campanas de la iglesia de San Jorge habían dejado de
sonar. Eran las once y diecisiete: tendría tiempo de sobra para hablar con el
señor Doran y luego tomar el tren de las doce en Marlborough Street. Esta-
ba segura de que ganaría. Para empezar, tenía todo el peso de la opinión so-
cial de su lado: era una madre ultrajada. Había permitido que él viviera bajo
su techo, suponiendo que era un hombre de honor, y él simplemente había
abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, por
lo que la juventud no podía ser su excusa; ni la ignorancia podía ser su ex-
cusa, ya que era un hombre que había visto algo del mundo. Simplemente
había aprovechado la juventud e inexperiencia de Polly: eso era evidente.
La pregunta era: ¿qué reparación haría?
En tal caso debe haber reparación. Todo está muy bien para el hombre: él
puede seguir su camino como si nada hubiera pasado, habiendo tenido su
momento de placer, pero la chica tiene que soportar las consecuencias. Al-
gunas madres se contentarían con arreglar un asunto así por una suma de
dinero; ella había conocido casos de eso. Pero ella no lo haría. Para ella,
solo una reparación podía compensar la pérdida del honor de su hija: el
matrimonio.
Contó todas sus cartas nuevamente antes de enviar a Mary a la habitación
del señor Doran para decirle que deseaba hablar con él. Estaba segura de
que ganaría. Era un joven serio, no descarado ni ruidoso como los otros. Si
hubiera sido el señor Sheridan o el señor Meade o Bantam Lyons, su tarea
habría sido mucho más difícil. No creía que él enfrentara la publicidad. To-
dos los huéspedes de la casa sabían algo del asunto; algunos habían inventa-
do detalles. Además, había estado empleado durante trece años en la oficina
de un gran comerciante de vinos católico y la publicidad podría significar
para él, quizás, la pérdida de su trabajo. En cambio, si aceptaba, todo podría
ir bien. Sabía que tenía un buen sueldo por un lado y sospechaba que tenía
algo de dinero guardado.
¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo del tocador. La ex-
presión decidida de su gran rostro florido la satisfizo y pensó en algunas
madres que conocía que no podían deshacerse de sus hijas.
El señor Doran estaba muy ansioso aquella mañana de domingo. Había
intentado afeitarse dos veces, pero su mano estaba tan inestable que se ha-
bía visto obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días bordeaba sus
mandíbulas y cada dos o tres minutos se formaba una neblina en sus ga-
fas, por lo que tenía que quitárselas y pulirlas con su pañuelo. El recuerdo
de su confesión de la noche anterior era una causa de agudo dolor para él; el
sacerdote había sacado hasta el último detalle ridículo del asunto y al final
había magnificado tanto su pecado que casi se sentía agradecido de que se
le ofreciera una salida de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podía ha-
cer ahora sino casarse con ella o huir? No podía enfrentarlo con valentía. El
asunto seguramente se hablaría y su empleador se enteraría. Dublín es una
ciudad tan pequeña: todos conocen los asuntos de los demás. Sintió que el
corazón le daba un vuelco en la garganta al escuchar en su imaginación ex-
citada al viejo señor Leonard llamándolo con su voz rasposa: "Mande al se-
ñor Doran aquí, por favor."
¡Todos sus largos años de servicio desperdiciados! ¡Toda su industria y
diligencia tiradas por la borda! Cuando era joven, había sembrado su avena
salvaje, por supuesto; había alardeado de su libre pensamiento y negado la
existencia de Dios a sus compañeros en los pubs. Pero eso ya había pasado
y terminado... casi. Todavía compraba un ejemplar del Reynolds's Newspa-
per cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve
décimas partes del año llevaba una vida regular. Tenía dinero suficiente para
asentarse; no era eso. Pero la familia la despreciaría. Primero estaba su pa-
dre deshonroso y luego la casa de huéspedes de su madre estaba empezando
a adquirir cierta fama. Tenía la sensación de que lo estaban engañando. Po-
día imaginarse a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un
poco vulgar; a veces decía "I seen" y "If I had've known." Pero ¿qué impor-
taría la gramática si realmente la amara? No podía decidir si gustarle o des-
preciarla por lo que había hecho. Por supuesto, él también lo había hecho.
Su instinto le instaba a mantenerse libre, a no casarse. Una vez que te casas,
estás acabado, le decía.
Mientras estaba sentado impotente al borde de la cama en camisa y pan-
talones, ella llamó suavemente a su puerta y entró. Le contó todo, que se lo
había confesado a su madre y que su madre hablaría con él esa mañana. Ella
lloró y le echó los brazos al cuello, diciendo:
—¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
Dijo que se pondría fin a sí misma. Él la consoló débilmente, diciéndole
que no llorara, que todo estaría bien, que no tuviera miedo. Sentía contra su
camisa la agitación de su pecho. No era del todo culpa suya que hubiera su-
cedido. Recordaba bien, con la curiosa memoria paciente del célibe, las pri-
meras caricias casuales que su vestido, su aliento, sus dedos le habían dado.
Luego, una noche tarde, cuando se estaba desnudando para acostarse, ella
llamó a su puerta, tímidamente. Quería encender su vela en la suya porque
la suya se había apagado por una ráfaga. Era su noche de baño. Llevaba una
chaqueta suelta de franela estampada. Su empeine blanco brillaba en la
abertura de sus zapatillas de piel y la sangre brillaba cálidamente detrás de
su piel perfumada. De sus manos y muñecas también, mientras encendía y
estabilizaba su vela, surgía un tenue perfume.
Las noches en que él llegaba muy tarde, era ella quien le calentaba la
cena. Apenas sabía lo que estaba comiendo, sintiéndola a su lado, sola, de
noche, en la casa durmiente. ¡Y su consideración! Si la noche estaba fría,
húmeda o ventosa, siempre había un pequeño vaso de ponche listo para él.
Quizás podrían ser felices juntos...
Solían subir juntos las escaleras de puntillas, cada uno con una vela, y en
el tercer rellano intercambiaban reluctantes buenas noches. Solían besarse.
Recordaba bien sus ojos, el toque de su mano y su delirio...
Pero el delirio pasa. Repitió su frase, aplicándola a sí mismo: "¿Qué voy
a hacer?" El instinto del célibe le advirtió que se contuviera. Pero el pecado
estaba allí; incluso su sentido del honor le decía que debía hacerse una repa-
ración por tal pecado.
Mientras estaba sentado con ella al borde de la cama, Mary llegó a la
puerta y dijo que la señora quería verlo en el salón. Se levantó para ponerse
el abrigo y el chaleco, más impotente que nunca. Cuando estuvo vestido, se
acercó a ella para consolarla. Todo estaría bien, no tuviera miedo. La dejó
llorando en la cama y gimiendo suavemente: "¡Oh, Dios mío!"
Bajando las escaleras, sus gafas se empañaron tanto que tuvo que quitár-
selas y pulirlas. Deseaba ascender por el techo y volar a otro país donde
nunca volvería a oír hablar de su problema, y sin embargo una fuerza lo em-
pujaba escaleras abajo paso a paso. Los implacables rostros de su emplea-
dor y de La Señora observaban su incomodidad. En el último tramo de es-
caleras pasó junto a Jack Mooney, que subía desde la despensa con dos bo-
tellas de Bass. Se saludaron fríamente; y los ojos del amante se posaron por
un segundo o dos en una cara gruesa de bulldog y un par de brazos gruesos
y cortos. Cuando llegó al pie de la escalera, miró hacia arriba y vio a Jack
observándolo desde la puerta del cuarto de servicio.
De repente recordó la noche en que uno de los artistas del music-hall, un
pequeño londinense rubio, había hecho una alusión bastante libre a Polly.
La reunión casi se rompió por la violencia de Jack. Todos intentaron cal-
marlo. El artista del music-hall, un poco más pálido de lo habitual, seguía
sonriendo y diciendo que no había mala intención: pero Jack seguía gritán-
dole que si algún tipo intentaba ese tipo de juego con su hermana, le haría
tragar los dientes, eso haría.
******
Polly se sentó un rato al borde de la cama, llorando. Luego se secó los
ojos y se acercó al espejo. Mojó el extremo de la toalla en la jarra de agua y
refrescó sus ojos con el agua fría. Se miró de perfil y reajustó un pasador
sobre su oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Observó las al-
mohadas durante mucho tiempo y la vista de ellas despertó en su mente re-
cuerdos secretos y amables. Apoyó la nuca contra el fresco barrote de hierro
de la cama y se sumió en una ensoñación. Ya no había perturbación visible
en su rostro.
Esperaba pacientemente, casi alegremente, sin alarmarse, sus recuerdos
dando paso gradualmente a esperanzas y visiones del futuro. Sus esperanzas
y visiones eran tan intrincadas que ya no veía las almohadas blancas en las
que su mirada estaba fija ni recordaba que estaba esperando algo.
Finalmente escuchó a su madre llamándola. Se levantó de un salto y co-
rrió hacia la barandilla.
—¡Polly! ¡Polly!
—¿Sí, mamá?
—Baja, querida. El señor Doran quiere hablar contigo.
Entonces recordó por qué había estado esperando.
UNA NUBECILLA

Ocho años antes había despedido a su amigo en el North Wall y le había


deseado buena suerte. Gallaher había progresado. Se notaba de inmediato
por su aire viajado, su traje de tweed bien cortado y su acento audaz. Pocos
chicos tenían talentos como el suyo y aún menos podían permanecer sin es-
tropearse con tal éxito. Gallaher tenía el corazón en el lugar correcto y me-
recía ganar. Era algo tener un amigo así.
Los pensamientos de Little Chandler desde la hora del almuerzo habían
estado centrados en su encuentro con Gallaher, en la invitación de Gallaher
y en la gran ciudad de Londres donde vivía Gallaher. Le llamaban Little
Chandler porque, aunque era un poco más bajo que la estatura media, daba
la impresión de ser un hombre pequeño. Sus manos eran blancas y peque-
ñas, su figura era frágil, su voz era tranquila y sus modales refinados. Cui-
daba mucho de su cabello sedoso y claro y su bigote, y usaba perfume dis-
cretamente en su pañuelo. Las medias lunas de sus uñas eran perfectas y,
cuando sonreía, se podía ver una fila de dientes blancos infantiles.
Mientras estaba sentado en su escritorio en King's Inns, pensaba en los
cambios que esos ocho años habían traído. El amigo que había conocido
con una apariencia desaliñada y necesitada se había convertido en una figu-
ra brillante en la prensa londinense. A menudo se alejaba de su escritura te-
diosa para mirar por la ventana de la oficina. El resplandor de una puesta de
sol tardía de otoño cubría los parterres y senderos. Lanzaba una lluvia de
polvo dorado amable sobre las enfermeras desordenadas y los viejos decré-
pitos que dormitaban en los bancos; parpadeaba sobre todas las figuras en
movimiento, sobre los niños que corrían gritando por los senderos de grava
y sobre todos los que pasaban por los jardines. Observaba la escena y pen-
saba en la vida; y (como siempre sucedía cuando pensaba en la vida) se po-
nía triste. Una suave melancolía se apoderaba de él. Sentía lo inútil que era
luchar contra la fortuna, siendo esta la carga de sabiduría que las edades le
habían legado.
Recordaba los libros de poesía en sus estantes en casa. Los había compra-
do en sus días de soltero y muchas noches, mientras se sentaba en la peque-
ña habitación junto al vestíbulo, se había sentido tentado a tomar uno de la
estantería y leer algo a su esposa. Pero la timidez siempre lo había frenado;
y así los libros habían permanecido en sus estantes. A veces repetía líneas
para sí mismo y esto lo consolaba.
Cuando llegó su hora, se levantó y se despidió de su escritorio y de sus
compañeros de trabajo con puntualidad. Salió de debajo del arco feudal de
King's Inns, una figura pulcra y modesta, y caminó rápidamente por Hen-
rietta Street. El dorado atardecer se estaba desvaneciendo y el aire se había
vuelto frío. Una horda de niños sucios poblaba la calle. Estaban de pie o co-
rrían por la calzada o se arrastraban por los escalones frente a las puertas
abiertas o se agazapaban como ratones en los umbrales. Little Chandler no
les prestó atención. Se abrió paso con destreza a través de toda esa vida mi-
núscula y semejante a la de los roedores y bajo la sombra de las mansiones
espectrales y desgañitadas en las que la antigua nobleza de Dublín había
festejado. Ningún recuerdo del pasado lo tocó, pues su mente estaba llena
de una alegría presente.
Nunca había estado en Corless's, pero conocía el valor del nombre. Sabía
que la gente iba allí después del teatro a comer ostras y beber licores; y ha-
bía oído que los camareros allí hablaban francés y alemán. Caminando rápi-
damente por la noche, había visto coches detenidos frente a la puerta y da-
mas ricamente vestidas, escoltadas por caballeros, bajar y entrar rápidamen-
te. Llevaban vestidos ruidosos y muchas capas. Sus rostros estaban empol-
vados y levantaban sus vestidos, cuando tocaban tierra, como Atalantas
alarmadas. Siempre había pasado sin volver la cabeza para mirar. Tenía por
costumbre caminar rápidamente por la calle incluso de día y, siempre que se
encontraba en la ciudad tarde por la noche, se apresuraba en su camino con
aprensión y excitación. Sin embargo, a veces cortejaba las causas de su mie-
do. Elegía las calles más oscuras y estrechas y, mientras caminaba con va-
lentía, el silencio que se extendía a su alrededor lo inquietaba, las figuras
silenciosas y errantes lo inquietaban; y a veces un sonido de risas bajas y
fugitivas lo hacía temblar como una hoja.
Giró a la derecha hacia Capel Street. ¡Ignatius Gallaher en la prensa de
Londres! ¿Quién lo hubiera pensado posible ocho años antes? Aun así, aho-
ra que repasaba el pasado, Little Chandler podía recordar muchos signos de
futura grandeza en su amigo. La gente solía decir que Ignatius Gallaher era
salvaje. Por supuesto, se mezclaba con un grupo de tipos libertinos en ese
momento, bebía mucho y pedía dinero prestado a todos lados. Al final se
había metido en algún asunto turbio, alguna transacción de dinero: al me-
nos, esa era una versión de su fuga. Pero nadie negaba su talento. Siempre
había algo en Ignatius Gallaher que te impresionaba a pesar de ti mismo.
Incluso cuando estaba en las últimas y al borde de perder la razón por dine-
ro, mantenía una actitud audaz. Little Chandler recordaba (y el recuerdo le
provocaba un leve rubor de orgullo en la mejilla) una de las frases de Igna-
tius Gallaher cuando estaba en apuros:
—Medio tiempo ahora, chicos —solía decir con ligereza—. ¿Dónde está
mi gorro de pensar?
Ese era Ignatius Gallaher en su totalidad; y, maldita sea, no podías evitar
admirarlo por eso.
Little Chandler aceleró el paso. Por primera vez en su vida se sintió supe-
rior a la gente que pasaba. Por primera vez su alma se rebeló contra la abu-
rrida inelegancia de Capel Street. No había duda: si querías tener éxito, te-
nías que irte. No podías hacer nada en Dublín. Al cruzar Grattan Bridge,
miró hacia el río hacia los muelles inferiores y se compadeció de las casas
pobres y raquíticas. Le parecían una banda de vagabundos, acurrucados a lo
largo de las orillas del río, sus viejos abrigos cubiertos de polvo y hollín,
aturdidos por el panorama del atardecer y esperando el primer frío de la no-
che para ordenarles que se levantaran, se sacudieran y se fueran. Se pregun-
tó si podría escribir un poema para expresar su idea. Quizás Gallaher podría
lograr que se publicara en algún periódico de Londres. ¿Podría escribir algo
original? No estaba seguro de qué idea quería expresar, pero la idea de que
un momento poético lo había tocado cobró vida dentro de él como una es-
peranza infantil. Avanzó valientemente.
Cada paso lo acercaba más a Londres, lo alejaba más de su propia vida
sobria y sin arte. Una luz comenzó a temblar en el horizonte de su mente.
No era tan viejo: treinta y dos. Su temperamento podría decirse que estaba
en el punto de madurez. Había tantos estados de ánimo e impresiones dife-
rentes que deseaba expresar en verso. Los sentía dentro de sí. Trató de pesar
su alma para ver si era el alma de un poeta. La melancolía era la nota domi-
nante de su temperamento, pensaba, pero era una melancolía templada por
recurrencias de fe y resignación y simple alegría. Si pudiera dar expresión a
ello en un libro de poemas, tal vez los hombres escucharían. Nunca sería
popular: eso lo veía. No podría influir en la multitud, pero podría atraer a un
pequeño círculo de mentes afines. Los críticos ingleses, tal vez, lo recono-
cerían como uno de la escuela celta debido al tono melancólico de sus poe-
mas; además, incluiría alusiones. Comenzó a inventar oraciones y frases de
la reseña que recibiría su libro. "El señor Chandler tiene el don de un verso
fácil y elegante.". . . "Una triste melancolía impregna estos poemas.". . ."La
nota celta." Era una pena que su nombre no pareciera más irlandés. Quizás
sería mejor insertar el nombre de su madre antes del apellido: Thomas Ma-
lone Chandler, o mejor aún: T. Malone Chandler. Hablaría con Gallaher al
respecto.
Prosiguió su ensueño con tanto fervor que pasó de largo su calle y tuvo
que retroceder. Al acercarse a Corless's, su agitación anterior comenzó a do-
minarlo y se detuvo ante la puerta indeciso. Finalmente, abrió la puerta y
entró.
La luz y el ruido del bar lo retuvieron en la entrada por unos momentos.
Miró a su alrededor, pero su vista estaba confusa por el brillo de muchas
copas de vino rojas y verdes. El bar le parecía lleno de gente y sentía que la
gente lo observaba con curiosidad. Miró rápidamente a derecha e izquierda
(frunciendo ligeramente el ceño para hacer parecer que su cometido era se-
rio), pero cuando su vista se aclaró un poco vio que nadie se había vuelto
para mirarlo: y allí, sin duda, estaba Ignatius Gallaher apoyado con la espal-
da contra el mostrador y los pies bien separados.
—¡Hola, Tommy, viejo héroe, aquí estás! ¿Qué te apetece? ¿Qué vas a
tomar? Yo estoy tomando whisky: mejor que el que conseguimos al otro
lado del agua. ¿Soda? ¿Lithia? ¿Sin mineral? Yo igual. Arruina el sabor. . . .
Oye, camarero, tráenos dos medias de whisky de malta, como buen hombre.
. . . Bueno, ¿y cómo has estado desde la última vez que te vi? ¡Dios mío,
qué viejos nos estamos haciendo! ¿Ves alguna señal de envejecimiento en
mí, eh, qué? Un poco de canas y menos pelo en la cima, ¿qué?
Ignatius Gallaher se quitó el sombrero y mostró una cabeza grande y bien
recortada. Su rostro era pesado, pálido y bien afeitado. Sus ojos, de un color
pizarra azulado, aliviaban su palidez enfermiza y brillaban claramente sobre
la vívida corbata naranja que llevaba. Entre estos rasgos rivales, los labios
aparecían muy largos, informes y sin color. Inclinó la cabeza y sintió con
dos dedos simpáticos el cabello fino en la coronilla. Little Chandler negó
con la cabeza como negación. Ignatius Gallaher se puso el sombrero de
nuevo.
—Te desgasta —dijo—, la vida de prensa. Siempre con prisas, buscando
información y a veces no encontrándola: y luego, siempre tener algo nuevo
en tu material. Malditas pruebas y tipógrafos, digo, por unos días. Estoy
malditamente contento, te lo aseguro, de volver al viejo país. Le hace bien a
uno, unas vacaciones. Me siento una tonelada mejor desde que aterricé de
nuevo en el querido sucio Dublín. . . . Aquí tienes, Tommy. ¿Agua? Dime
cuándo.
Little Chandler permitió que su whisky se diluyera mucho.
—No sabes lo que es bueno para ti, muchacho —dijo Ignatius Gallaher
—. Yo lo bebo puro.
—Bebo muy poco por lo general —dijo Little Chandler modestamente
—. Un medio de vez en cuando cuando me encuentro con alguno del viejo
grupo: eso es todo.
—Bueno —dijo Ignatius Gallaher, alegremente—, aquí estamos nosotros
y los viejos tiempos y las viejas amistades.
Chocaron sus vasos y bebieron el brindis.
—Me encontré con algunos del viejo grupo hoy —dijo Ignatius Gallaher
—. O'Hara parece estar en mala situación. ¿Qué está haciendo?
—Nada —dijo Little Chandler—. Se ha ido a la ruina.
—¿Pero Hogan tiene un buen trabajo, no?
—Sí; está en la Comisión de Tierras.
—Lo encontré una noche en Londres y parecía estar muy bien de dinero.
. . . Pobre O'Hara. ¿Alcohol, supongo?
—Otras cosas también —dijo Little Chandler brevemente.
Ignatius Gallaher rió.
—Tommy —dijo—, veo que no has cambiado ni un ápice. Eres la misma
persona seria que solía darme sermones los domingos por la mañana cuando
tenía resaca y la lengua pastosa. Deberías moverte un poco por el mundo.
¿Nunca has ido a ningún sitio ni siquiera de viaje?
—He estado en la Isla de Man —dijo Little Chandler.
Ignatius Gallaher rió.
—¡La Isla de Man! —dijo—. Ve a Londres o París: París, por elección.
Te haría bien.
—¿Has visto París?
—¡Claro que sí! He andado por allí un poco.
—¿Y es realmente tan hermosa como dicen? —preguntó Little Chandler.
Bebió un poco de su bebida mientras Ignatius Gallaher terminaba la suya
con valentía.
—¿Hermosa? —dijo Ignatius Gallaher, pausando en la palabra y en el
sabor de su bebida—. No es tan hermosa, sabes. Por supuesto, es hermosa. .
. . Pero es la vida de París; eso es lo importante. Ah, no hay ciudad como
París para la diversión, el movimiento, la emoción. . . .
Little Chandler terminó su whisky y, después de algunos problemas, lo-
gró captar la mirada del barman. Pidió lo mismo de nuevo.
—He estado en el Moulin Rouge —continuó Ignatius Gallaher cuando el
barman retiró sus vasos— y he estado en todos los cafés bohemios. ¡Es ca-
liente! No es para un tipo piadoso como tú, Tommy.
Little Chandler no dijo nada hasta que el barman regresó con dos vasos:
luego tocó el vaso de su amigo ligeramente y reciprocó el brindis anterior.
Comenzaba a sentirse algo desilusionado. El acento y la forma de expresar-
se de Gallaher no le agradaban. Había algo vulgar en su amigo que no había
observado antes. Pero quizás era solo el resultado de vivir en Londres en
medio del bullicio y la competencia de la prensa. El viejo encanto personal
seguía ahí bajo esa nueva y ostentosa manera. Y, después de todo, Gallaher
había vivido, había visto el mundo. Little Chandler miraba a su amigo con
envidia.
—Todo en París es alegre —dijo Ignatius Gallaher—. Creen en disfrutar
la vida, ¿y no crees que tienen razón? Si quieres disfrutar de verdad, debes
ir a París. Y, fíjate, tienen un gran sentimiento por los irlandeses allí. Cuan-
do oyeron que era de Irlanda, estaban listos para comerme, hombre.
Little Chandler tomó cuatro o cinco sorbos de su vaso.
—Dime —dijo—, ¿es cierto que París es tan. . . inmoral como dicen?
Ignatius Gallaher hizo un gesto católico con el brazo derecho.
—Todo lugar es inmoral —dijo—. Por supuesto, encuentras cosas pican-
tes en París. Ve a uno de los bailes de estudiantes, por ejemplo. Eso es ani-
mado, si te gusta, cuando las cocottes empiezan a desatarse. ¿Sabes lo que
son, supongo?
—He oído hablar de ellas —dijo Little Chandler.
Ignatius Gallaher bebió su whisky y sacudió la cabeza.
—Ah —dijo—, puedes decir lo que quieras. No hay mujer como la pari-
sina, por su estilo, por su energía.
—Entonces, es una ciudad inmoral —dijo Little Chandler, con insistencia
tímida—. ¿Quiero decir, comparada con Londres o Dublín?
—¡Londres! —dijo Ignatius Gallaher—. Es lo mismo. Pregúntale a Ho-
gan, muchacho. Le mostré un poco de Londres cuando estuvo allí. Te sor-
prendería. . . . Te digo, Tommy, no conviertas ese whisky en ponche:
bébelo.
—No, de verdad. . . .
—Oh, vamos, otro no te hará daño. ¿Qué es? ¿Lo mismo otra vez,
supongo?
—Bueno. . . está bien.
—François, lo mismo otra vez. . . . ¿Fumarás, Tommy?
Ignatius Gallaher sacó su estuche de puros. Los dos amigos encendieron
sus puros y los fumaron en silencio hasta que les sirvieron las bebidas.
—Te daré mi opinión —dijo Ignatius Gallaher, emergiendo después de
un tiempo de las nubes de humo en las que se había refugiado—, es un
mundo raro. ¡Hablar de inmoralidad! He oído casos, ¿qué estoy diciendo?
Los he conocido: casos de. . . inmoralidad. . . .
Ignatius Gallaher fumó pensativo su puro y luego, con el tono calmado
de un historiador, procedió a esbozar para su amigo algunos cuadros de la
corrupción que abundaba en el extranjero. Resumió los vicios de muchas
capitales y pareció inclinado a otorgar la palma a Berlín. Algunas cosas no
podía asegurarlas (sus amigos se lo habían contado), pero de otras tenía ex-
periencia personal. No escatimó ni rango ni casta. Reveló muchos secretos
de las casas religiosas en el continente y describió algunas de las prácticas
que eran populares en la alta sociedad y terminó contando, con detalles, una
historia sobre una duquesa inglesa, una historia que sabía que era cierta.
Little Chandler estaba asombrado.
—Ah, bueno —dijo Ignatius Gallaher—, aquí estamos en el viejo Dublín
donde no se sabe nada de esas cosas.
—¡Qué aburrido debe parecerte! —dijo Little Chandler—, después de
todos los otros lugares que has visto.
—Bueno —dijo Ignatius Gallaher—, es una relajación venir aquí, sabes.
Y, después de todo, es el viejo país, como dicen, ¿no? No puedes evitar sen-
tir algo por él. Eso es la naturaleza humana. . . . Pero dime algo sobre ti.
Hogan me dijo que habías. . . probado las alegrías de la dicha conyugal.
Hace dos años, ¿no?
Little Chandler se sonrojó y sonrió.
—Sí —dijo—. Me casé el doce de mayo del año pasado.
—Espero que no sea demasiado tarde para ofrecerte mis mejores deseos
—dijo Ignatius Gallaher—. No sabía tu dirección o lo habría hecho en su
momento.
Extendió su mano, que Little Chandler tomó.
—Bueno, Tommy —dijo—, te deseo a ti y a los tuyos toda la felicidad
del mundo, viejo amigo, y montones de dinero, y que nunca mueras hasta
que te dispare. Y ese es el deseo de un amigo sincero, un viejo amigo. ¿Lo
sabes?
—Lo sé —dijo Little Chandler.
—¿Algún hijo? —dijo Ignatius Gallaher.
Little Chandler volvió a sonrojarse.
—Tenemos un hijo —dijo.
—¿Hijo o hija?
—Un niño.
Ignatius Gallaher dio una sonora palmada en la espalda a su amigo.
—Bravo —dijo—, no lo dudaría de ti, Tommy.
Little Chandler sonrió, miró confusamente su vaso y se mordió el labio
inferior con tres dientes delanteros infantilmente blancos.
—Espero que pases una noche con nosotros —dijo—, antes de que te va-
yas. Mi esposa estará encantada de conocerte. Podemos tener un poco de
música y ———
—Gracias, viejo amigo —dijo Ignatius Gallaher—. Lamento que no nos
hayamos encontrado antes. Pero debo irme mañana por la noche.
—¿Esta noche, quizás. . .?
—Lo lamento mucho, viejo amigo. Verás, estoy aquí con otro tipo, un
joven muy inteligente también, y arreglamos ir a una pequeña partida de
cartas. Solo por eso. . .
—Oh, en ese caso. . .
—Pero, ¿quién sabe? —dijo Ignatius Gallaher consideradamente—. El
próximo año puede que dé un pequeño salto aquí ahora que he roto el hielo.
Es solo un placer pospuesto.
—Muy bien —dijo Little Chandler—, la próxima vez que vengas debe-
mos tener una noche juntos. Eso está acordado ahora, ¿no?
—Sí, está acordado —dijo Ignatius Gallaher.
—El próximo año, si vengo, parole d'honneur.
—Y para sellar el trato —dijo Little Chandler—, tomaremos uno más
ahora.
Ignatius Gallaher sacó un gran reloj de oro y lo miró.
—¿Será el último? —dijo—. Porque sabes, tengo una cita.
—Oh, sí, positivamente —dijo Little Chandler.
—Muy bien, entonces —dijo Ignatius Gallaher—, tomemos otro como
un deoc an doruis, eso es buen vernáculo para un pequeño whisky, creo.
Little Chandler ordenó las bebidas. El rubor que había aparecido en su
rostro unos momentos antes se estaba estableciendo. Un detalle lo hacía
sonrojarse en cualquier momento: y ahora se sentía cálido y emocionado.
Tres pequeños whiskies se le habían subido a la cabeza y el fuerte cigarro
de Gallaher había confundido su mente, pues era una persona delicada y
abstemia. La aventura de encontrarse con Gallaher después de ocho años,
de encontrarse con Gallaher en Corless's rodeado de luces y ruido, de escu-
char las historias de Gallaher y de compartir por un breve espacio la vida
vagabunda y triunfante de Gallaher, alteraba el equilibrio de su naturaleza
sensible. Sentía agudamente el contraste entre su propia vida y la de su ami-
go, y le parecía injusto. Gallaher era inferior a él en nacimiento y educa-
ción. Estaba seguro de que podría hacer algo mejor de lo que su amigo ha-
bía hecho, o podría hacer, algo más elevado que el mero periodismo de
mala calidad si solo tuviera la oportunidad. ¿Qué era lo que se interponía en
su camino? ¡Su desafortunada timidez! Quería vindicarse de alguna manera,
afirmar su hombría. Vio tras la negativa de Gallaher a su invitación. Ga-
llaher solo lo estaba condescendiendo con su amistad, así como estaba con-
descendiendo con Irlanda con su visita.
El barman trajo sus bebidas. Little Chandler empujó un vaso hacia su
amigo y tomó el otro con valentía.
—¿Quién sabe? —dijo, mientras levantaban sus vasos—. Cuando vengas
el próximo año, quizás tenga el placer de desearle larga vida y felicidad al
señor y la señora Ignatius Gallaher.
Ignatius Gallaher, en el acto de beber, cerró un ojo expresivamente sobre
el borde de su vaso. Cuando hubo bebido, chasqueó los labios decisivamen-
te, dejó su vaso y dijo:
—No hay miedo de eso, muchacho. Voy a disfrutar primero y ver un
poco de vida y del mundo antes de meterme en el saco, si es que alguna vez
lo hago.
—Algún día lo harás —dijo Little Chandler con calma.
Ignatius Gallaher volvió sus ojos pizarra azul y su corbata naranja com-
pletamente hacia su amigo.
—¿Tú crees? —dijo.
—Meterás la cabeza en el saco —repitió Little Chandler con firmeza—,
como todos los demás si encuentras a la chica.
Había enfatizado ligeramente su tono y era consciente de que se había
delatado; pero, aunque el color se había intensificado en su mejilla, no re-
trocedió ante la mirada de su amigo. Ignatius Gallaher lo observó durante
unos momentos y luego dijo:
—Si alguna vez ocurre, puedes apostar tu último dólar a que no habrá ro-
manticismos y mimos. Pienso casarme con dinero. Tendrá una buena cuenta
bancaria o no me servirá.
Little Chandler sacudió la cabeza.
—¿Por qué, hombre vivo —dijo Ignatius Gallaher, vehementemente—,
sabes qué es? Solo tengo que decir la palabra y mañana puedo tener la mu-
jer y el dinero. ¿No lo crees? Bueno, yo lo sé. Hay cientos, ¿qué digo?, mi-
les de alemanes y judíos ricos, podridos de dinero, que estarían encantados.
. . . Espera un momento, muchacho. Mira si no juego bien mis cartas. Cuan-
do me propongo algo, voy en serio, te lo digo. Solo espera.
Se llevó el vaso a la boca, terminó su bebida y rió a carcajadas. Luego
miró pensativamente frente a él y dijo en un tono más calmado:
—Pero no tengo prisa. Ellos pueden esperar. No me gusta atarme a una
sola mujer, ¿sabes?
Imitó con la boca el acto de saborear y puso una mueca.
—Debe volverse un poco aburrido, creo —dijo.

Little Chandler estaba sentado en la habitación junto al vestíbulo, soste-


niendo a un niño en sus brazos. Para ahorrar dinero, no tenían sirvienta,
pero la hermana joven de Annie, Monica, venía por una hora por la mañana
y una hora por la noche para ayudar. Pero Monica se había ido a casa hacía
mucho tiempo. Eran las nueve menos cuarto. Little Chandler había llegado
tarde para el té y, además, había olvidado traerle a Annie el paquete de café
de Bewley's. Por supuesto, ella estaba de mal humor y le daba respuestas
cortantes. Dijo que se quedaría sin té, pero cuando se acercó la hora en que
la tienda de la esquina cerraba, decidió salir ella misma a comprar un cuarto
de libra de té y dos libras de azúcar. Puso al niño dormido hábilmente en
sus brazos y dijo:
—Toma. No lo despiertes.
Una pequeña lámpara con una pantalla de porcelana blanca estaba sobre
la mesa y su luz caía sobre una fotografía que estaba enmarcada en un mar-
co de cuerno arrugado. Era la fotografía de Annie. Little Chandler la miró,
deteniéndose en los labios finos y apretados. Llevaba la blusa de verano
azul pálido que él le había traído como regalo un sábado. Le había costado
diez chelines y once peniques; ¡pero qué agonía de nerviosismo le había
costado! ¡Cómo había sufrido ese día, esperando en la puerta de la tienda
hasta que la tienda estuviera vacía, parado en el mostrador y tratando de pa-
recer a gusto mientras la chica apilaba blusas de señora frente a él, pagando
en la caja y olvidando recoger el penique suelto de su cambio, siendo llama-
do por la cajera, y finalmente, esforzándose por ocultar su sonrojo mientras
salía de la tienda examinando el paquete para ver si estaba bien atado.
Cuando llevó la blusa a casa, Annie lo besó y dijo que era muy bonita y ele-
gante; pero cuando escuchó el precio, tiró la blusa sobre la mesa y dijo que
era un verdadero timo cobrar diez y once por ella. Al principio quería de-
volverla, pero cuando se la probó, quedó encantada con ella, especialmente
con el diseño de las mangas, y lo besó y dijo que era muy bueno al pensar
en ella.
Hm! . . .
Miró fríamente a los ojos de la fotografía y estos respondieron fríamente.
Ciertamente eran bonitos y el rostro en sí era bonito. Pero encontró algo
mezquino en él. ¿Por qué era tan inconsciente y delicado? La compostura
de los ojos lo irritaba. Lo repelían y lo desafiaban: no había pasión en ellos,
ni éxtasis. Pensó en lo que Gallaher había dicho sobre las ricas judías. Esos
ojos orientales oscuros, pensó, ¡qué llenos de pasión, de anhelo voluptuoso!
. . . ¿Por qué se había casado con los ojos de la fotografía?
Atrapado por la pregunta, miró nerviosamente alrededor de la habitación.
Encontró algo mezquino en los bonitos muebles que había comprado para
su casa a plazos. Annie los había elegido ella misma y le recordaban a ella.
También eran primorosos y bonitos. Un resentimiento sordo contra su vida
despertó dentro de él. ¿No podría escapar de su pequeña casa? ¿Era dema-
siado tarde para intentar vivir valientemente como Gallaher? ¿Podría irse a
Londres? Todavía quedaban los muebles por pagar. Si tan solo pudiera es-
cribir un libro y lograr que se publicara, eso podría abrirle el camino.
Un volumen de poemas de Byron yacía ante él sobre la mesa. Lo abrió
cautelosamente con su mano izquierda para no despertar al niño y comenzó
a leer el primer poema del libro:
"Los vientos callados y la penumbra vespertina,
Ni siquiera un céfiro vaga por el bosque,
Mientras vuelvo a ver la tumba de mi Margarita
Y esparzo flores en el polvo que amo."
Se detuvo. Sintió el ritmo del verso a su alrededor en la habitación. ¡Qué
melancólico era! ¿Podría él también escribir así, expresar la melancolía de
su alma en verso? Había tantas cosas que quería describir: su sensación de
unas horas antes en Grattan Bridge, por ejemplo. Si pudiera volver a ese es-
tado de ánimo...
El niño despertó y comenzó a llorar. Se apartó de la página e intentó cal-
marlo, pero no se calmaba. Comenzó a mecerlo de un lado a otro en sus
brazos, pero su llanto se hizo más agudo. Lo meció más rápido mientras sus
ojos empezaban a leer la segunda estrofa:
"En esta celda estrecha reposa su arcilla,
Esa arcilla donde una vez..."
Era inútil. No podía leer. No podía hacer nada. El llanto del niño le perfo-
raba el tímpano. ¡Era inútil, inútil! Estaba preso de por vida. Sus brazos
temblaban de ira y, de repente, inclinándose hacia el rostro del niño, gritó:
—¡Para!
El niño se detuvo por un instante, tuvo un espasmo de miedo y comenzó
a gritar. Se levantó de su silla y caminó apresuradamente de un lado a otro
de la habitación con el niño en brazos. Empezó a sollozar lastimosamente,
perdiendo el aliento por cuatro o cinco segundos, y luego estallando de nue-
vo. Las delgadas paredes de la habitación amplificaban el sonido. Intentó
calmarlo, pero sollozaba más convulsivamente. Miró el rostro contraído y
tembloroso del niño y empezó a alarmarse. Contó siete sollozos sin pausa
entre ellos y apretó al niño contra su pecho, asustado. ¡Si muriera...!
La puerta se abrió de golpe y una mujer joven entró corriendo, jadeando.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —gritó.
El niño, al oír la voz de su madre, estalló en un paroxismo de sollozos.
—No es nada, Annie... no es nada... Empezó a llorar...
Ella arrojó sus paquetes al suelo y le arrebató al niño de los brazos.
—¿Qué le has hecho? —gritó, mirándolo con odio.
Little Chandler sostuvo por un momento la mirada de sus ojos y su cora-
zón se encogió al encontrarse con el odio en ellos. Comenzó a tartamudear:
—No es nada... Él... él empezó a llorar... No pude... No hice nada...
¿Qué?
Sin prestarle atención, comenzó a caminar de un lado a otro de la habita-
ción, abrazando al niño con fuerza y murmurando:
—¡Mi hombrecito! ¡Mi pequeñín! ¿Te asustaste, amor? ... Ahí está, amor.
... Ahí está... ¡Mi corderito! ¡El pequeño cordero de mamá del mundo!...
Ahí está...
Little Chandler sintió sus mejillas enrojecidas de vergüenza y se apartó
de la luz de la lámpara. Escuchó mientras los sollozos del niño disminuían
poco a poco; y las lágrimas de remordimiento brotaron de sus ojos.
DUPLICADOS

La campana sonó furiosamente y, cuando la señorita Parker fue al tubo,


una voz furiosa gritó con un acento del norte de Irlanda:
—¡Envíen a Farrington aquí!
La señorita Parker volvió a su máquina, diciendo a un hombre que estaba
escribiendo en un escritorio:
—El señor Alleyne lo quiere arriba.
El hombre murmuró "¡Maldición!" por lo bajo y empujó su silla hacia
atrás para levantarse. Cuando se levantó, era alto y de gran corpulencia. Te-
nía un rostro colgante, de color vino oscuro, con cejas y bigote claros: sus
ojos sobresalían ligeramente y el blanco de ellos estaba sucio. Levantó el
mostrador y, pasando junto a los clientes, salió de la oficina con paso
pesado.
Subió pesadamente las escaleras hasta llegar al segundo rellano, donde
una puerta tenía una placa de bronce con la inscripción "Mr. Alleyne". Allí
se detuvo, resoplando de labor y disgusto, y llamó. La voz aguda gritó:
—¡Adelante!
El hombre entró en la habitación del señor Alleyne. Simultáneamente, el
señor Alleyne, un hombre pequeño con gafas de montura dorada en un ros-
tro bien afeitado, levantó la cabeza sobre una pila de documentos. La cabe-
za en sí era tan rosada y sin pelo que parecía un gran huevo reposando sobre
los papeles. El señor Alleyne no perdió un momento:
—¿Farrington? ¿Qué significa esto? ¿Por qué siempre tengo que quejar-
me de usted? ¿Puedo preguntarle por qué no ha hecho una copia del contra-
to entre Bodley y Kirwan? Le dije que debía estar listo para las cuatro en
punto.
—Pero el señor Shelley dijo, señor...
—El señor Shelley dijo, señor... Atienda amablemente a lo que yo digo y
no a lo que dice el señor Shelley, señor. Siempre tiene alguna excusa para
evitar el trabajo. Déjeme decirle que si el contrato no está copiado antes de
esta noche, llevaré el asunto ante el señor Crosbie... ¿Me oye ahora?
—Sí, señor.
—¿Me oye ahora?... Ah, y otra cosita. Es como si estuviera hablando con
la pared. Entienda de una vez por todas que tiene media hora para su al-
muerzo y no una hora y media. ¿Cuántos platos quiere, me gustaría saber?...
¿Me entiende ahora?
—Sí, señor.
El señor Alleyne volvió a inclinar la cabeza sobre su pila de papeles. El
hombre miró fijamente el cráneo pulido que dirigía los asuntos de Crosbie
& Alleyne, evaluando su fragilidad. Un espasmo de rabia le apretó la gar-
ganta por unos momentos y luego pasó, dejando tras de sí una aguda sensa-
ción de sed. El hombre reconoció la sensación y sintió que debía tener una
buena noche de bebidas. Ya había pasado la mitad del mes y, si lograba ter-
minar la copia a tiempo, el señor Alleyne podría darle una orden para el ca-
jero. Permaneció inmóvil, mirando fijamente la cabeza sobre la pila de pa-
peles. De repente, el señor Alleyne comenzó a revolver todos los papeles,
buscando algo. Entonces, como si no hubiera sido consciente de la presen-
cia del hombre hasta ese momento, levantó la cabeza de nuevo, diciendo:
—¿Eh? ¿Va a quedarse ahí todo el día? ¡Vaya con Dios, Farrington, se lo
toma con calma!
—Estaba esperando ver...
—Muy bien, no necesita esperar para ver. Baje y haga su trabajo.
El hombre caminó pesadamente hacia la puerta y, al salir de la habita-
ción, escuchó al señor Alleyne gritarle que si el contrato no estaba copiado
para la noche, el señor Crosbie se enteraría del asunto.
Regresó a su escritorio en la oficina de abajo y contó las hojas que queda-
ban por copiar. Tomó su pluma y la sumergió en la tinta, pero continuó mi-
rando estúpidamente las últimas palabras que había escrito: En ningún caso,
el mencionado Bernard Bodley será... La tarde estaba cayendo y en unos
minutos encenderían el gas: entonces podría escribir. Sentía que debía sa-
ciar la sed en su garganta. Se levantó de su escritorio y, levantando el mos-
trador como antes, salió de la oficina. Al salir, el jefe de despacho lo miró
inquisitivamente.
—Está bien, señor Shelley —dijo el hombre, señalando con el dedo para
indicar el objetivo de su viaje.
El jefe de despacho miró el perchero, pero, al ver la fila completa, no
hizo ningún comentario. Tan pronto como estuvo en el rellano, el hombre
sacó una gorra de cuadros de pastor de su bolsillo, se la puso en la cabeza y
corrió rápidamente por las escaleras tambaleantes. Desde la puerta de la ca-
lle caminó furtivamente por el lado interior del camino hacia la esquina y de
repente se zambulló en un portal. Ahora estaba a salvo en la oscura taberna
de la tienda de O'Neill, y, llenando la pequeña ventana que daba al bar con
su rostro inflamado, del color del vino oscuro o la carne oscura, gritó:
—Aquí, Pat, dame una g.p., como buen amigo.
El ayudante le trajo un vaso de cerveza común. El hombre lo bebió de un
trago y pidió una semilla de alcaravea. Puso su penique en el mostrador y,
dejando al ayudante buscarlo a tientas en la penumbra, salió de la taberna
tan furtivamente como había entrado.
La oscuridad, acompañada de una densa niebla, iba ganando sobre el cre-
púsculo de febrero y las lámparas en la calle Eustace habían sido encendi-
das. El hombre subió por las casas hasta llegar a la puerta de la oficina, pre-
guntándose si podría terminar su copia a tiempo. En las escaleras, un olor
húmedo y penetrante de perfumes saludó su nariz: evidentemente, la señori-
ta Delacour había llegado mientras él estaba en O'Neill's. Volvió a meter su
gorra en el bolsillo y reingresó a la oficina, asumiendo un aire de
distracción.
—El señor Alleyne ha estado llamándolo —dijo severamente el jefe de
despacho—. ¿Dónde estaba?
El hombre miró a los dos clientes que estaban de pie en el mostrador
como para dar a entender que su presencia le impedía responder. Como los
clientes eran ambos hombres, el jefe de despacho se permitió una risa.
—Conozco ese juego —dijo—. Cinco veces en un día es un poco dema-
siado... Bueno, será mejor que se apresure y haga una copia de nuestra co-
rrespondencia en el caso Delacour para el señor Alleyne.
Esta dirección en presencia del público, su carrera escaleras arriba y la
cerveza que había bebido tan apresuradamente confundieron al hombre y,
mientras se sentaba en su escritorio para obtener lo que se requería, se dio
cuenta de lo desesperanzado que era terminar su copia del contrato antes de
las cinco y media. La oscura noche húmeda estaba llegando y anhelaba pa-
sarla en los bares, bebiendo con sus amigos entre el resplandor del gas y el
tintineo de los vasos. Sacó la correspondencia de Delacour y salió de la ofi-
cina. Esperaba que el señor Alleyne no descubriera que las dos últimas car-
tas faltaban.
El perfume húmedo y penetrante se extendía hasta la habitación del señor
Alleyne. La señorita Delacour era una mujer de mediana edad con aparien-
cia judía. Se decía que el señor Alleyne estaba enamorado de ella o de su
dinero. Venía a la oficina a menudo y se quedaba mucho tiempo cuando ve-
nía. Estaba sentada junto a su escritorio ahora, en un aroma de perfumes,
alisando el mango de su paraguas y moviendo la gran pluma negra de su
sombrero. El señor Alleyne había girado su silla para enfrentarla y había
puesto su pie derecho de manera desenfadada sobre su rodilla izquierda. El
hombre puso la correspondencia en el escritorio e hizo una reverencia res-
petuosa, pero ni el señor Alleyne ni la señorita Delacour notaron su reveren-
cia. El señor Alleyne dio golpecitos con un dedo en la correspondencia y
luego la deslizó hacia él como para decir: "Está bien: puedes irte".
El hombre volvió a la oficina de abajo y se sentó nuevamente en su escri-
torio. Miró fijamente la frase incompleta: En ningún caso, el mencionado
Bernard Bodley será... y pensó qué extraño era que las últimas tres palabras
comenzaran con la misma letra. El jefe de despacho comenzó a apresurar a
la señorita Parker, diciéndole que nunca tendría las cartas mecanografiadas
a tiempo para el correo. El hombre escuchó el clic de la máquina durante
unos minutos y luego se puso a trabajar para terminar su copia. Pero su ca-
beza no estaba clara y su mente se alejaba del resplandor y el traqueteo del
bar. Era una noche para ponches calientes. Luchó con su copia, pero cuando
el reloj dio las cinco, aún le quedaban catorce páginas por escribir. ¡Maldi-
ción! No podría terminarlo a tiempo. Anhelaba maldecir en voz alta, gol-
pear con su puño algo violentamente. Estaba tan enfurecido que escribió
Bernard Bernard en lugar de Bernard Bodley y tuvo que empezar de nuevo
en una hoja limpia.
Sentía que podía despejar toda la oficina él solo. Su cuerpo ansiaba hacer
algo, salir y deleitarse en la violencia. Todas las indignidades de su vida lo
enfurecían... ¿Podría pedirle un adelanto al cajero en privado? No, el cajero
no servía, no servía para nada: no le daría un adelanto... Sabía dónde encon-
traría a los chicos: Leonard y O'Halloran y Nosey Flynn. El barómetro de su
naturaleza emocional estaba preparado para una tormenta de alboroto.
Su imaginación lo había abstraído tanto que llamaron su nombre dos ve-
ces antes de que respondiera. El señor Alleyne y la señorita Delacour esta-
ban de pie fuera del mostrador y todos los empleados se habían vuelto anti-
cipando algo. El hombre se levantó de su escritorio. El señor Alleyne co-
menzó una diatriba de insultos, diciendo que faltaban dos cartas. El hombre
respondió que no sabía nada de eso, que había hecho una copia fiel. La dia-
triba continuó: era tan amarga y violenta que el hombre apenas pudo conte-
ner su puño de descender sobre la cabeza del homúnculo frente a él:
—No sé nada de otras dos cartas —dijo estúpidamente.
—Usted... no sabe... nada. Claro que no sabe nada —dijo el señor Alley-
ne—. Dígame —añadió, mirando primero para obtener la aprobación de la
dama a su lado—, ¿me toma por un tonto? ¿Cree que soy un completo
idiota?
El hombre miró del rostro de la dama a la pequeña cabeza en forma de
huevo y de vuelta otra vez; y, casi antes de darse cuenta, su lengua encontró
un momento oportuno:
—No creo, señor —dijo—, que esa sea una pregunta justa para hacerme.
Hubo una pausa en la misma respiración de los empleados. Todos estaban
asombrados (el autor del ingenio no menos que sus vecinos) y la señorita
Delacour, que era una persona corpulenta y amable, comenzó a sonreír am-
pliamente. El señor Alleyne se sonrojó al tono de una rosa silvestre y su
boca se contrajo con una pasión enana. Agitó su puño en la cara del hombre
hasta que pareció vibrar como el botón de alguna máquina eléctrica:
—¡Rufián impertinente! ¡Rufián impertinente! ¡Haré un trabajo corto
contigo! ¡Espera y verás! ¡Me pedirás disculpas por tu impertinencia o deja-
rás la oficina de inmediato! ¡Saldrás de aquí, te lo digo, o me pedirás
disculpas!
******
Estaba parado en una puerta frente a la oficina esperando ver si el cajero
salía solo. Todos los empleados salieron y finalmente el cajero salió con el
jefe de despacho. No tenía sentido intentar decirle una palabra cuando esta-
ba con el jefe de despacho. El hombre sentía que su situación ya era bastan-
te mala. Había tenido que ofrecer una disculpa abyecta al señor Alleyne por
su impertinencia, pero sabía en qué nido de avispas se convertiría la oficina
para él. Recordaba cómo el señor Alleyne había acosado al pequeño Peake
fuera de la oficina para hacer espacio para su propio sobrino. Se sentía sal-
vaje y sediento y vengativo, molesto consigo mismo y con todos los demás.
El señor Alleyne nunca le daría un momento de descanso; su vida sería un
infierno. Esta vez se había hecho el ridículo. ¿No podía mantener la boca
cerrada? Pero nunca se habían llevado bien desde el principio, él y el señor
Alleyne, desde el día en que el señor Alleyne lo había oído imitar su acento
del norte de Irlanda para divertir a Higgins y a la señorita Parker: eso había
sido el comienzo de todo. Podría haber intentado con Higgins por el dinero,
pero seguro que Higgins nunca tenía nada para él mismo. Un hombre con
dos establecimientos que mantener, por supuesto que no podía...
Sentía su gran cuerpo nuevamente ansiando el confort de la taberna. La
niebla había comenzado a enfriarlo y se preguntaba si podría tocar a Pat en
O'Neill's. No podía tocarle más de un chelín, y un chelín no servía de nada.
Sin embargo, debía conseguir dinero de alguna manera: había gastado su
último centavo en la g.p. y pronto sería demasiado tarde para conseguir di-
nero en cualquier lugar. De repente, mientras tocaba su cadena de reloj,
pensó en la casa de empeños de Terry Kelly en Fleet Street. ¡Esa era la solu-
ción! ¿Por qué no había pensado en eso antes?
Pasó rápidamente por el estrecho callejón de Temple Bar, murmurando
para sí mismo que todos podían irse al diablo porque iba a tener una buena
noche. El empleado en la casa de empeños de Terry Kelly dijo: "¡Una coro-
na!" pero el remitente insistió en seis chelines; y al final se le permitió lite-
ralmente los seis chelines. Salió de la casa de empeños alegremente, hacien-
do un pequeño cilindro con las monedas entre su pulgar y sus dedos. En
Westmoreland Street, las aceras estaban llenas de jóvenes y mujeres que re-
gresaban del trabajo y de harapientos muchachos que corrían aquí y allá gri-
tando los nombres de las ediciones vespertinas. El hombre pasó entre la
multitud, mirando el espectáculo en general con orgullosa satisfacción y mi-
rando con autoridad a las chicas de oficina. Su cabeza estaba llena de los
ruidos de los tranvías y los carros y su nariz ya olía los vapores ondulantes
del ponche. Mientras caminaba, premeditaba los términos en que narraría el
incidente a los muchachos:
—Entonces, simplemente lo miré, con calma, ya sabes, y la miré a ella.
Luego lo miré a él otra vez, tomándome mi tiempo, ya sabes. "No creo que
esa sea una pregunta justa para hacerme", le dije.
Nosey Flynn estaba sentado en su rincón habitual de Davy Byrne's y,
cuando escuchó la historia, le invitó a Farrington una media, diciendo que
era lo más inteligente que había escuchado. Farrington invitó a una bebida
en su turno. Después de un rato, entraron O'Halloran y Paddy Leonard y la
historia se repitió para ellos. O'Halloran invitó a unos whiskies de malta ca-
lientes para todos y contó la historia de la réplica que había hecho al jefe de
despacho cuando estaba en Callan's de Fownes's Street; pero, como la répli-
ca fue al estilo de los pastores liberales en las églogas, tuvo que admitir que
no era tan ingeniosa como la réplica de Farrington. Ante esto, Farrington les
dijo a los muchachos que terminaran eso y pidieran otra.
Justo cuando estaban eligiendo sus bebidas, ¿quién debía entrar sino Hig-
gins? Por supuesto, tuvo que unirse a los demás. Los hombres le pidieron
que diera su versión de la historia, y lo hizo con gran vivacidad, ya que la
vista de cinco pequeños whiskies calientes era muy estimulante. Todos se
rieron a carcajadas cuando mostró la manera en que el señor Alleyne agita-
ba su puño en la cara de Farrington. Luego imitó a Farrington, diciendo: "Y
aquí estaba yo, tan tranquilo como puedes imaginar", mientras Farrington
miraba a la compañía con sus ojos pesados y sucios, sonriendo y, a veces,
sacando gotas de licor de su bigote con la ayuda de su labio inferior.
Cuando esa ronda terminó, hubo una pausa. O'Halloran tenía dinero pero
ninguno de los otros dos parecía tener; así que todo el grupo dejó la tienda
con cierto pesar. En la esquina de Duke Street, Higgins y Nosey Flynn se
desviaron a la izquierda mientras los otros tres regresaban hacia la ciudad.
La lluvia caía lentamente en las frías calles y, cuando llegaron a la Oficina
de Balasto, Farrington sugirió la Scotch House. El bar estaba lleno de hom-
bres y ruidoso con el sonido de voces y vasos. Los tres hombres empujaron
a los vendedores de fósforos quejumbrosos en la puerta y formaron un pe-
queño grupo en la esquina del mostrador. Comenzaron a intercambiar histo-
rias. Leonard los presentó a un joven llamado Weathers que actuaba en el
Tivoli como acróbata y artista de knockabout. Farrington invitó a una bebi-
da a todos. Weathers dijo que tomaría un pequeño whisky irlandés y Apolli-
naris. Farrington, que tenía ideas claras sobre lo que era qué, preguntó a los
muchachos si querían un Apollinaris también; pero los muchachos le dije-
ron a Tim que hiciera los suyos calientes. La conversación se volvió teatral.
O'Halloran invitó a una ronda y luego Farrington invitó otra ronda, Weat-
hers protestando que la hospitalidad era demasiado irlandesa. Prometió lle-
varlos detrás del escenario y presentarlos a algunas chicas agradables.
O'Halloran dijo que él y Leonard irían, pero que Farrington no iría porque
era un hombre casado; y los ojos pesados y sucios de Farrington miraron a
la compañía en señal de que entendía que lo estaban molestando. Weathers
hizo que todos tomaran solo una pequeña tintura a su cargo y prometió re-
unirse con ellos más tarde en Mulligan's en Poolbeg Street.
Cuando la Scotch House cerró, fueron a Mulligan's. Entraron en el salón
en la parte de atrás y O'Halloran ordenó pequeños especiales calientes para
todos. Todos comenzaban
a sentirse animados. Farrington estaba a punto de invitar otra ronda cuan-
do Weathers regresó. Para alivio de Farrington, esta vez bebió una cerveza
amarga. Los fondos estaban bajos pero tenían suficiente para seguir adelan-
te. De repente, dos jóvenes con grandes sombreros y un joven con un traje a
cuadros entraron y se sentaron en una mesa cercana. Weathers los saludó y
le dijo a la compañía que venían del Tivoli. Los ojos de Farrington vagaban
a cada momento en la dirección de una de las jóvenes. Había algo llamativo
en su apariencia. Un inmenso pañuelo de muselina azul pavo real estaba en-
rollado alrededor de su sombrero y atado en un gran lazo bajo su barbilla; y
llevaba guantes amarillos brillantes, que llegaban hasta el codo. Farrington
miraba con admiración el brazo regordete que ella movía con frecuencia y
con mucha gracia; y cuando, después de un tiempo, ella respondió a su mi-
rada, admiró aún más sus grandes ojos marrones oscuros. La expresión obli-
cua de sus ojos lo fascinaba. Ella lo miró una o dos veces y, cuando el gru-
po estaba dejando la sala, ella rozó su silla y dijo "¡Oh, perdón!" con acento
londinense. La miró salir de la sala con la esperanza de que ella lo mirara de
nuevo, pero se sintió decepcionado. Maldecía su falta de dinero y maldecía
todas las rondas que había pagado, particularmente todos los whiskies y
Apollinaris que había pagado a Weathers. Si había algo que odiaba, era un
parásito. Estaba tan enojado que perdió el hilo de la conversación de sus
amigos.
Cuando Paddy Leonard lo llamó, descubrió que estaban hablando sobre
hazañas de fuerza. Weathers estaba mostrando su músculo del bíceps a la
compañía y jactándose tanto que los otros dos llamaron a Farrington para
defender el honor nacional. Farrington se remangó en consecuencia y mos-
tró su músculo del bíceps a la compañía. Los dos brazos fueron examinados
y comparados y finalmente se acordó tener una prueba de fuerza. La mesa
fue despejada y los dos hombres apoyaron sus codos en ella, estrechando
manos. Cuando Paddy Leonard dijo "¡Vamos!" cada uno debía intentar ba-
jar la mano del otro sobre la mesa. Farrington se veía muy serio y decidido.
La prueba comenzó. Después de unos treinta segundos, Weathers llevó
lentamente la mano de su oponente hacia la mesa. El rostro oscuro, color
vino, de Farrington se sonrojó aún más con ira y humillación al haber sido
derrotado por un joven.
—No debes poner el peso de tu cuerpo detrás. Juega limpio —dijo.
—¿Quién no está jugando limpio? —dijo el otro.
—Vamos de nuevo. A dos de tres.
La prueba comenzó de nuevo. Las venas se destacaban en la frente de Fa-
rrington y la palidez del cutis de Weathers cambió a peonía. Sus manos y
brazos temblaban bajo el estrés. Después de una larga lucha, Weathers nue-
vamente llevó lentamente la mano de su oponente hacia la mesa. Hubo un
murmullo de aplausos de los espectadores. El cura, que estaba de pie junto a
la mesa, asintió con la cabeza roja hacia el vencedor y dijo con estúpida
familiaridad:
—¡Ah! ¡Ese es el truco!
—¿Qué diablos sabes tú sobre eso? —dijo Farrington ferozmente, vol-
viéndose hacia el hombre—. ¿Por qué metes tu bocaza?
—Sh, sh —dijo O'Halloran, observando la violenta expresión en el rostro
de Farrington—. Vamos, muchachos. Tomemos solo una pequeña más y
luego nos iremos.
Un hombre de rostro muy adusto estaba en la esquina del puente O'Con-
nell esperando el pequeño tranvía de Sandymount para llevarlo a casa. Esta-
ba lleno de ira y deseos de venganza latentes. Se sentía humillado e insatis-
fecho; ni siquiera se sentía borracho; y solo tenía dos peniques en el bolsi-
llo. Maldijo todo. Se había arruinado en la oficina, había empeñado su reloj,
gastado todo su dinero; y ni siquiera se había emborrachado. Empezaba a
sentir sed de nuevo y anhelaba volver a estar en el caluroso y apestoso bar.
Había perdido su reputación como hombre fuerte, habiendo sido derrotado
dos veces por un simple muchacho. Su corazón se hinchó de furia y, cuando
pensó en la mujer del gran sombrero que se había rozado con él y había di-
cho "¡Perdón!", su furia casi lo ahogó.
Su tranvía lo dejó en Shelbourne Road y dirigió su gran cuerpo a lo largo
de la sombra del muro de los cuarteles. Detestaba regresar a su hogar. Cuan-
do entró por la puerta lateral, encontró la cocina vacía y el fuego de la coci-
na casi apagado. Gritó escaleras arriba:
—¡Ada! ¡Ada!
Su esposa era una mujer pequeña de rostro agudo que lo intimidaba cuan-
do estaba sobrio y era intimidada por él cuando estaba borracho. Tenían cin-
co hijos. Un niño pequeño bajó corriendo las escaleras.
—¿Quién es? —dijo el hombre, mirando a través de la oscuridad.
—Yo, papá.
—¿Quién eres tú? ¿Charlie?
—No, papá. Tom.
—¿Dónde está tu madre?
—Está en la capilla.
—Está bien... ¿Pensó en dejarme alguna cena?
—Sí, papá. Yo...
—Enciende la lámpara. ¿Qué significa tener el lugar en oscuridad? ¿Es-
tán los otros niños en la cama?
El hombre se sentó pesadamente en una de las sillas mientras el niño pe-
queño encendía la lámpara. Empezó a imitar el acento plano de su hijo, di-
ciendo para sí mismo: "En la capilla. En la capilla, si te parece bien". Cuan-
do la lámpara estuvo encendida, golpeó su puño sobre la mesa y gritó:
—¿Qué hay para cenar?
—Voy... a cocinarlo, papá —dijo el niño pequeño.
El hombre saltó furioso y señaló el fuego.
—¡En ese fuego! ¡Dejaste que el fuego se apagara! ¡Por Dios, te enseñaré
a hacer eso otra vez!
Dio un paso hacia la puerta y agarró el bastón que estaba detrás de ella.
—¡Te enseñaré a dejar que el fuego se apague! —dijo, remangándose
para darle libertad de movimiento a su brazo.
El niño pequeño gritó "¡Oh, papá!" y corrió gimiendo alrededor de la
mesa, pero el hombre lo siguió y lo agarró por el abrigo. El niño miró a su
alrededor desesperadamente, pero al ver que no había escapatoria, se cayó
de rodillas.
—¡Ahora, dejarás que el fuego se apague la próxima vez! —dijo el hom-
bre, golpeándolo vigorosamente con el bastón—. ¡Toma eso, pequeño
miserable!
El niño soltó un chillido de dolor cuando el bastón cortó su muslo. Juntó
sus manos en el aire y su voz tembló de miedo.
—¡Oh, papá! —gritó—. ¡No me pegues, papá! Y yo... rezaré un Ave Ma-
ría por ti... rezaré un Ave María por ti, papá, si no me pegas... rezaré un Ave
María...
POLVO Y CENIZA

La matrona le había dado permiso para salir tan pronto como terminara el
té de las mujeres, y Maria esperaba con ansias su salida nocturna. La cocina
estaba impecable: la cocinera decía que podías verte reflejado en las gran-
des calderas de cobre. El fuego estaba agradable y brillante, y en una de las
mesas laterales había cuatro enormes barmbracks. Estos barmbracks pare-
cían sin cortar; pero si te acercabas, verías que habían sido cortados en lar-
gas y gruesas rebanadas uniformes y estaban listos para ser repartidos en el
té. Maria los había cortado ella misma.
Maria era una persona muy, muy pequeña, pero tenía una nariz muy larga
y una barbilla muy larga. Hablaba un poco por la nariz, siempre de manera
tranquilizadora: "Sí, querida," y "No, querida." Siempre la llamaban cuando
las mujeres se peleaban por sus cubetas y siempre lograba hacer la paz. Un
día la matrona le había dicho:
—¡Maria, eres una verdadera pacificadora!
Y la submatrona y dos de las damas de la Junta habían oído el cumplido.
Y Ginger Mooney siempre decía lo que no haría al tonto encargado de los
hierros si no fuera por Maria. Todos querían mucho a Maria.
Las mujeres tomarían su té a las seis en punto y ella podría salir antes de
las siete. De Ballsbridge a la Pilar, veinte minutos; de la Pilar a Drumcon-
dra, veinte minutos; y veinte minutos para comprar las cosas. Estaría allí
antes de las ocho. Sacó su monedero con los broches de plata y leyó nueva-
mente las palabras Un regalo de Belfast. Le tenía mucho cariño a ese mone-
dero porque Joe se lo había traído cinco años antes cuando él y Alphy ha-
bían ido a Belfast en una excursión de Whit-Monday. En el monedero había
dos medias coronas y algunas monedas de cobre. Tendría cinco chelines li-
bres después de pagar el pasaje del tranvía. ¡Qué noche tan agradable ten-
drían, todos los niños cantando! Solo esperaba que Joe no llegara borracho.
Era tan diferente cuando bebía.
A menudo él había querido que fuera a vivir con ellos; pero ella se senti-
ría estorbando (aunque la esposa de Joe era muy amable con ella) y se había
acostumbrado a la vida de la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo
había cuidado a él y a Alphy también; y Joe solía decir a menudo:
—Mamá es mamá, pero Maria es mi verdadera madre.
Después de la ruptura en casa, los chicos le habían conseguido ese puesto
en la lavandería Dublin by Lamplight, y a ella le gustaba. Solía tener una
mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy
agradable, un poco tranquila y seria, pero aún así gente muy agradable con
la que vivir. Además, tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cui-
darlas. Tenía helechos y plantas de cera preciosas y, siempre que alguien la
visitaba, le daba al visitante uno o dos esquejes de su invernadero. Había
una cosa que no le gustaba y eran los folletos en los paseos; pero la matrona
era una persona tan agradable para tratar, tan gentil.
Cuando la cocinera le dijo que todo estaba listo, fue a la sala de las muje-
res y comenzó a tocar la gran campana. En unos minutos, las mujeres co-
menzaron a entrar de dos en dos y de tres en tres, secándose las manos
humeantes en sus enaguas y bajando las mangas de sus blusas sobre sus
brazos rojos y humeantes. Se acomodaron frente a sus enormes tazas, que la
cocinera y el tonto llenaron con té caliente, ya mezclado con leche y azúcar
en enormes latas de estaño. Maria supervisó la distribución del barmbrack y
se aseguró de que cada mujer recibiera sus cuatro rebanadas. Hubo muchas
risas y bromas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que Maria seguro se
llevaría el anillo y, aunque Fleming había dicho eso durante muchos Hallow
Eves, Maria tuvo que reír y decir que no quería ni anillo ni hombre; y cuan-
do reía, sus ojos verde grisáceo brillaban con timidez decepcionada y la
punta de su nariz casi se encontraba con la punta de su barbilla. Entonces
Ginger Mooney levantó su taza de té y propuso un brindis por la salud de
Maria mientras todas las demás mujeres hacían sonar sus tazas en la mesa,
y dijo que lamentaba no tener un sorbo de cerveza para beberlo. Y Maria
volvió a reír hasta que la punta de su nariz casi se encontró con la punta de
su barbilla y hasta que su diminuto cuerpo casi se desintegró porque sabía
que Mooney tenía buenas intenciones aunque, por supuesto, tenía las nocio-
nes de una mujer común.
Pero, ¿no estaba Maria contenta cuando las mujeres terminaron su té y la
cocinera y el tonto comenzaron a recoger los utensilios del té? Fue a su pe-
queño dormitorio y, recordando que a la mañana siguiente era una mañana
de misa, cambió la hora de la alarma de las siete a las seis. Luego se quitó
su falda de trabajo y sus botas de casa y extendió su mejor falda en la cama
y sus diminutas botas de vestir junto al pie de la cama. También se cambió
la blusa y, mientras estaba frente al espejo, pensó en cómo solía vestirse
para la misa del domingo por la mañana cuando era una niña; y miró con
curioso afecto al diminuto cuerpo que había adornado tantas veces. A pesar
de sus años, lo encontraba un cuerpo lindo y ordenado.
Cuando salió, las calles brillaban con la lluvia y estaba contenta de llevar
su viejo impermeable marrón. El tranvía estaba lleno y tuvo que sentarse en
el pequeño taburete al final del coche, frente a toda la gente, con los dedos
apenas tocando el suelo. Arregló en su mente todo lo que iba a hacer y pen-
só lo mucho mejor que era ser independiente y tener su propio dinero en el
bolsillo. Esperaba que tuvieran una noche agradable. Estaba segura de que
la tendrían, pero no podía dejar de pensar en qué lástima que Alphy y Joe
no se hablaran. Siempre estaban peleando ahora, pero cuando eran niños
solían ser los mejores amigos: pero así es la vida.
Bajó del tranvía en la Pilar y se abrió camino rápidamente entre la multi-
tud. Entró en la pastelería Downes, pero la tienda estaba tan llena de gente
que pasó mucho tiempo antes de que la atendieran. Compró una docena de
pasteles surtidos de un penique y, por fin, salió de la tienda cargada con una
gran bolsa. Luego pensó en qué más comprar: quería comprar algo realmen-
te bueno. Seguro que tendrían muchas manzanas y nueces. Era difícil saber
qué comprar y lo único en lo que podía pensar era en pastel. Decidió com-
prar un pastel de ciruelas, pero el pastel de ciruelas de Downes no tenía su-
ficiente glaseado de almendra en la parte superior, así que fue a una tienda
en Henry Street. Aquí tardó mucho en decidirse y la joven elegante detrás
del mostrador, que evidentemente estaba un poco molesta con ella, le pre-
guntó si quería comprar un pastel de bodas. Eso hizo que Maria se sonrojara
y sonriera a la joven; pero la joven se lo tomó muy en serio y finalmente
cortó una gruesa rebanada de pastel de ciruelas, la envolvió y dijo:
—Dos y cuatro, por favor.
Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque nin-
guno de los jóvenes parecía notarla, pero un caballero mayor le hizo un lu-
gar. Era un caballero corpulento y llevaba un sombrero duro marrón; tenía
un rostro cuadrado y rojo y un bigote grisáceo. Maria pensó que parecía un
coronel y reflexionó sobre lo mucho más educado que era que los jóvenes
que simplemente miraban hacia adelante. El caballero comenzó a charlar
con ella sobre la Noche de Hallow y el clima lluvioso. Supuso que la bolsa
estaba llena de cosas buenas para los pequeños y dijo que era justo que los
jóvenes se divirtieran mientras eran jóvenes. Maria estuvo de acuerdo con
él y le hizo asentir con la cabeza y murmullos discretos. Él fue muy amable
con ella, y cuando ella bajó en el Canal Bridge, le dio las gracias e hizo una
reverencia, y él le devolvió la reverencia y se quitó el sombrero y sonrió
amablemente; y mientras ella subía por la terraza, inclinando su pequeña
cabeza bajo la lluvia, pensó en lo fácil que era reconocer a un caballero in-
cluso cuando había tomado una copa.
Todos dijeron: "¡Oh, aquí está Maria!" cuando llegó a la casa de Joe. Joe
estaba allí, habiendo llegado a casa del trabajo, y todos los niños llevaban
sus vestidos de domingo. Había dos chicas grandes de la casa de al lado y
estaban jugando. Maria le dio la bolsa de pasteles al niño mayor, Alphy,
para que los repartiera y la señora Donnelly dijo que era demasiado bueno
de su parte traer una bolsa tan grande de pasteles y hizo que todos los niños
dijeran:
—Gracias, Maria.
Pero Maria dijo que había traído algo especial para papá y mamá, algo
que seguramente les gustaría, y comenzó a buscar su pastel de ciruelas.
Buscó en la bolsa de Downes y luego en los bolsillos de su impermeable y
luego en
el perchero del vestíbulo, pero en ninguna parte pudo encontrarlo. Luego
preguntó a todos los niños si alguno de ellos se lo había comido, por error,
por supuesto, pero todos los niños dijeron que no y parecían no querer co-
mer pasteles si iban a ser acusados de robar. Todos tenían una solución para
el misterio y la señora Donnelly dijo que era evidente que Maria lo había
dejado en el tranvía. Maria, recordando lo confundida que la había dejado el
caballero con el bigote grisáceo, se sonrojó de vergüenza, molestia y decep-
ción. Ante el pensamiento del fracaso de su pequeña sorpresa y de los dos
chelines y cuatro peniques que había tirado a la basura, casi se echó a llorar.
Pero Joe dijo que no importaba y la hizo sentarse junto al fuego. Fue muy
amable con ella. Le contó todo lo que sucedía en su oficina, repitiéndole
una respuesta ingeniosa que le había dado al gerente. Maria no entendía por
qué Joe se reía tanto con la respuesta que había dado, pero dijo que el ge-
rente debía ser una persona muy autoritaria para tratar. Joe dijo que no era
tan malo cuando sabías cómo tratarlo, que era un tipo decente siempre y
cuando no lo tomaras por el lado equivocado. La señora Donnelly tocó el
piano para los niños y ellos bailaron y cantaron. Luego las dos chicas de al
lado repartieron las nueces. Nadie pudo encontrar los cascanueces y Joe
casi se enojó por eso y preguntó cómo esperaban que Maria rompiera las
nueces sin un cascanueces. Pero Maria dijo que no le gustaban las nueces y
que no debían preocuparse por ella. Entonces Joe preguntó si ella tomaría
una botella de cerveza negra y la señora Donnelly dijo que también había
vino de Oporto en la casa si ella prefería eso. Maria dijo que preferiría que
no le ofrecieran nada, pero Joe insistió.
Así que Maria dejó que él se saliera con la suya y se sentaron junto al
fuego hablando de los viejos tiempos y Maria pensó que sería una buena
oportunidad para hablar bien de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminara
si alguna vez volvía a hablar con su hermano y Maria dijo que lamentaba
haber mencionado el asunto. La señora Donnelly le dijo a su esposo que era
una gran vergüenza que hablara así de su propia carne y sangre, pero Joe
dijo que Alphy no era su hermano y casi se armó una pelea por eso. Pero
Joe dijo que no perdería la paciencia por la noche que era y pidió a su espo-
sa que abriera más cerveza negra. Las dos chicas de al lado habían prepara-
do algunos juegos de Noche de Hallow y pronto todo fue alegría de nuevo.
Maria estaba encantada de ver a los niños tan alegres y a Joe y su esposa de
tan buen humor. Las chicas de al lado pusieron algunos platillos sobre la
mesa y luego llevaron a los niños a la mesa con los ojos vendados. Uno ob-
tuvo el libro de oraciones y los otros tres obtuvieron el agua; y cuando una
de las chicas de al lado consiguió el anillo, la señora Donnelly le hizo una
seña con el dedo a la chica sonrojada como diciendo: ¡Oh, ya sé todo al res-
pecto! Luego insistieron en vendar los ojos de Maria y llevarla a la mesa
para ver qué obtendría; y, mientras le ponían la venda, Maria reía y reía has-
ta que la punta de su nariz casi se encontraba con la punta de su barbilla.
La llevaron a la mesa entre risas y bromas y ella extendió la mano en el
aire como le habían indicado. Movió la mano de un lado a otro en el aire y
descendió sobre uno de los platillos. Sintió una sustancia suave y húmeda
con los dedos y se sorprendió de que nadie hablara o le quitara la venda.
Hubo una pausa de unos segundos; y luego un gran alboroto y susurros. Al-
guien dijo algo sobre el jardín y, finalmente, la señora Donnelly le dijo algo
muy enojada a una de las chicas de al lado y le ordenó que lo tirara de in-
mediato: eso no era un juego. Maria entendió que estaba mal esa vez y así
que tuvo que hacerlo de nuevo: y esta vez consiguió el libro de oraciones.
Después de eso, la señora Donnelly tocó el Reel de Miss McCloud para
los niños y Joe hizo que Maria tomara una copa de vino. Pronto volvieron a
estar todos muy alegres y la señora Donnelly dijo que Maria entraría en un
convento antes de que terminara el año porque había conseguido el libro de
oraciones. Maria nunca había visto a Joe tan amable con ella como esa no-
che, tan lleno de charla agradable y recuerdos. Ella dijo que todos eran muy
buenos con ella.
Finalmente, los niños se cansaron y comenzaron a tener sueño y Joe le
pidió a Maria que no cantara alguna canción antes de irse, una de las viejas
canciones. La señora Donnelly dijo: "¡Por favor, Maria!" y entonces Maria
tuvo que levantarse y pararse junto al piano. La señora Donnelly pidió a los
niños que se callaran y escucharan la canción de Maria. Luego tocó el pre-
ludio y dijo: "¡Ahora, Maria!" y Maria, muy sonrojada, comenzó a cantar
con una voz diminuta y temblorosa. Cantó "I Dreamt that I Dwelt" y cuando
llegó al segundo verso, cantó nuevamente:
“Yo soñé que habitaba en salas de mármol
con vasallos y siervos a mi lado
y de todos los que se reunían dentro de esas paredes
yo era la esperanza y el orgullo.
Tenía riquezas demasiado grandes para contar, podía jactarme
de un nombre ancestral de gran altura,
pero también soñé, lo que más me complacía,
que tú me amabas igual que siempre."
Pero nadie trató de mostrarle su error; y cuando terminó su canción, Joe
estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempo como el de antaño y que
no había música para él como la del pobre viejo Balfe, sin importar lo que
dijeran otras personas; y sus ojos se llenaron tanto de lágrimas que no pudo
encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que
le dijera dónde estaba el sacacorchos.
UN TRISTE CASO

El Sr. James Duffy vivía en Chapelizod porque deseaba vivir lo más lejos
posible de la ciudad de la que era ciudadano y porque encontraba todos los
demás suburbios de Dublín mezquinos, modernos y pretenciosos. Vivía en
una casa vieja y sombría y desde sus ventanas podía ver la destilería en
desuso o el río poco profundo sobre el cual se construyó Dublín. Las altas
paredes de su habitación sin alfombrar estaban libres de cuadros. Él mismo
había comprado todos los artículos de mobiliario de la habitación: una cama
de hierro negro, un lavamanos de hierro, cuatro sillas de mimbre, un per-
chero, un cubo de carbón, una chimenea con rejilla y una mesa cuadrada
sobre la cual había un escritorio doble. Se había hecho una librería en un
hueco con estantes de madera blanca. La cama estaba cubierta con ropa de
cama blanca y una alfombra negra y escarlata cubría el pie. Un pequeño es-
pejo de mano colgaba sobre el lavamanos y durante el día una lámpara de
pantalla blanca era el único adorno de la repisa de la chimenea. Los libros
en los estantes de madera blanca estaban ordenados de abajo hacia arriba
según su tamaño. Un completo Wordsworth estaba en un extremo del estan-
te más bajo y una copia del Catecismo de Maynooth, cosida en la cubierta
de tela de un cuaderno, estaba en un extremo del estante superior. Siempre
había materiales de escritura en el escritorio. En el escritorio había una tra-
ducción manuscrita de Michael Kramer de Hauptmann, cuyas direcciones
escénicas estaban escritas en tinta púrpura, y un pequeño manojo de papeles
sujetos por un alfiler de latón. En estas hojas se inscribía una frase de vez en
cuando y, en un momento irónico, el titular de un anuncio de Bile Beans ha-
bía sido pegado en la primera hoja. Al levantar la tapa del escritorio escapa-
ba una leve fragancia, la fragancia de lápices de cedro nuevos o de una bo-
tella de goma o de una manzana demasiado madura que podría haber sido
dejada allí y olvidada.
El Sr. Duffy aborrecía todo lo que denotara desorden físico o mental. Un
médico medieval lo habría llamado saturnino. Su rostro, que contaba la his-
toria completa de sus años, tenía el tinte marrón de las calles de Dublín. En
su cabeza larga y algo grande crecía pelo negro seco y un bigote leonado no
cubría del todo una boca poco amable. Sus pómulos también daban a su
rostro un carácter duro; pero no había dureza en sus ojos que, mirando al
mundo desde debajo de sus cejas leonado, daban la impresión de un hombre
siempre alerta para recibir un instinto redentor en los demás, pero a menudo
decepcionado. Vivía a una pequeña distancia de su cuerpo, observando sus
propios actos con miradas laterales dudosas. Tenía un hábito autobiográfico
extraño que lo llevaba a componer en su mente de vez en cuando una frase
corta sobre sí mismo que contenía un sujeto en tercera persona y un predi-
cado en tiempo pasado. Nunca daba limosna a los mendigos y caminaba fir-
memente, llevando un bastón de avellano.
Había sido durante muchos años cajero de un banco privado en Baggot
Street. Todas las mañanas venía desde Chapelizod en tranvía. Al mediodía
iba a Dan Burke's y almorzaba una botella de cerveza lager y una pequeña
bandeja de galletas de arrurruz. A las cuatro en punto era liberado. Cenaba
en un comedor en George's Street donde se sentía a salvo de la sociedad de
la juventud dorada de Dublín y donde había una cierta honestidad sencilla
en el menú. Sus noches las pasaba ya sea frente al piano de su casera o
deambulando por los alrededores de la ciudad. Su gusto por la música de
Mozart lo llevaba a veces a una ópera o un concierto: estas eran las únicas
disipaciones de su vida.
No tenía ni compañeros ni amigos, ni iglesia ni credo. Vivía su vida espi-
ritual sin ninguna comunión con otros, visitando a sus familiares en Navi-
dad y llevándolos al cementerio cuando morían. Cumplía estos dos deberes
sociales por el bien de la dignidad antigua, pero no concedía nada más a las
convenciones que regulan la vida cívica. Se permitía pensar que en ciertas
circunstancias robaría su banco, pero, como estas circunstancias nunca se
presentaban, su vida se desarrollaba uniformemente: un relato sin aventuras.
Una noche se encontró sentado junto a dos damas en la Rotonda. La casa,
escasamente poblada y silenciosa, daba una profecía inquietante de fracaso.
La dama que estaba a su lado miró una o dos veces la casa desierta y luego
dijo:
"¡Qué lástima que haya tan poca gente esta noche! Es muy duro para la
gente tener que cantar para bancos vacíos."
Tomó el comentario como una invitación a hablar. Se sorprendió de que
ella pareciera tan poco incómoda. Mientras hablaban, intentó fijarla perma-
nentemente en su memoria. Cuando supo que la joven que estaba a su lado
era su hija, la juzgó uno o dos años menor que él. Su rostro, que debía haber
sido hermoso, había mantenido su inteligencia. Era un rostro ovalado con
rasgos fuertemente marcados. Los ojos eran muy azul oscuro y firmes. Su
mirada comenzaba con una nota desafiante pero se confundía con lo que pa-
recía un desmayo deliberado de la pupila en el iris, revelando por un instan-
te un temperamento de gran sensibilidad. La pupila se reassertaba rápida-
mente, esta naturaleza semidescubierta volvía a caer bajo el dominio de la
prudencia, y su chaqueta de astracán, moldeando un busto de cierta pleni-
tud, marcaba la nota de desafío más definitivamente.
La encontró de nuevo unas semanas después en un concierto en Earlsfort
Terrace y aprovechó los momentos en que la atención de su hija estaba dis-
traída para volverse íntimo. Ella aludió una o dos veces a su marido, pero su
tono no era tal como para hacer de la alusión una advertencia. Su nombre
era Sra. Sinico. El tatarabuelo de su marido había venido de Livorno. Su
marido era capitán de un barco mercante que navegaba entre Dublín y Ho-
landa; y tenían una hija.
Al encontrarse una tercera vez por casualidad, encontró el valor para ha-
cer una cita. Ella vino. Esta fue la primera de muchas reuniones; siempre se
encontraban por la noche y elegían los lugares más tranquilos para sus pa-
seos juntos. Sin embargo, al Sr. Duffy no le gustaban las maneras clandesti-
nas y, al descubrir que se veían obligados a encontrarse a escondidas, la
obligó a invitarlo a su casa. El capitán Sinico alentó sus visitas, pensando
que la mano de su hija estaba en cuestión. Había descartado tan sinceramen-
te a su esposa de su galería de placeres que no sospechaba que alguien más
se interesaría por ella. Como el esposo estaba a menudo fuera y la hija dan-
do clases de música, el Sr. Duffy tenía muchas oportunidades de disfrutar de
la compañía de la señora. Ni él ni ella habían tenido alguna aventura similar
antes y ninguno era consciente de alguna incongruencia. Poco a poco, entre-
lazó sus pensamientos con los de ella. Le prestó libros, le proporcionó
ideas, compartió su vida intelectual con ella. Ella escuchaba todo.
A veces, a cambio de sus teorías, ella le daba algún dato de su propia
vida. Con casi maternal solicitud, lo instaba a dejar que su naturaleza se
abriera por completo: se convirtió en su confesora. Le contó que durante
algún tiempo había asistido a las reuniones de un Partido Socialista Irlandés
donde se había sentido una figura única entre una veintena de trabajadores
sobrios en una buhardilla iluminada por una lámpara de aceite ineficiente.
Cuando el partido se dividió en tres secciones, cada una bajo su propio líder
y en su propia buhardilla, dejó de asistir. Las discusiones de los trabajado-
res, dijo, eran demasiado tímidas; el interés que mostraban en la cuestión de
los salarios era desmesurado. Sentía que eran realistas de rasgos duros y que
resentían una exactitud que era producto de un ocio fuera de su alcance.
Ninguna revolución social, le dijo, sería probable que golpeara a Dublín du-
rante algunos siglos.
Ella le preguntó por qué no escribía sus pensamientos. ¿Para qué?, le pre-
guntó con desdén cuidado. ¿Para competir con charlatanes incapaces de
pensar de manera consecutiva durante sesenta segundos? ¿Para someterse a
las críticas de una clase media obtusa que confiaba su moralidad a los poli-
cías y sus bellas artes a los empresarios?
Iba a menudo a su pequeño cottage fuera de Dublín; muchas veces pasa-
ban las noches solos. Poco a poco, a medida que sus pensamientos se entre-
lazaban, hablaban de temas menos remotos. Su compañía era como un suelo
cálido alrededor de un exótico. Muchas veces dejaba que la oscuridad caye-
ra sobre ellos, absteniéndose de encender la lámpara. La habitación oscura y
discreta, su aislamiento, la música que aún vibraba en sus oídos los unían.
Esta unión lo exaltaba, desgastaba los bordes ásperos de su carácter, emo-
cionalizaba su vida mental. A veces se sorprendía escuchando el sonido de
su propia voz. Pensaba que en los ojos de ella ascendería a una estatura an-
gelical; y, a medida que vinculaba más y más la ferviente naturaleza de su
compañera con la suya, escuchaba la extraña voz impersonal que reconocía
como su propia voz, insistiendo en la incurable soledad del alma. No pode-
mos entregarnos, decía: somos nuestros. El final de estos discursos fue que
una noche, durante la cual ella había mostrado todos los signos de una emo-
ción inusual, la Sra. Sinico tomó apasionadamente su mano y la presionó
contra su mejilla.
El Sr. Duffy se sorprendió mucho. Su interpretación de sus palabras lo
desilusionó. No la visitó durante una semana; luego le escribió pidiéndole
que se encontraran. Como no deseaba que su última entrevista estuviera in-
fluenciada por su confesionario arruinado, se encontraron en una pequeña
pastelería cerca del Parkgate. Hacía frío otoñal, pero a pesar del frío deam-
bularon por las carreteras del parque durante casi tres horas. Acordaron
romper su relación: todo vínculo, dijo, es un vínculo con el dolor. Cuando
salieron del parque caminaron en silencio hacia el tranvía; pero aquí ella
comenzó a temblar tan violentamente que, temiendo otro colapso de su par-
te, se despidió rápidamente y la dejó. Unos días después, recibió un paquete
con sus libros y música.
Pasaron cuatro años. El Sr. Duffy volvió a su forma de vida uniforme. Su
habitación aún daba testimonio del orden de su mente. Algunas piezas nue-
vas de música abarrotaban el atril en la habitación de abajo y en sus estantes
estaban dos volúmenes de Nietzsche: Así habló Zaratustra y La gaya cien-
cia. Escribía rara vez en el manojo de papeles que yacía en su escritorio.
Una de sus frases, escrita dos meses después de su última entrevista con la
Sra. Sinico, decía: El amor entre hombre y hombre es imposible porque no
debe haber relaciones sexuales y la amistad entre hombre y mujer es impo-
sible porque debe haber relaciones sexuales. Se mantenía alejado de los
conciertos para no encontrarse con ella. Su padre murió; el socio menor del
banco se retiró. Y aún cada mañana iba a la ciudad en tranvía y cada noche
caminaba a casa desde la ciudad después de haber cenado moderadamente
en George's Street y leído el periódico vespertino de postre.
Una noche, mientras estaba a punto de llevarse un bocado de carne en
conserva y col a la boca, su mano se detuvo. Sus ojos se fijaron en un párra-
fo del periódico vespertino que había apoyado contra la jarra de agua. Vol-
vió a colocar el bocado de comida en su plato y leyó el párrafo atentamente.
Luego bebió un vaso de agua, apartó su plato, dobló el periódico ante él en-
tre sus codos y leyó el párrafo una y otra vez. La col comenzó a depositar
una grasa blanca y fría en su plato. La chica se acercó a él para preguntarle
si su cena no estaba bien cocida. Dijo que estaba muy buena y comió unos
bocados con dificultad. Luego pagó su cuenta y salió.
Caminó rápidamente por el crepúsculo de noviembre, su bastón de ave-
llano golpeando el suelo regularmente, el borde del bufanda Mail asomando
de un bolsillo lateral de su abrigo ceñido. En el camino solitario que condu-
ce desde Parkgate a Chapelizod, redujo su paso. Su bastón golpeaba el sue-
lo con menos énfasis y su respiración, saliendo irregularmente, casi con un
sonido de suspiro, se condensaba en el aire invernal. Cuando llegó a su
casa, subió inmediatamente a su dormitorio y, sacando el periódico del bol-
sillo, leyó el párrafo nuevamente a la luz menguante de la ventana. No lo
leyó en voz alta, sino moviendo los labios como un sacerdote lo hace cuan-
do lee las oraciones Secreto. Este era el párrafo:
MUERTE DE UNA DAMA EN SYDNEY PARADE
Un triste caso
Hoy, en el Hospital de la Ciudad de Dublín, el subcoronel (en ausencia
del Sr. Leverett) realizó una investigación sobre el cuerpo de la Sra. Emily
Sinico, de cuarenta y tres años, quien murió ayer por la noche en la estación
de Sydney Parade. La evidencia mostró que la dama fallecida, al intentar
cruzar las vías, fue golpeada por la locomotora del tren lento de las diez en
punto desde Kingstown, sufriendo así lesiones en la cabeza y el costado de-
recho que llevaron a su muerte.
James Lennon, conductor de la locomotora, declaró que había estado en
el empleo de la compañía ferroviaria durante quince años. Al escuchar el
silbato del guardia, puso el tren en marcha y, uno o dos segundos después,
lo detuvo en respuesta a gritos fuertes. El tren iba despacio.
P. Dunne, mozo de estación, declaró que cuando el tren estaba a punto de
arrancar, vio a una mujer intentando cruzar las vías. Corrió hacia ella y gri-
tó, pero, antes de que pudiera alcanzarla, fue golpeada por el parachoques
de la locomotora y cayó al suelo.
Un jurado. "¿Vio a la dama caer?"
Testigo. "Sí."
El sargento de policía Croly declaró que cuando llegó encontró a la falle-
cida tendida en el andén aparentemente muerta. Hizo que el cuerpo fuera
llevado a la sala de espera en espera de la llegada de la ambulancia.
El agente 57E corroboró.
El Dr. Halpin, asistente de cirugía del Hospital de la Ciudad de Dublín,
declaró que la fallecida tenía dos costillas inferiores fracturadas y había su-
frido severas contusiones en el hombro derecho. El lado derecho de la cabe-
za había sido lesionado en la caída. Las lesiones no eran suficientes para ha-
ber causado la muerte en una persona normal. En su opinión, la muerte se
debió probablemente a un shock y un fallo repentino de la acción del
corazón.
El Sr. H. B. Patterson Finlay, en nombre de la compañía ferroviaria, ex-
presó su profundo pesar por el accidente. La compañía siempre había toma-
do todas las precauciones para evitar que las personas cruzaran las vías ex-
cepto por los puentes, tanto colocando avisos en cada estación como usando
puertas de resorte patentadas en los pasos a nivel. La fallecida tenía la cos-
tumbre de cruzar las vías tarde en la noche de plataforma a plataforma y, en
vista de ciertas otras circunstancias del caso, no creía que los funcionarios
ferroviarios fueran culpables.
El capitán Sinico, de Leoville, Sydney Parade, esposo de la fallecida,
también dio testimonio. Declaró que la fallecida era su esposa. No estaba en
Dublín en el momento del accidente, ya que había llegado esa mañana de
Rotterdam. Habían estado casados durante veintidós años y habían vivido
felices hasta hace unos dos años cuando su esposa comenzó a ser bastante
intemperante en sus hábitos.
La Srta. Mary Sinico dijo que últimamente su madre tenía la costumbre
de salir de noche a comprar alcohol. Ella, la testigo, había intentado muchas
veces razonar con su madre y la había inducido a unirse a una liga. No esta-
ba en casa hasta una hora después del accidente.
El jurado emitió un veredicto de acuerdo con la evidencia médica y exo-
neró a Lennon de toda culpa.
El subcoronel dijo que era un caso muy doloroso y expresó gran simpatía
con el capitán Sinico y su hija. Instó a la compañía ferroviaria a tomar me-
didas contundentes para evitar la posibilidad de accidentes similares en el
futuro. No se culpaba a nadie.
El Sr. Duffy levantó los ojos del periódico y miró por la ventana el paisa-
je triste de la tarde. El río yacía tranquilo junto a la destilería vacía y de vez
en cuando aparecía una luz en alguna casa en la carretera de Lucan. ¡Qué
final! Toda la narrativa de su muerte lo revolvía y le revolvía pensar que al-
guna vez había hablado con ella de lo que consideraba sagrado. Las frases
trilladas, las expresiones inanes de simpatía, las palabras cautelosas de un
reportero comprado para ocultar los detalles de una muerte vulgar y común
atacaban su estómago. No solo se había degradado ella misma; lo había de-
gradado a él. Vio el sórdido camino de su vicio, miserable y maloliente. ¡La
compañera de su alma! Pensó en los desdichados cojeando que había visto
llevando latas y botellas para ser llenadas por el barman. Dios justo, ¡qué
final! Evidentemente, ella no era apta para vivir, sin ninguna fuerza de vo-
luntad, una presa fácil de los hábitos, uno de los naufragios sobre los cuales
se ha construido la civilización. ¡Pero que hubiera podido hundirse tan bajo!
¿Era posible que se hubiera engañado tan completamente sobre ella? Recor-
dó su arrebato de esa noche y lo interpretó en un sentido más duro de lo que
había hecho antes. No tuvo dificultad ahora en aprobar el curso que había
tomado.
A medida que la luz se desvanecía y su memoria comenzaba a divagar,
pensó que su mano tocaba la suya. El shock que había atacado primero su
estómago ahora atacaba sus nervios. Se puso el abrigo y el sombrero rápida-
mente y salió. El aire frío lo encontró en el umbral; se metió en las mangas
de su abrigo. Cuando llegó a la taberna en Chapelizod Bridge, entró y pidió
un ponche caliente.
El propietario lo atendió obsequiosamente pero no se atrevió a hablar.
Había cinco o seis trabajadores en la tienda discutiendo el valor de la pro-
piedad de un caballero en el condado de Kildare. Bebían a intervalos de sus
enormes jarras de pinta y fumaban, escupiendo a menudo en el suelo y a ve-
ces arrastrando el aserrín sobre sus escupitajos con sus pesadas botas. El Sr.
Duffy se sentó en su taburete y los miró, sin verlos ni oírlos. Después de un
rato, se fueron y pidió otro ponche. Se sentó mucho tiempo sobre él. La
tienda estaba muy tranquila. El propietario se tendió en el mostrador leyen-
do el Herald y bostezando. De vez en cuando se oía un tranvía deslizándose
por la carretera solitaria afuera.
Mientras estaba sentado allí, reviviendo su vida con ella y evocando al-
ternativamente las dos imágenes en las que ahora la concebía, se dio cuenta
de que estaba muerta, que había dejado de existir, que se había convertido
en un recuerdo. Comenzó a sentirse incómodo. Se preguntó qué más podría
haber hecho. No podría haber continuado una comedia de engaño con ella;
no podría haber vivido con ella abiertamente. Hizo lo que le pareció mejor.
¿Cómo era culpable? Ahora que ella se había ido, comprendía lo solitaria
que debió haber sido su vida, sentada noche tras noche sola en esa habita-
ción. Su vida también sería solitaria hasta que él también muriera, dejara de
existir, se convirtiera en un recuerdo, si alguien lo recordaba.
Eran las nueve cuando dejó la tienda. La noche estaba fría y lúgubre. En-
tró en el parque por la primera puerta y caminó bajo los árboles desolados.
Caminó por los callejones desolados donde habían caminado cuatro años
antes. Ella parecía estar cerca de él en la oscuridad. En momentos, parecía
sentir su voz tocar su oído, su mano tocar la suya. Se detuvo a escuchar.
¿Por qué le había negado la vida? ¿Por qué la había condenado a muerte?
Sintió que su naturaleza moral se desmoronaba.
Cuando llegó a la cima de la colina del Magazine, se detuvo y miró hacia
el río en dirección a Dublín, cuyas luces brillaban rojas y hospitalarias en la
fría noche. Miró hacia abajo la pendiente y, en la base, a la sombra del muro
del parque, vio algunas figuras humanas tendidas. Esos amores venales y
furtivos lo llenaron de desesperación. Mordisqueaba la rectitud de su vida;
sentía que había sido excluido del banquete de la vida. Un ser humano ha-
bía parecido amarlo y él le había negado la vida y la felicidad: la había con-
denado a la ignominia, a una muerte de vergüenza. Sabía que las criaturas
postradas junto al muro lo observaban y deseaban que se fuera. Nadie lo
quería; estaba excluido del banquete de la vida. Volvió sus ojos al río gris
brillante, serpenteando hacia Dublín. Más allá del río, vio un tren de carga
saliendo de la estación de Kingsbridge, como un gusano con una cabeza de
fuego avanzando obstinadamente y laboriosamente a través de la oscuridad.
Pasó lentamente fuera de su vista; pero todavía escuchaba en sus oídos el
zumbido laborioso de la locomotora reiterando las sílabas de su nombre.
Volvió sobre sus pasos, el ritmo de la locomotora martillando en sus oí-
dos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detu-
vo bajo un árbol y permitió que el ritmo se desvaneciera. No podía sentirla
cerca de él en la oscuridad ni su voz tocar su oído. Esperó unos minutos es-
cuchando. No podía oír nada: la noche estaba perfectamente silenciosa. Es-
cuchó de nuevo: perfectamente silenciosa. Sintió que estaba solo.
EFEMÉRIDES EN EL COMITÉ

El viejo Jack juntó las cenizas con un trozo de cartón y las esparció jui-
ciosamente sobre la cúpula blanqueada de carbón. Cuando la cúpula estuvo
cubierta, su rostro se sumió en la oscuridad, pero, al disponerse a avivar el
fuego de nuevo, su sombra encorvada ascendió por la pared opuesta y su
rostro lentamente volvió a emerger a la luz. Era el rostro de un anciano,
muy huesudo y peludo. Los ojos azules húmedos parpadeaban ante el fuego
y la boca húmeda se abría de vez en cuando, masticando una o dos veces
mecánicamente al cerrarse. Cuando las cenizas prendieron, colocó el trozo
de cartón contra la pared, suspiró y dijo:
—Ahora está mejor, Sr. O'Connor.
El Sr. O'Connor, un hombre joven de cabello gris, cuyo rostro estaba des-
figurado por muchas manchas y granos, acababa de formar el tabaco de un
cigarrillo en un cilindro bien hecho, pero al ser hablado, deshizo su trabajo
meditativamente. Luego comenzó a enrollar el tabaco de nuevo meditativa-
mente y, después de un momento de reflexión, decidió lamer el papel.
—¿Dijo el Sr. Tierney cuándo volvería? —preguntó en un falsete ronco.
—No lo dijo.
El Sr. O'Connor se metió el cigarrillo en la boca y empezó a buscar en
sus bolsillos. Sacó un paquete de delgadas tarjetas de cartón.
—Te traeré una cerilla —dijo el anciano.
—No importa, esto servirá —dijo el Sr. O'Connor.
Seleccionó una de las tarjetas y leyó lo que estaba impreso en ella:
ELECCIONES MUNICIPALES
Distrito de Royal Exchange
El Sr. Richard J. Tierney, P.L.G., solicita respetuosamente el favor de su
voto e influencia en la próxima elección en el distrito de Royal Exchange.
El Sr. O'Connor había sido contratado por el agente de Tierney para hacer
campaña en una parte del distrito, pero, como el clima era inclemente y sus
botas dejaban pasar el agua, pasó gran parte del día sentado junto al fuego
en la Sala del Comité en Wicklow Street con Jack, el viejo conserje. Habían
estado sentados así desde que el corto día se había oscurecido. Era el seis de
octubre, triste y frío en el exterior.
El Sr. O'Connor arrancó una tira de la tarjeta y, encendiéndola, encendió
su cigarrillo. Al hacerlo, la llama iluminó una hoja de hiedra oscura y bri-
llante en la solapa de su abrigo. El anciano lo observó atentamente y luego,
tomando nuevamente el trozo de cartón, comenzó a avivar el fuego lenta-
mente mientras su compañero fumaba.
—Ah, sí —continuó—, es difícil saber cómo criar a los hijos. ¡Quién
pensaría que saldría así! Lo mandé a los Hermanos Cristianos e hice lo que
pude por él, y ahí va, bebiendo por ahí. Traté de hacerlo medianamente
decente.
Colocó el cartón con desgana.
—Si no fuera porque soy un viejo ahora, le cambiaría el tono. Le daría
con el palo en la espalda y lo golpearía mientras pudiera sostenerme, como
he hecho muchas veces antes. La madre, ya sabes, lo malcría con esto y
aquello...
—Eso es lo que arruina a los niños —dijo el Sr. O'Connor.
—Claro que sí —dijo el anciano—. Y poco agradecimiento recibes por
ello, solo insolencia. Él se aprovecha de mí siempre que ve que he tomado
un trago. ¿A dónde va el mundo cuando los hijos hablan así a sus padres?
—¿Qué edad tiene? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Diecinueve —dijo el anciano.
—¿Por qué no lo pones a hacer algo?
—Claro, ¿no he estado lidiando con el borracho desde que dejó la escue-
la? "No te mantendré", le digo. "Tienes que conseguir un trabajo por ti mis-
mo". Pero, claro, es peor cuando consigue un trabajo; se lo bebe todo.
El Sr. O'Connor sacudió la cabeza en simpatía, y el anciano guardó silen-
cio, mirando al fuego. Alguien abrió la puerta de la habitación y gritó:
—¡Hola! ¿Es esta una reunión de masones?
—¿Quién es? —preguntó el anciano.
—¿Qué hacen en la oscuridad? —dijo una voz.
—¿Eres tú, Hynes? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Sí. ¿Qué hacen en la oscuridad? —dijo el Sr. Hynes, avanzando hacia
la luz del fuego.
Era un joven alto y delgado con un bigote castaño claro. Pequeñas gotas
de lluvia colgaban del ala de su sombrero y el cuello de su chaqueta estaba
levantado.
—Bueno, Mat —dijo al Sr. O'Connor—, ¿cómo va todo?
El Sr. O'Connor sacudió la cabeza. El anciano dejó la chimenea y, tras
tropezar por la habitación, regresó con dos candelabros que metió uno tras
otro en el fuego y llevó a la mesa. Una habitación desnuda apareció a la vis-
ta y el fuego perdió todo su color alegre. Las paredes de la habitación esta-
ban desnudas, excepto por una copia de una dirección electoral. En el cen-
tro de la habitación había una pequeña mesa sobre la cual se amontonaban
papeles.
El Sr. Hynes se apoyó en la repisa de la chimenea y preguntó:
—¿Ya te ha pagado?
—Todavía no —dijo el Sr. O'Connor—. Espero a Dios que no nos deje
colgados esta noche.
El Sr. Hynes se rió.
—Oh, te pagará. No temas —dijo.
—Espero que se apure si realmente quiere hacer negocios —dijo el Sr.
O'Connor.
—¿Qué piensas, Jack? —dijo el Sr. Hynes satíricamente al anciano. El
anciano volvió a su asiento junto al fuego, diciendo:
—De todas formas, no es que no tenga dinero. No como el otro tonto.
—¿Qué otro tonto? —dijo el Sr. Hynes.
—Colgan —dijo el anciano con desdén.
—¿Es porque Colgan es un trabajador que dices eso? ¿Cuál es la diferen-
cia entre un buen y honesto albañil y un tabernero, eh? ¿No tiene el trabaja-
dor el mismo derecho a estar en la Corporación que cualquier otro, sí, y un
mejor derecho que esos petimetres que siempre andan con el sombrero en la
mano ante cualquier tipo con un título? ¿No es así, Mat? —dijo el Sr. Hy-
nes, dirigiéndose al Sr. O'Connor.
—Creo que tienes razón —dijo el Sr. O'Connor.
—Un hombre es un hombre honesto y sencillo, sin trucos ni engaños. Va
a representar a las clases trabajadoras. Este tipo para el que trabajas solo
quiere conseguir algún puesto o algo.
—Por supuesto, las clases trabajadoras deben estar representadas —dijo
el viejo.
—El trabajador —dijo el Sr. Hynes— recibe todos los golpes y ni un cén-
timo. Pero es el trabajo lo que produce todo. El trabajador no busca empleos
gordos para sus hijos y sobrinos y primos. El trabajador no va a arrastrar el
honor de Dublín por el fango para complacer a un monarca alemán.
—¿Cómo es eso? —dijo el viejo.
—¿No sabes que quieren presentar una dirección de bienvenida a Edward
Rex si viene aquí el próximo año? ¿Qué queremos con reverencias a un rey
extranjero?
—Nuestro hombre no votará por la dirección —dijo el Sr. O'Connor—.
Se presenta por el partido nacionalista.
—¿No lo hará? —dijo el Sr. Hynes—. Espera a ver si lo hace o no. Lo
conozco. ¿Es Tricky Dicky Tierney?
—¡Por Dios! quizás tengas razón, Joe —dijo el Sr. O'Connor—. De todos
modos, desearía que apareciera con el dinero.
Los tres hombres guardaron silencio. El viejo comenzó a juntar más ceni-
zas. El Sr. Hynes se quitó el sombrero, lo sacudió y luego bajó el cuello de
su abrigo, mostrando, al hacerlo, una hoja de hiedra en la solapa.
—Si este hombre estuviera vivo —dijo, señalando la hoja—, no hablaría-
mos de una dirección de bienvenida.
—Es verdad —dijo el Sr. O'Connor.
—¡Dios, qué tiempos aquellos! —dijo el viejo—. Entonces había algo de
vida en ello.
La habitación volvió a quedarse en silencio. Luego, un hombrecito bulli-
cioso con una nariz mocosa y orejas muy frías entró empujando la puerta.
Caminó rápidamente hacia el fuego, frotándose las manos como si preten-
diera producir una chispa de ellas.
—No hay dinero, chicos —dijo.
—Siéntese aquí, Sr. Henchy —dijo el viejo, ofreciéndole su silla.
—Oh, no se moleste, Jack, no se moleste —dijo el Sr. Henchy.
Asintió brevemente al Sr. Hynes y se sentó en la silla que el viejo había
dejado.
—¿Cubrió Aungier Street? —preguntó al Sr. O'Connor.
—Sí —dijo el Sr. O'Connor, comenzando a buscar memorandos en sus
bolsillos.
—¿Habló con Grimes?
—Sí.
—¿Y? ¿Qué dice?
—No quiso prometer. Dijo: "No le diré a nadie cómo voy a votar". Pero
creo que estará bien.
—¿Por qué?
—Me preguntó quiénes eran los nominadores; y se lo dije. Mencioné el
nombre del padre Burke. Creo que estará bien.
El Sr. Henchy comenzó a resoplar y a frotarse las manos sobre el fuego a
una velocidad tremenda. Luego dijo:
—Por el amor de Dios, Jack, tráenos un poco de carbón. Debe quedar
algo.
El viejo salió de la habitación.
—No hay forma —dijo el Sr. Henchy, sacudiendo la cabeza—. Le pre-
gunté al pequeño limpiabotas, pero dijo: "Oh, ahora, Sr. Henchy, cuando
vea que el trabajo se realiza adecuadamente no lo olvidaré, puede estar se-
guro". ¡Pequeño tacaño miserable! ¡Dios, cómo podría ser otra cosa!
—¿Qué te dije, Mat? —dijo el Sr. Hynes—. Tricky Dicky Tierney.
—Oh, es tan astuto como los hacen —dijo el Sr. Henchy—. No tiene esos
pequeños ojos de cerdo por nada. ¡Maldita sea su alma! ¿No podría pagar
como un hombre en lugar de: "Oh, ahora, Sr. Henchy, debo hablar con el Sr.
Fanning. . . . He gastado mucho dinero"? ¡Miserable pequeño colegial del
infierno! Supongo que olvida el tiempo en que su viejo padre tenía la tienda
de ropa usada en Mary's Lane.
—¿Pero es eso un hecho? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Dios, sí —dijo el Sr. Henchy—. ¿Nunca oíste eso? Y los hombres so-
lían ir el domingo por la mañana antes de que las casas abrieran para com-
prar un chaleco o unos pantalones—¡moya! Pero el viejo padre de Tricky
Dicky siempre tenía una pequeña botella negra en un rincón. ¿Te acuerdas
ahora? Así es. Así es como vio la luz por primera vez.
El viejo regresó con unos pocos trozos de carbón que colocó aquí y allá
en el fuego.
—Es una buena manera de saludar —dijo el Sr. O'Connor—. ¿Cómo es-
pera que trabajemos para él si no suelta el dinero?
—No puedo evitarlo —dijo el Sr. Henchy—. Espero encontrar a los al-
guaciles en el pasillo cuando llegue a casa.
El Sr. Hynes se rió y, apartándose de la repisa de la chimenea con la ayu-
da de sus hombros, se dispuso a irse.
—Todo estará bien cuando venga el Rey Eddie —dijo—. Bueno, chicos,
me voy por ahora. Nos vemos luego. Adiós, adiós.
Salió lentamente de la habitación. Ni el Sr. Henchy ni el viejo dijeron
nada, pero, justo cuando la puerta se estaba cerrando, el Sr. O'Connor, que
había estado mirando melancólicamente al fuego, gritó de repente:
—Adiós, Joe.
El Sr. Henchy esperó unos momentos y luego asintió en dirección a la
puerta.
—Dime —dijo al otro lado del fuego—, ¿qué trae a nuestro amigo aquí?
¿Qué quiere?
—¡Pobre Joe! —dijo el Sr. O'Connor, arrojando la colilla de su cigarrillo
al fuego—, está en apuros, como el resto de nosotros.
El Sr. Henchy resopló vigorosamente y escupió tan copiosamente que
casi apagó el fuego, que emitió un silbido de protesta.
—Para decirte mi opinión privada y sincera —dijo—, creo que es un
hombre del otro bando. Es un espía de Colgan, si me preguntas. Solo da
vueltas y trata de averiguar cómo les va. No sospecharán de ti. ¿Lo
entiendes?
—Oh, pobre Joe es un buen tipo —dijo el Sr. O'Connor.
—Su padre era un hombre decente y respetable —admitió el Sr. Henchy
—. ¡Pobre viejo Larry Hynes! ¡Cuántos favores hizo en su día! Pero me
temo mucho que nuestro amigo no es de oro de diecinueve quilates. Maldita
sea, puedo entender que un hombre esté en apuros, pero lo que no puedo
entender es que un hombre sea un parásito. ¿No podría tener algo de
hombría?
—No recibe una cálida bienvenida de mi parte cuando viene —dijo el
viejo—. Que trabaje para su propio bando y no venga a espiar por aquí.
—No sé —dijo el Sr. O'Connor dubitativo, mientras sacaba papeles de
cigarrillos y tabaco—. Creo que Joe Hynes es un hombre honesto. Es un
tipo listo también, con la pluma. ¿Recuerdas esa cosa que escribió...?
—Algunos de esos nacionalistas y fenianos son demasiado listos si me
preguntas —dijo el Sr. Henchy—. ¿Sabes cuál es mi opinión privada y sin-
cera sobre algunos de esos bromistas? Creo que la mitad de ellos están a
sueldo del Castillo.
—No se sabe —dijo el viejo.
—Oh, pero lo sé con certeza —dijo el Sr. Henchy—. Son mercenarios del
Castillo... No digo Hynes... No, maldita sea, creo que está un paso por enci-
ma de eso... Pero hay cierto noble con un ojo desviado—¿sabes a qué pa-
triota me refiero?
El Sr. O'Connor asintió.
—¡Ese es un verdadero descendiente del Mayor Sirr para ti si te gusta!
¡Oh, la sangre patriótica! ¡Ese es un tipo que vendería su país por cuatro pe-
niques—sí, y se arrodillaría y agradecería al Cristo Todopoderoso que tu-
viera un país para vender!
Hubo un golpe en la puerta.
—¡Adelante! —dijo el Sr. Henchy.
Una persona que parecía un clérigo pobre o un actor pobre apareció en la
puerta. Sus ropas negras estaban abotonadas firmemente sobre su cuerpo
corto y era imposible decir si llevaba un collar de clérigo o de laico, porque
el cuello de su abrigo raído, cuyos botones descubiertos reflejaban la luz de
la vela, estaba levantado alrededor de su cuello. Llevaba un sombrero re-
dondo de fieltro negro duro. Su rostro, brillante con gotas de lluvia, tenía la
apariencia de queso amarillo húmedo, excepto donde dos manchas rosadas
indicaban los pómulos. Abrió su boca muy larga de repente para expresar
decepción y al mismo tiempo abrió sus ojos muy brillantes y azules para
expresar placer y sorpresa.
—¡Oh, Padre Keon! —dijo el Sr. Henchy, saltando de su silla—. ¿Es us-
ted? ¡Entre!
—¡Oh, no, no, no! —dijo el Padre Keon rápidamente, frunciendo los la-
bios como si estuviera hablando con un niño.
—¿No quiere entrar y sentarse?
—No, no, no —dijo el Padre Keon, hablando en una voz discreta, indul-
gente, aterciopelada—. ¡No quiero molestarlos ahora! Solo estoy buscando
al Sr. Fanning...
—Está en el Black Eagle —dijo el Sr. Henchy—. Pero ¿no quiere entrar
y sentarse un minuto?
—No, no, gracias. Era solo un pequeño asunto —dijo el Padre Keon—.
Gracias, de verdad.
Retrocedió desde la puerta y el Sr. Henchy, agarrando uno de los candela-
bros, fue a la puerta para iluminarlo mientras bajaba las escaleras.
—¡Oh, no se moleste, se lo ruego!
—No, pero las escaleras están muy oscuras.
—No, no, puedo ver... Gracias, de verdad.
—¿Está bien ahora?
—Todo bien, gracias... Gracias.
El Sr. Henchy regresó con el candelabro y lo puso en la mesa. Se sentó de
nuevo junto al fuego. Hubo silencio por unos momentos.
—Dime, John —dijo el Sr. O'Connor, encendiendo su cigarrillo con otra
tarjeta de cartón.
—¿Hmm?
—¿Qué es exactamente?
—Pregúntame algo más fácil —dijo el Sr. Henchy.
—Fanning y él parecen muy unidos. A menudo están juntos en Kava-
nagh's. ¿Es un sacerdote de verdad?
—Sí, creo que sí... Creo que es lo que llaman una oveja negra. No tene-
mos muchas de ellas, gracias a Dios, pero tenemos algunas... Es un hombre
desafortunado de algún tipo...
—¿Y cómo se las arregla? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Ese es otro misterio.
—¿Está vinculado a alguna capilla, iglesia o institución o...?
—No —dijo el Sr. Henchy—, creo que está viajando por su cuenta... Que
Dios me perdone —añadió—, pensé que era la docena de stouts.
—¿Hay alguna posibilidad de una bebida? —preguntó el Sr. O'Connor.
—Yo también tengo sed —dijo el viejo.
—Le pregunté tres veces al pequeño limpiabotas —dijo el Sr. Henchy—
si nos mandaría una docena de stouts. Le volví a preguntar ahora, pero esta-
ba apoyado en el mostrador en mangas de camisa teniendo una conversa-
ción profunda con el concejal Cowley.
—¿Por qué no se lo recordaste? —dijo el Sr. O'Connor.
—Bueno, no podía ir mientras estaba hablando con el concejal Cowley.
Simplemente esperé hasta que me mirara y le dije: "Sobre ese pequeño
asunto del que te estaba hablando...". "Todo estará bien, Sr. H.", dijo. Yerra,
seguro que el pequeño saltamontes se ha olvidado por completo.
—Hay algún trato en ese sector —dijo el Sr. O'Connor pensativo—. Vi a
los tres muy ocupados ayer en la esquina de Suffolk Street.
—Creo que sé el jueguito que están haciendo —dijo el Sr. Henchy—.
Hoy en día debes deberles dinero a los Padres de la Ciudad si quieres que te
hagan alcalde. Entonces te harán alcalde. ¡Por Dios! Estoy pensando seria-
mente en convertirme en un Padre de la Ciudad yo mismo. ¿Qué te parece?
¿Serviría para el puesto?
El Sr. O'Connor se rió.
—En cuanto a deber dinero se refiere...
—Saliendo de la Mansion House —dijo el Sr. Henchy— con toda mi pa-
rafernalia, con Jack aquí de pie detrás de mí con una peluca empolvada,
¿eh?
—Y hazme tu secretario privado, John.
—Sí. Y haré al padre Keon mi capellán privado. Tendremos una fiesta
familiar.
—La verdad, Sr. Henchy —dijo el viejo—, mantendrías un estilo mejor
que algunos de ellos. Un día estaba hablando con el viejo Keegan, el porte-
ro. "¿Y qué te parece tu nuevo amo, Pat?", le dije. "Ahora no tienes muchas
entretenidas", le dije. "¿Entretenidas?" dice él. "Viviría con el olor de un
trapo de aceite". ¿Y sabes lo que me dijo? Ahora, lo juro por Dios, no le
creí.
—¿Qué? —dijeron el Sr. Henchy y el Sr. O'Connor.
—Me dijo: "¿Qué piensas de un alcalde de Dublín enviando a buscar una
libra de chuletas para su cena? ¿Qué te parece eso para alta cocina?" dice él.
"¡Vaya, vaya!" le digo. "Una libra de chuletas", dice él, "llegando a la Man-
sion House". "¡Vaya!" le digo, "¿qué clase de gente va ahora?"
En ese momento, hubo un golpe en la puerta, y un muchacho asomó la
cabeza.
—¿Qué pasa? —dijo el viejo.
—Del Black Eagle —dijo el muchacho, entrando de lado y depositando
una cesta en el suelo con un ruido de botellas sacudidas. El viejo ayudó al
muchacho a trasladar las botellas de la cesta a la mesa y contó el total com-
pleto. Después del traslado, el muchacho se puso la cesta en el brazo y
preguntó:
—¿Alguna botella?
—¿Qué botellas? —dijo el viejo.
—¿No nos dejarás beberlas primero? —dijo el Sr. Henchy.
—Me dijeron que pidiera las botellas.
—Vuelve mañana —dijo el viejo.
—¡Oye, muchacho! —dijo el Sr. Henchy—, ¿puedes ir a O'Farrell's y pe-
dirle que nos preste un sacacorchos—para el Sr. Henchy, dile. Dile que no
lo mantendremos ni un minuto. Deja la cesta ahí.
El muchacho salió y el Sr. Henchy comenzó a frotarse las manos alegre-
mente, diciendo:
—Ah, bueno, no es tan malo después de todo. De todos modos, cumple
su palabra.
—No hay vasos —dijo el viejo.
—Oh, no te preocupes por eso, Jack —dijo el Sr. Henchy—. Muchos
hombres buenos han bebido directamente de la botella.
—De todos modos, es mejor que nada —dijo el Sr. O'Connor.
—No es una mala persona —dijo el Sr. Henchy—, solo que Fanning tie-
ne mucho control sobre él. Tiene buenas intenciones, ya sabes, a su manera
insignificante.
El muchacho regresó con el sacacorchos. El viejo abrió tres botellas y es-
taba devolviendo el sacacorchos cuando el Sr. Henchy le dijo al muchacho:
—¿Te gustaría un trago, muchacho?
—Sí, por favor, señor —dijo el muchacho. El viejo abrió otra botella a
regañadientes y se la dio al muchacho.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó.
—Diecisiete —dijo el muchacho. Como el viejo no dijo nada más, el mu-
chacho tomó la botella, dijo: "Mis más respetuosos saludos, señor, al Sr.
Henchy", bebió el contenido, devolvió la botella a la mesa y se limpió la
boca con la manga. Luego tomó el sacacorchos y salió de la puerta de lado,
murmurando alguna forma de saludo.
—Así es como empieza —dijo el viejo.
—El delgado borde de la cuña —dijo el Sr. Henchy.
El viejo distribuyó las tres botellas que había abierto y los hombres be-
bieron de ellas simultáneamente. Después de beber, cada uno colocó su bo-
tella en la repisa de la chimenea al alcance de la mano y respiraron profun-
damente de satisfacción.
—Bueno, hice un buen trabajo hoy —dijo el Sr. Henchy, después de una
pausa.
—¿De verdad, John?
—Sí. Le conseguí uno o dos votos seguros en Dawson Street, Crofton y
yo. Entre nosotros, ya sabes, Crofton (es un buen tipo, por supuesto), pero
no vale un comino como agitador. No tiene ni una palabra para lanzar a un
perro. Se queda parado y mira a la gente mientras yo hago la charla.
En ese momento, entraron dos hombres en la habitación. Uno de ellos era
un hombre muy gordo, cuyas ropas de sarga azul parecían estar en peligro
de caerse de su figura inclinada. Tenía una cara grande que se asemejaba a
la expresión de un joven buey, con ojos azules y una barba gris. El otro
hombre, que era mucho más joven y frágil, tenía una cara delgada y afeita-
da. Llevaba un cuello doble muy alto y un sombrero hongo de ala ancha.
—¡Hola, Crofton! —dijo el Sr. Henchy al hombre gordo—. Habla del
diablo...
—¿De dónde vino la bebida? —preguntó el joven—. ¿Parió la vaca?
—¡Oh, claro, Lyons detecta la bebida primero! —dijo el Sr. O'Connor,
riendo.
—¿Es así como ustedes hacen campaña? —dijo el Sr. Lyons—, ¿y Crof-
ton y yo afuera en el frío y la lluvia buscando votos?
—¿Por qué, maldita sea tu alma —dijo el Sr. Henchy—, yo conseguiría
más votos en cinco minutos de los que ustedes dos conseguirían en una
semana.
—Abre dos botellas de stout, Jack —dijo el Sr. O'Connor.
—¿Cómo puedo? —dijo el viejo—, cuando no hay sacacorchos.
—¡Espera, espera! —dijo el Sr. Henchy, levantándose rápidamente—.
¿Alguna vez viste este pequeño truco?
Tomó dos botellas de la mesa y, llevándolas al fuego, las puso en la repi-
sa. Luego se sentó nuevamente junto al fuego y tomó otro trago de su bote-
lla. El Sr. Lyons se sentó en el borde de la mesa, empujó su sombrero hacia
la nuca y comenzó a balancear las piernas.
—¿Cuál es mi botella? —preguntó.
—Esta, chico —dijo el Sr. Henchy.
El Sr. Crofton se sentó en una caja y miró fijamente la otra botella en la
repisa. Estaba en silencio por dos razones. La primera razón, suficiente en sí
misma, era que no tenía nada que decir; la segunda razón era que considera-
ba a sus compañeros inferiores a él. Había sido agitador para Wilkins, el
conservador, pero cuando los conservadores retiraron a su hombre y, eli-
giendo el menor de dos males, dieron su apoyo al candidato nacionalista,
fue contratado para trabajar para el Sr. Tierney.
En unos minutos, se escuchó un disculpador "¡Puf!" cuando el corcho sa-
lió volando de la botella del Sr. Lyons. El Sr. Lyons saltó de la mesa, fue al
fuego, tomó su botella y la llevó de vuelta a la mesa.
—Les estaba diciendo, Crofton —dijo el Sr. Henchy—, que conseguimos
algunos votos hoy.
—¿A quién conseguiste? —preguntó el Sr. Lyons.
—Bueno, conseguí a Parkes, y conseguí a Atkinson, y conseguí a Ward
de Dawson Street. También es un buen tipo, un verdadero caballero, viejo
conservador. "¿Pero no es su candidato un nacionalista?" dijo él. "Es un
hombre respetable", le dije. "Está a favor de lo que beneficie a este país. Es
un gran contribuyente", dije. "Tiene
propiedades en la ciudad y tres lugares de negocio, ¿no es en su propio
beneficio mantener bajos los impuestos? Es un ciudadano prominente y res-
petado", dije, "y un guardián de la ley de pobres, y no pertenece a ningún
partido, bueno, malo o indiferente". Esa es la manera de hablarles.
—¿Y qué hay del discurso de bienvenida al rey? —dijo el Sr. Lyons, des-
pués de beber y saborear sus labios.
—Escucha —dijo el Sr. Henchy—. Lo que necesitamos en este país,
como le dije al viejo Ward, es capital. La llegada del rey significará una en-
trada de dinero en este país. Los ciudadanos de Dublín se beneficiarán de
ello. Mira todas las fábricas por los muelles, ¡paradas! Mira todo el dinero
que hay en el país si solo trabajáramos las viejas industrias, los molinos, los
astilleros y las fábricas. Es capital lo que necesitamos.
—Pero escucha, John —dijo el Sr. O'Connor—. ¿Por qué deberíamos dar
la bienvenida al rey de Inglaterra? ¿No fue el mismo Parnell...
—Parnell —dijo el Sr. Henchy—, está muerto. Ahora, así es como lo
veo. Aquí está este tipo que llega al trono después de que su vieja madre lo
mantuvo fuera hasta que el hombre se puso gris. Es un hombre de mundo y
nos quiere bien. Es un tipo muy decente, si me preguntas, y sin tonterías.
Simplemente se dice a sí mismo: "La vieja nunca fue a ver a estos salvajes
irlandeses. ¡Por Cristo, iré yo mismo y veré cómo son!" ¿Y vamos a insultar
al hombre cuando venga aquí en una visita amistosa? ¿Eh? ¿No es así,
Crofton?
El Sr. Crofton asintió con la cabeza.
—Pero después de todo —dijo el Sr. Lyons argumentativamente—, la
vida del rey Eduardo, ya sabes, no es la mejor...
—Dejemos el pasado en el pasado —dijo el Sr. Henchy—. Admiro al
hombre personalmente. Es solo un tipo normal como tú y como yo. Le gus-
ta su trago y quizás sea un poco libertino, y es un buen deportista. Maldita
sea, ¿no podemos los irlandeses jugar limpio?
—Eso está muy bien —dijo el Sr. Lyons—. Pero mira el caso de Parnell
ahora.
—En el nombre de Dios —dijo el Sr. Henchy—. ¿Dónde está la analogía
entre los dos casos?
—Lo que quiero decir —dijo el Sr. Lyons— es que tenemos nuestros
ideales. ¿Por qué, entonces, daríamos la bienvenida a un hombre como ese?
¿Crees que, después de lo que hizo, Parnell era un hombre adecuado para
liderarnos? ¿Y por qué, entonces, lo haríamos para Eduardo VII?
—Hoy es el aniversario de Parnell —dijo el Sr. O'Connor— y no levante-
mos animosidades. Todos lo respetamos ahora que está muerto y enterrado,
incluso los conservadores —añadió, dirigiéndose al Sr. Crofton.
¡Pop! El rezagado corcho salió volando de la botella del Sr. Crofton. El
Sr. Crofton se levantó de su caja y se dirigió al fuego. Al regresar con su
captura, dijo con voz profunda:
—Nuestro lado de la casa lo respeta porque era un caballero.
—¡Tienes razón, Crofton! —dijo el Sr. Henchy ferozmente—. Fue el úni-
co hombre que pudo mantener en orden a esa bolsa de gatos. '¡Abajo, pe-
rros! ¡Acuéstense, curs!' Así es como los trataba. ¡Entra, Joe! ¡Entra! —lla-
mó, al ver al Sr. Hynes en la puerta.
El Sr. Hynes entró lentamente.
—Abre otra botella de stout, Jack —dijo el Sr. Henchy—. ¡Oh, olvidé
que no hay sacacorchos! Aquí, dame una y la pondré al fuego.
El viejo le pasó otra botella y él la colocó en la repisa.
—Siéntate, Joe —dijo el Sr. O'Connor—, estamos hablando del Jefe.
—¡Ay, ay! —dijo el Sr. Henchy. El Sr. Hynes se sentó en el borde de la
mesa cerca del Sr. Lyons, pero no dijo nada.
—Hay uno de ellos, de todos modos —dijo el Sr. Henchy—, que no lo
renegó. ¡Por Dios, lo digo por ti, Joe! No, por Dios, ¡te mantuviste firme
como un hombre!
—Oh, Joe —dijo de repente el Sr. O'Connor—. Danos esa cosa que escri-
biste, ¿recuerdas? ¿La tienes contigo?
—¡Oh, sí! —dijo el Sr. Henchy—. Danos eso. ¿Lo has oído alguna vez,
Crofton? Escucha esto ahora: cosa espléndida.
—Vamos —dijo el Sr. O'Connor—. Adelante, Joe.
El Sr. Hynes no parecía recordar de inmediato la pieza a la que se refe-
rían, pero después de reflexionar un rato, dijo:
—Oh, esa cosa, sí... Seguro, eso ya es viejo.
—¡Sácala, hombre! —dijo el Sr. O'Connor.
—'Sh, 'sh —dijo el Sr. Henchy—. ¡Ahora, Joe!
El Sr. Hynes vaciló un poco más. Luego, en medio del silencio, se quitó
el sombrero, lo dejó sobre la mesa y se puso de pie. Parecía estar ensayando
la pieza en su mente. Después de una pausa bastante larga, anunció:
LA MUERTE DE PARNELL
6 de octubre de 1891
Carraspeó una o dos veces y luego comenzó a recitar:
O alta ambición lo espolea ahora
A alcanzar las cumbres de la gloria.
Lograron su objetivo: lo abatieron.
Pero Erin, escucha, su espíritu puede
Resurgir, como el Fénix de las llamas.
Cuando amanezca el día.
El día que nos traiga el reinado de la libertad.
Y en ese día, bien puede Erin
Brindar en la copa que levanta a la Alegría
Un pesar: el recuerdo de Parnell.
El Sr. Hynes volvió a sentarse en la mesa. Cuando terminó su recitación
hubo un silencio y luego una explosión de aplausos: incluso el Sr. Lyons
aplaudió. La ovación continuó por un momento. Cuando cesó, todos los
oyentes bebieron de sus botellas en silencio.
¡Pop! El corcho salió volando de la botella del Sr. Hynes, pero el Sr. Hy-
nes permaneció sentado, ruborizado y sin sombrero, en la mesa. No parecía
haber escuchado la invitación.
—¡Buen trabajo, Joe! —dijo el Sr. O'Connor, sacando sus papeles de ci-
garrillo y su bolsa para ocultar mejor su emoción.
—¿Qué piensas de eso, Crofton? —gritó el Sr. Henchy—. ¿No es magní-
fico? ¿Qué dices?
El Sr. Crofton dijo que era una pieza de escritura muy fina.
UNA MADRE

El Sr. Holohan, secretario adjunto de la Sociedad Éire Abu, había estado


caminando por Dublín durante casi un mes, con las manos y los bolsillos
llenos de pedazos sucios de papel, organizando la serie de conciertos. Tenía
una pierna tullida y por esto sus amigos lo llamaban "Hoppy Holohan". Ca-
minaba constantemente de un lado a otro, se quedaba parado durante horas
en las esquinas discutiendo y tomando notas; pero al final fue la Sra. Kear-
ney quien arregló todo.
La Srta. Devlin se había convertido en la Sra. Kearney por despecho. Ha-
bía sido educada en un convento de alta clase, donde había aprendido fran-
cés y música. Como era naturalmente pálida y de modales inflexibles, hizo
pocos amigos en la escuela. Cuando llegó a la edad de casarse, fue enviada
a muchas casas donde su forma de tocar el piano y sus modales de marfil
fueron muy admirados. Se sentaba en medio del frío círculo de sus logros,
esperando a que algún pretendiente se atreviera a ofrecerle una vida brillan-
te. Pero los jóvenes que conocía eran ordinarios y no les daba ánimo, tratan-
do de consolar sus deseos románticos comiendo mucho delicia turca en se-
creto. Sin embargo, cuando se acercó al límite y sus amigos comenzaron a
soltar la lengua sobre ella, los silenció casándose con el Sr. Kearney, quien
era zapatero en Ormond Quay.
Él era mucho mayor que ella. Su conversación, que era seria, se llevaba a
cabo a intervalos entre su gran barba marrón. Después del primer año de
vida matrimonial, la Sra. Kearney percibió que tal hombre resistiría mejor
el paso del tiempo que una persona romántica, pero nunca abandonó sus
propias ideas románticas. Él era sobrio, ahorrador y piadoso; iba al altar to-
dos los primeros viernes, a veces con ella, más a menudo solo. Pero ella
nunca flaqueó en su religión y fue una buena esposa para él. En alguna fies-
ta en una casa extraña, cuando ella levantaba la ceja aunque fuera ligera-
mente, él se levantaba para despedirse y, cuando su tos le molestaba, ella le
ponía el edredón sobre los pies y le hacía un fuerte ponche de ron. Por su
parte, él era un padre modelo. Pagando una pequeña suma cada semana en
una sociedad, aseguró para ambas hijas una dote de cien libras cada una
cuando cumplieran veinticuatro años. Envió a la hija mayor, Kathleen, a un
buen convento, donde aprendió francés y música, y luego pagó sus tarifas
en la Academia. Cada año, en el mes de julio, la Sra. Kearney encontraba la
ocasión para decir a alguna amiga:
—Mi buen hombre nos está enviando a Skerries por unas semanas.
Si no era Skerries, era Howth o Greystones. Cuando el Renacimiento Ir-
landés comenzó a ser apreciable, la Sra. Kearney decidió aprovechar el
nombre de su hija y trajo un maestro de irlandés a la casa. Kathleen y su
hermana enviaban postales de imágenes irlandesas a sus amigos y estos
amigos devolvían otras postales de imágenes irlandesas. Los domingos es-
peciales, cuando el Sr. Kearney iba con su familia a la procatedral, una pe-
queña multitud de personas se reunía después de la misa en la esquina de
Cathedral Street. Todos eran amigos de los Kearney: amigos musicales o
nacionalistas; y, cuando habían jugado con todos los chismes, se daban la
mano unos a otros, riéndose al cruzarse tantas manos, y se despedían en ir-
landés. Pronto, el nombre de la Srta. Kathleen Kearney comenzó a ser escu-
chado a menudo en boca de la gente. La gente decía que era muy hábil en la
música y una chica muy agradable y, además, que era una creyente en el
movimiento del idioma. La Sra. Kearney estaba muy contenta con esto. Por
lo tanto, no se sorprendió cuando un día el Sr. Holohan vino a verla y pro-
puso que su hija fuera la acompañante en una serie de cuatro grandes con-
ciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Conciertos. Ella
lo llevó al salón, lo hizo sentarse y sacó la licorera y el barril de galletas de
plata. Ella se comprometió de corazón y alma en los detalles del emprendi-
miento, aconsejando y disuadiendo: y finalmente se redactó un contrato por
el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como acompañante
en los cuatro grandes conciertos.
Como el Sr. Holohan era un novato en asuntos tan delicados como la re-
dacción de programas y la disposición de los números, la Sra. Kearney lo
ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían ir en mayúsculas y qué artistas
debían ir en minúsculas. Sabía que el primer tenor no querría salir después
del número cómico del Sr. Meade. Para mantener a la audiencia continua-
mente entretenida, colocaba los números dudosos entre los viejos favoritos.
El Sr. Holohan la visitaba todos los días para recibir su consejo sobre algún
punto. Ella era invariablemente amigable y aconsejadora, hogareña, de he-
cho. Le acercaba la licorera, diciendo:
—¡Vamos, sírvase, Sr. Holohan!
Y mientras él se servía, ella decía:
—¡No tenga miedo! ¡No tenga miedo!
Todo fue bien. La Sra. Kearney compró un hermoso charmeuse rosa en
Brown Thomas's para agregar al frente del vestido de Kathleen. Costó un
buen dinero, pero hay ocasiones en que un pequeño gasto está justificado.
Tomó una docena de entradas de dos chelines para el concierto final y se las
envió a esos amigos que no se podía confiar en que vinieran de otra manera.
No olvidó nada, y, gracias a ella, todo lo que debía hacerse se hizo. Los
conciertos iban a ser el miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando la Sra.
Kearney llegó con su hija a las Antiguas Salas de Conciertos el miércoles
por la noche, no le gustó el aspecto de las cosas. Unos pocos jóvenes, con
distintivos azules brillantes en sus abrigos, estaban ociosos en el vestíbulo;
ninguno llevaba traje de noche. Pasó junto a ellos con su hija y una rápida
mirada a través de la puerta abierta del salón le mostró la causa de la ociosi-
dad de los acomodadores. Al principio se preguntó si había confundido la
hora. No, eran las veinte menos veinte.
En el camerino detrás del escenario le presentaron al secretario de la So-
ciedad, el Sr. Fitzpatrick. Ella sonrió y le estrechó la mano. Era un hombre-
cito, con un rostro blanco y vacío. Notó que llevaba su suave sombrero ma-
rrón descuidadamente ladeado y que su acento era plano. Sostenía un pro-
grama en la mano y, mientras hablaba con ella, masticaba un extremo del
mismo hasta convertirlo en una pulpa húmeda. Parecía soportar las decep-
ciones con ligereza. El Sr. Holohan entraba al camerino cada pocos minutos
con informes de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos nerviosamente,
miraban de vez en cuando al espejo y enrollaban y desenrollaban su música.
Cuando eran casi las ocho y media, las pocas personas en el salón comenza-
ron a expresar su deseo de ser entretenidas. El Sr. Fitzpatrick entró, sonrió
vacíamente a la sala y dijo:
—Bueno, señoras y caballeros. Supongo que deberíamos empezar.
La Sra. Kearney recompensó su sílaba final muy plana con una rápida
mirada de desprecio y luego le dijo a su hija alentadoramente:
—¿Estás lista, querida?
Cuando tuvo la oportunidad, llamó al Sr. Holohan aparte y le preguntó
qué significaba todo aquello. El Sr. Holohan no sabía lo que significaba.
Dijo que el comité había cometido un error al organizar cuatro conciertos:
cuatro eran demasiados.
—¡Y los artistas! —dijo la Sra. Kearney—. Por supuesto que están ha-
ciendo lo mejor que pueden, pero realmente no son buenos.
El Sr. Holohan admitió que los artistas no eran buenos, pero el comité,
dijo, había decidido dejar que los primeros tres conciertos fueran como qui-
sieran y reservar todo el talento para la noche del sábado. La Sra. Kearney
no dijo nada, pero, a medida que los números mediocres se sucedían en el
escenario y las pocas personas en el salón disminuían cada vez más, comen-
zó a lamentar haber incurrido en cualquier gasto para tal concierto. Había
algo que no le gustaba en el aspecto de las cosas y la sonrisa vacía del Sr.
Fitzpatrick la irritaba mucho. Sin embargo, no dijo nada y esperó a ver
cómo terminaría. El concierto terminó poco antes de las diez y todos se fue-
ron rápidamente a casa.
El concierto del jueves por la noche estuvo mejor asistido, pero la Sra.
Kearney vio de inmediato que la casa estaba llena de entradas gratuitas. El
público se comportó indecorosamente, como si el concierto fuera un ensayo
informal. El Sr. Fitzpatrick parecía disfrutar; no era consciente de que la
Sra. Kearney tomaba nota furiosa de su conducta. Se paraba al borde de la
pantalla, de vez en cuando asomando la cabeza y riéndose con dos amigos
en una esquina del balcón. Durante la noche, la Sra. Kearney se enteró de
que el concierto del viernes sería cancelado y que el comité iba a mover cie-
lo y tierra para asegurar una casa llena el sábado por la noche. Cuando escu-
chó esto, buscó al Sr. Holohan. Lo detuvo cuando él salía rápidamente con
un vaso de limonada para una joven y le preguntó si era cierto. Sí, era
cierto.
—Pero, por supuesto, eso no altera el contrato —dijo ella—. El contrato
era para cuatro conciertos.
El Sr. Holohan parecía tener prisa; le aconsejó que hablara con el Sr. Fitz-
patrick. La Sra. Kearney comenzaba a alarmarse. Llamó al Sr. Fitzpatrick
lejos de su pantalla y le dijo que su hija había firmado para cuatro concier-
tos y que, por supuesto, según los términos del contrato, debía recibir la
suma estipulada originalmente, ya sea que la sociedad diera los cuatro con-
ciertos o no. El Sr. Fitzpatrick, quien no captó el punto en cuestión muy rá-
pidamente, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que llevaría el
asunto ante el comité. La ira de la Sra. Kearney comenzó a agitarse en su
mejilla y tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntar:
—¿Y quién es el Comité, por favor?
Pero sabía que no sería propio de una dama hacerlo: así que se mantuvo
en silencio.
Temprano el viernes por la mañana, se enviaron a los principales lugares
de Dublín a pequeños niños con paquetes de volantes. Aparecieron anun-
cios especiales en todos los periódicos de la tarde, recordando al público
amante de la música el deleite que les esperaba la noche siguiente. La Sra.
Kearney se sintió algo aliviada, pero pensó que sería mejor contarle a su es-
poso parte de sus sospechas. Él escuchó atentamente y dijo que quizás sería
mejor si él la acompañaba el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo.
Respetaba a su esposo de la misma manera que respetaba a la Oficina Gene-
ral de Correos, como algo grande, seguro y fijo; y aunque conocía el escaso
número de sus talentos, apreciaba su valor abstracto como hombre. Estaba
contenta de que él hubiera sugerido acompañarla. Ella reflexionó sobre sus
planes.
Llegó la noche del gran concierto. La Sra. Kearney, con su esposo y su
hija, llegó a las Antiguas Salas de Conciertos tres cuartos de hora antes de
la hora en que debía comenzar el concierto. Por mala suerte, era una noche
lluviosa. La Sra. Kearney dejó las ropas y la música de su hija a cargo de su
esposo y recorrió todo el edificio buscando al Sr. Holohan o al Sr. Fitzpa-
trick. No pudo encontrar a ninguno. Preguntó a los acomodadores si algún
miembro del comité estaba en el salón y, después de mucho esfuerzo, un
acomodador trajo a una pequeña mujer llamada Srta. Beirne a quien la Sra.
Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La Srta. Beirne es-
peraba que llegaran en cualquier momento y preguntó si podía hacer algo.
La Sra. Kearney miró atentamente el rostro algo viejo que estaba en una ex-
presión de confianza y entusiasmo y respondió:
—¡No, gracias!
La pequeña mujer esperaba que tuvieran una buena casa. Miró hacia la
lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró toda la confianza y
entusiasmo de sus rasgos torcidos. Luego suspiró y dijo:
—¡Ah, bueno! Hicimos nuestro mejor esfuerzo, eso lo sabe Dios.
La Sra. Kearney tuvo que volver al camerino.
Los artistas estaban llegando. El bajo y el segundo tenor ya habían llega-
do. El bajo, el Sr. Duggan, era un joven delgado con un bigote negro disper-
so. Era hijo de un portero en una oficina de la ciudad y, de niño, había can-
tado notas de bajo prolongadas en el resonante vestíbulo. Desde ese estado
humilde se había elevado hasta convertirse en un artista de primer nivel.
Había aparecido en la gran ópera. Una noche, cuando un artista de ópera se
había enfermado, asumió el papel del rey en la ópera de Maritana en el
Queen's Theatre. Cantó su música con gran sentimiento y volumen y fue
cálidamente recibido por la galería; pero, desafortunadamente, estropeó la
buena impresión al limpiarse la nariz con la mano enguantada una o dos ve-
ces por descuido. Era modesto y hablaba poco. Decía "yous" tan suavemen-
te que pasaba desapercibido y nunca bebía nada más fuerte que leche por el
bien de su voz. El Sr. Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que
competía todos los años por premios en el Feis Ceoil. En su cuarto intento,
le habían otorgado una medalla de bronce. Era extremadamente nervioso y
extremadamente celoso de otros tenores y cubría su nerviosa envidia con
una amigabilidad efusiva. Su humor era hacer que la gente supiera lo difícil
que era un concierto para él. Por lo tanto, cuando vio al Sr. Duggan, se acer-
có a él y le preguntó:
—¿Tú también estás en esto?
—Sí —dijo el Sr. Duggan. El Sr. Bell se rió de su compañero de sufri-
miento, extendió la mano y dijo:
—¡Dame la mano!
La Sra. Kearney pasó junto a estos dos jóvenes y se acercó al borde de la
pantalla para ver el salón. Las butacas se estaban llenando rápidamente y un
agradable ruido circulaba en el auditorio. Volvió y habló en privado con su
esposo. Su conversación evidentemente era sobre Kathleen porque ambos la
miraban a menudo mientras ella conversaba con una de sus amigas naciona-
listas, la Srta. Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria con un
rostro pálido atravesó la sala. Las mujeres siguieron con ojos agudos el ves-
tido azul desvaído que se estiraba sobre un cuerpo magro. Alguien dijo que
era Madam Glynn, la soprano.
—Me pregunto dónde la habrán encontrado —dijo Kathleen a la Srta.
Healy—. Estoy segura de que nunca oí hablar de ella.
La Srta. Healy tuvo que sonreír. En ese momento, el Sr. Holohan entró
cojeando en el camerino y las dos jóvenes le preguntaron quién era la mujer
desconocida. El Sr. Holohan dijo que era Madam Glynn de Londres. Ma-
dam Glynn se ubicó en un rincón de la sala, sosteniendo un rollo de música
rígidamente frente a ella y, de vez en cuando, cambiando la dirección de su
mirada asustada. La sombra tomó su vestido desvaído para protegerlo, pero
cayó vengativamente en la pequeña cavidad detrás de su clavícula. El ruido
del salón se hizo más audible. El primer tenor y el barítono llegaron juntos.
Ambos estaban bien vestidos, corpulentos y complacientes y trajeron un so-
plo de opulencia a la compañía.
La Sra. Kearney llevó a su hija hacia ellos y habló con ellos amablemen-
te. Quería estar en buenos términos con ellos pero, mientras se esforzaba
por ser educada, sus ojos seguían al Sr. Holohan en sus cursos cojeando y
desviados. Tan pronto como pudo, se disculpó y salió tras él.
—Sr. Holohan, quiero hablar con usted un momento —dijo ella.
Bajaron a una parte discreta del pasillo. La Sra. Kearney le preguntó
cuándo le iban a pagar a su hija. El Sr. Holohan dijo que el Sr. Fitzpatrick
estaba a cargo de eso. La Sra. Kearney dijo que no sabía nada sobre el Sr.
Fitzpatrick. Su hija había firmado un contrato por ocho guineas y tendría
que ser pagada. El Sr. Holohan dijo que no era asunto suyo.
—¿Por qué no es asunto suyo? —preguntó la Sra. Kearney—. ¿No fue
usted quien le trajo el contrato? De todos modos, si no es asunto suyo, es
asunto mío y pienso encargarme de ello.
—Es mejor que hable con el Sr. Fitzpatrick —dijo el Sr. Holohan
distante.
—No sé nada sobre el Sr. Fitzpatrick —repitió la Sra. Kearney—. Tengo
mi contrato y tengo la intención de que se cumpla.
Cuando volvió al camerino, sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas.
La sala estaba animada. Dos hombres con ropa de calle se habían apoderado
de la chimenea y charlaban familiarmente con la Srta. Healy y el barítono.
Eran los hombres de Freeman y el Sr. O'Madden Burke. El hombre de Free-
man había venido a decir que no podía esperar para el concierto porque te-
nía que informar sobre la conferencia que un sacerdote estadounidense esta-
ba dando en la Mansion House. Dijo que debían dejar el informe para él en
la oficina de Freeman y se aseguraría de que se publicara. Era un hombre de
pelo gris, con una voz plausible y modales cuidadosos. Sostenía un cigarro
apagado en la mano y el aroma del humo del cigarro flotaba cerca de él. No
tenía la intención de quedarse un momento porque los conciertos y los artis-
tas lo aburrían considerablemente, pero permaneció apoyado en la repisa de
la chimenea. La Srta. Healy se paró frente a él, hablando y riendo. Él tenía
la edad suficiente para sospechar una razón para su cortesía, pero joven de
espíritu para aprovechar el momento. El calor, la fragancia y el color de su
cuerpo apelaban a sus sentidos. Era agradablemente consciente de que el
pecho que veía subir y bajar lentamente debajo de él subía y bajaba en ese
momento por él, que la risa, la fragancia y las miradas voluntarias eran su
tributo. Cuando no pudo quedarse más, se despidió de ella con pesar.
—El Sr. O'Madden Burke escribirá la reseña —explicó al Sr. Holohan—
y yo me aseguraré de que se publique.
—Muchas gracias, Sr. Hendrick —dijo el Sr. Holohan—. Sé que lo publi-
cará. Ahora, ¿no quiere tomar algo antes de irse?
—No me importa —dijo el Sr. Hendrick.
Los dos hombres recorrieron algunos pasajes tortuosos y subieron una
escalera oscura hasta llegar a una sala apartada donde uno de los acomoda-
dores descorchaba botellas para unos pocos caballeros. Uno de estos caba-
lleros era el Sr. O'Madden Burke, quien había encontrado la sala por instin-
to. Era un hombre mayor y suave que equilibraba su imponente cuerpo,
cuando estaba en reposo, sobre un gran paraguas de seda. Su magniloquente
nombre occidental era el paraguas moral sobre el que equilibraba el fino
problema de sus finanzas. Era ampliamente respetado.
Mientras el Sr. Holohan entretenía al hombre de Freeman, la Sra. Kear-
ney hablaba tan animadamente con su esposo que él tuvo que pedirle que
bajara la voz. La conversación de los demás en el camerino se había vuelto
tensa. El Sr. Bell, el primer número, estaba listo con su música pero la
acompañante no daba señales. Evidentemente, algo andaba mal. El Sr.
Kearney miraba fijamente hacia adelante, acariciándose la barba, mientras
la Sra. Kearney hablaba al oído de Kathleen con énfasis contenido. Desde el
salón llegaban sonidos de aliento, aplausos y golpes de pies. El primer te-
nor, el barítono y la Srta. Healy estaban juntos, esperando tranquilamente,
pero los nervios del Sr. Bell estaban muy agitados porque tenía miedo de
que el público pensara que había llegado tarde.
El Sr. Holohan y el Sr. O'Madden Burke entraron en la sala. En un mo-
mento, el Sr. Holohan percibió el silencio. Se acercó a la Sra. Kearney y ha-
bló con ella con seriedad. Mientras hablaban, el ruido en el salón creció. El
Sr. Holohan se puso muy rojo y emocionado. Hablaba con volubilidad, pero
la Sra. Kearney decía bruscamente a intervalos:
—Ella no saldrá. Debe recibir sus ocho guineas.
El Sr. Holohan señalaba desesperadamente hacia el salón donde el públi-
co aplaudía y golpeaba el suelo. Apeló al Sr. Kearney y a Kathleen. Pero el
Sr. Kearney continuó acariciándose la barba y Kathleen miraba hacia abajo,
moviendo la punta de su nuevo zapato: no era culpa suya. La Sra. Kearney
repetía:
—No saldrá sin su dinero.
Después de una rápida lucha de palabras, el Sr. Holohan salió apresurada-
mente. La sala quedó en silencio. Cuando la tensión del silencio se volvió
algo dolorosa, la Srta. Healy le dijo al barítono:
—¿Ha visto a la Sra. Pat Campbell esta semana?
El barítono no la había visto pero le habían dicho que estaba muy bien.
La conversación no llegó más lejos. El primer tenor inclinó la cabeza y co-
menzó a contar los eslabones de la cadena de oro que se extendía por su
cintura, sonriendo y tarareando notas al azar para observar el efecto en el
seno frontal. De vez en cuando, todos miraban a la Sra. Kearney.
El ruido en el auditorio se había convertido en un clamor cuando el Sr.
Fitzpatrick irrumpió en la sala, seguido por el Sr. Holohan, que jadeaba. Los
aplausos y los golpes en el salón estaban acompañados por silbidos. El Sr.
Fitzpatrick tenía algunos billetes en la mano. Contó cuatro en la mano de la
Sra. Kearney y dijo que recibiría la otra mitad en el intermedio. La Sra.
Kearney dijo:
—Faltan cuatro chelines.
Pero Kathleen recogió su falda y dijo: "Ahora, Sr. Bell," al primer núme-
ro, que temblaba como un álamo. El cantante y la acompañante salieron
juntos. El ruido en el salón se desvaneció. Hubo una pausa de unos segun-
dos: y luego se escuchó el piano.
La primera parte del concierto fue muy exitosa, excepto por el número de
Madam Glynn. La pobre señora cantó Killarney con una voz sin cuerpo y
jadeante, con todos los manierismos anticuados de entonación y pronuncia-
ción que creía que daban elegancia a su canto. Parecía como si hubiera sido
resucitada de un viejo guardarropa de teatro y las partes más baratas del sa-
lón se burlaron de sus notas altas y lastimeras. Sin embargo, el primer tenor
y la contralto fueron ovacionados. Kathleen tocó una selección de aires ir-
landeses que fue generosamente aplaudida. La primera parte terminó con
una recitación patriótica inspiradora entregada por una joven que organiza-
ba teatrales amateurs. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los
hombres salieron para el intermedio, contentos.
Todo este tiempo el camerino era un hervidero de emoción. En una esqui-
na estaban el Sr. Holohan, el Sr. Fitzpatrick, la Srta. Beirne, dos de los aco-
modadores, el barítono, el bajo y el Sr. O'Madden Burke. El Sr. O'Madden
Burke dijo que era la exhibición más escandalosa que había presenciado. La
carrera musical de la Srta. Kathleen Kearney en Dublín había terminado
después de eso, dijo. Al barítono le preguntaron qué pensaba de la conducta
de la Sra. Kearney. No le gustaba decir nada. Había sido pagado y deseaba
estar en paz con los hombres. Sin embargo, dijo que la Sra. Kearney podría
haber considerado a los artistas. Los acomodadores y los secretarios deba-
tieron acaloradamente sobre lo que se debería hacer cuando llegara el
intermedio.
—Estoy de acuerdo con la Srta. Beirne —dijo el Sr. O'Madden Burke—.
No le paguen nada.
En otra esquina de la sala estaban la Sra. Kearney y su esposo, el Sr. Bell,
la Srta. Healy y la joven que debía recitar la pieza patriótica. La Sra. Kear-
ney dijo que el comité la había tratado escandalosamente. No había escati-
mado ni esfuerzo ni gasto y así era como la recompensaban.
Pensaban que solo tenían que lidiar con una chica y que, por lo tanto, po-
dían pasar por encima de ella. Pero les demostraría su error. No se habrían
atrevido a tratarla así si hubiera sido un hombre. Pero se aseguraría de que
su hija obtuviera sus derechos: no la tomarían por tonta. Si no le pagaban
hasta el último centavo, haría que Dublín retumbara. Por supuesto, lamenta-
ba por los artistas. Pero ¿qué más podía hacer? Ella apeló al segundo tenor,
que dijo que pensaba que no había sido bien tratada. Luego apeló a la Srta.
Healy. La Srta. Healy quería unirse al otro grupo, pero no le gustaba hacerlo
porque era una gran amiga de Kathleen y los Kearney a menudo la habían
invitado a su casa.
Tan pronto como terminó la primera parte, el Sr. Fitzpatrick y el Sr. Ho-
lohan se acercaron a la Sra. Kearney y le dijeron que las otras cuatro gui-
neas serían pagadas después de la reunión del comité el siguiente martes y
que, en caso de que su hija no tocara para la segunda parte, el comité consi-
deraría el contrato roto y no pagaría nada.
—No he visto ningún comité —dijo la Sra. Kearney enojada—. Mi hija
tiene su contrato. Recibirá cuatro libras y ocho en su mano o no pondrá un
pie en esa plataforma.
—Estoy sorprendido de usted, Sra. Kearney —dijo el Sr. Holohan—.
Nunca pensé que nos trataría de esta manera.
—¿Y cómo me trataron ustedes a mí? —preguntó la Sra. Kearney.
Su rostro se inundó de un color enojado y parecía como si fuera a atacar a
alguien con sus manos.
—Estoy pidiendo mis derechos —dijo.
—Podría tener algo de decencia —dijo el Sr. Holohan.
—¿De veras? . . . Y cuando pregunto cuándo se le va a pagar a mi hija,
no puedo obtener una respuesta civilizada.
Sacudió la cabeza y asumió una voz altanera:
—Debe hablar con el secretario. No es asunto mío. Soy un gran tipo, fol-
the-diddle-I-do.
—Pensé que era una dama —dijo el Sr. Holohan, alejándose bruscamente
de ella.
Después de eso, la conducta de la Sra. Kearney fue condenada por todos:
todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se quedó en la puerta,
demacrada de ira, discutiendo con su esposo e hija, gesticulando con ellos.
Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de
que los secretarios se le acercaran. Pero la Srta. Healy había aceptado ama-
blemente tocar uno o dos acompañamientos. La Sra. Kearney tuvo que ha-
cerse a un lado para permitir que el barítono y su acompañante subieran al
escenario. Se quedó quieta por un instante como una imagen de piedra
enojada y, cuando las primeras notas de la canción llegaron a sus oídos,
tomó el abrigo de su hija y le dijo a su esposo:
—¡Consigue un taxi!
Él salió inmediatamente. La Sra. Kearney envolvió el abrigo alrededor de
su hija y lo siguió. Mientras pasaba por la puerta, se detuvo y miró furiosa
al rostro del Sr. Holohan.
—No he terminado contigo todavía —dijo.
—Pero yo he terminado contigo —dijo el Sr. Holohan.
Kathleen siguió a su madre dócilmente. El Sr. Holohan comenzó a cami-
nar de un lado a otro de la sala, para calmarse porque sentía su piel
ardiendo.
—¡Esa es una buena dama! —dijo—. ¡Oh, es una buena dama!
—Hiciste lo correcto, Holohan —dijo el Sr. O'Madden Burke, apoyado
en su paraguas en señal de aprobación.
A MAYOR GRACIA DE DIOS

Dos caballeros que estaban en el lavabo en ese momento intentaron le-


vantarlo: pero estaba completamente indefenso. Yacía acurrucado al pie de
las escaleras por las que había caído. Lograron darle la vuelta. Su sombrero
había rodado unos metros y su ropa estaba manchada con la suciedad y el
fango del suelo en el que había estado, boca abajo. Tenía los ojos cerrados y
respiraba con un ruido gutural. Un fino hilo de sangre le corría por la comi-
sura de la boca.
Estos dos caballeros y uno de los curas lo llevaron escaleras arriba y lo
volvieron a acostar en el suelo del bar. En dos minutos estaba rodeado por
un círculo de hombres. El gerente del bar preguntó a todos quién era y con
quién estaba. Nadie sabía quién era, pero uno de los curas dijo que le había
servido al caballero un pequeño ron.
—¿Estaba solo? —preguntó el gerente.
—No, señor. Estaba con dos caballeros.
—¿Y dónde están ellos?
Nadie lo sabía; una voz dijo:
—Déjenlo respirar. Se ha desmayado.
El círculo de espectadores se ensanchó y se cerró de nuevo elásticamente.
Una oscura mancha de sangre se había formado cerca de la cabeza del hom-
bre en el suelo embaldosado. El gerente, alarmado por la palidez grisácea
del rostro del hombre, llamó a un policía.
Le desabrocharon el cuello de la camisa y le deshicieron la corbata.
Abrió los ojos por un instante, suspiró y los volvió a cerrar. Uno de los ca-
balleros que lo habían llevado escaleras arriba sostenía un sombrero de seda
abollado en la mano. El gerente preguntó repetidamente si nadie sabía quién
era el hombre herido o dónde se habían ido sus amigos. La puerta del bar se
abrió y entró un policía inmenso. Una multitud que lo había seguido por el
callejón se reunió afuera de la puerta, luchando por mirar a través de los pa-
neles de vidrio.
El gerente inmediatamente comenzó a narrar lo que sabía. El policía, un
joven con rasgos gruesos e inmóviles, escuchaba. Movía la cabeza lenta-
mente de derecha a izquierda y del gerente a la persona en el suelo, como si
temiera ser víctima de alguna ilusión. Luego se quitó el guante, sacó un pe-
queño cuaderno de su cintura, lamió la punta de su lápiz y se dispuso a es-
cribir. Preguntó con un acento provinciano sospechoso:
—¿Quién es el hombre? ¿Cuál es su nombre y dirección?
Un joven con traje de ciclista se abrió paso entre el círculo de espectado-
res. Se arrodilló rápidamente junto al hombre herido y pidió agua. El policía
también se arrodilló para ayudar. El joven lavó la sangre de la boca del heri-
do y luego pidió un poco de brandy. El policía repitió la orden con voz au-
toritaria hasta que un cura vino corriendo con el vaso. Le forzaron el brandy
en la garganta del hombre. En unos segundos abrió los ojos y miró a su alre-
dedor. Miró el círculo de rostros y luego, entendiendo, trató de levantarse.
—¿Estás bien ahora? —preguntó el joven con traje de ciclista.
—Sha, 's nada —dijo el herido, tratando de ponerse de pie. Lo ayudaron
a levantarse. El gerente dijo algo sobre un hospital y algunos de los especta-
dores dieron consejos. Le colocaron el sombrero abollado en la cabeza al
hombre. El policía preguntó:
—¿Dónde vive?
El hombre, sin responder, comenzó a girar las puntas de su bigote. Restó
importancia a su accidente. No era nada, dijo: solo un pequeño accidente.
Hablaba muy espeso.
—¿Dónde vive? —repitió el policía.
El hombre dijo que le consiguieran un taxi. Mientras se debatía el punto,
un caballero alto y ágil de tez clara, vestido con un largo abrigo amarillo,
vino desde el otro extremo del bar. Al ver el espectáculo, exclamó:
—¡Hola, Tom, viejo amigo! ¿Cuál es el problema?
—Sha, 's nada —dijo el hombre.
El recién llegado examinó la deplorable figura ante él y luego se volvió
hacia el policía, diciendo:
—Está bien, agente. Me aseguraré de que llegue a casa.
El policía tocó su casco y respondió:
—Está bien, señor Power.
—Vamos, Tom —dijo el señor Power, tomando a su amigo del brazo—.
Ningún hueso roto. ¿Qué? ¿Puedes caminar?
El joven con traje de ciclista tomó al hombre por el otro brazo y la multi-
tud se dividió.
—¿Cómo te metiste en este lío? —preguntó el señor Power.
—El caballero cayó por las escaleras —dijo el joven.
—'M 'uy 'r 'de 'cérselo, señor —dijo el hombre herido.
—No es nada.
—¿No podemos tomar un poco...? —No ahora. No ahora.
Los tres hombres salieron del bar y la multitud se dispersó por las puertas
hacia el callejón. El gerente llevó al policía a las escaleras para inspeccionar
la escena del accidente. Estuvieron de acuerdo en que el caballero debía ha-
ber perdido el equilibrio. Los clientes volvieron al mostrador y un cura se
dispuso a limpiar los rastros de sangre del suelo.
Cuando salieron a Grafton Street, el señor Power hizo señas a un coche
de alquiler. El hombre herido dijo de nuevo lo mejor que pudo:
—Yo' 'muy 'gradecido con usted, señor. Espero que 'os 'ntremos de nue-
vo. 'i 'ombre es Kernan.
El shock y el dolor incipiente lo habían medio sobrio.
—No lo mencione —dijo el joven.
Se estrecharon las manos. El señor Kernan fue subido al coche y, mien-
tras el señor Power daba instrucciones al cochero, expresó su gratitud al jo-
ven y lamentó no poder tomar una copa juntos.
—Otra vez será —dijo el joven. El coche se dirigió hacia Westmoreland
Street. Cuando pasó por la Oficina del Lastre, el reloj marcaba las nueve y
media. Un viento del este golpeó fuerte, soplando desde la desembocadura
del río. El señor Kernan estaba acurrucado de frío. Su amigo le pidió que
contara cómo había ocurrido el accidente.
—No 'uedo 'ablar —respondió—, 'engo la 'engua herida.
—Muéstrame.
El otro se inclinó sobre el borde del coche y miró dentro de la boca del
señor Kernan, pero no pudo ver. Encendió un fósforo y, protegiéndolo con
sus manos, volvió a mirar en la boca que el señor Kernan abrió obediente-
mente. El movimiento oscilante del coche llevaba y traía el fósforo de la
boca abierta. Los dientes inferiores y las encías estaban cubiertos de sangre
coagulada y parecía que una diminuta parte de la lengua había sido mordi-
da. El fósforo se apagó.
—Eso es feo —dijo el señor Power.
—Sha, 's nada —dijo el señor Kernan, cerrando la boca y abrochándose
el cuello de su abrigo sucio.
El señor Kernan era un viajante de comercio de la vieja escuela, que creía
en la dignidad de su profesión. Nunca se le había visto en la ciudad sin un
sombrero de seda decente y un par de polainas. Gracias a estos dos artículos
de vestimenta, decía, un hombre siempre podía pasar desapercibido. Mante-
nía la tradición de su Napoleón, el gran Blackwhite, cuya memoria evocaba
a veces con leyendas y parodias. Los métodos modernos de negocios le ha-
bían permitido solo un pequeño despacho en Crowe Street, en cuya persiana
estaba escrito el nombre de su empresa con la dirección—Londres, E.C. En
la repisa de la chimenea de este pequeño despacho, una pequeña fila de bo-
tes de plomo estaba alineada y en la mesa frente a la ventana había cuatro o
cinco cuencos de porcelana que generalmente estaban medio llenos de un
líquido negro. De estos cuencos, el señor Kernan probaba té. Tomaba un
sorbo, lo saboreaba, saturaba su paladar con él y luego lo escupía en la chi-
menea. Luego hacía una pausa para juzgar.
El señor Power, un hombre mucho más joven, trabajaba en la Oficina de
la Real Policía Irlandesa en el Castillo de Dublín. El arco de su ascenso so-
cial intersectaba con el arco del declive de su amigo, pero el declive del se-
ñor Kernan estaba mitigado por el hecho de que ciertos amigos que lo ha-
bían conocido en su momento más alto de éxito todavía lo estimaban como
un personaje. El señor Power era uno de estos amigos. Sus inexplicables
deudas eran proverbiales en su círculo; era un joven desenfadado.
El coche se detuvo frente a una pequeña casa en Glasnevin Road y el se-
ñor Kernan fue ayudado a entrar. Su esposa lo metió en la cama, mientras el
señor Power se sentaba en la cocina hablando con los niños sobre dónde
iban a la escuela y qué libros estudiaban. Los niños—dos niñas y un niño,
conscientes de la impotencia de su padre y de la ausencia de su madre, co-
menzaron a jugar con él. Estaba sorprendido por sus modales y acentos, y
su ceño se volvió pensativo. Después de un rato, la señora Kernan entró a la
cocina, exclamando:
—¡Qué espectáculo! O, se hará daño algún día y eso será el fin. Ha esta-
do bebiendo desde el viernes.
El señor Power se apresuró a explicarle que él no era responsable, que
había llegado a la escena por mera casualidad. La señora Kernan, recordan-
do los buenos oficios del señor Power durante las disputas domésticas, así
como muchos pequeños, pero oportunos préstamos, dijo:
—Oh, no hace falta que me lo diga, señor Power. Sé que usted es un ami-
go de verdad, no como algunos de los otros con los que se junta. Ellos están
bien siempre y cuando él tenga dinero en el bolsillo para mantenerlo alejado
de su esposa y familia. ¡Bonitos amigos! ¿Con quién estaba esta noche, me
gustaría saber?
El señor Power sacudió la cabeza pero no dijo nada.
—Lo siento mucho —continuó ella—, que no tenga nada en la casa para
ofrecerle. Pero si espera un minuto, mandaré a buscar algo a Fogarty's, en la
esquina.
El señor Power se levantó.
—Estábamos esperando a que viniera con el dinero. Parece que nunca
piensa que tiene un hogar en absoluto.
—Oh, ahora, señora Kernan —dijo el señor Power—, lo haremos cam-
biar de hoja. Hablaré con Martin. Él es el hombre. Vendremos aquí una de
estas noches y lo discutiremos.
Ella lo acompañó hasta la puerta. El cochero estaba pisoteando la acera y
balanceando los brazos para calentarse.
—Es muy amable de su parte traerlo a casa —dijo ella.
—No es nada —dijo el señor Power. Subió al coche. Mientras se alejaba,
se quitó el sombrero para saludarla alegremente.
—Lo haremos un hombre nuevo —dijo.
—Buenas noches, señora Kernan.
Los ojos perplejos de la señora Kernan siguieron el coche hasta que des-
apareció de la vista. Luego los apartó, entró en la casa y vació los bolsillos
de su marido.
Era una mujer activa y práctica de mediana edad. No mucho antes había
celebrado sus bodas de plata y renovado su intimidad con su marido al bai-
lar un vals con él acompañados por la música del señor Power. En sus días
de cortejo, el señor Kernan le había parecido una figura no poco galante: y
todavía se apresuraba a la puerta de la capilla cada vez que se anunciaba
una boda y, al ver a la pareja nupcial, recordaba con vívido placer cómo ha-
bía salido de la iglesia Star of the Sea en Sandymount, apoyada en el brazo
de un hombre jovial y bien alimentado, vestido elegantemente con un frac y
pantalones color lavanda y llevando un sombrero de seda elegantemente
equilibrado sobre su otro brazo. Después de tres semanas había encontrado
la vida de esposa tediosa y, más tarde, cuando comenzaba a encontrarla in-
soportable, se había convertido en madre. El papel de madre no le presenta-
ba dificultades insuperables y durante veinticinco años había llevado la casa
con astucia para su marido. Sus dos hijos mayores ya estaban encaminados.
Uno trabajaba en una tienda de ropa en Glasgow y el otro era empleado de
un comerciante de té en Belfast. Eran buenos hijos, escribían regularmente
y a veces enviaban dinero a casa. Los otros niños aún estaban en la escuela.
El señor Kernan envió una carta a su oficina al día siguiente y permane-
ció en la cama. Ella le preparó caldo de carne y lo regañó duramente. Acep-
taba su frecuente intemperancia como parte del clima, lo curaba diligente-
mente cada vez que estaba enfermo y siempre trataba de hacerle comer un
desayuno. Había maridos peores. Nunca había sido violento desde que los
niños habían crecido, y ella sabía que él caminaría hasta el final de Thomas
Street y de regreso para conseguir incluso un pequeño pedido.
Dos noches después, sus amigos vinieron a verlo. Ella los llevó a su dor-
mitorio, cuyo aire estaba impregnado de un olor personal, y les ofreció si-
llas junto al fuego. La lengua del señor Kernan, cuyo dolor punzante oca-
sional lo había vuelto algo irritable durante el día, se volvió más educada.
Se sentó apoyado en la cama por almohadas y el poco color en sus mejillas
hinchadas las hacía parecer brasas cálidas. Se disculpó con sus invitados
por el desorden de la habitación, pero al mismo tiempo los miraba con cier-
to orgullo, con el orgullo de un veterano.
Estaba completamente inconsciente de que era víctima de un complot
que sus amigos, el señor Cunningham, el señor M'Coy y el señor Power, ha-
bían revelado a la señora Kernan en el salón. La idea había sido del señor
Power, pero su desarrollo se confió al señor Cunningham. El señor Kernan
provenía de una familia protestante y, aunque se había convertido a la fe ca-
tólica en el momento de su matrimonio, no había estado en el seno de la
Iglesia durante veinte años. Además, le gustaba dar golpes indirectos al
catolicismo.
El señor Cunningham era el hombre adecuado para un caso así. Era un
colega mayor del señor Power. Su propia vida doméstica no era muy feliz.
La gente sentía gran simpatía por él, pues se sabía que se había casado con
una mujer poco presentable que era una borracha incurable. Había estable-
cido un hogar para ella seis veces; y cada vez ella había empeñado los
muebles.
Todos respetaban al pobre Martin Cunningham. Era un hombre completa-
mente sensato, influyente e inteligente. Su conocimiento humano, astucia
natural particularizada por la larga asociación con casos en los tribunales de
policía, había sido templado por breves inmersiones en las aguas de la filo-
sofía general. Estaba bien informado. Sus amigos respetaban sus opiniones
y consideraban que su rostro se parecía al de Shakespeare. Cuando el com-
plot le fue revelado, la señora Kernan había dicho:
—Dejo todo en sus manos, señor Cunningham.
Después de un cuarto de siglo de vida matrimonial, le quedaban muy po-
cas ilusiones. La religión para ella era un hábito, y sospechaba que un hom-
bre de la edad de su marido no cambiaría mucho antes de morir. Se sintió
tentada a ver una curiosa adecuación en su accidente y, de no ser porque no
quería parecer sangrienta, les habría dicho a los caballeros que la lengua del
señor Kernan no sufriría por ser acortada. Sin embargo, el señor Cunning-
ham era un hombre capaz; y la religión era la religión. El esquema podría
hacer bien y, al menos, no podría hacer daño. Sus creencias no eran extrava-
gantes. Creía firmemente en el Sagrado Corazón como la devoción católica
más útil en general y aprobaba los sacramentos. Su fe estaba limitada por su
cocina, pero, si se veía en la necesidad, también podía creer en el banshee y
en el Espíritu Santo.
Los caballeros comenzaron a hablar del accidente. El señor Cunningham
dijo que una vez había conocido un caso similar. Un hombre de setenta años
se había mordido un pedazo de la lengua durante un ataque epiléptico y la
lengua se había regenerado, de modo que nadie podía ver rastro de la
mordida.
—Bueno, no tengo setenta años —dijo el inválido.
—Dios no lo quiera —dijo el señor Cunningham.
—¿No te duele ahora? —preguntó el señor M'Coy.
El señor M'Coy había sido en un tiempo un tenor de cierta reputación. Su
esposa, que había sido soprano, todavía enseñaba a tocar el piano a niños
pequeños a bajo costo. Su línea de vida no había sido la distancia más corta
entre dos puntos y, durante breves períodos, se había visto obligado a vivir
de sus ingenios. Había sido empleado en el Midland Railway, recaudador de
anuncios para The Irish Times y para The Freeman's Journal, viajante para
una empresa de carbón a comisión, investigador privado, empleado en la
oficina del sub-sheriff, y recientemente se había convertido en secretario del
forense de la ciudad. Su nueva posición lo hacía profesionalmente interesa-
do en el caso del señor Kernan.
—¿Dolor? No mucho —respondió el señor Kernan—. Pero es tan nau-
seabundo. Siento como si quisiera vomitar.
—Eso es por el alcohol —dijo el señor Cunningham con firmeza.
—No —dijo el señor Kernan—. Creo que cogí frío en el coche. Hay algo
que sigue subiendo por mi garganta, flema o...
—Moco —dijo el señor M'Coy.
—Sigue subiendo desde el fondo de mi garganta; una cosa nauseabunda.
—Sí, sí —dijo el señor M'Coy—, eso es el tórax.
Miró al señor Cunningham y al señor Power al mismo tiempo con un aire
de desafío. El señor Cunningham asintió rápidamente con la cabeza y el se-
ñor Power dijo:
—Bueno, todo está bien si termina bien.
—Estoy muy agradecido contigo, viejo amigo —dijo el inválido.
El señor Power agitó la mano.
—Esos otros dos tipos con los que estaba...
—¿Con quién estabas? —preguntó el señor Cunningham.
—Un tipo. No sé su nombre. Maldita sea, ¿cómo se llama? Un tipo pe-
queño con cabello rubio...
—¿Y quién más?
—Harford.
—Hm —dijo el señor Cunningham.
Cuando el señor Cunningham hizo ese comentario, la gente guardó silen-
cio. Se sabía que el orador tenía fuentes de información secretas. En este
caso, la monosílaba tenía una intención moral. El señor Harford a veces for-
maba parte de un pequeño destacamento que salía de la ciudad poco des-
pués del mediodía del domingo con el propósito de llegar lo antes posible a
alguna taberna en las afueras de la ciudad, donde sus miembros se califica-
ban debidamente como viajeros de buena fe. Pero sus compañeros de viaje
nunca habían consentido en pasar por alto su origen. Había comenzado su
vida como un financiero oscuro, prestando pequeñas sumas de dinero a los
trabajadores a interés usurario. Más tarde se había convertido en socio de un
caballero muy gordo y bajo, el señor Goldberg, en el Liffey Loan Bank.
Aunque nunca había abrazado más que el código ético judío, sus compañe-
ros católicos, siempre que habían sufrido en persona o por proxy bajo sus
exacciones, hablaban de él con amargura como un judío irlandés y un anal-
fabeto, y veían la desaprobación divina de la usura manifestada a través de
la persona de su hijo idiota. En otras ocasiones recordaban sus buenos
puntos.
—Me pregunto dónde habrá ido —dijo el señor Kernan.
Quería que los detalles del incidente permanecieran vagos. Deseaba que
sus amigos pensaran que había habido algún error, que el señor Harford y él
se habían perdido el uno al otro. Sus amigos, que conocían bien los modales
de beber del señor Harford, guardaron silencio. El señor Power dijo de
nuevo:
—Todo está bien si termina bien.
El señor Kernan cambió de tema de inmediato.
—Ese era un buen joven, ese médico —dijo—. Solo por él...
—Oh, solo por él —dijo el señor Power—, podría haber sido un caso de
siete días, sin la opción de una multa.
—Sí, sí —dijo el señor Kernan, tratando de recordar—. Ahora recuerdo
que había un policía. Buen joven, parecía. ¿Cómo sucedió todo?
—Sucedió que estabas borracho, Tom —dijo el señor Cunningham
gravemente.
—Verdad —dijo el señor Kernan, igualmente grave.
—Supongo que sobornaste al agente, Jack —dijo el señor M'Coy.
Al señor Power no le gustaba que usaran su nombre de pila. No era muy
rígido, pero no podía olvidar que el señor M'Coy había hecho recientemente
una cruzada en busca de maletas para permitir que la señora M'Coy cum-
pliera compromisos imaginarios en el campo. Más que resentir el hecho de
haber sido victima, resentía jugar tan bajo. Respondió la pregunta, por lo
tanto, como si el señor Kernan la hubiera hecho.
El relato indignó al señor Kernan. Estaba muy consciente de su ciudada-
nía, deseaba vivir con su ciudad en términos mutuamente honorables y re-
sentía cualquier afrenta puesta sobre él por aquellos a quienes llamaba
pueblerinos.
—¿Para esto pagamos impuestos? —preguntó—. Para alimentar y vestir
a estos ignorantes patanes... y no son otra cosa.
El señor Cunningham rió. Solo era funcionario del castillo durante las
horas de oficina.
—¿Cómo podrían ser otra cosa, Tom? —dijo. Adoptó un grueso acento
provincial y dijo en tono de mando:
—¡65, atrapa tu repollo!
Todos rieron. El señor M'Coy, que quería unirse a la conversación por
cualquier puerta, fingió que nunca había escuchado la historia. El señor
Cunningham dijo:
—Se supone—dicen, ya saben—que ocurre en el depósito donde consi-
guen a estos truenos grandes del campo, omadhauns, ya saben, para entre-
nar. El sargento los hace pararse en fila contra la pared y levantar sus platos.
Ilustró la historia con gestos grotescos.
—A la hora de la cena, ya sabes. Luego tiene un maldito gran cuenco de
repollo delante de él en la mesa y una maldita gran cuchara como una pala.
Toma un trozo de repollo con la cuchara y lo lanza al otro lado de la habita-
ción y los pobres diablos tienen que intentar atraparlo en sus platos: 65,
atrapa tu repollo.
Todos rieron de nuevo: pero el señor Kernan todavía estaba algo indigna-
do. Habló de escribir una carta a los periódicos.
—Estos pueblerinos vienen aquí —dijo—, creen que pueden mandar a la
gente. No necesito decirte, Martin, qué clase de hombres son.
El señor Cunningham dio un asentimiento calificado.
—Es como todo en este mundo —dijo—. Tienes algunos malos y tienes
algunos buenos.
—Oh sí, tienes algunos buenos, lo admito —dijo el señor Kernan,
satisfecho.
—Es mejor no tener nada que decirles —dijo el señor M'Coy—. ¡Esa es
mi opinión!
La señora Kernan entró en la habitación y, colocando una bandeja en la
mesa, dijo:
—Sírvanse, caballeros.
El señor Power se levantó para oficiar, ofreciéndole su silla. Ella la recha-
zó, diciendo que estaba planchando abajo, y, después de haber intercambia-
do un asentimiento con el señor Cunningham a espaldas del señor Power, se
preparó para salir de la habitación. Su marido le llamó:
—¿Y no tienes nada para mí, patito?
—¡Oh, tú! ¡El dorso de mi mano para ti! —dijo la señora Kernan con
aspereza.
Su marido le llamó:
—¡Nada para el pobre y pequeño esposo!
Adoptó un rostro y una voz tan cómicos que la distribución de las bote-
llas de cerveza se llevó a cabo en medio de la alegría general.
Los caballeros bebieron de sus vasos, volvieron a colocar los vasos en la
mesa y hicieron una pausa. Entonces, el señor Cunningham se volvió hacia
el señor Power y dijo casualmente:
—¿El jueves por la noche, dijiste, Jack?
—Sí, el jueves —dijo el señor Power.
—¡Perfecto! —dijo el señor Cunningham con prontitud.
—Podemos reunirnos en M'Auley's —dijo el señor M'Coy—. Será el lu-
gar más conveniente.
—Pero no debemos llegar tarde —dijo el señor Power con seriedad—,
porque seguro que estará lleno hasta la puerta.
—Podemos reunirnos a las siete y media —dijo el señor M'Coy.
—¡Perfecto! —dijo el señor Cunningham.
—¡A las siete y media en M'Auley's!
Hubo un breve silencio. El señor Kernan esperó a ver si sus amigos lo
tomarían en confianza. Luego preguntó:
—¿Qué pasa?
—Oh, no es nada —dijo el señor Cunningham—. Es solo un pequeño
asunto que estamos organizando para el jueves.
—¿La ópera, es? —dijo el señor Kernan.
—No, no —dijo el señor Cunningham en un tono evasivo—, es solo un
pequeño... asunto espiritual.
—Oh —dijo el señor Kernan. Hubo otro silencio. Entonces el señor Po-
wer dijo, sin rodeos:
—Para decirte la verdad, Tom, vamos a hacer un retiro.
—Sí, eso es —dijo el señor Cunningham—. Jack y yo y M'Coy aquí...
todos vamos a lavar la olla.
Pronunció la metáfora con cierta energía familiar y, alentado por su pro-
pia voz, continuó:
—Verás, bien podríamos admitir que somos una buena colección de sin-
vergüenzas, todos y cada uno de nosotros. Lo digo, todos y cada uno —aña-
dió con áspera caridad, volviéndose hacia el señor Power—. ¡Admítelo
ahora!
—Lo admito —dijo el señor Power.
—Y yo también lo admito —dijo el señor M'Coy.
—Así que vamos a lavar la olla juntos —dijo el señor Cunningham.
Un pensamiento pareció ocurrírsele. Se volvió de repente hacia el inváli-
do y dijo:
—¿Sabes qué, Tom, se me acaba de ocurrir? Podrías unirte y tendríamos
un baile de cuatro.
—Buena idea —dijo el señor Power—. Los cuatro juntos.
El señor Kernan guardó silencio. La propuesta le transmitía muy poco
significado, pero, entendiendo que algunas agencias espirituales estaban a
punto de ocuparse de él, pensó que debía mostrar dignidad. No participó en
la conversación por un buen rato, pero escuchó, con un aire de calma ene-
mistad, mientras sus amigos discutían sobre los jesuitas.
—No tengo una opinión tan mala de los jesuitas —dijo, interviniendo al
fin—. Son una orden educada. Creo que también tienen buenas intenciones.
—Son la mejor orden de la Iglesia, Tom —dijo el señor Cunningham con
entusiasmo—. El General de los jesuitas está al lado del Papa.
—No hay duda de eso —dijo el señor M'Coy—, si quieres que algo se
haga bien y sin problemas, ve a un jesuita. Ellos son los que tienen influen-
cia. Te contaré un caso en particular...
—Los jesuitas son un buen grupo de hombres —dijo el señor Power.
—Es curioso —dijo el señor Cunningham—, sobre la orden de los jesui-
tas. Todas las demás órdenes de la Iglesia tuvieron que ser reformadas en
algún momento, pero la orden de los jesuitas nunca fue reformada ni una
sola vez. Nunca cayó.
—¿De verdad? —preguntó el señor M'Coy.
—Eso es un hecho —dijo el señor Cunningham—. Eso es historia.
—Mira también su iglesia —dijo el señor Power—. Mira la congregación
que tienen.
—Los jesuitas atienden a las clases altas —dijo el señor M'Coy.
—Por supuesto —dijo el señor Power.
—Sí —dijo el señor Kernan—. Por eso tengo un sentimiento hacia ellos.
Algunos de esos sacerdotes seculares, ignorantes, presumidos...
—Todos son buenos hombres —dijo el señor Cunningham—, cada uno a
su manera. El sacerdocio irlandés es honrado en todo el mundo.
—Oh, sí —dijo el señor Power.
—No como algunos de los otros sacerdocios en el continente —dijo el
señor M'Coy—, indignos del nombre.
—Quizás tengas razón —dijo el señor Kernan, cediendo.
—Por supuesto que tengo razón —dijo el señor Cunningham—. No he
estado en el mundo todo este tiempo y visto la mayoría de sus lados sin ser
un buen juez de carácter.
Los caballeros bebieron de nuevo, uno siguiendo el ejemplo del otro. El
señor Kernan parecía estar sopesando algo en su mente. Estaba impresiona-
do. Tenía una alta opinión del señor Cunningham como juez de carácter y
como lector de rostros. Pidió detalles.
—Oh, es solo un retiro, ya sabes —dijo el señor Cunningham—. El Padre
Purdon lo está dando. Es para hombres de negocios, ya sabes.
—No será muy duro con nosotros, Tom —dijo el señor Power
persuasivamente.
—¿Padre Purdon? ¿Padre Purdon? —dijo el inválido.
—Oh, debes conocerlo, Tom —dijo el señor Cunningham con firmeza—.
¡Un buen tipo! Es un hombre del mundo como nosotros.
—Ah, sí... Creo que lo conozco. Cara bastante roja; alto.
—Ese es el hombre.
—Y dime, Martin... ¿Es un buen predicador?
—No... No es exactamente un sermón, ya sabes. Es solo una especie de
charla amistosa, ya sabes, de una manera sensata.
El señor Kernan deliberó. El señor M'Coy dijo:
—El Padre Tom Burke, ¡ese era el hombre!
—Oh, el Padre Tom Burke —dijo el señor Cunningham—, ese era un
orador nato. ¿Alguna vez lo oíste, Tom?
—¿Que si lo oí alguna vez? —dijo el inválido, molesto—. ¡Claro! Lo
oí...
—Y sin embargo, dicen que no era mucho como teólogo —dijo el señor
Cunningham.
—¿De verdad? —dijo el señor M'Coy.
—Oh, por supuesto, nada malo, ya sabes. Solo que a veces, dicen, no pre-
dicaba lo que era completamente ortodoxo.
—¡Ah! Era un hombre espléndido —dijo el señor M'Coy.
—Lo escuché una vez —continuó el señor Kernan—. Ahora olvido el
tema de su discurso. Crofton y yo estábamos en el fondo de... el foso, ya
sabes... el...
—El cuerpo —dijo el señor Cunningham.
—Sí, en el fondo cerca de la puerta. Ahora olvido qué... Oh, sí, era sobre
el Papa, el último Papa. Lo recuerdo bien. Te juro que era magnífico, el esti-
lo de la oratoria. ¡Y su voz! ¡Dios! ¡Qué voz tenía! Lo llamó El Prisionero
del Vaticano. Recuerdo que Crofton me dijo cuando salimos...
—Pero él es un Orangista, ¿verdad? —dijo el señor Power.
—Claro que lo es —dijo el señor Kernan—, y un maldito buen Orangista
también. Fuimos a Butler's en Moore Street—la verdad, estaba genuina-
mente conmovido, te lo digo de verdad—y recuerdo bien sus mismas pala-
bras. Kernan, me dijo, adoramos en diferentes altares, pero nuestra creencia
es la misma. Me pareció muy bien dicho.
—Hay mucho de verdad en eso —dijo el señor Power—. Siempre había
multitudes de protestantes en la capilla cuando el Padre Tom predicaba.
—No hay mucha diferencia entre nosotros —dijo el señor M'Coy—. Am-
bos creemos en...
Vaciló por un momento.
...en el Redentor. Solo que ellos no creen en el Papa ni en la madre de
Dios.
—Pero, por supuesto —dijo el señor Cunningham tranquila y efectiva-
mente—, nuestra religión es la religión, la antigua, la fe original.
—No hay duda de eso —dijo el señor Kernan con calidez.
La señora Kernan llegó a la puerta del dormitorio y anunció:
—¡Tienen una visita!
—¿Quién es?
—El señor Fogarty.
—¡Oh, que entre! ¡Que entre!
Un rostro pálido y ovalado apareció en la luz. El arco de su bigote rubio
se repetía en sus cejas rubias curvadas sobre unos ojos agradablemente sor-
prendidos. El señor Fogarty era un modesto tendero. Había fracasado en su
negocio de una casa con licencia en la ciudad porque su situación financiera
le había obligado a atarse a destiladores y cerveceros de segunda clase. Ha-
bía abierto una pequeña tienda en Glasnevin Road donde, se felicitaba a sí
mismo, sus modales le congraciarían con las amas de casa del distrito. Se
comportaba con cierta gracia, halagaba a los niños pequeños y hablaba con
una pronunciación pulcra. No carecía de cultura.
El señor Fogarty trajo un regalo con él, una media pinta de whisky espe-
cial. Preguntó cortésmente por el señor Kernan, colocó su regalo sobre la
mesa y se sentó con la compañía en igualdad de condiciones. El señor Ker-
nan apreció el regalo aún más porque sabía que había una pequeña cuenta
pendiente de comestibles entre él y el señor Fogarty. Dijo:
—No lo dudo, viejo amigo. Abre eso, Jack, ¿quieres?
El señor Power volvió a oficiar. Los vasos se enjuagaron y se sirvieron
cinco pequeñas medidas de whisky. Esta nueva influencia animó la conver-
sación. El señor Fogarty, sentado en un pequeño área de la silla, estaba es-
pecialmente interesado.
—El Papa León XIII —dijo el señor Cunningham—, fue una de las luces
de la época. Su gran idea, ya sabes, fue la unión de las Iglesias latina y grie-
ga. Ese fue el objetivo de su vida.
—A menudo escuché que era uno de los hombres más intelectuales de
Europa —dijo el señor Power—. Me refiero, aparte de ser Papa.
—Así era —dijo el señor Cunningham—, si no el más. Su lema, ya sa-
bes, como Papa, era Lux upon Lux—Luz sobre Luz.
—No, no —dijo el señor Fogarty con entusiasmo—. Creo que te equivo-
cas ahí. Era Lux in Tenebris, creo—Luz en la Oscuridad.
—Oh, sí —dijo el señor M'Coy—, Tenebrae.
—Permítanme —dijo el señor Cunningham positivamente—, era Lux
upon Lux. Y el lema de Pío IX, su predecesor, era Crux upon Crux—es de-
cir, Cruz sobre Cruz—para mostrar la diferencia entre sus dos pontificados.
La inferencia fue permitida. El señor Cunningham continuó.
—El Papa León, ya sabes, era un gran erudito y poeta.
—Tenía un rostro fuerte —dijo el señor Kernan.
—Sí —dijo el señor Cunningham—. Escribía poesía en latín.
—¿De verdad? —dijo el señor Fogarty.
El señor M'Coy saboreó su whisky con satisfacción y sacudió la cabeza
con una doble intención, diciendo:
—Eso no es una broma, te lo puedo asegurar.
—No aprendimos eso, Tom —dijo el señor Power, siguiendo el ejemplo
del señor M'Coy—, cuando fuimos a la escuela de un penique a la semana.
—Muchos buenos hombres fueron a la escuela de un penique a la semana
con un pedazo de turba bajo el brazo —dijo el señor Kernan sentenciosa-
mente—. El viejo sistema era el mejor: educación simple y honesta. Nada
de tus tonterías modernas...
—Muy cierto —dijo el señor Power.
—Sin superfluidades —dijo el señor Fogarty.
Enunció la palabra y luego bebió gravemente.
—Recuerdo haber leído —dijo el señor Cunningham— que uno de los
poemas del Papa León fue sobre la invención de la fotografía—en latín, por
supuesto.
—¡Sobre la fotografía! —exclamó el señor Kernan.
—Sí —dijo el señor Cunningham. También bebió de su vaso.
—Bueno, ya sabes —dijo el señor M'Coy—, ¿no es la fotografía maravi-
llosa cuando lo piensas?
—Oh, por supuesto —dijo el señor Power—, las grandes mentes pueden
ver cosas.
—Como dice el poeta: Las grandes mentes están muy cerca de la locura
—dijo el señor Fogarty.
El señor Kernan parecía estar preocupado. Hizo un esfuerzo por recordar
la teología protestante sobre algunos puntos espinosos y al final se dirigió al
señor Cunningham.
—Dime, Martin —dijo—. ¿No es cierto que algunos de los papas, por
supuesto, no el hombre que tenemos ahora, ni su predecesor, sino algunos
de los antiguos papas, no eran exactamente... ya sabes... muy rectos?
Hubo un silencio. El señor Cunningham dijo:
—Oh, claro, hubo algunos malos... Pero lo asombroso es esto. Ninguno
de ellos, ni el mayor borracho, ni el más... rufián, ni uno solo de ellos predi-
có ex cathedra una palabra de doctrina falsa. Ahora, ¿no es eso asombroso?
—Lo es —dijo el señor Kernan.
—Sí, porque cuando el Papa habla ex cathedra —explicó el señor Fo-
garty—, es infalible.
—Sí —dijo el señor Cunningham.
—Oh, sé sobre la infalibilidad del Papa. Recuerdo que era más joven en-
tonces... ¿O fue que...?
El señor Fogarty interrumpió. Tomó la botella y sirvió un poco más a los
demás. El señor M'Coy, viendo que no había suficiente para todos, argu-
mentó que no había terminado su primera medida. Los otros aceptaron bajo
protesta. La música ligera del whisky cayendo en los vasos hizo un interlu-
dio agradable.
—¿Qué estabas diciendo, Tom? —preguntó el señor M'Coy.
—La infalibilidad papal —dijo el señor Cunningham—, esa fue la mayor
escena en toda la historia de la Iglesia.
—¿Cómo fue eso, Martin? —preguntó el señor Power.
El señor Cunningham levantó dos dedos gruesos.
—En el colegio sagrado, ya sabes, de cardenales, arzobispos y obispos,
hubo dos hombres que se opusieron mientras que los otros estaban a favor.
¡Todo el cónclave excepto estos dos fue unánime! ¡No! ¡No lo aceptaban!
—¡Ja! —dijo el señor M'Coy.
—Y eran un cardenal alemán llamado Dolling... o Dowling... o...
—Dowling no era alemán, y eso es seguro —dijo el señor Power, riendo.
—Bueno, este gran cardenal alemán, cualquiera que fuera su nombre, era
uno; y el otro era John MacHale.
—¿Qué? —exclamó el señor Kernan—. ¿Es John de Tuam?
—¿Estás seguro de eso ahora? —preguntó el señor Fogarty, dudoso—.
Pensé que era algún italiano o americano.
—John de Tuam —repitió el señor Cunningham—, era el hombre.
Bebió y los otros caballeros siguieron su ejemplo. Luego continuó:
—Allí estaban todos los cardenales, obispos y arzobispos de todos los
rincones del mundo, y estos dos luchando como perro y diablo hasta que al
final el mismo Papa se levantó y declaró la infalibilidad como dogma de la
Iglesia ex cathedra. En ese mismo momento, John MacHale, que había esta-
do argumentando y argumentando en contra, se levantó y gritó con la voz
de un león: '¡Credo!'
—¡Creo! —dijo el señor Fogarty.
—¡Credo! —dijo el señor Cunningham—. Eso mostró la fe que tenía. Se
sometió en el momento en que el Papa habló.
—¿Y qué pasó con Dowling? —preguntó el señor M'Coy.
—El cardenal alemán no se sometió. Abandonó la iglesia.
Las palabras del señor Cunningham habían construido la vasta imagen de
la iglesia en las mentes de sus oyentes. Su voz profunda y ronca los había
emocionado al pronunciar la palabra de creencia y sumisión. Cuando la se-
ñora Kernan entró en la habitación, secándose las manos, entró en una com-
pañía solemne. No perturbó el silencio, sino que se inclinó sobre la barandi-
lla al pie de la cama.
—Una vez vi a John MacHale —dijo el señor Kernan—, y nunca lo olvi-
daré mientras viva.
Se volvió hacia su esposa para ser confirmado.
—Te lo he dicho muchas veces, ¿no?
La señora Kernan asintió.
—Fue en la inauguración de la estatua de Sir John Gray. Edmund Dwyer
Gray estaba hablando, hablando sin parar, y allí estaba este viejo, un tipo
malhumorado, mirándolo desde debajo de sus cejas espesas.
El señor Kernan frunció el ceño y, bajando la cabeza como un toro enfa-
dado, fulminó con la mirada a su esposa.
—¡Dios! —exclamó, retomando su expresión natural—. Nunca vi un ojo
así en la cabeza de un hombre. Era como decir: te tengo bien fichado, mu-
chacho. Tenía un ojo como el de un halcón.
—Ninguno de los Gray era bueno —dijo el señor Power. Hubo otra pau-
sa. El señor Power se volvió hacia la señora Kernan y dijo con brusca
jovialidad:
—Bueno, señora Kernan, vamos a hacer de su hombre aquí un buen, san-
to, piadoso y temeroso de Dios católico romano.
Barrió con su brazo a toda la compañía de manera inclusiva.
—Vamos a hacer un retiro juntos y confesar nuestros pecados, y Dios
sabe que lo necesitamos mucho.
—No me importa —dijo el señor Kernan, sonriendo un poco
nerviosamente.
La señora Kernan pensó que sería más prudente ocultar su satisfacción.
Así que dijo:
—Lástima del pobre sacerdote que tenga que escuchar tu historia.
La expresión del señor Kernan cambió.
—Si no le gusta —dijo bruscamente—, puede... hacer otra cosa. Solo le
contaré mi pequeña historia de desdichas. No soy tan mal tipo...
El señor Cunningham intervino rápidamente.
—Renunciaremos al diablo —dijo—, juntos, sin olvidar sus obras y
pompas.
—¡Apártate de mí, Satanás! —dijo el señor Fogarty, riendo y mirando a
los demás.
El señor Power no dijo nada. Se sintió completamente superado. Pero una
expresión de satisfacción cruzó su rostro.
—Todo lo que tenemos que hacer —dijo el señor Cunningham—, es po-
nernos de pie con velas encendidas en nuestras manos y renovar nuestros
votos bautismales.
—Oh, no olvides la vela, Tom —dijo el señor M'Coy—, hagas lo que
hagas.
—¿Qué? —dijo el señor Kernan—. ¿Debo tener una vela?
—Oh, sí —dijo el señor Cunningham.
—No, maldita sea —dijo el señor Kernan sensatamente—, ahí trazo la
línea. Haré el trabajo bien. Haré el retiro y la confesión, y... todo ese asunto.
Pero... ¡no velas! ¡No, maldita sea, no quiero velas!
Sacudió la cabeza con gravedad farsesca.
—¡Escuchen eso! —dijo su esposa.
—No quiero velas —dijo el señor Kernan, consciente de haber causado
efecto en su audiencia y continuando sacudiendo la cabeza de un lado a otro
—. No quiero el asunto de la linterna mágica.
Todos rieron con ganas.
—¡Qué buen católico tienes! —dijo su esposa.
—¡No velas! —repitió obstinadamente el señor Kernan—. ¡Eso no!
******
El transepto de la iglesia de los jesuitas en Gardiner Street estaba casi
lleno; y a cada momento entraban caballeros por la puerta lateral y, dirigi-
dos por el hermano lego, caminaban de puntillas por los pasillos hasta en-
contrar asientos. Los caballeros estaban bien vestidos y eran ordenados. La
luz de las lámparas de la iglesia caía sobre una asamblea de trajes negros y
cuellos blancos, aliviada aquí y allá por tweeds, sobre oscuros pilares vetea-
dos de mármol verde y sobre lienzos lúgubres. Los caballeros se sentaban
en los bancos, habiendo subido ligeramente los pantalones sobre las rodillas
y colocado sus sombreros de manera segura. Se sentaron bien atrás y mira-
ron formalmente el pequeño punto de luz roja que estaba suspendido ante el
altar mayor.
En uno de los bancos cerca del púlpito estaban sentados el señor Cun-
ningham y el señor Kernan. En el banco detrás de ellos estaba el señor M'-
Coy solo: y en el banco detrás de él estaban el señor Power y el señor Fo-
garty. El señor M'Coy había intentado sin éxito encontrar un lugar en el
banco con los demás, y, cuando el grupo se había acomodado en forma de
quincunce, había intentado sin éxito hacer comentarios cómicos. Como es-
tos no habían sido bien recibidos, desistió. Incluso él era sensible a la at-
mósfera decorosa e incluso él comenzó a responder al estímulo religioso.
En un susurro, el señor Cunningham llamó la atención del señor Kernan so-
bre el señor Harford, el prestamista, que estaba sentado a cierta distancia, y
sobre el señor Fanning, el agente de registro y creador de alcaldes de la ciu-
dad, que estaba sentado inmediatamente debajo del púlpito junto a uno de
los concejales recién elegidos del distrito. A la derecha estaba el viejo Mi-
chael Grimes, dueño de tres casas de empeño, y el sobrino de Dan Hogan,
que estaba postulado para el puesto en la oficina del secretario municipal.
Más adelante estaba el señor Hendrick, el principal reportero de The Free-
man's Journal, y el pobre O'Carroll, un viejo amigo del señor Kernan, que
en un tiempo había sido una figura comercial considerable. Gradualmente,
al reconocer rostros familiares, el señor Kernan comenzó a sentirse más en
casa. Su sombrero, que había sido rehabilitado por su esposa, descansaba
sobre sus rodillas. Una o dos veces se bajó los puños con una mano mien-
tras sostenía el ala de su sombrero ligeramente, pero con firmeza, con la
otra mano.
Una figura de aspecto poderoso, cuya parte superior estaba cubierta con
una sobrepelliz blanca, fue observada luchando para subir al púlpito. Simul-
táneamente la congregación se desordenó, sacó pañuelos y se arrodilló so-
bre ellos con cuidado. El señor Kernan siguió el ejemplo general. La figura
del sacerdote ahora estaba erguida en el púlpito, dos tercios de su volumen,
coronada por una cara roja y masiva, apareciendo sobre la balaustrada.
El padre Purdon se arrodilló, se volvió hacia el punto rojo de luz y, cu-
briendo su rostro con las manos, rezó. Después de un intervalo, descubrió
su rostro y se levantó. La congregación también se levantó y se volvió a
acomodar en sus bancos. El señor Kernan devolvió su sombrero a su posi-
ción original sobre sus rodillas y presentó un rostro atento al predicador. El
predicador se volvió a levantar cada amplia manga de su sobrepelliz con un
gesto amplio y elaborado y lentamente recorrió con la mirada la fila de ros-
tros. Luego dijo:
—Porque los hijos de este mundo son más astutos en su generación que
los hijos de la luz. Por tanto, haced amigos de la riqueza de la injusticia,
para que cuando muráis os reciban en las moradas eternas.
El padre Purdon desarrolló el texto con resonante seguridad. Era uno de
los textos más difíciles de todas las Escrituras, dijo, de interpretar correcta-
mente. Era un texto que podría parecer al observador casual en desacuerdo
con la alta moralidad predicada en otros lugares por Jesucristo. Pero, dijo a
sus oyentes, el texto le había parecido especialmente adaptado para la orien-
tación de aquellos cuya suerte era llevar la vida del mundo y que sin embar-
go deseaban llevar esa vida no a la manera de los mundanos. Era un texto
para hombres de negocios y profesionales. Jesucristo, con su comprensión
divina de cada recoveco de nuestra naturaleza humana, entendía que no to-
dos los hombres eran llamados a la vida religiosa, que la gran mayoría se
veía obligada a vivir en el mundo y, hasta cierto punto, para el mundo: y en
esta sentencia se proponía darles una palabra de consejo, presentándoles
como ejemplos en la vida religiosa a esos mismos adoradores de Mamón
que eran de todos los hombres los menos solícitos en asuntos religiosos.
Dijo a sus oyentes que estaba allí esa noche no con un propósito aterra-
dor, ni extravagante; sino como un hombre del mundo hablando con sus se-
mejantes. Venía a hablar a hombres de negocios y les hablaría de manera
profesional. Si pudiera usar la metáfora, dijo, era su contador espiritual; y
deseaba que cada uno de sus oyentes abriera sus libros, los libros de su vida
espiritual, y viera si coincidían exactamente con su conciencia.
Jesucristo no era un maestro severo. Entendía nuestras pequeñas debili-
dades, entendía la debilidad de nuestra pobre naturaleza caída, entendía las
tentaciones de esta vida. Podríamos haber tenido, todos tuvimos de vez en
cuando, nuestras tentaciones; podríamos haber tenido, todos tuvimos, nues-
tras debilidades. Pero solo una cosa, dijo, pediría a sus oyentes. Y eso era:
ser honestos y valientes con Dios. Si sus cuentas coincidían en todos los
puntos, decir:
—Bueno, he verificado mis cuentas. Encuentro que todo está bien.
Pero si, como podría suceder, había algunas discrepancias, admitir la ver-
dad, ser francos y decir como un hombre:
—Bueno, he revisado mis cuentas. Encuentro esto mal y esto mal. Pero,
con la gracia de Dios, rectificaré esto y esto. Arreglaré mis cuentas.
LOS MUERTOS

Lily, la hija del conserje, se quedó literalmente sin aliento. Apenas había
llevado a un caballero a la pequeña habitación detrás de la oficina en la
planta baja y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando el silbante tim-
bre de la puerta del vestíbulo volvió a sonar y ella tuvo que correr por el pa-
sillo vacío para dejar entrar a otro huésped. Menos mal que no tenía que
atender también a las damas. Pero la señorita Kate y la señorita Julia habían
pensado en eso y habían convertido el cuarto de baño de arriba en un vesti-
dor para señoras. La señorita Kate y la señorita Julia estaban allí, cotillean-
do, riendo y alborotando, caminando una detrás de la otra hasta la punta de
la escalera, asomándose por encima de las barandillas y llamando a Lily
para preguntarle quién había venido.
El baile anual de las señoras Morkan era siempre un gran acontecimiento.
Todos los que las conocían acudían a él, familiares, viejos amigos de la fa-
milia, los miembros del coro de Julia, los alumnos de Kate que habían cre-
cido lo suficiente, e incluso algunos de los alumnos de Mary Jane. Ni una
sola vez había fracasado. Durante años y años había funcionado de forma
espléndida, desde que se podía recordar; desde que Kate y Julia, tras la
muerte de su hermano Pat, habían dejado la casa de Stoney Batter y se ha-
bían llevado a Mary Jane, su única sobrina, a vivir con ellas a la oscura y
demacrada casa de Usher's Island, cuya parte superior habían alquilado al
señor Fulham, el fabricante de maíz de la planta baja. De eso hace ya unos
treinta años, por lo menos. Mary Jane, que entonces era una niña con poca
edad, era ahora el principal sostén de la casa, pues tenía el órgano en Had-
dington Road. Había pasado por la Academia y todos los años daba un con-
cierto de alumnos en la sala superior de las Antiguas Salas de Conciertos.
Muchos de sus alumnos pertenecían a las familias de mejor clase de la línea
de Kingstown y Dalkey. Aunque eran mayores, sus tías también hacían su
parte. Julia, aunque ya era bastante canosa, seguía siendo la principal so-
prano de Adam y Eve, y Kate, demasiado débil para desplazarse mucho,
daba clases de música a los principiantes en el viejo piano cuadrado de la
sala trasera. Lily, la hija del conserje, se encargaba de las tareas domésticas.
Aunque su vida era modesta, creían en comer bien; lo mejor de todo: filetes
de solomillo, té de tres chelines y la mejor cerveza negra embotellada. Lily
rara vez se equivocaba en los pedidos, por lo que se llevaba bien con sus
tres amas. Eran exigentes, eso era todo. Pero lo único que no soportaban
eran las contestaciones.
Por supuesto, tenían buenas razones para ser quisquillosas en una noche
así. Eran mucho más de las diez y aún no había rastro de Gabriel y su mu-
jer. Además, tenían un miedo atroz de que Freddy Malins apareciera jodido.
No querían por nada del mundo que ninguno de los alumnos de Mary Jane
lo viera bajo los efectos de la droga; y cuando estaba así, a veces era muy
difícil manejarlo. Freddy Malins siempre llegaba tarde, pero se preguntaban
qué podría estar reteniendo a Gabriel: y eso era lo que les llevaba cada dos
minutos a las barandillas para preguntarle a Lily si había venido Gabriel o
Freddy.
"Oh, señor Conroy", le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta, "la
señorita Kate y la señorita Julia pensaron que nunca vendría. Buenas no-
ches, señora Conroy".
"Me imagino que sí", dijo Gabriel, "pero se olvidan de que mi esposa tar-
da tres horas mortales en vestirse".
Se paró en la alfombra, raspándose la nieve de los chanclos, mientras
Lily conducía a su esposa al pie de la escalera y la llamaba:
"Srta. Kate, aquí está la Sra. Conroy".
Kate y Julia bajaron enseguida las oscuras escaleras.e Ambas besaron a
la esposa de Gabriel, dijeron que debía estar helada de frío y preguntaron si
Gabriel estaba con ella.
"¡Aquí estoy, tía Kate! Sube. Yo te seguiré", gritó Gabriel desde la
oscuridad.
Siguió raspando los pies con vigor mientras las tres mujeres subían, rien-
do, al vestidor de las damas. Una ligera franja de nieve yacía como una
capa sobre los hombros de su abrigo y como punteras en los dedos de sus
zapatos; y, mientras los botones de su abrigo se deslizaban con un ruido chi-
rriante a través del friso endurecido por la nieve, un aire frío y fragante del
exterior se escapaba de las grietas y los pliegues.
"¿Está nevando de nuevo, señor Conroy?", preguntó Lily.
Le había precedido hasta la despensa para ayudarle a quitarse el abrigo.
Gabriel sonrió al oír las tres sílabas que le había puesto a su apellido y la
miró. Era una chica delgada y en crecimiento, de tez pálida y pelo color
heno. El gas de la despensa la hacía parecer aún más pálida. Gabriel la ha-
bía conocido cuando era una niña y solía sentarse en el escalón más bajo
cuidando una muñeca de trapo.
"Sí, Lily", contestó, "y creo que nos espera una noche así".
Levantó la vista hacia el techo de la despensa, que temblaba con el zapa-
teo y el arrastre de pies en el piso de arriba, escuchó por un momento el
piano y luego miró a la chica, que estaba doblando su abrigo cuidadosamen-
te en el extremo de un estante.
"Dime, Lily", dijo en tono amistoso, "¿todavía vas a la escuela?".
"Oh, no, señor", respondió ella. "He terminado la escuela este año".
"Oh, entonces", dijo Gabriel alegremente, "supongo que iremos a tu boda
uno de estos buenos días con tu joven, ¿eh?"
La muchacha lo miró por encima del hombro y dijo con gran amargura
"Los hombres que hay ahora son sólo palabrería y lo que puedan sacar de
ti".
Gabriel se puso de color, como si sintiera que había cometido un error y,
sin mirarla, se quitó los chanclos y se sacudió activamente con su bufanda
los zapatos de charol.
Era un joven robusto y alto. El alto color de sus mejillas subía hasta la
frente, donde se dispersaba en unas pocas manchas sin forma de color rojo
pálido; y en su rostro sin pelo centelleaban sin descanso los cristales pulidos
y los brillantes bordes dorados de las gafas que protegían sus delicados e
inquietos ojos. Su pelo negro y brillante estaba dividido por la mitad y pei-
nado en una larga curva detrás de las orejas, donde se enroscaba ligeramen-
te bajo el surco dejado por el sombrero.
Una vez que hubo dado brillo a sus zapatos, se puso de pie y se ajustó
más el chaleco a su regordete cuerpo. Luego sacó rápidamente una moneda
del bolsillo.
"Oh, Lily", dijo, poniéndola en sus manos, "es Navidad, ¿no? Aquí tienes
un poco... . ."
Se dirigió rápidamente hacia la puerta.
"¡Oh, no, señor!", gritó la chica, siguiéndolo. "De verdad, señor, yo no lo
aceptaría".
"¡Tiempo de Navidad! Es tiempo de Navidad", dijo Gabriel, casi trotando
hacia las escaleras y agitando la mano hacia ella en señal de desaprobación.
La muchacha, al ver que había subido las escaleras, lo llamó:
"Bueno, gracias, señor".
Esperó frente a la puerta del salón hasta que el vals terminara, escuchan-
do las faldas que se movían contra ella y el arrastre de los pies. Todavía es-
taba desconcertado por la amarga y repentina réplica de la muchacha. Esta
había arrojado sobre él una pesadumbre que trató de disipar arreglando sus
puños y los lazos de su corbata. Luego sacó del bolsillo de su chaleco un
pequeño papel y echó un vistazo a los títulos que había preparado para su
discurso. No se decidía por los versos de Robert Browning, pues temía que
estuvieran por encima de las cabezas de sus oyentes. Sería mejor alguna cita
que reconocieran de Shakespeare o de las Melodías. El repiqueteo indelica-
do de los tacones de los hombres y el arrastre de sus suelas le recordaron
que el nivel cultural de ellos era diferente al suyo. Sólo conseguiría hacer el
ridículo citándoles una poesía que no podrían entender. Pensarían que esta-
ba aireando su educación superior. Fracasaría con ellos como había fracasa-
do con la chica de la despensa. Había adoptado un tono equivocado. Todo
su discurso fue un error de principio a fin, un fracaso absoluto.
En ese momento, sus tías y su esposa salieron del vestidor de las damas.
Sus tías eran dos ancianas pequeñas y sencillamente vestidas. La tía Julia
era unos centímetros más alta. Su pelo, recogido sobre la parte superior de
las orejas, era gris; y gris también, con sombras más oscuras, era su gran
rostro flácido. Aunque era de complexión robusta y se mantenía erguida,
sus ojos lentos y sus labios entreabiertos le daban la apariencia de una mu-
jer que no sabía dónde estaba ni adónde iba. La tía Kate era más vivaz. Su
rostro, más sano que el de su hermana, era todo arrugas y pliegues, como
una manzana roja marchita, y su pelo, trenzado de la misma manera anti-
cuada, no había perdido su color de nuez dorada.
Ambos besaron a Gabriel con franqueza. Era su sobrino favorito, el hijo
de su hermana mayor fallecida, Ellen, que se había casado con T. J. Conroy,
del Puerto y los Muelles.
"Gretta me ha dicho que no vas a coger un taxi para volver a Monkstown
esta noche, Gabriel", dijo la tía Kate.
"No", dijo Gabriel, volviéndose hacia su esposa, "ya tuvimos bastante de
eso el año pasado, ¿no es así? ¿No recuerdas, tía Kate, el frío que pasó
Gretta? Las ventanillas del taxi traqueteando todo el camino, y el viento del
este soplando después de pasar por Merrion. Fue muy divertido. Gretta co-
gió un frío espantoso".
La tía Kate frunció el ceño con severidad y asintió con la cabeza a cada
palabra.
"Muy bien, Gabriel, muy bien", dijo. "Nunca se puede ser demasiado
cuidadoso".
"Pero en cuanto a Gretta ahí", dijo Gabriel, "ella caminaría a casa en la
nieve si la dejaran".
La señora Conroy se rió.
"No le hagas caso, tía Kate", dijo. "Realmente es una molestia terrible,
con sus pantallas verdes para los ojos por la noche y haciéndole hacer man-
cuernas, y obligando a Eva a comer el salteado. La pobre niña. ¡Y ella sim-
plemente odia verlo! . . . Oh, pero nunca adivinarás lo que me hace llevar
ahora".
Se echó a reír y miró a su marido, cuyos ojos, admirados y felices, habían
pasado del vestido a la cara y el pelo. Las dos tías también se rieron con ga-
nas, ya que la preocupación de Gabriel era una broma permanente para
ellas.
"¡Chanclos!", dijo la señora Conroy. "Eso es lo último. Siempre que hay
humedad en los pies me tengo que poner los chanclos. Incluso esta noche
quiso que me los pusiera, pero no quise. Lo próximo que me comprará será
una escafandra".
Gabriel se rió nerviosamente y se palmeó la corbata tranquilizadoramen-
te, mientras que la tía Kate casi se dobló, tan efusivamente disfrutaba de la
broma. La sonrisa pronto se desvaneció del rostro de la tía Julia y sus ojos
sin alegría se dirigieron al rostro de su sobrino. Tras una pausa, preguntó:
"¿Y qué son los chanclos, Gabriel?"
"¡Chanclos, Julia!", exclamó su hermana. "Dios mío, ¿no sabes lo que
son los chanclos? Los llevas sobre tus... sobre tus botas, Gretta, ¿no es así?"
"Sí", dijo la señora Conroy. "Cosas de gutapercha. Los dos tenemos un
par ahora. Gabriel dice que todo el mundo las lleva en el continente".
"Oh, en el continente", murmuró la tía Julia, asintiendo lentamente con la
cabeza.
Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera ligeramente enfadado:
"No es nada muy maravilloso, pero a Gretta le hace mucha gracia porque
dice que la palabra le recuerda a la banda Christy Minstrels".
"Pero dime, Gabriel", dijo la tía Kate, con brío. "Por descontado, has po-
dido ver la habitación. Gretta estaba diciendo..."
"Oh, la habitación está bien", respondió Gabriel. "He tomado una en el
hotel Gresham".
" Seguramente", dijo la tía Kate, "con diferencia es lo mejor que se puede
hacer. Y los niños, Gretta, ¿no estás preocupada por ellos?"
"Oh, por una noche", dijo la señora Conroy. "Además, Bessie cuidará de
ellos".
"Seguro", dijo de nuevo la tía Kate. "¡Qué consuelo es tener una chica
así, de la que se puede depender! Está esa Lily, estoy segura de que no sé
qué le ha pasado últimamente. No es para nada la chica que era".
Gabriel estaba a punto de hacer algunas preguntas a su tía sobre este pun-
to, pero ella se interrumpió de repente para mirar a su hermana, que había
bajado las escaleras y estaba estirando el cuello por encima de las
barandillas.
"Ahora bien, te pregunto", dijo casi en tono de protesta, "¿a dónde va Ju-
lia? ¡Julia! ¡Julia! ¿Adónde vas?"
Julia, que había bajado la mitad de un piso, regresó y anunció sin
aspavientos:
"Aquí está Freddy".
En el mismo momento, unas palmas y una última floritura del pianista
indicaron que el vals había terminado. La puerta del salón se abrió desde
dentro y salieron algunas parejas. La tía Kate apartó a Gabriel apresurada-
mente y le susurró al oído:
"Baja, Gabriel, como un buen compañero y mira si está bien, y no le de-
jes subir si está drogado. Estoy segura de que está jodido. Estoy segura de
que lo está".
Gabriel fue a las escaleras y escuchó por encima de las barandillas. Pudo
oír a dos personas hablando en la despensa. Entonces reconoció la risa de
Freddy Malins. Bajó las escaleras ruidosamente.
"Es un gran alivio", dijo la tía Kate a la señora Conroy, "que Gabriel esté
aquí. Siempre me siento más tranquila cuando él está aquí. . . . Julia, ahí
está la Srta. Daly y la Srta. Power tomará un refresco. Gracias por su her-
moso vals, Srta. Daly. Ha sido un momento encantador".
Un hombre alto y con cara de astuto, con un rígido bigote canoso y piel
morena, que pasaba con su pareja, dijo:
"¿Y podemos tomar un refresco también, señorita Morkan?"
"Julia", dijo la tía Kate sumariamente, "y aquí están el señor Browne y la
señorita Furlong. Hazlos pasar, Julia, con la señorita Daly y la señorita
Power".
"Soy el encargado de las damas", dijo el señor Browne, frunciendo los
labios hasta erizar el bigote y sonriendo con todas sus arrugas. "Sabe, seño-
rita Morkan, la razón por la que me tienen tanto cariño es...".
No terminó la frase, sino que, al ver que la tía Kate estaba fuera del al-
cance del oído, condujo de inmediato a las tres jóvenes a la habitación del
fondo. El centro de la habitación estaba ocupado por dos mesas cuadradas
colocadas de extremo a extremo, y sobre ellas la tía Julia y el conserje esta-
ban alisando y enderezando un gran paño. En el aparador había platos y
fuentes, y vasos y manojos de cuchillos, tenedores y cucharas. La parte su-
perior del piano cuadrado cerrado servía también de aparador para las vian-
das y los dulces. En un aparador más pequeño, situado en una esquina, ha-
bía dos jóvenes de pie, bebiendo cócteles.
El señor Browne condujo a sus acompañantes hasta allí y las invitó a to-
das, en broma, a un poco de ponche para damas, caliente, fuerte y dulce.
Como dijeron que nunca tomaban nada fuerte, abrió tres botellas de limona-
da para ellas. Luego pidió a uno de los jóvenes que se apartara y, cogiendo
la jarra, llenó para sí una buena medida de whisky. Los jóvenes le miraron
con respeto mientras él daba un sorbo de prueba.
"Que Dios me ayude", dijo sonriendo, "son órdenes del médico".
Su rostro enjuto se convirtió en una sonrisa más amplia, y las tres jóvenes
rieron como un eco musical a su complacencia, balanceando sus cuerpos de
un lado a otro, con nerviosas sacudidas de los hombros. La más atrevida
dijo:
"Oh, ahora, señor Browne, estoy segura de que el doctor nunca ordenó
nada de eso".
El señor Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo, con una mímica
lateral:
"Bueno, ya ve, soy como la famosa señora Cassidy, de la que se dice que
dijo: 'Ahora, Mary Grimes, si no lo tomo, haz que lo tome, porque siento
que lo quiero'".
Su rostro acalorado se había inclinado hacia delante con demasiada con-
fianza y había asumido un acento dublinés muy bajo, de modo que las jóve-
nes, con un solo gesto, acogieron su discurso en silencio. La señorita Fur-
long, que era una de las alumnas de Mary Jane, preguntó a la señorita Daly
cómo se llamaba el bonito vals que había tocado; y el señor Browne, al ver-
se ignorado, se dirigió con prontitud a las dos jóvenes que se mostraban
más agradecidas.
Una joven con la cara roja, vestida de fuerte violeta, entró en la sala,
aplaudiendo con entusiasmo y gritando:
" ¡Cuadrillas! Cuadrillas!"
Pisándole los talones llegó la tía Kate, gritando:
"¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!"
"Oh, aquí están el señor Bergin y el señor Kerrigan", dijo Mary Jane. "Sr.
Kerrigan, ¿puede llevar a la Srta. Power? Srta. Furlong, ¿puedo conseguirle
un compañero, Sr. Bergin? Oh, eso bastará ahora".
"Tres damas, Mary Jane", dijo la tía Kate.
Los dos jóvenes caballeros preguntaron a las damas si tenían el placer, y
Mary Jane se dirigió a la señorita Daly.
"Oh, señorita Daly, es usted realmente muy buena, después de haber to-
cado en los dos últimos bailes, pero realmente estamos muy escasos de da-
mas esta noche".
"No me importa en absoluto, Srta. Morkan".
"Pero tengo un buen compañero para usted, el Sr. Bartell D'Arcy, el tenor.
Le haré cantar más tarde. Todo Dublín habla maravillas de él".
"¡Encantadora voz, encantadora voz!", dijo la tía Kate.
Cuando el piano había iniciado dos veces el preludio de la primera figura,
Mary Jane condujo a sus reclutas rápidamente fuera de la habitación. Ape-
nas se habían ido cuando la tía Julia entró lentamente en la habitación, mi-
rando algo detrás de ella.
"¿Qué ocurre, Julia?", preguntó la tía Kate con ansiedad. "¿Quién es?"
Julia, que llevaba una columna de servilletas, se volvió hacia su hermana
y dijo, simplemente, como si la pregunta la hubiera sorprendido
" Es sólo Freddy, Kate, y Gabriel está con él".
De hecho, justo detrás de ella se podía ver a Gabriel pilotando a Freddy
Malins por el rellano. Este último, un joven de unos cuarenta años, era de la
talla y complexión de Gabriel, con los hombros muy redondos. Su rostro
era carnoso y pálido, con un toque de color sólo en los gruesos lóbulos col-
gantes de sus orejas y en las anchas alas de su nariz. Tenía unos rasgos tos-
cos, una nariz roma, una frente convexa y retraída, unos labios tumefactos y
sobresalientes. Sus ojos pesados y el desorden de su escaso cabello le daban
un aspecto somnoliento. Se reía a carcajadas de una historia que le había
contado a Gabriel en las escaleras y, al mismo tiempo, se frotaba los nudi-
llos del puño izquierdo hacia adelante y hacia atrás en el ojo izquierdo.
"Buenas noches, Freddy", dijo la tía Julia.
Freddy Malins dio las buenas tardes a las señoras Morkan de una manera
que parecía poco seria, debido al habitual tono de voz que tenía, y luego, al
ver que el señor Browne le sonreía desde el aparador, cruzó la habitación
con las piernas algo temblorosas y empezó a repetir en voz baja la historia
que acababa de contar a Gabriel.
"No es tan malo, ¿verdad?", dijo la tía Kate a Gabriel.
Las cejas de Gabriel estaban oscuras pero las levantó rápidamente y
contestó
"Oh, no, apenas se nota".
"Ahora bien, ¡no es un tipo terrible!", dijo ella. "Y su pobre madre le hizo
tomar la promesa en la víspera de Año Nuevo. Pero vamos, Gabriel, al
salón".
Antes de salir de la habitación con Gabriel, le hizo una señal al señor
Browne frunciendo el ceño y agitando el dedo índice en señal de adverten-
cia. El señor Browne asintió en respuesta y, cuando ella se hubo ido, le dijo
a Freddy Malins:
"Ahora, pues, Teddy, voy a llenarte un buen vaso de limonada para
animarte".
Freddy Malins, que se acercaba al clímax de su historia, apartó la oferta
con impaciencia, pero el señor Browne, tras llamar primero la atención de
Freddy Malins sobre un desaliño en su vestimenta, rellenó y le entregó un
vaso lleno de limonada. La mano izquierda de Freddy Malins aceptó el vaso
mecánicamente, ya que la derecha estaba ocupada en el reajuste automático
de su traje. El señor Browne, cuyo rostro volvía a arrugarse de alegría, se
sirvió un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de haber
llegado al clímax de su historia, en una carcajada broncínea aguda y, dejan-
do el vaso sin probar y desbordado, comenzó a frotarse los nudillos del
puño izquierdo hacia adelante y hacia atrás en el ojo izquierdo, repitiendo
las palabras de su última frase tan bien como su ataque de risa se lo
permitía.
******
Gabriel no podía escuchar mientras Mary Jane tocaba su pieza de la Aca-
demia, llena de ejecuciones y pasajes difíciles, en la silenciosa sala de dibu-
jo. Le gustaba la música, pero la pieza que estaba tocando no tenía melodía
para él y dudaba que la tuviera para los demás oyentes, aunque le habían
rogado que tocara algo. Cuatro jóvenes, que habían venido de la sala de re-
frescos para pararse en la puerta al oír el sonido del piano, se habían mar-
chado tranquilamente en parejas al cabo de unos minutos. Las únicas perso-
nas que parecían seguir la música eran la propia Mary Jane, cuyas manos
corrían por el teclado o se levantaban de él en las pausas como las de una
sacerdotisa en una imprecación momentánea, y la tía Kate, que estaba junto
a ella para pasar la página.
Los ojos de Gabriel, irritados por el suelo, que brillaba con cera de abeja
bajo la pesada lámpara de araña, se dirigieron a la pared que había sobre el
piano. Allí colgaba un cuadro de la escena del balcón de Romeo y Julieta y,
junto a él, un cuadro de los dos príncipes asesinados en la Torre que la tía
Julia había trabajado en lana roja, azul y marrón cuando era niña. Probable-
mente en la escuela a la que habían ido de niñas se había enseñado ese tipo
de trabajo durante un año. Su madre había elaborado para él, como regalo
de cumpleaños, un chaleco de tabinet púrpura, con pequeñas cabezas de zo-
rro, forrado de raso marrón y con botones redondos de morera. Era extraño
que su madre no tuviera talento musical, aunque la tía Kate solía llamarla la
encargada del cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia siempre
habían parecido un tanto orgullosas de su seria y matrona hermana. Su foto-
grafía estaba ante el espejo de muelle. Tenía un libro abierto sobre las rodi-
llas y le señalaba algo a Constantine que, vestido con un traje de hombre de
guerra, estaba a sus pies. Era ella quien había elegido los nombres de sus
hijos, pues era muy sensible a la dignidad de la vida familiar. Gracias a ella,
Constantine era ahora vicario mayor en Balbriggan y, gracias a ella, el pro-
pio Gabriel se había licenciado en la Real Universidad. Una sombra pasó
por su rostro al recordar la hosca oposición de ella a su matrimonio. Algu-
nas frases despectivas que ella había utilizado todavía le hacían mella en la
memoria; una vez había hablado de Gretta como si fuera una chica de cam-
po y eso no era cierto en absoluto. Fue Gretta quien la cuidó durante su últi-
ma y larga enfermedad en su casa de Monkstown.
Sabía que Mary Jane debía de estar a punto de terminar su pieza porque
estaba tocando de nuevo la melodía inicial con escalas después de cada
compás y, mientras esperaba el final, el rencor se apagó en su corazón. La
pieza terminó con un trino de octavas en los agudos y una profunda octava
final en los bajos. Un gran aplauso saludó a Mary Jane mientras, sonrojada
y enrollando su partitura nerviosamente, escapaba de la sala. Los aplausos
más vigorosos vinieron de los cuatro jóvenes que estaban en la puerta y que
se habían alejado a la sala de refrescos al principio de la pieza, pero que ha-
bían regresado cuando el piano se detuvo.
Se dispusieron las parejas de baile. Gabriel se encontró en pareja con la
señorita Ivors. Era una joven franca y habladora, con una cara pecosa y ojos
marrones prominentes. No llevaba un corpiño escotado y el gran broche que
llevaba fijado en la parte delantera del cuello de la camisa llevaba un emble-
ma y un lema irlandeses.
Cuando hubieron ocupado sus puestos, dijo bruscamente:
"Tengo que hablar contigo".
"¿Conmigo?", dijo Gabriel.
Ella asintió con la cabeza.
"¿De qué se trata?", preguntó Gabriel, sonriendo ante su actitud solemne.
"¿Quién es G. C.?", respondió la señorita Ivors, volviendo los ojos hacia
él.
Gabriel se puso colorado y estaba a punto de fruncir las cejas, como si no
entendiera, cuando ella dijo sin rodeos
"¡Oh, claro que si! He descubierto que escribes para el Daily Express.
¿No te da vergüenza?"
"¿Por qué habría de avergonzarme?", preguntó Gabriel, parpadeando y
tratando de sonreír.
"Bueno, yo me avergüenzo de ti", dijo la señorita Ivors con franqueza. "
El hecho de decir que escribirías para un periódico de esa manera. No pensé
que fueras un simpatizante de Inglaterra".
Una mirada de perplejidad apareció en el rostro de Gabriel. Era cierto
que escribía una columna literaria todos los miércoles en The Daily Ex-
press, por la que le pagaban quince chelines. Pero eso no lo convertía cierta-
mente en un simpatizante de Inglaterra. Los libros que recibía para reseñar
eran casi más bienvenidos que el mísero cheque. Le encantaba palpar las
tapas y pasar las páginas de los libros recién impresos. Casi todos los días,
cuando terminaba sus clases en el colegio, solía pasear por los muelles hasta
las librerías de segunda mano, en Hickey's, en Bachelor's Walk, en Webb's o
Massey's, en Aston's Quay, o en O'Clohissey's, en la calle principal. No sa-
bía cómo responder a su acusación. Quería decir que la literatura estaba por
encima de la política. Pero eran amigos de muchos años y sus carreras ha-
bían sido paralelas, primero en la Universidad y luego como profesores: no
podía arriesgarse a una frase grandilocuente con ella. Siguió parpadeando y
tratando de sonreír y murmuró sin ganas que no veía nada político en escri-
bir reseñas de libros.
Cuando llegó su turno de cruzar, seguía perplejo y sin prestar atención.
La señorita Ivors le cogió rápidamente la mano con un cálido apretón y le
dijo en un suave tono amistoso
"Por supuesto, sólo estaba bromeando. Vamos, ahora cruzamos".
Cuando volvieron a estar juntos, ella habló de la cuestión de la Universi-
dad y Gabriel se sintió más tranquilo. Un amigo suyo le había enseñado su
reseña de los poemas de Browning. Así fue como descubrió el secreto: pero
la reseña le gustó mucho. Entonces dijo de repente:
"Oh, Sr. Conroy, ¿va a venir de excursión a las Islas Aran este verano?
Nos quedaremos allí un mes entero. Será espléndido en el Atlántico. Debe-
ría venir. El Sr. Clancy vendrá, y el Sr. Kilkelly y Kathleen Kearney. Tam-
bién sería espléndido para Gretta si viniera. Ella es de Connacht, ¿no?"
"Su familia lo es", dijo Gabriel brevemente.
"Pero vendrá, ¿no es así?", dijo la señorita Ivors, poniendo su cálida
mano en el brazo de él con impaciencia.
"El hecho es", dijo Gabriel, "que acabo de organizar para ir..."
"¿Ir a dónde?", preguntó la señorita Ivors.
"Bueno, ya sabes, todos los años me voy de excursión en bicicleta con
algunos compañeros y así..."
"¿Pero dónde?", preguntó la señorita Ivors.
"Bueno, solemos ir a Francia o a Bélgica o quizás a Alemania", dijo Ga-
briel torpemente.
"¿Y por qué vais a Francia y a Bélgica", dijo la señorita Ivors, "en lugar
de visitar vuestra propia tierra?".
"Bueno", dijo Gabriel, "es en parte para mantener el contacto con los
idiomas y en parte para variar".
"¿Y no tienes tu propia lengua para mantener el contacto con el
irlandés?", preguntó la señorita Ivors.
"Bueno", dijo Gabriel, "si se trata de eso, ya sabes, el irlandés no es mi
idioma".
Sus vecinos se habían vuelto para escuchar el interrogatorio. Gabriel mi-
raba nervioso a derecha e izquierda y trataba de mantener su buen humor
bajo la prueba que estaba haciendo que un rubor invadiera su frente.
"¿Y no tienes tu propia tierra que visitar", continuó la señorita Ivors, "de
la que no sabes nada, tu propia gente y tu propio país?".
"Oh, a decir verdad", replicó Gabriel de repente, "estoy harto de mi pro-
pio país, ¡harto de él!".
"¿Por qué?", preguntó la señorita Ivors.
Gabriel no contestó porque su réplica le había calentado.
"¿Por qué?", repitió la señorita Ivors.
Tuvieron que cruzar unas parejas con otras y, como él no le había contes-
tado, la señorita Ivors le dijo calurosamente
"Por supuesto, no tienes respuesta".
Gabriel trató de disimular su agitación participando en el baile con gran
energía. Evitó sus ojos porque había visto una expresión agria en su rostro.
Pero cuando se encontraron en otra formación de baile se sorprendió al sen-
tir su mano firmemente presionada. Ella le miró por debajo de las cejas du-
rante un momento, de forma incrédula, hasta que él sonrió. Entonces, justo
cuando esa parte del baile estaba a punto de comenzar de nuevo, ella se
puso de puntillas y le susurró al oído:
"¡Simpatizante de Inglaterral!"
Cuando los bailarines terminaron, Gabriel se fue a un rincón apartado de
la habitación donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una an-
ciana robusta y débil, con el pelo blanco. Su voz era tan aguda como la de
su hijo y tartamudeaba ligeramente. Le habían dicho que Freddy había veni-
do y que estaba prácticamente bien. Gabriel le preguntó si había tenido una
buena travesía. Ella vivía con su hija casada en Glasgow y venía a Dublín
de visita una vez al año. Contestó plácidamente que había tenido una bonita
travesía y que el capitán había sido muy atento con ella. Habló también de
la hermosa casa que su hija tenía en Glasgow, y de todos los amigos que te-
nían allí. Mientras su lengua divagaba, Gabriel trató de desterrar de su men-
te todo recuerdo del desagradable incidente con la señorita Ivors. Por su-
puesto que la chica o la mujer, o lo que fuera, era una entusiasta, pero había
un momento para todas las cosas. Tal vez no debería haberle contestado así.
Pero ella no tenía derecho a llamarle simpatizante de Inglaterra ante la gen-
te, ni siquiera en broma. Ella había intentado ridiculizarlo ante la gente,
abroncándolo y mirándolo fijamente con sus ojos de conejo.
Vio que su mujer se abría paso hacia él entre las parejas que bailaban el
vals. Cuando lo alcanzó, le dijo al oído:
"Gabriel, la tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el ganso como siem-
pre. La señorita Daly trinchará el jamón y yo haré el pudín".
"De acuerdo", dijo Gabriel.
"Ella va a mandar a los más jóvenes primero en cuanto termine este vals
para que así tengamos la mesa para nosotros".
"¿Estabas bailando?" preguntó Gabriel.
"Por supuesto que sí. ¿No me has visto? ¿Qué pelea tuviste con Molly
Ivors?"
"No hubo ninguna disputa. ¿Por qué? ¿Lo dijo ella?"
"Algo así. Estoy tratando de hacer cantar a ese Sr. D'Arcy. Está lleno de
orgullo, creo".
"No hubo ninguna discusión", dijo Gabriel con mal humor, "sólo que ella
quería que me fuera de viaje al oeste de Irlanda y yo dije que no lo haría".
Su esposa juntó las manos con entusiasmo y dio un pequeño salto.
"Oh, vete, Gabriel", gritó. "Me encantaría volver a ver Galway".
"Puedes ir si quieres", dijo Gabriel con frialdad.
Ella lo miró por un momento, luego se volvió hacia la señora Malins y
dijo:
"Hay un buen marido para usted, Sra. Malins".
Mientras volvía a enhebrar su camino por la habitación, la señora Malins,
sin reparar en la interrupción, continuó contándole a Gabriel los hermosos
lugares que había en Escocia y los bellos paisajes. Su yerno los llevaba to-
dos los años a los lagos y solían ir a pescar. Su yerno era un pescador es-
pléndido. Un día pescó un hermoso y gran pez y el hombre del hotel lo co-
cinó para la cena.
Gabriel apenas escuchó lo que ella decía. Ahora que se acercaba la cena
empezó a pensar de nuevo en su discurso y en la cita. Cuando vio que
Freddy Malins cruzaba la habitación para visitar a su madre, Gabriel dejó la
silla libre para él y se retiró al hueco de la ventana. La sala ya se había des-
pejado y desde el salón trasero llegaba el ruido de platos y cuchillos. Los
que aún permanecían en el salón parecían cansados de bailar y conversaban
tranquilamente en pequeños grupos. Los cálidos y temblorosos dedos de
Gabriel tocaron el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco debe hacer fuera!
¡Qué agradable sería salir a pasear solo, primero junto al río y luego por el
parque! La nieve se posaría en las ramas de los árboles y formaría una capa
brillante en la cima del monumento a Wellington. ¡Cuánto más agradable
sería allí que en la mesa de la cena!
Repasó los títulos de su discurso: La hospitalidad irlandesa, los recuerdos
tristes, las Tres Gracias, París, la cita de Browning. Repitió para sí mismo
una frase que había escrito en su reseña: "Uno siente que está escuchando
una música atormentada por el pensamiento". La señorita Ivors había elo-
giado la reseña. ¿Era sincera? ¿Tenía realmente alguna vivencia propia de-
trás de todo su propagandismo? Nunca había habido malos sentimientos en-
tre ellos hasta esa noche. Le inquietaba pensar que ella estaría en la mesa de
la cena, mirándole mientras él hablaba con sus ojos críticos e inquisitivos.
Tal vez ella no lamentaría verle fracasar en su discurso. Una idea le vino a
la mente y le dio valor. Diría, aludiendo a la tía Kate y a la tía Julia: "Seño-
ras y señores, la generación que ahora está en decadencia entre nosotros
puede haber tenido sus defectos, pero por mi parte creo que tenía ciertas
cualidades de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que me parece
que carece la nueva y muy seria e hipereducada generación que está cre-
ciendo a nuestro alrededor." Muy bien: esa era una para la señorita Ivors.
¿Qué le importaba que sus tías fueran sólo dos viejas ignorantes?
Un murmullo en la sala atrajo su atención. El señor Browne avanzaba
desde la puerta, escoltando galantemente a la tía Julia, que se apoyaba en su
brazo, sonriendo y colgando la cabeza. Una musiquilla irregular de aplausos
la acompañó también hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en
el taburete, y la tía Julia, ya sin sonreír, se medio giró para que su voz llega-
ra con claridad a la sala, cesó gradualmente. Gabriel reconoció el preludio.
Era el de una vieja canción de la tía Julia -Arrayed for the Bridal-. Su voz,
de tono fuerte y claro, atacaba con gran brío las corridas que embellecen el
aire y, aunque cantaba muy rápidamente, no se perdía ni la más pequeña de
las notas de adorno. Seguir la voz, sin mirar la cara de la cantante, era sentir
y compartir la emoción de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió fuer-
temente con todos los demás al final de la canción y los fuertes aplausos lle-
garon desde la invisible mesa de la cena. Sonó tan genuino que un poco de
color apareció en el rostro de la tía Julia cuando se inclinó para volver a co-
locar en el atril el viejo cancionero encuadernado en cuero que tenía sus ini-
ciales en la portada. Freddy Malins, que había escuchado con la cabeza in-
clinada hacia un lado para oírla mejor, seguía aplaudiendo cuando todos los
demás habían cesado y hablaba animadamente con su madre, que asentía
grave y lentamente con la cabeza. Por fin, cuando ya no pudo aplaudir más,
se levantó de golpe y se apresuró a cruzar la sala hacia la tía Julia, cuya
mano agarró y estrechó con las dos, sacudiéndola cuando las palabras le fa-
llaban o la conmoción de su voz era demasiado para él.
"Estaba diciéndole a mi madre -dijo- que nunca te había oído cantar tan
bien, nunca. No, nunca he oído tu voz tan bien como esta noche. ¡Ahora!
¿Podrías creerlo ahora? Es la verdad. Por mi palabra y honor que es la ver-
dad. Nunca he oído tu voz tan fresca y tan... tan clara y fresca, nunca".
La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo acerca de los cumplidos
mientras soltaba su mano de su agarre. El señor Browne extendió su mano
abierta hacia ella y dijo a los que estaban cerca de él a la manera de un
showman que presenta a un prodigio ante el público
"¡La señorita Julia Morkan, mi último descubrimiento!"
Él mismo se estaba riendo a carcajadas cuando Freddy Malins se volvió
hacia él y le dijo:
"Bueno, Browne, si hablas en serio podrías hacer un descubrimiento
peor. Todo lo que puedo decir es que nunca la he oído cantar ni la mitad de
bien desde que llegué aquí. Y esa es la pura verdad".
"Yo tampoco", dijo el señor Browne. "Creo que su voz ha mejorado
mucho".
La tía Julia se encogió de hombros y dijo con manso orgullo
"Hace treinta años no tenía una mala calidad de voz en lo que a voces se
refiere".
"A menudo le decía a Julia", dijo la tía Kate con énfasis, "que en ese coro
estaba sencillamente desperdiciada. Pero nunca se lo diría yo".
Se volvió como para apelar al buen sentido de los demás contra una niña
rebelde, mientras la tía Julia miraba al frente, con una vaga sonrisa de remi-
niscencia jugando en su rostro.
"No", continuó la tía Kate, "no se dejaba decir ni dirigir por nadie, escla-
vizándose allí en ese coro noche y día, noche y día. ¡A las seis de la mañana
de Navidad! ¿Y todo para qué?"
"Bueno, ¿no es por el honor de Dios, tía Kate?", preguntó Mary Jane, gi-
rando sobre el taburete del piano y sonriendo.
La tía Kate se volvió ferozmente hacia su sobrina y dijo:
"Sé todo sobre el honor de Dios, Mary Jane, pero creo que no es nada ho-
norable que el Papa eche a las mujeres de los coros que han trabajado como
esclavas toda su vida y ponga a los niños de la escuela sobre sus cabezas.
Supongo que es por el bien de la Iglesia si el Papa lo hace. Pero no es justo,
Mary Jane, y no es correcto".
Se había apasionado y habría continuado defendiendo a su hermana, ya
que era un tema delicado para ella, pero Mary Jane, al ver que todas las bai-
larinas habían vuelto, intervino pacíficamente:
"Ahora, tía Kate, estás dando un escándalo al señor Browne, que es de la
otra corriente".
La tía Kate se volvió hacia el señor Browne, que sonreía ante esta alusión
a su religión, y dijo apresuradamente
"Oh, yo no cuestiono que el Papa tenga razón. Sólo soy una vieja estúpi-
da y no me atrevería a hacer tal cosa. Pero hay una cosa que es la cortesía y
la gratitud común y corriente. Y si yo estuviera en el lugar de Julia, le diría
a ese padre Healey en la cara..."
"Y además, tía Kate", dijo Mary Jane, "realmente todos tenemos hambre
y cuando tenemos hambre somos muy pendencieros".
"Y cuando tenemos sed también somos pendencieros", añadió el señor
Browne.
"Así que será mejor que vayamos a cenar", dijo Mary Jane, "y termine-
mos la discusión después".
En el rellano del salón, Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane tra-
tando de convencer a la señorita Ivors de que se quedara a cenar. Pero la se-
ñorita Ivors, que se había puesto el sombrero y se estaba abrochando la
capa, no quiso quedarse. No tenía el menor apetito y ya se había excedido
en el tiempo.
"Pero sólo diez minutos, Molly", dijo la señora Conroy. "Eso no te
retrasará".
"Para tomar un bocado cualquiera", dijo Mary Jane, "después de todo tu
baile".
"Realmente no podría", dijo la señorita Ivors.
"Me temo que no te has divertido en absoluto", dijo Mary Jane sin
remedio.
"Mucho, te lo aseguro", dijo Miss Ivors, "pero realmente debes dejarme
ir ahora".
"¿Pero cómo vas a llegar a casa?", preguntó la señora Conroy.
"Oh, son sólo dos pasos hasta el muelle".
Gabriel dudó un momento y dijo:
"Si me permite, señorita Ivors, la acompañaré a casa si está realmente
obligada a ir".
Pero la señorita Ivors se separó de ellos.
"No quiero ni oírlo", gritó. "Por el amor de Dios, vayan a cenar y no se
preocupen por mí. Soy bastante capaz de cuidar de mí misma".
"Bueno, tú eres la chica cómica, Molly", dijo la señora Conroy con
franqueza.
"Bendiciones para todos", gritó la señorita Ivors en irlandés, con una car-
cajada, mientras bajaba corriendo la escalera.
Mary Jane la persiguió con una expresión de perplejidad en su rostro,
mientras la señora Conroy se inclinaba sobre las barandillas para escuchar
la puerta del vestíbulo. Gabriel se preguntó si él era la causa de su abrupta
partida. Pero ella no parecía estar de mal humor: se había ido riendo. Se
quedó con la mirada perdida en la escalera.
En ese momento, la tía Kate salió caminando del comedor, casi retorcién-
dose las manos por la desesperación.
"¿Dónde está Gabriel?", gritó. "¿Dónde está Gabriel? Está todo el mundo
esperando ahí dentro, con un escenario abierto, ¡y nadie para trinchar el
ganso!"
"¡Aquí estoy, tía Kate!" gritó Gabriel, con súbita animación, "listo para
trinchar una bandada de gansos, si es necesario".
En un extremo de la mesa había un gordo ganso dorado, y en el otro, so-
bre un lecho de papel arrugado y salpicado de ramitas de perejil, un gran
jamón, desprovisto de su piel exterior y salpicado de migas de corteza, con
un prolijo adorno de papel alrededor de la paleta, y junto a él, un redondo
de carne de vaca especiada. Entre estos extremos opuestos había líneas pa-
ralelas de platos de acompañamiento: dos pequeños platos de gelatina, roja
y amarilla; un plato poco profundo lleno de manzanas blancas y mermelada
roja, un gran plato verde en forma de hoja con un asa en forma de tallo, en
el que había racimos de pasas de color púrpura y almendras peladas, un pla-
to complementario en el que había un sólido rectángulo de higos de Esmir-
na, un plato de natillas cubierto con nuez moscada rallada, un pequeño
cuenco lleno de chocolates y dulces envueltos en papeles dorados y platea-
dos y un jarrón de cristal en el que había unos altos tallos de apio. En el
centro de la mesa se encontraban, como centinelas de un frutero que soste-
nía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, dos decantadores an-
ticuados de cristal tallado, uno con oporto y el otro con jerez oscuro. Sobre
el piano cuadrado cerrado aguardaba un budín en un enorme plato amarillo
y detrás de él había tres escuadras de botellas de cerveza negra y de cerveza
mineral, dispuestas según los colores de sus uniformes, las dos primeras ne-
gras, con etiquetas marrones y rojas, la tercera y más pequeña escuadra
blanca, con fajas transversales verdes.
Gabriel tomó asiento con valentía en la cabecera de la mesa y, tras mirar
al borde del trinchante, clavó el tenedor con firmeza en la oca. Ahora se
sentía muy a gusto, pues era un experto trinchador y nada le gustaba más
que encontrarse a la cabeza de una mesa bien cargada.
"Señorita Furlong, ¿qué le sirvo?", preguntó. "¿Un ala o un trozo de
pechuga?"
"Sólo una pequeña rebanada de la pechuga".
"Srta. Higgins, ¿qué desea usted?"
"Oh, cualquier cosa, Sr. Conroy".
Mientras Gabriel y la señorita Daly intercambiaban platos de ganso y pla-
tos de jamón y ternera especiada, Lily iba de invitado en invitado con un
plato de patatas harinosas calientes envueltas en una servilleta blanca. Ésta
era la idea de Mary Jane y también había sugerido salsa de manzana para el
ganso, pero la tía Kate había dicho que el ganso asado sin salsa de manzana
siempre le había parecido suficientemente bueno y esperaba que nunca co-
miera algo peor. Mary Jane atendió a sus alumnos y se ocupó de que reci-
bieran los mejores trozos, y la tía Kate y la tía Julia abrieron y llevaron al
otro lado del piano botellas de cerveza negra y cerveza rubia para los caba-
lleros y botellas de minerales para las damas. Hubo mucha confusión, risas
y ruido, ruido de órdenes y contraórdenes, de cuchillos y tenedores, de cor-
chos y tapones de vidrio. Gabriel se puso a trinchar segundas raciones en
cuanto terminó la primera ronda sin servirse. Todo el mundo protestó en
voz alta, por lo que él se comprometió a tomar un largo trago de cerveza, ya
que había considerado que el trinchado era un trabajo muy arduo. Mary
Jane se sentó tranquilamente a cenar, pero la tía Kate y la tía Julia seguían
dando vueltas alrededor de la mesa, pisándose los talones la una a la otra,
estorbándose mutuamente y dándose órdenes desatendidas. El señor Brow-
ne les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas dije-
ron que había tiempo suficiente, de modo que, por fin, Freddy Malins se le-
vantó y, cogiendo a la tía Kate, la acomodó en su silla en medio de la risa
general.
Cuando todo el mundo estuvo bien servido, Gabriel dijo, sonriendo:
"Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama re-
lleno, que hable".
Un coro de voces le invitó a comenzar su propia cena y Lily se adelantó
con tres patatas que había reservado para él.
"Muy bien", dijo Gabriel amablemente, mientras tomaba otro trago pre-
paratorio, "tengan la amabilidad de olvidar mi existencia, señoras y señores,
durante unos minutos".
Se puso a cenar y no tomó parte en la conversación con la que la mesa
cubrió la retirada de los platos por parte de Lily. El tema de conversación
era la compañía de ópera que se encontraba en ese momento en el Teatro
Real. El Sr. Bartell D'Arcy, el tenor, un joven de complexión oscura con un
elegante bigote, elogió mucho a la contralto principal de la compañía, pero
la Srta. Furlong pensaba que tenía un estilo de producción bastante vulgar.
Freddy Malins dijo que había un jefe negro que cantaba en la segunda parte
de la pantomima de Gaiety y que tenía una de las mejores voces de tenor
que había oído nunca.
"¿Lo ha escuchado?", le preguntó al Sr. Bartell D'Arcy al otro lado de la
mesa.
"No", contestó el señor Bartell D'Arcy sin darle importancia.
"Porque", explicó Freddy Malins, "ahora tendría curiosidad por conocer
su opinión sobre él. Creo que tiene una gran voz".
"Hace falta tener a Teddy para descubrir las cosas realmente buenas",
dijo familiarmente el señor Browne a la mesa.
"¿Y por qué no puede tener él también una voz?", preguntó Freddy Ma-
lins secamente. "¿Es porque sólo es un negro?".
Nadie respondió a esta pregunta y Mary Jane volvió a dirigir la mesa ha-
cia la ópera legítima. Una de sus alumnas le había dado un pase para Mig-
non. Por supuesto que estaba muy bien, dijo, pero le hizo pensar en la pobre
Georgina Burns. El señor Browne podía remontarse aún más atrás, a las an-
tiguas compañías italianas que solían venir a Dublín: Tietjens, Ilma de
Murzka, Campanini, el gran Trebelli Giuglini, Ravelli, Aramburo. Eran los
días, dijo, en los que se escuchaba algo parecido al canto en Dublín. Contó
también cómo la galería superior del viejo Royal solía llenarse noche tras
noche, cómo una noche un tenor italiano había cantado cinco bises de Let
me like a Soldier fall, introduciendo un do agudo cada vez, y cómo los chi-
cos de la galería a veces, en su entusiasmo, desenganchaban los caballos del
carruaje de alguna gran prima donna y la llevaban ellos mismos por las ca-
lles hasta su hotel. ¿Por qué no se interpretan ahora las grandes óperas anti-
guas, preguntó, Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque no podían conseguir las
voces para cantarlas: esa era la razón".
"Oh, bueno", dijo el Sr. Bartell D'Arcy, "supongo que hay tan buenos
cantantes hoy en día como los había entonces".
"¿Dónde están?", preguntó desafiante el señor Browne.
"En Londres, en París, en Milán", dijo el señor Bartell D'Arcy con entu-
siasmo. "Supongo que Caruso, por ejemplo, es tan bueno, si no mejor, que
cualquiera de los hombres que ha mencionado".
"Puede que sí", dijo el señor Browne. "Pero puedo decirle que lo dudo
mucho".
"Oh, daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso", dijo Mary Jane.
"Para mí", dijo la tía Kate, que había estado hurgando en un hueso, "sólo
había un tenor. Para complacerme, quiero decir. Pero supongo que ninguno
de ustedes ha oído hablar de él".
"¿Quién era, señorita Morkan?", preguntó cortésmente el señor Bartell
D'Arcy.
"Su nombre", dijo la tía Kate, "era Parkinson. Lo escuché cuando estaba
en la flor de la vida y creo que tenía entonces la voz de tenor más pura que
jamás se haya puesto en la garganta de un hombre."
"Qué raro", dijo el señor Bartell D'Arcy. "Nunca había oído hablar de él".
"Sí, sí, la señorita Morkan tiene razón", dijo el señor Browne. "Recuerdo
haber oído hablar del viejo Parkinson, pero es demasiado antiguo para mí".
"Un hermoso, puro, dulce y meloso tenor inglés", dijo la tía Kate con
entusiasmo.
Una vez que Gabriel terminó, el enorme pudín fue trasladado a la mesa.
El traqueteo de tenedores y cucharas comenzó de nuevo. La esposa de Ga-
briel sirvió cucharadas de pudín y pasó los platos por la mesa. A mitad de
camino los sostenía Mary Jane, que los reponía con mermelada de frambue-
sa o naranja o con dulce de leche y mermelada. El pudín era obra de la tía
Julia y recibía elogios de todas partes. Ella misma dijo que no estaba lo sufi-
cientemente dorado.
"Bueno, espero, señorita Morkan", dijo el señor Browne, "que sea lo sufi-
cientemente marrón para usted porque, ya sabe, yo soy todo marrón".
Todos los caballeros, excepto Gabriel, comieron un poco del pudín por
cortesía de la tía Julia. Como Gabriel nunca comía dulces, el apio se había
dejado para él. Freddy Malins también tomó un tallo de apio y lo comió con
su pudín. Le habían dicho que el apio era algo capital para la sangre y en
ese momento estaba bajo el cuidado del médico. La señora Malins, que ha-
bía permanecido en silencio durante toda la cena, dijo que su hijo iba a ba-
jar a Mount Melleray dentro de una semana más o menos. La mesa habló
entonces de Mount Melleray, de lo estimulante que era el aire allí abajo, de
lo hospitalarios que eran los monjes y de cómo nunca pedían un penique a
sus invitados.
"¿Y quiere usted decir", preguntó incrédulo el señor Browne, "que un
tipo puede ir allí y alojarse como si fuera un hotel y vivir de la riqueza de la
tierra y luego marcharse sin pagar nada?".
"Oh, la mayoría de la gente da alguna donación al monasterio cuando se
va", dijo Mary Jane.
"Ojalá tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia", dijo cándida-
mente el señor Browne.
Se asombró al saber que los monjes no hablaban nunca, se levantaban a
las dos de la mañana y dormían en sus ataúdes. Preguntó por qué lo hacían.
"Es la regla de la orden", dijo la tía Kate con firmeza.
"Sí, pero ¿por qué?", preguntó el señor Browne.
La tía Kate repitió que era la regla, eso era todo. El señor Browne parecía
seguir sin entender. Freddy Malins le explicó, lo mejor que pudo, que los
monjes intentaban compensar los pecados cometidos por todos los pecado-
res del mundo exterior. La explicación no fue muy clara porque el señor
Browne sonrió y dijo
"Me gusta mucho esa idea, pero ¿no les vendría tan bien una cómoda
cama de muelles como un ataúd?".
"El ataúd", dijo Mary Jane, "es para recordarles su último fin".
Como el tema se había vuelto lúgubre, quedó enterrado en un silencio de
la mesa durante el cual se oyó a la señora Malins decir a su vecina en un
tono indistinto
"Son muy buenos hombres, los monjes, muy piadosos".
Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los
chocolates y los dulces se repartieron ahora por la mesa y la tía Julia invitó
a todos los invitados a tomar oporto o jerez. Al principio el señor Bartell
D'Arcy se negó a tomar ninguno de los dos, pero uno de sus vecinos le dio
un codazo y le susurró algo, tras lo cual permitió que le llenaran la copa.
Poco a poco, mientras se llenaban las últimas copas, la conversación cesó.
Siguió una pausa, sólo interrumpida por el ruido del vino y por el movi-
miento de las sillas. Las tres señoras Morkan miraron el mantel. Alguien
tosió una o dos veces y luego unos señores dieron una suave palmada en la
mesa como señal de silencio. Se hizo el silencio y Gabriel echó su silla ha-
cia atrás y se levantó.
Las palmaditas se hicieron más fuertes y luego cesaron. Gabriel apoyó
sus diez dedos temblorosos en el mantel y sonrió nerviosamente a la com-
pañía. Al encontrarse con una hilera de rostros levantados, levantó los ojos
hacia la lámpara de araña. El piano estaba tocando una melodía de vals y
podía oír el movimiento de las faldas contra la puerta del salón. La gente,
tal vez, estaba de pie en la nieve del muelle, mirando las ventanas ilumina-
das y escuchando la música del vals. El aire era puro allí. A lo lejos estaba
el parque, donde los árboles estaban cargados de nieve. El monumento a
Wellington lucía un gorro de nieve reluciente que brillaba hacia el oeste so-
bre el campo blanco de los Quince Acres.
Comenzó:
"Señoras y señores,
"Me ha tocado esta noche, como en años anteriores, realizar una tarea
muy agradable, pero una tarea para la que me temo que mis pobres poderes
como orador son demasiado inadecuados".
"¡No, no!", dijo el señor Browne.
"Pero, sea como sea, sólo puedo pedirles que esta noche tomen la volun-
tad por el hecho y me presten su atención durante unos momentos mientras
me esfuerzo por expresarles con palabras cuáles son mis sentimientos en
esta ocasión".
"Señoras y señores, no es la primera vez que nos reunimos bajo este te-
cho hospitalario, alrededor de este tablero hospitalario. No es la primera vez
que hemos sido los receptores -o quizás, mejor dicho, las víctimas- de la
hospitalidad de ciertas buenas damas".
Hizo un círculo en el aire con el brazo y se detuvo. Todo el mundo se rió
o sonrió a la tía Kate y a la tía Julia y a Mary Jane, que se pusieron colora-
das de alegría. Gabriel continuó con más audacia:
"Cada año que pasa siento con más fuerza que nuestro país no tiene nin-
guna tradición que le honre tanto y que deba guardar tan celosamente como
la de su hospitalidad. Es una tradición única, según mi experiencia (y he vi-
sitado no pocos lugares en el extranjero), entre las naciones modernas. Al-
gunos dirán, tal vez, que entre nosotros es más bien un defecto que algo de
lo que se pueda presumir. Pero incluso eso, es, en mi opinión, un defecto
principesco, y uno que confío en que se cultivará durante mucho tiempo en-
tre nosotros. De una cosa, al menos, estoy seguro. Mientras este techo acoja
a las buenas damas antes mencionadas -y deseo de todo corazón que lo haga
durante muchos y largos años-, la tradición de la genuina y cálida hospitali-
dad irlandesa, que nuestros antepasados nos han transmitido y que nosotros
a su vez debemos transmitir a nuestros descendientes, sigue viva entre
nosotros."
Un cordial murmullo de asentimiento recorrió la mesa. A Gabriel se le
pasó por la cabeza que la señorita Ivors no estaba allí y que se había mar-
chado descortésmente: y dijo con confianza en sí mismo
"Señoras y señores,
"Una nueva generación está creciendo en nuestro medio, una generación
actuada por nuevas ideas y nuevos principios. Es seria y entusiasta de estas
nuevas ideas y su entusiasmo, incluso cuando está mal dirigido, es, creo, en
su mayor parte sincero. Pero vivimos en una época escéptica y, si se me
permite la expresión, atormentada por el pensamiento: y a veces temo que
esta nueva generación, educada o hipereducada como está, carezca de esas
cualidades de humanidad, de hospitalidad, de humor amable que pertene-
cían a una época anterior. Al escuchar esta noche los nombres de todos esos
grandes cantantes del pasado me pareció, debo confesarlo, que vivíamos en
una época menos espaciosa. Aquellos días podrían llamarse, sin exagerar,
días más extensos: y si ya no se recuerdan, esperemos, al menos, que en
reuniones como ésta sigamos hablando de ellos con orgullo y afecto, que
sigamos abrigando en nuestros corazones el recuerdo de aquellos grandes
fallecidos y desaparecidos cuya fama el mundo no quiere dejar morir."
"¡Oye, oye!", dijo el señor Browne en voz alta.
"Pero", continuó Gabriel, su voz cayó en una inflexión más suave, "siem-
pre hay en las reuniones como esta pensamientos más tristes que recurrirán
a nuestras mentes: pensamientos del pasado, de la juventud, de los cambios,
de los rostros ausentes que echamos de menos aquí esta noche. Nuestro ca-
mino a través de la vida está sembrado de muchos recuerdos tristes, y si nos
quedáramos pensando en ellos siempre, no podríamos encontrar el corazón
para seguir con valentía nuestro trabajo entre los vivos. Todos tenemos de-
beres vivos y afectos vivos que reclaman, y reclaman con razón, nuestros
denodados esfuerzos".
"Por lo tanto, no me detendré en el pasado. No dejaré que ninguna mora-
lina sombría se inmiscuya aquí esta noche. Nos hemos reunido aquí por un
breve momento para alejarnos del bullicio y las prisas de nuestra rutina dia-
ria. Estamos reunidos aquí como amigos, en el espíritu de la buena camara-
dería, como colegas, también hasta cierto punto, en el verdadero espíritu de
la camaradería, y como los invitados de -¿cómo debo llamarlos?- las Tres
Gracias del mundo musical de Dublín".
La mesa estalló en aplausos y risas ante esta alusión. La tía Julia pidió en
vano a cada uno de sus vecinos por turno que le contara lo que había dicho
Gabriel.
"Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia", dijo Mary Jane.
La tía Julia no entendió pero miró, sonriendo, a Gabriel, que continuó en
la misma línea:
"Señoras y señores,
No intentaré jugar esta noche el papel que París jugó en otra ocasión. No
intentaré elegir entre ellas. La tarea sería injusta y estaría más allá de mis
pobres facultades. Porque cuando las veo por separado, ya sea a nuestra an-
fitriona principal, cuyo buen corazón, cuyo demasiado buen corazón, se ha
convertido en un sinónimo para todos los que la conocen, o a su hermana,
que parece estar dotada de una juventud perenne y cuyo canto debe haber
sido una sorpresa y una revelación para todos nosotros esta noche, o, por
último, cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, alegre,
trabajadora y la mejor de las sobrinas, confieso, señoras y señores, que no
sé a cuál de ellas debería conceder el premio."
Gabriel miró a sus tías y, al ver la gran sonrisa en el rostro de la tía Julia
y las lágrimas que habían subido a los ojos de la tía Kate, se apresuró a ce-
rrar. Levantó su copa de oporto con elegancia, mientras todos los miembros
de la compañía cogían una copa con expectación, y dijo en voz alta:
"Brindemos por los tres juntos. Brindemos por su salud, su riqueza, su
larga vida, su felicidad y su prosperidad, y que sigan ocupando durante mu-
cho tiempo la posición orgullosa y ganada por ellos mismos que tienen en
su profesión y la posición de honor y afecto que tienen en nuestros
corazones".
Todos los invitados se pusieron de pie, con la copa en la mano, y volvién-
dose hacia las tres damas sentadas, cantaron al unísono, con el señor Brow-
ne como líder:
"Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Lo que nadie puede negar".
La tía Kate hacía un uso franco de su pañuelo e incluso la tía Julia pare-
cía conmovida. Freddy Malins golpeó el tiempo con su tenedor de pudín y
los cantantes se volvieron el uno hacia el otro, como en una melodiosa con-
ferencia, mientras cantaban con énfasis:
"A menos que diga una mentira,
A menos que diga una mentira".
Luego, volviéndose una vez más hacia sus anfitriones, cantaron:
"Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Porque son compañeros alegres,
Que nadie puede negar".
La aclamación que siguió fue llevada más allá de la puerta del comedor
por muchos de los otros invitados y repetida una y otra vez, Freddy Malins
actuando como oficial con su tenedor en alto.
******
El penetrante aire de la mañana entró en el salón donde se encontraban,
de modo que la tía Kate dijo:
"Que alguien cierre la puerta. La señora Malins se va a morir de frío".
"Browne está ahí fuera, tía Kate", dijo Mary Jane.
"Browne está en todas partes", dijo la tía Kate, bajando la voz.
Mary Jane se rió de su tono.
"De verdad", dijo en tono de broma, "es muy atento".
"Se ha quedado aquí como el gas", dijo la tía Kate en el mismo tono, "du-
rante toda la Navidad".
Esta vez se rió con buen humor y luego añadió rápidamente:
"Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Espero que no me
haya oído".
En ese momento se abrió la puerta del vestíbulo y el señor Browne entró
desde el umbral, riendo como si se le fuera a romper el corazón. Iba vestido
con un largo abrigo verde con puños y cuello de falso astracán y llevaba en
la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló hacia el muelle cubierto de nie-
ve, desde donde llegaba el sonido de un estridente y prolongado silbido.
"Teddy hará salir a todos los taxis de Dublín", dijo.
Gabriel avanzó desde la pequeña despensa detrás de la oficina, se puso el
abrigo con dificultad y, mirando alrededor de la sala, dijo:
"¿Gretta no ha bajado todavía?"
"Se está poniendo sus cosas, Gabriel", dijo la tía Kate.
"¿Quién está tocando ahí arriba?", preguntó Gabriel.
"Nadie. Todos se han ido".
"Oh no, tía Kate", dijo Mary Jane. "Bartell D'Arcy y la señorita O'Callag-
han aún no se han ido".
" En cualquier caso, alguien está tonteando con el piano", dijo Gabriel.
Mary Jane miró a Gabriel y al señor Browne y dijo con un escalofrío:
"Me da frío verlos a ustedes dos, caballeros, así de tapados. No me gusta-
ría afrontar su viaje a casa a estas horas".
"Nada me gustaría más en este momento", dijo el Sr. Browne con firme-
za, "que un buen paseo por el campo o o una carrera con un buen caballo
entre las piernas".
"Solíamos tener un muy buen caballo y un coche en casa", dijo la tía Ju-
lia con tristeza.
"El nunca olvidado Johnny", dijo Mary Jane, riendo.
La tía Kate y Gabriel también se rieron.
"¿Por qué, qué era lo maravilloso de Johnny?" preguntó el señor Browne.
"El difunto Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo", explicó Gabriel,
"conocido comúnmente en sus últimos años como el viejo caballero, tenía
unaáb fricaá de cola".
"Oh, ahora, Gabriel", dijo la tía Kate, riendo, "él tenía un molino de
almidón".
"Bueno, cola o almidón", dijo Gabriel, "el viejo caballero tenía un caba-
llo que se llamaba Johnny. Y Johnny solía trabajar en el molino del viejo
caballero, dando vueltas y más vueltas para hacer funcionar el molino. Todo
eso estaba muy bien; pero ahora viene la parte trágica de Jhonny. Un buen
día el viejo caballero pensó que le gustaría salir con la alta sociedad a una
prueba militar en el parque".
"Que el Señor se apiade de su alma", dijo compasivamente la tía Kate.
"Amén", dijo Gabriel. "Así que el anciano caballero, como ya he dicho,
enjaezó a Johnny y se puso su mejor sombrero alto y su mejor collar de ca-
ballo y salió a lo grande de su mansión ancestral en algún lugar cerca de
Back Lane, creo".
Todo el mundo se rió, incluso la señora Malins, de las maneras de Ga-
briel y la tía Kate dijo:
"Oh, ahora, Gabriel, él no vivía en Back Lane, realmente. Sólo estaba el
molino".
"Fuera de la mansión de sus antepasados", continuó Gabriel, "conducía
con Johnny. Y todo transcurrió maravillosamente hasta que Johnny llegó a
la vista de la estatua del Rey Billy: y ya sea que se enamoró del caballo en
el que se sienta el Rey Billy o que pensó que estaba de nuevo en el molino,
de cualquier manera comenzó a caminar alrededor de la estatua."
Gabriel se paseó en círculos alrededor de la sala con sus chanclos entre
las risas de los demás.
"Dio vueltas y vueltas -dijo Gabriel-, y el viejo caballero, que era un vie-
jo caballero muy pomposo, se indignó mucho. '¡Adelante, señor! ¿Qué quie-
re decir, señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Una conducta extraordinaria! No puedo
entender al caballo'".
Las carcajadas que siguieron a la imitación del incidente por parte de Ga-
briel fueron interrumpidas por un sonoro golpe en la puerta del vestíbulo.
Mary Jane corrió a abrirla y dejó entrar a Freddy Malins. Freddy Malins,
con el sombrero bien puesto en la cabeza y los hombros encorvados por el
frío, resoplaba y humeaba después de sus esfuerzos.
"Sólo pude conseguir un taxi", dijo.
"Oh, encontraremos otro en el muelle", dijo Gabriel.
"Sí", dijo la tía Kate. "Mejor no tener a la señora Malins de pie en la co-
rriente de aire".
Su hijo y el Sr. Browne ayudaron a la Sra. Malins a bajar los escalones de
la entrada y, después de muchas maniobras, la subieron a la cabina. Freddy
Malins subió tras ella y pasó un largo rato acomodándola en el asiento,
mientras el señor Browne le ayudaba con consejos. Por fin se instaló cómo-
damente y Freddy Malins invitó al señor Browne a entrar en la cabina.
Hubo una charla un tanto confusa y luego el señor Browne subió al taxi. El
taxista se acomodó la manta sobre las rodillas y se inclinó para pedir la di-
rección. La confusión aumentó y el taxista fue dirigido de forma diferente
por Freddy Malins y el señor Browne, cada uno de los cuales sacaba la ca-
beza por una ventana del taxi. La dificultad consistía en saber dónde dejar al
señor Browne a lo largo de la ruta, y la tía Kate, la tía Julia y Mary Jane
ayudaron a la discusión desde el umbral de la puerta con direcciones cruza-
das y contradicciones y abundantes risas. En cuanto a Freddy Malins, se
quedó mudo de risa. Asomaba la cabeza por la ventanilla a cada momento,
con gran peligro para su sombrero, y le contaba a su madre cómo se
desarrollaba la discusión, hasta que por fin el señor Browne le gritó al des-
concertado taxista por encima del estruendo de las risas de todos:
"¿Conoce usted el Trinity College?"
"Sí, señor", dijo el taxista.
"Bueno, conduzca hasta las puertas del Trinity College", dijo el señor
Browne, "y luego le diremos a dónde ir. ¿Entiende ahora?"
"Sí, señor", dijo el taxista.
"Diríjase como un pájaro al Trinity College".
"Bien, señor", dijo el taxista.
El caballo fue azotado y el taxi se alejó por el muelle en medio de un
coro de risas y adioses.
Gabriel no había ido a la puerta con los demás. Estaba en una parte oscu-
ra del vestíbulo mirando la escalera. Una mujer estaba de pie cerca de la
cima del primer piso, también en la sombra. No podía ver su rostro, pero sí
los estampados de color terracota y rosa salmón de su falda, que la sombra
hacía aparecer en blanco y negro. Era su mujer. Estaba apoyada en la baran-
dilla, escuchando algo. Gabriel se sorprendió de su quietud y aguzó el oído
para escuchar también. Pero no pudo oír más que el ruido de las risas y las
disputas en la escalera, unos acordes al piano y algunas notas de la voz de
un hombre cantando.
Se quedó quieto en la penumbra del vestíbulo, tratando de captar el aire
que cantaba la voz y mirando a su mujer. Había gracia y misterio en su acti-
tud, como si fuera un símbolo de algo. Se preguntó de qué es símbolo una
mujer de pie en la escalera, en la sombra, escuchando una música lejana. Si
fuera pintor, la pintaría en esa actitud. Su sombrero de fieltro azul resaltaría
el bronce de su pelo contra la oscuridad y los paneles oscuros de su falda
resaltarían los claros. Música lejana llamaría al cuadro si fuera pintor.
La puerta del vestíbulo se cerró; y la tía Kate, la tía Julia y Mary Jane ba-
jaron por el pasillo, todavía riendo.
"Bueno, ¿no es Freddy terrible?", dijo Mary Jane. "Es realmente terrible".
Gabriel no dijo nada, pero señaló las escaleras hacia donde estaba su es-
posa. Ahora que la puerta del vestíbulo estaba cerrada, la voz y el piano se
oían con más claridad. Gabriel levantó la mano para que guardaran silencio.
La canción parecía estar en la antigua tonalidad irlandesa y el cantante pare-
cía inseguro tanto de sus palabras como de su voz. La voz, que se volvía
quejumbrosa por la distancia y por la ronquera del cantante, iluminaba dé-
bilmente la cadencia del aire con palabras que expresaban dolor:
"Oh, la lluvia cae sobre mis pesados cabellos
Y el rocío moja mi piel,
Mi bebé yace frío. . ."
"Oh", exclamó Mary Jane. "Es Bartell D'Arcy cantando y no quiso cantar
en toda la noche. Oh, haré que cante una canción antes de que se vaya".
"Oh, hazlo, Mary Jane", dijo la tía Kate.
Mary Jane pasó por delante de las demás y corrió hacia la escalera, pero
antes de llegar a ella el canto se detuvo y el piano se cerró bruscamente.
"¡Oh, qué pena!", gritó. "¿Va a bajar, Gretta?"
Gabriel oyó que su mujer respondía afirmativamente y la vio bajar hacia
ellos. Unos pasos detrás de ella estaban el señor Bartell D'Arcy y la señorita
O'Callaghan.
"Oh, señor D'Arcy", gritó Mary Jane, "es una verdadera maldad por su
parte el interrumpir así cuando todos estábamos extasiados escuchándole".
"He estado con él toda la tarde", dijo la señorita O'Callaghan, "y la señora
Conroy también, y nos dijo que tenía un terrible resfriado y que no podía
cantar".
"Oh, señor D'Arcy", dijo la tía Kate, "eso sí que fue una gran mentira".
"¿No veis que estoy más ronco que un cuervo?", dijo el señor D'Arcy con
aspereza.
Entró apresuradamente en la despensa y se puso el abrigo. Los demás,
sorprendidos por su grosero discurso, no encontraron nada que decir. La tía
Kate arrugó el ceño e hizo señas a los demás para que dejaran el tema. El
Sr. D'Arcy se puso de pie, envolviendo su cuello con cuidado y frunciendo
el ceño.
"Es por el tiempo", dijo la tía Julia, tras una pausa.
"Sí, todo el mundo tiene catarro", dijo la tía Kate de buena gana, "todo el
mundo".
"Dicen", dijo Mary Jane, "que no hemos tenido nieve como ésta desde
hace treinta años; y he leído esta mañana en los periódicos que la nieve es
general en toda Irlanda".
"Me encanta el aspecto de la nieve", dijo la tía Julia con tristeza.
"A mí también", dijo la señorita O'Callaghan. "Creo que la Navidad nun-
ca es realmente Navidad si no tenemos la nieve en el suelo".
"Pero al pobre señor D'Arcy no le gusta la nieve", dijo la tía Kate,
sonriendo.
El señor D'Arcy salió de la despensa, completamente abrigado y abotona-
do, y en tono arrepentido les contó la historia de su resfriado. Todos le
aconsejaron y le dijeron que era una gran pena y le instaron a tener mucho
cuidado con su garganta en el aire nocturno. Gabriel observó a su mujer,
que no se unió a la conversación. Estaba de pie bajo la polvorienta luz del
ventilador y la llama del gas iluminaba el intenso bronce de su cabello, que
él había visto secar junto al fuego unos días antes. Ella estaba en la misma
actitud y parecía no darse cuenta de la charla sobre ella. Por fin se volvió
hacia ellos y Gabriel vio que había color en sus mejillas y que sus ojos bri-
llaban. Una súbita marea de alegría salió de su corazón.
"Señor D'Arcy", dijo ella, "¿cómo se llama esa canción que estaba
cantando?"
"Se llama The Lass of Aughrim", dijo el señor D'Arcy, "pero no pude re-
cordarla bien. ¿Por qué? ¿La conoces?"
"The Lass of Aughrim", repitió ella. "No me acordaba del nombre".
"Es un tema muy bonito", dijo Mary Jane. "Lamento que no haya tenido
voz esta noche".
"Ahora, Mary Jane", dijo la tía Kate, "no molestes al señor D'Arcy. No
quiero que lo molesten".
Viendo que todos estaban listos para partir, los condujo a la puerta, donde
se dieron las buenas noches:
"Bueno, buenas noches, tía Kate, y gracias por la agradable velada."
"Buenas noches, Gabriel. Buenas noches, Gretta".
"Buenas noches, tía Kate, y muchas gracias. Buenas noches, tía Julia".
"Oh, buenas noches, Gretta, no te había visto."
"Buenas noches, Sr. D'Arcy. Buenas noches, Srta. O'Callaghan".
"Buenas noches, Srta. Morkan."
"Buenas noches, otra vez."
"Buenas noches a todos. Que tengan un buen regreso a casa."
"Buenas noches. Buenas noches."
La mañana seguía siendo oscura. Una luz apagada y amarilla se cernía
sobre las casas y el río, y el cielo parecía descender. El suelo estaba resbala-
dizo, y sólo había vetas y manchas de nieve en los tejados, en los parapetos
del muelle y en las barandillas de la zona. Las lámparas seguían ardiendo
rojizas en el aire turbio y, al otro lado del río, el palacio de los Cuatro Tribu-
nales se destacaba amenazadoramente contra el pesado cielo.
Ella seguía caminando delante de él con el señor Bartell D'Arcy, con los
zapatos en un paquete marrón metidos bajo un brazo y las manos sostenien-
do la falda del aguanieve. Ya no tenía ninguna actitud elegante, pero los
ojos de Gabriel seguían brillando de felicidad. La sangre corría por sus ve-
nas y los pensamientos se agitaban en su cerebro, orgullosos, alegres, tier-
nos, valientes.
Ella caminaba delante de él con tanta ligereza y tan erguida que él desea-
ba correr tras ella sin hacer ruido, cogerla por los hombros y decirle algo
tonto y cariñoso al oído. Ella le parecía tan frágil que anhelaba defenderla
de algo y luego quedarse a solas con ella. Momentos de su vida secreta jun-
tos estallaron como estrellas en su memoria. Un sobre de heliotropo estaba
junto a su taza de desayuno y él lo acariciaba con la mano. Los pájaros tri-
naban en la hiedra y la soleada red de la cortina brillaba en el suelo: no po-
día comer de felicidad. Estaban de pie en el atestado andén y él colocaba un
billete dentro de la cálida palma de su guante. Estaba de pie con ella en el
frío, mirando a través de una ventana enrejada a un hombre que hacía bote-
llas en un horno rugiente. Hacía mucho frío. La cara de ella, perfumada por
el aire frío, estaba muy cerca de la de él; y de repente llamó al hombre del
fogón:
"¿Está caliente el fuego, señor?"
Pero el hombre no pudo oír con el ruido del horno. Menos mal. Podría
haber respondido con brusquedad.
Una ola de alegría aún más tierna se escapó de su corazón y recorrió en
cálido torrente sus arterias. Como el tierno fuego de los momentos estelares
de su vida en común, que nadie conocía ni conocería jamás, irrumpió e ilu-
minó su memoria. Ansiaba recordarle esos momentos, hacerle olvidar los
años de su aburrida existencia juntos y recordar sólo sus momentos de éxta-
sis. Porque los años, según él, no habían apagado su alma ni la de ella. Sus
hijos, la escritura de él, los cuidados domésticos de ella no habían apagado
todo el tierno fuego de sus almas. En una carta que le había escrito entonces
le había dicho: "¿Por qué las palabras como éstas me parecen tan aburridas
y frías? ¿Será porque no hay ninguna palabra lo suficientemente tierna para
ser tu nombre?"
Como una música lejana, estas palabras que había escrito años atrás fue-
ron llevadas hacia él desde el pasado. Ansiaba estar a solas con ella. Cuan-
do los demás se hubieran marchado, cuando él y ella estuvieran en la habi-
tación del hotel, entonces estarían a solas. La llamaba suavemente:
"¡Gretta!"
Tal vez ella no lo oyera de inmediato: se estaría desvistiendo. Entonces,
algo en la voz de él la impresionaría. Ella se volvía y le miraba... . .
En la esquina de la calle Winetavern se encontraron con un taxi. Él se
alegró de su ruido de traqueteo, ya que le ahorró la conversación. Ella mira-
ba por la ventana y parecía cansada. Los demás sólo hablaron unas pocas
palabras, señalando algún edificio o calle. El caballo galopó cansado bajo el
cielo turbio de la mañana, arrastrando su vieja caja traqueteante tras sus ta-
lones, y Gabriel estaba de nuevo en un taxi con ella, galopando para coger
el barco, galopando hacia su luna de miel.
Mientras el taxi cruzaba el puente O'Connell, la señorita O'Callaghan
dijo:
"Dicen que nunca se cruza el puente O'Connell sin ver un caballo
blanco".
"Esta vez veo un blanco", dijo Gabriel.
"¿Dónde?", preguntó el señor Bartell D'Arcy.
Gabriel señaló la estatua, sobre la que había manchas de nieve. Luego la
saludó con un gesto familiar y agitó la mano.
"Buenas noches, Dan", dijo alegremente.
Cuando el taxi se detuvo ante el hotel, Gabriel se bajó y, a pesar de la
protesta del señor Bartell D'Arcy, pagó al conductor. Le dio al hombre un
chelín más de la tarifa. El hombre saludó y dijo:
"Un próspero Año Nuevo para usted, señor".
"Lo mismo para usted", dijo Gabriel cordialmente.
Ella se apoyó un momento en su brazo al bajar del taxi y mientras estaba
de pie en el bordillo, dando las buenas noches a los demás. Se apoyó ligera-
mente en su brazo, tan ligeramente como cuando había bailado con él unas
horas antes. Él se había sentido orgulloso y feliz entonces, feliz de que ella
fuera suya, orgulloso de su gracia y su porte de esposa. Pero ahora, después
de que se encendieran de nuevo tantos recuerdos, el primer toque de su
cuerpo, musical y extraño y perfumado, le hizo sentir una aguda punzada de
lujuria. Al amparo de su silencio, apretó el brazo de ella estrechamente a su
lado; y, mientras se encontraban en la puerta del hotel, sintió que habían es-
capado de sus vidas y sus deberes, que habían escapado de su casa y de sus
amigos y que habían huido juntos con corazones salvajes y radiantes hacia
una nueva aventura.
Un anciano dormitaba en una gran silla en el vestíbulo. Encendió una
vela en el despacho y se dirigió antes que ellos a la escalera. Le siguieron
en silencio, sus pies cayendo en suaves golpes sobre la gruesa alfombra de
la escalera. Ella subió las escaleras detrás del portero, con la cabeza inclina-
da en el ascenso, sus frágiles hombros curvados como con una carga, la fal-
da ceñida a su cuerpo. Hubiera podido rodear sus caderas con los brazos y
retenerla, porque sus brazos temblaban de deseo de agarrarla y sólo la ten-
sión de sus uñas contra las palmas de sus manos contenía el impulso salvaje
de su cuerpo. El portero se detuvo en la escalera para apagar su vela. Ellos
también se detuvieron en los escalones de abajo. En el silencio, Gabriel
pudo oír la caída de la cera fundida en la bandeja y el golpeteo de su propio
corazón contra las costillas.
El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Luego
dejó su inestable vela sobre una mesa de tocador y preguntó a qué hora de-
bían ser llamados por la mañana.
"A las ocho", dijo Gabriel.
El portero señaló el grifo de la luz eléctrica y comenzó a murmurar una
disculpa, pero Gabriel lo interrumpió.
"No queremos ninguna luz. Tenemos suficiente luz en la calle. Y yo
digo", añadió, señalando la vela, "que podrías quitar ese hermoso objeto,
como un hombre de bien".
El mozo volvió a coger la vela, pero lentamente, pues le sorprendía una
idea tan novedosa. Luego murmuró las buenas noches y salió. Gabriel cerró
la cerradura.
Una luz espectral procedente de la lámpara de la calle se extendía desde
una ventana hasta la puerta. Gabriel arrojó su abrigo y su sombrero sobre un
sillón y cruzó la habitación hacia la ventana. Miró hacia la calle para que su
emoción se calmara un poco. Luego se volvió y se apoyó en una cómoda de
espaldas a la luz. Se había quitado el sombrero y la capa y estaba de pie
ante un gran espejo giratorio, desabrochándose la cintura. Gabriel se detuvo
unos instantes, observándola, y luego dijo:
"¡Gretta!"
Ella se apartó del espejo lentamente y caminó por el eje de luz hacia él.
Su rostro parecía tan serio y cansado que las palabras no pasaron de los la-
bios de Gabriel. No, aún no era el momento.
"Pareces cansada", dijo él.
"Estoy un poco", respondió ella.
"¿No te sientes enferma o débil?"
"No, cansada: eso es todo".
Se acercó a la ventana y se quedó allí, mirando hacia fuera. Gabriel espe-
ró de nuevo y luego, temiendo que la desconfianza estuviera a punto de
vencerle, dijo bruscamente
"¡Por cierto, Gretta!"
"¿De qué se trata?"
"¿Conoces a ese pobre hombre, Malins?", dijo rápidamente.
"Sí. ¿Qué pasa con él?"
"Bueno, pobre hombre, es un tipo decente, después de todo", continuó
Gabriel con voz falsa. "Me devolvió el soberano que le presté, y no me lo
esperaba, la verdad. Es una pena que no se mantenga alejado de ese Brow-
ne, porque no es un mal tipo, en realidad".
Ahora temblaba de fastidio. ¿Por qué parecía tan abstraída? No sabía
cómo empezar. ¿Estaba ella también molesta por algo? Si ella se volviera
hacia él o viniera a él por su propia voluntad. Tomarla como estaba sería
brutal. No, primero debía ver algo de ardor en sus ojos. Ansiaba ser dueño
de su extraño estado de ánimo.
"¿Cuándo le prestaste la libra?", preguntó ella, tras una pausa.
Gabriel se esforzó por no soltar un lenguaje brutal sobre el borracho Ma-
lins y su libra. Ansiaba gritarle desde su alma, aplastar su cuerpo contra el
suyo, dominarla. Pero dijo:
"Oh, en Navidad, cuando abrió esa pequeña tienda de tarjetas navideñas
en Henry Street".
Estaba sumido en tal fiebre de rabia y deseo que no la oyó salir de la ven-
tana. Ella se quedó ante él durante un instante, mirándolo con extrañeza.
Luego, levantándose repentinamente de puntillas y apoyando sus manos li-
geramente en los hombros de él, le besó.
"Eres una persona muy generosa, Gabriel", le dijo.
Gabriel, temblando de placer por el repentino beso y por lo pintoresco de
su frase, le puso las manos en el pelo y comenzó a alisarlo hacia atrás, sin
apenas tocarlo con los dedos. El lavado lo había dejado fino y brillante. Su
corazón rebosaba de felicidad. Justo cuando lo deseaba, ella había acudido a
él por voluntad propia. Tal vez sus pensamientos habían corrido con los de
él. Tal vez ella había sentido el impetuoso deseo que había en él, y entonces
el ánimo de ceder había llegado a ella. Ahora que ella había caído ante él
con tanta facilidad, se preguntó por qué había sido tan tímido.
Se puso de pie, sosteniendo la cabeza de ella entre sus manos. Luego,
deslizando un brazo alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, le dijo
suavemente:
"Gretta, querida, ¿en qué estás pensando?"
Ella no contestó ni se rindió del todo a su brazo. Él volvió a decir, en voz
baja:
"Dime de qué se trata, Gretta. Creo que sé lo que pasa. ¿Lo sé?"
Ella no respondió de inmediato. Luego dijo en un arrebato de lágrimas:
"Oh, estoy pensando en esa canción, "La chica de Aughrim".
Se separó de él, corrió hacia la cama y, cruzando los brazos sobre la ba-
randilla, ocultó su rostro. Gabriel se quedó quieto un momento, asombrado,
y luego la siguió. Al pasar por el camino del espejo de caballero, se vio a sí
mismo de cuerpo entero, con su amplia y bien rellena camisa, el rostro cuya
expresión siempre le desconcertaba cuando lo veía en un espejo, y sus relu-
cientes gafas de montura dorada. Se detuvo a unos pasos de ella y dijo:
"¿Y la canción? ¿Por qué te hace llorar?".
Ella levantó la cabeza de los brazos y se secó los ojos con el dorso de la
mano como un niño. Una nota más amable de lo que había pretendido apa-
reció en su voz.
"¿Por qué, Gretta?", preguntó él.
"Estoy pensando en una persona que hace mucho tiempo cantaba esa
canción".
"¿Y quién era esa persona hace mucho tiempo?", preguntó Gabriel,
sonriendo.
"Era una persona que conocía en Galway cuando vivía con mi abuela",
dijo ella.
La sonrisa desapareció del rostro de Gabriel. Una ira sorda comenzó a
acumularse de nuevo en el fondo de su mente y los fuegos apagados de su
lujuria comenzaron a brillar con rabia en sus venas.
"¿Alguien de quien estuviste enamorada?", preguntó irónicamente.
"Era un joven que conocía", respondió ella, "llamado Michael Furey. So-
lía cantar esa canción, The Lass of Aughrim. Era muy delicado".
Gabriel guardó silencio. No quería que ella pensara que estaba interesado
en ese chico tan delicado.
"Puedo verlo tan claramente", dijo ella, después de un momento. "¡Qué
ojos tenía: ojos grandes y oscuros! Y una expresión en ellos, una
expresión".
"Oh, entonces, ¿estás enamorada de él?", dijo Gabriel.
"Solía salir a pasear con él", dijo ella, "cuando estaba en Galway".
Un pensamiento pasó por la mente de Gabriel.
"¿Quizás por eso querías ir a Galway con esa chica de Ivors?", dijo él
fríamente.
Ella le miró y preguntó sorprendida:
"¿Para qué?"
Sus ojos hicieron que Gabriel se sintiera incómodo. Él se encogió de
hombros y dijo:
"¿Cómo voy a saberlo? Para verlo, tal vez".
Ella apartó la mirada de él a lo largo del rayo de luz hacia la ventana en
silencio.
"Está muerto", dijo al final. "Murió cuando sólo tenía diecisiete años.
¿No es algo terrible morir tan joven?"
"¿Qué fue?", preguntó Gabriel, todavía con ironía.
"Fue en la fábrica de gas", dijo ella.
Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y por la evocación
de esta figura de los muertos, un niño en la fábrica de gas. Mientras él había
estado lleno de recuerdos de su vida secreta juntos, llena de ternura y ale-
gría y deseo, ella lo había estado comparando en su mente con otro. Una
conciencia vergonzosa de su propia persona le asaltó. Se vio a sí mismo
como una figura ridícula, actuando como un niño de un centavo para sus
tías, un sentimental nervioso y bien intencionado, orando a los vulgares e
idealizando sus propias lujurias de payaso, el lamentable tipo fatuo que ha-
bía vislumbrado en el espejo. Instintivamente le dio la espalda a la luz para
que ella no viera la vergüenza que ardía en su frente.
Trató de mantener su tono de fría interrogación, pero su voz cuando ha-
bló fue humilde e indiferente.
"Supongo que estabas enamorada de ese Michael Furey, Gretta", dijo.
"Estuve muy bien con él en aquella época", dijo ella.
Su voz era velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tra-
tar de llevarla hacia donde él se había propuesto, acarició una de sus manos
y dijo, también con tristeza
"¿Y de qué murió tan joven, Gretta? ¿De tuberculosis?"
"Creo que murió por mí", respondió ella.
Un vago terror se apoderó de Gabriel ante esta respuesta, como si, en
aquella hora en que había esperado triunfar, algún ser impalpable y vengati-
vo viniera contra él, reuniendo fuerzas contra él en su vago universo. Pero
se liberó de ello con un esfuerzo de sensatez y continuó acariciando su
mano. No volvió a interrogarla, porque sintió que ella le hablaría de sí mis-
ma. La mano de ella estaba cálida y húmeda: no respondía a su tacto, pero
él siguió acariciándola igual que había acariciado la primera carta que le en-
vió aquella mañana de primavera.
"Fue en el invierno", dijo ella, "más o menos al principio del invierno,
cuando iba a dejar a mi abuela y a venir aquí al convento. En ese momento
estaba enfermo en su alojamiento en Galway y no le dejaban salir, y le es-
cribieron a su familia en Oughterard. Decayó, dijeron, o algo así. Nunca lo
supe bien".
Se detuvo un momento y suspiró.
"Pobre hombre", dijo. "Me apreciaba mucho y era un chico tan amable.
Solíamos salir juntos, a pasear, ya sabes, Gabriel, como se hace en el cam-
po. Iba a estudiar canto sólo por su propia salud. Tenía muy buena voz, el
pobre Michael Furey".
"Bueno; ¿y luego?", preguntó Gabriel.
"Y luego, cuando llegó el momento de dejar Galway y subir al convento,
él estaba mucho peor y no me dejaban verlo, así que le escribí una carta di-
ciéndole que me iba a Dublín y que volvería en el verano, y esperando que
estuviera mejor entonces".
Hizo una pausa para controlar su voz y luego continuó:
"Entonces, la noche anterior a mi partida, estaba en la casa de mi abuela
en Nuns' Island, empacando, y escuché que tiraban grava contra la ventana.
La ventana estaba tan húmeda que no podía ver, así que bajé corriendo
como estaba y me escabullí por la parte de atrás hacia el jardín y allí estaba
el pobre hombre al final del jardín, temblando."
"¿Y no le dijiste que volviera?", preguntó Gabriel.
"Le imploré que volviera a casa de inmediato y le dije que moriría bajo la
lluvia. Pero él dijo que no quería vivir. También puedo ver sus ojos. Estaba
de pie al final del muro donde había un árbol".
"¿Y se fue a casa?", preguntó Gabriel.
"Sí, se fue a casa. Y cuando sólo llevaba una semana en el convento mu-
rió y lo enterraron en Oughterard, de donde era su gente. Oh, el día que me
enteré de eso, de que había muerto!"
Se detuvo, ahogada por los sollozos, y, vencida por la emoción, se arrojó
boca abajo sobre la cama, sollozando en el edredón. Gabriel le cogió la
mano un momento más, irresolutamente, y luego, tímido de entrometerse en
su dolor, la dejó caer suavemente y se dirigió en silencio a la ventana.
Ella estaba profundamente dormida.
Gabriel, apoyado en el codo, miró durante unos instantes, sin resentirse,
su pelo enmarañado y su boca entreabierta, escuchando su respiración en-
trecortada. Así que ella había tenido ese romance en su vida: un hombre ha-
bía muerto por ella. Ahora apenas le dolía pensar en el pobre papel que él,
su marido, había desempeñado en su vida. La observaba mientras dormía,
como si él y ella nunca hubieran vivido juntos como marido y mujer. Sus
curiosos ojos se posaron largamente en su rostro y en su cabello; y, al pen-
sar en lo que ella debía ser entonces, en aquella época de su primera belleza
de niña, una extraña y amistosa piedad por ella entró en su alma. No le gus-
taba decir, ni siquiera a sí mismo, que su rostro ya no era hermoso, pero sa-
bía que ya no era el rostro por el que Michael Furey había afrontado la
muerte.
Tal vez ella no le había contado toda la historia. Sus ojos se dirigieron a
la silla sobre la que ella había arrojado parte de su ropa. Un cordón de la
enagua colgaba en el suelo. Una bota se mantenía en pie, con la parte supe-
rior fláccida y caída: la otra yacía de lado. Se sorprendió de la explosión de
emociones de una hora antes. ¿De dónde procedía? De la cena de su tía, de
su propio discurso insensato, del vino y el baile, de la alegría al dar las bue-
nas noches en el salón, del placer del paseo por el río en la nieve. ¡Pobre tía
Julia! Ella también sería pronto una sombra junto a la de Patrick Morkan y
su caballo. Él había captado por un momento esa mirada ojerosa en su ros-
tro cuando cantaba Arrayed for the Bridal. Pronto, tal vez, estaría sentado
en ese mismo salón, vestido de negro, con su sombrero de seda sobre las
rodillas. Las persianas estarían bajadas y la tía Kate estaría sentada a su
lado, llorando y sonándose la nariz y contándole cómo había muerto Julia.
Él buscaría en su mente algunas palabras que pudieran consolarla, y sólo
encontraría palabras cojas e inútiles. Sí, sí: eso ocurriría muy pronto.
El aire de la habitación le heló los hombros. Se estiró cautelosamente
bajo las sábanas y se acostó junto a su mujer. Uno a uno, todos se iban con-
virtiendo en sombras. Mejor pasar con valentía a ese otro mundo, en la ple-
na gloria de alguna pasión, que desvanecerse y marchitarse consternada-
mente con la edad. Pensó en cómo la que yacía a su lado había encerrado en
su corazón durante tantos años aquella imagen de los ojos de su amante
cuando le había dicho que no deseaba vivir.
Lágrimas generosas llenaron los ojos de Gabriel. Él mismo nunca había
sentido eso hacia ninguna mujer, pero sabía que ese sentimiento debía ser
amor. Las lágrimas se acumularon más densamente en sus ojos y en la oscu-
ridad parcial imaginó que veía la forma de un joven de pie bajo un árbol
que goteaba. Otras formas estaban cerca. Su alma se había acercado a esa
región donde habitan las vastas huestes de los muertos. Era consciente, pero
no podía aprehender, su existencia caprichosa y vacilante. Su propia identi-
dad se desvanecía en un mundo gris e impalpable: el propio mundo sólido,
en el que estos muertos se habían criado y vivido alguna vez, se disolvía y
disminuía.
Unos ligeros golpecitos en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana.
Había empezado a nevar de nuevo. Observó somnoliento los copos, platea-
dos y oscuros, que caían oblicuamente contra la luz de la lámpara. Había
llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos
tenían razón: la nieve era general en toda Irlanda. Caía en cada parte de la
oscura llanura central, en las colinas sin árboles, cayendo suavemente en el
Bog of Allen y, más al oeste, cayendo suavemente en las oscuras olas del
Shannon. También caía sobre cada parte del solitario cementerio de la coli-
na donde yacía enterrado Michael Furey. Se extendía densamente sobre las
cruces y lápidas torcidas, sobre las lanzas de la pequeña puerta, sobre las
áridas espinas. Su alma se desmayó lentamente al oír la nieve que caía dé-
bilmente a través del universo y que caía débilmente, como el descenso de
su último fin, sobre todos los vivos y los muertos.
FIN
¡GRACIAS POR LEER ESTE LIBRO DE
WWW.ELEJANDRIA.COM!

DESCUBRE NUESTRA COLECCIÓN DE OBRAS DE DOMINIO


PÚBLICO EN CASTELLANO EN NUESTRA WEB

También podría gustarte