La Noche Mala

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Santaclós

Mi cena de Navidad fue atún, galletas y los restos cadavéricos de la sopa

que no me terminé el día anterior. Me preparaba para salir. Afuera la fiesta se

celebraba en todo el mundo, menos en mi habitación: pirotecnia, series de

luces brillantes multicolores en los techos de las casas, gritos de júbilo, más

pirotecnia, a veces disparos, y copas de vidrio desbordantes de vino

estrellándose entre sí. El vapor que despide un pavo saliendo del horno.

A esas horas todos están suficiente ebrios como para no reconocerme y

me pueda adjudicar roles falsos como “sobrino de tal”, “compadre de aquel”,

“amigo del señor o la señora” cuando me cuele en sus reuniones y lleve a cabo

mi deporte favorito, mi adicción insatisfecha, mi filia más encarnada: saquear

las navidades. Esto es lo que en el mundo de las leyes se conoce como robo.

Pero mi mundo no es el legal, en mi mundo yo soy El Saqueador, el opuesto

equivalente a Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás, su némesis. Saqueo las

navidades y vivo del botín hasta el próximo diciembre. Guardo la comida

conservable, la no conservable me la como antes de su caducidad; empeño y

vendo los objetos del saqueo, aparatos electrónicos y electrodomésticos, con

suerte objetos más valiosos como alhajas de oro y plata, perlas, diamantes, y

en el peor de los caos, acero inoxidable con vidrios.

Pero mi labor no es tan sencilla como parece. Si la llevo a cabo es porque

con un día de no dormir y trabajo duro, me permito descansar todo el año y

porque, como dije, es una adicción proveniente de mis entrañas, como el

hambre.

La primera dificultad a la que me enfrento, evidentemente, es perpetrar el

inmueble. En las fiestas de jóvenes, sin embargo, esto resulta sencillo. Basta
atravesar la puerta, confundirse entre la multitud, ebria, sudorosa, sacar el

costal escondido en el saco y hacerse con los objetos de la casa. Hay que

buscar en los lugares más obscuros y solitarios porque ahí, si bien no se

fornica, se almacena lo realmente valioso, el tesoro de la casa, las joyas y los

ahorros familiares. Los anfitriones de las fiestas, consientes de todos los

peligros, suelen guardar el botín en los mismos sitios de siempre: cajas de

cereales o latas falsas de guisantes ocultas en la alacena, cajas de jabón en el

baño.

Una ocasión, en una de esas fiestas juveniles y salvajes, me escabullí por

un pasillo donde dos enamorados, bajo el influjo de alguna sustancia tóxica, se

manoseaban. Llegué al baño. El anfitrión de la fiesta me atrapó con el dinero

entre las manos. Para mi mala fortuna, estaba sobrio, el único sobrio, me

imagino, de toda la reunión. Me agarró de la ropa y me estrelló con fuerza en la

pared de azulejos. “¡Suelta eso, cabrón!” me gruñó. Yo contesté, con miedo

disimulado: “Espera. José me pagó para que te robara. Dijo que me daría la

mitad.”

Atribuirle a José la autoría intelectual del crimen es una estrategia

bastante efectiva. El anfitrión actúa de dos maneras, te pregunta “¿Qué José?”,

yo contesto “El de la playera azul, está en el patio”, o bien, conociendo a algún

José, el anfitrión te lleva a José para pedir explicaciones. En ambos casos,

cuando estoy cerca de la salida, propino al anfitrión un fuerte rodillazo entre sus

piernas, justo en los testículos, me suelta, corro, grita aún adolorido

“¡Agárrenlo!”. La música está a tan elevado volumen que nadie escucha el

grito. Cuando todos se acercan al anfitrión para ver qué sucede, yo ya hui en el

automóvil que me aguarda afuera.


Salvo por estas inconveniencias las fiestas de los jóvenes resultan, como

dije, fáciles de saquear.

El plan

En mi plan para esa noche no contemplaba ninguna fiesta juvenil. En mi

mapa las esquis color rojo señalaban casas que no prometían grandes

riquezas, pero sí ser atracadas con facilidad. Dado mi proyecto, valía más no

ser atrapado.

Mi plan de acción estaba oculto detrás de un calendario con la imagen de

la Virgen de Guadalupe. El mapa abarcaba la inmensidad de cinco condados:

Pinos, Piedras negras, Los leones, Los santos y la Zona industrial. Un total de

veinte equis rojas, lo que significaba, sin miedo a equivocarme, el gran saqueo,

mi obra maestra.

⸺Virgen prudentísima, en la vida y en la muerte, ampáranos Gran

Señora.

Recé a la par que descolgaba de la pared el calendario. Confieso que me

sentí, muy en mis adentros, mal, pues mi mamá era devota guadalupana y yo

pronuncié el rezo en afán irónico: la Virgen, tan prudentísima, se embarazó sin

coito cuando, en mi opinión, ser prudente significa todo lo contrario: coito sin

embarazo.

Fuera de estas meditaciones, tratando de olvidarlas, equipé en mi mochila

los costales, doblados en cuadro para que cupieran más en menos espacio,

cuerdas, mi traje rojo y blanco con gorro y una capa negra hecha con bolsas

para basura, incluso una barba canosa, y salí de mi habitación. En el auto tenía
más costales y trajes de repuesto. Los asientos traseros del vehículo los había

retirado para quedar conectado con el maletero y así contar con más espacio.

Eran las dos de la mañana de un veinticinco de diciembre. El frío que

sentí era infernal. Digo infernal y no invernal porque al infierno siempre lo he

imaginado frío, solitario, húmedo y oscuro como una cueva y no caliente como

otros aseguran. Sea como fuere, glacial o volcánico, terminaría

acostumbrándome a él: estando muerto no podría morir de deshidratación o

hipotermia, tampoco de hambre, así que en el infierno a todo me

acostumbraría, incluso, a no comer.

Por eso el infierno no es algo que me cause temor. Me inquieta un poco el

hecho de pasar ahí una eternidad, pero creo que una vez estando ahí, perdería

la noción del tiempo, y la memoria, como un pez, contento en su pecera

siempre inexplorada. Con algo de suerte a las dos horas de habitar el infierno

me volvería loco.

Estos pensamientos me entretuvieron tanto que por poco no noto que me

encontraba a una calle de la primera casa en el mapa.

Una familia feliz

Me estacioné junto a la acera. Dejé entrecerrada la puerta del automóvil y

las llaves puestas en el botón de arranque. Afuera del vehículo me acerqué al

portón y desde ahí vigilé que en ninguna de las ventanas estuviera algún

vecino vigilando. En cuanto a las cámaras de seguridad no me preocupé, ya

que su falla consiste en que las cámaras documentan pero no avisan: la

víctima sólo puede presenciar horas más tarde cómo un Santa Claus le allana

el domicilio y llorar de impotencia y coraje.


En la calle todo parecía estar común y tranquilo.

Estar de pie ante el portón unos segundos servía para comprobar si había

perro cuidador. En efecto, la familia a la que estaba a punto de saquear seguía

sin tener mascotas. Al ser de la clase media, además, no les era posible

costear algún equipo de seguridad, como una cerca electrificada.

Escalé el muro. Arriba, me colgué de él, estirándome lo más posible para

tocar con la punta de los pies algo en donde apoyarme. Luego aterricé con

suavidad en el suelo del patio. El momento de ascenso y descenso del muro

son cruciales, puesto que estando arriba se es más visible y sospechoso.

Dentro es más sencillo esconderse entre los objetos, como bolsas de basura

que nunca faltan en la entrada de cualquier hogar, de ahí mi capa. Camuflado,

cubriéndome en cuclillas con la capa de plástico negro, permanecí silencioso

unos minutos, agudizando el oído, captando hasta el más mínimo aleteo de

una mosca. Como no escuché señales de que la familia continuara despierta,

proseguí.

En la sala de estar el silencio era casi absoluto salvo por la melodía

aguda proveniente del pino navideño. Se trataba de un villancico. Del árbol

venía también la luz tenue que se iba haciendo más intensa, para luego

parpadear alocada, y repetir la coreografía una y otra vez.

Pasados uno minutos que ocupé para respirar hondo y calmar los latidos

de mi corazón, que en esos momentos fingen de martillazos, los ojos

comenzaron a simpatizar con la penumbra. Los objetos comenzaron a

visibilizarse.

Los reproductores de DVD son ligeros, compactos, y se come bien dos

días con el valor de uno. Su único inconveniente son los enredadizos cables.
En el mismo mueble donde estaba el reproductor encontré monedas, revistas,

marcos con fotografías familiares, llaves y una billetera. La identificación

pertenecía al señor de la casa, Felipe Suárez. Guardé en el costal la billetera y

las monedas. Las llaves las guardé en mi bolsillo de la chaqueta. Seguí

explorando. Una botella de ron a medias, excelente. Un portarretratos, color

plata, muy bello. El portarretratos reflejó las coloridas luces del pino artificial,

tenía la imagen del rostro de una mujer anciana, sonriente. Aparté el retrato.

Tuve frente a mí la urna con las cenizas.

Me resolvía si llevarlas conmigo o no ¿Qué tan enfermo podría estar yo

para hurtar los restos mortales de una anciana? Pero sobre todo ¿qué tan

enfermo estaba el mundo para comprarlos? ¿qué harían los Suárez sin los

restos de la abuela? Pensé en la mujer, que nada le debía a nadie después de

muerta, la dulce señora horneando galletas, dando amor y consejos

maternales.

Por piedad de Dios dejé a la abuela en su lugar, aunque no conociese a

los Suárez ni mucho menos a Dios. En venganza, para desquitar la suma que

dejé por compasión, metí al costal los dos únicos regalos de abajo del árbol:

una caja pequeña y gruesa y otra larga, delgada y plana.

En la cocina vacié su alacena. Tomé cajas de galletas, agua embotellada,

dos botellas de vino y media pizza fría del refrigerador. Con el costal lleno, me

dirigí al acceso. No necesité saltar el muro; usé las llaves para abrir la puerta.

Al cerrar la pesada puerta de metal, metí las llaves por la hendidura de abajo y

corrí al auto. Escapé rápido y ágil.

Detuve el auto cuando me sentí seguro y contemplé mi botín. Develé el

misterio de las cajas. Envueltas ambas con papel azul y moño rojo, una
contenía un teléfono celular y la otra una computadora portátil. En ese

momento me sentí contento. Los Suárez, en la mañana, se sentirían

agradecidos, una familia feliz, al saber que se trató de aparatos electrónicos,

comprados, y no de su irremplazable difunta abuela.

⸺¡Jo, jo, jo! ⸺festejé y arranqué el auto.

Los buenos Díaz

Los Díaz no eran una familia adinerada, pero aparentaban serlo. Me lo

comunicó la señora de la tienda abarrotera, en forma de chisme. El señor Díaz

laboraba como arquitecto mientras que la señora Díaz era ama de casa.

El portón de acceso a la casa Díaz era de baja altura, hecho con

travesaños, como una cerca, inseguro pero elegante. Hacía juego con los

arbustos sencillos, bajos y picudos. Mirando esta puerta de entrada, metí en el

costal destinado a acompañarme el teléfono celular. Lo hice por precaución; los

regalos son parte del disfraz.

La sala, como la mayoría de las salas en las altas horas de la noche,

estaba oscura y silenciosa. No había por ningún rincón árbol o rastro navideño.

Lo más valioso que encontré fue un jarrón de porcelana japonesa en el centro

del comedor. Era frágil, así que lo metí cuidadosamente en el costal.

El tostador reflejaba la luz blanco lunar que atravesó, diagonal, la ventana

de la concina. Luego no reflejó luz alguna dentro de mi costal. En ese momento

comenzó mi disgusto: los cuchillos y demás cubiertos eran de acero y no de

plata como hubiera apostado, dado la fama de presumida de la señora Díaz. La

casa Díaz empezó a convertirse en la bodega de lo inútil: nada de aparatos

electrónicos, más que un pesado televisor, ni billetes. Estaba dispuesto a

largarme y comenzar de inmediato con la tercera casa, pero algo ganó mi


atención. Junto a la ventana de la cocina, iluminado por la luz clara del cielo, un

plato blanco de porcelana con galletas, y adjunto, leche en un vaso de cristal.

Me apresuré a comerlas, qué dulce, qué rico, antes de que llegara Santa Claus

a reclamarlas.

Salí de la cocina con el costal hambriento, pero el estómago lleno.

La luz se encendió. Me quedé inmóvil. ¿Se trataba de una trampa?

Una niña, con la mano en el interruptor, me miraba, boquiabierta. Yo,

artista del ultraje, me apresuré a decir mi línea del guion.

⸺¡Jo, jo, jo! Feliz navidad, niñita linda ⸺y al mismo tiempo extendí mi

brazo para darle a la pequeña el teléfono celular.

No agradeció. Me seguía mirando, asustada. Ya no me pareció tan niña,

si ignoraba su pijama rosa de elefantes, se veía más bien como una

adolescente de catorce o quince años.

⸺¡Jo, jo, jo! Ahora vete a dormir y deja a Santa hacer su trabajo.

⸺Tú no eres Santa.

⸺Claro que sí.

⸺¿Por qué usas una bolsa como si fuera una capa?

⸺Por si llueve.

⸺¿Y tu trineo, y tus renos?

⸺En el taller mecánico; le faltaba aceite.

La respuesta no le pareció razonable y torció la boca en una mueca de

disgusto.

⸺Ve mi traje: Soy Santa. Ahora vete a dormir o tus papis se enojarán.

⸺Ellos no están.

⸺Oh, cómo lo siento. Ve a dormir o tu querida abuela se enojará.


⸺Ella no vive con nosotros.

⸺¿Te dejaron a ti sola?

⸺Mi hermana mayor me cuida.

⸺Ve a dormir o ella se molestará contigo.

⸺No me hace caso. Nunca me hace caso cuando está con su novio.

⸺¿Y dónde están ellos?

⸺Están encerrados en su habitación.

⸺¡Oh, jo, jo! Será mejor que no asomes tus narices.

⸺¿Por qué?

⸺No quieres saberlo.

⸺Ya sé por qué: están cogiendo.

⸺¡Oh, jo, jo, jo! No, niña, digamos que se están dando sus regalos. No

deberías decir malas palabras.

⸺Y tú no deberías llevarte el jarrón de la mesa.

En ese momento iba a abandonar la casa, correr despavorido con los

objetos de los Díaz, pero los padres de la niña no estaban, la hermana parecía

estar ocupada, así que decidí continuar con la farsa. Me senté en la sala y

crucé la pierna, aparentando calma.

⸺Mira, el jarrón me lo llevo porque…

⸺No es japonés, está hecho en China y no vale nada ⸺me

interrumpió.

⸺A eso iba: me lo llevo porque le traeré uno japonés a tu mamá la

Navidad que viene.

⸺Ay, Santa, ¡eres tan bueno!


Y la pequeña niña adolescente se sentó a mi lado, abrazándome. Me

quedé tieso; ignoro cómo responder a esta clase de gestos.

⸺Santa ¿te gustaron las galletas?

⸺¿Tú las hiciste? Te quedaron deliciosas. Gracias.

⸺Gracias a ti por el teléfono.

⸺De nada, para eso estoy.

⸺Mis padres nunca me regalan nada en Navidad ¿sabes? Pensé que

no existías. Mis padres me lo dijeron. Me mintieron. Siempre me mienten.

⸺¿Ah sí, por qué lo dices?

Mi falsa curiosidad fue mi primer error. La niña comenzó a relatarme la

historia de su vida, de cómo su madre la regañaba por todo, cómo ella nunca

estaba en casa, el padre en el trabajo, la hermana en la escuela, con su novio

o los amigos. Para tener catorce años estaba muy sola. Pensé en una

estupenda frase, sobre cómo la soledad no es sólo cosa de adultos, o algo así,

no recuerdo muy bien. Pero también pensé en cómo apoderarme de las joyas

cuando a la joven niña Díaz se le escapó la frase: “Creo que mamá tiene otro

hombre. Cada fin de semana llega con joyas nuevas, muy noche, y las esconde

en el baño para que papá no las encuentre”.

Seguí oyéndola otra media hora, sin prestar mucha atención, asintiendo

con la cabeza de vez en cuando, hasta que comencé a impacientarme. Me

faltaban aún muchísimas casas por saquear y yo estaba perdiendo mi tiempo

escuchando líos adolescentes. No había más tiempo que perder.

⸺Lamento mucho tu situación. Los padres, por ningún motivo, deben

descuidar a sus hijos. Ahora, como bien sabrás, ser Santa es un trabajo algo
complicado y uno tiene sus necesidades. Debo ir al sanitario. ¿Podrías ser tan

amable de dejarme pasar al tuyo?

⸺Santa, es cierto. ¿Cómo haces del baño en Navidad?, ¿te metes en

los baños de las casas que visitas?

⸺No, no, nada de eso. Cuando vueles en un trineo sabrás qué sencillo

es hacer tus necesidades desde arriba ¡Oh, jo, jo!

En el baño me di cuenta que lo de hacer mis necesidades no era del todo

una farsa, así que aproveché. Al terminar, me puse a husmear entre las cosas.

Primero en el botiquín con puerta de espejo. Lastimosamente no hallé nada de

valor más que un par de pendientes, y descartando el Sildenafilo y el

Ibuprofeno, unas muy útiles tabletas de Zolpidem, es decir, somníferos, tan

vendibles como las tortillas en las tardes entre los violadores amateur.

Fue entonces cuando advertí un rumor de voces y entreabrí la puerta del

baño. “Está en el baño, lo seguiré distrayendo, vengan rápido.”

Como si se hubiera disparado una escandalosa alarma dentro de mí,

tomé mi costal con los objetos y salí a la sala. A prisa y sin decir nada, aparté a

la niña que se interpuso en mi camino queriendo decir algo, y fui al patio. Que a

dónde iba, fue su pregunta.

⸺Traicionera ⸺le respondí sin volverme.

La niña Díaz me gritó “¡Detente!”, llena de impotencia y su chillido agudo

se confundió con el de las sirenas policiales a lo lejos.

6. El puente

Una persecución vehicular nunca tiene buenos resultados en condados

con calles estrechas y laberínticas. En dado caso lo más adecuado es huir a


pie. Por eso corrí lo más rápido que pude, no sin antes sacar mi preciado botín

del auto, y vagué entre las calles y las casas.

No sabía a dónde ir. De seguir corriendo, pronto me cansaría y sucedería

mi aprehensión. Necesitaba ocultarme sin llamar la atención de nadie. La

construcción abandonada más cercana era la antigua comisaría policial, pero

se encontraba a un condado de distancia y las sirenas se escuchaban cada vez

más próximas.

Cansado de correr, me detuve a tomar aliento. El aire entraba violento

quemándome las fosas nasales y la garganta. Sudé en mitad de la noche fría.

Las patrullas seguían haciendo sonar sus sirenas. Oyendo todo lo que se

encontraba alrededor mío, me percaté del sonido de una turbina. Este sonido

me hizo saber en dónde me encontraba con exactitud: entrando a la Zona

industrial. Y en la Zona industrial hay un puente que yo denomino Puente de

los Miserables. En este lugar me albergarían.

Para llegar al sitio fue necesario saltar algunas cercas, ser perseguido por

perros y atravesar terrenos rocosos con matorrales de espinas. El jarrón se me

quebró en el camino. Llegué sin aliento, con la boca seca, rasposa. Los

vehículos policiales se avecinaban. Con lo último de fortaleza que me quedaba

en las piernas, subí los peldaños del puente peatonal. Arriba me encontré con

cuatro miserables: la mujer, dos niños y un anciano durmiendo entre bolsas.

⸺Señora, ocúlteme aquí, le doy un reproductor.

Le entregué sin pensarlo el reproductor DVD.

⸺¿Y yo qué? ⸺interrogó el anciano.

⸺A usted le doy aretes y dinero.


Ambos aceptaron. La señora dio indicaciones a los niños y el anciano me

señaló un lugar entre sus bolsas. Era una apuesta arriesgada; también podían

delatarme. Era un todo o nada. Antes de entrar al escondite, dije:

⸺Cuando pregunte la policía, digan que me vieron correr hacia la

fábrica.

Procedí a ocultarme. Al cabo de los minutos más pestilentes por mí

vividos, escuché las pisadas de las botas policiales ascendiendo la escalera.

⸺Buscamos a un ladrón, viste como Santa Claus ¿lo han visto?

Habló la señora:

⸺Sí, lo vimos pasar corriendo hacia la fábrica.

⸺¡Vamos! ⸺exclamó un oficial y el otro llamó por la radio a sus

refuerzos.

Se fueron.

No me atreví a salir sino hasta un buen rato después, luego de oír más

patrullas y después un largo y extraño silencio urbano. Afuera, lo miserables

examinaban incrédulos su pago.

Sé de estos sujetos porque me gusta contemplarlos cuando estoy triste.

Me siento mejor sabiendo que yo no tengo la necesidad de pasar la noche en

puentes, congelándome. Estos pobres diablos, cuyo guardarropa no va más

allá de lo que traen puesto, no tuvieron Navidad. Para ellos todos los días son

el mismo penar de siempre. No tuvieron cena. La niña Díaz, en cambio, tiene

una cama y comida cotidianas, pero igual es infeliz.

⸺¿Quién eres tú? ⸺me preguntó uno de los niños, tirando de mi

pantalón rojo, con la voz tímida, suave, y la piel quemada de frío.

⸺Me llamo Santaclós.


⸺Así que tú eres…

Me pareció ver que los ojos le brillaban.

Compartimos la media pizza y las cajas de galletas. Los niños bebieron el

agua embotellada, los caballeros preferimos el ron, mientras que la dama optó

por vino. Habríamos encendido una fogata para calentarnos, pero me

advirtieron que la ley lo sanciona con una multa.

Eran la madrugada de un veinticinco de diciembre. El frío infernal me

hacía estremecerme a ratos. Me visualicé a mí mismo al cerrar los ojos, con mi

traje rojo como el fuego, recostado en un campo florido de oscuras

nochebuenas, de pétalos y tallos carbonizados.

Por primera vez en mucho tiempo me sentí pleno, agradecido no sé con

quién. A unos cuantos minutos del amanecer caí en la cuenta de que tal vez no

era yo un Saqueador, sino aquel que va de casa repartiendo el verdadero

espíritu, lo que en realidad significa la Navidad.

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