Garcia Lopez. Capítulo Virtud

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JESÚS GARCÍA LÓPEZ

VIRTUD Y PERSONALIDAD
SEGÚN TOMÁS DE AQUINO
1587

Parte I: Traducción castellana


Parte II: Original latino

Introducción de
Jordán Gallego Salvadores

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
CAPÍTULO III

LA NOCIÓN DE VIRTUD

1. Aproximación a la noción de virtud

De un modo muy general se llama virtud al principio del movimiento o


de la acción. Es lo mismo que energía, potencia activa o capacidad de obrar
o de hacer algo. Santo Tomás lo dice claramente: “la virtud significa el
principio del movimiento o de la acción”1; y también: “La virtud designa el
principio de la acción”2. Ésta es la acepción más amplia.
En un sentido más restringido, la virtud significa la perfección de la mis-
ma potencia activa, tanto si es una perfección que dicha potencia tiene por sí
misma, como si se trata de una perfección sobreañadida y complementaria, o
sea, un hábito de la potencia activa que dispone a ésta de manera estable en
orden a la operación perfecta o a la consecución del fin. Es lo que dice el
Aquinate en este otro texto: “la virtud designa cierta perfección de la poten-
cia. Porque la perfección de cada cosa se establece por orden a su fin, y el
fin de la potencia es su acto, por lo cual una potencia es perfecta cuando está
determinada a su acto. Pues bien, hay potencias que están por sí mismas de-
terminadas a sus actos, como son las potencias naturales activas, y por eso
dichas potencias naturales se llaman, sin más, virtudes. Pero las potencias
racionales, que son las propias del hombre, no están unívocamente determi-
nadas a sus actos, sino que se hallan indeterminadas respecto de muchas
cosas, y así son determinadas a sus actos mediante hábitos”3.
Según esto, existen dos tipos de potencias activas. Unas rigurosamente
determinadas en orden de sus actos, de suerte, que obran siempre de la mis-
ma manera y producen los mismos efectos. A veces estas potencias son to-
talmente activas y entonces obran constantemente, si algún obstáculo no se
lo impide. Otras son, en parte, pasivas, y entonces no obran sin un previo
estímulo. Pero la univocidad de sus operaciones no sufre menoscabo en nin-

1
Tomás de Aquino, STh, I-II q26 a2 ad1.
2
Tomás de Aquino, STh, I-II q41 a1 ad1.
3
Tomás de Aquino, STh, I-II q55 a1.
42 Jesús García López

guno de estos dos supuestos. Si no se necesitan estímulos obran unívoca-


mente sin ellos, y si los necesitan, obran del mismo modo frente a los mis-
mos estímulos. Estas potencias activas, como tienen en sí mismas todo lo que
necesitan para la determinación y perfección de sus acciones, pueden llamar-
se, sin más, virtudes, y así decimos, por ejemplo, que un ser viviente tiene la
virtud de nutrirse, y la de crecer, y la de reproducirse.
Pero hay otro tipo de potencias activas, las que no están unívocamente
determinadas a sus actos y a sus efectos. Éstas son las potencias activas pro-
piamente humanas o racionales, como son el entendimiento y la voluntad
(que son racionales por esencia) y los apetitos sensitivos (que son racionales
por participación, es decir, que reciben el influjo de la razón y de la volun-
tad). Estas potencias no son virtudes por sí mismas, pues carecen natural-
mente de la determinación y perfección de sus acciones. Necesitan, por con-
siguiente, una perfección sobreañadida, un hábito que las capacite para obrar
bien en orden a su fin; perfección y hábito que merecen propiamente el
nombre de virtud.
Es en esta última acepción en la que Santo Tomás llama a la virtud
“complemento de la potencia activa” y también “lo último en cada poten-
cia”. Véanse estos dos textos: “La virtud, según el significado de su nom-
bre, designa el complemento de una potencia (activa); y por esto también se
llama fuerza, en tanto que una cosa cualquiera, por la potestad completa que
tiene, puede realizar su impulso o su movimiento. Las virtudes, pues, con
arreglo a su nombre, designan la perfección de la potencia”4. “Según Aris-
tóteles, la virtud es cierta perfección y se entiende que lo es de una potencia
en orden a su efecto máximo. Porque la perfección de una potencia no se
obtiene en cualquier operación, sino en la que presenta cierta magnitud o
dificultad; ya que toda potencia, por imperfecta que sea, puede realizar ella
sola una operación módica o débil. Por ello es propio de la virtud versar
sobre lo difícil y bueno”5. Tenemos, pues, que la virtud es la perfección de
una potencia activa, perfección sobreañadida a modo de complemento y que
lleva a dicha potencia al máximo de su capacidad. Mas como la perfección
se dice de muchas maneras, conviene determinar aquí qué tipo de perfección
es el que la virtud procura o constituye.
Una cosa cualquiera puede ser perfecta de tres modos: en cuanto a su
esencia, en cuanto a su operación y al fin alcanzado por ella, y en cuanto a la
disposición conveniente de sus facultades en orden a la perfecta operación
de las mismas. Santo Tomás lo dice así: “La perfección de una cosa es triple.
En primer lugar en cuanto a la constitución de su ser (es decir, la esencia).

4
Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, a1.
5
Tomás de Aquino, STh, II-II q129 a2.
III. La noción de virtud 43

En segundo lugar en cuanto a ciertos accidentes sobreañadidos y que son


necesarios para la operación perfecta. En tercer lugar, en cuanto al hecho de
que la cosa alcance algo distinto de ella como su f i n ”6. Pues bien, la perfec-
ción propia de la virtud es la señalada en segundo lugar en el texto que aca-
bamos de citar, o sea, la que proporcionan ciertos accidentes que se añaden a
las potencias operativas y que son necesarios para que éstas lleven a cabo la
operación perfecta que les es propia y el consiguiente logro de su fin.

2. La virtud en sentido estricto

Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho puede darse todavía un últi-


mo paso para llegar al sentido más propio y estricto de virtud. En este em-
peño nos vamos a servir de dos definiciones clásicas. Una es de Aristóteles y
dice así: “virtud es lo que hace bueno al que la posee y torna buenas las
obras del mismo”7. Otra es de San Agustín y reza del siguiente modo:
“virtud es una cualidad buena de la mente por la cual se vive rectamente y
de la cual nadie usa mal”8. Comencemos por la primera.
La virtud hace bueno al que la posee, es decir, lo perfecciona, pues bueno
es sinónimo de perfecto. La perfección que la virtud proporciona ya hemos
visto que es intermedia entre la propia de la esencia y la propia de la opera-
ción: es la perfección de las potencias activas. Pero conviene todavía aclarar
un punto. El sujeto de la virtud, es decir, el hombre, puede ser bueno de una
doble manera: primera, en un determinado aspecto, secundum quid; por
ejemplo, buen médico, o buen orador, o buen matemático; y segunda, de
forma absoluta, simpliciter, es decir, buen hombre. Pues bien, la virtud en su
sentido más propio hace bueno al hombre de esta manera absoluta, lo hace
sencillamente buen hombre. Hacerlo buen arquitecto o buen gramático es
propio de la virtud entendida en sentido menos estricto.
Esto es lo que proporciona la base para distinguir entre las virtudes mo-
rales, que hacen al hombre bueno en absoluto, y las virtudes intelectuales,
que lo hacen bueno en un determinado aspecto.

6
Tomás de Aquino, STh, I q6 a3.
7
Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 5; Bk 1106 a 15-16.
8
Esta definición no se encuentra literalmente en San Agustín, pero sí los elementos de la
misma, en De libero arbitrio, II, cap. 19; ML, 32, 1268; a base de esos elementos Pedro Lom-
bardo elaboró dicha definición en Sentencias, II, d27 a2. Cfr. Tomás de Aquino, STh, I-II q55
a4.
44 Jesús García López

Además, la virtud torna buenas las obras de quien la posee. Con lo cual se
declara que es algo que perfecciona a las facultades o potencias operativas
para que lleven a cabo obras buenas. Cualquier obra buena, en efecto, debe
proceder de una facultad bien dispuesta, es decir, enriquecida con la virtud.
Pero llevar a cabo obras buenas puede tener el doble sentido antes apuntado:
en un determinado aspecto (buenas obras de ciencia o de arte) y de un mo-
do absoluto (buenas obras humanas). Las virtudes que dan lugar a estas úl-
timas son las virtudes en el sentido más propio: las virtudes morales.
La segunda definición de virtud es más completa. En primer lugar se dice
en ella que la virtud es una cualidad, y aún podría concretarse más diciendo
que es un hábito y un hábito operativo. En segundo lugar se dice que es
buena, pues los hábitos operativos pueden ser buenos o malos, es decir, que
dispongan bien o mal a sus sujetos en orden a sus respectivas y congruentes
operaciones. En tercer lugar se señala el sujeto de la virtud, a saber, la mente.
Con esta expresión se designa la parte espiritual del hombre, o mejor, aque-
llo por lo que el hombre es hombre, la raíz de su vida racional.
Aquí conviene hacer alguna precisión. El sujeto inmediato de las virtudes
es siempre una facultad o potencia operativa y precisamente de índole racio-
nal (racional por esencia o racional por participación); pero el sujeto me-
diato y último es la sustancia humana y precisamente en cuanto humana o
racional. La definición de virtud que estamos examinando designa al sujeto
radical y último; no al inmediato; pero no está de más que se aclare cuál es
ese sujeto inmediato. Hemos dicho que se trata de las potencias operativas
del hombre y más concretamente de las racionales. Pero una potencia ope-
rativa puede ser racional de dos maneras: por esencia o por participación.
Racionales por esencia son el entendimiento y la voluntad, que son faculta-
des de índole espiritual o inorgánicas, facultades no del compuesto humano
de alma y cuerpo, sino del alma sola. En cambio, son racionales por partici-
pación todas aquellas facultades del hombre que obran bajo el influjo de la
razón y de la voluntad, como los sentidos internos, los apetitos sensitivos y
las potencias motoras. Sin embargo, por las razones que luego veremos, sólo
los apetitos sensitivos (el concupiscible y el irascible) pueden ser sujeto de
virtudes, juntamente con el entendimiento y la voluntad.
La definición que comentamos continúa diciendo que por la virtud se vi-
ve rectamente. La vida recta es la conforme a la razón, la vida honesta o mo-
ralmente buena. Con lo cual se ve que esta definición de virtud se refiere
exclusivamente a las virtudes morales, que son las virtudes en el sentido más
propio, como queda dicho más atrás. Y se confirma esto por lo que se añade
en dicha definición, a saber, que de la virtud nadie usa mal. De las virtudes
intelectuales se puede usar mal, se puede usar de la ciencia y del arte para
hacer el mal moralmente hablando; lo que no es posible tratándose de las
III. La noción de virtud 45

virtudes morales: nadie puede usar de la justicia o de la prudencia para hacer


el mal moral. Éste es el sentido obvio de la definición de virtud que estamos
examinando, y por eso es claro que se refiere a la virtud moral. Pero cabe
forzar un tanto ese sentido, y entonces podría también aplicarse a la virtud
intelectual. En efecto, vivir rectamente puede entenderse también en un sen-
tido absoluto, simpliciter, que es el que corresponde al vivir moral; pero pue-
de también entenderse en un sentido parcial, secundum quid, y entonces
cualquier operación vital realizada de acuerdo con la razón será un vivir
recto, por ejemplo, cualquier demostración científica en que se guarden las
reglas de la Lógica. Del mismo modo, en algún aspecto, secundum quid,
tampoco se puede usar mal de la virtud intelectual, pues el que usa de una
ciencia o de un arte, mientras usa de ellas, no yerra en el cometido propio de
las mismas; no conoce mal el que conoce científicamente, ni produce mal el
que se atiene a las reglas del arte. Obrar bien o mal no tiene aquí un sentido
moral, que es un sentido absoluto, sino un sentido parcial, determinado a
algunas de las dimensiones de la actividad humana.
También se puede decir que la noción de virtud es análoga, con analogía
de atribución intrínseca y de proporcionalidad propia. De atribución intrín-
seca, con un primer analogado, que son las virtudes morales, y con un ana-
logado secundario, que son las virtudes intelectuales. Y de proporcionalidad
propia, porque la relación que hay entre las virtudes morales y el bien moral
es semejante a la relación existente entre las virtudes intelectuales y el bien
parcial que éstas proporcionan: la verdad de ésta o aquella ciencia, o la efi-
cacia en éste o aquel arte.
CAPÍTULO V

EL CUADRO DE LAS VIRTUDES HUMANAS

1. Las virtudes especulativas

Como decíamos más atrás, la virtud es cierta perfección de las potencias


operativas o de las facultades humanas en orden a las operaciones perfectas
de las mismas. Pero si estas operaciones o actividades son tres, como acaba-
mos de ver (la especulación, la acción y la producción), también serán tres
los tipos de virtudes que debemos considerar: las que perfeccionan las fa-
cultades humanas en orden a la especulación perfecta (virtudes especulativas,
que versan sobre las verdades especulativas necesarias); las que lo hacen en
orden a la perfecta acción (virtudes activas, que versan sobre el bien humano
o moral), y las que las habilitan en orden a la producción perfecta (virtudes
productivas, que versan sobre el bien natural de los artefactos). Veamos esto
con algún detalle.
Hay unas virtudes que perfeccionan a las facultades humanas en orden a
la especulación perfecta, que es la especulación verdadera y necesaria, ¿qué
virtudes son éstas? Las tres siguientes: inteligencia, ciencia y sabiduría; inteli-
gencia, que perfecciona al entendimiento humano en orden al conocimiento
intuitivo (y naturalmente verdadero); ciencia, que perfecciona a esa misma
facultad en orden al conocimiento discursivo (también, por supuesto, verda-
dero); y sabiduría, que compendia en cierto modo las perfecciones de las dos
virtudes anteriores.
Y en primer lugar reparemos en que estas tres virtudes perfeccionan al
entendimiento, y no a otras facultades del hombre. Aquí tocamos un punto
que quedó sin resolver más atrás, cuando dijimos que sólo son sujetos de
virtudes el entendimiento, la voluntad y los apetitos sensitivos. ¿Por qué es
esto así? Para dilucidar esta cuestión, sin duda difícil, vamos, en primer tér-
mino, a considerar ciertos textos de Santo Tomás, y después haremos las
reflexiones oportunas. He aquí esos textos:
“Las potencias sensitivas pueden considerarse de dos modos: primero, en
cuanto obran por impulso de la naturaleza, y segundo en cuanto obran
por imperio de la razón. Pues bien, en cuanto obran por impulso de la
96 Jesús García López

naturaleza están unívocamente determinadas, como lo está la misma natu-


raleza. Por tanto, así como en las potencias naturales no hay hábitos, tam-
poco los hay en las potencias sensitivas en cuanto obran por impulso na-
tural. Pero si estas potencias obran por el imperio de la razón, entonces
pueden ordenarse a diversas cosas; y así puede haber hábitos en ellas, por
los cuales se dispongan bien o mal en orden a su actos”1.

“Las potencias de la parte vegetativa del hombre no están ordenadas por


naturaleza a obedecer el imperio de la razón, y por tanto no hay en ellas
hábito alguno. Pero las potencias sensitivas están ordenadas naturalmente
a obedecer el imperio de la razón, y así puede haber en ellas algún hábito,
pues en tanto que obedecen a la razón son de alguna manera raciona-
les”2.

“El apetito sensitivo está ordenado por naturaleza a ser movido por el
apetito racional, pero la potencia racional, aprehensiva está ordenada na-
turalmente a recibir algo de las potencias sensitivas. Por tanto el tener há-
bitos es algo que conviene mejor a las potencias sensitivas apetitivas que a
las potencias sensitivas aprehensivas, como quiera que en las potencias
sensitivas apetitivas no hay hábitos sino en tanto que obran por el imperio
de la razón. Con todo, también en las potencias sensitivas aprehensivas
interiores pueden admitirse algunos hábitos que dispongan al hombre pa-
ra usar bien de su imaginación, de su memoria y de su cogitativa, ya que
también estas potencias se mueven a obrar por el imperio de la razón. En
cambio, las potencias aprehensivas exteriores, como la vista y el oído, no
pueden recibir hábitos, sino que se ordenan de manera unívoca a sus ac-
tos por la disposición de su misma naturaleza; y también los miembros
del cuerpo, en los cuales no hay hábitos, sino más bien en las potencias
que imperan los movimientos de los mismos”3.

“Los apetitos concupiscible e irascible pueden considerarse de dos mo-


dos: primero, en sí mismos, en cuanto son potencias del apetito sensitivo;
y así no les compete el ser sujetos de virtud; segundo, en cuanto partici-
pan de la razón, por estar ordenados naturalmente a obedecer a la razón;
y así los apetitos concupiscible e irascible pueden ser sujetos de alguna
virtud humana […]. Por lo demás, es manifiesto que en los apetitos con-
cupiscible e irascible se dan algunas virtudes. En efecto, la operación que
procede de una potencia en tanto que es movida por otra no puede ser

1
Tomás de Aquino, STh, I-II q50 a3.
2
Tomás de Aquino, STh, I-II q50 a3 ad1.
3
Tomás de Aquino, STh, I-II q50 a3 ad3.
V. El cuadro de las virtudes humanas 97

perfecta si no están bien dispuestas las dos potencias en orden a la opera-


ción […]. Luego en las operaciones de los apetitos concupiscible e irasci-
ble, en tanto que son movidos por la razón, es necesario que los hábitos
que disponen para obrar bien se den no sólo en la razón, sino también en
dichos apetitos. Y como la buena disposición de la potencia movida se
establece según la conformidad con la potencia motora, por eso las virtu-
des que están en los apetitos concupiscible e irascible no son otra cosa
que ciertas conformidades de estas potencias con la razón”4.

“De manera distinta es regido el cuerpo por el alma y los apetitos con-
cupiscible e irascible por la razón. Pues el cuerpo obedece al alma de in-
mediato y sin contradicción en todo aquello que está ordenado por natu-
raleza a obedecer al alma, y por eso dice Aristóteles que el alma rige al
cuerpo con dominio despótico […]. Y por eso todo el movimiento del
cuerpo se refiere al alma; y en el cuerpo no hay virtud, sino sólo en el
alma. Pero los apetitos concupiscible e irascible no obedecen de inme-
diato a la razón, sino que tienen sus propios movimientos, que a veces
contrarían a la razón; y por eso también dice Aristóteles que la razón rige
a los apetitos concupiscible e irascible con dominio político […]. Por
tanto es necesario que en los apetitos concupiscible e irascible se den al-
gunas virtudes, con las cuales estén bien dispuestos en orden a sus ac-
tos”5.

“En las potencias sensitivas aprehensivas interiores se dan algunos hábi-


tos […]. Sin embargo, los hábitos de tales potencias no pueden llamarse
virtudes. Pues la virtud es un hábito perfecto por el cual se obra bien, y
por eso es necesario que la virtud se dé en aquella potencia que lleva a
cabo la obra buena. Pero el conocimiento de la verdad no se consuma en
las potencias aprehensivas sensitivas, sino que estas potencias son sola-
mente preparatorias del conocimiento intelectual. Por lo tanto en estas
potencias no se dan las virtudes con las que se conoce la verdad, sino más
bien en el entendimiento o en la razón”6.

“El apetito sensitivo se comporta respecto de la voluntad, que es el ape-


tito racional, como lo que es movido por ella; y por eso la obra de la po-
tencia apetitiva se consuma en el apetito sensitivo; y así este apetito es su-
jeto de la virtud. En cambio, las potencias sensitivas aprehensivas se com-
portan como motoras respecto del entendimiento, ya que las imágenes

4
Tomás de Aquino, STh, I-II q56 a4.
5
Tomás de Aquino, STh, I-II q56 a4 ad3.
6
Tomás de Aquino, STh, I-II q56 a5.
98 Jesús García López

sensibles se comportan respecto del entendimiento como los colores res-


pecto de la vista […]. Por tanto, la obra del conocimiento se consuma en
el entendimiento, y así las virtudes cognoscitivas están en el mismo enten-
dimiento o en la razón”7.
Las citas han sido largas, pero merecían la pena. Resumamos las enseñan-
zas contenidas en estos textos:
Primera. Las facultades que en principio pueden ser sujetos de hábitos
son las racionales, ya por esencia (el entendimiento y la voluntad), ya por
participación (los sentidos internos y los apetitos sensitivos). Los sentidos
externos no llegan a ser nunca racionales por participación (están rigurosa-
mente determinados a sus actos por la misma naturaleza de ellos y esto no
puede cambiarlo la razón ni la voluntad). En cuanto a las potencias motoras,
éstas obedecen infaliblemente el imperio de la razón (están bien dispuestas
por la misma naturaleza a obedecer a la razón y por eso no necesitan un
hábito que las habilite para este menester).
Segunda. No todos los hábitos que disponen convenientemente a las po-
tencias racionales por participación son virtudes, sino solamente los que ra-
dican en aquellas potencias que llevan a cabo la operación para la que dicho
hábito perfecciona. Por esto los hábitos que radican en los sentidos internos
no son virtudes, ya que ellos no llevan a cabo el conocimiento de la verdad,
sino que simplemente ayudan al entendimiento en este cometido. Quien
verdaderamente conoce la verdad es el entendimiento, y por eso sólo en el
entendimiento radican las virtudes que disponen al hombre al conocimiento
de la verdad. En cambio, los apetitos sensitivos sí que llevan a cabo la opera-
ción a la que disponen las virtudes morales, y por eso los hábitos que radican
en ellos son verdaderas virtudes.
No vamos a examinar aquí todas las implicaciones de estas enseñanzas, ni
a discutirlas en todos sus puntos. Lo iremos haciendo a medida que lo vaya
exigiendo la materia de que tratemos. Aquí concretamente nos interesan las
razones por las que se niega que en los sentidos internos haya verdaderas
virtudes. La razón fundamental que se aduce para llegar a esa conclusión es
que los sentidos no llevan a cabo el acto del conocimiento de la verdad, sino
que simplemente ayudan al entendimiento. Pero a esta razón se pueden
oponer dos objeciones: primera, que los sentidos no son meros preámbulos
del conocimiento intelectual de la verdad, sino que también se requieren
para usar de ese conocimiento una vez adquirido; y segunda, que dicha ra-
zón no parece que valga en otros casos, pues por ejemplo, la acción, la pra-
xis, no la realiza el entendimiento, sino la voluntad, y sin embargo se admite

7
Tomás de Aquino, STh, I-II q56 a5 ad1.
V. El cuadro de las virtudes humanas 99

una virtud en el entendimiento en orden a la acción, que es la prudencia,


como luego veremos.
Pues bien, es verdad que los sentidos ayudan al entendimiento no sólo en
orden a la adquisición del saber, sino también en orden al uso de ese saber
una vez adquirido. Santo Tomás escribe a este respecto: “Es imposible que
nuestro entendimiento, en el presente estado de vía, en el que está unido a un
cuerpo pasible, entienda algo en acto, sin ayudarse de las imágenes sensibles
[…]. De donde es manifiesto que para que nuestro entendimiento entienda
en acto, no sólo en la adquisición nueva de la ciencia, sino también en el uso
de la ciencia ya adquirida, se requiere el acto de la imaginación y de los
otros sentidos”8. Pero, aunque esto sea así, el conocimiento de la verdad
sigue siendo un acto del entendimiento9, y por tanto es esta facultad la que
debe ser perfeccionada con la virtud o virtudes correspondientes a fin de que
pueda realizar de manera perfecta su operación propia. Los sentidos pueden
y deben ser perfeccionados a fin de que presten una ayuda conveniente al
entendimiento, es decir, que estén bien dispuestos y expeditos en orden a
facilitar al entendimiento los materiales que precisa y en orden a aplicar al
plano sensible lo que ha sido conocido a nivel intelectual. Así pueden y de-
ben ser perfeccionadas la imaginación, la memoria y la cogitativa; pero estos
perfeccionamientos no son virtudes, sino ciertos hábitos o ciertas disposicio-
nes habituales.
En cuanto a la segunda objeción puede contestarse que no hay una ab-
soluta paridad con el ejemplo aducido. El conocimiento de la verdad prácti-
ca para el que dispone la prudencia es absolutamente necesario para la ac-
ción perfecta, y no una simple ayuda conveniente a ésta. De suerte que si el
entendimiento no estuviera perfeccionado con la virtud de la prudencia sería
imposible llevar a cabo la acción de una manera perfecta. En cambio, los
sentidos internos, aun sin los hábitos que los disponen para mejor servir al
entendimiento, ayudan de hecho a éste lo suficiente para llevar a cabo el
conocimiento perfecto de la verdad. Aquellos hábitos no son, pues, esencia-
les para que se den en el entendimiento las virtudes correspondientes.
Y ahora, resuelto este punto, veamos cómo es perfeccionado el entendi-
miento por las tres virtudes especulativas antes señaladas. Comencemos por
decir que el conocimiento en sentido pleno no se da más que en el acto del
juicio, y precisamente en el juicio intelectual. Como hemos visto ya, el cono-
cimiento sensitivo no es más que una preparación para el conocimiento in-
telectual, o una ayuda para la aplicación o el uso del mismo. Mas, por otro

8
Tomás de Aquino, STh, I q84 a7.
9
Me refiero a la verdad en sentido propio, a la verdad que no solamente es tenida, sino
también conocida. Cfr. Tomás de Aquino, De Ver, q1 a9.
100 Jesús García López

lado, en el plano intelectual se puede distinguir entre pensar y conocer. Pen-


sar se dice en latín cogitare y pensare. Cogitare viene de coagitare y signifi-
ca agitar o “dar vueltas en la mente” a un asunto. Por su parte, pensare
viene de pendere y significa pesar o sopesar un asunto en la mente. Todo lo
cual es bien distinto de conocer. El conocimiento no es la cogitación o pon-
deración de un asunto, sino precisamente el término de esa tarea, el juicio en
que concluye, la resolución de la cuestión sobre la que se cavilaba. Conocer
en su sentido más propio es, pues, juzgar, y juzgar intelectualmente.
Pero el juicio intelectual puede ser de dos tipos: inmediato, cuando se al-
canza sin raciocinio alguno, sin cogitación, y mediato, cuando se llega a él
mediante un discurso más o menos largo. Ahora bien, la disposición del
entendimiento para juzgar de modo inmediato no puede ser la misma que
para juzgar de modo mediato. En el primer caso basta con que esté dis-
puesto para conocer bien; en el segundo es necesario que esté dispuesto para
pensar bien y para conocer bien después de haber pensado. Por eso se re-
quieren dos virtudes especulativas distintas: una, llamada inteligencia, que
perfecciona al entendimiento en orden a sus juicios verdaderos inmediatos, y
otra, llamada ciencia, que lo perfecciona en orden a sus juicios verdaderos
mediatos. Estas dos virtudes están en la siguiente relación: la ciencia depende
esencialmente de la inteligencia, pero no a la inversa. En efecto, el conocer
precede absolutamente al pensar, aunque algún conocer sea el resultado de
un determinado pensar. Porque se puede conocer sin pensar, pero no se
puede pensar sin conocer. Todo discurso, toda cogitación, se basa en algún
conocimiento. Se piensa porque se conoce ya algo y se quiere conocer algo
más. Ya señaló Aristóteles que para que algo pueda ser demostrado es nece-
sario que no se pueda demostrar todo, sino que algo tiene que ser conocido
sin demostración10. Por consiguiente, la virtud que perfecciona el simple
conocer o el juzgar de modo intuitivo –la inteligencia– tiene que preceder a
la virtud que perfecciona el pensar o el juzgar de modo discursivo –la cien-
cia–. Pero la inteligencia puede darse sola, sin la ciencia.
Por lo demás, el entendimiento humano puede ser también perfeccionado
por una tercera virtud especulativa: la sabiduría. Como hemos apuntado más
atrás, la sabiduría compendia en cierto modo las perfecciones de la inteligen-
cia y de la ciencia. Es ciencia en cuanto procede de un modo discursivo o
demostrativo, y es inteligencia en cuanto considera las verdades evidentes de
suyo o los juicios inmediatos. Veámoslo más despacio.
La sabiduría procede de modo discursivo, por ejemplo, cuando demuestra
las propiedades del ente a partir de la noción del mismo, o demuestra la
existencia de Dios a partir de los entes finitos y contingentes. Aquí la sabidu-

10
Cfr. Aristóteles, Analytica Posteriora, I, 3; Bk 72 b 5-30.
V. El cuadro de las virtudes humanas 101

ría no se limita a juzgar, a conocer, sino que también razona, piensa, y por
cierto con todo el rigor que cabe exigir a la ciencia. Pero además la sabiduría
asume, bien que con otro enfoque, la tarea propia de la inteligencia. En
efecto, considera los juicios inmediatos, sobre todo los primeros, que la inte-
ligencia formula de modo espontáneo, y profundiza en ellos, poniendo de
relieve la evidencia de los mismos y discutiendo los argumentos contrarios.
Porque hay que advertir que algunos pensadores han tratado de negar el
valor de ciertos juicios inmediatos, concretamente de aquellos que constitu-
yen los primeros principios de todo el conocimiento humano, y es preciso
hacerse cargo de los argumentos que han aducido para fundamentar esa
negación. Esta tarea no la puede realizar la misma inteligencia, que se limita
a vivir la evidencia de esos juicios inmediatos, formulados de forma espontá-
nea. Pero la sabiduría sí que la puede y la debe realizar. Comienza, en efecto,
por formular con toda precisión esos juicios primeros, para lo cual tiene que
reflexionar sobre las nociones de que constan y sobre el conveniente enlace
de las mismas; todo lo cual supone ya un cierto pensar o discurrir. A conti-
nuación la sabiduría pone de relieve la evidencia de esos juicios, y lo hace,
no mediante una demostración directa (lo que es imposible, pues tales juicios
son indemostrables), pero sí mediante una demostración indirecta o por el
absurdo, es decir, mostrando la contradicción en que se incurre si se niega el
valor de dichos juicios; y esto también es pensar y razonar. Por último, la
sabiduría examina los argumentos de los que niegan el valor de los juicios
primeros, y los refuta; con lo cual se pone una vez más de manifiesto la ver-
dad de los repetidos juicios; y ello, por supuesto, también constituye una
cogitación o un discurso. Así es como la sabiduría considera cogitativamente
lo que la inteligencia vive cognoscitivamente. Y por eso la sabiduría contiene
eminentemente a la inteligencia. Además, como ya hemos visto, contiene
también eminentemente a la ciencia.

2. Las virtudes activas

Veamos ahora las virtudes que perfeccionan a las facultades humanas en


orden a la acción perfecta. Como vimos más atrás, la acción humana consiste
propiamente en la praxis o en el uso activo de la voluntad; pero no se reduce
a esto, sino que entraña otros actos de la voluntad, concretamente la inten-
ción, el consentimiento y la elección, y ciertos actos del entendimiento, con-
cretamente el consejo y el imperio; además implica también el uso de los
apetitos sensitivos. Y esto si la praxis es simplemente un querer, porque si es
un querer hacer, entraña igualmente el uso de otras potencias (actos impera-
dos de la voluntad), ya sean internas, como el entendimiento y los sentidos
102 Jesús García López

internos, ya sean externas, como las potencias motoras. Pues bien, ¿qué vir-
tudes son necesarias para todo este complejo de la acción humana? Por de
pronto habrá dos virtudes para perfeccionar el momento cognoscitivo de la
praxis, que son la sindéresis y la prudencia; una para perfeccionar la praxis
misma, que es la justicia, y otras dos para perfeccionar los apetitos sensitivos
(el concupiscible y el irascible), que son la temperancia y la fortaleza. Por lo
demás, esas cinco virtudes son solamente las fundamentales, ya que hay otras
que dependen de ellas y forman el cortejo de cada una, como luego vere-
mos. Además, algunas de aquellas virtudes son complejas y entrañan otras
virtudes como partes suyas (por ejemplo, la justicia puede ser conmutativa,
distributiva y legal). Pues bien, vamos a examinar este complejo de virtudes
con algún detalle.
En primer lugar fijemos nuestra atención en las virtudes que perfeccio-
nan el momento cognoscitivo de la praxis. Son fundamentalmente dos: la
sindéresis, que versa sobre los primeros juicios prácticos (imperativos gene-
rales), y la prudencia que versa sobre los últimos o más cercanos a la acción
(imperativos concretos). La relación entre estas dos virtudes es semejante a la
que se da entre la inteligencia y la ciencia, y por eso también se relacionan
entre sí como el conocer y el pensar, aunque en la dimensión práctica, no en
la especulativa. La sindéresis, en efecto, lleva a formular de manera inme-
diata y espontánea los imperativos absolutamente primeros del orden moral,
como el siguiente: “hay que hacer el bien y hay que evitar el mal”. Supone
el conocimiento de las nociones de bien y de mal, y supone también la pose-
sión de la virtud de la inteligencia (o hábito de los primeros principios espe-
culativos); pero es la primera virtud en el orden práctico o activo. Aquí no
hay cogitación, discurso; sino conocimiento inmediato, bien que de índole
práctica, de la oposición irreductible entre el bien y el mal y de sus conexio-
nes con la acción: el bien se liga necesariamente a la acción, mientras que el
mal se opone a ella. Pero este conocimiento práctico debe prolongarse en
una cogitación, en un discurso, que extraiga de esos imperativos primeros,
otros imperativos menos universales y los aplique finalmente a los casos
concretos y particulares, donde se mueve la acción. Esta inferencia de los
imperativos menos universales a partir de los imperativos primeros y esta
aplicación a los casos particulares es obra de varias virtudes, de las cuales la
prudencia es la más importante. Los actos discursivos que son aquí necesa-
rios se reducen a estos dos: el consejo comparativo, que termina en un últi-
mo imperativo concreto, determinativo de la elección, y el imperio, que ter-
mina también en un último imperativo concreto, determinativo del uso acti-
vo. Y para perfeccionar el consejo comparativo se requieren unas virtudes,
tres concretamente, que se denominan: eubulía, synesis y gnome, mientras
que para perfeccionar el imperio está la virtud de la prudencia.
V. El cuadro de las virtudes humanas 103

Y ahora reparemos en la virtud que perfecciona la praxis misma: la justi-


cia. La praxis, como sabemos, es un acto de la voluntad, concretamente el
uso activo, bien se reduzca a un mero querer, o bien se extienda a un querer
hacer. Por lo demás, el querer tiene por objeto al bien (al bien que es fin,
para tender a él, y al bien que es algo que se ordena al fin, para elegirlo con
vistas al fin); y nos podemos preguntar qué sentido puede tener una virtud
que perfecciona al querer, pues no parece que se requiera virtud alguna en la
voluntad para que ésta tienda al fin y elija lo que se ordena al fin, es decir,
para que quiera el bien, pues éste es su objeto. En efecto, para tender al bien
sin más, al bien sin restricción alguna, no necesita la voluntad ninguna incli-
nación nueva, sobreañadida a su naturaleza. Tampoco la necesita para tender
al bien del propio sujeto volente, pues cada cosa busca su bien de manera
espontánea y natural. Y si se trata de la elección de los medios o en general
de lo que se ordena al fin parece que puede bastar la virtud de la prudencia
y las que se ligan con ella (la eubulía, la synesis y la gnome), pues estas vir-
tudes son las que señalan el medio o la copia que deben ser elegidos. Pero
sí que se necesita una inclinación sobreañadida, una virtud, para que la vo-
luntad tienda al bien de los demás hombres, y ésta es la justicia y las otras
virtudes que la acompañan. Por eso la virtud de la justicia y las otras que
constituyen su cortejo perfeccionan la voluntad en orden a la praxis misma.
Consideremos, por último, las virtudes que perfeccionan los apetitos sen-
sitivos, el irascible y el concupiscible. Estos apetitos influyen decisivamente
en la praxis, porque influyen en la voluntad. Y es que el movimiento de la
voluntad hacia el bien, tanto propio como ajeno, e incluso considerado en
sí mismo, está mediatizado por los obstáculos que hay que vencer para con-
seguirlo y por los atractivos que otros bienes (los bienes sensibles) pueden
ejercer en sentido contrario al que ejerce el bien racional. El objeto propio
del apetito irascible está constituido por los bienes sensibles difíciles de al-
canzar, mientras que el del apetito concupiscible está constituido por los
bienes sensibles sin más. Pero todo esto tiene mucho que ver con el objeto
propio de la voluntad (con el bien en sí y sin restricción alguna, con el bien
racional del propio sujeto volente y con el bien racional de los demás hom-
bres); el impulso de la voluntad hacia su objeto puede verse contrariado por
los atractivos de los bienes sensibles o por las dificultades que entraña la
consecución de aquél, es decir, puede verse contrariado por los apetitos sen-
sitivos. Por lo demás, es un hecho que estos apetitos sensitivos obedecen a la
razón y a la voluntad, pero no siempre ni inmediatamente. Como decía
Aristóteles, el dominio que la razón y la voluntad ejercen sobre los apetitos
sensitivos no es “despótico”, sino “político”, semejante al que un gober-
nante ejerce sobre sus ciudadanos, que son hombres libres y pueden contra-
decir al gobernante y sublevarse contra él. Por eso, si los mencionados ape-
titos no están convenientemente dispuestos por las virtudes pertinentes en
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orden a obedecer a la razón y la voluntad, no será posible llevar a cabo los


actos correspondientes a una praxis recta, y estas virtudes son la temperancia
para el apetito concupiscible y la fortaleza para el irascible, con todas las
demás que las acompañan. Obsérvese además que estas virtudes de los ape-
titos sensitivos no solamente son necesarias para ejecutar bien o con perfec-
ción las decisiones de la voluntad o para prolongar en el orden sensible el
querer de la voluntad, su uso activo, sino que también lo son para que la
voluntad pueda tomar aquellas decisiones de manera recta o ejercer el uso
activo de modo debido. Ésta es precisamente la razón de que Tomás de
Aquino admita virtudes en los apetitos sensitivos, que son potencias raciona-
les por participación, y no las admita en los sentidos internos, que también
son potencias racionales por participación. Como ya vimos, los hábitos que
disponen convenientemente a los sentidos internos para que ayuden al en-
tendimiento no son absolutamente necesarios para las virtudes intelectuales,
ya sean especulativas (inteligencia, ciencia, sabiduría), ya sean activas (sindé-
resis, prudencia), o ya sean productivas (arte o técnica). En cambio, los há-
bitos que disponen convenientemente a los apetitos sensitivos para que se-
cunden las decisiones rectas de la voluntad o incluso para que tales decisio-
nes rectas sean posibles, son absolutamente necesarios para que se den en la
voluntad la virtud de la justicia y las otras que le son anejas, y se den asimis-
mo en el entendimiento la virtud de la prudencia y las otras que le acompa-
ñan. Por eso, dichos hábitos de los apetitos sensitivos se deben considerar
como virtudes en toda la plenitud de esa noción.

3. Las virtudes productivas

Vengamos, por último, a considerar las virtudes que perfeccionan a las


facultades humanas en orden a la producción perfecta. Aquí tenemos que
comenzar por distinguir la producción externa, que se realiza con las poten-
cias motoras y principalmente con las manos, y la producción interna, que se
realiza con el entendimiento y con los sentidos internos. La primera está
regida por un cierto conocimiento intelectual que, como es obvio, radica en
el entendimiento, y también el hábito del mismo o la virtud correspondiente,
que es el arte o la técnica propiamente dichas. En cuanto a la segunda, la
producción de los sentidos internos está también regida por un conoci-
miento intelectual distinto de ella, aunque entrañe también un conocimiento
sensitivo, que se identifica con dicha producción; en cambio, la producción
del entendimiento no es distinta del conocimiento intelectual que la rige y
por consiguiente la virtud que perfecciona la potencia ejecutora, que aquí es
V. El cuadro de las virtudes humanas 105

el mismo entendimiento, se identifica con la virtud que perfecciona la poten-


cia cognoscitiva: es la virtud del arte o de la técnica correspondiente.
Pero esto nos plantea la cuestión de si en las potencias motoras, que eje-
cutan la producción externa, y en los sentidos internos, que llevan a cabo la
producción interna que les compete, hay que admitir otras tantas virtudes,
que serían distintas de las que radican en el entendimiento y a las que hay
que atribuir el momento cognoscitivo, esencial en toda producción. Como
ya vimos más atrás, Santo Tomás no admite virtudes en las potencias motoras
ni en los sentidos internos, aunque en estos últimos admita ciertos hábitos, y
concretamente en cuanto ayudan al entendimiento en su función especulati-
va y acaso también activa, pero no en su función productiva. Las razones en
que se apoya para esta negativa pueden reducirse a estas dos: que estas fa-
cultades están muy determinadas a sus objetos y actos, y que obedecen sin
resistencia alguna al imperio de la razón. Recordemos los textos más perti-
nentes del Aquinate al respecto, citados ya anteriormente. Uno dice: “Las
potencias aprehensivas exteriores (los sentidos externos), como la vista y el
oído, no pueden recibir hábitos, sino que se ordenan de manera unívoca a sus
actos por la disposición de su misma naturaleza; y lo mismo hay que decir
de los miembros del cuerpo (las potencias motoras), en los cuales tampoco
hay hábitos, sino más bien en las potencias que imperan los movimientos de
los mismos”11. Este texto hace referencia a la determinación u ordenación
unívoca a sus objetos y actos de los sentidos externos y de las potencias mo-
toras. Los sentidos internos no entran en esta consideración, porque tienen
una mayor amplitud en cuanto son movidos por la razón y por eso admiten
hábitos. El otro texto dice así: “De manera distinta es regido el cuerpo por el
alma y los apetitos concupiscible e irascible. Pues el cuerpo (las potencias
motoras) obedece al alma de inmediato y sin contradicción en todo aquello
que está ordenado por naturaleza a obedecer al alma, y por eso dice Aristó-
teles que «el alma rige al cuerpo con dominio despótico» […]. Y por eso
todo el movimiento del cuerpo se refiere al alma; y en el cuerpo no hay
virtud, sino sólo en el alma”12. Este otro texto hace referencia al dominio
incontrastable que ejercen la razón y la voluntad sobre las potencias moto-
ras. Tampoco aquí se hace referencia a los sentidos internos, pero parecen
quedar incluidos dentro de lo corporal, puesto que la única excepción que se
establece es la de los apetitos sensitivos. Siendo así, tampoco podrían admitir-
se virtudes en los sentidos internos.
Ahora bien, las razones aducidas por el Doctor Angélico en estos textos
no son enteramente convincentes. En primer lugar, porque no sólo los ape-

11
Tomás de Aquino, STh, I-II q50 a3 ad3.
12
Tomás de Aquino, STh, I-II q56 a4 ad3.
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titos sensitivos y los sentidos internos, sino también ciertos miembros corpo-
rales (las potencias motoras) participan de la razón, es decir, son potencias
racionales por participación. De hecho Tomás de Aquino siguiendo a Aris-
tóteles, establece una cierta comparación entre el alma racional y la principal
de las potencias motoras: las manos. Y así escribe: “El alma se asemeja a las
manos. Pues las manos son el órgano de los órganos, y por eso le han sido
dadas al hombre las manos en lugar de todos los órganos que han sido da-
dos a los demás animales para defenderse, atacar o cubrirse. Todas estas
cosas se las procura el hombre con las manos”13. La idea aquí apuntada es
que la amplitud que tiene el hombre por su razón se traspone en cierto mo-
do al cuerpo humano, redunda en él, pues mediante ese órgano corporal de
las manos el hombre se abre a multitud de operaciones. Pero si esto es así,
también puede decirse que las potencias motoras del hombre son racionales
por participación y que, en consecuencia, son aptas para recibir hábitos. Por
otro lado, tampoco está claro que el cuerpo obedezca al alma de inmediato y
sin contradicción. Las potencias motoras, siempre que no estén impedidas, se
someten ciertamente a los impulsos de la voluntad, pero no siempre con la
misma rapidez y destreza. Por el contrario, cuando dichas potencias han sido
ejercitadas largamente, por muchos, repetidos y constantes esfuerzos, en un
determinado oficio, adquieren una soltura, una precisión y una rapidez, in-
comparablemente mayores que las que tienen naturalmente. Esto es innega-
ble. Por consiguiente, las potencias motoras son sujetos aptos para recibir
ciertos hábitos. Y algo parecido hay que decir de los sentidos internos (la
imaginación, la memoria y la cogitativa) en cuanto instrumentos de la razón
para elaborar artefactos internos. Si dichos sentidos han sido largamente
ejercitados en este menester, cumplen su cometido con mayor perfección, lo
que permite suponer que en ellos se dan ciertos hábitos, que no tienen por
qué ser distintos de aquellos que disponen a dichas facultades para ayudar al
entendimiento en su función especulativa y en su función activa.
Se podría preguntar si estos hábitos de las potencias motoras y de los
sentidos internos son o no virtudes. Por una parte parece que sí, pues como
escribe Santo Tomás: “El acto que procede de una potencia en tanto que es
movida por otra no puede ser perfecto si una y otra potencia no están bien
dispuestas al acto; como el acto del artífice no puede ser perfecto si el artífice
no está bien dispuesto para obrar y también el instrumento”14. Las potencias
motoras (y también los sentidos internos) se pueden considerar como ins-
trumentos de la razón en esa actividad humana que es la producción externa
(o interna en el caso de los sentidos internos); y la perfección de estos ins-

13
Tomás de Aquino, In de Anima, III lect13 n790.
14
Tomás de Aquino, STh, I-II q56 a4.
V. El cuadro de las virtudes humanas 107

trumentos, necesaria para la perfección de la producción, bien merece lla-


marse virtud, como se llaman virtudes las buenas disposiciones de los apeti-
tos sensitivos en tanto que movidos por la razón y la voluntad. Podría, sin
embargo, argüirse que esos hábitos de las potencias motoras (y de los senti-
dos internos) no son absolutamente necesarios para las virtudes productivas,
pues las obras del arte y de la técnica pueden realizarse tal vez perfectamen-
te, aunque con mayor trabajo, sin que las potencias motoras (y los sentidos
internos) estén en posesión de dichos hábitos. En cambio, sí son virtudes los
hábitos de los apetitos sensitivos, ya que estos sí que son absolutamente nece-
sarios para las virtudes activas, y por esto los hábitos mencionados merecen
con toda razón el nombre de virtudes. Así, pues, la solución más probable al
problema que nos ocupa es que las potencias motoras (y los sentidos inter-
nos) son sujetos aptos de hábitos ordenados a las virtudes productivas, pero
esos hábitos no deben llamarse virtudes.
Y para terminar insistimos todavía en la peculiaridad de la producción
interna que lleva a cabo el propio entendimiento. En este caso la misma fa-
cultad es la que conoce y dirige la producción y la que la lleva a cabo. Un
artefacto lógico, por ejemplo, un silogismo, es algo producido por el enten-
dimiento, pero es también algo planeado o dirigido por dicha facultad. Y se
puede preguntar si se darán aquí dos virtudes: una para el momento cognos-
citivo y otra para el momento propiamente productivo. Lo más razonable es
suponer que no, pues en este caso la actividad productiva no es distinta de la
actividad cognoscitiva; el entendimiento produce conociendo y conoce pro-
duciendo. Habrá, pues, una sola virtud, el arte o la técnica especulativas, que
será principio del conocimiento y de la producción.

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