Mas Alla 5 - AA VV
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Mas Alla 5 - AA VV
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AA. VV.
Más Allá 5
Más Allá - 5
ePub r1.0
jcataldo 31.12.2020
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Título original: Más Allá 5
AA. VV., 1953
Diseño de cubierta: Hugo Csecs
Editor digital: jcataldo
ePub base r2.1
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AÑO 1 — N.º 5
OCTUBRE 1953
SUMARIO
NOVELAS CORTAS:
CUENTOS:
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LA ESPONJA INSACIABLE, por WIN MARKS
Un sencillo experimento casero… y se acaba el agua del mundo
NOVEDADES CÓSMICAS:
ESPACIOTEST
LA GRAVEDAD ES ÚTIL
EDITORIAL
ILUSTRACIÓN DE LA TAPA
Por Hugo Csecs
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LA RISA ES MORTAL
T ODOS los hombres sueñan. Los niños creen en las hadas y en sus
varitas mágicas. Nosotros, que —¡y cuánto nos ha dolido!— hemos
visto las ilusiones infantiles marchitarse una por una ante la realidad de la
vida, seguimos creyendo en la magia. Ya no es la magia de los duendes en los
castillos, de los gnomos que se cobijan bajo los hongos del bosque, de las
princesas despertadas por un beso de amor, de los monstruos horrendos
fulminados por la lanza invencible de un caballero de armadura de oro.
Nuestros sueños tienen una base científica, porque no pueden contradecir
del todo nuestra lógica, nuestra razón y nuestras experiencias, y deben
satisfacer nuestro sentido crítico. La fantasía científica —sueño de los adultos
— tiene algunos temas preferidos. Uno de ellos es la inmortalidad.
Nadie desea morir, pero pocos han reflexionado sobre lo que significaría
la inmortalidad para un hombre. Y menos sobre lo que significaría la
inmortalidad para todos.
Ante todo, ¿qué entendemos por inmortalidad? No una vida infinita, en la
cual la edad y sus achaques aumentan progresivamente; tampoco un estado
eterno en el cual el desarrollo se detiene progresivamente; tampoco un estado
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de salud y equilibrio perfectos como el que se logra en la plenitud de las
fuerzas y del desarrollo físico. El Inmortal no deberá parecerse ni a un niño ni
a un anciano.
¿Cuál sería la mentalidad del Inmortal? El hombre crea y trabaja porque
sabe que su tiempo está limitado. Cuando sepa que su existencia no tiene fin,
¿qué sentido tendrá su impaciencia, qué razón tendrá de apurarse? ¿Y podrá
gozar de la vida? El miedo a la muerte es la «base negativa» de todo placer, la
risa es la manifestación exterior de un sentimiento de liberación, de la
desaparición de un temor: es el espíritu que se alivia, el alma que se
despreocupa. El pensamiento de la muerte está detrás de toda carcajada.
En el campo económico, la inmortalidad ocasionaría un desbarajuste
tremendo. La vida financiera se desarrolla alrededor del tiempo. El valor del
tiempo se manifiesta en interés. En un mundo de Inmortales el tipo de interés
no podría fijarse, por cuanto el tiempo no tendría valor. Para el Inmortal no
hay vencimientos, no hay prórrogas, no hay especulaciones, no hay
estadísticas.
El sentido de la familia para el Inmortal sería completamente diferente. El
matrimonio, el nacimiento de los hijos, su educación y sus vicisitudes nos
interesan ahora porque sabemos que en ello está el porvenir y que en ese
porvenir nosotros no tomaremos parte. Pero al que sabe que todo el porvenir
podrá ser su campo de acción, no le interesa el presente. Y el que no se
interese por el presente debe tener una visión muy diferente tanto del pasado
como del futuro.
Son tan numerosas las facetas interesantes de la mentalidad de un
Inmortal que, hasta ahora el editor de MÁS ALLÁ no ha encontrado un cuento
o una novela que satisfaga plenamente su curiosidad. Más difícil aun sería
pensar en un mundo de inmortales o un mundo en el cual unos cuantos
escogidos al azar, o una clase, o un sexo, o cualquier otro grupo privilegiado
gozara de ese don tan horrible.
Para concebir un mundo así se requiere un enorme esfuerzo de
imaginación; el que lo describa deberá ser a la vez poeta, filósofo, psicólogo y
científico.
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artística, una seriedad científica incontrovertible. El lector de fantasía
científica es una persona inteligente: sus ojos están abiertos hacia el porvenir,
y su juicio es independiente. Por eso nosotros esperamos con absoluta
confianza el juicio de nuestros lectores sobre las dos novelas cortas de Isaac
Asimov que publicamos en este número.
Ellas son profundamente diferentes entre sí: la primera se desarrolla en la
Tierra, y su problema central es médico-psicológico; la segunda, dentro del
marco de una aventura interplanetaria, incluye interesantísimos detalles
técnicos sobre la estructura de una astronave y una descripción inolvidable de
lo que se siente al encontrarse en el exterior de una de ellas mientras viaja por
el espacio.
Ambas subyugan el interés del lector, apasionan por sus dinámicas
acciones y, a través de un estilo literario nítido y limpio, ahondan el estudio
de problemas científicos de gran complicación e importancia.
Dramatismo, claridad científica y arte literario son las tres características
que han hecho de Asimov uno de los príncipes de la fantasía científica.
Asimov tiene 34 años y ha estado escribiendo durante 15 de ellos. Tiene a
su crédito 7 novelas y alrededor de 70 cuentos. El desafío de la literatura
científica fue recogido por él desde muy joven, y Asimov ha descubierto que
la fantasía científica invade casi todos los aspectos de su vida. Por ejemplo, en
1948, mientras estaba rindiendo sus exámenes para doctorarse en química en
la Universidad de Columbia, y estaba nerviosamente esperando más
preguntas de sus siete examinadores, uno de ellos le dijo con toda seriedad:
«Y ahora, por favor, háblenos sobre la termodinámica de la tiotimolina».
Asimov sonrió; nadie podía contestar a esa pregunta mejor que él. Sabía que
el examen había terminado y que el profesor era uno de sus lectores, por
cuanto la «tiotimolina» con sus maravillosas propiedades era una invención
suya…
La doble vida de Isaac Asimov es típica de muchos escritores de fantasía
científica. Por un lado, es un famoso maestro de aventuras interplanetarias e
intergalácticas; por el otro, es un bioquímico de reconocido valor, catedrático
de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston, donde se especializa
en investigaciones sobre el cáncer.
A través de la obra de Asimov se percibe el rasgo esencial de la fantasía
científica: la de crear, con lógica y método, una realidad fantástica que no
contradiga la razón y satisfaga la imaginación.
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SI USTED FUERA UN COPÍN
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Al principio, incluso después que él ya había enviado largos informes en
seis astronaves seguidas, no comprendí que las cosas se ponían feas. No lo
comprendí hasta que la vieja Palmira descendió en el penúltimo viaje que una
nave de la Compañía iba a hacer a Copín.
Hasta esa misma mañana todo era tranquilidad. Recuerdo que estaba
sentado en el porche del almacén, sin hacer nada más que respirar satisfecho.
Estaba mirando a una nena copina. Tenía el tamaño de un chico humano de
unos seis años y jugaba en el barro mientras sus padres hacían compras en el
almacén. Era una nena simpática, muy parecida a un ser humano. Tenía largas
patillas, como las del viejo Bland, el primer hombre que vino a comerciar con
los copines y aprendió a hablar con ellos.
Los copines le tenían mucha estima al viejo Bland. Le hicieron una gran
tumba estilo copín cuando murió; y nacen más chicos copines con patillas que
los que uno puede zamarrear en una semana.
Y todo parecía perfecto. ¡Perfecto!
Sentado allí en el porche podía oír a un copín que hablaba dentro del
almacén. Hablaba inglés, tan bien como cualquiera. Y le estaba diciendo a
Diz, nuestro empleado copín:
—Pero, Diz, ¡si puedo comprar esto más barato en el otro almacén! ¿Por
qué voy a pagar más caro aquí?
Y Diz respondía, también en inglés:
—Yo no puedo hacer nada. Aquí el precio es este; lo pagas o no lo pagas.
Tú decidirás.
Y yo lo escuchaba, pensando en lo bien que iban las cosas. Allí estaba yo,
Joe Brinkley, el único representante de la Compañía en Copín, además de
Brooks (solo seres humanos pueden ser representantes y jubilarse, por
supuesto), poniéndome sentimental al ver cuánto más humanos parecen los
copines cada día, y qué bien va prosperando todo.
La nena salió del barro, se limpió las patillas, que eran exactamente
iguales a las que lleva el viejo Bland en el gran cuadro que hay en el almacén,
y se alejó trotando detrás de sus padres. Era realmente parecida a un humano.
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solo que los hijos tienen más aspecto humano que los padres, y el color de su
piel es casi el mismo que el de los terráqueos, lo cual es muy natural, si se
piensa un poco en ello. Pero nadie pensaba en eso; es decir, hasta entonces.
Yo tampoco pensaba en eso esa misma mañana; ni siquiera en los
informes que Brooks escribía sudoroso y enviaba a la Tierra con cada
astronave de la Compañía que salía. Allí estaba, lo más contento, cuando noté
que Sally, el árbol que da sombra al porche del almacén, comenzaba a sacar
sus raíces del suelo. Las enrolló cuidadosamente y empezó a alejarse,
andando como uno que no levanta los pies del suelo. Los demás árboles
también se estaban apartando, dejando libre el campo de aterrizaje. Iban
empujándose y molestando a los otros con sus ramas, los más chiquitos
metiéndose bajo las copas de los grandes, y en general haciendo todo con
mala intención. De alguna manera sabían que estaba por llegar una astronave,
y por eso dejaban espacio libre. Pero no esperábamos ninguna hasta un mes
más tarde.
Sin embargo, como parecían tan seguros, me puse a escuchar por si había
ruido de motores. Al cabo de diez minutos oí un ligero silbido, y enseguida el
pesado zumbar de los repulsores de masa que actuaban contra el subsuelo
rocoso. Por suerte no actúan sobre los líquidos; si actuaran, ¡cada nave que
baja haría un barro de toda la región!
Salté de mi silla y salí a mirar. Sí, señor, allí bajaba la vieja Palmira del
cielo, con un mes de adelanto, y los árboles se amontonaban en el borde del
campo para dejarle sitio. La nave perdió altura, quedó suspendida a unos
metros, como ansiosa, y luego se asentó en el campo, se diría con un suspiro.
Los copines se acercaron corriendo de todos lados, saludando cordialmente.
¡Ya lo creo que parecen humanos estos copines! ¡Los hombres son su
ideal de lo que debe ser la gente! Se peleaban por llevar la carga al almacén, y
trepaban y saltaban para ver si en la tripulación había viejos conocidos. Si
consiguen que un humano vaya de visita a sus casas, se jactan de ello durante
semanas. ¡Y cómo tratan a sus huéspedes!
Les dan a usar ropas copinas de gala, telas suaves y sedosas, y frutas
copinas y bebidas copinas. ¡Tendrían que probarlas! Y cuando llega la hora de
partir, acompañan a la nave a sus huéspedes terrestres coronándolos de flores.
Los hombres son lo mejor para los copines. Y cada día están más
humanos. Ahí tienen a Diz, nuestro empleado. Sería difícil descubrir que no
es un hombre. Se parece a un hombre llamado Casey que trabajó hace tiempo
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en el almacén, y tiene un rebaño de hermanos y hermanas tan humanizados
como él. Uno juraría…
P ERO esta era la penúltima vez que una nave terrestre iba a bajar en
Copín, aunque nadie lo sabía aún. Se abrió la compuerta de pasajeros y
apareció el capitán Haney. Los copines chillaron de alegría al verlo. Él los
saludó con un ademán, y ayudó a salir a una muchacha humana. Tenía
cabellos rojos y aire de seriedad comercial. Los copines saludaban y gritaban
y sonreían. La chica los miró extrañada, y el capitán le explicó algo al oído,
pero ella solo apretó los labios. Luego, los copines acercaron un portacargas,
y Haney y la chica subieron a él y vinieron hacia el almacén; con los copines
empujando y tirando y haciendo gran algarabía, todo tan amistoso que le
hacía a uno sentirse feliz, ¡cómo les gustan los hombres a los copines! Los
admiran una barbaridad. Hacen todo lo que pueden por parecer humanos, y
son inteligentes; pero tiemblo al pensar por qué poquito nos salvamos.
El capitán Haney saltó del portacargas y ayudó a bajar a la chica. Ella
lanzó una mirada furiosa. Nunca vi una mujer más enojada… ni más bonita
con sus cabellos rojos y sus ojos azules que me miraban con expresión de
hostilidad.
—Hola, Joe —dijo Haney—. ¿Dónde está Brooks?
Se lo dije. Brooks estaba curioseando por las montañas, detrás del
almacén. Estaba nervioso y preocupado y obraba como si estuviera tratando
de encontrar algo que no existía, pero que él se había propuesto buscar de
todos modos.
—Lástima que no esté aquí —dijo Haner. Luego me presentó a la chica
—. Este es Joe Brinkley, el ayudante de Brooks. Y, Joe, la señorita es la
inspectora Caldwell.
—Llámeme Inspectora —interrumpió ella, y me miró acusadoramente—.
Vengo a investigar este asunto de un almacén competidor en Copín.
—¡Oh! —le dije—, es mal negocio. Pero no nos ha molestado mucho. En
realidad no hemos disminuido nada las ventas.
—Haga bajar mi equipaje, capitán —interrumpió la inspectora Caldwell
imperiosamente—. Después puede levantar vuelo. Yo me quedaré aquí hasta
que usted regrese de nuevo en su próximo viaje.
Pegué un grito para llamar a Diz, pero no hacía falta. Ya estaba detrás de
mí, respetuoso y admirando a la muchacha. ¡Uno juraría que es humano! Es la
imagen viva de Casey, el que vivió en Copín hace seis años.
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—Sí, señora —dijo Diz a la muchacha—. Le mostraré su cuarto, señora, y
enseguida le haré llevar allí su equipaje.
Y le mostró el camino; pero no hizo falta que diera órdenes acerca del
equipaje. Ya un montón de copines se acercaba arrastrándolo, con la
esperanza de que ella les dijera «gracias». Era la primera vez que llegaba una
mujer a Copín; estaban todos muy emocionados, y se quedaron allí,
admirándola.
H ABÍA chicos con patillas, como el viejo Bland, y otros chicos con
bigotes, sin distinción de sexo. Le estaba señalando al capitán Haney
una cantidad de chicos que se parecen notablemente a él, y en el momento en
que me contestaba «¡Qué me dices!», apareció de vuelta, acercándose a
nosotros la inspectora Caldwell.
—¿Qué está esperando, capitán? —dijo en tono helado.
—La nave se queda siempre unas horas —le expliqué yo—. Los copines
son tan amables que para no desairarlos dejamos que la tripulación sea
amable con ellos.
—Dudo mucho —dijo la inspectora, y su voz congelaba— que después de
mi informe la Compañía permita continuar esa costumbre.
Haney se encogió de hombros y se alejó, de lo cual deduje que esta
inspectora ocupaba un alto cargo en la Compañía. No era vieja; tenía unos 25
años, calculé; pero la familia Caldwell es prácticamente dueña de la
Compañía, y todos los sobrinos, primos y nietos asisten a una escuela especial
donde los preparan para el trabajo en la firma. Allí les enseñan muy bien, y no
se puede decir que no se merezcan los puestos buenos. De todos modos hay
montones de puestos altos, pues la Compañía controla el comercio con treinta
o cuarenta sistemas solares.
El capitán tuvo que abrirse paso prácticamente a codazos entre los copines
que querían darle flores y frutos y cosas de esas. ¡Los copines se vuelven
locos por los hombres! Por fin entró a la nave, se cerró la puerta y los copines
retrocedieron. Los motores de la Palmira empezaron a tronar. Se puso en
marcha el repulsor de masa; la nave se elevó, y el zumbido comenzó a hacerse
cada vez más grave y más débil… hasta que pronto se oyó un silbido y
desapareció. Todo parecía normal. ¿Quién iba a adivinar que era el penúltimo
viaje de una nave terrestre a Copín?
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L A inspectora taconeó nerviosa.
—¿Cuándo enviará a buscar al señor Brooks? —me preguntó.
—Ahora mismo —le contesté, y transmití la orden a Diz.
—Ya envié un mensajero a avisarle, señora —dijo Diz—. Si oyó el ruido
de la nave es posible que ya esté en camino de vuelta.
Saludó y entró al almacén. Muchos copines vinieron a ver la nave y ahora
aprovechaban para hacer sus compras. De pronto la inspectora pegó un salto.
—¿Q… qué… qué es eso? —preguntó rígida.
Los árboles que se habían apartado para dejar sitio a la Palmira estaban
volviendo a su lugar habitual. Entonces comprendí que aquella escena debía
de resultar curiosa para un recién llegado a Copín. Son árboles bastante
comunes, en un sentido; tienen corteza y ramas y hojas; ponen sus raíces en
agujeros que hacen en el suelo, y allí se quedan casi todo el tiempo. Pero se
pueden mover. Los del bosque, cuando hay sequía o demasiados vecinos, o se
enojan con los demás, levantan sus raíces y se van a buscar otro sitio mejor.
Los árboles de nuestro campo de aterrizaje han aprendido que cada tanto
baja una nave y tienen que dejar sitio. Pero en cuanto la nave se va, ellos
vuelven. Los más jóvenes andan más rápido y ocupan los mejores sitios, y los
grandotes vienen detrás de ellos, agitando con indignación las ramas, tratando
de alcanzarlos y furiosos como el demonio.
Le expliqué lo que sucedía, y ella se quedó con los ojos abiertos. Entonces
llegó Sally. Sally y yo somos amigos; es muy vieja, tiene un tronco de casi un
metro de espesor, pero siempre extiende una rama para dar sombra a mi
ventana por las mañanas, y yo nunca permito que otro árbol le saque su lugar.
Sally se acercó andando a lo pato, desenrolló sus raíces, las metió una por una
en sus correspondientes agujeros y se acomodó pacíficamente en su sitio.
—¿No son… peligrosos? —preguntó la inspectora, algo intranquila.
—Nada —le dije—. Las cosas pueden cambiar en Copín. No necesitan
luchar. En este planeta hay una clase especial de evolución, adaptativa, podría
decirse. Es un lindo lugar para vivir. Lo único es que todo madura tan rápido;
un copín, por ejemplo, es adulto a los cuatro años.
Ella arrugó la nariz.
—¿Qué se sabe del otro almacén? —preguntó secamente—. ¿De quién
es? La compañía tiene la exclusividad del comercio en Copín. ¿Quién se
atreve a violar la ley?
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—Es lo que Brooks está tratando
de averiguar —le dije—. Tienen un
surtido completo de mercaderías, pero
los copines dicen que los dueños
nunca están. Se van de caza o cosas
así. Nunca hemos conseguido verlos
personalmente.
—¿No? —dijo ella—. ¡Yo los
veré! ¡No podemos tolerar
competencia en nuestro territorio! En
cuanto al resto de los informes del
señor Brooks… —se interrumpió, y
luego añadió—. Ese empleado de
ustedes me recuerda a alguien que
conocí…
—Es un copín —le expliqué—,
pero se parece a un antiguo
representante de la Compañía; Casey,
de nombre. Casey es ahora director de
zona en Jatim II, pero trabajaba aquí
antes, y Diz es su viva imagen.
—¡Inicuo! —dijo la inspectora
Caldwell, disgustada.
Un par de árboles estaban
peleándose a empujones por un sitio
de primera. Otros merodeaban como
patos furiosos porque les habían
quitado sus lugares. Me sonreí al ver
a un árbol joven colarse entre los dos
que peleaban y meter sus raíces en los
agujeros en disputa.
—¡No me gusta su actitud! —
explotó la inspectora, enojadísima.
Y se metió en el almacén,
taconeando con furia, y dejándome
perplejo.
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¿Qué tiene de malo que me divierta con los árboles chicos que se
aprovechan de sus mayores?
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pertenece.
Brooks se quedó mirándola. Se empezó a enojar.
—¡Cuerno! —dijo—. Todo eso está explicado en mis informes. ¿No los
ha leído?
—Claro que no —dijo la inspectora—. Se me dio una idea general de la
situación y he venido a corregirla.
—¡Oh! —dijo Brooks—. Con razón pensé que…
Parecía que estuviera tragándose un montón de malas palabras. Era
curioso verlos a los dos frente a frente, con todas las trazas de interesarles
mucho lo que contemplaban, pero chispeando de furia.
—Si me muestra alguno de los productos que ellos venden —dijo la
inspectora con arrogancia—, y espero que eso pueda hacerlo, yo identificaré
enseguida a la compañía que los fabrica.
Él sonrió sin alegría y entró al almacén. Sacamos las mercaderías que
hicimos comprar a nuestros competidores por unos copines de confianza.
Brooks las puso sobre un mostrador y dio un paso atrás para ver qué hacía
ella, siempre con su sonrisa de máscara. Ella recogió un proyector de
películas tridimensionales.
—¡Huf!… —dijo, desdeñosa—. Calidad inferior… Es…
Se interrumpió y tomó un cuchillo de caza.
—Esto —dijo— fue fabricado por…
Volvió a interrumpirse y tomó unas telas, palpándolas cuidadosamente.
Estaba que echaba humo.
—¡Ya veo! —exclamó, enojada—. Como los copines están
acostumbrados a nuestras mercaderías, ¡la gente del otro almacén las copia!
¿Venden más barato?
—Cincuenta por ciento —dijo Brooks.
Y yo interviene:
—Pero no hemos perdido clientes. Los copines siguen comprándonos por
amistad. ¡Gente amable estos copines!
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Diz salió. La inspectora ni lo había notado. Estaba que volaba pensando
en esos canallas que copiaban nuestra mercadería y la vendían a menor precio
en un planeta que nos había sido concedido en exclusividad.
—Iré a visitar ese almacén —anunció—, y si quieren una guerra
comercial, ¡la tendrán! ¡Nosotros también podemos rebajar los precios si hace
falta! ¡Tenemos todos los recursos de la Compañía a nuestra disposición!
Brooks seguía furioso porque ella no había leído sus informes. Y en ese
momento entró la muchacha copina. Nada fea, la chica. Se ve que es copina;
no se parece tanto a un humano como Diz, pero es bastante pasable. Me miró
y lanzó una risita.
—Un cumplido —dijo, y me mostró lo que traía.
Era un nene copín, flamante, flamante. Y tenía orejas largas como las
mías, y su nariz parecía que alguien la hubiese pisado (así es la mía también),
y en general parecía un modelo en pequeña escala de mi modesta persona. Le
acaricié el mentón diciéndole «¡ajó, ajó!», y me respondió con amables
ruiditos.
—¿Cómo te llamas? —pregunté a la muchacha.
Me lo dijo. Yo no recordaba su nombre, como tampoco recordaba haberla
visto antes, pero me había hecho un cumplido. Así son los copines.
—Muy simpático —dije—. Simpatiquísimo. ¡Ojalá tenga más sesos que
yo cuando crezca!
Entró Diz con una brazada de regalos, siguiendo la tradición del viejo
Bland cuando una copina le presentó el primer chico con patillas, y yo
agregué:
—Muchas gracias por el cumplido. Me siento muy honrado.
Ella tomó los regalos y salió, prodigando risitas. El nene se despidió
agitando los puñitos. Muy humano. Y simpático el nene, sin duda alguna.
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—¿No la recuerda? —dijo ella, y la voz le temblaba—. ¡Qué… qué
miserable! ¡Usted me da náuseas!
Brooks empezó a atragantarse, a resoplar y por fin a reírse a carcajadas.
Recién entonces comprendí y largué la risa. Nos retorcíamos de tanto reírnos.
Y al verla cada vez más enojada, la cosa resultaba más cómica, ¡casi estalla
de furia!
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Entonces Brooks le ordenó a Diz que averiguara más, y él anduvo de
exploración y descubrió el nuevo almacén a menos de veinte kilómetros del
nuestro. Diz no vio hombres allí, solo empleados copines. Y nosotros
tampoco hemos conseguido ver seres humanos.
—¿Por qué no?
—Porque cada vez que Brooks o yo vamos allá, los empleados nos dicen
que los hombres han ido a algún sitio. Tal vez estén instalando otros
almacenes, no sé. Les escribimos una nota preguntándoles qué cuernos hacían
aquí, pero nunca la contestaron. Por supuesto no vimos sus libros ni sus
habitaciones.
—Hubieran podido averiguar bastante en sus libros —dijo ella—. ¿Por
qué no obligaron a los copines a que se los mostraran?
—Porque los copines imitan a los hombres —le expliqué pacientemente
—. Si les damos el ejemplo de peleas, robos o bigamia, los copines
empezarán a hacerlo también.
—¡Bigamia! —dijo con risita sardónica—. Y usted quiere hacerme creer
que tiene bastante sentido moral…
Me enojé. Brooks y yo le hemos explicado punto por punto cómo es que
entre la admiración y la forma rara de evolución que hay en Copín se
producen esos nenes tan parecidos a los hombres, y que el cumplido que me
hizo la muchacha copina es un caso de esos. Pero ni nos escuchó.
—Señorita Caldwell —le dije en tono firme—, aunque no crea en la
explicación que le dimos anoche, le agradeceré muchísimo que respete mis
sentimientos.
—¿Sus sentimientos? —dijo, sarcástica—. ¡Encantada! En cuanto los
encuentre…
Me callé; es inútil discutir con mujeres. Seguimos caminando en silencio
por el bosque hasta llegar al otro almacén. Y allí le dio una de esas rabietas
largas y silenciosas que me llenan de admiración.
Había solo copines en el almacén, como siempre. Dijeron que los hombres
habían salido. Miraron a la inspectora con admiración y le mostraron sus
mercaderías. Son idénticas a las nuestras, pero admiten que solo han vendido
algo porque sus precios son mucho más bajos. Estaban muy respetuosos y
complacidos de vernos.
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La inspectora se quedó un buen rato boquiabierta, contemplando al
empleado principal, antes de empezar con sus preguntas. Y no pudo averiguar
nada: ni la procedencia de las mercaderías ni qué compañía instaló el
almacén. Y siguió rabiando y rabiando…
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– N O los hombres son unos cochinos. ¿Es cierto que hay un copín que se
quiere creer nada —reflexionó en voz alta Brooks—, salvo que
parece a mí?
Asentí.
—Es raro que nunca me lo hayan presentado como cumplido… ¿Qué tal
es el parecido?
—Si usara tus ropas —le dije con sinceridad—, me atrevería a jurar que
eras tú.
Entonces Brooks comenzó lenta, lentamente, a palidecer.
—¿Recuerdas la vez que fuiste de caza con Diz y su gente? Fue la vez que
murió un copín. Tú llevabas ropa de huésped, ¿verdad?
Tragué saliva y asentí. Esos ropajes son para los copines como la pechuga
del pavo para los hombres. Lo mejor. Y una cacería de copines es algo digno
de verse. Cazan garliktos que son prácticamente dragones, porque tienen
escamas, vuelan y están llenos de malas intenciones.
Para cazarlos se llevan pájaros charletas, que revolotean hasta que un
garlikto los quiere atrapar. Entonces los charletas vuelan como cohetes hacia
donde esperan los cazadores, y van chillando y charlando a todo lo que dan
para avisarles. Y el garlikto cae en la trampa. En recompensa los charletas
reciben la parte de adentro del garlikto, y hay que ver cómo charlan de
alegría, recordando sin duda otras cacerías igualmente afortunadas.
—¿Llevabas ropaje de huésped? —insistió Brooks, muy serio.
Volví a tragar saliva y a asentir. Son ropajes suaves y dignos, aunque no
muy cómodos para cazar. Pero si uno es huésped de un copín tiene que
usarlos. Y claro, para eso hay que sacarse las ropas humanas.
—¿Por qué preguntas? —le dije, sintiéndome nervioso.
—¿No volviste un día, en medio de la cacería, a buscar tabaco y darte un
baño?
—No —dije, empezando a sentirme mal—. Estábamos en los montes de
Tunlib, enterrando al copín muerto, y perdimos mucho tiempo construyendo
la tumba. ¿Por qué?
—Durante esa semana —continuó Brooks siempre serio—, y mientras tú
estabas lejos, usando ropas copinas, vino alguien con tu traje humano, se llevó
tabaco y se bañó. Joe, así como hay un copín que podría pasar por mí, hay
uno que podría pasar por ti; que pasó por ti, en realidad. ¡Nadie sospechó
nada!
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Yo ya estaba asustado.
—Pero ¿para qué hizo eso? ¡No robó nada! ¿Lo habrá hecho para jactarse
ante sus amigos de que puede pasar por un hombre?
—Quizá estaba comprobando si podía engañarme a mí… —dijo Brooks—
o al capitán Haney cuando llegara la Palmira. O…
Me miró fijamente y me sentí positivamente mal. Esto podía significar
algo grave…
—No te lo he dicho antes —prosiguió Brooks—, pero estuve pensando
algo como esto: a los copines les gusta ser hombres y sus chicos parecen
humanos. Tal vez quieran ser tan inteligentes como los hombres…, y lo sean.
Ese almacén rival me pareció sospechoso desde el principio. ¡Son copines que
están practicando! ¿No ves?
Me sentí débil y enfermo. ¡La cosa era peligrosa! Pero dije:
—¿Quieres decir que hay copines que podrían pasar por nosotros, y están
pensando liquidarnos y tomar nuestro sitio? ¡No lo creo! ¡A los copines les
gustan los hombres! ¡No les harían daño por nada!
Brooks ni me oyó, y siguió hablando:
—Estuve tratando de persuadir a la Compañía de que tenemos que salir de
este planeta, ¡y rápido! Y nos mandan a esta inspectora Caldwell, que no solo
es mujer, sino, para peor, pelirroja. No piensa más que en otra compañía rival
y que somos un par de canallas lascivos, y no hay nada que la convenza de lo
contrario…
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—¡Claro! —le dije—. ¡Por supuesto!
Sacudí el meñique. Él cruzó los dedos. Era una señal que solo nosotros
dos podíamos conocer. Me sentí mucho más tranquilo.
B ROOKS salió al día siguiente para ver al copín del otro almacén, tan
parecido a él. La inspectora lo acompañó seguramente para decir algo
agrio cuando Brooks viera a su doble, que ella no creía que se pareciera tanto
por pura coincidencia. Y tenía razón, aunque no por lo que ella pensaba.
Antes de salir Brooks cruzó los dedos y me miró significativamente. Yo
sacudí el meñique, y se fueron.
Me senté a la sombra de Sally a pensar un poco. Estaba asustado. Faltaban
dos semanas para que llegara la Palmira trayendo mercaderías. Pensé en lo
bien que habían ido las cosas hasta ese momento; cómo admiraban los
copines a los hombres, cómo deseaban parecerse a ellos y cómo a ningún
copín se le ocurriría hacer daño a un hombre. Buena gente los copines. Pero…
Eso está por acabarse. La admiración a los humanos ha vuelto inteligentes
a los copines, pero algo les ha fallado. Sus chicos se parecen a los hombres y
eso es un cumplido. Pero ningún hombre ha visto un copín de cuatro o cinco
años, ya adulto, que se parezca tanto a él que sea imposible distinguirlo. No es
que los escondan con mala intención, sino que los copines temen que a los
humanos no les guste verse a sí mismos en una especie de espejo copín. Son
como chicos que guardan secretos de los grandes.
Los copines son como chicos, pero los hombres son capaces de asustarse
al pensar en lo que sucedería si se mezclan con los humanos, y sus chicos
copian a los sabios y artistas más grandes…
Empecé a transpirar; ya me daba cuenta de todo. Brooks estaba
preocupado por la idea de que los copines podían infiltrarse en la Tierra y ser
en poco tiempo los principales políticos, sabios, exploradores, de varones más
apuestos y las mujeres más hermosas…, todo lo que los hombres querrían ser,
y que a los copines les basta desear para obtener. Ya eso es suficiente para
que un hombre se sienta pésimo, y Brooks además está preocupado por la
inspectora Caldwell, que es pelirroja, bonita y está a punto de llevarse una
sorpresa.
Volvieron de la expedición, ella siempre furiosa y él asustado. Nos
cruzamos la contraseña de los dedos para estar seguros de que ninguno de los
dos había sido sustituido por un copín. No encontraron al copín tan parecido a
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Brooks, ni averiguaron nada que no supiéramos de antes…, que tampoco es
gran cosa.
Y así siguieron pasando los días. Brooks y yo sudando en espera de la
Palmira y rezando para que la inspectora Caldwell recibiera su merecido, y
cada mañana Brooks cruzaba los dedos y yo sacudía el meñique… Y él
vigilaba a la inspectora con ternura.
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—Pues ¡tenemos que derrotar a nuestros competidores! —dijo ella,
desesperada, y confesó—. Esta es mi primera misión independiente. ¡Tengo
que desempeñarla con éxito!
Brooks titubeó…, pero en ese momento entró Diz sonriendo
amistosamente a la inspectora.
—Un cumplido para usted, señora. Mejor dicho, tres.
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Comprendí, pero antes dije:
—Una precaución.
Sacudí el meñique, y él cruzó los dedos.
—Entonces —añadí—, puesto que no hay riesgo de confusión, los dejó en
paz.
Y me fui.
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S UBIMOS a la nave y la sirena de la Palmira se dejó oír a treinta
kilómetros a la redonda. Todos los tripulantes empezaron a llegar
corriendo desde las casas de sus amigos copines. Y de pronto apareció un tipo
con ropas copinas, gritando:
—¡Eh! ¡Esperen! ¡No tengo mi traje!
Se produjo lo que puede llamarse un silencio mortal. Porque en la línea de
tripulantes había otro tipo, en uniforme de la Compañía, y era evidente que él
y el de las ropas copinas eran idénticos. Mellizos. La viva imagen uno del
otro. Y, naturalmente, uno de los dos era un copín. ¿Pero cuál?
Los ojos del capitán Haney parecían a punto de salírsele de las órbitas.
Pero en ese momento el tipo de uniforme sonrió y dijo:
—Está bien, yo soy un copín. Nosotros admiramos tanto a los hombres
que nos gustaría mucho hacer un viaje a la Tierra. Mis padres lo planearon
hace cinco años y me hicieron idéntico a este maravilloso ser humano, y me
ocultaron para este momento. Pero no queremos causar dificultades a los
hombres. Por eso he confesado y voy a abandonar la nave.
Tomaba el asunto como bromeando consigo mismo. Hablaba inglés tan
bien como cualquiera, y no sé cómo hubiera hecho el capitán para averiguar
cuál de los dos era el verdadero humano.
Pero el copín salió de la fila, y los demás copines lo recibieron con
enorme admiración por haber sido capaz de suplantar a un hombre, aunque
fuera por pocos minutos.
Salimos tan rápido del planeta que ni le hicimos devolver el uniforme.
C OPÍN fue el primer planeta del cual los hombres salieron a la disparada,
jadeando y sudando a mares. Es una de esas cosas que los hombres no
pueden soportar ni en la imaginación. No es que haya nada de malo con los
copines: son buena gente; les gustan los seres humanos. Pero los hombres no
pueden soportar la idea de que los copines pasen por humanos y sean todas
las cosas que los hombres querrían ser. Me parece que es una falsa alarma;
pronto lo sabré.
La inspectora Caldwell y Brooks se casaron y se instalaron en Rigel IV,
lindo planeta para una luna de miel, y supongo que allí vivirán felices por
siempre jamás. Yo tengo el nuevo puesto que me asignó la Compañía,
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advirtiéndome que no debía jamás hablar de Copín, cosa que cumplo, y la
Patrulla Galáctica ha prohibido a todas las astronaves humanas descender en
Copín por ningún motivo.
Pero yo estuve ahorrando dinero. No hago más que pensar en esas tres
niñas copinas tan parecidas a la inspectora Caldwell. Me tienen preocupado;
espero que no les haya sucedido nada. Los chicos de Copín crecen rápido,
como ya les he dicho. Ya deben de ser casi adultas.
Y les diré que me he comprado una astronave privada, pequeña pero de
calidad. La semana que viene me voy a Copín. Si alguna de esas tres nenas no
se ha casado todavía, pediré su mano. Nos casaremos, estilo copín, y la traeré
a vivir a un planeta humano. Tendremos muchos nenes. Ya sé muy bien cómo
quiero que sean mis hijos: tendrán una inteligencia de primer orden, y un
físico como para ganar concursos de belleza. ¡Lo mejor!
Pero además tendré que traer algunos otros copines y hacerlos pasar por
hombres también; porque mis hijos tendrán que casarse con alguien, ¿no? No
es que no me gusten los humanos. ¡Me gustan! Si el hombre a quien me
parezco tanto, Joe Brinkley, no hubiera muerto accidentalmente durante esa
cacería con Diz, nunca se me hubiese ocurrido ocupar su sitio. Pero no me
pueden reprochar que me guste vivir entre humanos.
¿No le gustaría a usted también, si fuera un copín?
♦
Cometas
C OMETAS chicos aparecen todos los años; nadie les presta mucha
atención, pero nunca se sabe si no terminarán pegándonos un
susto. No es que corra peligro la humanidad si llega a haber un choque
directo, pero el efecto puede ser superior al de una bomba atómica. El
primer cometa descubierto este año lo fue por un astrónomo
checoeslovaco, Antonín Mrkos, cuyo nombre llevará. Mrkos ha
descubierto cuatro cometas en los últimos cinco años: un verdadero
récord.
¿Platillos o meteoros?
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U NA nueva explicación de los «platos voladores» propone el
astrónomo norteamericano Wylie. Dice que la gran mayoría de la
gente que cree haber visto esos extraños aparatos se ha confundido con
meteoros brillantes, capaces de dar sombra, y que generalmente son de
color verdoso. Tan seguro está el doctor Wylie de su teoría, que ha
hecho un llamamiento general al público para que se le comunique de
inmediato la presencia de cualquier luz extraña en el cielo, pues él se
especializa en el estudio de esos meteoros. Tal vez tenga razón, pero
cuando se proponen tantas teorías diferentes para explicar el mismo
fenómeno, uno empieza a sospechar que ninguna debe ser cierta. ¿No se
tratará simplemente de marcianos?
Reptiles voladores
Corazón artificial
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por primera vez los cirujanos han tenido tiempo para observar las
válvulas del corazón humano «en marcha» y decidir así exactamente
cuál es el defecto que presentan. ¡Esto debían hacerlo antes al tacto!
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PRISMA DE LA SABIDURÍA
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Melinda no se decidió del todo a cerrar la puerta. El visitante, cuya
estatura no pasaba de un metro cincuenta, ostentaba una calva reluciente y un
rostro entre joven y viejo. Vestía una sencilla túnica gris y de sus delgados
hombros colgaba una bandeja de esas que llevan los vendedores ambulantes.
—No quiero nada —dijo ella categóricamente.
—Le ruego… —La miraba con sus grandes ojos ambarinos de expresión
suplicante—. Todos dicen lo mismo. No tengo mucho tiempo disponible,
pues a mediodía debo estar de regreso en la Universidad.
—¿De modo que trabaja usted para costearse los estudios?
Él se reanimó.
—Sí, creo que así puede decirse. Antropología extranjera, principalmente.
Melinda se ablandó. Las bromas estudiantiles con los novicios —
afeitarles la cabeza, hacerles comer el pez carpa— eran realmente criminales.
—¿Y bien? —preguntó de mala gana—. ¿Qué trae en esa bandeja?
—Flangoriones —respondió ansiosamente el hombrecito—.
Oscilintoscopios. Generadores de campos de fuerza portátiles. Un
distorsionador neural.
El semblante de Melinda palideció. El hombrecito frunció el ceño.
—Ustedes los usan, ¿verdad? Esta es una Cultura de Clase IV, ¿no es
cierto?
Melinda se encogió débilmente de hombros y el visitante suspiró aliviado.
Sus ojos se desviaron hacia la blanca pantalla de la televisión.
—Ah, ¡un monitor! —dijo sonriendo—. Por un momento tuve miedo…
¿Puedo entrar?
Melinda volvió a encogerse de hombros y abrió la puerta. Esto podría
resultar algo interesante, como aquel vendedor de aspiradores de polvo que la
semana anterior le había limpiado gratis las cortinas. Por otra parte, su marido
no volvería antes de una hora.
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—¿Quiere usted decir —murmuró horrorizado— que está ejerciendo
privilegios de la Clase IV? Esto es terriblemente confuso. Se me da con las
puertas en las narices, cuando, en verdad, a los de Clase IV se les supone
dueños de un espléndido cociente gregario. Ustedes tienen energía atómica,
¿verdad?
—Claro, claro —respondió Melinda, incómoda. Esto no prometía ser muy
divertido.
—¿Viajes a través del espacio? —El pequeño rostro tenía una expresión
atenta, escrutadora.
—Bueno —bostezó Melinda mirando la pantalla blanca—, allí hay
Patrulla del Espacio, Cadete del Espacio, Cuentos del Mañana…
—Excelente. ¿Naves cohete o campos de fuerza? —Al oír esto Melinda
parpadeó—. ¿Tiene alguno su marido? —Melinda sacudió con desaliento su
rubia cabeza—. ¿Cuál es su situación económica?
Ella hizo una inspiración profunda y ronca, antes de responder.
—Escuche, señor, ¿es esta una demostración, o un programa de preguntas
y respuestas?
—Oh, perdóneme. Una demostración, naturalmente. ¿Le molestaría que le
hiciera algunas preguntas?
—¿Preguntas? —Hubo un brillo sombrío en los azules ojos de Melinda.
—Sí, sobre vuestras deliciosas costumbres primitivas, formas artísticas,
hábitos personales…
—Vea —interrumpió ella, mientras su rostro se teñía de rojo—; este es un
barrio respetable, de gente decente y honesta, ¿comprende?
El hombrecillo inclinó la cabeza y garabateó algunos signos en el papel.
—¿Así que los hábitos personales son tabú? ¡Cuánto lo lamento! Bueno; a
la demostración —señaló a la bandeja con ademán ostentoso—. ¿Sandalias a
prueba de pedregullo? ¿Un transformador solar portátil? Le pido disculpas
por este miserable surtido, pero en Capella me dijeron…
Siguiendo la mirada extasiada de Melinda, escogió un pequeño frasco
verde.
—Es, simplemente, una solución regenerativa. Parece que no tiene usted
tajos ni magulladuras.
—¡Oh! —exclamó Melinda con disgusto—. Cura verrugas, cáncer y hace
crecer el pelo, supongo.
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Porteus se reanimó.
—Naturalmente. Veo que está usted dotada de espíritu investigador.
Sorprendente. —Hizo nuevas anotaciones con su estilográfica, alzó la vista y
pestañeó al notar la expresión de burla en el rostro de Melinda—. Vamos;
pruébelo.
—Pruébelo usted —dijo ella. Y pensó: «Miren cómo se encoge
avergonzado».
Porteus vaciló.
—¿Quiere que me haga crecer un dedo de más…, o el pelo?…
—Hágase crecer el pelo. —Melinda trató de no sonreír.
El hombrecito destapó el frasco y, frunciendo el ceño, vertió sobre su
muñeca una gota que despedía débiles destellos verdes.
—Debe concentrarse —anunció—. Base de torio; solución coloidal.
Produce una verdadera sacudida en las endocrinas; control completo…, ¿ve?
Melinda quedó boquiabierta. Su vista estaba clavada en el mechoncito de
pelo que había brotado en la muñeca antes desnuda. De pronto pensó con
pena en ese postizo que había comprado el día anterior; lo había adquirido por
ocho dólares, mientras que este producto le brindaba la posibilidad de tener
pelo natural.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó cautamente.
—Media hora de su tiempo, nada más —respondió Porteus.
Melinda empuñó firmemente el frasquito y fue a instalarse en el sofá,
sentándose cuidadosamente sobre una pierna cruzada.
—Bien, comience. Pero nada de carácter personal.
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Harry chico escogió ese instante para reclamar con fuertes chillidos su
alimento. Temblando, Porteus se sentó.
—¿Es una alarma de seguridad?
—Es mi hijo —dijo Melinda, abatida, entrando en el cuarto del niño.
Porteus la siguió y observó con cierto azoramiento a la criatura que
aullaba.
—¿Recién nacido?
—Dieciocho meses —respondió la madre ásperamente, mientras
cambiaba los pañales—. Está echando los dientes.
Porteus se estremeció.
—Qué lástima. El algo evidentemente atávico. ¿No lo aceptaría la
Inclusa? Usted no debiera tenerlo aquí.
—Siempre le digo a Harry que necesitamos una sirvienta, pero me
contesta que no podemos permitirnos ese lujo.
—Manifiestamente inseguro —murmuró el hombrecillo, estudiando a
Harry chico—. Tendencias paranoicas definidas.
—Nació dos semanas antes de tiempo —explicó Melinda—. Es muy
sensitivo.
—Conozco el remedio. Vea usted —replicó Porteus alegremente. Y
revolviendo en el montón de objetos brillantes que había en la bandeja, sacó
un prisma translúcido y lo entregó al niño—. He aquí un distorsionador
neural. Lo usamos para educar a los regresivos de Rigel Dos. Puede resultar
útil en este caso.
Melinda observó el objeto con aire de duda, mientras Harry chico
escudriñaba intensamente los profundos reflejos del cristal.
—Acelera el flujo neural —explicó con orgullo el hombrecito—. Ayuda a
conectar el ochenta por ciento no usado. La memoria presintomática no es
afectada, debido al lapso cerebral automático en caso de sobrecarga. Temo
que no hará más que elevar al cubo su actual inteligencia, y un idiota
inteligente, al fin y al cabo, sigue siendo un idiota; pero…
—¿Cómo se atreve usted? —Los ojos de Melinda relampaguearon—. ¡Mi
hijo no es un idiota! ¡Váyase de aquí ahora mismo y llévese sus…
cachivaches!
Al tomar el prisma de manos del niño, este comenzó a berrear. Melinda se
aplacó.
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—Bueno —añadió con irritación, al tiempo que hurgaba en su bolso—,
¿cuánto es esto?
—¿Para comprarlo? —Porteus se frotó su cráneo pelado—. Oh, realmente
no debiera… Pero será un apéndice tan maravilloso al capítulo sobre los
primitivos malignos… Dígame, ¿cuál es su menor oferta?
—¿Está bien un dólar? —dijo Melinda esperanzada.
Le agradó a Porteus el retrato de George Washington y dio varias vueltas
al billete entre sus dedos; finalmente, haciendo una inclinación profunda y
ceremoniosa, se disculpó por las violaciones de tabús y desapareció por la
puerta.
—Absurdas bromas —murmuró Melinda, poniendo a funcionar la
televisión.
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Exactamente quince minutos más tarde, sonó el timbre de la puerta. Al
abrirla, Melinda quedó estupefacta. Aquel hombrecito podía haber sido el
mismo Porteus, a no ser por la negra túnica metálica y los glaciales ojos
grises.
—¿La señora Melinda Adams?
Hasta la voz era helada.
—S… sí. Pero…
—Mayor Nord, Seguridad Galáctica. —El hombrecito saludó con una
inclinación de cabeza—. Esta mañana usted recibió la visita de un tal Porteus
—pronunció este nombre con una especie de disgusto—. Dejó aquí un
distorsionador neural, si no me equivoco.
Melinda asintió con un gesto trémulo. El mayor Nord entró
tranquilamente en el living, cerrando la puerta tras sí.
—Perdone usted la intrusión, señora. Porteus confundió su mundo con
una cultura de Clase IV, en vez de una de Clase VII. Aquí tiene… —Y le
entregó el billete arrugado de un dólar—. Puede usted verificar el número de
serie. Y ahora, si tiene usted la amabilidad, deme el distorsionador.
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—¿Dijo usted que… estaba jugando con él?
Algunos vestigios de instinto maternal instaron a Melinda a sacudir
vigorosamente la cabeza. El hombrecito miró fijamente al niño, que comenzó
a lloriquear… Temblando, ella lo extrajo de la cuna.
—¿No tiene usted otra cosa que hacer?…, ¿andar asustando a mujeres y
niños? Tome su maldito distorsionador y mándese mudar. Deje tranquila a la
gente decente.
El mayor Nord frunció el ceño. ¡Si por lo menos pudiera estar seguro!
Lanzó una dura mirada a Harry chico y murmuró:
—Egomanía definida. No parece haberle afectado. ¡Qué extraño!
—¿Quiere hacerme chillar? —preguntó Melinda.
El mayor Nord suspiró. Hizo una reverencia a Melinda, salió, cerró la
puerta, tocó un pequeño botón de su túnica y se desvaneció.
—Hay que ver los modales de alguna gente… —comentó Melinda con su
hijo.
Sentíase aliviada porque el mayor no había indagado acerca del frasquito
verde. También el chico pareció calmado, aunque por una razón muy
diferente.
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auxiliares para expulsar la carga negativa de vapor, una estrecha y recta
proyección de partículas Alfa positivas.
Con el rostro entre las manos, gimió entrecortadamente.
—¿Nunca pensaste que unas pocas moléculas de aire pudieran desviar el
chorro? Prueba en el vacío, estúpido.
Harry grande púsose de pie.
—¿Dijiste algo, hijito?
—¡Gárgaras!… —dijo Harry chico.
El padre se fue tambaleando hacia el comedor, con aire de sonámbulo.
Tomó lápiz y papel y, frenéticamente, comenzó a apuntar fórmulas. No
tardó en llamar un taxi y en salir a toda carrera hacia el laboratorio.
Marcha atrás
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que pretende curarlo. Pero el veredicto de los médicos mencionados es
desalentador: por ahora, dicen, la mejor manera de curar el resfrío es
meterse en cama, bien calentito y tomar mucho líquido, y tal vez una
aspirina si uno se siente molesto. El tratamiento con sulfamidas y
antibióticos como la penicilina no ayuda nada, y conviene reservarlo
por si se producen complicaciones. En cuanto a los antihistamínicos, ni
se los toma en cuenta.
Lluvias a domicilio
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Ilustraciones de Chesley Bonestell
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Este parágrafo contiene casi el total de los datos seguros que tenemos
sobre el planeta que más se acerca al nuestro. En parte eso se debe a que,
como sucede con Mercurio, en el momento de máximo acercamiento está
oscuro, pues se halla entre el Sol y nosotros. Pero más influencia tiene su
densa atmósfera. Lo que se ve de Venus es su atmósfera, y sus capas
superiores, casi siempre. Solo en raras ocasiones han logrado los astrónomos
escudriñarla hasta el suelo. En febrero de 1913 se observó una muesca bien
definida en el terminator (la línea divisoria entre la parte iluminada y la
oscura en un planeta cualquiera). Fue vista por varios observadores, pero es
muy dudoso que se tratara de una montaña de 60 km de altura, como algunos
entusiastas creyeron al principio. Pudo haber sido un disturbio atmosférico
local causado por una explosión volcánica gigantesca. Algo parecido a lo que
sucedió aquí cuando la explosión del volcán Rakata, en la isla de Krakatoa, en
1883, que hizo volar toda una isla, y arrojó kilómetros cúbicos de polvo y
pómez a más de diez kilómetros de altura, originó nubes de polvo en la
estratosfera superior que persistieron años enteros.
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blancura ininterrumpida que vemos es vapor de agua formando capa tras capa
de nubes, debemos admitir que Venus tiene un día más corto que el año. No
hace falta que sea de 24 horas (terrestres). Puede ser de 48 o 100. Pero por lo
menos hay unos 60 a 80 días por año en Venus.
En este punto conviene interrumpirnos un momento para considerar los
instrumentos de que disponen los astrónomos de la segunda era. Hay cuatro
principales (y de cada uno, muchas variedades), y todos se basan en los
principios del ojo humano, pero con novedades extrañas y maravillosas.
El más sencillo es el que se inventó primero: el telescopio. Es un ojo más
grande, con más capacidad para juntar luz y más poder resolvente (es decir,
aumento), y tiene el efecto de «hacer que los objetos distantes parezcan
próximos», como escribió Galileo, cuando ese instrumento era una novedad.
El segundo es la cámara fotográfica, que no solo da un registro
permanente sino que tiene otra virtud importante. Un objeto débil no se
vuelve más claro por el hecho de mirarlo mucho tiempo; al contrario, pues el
ojo se fatiga. Pero en la placa fotográfica la cosa es al revés: las impresiones
débiles se hacen más nítidas cuando aumenta el tiempo de exposición, y así se
obtienen fotos claras y nítidas de lejanas galaxias que nunca podrían
observarse en detalle mirando por el telescopio (por supuesto, la foto se saca a
través del telescopio).
El tercer instrumento es el termopar, un «ojo» de otra clase. Para abreviar
la explicación, digamos que «ve» los rayos caloríficos. Ya hemos dicho que
los astrónomos midieron la temperatura de la superficie lunar y de Mercurio.
El cuarto es el espectroscopio, que nos indica la composición química de
cuerpos distantes. Se basa en el principio, descubierto accidentalmente hace
un siglo, de que cada elemento químico es capaz de emitir luz de ciertas
longitudes de onda, fijas y características. Un «espectro» es un rayo de luz
que se ha ensanchado haciéndolo atravesar prismas transparentes hasta formar
toda una banda. Si la luz proviene del Sol, esa banda muestra los colores del
arco iris, del rojo al violeta. Pero dentro de ella se ven líneas transversales, y
la posición de esas líneas en los distintos colores indica los elementos
químicos que las produjeron.
No es difícil en principio, pero sí en su aplicación. Al comienzo casi todo
el trabajo consistió en hallar, por experimentos, qué líneas producía cada
elemento y qué efectos sufrían esas líneas al atravesar una capa de gases
como la atmósfera. Ahora el peor trabajo es desenredar las líneas. Muy pocos
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elementos producen pocas líneas. La mayoría produce muchísimas. Y una de
las líneas del elemento A es capaz de oscurecer una línea del elemento B, que
a su vez, en cooperación con A, puede borrar del todo las líneas de C y D.
Pero el espectroscopio es capaz de otras cosas. Si se reconoce el espectro
de un elemento, pero sus líneas están todas corridas de lugar, significa que el
cuerpo que emitió esa luz se está moviendo. Si están corridas hacia el rojo, es
que el cuerpo se está alejando de nosotros. Si están corridas hacia el violeta,
el cuerpo se nos acerca. Además la velocidad de ese movimiento puede
calcularse por lo que se han corrido las líneas.
H UELGA decir que los astrónomos no han usado solo sus telescopios
con Venus. Las fotografías no les han servido de mucho más. Han
usado termopares, que indicaron que el centro de la cara oscura irradia
bastante calor, lo cual demuestra que no puede estar siempre oscura. Y han
usado el espectroscopio, tanto para averiguar la composición de la atmósfera
como para detectar su rotación. Cuando un planeta da vueltas sobre su eje,
evidentemente uno de sus bordes se acerca al observador y el otro se aleja.
La parte química de la investigación tuvo un resultado positivo: demostró
definitivamente la presencia de anhídrido carbónico gaseoso en Venus.
En cuanto a la rotación, las indicaciones fueron negativas. Eso solo indica
que si la hay es lenta, pues el espectroscopio no tiene sensibilidad para
descubrir rotaciones de menos de una vuelta cada 72 horas.
Entonces William Pickering tuvo una ingeniosa idea. El eje de nuestro
planeta no está vertical sobre la órbita; se desvía unos 23 grados, y a eso se
deben las estaciones. Urano tiene su eje totalmente horizontal: recorre su
órbita como si estuviera rodando sobre ella. Pickering anunció que, según sus
observaciones, Venus también tenía su eje de rotación horizontal. Eso
explicaría el fracaso del espectroscopio, pues no habría ningún borde que se
alejara o acercara francamente a la Tierra. Según Pickering el día venusiano
tiene 68 horas, pero la mayoría de los astrónomos no han aceptado su idea y
creen que el eje es más bien vertical, pero que la rotación es muy lenta.
Con tan pocos datos, lo que se diga acerca de la superficie del planeta será
solo un pálpito. Gracias al espectroscopio sabemos que en la atmósfera hay
bastante anhídrido carbónico; alrededor del 3 %, o sea, es cien veces más
abundante que en la Tierra. Como ese gas es muy eficiente para absorber y
retener el calor, debe producir un poderoso efecto de «invernadero»,
especialmente considerando lo cerca del Sol que está Venus. El aire debe ser
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caliente cerca del suelo. Eso se había adivinado hace tiempo, y el calor
ayudaba a explicar las eternas capas de nubes. Con pluma y pincel se
dibujaron cuadros de selvas exuberantes y monstruos voraces en medio de
una tibia bruma permanente.
Pero el espectroscopio no pudo encontrar el oxígeno que esas plantas
producirían, y, peor, tampoco encontró agua. O existen allí extrañas
condiciones que impiden al vapor de agua remontarse en la atmósfera, o en
Venus no hay agua abundante, por extraño que parezca. El doctor Frank Ross,
del observatorio de Monte Wilson, fue el primero en expresar esta sacrílega
idea, y hasta ahora nadie ha encontrado pruebas para contradecirlo. Según él,
la superficie de Venus es un suelo seco y rojizo, sobre el cual podríamos
hervir agua. Hay considerable diferencia de temperaturas entre el día y la
noche, lo que produce fuertes vientos permanentes que han erosionado casi
todas las formaciones rocosas.
Esta descripción está de acuerdo con lo que sabemos de Venus. Pero lo
que sabemos es tan poco…
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Su órbita es mucho más elíptica que la terrestre. Kepler hizo su
descubrimiento de que las órbitas planetarias eran elipses investigando la
órbita de Marte. Si esta fuera tan parecida a un círculo como la nuestra, ese
descubrimiento habría tardado mucho más en hacerse, porque las
observaciones a simple vista de Tycho Brahe que usó Kepler no hubieran
tenido precisión suficiente para demostrarlo.
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Venus visto desde una astronave que se acerca como viniendo desde el Sol. El planeta aparece
como un disco sin rasgos, y es posible que recién entrando en su atmósfera se puedan percibir sus
características topográficas.
La franja blanca que aparece a la izquierda es parte de la Vía Láctea; la «estrella» doble que se ve
a la derecha es el sistema Tierra-Luna. Si este esquema fuera en colores, la Tierra sería azul y la Luna
amarillo brillante.
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Así podría ser la superficie de Venus: un vasto desierto de polvo y arena levantada continuamente en
remolinos por fuertes vientos, que han erosionado las rocas dándoles formas fantásticas. Es menos
probable, aunque también posible, que haya suelo pantanoso. Mucho depende esto del verdadero
período de rotación del planeta, aún desconocido.
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Superficie de Marte. Aunque bastante más frío que la Tierra y rodeado por una tenue atmósfera, el
cuarto planeta tiene más semejanzas con el nuestro que ningún otro. Este es el panorama que vería un
explorador situado en la delgada capa de nieve de un polo, mirando hacia el sol poniente. El color de
la llanura es rojizo, y los bordes del canal, verdosos.
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Marte visto desde Deimos, su luna más lejana (ángulo visual, 30 grados). El triángulo negro cerca del
centro es Aurorae Sinus. La mancha redonda en una zona circular más clara es el Lacus Solis, o Lago
del Sol, que se creyó que era la «capital de Marte», la parte más brillante del cuadro, arriba, es la
capa polar sur. Los canales son los que han sido hallados por el doctor Pettit.
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Otra vista de Marte desde Deimos. El «trozo de roca» que aparece abajo, a la derecha, es la otra luna:
Phobos.
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Marte visto desde Phobos, su luna más cercana. Aunque Phobos gira en el mismo sentido que Deimos,
hace una revolución completa en menos tiempo que el que necesita Marte para girar sobre su eje.
Como resultado, vista desde Marte, Phobos sale por el oeste y se pone por el este; al revés de Deimos,
el Sol y las estrellas.
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Cuando Venus se encuentra entre el Sol y la Tierra, su atmósfera, vista a contraluz, aparece como un
anillo luminoso. Cuando el ángulo formado con el Sol es mayor, la aureola atmosférica se reduce a una
creciente muy fina.
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Mapa general del planeta Marte, según Proctor (1867).
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como se las llama, es dos años y 36 días, y el más largo dos años y 78 días.
Pero todas las oposiciones no son igualmente favorables. Aunque nuestra
órbita es casi circular, hay épocas del año en que estamos más cerca del Sol
que en otras. Nuestro afelio (máximo alejamiento del Sol) cae en mitad del
invierno (para los que viven en el hemisferio norte, verano).
Por suerte el perihelio (máximo acercamiento al Sol) de Marte está cerca
del afelio terrestre, es decir, vistos desde el Sol, ambos puntos están casi en la
misma dirección. Eso significa que una oposición que ocurra en invierno (del
hemisferio austral) encontrará a Marte mucho más cerca de la Tierra que si
ocurre en verano. Las oposiciones que ocurren en agosto son las más
favorables; los dos planetas se hallan entonces a unos 53 millones de
kilómetros de distancia. Las oposiciones de febrero son las peores: la
distancia pasa de cien millones de kilómetros.
Las oposiciones de 1948 y 1950 fueron malas, y también lo serán las de
1963 y 1965: son todas de enero, febrero y marzo. La oposición de julio de
1939 fue muy buena y la de fines de agosto de 1956 será perfecta (a menos
que haga mal tiempo en todos los sitios donde hay telescopios grandes). La de
comienzos de agosto de 1971 será casi tan buena, y para entonces esperemos
tener algún telescopio instalado en la Luna.
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acepción, que implicaba la existencia de habitantes en Marte. Desde entonces
no se habló más que de Marte, Marte y Marte, y se buscaron allí mares,
continentes e islas.
Schiaparelli, que siempre fue muy cauteloso al hablar de sus canales, creía
que las áreas oscuras de Marte eran mares, y las más claras, continentes
desiertos. Y en muchos libros se lee todavía que, al revés que en la Tierra, en
Marte los continentes cubren las tres cuartas partes del globo. Teniendo tan
poca agua, no era raro que los marcianos hubiesen cubierto sus continentes
con una red de canales que se cruzaban en lagos artificiales para irrigar sus
desiertos.
Se hicieron y se publicaron esquemas para mostrar los detalles de
ingeniería que debían tener los canales. Las nubes altas que aparecían en el
borde del disco y brillaban alumbradas por el Sol, fueron interpretadas como
señales de los marcianos. Al comprender que las noches marcianas debían ser
muy frías, se conjeturó que las ciudades eran subterráneas. Tal vez los canales
estuviesen bordeados por carreteras… Después de todo, lo que se veía no
podía ser solamente canal, pues una línea en la superficie de Marte debe tener
por lo menos 80 km de ancho para ser visible desde la Tierra. Lo que veíamos
era, evidentemente, la vegetación a lo largo de los canales, producida por esa
irrigación artificial. ¡Y quién podía adivinar lo que escondía esa vegetación!
Las ciudades terrestres son circulares porque se extienden en todas
direcciones con igual velocidad, pero en Marte las ciudades irían creciendo a
lo largo de los canales. En una banda de 80 km podía haber ciudades grandes,
de todos modos.
Luego el tono cambió por completo. Era todo un error. Los canales eran
ilusiones ópticas causadas por la fatiga visual de tratar de distinguir detalles
por debajo del límite de visibilidad. Los cambios de coloración vistos por
Percival Lowell en su observatorio de Flagstaff eran pura autosugestión. Las
áreas oscuras no eran mares, sino algo como las estepas salinas de Asia,
demasiado saladas para que pudiera crecer nada. Incluso las blancas capas
polares no eran de hielo, sino de hielo seco: anhídrido carbónico sólido.
Después de todo lo imaginado acerca de las creaciones de ingeniería de los
marcianos, la desilusión fue enorme entre el público general.
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La mayor parte del planeta no fue aludida en las discusiones. Las áreas
claras que cubren sus tres cuartas partes eran desiertos para Schiaparelli y
Lowell, eran desiertos para sus oponentes y siguen siendo desiertos para los
astrónomos modernos. Su color varía desde el amarillo hasta el rojo ladrillo
oscuro, y eso significa que gran parte del oxígeno que alguna vez hubo en la
atmósfera marciana está ahora combinado como óxidos en esos desiertos. Las
áreas oscuras no son mares; si lo fueran, tendrían que verse los reflejos
brillantes del Sol en ellos, y generaciones de astrónomos han estado atentos
para observar ese fenómeno sin el menor éxito. Parece ser que son más bajas
que las áreas claras, pero no mucho: unos 500 metros. En Marte eso no es
poco, porque allí no hay montañas que valga la pena mencionar.
Las capas polares son de agua o, mejor dicho, de hielo. La teoría del
anhídrido carbónico fracasó debido a que cuando llega el verano la blanca
capa del polo correspondiente desaparece, y alrededor de ella aparece una
región oscura. En otras palabras, se la ve fundirse. En cambio el anhídrido
carbónico no se funde a presiones normales. Pasa directamente del estado
sólido al gaseoso, sin hacerse líquido en ningún momento; por eso justamente
se llama «hielo seco».
Pero las capas de hielo marcianas no deben compararse con las de
nuestros polos, que tienen kilómetros de espesor. Como sabemos bien cuánto
sol llega a Marte y cómo es su atmósfera, podemos calcular la profundidad
máxima del hielo para que alcance a fundirse todo durante el verano. Esa capa
Solo tiene algunos centímetros de espesor, como la producida por una nevada
regularmente fuerte. En total no alcanzaría para llenar los lagos del Sur, pero
agua hay en Marte.
T AMBIÉN hay nubes. Las más frecuentes son las nubes amarillas,
evidentemente tormentas de arena o de polvo. Hay también las llamadas
nubes «azules», porque son visibles en placas sensibles al violeta, y en
cambio no aparecen en las sensibles al infrarrojo. Estas nubes «azules» duran
poco y se las ve más en las regiones polares. Probablemente son brumas de
cristalitos de hielo.
El aire es tenue, demasiado tenue para ser usado por el hombre o los
animales terrestres. El espectroscopio no ha logrado descubrir en él oxígeno
ni vapor de agua, pero eso es explicable, porque esas sustancias están también
en nuestra atmósfera y dificultan la observación. Recién se tendrá seguridad
cuando se pueda hacer un espectrograma desde fuera de nuestra atmósfera.
Tal vez eso sea posible antes de la favorable oposición de 1956…
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El termopar ha dado resultados más concretos. A mediodía, la temperatura
en el Ecuador marciano es de unos 10 grados centígrados en general, pero
pasa de veinte en las áreas oscuras. Los bordes del disco nos dicen que a la
mañana y a la tarde la temperatura baja a unos diez grados bajo cero. No
vemos lo suficiente del hemisferio oscuro para medir bien la temperatura
nocturna, que es muy baja.
El rasgo principal del paisaje marciano debe de ser su monotonía. No hay
montañas ni formaciones de nubes, ni acumulaciones de agua, ni grandes
cambios climáticos, salvo por la temperatura. La luna más lejana, Deimos
(que es también la más pequeña), debe aparecer como una estrella brillante a
simple vista. Tarda 59,6 horas desde que sale hasta que se pone y pasa dos
veces por todas sus fases en ese tiempo, pero para ver las fases hace falta un
telescopio. Phobos, la otra luna algo mayor y más cercana, sale cada 11 horas,
y permanece en el cielo 4 horas 20 minutos cada vez. Está tan cerca que no se
la ve la mitad del tiempo, porque la redondez del planeta lo impide. Por la
misma razón, las dos lunas son invisibles para un observador situado en los
polos.
A pesar de todo, tenemos razones para creer en la existencia de vida en
Marte: resistente vida vegetal. Los cambios de color que se ven, se pueden
explicar lógica y simplemente suponiendo que hay vegetación. Una idea de
cómo ha de ser nos la puede dar una región terrestre: el Tíbet. El mayor
R. Hingston, en su estudio sobre la vida animal a grandes alturas, nos ha dado
una descripción del Tíbet que parecería escrita pensando en Marte:
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De las plantas terrestres, los líquenes podrían sobrevivir en Marte, y
seguramente la flora desértica del Tíbet podría adaptarse. La vida sería difícil,
pero no imposible.
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quieren solo pruebas irrefutables cuando se trata de una cuestión tan espinosa
como los canales de Marte. Pero es difícil contradecir una experiencia como
la del doctor Pettit.
En 1953 los canales de Marte existen. Cómo y qué son, no se podrá saber
hasta que entremos en la tercera era de la astronomía.
♦
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DE CABO A RABO
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En respuesta a su petición, hemos examinado detenidamente al enfermo
Stephen Dallboy, estableciendo, de toda duda, su identidad legal. Juntos les
enviamos unos documentos que probarán lo que decimos, demostrando que
no tiene ningún derecho a la fortuna de Terence Molton.
Al mismo tiempo, tenemos que reconocer que nos sentimos perplejos.
El estado del paciente ha cambiado de un modo radical desde nuestro
último examen. Entonces era claramente un idiota. Y ahora, si no fuera por
su obsesión de que es Terence Molton, obsesión que mantiene con absoluta
persistencia, podríamos considerarlo normal. En vista de esa obsesión y de
las notables declaraciones con que la apoya, pensamos que debe permanecer
en observación hasta que hayamos logrado disipar su fantasía y aclarar al
mismo tiempo ciertos puntos que nos intrigan.
Para que puedan darse mejor cuenta de la situación, incluimos una copia
de la declaración escrita por el paciente, que sugerimos estudien antes de
leer el final de nuestra carta.
* * *
Visión es una palabra pobre: todo cualidad, pero sin cantidad. ¿Qué fuerza
tuvo su visión? ¿Podía extender la mano y tocar a la chica? La oyó cantar,
¿pero le habló a él? ¿Y se encontró entonces con que era un hombre nuevo,
libre de dolor? Creo que eso de la leche y la miel del Paraíso es algo relativo.
Algunos se imaginarán que debe de ser una especie de Hollywood celestial,
pero a mí me bastó con verme entero y libre de dolores.
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Hacía más de cuatro años que me hirió la mina; cuatro años, nueve
operaciones y esperando otras más. Sin duda, aquello era muy interesante
para el médico, pero a mí me había convertido en un tronco sujeto a una silla
de ruedas, con media pierna nada más y sin ningún pie debajo de la manta.
—No tome demasiados calmantes —me había aconsejado el cirujano.
—¿Y qué me pasará si los tomo?
—No querrá convertirse en toxicómano, ¿no es así?
Es curioso. Si me hubieran dado otra cosa para calmar el dolor, no habría
querido correr el riesgo de convertirme en toxicómano. Pero no tenían más
que morfina. Y si me la hubieran negado, me habría matado. Así que las
enfermeras me la daban, aunque trataban de convencerme de que debía
reducir la dosis.
Y luego estaba Sally. Solía venir al hospital los días de visita, trayéndome
bombones, libros o cigarrillos, y se inclinaba sobre la cama para besarme, con
una de esas sonrisitas que, con una palabra se convierten en llanto.
—Mira, Sally —le dije finalmente—, esto no es bueno para ti ni para mí.
La muestra que te enseñé era un hombre sano y fuerte. La mercadería actual
no se parece a la muestra. ¿Por qué no te buscas alguien más parecido a ella?
Pobrecilla; aquello le hizo una impresión terrible. Discutió conmigo,
llevada de su errónea lealtad, pero yo no quería tenerla sobre mi conciencia.
Me dicen que su esposo es un buen hombre y que tienen un bebé muy lindo.
Las enfermeras creían que eso me hacía sufrir. Pero, en realidad, yo pensaba
que debía ser así.
De todos modos, cuando todas las mujeres que uno ve, se muestran
amables… como lo estarían con un perro enfermo…
Oh, pero me quedaba la morfina.
Y entonces, cuando ya no esperaba nada, excepto más dolores y
sufrimientos, tuve…, bueno, esa visión.
A QUEL día había sido malísimo para mí. Mi pierna derecha y mi pie
izquierdo me dolían terriblemente. Pero lo cierto era que me habían
cortado casi toda la pierna derecha y que el pie izquierdo había tenido que ser
suprimido también, poco después; así que lo único que podía hacer era tomar
morfina.
Quizá tomé un poco más que de costumbre, pero, para lo que les
importaba a los otros, era lo mismo que la tomara o no.
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Me tendí en la cama, sintiendo cómo el dolor se alejaba. Me pareció que
flotaba suavemente hacia arriba, lejos de mi cuerpo, lleno de repentina
liviandad. El dolor debía de haberme dejado muy cansado, porque me dormí
antes de poder gozar de su ausencia…
Cuando abrí los ojos, tenía delante de mí a la doncella. No llevaba una
guzla, pero cantaba en voz baja una canción extraña, de la que no pude
entender ni una palabra.
Nos encontrábamos en una habitación… bueno, sí, era una habitación,
aunque más bien parecía el interior de una burbuja. Era de un fresco tono
verde, con suave opalescencia, y las paredes se curvaban hacia arriba, de
modo que uno no podía decir dónde empezaba el techo. A los lados había dos
aberturas en forma de arcos. A través de ellas vi las copas de unos árboles y
un trozo de cielo azul. La muchacha, que se encontraba junto a una de las
aberturas, manipulaba algo que yo no podía ver.
Me miró y vio que mis ojos estaban abiertos. Entonces se volvió y dijo
algo que sonaba a pregunta, pero que no significaba absolutamente nada para
mí.
Yo me limité a mirarla.
Era un lindo espectáculo. Alta, de figura bien proporcionada, con los
cabellos castaños sujetos por una cinta. El material de su vestido era diáfano y
estaba dispuesto en pliegues profundos y graciosos. Me hacía pensar en los
cuadros prerrafaelistas. Debía de ser tan leve como una telaraña, porque
cuando se movía ondeaba, produciendo ese efecto de viento tan popular en la
escultura griega de la última época.
Al ver que no le contestaba, frunció ligeramente el ceño y repitió su
pregunta. Yo no prestaba atención a sus palabras. En realidad, estaba
pensando: «Bueno, se acabó; me he muerto». Y decidí que debía de hallarme
en una especie de antesala del Cielo o…, bueno, de donde fuera, pero en una
antesala. No me sentía asustado ni muy sorprendido. Recuerdo que me dije:
«Se acabó una experiencia muy desagradable» y me pregunté por qué aquel
preludio de la eternidad tenía que parecerse a ciertas escuelas de pintura
victorianas.
Cuando vio que seguía sin contestarle, sus ojos oscuros se dilataron
ligeramente. Había en ellos una mirada de asombro, quizá hasta un leve toque
de alarma, mientras se aproximaba a mí. Lentamente me dijo:
—¿No… eres… Hymorell?
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Su inglés tenía acento extraño y, de todos modos, yo no sabía lo que
significaba Hymorell. Podía serlo o no. Ella prosiguió:
—¿No… eres… Hymorell? ¿Acaso… otra… persona?
Por lo visto, Hymorell debía de ser un nombre.
—Soy Terry —le dije—. Terry Molton.
Cerca de mí había un bloque de una materia verde. Parecía duro y frío,
pero ella se sentó en él y me miró con expresión de incredulidad y sorpresa.
Por aquel entonces, yo empezaba a descubrirme. Estaba tendido en un
lecho notablemente blando, cubierto por una especie de manta que se extendía
por sí sola cuando me movía, en vez de quedarse amontonada debajo de mí.
No sé cómo conseguían aquello. Me bajaba hasta el lugar donde debería haber
estado mi pierna derecha, e incluso mi pie si lo hubiera tenido.
De repente me senté, sintiendo mis piernas; las dos. No tenía dolor
alguno. ¡Y en cambio tenía dos piernas y dos pies!
Entonces hice algo que no había hecho durante muchos años…: rompí a
llorar.
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No cabía duda de que los necesitaba. Después de pasarse cuatro años en
un hospital, uno acaba por pensar en todas las mujeres como si solo fueran
enfermeras; así que no me había dado cuenta de que estaba desnudo. Ella no
parecía preocuparse, lo que me ayudó a no preocuparme tampoco. Me metió
en una especie de cubículo que, de un modo desconocido para mí, debió
tomarme las medidas, porque los vestidos salieron por una ranura que había
en la pared. Había una gran cantidad, y ninguno de ellos tenía una sola
costura. Eran transparentes y ridículos, pero a ella parecían satisfacerle, así
que la dejé que me ayudara a ponérmelos. Cuando terminé de vestirme, ella
abrió la puerta.
—¿Quiere decir que voy a salir con este camisón? —protesté.
—Todos nos vestimos… así —dijo—. Con otros trajes… la gente…
notifica.
Me extrañó la palabra.
—¿Lo nota? —le pregunté.
—Lo nota —se corrigió, sin la menor cortedad—. Vamos.
Salimos a un gran hall, hecho del mismo material verde. Me imaginé que
si Manhattan se hundiera en el río Hudson, la estación del Grand Central
tendría un aspecto parecido.
Había allí cierto número de personas, que iban de un lado para otro, sin
prisa alguna. Sus vestidos eran de un tejido vaporoso, pero el color y la forma
dependían, por lo visto, del gusto de cada uno. La falta casi total de ruidos me
oprimía, quizá porque había esperado cierta resonancia en un lugar tan vasto
como aquel. Nuestros zapatos se deslizaban silenciosos sobre el piso y las
voces no producían más que un suave murmullo.
Clytassamine me condujo a una fila de asientos dobles que había contra
una de las paredes y me señaló uno de ellos. Me senté experimentalmente en
él y vi que ella me imitaba con toda tranquilidad.
El asiento se elevó cuatro pulgadas sobre el suelo y comenzó a atravesar
la sala.
—¿Está segura de que no va a ocurrirnos nada? —le pregunté inquieto y
temeroso.
—Esto es, vehículo. ¿Ustedes viajaban… iban… solo a pie y… montados
en animales?
La miré asombrado.
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—¿Habla en broma? Yo he ido en autos, aviones, tanques, barcos y
trenes.
¿Se imaginaría que yo venía de una granja?
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—Todas las cosas son… paisaje —dijo, después de que yo me hube
esforzado todo lo posible para explicárselos—. Si no tenemos que ir a alguna
parte, quedamos… casa. ¿Y vosotros… no hacéis así?
Debería haber visto el tráfico de los fines de semana. No se lo describí
porque, en aquel momento, empecé a distinguir un edificio situado en lo alto
de una colina.
No soy arquitecto y no puedo decir que una parte tenía este estilo y la de
más allá el otro. Aun así, la diferencia no habría sido muy grande, porque
todos los edificios que yo había visto hasta entonces tenían una base
geométrica. Este parecía como si hubiera crecido allí. Los arbustos lo
rodeaban y hasta había varios grupos que crecían en la parte alta. Lo único
que me convenció de que era un edificio fue que no podía ser nada natural.
Conforme nos fuimos acercando a él, mi perplejidad aumentó. Ahora veía
que lo que había tomado por arbustos eran árboles crecidos, inclusive los que
había en la parte alta. El lugar era increíblemente inmenso.
Cuando llegamos a él vi que se alzaba ante nosotros como una montaña
artificial de ingenioso diseño. Entramos por una entrada que tendría unos
sesenta metros de ancho y una altura mucho mayor, y nos encontramos en el
hall central, de tamaño extraordinario, con paredes traslúcidas como perlas.
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salimos de ella. Inmediatamente y de un modo que parecía cosa de sueño, se
alzó en el aire y fue hasta la pared, donde se quedó como si ella misma se
estacionara.
Clytassamine habló a los reunidos, indicándome a mí. Todos me
saludaron gravemente con la cabeza. Por lo visto, aquello era lo más cortés, y
les devolví su saludo. Luego, comenzaron a interrogarme, empleándola a ella
de intérprete.
Creo que durante el interrogatorio fue cuando comencé a darme cuenta de
que en mi sueño había algo que no estaba bien. Querían saber mi nombre, lo
que les había ocurrido a mis piernas y por qué, lo que significaba guerra y
hospital, y otras muchas cosas más, y las respuestas que yo les daba les hacían
fruncir el ceño, perplejos, y hacer de cuando en cuando una pausa para
conferenciar entre ellos.
Todo aquello era muy lógico y detallado, lo que no debía ser. Los sueños,
al menos los míos, son más cinematográficos. No se desarrollan en suave
secuencia, sino que saltan de una escena a otra, como si su director fuera un
neurótico impaciente y errático. Pero aquello no era así. Yo me daba cuenta
clara de lo que ocurriría, tanto física como mentalmente.
Al fin, Clytassamine dijo:
—Quieren… que aprenda… idioma. Más fácil… hablar.
—Eso va a llevarme mucho tiempo —le contesté, porque ninguna de las
palabras que decían eran familiares para mí.
—No. Pocos tlanas.
—¿Cuánto?
—Un cuarto de día —me explicó.
—¿Un lingüista tan malo como yo? ¡Ni soñarlo!
Ella no me contestó. Me dio de comer; una caja de cosas que parecían
bombones y sabían muy bien. No eran ni muy dulces ni muy grandes, pero
con unas cuantas se me quitó el hambre.
—Ahora… duerme —dijo Clytassamine, señalándome un bloque de
materia verde, poco agradable de aspecto.
Pero en cuanto me eché en él vi que no era ni frío ni duro. Me acosté
preocupado, preguntándome si aquel sería el fin de mi sueño y, al
despertarme, me encontraría de nuevo en mi cama, sintiendo un fuerte dolor
en el lugar donde deberían haber estado mis piernas. Pero no me lo pregunté
mucho tiempo. El alimento debía contener algún somnífero.
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C UANDO me desperté, seguía aún allí. Sobre mí colgaba una especie de
baldaquín de metal rosado, que antes no había visto. Era… Voy a
desistir de describir esas cosas; la diferencia básica es demasiado grande.
¿Qué diría un egipcio antiguo al mirar un teléfono, sin saber lo qué era? ¿O
un romano o un griego, de un avión a retropropulsión? ¡Y en cuanto a la
TV…!
Hablando de cosas más sencillas, si viéramos por primera vez una pastilla
de chocolate, pensaríamos que era para lustrar los zapatos, encender el fuego
o construir casas. El último empleo que le adjudicaríamos sería como
alimento…, y si quisiéramos probar, tal vez empezaríamos probando un
jabón, por ser de textura similar y de color más atractivo.
Eso fue lo que me ocurrió. Cuando uno mira una máquina no tiene que
decirse: «Ah, funciona a vapor, con gasolina o por electricidad», porque lo
sabemos y generalmente tenemos idea bastante clara de lo que hace una
máquina, sin tener que pensar en ello.
Pero casi todo lo que yo veía era desconocido para mí. No tenía por dónde
empezar. Como no sabía si una cosa podía cortarme o quemarme si la tocaba,
tenía miedo de todo… como un niño o un salvaje. Naturalmente, hacía mis
suposiciones, pero en su mayor parte no pude comprobar ninguna.
Entonces me imaginé que el baldaquín debía de ser una especie de
máquina que enseñaba por medio del hipnotismo, parecida a las que se
emplean en la Marina para enseñar el sistema Morse… Pero me lo imaginé
porque ahora podía comprender, al menos en parte, lo que decían las gentes,
aunque los conceptos expresados por sus palabras me siguieran resultando
completamente extraños. Solo sabía lo que podía traducir directamente.
Por ejemplo, sabía que la palabra tlana, que Clytassamine había
empleado, era una medida de tiempo: una hora y veinte minutos, de modo que
el día estaba compuesto de veinte tlanas. Yo había estado durmiendo unas
cinco tlanas, o sea casi seis horas. Dool significaba electricidad, pero laytal
era algo que carecía de significado para mí. Sabía que era una forma de
energía, pero eso era todo, aunque Clytassamine se esforzó en lo posible por
explicármelo así:
—El mizmo se transforma en frenara, y eso produce laytal. Pero tiene que
ser senatizado, claro está, antes de convertirse en baxtoa.
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Yo no tenía la culpa. Traten de explicarle a un analfabeto cómo el carbón
y el agua se convierten en electricidad, y verán lo qué pasa. Y el laytal, a mi
entender, era algo mucho más complicado. Pero aquellas dificultades
aumentaban mi sensación de que se trataba de un sueño. Mi total
desconocimiento de ciertas palabras e ideas, que surgían sin cesar como teclas
muertas de un viejo piano, me abrumaba.
—Basta, Clytassamine —dijo un hombre, apiadado de mi angustia—.
Llévatelo y cuida de él.
Cuando me senté a su lado en uno de los asientos voladores, experimenté
un alivio casi físico. Suspiré y me dispuse a descansar mientras el asiento nos
llevaba de vuelta por los caminos del aire.
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—Pero esto —exclamé, dándome una palmada en el muslo izquierdo—
no pertenece a Terry Molton.
—Temporalmente, sí —me contestó—. Era el cuerpo de Hymorell; pero
ahora, todas las cualidades que hacen al individuo (la mentalidad, la
personalidad, el carácter) son suyas. Por lo tanto, es el cuerpo de Terry
Molton.
—¿Y qué es lo que le ocurrió a Hymorell?
—Se ha transferido al que era antes su cuerpo.
—Entonces ha hecho un cambio malísimo —le dije. Y reflexioné un
momento—. Eso carece de sentido. Yo no soy el mismo que era ames de que
me hiriera la mina. Las diferencias físicas ocasionan diferencias mentales, las
heridas y la morfina cambiaron mi mentalidad hasta cierto punto…, y si me
hubieran cambiado más, habría tenido una personalidad completamente
distinta.
—¿Quién le dijo eso?
—El sentido común.
—¿Y sus científicos no tienen ningún postulado constante? Seguramente
ha de haber un factor constante al que esos cambios no le afecten. Y si existe
ese factor, ¿no es posible que sea una causa en vez de ser, como parece, un
efecto?
—A mi entender es una simple cuestión de equilibrio…, del equilibrio
entre las fuerzas físicas y las psicológicas.
—Entonces, no lo comprende —me dijo.
Yo decidí abandonar momentáneamente aquel punto.
—¿En qué lugar estoy? —dije.
—El edificio se llama Catalu.
—No; quiero decir, ¿qué es esto? ¿Estoy en la Tierra? Esto se parece a la
Tierra, pero a ningún país de los que he oído hablar.
—Claro que es la Tierra. ¿Dónde iba a estar si no? Pero se encuentra en
un salany diferente.
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—¿Quiere decir que estoy en un?… —Comencé a decir, y luego me
detuve perplejo. Por lo visto, en su idioma no existía la palabra «tiempo», por
lo menos en ese sentido.
—Ya le dije que lo dejaría perplejo —me contestó—. Usted piensa de
modo distinto. En los términos del antiguo pensamiento, al menos como yo lo
comprendo, usted viene de uno de los extremos de la raza humana. Ahora se
encuentra en el otro.
—No —protesté—. Delante de mi hay unos veinte millones de años de
evolución humana.
—¡Oh, eso! —dijo, dispersando los veinte millones de años con un
movimiento de la mano.
—Bueno —proseguí desesperado—, por lo menos podrá decirme cómo
vine hasta aquí.
—Someramente, sí. Es un experimento de Hymorell. Hacía largo tiempo
que lo estaba probando… —Entonces vi que en aquel sentido si existía la
palabra tiempo—, pero ahora lo intentó de otro modo. Y por fin tuvo éxito.
Antes, varias veces, estuvo a punto de conseguirlo, pero no logró la
transferencia. Sus tentativas más afortunadas tuvieron lugar hace unas tres
generaciones. El…
—¿Cómo dice? —le pregunté.
Ella alzó interrogativamente los ojos.
—¿Qué?
—Me pareció que decía que lo intentó hace tres generaciones.
—Sí.
Me levanté del bloque en que estaba sentado y miré por las ventanas
arqueadas. Afuera hacía un día normal, soleado y tranquilo.
—Quizá tenga razón…: será mejor que descanse —le dije.
—Muy sensato —convino—. No se quiebre la cabeza pensando en los
porqués y los cómos. Después de todo, no estará aquí mucho tiempo.
—¿Quiere decir que… volveré a ser como era?
Ella asintió.
Yo notaba mi cuerpo, bajo el extraño vestido. Era un cuerpo bueno,
fuerte, bien cuidado, flexible, completo, y no sentía ningún dolor en ninguna
de sus partes.
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—No —le dije—. No sé dónde estoy o lo que soy ahora, pero si sé una
cosa…: que no pienso volver a aquel infierno.
Ella me miró y meneó compadecida la cabeza.
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—No. No hay muchos niños, pero eso es más bien un resultado que una
causa. Lo que sucede es que sin que sepamos cómo, no logramos
reproducir… la cosa que nos convierte en seres humanos y no en animales.
Nosotros le llamamos malukos.
La palabra quería significar algo así como un espíritu o un alma, aunque
no exactamente.
—¿Entonces, los niños…?
—Casi todos ellos carecen de ella. Son… débiles mentales. Si las cosas
siguen así, un día todos serán iguales y, entonces, eso será el fin.
Reflexioné acerca de eso, pareciéndome que me hallaba de nuevo en un
sueño.
—No sé —prosiguió ella—. Uno no puede pensar en el salany de un
modo aritmético, aunque existe siempre el acceso perimétrico.
No lograba comprender sus palabras.
—¿No quedan libros ni crónicas?
—Oh, sí. De ese modo fue cómo aprendimos su idioma Hymorell y yo.
Pero hay grandes vacíos. La raza humana estuvo casi a punto de destruirse a
sí misma, por lo menos cinco veces. En las crónicas de los distintos períodos,
faltan miles de años.
—¿Y cuánto tiempo falta para que todo termine? —le pregunté.
—Tampoco lo sabemos. Nuestra tarea consiste en prolongarlo, porque
siempre hay una posibilidad. El factor inteligencia puede recobrar otra vez su
fuerza.
—¿Qué quiere decir con «prolongarlo»? ¿Prolongar sus vidas?
—Nos transferimos. Cuando un cuerpo empieza a decaer, o cuando tiene
unos cincuenta años y ha pasado ya por sus mejores épocas, elegimos uno de
los débiles mentales y nos transferimos a él. Este —agregó, extendiendo su
mano perfecta y estudiándola— es mi decimocuarto cuerpo. Y muy bonito.
Yo le di la razón.
—¿Pero quiere decir que pueden seguir constantemente haciendo
transferencias?
—Mientras existan cuerpos a que transferirnos.
—Pero…, pero esa es la inmortalidad.
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—No —dijo desdeñosamente—, ni mucho menos. No es más que una
prolongación. Algún día, más tarde o más temprano, habrá un accidente. Eso
es matemáticamente inevitable. Puede ocurrir dentro de cien años, o puede ser
mañana…
—¿O al cabo de mil años? —le sugerí.
—Exactamente, pero ese día llegará.
No dudé ni un momento de que ella me decía la verdad, porque ahora
estaba preparado para cualquier situación fantástica. Aun así, aquello me
asqueó. Experimentaba una sensación instintiva de reprobación… un
prejuicio, claro está; el mismo prejuicio que me hacía reprobar los vestidos
suaves y flotantes y la vida tranquila y ociosa que llevaban. No podía menos
de pensar que el proceso de que me hablaba estaba unido, de un modo
simbólico, al canibalismo.
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E LLA debió de leer mi expresión, porque me dijo, con tono explicativo,
sin acusarme:
—Este cuerpo no servía de nada a la muchacha que lo tenía. Creo que ni
siquiera se daba plena cuenta de él. Estaba mal empleado. Yo lo cuidaré.
Tendré hijos. Algunos serán tal vez niños normales. Cuando se vayan
haciendo viejos, podrán transferirse a otros cuerpos. Como verá, existe el
instinto de sobrevivir. Puede ocurrir algo; tal vez alguien descubrirá una cosa
que nos salve.
—¿Y la muchacha que tenía ese cuerpo? ¿Qué fue de ella?
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—Aparte de unos pocos instintos, casi no tenía nada. Lo poco que había
en ella se transfirió a mí.
—¿Entró en un cuerpo de cincuenta años, perdiendo treinta años de vida?
—¿Puede llamarle a eso una pérdida, cuando era incapaz de usarlo
debidamente?
No contesté a su pregunta, porque acababa de ocurrírseme un
pensamiento.
—¡Así que en eso es en lo que trabajaba Hymorell! ¡Estaba tratando de
transferir personalidades normales del pasado a los cuerpos de los débiles
mentales! ¡Es eso!, ¿no?
Ella me miró a la cara.
—Y por fin ha tenido éxito. Esta vez se trata de una verdadera
transferencia.
Por extraño que parezca, aquello no me sorprendió. Me imagino que me
había ido haciendo a la idea antes de saberlo. Pero quería saber una gran
cantidad de cosas que podían afectarme a mí. Le rogué que me diera más
detalles.
—Hymorell quería llegar lo más lejos posible —me dijo—. Pero había un
límite. Tenía que llegar a una época de la historia donde pudiera procurarse
las piezas necesarias para la construcción del instrumento que le permitiría
volver aquí. Si avanzaba demasiado, se encontraría en una época donde no se
conocían ciertos metales esenciales, los instrumentos carecerían de precisión,
no se dispondría de energía eléctrica. En ese caso, tardaría años enteros en
construir el instrumento, suponiendo que lo consiguiera. Decidió que el límite
máximo era el momento del descubrimiento de la fisión del átomo. Pensó que
retroceder más podía ser peligroso. Entonces tuvo que encontrar un contacto.
Tenía que ser un sujeto cuya integración no fuera buena, que tuviera una
lesión que debilitara la unión de la personalidad con la forma física. Podemos
realizar la operación de preparar al sujeto, porque eso es sencillo. Pero él tenía
que buscar un sujeto que se encontrara ya en estado apropiado.
Desgraciadamente, todos los que encontró estaban a punto de morirse, pero
por fin lo encontró a usted y entonces estudió la fuerza del lazo que lo unía a
la vida. Eso le intrigó mucho, porque fluctuaba de un modo muy grande.
—Por la morfina —le sugerí.
—Posiblemente. Sea como fuere, consiguió obtener una incidencia
rítmica de la lesión y probó a ver qué pasaba. El resultado es este.
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—Ya… —dije—. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en construir el
instrumento que necesita para volver?
—No podría decirlo. Depende de la facilidad con que pueda reunir los
materiales.
—Entonces va a tardar bastante tiempo. Desde ese punto de vista hizo mal
al elegir un inválido sin piernas.
—Pero lo hará.
—No, si yo puedo evitarlo —le dije.
Ella meneó la cabeza.
—Una vez que se ha transferido, no se tiene ya la perfecta integración que
se tenía con su propio cuerpo. Si no lo hace en otra ocasión, lo conseguirá
cuando usted esté durmiendo.
—Ya lo veremos —le dije.
Después de aquello, fui a ver el instrumento que Hymorell había
empleado para la transferencia. No era grande. En su aspecto difería muy
poco de una lente llena de líquido y montada en una caja del tamaño de una
máquina de escribir portátil, de la que salían dos mangos de metal pulido.
Pero dentro de la caja había una gran cantidad de alambres, tubos y extraños
aparatos que me dieron gran satisfacción. Nadie, me dije, conseguirá construir
una cosa así en unos cuantos días, ni siquiera en unas cuantas semanas.
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reían o suspiraban juntos. No obstante, aquellos efectos de colores me
parecían muy bonitos y lo dije así. Por el modo como lo recibieron,
comprendí que había dicho una tontería.
Cuando se daban representaciones en la pantalla tridimensional, yo
lograba seguir en parte la acción…, y, siempre que lo conseguía, la impresión
que me producía era terrible.
Mis comentarios impacientaban a Clytassamine.
—¿Qué espera usted sentir, cuando juzga la conducta civilizada por sus
tabús primitivos? —me decía.
Me llevó a un museo. No era como yo me había imaginado, sino, en su
mayor parte, una colección de instrumentos que proyectaban el sonido, las
imágenes o ambas cosas, según se deseaba. Vi algunas cosas horribles.
Volvimos a él una y otra vez. Yo quería oír o ver algo de mi tiempo.
—No hay más que sonidos —me dijo.
—Muy bien —le dije—. Pongamos una música.
Ella manipuló el tablero de una máquina. Una armonía familiar invadió
suave y tristemente la sala. Mientras la escuchaba, me sentí lleno de
desolación. Los recuerdos me inundaron y me pareció que me encontraba de
nuevo en el antiguo mundo, no el que acababa de dejar, sino el de mi niñez.
Una ola de sentimentalismo, de profunda lástima de mí mismo, de nostalgia
de todas las esperanzas y alegrías de la niñez, desvanecidas completamente,
me envolvió por completo, y las lágrimas rodaron por mis mejillas.
No volví más al museo. ¿Cuál era la música que evocó para mí un mundo
entero, haciéndolo surgir del polvo de los siglos? No era una sinfonía de
Beethoven, ni un concierto de Mozart.
Fue un villancico de Navidad.
–¿ N O Clytassamine.
trabajan nunca? ¿No trabaja aquí nadie? —le pregunté a
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—Naturalmente, pero las máquinas se encargan de todo eso. No esperará
que los hombres hagan esas cosas…
—Pero ¿quién cuida de las máquinas y las mantiene listas para funcionar?
—Ellas mismas, como es natural. Un mecanismo que no pudiera
mantenerse por sí solo en buen estado no sería una máquina. No pasaría de ser
una herramienta más o menos complicada.
—¡Oh! —dije.
Y comprendí que tenía razón, aunque el pensamiento fuera nuevo para mí.
—¿Quiere decir —proseguí— que en sus catorce generaciones (unos
cuatrocientos años o cosa así) no ha hecho nada más que esto?
—Bueno, he tenido muchos hijos. Tres de ellos completamente normales.
Y he trabajado en algunas investigaciones eugenésicas. Casi todos lo hacen
cuando se les presenta la oportunidad.
—Pero ¿cómo pueden soportar el vivir así, tiempo y tiempo?
—A veces no es fácil y algunos no resistimos más; pero eso es un crimen,
porque siempre hay una oportunidad. Y no es tan monótono como cree. Cada
transferencia es una variación. Uno se siente como si el mundo se hubiera
convertido en un lugar distinto. Aun dentro de un mismo cuerpo, los gustos
varían mucho durante una vida, e inevitablemente más cuando se trata de dos
cuerpos. Uno es la misma persona, pero vuelve a ser joven de nuevo. Nos
sentimos llenos de esperanza, el mundo nos parece un lugar mejor, pensamos
que esta vez seremos más prudentes. Y luego volvemos a enamorarnos, del
mismo modo dulce y absurdo que antes. Es algo maravilloso, como un
renacimiento. Usted sabría lo maravilloso que es si hubiera tenido cincuenta
años y de repente tuviera veinte.
—Me lo imagino —le dije—. Antes de que ocurriera esto, me encontraba
mucho peor que si tuviera cincuenta años. Pero ¿amar? Hace cuatro años que
no me atrevo a pensar en el amor…
—Ahora puede atreverse —me dijo—. ¿No es así?
Yo podía. Y me enamoré.
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—Murió, lo mismo que las civilizaciones anteriores. No fue nada
espectacular.
Pensé en mi mundo, con sus complejidades y sus complicaciones, con su
dominio de la distancia y la velocidad, con el progreso de las ciencias.
—¿Murió simplemente? —repetí—. No puede ser. Algo tuvo que
destrozarlo.
—¡Oh, no! La pasión por el orden es una manifestación del profundo
deseo de seguridad que tienen los humanos. Ese deseo es natural, pero el
conseguirlo es fatal. Había los medios para producir un mundo estático, mas
cuando llegó el momento en que era necesario adaptarse, se vio que era
incapaz de toda adaptación. Ese mundo murió inertemente de desánimo. Lo
mismo ocurrió antes a muchos pueblos primitivos.
Ella no tenía motivos para mentirme, pero me resultaba difícil de creer.
—¡Teníamos tantas esperanzas!… —protesté—. Nuevas perspectivas se
abrían ante nosotros. Estábamos aprendiendo. Íbamos a llegar a los demás
planetas.
—Desde luego eran ingeniosos; pero cada descubrimiento nuevo era
como un juguete. Nunca consideraron su verdadero valor. Y eran un pueblo
codicioso y puerilmente agresivo. Adelantaron en las ciencias sin adelantar en
la filosofía. La filosofía sin la ciencia es una especulación estéril y degenera
fácilmente en superstición. Pero la ciencia sin la filosofía es igualmente
estéril; la investigación lleva a la pedantería, al estatismo, al dogma.
—Eso es tratarnos con demasiada dureza. Teníamos grandes problemas.
—La mayoría de ellos relacionados con la conservación de las formas y
las costumbres. Por lo visto, nunca se les ocurrió que en la Naturaleza todo es
crecimiento y que la conservación es un accidente. Lo que se conserva en las
rocas o entre el hielo no es más que una imagen de la vida; pero ustedes
siempre pensaron que los tabús locales eran verdades eternas.
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—De todos modos —insistí—, no pienso volver. No me gusta su mundo.
Creo que es decadente e inmoral en muchos aspectos; pero, por lo menos, soy
un ser humano completo mientras esté aquí.
Ella meneó la cabeza.
—¡Es usted tan joven, Terry! ¡Está tan seguro de lo que es el bien y el
mal! Eso me gusta.
—No diga tonterías —le repliqué bruscamente—. Tiene que haber normas
morales. Sin ellas, ¿dónde estaríamos?
—¿Dónde? ¿Dónde están un árbol, una flor o una mariposa?
—Somos algo más que una planta.
—¿Y qué hace usted cuando se encuentra con normas opuestas? ¿Ir
gloriosamente a la guerra?
Dejé el tema.
—¿Llegamos a los otros planetas? —le pregunté.
—No, pero la próxima civilización sí lo consiguió. Descubrieron que
Marte era demasiado viejo; Venus, demasiado joven. Soñaban con que los
hombres se extenderían por todo el Universo. Siento decirle que eso no
ocurrió, aunque más tarde volvió a intentarse. Criaron hombres especialmente
para eso, como los criaban para toda clase de actividades. En realidad,
produjeron hombres y mujeres muy extraños, altamente especializados, más
ansiosos de orden que los demás; unos seres que se negaban a admitir el azar,
lo que es una gran estupidez. Cuando llegó su fin, fue desastroso. Los tipos
especializados no pudieron sobrevivir. La población disminuyó a unos
cuantos cientos de miles de personas, que podían adaptarse al nuevo
ambiente, para empezar de nuevo.
—¿Conque ustedes desconfían del orden y de las normas morales?
—Hemos dejado de pensar en la sociedad como en un problema
estructural de ingeniería, o en los individuos como en los componentes de las
partes de un diseño arbitrario.
—¿Y se limitan a descansar y aguardar el fin, con las manos cruzadas?
—¡Oh, no! Nos conservamos, porque somos el material en que puede
obrar el azar. Al principio, la vida fue un accidente; la supervivencia ha sido
también a menudo, un accidente. Tal vez pueden haber otros accidentes. O tal
vez no los haya más.
—Eso me suena a derrotismo.
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—Al final tienen que venir la derrota y el frío; primero al Sistema Solar,
luego a la Galaxia, después al Universo, y el resto será silencio. No
reconocerlo es una vanidad estúpida. —Hizo una pausa—. Y sin embargo,
uno planta flores porque son hermosas y no porque desee que sean eternas.
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Cuando me calmé un poco, descubrí algo que no estaba antes allí. Se
hallaba en la mesa, a mi lado, y parecía como una radio construida por un
aficionado. Desde luego, yo no había construido aquello. Pero, aparte de eso,
todo podía muy bien haber sido un sueño.
Me apoyé en el respaldo de la silla, mirando cuidadosamente el aparato.
Luego empecé a examinarlo de cerca sin tocar nada. Era, claro está, de
construcción muy rudimentaria comparado con la máquina de transferencias
que había estudiado en el lugar que Clytassamine llamaba Catalu, pero
comencé a ver similitudes y a darme cuenta de las adaptaciones. Todavía
seguía estudiándolo cuando me dormí.
Por el número de horas que estuve durmiendo, comprendí que Hymorell
había hecho trabajar a mi cuerpo sin descanso.
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Cuando hube trazado ya mi plan, probé varias veces el instrumento; pero
él estaba siempre alerta. Comprendí que tendría que pillarlo dormido, como él
me había pillado a mí; por eso seguí probando con intervalos de cuatro horas.
Hacía un año que yo me había provisto de veneno y lo guardaba para el
día en que ya no pudiera soportar más. Mi primera idea fue tomármelo en una
cápsula que tardara algún tiempo en disolverse. Pero entonces me di cuenta de
lo que ocurriría si algo salía mal y yo no podía realizar la transferencia a
tiempo. Aquello me asustó y me hizo desistir del plan. En vez de eso, eché el
veneno en la botella. Los cristales eran blancos, como los de la morfina, solo
que un poco más grandes.
Una vez que conseguí que el instrumento me respondiera, todo fue más
fácil de lo que había esperado. Empuñé los dos mangos y concentré toda mi
atención en la lente. Me sentía como mareado. La habitación vaciló y se
oscureció ante mis ojos.
Cuando se aclaró mi vista, me hallaba de nuevo en la habitación verde, y
Clytassamine estaba a mi lado.
Tendí mi mano hacia ella y luego me contuve, porque vi que lloraba
silenciosamente. Hasta entonces nunca la había visto llorar.
—¿Qué le ocurre? —le pregunté.
Ella se quedó un instante absolutamente inmóvil. Luego me dijo,
incrédula:
—¿Eres…, eres Terry?
—Sí, claro. Ya te dije que no me iba a quedar mucho tiempo allí.
Entonces ella se echó a llorar de nuevo, pero de modo distinto. Yo le pasé
el brazo por la cintura.
Al cabo de un rato le pregunté:
—¿De qué se trata? ¿Qué sucede?
Ella sollozó.
—Es Hymorell. Tu mundo le ha hecho un daño espantoso. Cuando volvió
era áspero y estaba amargado. No haría más que hablar del dolor y de los
sufrimientos. Tenía miedo; era… cruel e irascible.
Aquello no me sorprendió mucho, porque ellos desconocían la
enfermedad y los dolores físicos. Cuando un cuerpo tenía el menor defecto, se
transferían a otro. Nunca habían aprendido a soportar los sufrimientos.
—¿Por qué no te hizo el mismo efecto a ti? —me preguntó.
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—Al principio también me lo hizo —reconocí—. Pero al cabo de cierto
tiempo uno descubre que eso solo sirve para empeorar las cosas.
—Tenía miedo; era cruel —repitió.
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tiempo hubiera llegado a determinado lugar. De ese modo podría poner la
palanca y manipular el instrumento. Dos horas más tarde, lo que daba un
amplio margen de tiempo, la palanca llegaría al lugar previsto y el aparato se
convertiría en algo letal. Si intentaba establecer contacto y no lo conseguía,
no tenía más que volver a colocar la palanca en su posición inicial.
Aguardé tres días, porque sabía que Hymorell evitaría el sueño como yo,
hasta convencerse de que su granada tuvo éxito. Luego probé y triunfé.
Pero tres días más tarde me encontraba de nuevo en la silla de ruedas.
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Ella meneó la cabeza.
—Necesitas dormir, Terry. Tu inteligencia está nublada. La que quiere
cambiar es tu mente. A él no le interesa el cuerpo que tú usas.
Tenía razón, claro… La falta de sueño me confundía. Al tercer día tuve
que dormirme. Mi sueño duró unas catorce horas y me desperté en la sala
verde.
Me parecía imposible, que hubiera dejado pasar tanto tiempo sin intentar
nada, si estaba en condiciones de hacerlo. Mi aparatito debía de haber dado
cuenta de él.
Y empecé a sentirme más tranquilo.
C ONFORME transcurrían los días me iba sintiendo más seguro del éxito.
Mi miedo a dormir disminuyó. Por fin comencé a sentirme como un
ciudadano de aquel mundo y a buscar mi puesto en él. Tenía delante de mí un
tiempo ilimitado, pero no pensaba pasarlo sin hacer nada.
—Quizá ahora exista una posibilidad —le dije a Clytassamine—. Pero
¿no sabéis que las posibilidades pueden hacerse?
Ella sonrió, con una sonrisa ligeramente cansada.
—Sí —reconoció—. Ya lo sé. Yo pensaba lo mismo durante mis dos
primeras generaciones. ¡Eres tan joven, Terry! —Y se quedó mirándome con
una mezcla de simpatía y lástima.
No puedo decir por qué razón el cambio se operó en mí tan rápidamente.
Quizá no fue tan rápido y llevaba algún tiempo produciéndose en mi interior.
La miré y me di cuenta de que la veía de un modo completamente distinto.
Me sentí lleno de frialdad. Vi lo que había detrás de aquella forma perfecta,
de aquella hermosa joven.
Interiormente era vieja, vieja y cansada, mucho más vieja de lo que yo
podía imaginar. Pensaba que yo era un niño y me trataba como si lo fuera. El
vigor de mi verdadera juventud la divertía. Quizá despertó en parte la suya
por un tiempo. Pero ahora estaba cansada de ella y de mí. La frescura que yo
contemplaba no era más que una máscara.
Me quedé mirándola largo rato y luego dije:
—Ya no me quieres a mí. Quieres a Hymorell.
—Sí, Terry —reconoció serenamente.
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Durante las dos semanas siguientes reflexioné acerca de lo que debía
hacer. Aquel mundo nunca me había gustado. Era decadente y afeminado.
Los placeres que encontraba en él se habían desvanecido. Me sentía como
preso, asfixiado, y me aterraba la perspectiva de pasarme varias vidas allí.
Ahora, cuando era muy improbable que volviera a mi tormento anterior, la
perspectiva de vivir en aquel otro mundo no me parecía mucho más
apetecible. Comencé a preguntarme sí la mortalidad no era acaso una de las
condiciones que hacían deseable la vida. En muchos aspectos nos asusta; pero
la perspectiva de una vida casi eterna era más aterradora. Es imposible creerlo
antes de haberse enfrentado con ella.
Pero mi preocupación era innecesaria: no corro el menor riesgo de ser
inmortal. Me dormí desesperado en el gran edificio verde, y cuando me
desperté estaba en esta clínica mental, en vez de encontrarme en el futuro o en
el hospital. No me encontraba en el cuerpo de Hymorell, ni en el mío… ¡Me
hallaba en el de otra persona!
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pruebas habían asombrado más aún a los médicos, porque, como no sabía
cuál era mi situación, había dado respuestas normales. Todo, excepto mi
nombre.
No sé muy bien cómo Hymorell logró hacer aquella transferencia. Debía
de estar tan cansado como yo del juego peligroso que jugábamos. A mi
entender, construyó probablemente otro instrumento de transmisión y lo
empleó para localizar algún cuerpo accesible en el presente. Eso no era muy
difícil… ¡Tenía para elegir tantos enfermos de las clínicas mentales! Eligió a
Stephen Dallboy, un imbécil congénito, y lo más probable es que él se
transfiriera a su cuerpo del futuro.
Entonces, ¿qué le había ocurrido a mi cuerpo? Stephen Dallboy debía de
estar en él, naturalmente. Como era un idiota, no intentaría manipular el
aparato, y yo estaba en una clínica mental y no tenía acceso a él.
Era una solución inteligente y que me apartaba por completo del aparato
de transferencia, pero me enfureció. Podía haberme transferido a un cuerpo
que no estuviera encerrado, ¿no es cierto? Pero lo más importante era que
Dallboy se encontraba en una institución caritativa, mientras que yo había
heredado algún dinero, no mucho, pero sí el suficiente para que me interesara,
y que necesitaría ese dinero si conseguía salir alguna vez de la clínica.
Escribí una carta, firmándola Stephen Dallboy, en la que preguntaba por
Terry Molton, a quien decía conocer. El enfermero la echó al correo; contaba
con él como posible aliado y me gané sus simpatías jugando con él al ajedrez.
El hospital me contestó diciendo que Terry Molton había muerto. Al
parecer se había electrocutado a sí mismo mientras trabajaba en un aparato de
radio experimental. El cortocircuito había provocado un incendio en la
habitación, y aunque se lo había descubierto y apagado a tiempo, no se pudo
salvar a Molton.
Bueno, ¿qué significaba aquello? El fuego había sido descubierto unas
tres horas después de mi despertar en la clínica mental. ¿Significaba eso que
Hymorell había plantado deliberadamente aquella trampa para destruir el
instrumento a la vez que a Dallboy, para que ni yo ni nadie pudiera traerlo de
nuevo al presente?, ¿o era Hymorell el que había muerto, mientras que
Dallboy, imbécil aún, se hallaba dentro del futuro cuerpo de Hymorell?
Decidí que, en ambos casos, era igual. Vengarse de alguien que tardará tal
vez miles de años en nacer es algo sin sentido, especialmente si nos vengamos
en nombre de un pobre infeliz para quien la muerte y la vida eran casi igual.
Y mi situación inmediata es algo mucho más urgente.
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Si pretendo que soy Stephen Dallboy, me encuentro convertido en un
imbécil encerrado en una clínica mental… y no puedo recuperar mi dinero. Si
insisto en que soy Terry Molton, me declararán loco…, y seguiré sin poder
cobrar mi dinero. No sé qué hacer, como no sea convencer a los médicos de
que soy un hombre normal y pueden darme de alta.
Pensándolo bien, eso no sería tan malo, con dinero o sin él. Por lo menos,
ahora tengo un cuerpo pasable y entero. Y podría emplearlo provechosamente
en el mundo que yo entiendo. Así que, realmente he ganado mucho más de lo
que he perdido.
Mas, a pesar de todo eso, soy Terry Molton.
* * *
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ESPACIOTEST
A. En Hércules.
B. En Lira.
C. En Orión.
D. En Sagitario
E. En Auriga.
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B. Una constelación de la Vía Láctea.
C. Un grupo de planetas de Antares.
D. Una galaxia cercana a la Vía Láctea.
E. La más lejana galaxia.
5. ¿Qué es el ultrasonido?
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8. ¿Qué es el cosmotrón?
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HÉROE IMPREVISTO
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combate. Y, al cabo de una media hora, se produjeron esas breves sacudidas
que estaba esperando. Los pasajeros se zarandearon de un lado a otro,
mientras la espacionave cabeceaba y viraba, como un trasatlántico
sorprendido en medio de una tormenta. Pero el espacio estaba quieto y
silencioso como siempre. De modo que aquello se debía a que el piloto
lanzaba violentos chorros de vapor a través de los tubos y, por reacción, la
nave efectuaba tumbos y balanceos. Esto solo podía significar que lo
inevitable había ocurrido. Exhaustas sus defensas, la nave de la Tierra ya no
se atrevía a resistir un golpe directo.
El coronel Windham trató de afirmarse en su bastón de aluminio. Pensaba
que ya era un hombre viejo; había pasado la mayor parte de su vida en la
milicia sin haber visto nunca una batalla; ahora, cuando se le presentaba la
oportunidad tan ansiada, estaba cargado de años y gordura, renco y sin
hombres bajo su mando.
Esos monstruos kloranos no tardarían en subir a bordo: tal era su método
de combatir. Sin duda, sus movimientos Se verían dificultados por los trajes
espaciales y sus pérdidas serían muy elevadas; no obstante, estaban
empeñados en apoderarse de la nave terrestre. Luego de observar durante un
momento a los pasajeros, Windham pensó: «Si al menos estuvieran armados y
yo pudiera dirigirlos…». Pero no tardó en abandonar tal ilusión.
Porter se hallaba en un visible estado de confusión y el joven Leblanc no
parecía estar en mejores condiciones. Los hermanos Polyorketes —¡qué
diablos!, nunca podía distinguir a uno del otro— hablaban entre sí,
acurrucados en un rincón. En cuanto a Mullen, era un caso diferente. Estaba
perfectamente erguido en su asiento, sin que su rostro denotara terror u otra
emoción cualquiera; pero su estatura apenas pasaba de un metro cincuenta, y
seguramente nunca había tenido oportunidad de manejar un arma; por lo
tanto, nada se podía esperar de él.
También estaba Stuart, con su semisonrisa desdeñosa y ese sarcasmo que
saturaba cada una de sus palabras. Windham lo veía, en su asiento, hundir las
manos marmóreas entre sus rubios cabellos. Con esas manos artificiales no
sería capaz de nada.
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—¡Arístides! ¡Espera! —Y se precipitó tras él.
Todo sucedió rápidamente. Arístides abrió la puerta y salió al pasillo,
presa del pánico. En ese instante, un carbonizador resplandeció brevemente;
no se oyó ni un grito de dolor. Desde el vano de la puerta, Windham
contempló horrorizado el montoncito de restos ennegrecidos. ¡Extraño! Toda
una vida en uniforme y jamás había visto un caso de muerte fulminante.
Se necesitó el esfuerzo de todos los presentes para reducir al otro hermano
y depositarlo en su sitio. Al cabo de unos instantes, los ruidos de la batalla se
apagaron. Stuart dijo:
—Ha llegado el momento. Ahora destacarán dos kloranos a bordo de
nuestra nave, para conducirnos a uno de sus planetas. Somos prisioneros de
guerra.
—¿Solamente dos kloranos vendrán a bordo? —preguntó Windham con
asombro.
—Es su costumbre —repuso Stuart—. ¿Por qué lo pregunta, coronel?
¿Piensa acaso dirigir un valeroso ataque para retomar el mando de nuestra
espacionave?
Windham se sintió abochornado.
—Lo preguntaba simplemente a título informativo.
Pero el tono digno y autoritario que trató de asumir le fracasó, y lo sabía.
No era más que un hombre viejo y mutilado. Además, Stuart tenía
probablemente razón: había vivido entre los kloranos y conocía sus
costumbres.
J OHN Stuart había afirmado desde el primer momento que los kloranos
eran muy caballerescos. Veinticuatro horas de captura habían
transcurrido y todavía seguía repitiendo su opinión, mientras flexionaba sus
dedos para observar los pliegues que se formaban en el suave artiplasma de
sus manos. Gozaba ante la reacción de desagrado que esto causaba en los
demás. La gente estaba hecha para ser molestada. Vejigas infladas de aire,
todos ellos; y tenían manos de la misma sustancia que sus cuerpos.
Sobre todo, Anthony Windham; el coronel Windham, como se hacía
llamar, y Stuart estaba dispuesto a creerlo. Un coronel retirado que
probablemente habría entrenado a una milicia de la guardia interna, cuarenta
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años atrás, en algún pueblo perdido, con tan escasa distinción que nunca más
fue llamado a servicio en calidad alguna, ni aun durante la emergencia de la
primera guerra interestelar, donde intervino la Tierra.
—Lo que usted dice con respecto al enemigo es muy chocante, Stuart.
Confieso que no me gusta su actitud.
Windham parecía empujar las palabras a través de su bigote trasquilado.
También su cabeza estaba afeitada, según el estilo militar corriente; pero
comenzaba a brotarle un mechón grisáceo en medio de la superficie rasa. Sus
mejillas le colgaban flácidamente, lo cual, sumado a las líneas rojas de su
gruesa nariz, le daba un aspecto de desaliño, como si se hubiera despertado
repentinamente a una hora demasiado temprana.
—Tonterías —replicó Stuart—. Invierta usted la situación. Suponga que
una nave de guerra de la Tierra hubiera capturado a un transatlántico klorano.
¿Qué piensa usted que les ocurriría a los civiles kloranos a bordo?
—Estoy seguro de que la flota terrestre respetaría todas las reglas
interestelares de la guerra —respondió firmemente el coronel.
—Lástima que no las haya. Si destacáramos algunos de nuestros
tripulantes a bordo de su espacionave, ¿cree usted que se tomarían la molestia
de mantener en ella una atmósfera de cloro para proteger a los sobrevivientes?
¿Cree que les dejarían conservar todos sus bienes no procedentes del
contrabando, y que les permitirían el uso del camarote más confortable,
etcétera, etcétera, etcétera?
Entonces terció Ben Porter.
—¡Oh, cállese, por favor! Si vuelvo a oír una vez más sus etcéteras, me
volveré loco.
—Lo lamento —dijo Stuart; pero no decía verdad.
Porter no era totalmente dueño de sus reacciones. Su rostro delgado y su
nariz aguileña brillaban de transpiración. En esos momentos no hacía más que
morderse el interior de la mejilla; de pronto dio un respingo, empujó su
lengua al lugar dolorido y su aspecto se tomó así más grotesco todavía.
Stuart se había cansado de atormentar a sus compañeros de penurias.
Windham era un blanco demasiado fofo, y en cuanto a Porter, no podía hacer
otra cosa que contorsiones de dolor. Los demás permanecían silenciosos. Por
el momento, Demetrio Polyorketes se hallaba sumido en un mundo de pena
interior. Seguramente no había dormido la víspera; por lo menos, cada vez
que Stuart se había despertado para cambiar de posición —también él había
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pasado la noche inquieto—, había sentido murmullos provenientes de la litera
contigua; y, en medio de palabras incoherentes, una frase se repetía sin cesar:
«Mi pobre hermano, ¡ay, mi pobre hermano!». Ahora, el pobre muchacho
estaba sentado en su cama, sin hablar; en su ancha cara morena se destacaban
sus ojos enrojecidos, que observaban, sin ver, a sus compañeros. Enseguida
Stuart lo vio hundir el rostro en sus manos callosas y revolverse luego la
greña oscura y encrespada. Se mecía suavemente, pero ahora que todos
estaban despiertos ya no emitía sonido alguno.
Claude Leblanc trataba en vano de leer una carta. Era el más joven de los
seis, pues apenas había salido del colegio; sin embargo, regresaba a la Tierra
para casarse. Esa mañana, Stuart lo vio sollozando quedamente, su delicado
rostro cubierto de manchas rojas, como un escolar abochornado. Era muy
bello; su pálida tez, sus grandes ojos azules y sus labios carnosos, dábanle un
aspecto casi femenino. Stuart se preguntaba qué clase de mujer sería la que
estaba dispuesta a convertirse en su esposa. Había visto su fotografía: ¿quién
de los pasajeros no la había visto? Tenía esa belleza impersonal que
caracteriza a todos los retratos de prometidas. De todas maneras, pensaba
Stuart, de haber nacido él mujer, sin duda se habría enamorado de alguien que
fuera más decididamente masculino.
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Era un hombrecito pequeño y de una pulcritud rayana en lo intolerable. Al
despertarse esa mañana había arreglado prolijamente su cama, se había
afeitado, bañado y vestido. Sus costumbres no parecían haber sufrido la
menor alteración por el hecho de haberse convertido en prisionero de guerra.
Con ello no molestaba a nadie, hay que admitirlo; y, por otra parte, no parecía
censurar el desaliño de los demás. Simplemente, permanecía muy quieto, casi
como disculpándose, parapetado tras sus ropas ultraconservadoras y con las
manos blandamente entrelazadas en su regazo. La delgada línea del bigote,
lejos de agregar carácter a su fisonomía, contribuía a agravar su atildamiento.
En líneas generales, se parecía a esa imagen caricaturesca que uno se forja de
un tenedor de libros. Pero lo más curioso de todo, pensó Stuart, era que de eso
precisamente se trataba. Lo había visto anotado en el registro de pasajeros:
Randolph Mullen; ocupación, tenedor de libros; empleador, Compañía de
Papel Selecto, Avenida Tobías 27, Nueva Varsovia, Arcturus II.
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–¿ S EÑOR Stuart? Stuart alzó la cabeza. Era el joven Leblanc, cuyo
labio inferior temblaba ligeramente. Stuart trató de recordar cómo
se hacía para ser amable.
—¿Qué se le ofrece, Leblanc?
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—Dígame, ¿cuándo nos dejarán en libertad?
—¿Cómo puedo saberlo?
—Todos dicen que usted ha vivido en un planeta Klorano, y hace unos
momentos nos aseguró que ellos son muy caballerescos.
—Sí, es cierto. Pero hasta los caballeros hacen las guerras para ganarlas.
Seguramente nos tendrán internados todo el tiempo que dure la lucha.
—¡Pero pueden pasar años! Margarita me está esperando… ¡Creerá que
he muerto!
—Supongo que cuando hayamos llegado a uno de sus planetas, nos
permitirán enviar mensajes.
Los interrumpió la voz ronca de Porter, incapaz de dominar su agitación.
—Ya que tanto sabe sobre esos demonios, Stuart, díganos: ¿qué nos harán
cuando estemos internados? ¿Qué alimento nos darán? ¿De dónde sacarán
oxígeno para nosotros? Nos matarán, se lo aseguro. ¡Y pensar que mi esposa
me está esperando!…
Stuart lo había oído hablar de su mujer en los días anteriores al ataque; el
tema ya no lo conmovía. Con esas manos suyas de uñas mordisqueadas,
tironeaba nerviosamente de la manga a Stuart. Este se apartó, movido por una
invencible sensación de asco; no podía soportar esas feas manos. Le enfurecía
el hecho de que semejantes monstruosidades fuesen naturales, mientras que
sus propias manos, blanquísimas y perfectamente modeladas, solo eran
irónicos remedos fabricados en látex extranjero.
—No nos matarán —dijo con firmeza—. Si esta fuera su intención, ya la
habrían cumplido a estas horas. Como usted sabe, nosotros también
capturamos Kloranos, y es una cuestión de sentido común el que un bando
trate decentemente a sus prisioneros de guerra si quiere reciprocidad en el
trato. La alimentación podrá no ser muy buena, pero tenemos la ventaja de
que ellos son mejores químicos que nosotros: esta es su especialidad. Saben
exactamente cuáles son los factores nutritivos y cuál el número de calorías
que necesitamos. Viviremos: ellos se preocuparán de esto.
En ese punto del discurso, Windham intervino con voz tonante:
—Stuart, ¡cada vez se muestra usted más partidario de esos malditos
verdes! Me revuelve el estómago oír a un terrestre elogiando a esos
individuos enemigos. ¡Caramba! ¿Dónde está su lealtad, entonces?
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—Mi lealtad está donde debe estar: con la honestidad y la decencia,
cualquiera sea la forma bajo la cual se presenten. —Y exhibiendo sus manos,
añadió—: ¿Ven ustedes esto? Fueron los kloranos quienes me las hicieron.
Mis manos verdaderas se destrozaron en una máquina. Una vez, creyendo que
la provisión de oxígeno que me daban era insuficiente (dicho sea de paso,
estaba equivocado), quise solucionar el problema por mi cuenta. Grave error:
no se debe confiar en las propias fuerzas cuando se trata de manipular
máquinas pertenecientes a otra cultura. Bueno; cuando uno de los kloranos se
puso el traje atmosférico para venir en mi auxilio, ya era demasiado tarde: mis
manos estaban totalmente destrozadas. Tuvieron que fabricarme estas de
artiplasma y hacerme una operación de injerto. ¿Saben ustedes lo que esto
significó para ellos? Crear equipos especiales y soluciones nutricias que
obraran en una atmósfera de oxígeno. Significó que sus cirujanos debieron
realizar una delicada operación protegidos en trajes atmosféricos. Y como
resultado de esto, ahora tengo un par de manos nuevas. —Y riendo con
amargura cerró débilmente los puños.
W
eso?
INDHAM inquirió, luego de un momento:
—¿Es usted capaz de vender su lealtad a la Tierra a cambio de
—¿Vender mi lealtad? Usted está loco. Durante años odié a los kloranos
por este motivo. Antes de que eso ocurriera, yo era piloto jefe en las
Espaciolineas Transgalácticas. ¿Y ahora? Trabajos de oficina y, de vez en
cuando, alguna conferencia. Necesité mucho tiempo para acostumbrarme a la
falta de mis manos y para comprender que, en realidad, los kloranos se habían
portado correctamente conmigo. Tienen su código moral, tan bueno como el
nuestro. Si no fuera por la estupidez de algunos de ellos y, desgraciadamente,
de algunos de los nuestros, no habría guerra. Y cuando termine…
De un salto Polyorketes se puso en pie. Tenía los puños crispados y sus
oscuros ojos lanzaban chipas.
—No me gusta lo que está diciendo, señor.
—¿Por qué no?
—Porque habla demasiado bien de esos malditos bastardos verdes. Los
Kloranos lo han tratado bien a usted, ¿eh? Pues a mi hermano no le ocurrió lo
mismo. Lo han matado. ¡Y me parece que yo lo voy a matar a usted,
condenado espía de los verdes!
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Y diciendo esto se abalanzó sobre su interlocutor. Stuart apenas tuvo
tiempo de alzar los brazos para contener el ataque.
—Pero…, ¿qué diablos significa esto? —tartamudeó al tiempo que
aprisionaba la muñeca de su contendor y con su hombro bloqueaba el avance
de este hacia su garganta.
De pronto su mano de artiplasma cedió y Polyorketes no necesitó hacer
gran esfuerzo para soltarse. Entretanto, Windham profería rugidos
incoherentes y Leblanc chillaba con aguda voz:
—¡Basta! ¡Basta, por favor!
Pero fue el pequeño Mullen quien, desde atrás, rodeó con sus brazos el
cuello del atacante, apretándolo con todas sus fuerzas. Entonces Polyorketes
le dio un tirón y consiguió cargarlo sobre sus espaldas; las piernas de Mullen
quedaron colgando y el pobre hombre comenzó a patalear desesperadamente.
Sin embargo, no soltaba a su presa, paralizándola el tiempo necesario para
permitir a Stuart ir en busca del bastón de Windham.
—No vuelva a empezar, ¿eh? —advirtió Stuart.
Sentía terror ante la idea de una nueva acometida. El cilindro hueco de
aluminio, aunque no tan débil como sus manos, era un arma insuficiente para
defenderse.
Mullen había soltado su presa y, con la chaqueta en desorden, trataba de
recuperar el ritmo normal de su respiración.
Durante un momento Polyorketes permaneció inmóvil, gacha la hirsuta
cabeza. Luego dijo:
—Es inútil. Debo matar kloranos… Pero cuide mucho su lengua, Stuart.
Si la deja seguir charlando tonterías, su vida corre peligro; serio peligro,
créamelo.
Stuart se pasó el antebrazo por la frente y luego arrojó el bastón a su
dueño, quien lo recogió con la mano izquierda, mientras se frotaba
vigorosamente la rapada cabeza con un pañuelo que sostenía en la derecha.
Terminada esta operación, dijo:
—Caballeros, es preciso evitar estas cosas. Rebajan nuestro prestigio.
Ante todo, debemos recordar que tenemos un enemigo común. Somos
hombres de la Tierra y debemos actuar según lo que somos: la raza dominante
de la Galaxia. No nos degrademos ante las razas inferiores.
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—Sí, coronel —replicó Stuart en tono aburrido—; el resto del discurso
déjelo para mañana. —Y volviéndose hacia Mullen agregó—: Quiero
agradecerle lo que ha hecho.
Le resultaba molesto decirlo, pero era necesario. El pequeño tenedor de
libros le había dado una verdadera sorpresa.
Con una seca vocecita, que apenas pasaba de murmullo, Mullen
respondió:
—No me agradezca, señor. Era lo único lógico que se podía hacer. Si
vamos a ser internados, quizá lo necesitemos como intérprete, ya que usted
comprende bien a los kloranos.
Stuart se puso rígido. Pensó que era un razonamiento demasiado frío,
demasiado lógico, demasiado seco; en fin, un razonamiento típico de un
tenedor de libros. El Debe y el Haber perfectamente equilibrados. Le hubiera
gustado que el hombrecito hubiese salido en su defensa por razones de…,
bueno, ¿por qué razones? ¿Por simple honestidad y altruismo? Esta idea le
hizo sonreír para sus adentros. Por lo visto, estaba empezando a esperar
altruismo de los seres humanos, en vez de sólidas motivaciones prácticas.
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—Allá hay lugar para todos, coronel —observó Stuart.
Polyorketes profirió un gruñido. Era imposible, por lo visto, que ese
petulante defensor de los kloranos se quedara callado.
—¿Le parece posible, coronel —prosiguió Stuart—, que eso pueda ser un
motivo de guerra? Los mundos ajenos nada valen para nosotros. Sus planetas
de cloro no nos sirven, ni los nuestros de oxígeno a ellos. El cloro es mortal
para nosotros y el oxígeno lo es para ellos. Por lo tanto, es absurdo mantener
una hostilidad permanente. Las razas no coinciden. ¿Hay, pues, lógica en
luchar porque ambas razas quieren extraer hierro de los mismos planetoides
sin aire, cuando existen millones iguales en la Galaxia?
Windham replicó:
—Está, además, la cuestión del honor planetario…
—¿Acaso puede justificar un conflicto tan ridículo como el presente? Esta
guerra solo puede librarse en puestos de avanzada. Tiene que reducirse
fatalmente a una serie de acciones de ocupación y, eventualmente, ser
decidida mediante negociaciones que lo mismo hubieran podido realizarse
desde un comienzo. Nadie, ni los kloranos ni nosotros, resultará beneficiado.
Aunque a regañadientes, Polyorketes reconoció que estaba de acuerdo con
Stuart. ¿Qué les importaba a Arístides y a él de dónde extraían el hierro los
kloranos o los terrestres? ¿Era acaso una razón para justificar la muerte de su
hermano?
En medio de esto sonó el zumbido de alarma. Polyorketes se irguió con un
sobresalto: una sola cosa podía estar del otro lado de la puerta. Esperó unos
instantes, con los músculos tensos y los puños crispados. Stuart se dirigía
hacia él y esto le hizo reír para sus adentros. Que entre no más el klorano,
pensó, y entonces sí que ni Stuart ni nadie podrían detenerlo. «Espera,
Arístides; espera un momento y verás el comienzo de la venganza».
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dispuestos a estrangular, el paso torpe y pesado. En ese instante Stuart quiso
intervenir, pero fue cogido en un remolino que lo lanzó a un lado y luego lo
envió a tumbos sobre una litera.
Sin hacer un esfuerzo excesivo, el klorano hubiera podido paralizar a
Polyorketes con un golpe directo o simplemente hacerse a un lado para dejar
pasar el remolino. Pero nada de esto hizo. Mediante un rápido movimiento
enarboló un arma de mano que, con solo emitir un rayo de luz rosada, hirió al
ser terrestre que iba a lanzar su embestida. Instantáneamente, Polyorketes se
tambaleó y cayó a tierra. Su cuerpo mantuvo la posición última, quedando
curvado, con un pie en alto, como si hubiera sido atacado por una parálisis
fulminante. Así quedó, con los ojos muy abiertos y llameantes de furor.
Entonces dijo el klorano:
—Su estado no es nada más que transitorio.
No parecía ofendido por la violencia con que se le había recibido. Luego,
reanudando el discurso que poco antes quedara interrumpido, anunció:
—Hombres de la Tierra: mis compañeros y yo lamentamos haber tenido
noticia de una cierta conmoción en esta cabina. ¿Tenéis alguna necesidad que
nosotros podamos satisfacer a vuestro agrado?
—No, gracias —respondió Stuart, que estaba examinando, bastante
irritado, una rodilla que se había raspado al chocar contra la litera.
—¡Caramba! —exclamó Windham—. Este es un ultraje inadmisible.
¡Exigimos que se disponga nuestra inmediata libertad!
La cabeza del klorano, diminuta como la de un insecto, viró hacia el lugar
de donde provenía esa voz. Su aspecto no era agradable para quien no
estuviera acostumbrado. El extraño visitante tenía aproximadamente la
estatura de un ser terrestre, pero su parte superior la constituía una especie de
cuello delgado coronado por una minúscula cabeza. Esta cabecita constaba de
una probóscide triangular, al frente, con un ojo saliente a cada costado. Esto
era todo. No tenía cráneo. Lo que correspondía al cerebro, en esos seres,
estaba alojado donde se halla el abdomen de un ser humano; la cabeza no era
más que un simple órgano sensorial. Su traje espacial seguía con bastante
fidelidad el contorno de la cabeza, quedando ambos ojos expuestos mediante
dos semicírculos de vidrio, de un color verde pálido a causa de la atmósfera
interior de cloro. En ese momento, uno de los ojos contemplaba fijamente a
Windham, quien se sentía algo intimidado por esa mirada. Sin embargo, el
anciano prosiguió su discurso:
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—No le asiste a usted, señor, ningún derecho a tenernos prisioneros, ya
que nosotros no somos combatientes.
La voz del klorano, de sonido curiosamente artificial, provenía de un
pequeño accesorio de malla de cromo instalado en lo que podría denominarse
su pecho. La caja vocal funcionaba por aire comprimido, manipulada por uno
o dos de los delicados zarcillos que brotaban de dos círculos ubicados en la
parte superior del cuerpo, y que, por fortuna, estaban ocultos bajo la
vestimenta.
La voz dijo:
—¿Habla usted en serio, hombre de la Tierra? Seguramente habrá oído
usted hablar de la guerra, de las reglas de la guerra y de los prisioneros de
guerra.
Miró en torno, alternando sus ojos con rápidas sacudidas de cabeza;
miraba un objeto cualquiera primero con un ojo, luego con el otro. En opinión
de Stuart, esto se debía a que cada ojo transmitía un mensaje distinto al
cerebro abdominal, el cual debía coordinar ambos mensajes para obtener una
información completa.
Windham nada pudo responder; tampoco los demás. El klorano, con sus
cuatro miembros principales —un par de brazos y otro de piernas—, tenía una
apariencia vagamente humana bajo su disfraz, si no se miraba más arriba del
pecho; pero no había forma de saber lo que pensaba.
Lo vieron darse media vuelta y desaparecer.
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P ORTER tosió y dijo con voz sofocada:
—¡Por Dios! ¡Cómo huele a cloro! Si no se hace algo, moriremos
con los pulmones podridos.
—Cállese —ordenó Stuart—. No hay bastante cloro en el aire como para
hacer estornudar a un mosquito, y este poco que resta se desvanecerá en un
minuto. Además, un poco de cloro no le vendrá mal a usted: puede matar el
virus de su resfrío.
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Windham tosió antes de hablar.
—Stuart, creo que debería haberle insinuado a su amigo klorano que nos
pusiera en libertad. No ha estado usted tan audaz en su presencia como
después de haberse marchado.
—Usted oyó lo que dijo esa criatura, coronel. Somos prisioneros de
guerra; y los intercambios de prisioneros son objeto de negociaciones
diplomáticas. De manera que hay que esperar.
Leblanc, que estaba pálido como la muerte desde la aparición del klorano,
se levantó para dirigirse al excusado, desde donde no tardó en llegar el eco de
sus arcadas. Se produjo un incómodo silencio, mientras Stuart trataba de
pensar en algo que decir para cubrir esos ruidos desagradables. Una vez más
fue Mullen quien solucionó la situación. Luego de hurgar en una cajita que
había ido a buscar debajo de su almohada, dijo:
—Tal vez le convenga al señor Leblanc tomar un sedante antes de irse a
dormir. He traído algunos y los pongo a su disposición. —Y de inmediato
explicó el motivo de su generosidad—. Pues, de lo contrario, podría tenernos
despiertos toda la noche, ¿no les parece?
—Muy lógico —replicó Stuart secamente—. Pero es mejor que guarde
alguno para nuestro Don Quijote. —Y dirigiéndose a Polyorketes, todavía
tendido en el piso, se arrodilló a su lado y preguntó—: ¿Te sientes cómodo,
nene?
—No es de buen gusto hablarle en ese tono, Stuart —observó Windham.
—Bueno, ya que tanto le preocupa su estado, ¿por qué entre usted y Porter
no lo levantan y lo depositan en su lecho?
Así se hizo, con la ayuda de Stuart. Ahora los brazos de Polyorketes
temblaban espasmódicamente. Por lo que aquel conocía con respecto a los
efectos de las armas «nerviosas» de los kloranos, el muchacho debía de estar
soportando en esos momentos terribles dolores y pinchazos.
—No tengan demasiadas contemplaciones con él —dijo Stuart a modo de
advertencia—. El tonto pudo habernos hecho matar a todos sin motivo
justificado.
Empujó a un lado el rígido cuerpo de Polyorketes y se sentó al borde de su
litera.
—¿Me oyes, Polyorketes?
Los ojos del muchacho parecieron iluminarse; hizo un esfuerzo y
consiguió levantar apenas el brazo, que enseguida volvió a caer inerte.
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—Bien —prosiguió Stuart—; no vuelvas a hacer otra tentativa como la de
hoy. La próxima vez podría costarnos la vida a todos. Piensa un poco: si tú
fueses un klorano y él un ser terrestre, a estas horas estaríamos todos muertos.
De modo que métete bien esta idea en la cabeza. Lamentamos profundamente
lo de tu hermano y es una vergüenza que haya ocurrido, pero fue culpa suya y
nada más.
Polyorketes trató de incorporarse, pero su interlocutor volvió a colocarlo
en su sitio.
—No, quédate ahí y escucha. Tal vez esta sea la única vez que yo pueda
obligarte a escucharme. Tu hermano no tenía derecho a abandonar la cabina
de pasajeros. Se metió 'donde no debía; y ni siquiera sabemos con certeza si
fueron los kloranos quienes lo mataron, ya que pudo haber sido también una
de nuestras descargas.
—¡Caramba, Stuart!… —protestó Windham.
Volviéndose bruscamente hacia el coronel, Stuart lo interpeló:
—¿Acaso tiene usted pruebas? ¿Vio la descarga? Por los restos de la
víctima, ¿podría usted decir si fue energía klorana o terrestre?
Al fin Polyorketes encontró su voz y dijo en confuso gruñido:
—¡Tenga cuidado, maldito bastardo verde!
—¿Quién? ¿Yo? Ya sé lo que se propone, Polyorketes. Cuando se le
acabe la parálisis piensa desahogar su rabia hacia mí empleando sus puños.
Bien, si lo hace, el resultado puede sernos fatal.
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grupo, del mismo modo que nosotros no separamos a una madre de su hijo, si
podemos evitarlo. Una de las razones por las que ahora nos tratan con guante
blanco es que nuestra unidad se ha quebrantado porque ellos mataron a uno de
nosotros, de lo cual se sienten culpables.
»Deben ustedes tener bien presente lo que les digo —prosiguió—. Nos
van a internar a todos juntos, y juntos nos cejarán hasta que termine la guerra.
No me gusta esta idea, lo confieso. Yo no hubiera escogido a ninguno de
ustedes como compañero de internación, y estoy seguro de que nadie de
ustedes me habría escogido a mí. Pero no hay más remedio. Los kloranos
nunca podrían comprender que el hecho de estar juntos en esta espacionave es
tan solo accidental.
»Eso significa, por lo tanto, que tenemos que llegar a un modus vivendi.
¿Qué piensan ustedes que habría ocurrido si los kloranos hubieran llegado
hace un momento y hubieran sorprendido a Polyorketes y a mí tratando de
liquidarnos mutuamente? ¿No lo saben? Pues bien; traten de imaginar lo que
pensarían ustedes al ver a una madre intentando matar a su hijo.
»Lo que habrían hecho, simplemente, es aniquilar a cada uno de nosotros,
por considerarnos un montón de monstruos perversos del tipo klorano. ¿Han
comprendido ahora? ¿Y qué me dice usted, Polyorketes? ¿Ha comprendido
también? Podemos insultamos, si es necesario, pero nunca llegar a los golpes.
Y ahora, si me permiten, voy a darme unos masajes en las manos para
devolverles su forma. Tengo que cuidar estas manos sintéticas, que recibí de
los kloranos y que uno de mi propia raza trató de destruir».
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No obstante, este era su primer peligro real; y, sin duda, no lo afrontaba
con demasiada entereza. Bien lo sabía él y por eso se sentía avergonzado.
Deseaba ser un hombre como Stuart, por ejemplo.
Con el pretexto de que era la hora de la comida, se acercó a él.
—Señor Stuart… —dijo tímidamente.
Este alzó la vista.
—¿Cómo se siente? —preguntó, lacónico.
El joven se ruborizó; esto le ocurría con demasiada facilidad, y el esfuerzo
por evitarlo daba peores resultados.
—Mucho mejor, gracias. Ya es hora de comer; le he traído su ración.
Stuart tomó la lata que se le ofrecía. Era una ración espacial del tipo
corriente: completamente sintética, concentrada y no muy apetitosa. Se
calentaba automáticamente en cuanto se abría la lata, pero en caso necesario
se podía ingerir fría. Aunque incluía un utensilio, combinación de tenedor y
cuchara, la consistencia del alimento era tal que hacía más práctico y sencillo
el uso de los dedos.
—¿Oyó usted mi pequeño discurso? —le preguntó Stuart.
—Sí, señor. Y quiero hacerle saber que puede contar conmigo.
—Muy bien; me alegro. Ahora vaya a comer.
—¿Puedo comer aquí?
—Como guste.
Durante un momento comieron en silencio; pero de pronto Leblanc
prorrumpió en tono admirativo:
—¡Tiene usted tanta seguridad en sí mismo, señor Stuart! ¡Debe de ser
muy hermoso sentirse así!
—¿Yo, seguro de mí mismo? Gracias, joven. Pero es allá donde tiene
usted a su hombre.
Siguiendo la mirada de su interlocutor, Leblanc exclamó con entonación
de sorpresa.
—¿El señor hombrecito? ¡Oh, no!
—¿Así que no cree usted que ese hombre tiene gran seguridad en sí
mismo?
Leblanc negó con un movimiento de cabeza, y luego observó atentamente
a Stuart, para ver si descubría en su rostro algún indicio de ironía.
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—No; ese es, simplemente, un individuo frío. No experimenta ninguna
clase de emociones. Parece una pequeña máquina; por eso lo encuentro
repulsivo. Usted es diferente, señor Stuart. Su interior es rico en sentimientos,
pero usted los domina. ¡Cómo me gustaría ser así!
Como atraído por el magnetismo de la mención de su nombre, aunque no
lo hubiera escuchado, Mullen se les aproximó. Apenas había tocado su ración,
que todavía humeaba ligeramente, cuando vino a acurrucarse frente a ellos.
La voz del hombrecito tenía su peculiar tono de semisusurro al preguntar:
—Señor Stuart, ¿cuánto tiempo cree que demorará este viaje?
—No puedo saberlo, Mullen. Indudablemente, ellos evitarán las rutas
usuales y efectuarán a través del hiperespacio más saltos de lo habitual, para
rehuir toda posible persecución. No me sorprendería si demorásemos una
semana. Pero ¿por qué lo pregunta? Supongo que lo guiará alguna razón muy
práctica y lógica, ¿no es verdad?
—Sí, señor, en efecto. —Al parecer estaba bien acorazado contra los
sarcasmos—. Pensé que quizá fuese prudente racionar las raciones, por así
decir…
—Tenemos alimento y agua suficientes como para un mes. Fue una de las
primeras cosas que me preocupé de averiguar.
—Comprendo. En ese caso, terminaré mi ración.
Así lo hizo, usando con toda delicadeza el utensilio adecuado y, de tanto
en tanto, rozando con un pañuelo sus labios inmaculados.
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—¡Vamos, vamos! —dijo con forzada jovialidad, que disimulaba a penas
su inquietud—. Aquí todos somos ciudadanos de la Tierra. Hay que recordar
esto ante todo y tener siempre encendida esta idea como una luz inspiradora.
No hay que ceder jamás ante los condenados kloranos. Debemos olvidar
nuestras querellas personales y recordar en todo momento que somos
hombres terrestres unidos contra una canalla extranjera.
El comentario que hizo Stuart no se puede reproducir.
Justamente detrás de Windham estaba Porter, que había mantenido una
conferencia de casi una hora con el coronel. Dirigiéndose a Stuart, dijo con
indignación:
—Es mejor que escuche usted al coronel. Él y yo hemos estado
estudiando seriamente la situación.
Se había enjugado la grasienta transpiración del rostro y remojado sus
cabellos. Pero no había desaparecido el pequeño tic de su mejilla derecha,
justo en la comisura de los labios, y sus manos llenas de padrastros seguían
tan poco atractivas como antes.
—Bien, coronel —dijo Stuart—. ¿Cuáles son sus planes?
—Antes de empezar preferiría que estuviera reunida toda la gente —
replicó Windham.
—Bien, llámenlos.
Leblanc salió precipitadamente en busca de los demás, en tanto que
Mullen se acercó con su acostumbrado aire circunspecto.
—¿Quiere a ese hombre? —preguntó Stuart al coronel, indicándole a
Polyorketes con un leve movimiento de cabeza.
—Déjenme en paz —gritó el muchacho.
—¡Espléndido! —exclamó Stuart—. Hay que dejarlo en paz. ¡Mejor!
¿Para qué lo queremos?
—No, no —protestó Windham—. Esta es una cuestión que interesa a
todos los terrestres. Señor Polyorketes, debemos contar con usted.
El aludido diose media vuelta en su litera y se sentó en el borde.
—Estoy bastante cerca; lo escucho.
—Dígame, Stuart —preguntó Windham—, ¿cree usted que ellos… quiero
decir, los kloranos, establecerían una conexión alámbrica para saber todo lo
que pasa aquí?
—No. ¿Por qué habrían de hacerlo?
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—¿Está seguro?
—Por supuesto. No supieron lo que pasó cuando Polyorketes se abalanzó
sobre mí; solamente oyeron el golpe cuando la espacionave comenzó a ratear.
—Tal vez quisieron damos la impresión de que la cabina no estaba
controlada…
—Escuche, coronel: nunca he sabido que un klorano incurra en un engaño
deliberado…
Polyorketes lo interrumpió con cierta calma:
—Esta bolsa de aire ruidoso, simplemente adora a los kloranos.
—Bueno, no volvamos a empezar —terció Windham—. Vea, Stuart:
Porter y yo hemos conversado largamente y hemos llegado a la conclusión de
que usted conoce al enemigo lo bastante bien como para imaginar el modo de
hacernos regresar a la Tierra sanos y salvos.
—Sin embargo, sucede que están equivocados. No se me ocurre nada.
—Quizás haya una forma de recuperar la nave de manos de esos
monstruos verdes —sugirió Windham—. Sin duda deben tener algún punto
débil. Vamos, usted sabe lo que quiero significar.
—Dígame la verdad, coronel: ¿qué es lo que más le preocupa? ¿Su propio
pellejo o el bien de la Tierra?
—Me ofende esa pregunta. Debe sabe usted que, aun cuidando mi vida
como cualquiera tiene derecho a hacerlo, pienso, antes que nada, en la Tierra.
Y creo que lo mismo les ocurre a todos los presentes.
—Así es, exactamente —se apresuró a confirmar Porter.
Leblanc parecía inquieto y Polyorketes resentido; el semblante de Mullen
permanecía inexpresivo como siempre.
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—¿Y causar así una muerte horrible a todos los pasajeros?
—¿Por qué no? Usted ha oído lo que dijo nuestro buen coronel. Cada uno
de nosotros debe posponer su pequeña y miserable vida a los intereses de la
Tierra. Vivos como estamos, ¿acaso le servimos de algo a la Tierra?
Absolutamente de nada. ¿Cuánto daño hará esta espacionave en manos de los
kloranos? Probablemente mucho y muy serio.
—Entonces —preguntó Mullen—, ¿por qué rehusaron nuestros tripulantes
volar la nave? Deben de haber tenido alguna razón.
—En efecto. Una vieja tradición de los militares de la Tierra sostiene que
se debe impedir a toda costa una relación desfavorable de bajas. Si nos
hubiéramos volado a nosotros mismos, se habrían perdido veinte
combatientes y siete civiles de la Tierra, contra una pérdida enemiga
equivalente a cero. Entonces ¿qué hacer? Los dejamos subir a bordo,
matamos a veintiocho (estoy seguro de que podríamos matar por lo menos a
ese número), y les permitimos ocupar la espacionave.
—Charla, charla, charla —se burló Polyorketes.
—De esto se desprende una consecuencia —continuó Stuart—. No
podemos rescatar la nave de manos de los kloranos. En cambio, podríamos
acometerlos y tenerlos ocupados el tiempo suficiente como para permitir a
uno de los nuestros cortar los motores.
—¿Qué? —rugió Porter. Windham lo hizo callar bruscamente con un
gesto autoritario.
—Cortar los motores —repitió Stuart—. Naturalmente, esto destruiría la
espacionave, que es lo que queremos lograr, ¿no es verdad?
Los labios de Leblanc se volvieron pálidos.
—No creo que eso daría resultado —dijo.
—Solamente se podrá saber intentándolo. ¿Qué podemos perder con una
tentativa?
—Nuestras vidas, ¡qué diablos! —gritó Porter—. ¡Usted es un maníaco
insano, un loco!
—Si soy un maníaco —respondió el otro— y además un insano, entonces,
naturalmente, estoy loco. Pero recuerden que si perdemos nuestras vidas, lo
cual es muy probable, no se perderá nada de valor para la Tierra; mientras que
si destruimos la nave (lo que podríamos lograr con cierta dificultad), haremos
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a la Tierra un gran bien. ¿Qué patriota vacilaría? ¿Quién de nosotros pondría
su causa personal por encima de la de su mundo? —calló un instante y miró
atentamente a cada uno de los presentes—. Seguramente no usted, coronel.
Windham tosió y dijo en tono solemne:
—Mi querido señor, no es esa la cuestión. Debe haber una manera de
salvar la espacionave para la Tierra, sin perder nuestras vidas, ¿no lo creen?
—Muy bien. Diga usted cómo podremos hacerlo.
—Pensémoslo todos. Ahora solo tenemos acá a dos de los kloranos. Si
alguno de nosotros pudiera deslizarse hasta donde están y…
—¿Pero cómo? El resto de la nave está llena de cloro. Habría que usar un
traje espacial. En la parte donde se encuentran ellos, la gravedad está
ascendida al nivel de los kloranos. De modo que cualquiera que se atreviera a
ir, tendría que andar dificultosamente, metal sobre metal, con paso lento y
pesado. Sería imposible que no se dieran cuenta…
—Entonces, no hablemos más de eso —dijo Porter; y, con voz
temblorosa, agregó—: Vea, Windham, nada de destruir la nave. Mi vida
significa mucho para mí, y si alguno de ustedes intenta algo semejante,
llamaré a los kloranos. Y lo digo en serio.
—Muy bien —dijo Stuart—; aquí tenemos el héroe número uno.
—Yo quiero volver a la Tierra —intervino Leblanc—, pero…
Mullen lo interrumpió:
—No creo que nuestras posibilidades de destruir la nave sean buenas a
menos que…
—Héroes números dos y tres. ¿Y qué dice usted, Polyorketes? Tendría la
oportunidad de matar a dos kloranos.
—Quiero matarlos con mis manos desnudas —gruñó el campesino,
apretando fuertemente los puños—. Cuando estemos en su planeta, mataré a
docenas.
—Es solo una bella promesa, por ahora. ¿Y usted, coronel? ¿No quiere
marchar conmigo a una muerte gloriosa?
—Su actitud es muy cínica e impropia, Stuart. Es evidente que si los
demás no están de acuerdo, su plan fracasará.
—A menos que lo ponga en práctica yo solo, ¿eh?
—No lo hará, ¿me oye? —advirtió Porter en tono amenazador.
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—Es claro que no lo haré, qué diablos. No pretendo ser un héroe. Soy un
patriota corriente, perfectamente dispuesto a ir a cualquier planeta adonde me
lleven y sentarme a esperar el fin de la guerra.
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—Una vez afuera, se podría entrar nuevamente a la nave por los caños de
vapor. Puede hacerse… con un poco de suerte. Y enseguida, uno se convierte
en una visita inesperada en la cabina de control.
Stuart se quedó mirándolo con curiosidad.
—¿Cómo se le ha ocurrido eso? ¿Qué sabe usted de caños de vapor?
Mullen tosió ligeramente.
—¿Lo dice usted porque estoy en el negocio de cajas de cartón? Pues…
—Se sonrojó levemente, esperó un instante y luego prosiguió, con su voz
típicamente incolora—. Mi empresa, que fabrica cajas de papel fantasía y
envases novedosos, creó hace unos años un renglón de cajas de dulces en
forma de espacionave, para el mundo juvenil. Estaban hechas de tal modo que
si se tiraba de una cuerdita, se agujereaban unos pequeños envases de presión
y salían chorros de aire comprimido a través de los simulados tubos de vapor,
lanzando la caja a navegar sobre la habitación y desparramando caramelos a
su paso. La teoría de venta se basaba en que los niños encontrarían gran
placer en jugar con la navecilla y mucha diversión en la rebatiña de las
golosinas.
»En realidad —continuó el hombrecito— el asunto resultó un fracaso. La
pequeña nave rompía platos y a veces golpeaba los ojos de algún niño. Y, lo
que es peor, los chicos no solo se arremolinaban para recoger los dulces, sino
que se los disputaban en forma terriblemente violenta. Fue nuestro peor
fracaso y perdimos mucho dinero en la empresa.
»Pero mientras diseñábamos las cajas todo el personal estaba sumamente
interesado. Era una especie de juego, muy malo para la eficiencia y la moral
de la oficina. Durante un tiempo, todos fuimos expertos en los tubos de vapor.
Leí bastantes libros sobre construcción de naves; pero, claro está, en mis
horas de ocio, no en las de oficina.
Stuart estaba evidentemente intrigado.
—¿Sabe usted? Es una idea fantástica, y únicamente podría resultar si
dispusiéramos de un héroe. ¿Hay alguno acá, señores?
—Y ¿qué me dice de usted? —preguntó Porter, indignado—. Lo único
que sabe es burlarse de los demás, con sus insolencias de mal gusto. No es
capaz de prestarse voluntariamente para nada.
—Porque no soy un héroe, Porter, lo admito. Mi propósito es seguir
viviendo, y eso de meterme en un tubo de vapor no es la mejor forma de
conseguirlo. Pero todos los demás son nobles patriotas, al menos así lo
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asegura el coronel. ¿Qué dice, coronel? Usted es aquí el decano de los héroes.
—Si yo fuera más joven —replicó Windham—, y si usted tuviera sus
propias manos, sería para mí un placer aplicarle la zurra que se merece.
—No lo dudo, pero esa no es una respuesta.
—Usted bien sabe que a mi edad y con mi pierna… —E indicó su rodilla
rígida— no estoy en condiciones de hacer nada de eso, por más que lo desee.
—¡Ah, es claro! Y lo, con mis brazos sin maños, como dice el joven
Polyorketes… Eso nos exime. ¿Qué infortunadas calamidades afligen al resto
de los presentes?
—¡Escuche! —gritó Porter—. Quiero saber qué diablos es todo esto.
¿Cómo puede alguien introducirse en los tubos de vapor? ¿Y si a los kloranos
se les ocurre usarlos estando adentro uno de nosotros?
—Vamos, Porter, eso es parte de la diversión. Entonces es cuando
empieza lo más emocionante.
—El pobre individuo empezaría a hervir bajo el caparazón, como una
vulgar langosta.
—Imagen bonita, pero inexacta. El vapor no permanecería más que un
corto tiempo, tal vez uno o dos segundos, y la aislación del traje espacial
resistiría ese lapso. Además, el chorro pasa a una velocidad de varios cientos
de millas por minuto, de modo que usted sería expulsado desde la
espacionave antes de que el vapor tuviera tiempo siquiera de entibiarlo. En
realidad, sería arrojado a unas pocas millas dentro del espacio, después de lo
cual estaría completamente a salvo de los kloranos. Por supuesto, no podría
usted volver a la espacionave.
Porter transpiraba abundantemente.
—No piense que me asusta, Stuart.
—¿Ah, no? ¿Quiere decir que se ofrece para ir? ¿Está seguro de haber
calculado bien lo que significa estar varado en medio del espacio? Va a estar
solo, realmente solo. Probablemente, el chorro de vapor le hará hacer
volteretas y brincos vertiginosos. Pero usted no lo notará; le parecerá estar
inmóvil. Sin embargo, las estrellas girarán y girarán en torno, sin detenerse.
Después, su calorífero se enfriará o su provisión de oxígeno se agotará:
entonces comenzará una lenta agonía. Tendrá usted mucho tiempo para
pensar. Pero, si está apurado, puede abrir su traje. Tampoco esto sería
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agradable. He visto las caras de hombres que accidentalmente habían
desgarrado su traje y es por cierto un espectáculo bastante chocante. Pero,
claro está, sería más rápido. Entonces…
Porter se alejó con paso inseguro.
—Otro fracaso —comentó Stuart—. Parece que no hay postulantes para
este acto de heroísmo.
La áspera voz del agricultor se dejó oír.
—Siga hablando, señor Boca Grande. Siga aporreando el tonel vacío.
Muy pronto le haremos entrar sus dientes a patadas. Creo que hay alguien
listo para hacerlo ahora mismo, ¿eh, señor Porter?
La mirada que este lanzó a Stuart confirmó las suposiciones de
Polyorketes, sin embargo, permaneció callado.
—Entonces ¿qué decide, Polyorketes? Usted es el hombre del puño listo y
del gran coraje. ¿Quiere que lo ayude a ponerse el equipo?
—Cuando necesite ayuda, le avisaré.
—¿Y qué dice usted, Leblanc?
El joven se fue alejando a paso lento, como escabullándose.
—¿Ni siquiera por volver junto a su Margarita?
Pero Leblanc no podía hacer otra cosa que sacudir la cabeza.
—¿Y usted, Mullen?
—Muy bien; lo intentaré.
—¿Qué?…
—He dicho que estoy de acuerdo, que lo intentaré. Después de todo, la
idea es mía.
Stuart permaneció atontado.
—¿Habla en serio? ¿Y por qué lo hace?
La remilgada boca de Mullen se frunció.
—Porque nadie quiere hacerlo.
—Pero esa no es una razón; sobre todo tratándose de usted.
Mullen se encogió de hombros.
Se oyó el golpe seco de un bastón detrás de Stuart. Era Windham que pasó
rozándolo.
—¿Realmente piensa ir, Mullen? —preguntó el coronel.
—Sí, coronel.
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—En ese caso, déjeme estrecharle la mano. Usted me gusta. Es usted un…
todo un ciudadano de la Tierra, ¡caramba! Gane o pierda en la partida, yo daré
fe de su heroísmo.
Mullen, torpemente, liberó su mano del vibrante apretón de la otra. En
cuanto a Stuart, se sentía en una situación poco común, en realidad, la más
extraordinaria que hubiera podido imaginar: por primera vez, no tenía nada
que decir.
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Stuart sostenía el casco con esfuerzo; era pesado y sus manos artiplásmicas no
podían aferrarlo bien.
—Es mejor que aproveche ahora para rascarse la nariz si le pica —
aconsejó a Mullen—. No podrá hacerlo durante un tiempo. —Y agregó
mentalmente—: Quizás nunca más…
—Tal vez me convenga llevar un cilindro con oxígeno de repuesto.
—Me parece muy acertado.
—Y provisto de una válvula reductora.
—Y a veo cuál es su idea. Si usted es expulsado desde la espacionave,
podría intentar el regreso utilizando el cilindro como un motor de acción-
reacción.
Le atornillaron la parte de la cabeza y le fijaron a la cintura un tubo de
oxígeno de repuesto. Entre Polyorketes y Leblanc lo levantaron hasta la boca
del tubo C, que estaba siniestramente oscuro, pues el revestimiento metálico
interno había sido pintado de negro. Stuart creyó percibir un repugnante olor
de humedad, pero sabía que era pura imaginación suya.
Cuando el hombrecito hubo llegado a la mitad del caño, Stuart detuvo la
maniobra y le aplicó unos golpecitos en la placa frontal del traje espacial.
—¿Puede oírme?
El otro hizo un gesto afirmativo.
—¿Circula bien el aire? ¿No hay inconvenientes de último momento?
Mullen alzó su brazo acorazado en señal de que todo andaba bien.
—Entonces, recuerde: no use allá afuera la radio de su traje. Los kloranos
podrían captar las señales.
Las manos membrudas de Polyorketes hicieron descender a Mullen, hasta
que se oyó el choque del calzado de acero contra la válvula exterior.
Entonces, la válvula interior se cerró en forma terriblemente definitiva.
Stuart quedó frente al tablero de palancas que controlaban la válvula
exterior. Movió la palanca correspondiente; y, entonces, el indicador que
marcaba la presión de aire dentro del tubo bajó a cero. Un puntito de luz roja
advirtió que la válvula exterior estaba abierta. Luego la lucecita desapareció,
la válvula se cerró y el indicador ascendió lentamente hasta llegar nuevamente
a quince libras.
Abrieron otra vez la válvula interior y notaron que Mullen ya no estaba.
Polyorketes fue el primero que habló.
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—¡Pequeño granuja! ¡Así que se fue no más! —Paseó una mirada
sorprendida entre los presentes—. ¡Un tipo tan chiquito y con tanto coraje!
—Vea —observó Stuart—, es mejor que vayamos preparándonos. Hay
una probabilidad de que los kloranos hayan detectado las válvulas de cierre y
apertura. Si así fuera, pronto los tendríamos aquí para investigar; en
consecuencia, debemos preparar la coartada.
—¿De qué manera? —preguntó Windham.
—No verán a Mullen entre nosotros. Les diremos que está en la proa. Los
kloranos saben que los terrestres tienen la peculiaridad de ofenderse por la
intrusión en la intimidad de los cuartos de baño; de modo que no harán
ningún intento de verificación. Si podemos impedírselo…
—Pero ¿si deciden esperar, o si cuentan las trajes espaciales? —
interrumpió Porter.
Stuart se encogió de hombros.
—Esperemos que no lo hagan. Y en cuanto a usted, Polyorketes, se le
ruega no hacer lío cuando entren.
—¿Con ese hombrecito ahí afuera? —Gruñó el aludido—. ¿Por quién me
toma usted? —Miró a Stuart con animosidad y luego se rascó vigorosamente
la pelambre encrespada—. ¡Y yo que me reía de él! ¡Me parecía una vieja!
Ahora, estoy avergonzado…
Stuart se aclaró la garganta y dijo:
—Yo también he estado diciendo algunas cosas que, pensándolo bien, no
eran demasiado graciosas. En fin, quiero disculparme por esto.
Se dio vuelta y fue, malhumorado, hacia su litera. Oyó unos pasos tras él y
sintió de pronto que alguien le tiraba de la manga. Se volvió: era Leblanc.
El joven dijo con voz suave:
Yo sigo pensando que el señor Mullen es un hombre viejo.
—Bueno, no es un muchacho. Tiene unos cuarenta y cinco a cincuenta
años, creo.
—Señor Stuart —prosiguió Leblanc—, ¿no le parece que tendría que
haber ido yo en vez de él? Soy el más joven de todos. No me gusta la idea de
haber dejado que un hombre de edad fuera en mi lugar. Me hace sentirme
culpable.
—Lo sé. Si muere, será espantoso.
—Pero él se ofreció voluntariamente. No lo hemos obligado, ¿verdad?
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—No trate de rehuir responsabilidades, Leblanc. Eso no le hará sentirse
mejor. Ninguno de nosotros tenía motivos más fuertes que él para eludir ese
riesgo.
Y después de estas palabras, Stuart permaneció silencioso y pensativo.
M ULLEN sintió que la obstrucción debajo de sus pies cedía y que las
paredes que lo rodeaban se deslizaban velozmente, demasiado
velozmente. Sabía que era la ráfaga de aire que escapaba, arrastrándolo
consigo, y entonces hizo frenéticos esfuerzos para clavar brazos y piernas
contra las paredes, a fin de frenarse. Se creía que los cadáveres eran
expulsados muy lejos del tubo C; pero él no era un cadáver…, por lo menos
en aquel momento.
De pronto, sus pies se sintieron libres y patalearon. Oyó el golpe de una
bota magnética contra el casco de la nave, después que su cuerpo salió
despedido como un corcho bajo presión de aire. Se columpió peligrosamente
al borde del orificio de entrada de la nave —había cambiado repentinamente
de orientación, quedando colocado sobre ella—; luego, cuando la tapa del
tubo bajó por sí sola, dio un paso atrás y se afirmó ligeramente sobre el casco.
Una sensación de irrealidad lo dominaba. Sin duda, no era él quien
permanecía en la superficie exterior de la nave: no era Randolph Mullen. Muy
pocos seres humanos podían decir que habían vivido esa experiencia, ni aun
aquellos que viajaban constantemente por el espacio.
Gradualmente fue adquiriendo conciencia de que estaba dolorido. Es que
el esfuerzo para asomarse por ese orificio, con un pie aferrado al casco, casi
lo había hecho doblarse en dos. Con gran precaución trató de moverse y
comprobó que sus movimientos eran erráticos y casi incontrolables. Pensó
que ninguna parte de su organismo había sufrido, aun cuando los músculos
del costado izquierdo habíanse dislocado considerablemente.
Entonces cobró conciencia y notó que las luces que llevaba en los puños
de su traje estaban encendidas. Esto era lo que le había permitido ver en
medio de la negrura interior del tubo. Se agitó nerviosamente ante la sola idea
de que los kloranos pudieran distinguir las lucecitas móviles en la parte
exterior del casco y, por lo tanto, hizo girar la llavecita que había en la
sección media del traje espacial.
Mullen nunca se hubiera imaginado que, estando de pie sobre una nave
espacial, fuera incapaz de distinguir su casco. Pero estaba oscuro, tan oscuro
abajo como arriba. Solo se veían las estrellas como duros y brillantes puntitos
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no dimensionales. Nada más. Y nada más en ninguna otra parte. Debajo, ni
siquiera las estrellas… ni siquiera sus propios pies.
Se volvió para mirar las estrellas. Su cabeza parecía flotar. Los astros se
movían lentamente; mejor dicho, estaban fijos y era la nave la que rotaba,
pero sus ojos no querían creerlo. Su vista abarcó otra direcciones: más
estrellas, pero lejanas. La nave parecía existir solo como una región sin
estrellas.
¿Que no había estrellas? Pero si allí estaba una, muy cerca de sus pies.
Casi podía tocarla. Pronto comprendió que solo era un reflejo en el metal
reflexivo.
Se movían a miles de millas por hora. Los astros estaban; la nave estaba;
él también. Pero esto nada significaba. Para sus sentidos, solo existía el
silencio, la oscuridad y ese lento girar de las estrellas. Sus ojos seguían ese
movimiento giratorio. Y en su cabeza, dentro del yelmo, percibía una especie
de tintineo al golpear él contra el casco de la nave.
Presa del pánico, tanteaba a su alrededor con sus gruesos e insensibles
guantes de silicato. Sus pies seguían firmemente imantados al casco. Eso era
verdad; pero el resto de su cuerpo se doblaba hacia atrás, casi en ángulo recto
con las rodillas. No había gravedad fuera de la nave.
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H IZO una desesperada presión sobre el casco para enderezarse. Entonces
su torso saltó bruscamente hacia afuera y, rehusando detenerse cuando
estaba erguido, cayó hacia adelante. Volvió a intentar, esta vez más
lentamente, equilibrándose con ambas manos sobre el casco, hasta quedar en
cuclillas. Luego, hacia arriba; muy lentamente, siempre hacia arriba, con los
brazos extendidos para mantener el equilibrio.
Ya estaba erguido, consciente de sus náuseas y de su aturdimiento. Miró
en torno. ¡Dios Santo! ¿Dónde estaban los tubos de vapor? No podía
distinguirlos. Todo era negro sobre negro, nada sobre nada. Rápidamente
encendió las luces de sus muñecas. En el espacio no se veían rayos, sino tan
solo unas manchas elípticas de color azul acerado, muy definidas, que le
hacían guiños. Allí donde las luces enfocaban un remache de la nave, se
proyectaba una sombra, aguda como un cuchillo y tan negra como el espacio,
en tanto que la región alumbrada brillaba nítidamente.
Movió los brazos y su cuerpo se ladeó suavemente en la dirección
opuesta; acción y reacción. De pronto surgió ante su vista la visión de un tubo
de vapor con sus lisos costados cilíndricos. Trató de moverse en esta
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dirección. Sus pies se aferraban vigorosamente al casco; haciendo un esfuerzo
se arrastró lentamente hacia arriba. Cuando la suela estuvo a dos pulgadas de
distancia del tubo, se zafó con un chasquido, perdiendo el control y golpeando
el casco con ruido metálico. Su traje captó las vibraciones amplificándolas en
sus oídos.
Mullen quedó paralizado por el terror. Los deshidratadores que secaban la
atmósfera interior de su traje no podían evaporar los chorros de transpiración
que brotaron de su frente y axilas.
Esperó un momento, luego trató nuevamente de levantar un pie, apenas
una pulgada, sosteniéndolo por la fuerza y moviéndolo horizontalmente. El
movimiento horizontal no implicaba esfuerzo alguno; era perpendicular a las
líneas de fuerza magnética. Pero debía evitar que su pie se zafara como antes,
y luego bajarlo lentamente.
El esfuerzo le hizo resoplar. Cada paso era una agonía. Los tendones de
las rodillas le crujían, y sentía como si un cuchillo lo hiriese en el costado.
Mullen se detuvo para dejar que se le secara la transpiración. No convenía
empañar con vaho el interior de su placa frontal. Encendió las lucecitas y
pudo ver que el tubo de vapor estaba adelante.
La nave tenía cuatro de ellos ubicados a intervalos de noventa grados y
proyectándose en ángulo desde la zona intermedia. Servían para el «ajuste
fino» del curso de la nave; el «ajuste tosco» era proporcionado por los
poderosos impulsores de adelante y atrás, que fijaban la velocidad final
mediante su fuerza de aceleración y desaceleración, así como por los
hiperatómicos que atendían a los saltos devoradores de espacio.
Pero, en algunas ocasiones, era preciso ajustar ligeramente la dirección
del vuelo y solo entonces funcionaban los cilindros de vapor. Separadamente
podían conducir la nave arriba, abajo, a la derecha y a la izquierda; de a dos y
con una proporción de impulso adecuada, la nave podía ser orientada en
cualquier dirección que se deseara.
El sistema no había sido mejorado a través de los siglos, pues era
demasiado sencillo. La pila atómica calentaba el agua contenida en un envase
cerrado, hasta convertirla en vapor; en menos de un segundo le hacía alcanzar
temperaturas a las que podía descomponerse en una mezcla de hidrógeno y
oxígeno, y luego en una mezcla de electrones e iones. Tal vez dicha
descomposición se producía realmente; nadie se preocupó jamás de
comprobarlo, pues no se presentó la necesidad.
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Al llegar al punto crítico, una válvula ahusada cedía y el vapor salía en
explosión breve pero increíblemente violenta. Y entonces, inevitablemente, la
nave avanzaba, majestuosa, en la dirección opuesta, virando en torno a su
propio centro de gravedad. Cuando los grados de giro eran suficientes, se
producía una explosión igual pero del lado opuesto. La nave entonces se
movía a su velocidad original, pero en dilección distinta.
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M ULLEN se había arrastrado hasta el borde del cilindro de vapor. Se
imaginaba a sí mismo como a una manchita columpiándose al borde
de la estructura que se proyectaba desde un ovoide que rasgaba el espacio a
razón de diez mil millas por hora.
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Pero no había corriente de aire que lo lanzara fuera del casco, al cual sus
suelas magnéticas se adherían más firmemente de lo que hubiera querido.
Con las luces encendidas, se inclinó para acechar el interior del tubo;
entonces la nave efectuó un descenso vertical y su orientación cambió.
Extendió los brazos para mantenerse en equilibrio, aunque no estaba cayendo.
En el espacio no había arriba ni abajo, excepto lo que su mente aturdida
consideraba como tal.
El cilindro era lo bastante amplio como para contener a un hombre, de
modo que se pudiera entrar a él con fines de reparación. Con su luz, Mullen
distinguió los peldaños de la escala del tubo, casi frente al lugar donde él se
encontraba. Reuniendo todo el aliento que le quedaba, lanzó un suspiro de
alivio, pues recordó que algunas naves no tenían esa escala.
Se encaminó hacia ella. Mientras se movía, la nave parecía deslizarse y
retorcerse bajo sus pies. Levantó un brazo sobre la boca del tubo, tanteando la
escala; soltó un pie, después otro, y se lanzó adentro.
El nudo que desde el primer momento se había formado en su estómago
se convirtió ahora en una convulsa agonía. Si se les ocurriese cambiar el
rumbo de la nave lanzando vapor por ese caño…
De todas maneras, no lo oiría ni lo sabría. En un instante estaría asido a un
peldaño e iría tanteando lentamente el próximo con su brazo. Al momento
siguiente estaría solo en el espacio, y el buque sería una sombra perdida para
siempre en medio de las estrellas. Tal vez habría un breve remolino de
helados cristales que brillarían bajo la luz de sus muñecas, girando en torno a
él, atraídos por su masa como planetas infinitesimales a un sol absurdamente
pequeño.
Volvían a correrle ríos de sudor, y ahora estaba consciente de su sed. Sin
embargo, desterró esta idea de su mente. No habría una gota de bebida
mientras no saliera de su traje espacial… si alguna vez salía.
Un peldaño arriba, otro más, y otro… ¿Cuántos eran? Observó con
incredulidad el brillo que aparecía bajo las lucecitas de su puño. ¿Hielo? ¿Por
qué no? El vapor, increíblemente caliente como estaba, chocaría contra el
metal a una temperatura próxima al cero absoluto. En los escasos fragmentos
de segundo de la acometida no habría tiempo para que el metal se calentara
más allá del punto de congelación del agua. Se condensaría una capa de hielo,
que se sublimaría lentamente en el vacío. Era la velocidad de todos los
sucesos lo que impedía la fusión de los tubos y del recipiente de agua original.
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Su mano palpó el borde. Nuevamente, la luz de su muñeca. Mullen miró
con creciente horror la boquilla del tubo, de media pulgada de diámetro.
Parecía inofensiva; pero había que estar alerta hasta el último instante.
A su alrededor estaba la válvula de acceso. Giraba sobre un eje central
que estaba asegurado con resortes en la parte que daba al espacio, y
atornillado en el lado que miraba al interior de la nave. Los resortes le
permitían ceder a la primera fuerte presión de vapor antes que la poderosa
inercia de la nave pudiera ser vencida. El vapor era lanzado a la cámara
interior, frenando su impulso y dejando intacta la energía total, pero
retardándola a fin de que el casco no corriese tanto peligro de desfondarse.
Mullen se abrazó fuertemente a un peldaño y presionó sobre la válvula
exterior hasta que cedió un poquito, lo bastante como para poder asir la
tuerca. La hizo girar, sintiendo que su cuerpo se retorcía en la dirección
opuesta; luego, con gran esfuerzo, ajustó cuidadosamente la llavecita que
permitía controlar los resortes.
Ahora estaba en el espacio comprendido entre las válvulas, que era lo
bastante grande como para alojar cómodamente a un hombre. Ya no podía ser
arrojado de la nave. Si la expulsión de vapor se produjera en ese momento,
simplemente lo lanzaría contra la válvula interna con fuerza suficiente como
para convertirlo en pulpa. Muerte rápida que, al menos, no sentiría en lo más
mínimo.
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Mullen siguió golpeando con su tubo de oxígeno. ¿Mirarían los kloranos
el medidor de aire y notarían que la marca apenas pasaba de cero?
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—Escuchen —dijo Porter, poniéndose de pie—; tal vez se haya quedado
colgado ahí afuera… Quizá no pueda terminar él solo su tarea… Y me
ofrezco para ir en su ayuda, si a ustedes les parece bien.
Se quedó un rato esperando, con temor, el latigazo sarcástico de la lengua
de Stuart. Este lo observaba, tal vez con sorpresa, pero Porter no se atrevía a
mirarlo.
—Dejémosle una media hora más —dijo al fin Stuart.
Porter lo miró con asombro. No había desprecio en el semblante de Stuart;
por el contrario, hasta parecía amistoso. Y lo mismo ocurría con el resto de
los presentes.
—Entonces…
—Entonces —reanudó Stuart— echaremos la suerte para saber quién irá.
¿Quiénes se ofrecen, además de Porter?
Todos levantaron la mano; Stuart también. Pero Porter estaba feliz: era el
primer voluntario, y esperaba con ansia que terminara esa media hora.
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Pasando sobre el klorano destrozado, Mullen entró en la cabina. Se
hallaba vacía. Apenas tuvo tiempo de notarlo, cuando notó que estaba
arrodillado. Se levantó con dificultad. La transición de la no gravedad a la
gravedad habíalo tomado por sorpresa. Además, era gravedad kloraniana, lo
que significaba que, con su espaciotraje, llevaba un cincuenta por ciento de
sobrecarga para su enjuto esqueleto. Pero al menos sus pesados chanclos de
metal ya no se aferraban en forma tan exasperante al suelo metálico; pues
dentro de la nave los pisos eran de aleación de aluminio revestida de corcho.
Avanzó con movimiento circular. El Klorano, sin cuello, yacía en el suelo
y solo alguna leve contracción denotaba que había sido alguna vez un
organismo viviente. Pisando sobre él con repugnancia fue a cerrar la válvula
del tubo de vapor.
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Allí estaba el otro klorano: indemne, entero. Permaneció unos instantes en
el vano de la puerta, con sus especies de manecillas rígidas e inmóviles, el
cuello estirado hacia adelante, y los horribles ojos alternándose para mirar a
Mullen y a su camarada caído y semimuerto.
Luego, la mano del monstruo se movió rápidamente hacia uno de sus
costados. Mullen, inconscientemente, actuó por reflejo, con idéntica rapidez.
Desplegó la manguera del tubo de oxígeno de repuesto y, sin preocuparse de
reducir la presión, dejó salir todo el chorro de oxígeno, a punto tal que el
impulso lo hizo tambalearse.
Podía ver perfectamente el chorro de oxígeno: era una bocanada pálida,
que se hinchaba como una ola en medio de la verde atmósfera de cloro. Esto
sorprendió al klorano cuando había llevado una mano a su disparador. El
monstruo alzó las manos; entonces el pequeño pico de su nódulo de cabeza se
abrió en forma alarmante, pero sin emitir sonidos. Se tambaleó y cayó,
retorciéndose durante un instante para luego quedar rígido. Mullen se le
acercó y lo roció con el chorro de oxígeno, como si estuviera apagando un
incendio. Acto seguido levantó su pesado pie y lo dejó caer sobre el centro del
cuello, aplastándolo contra el piso.
Luego se volvió hacia el primero de los kloranos; estaba tendido en el
suelo, inmóvil. La cabina se había puesto pálida por el oxígeno, cuya cantidad
era suficiente para matar a legiones enteras de kloranos. Había vaciado todo el
contenido de su tubo de repuesto.
Mullen pasó por encima del cadáver para salir de la cabina de control;
tomando por el pasillo principal, se encaminó hacia el cuarto de los
prisioneros.
La reacción había comenzado. Ahora el héroe sollozaba, presa de un
temor ciego e incoherente.
S TUART estaba fatigado. Con sus falsas manos volvía una vez más a
manejar los controles de una espacionave. Dos cruceros livianos de la
Tierra estaban en camino. Durante más de veinticuatro horas había
manipulado los controles virtualmente solo; había inutilizado el equipo
clorurante empleado por los kloranos; había localizado la posición de la nave
en el espacio, intentado trazar un curso, y enviado señales encubiertas, que
habían sido captadas.
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Así que cuando la puerta de la cabina de control se abrió, sintióse irritado:
estaba demasiado cansado como para iniciar una conversación. Al darse
vuelta vio a Mullen entrar en la cabina.
—¡Vamos, Mullen, vuélvase a la cama!
—Estoy cansado de dormir; aunque, a decir verdad, hace un momento no
me imaginaba que esto pudiera ocurrirme…
—¿Cómo se siente?
—Tengo todo el cuerpo rígido. Especialmente el costado.
Hizo una mueca de dolor e, involuntariamente, paseó su vista en torno.
—No busque a los kloranos —sonrió Stuart—. Ya los hemos
«descargado» a esos pobres diablos. —Y meneando la cabeza añadió—: Le
aseguro que me daban lástima, después de todo. Están convencidos de que los
seres humanos son ellos, mientras que nosotros constituimos una raza extraña
e inferior.
—Comprendo.
Stuart miró de reojo al hombrecito, quien desde su asiento observaba
atentamente el mapa de la Tierra.
—Le debo una satisfacción personal y privada, Mullen. Habrá notado que
yo lo despreciaba.
—Estaba en su derecho —respondió el otro con su tono seco e
inexpresivo.
—Nada de eso. Nadie tiene el derecho de despreciar al prójimo. Ese
derecho me lo había adjudicado yo como resultado de una larga y terrible
experiencia…
—¿Ha estado usted pensando en esto?
—Sí, todo el día. Tal vez no pueda explicárselo. Se relaciona con estas
manos mías. —Y extendió los brazos para mostrarlas; luego prosiguió—. Me
resultaba muy duro saber que otros seres poseían sus propias manos. Por eso,
poco a poco llegué a odiar a mis congéneres. Estaba siempre buscándoles
defectos y burlándome de sus fallas y estupideces. Es que sentía la necesidad
de buscar razones para convencerme de que las demás personas no eran
dignas de mi envidia.
—Esa explicación es innecesaria —replicó Mullen, visiblemente
incómodo.
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—Sin embargo lo es para mí. Durante años descarté toda esperanza de
encontrar decencia en los seres humanos. ¡Hasta que apareció usted y me
demostró lo contrario!
—Sería mejor que comprendiera —explicó Mullen— que mi conducta se
debió a motivos de orden práctico y egoísta, nada más. No me va a convencer
usted de que soy un héroe.
—No pretendo. Sé que usted no hace nada sin una razón. Me refería, más
bien, al efecto que su conducta ha tenido en los demás. Una colección de
tontos y mentirosos se ha convertido en un grupo de gente decente. Y no por
obra de magia, ciertamente. Antes de esto eran gente digna; pero necesitaban
una oportunidad para demostrarlo, y usted se la brindó. Yo también he
cambiado, y probablemente por el resto de mi vida.
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—No se ofenda, Mullen, por lo que le voy a decir: parece usted incapaz
de toda emoción.
—¿De veras?
Su tono no se inmutó; permaneció suave y preciso, aunque se notaba en él
cierta tirantez.
—Es cuestión de entrenamiento —agregó— y de autodisciplina, no de
naturaleza. Un hombre pequeño no puede tener emociones visibles. ¿Hay algo
más ridículo que alguien como yo entregado a un acceso de cólera? Mido un
metro cincuenta y cinco centímetros de estatura y peso cincuenta y ocho kilos
y medio, por si le interesa saber las cifras exactas. Insisto en los cinco
centímetros y en el medio kilo.
»¿Puedo acaso —prosiguió— tener un porte digno y orgulloso? ¿Puedo
pretender llamar la atención sin inducir a risa? ¿Dónde encontraría una mujer
que no me despidiera instantáneamente con una carcajada? Naturalmente, he
tenido que aprender a privarme de toda exteriorización de emociones.
»¡Y usted habla de deformidades! Nadie notaría lo de sus manos, si no
estuviera usted tan ansioso por contar la historia a la primera persona con
quien se topa. ¿Piensa acaso que mi estatura puede ocultarse? ¿No es lo
primero y, en la mayoría de los casos, lo único que la gente nota en mí?».
Stuart se sintió avergonzado. Había invadido una intimidad que debía
serle sagrada.
—Perdóneme —dijo abochornado.
—¿Por qué?
—No hubiera debido obligarlo a hablar de esto. Yo mismo hubiera debido
comprender que… que usted…
—¿Que yo qué? ¿Que, aunque estoy metido en un cuerpo de enano, tengo
el corazón de un gigante?
—Yo no lo diría en ese tono sarcástico.
—¿Por qué no? Es una idea tonta y no tiene nada que ver con las razones
que me movieron a hacer lo que hice. ¿Qué habría ganado con ello? ¿Que me
lleven ahora a la Tierra y me pongan ante las cámaras de televisión,
bajándolas, por supuesto, hasta el nivel de mi cara, o bien haciéndome subir a
una silla para pincharme un montón de medallas?
—Es muy probable que hagan precisamente eso.
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—¿Y qué ventaja tendría para mí? Dirían: «Caramba, quién se lo hubiera
imaginado, un chiquitín como ese». ¿Y después, qué? ¿Le contaría a todo
aquel con quien me encontrara: «Yo soy el hombre a quien el mes pasado
condecoraron por su valor extraordinario»? ¿Cuántas medallas, señor Stuart,
supone usted que se necesitarían para cubrir mi estatura?
—Si lo plantea en esa forma, no sé qué decir, Mullen.
Este empezó a hablar más rápidamente y con cierto calor, pero sin perder
su acostumbrado control.
—Sin duda, hubo días en que pensé que ya les mostraría a ellos, a los
misteriosos ellos que constituyen el mundo, quién era yo. Pensaba abandonar
la Tierra a fin de ir a forjar mundos para mí. Sería un nuevo y aun más
pequeño Napoleón. Dejé la Tierra y me trasladé a Arcturus. Pero ¿qué podía
hacer en Arcturus que no pudiera haber hecho en la Tierra? Nada. Soy
tenedor de libros. De modo que, señor Stuart, he dejado atrás la vanidad de
querer pararme en puntas de pie, por así decir.
—Entonces, ¿por qué hizo lo que acaba de hacer?
—Dejé la Tierra cuando tenía veintiocho años y me fui al Sistema
Arcturiano, donde permanecí hasta ahora. Este viaje iba a ser mi primera
vacación, mi primera visita a la Tierra después de tanto tiempo. Pensaba
quedarme seis meses y luego regresar a Arcturus. Pero los kloranos nos
capturaron y nos iban a internar por tiempo indefinido. Yo no podía, no podía
permitir que impidieran mi viaje a la Tierra. Por grave que fuese el riesgo,
tenía que correrlo si quería eliminar esa interferencia. El móvil no era amor
hacia una mujer, miedo, odio ni idealismo de ninguna especie. Era más fuerte
que todo eso.
Se detuvo un instante y, estirando una mano como para acariciar el mapa
adherido a la pared, dijo con calma y serenidad:
—Señor Stuart, ¿nunca ha sentido usted nostalgia?
♦
Casas prefabricadas
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destruyan polillas y otras pestes de los colmenares. Pero las abejas se
rehusaron siempre a aceptarlos. Por eso será bienvenida la noticia de
que un panal de plástico sometido a un procedimiento especial, del que
no se dan detalles, ha tenido pleno éxito, pues lo llenaron de miel los
puntillosos insectos.
Televisión secreta
Aprovechemos la televisión
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buenos son objetos caros, y además no se aprende en un rato a
aprovechar todas sus posibilidades. Pero la televisión puede transmitir
a miles de personas lo que hasta a hora solo podía observar el técnico
que pacientemente preparó el aparato y el objeto de investigación. ¿Hay
interés?
La permanente y el sonido
L AS mujeres saben muy bien que una permanente mal hecha puede
afectar las cualidades del cabello. Pero ¿cómo averiguar si un
nuevo método de hacer la permanente da al cabello la elasticidad
óptima o lo perjudica? La física ha acudido al rescate, demostrando que
la elasticidad del cabello puede medirse perfectamente y en pocos
instantes midiendo la velocidad con que el sonido se propaga a lo largo
de él. Para ello ni hace falta cortarlo: se cuelgan distintos pesos de los
cabellos, para observar la velocidad del sonido en distintos estados de
tensión, y así se averigua en qué momento se obtendrá la mejor
ondulación.
Ya lo sabíamos…
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L A enfermedad del corazón llamada angina pectoris actúa
estrechando una de las arterias que irrigan el corazón.
Naturalmente, entonces, hay que buscar algo que dilate las arterias,
para aliviar sus síntomas. Una sustancia apropiada que se conoce desde
hace tiempo es la nitroglicerina, pero ¿quién se somete con tranquilidad
a un tratamiento semejante? Por suerte hay otro, que gozará
seguramente de sus simpatías: el whisky alivia los síntomas de la
angina, aunque no dilata los vasos, afirman definitivamente los doctores
Russek, Doerner y Zohman, de Nueva York. Ya lo sabíamos: el whisky
alivia muchos síntomas, y en cuanto a los vasos, más bien parece que
los achicara…
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LA GRAVEDAD ES ÚTIL
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Dentro de una nave libre en el espacio hay que tener miedo a las cosas
más inofensivas y reírse de las que aquí nos asustan. Un vaso de agua puede
matarnos y un cartucho de dinamita hacernos solo cosquillas al explotar.
Claro es que el agua moja. Esto no parece una gran novedad, ¿no es
cierto?, pero aquí lo decimos en un sentido más técnico: cuando se pone agua
en un recipiente, la superficie no es totalmente horizontal: junto a las paredes
sube un poco, se forma un «menisco», hay una fuerza que tira del agua hacia
arriba y se llama capilaridad. En otros líquidos, los que «no mojan», el
menisco es hacia abajo, como en el mercurio.
La capilaridad es una fuerza nada despreciable. Si el agua no sube más es
porque su peso es otra fuerza grande y que tira en sentido contrario. Pero en la
astronave libre no hay peso…; ergo, si destapamos una botella de agua, el
líquido saldrá de ella por sus propios medios y se extenderá por el lado
exterior de la botella, sobre la mesa donde esté asentada, la mano que la
sostiene y el cuerpo entero del dueño de la mano, hasta que todo se haya
esparcido en una capa delgada. Si el agua nos moja la cara, se meterá dentro
de las narices, bronquios y pulmones y nos ahogará. ¡No será broma lo de
ahogarse en un vaso de agua! Conclusión: no se puede destapar líquidos que
mojen. ¡Pero algo hay que beber! La solución más aceptada parece ser el
biberón: los líquidos se tomarán chupando de una mamadera. En mi opinión
no se arregla nada con eso, salvo que en vez de chupete se use una sonda que
llegue hasta el estómago, pues el agua puede pasar desde la boca a los
bronquios y nariz con toda facilidad. Mucho más razonable parece el método
de tragar líquidos envueltos en una capa sólida de rápida digestión estomacal,
es decir, píldoras. Una vez en el estómago los líquidos, no hay peligro de que
escapen, pues hay válvulas que no los dejarán salir más que cuando deban.
Por suerte no hay problemas para que los alimentos bajen de la boca al
estómago y sigan desde allí su camino. Eso no lo hacen por su peso sino
empujados por las contracciones del tubo digestivo. La prueba es que se
puede vivir acostado, e incluso resistir cabeza abajo un buen tiempo.
¿Por qué, en cambio, la dinamita no es peligrosa? No solo la explosión de
la dinamita; cualquier combustión es difícil de conseguir en la nave libre si no
se toman precauciones. Un fósforo arde porque va consumiendo el oxígeno
del aire que lo rodea, en ciertas reacciones químicas. Por supuesto, la
pequeñísima cantidad de oxígeno que hay en su cercanía inmediata no le
alcanza para nada. Pero en cuanto se inicia la reacción se produce calor, el
aire cuyo oxígeno se ha consumido se calienta y sube, y es reemplazado por
aire fresco, con más oxígeno. Y así sucesivamente.
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Pero ¿por qué sube el aire calentado? Porque es menos denso, es decir, a
igualdad de volumen pesa menos que el aire frío. ¡Y en la astronave no hay
peso! Por lo tanto, el aire caliente no sube, no es reemplazado por aire frío, no
se reemplaza el oxígeno consumido, y la combustión termina apenas iniciada.
La explosión de la dinamita es una combustión muy rápida, y sin oxígeno no
se puede efectuar.
Sin embargo, yo no jugaría con dinamita ni en una astronave. Y es que en
el razonamiento anterior, que es el aceptado usualmente, se olvidan algunas
cosas que pueden ser importantes. Por ejemplo, es cierto que el aire caliente
no sube, pero igual se aleja del lugar de la combustión. ¿Por qué? Porque a
mayor temperatura corresponde mayor velocidad media de las moléculas del
gas, de modo que los productos de la combustión y el aire usado escaparán de
ese sitio dejando lugar al oxígeno de las capas siguientes de aire, que se
acercará por difusión. Tal vez la combustión no sea así tan eficiente como en
la Tierra, pero si se inicia una mínima explosión suficiente para romper el
cartucho de dinamita en pedacitos, cada uno de estos tendrá nueva cantidad de
oxígeno a su disposición, y el resultado total puede ser un desastre.
Detalles como este pueden ser toda la diferencia entre una expedición
exitosa y una catástrofe. Por eso cualquier idea al respecto debe ser estudiada
cuidadosamente. Esperamos las sugestiones de nuestros lectores…
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EL EXTRAÑO CASO DE LA NUEVA BABEL
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«Kingman, John», decía la ficha, «Varón, 1.75 m, cabellos castaños.
Tiene seis dedos en cada mano, todos en perfecto funcionamiento. Edad…»,
esto estaba en blanco. «Raza…». «Lugar de nacimiento…», también en
blanco. «Diagnóstico: paranoia atípica avanzada, con delirio de grandezas,
pero sin manía de persecuciones». Aquí seguía un comentario: «El enfermo
apenas entiende inglés. No habla». Luego otros tres datos que también
estaban sin llenar: «Pariente más cercano… Historia clínica… Fecha de
admisión al Hospital…».
Podía ser que no se conociera la edad de un paciente si se lo había
recogido de la calle en un ataque de locura, y lo mismo con otros datos. Pero
entonces eso tendría que figurar en su historia clínica, y además, ¿cómo era
posible que no se supiera la fecha de admisión al hospital?
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A LGUIEN se acercó; era el empleado de la sección ficheros, y parecía
sentirse muy desdichado, por la cara que traía.
—Este…, doctor —dijo humildemente—. ¡Hay algo mal! ¡Muy mal!
A la llegada del segundo ser humano, John Kingman pareció retirarse más
aún a su divina indiferencia.
—¿Qué pasa? —preguntó Braden.
—¡No está registrada su admisión! —dijo el empleado—. Cada año se
hace una lista de todos los pacientes. Yo busqué en las listas anteriores la
primera en que aparecía él nombre de John Kingman, para saber en qué año
entró al hospital. ¡Pero revisé los veinte años anteriores y está mencionado en
todas las listas!
—Revise diez años más —sugirió Braden.
—¡Lo… lo hice, doctor! ¡También estaba aquí hace treinta años!
—¿Y cuarenta? —preguntó Braden.
—¡Doctor! —dijo desesperadamente el empleado—. ¡Fui al archivo de
registros viejos, donde hay hasta de 1850…, y también figuraba allí!
Braden se incorporó de un salto.
—¿Está loco? —dijo—. ¿Hace cien años? Espere. Voy con usted a ver
eso. Llame a mi asistente para que se haga cargo del enfermo.
Mientras el empleado corría en busca de su asistente, Braden miró a John
Kingman. John Kingman también lo miraba…, con una sonrisa divertida,
tolerante, burlona…
—Es absurdo —dijo Braden dirigiéndose al paciente como si fuera una
persona normal (cosa que todos los buenos médicos hacen). ¡Usted no está
aquí desde hace cien años!
Una de las manos de seis dedos se movió, haciendo señas de escribir.
Braden le alcanzó un lápiz y un papel.
John Kingman siguió mirando a lo lejos, sin fijarse en lo que hacían sus
manos. Pero en pocos segundos apareció un complicado dibujo en el papel,
que devolvió a Braden con expresión de absoluta indiferencia.
Braden contempló el dibujo. Era realmente complicado, pero no parecía
absurdo; más aún; recordaba vagamente que al estudiar física había visto
esquemas semejantes, aunque más sencillos. ¡Quizás estos dibujos servirían
para algo!
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Llegó el asistente para llevarse a John Kingman. Braden se metió el papel
en el bolsillo y dijo:
—Esto no es de mi especialidad, John. Pero veré qué se puede hacer. ¡No
sé por dónde empezar!
John Kingman se incorporó con dignidad y marchó delante del asistente
antes que este lo tocara, como si tocarlo fuera un sacrilegio que el hombre era
demasiado estúpido para comprender.
Braden entró en la oficina de archivos y allí recorrió los registros viejos
sacados por el empleado. Los manuscritos sucedieron a los impresos a
máquina, el papel se volvió amarillo y la tinta marrón…, pero hasta el primer
registro de pacientes allí archivado, que databa de 1850, contenía el nombre
de John Kingman.
Dos veces Braden encontró notas junto al nombre de Kingman. Algún
médico escribió en 1880: «Fiebre alta», nada más. En 1853 había algo más
interesante: «Este hombre tiene seis dedos en cada mano».
Braden y el empleado se miraron; este último con aire de decir: «La culpa
no es mía, doctor».
—Busque en los registros de defunción —dijo secamente Braden—.
Tiene que haber un John Kingman muerto. Es posible que al aparecer otro
enfermo sin nombre y también con seis dedos en las manos, a alguien se le
haya ocurrido ponerle el mismo nombre que al primero. ¡Eso es!
El empleado sonrió, feliz al escuchar una explicación posible. Pero
Braden no creía en ella. Dos locos con seis dedos y sin más datos era
demasiada casualidad.
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demás mortales, que ni se digna mirarlos, y si no se le alcanza
la comida no come. Pero en tres ocasiones pidió por señas útiles
de escribir e hizo algunos dibujos, que según los médicos no
tienen ningún sentido.
Braden leyó la nota dos y tres veces, secándose a cada momento el sudor
de la frente. Cuando llegó el empleado con la noticia de que ningún John
Kingman había muerto en el hospital, no fue ninguna sorpresa.
—Muy bien —dijo Braden al casi histérico empleado—, no murió. Que
lleven a John Kingman al pabellón médico; quiero revisarlo. Parece que lo
han desatendido un poco… ¡Una sola revisión médica en 165 años!
Braden salió, dejando al empleado con la convicción de que estaba loco.
Pero cuando él también leyó la nota de admisión fechada en 1786, decidió
que pronto la locura atacaría a todo el personal.
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—¡Mire! ¡Puso un campo como el de un microscopio electrónico! ¡Qué
idea! Así se puede enfocar perfectamente el haz de rayos catódicos…
—¿Y esto otro? —lo interrumpió Braden alcanzándole el segundo dibujo.
El técnico lo estudió con detenimiento. Al cabo de un rato dijo, en tono de
duda:
—Parece otro tubo de rayos X, pero hay algo más… Sí, parece un aparato
para acelerar electrones… —Se rascó la cabeza—. Si esto funcionara, podrían
obtenerse rayos X del voltaje que uno quisiera… y toda la alta tensión estaría
dentro del tubo; no habría peligro en manejarlo. ¡Eh! ¡Y solo necesita unas
pilas secas comunes para funcionar! ¡Se puede llevar todo en una maleta!
¡Equipos de rayos X portátiles!
El técnico estaba cada vez más excitado.
—¡Esto es una locura! Pero… doctor…, déjeme esto para estudiarlo…
Todavía no lo entiendo bien, pero… ¡Uy! ¡Es fabuloso!
Braden se metió los dibujos en el bolsillo.
—John Kingman —comentó— ha estado en este hospital 165 años. Creo
que nos dará más sorpresas. ¡Vamos a revisarlo!
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J OHN Kingman se estaba divirtiendo, y su aire condescendiente, como el
de un dios frente a un hato de imbéciles, habría enfurecido a otro que no
fuera un médico psiquiatra. Permitió que lo radiografiaran, como uno permite
a sus hijos que lo hagan intervenir en sus juegos. Dejó que le tomaran la
temperatura, mirando con desprecio el termómetro. El electrocardiógrafo le
interesó durante algunos segundos como un nuevo juguete. Con indiferencia
permitió que le fotografiaran el tatuaje del hombro izquierdo —seguía
estando allí—, y en general se portó de la manera más irritante.
Pero Braden palideció al ir obteniendo los resultados. ¡La temperatura de
John Kingman era de 43 °C! Esa era la «fiebre alta» observada al entrar en el
hospital en 1880. El electrocardiograma dio una curva completamente
incomprensible, hasta que Braden dio en la tecla:
—¡Si tuviera dos corazones daría eso!
Y cuando tuvieron las placas de rayos X las cosas fueron peor. Cuando
John Kingman fue admitido en Nueva Babel no existían los aparatos de
rayos X, y era natural que nunca lo hubiesen radiografiado después. ¡Qué se
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habían perdido! Tenía dos corazones; tres costillas más a cada lado, y cuatro
vértebras de yapa. Su capacidad craneana era diez por ciento mayor que la de
los hombres normales, y sus dientes presentaban anomalías indiscutibles.
John Kingman contempló a Braden con aire de triunfo al terminar la
revisión. Con majestuosa dignidad permitió que lo vistieran, y luego hizo
nuevamente señas de escribir.
Esta vez John Kingman se dignó mirar lo que estaba dibujando. Cuando
terminó, había una docena de esquemas pequeños en el papel, cada uno
semejante al anterior, salvo alguna pequeña diferencia que iba aumentando
paso a paso hasta que los esquemas se desdoblaban; y mientras una rama daba
algo idéntico al punto de partida, la otra se convertía en un dibujo igual al que
Braden había visto en el jardín en su primer encuentro con el «loco».
Pero ahora se hizo la luz en su cerebro. ¡Esta serie de diagramas eran
exactamente análogos a los que aparecían en los libros de Física para explicar
las transformaciones atómicas! Suponiendo ya que John Kingman no era un
lunático cualquiera, aquellos esquemas indicaban una reacción en cadena
entre átomos que producía un elemento inestable. En pocas palabras: un
proceso para producir energía atómica.
Braden clavó sus ojos en los de John Kingman, altivos y divertidos.
—Usted gana —dijo con un temblor en la voz—. Todavía creo que está
loco, pero nosotros lo estamos más aún que él quizás…
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llegar al pueblo el extraño se paró en la plaza en actitud tan majestuosa, que
pronto se reunió una multitud de curiosos a contemplarlo, sin que lo
conmoviera en su actitud absolutamente despreciativa y lejana. Parecía que ni
los rumores que se alzaron primero, en que la multitud conjeturaba sobre ese
extraño individuo, ni más tarde, los gritos con que reclamaban que dijera su
procedencia y las causas por las cuales se había erigido como soberano
omnipotente, le Hicieron perder su soberbia. Irritaba a la multitud con su
silencio. Un chico arrojó sobre él una piedra, que le dio en el pecho. Con
gesto tranquilo sacudió las partículas de tierra, sin que él les prestara la más
mínima atención. Cuando apareció el anciano Wicher, sin embargo, lo detuvo
con un gesto, e inclinándose, dibujó algo en el suelo con un dedo. Pero al ver
que Wicher no comprendía su dibujo, tuvo un acceso de rabia, escupió a la
multitud y solo la llegada de dos guardias lo salvó de ser molido a palos.
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—¡Ya lo creo! —dijo el agente del gobierno—. Esos esquemas de tubos
de rayos X eran interesantes, pero los otros… ¡Casi nada! Parece que nos ha
enseñado un método para obtener energía atómica controlable a partir del
silicio, que es uno de los elementos más comunes. ¿De dónde vino este…
hombre o lo que sea?
Braden meneó la cabeza con aire de duda. Luego habló:
—¿Notó esa referencia a las estrellas fugaces gigantescas en los papeles?
Me tomé el trabajo de revisar los diarios de esa época. Dicen que una enorme
estrella fugaz atravesó la atmósfera, y luego, según varios testigos de
confianza, volvió a subir, desapareciendo en el espacio. Minutos después
otros meteoros semejantes cruzaron el cielo de horizonte a horizonte sin
descender en ningún momento.
Él enviado meditó un instante.
—Usted está sugiriendo —dijo luego— que una nave de otro mundo
aterrizó por un instante para que John Kingman desembarcara y luego volvió
a partir en apariencia perseguida por otras naves semejantes.
El director rio ante lo que suponía una broma.
—Si John Kingman no es un ser humano —prosiguió el enviado del
gobierno— y si proviene de algún mundo donde hace dos siglos conocían ya
tan bien la energía atómica, y si ya entonces estaba loco…
—Es posible que haya sufrido de manía de persecuciones —completó
Braden— y robara una nave cósmica para escapar de su planeta. Lo
persiguieron y para escapar a la persecución desembarcó… aquí.
—¿Pero y su nave? —preguntó el director, no sabiendo todavía si la cosa
iba en serio o en broma—. ¡Nuestros antepasados la habrían encontrado!
—Supongamos —dijo el enviado— que sus perseguidores tenían radar o
algo parecido. Un loco astuto habría conectado el piloto automático de su
nave y la habría enviado sola lo más lejos posible para engañar a sus
enemigos. Así explicaríamos lo de las estrellas fugaces. ¿Qué opina, Braden?
—No hay pruebas, y ahora está loco —contestó Braden—. Si pudiéramos
curarlo…
—¿Y cómo? —preguntó el enviado del gobierno—. Yo creía que la
paranoia era prácticamente incurable.
—Ya se ha usado el shock para combatir otras clases de locura —explicó
Braden—. El año pasado Jantzen inventó el shock eufórico para los
paranoicos. Mediante una droga se produce en los enfermos una sensación de
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euforia, o sea, bienestar; luego otra droga les produce alucinaciones, durante
las cuales ellos satisfacen imaginariamente todas sus manías e ilusiones.
Parece que al cabo de una serie de shocks quedan casi curados.
—¿Resistirá a las drogas John Kingman?
—No lo sé —admitió Braden—. Sus procesos químicos son semejantes a
los nuestros, hasta ahora. Come lo mismo que nosotros, pero podría tener
alergia a ciertas drogas. Si sus dibujos son tan importantes, valdría la pena
conseguir que haga los más posibles antes de aplicarle el tratamiento.
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que todos los físicos de la Tierra juntos, pero no era posible utilizar su
sabiduría sin curarlo antes.
Pero Braden seguía manifestándose en desacuerdo.
—Si fuera un hombre sin importancia, valdría la pena correr el riesgo.
Pero tratándose de un ser tan valioso, y que no es humano, no me atrevo.
Su negativa demoró las cosas una semana. Luego el Congreso decidió que
valía la pena arriesgarse y que el tratamiento sería aplicado por Braden.
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Ascensor hidráulico para México
Inmortalidad
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LA ESPONJA INSACIABLE
Claro que no puede ser. Pero es. Y siendo así ¿qué pasará
con los ríos, con los océanos y con el hombre, que es 65 por
ciento agua?
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En mi club los muchachos dicen que tengo buena cabeza para la
investigación científica, tal vez porque me ven en la sala de lectura ocupado
con revistas de mecánica y de radio, en vez de leer los diarios o las revistas de
carreras.
Bueno, pues ha sido mi mente científica la que me ha privado de mi
esposa, de la piel de mi mano derecha y de pasar un fin de semana divertido,
trayéndome en cambio una buena carga de preocupaciones. Y esta es la razón
por la cual estoy ahora escribiendo. Leí no sé dónde que las preocupaciones
se alivian cuando uno las pone frente a sí por escrito.
El primer anuncio de lo que me esperaba lo tuve cuando llegué a mi casa
y enfilé el camión para entrarlo en el garage. Lottie —mi esposa— me gritó
atemorizada desde el porche: «¡Fuego! ¡Apúrate! ¡Se está extendiendo!».
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Luego entré en el garage y salí con un montón de trapos viejos, una
cuerda y un palo mediano. Todo esto lo tenía ya preparado de antemano,
porque sabía que un día u otro sería necesario. Entré en la casa, besé a Lottie
y se tranquilizó tan rápidamente como se había alarmado.
—Tráeme una cacerola o algo por el estilo —le dije, y me dispuse a
desarmar el quemador.
No sé si ustedes conocen estos quemadores. En la parte inferior tienen una
espita para eliminar el exceso de gas oil, y esa espita tiene un tapón de bronce.
El proveedor de gas oil me ha confesado que no hay memoria de que ni un
solo dueño de una de esas máquinas infernales haya podido sacar este tapón,
de apariencia tan inocente. No soy precisamente un hombre raquítico: peso
noventa y cinco kilos desnudo y estoy acostumbrado a los esfuerzos…, pero
tampoco pude sacar el tapón. La única solución posible es ir empapando
trapos en el aceite sobrante y retorciéndolos luego.
—¡Lottie!… ¡Me has traído la asadera! ¿Cómo te vas a arreglar para
quitarle el olor a aceite?
Ya era demasiado tarde. Era la tercera vez que retorcía el trapo y la
asadera estaba completamente impregnada. Por lo tanto decidí proseguir
filosóficamente en mi tarea, tratando de no pensar en el gusto que tendrían los
asados del mediodía durante los próximos cinco meses.
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Yo siempre fui muy aficionado a la Química. En el colegio era el primero
de la clase, y mis compañeros me llamaban Curie. Como ya lo he dicho, esta
afición me ha durado, y leo habitualmente varias revistas de mecánica y de
química, de modo que para estas fechas sé prácticamente todo lo que se puede
saber acerca de jabones, detergentes, modo de emplearlos y fórmulas
adecuadas.
—Este —expliqué a Lottie— tiene un porcentaje elevado de soda
cáustica.
Lottie asintió y dijo que lo recordaba muy bien, porque era el que había
arruinado su cafetera de aluminio.
Eché agua bien caliente en la asadera y le añadí una buena dosis del jabón,
explicando al mismo tiempo:
—Esto es para saponificar el aceite.
—¿Qué es saponificar?
—Saponificar quiere decir formar jabón. Todo jabón es una mezcla de
algún producto alcalino o cáustico con grasa o aceite.
—Pero si ya tenemos jabón… ¿Por qué no lo usas en vez de preparar
otro?
Tuve que explicarle desde el comienzo en qué consistía la acción de los
detergentes. Mientras tanto, fui revisando la fórmula de los diversos paquetes,
y añadí un poco de cada uno, según me pareció conveniente. Finalmente
añadí también un poco de varios «líquidos detergentes mágicos» que no
tenían indicada la fórmula.
Entretanto Lottie me sugirió que saliese de la cocina lo antes posible,
porque la estaba molestando, de modo que desistí de perfeccionar la
combinación, eché una o dos cucharadas más de polvo y dejé la asadera junto
a la pileta para que la solución actuase.
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Lottie me miró expresivamente: le molesta mucho que use palabras
rimbombantes, cosa que me sucede solamente cuando hablo de química o
algo semejante.
—Bueno, desprecipítala y sácala de mi asadera.
Mi mente científica había empezado a funcionar. Tomé la asadera llena de
gelatina y la coloqué en el centro de la mesa, bajo la luz. Cada uno de los
jabones que la formaban pretendía ser el mejor del mundo. ¿Qué sucedería
ahora que sus efectos estaban combinados?
Tomé una sartén usada en la que habían quedado restos de zanahorias
chamuscadas. Lottie había comenzado a frotarla y quedaba un dedo de agua
en el fondo.
Al ver que me disponía a limpiarla con la mezcla de detergentes, me dijo:
—Mira, si vas a comenzar otro experimento, tira primero esa gelatina y
déjame libre la asadera.
Saqué una cantidad como para llenar una taza y Lottie volvió a la pileta,
donde arrojó el resto de la gelatina.
—Te arrepentirás si esta mezcla resulta ser el mejor detergente del mundo
y nos quedamos solo con una taza.
No me oyó y me alegré de que así fuera; eché una cucharadita de la
mezcla en la sartén y revolví un poco. En vez de disolverse en el agua que
quedaba, sucedió todo lo contrario: el agua fue absorbida por la mezcla, que
conservó su anterior densidad.
—Dame un molde —dije a Lottie.
Lottie suspiró, pero sacó uno de regular tamaño. Vertí la gelatina de la
sartén e hice mi primer descubrimiento.
La mezcla no era apta para limpiar zanahorias chamuscadas.
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El molde que me había alcanzado Lottie no estaba lleno hasta los bordes.
La gelatina adherida a las paredes se deslizaba hacia el fondo hasta que solo
quedó una superficie uniforme, sin ningún saliente. El descenso de la gelatina
adherida a las paredes no fue tan impresionante como la súbita calma que se
produjo al igualarse la superficie.
Parecía que estuviera esperando algo.
Sentí una irresistible tentación de hundir el dedo, solo comparable a la que
se suele experimentar ante una paced con la inscripción: «¡Cuidado! Pintura
fresca». No pude contenerme y apoyé mi dedo en el centro de la masa.
Se produjo una ondulación que iba desde el centro a las paredes, igual a la
que forma un guijarro lanzado en un estanque apacible. La ondulación llegó
hasta las paredes y volvió nuevamente hacia mi dedo. Cuando llegó, la
superficie de la masa ascendió unos dos o tres centímetros en torno a mi dedo.
Nueva ondulación centrífuga, nuevo movimiento de retorno hasta el centro y
nuevo ascenso de la masa. Sentí una agradable sensación, como si algo me
estuviera chupando suavemente el dedo y otra impresión, mucho más difícil
de definir: me pareció que el dedo perdía humedad, como en una corriente de
aire caliente.
Me apresuré a retirar el dedo y lo sacudí sobre el molde para escurrir la
gelatina. No era necesario: ni un fragmento se había quedado adherido.
Me pareció entonces que alguien estaba mirando sobre mi hombro. Me
volví y me encontré con el rostro aterrorizado de mi esposa.
—¡Tírala, Carlos! —gritó—. ¡Por favor, tírala!
—Vamos, querida. ¡Ni que estuviera viva!
—Sí que lo está —insistió.
Lottie habla mucho de muchas cosas durante todo el día, pero no suele ser
terca en sus opiniones. Cuando esto sucede, he comprobado que se trata de
alguna súbita revelación de su intuición femenina, y en estos casos siempre
termina por tener razón.
—¿Cómo va a estar viva? —argumenté.
Cuando no estoy muy convencido de algo, mi primera reacción suele ser
argumentar a favor de lo que he dicho, pero esta vez lo hice para tranquilizar
a Lottie, muy exaltada.
—¿Por qué no te vas un momento al living y tratas de tranquilizarte?
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Y entonces, mi pequeña Lottie, la más apacible y dulce de las mujeres,
tuvo una reacción increíble: miró nuevamente la gelatina, lanzó un
alarido, se abalanzó a la puerta, subió al auto y salió a treinta kilómetros
marcha atrás. En un minuto desapareció.
Todo esto lo he pensado después, porque en ese momento mis ojos, que
habían seguido la mirada de Lottie, quedaron clavados en la gelatina. La pasta
había rebasado el molde y se extendía sobre la mesa en dirección adonde yo
estaba.
Un profesor de psicología me enseñó un procedimiento para conservar el
autodominio en los momentos de gran excitación. Creo que lo llamaba la
pausa corticotalámica, y consiste en algo equivalente a contar hasta diez antes
de tomar ninguna decisión. Eso es lo que hice al ver huir despavorida a mi
esposa. Tranquilo ya, me levanté de un salto para alcanzarla, pero con tan
mala suerte que di de cabeza contra la pileta.
Cuando volví en mí del desmayo, era más de medianoche. Aturdido
todavía, traté de pensar. La luz de la cocina seguía encendida. Por lo tanto,
Lottie no había regresado. Además, si hubiese vuelto, me habría arrastrado
hasta el sillón del living, como ha tenido que hacer en más de una
oportunidad, cuando mi compenetración con el reparto de cerveza ha sido
algo más personal e íntima de lo ordinario. Debo decir que mi mujer no es
ningún alfeñique y que se las arregla bastante bien aun con mis cien kilos.
Me acordé entonces de que no había trasegado cerveza, sino gelatina.
Allí estaba el molde. Una buena porción había corrido por la mesa de la
cocina y caía hasta el suelo en estalactitas semitransparentes.
El chichón me ardía mucho. En un primer momento pensé que estaba
prendida la calefacción, pero luego sentí una gran sequedad en la garganta,
como al aspirar el aire seco que viene de un estero. Recordé que esa misma
había sido la impresión que tuve un verano en Arizona.
Cuando me levanté y miré la mesa de la cocina, casi me desvanezco
nuevamente, pero esta vez funcionó la famosa pausa.
Dotada de vida o no, la gelatina era un desecador de increíble poder.
Había absorbido el agua de la sartén, chupado la humedad superficial de mi
dedo y durante las horas siguientes había extraído toda la humedad del aire
contenido en la cocina.
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La sed de la gelatina era insaciable. Como el alcohol tiene afinidad por el
agua, lo mismo ella, pero en un grado infinitamente superior. Se expandía
incesantemente en dirección a cuanto contuviera agua, como era mi cuerpo en
este caso.
Este era el motivo por el cual había rebasado el molde del modo que lo
hizo.
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entonces, ni su madre ha llamado.
Volví a mi gelatina: había bajado el nivel, pero no pude descubrir la
causa. Perfeccionando mi método de observación, fui a buscar el termómetro.
Lo introduje en la masa y leí la temperatura. Era de 20 grados. El termómetro
de la pared señalaba la misma temperatura ambiente. ¿Qué clase de vida
podía ser la del mucílago, si su temperatura era la misma del ambiente?
Pero ¿qué clase de metabolismo puede esperarse de un organismo que se
alimenta de agua corriente? La ausencia de temperatura no descartaba la
posibilidad de un tipo de vida distinto del orgánico.
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condensación de la corteza terrestre. Estas formas de vida, muy primarias en
un principio, habían ido engendrando, por intercambio con el medio, formas
cada vez más complejas, hasta llegar a los mamíferos y al hombre.
Solo entonces comprendí la tremenda importancia del problema que
estaba analizando: no soy un santurrón, pero me he educado cristianamente y
acompaño a mi mujer todos los domingos a la iglesia. Si de la gelatina había
resultado un ser vivo…, ¿qué quedaba de todas las enseñanzas que había
recibido desde mi niñez?
¿Y qué otra explicación dar de las extrañas propiedades de mi gelatina?
Traje mis textos de química, olvidados desde hacía mucho tiempo, y me senté
con ellos en la mesa de la cocina.
C UANDO me di cuenta, eran las ocho del sábado. Sonó el teléfono: eran
Fred y Claude que me llamaban para ver si los acompañaba a pescar,
como habíamos convenido. Por nada del mundo hubiera suspendido mi
investigación.
No me levanté de la mesa hasta la noche del sábado. Comí lo primero que
encontré y volví a sentarme con los libros. Pasó también la noche y todo el
domingo, pero no pude encontrar ninguna respuesta satisfactoria a mis
enigmas.
Solo quedaban dos hipótesis admisibles: o de la combinación de los
detergentes había resultado alguna forma inusitada de vida, o en el gas oil que
impregnó la asadera estaba latente algún organismo misterioso que había
salido de su letargo y comenzado a reproducirse y actuar.
Se me ocurrió entonces que tal vez mi hallazgo podía tener aplicaciones
industriales o comerciales revolucionarias. Este pensamiento me excitó aun
más. No sentía el menor cansancio y mis únicas pausas fueron para ingerir
algún trozo de pan o de fiambre y beber algunas botellas más de cerveza. La
única seña de agotamiento era un terrible dolor en mis ojos.
Mi chico compró hace algunos meses uno de esos laboratorios químicos
en miniatura, que no sirven para nada y que son arrinconados a los dos días.
Lo encontré sepultado en el placard y saqué los pocos reactivos que contenía,
y que yo sabía emplear.
El papel de tornasol no dio reacción alguna. Esto me sorprendió aun más,
porque el ingrediente fundamental usado en los detergentes es fuertemente
alcalino. ¿Cómo era posible que diez o doce sustancias alcalinas se
neutralizasen entre sí por completo?
Página 173
Multipliqué las experiencias y tomé notas voluminosas. Los resultados no
fueron demasiado reveladores. A la medianoche del domingo me pareció bien
establecido el hecho central: la gelatina absorbía exclusivamente agua. Los
sólidos en suspensión o disueltos quedaban en la superficie en forma de
polvillo.
A todo esto, el volumen de la gelatina había aumentado
considerablemente: no cabía ya en el bidón y casi dos terceras partes habían
pasado a la pileta del fregadero.
La canilla de esta pileta no cierra bien, y la gelatina estaba en continua
actividad absorbiendo las gotas que caían. Reconozco que el espectáculo no
era tranquilizador; cada vez que caía una gota, se levantaba de la masa una
pequeña ventosa, que volvía a hundirse decepcionada al ver que no bajaba
una nueva gota.
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los pocos minutos solo quedaban unas gotas, que corrían por la pileta tratando
de escapar al calor. Fui implacable y no cejé hasta que desapareció por
completo.
Entonces me desmayé. Supongo que fue en parte por cansancio, en parte
por excitación y sobre todo por el insoportable ardor de mi mano escaldada,
con la que sostuve la lámpara de soldar todo el tiempo que duró la operación.
Mi desvanecimiento fue breve. Tomé unas aspirinas, bañé la mano en
alcohol primero y en vaselina después y me senté para escribir esto. Imposible
dormir hasta terminarlo. Creo que yo mismo no lo creeré cuando haya vuelto
por completo a la normalidad.
Acabo de apagar la lámpara de soldar y he observado lo que quedó en la
pileta: apenas doscientos gramos de jabón en polvo.
Astronaves gigantes
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que vayan a las estrellas tendrán que ser tan grandes que habrá que
armarlas en el espacio, y un avión actual gastaría todo su combustible
en reconocerlas de una punta a otra. ¿Y qué vendrá después?
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CONTESTANDO A LOS LECTORES
PREGUNTA:
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solo se observa la «caída» (es decir, acercamiento al planeta) acelerada del
otro objeto. Esa caída se llama «aceleración de la gravedad». Claro que
ahora se puede preguntar por qué existe dicha fuerza de atracción entre los
cuerpos. Para eso no hay explicaciones intuitivas, y la única teoría más o
menos satisfactoria al respecto es la relatividad general de Einstein.
PREGUNTA:
PREGUNTA:
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sitio en que uno está, lo cual en efecto realiza esta en menos de cuatro horas.
Para volver se haría lo mismo, «desprendiéndose» de la Luna en cuarto
menguante (en que está delante de la Tierra en su órbita) y esperando a que
el planeta venga a nuestro encuentro.
Por desgracia este método no resultaría nada económico: para
«bajarnos» de la Tierra a esperar a la Luna, tenemos que frenar, igual que
para bajar de un tren en movimiento, solo que en esta frenada hay que pasar
de cien mil km⁄h a cero. Y eso, en el espacio, consume el mismo combustible
que para acelerar de cero a cien mil km⁄h. Supongámonos conseguido eso.
Ahora la Luna se nos viene encima a cien mil km⁄h; no nos conviene que nos
choque a esa velocidad si no queremos ser causa de un nuevo cráter lunar.
Debemos entonces acelerar la nave hasta marchar casi a la misma velocidad
que la Luna, para descender sin daños. O sea, otro feroz gasto de
combustible, igual al anterior. Podría proponerse entonces no frenar del
todo, ya que después hay que volver a acelerar. Pero cuanto menos «frene»
la nave (siempre con respecto a la Tierra en su órbita), tanto más tardará la
Luna en alcanzarla, y cuando se hace el cálculo del máximo combustible que
se puede llevar y la mínima frenada indispensable para escapar a la
atracción terrestre, resulta que hoy en día el viaje dura lo que decía Willy
Ley.
La confusión del señor Petersen se debe a que introduce sin necesidad el
movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Para este problema solo hace
falta considerar los movimientos relativos de la Tierra, la Luna y la
astronave, y no interesa que al mismo tiempo las tres se estén moviendo a
gran velocidad con respecto al Sol, así como tampoco interesa que el Sol y
todos los planetas se están moviendo a gran velocidad con respecto a otras
estrellas. Se puede razonar como si la Tierra estuviera en reposo, fija en el
espacio. No es obligatorio; la prueba está en que hemos discutido el
problema en los términos del señor Petersen, pero así es más fácil
confundirse.
Para traducir la discusión a la manera usual de razonar es suficiente
reemplazar la idea de «frenar con respecto a la Tierra en su órbita» por la de
«acelerar para alejarse de la Tierra».
PREGUNTA:
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¿Qué se sabe acerca de la existencia de vida animal o vegetal en los
planetas de nuestro sistema solar?
Luis Rougeron, Capital.
PREGUNTA:
PREGUNTA:
Página 180
PREGUNTAS:
Respuestas:
1. Para cada planeta hay una línea de los nodos, definida como la
intersección del plano de su órbita con el plano de la Eclíptica. La
Tierra es una excepción, pues para ella esos dos planos coinciden.
2. Se llama línea de los equinoccios, y sus extremos punto vernal, o
Aries, y punto Libra, por las constelaciones hacia donde señalaban
cuando se los bautizó.
3. Como la posición de los nodos sobre la Eclíptica se mide a partir del
punto vernal, y este varía con los siglos (debido a la precesión del eje
de la Tierra), también varía la posición de los nodos, y a eso se lo
llama su retrogradación, porque es en sentido retrógrado.
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ESPIONAJE
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En su interior se inició una reunión de extraños seres. Tenían dos ojos; ese
era su único rasgo definido: dos ojos. Fuera de eso tenían absoluta carencia de
forma; la casi fluidez de lo completamente plástico.
Cuando los tres que estaban en el cuarto de navegación consultaban los
mapas planetarios, hacían gestos con cualquier cosa movible; un tentáculo, un
seudópodo, un brazo sin mano, una mano sin brazo, lo primero que su
imaginación les sugería.
En este momento los tres eran redondos, parados sobre dos grandes pies y
recubiertos por una piel semejante al terciopelo. Esta semejanza se debía al
respeto más que a otra cosa, pues en Rigel, cuando uno conversa con un
superior asume su misma forma, y si él la cambia, cambia con él.
De modo que dos de ellos eran redondos y aterciopelados solo porque al
capitán Id Wan se le había ocurrido serlo. A veces Id Wan era imposible; se le
daba por asumir la forma de un bicho raro, como el molobatro reticulado, y
sus subordinados debían esforzar todos sus músculos para imitarlo.
Id Wan estaba hablando:
—Hemos observado este planeta desde gran altura y ni una nave espacial
salió a nuestro paso. ¡No tienen naves espaciales! —resopló con desprecio, y
prosiguió—: Ya tenemos bastantes datos geográficos para empezar. Hay
muchas ciudades, lo que indica una raza inteligente. Pero sabemos que no han
llegado ni hasta su propio satélite; por lo tanto no son muy inteligentes. —
Hizo un par de manos para podérselas frotar—. En otras palabras, justo la
clase de individuos que necesitamos: maduros para la conquista.
—Todavía no los hemos visto —dijo Bi Nak, cuyo punto fuerte no era el
tacto.
—Los veremos. No nos darán trabajo —meditó Id Wan en voz alta—.
Nada nos da trabajo. Ya hemos dominado unas cincuenta razas inteligentes,
distintas de la nuestra, y sin dificultades. A veces pienso que somos únicos en
la creación. En todos los mundos que visitamos, los seres vivos tienen forma
fija, inmutable. ¡Solo nosotros no somos esclavos de la rigidez!
—La forma fija tiene sus ventajas —replicó Bi Nak, siempre en la
oposición—. Así decía mamá desde que una vez confundió a mi hermanito
con una cacerola…
—Ahora estamos aquí, lejos de toda zona poblada, pero a distancia de
vuelo individual de cuatro ciudades pequeñas.
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—¿Qué procederemos a inspeccionar? —sugirió Po Duk, para demostrar
que estaba prestando atención.
—Por supuesto, la táctica usual: dos espías en cada ciudad; un día de
convivencia con los nativos, y averiguarán todo lo que nos haga falta, sin que
nadie sospeche que estamos espiando. Después…
—¿Una demostración de fuerza? —preguntó Po Duk.
—¡Ya lo creo! Llamen al jefe de exploradores —dijo Id Wan mirando fijo
a Bi Nak—. Quiero acción, ¿oyen?
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—Ya veo, capitán.
—Usted no ve —replicó Id Wan—, o ya habría imitado los dedos
flexibles que acabo de crear en mis pies.
—Mil perdones, capitán —dijo el jefe, salvando su distracción.
—Envíeme al especialista en radio.
Al radiotécnico, que imitó sus dedos de inmediato, le preguntó:
—¿Qué tiene que informar?
—Conocen la transmisión de señales electromagnéticas —dijo el técnico
—. Hemos captado varias estaciones. Parece haber por lo menos diez idiomas
diferentes.
—No tienen un lenguaje común —dijo Bi Nak—. Eso complica las
cosas…
—Eso simplifica las cosas —lo contradijo Id Wan rascándose una oreja
que un segundo antes no tenía—. Nuestros exploradores podrán pasar por
extranjeros y evitar dificultades al hablar. Tienen varios idiomas; por lo tanto,
no son telepáticos. ¡Cruzaría el Cosmos por una presa así!
Despidiendo al técnico, Id Wan salió al observatorio, a ver qué hacían en
ese momento sus exploradores.
Su extraño sentido de la vida le permitió descubrir un animal casi
enseguida, pues la vida aparece como una pequeña llama en la oscuridad a los
de Rigel. Una llamita de esas apareció en las ramas de un árbol cercano. Id
Wan la vio caer cuando la flecha paralizadora de un explorador dio en el
blanco. La llama no se apagó al chocar contra el suelo. El cazador levantó al
animalito de agudas orejas y peluda cola y lo llevó a la nave.
Pronto empezaron a volver los demás exploradores trayendo bestias de
todos los tamaños y formas, todas paralizadas por las flechas. Fueron llevadas
a la sala de Biología.
Una hora después uno de los biólogos comunicó sus resultados a Id Wan.
—No plásticos. Todos ellos.
—¡Magnífico! —exclamó Id Wan—. Magnífico. Entonces las formas
superiores tampoco lo serán. Nos conseguiremos un ejemplar.
—Necesitamos dos por lo menos, para ver qué diferencias hay entre los
individuos. Si dejamos que los exploradores se guíen por su imaginación al
crear diferencias, son capaces de exagerar demasiado y traicionarse.
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—Muy bien, cazaremos dos —dijo Id Wan—. Llame al jefe de
exploradores.
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—¡Nunca tengo tiempo! Estoy buscando a Johnson y Greer. Todas las
mañanas llegan tarde al desayuno.
—¿No están en su cabaña? —dijo otro de los hombres.
—No; es el primer sitio que revisé. Se han ido temprano, porque nadie los
vio salir. ¿Por qué no me dirán cuando van a volver tarde? Y no salieron por
el portón.
—Habrán saltado la empalizada —sugirió uno—. Los dos son locos.
Siempre saltan la empalizada cuando van a pescar de noche. Un tipo que se
pasea así por el bosque a media noche merece que le peguen un palo.
¿Estaban las cañas de pescar en sus cabinas?
—No me fijé —admitió Osvaldo.
—Ni te fijes. Si se quieren hacer los locos, allá ellos. Estamos en un país
libre.
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Volcó el contenido en la mesa y lo examinó: dos cajas de metal, chatas,
conteniendo varios tubitos blancos llenos de una hierba aromática. Dos
aparatitos metálicos que producían una llamita al ser manipulados de cierta
manera. Dos instrumentos de escritura, uno negro y otro plateado. Un tosco
medidor de tiempo con tres agujas y sonoro tictac. Varias imitaciones de
insectos, atravesados por pequeños anzuelos.
—Ummmm. —Id Wan reunió los objetos y arrojó las bolsas a Po Duk—.
Llévelos al taller, y que hagan seis copias razonablemente buenas antes de
mañana a la noche.
—¿Seis? —preguntó Po Duk—. ¿No salen ocho espías?
—¡Imbécil! Los otros dos llevarán estos.
—Así es —dijo Po Duk, observando fascinado las dos bolsas.
—Hay cosas y cosas —comentó Bi Nak al salir Po Duk.
—Quiero ver esos tipos —dijo Id Wan sin prestarle atención, y se dirigió
al laboratorio biológico seguido por el navegador.
Las dos criaturas raptadas estaban sobre la mesa de operaciones. Tenían
cuerpos largos y bronceados, dos brazos y dos piernas. Sus ojos eran
parecidos a los de Rigel.
—Tipos primitivos —dijo Id Wan tocando uno de los cuerpos con un
dedo creado a propósito—. Es una maravilla que hayan adelantado tanto.
—Sus dedos son muy hábiles —explicó un biólogo—. Y tienen cerebros
muy desarrollados.
—Mejor —contestó el capitán—. No queremos esclavos idiotas. ¡Somos
demasiado inteligentes!
—Así es —corroboró Bi Nak.
—Aunque a veces lo dudo… —agregó Id Wan mirando a su subordinado.
Luego ordenó—: Entréguenlos a los exploradores y que empiecen a practicar.
Esta noche elegiré a los ocho mejores imitadores. ¡Y que sean buenos si saben
lo que les conviene!
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—No, capitán. Lo más difícil fue llegar antes del amanecer, pues el
campamento estaba lejos. Pero tuvimos suerte.
—¿Por qué?
—Esos dos acababan de salir del campamento. Llevaban aparatos para
pescar. No tuvimos más que clavarles un par de flechas y listo. No pudieron
ni lanzar un grito.
—¿Encontraron medios de comunicación en el campamento?
—El técnico no encontró nada —dijo el jefe—. Ni antenas, ni cables.
—Es extraño —comentó Bi Nak—. ¿Por qué son tan atrasados si su raza
es bastante adelantada?
—Serán individuos sin importancia en este planeta —dijo Id Wan—.
Seguramente cuidan el bosque, o algo así. No tiene importancia.
—Puede ser —murmuró Bi Nak—, pero me sentiré más tranquilo cuando
hayamos hecho volar unas cuantas ciudades y podamos volver a casa con las
noticias. Tengo muchas ganas de volver a casa, aunque después me hagan
venir con la flota de invasión.
—¿Están listos para inspección los exploradores? —preguntó Id Wan.
—Listos, capitán.
Instantes después Id Wan pasaba revista a los veinte rigelianos alineados
junto a los dos cadáveres, para hacer más fácil la comparación. Después de un
largo y cuidadoso escrutinio, eligió ocho, y los doce restantes volvieron a
adoptar su forma esférica habitual. Los ocho eran buenos. Cuatro Johnsons y
cuatro Greers, tal cual.
—Es una forma fácil de duplicar —comentó el jefe—. Yo la podría
mantener días y días.
—Yo también —dijo Id Wan. Luego se dirigió al grupo de bípedos que
podían parecerse a cualquier cosa—. Recuerden el precepto fundamental:
¡bajo ninguna circunstancia cambiarán la forma antes de concluir la tarea!
Hasta entonces mantendrán su aspecto presente, aun ante amenaza de
destrucción.
Los ocho asintieron silenciosamente. Id Wan continuó:
—Las cuatro ciudades tienen grandes parques, en los cuales caerán
ustedes poco antes del amanecer. Al llegar el día se mezclarán con las
criaturas de este planeta, y entonces, como ya han hecho tantas veces antes,
conseguirán todos los informes posibles sin despertar sospechas,
especialmente sobre armas y fuentes de energía. No hablen ni respondan
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preguntas. En último caso, contesten con imitaciones de algún idioma
extraño. No se olviden de esto y no se expongan demasiado. ¡Nadie debe
sospechar la presencia de una nave nuestra en este planeta! Mañana a la noche
serán recogidos en los mismos sitios. ¡Y no cambien de forma hasta entonces!
No había peligro de eso. Ni un pelo se les alteró mientras desfilaban hacia
las pequeñas naves voladoras, caminando exactamente como Johnson y Greer
habían caminado, moviendo los brazos del mismo modo, mostrando la misma
expresión facial.
Minutos después, cuatro naves poderosas surcaban el espacio hacia cuatro
ciudades.
—Ni una nave enemiga en el espacio —dijo Id Wan—. Y, además, solo
tienen esas máquinas lentas y pesadas que hemos visto entre las nubes. ¡Es
demasiado fácil! A veces me gustaría tener un poco de oposición.
Id Wan fue al cuarto de los controles vitales y observó los ocho globos,
cada uno sintonizado a uno de los exploradores. En cada globo se veía una
mancha luminosa producida por la llama vital que se alejaba. Observó cómo
las manchas disminuían de tamaño hasta que quedaron estacionarias. Un rato
después regresaron las naves informando que los espías habían llegado sin
novedad. Las manchitas continuaron brillando, inmóviles. Ninguno se
movería hasta la salida del sol.
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—¡Si no hay teléfono! —dijo Osvaldo—. ¿Quién iba a traer una línea
hasta aquí? —lo pensó un rato frunciendo una triple papada y se secó lo frente
—. Les daré hasta la mañana. Si no han vuelto, mandaré a Sid con la moto a
avisar a los guardias forestales. ¡Nadie va a decir que me crucé de brazos!
—¡Así me gusta, Osvaldito! —aprobó alguien—. Si sigues comiéndote
dos platos más en cada comida vas a reventar.
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Algo susurró en el aire. Apenas alcanzó a distinguirlo por la ventanilla de
observación más próxima. Era algo largo y brillante, pero demasiado rápido
para examinarlo. Desapareció casi antes de ser visto. Segundos después llegó
un aullido atronador.
El radiotécnico apareció en la puerta:
—Potentes señales muy cerca. La fuente parece ser…
Los tubos de la nave tosieron, escupieron fuego, volvieron a toser. Un
árbol comenzó a arder. Id Wan bailaba de impaciencia. Corrió al cuarto de
control.
—¡Fuerza, Po Duk, potencia!
—Todavía no hay bastante para despegar, capitán.
—¡Miren! —gritó Bi Nak, señalando por última vez.
Por la ventanilla pudieron observar lo que venía: siete puntos ultrarrápidos
formados en V. Los puntos se agrandaron, se les vieron alas, pasaron
silenciosos por sobre los rigelianos. Negros objetos salieron de sus vientres,
cayeron hacia el suelo, chocaron sobre la nave y a su alrededor.
El ruido de los aviones no llegó hasta allí. Las ondas sonoras fueron
repelidas por la formidable explosión de las bombas.
Como forma final, los rigelianos adoptaron la de moléculas dispersas.
Página 192
—Pero a la media hora la estación de otra ciudad también mostraba las
fotos de Johnson y Greer. Y otra y otra. A las diez ya había cuatro pares, ¡y
todos en las mismas circunstancias! Parecía que todo el mundo quería ser
Johnson o Greer.
—Yo no —negó Osvaldo—. Ninguno de ellos.
—Claro, enseguida intervino el gobierno. Reunieron a los ocho y los
interrogaron. Nadie entendía lo que decían. Pero uno quiso escapar y le
pegaron un tiro. Todavía era Greer cuando cayó, pero un minuto después su
cuerpo se transformó en una pesadilla de borracho. Las autoridades
decidieron que eran criaturas de otro mundo y siguieron interrogando a los
otros siete. Pero inútil… Cuando comprendieron que les habíamos calado el
juego, se mataron todos. Nos quedamos con ocho pelotas de terciopelo y sin
informes.
—¡Ufff! —dijo Osvaldo.
—La única pista eran Johnson y Greer. Si estas criaturas los habían
copiado, lo más sensato era buscarlos a ellos. Cincuenta amigos nos dijeron
que estaban aquí. Al mismo tiempo los guardias forestales informaron que
habían desaparecido.
—Yo denuncié su desaparición —admitió Osvaldo.
—Bueno, encargaron el trabajo a la Fuerza Aérea. Les dijeron que
revisaran el bosque. Si encontraban alguna nave misteriosa no debían
permitirle despegar. Pero a los muchachos se les fue la mano. Tiraron tantas
bombas que no quedaron dos moléculas juntas.
—Mejor —dijo Osvaldo—. Yo prefiero no saber cómo eran esos bichos.
—¡Pero si eran formidables! Capaces de duplicar a la reina de la belleza.
Pero no puedo convencerme de que todos los sitios que hay en el planeta para
elegir modelos para los espías hayan tenido la mala suerte de caer justo en un
campamento de nudistas. ¡Como para pasar inadvertidos!
—Campamento de nudistas, no… «Centro de Salud Solar» —corrigió
castamente Osvaldo.
♦
Página 193
HUÉSPEDES
R
dijo:
OSA Smollett se sentía feliz; casi victoriosa. Se sacó los guantes,
guardó su sombrero y, volviendo los ojos brillantes hacia su marido,
Página 194
—¡Del doctor del planeta Hawkin! ¿No te diste cuenta de que la
conferencia de hoy era para eso? Nos pasamos todo el día hablando del tema.
¡Es lo más maravilloso que podía haber ocurrido!
Drake Smollett alejó la pipa de su cara. Miró primero la pipa y luego a su
mujer.
—A ver si te entiendo rápido. ¿Cuando hablas del doctor del planeta
Hawkin te refieres al hawkinita que tienen en el Instituto?
—Claro que sí, por supuesto. ¿Quién otro podría ser?
—¿Y puedo preguntar qué diablos quieres decir con eso de que lo vamos
a tener aquí?
—Drake, ¿no te das cuenta?
—¿No me doy cuenta de qué? Tu Instituto puede estar interesado en la
cuestión, pero yo no. ¿Qué tenemos que ver con eso personalmente? Es
asunto del Instituto, ¿no es así?
—Pero, querido —dijo Rosa pacientemente—, al hawkinita le gustaría
vivir en una casa de familia, donde no se le molestara con ceremonias
oficiales y donde pudiera actuar más de acuerdo con sus propios gustos e
inclinaciones. Yo lo encuentro muy comprensible.
—¿Por qué justamente en nuestra casa?
—Supongo que porque nuestra casa es adecuada para ese propósito. Me
preguntaron si estaba de acuerdo; y, francamente —añadió ella con cierta
firmeza—, lo considero un privilegio.
—¡Mira! —Drake se pasó los dedos por el pelo castaño, alisándoselo—.
Tenemos un departamentito muy conveniente. No será el lugar más elegante
del mundo, pero es más que suficiente para nosotros. De todas maneras, no sé
dónde meteríamos esa visita extraterrestre.
Rosa comenzó a preocuparse. Se sacó los anteojos y los guardó en el
estuche.
—Puede quedarse en el cuarto que nos sobra. Se ocupará él mismo de
cuidarlo. Yo ya hablé con él y es muy amable. Honestamente, lo único que
tenemos que mostrar es un poco de adaptabilidad.
Drake dijo:
—¡Ya lo creo, nada más que un poquito de adaptabilidad! Los hawkinitas
respiran ácido cianhídrico. ¡Supongo que también tendremos que adaptarnos a
eso!
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—El ácido cianhídrico lo lleva en un pequeño cilindro. Ni siquiera te
darás cuenta.
—¿Y de qué otras cosas no me daré cuenta?
—De nada más. Son completamente inofensivos. Por Dios, si hasta son
vegetarianos.
—¿Y qué significa eso? ¿Habrá que darle un fardo de alfalfa para la cena?
El labio inferior de Rosa tembló.
—Drake, te pones odioso a propósito. En la Tierra hay mucha gente que
es vegetariana, y ninguna come alfalfa.
—¿Y nosotros? ¿Podremos comer carne, o le parecerá que somos
caníbales si lo hacemos? No me voy a pasar la vida comiendo ensalada para
no herir su susceptibilidad, te lo advierto.
—No seas ridículo.
Rosa se sintió impotente. Se había casado relativamente tarde. Ya había
elegido su carrera y parecía bastante bien ubicada dentro de ella. Era
investigadora de biología en el Instituto Jenkins de Ciencias Naturales, con
más de veinte trabajos publicados. En otras palabras, su camino ya estaba
trazado: iba a ser una solterona. Y ahora, a los treinta y cinco, todavía se
asombraba de ser una recién casada de menos de un año.
De vez en cuando también se desconcertaba al darse cuenta de que no
tenía la menor idea de cómo manejar a su marido. ¿Qué había que hacer
cuando el hombre de la familia se empacaba como una mula? No se lo habían
enseñado en ninguno de los cursos. Como mujer de carácter independiente no
podía caer en la zalamería.
De manera que lo miró fijamente y dijo con sencillez:
—Significa mucho para mí.
—¿Por qué?
—Porque si él se queda aquí por algún tiempo, lo puedo estudiar
verdaderamente de cerca. Hay muy poco trabajo realizado sobre la biología y
la psicología de los individuos hawkinitas o de cualquier otra inteligencia
extraterrestre. Sabemos algo de su sociología e historia, naturalmente, pero
eso es todo. Te tienes que dar cuenta de que es una oportunidad. Él se queda;
lo observamos, le hablamos, estudiamos sus hábitos…
—No hay interés.
—Drake, no te entiendo.
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—Vas a decir que en general no soy así, supongo.
—Es que no lo eres.
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R OSA se observó en el espejo. Nunca había sido hermosa y casi se había
reconciliado con el hecho; tanto que ya no le importaba. Claro que
menos le iba a importar a un ser del planeta Hawkin. Lo que sí le molestaba
era la cuestión de tener un huésped en tan extrañas circunstancias, que la
obligaban a emplear su tacto al mismo tiempo con un personaje extraterrestre
y con su marido. Se preguntó con cuál de los dos sería más difícil.
Drake iba a llegar tarde ese día. Todavía tardaría media hora. Rosa
sospechó que él había arreglado así las cosas, con el sombrío propósito de
dejarla sola frente a su problema. Y experimentó cierto resentimiento.
Él la había llamado un poco antes del mediodía al Instituto y le había
preguntado con brusquedad:
—¿Cuándo lo traes a casa?
—Dentro de tres horas —contestó ella secamente.
—Muy bien. ¿Cómo se llama?
—¿Para qué quieres saberlo? —No pudo evitar la frialdad en sus palabras.
—Supongamos que es una pequeña investigación mía. Después de todo,
la cosa esa va a venir a mi hogar.
—¡Por Dios, Drake, no vengas con tus problemas a casa!
La voz de Drake sonó metálica y desagradable:
—¿Por qué no, Rosa? ¿Acaso no es lo mismo que tú estás haciendo?
Claro que lo era, naturalmente; de manera que Rosa le dio la información
pedida.
Era la primera vez, en su vida de casados, que tenían algo así como una
pelea, y mientras seguía sentada mirándose al espejo, comenzó a preguntarse
si en realidad no valdría la pena tratar de comprender el punto de vista de su
marido. En realidad, ella estaba casada con un policía. Naturalmente que era
algo más que un simple policía; era miembro del Consejo Mundial de
Seguridad.
El casamiento había sido una gran sorpresa para los amigos de ella. Ya
que había decidido casarse, comentaban, ¿por qué no con otro biólogo? O, si
es que ella quería distraerse de su especialidad, un antropólogo, quizá; hasta
un químico; pero ¿por qué, habiendo tanta gente, justo un policía? Nadie
había dicho exactamente esas cosas, desde luego, pero esa había sido la
atmósfera en la época de su casamiento.
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La situación fue molesta, y aun hoy lo seguía siendo. Un hombre podía
casarse con la mujer que le diera la gana, pero si a una Doctora en Filosofía se
le ocurría casarse con un hombre que nunca había pasado de bachiller, era
todo un acontecimiento. ¿Por qué? ¿Qué diablos les importaba? Él era
atrayente, en cierto sentido, y además inteligente, y ella estaba muy satisfecha
de haberlo elegido por esposo.
Sin embargo, ¿cuánto snobismo había traído ella consigo? ¿No se
comportaba siempre como si solamente su trabajo, sus investigaciones
biológicas, fueran importantes, mientras que el trabajo de él era simplemente
algo que debía mantenerse dentro de las cuatro paredes de la pequeña oficina
en el viejo edificio de las N. U. en East River?
Se levantó agitadamente del asiento y, con una inspiración profunda,
decidió dejar esas ideas de lado. No quería pelear con él de ninguna manera.
Iba a tratar de no estorbarlo en nada. Se había comprometido a aceptar al
hawkinita como invitado; pero, fuera de eso, Drake podía comportarse como
mejor quisiera. Él estaba haciendo ya demasiadas concesiones.
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Durante algunos instantes Tholan permaneció callado, y luego añadió con
indiferencia:
—Sí, naturalmente.
Si había alguna fuente de confusión infinita entre las cinco razas
inteligentes de la Galaxia conocida, esta yacía en las diferencias entre ellas
con respecto a su vida sexual y las instituciones sociales montadas sobre esa
base. El concepto de marido y mujer, por ejemplo, solo existía en la Tierra.
Las otras razas solo podían alcanzar una especie de comprensión intelectual
del hecho, pero nunca compenetrarse emocionalmente con él.
—Consulté con el Instituto —dijo ella— para prepararle el menú. Confío
en que no encontrará nada que trastorne sus hábitos.
El hawkinita guiñó los ojos rápidamente. Rosa recordó que ese era un
signo de complacencia.
—Proteínas son proteínas, mi querida señora de Smollett. Para aquellos
elementos vestigiales que necesito y que su comida no me suministra, he
traído algunos concentrados adecuados.
Y las proteínas eran proteínas. Rosa sabía que eso era cierto. Se había
preocupado de la dieta de la criatura casi exclusivamente por cortesía. Al
descubrir vida en los planetas de las estrellas superiores, una de las
generalizaciones más interesantes que se habían establecido era que, aunque
la vida podía desarrollarse sobre la base de substancias que no fueran
proteicas, incluso sin carbono, seguía siendo cierto que todas las inteligencias
conocidas eran de naturaleza proteica. Lo cual quería decir que cada una de
las cinco formas inteligentes de vida podía mantenerse durante períodos muy
prolongados con la alimentación de las otras cuatro.
Rosa oyó la llave de Drake en la puerta y se sintió preocupada.
Página 200
—¿Se siente usted cómodo, señor?
El hawkinita contestó:
—Perfectamente. Su esposa ha pensado en todo lo necesario.
—¿No quiere tomar algo?
El hawkinita no contestó, pero miró a Rosa, haciendo una mueca que
indicaba algún tipo de emoción que, desafortunadamente, Rosa no pudo
interpretar. Ella dijo, nerviosamente:
—En la Tierra existe la costumbre de tomar líquidos que han sido
tonificados con alcohol etílico. Nos resulta estimulante.
—Ah, sí. Lo lamento, pero en ese caso no puedo aceptárselo. El alcohol
etílico repercutiría desagradablemente en mi metabolismo.
—Bueno, a los terráqueos les repercute de la misma manera; pero
comprendo, doctor Tholan —contestó Drake—. ¿Le molestaría que yo
tomase?
—Claro que no.
Drake pasó cerca de Rosa en su camino al bar, y ella pudo escuchar la
sola palabra «¡Dios!», que él pronunció en voz baja y contenida, pero
encerrada en diecisiete signos de admiración.
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—Así es —dijo, y con sus dedos ungulados asió una manguera delgada y
flexible, de un color que se confundía con el de su piel amarilla, y,
levantándola a lo largo del cuerpo, la introdujo en una de las comisuras de su
ancha boca. Rosa se sintió un poco turbada, como si le estuvieran mostrando
prendas íntimas de vestir. Drake preguntó:
—¿Y contiene ácido cianhídrico puro?
El hawkinita guiñó los ojos con humor.
—Supongo —dijo— que no estará pensando en el peligro que puede
representar para los terráqueos. Ya sé que el gas es terriblemente ponzoñoso
para ustedes; pero yo no necesito gran cosa. El gas contenido en el cilindro
tiene un cinco por ciento de ácido cianhídrico; el resto es oxígeno. El gas no
sale a menos que yo chupe del tubo, y no necesito hacerlo muy a menudo.
—Ya veo. ¿Y usted necesita verdaderamente del gas para vivir?
Rosa estaba algo asustada. Uno no hace esas preguntas sin las debidas
precauciones. Era imposible prever dónde estaban los puntos sensibles de la
psicología ajena. Y Drake parecía estar haciendo las preguntas
deliberadamente, pues no ignoraba que su propia mujer podía darle las
mismas respuestas. ¿O era que prefería no preguntarle a ella?
El hawkinita permaneció aparentemente imperturbable.
—¿Usted no es biólogo, míster Smollett?
—No, doctor Tholan.
—Pero usted tiene una asociación estrecha con la señora de Smollett.
Drake sonrió apenas.
—Sí, estoy casado con una señora que es doctora en Biología, pero a
pesar de eso no soy biólogo; solo un funcionario oficial subalterno. Los
amigos de mi esposa me llaman simplemente policía.
Rosa se mordió los labios. Esta vez era el hawkinita quien había dado en
un punto sensible de la psicología ajena. En el planeta Hawkin había un
sistema de castas muy estricto, y las asociaciones entre castas diferentes eran
muy limitadas. Pero Drake no podía darse cuenta de eso.
El hawkinita se volvió hacia ella.
—¿Me permite explicarle algo de mi bioquímica a su marido, señora
Smollett? Será muy aburrido para usted, dado que está muy al tanto de ella.
Ella dijo:
—Por favor, hágalo.
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– V EA usted, míster Smollett, el sistema respiratorio de su cuerpo y el
de todas las criaturas que respiran aire en la Tierra está controlado
por ciertas enzimas que contienen metales. El metal es en general hierro,
aunque a veces puede ser cobre. En cualquiera de los dos casos, pequeñas
trazas de ácido cianhídrico se combinarían con estos metales e inmovilizarían
el sistema respiratorio de la célula viva terrestre, la cual no podría seguir
utilizando oxígeno y moriría en contados minutos. En mi planeta, la vida no
está constituida de la misma manera. Los compuestos respiratorios
fundamentales no contienen ni hierro ni cobre ni ningún tipo de metal. Por tal
motivo mi sangre es incolora. Nuestros compuestos contienen ciertos grupos
orgánicos que son esenciales para la vida, y estos grupos solo pueden
mantenerse intactos en presencia de pequeñas concentraciones de ácido
cianhídrico. Indudablemente, este tipo de proteína se ha desarrollado a través
de millones de años de evolución, en un mundo que tiene una pequeña
proporción de ácido cianhídrico natural en la atmósfera. Su presencia se
mantiene por medio de un ciclo biológico. Varios de nuestros
microorganismos liberan el gas puro.
—Usted lo explica muy claramente, doctor Tholan, y de manera muy
interesante. Pero ¿qué pasa si ustedes no lo respiran? ¿Se van, así? —Dijo
Drake, haciendo restallar los dedos.
—No exactamente. Para nosotros la ausencia de ácido cianhídrico no es
como su presencia para ustedes. En mi caso, la ausencia equivaldría a una
estrangulación lenta. Sucede a veces que, en las piezas mal ventiladas de mi
planeta, el ácido cianhídrico se consume gradualmente y cae por debajo del
mínimo de concentración necesaria. Los resultados son muy dolorosos y
difíciles de tratar.
Rosa no pudo menos que creer en la sinceridad de Drake; parecía
realmente interesado. Y, gracias a Dios, el forastero no se sentía molesto.
El resto de la cena siguió sin incidentes. Fue casi agradable.
Durante toda la velada Drake permaneció en la misma actitud: interesado.
Todavía más que eso: absorto. Él la dejó de lado, y ella se lo agradeció. Él era
en realidad quien tenía color, y era solamente el trabajo de ella, su
entrenamiento especializado, lo que le restaba brillo. Lo miró lúgubremente y
pensó: ¿Por qué se casó conmigo?
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D RAKE estaba sentado, las piernas cruzadas, las manos entrelazadas
golpeándose suavemente el mentón, y miraba deliberadamente al
hawkinita. El hawkinita estaba frente a él, parado en su acostumbrada forma
cuadrúpeda. Drake dijo:
—Me resulta difícil seguir pensando que usted es doctor.
El hawkinita guiñó los ojos, divertido.
—Me doy cuenta de lo que quiere decir —dijo—. A mí también me
resulta difícil pensar que usted sea policía. Allá en mi planeta los policías son
gente muy especializada y distinta de los demás.
—¿Ah, sí? —dijo Drake algo secamente, y cambió de tema—. Se me
ocurre que usted no ha venido aquí en viaje de placer.
—No; vengo especialmente por asuntos relacionados con mi trabajo.
Tengo intenciones de estudiar este extraño planeta que ustedes llaman Tierra,
como nunca ha sido estudiado hasta ahora.
—¿Extraño? —preguntó Drake—. ¿En qué sentido?
El hawkinita levantó la vista hacia Rosa, y, volviéndose de nuevo hacia
Drake, dijo:
—¿Sabe usted algo acerca de la muerte por inhibición?
Rosa se sintió algo embarazada.
—Su trabajo es muy importante —intervino—. Tiene muy poco tiempo,
lamentablemente, como para poder enterarse de los detalles del mío.
Se dio cuenta de que esa no era la respuesta adecuada y percibió otro de
los indescifrables estados emocionales del hawkinita.
La criatura extraterrestre siguió dirigiéndose a Drake:
—Siempre me resulta asombroso el hecho de que ustedes conozcan tan
poco de sus características tan inusuales. Miren: en la Galaxia hay cinco razas
inteligentes; todas se han desarrollado independientemente, y sin embargo
han convergido de manera notable. Pareciera como si, a la larga, la
inteligencia requiriera determinado contorno físico para florecer. Dejo esa
cuestión para que la resuelvan los filósofos. No necesito extenderme más
sobre ella, ya que les debe de ser familiar. Ahora bien, cuanto más se estudian
las diferencias entre las inteligencias, más y más resulta que ustedes los
terráqueos son los excepcionales. Por ejemplo, solamente en la Tierra la vida
depende de enzimas metálicas para la respiración. Ustedes son los únicos para
los cuales el ácido cianhídrico es venenoso. Su forma de vida es la única
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carnívora. La de ustedes es la única forma inteligente de vida que no se ha
desarrollado a partir de animales rumiantes. Y, lo que es aún más interesante,
la de ustedes es la única forma de vida que deja de crecer al llegar a la
madurez.
Drake sonrió sin abrir la boca. Rosa sintió que su corazón latía
apresuradamente. Esa sonrisa era uno de los gestos más hermosos que tenía, y
la estaba usando con toda naturalidad. No era forzada o falsa. Trataba de ser
amable y lo estaba haciendo por ella. Le gustó la idea y se la repitió para sus
adentros: lo estaba haciendo por ella; se mostraba solícito con el hawkinita en
consideración a ella. Drake prosiguió el diálogo:
—No me parece que usted sea muy alto, doctor Tholan. Yo diría que mide
alrededor de dos centímetros más que yo, lo cual le daría una estatura de un
metro ochenta y dos centímetros. ¿Quiere decir eso que usted es joven, o es
que el resto de la gente de su planeta es más pequeña?
—Ninguna de las dos cosas —dijo el hawkinita—. Crecemos con
velocidad decreciente con los años, de manera que a mi edad me llevaría
quince años crecer dos centímetros más; pero, y este es el punto importante,
nunca nos detenemos del todo. Y, naturalmente, como consecuencia, nunca
nos morimos del todo.
Drake abrió la boca asombrado, y Rosa se irguió. Esto era algo que no
conocía; algo que, hasta donde ella sabía, nunca habían averiguado las pocas
expediciones que se habían realizado al planeta Hawkin. Estaba excitadísima;
pero, conteniendo a duras penas una exclamación, dejó que su marido
condujera la conversación.
D RAKE preguntó:
—¿No se mueren del todo? ¿No querrá decir usted que los
habitantes del planeta Hawkin son inmortales?
—Ningún tipo de individuo es verdaderamente inmortal. Si no hay otra
manera de morir, están los accidentes, y si todavía eso falla, queda el
aburrimiento. Muy pocos de nosotros viven más de algunas centurias de
nuestro tiempo. De todas maneras es desagradable pensar que la muerte puede
llegar involuntariamente. Para nosotros es extremadamente horrible. El solo
pensar que, contra mi deseo y a pesar de todo mi cuidado, la muerte podría
alcanzarme, me resulta inaguantable.
—Nosotros —dijo Drake, frunciendo el ceño— estamos bastante
acostumbrados.
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—Ustedes viven con ese pensamiento: nosotros no. Y esa es la causa de
que estemos tan preocupados por el aumento de las muertes por inhibición en
los últimos años.
—Todavía no nos explicó —dijo Drake— qué quiere decir exactamente
muerte por inhibición: pero déjeme adivinar. ¿La muerte por inhibición es una
cesación patológica del crecimiento?
—Exactamente.
—¿Y cuánto tiempo después de detenerse el crecimiento sobreviene la
muerte?
—Dentro del año. Es una muerte desoladora, trágica y absolutamente
incurable.
—¿Cuál es la causa?
El hawkinita guardó largo silencio antes de contestar, y aun entonces
había algo contenido y tenso en su manera de hablar.
—Mr. Smollett, no sabemos absolutamente nada acerca de cuál puede ser
la causa.
Drake asintió pensativamente. Rosa seguía la conversación como si fuera
la espectadora de un partido de tenis.
—¿Y por qué viene usted a la Tierra a estudiar esa enfermedad? —
preguntó Drake.
—Porque también en esto los terráqueos son únicos. Son los únicos seres
inteligentes inmunes a la enfermedad. La muerte por inhibición afecta a todas
las otras razas. ¿Sabían eso sus colegas, señora de Smollett?
Se había dirigido hacia ella repentinamente, haciéndole dar un respingo.
—No, no lo sabía —contestó Rosa.
—No me sorprende. El dato es consecuencia de investigaciones muy
recientes. Es muy fácil diagnosticar incorrectamente la muerte por inhibición,
y además la frecuencia de los casos es mucho más baja en los otros planetas
que en el mío. Precisamente lo más extraño, digno incluso de hacer filosofías
al respecto, es que donde la enfermedad cause más estragos sea en mi planeta,
que es el más cercano a la Tierra, y que su acción vaya disminuyendo con la
distancia a la misma, de manera que donde menos se la observa es en el
planeta de la estrella Témpora, que es la que está situada más lejos de la
Tierra, mientras que la Tierra misma es inmune a esa enfermedad. En algún
punto de la bioquímica de los terráqueos yace el secreto de esa inmunidad.
Sería muy interesante encontrarlo.
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—Pero usted —arguyó Drake— no puede decir que la Tierra sea inmune.
Desde mi punto de vista, la frecuencia de los casos es ciento por ciento.
Todos los terráqueos dejan de crecer y todos los terráqueos mueren. Todos
padecemos de la muerte por inhibición.
—Nada de eso. Los terráqueos viven hasta setenta años después de haber
dejado de crecer. Esa no es la muerte que nosotros conocemos. Su
enfermedad equivalente es más bien una de crecimiento no restringido.
Ustedes la llaman cáncer… Pero me parece que los estoy aburriendo.
Rosa protestó inmediatamente; Drake hizo lo mismo, todavía con más
vehemencia; pero el hawkinita cambió de tema con decisión. Entonces Rosa
tuvo la primera sospecha de por qué Drake rodeaba cuidadosamente a Harg
Tholan con sus palabras, acosándolo, pinchándolo, tratando siempre de llevar
la conversación de vuelta al punto donde el hawkinita la había dejado. Con
mucho tacto, con habilidad, pero Rosa lo conocía, y podía decir detrás de qué
andaba su marido. ¿Y detrás de qué otra cosa podía andar que no fuera algo
relacionado con su profesión? Y, como si respondiera a sus pensamientos, el
hawkinita repitió la frase que, como un disco rayado, no hacía más que andar
dando vueltas por su cerebro.
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–¿ U sted había dicho que era de la policía? —preguntó.
—Sí —dijo Drake secamente.
—Entonces quisiera pedirle un favor. Desde que supe su profesión quería
pedírselo, pero dudaba en hacerlo. Me resultaría muy desagradable molestar
en algo a mis huéspedes.
—Cuente con él, si está en nuestras manos.
—Tengo una profunda curiosidad por el modo de vida terrestre; una
curiosidad que quizá no es compartida por el resto de mis compatriotas.
¿Podría usted mostrarme uno de los Departamentos de Policía de su planeta?
—Yo no pertenezco a ningún Departamento de Policía de la manera que
usted se imagina —dijo Drake con cautela—. Con todo, tengo amigos en el
Departamento de Policía de Nueva York. No me costaría nada hacerle el
favor. ¿Mañana?
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—Sería lo más conveniente para mí. ¿Podría visitar la Oficina de Personas
Desaparecidas?
—¿La oficina de qué?
El hawkinita acercó las cuatro piernas sobre las que se apoyaba, como si
estuviera muy excitado.
—Es una manía mía; un pequeño detalle que me interesó siempre. Tengo
entendido que ustedes tienen un grupo de gente de la policía cuya sola misión
es buscar a los hombres que se han perdido.
—Y a las mujeres y los niños —añadió Drake—. Pero ¿por qué le interesa
eso particularmente?
—Porque también en esto son ustedes originales. En nuestro planeta no
hay nada que se parezca a una persona desaparecida. Naturalmente, no puedo
explicarle el mecanismo, pero entre la gente de los otros planetas, existe
siempre la sensación de la presencia del otro, especialmente si hay una
ligadura emocional. Estamos siempre enterados del lugar que ocupa el otro,
no importa en qué sitio del planeta se halle.
Rosa sintió nuevamente crecer su excitación. Las expediciones científicas
al planeta Hawkin habían encontrado las mayores dificultades en penetrar los
mecanismos emocionales de los nativos, ¡y aquí aparecía uno que hablaba con
toda libertad, uno que tenía la buena voluntad de explicar! Se olvidó de
preocuparse por Drake y se metió en la conversación.
—¿Es usted capaz de sentir esa presencia ahora?, ¿desde la Tierra?
El hawkinita dijo:
—¿Usted quiere decir a través del espacio? No; me temo que no. Pero
usted se da cuenta de la importancia del tema. Todos los fenómenos
característicos de la Tierra deben de estar ligados entre sí. Si la falta de uno de
los sentidos puede ser explicada, quizá se explicaría también la inmunidad a
la muerte por inhibición. Además, me resulta extremadamente curioso el
hecho de que se pueda construir alguna forma de vida inteligente en
comunidad, entre gente que carezca del sentido de presencia. ¿Cómo puede
saber un terráqueo, por ejemplo, cuándo ha formado un subgrupo armónico:
una familia? ¿Cómo pueden saber ustedes dos, por ejemplo, si tienen
verdadera afinidad entre sí?
Rosa estaba asintiendo. ¡Cómo percibía la falta de ese sentido!
Pero Drake se limitó a sonreír y dijo:
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—Tenemos nuestros medios. Es tan difícil explicarle a usted qué es lo que
nosotros llamamos «amor» como que usted nos explique su sentido de
presencia.
—Supongo que sí. Dígame la verdad, Mr. Smollett; si la señora de
Smollett dejara esta habitación y entrara en otra sin que usted la viera hacerlo,
¿es cierto que usted no sabría dónde estaba?
—Le aseguro que no.
—Asombroso… Pero, por favor, no se ofendan de que el hecho me resulte
chocante.
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Su mano se apoyaba casi brutalmente sobre la nuca de Rosa; tanto que
ella se puso rígida, tratando de separarse. Su voz fue ya más que un
murmullo.
—Basta, Drake.
El marido le dijo:
—No quiero ninguna pregunta por parte tuya y menos, todavía,
interferencias. Tú haz tu trabajo que yo haré el mío.
—La naturaleza de mi trabajo es abierta y conocida.
—La naturaleza de mi trabajo —retrucó él— no lo es, por definición. Pero
te voy a decir lo siguiente: nuestro hexápodo amigo está en nuestra casa por
alguna razón definida; no te eligió al azar entre todos los biólogos. ¿Sabes que
hace dos días estuvo averiguando acerca de mí en la Comisión?
—Estás bromeando.
—Ni se te ocurra pensarlo. Hay en este asunto ciertas profundidades que
ni siquiera te imaginas. Pero ese es mi trabajo, y no voy a seguir discutiéndolo
contigo. ¿Entiendes?
—No, pero no te haré más preguntas si no quieres.
—Entonces, a dormir.
Rosa se quedó boca arriba, y los minutos pasaron, y luego los cuartos de
hora. Estaba tratando de coordinar las partes entre sí. Aun con lo que Drake le
había dicho, el dibujo no combinaba con los colores. ¡Se preguntó qué diría
Drake si se enterase de que había registrado toda la conversación de la velada!
Una imagen persistía nítidamente en su cerebro; revoloteaba sobre ella
burlonamente. Al final de la larga sobremesa, el hawkinita se había vuelto
gravemente hacia ella diciendo; «Buenas noches, señora de Smollett. Usted es
una huéspeda encantadora».
Ella había tratado desesperadamente de sonreír en ese momento. ¿Cómo
podía llamarla una huéspeda encantadora? Para él, ella solo podía ser un
horror, una monstruosidad con un mísero par de piernas y una cara demasiado
estrecha.
Y además, cuando el hawkinita expresó aquella frase de urbanidad
completamente absurda, ¡Drake se había puesto blanco! Durante unos
instantes e brillaron los ojos, como invadidos por el terror.
Hasta entonces nunca había visto que Drake mostrara tener miedo a nada,
y la imagen de ese instante de pánico puro se le quedó grabada hasta que sus
pensamientos se hundieron por fin en el olvido del sueño.
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C UANDO llegó a su escritorio ya eran más de las doce. Había esperado
deliberadamente a que Drake y el hawkinita se fueran; pues solo
entonces pudo sacar el pequeño grabador que la noche anterior había estado
escondido debajo del sillón de Drake. Rosa no abrigó intenciones de
ocultárselo a su marido. Pero este había llegado a casa muy tarde y
acompañado del hawkinita, delante del cual ella no tuvo ocasión para
decírselo. Más tarde, naturalmente, las cosas habían cambiado…
La colocación del grabador fue solo una cuestión de rutina. Las
afirmaciones del hawkinita y sus entonaciones necesitaban ser registradas
para los estudios que luego realizarían varios especialistas del Instituto. Lo
había escondido para evitar las distorsiones autoconscientes que la visibilidad
del dispositivo podría provocar, y ahora no había caso de mostrárselo a los
miembros del Instituto. Tendría que servir para otra misión diferente; misión
más bien desagradable. Iba a servir para espiar a Drake.
Tocó la pequeña caja con los dedos y se preguntó, cosa que no tenía nada
que ver con su propósito, cómo se las arreglaría Drake ese día. El intercambio
social no era, aun entonces, tan común como para que la presencia de un
hawkinita por las calles dejara de congregar multitudes. Pero estaba segura de
que Drake hallaría la solución. Drake siempre hallaba las soluciones.
Escuchó nuevamente los sonidos de la víspera, repitiendo los momentos
interesantes. No estaba satisfecha con lo que Drake le había dicho. ¿Por qué
se interesaba el hawkinita particularmente en ellos dos? Sin embargo, Drake
no le mentiría a ella. Le hubiera gustado comprobarlo en el Comité de
Seguridad, pero sabía que no podía hacerlo. Además, la idea la hizo sentir
desleal; Drake no podía mentir de ninguna manera.
Y, después de todo, ¿por qué no iba a investigar Harg Tholan a casa de
quién iba? Muy probablemente había hecho averiguaciones semejantes sobre
las familias de los otros biólogos del Instituto. Era natural que tratara de elegir
el lugar que fuera más agradable para sus gustos, fueran estos cuales fueren.
Y si solo hubiera investigado a los Smolletts, ¿por qué tenía que producir
eso, en Drake, el gran cambio de intensa hostilidad a profundo interés? Drake
sabía cosas que evidentemente no quería decir. Solo Dios sabía cuántas.
Sus pensamientos se revolvieron en torno a las posibilidades de intriga
interestelar. Hasta ese momento, y de eso estaba segura, no había habido
ningún signo de hostilidad entre las cinco razas inteligentes que por el
momento se sabía habitaban la Galaxia. Todavía estaban demasiado lejos una
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de otra como para que pudiera haber enemistad. Aun el mero y simple
contacto era casi imposible. Los intereses económicos y políticos no tenían
ocasión de entrar en conflicto.
Pero esas eran solamente ideas suyas, y ella no pertenecía a la Comisión
de Seguridad. Si hubiera conflicto, si hubiera peligro, si hubiera alguna razón
para sospechar que la misión del hawkinita estaba lejos de ser una misión de
paz, Drake estaría enterado.
Pero ¿ocupaba Drake una posición tan alta en los consejos de la Comisión
de Seguridad como para saber extraoficialmente los peligros involucrados en
la visita del médico hawkinita? Ella siempre había creído que el puesto de él
era el de un funcionario subalterno, y él tampoco había hecho ningún esfuerzo
para hacerle cambiar de opinión. Sin embargo… ¿sería un cargo más
importante?
Tuvo escalofríos de solo pensarlo. Recordó las novelas de espías del siglo
veinte: de la época en que todavía existían cosas tales como los secretos
atómicos.
Este recuerdo la decidió. A diferencia de Drake, ella no era un policía de
verdad y no tenía la menor idea de cómo trataría el tema un policía. Pero
sabía cómo se hacían esas cosas en las novelas.
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Una vez afuera, se metió apresuradamente en un tubo de tercer nivel y
esperó a que pasara un compartimiento vacío. Los dos minutos que esperó le
parecieron interminablemente largos. Tomó el teléfono situado junto al
asiento y dijo únicamente:
—Academia de Medicina de Nueva York.
La puerta del pequeño compartimiento se cerró, y el sonido del viento se
fue haciendo más agudo a medida que el vehículo aumentaba su velocidad.
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Pasó más de dos horas en la Academia. Cuando terminó, sabía lo
siguiente: había un doctor hawkinita, llamado Harg Tholan, experto en muerte
por inhibición. Tenía relaciones con la organización hawkinita de
investigaciones, que mantenía correspondencia con el Instituto. Claro es que
el Harg Tholan que ella conocía podía simplemente estar haciendo el papel
del doctor para que la cosa sonara más real; pero ¿qué necesidad había de
ello?
Sacó el papel del bolsillo y, donde había escrito «de buena fe» entre tres
signos interrogativos, agregó ahora «SÍ», en mayúsculas. Volvió al Instituto
y, a las cuatro de la tarde, estaba otra vez en su escritorio. Llamó a la control
para decir que no contestaría ningún llamado telefónico y cerró con llave la
puerta.
Debajo de la columna de «Harg Tholan» escribió dos preguntas: «¿Por
qué vino solo Harg Tholan a la Tierra?». Dejó mucho espacio en blanco.
Luego: «¿A qué se debe su interés en la Oficina de Personas Desaparecidas?».
Ciertamente, el hawkinita había indicado como causa de todas sus
acciones la muerte por inhibición. De lo que Rosa leyó en la Academia
resultaba evidente que Tholan ocupaba el lugar principal en los esfuerzos de
la Medicina del planeta Hawkin. La muerte por inhibición era allí más temida
que el cáncer lo era en la Tierra. Si hubieran pensado que la respuesta podía
llegar desde la Tierra habrían mandado una expedición en gran escala. ¿Era
desconfianza y temor lo que les hacía mandar un solo investigador?
¿Qué había dicho Harg Tholan la noche anterior? La muerte por
inhibición incidía con más fuerza en su propio planeta, que era el más cercano
a la Tierra, y con menos fuerza en el más alejado de la Tierra. Añadamos a
eso el hecho, implicado por el hawkinita y verificado por sus propias lecturas
en la Academia, de que la frecuencia de casos había aumentado enormemente
desde que se había realizado el contacto interestelar con la Tierra…
Lentamente y con renuencia, Rosa llegó a una conclusión. Los habitantes
del planeta Hawkin podrían haber llegado al convencimiento de que de alguna
manera la Tierra había descubierto la causa de la muerte por inhibición, y la
estaba desparramando deliberadamente entre los otros pueblos de la Galaxia,
quizá con la intención de convertirse en el árbitro supremo del Universo. Casi
con pánico rechazó esta conclusión. No podía ser; era imposible. En primer
lugar, la Tierra no haría una cosa tan horrible. En segundo lugar, no podría.
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En lo que a adelanto científico se refiere, los seres del planeta Hawkin
eran sin lugar a dudas los iguales de los hombres. La muerte persistía desde
hacía miles de años, y sus esfuerzos por combatirla habían terminado en
completo fracaso. La Tierra no podía tener éxito con sus investigaciones a
larga distancia de la bioquímica ajena. De hecho, hasta donde Rosa sabía, no
había habido investigaciones de la patología hawkinita por parte de los
biólogos y médicos terrestres.
Y, sin embargo, toda la evidencia indicaba que Harg Tholan había llegado
con sospechas y había sido recibido con sospechas. Cuidadosamente, escribió
bajo la pregunta «¿Por qué vino solo Harg Tholan a la Tierra?», la respuesta:
«El planeta Hawkin cree que la Tierra provoca la muerte por inhibición».
Y entonces, ¿qué tenía todo eso que ver con la Oficina de Personas
Desaparecidas? Como mujer de ciencia, las teorías que desarrollaba tenían
que ser rigurosas. Todos los hechos debían calzar en ellas; no solamente
algunos.
¡La Oficina de Personas Desaparecidas! Si era una pista falsa, introducida
deliberadamente para despistar a Drake, era muy grosera, ya que Tholan la
mencionó al cabo de casi una hora de discusión sobre la muerte por
inhibición.
¿Quería utilizarla como oportunidad para estudiar a Drake? Si era así,
¿para qué? ¿Era este quizás el punto principal? El hawkinita había hecho
averiguaciones acerca de Drake antes de venir. ¿Había venido porque Drake
era un policía que tenía acceso a la Oficina de Personas Desaparecidas?
Pero ¿por qué? ¿Por qué?
Se dio por vencida y pasó a la columna que había encabezado con la
palabra «Drake».
Y allí la pregunta se escribió por sí misma, no en tinta sobre el papel, sino
en caracteres mucho más visibles, dentro de su cabeza. ¿Por qué se casó
conmigo?, pensó Rosa, y se cubrió los ojos con las manos.
Se conocieron casi por accidente, cuando él se mudó, hacía como un año,
a la misma casa de departamentos donde vivía ella. Los saludos amables se
convirtieron poco a poco en conversaciones amistosas, y estas, a su vez,
desembocaron en cenas ocasionales en un restaurante de la vecindad. Todo
había sido muy amistoso y una nueva experiencia muy excitante, y ella se
había enamorado.
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Cuando Drake le pidió que se casara con él, se sintió satisfecha y
abrumada. En esa época tuvo muchas maneras de explicarlo. Él apreciaba su
inteligencia y su amistad. Era una buena chica. Haría una buena esposa, una
compañía espléndida.
Había ensayado todas esas explicaciones, creyendo a medias en cada una
de ellas. Pero creer a medias no es suficiente.
No era que encontrase una falta definida en Drake como marido. Era
siempre atento, bueno y gentil. Su vida de casados no tenía demasiada pasión,
pero, sin embargo, satisfacía las suaves oleadas emocionales de sus treinta
años largos. No tenía diecinueve. ¿Qué esperaba?
Eso era exactamente. No tenía diecinueve. No era ni hermosa, ni
encantadora, ni atrayente. ¿Qué había esperado? ¿Podría haber esperado a
Drake, buen mozo y vigoroso, cuyo interés en problemas intelectuales era
secundario, que nunca le preguntó nada acerca de su trabajo en todos esos
meses de matrimonio, ni tampoco ofreció discutir el suyo con ella? ¿Por qué,
entonces, se había casado con ella?
Pero no había respuesta a tal pregunta, y esta no tenía nada que ver con lo
que Rosa trataba de resolver en ese momento. Era, se dijo con firmeza, una
distracción infantil respecto de la tarea que se había propuesto a sí misma.
Estaba actuando como una chica de diecinueve, después de todo, sin ninguna
excusa cronológica para ello.
Se dio cuenta de que había roto la punta del lápiz, y tomó otro. En la
columna de «Drake» escribió: «¿Por qué tiene sospechas de Harg Tholan?», y
debajo puso una flecha que apuntaba a la otra columna. Lo que tenía escrito
en esta era una explicación suficiente. Si la Tierra estaba desparramando la
muerte por inhibición, o si la Tierra sabía que se sospechaba que lo hiciera,
evidentemente se estaría preparando para enfrentar eventuales represalias por
parte de los extranjeros. De hecho serían las maniobras preliminares para la
primera guerra interestelar de la historia. Era una explicación adecuada pero
horrible.
Ahora quedaba la segunda pregunta, que ella no podía contestar. La
escribió con lentitud: «¿Por qué reaccionó así Drake ante las palabras de
Tholan: Usted es una huéspeda encantadora?».
Trató de recordar con toda exactitud la situación. El hawkinita había
hablado con tono normal; más aún, hasta amablemente: y Drake se había
quedado helado al oírlo. Una y otra vez ella había puesto la grabación en ese
pasaje particular. Un terráqueo lo habría dicho en el mismo tono al dejar una
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fiesta. La grabación no había registrado la cara de Drake; para eso ella solo
tenía la memoria. Los ojos de Drake se habían llenado de miedo y odio, y
Drake era uno de esos hombres que no le tenían miedo a nada. ¿Qué es lo que
había que temer en la frase «Usted es una huéspeda encantadora»? ¿Qué
podía haberlo molestado? ¿Celos? Absurdo. ¿La sensación de que Harg
Tholan lo había dicho sarcásticamente? Quizás, aunque no era muy probable.
Ella estaba segura de que Tholan fue sincero. Se dio por vencida y puso un
enorme signo de interrogación bajo la segunda pregunta. Ahora había dos,
uno debajo de «Harg Tholan» y otro debajo de «Drake». ¿Podía haber
conexión alguna entre el interés de Tholan por las personas desaparecidas y la
reacción de Drake a una frase amable? No podía imaginarse ninguna.
Bajó la cabeza apoyándola sobre los brazos. Estaba oscureciendo, y se
sentía muy cansada. Durante un tiempo, debió de estar dando vueltas por esa
extraña tierra de nadie, situada entre la vigilia y el sueño, donde los
pensamientos y las frases pierden el control de la conciencia y se mueven
errática y surrealísticamente a través de la cabeza. Pero, no importa dónde se
pusieran a bailar y brincar, siempre volvían a la misma única frase: «Usted es
una huéspeda encantadora». Algunas veces la oía en la voz refinada y sin vida
de Harg Tholan, y a veces en el tono vibrante de Drake. Cuando Drake la
decía, estaba llena de amor, llena de un amor que nunca había expresado. A
ella le gustaba oírlo.
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N O estaban esperándola, después de todo. Al salir de los tubos al nivel de
la calle, dio justo con ellos que bajaban de un autogiro. El chofer del
autogiro miró a sus pasajeros con los ojos abiertos de asombro, y luego, sin
decir nada, revoloteó hacia arriba y desapareció. Por comprensión mutua, los
tres esperaron a estar dentro del departamento antes de hablar.
Rosa dijo sin interés:
—Espero que haya tenido un día agradable, doctor Tholan.
—Bastante. Fascinante y útil al mismo tiempo, creo.
—¿Tuvieron ustedes algún tiempo para comer?
Aunque Rosa no había comido, lo que menos tenía era hambre.
—Sí, por cierto.
Drake interrumpió con aire de cansado:
—Hicimos que nos enviaran el almuerzo. Sándwiches.
—Hola, Drake —dijo Rosa, dirigiéndose por primera vez a él.
Drake, casi sin mirarla, contestó:
—Hola.
El hawkinita dijo:
—Sus tomates son vegetales extraordinarios. No tenemos nada que pueda
compararse con ellos en gusto. Creo que me comí dos docenas y me bebí una
botella entera de un derivado del tomate.
—Ketchup —explicó Drake brevemente.
Rosa dijo:
—¿Y su visita a la Oficina de Personas Desaparecidas, doctor Tholan?
¿Le resultó útil?
—Yo diría que sí.
Rosa le daba la espalda. Siguió arreglando los almohadones de un sofá,
mientras le preguntaba:
—¿En qué sentido?
—Encuentro interesante el hecho de que la gran mayoría de las personas
desaparecidas sean varones. Las esposas informan generalmente de maridos
desaparecidos, mientras que el caso contrario no ocurre prácticamente nunca.
—Ese no es ningún misterio, doctor Tholan —dijo Rosa—. Usted
simplemente no se da cuenta de la organización económica de la Tierra. En
este planeta es generalmente el varón quien mantiene a toda la familia. Es
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aquel a quien pagan por su trabajo, en unidades monetarias. La función de la
mujer por lo común es cuidar de la casa y los niños.
—¡Supongo que ese hecho no será universal!
Drake contestó:
—Más o menos. Si usted está pensando en mi señora, ella es un ejemplo
de esa minoría de mujeres que son capaces de abrirse su propio camino en el
mundo.
Rosa lo miró rápidamente. ¿Estaba tratando de ser sarcástico?
—¿Lo que usted quiere implicar, señora de Smollett —preguntó el
hawkinita—, es que a las mujeres, dependiendo económicamente de sus
compañeros varones, les es mucho más difícil desaparecer?
—Es una manera gentil de decirlo —dijo Rosa—, pero es más o menos
así.
—¿Y usted diría que la Oficina de Personas Desaparecidas de Nueva
York es una muestra significativa de lo que ocurre en todo el planeta?
—Creo que sí.
El hawkinita dijo abruptamente:
—¿Y hay, entonces, alguna explicación económica para el hecho de que,
desde que se ha desarrollado el transporte interestelar, el porcentaje de
varones jóvenes entre los desaparecidos ha aumentado como nunca?
Esta vez fue Drake quien contestó:
—Ese es un misterio menor todavía que el otro. En nuestros días, el que
escapa tiene todo el universo para esconderse. Cualquiera que quiera salirse
de algún lío no tiene más que saltar dentro de la astronave más cercana.
Siempre andan escasas de tripulación, no hacen preguntas, y después es
imposible localizar al desaparecido, si es que realmente quiere mantenerse
fuera de circulación. Y casi siempre son hombres que están en su primer año
de casados.
Rosa sonrió repentinamente y dijo:
—Pero es que justamente en esa época es cuando las dificultades del
hombre parecen mayores. Si sobrevive el primer año, en general no tiene
necesidad de desaparecer.
Evidentemente, Drake no se divertía en absoluto. Rosa pensó de nuevo
que parecía cansado y triste. ¿Por qué insistía en llevar la carga él solo?
Luego se le ocurrió que quizá tuviera que hacerlo.
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El hawkinita dijo de pronto:
—¿Sería ofensivo para ustedes si desconecto durante un rato?
—De ninguna manera —contestó Rosa—. Espero que no haya tenido un
día demasiado cansador. Dado que usted viene de un planeta cuya gravedad
es mayor que la nuestra, temo que supongamos demasiado apresuradamente
que usted debe mostrar más resistencia que nosotros.
—No estoy cansado en sentido físico. —Se miró durante algunos instantes
las piernas y guiñó rápidamente los ojos como signo de que le resultaba
divertido—. Siempre estoy esperando que los terráqueos se caigan hacia
adelante o hacia atrás en vista de su escasa cantidad de piernas. Perdónenme
si me tomo demasiadas familiaridades; pero cuando usted mencionó el hecho
de la menor gravedad terrestre, me pasó por la cabeza la idea de que en mi
planeta dos piernas no bastarían. Pero, en realidad, esto no tiene nada que ver
con lo que quería decirles. Resulta que he estado absorbiendo tantos nuevos
conceptos, que siento el deseo de desconectar un poco.
Rosa sintió escalofríos. Bueno, eso era lo más que una raza podía
acercarse a otra. Hasta donde habían podido averiguarlo las expediciones al
planeta Hawkin, los hawkinitas poseían la facultad de desconectar de todas
sus funciones corporales su mente consciente, permitiéndoles hundirse en un
proceso meditativo sin perturbaciones exteriores durante períodos de tiempo
que llegaban a durar hasta algunos días terrestres. Los hawkinitas encontraban
agradable este proceso, hasta necesario a veces, aunque ningún terráqueo
podía decir con certeza qué función cumplía.
Inversamente, nunca había sido posible para los terráqueos explicar el
concepto de sueño a un hawkinita o a cualquier otro extraterrestre. Lo que un
terráqueo llamaría dormir o soñar, el hawkinita lo vería como un signo
alarmante de desintegración mental. Rosa pensó intranquila: Esto es otra cosa
en la que los terráqueos son distintos.
El hawkinita se despidió dejando caer sus miembros anteriores de manera
que tocaran el suelo en amable gesto. Drake inclinó apenas la cabeza cuando
aquel desaparecía en el corredor. Oyeron que la puerta se abría y cerraba, y
todo quedó en silencio.
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—¡Drake! —dijo.
Drake pareció mirarla desde una distancia muy muy lejana. Lentamente,
sus ojos se enfocaron sobre ella y preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Tú también das por terminado el día?
—No. Ahora estoy lista para empezar. Es el mañana de que hablaste. ¿No
me vas a explicar qué pasa?
—¿De qué estás hablando?
—Anoche me dijiste que hoy me ibas a explicar. Estoy lista.
Drake frunció el ceño; sus ojos casi desaparecieron debajo de las cejas, y
Rosa empezó a perder su presencia de ánimo. Él dijo:
—Pensé que estábamos de acuerdo en que no me harías más preguntas
sobre esta cuestión.
—Ya es demasiado tarde. A esta altura ya conozco demasiadas cosas de tu
trabajo.
—¿Qué quieres decir? —gritó él, saltando sobre los pies. Luego,
recobrándose, se acercó y puso sus manos sobre los hombros de ella—. ¿Qué
quieres decir? —repitió en voz más baja.
Rosa mantuvo los ojos fijos en sus propias manos, que descansaban
blandamente sobre la falda. Aguantó con paciencia el apretón doloroso de los
dedos de Drake, y dijo lentamente:
—El doctor Tholan cree que la Tierra está desparramando a propósito la
muerte por inhibición. Eso, ¿es o no es así?
Esperó. Lentamente las manos de Drake se aflojaron y él se quedó parado,
las manos a los costados, la cara desconcertada y triste.
—¿De dónde sacaste esa idea? —preguntó.
—Es cierta, ¿no es así?
Él dijo sin aliento:
—Quiero saber exactamente por qué lo dices. No juegues conmigo
tontamente, Rosa; esto va en serio.
—Si te lo digo, ¿me contestarás a una pregunta?
—¿Qué pregunta?
—¿Está desparramando la Tierra deliberadamente la enfermedad, Drake?
Drake levantó sus brazos desesperadamente.
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—¡Por Dios! —Se arrodilló frente a ella; tomó sus manos entre las de él, y
ella pudo sentir que temblaban. Estaba forzando su voz en palabras suaves,
amorosas—. Rosa querida, tienes algo que quema en tu pensamiento, y crees
que puedes utilizarlo para embrollarme en una pequeña conversación
conyugal. No, no te pido mucho. Dime solamente qué es lo que te hace decir
eso que…, eso que acabas de decir.
—Estuve en la Academia de Medicina esta tarde. Leí algunas cosas allí.
—¿Por qué? ¿Por qué motivo?
—En primer lugar, porque parecías tan interesado en la muerte por
inhibición. Y, además, porque el doctor Tholan hizo esas declaraciones de
que la frecuencia de casos crecía con la cercanía de los planetas a la Tierra y
con la cantidad de viajes interestelares.
—¿Y tus lecturas? —apuntó él—. ¿Qué hay de tus lecturas?
—Están de acuerdo con ello. Todo lo que pude hacer fue captar
rápidamente una idea general de la dirección de sus investigaciones en las
décadas recientes. Me parece evidente, con todo, que por lo menos algunos de
los hawkinitas consideran la posibilidad de que la muerte por inhibición se
origina en la Tierra.
—¿Lo dicen abiertamente?
—No, o por lo menos no lo vi. —Lo miró sorprendida. En un asunto
como este, el gobierno tenía que estar enterado de las investigaciones
hawkinitas—. ¿No conocen ustedes —preguntó suavemente— las
investigaciones de los hawkinitas sobre el tema? El gobierno…
—No te preocupes por eso.
Drake se había alejado de ella y ahora volvía. Sus ojos brillaban. Dijo,
como si hiciera un descubrimiento extraordinario:
—¡Pero si tú eres una experta en esto!
¿Lo era? ¿Y ahora que la necesitaba se daba cuenta de ello? Rosa respiró
hondamente y dijo:
—Soy bióloga.
—Sí, ya lo sé; pero quiero decir que tu especialidad particular es el
crecimiento. ¿No dijiste una vez que habías publicado trabajos sobre
crecimiento?
—Podrías considerarlo así. Publiqué más de veinte trabajos sobre la
relación de la fina estructura del ácido nucleico con el desarrollo embrionario.
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—Es cierto. Tendría que haber pensado en eso —dijo él, ahogado por una
nueva excitación—. Lamento haberme puesto nervioso. Dime, Rosa; tú serías
tan competente como cualquier otro para darte cuenta de la dirección de sus
investigaciones si lees acerca de ellas, ¿no es así?
—Bastante competente, sí.
—Entonces explícame cómo consideran ellos que se desparrama la
enfermedad. Me refiero a los detalles.
—Oh, mira; eso ya es pedir demasiado. Solo pasé algunas horas en la
Academia, eso es todo. Necesito mucho más tiempo para poder responder a
tus preguntas.
—Aunque solo sea lo que tú supones, no te puedes imaginar lo importante
que es.
Ella dijo, dudando:
—Naturalmente que Estudios sobre Inhibición es un tratado fundamental
en la materia. Resume todas las investigaciones realizadas dentro de la
especialidad.
—¿Sí? ¿Y qué antigüedad tiene?
—Es una publicación periódica. El último volumen es de hace un año.
—¿Hay alguna mención de su trabajo sobre el tema? —El dedo de Drake
apuntó en dirección al dormitorio de Harg Tholan.
—Más que de ningún otro. Es un trabajador muy destacado en esa
especialidad. Me fijé especialmente en sus publicaciones.
—¿Y cuáles son sus teorías acerca del origen de la enfermedad? Trata de
recordar, Rosa.
Ella sacudió la cabeza.
—Podría jurar que él le hecha la culpa a la Tierra, pero admite que no
saben nada acerca de cómo se desparrama la enfermedad. Podría jurar eso
también.
Drake quedó tieso delante de ella. Sus fuertes manos se crispaban a sus
costados y sus palabras eran apenas un murmullo.
—Podría ser una cuestión de simple sobreestimación. Quién sabe… —
Caminó hacia la puerta—. Lo voy a averiguar ahora mismo, Rosa. Gracias
por tu ayuda.
Ella corrió tras él.
—¿Qué vas a hacer?
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—Preguntarle algunas cosas —dijo revolviendo los cajones de su
escritorio. Su mano derecha desapareció. Volvió a aparecer apretando un
revólver lanzaagujas.
—¡No, Drake! —gritó ella.
Él la apartó con rudeza y se volvió hacia el corredor rumbo a la habitación
del hawkinita.
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El hawkinita estaba parado sin moverse, los ojos desenfocados, con sus
cuatro piernas principales extendidas y abiertas en la máxima amplitud
posible. Rosa se sintió avergonzada de la intrusión, como si estuvieran
violando un rito íntimo. Pero Drake, sin ninguna preocupación aparente,
caminó hasta pocos pasos de la criatura y allí se detuvo. Estaban frente a
frente, manteniendo Drake el revólver de agujas a la altura del torso del
hawkinita.
—Ahora, quieta —ordenó—. Él se dará cuenta poco a poco de mi
presencia.
—¿Cómo lo sabes?
La respuesta fue corta:
—Lo sé. Sal de aquí.
Pero ella no se movió, y Drake estaba demasiado absorto para prestarle
atención.
Algunas partes de la piel del hawkinita comenzaron a temblar levemente.
Era más bien repulsivo y era preferible no mirar. Drake dijo repentinamente:
—Está bien así, doctor Tholan. No trate de conectar ninguna de las
piernas. Sus órganos sensoriales y caja vocal serán suficientes.
La voz del hawkinita sonó muy tenue:
—¿Por qué invaden mi pieza de desconexión? ¿Y por qué está armado?
Su cabeza se balanceaba ligeramente sobre un torso todavía rígido. Había
aceptado aparentemente la sugestión de Drake de no conectar los miembros.
Rosa se preguntó cómo sabía Drake que esa conexión era posible. Ella
personalmente no lo sabía.
El hawkinita habló nuevamente:
—¿Qué quiere?
—Que me conteste a ciertas preguntas —dijo Drake en el acto.
—¿Con un revólver en la mano? No voy a fomentar su descortesía hasta
tal punto.
—No solo fomentaría mi descortesía. También estaría usted salvando su
propia vida.
—En estas circunstancias, la cuestión no me preocuparía mucho.
Lamento, Mr. Smollett, que se comprendan tan mal en la Tierra los deberes
para con los invitados.
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—Usted no es invitado mío, doctor Tholan —dijo Drake—. Usted entró
en mi casa bajo falsos pretextos. Tenía alguna razón para ello; algo que había
planeado utilizándome a mí como herramienta. No tengo ningún empacho en
invertir el proceso.
—Mejor es que dispare de una vez. Nos ahorrará tiempo.
—¿Esta usted convencido de que no contestará a ninguna pregunta? Eso,
de por sí, es sospechoso. Parece que considera que ciertas cuestiones son más
importantes que su vida.
—Considero que los principios de cortesía son muy importantes. Usted,
como terráqueo, puede no entender.
—Quizá no. Pero yo, como terráqueo, entiendo una cosa.
Drake saltó hacia adelante antes de que Rosa pudiera gritar, antes de que
el hawkinita pudiera conectar sus miembros. Cuando brincó hacia atrás,
aferraba la manguera flexible del cilindro de ácido cianhídrico de Harg
Tholan. En el extremo de la ancha boca del hawkinita, donde había estado
fijada la manguera, unas gotas de líquido incoloro manaban babosamente de
una rajadura en la áspera piel, y se solidificaban lentamente al irse oxidando
en unos glóbulos marrones con aspecto de jalea.
Drake tiró de la manguera y el cilindro se desprendió del costado del
hawkinita. Dio vuelta a la manivela que controlaba la válvula en el extremo
del cilindro, y el pequeño silbido cesó.
—Dudo —dijo Drake— que haya escapado la cantidad suficiente como
para ponernos en peligro. Espero, sin embargo, que se dé cuenta de lo que le
va a suceder ahora, si no contesta las preguntas que le voy a hacer… y las
contesta de tal manera que yo comprenda que está diciendo la verdad.
—Devuélvame mi cilindro —dijo con lentitud el hawkinita—. Si no,
tendré que atacarlo, y usted se verá obligado a matarme.
Drake retrocedió un paso.
—De ninguna manera. Atáqueme y yo le disparo a las piernas. Las va a
perder; las cuatro si es necesario; pero va a seguir viviendo de una manera
horrible. Va a vivir para morir por falta de ácido cianhídrico. Va a ser una
muerte poco agradable. Yo soy terráqueo y no soy capaz de apreciar sus
verdaderos horrores, pero usted puede, ¿no es cierto?
La boca del hawkinita estaba abierta, y algo de color verde amarillento
temblaba en su interior. Rosa quería terminar; quería gritar: ¡Drake,
devuélvele el cilindro!, pero no dijo nada. Ni siquiera podía volver la cabeza.
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—Creo —dijo Drake— que tiene usted alrededor de una hora para
responderme, antes de que los efectos sean irreversibles. Hable rápido, doctor
Tholan, y le devolveré el cilindro.
—Y después de eso… —dijo el hawkinita.
—Después de eso, ¿qué le importa a usted? Aun cuando yo lo mate, será
una muerte limpia; no por falta de ácido cianhídrico.
Algo pareció sucederle al hawkinita. Su voz volvió a ser gutural y sus
palabras se confundieron como si ya no tuviera la energía de mantener su
inglés perfecto.
—¿Cuáles son las preguntas? —dijo, y al hablar sus ojos siguieron el
cilindro que Drake tenía en la mano.
Drake lo hacía oscilar deliberadamente, y los ojos de la criatura lo
seguían…, lo seguían…, fascinados.
D RAKE dijo:
—¿Cuáles son las teorías respecto de la muerte por inhibición? ¿Por
qué vino usted realmente a la Tierra? ¿A qué se debe su interés en la Oficina
de Personas Desaparecidas?
Rosa esperaba con dolorosa ansiedad. Esas eran las preguntas que a ella le
hubiera gustado hacer. No de esa manera, quizá; pero en el trabajo de Drake,
la delicadeza y humanitarismo cedían su lugar a la necesidad. Se lo repitió a sí
misma varias veces, en un esfuerzo para contrarrestar la repugnancia que le
causaba lo que Drake hacía con el doctor Tholan.
El hawkinita dijo:
—La respuesta apropiada llevaría más tiempo que la hora que me queda.
Usted me ha afrentado amargamente obligándome a hablar bajo tortura. En
mi planeta usted no podría haberlo hecho bajo ninguna circunstancia. Es
solamente aquí, en este repugnante planeta, donde son capaces de dejarme sin
ácido cianhídrico.
—Está malgastando su hora, doctor Tholan.
—Al final de todo, yo iba a decírselo a usted, Mr. Smollett. Necesitaba su
ayuda. Por eso vine aquí.
—Todavía sigue sin contestar mis preguntas.
—Las voy a contestar inmediatamente. Durante años, además de mi
trabajo científico regular, he estudiado por mi cuenta las células de los
enfermos que sufrían la muerte por inhibición. He tenido que trabajar en el
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mayor secreto y sin la menor ayuda, dado que los métodos que utilizaba para
investigar a mis pacientes eran muy mal considerados por mi gente. Su
sociedad tendría los mismos sentimientos frente a la vivisección humana, por
ejemplo. Por esta razón, no podía presentar los resultados que pudiera obtener
a mis colegas médicos hasta que hubiera verificado todas mis teorías aquí en
la Tierra.
—¿Cuáles eran sus teorías? —inquirió Drake. Sus ojos se habían puesto
nuevamente febriles.
—A medida que progresaba en mis experimentos se me fue haciendo cada
vez más evidente que toda la dirección de la investigación estaba
completamente equivocada. Físicamente no había solución alguna al misterio.
La muerte por inhibición era una enfermedad puramente mental.
Rosa interrumpió:
—¿No querrá usted decir psicosomática, doctor Tholan?
Una película delgada y de color gris transparente había cubierto los ojos
del hawkinita. Ya no los seguía mirando.
—No, señora de Smollett —dijo—; no es psicosomática. Es una
verdadera enfermedad mental; una infección mental. Mis pacientes tenían dos
personalidades. Por debajo de aquella que les pertenecía naturalmente, había
evidencia de otra… de una extranjera. Trabajé con pacientes de otras razas
diferentes a la mía, y sucedía lo mismo. En resumen, no hay cinco razas
inteligentes en la Galaxia, sino seis. Y la sexta es parásita.
—¡Eso es imposible! —dijo Rosa—. Usted tiene que estar equivocado,
doctor Tholan.
—No estoy equivocado. Hasta que llegué a la Tierra, pensé que pudiera
estarlo; pero mi estada en el Instituto y mis investigaciones en la Oficina de
Personas Desaparecidas me convencieron de lo contrario. ¿Qué tiene de
imposible el concepto de inteligencia parásita? Inteligencias como esas no
dejan residuos fósiles, siendo su sola función la de nutrirse de alguna manera
de las actividades mentales de las otras criaturas. Uno puede imaginarse un
parásito como ese, a través del curso de millones de años, quizá, perdiendo
todas las porciones de su ser físico salvo las necesarias para seguir
subsistiendo; así como la lombriz solitaria (para citar un ejemplo de sus
parásitos físicos terrestres) perdió todas las funciones individuales salvo la de
reproducción. En el caso de la inteligencia parásita, todos los atributos físicos
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se habrían perdido finalmente. Habría terminado por ser nada más que mente
pura, viviendo de alguna manera mental que no podemos concebir, sobre las
mentes de otros; particularmente sobre las mentes de los hombres.
—¿Por qué los hombres especialmente? —preguntó Rosa.
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—Sí.
Durante algunos instantes hubo silencio, y luego el hawkinita dijo con
súbito acceso de energía:
—Devuélvame mi cilindro. Ya tuvo su respuesta.
Drake dijo fríamente:
—¿Qué hay de la Oficina de Personas Desaparecidas? —Estaba haciendo
oscilar nuevamente el cilindro de ácido cianhídrico; pero ahora el hawkinita
no siguió sus movimientos. La película gris transparente que cubría sus ojos
se había hecho más gruesa, y Rosa se preguntó si era solamente una expresión
de tristeza, o consecuencia de la falta del ácido cianhídrico. El hawkinita dijo:
—Así como nosotros no estamos bien adaptados a la inteligencia que
infecta a los hombres, tampoco ella está adaptada a nosotros. Puede vivir
entre nosotros, incluso parece preferirlo, pero no puede reproducirse
tomándonos a nosotros solamente como fuente de vida. La muerte por
inhibición no es directamente contagiosa entre nuestra gente.
Rosa lo miró con creciente horror.
—¿Qué quiere usted implicar, doctor Tholan?
—El terráqueo sigue siendo el huésped principal para el parásito. Un
terráqueo, si habita nuestro planeta, puede infectar a uno de nosotros. Pero el
parásito, una vez que se ha localizado en una inteligencia de los planetas
exteriores, debe volver de alguna manera a algún terráqueo, si es que quiere
reproducirse. Antes de los viajes interestelares, eso era posible solamente
volviendo a atravesar el espacio, y por tanto la frecuencia de casos era muy
pequeña. Ahora nos infectamos y volvemos a infectar mientras los parásitos
vuelven a la Tierra y regresan a nosotros por vía de los hombres que viajan a
través del espacio.
Rosa dijo desmayadamente:
—Y las personas desaparecidas…
—Son los huéspedes intermediarios. No conozco exactamente el proceso
mediante el cual se realiza todo el ciclo. Las mentes terrestres masculinas
parecen más adecuadas para sus propósitos. Usted recordará que en el
Instituto se me informó que el promedio de vida del macho humano es tres
años menor que el de la hembra. Una vez que se ha realizado la reproducción,
el macho infectado parte en una nave espacial hacia otros mundos.
Desaparece.
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—Pero eso es imposible —insistió Rosa—. ¡Lo que usted dice significa
que la mente parásita puede controlar las acciones de su huésped! Eso no
puede ser, porque de lo contrario nosotros habríamos notado su presencia.
—El control, señora de Smollett, puede ser muy sutil y hasta puede
ejercerse solamente durante el período de reproducción activa. Simplemente
pienso en la Oficina de Personas Desaparecidas. ¿Por qué desaparecen los
hombres jóvenes? Ustedes tienen explicaciones económicas y psicológicas,
pero no son suficientes… Pero ya me siento demasiado mal y no puedo hablar
mucho tiempo más. Solo me resta una cosa que decir. En el parásito mental
mi pueblo y el de ustedes tienen un enemigo común. Los hombres tampoco
necesitarían morir involuntariamente, si no fuera por él. Pensé que si no podía
volver a mi planeta con el descubrimiento que había hecho, debido a los
métodos no ortodoxos que había utilizado, podía entregarlo a las autoridades
terrestres y pedirles su ayuda para eliminar la amenaza. Imagínense mi placer
cuando me enteré de que el esposo de una de las biólogas del Instituto era
miembro de uno de los cuerpos de investigación más altos de la Tierra.
Naturalmente, hice todo lo posible para ser invitado a su casa, de manera que
pudiera quizá tratar con él la cuestión privadamente, convencerlo de la
terrible verdad y utilizar su posición para ayudar en la lucha contra los
parásitos. Esto, naturalmente, es ahora imposible. No puedo culparlos
demasiado. Como terráqueos, no se puede esperar que entiendan la psicología
de mi pueblo. Con todo, quizá entiendan esto: no puedo tener más trato con
ustedes. No podría soportar incluso seguir viviendo en la Tierra.
—Por consiguiente —dijo Drake—, usted es el único entre toda su gente
que conoce su teoría.
—Yo soy el único.
Drake alargó el cilindro.
—Su ácido cianhídrico, doctor.
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repentinamente fláccida se desprendió la manguera. Otra vez Drake cerró la
válvula, puso el cilindro al costado y se quedó parado sombríamente, mientras
miraba a la criatura muerta. No había ningún signo exterior de que había sido
matado. La bala del revólver lanzaagujas, más fina aún que las agujas de que
deriva el nombre del arma, penetraba fácilmente y sin ruido en el cuerpo,
explotando con efecto devastador en el interior de la cavidad abdominal.
Rosa salió corriendo y gritando de la habitación. Drake la persiguió y la
agarró del brazo. Ella oyó el sonido duro y seco de la palma de la mano de él
contra su cara, sin sentirla, y comenzó a sollozar quedamente.
—Ya te avisé que te mantuvieras fuera de esto —le dijo Drake—. ¿Ahora
qué piensas hacer?
—Déjame ir. Quiero irme. Quiero irme de aquí.
—¿Por haber hecho yo lo que era mi deber? Oíste lo que la criatura estaba
diciendo. ¿Supones que yo podía dejarlo volver a su planeta para desparramar
esas mentiras? Le iban a creer. ¿Y qué crees que sucedería entonces? ¿Te
puedes imaginar lo que sería una guerra interestelar? El objetivo de ellos sería
eliminarnos a todos para terminar con la enfermedad.
Con energía salida quién sabe de dónde, Rosa se recobró, miró
firmemente a los ojos de Drake y dijo:
—Lo que el doctor Tholan decía no eran mentiras ni errores, Drake.
—Vamos, vamos; estás histérica. Necesitas dormir.
—Sé que lo que dijo es cierto, porque la Comisión de Seguridad conoce la
misma teoría y sabe que es verdad.
—¿Por qué dices una cosa tan ridícula?
—Porque a ti mismo se te escapó dos veces.
—Siéntate —dijo él. Ella se sentó, y él se quedó de pie, mirándola con
curiosidad—. Conque me delaté dos veces, ¿eh? Has tenido un día muy
ocupado en investigaciones, querida. Tienes aspectos que yo no había
percibido.
Drake se sentó cruzando las piernas. Rosa pensó que sí, que había tenido
un día muy ocupado. Desde donde estaba sentada podía ver el reloj eléctrico
sobre la pared de la cocina; eran más de las dos de la mañana. Harg Tholan
había llegado a la casa hacía treinta y cinco horas, y ahora yacía asesinado en
su cuarto. Drake dijo:
—Bueno, ¿no me vas a decir qué errores cometí?
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—Te pusiste blanco cuando Harg Tholan dijo que yo era una huéspeda
encantadora. Huéspeda tiene dos sentidos, tú ya lo sabes, Drake. Un huésped
es alguien que lleva un parásito.
—Primero —dijo Drake—. ¿Cuál fue el segundo error?
—Ese fue algo que hiciste antes de que Harg Tholan entrara aquí. Me
pasé horas tratando de recordarlo. ¿Te acuerdas, Drake? Tú hablaste de lo
desagradable que era para los hawkinitas mantener relaciones con los
terráqueos, y yo dije que Harg Tholan era un doctor y tenía que hacerlo. Te
pregunté si a los doctores humanos les resultaba particularmente divertido ir a
los trópicos o dejar que los mosquitos infectados los picaran. ¿Recuerdas
cómo te pusiste de molesto?
Drake rio.
—Nunca se me ocurrió que fuera tan transparente. Los mosquitos son
huéspedes de los parásitos de la fiebre amarilla —suspiró—. He hecho lo
posible para tenerte fuera de esto. Traté de mantener alejado al hawkinita.
Traté de amenazarte. Ahora no puedo hacer otra cosa que decirte la verdad.
Debo hacerlo, porque solamente la verdad… o la muerte… te mantendría
quieta.
Rosa se apoyó contra el respaldo de la silla, abiertos los ojos.
Drake continuó:
—La Comisión conoce la verdad. No nos hace ningún bien. Solo podemos
hacer todo lo posible para impedir que los otros planetas se enteren.
—¡Pero la verdad no se puede esconder siempre! Harg Tholan la
encontró. Lo has matado; pero otro extraterrestre hará el mismo
descubrimiento, y aunque lo mates habrá otro, y otro y otro… No puedes
matarlos a todos.
—Ya lo sabemos —convino Drake—. Pero no hay otra salida.
—¿Por qué? —gritó Rosa—. Harg Tholan te dio la solución. No hizo
ninguna sugestión ni amenaza de guerra entre planetas. Sugirió que nos
combinásemos con otras inteligencias para suprimir el parásito. ¡Y podemos
hacerlo! Si nosotros, junto con todos los demás, ponemos todo nuestro
esfuerzo en eso…
—¿Quieres decir que podemos creer en él? ¿Habla en nombre de su
gobierno o en nombre de todas las razas?
—¿Podemos rehusarnos a correr ese riesgo?
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—Tú no entiendes —dijo Drake acercándose a ella y tomando una de sus
manos dóciles y frías entre las suyas—. Quizá parezca tonto que trate de
enseñarte algo acerca de tu especialidad; pero quiero que me escuches. Harg
Tholan tenía razón. El hombre, junto con sus antecesores prehistóricos, ha
vivido con estas inteligencias parásitas durante un número incontable de
siglos; con toda seguridad durante un período mucho mayor que la vida que
se le asigna al homo sapiens. En ese intervalo no solo nos hemos adaptado a
ella, sino que también dependemos de ella. Ya no es un caso de parasitismo.
Es un caso de cooperación mutua. Ustedes los biólogos tienen un nombre para
eso.
Ella retiró su mano.
—¿Hablas de simbiosis?
—Exactamente. Tenemos una enfermedad propia, recuerda. Es la inversa
de la otra; un crecimiento no controlado. Ya se la ha mencionado como
contraste de la muerte por inhibición. Bueno, ¿cuál es la causa del cáncer?
¿Cuánto tiempo hace que los biólogos, fisiólogos, bioquímicos y todos los
demás han trabajado en ella? ¿Han tenido algún éxito? ¿Por qué? ¿No eres
capaz de contestar por ti misma ahora?
Ella dijo lentamente:
—No, no puedo. ¿Qué quieres decir?
—Es muy lindo decir que si pudiéramos sacarnos el parásito de encima
tendríamos crecimiento eterno y vida eterna con solo quererlo, o por lo menos
hasta que nos cansásemos de ser demasiado grandes o de vivir demasiado
tiempo y desapareciéramos sin causar mucho alboroto. Pero ¿cuántos
millones de años hace que el cuerpo humano tuvo ocasión de crecer sin
restricciones? ¿Puede volver a hacerlo? ¿La química actual del cuerpo es
adecuada para eso? ¿Tiene esas sustancias apropiadas que no sé cómo se
llaman?
—Enzimas —musitó Rosa.
—Sí, enzimas. Es imposible para nosotros. Si por alguna razón la
inteligencia parásita, como la llama Harg Tholan, deja el cuerpo humano, o si
su relación con el cuerpo humano es dañada de algún modo, entonces aparece
el crecimiento, aunque no de manera ordenada. A ese crecimiento le
llamamos cáncer. Y ahí está. No hay manera de sacarse el parásito de encima.
Estamos juntos para toda la eternidad. Para sacudirse la muerte por inhibición,
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los extraterrestres deben suprimir primero toda la vida vertebrada de la Tierra.
No hay otra solución para ellos, y por eso debemos evitar que se enteren,
¿entiendes?
Rosa tenía la boca seca y le era difícil hablar.
—Entiendo, Drake. Y ahora vas a tener que sacarlo del departamento.
La frente y las mejillas de Rosa goteaban de transpiración.
—A esta hora —dijo Drake— no me será difícil sacarlo del edificio.
Desde este momento… —Se volvió hacia ella—. No sé cuándo estaré de
vuelta.
Harg Tholan era pesado. Drake tiró de él a través del departamento. Rosa
se volvió angustiada; se tapó los ojos hasta que escuchó que la puerta de calle
se cerraba: repitió en voz baja:
—Entiendo, Drake.
E RAN las tres de la mañana. Casi una hora había pasado desde que Rosa
oyera cerrarse la puerta detrás de Drake y su carga. No sabía a dónde
iba él ni qué pensaba hacer…
Allí estaba, entumecida. No tenía ningún deseo de dormir; ningún deseo
de moverse. Sus ideas seguían girando en círculos estrechos, tratando de no
rozar lo que sabía y no quería saber.
¡Mentes parásitas! ¿Era solamente pura coincidencia, o se trataba de
alguna extraña memoria racial, alguna tradición tenue largamente sostenida,
que se extendía hacia atrás a través de increíble cantidad de milenios,
manteniendo vivo ese viejo mito del origen humano? Al principio, pensó para
sus adentros, había dos inteligencias terrestres: dos seres humanos en el
Paraíso. Y también la serpiente, que «era más sutil que cualquier bestia del
campo». La serpiente infectó al hombre, y, como resultado, ella perdió sus
miembros. Sus atributos físicos no eran ya necesarios. Y a causa de la
infección, el hombre fue arrojado fuera del jardín de la vida eterna. La muerte
entró en el mundo.
A pesar de sus esfuerzos mentales, el círculo de los pensamientos de Rosa
se agrandó y volvió a Drake. Lo rechazó y volvió a él. Trató de contar
números, de nombrar los objetos que estaban dentro de su campo de visión;
gritó: No, no, no… Y volvió a él, y siguió volviendo.
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Drake le había mentido. Había sido una historia plausible. Hubiera podido
pasar en casi cualquier situación; pero Drake no era un biólogo. El cáncer no
podía ser, como decía Drake, una enfermedad que expresaba la pérdida de
habilidad para el crecimiento normal. El cáncer atacaba a los niños cuando
todavía estaban creciendo; era capaz inclusive de atacar al tejido embrionario.
Atacaba a los peces, que, al igual que los extraterrestres, nunca dejaban de
crecer mientras vivían, y solo morían por accidente o enfermedad. Atacaba a
las plantas, que no tenían mentes y no podían servir para albergar parásitos. El
cáncer no tenía nada que ver con la presencia o ausencia de crecimiento
normal; era una enfermedad general de la vida, a la cual ningún tejido y
ningún organismo multicelular podía ser inmune.
No tenía por qué haberse tomado el trabajo de mentir. No tenía que haber
permitido que alguna oscura debilidad sentimental lo persuadiera de que
podía evitar la necesidad de matarla. Lo diría en el Instituto. El parásito podía
ser vencido. Su ausencia no tenía por qué causar el cáncer. Pero ¿quién iba a
creerle?
Rosa se tapó los ojos con las manos. Los hombres jóvenes que
desaparecían lo hacían generalmente en el primer año de matrimonio.
Cualquiera fuera el proceso de reproducción de las mentes parásitas, debía
involucrar relación muy estrecha con otro parásito, el tipo de asociación
estrecha y continua que sería posible solamente si sus huéspedes respectivos
mantenían una asociación semejante. Como sucedía con las parejas recién
casadas. Y como había sucedido con ella y Drake.
Sin duda, Drake ya había estado en el planeta Hawkin. Sabía demasiado
sobre las costumbres de los hawkinitas.
Sintió que sus ideas se volvían más inconexas. Iban a venir a buscarla.
Iban a decir: «¿Dónde está Harg Tholan?». Y ella contestaría: «Con mi
marido». Solo que ellos dirían: «¿Dónde está su marido?». Porque él también
se habría ido. Ya no la necesitaba más a ella. No regresaría jamás. Nunca lo
encontrarían, porque estaría allá, en el espacio. Tendría que informar a la
Oficina de Personas Desaparecidas.
Quería llorar pero no podía; tenía los ojos secos, y era doloroso.
Y luego se puso a reír sin poderse contener. Era muy gracioso. Había
buscado las respuestas a tantas preguntas y las había encontrado todas. Hasta
había encontrado la respuesta a la pregunta que suponía no tenía nada que ver
con la cuestión.
Página 237
Por fin sabía por qué Drake se había casado con ella. No había sido un
matrimonio. Había sido un pretexto para una asociación de parásitos.
♦
Goma sintética
Trolebuses
Página 238
L OS indios sudamericanos se atrevían a realizar operaciones
bastante delicadas, incluso en el cerebro. Eso les era posible
porque sabían disminuir los dolores del paciente para que resistiera las
largas horas que duran esas intervenciones. Todo el mundo conoce, por
ejemplo, los poderes anestésicos de la coca, pero acaba de descubrirse
que los jíbaros, los cazadores de cabezas de las fuentes del Amazonas,
conocían un anestésico aun más poderoso. Lo sacaban, y lo sacan
todavía, de las hojas y semillas de una planta del género «Datura» que
cultivan junto a sus casas. Un blanco, a quien los jíbaros le extrajeron
una bala de la pierna durmiéndolo con ese anestésico, dice que no
sufrió el menor dolor, pero se quedó cuatro o cinco días ciego después
de la operación.
El centro de la Tierra
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seres humanos, dice el descubridor de ese efecto (el doctor Patt) que no
titubearía en tragarse unos gramos de cisteína si sobreviniera un ataque
atómico.
En cuanto a los efectos secundarios de dosis no mortales de rayos X,
como ser tendencia a las hemorragias y las infecciones, parece que se
contrarrestan con otro producto orgánico: el sulfato de protamina.
Página 240
SOLUCIÓN DEL ESPACIOTEST
En Orión.
5. ¿Qué es el ultrasonido?
8. ¿Qué es el cosmotrón?
Página 241
Un acelerador de partículas atómicas.
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Página 242
Índice de contenido
Cubierta
Más Allá 5
Sumario
Hermandad terrestre
Prisma de la sabiduría
De cabo a rabo
Espaciotest
Héroe imprevisto
La gravedad es útil
La esponja insaciable
Espionaje
Huéspedes
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Página 244