El Dilema - B A Paris
El Dilema - B A Paris
El Dilema - B A Paris
Livia
Adam
Adam
Llevo mis nuevas sandalias rojas en la mano para no despertar a Josh con el
taconeo al bajar la escalera. Me paro delante de su puerta, notándome el
suelo de madera caliente en los pies. No lo oigo moverse. No me sorprende.
Anoche llegó tarde y venía repasando en el tren. Me pidió que lo despertara
temprano esta mañana, pero prefiero dejarlo dormir.
Agarrada a la barandilla, bajo las escaleras saltándome los peldaños que
crujen y, al llegar al último, me siento para calzarme. Hay un montón de
tarjetas tiradas junto a la puerta. Las recojo, me las llevo a la cocina y voy
mirando los remitentes, decepcionadísima de que no haya ninguna de mis
padres. A pesar de lo que le he dicho a Adam antes, necesito que vengan
porque, si no lo hacen hoy que cumplo cuarenta años, ya no lo harán y
tendré que olvidarme de ellos por el bien de mi cordura; veintidós años son
más que suficientes para perdonar a tu hija.
La ilusión a la que he conseguido aferrarme desde que Adam me ha
cantado el Cumpleaños feliz empieza a desvanecerse. De hecho, siento
náuseas, algo que me ocurre a menudo cuando pienso en mis padres. No
hay rastro del desayuno, ni de Adam, que estará fuera. Anoche me sentí un
poco mal al ver que habían instalado la carpa tan al fondo, pero también me
alegra un poquitín pensar que Nelson no cabe por el hueco. Adam y él
tienen la costumbre de esconderse en la cabaña para tomarse una cerveza y
esta noche necesito tenerlo cerca.
Le doy a Murphy su achuchón matinal. La cocina huele un poco a los
filetes que cenamos anoche, así que abro la ventana. Entra de golpe un aire
caliente. Me cuesta creer el día tan estupendo que hace. Podría haberme
ahorrado cientos de libras prescindiendo de la carpa. Claro que no está de
más que haya algún sitio cubierto donde los del cáterin puedan poner la
comida. Vienen a las cinco y aún pasarán horas hasta que empiece la fiesta
de verdad.
Me siento a la mesa, busco con los pies el barrote donde me gusta
apoyarlos y empiezo a abrir mis tarjetas. Llaman a la puerta y, cuando abro,
me encuentro a un hombre con un ramo precioso de rosas amarillas.
—¿Señora Harman?
—Esa soy yo.
Me entrega las flores.
—Son para usted.
—¡Vaya, qué bonitas!
—Corte dos o tres centímetros del tallo antes de ponerlas en agua —me
aconseja—, pero mantenga el ramo atado.
—Eso haré. Gracias... —Antes de que termine la frase, ya ha enfilado el
camino de salida.
Entierro la nariz en el ramo e inhalo el aroma embriagador de las rosas,
preguntándome quién me las mandará. Por un segundo pienso si serán de
mis padres, pero lo más seguro es que sean de Adam.
Me las llevo a la cocina, las dejo en la mesa y arranco la tarjeta que va
pegada al ramo.
Que pases un día estupendo, mamá. Siento no poder acompañarte, pero estaré
pensando en ti. Te quiero un montón. Tu Marnie. P. D.: Este es el ramo que no tuviste.
Adam
Salgo de la cabaña y ya voy para casa cuando, por la ventana, veo a Liv
charlando con Josh en la cocina. No están cerca el uno del otro —Livia está
sentada a la mesa y Josh está apoyado en la nevera—, pero me siento como
un mirón. A lo mejor así es como se siente Josh cuando nos ve a Marnie y a
mí juntos, se me ocurre de pronto. Siempre he creído que prefería no unirse
a nosotros por no darme la satisfacción de pensar que me había perdonado,
pero quizá vea su presencia como una intromisión, igual que me pasa a mí
ahora.
Mientras los observo, incómodo con tan extraño voyerismo pero incapaz
de refrenarlo, Livia se ríe a carcajadas de algo que Josh ha dicho, y yo
sonrío. Me encanta verla contenta, sobre todo sabiendo cuánto la afectó que
sus padres le dijeran que jamás sería feliz, el día en que les contó que nos
casábamos. Nunca entenderé que la repudiaran. Se me parte el alma cada
vez que los invita a algo y no se presentan, porque aunque ella se diga que
no vendrán, en el fondo espera que lo hagan. A menudo me dan ganas de
subirme a la moto, ir a buscarlos a Norfolk y decirles lo que se están
perdiendo, no solo por Liv, sino también por Josh y Marnie, los nietos a los
que no han querido conocer; contarles lo increíble que es su hija, lo felices
que somos, lo mucho que la quiero..., pero siempre he tenido miedo de
empeorar las cosas.
Sin embargo, hace poco comprendí que las cosas no podían empeorar
más, al menos para Livia; por eso decidí escribir a sus padres y pedirles que
tuvieran a bien asistir a la fiesta de esta noche. Les dije que entendía lo
mucho que debía de haberlos decepcionado que su hija se quedara
embarazada, pero que han pasado más de veinte años y es hora de perdonar.
Me serví de Josh y de Marnie para presionar, en vez de utilizar a Livia, y les
dije que siempre hemos lamentado que nuestros hijos no conozcan a sus
abuelos. Les mandé una foto de los dos, sentados en el murete del jardín,
hecha justo antes de que Marnie se fuera a Hong Kong y les escribí unas
parrafadas sobre ellos, sobre su vida y lo que han estado haciendo, incluso
les conté que Marnie iba a venir expresamente de Hong Kong a la fiesta
para darle una sorpresa a su madre, confiando en que eso los convenciera.
Esperaba que el padre de Livia me contestara de inmediato pidiéndome que
no volviera a ponerme en contacto con ellos. El que no lo haya hecho me
hace albergar la esperanza de que al final vengan esta noche.
Me vibra el móvil en el bolsillo, haciendo trizas el momento. Miro de
reojo a la ventana para comprobar si Liv y Josh me han visto espiarlos, pero
siguen a lo suyo. Saco el teléfono, pensando si será un mensaje de Marnie,
pero es de Nelson.
¿Seguro que no necesitas ayuda hoy? Por favor..., ¡los niños me están volviendo loco!
Adam
Nada, solo un muro entre los dos que nunca hemos conseguido derribar.
Hasta ahora, si consigo decir algo acertado.
Me agacho y acaricio a Murphy.
—Siento mucho haberte destrozado el fuerte aquel día.
—Eso fue hace mucho, papá.
—Puede, pero sigue interponiéndose entre nosotros.
—Porque tú quieres. Me tumbaste el fuerte. No es que me pegaras ni
nada así. Olvídalo, de verdad.
No soy capaz de mirarlo a la cara.
—Pero no me aguantas desde aquello.
—No, lo que no aguanto es que vayas con pies de plomo conmigo. Por
eso te pincho, para ver si reaccionas. Solo quiero que tengamos una relación
normal.
—No tengo claro si sé lo que es normal.
—Es esto, papá. Tomarnos una cerveza, charlar y sincerarnos. —«¿Así
de sencillo?»—. De todas formas, me alegro de que me destrozaras el fuerte
—dice.
Me incorporo.
—¿Y eso?
—Porque, si no, no habríamos tenido a Murphy. Me lo compraste por
eso, ¿no? Fue nuestra pipa de la paz.
—Sí.
—Solo que no me lo dijiste en su momento. Yo deduje que lo habías
hecho por mí, sobre todo cuando una semana después trajiste a Mimi para
Marnie.
—Porque montó un cirio porque ella no tenía mascota propia. ¿Habría
cambiado algo si te hubiera dicho que Murphy era para compensarte el
destrozo del fuerte?
—Puede. A ver, si aceptas la pipa de la paz, de algún modo estás
aceptando hacer las paces, ¿no? Comunicación, papá, es cuestión de
comunicación.
Guardamos silencio un rato y nos terminamos las cervezas.
—Me alegro de que hayas aceptado la beca de Nueva York —le digo,
decidido a comunicarle lo mucho que significa para mí.
—Muy bien. ¿Nos tomamos otra?
—Buena idea.
Me quedo sentado, esperando a que vaya a por ellas.
—Pues venga —dice, dándome un codazo.
—¿Qué?
—Que vayas tú, que te toca.
Aunque es una pequeñez, camino de la cocina, me siento fenomenal.
Livia
Adam
Se me seca la boca. ¿Ese es el vuelo que Marnie tenía que haber cogido,
el que me ha dicho que iba a perder, o es otro posterior?
Grita un niño. Algo, una bolsa, me roza la pierna. Levanto la vista, con
la mirada desenfocada, intentando digerir lo que acabo de leer. Necesito
encontrar el número del vuelo de Marnie, pero las manos no me responden.
Me pongo a la sombra de un escaparate y abro la conversación de
WhatsApp en la que me ha mandado los detalles del vuelo. Toqueteo con
torpeza la pantalla mientras recorro la conversación.
Hong Kong-El Cairo HK945 SALIDA 06.10 LLEGADA 10.15
El Cairo-Ámsterdam PA206 SALIDA 11.35 LLEGADA 17.40
Ámsterdam-Londres EK749 SALIDA 19.30 LLEGADA 19.55
Londres-casa, hora prevista de llegada, ¡¡las 21.00!!
Adam
Adam
Nunca me había hecho un tratamiento facial. Las cremas que me está dando
en la cara la esteticista huelen tan bien que me las comería, pero no sé por
qué, la experiencia me tiene llorosa. Creo que es por la oscuridad, porque
las luces están atenuadas y suena de fondo una música de suave brisa y
agua que corre. A lo mejor me está haciendo volver al seno materno. Eso
dicen, ¿no?, que algunas vivencias nos hacen revivir nuestra etapa prenatal.
Me retiran la manta calentita que me cubre y me piden que me ponga
bocabajo para el masaje. En la camilla hay un agujero oportunamente
abierto para que meta la nariz y la boca y no me asfixie. Cuando he
rellenado el formulario antes de los tratamientos, he tenido que especificar
cómo quería el masaje, fuerte, medio o suave, y he optado por suave,
porque he visto esos programas en los que te dan una paliza que te dejan
rota. Pero no es lo bastante suave. La masajista me clava los dedos en el
cuello para aliviarme una tensión que no existe porque, después del
tratamiento facial, me he quedado relajadísima por primera vez en semanas.
A lo mejor debería decírselo cuando me pregunte si me ha gustado: que les
falta una cuarta categoría, la de caricias.
No puedo evitar pensar que mi madre habría sido mejor persona si le
hubieran zurrado más de niña. No llegué a conocer a mi abuela porque la
metieron en una residencia cuando yo tenía cinco años y solo íbamos a
verla una vez al año, por obligación. Creo que mi madre todo lo ha hecho
por obligación. Dudo que haya disfrutado de nada en su vida. En las fotos
de los que deberían haber sido sus días más felices, el de su boda y el de mi
nacimiento, se la ve tan adusta y tan antipática como siempre. Y no
recuerdo haberla visto sonreír, salvo cuando saludaba al cura párroco
camino de la iglesia.
Desde luego, en casa no sonreía, pero mi padre tampoco. ¿Tan infelices
eran? Me pareció algo menos seria cuando miramos juntas las revistas de
novias, planificando la boda que mi padre y ella me regalarían cuando por
fin me casara. Sigo sin entender por qué era tan importante para una mujer
tan austera como ella. Si ella no le hubiera dado tanta importancia, yo no
me habría obsesionado así con mi fiesta de cumpleaños.
No es que yo no fuera feliz el día de mi boda. Ya vivía con Adam y sus
padres y, cuando me desperté esa mañana, Jeannie, la madre de Adam, me
trajo el desayuno a la cama. Adam no estaba allí porque la noche anterior
había salido con sus amigos y se había quedado a dormir en casa de Nelson,
al que habían advertido que debía llevarlo al pub a tiempo para las copas
prenupciales. Jess vino a ayudarme a arreglarme; habíamos ido juntas de
compras y yo me había comprado un vestido bonito amarillo claro, por la
rodilla, que había pagado mi suegra. Se había ofrecido a regalarme un
vestido de novia en condiciones, pero yo sabía que a mis progenitores los
horrorizaría que me vistiera como una novia tradicional, y de todas formas
iba a ser una boda modesta.
Tenía claro que mis padres no irían al pub, así que estábamos solo
nosotros nueve: Adam y yo; Jeannie y Mike; Izzy, la hermana de Adam, y
su marido Ian; Nelson, Rob y Jess. Fueron un par de horas felices. Para
fastidio de Adam, su cuñado estuvo poniendo una canción ñoña detrás de
otra en la máquina de discos.
—¿No podemos oír algo de Aerosmith o de Queen? —protestó—.
¿Incluso de Bob Dylan o James Brown?
Ian rio.
—¿Qué tal esto?
Sonó Unchained Melody y Adam y Nelson se taparon los oídos hasta
que Ian nos juntó a Adam y a mí e insistió en que bailáramos lento mientras
todos ellos cantaban. Cuando terminó la canción, yo estaba llorando, no
solo de risa, sino porque Adam había dejado de hacer el tonto mientras
bailábamos, me había agarrado fuerte y me había prometido en susurros que
siempre me querría. Aunque a él le fastidie, Unchained Melody es nuestra
canción.
Mis padres no acudieron al registro civil y eso me hizo llorar otra vez.
Pero hace poco caí en la cuenta de que nunca me he puesto realmente en el
lugar de mi madre. Debió de ser un golpe muy duro para ella saber que me
había quedado embarazada y, aunque nuestras vidas y nuestras vivencias
son muy distintas, ahora sé que a veces, cuando menos te lo esperas, tus
hijos te pueden dar una sorpresa desagradable.
Estaba en el trabajo cuando me entró la llamada. Era Marnie. Había
vuelto a casa de la universidad para las vacaciones de verano y trabajaba en
Boots para sacarse un dinero antes de irse a Hong Kong a finales de agosto.
—Mamá, ¿tienes lío?
—Pues sí, espero a unos clientes que estarán al caer.
—Ah.
—¿Por qué?, ¿qué pasa?
—No me encuentro bien.
—¿Estás en el trabajo?
—No, no he ido a trabajar. Supongo que no puedes venir a casa, ¿no?
—¿Ahora!
Mi reunión no iba a durar más de una hora y confiaba en que Marnie
pudiera esperar a que terminase.
—Sí, es que de verdad no me encuentro bien, mamá.
—¿Tienes náuseas?
—Sí. No. Mamá, ¿podrías venir, por favor?
Por primera vez, detecté el pánico en su voz y se me pasaron por la
cabeza todo tipo de enfermedades horribles, desde un virus gastrointestinal
fuerte hasta una meningitis.
—¿Es grave, Marnie? —pregunté, ya de pie—. ¿Necesitas una
ambulancia?
Aunque procuraba hablar bajo, la palabra ambulancia disparó las
miradas de preocupación de mis compañeros.
—No, aguanto hasta que llegues. ¿Sales ya?
Miré a Paula a los ojos y ella se quedó pendiente.
—Sí, estoy en casa en veinte minutos, ¿vale?
—Vale. —Noté que se le quebraba la voz—. Gracias, mamá.
De hecho, llegué a casa en menos de diez porque Paula se empeñó en
llevarme en coche en vez de dejarme ir andando, como solía hacer.
—Prométeme que nos tendrás informados —dijo cuando me bajaba del
coche.
—Seguramente es ese virus del que hablábamos. Por lo visto, causa
estragos.
Esperaba encontrarme a Marnie tirada en el sofá del salón, pero un
«¡Mamá!» angustiado me hizo subir corriendo al baño, donde la vi sentada
en el suelo, sangrando profusamente. Tardé un instante en darme cuenta de
que había tenido un aborto.
Luego, en el hospital, cuando pasó todo, tenía tantas preguntas que
hacerle y entendía de pronto tantas cosas... Cuando le habían aceptado la
solicitud para estudiar en Hong Kong, estaba contentísima. Al volver a casa
en vacaciones de Semana Santa, un par de meses después, empezó a decir
que no estaba segura de si quería ir.
—¿Por qué no? —le pregunté yo, sorprendida de que estuviera pensando
en desaprovechar una oportunidad tan maravillosa.
—Está muy lejos. —Estábamos comiendo y pinchó una patata sin ganas
—. No podría volver a casa hasta dentro de nueve meses.
—Si tuvieras mucha morriña, lo arreglaríamos para que vinieras en
Navidades —dijo Adam, y yo me estremecí porque sabía que, en esa época
del año, los billetes iban a costar más de mil libras. Él me miró como
diciéndome: «Una vez que esté allí se le pasará. Ahora se lo está pensando
y necesita que la tranquilicemos»—. Pero ¿no es demasiado tarde para
echarse atrás? —continuó.
—Seguro que hay un montón de alumnos deseando ocupar mi puesto —
dijo ella, empujando la patata.
—¿Lo dices en serio, Marnie? ¿De verdad no quieres ir?
—No sé. Es que estoy disfrutando mucho de la universidad.
Aunque tenía la cabeza agachada sobre el plato, vi que se sonrojaba y
me pregunté si tendría otro noviete. Pero a Marnie nunca le había dado
vergüenza presentarnos a los chicos con los que salía, así que no me pareció
que se estuviera arrepintiendo de verdad... Hasta que me vi sentada a su
lado en el hospital.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—Cansada. Triste. —Me miró y le vi tanta pena en los ojos que se me
hizo un nudo en la garganta—. Aliviada —añadió con remordimiento.
—¿Tenías molestias desde hacía tiempo?
Negó con la cabeza.
—No. Digo que aliviada porque ahora ya no tengo que tomar una
decisión. No creo que hubiera podido tener el bebé. —Se le llenaron los
ojos de lágrimas—. Sé que es horrible para ti oír eso cuando tú tuviste a
Josh, pero tú contabas con papá. Yo no habría tenido a nadie.
—Nos habrías tenido a nosotros, siempre nos tendrás a nosotros —le
dije con ternura—. Nunca habríamos intentado convencerte de una cosa o
de la otra, solo nos habríamos asegurado de que conocías bien tus opciones.
—Titubeé—. El padre... ¿Sabía que estabas embarazada?
Asintió, vertiendo las lágrimas amontonadas en los ojos.
—Sí, pero él me hizo entender que no iba a poder tenerlo, que no era el
momento adecuado para nosotros.
—Lo siento mucho, Marnie. —Vacilé de nuevo—. ¿Cómo te sentiste
cuando te dijo eso?
Se agarró con fuerza a la sábana, empeñada en contener las lágrimas.
—Hecha polvo. Yo no quería abortar, pero sabía que tenía razón en lo
que decía. Sé que a papá y a ti os salió bien, pero a nosotros no nos habría
funcionado. Al menos ahora.
—¿Por eso no sabías si irte a Hong Kong? ¿Porque no querías dejarlo?
—Sí.
—¿Y ahora?
—Creo que es mejor que me vaya. Nuestra relación... no es sana.
—¿Es alguien de la universidad?
—Por favor, no me preguntes por él, mamá. De todas formas, se acabó.
De no haber sido por esto, tampoco te habrías enterado —dijo, mirándose,
tumbada en la cama de hospital—. Pero gracias, gracias por estar aquí
conmigo.
Tuvimos que esperar a que le dieran el alta y, mientras tanto, durmió. Y
mientras dormía, yo pensé en el padre. El que no quisiera contarme nada de
él, salvo que su relación no era sana, me dio que pensar. Lo único que se me
ocurrió fue que se había liado con alguno de sus profesores. Marnie era más
guapa de lo que ella creía, con sus ojos grises, su piel blanquísima y su pelo
del color de las hojas en otoño con un ondulado natural por el que yo habría
dado cualquier cosa. Me entristecí mucho por ella y me enfurecí con él, por
aprovecharse de una chica joven. ¿Cómo se atrevía? Era su primer año en la
universidad, su primer año fuera de casa.
Su otro comentario, el de que su relación no habría funcionado, «al
menos ahora», me hizo pensar que estaba en lo cierto. Me lo imaginé:
treinta y tantos, casado y con hijos..., y me dieron ganas de matarlo. Me
preocupaba que Marnie hubiera accedido a liarse con alguien que no estaba
libre. Me recordé que no tenía la certeza de que fuera así; a lo mejor el
padre de la criatura era un compañero de clase. Pero en ese caso, no tenía
motivo para no contármelo. Era lo poco que había querido desvelarme lo
que me inquietaba.
Estaba deseando hablar con Adam, pero no me apetecía dejar sola a
Marnie mientras dormía. Además, quería preguntarle si le parecía bien que
le contara a su padre lo del aborto.
—¡No! —me dijo con rotundidad cuando lo hice—. No quiero que lo
sepa. Ni Josh. Por favor, no se lo cuentes, mamá. No quiero que lo sepa
ninguno de los dos.
Respeté sus deseos, pero fue difícil. Me fastidiaba ocultarle a Adam algo
tan importante y me costó no sincerarme con él. No paraba de pensar en el
nieto que podríamos haber tenido si Marnie no lo hubiera perdido y hubiera
decidido seguir adelante con el embarazo. Sabía que era un ejercicio fútil,
pensar en algo que jamás iba a ocurrir, pero estando de doce semanas,
Marnie habría tenido que tomar esa decisión en breve, y no tengo tan claro
que hubiera optado por abortar. No me pareció bien preguntárselo, así que
lloré en silencio al bebé que podría haber nacido si las cosas hubieran sido
distintas.
Aunque no me gustaba juzgar a Marnie, en parte me asombraba que se
hubiera embarcado en una relación con un hombre que supuestamente tenía
pareja, y puede que hijos. Me eché la culpa. Nunca le había advertido que
no tuviera una aventura con alguien que no estuviese libre, porque jamás se
me ocurrió que pudiera hacer una cosa así. Pensé que intuiría que no era
muy ético. Tuve la sensación de haberle fallado como madre; me sentí
responsable de que hubiera vivido el trauma de perder al bebé.
En los días siguientes, pasé horas en internet, peinando las fotos del
claustro universitario, preguntándome si sería capaz de localizar al hombre
que le había robado el corazón a mi hija y luego la había tratado con
semejante indiferencia. Casi ninguno parecía menor de treinta; la mayoría
tenían aspecto de cuarentones, le doblaban la edad a Marnie, lo que
respaldaba mi presentimiento de que se había aprovechado de ella. Me dije
que mi hija podía tener tanta culpa como él, que a lo mejor lo había
perseguido, pero eso no me hizo sentir mejor.
Recordé que el día que Marnie había cumplido los diecisiete la había
mirado y había pensado: «¿Cómo pudieron? ¿Cómo pudieron repudiarme
mis padres?». Recuerdo que también pensé que hiciera lo que hiciese mi
niña, lo que fuera, yo siempre la perdonaría.
Ahora me pregunto si los hados lo interpretaron como una provocación y
decidieron ponerme a prueba.
DE TRES A CUATRO DE LA TARDE
Adam
Adam
Adam
El pulso me retumba tan fuerte en los oídos que tengo que hacer un
esfuerzo para seguir lo que dice: «Sabía que no era normal porque los
observo a menudo, los veo despegar». Pero el avión accidentado, al que
tendría que haber subido Marnie, se ha estrellado a los veinte minutos de
vuelo. Recuerdo haberlo calculado: se ha estrellado a las once cincuenta y
cinco, veinte minutos después de su hora de salida, las once treinta y cinco.
Entonces, ¿por qué el joven del vídeo dice que se ha estrellado nada más
despegar?
Me tiemblan tanto los dedos que casi no puedo sostener el teléfono.
Vuelvo a leer la noticia por encima, buscando, intentando localizar un dato
que me confirme que estoy en lo cierto y todos los demás se equivocan, que
el avión no se ha estrellado nada más despegar, sino a los veinte minutos.
Entonces lo veo escrito: «El avión se ha estrellado a los tres minutos de su
despegue del aeropuerto internacional de El Cairo», y me quedo helado,
porque la única forma de que haya caído nada más despegar, a las once
cincuenta y cinco, es que haya salido con retraso.
No puedo respirar. La habitación me da vueltas. Cierro los ojos, procuro
tranquilizarme. No debo asustarme, todo va a ir bien, solo tengo que
calcular a qué hora ha salido realmente el vuelo. No soy capaz ni de hacer
esa sencilla operación. Procuro centrarme. Si se ha estrellado a los tres
minutos del despegue y sé que el accidente ha ocurrido a las once cincuenta
y cinco, lo único que tengo que hacer es restar tres a cincuenta y cinco para
saber la hora de salida. Cincuenta y dos; el avión habría despegado a las
once cincuenta y dos, no a las once treinta y cinco, es decir, con diecisiete
minutos de retraso. El vuelo de Marnie desde Hong Kong debía llegar a El
Cairo a las diez quince, pero en la app de la compañía que he consultado
antes se confirmaba su llegada a las once veinticinco. Si el vuelo de
Ámsterdam ha salido a las once cincuenta y dos...
De pronto siento náuseas. Me meto corriendo en el baño y me planto
sobre el lavabo, asiendo con fuerza los lados, queriendo vomitar. Me miro
en el espejo y busco desesperado algo a lo que agarrarme, algo que impida
que el pánico se apodere de mí. ¿Y si a Marnie le ha dado tiempo a coger el
vuelo? Pero no puede ser, lo sabría; si le hubiera pasado algo, lo sabría. La
llevo tan dentro que lo presentiría. Marnie está a salvo, tiene que estarlo.
Me brota el sudor por todos los poros. Tengo un calor tan asfixiante que
empiezo a desvestirme. El botón de los vaqueros está demasiado duro para
mis dedos. Tiro con fuerza hasta que me quedo desnudo, temblando entero.
Abro la puerta de la ducha y casi me caigo dentro. A ciegas, busco el
mando y me cae encima una cascada de agua, tamborileándome en la
cabeza, llenándome la boca, la nariz, la garganta, hasta que el instinto me
lleva a tomar una bocanada de aire. Y solo puedo pensar en una cosa:
«Marnie está a salvo, tiene que estarlo. Marnie está a salvo, tiene que
estarlo».
Salgo como puedo de la ducha y me envuelvo en una toalla. Oigo una
música atronadora en el jardín que me devuelve a la realidad. No puedo
seguir engañándome. Es posible que Marnie no esté a salvo. Puede que le
haya dado tiempo a subir al avión accidentado. Ha tenido veintisiete
minutos para hacer la conexión, no diez.
Salvo que haya tenido que cambiar de terminal. No sé si hay más de una
terminal en el aeropuerto de El Cairo, pero puedo averiguarlo. Me siento en
el borde curvado de la bañera y tecleo en el motor de búsqueda: «Cuántas
terminales tiene el aeropuerto de El Cairo». «TRES», me sale, y casi me
echo a reír, porque es como si hubieran usado las mayúsculas para
tranquilizarme. Ahora solo me falta confirmar que el vuelo de Hong Kong
en el que ha venido Marnie ha llegado a una terminal distinta de la de salida
del de Ámsterdam.
—Por favor —mascullo—. Por favor, que sea una terminal distinta.
Encuentro el primer vuelo, el de Hong Kong, que ha llegado a la
terminal 3. Luego tecleo el número del vuelo de Pyramid Airways y
contengo la respiración mientras espero los resultados. Sale: terminal 2.
Cierro los ojos, aliviado. Por muy cerca que estén unas terminales de
otras, solo habrá tenido veintisiete minutos para bajarse del avión y llegar
de la 3 a la 2. Y encontrar la puerta de embarque.
Busco rápidamente más información sobre el aeropuerto internacional de
El Cairo. Encuentro la página oficial y leo que las terminales 2 y 3 están
comunicadas por una pasarela. Vale, ¿y cuánto se tardaría en desembarcar
de un vuelo, localizar la pasarela, recorrerla hasta la otra terminal, encontrar
la puerta de embarque... y llegar veinte minutos antes de la hora de
embarque? A Marnie no ha podido darle tiempo.
Debería tranquilizarme, pero no puedo dejar de pensar que, si hubiera
perdido el vuelo, se habría puesto en contacto conmigo. Si están llegando
las noticias de la prensa, las redes móviles estarán operativas.
Estoy aterrado.
Tengo que contárselo a Livia. Doy media vuelta para salir del baño y me
veo de refilón en el espejo. Me quedo mirando mi piel mojada, el pulso que
me late en las sienes... No puedo dejar que Livia me vea así. No quiero que
intuya que algo va mal antes de que la haya hecho sentarse, le haya cogido
las manos y haya encontrado de algún modo las palabras para decirle que es
posible que Marnie, nuestra hija, fuera en el avión siniestrado. Primero
tengo que librarme de esta cara de miedo y solo lo voy a conseguir
convenciéndome de que aún hay esperanza.
No voy a llamar al teléfono de emergencia para familiares, no hasta que
haya hablado con Livia.
Livia
Adam
Dejo que Liv me lleve al jardín. Cuando salimos a la terraza, el sol del
atardecer, que aún está alto en el cielo, me abrasa los ojos. ¿Qué hago
dejándola que me saque aquí? Tengo que contárselo, tengo que contarle lo
de Marnie. Estoy preparado para hacerlo, me he mentalizado. Pero nos ha
interrumpido Josh y, antes de que me diera tiempo a decir nada, me ha
soltado que ella también me quiere. ¿Por qué me ha dicho eso? ¿En serio
pensaba que le iba a decir que la quiero? ¿O un sexto sentido la ha
advertido de que no iba a gustarle lo que le quería contar?
Me ha dicho que la he hecho la persona más feliz del mundo. Y así es
como la veo cuando salimos al jardín. Se vuelve despacio, mirándolo todo,
y me alegro de que Max la esté grabando porque algún día, si ha ocurrido lo
peor, no quiero ni pensarlo, y Marnie iba en ese vuelo, voy a necesitar echar
la vista atrás y recordar lo feliz que era en este momento. Las palabras me
resuenan en la cabeza, «lo feliz que era», y se me parte el corazón. Tengo
que contárselo antes de que se emocione. Esta fiesta no puede celebrarse de
ninguna de las maneras.
—Livia... —le vuelvo a decir.
—Ya —dice ella, mirándome con los ojos brillantes—. ¡Es precioso! —
La cojo de la mano, la atraigo hacia mí, la estrecho en mis brazos, pero ella
se vuelve a mirar el jardín, con su espalda caliente pegada a mi pecho—. Es
muchísimo más de lo que imaginaba —añade—. ¿A que tenemos los
mejores hijos del mundo? ¿Has visto lo que ha hecho Josh allí, en la valla?
No me he fijado en nada cuando hemos subido los escalones al jardín.
He visto luces, flores y globos, pero como apelotonados en una nebulosa
indefinida. Veo que esto me está nublando todos los sentidos. La voz de
Livia me suena muy lejana y apenas noto el tacto de su mano cuando tira de
mí hacia la valla. El aire debe de estar perfumadísimo de sus rosas, pero yo
no huelo nada, salvo mi miedo.
Llegamos a la valla y mi mundo entero se hace pedazos. Le suelto la
mano a Livia y me aparto torpemente de ella. Hay fotos de Marnie por
todas partes: de cuando era bebé, del colegio, en el jardín, de vacaciones, en
Hong Kong, fotos que yo no había visto antes, pegadas por toda la valla. Y
encima una cartel que reza: «¡FELICIDADES, MAMÁ!».
Por suerte, Livia malinterpreta mi aspaviento.
—Ya, ¿a que es alucinante? —me dice.
Cierro los ojos y oigo a Marnie decir: «¡Felicidades, mamá!». Suena tan
cerca que parece que, si alargo la mano, podría tocarla.
Viene Josh y nos pasa un brazo por los hombros a cada uno,
juntándonos. Durante un segundo horrible, me dan ganas de apoyar la
cabeza en él y llorar.
—Bueno... —dice—, ¿qué te parece?
—Maravilloso.
No puedo mirar. Fijo los ojos por encima de la valla e intento centrarme
en la posibilidad de que Marnie siga con vida.
—¡Jamás he visto nada igual! —exclama Livia, abrazándolo—.
Muchísimas gracias, Josh. Te has tomado muchas molestias.
—Ha sido idea de Marnie; es su regalo.
—No podría haber pedido nada mejor. Recuerdo cuando hice esa foto —
dice, señalando—. Y esa, disfrazada de Star Wars. ¿De dónde las has
sacado?
—Casi todas me las ha pasado ella; las demás las he sacado de tus
álbumes. He hecho foto de foto y luego las he ampliado.
—Ojalá pudiera decirle lo mucho que me gusta. —Se vuelve hacia mí—.
¿Intento llamarla?
—¡No! —Consciente de que he saltado muy rápido, procuro moderar el
tono—. Allí es plena noche ahora. Además, ¿no te dijo que se iba a repasar
a un sitio sin wifi para que no la molestaran?
—Pero podrá recibir llamadas —replica Livia—. Me parece mal no
llamarla para darle las gracias.
—Papá tiene razón —dice Josh—. Mañana sabremos de ella, cuando
vuelva de su fin de semana fuera. —Nos suelta y de pronto tengo frío—.
Bueno, os dejo, que tengo cosas que hacer.
Se va y nos quedamos solos Livia y yo. ¿Se lo digo aquí, delante de las
fotos de Marnie, o la llevo adentro?
—Por cierto, ha llamado tu madre —dice.
—Ah, ¿sí? ¿Cuándo?
—Mientras estabas en la ducha.
—¿Qué quería?
—Solo felicitarme. —Hace una pausa—. He pensado que igual era
Marnie la que llamaba. ¿No es precioso lo que ha hecho?
—Sí —digo, alegrándome de no haber oído el teléfono, de haberme
ahorrado la terrible decepción de que no fuese nuestra hija.
—Podría quedarme aquí toda la noche, mirando estas fotos, pero más
vale que vaya a arreglarme.
Se dispone a marcharse y yo vuelvo a agarrarla de la mano.
—Livia, espera...
Pero ella me besa y se va, con la cabeza en otro sitio ya.
No cae en la cuenta hasta que anda ya por los escalones de la terraza.
—¡Perdona! —dice, volviéndose y riendo—. ¿Querías decirme algo?
La miro, con el pelo brillante al sol, la cara colorada de emoción, y no
puedo pensar más que en que es posible que esta sea la última vez que es
feliz de verdad. En el futuro, el futuro lejano, si Marnie no está bien, puede
que tenga momentos de olvido, pero el resto del tiempo, cada segundo de
cada minuto de cada hora de cada día del resto de su vida, Livia sentirá el
dolor de una pena inconsolable. Mientras espera mi respuesta, allí plantada,
no puedo pensar más que en que estos podrían ser sus últimos momentos de
felicidad.
Así que los prolongo. Me tomo mi tiempo para contestar, estirando los
segundos.
—¡Adam! ¿Puede esperar? —insiste.
Sus palabras resuenan en mis oídos. «¿Puede esperar?» Inspiro hondo,
superado por un súbito pensamiento. ¿Y si..., y si se lo cuento después de la
fiesta? No tengo confirmación oficial de que Marnie fuera en ese vuelo y
podría ser que no. ¿Y si le digo a Livia que puede que Marnie no vuelva a
casa, que puede que jamás volvamos a verla, y luego, unas horas más tarde,
entra por la puerta? Le habré causado una pena y una angustia
inimaginables para nada. Y si no entra por la puerta, si ha ocurrido lo peor...
—¡Adam! —Livia, que espera mi respuesta, se impacienta.
Respiro hondo. Si ha ocurrido lo peor, a Marnie le dará igual que se lo
cuente a su madre ahora o no. Si Livia puede disfrutar de unas cuantas
horas más de felicidad, seguro que ese es el mejor regalo que podría
hacerle.
—¡Puede esperar! —le grito, y ella me tira un beso y baja corriendo los
escalones que llevan a casa.
Se merece muchísimo ser feliz.
Livia
Adam
Josh se sube a una silla, exhibiendo las piernas bronceadas por debajo de
los vaqueros cortados que lleva con una camisa blanca. Lo veo agitar los
brazos para llamar la atención de los invitados, que están entretenidos
charlando. Max se sube a su lado y golpea con un tenedor su botellín de
cerveza hasta que solo se oye un murmullo.
—¡Hola! —grita, y lo vitorean.
Estoy con mis compañeros de trabajo, sonriendo a Josh, cuando detecto
a Rob por el rabillo del ojo. Está plantado delante de la carpa, vestido de
esmoquin con pajarita roja, y se me revuelve el estómago una barbaridad.
Lo veo tan resuelto y tan seguro de sí mismo que no sé cómo voy a poder
estar en el mismo sitio que él. Desde que me enteré de lo suyo con Marnie,
he conseguido evitarlo por completo, quedando con otros amigos,
haciéndome la mala para que Adam tuviera que cancelar la cena que
habíamos preparado en casa..., aunque tampoco tenía que fingir mucho
porque la idea de tener que sentarme a comer con Rob me producía arcadas.
Pero ni loca iba a cancelar la fiesta con la que llevaba soñando tanto tiempo.
No tenía más que evitarlo, me dije, y no sería difícil con otras noventa y
nueve personas alrededor. Sin embargo, ahora que está aquí, la realidad es
muy distinta.
El odio que siento es tan fuerte que tengo que darle la espalda un
segundo y me arden las mejillas mientras procuro controlar la respiración.
—Así que para esta noche —prosigue Josh—, ¡os tenemos preparada
una aventura musical! En determinados momentos de la velada, voy a poner
las canciones que me habéis pedido y tendréis que adivinar quién ha sido.
—Más vítores y risas. Intento centrarme en eso, en el disfrute de todos, para
olvidarme de Rob—. ¿Entendido? —grita.
—¡Sí! —contestan todos a voces.
—¡Pues que empiece la fiesta!
Empieza a sonar Celebration por los altavoces y, antes de que me pare
alguien, me aparto de la carpa y me sitúo en el último de los escalones, lo
más lejos posible de Rob. Max anda por ahí, grabando y haciendo fotos, y
me alegro de que se haya empeñado en ser el fotógrafo, porque de lo
contrario no habríamos tenido recuerdos. Que Adam le haya confiscado el
móvil a todo el mundo es tan impropio de él que casi me ha dado la risa y al
principio he pensado que bromeaba. No habíamos hablado de prohibir los
móviles, así que ha debido de ser una decisión repentina. A lo mejor le
preocupaba que la gente se pasara la mitad de la noche mirando sus
mensajes, pero yo no creo a nuestros amigos capaces de eso.
Inspiro hondo unas cuantas veces. Este momento de soledad entre
tantísima gente me ha calmado y sonrío al ver a mis amigos reír juntos,
pasándolo bien ya. Me estiro el vestido, recolocándome la falda para que el
bajo quede recto y alisando la tela que se me ha arrugado un poco alrededor
de la cintura. Este vestido me ha preocupado desde que lo compré: me
preguntaba qué dirían los invitados del color, si pensarían que intentaba
repetir mi boda, pero no he recibido más que elogios y nadie me ha dicho
que parezco una novia.
He tenido un momento antes, eso sí, después de recogerme el pelo y
maquillarme, en que, mirándome en el espejo, de pronto he pensado en las
rosas que Marnie me ha enviado y he bajado corriendo a buscarlas. De
nuevo arriba, las he sacado del jarrón, he secado los tallos con una toalla y
las he dejado a un lado mientras me ponía el vestido. Luego, sin mirarme
aún en el espejo, he cogido el ramo y lo he sostenido delante de mí, como lo
haría una novia camino del altar. Cuando he levantado la vista y me he
visto, se me han saltado las lágrimas.
Ojalá alguien me hubiera hecho una foto que pudiera mirar en secreto,
un recordatorio de lo que podría haber sido, pero solo estaban Adam y Josh
y me daba mucha vergüenza que me vieran jugar a las novias. Me he estado
mirando un buen rato, grabando la imagen en mi cabeza, porque quería
recordar qué aspecto podía haber tenido el día de mi boda. Y luego me he
llevado las rosas a la cara y he inhalado su aroma embriagador.
—Gracias, Marnie —he susurrado—. Gracias por permitirme verlo.
Lo triste es que, si hubiera estado aquí y lo que ha pasado no hubiera
pasado, habríamos compartido el momento, tonteando y riendo como
bobas. A lo mejor luego, cuando se hayan ido todos, le pido a Adam que me
haga la foto con las rosas para mandársela a Marnie. O si las conservo,
puedo esperar a que vuelva a casa a finales de mes, volver a ponerme el
vestido y recrear la escena para ella. Pero no sé si me va a apetecer volver a
arreglarme.
Ha sido raro ese momento que he pasado en la terraza con Adam,
mientras esperábamos a que llegaran los invitados. Ha habido como un
vacío, un instante en el que no estaba pasando nada ni había nada que hacer.
Un instante en el que Adam y yo nos hemos quedado sin palabras. Un
instante en que parecía que el mundo hubiera dejado de dar vueltas y el
tiempo se hubiera detenido, a la espera de que reanudara su marcha.
Veo que Kirin me hace señas y me acerco, levantándome el bajo del
vestido para no pisármelo.
—Se lo he contado —me dice, sonriente. Le coge un vaso de zumo a un
camarero que pasa con una bandeja y yo hago lo mismo. Beberé alcohol,
pero luego, cuando haya llegado todo el mundo—. Le he contado a Nelson
que estoy embarazada.
—¿Y qué tal?
—Bueno, después de hacerle el RCP, bien. Aturdido pero bien. ¡Qué
bonito es esto, Liv! —dice, señalando con el brazo todo el jardín.
—Lo sé, y es todo cosa de Josh y Max. Han hecho un trabajo estupendo.
Estoy deseando que anochezca; va a ser precioso.
—Entonces, ¿la espera ha merecido la pena?
Al oír la voz de Jess a mi espalda, se me desboca el corazón, aterrada de
pensar que Rob vaya con ella. Me vuelvo despacio, dándome tiempo,
preguntándome si voy a ser capaz de mantener el tipo.
Se me saltan las lágrimas de alivio cuando veo que viene sola.
—Sí —digo, parpadeando para que no se note—, la espera ha merecido
la pena.
Jess piensa que las lágrimas son de felicidad, de disfrutar por fin de «mi
gran día», y me da un abrazo.
—¡Estás guapísima!
—¿No parezco una novia?
—En absoluto.
Miro por encima de su hombro.
—¿Dónde está Cleo? —pregunto, buscando a la vez a Rob.
—Hablando con Josh y Max.
—Ah, sí, ya la veo. Luego me acerco. Por cierto, ¿alguna de vosotras ha
cogido mi móvil en el balneario?
—Yo no —dice Kirin.
—Yo tampoco —contesta Jess, preocupada—. ¿Por qué?, ¿lo has
perdido?
—No sé, no está en el bolso y se me ha ocurrido que a lo mejor me lo
había dejado en la mesa mientras comíamos.
—¿Quieres que los llame? —propone Kirin—. Ay, no..., no puedo, que
Adam nos ha confiscado los nuestros.
—Tranquila, mañana llamo yo. —Me vuelvo hacia Jess—. ¿Te traigo
una silla?
Me sonríe agradecida.
—De momento, estoy bien.
—¿Has visto las fotos de Marnie? —le pregunta Kirin.
—Aún no.
Por el rabillo del ojo, veo a Rob acercarse.
—¡Anda, mira, ya ha venido Izzy! —digo, escabulléndome—. Perdonad,
que tengo que ir a saludar.
Tras abrazarla, charlo un momento con Izzy, que quiere ir a asegurarse
de que los del cáterin están haciendo su trabajo. Le digo que está todo bajo
control, pero le encanta organizar a los demás y sabe hacerlo sin ofender.
—¿Has sabido algo de Marnie? —me pregunta a la vez que alarga la
mano para coger un canapé de una bandeja que pasa.
—Sí, me ha mandado un mensaje esta mañana. Y me ha enviado unas
rosas amarillas preciosas.
—¿Las de la cocina? ¡Son muy bonitas! Estoy deseando verla cuando
vuelva, echo de menos a mi sobrina favorita.
Sonrío porque Marnie es su única sobrina. Izzy e Ian no pueden tener
niños, así que Marnie es importantísima para ellos. Desde que mi hija tiene
edad para sostener una taza, Izzy se la ha llevado a tomar el té a Londres
todos sus cumpleaños, probando un hotel diferente cada vez y puntuándolos
después por la calidad de los bollitos, la frescura de los sándwiches y la
variedad de los pasteles.
—Ve a ver las fotos —le digo, señalándole la valla—. Hay una en la que
sales tú con ella en brazos nada más nacer.
—¡Me alegro de salir en alguna!
He experimentado sentimientos muy encontrados cuando he visto las
fotos antes. Deleite y orgullo, por supuesto, pero también desaliento al
toparme con algunas que no recordaba. No sabía si las había hecho yo u
otra persona, dónde estaban hechas o por qué. Esa en la que va con el
uniforme del colegio, ¿con qué motivo se hizo: por el primer día de clase,
después de un acto de fin de trimestre o simplemente porque estaba mona
esa mañana? La de la playa..., ¿dónde, cuándo, por qué? Me han
atormentado los recuerdos que las fotos no me traían y la inocencia de esos
recuerdos. Y la incredulidad de que Marnie, mi preciosa Marnie, haya
podido hacer lo que ha hecho.
Yo estaba orgullosa de que, cuando nos llamaba, siempre preguntara por
Jess y por cómo llevaba los síntomas de su enfermedad, pero después de lo
que Kirin me ha contado esta mañana de que Rob no lo quiere reconocer,
que no para de decirle a Nelson que su mujer se maneja bien sola, tengo un
terrible presentimiento. ¿Y si la verdadera razón por la que Marnie vuelve a
final de mes no es solo para ver a Rob, sino porque él tiene pensado dejar a
Jess y mi hija quiere estar aquí para apoyarlo secretamente en el trance?
Izzy va a ver las fotos y, después de asegurarme de que no tengo cerca a
Rob, miro hacia la terraza para ver si ha llegado alguien más. Aunque sé
que no es lógico, teniendo en cuenta que hace más de veinte años que no los
veo y que no han respondido a ninguna de las invitaciones que les he
mandado ni me han enviado una tarjeta, no puedo evitar albergar la leve
esperanza de que aparezcan mis padres. Pero en la terraza solo está Adam,
con la cabeza agachada sobre algo que sospecho que es su móvil. Lo veo
tan triste allí solo que de pronto me inunda una extraña sensación de
despropósito, de que no estamos donde deberíamos estar, de que todo lo que
está pasando a nuestro alrededor está mal. Me dan ganas de gritarle a Josh
que pare la música y apague las luces; de decirles a todos que ha sido un
terrible error y pedirles que se vayan a casa. Pero Jeannie y Mike suben los
escalones, con el rostro iluminado por una sonrisa, y la sensación se va tan
rápido como ha venido.
DE OCHO A NUEVE DE LA NOCHE
Adam
Adam
—¿Papá?
—¿Sí, Josh? —digo, interrumpiendo mi conversación con Izzy.
—Siento molestar. Tía Izzy, ¿te puedo robar a papá un momento?
—Claro. Y que se tome algo para la jaqueca. Tiene muy mala cara.
—¿Vamos a tu cabaña? —propone Josh.
Cuando me vuelvo para seguirlo, veo a Amy hablando con Rob y Max, y
observo que, aunque parece que Max está escuchando, en realidad, está
mirando fijamente algo o a alguien por encima del hombro de sus
interlocutores. Le sigo la mirada y veo que se trata de Livia, que se esconde
en la carpa. La forma en que la mira me deja pensativo, me descoloca. ¿Qué
pasa entre Livia y Max?
—¿Vienes, papá?
Entramos como podemos en la cabaña. Josh se recuesta en el banco de
carpintero, cruzado de brazos. Recuerdo de pronto que tenía que buscar una
foto del anillo que le voy a regalar a Livia.
—No he encontrado ninguna —le digo.
—¿Qué?
—La foto.
Suspira muy hondo.
—Perdona, papá, pero no voy a ir.
—¿Que no vas a ir adónde? —digo.
¿En serio piensa que lo voy a mandar a por el anillo aunque la tienda
esté cerrada?
—A Nueva York.
—¿A Nueva York?
—Sí. No quiero la beca.
Como no tiene nada que ver con lo que pensaba que me iba a decir, tardo
un poco en reaccionar.
—Muy bien —digo—. Vale.
Se aparta del banco y empieza a pasearse de un lado a otro.
—Sé que te he decepcionado y seguro que mi razón para no ir te parece
lamentable, pero es que quiero a Amy y no quiero estar un año apartado de
ella. Bastante mal lo he pasado estos últimos seis meses, estudiando en
Bristol mientras ella estaba en Exeter. —Suelta una carcajada vergonzosa
—. Creo que es el amor de mi vida, papá, de verdad. Sé que solo tengo
veintidós años, bueno, casi veintitrés, y que no hace mucho que la conozco,
pero Amy tiene algo...
—Josh —lo interrumpo—, me parece bien. No pasa nada. Si no quieres
ir a Nueva York, no vayas.
Se me queda mirando, con cara de alivio absoluto.
—¿En serio?
—Sí. —Trago saliva—. La vida es muy corta. Haz lo que te haga feliz.
Menea despacio la cabeza.
—Ni te imaginas lo agobiado que estaba pensando en que tenía que
decírtelo.
—¿Por qué?
—Porque la beca me la encontraste tú.
—Eso no significa que tengas que aceptarla.
Se pasa una mano por el pelo.
—Pensarás que soy un desagradecido.
—En absoluto. —Me siento agotado de pronto—. Oye, ¿te importa que
hablemos de esto más adelante? No sé... Igual Bill te puede cambiar la beca
a Londres, que deduzco que es donde quieres estar, cerca de Amy, ¿no?
—Sí. Marnie me apoya en esto, por cierto. Dice que no merece la pena
irse al extranjero si voy a estar triste la mayor parte del tiempo.
Marnie.
—Lo hablamos mañana —insisto—. Más vale que volvamos a la fiesta.
—Tengo que ir a buscar a Amy. Piensa que estás enfadado con ella, que
crees que es culpa suya que yo no quiera ir a Nueva York.
—Pues dile, por favor, que no.
Me mira intrigado.
—Entonces, ¿por qué has sido borde con ella cuando ha llegado si no lo
sabías?
—Es por la migraña, nada más.
—Gracias, papá. —Se acerca y de pronto me da un abrazo—. Eres el
mejor, de verdad.
Se marcha y yo me quedo allí, intentando procesar lo que me acaba de
decir. Me parece tan insignificante comparado con lo de Marnie. ¿Me
habría decepcionado, o fastidiado, incluso, si me hubiera contado cualquier
otro día que no iba a aceptar la beca? Probablemente.
Salgo de la cabaña. Estoy deseando saber qué hora es, pero por primera
vez esta noche no tengo ánimo para mirar el móvil. Amy ha llegado hacia
las ocho treinta y cinco, eso sí lo sé. Luego me ha parado Nelson, he
hablado con otro par de personas, he ido a buscarles una bebida, me he
asegurado de que Jess estaba bien, les he acercado algo de beber a Kirin y a
ella...; todo eso me habrá llevado unos treinta minutos. A continuación, me
ha acorralado Izzy, al menos diez minutos, después Josh otros diez. Serán
las nueve y media, más o menos. En mi mundo de antes, Marnie habría
llegado, yo habría recibido un mensaje suyo avisándome de que estaba
afuera, nos habríamos visto en la puerta lateral y, después de un abrazo
rápido y disimulado, habría sacado la caja de debajo de la mesa y la habría
ayudado a meterse dentro. Y ahora, en este preciso instante, estaríamos
todos abajo, en la terraza.
Cruzo el jardín, registrando vagamente que Livia se mete en casa con
Max. Mantengo la vista al frente, para que no me aborde nadie con ganas de
hablar y, cuando llego al primero de los escalones, me detengo. Los
imagino a todos en la terraza, esperando a que Livia abra su regalo. Yo me
pongo a su lado y, cuando se agacha para destapar la caja, Marnie sale de
ella de un salto. Todos ríen y hacen aspavientos, y Livia, después de abrazar
a su hija hasta que terminan llorando las dos, me abraza a mí y me dice que
es el mejor regalo que le han hecho en su vida. Lo veo todo. Y de pronto no
veo nada.
Salvo que... entra alguien por la puerta lateral, abriéndola despacio. Se
me acelera el corazón, igual que cuando Amy ha tocado el timbre. «No te
hagas ilusiones —me digo—, que luego te llevas un chasco.» Pero ya estoy
bajando los escalones a toda prisa y cruzando la terraza.
Llego a la puerta y tiro de ella; la madera se atasca cuando la abro.
Entonces me detengo. Porque no es Marnie. Me derrumbo sobre los paneles
de madera. Me muerdo fuerte los carrillos hasta que me saben a sangre y
me quedo mirando a una mujer mayor a la que no he visto en mi vida.
—Hola, Adam —dice, y al reconocer su voz, entiendo que tengo delante
a la madre de Livia.
—Patricia —digo sin entusiasmo.
—Me llegó tu carta. —Espera a que yo diga algo—. Y una invitación
para esta noche —añade al ver que no reacciono—. Me gustaría ver a Livia,
si es posible.
Me da un ataque de pánico. ¿Habré metido la pata con esto también? ¿Y
si Livia no quiere ver a su madre, no aquí ni ahora ni en su fiesta? ¿Y si su
madre no ha venido a hacer las paces, sino a causar más problemas?
Lo intenta de nuevo.
—No voy a quedarme mucho rato; tengo un coche esperándome.
—Yo no quiero líos —le digo por fin—. Hoy es un día especial para
Livia.
—Sí, lo sé.
—No, no lo sabe —replico con aspereza—. Esta fiesta es para
compensar la boda que nunca tuvo.
Se ruboriza.
—Ojalá las cosas hubieran sido de otro modo.
—¿Y por qué lo son ahora?
Me sostiene la mirada.
—Su padre murió hace unos meses.
No dice nada más, pero con eso basta. El padre de Livia era un machista
dominante y ahora que lo pienso, fue él quien le dijo a Livia que no querían
saber nada más de ella. A lo mejor su madre no tuvo elección. La miro más
atentamente. No me sorprende no haberla reconocido: siempre llevaba el
pelo recogido en un moño tirante y ahora lo lleva suelto, con una suave
ondulación.
—No sé si hoy es el mejor día para decírselo —comento,
arrepintiéndome más que nunca de haber escrito esa carta.
—Aun así, me gustaría verla —dice, inamovible—. Y a Josh y a Marnie
también, solo para saludarlos. ¿Ha llegado Marnie ya?
Livia
Lo mejor de que haya tanta gente en la fiesta es que nadie se ha dado cuenta
de que me he ausentado un rato. Podría haberme quedado en la carpa más
tiempo, pero Liz y su equipo han empezado a traer la comida y los invitados
ya se están sirviendo. Me escapo de allí y echo un vistazo rápido alrededor.
Josh está con Amy y Max, y Rob, por suerte, no está a la vista. Pero como
al abrigo de la multitud me siento más segura, veo un grupo de compañeros
de trabajo charlando y me acerco a ellos. A la vez que los animo a que
pasen a por algo de comida, me pregunto cómo se habrá tomado Adam la
noticia de que Josh no quiere ir a Estados Unidos. Por suerte para Josh, la
decepción de su padre pronto se verá superada por otra mayor.
Durante el tiempo que he pasado sola en la carpa, he estado intentando
decidir si no sería preferible esperar a que estemos en Francia para contarle
a Adam lo de Marnie y Rob. Me lo imagino subiéndose a la moto para ir a
buscarlo y darle una paliza tremenda y, aunque la idea me complace de una
forma maliciosa, no me puedo arriesgar a que haga eso. Si estamos en el
extranjero, las consecuencias serán menos inmediatas y, con suerte, menos
traumáticas para todos. Además, si se lo digo en cuanto termine la fiesta,
pensará que no se lo he contado antes porque no quería estropearla por nada
del mundo.
Miro alrededor y veo a Cleo sentada en el murete, descansando de bailar.
Me acerco y me siento a su lado.
—¿Cómo está mi ahijada favorita? —pregunto, pasándole el brazo por
los hombros y achuchándola.
—¡Felicidades, Livia! —dice, abrazándome también—. ¿Te estás
divirtiendo?
—Muchísimo —contesto.
—Perdona que no me haya acercado a saludarte cuando he llegado, pero
es que siempre estabas con alguien.
—Nadie tan importante como tú. Gracias por venir, teniendo en cuenta
que Marnie no está. —Sé que debería preguntarle si lo pasó bien en Hong
Kong, porque sería raro que no lo hiciera, pero me fastidia pensar que Rob
solo la llevó allí para poder estar con Marnie—. ¿Lo pasaste bien en Hong
Kong? —le pregunto de todas formas.
—Sí, fue genial ver a Marnie, aunque estuvo en la uni más de lo que
esperaba, y papá al final tuvo que trabajar, así que pasé mucho tiempo sola.
«¿Cómo has podido, Marnie? —me digo—. ¿Cómo has podido?»
—¿Y qué tal todo?
Hace una mueca.
—Me parece que Charlie me está poniendo los cuernos. Por lo demás,
todo bien.
—Ay, Cleo, lo siento. ¿Quieres que lo arregle yo? —espeto, por aligerar
el momento.
Sonríe.
—Te pareces a papá.
No podría haberme dicho nada peor. Me da una rabia tremenda que Rob
quiera arreglar lo del novio de su hija, que a lo mejor tampoco la está
engañando, cuando él tiene una aventura con mi hija, la mejor amiga de la
suya.
—Me encanta tu vestido —le digo, para disimular la brusquedad con que
me he levantado—. Bueno, voy a buscar a Adam, que apenas lo he visto
desde que ha empezado la fiesta. Está todo el rato desaparecido.
—Mamá me ha dicho que tenía migraña.
Asiento.
—Igual si consigo que coma algo, se le pasa. Te veo luego.
—¡Disfruta de tu fiesta! —me grita mientras me voy.
—¡Gracias!
Me sitúo en el centro del jardín y giro despacio, confiando en divisar a
Adam. Un brazo se me enrosca a la cintura.
—Hola, cumpleañera. ¿Me estás evitando?
Ya está aquí, el momento que tanto he temido. El tacto de su mano me
eriza la piel. Siempre ha sido un ligón (seguramente otra de las razones por
las que a Adam no le cae muy bien) y, aunque a mí me molestaba por Jess,
le seguía el rollo. Rob es así, de toda la vida. Pero ahora me asquea
muchísimo pensar que me ha tocado, abrazado y besado de esa forma tan
babosa, cuando también ha estado tocando, abrazando y besando a mi hija.
Siento una rabia inmensa. Me vuelvo bruscamente y me zafo de él con
violencia.
—¡Eh!, ¿qué pasa? —pregunta, mirándome confundido.
En mi vida he sentido tantas ganas de abalanzarme sobre alguien,
abofetearlo, arañarle y gritarle. Me acerco un paso, apretando los dientes y
los puños, pero antes de que me dé tiempo a hacer nada, alguien me agarra
de la muñeca y me aparta de Rob.
—Perdona, Rob —oigo la voz de Max a mi espalda—, a Livia la
reclaman en la cocina. Parece ser que se están derritiendo los postres.
—Por favor, que no les pase nada a los postres, Livia —dice Rob,
juntando las manos como en oración—. ¡Ya sabes lo mucho que me gusta
un buen pudin!
Es increíble la capacidad que tiene para convencerse de que mi cara de
rabia no puede tener nada que ver con él, porque él es tan buen tío y,
además, quién va a saber lo suyo con Marnie si son todos lo bastante
ingenuos como para creerlo a él y sus mentiras.
Aún estoy furibunda cuando Max me lleva a la cocina. Liz no está allí.
—Andará por el comedor —dice, y me acompaña. Allí tampoco, pero
estoy demasiado ofuscada con Rob para reparar en que pasa algo hasta que
Max cierra la puerta y se apoya en ella para que no entre nadie.
—¿Qué haces, Max? —le pregunto, pero sé lo que hace, solo que no me
puedo creer que haya elegido mi fiesta para preguntarme por qué he estado
tan borde con él los últimos meses—. Tengo que salir ahí fuera, de verdad.
—No dice nada, se limita a mirarme, atravesándome con sus ojos azules,
que me escudriñan—. Mira, perdona si he estado un poco antipática contigo
de un tiempo a esta parte —le digo nerviosa—. No he hecho más que
defender a Marnie porque sé que vosotros ya no sois tan amigos. También
sé que no debería tomar partido, pero mi hija lo ha pasado un poco mal
últimamente y pensaba que... —Me callo, porque ¿cómo voy a decirle que
creía que había algo entre Marnie y él?
—Sigue —me pide.
—Pensaba que querías tener una relación con ella y ella no —digo.
—¡Puaj! —exclama espantado—. Marnie es como una hermana para mí;
¡por eso estoy tan cabreado con ella! —dice sin pensarlo—. Lo sé, Livia. Sé
lo de Rob y ella.
Me da un vuelco el corazón.
—¿A qué te refieres?
Me mira alarmado.
—Ay, Dios, no me digas que no lo sabías. —Se aparta de la puerta—.
Por cómo has estado evitando a Rob toda la noche y que hace un momento
parecía que fueras a matarlo, he pensado que lo sabías. —Se pasa una mano
por el pelo—. Mierda.
—Tranquilo, Max —le digo, agarrándolo del brazo—, lo sé, sí. Solo que
pensaba que era la única. ¿Cómo te has enterado?
La rabia reemplaza enseguida al alivio que acaba de inundarle el rostro.
—Fui a darle una sorpresa en Durham y los vi juntos.
—¿Cuándo?
—Hace como un año, igual un poco más... En marzo, creo.
No mucho después de que Rob empezara a pasar dos días a la semana en
Darlington, recuerdo amargamente.
—¿Por qué no nos dijiste nada a Adam o a mí?
—Porque cuando le pregunté a Marnie, me dijo que me equivocaba. Le
comenté lo que había visto y me soltó que había sido un momento de locura
y que ya había acabado todo. Y yo la creí, hasta diciembre, cuando Josh
mencionó que a Rob lo mandaba su empresa a Singapur una semana. Ya sé
que no está tan cerca de Hong Kong, pero me hizo sospechar, porque ¿cómo
es que iba de pronto a Singapur? Busqué la empresa en internet y, en efecto,
tiene oficinas allí, pero seguía pareciéndome raro. Como no paraba de darle
vueltas a si iría a ver a Marnie, le mandé un correo electrónico a ella y le
pregunté si podía hacerle una visita más o menos por las fechas del viaje de
Rob a Singapur, y ella hizo todo lo posible por disuadirme, diciéndome
primero que tenía que terminar un trabajo de clase y luego que iba a estar
fuera. —Cierro los ojos al recordar cómo me implicó Marnie en aquella
mentira en concreto. «No quiero que venga Max», me dijo, y eso me hizo
pensar que Max era el padre del bebé que había perdido. ¿Sospechaba que
yo llegaría a esa conclusión y lo dijo a propósito para que mintiera por ella?
—. Terminé llamando al trabajo de Rob, la semana en que debía estar en
Singapur, y preguntando por él —continúa Max—. Me dijeron que estaba
de vacaciones. Así que llamé a Marnie y le pregunté directamente si estaba
con ella. Me dijo, con palabras mucho menos delicadas, que no era asunto
mío, y me colgó. No he vuelto a hablar con ella.
—Lo siento, Max —le digo, impotente.
—Sabía que debía contároslo, pero no pude. Marnie tenía razón: en
realidad, no era asunto mío, y tampoco tenía pruebas reales de que él
estuviera allí. —Hace una pausa—. ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
—Desde que Rob y Cleo fueron a ver a Marnie por el cumpleaños de
Cleo. Le hice un FaceTime y lo vi, al fondo, iba... —Se me atraganta el
recuerdo, y la palabra «desnudo»—. Ella no sabe que lo sé. Tengo que
hablar con Adam primero.
—¿Y por qué no lo has hecho? Lo siento, pero me he quedado atónito
cuando le he preguntado a Josh si Rob y Jess venían esta noche y me ha
dicho que sí. He pensado que ninguno de los dos lo sabíais, sobre todo
cuando he visto que Adam estaba de buenas con Rob, y luego he visto que
tú no. Me alegro de que Josh no lo sepa; seguramente lo mataría. Hasta a mí
me dan ganas de matarlo.
—Adam también lo mataría; por eso me da miedo contárselo. Y no solo
por eso, también por Marnie. Lo va a destrozar. Siempre la ha tenido en un
pedestal.
Max menea la cabeza.
—No puedo creer que haya sido tan estúpida. Perdón —dice luego,
arrepentido.
—No te disculpes; yo también estoy furiosa con ella.
—Se lo vas a contar a Adam, ¿no?
—Sí, en cuanto termine la fiesta. Solo quería que pudiéramos pasar
todos juntos esta última vez. —Asiente con la cabeza, pero no estoy segura
de que lo entienda—. Me preocupa cómo nos va a afectar a todos —digo,
acercándome a la puerta—. Más vale que vuelva ahí fuera. Y gracias, Max,
por impedirme que le parta la cara a Rob. Terminaré haciéndolo, pero mi
fiesta no es el sitio ni el momento.
Vuelvo afuera y veo a Adam junto a la puerta lateral, hablando con una
mujer mayor, y espero que no haya venido a quejarse del ruido. Dejé una
nota en el buzón a todos los vecinos de las casas próximas, advirtiéndoles
que habría música hasta las dos de la madrugada. Parece que Adam necesita
que lo rescate, así que voy con él.
—¿Adam...? —digo—. ¿Va todo bien?
DE DIEZ A ONCE DE LA NOCHE
Adam
Adam
Veo que, como están todos los invitados apiñados en el jardín después de
ver el vídeo de Marnie, es un buen momento para agradecerles que hayan
venido. Adam está aquí, así que puedo darle su regalo antes de que vuelva a
desaparecer. No sé qué le pasa, pero está raro. Antes, cuando lo estaba
abrazando, ha habido un momento en que me ha parecido que se me caía
encima, como si de pronto no tuviera fuerzas. El lunes por la mañana a
primera hora le pido cita con el médico.
A pesar de todo lo que ha hecho, me ha encantado ver a Marnie en la
pantalla. Estaba hablando con Izzy cuando Josh lo ha preparado, de forma
que ese «¡Estoy aquí, mamá!» me ha sonado tan cerca que he pensado que
realmente estaba aquí, que había venido por sorpresa. Y todo, toda la rabia
que sentía hacia ella, ha desaparecido, y no quería más que abrazarla fuerte.
Esto no se lo voy a decir a Josh, pero cuando me he dado cuenta de que era
un vídeo y que no estaba aquí de verdad, parte de las lágrimas que me han
inundado los ojos han sido de decepción. Y me parece que a Adam le ha
pasado lo mismo, porque cuando ha llegado, abriéndose paso entre la
multitud, he notado su perplejidad, y ojalá hubiera podido haberlo advertido
y haberle ahorrado esa desilusión. Pero no ha sido así, porque yo no podía
apartar la vista de Marnie.
Cuando el vídeo ha terminado y todos han aplaudido y vitoreado, mis
ojos se han topado con Rob, y el gesto posesivo que le he visto en la cara
mientras Marnie decía adiós con la mano desde la pantalla me ha producido
otra oleada de rabia pura. Pero entonces he visto a Adam, y estaba tan triste,
tan absolutamente destrozado, que me he olvidado de la traición de Rob por
un instante.
Kirin e Izzy se plantan delante de mí, cargadas de paquetes.
—¡Hora de abrir tus regalos! —grita Izzy.
Antes de que me dé tiempo a entender lo que está pasando, Izzy me
coloca detrás de una de las mesas, de la que han quitado todos los platos.
Josh corta la música y empiezo a abrir regalos. Casi todos mis amigos se
han juntado para comprarme una gargantilla de oro y los padres de Adam
me han regalado unos pendientes a juego. También hay aceites y perfumes
de baño maravillosos, bombones, un libro de cocina, una bolsa de lona para
la playa, un bolso de piel y, de Josh, una intrincada pulsera de plata que me
encanta. Cuando termino de darles las gracias a todos individualmente, me
emociono tanto que no sé si voy a poder hablar, sobre todo porque no tengo
nada preparado, pero consigo decir lo que quiero y, cuando llego al final,
agarro a Adam de la mano, recordando no apretársela mucho al verle la
tirita.
—Lo maravilloso de todo esto es que, después de esta noche, me libraré
por fin de esa necesidad de tener un día especial que me provocó el no
llegar a disfrutar de la boda de mis sueños. Gracias a todos los que estáis
aquí, lo habré hecho realidad por fin. Pero la persona a la que más tengo
que agradecer es Adam, que jamás me ha instado a abandonar mi ilusión, ni
me ha dicho que fuera inalcanzable, absurda, egoísta, disparatada o
cualquiera de las cosas que me podría haber dicho. Siempre me ha animado,
apoyado, defendido. —Me vuelvo hacia él—. Tú me has dado muchísimo y
ahora me toca a mí darte algo. —Me acerco a uno de los tiestos grandes y
saco de debajo un sobre marrón que he escondido allí antes—. Esto es para
ti, con todo mi amor.
Mientras lo abre, detecto un destello de pánico en sus ojos y me siento
fatal. Sabía que le fastidiaría abrirlo en público, pero he seguido adelante de
todas formas porque quería que todos nuestros familiares y amigos reunidos
aquí esta noche supieran que no soy tan egoísta, que he pensado en Adam,
que esta fiesta también es para él. Aunque no lo es, comprendo de pronto.
El hecho de que quiera que crean que lo es demuestra que no pienso más
que en mí misma, en la imagen que daré.
—Lo puedes abrir luego, cuando se hayan ido todos —digo, queriendo
enmendar la situación. Pero ya es tarde: por encima de los aplausos y los
vítores, se oye un grito, instando a Adam a abrir el sobre. Algunos intentan
adivinar lo que será, como Rob, que insinúa que es una suscripción a la
revista Playboy, o Nelson, que dice que es un abono de temporada para el
Manchester United. Adam disimula su angustia, sonríe de buen grado y me
besa.
—Gracias —dice.
Abre el sobre despacio y no sé bien si es porque quiere hacernos esperar
o porque le da miedo lo que pueda contener. Esto último no me preocupa:
sé que le va a encantar.
—¿Es un salto en paracaídas? —pregunta alguien.
—¿Un paseo en Ferrari, quizá? —dice Mike.
Le veo la cara cuando saca la foto del viaducto de Millau.
—Bueno, ¿qué es? —dice Rob, impaciente.
Adam se aclara la garganta.
—Me parece que mi extraordinaria esposa me va a llevar a ver algo que
siempre he soñado con visitar —dice, sosteniendo en alto la foto, y yo
suspiro de alivio—: el viaducto de Millau, en el sur de Francia.
Casi nadie lo entiende, así que Nelson empieza a explicarlo.
—Hay algo más en el sobre —le digo a Adam, porque quiero que sepa
que el viaje ya está reservado, que vamos a ir de verdad, que no es una de
esas promesas para un momento indefinido del futuro que no llega a
materializarse porque se interponen otras cosas.
Intrigado, saca el estuche que contiene los billetes y se queda ahí
mirándolo, y se me cae el alma a los pies, porque le noto en la cara que no
quiere abrirlo, que le da miedo, por si ve algo que no le apetece ver.
—Venga, hombre, ¿cuándo os vais? —grita Rob—. ¡Queremos saberlo!
Consciente de que no está reaccionando como debería, Adam sonríe un
instante.
—¡Intento dilatar el suspense! —dice, pero veo que le ha costado un
montón bromear al respecto, y me dan ganas de darme la vuelta y gritarle a
Rob que deje en paz a Adam, de decirles a todos que el circo ha terminado,
porque, por alguna razón, a mi marido le está costando digerir este regalo.
Abre el estuche y saca los billetes.
—El martes —dice, pero detecto vacilación en su voz—. El martes —
repite, más rotundo esta vez—. ¡Nos vamos el martes!
—¿Cuántos días?
Adam hace el cálculo con parsimonia.
—¡Cuatro días! Volvemos el sábado.
Y todos empiezan a aplaudir y a gritar.
—Te parece bien, ¿no? —le pregunto cuando vuelve a sonar la música y
los invitados empiezan a dispersarse.
Me enrosca los brazos en la cintura.
—Me parece maravilloso —dice, abrazándome fuerte.
—Es que te he visto... no exactamente decepcionado, pero... no sé...
—Es perfecto —insiste—. Lo que pasa es que me ha dejado pasmado
que te acordaras de las ganas que tenía de ver el viaducto de Millau. No
esperaba que me regalaras nada. Me he emocionado un poco, la verdad.
Me aparto para poder verle los ojos.
—¿Seguro?
—Sí —dice—. Gracias, estoy deseando ir.
—¿Verdad que ha sido precioso el vídeo que nos han preparado Josh y
Marnie?
—Sí, mucho.
—Por un instante, he pensado que había venido... Cuando la he oído
decir: «¡Estoy aquí, mamá!». Tú también, ¿a que sí?
—Sí —digo—, yo también.
Por el rabillo del ojo, veo a Rob charlando con un par de compañeros
míos de trabajo. Aunque me cuesta dejar de lado el resentimiento,
mirándolo objetivamente, algo que no he hecho nunca, puedo entender que
las mujeres lo encuentren atractivo. Lo que no entiendo es que Marnie se
haya enamorado de él cuando sabe que Adam no lo traga. Ella misma le ha
dicho alguna vez en broma que Rob no le cae bien porque es más guapo que
él. Nuestra hija adora a su padre..., pero se ha tirado de cabeza a una
relación que sabe que le partirá el corazón. ¿Qué va a pasar si Adam se
niega a aceptar a Rob como novio de Marnie, que será lo que suceda
seguramente?
De pronto, no soporto estar al lado de Adam, sabiendo lo que sé. Le
suelto la mano.
—Voy a hablar con Jess —digo, aunque no voy a estar más a gusto con
ella—. Luego te veo. —Me acerco adonde está sentada, con la mirada
perdida—. Jess, ¿estás bien?
Vuelve en sí.
—Sí, yo estoy bien, pero a Cleo la noto un poco apagada de pronto. —
Mira alrededor—. ¿Has visto a Rob?
—Está allí. ¿Te llevo con él?
—Si no te importa.
—Claro que no.
Y cogiéndola del brazo, la acerco adonde su marido anda coqueteando
con mis compañeras de trabajo.
DOMINGO 9 DE JUNIO,
DE DOCE DE LA NOCHE
A UNA DE LA MADRUGADA
Adam
—¿Estás bien?
Levanto la vista. Josh me mira desde arriba y sus ojos se ven casi negros
en la oscuridad.
—Perdona, estaba a kilómetros de distancia.
—Con Marnie, entonces —dice.
Río.
—No, con Marnie no. En realidad, estaba pensando en tu padre.
—Está bien, ¿verdad?
—Sí, pero me parece que está deseando que acabe la fiesta.
—Ha sido precioso lo que has hecho por él, reservar ese viaje a Francia.
—Lo merece. Habría reservado para más días, pero sabía que le iba a
preocupar estar fuera mucho tiempo. Gracias por el vídeo de Marnie —digo
—. Me ha encantado.
—Espero que haya servido para compensar un poco el que no esté aquí...
—Desde luego.
—¿Así que tengo abuela...? —dice, señalando hacia la terraza con la
cabeza.
Lo miro compungida.
—Lo siento, Josh, tendría que haberte contado yo misma que había
venido.
—¿No ha querido verme? —dice, dolido.
—Sí, quería, pero no podía entretenerse porque la estaban esperando, y
porque estábamos las dos bastante afectadas, pero volverá mañana por la
tarde, a verte antes de que te vayas.
—Guay. —Dobla las rodillas para poder mirarme a los ojos—. Siento lo
de tu padre. Nelson me ha dicho que ha muerto.
—Sí..., pero tampoco me importa mucho. No era buena persona.
Además, gracias a que él ya no está, mi madre ha sentido que podía venir
esta noche. Así que, como ves, no hay mal que por bien no venga.
Me llama la atención un destello de luz seguido de un aspaviento
colectivo.
—¡Qué preciosidad! —grita Kirin, aplaudiendo mientras dos de los
camareros sacan una tarta enorme, iluminada por lo que supongo que son
cuarenta velas. En realidad, son tres tartas apiladas una encima de otra por
tamaños.
—Chocolate, vainilla y... tu favorita: café —me explica Josh, luego me
coge de la mano—. Vamos, mamá, ven a soplar las velas.
—¿Dónde está papá? —le pregunto por encima del bullicio mientras me
lleva a la mesa.
—Estará dentro. ¿Quieres que vaya a buscarlo?
—No, no pasa nada, déjalo tranquilo —digo, ignorando la decepción que
me produce que no esté a mi lado.
Con suerte, oirá a todo el mundo cantar el Cumpleaños feliz, porque
están montando bastante barullo, y saldrá de donde sea que esté. Escucho,
emocionada. Y entonces, justo a tiempo para hacerlo aún más perfecto,
llega Adam, abriéndose paso entre la multitud, se une a mí con el último
verso de la canción y se queda a mi lado mientras soplo las velas.
Cuando terminan de aplaudir todos, porque las he apagado de un solo
soplido, Adam me estrecha en sus brazos.
—Te quiero —me dice en voz baja, entre aplausos y vítores—. Siempre
te he querido y siempre te querré.
—Gracias. —No puedo evitar que se me escapen las lágrimas—. Gracias
por hacer de este el mejor día de mi vida, por estar siempre a mi lado, por
esforzarte por verme feliz. Soy muy afortunada de tenerte.
—No dejes de quererme nunca.
—Te voy a querer siempre —le digo—. Eternamente.
Y tras sus ojos, tras su sonrisa, veo una duda terrible, y me dan ganas de
preguntarle por qué cree que voy a dejar de quererlo.
—Mamá, que tienes que cortar la tarta —dice Josh, interrumpiendo el
momento.
Adam me da un último beso.
—Te dejo a lo tuyo. Parece que Nelson necesita que lo rescate de Rob.
«Como nuestra hija», me digo yo amargamente.
Josh me pasa un cuchillo y, mientras corto la tarta, pienso que, si pudiera
rescatar a Marnie de Rob, quizá evitaría la ruptura total del grupo. Si
lograra hacerla entrar en razón y rompiera con él, nadie tendría por qué
saber nunca lo de su aventura y podríamos seguir exactamente igual que
antes. Bueno, exactamente igual no, porque ya nunca sería lo mismo.
Marnie, Rob y yo guardaríamos ese horrible secreto y tener que ser amable
con Rob para que nadie sospechara lo mucho que lo desprecio se me haría
tremendamente difícil, si no imposible. Pero lo peor de todo es que ya
nunca podría mirar a mi hija de la misma forma. Y eso me parte el corazón.
Jess me mira y me hace una seña. Rob está a su lado, con el brazo por la
cintura, y me dan ganas de acercarme corriendo y suplicarle a mi amiga que
no me odie, que es lo que pasará cuando se entere de lo de Marnie con su
marido. Le echará la culpa a mi hija de inmediato porque Rob le contará
una milonga para parecer inocente y convertirla a ella en culpable. Seguirá
mintiéndole como ha hecho todo este tiempo. Le dirá que Marnie lo sedujo,
que fue un momento de debilidad por su parte, que cuando se fue a Hong
Kong, por él ya habían terminado, solo que ella no lo dejaba en paz y no
paraba de rogarle que fuera a verla. Y Jess, con la esperanza de conservar
su matrimonio, decidirá creerlo. Por eso, sepa lo que sepa, nunca le voy a
contar lo del bebé. No le voy a decir que Marnie se quedó embarazada y
que Rob le pidió que abortara. Eso sería demasiado.
Mi mayor temor, uno que no soy capaz de expresar en voz alta, es que, si
Rob tiene intención de dejar a Jess y Marnie de verdad vuelve a casa para
apoyarlo, lo hagan abiertamente, no en secreto; que en vez de ser discretos,
alardeen de su relación en público. Si hacen eso, será la máxima ofensa
posible. ¿Y cómo nos sentará a Adam y a mí que sean pareja? ¿Podremos
tenerlos cerca, ver a Rob besar y abrazar a nuestra niña? Si llega a ser la
única forma de ver a Marnie, ¿qué otra cosa podremos hacer? Pero eso
aniquilaría cualquier posibilidad de que yo recupere mi amistad con Jess.
La única forma de que cualquiera de nosotros escape de lo que está a
punto de ocurrir, pienso con amargura, es que estalle en el cielo un rayo
inmenso que alcance a Rob y lo mate. Y dudo mucho que eso vaya a pasar.
DE UNA A DOS DE LA MADRUGADA
Adam
Adam
Adam
De pie junto a la ventana del dormitorio, veo a Adam cruzar el jardín con la
cabeza gacha, como si no soportara lo que está a punto de hacer. ¿De
verdad va a llamar a Marnie? ¿O incluso a Rob? De pronto me enferma la
idea de que Jess se entere ahora, en plena noche. Pero entonces recuerdo
que le ha pedido a Cleo que no dijera nada, porque, si era cierto, quería
contármelo a mí primero.
Por eso no ha dejado que Amy se quedara a dormir, me digo. No quiere
que esté aquí mañana por la mañana, cuando tengamos que contarle a Josh
lo de Marnie y Rob. Debemos hacer frente a esto en familia.
Adam desaparece de mi vista y lo imagino colándose en su cabaña por el
hueco de la carpa. Ahora que se han ido todos, el jardín parece
extrañamente despoblado, con la carpa amarrada en medio del césped como
si fuera un enorme barco a la deriva. Unas cuantas servilletas blancas que
los del cáterin no han visto yacen en el suelo como banderas abandonadas
que en su momento hubieran servido para pedir socorro. Los globos
pinchados cuelgan tristones de sus cordeles y el banderín de «FELICIDADES»
se ha soltado de un extremo. La escena parece el resultado de una catástrofe
natural y siento un escalofrío.
Observo un rato, imaginándomelo al teléfono con Marnie, preguntándole
si ha tenido una aventura con Rob. ¿Por eso no ha salido aún, porque está
intentando digerirlo? Debería estar con él; deberíamos enfrentarnos a esto
juntos. ¿O es que, ahora que sabe la terrible verdad, está esperando a que
me duerma para no tener que contármelo hasta mañana? No me extrañaría
de él, que no quisiera estropearme el día y prefiriera callárselo para que
pueda dormir unas horas antes de que me suelte la bomba. ¿Qué me va a
decir cuando le confiese que hace semanas que lo sé?
Me bajo la cremallera del vestido, me lo quito, me descalzo, contenta de
poder darles un descanso a mis pies doloridos. Estiro el vestido en la cama;
salvo por una manchita diminuta en la parte inferior, está
sorprendentemente limpio, así que lo meto en la funda de plástico y lo
cuelgo detrás de la puerta. Supongo que no lo volveré a llevar, a no ser que
me lo ponga cuando vuelva Marnie para que me haga una foto con sus rosas
amarillas. Claro que no me imagino que eso vaya a ocurrir, al menos de
momento.
Alguien, supongo que Kirin, me ha subido los regalos al dormitorio y, al
ver los aceites y las esencias, me dan ganas de sumergirme en un baño. Por
mucho que quiera estar dormida cuando vuelva Adam, sé que no va a poder
ser: estoy demasiado nerviosa y no voy a fingir.
Entro en el baño, lleno la bañera y añado una cantidad generosa de uno
de los aceites y un poco de espuma de baño. Me recojo de nuevo el pelo en
un moño, me meto en la bañera y me sumerjo en el agua hasta que me cubre
los hombros. Una gozada.
Repaso mentalmente la noche, como en una película, desde el momento
en que han llegado todos hasta el momento en que se han ido. Estoy
deseando comentarlo con Adam. Quiero saber qué piensa de que Kirin vaya
a tener gemelos, de que haya venido por fin mi madre y cómo le ha sentado
de verdad que Josh no quiera ir a Nueva York. Pero todas esas cosas se van
a ver eclipsadas por la aventura de Marnie y Rob, y me da rabia que hayan
estropeado el remate de una noche maravillosa. ¿Será eso lo que Adam
estaba discutiendo antes con Nelson? ¿Le habrá contado lo de Rob? Pero no
creo, porque entonces él no lo sabía. Cleo ha hablado con él después, ¿no?
Me pesan los párpados de intentar descifrarlo.
Es el agua casi fría de la bañera lo que me despierta. Desorientada, me
incorporo enseguida, haciendo rebosar la espuma por los lados, y me
pregunto cuánto rato habré estado dormida. Quito el tapón y gorgotea el
desagüe, resonando demasiado en el silencio de la casa.
Mientras me seco, siento un escalofrío. Un recuerdo me asalta la
memoria: ha sido un ruido lo que me ha despertado, el bramido de una moto
en la calle. Me detengo un instante, con la toalla extendida por la espalda.
No habrá sido Adam, ¿verdad? No habrá cogido la moto a estas horas de la
noche...
Envuelta en la toalla, salgo corriendo al dormitorio y miro por la
ventana. El latido culpable de mi corazón se calma cuando veo, detrás de la
carpa, un resplandor amarillo procedente de su cabaña. Está ahí, no ha ido a
ajustar cuentas. Me dan ganas de bajar a ver si se encuentra bien, pero algo,
un sexto sentido quizá, me dice que no, que ya vendrá a mí cuando esté
preparado. Por un instante, temo estar al borde de un precipicio, pero son la
oscuridad y el jardín desierto los que me hacen sentir así.
Me aparto de la ventana y me tumbo en la cama. Voy a darle otros diez
minutos y, si para entonces no ha vuelto, iré a buscarlo.
DE CUATRO A CINCO DE LA MADRUGADA
Adam
Adam
Adam
Adam
Adam
Adam
Hoy damos una fiesta, por Livia y Marnie. La ha organizado Josh. Vienen
todos los que vinieron a la de Liv del año pasado, más los amigos de
Marnie del colegio y la universidad. Todas las personas que se han
convertido en parte importante de nuestras vidas durante estos últimos doce
meses.
Después de la muerte de Marnie y en su funeral, todos nos preguntaban
qué podían hacer para ayudar. Lo pensamos y decidimos que lo que
queríamos, lo que más nos ayudaría, sería que mantuvieran viva a Marnie
en nuestra memoria recordándola y hablándonos de ella. Y nos ha ayudado
conocer anécdotas de ella que no sabíamos. No siempre es fácil, pero es
mejor que no mentarla nunca.
Ese fue uno de mis primeros errores: no mencionar a Marnie para no
incomodar a la gente. Cuando hablo con mis clientes de los muebles que les
voy a hacer, es normal que me enseñen fotos de su casa para que pueda
sugerirles el tipo de madera que mejor armoniza con el resto de su
decoración. Inevitablemente, hablar de sus casas suele llevarlos a hablar de
su familia y, cuando me preguntaban por mis hijos, yo solo hablaba de Josh.
Pero cada vez que lo hacía me parecía una terrible traición a Marnie. Así
que ahora digo esto:
Mi hijo, Josh, vive en Londres con su novia, Amy. Tuve una hija preciosa, Marnie, pero
murió hace unos meses en un accidente aéreo, el de Pyramid Airways; oiría hablar de él.
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