El Dilema - B A Paris

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A M.

, mi inspiración para esta novela,


porque, aunque no te haya conocido, nunca te olvidaré.
D OMINGO 9 DE JUNIO
A LAS TRES Y MEDIA DE LA MADRUGADA

Livia

Es el agua casi fría de la bañera lo que me despierta. Desorientada, me


incorporo enseguida, haciendo rebosar la espuma por los lados, y me
pregunto cuánto rato habré estado dormida. Quito el tapón y gorgotea el
desagüe, resonando demasiado en el silencio de la casa.
Mientras me seco, siento un escalofrío. Un recuerdo me asalta la
memoria: ha sido un ruido lo que me ha despertado, el bramido de una moto
en la calle. Me detengo un instante, con la toalla extendida por la espalda.
No habrá sido Adam, ¿verdad? No habrá cogido la moto a estas horas de la
noche...
Envuelta en la toalla, salgo corriendo al dormitorio y miro por la
ventana. El latido culpable de mi corazón se calma cuando veo, detrás de la
carpa, un resplandor amarillo procedente de su cabaña. Está ahí, no ha ido a
ajustar cuentas. Me dan ganas de bajar a ver si se encuentra bien, pero algo,
un sexto sentido quizá, me dice que no, que ya vendrá a mí cuando esté
preparado. Por un instante, temo estar al borde de un precipicio, pero son la
oscuridad y el jardín desierto los que me hacen sentir así.
Me aparto de la ventana y me tumbo en la cama. Voy a darle otros diez
minutos y, si para entonces no ha vuelto, iré a buscarlo.
Adam

Recorro las calles desiertas a toda velocidad, espantando a un gato callejero,


tomando una curva a ras, haciendo pedazos el silencio sepulcral de la noche
con el rugido de mi moto. De pronto veo al frente la vía de acceso a la
autopista M4. Piso a fondo el acelerador y me incorporo rápido,
ruidosamente, adelantando a un coche lentísimo. La moto se desliza bajo mi
cuerpo con el acelerón.
El azote del viento me nubla el entendimiento de tal forma que siento la
tentación casi irresistible de soltar el manillar y dejarme arrastrar a la
muerte. ¿No es espantoso que Livia y Josh no sean razón de vivir suficiente
para mí? El remordimiento se suma a la angustia de las últimas catorce
horas y el bramido de una rabia inmensa se añade al estrépito de la moto
mientras avanzo por la autopista, empeñado en mi destrucción.
Entre lágrimas, veo por el retrovisor que me sigue implacable un
vehículo con luces azules intermitentes, y mi bramido de dolor se convierte
en uno de frustración. Pongo la moto a ciento sesenta por hora, sabiendo
que, si hace falta, puedo apretar aún más, porque ahora ya nada me va a
parar. Pero el coche patrulla salva rápidamente la distancia que nos separa,
desplazándose al carril exterior y, cuando lo tengo a mi altura, veo de reojo
a un agente gesticulando con vehemencia desde el asiento del copiloto.
Aunque acelero, el vehículo me adelanta y se sitúa en mi carril,
impidiéndome el paso. Me dispongo a pisarle a fondo para poner la moto al
máximo, pero algo me lo impide. Entonces el policía aminora la marcha y
me obliga a frenar y, no sé por qué, se lo permito. Quizá porque no quiero
complicarle aún más la vida a Livia. O tal vez haya sido la voz de Marnie
suplicándome «¡No, papá, no!». Juro que por un momento me he notado sus
brazos ceñidos a la cintura, su cabeza apoyada en la nuca.
Cuando me detengo detrás del coche patrulla y apago el motor, me
tiembla todo. Bajan del coche patrulla dos agentes: un hombre y una mujer.
El hombre se dirige a mí a grandes zancadas.
—¿Qué pretende, matarse o qué? —grita, calzándose la gorra de un
golpe seco.
Se acerca la agente, la que conducía.
—Apártese del vehículo, señor —ladra—. ¿Me ha oído? Apártese del
vehículo. —Intento soltar el manillar, despegar las piernas de la moto, pero
es como si estuviera soldado a ella—. Si no obedece, voy a tener que
arrestarlo, señor.
—Vamos a tener que arrestarlo igual —dice su compañero.
Da un paso hacia mí y, cuando le veo las esposas colgadas del cinturón,
el susto me hace hablar.
Me levanto la visera del casco.
—¡Un momento! —digo.
Detectan algo en mi voz, o quizá en mi semblante, que los tranquiliza.
—Continúe...
—Es por Marnie.
—¿Marnie?
—Sí.
—¿Quién es Marnie?
—Mi hija —digo, tragando saliva con dificultad—. Marnie es mi hija.
Se miran.
—¿Dónde está su hija, señor?
EL DÍA ANTERIOR,
SÁBADO 8 DE JUNIO,
DE OCHO A NUEVE DE LA MAÑANA

Adam

Dejando a Livia dormida, me levanto de la cama y me estiro con sigilo al


aire caliente que entra por la ventana abierta. Contengo un bostezo y miro al
cielo: ni un solo nubarrón a la vista. Liv se alegrará: el tiempo es lo único
de su fiesta de esta noche que no ha podido controlar. Lleva meses
supervisando todo lo demás para que sea perfecta, pero la lluvia persistente
de los últimos fines de semana empezaba a deprimirla.
Observo el movimiento rítmico de su pecho mientras duerme, la
levísima vibración de sus párpados. La veo tan tranquila que decido no
despertarla hasta haber hecho café. Busco la ropa que llevaba anoche y me
pongo los vaqueros, luego la camiseta, aplastándome el pelo al metérmela
por la cabeza.
Crujen las escaleras cuando bajo a la cocina, y Murphy, nuestro pastor
australiano rojo mirlo, levanta la cabeza del cesto donde duerme, junto a la
estufa de leña. Me acuclillo a su lado un minuto, le pregunto qué tal y si ha
dormido bien, y le digo que yo no porque he tenido una pesadilla. Me da un
lametón compasivo en la mano y vuelve a agachar la cabeza, dispuesto a
pasar el resto del día durmiendo. Ya ha cumplido quince años y no tiene la
energía de antes, aunque da igual porque yo tampoco. Le encanta su paseo
diario, pero aquellas carreras largas que nos dábamos juntos son cosa del
pasado.
Mimi, la gata naranja de Marnie, que se comporta como si fuera de pura
raza y no lo es en absoluto, se desenrosca y viene a restregarse en mi pierna
para recordarme que ella también existe. Les lleno los cuencos, luego el
hervidor. Cuando lo enciendo, el burbujeo del agua al contacto con las
resistencias incandescentes perturba el silencio. Miro por la ventana y veo
la enorme carpa blanca, agazapada en el césped como una bestia maligna,
dispuesta a abalanzarse sobre la terraza y devorar la casa. Recuerdo
entonces la pesadilla que me ha despertado. He soñado que la carpa salía
volando. Me vuelve a la memoria: yo estoy en el jardín con Josh y Marnie
cuando se levanta un viento fuerte que convierte el murmullo suave de las
hojas en un siseo siniestro y lanza por los aires los árboles, que arrastran
consigo las luces de colores.
—¡La carpa! —grita Josh, mientras el viento la sacude con violencia.
Y antes de que pueda impedírselo, Marnie corre hacia ella y se agarra a
una de las solapas.
—¡Marnie, suéltala! —le chillo yo, pero el viento atrapa mis palabras,
mi hija no me oye y la carpa se la lleva volando hasta hacerla desaparecer
en el cielo.
Liv se va a reír cuando se lo cuente: resulta que no es la única agobiada
con la fiesta. Me aparto nervioso de la ventana y vuelvo a estirarme,
levantando los brazos por encima de la cabeza y rozando con las yemas de
los dedos el techo de nuestra vieja casita de campo. No sé bien cuándo me
superó en altura Josh, pero ya hace un tiempo que puede plantar las palmas
de las manos en el techo.
Su mochila está donde la dejó, tirada en un extremo de la mesa, junto
con dos bolsas de plástico. Las bajo al suelo y estudio el mueble con ojo
crítico. Fue uno de los primeros que hice, una pieza sencilla de pino
barnizado a la que intenté dar un toque distinto reforzando las patas con una
especie de puente, guiño a mi sueño juvenil de ser ingeniero. Al principio, a
Livia le fastidiaba que no hubiera espacio por debajo. Ahora le encanta
sentarse en el banco acolchado y poner los pies en uno de los barrotes para
recostarse después en la pared.
Se apaga el hervidor. Lleno la cafetera de émbolo y, mientras se va
haciendo el café, abro la puerta del jardín, cerrada con llave. El ruido
espanta a un mirlo macho de un arbusto cercano. Se produce un aleteo
aterrado y, al verlo alzar el vuelo, recuerdo que Marnie está de camino a
casa.
Sonriendo al pensar que voy a volver a verla, porque nueve meses es
mucho tiempo, atravieso la terraza y subo los tres escalones rocosos,
disfrutando del tacto de la piedra tosca en las plantas de los pies, seguido de
la humedad de la hierba al cruzar el jardín. El aire de la mañana huele a un
mantillo mojado que no consigo ubicar, seguramente de los rosales de
Livia. Hay unos enormes a la derecha del jardín, delante de la valla de
madera, y al pasar por allí percibo el increíble aroma a Sweet Juliet, ¿o era
Lady Emma Hamilton? Nunca me acuerdo, a pesar de que Livia me lo dice
bastante a menudo.
Bordeo la carpa, asegurándome de que está correctamente anclada, por si
mi pesadilla ha sido una premonición de algún tipo, y veo que se la han
llevado tan al fondo que casi roza mi cabaña, con lo que me queda un
espacio mínimo para colarme en ella. Sé por qué lo han hecho: había que
dejar espacio para las mesas y las sillas, que se instalarán delante. Pero si
uno puede mosquearse con una carpa, yo estoy mosqueado ahora mismo.
Me siento en el murete de piedra que bordea el otro lado del jardín,
enfrente de la valla, e intento imaginar el aspecto que tendrá esta noche con
un centenar de personas deambulando por allí, las luces enredadas en el
manzano y los cerezos, y globos por todas partes. Siempre he sabido que
Livia quería celebrar sus cuarenta con una gran fiesta, pero no tenía ni idea
de lo grande que podía llegar a ser hasta hace unos meses, cuando empezó a
hablar de cáterin, carpa y champán. Me pareció tan exagerado que me dio la
risa.
—¡Va en serio, Adam! —me dijo indignada—. Quiero que sea muy
especial.
—Lo sé, y lo será, solo que me da que nos va a salir un poco cara.
—No me la estropees antes de que la haya organizado siquiera, por favor
—me imploró—. Además, el dinero no importa.
—Liv, el dinero sí importa —repliqué yo, aunque habría preferido no
tener que mencionarlo—. Josh se va de casa este verano y Marnie vive en
Hong Kong; tenemos que ser prudentes un tiempo, ya lo sabes. —Me miró
e identifiqué enseguida aquella mirada: de remordimiento—. ¿Qué? —
pregunté.
—He estado ahorrando —reconoció—. Para la fiesta. Llevo años
invirtiendo en ella, no cantidades inmensas, solo un poco cada mes.
Perdona, tendría que habértelo contado.
—No pasa nada —dije yo, preguntándome si habría evitado contármelo
por aquella vez que me gasté sus ahorros en una moto. Aún me abochorna,
pese a que ocurrió hace años, antes de que naciera Marnie.
Pensar en Marnie me refresca la memoria. Vuelvo adentro y, pasando
por encima de Mimi, siempre en medio, voy a por el móvil, que dejé
cargando anoche cerca de la panera. Como esperaba, tengo un mensaje
suyo.
Papá, no te lo vas a creer: se ha retrasado mi vuelo y no me va a dar tiempo a coger el
de enlace en El Cairo, con lo que llegaré a Ámsterdam demasiado tarde para pillar el de
Londres. Es un asco, pero no te preocupes, que estaré allí como sea. ¡Igual me meten
en un vuelo directo y llego antes de lo previsto! Te escribo cuando esté en Heathrow. Te
quiero. Besos.

Vaya. Me encanta el optimismo de Marnie, pero dudo que la vayan a


meter en un vuelo directo a Londres. La harán esperar en El Cairo hasta que
salga el siguiente avión a Ámsterdam. Me pregunto una vez más por qué
accedí a que diera semejante rodeo para venir a casa.
Cuando Livia empezó a planificar su fiesta, jamás imaginó que nuestra
hija no fuera a estar presente. El día estuvo claro desde el principio, así que
lo primero que hizo Marnie en cuanto supo que estudiaría en Hong Kong
este año fue mirar las fechas de los exámenes. Pero después se las
cambiaron.
—Ahora los tengo el 3, el 4 y el 5 de junio, y luego el 13 y el 14 —dijo,
encendida de frustración cuando nos hizo un FaceTime en enero—. No
puedo creer que me vaya a perder la fiesta.
—¿Y si la pospongo al 15? —preguntó Livia.
—Seguiría sin llegar a tiempo, por la diferencia horaria.
—¿O al 22?
—No, porque entonces Josh ya no estaría. Ese es el día que se va a
Nueva York, ¿no te acuerdas? Lo eligió a propósito para que cuadrara con
tu fiesta. Ya tiene el billete y no podrá cambiarlo. Lo siento mucho, mamá.
Ojalá pudiera arreglarlo, pero no hay forma.
Pasamos horas intentando encontrar una solución, pero al final tuvimos
que resignarnos a que Marnie no viniera a la fiesta. Fue un chasco grande
para Liv. Quiso cancelarla e invertir el dinero en vuelos a Hong Kong para
celebrar su cumpleaños allí, pero Marnie no se lo consintió.
—No quiero que renuncies a la fiesta de tus sueños, mamá. Además,
Josh no podría venir porque estaría con los finales y yo tendría que estudiar
y tampoco podría pasar mucho tiempo con vosotros. Y ya sabes que papá
está demasiado liado para tomarse más de una semana libre. Aparte de que,
con lo caros que son los billetes, no merecería la pena que vinierais menos
de diez días.
Luego, hace tres semanas me mandó un mensaje.
—Papá, ¿qué le vas a regalar a mamá por su cumpleaños?
—Un anillo —le contesté—. De diamantes. Pero no le digas nada, que es sorpresa.
—¿No te gustaría darle otra sorpresa?
—¿Cuál?
—¿Te puedo hacer un FaceTime?, ¿anda mamá por ahí?
—No, ha salido a buscar un vestido para la esta.
—Ah, genial, espero que encuentre algo. Por cierto...

Entonces me entró la videollamada y fue cuando me contó que había


encontrado un vuelo barato de Hong Kong a El Cairo, de El Cairo a
Ámsterdam y de Ámsterdam a Londres.
—Lo he calculado y, si salgo después de mi examen del jueves, llego a
Londres el sábado por la noche y podría estar en casa hacia las nueve. ¿Qué
te parece? Sería una sorpresa para mamá.
Estaba sentada en una silla de escritorio blanca, en el cuarto de
estudiante que compartía con Nadia, su compañera rumana, y a su espalda
pude ver el nórdico que se había llevado de casa, casi todo amontonado en
el suelo. Vestía una de mis camisetas viejas y la melena caoba recogida en
lo alto de la cabeza y sujeta, supuse, con el típico lápiz. Siempre me ha
sorprendido la habilidad con que lo hace.
—Le va a encantar —dije yo, subiéndome a Mimi a la rodilla para que
pudieran verse—. ¿Cuándo tendrías que volver?
Marnie acercó la cara a la pantalla para hacerle arrumacos y mandarle
besos a la gata.
—Hasta el miércoles siguiente, nada, así que podría estar casi cuatro
días con vosotros. A la vuelta no tengo que hacer escala en Ámsterdam, con
lo que llegaría a Hong Kong a tiempo para el examen del jueves siguiente.
—Eso es mucho viaje para unos días —dije yo, ceñudo.
—Los comerciales lo hacen constantemente —protestó ella.
De vez en cuando, bajaba los ojos, adonde yo suponía que tenía el móvil,
para ver si le había llegado algún mensaje mientras hablaba conmigo. Era
ya casi de noche para ella y, de pronto, se me hizo raro pensar que tenía una
vida en Hong Kong de la que Liv y yo solo conocíamos pedacitos.
—¿Has buscado vuelos directos? —le pregunté.
—Sí, pero son muchísimo más caros. Este, con escala en El Cairo y
Ámsterdam, cuesta seiscientas cincuenta libras. Puedo pagar la mitad con
mis ahorros y, si me prestas la otra mitad, te lo devuelvo en cuanto pueda.
—No quiero que te pagues tú el billete. Será parte de mi regalo a tu
madre.
Me dedicó una de sus enormes sonrisas y se tiró de una gargantilla de
oro que yo no le había visto antes.
—¡Gracias, papá, eres el mejor! Entonces, ¿compro el billete antes de
que suba el precio?
Me tuve que contener, la verdad, resistir la tentación de decirle que
comprara un vuelo directo para evitar tanta escala, pero hacía solo unos días
había obligado a su hermano a comprar un billete a Nueva York con escala
en Ámsterdam no solo porque era más barato que el vuelo directo, sino
porque me pareció que debía currárselo un poco y no tenerlo todo tan fácil.
No iba a poder justificar un gasto de cientos de libras más con Marnie
cuando no me había gastado ciento cincuenta más con Josh. Además,
¿merecía la pena que viniera a la fiesta si iba a tener que volver a Hong
Kong en cuatro días? Contemplé su cara bonita, iluminada por la lámpara
de escritorio que tenía cerca del ordenador, y cualquier reserva que pudiera
haber albergado se esfumó. Para empezar, se parecía muchísimo a su madre
y, además, yo sabía perfectamente la ilusión que le iba a hacer a Liv que
Marnie apareciera de pronto en la fiesta.
—Con una condición —le dije, sabiéndome observado por los ojos
verdes de Mimi—: que no le digas a nadie que vienes, ni a Josh ni a Cleo ni
a ninguno de tus amigos, y menos aún a tía Izzy. Quiero que sea una
sorpresa para todos.
—No diré una palabra, lo prometo. Gracias, papá. ¿Te he dicho ya que
eres el mejor?
A Livia le esperan unas cuantas sorpresas hoy, pero que Marnie venga a
la fiesta va a ser la mejor de todas.
Livia

Me despierta un crujido en la escalera. Estiro el brazo y encuentro vacío el


otro lado de la cama.
—¿Adam? —lo llamo en voz baja, por si está en el baño.
No contesta y, atraída por el calor del espacio que ha ocupado su cuerpo,
ruedo y me instalo de costado en su sitio, con la cabeza en su almohada. Sin
pensarlo, me llevo la mano al vientre para ver si lo tengo plano y me
satisface comprobar que haber controlado los excesos en la última semana
ha dado su fruto. ¿A quién quiero engañar? Llevo seis meses controlando lo
que como. Y haciendo ejercicio. Y usando una crema carísima para el
contorno de los ojos. Y todo por la fiesta de esta noche.
Me quedo tumbada un rato y aguzo el oído esperando oír el repiqueteo
de la lluvia en los cristales, como el sábado pasado y los tres sábados
anteriores a ese, pero solo oigo trinar y piar a los pajarillos en el manzano, y
eso me relaja. Por fin ha llegado. El día que he estado esperando tanto
tiempo ya está aquí. Y aunque parezca increíble, no llueve.
Me aprieto más el vientre, aplastando la fina capa de grasa hasta llegar al
músculo. Me asaltan emociones muy diversas, de las que procuro destacar
la ilusión y la felicidad, pero el remordimiento domina todo lo demás: por
el dineral que me está costando esta fiesta y porque es solo para mí cuando,
si hubiera esperado un par de años, podría haber sido para nosotros, para
celebrar nuestro vigesimoquinto aniversario de boda. Se lo propuse a
Adam, o eso creo recordar. De hecho, estoy segura de haberlo hecho,
porque recuerdo que en el fondo me alivió que se negara en redondo.
Nerviosa, me pongo bocarriba y miro al techo. ¿Tan malo es que quiera
que esta fiesta sea solo para mí? Últimamente mantengo una extraña
relación de amor-odio con ella: aunque siempre haya querido hacerla, la
haya estado planificando y haya ahorrado para ella, me alegraré cuando
termine. Ha ocupado demasiado espacio en mi cabeza, no solo en los
últimos seis meses, sino en los últimos veinte años. Lo que más me fastidia
es que la idea se deba a mis padres. Si hubiera podido tener la boda que me
prometieron, no me habría obsesionado con disfrutar de mi propio día
especial.
No quiero pensar en ellos precisamente hoy, pero no puedo evitarlo.
Hace más de veinte años que no los veo. Siempre fueron unos padres
distantes; no recuerdo haber tenido ninguna conversación trascendente con
mi padre y lo más cerca que estuve de mi madre fue cuando me trajo
revistas de novias y, mientras mirábamos los vestidos y los adornos florales,
me habló de la boda suntuosa que mi padre y ella me iban a costear. Pero
cuando me quedé embarazada poco después de cumplir los diecisiete, no
quisieron saber más de mí y la boda suntuosa se quedó en una breve
ceremonia de quince minutos en el registro civil, a la que solo asistieron la
familia de Adam y nuestros mejores amigos, Jess y Nelson.
En su momento, traté de convencerme de que me daba igual no tener una
boda por todo lo alto, pero no era cierto y me fastidiaba darle tanta
importancia. Unos años después, los padres de uno de los niños de la
guardería de Josh nos invitaron a la fiesta del trigésimo cumpleaños de ella
y fue increíble. Adam y yo aún andábamos por los veintipocos y apenas
teníamos dinero, así que aquella fiesta nos pareció de otro mundo. Yo me
quedé pasmada y me prometí que algún día celebraría a lo grande uno de
mis cumpleaños.
Estando embarazada de Marnie, como no pegaba ojo por las náuseas
constantes, me apoyaba en la encimera de nuestra minúscula cocinita y, en
el dorso de una factura, calculaba cuánto iba a tener que ahorrar cada mes
para poder organizar una fiesta como la de Chrissie. Ya había decidido que
sería para mis cuarenta porque caía en sábado. Por entonces, no me
imaginaba siquiera con esa edad. Sin embargo, aquí estoy.
Vuelvo la cabeza hacia la ventana, atraída por la brisa, que arranca del
árbol las últimas flores. Cuarenta. ¿Cómo puede ser que ya vaya a cumplir
cuarenta? Mi trigésimo cumpleaños lo pasé cuidando de dos niños
pequeños y casi no me di cuenta de que había alcanzado un hito. Esta vez lo
estoy notando más, a lo mejor porque me encuentro en una etapa muy
distinta de mi existencia en comparación con la mayoría de mis amigas.
Ellas aún tienen a los niños en casa, mientras Josh y Marnie, con veintidós
y diecinueve años, ya han empezado a vivir su propia vida, con lo que
siempre me siento mayor de lo que soy. Menos mal que tengo a Jess y,
como Cleo y Marnie son de la misma edad, hemos podido vivir juntas su
adolescencia.
Oigo abrirse la puerta de servicio, luego los pasos de Adam al cruzar la
terraza. Lo conozco tan bien que imagino qué cara pone cuando ve la carpa
tan cerca de su cabaña. Se ha portado genial con esta fiesta y por eso me
duele aún más lo que he estado ocultándole durante seis largas semanas.
Vuelve el remordimiento y me vuelvo y entierro la cara en su almohada,
procurando en vano sofocarlo.
Alargo el brazo y cojo el móvil porque necesito distraerme. Aunque en
la pantalla dice que son las 8.17, ya me han llegado mensajes de
felicitación. El primero es el de Marnie; su wasap es de unos segundos
después de medianoche y me la imagino sentada en su cama de Hong Kong,
mirando el reloj, preparada para enviar, con el mensaje ya escrito y listo.
A la mejor madre del mundo, ¡FELIZ CUMPLEAÑOS! Disfruta de cada minuto de tu día
especial. Estoy deseando verte dentro de unas semanas. Te quiero un montón. Besos.
P. D.: Me voy a aislar este n de semana para repasar tranquila. No tendré cobertura, así
que no te preocupes si no sabes de mí. Te llamo el domingo por la noche.

Viene con emojis de botellas de champán, tartas de cumpleaños y


corazones, y siento en mi interior esa punzada de amor materno que
conozco tan bien. Sin embargo, aunque la echo de menos, me alegro de que
no vaya a estar con nosotros esta noche. Me siento fatal porque debería
darme pena que se pierda mi fiesta, y al principio me daba, pero lo cierto es
que ahora ni siquiera quiero que vuelva a casa a final de mes.
Iba a estar fuera hasta después de agosto, viajando por Asia con amigos
en cuanto terminaran los exámenes; luego cambió de opinión y estará de
vuelta aquí, en Windsor, dentro de tres semanas. A todo el mundo le digo
que estoy encantada de que regrese antes de lo previsto, pero en el fondo
me angustia. Cuando vuelva, todo cambiará y ya no podremos vivir la vida
maravillosa que hemos estado viviendo.
Oigo los pies descalzos de Adam por la escalera y, con cada paso que da,
me pesa aún más lo que no le he contado. Pero no se lo puedo decir, hoy no.
Asoma por la puerta y empieza a cantarme el Cumpleaños feliz. Es tan
impropio de él que me echo a reír y libero parte de la angustia.
—¡Calla, que vas a despertar a Josh! —le susurro.
—Tranquila, duerme como un tronco. —Entra en la habitación con dos
tazas de café, seguido por Mimi. Cuando se inclina para besarme, la gata
salta celosa a la cama y me empuja con el hocico. Adora a Adam y siempre
se hace un hueco entre los dos cuando estamos sentados en el sofá, viendo
una película juntos—. Felicidades, cariño —dice.
—Gracias.
Le acaricio la mejilla y, por un momento, me olvido de todo, porque lo
único que siento es felicidad. Lo quiero muchísimo.
—Tranquila, que me voy a afeitar —bromea, y vuelve la cara para
besarme la palma de la mano.
—Ya lo sé. —Odia afeitarse, odia ponerse otra cosa que no sean unos
vaqueros y una camiseta, pero lleva semanas prometiéndome que esta
noche hará un esfuerzo—. Café en la cama..., ¡qué maravilla!
Acepto la taza que me ofrece y aparto los pies para hacerle sitio. Se
hunde el colchón con su peso y estoy a punto de derramar el café.
—Bueno, ¿cómo te sientes? —me pregunta.
—Mimada —contesto—. ¿Cómo está la carpa?
—Pegada a mi cabaña —dice, con fingida indignación—. Sigue ahí —
rectifica después—. Esto te va a hacer gracia... He soñado que salía volando
por los aires y arrastraba consigo a Marnie.
—Pues menos mal que ella no está aquí —digo, y enseguida me siento
mal.
Adam deja el café en el suelo y se saca una tarjeta del bolsillo de atrás.
—Para ti —dice, cogiéndome la taza y colocándola al lado de la suya.
—Gracias.
Trepa por encima de mí hasta su lado de la cama y, apoyado en un codo,
me observa mientras la leo. El sobre lleva mi nombre dibujado en preciosas
letras con relieve, sombreadas en distintos azules, el típico toque de Adam.
Saco la tarjeta, veo un «40» plateado en el frontal y, al abrirla, me encuentro
con que ha escrito: «Espero que hoy tengas todo lo que quieres y más. Te lo
mereces mucho. Te quiero. Adam. P. D.: Juntos somos los mejores».
La última línea me hace reír porque es algo que siempre decimos, pero
acto seguido se me empañan los ojos. Si él supiera... Tendría que haberle
contado lo de Marnie hace seis semanas, cuando me enteré, pero encontré
muchos motivos para no hacerlo, unos buenos y otros no tan buenos.
Después, cuando acabe mi fiesta, ya no tendré excusa para ocultárselo más.
He ensayado mentalmente las palabras mil veces: «Adam, tengo que
contarte una cosa», pero no paso de ahí porque aún no he encontrado la
mejor forma de seguir, ni he decidido si un relato paso a paso, lento y
angustioso, será menos doloroso que soltárselo de sopetón. De todas
formas, la noticia lo va a destrozar.
—¡Eh! —dice, mirándome preocupado.
Parpadeo enseguida para deshacerme de las lágrimas.
—Tranquilo, es que estoy algo agobiada, nada más.
Alarga la mano y me pasa un mechón de pelo suelto por detrás de la
oreja.
—Es comprensible: llevas mucho tiempo esperando este día. —Una
pausa—. Vete a saber, igual hasta vienen tus padres al final —añade con
cautela.
Niego con la cabeza, agradeciendo que piense que la ansiada
reconciliación con mis progenitores es la razón de mi tristeza momentánea.
No es la principal, pero desde luego es una de ellas. Se mudaron a Norfolk
seis meses después de que naciera Josh porque, según mi padre, los había
avergonzado delante de sus vecinos y amigos, y ya no podían ir por el
barrio con la cabeza bien alta. Cuando pregunté si me dejaba ir a verlos, me
dijo que fuera sola. No fui: bastante tenía con que no aceptaran a Adam; su
rechazo de Josh me pareció demasiado.
Volví a escribirles cuando nació Marnie para comunicarles que tenían
otro nieto, una niña. Para sorpresa mía, mi padre respondió que quería
conocerla. Le pregunté cuándo podíamos ir a verlos los cuatro y me dijo
que la invitación solo era para Marnie y para mí, que accedía a ver a la niña
porque había nacido dentro del matrimonio. Tampoco fui.
Desde entonces, he intentado mantener el contacto con ellos,
enviándoles tarjetas de cumpleaños y de Navidad, a pesar de que ellos
nunca mandaban nada, e invitándolos a todas las celebraciones familiares.
Pero jamás han acusado recibo y mucho menos han venido. Y dudo que
esta noche sea una excepción.
—No van a venir —digo con tristeza—. De todas formas, ya me da
igual. Tengo cuarenta años. Va siendo hora de dejarlo correr.
—¿Has visto el día que hace? —dice Adam, volviendo la cabeza hacia la
ventana, porque sabe que necesito cambiar de tema.
—Ya, no me lo puedo creer. —Me recuesto en las almohadas,
preocupada por otra cosa—. Creo que igual me he pasado un poco con el
vestido.
—¿En qué sentido?
—Es largo, hasta el suelo. Y de color crema.
—¿Y qué problema hay?
—Temo que parezca un vestido de novia.
—¿Tiene mucho encaje y cosas de esas?
—No.
—¿Y te vas a poner velo?
Suelto una carcajada.
—¡No!
—Entonces —dice, levantando el brazo y acomodándome en el hueco de
debajo—, solo es un vestido de color crema que casualmente es largo.
Lo miro a los ojos.
—¿Cómo haces para que siempre me sienta mejor conmigo misma?
—Procuro compensar los años en los que no lo hice —contesta como si
nada.
Le cojo la mano y entrelazo los dedos con los suyos.
—No digas eso. Te casaste conmigo, ¿no? No me dejaste plantada.
—No... Pero pasé buena parte de los dos primeros años en Bristol con
Nelson, en vez de con Josh y contigo.
—Hasta que llegó Marnie y te dio motivos para quedarte en casa.
Me suelta la mano y, al ver que se le oscurece el semblante, me
arrepiento de lo que acabo de decir. Se ha pasado los últimos veinte años
intentando compensarnos aquellos primeros días, tanto a Josh como a mí,
pero le sigue afectando.
—Me ha mandado un mensaje precioso —digo, porque hablar de Marnie
siempre lo anima—. Dice que igual no puede llamar hoy. Quiere repasar
para los exámenes sin distraerse y se va el fin de semana a algún sitio sin
wifi.
—¿Cómo hemos podido hacer una niña tan sensata? —bromea, de buen
humor otra vez.
—Ni idea.
Le sonrío sin ganas y, pensando que estoy nerviosa por la fiesta, me da
un beso.
—Relájate. Todo saldrá bien. ¿A qué hora te recoge Kirin?
—Hasta las once, nada.
—Entonces, puedes descansar un poco más. —Se levanta de la cama—.
Tómate el café mientras me ducho y, cuando bajes, te preparo el desayuno.
DE NUEVE A DIEZ DE LA MAÑANA

Adam

Empujo con el hombro la carpa de lona y cede un poco, pero vuelve


enseguida a su ser. Lo intento de nuevo, más fuerte, y logro abrir mi cabaña
lo justo para entrar.
Me encanta mi cabaña, con ese olor terroso del serrín esparcido por el
suelo. Varios bloques grandes de madera, de roble, pino y castaño, se
encuentran apilados en torres de distintas alturas bajo la pared de la
fachada, cuya ventana da al jardín; la del fondo está ocupada por un banco
de carpintero de seis metros de largo, salpicado de sargentos y herramientas
eléctricas. En dos estantes tengo las herramientas más pequeñas y, en un
rincón, están la tele, el reproductor de deuvedés y dos sillones viejos.
Nelson y yo venimos aquí a veces a ver deportes o películas en blanco y
negro. Él trae cervezas para la nevera y reconoce que se está escondiendo
de Kirin y de los niños.
He venido a por algo que tengo escondido en el otro extremo de la
cabaña. Desde que a Marnie se le ocurrió sorprender a Livia, guardo aquí
una cosa. Es un cajón de madera de un metro de largo en el que venía una
pieza grande de nogal negro y que necesito llevar al jardín y meter debajo
de la mesa en cuanto Liv se vaya.
Lo arrastro hasta la puerta y descubro que no cabe por ella porque la
carpa está demasiado pegada a la cabaña.
—¡Maldita sea!
Se me ocurre desmontarlo y montarlo de nuevo en el jardín, pero todos
los lados están bien claveteados. Me siento en uno de los sillones, pensando
en dónde demonios voy a encontrar otra caja lo bastante grande para que
Marnie se esconda en ella. El olor a madera y a barniz me relaja, y subo los
pies al banco de trabajo y empiezo a divagar. Nunca me propuse ser
carpintero. Desde que a los siete años mi padre me llevó a ver el puente
suspendido de Clifton, no quise otra cosa que construirlo yo; por eso
cuando me ofrecieron una plaza en Edimburgo para hacer una ingeniería,
estaba deseando ir. La llegada de Josh lo cambió todo, o eso me pareció
entonces.
No pretendo justificar mi comportamiento, pero fue duro ver a Nelson y
a mis otros amigos disfrutando en la universidad mientras yo estaba de
aprendiz en algo que no me interesaba. No sé cómo me aguantaron el señor
Wentworth, la única persona que quiso aceptarme, o Liv. Me largaba a
Bristol a ver a Nelson y la dejaba sola con Josh, y a veces pasaba fuera
varios días. Me instalaba en su cuarto y me colaba en sus clases con él;
luego me pasaba la noche bebiendo, llevando la vida universitaria que tanto
deseaba. Por eso entiendo que Liv anhele tanto esta fiesta. Cuando te privan
de algo que te hacía muchísima ilusión, nunca lo olvidas.
Veo mi libro de cuentas abierto encima de la mesa, me levanto del sillón
y lo hojeo. Registro automáticamente los pedidos en el ordenador, pero
también los anoto en papel, algo que el señor Wentworth se empeñaba en
hacer. Aún conservo sus libros. A él le encantaba imaginar que algún día
alguien vería todas las piezas distintas que había hecho, la madera que había
usado, el número aproximado de horas que había tardado, lo que había
cobrado por ellas... Hace cinco años que murió y, aunque yo apenas llevaba
diez con él, todavía lo echo de menos.
Casi toda la madera de mi cabaña ya está asignada —la pieza más
grande, un bloque precioso de roble pulido, terminará siendo el escritorio de
un banquero rico de Knightsbridge—, pero la de nogal negro, mi favorita, la
tengo reservada para Marnie. Le voy a hacer una escultura para su vigésimo
cumpleaños, en julio.
Yo tenía cero expectativas antes de que naciera. La llegada de Josh, tres
años antes, había sido tan desconcertante que aún no me había
acostumbrado a ser padre. Pero en cuanto vi a Marnie, me encandiló. Si el
nacimiento de Josh sacó lo peor de mí, el de Marnie sacó lo mejor. Ella me
enseñó a ser padre, solo con existir.
Cuando se hizo mayor, empezó a forjarse entre nosotros un vínculo que
yo dudaba que pudiera llegar a tener alguna vez con Josh. Después de clase,
venía a verme a la cabaña, se sentaba en uno de los sillones y parloteaba de
su día mientras yo trabajaba. Me compré la primera moto cuando ella tenía
doce años, y le gustaba tantísimo como a mí. Livia siempre había insistido
en que los niños fueran andando al colegio, que estaba a unos veinte
minutos de casa, pero a medida que iba creciendo, Marnie fue adquiriendo
la costumbre de arreglarse con calma por las mañanas para pedirme después
que la llevara en moto a clase porque, si no, llegaba tarde.
—Además, no hay nada más guay que llegar en una Triumph Bonneville
T120 —susurraba cuando su madre ya no la oía.
A Livia no le gustaba que se lo consintiera todo. Habría hecho lo mismo
por Josh si él hubiera querido, pero prefería que lo castigaran por llegar
tarde a pedirme que lo acercara. Después, cuando Marnie empezó a ir a
fiestas, yo la llevaba y la recogía en la moto. Le daba igual que se le
aplastara el pelo con el casco o que se le arrugara el vestido con la cazadora
de cuero que yo le insistía en que se pusiera. Me enorgullecía que
compartiera conmigo ese amor por las motos. Tonto de mí, nunca se me
ocurrió que un día querría una propia.
—Lo tengo decidido —nos comunicó hace un mes en una de nuestras
videollamadas. Estaba sentada en la cama, con el móvil en equilibrio sobre
las rodillas. En la pared del fondo, además del póster de «KEEP CALM AND
CARRY ON», había pegado fotos mías, de Livia y de Josh, y de sus amigos de
aquí. También había una en la que salíamos ella y yo, y Cleo y su padre,
Rob; las dos delante y nosotros detrás. Las habíamos llevado a una pizzería
de Windsor al poco de terminar los exámenes, recordé—. No voy a viajar
cuando acabe el curso en junio —continuó—. Voy a ir directa a casa.
—¿Qué? ¿Y esa prisa? —dijo Liv antes de que yo pudiera contestar.
Hacía años que no la veía tan seca con Marnie y supe que le preocupaba
que nuestra hija volviera a deprimirse.
—Porque quiero hacer el Camino Largo para mi cumpleaños.
Nos quedamos mudos los dos. El Camino Largo de los jardines del
castillo de Windsor era algo que habíamos hecho con ella por su
cumpleaños los últimos diez años, pero solo porque estaba en casa.
Resultaba preocupante que renunciara a la posibilidad de viajar para volver
a casa y hacer una ruta que, con lo cerca que vivíamos del castillo, podía
hacer en cualquier momento. Y luego, cuando ya no pudo disimular más,
soltó una carcajada.
—¡Que es broma! —dijo—. Vuelvo a casa para examinarme del carné
de moto.
—Vale —contesté aliviado—. Pero no hay prisa, ¿no?
—Sí, porque quiero comprarme una.
—Vas a tardar años en poder pagártela —señaló Liv—. ¿No es mejor
que viajes? Quizá no vuelvas a tener ocasión de ir a Vietnam y a Camboya.
—Mamá —contestó Marnie con paciencia—, iré, ¡pero en moto!
No conseguimos disuadirla. A mí no me preocupó tanto como a Liv.
Echaba de menos a Marnie y me alegraba pensar que iba a volver a casa
antes de lo previsto. Además, me gustaba que tuviera tan claro lo que quería
hacer. Como el año pasado, cuando intentamos convencerla de que no se
tatuara una moto en la espalda, de hombro a hombro.
—Bueno, ¿queréis verlo? —preguntó, un fin de semana que estuvo en
casa—. ¿El tatuaje?
—No me digas que te lo has hecho... —solté yo, algo espantado de
pensar que hubiera seguido adelante.
—Pues sí. Pero tranquilo, que te va a gustar.
—Yo no estoy tan seguro —le advertí.
—Me gustaría verlo —dijo Livia, aunque yo sabía que la horrorizaba
que nuestra hija se hubiera hecho un tatuaje enorme.
Riendo, Marnie se quitó el suéter y extendió el brazo.
—Al final me acobardé. Me pareció que este era más apropiado.
Livia dio su aprobación cabeceando afirmativamente.
—Desde luego.
—¿Cómo lo ves, papá?
Leí las palabras que se había tatuado a lo largo del antebrazo con una
bonita letra cursiva: Un ángel con alma de demonio.
—Interesante —dije, suspirando de alivio al ver que era relativamente
pequeño.
El tatuaje fue lo que me dio la idea para la escultura. Voy a tallar un
ángel, no uno convencional, sino uno que vista de cuero y vaya en moto.
Me gustaría empezar ya, pero tendría que ir a ver a Liv antes de que se
vaya, ofrecerme a ayudar a Josh con los globos y la decoración que ha
traído. Y buscar otra caja, quizá en el desván. El plan es que Marnie me
mande un mensaje un par de minutos antes de llegar a casa para que yo
saque la caja de debajo de la mesa y la empuje hasta el centro de la terraza.
Ella se colará por la puerta lateral y se meterá dentro, con suerte sin que la
vea nadie. En cuanto yo haya vuelto a tapar la caja, llamaré a todo el mundo
a la terraza para que vean a Liv abrir su regalo.
Ha sido muy astuto por parte de Marnie decirle a Livia que iba a salir el
fin de semana y no estaría localizable. De ese modo, no la desilusionará que
no la llame hoy. Estoy deseando ver la cara que pone cuando aparezca
Marnie. Va a ser el mejor regalo que podíamos hacerle.
Livia

Llevo mis nuevas sandalias rojas en la mano para no despertar a Josh con el
taconeo al bajar la escalera. Me paro delante de su puerta, notándome el
suelo de madera caliente en los pies. No lo oigo moverse. No me sorprende.
Anoche llegó tarde y venía repasando en el tren. Me pidió que lo despertara
temprano esta mañana, pero prefiero dejarlo dormir.
Agarrada a la barandilla, bajo las escaleras saltándome los peldaños que
crujen y, al llegar al último, me siento para calzarme. Hay un montón de
tarjetas tiradas junto a la puerta. Las recojo, me las llevo a la cocina y voy
mirando los remitentes, decepcionadísima de que no haya ninguna de mis
padres. A pesar de lo que le he dicho a Adam antes, necesito que vengan
porque, si no lo hacen hoy que cumplo cuarenta años, ya no lo harán y
tendré que olvidarme de ellos por el bien de mi cordura; veintidós años son
más que suficientes para perdonar a tu hija.
La ilusión a la que he conseguido aferrarme desde que Adam me ha
cantado el Cumpleaños feliz empieza a desvanecerse. De hecho, siento
náuseas, algo que me ocurre a menudo cuando pienso en mis padres. No
hay rastro del desayuno, ni de Adam, que estará fuera. Anoche me sentí un
poco mal al ver que habían instalado la carpa tan al fondo, pero también me
alegra un poquitín pensar que Nelson no cabe por el hueco. Adam y él
tienen la costumbre de esconderse en la cabaña para tomarse una cerveza y
esta noche necesito tenerlo cerca.
Le doy a Murphy su achuchón matinal. La cocina huele un poco a los
filetes que cenamos anoche, así que abro la ventana. Entra de golpe un aire
caliente. Me cuesta creer el día tan estupendo que hace. Podría haberme
ahorrado cientos de libras prescindiendo de la carpa. Claro que no está de
más que haya algún sitio cubierto donde los del cáterin puedan poner la
comida. Vienen a las cinco y aún pasarán horas hasta que empiece la fiesta
de verdad.
Me siento a la mesa, busco con los pies el barrote donde me gusta
apoyarlos y empiezo a abrir mis tarjetas. Llaman a la puerta y, cuando abro,
me encuentro a un hombre con un ramo precioso de rosas amarillas.
—¿Señora Harman?
—Esa soy yo.
Me entrega las flores.
—Son para usted.
—¡Vaya, qué bonitas!
—Corte dos o tres centímetros del tallo antes de ponerlas en agua —me
aconseja—, pero mantenga el ramo atado.
—Eso haré. Gracias... —Antes de que termine la frase, ya ha enfilado el
camino de salida.
Entierro la nariz en el ramo e inhalo el aroma embriagador de las rosas,
preguntándome quién me las mandará. Por un segundo pienso si serán de
mis padres, pero lo más seguro es que sean de Adam.
Me las llevo a la cocina, las dejo en la mesa y arranco la tarjeta que va
pegada al ramo.
Que pases un día estupendo, mamá. Siento no poder acompañarte, pero estaré
pensando en ti. Te quiero un montón. Tu Marnie. P. D.: Este es el ramo que no tuviste.

Se me saltan las lágrimas. No recuerdo haberle contado a mi hija que


tenía pensado llevar un ramo de rosas amarillas el día de mi boda, pero
igual se lo dije. Y cuando me viene a la memoria nuestra última
conversación, hace más de una semana ya, me siento fatal.
Adam había salido a tomar algo con Nelson y, como sabía que volvería
tarde, aproveché para llamarla. Esperé a las diez en punto; solo eran las seis
de la mañana en Hong Kong, pero me dio igual que pudiera estar
durmiendo.
—¿Mamá? —dijo, entre adormilada y asustada—. ¿Ha pasado algo?
—No, no, no ha pasado nada —la tranquilicé enseguida—. Se me ha
ocurrido llamarte, nada más.
La oí buscar algo a tientas, el reloj, quizá.
—Solo son las seis de la mañana.
—Ya, pero me apetecía hablar y he pensado que a lo mejor ya estabas
levantada. Lo siento.
—Tranquila. ¿Cómo es que no has hecho videollamada?
—Ah..., no sé. Habré pulsado la opción que no era. Bueno, ¿cómo estás?
—Liada. Aún me queda mucho por repasar. Cuando vuelva a casa, voy a
dormir un mes seguido.
—De eso quería hablarte.
—Ah...
—Es que no entiendo por qué renuncias a la posibilidad de viajar —le
dije sin rodeos, preocupada de que llegara Adam y me oyera intentando
convencer a su hija de que no volviera a casa hasta finales de agosto, como
había previsto inicialmente.
—Porque me quiero sacar el carné de moto. ¡Ya os lo expliqué!
—Pero eso lo puedes hacer en cualquier momento —repuse yo, sabiendo
que la razón por la que quería volver no tenía nada que ver con el examen
de conducir—. De todas formas, tampoco te puedes comprar una moto
ahora.
—¿Esto es cosa de papá?
—No, es cosa mía.
—Pensé que te gustaría que volviera a casa antes —dijo con voz triste.
—Me parece que es una pena que no aproveches para conocer más sitios
de Asia. Y tampoco entiendo qué prisa tienes por sacarte un carné que vas a
tardar una eternidad en poder usar.
—Pues ya tengo el billete, así que es demasiado tarde.
—Siempre lo puedes cambiar.
Se hizo el silencio.
—¿No me quieres en casa, mamá?
—¡Claro que sí! —exclamé enseguida.
—Además, tampoco es solo por el carné. Tengo más cosas que hacer.
—¿Cómo qué? —Me costaba no alterarme.
—Cosas. Perdona, mamá, pero si me has llamado para pedirme que no
vuelva a finales de junio, estás perdiendo el tiempo. Quiero estar en casa y
punto.
Por el tono de su voz, supe que debía recular. De todas formas, tampoco
podía tener con ella la conversación que pretendía, así no.
—Lo sé. Y será maravilloso volver a verte. —Callé un segundo,
buscando el modo de arreglarlo—. Pensaba que, como hace un año que no
nos vemos, igual te sentías obligada a volver a casa para pasar el verano con
nosotros...
—No me siento obligada a volver a casa, quiero volver a casa. —Soltó
una risita—. Supongo que soy más hogareña de lo que pensaba.
Aguantamos un rato, yo interesándome por lo que iba a hacer ese día,
Marnie preguntándome por los preparativos de la fiesta, pero ninguna de las
dos tenía ganas de seguir hablando. A mí me angustiaba el desastre que se
avecinaba y a ella seguramente el saber que su madre no la quería de vuelta
aún, pese a que yo se lo había desmentido.
—Te he comprado una tarjeta de cumpleaños —dijo de pronto—. Te la
mandaré hoy. Puede que no llegue a tiempo, pero te la envío de todos
modos.
—Me encantará recibirla, llegue cuando llegue —le contesté. Y luego
colgamos.
A lo mejor por eso me ha mandado flores, por si la tarjeta no llegaba a
tiempo, que no ha llegado. Justo cuando empiezo a preocuparme por lo que
le habrán costado las rosas, oigo el rasgueo de una guitarra y veo a Josh al
pie de la escalera, con su mata de pelo negro aún sin aplastar por el agua o
el fijador. Se pone a tocar una versión rap del Cumpleaños feliz y yo caigo
en la cuenta de que por él, por Adam y por todos los que me han ayudado a
organizar esta fiesta, tengo que dejar de sentirme culpable y disfrutar del
día. Se lo debo.
—¡Gracias! —le grito, aplaudiéndolo con entusiasmo.
Deja la guitarra en la escalera y resuena el golpe de madera contra
madera.
—Bueno, ¿qué tal sienta cumplir los cuarenta? —me pregunta, entrando
en la cocina y cogiéndome en volandas.
—¡Fenomenal! —contesto, riendo—. Aunque la novedad habrá pasado
mañana.
Me deja en el suelo, retrocede y me mira de arriba abajo.
—Bonito vestido.
Me estiro la falda de mi vestido blanco de verano.
—Gracias. Lo compré expresamente para comer con Kirin hoy.
Se agacha a acariciar a Murphy.
—¿Qué tal, chico? —masculla—. Al menos tú te alegras de verme, no
como Mimi, que ni siquiera ha venido a saludarme. ¿Dónde está, por cierto?
—Dormida en nuestra cama.
—¿Y papá?
—En su estudio.
Se yergue.
—¿Su estudio? Venga ya, mamá, lo puedes llamar cabaña, como hace él.
Me encojo de hombros y voy a llenar de agua el hervidor. La tensión que
hay entre Adam y Josh me parte el corazón, pero son las críticas maliciosas
hacia su padre lo que más me duele: que si su peinado, que si ya está mayor,
que si trabaja en una cabaña... Adam no para de esforzarse. A lo mejor ese
es el problema: que se esfuerza demasiado.
—¿Quién te ha mandado flores? —pregunta, señalándolas con la cabeza.
—Marnie. ¿Verdad que son preciosas?
—Hablé con ella ayer —dice mientras abre la nevera y saca un cartón de
zumo—. Estaba hecha polvo por no poder venir esta noche.
—Ya, yo también. —Llevo las rosas al fregadero e, ignorando las sabias
palabras del hombre que las ha traído, corto un pedacito minúsculo de cada
tallo porque dos o tres centímetros me parece demasiado—. ¿Podrías
traerme un jarrón del comedor?
—Claro.
—Bueno —digo cuando vuelve—, ¿cómo van tus exámenes?
—No van mal de momento.
—¿Seguro que no necesitas repasar hoy?
Levanta los brazos por encima de la cabeza y se estira, tocando el techo
con las manos. Es curioso cómo se transmiten los hábitos de una generación
a otra instintivamente, porque Adam también lo hace. Se le sube la camiseta
y enseña el vientre. Demasiado plano, decido, y me pregunto si estará
comiendo bien.
—No, está todo controlado —contesta, disimulando un bostezo—.
Anoche repasé un poco en el tren y repasaré un par de horas más mañana en
el trayecto de vuelta. Hoy estoy libre para hacer lo que haga falta.
Le sonrío agradecida.
—¿Has conseguido organizar la música, ya sabes, a gusto de todos?
—Sí, Max me ha ayudado a hacer una lista de canciones.
Max, el amigo de la infancia de Josh que perdió a su madre a los cinco
años y que ha sido como de la familia desde entonces, un hijo para Adam y
para mí, un hermano para Josh y para Marnie. Max, al que he estado
evitando los últimos seis meses.
—Seguro que os han hecho peticiones raras y maravillosas.
—Algo así. Con un rango de edades tan amplio, la mezcolanza iba a ser
notable de todas formas —dice, dándome un toque suave en el brazo para
que sepa que bromea. Me coge el jarrón—. ¿Dónde lo pongo?
—Déjalo en la encimera de momento, para que pueda disfrutarlas. ¿Té o
café?
—Té. Ya lo hago yo.
Me siento a la mesa. Josh tiene razón: esta noche viene gente de varias
generaciones, desde la hija de Rob y Jess, Cleo, que tiene diecinueve, hasta
los padres de Adam, que tienen setenta y tantos. Quiero que haya música
para todos los gustos; por eso he pedido a los invitados que le digan a Josh
cuál es su canción favorita para que la ponga en algún momento de la
velada. Parte de la diversión de esta noche consistirá en tratar de emparejar
los temas con los invitados.
—¿Qué tal Amy?
Josh se recuesta en la encimera.
—Bien.
—¿Seguro que no puede venir esta noche?
Se rasca el pecho.
—Seguro, pero puedo entender que para sus padres los ochenta años de
su abuelo sean más importantes que tus cuarenta.
—Cierto.
Me acerca una taza de té.
—¿Quieres comer algo?
—Gracias, pero voy a esperar a tu padre, que me ha dicho que me haría
el desayuno.
—No te importa que empiece sin vosotros, ¿no?
Se acerca al armarito, busca los cereales, se sirve un cuenco, añade
leche, agarra una cuchara del cajón, se apoya en la nevera y empieza a
comer. Siempre está apoyado en algo, como si su cuerpo no se sostuviera
solo. El gesto algo ceñudo que pone al pensar que Amy no podrá venir esta
noche no lo afea en absoluto. Se parece muchísimo a Adam a su edad.
Contengo un suspiro. La ausencia de Amy no es lo único que le
preocupa.
—¿Cuándo vas a hablar con papá? —pregunto.
—Pronto.
—Se lo tienes que contar —le digo, perfectamente consciente del
cinismo de mi comentario.
—Ya —contesta, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
—Lo entenderá.
Josh niega con la cabeza.
—No —responde sombrío—. Dudo que lo entienda.
DE DIEZ A ONCE DE LA MAÑANA

Adam

Salgo de la cabaña y ya voy para casa cuando, por la ventana, veo a Liv
charlando con Josh en la cocina. No están cerca el uno del otro —Livia está
sentada a la mesa y Josh está apoyado en la nevera—, pero me siento como
un mirón. A lo mejor así es como se siente Josh cuando nos ve a Marnie y a
mí juntos, se me ocurre de pronto. Siempre he creído que prefería no unirse
a nosotros por no darme la satisfacción de pensar que me había perdonado,
pero quizá vea su presencia como una intromisión, igual que me pasa a mí
ahora.
Mientras los observo, incómodo con tan extraño voyerismo pero incapaz
de refrenarlo, Livia se ríe a carcajadas de algo que Josh ha dicho, y yo
sonrío. Me encanta verla contenta, sobre todo sabiendo cuánto la afectó que
sus padres le dijeran que jamás sería feliz, el día en que les contó que nos
casábamos. Nunca entenderé que la repudiaran. Se me parte el alma cada
vez que los invita a algo y no se presentan, porque aunque ella se diga que
no vendrán, en el fondo espera que lo hagan. A menudo me dan ganas de
subirme a la moto, ir a buscarlos a Norfolk y decirles lo que se están
perdiendo, no solo por Liv, sino también por Josh y Marnie, los nietos a los
que no han querido conocer; contarles lo increíble que es su hija, lo felices
que somos, lo mucho que la quiero..., pero siempre he tenido miedo de
empeorar las cosas.
Sin embargo, hace poco comprendí que las cosas no podían empeorar
más, al menos para Livia; por eso decidí escribir a sus padres y pedirles que
tuvieran a bien asistir a la fiesta de esta noche. Les dije que entendía lo
mucho que debía de haberlos decepcionado que su hija se quedara
embarazada, pero que han pasado más de veinte años y es hora de perdonar.
Me serví de Josh y de Marnie para presionar, en vez de utilizar a Livia, y les
dije que siempre hemos lamentado que nuestros hijos no conozcan a sus
abuelos. Les mandé una foto de los dos, sentados en el murete del jardín,
hecha justo antes de que Marnie se fuera a Hong Kong y les escribí unas
parrafadas sobre ellos, sobre su vida y lo que han estado haciendo, incluso
les conté que Marnie iba a venir expresamente de Hong Kong a la fiesta
para darle una sorpresa a su madre, confiando en que eso los convenciera.
Esperaba que el padre de Livia me contestara de inmediato pidiéndome que
no volviera a ponerme en contacto con ellos. El que no lo haya hecho me
hace albergar la esperanza de que al final vengan esta noche.
Me vibra el móvil en el bolsillo, haciendo trizas el momento. Miro de
reojo a la ventana para comprobar si Liv y Josh me han visto espiarlos, pero
siguen a lo suyo. Saco el teléfono, pensando si será un mensaje de Marnie,
pero es de Nelson.
¿Seguro que no necesitas ayuda hoy? Por favor..., ¡los niños me están volviendo loco!

Cuando fuimos a su casa el fin de semana pasado, estaba intentando


hablarme de su trabajo mientras los gemelos de cuatro años le saltaban por
encima y la pequeña le decoraba la barba con clips y cintas. Adoro a
Nelson, pero no puedo negar lo mucho que me satisface que las tornas
hayan cambiado.
Le contesto.
Los dos sabemos que hoy estás de canguro. Kirin me mataría. ¡Lo siento!

Me dirijo a la casa, preparándome para afrontar la sensación de..., no sé,


de pérdida, supongo, que tengo siempre que estoy con Josh. A simple vista,
nos llevamos bien, pero falta algo, una complicidad que estoy convencido
de que nunca tendremos, ya no.
Siempre he sido consciente de la distancia que hay entre nosotros, pero
me quedó claro por primera vez el día que se fue a la universidad, en
Bristol, donde yo me escondí de él hace dieciocho años; la paradoja no me
pasa inadvertida, claro. Nelson y Kirin estaban en casa y, cuando llegó el
momento de despedirse, Josh me estrechó la mano; luego se acercó a
Nelson, que lo envolvió en un abrazo. Lo que me chocó fue que mi hijo lo
abrazara también, como si fuese lo más natural del mundo. Casi parecía que
su padre fuera Nelson, no yo.
Sé que me centré demasiado en Marnie los primeros años y he intentado
compensar a Josh, pero es difícil. Por eso me siento orgullosísimo de
haberle encontrado la beca en Nueva York. Cuando eres carpintero, no
puedes tirar de muchos hilos por tus hijos. Yo no tiré de ninguno; fue
casualidad, charlando con un amigo estadounidense de Oliver, uno de mis
clientes, que había venido a mi estudio a ver si podía hacerle un mueble a
medida para su casa de Martha’s Vineyard. Había visto uno que le había
hecho a Oliver y quería algo parecido pero tres veces más grande.
Estábamos contándonos nuestra vida y hablando de nuestros hijos cuando
mencioné que para el último año del máster Josh necesitaba hacer unas
prácticas, preferiblemente en marketing digital.
—¿No ha pensado en venir a Estados Unidos? —me preguntó, y me
explicó que él era el director ejecutivo de Digimax, una gran empresa de
marketing digital con sede en Nueva York, que ofrecía prácticas a
universitarios. Abreviando: Josh le mandó el currículum, hizo un par de
entrevistas telefónicas con alguien de la oficina neoyorquina y al final le
ofrecieron un puesto. Él está entusiasmado y es genial verlo aprovechar
oportunidades que yo nunca tuve.
Livia

Adam entra en la cocina dejando a su paso un reguero de serrín. Estoy tan


acostumbrada que ya no me irrita.
—Hola, Josh —dice—. ¿Has dormido bien?
—Sí, genial. Siempre duermo bien cuando vengo a casa. ¿Tú?
—No mucho. He soñado que la carpa salía volando y se llevaba consigo
a Marnie. —Se vuelve hacia mí—. ¡Qué rosas tan bonitas!, ¿quién te las ha
mandado?
—Marnie —contesto, ofreciéndole las tostadas con mantequilla que me
he hecho porque tenía tanta hambre que no podía esperar. Coge una como
disculpándose, recordando demasiado tarde su promesa de ponerme el
desayuno.
—¿No le ibas a hacer el desayuno a mamá?
El tono de Josh no es del todo acusador, pero el mensaje es evidente.
Adam no dice nada, nunca lo hace.
—También me han mandado unas tarjetas preciosas —digo, señalando el
montón de la mesa. Se acerca y curiosea con una sola mano mientras se
come la tostada con la otra.
—Deberías ponerlas en algún sitio donde se vean —me dice—.
Disfrutarlas un tiempo.
—Papá tiene razón. —Josh le coge las tarjetas y las coloca por la
encimera—. Los regalos esta noche, mamá, ¿vale?
—Claro.
Al oír hablar de regalos, Adam se inquieta. Ayer me dijo que esta
mañana tenía que ir a Windsor y deduzco que no me ha comprado nada aún.
Hace un par de semanas le hablé de un bolso de piel precioso, pero era
carísimo, así que espero que no pillara la indirecta. Me sentiría fatal si me
regala un bolso tan caro.
Lo veo recostado en la encimera, bebiéndose el segundo café mientras
habla con Josh de la mejor forma de colocar las mesas, su tarea de esta
mañana, y de cómo quiere colgar las luces. Viendo lo cansado que parece,
siento un súbito ataque de amor. Ha trabajado muchísimo los últimos cuatro
años (bueno, prácticamente toda su vida, la verdad) y sé que está deseando
que Josh se gradúe para que las cosas sean más fáciles. Cuando quede solo
una matrícula y una residencia universitaria que pagar, disminuirá la
presión.
En los primeros años de casados, solíamos prometernos que, en cuanto
pudiéramos, continuaríamos con la formación que nos habíamos perdido.
Adam estudiaría una ingeniería y yo me formaría como abogada. No fue la
falta de tiempo, de dinero o de ambición lo que impidió que Adam
cumpliera la promesa, sino la súbita constancia de que le encantaba ser
carpintero y escultor. Trabajar con madera, según él, tiene algo
extraordinariamente orgánico que conlleva su propia sensación de paz y
bienestar.
Con los años, ha creado un negocio increíble. Su trabajo tiene sus
dificultades económicas porque no siempre sabemos cuándo va a entrar
dinero y puede tardar semanas en terminar un mueble, pero se ha hecho con
cierto renombre como artesano y puede permitirse cobrar un buen precio.
Le llegan pedidos de todo el mundo. Este año ya ha hecho escritorios
preciosos para clientes noruegos, japoneses y estadounidenses. Cada uno de
ellos es único y algunas de las peticiones que le hacen son auténticos retos,
como aquel cliente que quería que le hiciera una cómoda de un metro
ochenta de alto por un metro veinte de ancho en la que cada cajón tuviera
cajoncitos secretos dentro, o aquel que quería para sus niños un coche de
caballos de madera del que pudiera tirar un poni. Con ese encargo hemos
cubierto casi todos los gastos de manutención de Marnie en Hong Kong.
Yo empecé a estudiar Derecho a distancia cuando Marnie tenía diez
años. Tardé seis años en sacarme el grado y otros dos en poder ejercer, que
me vino perfecto porque fue justo el año en que Marnie se fue a la
universidad. Me encanta mi trabajo y gracias a él ya no tenemos que
preocuparnos por el dinero. Adam nunca ha querido que Josh y Marnie
pidieran préstamos para pagarse la universidad, con lo que nuestros gastos
mensuales son tremendos. Además, Adam tiene que trabajar muchas horas,
seis días a la semana, pero aun así, en lo económico, nuestra vida es tan
distinta de como era nada más casarnos que a veces me tengo que pellizcar
para creerlo.
—¿A qué hora viene Kirin, mamá? —pregunta Josh, interrumpiendo su
conversación con Adam, sobre una caja, creo.
Miro la hora.
—Estará al caer.
—Nelson me ha mandado un mensaje para pedirme que lo dejara venir
—dice Adam, risueño—. Me da que se quería escaquear de cuidar a los
niños.
—¿Por qué será que no me sorprende? Sabe que Kirin me ha invitado a
comer. —Lo miro divertida—. Siempre puedes ir a echarle una mano.
Seguro que Josh se las apaña solo.
La cara de Adam es un poema.
—No, gracias. Ya he cubierto el cupo de cuidar niños; ahora le toca a él.
—¿Ves, papá? —tercia Josh—, tener hijos cuando eres joven lleva sus
ventajas.
—¿Aparte de aparcar tu vida por completo, quieres decir?
Sé que lo dice en broma, pero se me hiela el cuerpo al ver
ensombrecerse el semblante de Josh y sé por la cara de Adam que se
arrepiente de haberlo dicho.
—Más vale que vayas a por tus cosas, mamá —dice Josh, yéndose a la
otra punta de la cocina para distanciarse de su padre.
—Venga —digo, y les doy un beso rápido a los dos—. Hasta luego.
—¡Diviértete! —me grita Adam, pero sus palabras suenan raras en la
atmósfera que se acaba de crear y me veo incapaz de contestarle.
Subo corriendo a por el móvil y paso por el baño para lavarme los
dientes y pintarme un poco los labios. Me alegro de salir un rato de casa y
me apetece ver a Kirin, una distracción en condiciones de todo lo que está
pasando. Había pensado en reservarme la mañana en un balneario, pero me
parecía demasiado y, la verdad, siempre me ha incomodado que me
toqueteen. Además, soy perfectamente capaz de arreglarme las uñas y el
pelo yo sola. Y tampoco es el día de mi boda.
Me alegro de haber encontrado un regalo que hacerle a Adam esta
noche, una forma de agradecerle que siempre me haya apoyado con esta
fiesta, que nunca me haya pedido que lo dejara estar. Me ha costado dar con
algo: sus pasiones son las películas en blanco y negro, las motos y los
puentes, y con eso no podía hacer gran cosa. Luego, hace un par de
semanas, cuando estaba en Windsor en el descanso de la comida, vi un
expositor en el escaparate de la agencia de viajes que ofrecía vuelos baratos
a Burdeos y Montpellier. En una de las fotos salía el viaducto de Millau,
que yo recordaba de un documental sobre grandes obras de ingeniería que
habíamos visto juntos. A él le fascinó y me dijo que le habría encantado
participar en el proyecto de construcción del puente y que algún día le
gustaría verlo de cerca. Consciente de que aquel era el regalo perfecto para
él, entré, llevada por un impulso, y reservé dos vuelos a Montpellier y
cuatro noches en un bonito albergue en el centro de Millau, con vistas
espectaculares del viaducto.
Nos vamos esta semana: salimos el martes y volvemos el sábado. Adam
no lo sabe porque quiero que sea sorpresa. Sé que le preocupará tomarse
tantos días libres ahora que se le amontonan los pedidos, pero se merece un
descanso. Tengo pensado darle el sobre con los billetes y una foto del
viaducto de Millau en la fiesta de esta noche, después de pronunciar un
pequeño discurso agradeciendo a todos su presencia. Él se merece el
agradecimiento más que nadie. Ha tenido que convivir durante años con el
fantasma de mi fiesta, y si supiera las verdades a medias que le he contado
y las cosas que le he ocultado para que fuera exactamente como yo quería,
se quedaría de piedra.
Meto el lápiz de labios en el bolso y salgo a la calle a esperar a Kirin. El
que convenciera a Adam de que compráramos esta casa en vez de otra más
grande y moderna que a él le gustaba más es solo un ejemplo de cómo lo he
manipulado en beneficio propio. Lo único que lo hace soportable es que él
le ha cogido tanto cariño como yo y nunca se ha arrepentido de comprarla.
La vimos por primera vez un año después de que naciera Marnie.
Estábamos de alquiler en un piso pequeñísimo de dos habitaciones y
sabíamos que, en cuanto dejara de dormir en la cunita, que habíamos
metido a presión en nuestro cuarto, entre el armario y la pared, no habría
sitio para ponerle una cama. Meter literas en el minúsculo cuarto de Josh
era imposible. Cuando vimos que los pagos de la hipoteca serían más o
menos lo mismo que tendríamos que pagar por el alquiler de un piso más
grande, los padres de Adam se ofrecieron a prestarnos el dinero de la fianza.
Fue el salvavidas que necesitábamos, sobre todo cuando nos dijeron que no
hacía falta que se lo devolviéramos hasta que nos viniera bien.
Vimos un montón de casas y al final nos quedamos con dos favoritas,
una de nueva construcción y esta. La de nueva construcción, a las afueras
de Windsor, era más grande. Tenía un dormitorio más y una cocina más
espaciosa, y estaba inmaculada. En cambio, esta era una casita de campo
centenaria en la que había que hacer muchísima obra antes de mudarnos.
Me enamoré de ella enseguida, por su precioso jardín, que ya estaba repleto
de flores y setos. Sería el escenario perfecto para una boda, me dije, ilusa de
mí, contemplando el cenador forrado de enredadera que había en un rincón.
Entonces pensé en la fiesta que esperaba hacer para los cuarenta; me
quedaban aún tan lejos que yo sabía que era absurdo, pero no me la quitaba
de la cabeza.
—Será un jardín perfecto para que Marnie dé sus primeros pasos —le
dije a Adam, atacando su punto flaco, porque lo veía inclinarse por la
opción fácil: la de la casa nueva—. Piensa en lo bien que lo pasará jugando
al escondite aquí. Eso no lo podrá hacer en ese jardincito alargado que aún
no tiene césped siquiera.
Con eso lo convencí, como sabía que ocurriría. No habría logrado el
mismo efecto si le hubiera dicho que Josh iba a tener más espacio para
jugar al fútbol. Me sentí mal porque él le había echado el ojo a la habitación
extra de la otra como posible estudio, pero el jardín lo conquistó enseguida,
igual que a mí.
Lo pintamos todo de blanco, restauramos los viejos suelos de roble y, un
par de años después, Adam se fabricó una cabaña grande en la que trabajar,
al fondo del jardín, y eso me hizo sentir menos culpable por haberlo dejado
sin estudio. Y en cuanto colguemos las luces de los árboles esta noche, el
jardín tendrá exactamente el aspecto que yo ya sabía que podía tener hace
todos esos años.
DE ONCE A DOCE DE LA MAÑANA

Adam

Le paso a Josh, plantado en el pasillo, la caja donde nos trajeron algo, no


recuerdo qué.
—¿Y esto para qué es? —pregunta.
Bajo la escalerilla del desván y vuelvo a plegarla hacia dentro. Como no
le puedo contar la verdad, ya tengo preparada una respuesta.
—¿Recuerdas que te dije que iba a comprarle a mamá un anillo? —
Asiente—. Pues es que, por el tamaño del estuche, enseguida va a saber lo
que es, así que lo voy a guardar en esta caja para que la sorpresa sea mayor.
—¿Y por qué no coges un montón de cajas que quepan unas dentro de
otras? Hay muchas ahí arriba, de tostadoras y cosas así, y yo tengo una de
zapatos que podría ser la penúltima —me dice, cada vez más emocionado
—. O podríamos poner el estuche del anillo en el canuto de un rollo de
papel higiénico y meterlo en la caja de zapatos. ¡Entonces, sí que no lo
adivinaría jamás!
—No, me vale con esta, creo.
—Pero ¿no quieres que sea más sorpresa?
—No, voy a meter el estuche del anillo en esta. —Cojo la caja y la
pongo de pie para poder bajarla por las escaleras—. ¿Me ayudas a
envolverla con papel de regalo?
—¿Y no se moverá el estuche del anillo por toda la caja? Bueno, salvo
que la llenemos de papel de periódico.
—Así está bien. —Me sigue a la cocina y tiro la caja al suelo—. Vamos
a forrarla. Tiene que haber papel por ahí.
—¿No es mejor hacer eso cuando ya hayas metido el anillo dentro? —
dice—. Así la podemos sellar bien.
—No quiero sellarla.
—¿Por qué no?
—Porque tardará mucho en abrirla.
Se rasca la cabeza.
—Pensaba que querías dilatar la sorpresa...
Empiezo a arrepentirme de haberle pedido ayuda.
—Sí, pero no tanto.
—No lo entiendo.
—Esta noche lo entenderás. De momento, déjame que lo haga a mi
manera.
—Claro, porque nunca has podido hacer nada a tu manera.
Lo dice con tal naturalidad que sé que piensa que todo lo que he hecho
en mi vida ha sido por obligación, no por decisión propia.
Le sonrío un segundo.
—No cambiaría absolutamente nada. —Por su silencio, sé que no me
cree. Busco a tientas en lo alto de uno de los armarios los rollos de papel
que sé que Liv guarda ahí y nos ponemos a forrar la caja—. ¿Qué tal Amy?
—le pregunto, rompiendo el silencio que se ha hecho entre los dos.
—Muy bien. Fastidiada por perderse la fiesta. ¿Cuándo vas a comprarle
el anillo a mamá?
—Iré a buscarlo en cuanto coloquemos las mesas.
Es increíble lo que nos cuesta forrar la caja entre los dos. Liv lo habría
hecho en la mitad de tiempo sin ayuda de nadie.
—Espero que tardemos menos en colocar las mesas —dice Josh. Mira
alrededor—. ¿Dónde la vas a dejar?
—La voy a esconder debajo de la mesa de la terraza, pero habrá que
esperar a que los del cáterin traigan los manteles, porque no quiero que la
vea tu madre.
—Ella volverá antes de que lleguen. —Piensa un instante—. Tengo un
par de paquetes de fiesta de esos que llevan globos y banderines, y hay un
mantel de papel en cada uno. Si los juntamos, podemos tapar la mesa con
ellos.
—Buena idea —digo, sonriéndole. Va a por los manteles y, cuando los
juntamos, vemos que tienen la medida ideal para tapar la mesa hasta el
suelo. Metemos la caja debajo—. Perfecto —comento, aliviado de quitarme
eso de en medio. La pérdida del cajón de madera ya no me parece tan mal
—. Vale, ahora las mesas.
Cogemos las mesas de caballete, doce en total, del murete donde están
apiladas y colocamos cuatro dentro de la carpa y ocho en el césped.
—¿Ponemos las sillas ahora o luego? —pregunta Josh.
—Ahora, ya que estamos...
Después de equipar cada mesa con diez sillas, terminamos. Miro la hora:
son las once cuarenta, demasiado pronto para una cerveza.
Miro a Josh.
—¿Una cerveza? —le digo.
—Creo que nos la hemos ganado. Espera, que voy a por ellas.
Aunque yo estoy más cerca de la cocina, sé que no tiene sentido insistir.
Si lo puede evitar, Josh no me deja que haga nada por él. Ni siquiera le
gusta que le pague la universidad y me ha dicho que me va a devolver hasta
el último penique en cuanto encuentre trabajo. Por eso significa tanto para
mí que haya aceptado la beca. Pensé que la rechazaría, la verdad, teniendo
en cuenta que era todo cosa mía.
Vuelve con dos botellines de Murphy. Nos sentamos en el murete a
bebérnoslos, con el perro a nuestros pies. De pronto, se crea una extraña
tensión entre los dos y me encuentro sin saber qué decir.
—En nada te vas a Nueva York; te voy a echar de menos —espeto,
extrañado, porque es la primera vez que le digo algo mínimamente emotivo
a mi hijo. Me preparo para el rechazo, pero para sorpresa mía parte de la
tensión parece evaporarse.
—¿En serio?
—Sí, claro.
Asiente despacio, tomándose su tiempo para digerir lo que acabo de
decirle.
—Cuando antes me has dicho que no cambiarías absolutamente nada...,
¿lo decías en serio?
El aire que nos rodea enmudece, como si todo y todos, desde los pájaros
de los árboles hasta los vecinos que cortan el césped, se hubieran dado
cuenta de la importancia de la pregunta de Josh y contuvieran la respiración
colectivamente con la esperanza de que aproveche esta oportunidad única
en la vida (porque nunca la hemos tenido tan cerca y puede que jamás la
volvamos a tener) de aclarar las cosas entre nosotros. ¿Qué habrá
provocado esto? ¿Qué habrá hecho que Josh acuda a mí, si es que es eso?
¿Es porque pronto se va a Estados Unidos y quizá no nos veamos en un
año?
Murphy levanta la cabeza y me mira como diciendo: «¡No la fastidies!».
Pienso en el comentario que ha hecho Josh esta mañana sobre la ventaja de
haber tenido a mis hijos siendo joven y en cómo se ha ensombrecido su
mirada cuando yo he bromeado al respecto.
—No —digo—, no es cierto. Hay cosas que cambiaría si pudiera.
—¿Cómo qué? ¿No te habrías casado con mamá? ¿Me habrías dado en
adopción?
Sentado en el murete, estira del todo las piernas y, aunque lo dice en
tono medio jocoso, sé que va completamente en serio.
Entonces lo miro de verdad. Tiene el pelo del mismo color que yo antes
de que me salieran canas y sus rasgos faciales son idénticos a los míos,
hasta la nariz ganchuda.
—No, Josh —contesto—. Nada de eso.
—Entonces, ¿qué?
—Me habría casado con tu madre, pero más tarde, al terminar la
universidad.
—A lo mejor habrías conocido a otra en la universidad. O ella a otro.
Bebo un sorbo de cerveza porque es algo que he pensado a menudo.
Livia y yo solo hacía unos meses que nos conocíamos y, si no se hubiera
quedado embarazada, puede que no hubiéramos terminado juntos. Dudo
que yo figurara en sus planes de futuro más de lo que ella figuraba en los
míos, sencillamente porque ninguno de los dos pensaba en el futuro. Y, sin
embargo, después de esos primeros años difíciles, hemos sido felices, muy
felices.
—Bueno, tengo claro que tu madre es mi media naranja, así que seguro
que habríamos terminado juntos de alguna manera.
—Pero no me habrías tenido a mí.
—Pues claro que sí.
—No. Si te hubieras casado con mamá más tarde, igual hubieras tenido
un hijo, pero no habría sido yo. Yo soy yo solo porque fui concebido y nací
de esa forma.
Esta es una de esas veces en que me siento como si me mirara al espejo.
Josh lleva escrito el rechazo en la cara, igual que yo. Nos estamos
desangrando el uno al otro, constato de pronto.
Me viene a la memoria aquel día en que Josh estaba montando un fuerte
de Lego y yo me enfadé porque no paraba de pedirme ayuda.
—Papi, solo necesito ayuda con este último trozo —me dijo por quinta
vez—. Todo lo demás lo he hecho yo solo, como me has dicho.
—Es muy «de mayores» —no paraba de decirme Marnie al ver que lo
ignoraba—. No lo sabe hacer.
Pero al final lo había conseguido y, en vez de elogiarlo, yo perdí los
nervios y se lo tumbé.
—¿Por qué has hacido eso? —preguntó Marnie, abandonada de pronto
por la gramática mientras miraba horrorizada el fuerte destrozado.
—Ha... ha sido un accidente —mentí.
La cara de auténtico asco con que me miró Marnie me recordó a la que
solía ponerme Livia cuando volvía por fin a casa después de pasar días en
Bristol con Nelson.
—¡No, lo has hecho aposta, te he visto! Has ido y has hecho esto —dijo,
sacudiendo el brazo con fuerza—. ¡Eres horrible y ya no me caes bien! —
Me dio la espalda y se acercó a Josh—. No llores —le dijo, abrazándolo por
la cintura—. Yo te ayudo a hacerlo otra vez.
Me acerqué yo también, me acuclillé a su lado, le dije que lo sentía y me
ofrecí a reconstruir el fuerte con él, pero me ignoró por completo.
—¡Déjalo en paz, papi, ya es tarde! —me gritó Marnie.
Entonces alcé la mirada y vi a Livia en el umbral de la puerta, con los
ojos empañados de lágrimas, no las de frustración que le había visto en los
primeros años de nuestro matrimonio, sino de desesperación. Y me
pregunté cuánto tiempo llevaría allí y cuánto habría visto.
—Esto no puede seguir así —me dijo agitada. Y yo sabía que tenía
razón.
Lo intenté, pero Josh apenas hablaba conmigo. Mantenía una distancia
que yo ya no quería que mantuviera y se negaba a que lo ayudara en nada.
Con el paso de los años, nuestras conversaciones fueron algo así:
—Josh, ¿quieres que te ayude con el trabajo de los dinosaurios?
—No, gracias, papi.

—Josh, ¿te ayudo a pintar la bici?


—No, gracias, papá.

—Josh, ¿quieres que te ayude a mover esa cama?


—Puedo yo, gracias.

—Josh, ¿necesitas ayuda con la matrícula de la universidad?


—No, está controlado.
—Josh, ¿cuándo quieres mudarte a Bristol, que te llevo?
—No hace falta, papá, Nelson me deja su furgoneta.

Nada, solo un muro entre los dos que nunca hemos conseguido derribar.
Hasta ahora, si consigo decir algo acertado.
Me agacho y acaricio a Murphy.
—Siento mucho haberte destrozado el fuerte aquel día.
—Eso fue hace mucho, papá.
—Puede, pero sigue interponiéndose entre nosotros.
—Porque tú quieres. Me tumbaste el fuerte. No es que me pegaras ni
nada así. Olvídalo, de verdad.
No soy capaz de mirarlo a la cara.
—Pero no me aguantas desde aquello.
—No, lo que no aguanto es que vayas con pies de plomo conmigo. Por
eso te pincho, para ver si reaccionas. Solo quiero que tengamos una relación
normal.
—No tengo claro si sé lo que es normal.
—Es esto, papá. Tomarnos una cerveza, charlar y sincerarnos. —«¿Así
de sencillo?»—. De todas formas, me alegro de que me destrozaras el fuerte
—dice.
Me incorporo.
—¿Y eso?
—Porque, si no, no habríamos tenido a Murphy. Me lo compraste por
eso, ¿no? Fue nuestra pipa de la paz.
—Sí.
—Solo que no me lo dijiste en su momento. Yo deduje que lo habías
hecho por mí, sobre todo cuando una semana después trajiste a Mimi para
Marnie.
—Porque montó un cirio porque ella no tenía mascota propia. ¿Habría
cambiado algo si te hubiera dicho que Murphy era para compensarte el
destrozo del fuerte?
—Puede. A ver, si aceptas la pipa de la paz, de algún modo estás
aceptando hacer las paces, ¿no? Comunicación, papá, es cuestión de
comunicación.
Guardamos silencio un rato y nos terminamos las cervezas.
—Me alegro de que hayas aceptado la beca de Nueva York —le digo,
decidido a comunicarle lo mucho que significa para mí.
—Muy bien. ¿Nos tomamos otra?
—Buena idea.
Me quedo sentado, esperando a que vaya a por ellas.
—Pues venga —dice, dándome un codazo.
—¿Qué?
—Que vayas tú, que te toca.
Aunque es una pequeñez, camino de la cocina, me siento fenomenal.
Livia

Kirin sale de la carretera principal a una calle que me es muy familiar y el


corazón se me acelera de inmediato.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunto, procurando disimular mi alarma.
Ríe.
—¡Recoger a Jess, claro!
—¿Viene con nosotras?
—¡Sí! Queríamos que fuera sorpresa.
Tardo un minuto en digerir la noticia, en controlar mis sentimientos. Me
alegro de que venga Jess, claro que sí, es mi amiga de toda la vida, pero
nuestra relación se ha complicado.
—¿Estará a gusto? —le pregunto a Kirin—. No será demasiado para
ella, ¿no?
—Va a estar genial. Pero ya no quiere conducir; por eso la recogemos.
Cuando nos detenemos a la puerta de su casa, cojo el bolso del suelo y
hurgo dentro. Me siento fatal por no saber que ya no está para conducir,
pero ¿cómo me lo va a decir si hace semanas que no nos vemos?
—Tengo que mandar un mensaje —me disculpo al sacar el móvil.
Kirin se quita el cinturón de seguridad.
—Sin problema, voy a por ella.
Agacho la cabeza sobre el teléfono y la oigo enfilar el caminito; después
oigo el timbre y por un momento me olvido de respirar; acto seguido, oigo a
Jess saludar, la puerta de la calle que se cierra y a las dos acercarse,
parloteando emocionadas. Solo entonces bajo del coche.
—¡Jess! —digo mientras viene hacia mí, apoyándose con fuerza en el
bastón. Le doy un abrazo, procurando no hacerle perder el equilibrio.
—¡Felicidades! —me dice, abrazándome también.
—Gracias. ¡Qué alegría verte!
—Hacía mucho —dice en voz baja.
—Lo sé, y lo siento. He estado liada, con la fiesta y todo eso. Trae, que
te ayudo.
—Me puedo sentar atrás —protesta.
—No seas boba, tú vas delante —digo, y agarrándola del brazo, la ayudo
a subir. La veo más frágil de lo que recordaba y siento una punzada de
preocupación.
Hace años que conozco a Jess. Íbamos juntas al colegio y estaba con ella
la noche en que conocí a Adam en la fiesta de una amiga. Él iba con Nelson
y, aunque Nelson era el gracioso, me sentí atraída de inmediato por Adam,
no solo porque era guapísimo, de una forma inusual en los chicos de su
edad, sino también por cómo me miraba a los ojos cuando me hablaba. Sus
ojos siempre me han hipnotizado; son de un gris precioso, y Marnie ha
tenido la suerte de heredarlos.
Al final de la noche, ya habíamos quedado en volver a salir los cuatro a
la semana siguiente y yo estaba deseando volver a verlo..., hasta que Jess
me preguntó si me importaba que se emparejara ella con Adam. A lo mejor
también la había estado mirando a los ojos, me dije con tristeza. Claro que
verlo con Jess era mejor que no verlo en absoluto, decidí, y Nelson era un
tío muy divertido. Además, solo era una noche. Fuimos a una discoteca,
algo que mis padres me habrían prohibido si se hubieran enterado, y me
encontré de pronto a solas con Adam. Luego reconoció que le había dicho a
Nelson que solo saldría con nosotros si accedía a entretener a Jess para que
él pudiera estar conmigo.
Por uno de esos giros inesperados del destino, Jess terminó casándose
con Rob, el hermano pequeño de Nelson. Su hija, Cleo, es la mejor amiga
de Marnie, yo soy la madrina de Cleo y Jess es la de Marnie, así que somos
una especie de gran familia. Después, hace dos años, a Jess le
diagnosticaron esclerosis múltiple.
—¿Estamos todas? —pregunta Kirin, arrancando el motor.
—Estamos todas —confirmo yo, abrochándome el cinturón—. ¡Qué
estupenda sorpresa! No se me ocurre mejor forma de pasar mi cumpleaños
que con mis dos mejores amigas.
Aunque a Kirin no la conozca hace tanto como a Jess, desde que Nelson
nos la presentó a Adam y a mí, hemos sido íntimas. Hubo una época en que
Adam y yo nos preguntábamos si Nelson llegaría a casarse. Al final lo hizo,
a los treinta y cuatro, que no es muy tarde, solo que a nosotros nos lo
pareció porque para entonces llevábamos juntos quince años. Fue rápido
también. El romance de Nelson y Kirin fue sin duda arrollador, pero no me
sorprende: Kirin no solo es cariñosísima, también es guapísima, con su
melena negra y brillante y su piel aceitunada, herencia de sus antepasados
indios.
Creo que a Adam lo alivió que Nelson no siguiera soltero. Para él había
sido difícil, en esos primeros años, verlo salir en su Harley Davidson con
sus amigos del club de moteros mientras él llevaba a Josh y a Marnie a
nadar, o al parque, o de excursión por el campo. Aun cuando Nelson
conoció a Kirin, nuestro día a día era muy distinto del suyo porque ellos
tenían libertad para hacer lo que quisieran, ir adonde quisieran sin tener que
pensar en nadie más. Después llegaron los gemelos, luego Lily, y ahora
Nelson no va a ninguna parte sin ellos a cuestas, salvo los domingos por la
mañana, que va en moto por la costa.
—Rob me estaba preguntando si Adam tiene intención de sacar la moto
mañana —dice Jess, como leyéndome el pensamiento misteriosamente—.
Si os acostáis de madrugada...
—Dudo que dormir solo un par de horas impida a Adam hacer lo que
más le gusta —contesto, y luego me arrepiento, porque tal y como lo he
dicho parece que no quiera que mi marido salga con la moto, y no es eso ni
mucho menos.
Es cierto que las motos solían ser un asunto peliagudo entre nosotros,
pero solo por lo que pasó a los dos años de casarnos. Cuando Josh tenía
unos meses, nos mudamos de la casa de los padres de Adam, donde
llevábamos viviendo desde la boda, a nuestro propio piso. Íbamos justos de
dinero porque todo lo que Adam ganaba nos lo gastábamos en el niño, así
que empecé a planchar para otras personas. Me dejaban cestos de ropa
limpia cuando se iban a trabajar y los recogían con todo bien planchadito al
volver a casa. Cogía un par de cestos al día, pero ni con diez a la semana
llegábamos a final de mes porque, para asegurarse de que Adam iba a la
carpintería a diario, el señor Wentworth solo le pagaba las horas que
trabajaba de verdad, así que su sueldo variaba de un mes a otro y a veces no
teníamos para el alquiler.
Al cabo de un par de meses, sin decírselo a Adam, empecé a meter diez
libras de las cien que ganaba a la semana en una caja de zapatos que
guardaba al fondo del armario. Echaba de menos las vacaciones familiares
que solían organizar mis padres y quería alquilar una casita de campo en
Cornwall y darles una sorpresa a Adam y a Josh.
Un sábado, cuando ya estaba pensando en reservar las vacaciones
(porque, después de dos años, había ahorrado suficiente), volvía del súper,
embarazadísima de Marnie, y vi una moto aparcada en la calle, delante de
nuestro piso. Suponiendo que había venido Rob, porque Jess me había
dicho que se había comprado una hacía poco, la toqué y noté que el motor
estaba caliente. Me alegré de que acabara de llegar: de haber venido un
poco antes habría despertado a Josh de su siesta de la tarde. Pero al subir al
piso solo encontré a Adam, sentado en el sofá, y por la cara que puso supe
enseguida que pasaba algo.
—¿Y Rob? —pregunté, dejando en el suelo las bolsas de la compra.
—Ya se ha ido.
Me llevé ambas manos a los riñones para aliviarme el dolor de espalda.
—¿Esa moto que hay fuera no es suya?
—No. —Hizo una pausa—. Es mía.
—¿Tuya?
—Eso es.
Pasmada, me senté enfrente de él.
—No lo entiendo. ¿Cómo has podido comprarte una moto? —Como no
contestaba, me asusté—. Por favor, dime que no has pedido un préstamo.
Quedamos en que nada de préstamos, que solo compraríamos lo que nos
pudiéramos permitir.
Recostó la cabeza en el sofá.
—Ah, tranquila, nos la podemos permitir.
Lo miré, asombrada por su actitud. ¿Se habrían ablandado mis padres y
nos habían mandado un cheque o algo así? Cuando había sabido que estaba
embarazada otra vez, les había escrito para preguntarles si podían volver a
pasarme la asignación que llevaba cobrando desde los dieciséis del dinero
que me había dejado mi abuela. Mi padre se negó porque, según él, mi
abuela se habría avergonzado de mí tanto como ellos. Me extrañó que
hubieran cambiado de opinión y, aunque así fuera, la asignación iba a mi
nombre, con lo que Adam no habría podido tocarla. ¿Habrían sido sus
padres?
—¿Te han prestado dinero tus padres?
—No —contestó, mirando fijamente al techo.
—¿Un extra del señor Wentworth?
Soltó una carcajada.
—¡Ojalá!
—Bueno, ¡igual si fueras a trabajar más a menudo, te lo daría! —
repliqué—. Déjate de juegos, Adam. ¿De dónde has sacado el dinero?
Bajó la cabeza y me miró a los ojos.
—Sabes perfectamente de dónde.
Me costó un momento entender a qué se refería. Corrí al dormitorio y
me encontré la caja de zapatos abierta encima de la cama, vacía salvo por
un puñado de monedas de una y dos libras. La última vez que lo había
contado había más de mil, de las que apenas quedaban unas diez. Asqueada
de pensar que pudiera haber hecho algo así, cogí la caja y volví furiosa
adonde estaba él.
—¿Cómo te atreves? —le grité—. ¿Cómo te atreves a robarme el
dinero?
Se puso de pie en un segundo.
—¿Cómo te atreves tú? —contraatacó furibundo, pegando la cara a la
mía—. ¿Cómo te atreves a esconderme el dinero sabiendo que estaba
deseando tener una moto?
—¡Desde que se la compró Rob! ¡Antes nunca habías mencionado que
quisieras una moto!
—¡Porque pensaba que jamás iba a poder tener una, con un crío que
alimentar! Pero entonces Rob me lo aclaró, me dijo que no podía
permitirme una porque tú me estabas escondiendo dinero. ¿Cuándo
pensabas dejarme?
Me lo quedé mirando.
—¿De qué hablas? ¿Cuándo he dicho yo que quisiera dejarte?
—¿Para qué ibas a estar ahorrando si no?
—¡Para dejarte, no! Yo te quiero, Adam, aunque a veces no entiendo por
qué, sobre todo cuando te portas así.
—Entonces, ¿para qué era el dinero?
—¡Ahorraba para llevaros a Josh y a ti de vacaciones! —En su cuarto,
Josh empezó a llorar, sobresaltado por los gritos. Sentí un escalofrío de
miedo—. ¿Cuándo? ¿Cuándo te has comprado la moto?
—Esta mañana, mientras estabas fuera.
—Solo he estado fuera dos horas.
—Lo suficiente.
—¿Rob estaba aquí? ¿Se ha quedado aquí mientras ibas a comprarla?
—No, la vendía uno de sus amigos, así que ha venido conmigo.
Lo miré fijamente; me fastidiaba ver que ni siquiera sabía a qué me
refería.
—¿Cómo la has traído hasta aquí?
—¿Tú qué crees? ¡Pues montándola!
—¿Cómo?
—¿Cómo que cómo?
—¿Que cómo has podido conducirla si llevabas a Josh en brazos? —Lo
vi elucubrar, pensar: «¿Josh?». Se puso blanco—. Se te ha olvidado,
¿verdad? —Me acerqué a él, tan furiosa que le habría sacado los ojos—. Te
has olvidado de Josh. Cuidas tan pocas veces de él que te has olvidado de
su existencia. Has salido a comprarte una moto y te has dejado aquí a tu
hijo, que podría haberse despertado y haberse encontrado solo en el piso. —
Miré la ventana abierta que tenía a su espalda—. Josh tiene casi tres años,
Adam, ¡tres! ¡Sabe trepar!
—No lo sabía —tartamudeó—. No lo he pensado.
—Tú nunca piensas, ¡ese es el problema! Piensas en ti mismo, pero no
en mí ni en Josh. ¡Ni lo haces ni lo harás! Así que te voy a decir lo que va a
pasar. ¡Me voy a ir y, cuando vuelva, quiero que te hayas marchado! Vete a
vivir con Nelson, que te importa más que nosotros. ¡Toma el dinero para el
billete! —le espeté, tirándole a la cara lo que quedaba en la caja.
Las marcas que las monedas le dejaron en la frente le duraron días.
Aunque devolvió la moto esa misma tarde y consiguió recuperar el
dinero, nunca le ha perdonado a Rob que lo embaucara de aquella manera.
Yo tampoco, porque sé que, cuando Jess le contó lo que yo le había contado
a ella en confianza, que estaba ahorrando en secreto, también tuvo que
mencionarle por qué. Por entonces, me pregunté el motivo; luego recordé lo
empeñado que había estado Rob en que saliera con él, a pesar de que yo ya
estaba con Adam, a pesar de todas las veces que lo rechacé. Aun ahora, lo
único que me inspira es venganza. Sentada detrás de Kirin y Jess, viendo
pasar el precioso paisaje campestre, todavía me produce escalofríos.
DE DOCE DEL MEDIODÍA
A UNA DE LA TARDE

Adam

Agarro la cazadora de cuero del ropero de debajo de la escalera y salgo al


garaje. Aunque solo vaya a Windsor, me sigue produciendo la misma
emoción coger la moto. Me pongo el casco, empieza a sonar mi música y es
como si estuviera en mi mundo particular.
Acciono el botón de encendido y el motor cobra vida con un rugido. Me
ha sentado de maravilla esa conversación con Josh. Mientras nos bebíamos
la segunda cerveza, hemos empezado a hablar como no lo habíamos hecho
nunca, no de nada trascendental, sino de cosas cotidianas. Quería saber qué
técnicas uso para esculpir, así que le he hablado del ángel que quiero
hacerle a Marnie y me ha dicho que quiere verme empezarlo mañana.
Me duele que Livia no tenga algo suyo, como yo tengo la moto y la
carpintería. No había caído en la cuenta de que no tiene ninguna afición
hasta que ella misma sacó el tema hace unas semanas. Había estado
trabajando hasta tarde en la mesa de la cocina, entré a ofrecerle una copa de
vino y me la encontré llorando, salpicando de lágrimas el teclado.
—¡Eh! —le dije, apartando el portátil—. ¿Qué pasa?
Frotándose los ojos, se inclinó hacia mí cuando me agaché para
abrazarla.
—Que soy un poco desastre en todo, con todo.
Le besé el pelo, atraído por aquel olor a coco y a perfume que conocía
tan bien.
—Eso no podría ser menos cierto —repliqué.
—Dime la verdad —me pidió, mirándome—. ¿Tú crees que como mis
padres estaban jodidos yo he jodido a Josh y a Marnie?
La pregunta me pilló tan por sorpresa que me dio la risa.
—¡Liv! ¡Eso es un disparate! Tú eres una madre increíble, la mejor de
las mejores. Sin ti, nuestros hijos no serían la mitad de lo que son. Los has
criado extraordinariamente. —Se apartó e intentó seguir trabajando en el
portátil, pero yo le paré las manos y cerré el ordenador—. Eres alucinante
—le dije—. No sé qué ha pasado para que te sientas así, pero te equivocas.
Miró por la ventana a la noche oscura.
—Es que... No sé... Supongo que tengo la sensación de haberme perdido
a mí misma por el camino. Soy madre, esposa, abogada, amiga, pero a
veces me gustaría tener algo más, algo que sea solo mío, como tú. Como tu
moto y tus esculturas. Hace años que no tengo algo que me apasione, si es
que lo he tenido alguna vez. Ni siquiera tengo talento, no como los tuyos.
Tú eres tan creativo y yo... yo no soy nada.
Me dolió que no fuera capaz de ver lo inteligente que era. La cogí de las
muñecas y la levanté con cuidado. Cuando me enroscó los brazos en la
cintura, noté las ondulaciones de sus costillas a través del suéter. Había
perdido peso recientemente y siempre se me olvidaba preguntarle por qué.
¿Era por la fiesta? ¿O le preocupaba algo, algo más importante? Pero si así
fuera, me lo diría; nunca había sabido ocultarme nada.
—¿Y qué me dices de tus rosas? —tercié, satisfecho de haber
encontrado algo que fuera solo suyo—. No conozco a nadie que sepa los
nombres de las rosas como tú. Ese es un talento asombroso. —Esbozó una
sonrisa y luego se echó a reír tan fuerte que se le saltaron las lágrimas de
nuevo—. ¿Qué? —dije yo—. ¡Es verdad!
—Adam, ¡eso es lo más deprimente que he oído en mi vida! ¡Tengo
treinta y nueve años! Saberse los nombres de las rosas no es un talento. Me
hace sentir como una niña de ocho años...
Enmudeció y yo volví a abrazarla.
—Cuando cumplas los cuarenta, te encontraremos una afición
supermolona —le prometí—. Ya verás.
Sé que, en el fondo, el problema son sus padres, no que no tenga
aficiones. Por eso estoy decidido a que la fiesta de esta noche salga
fenomenal, con sus padres o sin ellos. Merece muchísimo que la mimen,
tener un día especial solo para ella lleno de sorpresas, como el anillo que he
venido a recoger.
La joyería se encuentra en el laberinto de calles peatonales, así que dejo
la moto en el aparcamiento de siempre y camino un poco desde ahí. Aún
hace calor; el sol pega más a mediodía y me complace pensar en la
escapada sorpresa de Livia al balneario. Mientras me abro paso entre las
multitudes de fin de semana, me quito los guantes, me los guardo en el
bolsillo de la cazadora y saco el móvil para mirar la hora.
Hay demasiada claridad y no veo bien la pantalla, así que hago sombra
con la mano hueca. Tengo un aviso de noticias en la pantalla de inicio:
«Última hora. Un avión de Pyramid Airways se ha estrellado cerca del
aeropuerto internacional de El Cairo». Mis ojos se clavan en las palabras
Pyramid Airways. Marnie vuela con esa compañía. Me detengo, con el
corazón encogido. Sé que no puede ser su vuelo, tiene que ser otro, pero la
mención del aeropuerto de El Cairo me pone en alerta.
Pulso la notificación para abrir la noticia en la app de BBC News.
Se ha estrellado un avión cuando despegaba del aeropuerto internacional de El Cairo. El
vuelo PA206 de Pyramid Airways a Ámsterdam se ha estrellado a las 11.55, hora local.

Se me seca la boca. ¿Ese es el vuelo que Marnie tenía que haber cogido,
el que me ha dicho que iba a perder, o es otro posterior?
Grita un niño. Algo, una bolsa, me roza la pierna. Levanto la vista, con
la mirada desenfocada, intentando digerir lo que acabo de leer. Necesito
encontrar el número del vuelo de Marnie, pero las manos no me responden.
Me pongo a la sombra de un escaparate y abro la conversación de
WhatsApp en la que me ha mandado los detalles del vuelo. Toqueteo con
torpeza la pantalla mientras recorro la conversación.
Hong Kong-El Cairo HK945 SALIDA 06.10 LLEGADA 10.15
El Cairo-Ámsterdam PA206 SALIDA 11.35 LLEGADA 17.40
Ámsterdam-Londres EK749 SALIDA 19.30 LLEGADA 19.55
Londres-casa, hora prevista de llegada, ¡¡las 21.00!!

De El Cairo a Ámsterdam, PA206 con salida a las 11.35. Lo repito dos


veces: «PA206 con salida a las 11.35, PA206 con salida a las 11.35». El
vuelo de la noticia es el PA206. Es el vuelo de Marnie, el que tendría que
haber cogido si el de Hong Kong no se hubiera retrasado.
Del susto, me tiembla el cuerpo entero. No solo del susto, también del
alivio. Me desabrocho la cremallera de la cazadora de cuero, que de pronto
me pesa demasiado. Menos mal que Marnie ha perdido el vuelo, menos mal
que su vuelo se ha retrasado. Pero tengo que asegurarme, tengo que
comprobar que no ha llegado a El Cairo a tiempo para coger el de
Ámsterdam.
Busco la app que me instalé en el móvil cuando Marnie se fue la primera
vez y vuelvo a nuestra conversación de WhatsApp para localizar el número
del vuelo desde Hong Kong. Lo meto en la app: «HK945». Aparecen los
detalles: su vuelo ha aterrizado en El Cairo a las 11.25, hora local, es decir,
más de una hora tarde y solo diez minutos antes de que saliera el de
Ámsterdam. Me flojean las piernas de alivio. No ha podido darle tiempo,
teniendo solo diez minutos. Andará por el aeropuerto de El Cairo, atrapada
entre vuelos. Estará angustiada, aunque a salvo por lo menos.
Pero ¿por qué no me ha dicho nada? A lo mejor ha intentado llamar y yo
no lo he oído. Compruebo las llamadas perdidas: nada. Le hago un
FaceTime y miro la pantalla, esperando ver su cara. Nada. Corto y pruebo
con una llamada solo de audio, por si no hay suficiente cobertura para una
videollamada. Nada tampoco. Intento mandarle un mensaje.
Marnie, ha pasado algo con un vuelo de El Cairo. Escríbeme o llámame en cuanto
puedas. Te quiero. Besos.

Se lo mando también por WhatsApp, para duplicar mis posibilidades,


luego contengo la respiración y espero alguna señal de que Marnie lo ha
visto: las dos aspas azules, el «escribiendo...» en la parte superior de la
pantalla. Nada. No hay ningún indicio de que lo haya leído. Compruebo el
estado: no se ha entregado. Se habrá caído el servicio en El Cairo, por el
accidente. Seguro que el aeropuerto es un caos. Probablemente no hayan
avisado de lo ocurrido, pero todo el mundo sabrá que pasa algo porque de
repente los vuelos pendientes aparecerán como «RETRASADO» o
«CANCELADO». La pobre Marnie estará destrozada por lo ocurrido.
Tengo que pensar qué hacer, cómo averiguar dónde está y si está bien.
Suele haber un número de emergencia al que se puede llamar para preguntar
si un familiar iba en el vuelo. Yo sé que mi hija no iba, pero no me vendría
mal confirmar que lo ha perdido.
Vuelvo al artículo de BBC News y veo una actualización: «Se cree que
los doscientos cuarenta y tres pasajeros y la tripulación han fallecido». La
realidad del accidente me vuelve a sacudir. Livia, se lo tengo que contar a
Livia, tiene que saberlo. La idea de contárselo me supera. ¿Cómo le digo lo
que ha pasado sin que le dé un ataque de pánico? Está con Kirin y Jess en el
balneario; no la puedo llamar por teléfono, y menos aún para contarle esto.
Pasa por mi lado un grupo de adolescentes tonteando que me dan un
golpe en el brazo mientras refresco la noticia de BBC News. No hay nada
nuevo. Miro WhatsApp, pero Marnie aún no ha recibido el mensaje.
Noto que el miedo se apodera de mí. No tengo ni idea de qué hacer.
Livia

El coche aminora la marcha y Kirin gira a la izquierda por un caminito


frondoso ribeteado de azaleas; luego para a la puerta de una preciosa casa
de campo.
—¿Qué es esto? —pregunto, asomándome por la ventanilla.
—Nuestro regalo de cumpleaños —contesta, sonriéndome por el
retrovisor—. ¡Una tarde en el balneario, con tratamiento facial y masaje,
todo reservado!
Me quito el cinturón de seguridad y me abalanzo sobre ellas para
abrazarlas.
—¡Ay, madre mía, sois increíbles! ¡Gracias! —Se me ocurre algo—.
Venís conmigo, ¿verdad? ¿No me iréis a soltar aquí y ya?
Jess ríe.
—Tranquila, vamos contigo.
—Yo hacía esto una vez al mes antes de que llegaran Nelson y los críos
—dice Kirin mientras bajamos del coche—. Nuestra primera cita es a las
dos, así que nos da tiempo a comer primero. —Nos enhebra un brazo a cada
una, ayudando discretamente a Jess—. Venga, es por aquí.
—Me alegro mucho de haber podido escaparme de casa unas horas —
dice Jess al tiempo que enfilamos un sendero asfaltado cubierto por un
enrejado de madera abovedado y forrado de fragantes azaleas—. Rob está
limpiando la moto y tiene piezas por todo el fregadero de la cocina.
Kirin asiente.
—Yo también. Es alucinante la de cosas que Nelson necesitaba
consultarme sobre la hora de la siesta de Lily y la comida de los chicos.
Bueno, basta ya de hombres. ¿Cómo te sientes, Liv? ¿Se te hace raro que
por fin haya llegado el día de la fiesta?
—Creo que aún no lo he digerido del todo —le contesto.
—Debe de ser una sensación rara —me dice Jess cuando llegamos a los
escalones de piedra que conducen a la entrada. Se apoya aún más en mí y
desplaza el cuerpo para poder subir ladeada—. Con todo el tiempo que
llevas organizándola...
—Veinte años. ¡Qué vergüenza!, ¿no? Pero está saliendo exactamente
como la había planeado. Hace un día maravilloso y va a venir muchísima
gente, casi cien personas. Me siento superafortunada.
—Te lo mereces —dice Kirin.
Ya estamos delante de la puerta y me detengo.
—¿De verdad?
—¡Pues claro! —exclama Jess, tirándome del brazo y obligándome a
entrar—. ¿Por qué no te lo ibas a merecer?
—No sé... En el fondo, ¿no os parece un poco inmoral gastar tanto
dinero en una sola noche, en una sola persona?
Kirin suelta un suspiro de desesperación mientras nos dirigimos al
mostrador del vestíbulo. Ya lo hemos hablado antes y ella piensa que
exagero.
—En pocas palabras: no. Yo me gasté mucho más en mi boda —dice
riendo y apretando con fuerza el timbre dorado que hay junto a un cartel
que reza: «PULSE PARA SER ATENDIDO».
—Sí, pero duró todo el día. Y era tu boda, no solo una fiesta de
cumpleaños.
—¡Tranquila, que yo también voy a hacer un fiestón para mis cuarenta!
Nos llevan a una terraza exterior en la que hay un montón de mesas para
comer dispuestas alrededor de una piscina enorme. Veo unas cuantas
personas tendidas en las tumbonas, todas hablando por el móvil. Aunque
parezca un tópico, el agua produce destellos al sol.
—Tendría que haberme traído bañador —digo, mirando con anhelo la
piscina.
Jess mete la mano en su bolso, saca una bonita bolsa de regalo y me la
ofrece con una floritura.
—Tus deseos son órdenes.
—¿Qué es esto? —pregunto.
—Algo para que te sientas como una reina.
—Ya me siento como una reina, con amigas tan maravillosas como
vosotras.
Abro la bolsa y saco un bañador rojo muy elegante, con sus tirantes de
strass y todo. Yo nunca me lo habría comprado, pero me encanta.
Kirin pide champán y, mientras esperamos a que llegue, vamos a los
vestuarios a cambiarnos.
—Me queda perfecto —digo en cuanto me lo pongo—. Es precioso,
¡gracias! ¿Nos da tiempo a bañarnos?
—Por supuesto.
Hasta que no me meto en la piscina no me doy cuenta del estrés al que
he estado sometida las últimas semanas. Me tumbo de espaldas y cierro los
ojos, liberando la tensión. Todo va a salir bien, me digo. Tiene que salir
bien. No podría soportarlo si no fuera así.
Llegan nuestras bebidas y salimos del agua.
—¿Para quién es eso? —pregunta Jess, señalando el zumo de naranja.
Kirin levanta la mano.
—Para mí... Pero voy a tomar un sorbito de champán —añade.
Jess la mira.
—¿No estarás...?
—Estoy —contesta Kirin con una sonrisa triste.
—¡Guau, Kirin, eso es maravilloso! —exclamo, y le doy un abrazo.
Se sienta de repente, como si las piernas ya no la sostuvieran.
—Son gemelos —dice—. Otra vez.
Hago un cálculo rápido y caigo en la cuenta de que va a tener cinco hijos
de menos de seis años.
—¡Ay, qué bien! —espeta Jess, emocionada, aunque sé que la noticia le
duele un poco porque ella estaba deseando tener más hijos después de Cleo,
pero al tercer aborto, Rob y ella decidieron dejar de intentarlo. Seguramente
es incluso peor siendo hermanos Nelson y Rob, pero Jess es la persona más
generosa que conozco. No se merece todo lo que le ha pasado en estos dos
últimos años.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunto a Kirin.
—De momento, bien. Solo estoy de doce semanas. Ayer me hicieron una
eco y fue cuando me dijeron que vienen dos.
—¡Me habría gustado verle la cara a Nelson!
—No vino.
—¿Por qué?
—No le he dicho que estoy embarazada.
Jess me lanza una mirada de «¿No se lo ha dicho a Nelson?».
—Pero... —Mira angustiada a Kirin—. ¿No lo ha notado?
Esta niega con la cabeza.
—Aún no he engordado mucho y tampoco tengo náuseas matinales. Para
mí los peores meses siempre son los tres centrales, así que en cualquier
momento...
—¿Por qué no se lo has dicho? —pregunto—. Le parecerá genial, ¿no?
—Después de que naciera Lily, hablamos de si tendríamos un cuarto
bebé y dijo que con tres era suficiente. Volví a sacar el tema cuando empecé
a sospechar que estaba embarazada y se negó en redondo.
—Ay, Kirin. —Le aprieto la mano—. Se hará a la idea cuando lo sepa.
—Seguro que sí. Además, aunque se queje, le encanta ser papá. Es solo
porque vienen dos. —Se echa a reír—. Dudo que haya llegado a imaginar
jamás, ni en sus peores pesadillas, que terminaría de golpe con cinco niños
tan pequeños. Lo va a flipar.
Jess y yo nos echamos a reír también.
—Me hace muchísima gracia imaginarme a Nelson con cinco críos —
dice Jess, limpiándose las lágrimas—. Esto merece un brindis. —Nos pasa
una copa de champán a cada una—. ¡Feliz cumpleaños! ¡Y enhorabuena!
—añade, sonriendo a Kirin.
—Gracias por este regalazo —digo, brindando con ellas—. Sois las
mejores.
Kirin bebe un sorbo de champán.
—Igual se lo digo a Nelson en la fiesta de esta noche, cuando se haya
tomado unas cuantas copas.
—No es mala idea. Si todos lo felicitan y le hablan de la familia tan
maravillosa que va a tener, le parecerá lo más increíble del mundo.
—Pero no es solo que esté embarazada —dice, cambiando el champán
por el vaso de zumo—. Es que no quiero seguir trabajando con cinco niños
pequeños. Mantener a tantas criaturas nos va a salir carísimo y yo quiero
pasar tiempo con ellos. Desde el punto de vista económico, va a ser
complicado. —Hace una pausa—. Para empezar, se acabaron las
vacaciones. Y otras cosas...: esos vinos supercaros que tanto le gustan a
Nelson, los accesorios de la moto... Todos esos extras los pagamos con mi
sueldo; con el suyo solo cubrimos la hipoteca y las facturas de la casa.
—Seguro que no le importa sacrificarse unos años —dice Jess.
—Pero no serán solo unos años, ¿no? Los niños salen más caros cuando
crecen.
—Eso es cierto —digo yo, intentando imaginar el coste de las matrículas
y el alojamiento universitario de cinco hijos—. Pero piensa en la familia tan
maravillosa que vas a tener. Y es muy probable que, cuando sean mayores,
parte de ellos por lo menos vivan en el mismo país que tú. Paula, ya sabéis,
mi amiga del trabajo, que se jubiló el año pasado, tiene a un hijo en
Australia y al otro en Canadá. A mí me fastidiaría tener a los dos en el
extranjero.
—Bueno, al menos no tienes que preocuparte por Marnie —dice Jess—.
Estarás encantada de que haya decidido volver a casa en vez de viajar, sobre
todo ahora que Josh se va a Nueva York en un par de semanas.
Me revuelvo nerviosa en el asiento.
—Sí, sí.
—Y tranquila que se lo voy a contar a Nelson —añade Kirin—. Solo es
cuestión de encontrar el momento adecuado.
—Bien —contesto, preguntándome si yo encontraré alguna vez el
momento adecuado para contarle a Adam lo que ya debería haberle
contado.
—Pídele a tu marido que no se ría demasiado cuando se entere de la
noticia.
—No lo hará —prometo—. Igual hasta le da un poquito de envidia.
Jess me mira intrigada.
—¿En serio? Si él nunca ha querido un tercer hijo, ¿no?
—La verdad es que yo pensaba que sería lo último que querría, pero en
septiembre, después de que Marnie se fuera a Hong Kong y Josh volviera a
la universidad, creo que le afectó un poco ver la casa vacía, porque me dijo
que deberíamos tener otro. —Bebo un buen trago de champán y río—. ¿Os
lo imagináis?
—Aún estás a tiempo —dice Kirin.
—No, si no lo digo por mi edad ni nada así. —Kirin solo tiene dos años
menos que yo y no quiero que piense que lo he dicho por eso—. Es que me
queda ya lejos...
—¡Relájate! —me dice, riendo—. Aunque a Nelson lo tranquilizaría
saber que Adam también va a volver a ser padre.
—Ni lo sueñes —le digo con rotundidad—. ¡Lo siento!
Un camarero nos trae la carta y pedimos la comida. Mientras esperamos
a que llegue, nos damos otro baño y nos secamos en las tumbonas al sol.
Me estoy echando un poco de crema de Kirin cuando me viene a la cabeza
el día que Adam me hizo el comentario de «deberíamos tener otro».
—¡Adam, no me vengas con esas ahora! —le solté, procurando sonar
desenfadada, aunque en el fondo estaba furiosa, porque a mí me habría
encantado tener más hijos.
Me miró sorprendido.
—¿Qué? Tú eres una madre estupenda, te las arreglarías perfectamente.
—No lo digo por eso. Si querías más hijos, tendría que haber sido hace
quince años. Entonces sí me habría gustado tener otro.
—Nunca lo mencionaste.
—Porque sabía lo que me ibas a decir —repliqué.
Frunció el ceño.
—Ojalá me lo hubieras planteado. Probablemente habría dicho que sí.
—Mira, la única razón por la que crees que quieres un bebé es que
Marnie se ha ido de casa. Perdona que te lo recuerde, pero ni siquiera
querías tener el segundo.
Se estremeció y me arrepentí enseguida. Es algo que nunca se ha
perdonado a sí mismo: el no haber querido tener a Marnie.
DE UNA A DOS DE LA TARDE

Adam

Emprendo el camino de vuelta al aparcamiento. Hay más movimiento en la


calle ahora: gente cruzándose a escasa distancia, familias paseando en
grupo... ¿Sabrá alguno de ellos lo del accidente? Nadie parece triste, la vida
sigue su curso. O a lo mejor lo saben, pero como no ha ocurrido aquí, no les
afecta. El vuelo iba de El Cairo a Ámsterdam, con lo que casi todas las
personas afectadas por el accidente serán de Egipto y de Países Bajos. A
nadie más le importará de verdad, pasada la conmoción inicial. Me parece
mal esa forma de desentenderse, ese egoísmo. Vuelvo a pensar
inevitablemente en Marnie. Debería ir a casa, por si llama allí. No quiero
que Josh coja el fijo y la oiga histérica.
¿Cuánto tiempo estará allí tirada, sola en el aeropuerto de El Cairo? Ni
me imagino cómo se sentirá: disgustada, asustada, en absoluto preparada
para una situación así, sin experiencia para afrontarla. Debería estar con
ella, necesito estar con ella.
Me detengo y miro alrededor. Hay una agencia de viajes por aquí cerca.
Ellos me podrán ayudar. Puedo coger un vuelo a El Cairo, ir a buscarla.
Empiezo a caminar, luego a correr, abriéndome paso entre la multitud hasta
que llego a la agencia.
Dentro, soy el único cliente. Una joven que no parece mucho mayor que
Marnie, aunque es rubia, no morena, me mira y me sonríe.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Sí, hola, querría reservar un vuelo a El Cairo, por favor.
Se inquieta enseguida. Habrá oído lo del accidente, seguro que sí, se lo
habrán dicho por teléfono. Me pregunto si la habrán formado para hacer
frente a situaciones como esta, en la que un cliente entra y pide un billete
precisamente para el sitio en el que se ha estrellado un avión. Miro a otro
lado y confío en que no lo mencione.
—¿Cuándo le gustaría salir? —pregunta.
—En unas horas, por favor.
Mi voz me suena rara hasta a mí. Sonríe de nuevo.
—¿Por qué no se sienta mientras busco? —No me quiero sentar, estoy
demasiado agobiado—. A lo mejor no puede ser para hoy —me dice con
cautela—. Hay problemas con los vuelos a El Cairo. —Hace una pausa—.
Le puedo buscar algún vuelo a otro aeropuerto egipcio.
—No, tiene que ser a El Cairo.
Mira a su espalda, a la puerta abierta de un despacho, pero no hay nadie
allí que la pueda ayudar.
—Igual hay para mañana —dice, volviéndose hacia el ordenador—. ¿Le
valdría?
Lo medito un momento. Solo quiero localizar a Marnie cuanto antes y
esperar veinticuatro horas me parece imposible. ¿Y si ya no está allí cuando
yo llegue porque la han metido en otro vuelo? Procuro pensar con lógica. Si
no entra ningún vuelo en El Cairo hoy, tampoco saldrá ninguno, así que mi
hija no irá a ninguna parte. Además, conociendo a Marnie, le dará pánico
subirse a un avión ahora. Solo tiene diecinueve años, es demasiado joven
para esto. Estará deseando hablar conmigo y con Liv, y saber que alguien va
a ir a buscarla.
—Mañana, entonces —le digo a la joven.
—Hay un vuelo que sale de Heathrow a las diez y media —dice—.
Puede que sufra alguna demora —añade tímidamente.
—Me vale.
—¿Para cuándo querría la vuelta?
La pregunta me desconcierta. No tengo ni idea de qué pasará cuando
llegue allí. Si meten a Marnie en un vuelo a Londres, tendré que ir en el
mismo que ella, pero no puedo saber cuál será. ¿Y si decidimos que lo
mejor es que se olvide de volver y regrese a Hong Kong?
Podrían darse escenarios muy distintos. Se me empieza a acumular el
sudor en las axilas, en el nacimiento del pelo... La joven me mira fijamente,
con los ojos muy abiertos. Ninguno de los dos parpadea.
—No estoy seguro, así que solo ida —le digo.
Asiente, comprueba la pantalla del ordenador y me mira de reojo.
—¿Un solo billete?
Estoy a punto de decir que sí cuando caigo en la cuenta de que Livia va a
querer venir conmigo. Querrá estar allí también. Se sentirá como yo,
desesperada por ver a Marnie con sus propios ojos, por estar con ella. No
querrá esperar en casa.
—No, dos, por favor.
Cabecea afirmativamente.
—Le salen por quinientas catorce libras los dos con Luxor.
—Perfecto.
—¿Nombre?
—¿Cómo dice?
—Los nombres de los pasajeros que van a volar.
—Ah... Olivia Harman y Adam Harman.
—Su vuelo llega a El Cairo mañana a las cinco menos diez de la tarde,
hora local.
—Gracias.
Le mando un mensaje a Marnie.
Marnie, sabemos lo que ha pasado, no te preocupes, quédate donde estás, que mamá
y yo vamos a buscarte. No hay vuelos para hoy; por eso salimos mañana por la mañana
y llegamos al aeropuerto de El Cairo a las cinco menos diez de la tarde. Si te tienes que
ir, a un hotel o donde sea, dínoslo. Llámanos en cuanto puedas. Te queremos.

—Ya lo tiene —me dice la joven.


Repasa conmigo los datos del vuelo y me pregunta si quiero los billetes
impresos. Asiento con la cabeza y empieza a ronronear la impresora que
tiene al lado. Mete los billetes en un estuche azul con el logo de la agencia
por delante.
—Gracias —le digo, y me los guardo en la cazadora.
Sonríe y casi se lo suelto todo, lo de Marnie, lo cerca que ha estado de ir
en ese vuelo. Pero deja de mirarme y saca un datáfono.
Sin mediar palabra, pago y me voy.
Fuera, me detengo un momento. Aunque llevo el móvil en la mano y no
me ha sonado, lo desbloqueo por si acaso. Son las 13.45; han pasado casi
dos horas desde el accidente. Sigo sin tener noticias de Marnie. Intento
llamarla otra vez, pero no me da señal. El mensaje que le he mandado desde
la agencia de viajes no se ha entregado. ¿Cuánto tiempo van a estar sin
servicio?
Llego hasta la moto en medio de una especie de nebulosa. Saco el casco
del baúl, donde lo he dejado antes, y me subo a la moto, notando que ha
refrescado. Debería llamar a Liv, pero es preferible que espere a que
estemos juntos. Entonces podré enseñarle las horas de los vuelos y ella
misma verá que a Marnie no ha podido darle tiempo a hacer la conexión.
Me detengo. La fiesta. Me había olvidado de la fiesta. ¿Cómo demonios
me he podido olvidar de la fiesta? Quizá deberíamos cancelarla. Hago una
pausa, lo medito. Si la cancelamos, Livia se quedará hecha polvo y, en
realidad, no hay motivo para hacerlo, siempre que tengamos noticias de
Marnie, que las tendremos.
Livia no va a estar en casa cuando yo llegue, recuerdo de pronto; estará
en el balneario. Por un momento, pienso en llamar a Kirin para averiguar
dónde están exactamente y poder ir allí a contárselo a mi mujer. Al menos
así me desahogo con alguien. Pero eso es muy egoísta. Le fastidiaría el rato
que está pasando con sus amigas y solo pensar que pueda parecerle que lo
estoy haciendo... No, no puedo hacerle eso.
Miro el móvil otra vez. No hay mensajes, nada. Ya son las dos de la
tarde.
Livia

Kirin se estira en la tumbona y suspira feliz.


—Hace un día perfecto —murmura.
—Es increíble, ¿verdad? Gracias por esto, Kiri, yo nunca lo habría hecho
sola.
—Ha sido por puro egoísmo, porque me encanta venir aquí.
Hurga en su bolso en busca del móvil y yo aprovecho para estudiarle la
tripa con disimulo. Tiene razón: apenas se le nota.
Miro a Jess, sentada a la sombra con un libro en el regazo. Tiene los ojos
cerrados y la observo un instante. La veo tan frágil que tengo que apartar la
vista de ella.
—¡Ay, Dios! —dice Kirin, disgustada.
Jess y yo nos volvemos a mirarla.
—¿Qué pasa?, ¿alguno de los niños? —digo, pensando que le ha escrito
Nelson.
Niega con la cabeza.
—Se ha estrellado un avión en Egipto. No hay supervivientes. —Hace
una mueca—. Iban doscientas cincuenta personas a bordo, incluyendo a la
tripulación.
—¡Qué horror! —exclamo.
—No —dice Jess estremecida—. No quiero saberlo.
—Yo no pienso mirar el móvil en lo que queda de día —digo, poniendo
el mío bocabajo en la mesa—. No me parece bien estar de celebración
mientras otros sufren.
—Siempre hay alguien que sufre en alguna parte del mundo —dice
Kirin.
—Ya, pero que se estrelle un avión... Es desolador.
—¿Viene a la fiesta alguno de tus compañeros de trabajo? —me
pregunta Jess, y sé que intenta cambiar de tema, porque estoy convencida
de que le dije que sí venían.
—Sí, todos, creo.
—Guau —dice Kirin.
—No pensé que fueran a venir todos, pero sí.
—Es lo que suele ocurrir, ¿no?, que empiezas con los amigos y la
familia, luego quieres invitar a los vecinos, después a los del trabajo y la
lista se hace interminable. A nosotros nos pasó con la boda y al final
terminamos con doscientos invitados, un disparate.
—Lo mejor de esta noche —tercio— es que, al contrario que en una
boda, yo no he invitado a nadie que no me apetezca que venga. —«Salvo
una persona —me digo para mis adentros—, una que podría fastidiarme la
noche entera. Pero solo si se lo permito».
Vuelvo la cara al sol. Antes de que los hiciera avergonzarse de mí, mis
padres me llevaron a hoteles preciosos, pero ninguno tan lujoso como este
sitio. Por entonces, yo no era consciente de la suerte que tenía de que mis
progenitores disfrutaran de una posición acomodada, y a menudo me
pregunto cómo habría sido mi vida si no me hubiera quedado embarazada,
si hubiera hecho lo que mis padres tenían pensado para mí. Querían que
estudiara Medicina, algo que no me habría importado en absoluto, con lo
que ahora sería médico, posiblemente estaría casada con otro médico,
tendría más hijos y una casa de vacaciones en algún lugar del extranjero.
Una existencia sin más, porque con mis padres completamente metidos en
ella (que se meterían), no sería más que eso. No me la imagino tan feliz
como mi vida actual, menos aún con el ritual impuesto de las comidas
semanales después de misa y las Navidades en su casa de cojines bien
ahuecados, con sus normas y sus reglas: nada de codos en la mesa, nada de
pies en las sillas, nada de remolonear en la cama después de las nueve, nada
de gandulear ni ver en la tele otra cosa que no fuera BBC2... Me libré de
buena, lo veo ahora; nos libramos, en realidad. Si mis padres hubieran
aceptado a Adam y a Josh, habríamos estado eternamente en deuda con
ellos, unidos a ellos por una obligación y un deber asfixiantes.
—Qué pena que Marnie no pueda venir hoy —dice Jess,
compadeciéndose—. Cleo la va a echar de menos. Llevan hablando de tu
fiesta desde que eran pequeñas, imaginando cómo serían a los diecinueve.
—Y diseñando los vestidos que se iban a poner —añado, sonriendo al
recordarlo—. Yo también lo hacía. Pensaba: «El día de mi fiesta Josh tendrá
veintidós y Marnie diecinueve», y no era capaz de imaginar qué aspecto
tendrían, ni cómo serían. Eran dos cifras anodinas, pero siempre los he visto
ahí presentes.
Entonces caigo en la cuenta de que ninguna de las veces que he
imaginado mi fiesta en todos estos años se me ha ocurrido pensar que
Marnie no fuera a estar con nosotros. Ni que yo me iba a alegrar de que así
fuera.
—¿A Cleo no le importa venir? —le pregunto a Jess—. ¿Sin Marnie,
digo?
—Tranquila, no se lo perdería por nada del mundo. —Se vuelve hacia
mí—. Por cierto, Cleo quiere hacerle una fiesta sorpresa, el fin de semana
después de que vuelva, e invitar a todos sus amigos. Me ha pedido que te
pregunte si te parece bien.
Se me hace un nudo en la garganta.
—Me parece un detallazo por su parte.
—Sería el primer fin de semana de julio. No tienes otros planes, ¿no?
—No —digo, porque no puedo pensar más allá del día en que llegue
Marnie. No soy capaz, aún no. Las repercusiones de su regreso son tan
enormes que no veo más.
—Nosotros tampoco tenemos nada —dice Kirin—. ¡Guau, otra fiesta en
el horizonte, qué bien!
—No creo que nos inviten —digo yo, riendo.
—¡Pues os venís a mi casa y nos hacemos la nuestra!
Sonrío a Kirin, pero como sé que no va a ocurrir, me inunda una inmensa
tristeza. ¿Y todas las demás cosas que solíamos hacer juntos los seis? ¿Y las
Navidades? Yo necesito que mis Navidades estén llenas de gente, de amor y
de risas, porque es entonces cuando más noto el rechazo de mis padres; algo
que nunca he entendido, teniendo en cuenta que me he divertido más con la
familia de Adam de lo que me he divertido jamás celebrando esos días con
mis padres. Sin embargo, en cuanto abro los ojos la mañana de Navidad, se
forma en mi interior un vacío inmenso que ni Adam ni Josh ni Marnie ni
ninguno de nuestros amigos pueden llenar del todo.
En mis primeros años de matrimonio, el rechazo fue algo a lo que tuve
que acostumbrarme. Adam me abandonó tantas veces que es un milagro
que lográramos superarlo. Aún lo siento, aunque jamás se lo diría. Se ha
esforzado tanto por compensarme que lo destrozaría saber lo mucho que me
afecta todavía. El recuerdo me asalta con sigilo en la oscuridad de la noche
y el resentimiento por lo mal que me lo hizo pasar me reconcome por
dentro.
La primera vez que se fue llegué a pensar que había tenido un accidente
o lo habían asesinado. Imaginé su cuerpo apaleado y destrozado en una
zanja; oí que llamaban a la puerta, vi a la pareja de policías plantados a la
puerta de casa. No me había dicho adónde iba, así que supuse que había
salido a comprar. Ya de noche, al ver que no volvía, me dije que habría ido
a ver a Nelson y decidido quedarse a dormir allí, y me enfureció que no
hubiera llamado para avisarme. Además, estaba preocupadísima. No
teníamos móvil (en 1997 eran carísimos; demasiado para nosotros, al
menos), así que no podía localizarlo.
Como tampoco aparecía al día siguiente, fui a la policía. Noté que
pensaban que estaba montando un cirio por nada. Estoy convencida de que,
viendo nuestra situación (un par de críos con un bebé a cuestas), dieron por
sentado que él tenía un lío con otra. Me dijeron que esperara un par de días
más, pero a mí me parecía imposible que a Adam no le importara tenerme
preocupada, que no hubiera intentado ponerse en contacto conmigo.
El señor Wentworth fue más compasivo que la policía. Cuando me eché
a llorar en su carpintería, me dijo que no me angustiara, que seguro que
Adam solo se estaba desfogando un poco y terminaría apareciendo. Y lo
hizo, tres días después, y cuando descubrí que no solo no se había
molestado en hacerme saber que estaba bien, sino que además no se
arrepentía en absoluto y se escudaba en que yo debía haber supuesto que
estaba con Nelson, algo se me murió por dentro. Al ver que volvía a hacerlo
una y otra vez, me juré que jamás le perdonaría la preocupación que me
había hecho pasar, porque cada vez que lo hacía, me asaltaba el temor de
que esa vez sí le hubiera pasado algo.
Sé que es mezquino, y solo pienso así cuando recuerdo aquella época
horrible, pero a veces, solo a veces, me gustaría que viviera en sus carnes la
angustia que uno siente cuando no sabe dónde está un ser querido, lo que es
volverse loco de preocupación, temerse lo peor.
DE DOS A TRES DE LA TARDE

Adam

No recuerdo cómo he llegado a casa, pero estoy aquí, de pie al lado de la


moto, en el garaje, envuelto en ese olor familiar a aceite, cartón y polvo. Es
como si las últimas dos horas no hubieran pasado. No puedo pensar en otra
cosa que en Marnie. Ella debe de estar alternando entre el alivio de no haber
podido coger el vuelo de enlace y el espanto de ver lo que podría haber
ocurrido. ¿Cómo no va a pensar en los pasajeros de ese vuelo, los que
consiguieron ocupar a tiempo su plaza? Conozco a mi hija: seguro que está
destrozada y se siente superculpable por haberse quejado de haber perdido
el vuelo, por poder contarlo. Por haber sobrevivido cuando otros han
muerto.
Saco el teléfono sin pensarlo, desbloqueo la pantalla e instintivamente
abro WhatsApp. Siguen ahí, mis dos mensajes sin entregar. «Vamos,
Marnie, solo necesito un “Estoy bien”.» Pruebo a llamarla otra vez, pero
oigo lo mismo que antes: silencio.
Entro en casa. Josh está en el vestíbulo, con un sándwich inmenso en la
mano.
—¿Puedo verlo? —me dice emocionado.
Esquivándole la mirada porque no quiero que note que algo va mal, me
quito la cazadora y la cuelgo en el ropero de la escalera.
—¿El qué?
—El anillo de mamá. ¿Puedo verlo o está envuelto?
Tardo un rato en recordar.
—No, eh... No estaba listo.
—¿Cómo que no estaba listo? ¿Por qué no?
—Por el tamaño —me invento—. Se les ha olvidado que lo quería más
pequeño.
Se sienta en la escalera y le da un mordisco al sándwich.
—Pero lo tendrás para esta noche, ¿no?
Me dirijo a la cocina porque necesito estar solo.
—Sí, espero que sí. Me llamarán cuando pueda ir a recogerlo.
Viene detrás de mí.
—¿No te lo podías haber llevado como estaba? Seguro que a mamá no le
importa que le quede un poco grande.
Me dan ganas de decirle que haga el favor de callarse, que me importa
un pepino el anillo, que lo único que quiero es que Marnie llame.
—Supongo. No lo he pensado —le digo en cambio—. Quería que fuera
de su tamaño para que se lo pueda poner en cuanto se lo dé.
—Entonces, ¿lo están ajustando ahora?
—Sí, eso creo.
—Pero ¿te han asegurado que estará listo esta tarde? —insiste, con la
boca llena—. Si quieres, puedo ir yo a buscarlo.
Me vuelvo hacia él.
—Josh, me van a llamar. Mientras no me llamen, ¡no puedo hacer nada!
Deja de masticar a medio mordisco. Por el rabillo del ojo, veo que
Murphy levanta la cabeza; mi subida de tono ha perturbado su sueño.
—¿Estás bien, papá? —me pregunta Josh.
Procuro mantener la calma.
—Sí, perfectamente. Me he llevado un chasco, eso es todo.
—Pues yo no te veo muy bien.
—Tengo un poco de migraña.
—¡Qué rollo! ¿Has tomado algo?
—No. —Mi necesidad de espacio es tan fuerte que me pica la piel. Me
dirijo a las escaleras—. Voy a ver qué hay en el botiquín del baño.
—¿Por qué no te echas un rato? Ahora mismo no hay nada que hacer,
está todo bajo control. Max va a venir a ayudarme con las luces y eso.
La mención de Max me desconcierta.
—¿Tu madre sabe que viene Max?
—Sí, ¿por qué?
No sé por qué he dicho eso, ya no sé ni lo que digo. Josh no ha estado
aquí lo suficiente para notar que ahora Liv se comporta de forma distinta
cuando está Max. Lo conocemos desde crío, así que es como de la familia.
Max es para Josh lo que Nelson es para mí y, hasta hace unos meses, a
Livia le encantaba tenerlo por aquí. Pero de repente, todo eso ha cambiado.
Pone cara de circunstancias siempre que el chico viene a vernos cuando
tiene vacaciones en la universidad y lo ha estado evitando: una llamada
urgente, un recado que hacer... Cuando se lo comenté, me dijo que eran
imaginaciones mías. Pero conozco a Livia. Y sé que Max se ha dado
cuenta, aunque Josh no lo haya notado, porque ahora él la evita tanto como
ella a él. Tendría que haberle insistido más a Livia, y lo haré, en algún
momento. Pero hoy no.
—No, por nada —contesto—. ¿Sabes qué?, que creo que sí que me voy
a tumbar un rato. —Me mira sorprendido porque yo no me he tumbado un
rato en mi vida—. Dame una hora.
Subo al dormitorio y, al llegar al rellano, reparo en la puerta del cuarto
de Marnie como nunca había reparado en ella antes. La he visto cientos de
veces desde que se fue a Hong Kong, al subir y al bajar, al entrar en mi
dormitorio, al salir de mi dormitorio, pero nunca la había tenido tan
presente como ahora: la pintura raspada de la esquina inferior derecha; el
latón desgastado del pomo original; los agujeros que han quedado de los
tres clavitos que usó cuando se empeñó en colgar un cartelito de madera
con su nombre que encontró en un mercadillo de Navidad hace diez años...
Abro la puerta y entro. ¡Hay tanto de Marnie aquí! Sus pósteres siguen
en la pared; en uno de ellos reconozco a uno de los actores de Juego de
tronos. Sus libros siguen en la estantería: Harry Potter, El señor de los
anillos, la trilogía de La materia oscura, pero también libros de Jane Austen
y Nancy Mitford. Sus fotos están en la repisa de mármol de la chimenea: un
par de ellas con Livia, Josh y yo, pero la mayoría con sus amigos del
colegio y de la universidad. No me sorprende ver que Cleo aparece en casi
todas. De hecho, hay una sección entera con fotos de las dos haciendo el
tonto y poniendo caras raras.
Pero también hay mucho de Marnie que no está aquí. La pila de ropa que
yo tenía que trasladar a la cama para poder sentarme en la silla siempre que
entraba a hablar con ella, los libros y las revistas tirados por el suelo... La
cama está sin hacer, el colchón está tapado con una funda para protegerlo
del polvo y el edredón está perfectamente doblado y guardado en una bolsa
de plástico. Por lo menos, debería hacerle la cama.
Descorro del todo las sedosas cortinas azules, abro las ventanas para
airear el cuarto y veo a Max llegar en su moto. Bien: ya no hay peligro de
que Josh suba y vea lo que estoy haciendo. Cojo sábanas del armario y hago
la cama de Marnie. Después de buscar un poco, encuentro sus almohadas en
el estante del armario.
Su bata de felpilla blanca está colgada detrás de la puerta y me asalta de
pronto un recuerdo, de Marnie entrando en la cocina bien envuelta en ella.
Le encanta su bata, dice que es lo más cómodo del mundo. Habrá cogido
polvo de estar ahí colgada desde que se fue en agosto. La descuelgo del
gancho. Está un poco amarilla por el cuello, así que la bajo al lavadero, casi
tropezando con Mimi, que baja a la cocina; la meto en la lavadora y le
pongo un ciclo rápido de treinta minutos.
De vuelta en el cuarto de Marnie, me siento en la cama recién hecha y
pienso que ojalá hubiera algo más que yo pudiese hacer para llenar el
tiempo hasta que llame. He intentado no mirar mucho el móvil, confiando
en reducir la preocupación que no va a dejar de crecer hasta que tenga
noticias suyas. Pero es como un tic. Saco el teléfono, miro la pantalla,
despotrico, me lo vuelvo a guardar en el bolsillo. Tengo que parar. Cuando
Marnie pueda llamar, lo hará.
Livia

Nunca me había hecho un tratamiento facial. Las cremas que me está dando
en la cara la esteticista huelen tan bien que me las comería, pero no sé por
qué, la experiencia me tiene llorosa. Creo que es por la oscuridad, porque
las luces están atenuadas y suena de fondo una música de suave brisa y
agua que corre. A lo mejor me está haciendo volver al seno materno. Eso
dicen, ¿no?, que algunas vivencias nos hacen revivir nuestra etapa prenatal.
Me retiran la manta calentita que me cubre y me piden que me ponga
bocabajo para el masaje. En la camilla hay un agujero oportunamente
abierto para que meta la nariz y la boca y no me asfixie. Cuando he
rellenado el formulario antes de los tratamientos, he tenido que especificar
cómo quería el masaje, fuerte, medio o suave, y he optado por suave,
porque he visto esos programas en los que te dan una paliza que te dejan
rota. Pero no es lo bastante suave. La masajista me clava los dedos en el
cuello para aliviarme una tensión que no existe porque, después del
tratamiento facial, me he quedado relajadísima por primera vez en semanas.
A lo mejor debería decírselo cuando me pregunte si me ha gustado: que les
falta una cuarta categoría, la de caricias.
No puedo evitar pensar que mi madre habría sido mejor persona si le
hubieran zurrado más de niña. No llegué a conocer a mi abuela porque la
metieron en una residencia cuando yo tenía cinco años y solo íbamos a
verla una vez al año, por obligación. Creo que mi madre todo lo ha hecho
por obligación. Dudo que haya disfrutado de nada en su vida. En las fotos
de los que deberían haber sido sus días más felices, el de su boda y el de mi
nacimiento, se la ve tan adusta y tan antipática como siempre. Y no
recuerdo haberla visto sonreír, salvo cuando saludaba al cura párroco
camino de la iglesia.
Desde luego, en casa no sonreía, pero mi padre tampoco. ¿Tan infelices
eran? Me pareció algo menos seria cuando miramos juntas las revistas de
novias, planificando la boda que mi padre y ella me regalarían cuando por
fin me casara. Sigo sin entender por qué era tan importante para una mujer
tan austera como ella. Si ella no le hubiera dado tanta importancia, yo no
me habría obsesionado así con mi fiesta de cumpleaños.
No es que yo no fuera feliz el día de mi boda. Ya vivía con Adam y sus
padres y, cuando me desperté esa mañana, Jeannie, la madre de Adam, me
trajo el desayuno a la cama. Adam no estaba allí porque la noche anterior
había salido con sus amigos y se había quedado a dormir en casa de Nelson,
al que habían advertido que debía llevarlo al pub a tiempo para las copas
prenupciales. Jess vino a ayudarme a arreglarme; habíamos ido juntas de
compras y yo me había comprado un vestido bonito amarillo claro, por la
rodilla, que había pagado mi suegra. Se había ofrecido a regalarme un
vestido de novia en condiciones, pero yo sabía que a mis progenitores los
horrorizaría que me vistiera como una novia tradicional, y de todas formas
iba a ser una boda modesta.
Tenía claro que mis padres no irían al pub, así que estábamos solo
nosotros nueve: Adam y yo; Jeannie y Mike; Izzy, la hermana de Adam, y
su marido Ian; Nelson, Rob y Jess. Fueron un par de horas felices. Para
fastidio de Adam, su cuñado estuvo poniendo una canción ñoña detrás de
otra en la máquina de discos.
—¿No podemos oír algo de Aerosmith o de Queen? —protestó—.
¿Incluso de Bob Dylan o James Brown?
Ian rio.
—¿Qué tal esto?
Sonó Unchained Melody y Adam y Nelson se taparon los oídos hasta
que Ian nos juntó a Adam y a mí e insistió en que bailáramos lento mientras
todos ellos cantaban. Cuando terminó la canción, yo estaba llorando, no
solo de risa, sino porque Adam había dejado de hacer el tonto mientras
bailábamos, me había agarrado fuerte y me había prometido en susurros que
siempre me querría. Aunque a él le fastidie, Unchained Melody es nuestra
canción.
Mis padres no acudieron al registro civil y eso me hizo llorar otra vez.
Pero hace poco caí en la cuenta de que nunca me he puesto realmente en el
lugar de mi madre. Debió de ser un golpe muy duro para ella saber que me
había quedado embarazada y, aunque nuestras vidas y nuestras vivencias
son muy distintas, ahora sé que a veces, cuando menos te lo esperas, tus
hijos te pueden dar una sorpresa desagradable.
Estaba en el trabajo cuando me entró la llamada. Era Marnie. Había
vuelto a casa de la universidad para las vacaciones de verano y trabajaba en
Boots para sacarse un dinero antes de irse a Hong Kong a finales de agosto.
—Mamá, ¿tienes lío?
—Pues sí, espero a unos clientes que estarán al caer.
—Ah.
—¿Por qué?, ¿qué pasa?
—No me encuentro bien.
—¿Estás en el trabajo?
—No, no he ido a trabajar. Supongo que no puedes venir a casa, ¿no?
—¿Ahora!
Mi reunión no iba a durar más de una hora y confiaba en que Marnie
pudiera esperar a que terminase.
—Sí, es que de verdad no me encuentro bien, mamá.
—¿Tienes náuseas?
—Sí. No. Mamá, ¿podrías venir, por favor?
Por primera vez, detecté el pánico en su voz y se me pasaron por la
cabeza todo tipo de enfermedades horribles, desde un virus gastrointestinal
fuerte hasta una meningitis.
—¿Es grave, Marnie? —pregunté, ya de pie—. ¿Necesitas una
ambulancia?
Aunque procuraba hablar bajo, la palabra ambulancia disparó las
miradas de preocupación de mis compañeros.
—No, aguanto hasta que llegues. ¿Sales ya?
Miré a Paula a los ojos y ella se quedó pendiente.
—Sí, estoy en casa en veinte minutos, ¿vale?
—Vale. —Noté que se le quebraba la voz—. Gracias, mamá.
De hecho, llegué a casa en menos de diez porque Paula se empeñó en
llevarme en coche en vez de dejarme ir andando, como solía hacer.
—Prométeme que nos tendrás informados —dijo cuando me bajaba del
coche.
—Seguramente es ese virus del que hablábamos. Por lo visto, causa
estragos.
Esperaba encontrarme a Marnie tirada en el sofá del salón, pero un
«¡Mamá!» angustiado me hizo subir corriendo al baño, donde la vi sentada
en el suelo, sangrando profusamente. Tardé un instante en darme cuenta de
que había tenido un aborto.
Luego, en el hospital, cuando pasó todo, tenía tantas preguntas que
hacerle y entendía de pronto tantas cosas... Cuando le habían aceptado la
solicitud para estudiar en Hong Kong, estaba contentísima. Al volver a casa
en vacaciones de Semana Santa, un par de meses después, empezó a decir
que no estaba segura de si quería ir.
—¿Por qué no? —le pregunté yo, sorprendida de que estuviera pensando
en desaprovechar una oportunidad tan maravillosa.
—Está muy lejos. —Estábamos comiendo y pinchó una patata sin ganas
—. No podría volver a casa hasta dentro de nueve meses.
—Si tuvieras mucha morriña, lo arreglaríamos para que vinieras en
Navidades —dijo Adam, y yo me estremecí porque sabía que, en esa época
del año, los billetes iban a costar más de mil libras. Él me miró como
diciéndome: «Una vez que esté allí se le pasará. Ahora se lo está pensando
y necesita que la tranquilicemos»—. Pero ¿no es demasiado tarde para
echarse atrás? —continuó.
—Seguro que hay un montón de alumnos deseando ocupar mi puesto —
dijo ella, empujando la patata.
—¿Lo dices en serio, Marnie? ¿De verdad no quieres ir?
—No sé. Es que estoy disfrutando mucho de la universidad.
Aunque tenía la cabeza agachada sobre el plato, vi que se sonrojaba y
me pregunté si tendría otro noviete. Pero a Marnie nunca le había dado
vergüenza presentarnos a los chicos con los que salía, así que no me pareció
que se estuviera arrepintiendo de verdad... Hasta que me vi sentada a su
lado en el hospital.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—Cansada. Triste. —Me miró y le vi tanta pena en los ojos que se me
hizo un nudo en la garganta—. Aliviada —añadió con remordimiento.
—¿Tenías molestias desde hacía tiempo?
Negó con la cabeza.
—No. Digo que aliviada porque ahora ya no tengo que tomar una
decisión. No creo que hubiera podido tener el bebé. —Se le llenaron los
ojos de lágrimas—. Sé que es horrible para ti oír eso cuando tú tuviste a
Josh, pero tú contabas con papá. Yo no habría tenido a nadie.
—Nos habrías tenido a nosotros, siempre nos tendrás a nosotros —le
dije con ternura—. Nunca habríamos intentado convencerte de una cosa o
de la otra, solo nos habríamos asegurado de que conocías bien tus opciones.
—Titubeé—. El padre... ¿Sabía que estabas embarazada?
Asintió, vertiendo las lágrimas amontonadas en los ojos.
—Sí, pero él me hizo entender que no iba a poder tenerlo, que no era el
momento adecuado para nosotros.
—Lo siento mucho, Marnie. —Vacilé de nuevo—. ¿Cómo te sentiste
cuando te dijo eso?
Se agarró con fuerza a la sábana, empeñada en contener las lágrimas.
—Hecha polvo. Yo no quería abortar, pero sabía que tenía razón en lo
que decía. Sé que a papá y a ti os salió bien, pero a nosotros no nos habría
funcionado. Al menos ahora.
—¿Por eso no sabías si irte a Hong Kong? ¿Porque no querías dejarlo?
—Sí.
—¿Y ahora?
—Creo que es mejor que me vaya. Nuestra relación... no es sana.
—¿Es alguien de la universidad?
—Por favor, no me preguntes por él, mamá. De todas formas, se acabó.
De no haber sido por esto, tampoco te habrías enterado —dijo, mirándose,
tumbada en la cama de hospital—. Pero gracias, gracias por estar aquí
conmigo.
Tuvimos que esperar a que le dieran el alta y, mientras tanto, durmió. Y
mientras dormía, yo pensé en el padre. El que no quisiera contarme nada de
él, salvo que su relación no era sana, me dio que pensar. Lo único que se me
ocurrió fue que se había liado con alguno de sus profesores. Marnie era más
guapa de lo que ella creía, con sus ojos grises, su piel blanquísima y su pelo
del color de las hojas en otoño con un ondulado natural por el que yo habría
dado cualquier cosa. Me entristecí mucho por ella y me enfurecí con él, por
aprovecharse de una chica joven. ¿Cómo se atrevía? Era su primer año en la
universidad, su primer año fuera de casa.
Su otro comentario, el de que su relación no habría funcionado, «al
menos ahora», me hizo pensar que estaba en lo cierto. Me lo imaginé:
treinta y tantos, casado y con hijos..., y me dieron ganas de matarlo. Me
preocupaba que Marnie hubiera accedido a liarse con alguien que no estaba
libre. Me recordé que no tenía la certeza de que fuera así; a lo mejor el
padre de la criatura era un compañero de clase. Pero en ese caso, no tenía
motivo para no contármelo. Era lo poco que había querido desvelarme lo
que me inquietaba.
Estaba deseando hablar con Adam, pero no me apetecía dejar sola a
Marnie mientras dormía. Además, quería preguntarle si le parecía bien que
le contara a su padre lo del aborto.
—¡No! —me dijo con rotundidad cuando lo hice—. No quiero que lo
sepa. Ni Josh. Por favor, no se lo cuentes, mamá. No quiero que lo sepa
ninguno de los dos.
Respeté sus deseos, pero fue difícil. Me fastidiaba ocultarle a Adam algo
tan importante y me costó no sincerarme con él. No paraba de pensar en el
nieto que podríamos haber tenido si Marnie no lo hubiera perdido y hubiera
decidido seguir adelante con el embarazo. Sabía que era un ejercicio fútil,
pensar en algo que jamás iba a ocurrir, pero estando de doce semanas,
Marnie habría tenido que tomar esa decisión en breve, y no tengo tan claro
que hubiera optado por abortar. No me pareció bien preguntárselo, así que
lloré en silencio al bebé que podría haber nacido si las cosas hubieran sido
distintas.
Aunque no me gustaba juzgar a Marnie, en parte me asombraba que se
hubiera embarcado en una relación con un hombre que supuestamente tenía
pareja, y puede que hijos. Me eché la culpa. Nunca le había advertido que
no tuviera una aventura con alguien que no estuviese libre, porque jamás se
me ocurrió que pudiera hacer una cosa así. Pensé que intuiría que no era
muy ético. Tuve la sensación de haberle fallado como madre; me sentí
responsable de que hubiera vivido el trauma de perder al bebé.
En los días siguientes, pasé horas en internet, peinando las fotos del
claustro universitario, preguntándome si sería capaz de localizar al hombre
que le había robado el corazón a mi hija y luego la había tratado con
semejante indiferencia. Casi ninguno parecía menor de treinta; la mayoría
tenían aspecto de cuarentones, le doblaban la edad a Marnie, lo que
respaldaba mi presentimiento de que se había aprovechado de ella. Me dije
que mi hija podía tener tanta culpa como él, que a lo mejor lo había
perseguido, pero eso no me hizo sentir mejor.
Recordé que el día que Marnie había cumplido los diecisiete la había
mirado y había pensado: «¿Cómo pudieron? ¿Cómo pudieron repudiarme
mis padres?». Recuerdo que también pensé que hiciera lo que hiciese mi
niña, lo que fuera, yo siempre la perdonaría.
Ahora me pregunto si los hados lo interpretaron como una provocación y
decidieron ponerme a prueba.
DE TRES A CUATRO DE LA TARDE

Adam

Se me encoge el estómago mientras paseo nervioso por el cuarto de Marnie.


Necesito, de verdad, que llame antes de que Liv llegue a casa. Si no lo hace
y le cuento a Liv lo del accidente, no va a creer que nuestra hija está a salvo
aunque le demuestre que no ha podido darle tiempo a coger el vuelo de El
Cairo teniendo solo diez minutos para la conexión. Nada impedirá que le dé
un ataque de pánico.
Tengo que hablar con alguien, no para contárselo todo, sino para llenar
este vacío creciente mientras espero. Nelson, voy a llamar a Nelson.
Me siento en la cama y estoy a punto de marcar su número cuando
recuerdo que tiene hijos. Se me ocurre ir a ver dónde anda Josh y ofrecerme
a ayudarlo en el jardín, hacer algo físico. Eso me distraería. Pero está con
Max y estarán bromeando y haciendo el tonto mientras lo preparan todo
para esta noche.
Con quien quiero hablar en realidad, lo entiendo de pronto, es con mi
padre. Busco su contacto y pulso el botón de llamar.
—Hola, Adam, ¿qué pasa? —Al oír esa voz familiar, se me hace un
nudo en la garganta—. ¿Adam? Adam, ¿estás ahí?
Me levanto.
—Sí, perdona, papá, que Josh me estaba preguntando una cosa.
—¿Hablamos luego?
Caigo en la cuenta demasiado tarde de que no debería haberlo llamado.
Siempre ha tenido ese increíble sexto sentido con el que detecta cuando
algo me preocupa.
—No, tranquilo —consigo decirle.
—Bueno, ¿cómo está Livia?
Me acerco a la ventana y pego la frente al cristal.
—Contenta, nerviosa. Se ha ido con Kirin y Jess, al balneario.
—¿No va por casa como pollo sin cabeza, entonces?
—No, es increíble lo organizada que es.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—Sí, ¿cómo estás tú?
Me yergo.
—Muy bien.
—¿Es por Marnie?
¡Dios!
—¿Cómo dices?
—Que si es por Marnie por lo que estás un poco desanimado... ¿Porque
no va a estar en la fiesta?
—No estoy... —No termino la frase—. Es que me gustaría que estuviera
aquí, nada más.
—A todos nos gustaría. ¿Has tenido noticias de ella?
—Sí, ayer. Estaba liada repasando. ¿Cómo estáis mamá y tú?
—Deseando veros a todos esta noche. —Silencio—. ¿Seguro que va
todo bien?
—Segurísimo. Solo quería hablar contigo un rato.
—¿Te paso a mamá?
—No, no hace falta, dile que nos vemos luego. Sigue con tus cosas.
—Sea lo que sea lo que te preocupa, terminará arreglándose —me dice.
Casi se lo suelto, estoy a punto de preguntarle si se ha enterado de lo del
avión que se ha estrellado, pero si lo hago, no voy a poder contenerme y le
voy a contar también lo de Marnie, y debo decírselo a Livia antes que a
nadie.
—Tengo que colgar, papá —le digo, y lo hago sin darle tiempo a
contestar.
No soporto el silencio. Salgo del cuarto de Marnie y bajo a la planta
inferior. En el lavadero veo que la lavadora ha terminado. Saco la bata de
Marnie y la meto en la secadora para que esté lista cuando vuelva.
Livia

Apoyo la cabeza en el asiento y cierro los ojos. Acabamos de dejar a Jess en


casa, así que vuelvo a ir de copiloto.
—No lo reprimas —dice Kirin, sonriéndome divertida.
—Perdona —gruño, y me obligo a cerrar la boca después de soltar el
mayor bostezo de mi vida—. Ha sido el masaje. Me ha dejado muy relajada
y adormilada.
—¿No es por la copa extra de champán, entonces? —me dice, riendo—.
Descansa si quieres, aún tardaremos un rato en llegar. —Mira fijamente por
el parabrisas—. ¿De dónde sale todo este tráfico?
—Las compras de fin de semana —digo—. Mientras lleguemos a tiempo
para la fiesta, me vale.
—¿Cómo has visto a Jess?
La noto angustiada y ojalá pudiera decirle que la he encontrado
fenomenal.
—La he visto mejor —digo con tristeza—. Un poco inestable, aun con
bastón.
—Me tiene muy preocupada. A Nelson también. —Hace una pausa—.
De hecho, a él le preocupa más Rob. Nelson le dijo que tenía la sensación
de que la esclerosis empezaba a pasarle factura a Jess, pero por lo visto Rob
no quiere aceptarlo. No le parece que haya sufrido un bajonazo e insiste en
que sigue siendo muy independiente, pero ella misma me ha dicho que tiene
problemas para subir escaleras y que a veces se le duermen las manos. A
Nelson lo inquieta que su hermano no vaya a ser capaz de hacer frente a la
enfermedad si los síntomas empeoran. Nosotros siempre estaremos ahí para
ayudarla, pero cuando lleguen los bebés, no sé de cuánto tiempo dispondré.
—Razón por la que es importante que le cuentes a Nelson que estás
embarazada —le recuerdo.
—Lo voy a hacer, en cuanto llegue a casa. —Frena en seco otra vez y
alarga la mano a la radio—. Voy a poner música, seguro que hay algo con lo
que te duermes. No te vendrá mal una siestecita antes de la fiesta. No te
queda nada de última hora por hacer, ¿no?
—No, y si lo hubiera, están Josh y Max por allí.
—Entonces, relájate.
Pero aunque quiero hacerlo, la mención de Max me lo impide. No sé
cuándo empecé a sospechar que Max era el padre del bebé de Marnie, pero
seguramente fue cuando ella me llamó desde Hong Kong en octubre para
decirme que quería ir a verla..., y a ella no le apetecía.
—¿Por qué no? —le pregunté, sabiendo que lo adora.
—Porque quiere venir en diciembre y yo estaré muy liada con mi trabajo
de fin de máster para ocuparme de él.
—Seguro que no le importa hacer un poco de turismo por su cuenta
mientras estudias —dije yo, tomándome literalmente sus objeciones.
—Eso me ha dicho, así que le voy a contar que estaré viajando con
amigos. No es cierto, pero ¿me cubrirás, mamá? Si te dice que quiere venir
a verme en diciembre, ¿le dirás que voy a estar fuera?
—Bueno —titubeo—, no sé si es buena idea mentirle. Además, ¿no te
animaría verlo?
—Ya estoy bien.
La verdad es que la encontraba más animada y era un alivio. Había sido
horrible verla marcharse a Hong Kong solo seis semanas después de perder
al bebé. Yo me ofrecí a acompañarla, pero no quiso. Aunque se negaba a
hablar de ello, la ruptura con el padre de la criatura había sido un duro
golpe para ella. A veces, cuando pasaba por delante de su cuarto, la oía
llorar y llamaba tímidamente a la puerta. Nunca me pidió que me fuera, así
que entraba, me sentaba a su lado y la abrazaba sin más.
—¿Sí? ¿De verdad te encuentras mejor? —le pregunté, cruzando los
dedos mentalmente, porque no hay nada peor que saber que un hijo tuyo lo
está pasando mal y estar demasiado lejos para consolarlo.
—Sí. ¿Me vas a cubrir, entonces? Por favor, mamá. No quiero que venga
Max.
No le veía la cara porque no me había hecho videollamada, como solía
hacer, y de repente todo me encajó. No me había hecho videollamada
precisamente para que no le viera la cara que ponía cuando hablaba de Max,
que era casi como un hermano para ella, que era tan de la familia que, para
Marnie, tener una relación con él no sería..., bueno, no sería sano. Todo
encajaba. Ella estaba en la universidad de Durham, él en su cuarto año en
Newcastle, a veinte minutos de distancia, y de pronto me acordé de lo
persuasivo que había sido cuando Marnie había tenido que decidirse entre
Durham y Edimburgo, adonde Adam habría preferido que fuera.
—Si vas a Durham, estaremos cerca —le había dicho Max—. Podré
cuidar de ti.
Y ella había reído y replicado:
—No necesito que me cuiden, pero será genial tenerte cerca.
Yo estaba haciendo una ensalada mientras hablaba con ella en manos
libres, pero me aparté del fregadero, me llevé el móvil a la mesa y me dejé
caer pesadamente en la silla.
—Marnie... —empecé, porque quería saber si estaba en lo cierto. Pero
quizá ella presintió que lo había adivinado y me interrumpió enseguida.
—Tú cúbreme, mamá —me rogó.
No terminé de preparar la ensalada. Cuando Adam volvió de su paseo en
moto por la costa y me encontró mirando al infinito, siguió haciéndola él.
—Pareces preocupada —me dijo, mirándome de reojo—. ¿Va todo bien?
—Me ha llamado Marnie.
—Vaya —dijo con tristeza—, me lo he perdido. ¿Cómo está?
—Bien —contesté automáticamente, porque entonces caí en la cuenta de
otra cosa: que Marnie no solía llamar los domingos por la mañana porque
sabía que Adam no estaría en casa. Si había decidido hacerlo esa mañana
era porque no quería que su padre la oyera pidiéndome que disuadiese a
Max de ir a verla.
—¿Y qué te ha contado?
—No mucho. —Esperó detalles—. Max quiere ir a verla en diciembre,
pero va a estar de viaje con unos amigos —dije, consciente de que ya estaba
mintiendo por ella.
—Qué pena, le habría venido bien ver a Max. No pensaba que fuera a
estar tan tristona, al menos después de cuatro meses.
Como Adam no sabía que Marnie había perdido un bebé, ni que había
roto con su pareja, siempre había achacado a la nostalgia el desánimo de
nuestra hija.
—Hoy estaba más contenta —le dije, y deseé poder confesárselo todo,
preguntarle si le parecía posible que Marnie y Max hubieran tenido una
relación. Pero si empezaba por ahí, terminaría contándole lo del bebé, y no
quería traicionar la confianza de Marnie.
Le di muchas vueltas y recordé la insistencia con que me había pedido
que no se lo dijera a Josh. Entendía que no quisiera que se enterase Adam,
por temor a decepcionarlo, pero Josh y ella estaban tan unidos que no tenían
secretos. Si había decidido ocultárselo era por no tener que desvelarle la
identidad del padre, porque, al contrario que yo, mi hijo habría insistido en
saberlo.
Otras cosas empezaron a encajar. Antes de que Marnie se fuera a la
universidad, Max quiso volver a su casa el mismo fin de semana que Josh
vino a vernos a nosotros, para poder quedar con él y ponerse al día. Pero
hubo otras veces en que, aun sin excusa, pasó por nuestro domicilio,
haciéndonos creer que era por Adam y por mí, porque echaba de menos mi
cocina o necesitaba que Adam lo ayudara con algo. No se me ocurrió que
en realidad venía por Marnie y me fastidiaba haber sido tan ingenua.
¿Habría ya algo entre ellos por entonces, o empezaría cuando Marnie se fue
a Durham?
Por estúpido que parezca, me sentí utilizada. Además, ¿cómo pudo
«hacer entender» a Marnie que era preferible que no tuviera el bebé,
conociendo las circunstancias en que había nacido Josh y sabiendo que
Adam y yo la apoyaríamos después de haber pasado por lo mismo? ¿Nos
miró a nosotros, a nuestra familia, y decidió que no era eso lo que quería?
Me pareció una traición horrible hacia Josh, hacia mí y hacia Adam.
Después de eso, cada vez que venía a casa, siempre preguntando por
Marnie y por cómo le iba en Hong Kong, yo no podía ni mirarlo. Perdí la
cuenta de las veces que me dieron ganas de plantarle cara, de pedirle a
Adam que no le ofreciera una cerveza ni se lo llevara a tomar una copa.
Sabía que, si llegaba a enterarse de que Max había dejado embarazada a
Marnie y prácticamente le había pedido que se deshiciera del bebé,
probablemente lo mataría.
Por eso me alegro de no habérselo dicho.
DE CUATRO A CINCO DE LA TARDE

Adam

Me siento en nuestra cama, en medio de la quietud de la casa. Josh y Max


parlotean en el jardín, pero no distingo lo que dicen. Hace un rato, cuando
pasaban por debajo de la ventana del dormitorio, les he oído no sé qué de la
música de esta noche, creo, pero tampoco he prestado mucha atención.
Tengo el fijo en la cama, a mi lado, con la pantalla apagada y
desactivada. Antes, cuando estaba en el cuarto de Marnie, de pronto he
caído en la cuenta de que a lo mejor había llamado al fijo y, mientras bajaba
corriendo las escaleras, he albergado la esperanza de que hubiera dejado un
mensaje en el contestador. Pero no, solo había tres para Liv, de amigos
cantándole y deseándole un cumpleaños feliz.
Se me ilumina el móvil en la mano y miro enseguida la pantalla. No es
un WhatsApp, sino una notificación de correo electrónico: un anuncio de
venta de accesorios para motos. Entonces entiendo el error que he cometido
al no mirar el correo. Podría haber uno de Marnie.
Abro el buzón de entrada y los reviso rápidamente, buscando su
dirección, su nombre listado en alguna parte. No hay nada. Oigo la puerta
de un coche que se cierra de golpe y luego la voz de Liv. Me asalta un
miedo que no sé explicar, como si me hubiera sorprendido haciendo algo
malo. Deprisa, le mando un correo a Marnie, pidiéndole que llame o
conteste y diciéndole que la queremos mucho.
—¡Mamá, que aún no puedes venir, que la carpa no está lista!
La voz de Josh suena fuerte; estará en la terraza. Liv habrá entrado por la
puerta lateral.
Me levanto y me acerco a la ventana. Veo a Josh dando brincos con los
brazos extendidos, impidiéndole el paso a su madre.
—¡Quédate ahí! —le grita.
—No pasa nada —dice ella, riendo y tirándose de la bandolera del bolso,
que se le ha escurrido por el hombro—. ¿Me puedo sentar por lo menos?
Está junto a la mesa donde Josh y yo hemos escondido la caja esta
mañana para que Marnie se meta cuando llegue. Ahora habrá que posponer
eso. Siento una rabia repentina. Liv no se merece esto, y Marnie tampoco.
¿Cómo ha podido estropearse tantísimo el día?
La voz de Josh me saca de mi abstracción.
—¡Vale, te puedes quedar ahí, siempre que no te acerques más y, por
supuesto, no mires dentro de la carpa!
—No voy a mirar. Es que Kirin me ha regalado esto. —Saca una botella
de champán del bolso—. Dice que me lo tengo que tomar con papá ahora,
antes de que empiece la fiesta. Ha sido un detalle; lo llevaba en una bolsa
de hielo, listo para beber.
Se me cae el alma a los pies. Una copa de champán es lo que menos me
apetece.
—A Max y a mí no nos importa que nos dejéis un poco.
Liv se agacha para acariciar a Murphy, que ha asomado entre sus
piernas.
—Seguro que lo podemos arreglar —dice ella con desenfado.
—¿Lo has pasado bien?
—¡Sí, ha sido maravilloso! Me han dado un masaje y me han hecho un
tratamiento facial. Tendría que notarse —dice, mirando a Josh con fingida
indignación.
—Me ha parecido verte un poco más... ¿radiante? de lo habitual —
contesta él, haciendo reír a su madre.
—¿Dónde está papá? —dice ella, haciéndose sombra en los ojos con la
mano.
—Arriba. Tenía migraña.
—¡No fastidies! Hacía tiempo que no le daba. ¿No ha ido al centro,
entonces?
—Sí, pero lo he visto un poco raro a la vuelta y, cuando le he preguntado
si se encontraba bien, me ha dicho que tenía migraña. —Baja la voz, pero lo
oigo igual—. No debería decirte esto, pero me da que tiene que ver con tu
regalo.
—Dios, no quiero que se estrese por no haberme comprado nada. Me da
lo mismo, de verdad. ¿Crees que debería decirle algo, tranquilizarlo?
—No, déjalo estar de momento, porque a lo mejor se arregla. Pero si no,
por lo menos estás avisada. He hecho bien diciéndotelo, ¿no? —añade.
Livia asiente.
—Sí, por supuesto. —Mira con resignación el champán—. Si tiene
migraña, supongo que no le apetecerá esto. —Se descuelga el bolso del
hombro y lo deja en la mesa—. Voy a ver cómo está.
Su decepción me da el empujón que necesito. Me acerco a la puerta del
dormitorio. Puedo hacerlo, lo hago por Livia. Una copa de champán y ya.
Bajo corriendo las escaleras, cruzo la cocina y salgo a la terraza.
—¡Papá! —dice Josh—. ¿Cómo estás?
Flaqueo de pronto, porque Max se ha unido a Livia y a Josh en la
terraza. Liv viene hacia mí.
—Josh dice que tienes migraña —espeta, y me da un abrazo.
—Tenía —la corrijo—. Se me ha pasado. Me he tomado un paracetamol.
Me mira a los ojos.
—¿Seguro?
—Sí. Hueles fenomenal.
—Son las cremas que me han dado en el balneario; olían tan bien que
daban ganas de comérselas.
—Puaj —dice Josh con cara de asco.
—Hola, Adam.
—Hola —contesto a Max sin mirarlo. Miro la botella que lleva Livia en
la mano—. ¿Y eso? —pregunto.
—Champán. De Kirin. Supongo que no te apetecerá una copa...
—Me encantaría —miento.
—¡Genial! Josh, Max, ¿queréis vosotros también?
—No, gracias —contesta Max educadamente.
—¿Seguro? Hay para todos.
Miro a Livia, preguntándome por qué de repente se esfuerza tanto por
ser amable con Max.
—Vamos a tomárnoslo nosotros —propongo.
Josh me lanza una miradita. Pero luego lo entiende, o cree que lo
entiende, porque levanta las manos como resignado.
—Es verdad: nosotros tenemos cosas que hacer. Hay que llevar a
Murphy a casa del padre de Max antes de las cinco.
Al oír su nombre, el perro acaricia la mano de Livia con el hocico.
—Se puede quedar aquí, en uno de los dormitorios —dice—. En el
cuarto de Marnie. A ella no le importará.
—¡No! —decimos Josh y yo a la vez. Él ríe y menea la cabeza.
—Oirá el barullo igual, mamá, y no le va a gustar. —Sus ojos pardos se
clavan en los míos—. Papá, tómate el champán con mamá y no la dejes
acercarse al jardín. Prohibido. Vamos, Max.
—¡Hasta luego! —les dice Livia, despidiéndose con la mano; luego se
vuelve hacia mí—. ¿Voy a por unas copas?
—No, siéntate aquí y no te muevas.
Agarro una silla y la pongo al lado de la mesa, para que no se vea
tentada de estirar las piernas por debajo. Dudo que llegara a notar la caja
que hay debajo, pero no me quiero arriesgar.
—¡Sí que me estáis mimando hoy! —dice, y se sienta sonriente.
Me cuesta encontrar copas de champán. Veo dos al fondo del armario y
las saco a la terraza. Sé que Josh ha pensado que quería deshacerme de él
para poder explicarle a Liv lo del regalo, y ella también, porque en cuanto
sirvo el champán me pregunta qué tal mi excursión al centro. Me vuelve a
la memoria el accidente aéreo en el preciso instante en que, mirando al
interior de su bolso, veo el móvil metido de canto, casi oculto por una bolsa
de plástico transparente que contiene un bañador mojado. Me alarmo. No se
me había ocurrido pensar que quizá ya había leído la noticia. ¿Y si decide
mirar si tiene notificaciones y empieza a hablar del tema?
—Genial —digo, respondiendo a su pregunta sobre mi escapada al
centro—. Bueno —añado, cogiendo una de las copas y pasándosela—,
¿todo bien con Max?
—Claro. ¿Por qué?
La miro intrigado, pero me esquiva la mirada, alzando la copa de forma
que el cristal destella a la luz del sol.
—Estas fueron un regalo de boda —dice.
—Por eso estaban aún en la caja.
—¿Recuerdas quién nos las regaló?
—Tus padres no, desde luego.
—No, fueron sus amigos, Mary y David. Me pregunto si llegarían a
contarles a papá y a mamá que nos hicieron un regalo de boda y vinieron a
verme al hospital cuando nació Josh. Muchos de sus amigos nos hicieron
regalo de boda y de nacimiento, casi todos, de hecho.
Levanto mi copa; si prefiere fingir que no tenía ningún problema con
Max, poco puedo hacer yo.
—¡Felicidades, cariño!
Sonríe contenta.
—Gracias. No me puedo creer que hoy cumpla cuarenta, ¡qué locura!
Tampoco me siento muy distinta de cuando tenía veinte —dice, riendo. Ha
llovido mucho desde entonces, para los dos.
—Cuéntame qué tal en el balneario —le digo, señalando el bolso con la
cabeza—. Veo que os habéis bañado.
—Sí, Jess me ha regalado un bañador precioso por mi cumpleaños, y
había piscina. Supongo que tú has tenido mucho que ver en la
organización...
—Debía ser cómplice por si cambiabas de opinión y reservabas el
balneario tú misma. Si se te llega a ocurrir, yo te habría dicho que era
demasiado caro y que no malgastaras el dinero en eso.
—Solo que tú jamás me dirías algo así y habría sospechado enseguida.
Bebo un sorbo de champán.
—¿No te vas a sentar? —me pregunta.
—Sí, pero primero voy a ir a aclararte el bañador.
—Ya lo hago yo —protesta—. Además, lo he aclarado en el balneario.
—Pues voy a tenderlo. —Antes de que pueda decirme que ya lo hará
ella, meto la mano en el bolso y saco el móvil escondido entre los pliegues
de la bolsa de plástico donde lleva el bañador—. No tardo nada.
En el lavadero, pongo su móvil en silencio, lo entierro al fondo del cesto
de la ropa sucia y cuelgo el bañador en el tendedero.
—Hecho —digo, volviendo a la terraza y sentándome enfrente de ella—.
Entonces, ¿lo has pasado bien? En el balneario, digo.
—Me ha encantado el tratamiento facial, pero el masaje no tanto.
Aunque me he quedado muy relajada. Y hemos comido fenomenal, con
champán.
Enarco las cejas.
—Entonces, ¿esta no es tu primera copa? —digo, intentando bromear
como de costumbre sobre lo fácilmente que se emborracha con cantidades
pequeñas de alcohol.
—No, y Jess y yo nos hemos tenido que beber el de Kirin porque... —
Calla de pronto—. Porque conducía ella.
—Una copa sí que se podría haber tomado, ¿no?
—Ha bebido un poquitín, pero es muy estricta con lo de beber y
conducir. Tiene que serlo: si no pudiera conducir, estaría perdida.
Asiento con la cabeza.
—¿Cómo está Jess?
—Regular. No tiene muy buen aspecto y le cuesta mantener el
equilibrio.
—Pobre Jess. Menos mal que Rob trabaja desde casa ahora.
Cuando a Jess le diagnosticaron la esclerosis múltiple, nos quedamos
todos pasmados y ninguno de nosotros sabía qué esperar. Perdió parte de la
movilidad casi de inmediato y con ello la seguridad en sí misma, y los
demás reaccionamos de formas distintas. Rob, que al principio la apoyó
mucho, cambió de puesto dentro de su empresa, con lo que empezó a viajar
bastante y la dejaba sola y vulnerable. Estábamos juntos en el pub cuando
Nelson sacó el tema.
—Seguro que, si le expones la situación de Jess, tu jefe te deja recuperar
tu antiguo puesto —le dijo.
—Ya te lo he dicho: ese puesto es un ascenso, que es precisamente lo
que Jess y yo necesitamos, con el futuro tan incierto que le espera —le
replicó con petulancia Rob, que no estaba acostumbrado a que su hermano
mayor, por lo general protector y cariñoso, lo censurara así—. De momento,
ella sigue trabajando, pero ¿por cuánto tiempo?
—Pero si no estás a su lado para ayudarla, ¿no se deteriorará antes su
salud?
—Es un riesgo que hay que correr. Ya lo he hablado con Jess y le parece
bien que yo esté fuera un par de días a la semana. Y si su salud empeora, ya
pediré un puesto administrativo. Dios, Nelson, déjalo estar, ¿vale?
No me llevo mal con Rob, pero, desde que intentó distanciarnos a Livia
y a mí con lo de la moto en los primeros años de nuestro matrimonio,
tampoco somos íntimos. De jóvenes, me fastidiaba que se nos pegara cada
vez que Nelson y yo quedábamos. No sé por qué, Nelson siempre se ha
sentido responsable de él. Rob puede ser divertido, pero la mayor parte del
tiempo me pone de los nervios. No es solo por cómo vacila con su cara de
estrella de cine, poniéndose las gafas de aviador en cuanto sale un rayo de
sol, ni por cómo despliega sus encantos, sino más bien por su empeño en
ser el centro de atención. Pero yo fui probablemente el único que supo
enseguida que había aceptado sin chistar su nuevo puesto porque se
alegraba de poder largarse, de librarse de la preocupación de la enfermedad
de Jess. Podría llegar a entenderlo, aunque yo jamás le haría algo así a Livia
si alguna vez se viera en una situación semejante.
Al final, Rob cedió a la presión familiar, por parte de la familia de Jess y
de la suya, y volvió a su puesto administrativo en enero de este año. La
única vez que ha dejado sola a Jess fue cuando llevó a Cleo por su
cumpleaños a Hong Kong, a ver a Marnie, porque Jess no quería que su hija
fuera sola.
Mientras Rob estaba fuera, Jess se mudó a nuestra casa, y aunque no
hubo problemas, su relación con Livia ha cambiado un poco, no por parte
de Jess, sino de Livia. Es muy triste, pero me parece que estar a todas horas
con Jess durante diez días hizo que mi mujer se diera cuenta de todo lo que
su amiga ya no puede hacer sola, y le está costando digerir lo que le ha
pasado. Porque desde entonces se ha distanciado, organizando quedadas
con compañeros de trabajo los fines de semana en vez de con Jess y Kirin,
como solemos hacer, casi como si buscara una excusa para no tener que
socializar más con ellas. Cuando le pregunté, no lo negó.
—¿No tienes la sensación a veces de que vivimos los seis demasiado
pendientes unos de otros? No nos vendrá nada mal ampliar nuestro círculo
de amistades.
No se lo pude discutir porque me caen bien sus compañeros y siempre lo
pasamos estupendamente con ellos, pero echo de menos nuestras cenas de
fin de semana y nuestras comidas improvisadas con los otros. Por eso, hace
un par de semanas, les pedí a Nelson y a Rob que vinieran con Kirin y Jess
a una barbacoa de fin de semana en casa. A Livia no le pareció mal cuando
se lo comenté, pero terminamos cancelándola a última hora porque ella no
se encontraba bien. Aunque me pareció mucha coincidencia y me fastidia
que Liv no sepa hacer frente a la enfermedad de Jess.
—¿En qué estás pensando? —me dice Liv, acariciándome el brazo.
Me doy cuenta de que estaba completamente absorto en mis recuerdos.
—Perdona. Pensaba en lo bonito que está el jardín.
Me coge la mano.
—Quiero recordar siempre este momento —me dice en voz baja—. Tú,
yo, Josh, la fiesta. Y Marnie, claro.
Marnie. ¿Cómo he podido olvidarme siquiera un segundo? Si al menos
supiera con certeza que está a salvo. Livia tiene los ojos cerrados, la cabeza
inclinada hacia el sol. Me saco el móvil del bolsillo y le echo un vistazo
rápido.
Nada.
Livia

—¿No es maravilloso? —susurro.


Adam no me contesta, así que giro la cabeza y, con los ojos entornados,
me vuelvo hacia él para ver si está bien. Tiene los suyos cerrados y, por lo
tenso que parece, deduzco que aún le dura la migraña. Me alegra que no
haya preguntado mucho por Jess. Sé que no entiende qué está pasando ni
por qué ya no quedo con ella tanto como antes. Le he dicho que tenemos
que ampliar nuestro círculo de amistades, pero él desconoce la razón, no
sabe que me estoy preparando para el futuro.
Mis amigas siempre han sido importantísimas para mí porque no tengo
familia. Jess y Kirin son como las hermanas que no he tenido; y Nelson y
Rob, mis hermanos. Pero sé lo frágil que es el futuro, sé que muy pronto
todo va a cambiar. Por eso, cada vez que estoy con Jess, se me parte un
poco más el corazón.
La he visto muy delicada hoy. Quizá debería mandarle un mensaje,
decirle que si prefiere quedarse en casa y descansar esta noche, lo
entenderé. El súbito alivio que me produce pensar que a lo mejor no le
apetece venir a la fiesta me hace sentir fatal. No puedo hacerle eso a Jess; le
dolería muchísimo que le insinuara que no viniese. Ella sabe que yo sé que
no se perdería mi fiesta por nada del mundo, aunque tengan que traerla en
brazos.
Max es otra de las personas de las que podría prescindir esta noche.
Antes lo he pasado mal. Hace un tiempo que no lo veo y he querido creer
que quizá habría olvidado que desde octubre apenas le hablo. Me ha
parecido que, si lo trataba como solía tratarlo, todo volvería a la
normalidad. Pero las cosas no funcionan así. Debe de estar hecho un lío. Me
deprime pensar en todas las explicaciones que voy a tener que dar.
Agarro a tientas mi copa y bebo un sorbo de champán ya caliente.
Marnie también tiene mucho que explicar. Fue un alivio notarla más
contenta en octubre, cuando llamó para decirme que no quería que Max
fuera a verla, y así aguantó hasta Navidades y bien entrado el mes de enero.
Pero cuando llegó febrero, la vi deprimida otra vez. Adam lo achacó a que
había visto que no iba a poder venir a casa para mi fiesta y me propuso que
fuera yo a Hong Kong a verla. Lo comenté en el trabajo y quedamos en que
la mejor época era a principios de abril.
Pero antes de que pudiera contárselo a Marnie, ella me hizo un
FaceTime. Estaba sentada en un banco de la calle, a la puerta de su
universidad, con las gafas de sol en la cabeza. Se veían las puertas de cristal
a su espalda y a los estudiantes saliendo por ellas, cargados con libros, con
las mochilas colgadas del hombro. Me encantó ver aquel poquito de su vida
en Hong Kong, en vez de las paredes de su cuarto.
—Mamá, ¿a que no sabes qué? ¡Cleo viene a verme!
—¡Qué bien! —dije yo, aliviada de verla contenta otra vez—. ¿Cuándo?
—En abril, para su cumpleaños. La va a traer Rob porque Jess no quiere
que venga sola.
—Qué curioso: vi a Jess hace unos días y no me dijo nada.
—Porque se les acaba de ocurrir a Rob y a ella. Va a ser su regalo de
cumpleaños.
—Guau, qué detalle.
—Ya, ¡estoy deseando que venga!
—Pues menos mal que yo no me había comprado el billete aún —le dije,
sonriendo con su entusiasmo.
—¿A qué te refieres?
—A que yo también pensaba ir a verte.
—¿En serio? ¿Cuándo?
—Iba a ir a principios de abril, pero ahora que van Cleo y Rob, mejor lo
dejo para mayo.
—Mamá, no hace falta que vengas, de verdad. A ver, sería genial y me
encantaría verte, claro, pero en cuanto se marchen Cleo y Rob, solo
quedarán un par de meses para que vuelva a casa.
—Siento que no hayas disfrutado más de tu año en Hong Kong —le dije.
—Sí que lo he disfrutado —insistió—. Lo que pasa es que está muy lejos
de casa. —Titubeó—. No ha sido fácil.
—Lo sé —contesté yo, comprendiendo que se refería a la ruptura—.
Pero habría sido más difícil si hubieras estado en Inglaterra. La distancia es
una gran niveladora.
—En eso tienes razón —dijo—. Lo es.
Cuando Adam volvió de su salida con Nelson, le conté que seguramente
no iría a Hong Kong.
—Jess y Rob le van a regalar a Cleo el viaje por su cumpleaños y no
tiene sentido que vayamos las dos en abril. ¿Lo sabías? ¿Lo del regalo de
Cleo?
—Sí, Rob se lo acaba de contar a Nelson en el pub. Hacía tiempo que lo
tenían pensado, pero a Jess le preocupaba que Cleo fuera sola; por eso va a
ir Rob con ella.
—Solo viajaría sola —protesté—. Cuando llegue, estará con Marnie.
Al recordar esa conversación, vuelvo la cabeza hacia Adam. Estoy
convencida de que sabe que lo estoy mirando y que sigue con los ojos
cerrados para no tener que hablar conmigo. La fiesta va a ser una pesadilla
para él si no se encuentra bien. Debí haberla cancelado hace semanas.
Además, cuando le cuente lo que le tengo que contar, no entenderá por qué
no lo he hecho. Pensará que quería celebrar mi fiesta por encima de todo.
No verá que he querido evitar todo el tiempo posible que su mundo se
derrumbara.
El mío ya se desplomó hace un mes y medio y tres días, como a la
semana de que Cleo llegara a Hong Kong, cuando le hice un FaceTime a
Marnie para charlar un rato con ella antes de irme al trabajo. Eran las ocho
de la mañana, o sea, las cuatro de la tarde en Hong Kong. Adam ya se había
metido en su estudio y Jess, que estaba en casa con nosotros, aún no se
había levantado. Conocía muy bien el horario de Marnie y sabía que ya
habría vuelto de clase y estaría en el hotel esperando a que Cleo y Rob
regresaran de su paseo turístico. Marnie prácticamente se había mudado a la
habitación de su amiga durante su estancia, feliz de escapar de aquel
diminuto cuarto de estudiante aunque solo fuera un rato.
—¿Qué tal? —le pregunté.
—¡Fenomenal! Me encanta tenerlos aquí. Me ayuda a darme cuenta de
la de tiempo que llevo fuera de casa.
Estaba sentada a un escritorio de madera, delante del ordenador, y a su
espalda, en la pared del fondo, se veían unas fotos preciosas de flores de
loto. Llevaba uno de los albornoces blancos del hotel y, por cómo tenía
inclinada la cabeza sobre la mano mientras hablábamos, deduje que se
estaba pintando las uñas.
—¿Te vuelvo a llamar cuando hayas terminado? —le propuse.
—No, no pasa nada, siempre que no te importe verme solo la coronilla.
Luego vamos a ir a cenar a un restaurante muy guay. En un minuto me voy
a dar un estupendo baño relajante.
—Vas a echar de menos el hotel cuando se marchen —bromeé—.
¿Adónde han ido hoy?
—A Stanley Market. —Levantó la cabeza—. Ojalá pudieras verlo,
mamá, es alucinante. Tendrías que haber venido con Cleo y Rob. Podrías
haber ido a hacer turismo con él y así Cleo y yo habríamos tenido más
tiempo para estar juntas.
—¿Rob te está cohibiendo? —le pregunté, divertida.
—No, la verdad es que no.
—Bueno, la visita te ha sentado bien, eso está claro —le digo—. Se te ve
contenta.
—¿Cómo no iba a estarlo en este hotel tan bonito? —respondió, riendo.
Escudriñé la pantalla.
—¿Cleo ha cambiado de habitación?
—¿Por qué lo dices? —me preguntó, inclinada sobre las uñas otra vez.
—Por las fotos de la pared —le expliqué—. Las de antes no eran flores
de loto.
—Ah, sí... La otra estaba al lado del ascensor y había tanto ruido que
pidió que la cambiaran.
Estaba a punto de señalar que ahora tenían una cama inmensa de
matrimonio en vez de dos individuales cuando se abrió la puerta que tenía a
su espalda y vi a un hombre plantado en el umbral, secándose el pelo con
una toalla, obviamente recién salido de la ducha. No me espantó tanto su
desnudez como el hecho de que Marnie se hubiera llevado a su novio a la
habitación de hotel de Cleo, pero supuse que mi hija le habría pedido
permiso primero.
—Esto es precioso, mucho más cómodo que el cuchitril asqueroso de la
residencia de estudiantes —decía Marnie, ajena a la presencia de su chico
en primer plano frontal.
Al oírla hablar, él apartó la cabeza de la toalla y, viendo que estaba en
FaceTime, se encerró corriendo en el baño. Pero me dio tiempo a verle la
cara.
Casi se me para el corazón. Entonces, consciente de que debía decir algo
para que Marnie no alzara la vista y me viera destrozada, me obligué a abrir
la boca.
—Pues aprovéchala todo lo que puedas —dije, confiando en sonar igual
que antes.
—Eso he pensado. Bueno, ¿cómo van los preparativos de tu fiesta? ¡Ya
solo quedan seis semanas!
—¡Sí, no me lo puedo creer! Liz vino ayer a traerme un menú
degustación —le conté, sabiendo que hablaba demasiado rápido—.
Delicioso. Me alegro de haberla elegido a ella para el cáterin. Va a traerse a
tres empleados para que sirvan la comida y recojan después; así no tendré
que hacer nada.
—Ojalá pudiera estar allí —dijo con un suspiro.
—¡Ojalá!
Se irguió y meneó los dedos delante de la pantalla. Se le bajaron las
mangas del albornoz y le vi el tatuaje: Un ángel con alma de demonio.
—Ya está —dijo—. ¿Qué te parecen?
—El azul marino no me va mucho —contesté, asombrada de lograr
carcajearme—. Pero te quedan preciosas. ¿Te vas a poner el vestido azul
esta noche?
—¿Cómo lo has sabido? Perdona, mamá, tengo que colgar: Cleo y Rob
no tardarán en volver y aún me tengo que dar ese baño.
—Espera a que se seque el esmalte primero —le advertí.
Agitó las manos en el aire.
—Sí, no te preocupes. ¿Hablamos pronto?
—Sí, te llamo en un par de días.
—Adiós. Dale besos a papá.
—Claro.
No sé cuánto rato me quedé allí sentada, mirando fijamente a la pantalla
en blanco, incapaz de moverme ni de dejar de darle vueltas a la cabeza, que
me iba a mil, queriendo justificar lo que acababa de ver. Traté de
convencerme de que no había sido Rob al que había visto desnudo en el
umbral de la puerta, sino a otro hombre. Y cuando ya no pude mentirme
más, quise buscar excusas, como que Rob estaba usando el baño de Cleo
porque había un problema con el suyo y no sabía que Marnie estaba allí
cuando había salido desnudo y por eso se había vuelto a meter en el baño
enseguida. No quería creer que Marnie me había estado mintiendo desde el
principio de la conversación, cuando me había dicho que Rob había salido
con Cleo y que Cleo había cambiado de habitación. No quería creer que la
razón por la que se estaba pintando las uñas en la habitación de Rob,
esperando a usar el baño del que él acababa de salir, era que tenían una
aventura. Debía haber otra explicación.
Me puse mala cuando entré en el Facebook de Cleo. Había fotos de
Stanley Market y otros sitios turísticos de Hong Kong, pero Rob no salía en
ninguna de ellas. Había un par de selfis de Cleo, uno con comentario:
«Turisteando sola otra vez», seguido de un emoji triste. Al mirar otras
publicaciones, me quedó claro que, desde que Rob y ella habían llegado a
Hong Kong, Cleo había estado haciendo mucho turismo sola. Quise cerrar
los ojos a la realidad que me miraba de frente, convencerme de que Marnie
jamás habría hecho algo tan inmoral, tan dañino, como embarcarse en una
aventura amorosa con alguien que había sido parte de nuestra familia desde
antes de que ella naciera. Me parecía inconcebible. Rob no solo era veinte
años mayor que ella, sino también el marido de Jess, el hermano de Nelson
y el padre de su mejor amiga.
Recuerdo las náuseas que sentí, el pánico que me inundó cuando crujió
el suelo de madera del dormitorio de arriba, señal de que Jess se había
levantado y bajaba a la cocina. Agarré el bolso, corrí al vestíbulo y salí por
la puerta, cogiendo las llaves del coche por el camino. Y luego conduje, no
a la oficina, sino hacia el campo, donde aparqué por fin y me eché a llorar.
DE CINCO A SEIS DE LA TARDE

Adam

—¿Necesitas que haga algo? —le pregunto a Livia, deseando irme de la


terraza.
—No, tranquilo —dice, y se levanta al oír llegar a los del cáterin—. ¿Por
qué no vas a arreglarte? Voy a necesitar el baño a partir de las seis.
Al entrar en casa, me entra una notificación en el móvil. Me detengo al
pie de las escaleras y, con el corazón alborotado y las manos temblonas, me
saco el móvil del bolsillo. Cierro los ojos, rezo en silencio, luego miro. Es
un mensaje de Izzy.
¡Hola, hermano! Espero que Liv lo esté pasando genial. Ian y yo vamos un poco tarde,
pero nos vemos en cuanto consigamos llegar. ¡Qué ganas! Besos.

Estoy tan decepcionado que me dan ganas de estampar el móvil contra la


pared. No puedo seguir así, esperando a que Marnie dé señales de vida. De
camino al dormitorio, abro la app de BBC News para buscar el número de
emergencia facilitado a los familiares de los pasajeros. Si les explico que
Marnie ha perdido el vuelo y que está en alguna parte del aeropuerto, a lo
mejor le pueden dar un aviso a través del mostrador de Pyramid Airways.
Me siento fatal al pensar en las familias que están teniendo que llamar a ese
número por distinto motivo, pero no se me ocurre otra forma de localizarla.
Las inundaciones de Indonesia son la noticia principal, luego un
apuñalamiento mortal en Londres. El accidente aéreo es la tercera noticia.
Hay una foto junto al titular, de una maraña de escombros y llamas. Me
dejo caer en la cama y ojeo el artículo deprisa en busca del teléfono. Dos
palabras me llaman la atención: «Fuentes locales». Pero si está saliendo
información del aeropuerto de El Cairo, ¿por qué Marnie no ha podido
llamarme ni mandarme un mensaje? Con un terrible presentimiento,
reproduzco uno de los vídeos.
Un joven habla gesticulando mucho.
Yo estaba justo ahí —lo traduce una voz— y he oído el avión, más fuerte de lo normal, y
he levantado la vista y allí estaba, volando bajísimo. Sabía que no era normal porque los
observo a menudo, los veo despegar. Pero este, en lugar de ganar altura, se ha
quedado parado ahí, en el cielo. Y luego se ha caído.

El pulso me retumba tan fuerte en los oídos que tengo que hacer un
esfuerzo para seguir lo que dice: «Sabía que no era normal porque los
observo a menudo, los veo despegar». Pero el avión accidentado, al que
tendría que haber subido Marnie, se ha estrellado a los veinte minutos de
vuelo. Recuerdo haberlo calculado: se ha estrellado a las once cincuenta y
cinco, veinte minutos después de su hora de salida, las once treinta y cinco.
Entonces, ¿por qué el joven del vídeo dice que se ha estrellado nada más
despegar?
Me tiemblan tanto los dedos que casi no puedo sostener el teléfono.
Vuelvo a leer la noticia por encima, buscando, intentando localizar un dato
que me confirme que estoy en lo cierto y todos los demás se equivocan, que
el avión no se ha estrellado nada más despegar, sino a los veinte minutos.
Entonces lo veo escrito: «El avión se ha estrellado a los tres minutos de su
despegue del aeropuerto internacional de El Cairo», y me quedo helado,
porque la única forma de que haya caído nada más despegar, a las once
cincuenta y cinco, es que haya salido con retraso.
No puedo respirar. La habitación me da vueltas. Cierro los ojos, procuro
tranquilizarme. No debo asustarme, todo va a ir bien, solo tengo que
calcular a qué hora ha salido realmente el vuelo. No soy capaz ni de hacer
esa sencilla operación. Procuro centrarme. Si se ha estrellado a los tres
minutos del despegue y sé que el accidente ha ocurrido a las once cincuenta
y cinco, lo único que tengo que hacer es restar tres a cincuenta y cinco para
saber la hora de salida. Cincuenta y dos; el avión habría despegado a las
once cincuenta y dos, no a las once treinta y cinco, es decir, con diecisiete
minutos de retraso. El vuelo de Marnie desde Hong Kong debía llegar a El
Cairo a las diez quince, pero en la app de la compañía que he consultado
antes se confirmaba su llegada a las once veinticinco. Si el vuelo de
Ámsterdam ha salido a las once cincuenta y dos...
De pronto siento náuseas. Me meto corriendo en el baño y me planto
sobre el lavabo, asiendo con fuerza los lados, queriendo vomitar. Me miro
en el espejo y busco desesperado algo a lo que agarrarme, algo que impida
que el pánico se apodere de mí. ¿Y si a Marnie le ha dado tiempo a coger el
vuelo? Pero no puede ser, lo sabría; si le hubiera pasado algo, lo sabría. La
llevo tan dentro que lo presentiría. Marnie está a salvo, tiene que estarlo.
Me brota el sudor por todos los poros. Tengo un calor tan asfixiante que
empiezo a desvestirme. El botón de los vaqueros está demasiado duro para
mis dedos. Tiro con fuerza hasta que me quedo desnudo, temblando entero.
Abro la puerta de la ducha y casi me caigo dentro. A ciegas, busco el
mando y me cae encima una cascada de agua, tamborileándome en la
cabeza, llenándome la boca, la nariz, la garganta, hasta que el instinto me
lleva a tomar una bocanada de aire. Y solo puedo pensar en una cosa:
«Marnie está a salvo, tiene que estarlo. Marnie está a salvo, tiene que
estarlo».
Salgo como puedo de la ducha y me envuelvo en una toalla. Oigo una
música atronadora en el jardín que me devuelve a la realidad. No puedo
seguir engañándome. Es posible que Marnie no esté a salvo. Puede que le
haya dado tiempo a subir al avión accidentado. Ha tenido veintisiete
minutos para hacer la conexión, no diez.
Salvo que haya tenido que cambiar de terminal. No sé si hay más de una
terminal en el aeropuerto de El Cairo, pero puedo averiguarlo. Me siento en
el borde curvado de la bañera y tecleo en el motor de búsqueda: «Cuántas
terminales tiene el aeropuerto de El Cairo». «TRES», me sale, y casi me
echo a reír, porque es como si hubieran usado las mayúsculas para
tranquilizarme. Ahora solo me falta confirmar que el vuelo de Hong Kong
en el que ha venido Marnie ha llegado a una terminal distinta de la de salida
del de Ámsterdam.
—Por favor —mascullo—. Por favor, que sea una terminal distinta.
Encuentro el primer vuelo, el de Hong Kong, que ha llegado a la
terminal 3. Luego tecleo el número del vuelo de Pyramid Airways y
contengo la respiración mientras espero los resultados. Sale: terminal 2.
Cierro los ojos, aliviado. Por muy cerca que estén unas terminales de
otras, solo habrá tenido veintisiete minutos para bajarse del avión y llegar
de la 3 a la 2. Y encontrar la puerta de embarque.
Busco rápidamente más información sobre el aeropuerto internacional de
El Cairo. Encuentro la página oficial y leo que las terminales 2 y 3 están
comunicadas por una pasarela. Vale, ¿y cuánto se tardaría en desembarcar
de un vuelo, localizar la pasarela, recorrerla hasta la otra terminal, encontrar
la puerta de embarque... y llegar veinte minutos antes de la hora de
embarque? A Marnie no ha podido darle tiempo.
Debería tranquilizarme, pero no puedo dejar de pensar que, si hubiera
perdido el vuelo, se habría puesto en contacto conmigo. Si están llegando
las noticias de la prensa, las redes móviles estarán operativas.
Estoy aterrado.
Tengo que contárselo a Livia. Doy media vuelta para salir del baño y me
veo de refilón en el espejo. Me quedo mirando mi piel mojada, el pulso que
me late en las sienes... No puedo dejar que Livia me vea así. No quiero que
intuya que algo va mal antes de que la haya hecho sentarse, le haya cogido
las manos y haya encontrado de algún modo las palabras para decirle que es
posible que Marnie, nuestra hija, fuera en el avión siniestrado. Primero
tengo que librarme de esta cara de miedo y solo lo voy a conseguir
convenciéndome de que aún hay esperanza.
No voy a llamar al teléfono de emergencia para familiares, no hasta que
haya hablado con Livia.
Livia

La comida tiene un aspecto increíble. No puedo parar de dar vueltas por la


cocina, admirada con todo. He trasladado las tarjetas de cumpleaños al
salón y la encimera entera está cubierta ahora de bandejas de deliciosos
canapés.
—Es una maravilla, Liz, gracias. ¡Tienen una pinta estupenda!
—Y te garantizo que además están riquísimos —dice ella, sonriéndome,
aunque yo ya lo sé, porque probé uno cuando la contraté.
También hay comida en el comedor: dos salmones enteros, una bandeja
enorme de fiambre de ternera, platos con otros embutidos, ensaladas de
extraordinario colorido, la tabla de quesos más grande que he visto en mi
vida y gran variedad de postres, que se sacarán a la carpa en distintos
momentos de la velada. Y para cuando empiecen a llegar los invitados, las
bandejas de canapés, Liz y su equipo estarán ahí para servir y recoger, con
lo que yo podré disfrutar de la fiesta.
No puedo evitar preocuparme por Adam. Esperar que entretenga a los
invitados hablando de trivialidades durante unas siete horas, porque la fiesta
no va a terminar hasta las dos de la madrugada, a lo mejor es demasiado
para él si tiene migraña. No todo serán conversaciones intrascendentes, pero
tengo que asegurarme de que no lo acapara Paula, que suele hablar de su
salud con profusión de detalles. También lo tengo que mantener a salvo de
Sara, que acostumbra a acorralar a la gente enseñándoles en el móvil un
sinfín de fotos de sus vacaciones. Claro que, conociendo a Adam, después
de haber charlado un poquito con todos los invitados, pasará la mayor parte
de la fiesta con Nelson e Ian.
Suena el fijo y voy a cogerlo, preguntándome si será Marnie, si habrá
cambiado de opinión en lo de estar ilocalizable para poder felicitarme en
persona. Pero es Jeannie.
—Hola, cariño, solo quería felicitarte —dice.
—Gracias... Pero Mike y tú venís esta noche, ¿no?
—Sí, claro, no nos lo perderíamos por nada del mundo. Lo que pasa es
que estarás ocupada y no podremos hablar mucho.
—Para vosotros siempre voy a tener tiempo. Me habéis hecho más de
padres que los de verdad.
—Ellos se lo han perdido. Se han perdido la alegría de ver crecer a sus
nietos y convertirse en jóvenes maravillosos. —Hace una pausa—. ¿Cómo
lo lleva Adam?
—Bien. Tenía migraña hace un rato, pero se acaba de tomar una copa de
champán... Kirin nos ha regalado una botella para que nos la bebiéramos los
dos antes de la fiesta... Así que debe de encontrarse mejor.
—¡Qué bien! Bueno, pues te dejo con tus cosas. Adiós, cariño, nos
vemos luego.
Cuelga y me quedo un momento pensando en cómo habría sido yo si
Jeannie y Mike hubieran sido mis padres. ¿Una versión distinta de mí?
Pienso en Izzy y en lo segura que es. Y en Adam con su discreta confianza
en sí mismo.
Me tomo un minuto y observo todo lo que pasa a mi alrededor: las pilas
de platos y los cestillos de cubiertos que sacan a la carpa; a Emily, la
camarera joven, colocando en jarroncitos las flores que he pedido... Han
llegado cuando yo no estaba, junto con otro ramo de flores, de la madre de
Jess, que no puede venir esta noche. Aunque me alegra que Marnie no esté
aquí, me fastidia que vaya a perderse todo esto, porque le habría encantado.
Busco el móvil para hacer unas fotos y mandárselas, pero no está en el
bolso. Echo un vistazo alrededor; me lo habré dejado en algún sitio. Miro
en la terraza, pero en la mesa no está, y tampoco en la cocina.
Voy al vestíbulo y me llamo desde el fijo. Cuando da la señal, me retiro
el auricular y aguzo el oído, esperando localizarlo, pero no, ni siquiera la
segunda vez que lo intento. ¿Me lo habré dejado en el balneario? Recuerdo
haberlo tenido bocabajo en la mesa mientras comíamos, pero no sé qué he
hecho después con él. Con suerte, lo habrán cogido Kirin o Jess. Me
dispongo a llamarlas para preguntar cuando caigo en la cuenta de que tengo
sus números en el móvil. Se me ocurre pedirle a Adam que llame a Nelson
para que le pregunte a Kirin, pero los voy a ver dentro de un rato, así que
luego les pregunto. Además, tampoco tengo tiempo para preocuparme por
el móvil.
Liz viene a consultarme cómo quiero poner los cubiertos, en bandejas en
la carpa o en un cubertero en el centro de cada mesa. Se interesa por Marnie
y le digo que albergo la esperanza de que me haga un FaceTime durante la
velada. Si consigo enseñarle el jardín, si puede verlo todo, podrá participar
también.
De pronto se me ocurre que a lo mejor el motivo por el que Marnie se ha
ido de escapada este fin de semana a un sitio sin wifi es que necesita una
excusa para no hacerme una videollamada esta noche, porque Rob estará
aquí y le preocupa delatarse. O algo más probable aún: que no quiera tener
que mirar a los ojos a Jess y preguntarle cómo se encuentra cuando ella está
teniendo una aventura con su marido. Me tiene FURIOSA. ¿Cómo ha
podido? ¿Cómo ha podido liarse con Rob? Aún no he conseguido digerirlo.
He intentado excusarla, culparlo de todo a él, convencerme de que se ha
aprovechado de ella, de su vulnerabilidad, y la ha ido camelando poco a
poco, pero en algún momento Marnie ha tenido que dar el paso
conscientemente.
No encuentro palabras para describir el desprecio que me inspira Rob.
Sentada en el coche ese día, el día en que descubrí la verdad, intenté
calcular cuándo habría empezado la aventura. Aunque me enfermaba la
idea, estaba convencida de que él era el padre del bebé que Marnie había
perdido. Tenía la certeza (o al menos la esperanza) de que no había habido
nada entre ellos mientras mi hija aún iba al colegio, con lo que debía de
haber empezado cuando ya estaba en la universidad. Pero vivía en Durham,
a casi quinientos kilómetros y cuatro horas de coche desde Windsor, así que
¿cómo habían podido empezar a verse? Rob trabajaba cinco días a la
semana y, que yo supiera, nunca se había ido de fin de semana con
cualquier excusa, ni se había perdido una sola de las escapadas en moto con
Adam y Nelson.
Entonces recordé aquellos dos días a la semana, durante el año pasado,
en que Rob había estado ausentándose de casa para ir a las oficinas de su
empresa en Darlington. Yo sabía que Darlington estaba por el norte de
Inglaterra, pero no exactamente dónde. Saqué el móvil del bolso y busqué
Darlington en Google Maps. No estaba tan al norte como Durham, pero ¿se
encontraba lo bastante cerca como para que Rob hubiera ido a ver a Marnie
mientras estaba allí? Cuando descubrí que habría tardado media hora en
coche, me puse enferma. Me dieron ganas de llamar a su jefe y preguntarle
si de verdad había sido como él nos lo había contado: que no había podido
elegir, que aunque la empresa sabía que su mujer tenía esclerosis múltiple,
lo habían obligado a trabajar lejos de su casa. Pero me daba tanto miedo que
me dijeran lo que yo ya sospechaba: que había pedido ese puesto, o al
menos se había postulado para él.
Había algo más. Por la amistad que teníamos, habría sido lógico que Rob
fuera a ver a Marnie cuando estaba en Darlington. No nos habría extrañado
que la sacara a comer o a tomar una copa. Es lo que un tío haría por su
sobrina estudiante, porque así veíamos a Nelson y a Rob, como los tíos de
Marnie; ¡incluso ella lo había llamado tío Rob hasta hacía unos años, por
Dios! Claro que él no nos había dicho en ningún momento que tuviera
intención de hacerlo y a mí ni se me había ocurrido porque no tenía ni idea
de lo cerca que estaban los dos sitios. Pero en cuanto lo supe, su silencio lo
condenó. Lo que me sorprendía era que a Adam no le hubiera extrañado. Si
él hubiera ido a algún sitio cerca de Aberystwyth, donde estaba estudiando
Cleo, seguro que habría quedado con ella.
Me costó mucho reunir el valor necesario para volver a casa ese día y
enfrentarme a Jess. Llamé a Paula y le pedí que dijera en el trabajo que
estaba enferma; luego le comenté a Jess que iba a volver pronto porque no
me encontraba bien. Cuando llegué, me preparó un té y se empeñó en que
me acostara, y yo me quedé allí tumbada, mirando al techo, intentando
decidir cómo iba a contarle que su marido tenía una aventura con mi hija.
Pero mi cabeza se resistía a pensar en eso, como se resistió a comunicarle a
Adam mis sospechas cuando subió a verme. Antes de destrozarles la vida,
quería meditarlo todo bien.
Paseo nerviosa por la cocina y veo que, aunque la comida tenga una
pinta deliciosa, no voy a poder probar bocado tal y como me encuentro. Sé
que voy a disfrutar de mi fiesta en cuanto empiece, siempre que pueda
evitar a Rob. Para matar el tiempo, como no tengo el móvil, voy al salón y
repaso las tarjetas de felicitación. Casi todas son de personas a las que veré
esta noche, pero también de otras a las que no he invitado, y aunque no
tenía obligación de invitar a los dos primos de Kirin ni a la madre de Ian o a
la peluquera, me siento mal por no haberlo hecho.
Miro la hora; son casi las seis. Me muero de ganas de ver el jardín, pero
tengo que esperar a que Josh me lo permita. Max y él han estado dándole
fuerte desde que han vuelto de llevar a Murphy. Adam no tardará en bajar,
así podremos verlo juntos. Se ha dado la ducha más larga de su vida, a
juzgar por el rato que ha estado corriendo el agua, quizá para deshacerse de
la migraña.
Oigo pasos en la escalera y salgo al vestíbulo. Cuando Adam me ve, se
detiene y se queda ahí plantado, a medio camino, como si pensara: «Vale,
ya está, esta es la noche que Liv lleva anhelando toda su vida, así que a ver
si lo hago bien». Y me dan ganas de decirle que lo está haciendo muy bien,
que con los chinos color beis y le camisa blanca está perfecto. Está más
llenito que cuando me casé con él y, como no le queda mucho tiempo para
sentarse, se mantiene bastante en forma. Se le ha olvidado afeitarse, pero no
me importa.
Baja el resto de la escalera y me coge las manos.
—Livia...
Por cómo me mira y porque me ha llamado Livia, sé que está algo
sensible y que me va a decir que me quiere.
—¡Mamá, ya puedes venir! —grita Josh desde el jardín.
Me inunda la emoción.
—Yo también te quiero —le digo, y lo beso suavemente—. Gracias por
hacerme la persona más feliz del mundo. —Me lo llevo hacia la puerta—.
Vamos, Josh nos necesita.
DE SEIS A SIETE DE LA TARDE

Adam

Dejo que Liv me lleve al jardín. Cuando salimos a la terraza, el sol del
atardecer, que aún está alto en el cielo, me abrasa los ojos. ¿Qué hago
dejándola que me saque aquí? Tengo que contárselo, tengo que contarle lo
de Marnie. Estoy preparado para hacerlo, me he mentalizado. Pero nos ha
interrumpido Josh y, antes de que me diera tiempo a decir nada, me ha
soltado que ella también me quiere. ¿Por qué me ha dicho eso? ¿En serio
pensaba que le iba a decir que la quiero? ¿O un sexto sentido la ha
advertido de que no iba a gustarle lo que le quería contar?
Me ha dicho que la he hecho la persona más feliz del mundo. Y así es
como la veo cuando salimos al jardín. Se vuelve despacio, mirándolo todo,
y me alegro de que Max la esté grabando porque algún día, si ha ocurrido lo
peor, no quiero ni pensarlo, y Marnie iba en ese vuelo, voy a necesitar echar
la vista atrás y recordar lo feliz que era en este momento. Las palabras me
resuenan en la cabeza, «lo feliz que era», y se me parte el corazón. Tengo
que contárselo antes de que se emocione. Esta fiesta no puede celebrarse de
ninguna de las maneras.
—Livia... —le vuelvo a decir.
—Ya —dice ella, mirándome con los ojos brillantes—. ¡Es precioso! —
La cojo de la mano, la atraigo hacia mí, la estrecho en mis brazos, pero ella
se vuelve a mirar el jardín, con su espalda caliente pegada a mi pecho—. Es
muchísimo más de lo que imaginaba —añade—. ¿A que tenemos los
mejores hijos del mundo? ¿Has visto lo que ha hecho Josh allí, en la valla?
No me he fijado en nada cuando hemos subido los escalones al jardín.
He visto luces, flores y globos, pero como apelotonados en una nebulosa
indefinida. Veo que esto me está nublando todos los sentidos. La voz de
Livia me suena muy lejana y apenas noto el tacto de su mano cuando tira de
mí hacia la valla. El aire debe de estar perfumadísimo de sus rosas, pero yo
no huelo nada, salvo mi miedo.
Llegamos a la valla y mi mundo entero se hace pedazos. Le suelto la
mano a Livia y me aparto torpemente de ella. Hay fotos de Marnie por
todas partes: de cuando era bebé, del colegio, en el jardín, de vacaciones, en
Hong Kong, fotos que yo no había visto antes, pegadas por toda la valla. Y
encima una cartel que reza: «¡FELICIDADES, MAMÁ!».
Por suerte, Livia malinterpreta mi aspaviento.
—Ya, ¿a que es alucinante? —me dice.
Cierro los ojos y oigo a Marnie decir: «¡Felicidades, mamá!». Suena tan
cerca que parece que, si alargo la mano, podría tocarla.
Viene Josh y nos pasa un brazo por los hombros a cada uno,
juntándonos. Durante un segundo horrible, me dan ganas de apoyar la
cabeza en él y llorar.
—Bueno... —dice—, ¿qué te parece?
—Maravilloso.
No puedo mirar. Fijo los ojos por encima de la valla e intento centrarme
en la posibilidad de que Marnie siga con vida.
—¡Jamás he visto nada igual! —exclama Livia, abrazándolo—.
Muchísimas gracias, Josh. Te has tomado muchas molestias.
—Ha sido idea de Marnie; es su regalo.
—No podría haber pedido nada mejor. Recuerdo cuando hice esa foto —
dice, señalando—. Y esa, disfrazada de Star Wars. ¿De dónde las has
sacado?
—Casi todas me las ha pasado ella; las demás las he sacado de tus
álbumes. He hecho foto de foto y luego las he ampliado.
—Ojalá pudiera decirle lo mucho que me gusta. —Se vuelve hacia mí—.
¿Intento llamarla?
—¡No! —Consciente de que he saltado muy rápido, procuro moderar el
tono—. Allí es plena noche ahora. Además, ¿no te dijo que se iba a repasar
a un sitio sin wifi para que no la molestaran?
—Pero podrá recibir llamadas —replica Livia—. Me parece mal no
llamarla para darle las gracias.
—Papá tiene razón —dice Josh—. Mañana sabremos de ella, cuando
vuelva de su fin de semana fuera. —Nos suelta y de pronto tengo frío—.
Bueno, os dejo, que tengo cosas que hacer.
Se va y nos quedamos solos Livia y yo. ¿Se lo digo aquí, delante de las
fotos de Marnie, o la llevo adentro?
—Por cierto, ha llamado tu madre —dice.
—Ah, ¿sí? ¿Cuándo?
—Mientras estabas en la ducha.
—¿Qué quería?
—Solo felicitarme. —Hace una pausa—. He pensado que igual era
Marnie la que llamaba. ¿No es precioso lo que ha hecho?
—Sí —digo, alegrándome de no haber oído el teléfono, de haberme
ahorrado la terrible decepción de que no fuese nuestra hija.
—Podría quedarme aquí toda la noche, mirando estas fotos, pero más
vale que vaya a arreglarme.
Se dispone a marcharse y yo vuelvo a agarrarla de la mano.
—Livia, espera...
Pero ella me besa y se va, con la cabeza en otro sitio ya.
No cae en la cuenta hasta que anda ya por los escalones de la terraza.
—¡Perdona! —dice, volviéndose y riendo—. ¿Querías decirme algo?
La miro, con el pelo brillante al sol, la cara colorada de emoción, y no
puedo pensar más que en que es posible que esta sea la última vez que es
feliz de verdad. En el futuro, el futuro lejano, si Marnie no está bien, puede
que tenga momentos de olvido, pero el resto del tiempo, cada segundo de
cada minuto de cada hora de cada día del resto de su vida, Livia sentirá el
dolor de una pena inconsolable. Mientras espera mi respuesta, allí plantada,
no puedo pensar más que en que estos podrían ser sus últimos momentos de
felicidad.
Así que los prolongo. Me tomo mi tiempo para contestar, estirando los
segundos.
—¡Adam! ¿Puede esperar? —insiste.
Sus palabras resuenan en mis oídos. «¿Puede esperar?» Inspiro hondo,
superado por un súbito pensamiento. ¿Y si..., y si se lo cuento después de la
fiesta? No tengo confirmación oficial de que Marnie fuera en ese vuelo y
podría ser que no. ¿Y si le digo a Livia que puede que Marnie no vuelva a
casa, que puede que jamás volvamos a verla, y luego, unas horas más tarde,
entra por la puerta? Le habré causado una pena y una angustia
inimaginables para nada. Y si no entra por la puerta, si ha ocurrido lo peor...
—¡Adam! —Livia, que espera mi respuesta, se impacienta.
Respiro hondo. Si ha ocurrido lo peor, a Marnie le dará igual que se lo
cuente a su madre ahora o no. Si Livia puede disfrutar de unas cuantas
horas más de felicidad, seguro que ese es el mejor regalo que podría
hacerle.
—¡Puede esperar! —le grito, y ella me tira un beso y baja corriendo los
escalones que llevan a casa.
Se merece muchísimo ser feliz.
Livia

Me quito la toalla de la cabeza y me sacudo el pelo mojado. Cuando voy a


coger un peine, me veo en el espejo de cuerpo entero, me coloco delante y
me hago un repaso crítico. Voy en ropa interior y puedo ver que, vigilando
lo que como, he conseguido deshacerme de los kilos de más que había ido
cogiendo con los años. No me ha costado tanto. Perdí el apetito en cuanto
me enteré de lo de Marnie y Rob.
El nivel de engaño al que se han rebajado, los dos, es asombroso. Un par
de días después de ver a Rob desnudo en la habitación del hotel, cuando aún
estaba atando cabos, poco antes de que Cleo y él volvieran a casa, tuve una
conversación con Jess.
—¿A Cleo no le ha importado que Rob fuera a Hong Kong con ella? —
le pregunté al recordar que había sido ella la que no había querido que su
hija viajara sola.
Confié en que no se diera cuenta de que casi me había atragantado al
decir «Rob». Lo que había descubierto me pesaba tanto que apenas podía
estar cerca de Jess y agradecía poder escaparme al trabajo durante el día,
que Adam estuviera con nosotras por las noches y saber que ella pronto
volvería a su casa.
Rio a carcajadas.
—¡Sí, claro que sí! Ninguna chica de diecinueve años que se precie
quiere que su padre le haga de carabina cuando va a ver a su mejor amiga,
pero Rob se empeñó en que Cleo no iba sin él. Aunque intenté convencerlo
para que la dejara ir sola, no quiso dar su brazo a torcer porque, según él, no
era seguro. Cleo se puso furiosa y le dijo que ni de coña la iba a acompañar
y que ya se pagaba el billete con su dinero, pero Marnie la convenció de
que, si era la única forma de que se vieran, era preferible aceptar las
condiciones de Rob.
Saber que Marnie había tomado parte en el engaño me destrozó aún más.
Me hizo cuestionarme todo lo que mi hija me había contado de su estancia
en Hong Kong. No podía pensar en otra cosa y, cuando recordé lo
deprimida que había estado al llegar, me acordé también de que de pronto
se había animado en diciembre. Y entonces recordé el viaje que Rob había
hecho, supuestamente a las oficinas de su empresa en Singapur. Nos
impresionó tanto a todos que fuera a un sitio más exótico que Darlington
que nadie se planteó por qué de pronto lo mandaban allí, ni siquiera Nelson,
porque a ninguno se nos habría ocurrido pensar que pudiera estar
mintiendo. Éramos amigos íntimos, familia. Uno no miente a su familia.
Estaba tan obsesionada, tan resuelta a recabar toda la información, que
me peiné el Facebook de Rob, escudriñando todas sus publicaciones hasta
que llegué a la fecha correspondiente. No había mucho, desde luego no
tanto como esperaba de Rob en un sitio como Singapur, con lo que a él le
gusta presumir, y lo que había publicado tampoco era muy significativo.
Ninguna vista, solo un par de selfis: uno sentado en un restaurante delante
de un plato de marisco con el comentario «Me encanta Asia» y otro con un
cóctel en la mano y el comentario «Muchísimo calor en Asia». Pero no lo
pude confirmar.
Furiosa, me paso el peine por el pelo, deshaciéndome con violencia los
nudos, con la eterna pregunta atrapada en el cerebro: ¿cómo ha podido Rob
hacerle eso a Jess? Nunca obtendré una respuesta que pueda entender. Jess
es la mujer más tierna y cariñosa que conozco. No se merece un marido
adúltero y mentiroso, y menos ahora que está enferma. Lo que no soporto es
pensar que ha pasado precisamente porque está enferma, que Rob ya no la
quiere por su enfermedad. Debería haberlos unido, que él quisiera
protegerla. Tengo la certeza absoluta de que si yo enfermara, Adam estaría a
mi lado, igual que estaría yo al suyo.
De repente, me asalta un temor. Dejo despacio el peine en la encimera
mientras lo medito. ¿Será eso lo que le pasa a Adam? ¿Por eso está tan raro,
porque está enfermo? Josh me ha dicho que lo ha visto estresado cuando ha
vuelto del centro. ¿Y si tenía una cita con el médico de la que no ha querido
hablarme por no preocuparme? ¿Y si le han dado malas noticias? «Que no
sea eso, por favor. Que no sea que Adam está enfermo», rezo, pero no se me
ocurre qué más puede ser.
Agarro la bata, me la pongo y bajo corriendo las escaleras, atando el
cinto por el camino. Tiene que ser grave si Adam me lo quería contar antes
de la fiesta. A lo mejor quiere cancelarla. Pero solo me pediría que la
cancelara si fuera algo gravísimo.
No lo veo en el jardín, hasta Josh y Max han desaparecido, así que me
dirijo a la cabaña. Cuando me cuelo por detrás de la carpa, lo veo por la
ventana, plantado delante de su banco de carpintero, con la cabeza inclinada
sobre una pieza de madera oscura.
—¡Hola! —me dice cuando entro bruscamente—. ¿No te ibas a arreglar?
Me ve la cara y se queda pasmado—. Livia, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
El miedo de su semblante refleja el mío. Sabe que lo sé.
Me acerco a él porque parece incapaz de moverse.
—Adam... —Le cojo las manos y se las noto heladas—. Adam..., por
favor, dime la verdad. ¿Estás enfermo? ¿Es eso lo que me querías contar,
que estás enfermo?
El largo silencio me acelera el corazón.
—No. —Niega con la cabeza, perplejo—. No, no estoy enfermo. Salvo
por la migraña. No quería decirte nada, pero ha vuelto.
Trago saliva, nerviosa.
—¿No has ido al médico hoy?
—¿Al médico? No, si hubiera tenido cita, te lo habría dicho.
—¿De verdad?
—Sí.
Suelto un suspiro de alivio, mitad sollozo, mitad risa.
—¿No tienes ninguna enfermedad horrible de la que no quieres
hablarme hasta después de la fiesta?
—No, Liv, no. —Me estrecha en sus brazos—. Siento que hayas
pensado eso, que te hayas preocupado.
—¿Me lo prometes?
—Sí. No estoy enfermo, te lo prometo.
—Entonces, ¿qué era lo que querías contarme? Lo has intentado varias
veces, así que será importante. Tendría que haberte prestado atención.
Me aprieta con fuerza.
—Solo quiero que sepas lo mucho que te quiero y que siempre estaré
aquí para cuidar de ti, pase lo que pase.
—Sé que lo harás.
—Lo único que deseo es que seas feliz.
Hay una tristeza en sus ojos que no acabo de entender.
—Soy feliz —le digo, y lo beso con ternura para apagar esa tristeza—.
Soy más feliz de lo que he sido en toda mi vida.
—Bien. Anda, ve a arreglarte, que vas a tener que recibir a tus invitados
en bata —dice, mirando el maltrecho reloj que tiene encima de la mesa—.
Son las siete menos cuarto, así que dispones exactamente de cuarenta y
cinco minutos.
—¡Voy! —le grito mientras salgo corriendo de la cabaña, y los pies ya
no me pesan de miedo porque el alivio me los aligera.
Podría soportar cualquier cosa, lo que fuera, salvo que Adam estuviera
enfermo. Pienso en Jess y sé que por eso he dado ese salto, porque antes de
que nos comunicara su diagnóstico, yo ya sabía que tenía algo en la cabeza,
pero esperó a que volviéramos de vacaciones, sabiendo que nos
preocuparíamos por ella en cuanto nos enteráramos.
Llego a la casa y aminoro el paso. Adam me está ocultando algo, lo sé.
Con lo triste que tenía la mirada, no me creo que lo que fuera a decirme sea
que me quiere y que siempre estará a mi lado. Me recuerda a la cara de
tormento que yo me veo a veces y, de pronto, se me ocurre que a lo mejor
sabe lo que yo sé y ha estado buscando un modo de decírmelo, pero luego
caigo en la cuenta de que no puede ser eso, porque si tuviera la más mínima
sospecha de que Rob se ha liado con su queridísima Marnie, Rob no
seguiría vivo.
DE SIETE A OCHO DE LA TARDE

Adam

No he salido de la cabaña desde que Livia ha venido a buscarme. Lo


primero que he pensado cuando ha irrumpido aquí de ese modo ha sido que
lo sabía, que de alguna forma había deducido que Marnie iba a venir a casa
y viajaba en el avión accidentado. Pero lo que pasaba era que había creído
que yo estaba enfermo, y ojalá fuera eso, ojalá pudiera darle la vuelta a todo
y que nuestra hija viniera a casa y yo estuviera enfermo.
He estado estudiando el bloque de nogal que compré para esculpirle su
ángel, intentando distraerme pensando por dónde empezar, dónde hacer el
primer corte. La interrupción de Liv me ha dejado nervioso, incapaz de
parar quieto. Para calmarme, he puesto las manos en la madera y me he
aferrado al pensamiento de que en julio, para su cumpleaños, Marnie estaría
aquí conmigo, encantada con su escultura.
El aire cargado de la cabaña me resulta asfixiante. Voy afuera. Livia no
tardará en bajar. Bordeo la carpa y cruzo el jardín, mentalizándome de que
tengo que aparentar la máxima normalidad posible para no estropearle la
fiesta. Espero en la terraza y entonces la veo, caminando hacia mí, nerviosa,
casi ruborizada, tan hermosa con su vestido largo de color crema que me
roba el aliento.
—Estás preciosa —le digo, y la beso.
Asoma un rubor a sus mejillas.
—¿De verdad lo piensas?
—Sí, aún más preciosa que el día de nuestra boda.
—¡Qué jóvenes éramos! Tú solo tenías diecinueve años, los mismos que
Marnie. Imagina que nos dijera que se casa... y que está embarazada. —Se
calla de pronto.
Procuro no estremecerme con el dolor insufrible que me produce la
mención de nuestra hija. Esta noche van a pasar muchas cosas, me parece.
La gente hablará de ella, dirán que es una pena que no haya venido,
preguntarán cuándo vuelve. ¿Cómo voy a fingir que pronto estará en casa si
no sé si será así? «Céntrate en Livia —me digo—. Sé fuerte por ella.»
—Me iba a rizar el pelo y dejármelo suelto, pero al final no me ha dado
tiempo —dice Livia—. ¿Está bien así?
Se lo ha recogido y le cuelgan unos mechones por el cuello.
—Está perfecto. Estás perfecta. —Le doy otro beso—. Deja de
preocuparte.
—Me pregunto quién será el primero en llegar.
—En circunstancias normales, diría que Izzy e Ian, pero Izzy me ha
mandado un mensaje para decirme que llegarán tarde. Así que seguramente
serán Kirin y Nelson. Él estará deseando librarse de los niños un rato.
—Y supongo que va a necesitar un trago fuerte —dice sonriente.
—Bueno, aquí tenemos de todo lo que le pueda apetecer.
—No se nos ha olvidado nada, ¿verdad?
—No, creo que no.
—¿Dónde está Josh?
—Arriba, cambiándose.
—¿Y Max?
—Arriba, cambiándose.
Ríe de repente.
—Esta es la peor parte: esperar a que llegue todo el mundo. —Se vuelve
hacia mí—. ¿Y sabes cuál va a ser la mejor? No cuando ya estén aquí, sino
cuando todo haya terminado y solo quedemos tú y yo.
Trago saliva con dificultad. Se oyen pasos por el caminito de entrada.
—Me parece que viene alguien.
Justo entonces oímos la voz de Nelson.
—¡Son las siete y media, que empiece la fiesta!
Y Kirin y él entran por la puerta lateral a la terraza.
—¡Madre mía, Livia, estás espectacular! —chilla Kirin—. Y tú tampoco
estás nada mal —dice, dándome un beso y abrazando luego a Livia—. Me
encanta tu camisa.
Sonrío un poco.
—La acabo de estrenar.
—Livia, estás despampanante. —Nelson se vuelve y me da un abrazo de
hombre—. Te he echado de menos.
—Si nos vimos hace una semana...
—Demasiado me parece.
Kirin saca el móvil y caigo en la cuenta de que no voy a poder impedir
que la gente pregunte por Marnie esta noche, pero ¿y si se ponen a hablar
del accidente aéreo? Me aparto de ellos enseguida y me dirijo a la cocina
con el corazón desbocado. Allí están los del cáterin, ocupando demasiado
espacio. Paso por delante de Liz, meto la mano en el armario de al lado del
lavaplatos, agarro un cuenco grande y vuelvo afuera.
—Perdona, Kirin —digo, interrumpiéndola mientras habla con Livia—.
Nada de móviles esta noche. Mételo aquí, por favor. Tú también, Nelson.
Liv me mira sorprendida.
—¿En serio es necesario?
—Por supuesto —digo, fingiendo desenfado—. No queremos que nadie
ande con el móvil cuando debería disfrutar de la fiesta.
—Pero ¿y las fotos?
—Max es el fotógrafo oficial, ¿no?
Kirin frunce el ceño.
—¿Y si mis padres me necesitan? Se han quedado con los niños.
—Llamarán al fijo.
—Pero ¿lo oiremos?
—Con suerte, no —bromea Nelson—. Kiri, si necesitan algo, cualquiera
de ellos puede coger el coche; estamos a dos minutos.
—Vale —dice Kirin, y deja el teléfono a regañadientes en el cuenco.
—El mío te lo doy encantado —espeta Nelson—. Así no tengo que oír
cómo entra un millón de notificaciones.
Llegan más invitados: los vecinos de enfrente, los compañeros del bufete
de Livia, los amigos a los que no vemos tan a menudo como querríamos
porque viven lejos... La terraza no tarda en llenarse de gente con botellas de
vino y regalos para la homenajeada. Me alivia que todos accedan a
entregarme sus móviles sin protestar demasiado, bromeando con la
posibilidad de irse a casa con el teléfono equivocado, algo que no se me
había ocurrido. Pero lo oye Josh y, poniéndome una mano en el hombro, me
dice que ya lo arregla él. Desaparece un par de minutos mientras yo me
esfuerzo por charlar con una de las compañeras de trabajo de Livia y vuelve
con unas etiquetas y un bolígrafo.
Lo dejo con el cuenco, me hago a un lado y lo oigo organizar a la gente,
una vez le han dado el móvil, para que suba los escalones y pase al jardín.
Como al principio nadie le hace caso, empieza a gritar que hay bebida en la
carpa. Funciona: se vacía la terraza y Livia va con ellos. No tarda en
rodearla un grupo de personas y lo único que veo es su pelo caoba. Nos
quedamos solos Nelson y yo.
—Tómate algo conmigo —me dice.
—¿Qué te apetece: cerveza, vino, champán...? —le pregunto.
Se sienta en los escalones.
—¿Podría ser un whisky?
—Claro. Espera aquí. —Voy al comedor, cojo un whisky de malta y dos
vasos, y los lleno por la mitad—. Aquí tienes —digo, pasándole uno.
—Gracias. Esto es exactamente lo que necesito. —Hace una pausa—.
Kirin está embarazada. ¡Por las familias numerosas! —dice, brindando
conmigo.
Vadeo el batiburrillo de emociones que me recorren, intentando
encontrar una respuesta adecuada.
—¡Guau!
—¡Y que lo digas! —Bebe un trago—. Son gemelos.
No puedo disimular mi sorpresa.
—¿Gemelos?
—Eso mismo.
—¡Dios!
Me mira ceñudo.
—Esperaba que te partieras de risa.
Y tiene razón: en circunstancias normales, lo haría.
—Es una noticia estupenda, Nelson, de verdad. Estás contento, ¿no?
—Seguro que lo estaré, cuando me haga a la idea. Kirin me lo ha soltado
de sopetón hace un rato. No cabía en el vestido que se quería poner y
entonces me lo ha confesado. Ha sido bastante desagradable. Culpa mía: le
he dicho que más le valía ponerse a dieta si no quería reventar la cremallera
y ella me ha contestado que más me valía hacerme una vasectomía si no
quería terminar con más de cinco hijos. Ya sabes cómo es Kirin: si le das, te
la devuelve. —Bebe otro trago largo de whisky—. Cinco hijos, ¿quién lo
iba a pensar? Pero ya sabes, cuando me he recuperado del susto inicial, que
ha sido fuerte, para qué voy a mentir, he empezado a pensar que igual está
bien. Siempre que sean niñas. No quiero otro par de monstruitos. No sé de
dónde sacan los chicos la energía. Eso es lo único que me preocupa. Ya
estoy hecho polvo a todas horas. A veces te envidio: somos de la misma
edad y los tuyos ya son independientes.
—No me envidies —le digo en voz baja, tan baja que no sé si me ha
oído.
—Supongo que me parece bien —continúa—, porque mientras estaba en
la ducha he empezado a pensar en nombres. Si son niñas, estaría bien seguir
con los de flores, Poppy y Dahlia, que van bien con Lily, ¿no te parece?
—¿Dahlia? Poppy me gusta, pero ¿por qué Dahlia?
—Son las únicas dos flores que me sé, las amapolas y las dalias. Bueno,
y los crisantemos y los claveles, pero dudo que Kirin quiera llamarlas
Chrysanthemum y Carnation —dice con una sonrisita.
—Tampoco creo que le vaya a gustar mucho Dahlia. ¿Qué tiene de malo
Rose?
Se vuelve hacia mí con cara de asombro.
—¡Adam, eres un genio! ¡Rose!
—A lo mejor no son niñas —le recuerdo.
—Espero por Dios que lo sean —gruñe, luego se echa a reír.
—¿Qué? —le pregunto.
—Hace cinco años habríamos estado hablando de motos y del ganador
de MotoGP. En cambio, hoy estamos aquí sentados hablando de bebés y de
nombres de flor para niña.
Consigue hacerme sonreír.
—Has empezado tú.
—Está llegando gente —dice, dándome un codazo.
—Luego te veo —le digo, y me levanto—. Ve a emborracharte, te lo
mereces.
—¡Adam! —Me vuelvo y veo a Jess, sonriente—. ¿Dónde está la
cumpleañera?
Le doy un abrazo, procurando no hacerle perder el equilibrio.
—En el jardín. ¿Y Cleo?
—¡Aquí! —Miro detrás de Rob, que me la tapa, vestido de esmoquin y
pajarita, toqueteándose el pelo. Tengo que bordearlo para darle un abrazo a
Cleo—. Es alucinante —dice, paseando emocionada por el jardín sus ojos
azules, fijándose en todo—. Las luces de los árboles... ¡son preciosas!
—¿Qué tal? —pregunto, y me siento aún peor porque solo puedo pensar
que esta es otra de las personas que se quedarán destrozadas como le haya
pasado algo a Marnie.
—Yo, bien..., salvo por Charlie, que está en plan infantil ahora mismo.
—Como disguste a mi chiquitina, se las va a ver conmigo —amenaza
Rob.
Jess pone los ojos en blanco.
—Tu chiquitina es perfectamente capaz de cuidarse sola, ¿verdad,
cariño?
—Por supuesto —responde Cleo.
Les acerco el cuenco, lleno ya de móviles.
—Los móviles aquí, las bebidas por ahí —digo, señalándoles los
escalones, y por suerte, se van: Rob se adelanta y Cleo se queda para ayudar
a Jess.
Alguien me pasa un brazo por el hombro.
—Bueno, ¿cómo estás?
—Papá. Bien. Hola, mamá. ¡Guau, qué elegante vas!
Me escudriña.
—¿Qué tal la migraña?
—Bien. No, genial —rectifico. Ya no tengo claro si aún tengo migraña o
no. Aunque tampoco miento, porque se me está formando como una banda
enorme de presión en el interior de la cabeza.
—¿Por eso se te ha olvidado afeitarte?
Me paso una mano por la barbilla. Tiene razón: se me ha olvidado.
—Hay bebidas en el jardín —les digo.
—¿Intentas deshacerte de nosotros? —bromea mi padre.
—Solo hasta que lleguen todos. ¿Por qué no vais a ver a Nelson? Tiene
una noticia que estará deseando contaros.
—¡Qué intriga! Luego te vemos, hijo.
Llega más gente. Charlo con ellos un poco, les cojo los móviles, que ya
casi rebosan del cuenco, y los mando escalones arriba. Ya no me acuerdo de
quién ha llegado y quién no. Me saco el móvil del bolsillo, pero no me ha
entrado ningún mensaje desde el de Izzy. Experimento de nuevo esa
sensación de pánico que ya conozco bien. «¿Dónde estás, Marnie? —me
pregunto para mis adentros—. ¿No debería haber tenido noticias tuyas ya?»
Miro la hora: las ocho. La fiesta va a durar hasta las dos de la
madrugada, cuando haya que quitar la música.
No sé si voy a poder aguantar.
Livia

Josh se sube a una silla, exhibiendo las piernas bronceadas por debajo de
los vaqueros cortados que lleva con una camisa blanca. Lo veo agitar los
brazos para llamar la atención de los invitados, que están entretenidos
charlando. Max se sube a su lado y golpea con un tenedor su botellín de
cerveza hasta que solo se oye un murmullo.
—¡Hola! —grita, y lo vitorean.
Estoy con mis compañeros de trabajo, sonriendo a Josh, cuando detecto
a Rob por el rabillo del ojo. Está plantado delante de la carpa, vestido de
esmoquin con pajarita roja, y se me revuelve el estómago una barbaridad.
Lo veo tan resuelto y tan seguro de sí mismo que no sé cómo voy a poder
estar en el mismo sitio que él. Desde que me enteré de lo suyo con Marnie,
he conseguido evitarlo por completo, quedando con otros amigos,
haciéndome la mala para que Adam tuviera que cancelar la cena que
habíamos preparado en casa..., aunque tampoco tenía que fingir mucho
porque la idea de tener que sentarme a comer con Rob me producía arcadas.
Pero ni loca iba a cancelar la fiesta con la que llevaba soñando tanto tiempo.
No tenía más que evitarlo, me dije, y no sería difícil con otras noventa y
nueve personas alrededor. Sin embargo, ahora que está aquí, la realidad es
muy distinta.
El odio que siento es tan fuerte que tengo que darle la espalda un
segundo y me arden las mejillas mientras procuro controlar la respiración.
—Así que para esta noche —prosigue Josh—, ¡os tenemos preparada
una aventura musical! En determinados momentos de la velada, voy a poner
las canciones que me habéis pedido y tendréis que adivinar quién ha sido.
—Más vítores y risas. Intento centrarme en eso, en el disfrute de todos, para
olvidarme de Rob—. ¿Entendido? —grita.
—¡Sí! —contestan todos a voces.
—¡Pues que empiece la fiesta!
Empieza a sonar Celebration por los altavoces y, antes de que me pare
alguien, me aparto de la carpa y me sitúo en el último de los escalones, lo
más lejos posible de Rob. Max anda por ahí, grabando y haciendo fotos, y
me alegro de que se haya empeñado en ser el fotógrafo, porque de lo
contrario no habríamos tenido recuerdos. Que Adam le haya confiscado el
móvil a todo el mundo es tan impropio de él que casi me ha dado la risa y al
principio he pensado que bromeaba. No habíamos hablado de prohibir los
móviles, así que ha debido de ser una decisión repentina. A lo mejor le
preocupaba que la gente se pasara la mitad de la noche mirando sus
mensajes, pero yo no creo a nuestros amigos capaces de eso.
Inspiro hondo unas cuantas veces. Este momento de soledad entre
tantísima gente me ha calmado y sonrío al ver a mis amigos reír juntos,
pasándolo bien ya. Me estiro el vestido, recolocándome la falda para que el
bajo quede recto y alisando la tela que se me ha arrugado un poco alrededor
de la cintura. Este vestido me ha preocupado desde que lo compré: me
preguntaba qué dirían los invitados del color, si pensarían que intentaba
repetir mi boda, pero no he recibido más que elogios y nadie me ha dicho
que parezco una novia.
He tenido un momento antes, eso sí, después de recogerme el pelo y
maquillarme, en que, mirándome en el espejo, de pronto he pensado en las
rosas que Marnie me ha enviado y he bajado corriendo a buscarlas. De
nuevo arriba, las he sacado del jarrón, he secado los tallos con una toalla y
las he dejado a un lado mientras me ponía el vestido. Luego, sin mirarme
aún en el espejo, he cogido el ramo y lo he sostenido delante de mí, como lo
haría una novia camino del altar. Cuando he levantado la vista y me he
visto, se me han saltado las lágrimas.
Ojalá alguien me hubiera hecho una foto que pudiera mirar en secreto,
un recordatorio de lo que podría haber sido, pero solo estaban Adam y Josh
y me daba mucha vergüenza que me vieran jugar a las novias. Me he estado
mirando un buen rato, grabando la imagen en mi cabeza, porque quería
recordar qué aspecto podía haber tenido el día de mi boda. Y luego me he
llevado las rosas a la cara y he inhalado su aroma embriagador.
—Gracias, Marnie —he susurrado—. Gracias por permitirme verlo.
Lo triste es que, si hubiera estado aquí y lo que ha pasado no hubiera
pasado, habríamos compartido el momento, tonteando y riendo como
bobas. A lo mejor luego, cuando se hayan ido todos, le pido a Adam que me
haga la foto con las rosas para mandársela a Marnie. O si las conservo,
puedo esperar a que vuelva a casa a finales de mes, volver a ponerme el
vestido y recrear la escena para ella. Pero no sé si me va a apetecer volver a
arreglarme.
Ha sido raro ese momento que he pasado en la terraza con Adam,
mientras esperábamos a que llegaran los invitados. Ha habido como un
vacío, un instante en el que no estaba pasando nada ni había nada que hacer.
Un instante en el que Adam y yo nos hemos quedado sin palabras. Un
instante en que parecía que el mundo hubiera dejado de dar vueltas y el
tiempo se hubiera detenido, a la espera de que reanudara su marcha.
Veo que Kirin me hace señas y me acerco, levantándome el bajo del
vestido para no pisármelo.
—Se lo he contado —me dice, sonriente. Le coge un vaso de zumo a un
camarero que pasa con una bandeja y yo hago lo mismo. Beberé alcohol,
pero luego, cuando haya llegado todo el mundo—. Le he contado a Nelson
que estoy embarazada.
—¿Y qué tal?
—Bueno, después de hacerle el RCP, bien. Aturdido pero bien. ¡Qué
bonito es esto, Liv! —dice, señalando con el brazo todo el jardín.
—Lo sé, y es todo cosa de Josh y Max. Han hecho un trabajo estupendo.
Estoy deseando que anochezca; va a ser precioso.
—Entonces, ¿la espera ha merecido la pena?
Al oír la voz de Jess a mi espalda, se me desboca el corazón, aterrada de
pensar que Rob vaya con ella. Me vuelvo despacio, dándome tiempo,
preguntándome si voy a ser capaz de mantener el tipo.
Se me saltan las lágrimas de alivio cuando veo que viene sola.
—Sí —digo, parpadeando para que no se note—, la espera ha merecido
la pena.
Jess piensa que las lágrimas son de felicidad, de disfrutar por fin de «mi
gran día», y me da un abrazo.
—¡Estás guapísima!
—¿No parezco una novia?
—En absoluto.
Miro por encima de su hombro.
—¿Dónde está Cleo? —pregunto, buscando a la vez a Rob.
—Hablando con Josh y Max.
—Ah, sí, ya la veo. Luego me acerco. Por cierto, ¿alguna de vosotras ha
cogido mi móvil en el balneario?
—Yo no —dice Kirin.
—Yo tampoco —contesta Jess, preocupada—. ¿Por qué?, ¿lo has
perdido?
—No sé, no está en el bolso y se me ha ocurrido que a lo mejor me lo
había dejado en la mesa mientras comíamos.
—¿Quieres que los llame? —propone Kirin—. Ay, no..., no puedo, que
Adam nos ha confiscado los nuestros.
—Tranquila, mañana llamo yo. —Me vuelvo hacia Jess—. ¿Te traigo
una silla?
Me sonríe agradecida.
—De momento, estoy bien.
—¿Has visto las fotos de Marnie? —le pregunta Kirin.
—Aún no.
Por el rabillo del ojo, veo a Rob acercarse.
—¡Anda, mira, ya ha venido Izzy! —digo, escabulléndome—. Perdonad,
que tengo que ir a saludar.
Tras abrazarla, charlo un momento con Izzy, que quiere ir a asegurarse
de que los del cáterin están haciendo su trabajo. Le digo que está todo bajo
control, pero le encanta organizar a los demás y sabe hacerlo sin ofender.
—¿Has sabido algo de Marnie? —me pregunta a la vez que alarga la
mano para coger un canapé de una bandeja que pasa.
—Sí, me ha mandado un mensaje esta mañana. Y me ha enviado unas
rosas amarillas preciosas.
—¿Las de la cocina? ¡Son muy bonitas! Estoy deseando verla cuando
vuelva, echo de menos a mi sobrina favorita.
Sonrío porque Marnie es su única sobrina. Izzy e Ian no pueden tener
niños, así que Marnie es importantísima para ellos. Desde que mi hija tiene
edad para sostener una taza, Izzy se la ha llevado a tomar el té a Londres
todos sus cumpleaños, probando un hotel diferente cada vez y puntuándolos
después por la calidad de los bollitos, la frescura de los sándwiches y la
variedad de los pasteles.
—Ve a ver las fotos —le digo, señalándole la valla—. Hay una en la que
sales tú con ella en brazos nada más nacer.
—¡Me alegro de salir en alguna!
He experimentado sentimientos muy encontrados cuando he visto las
fotos antes. Deleite y orgullo, por supuesto, pero también desaliento al
toparme con algunas que no recordaba. No sabía si las había hecho yo u
otra persona, dónde estaban hechas o por qué. Esa en la que va con el
uniforme del colegio, ¿con qué motivo se hizo: por el primer día de clase,
después de un acto de fin de trimestre o simplemente porque estaba mona
esa mañana? La de la playa..., ¿dónde, cuándo, por qué? Me han
atormentado los recuerdos que las fotos no me traían y la inocencia de esos
recuerdos. Y la incredulidad de que Marnie, mi preciosa Marnie, haya
podido hacer lo que ha hecho.
Yo estaba orgullosa de que, cuando nos llamaba, siempre preguntara por
Jess y por cómo llevaba los síntomas de su enfermedad, pero después de lo
que Kirin me ha contado esta mañana de que Rob no lo quiere reconocer,
que no para de decirle a Nelson que su mujer se maneja bien sola, tengo un
terrible presentimiento. ¿Y si la verdadera razón por la que Marnie vuelve a
final de mes no es solo para ver a Rob, sino porque él tiene pensado dejar a
Jess y mi hija quiere estar aquí para apoyarlo secretamente en el trance?
Izzy va a ver las fotos y, después de asegurarme de que no tengo cerca a
Rob, miro hacia la terraza para ver si ha llegado alguien más. Aunque sé
que no es lógico, teniendo en cuenta que hace más de veinte años que no los
veo y que no han respondido a ninguna de las invitaciones que les he
mandado ni me han enviado una tarjeta, no puedo evitar albergar la leve
esperanza de que aparezcan mis padres. Pero en la terraza solo está Adam,
con la cabeza agachada sobre algo que sospecho que es su móvil. Lo veo
tan triste allí solo que de pronto me inunda una extraña sensación de
despropósito, de que no estamos donde deberíamos estar, de que todo lo que
está pasando a nuestro alrededor está mal. Me dan ganas de gritarle a Josh
que pare la música y apague las luces; de decirles a todos que ha sido un
terrible error y pedirles que se vayan a casa. Pero Jeannie y Mike suben los
escalones, con el rostro iluminado por una sonrisa, y la sensación se va tan
rápido como ha venido.
DE OCHO A NUEVE DE LA NOCHE

Adam

Llegan más invitados. Me planto en la terraza y cumplo mi cometido


mecánicamente: recibo, saludo, los acompaño a los escalones y los
conduzco al jardín. Los camareros se detienen a ofrecerme comida cuando
pasan con las bandejas, pero no me apetece nada. Y entonces, por fin, una
tregua.
—¡Papá! —Levanto la vista y veo a Josh haciéndome señas—. ¿Puedes
venir?
—¿Tú crees que ya estamos todos? —le grito, resistiéndome a
abandonar la terraza hasta estar seguro. Suena a todo trapo Respect, de
Aretha Franklin; la petición de Jess, oigo decir a alguien.
—¡Sí, creo que sí!
¿Cómo es posible que, desde que han llegado Nelson y Kirin a las siete y
media, haya estado tan centrado en lo que me decían los invitados para no
despertar sospechas, que haya habido lapsos de segundos, e incluso
minutos, en los que Marnie haya desaparecido por completo de mi cabeza?
No me parece bien ser capaz de sonreír y charlar cuando... Detengo
enseguida ese pensamiento. No puedo ceder ante la duda, menos aún si Josh
está esperando para hablar conmigo.
Cierro la puerta lateral y me acerco.
—El anillo de mamá..., ¿has ido a buscarlo?
Me lo quedo mirando.
—No, no he...
—¡Jo, papá! Como has estado desaparecido tanto rato después de que
volviera mamá, pensaba que habías ido a por él.
—He estado arriba, arreglándome. —Me froto la cara—. Los de la
joyería me han llamado para decirme que no lo iban a tener a tiempo.
—¿No se lo ibas a regalar de todas formas? —me pregunta, ceñudo—.
Si no has ido a buscarlo, ¿no tienes regalo para ella?
—Se lo explicaré —digo—. Lo entenderá.
—Vale. —Lo noto decepcionado—. Es que he oído que le preguntaban
qué le habías regalado y que ella contestaba que con la fiesta le bastaba,
pero me parece que esperan que le des algo luego. ¿Tienes una foto del
anillo? Podrías darle eso por lo menos.
—No. No tengo.
—¿Y no podrías encontrar una de alguno similar?
—Sí, buena idea —digo, contento de tener una excusa para esfumarme
—. Voy a buscarla.
—¡No tardes! —me grita mientras me meto en casa—. ¡No quiero tener
que explicarles a todos por qué has desaparecido!
Subo al dormitorio, pero en vez de buscar una foto en el iPad, me siento
en la cama. Mimi está en su sitio favorito, observándome con esos ojos
verdes que nunca parpadean. Ignorándola, saco el móvil y me quedo
mirándolo un momento. Debería llamar ahora al número de emergencia
para familiares. Tendría que haber llamado antes. No sé qué demonios hago
que no estoy llamando ya.
Oigo una carcajada por la ventana y, agradeciendo la excusa, me levanto
y me asomo. Veo a Nelson en medio de un grupo de personas y deduzco
que Kirin, o él mismo, acaban de anunciar que ella espera gemelos. Para la
música y suena de pronto Congratulations. Aplauden todos y me choca la
terrible paradoja de la situación: se ha estrellado un avión, uno en el que
podría haber ido nuestra hija, y aquí todo el mundo está cantando
Congratulations y aplaudiendo.
Entonces caigo en la cuenta de la enormidad de lo que he hecho. He
permitido que la fiesta siga adelante, que la gente beba champán, ría, cante.
Me dejo caer en la cama y entierro la cara en las manos. ¿En qué estaba
pensando? Percibiendo mi angustia, Mimi viene a investigar, pero la aparto
de un empujón. Vuelve a acercarse, no habituada a mi reacción, y la
reprendo.
—¡No, Mimi, déjame!
Sale disparada de la cama y yo me hundo aún más. ¿Qué he hecho?
Tengo que parar la fiesta ya, ahora mismo, antes de que se anime más. No
debería haber dejado que llegara tan lejos, tendría que haberla cancelado
antes de que empezase. Ahora, si ha ocurrido lo peor, voy a tener que bajar
y pedirles a todos que se vayan a casa..., y decirles por qué.
No puedo, no sería capaz. La cabeza me va a mil. A lo mejor podría
preguntarle a Nelson. Si me entero de que Marnie iba en ese vuelo, quizá
Nelson podría decírselo a todos. ¿Se lo diría a Nelson antes que a mi mujer?
Me levanto y empiezo a pasear nervioso por el cuarto. No, se lo tengo que
decir a Livia primero, luego a Josh. A mis padres también, tienen que
enterarse por mí, pero cuando se lo haya contado a Livia, cuando se lo haya
dicho a Josh. Tal vez debería incluir a Izzy e Ian con mis padres, porque
también son familia. ¿O se lo digo más adelante, cuando se lo haya contado
ya a Livia, a Josh y a mis padres? ¿O mejor dejo que se lo cuente Nelson
cuando se lo diga a todos los demás?
¿Y cómo se lo digo? No sé cómo expresarlo. La sola idea me parece
impensable.
Y entonces llaman al timbre. Me vuelvo de golpe, mirando fijamente la
puerta del dormitorio, con el corazón desbocado. No esperamos a nadie
más, ya han llegado todos los invitados. Suena de nuevo, más tímidamente
esa vez, como si el que llama se arrepintiera de haberlo pulsado la primera
vez. Como lo haría Marnie si le preocupase que pudiera abrir la puerta
alguien que no fuera yo y estropear la sorpresa. Como haría si hubiera ido
por la puerta lateral y no me hubiera encontrado allí, esperando para
ayudarla a meterse en la caja.
Miro el móvil. Son las ocho treinta y cinco, antes de la hora a la que
debía llegar, pero ¿y si la han metido en un vuelo directo a Londres, desde
El Cairo, como me decía en sus mensajes de esta mañana? Bajo corriendo
las escaleras, casi al borde del llanto, bobo de mí. Podría haberme ahorrado
mucha angustia si hubiera pensado bien las cosas. Pues claro que habrán
intentado llevar a los pasajeros descolgados hasta su destino final lo antes
posible. Manipulo con torpeza el pestillo; ya me veo abrazándola,
diciéndole que creía que iba en el avión siniestrado.
Abro de golpe la puerta.
—¡Marn...!
Me quedo con la palabra en la boca, incrédulo, porque no es Marnie,
sino otra persona. Una chica más bajita, con el pelo más oscuro, alguien a
quien conozco, pero que, en mi confusión, no soy capaz de ubicar.
La joven retrocede de pronto.
—Hola, señor Harman —dice, aturullada—. Espero que no le importe
que haya venido. Hemos cambiado la celebración de mi abuelo a mañana
para que yo pudiera asistir a la fiesta de esta noche. No se lo he dicho a Josh
porque quería darle una sorpresa. A lo mejor tendría que habérselo
comentado a usted o a la señora Harman. No... no lo he pensado. Lo siento.
La novia de Josh, recuerdo sin entusiasmo. No es Marnie.
—Amy... —digo.
No la quiero aquí. Me dan ganas de cerrarle la puerta en las narices,
gritarle que se largue.
Mira a mi espalda hacia el vestíbulo y titubea al verme la cara.
—Lo siento —dice—. Tendría que haber llamado.
Me aparto, prefiero no hablar. Entra y espera, indecisa.
—Venga, pasa —le digo bruscamente—. Seguro que Josh se alegra de
verte.
Sale corriendo y yo me recuesto en la pared; la adrenalina hace que me
lata el corazón con violencia. «No es culpa suya —me digo—. No es culpa
suya no ser Marnie.»
La sigo despacio y, desde la puerta, veo que cruza el jardín de puntillas,
rodeando a los grupos, hasta donde se encuentra Josh con Max, de espaldas
a ella. Se aúpa y le tapa los ojos con las manos y, cuando él se vuelve de
pronto, no es a Amy a quien veo reírse de su cara, sino a Marnie, porque
ella me hizo lo mismo cuando vino de la universidad sin avisar para mi
cumpleaños. Aún siento el tacto de sus manos al acercarse a mí con sigilo y
taparme los ojos.
—¿Estás bien, Adam?
Abrumado por el recuerdo, tardo un momento en darme cuenta de que es
Nelson quien me habla.
A regañadientes, vuelvo al presente.
—Sí, muy bien. No sabía que venía, nada más.
—¿Amy?
—Sí. —Pongo un pie en la terraza, apartándome de él—. Perdona,
Nelson, tengo que ir a socializar.
Subo los escalones con paso vacilante. La gente se arremolina a mi
alrededor para decirme lo maravillosa que es la fiesta, lo preciosa que está
Livia y que es una pena que Marnie no haya podido venir. Se me hace
demasiado. Miro alrededor desesperado: no debería estar aquí, ninguno de
nosotros debería estar aquí. Y de pronto oigo reír a Livia detrás de mí y,
cuando me vuelvo, la veo en medio de un grupo de amigos suyos. La
encuentro tan guapa, tan feliz, tan..., ¿cómo diría yo?, tan libre.
Y entonces sé que no voy a hacer la llamada hasta que termine la fiesta.
Livia

Hay tantas personas hablando a la vez que me está costando concentrarme.


Por suerte, la música está alta y puedo sonreír, reír y asentir sin que nadie se
dé cuenta de lo distraída que estoy. El esfuerzo que estoy haciendo por
evitar a Rob me empieza a pesar. Me fastidia tener que jugar al ratón y al
gato en la fiesta que tanto he anhelado, durante tanto tiempo. Se me llenan
los ojos de lágrimas y agacho la cabeza y pestañeo para deshacerme de ellas
enseguida.
Alguien me ofrece una bebida y, al levantar la vista, veo que es Ian, el
marido de Izzy.
—Gracias.
—Debes de estar muy emocionada —me dice, estudiando mi rostro.
Somos de la misma estatura y sus ojos, a la altura de los míos, son
negros. Como Izzy es tan extrovertida, Ian, que es más callado y discreto,
suele pasar desapercibido, pero es una de mis personas favoritas, a pesar de
que la mayoría de las veces no tengo ni idea de en qué está pensando.
—Es alucinante que haya venido todo el mundo —contesto.
Asiente con la cabeza.
—Pero falta gente.
Me viene a la cabeza Marnie, pero intento no pensar en ella porque duele
mucho; luego me acuerdo de mis padres. No han venido, claro que no, y sé
que ya no van a venir.
—Pensaba que mis padres vendrían —digo—. Los he invitado. Una
estupidez, lo sé.
—No es una estupidez —replica, y me dan ganas de abrazarlo—. Siento
que no hayan venido.
—Si la fiesta de mis cuarenta años no es motivo suficiente para que
hagamos las paces, yo ya no puedo hacer mucho más —añado,
encogiéndome de hombros—. No puedo creer que aún me guarden rencor
después de tantos años.
—El tiempo puede tender puentes o aumentar distancias —dice.
Lo miro intrigada.
—¿De dónde te viene esa sabiduría?
—Será de estar con Izzy.
Reímos y, con un resto de sonrisa, se marcha a por otra bebida. Yo bebo
un sorbo de la que me ha dado, consciente de que va siendo hora de que
deje de añorar algo que nunca va a ocurrir. Además, ya es tarde. Lo que yo
quería era que mis padres formaran parte de la vida de Josh y Marnie, pero
mis hijos se han ido de casa y tienen su propia vida, en la que posiblemente
no haya sitio para unos abuelos a los que apenas conocen. Mi madre tiene
sesenta y ocho, y mi padre, setenta y dos. Lo que dice Ian es muy cierto: el
tiempo no ha tendido ningún puente entre nosotros. Los años les han
endurecido el corazón aún más, en lugar de ablandárselo.
—¡Livia!
Una mano me toca el brazo. Me vuelvo y veo a Paula, estupenda con su
vestido largo y vaporoso. Lleva unos zapatos de tacón plateados en la mano
y está colorada de bailar.
—Hola, Paula —digo, y la abrazo—. Me alegro de verte. ¿Lo estás
pasando bien?
—Sí, es genial poder ponerme al día con los antiguos compañeros. Los
he echado de menos.
—Bueno, ¿cómo estás? —le digo, preparada para prestarle toda mi
atención, porque sé lo sola que se siente ahora que está jubilada y sin
familia cerca.
Mientras me habla del club de lectura del que se ha hecho socia hace
poco, yo no le quito el ojo de encima a Rob. De pronto, viene hacia mí,
pero cuando me ve con Paula, da media vuelta enseguida. Ha coincidido
con ella en un par de comidas de fin de semana, así que ya la conoce y sabe
cuánto le gusta hablar. No soporta estar con nadie que hable más que él,
¿no?
En el jardín oigo a Josh avisar de que la siguiente canción es una
petición de alguien y hay que adivinar de quién.
—Esta me la sé —dice Paula cuando empieza a sonar—: es We Are
Family.
Me coge de la mano y me lleva hasta un grupo de invitados que están
bailando.
—Tiene que haber sido Kirin. Mira cómo sonríe —digo, señalándola—.
¡Es de Kirin! —grito.
Josh me hace un gesto con el pulgar hacia arriba y la gente aplaude y ríe
al ver a Nelson cruzar el jardín a toda velocidad, sorteando a la
muchedumbre, para coger en brazos a su mujer.
—We are family —canta—. I got all my sisters with me...
—Ojalá yo tuviera a mis hijos conmigo —dice Paula con tristeza—.
¡Qué rabia que vivan tan lejos!
Antes de que me dé tiempo a responder, viene Jeannie, a hablar,
supongo, de los gemelos que esperan Nelson y Kirin.
—¡Cinco niños! —exclama, riendo, y veo a Adam clarísimamente en su
rostro sonriente—. Va a tener que cambiar esa moto suya por un
monovolumen.
—Me parece que antes vende la casa que la moto —bromeo yo.
—La tendrá que vender igual. Kirin estaba diciendo que no sabe dónde
va a meter otros dos bebés, ¡a lo que Nelson ha respondido que tienen una
cabaña muy chula en el jardín!
Asoma alguien a la terraza y estiro el cuello por detrás de Jeannie,
esperando encontrarme a Adam, pero es Amy, y la ilusión que me hace
verla, porque sé lo contento que se va a poner Josh de que haya venido, se
apaga de inmediato cuando le veo la cara. Algo la ha puesto triste, está
claro, y espero que no tenga que ver con su abuelo.
Estoy a punto de ir a hablar con ella cuando sube corriendo los escalones
y se acerca de puntillas a Josh. Le tapa los ojos por la espalda, con una
sonrisa en lugar del ceño fruncido, y la sorpresa de Josh me hace reír; pero
luego le dice algo y los dos miran hacia la cocina, donde está Adam,
plantado en el umbral de la puerta. Ha debido de abrir él a Amy, deduzco.
Me excuso con Jeannie y Paula, decidida a ir a buscarlo, pero Nelson se
me adelanta, así que me acerco a Josh y a Amy en su lugar.
—Hola, Amy —digo, al ver que Max se ha ido—. ¡Qué alegría verte!
No pensé que fueras a venir.
—¡Felicidades! —dice, abrazándome—. Mi madre le ha contado al
abuelo lo de su fiesta y él se ha empeñado en que viniera. Me ha dicho que,
a su edad, le da igual no celebrar un cumpleaños en su día, así que vamos a
hacer la fiesta mañana por la tarde.
—¡Qué detalle por su parte! Bueno, me alegro mucho de que hayas
venido.
—Me parece que el señor Harman no —contesta, y el gesto ceñudo
ensombrece de nuevo su cara bonita.
—¿Por qué lo dices?
—No le ha hecho mucha gracia verme.
Josh se vuelve hacia mí.
—No se lo habrás dicho, ¿verdad, mamá?
—No, claro que no —respondo.
—Pues se habrá enterado de alguna forma. No se me ocurre otro motivo
para que sea borde con Amy.
—¿Por qué no vas a hablar con él? —le propongo.
—¿Ahora?
—No hay mejor momento que el presente —digo con desenfado.
—Lo va a desilusionar mucho —murmura Josh.
—Lo entenderá.
—No lo tengo tan claro —dice.
—Tampoco lo sabrás hasta que hables con él.
—Anda, ve —dice Amy, dándole un empujoncito—. Cuanto antes,
mejor.
Va a regañadientes y, notando que alguien me mira, reparo en que Max
quiere hablar con Amy y está esperando a que me vaya.
—Más vale que circule —digo, sonriendo a Amy—. Os veo luego.
Doy media vuelta y veo a Rob a unos metros de mí. Me dan ganas de
salir corriendo, pero como un conejo atrapado por el resplandor de los faros
de un coche, me siento incapaz de moverme. Y entonces Max, que viene a
hablar con Amy, tropieza sin querer con Rob, con su envergadura de
jugador de rugby, y le hace perder el equilibrio momentáneamente.
—¿Ya estás borracho? —lo oigo decirle de buenas maneras a Max,
porque Rob es así, amiguísimo de todo el mundo. No me quedo a oír el
resto de la conversación, sino que me cuelo en la carpa vacía porque
necesito estar sola unos minutos.
Me llevo las manos a la cara y me noto las mejillas encendidas. Ha sido
una locura pensar que iba a poder evitar a Rob toda la noche. En algún
momento, nos vamos a encontrar cara a cara. No va a dejar de buscarme
porque ignora que tiene un motivo para no hacerlo. Lo que tendría que
haber hecho, me digo de pronto, es mandarle un correo ayer y decirle que
no viniera esta noche, que se hiciera el enfermo para que Jess pudiera estar
aquí, porque sé lo suyo con Marnie.
Pero entonces se lo habría contado a mi hija y yo necesito hablar con
ella, saber su versión de los hechos, antes de que Rob la aleccione, antes de
que le dé tiempo a prepararse para mentir sobre cómo y cuándo empezó
todo, aunque solo sea por protegerlo. Y aprovechando que la pillo
desprevenida, quiero preguntarle si es consciente de la magnitud de sus
actos, porque me cuesta creer que lo sea. Me cuesta creer que haya iniciado
una relación con Rob sabiendo perfectamente lo que hacía. No ha podido
caer en la cuenta de que, en cuanto su aventura se haga pública, Adam no
volverá a hablar con Rob, y eso afectará a su amistad con Nelson; de que
puede que Nelson no vuelva a dirigirle la palabra a su hermano, y eso
repercutirá en toda la familia. No puede saber que a lo mejor Jess no vuelve
a hablarme en la vida, ni darse cuenta de que está poniendo en un brete a
Kirin, porque Jess es su cuñada; ni que a Josh lo horrorizará lo que ha
hecho; ni que a Cleo la destrozará saber que su mejor amiga se ha liado con
su padre. No es posible que Marnie haya tenido presente todo eso, porque si
es así, dudo que yo pueda perdonarla nunca.
DE NUEVE A DIEZ DE LA NOCHE

Adam

—¿Papá?
—¿Sí, Josh? —digo, interrumpiendo mi conversación con Izzy.
—Siento molestar. Tía Izzy, ¿te puedo robar a papá un momento?
—Claro. Y que se tome algo para la jaqueca. Tiene muy mala cara.
—¿Vamos a tu cabaña? —propone Josh.
Cuando me vuelvo para seguirlo, veo a Amy hablando con Rob y Max, y
observo que, aunque parece que Max está escuchando, en realidad, está
mirando fijamente algo o a alguien por encima del hombro de sus
interlocutores. Le sigo la mirada y veo que se trata de Livia, que se esconde
en la carpa. La forma en que la mira me deja pensativo, me descoloca. ¿Qué
pasa entre Livia y Max?
—¿Vienes, papá?
Entramos como podemos en la cabaña. Josh se recuesta en el banco de
carpintero, cruzado de brazos. Recuerdo de pronto que tenía que buscar una
foto del anillo que le voy a regalar a Livia.
—No he encontrado ninguna —le digo.
—¿Qué?
—La foto.
Suspira muy hondo.
—Perdona, papá, pero no voy a ir.
—¿Que no vas a ir adónde? —digo.
¿En serio piensa que lo voy a mandar a por el anillo aunque la tienda
esté cerrada?
—A Nueva York.
—¿A Nueva York?
—Sí. No quiero la beca.
Como no tiene nada que ver con lo que pensaba que me iba a decir, tardo
un poco en reaccionar.
—Muy bien —digo—. Vale.
Se aparta del banco y empieza a pasearse de un lado a otro.
—Sé que te he decepcionado y seguro que mi razón para no ir te parece
lamentable, pero es que quiero a Amy y no quiero estar un año apartado de
ella. Bastante mal lo he pasado estos últimos seis meses, estudiando en
Bristol mientras ella estaba en Exeter. —Suelta una carcajada vergonzosa
—. Creo que es el amor de mi vida, papá, de verdad. Sé que solo tengo
veintidós años, bueno, casi veintitrés, y que no hace mucho que la conozco,
pero Amy tiene algo...
—Josh —lo interrumpo—, me parece bien. No pasa nada. Si no quieres
ir a Nueva York, no vayas.
Se me queda mirando, con cara de alivio absoluto.
—¿En serio?
—Sí. —Trago saliva—. La vida es muy corta. Haz lo que te haga feliz.
Menea despacio la cabeza.
—Ni te imaginas lo agobiado que estaba pensando en que tenía que
decírtelo.
—¿Por qué?
—Porque la beca me la encontraste tú.
—Eso no significa que tengas que aceptarla.
Se pasa una mano por el pelo.
—Pensarás que soy un desagradecido.
—En absoluto. —Me siento agotado de pronto—. Oye, ¿te importa que
hablemos de esto más adelante? No sé... Igual Bill te puede cambiar la beca
a Londres, que deduzco que es donde quieres estar, cerca de Amy, ¿no?
—Sí. Marnie me apoya en esto, por cierto. Dice que no merece la pena
irse al extranjero si voy a estar triste la mayor parte del tiempo.
Marnie.
—Lo hablamos mañana —insisto—. Más vale que volvamos a la fiesta.
—Tengo que ir a buscar a Amy. Piensa que estás enfadado con ella, que
crees que es culpa suya que yo no quiera ir a Nueva York.
—Pues dile, por favor, que no.
Me mira intrigado.
—Entonces, ¿por qué has sido borde con ella cuando ha llegado si no lo
sabías?
—Es por la migraña, nada más.
—Gracias, papá. —Se acerca y de pronto me da un abrazo—. Eres el
mejor, de verdad.
Se marcha y yo me quedo allí, intentando procesar lo que me acaba de
decir. Me parece tan insignificante comparado con lo de Marnie. ¿Me
habría decepcionado, o fastidiado, incluso, si me hubiera contado cualquier
otro día que no iba a aceptar la beca? Probablemente.
Salgo de la cabaña. Estoy deseando saber qué hora es, pero por primera
vez esta noche no tengo ánimo para mirar el móvil. Amy ha llegado hacia
las ocho treinta y cinco, eso sí lo sé. Luego me ha parado Nelson, he
hablado con otro par de personas, he ido a buscarles una bebida, me he
asegurado de que Jess estaba bien, les he acercado algo de beber a Kirin y a
ella...; todo eso me habrá llevado unos treinta minutos. A continuación, me
ha acorralado Izzy, al menos diez minutos, después Josh otros diez. Serán
las nueve y media, más o menos. En mi mundo de antes, Marnie habría
llegado, yo habría recibido un mensaje suyo avisándome de que estaba
afuera, nos habríamos visto en la puerta lateral y, después de un abrazo
rápido y disimulado, habría sacado la caja de debajo de la mesa y la habría
ayudado a meterse dentro. Y ahora, en este preciso instante, estaríamos
todos abajo, en la terraza.
Cruzo el jardín, registrando vagamente que Livia se mete en casa con
Max. Mantengo la vista al frente, para que no me aborde nadie con ganas de
hablar y, cuando llego al primero de los escalones, me detengo. Los
imagino a todos en la terraza, esperando a que Livia abra su regalo. Yo me
pongo a su lado y, cuando se agacha para destapar la caja, Marnie sale de
ella de un salto. Todos ríen y hacen aspavientos, y Livia, después de abrazar
a su hija hasta que terminan llorando las dos, me abraza a mí y me dice que
es el mejor regalo que le han hecho en su vida. Lo veo todo. Y de pronto no
veo nada.
Salvo que... entra alguien por la puerta lateral, abriéndola despacio. Se
me acelera el corazón, igual que cuando Amy ha tocado el timbre. «No te
hagas ilusiones —me digo—, que luego te llevas un chasco.» Pero ya estoy
bajando los escalones a toda prisa y cruzando la terraza.
Llego a la puerta y tiro de ella; la madera se atasca cuando la abro.
Entonces me detengo. Porque no es Marnie. Me derrumbo sobre los paneles
de madera. Me muerdo fuerte los carrillos hasta que me saben a sangre y
me quedo mirando a una mujer mayor a la que no he visto en mi vida.
—Hola, Adam —dice, y al reconocer su voz, entiendo que tengo delante
a la madre de Livia.
—Patricia —digo sin entusiasmo.
—Me llegó tu carta. —Espera a que yo diga algo—. Y una invitación
para esta noche —añade al ver que no reacciono—. Me gustaría ver a Livia,
si es posible.
Me da un ataque de pánico. ¿Habré metido la pata con esto también? ¿Y
si Livia no quiere ver a su madre, no aquí ni ahora ni en su fiesta? ¿Y si su
madre no ha venido a hacer las paces, sino a causar más problemas?
Lo intenta de nuevo.
—No voy a quedarme mucho rato; tengo un coche esperándome.
—Yo no quiero líos —le digo por fin—. Hoy es un día especial para
Livia.
—Sí, lo sé.
—No, no lo sabe —replico con aspereza—. Esta fiesta es para
compensar la boda que nunca tuvo.
Se ruboriza.
—Ojalá las cosas hubieran sido de otro modo.
—¿Y por qué lo son ahora?
Me sostiene la mirada.
—Su padre murió hace unos meses.
No dice nada más, pero con eso basta. El padre de Livia era un machista
dominante y ahora que lo pienso, fue él quien le dijo a Livia que no querían
saber nada más de ella. A lo mejor su madre no tuvo elección. La miro más
atentamente. No me sorprende no haberla reconocido: siempre llevaba el
pelo recogido en un moño tirante y ahora lo lleva suelto, con una suave
ondulación.
—No sé si hoy es el mejor día para decírselo —comento,
arrepintiéndome más que nunca de haber escrito esa carta.
—Aun así, me gustaría verla —dice, inamovible—. Y a Josh y a Marnie
también, solo para saludarlos. ¿Ha llegado Marnie ya?
Livia

Lo mejor de que haya tanta gente en la fiesta es que nadie se ha dado cuenta
de que me he ausentado un rato. Podría haberme quedado en la carpa más
tiempo, pero Liz y su equipo han empezado a traer la comida y los invitados
ya se están sirviendo. Me escapo de allí y echo un vistazo rápido alrededor.
Josh está con Amy y Max, y Rob, por suerte, no está a la vista. Pero como
al abrigo de la multitud me siento más segura, veo un grupo de compañeros
de trabajo charlando y me acerco a ellos. A la vez que los animo a que
pasen a por algo de comida, me pregunto cómo se habrá tomado Adam la
noticia de que Josh no quiere ir a Estados Unidos. Por suerte para Josh, la
decepción de su padre pronto se verá superada por otra mayor.
Durante el tiempo que he pasado sola en la carpa, he estado intentando
decidir si no sería preferible esperar a que estemos en Francia para contarle
a Adam lo de Marnie y Rob. Me lo imagino subiéndose a la moto para ir a
buscarlo y darle una paliza tremenda y, aunque la idea me complace de una
forma maliciosa, no me puedo arriesgar a que haga eso. Si estamos en el
extranjero, las consecuencias serán menos inmediatas y, con suerte, menos
traumáticas para todos. Además, si se lo digo en cuanto termine la fiesta,
pensará que no se lo he contado antes porque no quería estropearla por nada
del mundo.
Miro alrededor y veo a Cleo sentada en el murete, descansando de bailar.
Me acerco y me siento a su lado.
—¿Cómo está mi ahijada favorita? —pregunto, pasándole el brazo por
los hombros y achuchándola.
—¡Felicidades, Livia! —dice, abrazándome también—. ¿Te estás
divirtiendo?
—Muchísimo —contesto.
—Perdona que no me haya acercado a saludarte cuando he llegado, pero
es que siempre estabas con alguien.
—Nadie tan importante como tú. Gracias por venir, teniendo en cuenta
que Marnie no está. —Sé que debería preguntarle si lo pasó bien en Hong
Kong, porque sería raro que no lo hiciera, pero me fastidia pensar que Rob
solo la llevó allí para poder estar con Marnie—. ¿Lo pasaste bien en Hong
Kong? —le pregunto de todas formas.
—Sí, fue genial ver a Marnie, aunque estuvo en la uni más de lo que
esperaba, y papá al final tuvo que trabajar, así que pasé mucho tiempo sola.
«¿Cómo has podido, Marnie? —me digo—. ¿Cómo has podido?»
—¿Y qué tal todo?
Hace una mueca.
—Me parece que Charlie me está poniendo los cuernos. Por lo demás,
todo bien.
—Ay, Cleo, lo siento. ¿Quieres que lo arregle yo? —espeto, por aligerar
el momento.
Sonríe.
—Te pareces a papá.
No podría haberme dicho nada peor. Me da una rabia tremenda que Rob
quiera arreglar lo del novio de su hija, que a lo mejor tampoco la está
engañando, cuando él tiene una aventura con mi hija, la mejor amiga de la
suya.
—Me encanta tu vestido —le digo, para disimular la brusquedad con que
me he levantado—. Bueno, voy a buscar a Adam, que apenas lo he visto
desde que ha empezado la fiesta. Está todo el rato desaparecido.
—Mamá me ha dicho que tenía migraña.
Asiento.
—Igual si consigo que coma algo, se le pasa. Te veo luego.
—¡Disfruta de tu fiesta! —me grita mientras me voy.
—¡Gracias!
Me sitúo en el centro del jardín y giro despacio, confiando en divisar a
Adam. Un brazo se me enrosca a la cintura.
—Hola, cumpleañera. ¿Me estás evitando?
Ya está aquí, el momento que tanto he temido. El tacto de su mano me
eriza la piel. Siempre ha sido un ligón (seguramente otra de las razones por
las que a Adam no le cae muy bien) y, aunque a mí me molestaba por Jess,
le seguía el rollo. Rob es así, de toda la vida. Pero ahora me asquea
muchísimo pensar que me ha tocado, abrazado y besado de esa forma tan
babosa, cuando también ha estado tocando, abrazando y besando a mi hija.
Siento una rabia inmensa. Me vuelvo bruscamente y me zafo de él con
violencia.
—¡Eh!, ¿qué pasa? —pregunta, mirándome confundido.
En mi vida he sentido tantas ganas de abalanzarme sobre alguien,
abofetearlo, arañarle y gritarle. Me acerco un paso, apretando los dientes y
los puños, pero antes de que me dé tiempo a hacer nada, alguien me agarra
de la muñeca y me aparta de Rob.
—Perdona, Rob —oigo la voz de Max a mi espalda—, a Livia la
reclaman en la cocina. Parece ser que se están derritiendo los postres.
—Por favor, que no les pase nada a los postres, Livia —dice Rob,
juntando las manos como en oración—. ¡Ya sabes lo mucho que me gusta
un buen pudin!
Es increíble la capacidad que tiene para convencerse de que mi cara de
rabia no puede tener nada que ver con él, porque él es tan buen tío y,
además, quién va a saber lo suyo con Marnie si son todos lo bastante
ingenuos como para creerlo a él y sus mentiras.
Aún estoy furibunda cuando Max me lleva a la cocina. Liz no está allí.
—Andará por el comedor —dice, y me acompaña. Allí tampoco, pero
estoy demasiado ofuscada con Rob para reparar en que pasa algo hasta que
Max cierra la puerta y se apoya en ella para que no entre nadie.
—¿Qué haces, Max? —le pregunto, pero sé lo que hace, solo que no me
puedo creer que haya elegido mi fiesta para preguntarme por qué he estado
tan borde con él los últimos meses—. Tengo que salir ahí fuera, de verdad.
—No dice nada, se limita a mirarme, atravesándome con sus ojos azules,
que me escudriñan—. Mira, perdona si he estado un poco antipática contigo
de un tiempo a esta parte —le digo nerviosa—. No he hecho más que
defender a Marnie porque sé que vosotros ya no sois tan amigos. También
sé que no debería tomar partido, pero mi hija lo ha pasado un poco mal
últimamente y pensaba que... —Me callo, porque ¿cómo voy a decirle que
creía que había algo entre Marnie y él?
—Sigue —me pide.
—Pensaba que querías tener una relación con ella y ella no —digo.
—¡Puaj! —exclama espantado—. Marnie es como una hermana para mí;
¡por eso estoy tan cabreado con ella! —dice sin pensarlo—. Lo sé, Livia. Sé
lo de Rob y ella.
Me da un vuelco el corazón.
—¿A qué te refieres?
Me mira alarmado.
—Ay, Dios, no me digas que no lo sabías. —Se aparta de la puerta—.
Por cómo has estado evitando a Rob toda la noche y que hace un momento
parecía que fueras a matarlo, he pensado que lo sabías. —Se pasa una mano
por el pelo—. Mierda.
—Tranquilo, Max —le digo, agarrándolo del brazo—, lo sé, sí. Solo que
pensaba que era la única. ¿Cómo te has enterado?
La rabia reemplaza enseguida al alivio que acaba de inundarle el rostro.
—Fui a darle una sorpresa en Durham y los vi juntos.
—¿Cuándo?
—Hace como un año, igual un poco más... En marzo, creo.
No mucho después de que Rob empezara a pasar dos días a la semana en
Darlington, recuerdo amargamente.
—¿Por qué no nos dijiste nada a Adam o a mí?
—Porque cuando le pregunté a Marnie, me dijo que me equivocaba. Le
comenté lo que había visto y me soltó que había sido un momento de locura
y que ya había acabado todo. Y yo la creí, hasta diciembre, cuando Josh
mencionó que a Rob lo mandaba su empresa a Singapur una semana. Ya sé
que no está tan cerca de Hong Kong, pero me hizo sospechar, porque ¿cómo
es que iba de pronto a Singapur? Busqué la empresa en internet y, en efecto,
tiene oficinas allí, pero seguía pareciéndome raro. Como no paraba de darle
vueltas a si iría a ver a Marnie, le mandé un correo electrónico a ella y le
pregunté si podía hacerle una visita más o menos por las fechas del viaje de
Rob a Singapur, y ella hizo todo lo posible por disuadirme, diciéndome
primero que tenía que terminar un trabajo de clase y luego que iba a estar
fuera. —Cierro los ojos al recordar cómo me implicó Marnie en aquella
mentira en concreto. «No quiero que venga Max», me dijo, y eso me hizo
pensar que Max era el padre del bebé que había perdido. ¿Sospechaba que
yo llegaría a esa conclusión y lo dijo a propósito para que mintiera por ella?
—. Terminé llamando al trabajo de Rob, la semana en que debía estar en
Singapur, y preguntando por él —continúa Max—. Me dijeron que estaba
de vacaciones. Así que llamé a Marnie y le pregunté directamente si estaba
con ella. Me dijo, con palabras mucho menos delicadas, que no era asunto
mío, y me colgó. No he vuelto a hablar con ella.
—Lo siento, Max —le digo, impotente.
—Sabía que debía contároslo, pero no pude. Marnie tenía razón: en
realidad, no era asunto mío, y tampoco tenía pruebas reales de que él
estuviera allí. —Hace una pausa—. ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
—Desde que Rob y Cleo fueron a ver a Marnie por el cumpleaños de
Cleo. Le hice un FaceTime y lo vi, al fondo, iba... —Se me atraganta el
recuerdo, y la palabra «desnudo»—. Ella no sabe que lo sé. Tengo que
hablar con Adam primero.
—¿Y por qué no lo has hecho? Lo siento, pero me he quedado atónito
cuando le he preguntado a Josh si Rob y Jess venían esta noche y me ha
dicho que sí. He pensado que ninguno de los dos lo sabíais, sobre todo
cuando he visto que Adam estaba de buenas con Rob, y luego he visto que
tú no. Me alegro de que Josh no lo sepa; seguramente lo mataría. Hasta a mí
me dan ganas de matarlo.
—Adam también lo mataría; por eso me da miedo contárselo. Y no solo
por eso, también por Marnie. Lo va a destrozar. Siempre la ha tenido en un
pedestal.
Max menea la cabeza.
—No puedo creer que haya sido tan estúpida. Perdón —dice luego,
arrepentido.
—No te disculpes; yo también estoy furiosa con ella.
—Se lo vas a contar a Adam, ¿no?
—Sí, en cuanto termine la fiesta. Solo quería que pudiéramos pasar
todos juntos esta última vez. —Asiente con la cabeza, pero no estoy segura
de que lo entienda—. Me preocupa cómo nos va a afectar a todos —digo,
acercándome a la puerta—. Más vale que vuelva ahí fuera. Y gracias, Max,
por impedirme que le parta la cara a Rob. Terminaré haciéndolo, pero mi
fiesta no es el sitio ni el momento.
Vuelvo afuera y veo a Adam junto a la puerta lateral, hablando con una
mujer mayor, y espero que no haya venido a quejarse del ruido. Dejé una
nota en el buzón a todos los vecinos de las casas próximas, advirtiéndoles
que habría música hasta las dos de la madrugada. Parece que Adam necesita
que lo rescate, así que voy con él.
—¿Adam...? —digo—. ¿Va todo bien?
DE DIEZ A ONCE DE LA NOCHE

Adam

Vuelvo con la madre de Livia, a la que he dejado en la puerta lateral


mientras iba a buscar a su hija.
Como recordaba haberla visto meterse en casa con Max hacía unos
minutos, he entrado y los he oído hablar en el comedor. Estaba a punto de
abrir la puerta cuando he oído mi nombre y a Max decir: «Se lo vas a contar
a Adam, ¿no?». Y en vez de interrumpirlos, me he quedado ahí, intentando
oír lo que decían, hasta que Livia ha dicho que tenía que volver a la fiesta.
Ahora me arrepiento de no haber abierto la puerta, porque no se me
ocurre qué puede ser lo que Liv tiene que contarme. Ha dicho algo de que
estemos todos juntos esta última vez, pero no es posible que sepa lo de
Marnie, no, ella nunca haría lo que he hecho yo. Ocultarlo pesa tanto que
cuesta respirar. Siento una necesidad irresistible de estar solo, de subir al
dormitorio y esconderme. Pero la madre de Livia me mira expectante.
—Estaba ocupada —le digo—. No he querido interrumpir. Pero saldrá
en un minuto.
—Gracias.
¿Cómo voy a advertir a Livia de que su madre está aquí antes de que
salga y la vea?
—¿Adam...? —Me vuelvo de golpe al oír su voz—. ¿Va todo bien?
Tapo enseguida a su madre para que no la vea, porque quiero prepararla.
—Ha venido alguien a verte —le digo tímidamente.
Se pone blanca porque imagina, tal vez por mi cara de angustia, a quién
me refiero.
Nos quedamos paralizados, así que es su madre la que asoma detrás de
mí.
—Hola, Livia —dice, y en cuanto sus ojos se posan en la hija a la que
hace veintitrés años que no ve se llenan de lágrimas.
Livia la mira fijamente un instante.
—¿Mamá? —Da un paso hacia ella, como si no acabara de creerse lo
que está viendo y necesitara acercarse más. La veo tan confundida que me
dan ganas de estrecharla en mis brazos—. ¿Eres tú de verdad?
La madre de Livia se lleva una mano al pelo y se lo toca, algo incómoda.
—Sí. He decidido venir a felicitarte —dice, intentando sonreír.
—¿Y papá? —pregunta Livia, mirando detrás de su madre.
Me vuelvo hacia la mesa donde espera la caja de Marnie y saco las dos
sillas en las que nos hemos estado tomando Liv y yo el champán de Kirin.
—¿Por qué no os sentáis aquí? —propongo, y se acercan despacio a la
mesa, sin quitarse los ojos de encima—. Llámame si me necesitas —le digo
a mi mujer, y le doy un beso—. Estaré por aquí.
Cuando subo los escalones, me doy de bruces con mi madre, que, sin
mediar palabra, me lleva adonde están sentados Izzy e Ian con Jess, Rob,
Nelson y Kirin.
—Siéntate —dice, y me obliga a ocupar una silla—. Voy a buscarte algo
de comer.
Me dejo caer en el asiento. Apoyo los codos en la mesa y descanso la
cabeza en las manos.
—¿Va todo bien, Adam? —me pregunta Jess.
—Acaba de llegar la madre de Livia —digo, haciendo un esfuerzo por
levantar la cabeza.
—¿Qué? —Kirin casi espurrea el agua.
—¡Madre mía! ¿Y ella está bien? —pregunta Jess preocupada.
Nelson me ofrece una copa de vino y la acepto, toqueteando el tallo.
—Creo que sí. La he dejado abajo, en la terraza.
—¿Qué, con esa vieja arpía? —dice Rob—. ¿Tú crees que has hecho
bien?
Estoy tan cansado que no me quedan fuerzas para cerrarle la boca.
—La he encontrado distinta. Por lo visto, el padre de Livia ha muerto.
—Ay, no, ¡pobre Livia! —exclama Kirin, entristecida.
—Tampoco es una gran pérdida, creo yo —tercia Rob—. Siempre ha
sido un cabronazo miserable.
Lo dice como si lo conociera, cuando me consta que no es así. Bebo un
sorbo de vino, luego me termino la copa de un trago. El alcohol, mezclado
con mi agotamiento, empieza a adormecer mi miedo de no volver a ver a
Marnie nunca más. «Seguro que no iba en el avión siniestrado —me digo,
envalentonado por la bebida—. Si le hubiera ocurrido algo, yo lo sabría, lo
sabría.»
Izzy y Kirin hablan alteradas de la aparición de Patricia. Cuando la
madre de Livia me ha preguntado si Marnie había llegado ya, le he dicho
que el vuelo se había retrasado y que no llegaría hasta después de
medianoche. Y le he vuelto a pedir que no le comentara nada a su hija.
¡Cuántas mentiras he dicho esta noche! Agarro la copa, luego recuerdo
que está vacía.
—Adam, ¿me has oído?
Miro a Rob, sentado enfrente de mí. Está repanchigado en la silla, con el
pie derecho apoyado en la pierna izquierda y las manos en la nuca.
—¿Perdona?
—Te preguntaba si te esperabas que el Aldershot fuera a derrotar al
Leeds en la tercera ronda de la FA Cup.
Me cuesta seguirlo.
—¿Qué?
—¡Venga ya, Rob, pues claro que no! —dice Nelson, a su lado.
El semblante de Rob se endurece un instante.
—Le estaba preguntando a Adam —espeta—. De todas formas —añade,
esbozando de pronto una sonrisa—, el Leeds habría ganado al Aldershot si
el árbitro no hubiera estado comprado. ¡Y luego habrían masacrado al Man
United!
Unos cuantos ríen y yo me siento desubicado. Me cuesta creer que esté
aquí sentado, oyéndolos hablar de fútbol. Tengo que moverme. No puedo
quedarme quieto.
Ya estoy retirando la silla cuando las palabras «accidente aéreo» me
sacuden la conciencia. El corazón me da un brinco y miro fijamente a Rob,
porque estoy seguro de que ha sido él quien las ha dicho. Pero está mirando
a Ian, no a mí.
—¿Te refieres al vuelo de Pyramid Airways? —pregunta Ian—. Sí, lo he
visto en las noticias. Terrible.
—Yo no he querido leer nada en la prensa, es demasiado triste —dice
Jess.
—Se ha estrellado nada más despegar de El Cairo —explica Rob,
inclinándose hacia delante—, camino de Ámsterdam. Iban unas doscientas
cuarenta personas a bordo. No hay supervivientes, por lo visto.
Jess se estremece y se echa un chal por los hombros.
—Odio volar. Por eso no quise ir a Hong Kong. Por eso y porque Rob no
quiso que fuera.
—Porque pensé que el vuelo sería demasiado para ti —dice Rob,
poniéndole la mano en la rodilla.
—Yo también odio volar —dice Izzy—. Cada vez que me entero de que
se ha estrellado un avión, me juro que jamás voy a volver a subirme a un
avión, pero luego siempre vuelvo.
—Vamos a cambiar de tema, ¿vale? —propone Ian—. No me parece
bien que estemos todos aquí sentados, bebiendo y charlando, mientras hay
tanta gente sufriendo.
—Tienes razón..., pero la vida es muy corta —dice Rob—, y hay que
seguir viviendo. —Levanta su copa—. ¡Salud!
Oigo un ruido de cristales rotos y noto una punzada de dolor. Al bajar la
vista, veo que he hecho pedazos la copa de vino con la mano.
—¡Adam! ¡Estás sangrando! —grita Izzy.
Además de sangrarme la mano, me tiembla descontroladamente. Agarro
una servilleta, me la tapo y me levanto.
—Tengo que ir a curarme esto.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, por favor, tranquilos.
—¿Adam? ¿Qué ha pasado?
Levanto la vista y veo a Livia delante de mí. «Que creo que Marnie iba
en el avión que se ha estrellado, Livia. Eso ha pasado.»
—Se ha cortado con un cristal —dice Izzy—. Está bien. Se lo va a curar.
Livia me retira la servilleta de la mano.
—Ay —dice, mirando el corte—, es profundo. Tiene que doler.
—¿Tú estás bien, Livia? —le pregunta Jess.
—Sí, estoy bien.
—Nos ha dicho Adam que tu madre está aquí...
Livia le sonríe.
—Estaba. Se acaba de marchar.
—¿Cómo ha ido? —dice Kirin con cautela, casi como si le diera miedo
preguntar.
Livia contiene la respiración.
—Bien, creo.
—Entonces, ya habéis tendido un puente —tercia Ian, cabeceando
afirmativamente.
—Es pronto aún. Ven, deja que te vea bien esa mano —me propone
Livia.
La sigo hasta el murete. Nos sentamos el uno al lado del otro y me coge
la mano. Si no hubiera tanta gente en medio, veríamos las fotos de Marnie.
La suave caricia de sus dedos y el intenso dolor físico mientras me
inspecciona la herida hacen que todo desaparezca hasta que ya no hay
Marnie ni gente ni ruido ni fiesta, solo Livia y yo.
—No parece preocupante —dice, explorando la servilleta en busca de un
pedazo limpio, apretándome el corte con ella y cerrándome la mano
después para que no se caiga—. Pero vas a tener que desinfectarla. —Me
acaricia la mejilla—. ¿Estás bien?
—Se me ha olvidado afeitarme, perdona.
—No te disculpes; me gustas tal cual.
—¿Y tú, estás bien? ¿Con la aparición repentina de tu madre...?
Asiente despacio.
—Me ha contado que le escribiste.
—Pensaba que hacía lo correcto..., pero ahora ya no lo tengo claro.
—Has hecho lo correcto. Gracias.
Se acerca y me besa.
—¿Y tu padre?
—Me alegro de que haya muerto —espeta sin remilgos—. Sé que no
debería decir algo así, pero es que es verdad. Si aún viviera, mamá no
habría podido venir esta noche. Me ha hablado un poco de lo que ha sido su
vida con él. No tenía ni idea de que la tuviera tan controlada. Supongo que
yo era demasiado joven para darme cuenta. Pensaba que a ella le parecía
bien que él tomara todas las decisiones, pero por lo visto no le quedaba otra.
—Me alegro de que te haya gustado que viniera, pero ten cuidado,
¿vale?
—Tranquilo, no me voy a echar a sus brazos ni nada así. Debemos ir
poco a poco. Pero le gustaría conocer a Josh antes de que se vaya mañana
por la noche. —Se vuelve hacia mí—. Se aloja en casa de los Grainger, ¿los
recuerdas? Ha sido Irene la que la ha traído aquí esta noche. Me ha dicho
que ha estado a punto de no venir, pero que Irene la ha convencido, que le
ha dicho que lo lamentaría. Estaba esperando fuera, en el coche; por eso no
se ha podido quedar mucho. ¿Te importaría que viniera mañana por la tarde,
solo una hora?
—Claro que no —digo. Intento aferrarme a la imagen mental de la
madre de Livia sentada en el sofá, mañana por la tarde, con Josh y Marnie a
ambos lados de ella. Necesito creer que eso va a ocurrir—. Entonces, ¿estás
contenta? —prosigo, porque necesito oírselo, porque si está contenta, podré
vivir con la decisión que he tomado de no contarle nada de lo de Marnie.
—Contentísima —responde, sonriéndome, con los ojos llorosos. Vuelve
a acariciarme la mejilla—. Este es el comienzo de una nueva etapa para mí,
Adam. Gracias por hacerlo posible.
Sus palabras me atraviesan como un cuchillo.
—Eh, tortolitos, ¿os vais a pasar ahí sentados toda la noche? —dice una
voz—. ¿No deberíais estar socializando? ¡Adam, tu madre te ha traído
comida, vuelve aquí!
Livia se tensa con la torpe interrupción de Rob.
—Venga, más vale que volvamos a la fiesta.
Asiento.
—Tú ve con Jess y los demás, que yo voy a curarme la mano.
—¡No! —Lo dice con tal violencia que me asusta. Luego me sonríe sin
ganas—. Mejor voy a ir a hablar con los vecinos.
Se va ya, pero la atrapo a tiempo y la atraigo hacia mí.
—¿Esta noche está siendo todo lo que esperabas que fuera?
—Es más de lo que esperaba, si cabe —dice, abrazándose a mi cintura y
descansando la cabeza en mi pecho—. Salvo por Marnie. —Marnie. Me
sobreviene una extraña debilidad y, si no fuera porque Livia me sostiene,
me habría desmayado. Experimento un nuevo subidón de adrenalina—. Sé
que igual no lo parece —sigue—, pero a veces las cosas pasan por algo. —
¿Por eso Josh no va a ir a Nueva York, por algo? ¿Para que podamos seguir
viviendo sin Marnie, porque tendremos cerca a Josh, en vez de en otro
continente?—. Como que haya aparecido mi madre —añade—. Sé que se
ha visto con fuerzas para venir porque mi padre ha muerto, pero ¿por qué ha
muerto ahora y no hace años, cuando ella podría haber conocido a Josh y a
Marnie? Tiene que haber una razón para que haya aparecido ahora, en este
momento concreto, cuando es casi imposible que tenga una relación con
ellos. —Hace una pausa—. Quiere volver a mudarse a esta zona, por cierto.
¿Habrá tenido el destino algo que ver con la aparición de su madre esta
noche? No voy a rendirme con Marnie, no podría hacerlo jamás, pero me
consuela pensar que, si ha ocurrido lo peor, si nuestra hija no consigue
volver a casa, Livia tendrá cerca a su madre.
Livia

—Una fiesta estupenda, Livia —dice Nelson, sonriéndome a través de su


barba poblada. Se me queda mirando—. Debe de haber sido raro volver a
ver a tu madre...
—Lo ha sido, sobre todo porque al principio no la he reconocido. Pero
me alegro de que haya venido. Era todo cosa de mi padre, ¿sabes?, y ella no
tuvo más remedio que seguirle la corriente. Suena fatal, pero su muerte la
ha liberado. No digo que vaya a ser fácil, pero el que haya aparecido ha sido
la guinda de esta velada extraordinaria. —Y entonces me acuerdo—.
Enhorabuena, por cierto. ¡Estupenda noticia!
—Lo es..., pero aún lo estoy digiriendo. —Frunce el ceño de pronto—.
Livia, ¿Adam está bien?
—Sí, salvo por la migraña. ¿Por qué?
—Es que no ha bromeado conmigo sobre lo de tener cinco hijos...
—Tranquilo, ya lo hará —le digo, riendo.
Le llama la atención algo a mi espalda y, al volverme, veo que mira a
Jess.
—¿Cómo has encontrado a Jess? —pregunta—. Llevabas unas semanas
sin verla. ¿La has notado cambiada cuando habéis salido a comer hoy?
—La he encontrado bastante frágil —digo—. Se sostiene peor.
Asiente despacio.
—Creo que ha dado un bajón rápido, y Kirin piensa lo mismo, pero
cuando he intentado hablar con Rob de ello, me ha dicho que no. Me da que
no quiere reconocerlo. —«Y a mí me da que es un cerdo mentiroso»,
despotrico para mis adentros—. De hecho, me ha comentado que la ve más
independiente cada día y que se las apaña muy bien sola. Eso me ha
preocupado un poco. Bueno, mucho, aunque no sé bien por qué. —Siento
un escalofrío. Ojalá me equivoque al creer que Rob está pensando en dejar
a Jess por Marnie—. Me ha parecido un comentario raro —continúa Nelson
—. A lo mejor sus jefes lo están presionando otra vez para que viaje e
intenta convencerse de que Jess estará bien sin él. —No, nos está
preparando a los demás, entiendo de pronto. Lo está haciendo para poder
decir, el día que se decida a dejarla, que pensaba que se las apañaba bien sin
él—. Me angustia —termina Nelson—. Perdona, Livia, no tendría que
haberte molestado con esto precisamente esta noche.
—No pasa nada. Yo estoy contenta de que hayáis podido venir todos.
—«Quizá por última vez», me dan ganas de añadir y, llevada por una locura
momentánea, estoy a punto de contarle a Nelson lo que ha hecho su
hermano y lo que temo que va a hacer.
—Salvo Marnie —dice.
—Sí, salvo Marnie.
Pero no se lo puedo contar hasta que haya hablado con Adam. De
momento, me basta con que lo sepa Max, que alguien esté tan agobiado
como yo. Me ha deprimido que me confirmara que Rob, en efecto, estuvo
con Marnie en Hong Kong en diciembre, no en Singapur. Esperaba
equivocarme en eso, que no hubiera mentido a Jess, que no nos hubiera
mentido a todos, diciéndonos que estaba de viaje de trabajo, para poder
retomar su aventura con mi hija. ¿No podía haberla dejado en paz?
—Hablamos luego —me dice Nelson, apretándome el brazo.
Mientras se aleja, trato de imaginar qué habría pasado si Marnie no
hubiera perdido al bebé. Ahora entiendo por qué no quería que Josh lo
supiera: por miedo a que se lo dijera a Max, y como este los había visto
juntos en Durham, supusiera que Rob era el padre. Aunque quizá no nos
habría contado lo de su aventura a Adam y a mí, lo del bebé seguramente sí.
De nuevo, siento una pizca de compasión por mis padres, o más bien por
mi padre, porque a lo mejor a mi madre no le habría importado que yo
estuviera embarazada de no haber sido por él. Mi embarazo debió de
parecerle lo peor que podía pasar, el fin de su mundo. La diferencia es que
yo temo por mis seres queridos, mientras que él solo temía por sí mismo,
por lo que pensarían los demás.
—¿Livvy? —Levanto la vista y veo a Mike, con el ceño fruncido de
preocupación y su figura espigada inclinada hacia mí. Me encanta que se
haya puesto chaqueta y corbata hoy, aunque se las haya quitado ya—. ¿Te
encuentras bien?
—Nunca he estado mejor —digo, olvidándome por un momento de
Marnie y Rob. Se acerca Jeannie y me abrazo a los dos—. ¿Sabéis que ha
venido mi madre?
—Sí, algo hemos oído —dice Jeannie—. Nos alegramos mucho por ti,
Livvy.
—Aún no me lo creo. Era mi mayor esperanza hoy: que vinieran mis
padres. Si no venían, ya estaba preparada para renunciar al sueño de que
llegáramos a reconciliarnos. Y ahora mi sueño se ha hecho realidad y la
sensación es absolutamente maravillosa. —Les doy un beso en la mejilla,
primero a ella, luego a él—. ¡Qué afortunada soy de teneros! No sé qué
habría hecho sin vosotros todos estos años. Habéis sido unos padres
maravillosos para mí.
—Nos tienes aquí siempre que nos necesites, ya lo sabes —dice Mike.
—Lo sé y os lo agradezco de corazón. ¿Os ha contado Josh que ha
decidido no ir a Nueva York?
—Sí. Supongo que a Adam lo habrá entristecido un poco. Cuando ha
llamado esta tarde, lo he notado preocupado.
—No puede haber sido eso porque Josh se lo ha dicho esta noche —
digo, perpleja—. ¿No te ha dicho por qué llamaba?
—No, la verdad es que no. Me ha dado la impresión de que lo
angustiaba algo.
—Igual es por la fiesta —digo con tristeza—. Se la ha tomado más en
serio que yo. Sabe lo importante que es para mí y a lo mejor lo ha
sobrepasado la tensión. Además —añado, bajando la voz—, creo que ha
tenido un problemilla con mi regalo. Josh me ha avisado para que no me
llevara un chasco, aunque no me lo iba a llevar.
Mike asiente con la cabeza.
—Será eso. Ya conoces a Adam: le da un algo si ocurre cualquier cosa
que impida que la fiesta sea absolutamente perfecta. Ay, esta es la canción
que yo había pedido —dice mientras empieza a sonar Uptown Girl—. ¿Me
permite que la acompañe a la pista de baile? —dice, tendiéndole el brazo a
Jeannie.
Mike y Jeannie son muy populares, y aprovechando que se forma un
corrillo a su alrededor para verlos bailar, disfruto de unos instantes más de
soledad. Aún no me creo que mi madre haya venido. Ha sido rarísimo,
porque siempre que he imaginado nuestra reconciliación, la he visto como
la recordaba: con el pelo recogido en un moño, la cara seria y a mi padre
alzándose imponente sobre ella, tanto física como, ahora lo veo,
mentalmente. Y no había pensado que podía envejecer. Curiosamente, la
encuentro más joven, a lo mejor por cómo lleva el pelo ahora. Me ha
contado que se lo cortó al día siguiente del entierro de mi padre, porque,
mientras veía desaparecer su ataúd bajo tierra, de pronto cayó en la cuenta
de que era libre, de que podía hacer lo que quisiera sin tener que
consultárselo. Dice que, aunque quería a mi padre, se ha quitado un gran
peso de encima.
Mi madre no es la única que se siente más ligera, yo también, y no solo
porque la necesidad de reconciliarme con mis padres, tan fuerte que dolía,
haya desaparecido por fin, sino porque pronto, dentro de unas horas, me
libraré de otra cosa que ha dominado mi vida durante años, que es esta
fiesta. Puede que no haya pensado en ella todos los días de esos veinte años,
pero desde luego sí todas las semanas. Si veía un vestido bonito en una
tienda, me preguntaba si era la clase de prenda que podría ponerme para mi
fiesta. Si probaba un plato delicioso, me planteaba incluirlo en el menú. Si
me encontraba alguna idea de decoración en una revista, pensaba si yo
podría hacer algo parecido. No conseguía olvidarme de mi fiesta. Siempre
estaba ahí, no necesariamente en el mal sentido, pero sí ocupando sitio en
mi cabeza. Y ahora que ya está aquí, ahora que es todo lo que había soñado,
a pesar de Rob, en parte estoy deseando que llegue mañana por la noche,
que ya habrán desmontado la carpa, nos habremos comido los restos del
cáterin y todo el mundo se habrá ido a su casa. Y estaremos solos Adam y
yo.
DE ONCE A DOCE DE LA NOCHE

Adam

No puedo quedarme en el baño eternamente. Llevo aquí demasiado rato,


delante del lavabo, viendo salir la sangre por el corte de la palma de la
mano, sin sentir nada. El estruendo de la música fuera iguala el martilleo de
mi cabeza. Estoy tan al límite que me dan ganas de salir al jardín y gritarles
a todos que se larguen de nuestra casa de una vez. Para contenerme,
imagino el desastre que supondría: todos mirándome estupefactos; luego
Livia, mi padre, Josh, Nelson intentando calmarme, preguntándome qué me
pasa, preocupados por una posible crisis nerviosa.
¿Sería capaz de callármelo, de ocultarles que Marnie podría haber ido en
el avión que se ha estrellado, o me desharía en alaridos de dolor y de rabia,
y les diría que los odio a todos porque ellos están vivos y Marnie podría
estar muerta? Los horrorizaría, los destrozaría. Y nadie entendería, ni por
un segundo, que haya dejado que la fiesta siga adelante.
Oigo pasos en la escalera. Josh.
—¿Papá? ¿Dónde estás?
Aprieto la mano, siento la sangre caliente.
—¡Curándome un corte!
—Te he estado buscando por todas partes —me dice desde fuera.
—Enseguida bajo.
—¿Dos minutos?
—Sí, dos minutos.
—Vale. Te necesito allí.
Oigo retumbar sus pasos por la escalera. No he pensado mucho en Josh,
la verdad, en cómo le afectará perder a Marnie, pero no puedo hacerlo
ahora. Además, aún hay esperanza. Necesito creer que hay esperanza.
Me refresco un poco la cara y voy para abajo, procurando no mirar la
puerta del dormitorio de Marnie. Ya casi estoy en el vestíbulo cuando se
interrumpe la música a media canción y se hace de pronto el silencio. Se
oye un pequeño murmullo de voces, alguna que otra carcajada, un grito. El
murmullo aumenta, como si estuviera a punto de ocurrir algo, el discurso de
Livia, seguramente. Y entonces, de la nada, oigo: «¡Estoy aquí, mamá!».
El mundo se detiene en seco. Tengo alucinaciones, es cosa de mi
imaginación. Entonces Livia suelta un grito de alegría y todos ríen y
vitorean, y yo cruzo la cocina corriendo, atravieso la terraza, subo los
escalones de piedra hasta el jardín, donde están todos, y me pongo de
puntillas para ver por encima de los hombros de los invitados donde está
Livia, de la que veo un trocito de vestido. Oigo a Marnie hablando
emocionada de cómo ha preparado la sorpresa con Josh y me abro camino
entre la gente, tan ocupada riendo que nadie repara en mí. Y por fin, por fin,
llego al centro del corrillo, apartando de un codazo a Nelson y a Rob.
—¡Cuidado! —exclama Rob.
—Déjalo pasar, Rob, que quiere ver a su hija —dice Nelson, y yo busco
a Marnie, la oigo pero solo veo a Livia, y ella está tan feliz que sé que está
mirando a nuestra hija. Sigo su mirada hasta que llego adonde se posa. Y la
misma debilidad horrible que he sentido antes me asalta de nuevo, y
tropiezo con Nelson. Y Nelson, con los ojos aún clavados en el portátil de
Josh, donde Marnie le dice a Livia que está deseando volver a casa, me pasa
un brazo por los hombros.
—¿No te parece genial? ¡Mira la cara de Livia! Le ha alegrado la fiesta.
¡Marnie está guapísima!, ¿verdad? —Se vuelve hacia mí—. ¿Tú lo sabías?
—Pero yo no soy capaz más que de mirar fijamente el vídeo de mi hija,
atrapado en la pesadilla de poder verla pero no poder abrazarla; de tenerla
aquí pero no tenerla. Y Nelson, al ver que me he quedado sin habla, me
estruja el hombro—. Pronto estará en casa —me dice—. Pronto estará en
casa.
—Y papá, ¿dónde estás? ¡Ah, ahí estás! —grita Marnie, fingiendo que
me ve, y todos ríen—. También estoy deseando verte. Ya no queda mucho,
solo unos meses. Y quién sabe, a lo mejor hasta vemos esto juntos —añade,
con una sonrisa que es solo para mí. Una sonrisa de complicidad, porque
soy el único que entiende lo que acaba de decir y todos están demasiado
distraídos despidiéndose de la pantalla para planteárselo siquiera.
Se acerca Livia, colorada, con los ojos vidriosos.
—¿No te ha parecido precioso? ¿Ha sido cosa tuya?
—No, he sido yo —dice Josh, que se une a nosotros, con el portátil ya
cerrado y debajo del brazo. No puedo dejar de mirar ese portátil—. Quería
que Marnie nos hiciera un FaceTime esta noche, pero cuando me dijo que
igual no podía porque iba a estar fuera, le pedí que nos mandara un vídeo
por si acaso. Me dijo que esperara hasta las once y media y que, si no
conseguíamos conectar, que lo pusiera. A lo mejor aún llama —añade.
«No, no va a llamar», me digo, y siento una pena honda al aceptar por
fin lo que me he empeñado en negar. No volverá a hacernos un FaceTime.
Marnie solo accedió a hacer el vídeo para que Josh no supiera que venía a
casa. Ella no esperaba que fueran a reproducirlo porque ya estaría aquí.
Porque todo iba a salir como lo habíamos planeado.
Los sonidos son demasiado fuertes; los colores de los globos, los
vestidos, las luces..., demasiado intensos. Todo se nubla. No me puedo
mover. No puedo hablar. A mi lado, Livia y Josh se abrazan, y el tejido
suave de su vestido me roza la mano. Veo a nuestra familia, a nuestros
amigos, en grupos, bebiendo y riendo, pero es como si yo no estuviera aquí.
Livia

Veo que, como están todos los invitados apiñados en el jardín después de
ver el vídeo de Marnie, es un buen momento para agradecerles que hayan
venido. Adam está aquí, así que puedo darle su regalo antes de que vuelva a
desaparecer. No sé qué le pasa, pero está raro. Antes, cuando lo estaba
abrazando, ha habido un momento en que me ha parecido que se me caía
encima, como si de pronto no tuviera fuerzas. El lunes por la mañana a
primera hora le pido cita con el médico.
A pesar de todo lo que ha hecho, me ha encantado ver a Marnie en la
pantalla. Estaba hablando con Izzy cuando Josh lo ha preparado, de forma
que ese «¡Estoy aquí, mamá!» me ha sonado tan cerca que he pensado que
realmente estaba aquí, que había venido por sorpresa. Y todo, toda la rabia
que sentía hacia ella, ha desaparecido, y no quería más que abrazarla fuerte.
Esto no se lo voy a decir a Josh, pero cuando me he dado cuenta de que era
un vídeo y que no estaba aquí de verdad, parte de las lágrimas que me han
inundado los ojos han sido de decepción. Y me parece que a Adam le ha
pasado lo mismo, porque cuando ha llegado, abriéndose paso entre la
multitud, he notado su perplejidad, y ojalá hubiera podido haberlo advertido
y haberle ahorrado esa desilusión. Pero no ha sido así, porque yo no podía
apartar la vista de Marnie.
Cuando el vídeo ha terminado y todos han aplaudido y vitoreado, mis
ojos se han topado con Rob, y el gesto posesivo que le he visto en la cara
mientras Marnie decía adiós con la mano desde la pantalla me ha producido
otra oleada de rabia pura. Pero entonces he visto a Adam, y estaba tan triste,
tan absolutamente destrozado, que me he olvidado de la traición de Rob por
un instante.
Kirin e Izzy se plantan delante de mí, cargadas de paquetes.
—¡Hora de abrir tus regalos! —grita Izzy.
Antes de que me dé tiempo a entender lo que está pasando, Izzy me
coloca detrás de una de las mesas, de la que han quitado todos los platos.
Josh corta la música y empiezo a abrir regalos. Casi todos mis amigos se
han juntado para comprarme una gargantilla de oro y los padres de Adam
me han regalado unos pendientes a juego. También hay aceites y perfumes
de baño maravillosos, bombones, un libro de cocina, una bolsa de lona para
la playa, un bolso de piel y, de Josh, una intrincada pulsera de plata que me
encanta. Cuando termino de darles las gracias a todos individualmente, me
emociono tanto que no sé si voy a poder hablar, sobre todo porque no tengo
nada preparado, pero consigo decir lo que quiero y, cuando llego al final,
agarro a Adam de la mano, recordando no apretársela mucho al verle la
tirita.
—Lo maravilloso de todo esto es que, después de esta noche, me libraré
por fin de esa necesidad de tener un día especial que me provocó el no
llegar a disfrutar de la boda de mis sueños. Gracias a todos los que estáis
aquí, lo habré hecho realidad por fin. Pero la persona a la que más tengo
que agradecer es Adam, que jamás me ha instado a abandonar mi ilusión, ni
me ha dicho que fuera inalcanzable, absurda, egoísta, disparatada o
cualquiera de las cosas que me podría haber dicho. Siempre me ha animado,
apoyado, defendido. —Me vuelvo hacia él—. Tú me has dado muchísimo y
ahora me toca a mí darte algo. —Me acerco a uno de los tiestos grandes y
saco de debajo un sobre marrón que he escondido allí antes—. Esto es para
ti, con todo mi amor.
Mientras lo abre, detecto un destello de pánico en sus ojos y me siento
fatal. Sabía que le fastidiaría abrirlo en público, pero he seguido adelante de
todas formas porque quería que todos nuestros familiares y amigos reunidos
aquí esta noche supieran que no soy tan egoísta, que he pensado en Adam,
que esta fiesta también es para él. Aunque no lo es, comprendo de pronto.
El hecho de que quiera que crean que lo es demuestra que no pienso más
que en mí misma, en la imagen que daré.
—Lo puedes abrir luego, cuando se hayan ido todos —digo, queriendo
enmendar la situación. Pero ya es tarde: por encima de los aplausos y los
vítores, se oye un grito, instando a Adam a abrir el sobre. Algunos intentan
adivinar lo que será, como Rob, que insinúa que es una suscripción a la
revista Playboy, o Nelson, que dice que es un abono de temporada para el
Manchester United. Adam disimula su angustia, sonríe de buen grado y me
besa.
—Gracias —dice.
Abre el sobre despacio y no sé bien si es porque quiere hacernos esperar
o porque le da miedo lo que pueda contener. Esto último no me preocupa:
sé que le va a encantar.
—¿Es un salto en paracaídas? —pregunta alguien.
—¿Un paseo en Ferrari, quizá? —dice Mike.
Le veo la cara cuando saca la foto del viaducto de Millau.
—Bueno, ¿qué es? —dice Rob, impaciente.
Adam se aclara la garganta.
—Me parece que mi extraordinaria esposa me va a llevar a ver algo que
siempre he soñado con visitar —dice, sosteniendo en alto la foto, y yo
suspiro de alivio—: el viaducto de Millau, en el sur de Francia.
Casi nadie lo entiende, así que Nelson empieza a explicarlo.
—Hay algo más en el sobre —le digo a Adam, porque quiero que sepa
que el viaje ya está reservado, que vamos a ir de verdad, que no es una de
esas promesas para un momento indefinido del futuro que no llega a
materializarse porque se interponen otras cosas.
Intrigado, saca el estuche que contiene los billetes y se queda ahí
mirándolo, y se me cae el alma a los pies, porque le noto en la cara que no
quiere abrirlo, que le da miedo, por si ve algo que no le apetece ver.
—Venga, hombre, ¿cuándo os vais? —grita Rob—. ¡Queremos saberlo!
Consciente de que no está reaccionando como debería, Adam sonríe un
instante.
—¡Intento dilatar el suspense! —dice, pero veo que le ha costado un
montón bromear al respecto, y me dan ganas de darme la vuelta y gritarle a
Rob que deje en paz a Adam, de decirles a todos que el circo ha terminado,
porque, por alguna razón, a mi marido le está costando digerir este regalo.
Abre el estuche y saca los billetes.
—El martes —dice, pero detecto vacilación en su voz—. El martes —
repite, más rotundo esta vez—. ¡Nos vamos el martes!
—¿Cuántos días?
Adam hace el cálculo con parsimonia.
—¡Cuatro días! Volvemos el sábado.
Y todos empiezan a aplaudir y a gritar.
—Te parece bien, ¿no? —le pregunto cuando vuelve a sonar la música y
los invitados empiezan a dispersarse.
Me enrosca los brazos en la cintura.
—Me parece maravilloso —dice, abrazándome fuerte.
—Es que te he visto... no exactamente decepcionado, pero... no sé...
—Es perfecto —insiste—. Lo que pasa es que me ha dejado pasmado
que te acordaras de las ganas que tenía de ver el viaducto de Millau. No
esperaba que me regalaras nada. Me he emocionado un poco, la verdad.
Me aparto para poder verle los ojos.
—¿Seguro?
—Sí —dice—. Gracias, estoy deseando ir.
—¿Verdad que ha sido precioso el vídeo que nos han preparado Josh y
Marnie?
—Sí, mucho.
—Por un instante, he pensado que había venido... Cuando la he oído
decir: «¡Estoy aquí, mamá!». Tú también, ¿a que sí?
—Sí —digo—, yo también.
Por el rabillo del ojo, veo a Rob charlando con un par de compañeros
míos de trabajo. Aunque me cuesta dejar de lado el resentimiento,
mirándolo objetivamente, algo que no he hecho nunca, puedo entender que
las mujeres lo encuentren atractivo. Lo que no entiendo es que Marnie se
haya enamorado de él cuando sabe que Adam no lo traga. Ella misma le ha
dicho alguna vez en broma que Rob no le cae bien porque es más guapo que
él. Nuestra hija adora a su padre..., pero se ha tirado de cabeza a una
relación que sabe que le partirá el corazón. ¿Qué va a pasar si Adam se
niega a aceptar a Rob como novio de Marnie, que será lo que suceda
seguramente?
De pronto, no soporto estar al lado de Adam, sabiendo lo que sé. Le
suelto la mano.
—Voy a hablar con Jess —digo, aunque no voy a estar más a gusto con
ella—. Luego te veo. —Me acerco adonde está sentada, con la mirada
perdida—. Jess, ¿estás bien?
Vuelve en sí.
—Sí, yo estoy bien, pero a Cleo la noto un poco apagada de pronto. —
Mira alrededor—. ¿Has visto a Rob?
—Está allí. ¿Te llevo con él?
—Si no te importa.
—Claro que no.
Y cogiéndola del brazo, la acerco adonde su marido anda coqueteando
con mis compañeras de trabajo.
DOMINGO 9 DE JUNIO,
DE DOCE DE LA NOCHE
A UNA DE LA MADRUGADA

Adam

No encuentro palabras para describir el horror de la última hora. Primero el


vídeo de Marnie, luego el regalo de Livia. Cuando he sacado la foto del
viaducto de Millau, me ha costado muchísimo parecer contento porque no
me quitaba de la cabeza que el único sitio al que íbamos a ir era El Cairo.
No hay luz donde estoy, a la sombra de la carpa. El cielo nocturno está
negro, aunque el jardín es un foco resplandeciente de color y movimiento.
Llevo escondido aquí desde que he conseguido escapar de la multitud
después del discurso de Livia. Ya no sé quién ser, ni adónde ir.
Tengo en la mano el estuche azul del regalo de Liv, pero no sé bien qué
hacer con él. Es idéntico al que me han dado a mí en la agencia de viajes
esta mañana y, por un instante aterrador, he pensado que al abrirlo me iba a
encontrar con los billetes a El Cairo. He sentido tanto miedo que he
empezado a bloquearme, con lo que no he podido reaccionar como todos
esperaban y, por una vez, he agradecido que Rob me devolviera de golpe a
mi sitio, instándome a continuar. El alivio que he experimentado al ver que
los billetes eran para Montpellier se ha esfumado en cuanto he caído en la
cuenta de que eran para el martes. Siento náuseas; no vamos a ir a otro sitio
que no sea El Cairo.
—¿Señor Harman...?
Maldigo para mis adentros.
—Amy... —No conozco bien a Amy. Josh la ha traído a casa un par de
fines de semana, pero no la veía desde Semana Santa. Sé que estudia en
Exeter, Psicología, creo. O igual era Antropología. Parece buena chica y
está claro que es muy importante para mi hijo. Recuerdo lo antipático que
he sido con ella antes y me esfuerzo por sonreír—. Perdona si he sido
grosero cuando has llegado. Me has pillado distraído con otras cosas y no te
esperaba.
—Es culpa mía: no debería haber venido sin avisar. Pero quería darle
una sorpresa a Josh. —Titubea—. Sé que ya le ha dicho lo de Nueva York y
quiero que sepa que he intentado convencerlo de que vaya porque no quiero
que desaproveche esta oportunidad, pero no me ha hecho caso.
—No pasa nada, Amy, de verdad.
—¿No está decepcionado?
—No, me encanta la idea de teneros a los dos por aquí.
Se acerca y me da un beso en la mejilla.
—Gracias por decir eso.
—Voy a por una bebida —le digo—. ¿Quieres algo?
—No, gracias, ya me ha cogido algo Josh.
Bordeamos juntos el lateral de la carpa y, con una sonrisa, nos
separamos. Me va a estallar la cabeza del esfuerzo, de intentar decir lo
correcto, de ser quien todos quieren que sea, ya sea Livia, Josh, Amy o
cualquier otro esta noche. Lo único que me mantiene activo es que ya solo
quedan dos horas de fiesta. Los del cáterin no tardarán en sacar la tarta,
Livia soplará las cuarenta velas, cantarán todos y, con suerte, los invitados
se irán marchando. Estoy deseando que se vayan, pero sé que, cuando ya no
estén, cuando me quede a solas con Livia y Josh, querré que vuelvan todos
para no tener que contarles lo de Marnie, lo que he hecho.
Esta vez es Nelson.
—Perdona, ahora no.
Me obligo a sonreír y paso de largo. Consigo llegar al comedor, me
planto junto a la ventana y miro la calle sin verla. Y entonces un ruido me
empieza a perforar el cerebro, un ruido tan leve que, al principio, creo que
me lo estoy imaginando.
Lo vuelvo a oír. Viene de arriba. Hay alguien, que no habla ni se mueve,
solo está. Y me da un ataque de rabia porque encima del comedor está el
cuarto de Marnie y nadie nadie tiene derecho a estar ahí.
Corro al vestíbulo y subo a toda prisa las escaleras, tan furioso que,
cuando llego a la puerta, la abro de golpe, sin importarme quién haya
dentro.
Cleo está sentada en la cama. Se levanta de un brinco y lo único que me
impide soltarle un alarido por estar en el cuarto de Marnie sin ser ella es
cómo me mira.
—Adam, ¿dónde está Marnie? —pregunta.
Me agarro con fuerza al marco de la puerta.
—¿A qué te refieres?
Titubea y, aterrado, entro y cierro la puerta.
—Ya sé que no debería saberlo —dice—, pero Marnie me contó que iba
a venir a darle una sorpresa a Livia. Quería que fuera a buscarla al
aeropuerto. Me dijo que tardaría menos que en un taxi y quería llegar aquí
lo antes posible. Me hizo jurar que no se lo diría a nadie, ni siquiera a mis
padres, y no lo he hecho, lo prometo. —Mueve las manos mientras habla,
no puede dejar los dedos quietos—. Pero luego esta mañana me ha llegado
un mensaje suyo diciéndome que su vuelo se había retrasado y que iba a
perder la conexión de El Cairo. Me ha dicho que no hacía falta que fuera a
buscarla porque no tenía ni idea de a qué hora llegaría a Londres, que
dependería de si podían conseguirle una plaza en otro vuelo. Que viniera yo
a la fiesta y ella ya se pillaría un taxi desde Heathrow. Así que llevo toda la
fiesta esperando a que aparezca y ya es más de medianoche. ¿Has sabido
algo de ella?
Me aclaro la garganta.
—No, aún no.
Sé que debería decir algo más, pero me ha descolocado completamente
descubrir que Cleo está al tanto de que Marnie iba a venir a casa.
—El caso es que... —dice, pero no termina la frase.
—¿Qué?
—Que acabo de enterarme de lo del horrible accidente aéreo y, al
mirarlo, he visto que era el vuelo que tenía que coger Marnie y me he
alegrado tanto de que lo hubiera perdido que he seguido pensando en la
suerte que había tenido de que su primer vuelo se hubiera retrasado. Pero
ahora... —Me mira, con los ojos ensombrecidos por el miedo—. No ha
podido llegar a tiempo de cogerlo, ¿verdad? Es que... ¿No nos habría
avisado ya de su hora de llegada?
No puedo mirarla.
—No necesariamente. A mí me ha dicho que me escribiría cuando
llegara a Londres y a lo mejor ha tenido que desviarse aún más para llegar
aquí.
Asiente despacio.
—Entonces, ¿no estás preocupado?
No quiero mentirle, pero ¿cómo voy a decirle que estoy aterrado?
—Un poco —contesto.
—Lo digo porque..., no te ofendas, pero tienes un aspecto horrible.
Todos dicen que es por la migraña, pero me preguntaba si, ya sabes, si sería
por Marnie.
—Migraña tengo, te lo aseguro —le digo, con cara de dolor.
Inspira nerviosa.
—Se me ha ocurrido una cosa...
—¿Qué? —pregunto.
Parece como si no me lo quisiera decir.
—Hay un número al que puedes llamar si piensas que algún conocido
tuyo iba en ese vuelo. ¿No... no sería buena idea preguntar...?
Asiento.
—Es lo que voy a hacer, desde luego, si no ha aparecido cuando acabe la
fiesta.
—Ah —dice, desinflada.
—Solo queda una hora o así.
Me mira muy seria.
—Supongo que, si de verdad hubiera ido en ese vuelo, te lo habrían
hecho saber. Seguramente esperan a que llame la gente y, si no lo hacen,
entonces llaman ellos.
Siento una pizca de esperanza. Puede que Cleo tenga razón. Si Marnie
hubiera ido en ese vuelo, ¿no nos lo habrían comunicado ya?
—Sí, supongo que sí.
—Entonces, si no te han llamado, probablemente no le haya pasado
nada.
Sonrío para tranquilizarla.
—Intenta no preocuparte, Cleo. ¿Por qué no vuelves a la fiesta?
—¿Me puedo quedar un poco aquí?
—Claro.
—Si sabes algo de ella, ¿me avisas?
—Claro —repito.
Livia

—¿Estás bien?
Levanto la vista. Josh me mira desde arriba y sus ojos se ven casi negros
en la oscuridad.
—Perdona, estaba a kilómetros de distancia.
—Con Marnie, entonces —dice.
Río.
—No, con Marnie no. En realidad, estaba pensando en tu padre.
—Está bien, ¿verdad?
—Sí, pero me parece que está deseando que acabe la fiesta.
—Ha sido precioso lo que has hecho por él, reservar ese viaje a Francia.
—Lo merece. Habría reservado para más días, pero sabía que le iba a
preocupar estar fuera mucho tiempo. Gracias por el vídeo de Marnie —digo
—. Me ha encantado.
—Espero que haya servido para compensar un poco el que no esté aquí...
—Desde luego.
—¿Así que tengo abuela...? —dice, señalando hacia la terraza con la
cabeza.
Lo miro compungida.
—Lo siento, Josh, tendría que haberte contado yo misma que había
venido.
—¿No ha querido verme? —dice, dolido.
—Sí, quería, pero no podía entretenerse porque la estaban esperando, y
porque estábamos las dos bastante afectadas, pero volverá mañana por la
tarde, a verte antes de que te vayas.
—Guay. —Dobla las rodillas para poder mirarme a los ojos—. Siento lo
de tu padre. Nelson me ha dicho que ha muerto.
—Sí..., pero tampoco me importa mucho. No era buena persona.
Además, gracias a que él ya no está, mi madre ha sentido que podía venir
esta noche. Así que, como ves, no hay mal que por bien no venga.
Me llama la atención un destello de luz seguido de un aspaviento
colectivo.
—¡Qué preciosidad! —grita Kirin, aplaudiendo mientras dos de los
camareros sacan una tarta enorme, iluminada por lo que supongo que son
cuarenta velas. En realidad, son tres tartas apiladas una encima de otra por
tamaños.
—Chocolate, vainilla y... tu favorita: café —me explica Josh, luego me
coge de la mano—. Vamos, mamá, ven a soplar las velas.
—¿Dónde está papá? —le pregunto por encima del bullicio mientras me
lleva a la mesa.
—Estará dentro. ¿Quieres que vaya a buscarlo?
—No, no pasa nada, déjalo tranquilo —digo, ignorando la decepción que
me produce que no esté a mi lado.
Con suerte, oirá a todo el mundo cantar el Cumpleaños feliz, porque
están montando bastante barullo, y saldrá de donde sea que esté. Escucho,
emocionada. Y entonces, justo a tiempo para hacerlo aún más perfecto,
llega Adam, abriéndose paso entre la multitud, se une a mí con el último
verso de la canción y se queda a mi lado mientras soplo las velas.
Cuando terminan de aplaudir todos, porque las he apagado de un solo
soplido, Adam me estrecha en sus brazos.
—Te quiero —me dice en voz baja, entre aplausos y vítores—. Siempre
te he querido y siempre te querré.
—Gracias. —No puedo evitar que se me escapen las lágrimas—. Gracias
por hacer de este el mejor día de mi vida, por estar siempre a mi lado, por
esforzarte por verme feliz. Soy muy afortunada de tenerte.
—No dejes de quererme nunca.
—Te voy a querer siempre —le digo—. Eternamente.
Y tras sus ojos, tras su sonrisa, veo una duda terrible, y me dan ganas de
preguntarle por qué cree que voy a dejar de quererlo.
—Mamá, que tienes que cortar la tarta —dice Josh, interrumpiendo el
momento.
Adam me da un último beso.
—Te dejo a lo tuyo. Parece que Nelson necesita que lo rescate de Rob.
«Como nuestra hija», me digo yo amargamente.
Josh me pasa un cuchillo y, mientras corto la tarta, pienso que, si pudiera
rescatar a Marnie de Rob, quizá evitaría la ruptura total del grupo. Si
lograra hacerla entrar en razón y rompiera con él, nadie tendría por qué
saber nunca lo de su aventura y podríamos seguir exactamente igual que
antes. Bueno, exactamente igual no, porque ya nunca sería lo mismo.
Marnie, Rob y yo guardaríamos ese horrible secreto y tener que ser amable
con Rob para que nadie sospechara lo mucho que lo desprecio se me haría
tremendamente difícil, si no imposible. Pero lo peor de todo es que ya
nunca podría mirar a mi hija de la misma forma. Y eso me parte el corazón.
Jess me mira y me hace una seña. Rob está a su lado, con el brazo por la
cintura, y me dan ganas de acercarme corriendo y suplicarle a mi amiga que
no me odie, que es lo que pasará cuando se entere de lo de Marnie con su
marido. Le echará la culpa a mi hija de inmediato porque Rob le contará
una milonga para parecer inocente y convertirla a ella en culpable. Seguirá
mintiéndole como ha hecho todo este tiempo. Le dirá que Marnie lo sedujo,
que fue un momento de debilidad por su parte, que cuando se fue a Hong
Kong, por él ya habían terminado, solo que ella no lo dejaba en paz y no
paraba de rogarle que fuera a verla. Y Jess, con la esperanza de conservar
su matrimonio, decidirá creerlo. Por eso, sepa lo que sepa, nunca le voy a
contar lo del bebé. No le voy a decir que Marnie se quedó embarazada y
que Rob le pidió que abortara. Eso sería demasiado.
Mi mayor temor, uno que no soy capaz de expresar en voz alta, es que, si
Rob tiene intención de dejar a Jess y Marnie de verdad vuelve a casa para
apoyarlo, lo hagan abiertamente, no en secreto; que en vez de ser discretos,
alardeen de su relación en público. Si hacen eso, será la máxima ofensa
posible. ¿Y cómo nos sentará a Adam y a mí que sean pareja? ¿Podremos
tenerlos cerca, ver a Rob besar y abrazar a nuestra niña? Si llega a ser la
única forma de ver a Marnie, ¿qué otra cosa podremos hacer? Pero eso
aniquilaría cualquier posibilidad de que yo recupere mi amistad con Jess.
La única forma de que cualquiera de nosotros escape de lo que está a
punto de ocurrir, pienso con amargura, es que estalle en el cielo un rayo
inmenso que alcance a Rob y lo mate. Y dudo mucho que eso vaya a pasar.
DE UNA A DOS DE LA MADRUGADA

Adam

No he vuelto a la fiesta desde que he visto a Cleo. No puedo, al menos de


momento. En cambio, estoy en mi dormitorio, sentado en la cama, con el
móvil en la mano. No tengo llamadas perdidas. Los mensajes que le he
mandado a Marnie aún no se han entregado. El único correo electrónico que
me ha llegado es basura. Tampoco hay nada en el móvil de Livia. Cuando
he dejado a Cleo he ido directo al lavadero y, sin encender la luz, lo he
sacado del cesto de la ropa sucia. Tenía montones de mensajes y unas
cuantas llamadas perdidas, pero nada de Marnie ni de ningún número oculto
o desconocido.
Mimi ha vuelto a nuestro dormitorio y, manteniendo las distancias, me
observa desde un rincón de la habitación. Debería llamar al teléfono de
emergencia para familiares. Lo he tecleado en mi móvil, no tengo más que
pulsar el botón de llamada. Pero sigo sin poder.
Pienso en lo que me ha dicho Cleo, lo de que las autoridades suelen
llamar si nadie se pone en contacto con ellos en relación con un pasajero de
un vuelo siniestrado. ¿Esperarán un tiempo específico antes de llamar a la
familia? ¿Me pondría Marnie como familiar más próximo en el formulario
de solicitud del pasaporte? ¿Rellenaría siquiera esa parte? A lo mejor no era
obligatorio, o se le olvidó. Tal vez prefirió poner a Josh, en vez de a Livia o
a mí, para que no fuéramos los primeros en enterarnos si le pasaba algo.
Al oír a los invitados cantar el Cumpleaños feliz, recuerdo dónde debo
estar.
Bajando las escaleras de dos en dos, corro al jardín y llego hasta Livia
justo a tiempo. Es todo muy surrealista. Pero estoy con ella, presente, y a
pesar del dolor aplastante que me produce pensar en lo que podría haberle
ocurrido a Marnie, soy capaz de besar a Liv, de decirle que la quiero, de ser
quien ella necesita que sea.
—¡Adam!
Veo que Nelson me hace una seña y le doy un último beso a Liv.
—Te dejo a lo tuyo. Parece que Nelson necesita que lo rescate de Rob.
—Hay que ver lo que se obsesionan algunos con las malas noticias —
protesta, viniendo hacia mí y dejando plantado a Rob—. No para de hablar
del accidente aéreo de esta mañana, el de El Cairo.
Me acerco al murete donde nos hemos sentado Livia y yo antes, el que
está enfrente de la valla de Marnie, y veo que Nelson me sigue. La valla de
Marnie. Se quedará con ese nombre, está claro. Aun cuando quitemos las
fotos, seguirá siendo la valla de Marnie.
Nelson se sienta a mi lado y estira las piernas.
—¿Estás bien? No parece que hayas bebido mucho.
—Es la migraña, nada más.
Se vuelve hacia mí.
—¿Ha pasado algo?
Intento mirarlo a los ojos, pero no puedo.
—¿Por qué lo dices?
—Porque tú solo tienes migraña cuando te estresa algo. —Hace una
pausa—. Sabes que me lo puedes contar, ¿verdad?
Ojalá pudiera contárselo. Ojalá pudiera decirle que es muy probable que
Marnie fuera en ese avión que se ha estrellado. No aguanto más. Si es
cierto, ¿cómo le voy a decir a Livia que su hija ha muerto? ¿Qué dirá
cuando caiga en la cuenta de que he dejado que la fiesta siguiera adelante?
No me lo va a perdonar nunca.
Me inclino hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, la
cabeza gacha, intentando disimular mi angustia delante de Nelson.
—¡Por el amor de Dios, Adam, cuéntamelo! —dice.
—No puedo. —Se me quiebra la voz—. Tengo que decírselo a Livia
primero.
Noto que se queda tieso.
—¿Estás enfermo?, ¿es eso? ¿Es eso lo que le tienes que decir a Livia?
—me pregunta con preocupación, y recuerdo que Jess le contó a Nelson que
tenía esclerosis múltiple antes de decírselo a Rob.
—No, no, no estoy enfermo —digo—. Es algo que he hecho.
Tengo que dejar de hablar porque me voy a echar a llorar y no quiero,
aquí no, y menos ahora que los invitados están a punto de marcharse.
—No será para tanto —espeta Nelson.
—Lo es. Livia no me lo va a perdonar jamás.
—Seguro que sí —dice—. Te quiere. —Niego con la cabeza—. Si fueras
cualquier otro, me preocuparía muchísimo que estuvieras a punto de
confesar que has tenido una aventura —continúa, y por un instante pienso
que ojalá fuera eso, un error terrible y una traición—, pero sé que jamás lo
harías. Tú no eres así, no eres de esa clase de personas.
Se me rompe algo por dentro. Río por no llorar.
Nelson me deja reír un momento, luego me pone una mano pesada en el
hombro.
—Pensarás que estoy loco —digo, apretándome los ojos con la base de
la mano.
—Sea lo que sea, lo superaréis —dice—. Lo superaremos todos. Sea lo
que sea.
Livia

Miro a Nelson y a Adam, sentados en el murete, y se añade una capa más


de preocupación a la angustia que ya me produce mi marido. Los observo
un minuto y veo lo agobiado que parece, y entonces oigo mi nombre. Se me
cae el alma a los pies. Dudo que esto sea por el regalo que no ha podido
hacerme.
Justo cuando me estoy preguntando si debería interrumpir, Adam se echa
a reír. Como no lo he oído reír en todo el día, al principio me complace que
se relaje un poco, pero después detecto una especie de desesperación en su
risa que Nelson también percibe, porque le pone la mano en el hombro, le
dice algo en voz baja y Adam deja de reír tan de repente como ha
empezado.
Me alegro de que haya conseguido salir de su escondite a tiempo para la
tarta. Pensé que a lo mejor iba a traer consigo la caja, la que le he visto
meter debajo de la mesa antes, pero no. Me da que no voy a tener regalo
esta noche. No puedo evitar especular sobre lo que podría ser. La caja es
demasiado grande para el bolso que pensaba que me iba a regalar, pero
igual es por despistar.
No soy la única que está pensando en la caja, porque de pronto veo a
Rob subir los escalones con ella, tambaleándose, no porque pese, sino por
lo aparatosa que es.
—¡Eh, Adam! —grita—. ¿No te has dejado algo? Esto es para Livia,
¿no? Lo que pasa es que me parece que se te ha olvidado meter el regalo
dentro.
—¡Suelta eso! —resuena rotunda la voz de Adam en medio de la música
—. ¡No lo toques! —Se levanta de un brinco, con el semblante oscurecido
por la rabia. Todos lo miran. Parece que se vaya a abalanzar sobre Rob y, en
el fondo, lo estoy deseando.
Nelson lo agarra del brazo y, durante un segundo, nadie se mueve.
—Perdona, colega —dice Rob, soltando la caja, que cae de lado, se
destapa y deja al descubierto su interior vacío—. No pretendía ofender.
Sé lo mucho que le está costando a Adam refrenarse.
—Tranquilo —dice, forzando una sonrisa—. Lo que pasa es que he
tenido un problemilla con el regalo de Livia y esperaba que nadie se diera
cuenta de que no le he regalado nada aún. Ahora ya lo sabe todo el mundo.
—¡Da igual! —grito—. ¡Me has hecho el regalo de mi vida con esta
fiesta!
Todo el mundo empieza a aplaudir y a vitorear, y el incidente se olvida
enseguida, sobre todo por parte de Rob, que baja de un salto los escalones
que conducen a la terraza y empieza a bailar al ritmo de YMCA, de Village
People, mientras Jess se tapa la cara con fingido bochorno. Doy la espalda a
la escena, incapaz de mirar a Rob ni un solo segundo más, y me topo con
Paula.
—Me marcho ya, Livia —dice.
—Ahora que ya te has comido la tarta, ¿no? —bromeo.
Ríe.
—Me alegro muchísimo de que por fin haya venido tu madre —dice,
porque ya lo sabe todo el mundo—. Sería maravilloso que olvidarais las dos
lo ocurrido y pasarais página.
—Lo vamos a intentar, te lo aseguro —digo, y de pronto me dan ganas
de llorar.
—Aprovechad al máximo —dice—. La familia lo es todo. Ojalá la mía
no estuviera tan lejos. A veces me siento muy sola.
—Ay, Paula —digo, consternada—. No estás sola. Tienes un montón de
amigos a tu alrededor, y mira todo lo que has estado haciendo desde que te
jubilaste.
—Pero no es lo mismo que tener a la familia cerca, ¿no? Os veo a Adam
y a ti, a su familia... Jeannie y Mike son geniales, ¿verdad? A Josh, y a
Marnie, que pronto estará de vuelta. Te envidio, Livia, con envidia sana,
pero te envidio.
—Sé que soy muy afortunada —digo, y ojalá no me sintiera tan
culpable.
—Y yo... yo no soy más que una persona sola que intenta ocupar su
tiempo. Quedo con gente, sí, pero después ellos vuelven con sus familias y
yo a una casa vacía. —Menea la cabeza con tristeza—. Aún me cuesta creer
que mis dos hijos hayan decidido irse a vivir tan lejos.
—A lo mejor la vida ha elegido por ellos.
—Lo sé —dice—. Sé que no se han mudado tan lejos de mí a propósito
y tampoco esperaban que su padre muriera tan joven. Lo que esperaban era
que Tony y yo viviéramos una jubilación larga y feliz juntos mientras ellos
continuaban con su vida.
—Eso es: si tu marido hubiera muerto antes de que se fueran al
extranjero, posiblemente no se habrían marchado.
—No paran de decirme que vaya a verlos —prosigue—, que me quede
el tiempo que quiera, pero es carísimo.
—¿Por qué no empiezas a ahorrar, como hice yo para esta fiesta? ¿No
podrías guardar parte de la pensión?
—Sí, seguro que sí.
—De ese modo, cada dos años, tendrías suficiente para un viaje a
Australia o a Canadá. Y una ilusión en el horizonte.
Paula asiente con la cabeza.
—Tienes razón: podría hacer eso. Es una idea excelente... Quién sabe,
¡igual el año que viene por estas fechas me voy a Australia!
—Si yo fuera tú, iría en invierno, que allí es verano. Más vale que te dé
el sol si es posible.
—Me lo plantearé para noviembre del año que viene. Para entonces
seguro que he ahorrado lo suficiente. —Me da un abrazo—. Gracias, Livia,
ya me siento mucho mejor. —Mira hacia la terraza—. Igual me echo un
último baile antes de irme.
—Claro, ve —le digo.
La veo marcharse y decido invitarla a casa más a menudo. A Adam no le
importará y siempre puede encerrarse en su cabaña para que Paula y yo
podamos hablar tranquilamente. Me ha dejado pasmada lo sola que se
siente y que me haya dicho que me envidiaba. Me fastidia haberla hecho
sentir así, pero le debe de parecer que no me falta nada. Sé lo afortunada
que soy de tener familia, amigos y salud. Al menos de momento.
DE DOS A TRES DE LA MADRUGADA

Adam

Cojo la caja que Rob ha dejado tirada en el jardín y la quito de en medio. Sé


que no tendría que haberle gritado, pero lo de la caja fue idea de Marnie y
no quiero que se estropee.
Pienso en otras cosas que quiero conservar, cosas que, en circunstancias
normales, habría tirado, como su bici vieja. Está apoyada en la pared del
garaje, esperando a que la lleve al punto limpio. Pero no lo voy a hacer,
ahora ya no. Se la regalamos cuando cumplió doce años. Casi la veo
montándola, con el pelo levantado al viento mientras pedaleaba lo más
rápido posible. Y su viejo escritorio, que iba a usar como leña, pero ahora lo
restauraré. ¿Cómo voy a tirar nada que Marnie haya tocado, que aún podría
tener algo de ella?
Y luego están todas las cosas que me ha regalado, cosas que nunca he
usado ni he llegado a ponerme, como los calcetines de colorines Red
Herring que me envió las Navidades pasadas ¡desde Hong Kong! Los tengo
muertos de risa en la cómoda, aún metidos en la caja, porque los calcetines
de colores chillones no me llaman. Ojalá me los hubiera puesto, solo una
vez, y hubiera hecho una foto para mandársela: «¿Ves? ¡Los he estrenado!».
Y el sacacorchos caro que me regaló por mi último cumpleaños y que nunca
he usado porque el que tenemos funciona perfectamente. Debería haberlo
usado, o al menos decirle que lo había hecho.
—Así que te vas a Millau...
Me noto la mano de mi padre en el hombro. Me vuelvo a mirarlo y solo
verlo me da fuerzas porque sé que estará a mi lado en las horas, los días, las
semanas, los meses que se avecinan, como ha estado siempre. Entenderá
por qué he dejado que la fiesta siguiera adelante, que haya querido que
Livia tuviera estos últimos momentos de felicidad antes de que su mundo se
desmorone. Y si no, bueno, me dirá que sí, porque eso es lo que hacen los
padres: decirnos lo que queremos oír en cada momento.
—Sí —contesto.
—Te irá bien un descanso, aunque solo sean cuatro días. Toma —me
ofrece el vaso que lleva en la mano—. Tienes pinta de necesitar una
cerveza.
—Gracias. —La acepto, aunque no me apetece nada—. Papá, si alguien
hiciera algo malo pero con buena intención, ¿podrías entenderlo?
Lo medita.
—¿Como atracar un banco porque tu familia se muere de hambre?
—Sí, algo así.
—¿Algún herido en el atraco?
—No.
—Entonces, aunque fuera inmoral, yo lo entendería. Siempre que su
familia pasara hambre de verdad y no fuera para comprarles a los niños la
Xbox.
—Pero ¿y si su mujer se enfadara muchísimo con él al enterarse del
atraco, aunque lo hubiera hecho por el bien de todos? —digo, siguiéndole el
juego.
—¿Cuando ya tuvieran lo que querían, quieres decir?
—Sí.
Se acerca al murete y voy con él.
—Yo creo que el disgusto de ella sería más por remordimiento —dice
mientras me siento a su lado—. Ya sabes, por haber disfrutado de la comida
cuando, de haber sabido que se había comprado con dinero robado, habría
preferido no comérsela.
—Pero si él le hubiera dicho de dónde salía el dinero y ella hubiera
preferido no comérsela, se habrían muerto de hambre —señalo.
—Por eso no se lo ha dicho.
—Eso es.
—Él quería que su familia disfrutara de una última comida —me dice.
Se me hace un nudo en la garganta.
—Sí —contesto.
—Me parecería bien.
—¿Aunque su familia lo odiara por ello? —digo, con la voz tensa—.
¿Aunque los perdiera para siempre?
—Ellos no lo odiarían. A lo mejor al principio, pero no eternamente.
—Espero que tengas razón.
Se vuelve y me mira.
—Ese individuo... quizá tendría que haberle pedido consejo a su padre
antes de llegar a ese extremo.
—Sí —respondo en voz baja—. Quizá.
—¿Y por qué no se lo cuenta ahora?
—Porque tiene que contárselo a su mujer primero.
Guarda silencio un momento, por si cambio de opinión.
—La fiesta no tardará en acabar —dice por fin—. Ha sido estupenda,
exactamente como Livia la había soñado.
—¿Qué hora es?
Se mira el reloj, moviéndolo para aprovechar la luz procedente de la
carpa.
—Las dos y diez.
—¿Podrías decirle a Josh que vaya bajando el ritmo? ¿Y pedirle que
ponga Unchained Melody? Es la canción que he elegido yo, para Livia.
—Espero que le hayas exigido la versión de los Righteous Brothers.
—Por supuesto.
Al cabo de un par de minutos, oigo los primeros compases y vuelvo a
recordar nuestra boda, y cómo bailamos al ritmo de esa canción en aquel
pub de mala muerte, y lo mucho que la quería entonces. Y lo mucho que la
quiero ahora.
Bajo a la terraza, donde me espera Livia, y la estrecho en mis brazos. No
hablamos, solo bailamos, muy pegados, con su cabeza en mi hombro, mi
mano en su pelo. Y me pregunto si esta será la última vez que me deje
abrazarla.
Livia

Adam y yo estamos bailando y tengo tantas ganas de llorar que me cuesta


contener las lágrimas. Sé que cualquiera que nos vea pensará que son de
felicidad, pero siento una tristeza inmensa en mi interior. Viene de Adam,
brota por sus poros y se cuela por los míos, llenándome de una pena que no
entiendo. Noto que apenas le quedan fuerzas, que lo único que quiere es que
termine la fiesta y se vaya todo el mundo.
Me ha asegurado que no está enfermo, pero ya no lo creo. Por el trabajo
no puede ser: si hubiera perdido un encargo de algún mueble, tampoco
importaría. A no ser que les pase algo a sus padres... Mientras damos
vueltas en círculos, despacio, echo un vistazo a Jeannie y a Mike y, cuando
los veo reír juntos, sé que tampoco es eso.
Jeannie me ve mirar y me saluda con la mano. Yo le sonrío. Termina la
canción y decido dejar de preocuparme. Sea lo que sea, no tardaré en
saberlo.
Veo a Jess por allí, intentando llamar mi atención. Me acerco y la cojo
del brazo.
—¿Va todo bien?
—Cleo está algo disgustada, así que nos vamos a marchar.
—¡Ay, no! ¿Por Charlie?
—No lo sé. Ha venido a preguntarme si nos íbamos. Le he notado que
había estado llorando, pero no quiere contarme por qué.
—¿Dónde está?
—Ha ido a buscar a Adam para despedirse. Y yo tengo que encontrar a
Rob.
—Tranquila, estoy aquí —dice él, apareciendo de pronto por encima de
su hombro izquierdo. Me mira con tristeza—. Me parece que nos vamos a
tener que ir de tu preciosa fiesta, Livvy.
—Bueno, ya casi ha terminado —digo, con los pelos de punta.
Me fastidia que me llame Livvy porque así es como me llama Mike y no
quiero que lo use nadie más, y menos aún Rob.
—Voy a por el coche.
Intenta darme un abrazo, pero yo me vuelvo hacia Jess enseguida.
—Gracias por venir, y por el balneario y el bañador y por ser la mejor
amiga del mundo —digo, abrazándola más fuerte de lo que la he abrazado
en mi vida, consciente de que esta podría ser una de las últimas veces que
me dirija la palabra—. Siempre recordaré este día como uno de los más
felices de mi vida.
Ríe en voz baja.
—Hablas como si no fuéramos a vernos nunca más. Pasadlo bien en
Francia y, cuando vuelvas, no te olvides de venir a contármelo todo.
—Y tú cuídate mucho —le digo con rotundidad.
—Lo haré. —Mira alrededor—. ¿Podrías ir a buscar a Cleo y decirle que
la esperamos en el coche?
—Claro —contesto, dándole el último abrazo—. Adiós, Rob —añado,
sin mirarlo siquiera.
—Adiós, Livvy, disfruta de tus vacaciones —dice mientras Jess lo coge
del brazo.
Pero yo ya me he ido porque acabo de ver a Cleo y a Adam al otro lado
de la terraza. Están pegados el uno al otro y, aunque los tengo de espaldas,
sé que ella está llorando. Voy corriendo a rescatarlo.
—Deberías contárselo a Livia —la oigo decir con voz temblona—.
Tienes que contarle lo de Marnie, debe saberlo.
Me quedo helada y me asalta un miedo espantoso. ¿Cleo LO SABE? Me
escondo enseguida detrás del depósito gris de agua de lluvia, para que no
me vean, con el corazón desbocado y la cabeza rebosante de preguntas.
¿Cómo se ha enterado Cleo? ¿Y cuándo? Hace un rato estaba bien, así que
habrá sido ahora. ¿Se lo habrá dicho Marnie? No, Marnie no se lo habría
dicho, menos aún esta noche, durante mi fiesta. ¿Max, entonces? Pero ¿por
qué iba a hacer una cosa así? ¿Por qué iba a ser tan cruel? ¿O lo habrá
adivinado ella sola? A lo mejor Marnie y Rob se delataron cuando
estuvieron en Hong Kong, lo ha hablado con Max y él le ha confirmado lo
que temía. Además, Max no habría sido capaz de mentirle. O igual ha visto
algún mensaje incriminatorio en el móvil de Rob, o ha oído alguna
conversación entre Marnie y él... ¿Lo habrá llamado Marnie a la fiesta?
Pero si hubiera conseguido cobertura, me habría llamado a mí también...
—Se lo voy a decir, en cuanto lo sepa con certeza —dice Adam, tan
desesperado, tan destrozado que me detesto. Tendría que habérselo contado
hace semanas y no se habría enterado así.
—¿Aún piensas que hay una posibilidad de que estemos equivocados?
—Sí —contesta él con firmeza, y yo me alegro muchísimo de que no
estén seguros, de que solo lo sospechen.
—¿Y cuándo lo sabrás?, ¿cuándo vas a intentar averiguarlo?
—En cuanto se hayan ido todos.
—¿Me lo dirás? ¿Enseguida? Aunque sea en plena noche. Aunque sea
una mala noticia —dice, atragantándose con esas palabras.
—Sí —contesta él, y le da un abrazo.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Ella lo mira.
—Eres muy valiente.
—No, qué va —dice él con un hilo de voz—. En absoluto. —Se vuelve
hacia ella, la agarra de los brazos y la hace girar un poco para poder mirarla
a los ojos—. ¿Puedo pedirte un favor, Cleo? No les digas nada a tus padres,
aún no. Quiero contárselo a Livia primero.
Cleo asiente con la cabeza.
—De acuerdo.
—Gracias —dice él, relajándose.
La suelta y, al darme cuenta de que en cuanto levante la vista me va a ver
escondida detrás del depósito de agua de lluvia, salgo de mi refugio y me
acerco deprisa como si acabara de llegar.
—Cleo, cuánto lo siento... Dice tu madre que no te encuentras bien —
digo, rodeándola con el brazo—. Ha ido al coche con tu padre. —Me
interrumpo de pronto. ¿Cómo he podido ser tan insensible de mencionárselo
cuando acaba de enterarse de que ha estado teniendo una aventura con
Marnie? Sospecho que se va a echar a llorar, pero por suerte no lo hace—.
¿Te acompaño?
—No, ya voy sola, gracias —masculla—. Y gracias por esta fiesta tan
bonita.
Se va y nos quedamos solos Adam y yo. Estoy muy tensa, no lo puedo
mirar.
—Pobre Cleo —dice, y veo que él tampoco me mira a mí—. ¿Será por
Charlie?
—Probablemente —digo, siguiéndole el juego—. Creo que han tenido
problemas.
—¿Empezamos a despedir a la gente?
—Sí, deben de ser las dos y media ya.
La siguiente media hora pasa volando, en una nebulosa de
emparejamiento de móviles con dueños, de despedidas y de
agradecimientos.
En algún momento de la velada, al ver que iba a sobrar mucha comida,
les he propuesto a Jeannie y Mike, a Izzy e Ian, y a Kirin y Nelson que
vengan a comer mañana, pero solo porque sabía que Jess y Rob no iban a
poder venir, porque Jess ya me había dicho que tenían planes.
—Igual deberíamos hacer noche aquí —oigo bromear a Izzy.
—¿Por qué? —pregunta Adam.
—Pues porque vamos a tener que volver dentro de unas horas para la
comida.
—¿A qué te refieres? —pregunta ceñudo.
—Livia nos ha invitado a comer restos de la fiesta. A mamá y a papá
también.
—Y a Nelson y a Kirin —digo yo.
—Muy bien —dice, asintiendo despacio.
—Quedaos si queréis —le digo a Izzy—. Os preparo la cama de Marnie.
—¡No! —Miramos todos a Adam, sorprendidos—. Perdona, Izzy, os
quiero mucho, pero no os vais a quedar a dormir aquí esta noche. Mi
migraña no lo soportaría.
—¿Por qué no os venís a nuestra casa? —propone Jeannie.
—Gracias, mamá —dice Izzy.
—Podéis dejar vuestro coche aquí y veniros en el nuestro —dice Mike.
Ian lo mira horrorizado.
—¿Me estás diciendo que me podía haber tomado más de una copa de
champán? ¿Que no tendría por qué haberme pasado toda la noche bebiendo
zumos?
—Seguro que Izzy te lo compensa mañana, conduciendo ella hasta
Southampton —contesta Mike, riendo.
—Entonces, ¡la que no podrá beber seré yo!
—¿Por qué no os vais ya? —dice Adam, y noto que lo está pasando mal
—. ¿Por favor...?
Al cabo de un minuto, el jardín está en silencio. Josh se mira el reloj.
—Las dos cuarenta y cinco —dice—. No hemos calculado mal, ¿no?
—Perfecto —digo yo, derrumbándome encima de él—. Gracias, Josh, lo
has hecho fenomenal... La música, la decoración... ¿Max se ha ido ya?
—Sí, no ha podido llegar hasta ti para despedirse.
Miro a Adam y a Josh.
—Bueno, pues ya está. Ya estamos los tres solos.
—Y Amy —dice Josh.
—¿Dónde está? —pregunto.
—En el jardín. No os parece mal que se quede a dormir, ¿verdad?
—Sí —contesta Adam bruscamente—. Lo siento.
—¿Qué? —replica Josh extrañado.
—Lo siento, pero Amy no se puede quedar a dormir.
—¿Por qué no?
—¿Cómo ha venido?, ¿en coche?
—No, no tiene coche. Ha venido en tren.
—Pues le pido un taxi.
Josh menea la cabeza.
—¿Hasta Exeter? ¿Por qué?
—Un momento, Adam —tercio yo—. No pasa nada porque Amy pase la
noche aquí, ¿no? Ya se ha quedado a dormir otras veces.
—Lo sé —dice—. Pero esta noche no.
—No lo entiendo —protesta Josh—. ¿Por qué no?
—Porque no, y ya está. Cualquier otra noche genial, pero hoy no.
—¡La culpas de que yo no haya aceptado la beca!
—¡No seas imbécil! —El tono de Adam lo deja pasmado y veo que está
a punto de saltar. Le lanzo una mirada de advertencia—. Josh... —continúa
Adam, agotado—. No insistas. Amy no se va a quedar a dormir esta noche
y ya está.
—No, no está. —Josh se cruza de brazos—. Si Amy se va, yo también.
—Lo siento, pero te necesito aquí —replica su padre con rotundidad.
—¿Para qué? Nos vamos a ir a dormir. Papá, ¡es absurdo!
—Quiero que la cosa quede en familia. ¿Tan difícil es de entender?
—Tranquilo, Josh —se oye la voz de Amy a nuestra espalda—. Me
puedo quedar en casa de mi amiga Maggie esta noche, ya sabes, la que vive
en Guildford. Ya le he dicho que igual iba a dormir allí porque, como vive
cerca de mi abuelo y mañana tengo que ir a su fiesta... Me viene mejor
quedarme con ella.
Adam se vuelve hacia donde está, en el umbral de la puerta, y yo me
pregunto cuánto habrá oído.
—Te lo agradecería mucho, Amy —le dice con un alivio manifiesto.
—No tiene sentido —insiste Josh.
—No hay problema —lo tranquiliza Amy, agarrándole el brazo—.
Además, seguro que tu padre tiene un buen motivo.
—Entonces, ¿por qué demonios no nos cuenta lo que es?
—Pues porque a lo mejor no puede —replica ella, encogiéndose de
hombros—. Es así en algunas familias. A veces pasan cosas —añade, y le
dedica a Adam una sonrisa.
—Te pido un taxi —le propone él—. ¿Dónde has dicho que vive tu
amiga?
—En Guildford.
Josh saca el móvil.
—Ya lo hago yo.
Por suerte, el taxi llega enseguida, con lo que la angustia de estar
reunidos en la cocina, Josh con el brazo por el hombro de Amy y todos
callados, no dura mucho.
—Nos vemos pronto, Amy —le dice Adam—. Gracias por tu
comprensión.
La abrazo y le susurro una breve disculpa. Josh la lleva afuera, donde
aguarda el taxi, y nos quedamos solos Adam y yo.
—¿Nos vamos a la cama? —le pregunto.
—Sí, pero primero tengo que hacer una cosa. —Está blanco de
agotamiento—. ¿Me esperas arriba?
Me asusto de pronto. Confío en que no intente llamar a Marnie ahora
para preguntarle si ha tenido una aventura con Rob.
—¿No lo puedes dejar para mañana? —le digo, reteniéndolo por el
brazo.
—No —contesta, zafándose—. Te veo en un minuto.
DE TRES A CUATRO DE LA MADRUGADA

Adam

Estoy sentado en el suelo de mi cabaña, al borde del colapso. No sé cuánto


hace que he llamado al número de emergencias y me han dicho que mi hija,
Marnie Sarah Harman, era una de las pasajeras del vuelo PA206.
El tiempo ya no significa nada para mí. No queda esperanza, solo
oscuridad, y lo único que quiero es que se me lleve, como se ha llevado a
Marnie. Pero no hay piedad, solo la certeza absoluta de que ha muerto.
Me encorvo, con la cabeza entre las rodillas, las manos cruzadas
alrededor de las piernas en un intento inútil de protegerme de lo que ha
ocurrido. Cierro los ojos con fuerza para deshacerme de las imágenes de los
últimos momentos de Marnie. No funciona. No oigo más que sus gritos.
¿Cómo voy a vivir sabiendo que no he estado a su lado cuando más me
necesitaba? Si hubiera ido con ella, le habría enterrado el rostro en mi
hombro y la habría abrazado fuerte para que no viera venir la muerte.
Aunque dentro de unas semanas o unos meses nos digan que Marnie no se
enteró de nada, que el avión explotó de repente, habría una posibilidad de
que estuviera viva cuando la aeronave empezó a caer en picado.
Destrozado por un dolor tremendo, desesperado y agotador, apenas
percibo los sollozos que sacuden mi cuerpo, las lágrimas que brotan de mis
ojos. ¿Cómo se me ocurre dejarla coger tres vuelos para venir a casa cuando
podía haber venido en uno? Por no mimarla, tripliqué sus posibilidades de
morir. Mi cuerpo se retuerce de dolor y siento un instante de odio hacia
Livia. Yo le habría comprado a Marnie el vuelo directo más caro, pero sabía
que ella lo habría desaprobado, porque no era justo para Josh. Por un
segundo, odio a Josh también. Pero a él lo horrorizaría saber que he hecho
coger tres vuelos a su hermana solo porque a él lo había hecho coger dos.
Además, ¿no justificaba un vuelo directo el poco tiempo que iba a pasar con
nosotros, solo cuatro días? La culpa es mía y solo mía. ¿Cómo he podido
ser tan estúpido, tan imprudente, tan IRRACIONAL?
Al final, la vida interrumpe mis pensamientos y me recuerda vagamente
que hay cosas que debo hacer. Cleo, le he prometido que se lo diría
enseguida.
Agarro el móvil, busco su nombre, pulso el icono de mensaje. ¿Qué le
digo? No puedo pensar, nada me parece bien. Lo único que me viene a la
cabeza es «Cleo, lo siento». Y luego espero a que me conteste, con los ojos
clavados en la pantalla, desesperado por saber que no estoy solo.
Entonces llega: «Yo también».
Y de pronto ya es una realidad. Tengo que decírselo a Livia, pero
¿cómo? ¿Cómo paso del «Livia, tengo que contarte una cosa»? ¿Cómo voy
a decirle lo que ni siquiera soy capaz de decirme a mí mismo: «Marnie ha
muerto»? Es demasiado cruel, demasiado inhumano. Necesito más
palabras: «Livia, tengo que contarte una cosa. Marnie y yo te habíamos
preparado una sorpresa de cumpleaños...». Paro, porque ya me la imagino
poniéndose contenta. A lo mejor es preferible que vaya directo al grano:
«Livia, tengo que contarte una cosa. ¿Recuerdas el avión que se estrelló
ayer camino de Ámsterdam...? Pues Marnie iba en él...»; y luego añadir
algo para aliviar su dolor: «Pero no te preocupes porque todo va a ir bien, lo
superaremos, tú, Josh y yo». Porque la pena nos hace decir cosas de lo más
estúpido.
Y entonces me doy cuenta de que no hay palabras para decirle a una
madre que su hija ha muerto.
Me levanto. Ya está, ha llegado el momento de hacer pedazos el mundo
de Livia.
Como un autómata, salgo de la cabaña, cruzo el jardín hacia la casa, bajo
los escalones a la terraza y entro en la cocina. Pero entonces veo las llaves
de la moto, que me dejé en la encimera hace una eternidad y, en vez de
subir al dormitorio, agarro las llaves, vuelvo a cruzar la cocina y enfilo el
caminito lateral. De pronto estoy corriendo, sin pensar ya en cómo se lo voy
a decir a Livia, sino en aquella vez en que recogí a Marnie en una fiesta y,
en lugar de volver a casa, nos fuimos a Southampton a dar un largo paseo
por la playa. Llego al garaje, cojo el casco del baúl, me subo a la moto,
arranco el motor y salgo a la calzada en medio de un gran estruendo.
Recorro las calles desiertas a toda velocidad, espantando a un gato
callejero, tomando una curva a ras, haciendo pedazos el silencio sepulcral
de la noche con el rugido de mi moto. De pronto veo al frente la vía de
acceso a la autopista M4. Piso a fondo el acelerador y me incorporo rápido,
ruidosamente, adelantando a un coche lentísimo. La moto se desliza bajo mi
cuerpo con el acelerón.
El azote del viento me nubla el entendimiento de tal forma que siento la
tentación casi irresistible de soltar el manillar y dejarme arrastrar a la
muerte. ¿No es espantoso que Livia y Josh no sean razón de vivir suficiente
para mí? El remordimiento se suma a la angustia de las últimas catorce
horas y el bramido de una rabia inmensa se añade al estrépito de la moto
mientras avanzo por la autopista, empeñado en mi destrucción.
Entre lágrimas, veo por el retrovisor que me sigue implacable un
vehículo con luces azules intermitentes, y mi bramido de dolor se convierte
en uno de frustración. Pongo la moto a ciento sesenta por hora, sabiendo
que, si hace falta, puedo apretar aún más, porque ahora ya nada me va a
parar. Pero el coche patrulla salva rápidamente la distancia que nos separa,
desplazándose al carril exterior y, cuando lo tengo a mi altura, veo de reojo
a un agente gesticulando con vehemencia desde el asiento del copiloto.
Aunque acelero, el vehículo me adelanta y se sitúa en mi carril,
impidiéndome el paso. Me dispongo a pisarle a fondo para poner la moto al
máximo, pero algo me lo impide. Entonces el policía aminora la marcha y
me obliga a frenar y, no sé por qué, se lo permito. Quizá porque no quiero
complicarle aún más la vida a Livia. O tal vez haya sido la voz de Marnie
suplicándome «¡No, papá, no!». Juro que por un momento me he notado sus
brazos ceñidos a la cintura, su cabeza apoyada en la nuca.
Cuando me detengo detrás del coche patrulla y apago el motor, me
tiembla todo. Bajan del coche patrulla dos agentes: un hombre y una mujer.
El hombre se dirige a mí a grandes zancadas.
—¿Qué pretende, matarse o qué? —grita, calzándose la gorra de un
golpe seco.
Se acerca la agente, la que conducía.
—Apártese del vehículo, señor —ladra—. ¿Me ha oído? Apártese del
vehículo. —Intento soltar el manillar, despegar las piernas de la moto, pero
es como si estuviera soldado a ella—. Si no obedece, voy a tener que
arrestarlo, señor.
—Vamos a tener que arrestarlo igual —dice su compañero.
Da un paso hacia mí y, cuando le veo las esposas colgadas del cinturón,
el susto me hace hablar.
Me levanto la visera del casco.
—¡Un momento! —digo.
Detectan algo en mi voz, o quizá en mi semblante, que los tranquiliza.
—Continúe...
—Es por Marnie.
—¿Marnie?
—Sí.
—¿Quién es Marnie?
—Mi hija —digo, tragando saliva con dificultad—. Marnie es mi hija.
Se miran.
—¿Dónde está su hija, señor?
Livia

De pie junto a la ventana del dormitorio, veo a Adam cruzar el jardín con la
cabeza gacha, como si no soportara lo que está a punto de hacer. ¿De
verdad va a llamar a Marnie? ¿O incluso a Rob? De pronto me enferma la
idea de que Jess se entere ahora, en plena noche. Pero entonces recuerdo
que le ha pedido a Cleo que no dijera nada, porque, si era cierto, quería
contármelo a mí primero.
Por eso no ha dejado que Amy se quedara a dormir, me digo. No quiere
que esté aquí mañana por la mañana, cuando tengamos que contarle a Josh
lo de Marnie y Rob. Debemos hacer frente a esto en familia.
Adam desaparece de mi vista y lo imagino colándose en su cabaña por el
hueco de la carpa. Ahora que se han ido todos, el jardín parece
extrañamente despoblado, con la carpa amarrada en medio del césped como
si fuera un enorme barco a la deriva. Unas cuantas servilletas blancas que
los del cáterin no han visto yacen en el suelo como banderas abandonadas
que en su momento hubieran servido para pedir socorro. Los globos
pinchados cuelgan tristones de sus cordeles y el banderín de «FELICIDADES»
se ha soltado de un extremo. La escena parece el resultado de una catástrofe
natural y siento un escalofrío.
Observo un rato, imaginándomelo al teléfono con Marnie, preguntándole
si ha tenido una aventura con Rob. ¿Por eso no ha salido aún, porque está
intentando digerirlo? Debería estar con él; deberíamos enfrentarnos a esto
juntos. ¿O es que, ahora que sabe la terrible verdad, está esperando a que
me duerma para no tener que contármelo hasta mañana? No me extrañaría
de él, que no quisiera estropearme el día y prefiriera callárselo para que
pueda dormir unas horas antes de que me suelte la bomba. ¿Qué me va a
decir cuando le confiese que hace semanas que lo sé?
Me bajo la cremallera del vestido, me lo quito, me descalzo, contenta de
poder darles un descanso a mis pies doloridos. Estiro el vestido en la cama;
salvo por una manchita diminuta en la parte inferior, está
sorprendentemente limpio, así que lo meto en la funda de plástico y lo
cuelgo detrás de la puerta. Supongo que no lo volveré a llevar, a no ser que
me lo ponga cuando vuelva Marnie para que me haga una foto con sus rosas
amarillas. Claro que no me imagino que eso vaya a ocurrir, al menos de
momento.
Alguien, supongo que Kirin, me ha subido los regalos al dormitorio y, al
ver los aceites y las esencias, me dan ganas de sumergirme en un baño. Por
mucho que quiera estar dormida cuando vuelva Adam, sé que no va a poder
ser: estoy demasiado nerviosa y no voy a fingir.
Entro en el baño, lleno la bañera y añado una cantidad generosa de uno
de los aceites y un poco de espuma de baño. Me recojo de nuevo el pelo en
un moño, me meto en la bañera y me sumerjo en el agua hasta que me cubre
los hombros. Una gozada.
Repaso mentalmente la noche, como en una película, desde el momento
en que han llegado todos hasta el momento en que se han ido. Estoy
deseando comentarlo con Adam. Quiero saber qué piensa de que Kirin vaya
a tener gemelos, de que haya venido por fin mi madre y cómo le ha sentado
de verdad que Josh no quiera ir a Nueva York. Pero todas esas cosas se van
a ver eclipsadas por la aventura de Marnie y Rob, y me da rabia que hayan
estropeado el remate de una noche maravillosa. ¿Será eso lo que Adam
estaba discutiendo antes con Nelson? ¿Le habrá contado lo de Rob? Pero no
creo, porque entonces él no lo sabía. Cleo ha hablado con él después, ¿no?
Me pesan los párpados de intentar descifrarlo.
Es el agua casi fría de la bañera lo que me despierta. Desorientada, me
incorporo enseguida, haciendo rebosar la espuma por los lados, y me
pregunto cuánto rato habré estado dormida. Quito el tapón y gorgotea el
desagüe, resonando demasiado en el silencio de la casa.
Mientras me seco, siento un escalofrío. Un recuerdo me asalta la
memoria: ha sido un ruido lo que me ha despertado, el bramido de una moto
en la calle. Me detengo un instante, con la toalla extendida por la espalda.
No habrá sido Adam, ¿verdad? No habrá cogido la moto a estas horas de la
noche...
Envuelta en la toalla, salgo corriendo al dormitorio y miro por la
ventana. El latido culpable de mi corazón se calma cuando veo, detrás de la
carpa, un resplandor amarillo procedente de su cabaña. Está ahí, no ha ido a
ajustar cuentas. Me dan ganas de bajar a ver si se encuentra bien, pero algo,
un sexto sentido quizá, me dice que no, que ya vendrá a mí cuando esté
preparado. Por un instante, temo estar al borde de un precipicio, pero son la
oscuridad y el jardín desierto los que me hacen sentir así.
Me aparto de la ventana y me tumbo en la cama. Voy a darle otros diez
minutos y, si para entonces no ha vuelto, iré a buscarlo.
DE CUATRO A CINCO DE LA MADRUGADA

Adam

La policía me sigue despacio a casa. Me advierten, pero con amabilidad.


Me dicen que duerma un poco y les contesto que eso haré, en cuanto se lo
cuente a Livia. Pero sé que no voy a dormir, sobre todo cuando se lo haya
dicho.
Entro en casa, angustiado pensando en los días que me esperan: darles la
noticia a todos, coger un avión a El Cairo y pasar por el infierno de un viaje
de cinco horas, pensando en Marnie durante el vuelo, mientras Livia llora a
mi lado.
En el pasillo, voy al ropero, busco mi cazadora de cuero y saco del
bolsillo interior el estuche azul de la agencia de viajes. Ya no necesitamos
esos billetes: la compañía aérea nos ha preparado un vuelo a El Cairo con
Josh el lunes..., mañana, caigo de pronto. Rompo el estuche por la mitad y
lo tiro a la basura de la cocina. Luego subo al dormitorio.
Liv está dormida encima de la cama, envuelta en una toalla de baño.
Claro que está dormida, he estado fuera una eternidad. Me quedo allí
plantado mirándola, contemplándola, absorbiendo su aspecto: su rostro
relajado por el sueño, el pelo que le cae por los hombros, el brazo derecho
curvado sobre la cabeza..., intentando grabarlo en mi memoria para poder
recordar cómo era antes de contárselo.
Me siento al borde de la cama.
—Livia... —le digo en voz baja.
Pero está profundamente dormida y, de pronto, no soporto la idea de
despertarla. Tampoco creo que pase nada por dejarla dormir un poco más,
teniendo en cuenta que ya nunca volverá a dormir así de tranquila. Lo
importante es contárselo antes de que se despierte nadie más, antes de que
cualquiera en cualquier sitio ate cabos de lo ocurrido y se lo diga antes que
yo.
Me levanto de la cama y me desnudo; luego alargo la mano por encima
de ella para apagar la luz. El movimiento la perturba y se agita, aún
dormida. Se me acelera el pulso y contengo la respiración, rezando para no
despertarla.
Se queda quieta, me tumbo a su lado y miro a la oscuridad. Me siento
muy solo, tremendamente solo. La necesidad de que me abracen me
sobrepasa de tal forma que me arrimo a Livia y la estrecho contra mi
cuerpo. Ella me rodea con sus brazos y, durante unos segundos
maravillosos, me siento reconfortado. Podría decírselo ahora, en la
oscuridad, susurrárselo al oído, abrazándola mientras se rompe. Estaré aquí
para apoyarla, como no estuve para Marnie.
—Has estado mucho rato en la cabaña —murmura.
—Lo siento.
—No quería dormirme.
—Da igual. Estás cansada.
A tientas, me acaricia la cara.
—Y tú.
—Un poco.
—Ha sido un día perfecto. —Me busca la boca—. Gracias por todo.
Tengo que contárselo.
—Livia...
—Ahora no.
Se quita la toalla que la envuelve y se acerca más a mí, pegando su
cuerpo al mío, deseándome, y yo me acobardo porque no puedo, no
podemos. Pero la suavidad de su piel y la caricia de sus dedos me
convencen y lo único que quiero es olvidar, olvidar lo ocurrido y que
seamos como siempre hemos sido, como nunca volveremos a ser. Así que
vacío mi pensamiento y me centro solo en Livia, en nosotros, por última
vez.
Livia

La cabeza de Adam me pesa en los hombros; yo lo abrazo con fuerza. Su


agotamiento es tan intenso que dudo que nada lo vaya a despertar. Me
siento mal por haberme dormido, por no esperar a que volviera de la
cabaña, y aún más por servirme del sexo para no tener que oír lo que sabía
que me iba a contar. Pobre Adam. Nunca lo habría calificado de débil, pero
hay una fragilidad en él que me asusta. En el transcurso de un día, ha
sufrido una gran transformación interna. No me sorprende: descubrir que tu
queridísima hija tiene una aventura con uno de tus amigos, alguien que no
es santo de tu devoción, debe de ser una de las peores cosas que pueden
pasarle a un hombre. Ojalá no hubiera tenido que enterarse en mi fiesta.
Y entonces es cuando caigo en la cuenta: ya estaba estresado antes de la
fiesta, ¿cuándo se ha enterado, pues? Vuelvo a repasarlo todo. Estaba bien
cuando nos despertamos por la mañana y en el desayuno. Luego yo me fui
con Kirin y Jess y lo dejé con Josh. En algún momento, él fue al centro, en
teoría a por mi regalo, y volvió con una migraña en su lugar. Hizo una
llamada a sus padres por la tarde, en principio por nada en particular.
Después fue borde con Amy cuando esta apareció de pronto, y antes tuvo
aquella conversación con Nelson durante la que parecía tan agobiado. Hizo
muchas cosas impropias de él. ¿Y qué era lo que quería decirme cuando
estábamos juntos en el jardín, antes de que empezara la fiesta? ¿Lo de
Marnie y Rob? Si era eso, y no se me ocurre qué más podía ser, debió de
enterarse de su aventura estando en el centro.
«Todo parece indicar que sí», me digo. Por eso estaba tan estresado esa
tarde. Tener que fingir que no lo sabía ha debido de ser horrible, sobre todo
con respecto a Rob. Ya me costó a mí, y tuvo que ser peor para Adam
porque, por instinto, debieron de darle ganas de hacerlo trizas. Yo lloré en
secreto dos días. Adam no pudo permitirse el lujo de digerirlo en privado
antes de encontrarse con Rob en público. Por eso parecía que fuera a
matarlo con el incidente de la caja. Entonces, seguro que sí hablaba de
Marnie y Rob con Nelson. Este se negaba a creerlo y seguramente le dijo
algo del estilo de «Mi hermano pequeño no haría una cosa así», lo que
explicaría la risa casi histérica de Adam.
La llamada que le hizo a su padre por la tarde... Igual quiso hablarlo con
Mike y cambió de opinión en el último momento porque pensó que debía
contármelo a mí primero, lo que significa que Cleo debió comentarle a
Adam sus sospechas por la mañana. A lo mejor se encontraron en el centro,
fueron a tomar un café juntos y salió todo. Por eso Adam no tenía mi
regalo, porque después de que ella se lo dijera, se le olvidó por completo.
Eso explicaría también su migraña: una excusa inventada para justificar su
decaimiento.
Pobre Cleo, pobre Adam, me siento fatal por ellos. Necesito despertarlo
y decirle que yo ya sabía lo de Marnie y Rob, que lo sé desde que Cleo y
Rob se fueron a Hong Kong. Pero... flaqueo. Se va a poner furioso de
pensar que lo he dejado beber y bromear con el hombre que nos ha
traicionado de esa forma tan horrible. Será precisamente lo que me había
temido: pensará que se lo he estado ocultando seis semanas (¡seis semanas,
no unas horas como él a mí!) porque quería asegurarme de celebrar mi
fiesta primero.
Me quedo tumbada un rato más, dándole vueltas, odiándome por lo que
estoy pensando, que es que voy a dejar que Adam me cuente lo de Marnie y
Rob cuando despierte y a hacer como que no sabía nada. Eso sí, tendría que
advertir a Max para que no me delate. Siento muchísima vergüenza, por
pensar siquiera en mentirle y hacer a Max cómplice del engaño. Pero me
facilitaría mucho las cosas. Va a haber mucha tensión entre nosotros, ¿para
qué aumentarla diciéndole que yo ya sabía lo que él está deseando
contarme?
Despacio, saco el hombro de debajo de su cabeza y retiro con cuidado
los brazos de su cintura, preparada para detenerme si se mueve, pero sigue
durmiendo, sin darse cuenta de que ya no lo abrazo. Salgo de la cama con
sigilo, me pongo una camiseta y unos vaqueros, me calzo las zapatillas y
bajo en silencio. Aunque los del cáterin traían platos, cubiertos y vasos,
tengo algunos míos sucios en el fregadero, y al suelo le hace falta una buena
limpieza.
Mis tartas de cumpleaños están en la encimera, tapadas con film
transparente. Solo de verlas me da hambre y caigo en la cuenta de que no
comí ni bebí mucho durante la fiesta. Cada vez que me ofrecían una copa,
le daba un sorbo y luego tenía que dejarla abandonada. Me pongo manos a
la obra: meto lo que puedo en el lavaplatos y lavo a mano los cacharros más
grandes; lo guardo todo, limpio la encimera y me hago un café antes de
fregar el suelo de la cocina.
Me saco el café al jardín. Tengo la sensación de ser la única persona
despierta en el mundo entero. Cuando Josh y Marnie eran pequeños, solía
madrugar para quitarme de en medio las tareas de casa. Luego siempre tenía
un día estupendo, sin el estrés de las cosas pendientes. Me alegro de haber
devuelto la casa a la normalidad, teniendo en cuenta que luego van a venir
todos.
Tardo un rato en darme cuenta de que no va a venir nadie a comer, ahora
que Adam sabe lo de Marnie y Rob.
DE CINCO A SEIS DE LA MAÑANA

Adam

Me despierto de golpe, con el corazón desbocado. Sé que ha ocurrido algo


horrible y me esfuerzo por recordar qué es. Entonces me viene a la
memoria: Marnie ha muerto. Me quedo tumbado, intentando digerir el dolor
de la pérdida que me sacude el cuerpo entero. Así es como va a ser siempre,
me digo: unos segundos de inconsciencia hasta que me asalte la realidad y
traiga consigo la angustia.
¿Es bueno que Livia ya no esté a mi lado? Sí, porque si estuviera, tendría
que contárselo ahora, en este preciso instante. Estará en el baño, con lo que
puedo esperar un poco más. Procuro no pensar en nada, cerrar la mente al
horror de la muerte de nuestra hija, protegerme para poder decírselo a Livia
sin desmoronarme. Pero es imposible.
Es la incertidumbre lo que me va a atormentar, la de si Marnie supo que
estaba a punto de morir. Y como no puedo saberlo, siempre me voy a
torturar pensando en que sí, en que hubo unos segundos, minutos incluso,
en que conoció el horror que la aguardaba. Nunca superaré el hecho de que
mi hija haya tenido que hacer frente a la muerte ella sola, jamás.
Uno de mis mayores remordimientos ha sido siempre no haber estado
presente cuando nació porque había ido al pub con Nelson. Cuando Jess
consiguió localizarme, ya había terminado todo. ¿No es significativo que
tampoco haya estado con ella en el momento de su muerte? A lo mejor es el
precio que me toca pagar por no haberme preocupado lo suficiente antes de
que naciera. Eso y el no querer siquiera que naciese.
Por el ruido de la puerta de servicio al abrirse y los pasos en la terraza,
sé que Livia está abajo, no en el baño. Me pregunto cuánto tiempo llevará
levantada. Por la ventana abierta la oigo tararear y siento una inmensa
tristeza. Hoy es la última vez que empezará el día ilusionada.
Me cuesta una barbaridad coger el móvil. Solo lo hago porque necesito
saber la hora, saber cuánto tiempo más puedo esperar para contárselo a
Livia. Son las cinco cuarenta y cinco. Estará amaneciendo. El jardín estará
precioso, un poquitín fresco quizá, pero precioso. ¿Es ese el sitio adecuado
para decírselo, en el jardín, sentada en el murete, rodeada de recuerdos de
ayer, mirando la valla de Marnie? ¿O empeorarán las cosas esas fotos, si es
que aún pueden empeorar?
Quince minutos más y se lo digo, antes de que se despierte Josh, antes de
que empiece a llamar todo el mundo para darnos las gracias por la
maravillosa fiesta.
Livia

Me encanta el jardín a primera hora de la mañana, antes de que el barullo de


voces, cortacéspedes y herramientas eléctricas oculte el canto de los
pájaros. Cruzo el jardín y voy recogiendo por el camino las servilletas y los
tapones de botella tirados por el suelo. Me sorprendo tarareando Unchained
Melody, la canción que Adam y yo bailamos anoche, y me extraña estar tan
relajada sabiendo lo que nos deparará el día. Supongo que es porque va a
ser Adam quien me cuente lo de Marnie y Rob, no al revés, con lo que la
preocupación de tener que decírselo ha desaparecido. Me sabe mal fingir
que no sé nada de la aventura para salvar el pellejo. Igual no debería
hacerlo, pienso angustiada; igual debería decirle la verdad sin más.
Intento descolgar los globos reventados, pero veo que voy a necesitar
unas tijeras para cortar el cordel y voy a buscarlas a la cocina, donde
aprovecho para tirar las servilletas y los tapones de botella a la basura.
Cuando voy a hacerlo, me quedo helada porque allí, encima de los restos de
comida, está el estuche de la agencia de viajes, el que le di a Adam en la
fiesta. Y no solo eso: roto por la mitad.
Alargo la mano y cojo los dos pedazos, desolada. No lo entiendo. ¿Por
qué habrá tirado a la basura los billetes que le he regalado? Me pareció que
una escapada para ver el viaducto sería el regalo perfecto para él. ¿Cómo ha
podido interpretarlo tan mal?
Me llevo los pedazos a la mesa y me siento, a punto de llorar como una
boba. Lo cierto es que no lo vi muy entusiasmado cuando se los di ayer.
Pensé que era porque le preocupaba tomarse tiempo libre; ahora me ha
quedado claro que no quería ir en absoluto. Es del todo impropio de él no
agradecer un regalo, incluso los que, en el fondo, no le gustan, como el
suéter de Navidad que le compra su tía todos los años. Puede que no se lo
ponga nunca (tiene un cajón lleno de regalos que no ha usado jamás), pero
cuando lo abre, siempre finge que es exactamente lo que quería. Adam sería
incapaz de ofender a nadie, pero me ha ofendido a mí, no por no querer ir a
ver el viaducto de Millau, sino por romper en dos los billetes. Para haber
hecho algo así, debía de estar enfadado, irritado, frustrado.
Frustrado. A lo mejor nunca ha superado la decepción de no poder ser
ingeniero. ¿Y si aún sigue ahí, bien escondida en su interior junto con otros
deseos insatisfechos? ¿Habré cometido el más estúpido e insensible de los
errores? No se me ocurrió consultarlo con Mike o Nelson, preguntarles qué
les parecía antes de reservar el viaje. De haberlo hecho, quizá ellos me
habrían advertido y sugerido una alternativa. Si Adam aún lamenta no haber
hecho lo que quería, no haber sido quien quería ser, yo soy la última
persona a la que se lo diría.
Se me escapan unas lágrimas y me las limpio furiosa con la mano.
Habría preferido que hubiera sido sincero y me lo dijera, en vez de romper
los billetes. ¿Qué hago yo ahora? ¿Voy y le planto cara? Niego con la
cabeza. Todo esto es absurdo, no tiene sentido. Conozco a Adam, y si de
verdad no hubiera querido ir a ver el puente, no solo habría sido sincero,
sino que además habría buscado una solución. Me habría propuesto que nos
alojáramos en algún sitio cerca de Montpellier, no en el propio Millau, para
explorar los pueblos de los alrededores en su lugar. A lo mejor anoche no
me lo quiso decir y esa es otra conversación que vamos a tener esta mañana.
Y le voy a decir que me parece bien, que podemos hacer lo que prefiera. Lo
importante es que salga unos días y disfrute.
No sé si la agencia de viajes me reembolsará los billetes, pero siempre
puedo preguntar. Primero tengo que intentar pegarlos, porque supongo que
les hará tanta gracia como a mí encontrárselos rotos en dos.
Los saco del estuche y los junto, primero los de Adam, luego los míos. Y
me quedo pasmada mirándolos, porque en vez de Montpellier, el destino es
El Cairo. Me recuesto en la pared, perpleja. No entiendo cómo ha podido
haber un error así. Recuerdo que la chica de la agencia los revisó conmigo
antes de guardarlos y tampoco pudo haberlos confundido con los de otros
clientes porque estos llevan nuestros nombres. Entonces veo la fecha de
salida, el 9 de junio a las 10.30. Hoy. Dentro de unas horas.
Me cuesta razonar, como si mi pensamiento avanzara lentamente por
aguas cenagosas. Estos no son los billetes que yo compré, estos los ha
comprado otra persona. Habrá sido Adam. Pero ¿por qué iba a comprar
billetes para El Cairo, para salir hoy, sin decirme nada? A menos que me
hubiera preparado una sorpresa, como yo a él. Solo que yo me adelanté.
Me siento fatal. No me extraña que no mostrara mucho entusiasmo
cuando vio los billetes para Montpellier. Sabía que no podría ir el martes
porque estaríamos en El Cairo. Eso también explica que no me diera el
regalo en la fiesta: ¿cómo me lo iba a dar si sabía que iba a estropear el que
yo acababa de hacerle? Pero como seguramente habrá reservado un
hotelazo, sería más lógico cancelar el vuelo a Francia que el de Egipto.
La idea de que Adam haya planeado ese viaje me emociona bastante.
Hace un tiempo vimos un programa en la tele sobre Egipto y recuerdo
haberle dicho que siempre había querido ver las pirámides, como recuerdo
de mi deseo de niña de ser arqueóloga, hasta que mis padres me dijeron que
sería médico. Seguro que tenía pensado sorprenderme con los billetes esta
mañana. O a lo mejor ni me los habría dado siquiera, a lo mejor me habría
dicho que hiciera las maletas porque nos íbamos de viaje sorpresa y que ya
me enteraría de adónde cuando estuviéramos en el aeropuerto. Habría sido
maravilloso. Y aún puede serlo. Siendo muy egoísta, prefiero ir a ver las
pirámides que el viaducto de Millau.
DE SEIS A SIETE DE LA MAÑANA

Adam

Estoy a punto de levantarme de la cama e ir a buscar a Livia cuando la oigo


subir las escaleras a toda prisa, como si hubiera descubierto algo de repente.
Me noto una descarga de ácido en el estómago. Lo sabe. Me incorporo de
un brinco, dispuesto a interceptarla, pero entra corriendo en el dormitorio,
tan feliz y aliviada que me deja de piedra.
—Eres el más perfecto de los hombres —dice, tirándose en la cama a mi
lado. Me coge la cara con ambas manos y me mira fijamente a los ojos—.
No sé qué hacer primero, si darte las gracias o pedirte perdón.
—¿A qué te refieres? —pregunto con cautela.
—No es demasiado tarde, aún podemos ir. —La miro perplejo—. ¡A El
Cairo! —ríe—. He encontrado los billetes. Da igual que estén rotos por la
mitad, seguro que los podemos imprimir en casa también.
Retiro sus manos de mi cara y las sostengo entre las mías.
—Livia...
—Tendrías que habérmelo contado —dice, sin dejarme añadir nada—.
Ahora entiendo tu falta de entusiasmo con el viaje a Millau. Haberme dicho
que ya habías reservado en otro sitio. No me habría importado.
Me veo atrapado en otra pesadilla.
—No es eso. No vamos a ir a El Cairo. Bueno, sí, pero no esta mañana.
—¿Has conseguido que te cambien los billetes? ¡Perfecto! ¡Ahora
tenemos dos viajes con los que ilusionarnos! ¿Cuándo vamos?
—Mañana. Pero escucha, Livia...
—Bueno, no ha sido muy inteligente por tu parte retrasarlo solo un día.
—Me mira confundida—. No podremos ir a Montpellier. Pero prefiero unas
vacaciones con playa, la verdad.
—¡Livia! —le digo desesperado—. ¿Me quieres escuchar? —Me mira
sorprendida—. No vamos a El Cairo de vacaciones...
—No me lo digas... Ya sé, ¡es uno de esos recorridos con los que vas
visitando distintos sitios! No es lo mismo que estar tumbado en la playa,
pero también está fenomenal.
—No. No es eso.
—Entonces, ¿qué es?
Vuelvo a cogerle las manos.
—Livia, tengo que contarte algo muy grave y necesito que me escuches.
Deja de reír por fin y se queda quieta. Y mientras intento pronunciar las
palabras, me suelta algo de lo más inesperado.
—No pasa nada, Adam, ya lo sé.
Siento calor, luego frío, después calor otra vez. El mundo se detiene un
instante y Livia con él.
—No —le digo cuando recupero la visión—. No es posible. No puedes
saber lo que voy a contarte.
—Es sobre Marnie, ¿a que sí?
No doy crédito. Le suelto las manos bruscamente.
—¿Lo... LO SABES?
—Sí, y estoy tan destrozada como tú. —Se le quiebra la voz y los ojos se
le llenan de lágrimas—. ¿Qué va a ser de nosotros ahora?
Aparto las sábanas y salgo de la cama, incapaz de estar a su lado,
intentando digerirlo. Está disgustada, pero ¿no debería estar desolada? ¿No
debería tener el corazón partido, estar llorando? Me ha parecido
contentísima cuando ha entrado... ESTABA contenta cuando ha entrado.
¿Cómo puede seguir funcionando?
—Adam... —me suplica, tendiéndome los brazos.
—¿Cuándo te has enterado? —le pregunto con aspereza, ignorando sus
brazos.
Titubea una milésima de segundo.
—Ayer.
¿Lo sabe desde AYER?
—¿Ayer, cuándo?
—En la fiesta.
—¿A qué hora? —espeto.
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? ¿Qué más da a qué hora me
enterara?
—¡Quiero saber si fue después de que te pasaras toda la noche bailando
o antes!
Baja de la cama de un salto y me planta cara.
—¿Y tú? ¡No te impidió bromear con Rob! Porque ¿cuándo te enteraste,
Adam? ¡Ayer, antes de que empezara la fiesta! ¡Y aun así dejaste que
siguiera adelante!
—¡Lo hice por ti, Livia! ¡Para que tuvieras una última oportunidad de
ser feliz!
—¡No te pongas dramático! Sé que va a ser difícil, pero decir que no
vamos a volver a ser felices... —Se acerca a mí—. Mira, sé que te cuesta
aceptar que Marnie no es el angelito que tú piensas que es, pero tampoco es
el fin del mundo.
Me la quedo mirando.
—¿Qué... qué has dicho de Marnie?
—Que no es el fin del mundo si no es el angelito que piensas que es. Si
te quieres enfadar con alguien, enfádate con Rob. Él es el que tiene la culpa
de todo esto.
Meneo la cabeza. Me cuesta respirar, pensar.
—Liv, ¿qué tiene que ver Rob en todo esto?
Me mira espantada.
—¡Ay, Dios! —dice, a punto de taparse la boca—. Creía que lo sabías,
que sabías que era Rob. —Me escudriña—. ¿Pensabas que era Max?, ¿por
eso estabas antipático con él ayer? —Me agarra del brazo—. Lo siento
mucho, Adam, no es Max, es Rob.
—¿Qué es Rob? —pregunto, confundido.
—Que es Rob el que tiene una aventura con Marnie. Eso es lo que
intento decirte, Adam: que Marnie y Rob tienen una aventura, no Marnie y
Max, aunque eso no sería una aventura porque él no está casado, ¡no como
ese adúltero mentiroso y asqueroso! —termina furibunda.
Pensaba que había tocado fondo, que las cosas no podían empeorar más,
pero lo que Livia me acaba de contar... No puedo ni procesarlo. Me
derrumbo en la cama. Tiene que estar equivocada. Marnie nunca, jamás,
tendría una aventura con alguien como Rob. No podría. No lo haría. No le
haría eso a Jess, no nos lo haría a nosotros. Livia se equivoca, tiene que ser
eso.
Como si supiera lo que estoy pensando, se acuclilla en el suelo y se
inclina hacia mí, de forma que se tocan nuestras frentes.
—Sé que es difícil de creer, pero es cierto —dice en voz baja,
cogiéndome las manos—. Llevan juntos más de un año ya. Por lo que me
contó Max, me parece que empezaron durante el primer año de Marnie en
Durham. Rompieron justo antes de que ella se fuera a Hong Kong. Yo sabía
que había estado viendo a alguien, pero no que era Rob; no se me habría
ocurrido ni en un millón de años que pudiera ser él. De lo contrario,
habría... habría... —Se interrumpe—. Por eso estaba tan descontenta los
primeros meses allí. Pero entonces él fue a verla, en diciembre, cuando
supuestamente estaba de viaje de trabajo en Singapur, y debieron de volver.
—Suelta una carcajada cruda—. Ah, ¿y sabes qué? Que no fue con Cleo a
Hong Kong porque Jess no quisiera que la niña fuese sola, se lo inventó.
Fue para poder estar con Marnie. Lo vi por FaceTime, saliendo del baño de
la habitación del hotel, desnudo. Pensé que era algún novio, pero resulta
que era Rob.
Sé que está hablando porque me noto su aliento en la cara según va
escupiendo palabras, pero no sé qué dice, solo puedo pensar en que aún no
lo sabe, todavía no sabe que Marnie ha muerto.
Echo la cabeza hacia atrás y la miro a los ojos.
—Livia, eso no es lo que quería contarte.
Me mira atónita.
—Pero me has dicho que era de Marnie.
—Y así es.
—¿Qué es, entonces?
La levanto y la obligo a sentarse en la cama, a mi lado, sin soltarle las
manos.
—Livia... —digo, volviéndome hacia ella.
—¿Es lo del bebé?
Me siento como si viviera en una especie de mundo paralelo.
—No, no es lo del bebé —digo, incapaz de seguirle la conversación, de
entender por qué ahora se pone a hablar del embarazo de Kirin.
—Entonces, ¿qué? —pregunta casi con impaciencia. Abro la boca, pero
no sale nada más que un suspiro tembloroso—. ¡Me estás asustando, Adam!
—me dice aterrada—. Cuéntamelo.
Lo haría si supiera cómo hacerlo. Le acaricio el dorso de la mano con el
pulgar.
—Livia, lo siento, pero ha habido un accidente.
Se queda blanca.
—Ay, Dios, ¿es Marnie? ¿Qué ha pasado? ¿Está herida, en el hospital?
—No, no, no está herida. No... no lo ha conseguido, Livia. Marnie se ha
ido.
El mundo se detiene. Ni siquiera respiramos.
—¿Ido? —dice, recuperando la voz—. ¿Cómo que se ha ido? ¿Adónde?
—Lo siento mucho, Livia. —Pensaba que el dolor no podía ser peor—.
Marnie... ha muerto. Está... está muerta.
Se zafa de mis manos.
—¡Basta ya, Adam! ¿Cómo puedes decir algo así? ¡No! ¡No!, ¿me oyes?
¡No digas semejante estupidez! ¡Ha tenido una aventura y ya está!
Intento atraerla hacia mí, pero se retuerce.
—Livia, es cierto. Ojalá no lo fuera, pero es cierto. Venía a casa por
sorpresa, se iba a presentar en tu fiesta para darte una alegría, pero su
avión... su avión se estrelló. Al despegar de El Cairo.
—¿De El Cairo? —sopesa la palabra—. Marnie no pintaba nada en El
Cairo, te estás equivocando. Marnie está en Hong Kong. Ha salido durante
el fin de semana, pero no a El Cairo; no se habría ido allí, está demasiado
lejos. Alguien habló de un accidente aéreo en la fiesta, me parece que en El
Cairo. No pasa nada, Adam, te has liado, lo has soñado y te has hecho un
lío.
—No. Por eso vamos allí mañana, a ver a Marnie...
—¡No! —Se tapa los oídos de golpe—. ¡No quiero oír más! ¡No
entiendo lo que dices, no lo entiendo!
De todas las formas en que podría haber reaccionado, jamás me esperaba
esta: que no quisiera entender lo que le estoy diciendo. Me dan ganas de
gritarle que tiene que aceptarlo, porque no hay otro modo de decirle que
Marnie ha muerto. En cambio, le aparto las manos de los oídos y la atraigo
hacia mí para abrazarla fuerte.
—Lo siento, Livia, pero Marnie iba en el avión que se ha estrellado.
Venía a casa vía El Cairo y Ámsterdam, para tu fiesta. Sabes que no te diría
algo así si no fuera cierto. Lo siento, lo siento mucho.
Un aullido surge de lo más hondo de su ser, eco del que profirió al
expulsar a Josh de su cuerpo, como el que debió de proferir cuando trajo a
Marnie a este mundo, solo que yo no estaba allí para oírlo. La pego a mí y
dejo que mi cuerpo absorba la fuerza de su angustia. Brotan de mis labios
los lugares comunes, estúpidos e inútiles, que estaba decidido a no
pronunciar.
—Tranquila, Livia, tranquila, todo va a ir bien, te lo prometo, todo va a
ir bien.
Pero ella ya no escucha, la cruda pena de la pérdida lo inunda todo.
Se abre de golpe la puerta del dormitorio y aparece Josh, aterrado. Josh,
me había olvidado de Josh.
—¡Mamá! —Mira fijamente a Livia, derrumbada sobre mi cuerpo, y el
pánico se apodera de él—. Papá, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿El
abuelo? ¿La abuela?
No pretendía hacerlo así. Se lo iba a contar a Livia, luego a Josh, por
separado, uno a uno, para poder apoyarlos a los dos. Le tiendo una mano.
—Josh, ven aquí.
Se queda clavado en el sitio, paralizado de miedo.
—¿Qué ha pasado, papá? ¿Qué ha pasado?
Me cuesta hacerme oír con el llanto terrible de Livia.
—Necesito que vengas aquí, por favor.
Se acerca y se sienta en la cama.
—¿Qué ocurre?, ¿qué está pasando?
Le pongo la mano en el hombro.
—Josh, es Marnie.
No puedo seguir porque al pronunciar su nombre aumenta el dolor de
Livia.
—¿Cómo que es Marnie? —pregunta espeluznado—. ¿Ha tenido un
accidente?
—Se ha estrellado un avión. Lo siento, Josh, pero Marnie iba en él.
—¿Un avión? ¿Dónde? ¿Cómo?
—En El Cairo. Marnie venía a casa, se iba a presentar en la fiesta por
sorpresa. El avión se estrelló nada más despegar.
Josh se me queda mirando.
—¿Te refieres... te refieres...? —Prueba de otra forma—. Ella está bien,
¿verdad?
Niego con la cabeza.
—No, no, lo siento. Lo siento mucho. —Espera—. Se ha ido. Marnie ha
muerto en el accidente.
Se pone tan pálido que temo por él. Lo agarro de la nuca y lo atraigo
hacia nosotros. Y los abrazo a los dos mientras se derrumban.
Livia

Todo se ha parado. Me cuesta respirar, la habitación se me hace pequeña.


No puede ser cierto. Esto no está ocurriendo, no puede ser verdad. No lo
entiendo, no entiendo qué hacía Marnie en El Cairo. Me dijo que se iba
unos días para poder repasar tranquila, ¿qué pintaba en El Cairo? El Cairo
es ruidoso, allí no iba a tener paz. Adam no para de decirme que venía a
casa, para la fiesta, pero eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a estar en Egipto
si venía aquí? Me lo ha explicado, una y otra vez, a mí y a Josh también,
porque él tampoco lo entiende. Adam no para de decir que iba a
Ámsterdam, pero eso tampoco tiene sentido. Josh, pobre Josh. Menos mal
que ya se ha callado, no soportaba oírlo llorar, con el cuerpo convulso entre
el de Adam y el mío. Me ha hecho olvidar mi dolor y he podido consolarlo.
—¿Qué vamos a hacer, papá? —masculla. Lo veo tan asustado que me
parte el corazón—. ¿Qué vamos a hacer?
—Lo vamos a superar, vamos a ser fuertes para apoyarnos unos a otros
—dice Adam—. Tenemos que pensar en las personas que querían a Marnie
tanto como nosotros, en cómo se lo vamos a decir. Debemos ser fuertes por
ellos, por la abuela, el abuelo... —Se derrumba, incapaz de hacer frente a la
idea de contárselo a sus padres.
—No. —Josh niega con la cabeza—. Yo iba a... ¿Qué vamos a hacer sin
Marnie?
—Lo vamos a superar —repite Adam, y me pregunto cómo puede estar
tan entero—. No sé cómo, pero lo vamos a superar. Tenemos que hacerlo.
—Se le quiebra un poco la voz—. Es lo que Marnie habría querido.
—Es que aún no me lo puedo creer. No me lo quiero creer.
—Lo sé, Josh —dice Adam con ternura—. Lo sé.
—No puede ser cierto —repite Josh por enésima vez—. No puede ser.
¿Estás seguro, papá?, ¿estás seguro?
—Josh, por favor...
Adam suena como si ya no aguantara más y eso me aterra, porque
necesito que sea fuerte, así que, en vez de preguntarle si está segurísimo de
verdad de que Marnie iba en ese vuelo, porque como Josh, no me lo puedo
creer, le aprieto un poco la mano y le digo sin palabras que entiendo lo
tremendamente duro que es para él tener que responder a nuestras preguntas
interminables. Pero debe de estar equivocado, tiene que estarlo. Solo
necesita tiempo para darse cuenta.
Por eso me quedo callada, para darle tiempo a que lo procese, y Josh
hace lo mismo. Pero el silencio se alarga cada vez más y el aire de la
estancia se llena de desesperación. Me la noto en la piel, en la boca, casi
puedo olerla. Y entonces lo sé.
Se me escapan las lágrimas de los ojos. Creo que no voy a poder pararlas
nunca.
—¿Cómo se lo vamos a contar a todos? —pregunto, rota.
Un súbito alivio, intenso y silencioso, se propaga por el cuerpo de Adam
al ver que por fin he aceptado la insoportable verdad. Se aclara la garganta.
—Había pensado en pedirle a Nelson que se lo dijera él. Menos a mis
padres. A ellos se lo tengo que contar yo.
—Menos mal que están con Izzy —digo, asombrada de lo serena que
debo parecer.
—¿Entiendes ahora por qué no quise que Amy se quedara a dormir? —
dice Adam—. No me pareció justo que estuviera aquí cuando... —Se
derrumba—. Bueno, cuando os lo dijera.
—¿Cómo te has enterado, papá? —masculla Josh—. ¿Te llamaron o algo
así?
—No. Sabía qué vuelos iba a coger Marnie, era nuestro secreto. Cuando
me enteré del accidente aéreo, no pensé que fuera el suyo y, al caer en la
cuenta de que sí, no pensé que fuera en ese avión porque me había mandado
un mensaje para decirme que su vuelo de Hong Kong se había retrasado y
que iba a perder la conexión de El Cairo. Pero luego supe que el vuelo de El
Cairo también se había retrasado, con lo que había una posibilidad de que
hubiera llegado a tiempo de cogerlo. Aun así, todavía podía ser que no lo
hubiera conseguido.
Levanto de golpe la cabeza.
—Entonces, a lo mejor no lo consiguió —digo, agarrándome a este
nuevo atisbo de esperanza—. Adam, ¿y si Marnie no llegó a tiempo de
coger ese vuelo?
Traga saliva con dificultad.
—Llegó. Me lo han confirmado.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Llamé a la compañía aérea anoche, después de que se fuera Amy.
Había un número de información.
—¿Después de que se fuera Amy? ¿Por eso te metiste en la cabaña?
—Sí.
—Pero...
Me aparto de él, meditando lo que acaba de decir. Si sabía que Marnie...
que Marnie había..., cuando volvió a entrar en casa, ¿por qué no me lo dijo
entonces? ¿No hicimos el amor? No, no puede ser, no en ese momento, no
después de que Adam lo supiera, no puede ser. Sería antes. Quiero
preguntárselo. Necesito saberlo. Pero no puedo hacerlo delante de nuestro
hijo.
—¿Por qué no nos lo contaste, papá? —dice Josh furioso, aunque sé que
no es con Adam con quien está enfadado—. No tendrías que haber pasado
el mal rato tú solo. ¿Por qué no nos despertaste cuando te enteraste?
—Preferí dejaros dormir. Pensé que unas horas más darían igual.
—No te dieron igual a ti. Ha debido de ser horrible tener que guardar el
secreto. —Menea la cabeza—. Tendrías que haberme despertado, papá.
Aun estando confundida sobre el momento exacto en el que hicimos el
amor, Adam me ablanda el corazón, por haber decidido ahorrarnos el
sufrimiento y cargar con la pena él solo. Pero se me para de golpe, lo
detiene otro pensamiento, otro enigma.
—¿Y cómo ocurrió? —pregunto.
—No lo saben. No quisieron contarme nada. Me dijeron que habría una
investigación. Sabremos más cuando lleguemos allí, espero.
—¿Adónde? —dice Josh.
—A El Cairo. Mamá y yo vamos mañana. Tú también, si quieres. Nos
han reservado plaza en un vuelo. Pero no hace falta que vengas si no te
apetece.
—¡Pues claro que voy! —dice furioso.
—No —lo interrumpo—. Me refiero a que cómo ocurrió... ¿Cómo te
enteraste de lo de Marnie?
—Ya te lo he dicho: había un teléfono al que se podía llamar.
—Pero antes de eso. ¿Cómo supiste que tenías que preguntar?
Percibo cierto titubeo.
—Porque Marnie no me había llamado para decirme que había llegado
bien. Estuve esperando a que lo hiciera, pero no lo hizo.
—Un momento... —Cierro los ojos, intentando descifrarlo—. Tú has
dicho que la compañía aérea nos ha reservado plaza en un vuelo de mañana.
—Así es.
—Pero los billetes del que sale hoy, los que he encontrado en la
basura..., debiste de comprarlos en la agencia de viajes del centro. He
reconocido el estuche.
—Sí.
—¿Cuándo? ¿Cuándo los compraste?
—Ayer, en cuanto me enteré del accidente aéreo. Pensé que Marnie
estaba atrapada en el aeropuerto de El Cairo. Pensé que, si había perdido el
vuelo, estaría allí sola y aterrada por lo ocurrido, porque el avión siniestrado
era el que ella tenía que coger, y no sabría qué hacer. Así que compré unos
billetes para que fuéramos los dos a buscarla, a estar con ella.
—¿Qué? ¿Te enteraste del accidente ayer? —Josh mira a Adam
fijamente—. ¿Y por qué no nos lo contaste?
—Ya os lo he dicho: porque no pensaba que Marnie fuera en el avión.
No quería preocuparos por nada.
Se me encoge el corazón y se esconde en lo más hondo de mi ser.
—Era eso, ¿no? Eso era lo que te pasaba, la razón por la que estabas tan
raro. Espera... ¿Fue eso lo que intentaste decirme antes de la fiesta? —No
contesta—. Fue eso, ¿verdad? Querías decirme que a lo mejor Marnie iba
en el avión que se había estrellado.
—Sí.
—¿Y por qué no lo hiciste? ¿Por qué no me lo dijiste y ya está?
No me mira a los ojos.
—Lo intenté —responde, pálido—. Lo intenté. Pero estabas tan
contenta. Si te lo hubiera dicho, habrías querido cancelar la fiesta y yo
quería que... Sabía que en cuanto te lo contara, te pondrías mala de
preocupación, como ha ocurrido, y no quería que eso sucediera sin estar
completamente seguro.
—Pero no llamaste hasta... ¿qué, las tres de la mañana? ¿Por qué no lo
hiciste antes? El número lo dan enseguida, ¿no?, para que puedan llamar los
que piensan que algún familiar podría haber ido en el avión...
—Porque no quería saberlo —dice, en voz baja—. Preferí aferrarme a la
posibilidad de que Marnie no hubiera conseguido coger el vuelo.
Miro a este hombre que de pronto se ha convertido en un absoluto
desconocido para mí y el corazón se me encoge de nuevo, casi hasta
desaparecer.
—¿Cómo lo hiciste, Adam? —le pregunto con la voz temblona de rabia
—. ¿Cómo lograste charlar, reír, comer y beber sabiendo que existía una
posibilidad de que nuestra hija estuviera muerta? Y lo que es peor aún —
añado, elevando la voz al caer en la cuenta—, ¿cómo pudiste dejarme
charlar, reír, comer, beber y bailar a mí, ¡BAILAR!, sabiendo que había
aunque fuera solo una mínima posibilidad de que Marnie estuviera muerta?
—¡Livia, por favor! —Alarga la mano desesperado, pero yo me aparto.
—¡NO! —Lo miro horrorizada—. ¿Qué eres?, ¿una especie de
monstruo?
—¡Mamá, no digas eso!
Me vuelvo hacia Josh.
—¡Me dejó bailar! ¡Mi hija estaba muerta y me dejó BAILAR!
Abalanzándome sobre Adam, empiezo a pegarle, a darle puñetazos en la
cabeza, en el pecho, donde puedo.
—¡Mamá, para!
Pero ya no puedo parar. Sigo pegándole, gritándole, llamándolo cobarde
y otras cosas, hasta que Josh me aparta y me desplomo en el suelo.
DE SIETE A OCHO DE LA MAÑANA

Adam

Los gritos de Livia me siguen por las escaleras hasta el jardín.


Subo a ciegas los escalones de la terraza, aún afectado por la violencia
de su reacción. Sabía que sería así. Sabía que no me perdonaría cuando se
enterara de lo que había hecho. Habría aceptado que guardara el secreto un
par de horas porque Josh y ella dormían, pero esperar que aceptara que,
habiéndome enterado del accidente mucho antes de la fiesta, hubiera
preferido dejar que siguiera adelante era demasiado. Cuando me ha
preguntado cómo pude dejarla bailar, sus palabras me han destrozado y,
mientras me aporreaba, me he hecho la misma pregunta: ¿cómo pude
dejarla bailar? Porque ahora me parece espantoso.
Necesito llamar a Nelson. Me siento en el murete de piedra, de espaldas
a las fotos de Marnie. Oigo los sollozos de Livia desde aquí, o quizá solo
resuenan en mi cabeza. Me alegro de que Josh esté con ella, haciendo lo
que Livia no me deja hacer: consolarla. Él no me ha dicho nada. No ha
hecho falta: la cara de incredulidad que ha puesto cuando me ha pedido que
me fuera ha sido suficiente.
Saco el móvil y me quedo sentado con él en las manos, reviviendo el
momento en que he hecho pedazos el mundo de Livia. Ha sido más duro de
lo que había imaginado porque ella pensaba que estaba hablando de otra
cosa, algo que tenía que ver con Marnie, pero también con Rob. No puedo
pensar en eso ahora, tengo que llamar a Nelson.
—¡Adam! —me dice con demasiado entusiasmo—. ¿Qué tal?
—Nelson, ¿puedes venir? Solo tú, sin Kirin y los niños.
Enmudece un segundo.
—¿Va todo bien?
—No, la verdad es que no. Te lo cuento cuando llegues. Estoy en el
jardín. ¿Podrías venir enseguida?
—Voy para allá.
Cinco minutos, diez a lo sumo. El tiempo justo para llamar a mi padre.
—Hola, Adam, ¿a qué debo el placer de una llamada tan temprana?
Cierro los ojos, me presiono los lagrimales con el pulgar y el índice.
—Papá... —Se me quiebra la voz—. ¿Está mamá a tu lado?
Oigo movimiento, luego unos pasos en las escaleras.
—Ya no. Estoy en la cocina, tu madre está acostada.
—¿Estás sentado?
—No, ¿debería?
—Sí.
Lo oigo arrastrar una silla.
—Vale. Adelante.
—Son malas noticias, papá. Es sobre Marnie.
Inspira hondo.
—¿Qué ha pasado?
—Venía a casa, a la fiesta de Livia, para darle una sorpresa. Tenía que
coger tres aviones. Uno de ellos se ha estrellado. Ha muerto, papá. Marnie
se ha ido.
Oigo un grito medio ahogado que se interrumpe nada más empezar.
—Lo siento, papá. Lo siento. —Esas palabras no dejan de salir de mi
boca—. Lo siento mucho.
—¿Cuándo? —pregunta con un hilo de voz—. ¿Cuándo...? —Apenas
puede hablar.
—Ayer. Lo supe por la mañana, aunque no con certeza, porque pensaba
que había perdido el vuelo, ella misma me lo dijo. Así que dejé que la fiesta
siguiera adelante porque quería que Livia tuviera unas últimas horas de
felicidad. ¿Tú lo entiendes, papá? ¿Entiendes por qué no se lo conté a
nadie?
—Sí, lo entiendo —dice, porque sabe que es lo que necesito oír—. Lo
siento muchísimo, Adam. No quiero ni pensar... ¿Cómo está Livia?, ¿cómo
está Josh? ¿Están bien? —Suelta un gruñido furioso—. Pues claro que no,
¿cómo van a estar bien! Ya no sé ni qué... Voy para allá. Quédate donde
estás. Enseguida estoy contigo. ¿Livia está con alguien, aparte de Josh?
—No. Nelson viene para aquí. He pensado que en cuanto se lo cuente a
él podría decírselo a quien sea. No hace falta que vengas; quédate con
mamá. Cuando se lo digas..., ¿se lo puedes decir tú a mamá, a Izzy, a Ian?
¿Les dices tú lo de Marnie?
—No te vamos a dejar pasar por esto solo —espeta con rotundidad—.
Todo va a ir bien. Os ayudaremos a superarlo, mamá y yo. Os ayudaremos a
superarlo.
Cuelgo enseguida, antes de derrumbarme del todo, preguntándome si
tendría que habérselo contado a mi padre en persona. Pero no sé si habría
podido. No habría podido verle la cara, ser testigo de su angustia. Ni
siquiera sé cómo se lo voy a decir a Nelson.
Me inclino hacia delante y me concentro solo en respirar. No tengo que
esperar mucho a que llegue Nelson. No dice nada, se sienta a mi lado y veo
que ya lo sabe. Se lo habrá dicho Josh cuando le ha abierto la puerta.
—Lo siento muchísimo, Adam —me dice en apenas un susurro.
Me aclaro la garganta.
—¿Se lo puedes contar tú a Jess? Pídele que venga, por Livia. A Rob no,
solo a Jess.
—Sí, claro. ¿Qué más puedo hacer? ¿Quieres..., no sé..., un té o algo así?
Me levanto, de repente necesito espacio. Miro alrededor, pero hay
recuerdos de la fiesta por todas partes. Me meto a ciegas en mi cabaña,
apartando la carpa de un empujón con el hombro. El bloque de nogal negro
que había empezado a tallar para Marnie sigue donde lo dejé, en el suelo,
delante del banco de carpintero. Me dejo caer poco a poco a su lado, porque
necesito su presencia física, y cierro los ojos.
Pasa el tiempo. Llega mi padre. Se sienta a mi lado, me apoya la cabeza
en su hombro.
—Tranquilo —me dice con ternura—. Tranquilo.
Livia

Llaman a la puerta del dormitorio y, cuando empieza a abrirse, me preparo


para gritarle a Adam que se largue. Me avergüenzo un poco de cómo lo he
atacado, pero si se acerca a mí, sé que volveré a hacerlo. No puedo creer, es
que no me lo puedo creer, que dejase que siguiera adelante la fiesta.
No es Adam, es Nelson. En cuanto veo su cuerpo grande ocupando
prácticamente todo el umbral de la puerta, me echo a llorar otra vez. Josh,
que me tiene cogida por los hombros, me estrecha contra su cuerpo.
Entra Nelson.
—Livia, Josh, lo siento mucho, muchísimo. —Josh masculla algo, pero
yo no digo nada, porque ¿qué voy a decir?—. He hablado con Jess —
continúa—. Viene de camino. La trae Cleo.
Me siento aliviada.
—Gracias —le digo llorosa, porque es a Jess a quien necesito en este
momento.
Lo veo evaluar la situación: a Josh y a mí sentados juntos en la cama, yo
llorando, Josh haciendo todo lo posible por consolarme.
—Josh, ¿me haces un favor? Tu padre me ha pedido que informe a la
gente de lo de Marnie. —Me maravilla la forma en que dice su nombre sin
vacilación, sin sonrojo. Es exactamente lo que necesitamos—. ¿Podrías
hacerme una lista de nombres y números de teléfono, por favor?
Josh se levanta.
—Claro.
Aunque lo dice sin entusiasmo, siento una pizca de alivio al comprender
que lo que Nelson pretende pidiéndole ayuda es tenerlo ocupado.
Los veo allí de pie, abrazados, y me alegra que Josh pueda encontrar en
Nelson el consuelo que no ha encontrado en mí. Ojalá hubiera podido
apoyarlo, pero el horror de saber que estuve riendo y bailando cuando ya
habíamos perdido a Marnie ha sido demasiado. Me dan ganas de acercarme
a él, de abrazarlo como lo está haciendo Nelson, pero la pena y la angustia
constantes me lo impiden.
Se va Josh y percibo la tristeza de Nelson mientras, aún sentada, retuerzo
con los dedos un clínex empapado, procurando contener los sollozos.
—Lo siento —digo cuando se sienta a mi lado—. Ojalá pudiera dejar de
llorar.
—Os ha pasado lo peor que podría haberos pasado —dice, abrazándome
—. Tienes derecho a llorar todo lo que quieras.
—No me lo puedo creer —digo, destrozada—. No me puedo creer que
Marnie...
—Lo sé —contesta, acariciándome el pelo—. Lo sé.
Estoy a punto de contarle que Adam se enteró de lo del accidente horas
antes de que empezara la fiesta, pero al final no lo hago. Por muy
disgustada que esté con Adam, no quiero que Nelson piense mal de él.
Oigo la voz de Jess, que me llama desde el vestíbulo. Me bajo de la
cama con dificultad, pero cuando consigo abrir la puerta, ella ya ha subido
las escaleras.
—Livia —dice, y nos echamos a llorar las dos en brazos de la otra,
porque ella entiende mi dolor, el dolor de una madre que ha perdido a su
criatura.
Nelson se cuela entre nosotras, agarrándonos con fuerza los hombros.
—Mike ha hecho té —dice Jess por fin, limpiándose los ojos—. Venga,
vamos abajo.
—Adam no está ahí, ¿verdad?
—No, está en su cabaña. Mike ha ido a llevarle té y tostadas.
—No me sorprende que sea capaz de comer —digo con amargura,
porque a Jess no me importa contárselo—. Lo sabía, Jess, sabía lo de
Marnie y dejó que la fiesta siguiera adelante. Continuó tan normal, como si
no hubiera pasado nada malo, peor aún, me dejó continuar a mí. —Meneo
la cabeza y vuelvo a llorar—. Nunca lo voy a superar. Nunca voy a superar
el hecho de haber estado bailando el día en que murió mi hija.
—No creo que supiera con certeza lo de Marnie —dice sin convicción
—. Por lo que me ha contado Cleo, no se lo confirmaron hasta la
madrugada.
—¿Cleo? ¿Y por qué habló Adam de eso con Cleo?
—Porque ella sabía que Marnie venía a casa.
—¿Cleo lo sabía? —Me quedo atónita.
—Venga —me dice, llevándome a las escaleras—, vamos a tomarnos un
té. Cleo está con Josh ahora. Luego hablas con ella.
DE CINCO DE LA TARDE
A DOCE DE LA NOCHE

Adam

Mientras estamos en la cocina, con las tazas de té intactas, a Livia se le


escapa un sollozo ahogado que rompe el silencio.
—Perdón —masculla.
Ansío consolarla, pero ella se niega; solo quiere estar con Jess.
—No seas boba —dice mi madre, con los ojos empañados de lágrimas
—. No tienes que disculparte por nada.
El día ha estado salpicado de desapariciones de Nelson para hacer
llamadas y regresos para comunicarnos el pésame de quien fuera al que
hubiera llamado, con su ofrecimiento de ayudar en lo que hiciera falta. Creo
que Livia ni se entera. Ni siquiera cabecea. Se ha encerrado en sí misma,
para protegerse. No ha querido ni ver a su madre.
Nos habíamos olvidado de Patricia hasta que ha sonado el timbre de la
puerta a media tarde. Hemos dejado que fuera Nelson a abrir, pensando que
sería algún vecino.
—Livia, es tu madre —ha dicho cuando ha vuelto a la cocina, pero Livia
ha negado con la cabeza y ha dejado que fuera Nelson quien le contara lo de
Marnie.
Me acerco a la puerta y contemplo el jardín, sin verlo, por el cristal.
Estaríamos más cómodos en el salón, pero no lo ha propuesto nadie.
Llevamos aquí casi todo el día: Jess, mi madre, mi padre, Izzy, Ian y Cleo,
sentados alrededor de la mesa, y Josh, Amy, Nelson y yo recostados en la
encimera, acumulando tazas de infusiones que nadie quiere. Max ha estado
antes, y Kirin, pero ya se han ido y se han llevado consigo su dolor mudo.
Murphy se acerca despacio y se pone a mi lado. Max lo ha traído esta
mañana y no se ha apartado de mí desde entonces. Mimi se ha escabullido a
algún lado, como si supiera que su presencia es un recordatorio constante de
Marnie. No estoy seguro de cuándo ha llegado Amy. En algún momento de
esta mañana, Josh ha preguntado si podía contarle lo de Marnie y si podía
venir. Le hemos dicho que sí, claro. La necesita más que a nosotros; solo
ella puede proporcionarle el consuelo que le hace falta. Como Livia y yo,
solo que para nosotros es imposible.
Aunque nadie lo ha mencionado, saben por qué no me habla, saben que
dejé que la fiesta siguiera adelante. Nelson sabe por qué, pero no estoy
seguro de los demás. Lo miro. La conversación que hemos tenido esta
mañana ha compensado el odio de Livia.
—Me imagino lo que ha tenido que ser, pasar por algo así tú solo —me
ha dicho en voz baja cuando he salido a que me diera el aire y ha venido
conmigo—. ¿Por qué no se lo contaste a Livia cuando sospechaste que
Marnie podía ir en ese vuelo? —me ha preguntado sin censura, solo por
curiosidad.
—Porque sabía que, en cuanto se enterase, cambiaría su vida para
siempre, como ya había cambiado la mía. —Me he inclinado hacia delante
para que no me viera la cara—. No te haces una idea de lo que es vivir
sabiendo que tu hija seguramente está muerta. Quería parar lo que estaba
pasando, que Livia tuviera su fiesta, dejarla disfrutar de unas últimas horas
de felicidad.
—¡Dios, Adam!
—Si Marnie estaba muerta... —Me callo—. Si te digo la verdad, creo
que debí sospechar que era así, porque, de lo contrario, me habría llamado.
Y supongo que pensé que contárselo a Liv entonces no iba a cambiar nada.
Tampoco habríamos podido salir corriendo a ver a nuestra hija. Livia me ha
llamado cobarde; cree que no llamé a la compañía aérea hasta que terminó
la fiesta porque no tuve agallas para oír la verdad ni para decírselo a ella. A
lo mejor tiene razón. A lo mejor me estuve engañando todo el tiempo.
—Tendrías que habérmelo contado —me ha dicho Nelson.
—Estuve a punto de hacerlo, cuando estábamos en el murete, mientras
tú evitabas a Rob. Pero sabía que se lo tenía que decir a Livia primero.
El recuerdo de la conversación con Nelson, la mención de su hermano,
me trae algo a la memoria. ¿Dónde anda Rob? ¿No debería estar en la
cocina con nosotros? Está desaparecido y sé que Nelson piensa lo mismo
que yo, porque cuando Jess ha salido de la habitación hace un rato, la ha
seguido afuera y ha hablado en voz baja con ella, pero no tan baja como
para que yo no pudiera oír el nombre de Rob. Y desde entonces, Nelson no
ha parado de mandar mensajitos. Hasta Jess lo está haciendo, con disimulo,
por debajo de la mesa.
Levanta la vista de pronto, con un alivio visible en el rostro.
—Rob os manda disculpas; está de camino.
Me vuelvo para acusar la información y veo que todos asienten con la
cabeza en silencio, salvo Nelson, que masculla por lo bajo: «Ya iba siendo
hora», y Livia, que se levanta de la mesa y sale de la cocina en silencio.
Es su cara de odio lo que me recuerda la pesadilla, la de esta mañana,
cuando intentaba decirle que Marnie había muerto y ella pensaba que quería
contarle algo distinto sobre nuestra hija. Algo que ella ya sabía, algo de que
Marnie tenía una relación con... Cierro los ojos, intentando recordar sus
palabras exactas: «Lo siento mucho, Adam, no es Max, es Rob».
—¿Te encuentras bien? —Mi padre se ha levantado y se acerca a mí—.
¿Quieres sentarte un minuto?
—No..., no, estoy bien. —Veo que estoy aferrado al marco de la puerta,
así que bajo el brazo y la abro—. Solo necesito que me dé el aire.
—¿Voy contigo?
—Estoy bien.
Solo que no es verdad, ya nunca volveré a estar bien. Y voy a estar aún
menos bien si lo que me ha contado Livia es cierto.
Marnie y Rob. ¿Marnie y ROB? Paseo nervioso por la terraza,
intentando entenderlo, mientras Murphy me mira angustiado desde el
umbral de la puerta. No puede ser cierto, no puede ser. ¿Cómo va a ser
cierto? Livia me ha contado algo de que Rob fue a ver a Marnie cuando se
supone que estaba en Singapur, pero debe de estar equivocada, tiene que
estarlo. Marnie no haría algo así, no lo haría; ni Rob tampoco, él tiene a
Jess. No le haría eso a Jess, sabiendo, además, que está enferma, ni aunque
no lo estuviera. Tengo que hablar con Livia, preguntarle por qué cree que
Marnie y Rob tenían una aventura. Intento recordar todo lo que me ha
contado, pero no puedo. Solo me vienen a la memoria fragmentos y ni
siquiera estoy seguro de recordarlos correctamente. Aunque si Livia está en
lo cierto... Trato de pensar en lo que significaría. Pero tampoco puedo
porque mi cabeza no consigue hacerle frente.
Y entonces lo oigo, a Rob, subir por el caminito. Me acerco a la puerta
lateral para esperarlo; la abre, entra, con la cabeza gacha, las gafas puestas a
pesar de que no hace mucho sol hoy. Inspira hondo y, a la vez que se
yergue, levanta la mirada y me ve allí plantado. Se hace el silencio un
segundo y luego:
—Colega... —Se dirige a mí tendiéndome el brazo—. Adam...
Pero necesito saberlo, así que alargo la mano y le quito las gafas de sol.
Como lo pillo por sorpresa, no le da tiempo a disimular. Lo miro fijamente
a los ojos irritados y él me devuelve la mirada; veo en ellos el
remordimiento y percibo su hedor brotándole por todos los poros. Le
sonroja la piel, lo deja sin palabras mientras busca con desesperación negar
lo que le estoy viendo en la cara.
—Adam, yo...
Ni siquiera me planteo si pegarle, lo hago directamente. Le doy un
puñetazo por debajo de la barbilla que lo levanta del suelo y lo hace
tambalearse hacia un lado hasta estamparse contra el murete.
—¡Lárgate!
Livia

Se me acelera el corazón mientras miro por la ventana del dormitorio.


Desde donde estoy, veo a Adam acercarse a la puerta lateral. Tengo que
estirar el cuello y pegar la cara al cristal para poder seguirlo hasta donde se
detiene y, aunque me repugna pensar en Rob, necesito saber si Adam ha
asimilado algo de lo que le he dicho de Marnie. Dudo que lo haya hecho.
Ahora sé que el infierno particular en el que estaba sumido mientras se lo
contaba no tenía nada que ver con la idea de que nuestra hija tuviera una
aventura con Rob, sino con el temor de tener que contarme que estaba
muerta. Muerta. Aún no me lo creo, aunque el que estén todos sentados
alrededor de la mesa de la cocina me lo confirme, porque ¿qué iban a hacer
aquí si no?
Oigo el chasquido de la puerta lateral, luego veo a Rob entrar en la
terraza. Ve a Adam, da un paso hacia él, con el brazo tendido, y a mí me
cuesta respirar, porque si se abrazan, será que Adam no ha pillado nada de
lo que le he contado, con lo que nunca sabrá lo de Marnie y Rob, salvo que
yo decida contárselo. Y sé que no lo haré. Por una parte, me da rabia pensar
que voy a tener que sentarme a la mesa a comer con Rob, reírle las gracias y
aceptar sus muestras de cariño para que nadie sospeche, pero no puedo
arriesgarme a perder a Jess y a Nelson soltándoles el asqueroso secreto de
Rob, porque sin ellos Adam y yo no vamos a superar esto, sobre todo ahora
que ya no nos tenemos el uno al otro.
Al principio, cuando veo que Adam le quita las gafas de sol a Rob,
pienso que es para que no se le rompan cuando se abracen, unidos en la
pena de haber perdido a Marnie, pero se queda allí plantado, mirándolo
fijamente, y conozco esa mirada intensa porque la he sentido muchísimas
veces; sé que está ahondando en el alma de Rob, como lo ha hecho en la
mía. Y justo cuando me estoy preguntando qué habrá encontrado en ella, le
da un puñetazo en toda la barbilla y lo estampa contra el murete, y cuando
el otro sale corriendo por el caminito, se me escapa un sollozo y lloro, lloro,
lloro, no por mí, no por Marnie, sino por Adam, porque aunque nunca le
voy a perdonar lo que ha hecho, lo que más deseaba, por encima de todo,
era que recordara su versión de Marnie, no la mía.
Adam

Oigo el crujido de la puerta de servicio al abrirse y a Nelson llamarme


mientras cruzo el jardín en dirección a mi cabaña, apartando la vista de las
fotos de Marnie, que siguen pegadas a la valla. Porque, después de lo
ocurrido, ¿cómo las va a quitar nadie, aunque lo creyeran conveniente?
—¿Ese era Rob? —me grita.
Me vuelvo hacia él.
—Sí.
—¿No ha querido entrar?
—No. Estaba muy afectado. Pero le agradezco que haya venido. Me voy
a la cabaña un rato. ¿Podrías asegurarte de que nadie me moleste?
—Claro.
Parece mentira que ayer mi mayor pesar fuera tener que colarme por
detrás de la carpa para entrar en mi cabaña. Seguro que había algo más
importante, más serio, más problemático. Me devano los sesos y no se me
ocurre nada. Mi vida era así de buena.
Ya dentro de la cabaña, me dirijo a la pared más cercana y me siento en
el suelo, deslizando la espalda por ella. Descanso la cabeza en la madera
caliente y cierro los ojos. Me duelen los nudillos de la mano derecha; el
dolor es pulsátil, parejo al de los latidos de mi corazón. Eso me proporciona
cierta paz y flexiono los dedos para sentir más dolor. El movimiento me
abre el corte de la palma de la mano y agradezco las molestias punzantes.
Parecía imposible que otra cosa pudiera eclipsar la muerte de Marnie,
pero su aventura con Rob lo ha conseguido. No puedo parar de revivir el
momento en que lo he mirado fijamente a los ojos, el instante en el que he
visto reflejado en ellos todo lo que Livia me ha contado con tal claridad que
he sabido que era cierto. Me da vueltas sin parar en la cabeza: Marnie y
Rob, la aventura, las visitas de él a Hong Kong para verla. No acompañó a
Cleo a Hong Kong porque Jess no quisiera que fuese sola, sino para poder
estar con Marnie. Livia lo vio por FaceTime, saliendo del baño de la
habitación del hotel, desnudo. La palabra me produce náuseas.
Oigo que alguien roza la carpa intentando acceder a la cabaña y me
hierve la sangre. Quiero que me dejen en paz.
—¡Vete, lárgate! —suplico, pero quien sea me ignora y, suponiendo que
es mi madre o mi padre, procuro contener la rabia.
Se mueve la puerta, pero no se abre. El sonido de patas arañando la
madera me dice que es Murphy, así que me levanto y lo dejo entrar. Me
sigue adonde yo estaba sentado y cuando vuelvo a deslizarme hasta el
suelo, apoya su cuerpo en el mío.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —digo en voz alta.
Murphy gira la cabeza hacia mí y me lame la cara. Lo abrazo, entierro la
mía en su pelaje, inhalo su olor terroso mientras intento digerir la
devastadora verdad de la aventura de Marnie y Rob. «Todas las señales
estaban ahí», me digo. El descontento de Marnie en Hong Kong. El súbito
desinterés por nuestro grupo de amigos de Livia, incapaz de estar cerca de
Rob, de verle la cara a Jess. Me asaltan multitud de preguntas y cada una de
ellas me confunde aún más que la última. ¿Por qué no me lo contó Livia?
¿Pensaba decírmelo alguna vez? ¿Sabía Marnie que Livia estaba al tanto?
¿O Livia estaba esperando a que Marnie volviera a casa para hablar con ella
del asunto? Si ese era su plan, ¿cómo le habría sentado a Livia que Marnie
apareciera en la fiesta? A lo mejor no habría sido una sorpresa maravillosa,
sino muy desagradable. Y lo más desolador de todo: ¿a quién venía a
sorprender Marnie en realidad, a Livia o a Rob?
No sé cuánto tiempo llevo en la cabaña cuando viene mi madre a
decirme que mi padre y ella se van, y que se llevan a Izzy y a Ian.
—Se quedan en nuestra casa unos días —añade.
Asiento con la cabeza.
—Muy bien.
—Vendremos mañana a veros antes de que salgáis para el aeropuerto.
Nelson os llevará.
—Es un detalle por su parte.
—Deberías entrar en casa ya, Adam.
—Enseguida voy.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—No, gracias, mamá. Despídeme de papá.
—Ven...
Me levanto y mi madre me abraza.
—Todo irá bien —me susurra, estrechándome con fuerza—. Todo irá
bien.
Cierro los ojos. No digo nada porque no puedo. Tarda un rato en
soltarme.
—Adiós, Adam —me dice, con los ojos empañados de lágrimas.
Le acaricio la mejilla.
—Adiós, mamá.
Si mis padres se van, debe de ser más tarde de lo que yo pensaba. Miro
por la ventana: casi es de noche, así que serán las nueve.
Vuelvo a sentarme en el suelo, al lado de Murphy, preocupado de que no
le hayan dado de comer. Estoy tratando de reunir fuerzas para llevarlo
dentro cuando viene Nelson.
—Adam, me voy ya. Jess y Cleo tampoco tardarán en irse, y Livia está
acostada. —Hace una pausa—. ¿Por qué no vuelves adentro? Solo están
Josh y Amy, y dentro de un rato se irán a dormir también.
—Enseguida voy.
—¿Quieres que me quede? Si quieres, me quedo; no hay problema.
—No, déjalo, mejor vuelve con Kirin. ¿Me haces un favor? ¿Podrías
darle algo de comer a Murphy?
—Claro.
Tiene que agarrarlo del collar para apartarlo de mí.
—Ve, Murphy —lo aliento—. Ahora voy yo.
—Intenta dormir algo —me dice Nelson desde la puerta—. Te veo
mañana.
¿Qué diría si le contara lo de Rob, si le dijera que su hermano de treinta
y ocho años le ha estado poniendo los cuernos a Jess con mi hija de
diecinueve? Lo destrozaría, destrozaría su relación con Rob, hasta
posiblemente la nuestra. Y aunque no lo hiciera, ya nada volvería a ser lo
mismo.
Pasa más tiempo. Llaman discretamente a la puerta y entra Josh.
—¿Papá...? —Lo siento escudriñando en la penumbra—. ¿Dónde estás?
—Aquí.
—¿Enciendo la luz?
—No, gracias.
—¿Vas a venir a casa?
—Aún no.
Espera a que sus ojos se adapten a la escasa luz; luego se acerca y se
sienta a mi lado, en la misma postura que yo, con la espalda pegada a la
pared, las rodillas al pecho, los antebrazos apoyados en las rodillas.
—¿No estarías más cómodo en una silla? —pregunta cuando ya
llevamos unos minutos en silencio.
—Probablemente. Pero me gusta estar en el suelo.
—Mamá se ha ido a la cama.
—Sí, me lo ha dicho Nelson.
—No te importa que Amy se quede a dormir, ¿no?
—No, claro que no.
Callamos un buen rato.
—Superaremos esto, ¿verdad? —pregunta.
—Sí, claro que sí.
—Me refiero a que mamá y tú...
—Nos arreglaremos.
—Yo entiendo por qué lo has hecho, papá. Entiendo por qué no se lo
dijiste hasta que terminó la fiesta. Al principio no lo entendía, pero ahora sí.
Además, es lo que Marnie habría querido. —Hace una pausa—. He estado
pensando que igual me saco el carné de moto. Sería genial tener una con la
que moverme por Londres y, cuando venga los fines de semana, podríamos
salir a montar juntos.
Se me nubla la vista porque sé lo que está haciendo, sé que mi hijo, que
jamás ha mostrado el más mínimo interés por montar en moto, ya está
buscando una forma de llenar el vacío que sabe que Marnie dejará en mi
vida.
—Sería genial —digo—, pero primero instálate en Londres.
—No tengo por qué vivir en Londres, podría quedarme aquí un tiempo.
Puedo ir allí fácilmente desde Windsor.
—No, tienes que vivir en Londres, con Amy. Nadie va a cambiar sus
planes. Bastante es ya que no vayas a Nueva York.
—Me alegro de haber decidido no ir —dice.
—Yo también. Vuelve adentro, Josh, que yo voy enseguida.
—No pasa nada, me espero.
Como sé que no se va a ir sin mí, me levanto. Estoy tan tieso que tiene
que ayudarme.
—Gracias. Me estaré haciendo viejo.
Me abraza.
—Nunca —dice con rotundidad.
Nos colamos por detrás de la carpa y cruzamos el jardín.
—Creo que me voy a dar una ducha —digo cuando llegamos a casa—.
Buenas noches, Josh, hasta mañana.
—Buenas noches, papá. Procura dormir un poco, ¿vale?
Subo despacio las escaleras detrás de él y, al llegar al rellano, me
detengo, porque la puerta de nuestro dormitorio está completamente
cerrada, una advertencia para que no entre. Me ducho en el baño familiar,
pero necesito ropa limpia y, además, estoy deseando hablar con Livia.
Salvo por la luz de la luna que se cuela por la ventana, nuestro
dormitorio está a oscuras. Livia está tumbada bajo el edredón y solo se le ve
la coronilla. Sé que está despierta, lo noto. Me visto con todo el sigilo
posible; luego me siento al borde de la cama.
—Liv —le digo.
No sé qué es peor, si su silencio furioso o las lágrimas desconsoladas de
antes. Ansío la caricia de su mano, la necesito como no la he necesitado en
mi vida, porque ella es la única que conoce a Marnie como la conozco yo.
Pero me siento invisible.
Livia

Estoy tumbada en la cama y no sé cómo he conseguido pasar el día.


Después de ver a Adam darle un puñetazo a Rob, he bajado a decirles a
todos que iba a descansar y me he encontrado un sobre en el felpudo de la
entrada. No me había dado cuenta de que lo estaba destrozando hasta que
los dedos de Nelson me lo han arrebatado.
—Tranquila, Livia, ya lo hago yo.
—No lo quiero, no quiero verlo —le he dicho, conteniendo un sollozo de
rabia, fastidiada de pensar que alguien hubiera metido ya en el buzón una
carta de pésame.
—Lo sé —me ha dicho, cogiéndome del brazo—. ¿Por qué no intentas
dormir un poco, o al menos descansar un rato?
—Quiero despedirme de todos primero.
—¿Me quedo? —me ha preguntado Jess en el dormitorio, cuando la
familia de Adam se había ido ya. Cleo estaba en el de Josh, con Amy y él, y
Nelson había ido a ver a Adam, que seguía escondido en la cabaña.
—No, no te preocupes —le he dicho—. Vete a casa, estaré bien.
—Es que no entiendo por qué Rob no ha entrado, por qué se ha ido. Y
ahora no me coge el teléfono. Me tiene preocupada.
He mirado a otro lado, rezando para que su marido no le cuente lo suyo
con Marnie, al menos esta noche. O mejor nunca, porque ¿qué más daba
ya?
Se ha ido a por Cleo y ha entrado Nelson.
—¿Por qué no vas a ver a Adam? —me ha pedido—. Te necesita.
—No. No puedo, no puedo, de verdad. —Se me han vuelto a llenar los
ojos de lágrimas de rabia—. ¿Cómo ha podido hacerlo, Nelson?, ¿cómo
pudo dejar que la fiesta siguiera adelante estando casi completamente
seguro de que Marnie iba en ese avión? ¿Cómo pudo reír y bromear con
todo el mundo?
—Lo cierto es que no rio ni bromeó con todo el mundo.
—Hasta Cleo lo supo antes que yo —le he dicho, sin poder disimular la
angustia—. ¿Lo sabías tú también? Te vi hablar con Adam en la fiesta,
parecía agobiado por algo. ¿Fue entonces cuando te lo dijo?
—No, yo no sabía nada. Sabía que a Adam le pasaba algo porque me
dijo que había hecho algo terrible y que nunca se lo perdonarías.
—¡Pues no se equivocaba! Yo pensaba que todo el jaleo, ya sabes, la
migraña, sus desapariciones, era por mi regalo. No caí en que se debía a que
le faltaba valor para contarme lo de Marnie.
—Adam no es un cobarde, Livia. Es la persona más fuerte que conozco.
¿Tú te imaginas lo que debió de pasar desde que sospechó por primera vez
que Marnie iba en ese avión hasta que lo supo con certeza? ¿Lo que tuvo
que pasar él solo?
El rencor me ha hecho reventar.
—Si me lo hubiera contado, no habría tenido que pasarlo él solo —he
espetado en un susurro furioso—. Lo habríamos pasado juntos. DEJA de
defenderlo, Nelson. Se equivocó y lo sabes.
—Pero...
—No. —He dado un golpe seco en la cama—. ¡No quiero oírlo! ¡Esto
no va de Adam, va de Marnie!
No ha añadido nada más, se ha limitado a darme un beso.
—Descansa un poco, Livia —me ha dicho con ternura—. Me voy ya,
pero volveré mañana por la mañana.
Eso ha sido hace cinco minutos y ojalá le hubiera podido pedir que no se
fuera. No quiero quedarme a solas con Adam. Tampoco quiero pensar en
Marnie, así que me concentro en los sonidos que me rodean: Nelson
despidiéndose de Josh y Amy, y Cleo y él bajando las escaleras, seguidos
despacio por Jess; el sonido de dos coches saliendo de la casa, el de Nelson
y el de Cleo... Y luego el silencio, que enseguida se me hace insoportable y
empieza a producirme un pánico creciente, hasta que se abre la puerta del
cuarto de Josh, que baja las escaleras y me proporciona más ruidos con los
que distraerme. La puerta de servicio que se abre y se cierra, sus pasos al
cruzar la terraza... Aguzo el oído. No lo oigo empujar la carpa para colarse
en la cabaña de Adam, pero lo imagino. Aunque con eso no basta, así que
afino aún más para ver si capto otros ruidos: a Amy moviéndose en el
cuarto de Josh, a los vecinos guardando un silencio respetuoso en sus
jardines mientras recogen para irse a dormir... Y después, no sé cuánto más
tarde, un sonido que me acelera el corazón: el de Josh y Adam volviendo
adentro. Mientras suben las escaleras, contengo la respiración hasta que me
duelen los pulmones, porque no quiero a Adam aquí, no quiero verlo. Va en
la dirección opuesta, al otro baño, y respiro un poco más tranquila mientras
se da una ducha. Pero luego viene aquí, se queda delante de la puerta, y yo
me acurruco bajo el edredón y cierro los ojos con fuerza.
Se viste con sigilo. Que se vaya, por favor.
Noto que se sienta en la cama.
—Liv... —dice, y me estremece la desesperación de su voz.
Me pone furiosa porque ¿por qué debería yo sentirme culpable por no
poder darle lo que quiere? «¡Todo esto es culpa suya!», me digo con una
rabia cada vez mayor.
—¿Por qué tuviste que dejar que Marnie viniera a mi fiesta? —le digo, y
el edredón aplaca mi furia—. ¿Si ya iba a venir a final de mes...?
—Porque quería darte una sorpresa —contesta.
—Y no pudiste resistir la tentación de darle el capricho...
Suelta una carcajada áspera.
—Si le hubiera dado el capricho, habría insistido en que cogiera un
vuelo directo.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque no había dejado a Josh coger un vuelo directo a Estados
Unidos.
—Vamos, que la culpa es de Josh.
Suspira hastiado.
—No, Livia.
Rabiosa, me destapo.
—¡No me digas qué puedo decir y qué no! —lloro—. ¡No te sientes ahí
a sermonearme cuando fuiste tú el que dejó que Marnie cogiera ese vuelo!
¡Si no hubieras sido tan estúpido, ella no habría muerto! Y no contárselo a
nadie... —añado, meneando la cabeza y salpicándolo todo de lágrimas—.
Nunca entenderé cómo pudiste hacer como si no hubiera pasado nada,
¡nunca! ¿Cuándo te has vuelto tan duro? No has derramado ni una sola
lágrima por tu hija. ¿Qué te ha pasado, Adam? ¿Desde cuándo eres tan
condenadamente insensible?
Se levanta despacio.
—¿Cuánto hace que sabes lo de Marnie y Rob? —me pregunta en voz
baja.
Como está oscuro, no le veo la cara.
—¿Y eso qué tiene que ver? —contesto, de pronto asustada.
—Todo.
—¿A qué te refieres?
—Sabes lo de su aventura desde que Cleo y él fueron a Hong Kong por
el cumpleaños de Cleo, en abril.
—¿Y...?
—Que eso fue hace seis semanas. Marnie me dijo que quería venir a tu
fiesta hace tres. Si tú me hubieras contado lo de su aventura cuando te
enteraste, ¿crees que la habría dejado venir? —Calla—. ¿Por qué no me lo
dijiste, Livia? ¿Por qué no me contaste lo de Marnie y Rob?
—¡Por protegerte! ¡Por preservar lo que teníamos!
—¿Y cuándo me lo ibas a contar? ¿Nunca? ¿O cuando hubieras tenido tu
fiesta?
Agarro una de las almohadas que tengo a la espalda.
—¡SAL DE AQUÍ! —le grito, y se la tiro—. ¡SAL Y NO VUELVAS!
¡TE ODIO!, ¿ME OYES? ¡TE ODIO!
Adam

Me quedo a la puerta del dormitorio, oyendo llorar a Livia


desconsoladamente. No sé de dónde ha salido lo que le he dicho. No había
pensado antes en que, de haber sabido lo de la aventura, no habría dejado a
Marnie venir a casa, así que ¿por qué se lo he dicho? ¿Por qué le he hecho
pensar que tiene la culpa de que Marnie haya muerto cuando la culpa es
mía? ¿Cómo he podido ser tan cruel?
Me paso la mano por el pelo, preguntándome qué hacer, adónde ir.
Antes, quizá habría ido al cuarto de Marnie e intentado encontrar consuelo
allí, pero no puedo. Ya no sé quién es. Pensaba que la conocía, pero no.
Creía que jamás me mentiría, pero sí. Estaba convencido de que nunca haría
algo que yo desaprobara y, en cambio, hizo lo peor que podría haber hecho,
lo único que me haría más daño que nada en el mundo, por quien es Rob,
por lo que representa. Sabía lo difícil que era nuestra relación, pero eso no
le impidió liarse con él. No lo entiendo, no entiendo cómo pudo hacerlo.
Bajo las escaleras, sintiéndome más solo que en toda mi vida. Me dan
ganas de coger la moto, pero después de lo que pasó..., ¿cuándo fue?,
¿ayer...?, cuando Marnie aún era la persona que yo creía que era, me da
miedo lo que podría pasar ahora que ya no lo es. El único sitio donde sé que
voy a estar a salvo es mi cabaña, así que salgo y cruzo el jardín,
sirviéndome de la luna para guiarme. Al entrar, pulso mecánicamente el
interruptor de la luz, que inunda la estancia, deslumbrándome. Estoy a
punto de volver a apagarla cuando poso los ojos en el bloque de nogal. Una
rabia sombría me consume y, agarrando un hacha de la estantería, empiezo
a hacerlo pedazos.
Livia

El ruido me corta en seco el llanto de remordimiento, porque por más que


quiera disfrazar mis lágrimas de ofensa e indignación, eso es lo que son:
lágrimas de remordimiento. Todo lo que me ha dicho Adam es cierto;
aunque me empeñe en culparlo de lo que le ha pasado a Marnie, la verdad
es que si yo hubiera sido sincera con él, nuestra hija no habría cogido ese
avión. Le he dicho a Adam que lo odio, pero me odio a mí misma, por no
querer que Marnie viniera a casa. ¿Por eso ha muerto, porque yo no la
quería aquí, porque quería poder seguir con la vida que llevaba?
Vuelvo a oír el ruido, el estrépito de madera astillada, seguido de un
alarido de dolor y angustia tan fuerte que bajo de la cama de un brinco y
salgo corriendo del dormitorio hacia las escaleras. Se abre la puerta de Josh.
—¡Mamá! —me dice, asustado.
—No pasa nada, ya voy yo —le digo.
—¿Te acompaño?
Pero ya me he ido.
Adam

«¡Para, papá, para!»


Oigo la voz de Marnie, pero no le hago caso, sigo dando hachazos.
«¡Por favor, papá, para!»
Suelto un bramido de frustración.
—¡No! ¡No te atrevas a pedirme que pare cuando tú has tenido una
aventura con Rob! —replico, clavando el hacha en el trozo más grande de
lo que queda, esparciendo fragmentos por todas partes—. El hermano de mi
mejor amigo... —Levanto el hacha de nuevo—. El marido de Jess... —Otro
hachazo—. El PADRE de tu mejor amiga...
«¡PARA, papá!»
Le doy la vuelta al hacha y, usando el cabezal como garrote, mando el
montón de pedazos de madera rota volando por toda la cabaña.
—¡No me digas lo que tengo que hacer! —le grito, mientras los pedazos
se estampan contra las paredes—. ¡No tienes derecho! ¿Cómo has podido
hacerlo, Marnie? ¿Cómo has podido dejarnos?
—¡ADAM!
Livia

Se detiene en seco y se vuelve de pronto y, durante un segundo horrible,


tengo la sensación de que me va a dar el hachazo a mí. Luego la rabia de
sus ojos se torna confusión y me mira perplejo, como si no pudiera creer
que soy yo la que está ahí plantada y no Marnie.
Le tiendo una mano.
—Tranquilo —le digo con ternura—. Tranquilo.
Baja el brazo y el hacha cae al suelo con un golpe seco. Se queda pálido,
después se hinca de rodillas en el suelo, se tapa la cara con las manos y
empieza a llorar desconsoladamente.
Me arrodillo entre las astillas de nogal negro e intento estrecharlo en mis
brazos, pero no me deja. Avergonzado de su llanto, no permite que le aparte
las manos de la cara. Mientras se sume en su propio infierno, lo único que
puedo hacer es abrazarlo, decirle que lo quiero, que lo siento, que todo va a
ir bien, que lo vamos a superar. Todas las cosas que me ha dicho él a mí,
todas las que no he sido capaz de decirle yo, hasta ahora.
En algún momento, levanto la vista y veo a Josh en el umbral de la
puerta, con los brazos pegados al cuerpo, la cara llena de lágrimas. Cuando
se dispone a acercarse a nosotros, niego con la cabeza y le sonrío, para que
sepa que Adam no querría que su hijo lo viera así: roto, aplastado,
derrotado. Y Josh, comprendiéndolo, se aleja con sigilo.
Al final, le puede el agotamiento y me deja apretarlo contra mi cuerpo,
acariciarle el pelo, besarle las lágrimas de los ojos.
—Todo va a ir bien, te lo prometo —le digo en voz baja—. Todo va a ir
bien.
No contesta porque no puede, pero me basta con el suspiro hondo.
UN AÑO DESPUÉS
8 DE JUNIO DE 2020

Adam

Hoy damos una fiesta, por Livia y Marnie. La ha organizado Josh. Vienen
todos los que vinieron a la de Liv del año pasado, más los amigos de
Marnie del colegio y la universidad. Todas las personas que se han
convertido en parte importante de nuestras vidas durante estos últimos doce
meses.
Después de la muerte de Marnie y en su funeral, todos nos preguntaban
qué podían hacer para ayudar. Lo pensamos y decidimos que lo que
queríamos, lo que más nos ayudaría, sería que mantuvieran viva a Marnie
en nuestra memoria recordándola y hablándonos de ella. Y nos ha ayudado
conocer anécdotas de ella que no sabíamos. No siempre es fácil, pero es
mejor que no mentarla nunca.
Ese fue uno de mis primeros errores: no mencionar a Marnie para no
incomodar a la gente. Cuando hablo con mis clientes de los muebles que les
voy a hacer, es normal que me enseñen fotos de su casa para que pueda
sugerirles el tipo de madera que mejor armoniza con el resto de su
decoración. Inevitablemente, hablar de sus casas suele llevarlos a hablar de
su familia y, cuando me preguntaban por mis hijos, yo solo hablaba de Josh.
Pero cada vez que lo hacía me parecía una terrible traición a Marnie. Así
que ahora digo esto:
Mi hijo, Josh, vive en Londres con su novia, Amy. Tuve una hija preciosa, Marnie, pero
murió hace unos meses en un accidente aéreo, el de Pyramid Airways; oiría hablar de él.

Y cuando ponen cara de sorpresa y mascullan que lo sienten, les digo:


Fue horrible al principio, y sigue siéndolo la mayoría de los días, pero intentamos
recordar lo afortunados que fuimos de tenerla.

Suele bastar con eso.


Durante las primeras semanas después de la muerte de Marnie, Liv fue
mucho más fuerte que yo, desde luego. Yo era un desastre físico y mental.
Me destrozaban no solo el remordimiento y la pena, sino también la
aventura de Marnie con Rob. No era capaz de reconciliar a la Marnie que
yo conocía con la Marnie en la que se había convertido. No comía, no
dormía y perdí de golpe más de seis kilos. Siempre que pensaba en sus
últimos momentos, la imaginaba llamándome a mí, no a Livia ni a Rob.
No llegamos a ir a El Cairo. La noche que Livia vino a buscarme a la
cabaña, cuando finalmente la situación me superó, la idea de subirme a un
avión unas horas después me dio tantísimo miedo que supe que no iba a ser
capaz de hacerlo.
—No puedo ir a El Cairo —susurré tembloroso cuando el sol empezó a
asomar en el cielo—. No quiero verla.
—Pues no vamos —me dijo con ternura—. Yo tampoco quiero verla.
Después del accidente, fue Nelson el que se encargó de los papeleos y
nos tuvo al tanto de la investigación del accidente. Atrapado en un túnel
profundo y oscuro, sin luz al final, no tenía ánimo para nada.
El punto de inflexión se produjo unas seis semanas después de la muerte
de Marnie, cuando una mañana bajé sin ganas a la cocina y me encontré una
nota de Livia diciéndome que había salido. Josh no estaba en casa tampoco
y recordé vagamente que Amy y él iban a tomarse unos días de descanso
por ahí. Era la primera vez que estaba solo desde que había muerto Marnie
y, aunque me había encerrado tanto en mí mismo que apenas hablaba, su
ausencia empezó a pesarme hasta que no pude soportarlo más. Intenté
llamar a Livia, pero me saltaba el buzón de voz todo el tiempo.
Llamé a Nelson.
—No consigo localizar a Livia —le dije, con unas ganas horrorosas de
llorar—. No sé dónde está. ¿Y si ha tenido un accidente?
—No ha tenido un accidente.
—¿Cómo lo sabes?
—Ha ido al parque —me dijo, refiriéndose a los jardines del castillo de
Windsor—. ¿Te acabas de levantar?
—Sí —reconocí, porque era casi mediodía.
—Pues date una ducha, aféitate y ve con ella.
—No —dije, retrayéndome de nuevo. Hacía semanas que no salía de
casa, desde el funeral de Marnie, y no quería ir a un sitio que me traía tantos
recuerdos de ella.
—Tienes que ir.
—¿Por qué?
—¿Qué día es hoy?
—No sé.
—Es 24 de julio.
Conocía esa fecha: el cumpleaños de Marnie.
—No puede ser —tartamudeé, incapaz de creer que hubiera pasado casi
todo el mes de julio sin que me diera cuenta.
—Tienes que reponerte, Adam —me dijo Nelson con firmeza—. No
puedes seguir así.
Me dio un arranque de rabia.
—Por si lo has olvidado, ha muerto mi hija —le dije con frialdad.
—Y también la de Livia. Ve a buscarla. Te necesita, Adam. Ya no puede
seguir tirando de ti.
Lo odié en ese momento, pero cuando fui al baño, ese odio se volvió
hacia el cascarón de hombre que me miraba desde el espejo. Apenas me
reconocí y eso me aterró. ¿Cómo podía haberme abandonado de ese modo?
No fue la voz de Nelson la que oí diciéndome que me repusiera, sino la de
Marnie. A ella la habría horrorizado verme en semejante estado.
Mientras me afeitaba por primera vez en semanas, pensé en lo que
Nelson me había dicho de que Livia tiraba de mí y me dio mucha
vergüenza. No recordaba la última vez que la había mirado como es debido
o había tenido una conversación con ella. Consumido por el remordimiento,
la muerte de Marnie había empezado a ser cosa mía.
Supuse que Livia habría ido a Windsor a pie y habría entrado en el
parque por la Puerta de Cambridge. Mientras recorría la ciudad, mantuve la
cabeza gacha, imaginando que todos me reconocían como el hombre que
había perdido a su hija en el accidente aéreo. Al llegar a la puerta, titubeé.
Siempre habíamos empezado el Camino Largo con Marnie y no estaba
seguro de poder hacerlo sin ella. Y entonces ocurrió algo de lo más extraño.
Mientras titubeaba, allí plantado, con la cabeza repleta de recuerdos de
Marnie, me sentí empujado hacia delante. Estaba tan seguro de que alguien
me empujaba que volví la cabeza para ver quién era. No vi a nadie. Pero
había alguien, porque yo notaba su presencia, caminando a mi lado.
—Hola, Marnie —susurré—. ¡Feliz cumpleaños!
Una brisa suave agitó el aire a mi alrededor y, por primera vez desde la
fiesta de Livia, me sorprendí sonriendo.
Ya no me preocupaba no encontrar a mi mujer. Sabía que, si seguía
caminando, al final me la toparía cuando volviera hacia la puerta. Tardé un
rato en verla venir. Me sorprendió lo delgada y cansada que parecía, y me
pregunté cómo podía haber sido tan egoísta.
Ella no me vio porque avanzaba con paso cansino y cabeza gacha.
Cuando se disponía a esquivarme, la agarré del brazo.
—Livia...
Le llevó un instante reconocerme y, al hacerlo, se derrumbó sobre mí y
se echó a llorar, de alivio y de agotamiento.
Desde la cocina, siento a Josh y a Amy moverse por la planta de arriba
mientras se visten. He dejado a Livia dormida, pero oigo correr el agua de
la ducha, así que no tardará en bajar. Abro la puerta de servicio y Murphy se
agita en su cesto. Viene a mí y salimos al jardín a esperar a Livia.
Echo de menos a Marnie cada minuto de cada día. Hay un doloroso
vacío en mi interior que nunca se llenará. ¿Cómo va a llenarse si he perdido
una parte de mi ser? Pero Livia y yo hemos mejorado mucho en un año,
gracias al amor y al respaldo de nuestra familia y nuestros amigos. Ella
tiene a Jess, a Kirin y a su madre, y yo tengo a Izzy, a Ian y a mis padres,
sobre todo a mi padre. Con su sexto sentido, sabe cuándo me estoy
ahogando y aparece milagrosamente para lanzarme un salvavidas, por lo
general en forma de copa en el centro o paseo por el río con Murphy, lo que
le parezca que me viene mejor.
También tengo a Nelson, que se plantó un día en el umbral de la puerta
de mi cabaña, y supe por su cara que se había enterado de lo de Marnie y
Rob. Lo vi desolado por la aventura, furioso de que Rob hubiera estado
dispuesto a arriesgar todo lo que tenía, todo lo que teníamos, por algo que
nunca podría ser.
—¿En qué estaba pensando? —repetía sin parar, la misma pregunta que
nos habíamos hecho Livia y yo una y otra vez con respecto a Marnie—. Lo
siento mucho, Adam, lo siento mucho.
Traté de consolarlo diciendo que dos no tienen una aventura si uno no
quiere. Me alegró que no se hubiera enterado de lo del bebé que Marnie
había perdido. Ojalá tampoco lo hubiera sabido yo, pero Livia no había
querido que hubiera secretos entre nosotros. A veces trato de imaginar
cómo habrían sido las cosas si Marnie no hubiera perdido el bebé y
tampoco hubiera muerto. Me parte el alma pensar en lo que podría haber
sido, pero también sé que nos habría costado muchísimo adaptarnos a una
situación así.
Nelson me preguntó qué queríamos hacer Livia y yo, y me dijo que lo
entendería si preferíamos no volver a ver a Rob. En otras circunstancias,
habríamos optado por no verlo más, pero teníamos que pensar en Jess. Si
sacábamos a Rob de nuestra vida, ella querría saber por qué. Además, yo
tenía que pensar en Livia también. Perder a su mejor amiga, algo que
sucedería inevitablemente, después de haber perdido a su hija, sería
demasiado. También teníamos que pensar en Josh y en Cleo. No queríamos
que ninguno de los dos se enterara de la aventura.
Al final, decidió Liv. Dijo que quería que siguiéramos como antes, como
si no hubiera pasado nada, como si no lo supiéramos. Y eso fue lo que
hicimos. Es dificilísimo y, por mucho que nos esforcemos, ya no es lo
mismo cuando nos reunimos. Si Jess o Kirin (porque Nelson prefirió no
contárselo) notan a Rob más apagado en nuestra presencia, probablemente
lo achaquen a la tensión de la muerte de Marnie. En circunstancias
normales, Kirin habría indagado más, pero anda ocupada con los últimos
fichajes de la familia, Rose y Bertie, que ya tienen seis meses.
Creo que a Livia le cuesta menos que a mí. Hay días en que el peso de la
mentira se me hace insoportable, en que no sé cómo voy a aguantar estar en
la misma habitación que Rob o respirar el mismo aire que él, pero lo hago
por ella, por todo lo que ha pasado, por la forma en que tiró de mí durante
aquellas primeras semanas, dejando a un lado su dolor para ayudarme a
superar el mío. Y porque ahora la quiero más que nunca.
Livia

Cierro la tarjeta que estaba leyendo y vuelvo a guardarla en mi cajón,


escondida debajo de las rosas del ramo de Marnie que guardé. Llegó el
martes de la semana siguiente a su muerte, el día en que debíamos volar a
El Cairo. Era la tarjeta de cumpleaños que había prometido enviarme, y
dentro había una nota manuscrita con prisa.
Tengo que contarte una cosa, mamá. Creo que sabes que te he estado ocultando algo,
pero confío en que no sepas lo que es porque quiero explicártelo cara a cara para que al
menos puedas intentar entenderlo. No sé si vas a poder y papá aún menos. Os voy a
decepcionar y os vais a avergonzar de mí, pero quiero que sepáis que no era mi
intención llegar a esto, que pasó sin más. Y ahora que ha ocurrido..., bueno, espero que
podáis perdonarme.

Al leerla, me alegré de saber a lo que se refería. Si no hubiera estado al


tanto de su aventura con Rob, me habría atormentado eternamente,
preguntándome qué podría haber hecho que necesitara mi perdón. Pero hay
otras cosas que me atormentan. Supongo que Marnie escribió la nota justo
después de nuestra conversación telefónica, cuando yo había intentado
decirle que no volviera. Nunca he dejado de arrepentirme de no haber
conseguido persuadirla, igual que nunca he dejado de arrepentirme de que
aquella fuera nuestra última conversación. No recuerdo si le dije que la
quería, como solía hacer al final de cada llamada, y me atormenta pensar
que no lo hice.
Me ducho y me visto. No sé cómo me siento respecto a esta fiesta de
hoy, aunque no se lo he dicho a Josh. No me importaría que no volviéramos
a celebrar mi cumpleaños nunca más. Sé que es una tontería, pero a veces
me pregunto si la muerte de Marnie sería mi castigo por entusiasmarme en
exceso con mi fiesta del año pasado. Resulta espantoso poner tantísima
ilusión en algo tan materialista.
Por raro que parezca, me siento afortunada de estar donde estoy hoy, de
tener lo que tengo. Lo primero y sobre todo, a Adam. Tras la muerte de
Marnie, hubo unas semanas terribles en que pensé que lo perdía a él
también. A veces no lo veía librándose en la vida del dolor y del
remordimiento que lo consumían. De no ser por Josh y Amy, no sé qué
habría hecho.
Al final toqué fondo el día del cumpleaños de Marnie, cuando recorría el
Camino Largo de los jardines del castillo de Windsor. Esperaba que Adam
viniera conmigo, pero según se acercaba la fecha, entendí que había
olvidado el cumpleaños y me daba mucho miedo recordárselo, por si lo
empujaba al abismo. Mientras caminaba, me aterró el cansancio que sentía,
porque sabía que no iba a poder aguantar mucho más.
—Por favor, Marnie —recé, casi llorando—. Por favor, haz que tu padre
vuelva a mí. No puedo superar esto sin él.
Y entonces levanté la vista y allí estaba, y cuando me abrazaba mientras
yo lloraba de alivio, no pude pensar más que en que Marnie me había oído
de algún modo. Ahora hablo con ella todas las noches, en el silencio de mi
habitación, mientras Adam está abajo o paseando a Murphy. Me tumbo en
la cama, con Mimi acurrucada junto a mí, y le cuento cómo me ha ido el
día. Y sé que me escucha.
También agradezco poder contar con mi madre, que resultó ser mi mayor
apoyo cuando tuve que decidir qué hacer con Rob. Al final me puse en
contacto con ella unas tres semanas después de que muriera Marnie, para
invitarla al funeral, y desde entonces empezamos a vernos una vez a la
semana para tomar café en el centro. A lo mejor, si Marnie no hubiera
muerto, no habríamos creado ese vínculo tan pronto, pero yo necesitaba
desesperadamente a alguien que no hubiera estado cerca de mi hija, porque
era demasiado para mí tener que lidiar con la pena de los demás aparte de la
mía. Mi madre estaba triste por lo de Marnie, y desde luego lloró también
de arrepentimiento, pero no había llegado a conocerla, y eso facilitaba
mucho las cosas.
Como Adam no estaba en condiciones de hablar de nada, la aventura de
Marnie y Rob siguió siendo una herida infectada hasta el día en que Nelson
fue a verlo, un par de semanas después del cumpleaños de Marnie. Rob por
fin le había reconocido que nos había estado evitando y Nelson estaba
comprensiblemente furioso. Gracias a eso, Adam y yo pudimos hablar por
fin de lo ocurrido, pero no logramos decidir qué hacer. No queríamos que
Rob se fuera de rositas, pero no podíamos decidir nosotros si decírselo o no
a Jess.
Un día que Adam había ido a ver a un posible cliente, Nelson vino a
hablar conmigo sobre Rob, a apelar a mi bondad en nombre de su hermano.
Me dijo que estaba muy arrepentido de lo que había hecho, que su aventura
con Marnie había empezado sin querer, cuando él había caído en una
depresión después del diagnóstico de Jess, que había intentado cortar varias
veces y que lo que más lamentaba era el dolor que le iba a causar a Jess
cuando se supiera la verdad. Confiaba en que ella lo perdonara, porque la
quería de verdad, y solo pedía que le permitiéramos que fuera él quien se lo
contara.
Me asqueó la forma en que Rob intentaba escaquearse de lo que había
hecho. Las palabras que no se atrevía a decir, «Empezó Marnie», se
escondían detrás de cada una de sus estudiadas frases. Me dieron ganas de
decirle a Nelson que su hermano era un mentiroso, un cobarde y un hombre
malísimo. Quise imaginarme la escena en la que Rob le partía el corazón a
Jess, pero no pude.
Le pedí a Nelson que le dijera a Rob que no le contara nada a Jess hasta
que yo me lo hubiera pensado. Al día siguiente, quedé con mi madre a
tomar café y, mientras estábamos sentadas en el Castle Hotel, me sorprendí
contándole lo de la aventura y pidiéndole consejo. Y mi madre señaló algo
en lo que ni Adam ni yo habíamos pensado: que aunque se lo contáramos a
Jess, quizá decidiera seguir con Rob de todas formas, tanto porque lo
quisiera lo suficiente para perdonarlo como porque prefiriera estar con él a
estar sola. Y convertirnos en los mensajeros deterioraría mucho nuestra
amistad. No solo eso: si se lo decíamos, puede que Jess tuviera la sensación
de que debía dejar a Rob porque eso era lo que esperábamos de ella. Y si no
conocía a nadie más, la esperaba un futuro complicado. En cambio, me dijo
mi madre, si no se lo contábamos a Jess, Rob sin duda sería un marido
devoto, para compensar el desliz y porque, como le había dicho a Nelson, la
quería de verdad.
Lo hablé con Adam y después con Nelson. Y al final, decidimos
mantener en secreto la aventura de Rob con Marnie. En conjunto, teniendo
en cuenta la enfermedad de Jess, creo que tomamos la decisión acertada.
Rob se está portando muy bien con ella y, aunque nos cuesta una barbaridad
tener que verlo, lo hacemos por ella.
Me asomo a la ventana del dormitorio y veo a Adam paseando por el
jardín, con Murphy a su lado, y siento un súbito ataque de algo que hace
mucho que no sentía, algo que no me atrevo a pronunciar porque no me
parece correcto. Bajo corriendo y, cuando Adam me ve cruzar el césped, me
tiende las manos.
—¡Felicidades! —me dice, y me besa.
—Gracias —digo, rodeándolo con los brazos—. ¡Qué pronto te has
levantado!
—Bueno, es un día importante.
De la mano, nos acercamos al murete y nos sentamos mirando a la valla
de Marnie. Se oyen carcajadas dentro de casa y sonrío al pensar que Josh y
Amy están tonteando.
Me vuelvo hacia Adam y veo que él también sonríe.
—¿Feliz? —le pregunto sin pensar. Y entonces me siento fatal, porque
¿cómo va a estar feliz? Lo miro preocupada, pero él me atrae hacia sí.
—Sí —susurra, besándome la coronilla—. ¿Y tú?
—Sí —le digo en voz baja.
No es el feliz de antes, no podría serlo, pero es nuestro feliz, y con eso
basta.
Agradecimientos

Después de cuatro libros, he llegado a la conclusión de que la sección de


«Agradecimientos» es mucho más difícil de escribir que la propia novela.
La lista de personas a las que dar las gracias es interminable y ese
agradecimiento nunca parece suficiente. Esta vez, además de a la agente
literaria más entregada y responsable que se puede desear, Camilla Bolton,
y a mis editoras de Reino Unido y Estados Unidos, Kate Mills, Jennifer
Weiss y Catherine Richards, quisiera dar las gracias a mis editores de otros
países: Aleksandra Saluga (Polonia), Bertrand Pirel (Francia), Fernando Paz
Clemente (España), Haris Nikolakakis (Grecia), Jennifer Boomkamp
(Países Bajos), Siren Marøy Myklebust (Noruega), Sigrún Katrín y Egill
Arnarsson (Dinamarca y Suecia), Barbara Trianni (Italia), Jana Drápalíková
y Katerina Hájková (República Checa) y Hülya Balci (Turquía). Gracias
por invitarme a vuestros preciosos países, por darme la oportunidad de
conocer a mis maravillosos lectores y por hacerme sentir tan querida.
Quisiera, además, dar las gracias al resto de mis editores de todo el mundo
por su apoyo y entusiasmo constantes, sobre todo a Ásmundur Helgason, en
Islandia; y a todos los que traducen mis libros, con una mención especial a
Ireen Neissen, de Países Bajos, por su asombroso ojo para el detalle.
A todos los equipos que trabajan incansablemente a puerta cerrada, a
veces, no cabe duda, hasta el agotamiento, por devolverme al candelero con
cada nuevo libro hasta que desaparezco de nuevo para contemplar el dilema
de qué escribir a continuación; a los blogueros, que dedican su valioso
tiempo a leer y reseñar; a los lectores, por seguir comprando libros y
dándonos un público a los autores; a mis compañeros escritores, por vuestro
apoyo y vuestro ánimo, a todos, gracias.
Me gustaría dar las gracias de forma especial a mi familia y amigos,
sobre todo a mi marido y a mis hijas, que me escuchan con paciencia y me
aconsejan cuando los aburro con nuevas líneas argumentales, que son mis
primeros lectores, mis primeros correctores, mis primeros defensores.
Gracias por ser tan verdaderamente increíbles. Y gracias adicionales a
Calum, por los interminables viajes en coche en los que no hablo porque
voy escribiendo mentalmente y por no pedirme nunca que me aparte del
ordenador, salvo para comer. Sin ti moriría de hambre.
Título original: The Dilemma

Edidión digital: 2021

Copyright © BA Paris, 2020


© de la traducción: Pilar de la Peña Minguell, 2021
© AdN Alianza de Novelas (Alianza Editorial, S. A.)
Madrid, 2021
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid

ISBN ebook: 978-84-1362-205-7

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema
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