La Casa de Los Hilos Rotos

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SELLO Ediciones Destino

COLECCIÓN Áncora y Delfín

Angélica
FORMATO 13,3 x 23
TD c/ sobrecubuerta
Otros títulos de la colección SERVICIO xx

Morales La casa
Áncora y Delfín
Otti Berger, una joven húngara hija de una

de los hilos rotos


acomodada familia judía, sueña con estudiar diseño CORRECCIÓN: PRIMERAS
La hija ejemplar
Federico Axat textil en la escuela de arte vanguardista más
DISEÑO XX/XX DISEÑADOR
importante del momento, la Bauhaus. Amante del

Angélica Morales La casa de los hilos rotos


Pájaro de aire y fuego telar que ya manejaba su madre, Otti quiere por
REALIZACIÓN
Pilar Rahola encima de todo abrirse paso en el mundo artístico
de la Alemania de entreguerras. Muy pronto empieza
EDICIÓN
El precio del honor a destacar por su gran creatividad y afán de
Andrea Camilleri experimentación, hasta convertirse en una de las Angélica Morales (1970) es escritora, poeta
alumnas más aventajadas a pesar de sus problemas
y directora teatral. Licenciada en Historia
Ese lugar al que llamamos casa auditivos debidos a un accidente sufrido en la
Antigua por la Universidad de Valencia,
Marta Orriols infancia. La llegada a la Bauhaus de Mercè Ribó,
diplomada en Escritura Jeroglífica por la
heredera de una importante fábrica de tejidos y
Facultad de Teología San Vicente Ferrer
Nadie en esta tierra dispuesta a suceder a su padre pese a no ser varón,
y diplomada en Arte Dramático por la
Víctor del Árbol supone el inicio de una amistad inquebrantable entre CARACTERÍSTICAS
Escuela del Actor de Valencia, ha sido
dos mujeres que unieron sus vidas en una época
convulsa.
galardonada con numerosos premios de IMPRESIÓN
El caso Bramard poesía y ha publicado varios poemarios,
Davide Longo entre los que destacan Desmemoria (2012),
Penélope, la bisnieta de Mercè, será quien tejerá los
hilos de esta historia oculta mientras descubre un Asno Mundo (2014), Monopolios (2014),
Nosotros España toda (2018), Las niñas cojas (2019), PAPEL Estucado brillo doble cara
Manuel Vilas misterioso pasado familiar que cambiará el curso
de su familia para siempre. El sueño de la iguana (2020) y #MedeaHaVuelto
Premio Nadal de Novela 2023 PLASTIFÍCADO Brillo
(2021). En 2022 obtuvo el V Premio
Internacional de Poesía Gabriel Celaya con
El loco de los pájaros UVI -
Un canto a la libertad, al arte y a la memoria el poemario Mi padre cuenta monedas. La
Care Santos
de todas las mujeres olvidadas. casa de los hilos rotos es su primera novela.
RELIEVE -
Memorias de mí mismo @poeta_angelica
Ferran Torrent BAJORRELIEVE -
@AngelicaMoralesSoriano
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La casa
de los
hilos rotos
Angélica
Morales

Ediciones Destino
Colección Áncora y Delfín
Volumen 1565

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Título original:
© Angélica xxxxxx2023
Morales,
Esta edición se ha publicado gracias al acuerdo con Hanska Literary & Film
© Autor, Barcelona,
Agency, año España.

© Editorial Planeta, S. A., 2023


Ediciones
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Canciones del interior:


Primera edición: marzo de 2023
ISBN: 978-84-233-6286-8
(Italy) S.p.A.,
Depósito interpretada
legal: por Ornella Varoni
B. 1.864-2023
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: Rodesa, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España

Composición: Realización Planeta


Impresión y encuadernación: XXXXXX
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Otti Berger
1938

El puerto de Southampton estaba atestado de gente.


Había familias enteras haciendo cola cerca del muelle,
a la espera de que los marineros del Britannic acabasen
de colocar las pasarelas de embarque. Los ojos de Otti
Berger vagaban de un lado a otro intentando esquivar
el desconsuelo y la desesperación, pero era imposible
no darse de bruces contra la realidad. Se fijó en la figu­
ra de un niño mal vestido que sostenía un mendrugo
entre los dedos. Le propinaba mordiscos pequeños
para que le durase más y no paraba de moverlo entre
sus manos, como si con ese gesto el pan pudiese crecer.
Entristecida, Otti se apretó contra el cuerpo de Hilb,
su prometido. La angustiaba aquel niño hambriento,
condenado a engullir el pan y a soportar el vacío que
vendría después; ese hueco viscoso imposible de llenar,
como el que ella sentía en esos momentos dentro de su
pecho.
Otti se odiaba a sí misma cuando en situaciones lí­
mite se obligaba a mantener la compostura. Desde
niña se había esforzado por no mostrar debilidad.
¿Por qué no actuaba como las otras mujeres y le supli­
caba a Hilb que se quedase con ella? ¿Qué le impedía
hincar las rodillas en el suelo y despellejarse la piel?
Debería correr como hacían esas madres enlutadas,

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convertirse en bestia y arrancar la pasarela con los
dientes para que el mar no se llevase lo que más quería
en el mundo.
—¿Estás segura de tu decisión? —preguntó Hilb
sacándola de sus pensamientos—. Todavía estás a
tiempo de embarcar.
Otti asintió con la cabeza.
—Ya lo hemos hablado —respondió ella—. Debo
regresar.
Hilb parecía poseído por una emoción violenta,
aunque hacía esfuerzos por mostrarse dueño de sí
mismo.
—En cuanto tu madre esté mejor, regresa a Lon­
dres y coge el primer barco a Nueva York —dijo.
—Así lo haré.
—Prométemelo.
—Te lo prometo, Ludwig Hilberseimer. —Lo
besó y luego añadió—: No tengas miedo. Yo no lo
tengo.
Las chimeneas del barco exhalaron un primer
aliento. Hilb se abrió paso entre el gentío en dirección
a la pasarela de primera clase. Otti lo siguió con la mi­
rada, hasta que la multitud se cerró en torno suyo y lo
perdió de vista. Pero ni aun entonces se vio capaz de
emprender el camino de regreso. De modo que se que­
dó allí, en medio del muelle, mientras la gente pasaba
corriendo a su lado, los niños la empujaban y las voces
se convertían en un enjambre de abejas. Cerró los ojos
unos instantes y al volver a abrirlos lo vio: ahí estaba
Hilb, en cubierta, agitando el sombrero. Ya no había
vuelta atrás; el Britannic zarparía llevándose a Hilb al
otro lado del océano. Para ella, en cambio, Norteamé­
rica no era más que un sueño que acababa de hacerse
añicos.

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«No tengas miedo», le había dicho a Hilb momen­
tos antes. Pero le había mentido. Porque sí sentía mie­
do; un pánico profundo y feroz, imposible de ignorar.
Otti sabía muy bien que la calma en Europa tenía los
días contados. El mal acechaba por todas partes y la
violencia acabaría extendiéndose igual que un dulce
pringoso. Pensó en su familia, en el cuerpo flaco de su
padre cuando se había despedido de él en Vörösmart
unos días atrás. Pensó en los nazis, en sus uniformes
recién planchados, en su prepotencia y brutalidad. Y
pensó en ella misma, en el riesgo que corría por el
mero hecho de portar un apellido judío. Quizá Hilb
tuviera razón. Quizá no estaba haciendo lo correcto al
renunciar a su vida y dejar escapar aquel sueño azul
que se alejaba entre la niebla. Pero ya nada importaba,
solo le quedaba resistir, convertirse en isla y luchar con
todas sus fuerzas contra el dolor que comenzaba a
abrirse paso en el horizonte. No tenía otra elección.

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Penélope
Otoño de 2022

Penélope llega tarde. Ha tenido problemas para


aparcar y al final no le ha quedado más remedio que
dejar el coche en doble fila. De todos modos, no pien­
sa permanecer mucho tiempo en el tanatorio. Ni si­
quiera se ha peinado. Sabe que su madre se horrori­
zará al verla vestida con esas pintas, con el pelo teñido
de rosa, la chupa de cuero azul, sin luto. Está prepa­
rada para sentir sus ojos inquisidores sobre ella, esa
pregunta que bailará sobre sus pupilas y que será un
grito silencioso, algo así como: «¿Es que no has podi­
do encontrar algo más discreto que ponerte?». Lla­
mar la atención es algo que Montserrat detesta, y por
eso Penélope siempre hace justo lo contrario a lo que
su madre espera de ella. Así funcionan las cosas entre
las dos.
Recibió la noticia la noche anterior, un mensaje es­
cueto en el que su madre le comunicaba que su abuela
Asunción había muerto. Estaba obligada a asistir al
funeral. Era un asunto de familia, y en esos casos
Montserrat es tajante y no perdona. Una de las gran­
des damas de la sociedad barcelonesa había pasado a
mejor vida y los ojos iban a estar puestos en la familia.
Tenían que demostrar que, pese a todo, estaban uni­
dos. Montserrat también le dio unas cuantas instruc­

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ciones sobre qué ponerse. No pudo evitar ese ramalazo
de tiranía.
Ahora, Penélope piensa, no sin cierta satisfacción,
que su madre va a odiar su nuevo corte de pelo, esa
melena recta coloreada en color fucsia. Cuando Mont­
serrat la vea aparecer se va a quedar completamente
boquiabierta. Conoce a su madre, se tragará una mal­
dición, cerrará los puños y esbozará una sonrisa fingi­
da, como si no pasara nada, como si fuera una de esas
madres modernas y comprensivas que aceptan cual­
quier locura de sus vástagos.
Aunque Penélope, en realidad, no pretende escan­
dalizar a su madre, sino mostrarse tal y como es. Una
pintora que ha encontrado en Girona su lugar, que tie­
ne su propia galería de arte y que poco a poco está con­
siguiendo abrirse camino en el mundillo artístico.
También es una mujer autónoma, que nunca ha pedi­
do ayuda a sus padres, por mucho que Montserrat se
empeñe en tratarla aún como a una niña.
Como artista no le va mal, aunque no se ha librado
todavía del peso del apellido Ribó. Su familia posee
una empresa textil, Tejidos Ribó, un nombre que a
ella le suena a veneno o a inyección letal, algo que cada
vez que se menciona la obliga a apretar los dientes.
Hace poco un crítico se refirió a ella como «la cara más
oscura de los Ribó». Su madre casi se desmaya cuando
leyó el titular en el diario. A Montserrat le habría gus­
tado que su hija fuese como las hijas de sus amigas,
una chica burguesa que no da problemas, una chica
que algún día encontrará un buen partido y se casará a
lo grande, aunque después empezará a hacerse peque­
ña en el interior de cuatro paredes.
Penélope no recuerda a ninguna mujer de la fami­
lia que se haya puesto al frente del negocio, solo hom­

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bres ambiciosos, como Lluís y Pep, los sobrinos de su
padre, que ahora están a cargo de la empresa. La abue­
la Asunción, por ejemplo, dejó Tejidos Ribó en manos
de su esposo, el abuelo Román, un hombre con el que
se casó por conveniencia y que nunca la amó. Penélope
apenas lo recuerda, aunque el tío Antoni, el hermano
de su madre, le ha hablado de él. Según Antoni, Ro­
mán era un hombre extraño, silencioso, que atesoró
una larga lista de amantes y que se encargó de demos­
trar el desprecio que sentía por su esposa de todas las
formas posibles.
Penélope se encamina a toda prisa hacia las puertas
del tanatorio. No le gustan los velatorios. Todo le pa­
rece falso: la gente, las flores, el drama hipócrita, esa
necesidad de hablar bien de los muertos, aunque sea
un monstruo el que esté en el interior del ataúd, los
hombres en corro intercambiando chistes verdes con
la voz ahogada. Seguro que las amigas de su madre
aprovecharán para criticar a la muerta en cuanto
Montserrat se dé la vuelta. Siempre es así.
En la entrada, se encuentra con su padre. Fran
fuma a la sombra mientras habla por el móvil. Cuando
ve a su hija le hace un gesto para que se detenga, pero
ella sabe que cuando su padre se engancha al móvil
todo lo demás deja de existir. A Fran no le importa
nada excepto llevar una vida apacible y solitaria. Des­
de que el año pasado sufrió un infarto y dejó la empre­
sa, lo que más le preocupa son sus maquetas. La mitad
de la casa está ocupada por maquetas de la Segunda
Guerra Mundial. Su padre se dedica a reproducir to­
das las batallas y siempre se posiciona del lado de los
nazis. Su madre y él llevan vidas paralelas, se cruzan
en la cocina o en el salón, pero sus horarios son distin­
tos. Duermen en habitaciones separadas y Penélope

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está convencida de que la libido de su padre solo se dis­
para ante la imagen de un uniforme nazi ampliado
gracias a una lupa. En cambio, su madre no tiene inte­
rés por nada. Bebe a solas. Va a misa. Sale de compras
con sus amigas y regresa a casa cargada de objetos es­
túpidos comprados en la tienda de los chinos. La revo­
lución íntima de su madre es esa, el descubrimiento de
la tienda de los chinos.
Penélope avanza por un pasillo y luego sube unas
escaleras de mármol forradas por una alfombra azul
hasta alcanzar la segunda planta. Sabe que su abuela
está en la sala 210. Aún no ha llegado y ya tiene ganas
de marcharse. De buen grado daría media vuelta para
regresar al coche y conducir hasta Girona con la músi­
ca de Mahler a todo volumen. Su madre detesta a Ma­
hler. Eso la hace sonreír y acelera el paso.
Mira a un lado y a otro. Todas las salas le parecen
iguales. La gente se arremolina en las puertas y difi­
culta el paso. Se dan besos que acaban estrellándose en
el aire. Hablan de cosas sin importancia porque el si­
lencio les da miedo. Al pasar por la 209, ve que los cris­
tales de la sala están llenos de poemas. Se detiene un
momento y lee:

El cielo tiene un hueco inaccesible


por donde asoma el pico de una mujer
que se duele de otoños.

Sin querer, oye hablar del difunto de la 209. Una


mujer con acento extranjero dice que se trata de un
homenaje porque en realidad no hay cadáver al que
velar, puesto que la última voluntad del finado ha sido
la de donar su cuerpo a la ciencia. Por tanto, tras el
cristal no hay más que flores secas y un puñado de poe­

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mas. A Penélope le viene a la mente su tío Antoni, el
poeta loco de la familia. Piensa que a él le gustaría eso,
amortajar sus poemas tras el cristal y dejar su cuerpo
en manos de un bisturí. Entonces se pregunta qué ocu­
rrirá con su propio cuerpo en el caso de que muera de
forma repentina. Es joven, pero la muerte no respeta
nada. De lo que está segura es de que no quiere eso:
flores caras y desconocidos dando vueltas alrededor de
unos canapés. En cuanto tenga tiempo y regrese a casa,
redactará sus últimas voluntades. No le parece una
mala idea donar su cuerpo a la ciencia. A lo que no está
dispuesta es a que su familia se quede con su obra.
Sabe lo que vendrá después. Cuadros en la basura o en
el despacho esnob de sus primos.
—Llegas tarde, como siempre —le recrimina
Montserrat en cuanto la ve—. Ya se la llevan. Te espe­
ro en la iglesia.
Penélope observa a su madre mientras esta se mar­
cha: los tacones altísimos; el traje a medida; el pelo cor­
to, porque cuando una mujer cumple los cuarenta deja
de ser mujer y se convierte en algo parecido a una
manzana podrida tras el cristal; el maquillaje justo, y
un leve perfume a Chanel número 5 mezclado con
olor a tabaco, alcohol y distancia.
Una hora más tarde, Penélope camina tras el fére­
tro de su abuela Asunción. En la iglesia no cabe un al­
filer, pero ella tiene un sitio reservado en los primeros
bancos. Cuando deja caer el cuerpo en la madera puli­
da, su madre le coge la mano y su padre se inclina ha­
cia ella para dedicarle una sonrisa. Hay cuatro cirios
custodiando el ataúd. El fuego asciende hacia el arte­
sonado, y el color rojo se mezcla con el humo negro,
que hace toser a uno de los párrocos. Todo debe puri­
ficarse, incluso la muerte y la miseria de los que aún

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respiran. El incensario pasa varias veces sobre la su­
perficie del féretro, y Penélope sigue su trayectoria os­
cilante con la mirada mientras piensa que si saliera
disparado podría darle en el cogote a alguna de las
amigas de su madre que ocupan los bancos de atrás.
Montserrat no se ha quitado las gafas de sol y se lleva el
pañuelo a la mejilla. Solo es un gesto automático, algo
que ha aprendido a hacer en los funerales.
De pronto, el móvil de su padre se pone a vibrar en el
interior de su bolsillo, justo cuando el sacerdote los invita
a darse la paz. Penélope mira a su madre. Su madre la
besa. Su padre besa a su esposa y después se inclina hacia
ella y le acaricia el pelo. La paz no sirve para nada, piensa
Penélope. La paz desaparecerá en el mismo instante en el
que abandonen la iglesia y cada cual retome su camino.
Cuando concluye el funeral, Penélope se queda
sentada en el banco, observando cómo sus padres reci­
ben el pésame. Le da la sensación de que pasa una eter­
nidad hasta que abandonan la iglesia.

En casa, la doncella, una chica paraguaya con una son­


risa resplandeciente, trae el carrito con el té. Se llama
Selma y a veces Penélope la ha escuchado hablar con
su familia en guaraní. Le gusta cómo suena ese idioma
indígena. Piensa que un día de estos le pedirá que le
enseñe unas palabras. Tal vez podría añadirlas a modo
de collage a uno de sus cuadros.
Selma sirve una taza a su madre y le pregunta a
Penélope qué quiere tomar.
—Lo mismo.
—Pero es que... —La chica duda.
—Déjalo, Selma. Mi hija no es tonta. Sírvele una
tacita de ginebra y bien llena.

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Selma sonríe y obedece.
—Gracias por traerme a casa —le dice Montse­
rrat—. A tu padre siempre le surgen imprevistos en el
último momento.
Penélope está impaciente. En el coche, su madre le
ha dicho que necesitaba hablarle de un asunto urgen­
te. Intuye que se trata de algo desagradable; algo que
no va a gustarle. Siempre es así con ella. Cuando su
madre quiere hablar es que ya ha tomado una deci­
sión. No hay consenso, por mucho que se empeñe en
mostrar cordialidad o sacar su mejor juego de té.
—¿Qué querías decirme? —pregunta Penélope.
—Primero bebe.
—No sé cómo puedes tomarte la ginebra a palo
seco.
—Así es mejor, ¿para qué enmascararla?
—¿Y qué me dices de esto? —comenta Penélope,
levantando su tacita de té.
—Es un capricho —contesta Montserrat. Sus me­
jillas se han cubierto de rubor—. Me gusta tomar la
ginebra dentro de la porcelana. Llámame excéntrica.
—Es un autoengaño, y lo sabes.
—Todos nos engañamos alguna vez. La vida está
llena de mentiras. Ya te irás dando cuenta.
Penélope calla. No está de acuerdo, pero no quiere
discutir. Lo único que desea es marcharse de allí cuan­
to antes. Su madre apura de un trago la ginebra y al­
canza la tetera para servirse más.
—El pastel de zanahoria es casero —le dice ofre­
ciéndole un pedazo.
—No, gracias.
Permanecen en silencio hasta que Montserrat le
suelta a bocajarro:
—Será mejor que te enteres lo antes posible. Quie­

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ro vender Can Ribó. Ya tengo un comprador intere­
sado.
Penélope se queda callada. Desde luego no espera­
ba una noticia así. Can Ribó forma parte de su vida,
¿cómo puede pensar su madre en deshacerse de la casa
tan pronto, estando el cuerpo de su abuela aún calien­
te? La conoce y sabe que no va a dar su brazo a torcer.
Aun así, piensa que no es una buena idea. Siente el co­
razón palpitar con fuerza dentro de su pecho al pensar
en su tío Antoni. ¿Es que su madre no tiene en cuenta
a su hermano gemelo?
—Al tío Antoni le gusta Can Ribó —le dice—. No
puedes vender Can Ribó sin su consentimiento.
Montserrat hace una mueca de fastidio.
—No te metas —le contesta—. Ese es un asunto
entre él y yo. Dentro de unos días iré a llevarle los pa­
peles y estoy segura de que no se opondrá a la venta.
En realidad, a Penélope Can Ribó no le importa
tanto como parece, aunque alguna vez ha fantaseado
con instalarse allí. Lo que verdaderamente le hace per­
der los nervios es la actitud de su madre, su secretismo,
que nunca la tenga en cuenta ni le pregunte su opi­
nión. Intenta serenarse y cuando vuelve a hablar su
voz suena conciliadora.
—No estaría tan segura de eso. Él está muy apega­
do a la casa.
—¿Y tú qué sabes? —le espeta Montserrat.
Penélope vuelve a guardar silencio mientras piensa
que su madre da por hecho que Antoni firmará solo
porque es un pobre loco indefenso y sin voluntad. Un
loco que piensa que Can Ribó está llena de fantasmas y
que guarda en su interior un fabuloso tesoro. Tío An­
toni lleva años recluido en un hospital psiquiátrico,
una «casa de descanso», como reza en la puerta de la

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institución. Su madre solo lo visita de vez en cuando.
Lo ha abandonado a su suerte.
—No dejaré que lo firme. No voy a permitir que le
engañes —dice Penélope sin medir el alcance de sus
palabras.
—¿Y a ti quién te ha dicho que quiero engañarlo?
La joven se levanta para irse y su madre le dirige
una mirada cargada de ira y desprecio. Desprecio por
su melena fucsia, por el desenfado de su atuendo, por el
grito azul de su cazadora de cuero. Por un instante, Pe­
nélope siente lástima de Montserrat. Las mujeres de su
familia, de una u otra manera, han sido condenadas a
sufrir. La bisabuela Mercè, la abuela Asunción, su ma­
dre... Pero ella, por fortuna, se ha librado del yugo fa­
miliar. O eso cree.
—Te equivocas, mamá —le dice antes de mar­
charse—. La venta de Can Ribó me atañe tanto como
a vosotros. Soy tu hija y la casa también me pertenece.
Montserrat bebe otro sorbo de ginebra y no dice
nada más. Es su forma de hacerle entender que la con­
versación ha acabado. Sin embargo, Penélope permane­
ce en su sitio. Tiene la respiración agitada. No sabe toda­
vía de qué se trata, pero algo ha empezado a nacer dentro
de su pecho, una ligera suspicacia, tal vez. Está segura de
que las prisas de su madre por vender Can Ribó obede­
cen a algo más que al deseo de deshacerse de una vieja
casona. Es como si quisiera desprenderse de algo sucio,
algo que quema, que debe soltar por su propio bien. Una
de esas cosas invisibles que hieren incluso en la distancia
del tiempo. Cuando al fin se marcha, Penélope sabe que
ya no parará hasta averiguar lo que oculta su madre.

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