Historia de María Antonieta Edmond y Jules de Goncourt
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Edmond y Jules de Goncourt
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Título original: Histoire de Marie-Antoinette
Edmond y Jules de Goncourt, 1858
Traducción: Jorge Boguñá
Diseño de la cubierta original: R. Sicart (de la edición original de EDICIONES REGUERA, 1948)
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PRÓLOGO
Los autores de este libro han tenido la suerte de hacer un retrato de cuerpo entero de
María Antonieta, que las recientes publicaciones de los archivos de Viena apenas
modificaron.
No pintan, por cierto, a la reina del modo convencional y tal como una falsa
duquesa de Angulema, según la Restauración, la inventó. Presentan una dama del
siglo XVIII que gusta de la vida, del placer y de las distracciones que siempre
agradaron a la juventud y a la hermosura, algo vivaracha, juguetona, burlona y
aturdida, pero honrada y pura, que jamás ha tenido, según expresa el príncipe de
Ligne, «sino una coquetería de reina para agradar a todo el mundo».
No hay que echar en olvido que María Antonieta tenía quince años y medio
cuando entró en Francia, y se vio en medio de ese reinado del mariposeo y del placer,
entre esa generación de francesas que parecen representar el Desatino en la febril
agitación de sus vanas y fútiles existencias. Exigir de esta jovencita que se librase en
absoluto del ambiente que respiraba, que no se contagiase en nada con los errores de
su nueva patria, es pedir a la Naturaleza que hiciese un milagro, y no lo hizo.
Mas tomemos datos de los informes de Mercy-Argenteau, y rebusquemos en las
cartas de María Teresa, que en manos de los enemigos de la memoria de la reina se
han convertido en armas contra ella. ¿Qué es lo que hallamos? En una, la severa
madre reconviene a su hija porque monta a caballo, en otra la censura porque va al
baile, en alguna porque se adorna con plumas extravagantes, en la de más allá porque
compra diamantes. Le riñe por «tener curiosidad, por conversar y tener únicamente
amistad con las señoras jóvenes, por charlar en vano, por no tomar afición a las
ocupaciones serias…» Que me digan en conciencia los lectores, sin pasión política, si
a cada mujer bonita, la más perfecta del mundo por todas sus cualidades, se le hiciese
un proceso verbal, día por día, desde la edad de diez y seis años a la de veinticinco,
con los regaños y refunfuños de los padres viejos acerca de su atavío, afición al baile
y deseo natural de divertirse y agradar, el legajo acusador de tan linda mujer ¿no sería
tan voluminoso como el de María Antonieta?
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LIBRO PRIMERO
(1755-1774)
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CAPÍTULO PRIMERO
A mediados del siglo XVIII Francia había perdido el legado de gloria que Luis XIV
le dejara, y, además, lo mejor de su sangre, la mitad de su tesoro, incluso la audacia y
el empuje que engendra la desesperación.
Sus ejércitos retrocedían de derrota en derrota; en fuga estaban sus banderas,
batida y refugiada en los puertos su armada, sin osar asomarse por el Mediterráneo;
arruinados su comercio y su navegación de cabotaje. Agotada y avergonzada, Francia
veía un día a Inglaterra arrebatarle Luisburgo, otro el Senegal, otro Gorea,
Pondichery, el Coromandel y Malabar; ayer la Guadalupe, hoy Santo Domingo,
mañana Cayena.
Si la nación desviaba los ojos de su imperio de allende los mares, los oídos de la
patria en vigilia oían en sus propias fronteras las pisadas recias de las tropas anglo-
prusianas.
Su juventud había caído en los campos de batalla de Dettingen y Rosbach; sus
veintisiete navíos de línea habían sido apresados; seis mil de sus marinos se hallaban
prisioneros de guerra; e Inglaterra, dueña y señora de Belle-Isle, podía someter
impunemente al incendio y al terror todo lo largo de las costas francesas, desde
Cherburgo a Tolón.
Un tratado acababa de colmar el deshonor y la decadencia de Francia: era el
tratado de París que cedía en propiedad al rey de Inglaterra el Canadá y Luisburgo,
que tanto habían costado a Francia, en hombres y en dinero; la isla de Cap-Bretón y
todas las islas del golfo de San Lorenzo. De todo el banco de Terranova, el tratado
sólo dejaba a Francia, para la pesca del bacalao, los islotes de Saint-Pierre y
Miquelón, guarnecidos por una tropa que no podía exceder de cincuenta hombres. El
Tratado de París encerraba a Francia dentro de los límites de la Luisiana, por una
línea divisoria en medio del Mississipí; la expulsaba de sus posesiones sobre el
Ganges; le privaba de las más fértiles y ricas de las Antillas, de la región más
productiva del Senegal y de la más salubre de las islas de Gorea.
Asimismo, el tratado castigaba a su vez a España por haber prestado su ayuda a
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Francia, arrebatándole la Florida. Pero Inglaterra no sintió su ira aplacada con la
imposición de aquellas condiciones que le entregaban casi todo el continente
americano desde los 25° hasta casi el Polo. Quiso y obtuvo de Francia una última
humillación: una de las cláusulas del Tratado de París prohibía levantar de nuevo las
fortificaciones de Dunkerque; la ciudad y su puerto debían permanecer, por período
indefinido, bajo la inspección y control ge comisarios nombrados por Inglaterra,
establecidos en lugares fijos y pagados por Francia. Hubo momento que en Francia
temióse que la humillación llegase más lejos aún y que Inglaterra exigiese la
demolición del puerto de Dunkerque.
Inglaterra, era a todas luces, el enemigo; para Francia era el peligro que
amenazaba el lugar, que como potencia le correspondía, el enemigo de la casa de
Borbón y del honor de la monarquía.
Ante aquél pueblo, que había llegado al dominio de los mares gracias a su
comercio y a su marina y por los resortes de prosperidad que tiene todo imperio
moderno; ante aquel orgullo, que pretendía exigir casi el saludo de todas las marinas
del mundo en todos los océanos y que anunció en alta voz en su Parlamento «que no
debía dispararse ningún cañonazo sin el permiso de Inglaterra»; ante aquel ancestral
odio contra la nación gala, aquella envidia en la que no cabía ni la piedad ni los
remordimientos, y que, tras de haber puesto en juego contra Francia la sorpresa y la
traición, abusó de su infortunio; ante aquella política inglesa que por labios del
milord de Rochefort llegó a pronunciar: «Es necesariamente grato a S. M. Británica
todo arreglo o acontecimiento que vaya en contra del sistema político de Francia»,
por los de Pitt, «que jamás consideraré bastante grande la humillación de la casa de
Borbón»; ante aquellas insolentes pretensiones y aquella obstinada enemistad, que
contribuyeron a alarmar más aún la impotencia y los desastres que afligían a Francia,
ésta veíase obligada a olvidarse de todo, para pensar sólo en defenderse de tanta
amenaza coaligada.
Veíase precisada a abandonar los antiguos derroteros políticos emprendidos desde
Enrique IV al cardenal de Fleury y que comprendían desde el Tratado de Vervins al
establecimiento de un Borbón en el trono de Nápoles; a apartarse del pensamiento da
Richelieu, de Davaux, de Mazarino, de Servien y de Belle-Isle, y de la tradición de
Luis XIV, y abandonar aquella constante persecución del Austria alemana y del
Austria española[1], contra las que durante todo su reinado lanzara el Rey Sol sus
ejércitos y obtuviera sus victorias. Un nuevo destino imponía a Francia abandonar
aquella vieja lucha y sus temores, para volver contra Inglaterra su diplomacia, sus
armas, las tentativas de su valor y los esfuerzos de su genio.
Choiseul, el ministro francés que en 1762 escribía al duque de Nivernois,
refiriéndose a los rumores que circulaban acerca la demolición del puerto de
Dunkerque: «Jamás, señor duque, aunque tuviera que sacrificar mi vida, jamás daré
mi consentimiento para semejante destrucción»; ahora aquel mismo ministro se ceñía
a la necesidad y a la razón del momento político, al apoyar a fondo la política de M.
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de Bernis, arrostrando hasta el último extremo sus consecuencias y consiguiendo para
la casa de Borbón la alianza con su antigua rival y enemiga, la casa de Austria.
Todo lo aconsejaba: los peligros del momento, así como los temores que
encerraba el porvenir, y la evolución que iba desarrollándose en las potencias de
Europa, el desplazamiento de los contrapesos de su equilibrio, la tiranía de sus
consejos, usurpada por Inglaterra, el cercenamiento del imperio francés; todo esto
indujo a M. de Choiseul a convertir en ley el rompimiento con una política que había
dejado de ser política y que no era más que un prejuicio, a fin de formar contra
Inglaterra lo que el ministro denominaba «una alianza del Mediodía», o sea dicho en
otras palabras, la coalición de Francia, España y Austria.
Pero esta coalición, o mejor dicho, esta liga de naciones, de la que Choiseul
esperaba que naciera la restauración del rango y el honor de Francia, no la
consideraba suficientemente consolidada por los sellos y firmas de los tratados: la
quería a toda costa, íntima y familiar. Quería unir a las ligaduras de un contrato entre
pueblo y pueblo los compromisos entre corte y corte, quería afianzar la alianza
mediante los lazos de la sangre. Quería halagar a Haría Teresa su orgullo de madre,
llamar a una archiduquesa austríaca a la esperanza de la sucesión al trono de Francia,
unir con un matrimonio los futuros intereses de ambas monarquías, como el medio
más eficaz de allegar la reconciliación real y de realizar la gran obra de su prolongado
ministerio.
El corazón de la Emperatriz dio acogida al proyecto de M. de Choiseul. Al pasar
madame Geoffrin por Viena de regreso de su viaje a Polonia, dijo, acariciando a la
encantadora archiduquesa María Antonieta, «hermosa como un ángel», y añadió que
quería llevársela a París. María Teresa contestó:
—¡Lleváosla, lleváosla!
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(Yo perdí: La niña augusta
a pagar me ha sentenciado;
mas, semejándose a vos,
todo el mundo ha ganado.)
La archiduquesa crecía junto con sus hermanos, asociando a Mozart a sus juegos.
Con todo, María Teresa no descuidaba la educación de la niña que estaba al cuidado
de maestras, ni sus capacidades a la indulgencia; la propia María Teresa vigilaba y se
ocupaba de sus lecciones, hasta de la escritura de su hijita, felicitándola por los
progresos que realizaba. Desde el primer instante le buscó maestros capaces de añadir
a sus gracias la gracia francesa. La emperatriz encargó a dos comediantes galos,
Aufresne y Sainville, que hicieran olvidar la pronunciada inclinación que por la
lengua y el canto italianos sentía la archiduquesa. Ambos debían iniciarla en todas las
delicadezas de la pronunciación, declamación y canto franceses. María Teresa
procuraba rodear a su hija de todo cuanto pudiera hablarle de Francia, y traerle las
auras de Versalles; desde los libros de París hasta sus modas; desde un peluquero
hasta un preceptor francés: el abate Vermond. Su preocupación constante era la de
mostrar a los franceses la belleza de la niña y el despertar de su espíritu; hacer llegar
esos rumores hasta el Oeil-de-Boeuf[2], y atraer así la ociosa curiosidad de Luis XV.
Y cuando la emperatriz vio realizada su ambición, sus esfuerzos para dar a
Francia una Delfina digna de ella, fueron tales que hasta hizo dormir a su hija en su
propia habitación durante los dos meses que precedieron a su matrimonio. Así pudo
aprovechar el secreto y la intimidad de la noche, apoderándose de las vigilias y del
despertar de María Antonieta, para darle aquellos últimos consejos, aquellas postreras
lecciones que hicieron de la archiduquesa austríaca la princesa francesa que un día
asombró y encantó a Versalles.
Desde los albores de 1769 las correspondencias diplomáticas, los despachos del
embajador de Francia, comenzaron a hablar de los encantos, de las gracias para la
danza en los bailes de la corte, y del feliz éxito de María Antonieta en el aprendizaje
del francés. Desde Francia se maridó al pintor Ducreux para hacer el retrato de María
Antonieta y empezó a pintarlo el 18 de febrero. El rey acució a Ducreux, porque no
hacía progresos en su obra; le pidió que se apresurase, y se mostró de tal modo
impaciente que, tan pronto como el retrato fue terminado, el embajador francés, M.
de Durfort, se lo envió por mediación de su hijo. En una recepción que ofreció la
emperatriz en Luxemburgo con motivo de una fiesta en honor de la archiduquesa
Antonieta, hizo ver a todos los presentes cuán digna era del amor, de un Delfín de
Francia, y el primero de julio el marqués de Durfort, en largas conversaciones con M.
de Kaunitz, arregla con ciertas reservas, el matrimonio del Delfín, el contrato, la
aparición en público y el ceremonial a seguir para la recepción del embajador
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extraordinario del rey. Desde Compiègne, Luis XV cursó orden el 16 del mismo mes
a su embajador para que acelerase los convenios matrimoniales. El proyecto se
presentó a la emperatriz y se sometió a la aprobación del rey a su retorno a
Compiègne. Y el 13 de enero de 1770, después de algunas enmiendas que M. de
Durfort propuso al príncipe Kaunitz, se remitió la última nota de la corte de Viena
acerca del regio enlace a la corte de Francia.
En el mes de octubre de 1769, la Gaceta de Francia anunciaba que los caminos
por los que debía pasar la archiduquesa, futura esposa del Delfín, para dirigirse a
Francia, iban a ser reparados. Cinco meses después, unos cien obreros trabajaban en
el Belvédère, en una de las salas donde debían celebrarse la cena y el baile de trajes,
dispuestos para el matrimonio.
Hacia las seis de la tarde del día 16 de abril de 1770, ante la corte, vestida de gala,
el embajador de Francia era recibido por los altos dignatarios de la casa de Austria. A
ambos lados de la monumental escalera veíase formada la guardia de palacio; en las
antecámaras, y en doble hilera, formaban los guardias de corps, los de la guardia
noble y la alemana. El embajador acudía a la audiencia concedida por el Emperador,
luego a la de la Reina emperatriz, a la que hacía, en nombre de Su Cristianísima
Majestad, la petición de madame la archiduquesa Antonieta. Dieron su
consentimiento Su Majestad Imperial y Real y Su Alteza Real, la archiduquesa, que,
previamente llamada a la sala de audiencia, fue informada de la respuesta de la
Emperatriz y recibió de manos del embajador de Francia una carta de Monseñor el
Delfín y su retrato, que enseguida prendió en su pecho la condesa, de Trautwansdorf,
gran camarera de la archiduquesa. A continuación, toda la corte se trasladó a la sala
de espectáculos, donde se escenificó La Mère confidente, de Marivaux, y un nuevo
ballet de Noverre, titulado Les Bergers de Tempé.
La Archiduquesa iba a convertirse en Delfina. El día 17 pronunció, según la
costumbre observada en tales circunstancias por la casa de Austria, su renuncia
solemne a la sucesión hereditaria, tanto paterna como materna, en la sala del Consejo,
en presencia de todos los ministros y consejeros de Estado de la corte imperial y real.
La renuncia, que fue leída por el príncipe Kaunitz, estaba firmada por la
Archiduquesa, la cual juró después ante el altar, posando la mano sobre los
Evangelios, que le fueron presentados por el conde de Herverstein.
Después tuvieron lugar las fiestas que se preparaban en el Belvédère y que
duraron hasta el 26, día de la partida de la Archiduquesa.
El 7 de mayo, María Antonieta llegaba a la frontera de Francia, trayendo consigo
unas instrucciones escritas por María Teresa para sus hijos, en las que, cual si
presintiera una futura amenaza del Destino, dice: «… Os recomiendo, queridos hijos,
tomar de vuestros días dos todos los años para prepararos a la muerte, como si
tuvierais la certidumbre de que ésos hubieran de ser los dos últimos de vuestra
vida…»
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CAPÍTULO II
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ingenuidad de todo su ser, que atrae y rinde todos los corazones a aquella joven
Gracia que es portadora del amor púdico en la corte de Luis XV y la Du Barry!
Una a una, todas las personas del séquito austríaco de la Delfina pasan ante ella
para besarle la mano, retirándose luego. El conde de Saulx-Tavannes, su caballero de
honor, le fue presentado por el conde Noailles: su dama de honor fue la condesa de
Noailles. Y ésta a su vez le hace la presentación de las otras damas; la duquesa de
Picquigny, la marquesa de Duras, la condesa de Mailly y la condesa de Tavannes; el
conde de Tessé, primer caballerizo; el marqués de Desgrange, maestro de ceremonias;
el comandante del destacamento de los guardias de corps, el comandante de la
provincia, el intendente de Alsacia, el real pretor de la ciudad de Estrasburgo y los
principales oficiales de su casa.
Para verificar su entrada en la ciudad, la Delfina subió a la carroza del. Rey; los
regimientos de caballería que había alineados en la llanura la saludaron. La artillería
del parapeto hizo una triple descarga y las campanas de todas las iglesias fueron
echadas al vuelo, como heraldos anunciadores de que la Archiduquesa hacía su
entrada en Estrasburgo. Bajo un magnífico arco de triunfo, aguardaba el mariscal de
Contades, quien recibió a la Delfina a las puertas de la ciudad. Al cruzar por delante
del palacio del municipio, la Delfina vio correr las fuentes del vino para el pueblo.
Descendió en el palacio episcopal, fue recibida por el cardenal Rollan, rodeado de su
gran capítulo y de todos los candes de la catedral: el príncipe Fernando de Rohan,
arzobispo de Burdeos y gran preboste; el príncipe de Lorena, gran decano; el conde
de Trucksés, el obispo de Tournay, los condes, de Slam y de Mandrechied; el príncipe
Luis de Rohan, coadjutor; los tres príncipes de Hohenloe, los dos condes de
Koenigse, el príncipe Guillermo de Salm y él joven conde de Trucksés.
La Delfina besó al cardenal de Rohan, al príncipe de Lorena y a los príncipes
Femando y Luis de Rohan, y después le fueron presentados los dignatarios de todos
los Cuerpos.
En la comida de gala, que fue celebrada en honor a la Delfina, permitió que le
fueran ofrecidos los vinos de la ciudad mientras ante ella los toneleros celebraban una
fiesta de Baco, representando figuras y bailando con sus aros. Por la noche asistió a la
Comedia Francesa; al regreso vio todas las calles iluminadas, la columnata y los
jardines del palacio episcopal daban el aspecto de un ascua, y a medianoche asistió al
baile que dio él mariscal de Contades para toda la ciudad en la sala de la Comedia: a
la nobleza, a los extranjeros, a los oficiales de la guarnición, a los burgueses y
burguesas vestidos a la usanza alsaciana y con cintas de los colores de la Delfina.
El día 8 recibió a todas las personas qué le fueron presentadas y que fueron a su
vez admitidas a hacer su corte, a las diputaciones del cantón y obispado de Basilea,
de la ciudad de Muthausen, del Consejo superior de Alsacia, del cuerpo de la nobleza
y de las Universidades luterana y católica. Poco después se trasladó a la catedral, a
cuya puerta el príncipe Luis de Rohan, revestido de pontifical y acompañado de los
condes de la catedral y de todo el clero, salió a cumplimentarla, saludando de
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antemano la promesa de una unión tan bella, exclamando:
—¡Es la propia alma de María Teresa que va a unirse a los Borbones!
Después de la misa cantada y del gran concierto que en su honor se le ofreció en
el palacio episcopal, la Delfina partía de Estrasburgo, y a las siete de la tarde era
recibida en Saverne por el cardenal de Rohan. En la avenida del palacio cubrían la
carrera, en doble fila, fuerzas del regimiento del Delfín, mandado por el duque de
Saint-Mégrin, y un destacamento del regimiento Real de Caballería, mandado por el
marqués de Serent. Se celebró un baile, en el que la Delfina bailó hasta las nueve,
culminando con fuegos artificiales, y tras de éstos una cena que congregó en torno
suyo a las damas de su casa y a las damas austríacas. Y el 9, después del desayuno y
oír misa, la Delfina se despidió denlas damas y caballeros austríacos que la habían
escoltado hasta allí.
El 9 llegaba a la ciudad de Nancy. Fue recibida ante la puerta de San Nicolás por
el comandante de Lorena y el marqués de Choiseul-la-Baume, pernoctando en el
hotel del Gobierno. Al día siguiente, la Suprema Corte, la Cámara de Cuentas, el
Cuerpo municipal y la Universidad le presentaron sus saludos. Y después de una
comida en público, la Delfina dirigióse a visitar en los Cordeliers las tumbas de sus
familiares.
Otra vez en ruta, la Delfina durmió aquélla noche en Bar, recibiendo en Luneville
los honores militares que le rindieron el cuerpo de gendarmería, el marqués de
Castries y el de Autichamp. En Commercy, una niña de diez años ofrecióle un ramo
de flores, saludándola.
El día 11 la Delfina llegaba a Chalons y sé alojó en el hotel de la Intendencia. Seis
jovencitas dotadas por el municipio, con ocasión del matrimonio del Delfín de
Francia, acudieron a su presencia para recitarle versos, y unos actores pertenecientes
a tres compañías llegados al efecto de París, representaron ante la Delfina La partie
de chasse de Henri VI y la comedia Lucilie. Unos fantásticos fuegos artificiales
precedieron a la cena de la Delfina, seguidos de una iluminación, en la que destacaba
el templo de Himeneo.
El día 12 la Delfina seguía su triunfal viaje por Reims. Ante las puertas de
Soissons la esperaban la burguesía y una compañía de arcabuceros. Las tres calles
que conducían al palacio del arzobispado estaban engalanadas con árboles frutales de
veinticinco pies de altura, entrelazados con yedra, flores, gasas de oro y plata y
guirnaldas de linternas.
Al pie de la escalera del palacio episcopal fue recibida por el arzobispo, y acto
seguido dirigióse la Delfina a sus habitaciones no sin antes pasar a través de una
galería magníficamente decorada. La cena terminó, y en tanto que en dos mesas de
seiscientos cubiertos se obsequiaba al pueblo, la Delfina fue conducida a un salón
construido ex profeso para ella, y desde allí contempló, en medio de los resplandores
de los fuegos de artificio, un templo que el arzobispo hiciera levantar en él fondo de
su jardín, erigido sobre una montaña en la que brotaba un manantial. El templo estaba
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rematado por un grupo: la Fama, qué Anunciaba a Francia la nueva Delfina, y un
Genio portador de su retrato. A la mañana siguiente, la Delfina acercóse a la Sagrada
Mesa en la capilla del obispo, recibiendo luego los presentes de la ciudad, del
Capítulo y de las autoridades, asistiendo por la tarde a un Te Deum cantado. A la
salida de la catedral se mostró al pueblo recibiendo su fervorosa adhesión. El día 14,
a las dos de la tarde, partía para Compiègne.
El triunfal trayecto que la Delfina tuvo que recorrer fue largo y fatigoso honor;
pero fue a la vez una continua y frenética ovación.
—¡Qué bella es nuestra Delfina! —exclamaban todas las gentes de todos los
pueblos que acudían a verla; los campesinos con trajes de los domingos, estaban a lo
largo de los caminos, los curas viejos y las mujeres jóvenes.
—¡Viva la Delfina! —era el grito ininterrumpido que corría de boca en boca y de
pueblo en pueblo.
Sin olvidar de agradar y de agradecer los saludos y las ovaciones que se le
dirigían, con las cortinillas de la carretela bajas, para mostrarse al público, sonrojada
y encantada a la vez ante tanta alabanza, la Delfina obsequiaba a cada uno con una
sonrisa y tenía para todo una respuesta, y, hasta algunas leguas después de Soissons,
su memoria acordábase de algunas palabras de latín de lo poco que había aprendido,
para contestar al cumplimiento ciceroniano de unos estudiantes.
El rey iba cumplimentando sucesivamente a la Delfina en cada etapa de su
trayecto: en Chalons lo hizo el marqués de Chauvelin, en Soissons el duque de
Aumont, primer gentilhombre. Y el domingo, día 13, salía de Versalles, después de
oír misa, en compañía del Delfín y de sus hijas Adelaida, Victoria y Sofía; durmió en
la Muette, y al día siguiente fue a Compiègne para esperar a la Delfina.
Poco antes de llegar a Compiègne María Antonieta fue recibida por el amigo de
María Teresa, el duque de Choiseul y encontróse en pleno bosque, en el puente de
Berna, con la persona del Rey, el Delfín y sus hermanas y la corte, de gran gala. La
casa del Rey y el emblema de su blasón, con el gabinete precedieron a la carroza real.
La Delfina descendió de la carroza, cogiéndola de la mano el conde de Saulx
Tavannes y el de Tessé que la acompañaron a la presencia del Rey seguida por todas
sus damas. Al llegar ante Su Majestad, la Delfina se echó a sus pies: Luis XV, la hizo
levantarse y la abrazó y besó con regia y paternal bondad, presentándola al Delfín que
la besó también.
La comitiva llegó a palacio; el Rey y el Delfín condujeron a la Delfina de la mano
hasta sus aposentos. El Rey la presentó al duque de Orleáns, al duque y la duquesa de
Chartres, al príncipe Condé, al duque y la duquesa de Borbón, al príncipe de Conti, al
conde y condesa de la Marche, al duque de Penthièvre y a la princesa de Lamballe.
En aquel martes, día 15 de mayo, la Delfina salió de Compiègne y se detuvo en
Saint Dénis, para visitar en las Carmelitas a madame Luisa, y regresó al palacio de la
Muette a las siete de la tarde, en donde el Rey le tenía preparado el regalo de un
maravilloso aderezo de diamantes.
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Madame Du Barry obtuvo del generoso amor de Luis XV el privilegio de sentarse
a la mesa de María Antonieta. La Delfina sabía cómo comportarse ante el Rey; y
como después de la comida no faltaron unos indiscretos que la interrogaron qué le
había parecido madame Du Barry, ella repuso con toda sencillez:
—¡Charmante!
El miércoles, 16 de mayo, para efectuar su gran toilette, María Antonieta vestida
y peinada sencillamente salió para Versalles. El monarca y el Delfín habían
abandonado la Muette a poco de terminar la cena, a las dos de la mañana, con el
propósito de aguardar a la Delfina en Versalles. Apenas llegada María Antonieta, el
Rey pasó a sus habitaciones, hablando, durante largo rato con ella, y presentándola
luego a madame Elisabeth, al conde Clarmont y a la princesa Conti. La Deifica
entraba en el aposento del Rey a la una, desde donde el regio cortejo debía dirigirse a
la capilla.
En el santuario y en las tribunas habíanse colocado gradas de seis filas, para hacer
visible la ceremonia. En la tribuna del Rey se instaló un anfiteatro, que ocuparon los
altos dignatarios de Versalles; otro anfiteatro se levantó en el salón de la capilla frente
a la tribuna del Monarca, cerrado por delante, y desde el que podíase ver el desfile de
la corte.
Abrían la comitiva el gran maestre, el maestre y el ayudante de ceremonial y
seguidos por el Rey, avanzaban el Delfín y la Delfina hacia el altar. Primero el obispo
de Reims procedió a la bendición de trece monedas y un anillo de oro, presentándolos
al Delfín, quien colocó el anillo en el cuarto dedo de la mano izquierda de la Delfina,
haciéndole también entrega de las trece monedas. Al terminar el Pater, el velo del
brocado de plata que se tendía sobre la cabeza de la pareja, estaba sostenido, del lado
del Delfín, por el obispo de Senlis, y del lado de la Delfina, por el de Chartres.
Nunca ninguna bendición nupcial había atraído tanta afluencia en Versalles. En
París la oficina de carruajes de la corte veíase materialmente asaltada. Las carrozas de
alquiler se llegaron a pagar hasta a tres luises por día y los caballos a dos. Las calles
de París aparecieron desiertas.
Al fin, María Antonieta, era ya la Delfina de Francia. Recibió el juramento de los
altos oficiales de su casa principesca y la llave de un cofre lleno de alhajas que fue
traído por orden del Rey y le fue entregada por M. de Aumont. A madame de
Noailles le incumbió hacer la presentación de los embajadores y ministros de las
cortes extranjeras acreditadas en Francia.
Por la noche y en la sala de espectáculos se celebró un ágape de veintidós
cubiertos, para la familia real y los príncipes y princesas de la sangre.
El piso de la sala se hallaba levantado a la altura de la rampa; a alguna distancia,
rodeaba la mesa, una balaustrada de mármol con incrustaciones de oro, que separaba
a los espectadores de los oficiales que servían. En el proscenio y bajo un arco que
descansaba sobre columnas de mármol color ágata, con bases, capiteles y cañas
doradas se instaló como una especie de salón de música, en el que tocaban sesenta
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músicos; las referidas columnas estaban separadas por grandes espejos, contra los que
se apoyaban mesas repletas de dorados trofeos musicales. Las cifras del Delfín y de la
Delfina eran sostenidas por un grupo de geniecillos.
Acto seguido de la cena, el obispo de Chartres bendijo el lecho. El Monarca se
encargó de la ceremonia de dar la camisa al Delfín y la duquesa de Chartres hizo otro
tanto con la Delfina.
Al día siguiente tenían lugar en Versalles unos festejos sin precedentes: grandes
banquetes, bailes de gran gala, en la nueva sala de espectáculos, bailes de trajes,
fuegos artificiales de media hora de duración, iluminación del gran canal y de todos
los jardines, uno y otros repletos de bateleros, de músicas y danzas; Hubo reparto de
pan, vino y carne, y al pueblo de París se le distribuyeron escudos de seis libras y se
celebró una gran feria en las murallas.
Toda aquella serie de festejos no habían conseguido alejar: aún del pensamiento
de la recién desposada la emoción y el recuerdo de la terrible tormenta que se declaró
sobre Versalles, después de su boda, de aquellos truenos que hacían sacudir al palacio
el mismo día que ella hiciera su entrada triunfal en él, cuando una catástrofe le
alarmó con los más siniestros presentimientos.
El día 30 de mayo debía tener lugar la clausura de aquellas fiestas. Ruggieri
dirigía los fuegos artificiales en la plaza de Luis XV. El poco orden reinante y la
insuficiencia de guardias destacados allí de servicio, hicieron que, al terminar la
fiesta, la muchedumbre se apretujase y aglomerase a la salida. Debido al pánico, el
número de víctimas fue espantoso. En la calle Royale los heridos eran recogidos a
centenares. Se registraron ciento treinta y dos muertos.
Las pobres víctimas de las fiestas del matrimonio del Delfín y la Delfina fueron
conducidas al cementerio de la Magdalena. ¿Quién hubiese podido anunciar aquel día
qué clase de compañeros irían a reunírseles más tarde?
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CAPÍTULO III
«Ciertamente Vuestra Majestad es muy buena al interesarse por saber cómo paso mis días. He de
decirle que me levanto de nueve y media a diez de la mañana, y que, después de haberme vestido,
rezo las oraciones matutinas; desayuno en seguida, y voy a los aposentos de mis tías, en donde,
corrientemente, encuentro al Rey. Allí en su compañía permanezco hasta las diez y media, y a las
once voy a peinarme. A mediodía, concedo la audiencia y entran las personas de alguna
significación. Me pongo el colorete y me lavo las manos delante de todos. Una vez han salido los
caballeros, me quedo solo con las damas ante los cuales me visto. La misa es a las doce; si el Rey
se encuentra en Versalles me acompaña él, mi esposo y las tías; si no está, voy con el Delfín, pero
siempre a la misma hora. Terminada la misa, almorzamos los dos solos, ante la gente, pero
terminamos a la una y media, porque comemos de prisa. Luego me dirijo a las habitaciones del
Delfín, y si le veo trabajando, vuelvo a las mías, en donde leo, escribo o trabajo, porque estoy
confeccionando una casaca para el Rey, que por Cierto no progresa mucho, pero espero que
mediante la ayuda de Dios podrá estar terminada dentro de algunos años. A las tres vuelvo a las
habitaciones de mis tías, que a esa hora suelen recibir la visita del Rey; a las cuatro recibo la
visita del abate en mis aposentos; diariamente y a las cinco, viene el maestro de clavecín o de
canto, hasta las seis. A las seis y media acostumbro ir con regularidad a las habitaciones de mis
tías, excepto las veces que salgo de paseo; mi esposo me acompaña casi todos los días a ver a las
tías. Jugamos desde las siete hasta las nueve, pero cuando el tiempo es propicio doy un paseo, y
entonces jugamos en el aposento de mis tías. La cena es a las nueve y, cuando el Rey no está,
nuestras tías vienen a cenar con nosotros; pero cuando el Rey está en Versalles, después de cenar
con ellas, esperamos al Rey que acostumbra venir lacia las once menos cuarto; mientras le
esperamos me echo en un canapé y descabezo un sueño hasta la llegada del Rey; ruando no está,
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nos acostamos a las once; esas son nuestras ocupaciones cotidianas».
Luis XV no dejó de observar que la Delfina era todavía una niña[3]. Jugar con los
hijos de su camarera mayor, estropeándose el traje, rompiendo los muebles, y
revolviéndolo todo de arriba abajo en sus habitaciones, he aquí sus mayores
diversiones; sus calaveradas son las carreras de asnos. Y aquel espíritu infantil que
aún persistía en la Delfina encontraba a otros niños en su esposo y sus cuñados.
Mercy-Argenteau refiere esta curiosa anécdota a este respecto: «Sobre la
chimenea del cuarto del conde de Provenza había una figura de porcelana
artísticamente trabajada. Siempre que el Delfín se encontraba en aquel aposento le
daba por examinar y manejar aquella porcelana; esto inquietaba un tanto al conde de
Provenza; un día, en el momento en que la Delfina se burlaba de esos temores, la
figura cayó de las manos del Delfín y rompióse en pedazos. En su primer momento
de cólera, el conde de Provenza se arrojó sobre el Delfín; hubo una dura pelea,
propinándose algunos puñetazos. La Delfina quedó muy confusa al presenciar todo
aquello, teniendo aún la presencia de espíritu suficiente, para separar a los dos
combatientes, y de la pelea hasta recibió un arañazo en la mano».
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ganándose de este modo el real afecto. Pero la favorita no miraba con buenos ojos a
aquella jovencita que, al reconciliar el Rey consigo mismo, era una tangible amenaza
para el prestigio de su amor. La Du Barry no vaciló en poner en acción todas sus
maldades y armas de mujer y de la corte contra la rojita, como solía llamar a la
Delfina. Su rostro, su juventud, sus facciones, sus dichos, su ingenuidad y todas sus
gracias no escapaban a su crítica.
Enteró al Rey de que María Antonieta habíase quejado a María Teresa de la
presencia de la amante del soberano en la Muette.
Poco a poco, el Rey fue alejándose de la Delfina, y madame Du Barry perdió por
completo sus temores, cuando un día oyó decir al Rey esta frase, amarga cómo un
remordimiento:
—¡Bien sé que la Delfina no me quiere!
¿Qué eran y qué podían representar para María Antonieta las hijas de Luis XV, las
tías del Delfín, que por su edad, situación en la corte y afecto hacia el Delfín, estaban
llamadas a ser las tutoras de la inexperiencia y juventud de la Delfina? Mesdames
eran unas solteronas, en cuyo fuero íntimo quedaba aún un poco de la educación
recibida en el convento y bajo la inepta dirección de madame de Andlau, acerca de la
cual la Delfina informa tan ingratamente en una de sus cartas. En ellas ya no había
nada de la indulgencia que tuvieran sus abuelas y sí se encontraban todas las
severidades de la edad y las acideces del celibato.
Las frialdades de la etiqueta, el culto de su posición, el fastidio y la rigidez de su
pequeña corte, calcada sobre el modelo de la difunta Delfina, la princesa de Sajonia,
su cuñada, que había organizado la severidad de su corte como una especie de
reproche contra Luis XV, constituía todo ello el marco dentro del cual vivían
encerradas.
En aquel interior, devoto y carente de toda, sonrisa, no había de humano más que
las beatas preocupaciones de la vida monjil, las comodidades, los gustos de la mesa
regalada y los exquisitos vinos, las habilidades de un artista en vigilias, que en París
había conseguido fama por guisar la carne como si se tratara de pescado. No veían al
Rey más que durante unos minutos, y vivían como apartadas en el palacio, confinadas
y hundidas en el abismo de los mismos principios y rencores de su hermano, que
profesaban y, además, proclamaban, con el rigor de unos espíritus mezquinos y la
terquedad de imaginaciones carentes de distracción.
Las cuatro princesas sólo tenían una voluntad: la de madame Adelaida, que por su
aire masculino y el tono imperioso de su carácter daba órdenes a sus hermanas.
Cuando madame Luisa se retiró al convento de las Carmelitas, madame Adelaida se
apoderó todavía más plenamente del bueno pero débil carácter de madame Victoria y
del débil y salvaje de madame Sofía.
Desde el primer día, ya se perfilan cuáles habían de ser las futuras relaciones
entre madame Adelaida y María Antonieta. En el instante de salir para ir a esperar a
la Delfina a la frontera, cuando madame Campan va a recibir órdenes, madame
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Adelaida le contesta «que no tiene que dar ninguna orden para enviar a buscar una
princesa austríaca».
¿Qué partido debía tomar María Antonieta contra tales prevenciones? ¿Qué
conseguirían su alegría, su sensibilidad y todas sus dotes, cerca de esta alma dura,
seca y soberbia? Además, ¿qué lazo podía existir, entre la mujer del Delfín y su tía?
El natural talento de la Delfina, aunque poco desarrollado, chocaba necesariamente
contra aquella enciclopedia de conocimientos que madame Adelaida adquirió a la
salida del convento con una voluntad de acero. Chocaba aquella ciencia helada,
aquella batería pedante, aquella experiencia presuntuosa y gruñona con las libertades,
vivacidades, la alegría indiscreta de la palabra y las graciosas ignorancias de la época.
Diríamos que ni la mesa las aproximaba, si quisiéramos poner en evidencia la
oposición reinante entre aquellas dos princesas: la Delfina bastaba saciar su apetito
con casi nada, y apagaba su sed con un vaso de agua.
Madame Victoria era una persona, amable y excelente. Si hubiera tenido el valor
de dejarse guiar de sus inclinaciones, dolorida por la triste acogida que su hermana
daba a tantas gracias, pretendió por algún tiempo convertirse en el consuelo y consejo
de María Antonieta.
En algunas de las fiestas que madame Durfort ofreció en su casa, trató de ganarse
la confianza de la Delfina y de hacerle grata su compañía; pero por un lado madame
de Noailles y madame Adelaida por otro, cuidáronse de disipar esas buenas
disposiciones de madame Victoria.
La antipatía de madame Adelaida vióse aumentada por la seducción que Luis XV
experimentaba ante la ingenuidad de la Delfina y la grata contemplación de sus
virtudes.
Durante cierto tiempo Versalles había sido gobernado por madame Adelaida,
mucho antes que surgiera el favoritismo de madame Du Barry. A Luis XV le habían
agradado su conversación nutrida por las lecturas, y su espíritu dulcificado e
inclinado a la amabilidad. Madame Adelaida montaba a caballo con el monarca,
halagándole sus gustos y, al regreso, hacía los honores en las comidas, en las que Luis
XV no parecía aburrirse demasiado. Ella no perdonaba ahora aquel favor que
disfrutaba la Delfina ni tampoco renunciaba a la esperanza de recobrar su primacía
tan pronto como la Du Barry cayera en desgracia.
Los diferentes puntos de vista y las antipatías de carácter entre mesdames de
Francia y la Delfina no fueron la causa inmediata de un alejamiento y una frialdad,
como así lo manifiesta la correspondencia de Mercy-Argenteau. Al llegar la Delfina a
Francia, poco antes del matrimonio del conde de Provenza, y al no verse rodeada de
una corte de damas, se abandonó a sus tías, confiándose a ellas sin reservas, haciendo
suyos; un poco aturdidamente, los odios de aquel pequeño mundo, repitiendo los
dichos indiscretos, y a veces un tanto alegres que las cuatro hermanas decían contra la
favorita, privándose así del real afecto. En 1773, María Antonieta fue avisada y
puesta en guardia contra las indiscreciones que la hacían cometer sus tías,
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sustrayéndose de este modo a su tiranía y a su despotismo: rebelión que las solteronas
trataron de vengar creando una predominante situación a la condesa de Provenza.
¿Podía María Antonieta esperar algo mejor de las demás mujeres de la familia?
Por aquel entonces madame Elisabeth era sólo una niña. En cambio madame Clotilde,
sentíase, atraída por aquella amiga de su edad; y por esa ley de contrastes, que es, tan
a menudo, la ley de las simpatías, se sintió impulsada hacia la Delfina: tranquila,
perezosa, lenta, acercábase instintivamente a aquella alegría viva, cuyo aguijón y
latigazo la llamaban. Pero allí, desgraciadamente, estaba madame de Marsan
reteniéndola.
Desde el primer día, y con el más joven de sus cuñados, el conde de Artois, María
Antonieta logró un éxito completo. El conde de Artois, salido apenas de la infancia, y
más niño si cabe que la Delfina acusaba ya el verdadero prototipo del príncipe
francés. Ya en aquella edad reunía todos los rasgos de un héroe caballeresco, y muy
pronto le darían el sobrenombre de Galaor. En cuanto a gracias, gustos y aspiraciones
tenía los mismos que su cuñada. Como ella se encontraba en el umbral de la vida;
como ella corría tras de las alegrías; así, desde la llegada de la esposa de su hermano
¡qué cúmulo de diversiones, de ilusiones, de confidencias y de juegos se establece
entre aquellos dos niños que parecen ser los príncipes de la juventud! ¡Y más
adelante, qué fiestas! ¡Y qué niños grandes son ambos!
Años después la Reina echará mano de toda su imaginación y de su alegría para
dibujar, a medias con el príncipe de Ligne, el escenario de las fiestas donde ha de
celebrarse el restablecimiento del conde de Artois. Observemos la diversión, la
infantilidad y la locura de aquellos juegos: el convaleciente, es mantenido a la fuerza,
sobre un trono, por el duque de Polignac y Esterhazy, que iban disfrazados de
Amores y le mostraban su retrato, en grotescos trazos, con la siguiente divisa: ¡Viva
Monseñor el conde de Artois!, el duque Guiche, disfrazado de Genio sosteniendo la
cabeza del príncipe, y el duque de Coigny cantando: «¡Viva la alegría!»
A continuación el príncipe de Ligne, simulando el Placer, lleva dos alas parecidas
a las de los querubines de una iglesia parroquial. Todos entonan canciones, con
grotescas manifestaciones de respeto y de amor; pero resultan tan tontas, tan sosas,
que el pobre príncipe se debate como un pobre diablo sobre el trono, en el que le
mantienen a la fuerza, mientras María Antonieta rodeada de cortesanos vestidos de
pastores, Polignac, Guiche y Polastron y del caballero de L’Isle, que lleva incluso un
borreguito, va disfrazada de pastora y azuza a los cantores, la ovación y el suplicio.
También abandonó el encanto de su cuñada, convirtiéndose en su cortesano y
poeta, el conde de Provenza, menos joven que el de Artois, sobre todo de corazón y
de espíritu, de más sangre fría, carácter menos franco y gustos menos agitados. Sin
embargo, apenas pasados los primeros momentos retornó a su papel y a su disfraz: la
cortesía suave y la ambición oculta. Su matrimonio le alejó aún más. Una altiva
princesa de la casa de Saboya, la condesa de Provenza, una Juno de negras y
arqueadas cejas, una mujer de carácter italiano, como dice María Teresa, se aplicó
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desde el primer momento a aborrecer a aquella joven que agradaba a todos, y que le
había arrebatado el puesto de Delfina de Francia. Muy pronto se creó el salón del
conde de Provenza, llamado al poco tiempo salón de Monsieur, reunión de la crítica,
la pedantería y la doctrina, especie de academia de las letras, la ciencia y el derecho
político, que cada día más fue separándole de la corte de María Antonieta.
Estas fueron las gentes que rodearon a la Delfina: sus nuevas tías, sus nuevas
hermanas, sus nuevos hermanos. ¿Sabrá su marido reemplazar todos los afectos que
le faltan? ¿Compensará a la princesa de la animosidad que la rodea? ¿Dará amor a la
esposa? No.
A veces’ sucede con harta frecuencia que en las postrimerías de las reales
dinastías, se encuentran corazones pobres, temperamentos tardíos en los que la
naturaleza parece ya indicar su cansancio. El Delfín había sido uno de esos hombres a
quienes le son negados los tormentos de la pasión y las solicitaciones del
temperamento, y que, considerando la conciencia de esa espera como una vergüenza,
escapan bruscamente al amor y humillan a la mujer. Es posible que en aquella
desgracia del Delfín hubiera más influencia de la educación que de injusticia de la
naturaleza.
Las flaquezas de un Borbón de dieciocho años, aquella limitada imaginación,
aquella carencia de pasiones juveniles, de apetencias sexuales, aquel marido, aquel
hombre ¿no era, en efecto, la obra y el crimen de un preceptor nombrado por la
imprevisora piedad del Delfín, padre del futuro Luis XVI?
Su preceptor era monseñor Antoine-Paul-Jacques de Quélen, jefe del nombre y
escudo de los antiguos señores del castillo de Quélen, situado en la alta Bretaña, el
último de los condes de Porhoét, par de Francia, príncipe de Carency, conde de
Quélen y de Broutay, marqués de Saint-Mégrin, de Callonges y de Archiac, vizconde
de Calvignac, barón de las antiguas y altas baronías de Tonneins, Gratteloup,
Villeton, La Gruére y Picornet, señor de Larnagol, Talcoimur, vidamo[4], caballero y
procurador de Sarlac, alto barón de Guienne, segundo barón de Quercy, en resumen,
y por encima de todo esto, duque de la Vauguyon, señor de nuevo cuño, pese a todos
sus títulos, y a quien había desvanecido un tanto el orgullo de una alianza con los
Saint-Mégrin.
Gomo fuese que su mezquina mente habíase hundido en la etiqueta, no podía
asimilar de la grandeza más que la importancia, de la altivez más que la brusquedad,
y viendo las cosas por el lado grosero y desagradable, educó al joven príncipe bajo
sus principios, basándose en los ejemplos de su brutal dignidad y brusca pesadez.
Respecto a las amplias enseñanzas que inician a un rey y preparan un reinado, el
estudio de las nuevas necesidades nacionales, la conveniencia de ajustar el
pensamiento del príncipe con el pensamiento de Francia, ese pensamiento que
Francia renueva cada cincuenta años, ¿qué podía esperar Francia de un hombre cuya
más trascendental problema consistía en discutir diariamente el menú de su comida
con su camarero?
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M. de la Vauguyon carecía a todas luces de las dotes pedagógicas que adornaron a
los hombres de Iglesia del siglo de Luis XIV, nada sabía sobre la prudente
conducción en lo humano de los príncipes, y ni siquiera tenía noción de ese
aprendizaje social, de aquel ensanchamiento y animación de las facultades más
sensibles, de aquella siembra de buenas virtudes, de esa educación de las gracias y
del ingenio.
M. de la Vauguyon no merecía ni el calificativo de insuficiente para semejante
tarea: era devoto, pero de la devoción más estrecha y mezquina, de esa devoción que
ha sido tan fatal para las monarquías, que al dispensar al rey de sus deberes y al
marido de sus derechos, formó a los Luis XIII y a los Luis XIV.
Aquel implacable preceptor no había dejado nada en pie del carácter verdadero
del Delfín, todo fue reprimido y ahogado: la agitación, las preguntas, el movimiento,
la rebelión, las manifestaciones del espíritu, que son siempre las vivas y primeras
promesas del carácter y temperamento del hombre que late bajo el niño, todo quedó
estrangulado como otras tantas amenazas. Ninguna de las expansiones propias de la
infancia fue permitida a aquel niño por M. de la Vauguyon. La disciplina, los libros
ascéticos, condujeron a aquel niño, casi sin esfuerzo, al renunciamiento, a la
pasividad, a las virtudes negativas, de anonadamiento y de muerte.
De aquel modo llegó el joven al matrimonio, de repente, asustado, conturbado de
repugnancia por aquella disciplina, por aquella reprensión de su pensamiento y de su
carne, por aquella educación de penitencia recibida de las manos de un maestro sin
sabiduría. Ligado posiblemente por votos secretos era inhábil para el amor, casi hostil
a la mujer.
Aun después del matrimonio M. de la Vauguyon siguió su obra: se interponía
entre la joven pareja, y al pasar, su sombra, interrumpía el diálogo íntimo. Sentía
animosidad contra M. de Choiseul quien había negado un puesto para su suegro, el
duque de Béthune, jefe del consejo de finanzas, luchaba contra los ojos y el corazón
del Delfín y retrasaba la efusión y la confianza entre los esposos. Mezclábase en
intrigas palaciegas y vergonzosas maquinaciones, en comprar a los inspectores de
edificaciones para conseguir que en Fontainebleau separasen el cuarto del Delfín del
de la Delfina. Descendía hasta al espionaje, olvidándose de su propio decoro,
sembrando por doquier sus informes, denunciando las lecturas del Delfín a Luis XV.
Extremaba tanto la baja vigilancia, que la Delfina vióse obligada a decir al antiguo
preceptor de su marido:
—Señor duque: monseñor el Delfín, creo que por su edad ya no precisa de los
servicios de un preceptor, y yo por mi parte no necesito espías; os ruego que no
volváis a presentaros ante mi presencia[5].
Al cerrado corazón del Delfín, acostumbrado a vivir intensamente y sin confiarse,
se oponía un corazón que no se bastaba a sí mismo y que se entregaba a los demás;
un corazón que se lanzaba se entregaba, se prodigaba; una jovencita que busca la vida
con los brazos abiertos ávida de amor y de ser amada: la Delfina.
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La Delfina amaba todas aquellas cosas que arrullaban e invitaban al ensueño,
todas las alegrías que hablan a las mujeres jóvenes, y que distraen a las jóvenes
reinas: las reuniones de familia, donde se manifiesta el afecto; las charlas íntimas, en
las que el espíritu se abandona; y esa amiga, la naturaleza; sus bosques, esos
confidentes; y el campo y el horizonte, en donde la mirada y el pensamiento se
pierden. Amaba también a las flores y su eterna alegría.
La alegría encubría el fondo emotivo de la Delfina. Se trata de un curioso
contraste, que es, sin embargo, menos raro en el sexo femenino de lo que se cree.
Todo Versalles se ve inundado de aquélla alegría suya, alocada, ligera, petulante, que
va y viene y que todo lo llena de vida y movimiento. En su carrera, la Delfina esparce
y extiende en torno suyo la movilidad, la ingenuidad, el aturdimiento, la expansión, la
travesura, con el alboroto de sus mil encantos.
En ella todo se mezcla para seducir: la juventud y la infancia; todo se alza contra
la etiqueta, a esta princesa todo le agrada, la más adorable y la mujer más cien por
cien de todas las mujeres de la corte. Siempre pasa como una canción, saltando y
agitándose, sin preocuparse ni de la cola de su vestido, ni de sus damas de honor. No
camina, corre. Cuando abraza a la gente lo hace saltando al cuello. Cuando en el
palco regio se ríe de la figura de Préville, lo hace a carcajadas, provocando el gran
escándalo de las personas regias, que sólo se permiten sonreír. Y cuando habla, ríe.
¡Qué educación tan opuesta la de estos dos jóvenes a quienes la política debía
unir! También M. de la Vauguyon había sido el preceptor del duque de Berry. El
abate de Vermond ocupábase y continuaba ocupándose de la educación de María
Antonieta.
Sin dejar lugar a dudas podemos aseverar que el abate de Vermond había formado
una francesa en la archiduquesa de Austria; no sólo habíale enseñado nuestra lengua
y sus matices: le había dado a conocer nuestras costumbres, hasta en todos sus
pormenores; nuestros hábitos, hasta llegar a sus manías; nuestro modo de pensar y
nuestras inclinaciones, hasta en las más leves cosas del pensamiento y el gusto;
nuestro ingenio, hasta en lo que se sobrentiende; en fin, todas las cosas de Francia,
hasta sus más recónditas aplicaciones. Pero también él le había enseñado a reírse
como lo hacía.
Hasta la Iglesia había sido alcanzada por el mal de siglo. Salvo algunos grandes y
austeros caracteres, que permanecían firmes y en pie ante aquel contagio y la
corrupción, todas las capacidades, todos los talentos, todas las inteligencias del clero
habían sido ganadas por aquel escepticismo, por aquellas ostentosas apariencias del
desdén, del desprecio a todo lo grande y respetado; por aquella irreverencia e ironía
que era el corazón del siglo dieciocho, desde Dubois hasta Fígaro.
Se había formado como una especie de carácter moral de la nación, que flotaba
por encima de la desventura de las costumbres privadas, mucho más triste todavía,
porque se trataba de una atmósfera de paradoja, de ligereza, de burla; y el clero no
había escapado indemne al sufrir esta perniciosa influencia. Burlarse de la razón,
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habíase convertido en Francia en su razón de ser; incluso los propios hombres Estado
tenían el instinto de burlarse del Estado; la nota de buen tono para los Hombres de la
Iglesia era burlarse de la regla.
El clero joven, viciado por la frecuencia con que ocupaba el primer puesto de los
salones y al lugar de honor en las conversaciones, había abandonado la oratoria del
púlpito para dedicarse a las predicaciones al amor de la lumbre.
No obstante, M. de Vermond puso mano en el espíritu de María Antonieta y
desarrolló en ella ese germen burlón que latía en el fondo de la niña. La archiduquesa
se vio envalentonada con el ejemplo y el aplauso ante aquellas definiciones, aquellos
epítetos; en las pequeñas batallas de la palabra, por aquella risa, en la que ella ponía
tan poca amargura, pero que en una corte como la de Francia en que los tontos tenían
oídos, debía crearle tantos enemigos. Hay que añadir a eso el horror por el fastidio, el
desdén por el protocolo, la negligencia hacia su papel de princesa, y tendremos que el
daño hecho a María Antonieta por aquella educación fue el haberla impulsado más
hacía su sexo que a su dignidad.
¡Cuánto hubo de sufrir la recién desposada, bajo la férula de madame de Noailles,
el personaje más aferrado en Francia al ceremonial de la corte, faltada, súbitamente,
de la dirección del abate Vermond, aquel obstinado burlador de las puerilidades de la
grandeza! Todos los esfuerzos que hiciera la princesa para renovarse no surtieron
efecto; no pudo conseguirlo. Pero madame de Noailles tampoco la sostuvo lo
suficiente ni le prestó la ayuda necesaria para luchar contra las enseñanzas y hábitos
de toda su juventud. Ninguna mujer como madame Noailles estaba penetrada de
respeto para sí misma; una importante figura, que jamás se permitía sonreír ni
reprender sin rezongar. Parecía cual una de esas maliciosas hadas de los cuentos
tristes que atormentan continuamente a una pobre princesita. Las primeras palabras
que la Delfina tuvo para con madame fueron el remoquete de madame Etiqueta; y,
cierto día de su reinado, en que habiendo montado en burro, cayóse del animal, dijo
riendo María Antonieta:
—Id en busca de madame de Noailles; ella nos dirá qué dice el protocolo cuando
una reina de Francia no sabe montar un asno.
Al descontento de madame de Noailles vino a sumarse la malquerencia de otra
mujer. Madame Marsan era tenida por la corte en gran consideración y era la
personificación rígida y severa de las virtudes de la época de Enrique IV. Ya que no
pudo conservar la gorguera y el verdugado de aquel tiempo, conservaba el aire y la
tiesura de un retrato de Clouet. Todo lo que quedaba en ella era algo de la sangre y el
genio de la famosa Marsan, que en el tiempo de las dragonadas distinguióse por el
celo de la persecución. ¡Qué tortura fueron para María Antonieta los sempiternos
sermones que a todas horas le daba la amiga y aliada de madame de Noailles!
Para los ojos de madame de Marsan, el paso ligero de la Delfina era una manera
de caminar cortesana; el uso de volantes de linón era una moda de teatro que
pretendía producir un efecto picante; siempre que la Delfina levantaba los ojos, la de
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Marsan veía en ellos la mirada de una experimentada coqueta; si llevaba los cabellos
sueltos, murmuraba:
—¡Cabellos de bacante!
¿Hablaba la Delfina con su natural vivacidad?: aquello era el arte de hablar para
no decir nada; siempre que durante una conversación su rostro tomaba un aire de
simpatía e inteligencia: aquello era el aire insoportable de quien cree comprenderlo
todo; si mostraba su alegría riendo infantilmente… aquello eran unas carcajadas
forzadas.
Todo lo sospechaba aquella vieja y todo lo calumniaba. Y María Antonieta
pensaba vengarse de ella, como se vengaba de madame de Noailles, sin pensar que la
de Marsan era la gobernanta de las hermanas del Delfín, la confidente y amiga de sus
tías, sin imaginar que aquella censura, y pronto aquella calumnia, ante el menor de
sus actos, por cualquier palabra, iba por aquel camino, al encuentro de Versalles y de
Marly.
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CAPÍTULO IV
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fueron semillero de tantos odios para la futura Reina de Francia.
Con todo, M. de la Vauguyon no dejaba de la mano a la Delfina, manteniéndola
bajo la tutela de sus advertencias y de sus consejos. «¡Qué efectos produciría que
alguna vez el Rey fuese advertido de aquella coalición de la Delfina y de madame de
Picquigny contra la grande sauteuse!» Esto decía el conde a su oído, a la vez que, por
otro conducto, hacía insinuar a la Delfina que se pusiera en guardia contra personajes
de la categoría de la Picquigny, que era una persona ingeniosa por naturaleza, de las
que hacen ingenia a costa de todo, que se sienten inclinadas a no otorgar el perdón a
nadie, ni siquiera en favor de una bienhechora, y que suele ocurrirles corresponder a
la gratitud con pullas.
La Delfina pasó con la de Picquigny primero a la reserva y luego a la
indiferencia, como consecuencia de la confianza y el abandono. Ese era el instante
que M. de la Vauguyon había esperado con tanto anhelo, esa fue la ocasión que
aprovechó para poner en acción a una nueva favorita de su devoción: a su nuera,
madame de Saint-Mégrin. Y logró que obtuviera el favor y la atención de la Delfina.
Sin aturdirse, ésta también era ingeniosa y también bromeaba poco más o menos
como madame de Picquigny, haciéndolo con todo discernimiento y prudencia.
Burlábase asimismo, pero en voz baja, de ciertas personas. Formada en la escuela de
M. de la Vauguyon, deslizábase en el favor de la Delfina avanzando por etapas,
tratando de agradar sin desagradarla, y consolidándose firmemente en la corte de Luis
XV, hábil para comportarse, para darse y retirarse, para no comprometerse más que a
medias, y hacer su reverencia sin volver la espalda a nadie.
Pero la Delfina muy pronto descubrió ese manejo, y al solicitar madame de Saint-
Mégrin la plaza de dama de su tocado, apoyándose para conseguirla a derecha e
izquierda, poniendo en juego, por la proximidad de su marido al Delfín, la
benevolencia de la Du Barry, la Delfina suplicó al Rey que no aceptara semejante
dama para aquel puesto. El Delfín apoyaba a madame de Sain-Mégrin, el Rey la
había ya nombrado, pero la aversión que la Delfina sentía hacia aquella mujer fue
más fuerte que todo. En su lugar fue designada madame de Cossé, que se ganó la
estima al entrar en su cargo. La de Cossé era una compañera más seria y más bien
preparada y madurada para la vida. Tenía la galanura de la razón amable y la de la
experiencia que sabe perdonar, pero no la de las frases; a ellos, unía la paciencia para
lo que aburre y la tolerancia para lo ridículo. Era un espíritu inglés, que vibraba
dentro la cabeza de una mujer con imaginación francesa, como dice un comentario de
su época, que es sin duda uno de los mejores retratos morales de la dama.
Para apartar a la Delfina de madame de Cossé, de aquella consejera tan segura,
hízose necesario nada menos que la Delfina experimentase un sentimiento
desconocido hasta entonces, una ligadura de otra clase, una confianza más tierna y
una simpatía más emotiva. En los bailes particulares que daba madame de Noailles la
Delfina conoció a madame de Lamballe, y al conocerla depositó en ella su amistad.
Madame de Lamballe poseía el atractivo de sus veinte abriles y de sus
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infortunios. María Teresa Luisa de Carignan quedó viuda a los dieciocho años, a
consecuencia de la muerte de su marido el libertino Luis Alejandro José Estanislao de
Borbón, príncipe de Lamballe, gran montero de Francia; El duque de Penthièvre,
desgraciado padre de aquel miserable joven, había adoptado a la joven viuda.
Madame de Lamballe fue asociada pronto a todas las diversiones de la Delfina y a los
bailes que ésta organizaba en sus habitaciones; en ellos brilló sobre todo hasta
conmover y atraer a Luis XV. Por un instante, madame Du Barry, las gentes que la
rodeaban, la imaginación de los novelistas, todos temblaron y se sobrecogieron a la
vista de grandes acontecimientos y grandes peligros: el matrimonio de Luis XV con
madame de Lamballe. El lazo que existía entre la Delfina y su amiga estrechóse más
gracias a aquellos temores; todo el ingenio de la de Picquigny no había alarmado
tanto a la Du Barry como el favor que entonces gozó madame de Lamballe.
Desde la llegada de la Delfina a Francia habían transcurrido tres años, cuando
tuvo lugar la primera entrada del Delfín y la Delfina en su querida ciudad de París.
Aquellas antiguas marchas armadas, transformadas por la paz en desfiles
pacíficos, constituían tina habitual fiesta para la nación y una antigua costumbre de la
monarquía. ¡Qué hermosos días aquellos en que los herederos de la corona de Francia
sonreían y mostrábanse a las gentes llanas! ¡A su pueblo! Días aquellos, en que el
porvenir del trono se hallaba representado en una joven pareja, que hacía su visita a la
opinión pública en su propio reino, y recibía por vez primera los aplausos de la
muchedumbre, enardecida y los halagos de la historia.
El día 8 de junio de 1773, llegaban procedentes de Versalles el Delfín y la
Delfina, que a las once de la mañana descendían de su coche ante la puerta de la
Conferencia. Les esperaba la compañía de ronda, y fueron recibidos por una comitiva
compuesta por el cuerpo del municipio, con el preboste de los mercados a la cabeza;
el duque de Brissac, gobernador de París, y M. de Sartines, teniente de policía. La
Halle, el Mercado, que en aquellos días de embriaguez popular, era muy afecto a la
familia real presentaba a la Delfina las llaves de su ciudad adornadas y en ademán de
entrega; frutos y flores, rosas y naranjas.
Desde allí, las carrozas reales recorrieron todo el muelle de las Tullerías, el Pont-
Royal, el muelle de los Teatinos, el muelle de Conti, donde los escuadrones de los
guardias de la Moneda cubrían la carrera; el Pont-Neuf, que veía formada y armada,
frente al caballo de bronce de la estatua de Enrique IV, la compañía de guardias, de
gala; el muelle de los Orfévres, la calle de San Luis, el mercado y la calle de Notre
Dame. El Delfín y la Delfina recorrieron todo este trayecto hasta llegar a Notre
Dame.
Ante las puertas de la hermosa catedral fueron recibidos por el arzobispo y el
capítulo revestido de pontifical, y una vez terminada la plegaria del coro, oyeron en la
capilla de la Virgen una misa rezada, oficiada por un capellán del Rey, y el canto de
un motete, que valió trescientas libras al maestro de música de Notre Dame.
Acto seguido subieron a visitar el tesoro de la catedral. Luego fueron a dar una
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vuelta alrededor del féretro de Santa Genoveva, según era la usanza, y volvieron a las
Tullerías.
Las mujeres de «les Halles» (los mercados), comieron en la sala del concierto; en
la mesa no aparecía más varón que el Delfín. Aquel día el palacio pertenecía al
pueblo; se permitía el acceso de la muchedumbre, que miraba y pasaba; su alegría se
ceñía en torno al festín. Afuera, el jardín era todo del pueblo. Del brazo de su marido,
la joven Delfina quiso bajar a él y, aventurándose en medio del cariño de aquella
multitud, daba órdenes a los guardias de que no empujaran y no intervinieran en
nada.
A su paso encantaba a la muchedumbre que había en los jardines, encantada ella
también, rodeada de vivas y como llevada en andas por los votos de todos que la
aplaudían haciendo volar por el aire los sombreros…
Abundaron las adulaciones de rigor: la alocución del preboste de los mercaderes,
la arenga del obispo, la del abate Coger… los escolares del colegio de Montaigu
recitaron treinta y ocho versos. Comparadas con aquel gran pueblo y su potente voz,
todas aquellas adulaciones parecían pobres a la Delfina.
Ella avanzaba, saludando y dando gracias, aturdida por el ruido, por el regocijo y
la gloria. De vuelta a palacio quiso una vez más prodigar a su amado pueblo el
hechizo de su persona, y a pesar del sol de justicia, María Antonieta permaneció aún
un cuarto de hora en la galería, dejándose admirar y aplaudir, mientras no sin
esfuerzo retenía unas lágrimas de emoción.
Aquella gran alegría, aquel regocijo que sentía su alma como princesa francesa,
María Antonieta los grabó en una carta que dirigió a su madre poco después de la
fiesta:
«El pasado martes asistí a una fiesta, que jamás podrá borrarse de mi memoria. Hicimos nuestra
entrada en la ciudad de París. Por lo que respecta a honores, los hemos recibido de toda clase,
pero todo esto, aunque me agradó muchísimo, no fue lo que más me emocionó, sino la ternura y el
afán de nuestro pobre pueblo que, no obstante los impuestos que pesan sobre él, estaba
transportado de alegría al vernos. Cuando nos dirigimos a las Tullerías para pasear, había tanta
aglomeración de gente, que permanecimos tres cuartos de hora completamente bloqueados. Una
de las cosas que causó muy buen efecto, fue la recomendación que Monseñor el Delfín y yo
hicimos a los guardias para que no tocaran a nadie. Reinó un orden tan perfecto, que a pesar del
enorme gentío que nos siguió por todas partes, no hubo que lamentar ningún herido. Al regreso del
recorrido, subimos a una terraza al aire libre, y allí permanecimos durante media, hora. No puedo
deciros, mamá, las pruebas de alegría y de afecto que nos han testimoniado. Antes de retirarnos,
saludamos al pueblo con la mano, lo que produjo satisfacción general. ¡Qué felicidad representa
en nuestra situación ganar el afecto de un pueblo con tan poco esfuerzo! Y, sin embargo, no existe
nada más hermoso que eso. Lo he sentido claramente y no lo olvidaré jamás».
Hay días en que los pueblos se sienten como, si tuvieran veinte años. Francia a la
sazón estaba enamorada; y cuando el viejo duque de Brissac mostró con la mano a
María Antonieta aquella multitud, aquel mar de cabezas, París decía, y lo decía de
todo corazón:
—¡Madame, ahí tenéis bajo vuestros ojos a doscientos mil enamorados vuestros!
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Las emociones de aquel día embriagaron a la Delfina. Al día siguiente se dedicó a
recordarlas. ¿Qué mujer como aquella joven, no se hubiera entregado a la adoración
del pueblo de Francia? Era una ilusión demasiado hermosa para una princesa de
dieciocho años salir al encuentro de todos aquellos corazones que iban hacia ella,
para hacer su dicha de la felicidad de aquel pueblo, llenar con aquellos sentimientos
el vacío de sus pensamientos, ocupar en ello su vida inactiva. Por esta razón, la
Delfina buscó otra vez aquellas aclamaciones, aquellos vivas, aquella alegría; es
decir, otras jornadas como la del 8 de junio.
Asiste a la ópera, va al Teatro Francés. Pero no le es suficiente el teatro donde el
respeto pone un dique a los transportes del público; aspira a descender de su rango
para acercarse más a este pueblo, entrar, compartir sus diversiones, codearse con él y
saborear en el más vivo y verdadero sentido familiar las esencias del pueblo.
Entonces, se sucedieron, en unión de la real familia, a la que arrastra, los paseos a
pie por el parque de Saint Cloud. La Delfina se mezcla con la multitud al recorrer los
jardines bajos, mirando cómo corren las gentes, deteniéndose ante la cascada, como
extasiada y oculta en medio de todos, denunciándose por su travesura y su alegría.
Camina a todo lo largo de las fiestas acompañada de su marido y los jóvenes de la
familia, va de la feria a las tiendecillas, se ríe donde los demás lo hacen también,
juega en donde se juega, compra en donde se vende; al ser reconocida, se ve
materialmente asaltada de súplicas y saludada por todos los circunstantes. El
caballerizo que le da escolta no da abasto a la tarea de recibir peticiones y, como en
cierta ocasión, rechaza la súplica de una mujer vieja, la Delfina reprende al
caballerizo en voz alta y la gente prorrumpe en una salva de aplausos.
La Delfina siguiendo a los parisienses y a la multitud, entra en la sala de baile del
portillo de Griel, y se otorga el placer de ver cómo la gente baila, y quiere que los
bailarines no interrumpan la fiesta y se olviden de que ella está allí presente. ¡Qué
novedad, «qué revolución» ver aquellos príncipes mezclados con el pueblo y mano a
mano, con él! ¡Y cuántos elogios haría brotar en todas las bocas, qué amores no haría
surgir en todo el reino, aquella Delfina amada, que de aquel modo realizaba el
milagro de la unión de Versalles con Francia!
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joven archiduquesa a la corte de Francia.
Las leyes del equilibrio de Europa obedecen a las épocas y con ellas se renuevan:
era un principio que los hombres del partido francés, como se les llamaba, no querían
reconocer. No les había bastado aquel prolongado esfuerzo de Francia, que había ido
quitando sucesivamente al imperio de Carlos V: el Rosellón, Borgoña, Alsacia, El
Franco Condado, el Artois, Hainaut, Cambresis y Nápoles, Sicilia, Lorena y el
Barrois. Se olvidaban hasta de la presencia de Inglaterra, para no acordarse más que
del pasado de Austria.
El matrimonio de María Antonieta representaba para los ojos de aquel partido
político una derrota. ¿Qué era María Antonieta, sino la prenda y custodia de los
tratados de aquella nueva política, inaugurada bajo los auspicios de madame de
Pompadour?
El sobrino nieto del cardenal Richelieu, el jefe del partido francés y el enemigo
personal del duque de Choiseul, era el duque de Aiguillon, que disponía del clero y
de los jesuitas, hostiles a María Teresa porque había dado abrigo en sus posesiones al
jansenismo, por lo que no podían ser menos hostiles a la protegida de Choiseul, y en
su odio contra el ministro filósofo se agrupaban alrededor de la Du Barry.
Los enemigos de la Delfina no olvidaban de esgrimir tampoco contra María
Teresa, su madre, la cuestión del reparto de Polonia, «ese reparto que Choiseul no
hubiera permitido», confesaba el propio rey Luis XV, y por motivo del cual M. de
Aiguillon decía al Rey, y lo repetía en la corte:
—¡Ved lo que puede esperar Francia de la amistad de la casa de Austria y qué
podemos ganar de una corona aliada del Rey por el doble lazo de un tratado y de un
matrimonio: cuando a costa del rey de Prusia quiere aumentar sus posesiones, hace
levantar a Francia en su contra; por querer, aumentar sus dominios a costa de Polonia,
se aproxima a Prusia, la enemiga del Rey!
Esta pulla parecía dirigida a la madre, pero quien en realidad la recibía era la hija
de María Teresa. Y cuando M. de Aiguillon referíase también al futuro príncipe, José
II, le atribuía lejanos propósitos sobre Baviera, su apetencia por el Frioul veneciano y
la Bosnia, su proyectada apertura del Escalda y el que se acordara siempre de Alsacia
y Lorena. Y simultáneamente sabía infundir las alarmas y las dudas acerca del
sentimiento francés del corazón de la hermana de José y de la buena fe de los
sentimientos de Haría Antonieta para su nueva patria.
Todas estas maniobras se realizaban de un modo hábil, atrevido y continuo. Nada
constituía repugnancia para el partido con tal que pudiera justificar su política. ¿No
llegaba a poner incluso en manos de madame Du Barry, al final de una comida, el
siguiente despacho del cardenal de Rohan, entregado a la favorita por H. de
Aiguillon, para que lo leyera en la mesa?
«… he visto, en efecto, a María Teresa llorar por la dolorida Polonia oprimida;
pero una princesa como aquélla, tan habituada al arte de no transparentarse, me
parece que dispone de las lágrimas como por encargo; con una mano sostiene el
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pañuelo para secarse los ojos, y empuña con la otra la espada de la negociación para
que su nación sea la tercera en el reparto».
No podía dejar de reflejarse en su hija una parte de lo odioso de este falso
carácter, y el partido lo sabía perfectamente bien. Era preciso dar la impresión ante el
público de que la mentira y la comedia son raciales; era ya conveniente comenzar la
tarea de acostumbrar el pensamiento de la nación a la idea de un odio cerval contra su
soberana.
Desde los primeros días de su matrimonio, a la desgracia del reparto de Polonia,
otro desdichado error vino a minar la popularidad de la Delfina. Era una ligera falta,
pero de terribles consecuencias en un pueblo susceptible y en una corte enamorada
del rango y celosa de él. Se trataba de que una parienta de María Teresa, la hermana
del príncipe de Lámbese, mademoiselle de Lorraine, pretendió ser colocada en el
minué de las fiestas nupciales de la Delfina inmediatamente después de las princesas
de la casa de Francia. Esta petición produjo mil quejas y protestas por parte de los
duques y pares, indignados ante la pretensión; la nobleza amenazó seriamente con
«abandonar la cadena del baile y dejar plantados, a los violines», y todas las damas
excusábanse «sintiéndose indispuestas para la fiesta…»
María Antonieta fue entregada indefensa a todos los rencores, a todos esos
crecientes odios contra Austria, que aún debían avivar más las desdichadas
pretensiones del archiduque Maximiliano en 1775, cuando el duque de Choiseul cayó
en desgracia. El crédito y la popularidad de aquella princesa, tan francesa, estaban ya
minados el día en que subía al trono. El epíteto de la austríaca corría ya en los
murmullos de la corte y la escoltó hasta el patíbulo.
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LIBRO SEGUNDO
(1774-1789)
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CAPÍTULO PRIMERO
Muerte de Luis XV. Influencia de madame Adelaida sobre Luis XVI. Intrigas en
el castillo de Choisy. Entrada de M. de Maurepas en el Gobierno. Vanas
tentativas de la Reina en favor de Choiseul. La conducta de Maurepas con la
Reina. M. de Vergennes y de Müy hostiles a la Reina. Intromisión de madame
Adelaida. Madame Luisa, la Carmelita, y los comités de Saint-Denis. Informe
de madame Adelaida al Rey en contra de la Reina. «Le lever de L’Aurore».
Maurepas se separa de las tías del Rey. Beneficencia de la Reina. Las
prevenciones del Rey contra Choiseul, alimentadas por Maurepas. La
desconfianza del Rey.
El día 10 de mayo de 1774, hacia las cinco de la tarde, Luis XV dejaba de existir.
En el patio de Versalles se veían carrozas, guardias, caballerizos montados en
perfecta alineación. Todos los ojos convergían en una bujía encendida, cuya llama
vacilaba tras una de las ventanas. En las habitaciones de la Delfina, esta, junto con el
Delfín, esperaba. Los dos estaban mudos, escuchando a lo lejos la plegaria de las
Cuarenta Horas, entrecortadas por las ráfagas del viento y la lluvia; y empezaban a
sentir de antemano la gravedad del peso de la corona que iba a caer sobre su
juventud.
La llama de la bujía extinguióse; al pronto se oye avanzar hacia las habitaciones
donde se encontraban los jóvenes esposos el estruendo de una corte que se precipita a
rendir homenaje a la nueva majestad.
La primera en entrar fue madame de Noailles, quien, después de saludar a María
Antonieta con el nuevo nombre de Reina, pidió a Sus Majestades que fueran a recibir
el homenaje de los príncipes y altos oficiales de palacio.
Lentamente, como doblegándose a su futuro, María Antonieta, con el pañuelo
sobre los ojos y descansando en el brazo de su esposo, pasa a través de todos esos
homenajes con el sello de su tristeza, con la actitud de su abandono y el encanto de
las jóvenes princesas de la antigua fábula, prometidas a la Fatalidad. Luego, carrozas,
caballos, guardias y caballerizos abandonan el palacio; la nueva Corte se traslada a
Choisy.
La archiduquesa de Viena era ya Reina, ¿Iba María Antonieta a salir victoriosa de
las influencias que habían ensombrecido su matrimonio y enturbiado su época de
Delfina? ¿Sería fuerte para dominar aquella conspiración que, en la esposa del Delfín,
perseguía a la política de Austria? ¿Hallaría al lado de su marido, ya que no
partidarios de la alianza concluida, al menos consejeros sin prejuicios establecidos a
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priori, contra la unión que la garantizaba? ¿Encontraría personas que no abrigaran
animosidad contra la hija de María Teresa, convertida ya en la esposa de quien
Francia esperaba herederos?
¿O su juventud y las hermosas virtudes de esa juventud continuarán encontrando
en torno suyo la implacable censura de los enemigos de su casa?
¿No sería natural creer que la Reina iba a tener su parte de legítima dominación
sobre la voluntad de Luis XVI, fácilmente dominable; a asentarse ella también en su
confianza, a triunfar de las intrigas que ha conducido al Delfín a apartarse de su
mujer, como si de una enemiga de los Borbones se tratara?
De aquellas esperanzas que eran tenidas en cuenta por la opinión pública sólo
hubo una mujer que se burlara. Era madame, Adelaida que, dominando la enfermedad
en que se incubaba ya el germen de la viruela, que contrajo a la cabecera del lecho de
muerte de su padre, Luis XV, ha empezado a dominar a Luis XVI desde los primeros
momentos de su reinado.
Entre Luis XVI y madame Adelaida, existieron lazos tan grandes como el de la
gratitud siempre viva que profesaba el joven a su tía por los delicados cuidados que
ésta le había procurado, los únicos que habían endulzado un poco su triste y solitaria
infancia de príncipe, de niño desgraciado que casi había crecido huérfano, sin madre,
sin amigos, y que, en cierta ocasión, rompiendo a llorar en medio de un juego infantil,
dijo: «¿A quién podré yo querer, si nadie me quiere a mí?»
Madame Adelaida, que había hecho las veces de madre junto al Delfín, le
imponía su autoridad. Fue ella quien despertó en él los adormecidos recuerdos de la
familia, y los aplacados resentimientos. Ninguna persona más que madame Adelaida
fue quien le habló de lo alejado de los asuntos políticos que había estado su padre
durante toda la larga etapa del ministerio de M. de Choiseul. Le habló de la
inmoralidad del Conde, de sus prodigalidades, de su insolencia; le habló con
indignación contra aquel hombre que le había faltado al respeto, que se había atrevido
declararse enemigo del hijo de su soberano. Como si todo ello no fuera suficiente,
removía las cenizas hablándole de las muertes súbitas y un tanto extrañas de su padre,
su madre, y de los rumores que corrieron por palacio acerca de un posible
envenenamiento, rumores que acusaban encubiertamente hasta al mismo M. de
Choiseul.
Madame Adelaida habló al Bey, tras de haber estremecido su espíritu, de haber
borrado y aun cambiado cualquier disposición de simpatía y cariño, que sintiera hacia
su esposa, y expuso sus argumentos cual si hablara en nombre de su padre. Al efecto,
le cita las Memorias que éste ha dejado, especie de testamento político, escrito para
dar instrucciones a su hijo y confiado a M. de Nicolai.
A puerta cerrada tiene lugar una reunión. Precisamente es uno de los días en que
la Reina pasea por el Bosque de Bolonia, con madame de Cossé o se halla en el
balcón de la Muette, disfrutando con los aplausos de la multitud. Y se procede a la
lectura ante el monarca de la lista de hombres que la voluntad moribunda del Delfín
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destinaba a rodear el trono de su hijo al llegar al trono, mientras M. de Aiguillon y M.
de la Vrilliére están de guardia en la antecámara del Rey.
Luis XVI, que a la sazón se llamaba a sí mismo Luis el Severo, eligió como
primer ministro a M. de Machault, y la carta en la que le llamaba al Gobierno estaba
firmada por el monarca. Con todo, madame Adelaida no se mostró conforme con este
nombramiento: ella quería a todas veras un ministro más comprometido en la política
antiaustríaca.
La Reina no perdona a M. de Aiguillon por haber entregado a María Teresa a las
burlas de la Du Barry; sin embargo, Aiguillon agítase para mantenerse, intriga y
labora. Logra ganarse la simpatía de madame de Narbonne, que hace y deshace en la
voluntad de madame Adelaida, y bajo mano apoya el nombre de su primo, Maurepas,
el cual una vez situado supo salvarle y protegerle. No le costó mucho a madame de
Narbonne que su señora aceptara a una víctima de la Pompadour. Una vez
conquistada, madame Adelaida se puso de parte de M. de Maurepas, con una de esas
influencias vivas y temibles, ocultas y poderosas, que a veces desde la antecámara
gobiernan la conciencia y el favor de los reyes.
Existía otra figura que disponía a su antojo de la voluntad política del monarca.
M. de Randonvilliers era ese personaje, y tenía el cargo de subpreceptor del Delfín,
un jesuita cuyos manejos le habían puesto en desacuerdo con su Orden y que,
intrigando, consiguió el preceptorado de los hijos del duque de Charost y llegó hasta
ocupar la cátedra de Filosofía de Luis el Grande; de ésta pasó al secretariado de la
Embajada de Roma; del mentado secretariado, a idéntico cargo de la nómina de
beneficios, y de aquí al subpreceptorado del Delfín. Era hábil, discreto, misterioso,
preciso, de pluma fácil, prestada a las ideas ajenas, y práctico en las fórmulas; en
realidad actuaba como secretario íntimo del Rey y, sin exhibirse, le, dominaba.
Además, no podía olvidar ni perdonar el severo jansenismo de M. de Machault y su
prohibición de 1748 respecto a las donaciones de bienes-fundos al clero. M. de
Randonvilliers aprobó en consecuencia la elección de madame Adelaida, recaída en
un pariente de M. de Aiguillon, apoyo de los jesuitas. Cambióse el sobre de la carta, y
M. de Maurepas fue el destinatario de la misiva, que en realidad estaba destinada a
M. de Machault.
Es necesario confesar que la Reina no dejaba de tener que dirigirse algunos
reproches. En el primer momento de enternecimiento había permitido a sus tías que
se instalasen en Choisy, siendo así que lo convenido era que irían a vivir en el
Trianon y permanecerían separadas del Rey y de la Reina. Tuvo la timidez de no
combatir la injerencia de su tía en la formación de un ministerio y llegó al extremo de
apoyar con sus palabras algunos de sus consejos. La joven Reina no pareció tener
más objetivo que el cese de Aiguillon en toda aquella grave evolución de la política
interna, personaje que la Reina llamaba el hombre malvado, y esto fue una lástima
porque, si su intervención hubiera sido más constante y si, al actuar, no hubiera
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obedecido solamente a los mezquinos dictados de un resentimiento femenino, no
hubiera sido posible tal vez el triunfo de madame Adelaida.
Desterrada en sus paseos, la Reina se enteró de todo lo ocurrido cuando ya estaba
hecho. Había sido derrotada: y sin hacerse ilusiones, así lo comprendió. Cuando
alguien le dijo:
—Es la hora en que el Rey debe asistir al Consejo de ministros…
—Al del difunto Rey —contestó suspirando la Reina, a la cual el advenimiento al
trono no le daba más poder que el derecho a escribir a la hermana de Choiseul,
madame de Gramont, enviada al destierro por la Du Barry:
«En medio de la desgracia que nos amilana, siento una satisfacción al poder, informaros que el
Rey me ha prometido traeros a mi lado. Intentad venir tan pronto como vuestra salud os lo
permita: me congratulo muchísimo al poder aseguraros de corazón la amistad que os he
consagrado».
Otro fracaso arrancaba bien pronto a la, joven soberana todas las ilusiones y le
descubría la total nulidad de su poder. María Antonieta había subido al trono de
Francia con un gran proyecto. La Reina quería abandonar Versalles, obligar a seguir
al Rey de Francia el ejemplo de todos los monarcas de Europa y que consistía en
hacerle residir en su capital, trasladar a París la Corte y el Gobierno y conseguir para
la realeza esa popularidad que da la residencia y de la que los Orleáns habían hecho
su patrimonio.
¡Magnífico proyecto en aquellos instantes, mucho más para el futuro, y que muy
bien pudiera haber cambiado la faz de la Revolución francesa!
En la Muette, a las puertas de París, la Reina, en compañía de M. de Mercy,
examinaba unos planes trazados por Soufflot. Los aplaudía y los sancionaba; Soufflot
tuvo orden durante seis semanas de tenerlo todo preparado. Aquellos planes
consistían en llevar la administración a París, poniendo de este modo las oficinas
administrativas al alcance de los administrados. Los cuatro frentes de la plaza
Vendôme estaban destinados a alojar las cuatro secretarías de Estado, reuniendo allí
los depósitos de los expedientes originales, hasta entonces en disperso. Frente a la
Cancillería se levantaría la inspección general. Una calle abría los Capuchinos y los
Feuillants, y una gran avenida, que atravesaba las Tullerías, unía al boulevard con el
Sena. Como complemento de este plan se agregaba un sistema de ampliación de
calles, que se ensanchaban, la apertura de nuevas vías en el boulevard Saint Germain,
demolición de las casas de los muelles, creación de grandes desembocaduras, tendido
de puentes sobre el Sena, todo un conjunto de obras públicas, que culminaban en la
terminación del Louvre, habilitándolo para museo, que salvase a los cuadros de la
humedad de Versalles.
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En ese decorado del Louvre ya terminado, María Antonieta veía una hermosa
actividad de Reina, es decir, la tutela y la dirección de las artes. Pero el llevar la corte
a París, que representaba la ventaja inmediata de una economía en los gastos de
Versalles, estrellábase contra la oposición de M. de Maurepas: sí, de Maurepas, que
veía en ello que la Reina se engrandecería demasiado en París, con menoscabo del
primer ministro.
M. de Maurepas no abrigaba en su corazón enemistad personal contra la Reina, al
volver de nuevo a los asuntos de la política tras de veinticinco años de desgracia,
durante los cuales había distribuido su tiempo entre la Ópera, sus carpas y sus lilas.
Aquél era el hombre a quien el Delfín, padre de Luis XVI, recomendara con estas
palabras a su hijo, sucesor de Luis XV:
—M. de Maurepas es un ex ministro que, según mis informes, ha sabido
conservar su inclinación hacia los verdaderos principios de la política que madame de
Pompadour desconociera y traicionara.
M. de Maurepas sentíase celoso de la influencia que tenía sobre Luis XVI, no
preocupándose gran cosa del papel que en aquellos momentos le asignaba la
Providencia, aquella gran misión, como instructor de un rey, de trazar los caminos de
la gloria de un joven príncipe. Maurepas no ignoraba lo que la Reina debía a M. de
Choiseul y hasta qué extremo se había exaltado en ese reconocimiento por la
conducta de los ministros de Luis XV y del partido de la Du Barry, frente a la
princesa. Luis XVI, al margen de la influencia de sus tías y aproximándose a María
Antonieta, significaba Choiseul y el partido anti-Delfín subiendo al Poder: es decir, la
victoria de los enemigos de Maurepas.
Las necesidades de Maurepas le obligaban a interponerse, en unión de los
enemigos de la Reina, entre ésta y el Rey. Maurepas, como absuelto a sus ojos por la
lógica de aquella forzada maniobra, puso en acción todos los medios posibles, sin
remordimientos y casi sin conciencia, para obtener ese alejamiento. No fue empresa
fácil, sino, al contrario, una tarea laboriosa, paciente, subrepticia, rodeada de
precauciones y de sombras, y muy bien dirigida, con sus desviaciones, pausas,
concesiones y, a veces, hasta con sacrificios.
Hacíase difícil sostener a M. d’Aiguillon contra las aversiones de Luis XVI y los
desprecios que públicamente María Antonieta prodigaba a madame de Aiguillon.
Maurepas no dudó en sacrificar a su primo, y le obligó a que presentara la dimisión.
El ministro también permitió a la Reina la pequeña victoria de convencer a su marido
para que se vacunara, sin tener arte ni parte en tan importante asunto y desoyendo las
reclamaciones del arzobispado contra semejante novedad. ¿Deseaba de corazón
María Antonieta que el Rey y M. de Choiseul se entrevistaran? M. de Maurepas,
después de inquirir el estado de ánimo del Rey para con M. de Choiseul, y seguro ya
de antemano del resultado de la entrevista, consideraba que se trataba de un placer
que amenazaba en muy poco su crédito para serle negado a la Reina. Y la entrevista
se celebró el 13 de junio y fue ampliamente comentada en todo París. La Reina supo
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acoger a M. de Choiseul con la más amistosa de las sonrisas:
—¡Oh, M. de Choiseul, estoy contenta de veros aquí! Me sentiría muy satisfecha
de haber contribuido a ello. Vos habéis labrado mi felicidad, y es justo que seáis
testigo de ella.
El Rey, no obstante, no supo decir más que estas palabras:
—M. de Choiseul, os encuentro mucho más gordo… Estáis perdiendo el
cabello… Vuestra calvicie hace progresos.
El resultado de aquella entrevista se resumió: la ilusión de la Reina decepcionada
y la cólera de madame Marsan contra madame Clotilde, que, para hacer la corte a su
cuñada, había hablado muy amablemente a Choiseul. El ex ministro había andado
más precavido que la Reina: a su paso por Blois cuidóse de antemano de pedir los
caballos de posta que debían conducirle a Chanteloup.
La Belle dame y las dificultades que suscitaba eran motivo de risa para Maurepas,
el cual no sentía la menor inquietud. Todo era conspiración para mantenerle en su
posición, y el Rey iba a darle como asociados de su política contra la Reina a dos
segundos suyos, familiarizados en su servicio por todas sus tendencias: sus
convicciones, sus métodos y hasta sus culpas.
Uno era M. de Müy, ministro de la Guerra, antiguo confidente del Delfín, padre
de Luis XVI, aquel al que el Delfín llamaba el heredero de Montausier: hombre
honrado, pero de excesivo celo; recto, pero rígido; tan exigente para los demás como
para sí mismo, al que sus virtudes, severas hasta la intransigencia, le habían elevado
en la estima de las tías del Rey y en el primer puesto del partido del Delfín.
M. de Vergennes era el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, y para M. de
Maurepas debía ser un ayudante más activo, más declarado y a la vez más dúctil y
mucho menos escrupuloso que M. de Müy. En su día, cuando ostentaba el cargo de
ministro plenipotenciario en Constantinopla, fue llamado por M. de Choiseul, y hasta
casi llegó a estar desterrado a Borgoña. Sacado de nuevo sobre el tapete político por
M. d’Aiguillon, había realizado en Suecia la revolución de Gustavo y del partido
francés contra el ruso. Era sobrino y discípulo de Chavigny; un acérrimo partidario de
la antigua política francesa; unido a todos los partidarios de la hegemonía de Francia
en Europa y a las doctrinas de los Saint-Aignan, los Fenelon, los La Chetradie y los
Saint-Severin, viso, osado, sin temer a las aventuras; impaciente por embrollarlo
todo, para conseguir el triunfo de sus ideas, animado del mayor despecho contra los
tratados de 1756 y 1758, y profundamente hostil a la casa de Austria.
El matrimonio con una mujer griega, de excepcional belleza, que le había dado
dos hijos, fue la causa de que M. de Choiseul le hiciera caer en desgracia. Al ser
nombrado ministro, la Reina dejóse persuadir para que le fuera presentada esta mujer,
la condesa de Vergennes. Pero la de Vergennes no fue recibida en audiencia antes de
haber consultado María Antonieta con su madre, María Teresa. Al enterarse el
marido, atribuyó al hecho mala intención por parte de la Reina. Ello fue la causa de
que M. de Vergennes, más que una hostilidad de ministro contra María Antonieta,
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sintiera un profundo odio de hombre; Vergennes era también Un cómplice apasionado
de M. de Maurepas en sus perfidias y calumnias a media voz.
Maurepas tuvo en los primeros tiempos otro auxiliar, al que no hizo desaparecer
sin antes haberle desgastado: el canciller Maupeou, y tras de él al partido del clero,
ganado a la estima de mesdames las tías del Rey; partido que no profesaba simpatías
a la piedad de la joven Reina, ingenua como su corazón, y menos inclinada a las
prácticas que la piedad del Rey; tal vez más cerca de Dios, pero menos cerca de la
Iglesia, y en la que la Iglesia no confiaba hallar ayuda para sus planes, sus
esperanzas, y en especial para aquella restauración de los jesuitas cuya causa no
estaba tan perdida como imaginaban sus propios enemigos.
Madame Adelaida volvió a la corte y a los consejos del Rey, una vez estuvo
curada de las viruelas, impaciente por recuperar su influencia, por todo lo que
Maurepas había creído necesario conceder y por los insignificantes triunfos de la
Reina: la vacuna del Rey y la audiencia de M. de Choiseul. Herida por las quejas y
lágrimas que María Antonieta no disimulaba a sus familiares, aquella furibunda
princesa no tardó, empujada por su odio hacia la casa de Austria, en dirigir sus
ataques e invectivas contra la persona de la Reina, de la mujer, de la esposa. La libre
e imprudente vida de la Reina; aquella juventud que Luis XVI dejaba abandonada a sí
misma, sin regla ni consejo; aquellos aturdimientos, sus inocentes locuras, sus
diabluras de colegiala, a las que María Antonieta no se sabía resistir, y que la
perseguían hasta en las grandes ceremonias de la corte y en las reverencias de duelo;
todo era echar más aceite al fuego, y por desgracia constituían todas estas cosas
terribles armas en manos de mujeres viejas que no sabían perdonar. Y en el nuevo
palacio de Choisy, ¡cuántas murmuraciones, cuántas quejas, cuántas advertencias y
cuántas malvadas frases!, que, tomando vuelo en todas las reuniones de las devotas
de Versalles y de París, hacen canturrear a la opinión pública:
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Dios sin romper con las miserias y los humanos intereses y que parecía sólo haberse
retirado del siglo para estar más cerca de la Corte.
Aunque madame Luisa era una santa, no por esto los ministros hábiles la dejaban
de halagar; una santa, a la cual el canciller Maupeou hacía la corte, yendo a comulgar
con ella todas las semanas. Organizábanse las intrigas en los secretos comités de
Saint-Denis, en la celda de madame Luisa, y se daba vida a aquellas murmuraciones
que, en unión de las intrigas de Choisy, hacían olvidar en los salones el debido
respeto a la Reina antes de hacer olvidar al pueblo el favor de la Delfina.
El encarnizamiento y la constancia de las intrigas a veces abrían los ojos del Rey
y le daban ganas de reinar, aunque fuera dentro de la familia, mas era amenazado por
madame Adelaida con retirarse a Fontevrault, con dejar sola y abandonada la
voluntad del Rey, hasta que llegó el momento en que, fatigada de las medias palabras
y de andar con tantos rodeos, resolvió dar la batalla, y el 12 de julio lanzó una
solemne acusación contra la Reina en presencia del Rey. Después que el conde de la
Marche hubo realizado una violenta salida de tono contra la Reina, madame Adelaida
recriminó y oscureció con apasionamiento la vida de la Reina, sus ligerezas, sus
imprudencias, sus carreras, sus paseos, todo, hasta sus menores diversiones y sus más
insignificantes consuelos. Simultáneamente con esta acción de castigo, la Reina
recibía una carta de madame Luisa, repleta de consejos vecinos de la injuria y
reproches de tono condenatorio.
El Rey, al salir del consejo de familia, intimidado, se lamentó ante su esposa de
las quejas que acababan de exponerle; la Reina se defendió, apoyándose en las
costumbres de Viena y de su familia. Hubo lágrimas entre la pareja y, más que enojo
pasajero, choque de caracteres, un alejamiento, la semilla del mal para el futuro,
¿quién sabe?, quizá el primer paso dado para un alejamiento entre Francia y su Reina.
La maledicencia, sintiéndose envalentonada e impune, se quitó la careta y se
convirtió en el monstruo de la calumnia. El Rey oía en, torno suyo las murmuraciones
de los acusadores; el monarca sólo veía rostros que parecían compadecer su suerte
como marido. Si por capricho infantil, iba la Reina, autorizada por el Rey, a ver salir
el sol en lo alto de los jardines de Marly, ya estaban los cortesanos propalando, bajo
la consigna del Lever de l’Aurore, una calumnia fruto de las calumnias de la corte. Y
más tarde, la calumnia no reparaba en hacer deslizar unos indignos versos en la
servilleta del Rey.
Aquello era ya un abuso. M. de Maurepas se dio cuenta de que sus aliados
excedíanse en la labor. Y así, persuadió al Rey para que hablara con firmeza a sus
tías. Hasta circuló el rumor de la retirada y destierro de mesdames a Lorena.
Maurepas, libre ya del celo comprometedor de las tías del Rey, apoyándose contra
la Reina en M. de Vergennes, que había ya vuelto de Suecia; seguro de Turgot, el
nuevo ministro, que traía contra ella la prevención de sus costumbres y las antipatías
de su formación espiritual, fingió sumisión ante María Antonieta, diciéndole:
—Señora, si mi conducta os desagrada, Vuestra Majestad no tiene más que
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persuadir al Rey para que me separe del cargo; mis caballos están prestos para partir.
Y la Reina desarmábase ante tanta comedia de renunciamiento.
Maurepas utilizaba aquella farsa como hábil truco teatral. Para él no era ninguna
ventaja que la Reina se exasperase. Resultaba algo peligroso dejar que las cosas
marcharan tan de prisa, permitir que los odios se encumbraran tanto contra una
soberana que todavía contaba con el corazón de los franceses. El amor, la embriaguez
de la nación que había acogido a la Delfina la acompañó hasta el trono. La
imaginación popular ya hoy no se sentía solamente atraída por las dotes de su
juventud, sino también por su bondad, su necesidad de obligar, de socorrer, de dar;
aquella natural caridad, que hubiera sido la más hermosa virtud de la Reina si no
hubiese sido el más querido de sus placeres. El envío que de su tesoro particular
hiciera la Reina para los heridos de la plaza de Luis XV era un hecho todavía fresco
en la memoria de París y de las provincias. Los hechos que habían llevado la
popularidad de la joven princesa hasta la adoración no dejaban de ser cantados por
liras, pinceles, cinceles y buriles; las artes todas ensalzaban su beneficencia. Así se
hablaba de la historia del campesino herido por el cuerno de un ciervo, en Achéres,
cuya mujer e hijos fueron recogidos por María Antonieta en su carroza y
ampliamente socorridos. La gratitud pública hablaba del hospicio fundado por ella al
subir al trono para acoger a las ancianas de todas las provincias y de cualquier
condición. En Versalles, sus familiares decían que la Reina, viendo agotado el dinero
de que disponía para el mes, hacía pedir entre sus camareros y en su antecámara para
dar algunos luises a los infortunados. No es, pues, de extrañar que la Reina fuese
seguida por las bendiciones del pueblo, pues incluso en los mismos días del odio y de
la calumnia continuará prodigando sus bondades y sus limosnas y realizará con el
Rey, en 1789, algo así como una operación de Bolsa para dar ocho mil libras a los
pobres de Fontainebleau.
—Ojalá esta ciudad no sea tan ingrata como algunas otras lo han sido —dijo
tristemente a la sazón.
M. de Maurepas temía dejar tiempo a la Reina y a la opinión pública para que se
reconocieran y se aliaran; porque en el fondo de todo, ¿qué pide entonces la Reina
que no pida la opinión? Los deseos de ambos son: cese de los ministros dilapidadores
y de la tiranía de la Du Barry, dar paso a las ideas de libertad civil y de tolerancia
religiosa, la consagración de los derechos del pueblo por los poderes del Parlamento;
un camino laborioso, pero avanzando a paso seguro y pacífico hacia el futuro y sus
promesas; hacia la concordia y el bien de Francia. Esta no hubiera sido la política de
M. de Choiseul; hubiese sido, por instinto la de esta joven Reina, embriagada de su
popularidad de Delfina, deseosa del aplauso unánime de Francia, y decidida a
conservarlo, a convertirse cerca del Rey en el eco de las pasiones y aspiraciones de
París.
Maurepas conjuró el peligro y logró un doble triunfo al apaciguar a la Reina y
distraer a la opinión pública partidaria de la Reina, sólo con el alejamiento del
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canciller Maupeou y del abate Terray, por el nombramiento de Turgot y el
llamamiento de los antiguos parlamentos. Al reemplazar el canciller Maupeou por M.
de Miromesnil, hombre capaz, y hechura suya, se tranquilizó en absoluto Maurepas.
Entre esta serie de pequeñas victorias del ministro hubo, sin embargo, reacciones,
altos en el camino, incertidumbre, retiradas y hasta ciertos fracasos. Maurepas estuvo
a punto, de perder la partida a causa de un terrible sobrino suyo. Al duque de
Aiguillon, que era el sobrino de referencia, la Delfina le había visto, dando el brazo a
madame Du Barry, cruzarse con el duque de Choiseul, que llevaba del suyo a la
princesa de Baeuvau en la noche del 10 al 11 de mayo de 1770 en que los partidos se
agrupaban paseándose bajo las iluminadas sombras de Versalles. A partir de entonces,
María Antonieta reconoció la mano de Aiguillon en cada una de las heridas que
recibía. El 2 de junio de 1744, el enemigo de la Reina cayó en desgracia y supo
soportar con altivez su infortunio. Acosando a su tío con consejos, cansándole con
sus planes y sus odios, reprochándole ásperamente su política, cuya suavidad y
diplomacia despreciaba, decíase retenido por M. de Maurepas, que le impedía irse a
Veret, y se emboscaba en París, en donde los frecuentes ataques hepáticos de madame
Aiguillon, cuyos bienes él administraba, eran una ocasión y pretexto para que el
partido de su marido pudiera celebrar reuniones. Aiguillon, todavía en Versalles,
exhibía su rostro amarillento y no cesaba de hacer gala del favor del Rey, que
continuaba trabajando con él, con la excusa de la compañía de caballos ligeros. A la
sociedad de la Reina hacía carantoñas, haciéndole llegar, en reserva, advertencias y
confidencias, tratando de desengañarla acerca de Choiseul, y de que procediera a
rectificar su conducta con respecto a él, informándola, por medio de terceros, de su
ambición y deseo de aconsejarla sobre sus verdaderos intereses de soberana, a la vez
que en alta voz la describía como una mujer temeraria, voluble, fácil para poner en
evidencia el peor de los defectos de su sexo: el capricho en la dominación, mientras
la calificaba de una aventurera en manos de los partidos políticos.
Aiguillon no temía, por el asunto de Guiñes, amotinar el Châtelet contra la
protección de la Reina. Hipócritamente, intrigaba, fingía y enredábalo todo contra
ella; y su hostilidad, baja e insolente, mezclada de servilismo y flexibilidad, llegaba al
fin a colmar la paciencia del Rey. En el Trou-d’Enfer, el día que se celebró la revista
de la casa del Rey, de Aiguillon tendía al monarca la lista de los beneficios: el Rey se
negó a recibirla de sus manos y pasó de largo. M. de Aiguillon miraba a la Reina: ésta
no podía ocultar la sonrisa. El sobrino de Maurepas ya había hecho despachar sus
equipajes y provisiones en dirección a Reims cuando recibió la orden de trasladarse a
Veret. Pero una nueva orden desterró a Aiguillon. Pontchartrain estaba muy cerca de
Veret, lo cual aproximaba el sobrino con el tío.
M. de Maurepas vióse a punto de caser en desgracia por la caída de M. de
Aiguillon. Pero ideó un truco para parar el golpe: hízose pasar por viejo y medio
muerto, cansado de los asuntos de la política y fatigado de aquel poder, al que no le
unía más que su abnegación. Rechazó ir a Reims, con el pretexto de su estado da
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salud, la necesidad de reposo y el deseo de volver a ver a sus carpas y no pidió a Luis
XVI otro privilegio que recibir noticias suyas; y sin temor ninguno abandonó al Rey
y a la Reina. Todo parecía augurar el triunfo de María Antonieta esta vez. Se hablaba
de su ascendiente, que cada día aumentaba, sobre la voluntad del Rey abandonado.
Casi en seguida de la llegada de Luis XVI a Reims, París, a la escucha de los rumores
de aquella ciudad, hablaba haciendo mil comentarios de una conferencia privada
entre el Rey y Choiseul, y también hablaba de los grandes y pequeños testimonios de
confianza que el Rey acababa de darle. Los amigos de Choiseul apresurábanse a
escribir a sus amigos de los puertos: «Hay que suspender las expediciones para las
Indias; seremos dueños del Poder: M. de Choiseul entrará en el Gobierno». Pero
aquellas promesas de la situación no eran más que apariencias: los correos iban y
venían a diario, entre Reims y Pontchartrain, entre el joven Rey y su viejo mentor,
que no había olvidado contar entre sus mejores armas la ventaja que le daba su
ausencia.
¿Por qué razón, pues, debía inquietarse M. de Maurepas? ¿No sabía por conducto
de Bertim que la antevíspera del día de la consagración, cuando M. de Choiseul se
presentó al besamanos, el Rey le había retirado la mano con una espantosa mueca?
Bertim no le informaba de nada que él antes no hubiese previsto al decirle que el día
de la jura, M. de Choiseul, que había sido llamado a las dos de la tarde por la Reina,
victoriosa y segura de obtener del Rey la reunión inmediata del Consejo en Reims,
encontróse con el silencio del Rey, que sé alejó lentamente de él hasta le puerta.
A pesar de todo esto, M. de Maurepas continuaba encastillado en su posición.
Permitiendo a su sobrino que se aburriera en Aiguillon, y prohibiendo vivacidades e
imprudencias a los enemigos de la Reina, encargábase por su cuenta de la obra ele
Aiguillon y de mesdames, pero con discreción y paciencia, por medio de la
insinuación y las murmuraciones. Vertía en los oídos del Rey confidencias,
reticencias y vacilantes calumnias que parecía sólo retener el respeto. Un día
describía al duque de Choiseul como dilapidador de los fondos del Estado, como lo
probaba el hecho de que, con el fin de crearse un partido, había destinado más de
doce millones en pensiones; y, como al descuido, llevándose la mano al bolsillo, M.
de Maurepas sacaba la lista de las gracias concedidas a todas las casas que llevaban el
nombre Choiseul, y con ello la prueba de que ninguna familia de Francia costaba al
Estado ni la cuarta parte de lo que le costaban los Choiseul. A veces, M. de Maurepas
no osaba avanzar más que andando con mucho tiento, llegando hasta insinuar una
sonrisa acerca del embarazo de María Teresa, relacionándolo con la fecha de la
embajada de Choiseul en Viena. Apoyado por M. de Vergennes, cobraba nuevo valor
hasta hacer sentir cerca de Luis XVI la necesidad de alejar a la Reina del
conocimiento de los asuntos del Estado y del trono. Y ante el Rey no vacilaba de
insinuar la sospecha de una correspondencia cruzada entre la Reina y M. de Mercy,
totalmente contraria a los intereses de Francia, haciéndole volver siempre a consultar
los papeles del Delfín, su padre, cuyo espectro y prejuicios flotaron durante tanto
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tiempo entre el Rey y la Reina.
Esta fue la razón de aquel cúmulo de desconfianzas de aquellos papeles contra la
casa de Austria, de aquella misteriosa correspondencia de Vergennes contra la Reina,
todo aquello preservado por el Rey contra la curiosidad de la Reina y que él supo
conservar como si fuesen consejos, hasta en los años de desventura y de unión.
Pero nada podrá dar una idea más clara como esta curiosa carta de María
Antonieta, dirigida a su hermano José II, de la labor hostil de todos los ministros que
se sucedieron y de la desconfianza política que sucesivamente se abrió en el corazón
enamorado del marido:
«Él (el Rey) es por carácter muy poco hablador y ocurre que a veces no me habla de los asuntos
importantes, incluso cuando no tiene intención de ocultármelos. Cuando yo le hablo de ellos, me
contesta, pero no me previene, y cuando me ha informado de la cuarta parte de un asunto, tengo
que aviármelas para que los ministros me cuenten el resto dejándoles creer que el Rey me lo ha
contado todo. Cuando reprocho algunas veces al Rey que no me haya hablado de ciertos asuntos,
no se enoja conmigo, toma un aire un poco embarazado e incluso me contesta con naturalidad,
diciéndome que no había pensado en ello. Debo deciros que es en los asuntos del Estado en los
que menor influencia tengo sobre el espíritu del Rey. La natural desconfianza de mi soberano se ha
fortalecido, primero por su preceptor, desde mucho antes de su matrimonio. M. de la Vauguyon le
había amedrentado sobre el dominio que su mujer podría adquirir sobre su persona, y su negra
alma complacióse en aterrar a su pupilo contra los fantasmas que se inventaron contra la casa de
Austria. Aunque con menos carácter y menos malicia, M. de Maurepas ha creído útil seguir
manteniendo al Rey en las mismas ideas. M. de Vergennes sigue ahora la misma directriz, y hasta
quizá se sirva de su correspondencia de Asuntos Exteriores para emplear la falsedad y el engaño.
Siempre que he hablado al Rey sobre el particular me ha contestado con mal humor, y, como es
incapaz de llevar una discusión, no he podido hacerle creer que su ministro estaba engañado o que
le engañaba. No estoy tan ciega acerca de mi crédito; me consta que, sobre todo en política, mi
ascendencia sobre la voluntad del Rey es casi nula… Pero, con todo, sin ostentación ni engaño
dejo creer al público que tengo más crédito del que en realidad poseo. Las confesiones que os
escribo en esta carta, querido hermano, no son por cierto, como vos podéis ver, muy halagadoras
para mi amor propio, pero no quiero ocultaros nada…»
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CAPÍTULO II
La Reina y el Rey. El Rey hace obsequio a la Reina del «Petit Trianon». Obras
que María Antonieta lleva a cabo en el Trianon: M. de Caraman, el arquitecto
Mique, Hubert-Robert. La tiranía de la etiqueta: una mañana de la Reina en
Versalles. El libro de trajes de la Reina. Madame de Lamballe. Ruptura de la
Reina con madame Cossé. La princesa de Lamballe superintendenta de la casa
de la Reina. La Reina y la moda: peinado, carreras de trineos, bailes.
Enemistades de las mujeres de la antigua corte contra la Reina.
¡Qué triste fatalidad! Para satisfacer sus prejuicios y por la necesidad de mantener
su influencia, el joven Rey se vio forzado a proseguir la tarea comenzada por el
duque de Berry. La conveniencia de mantener alejado al Rey del amor de la Reina era
uno de los puntos de vista de M. de Maurepas.
Consecuencia de todo ello son las ocultaciones del Rey, disimulos, una
combinación de precauciones y reservas que no escapan nunca a las mujeres y que la
Reina advirtió desde el primer instante. Entre la regia pareja van creándose esas mil
pequeñeces de las palabras, del gesto, aun de los silencios, que hacen retroceder,
hasta ocultarse tras del orgullo, todo afecto inclinado a entregarse y toda propensión a
las insinuaciones que, por lo menos, necesitan verse alentadas y sentir la gratitud de
una sonrisa, de una caricia, de un deseo manifestado.
Ese venturoso manantial de mutua simpatía, que en los matrimonios entre
particulares mantiene a los esposos que no se aman unidos y acercados por una
comunidad de gustos, de hábitos y de temperamentos, esos lazos, esas cadenas, en él
matrimonio de Luis XVI y María Antonieta faltan en absoluto. A pocas alianzas
políticas les habrá incumbido la tarea de unir en el inseparable lazo del matrimonio a
unos jóvenes menos nacidos el uno para el otro, por la vocación de su naturaleza y la
base de su educación; pocos tuvieron que hacer frente a un antagonismo tan
acentuado de ideas, de alma y hasta de cuerpo, y triunfar en cumplimiento del deber,
de tan gran oposición de tendencias y de un conflicto, diario y sin igual, de deseos, de
defectos y aun de Virtudes.
Una sencillez rústica formando contrasté con una elegancia regia; el capricho y el
buen sentido; la pasión y la fuerza de la razón. Aquí, irnos afanes juveniles en toda su
vivacidad desbordante, buscando desahogarse. Allí, una severa madurez huraña y
carente de sonrisas. ¡Cuántas distancias en todas las virtudes morales entre el hombre
y la mujer!
Si contra la Reina se alinean sus mismas gracias, en contra del Rey hay sus
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tormentas de cólera, una brusquedad que pierde continencia hasta llegar a los
juramentos, una brutalidad en embrión, en la que el corazón está completamente
ausente, pero que llega hasta menguar la dignidad real. Por su timidez de resolución,
por aquella humilde voluntad suya, por la desconfianza de sí mismo y de su edad, en
la que sabía mantenerle el viejo Maurepas, el joven Rey era incapaz de agradar a la
Reina.
Es innato en la mujer amar la audacia, los corazones resueltos, las decisiones
súbitas: lo que primero habla es el carácter y lo que más le domina; y la Reina busca
en vano un carácter en el Rey.
Además, por la manía del orden, llevada al último extremo, a lo más mezquino,
hasta a la cuenta de unos céntimos, el Rey no podía agradar a la Reina ni por asomo.
El Rey era tan mezquino que rebajaba la persona real —hasta, entonces considerada
como el limosnero de los tesoros de Francia— a la miserable figura de un pordiosero
avaro.
Y las mujeres conservan siempre la religión y las supersticiones de su sexo
aunque sean reinas. ¿Quién podría exigirles que renuncien a la generosidad, al fulgor,
a todas las brillantes cualidades que constituyen el legado de la antigua caballería y
que, según la solidez de la economía, sean en sus amores más prudentes y menos
seducidas por las imaginaciones que los pueblos en sus admiraciones populares?
María Antonieta pedía a Luis XVI todas las virtudes de la realeza, y el Rey carecía
totalmente de esas bellas y naturales ostentaciones, de todos esos impulsos nobles,
grandes y afortunados, que seducen a la historia y conquistan a la mujer.
El espíritu de Luis XVI estaba carente de toda seducción para la Reina. Era el
espíritu del Rey, extenso, nutrido, de gran fondo y de buena memoria; singularmente
preciso, hasta notable, cuando se escuchaba a sí mismo en el silencio de su gabinete;
pero carente de atractivos, sin jovialidad, regulado y durmiente. ¡Deplorable
compañía la de semejante espíritu para una mujer que poseía todas las vivacidades,
todas las finuras y juegos de la lengua francesa, rodeada del chisporroteo de ese fin
de siglo que semeja una ingeniosa sobremesa, con los ecos de la risa de
Beaumarchais y de Chamfort!
La Reina no se veía atraída por Luis XVI ni siquiera por su bondad. Era una
bondad en rama, completamente ruda, a la que faltaba esa sazón de la sensibilidad,
ese matiz de romanticismo con que las mujeres de aquella época, conducidas por
Rousseau a la novela de la Naturaleza, querían ver adornadas las buenas acciones.
Tampoco tenía aquella bondad, aquella poesía que a buen seguro hubiera conmovido
el corazón de aquella reina de origen alemán.
Así es que todos los defectos del Rey repugnaban hasta lo más íntimo a la Reina,
sin que ni una sola de sus cualidades mereciera su agrado. ¡Al menos hubiera tenido
Luis XVI en su continente aquella graciosa majestad que había sido siempre el
patrimonio físico de los príncipes de la casa de Borbón! Pero aquella prestancia y
brillo le habían sido también negados por la Providencia que, quitándole todo
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prestigio, había alojado el último de los reyes de Francia en un cuerpo burgués. En
vano buscaba la Reina en su ensueño de jovencita el marido soñado, ¡el Rey!, en
aquel príncipe que el hábito del trabajo manual había aplebeyado, aquel príncipe de
manos manchadas por la lima, en aquel Vulcano, que subía desde el taller de
Gamain[6].
El despecho y la impaciencia ante tan extrañas inclinaciones hacen que ella se vea
inducida a escribir al conde de Ronseberg la siguiente carta, escrita en un tono hasta
entonces desconocido:
«Si yo no tuviera la necesidad de apología, me entregaría segura y confiada a vos, y con buena fe
confesaría mucho más de lo que vos decís: por ejemplo, los gustos del Rey no son idénticos que los
míos, que sólo tiene el de la caza y el de las obras mecánicas. Supongo que convendréis conmigo
que yo no representaría un buen papel junto a una fragua; no podría allí representar a la vez el
papel de Vulcano y el de Venus, el cual podría desagradarle mucho más que mis gustos, que no
desaprueba».
Hubiera sido preciso poseer un valor superior al que Dios concede a sus criaturas
para que aquella jovencita, casi una niña, no se fatigase de empujar a aquel perezoso
corazón; para retener, ante sus damas, que le reprochaban que montase a caballo, esta
frase de impaciencia:
—¡Por Dios! ¡Dejadme en paz! ¡Ya sabéis que no pongo en peligro a ningún
heredero!
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esplendores y majestades de Marly, no se asomaba más que al parque de verduras
creado por el conde de Aranda no podía parecerle el regalo más grato.
Aquel presente era un feliz oportunidad, que llegaba precisamente cuando María
Antonieta renunciaba a la lucha, cediendo el lugar a los intrigantes y abandonaba sus
ambiciones y esperanzas, al confesarlo así a uno de sus familiares:
—M. de Maurepas es un despreocupado; M. de Vergennes muy mediocre; pero el
temor de equivocarme acerca de las personas que acaso sirven al Rey mejor de lo que
yo creo, me impedirá siempre hablarle en contra de sus ministros…
Para esta Reina sin ocupaciones, para esta mujer sin hijos y sin hogar, el Petit
Trianon fue la ocupación y el empleo de su vida, el placer para su joven actividad, su
distracción, su tarea. ¡Volver a crear, agregar, embellecer, agrandar, tener bajo sus
ojos a una pléyade de artistas y de jardineros! ¡Qué agradable misión! ¡Es casi un
reino! ¡Y por ende, su pasatiempo, su esfuerzo, una patria chica, su bienestar, su obra,
su pequeña Viena!
Los gustos de aquella época eran entonces esas liberaciones de la naturaleza, esas
reconstrucciones campestres, que pretendían convertir un parque francés en un país
de ilusiones y de fábula, llenarle de ornamentación y transportar a él todos los
cambios de escena de una ópera. En Inglaterra publicóse por sir Thomas Wathley, las
Observations sur l’art de former des jardins moderns. Esta obra desarrollaba esa
tendencia, y todas las casas de verano muy pronto quisieron poseer un jardín
pintoresco, que se conocía bajo el nombre de jardín chino.
La Reina alimentaba además otra gran ambición: la de hacer algo más de lo que la
moda había hecho ya en contra del gusto de Le Nôtre; quería exceder en atractivo y
semejanza con el paisaje al Tivoli de M. Boutin, a Ermenoville, al Moulin-Joli y
hasta al mismo Monceau. ¡Hermoso proyecto de una Reina que huía del trono y
quería a su alrededor una tierra sin etiqueta y que, entregando la realeza a la
humanidad, quería devolver los jardines a Dios!
Para dirigir aquellos trabajos, la Reina llamó a M. de Caraman, muy entendido en
el género y que realizó por completo todas las ideas de la Reina. Ante la mirada de la
soberana, primero Caraman, después el arquitecto Mique, dibujante mitológico de los
Elíseos del nuevo reinado y más tarde el ingenioso pintor de ruinas espirituales
Hubert-Robert, decorador rústico, improvisan sobre el papel, el campo que les pidió
su Reina: los árboles, el río, la roca, y también la sala de espectáculos. Aquí, un
puente rústico, que daría envidia al puente holandés y al puente volante de M.
Watelet; allá un Belvédère que dominase el agua, reflejando en él sus esculturas, y en
donde la Reina pudiera almorzar; a lo lejos, un molino, cuyo tictac despertará al eco;
más allá los arbustos y flores por doquier, y una isla, y un templo dedicado al Amor,
rodeado por el murmullo del agua y una lechería de la Reina, una lechería toda de
mármol blanco… Nunca María Antonieta había dado tantas órdenes seguidas. Desde
Versalles y desde la Muette todo eran billetes, recomendaciones y plantones de
árboles que deben dar sombra al paseo, a la labor de la joven Reina. Todo son cartas
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dirigidas a M. Campan y a M. de Bonnefoy; convocatorias de todos los jardineros,
«para indicar el lugar de todos los árboles que M. de Jussieu ha hecho elegir». Y
acerca de este personaje, veamos lo que dice al final de uno de esos billetes corteses
que piensan en todo: Estará dispuesta, por si acaso, una colación para M. de Jussieu
que regará en mi presencia su cedro del Líbano.
¡Cuántas preocupaciones, cuántos cuidados, cuántos goces! ¡Y cuántas veces ven
los transeúntes de París desde un ligero cabriolet, recorriendo su camino, a la Reina
del Trianon, que va a ver cómo suben las piedras, cómo medra el árbol, cómo salta el
agua y cómo se realiza su sueño!
Ese palacio y jardín encantados son verdaderamente un sueño hermoso, en los
que María Antonieta podrá aligerarse del peso de su corona, descansando de la
representación, recobrar su voluntad y su capricho, escapando a la vigilancia, a la
fatiga, al suplicio de la solemnidad y a la disciplina rutinaria de su regia vida; gozar la
soledad y tener la paz; expansionarse, entregarse, abandonarse, ¡vivir! Para poner de
relieve toda la dicha que María Antonieta se prometió allí, para comprender sus
impaciencias, es necesario recoger la impresión de una de las mañanas de la Reina en
Versalles, tal y como nos los ha conservado el relato de una de sus camareras. Tal vez
esta mañana de Versalles sea suficiente para perdonar a María Antonieta el Trianon.
La Reina se levantaba a las ocho. Con una cesta cubierta, que se llamaba el ajuar
del día, presentábase ante María Antonieta una de las mujeres del guardarropía. La
cesta contenía camisas, pañuelos, etc. Al propio tiempo la primera camarera
presentaba a la Reina un libro, en el que figuraban una muestra de los doce vestidos
de gala, los doce de corte de gran miriñaque, y los doce trajes de fantasía para
invierno o estío. Picando con un alfiler, señalaba la Reina el gran traje para la misa, el
vestido descotado para la tarde y el traje de gala para el juego o para la cena en las
habitaciones íntimas. Se conserva aún en los archivos nacionales un interesante
volumen, que sobre una de sus tapas en pergamino verde reza: Madame la condesa de
Ossun, Guardarropa del tocado de la Reina. Gaceta para el año 1782. Las muestras de
los trajes usados por la Reina de 1782 a 1784, los contiene pegados en rectángulos
rojos sobre el papel blanco. Es como una paleta de tonos claros juveniles y alegres, y
cuya claridad, juventud y alegría resaltan más aún cuando se las compara con los
tonos de hoja caída y color carmelita con los colores jansenistas de los trajes de
madame Elisabeth, que otro registro análogo nos muestra.
¡Son restos de su coquetería, que parecen cobrar vida ante los ojos, y en los que
un pintor hallaría material para rehacer el tocado de la Reina en un día determinado,
casi a una hora precisa de su vida! Sólo le sería preciso para ello recorrer las
divisiones del libro: Vestidos para gran miriñaque, vestidos sobre miriñaque
pequeño, trajes turcos, levitas, trajes a la inglesa y trajes de gala en raso. Aquellas
divisiones hacían recordar las grandes provincias del reino. Madame Bertin le
suministraba los grandes vestidos para Pascuas; madame Lenormand, estaba
encargada de agenciarse los bordados de jazmín de España y los vestidos a la turca,
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color boue de Paris; y la Leveque, la Romand, la Barbier y la Pompée trabajaban y
bordaban en azul, blanco, rosa gris perla, sembrando a veces de lentejuelas de oro los
magníficos trajes de Versalles o de Marly, que se traían por las mañanas a la Reina.
La Reina tomaba un baño casi diariamente. Para ello se traía hasta su cuarto un
sabbot[8]. La Reina se quitaba el corsé con bordados y cintas, las mangas de encaje y
la gran pañoleta con que dormía y envolvíase en una gran camisa de franela inglesa.
Cuando no tomaba el baño, se desayunaba en el lecho tomando una taza de café o de
chocolate. Al salir del baño, las camareras le traían las zapatillas de seda, adornadas
con encaje y echaban sobre sus hombros un peinador de raso blanco. Tomando algún
libro o alguna labor, la Reina recostábase de nuevo. En aquella hora, levantada o
acostada, recibía, las llamadas petites entrées, o sean las primeras audiencias. Tenían
derecho a ser recibidos por la Reina: el primer médico de la soberana, su primer
cirujano, su médico ordinario, su lector, su secretario de gabinete, los cuatro primeros
ayudantes de cámara del Rey, sus sustitutos, y los primeros médicos y cirujanos del
Rey.
El tocado de la presentación se hacía al mediodía. La toilette, aquel mueble que
era el triunfo de la mujer dieciochesca, situábase al medio de la habitación. El
peinador era presentado a la Reina por la dama de honor; dos mujeres, vestidas de
ceremonia, reemplazaban entonces a las dos que habían estado de servicio durante la
noche. La audiencia de las grandes entrées, se iniciaba después del peinado. En torno
a la toilette de la Reina se colocaban taburetes distribuidos en forma de círculo,
destinados a la superintendenta, las damas de honor y del tocado, la gobernanta de los
príncipes de Francia. Empezaba la audiencia entrando todos los altos cargos de la
corona de Francia, es decir, los hermanos del Rey, los príncipes de la sangre, los
capitanes de guardia. Con una leve inclinación de cabeza, todos venían a saludar y a
hacer la corte a la Reina de Francia. Sólo para los príncipes de la sangre hacía la
Reina la excepción de iniciar el movimiento para levantarse, apoyando ambas manos
en la toilette.
Terminada esta audiencia tenía lugar la ceremonia del vestido. La camisa de la
Reina era pasada por la dama de honor, la cual era, además, la encargada de verterle
agua para lavarse las manos; la dama de tocado le entregaba el miriñaque, le ponía la
pañoleta y le anudaba el collar.
Vestida la Reina, se colocaba en medio de su aposento, y luego, rodeada de sus
damas de honor y de tocado, de sus damas de palacio, del caballero de honor, del
primer caballerizo, de su clero, y de las princesas de familia real, que llegaban
seguidas de toda su Casa, pasaba a la galería y se dirigía a misa, no sin antes haber
firmado los documentos que le eran presentados por el secretario de órdenes y
recibido los saludos de los coroneles y su petición de permiso para retirarse.
La Reina oía la misa en compañía del Rey, situándose ambos en la tribuna, frente
al altar mayor, junto al lugar destinado a la música.
Terminado el santo oficio, la Reina debía comer a diario sola con el Rey, en
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público; pero esa comida pública no tenía lugar más que los domingos.
Armado con un gran bastón de seis pies de alto, adornado de flores de lis en oro y
rematado por flores de lis en forma de corona, el maître d’hótel de la Reina,
anunciaba a la soberana que estaba servida, entregándole la lista de platos, y durante
toda la comida se mantenía detrás de ella, dando las órdenes para servir o retirar los
manjares.
La Reina, una vez terminado el almuerzo se retiraba a sus habitaciones y se
quitaba el miriñaque. Y por fin, llegaba el único momento del día en que podía
disponer de sí misma a su antojo, en la medida que se lo permitían la presencia de sus
damas vestidas de gala, y cuyo derecho era estar presentes y acompañar a la Reina en
todo momento.
En el Trianon, María Antonieta pensaba librarse de tanto protocolo. Necesitaba
huir de este tocado, de la corte por las mañanas, de la comida en público, de los
juegos de presentación, de miércoles y domingos tan aburridos para ella; de las
presentaciones de los martes para embajadores y extranjeros; de los saludos y las
reverencias; de las comidas y las funciones de gala, y de las cenas en los aposentos
íntimos los martes y jueves, con los fastidiosos y las gazmoñas; y de la cena de todos
los días, en familia, en el aposento de Monsieur.
En el Trianon, creía María Antonieta que podría comer en compañía de otras
personas que no fueran las de la familia real, única sociedad de mesa que hasta
entonces habíase visto forzada a aceptar toda Reina de Francia; que tendría a comer a
cualquiera de sus amigos invitados, sin sembrar por este hecho a todo Versalles de
murmuraciones. Pensaba la Reina que en su cuarto se haría probar sus vestidos por la
Bertin, sin verse obligada a refugiarse en un gabinete para evitar que sus damas de
honor se molestasen porque la Bertin ejercía, una función de competencia de las
damas de honor de la soberana. Recorrería sus Estados del brazo de su marido, sin
más séquito que un lacayo; y hasta podría tirar en la mesa migas de pan al Rey, si le
venía en ganas, sin tener por ello que escandalizar a la servidumbre.
Estas eran las esperanzas y ambiciones de una princesa, crecida y educada en las
tradiciones del gobierno de la casa de Lorena, y que narraba con dulce encanto la
ingenua forma con que los antiguos duques cobraban sus impuestos: agitando su
sombrero en el aire, durante la misa, después del sermón, y recaudando entre todos
los presentes la suma que precisaban para pagarlos. La Reina basaba sus deseos y sus
ideas en la creencia, confirmada por el abate de Vermond, de que la gran popularidad
de los príncipes de la casa de Austria debíase a las limitadas exigencias de etiqueta de
la corte de Viena.
Para hacer aborrecer a esta princesa aquella tiranía, no había necesidad de
consejos, de razonamientos ni de recuerdos de la infancia. No había paciencia
humana que resistiera tormentos cotidianos como éste: En un día de invierno, la
camarera se dispone a poner la camisa de la Reina, vese obligada a pasar la prenda a
una dama de honor, que en el momento de entrar en el cuarto se quita los guantes;
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pero la dama de honor se ve obligada a entregarla a la duquesa de Orleáns, que acaba
de golpear a la puerta; aunque esta última tiene a su vez que volverla a entregar a la
condesa de Provenza, que acaba de entrar también en la habitación de la Reina. Y
mientras, la pobre Reina, helada, apretando los brazos contra el pecho, no puede
contenerse y dice:
—¡Es odioso! ¡Qué inoportunidad!
Madame de Lamballe fue la amiga y compañera que María Antonieta tuvo casi
siempre a su lado en el Trianon, y que la acompañaba en sus paseos y divagaciones,
la única amiga de sus mismas tendencias, que prefería a Versalles, los bosques de su
suegro, el duque de Penthièvre, y a la que había costado mucho trabajo acostumbrar
al aire de la corte.
Como casi todas las mujeres, la Reina era conquistada primeramente por los ojos.
El rostro y el aire no dejaban cuando menos de impresionarla; aquí estriba la primera
razón de su favor por madame de Lamballe, evidencia que nos viene demostrada por
los pocos retratos que nos han quedado de esta dama. En la serenidad de la fisonomía
de madame de Lamballe, radicaba su mayor belleza. Incluso cuando sus ojos
relampagueaban lo hacían de un modo tranquilo. Sobre su bella frente no veíase
ninguna arruga, ni una nube, a pesar de las sacudidas y la fiebre que le producía una
enfermedad nerviosa. Su rostro estaba encuadrado por largos cabellos rubios, que aún
conservó rizados en torno a la pica de septiembre. Como italiana, tenía madame de
Lamballe las gracias del norte, y cuando aparecía más bella era cuando iba en trineo,
bajo la piel de armiño, mientras un viento glacial le azotaba su bello rostro, o también
cuando bajo el gran vuelo de un gran sombrero de paja, y envuelta en una nube de
crinolina, pasa como uno de esos sueños en que Lawrence, el pintor inglés, hace
pasear los blancos trajes sobre el húmedo césped.
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nacido la una para la otra, la soberana y la princesa, por las múltiples afinidades de
sus íntimos sentimientos, y ambas estaban destinadas por la Providencia a una de esas
raras y grandes amistades que duran hasta la muerte.
Ya bajo el difunto Rey se inicia la intimidad de María Antonieta con la princesa
de Lamballe, y se solidifica al romper madame de Cossé, por una deplorable
brutalidad, los últimos lazos que la ligaban a la Reina.
El archiduque Maximiliano, hermano de María Antonieta, había ido a París, y
esperaba la visita de los príncipes de la casa de Francia. La Reina había pedido a
madame de Cossé que diera un baile en honor del forastero. Llegó el día señalado, y
como los príncipes no habían ido a visitar al archiduque, la Reina, haciendo causa
común con su hermano, escribía a madame de Cossé: «Ni yo ni mi hermano iremos a
vuestro baile, si nos enteramos que van a ir los príncipes». Madame de Cossé,
perpleja, vaciló, mas acabó por sacrificar a la Reina. Y envió la carta de ésta a los
príncipes.
Desde entonces la Reina se entregó sin reservas a madame de Lamballe dándole
un cargo en la corte para retenerla a su lado y hacerle olvidar todo deseo de volver
junto al duque de Penthièvre. La Reina pensó en restablecer a su favor la
superintendencia, cargo que había caído en desuso en la corte desde la muerte de
mademoiselle de Clermont, que fue en su día la superintendenta de la Reina. El
nombramiento y juicio de los titulares de cargos, la destitución y suspensión de los
servidores, daban una jurisdicción y un poder tan ilimitados, especialmente en todo lo
que se relacionaba con el servicio interior de la Reina, que ese cargo fue suprimido a
petición de María Leczinska. Iuis XVI se opuso durante mucho tiempo al deseo de la
Reina, justificando su mala voluntad en la oposición y los planes de Turgot. Pero esta
vez, la Reina se vio impulsada por su amistad, y puso tanta constancia en su petición
al Rey, que éste no tuvo otra solución que rendirse a sus deseos.
Este nombramiento, del que guarda el secreto hasta a su madre, la Reina
Emperatriz lo anuncia de antemano al conde de Rosenberg en esta frase que acusa el
regocijo de su tierna amistad: ¡Mirad lo contenta que estoy! Haré feliz a mi amiga
íntima y yo de rechazo disfrutaré más que ella.
Por poco casi hubo un alzamiento en la corte. Madame de Cossé cesó en su cargo
de dama de tocado. La duquesa de Noailles abandonaba su cargo de dama de honor
de la Reina, ya muy mal dispuesta contra su persona, y lo hacía herida por aquel
invisible poder que le arrebataba la designación para los cargos, la recepción de la
prestación de juramentos, la lista de las presentaciones y el envío de las invitaciones,
en nombre de la Reina, para los viajes a Marly, Choisy o Fontainebleau, para los
bailes, comidas y cacerías. Aquel nombramiento ponía fin a los provechos de su
cargo, que ya le habían dado el beneficio sobre muebles de las habitaciones de la
Reina a la muerte de María Leczinska. Por todos lados se presentaban protestas.
Llegó momento en que la princesa de Chimay, nombrada dama de honor, y la
marquesa de Mailly, se negaban a prestar juramento, porque no querían depender de
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madame de Lamballe.
Aquellas cóleras llegaban a París desde Versalles, ganaban la opinión pública que,
ante la restauración de un cargo de la monarquía como era la superintendencia,
parecía haberse olvidado de los gastos de la Du Barry y comenzaba a hablar de
dilapidaciones de María Antonieta.
¡Triste sino! Todo debía volverse contra esta Reina: sus gustos, sus amistades, sus
alegrías, hasta su sexo y su edad. Por eso dijo de ella el príncipe de Ligne:
—No le vi nunca completamente feliz.
En aquellos tiempos, la mujer francesa, se había entregado a una especie de
locura sin fin en el peinado, pero tan común y general, que una relación del 18 de
agosto de 1777, registraba seiscientos peluqueros de señoras en el gremio de maestros
peluqueros-barberos.
La cabeza de las mujeres elegantes semejaba una pradera, un combate naval un
verdadero mapa-mundi. Iban de creación en creación y de extravagancia en
extravagancia: del peinado puerco espín al cuna del amor; del puf de pulga al caso
inglés; del perro echado a la circasiana; de las bañistas frívolas al gorro candor o de
la coleta antorcha del amor al cuerno de la abundancia.
¡Y cuantas creaciones de colores para los enormes lazos de cintas, desde el tono
de suspiros ahogados hasta el de quejas amargas!
La Reina no supo permanecer indiferente y se entregó también a la moda. Acto
seguido, empiezan las caricaturas y las diatribas, que, pasando por encima de todas
las cabezas, van a caer sobre el lindo peinado de mechas levantadas y retorcidas con
que la Reina apareció ante el pueblo de París. La sátira tolera a veces todos los
ridículos de la moda, en cambio, se muestra implacable con el quesaco[9] que la
Reina exhibe en las carreras de caballos, con los bonetes alegóricos que le
confecciona Beaulard, con el peinado que le hacen por la mañana, y que en París se le
dominó Lever de la Reine.
La Reina, sin embargo, no juzgaba como una expiación suficiente de su deseo y
de su ingenio para agradar, las bromas de Carlin, encargadas por Luis XVI en contra
de los penachos de la Reina, la áspera devolución de su retrato por María Teresa, los
ataques, un tanto brutales de aquel emperador del Danubio, su hermano José, contra
su colorete y sus plumas. Cuando la moda tomó la librea de aquella Reina rubia y
bautiza a sus mil vanidades de color cheveux de la Reine, esta adulación es imputada
a María Antonieta como un crimen. Y uno de sus crímenes es la importancia que
diera a mademoiselle Bertin, aquella vendedora de modas que la Reina había ya
aceptado de la duquesa de Orleáns formándola en la escuela de su gusto.
También las carreras de trineos hacen murmurar a la censura, cuando durante el
invierno, después de los almuerzos en la intimidad, la Reina arrastra a toda sus damas
jóvenes en pos de su trineo, y se encanta, viendo deslizarse sobre el hielo los mil
trineos que la siguen.
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A María Antonieta le gustaba el baile; y fue la organizadora de esos bailes de
máscaras en que Bouquet, el dibujante de los Menus[10], dibuja los trajes con pluma y
ágil pincel. Esos bailes, son siempre presididos por ella, vestida con traje de gran
miriñaque, de fondo blanco, cubierto con una gasa de Italia muy clara, y con
drapeados de raso azul, por los que corren ramas de plumas de pavo real, que también
aparecen en su cabeza. Su cuñada, la condesa de Provenza, da la impresión de una
náyade de ópera, vestida con un ropaje de gasa sobre fondo color carne, con pliegues
de raso verde nilo, montado en escamas sobre un solo costado, con la falda levantada
por ramitas de cañas, conchitas, perlas, corales y franjas de agua. A continuación
viene el conde de Provenza, con traje de carácter, figurando la antigua sabiduría, con
una gran barba, corona de laurel en la cabeza y llevando un pergamino en la mano; el
conde de Artois, a la provenzal, lleva elegantemente los colores apropiados a su edad
y su gusto: pantalón y chaquetilla de raso con rayas azules y rosa, forrada de raso
verde manzana y adornada con plata.
En esos bailes la Reina danza; baila en aquellos bailes de intimidad en los que las
bailarinas, desembarazadas de sus pesados miriñaques parecen más ligeras bajo el
dominó de raso blanco con capucha y amplias mangas Amadís; y la Reina vese
acusada de disfrazarse, de bailar y de preferir a las bailarinas que bailan mal a los
bailarines que bailan bien. Pero es de suponer que la posteridad empiece a sentir
cansancio de tantos reproches y censuras contra esta Reina de veinte años por la
petición que hiciera a un ministro de la guerra, para que permita quedarse en sus
fiestas de Versalles a los caballeros de su regimiento.
¡Qué severidad tan extremada! En aquel siglo de la mujer, nada de la mujer le es
perdonado a María Antonieta. Por debajo de las ficciones políticas, M. d’Aiguillon,
de Mesdames, existía una sociedad, un mundo poderoso que vive, que llena los
salones, que se aproxima, a todo, que hace suyo lo mejor, unido de cerca o de lejos
por un nombre común o por una vergüenza también común, que se sentía herido por
toda virtud y animado contra la Reina por personales enemistades, mientras no dejaba
de ir sembrando frases, indiscreciones, prevenciones, acusaciones, y prodigaba los
libelos y preparaba los ultrajes.
Las mujeres de la antigua corte de Luís XV, eran mujeres comprometidas por el
favoritismo de madame Du Barry; sus amigas y émulas. Con justa severidad, la Reina
quiso cerrarles su corte, negándose a que le fuera presentada madame de Mónaco,
amante del príncipe Conde, de la cual declaró en voz alta:
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jugadora de Roncherolles; y aquella condesa de Rosen, que ya no puede estar más
con el agua al cuello como lo está; y la duquesa de Mazarino, que ya no sabe
enrojecer; y la marquesa Fleury, la de las extrañas aventuras de amor, y aquella
Montmorency… Y sería harto aburrido enumerar toda aquella pléyade de mujeres
descontentas e impúdicas, aquellas damas borradas de las listas a consecuencia del
coso de M. de Houdetot ocurrido en uno de los bailes de la Reina: madame de Genlis,
de Marigny, de Sparre, de Gouy, de Lambert y de Puget. ¡Y tantas otras que la Reina
debía volver a encontrar frente a ella, y cuyas familias se encontrarían en las filas
avanzadas de la Revolución!
Las futilidades y vanidades de la Reina se ven aumentadas y ennegrecidas por la
voz de todas aquellas mujeres que se alzaban contra su soberana, cuya única culpa era
la de dar a su juventud, a su amor por la diversión, a sus aturdimientos, las
apariencias de una incurable infancia, de una excesiva locura, de una ligereza
imperdonable, y que son la desesperación de París y de las provincias, ya que no
encuentran en la Reina otra cosa que una mujer bonita, amable y coqueta.
Sin embargo, cuando a la Reina le llegue la hora de ser madre, toda su vida ociosa
desaparecerá para ella, y con ella peinados, bailes, placeres y diversiones.
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CAPÍTULO III
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hasta entonces. Una especie de admiración emotiva le iba conduciendo al amor.
Sentíase como pictórico de vida, como renovado. Por fin, empezaba a amar.
En Luis XVI, se realizaron todas las revoluciones propias del amor. Él, que había
sido el marido tan cerrado, tan prevenido, tan preocupado por mantener alejada a su
mujer de sus consejos, tan celoso de no dejar a la hija de María Teresa mezclarse en
asuntos de Estado, renunciaba de pronto a sus recelos. Ahorrativo como era, venció
sus inclinaciones y acabó por colmar a María Antonieta de regalos, de sorpresas, de
diamantes, rodeándola de fiestas.
De su boca ya no volvieron a salir los reproches de sus tías; aquel Rey, severo
para su juventud, como un anciano, no censuraba ahora a la Reina su juventud.
Aquellas vanidades de María Antonieta, que hasta ayer había condenado, no le
parecieron sino sueños naturales, casi fatales pero transitorios y pasajeros, de una
mujer a la que los deberes y las atenciones de la maternidad la obligarán a vivir una
vida más íntima y a la que la aparición de la felicidad bastará para curar y alejar de la
diversión.
Fue un hermoso día para María Antonieta aquel en que sintió latir el corazón del
Rey a la vez que el suyo, después de aquellos primeros tiempos del comienzo de su
reinado, que quedaron empañados por las desilusiones y las calumnias. Por fin, pudo
apoyarse en el amor de su regio esposo, confiar en él, en aquel Rey reconquistado
contra todos.
Conseguida ya su victoria, se la vio embriagada, triunfal y radiante, exhibirse en
todas partes para mostrar sus laureles: en los bailes de la Ópera, en las carreras de
caballos, en los bailes de los sábados de madame de Guémené. Su actividad para
presentarse en los espectáculos no conocía límites. Con desbordante alegría asistía a
todas las diversiones, especialmente a los juegos del salón de madame de Duras, en
que se jugaba al Rey, como las jovencitas juegan a la Dama, y en los que un rey de
cartón reunía a su corte, daba audiencia, hacía la justicia en las demandas de comedia,
casaba a sus súbditos y les concedía la libertad con la palabra clave Descampativos.
Una alegría infantil, que no podía contenerse, era la que en aquellos momentos
latía en su corazón de Reina, la alegría de sentirse amada, un gozo inmenso e
inesperado, que tenía el ruido, la pródiga actividad, la locura y la inocencia de la
infancia.
Sin embargo, una amistad femenina iba a apoderarse de la Reina.
En Versalles, donde hacía su servicio, una de las damas de la condesa de Artois,
la condesa Diana de Polignac, llevaba con ella a un joven matrimonio: su hermano y
su cuñada, el conde y la condesa Jules de Polignac. La condesa Jules no tardó mucho
en ganar la distinción de la Reina.
Se reunían en la condesa de Polignac las seducciones más opuestas: ojos azules,
expresivos y elocuentes, frente quizás un poco elevada, pero que quedaba oculta
gracias a la moda de los peinados armados, la nariz un poco levantada, casi
respingona, pero sin serlo, una boca encantadora, con dientes menudos, blanquísimos
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y bien alineados, magníficos cabellos, hombros caídos y el cuello bien plantado, que
aumentaba su estatura. Su hermosura era la que da la prestancia de la delicadeza, el
ingenio y la gracia. En el juego de su fisonomía había una picante suavidad. Todo era
en ella angelical: mirada, facciones y sonrisa, como en esos ángeles morenos de
Italia, que más bien que ángeles son amores. Lo natural, el abandono, eran las
cualidades que más encantaban de madame de Polignac; su coquetería era la
negligencia; su gran tocado, la sencillez; los pequeños detalles era en ella lo que más
atraía: una rosa en los cabellos, un peinador, una camisa, como se decía entonces,
blanca como la nieve, el tocado de la mañana, libre, aéreo y flotante que han tratado
de apresar los lápices del conde de Paroy.
La Reina sintióse muy pronto atraída por la condesa Jules. Oyéndola cantar
aplaudió el timbre de su voz. Le cursó invitación para sus conciertos, la hizo admitir
en sus círculos y en todas las ocasiones la acercaba a ella. A medida que penetraba
más en su carácter se sentía más encantada por aquel espíritu agradable, aquel
conjunto alegre y sereno, aquel espíritu de treinta años, que reunía la juventud a la
experiencia. Entre la Reina y su nueva amiga no tardó en existir el trato más familiar
y ameno, algo así como un encantador cambio de primeras impresiones y de
sensaciones ingenuas, una confianza diaria en la que el corazón de la una hablaba y
reía al corazón de la otra, las bromas y los juegos en que las dos amigas no eran más
que dos mujeres haciendo travesuras, luchando, despeinándose casi, y disputando
entre sí la cualidad de la fortaleza.
La fortuna del matrimonio Polignac no era suficiente para el boato que la corte
exigía. Ocho mil libras de renta era lo que el heredero de aquel antiguo nombre,
ilustrado por las virtudes y talentos del cardenal de Polignac, contaba para sostener su
rango. Antes de recibir el bastón de mariscal falleció el conde Andlau, y la condesa,
su esposa, privada de la pensión de viuda de mariscal, había educado con esfuerzo a
su sobrina, Gabriela Yolanda Martina de Polastron, que había casada sin dote con el
conde de Polignac. El conde y la condesa de Polignac, con dos hijos, vivían con
estrechez, casi miserablemente, y como, a la sazón, estaban muy lejos de disfrutar de
su futura opulencia, se alojaban en un hotel bastante pobre de la calle de Bons-
Enfants.
Con toda sencillez madame de Polignac confesó su situación a la Reina; esto
agregó un vivo interés a las simpatías de la Reina, que muy pronto pudo conseguir
del Rey la supervivencia del cargo de su primer caballerizo para M. de Polignac, y
casi en seguida una pensión de seis mil libras para la condesa de Andlau.
Los Polignac empezaban su auge. La condesa estaba dotada perfectamente para
sostenerlo e impulsarlo; no porque fuese activa, ardiente, viva e infatigable para las
gestiones, las demandas o las solicitudes, sino porque poseía, para hacer subir al más
alto grado a su familia, algo mejor que el celo de la ambición, es decir, la
indiferencia, y aquella quietud de los deseos que hace más activo el empeño de la
amistad y atrae todos los beneficios del azar.
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Aquella extraña favorita, por una de esas curiosidades de la fortuna con que en
ocasiones parece divertirse una ironía providencial no tenía ni la ambición, ni la
fiebre, ni la preocupación, ni la satisfacción del favoritismo. Al iniciarse su amistad
con la Reina, y al llegar a tener noticia de una burda maniobra que tramaba contra
ella el caballero de Luxemburgo, dirá simple y sencillamente a aquella que se digna
ser amiga suya:
—Todavía no nos queremos lo bastante para ser infelices si nos separamos. Me
parece que ese momento está llegando y pronto me será imposible separarme de vos.
Prevenid ese momento, permitidme partir para Fontainebleau…
Sus caballos estaban ya preparados; fue necesario que la Reina se echase a su
cuello y la obligara a quedarse.
En lo sucesivo, madame de Polignac, ya en plena prosperidad, aportará siempre el
buen sentido, la sangre fría, casi las alarmas de una persona prudente, que ama su paz
y, a pesar suyo, ha de vivir entre grandezas.
Es en esto donde reside el secreto de su fortuna enorme, de su encumbramiento,
de todos los honores que cansarán su gratitud sin embriagarla, Madame de Polignac
otorgó al afecto de la Reina un alto precio, un desinterés que viene manifestado por
todas sus concesiones, y por aquella tranquila y sincera declaración de que: «si la
Reina dejara de quererla, lloraría amargamente la pérdida de su amiga, y no
emplearía medio alguno para conservar las bondades de su soberana». Ese retó a los
concesiones de la Reina, es lo que provocará las constantes bondades de María
Antonieta, sus larguezas y regias atenciones, que la soberana le otorga
continuamente, para mantener a su amiga bajo su fortuna y crearle nuevos envidiosos
que la encumbren como requiere su valer.
Pero ¿puede una amistad llenar el corazón de una mujer? ¿Es bastante el amor de
un esposo para ese corazón inquieto y turbado? ¿No es acaso el amor materno el
único que, realizando en la mujer el amor, la fija por fin y la llena por entero?
No condenemos las contradicciones sin aquilatarlas con sus causas, el cansancio,
los cambios, ese pasar de una amistad a otra, esa vivacidad y esa inconstancia de
María Antonieta. De ese tormento suyo, que explica tantas cosas y también parte de
sus caprichos, nada han dicho las memorias, y los relatos históricos: la Reina quería
un Delfín, la mujer esperaba a la madre. ¡Cuántas lágrimas vertidas a cada parto de
una princesa de la familia real! «He ocultado mis lágrimas para no ensombrecer su
alegría» escribe después del alumbramiento de la condesa de Provenza. ¡Cuántos
sufrimientos silentes! ¡Cuántas desesperaciones sin desahogar, durante esos largos
años, en los que la Reina se ha visto perseguida por los reproches de las mujerzuelas,
que le han lanzado a la cara, en su grosero lenguaje, la acusación de no dar hijos a
Francia! ¡Pobre Reina! Procuraba engañarse a sí misma, dar a los hijos de otra sus
cuidados y su cariño, ser madre, en la única forma que podía serlo. ¡Quería adoptar a
aquel pequeño campesino de Saint-Michel, al que hacía almorzar y comer con ella, y
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al que daba en llamar hijo suyo!
Corrían los últimos meses de 1777, cuando la Reina llamó a madame Campan y
al suegro de ésta, y les dijo:
—Os considero personas que os preocupáis por mi felicidad y quiero recibir
ahora vuestros parabienes; soy por fin la Reina de Francia y espero tener hijos muy
pronto.
La Reina estaba encinta. María Antonieta anuncia por fin a María Teresa este
embarazo, en una carta fechada en 16 de mayo de 1778, embarazo tanto tiempo
deseado por madre e hija.
«Esta mañana he visto a mi comadrón (Vermond, un hermano del abate)… Según nuestros
cálculos, he entrado en el tercer mes; empiezo ya a engrosar a ojos vistas… He estado tanto
tiempo sin esperanzas de ser madre, que lo siento más intensamente en este instante, aunque hay
momentos en que creo que todo es un sueño, pero sin embargo, ese sueño se prolonga, y creo que
ya no cabe ninguna duda de mi aserto».
«Mi hijo ha hecho el primer movimiento el viernes 31 de julio, sobre eso de las diez y media de la
noche; se mueve con frecuencia, lo que me produce una gran alegría».
Acto seguido de sentir ese primer movimiento, iba a quejarse ante el Rey de que
uno de sus súbditos era lo bastante osado para darle pataditas en el vientre. El Rey se
mostraba tan afanoso como un amante, tan feliz como un padre, tan dichoso, que de
su boca salían palabras amables para todo el mundo, hasta para el viejo duque de
Richelieu.
El embarazo fue laborioso. La Reina se encontraba fatigada por los calores del
estío de 1778, sin hallar un poco de fresco, y pasaba el día sin poder recobrar sus
fuerzas hasta la noche. Parte de las noches las pasaba en la terraza de Versalles,
vistiendo un traje de blanco percal, tocada con un enorme sombrero de paja. Se
hallaba en compañía de sus cuñadas y de sus amigas, oyendo las sinfonías de los
músicos, en medio de todo Versalles, que acudía allí y se codeaba casi con toda la
familia real. Noches deliciosas, en las que el misterioso son de los instrumentos,
ocultos entre las enramadas, el murmullo de las cascadas, las sombras blancas de las
estatuas que se dibujaban a lo lejos, los bosques en lontananza, las aguas plateadas, el
flotante horizonte y el eco errante mecían el cansancio de la Reina y mitigaban su
malestar; noches de inocencia, en las que María Antonieta hallaba grandes alegrías en
las conversaciones oídas al pasar, en los errores involuntarios de los paseantes,
supensos ante la aparición de la Reina de Francia, que se gozaba con la sorpresa de
las cómicas aventuras del incógnito, bajo aquel busto de Luis XIV, que se levantaba
al final de la Orangerie, al que el conde de Artois, no dejaba ni siquiera una vez de
saludarlo con un: «¡Buenas noches, abuelo!»
¿No se le imputa a la Reina la loca idea de hacer aupar al príncipe de Ligne,
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detrás de la estatua del gran Rey, para que contestase a la cortesía del joven príncipe?
El embarazo de la Reina seguía su curso. El público comentaba, temblando, las
torpezas y las groserías que se contaban del comadrón Vermond. Las plegarias de las
cuarenta horas resonaban en todas las iglesias y catedrales. Por toda Francia,
capítulos de arzobispados, abadías, universidades, oficinas municipales, prioratos
reales, capítulos nobles, compañías de la milicia burguesa, pensiones militares de la
joven nobleza, hasta particulares, hacían celebrar solemnes misas, dando limosnas a
los hospitales y a los pobres por el feliz alumbramiento de la Reina.
Los primeros dolores precursores del parto se hicieron sentir en la persona de la
Reina el 19 de diciembre de 1778, hacía las doce y media de la noche. La soberana se
había acostado la víspera, hacia las once, sin sufrir molestia alguna. A la una y media
llamaba. Iban a buscar a madame de Lamballe y a las autoridades. Madame de
Chimay avisó al Rey a las tres. El monarca encontró todavía a la Reina en su gran
lecho; media hora después era trasladada al lecho dispuesto para el parto. La familia
real, los príncipes y princesas que se encontraban en Versalles fueron enviados a
buscar por madame de Lamballe, la cual, asimismo, enviaba pajes a Saint-Cloud para
avisar al duque de Orleáns, a la duquesa de Borbón y a la princesa de Conti.
Monsieur, Madame, el conde de Artois, mesdames Adelaida, Victoria y Sofía
entraban en las habitaciones de la Reina, cuyos dolores disminuían, por lo que se
paseó por el cuarto hasta las ocho de la mañana. En el gran gabinete esperaban el
curso del alumbramiento, el ministro de Justicia, todos los ministros y secretarios de
Estado con todo el personal de la cámara del Rey y de la Reina y las grandes
autoridades palatinas; el resto de la corte llenaba el Salón de juego y la galería.
De pronto, una voz se impuso entre el inmenso cuchicheo:
—¡La Reina va a dar a luz! —exclamó el comadrón Vermond.
La corte se precipita, mezclada a la multitud, porque la etiqueta de Francia
dispone que todos entren en ese momento, que nadie sea rechazado; en una palabra,
que sea público el espectáculo de una Reina que va a dar un heredero a la corona, o
simplemente un hijo del Rey.
De no haber estado sujetos con cuerdas, los biombos de tapicería que rodeaban el
lecho de la Reina hubieran sido volcados contra ella, por la entrada tan tumultuosa
que hizo la multitud. La habitación se ha transformado en una plaza pública. Unos
saboyanos, para ver mejor, se suben a los muebles. Es imposible moverse. La Reina
se asfixia. A las once y treinta y cinco minutos la criatura vio por vez primera el cielo
de Francia. El calor, el ruido, la multitud, aquel gesto, convenido de antemano con
madame de Lamballe que dijo a la Reina: «¡Es una niña!»
Todo produce en María Antonieta un verdadero trastorno. Se le sube la sangre a la
cabeza. La boca se le tuerce.
—¡Aire! —grita el comadrón—. ¡Agua caliente! ¡Es necesario practicar una
sangría en el pie!
La princesa de Lamballe se desmaya y se procede a sacarla de la habitación. El
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Rey se dirige hacia las ventanas, encajadas por burletes y las abre furiosamente. Los
ujieres y los camareros rechazan con violencia a los curiosos. Al no llegar el agua
caliente el primer cirujano pincha en seco el pie de la Reina; sale sangre. Al cabo de
tres cuartos de hora, según refiere el relato del Rey, la Reina abrió los ojos: ¡estaba
salvada!
Dos horas después, en presencia del señor de Broquevielle, cura de la parroquia
de Notre Dame, Luis de Rohan, cardenal de Quemené, y gran limosnero de Francia,
bautizó a la hija de Luis XVI y de María Antonieta en la capilla de Versalles. Era
tenida en la pila por Monsieur, en nombre del Rey de España, y por Madame en
nombre de la Reina Emperatriz y se le imponían los nombres de María Teresa
Carlota, con el título de Madame hija del Rey. Se hicieron regalos y presentes como
los que era costumbre hacer con motivo del nacimiento de un Delfín. Doscientas
jóvenes eran dotadas y casadas en Notre Dame.
La Reina no supo guardar mucho tiempo rencor a su vástago por no haber sido
varón.
—¡Mi pobre pequeña! —le decía besándola—. ¡No eres deseada; pero no por eso
te querré menos!
Madame de Polignac cuidó de rodear al alumbramiento de la Reina de todos los
cuidados, lo que sirvió para avivar más la amistad de la soberana. Enfermó la Reina
del sarampión, que se contagió de la Polignac, por lo cual se vio privada durante
algún tiempo de la vista y compañía de su mejor amiga, y cuando ésta, convaleciente
en Claye, le enviaba a decir que tendría el honor de ir a hacerle la corte al día
siguiente de su llegada a París, daba María Antonieta la siguiente contestación, que
era, más que de Reina, de amiga: Sin duda siento yo más deseos de abrazaros, puesto
que el domingo iré a almorzar con vos a París. Y el domingo, a puerta cerrada,
después de haber dado permiso a su dama de honor, la princesa de Chimay, la Reina
reservaba y daba a su amiga la más maravillosa sorpresa.
Al cumplir la hija de la condesa Jules los once años, la Reina dijo a la madre:
—Creo que pronto será hora de comenzar a pensar en casar a vuestra hija; cuando
hayáis hecho vuestra elección, os ruego que recordéis que el Rey y yo nos
encargamos del regalo de bodas. La vieja condesa de Maurepas también había
pensado en casar a la hija de la favorita, ¿y con quién? ¡Con el conde Agenois, el hijo
del duque de Aiguillon! Esta singular y hábil combinación hubiera asegurado a
Maurepas el apoyo de la Reina y el agradecimiento del Duque. Pero a la Reina y a
madame de Polignac les era más grata otra alianza más natural; una alianza con los
Choiseul; ésta era la buena nueva que la Reina traía a la condesa. Con frases
precipitadas, feliz y emocionada, la Reina le comunicaba que el matrimonio de su
hija con el duque de Gramont estaba ya arreglado. Le enteraba que el joven duque
tenía la supervivencia del duque de Villefoy, y que el Rey le nombraría duque de
Guiche, en la confianza de que gozara el ducado de Gramont; que como el joven no
tenía más que veintitrés años, y no estaba en posesión de los bienes que debían
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corresponderle, el Rey le otorgaba diez mil escudos de renta sobre sus dominios, y la
Reina hacía otro tanto con la joven esposa, y el Rey, queriendo demostrar
públicamente la estima en que tenía a su familia, hacía informar por medio de la
Reina al conde Jules que el monarca iba a nombrarle duque, con carácter hereditario.
Tales eran las satisfacciones que sentía María Antonieta. Su único temor era el no
dar pruebas bastante patentes y extraordinarias de su agradecimiento por medio de
magníficas recompensas y por notorios favores. Su única preocupación estribaba en
hacer subir a madame de Polignac hasta la Reina y en acercar su vida a la de su
amiga. Con tal objeto llevaba la corte a su casa, antes de trasladarse a la ópera y se
ingeniaba para estar lejos de ella lo menos posible, solicitando u obteniendo del Rey,
al dar a luz madame de Polignac, que se adelantaran los pequeños viajes, mucho
antes de la fecha fijada, con el fin de poder visitar a la parturienta cada día y estar al
tanto de sus noticias, queriendo que no hubiera más separación entre ella y su amiga
que la distancia que media desde la Muette a Passy, y soñando para el nuevo rorro de
la Polignac con el ducado de la Meilleraie.
En todos los momentos y por todos los medios a su alcance, incluso postergando
algunos deberes que le imponía su condición, la Reina, en medio de las amarguras
que a menudo se enseñorean de los soberanos, entregaba su corazón a la verdadera
amiga, sensible y devota de su persona, y que, según ella, nada de su corona
ambicionaba.
El espíritu de los ministros continuó siendo hostil a la Reina, a pesar de que
Terray, Maupeou y la Vrilliére ya no estaban en el ministerio. Maurepas, que quería
imperar solo, era el único que permanecía en guardia contra ella, y le repetía al Rey:
—Creo que no hay mal alguno en que la Reina adquiera ante la opinión pública
un aspecto de ligereza.
Necker y Turgot hicieron causa común en contra de la influencia de María
Antonieta. Sus planes de economía, su fe en la salvación de la nación y en el
saneamiento de las finanzas por medio de mezquinas economías en la casa del Rey,
encontraban en la corte la temible y sola oposición de la Reina; era una oposición
espiritual y crítica, que se burlaba de sus ilusiones y se mofaba de las gracias
denegadas, riéndose de sus personas, bautizando a M. Turgot de ministro negativo y a
M. Necker de empleadillo comercial.
Hay que reconocer que la Reina no fue nunca una partidaria acérrima y
convencida de aquel gran sistema que soñaba con retornar a la edad de oro
suprimiendo los Menus plaisirs, algunos empleos de la corte, el cargo de tesorero de
la Reina, o el de sus oficiales de casa y boca. No cabía en su imaginación que Francia
fuese mucho más feliz el día en qué el Rey y la Reina no tuviesen más que un
cocinero; consideraba que la disposición nueva, que obliga a dejar quemar las bujías
hasta el final, no sería remedio muy eficaz contra la bancarrota. Si su orgullo de
Reina padecía por aquellas restricciones y por los rumores públicos que exigían y
anunciaban otras, ya por querer reducirla a sólo cuatro damas-camareras, ya por
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querer hacer de ella una burguesa de la calle Saint-Denis, con las llaves de la
despensa en la cintura, su beneficencia, en cambio, no dejó de sentirse amenazada.
La Reina había unido en torno suyo a su casa real como a una familia propia,
debido a sus grandes y bellas virtudes íntimas, por muchos negadas, a su infatigable
solicitud, a su inclinación al perdón, y a su caridad ejercida en todo instante. Bastará
recordar a les criados heridos a los que la propia Reina era quien restañaba la sangre,
a las camareras que, después de una brusquedad, volvía a llamar rápidamente y que
tan pronto recuperaban su favor; a los reprendidos jefes de guardia, qué eran
amnistiados con una sonrisa. Y tampoco es posible olvidar a todas aquellas jóvenes,
que bajo aquellos olvidos de grandeza y severidad, se educaron en la amistad
maternal de la Reina, y de las que, incluso ya presa en el Temple, continuará pidiendo
noticias; aquellas joven citas por cuya inocencia la Reina velaba con tal inquietud,
que por la mañana leía las funciones de la noche para saber si debía permitirlas ir al
espectáculo, aquellas alcurnias y familias que se desarrollaban bajo su tutela, como
bajo la mirada de una vigilante castellana; toda aquella vida de ternuras hogareñas:
prodigar cuidados, atenciones, frases de cariño, medicaciones, auxilios en metálico,
ascensos, nombramientos, todo lo que por tanto tiempo había constituido el único
desvelo y la sola aplicación de su crédito político.
Y los proyectos de reforma vinieron a derrumbar su obra: despidiendo a gentes
abnegadas, alcanzando lo mismo a los más viejos que a los más jóvenes de sus
servidores, de sus amigos, perjudicándoles en su fortuna, en sus existencias, dejando
acaso que algunos pensasen que su señora no había sido lo suficiente capaz para
defenderlos. La Reina pagaba un alto precio por tales economías, para que se
sometiera dócilmente y sin resistencia.
Además, era Reina; y si bien la sencillez de sus inclinaciones veía sin amargura
que las restricciones la aproximaban a sus súbditos y tendían a liberarla de la etiqueta,
en cambio su recto sentido de orientación y formación monárquicos no podían ver sin
despecho y sin alarma las temerarias medidas reformistas de M. de Saint-Germain,
para no dar al Rey más escolta, en lo futuro, que la de cuarenta y cuatro gendarmes y
cuarenta y cuatro guardias de a caballo.
Los ministros se sucedían, sin que el cambio de tales personajes modificara en lo
más mínimo la situación de la Reina, ya que no era más que un cambio de enemigos.
Cuando la cartera ministerial de M. de Saint-Germain pasó a ocuparla el príncipe de
Montbarrey, éste inauguró su relación, con la Reina con una descortesía: pedía la
Reina para un Choiseul, casado con la hija mayor del mariscal de Stainville, la
supervivencia del gran bailío de Haguenau, que poseía el duque de Choiseul,
hermano del mariscal de Stainville; mas la princesa de Montbarrey le arrebató a la
Reina el nombramiento, por influencia de madame de Maurepas, y el cargo fue
concedido al príncipe de Montbarrey.
La Reina pide y obtiene la revocación del nombramiento; pero como el barón
Spon, al hacer la corte a madame de Maurepas, hizo apresurar el registro de las cartas
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de nombramiento, a la Reina no le cabe otro recurso que reprender al ministro.
M. de Montbarrey era un cortesano demasiado ducho para romper abiertamente;
contentóse con hacer a la Reina una guerra de nervios, a imagen y semejanza de sus
patronos M. y madame de Maurepas. Cuando el desorden de sus amores y la venta de
grados militares convirtieron a M. de Montbarrey en un ministro imposible de
sostenerse en el poder, la Reina se tomó el desquite. En Marly jugábase a la sazón un
juego denominado el Miedo, y era un verdadero espectáculo contemplar el rostro y
las congojas del desventurado ministro cuando se aludía a su situación en apuros, en
las sucesivas estaciones del miedo, la muerte y la resurrección. Y las malicias de las
damas que estaban en torno al tembloroso ministro eran alentadas por la sonrisa de la
Reina.
Esta era la conducta casi diríamos corriente entre los ministros y la Reina, como,
por ejemplo, con M. de Sartines, el amigo de Montbarrey, que había dado a la Reina
ocasión para no llamarle más que el abogado Pathelin o el amable embustero. Y lo
mismo ocurría con todos: los unos, aliados en contra de la Reina pollos recelos y
perfidias de Maurepas; los otros, por las teorías utópicas y económicas de Turgot y de
Necker. La Reina no correspondía a todos más que riéndose y haciendo reír a los que
la rodeaban, permitiendo a la princesa de Talmont tomar al ministro Laverdy por el
boticario de la corte y constituirse en su pesadilla acerca de las operaciones
financieras, con las que ella hacía toda suerte de drogas perniciosas, alteradas y
falsificadas. Pequeñas y mezquinas venganzas de esa y otras clases de hostilidad
sostenida extendían por la corte y fuera de ella la mentira y el desamor.
La Reina empleaba la malicia de su ingenio en contra de los hombres que se
servían de otras armas. Aconsejar un cambio, tomar y seguir una iniciativa, meterse
con un ministerio, eso no lo pensaba ni por asomo. Aborrecía demasiado los asuntos
de Estado y su fastidio. Su pereza de mujer la tenía bastante dominada para
desempeñar el papel que gran parte de la opinión pública ya le atribuía, es decir,
gobernar al Rey y andar entre tantas intrigas. ¿Cuál, pues, había sido el arma de que
hasta entonces habíase valido esta Reina para hacer caer en desgracia a los amigos
que pretendían mezclarla con las cosas de la política? Apenas unas concesiones.
Trató de conseguir el reconocimiento de algunos derechos, obtener algunos
privilegios en el teatro y otorgar algunas pensiones para las gentes de letras. Habíase
dedicado a hacer dichosa a la gente más que a la tarea de crear y formar nuevos
ministros. ¿Cuándo se había metido con los asuntos del ministerio? Cuando fue el
momento de pagar una deuda de gratitud a M. de Choiseul. Intervino en el proceso de
M. de Bellegarde, pidiendo la revisión del mismo para evitar que un valiente oficial
fuese sacrificado al partido de M. de Aiguillon por mera desobediencia al duque de
Choiseul, y había intervenido en el asunto del duque de Guines, perseguido por
Turgot y Vergennes, como amigo del duque de Choiseul, y complicado en la causa de
un secretario que en Londres había jugado sobre los fondos públicos. Estas solas y
únicas intervenciones en los asuntos de Estado no fueron más que por arrancar dos
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víctimas a los resentimientos de un partido que trataba de deshonrar a otro partido.
Cuando, alrededor de la Reina, se constituyó el grupo Polignac, no fue sólo la sed
de intriga y la avidez de dominar lo que hizo que se agruparan, los amigos de la
Reina; fue también la fatalidad y la necesidad. Al margen de las ambiciones e
intereses de cada uno, en oposición con las inclinaciones y el temperamento de la
Reina, había el imperio de una situación que requería la lucha. La Reina no se veía
solamente atacada, estaba amenazada, y se la había puesto en la necesidad de
defenderse. El omnipotente partido francés se hallaba organizado en todas partes,
haciendo la recluta de sus correligionarios de todas las capas sociales, exasperado por
el amor del Rey hacia la Reina, inquieto por el futuro de este amor. Engañado por la
nueva fidelidad de este Borbón, que rechaza de plano el adulterio, el partido francés
se atreve a confesar a media voz la finalidad de sus actividades, de su obra
implacable, la audacia de sus esperanzas: la retirada de la Reina al Val de Grace.
Había llegado el momento en que la Reina debía aprestarse a la lucha. Y, sin
embargo, ¡cuántas luchas en su fuero interno, cuántas conturbaciones, cuántos
terrores por su responsabilidad, cuántas lamentaciones por su tranquilidad y su dicha,
hasta el momento en que se decide a hablar al Rey y a hacer que sus amigos entren en
el Gobierno, hasta el día en que un ministro fiel, M. de Castries, se encarga de la
cartera de Marina!
Por fin, la Reina ya tenía en el ministerio a un ministro dispuesto a acceder a sus
deseos. Pero esta victoria se consolidó aún más con la significativa designación de M.
de Segur, antiguo héroe, que llevaba al ministerio de la Guerra su experiencia, sus
conocimientos, un cuerpo casi mutilado, pero cubierto de gloriosas cicatrices.
Debido a la entrada de M. de Castries y M. de Segur en el Gobierno, la nueva
victoria ganada por la Reina parecía llevar al ministerio todo a mejores disposiciones
y a manifestaciones de sumisión a su soberana. Contra Maurepas se había concertado
un acercamiento y alianza entre la Reina y Necker, al ser nombrado M. de Castries,
sorpresa precipitada, por Necker en ausencia de Maurepas. M. de Necker convenció a
la Reina con aquello de que su popularidad convencía a Francia entera de que él era
algo así como una providencia y un hombre imprescindible para el bien y la
seguridad del Estado; y la Reina creía plenamente en aquel aserto, y creía en M. de
Necker como creían, exceptuando a madame de Polignac, todas las mujeres de la
corte, cuya lista da Carracciolo a Alembert, «la imperiosa y altiva duquesa de
Gramont, la hermosa condesa de Brionne, la princesa de Beauvau, el ingenio
seductor; la idolatrada condesa de Chalons, la magnífica princesa de Henin, la esbelta
condesa de Simiane, la picante marquesa de Coigny y la dulce princesa de Poix».
Atraída como todas ellas, la Reina olvidábase hasta de las reformas que Necker
preconizaba. Le mantiene y retiene en su cargo, comprometiéndole a no presentar su
dimisión, y rogándole que tenga paciencia hasta la muerte de Maurepas. Hasta el
propio M. de Vergennes hacía acallar sus personales rencores. Entre él y la Reina se
estableció un trato de buena relación, al menos guardando las apariencias, a propósito
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de las amigables disposiciones de Austria. Y en tanto, M. de Maurepas falleció.
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Aquel desfile y aquella embajada no tienen fin. Nuevamente los representantes de
los seis cuerpos de artes y oficios, de los jueces-cónsules, de las compañías de
arcabuceros y del Mercado aparecen para dar su enhorabuena. ¡Todo son canciones,
músicas, estruendos, risas, todo lo que engendra el amor de un pueblo!
La Reina abandonó muy pronto su lecho; el 29 recibió a sus damas, y el 30 a los
príncipes y princesas. Y el 2 de noviembre se celebró la gran recepción. El mismo día
del alumbramiento se levantó de la cama y permaneció en su canapé. Su único anhelo
era compartir y repartir su alegría, en derredor suyo, sobre el pueblo, en caridades, en
acertadas disposiciones. Su felicidad anhelaba hacer dichosos; y a madame de
Lamballe le dirigió esta carta, en la que la Reina se nos muestra entera, en la que se
vislumbra su corazón de amiga, de soberana y de madre feliz:
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La Reina no juzgaba mal a su amiga. En efecto, madame de Polignac era sincera,
se sentía violenta ante tantas bondades de la Reina. Despreocupada, desinteresada,
carente de pasiones, enemiga de los asuntos del Estado, de las incertidumbres y
aturdimientos, de las situaciones encumbradas, madame de Polignac parecía como si
estuviera afecta a aquella filosofía del amor del hogar, a la egoísta serenidad de las
mujeres viejas del siglo XVII Por esto, como han dicho algunos de sus amigos, no es la
comedia del miedo, sino un miedo sincero el que siente al verse abrumada con el
cargo de gobernanta de los príncipes de Francia. Después de la entrevista celebrada
entre Besenval y la Reina, la de Polignac acogía a Besenval con las siguientes
palabras:
—¡Os tengo un odio cerval a todos… queréis sacrificarme!… He conseguido de
mis parientes y amigos que durante dos días no me hablen de nada y me dejen sola
con mis pensamientos.
Fueron precisos muchos días de insistencia por parte de la Reina, muchos días de
insistencia por parte de sus amistades, que le decían que un cargo así no es de los que
se rechazan, para que madame de Polignac se decidiera a aceptar a suceder a madame
de Guémené.
La Reina, al nombrar a la duquesa de Polignac gobernanta de sus hijos, quiso que
su situación corriera pareja con la dignidad de ese alto cargo. Quiso que toda la
nobleza, todos los extranjeros de distinción fuesen admitidos en su casa y que se
reservaran días de recibo a una sociedad más íntima. Casi todos los días la Reina iba
a almorzar a las habitaciones de los duques, ya con un número reducido de personas
escogidas, ya con la corte. Los honorarios de la gobernanta no hubieran podido cubrir
los gastos de aquel salón, que se convertía de hecho en el salón de la Reina de
Francia. Se fijó una pensión de ochenta mil libras para el duque y la duquesa de
Polignac. A poco, el duque fue nombrado director de correos y de las caballerizas,
con la reserva del correo de cartas que Luis XVI dejaba a M. de Ogny, por no querer
confiar a un hombre de mundo aquel puesto que exigía tanta, discreción.
No pasó mucho tiempo sin que la Reina se pasara la vida en los aposentos de
madame de Polignac. ¡Cuán bellas eran aquellas horas dedicadas a la intimidad, a la
libertad, a la alegría en la gran sala situada al extremo del ala del palacio que daba a
la Orangerie!
En el fondo veíase un billar, a la derecha un piano, y una mesa de juego a la
izquierda. SI juego, la música y la conversación entre diez o doce amigos eran los
pasatiempos. María Antonieta se encontraba allí feliz:
—Aquí estoy como el Rey en su trono. Esto decía de una manera encantadora: y
para olvidar su puesto de Reina iba allí todos los días para permanecer en compañía
de madame de Polignac y de su tertulia; a menos que la Reina no se llevase a su
amiga al Trianon con toda la compañía de su salón.
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CAPÍTULO IV
Marly había sido hasta entonces el palacio de la corte de Francia durante los
estíos. Pero Marly continuaba siendo Versalles y su protocolo. Hasta mediados del
reinado de Luis XV las damas habían vestido «el traje de corte de Marly». Eran de
rigor los diamantes, las plumas, el colorete y las telas bordadas en oro. Todavía los
pabellones y jardines estaban algo ambientados con la sombra de Luis XIV, su
grandeza y su fastidio.
Los edificios de Marly ostentaban el orden y la jerarquía de un Olimpo; allí
incluso la Naturaleza se engalanaba con sus mejores galas; el paseo era real y estaba
cubierto con un dorado dosel.
A María Antonieta no le agradaba nada de aquella etiqueta, ni de su arquitectura,
ni aquel paisaje. Y menos aún el juego, aquella manera fuerte de jugar que tenían en
Marly, y que no gustaba a María Antonieta y cuyos excesos censuraba el Rey. El
Trianon, convertido en la casa de campo de María Antonieta, era a la vez su retiro y
todo su amor.
¡Qué vida tan distinta aquélla! ¡De qué modo llegó a divertirse sin molestias y sin
el boato de la corte! ¡Qué sucesión aquélla de días, de meses, tal vez demasiado
cortos, sustraídos a la realeza y dedicados a la familia con sus alegrías privadas! ¡Qué
placeres, lejos de la fastuosidad de Versalles!
En el Trianon no existía la corte oficial, sino una pequeña y reducida corte de
amigos, a los que su vista, un poco corta, no se molestaba en reconocer por medio del
cristal escondido entre su abanico; nada de molestias, nada de corona, nada de trajes
de gala. La Reina perdía todo su rango y carácter en el Trianon… apenas si hacía el
papel de ama de casa. Aquella vida era la que haría en cualquier castillo, con su
ambiente fácil y todas las comodidades habituales. Cuando María Antonieta entraba
en cualquier sala del Trianon, su aparición no era obstáculo para que las damas
continuaran tocando el piano o haciendo el bordado en las tapicerías, ni los hombres
interrumpieran la partida de billar o de tric-trac.
El Rey iba al Trianon a pie y sin escolta. A las dos llegaban los invitados de la
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Reina para comer, y a las doce regresaban a Versalles para dormir. Abundaban las
diversiones y recreos propios del campo. La Reina iba vestida de percal blanco, con
pañoleta de gasa y sombrero de paja, corría por los jardines, iba de su granja a su
lechería, llevaba a sus invitados a comer huevos frescos o a beber leche; iba a buscar
al Rey a un bosquecillo donde había ido a leer, para merendar sentados en la hierba;
unas veces iba a ver cómo ordeñaban las vacas, otras pescaba en el lago, o bien,
sentada sobre el césped, descansaba del bordado y de la malla, hilando con un huso
de campesina.
El encanto de la Reina residía en aquella sencillez. ¡Cuántas novedades, cuántas
ilusiones no encontraba en aquel papel de pastorcilla y en aquella charla inocente de
la vida del campo! Aquel paisaje era el lindo reino de aquella soberana, que lloraba
viendo representar Nina y que no quería en torno suyo «más que flores, paisajes y
cuadros de Watteau». ¡Cuán grata parte de su ser y de sus gustos era el Trianon! ¡Ese
Trianon donde aún hoy vaga su sombra! ¡El lugar donde, a pesar de la ingratitud del
mundo, del silencio, del olvido de la Naturaleza, todo habla, como un vacío
escenario, recordando los bellos días que allí pasó María Antonieta! ¡Allí el paseo del
curioso visitante vacila y tiembla, al pensar que tal vez está caminando por les
mismos senderos por los que caminara la Reina!
El sueño de la Reina se ha convertido en realidad. El Trianon de María Antonieta
está ya acabado, con sus iluminaciones y el fulgor mágico de sus bosquecillos. Ha
tenido su inauguración y sus apoteosis, celebrado todo en honor del emperador José.
En medio del verdor, allí está el palacete blanco. Si damos la vuelta al tirador
cincelado de una puerta, entonces, como por encanto, surge una escalera de piedra,
con grandes descansillos. Las iniciales M. A. se entrelazan en los hierros de la
magnífica baranda, y los caduceos se cruzan con las liras, esas liras que, como armas
del palacio, surgen sobre los hierros de las chimeneas. En los muros desnudos de la
escalera sólo se ven festones de hojas de roble, hundidos en la piedra. Frente a la
escalera se adelanta una cabeza de Medusa que, sin embargo, no impide que la
columna pierda en altura.
El comedor viene después de una antecámara, cuyo piso de madera deja ver la
huella del hueco sobre el que se montaba, para asistir a las orgías de Luis XV, la
maravillosa mesa de Loriot, con sus cuatro sirvientas. Allí empiezan la
ornamentación y la talla sobre maderas, ejecutadas por orden de María Antonieta:
carcajes cruzados, esculpidos en los paneles de madera, bajo coronas de rosas y
guirnaldas de flores. Junto al comedor había un saloncito que tiene en relieve, por sus
cuatro lados, todos los accesorios e instrumentos de la Vendimia y de la Comedia:
guirnaldas de racimos de uvas, cestas y cestillos de frutas; las máscaras y tambores de
los vascos; las castañuelas, caramillos y guitarras, y bajo las barbas de mármol de los
chivos de la chimenea continúan los racimos de vid.
En el salón grande, de, una rosácea de flores pende una gran araña. En cada uno
de los cuatro rincones de la cornisa vuelan grupos de amorcillos. Cada uno de los
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paneles, sobre los que campean los atributos de las Artes y las Letras, arranca de un
tallo una flor de lis, tres veces florido, con guirnalda de laureles, y que lleva como
cimera una corona de rosas en pleno florecimiento.
Antes de la habitación de la Reina pasamos por un pequeño gabinete, en el que
corren sobre la madera los arabescos más finos; son esas pirámides absurdas y
maravillosas del arte antiguo, con amores que sostienen cuernos de la abundancia
llenos de flores; trípodes con pebeteros humeantes; palomas, arcos y flechas
cruzados, pendientes de cintas. A todo lo largo de la alcoba corren ramos de amapolas
mezcladas con florecillas. El lecho se esconde bajo los encajes, y la blanca seda. El
colchón es de una finísima seda azul, relleno con duvet de pato. Bandas de seda de
Granada, con franja de perlas sirven de alzapaños. ¿Y aquel reloj, cuyo cuadrante es
mantenido por las dos águilas de la casa de Austria, y sobre cuyo pedestal labrado se
destacan la borla de polvos de Estela y el sombrero de Nemorí, no sería el reloj que
marcase las horas en la alcoba de María Antonieta, ese reloj olvidado hoy en la
habitación de al lado?
Descienden del palacio a los jardines dos escaleras en forma de terraza. Al pie de
la magnífica fachada, adornada con cuatro columnas corintias, comienza el jardín
francés, trazado en 1750 para hacer compañía al jardín a la italiana, que se ve
separado del gran Trianon por dos grandes verjas. Por doquier abundan las flores en
sus macetas blancas y azules, cuyas asas dan la impresión de cabezas. Sobre una de
las fachadas del salón se abre un decorado primaveral y galante: el decorado de los
personajes y las comedias de Lancret. Se trata de un salón abierto o terraza cubierta,
esas formas arquitectónicas al descubierto de forma dieciochesca, que tan bien
cuadraban con el verde paisaje; esas barreras, a través de las cuales pasan el cielo y
las flores, el céfiro y las miradas; es lo que se llamaba la salle de fraicheurs, con sus
dos pórticos de emparrado y sus treinta y seis arcos, cada uno con un naranjo debajo,
y con sus pilastras, rematadas en forma de tilo tallado.
A la derecha del palacio, por el otro lado, se accede enseguida, a la creación de la
Reina: el jardín inglés. «El surtidor corre para los extranjeros y el arroyo para
nosotros», podría muy bien decir la Reina, como la Julia de Rousseau. Aquí lo
caprichoso y lo natural de la naturaleza se dan el abrazo. Hay murmullo de aguas que
serpentean y corren; los arbustos parecen esparcidos a capricho del viento. Hay
ochocientas clases de árboles de las especies más raras: la melaza llorona, el pino
incienso, la carrasca de Virginia, el roble rojo de América, la acacia rosa, el haba y el
sófora de la China. Todos unen su sombra y dan una magnífica combinación de todos
los matices de las hojas, desde el verde negro purpúreo al rojo cereza. Las flores dan
la impresión de haber sido sembradas a voleo; el terreno tiene por todas partes
inclinaciones, barrancas, cavernas, cortes que ocultan hábilmente la acción de la
mano del hombre. Las avenidas hacen curvas, se interrumpen, o toman el trayecto
más largo, para no presentar demasiado el aspecto de cintas. También, pueden verse
rocas con arena de montañas, y el césped sustituye al prado.
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En medio de un bosquete de rosas, jazmines y mirto, se levanta un mirador: es el
Belvédère, desde el que la Reina puede admirar todos sus dominios. Un pabellón de
forma octogonal que, sobre sus cuatro puertas y sus cuatro ventanas, repite por ocho
veces, en figura sobre los muros y en atributos encima de las puertas, la alegoría de
las cuatro estaciones, esculpidas por el cincel más fino y hábil del siglo. A ambos
lados de la escalera, se alzan ocho esfinges con cabeza de mujer. En su interior
descuella el pavimento de blanco mármol, cruzado por elipses de mármoles azul y
rosa. Sobre los muros estucados y bajo las ventanas corren los arabescos. Esos muros
de porcelana parece como si un leve pincel volante, encantador, lo hubiera salpicado
de caprichos y de luces. El pintor reproduce el poema de las tallas de madera del
palacete, dándole nueva vida y poblándolo de animales; todo son carcajes, flechas,
guirnaldas de blancas rosas, ramitos deshechos y lluvia de flores, caramillos y
trompetas, y camafeos azules, y jaulas abiertas, pendientes de cintas; monos y ardillas
arañando un vaso de cristal, que contiene pececillos. En medio del pabellón se ve una
mesa, de la que penden tres anillos, y que descansa sobre tres pies de bronce dorado:
es la mesa en la cual desayuna María Antonieta: el Belvédère es su comedor de la
mañana.
María Antonieta puede dominar desde allí la roca y la gruta «perfecta y bien
emplazada», y el salto de agua, y el agua y el lago, y bajo la sombra de los arbustos,
los dos puertos de embarque y la galera con las flores de lis, y el río.
Como rotonda abierta a todos los vientos, allí se encuentra el templo del Amor, en
donde Cupido de Bochardon trata de hacerse un arco con la maza de Hércules. Allí
hay también el arroyo y sus pasarelas, cada una de las cuales tiene una compuerta
formando esclusa. Detrás, el semicírculo de emparrado, bajo el palanquín chino, que
permite el juego de las sortijas, con sus ocho sitiales formados con quimeras y
avestruces. Al borde del río, vemos a los bosquecillos divididos en pequeñas
fracciones y cultivados como huertecillos; y allí, en fin, el fondo del jardín, la
perspectiva del cuadro, el fondo de la decoración: es el paraíso de Berquin, la Arcadia
de María Antonieta: la Aldea, aquella aldea, que hace al Rey disfrazarse de molinero
y al conde de Provenza de maestro de escuela, la aldea, con sus casitas, arracimadas
como una familia, cada una de las cuales tiene su jardincillo, para facilitar los medios
para convertir a cada una de las damas del Trianon en una campesina, con cuidados y
atenciones de campesinas. Junto al agua, está la lechería de blanco mármol. A su
lado, la torre de Mambrú se refleja en el estanque, torre que tomó el nombre de una
canción que cantaba la nodriza del Delfín. La cabaña más bella de todas y la que más
se destaca es la casa de la Reina: tiene macetas plantadas: de flores, emparrados y
cenadores.
¡Nada se encuentra a faltar en aquel pueblo en miniatura de ópera cómica!; ni la
casa del alcalde, ni el molino, que hasta gira, ni el lavadero también en miniatura, ni
los techos de paja, ni los balcones rústicos, ni los recuadros de plomo en los vidrios,
ni las escaleritas que suben por los flancos de las casitas, ni los graneritos para la
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cosecha… La Reina y Hubert-Robert han pensado en todo, y no se olvidaron ni
siquiera de pintar grietas en las piedras, en el yeso, rasgaduras en las vigas y en los
ladrillos de los muros, ¡como si el tiempo por sí solo no arruinase bastante de prisa
los juegos de una Reina!
Los invitados de la Reina en el Trianon, su sociedad, como se decía, eran los tres
Coigny: el duque, que había continuado en el favor y amistad de la Reina y no había
tomado parte en la caída en desgracia del duque de Lauzun y del caballero de
Luxemburgo; el conde de Coigny, joven robusto, de buena salud y del mejor humor, y
el caballero de Coyny, joven bien parecido, muy solicitado en Versalles y en París,
buscado por princesas y por financieros, lisonjero y zalamero, al que las mujeres
llamaban Mimí; el príncipe de Henin; un loco, filántropo de la corte; el duque de
Guines, que era el chismoso de Versalles, porque conocía todas las murmuraciones, y
era, además, un músico y flautista excelente; el bailío de Crussol, que se entregaba a
las bromas con un rostro impasible; y luego venía la familia de los Polignac; el conde
de Polastron, que tocaba el violín como un consumado maestro, el conde Andlau, qué
era el marido de madame de Andlau, y el duque de Polignac, al que su fortuna no
había cambiado y que era un hombre lleno de simpatía.
A todos estos nombres se unían algunos extranjeros distinguidos por la Reina:
como el príncipe de Esterhazy, M. de Fersen, el barón de Stedingk. Pero la base de la
sociedad del Trianon radicaba en tres hombres: M. de Besenval, M. de Vaudreuil y
M. de Adhemar que eran en efecto los que la dominaban.
En aquella época en todas partes de Europa nacían franceses. Pierre-Víctor, barón
de Besenval, era un francés nacido en Suiza. Había servido bajo las banderas de
Francia y siempre había hecho gala del ardor y alegría de nuestro valor. Enviado de
nuevo a la lucha, en la célebre batalla de Aménebourg, casi diezmada su división,
volvía a reintegrarse a su puesto de combate y mientras le gritaban:
—¿Qué hacéis todavía aquí, barón? Vuestra misión ha terminado ya.
—Eso es como el baile de la Ópera, qué uno se aburre, pero sigue allí mientras
tocan los violines —contestó él.
M. de Besenval volvía a la corte con el recuerdo de aquella frase feliz, y con su
buen aspecto. El porte que conserva en el aguafuerte de Carmontelle es imponente:
alto, bien formada la pierna, bien hechurado el talle bajo su casaca con alamares, tipo
fino y elegante, nariz grande de perfil perfecto, boca pequeña de labio levantado,
gesto burlón y desdeñoso, las manos en los bolsillos, lleno de insolente gracia,
satisfecho de su persona, y preparado a reírse de los demás. El placer fue la única
ocupación de M. de Besenval hasta la muerte de Luis XV y después, por razones de
su graduación se ve cerca al conde de Artois, coronel general de los suizos. M. de
Besenval traba amistad con él, gana su confianza y es nombrado teniente general de
los ejércitos del Rey. Llega luego a gran cruz, comendador de San Luis, inspector
general de los guardias suizos; todo ello, sin sentir asombro ante su suerte. «No me
felicitéis por mi suerte —escribía—. Sólo la debo al azar; yo no he tenido ni arte ni
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parte…»
M. de Besenval era un gran amante de la vida. Poseía todos esos gustos nobles y
pasiones bellas, que son en realidad el adiós de un mundo que se derrumba. Rico,
colmado de sueldos, soltero, sin gastos de familia, ni de representación, manejaba sus
ingresos con tino, derrochando el dinero en cosas bellas, cuadros, estatuas, bronces,
porcelanas y bacanales de mármol blanco de Clodión. Como el príncipe de Ligne, era
un enamorado de los jardines, y daba sus consejos para los embellecimientos del
Trianon y llevaba a ellos los invernaderos de Schoebrun. Era de su siglo, amaba el
amor, la corte, la vida y sus amigos, acaso más de lo que él creía. En el fondo era un
taciturno, desabrido y gruñón en su vida íntima, duro con sus gentes. Apenas salía de
su casa salía también de sí mismo, y era en sociedad el más alegre y amable de los
hombres de salón. Era un joven feliz que se veía forzado a mostrar sus arrugas y
cabellos blancos para que los demás se dieran cuenta de ello. A la edad de sesenta
años quiso formar parte de la sociedad del Rey, de la de los cazadores, que era la
única sociedad de Luis XVI; y entonces pretende hacerse pasar como si fuera un
joven de veinte abriles; se endosa la levita gris de los principiantes, tomando los
cuarteles de la nobleza, monta en las carrozas, y en un abrir y cerrar de ojos le
tenemos en la cacería. En la muerte de Berwick estuvo presente, y cuarenta años más
tarde se halla presente en la muerte del ciervo.
Pero calumniaba a su éxito cuando decía a un duque que volvía a Versalles
después de seis meses de ausencia:
—Voy a contaros el secreto: poneos una casaca parda, una vesta parda, un
pantalón pardo, y podéis presentaros con confianza: y con ello tendréis todo lo que se
precisa para triunfar.
Si él había conseguido el triunfo lo había hecho por otros méritos: era un
cortesano, sí, pero un hábil cortesano, audaz, moderno, sin servilismo y sin
gazmoñería. En su persona todavía quedaban reminiscencias del soldado de suerte y
del suizo. Sus expansiones eran estallidos, vivacidades, imprudencias, que dejaba
llegar hasta donde él quería. Cuando se abandonaba lo hacía con plena sangre fría, y
si insinuaba lo hacía con brusquedad, halagando con tono rudo. Daba la impresión de
uno de esos hábiles malabaristas, cuyas toscas manos cuidan los objetos que parecen
manejar con rudeza, haciéndolas temblar, pero sin romperlas.
En la corte hablaba de todo, presumiendo de saberlo todo, porque su cabeza era
algo así como el índice de una enciclopedia; en la corte hablaba de todo después de
haber hecho un estudio de todo lo que parece prudente debe callarse a los soberanos.
Por aquel riente rostro se excusaban sus temeridades. Las libertades no parecían
molestas en su boca. Sus familiaridades se interpretaban como bonacherías, sus
cóleras como ingenuidades, sus chuscadas como germanismos, y ni siquiera se le
censuraba aquel aire de soldado de los guardias suizos que nunca olvidaba.
—¡Barón, qué mal tono! —le decían las damas—. ¡Sois terrible!
Y con estas palabras quedaba perdonado; porque poseía el gran encanto y la
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suprema ciencia de tener un gusto excelente en el mal gusto.
Tanto en el natural, como en el papel de cortesano que desempeñaba, no hacía
más que animar las inclinaciones de María Antonieta, inducirla en sus diversiones,
aligerar su conciencia de Reina… en una palabra, convencerla del derecho que le
asistía para gozar de las alegrías como las personas privadas; y M. de Besenval no
dejaba en olvido aquella misión: ¡Cuántas exhortaciones y qué batalla contra los
prejuicios de la etiqueta! ¿No era un espejismo el constreñirse, el condenarse a las
impaciencias, al fastidio, el privarse de las delicias de la sociedad, las delicias que
cualquiera de sus súbditos se permitían? ¿Por qué razón, en aquel siglo de liberación,
no deshacerse de los prejuicios de las costumbres? ¿No era una ridiculez creer que la
sumisión de los pueblos estuviera en razón directa del mayor o menor número de
horas que una familia real pasara, en el círculo de cortesanos aburridos y fastidiosos?
¡Estas eran las lecciones que un filósofo indulgente y oportunista daba y que
aplaudían los huéspedes del Trianon, y que la Reina de Francia se inclinaba a
escuchar como la voz de la razón traviesa y de la amistad prudente!
El conde Vaudreuil era hijo de un gobernador de Santo Domingo enriquecido
durante su mandato. Su tío, comandante de los guardias franceses, había muerto
siendo teniente general y gran cruz de San Luis. M. de Vaudreuil era rico; bien
emparentado y bien encaminado, había tenido por suprema ambición no ser más que
un perezoso y entregar su vida a sus preferencias.
Era un aficionado, un curioso, para hablar a la manera de la época, pero un
aficionado lleno de erudición y de conocimientos, que realizaba las compras de
objetos por sí mismo, y que saboreaba lo que adquiría. Había convertido su magnífico
hotel de la calle Chaise, desalojado previamente de la escuela francesa del siglo
dieciocho, en el panteón de los dioses menores.
M. de Vaudreuil era un admirador de las artes y las letras, así como de sus
creadores. En su mesa cada semana se reunían los artistas y literatos; y por las tardes,
sobre la mesa de su salón, los instrumentos, pinceles, lápices, colores y plumas
invitaban a todos los talentos y tentaban a todos los genios.
Desde su juventud había formado parte de lo más selecto y elevado de la más
íntima sociedad de Versalles, y sus ojos y oídos se habían ejercitado dentro de ella,
cíe suerte que la humanidad no le parecía ni muy bella ni muy grande. Lo que más le
encantaba era la inteligencia, sobre todo la francesa: el esprit. Tenía como amigos a
todos los hombres de ingenio y era el admirador del ingenio de Chamfort; aquella
alegría vengativa suya le gustaba en extremo, esa alegría que es a la vez comedia y
consuelo de un hombre caballeroso y carente de ilusiones, que riendo nos demuestra
con vanidades que nada somos y nada valemos. También era él un valioso
conservador, que habitualmente hablaba poco, ocultándose detrás del ruido de las
palabras y de los necios, pero de improviso, lanzaba presto, sin ruido, su flecha, recta
al blanco. En los juegos de fisonomía y de gesto, que a menudo dicen más que la
palabra misma y tienen mucho más alcance, brillaba de un modo especial, sobre todo
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en lo que no se dice y se sobrentiende. Cuando sonreía lo hacía de un modo
malicioso, si ironizaba lo hacía de un modo implacable, murmurando de los demás
sólo con su única arma: el silencio.
M. de Vaudreuil había tenido de joven un rostro agraciado, que después las
viruelas se encargaron de arruinar. Sólo le había quedado el gesto y los ojos. Siempre
tenía los nervios alterados, sufriendo languideces y desvanecimientos; atormentado
por los esputos de sangré, sabía obtener por sus sufrimientos la condescendencia, el
interés y los beneficios y derechos de un enfermo. M. de Vaudreuil se había
acostumbrado a la caridad de madame de Polignac y a la indulgencia de sus amigos.
Cuando alababa lo hacía de manera vehemente, así como cuando censuraba,
antojadizo, desigual, a veces mohíno; su carácter sufría cambios a veces diarios de
acuerdo con su estado de salud; pero en el fondo tenía esas sólidas virtudes que
generalmente se encuentran en el fuero íntimo de los escépticos, y que con la fe del
corazón rescatan la duda del espíritu; era abnegado, constante en sus amistades,
noble, generoso, bienhechor, sincero y leal.
M. de Vaudreuil era además el hombre que en Francia mejor conocía el mundo y
sus usanzas. Si se había iniciado en él con una torpeza, había terminado por dirigirle
con la perfección de sus maneras. Nadie en la corte mejor que él sabía emplear,
sucesivamente y siempre de un modo oportuno, la expresión exacta y precisa que
convenía a la cortesía; sabía mostrarse serio o travieso, familiar o respetuoso,
mantenerse en la blanda indiferencia o entregarse a la actividad apresurada; en fin,
utilizar, sin confundirlos, todos los testimonios y manifestaciones de la consideración
que forman el intercambio social y el arte de agradar. Nadie como él le igualaba en el
arte de acercarse a una mujer de manera respetuosa.
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La suavidad, facilidad, cierto ingenio y mucha complacencia eran otras tantas
cualidades que poseía. Componía versos, canciones, romanzas, representaba
comedias a las mil maravillas, acompañaba al clavecín, bromeando siempre como un
loco, pero en tono menor, dejando el tono elevado para Vaudreuil y Besenval, sin
ofuscar a nadie cortejaba a todos, y en el Trianon corría tras de la musa de Bouffleur,
que se burlaba de sus reumatismos.
Bajo la capa de su modestia y su humildad ocultaba una desmesurada ambición y
acariciaba proyectos de embajadas, en tanto que componía una redondilla sobre un
pie forzado; no conoció nunca el enojo, era feliz, sentíase agradecido y mostrábase
agradable. Cuando las mujeres no tenían nada que decir le hablaban, y también los
hombres cuando no tenían nada que hacer.
Las mujeres habituales del Trianon eran: la joven cuñada de la Reina, madame
Elisabeth, su entrañable compañera; después la condesa de Chalons, Andlau por parte
de padre y Polastron por su madre, cuyas sonrisas se disputaban M. de Vaudreuil y
M. de Coigny; luego, aquella amable estatua de la melancolía, lánguida persona, con
la cabeza inclinada sobre el hombro: la condesa de Polastron. Además aquella otra
mujer de veinte abriles, que parece el más bello de los muchachitos; una mujer buena
y sencilla, a pesar de todo el ingenio que posee y que le brota sin esfuerzo alguno por
su parte; elegante, sin pretender serlo; superior, y que sin embargo, no es sino la
alarma de los tontos; casta, porque como ella misma ha dicho: «No serlo es
renunciar». Esta mujer no es otra que madame de Coigny.
Junto a la condesa de Polignac aparece también su hija, la duquesa de Quiche,
bella como su madre, pero con más esfuerzo y menos naturalidad; y junto a la
condesa de Guiche habla y se agita la condesa Diana de Polignac.
En Diana de Polignac todo lo era el espíritu; la mujer en sí no era nada. Le
bastaba sólo con hablar para hacerlo olvidar todo; su cuerpo, su cara, su tocado, lo
poco que había recibido y lo poco que se esforzaba en parecer bonita.
Lo que la hacía más amable era su malicia, su modo de encararse con las cosas,
que la vengaba de sus enemigos veinte veces por día, la forma perspicaz de su
pensamiento y la delicada sal de sus epigramas, talentos que la hacían casi seductora,
pese a su naturaleza poco agraciada.
Diana de Polignac gustaba también por aquella visible lucha que mantenía entre
su cabeza y su corazón, su paso repentino de la alegría a la emoción mediante aquel
perpetuo cambio de tono de su alma, por esa mezcla y sucesión de ternura y de
comedia, de ironía y de sensibilidad. Su carácter era curioso, audaz, siempre
dispuesto, al que nada ni nadie intimidaba; un alegre humor que no conocía la pausa,
una despreocupación insolente, a la vez que contagiosa; una mujer inapreciable en
una corté para desempeñar en ella el papel de animadora, aturdidora y, sembradora de
la confianza; para arrimar la candela a las conversaciones, desafiar las alarmas,
disipar los negros pensamientos, hacer promesas de alegría y burlarse del futuro.
Y, por último, estaba la Reina, que asombraba y que oscurecía a todas las mujeres
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por su encanto y su persona, porque se hace necesario volver siempre a esta palabra
para tratar de describir a esta Reina que reinaba, aun sin corona, y en el mismo
Trianon, por sus deducciones de mujer; por todo cuanto su alma dejaba de traslucir al
exterior, y por todo lo que de ella dimanaba; por la voz, el ingenio, ese ingenio que le
ha creado envidias, incluso entre sus amigos, por el que nadie le ha rendido justicia y
que todos han procurado menguar.
El ingenio que la soberana había recibido de la naturaleza y desenvuelto con el
continuo ejercicio de la benevolencia, tenía un precioso y raro don: la caricia. ¡Qué
de recursos, qué de tacto y delicadeza en el halago habían añadido a sus naturales
disposiciones aquel hábito y ambición de María Antonieta de no permitir que nadie se
despidiera de ella sin recibir de sus labios una de aquellas frases o palabras que no
hacen ingratos!
La Reina desde los comienzos de su reinado habíase negado a adoptar y hacer uso
del acostumbrado murmullo ininteligible, que era corriente en las princesas de
Francia, y que las dispensaba de hablar para acoger a las personas presentadas. La
Reina hablaba a todos, tratando de hallar el camino del corazón o de la vanidad
personal de cada uno, y siempre lo encontraba, con aquella suerte, oportunidad e
inspiración casi providenciales, que en ella, la bienamada soberana, parecían como
una gracia.
¿No era acaso su espíritu el mejor formado y dispuesto para la vida privada? Ella
era la portadora a esta sociedad de la conversación íntima, de todos los encantos de su
regio papel, con libertad y gracia; aportaba su facilidad para condescender con los
demás, la costumbre de entregarlos su tiempo, la tendencia a alentarlos, la ciencia
para dejarlos siempre satisfechos de sí mismos. Podemos aseverar que era su carácter
muy fácil, que poseía una ingenuidad que resultaba encantadora, un aturdimiento que
se prestaba, de la manera más grata, a las pequeñas malicias de los que le inspiraban
afecto; amables enojos, cuando se traducía alguna de sus frases como libertad y
maldad; charlas que tenían el matiz y la ingenuidad de la confianza; alarmas
infantiles frente a las pequeñas inconveniencias que podían escapar de su vigilancia;
ciertos gestos, que tan caprichosamente criticaban las alegrías demasiado vivas; el
olvido de su enfado al ver ante su presencia una cara entristecida; accesos de risa, que
hacían disipar sus disfavores, y todo ello con indulgencia de Reina y perdón de mujer.
En contacto con el esprit de sus amigos, en familiaridad con la frase delicada y el
genio leve que encarnaba el siglo XVIII, el espíritu de la Reina, nacido alemán, había
sabido aprender todas las agudezas de Francia, sin perder nada de su ingenuidad, su
juventud, casi diríamos su infancia. ¡Qué tiempos aquellos! Su espíritu era entonces
el que correspondía a su edad: los libros serios, los negocios de Estado, todo lo que
era dominio del pensamiento y la actividad del hombre le repugnaban y fastidiaban
terriblemente, sin que el rostro de la Reina se tomara la molestia de disimularlo. El
espíritu de María Antonieta cedió al ejemplo de los conversadores más espirituales, y
de los más amenos maestros de la ironía. Pero la ironía de la Reina no producía
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heridas, antes bien se parecía a la malicia de una jovencita: se la hubiera creído una
travesura de su alegría y de su buen sentido.
Como la Reina era una amante de las letras, concedió una pensión a Chamfort,
amigo de M. de Vaudreuil, y ella misma le anunció la noticia, con palabras tan
halagadoras, que el agraciado dijo que jamás podría repetirlas ni olvidarlas mientras
viviera. Pero el único en recibir los favores de la Reina no era el autor de Mustapha et
Zéangir. María Antonieta recogía aplausos para todas las cosas del pensamiento que
estaban al alcance de sus ideas y de su sexo. Mientras servía al talento intercedía en
favor del genio. Ella fue la que inició la fortuna del abate Delille, ella fue quien
abogó por el retorno de Voltaire, saludando a su ancianidad y a su musa, y,
acordándose de la presentación hecha por la mariscala de Mouchy, baluarte de la
Enciclopedia, madame de Geoffrin, trataba de hacer recibir en la corte de Luis XVI al
autor de la Henriade.
El único quehacer de la Reina no residía en contar el chisme del día, la
maledicencia de las cortes, la anécdota que no le importaba un ardite. El tiempo de la
Reina, sus mejores horas, eran consagradas a los trabajos amables, atractivos, a las
bellas ocupaciones del arte, en especial a ese arte de la mujer, la música. Los grandes
músicos gozaban de la protección de la soberana, que incluso buscaba su amistad y
hacía la corte a su orgullo. Acercábase a ellos con familiaridad; era una especie de
patronato nuevo, tierno y abnegado el de María Antonieta cuando concedía a Guétry
sus elogios y cumplidos, y a la hija de Guétry el título de ahijada de la Reina de
Francia, cuando con sus «bravos» sostenía a Glück y le aportaba así los aplausos de
la corte entera, defendiéndole con entusiasta fuego contra los ataques de M. de
Noailles; dióle como garante en un asunto de honor al duque de Nivernois, en sus
primeras audiciones le alentó con promesas de éxito, procurando rodear su vanidad
de tantas atenciones como podía, no dudando ella misma de imponer silencio en su
salón cuando Glück se sentaba al clavecín; luchó de tal modo y de una forma tan
personal y directa, que logró el éxito de sus óperas contra las aficiones musicales de
la nación. Garat y la Saint-Huberty recibían iguales atenciones y el mismo celo
protector por parte de aquella Reina que daba a besar su mano a todas las glorias del
arte, del mismo modo que Luis XIV hacía sentar a Moliere junto a él.
La afición que la Reina sentía por la música la había conducido a la afición por el
teatro. Así, el teatro se convirtió en la gran diversión de María Antonieta, la gran
distracción de su espíritu que llega hasta a escuchar la primera lectura de las piezas
teatrales. Llegó a escuchar tres en una semana. La representación de la comedia se
extiende por toda Francia, desde el Palais Royal hasta el castillo de la Chevrette; se
hace necesaria una orden del ministro de la Guerra para imponer la disciplina en los
regimientos entregados al furor cómico y trágico. ¡A qué mujer no le gusta la moda!
¡Y a qué mujer no le gusta la comedia! ¡Y qué aburrido hubiera resultado el Trianon
de María Antonieta sin un teatro!
Como un templo es el teatro del Trianon. Su puerta se alza por uno de los lados
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del jardín francés: tiene dos columnas jónicas, ese frontispicio del que parece volar
un Amor blandiendo una lira y una corona de laurel. La decoración de la sala es de
blanco y oro; las sillas de la’ orquesta y la baranda de los palcos se encuentran
tapizadas de terciopelo de color azul, La primera galería se apoya en pilastras;
hocicos de león, rematados por los despojos de Hércules, y ramas de roble sirven de
sostén para la segunda galería. Encima, sobre el frente de los palcos, en forma de
claraboyas, amorcillos dejan caer las guirnaldas que sostienen. En el techo puede
admirarse una pintura de Langrenée que representa la danza de las nubes y del
Olimpo. Dos doradas ninfas retuercen y alargan sus miembros para hacer las veles de
portaantorchas a ambos lados del escenario; otras dos sostienen en lo alto del telón el
escudo de María Antonieta.
Aquel diminuto teatro que vio trabajar verdaderos actores, en el que se escenificó
la parodia de Alcestes, original de Glück, dio a la Reina la tentación de volver a sus
diversiones de su tiempo de Delfina. Después de mil obstáculos y minuciosos
arreglos, se llegó al acuerdo que, a excepción del conde de Artois, no sería admitido
ningún hombre en la compañía, y que los únicos espectadores serían el Rey,
Monsieur, y las princesas que no tomasen parte en el espectáculo. La condesa de
Provenza, invitada a tomar parte por su narido, negóse, para evidenciar delante de su
cuñada que juzgaba mal aquella diversión incompatible con su jerarquía.
Para emulación de los actores, se añadieron a aquel primer público, las damas le
la Reina, sus hermanas e hijas. A poco, y a medida que aumentaron el éxito y la
curiosidad, se permitió la entrada a los oficiales de los guardias de corps, a los
caballerizos del Rey y de los príncipes, sus hermanos, y hasta llegó a extenderse a
algunas gentes de la corte, los cuales asistían al espectáculo en palcos ocultos por
celosías. El cantor Caillot fue elegido para que formara y dirigiera las voces, en el
género fácil de la ópera cómica. Dazincourt fue designada para fomentar las
disposiciones cómicas de la compañía, instruida y guiada también por M. de
Vaudreuil, que era considerado como el mejor actor de sociedad de París.
Una vez ya preparada y montada la escena, comenzó el ciclo de representaciones
del teatro regio, iniciándose la serie con Le Roí et le Fermier, seguido de La Gageure
imprévue. La Reina, que al decir de Grimm, «ninguna gracia le está negada»,
representaba los papeles de Jenny y de la criada; el conde de Artois los del sirviente y
el de guardabosque; y eran acompañados por Vaudreuil, en el papel de Richard, y por
la duquesa de Guiche, en el de la joven Betzi. Diana de Polignac asumía el papel de
madre, y el del Rey corría a cuenta de M. Adhemar, que hablaba con aquella voz
temblona que tanto divertía a la Reina. On ne s’avise jumáis de tout, y Les Fausses
infidelités fueron las comedias que siguieron a aquellas obras. El conde de Mercy-
Argenteau, espectador que asistía de incógnito al regio teatro desde los palcos
secretos, nos refiere la fiesta de esta manera:
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Rose et Colas, y Le Devin du villaje. En la primera de ellas cabe destacar la
actuación del conde de Artois, del duque de Guiche, del conde de Adhemar,
de la duquesa de Polignac y de la de Guiche. En la segunda obra, la Reina
encarnaba el papel de Colette y el conde de Vaudreuil hacía el papel de
Adivino, y Adhemar, el de Colin. La voz de la Reina es en escena, agradable
y muy timbrada; hace su papel noblemente y llena de gracia; en conjunto, el
espectáculo ha conservado sus líneas como si se hubiera representado en una
sociedad teatral. En el semblante del Rey dibujábanse el contento y una
atención durante toda la función; durante los entreactos entraba al escenario
pasando al camarín de la Reina, donde asistía a su tocado. Monsieur, la
condesa de Artois y madame Elisabeth eran los únicos espectadores de la sala;
los palcos y los balcones estaban ocupados por gentes afectas al servicio de
palacio, sin que hubiera una sola persona de la corte».
«No podéis ser vos gentilhombre cuando nosotros somos los actores; por otra parte ya conocéis
sobradamente mis posiciones respecto a Trianon: allí no tengo corte, vivo como simple
particular».
«A mi entender, creo que mis espectáculos de Trianon deben estar exceptuados de las normas
ordinarias del servicio corriente. En cuanto al hombre que tenéis preso por el daño causado, os
pido que lo dejéis en libertad… Puesto que el Rey dice que es mi culpable, yo le indulto».
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CAPÍTULO V
La vida íntima y las diversiones y afectos que ella proporciona están vedados a
los monarcas. Son como prisioneros de Estado encerrados en sus palacios, de los que
no pueden salir sin hacer decaer la fe en los pueblos y el respeto que les profesa la
opinión. Sus diversiones deben ser grandes y regias: sus amistades, elevadas y sin
confidencias; su sonrisa, pública y general para todos. Tampoco está en su mano
seguir su propio corazón ni abandonarse a él, pues ni siquiera les pertenece.
Al igual que los reyes, las reinas quedan sometidas a esa tortura que les impone la
realeza. Si por un momento se abandonan a sus inclinaciones particulares, nada puede
servirles de pretexto: ni su sexo, ni su edad, ni la sencillez de su alma, ni la
ingenuidad de sus gustos, ni la pureza y abnegación de sus ternuras, nada de todo eso
les conquista la indulgencia de los cortesanos ni siquiera el silencio de los malvados,
ni la caridad de la misma historia.
María Antonieta pasó necesariamente por esta experiencia que fue larga y
dolorosa; porque el comprobarlo no implicó sólo el reconocimiento de un error, sino
también la pérdida de una ilusión: María Antonieta dióse cuenta de que las reinas no
tienen amigos y este fue su mayor dolor. Todas las amistades en que ella había
depositado confianza no eran más que simples bases que se sostenían por cálculo e
intereses. Aquella brillante sociedad de que se había rodeado, se quitaba ahora la
careta, revelando sus exigencias y ambiciones. Su ambición y pretensión común era
que el Trianon fuese la antesala de sus fortunas, método fácil para encumbrarse a los
altos puestos, a los honores, al manejo de los grandes asuntos del Estado. La avidez,
los apetitos, los proyectos, las impaciencias bullían en el fuero íntimo de todos. Y en
aquella corte, que parecía a simple vista como una partida de placer acompañando a
la realeza de vacaciones, se dejaba seducir por la intriga, obligando a la Reina a
defenderse.
M. de Besenval, el amable gruñón de la sociedad, el que desdeñaba todos los
puestos, aspiraba tan sólo hacer ministros; M. de Adhemar el simpático cantante
exigía con tacto la embajada en Londres; incluso el propio M. de Vaudreuil
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manifestaba, siempre que había ocasión, su pretensión a ser preceptor del Delfín.
El aguijón y la voluntad de aquellos tres hombres radicaba en la cuñada de
madame de Polignac, Diana de Polignac. Era ella la que azuzaba sus deseos, su
pereza, sus recreos; les armaba, les gobernaba, les trazaba el plan de batalla y daba
órdenes. Era una mujer osada, segura de su crédito y de su puesto como dama de
honor de madame Elisabeth.
El importunar de aquel modo con demandas, o el retraso con que las concedía,
sembraba en todo aquel grupo la acritud y el enojo. Con todo, y pese a la
preocupación de todos sus amigos, la condesa Jules de Polignac conservaba el mismo
humor de siempre, su misma tranquilidad, igual dulzura: era la amiga de siempre.
Pero la Reina dábase perfecta cuenta de que no era más que un dócil instrumento
entregado a discreción en manos de la duquesa, de la condesa, de M. de Vaudreuil, de
todos los que se le acercaban, y a los que sin fatiga les prestaba sus servicios. En una
entrevista que María Antonieta celebró un día con Mercy-Argenteau, un poco
avergonzada de su debilidad para con la amiga y tratando de justificarla, habló largo
rato de lo difícil que resulta, resistir a esa complacencia que es la amistad, que nos
induce hasta excusar los defectos y errores de los que apreciamos, y dejó escapar
tristemente que la condesa de Polignac había sufrido un cambio y que ella no la
reconocía.
Por algún tiempo María Antonieta vivió en la creencia de que quizás tenía en
torno suyo caracteres bastante grandes, afectos bastante nobles para amarla a ella sin
pedir nada a la Reina; mas ahora veíase obligada a abrir los ojos ante la triste
realidad.
Pero una ruptura con los Polignac hubiera causado un escándalo por lo mucho
que estaba ligada y unida a su mundo. La espera se hacía forzosa. Pero, sin embargo,
en torno a ella, Versalles, en donde las mercedes ya no se obtenían más que de
segunda mano, se iba quedando vacío; las grandes familias de Francia abandonaban a
su Reina, a la Reina del Trianon.
Vano fue el tiempo que pasó María Antonieta tratando de desarmar a sus amigos
haciendo concesiones a sus exigencias. Sintiéndose poco dispuesta hacia M. de
Calonne, y no esforzándose en ocultarlo cedió, no obstante, durante los días de
debilidad física que siguieron a un mal parto. Y M. de Calonne hombre que había
vendido sus complacencias al grupo Polignac, fue nombrado inspector general de
finanzas. María Antonieta, molesta ante semejante tiranía, dejaba escapar el temor de
que las finanzas pasaran de las manos de un hombre honrado, sin talento, a las de un
hábil intrigante. No se logró que la Reina simpatizara con Calonne, a pesar de los
esfuerzos de los Polignac y de la baja adulación del nuevo ministro. El público
rumoreaba que María Antonieta y M. de Calonne eran cómplices y aliados, mientras
María Antonieta permanecía alejada de él, como del vivo remordimiento de su
debilidad. Desconfiaba y sospechaba de su persona, rechazaba sus simpáticos
halagos, y se congratulaba de haber rechazado el millón que M. de Calonne quería
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distribuir, en nombre de la Reina de Francia, entre los tres millones dados por el Rey
Luis XVI a los pobres durante el invierno de 1784.
La comedia Fígaro sirvió de aviso a la Reina de que existía otro grupo que no
temía abusar de su real patronazgo. Por medio de esa maravillosa sátira de la corte y
del siglo, la sociedad de madame de Polignac vino a despertar la curiosidad de la
Reina, obra escrita sin duda, tomando por modelo la realidad y bajo las indicaciones
del príncipe de Conti. La Reina entregó la obra al Rey, quien daba la palabra qué la
función no sería puesta en escena y extendía una carta-orden, suspendiendo su
representación en el teatro de los Menus-Plaisirs. ¿Quién era entonces capaz de
atreverse a desafiar la voluntad del Rey para hacer representar la comedia original de
Beaumarchais en su casa de campo? ¿Quién era el que propagaba los rumores de la
prohibición, de las supresiones y garantizaba la moralidad de la pieza? M. de
Vaudreuil. ¿Y quién, por último, cuando Beaumarchais venció la voluntad del Rey, y
se representó la obra en público, abogaba siempre por la causa y gloria de
Beaumarchais? Siempre M. de Vaudreuil, que trataba de ofuscar a la corte para así
ofuscar a la Reina.
La Reina queriendo ahogar todos aquellos gritos de loco capricho que corrían por
las calles de París, dijo al doctor Seyffer quien le refería ante madame de Lamballe
que venía de visitar a Beaumarchais enfermo:
—Por muchas purgas que le administréis no le quitaréis todas sus maldades.
Desengañada, no había podido callar sus reproches a M. de Vaudreuil y le hizo
presente sus quejas por la indiscreción y la temeraria amistad que la había puesto en
berlina por un exceso de ingenio. Y entonces aquel hombre, viendo que se le
escapaba el futuro, no supo contenerse; y fuera de sí, estalló en cólera, olvidándose
incluso de sí mismo, y sucedió que un día la Reina mostró a madame Campan su
magnífico taco de billar —un colmillo de rinoceronte con taco de oro— partido en
dos pedazos. ¡M. de Vaudreuil lo había roto, enfurecido, dando contra una bola de
billar bloqueada!
Aún se registraron motivos de más grave enfriamiento entre la Reina y el grupo
de los Polignac: las supresiones ministeriales, a las que al fin la Reina tuvo que
avenirse. Entonces los hombres de aquel grupo empezaron a temer por los beneficios
que habían obtenido hasta aquella fecha. Besenval, tomando la palabra en nombre de
todos, le dijo a la Reina un poco enojado:
—Es terrible tener que vivir en un país en donde uno no tiene la seguridad de
poseer mañana lo que poseía la víspera. ¡Eso sólo ocurre en Turquía!
La petición que hizo la Reina a M. de Polignac de que presentara la dimisión de
su cargo de Correos, hirió profundamente a éste y, en presencia del arzobispo de
Tolosa, ante el cual había querido discutir la necesidad y conveniencia de su
dimisión, le dijo a la Reina:
—Señora, no tengo que pedir a Vuestra Majestad una decisión, que no puede
resultar dudosa, basta que Vuestra Majestad me ponga en evidencia el más leve deseo
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para que cese en mi cargo, que obtuve de sus bondades, para que se lo devuelva; y
aquí le presento la dimisión.
La Reina aceptó la dimisión de M. de Polignac, y no accedió a hablar al Rey en
favor de las deudas contraídas por M. de Vaudreuil. Los lazos de amistad estaban a
punto de romperse. En el salón de madame de Polignac ya no aparecía Mercy. M. de
Fersen se separó de él por completo. La Reina formó entonces su sociedad íntima con
algunos extranjeros; y como fuere que un amigo le avisó los peligros que corría
aquella preferencia tan marcada, le contestó con tristeza:
—Os sobra la razón; ¡pero es que éstos no me piden nada a cambio!
Un gran pesar, en aquellas circunstancias, venía a herir a María Antonieta en las
esperanzas a las que jamás renunciara por completo, y a las que durante los últimos
tiempos se había aferrado más vivamente. Perdía al hombre hacia el que se había
dirigido en primer término su maternal gozo al traer al mundo el duque de
Normandía, la persona a la que había escrito esta misiva, la primera que escribió al
dejar el lecho:
«Me he enterado por madame de Tourzel de la participación que habéis tomado en la pública
alegría, con motivo del feliz acontecimiento que acaba de dar un heredero a la corona de Francia.
Doy gracias al Señor por haber escuchado mis deseos y me halaga la esperanza de que, si se
digna conservarnos a nuestro querido hijo, será él un día la gloria y las delicias de este buen
pueblo. Me han afectado mucho los sentimientos que me habéis manifestado en esta circunstancia,
y que me han hecho recordar gratamente los que me inspirasteis hace años, en la corte de mi
madre. Os aseguro, señor duque, que desde aquel día no han cesado de ser los mismos, para vos y
que nadie tiene el anhelo más vivo de convenceros de ello que
MARÍA ANTONIETA»
Versalles, 15 abril.
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Choiseul, y de las que el Rey salía con menos prevenciones contra éste, y de mal
humor contra M. de Vergennes; las resistencias, triunfantes, al fin, que había hecho la
Reina a la política de M. de Maurepas, tan bien sostenido por madame de Maurepas y
el abate de Veri; todo el terreno que ella había hecho ganar a M. de Choiseul después
de la muerte de M. de Maurepas.
¡Cuántos esfuerzos estériles! ¡Y a la hora en que todo estaba tan bien dispuesto,
en que todo parecía salir a pedir de boca, en el momento en que los errores de M. de
Calonne servían tan bien a su posible sucesor, pareciendo llamar al gobierno de
Choiseul, era cuando el duque desaparecía arrebatado bruscamente por la muerte, y
ya no le quedaban a la Reina más que descontentos ingratos!
Entonces los ojos de la Reina se volvieron hacia una amistad que jamás le había
pedido nada, y que, aunque tuviera menos coquetería, una manera no tan graciosa, y
un agrado menos vivo que la amistad de madame de Polignac, no le era menos afecta
en sinceridad ni en abnegación.
Hay errores y distracciones del corazón que no alcanzan ni a su memoria ni a su
reconocimiento. Madame de Lamballe volvía a vivir en el corazón de la Reina. Su,
recuerdo no se había marchitado aún, sin que el espejo de su habitación, en el que
estaba pintada la princesa necesitara recordársela. Entre la Reina y madame de
Lamballe parecía como si tan sólo se hubiera interpuesto una ausencia. Con ocasión
de la muerte de su hermano, el príncipe de Carignan, fue a comer con ella al hotel de
Tolouse sin ningún embarazo. María Antonieta volvía a esta amiga sin ningún
esfuerzo, con la alegría de un reposo, junto a una amiga que se había alejado sin un
murmullo, y que ahora la acogía sin una queja:
—No creáis nunca —le decía la Reina— que sea posible no quereros.
Aún esperaban a María Antonieta otras amargas decepciones contra las cuales
incluso los consuelos de madame de Lamballe serían insuficientes. La sátira, la
canción, las inocentadas, la risa y la calumnia escondidas bajo Luis XIV en Versalles,
ocultas bajo las canciones a estilo de Maurepas, eran ahora públicas, insolentes,
esparcidas por la prensa clandestina, y corrían de boca en boca entre el pueblo. Esto
hacía menguar el amor de la nación a ojos, vistas y el respeto al populacho. Un viaje
a París fue la ocasión en que la Reina pudo tristemente comprobar el cambio y la
transformación experimentados por la opinión. Los «bravos» ya no se oían por
ninguna parte, ya no escuchaba aclamaciones… ¿Volverían alguna vez aquellas
jornadas de 1777, aquellos gritos, aquellos cánticos, aquellos coros de ópera,
repetidos por una sala delirante? Se recibió a la Reina con el más profundo silencio y
la indiferencia mostrábase por doquier. Regresó a Versalles llorando y preguntándose:
«¿Pero qué les he hecho yo?»
¡Qué desdicha la suya! ¡Iniciaba el aprendizaje de la impopularidad!
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cuáles eran sus culpas, desesperada y asiéndose a todo recuerdo, a la superstición del
pasado. No lo hacía tan sólo como madre, pues la Facultad de Medicina había
aconsejado retener allí a su hijo; ni como esposa, para reunir allí a la familia real
durante las reparaciones de Versalles; sino que Saint-Cloud era para los ojos de la
Reina una aproximación entre ella y su pueblo. Versalles y el Trianon la habían
alejado de él; ella se dispuso ir a su encuentro y se acercaba a él. ¿Acaso no había
sido Saint-Cloud su primer paso hacia la popularidad? ¿No fue allí donde se dio
cuenta por primera vez de que Francia la quería? ¿No conservaban aquellos jardines
el eco de los aplausos de la multitud enardecida, el rumor de su dicha y de su gloria?
¿Cómo no creer por segunda vez en el genio de aquel lugar?
Si ella se paseara como antaño, codeándose con los parisienses endomingados, si
se mezclara a las diversiones y espectáculos de ellos, asistiendo a las regatas, junto a
los barqueros, con sus hijos de la mano, cuando mostrase el Delfín a todo París, aquel
Delfín, levantado en sus brazos por encima de los vivas, ¿quién le impediría
recuperar a Francia y al pueblo de 1772 y 1773?
¿Quién? Los tiempos y los hombres.
Las acusaciones empiezan contra la Reina, precisamente la víspera de la compra
de Saint-Cloud al duque de Orleáns. Y al día siguiente hacen su estallido. «Es un
enorme gasto —proclaman— en el momento en que las finanzas de la nación pasan
por una crítica situación». Un cartel fijado por la policía del interior que dice:
Propiedad de la Reina, hace exclamar insolentemente a Espremesnil «que es inmoral
y hasta impolítico ver palacios propiedad de una Reina de Francia[12]». Los
habitantes de Saint-Cloud obligados a alojar a las gentes de la corte, que no caben en
el castillo, se alzan contra la Reina; y aquel pueblo que la Reina espera volver a atraer
de nuevo yendo hacia él… ha recogido el epíteto salido de los salones del partido
francés.
—¡Vamos a ver correr las fuentes de Saint-Cloud y Ver a la Austríaca!
Es la propia María Antonieta quien va a referirnos sus tristezas, sus alarmas y
presagios, aquellos días amenazadores, en los que la violencia empieza a asomarse y
agitarse luego en los corazones, aquella violencia que anuncia Bossue que es la
revolución de los imperios. Años después, la Reina escribía a Inglaterra:
«En el sitio donde os encontráis podeis tener la inmensa dicha de no enteraros de asuntos del
Estado. Aunque sea ese el país de las cámaras alta y baja, de las oposiciones y de las mociones,
podeis taparos los oídos, sin escuchar nada, pero el ruido de aquí es ensordecedor. Las palabras
oposición y moción rigen aquí al igual que en el parlamento inglés, con la única diferencia de que
cuando en Londres, se pasa al partido de la oposición empiezan todos por despojarse de las
mercedes del Rey, mientras que aquí, muchos se oponen a todos los deseos prudentes y beneficios
del más virtuoso de los monarcas y prevalecen conservando siempre sus beneficios; eso será acaso
más hábil, pero no será tan noble. El tiempo de las ilusiones se fue y atravesamos en estos
momentos circunstancias críticas y muy crueles; hoy pagamos caro nuestro encaprichamiento y
entusiasmo por la guerra de América. La ley de las gentes honradas y llanas se ve pisoteada por el
número y la conjura. Se abandona el fondo de las cosas para engañarse con palabras y hacer
fructífera la querella, entre las personas. Los sediciosos arrastrarán al Estado en su pérdida antes
que renunciar a sus intrigas».
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CAPÍTULO VI
A las once de la mañana del día 15 de agosto de 1785, era detenido en Versalles,
el príncipe de Rohan, gran limosnero de Francia, cumpliéndose una orden del Rey.
Francia, Europa entera, iban a ser los testigos de un gran proceso que iba a iniciarse
ante el Parlamento.
Se hace necesario poner al lector en antecedentes antes de abordar esta fatal y
vergonzosa comedia del asunto del collar, refiriendo el comienzo y la preparación de
la misma. Hay que poner de relieve cuál era el estado de ánimo de la opinión pública,
y recordar, aunque sea muy por encima, todas esas acusaciones anónimas y flotantes,
que fueron anuncio y precedente de aquel gran proceso.
Este es uno de los dolorosos deberes de todo historiador de María Antonieta. Por
mucho que se esfuerce en no hacerlo se le hace forzoso descender aunque sea por un
momento hasta el escándalo y confrontar con el ultraje la memoria de la Reina. Bien
quisiera despreciar tan miserables injurias, abandonándolas a su vergüenza,
cubriéndolas con su silencio; pero como se trata de la virtud de la Reina, hay
revelaciones que la historia exige de él; pudores cuyo sacrificio le impone la verdad.
¡Dura ley, para la que nos vemos obligados a repetir la calumnia a fin de poder
rebatirla!
¡La calumnia! ¿Es que, a partir de 1774, hubo un día en que la calumnia
descansara en torno de María Antonieta? Desde Le lever de l’Aurore hasta aquellos
libelos que franqueados gratuitamente eran distribuidos por toda Francia, ¿qué es lo
que la calumnia ha dejado en pie? ¿Qué es lo que no se ha atrevido a tocar? ¿Hasta
dónde penetró? ¡Ha redactado sus libelos en las oficinas de la policía! Ayer en el Oeil
de Boeuf lanzó sus canciones a los mismos pies del Rey; hoy, ¿dónde no se alberga?
Oíd los «se dice», las frases, las suposiciones, las invenciones, las palabras
vertidas al oído, las carcajadas; escuchad a los descontentos, los rencores, los celos, la
fatuidad; las pasiones de los individuos y las pasiones de los partidos políticos; ¡oíd
los cuchicheos y las murmuraciones de un pueblo, que bajan y suben, ascienden y
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descienden desde el mercado a Versalles y de Versalles al mercado! ¡Mezclaos con el
populacho, oíd a los cocheros, a los cortesanos, trayendo la calumnia de Marly,
trayéndola de los bailes que daba la Reina, llevándola por correo a París!
Escuchad a los marqueses en el foyer de los teatros, en las casas de las Sofías
Arnould y las Desmare; en casa de las cortesanas y las cantantes. Id por la calle, por
la antecárama, por los salones de la corte hasta llegar a la misma familia real: la
calumnia flota por todas partes, hasta al lado de la Reina.
No hubo una sola diversión o recreo de María Antonieta que la calumnia no se
encargara de convertirla en una sospecha y en un ultraje. ¡Qué presa eran para ella
sus más insignificantes juegos! ¡Qué botín aquella disipación inocente, a la que la
Reina se entrega con la seguridad de su tranquila conciencia sin reproche! Los
aturdimientos de sus paseos a caballo, sus diversiones en los bailes de Saint-Martin
en la sala de comedias de Versalles, aquella asistencia a los bailes de la ópera, a los
que va con una sola dama de palacio y sus acompañantes, vestidos con casaca gris.
¡Y qué victoria no fue para la calumnia aquel día en que, habiendo sufrido el coche
un percance a su entrada en París, penetraba en el baile con esta frase sin malicia!:
—¡Yo en fiacre! ¿No resulta muy divertido?
¡Cuántos rumores no se propalaron sobre los paseos nocturnos que daba por la
terraza del palacio! ¡Qué, murmuraciones sobre sus retiros en el Trianon!
¿Ha sido respetada una sola de las amistades de la Reina? ¿Existió un solo afecto,
incluso de los mismos que parecían oponerse a la calumnia, que haya sido sagrado
para los autores de la calumnia? Ni un solo hombre ha podido aproximársele,
cualesquiera que fuesen entre la Reina y él los lazos de la sangre, la diferencia de
años, sin que la calumnia no aprovéchala la ocasión, y no compadeciera a Luis XVI.
¿Que la Reina otorgaba su favor y distinguía a M. de Coigny? Poco o nada importaba
que fuera un perfecto gentilhombre, que poseyera unas sólidas virtudes. Poco
importa; a pesar de todo la esposa era condenada.
¡Qué de murmuraciones a cada uno de los embarazos de la Reina! ¡Cuántos
nombres se pronunciaron, incluso aquellos que parecían más absurdos! Eduardo
Dillon, M. de Coigny, el duque de Dorset, el príncipe Georges de Hesse-Darmstad, y
el oficial de guardia de corps Lambertye, y un tal Roure, y un señor de Saint-Paër, y
el conde de Romanzof y Lord Seymour, y el duque de Cuines, y el joven Lord
Strathavon… Hagamos punto. Si nos proponemos descender más ya descenderemos a
la inmundicia del arroyo: la Lista civil ¡la lista, «de todas las personas que tuvieron
relaciones de libertinaje con la Reina»!…
De todas esas anécdotas, crónicas, frases, canciones, libelos, sátiras,
murmuraciones, de esa conjura y calumnia organizadas contra María Antonieta ¿qué
ha quedado? Desgraciadamente algo: un prejuicio.
¡Terrible suerte la que correrá esta Reina, cuyo proceso se incoará sin
documentos, y cuya memoria será deshonrada sin pruebas! Y con todo, ¿en dónde se
encuentran los hechos? El rostro de la Reina volvía a la primavera cuando encontraba
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a Dillon en el baile, dice un libelo. Un fabricante de anécdotas citará, según otros, una
frase que la Reina no ha podido decir y otra frase que no ha salido siquiera de la boca
de Luis XVI. Ahí están pues todos los hechos acerca de Dillon. ¡Casi lo mismo
ocurre en mayor o menor grado con todos los demás! ¿Pero qué es lo que hay más
allá de las murmuraciones? Tras de la vaga acusación, impersonal e irresponsable,
¿dónde se oculta su acusador? ¿Por qué no sale a la luz el testimonio en contra del
honor de María Antonieta? ¿Y dónde está el testigo? El testimonio es una frase de M.
de Besenval; el testigo M. de Lauzun.
En sus Memorias M. de Besenval refiere que teniendo que hablar a la Reina,
cuando el asunto del duelo entre el conde de Artois y el duque de Borbón, fue
introducido por madame Campan en un aposento donde reconoció un billar por haber
jugado allí a menudo con la Reina; y, después, en otra habitación, sencilla pero
cómodamente amueblada. «Me asombró —dice Besenval— no el que la Reina
hubiera deseado tantas comodidades, sino que se hubiese atrevido a procurárselas».
He aquí en lo que Besenval funda su acusación: una habitación que él no conocía al
lado de otra que conocía en Versalles, en este otro Vaticano que tiene ochocientas
habitaciones, esto es suficiente a Besenval para lanzar su sospecha, y más que
sospecha su condena contra María Antonieta. Es importarle un ardite el honor de una
Reina y las exigencias de la justicia histórica. Esto sin dejar de tener en cuenta que
madame de Campan explica sin rodeos el destino de aquella habitación, que más que
una alcoba era un departamento compuesto por una pequeña antecámara, una alcoba
y un gabinete que estaban destinados a alojar a la dama de honor de la Reina en caso
de alumbramiento o de enfermedad, uso para el que había servido yo.
A M. de Besenval le sobraba toda la razón del mundo para indignarse y
asombrarse por tan poco. ¿Qué le decía a madame de Campan mientras subía tras ella
los escalones que conducían a este misterioso aposento?
—¡Querida Campan, no es cuando se tiene el cabello de plata y surcos en el
rostro cuando uno espera que una reina joven y bonita os haga ir por ocultos caminos
para otra cosa más que para negocios!
La reflexión era propia de un filósofo; pero ¿M. de Besenval había tenido siempre
aquella filosofía? ¿No se olvidó un día de sus arrugas y de sus cabellos de plata y
hasta de sí mismo para echarse a los pies de la Reina?
—¡Levantaos, señor —le dijo la Reina—, el Rey no sabrá nunca esa falta que os
haría caer en desgracia para siempre!
Y M. de Besenval había tenido que incorporarse, balbuceando y notándosele en la
cara uno de esos sonrojos cuyo remordimiento guarda un hombre galante con el ardor
de la venganza.
Examinemos ahora algo más que una frase; una declaración. Tenemos aquí todas
las pruebas, todos los hechos, en una palabra, la acusación de M. Lauzun. Resultaría
muy fácil poder recusar a ese testigo, a ese «romántico» que no había podido ser
heroico, al hombre que está juzgado por sus Memorias; que, vivo, ha puesto en
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evidencia a todos sus amoríos, y que, muerto, los ha deshonrado. No hablaremos del
hombre: la mejor venganza para María Antonieta será dejarle hablar.
En las habitaciones de madame de Guémené la Reina se había encontrado con
Lauzun y le acogió con bondad. «En dos meses —dice Lauzun— me convertí en una
especie de favorito». M. de Lauzun nos recuerda aquí que su favor cerca de la Delfina
comenzó el día en que, después de permanecer tres semanas en Chanteloup, y del
ofrecimiento de su fortuna y su persona al dueño de Chanteloup, hacía su entrada en
el baile de madame de Noailles siendo portador de noticias del ministro desterrado.
María Antonieta, reina ya, no se había olvidado de sus gratitudes de Delfina, ni del
abnegado pariente de M. de Choiseul, cuya abnegación para con aquél había
castigado Luis XVI con su caída en desgracia. Pero sigamos con el caso Lauzun. Es
reclamado por su regimiento y parte; luego vuelve, y su favoritismo llega hasta su
apogeo. «La Reina no permitía que me alejara de la corte, me hacía siempre jugar a
su lado, me hablaba continuamente, iba todas las tardes al salón de la Guémené y
mostrábase fastidiada cuando había demasiada gente que le estorbara en sus
ocupaciones junto a mí». Si creemos a Lauzun, la Reina se aproxima a él, hasta el
extremo que él tiene que suplicarle que disminuya un tanto las «elocuentes pruebas
de sus bondades». Y la Reina contesta a la súplica de M. de Lauzun (sería preciso
poder dudar de la palabra o la memoria de M. de Lauzun para no dudar de la Reina)
diciendo:
—¿Lo creéis así? ¿Hemos de ceder a las palabras insolentes? No, monsieur de
Lauzun, os equivocáis, nuestra causa es común, no os perderán a vos sin perderme a
mí también.
M. de Lauzun, este héroe de aventuras, tiene que huir y alejarse de la corte y
dirigirse a Rusia, no obstante el favor que le hacen sus enemigos y las indiscreciones
de la Reina. Al anunciar su determinación de partir para Rusia es cuando
encontramos la escena fuerte de una novela. Dejemos la palabra, no a las memorias
interrumpidas en 1822, en las que el celo de la censura ha servido tan mal a la causa
de la Reina, sino al auténtico manuscrito que escribiera M. de Lauzun:
«—… ¡Lauzun! ¡No me abandonéis, os lo suplico! ¿Qué será de mí sin vos? —
dijo la Reina.
»Sus ojos estaban arrasados en lágrimas; yo también estaba conmovido hasta el
fondo de mi corazón y me eché a sus pies:
»—¡Que no pueda pagar con la vida tantas mercedes y bondades y una
sensibilidad tan generosa!
»Ella me tendió la mano, que yo besé muchas veces no sin ardor, sin cambiar de
postura. Entonces se inclinó hacia mí con ternura; la estreché contra mi corazón, que
se sentía verdaderamente conmovido. Ella enrojeció, pero la cólera no asomó a sus
ojos.
»—¡Y bien! —dijo entonces alejándose un poco—. ¿No lograré nada?
»—¿Podéis creerlo? —contesté con fuego—. ¿Me pertenezco? ¿No lo sois todo
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para mí? Sólo quiero servir a vos; sois mi única soberana —Continué un poco más
tranquilo—: Vos sois mi Reina, vos sois la Reina de Francia —sus ojos parecían
pedirme otro título más…»
Dejando hablar a M. de Lauzun resulta que la Reina se brindó a M. de Lauzun y
él la rechazó. Esto sirve de contestación a M. de Lauzun.
¿Pero es que Lauzun no es también un historiador a estilo Besenval? Hay, en
efecto, en la vida de este don Juan una página vergonzosa, un día de derrota, que las
Memorias de M. de Lauzun silencian totalmente. Es el día en que la Reina, abriendo
bruscamente la puerta, lanzó a M. de Lauzun un:
—¡Salid, señor!
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en las antecámaras y viven del azar y la prostitución entre el Monte de Piedad y la
cárcel de Bicêtre, infortunados que vagaban de posada en posada, disputando a brazo
partido con los posaderos, perseguidos de alojamiento en alojamiento por sus muchas
deudas y clamorosas vergüenzas!
El asunto es el siguiente: Un joyero que se llamaba Boehmer había vendido a la
Reina unos pendientes por 360.000 libras pagaderas del peculio privado de la Reina,
que alcanzaba a 100.000 escudos anuales. Había vendido al Rey, con destino a la
Reina, un aderezo de rubíes y diamantes blancos, y luego un par de brazaletes de
800.000 libras. Por aquel entonces la Reina decía que su joyero resultaba muy caro y
que no quería comprarle nada más, y el público la veía tan rara vez llevar aquellas
preseas, que creía había renunciado a ellas.
En tanto, Boehmer trabajaba en reunir los diamantes más hermosos para crear con
ellos un collar de varios hilos, que secretamente abrigaba el deseo de ofrecer a la
Reina. Pensaba que propondría a la Reina que se lo comprara valiéndose de algunas
personas de la corte; un gentilhombre de la cámara del Rey consintió en presentar la
joya al soberano. Maravillado éste por la gran belleza de los diamantes, corrió a
ofrecérselo a la Reina; pero ella le manifestó al Rey que quedaría afligida por el
despilfarro que suponía la compra de aquella hermosa joya; y que poseía ya
diamantes muy hermosos; y que era costumbre en la corte no lucirlos más que cuatro
o cinco veces al año; y que pensando en la situación general —recordemos que
Francia estaba en guerra— valía más adquirir un navío para la Armada de Francia
que un magnífico y precioso collar para su Reina.
Un año después, habiendo fracasado Boehmer en su tentativa de ofrecer el
referido collar a todas las cortes de Europa, el Rey se lo ofreció nuevamente a la
Reina, quien se mantuvo en su posición de negativa rotunda. Boehmer, ante esa
negativa, en calidad de joyero de la corona, solicitó una audiencia de la Reina.
Durante la audiencia se echó a sus pies, declarándole que estaba arruinado; que su
único recurso era el río. La Reina le tranquilizaba contestándole que ella no había
encargado la compra de aquel collar que ahora era el motivo de su bancarrota, y que a
todas sus proposiciones encaminadas a la compra de nuevas joyas había contestado
igualmente que no quería añadir diamantes a sus diamantes.
—Os rechacé el collar —terminó diciéndole—, el Rey quiso ofrecérmelo y lo
rechacé igualmente. Os ruego que no me volváis a hablar de ello. Divididlo y tratad
de venderlo, y no hagáis disparates.
Y a partir de aquel día, puesta en guardia contra la repetición de aquellas escenas,
evitaba a Boehmer y, a fin de mejor evitarlo, daba al oficial joyero todas aquellas
joyas que necesitaban de una reparación.
El asunto parecía concluido para la Reina, cuando Boehmer hizo su reaparición el
día 3 de agosto de 1785 ante madame Campan reclamando el dinero del collar
comprado por orden del cardenal de Rohan en nombre de la Reina. Madame Campan
enteró de lo sucedido a la Reina. La Reina, que había visto la exaltación de Boehmer,
«El cardenal ha tomado mi nombre como un vil y torpe monedero falso. Es posible que, agobiado
por la escasez de dinero, haya creído poder pagar las joyas en el plazo que había fijado antes que
nada se pusiera al descubierto; el Rey tuvo la bondad de darle a elegir entre ser juzgado por el
Parlamento o reconocer su falta, entregándose a su clemencia».
«LUIS, por la gracia de Dios, Rey de Francia y Navarra; a nuestros amados y fieles consejeros,
los miembros todos de esta nuestra corte de Parlamento, en París. SALUD. Enterado de que los
súbditos Boehmer y Bassenge han vendido un collar al cardenal de Rohan, con desconocimiento
de la Reina, nuestra bien amada esposa y compañera, habiéndoles dicho aquél que estaba
autorizado por ella para realizar la adquisición mediante el precio de un millón seiscientas mil
libras, pagaderas en diversos plazos, y les habría mostrado a este efecto presuntas proposiciones
que les habría exhibido como aprobadas y firmadas por la Reina; que dicho collar fue entregado
por dichos Boehmer y Bassenge al mencionado cardenal, y, no habiéndose realizado el primer
pago convenido, aquéllos han recurrido a la Reina. No podemos ver impasiblemente y sin justa
indignación que se haya atrevido a hacer uso de un nombre augusto y que nos es tan querido por
tantos títulos, y se haya violado, con una temeridad tan poco corriente el respeto debido a la Real
Majestad. Nos creemos que esté, en nuestra justicia mandar ante vos al citado cardenal, y por la
declaración por él suscrita de que ha sido engañado por una tal condesa de Valois, hemos juzgado
oportuno adoptar las medidas que nuestra prudencia nos ha dictado para poner al descubierto a
«He leído vuestra carta; estoy encantada de no saberos culpable; de momento no me es posible
concederos la audiencia que deseáis. Cuando las circunstancias sean propicias os lo haré
notificar; entretanto, sed discreto».
«Será obligado a declarar ante la Cámara, en presencia del procurador general, que ha
intervenido temerariamente en el asunto del collar haciéndolo en nombre de la Reina; que todavía
con mayor temeridad ha creído en una cita nocturna dada por la Reina; y que debe solicitar el
augusto perdón del Rey y de la Reina en presencia de la Justicia; quedando, por tanto, obligado a
presentar en plazo que será determinado la dimisión de su cargo de gran limosnero, y a abstenerse
de acercarse a cierta distancia de los palacios reales o de los lugares donde residiera la corte; y a
seguir en prisión hasta el pleno cumplimiento del fallo».
Este retrato, pletórico de tristeza, que semeja más bien el duelo de una madre que
la victoria de la maternidad, esa gran escena, en la que Madame, seria, inclinada
hacia la Reina, trataba de hacer desaparecer los pliegues de su frente; en la que el
duque de Normandía veíase sentado en las rodillas de su madre, sin esa risa de niño,
de la que nos habla Virgilio, con que un niño empieza a hablar a su madre; en el que
ese otro hijo de la Reina, el Delfín, ya tan próximo a los umbrales de la muerte,
señala la cuna vacía de su hermana Beatriz de Francia, la segunda hija de María
Antonieta, que falleció a la edad de un año; en el que la Reina aparece pintada en un
instante en que el consuelo de los que aún le quedaban a su lado no había borrado de
su rostro la aflicción por aquella criatura que Dios acababa de arrebatarle; ese retrato
de madame de Lebrun en que todos sus matices nos hablan del dolor de una madre,
no se atrevieron a exponerlo durante algún tiempo en el Museo del Louvre[*].
A consecuencia de esto, la Reina renunció a París, con sus espectáculos, el
espectáculo de los bufones que tanto le complacía. Desalentada y como perseguida,
despedíase de madame Bertin, renunciaba a sus gustos y placeres y escapaba al
Trianon, en donde se refugiaba con sus lágrimas. ¡Qué cambio ha habido ahora en
aquel teatro en que ayer se realizaron tantos juegos, y qué cambio han sufrido
también el tono de las invitaciones de la Reina! Queriendo a su lado a los que le
amaban, escribía a madame Elisabeth:
Lloraremos la muerte de nuestro pobre angelito… Necesito de todo vuestro corazón para consolar
el mío…
La Reina dábase cuenta que se había engañado en su alta opinión acerca del genio
y habilidad de M. de Brienne, creencia en la que habíase mantenido tanto tiempo;
también quedó decepcionada por las seguridades de M. de Vermond, por las
promesas de su candidato, la abundancia de sus discursos, la presunción de su
orgullo. La Reina dióse cuenta que tan peligroso resultaba recibir ministros de la
mano de M. Vermond como de la mano de los Polignac, y por si esto no fuera
bastante, la declaración del déficit, el fracaso de la corte plenaria, el del lit de justice,
en fin, la declaración del 8 de agosto de 1778 convocando a los Estados Generales
para el 1° de mayo de 1789 le hacían abrir los ojos ante la realidad terrible.
Ella misma fue quien llamó al arzobispo para que cesara en su cargo, suavizando
su desgracia con el testimonio y las pruebas de su reconocimiento, con los que quería
pagar, ya que no sus capacidades, por lo menos sus tentativas, sus esfuerzos y su
abnegación.
Y la Reina se sometió. Desmentía la opinión que podía tenerse de su carácter, y la
creencia en resistencias y luchas aún realizables en aquel instante; ante la nación
humillaba su voluntad; y lejos de arrastrar al Rey a resoluciones extremas, olvidaba
los escritos con los cuales M. Necker se había enajenado su protección y simpatías
después de su salida del poder y mediaba para la vuelta del antiguo ministro. Antes
de ir a ver al Rey, M. Necker era introducido junto a la Reina, quien, con sus
lamentaciones acerca del malentendido entre la nación y ella, y por sus vivos deseos
de recobrar el favor nacional, conseguía la aceptación de M. Necker.
El apoyo que la Reina dio a Necker fue sincero, leal, pleno, hasta el punto de
llegar a entibiar la amistad que existía entre ella y el conde de Artois, que era el único
amigo fiel que le quedaba aún. El conde opinaba en contra del pensar de la Reina,
considerando que, equivocadamente, se aliaba a la doble representación del tercer
Estado, que se unía a la opinión pública, a la popularidad de M. Necker, a la
Revolución que nacía.
El 4 de mayo y en Versalles se inauguraban los Estados generales, y las mujeres
del pueblo al ver pasar a la Reina, la acogieron a los gritos de:
Comienza la Revolución.
Es preciso empezar exponiendo la posición de la Reina; investigar sus apoyos o al
menos sus consuelos, referir las pasiones desencadenadas del pueblo; exponer su
situación frente a su marido, su familia, los salones, las potencias, Versalles, París y
Europa.
Luis XVI amaba a la Reina. Su amor era el amor que los Borbones no habían
tenido hasta entonces más que a sus amantes; y es observación exacta la de un
contemporáneo, que dice que, al heredar aquel amor, María Antonieta había heredado
con él los odios y los enemigos que suele tener una querida de Rey. La malevolencia
pública, que durante tanto tiempo había consolado a las reinas de Francia por las
infidelidades de sus esposos, se había ensañado con la esposa cuyo reinado sucedía a
la influencia de las Pompadour y las Du Barry.
Y, no obstante, si en aquella unión de dos almas tan opuestas, había triunfado la
voluntad y el carácter de la Reina, si Luis XVI se había sometido, si recurría a los
consejos de la Reina, era únicamente con el secreto despecho y la desconfianza
preconcebida de las naturalezas débiles, que sólo aspiran a desembarazarse de la
responsabilidad del fracaso. Dejaba sus iniciativas a la Reina, y luego, rectificando
bruscamente, parecía recogerlas. Apenas se había confiado, cuando ya recobraba la
iniciativa. Pero constantemente surgían en él los altos, las rectificaciones, las inercias,
que deshacían y neutralizaban las resoluciones de la Reina. La misma debilidad de
Luis XVI le hacía incapaz de obedecer, y le sustraía a la sumisión, sin que su
corazón, entregado ya por completo a la Reina, tomase jamás parte en sus
irresoluciones.
De todas las mujeres de la real familia, tan sólo madame Elisabeth, libre de las
enemistades que viera en su infancia, volviendo la espalda a su educación, y
siguiendo el impulso de su espíritu, demostraba por medio de su afecto y abnegación
a la mujer de su hermano cuán fácil era la victoria para las gracias de la Reina,
«Sabéis cuán perfecto es el comportamiento del Rey para conmigo y que cuando de vos se trata
sólo obra de acuerdo con su corazón; no formulo más ardientes y sinceros votos que por vos, pero
es justo que sepáis que hoy no me veo libre con relación a los asuntos que conciernen a Francia;
considero que sería muy inoportuno que yo me mezclara en ellos, sobre todo en cosa que no es
aceptada por el consejo; se vería en ello debilidad, o ambición. En fin, mi querido hermano, soy
ahora francesa antes que austríaca…»
De este modo, la Reina fue acusada de hacer entregar a su hermano los tesoros de
Francia, y fue culpada de ser en Versalles la espía y agente de Austria. Esta Reina a
quien el epíteto de la Austríaca, la acompañará hasta la plaza de la Revolución, debía
a su política francesa no hallar más que tibias simpatías en su propia casa, en aquella
patria donde se creó tantos enemigos.
Llegó el momento en que todos los odios de Francia los intereses de Europa y los
furores y rencores de un pueblo se conjuraron en contra de María Antonieta. El
presente significaba el tormento con sus alarmas, y el futuro la inquietaba con sus
amenazas y presagios. Y la Peina veíase incapaz de hallar siquiera la paz y refugio en
su propio corazón. Durante los últimos años vióse abandonada de esas alegrías
maternales, que, con las caricias de un hijo, consuelan de todas las preocupaciones y
aligeran los pesares.
No hacía un año que la muerte le había arrebatado a su última hija, la pequeña
Sofía. Aquella muerte había sido algo así cómo la señal del comienzo de sus
desventuras. Y ahora, quien moría lentamente, poco a poco, día tras día, casi hora por
hora, era el Delfín, torturando con la inquietud o la esperanza, con el renacimiento de
la confianza o las recaídas en la angustia, aquel pobre corazón de Reina sin paz ni
consuelo, que, atenazado por la terrible certidumbre, se entregaba aún a sus dudas.
¡Qué doloroso espectáculo el de aquella Reina así maltratada! Contemplar aquel
infante, rebosante de salud, hasta entonces lleno de vida, inteligente, que palidecía,
adelgazaba, perdía su belleza y luchaba cara a cara con la muerte. Todo se fue con la
enfermedad y el sufrimiento: sus colores magníficos y su alegre actividad. Sus
piernas perdieron toda su fuerza para mantener aquel cuerpecito, hasta ayer tan ágil y
erguido dentro de su trajecito de marinero; se encorva ahora, se joroba, y se desfigura
de tal modo, que la Reina, con el orgullo de madre herido, oculta a ese pobre niño,
que se arrastra hacia la muerte y del que se ríen.
La madre escribía a su hermano José II esta desolada carta fechada el 22 de
febrero:
«Mi hijo mayor me tiene muy preocupada, querido hermano; aunque siempre su cuerpo fue débil y
delicado no esperaba yo la crisis por la que atraviesa. Su cuerpo se ha deformado, tiene una
cadera más alta que la otra y las vértebras de la espalda las tiene un poco desplazadas y salientes.
Desde hace algún tiempo tiene fiebre casi todos los días y está muy flaco y débil. La crisis de la
dentición es la causa principal de su enfermedad. Sin embargo, el proceso ha avanzado y tiene ya
Y con todo, aquel pobre pequeño, desfigurado por la muerte antes de ser presa de
ella, nutre impaciencias, caprichos, alejamientos, que produce la enfermedad, y que
lastiman a todos los corazones que le rodean. Ni siquiera este dolor le fue ahorrado a
esta madre, que el 4 de junio de 1789, no tenía ya más que un hijo.
También a los Polignac debería la Reina aquella falta de ternura, aquella tibieza
en los besos de su hijo moribundo. Madame de Polignac era odiada por aquel pobre
enfermito, que fiel a los odios del duque de Harcourt, su preceptor, le había tomado
manía hasta el punto de detestar el perfume que usaba. Era fatal aquella amistad de la
Reina con los Polignac. ¡Y cuánto daño y perjuicio le causó su favorita!
El salón de madame de Polignac, en el que la Reina había tenido su corte de
mujer, había ido reuniendo con los años la sociedad que menos hubiera convenido
encontrar a la Reina. Tan lejos habían ido la negligencia e indiferencia de madame de
Polignac acerca de este extremo habían ido tan lejos, que cuatro años antes de la
Revolución, en 1785, la Reina enviaba siempre, antes de dirigirse al aposento de la
Polignac, a uno de sus servidores para que se informara de las personas que allí
había; y no era raro que se abstuviese de ir según la contestación que recibía.
En cierta ocasión, la Reina se había decidido a hablar a la de Polignac del poco
agrado que tenía al encontrar en su salón determinados rostros, y madame de
Polignac, abandonando su suavidad, se atrevía a contestar a la Reina:
—Creo que el hecho de que Vuestra Majestad se digne venir a mi salón no es una
razón para excluir de él a mis amigos.
—No por eso guardo rencor a madame de Polignac —decía más tarde la Reina,
recordando esta contestación—, es en el fondo buena, y me aprecia; pero los que la
rodean la han dominado.
A partir de entonces, la Reina fue adquiriendo la costumbre de ir al salón de la
condesa de Ossun, su dama de tocado, hermana del duque de Gramont y sobrina de
Choiseul. Madame de Ossun era una mujer que no tenía nada de brillante, ni en su
espíritu ni en sus maneras, pero era una mujer perfectamente virtuosa y suave, sin
intrigas, sin exigencias, que no pedía nada para sí ni para los suyos, y que sólo su
afán radicaba en agradar a la Reina, y, muy pronto, se preocupaba solamente de
consagrarle su abnegación, por lo que era denunciada a las venganzas de la
Revolución por «el Orador del pueblo».
Situado muy cerca de sus habitaciones, había el aposento de madame de Ossun, al
que iba la Reina llevando consigo a los pocos amigos que le quedaban. Allí se sentía
libre, a sus anchas, sin miedo al consejo o a la dominación; recobrando con su
libertad la alegría y la juventud, organizaba en el salón de la de Ossun pequeños
conciertos en los que ella tomaba parte, volviendo a encontrar un placer que ya había
«Corazón mío, sólo una palabra: no puedo resistir al placer de abrazaros de nuevo. Hace tres días
os mande una misiva por M. de M… que me enseña todas vuestras cartas y con el que no ceso de
hablar de vos. ¡Si supierais con qué ansiedad os hemos seguido y el gozo que hemos
experimentado al saberos a salvo!; esta vez la desdicha no nos ha atraído. La tranquilidad reina
desde cuando os escribí, pero ¡todo tiene un aspecto tan siniestro! Mi consuelo es abrazar a mis
hijos, y pensar en vos, corazón mío».
«Veo que continuáis queriéndome. Gran necesidad tengo de vuestra amistad, porque me encuentro
muy triste y afligida. Desde hace algunos días parece que las cosas andan por buen camino; pero
no es posible abrigar grandes esperanzas, parece guiar un gran interés a todos los malvados y
todos los medios les parecen pocos para retorcer e impedir las cosas más justas; pero el número de
los seres perversos ha disminuido, o, por lo menos, todos los buenos se unen, en todas las clases y
en todos los órdenes: que es lo mejor que puede suceder… No os doy más noticias, porque en
realidad, se ha llegado al extremo en que nos hallamos, y, sobre todo, tan distanciadas la una de la
otra, la menor insinuación podría intranquilizarnos demasiado; pero tened presente que la
adversidad no ha menguado ni mi fuerza ni mi valor…»
«Mi salud hoy es aún buena, pero mi alma está atenazada por la pena, los pesares y por la
inquietud; todos los días vienen a mis oídos nuevas desgracias; una de las mayores para mí es la
de verme privada de todos mis amigos; me resulta difícil hallar corazones que me comprendan».
«Todas las cartas que dirigís a. M. de M… me causan una gran alegría, al menos veo vuestra
letra, leo que me queréis, y eso me hace mucho bien…»
En todas las cartas que la Reina escribe a todos los fugitivos hay el mismo
lenguaje, igual ternura. ¡Nos da la impresión de que esos amigos se hubiesen llevado
parte de su corazón. De tal modo vive con ellos el corazón de la Reina! Ella no olvida
a nadie, a ninguno de aquellos a quienes ama, nada de lo que les concierne. Comparte
todos sus intereses y todos sus afectos. A los testimonios de las personas que la
rodean asocia la Reina los de su amistad. Unas veces pone en sus cartas el sello final
de dos líneas del Rey; o bien recoge un cariñoso recuerdo de madame Elisabeth; a
menudo incluye entre las líneas de sus cartas rasgos de la escritura de sus hijos,
Hoy, 14 de septiembre
«La lectura de vuestra carta me ha hecho llorar de enternecimiento. ¡Oh!, no creáis que os olvido,
vuestra amistad está grabada en mi corazón con caracteres imborrables y es mi consuelo, con mis
hijos, de los que no me separo. Hoy más que nunca, me veo necesitada de esos recuerdos y de todo
mi valor, pero sabré sostenerme por mi hijo, y seguiré mi penosa ruta hasta el final; en la
adversidad es principalmente cuando aprendemos a conocer lo que valemos; la sangre que circula
por mis venas no puede mentir. Pienso mucho en vos y en los vuestros, mi cara amiga, es el medio
de echar en olvido las traiciones que me rodean; si vamos al desastre es más culpa de la debilidad
y de los errores de nuestros amigos que de las combinaciones de los malvados; nuestros amigos no
se entienden entre sí y sirven de blanco al grupo del mal y, por otra parte, cuando los jefes de la
Revolución intentan hablar de orden y moderación no son escuchados. Compadecedme, corazón
mío, y sobre todo queredme; hasta mi último suspiro os apreciaré a vos y a los vuestros.
MARÍA ANTONIETA»
«Os supongo ya enterado de mis desventuras; existo y debo esta, gracia sólo a la Providencia y a
la audacia de uno de mis guardias que se ha dejado despedazar para salvarme la vida. El brazo
del pueblo armado se ha dirigido contra mí, la multitud se ha levantado contra su Rey, ¿y con qué
pretexto? Quisiera podéroslo decir, pero no tengo el suficiente valor para ello…»
El pueblo se lleva la familia real. Precedían su triunfo las cabezas de dos guardias
de corps, clavadas en sendas picas. Las canciones y los soeces insultos acompañaban
al coche que arrastraba lentamente al boulanger, la boulangère et le petit mitron. El
cómico Beaulieu sentado en el mismo pescante, insultaba con frases de pasquín a la
familia real. La Reina con sus ojos secos, silente, sin moverse, desafiaba los insultos
como había desafiado a la muerte.
—¡Tengo hambre! —decía el Delfín, que iba sentado en las rodillas de su madre;
entonces la Reina prorrumpió en llanto.
El cortejo llegó al fin al Ayuntamiento, al cabo de siete horas. Como, al repetir
Bailly a los parisienses la frase de Luis XVI:
«Siempre estoy con gusto y confianza cuando me encuentro en medio de los
habitantes de mi querida ciudad de París» aquél olvídase de la palabra confianza.
—Repetid «con confianza» —le dijo la Reina con la presencia de espíritu propia
de un Rey.
Las Tullerías estaban destinadas a ser la sede de la familia real. No había nada
preparado para albergarlos en aquel palacio, en completó abandono desde hacía tres
reinados. Las damas de la Reina hubieron de pasar la noche en unas sillas, y Madame
y el Delfín en camastros de campaña. Al día siguiente, la Reina excusábase a sus
visitantes de la pobreza del lugar:
—¡Ya sabéis que yo no pensaba tener que vivir aquí! —obsequiándoles con una
mirada y un tono imposibles de olvidar.
A la llegada del mobiliario de Versalles se procedió a la instalación del mismo. El
Rey habilitó para su uso tres piezas de la planta baja que daban al jardín; la Reina
ocupó unas habitaciones que había cerca de las del Rey. Abajo estaba su gabinete de
tocado, su alcoba y su salón de audiencia; en el entresuelo, su biblioteca con sus
libros de Versalles; encima, en el otro piso, estaban las habitaciones de Madame,
separadas de la alcoba del Rey por el cuarto donde dormía el Delfín. Después del
salón de audiencias venía el billar, y luego las antecámaras. El ama de los príncipes
de Francia, madame de Lamballe, los señores de Chastellux, de Hervilly y de
Roquelaure ocupaban la planta baja del pabellón de Flora; madame Elisabeth el
«Habláis de mi valor; me hace falta más valor para soportar a diario nuestra posición que el que
necesité para resistir los terribles instantes pasados. Constituye para mí un lastre tan grande, que
si mi corazón no estuviese unido por lazos tan sagrados a mi marido, a mis hijos, a mis amigos,
desearía sucumbir; pero vosotros sois mi apoyo; debo ese sentimiento a vuestra amistad. Pero yo
causo la desdicha de todos vosotros, y vuestras penas son para mí y por mí».
24 de julio de 1789
«Mi hijo tiene cuatro años, cuatro meses y dos días. No quiero referirme a su aspecto ni a su
exterior; basta con verle. Su salud ha sido siempre buena, pero ya desde la cuna nos dimos cuenta
que tenía los nervios muy delicados, y que el menor ruido extraordinario le producía efecto.
Efectuó con retraso la primera dentición, pero sin enfermedades ni accidentes. Sólo al salirle la
última muela, que creo era la sexta, tuvo en Fontainebleau una convulsión. Luego sufrió dos más,
una en el invierno del 87 al 88, y la otra al ser vacunado: pero esta última fue muy pequeña. Sus
nervios delicados hacen que todo ruido al que no está habituado le produzca pánico; tiene miedo,
Ese mismo juicio que emite María Antonieta acerca de su hijo, nos lo repite un
billete confidencial en el que se nos muestra a la madre en el ejercicio de su
autoridad, esforzándose en vencer las rebeldías del niño, en reprender sus cóleras,
temblando, y, sin embargo, tratando de no flaquear en aquella elevada misión de
educar a todo un rey:
Hoy, 31 de agosto.
«Querida mía: Me ha sido completamente imposible volver del Trianon; la pierna me ha dolido
mucho. No me ha extrañado en lo más mínimo lo ocurrido con monsieur el Delfín. La palabra
perdón le ha irritado desde su niñez y hay que precaverse contra sus enojos. Apruebo sin reservas
lo que habéis hecho; pero que me lo traigan y yo le haré ver cuánto me afligen sus rebeldías. Mi
querida amiga, nuestra ternura debe ser severa con este niño; debemos recordar que no debemos
criarlo para nosotros, sino para la nación. Son tan fuertes las primeras impresiones de la infancia,
que me asusto de verdad cuando pienso que estamos educando a un rey. Adiós, corazón, bien
sabéis que os quiero.
MARÍA ANTONIETA»
A la Reina sólo le quedó una amiga, que compartía sus mismos peligros, sus
mismas pruebas y sus mismos sufrimientos. Unos la abandonaron, de otros fue
separada, y privada de otros apoyos: de madame de Polignac, del abate de Vermond,
que había seguido a madame de Polignac; la Reina ya no conservaba a su lado más
que a madame de Lamballe, y también se vio forzada a separarse de ella. Las
circunstancias, las necesidades de la política, fueron el motivo para que la Reina
enviara a Inglaterra a esta última amiga, como la única persona capaz de decidir a Pitt
a adquirir otros compromisos más concluyentes que la vana promesa de «no permitir
el derrumbamiento de la monarquía francesa».
En su vida de tanto ajetreo, en medio de las notas diplomáticas, de la
correspondencia, de los consejos, de las ocupaciones, de sus mil pensamientos, la
Reina siempre encuentra un minuto de tiempo para acercarse a madame de Lamballe,
para hablarle de su amistad, para abrirle su corazón, y confiarle la razón de sus
temores.
Corazón mío: El Rey acaba, de enviarme esta carta, para que yo la termine; gracias a su fuerte
constitución, se ha restablecido por completo de su salud. La tranquilidad con que sigue las
circunstancias tiene algo de providencial, y la buena Elisabeth está verdaderamente conmovida.
Apenas si el público ha conocido el desarreglo que acaba de experimentar. Sin duda os habréis
enterado de la extraña aventura que ocurrió en el teatro el mes pasado; el ruido de los aplausos, a
mi aparición con los niños; pegaron a los que querían armar tumulto y contrariar el entusiasmo
del momento; pero los malvados no tardan mucho para pensar en el modo de tomar la revancha,
pero por esto se puede ver lo que sería el buen pueblo y el buen burgués si quedara librado a sí
mismo; pero todo ese entusiasmo no es más que un rayo de sol muy débil, un grito de la
conciencia, que la debilidad ahoga muy pronto; al principio existía todavía la esperanza de que el
tiempo sería el portador del espíritu popular, pero no encuentro más que buenas intenciones; pero
no un arranque de valor que sea capaz de ir más allá de las intenciones y meros proyectos. No
tengo ninguna ilusión, mi querida Lamballe, y todo lo espero de Dios. Creed en mi amistad, y si
queréis darme, corazón mío, una prueba de la vuestra, cuidad vuestra salud y no regreséis hasta
que estéis completamente curada.
Adiós, os abrazo.
MARÍA ANTONIETA.
«Madame, creo que jamás encontraréis una amiga más sincera y leal que
ELISABETH MARÍA».
Mi querida Lamballe: Sería difícil que pudierais imaginaros mi estado de ánimo después de
vuestra partida. La primera condición de la vida es la paz; me resulta excesivamente penoso
buscarla en vano. Desde hace unos días que la Constitución no sirve más que para agitar al
pueblo, no se sabe a quién escuchar; a nuestro alrededor ocurren cosas muy tristes… Y, sin
embargo, nosotros hemos hecho algún bien. ¡Ah, si él pueblo lo supiera! Volved a mi lado, corazón
mío; vuestra amistad me es necesaria. Acaba de entrar Elisabeth y quiere añadir unas palabras.
La reina me da permiso para que os diga cuanto os quiero. No os espera ella con más cariño que
yo.
ELISABETH MARÍA.
No regreséis, pues ante el mal cariz que van tomando los asuntos tendríais que llorar
demasiado por nosotros.
Qué buena sois y qué verdadera amiga; lo sé bien, os lo aseguro, y con toda mi sinceridad os
prohíbo que volváis aquí.
Esperad el efecto que ha de producir la aceptación de la Constitución.
Adiós, mi querida Lamballe; creed, como siempre, en mi amistad sincera, que para vos no
cesará con mi vida.
No, os lo repito, mi querida Lamballe; es una locura regresar en este momento; mi amistad por vos
siente demasiadas alarmas; los asuntos no parecen tener buenas apariencias, pese a que la
Constitución ha sido aceptada, punto sobre el cual yo contaba. Permaneced junto al buen señor de
Penthièvre, que tanto necesita de vuestros cuidados; a no ser por él, no me sería posible hacer
semejante sacrificio, porque cada día siento que aumenta mi afecto por vos, a la vez que mis
penas; quiera Dios que el tiempo nos devuelva la calma. Pero los malvados esparcen tantas
calumnias atroces, que confío más en mi valor que en los acontecimientos. Adiós, mi querida
Lamballe; sabed que, de cerca, como de lejos, os quiero y estoy segura de vuestra amistad.
MARÍA ANTONIETA.
Entonces la Reina pasaba todo el día escribiendo. Por la noche, como no podía
conciliar el sueño, leía. Recibía las Memorias de M. de la Porte, de Talón, de
Bertrand y de Molleville. Mantenía correspondencia con el extranjero mediante su
sistema de clave de extremada dificultad, indicando las letras por medio de letras y
líneas de una página de Pablo y Virginia, en una edición que estaba en manos de
todos sus corresponsales.
¿Quién sería capaz de reconocer a esta mujer, a esta Reina, ayer tan bella, ayer la
reina de la moda y del placer? ¿A aquella joven del Trianon, entregada a las
frivolidades y bagatelas? ¡Han de imaginársela, arrancada de súbito a todos esos
juegos del pensamiento, a esas diversiones de la gracia, a las pastorales, a las cintas, a
su vida, casi a su sexo! ¡Adiós el leve cetro de la gracia! Sin embargo, aquellas
plumas, habituadas a las charlas y caricias de la amistad, sabrán plegarse al acto al
estilo de las cancillerías y abarcarán todo el Estado. Aquella Delfina, aquella Reina
que no quería soportar el peso de la corona, ¡María Antonieta llevará sobre sus
hombros la dirección de un ministerio de Relaciones Exteriores, los últimos restos de
un trono, la última oportunidad de un derecho!
Esos cambios súbitos, esas educaciones rápidas, esas milagrosas iluminaciones
del alma y del espíritu, del carácter y del genio las suele ofrecer la desgracia. El
ejemplo de tal aseveración lo tenemos en la correspondencia de María Antonieta con
Leopoldo II, y los títulos de hombre de Estado de la Reina son el testimonio escrito,
que ha dejado a la posteridad, de su pensamiento político, de su alto juicio, de su viril
inteligencia y de sus ilusiones. El día 31 de julio de 1791, la mañana siguiente del
regreso de Varennes, es cuando la Reina, recobrándose a sí misma, discute, prevé y
lucha.
La Reina informaba a su hermano sobre cuáles eran las influencias del momento
reunidas y conjuradas para la salvación de la monarquía: los sediciosos rechazados, la
inutilidad de sus esfuerzos; la Asamblea que cada día ganaba más autoridad en el
reino. Le refería el cansancio de las agitaciones en los propios agitadores; cómo la
«Dada la situación actual es completamente imposible que el Rey niegue su aceptación; creed
que el asunto ha de ser cierto cuando yo lo digo. Vos conocéis sobradamente mi carácter para
saber que yo más bien me inclinaría a una transacción de compromiso noble y llena de valor…»
»El Rey, no puede correr el riesgo de negarse a aceptar la Constitución: De aquí que crea será
necesario que cuando le sea presentada el acta, que la guarde primero unos días, puesto que no
tiene la obligación de conocerla sino cuando se la hayan presentado legalmente, y que entonces
llame a los comisarios, no para hacerles observaciones y peticiones de enmiendas, que tal vez no
conseguiría, y que demostrarían que aprueba lo esencial de la cuestión, sino que declare que sus
opiniones no han sufrido variación; que ya exponía, en su declaración del 20 de junio, la
imposibilidad en que se hallaba de regir los destinos de la nación con aquel nuevo orden de cosas;
que conserva las mismas opiniones pero que por la tranquilidad del país se sacrifica, y que con tal
de que el pueblo y la nación encuentren la felicidad en su aceptación, no vacila en darla; y la
contemplación de esa dicha le hará olvidar todas las penas amargas y crueles que se ha hecho
sufrir tanto a él como a los suyos; pero si se sigue este camino hay que seguirlo hasta el final, y
evitar a todo trance cuanto pueda motivar desconfianza y tener que andar en cierto modo siempre
con la ley en la mano; os prometo que es el mejor medio de agotarlos en seguida. Lo malo es que
sería preciso contar con un ministro hábil y seguro y que a la vez tuviera el valor de dejarse
anonadar por la corte y los aristócratas para después servirles mejor; porque podéis estar seguro
de una cosa y es que jamás volverán a ser lo que fueron, sobre todo por sí mismos».
No obstante, nuestra salvación sólo depende de las potencias extranjeras: el ejército está perdido,
no tenemos dinero; ningún medio y ningún freno puede contener el populacho en armas que se
agita en todas partes; incluso los propios jefes de la Revolución cuando hablan de orden ya no son
escuchados. Tal es el lastimoso estado en que nos encontramos; añadid a esa desgracia el hecho
de que no conservamos ni un solo amigo, puesto que todos nos han hecho traición: unos
arrastrados por el odio, otros por debilidad o por ambición; en fin, sólo me queda ver el día en
que se nos de una apariencia de libertad; al menos en el estado de nulidad en que nos hallamos,
no tenemos nada que reprochamos. En esta carta se refleja, todo el estado de mi alma; puedo
engañarme, pero es el único medio que veo para ir tirando. He escuchado todo cuanto me ha sido
posible a las gentes que militan en los dos bandos, y de todas esas opiniones ha salido la mía: no
sé si será seguida. Vos conocéis la persona con quien he de entendérmelas; en el instante que se
deja convencer, una palabra, un juicio, le hacen cambiar sin que se de cuenta; esta es la razón por
la cual no pueden seguirse los proyectos. En fin, ocurra lo que ocurra, necesito que sigáis
teniéndome afecto, y creed que cualquiera que sea la desgracia que me persiga, podré ceder a los
acontecimientos, pero jamás cederé a una cosa que sea indigna de mí: en la desgracia es donde
más claramente apreciamos lo que somos. En las venas de mi hijo corre sangre mía y espero que
un día se mostrará como digno nieto de María Teresa. Adiós.
A pesar de todo, esta carta, no viene a ser en modo alguno una llamada a la
invasión de la patria. María Antonieta no desea más que un manifiesto, que deje caer
sobre Francia el peso de las opiniones de todos los tronos, una invitación a la paz,
apoyada por grandes y potentes fuerzas, una amenaza imponente, pero sólo una
amenaza, que se proyecte sobre todo el horizonte de Francia. Acaso podía ser una
ilusión de la Reina aquella de lograr situar a un ejército de observación arma al brazo
ante las fronteras de Francia; pero la ilusión era sincera, y es un hermoso espectáculo
el de esta mujer, ahíta de hiel, herida por tantos ultrajes, desarrollar generosamente y
sin pasión aquel plan de prudencia y espera que defiende de un extremo al otro a
Francia contra las armas del extranjero y contra las armas de sus hijos, dos guerras,
dos desdichas que él Rey, dice María Antonieta en la Memoria siguiente, «debía
evitar aún poniendo en peligro su corona y su vida».
Pero antes de esta Memoria, queremos insertar el texto de la carta que la Reina
mandó a su hermano:
Hoy, 8 de septiembre
Querido hermano, ha transcurrido mucho tiempo, durante el cual no me ha sido posible escribiros,
a pesar de necesitarlo mucho mi corazón; conozco todos los testimonios de amistad e interés que
no cesáis de damos, pero por esta amistad os conjuro a no dejaros comprometer en nada por
nosotros; aun sabiendo, que no tenemos más apoyo ni confianza que vos. Aquí os mando una
Memoria que creo os dará una idea clara de vuestra verdadera situación y lo que podemos y
debemos esperar de vos. El alma de los dos hermanos del Rey me es sobradamente conocida,
mejores parientes que ellos no los hay en el mundo (casi diría hermanos si no tuviera la fortuna de
ser vuestra hermana). Ambos sólo aspiran a ver únicamente la gloria y la dicha del Rey, pero en
cambio es muy distinto con los que le rodean, todos los cuales se han hecho sus cálculos privados
para conseguir su fortuna y ambición. Es sobre todo muy interesante, que pudierais contenerlos, y,
especialmente, como M. de Mercy debe ya habéroslo comunicado de mi parte, exigir de los
príncipes, y en general de los franceses, que se mantengan aislados de todo lo que puede ocurrir
en un futuro no lejano, sea por medio de negociaciones, sea porque vos y las demás potencias
dispongan el avance de sus tropas. Esta medida resulta mucho más necesaria por cuanto estando
ya próximo el Rey a dar su asenso a la Constitución, puesto que no le cabe otra solución, si los
franceses que residen en el destierro se manifestasen en contra de su aceptación, sería considerado
como culpable por esta raza de tigres que asola el reino, y pronto sospecharían qué estamos de
acuerdo con ellos, ya que llegamos a tanto como a procurar inspirar la mayor confianza; es el
único medio para que el pueblo, despertando de su embriaguez, ya por las desgracias que
experimente en el interior, como por el temor que inspira el exterior, vuelva a nosotros detestando
a todos los que son los autores de nuestros males.
Querido hermano, os doy muchas gracias, por la carta que me habéis mandado, que estaba
escrita en el sentido que yo podía desear, y que ha producido un buen efecto, pues aquellos a
quienes la he mostrado han parecido, o han creído que debían parecer contentos; pero ¡cuánto me
cuesta escribiros una carta de esta índole…! Hoy en que al menos tengo la puerta cerrada y soy la
reina de mi habitación, puedo, mi querido hermano, aseguraros la ternura y el sincero afecto con
que os abrazo y que sólo cesará cuando termine mi vida.
Si los príncipes volvieran a Francia, entrarían «con la sed de otra venganza distinta que la de las
Estas son las razones y los pretextos en aquella supuesta intervención de Europa,
en la que la Reina había cifrado su salvación.
De aquella declaración esperaba que saldría la intimidación de unos, el estímulo
de los otros, un levantamiento espontáneo de la aterrada mayoría de los descontentos
contra la tiranía local de los departamentos, los municipios y los círculos; un
alzamiento que sería súbito, general, unánime, sin defensa y sin efusión de sangre. La
Reina confiaba en que estallara una revolución pacífica y que se produjera a la vez en
«todas las ciudades de Francia», y terminaba su Memoria con esta certeza —que ¡ay!
no era más que Una ilusión—: «La revolución se hará por la proximidad de la guerra
y no por la misma, guerra».
La Reina proseguía aferrada a la realización del plan y de sus esperanzas, y el 4
de octubre de 1791 escribía a su hermano convencida de la conveniencia de realizar
ese proyecto:
No me queda más remedio que el consuelo de escribiros, querido hermano; me veo envuelta por
tantas atrocidades que me es necesario todo vuestro afecto para dar un poco de reposo a mi
espíritu; por una inmensa dicha he podido ver a la persona de confianza del conde de M…, pero
con seguridad no lo he logrado más que una sola vez; me ha manifestado cuáles eran los
pensamientos del conde, que son muy parecidos a los que yo os he referido en los últimos días;
desde la aceptación de la Constitución, el pueblo parece que nos ha devuelto la confianza que
tenía en nosotros depositada; pero este hecho no ha sido suficiente para ahogar los malos
designios en el corazón de los malvados; sería imposible que no volvieran hacia nos otros si se
conociera nuestro verdadero modo de pensar, pero a pesar de esta confianza del momento, estoy
muy distante a entregarme a una esperanza ciega; en el fondo pienso que el buen burgués y el
buen pueblo han estado siempre en buena armonía con nosotros, pero no reina la unión entre ellos
y nada puede esperarse de su fuerza; el pueblo, la multitud, siente por instinto y por interés la
necesidad de acatar a un jefe único, pero no tiene la fuerza que se requiere para desembarazarse
Esos son los planes y las esperanzas de la Reina, en su más primitiva revelación,
en su plena confesión. ¡Aquí encontramos el corazón entero y el pensamiento
completo de la Reina, a la que la historia ha atribuido durante algún tiempo la
cuestión de los emigrados! ¿En lo futuro qué historiador acometerá la tarea de
acusarla contra todos los hechos y en contra de todas las pruebas? ¿Quién osará
acusarla después de estas dos cartas, documentos desconocidos y preciosos en los que
se nos demuestra el abismo que ha separado siempre la política de la Reina de la
política seguida por Coblentz?
«He recibido vuestra misiva del 20 de marzo, querida hermana; la poca costumbre que tengo de
este modo de escritura me obliga a ser muy lacónico, por lo que os dejo adivinar cuán sensible soy
a las pruebas de nuestro afecto; pero al mismo tiempo veo como cada día que transcurre diferís
concederme vuestra confianza, sobre todo cuando las circunstancias son tan apremiantes. Quizás
Esta es la parte de la carta que vos ignorabais, querida hermana; os envío un abrazo. ¿Cuándo
regresáis?
MARÍA ANTONIETA
Una vez terminada la carta a madame Elisabeth, la Reina escribe acto seguido al
conde de Artois:
Considero la guerra civil como necesaria. Ante todo, creo que ya existe, porque todas las veces
que se consuma la división de un reino en dos bandos, cuantas veces el partido más débil no
obtiene la salvación de la vida más que dejándose despojar, es imposible no denominar a eso una
guerra civil. Sin ella, no será posible terminar con la anarquía: cuanto más se la demore, más
sangre se habrá derramado. Ese es el principio: si yo fuera Rey, él sería mi guía.
3 de abril de 1791
Mirabeau ha optado por marcharse al otro mundo para cerciorarse de si la Revolución era allí
Para hablar con mayor precisión, recuerda la situación en que se encuentra ese desdichado padre:
el accidente que fue la causa de que no pudiera administrar sus bienes le ha echado en brazos de
su hijo. Como tú sabes, el hijo ha observado una conducta perfecta hacia su padre, a pesar de todo
lo que han hecho para querellarle contra su suegra. Él se ha resistido siempre; pero no la quiere
(a ella). No le creo agriado, porque es incapaz de ello; pero temo que los que están unidos a él le
dan malos consejos. El padre se halla casi curado; ha recuperando su cabeza; dentro de poco
querrá hacerse de nuevo cargo de la administración de sus bienes y ese es el instante que yo temo.
El hijo que se da cuenta de lo ventajoso que es dejarlos en las manos en que se encuentran,
insistirá: la suegra, no lo sufrirá; y eso es lo que conviene evitar, dando a comprender al joven que
incluso por su interés personal, no debe dar su opinión sobre el asunto para evitar el enfrentarse
con una situación muy molesta. Yo quisiera que tú hablases de ello con la persona que ya te
indiqué; que le hicieses compartir mi opinión, sin ni siquiera decirle que yo te he hablado de ello,
al objeto que pueda creerlo como idea suya, y comunicarla más fácilmente. Nadie mejor puede
hacerse cargo de los derechos que tiene un padre sobre sus hijos, ya que durante largo tiempo lo
ha visto con sus propios ojos. También quisiera que trataras de persuadir al joven de que tenga un
poco más de cariño a su suegra. Será suficiente ese encanto que sabe utilizar un hombre, cuando
quiere, y con el que la persuadirá de que tiene el deseo de verla como siempre fue. Siguiendo ese
método, se evitará muchos disgustos y gozará apaciblemente del afecto y la confianza de su padre.
Pero tú sabes bien que sólo es hablando tranquilamente con esa persona, sin cerrar los ojos ni
alargar la cara, cómo le harás comprender lo que te digo. Pero primero es necesario, que te
convenzas a ti misma. Por lo tanto, relee mi carta, trata de comprenderla bien, y vé a hacer el
encargo. Te hablarán mal de la suegra: yo creo que es exagerado.
Entre las once y las doce de la noche del 9 de agosto, la Reina oye tocar a rebato
«He dicho, entre otras cosas, a la mujer del Rey, que quería darle para su servicio mujeres
conocidas mías; me ha contestado que no tenía necesidad de ellas, y que ella y su hermana sabrían
bastarse recíprocamente».
Y yo le contesté entonces:
«Muy bien, señora; ya que no queréis recibir a las mujeres que os he designado para vuestro
servicio, no tenéis más que serviros vosotras mismas, y así no tendréis dificultades en su
elección…»
Algunos días la Reina no bajaba al jardín; pero los niños necesitaban aire,
espacio, juegos; sufrían y se asfixiaban. Y la Reina, recobrando todo su valor de
madre, se arriesgaba a las palabrotas de la plebe y volvía a bajar al jardín.
La Reina, tanto arriba como abajo, no se veía libre del ultraje, y la amenaza la
rodeaba por todas partes. Y si el jardín tenía sus hombres insolentes, la torre tenía sus
muros. Las inscripciones escritas con carbón repiten como un estribillo: ¡Madame
Veto bailará en la cuerda floja!
Hasta el eco trae la injuria y la risa de las sandeces inmundas y de los libelos de
La Reina vive aún más separada de los suyos. Se encuentra más alejada del ruido
de las calles, y el silencio de la noche no le trae el estribillo de aquella canción del
Pauvre Jacques, que se cantaba alrededor del Temple por voces amigas. Aquellos
cortos paseos por el jardín ya no son para ella ninguna alegría y es bastante para
iluminar todo un día, la dicha de poder reconocer un amigo que ya no confiaba volver
«María Antonieta solicita para ella y para su familia un traje completo de luto, el más sencillo».
Podéis depositar toda la confianza en el hombre que os viene a hablar de mi parte, entregándoos
este billete. Conozco sus sentimientos; no ha variado desde hace cinco meses. No os fiéis
demasiado de la mujer del hombre que está encerrado aquí con nosotros: yo desconfío de ella y de
su marido.
Habiendo encontrado al fin el medio de entregar a nuestro hermano una de las únicas prendas que
nos quedan del ser que tanto apreciábamos y al que todos lloramos, he creído que estaríais muy
contento al tener algo que viniera de él; guardadlo en prueba del más tierno afecto, con el que os
abrazo de todo corazón.
M. A.
M. de Jarjayes una vez hubo leído el billete de la Reina, queriendo actuar con
plena certeza, preguntó a Toulan si podía facilitarle a él el acceso en el Temple para
hablar un momento con la Reina. Toulan dijo que la empresa era difícil, pero no del
todo imposible, y trajo en seguida a Jarjayes este billete de la Reina:
Si estáis decidido a venir aquí, mejor que sea cuanto antes; pero por Dios, tened mucho cuidado
en no ser reconocido, sobre todo por la mujer que está aquí encerrada con nosotros.
Preveníos contra madame Archi, que me parece está muy ligada al hombre y a la mujer de que os
he hablado en el otro billete.
Tratad de entrevistaros con Mme. Th., ya os explicarán para qué. ¿Cómo se encuentra vuestra
mujer? Tiene el corazón demasiado bueno para no caer enferma.
Vuestro billete me ha dado un gran consuelo, no tenía ninguna duda sobre Nivernois, pero me
desesperaba que se pudiera pensar mal de él. Poned atención a los planes que os presentarán;
examinadlos bien con vuestra prudencia; en cuanto a nosotros nos entregamos con plena
confianza. ¡Dios mío, qué feliz sería, si, sobre todo, pudiera contaros entre los que pueden sernos
útiles! Ya tendréis ocasión de ver al nuevo, personaje; su exterior no previene, pero es
absolutamente necesario y hay que tenerle. T… (Toulan) os dirá lo que se necesita para eso.
Tratad de procurároslo y de terminar con él antes de que venga aquí. Si no está a vuestro alcance
hacerlo, ved de mi parte a M. de Laborde, si no veis en ello inconveniente; ya sabéis que tiene
dinero mío.
En efecto —escribía la Reina a Jarjayes—, creo que resulta imposible hacer en este momento
ninguna gestión cerca de M. de L.; todas serían inconvenientes: es preferible que vos terminéis
este asunto directamente, si podeis. Yo había pensado en él para evitaros tener que desembolsar
una suma de dinero tan grande para vos.
T., esta mañana me ha dicho que habéis ya concluido con el comm…, cuán precioso me es un
amigo como vos.
Así escribía la Reina, que se dejaba dominar por la ilusión; pero, inmediatamente,
y por el temor de parecer ingrata, le decía:
Me gustaría mucho que pudierais también hacer algo por T…, se porta muy bien con nosotros;
hemos de reconocerlo.
Pero Toulan se negó a aceptar nada; tan sólo una pequeña caja de oro,, de que se
servía la Reina: ¡caja fatal, que fue su perdición! Su mujer la exhibió, y Toulan tuvo
que subir al cadalso, adonde había subido ya la Reina.
He aquí el plan de Toulan:
Toulan y Lepitre habían traído en diferentes ocasiones bajo sus pellizas y en sus
bolsillos trajes para la Reina y madame Elisabeth; dos abrigos acolchados debían
servir para disimular lo relativo a la estatura y modo de caminar de las prisioneras.
Además, se añadían los fajines y las cartas idénticas a los de los comisarios. Madame
y el Delfín, hubieran sido sacados del Temple de este modo: cada día, a las cinco y
media, entraba en el Temple, un hombre que se encargaba de encender los faroles,
que iba por lo general acompañado de dos rapaces que le ayudaban a encender las
luces de la torre, y todos salían a las siete. Un traje igual que el de los chicos; una
carmañola, una vieja peluca, toscos zapatos, un sucio pantalón y un viejo sombrero
disfrazarían al Delfín y a Madame, que tendrían que ser desnudados y vestidos en la
pequeña torre contigua al cuarto de la Reina, en la que ni Tison ni su mujer entraban
nunca. Sobre eso de las siete menos cuarto, el tabaco de España que Toulan
suministraba a los esposos Tison, y que aquel día tendría una parte de narcótico,
sumiría en el sueño al hombre y a la mujer por espacio de ocho horas. La Reina, con
prendas masculinas y mostrando desde lejos su documentación al centinela, tranquilo
al advertir su fajín, saldría del Temple con Lepitre, y se dirigiría a la calle de la
Corderie, en donde tendría que reunirse con M. de Jarjayes. Transcurridos unos
minutos después de las siete, y después del relevo, de los centinelas en la torre, un
empleado del almacén de Toulan, que se llamaba Ricardo, e igualmente cómplice en
el plan, llegaba a la puerta de la Reina, vestido como el hombre encargado de
encender los faroles, llevando su caja de hojalata al brazo, llamaba y recibía al Delfín
y a madame Elisabeth de manos de Toulan, que le reprendía en alta voz por no haber
Acabamos de tener un hermoso sueño, eso es todo; pero nos ha sido un gran consuelo hallar de
nuevo en esta ocasión una nueva prueba de vuestra completa abnegación para conmigo. Tengo
una confianza ilimitada en vos; hallaréis en mí, en todas las ocasiones, carácter y valor, pero lo
¡Qué corazón tan magnánimo el que tan pronto y con tan sencillo esfuerzo
renuncia a una liberación que no pueden compartir sus hijos! ¡Una madre romana no
hubiera hecho otra carta! ¡Y cuánta gracia acumuló en aquel último grito, en aquel
último cántico de la ternura maternal! El heroísmo es suave como una caricia; el
sacrificio es una sonrisa.
Pero con todo, y pese a la fatalidad, Toulan se debatirá y luchará sin cesar hasta el
final. No se ausenta, al igual que Lepitre, Moille y Bruno en el momento de la
denuncia de Tison; rebate la acusación, hace frente a Hébert, y, con una osadía
magnífica, pide que inmediatamente se pongan en su casa los sellos judiciales. Se
cursa orden de arresto contra él; ni se preocupa, Es arrestado; a los que le detienen les
ruega que le conduzcan a su casa, para tomar algunos efectos; a la vez colocarán los
sellos. Durante el recorrido se encuentra con su amigo Richard, y le invita a que
venga con él a su casa a retirar algunos papeles suyos que están en su mesa. Richard
ha comprendido a Toulan. Una vez llegados a casa de éste, se inicia una discusión
entre Richard y los comisarios acerca de los papeles. Toulan habiendo pasado a un
gabinete próximo con objeto de lavarse las manos, deja correr un grifo; el rumor del
agua que corre y la voz de Richard, que recrimina a gritos, impiden a los comisarios
oír el ruido de una puerta secreta que se abre despacio: Toulan está libre. Pero, ya
libertado, no intenta huir de París. Se apresura a alquilar una casa vecina al Temple,
en la que Turgy celebra frecuentes entrevistas con él, y de la que lleva al Temple las
noticias del exterior. Cuando la Reina se verá trasladada a la Conserjería, Toulan
pasará aviso e informará a madame Elisabeth tocando el cuerno desde su ventana, tan
fuerte, que madame Elisabeth le recomendará incluso prudencia.
La Reina apreciaba sinceramente a aquel hombre, cuando, para darle las gracias
por todo lo que había hecho y a lo que se atrevía aún, no encontraba nada mejor que
participarle sus alegrías de madre: «Decid a Fiel —escribía— que veo a mi hijo todos
los días».
Dios y el barón de Batz eran los dos únicos consuelos de la Reina.
Hay un realista que está en París; que tiene una mano puesta sobre París y otra
mano sobre Francia envolviendo a la Revolución.
Al ser denunciado, perseguido, acorralado, abrasa la Vendée, Lyón, Burdeos,
Tolón y Marsella, y su nombre hace temblar a Robespierre. Este hombre es Proteo,
Catilina y Casanova, que se confunden en un mismo hombre, para terror de la tiranía.
Hombre que entrega su cabeza y su pluma al servicio de la intriga y el brazo al de los
golpes de mano, es diplomático y aventurero a la vez.
Se encuentra en todas partes; y donde no está, su amenaza se proyecta. Tiene
«María Antonieta tendrá que comparecer ante un Tribunal extraordinario, y será trasladada acto
seguido a la Conserjería».
Como la Reina salía de aquella cárcel sin bajar la cabeza, chocó contra el postigo.
Al preguntarle si se había hecho daño, ella replicó:
—¡Oh, no! ¡Ahora nada puede hacerme ya daño…!
Los municipales, entre los que figuraba Michonis, dieron escolta a María
Antonieta durante el trayecto del Temple a la Conserjería. Le fue concedido pernoctar
en las habitaciones del conserje Richard.
A la mañana siguiente, la misericordia de Richard; sostenida y alentada por la
silenciosa aprobación y el secreto apoyo de algunos oficiales de la municipalidad,
desacataba las órdenes de Fouquier, y la Reina quedó instalada, no en Un calabozo,
sino en un cuarto cuyas dos ventanas miraban al patio de las reclusas. Se trataba de
una habitación cuadrada, bastante amplia; era la antigua sala del Consejo, adonde
acudían los magistrados de las cortes soberanas, antes de la Revolución, en
determinados días del año, para recibir las quejas de los prisioneros.
Como si las cosas tuvieran en torno de la Reina una especie de vida, el viejo papel
del muro mostraba sus flores de lis, que se iban en desgarrones y que ya se borraban
bajo el salitre. La pieza era separada por una pared en medio de la cual se abría un
ventanal; cada mitad estaba iluminada por una ventana que daba al patio. La pieza del
fondo fue la que se destinó a la Reina; la otra, que era en la que estaba la puerta,
convirtióse en el cuerpo de guardia de dos gendarmes, que allí permanecían de noche
y de día distanciados tan sólo de la Reina por un biombo colocado delante de la
abertura de un tabique.
Una cama de madera era el gran mobiliario de María Antonieta, dicha cama se
encontraba situada a la derecha de la entrada, frente a la ventana, y una silla de paja
en el alféizar de la ventana servía a la Reina para pasar sentada casi todo el día,
mirando en el patio ir y venir a los seres vivos, y captando las conversaciones que se
sostenían bajo su ventana, las noticias que le suministraban los prisioneros. Le
dejaron una vulgar cesta de mimbre, para que pudiera poner en ella su labor, una caja
de madera para los polvos que aun usaba sobre sus blancos cabellos y una cajita de
hojalata para su pomada.
Ni siquiera en la Conserjería, vecina de Fouquier, prometida ya al verdugo,
Pero Fouquier tuvo que prescindir de este requisito; tuvo que verificar la
instrucción del sumario sin documentos: es decir, ¡con los monstruosos documentos
que el 4 y el 7 de octubre había ido a arrancar a Hébert, en la torre del Temple, a un
hijo contra la madre!
Ciudadano presidente: Los ciudadanos Tronçon y Chaveau, que el Tribunal me ha nombrado como
abogados, me manifiestan que no se les ha notificado su misión hasta hoy; mañana debo ser
juzgada, y les es imposible en tan corto plazo imponerse de los documentos del sumario y ni aun
darles lectura. Debo a mis hijos el no omitir ningún medio necesario para la total justificación de
Vamos a suponer… que no fuese culpable de todos los crímenes que se le imputan. ¿No ha sido
Reina? Pues ese crimen es suficiente para hacerla recortar; porque… ¿qué es un rey o una reina?
¿No es lo más impuro y criminal del mundo? Reinear ¿no es ser el enemigo jurado de la
Humanidad? Los contrarrevolucionarios, a los que amordazamos como a perros rabiosos, no son
más que enemigos de poca monta; pero los reyes y su raza han nacido para destruirnos. Al nacer
están destinados al crimen como cierta planta a envenenar; es tan natural a los emperadores,
reyes, príncipes y a todos los déspotas el gozar oprimiendo a los hombres y devorarlos, como los
tigres y los osos devoran la presa que cae bajo sus garras; miran al pueblo como a vil rebaño cuya
sangre y sudores les pertenecen; no hacen de los que llaman sus súbditos más caso que de los
insectos que aplastamos sin darnos cuenta. Juegan con la Humanidad como nosotros jugamos a
bolos, y cuando un monstruo con corona anda cansado de la caza declara una, horrible guerra a
«1ª ¿Es cierto que han existido maniobras e inteligencias con potencias extranjeras y con otros
enemigos de la República; maniobras e inteligencias encaminadas a suministrarles dinero, a
darles entrada en el territorio francés y a facilitar en él el progreso de sus armas?
»2ª ¿Está convicta María Antonieta de Austria, viuda de Luis Capeto, de haber cooperado a
las maquinaciones, de haber sostenido esas inteligencias?
»3ª ¿Es cierto que ha existido una conjuración y conspiración que iba encaminada a atizar el
fuego de la guerra civil en el interior de la República?
»4ª ¿Está convicta María Antonieta de Austria, viuda de Luis Capeto, de haber tomado parte
en esa conjura y en esa conspiración?»
La deliberación de los jurados duró una hora y volvieron a la audiencia con una
contestación afirmativa a todas las preguntas que les habían hecho. La declaración es
afirmativa por unanimidad.
El presidente pronunció un discurso, en el que prohibía toda muestra de
aprobación por parte del pueblo. María Antonieta ha de comparecer ante el Tribunal.
Se procede a dar lectura a la declaración del Jurado.
Fouquier se levanta y pide la pena de muerte contra la acusada, de acuerdo con el
artículo 1° de la primera sección del título I de la segunda parte del Código penal, y
también conforme al artículo 2º de la primera sección del título I de la segunda parte
del mismo Código.
El presidente interpela a la acusada por si tiene que formular alguna reclamación
sobre alguna de las leyes invocadas por el acusador.
María Antonieta niega con un movimiento de cabeza.
El presidente recoge las opiniones de sus colegas, «y, de acuerdo con la unánime
declaración del Jurado, haciendo lugar en derecho a la requisitoria del acusador
público, de conformidad con las citadas leyes, condena a la dicha María Antonieta,
llamada Lorena de Austria, viuda de Luis Capeto, a la pena de muerte; declara,
conforme a la ley del 10 de marzo último, que sus bienes, si tuviera alguno en toda la
extensión del territorio francés, quedan confiscados en provecho de la República, y
ordena que, a requerimiento del acusador público, la sentencia sea ejecutada en la
plaza de la República, y su texto fijado en edictos por toda la extensión del
La Reina puso la carta en manos de Bault, que durante todo el día dijo a su mujer:
—Tu pobre Reina ha escrito; me ha entregado su carta; pero no he podido
cursarla a su destino, no he visto otra solución que entregaría a Fouquier.
Acto seguido la Reina se queda pensando en el espectáculo que tendrá que dar
dentro de algunas horas. Teme que su cuerpo, agotado por el cansancio y debilitado
por la enfermedad, traicione a su alma, y queriendo conservar la fuerza de su valor
pide algún alimento. Le sirven un pollo y come un ala. En seguida pide cambiar de
camisa; la mujer del conserje le da una. Sin desnudarse la Reina se echa sobre el
lecho, se cubre los pies con una manta y se duerme.
Mientras la Reina dormía, alguien entra.
—Aquí está un cura de París —le dicen— que viene a preguntaros si queréis
confesar.
—¿Un cura de París? —murmura en voz queda la Reina—. No existe ninguno…
El sacerdote avanza, y dice a la Reina que se llama Girard, y es cura de Saint-
Landry, en la Cité y que es portador de los consuelos de la religión. Pero la Reina se
ha confesado ya con Dios. Dio las gracias al cura juramentado, pero no le despidió.
Baja del lecho, camina por la habitación para entrar en calor, se queja de sentir en los
pies un frío mortal. Girard le aconseja que se ponga en los pies el almohadón: la
Reina sigue las instrucciones del cura.
—¿Queréis que os acompañe? —dice el sacerdote.
—Como queráis —contesta la Reina.
A las siete se presentó Sansón.
—¿Qué temprano venís, señor? —le dice la Reina—, ¿no podríais retrasar?
El 1° del mes…………………
» 25, ídem ……………………
La viuda Capeto, por el ataúd. 6 libras
Por la fosa y los enterradores. 25 »
FIN
niña que era, no le gustaba más que reír y retozar con Sus damas jóvenes. <<
«Respecto a mi querido esposo, ha cambiado muchísimo y con provecho para él. Empieza a tener
confianza en mí y a demostrarme amistad. No quiere a ningún precio a M. de la Vauguyon, pero no
obstante le teme. El otro día le ocurrió un hecho singular. Me encontraba yo sola con mi marido,
cuando acercóse M. de la Vauguyon con el propósito de escuchar a la puerta. De pronto, un ayuda
de cámara, que es sin duda muy tonto o muy correcto, abrió la puerta y el señor duque apareció
allí plantado como si hubiera echado raíces. Inmediatamente hice observar a mi marido lo
embarazoso que resulta a veces escuchar tras de las puertas, y él estuvo de acuerdo conmigo».
(«María Theresia und Marie Antoinette», por von Arneth, 1865). <<
zueco, a fin de poder tomar el baño sentado. (Nota del Traductor). <<
personaje que imita el habla provenzal, pregunta: «Qu’es aço?» (¿Qué es eso?) De
esa onomatopeya surgió el bonete a la quesaco, que se usó entonces. (N. del T.) <<
como nos lo demuestra esta carta que dirigió a su hermano José II: El duque de
Orleáns me vende Saint-Cloud, el contrato no será firmado hasta el mes de enero. El
Rey ha dicho que estará extendido a mi nombre y que podré dárselo a quien me
plazca. Allí pasaremos los veranos. La Muette es muy pequeña para nuestras
reuniones. <<
distribuía mensualmente mil seiscientos francos entre los pobres de las parroquias de
París y destinaba mil doscientas libras a la compra de mantas y ropa para los
enfermos. Además, durante los meses de invierno más de trescientas nuevas madres
recibían sendas canastillas de su soberana. <<
hasta las cuatro de la tarde. Una hora después se reanudaron hasta el día siguiente a
las cuatro de la mañana, de modo que, aparte unos breves descansos duraron,
aproximadamente, veinte horas consecutivas. <<