Historia de María Antonieta Edmond y Jules de Goncourt

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Los

hermanos Goncourt trazan un retrato de la joven y la mujer que fueron,


en distintas etapas de su breve historia, María Antonieta, Archiduquesa de
Austria y reina de Francia, la última que habitó el fastuoso palacio de
Versalles.
La posición de los autores es favorable a la figura retratada y aportan para
ello una base documental basada en cartas personales, además de la
historiografía convencional, que sesga los datos según los investigadores
sean monárquicos o republicanos.
La verdad histórica al cien por cien nadie la podrá conocer, pero si una
aproximación a ella, desde diferentes puntos de vista, los suficientes como
para que el lector interesado se haga una composición de lugar e, indagando
en otras fuentes, se acerque con cierta fidelidad a una figura al principio
ensalzada, luego denostada, para finalmente ser el objeto de los más
desatados odios e iras, la mayor parte impostados por una demagogia que
hizo erupción, como un estallido volcánico, en los vertiginosos tiempos de la
Revolución Francesa, esa convulsión que cambió la historia de la humanidad
para siempre y de cuyas luces y sombras son herederas las democracias de
nuestro tiempo, que aún manejan conceptos como «izquierdas» y
«derechas», nacidos arbitrariamente en esa época.

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Edmond y Jules de Goncourt

Historia de María Antonieta


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Titivillus 13.08.15

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Título original: Histoire de Marie-Antoinette
Edmond y Jules de Goncourt, 1858
Traducción: Jorge Boguñá

Diseño de cubierta: Titivillus, sobre ilustración basada en el retrato de Alexander Kucharsky[*]

Diseño de la cubierta original: R. Sicart (de la edición original de EDICIONES REGUERA, 1948)

Editor digital: Titivillus


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PRÓLOGO

Los autores de este libro han tenido la suerte de hacer un retrato de cuerpo entero de
María Antonieta, que las recientes publicaciones de los archivos de Viena apenas
modificaron.
No pintan, por cierto, a la reina del modo convencional y tal como una falsa
duquesa de Angulema, según la Restauración, la inventó. Presentan una dama del
siglo XVIII que gusta de la vida, del placer y de las distracciones que siempre
agradaron a la juventud y a la hermosura, algo vivaracha, juguetona, burlona y
aturdida, pero honrada y pura, que jamás ha tenido, según expresa el príncipe de
Ligne, «sino una coquetería de reina para agradar a todo el mundo».
No hay que echar en olvido que María Antonieta tenía quince años y medio
cuando entró en Francia, y se vio en medio de ese reinado del mariposeo y del placer,
entre esa generación de francesas que parecen representar el Desatino en la febril
agitación de sus vanas y fútiles existencias. Exigir de esta jovencita que se librase en
absoluto del ambiente que respiraba, que no se contagiase en nada con los errores de
su nueva patria, es pedir a la Naturaleza que hiciese un milagro, y no lo hizo.
Mas tomemos datos de los informes de Mercy-Argenteau, y rebusquemos en las
cartas de María Teresa, que en manos de los enemigos de la memoria de la reina se
han convertido en armas contra ella. ¿Qué es lo que hallamos? En una, la severa
madre reconviene a su hija porque monta a caballo, en otra la censura porque va al
baile, en alguna porque se adorna con plumas extravagantes, en la de más allá porque
compra diamantes. Le riñe por «tener curiosidad, por conversar y tener únicamente
amistad con las señoras jóvenes, por charlar en vano, por no tomar afición a las
ocupaciones serias…» Que me digan en conciencia los lectores, sin pasión política, si
a cada mujer bonita, la más perfecta del mundo por todas sus cualidades, se le hiciese
un proceso verbal, día por día, desde la edad de diez y seis años a la de veinticinco,
con los regaños y refunfuños de los padres viejos acerca de su atavío, afición al baile
y deseo natural de divertirse y agradar, el legajo acusador de tan linda mujer ¿no sería
tan voluminoso como el de María Antonieta?

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LIBRO PRIMERO
(1755-1774)

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CAPÍTULO PRIMERO

Decadencia de Francia a mediados del siglo XVIII. La política inglesa. Tratado


de París. La nueva política francesa de M. de Choiseul. Alianza de Francia con
la casa de Austria. Nacimiento de María Antonieta. Su educación francesa.
Correspondencia diplomática y negociaciones para su matrimonio. Solemne
audiencia del embajador de Francia. La archiduquesa Antonieta abandona
Viena.

A mediados del siglo XVIII Francia había perdido el legado de gloria que Luis XIV
le dejara, y, además, lo mejor de su sangre, la mitad de su tesoro, incluso la audacia y
el empuje que engendra la desesperación.
Sus ejércitos retrocedían de derrota en derrota; en fuga estaban sus banderas,
batida y refugiada en los puertos su armada, sin osar asomarse por el Mediterráneo;
arruinados su comercio y su navegación de cabotaje. Agotada y avergonzada, Francia
veía un día a Inglaterra arrebatarle Luisburgo, otro el Senegal, otro Gorea,
Pondichery, el Coromandel y Malabar; ayer la Guadalupe, hoy Santo Domingo,
mañana Cayena.
Si la nación desviaba los ojos de su imperio de allende los mares, los oídos de la
patria en vigilia oían en sus propias fronteras las pisadas recias de las tropas anglo-
prusianas.
Su juventud había caído en los campos de batalla de Dettingen y Rosbach; sus
veintisiete navíos de línea habían sido apresados; seis mil de sus marinos se hallaban
prisioneros de guerra; e Inglaterra, dueña y señora de Belle-Isle, podía someter
impunemente al incendio y al terror todo lo largo de las costas francesas, desde
Cherburgo a Tolón.
Un tratado acababa de colmar el deshonor y la decadencia de Francia: era el
tratado de París que cedía en propiedad al rey de Inglaterra el Canadá y Luisburgo,
que tanto habían costado a Francia, en hombres y en dinero; la isla de Cap-Bretón y
todas las islas del golfo de San Lorenzo. De todo el banco de Terranova, el tratado
sólo dejaba a Francia, para la pesca del bacalao, los islotes de Saint-Pierre y
Miquelón, guarnecidos por una tropa que no podía exceder de cincuenta hombres. El
Tratado de París encerraba a Francia dentro de los límites de la Luisiana, por una
línea divisoria en medio del Mississipí; la expulsaba de sus posesiones sobre el
Ganges; le privaba de las más fértiles y ricas de las Antillas, de la región más
productiva del Senegal y de la más salubre de las islas de Gorea.
Asimismo, el tratado castigaba a su vez a España por haber prestado su ayuda a

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Francia, arrebatándole la Florida. Pero Inglaterra no sintió su ira aplacada con la
imposición de aquellas condiciones que le entregaban casi todo el continente
americano desde los 25° hasta casi el Polo. Quiso y obtuvo de Francia una última
humillación: una de las cláusulas del Tratado de París prohibía levantar de nuevo las
fortificaciones de Dunkerque; la ciudad y su puerto debían permanecer, por período
indefinido, bajo la inspección y control ge comisarios nombrados por Inglaterra,
establecidos en lugares fijos y pagados por Francia. Hubo momento que en Francia
temióse que la humillación llegase más lejos aún y que Inglaterra exigiese la
demolición del puerto de Dunkerque.
Inglaterra, era a todas luces, el enemigo; para Francia era el peligro que
amenazaba el lugar, que como potencia le correspondía, el enemigo de la casa de
Borbón y del honor de la monarquía.
Ante aquél pueblo, que había llegado al dominio de los mares gracias a su
comercio y a su marina y por los resortes de prosperidad que tiene todo imperio
moderno; ante aquel orgullo, que pretendía exigir casi el saludo de todas las marinas
del mundo en todos los océanos y que anunció en alta voz en su Parlamento «que no
debía dispararse ningún cañonazo sin el permiso de Inglaterra»; ante aquel ancestral
odio contra la nación gala, aquella envidia en la que no cabía ni la piedad ni los
remordimientos, y que, tras de haber puesto en juego contra Francia la sorpresa y la
traición, abusó de su infortunio; ante aquella política inglesa que por labios del
milord de Rochefort llegó a pronunciar: «Es necesariamente grato a S. M. Británica
todo arreglo o acontecimiento que vaya en contra del sistema político de Francia»,
por los de Pitt, «que jamás consideraré bastante grande la humillación de la casa de
Borbón»; ante aquellas insolentes pretensiones y aquella obstinada enemistad, que
contribuyeron a alarmar más aún la impotencia y los desastres que afligían a Francia,
ésta veíase obligada a olvidarse de todo, para pensar sólo en defenderse de tanta
amenaza coaligada.
Veíase precisada a abandonar los antiguos derroteros políticos emprendidos desde
Enrique IV al cardenal de Fleury y que comprendían desde el Tratado de Vervins al
establecimiento de un Borbón en el trono de Nápoles; a apartarse del pensamiento da
Richelieu, de Davaux, de Mazarino, de Servien y de Belle-Isle, y de la tradición de
Luis XIV, y abandonar aquella constante persecución del Austria alemana y del
Austria española[1], contra las que durante todo su reinado lanzara el Rey Sol sus
ejércitos y obtuviera sus victorias. Un nuevo destino imponía a Francia abandonar
aquella vieja lucha y sus temores, para volver contra Inglaterra su diplomacia, sus
armas, las tentativas de su valor y los esfuerzos de su genio.
Choiseul, el ministro francés que en 1762 escribía al duque de Nivernois,
refiriéndose a los rumores que circulaban acerca la demolición del puerto de
Dunkerque: «Jamás, señor duque, aunque tuviera que sacrificar mi vida, jamás daré
mi consentimiento para semejante destrucción»; ahora aquel mismo ministro se ceñía
a la necesidad y a la razón del momento político, al apoyar a fondo la política de M.

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de Bernis, arrostrando hasta el último extremo sus consecuencias y consiguiendo para
la casa de Borbón la alianza con su antigua rival y enemiga, la casa de Austria.
Todo lo aconsejaba: los peligros del momento, así como los temores que
encerraba el porvenir, y la evolución que iba desarrollándose en las potencias de
Europa, el desplazamiento de los contrapesos de su equilibrio, la tiranía de sus
consejos, usurpada por Inglaterra, el cercenamiento del imperio francés; todo esto
indujo a M. de Choiseul a convertir en ley el rompimiento con una política que había
dejado de ser política y que no era más que un prejuicio, a fin de formar contra
Inglaterra lo que el ministro denominaba «una alianza del Mediodía», o sea dicho en
otras palabras, la coalición de Francia, España y Austria.
Pero esta coalición, o mejor dicho, esta liga de naciones, de la que Choiseul
esperaba que naciera la restauración del rango y el honor de Francia, no la
consideraba suficientemente consolidada por los sellos y firmas de los tratados: la
quería a toda costa, íntima y familiar. Quería unir a las ligaduras de un contrato entre
pueblo y pueblo los compromisos entre corte y corte, quería afianzar la alianza
mediante los lazos de la sangre. Quería halagar a Haría Teresa su orgullo de madre,
llamar a una archiduquesa austríaca a la esperanza de la sucesión al trono de Francia,
unir con un matrimonio los futuros intereses de ambas monarquías, como el medio
más eficaz de allegar la reconciliación real y de realizar la gran obra de su prolongado
ministerio.
El corazón de la Emperatriz dio acogida al proyecto de M. de Choiseul. Al pasar
madame Geoffrin por Viena de regreso de su viaje a Polonia, dijo, acariciando a la
encantadora archiduquesa María Antonieta, «hermosa como un ángel», y añadió que
quería llevársela a París. María Teresa contestó:
—¡Lleváosla, lleváosla!

María Antonieta, Josefa, Juana de Lorena, archiduquesa de Austria, hija de


Francisco I, emperador de Alemania, y de María Teresa, emperatriz de Alemania,
reina de Hungría y de Bohemia, nació el 2 de noviembre de 1755.
Cuando la emperatriz aguardaba el nacimiento de su hija, había hecho una
apuesta, a discreción, con el duque de Tarouka, quien, pese a la opinión de la futura
madre, le había dicho que daría a luz a un archiduquesito. El nacimiento de María
Antonieta, hizo que el duque de Tarouka perdiera su apuesta, y que, para pagarla,
ofreciera a María Teresa, rodilla en tierra, una figurita de porcelana, a la vez que le
presentaba la tablilla en que Metastasio había escrito:

Io perdei: l’augusta figlia


a pagar m’a condannato;
ma s’e ver che a voi somiglia,
tutto il mondo ha guadagnato.

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(Yo perdí: La niña augusta
a pagar me ha sentenciado;
mas, semejándose a vos,
todo el mundo ha ganado.)

La archiduquesa crecía junto con sus hermanos, asociando a Mozart a sus juegos.
Con todo, María Teresa no descuidaba la educación de la niña que estaba al cuidado
de maestras, ni sus capacidades a la indulgencia; la propia María Teresa vigilaba y se
ocupaba de sus lecciones, hasta de la escritura de su hijita, felicitándola por los
progresos que realizaba. Desde el primer instante le buscó maestros capaces de añadir
a sus gracias la gracia francesa. La emperatriz encargó a dos comediantes galos,
Aufresne y Sainville, que hicieran olvidar la pronunciada inclinación que por la
lengua y el canto italianos sentía la archiduquesa. Ambos debían iniciarla en todas las
delicadezas de la pronunciación, declamación y canto franceses. María Teresa
procuraba rodear a su hija de todo cuanto pudiera hablarle de Francia, y traerle las
auras de Versalles; desde los libros de París hasta sus modas; desde un peluquero
hasta un preceptor francés: el abate Vermond. Su preocupación constante era la de
mostrar a los franceses la belleza de la niña y el despertar de su espíritu; hacer llegar
esos rumores hasta el Oeil-de-Boeuf[2], y atraer así la ociosa curiosidad de Luis XV.
Y cuando la emperatriz vio realizada su ambición, sus esfuerzos para dar a
Francia una Delfina digna de ella, fueron tales que hasta hizo dormir a su hija en su
propia habitación durante los dos meses que precedieron a su matrimonio. Así pudo
aprovechar el secreto y la intimidad de la noche, apoderándose de las vigilias y del
despertar de María Antonieta, para darle aquellos últimos consejos, aquellas postreras
lecciones que hicieron de la archiduquesa austríaca la princesa francesa que un día
asombró y encantó a Versalles.

Desde los albores de 1769 las correspondencias diplomáticas, los despachos del
embajador de Francia, comenzaron a hablar de los encantos, de las gracias para la
danza en los bailes de la corte, y del feliz éxito de María Antonieta en el aprendizaje
del francés. Desde Francia se maridó al pintor Ducreux para hacer el retrato de María
Antonieta y empezó a pintarlo el 18 de febrero. El rey acució a Ducreux, porque no
hacía progresos en su obra; le pidió que se apresurase, y se mostró de tal modo
impaciente que, tan pronto como el retrato fue terminado, el embajador francés, M.
de Durfort, se lo envió por mediación de su hijo. En una recepción que ofreció la
emperatriz en Luxemburgo con motivo de una fiesta en honor de la archiduquesa
Antonieta, hizo ver a todos los presentes cuán digna era del amor, de un Delfín de
Francia, y el primero de julio el marqués de Durfort, en largas conversaciones con M.
de Kaunitz, arregla con ciertas reservas, el matrimonio del Delfín, el contrato, la
aparición en público y el ceremonial a seguir para la recepción del embajador

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extraordinario del rey. Desde Compiègne, Luis XV cursó orden el 16 del mismo mes
a su embajador para que acelerase los convenios matrimoniales. El proyecto se
presentó a la emperatriz y se sometió a la aprobación del rey a su retorno a
Compiègne. Y el 13 de enero de 1770, después de algunas enmiendas que M. de
Durfort propuso al príncipe Kaunitz, se remitió la última nota de la corte de Viena
acerca del regio enlace a la corte de Francia.
En el mes de octubre de 1769, la Gaceta de Francia anunciaba que los caminos
por los que debía pasar la archiduquesa, futura esposa del Delfín, para dirigirse a
Francia, iban a ser reparados. Cinco meses después, unos cien obreros trabajaban en
el Belvédère, en una de las salas donde debían celebrarse la cena y el baile de trajes,
dispuestos para el matrimonio.
Hacia las seis de la tarde del día 16 de abril de 1770, ante la corte, vestida de gala,
el embajador de Francia era recibido por los altos dignatarios de la casa de Austria. A
ambos lados de la monumental escalera veíase formada la guardia de palacio; en las
antecámaras, y en doble hilera, formaban los guardias de corps, los de la guardia
noble y la alemana. El embajador acudía a la audiencia concedida por el Emperador,
luego a la de la Reina emperatriz, a la que hacía, en nombre de Su Cristianísima
Majestad, la petición de madame la archiduquesa Antonieta. Dieron su
consentimiento Su Majestad Imperial y Real y Su Alteza Real, la archiduquesa, que,
previamente llamada a la sala de audiencia, fue informada de la respuesta de la
Emperatriz y recibió de manos del embajador de Francia una carta de Monseñor el
Delfín y su retrato, que enseguida prendió en su pecho la condesa, de Trautwansdorf,
gran camarera de la archiduquesa. A continuación, toda la corte se trasladó a la sala
de espectáculos, donde se escenificó La Mère confidente, de Marivaux, y un nuevo
ballet de Noverre, titulado Les Bergers de Tempé.
La Archiduquesa iba a convertirse en Delfina. El día 17 pronunció, según la
costumbre observada en tales circunstancias por la casa de Austria, su renuncia
solemne a la sucesión hereditaria, tanto paterna como materna, en la sala del Consejo,
en presencia de todos los ministros y consejeros de Estado de la corte imperial y real.
La renuncia, que fue leída por el príncipe Kaunitz, estaba firmada por la
Archiduquesa, la cual juró después ante el altar, posando la mano sobre los
Evangelios, que le fueron presentados por el conde de Herverstein.
Después tuvieron lugar las fiestas que se preparaban en el Belvédère y que
duraron hasta el 26, día de la partida de la Archiduquesa.
El 7 de mayo, María Antonieta llegaba a la frontera de Francia, trayendo consigo
unas instrucciones escritas por María Teresa para sus hijos, en las que, cual si
presintiera una futura amenaza del Destino, dice: «… Os recomiendo, queridos hijos,
tomar de vuestros días dos todos los años para prepararos a la muerte, como si
tuvierais la certidumbre de que ésos hubieran de ser los dos últimos de vuestra
vida…»

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CAPÍTULO II

El pabellón fronterizo en una isla del Rin. Retrato de la Delfina. Fiestas en


Estrasburgo, Nancy, Chalons y Soissons. Llegada a Compiègne. La Delfina es
recibida por el Rey, el Delfín y la corte. La Delfina en la Muette. Ceremonias
del matrimonio en Versalles. El accidente en la plaza de Luis XV.

En una de las islas del Rin, próxima a Estrasburgo, habíase levantado un


pabellón, que fue decorado por el guardamuebles del Rey y adornado con tapices que,
¡trágico destino!, representaban el infausto himeneo de Jasón y Medea. En aquel
pabellón debía verificarse la solemne entrega de la Delfina a su nueva patria. La
Archiduquesa debía descender en la parte de este pabellón que se destinaba a la corte
austríaca. Allí, según la etiqueta, debía despojarse de todo lo que llevaba, incluso de
su camisa y medias, como señal evidente de que ya no conservaba nada de un país
que no era el suyo. Vestida ya con ropas de Francia, tenía que dirigirse al salón
preparado para la ceremonia de la entrega.
La esperaban el conde Noailles, embajador extraordinario nombrado por el Rey
con motivo de la recepción de la Delfina; el secretario del Consejo del Rey y el
primer funcionario de Relaciones Exteriores.
Una vez exhibidos y leídos los respectivos poderes y firmadas las actas de entrega
de la Archiduquesa por los comisionados se abrió el lado del salón que se destinada a
la corte francesa de la Delfina, y María Antonieta se presentó de aquel modo a su
nueva patria. Avanzó al encuentro de Francia, emocionada, temblorosa, con los ojos
brillantes y arrasados en lágrimas. Su aparición fue un triunfo.
La Delfina era bonita. Era casi hermosa. Los rasgos de la majestad empezaban a
asomar en aquel cuerpecito de quince años. Su estatura era alta, su aire suelto,
gallardo, delgada aún como convenía a su edad, todo acusaba en ella un porte de
reina. Sus cabellos de niña, que encajaban admirablemente en su faz, eran rubios, de
ese rubio raro y encantador, y suave como el color castaño ceniciento. El corte del
rostro era ovalado y alargado; la frente, noble y recta. Bajo las cejas, bien pobladas,
los ojos de la, Delfina, de un azul sin gazmoñerías, hablaban, vivían y reían. La nariz,
aquilina y fina; la boca, pequeña, linda y bien arqueada, cuyo labio inferior tenía la
carnosidad tan típica en las bocas de la casa de Austria. El cutis resplandecía.
Más que todos sus encantos, lo que asoma francamente al exterior de la Delfina es
su alma juvenil. Aquella ingenuidad de su mirada, la timidez de la actitud, su
turbación y sus primeros sonrojos, en los que aparecen combinadas y juntas tantas
cosas: congoja, modestia, felicidad, gratitud. ¡Todas las miradas convergen en aquella

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ingenuidad de todo su ser, que atrae y rinde todos los corazones a aquella joven
Gracia que es portadora del amor púdico en la corte de Luis XV y la Du Barry!
Una a una, todas las personas del séquito austríaco de la Delfina pasan ante ella
para besarle la mano, retirándose luego. El conde de Saulx-Tavannes, su caballero de
honor, le fue presentado por el conde Noailles: su dama de honor fue la condesa de
Noailles. Y ésta a su vez le hace la presentación de las otras damas; la duquesa de
Picquigny, la marquesa de Duras, la condesa de Mailly y la condesa de Tavannes; el
conde de Tessé, primer caballerizo; el marqués de Desgrange, maestro de ceremonias;
el comandante del destacamento de los guardias de corps, el comandante de la
provincia, el intendente de Alsacia, el real pretor de la ciudad de Estrasburgo y los
principales oficiales de su casa.
Para verificar su entrada en la ciudad, la Delfina subió a la carroza del. Rey; los
regimientos de caballería que había alineados en la llanura la saludaron. La artillería
del parapeto hizo una triple descarga y las campanas de todas las iglesias fueron
echadas al vuelo, como heraldos anunciadores de que la Archiduquesa hacía su
entrada en Estrasburgo. Bajo un magnífico arco de triunfo, aguardaba el mariscal de
Contades, quien recibió a la Delfina a las puertas de la ciudad. Al cruzar por delante
del palacio del municipio, la Delfina vio correr las fuentes del vino para el pueblo.
Descendió en el palacio episcopal, fue recibida por el cardenal Rollan, rodeado de su
gran capítulo y de todos los candes de la catedral: el príncipe Fernando de Rohan,
arzobispo de Burdeos y gran preboste; el príncipe de Lorena, gran decano; el conde
de Trucksés, el obispo de Tournay, los condes, de Slam y de Mandrechied; el príncipe
Luis de Rohan, coadjutor; los tres príncipes de Hohenloe, los dos condes de
Koenigse, el príncipe Guillermo de Salm y él joven conde de Trucksés.
La Delfina besó al cardenal de Rohan, al príncipe de Lorena y a los príncipes
Femando y Luis de Rohan, y después le fueron presentados los dignatarios de todos
los Cuerpos.
En la comida de gala, que fue celebrada en honor a la Delfina, permitió que le
fueran ofrecidos los vinos de la ciudad mientras ante ella los toneleros celebraban una
fiesta de Baco, representando figuras y bailando con sus aros. Por la noche asistió a la
Comedia Francesa; al regreso vio todas las calles iluminadas, la columnata y los
jardines del palacio episcopal daban el aspecto de un ascua, y a medianoche asistió al
baile que dio él mariscal de Contades para toda la ciudad en la sala de la Comedia: a
la nobleza, a los extranjeros, a los oficiales de la guarnición, a los burgueses y
burguesas vestidos a la usanza alsaciana y con cintas de los colores de la Delfina.
El día 8 recibió a todas las personas qué le fueron presentadas y que fueron a su
vez admitidas a hacer su corte, a las diputaciones del cantón y obispado de Basilea,
de la ciudad de Muthausen, del Consejo superior de Alsacia, del cuerpo de la nobleza
y de las Universidades luterana y católica. Poco después se trasladó a la catedral, a
cuya puerta el príncipe Luis de Rohan, revestido de pontifical y acompañado de los
condes de la catedral y de todo el clero, salió a cumplimentarla, saludando de

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antemano la promesa de una unión tan bella, exclamando:
—¡Es la propia alma de María Teresa que va a unirse a los Borbones!
Después de la misa cantada y del gran concierto que en su honor se le ofreció en
el palacio episcopal, la Delfina partía de Estrasburgo, y a las siete de la tarde era
recibida en Saverne por el cardenal de Rohan. En la avenida del palacio cubrían la
carrera, en doble fila, fuerzas del regimiento del Delfín, mandado por el duque de
Saint-Mégrin, y un destacamento del regimiento Real de Caballería, mandado por el
marqués de Serent. Se celebró un baile, en el que la Delfina bailó hasta las nueve,
culminando con fuegos artificiales, y tras de éstos una cena que congregó en torno
suyo a las damas de su casa y a las damas austríacas. Y el 9, después del desayuno y
oír misa, la Delfina se despidió denlas damas y caballeros austríacos que la habían
escoltado hasta allí.
El 9 llegaba a la ciudad de Nancy. Fue recibida ante la puerta de San Nicolás por
el comandante de Lorena y el marqués de Choiseul-la-Baume, pernoctando en el
hotel del Gobierno. Al día siguiente, la Suprema Corte, la Cámara de Cuentas, el
Cuerpo municipal y la Universidad le presentaron sus saludos. Y después de una
comida en público, la Delfina dirigióse a visitar en los Cordeliers las tumbas de sus
familiares.
Otra vez en ruta, la Delfina durmió aquélla noche en Bar, recibiendo en Luneville
los honores militares que le rindieron el cuerpo de gendarmería, el marqués de
Castries y el de Autichamp. En Commercy, una niña de diez años ofrecióle un ramo
de flores, saludándola.
El día 11 la Delfina llegaba a Chalons y sé alojó en el hotel de la Intendencia. Seis
jovencitas dotadas por el municipio, con ocasión del matrimonio del Delfín de
Francia, acudieron a su presencia para recitarle versos, y unos actores pertenecientes
a tres compañías llegados al efecto de París, representaron ante la Delfina La partie
de chasse de Henri VI y la comedia Lucilie. Unos fantásticos fuegos artificiales
precedieron a la cena de la Delfina, seguidos de una iluminación, en la que destacaba
el templo de Himeneo.
El día 12 la Delfina seguía su triunfal viaje por Reims. Ante las puertas de
Soissons la esperaban la burguesía y una compañía de arcabuceros. Las tres calles
que conducían al palacio del arzobispado estaban engalanadas con árboles frutales de
veinticinco pies de altura, entrelazados con yedra, flores, gasas de oro y plata y
guirnaldas de linternas.
Al pie de la escalera del palacio episcopal fue recibida por el arzobispo, y acto
seguido dirigióse la Delfina a sus habitaciones no sin antes pasar a través de una
galería magníficamente decorada. La cena terminó, y en tanto que en dos mesas de
seiscientos cubiertos se obsequiaba al pueblo, la Delfina fue conducida a un salón
construido ex profeso para ella, y desde allí contempló, en medio de los resplandores
de los fuegos de artificio, un templo que el arzobispo hiciera levantar en él fondo de
su jardín, erigido sobre una montaña en la que brotaba un manantial. El templo estaba

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rematado por un grupo: la Fama, qué Anunciaba a Francia la nueva Delfina, y un
Genio portador de su retrato. A la mañana siguiente, la Delfina acercóse a la Sagrada
Mesa en la capilla del obispo, recibiendo luego los presentes de la ciudad, del
Capítulo y de las autoridades, asistiendo por la tarde a un Te Deum cantado. A la
salida de la catedral se mostró al pueblo recibiendo su fervorosa adhesión. El día 14,
a las dos de la tarde, partía para Compiègne.
El triunfal trayecto que la Delfina tuvo que recorrer fue largo y fatigoso honor;
pero fue a la vez una continua y frenética ovación.
—¡Qué bella es nuestra Delfina! —exclamaban todas las gentes de todos los
pueblos que acudían a verla; los campesinos con trajes de los domingos, estaban a lo
largo de los caminos, los curas viejos y las mujeres jóvenes.
—¡Viva la Delfina! —era el grito ininterrumpido que corría de boca en boca y de
pueblo en pueblo.
Sin olvidar de agradar y de agradecer los saludos y las ovaciones que se le
dirigían, con las cortinillas de la carretela bajas, para mostrarse al público, sonrojada
y encantada a la vez ante tanta alabanza, la Delfina obsequiaba a cada uno con una
sonrisa y tenía para todo una respuesta, y, hasta algunas leguas después de Soissons,
su memoria acordábase de algunas palabras de latín de lo poco que había aprendido,
para contestar al cumplimiento ciceroniano de unos estudiantes.
El rey iba cumplimentando sucesivamente a la Delfina en cada etapa de su
trayecto: en Chalons lo hizo el marqués de Chauvelin, en Soissons el duque de
Aumont, primer gentilhombre. Y el domingo, día 13, salía de Versalles, después de
oír misa, en compañía del Delfín y de sus hijas Adelaida, Victoria y Sofía; durmió en
la Muette, y al día siguiente fue a Compiègne para esperar a la Delfina.
Poco antes de llegar a Compiègne María Antonieta fue recibida por el amigo de
María Teresa, el duque de Choiseul y encontróse en pleno bosque, en el puente de
Berna, con la persona del Rey, el Delfín y sus hermanas y la corte, de gran gala. La
casa del Rey y el emblema de su blasón, con el gabinete precedieron a la carroza real.
La Delfina descendió de la carroza, cogiéndola de la mano el conde de Saulx
Tavannes y el de Tessé que la acompañaron a la presencia del Rey seguida por todas
sus damas. Al llegar ante Su Majestad, la Delfina se echó a sus pies: Luis XV, la hizo
levantarse y la abrazó y besó con regia y paternal bondad, presentándola al Delfín que
la besó también.
La comitiva llegó a palacio; el Rey y el Delfín condujeron a la Delfina de la mano
hasta sus aposentos. El Rey la presentó al duque de Orleáns, al duque y la duquesa de
Chartres, al príncipe Condé, al duque y la duquesa de Borbón, al príncipe de Conti, al
conde y condesa de la Marche, al duque de Penthièvre y a la princesa de Lamballe.
En aquel martes, día 15 de mayo, la Delfina salió de Compiègne y se detuvo en
Saint Dénis, para visitar en las Carmelitas a madame Luisa, y regresó al palacio de la
Muette a las siete de la tarde, en donde el Rey le tenía preparado el regalo de un
maravilloso aderezo de diamantes.

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Madame Du Barry obtuvo del generoso amor de Luis XV el privilegio de sentarse
a la mesa de María Antonieta. La Delfina sabía cómo comportarse ante el Rey; y
como después de la comida no faltaron unos indiscretos que la interrogaron qué le
había parecido madame Du Barry, ella repuso con toda sencillez:
—¡Charmante!
El miércoles, 16 de mayo, para efectuar su gran toilette, María Antonieta vestida
y peinada sencillamente salió para Versalles. El monarca y el Delfín habían
abandonado la Muette a poco de terminar la cena, a las dos de la mañana, con el
propósito de aguardar a la Delfina en Versalles. Apenas llegada María Antonieta, el
Rey pasó a sus habitaciones, hablando, durante largo rato con ella, y presentándola
luego a madame Elisabeth, al conde Clarmont y a la princesa Conti. La Deifica
entraba en el aposento del Rey a la una, desde donde el regio cortejo debía dirigirse a
la capilla.
En el santuario y en las tribunas habíanse colocado gradas de seis filas, para hacer
visible la ceremonia. En la tribuna del Rey se instaló un anfiteatro, que ocuparon los
altos dignatarios de Versalles; otro anfiteatro se levantó en el salón de la capilla frente
a la tribuna del Monarca, cerrado por delante, y desde el que podíase ver el desfile de
la corte.
Abrían la comitiva el gran maestre, el maestre y el ayudante de ceremonial y
seguidos por el Rey, avanzaban el Delfín y la Delfina hacia el altar. Primero el obispo
de Reims procedió a la bendición de trece monedas y un anillo de oro, presentándolos
al Delfín, quien colocó el anillo en el cuarto dedo de la mano izquierda de la Delfina,
haciéndole también entrega de las trece monedas. Al terminar el Pater, el velo del
brocado de plata que se tendía sobre la cabeza de la pareja, estaba sostenido, del lado
del Delfín, por el obispo de Senlis, y del lado de la Delfina, por el de Chartres.
Nunca ninguna bendición nupcial había atraído tanta afluencia en Versalles. En
París la oficina de carruajes de la corte veíase materialmente asaltada. Las carrozas de
alquiler se llegaron a pagar hasta a tres luises por día y los caballos a dos. Las calles
de París aparecieron desiertas.
Al fin, María Antonieta, era ya la Delfina de Francia. Recibió el juramento de los
altos oficiales de su casa principesca y la llave de un cofre lleno de alhajas que fue
traído por orden del Rey y le fue entregada por M. de Aumont. A madame de
Noailles le incumbió hacer la presentación de los embajadores y ministros de las
cortes extranjeras acreditadas en Francia.
Por la noche y en la sala de espectáculos se celebró un ágape de veintidós
cubiertos, para la familia real y los príncipes y princesas de la sangre.
El piso de la sala se hallaba levantado a la altura de la rampa; a alguna distancia,
rodeaba la mesa, una balaustrada de mármol con incrustaciones de oro, que separaba
a los espectadores de los oficiales que servían. En el proscenio y bajo un arco que
descansaba sobre columnas de mármol color ágata, con bases, capiteles y cañas
doradas se instaló como una especie de salón de música, en el que tocaban sesenta

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músicos; las referidas columnas estaban separadas por grandes espejos, contra los que
se apoyaban mesas repletas de dorados trofeos musicales. Las cifras del Delfín y de la
Delfina eran sostenidas por un grupo de geniecillos.
Acto seguido de la cena, el obispo de Chartres bendijo el lecho. El Monarca se
encargó de la ceremonia de dar la camisa al Delfín y la duquesa de Chartres hizo otro
tanto con la Delfina.
Al día siguiente tenían lugar en Versalles unos festejos sin precedentes: grandes
banquetes, bailes de gran gala, en la nueva sala de espectáculos, bailes de trajes,
fuegos artificiales de media hora de duración, iluminación del gran canal y de todos
los jardines, uno y otros repletos de bateleros, de músicas y danzas; Hubo reparto de
pan, vino y carne, y al pueblo de París se le distribuyeron escudos de seis libras y se
celebró una gran feria en las murallas.
Toda aquella serie de festejos no habían conseguido alejar: aún del pensamiento
de la recién desposada la emoción y el recuerdo de la terrible tormenta que se declaró
sobre Versalles, después de su boda, de aquellos truenos que hacían sacudir al palacio
el mismo día que ella hiciera su entrada triunfal en él, cuando una catástrofe le
alarmó con los más siniestros presentimientos.
El día 30 de mayo debía tener lugar la clausura de aquellas fiestas. Ruggieri
dirigía los fuegos artificiales en la plaza de Luis XV. El poco orden reinante y la
insuficiencia de guardias destacados allí de servicio, hicieron que, al terminar la
fiesta, la muchedumbre se apretujase y aglomerase a la salida. Debido al pánico, el
número de víctimas fue espantoso. En la calle Royale los heridos eran recogidos a
centenares. Se registraron ciento treinta y dos muertos.
Las pobres víctimas de las fiestas del matrimonio del Delfín y la Delfina fueron
conducidas al cementerio de la Magdalena. ¿Quién hubiese podido anunciar aquel día
qué clase de compañeros irían a reunírseles más tarde?

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CAPÍTULO III

María Antonieta en Versalles. Carta de la Delfina. Pugilato entre el Delfín y su


hermano. El Rey prendado de la Delfina. Celos y maquinaciones de la Du
Barry. Los sentimientos de la familia real hacia la Delfina: Mesdames, sus tías,
madame Elisabeth, el conde Artois, y el conde de Provenza. El Delfín. Su
preceptor M. de la Vauguyon. Su educación. M. de la Vauguyon es despedido
por la Delfina. Retrato moral de María Antonieta. Su maestro, el abate de
Vermond. El clero y las mujeres en el siglo XVIII. Madame de Noailles y madame
de Marsan.

A la vez que el tiempo con su paso iba borrando presentimientos y tristezas, la


Delfina iba ordenando su vida, su felicidad y su futuro. Se familiarizaba con su nueva
patria, con su marido y con su papel. Trababa conocimiento con la nueva corte,
aprendiendo el nombre de los nuevos personajes, olvidándose de Viena y de la lengua
alemana. Se instaló en sus nuevas habitaciones y trabó conocimiento con Versalles y
Choisy.
La descripción de un día de la vida de la Delfina, durante los primeros meses de
su estancia en la corte francesa, la encontramos en una carta que María Antonieta
dirigiera a su madre, María Teresa, fechada en 12 de julio, que contiene los siguientes
pormenores:

«Ciertamente Vuestra Majestad es muy buena al interesarse por saber cómo paso mis días. He de
decirle que me levanto de nueve y media a diez de la mañana, y que, después de haberme vestido,
rezo las oraciones matutinas; desayuno en seguida, y voy a los aposentos de mis tías, en donde,
corrientemente, encuentro al Rey. Allí en su compañía permanezco hasta las diez y media, y a las
once voy a peinarme. A mediodía, concedo la audiencia y entran las personas de alguna
significación. Me pongo el colorete y me lavo las manos delante de todos. Una vez han salido los
caballeros, me quedo solo con las damas ante los cuales me visto. La misa es a las doce; si el Rey
se encuentra en Versalles me acompaña él, mi esposo y las tías; si no está, voy con el Delfín, pero
siempre a la misma hora. Terminada la misa, almorzamos los dos solos, ante la gente, pero
terminamos a la una y media, porque comemos de prisa. Luego me dirijo a las habitaciones del
Delfín, y si le veo trabajando, vuelvo a las mías, en donde leo, escribo o trabajo, porque estoy
confeccionando una casaca para el Rey, que por Cierto no progresa mucho, pero espero que
mediante la ayuda de Dios podrá estar terminada dentro de algunos años. A las tres vuelvo a las
habitaciones de mis tías, que a esa hora suelen recibir la visita del Rey; a las cuatro recibo la
visita del abate en mis aposentos; diariamente y a las cinco, viene el maestro de clavecín o de
canto, hasta las seis. A las seis y media acostumbro ir con regularidad a las habitaciones de mis
tías, excepto las veces que salgo de paseo; mi esposo me acompaña casi todos los días a ver a las
tías. Jugamos desde las siete hasta las nueve, pero cuando el tiempo es propicio doy un paseo, y
entonces jugamos en el aposento de mis tías. La cena es a las nueve y, cuando el Rey no está,
nuestras tías vienen a cenar con nosotros; pero cuando el Rey está en Versalles, después de cenar
con ellas, esperamos al Rey que acostumbra venir lacia las once menos cuarto; mientras le
esperamos me echo en un canapé y descabezo un sueño hasta la llegada del Rey; ruando no está,

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nos acostamos a las once; esas son nuestras ocupaciones cotidianas».

Luis XV no dejó de observar que la Delfina era todavía una niña[3]. Jugar con los
hijos de su camarera mayor, estropeándose el traje, rompiendo los muebles, y
revolviéndolo todo de arriba abajo en sus habitaciones, he aquí sus mayores
diversiones; sus calaveradas son las carreras de asnos. Y aquel espíritu infantil que
aún persistía en la Delfina encontraba a otros niños en su esposo y sus cuñados.
Mercy-Argenteau refiere esta curiosa anécdota a este respecto: «Sobre la
chimenea del cuarto del conde de Provenza había una figura de porcelana
artísticamente trabajada. Siempre que el Delfín se encontraba en aquel aposento le
daba por examinar y manejar aquella porcelana; esto inquietaba un tanto al conde de
Provenza; un día, en el momento en que la Delfina se burlaba de esos temores, la
figura cayó de las manos del Delfín y rompióse en pedazos. En su primer momento
de cólera, el conde de Provenza se arrojó sobre el Delfín; hubo una dura pelea,
propinándose algunos puñetazos. La Delfina quedó muy confusa al presenciar todo
aquello, teniendo aún la presencia de espíritu suficiente, para separar a los dos
combatientes, y de la pelea hasta recibió un arañazo en la mano».

Describamos a la familia en la qué la joven archiduquesa ha acabado de entrar;


pongamos en evidencia el nuevo ambiente de sus afectos, la costumbre, el carácter, la
vida y hábitos de los príncipes y princesas con quienes debe convivir, las simpatías y
antipatías que forzosamente habrá de encontrar. Importa tener presente este cuadro
para poder juzgar a la Delfina y que asimismo interesa a la justicia de la historia.
Luis XV se dejó ganar por la esposa de su nieto. Aquella jovencita, aquella niña,
daba nueva vida a su alma. La real mirada, cansada de posarse sobre tantos trajes de
ceremonia, parecía descansar sobre aquel vestido de gasa, raudo y ligero, que hacía a
la Delfina más parecida «a la Atlanta de los jardines de Marly». Huían de su lado y
de su corazón junto a la Delfina las preocupaciones de una vergonzosa ancianidad, el
incurable fastidio del libertinaje. A su lado, parecíale como sí respirase un aire más
puro y semejante al fresco de una mañana radiante que había sucedido a una noche de
orgía.
Gustaba de pasearla él mismo por los jardines de Versalles y se asombraba al ver
en ellos ruinas. Aún le hubiera producido más asombro si se hubiese asomado a su
propio reino…
Mientras la ayudaba a saltar un montón de piedras, le decía:
—¡Os pido perdón, hija mía; en mis tiempos, había aquí un hermoso peristilo de
mármol; no sé ahora qué habrá sido de él!…
A todo el mundo formulaba la misma pregunta:
—¿Qué os parece la Delfina?
Y la feliz y agradecida Delfina, cada vez prodigaba más caricias al Rey,

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ganándose de este modo el real afecto. Pero la favorita no miraba con buenos ojos a
aquella jovencita que, al reconciliar el Rey consigo mismo, era una tangible amenaza
para el prestigio de su amor. La Du Barry no vaciló en poner en acción todas sus
maldades y armas de mujer y de la corte contra la rojita, como solía llamar a la
Delfina. Su rostro, su juventud, sus facciones, sus dichos, su ingenuidad y todas sus
gracias no escapaban a su crítica.
Enteró al Rey de que María Antonieta habíase quejado a María Teresa de la
presencia de la amante del soberano en la Muette.
Poco a poco, el Rey fue alejándose de la Delfina, y madame Du Barry perdió por
completo sus temores, cuando un día oyó decir al Rey esta frase, amarga cómo un
remordimiento:
—¡Bien sé que la Delfina no me quiere!
¿Qué eran y qué podían representar para María Antonieta las hijas de Luis XV, las
tías del Delfín, que por su edad, situación en la corte y afecto hacia el Delfín, estaban
llamadas a ser las tutoras de la inexperiencia y juventud de la Delfina? Mesdames
eran unas solteronas, en cuyo fuero íntimo quedaba aún un poco de la educación
recibida en el convento y bajo la inepta dirección de madame de Andlau, acerca de la
cual la Delfina informa tan ingratamente en una de sus cartas. En ellas ya no había
nada de la indulgencia que tuvieran sus abuelas y sí se encontraban todas las
severidades de la edad y las acideces del celibato.
Las frialdades de la etiqueta, el culto de su posición, el fastidio y la rigidez de su
pequeña corte, calcada sobre el modelo de la difunta Delfina, la princesa de Sajonia,
su cuñada, que había organizado la severidad de su corte como una especie de
reproche contra Luis XV, constituía todo ello el marco dentro del cual vivían
encerradas.
En aquel interior, devoto y carente de toda, sonrisa, no había de humano más que
las beatas preocupaciones de la vida monjil, las comodidades, los gustos de la mesa
regalada y los exquisitos vinos, las habilidades de un artista en vigilias, que en París
había conseguido fama por guisar la carne como si se tratara de pescado. No veían al
Rey más que durante unos minutos, y vivían como apartadas en el palacio, confinadas
y hundidas en el abismo de los mismos principios y rencores de su hermano, que
profesaban y, además, proclamaban, con el rigor de unos espíritus mezquinos y la
terquedad de imaginaciones carentes de distracción.
Las cuatro princesas sólo tenían una voluntad: la de madame Adelaida, que por su
aire masculino y el tono imperioso de su carácter daba órdenes a sus hermanas.
Cuando madame Luisa se retiró al convento de las Carmelitas, madame Adelaida se
apoderó todavía más plenamente del bueno pero débil carácter de madame Victoria y
del débil y salvaje de madame Sofía.
Desde el primer día, ya se perfilan cuáles habían de ser las futuras relaciones
entre madame Adelaida y María Antonieta. En el instante de salir para ir a esperar a
la Delfina a la frontera, cuando madame Campan va a recibir órdenes, madame

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Adelaida le contesta «que no tiene que dar ninguna orden para enviar a buscar una
princesa austríaca».
¿Qué partido debía tomar María Antonieta contra tales prevenciones? ¿Qué
conseguirían su alegría, su sensibilidad y todas sus dotes, cerca de esta alma dura,
seca y soberbia? Además, ¿qué lazo podía existir, entre la mujer del Delfín y su tía?
El natural talento de la Delfina, aunque poco desarrollado, chocaba necesariamente
contra aquella enciclopedia de conocimientos que madame Adelaida adquirió a la
salida del convento con una voluntad de acero. Chocaba aquella ciencia helada,
aquella batería pedante, aquella experiencia presuntuosa y gruñona con las libertades,
vivacidades, la alegría indiscreta de la palabra y las graciosas ignorancias de la época.
Diríamos que ni la mesa las aproximaba, si quisiéramos poner en evidencia la
oposición reinante entre aquellas dos princesas: la Delfina bastaba saciar su apetito
con casi nada, y apagaba su sed con un vaso de agua.
Madame Victoria era una persona, amable y excelente. Si hubiera tenido el valor
de dejarse guiar de sus inclinaciones, dolorida por la triste acogida que su hermana
daba a tantas gracias, pretendió por algún tiempo convertirse en el consuelo y consejo
de María Antonieta.
En algunas de las fiestas que madame Durfort ofreció en su casa, trató de ganarse
la confianza de la Delfina y de hacerle grata su compañía; pero por un lado madame
de Noailles y madame Adelaida por otro, cuidáronse de disipar esas buenas
disposiciones de madame Victoria.
La antipatía de madame Adelaida vióse aumentada por la seducción que Luis XV
experimentaba ante la ingenuidad de la Delfina y la grata contemplación de sus
virtudes.
Durante cierto tiempo Versalles había sido gobernado por madame Adelaida,
mucho antes que surgiera el favoritismo de madame Du Barry. A Luis XV le habían
agradado su conversación nutrida por las lecturas, y su espíritu dulcificado e
inclinado a la amabilidad. Madame Adelaida montaba a caballo con el monarca,
halagándole sus gustos y, al regreso, hacía los honores en las comidas, en las que Luis
XV no parecía aburrirse demasiado. Ella no perdonaba ahora aquel favor que
disfrutaba la Delfina ni tampoco renunciaba a la esperanza de recobrar su primacía
tan pronto como la Du Barry cayera en desgracia.
Los diferentes puntos de vista y las antipatías de carácter entre mesdames de
Francia y la Delfina no fueron la causa inmediata de un alejamiento y una frialdad,
como así lo manifiesta la correspondencia de Mercy-Argenteau. Al llegar la Delfina a
Francia, poco antes del matrimonio del conde de Provenza, y al no verse rodeada de
una corte de damas, se abandonó a sus tías, confiándose a ellas sin reservas, haciendo
suyos; un poco aturdidamente, los odios de aquel pequeño mundo, repitiendo los
dichos indiscretos, y a veces un tanto alegres que las cuatro hermanas decían contra la
favorita, privándose así del real afecto. En 1773, María Antonieta fue avisada y
puesta en guardia contra las indiscreciones que la hacían cometer sus tías,

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sustrayéndose de este modo a su tiranía y a su despotismo: rebelión que las solteronas
trataron de vengar creando una predominante situación a la condesa de Provenza.
¿Podía María Antonieta esperar algo mejor de las demás mujeres de la familia?
Por aquel entonces madame Elisabeth era sólo una niña. En cambio madame Clotilde,
sentíase, atraída por aquella amiga de su edad; y por esa ley de contrastes, que es, tan
a menudo, la ley de las simpatías, se sintió impulsada hacia la Delfina: tranquila,
perezosa, lenta, acercábase instintivamente a aquella alegría viva, cuyo aguijón y
latigazo la llamaban. Pero allí, desgraciadamente, estaba madame de Marsan
reteniéndola.
Desde el primer día, y con el más joven de sus cuñados, el conde de Artois, María
Antonieta logró un éxito completo. El conde de Artois, salido apenas de la infancia, y
más niño si cabe que la Delfina acusaba ya el verdadero prototipo del príncipe
francés. Ya en aquella edad reunía todos los rasgos de un héroe caballeresco, y muy
pronto le darían el sobrenombre de Galaor. En cuanto a gracias, gustos y aspiraciones
tenía los mismos que su cuñada. Como ella se encontraba en el umbral de la vida;
como ella corría tras de las alegrías; así, desde la llegada de la esposa de su hermano
¡qué cúmulo de diversiones, de ilusiones, de confidencias y de juegos se establece
entre aquellos dos niños que parecen ser los príncipes de la juventud! ¡Y más
adelante, qué fiestas! ¡Y qué niños grandes son ambos!
Años después la Reina echará mano de toda su imaginación y de su alegría para
dibujar, a medias con el príncipe de Ligne, el escenario de las fiestas donde ha de
celebrarse el restablecimiento del conde de Artois. Observemos la diversión, la
infantilidad y la locura de aquellos juegos: el convaleciente, es mantenido a la fuerza,
sobre un trono, por el duque de Polignac y Esterhazy, que iban disfrazados de
Amores y le mostraban su retrato, en grotescos trazos, con la siguiente divisa: ¡Viva
Monseñor el conde de Artois!, el duque Guiche, disfrazado de Genio sosteniendo la
cabeza del príncipe, y el duque de Coigny cantando: «¡Viva la alegría!»
A continuación el príncipe de Ligne, simulando el Placer, lleva dos alas parecidas
a las de los querubines de una iglesia parroquial. Todos entonan canciones, con
grotescas manifestaciones de respeto y de amor; pero resultan tan tontas, tan sosas,
que el pobre príncipe se debate como un pobre diablo sobre el trono, en el que le
mantienen a la fuerza, mientras María Antonieta rodeada de cortesanos vestidos de
pastores, Polignac, Guiche y Polastron y del caballero de L’Isle, que lleva incluso un
borreguito, va disfrazada de pastora y azuza a los cantores, la ovación y el suplicio.
También abandonó el encanto de su cuñada, convirtiéndose en su cortesano y
poeta, el conde de Provenza, menos joven que el de Artois, sobre todo de corazón y
de espíritu, de más sangre fría, carácter menos franco y gustos menos agitados. Sin
embargo, apenas pasados los primeros momentos retornó a su papel y a su disfraz: la
cortesía suave y la ambición oculta. Su matrimonio le alejó aún más. Una altiva
princesa de la casa de Saboya, la condesa de Provenza, una Juno de negras y
arqueadas cejas, una mujer de carácter italiano, como dice María Teresa, se aplicó

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desde el primer momento a aborrecer a aquella joven que agradaba a todos, y que le
había arrebatado el puesto de Delfina de Francia. Muy pronto se creó el salón del
conde de Provenza, llamado al poco tiempo salón de Monsieur, reunión de la crítica,
la pedantería y la doctrina, especie de academia de las letras, la ciencia y el derecho
político, que cada día más fue separándole de la corte de María Antonieta.
Estas fueron las gentes que rodearon a la Delfina: sus nuevas tías, sus nuevas
hermanas, sus nuevos hermanos. ¿Sabrá su marido reemplazar todos los afectos que
le faltan? ¿Compensará a la princesa de la animosidad que la rodea? ¿Dará amor a la
esposa? No.
A veces’ sucede con harta frecuencia que en las postrimerías de las reales
dinastías, se encuentran corazones pobres, temperamentos tardíos en los que la
naturaleza parece ya indicar su cansancio. El Delfín había sido uno de esos hombres a
quienes le son negados los tormentos de la pasión y las solicitaciones del
temperamento, y que, considerando la conciencia de esa espera como una vergüenza,
escapan bruscamente al amor y humillan a la mujer. Es posible que en aquella
desgracia del Delfín hubiera más influencia de la educación que de injusticia de la
naturaleza.
Las flaquezas de un Borbón de dieciocho años, aquella limitada imaginación,
aquella carencia de pasiones juveniles, de apetencias sexuales, aquel marido, aquel
hombre ¿no era, en efecto, la obra y el crimen de un preceptor nombrado por la
imprevisora piedad del Delfín, padre del futuro Luis XVI?
Su preceptor era monseñor Antoine-Paul-Jacques de Quélen, jefe del nombre y
escudo de los antiguos señores del castillo de Quélen, situado en la alta Bretaña, el
último de los condes de Porhoét, par de Francia, príncipe de Carency, conde de
Quélen y de Broutay, marqués de Saint-Mégrin, de Callonges y de Archiac, vizconde
de Calvignac, barón de las antiguas y altas baronías de Tonneins, Gratteloup,
Villeton, La Gruére y Picornet, señor de Larnagol, Talcoimur, vidamo[4], caballero y
procurador de Sarlac, alto barón de Guienne, segundo barón de Quercy, en resumen,
y por encima de todo esto, duque de la Vauguyon, señor de nuevo cuño, pese a todos
sus títulos, y a quien había desvanecido un tanto el orgullo de una alianza con los
Saint-Mégrin.
Gomo fuese que su mezquina mente habíase hundido en la etiqueta, no podía
asimilar de la grandeza más que la importancia, de la altivez más que la brusquedad,
y viendo las cosas por el lado grosero y desagradable, educó al joven príncipe bajo
sus principios, basándose en los ejemplos de su brutal dignidad y brusca pesadez.
Respecto a las amplias enseñanzas que inician a un rey y preparan un reinado, el
estudio de las nuevas necesidades nacionales, la conveniencia de ajustar el
pensamiento del príncipe con el pensamiento de Francia, ese pensamiento que
Francia renueva cada cincuenta años, ¿qué podía esperar Francia de un hombre cuya
más trascendental problema consistía en discutir diariamente el menú de su comida
con su camarero?

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M. de la Vauguyon carecía a todas luces de las dotes pedagógicas que adornaron a
los hombres de Iglesia del siglo de Luis XIV, nada sabía sobre la prudente
conducción en lo humano de los príncipes, y ni siquiera tenía noción de ese
aprendizaje social, de aquel ensanchamiento y animación de las facultades más
sensibles, de aquella siembra de buenas virtudes, de esa educación de las gracias y
del ingenio.
M. de la Vauguyon no merecía ni el calificativo de insuficiente para semejante
tarea: era devoto, pero de la devoción más estrecha y mezquina, de esa devoción que
ha sido tan fatal para las monarquías, que al dispensar al rey de sus deberes y al
marido de sus derechos, formó a los Luis XIII y a los Luis XIV.
Aquel implacable preceptor no había dejado nada en pie del carácter verdadero
del Delfín, todo fue reprimido y ahogado: la agitación, las preguntas, el movimiento,
la rebelión, las manifestaciones del espíritu, que son siempre las vivas y primeras
promesas del carácter y temperamento del hombre que late bajo el niño, todo quedó
estrangulado como otras tantas amenazas. Ninguna de las expansiones propias de la
infancia fue permitida a aquel niño por M. de la Vauguyon. La disciplina, los libros
ascéticos, condujeron a aquel niño, casi sin esfuerzo, al renunciamiento, a la
pasividad, a las virtudes negativas, de anonadamiento y de muerte.
De aquel modo llegó el joven al matrimonio, de repente, asustado, conturbado de
repugnancia por aquella disciplina, por aquella reprensión de su pensamiento y de su
carne, por aquella educación de penitencia recibida de las manos de un maestro sin
sabiduría. Ligado posiblemente por votos secretos era inhábil para el amor, casi hostil
a la mujer.
Aun después del matrimonio M. de la Vauguyon siguió su obra: se interponía
entre la joven pareja, y al pasar, su sombra, interrumpía el diálogo íntimo. Sentía
animosidad contra M. de Choiseul quien había negado un puesto para su suegro, el
duque de Béthune, jefe del consejo de finanzas, luchaba contra los ojos y el corazón
del Delfín y retrasaba la efusión y la confianza entre los esposos. Mezclábase en
intrigas palaciegas y vergonzosas maquinaciones, en comprar a los inspectores de
edificaciones para conseguir que en Fontainebleau separasen el cuarto del Delfín del
de la Delfina. Descendía hasta al espionaje, olvidándose de su propio decoro,
sembrando por doquier sus informes, denunciando las lecturas del Delfín a Luis XV.
Extremaba tanto la baja vigilancia, que la Delfina vióse obligada a decir al antiguo
preceptor de su marido:
—Señor duque: monseñor el Delfín, creo que por su edad ya no precisa de los
servicios de un preceptor, y yo por mi parte no necesito espías; os ruego que no
volváis a presentaros ante mi presencia[5].
Al cerrado corazón del Delfín, acostumbrado a vivir intensamente y sin confiarse,
se oponía un corazón que no se bastaba a sí mismo y que se entregaba a los demás;
un corazón que se lanzaba se entregaba, se prodigaba; una jovencita que busca la vida
con los brazos abiertos ávida de amor y de ser amada: la Delfina.

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La Delfina amaba todas aquellas cosas que arrullaban e invitaban al ensueño,
todas las alegrías que hablan a las mujeres jóvenes, y que distraen a las jóvenes
reinas: las reuniones de familia, donde se manifiesta el afecto; las charlas íntimas, en
las que el espíritu se abandona; y esa amiga, la naturaleza; sus bosques, esos
confidentes; y el campo y el horizonte, en donde la mirada y el pensamiento se
pierden. Amaba también a las flores y su eterna alegría.
La alegría encubría el fondo emotivo de la Delfina. Se trata de un curioso
contraste, que es, sin embargo, menos raro en el sexo femenino de lo que se cree.
Todo Versalles se ve inundado de aquélla alegría suya, alocada, ligera, petulante, que
va y viene y que todo lo llena de vida y movimiento. En su carrera, la Delfina esparce
y extiende en torno suyo la movilidad, la ingenuidad, el aturdimiento, la expansión, la
travesura, con el alboroto de sus mil encantos.
En ella todo se mezcla para seducir: la juventud y la infancia; todo se alza contra
la etiqueta, a esta princesa todo le agrada, la más adorable y la mujer más cien por
cien de todas las mujeres de la corte. Siempre pasa como una canción, saltando y
agitándose, sin preocuparse ni de la cola de su vestido, ni de sus damas de honor. No
camina, corre. Cuando abraza a la gente lo hace saltando al cuello. Cuando en el
palco regio se ríe de la figura de Préville, lo hace a carcajadas, provocando el gran
escándalo de las personas regias, que sólo se permiten sonreír. Y cuando habla, ríe.
¡Qué educación tan opuesta la de estos dos jóvenes a quienes la política debía
unir! También M. de la Vauguyon había sido el preceptor del duque de Berry. El
abate de Vermond ocupábase y continuaba ocupándose de la educación de María
Antonieta.
Sin dejar lugar a dudas podemos aseverar que el abate de Vermond había formado
una francesa en la archiduquesa de Austria; no sólo habíale enseñado nuestra lengua
y sus matices: le había dado a conocer nuestras costumbres, hasta en todos sus
pormenores; nuestros hábitos, hasta llegar a sus manías; nuestro modo de pensar y
nuestras inclinaciones, hasta en las más leves cosas del pensamiento y el gusto;
nuestro ingenio, hasta en lo que se sobrentiende; en fin, todas las cosas de Francia,
hasta sus más recónditas aplicaciones. Pero también él le había enseñado a reírse
como lo hacía.
Hasta la Iglesia había sido alcanzada por el mal de siglo. Salvo algunos grandes y
austeros caracteres, que permanecían firmes y en pie ante aquel contagio y la
corrupción, todas las capacidades, todos los talentos, todas las inteligencias del clero
habían sido ganadas por aquel escepticismo, por aquellas ostentosas apariencias del
desdén, del desprecio a todo lo grande y respetado; por aquella irreverencia e ironía
que era el corazón del siglo dieciocho, desde Dubois hasta Fígaro.
Se había formado como una especie de carácter moral de la nación, que flotaba
por encima de la desventura de las costumbres privadas, mucho más triste todavía,
porque se trataba de una atmósfera de paradoja, de ligereza, de burla; y el clero no
había escapado indemne al sufrir esta perniciosa influencia. Burlarse de la razón,

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habíase convertido en Francia en su razón de ser; incluso los propios hombres Estado
tenían el instinto de burlarse del Estado; la nota de buen tono para los Hombres de la
Iglesia era burlarse de la regla.
El clero joven, viciado por la frecuencia con que ocupaba el primer puesto de los
salones y al lugar de honor en las conversaciones, había abandonado la oratoria del
púlpito para dedicarse a las predicaciones al amor de la lumbre.
No obstante, M. de Vermond puso mano en el espíritu de María Antonieta y
desarrolló en ella ese germen burlón que latía en el fondo de la niña. La archiduquesa
se vio envalentonada con el ejemplo y el aplauso ante aquellas definiciones, aquellos
epítetos; en las pequeñas batallas de la palabra, por aquella risa, en la que ella ponía
tan poca amargura, pero que en una corte como la de Francia en que los tontos tenían
oídos, debía crearle tantos enemigos. Hay que añadir a eso el horror por el fastidio, el
desdén por el protocolo, la negligencia hacia su papel de princesa, y tendremos que el
daño hecho a María Antonieta por aquella educación fue el haberla impulsado más
hacía su sexo que a su dignidad.
¡Cuánto hubo de sufrir la recién desposada, bajo la férula de madame de Noailles,
el personaje más aferrado en Francia al ceremonial de la corte, faltada, súbitamente,
de la dirección del abate Vermond, aquel obstinado burlador de las puerilidades de la
grandeza! Todos los esfuerzos que hiciera la princesa para renovarse no surtieron
efecto; no pudo conseguirlo. Pero madame de Noailles tampoco la sostuvo lo
suficiente ni le prestó la ayuda necesaria para luchar contra las enseñanzas y hábitos
de toda su juventud. Ninguna mujer como madame Noailles estaba penetrada de
respeto para sí misma; una importante figura, que jamás se permitía sonreír ni
reprender sin rezongar. Parecía cual una de esas maliciosas hadas de los cuentos
tristes que atormentan continuamente a una pobre princesita. Las primeras palabras
que la Delfina tuvo para con madame fueron el remoquete de madame Etiqueta; y,
cierto día de su reinado, en que habiendo montado en burro, cayóse del animal, dijo
riendo María Antonieta:
—Id en busca de madame de Noailles; ella nos dirá qué dice el protocolo cuando
una reina de Francia no sabe montar un asno.
Al descontento de madame de Noailles vino a sumarse la malquerencia de otra
mujer. Madame Marsan era tenida por la corte en gran consideración y era la
personificación rígida y severa de las virtudes de la época de Enrique IV. Ya que no
pudo conservar la gorguera y el verdugado de aquel tiempo, conservaba el aire y la
tiesura de un retrato de Clouet. Todo lo que quedaba en ella era algo de la sangre y el
genio de la famosa Marsan, que en el tiempo de las dragonadas distinguióse por el
celo de la persecución. ¡Qué tortura fueron para María Antonieta los sempiternos
sermones que a todas horas le daba la amiga y aliada de madame de Noailles!
Para los ojos de madame de Marsan, el paso ligero de la Delfina era una manera
de caminar cortesana; el uso de volantes de linón era una moda de teatro que
pretendía producir un efecto picante; siempre que la Delfina levantaba los ojos, la de

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Marsan veía en ellos la mirada de una experimentada coqueta; si llevaba los cabellos
sueltos, murmuraba:
—¡Cabellos de bacante!
¿Hablaba la Delfina con su natural vivacidad?: aquello era el arte de hablar para
no decir nada; siempre que durante una conversación su rostro tomaba un aire de
simpatía e inteligencia: aquello era el aire insoportable de quien cree comprenderlo
todo; si mostraba su alegría riendo infantilmente… aquello eran unas carcajadas
forzadas.
Todo lo sospechaba aquella vieja y todo lo calumniaba. Y María Antonieta
pensaba vengarse de ella, como se vengaba de madame de Noailles, sin pensar que la
de Marsan era la gobernanta de las hermanas del Delfín, la confidente y amiga de sus
tías, sin imaginar que aquella censura, y pronto aquella calumnia, ante el menor de
sus actos, por cualquier palabra, iba por aquel camino, al encuentro de Versalles y de
Marly.

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CAPÍTULO IV

Las amistades de la Delfina. Madame de Picquigny. Madame de Saint-Mégrin.


Madame de Cossé. Madame de Lamballe. Entrada del Delfín y la Delfina en su
ciudad de París. Popularidad de la Delfina. Las intrigas del partido francés
contra la Delfina y la alianza que en ella se representaba. M. de Aiguillon. La
Delfina comienza a ser llamada «la Austríaca»

María Antonieta vióse acosada por todas aquellas molestias, rodeada de


malevolencia y de espionaje, sin apoyo de nadie, sin amigas, sin expansiones; al
verse sola en aquella corte de escándalo, extraña para su nueva familia, casada y sin
marido, la Delfina decidióse a trabar amistades que ella debió de estimar carentes de
todo peligro: (como dice madame Motteville, al referirse a otra reina de Francia) para
dar salida a su corazón, ella lo entregó a sus amigas, como lo había entregado Ana de
Austria. María Antonieta buscóse, compañeras para aturdirse, para huir de las
lágrimas, del porvenir, y de sí misma. Como una colegiala castigada, cuyas grandes
venganzas —pequeñas malicias en el fondo— necesitan confidente y cómplice, buscó
nuevas amistades. La primera amistad de la Delfina fue una camaradería y su
camarada la dama más joven de la corte: la duquesa de Picquigny.
Madame de Picquigny era la nuera de madame la duquesa de Chaulnes. Como su
suegra, tenía abundancia de ocurrencias, el flujo de las réplicas, las salidas
espirituales, los relámpagos y las malicias sin consecuencia. Era toda sprit, como ella
decía, y su ingenio era un ingenio diabólico: «un carro del sol conducido por Faetón».
Frente a todas las cosas tomaba su partido, hasta de sus mismo marido se burlaba, un
entusiasta de la historia natural que, según sus propias palabras, había querido hacer
su disección para hacer su anatomía. ¡Qué aburrida debía de resultar para la Delfina
aquella compañía, aquellas conversaciones, que no respetaban nada, ni siquiera la
insolencia de la buena fortuna, ni la misma corona de la Du Barry! ¡Y qué peligro no
era para la Delfina aquella maliciosa madame de Picquigny, que por detrás de su
abanico desataba y emancipaba más la lengua de la Delfina! El arte de devolver con
bromas las injurias y con burlas las calumnias lo aprendió de ella. Madame de
Picquigny buscó a María Antonieta para lanzarla contra las caras grotescas, los trajes
góticos, las pretensiones, las torpezas, los ridículos y las hipocresías. De aquella
familiaridad fue, de donde nacieron los chistes, las frases, aquella división de las
mujeres de la corte en tres clases: las gazmoñas que fingen recato, las ancianas y las
que traen y llevan noticias dudosas, a las que denominan: les siècles, las collets-
montés y las paquets, motes inocentes, con los que solía divertirse la Delfina y que

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fueron semillero de tantos odios para la futura Reina de Francia.
Con todo, M. de la Vauguyon no dejaba de la mano a la Delfina, manteniéndola
bajo la tutela de sus advertencias y de sus consejos. «¡Qué efectos produciría que
alguna vez el Rey fuese advertido de aquella coalición de la Delfina y de madame de
Picquigny contra la grande sauteuse!» Esto decía el conde a su oído, a la vez que, por
otro conducto, hacía insinuar a la Delfina que se pusiera en guardia contra personajes
de la categoría de la Picquigny, que era una persona ingeniosa por naturaleza, de las
que hacen ingenia a costa de todo, que se sienten inclinadas a no otorgar el perdón a
nadie, ni siquiera en favor de una bienhechora, y que suele ocurrirles corresponder a
la gratitud con pullas.
La Delfina pasó con la de Picquigny primero a la reserva y luego a la
indiferencia, como consecuencia de la confianza y el abandono. Ese era el instante
que M. de la Vauguyon había esperado con tanto anhelo, esa fue la ocasión que
aprovechó para poner en acción a una nueva favorita de su devoción: a su nuera,
madame de Saint-Mégrin. Y logró que obtuviera el favor y la atención de la Delfina.
Sin aturdirse, ésta también era ingeniosa y también bromeaba poco más o menos
como madame de Picquigny, haciéndolo con todo discernimiento y prudencia.
Burlábase asimismo, pero en voz baja, de ciertas personas. Formada en la escuela de
M. de la Vauguyon, deslizábase en el favor de la Delfina avanzando por etapas,
tratando de agradar sin desagradarla, y consolidándose firmemente en la corte de Luis
XV, hábil para comportarse, para darse y retirarse, para no comprometerse más que a
medias, y hacer su reverencia sin volver la espalda a nadie.
Pero la Delfina muy pronto descubrió ese manejo, y al solicitar madame de Saint-
Mégrin la plaza de dama de su tocado, apoyándose para conseguirla a derecha e
izquierda, poniendo en juego, por la proximidad de su marido al Delfín, la
benevolencia de la Du Barry, la Delfina suplicó al Rey que no aceptara semejante
dama para aquel puesto. El Delfín apoyaba a madame de Sain-Mégrin, el Rey la
había ya nombrado, pero la aversión que la Delfina sentía hacia aquella mujer fue
más fuerte que todo. En su lugar fue designada madame de Cossé, que se ganó la
estima al entrar en su cargo. La de Cossé era una compañera más seria y más bien
preparada y madurada para la vida. Tenía la galanura de la razón amable y la de la
experiencia que sabe perdonar, pero no la de las frases; a ellos, unía la paciencia para
lo que aburre y la tolerancia para lo ridículo. Era un espíritu inglés, que vibraba
dentro la cabeza de una mujer con imaginación francesa, como dice un comentario de
su época, que es sin duda uno de los mejores retratos morales de la dama.
Para apartar a la Delfina de madame de Cossé, de aquella consejera tan segura,
hízose necesario nada menos que la Delfina experimentase un sentimiento
desconocido hasta entonces, una ligadura de otra clase, una confianza más tierna y
una simpatía más emotiva. En los bailes particulares que daba madame de Noailles la
Delfina conoció a madame de Lamballe, y al conocerla depositó en ella su amistad.
Madame de Lamballe poseía el atractivo de sus veinte abriles y de sus

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infortunios. María Teresa Luisa de Carignan quedó viuda a los dieciocho años, a
consecuencia de la muerte de su marido el libertino Luis Alejandro José Estanislao de
Borbón, príncipe de Lamballe, gran montero de Francia; El duque de Penthièvre,
desgraciado padre de aquel miserable joven, había adoptado a la joven viuda.
Madame de Lamballe fue asociada pronto a todas las diversiones de la Delfina y a los
bailes que ésta organizaba en sus habitaciones; en ellos brilló sobre todo hasta
conmover y atraer a Luis XV. Por un instante, madame Du Barry, las gentes que la
rodeaban, la imaginación de los novelistas, todos temblaron y se sobrecogieron a la
vista de grandes acontecimientos y grandes peligros: el matrimonio de Luis XV con
madame de Lamballe. El lazo que existía entre la Delfina y su amiga estrechóse más
gracias a aquellos temores; todo el ingenio de la de Picquigny no había alarmado
tanto a la Du Barry como el favor que entonces gozó madame de Lamballe.
Desde la llegada de la Delfina a Francia habían transcurrido tres años, cuando
tuvo lugar la primera entrada del Delfín y la Delfina en su querida ciudad de París.
Aquellas antiguas marchas armadas, transformadas por la paz en desfiles
pacíficos, constituían tina habitual fiesta para la nación y una antigua costumbre de la
monarquía. ¡Qué hermosos días aquellos en que los herederos de la corona de Francia
sonreían y mostrábanse a las gentes llanas! ¡A su pueblo! Días aquellos, en que el
porvenir del trono se hallaba representado en una joven pareja, que hacía su visita a la
opinión pública en su propio reino, y recibía por vez primera los aplausos de la
muchedumbre, enardecida y los halagos de la historia.
El día 8 de junio de 1773, llegaban procedentes de Versalles el Delfín y la
Delfina, que a las once de la mañana descendían de su coche ante la puerta de la
Conferencia. Les esperaba la compañía de ronda, y fueron recibidos por una comitiva
compuesta por el cuerpo del municipio, con el preboste de los mercados a la cabeza;
el duque de Brissac, gobernador de París, y M. de Sartines, teniente de policía. La
Halle, el Mercado, que en aquellos días de embriaguez popular, era muy afecto a la
familia real presentaba a la Delfina las llaves de su ciudad adornadas y en ademán de
entrega; frutos y flores, rosas y naranjas.
Desde allí, las carrozas reales recorrieron todo el muelle de las Tullerías, el Pont-
Royal, el muelle de los Teatinos, el muelle de Conti, donde los escuadrones de los
guardias de la Moneda cubrían la carrera; el Pont-Neuf, que veía formada y armada,
frente al caballo de bronce de la estatua de Enrique IV, la compañía de guardias, de
gala; el muelle de los Orfévres, la calle de San Luis, el mercado y la calle de Notre
Dame. El Delfín y la Delfina recorrieron todo este trayecto hasta llegar a Notre
Dame.
Ante las puertas de la hermosa catedral fueron recibidos por el arzobispo y el
capítulo revestido de pontifical, y una vez terminada la plegaria del coro, oyeron en la
capilla de la Virgen una misa rezada, oficiada por un capellán del Rey, y el canto de
un motete, que valió trescientas libras al maestro de música de Notre Dame.
Acto seguido subieron a visitar el tesoro de la catedral. Luego fueron a dar una

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vuelta alrededor del féretro de Santa Genoveva, según era la usanza, y volvieron a las
Tullerías.
Las mujeres de «les Halles» (los mercados), comieron en la sala del concierto; en
la mesa no aparecía más varón que el Delfín. Aquel día el palacio pertenecía al
pueblo; se permitía el acceso de la muchedumbre, que miraba y pasaba; su alegría se
ceñía en torno al festín. Afuera, el jardín era todo del pueblo. Del brazo de su marido,
la joven Delfina quiso bajar a él y, aventurándose en medio del cariño de aquella
multitud, daba órdenes a los guardias de que no empujaran y no intervinieran en
nada.
A su paso encantaba a la muchedumbre que había en los jardines, encantada ella
también, rodeada de vivas y como llevada en andas por los votos de todos que la
aplaudían haciendo volar por el aire los sombreros…
Abundaron las adulaciones de rigor: la alocución del preboste de los mercaderes,
la arenga del obispo, la del abate Coger… los escolares del colegio de Montaigu
recitaron treinta y ocho versos. Comparadas con aquel gran pueblo y su potente voz,
todas aquellas adulaciones parecían pobres a la Delfina.
Ella avanzaba, saludando y dando gracias, aturdida por el ruido, por el regocijo y
la gloria. De vuelta a palacio quiso una vez más prodigar a su amado pueblo el
hechizo de su persona, y a pesar del sol de justicia, María Antonieta permaneció aún
un cuarto de hora en la galería, dejándose admirar y aplaudir, mientras no sin
esfuerzo retenía unas lágrimas de emoción.
Aquella gran alegría, aquel regocijo que sentía su alma como princesa francesa,
María Antonieta los grabó en una carta que dirigió a su madre poco después de la
fiesta:

«El pasado martes asistí a una fiesta, que jamás podrá borrarse de mi memoria. Hicimos nuestra
entrada en la ciudad de París. Por lo que respecta a honores, los hemos recibido de toda clase,
pero todo esto, aunque me agradó muchísimo, no fue lo que más me emocionó, sino la ternura y el
afán de nuestro pobre pueblo que, no obstante los impuestos que pesan sobre él, estaba
transportado de alegría al vernos. Cuando nos dirigimos a las Tullerías para pasear, había tanta
aglomeración de gente, que permanecimos tres cuartos de hora completamente bloqueados. Una
de las cosas que causó muy buen efecto, fue la recomendación que Monseñor el Delfín y yo
hicimos a los guardias para que no tocaran a nadie. Reinó un orden tan perfecto, que a pesar del
enorme gentío que nos siguió por todas partes, no hubo que lamentar ningún herido. Al regreso del
recorrido, subimos a una terraza al aire libre, y allí permanecimos durante media, hora. No puedo
deciros, mamá, las pruebas de alegría y de afecto que nos han testimoniado. Antes de retirarnos,
saludamos al pueblo con la mano, lo que produjo satisfacción general. ¡Qué felicidad representa
en nuestra situación ganar el afecto de un pueblo con tan poco esfuerzo! Y, sin embargo, no existe
nada más hermoso que eso. Lo he sentido claramente y no lo olvidaré jamás».

Hay días en que los pueblos se sienten como, si tuvieran veinte años. Francia a la
sazón estaba enamorada; y cuando el viejo duque de Brissac mostró con la mano a
María Antonieta aquella multitud, aquel mar de cabezas, París decía, y lo decía de
todo corazón:
—¡Madame, ahí tenéis bajo vuestros ojos a doscientos mil enamorados vuestros!

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Las emociones de aquel día embriagaron a la Delfina. Al día siguiente se dedicó a
recordarlas. ¿Qué mujer como aquella joven, no se hubiera entregado a la adoración
del pueblo de Francia? Era una ilusión demasiado hermosa para una princesa de
dieciocho años salir al encuentro de todos aquellos corazones que iban hacia ella,
para hacer su dicha de la felicidad de aquel pueblo, llenar con aquellos sentimientos
el vacío de sus pensamientos, ocupar en ello su vida inactiva. Por esta razón, la
Delfina buscó otra vez aquellas aclamaciones, aquellos vivas, aquella alegría; es
decir, otras jornadas como la del 8 de junio.
Asiste a la ópera, va al Teatro Francés. Pero no le es suficiente el teatro donde el
respeto pone un dique a los transportes del público; aspira a descender de su rango
para acercarse más a este pueblo, entrar, compartir sus diversiones, codearse con él y
saborear en el más vivo y verdadero sentido familiar las esencias del pueblo.
Entonces, se sucedieron, en unión de la real familia, a la que arrastra, los paseos a
pie por el parque de Saint Cloud. La Delfina se mezcla con la multitud al recorrer los
jardines bajos, mirando cómo corren las gentes, deteniéndose ante la cascada, como
extasiada y oculta en medio de todos, denunciándose por su travesura y su alegría.
Camina a todo lo largo de las fiestas acompañada de su marido y los jóvenes de la
familia, va de la feria a las tiendecillas, se ríe donde los demás lo hacen también,
juega en donde se juega, compra en donde se vende; al ser reconocida, se ve
materialmente asaltada de súplicas y saludada por todos los circunstantes. El
caballerizo que le da escolta no da abasto a la tarea de recibir peticiones y, como en
cierta ocasión, rechaza la súplica de una mujer vieja, la Delfina reprende al
caballerizo en voz alta y la gente prorrumpe en una salva de aplausos.
La Delfina siguiendo a los parisienses y a la multitud, entra en la sala de baile del
portillo de Griel, y se otorga el placer de ver cómo la gente baila, y quiere que los
bailarines no interrumpan la fiesta y se olviden de que ella está allí presente. ¡Qué
novedad, «qué revolución» ver aquellos príncipes mezclados con el pueblo y mano a
mano, con él! ¡Y cuántos elogios haría brotar en todas las bocas, qué amores no haría
surgir en todo el reino, aquella Delfina amada, que de aquel modo realizaba el
milagro de la unión de Versalles con Francia!

La futura reina veía sonreír a Francia y al futuro. Y a pesar de todo, en la sombra,


con sigilo, pero sin pérdida de minuto, el odio proseguía su obra de la destrucción de
su popularidad, que se inició en el preciso instante en que María Antonieta saliera de
Viena.
Alineaba en contra suya la Delfina, además y por encima de todos sus enemigos
habituales, ese complejo abstracto, ciego e implacable que es un principio: la política
de la vieja Francia. La misma política de la que había sido apóstol el padre del duque
de Berry, constituía la tradicional religión de la diplomacia francesa; era el pretexto y
el arma que el duque de Aiguillon esgrimiera contra M. de Choiseul que había caído
en desgracia por obra de Aiguillon y la Du Barry al poco tiempo de la llegada de la

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joven archiduquesa a la corte de Francia.
Las leyes del equilibrio de Europa obedecen a las épocas y con ellas se renuevan:
era un principio que los hombres del partido francés, como se les llamaba, no querían
reconocer. No les había bastado aquel prolongado esfuerzo de Francia, que había ido
quitando sucesivamente al imperio de Carlos V: el Rosellón, Borgoña, Alsacia, El
Franco Condado, el Artois, Hainaut, Cambresis y Nápoles, Sicilia, Lorena y el
Barrois. Se olvidaban hasta de la presencia de Inglaterra, para no acordarse más que
del pasado de Austria.
El matrimonio de María Antonieta representaba para los ojos de aquel partido
político una derrota. ¿Qué era María Antonieta, sino la prenda y custodia de los
tratados de aquella nueva política, inaugurada bajo los auspicios de madame de
Pompadour?
El sobrino nieto del cardenal Richelieu, el jefe del partido francés y el enemigo
personal del duque de Choiseul, era el duque de Aiguillon, que disponía del clero y
de los jesuitas, hostiles a María Teresa porque había dado abrigo en sus posesiones al
jansenismo, por lo que no podían ser menos hostiles a la protegida de Choiseul, y en
su odio contra el ministro filósofo se agrupaban alrededor de la Du Barry.
Los enemigos de la Delfina no olvidaban de esgrimir tampoco contra María
Teresa, su madre, la cuestión del reparto de Polonia, «ese reparto que Choiseul no
hubiera permitido», confesaba el propio rey Luis XV, y por motivo del cual M. de
Aiguillon decía al Rey, y lo repetía en la corte:
—¡Ved lo que puede esperar Francia de la amistad de la casa de Austria y qué
podemos ganar de una corona aliada del Rey por el doble lazo de un tratado y de un
matrimonio: cuando a costa del rey de Prusia quiere aumentar sus posesiones, hace
levantar a Francia en su contra; por querer, aumentar sus dominios a costa de Polonia,
se aproxima a Prusia, la enemiga del Rey!
Esta pulla parecía dirigida a la madre, pero quien en realidad la recibía era la hija
de María Teresa. Y cuando M. de Aiguillon referíase también al futuro príncipe, José
II, le atribuía lejanos propósitos sobre Baviera, su apetencia por el Frioul veneciano y
la Bosnia, su proyectada apertura del Escalda y el que se acordara siempre de Alsacia
y Lorena. Y simultáneamente sabía infundir las alarmas y las dudas acerca del
sentimiento francés del corazón de la hermana de José y de la buena fe de los
sentimientos de Haría Antonieta para su nueva patria.
Todas estas maniobras se realizaban de un modo hábil, atrevido y continuo. Nada
constituía repugnancia para el partido con tal que pudiera justificar su política. ¿No
llegaba a poner incluso en manos de madame Du Barry, al final de una comida, el
siguiente despacho del cardenal de Rohan, entregado a la favorita por H. de
Aiguillon, para que lo leyera en la mesa?
«… he visto, en efecto, a María Teresa llorar por la dolorida Polonia oprimida;
pero una princesa como aquélla, tan habituada al arte de no transparentarse, me
parece que dispone de las lágrimas como por encargo; con una mano sostiene el

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pañuelo para secarse los ojos, y empuña con la otra la espada de la negociación para
que su nación sea la tercera en el reparto».
No podía dejar de reflejarse en su hija una parte de lo odioso de este falso
carácter, y el partido lo sabía perfectamente bien. Era preciso dar la impresión ante el
público de que la mentira y la comedia son raciales; era ya conveniente comenzar la
tarea de acostumbrar el pensamiento de la nación a la idea de un odio cerval contra su
soberana.
Desde los primeros días de su matrimonio, a la desgracia del reparto de Polonia,
otro desdichado error vino a minar la popularidad de la Delfina. Era una ligera falta,
pero de terribles consecuencias en un pueblo susceptible y en una corte enamorada
del rango y celosa de él. Se trataba de que una parienta de María Teresa, la hermana
del príncipe de Lámbese, mademoiselle de Lorraine, pretendió ser colocada en el
minué de las fiestas nupciales de la Delfina inmediatamente después de las princesas
de la casa de Francia. Esta petición produjo mil quejas y protestas por parte de los
duques y pares, indignados ante la pretensión; la nobleza amenazó seriamente con
«abandonar la cadena del baile y dejar plantados, a los violines», y todas las damas
excusábanse «sintiéndose indispuestas para la fiesta…»
María Antonieta fue entregada indefensa a todos los rencores, a todos esos
crecientes odios contra Austria, que aún debían avivar más las desdichadas
pretensiones del archiduque Maximiliano en 1775, cuando el duque de Choiseul cayó
en desgracia. El crédito y la popularidad de aquella princesa, tan francesa, estaban ya
minados el día en que subía al trono. El epíteto de la austríaca corría ya en los
murmullos de la corte y la escoltó hasta el patíbulo.

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LIBRO SEGUNDO
(1774-1789)

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CAPÍTULO PRIMERO

Muerte de Luis XV. Influencia de madame Adelaida sobre Luis XVI. Intrigas en
el castillo de Choisy. Entrada de M. de Maurepas en el Gobierno. Vanas
tentativas de la Reina en favor de Choiseul. La conducta de Maurepas con la
Reina. M. de Vergennes y de Müy hostiles a la Reina. Intromisión de madame
Adelaida. Madame Luisa, la Carmelita, y los comités de Saint-Denis. Informe
de madame Adelaida al Rey en contra de la Reina. «Le lever de L’Aurore».
Maurepas se separa de las tías del Rey. Beneficencia de la Reina. Las
prevenciones del Rey contra Choiseul, alimentadas por Maurepas. La
desconfianza del Rey.

El día 10 de mayo de 1774, hacia las cinco de la tarde, Luis XV dejaba de existir.
En el patio de Versalles se veían carrozas, guardias, caballerizos montados en
perfecta alineación. Todos los ojos convergían en una bujía encendida, cuya llama
vacilaba tras una de las ventanas. En las habitaciones de la Delfina, esta, junto con el
Delfín, esperaba. Los dos estaban mudos, escuchando a lo lejos la plegaria de las
Cuarenta Horas, entrecortadas por las ráfagas del viento y la lluvia; y empezaban a
sentir de antemano la gravedad del peso de la corona que iba a caer sobre su
juventud.
La llama de la bujía extinguióse; al pronto se oye avanzar hacia las habitaciones
donde se encontraban los jóvenes esposos el estruendo de una corte que se precipita a
rendir homenaje a la nueva majestad.
La primera en entrar fue madame de Noailles, quien, después de saludar a María
Antonieta con el nuevo nombre de Reina, pidió a Sus Majestades que fueran a recibir
el homenaje de los príncipes y altos oficiales de palacio.
Lentamente, como doblegándose a su futuro, María Antonieta, con el pañuelo
sobre los ojos y descansando en el brazo de su esposo, pasa a través de todos esos
homenajes con el sello de su tristeza, con la actitud de su abandono y el encanto de
las jóvenes princesas de la antigua fábula, prometidas a la Fatalidad. Luego, carrozas,
caballos, guardias y caballerizos abandonan el palacio; la nueva Corte se traslada a
Choisy.
La archiduquesa de Viena era ya Reina, ¿Iba María Antonieta a salir victoriosa de
las influencias que habían ensombrecido su matrimonio y enturbiado su época de
Delfina? ¿Sería fuerte para dominar aquella conspiración que, en la esposa del Delfín,
perseguía a la política de Austria? ¿Hallaría al lado de su marido, ya que no
partidarios de la alianza concluida, al menos consejeros sin prejuicios establecidos a

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priori, contra la unión que la garantizaba? ¿Encontraría personas que no abrigaran
animosidad contra la hija de María Teresa, convertida ya en la esposa de quien
Francia esperaba herederos?
¿O su juventud y las hermosas virtudes de esa juventud continuarán encontrando
en torno suyo la implacable censura de los enemigos de su casa?
¿No sería natural creer que la Reina iba a tener su parte de legítima dominación
sobre la voluntad de Luis XVI, fácilmente dominable; a asentarse ella también en su
confianza, a triunfar de las intrigas que ha conducido al Delfín a apartarse de su
mujer, como si de una enemiga de los Borbones se tratara?
De aquellas esperanzas que eran tenidas en cuenta por la opinión pública sólo
hubo una mujer que se burlara. Era madame, Adelaida que, dominando la enfermedad
en que se incubaba ya el germen de la viruela, que contrajo a la cabecera del lecho de
muerte de su padre, Luis XV, ha empezado a dominar a Luis XVI desde los primeros
momentos de su reinado.
Entre Luis XVI y madame Adelaida, existieron lazos tan grandes como el de la
gratitud siempre viva que profesaba el joven a su tía por los delicados cuidados que
ésta le había procurado, los únicos que habían endulzado un poco su triste y solitaria
infancia de príncipe, de niño desgraciado que casi había crecido huérfano, sin madre,
sin amigos, y que, en cierta ocasión, rompiendo a llorar en medio de un juego infantil,
dijo: «¿A quién podré yo querer, si nadie me quiere a mí?»
Madame Adelaida, que había hecho las veces de madre junto al Delfín, le
imponía su autoridad. Fue ella quien despertó en él los adormecidos recuerdos de la
familia, y los aplacados resentimientos. Ninguna persona más que madame Adelaida
fue quien le habló de lo alejado de los asuntos políticos que había estado su padre
durante toda la larga etapa del ministerio de M. de Choiseul. Le habló de la
inmoralidad del Conde, de sus prodigalidades, de su insolencia; le habló con
indignación contra aquel hombre que le había faltado al respeto, que se había atrevido
declararse enemigo del hijo de su soberano. Como si todo ello no fuera suficiente,
removía las cenizas hablándole de las muertes súbitas y un tanto extrañas de su padre,
su madre, y de los rumores que corrieron por palacio acerca de un posible
envenenamiento, rumores que acusaban encubiertamente hasta al mismo M. de
Choiseul.
Madame Adelaida habló al Bey, tras de haber estremecido su espíritu, de haber
borrado y aun cambiado cualquier disposición de simpatía y cariño, que sintiera hacia
su esposa, y expuso sus argumentos cual si hablara en nombre de su padre. Al efecto,
le cita las Memorias que éste ha dejado, especie de testamento político, escrito para
dar instrucciones a su hijo y confiado a M. de Nicolai.
A puerta cerrada tiene lugar una reunión. Precisamente es uno de los días en que
la Reina pasea por el Bosque de Bolonia, con madame de Cossé o se halla en el
balcón de la Muette, disfrutando con los aplausos de la multitud. Y se procede a la
lectura ante el monarca de la lista de hombres que la voluntad moribunda del Delfín

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destinaba a rodear el trono de su hijo al llegar al trono, mientras M. de Aiguillon y M.
de la Vrilliére están de guardia en la antecámara del Rey.
Luis XVI, que a la sazón se llamaba a sí mismo Luis el Severo, eligió como
primer ministro a M. de Machault, y la carta en la que le llamaba al Gobierno estaba
firmada por el monarca. Con todo, madame Adelaida no se mostró conforme con este
nombramiento: ella quería a todas veras un ministro más comprometido en la política
antiaustríaca.
La Reina no perdona a M. de Aiguillon por haber entregado a María Teresa a las
burlas de la Du Barry; sin embargo, Aiguillon agítase para mantenerse, intriga y
labora. Logra ganarse la simpatía de madame de Narbonne, que hace y deshace en la
voluntad de madame Adelaida, y bajo mano apoya el nombre de su primo, Maurepas,
el cual una vez situado supo salvarle y protegerle. No le costó mucho a madame de
Narbonne que su señora aceptara a una víctima de la Pompadour. Una vez
conquistada, madame Adelaida se puso de parte de M. de Maurepas, con una de esas
influencias vivas y temibles, ocultas y poderosas, que a veces desde la antecámara
gobiernan la conciencia y el favor de los reyes.

Existía otra figura que disponía a su antojo de la voluntad política del monarca.
M. de Randonvilliers era ese personaje, y tenía el cargo de subpreceptor del Delfín,
un jesuita cuyos manejos le habían puesto en desacuerdo con su Orden y que,
intrigando, consiguió el preceptorado de los hijos del duque de Charost y llegó hasta
ocupar la cátedra de Filosofía de Luis el Grande; de ésta pasó al secretariado de la
Embajada de Roma; del mentado secretariado, a idéntico cargo de la nómina de
beneficios, y de aquí al subpreceptorado del Delfín. Era hábil, discreto, misterioso,
preciso, de pluma fácil, prestada a las ideas ajenas, y práctico en las fórmulas; en
realidad actuaba como secretario íntimo del Rey y, sin exhibirse, le, dominaba.
Además, no podía olvidar ni perdonar el severo jansenismo de M. de Machault y su
prohibición de 1748 respecto a las donaciones de bienes-fundos al clero. M. de
Randonvilliers aprobó en consecuencia la elección de madame Adelaida, recaída en
un pariente de M. de Aiguillon, apoyo de los jesuitas. Cambióse el sobre de la carta, y
M. de Maurepas fue el destinatario de la misiva, que en realidad estaba destinada a
M. de Machault.
Es necesario confesar que la Reina no dejaba de tener que dirigirse algunos
reproches. En el primer momento de enternecimiento había permitido a sus tías que
se instalasen en Choisy, siendo así que lo convenido era que irían a vivir en el
Trianon y permanecerían separadas del Rey y de la Reina. Tuvo la timidez de no
combatir la injerencia de su tía en la formación de un ministerio y llegó al extremo de
apoyar con sus palabras algunos de sus consejos. La joven Reina no pareció tener
más objetivo que el cese de Aiguillon en toda aquella grave evolución de la política
interna, personaje que la Reina llamaba el hombre malvado, y esto fue una lástima
porque, si su intervención hubiera sido más constante y si, al actuar, no hubiera

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obedecido solamente a los mezquinos dictados de un resentimiento femenino, no
hubiera sido posible tal vez el triunfo de madame Adelaida.
Desterrada en sus paseos, la Reina se enteró de todo lo ocurrido cuando ya estaba
hecho. Había sido derrotada: y sin hacerse ilusiones, así lo comprendió. Cuando
alguien le dijo:
—Es la hora en que el Rey debe asistir al Consejo de ministros…
—Al del difunto Rey —contestó suspirando la Reina, a la cual el advenimiento al
trono no le daba más poder que el derecho a escribir a la hermana de Choiseul,
madame de Gramont, enviada al destierro por la Du Barry:

«En medio de la desgracia que nos amilana, siento una satisfacción al poder, informaros que el
Rey me ha prometido traeros a mi lado. Intentad venir tan pronto como vuestra salud os lo
permita: me congratulo muchísimo al poder aseguraros de corazón la amistad que os he
consagrado».

Y aún María Antonieta se creía obligada a añadir cómo posdata:

«Esperad a que M. de Vrilliére os lo notifique».

Otro fracaso arrancaba bien pronto a la, joven soberana todas las ilusiones y le
descubría la total nulidad de su poder. María Antonieta había subido al trono de
Francia con un gran proyecto. La Reina quería abandonar Versalles, obligar a seguir
al Rey de Francia el ejemplo de todos los monarcas de Europa y que consistía en
hacerle residir en su capital, trasladar a París la Corte y el Gobierno y conseguir para
la realeza esa popularidad que da la residencia y de la que los Orleáns habían hecho
su patrimonio.
¡Magnífico proyecto en aquellos instantes, mucho más para el futuro, y que muy
bien pudiera haber cambiado la faz de la Revolución francesa!
En la Muette, a las puertas de París, la Reina, en compañía de M. de Mercy,
examinaba unos planes trazados por Soufflot. Los aplaudía y los sancionaba; Soufflot
tuvo orden durante seis semanas de tenerlo todo preparado. Aquellos planes
consistían en llevar la administración a París, poniendo de este modo las oficinas
administrativas al alcance de los administrados. Los cuatro frentes de la plaza
Vendôme estaban destinados a alojar las cuatro secretarías de Estado, reuniendo allí
los depósitos de los expedientes originales, hasta entonces en disperso. Frente a la
Cancillería se levantaría la inspección general. Una calle abría los Capuchinos y los
Feuillants, y una gran avenida, que atravesaba las Tullerías, unía al boulevard con el
Sena. Como complemento de este plan se agregaba un sistema de ampliación de
calles, que se ensanchaban, la apertura de nuevas vías en el boulevard Saint Germain,
demolición de las casas de los muelles, creación de grandes desembocaduras, tendido
de puentes sobre el Sena, todo un conjunto de obras públicas, que culminaban en la
terminación del Louvre, habilitándolo para museo, que salvase a los cuadros de la
humedad de Versalles.

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En ese decorado del Louvre ya terminado, María Antonieta veía una hermosa
actividad de Reina, es decir, la tutela y la dirección de las artes. Pero el llevar la corte
a París, que representaba la ventaja inmediata de una economía en los gastos de
Versalles, estrellábase contra la oposición de M. de Maurepas: sí, de Maurepas, que
veía en ello que la Reina se engrandecería demasiado en París, con menoscabo del
primer ministro.
M. de Maurepas no abrigaba en su corazón enemistad personal contra la Reina, al
volver de nuevo a los asuntos de la política tras de veinticinco años de desgracia,
durante los cuales había distribuido su tiempo entre la Ópera, sus carpas y sus lilas.
Aquél era el hombre a quien el Delfín, padre de Luis XVI, recomendara con estas
palabras a su hijo, sucesor de Luis XV:
—M. de Maurepas es un ex ministro que, según mis informes, ha sabido
conservar su inclinación hacia los verdaderos principios de la política que madame de
Pompadour desconociera y traicionara.
M. de Maurepas sentíase celoso de la influencia que tenía sobre Luis XVI, no
preocupándose gran cosa del papel que en aquellos momentos le asignaba la
Providencia, aquella gran misión, como instructor de un rey, de trazar los caminos de
la gloria de un joven príncipe. Maurepas no ignoraba lo que la Reina debía a M. de
Choiseul y hasta qué extremo se había exaltado en ese reconocimiento por la
conducta de los ministros de Luis XV y del partido de la Du Barry, frente a la
princesa. Luis XVI, al margen de la influencia de sus tías y aproximándose a María
Antonieta, significaba Choiseul y el partido anti-Delfín subiendo al Poder: es decir, la
victoria de los enemigos de Maurepas.
Las necesidades de Maurepas le obligaban a interponerse, en unión de los
enemigos de la Reina, entre ésta y el Rey. Maurepas, como absuelto a sus ojos por la
lógica de aquella forzada maniobra, puso en acción todos los medios posibles, sin
remordimientos y casi sin conciencia, para obtener ese alejamiento. No fue empresa
fácil, sino, al contrario, una tarea laboriosa, paciente, subrepticia, rodeada de
precauciones y de sombras, y muy bien dirigida, con sus desviaciones, pausas,
concesiones y, a veces, hasta con sacrificios.
Hacíase difícil sostener a M. d’Aiguillon contra las aversiones de Luis XVI y los
desprecios que públicamente María Antonieta prodigaba a madame de Aiguillon.
Maurepas no dudó en sacrificar a su primo, y le obligó a que presentara la dimisión.
El ministro también permitió a la Reina la pequeña victoria de convencer a su marido
para que se vacunara, sin tener arte ni parte en tan importante asunto y desoyendo las
reclamaciones del arzobispado contra semejante novedad. ¿Deseaba de corazón
María Antonieta que el Rey y M. de Choiseul se entrevistaran? M. de Maurepas,
después de inquirir el estado de ánimo del Rey para con M. de Choiseul, y seguro ya
de antemano del resultado de la entrevista, consideraba que se trataba de un placer
que amenazaba en muy poco su crédito para serle negado a la Reina. Y la entrevista
se celebró el 13 de junio y fue ampliamente comentada en todo París. La Reina supo

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acoger a M. de Choiseul con la más amistosa de las sonrisas:
—¡Oh, M. de Choiseul, estoy contenta de veros aquí! Me sentiría muy satisfecha
de haber contribuido a ello. Vos habéis labrado mi felicidad, y es justo que seáis
testigo de ella.
El Rey, no obstante, no supo decir más que estas palabras:
—M. de Choiseul, os encuentro mucho más gordo… Estáis perdiendo el
cabello… Vuestra calvicie hace progresos.
El resultado de aquella entrevista se resumió: la ilusión de la Reina decepcionada
y la cólera de madame Marsan contra madame Clotilde, que, para hacer la corte a su
cuñada, había hablado muy amablemente a Choiseul. El ex ministro había andado
más precavido que la Reina: a su paso por Blois cuidóse de antemano de pedir los
caballos de posta que debían conducirle a Chanteloup.
La Belle dame y las dificultades que suscitaba eran motivo de risa para Maurepas,
el cual no sentía la menor inquietud. Todo era conspiración para mantenerle en su
posición, y el Rey iba a darle como asociados de su política contra la Reina a dos
segundos suyos, familiarizados en su servicio por todas sus tendencias: sus
convicciones, sus métodos y hasta sus culpas.
Uno era M. de Müy, ministro de la Guerra, antiguo confidente del Delfín, padre
de Luis XVI, aquel al que el Delfín llamaba el heredero de Montausier: hombre
honrado, pero de excesivo celo; recto, pero rígido; tan exigente para los demás como
para sí mismo, al que sus virtudes, severas hasta la intransigencia, le habían elevado
en la estima de las tías del Rey y en el primer puesto del partido del Delfín.
M. de Vergennes era el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, y para M. de
Maurepas debía ser un ayudante más activo, más declarado y a la vez más dúctil y
mucho menos escrupuloso que M. de Müy. En su día, cuando ostentaba el cargo de
ministro plenipotenciario en Constantinopla, fue llamado por M. de Choiseul, y hasta
casi llegó a estar desterrado a Borgoña. Sacado de nuevo sobre el tapete político por
M. d’Aiguillon, había realizado en Suecia la revolución de Gustavo y del partido
francés contra el ruso. Era sobrino y discípulo de Chavigny; un acérrimo partidario de
la antigua política francesa; unido a todos los partidarios de la hegemonía de Francia
en Europa y a las doctrinas de los Saint-Aignan, los Fenelon, los La Chetradie y los
Saint-Severin, viso, osado, sin temer a las aventuras; impaciente por embrollarlo
todo, para conseguir el triunfo de sus ideas, animado del mayor despecho contra los
tratados de 1756 y 1758, y profundamente hostil a la casa de Austria.
El matrimonio con una mujer griega, de excepcional belleza, que le había dado
dos hijos, fue la causa de que M. de Choiseul le hiciera caer en desgracia. Al ser
nombrado ministro, la Reina dejóse persuadir para que le fuera presentada esta mujer,
la condesa de Vergennes. Pero la de Vergennes no fue recibida en audiencia antes de
haber consultado María Antonieta con su madre, María Teresa. Al enterarse el
marido, atribuyó al hecho mala intención por parte de la Reina. Ello fue la causa de
que M. de Vergennes, más que una hostilidad de ministro contra María Antonieta,

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sintiera un profundo odio de hombre; Vergennes era también Un cómplice apasionado
de M. de Maurepas en sus perfidias y calumnias a media voz.
Maurepas tuvo en los primeros tiempos otro auxiliar, al que no hizo desaparecer
sin antes haberle desgastado: el canciller Maupeou, y tras de él al partido del clero,
ganado a la estima de mesdames las tías del Rey; partido que no profesaba simpatías
a la piedad de la joven Reina, ingenua como su corazón, y menos inclinada a las
prácticas que la piedad del Rey; tal vez más cerca de Dios, pero menos cerca de la
Iglesia, y en la que la Iglesia no confiaba hallar ayuda para sus planes, sus
esperanzas, y en especial para aquella restauración de los jesuitas cuya causa no
estaba tan perdida como imaginaban sus propios enemigos.
Madame Adelaida volvió a la corte y a los consejos del Rey, una vez estuvo
curada de las viruelas, impaciente por recuperar su influencia, por todo lo que
Maurepas había creído necesario conceder y por los insignificantes triunfos de la
Reina: la vacuna del Rey y la audiencia de M. de Choiseul. Herida por las quejas y
lágrimas que María Antonieta no disimulaba a sus familiares, aquella furibunda
princesa no tardó, empujada por su odio hacia la casa de Austria, en dirigir sus
ataques e invectivas contra la persona de la Reina, de la mujer, de la esposa. La libre
e imprudente vida de la Reina; aquella juventud que Luis XVI dejaba abandonada a sí
misma, sin regla ni consejo; aquellos aturdimientos, sus inocentes locuras, sus
diabluras de colegiala, a las que María Antonieta no se sabía resistir, y que la
perseguían hasta en las grandes ceremonias de la corte y en las reverencias de duelo;
todo era echar más aceite al fuego, y por desgracia constituían todas estas cosas
terribles armas en manos de mujeres viejas que no sabían perdonar. Y en el nuevo
palacio de Choisy, ¡cuántas murmuraciones, cuántas quejas, cuántas advertencias y
cuántas malvadas frases!, que, tomando vuelo en todas las reuniones de las devotas
de Versalles y de París, hacen canturrear a la opinión pública:

Petite reine de vingt ans,


Vous repasserez la barriere…

(Reinita de veinte años,


Volveréis a pasar la frontera…)

En realidad, madame Adelaida era como si tuviera una cartera de ministro.


Encargábase de las designaciones y nombramientos; con ellos ligaba a sus rencores
las gratitudes. Desde su posición mandaba aquel invisible ejército, dirigía la tosca
maniobra que cercaba a la Reina, persiguiéndola por doquier y que incluso llegó a
obtener del redactor de la Gazette de France una relación falsa de las respuestas de la
Reina al Parlamento y a la Corte de Cuentas.
Madame Adelaida no limitaba su actividad, sino que aún lanzaba contra la Reina
a su hermana, madame Luisa de Francia, la carmelita, que habíase entregado toda a

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Dios sin romper con las miserias y los humanos intereses y que parecía sólo haberse
retirado del siglo para estar más cerca de la Corte.
Aunque madame Luisa era una santa, no por esto los ministros hábiles la dejaban
de halagar; una santa, a la cual el canciller Maupeou hacía la corte, yendo a comulgar
con ella todas las semanas. Organizábanse las intrigas en los secretos comités de
Saint-Denis, en la celda de madame Luisa, y se daba vida a aquellas murmuraciones
que, en unión de las intrigas de Choisy, hacían olvidar en los salones el debido
respeto a la Reina antes de hacer olvidar al pueblo el favor de la Delfina.
El encarnizamiento y la constancia de las intrigas a veces abrían los ojos del Rey
y le daban ganas de reinar, aunque fuera dentro de la familia, mas era amenazado por
madame Adelaida con retirarse a Fontevrault, con dejar sola y abandonada la
voluntad del Rey, hasta que llegó el momento en que, fatigada de las medias palabras
y de andar con tantos rodeos, resolvió dar la batalla, y el 12 de julio lanzó una
solemne acusación contra la Reina en presencia del Rey. Después que el conde de la
Marche hubo realizado una violenta salida de tono contra la Reina, madame Adelaida
recriminó y oscureció con apasionamiento la vida de la Reina, sus ligerezas, sus
imprudencias, sus carreras, sus paseos, todo, hasta sus menores diversiones y sus más
insignificantes consuelos. Simultáneamente con esta acción de castigo, la Reina
recibía una carta de madame Luisa, repleta de consejos vecinos de la injuria y
reproches de tono condenatorio.
El Rey, al salir del consejo de familia, intimidado, se lamentó ante su esposa de
las quejas que acababan de exponerle; la Reina se defendió, apoyándose en las
costumbres de Viena y de su familia. Hubo lágrimas entre la pareja y, más que enojo
pasajero, choque de caracteres, un alejamiento, la semilla del mal para el futuro,
¿quién sabe?, quizá el primer paso dado para un alejamiento entre Francia y su Reina.
La maledicencia, sintiéndose envalentonada e impune, se quitó la careta y se
convirtió en el monstruo de la calumnia. El Rey oía en, torno suyo las murmuraciones
de los acusadores; el monarca sólo veía rostros que parecían compadecer su suerte
como marido. Si por capricho infantil, iba la Reina, autorizada por el Rey, a ver salir
el sol en lo alto de los jardines de Marly, ya estaban los cortesanos propalando, bajo
la consigna del Lever de l’Aurore, una calumnia fruto de las calumnias de la corte. Y
más tarde, la calumnia no reparaba en hacer deslizar unos indignos versos en la
servilleta del Rey.
Aquello era ya un abuso. M. de Maurepas se dio cuenta de que sus aliados
excedíanse en la labor. Y así, persuadió al Rey para que hablara con firmeza a sus
tías. Hasta circuló el rumor de la retirada y destierro de mesdames a Lorena.
Maurepas, libre ya del celo comprometedor de las tías del Rey, apoyándose contra
la Reina en M. de Vergennes, que había ya vuelto de Suecia; seguro de Turgot, el
nuevo ministro, que traía contra ella la prevención de sus costumbres y las antipatías
de su formación espiritual, fingió sumisión ante María Antonieta, diciéndole:
—Señora, si mi conducta os desagrada, Vuestra Majestad no tiene más que

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persuadir al Rey para que me separe del cargo; mis caballos están prestos para partir.
Y la Reina desarmábase ante tanta comedia de renunciamiento.
Maurepas utilizaba aquella farsa como hábil truco teatral. Para él no era ninguna
ventaja que la Reina se exasperase. Resultaba algo peligroso dejar que las cosas
marcharan tan de prisa, permitir que los odios se encumbraran tanto contra una
soberana que todavía contaba con el corazón de los franceses. El amor, la embriaguez
de la nación que había acogido a la Delfina la acompañó hasta el trono. La
imaginación popular ya hoy no se sentía solamente atraída por las dotes de su
juventud, sino también por su bondad, su necesidad de obligar, de socorrer, de dar;
aquella natural caridad, que hubiera sido la más hermosa virtud de la Reina si no
hubiese sido el más querido de sus placeres. El envío que de su tesoro particular
hiciera la Reina para los heridos de la plaza de Luis XV era un hecho todavía fresco
en la memoria de París y de las provincias. Los hechos que habían llevado la
popularidad de la joven princesa hasta la adoración no dejaban de ser cantados por
liras, pinceles, cinceles y buriles; las artes todas ensalzaban su beneficencia. Así se
hablaba de la historia del campesino herido por el cuerno de un ciervo, en Achéres,
cuya mujer e hijos fueron recogidos por María Antonieta en su carroza y
ampliamente socorridos. La gratitud pública hablaba del hospicio fundado por ella al
subir al trono para acoger a las ancianas de todas las provincias y de cualquier
condición. En Versalles, sus familiares decían que la Reina, viendo agotado el dinero
de que disponía para el mes, hacía pedir entre sus camareros y en su antecámara para
dar algunos luises a los infortunados. No es, pues, de extrañar que la Reina fuese
seguida por las bendiciones del pueblo, pues incluso en los mismos días del odio y de
la calumnia continuará prodigando sus bondades y sus limosnas y realizará con el
Rey, en 1789, algo así como una operación de Bolsa para dar ocho mil libras a los
pobres de Fontainebleau.
—Ojalá esta ciudad no sea tan ingrata como algunas otras lo han sido —dijo
tristemente a la sazón.
M. de Maurepas temía dejar tiempo a la Reina y a la opinión pública para que se
reconocieran y se aliaran; porque en el fondo de todo, ¿qué pide entonces la Reina
que no pida la opinión? Los deseos de ambos son: cese de los ministros dilapidadores
y de la tiranía de la Du Barry, dar paso a las ideas de libertad civil y de tolerancia
religiosa, la consagración de los derechos del pueblo por los poderes del Parlamento;
un camino laborioso, pero avanzando a paso seguro y pacífico hacia el futuro y sus
promesas; hacia la concordia y el bien de Francia. Esta no hubiera sido la política de
M. de Choiseul; hubiese sido, por instinto la de esta joven Reina, embriagada de su
popularidad de Delfina, deseosa del aplauso unánime de Francia, y decidida a
conservarlo, a convertirse cerca del Rey en el eco de las pasiones y aspiraciones de
París.
Maurepas conjuró el peligro y logró un doble triunfo al apaciguar a la Reina y
distraer a la opinión pública partidaria de la Reina, sólo con el alejamiento del

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canciller Maupeou y del abate Terray, por el nombramiento de Turgot y el
llamamiento de los antiguos parlamentos. Al reemplazar el canciller Maupeou por M.
de Miromesnil, hombre capaz, y hechura suya, se tranquilizó en absoluto Maurepas.
Entre esta serie de pequeñas victorias del ministro hubo, sin embargo, reacciones,
altos en el camino, incertidumbre, retiradas y hasta ciertos fracasos. Maurepas estuvo
a punto, de perder la partida a causa de un terrible sobrino suyo. Al duque de
Aiguillon, que era el sobrino de referencia, la Delfina le había visto, dando el brazo a
madame Du Barry, cruzarse con el duque de Choiseul, que llevaba del suyo a la
princesa de Baeuvau en la noche del 10 al 11 de mayo de 1770 en que los partidos se
agrupaban paseándose bajo las iluminadas sombras de Versalles. A partir de entonces,
María Antonieta reconoció la mano de Aiguillon en cada una de las heridas que
recibía. El 2 de junio de 1744, el enemigo de la Reina cayó en desgracia y supo
soportar con altivez su infortunio. Acosando a su tío con consejos, cansándole con
sus planes y sus odios, reprochándole ásperamente su política, cuya suavidad y
diplomacia despreciaba, decíase retenido por M. de Maurepas, que le impedía irse a
Veret, y se emboscaba en París, en donde los frecuentes ataques hepáticos de madame
Aiguillon, cuyos bienes él administraba, eran una ocasión y pretexto para que el
partido de su marido pudiera celebrar reuniones. Aiguillon, todavía en Versalles,
exhibía su rostro amarillento y no cesaba de hacer gala del favor del Rey, que
continuaba trabajando con él, con la excusa de la compañía de caballos ligeros. A la
sociedad de la Reina hacía carantoñas, haciéndole llegar, en reserva, advertencias y
confidencias, tratando de desengañarla acerca de Choiseul, y de que procediera a
rectificar su conducta con respecto a él, informándola, por medio de terceros, de su
ambición y deseo de aconsejarla sobre sus verdaderos intereses de soberana, a la vez
que en alta voz la describía como una mujer temeraria, voluble, fácil para poner en
evidencia el peor de los defectos de su sexo: el capricho en la dominación, mientras
la calificaba de una aventurera en manos de los partidos políticos.
Aiguillon no temía, por el asunto de Guiñes, amotinar el Châtelet contra la
protección de la Reina. Hipócritamente, intrigaba, fingía y enredábalo todo contra
ella; y su hostilidad, baja e insolente, mezclada de servilismo y flexibilidad, llegaba al
fin a colmar la paciencia del Rey. En el Trou-d’Enfer, el día que se celebró la revista
de la casa del Rey, de Aiguillon tendía al monarca la lista de los beneficios: el Rey se
negó a recibirla de sus manos y pasó de largo. M. de Aiguillon miraba a la Reina: ésta
no podía ocultar la sonrisa. El sobrino de Maurepas ya había hecho despachar sus
equipajes y provisiones en dirección a Reims cuando recibió la orden de trasladarse a
Veret. Pero una nueva orden desterró a Aiguillon. Pontchartrain estaba muy cerca de
Veret, lo cual aproximaba el sobrino con el tío.
M. de Maurepas vióse a punto de caser en desgracia por la caída de M. de
Aiguillon. Pero ideó un truco para parar el golpe: hízose pasar por viejo y medio
muerto, cansado de los asuntos de la política y fatigado de aquel poder, al que no le
unía más que su abnegación. Rechazó ir a Reims, con el pretexto de su estado da

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salud, la necesidad de reposo y el deseo de volver a ver a sus carpas y no pidió a Luis
XVI otro privilegio que recibir noticias suyas; y sin temor ninguno abandonó al Rey
y a la Reina. Todo parecía augurar el triunfo de María Antonieta esta vez. Se hablaba
de su ascendiente, que cada día aumentaba, sobre la voluntad del Rey abandonado.
Casi en seguida de la llegada de Luis XVI a Reims, París, a la escucha de los rumores
de aquella ciudad, hablaba haciendo mil comentarios de una conferencia privada
entre el Rey y Choiseul, y también hablaba de los grandes y pequeños testimonios de
confianza que el Rey acababa de darle. Los amigos de Choiseul apresurábanse a
escribir a sus amigos de los puertos: «Hay que suspender las expediciones para las
Indias; seremos dueños del Poder: M. de Choiseul entrará en el Gobierno». Pero
aquellas promesas de la situación no eran más que apariencias: los correos iban y
venían a diario, entre Reims y Pontchartrain, entre el joven Rey y su viejo mentor,
que no había olvidado contar entre sus mejores armas la ventaja que le daba su
ausencia.
¿Por qué razón, pues, debía inquietarse M. de Maurepas? ¿No sabía por conducto
de Bertim que la antevíspera del día de la consagración, cuando M. de Choiseul se
presentó al besamanos, el Rey le había retirado la mano con una espantosa mueca?
Bertim no le informaba de nada que él antes no hubiese previsto al decirle que el día
de la jura, M. de Choiseul, que había sido llamado a las dos de la tarde por la Reina,
victoriosa y segura de obtener del Rey la reunión inmediata del Consejo en Reims,
encontróse con el silencio del Rey, que sé alejó lentamente de él hasta le puerta.
A pesar de todo esto, M. de Maurepas continuaba encastillado en su posición.
Permitiendo a su sobrino que se aburriera en Aiguillon, y prohibiendo vivacidades e
imprudencias a los enemigos de la Reina, encargábase por su cuenta de la obra ele
Aiguillon y de mesdames, pero con discreción y paciencia, por medio de la
insinuación y las murmuraciones. Vertía en los oídos del Rey confidencias,
reticencias y vacilantes calumnias que parecía sólo retener el respeto. Un día
describía al duque de Choiseul como dilapidador de los fondos del Estado, como lo
probaba el hecho de que, con el fin de crearse un partido, había destinado más de
doce millones en pensiones; y, como al descuido, llevándose la mano al bolsillo, M.
de Maurepas sacaba la lista de las gracias concedidas a todas las casas que llevaban el
nombre Choiseul, y con ello la prueba de que ninguna familia de Francia costaba al
Estado ni la cuarta parte de lo que le costaban los Choiseul. A veces, M. de Maurepas
no osaba avanzar más que andando con mucho tiento, llegando hasta insinuar una
sonrisa acerca del embarazo de María Teresa, relacionándolo con la fecha de la
embajada de Choiseul en Viena. Apoyado por M. de Vergennes, cobraba nuevo valor
hasta hacer sentir cerca de Luis XVI la necesidad de alejar a la Reina del
conocimiento de los asuntos del Estado y del trono. Y ante el Rey no vacilaba de
insinuar la sospecha de una correspondencia cruzada entre la Reina y M. de Mercy,
totalmente contraria a los intereses de Francia, haciéndole volver siempre a consultar
los papeles del Delfín, su padre, cuyo espectro y prejuicios flotaron durante tanto

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tiempo entre el Rey y la Reina.
Esta fue la razón de aquel cúmulo de desconfianzas de aquellos papeles contra la
casa de Austria, de aquella misteriosa correspondencia de Vergennes contra la Reina,
todo aquello preservado por el Rey contra la curiosidad de la Reina y que él supo
conservar como si fuesen consejos, hasta en los años de desventura y de unión.
Pero nada podrá dar una idea más clara como esta curiosa carta de María
Antonieta, dirigida a su hermano José II, de la labor hostil de todos los ministros que
se sucedieron y de la desconfianza política que sucesivamente se abrió en el corazón
enamorado del marido:

«Él (el Rey) es por carácter muy poco hablador y ocurre que a veces no me habla de los asuntos
importantes, incluso cuando no tiene intención de ocultármelos. Cuando yo le hablo de ellos, me
contesta, pero no me previene, y cuando me ha informado de la cuarta parte de un asunto, tengo
que aviármelas para que los ministros me cuenten el resto dejándoles creer que el Rey me lo ha
contado todo. Cuando reprocho algunas veces al Rey que no me haya hablado de ciertos asuntos,
no se enoja conmigo, toma un aire un poco embarazado e incluso me contesta con naturalidad,
diciéndome que no había pensado en ello. Debo deciros que es en los asuntos del Estado en los
que menor influencia tengo sobre el espíritu del Rey. La natural desconfianza de mi soberano se ha
fortalecido, primero por su preceptor, desde mucho antes de su matrimonio. M. de la Vauguyon le
había amedrentado sobre el dominio que su mujer podría adquirir sobre su persona, y su negra
alma complacióse en aterrar a su pupilo contra los fantasmas que se inventaron contra la casa de
Austria. Aunque con menos carácter y menos malicia, M. de Maurepas ha creído útil seguir
manteniendo al Rey en las mismas ideas. M. de Vergennes sigue ahora la misma directriz, y hasta
quizá se sirva de su correspondencia de Asuntos Exteriores para emplear la falsedad y el engaño.
Siempre que he hablado al Rey sobre el particular me ha contestado con mal humor, y, como es
incapaz de llevar una discusión, no he podido hacerle creer que su ministro estaba engañado o que
le engañaba. No estoy tan ciega acerca de mi crédito; me consta que, sobre todo en política, mi
ascendencia sobre la voluntad del Rey es casi nula… Pero, con todo, sin ostentación ni engaño
dejo creer al público que tengo más crédito del que en realidad poseo. Las confesiones que os
escribo en esta carta, querido hermano, no son por cierto, como vos podéis ver, muy halagadoras
para mi amor propio, pero no quiero ocultaros nada…»

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CAPÍTULO II

La Reina y el Rey. El Rey hace obsequio a la Reina del «Petit Trianon». Obras
que María Antonieta lleva a cabo en el Trianon: M. de Caraman, el arquitecto
Mique, Hubert-Robert. La tiranía de la etiqueta: una mañana de la Reina en
Versalles. El libro de trajes de la Reina. Madame de Lamballe. Ruptura de la
Reina con madame Cossé. La princesa de Lamballe superintendenta de la casa
de la Reina. La Reina y la moda: peinado, carreras de trineos, bailes.
Enemistades de las mujeres de la antigua corte contra la Reina.

¡Qué triste fatalidad! Para satisfacer sus prejuicios y por la necesidad de mantener
su influencia, el joven Rey se vio forzado a proseguir la tarea comenzada por el
duque de Berry. La conveniencia de mantener alejado al Rey del amor de la Reina era
uno de los puntos de vista de M. de Maurepas.
Consecuencia de todo ello son las ocultaciones del Rey, disimulos, una
combinación de precauciones y reservas que no escapan nunca a las mujeres y que la
Reina advirtió desde el primer instante. Entre la regia pareja van creándose esas mil
pequeñeces de las palabras, del gesto, aun de los silencios, que hacen retroceder,
hasta ocultarse tras del orgullo, todo afecto inclinado a entregarse y toda propensión a
las insinuaciones que, por lo menos, necesitan verse alentadas y sentir la gratitud de
una sonrisa, de una caricia, de un deseo manifestado.
Ese venturoso manantial de mutua simpatía, que en los matrimonios entre
particulares mantiene a los esposos que no se aman unidos y acercados por una
comunidad de gustos, de hábitos y de temperamentos, esos lazos, esas cadenas, en él
matrimonio de Luis XVI y María Antonieta faltan en absoluto. A pocas alianzas
políticas les habrá incumbido la tarea de unir en el inseparable lazo del matrimonio a
unos jóvenes menos nacidos el uno para el otro, por la vocación de su naturaleza y la
base de su educación; pocos tuvieron que hacer frente a un antagonismo tan
acentuado de ideas, de alma y hasta de cuerpo, y triunfar en cumplimiento del deber,
de tan gran oposición de tendencias y de un conflicto, diario y sin igual, de deseos, de
defectos y aun de Virtudes.
Una sencillez rústica formando contrasté con una elegancia regia; el capricho y el
buen sentido; la pasión y la fuerza de la razón. Aquí, irnos afanes juveniles en toda su
vivacidad desbordante, buscando desahogarse. Allí, una severa madurez huraña y
carente de sonrisas. ¡Cuántas distancias en todas las virtudes morales entre el hombre
y la mujer!
Si contra la Reina se alinean sus mismas gracias, en contra del Rey hay sus

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tormentas de cólera, una brusquedad que pierde continencia hasta llegar a los
juramentos, una brutalidad en embrión, en la que el corazón está completamente
ausente, pero que llega hasta menguar la dignidad real. Por su timidez de resolución,
por aquella humilde voluntad suya, por la desconfianza de sí mismo y de su edad, en
la que sabía mantenerle el viejo Maurepas, el joven Rey era incapaz de agradar a la
Reina.
Es innato en la mujer amar la audacia, los corazones resueltos, las decisiones
súbitas: lo que primero habla es el carácter y lo que más le domina; y la Reina busca
en vano un carácter en el Rey.
Además, por la manía del orden, llevada al último extremo, a lo más mezquino,
hasta a la cuenta de unos céntimos, el Rey no podía agradar a la Reina ni por asomo.
El Rey era tan mezquino que rebajaba la persona real —hasta, entonces considerada
como el limosnero de los tesoros de Francia— a la miserable figura de un pordiosero
avaro.
Y las mujeres conservan siempre la religión y las supersticiones de su sexo
aunque sean reinas. ¿Quién podría exigirles que renuncien a la generosidad, al fulgor,
a todas las brillantes cualidades que constituyen el legado de la antigua caballería y
que, según la solidez de la economía, sean en sus amores más prudentes y menos
seducidas por las imaginaciones que los pueblos en sus admiraciones populares?
María Antonieta pedía a Luis XVI todas las virtudes de la realeza, y el Rey carecía
totalmente de esas bellas y naturales ostentaciones, de todos esos impulsos nobles,
grandes y afortunados, que seducen a la historia y conquistan a la mujer.
El espíritu de Luis XVI estaba carente de toda seducción para la Reina. Era el
espíritu del Rey, extenso, nutrido, de gran fondo y de buena memoria; singularmente
preciso, hasta notable, cuando se escuchaba a sí mismo en el silencio de su gabinete;
pero carente de atractivos, sin jovialidad, regulado y durmiente. ¡Deplorable
compañía la de semejante espíritu para una mujer que poseía todas las vivacidades,
todas las finuras y juegos de la lengua francesa, rodeada del chisporroteo de ese fin
de siglo que semeja una ingeniosa sobremesa, con los ecos de la risa de
Beaumarchais y de Chamfort!
La Reina no se veía atraída por Luis XVI ni siquiera por su bondad. Era una
bondad en rama, completamente ruda, a la que faltaba esa sazón de la sensibilidad,
ese matiz de romanticismo con que las mujeres de aquella época, conducidas por
Rousseau a la novela de la Naturaleza, querían ver adornadas las buenas acciones.
Tampoco tenía aquella bondad, aquella poesía que a buen seguro hubiera conmovido
el corazón de aquella reina de origen alemán.
Así es que todos los defectos del Rey repugnaban hasta lo más íntimo a la Reina,
sin que ni una sola de sus cualidades mereciera su agrado. ¡Al menos hubiera tenido
Luis XVI en su continente aquella graciosa majestad que había sido siempre el
patrimonio físico de los príncipes de la casa de Borbón! Pero aquella prestancia y
brillo le habían sido también negados por la Providencia que, quitándole todo

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prestigio, había alojado el último de los reyes de Francia en un cuerpo burgués. En
vano buscaba la Reina en su ensueño de jovencita el marido soñado, ¡el Rey!, en
aquel príncipe que el hábito del trabajo manual había aplebeyado, aquel príncipe de
manos manchadas por la lima, en aquel Vulcano, que subía desde el taller de
Gamain[6].
El despecho y la impaciencia ante tan extrañas inclinaciones hacen que ella se vea
inducida a escribir al conde de Ronseberg la siguiente carta, escrita en un tono hasta
entonces desconocido:

«Si yo no tuviera la necesidad de apología, me entregaría segura y confiada a vos, y con buena fe
confesaría mucho más de lo que vos decís: por ejemplo, los gustos del Rey no son idénticos que los
míos, que sólo tiene el de la caza y el de las obras mecánicas. Supongo que convendréis conmigo
que yo no representaría un buen papel junto a una fragua; no podría allí representar a la vez el
papel de Vulcano y el de Venus, el cual podría desagradarle mucho más que mis gustos, que no
desaprueba».

Hubiera sido preciso poseer un valor superior al que Dios concede a sus criaturas
para que aquella jovencita, casi una niña, no se fatigase de empujar a aquel perezoso
corazón; para retener, ante sus damas, que le reprochaban que montase a caballo, esta
frase de impaciencia:
—¡Por Dios! ¡Dejadme en paz! ¡Ya sabéis que no pongo en peligro a ningún
heredero!

Acaso fuera para consolarla de no haber concedido el ministerio a M. de


Choiseul, que un día del año 1774, el Rey, galante aquel día, había dicho a la Reina:
—¿Os gustan las flores? ¡Pues bien, tengo un obsequio que haceros: el Petit
Trianon[7]!.

El Petit Trianon era un pabellón romanesco, de forma cuadrada, que se


encontraba en el extremo del parque del gran Trianon. Doce toesas por cada lado de
sus fachadas, una planta baja y dos pisos, que subían por entre columnas y pilastras
de estilo corintio florido, perfectamente acanaladas y coronadas por la balaustrada de
una terraza a la italiana, así era aquella miniatura de palacio. Su construcción era
original del arquitecto Gabriel, bajo la vigilancia del marqués de Menars; el cincel de
Guibert había hecho en él verdaderas maravillas.
En los últimos años de su vida, el Rey, el viejo rey Luis XV enamoróse de aquel
rinconcito de su gran Versalles. En aquel palacio tenía todas las comodidades y
parecía un alojamiento hecho a su medida. Se complació en rodearle de un jardín
botánico, y allí, entre los mil perfumes y colores de una flora extranjera, y casi
desconocida hasta entonces en Francia, se paseaba brevemente al día siguiente de sus
libertinajes; intentaba distraerse de sus fatigas, herborizando con el duque de Ayen.
A María Antonieta, esta amiga del campo y las flores, esa Reina que en los

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esplendores y majestades de Marly, no se asomaba más que al parque de verduras
creado por el conde de Aranda no podía parecerle el regalo más grato.
Aquel presente era un feliz oportunidad, que llegaba precisamente cuando María
Antonieta renunciaba a la lucha, cediendo el lugar a los intrigantes y abandonaba sus
ambiciones y esperanzas, al confesarlo así a uno de sus familiares:
—M. de Maurepas es un despreocupado; M. de Vergennes muy mediocre; pero el
temor de equivocarme acerca de las personas que acaso sirven al Rey mejor de lo que
yo creo, me impedirá siempre hablarle en contra de sus ministros…
Para esta Reina sin ocupaciones, para esta mujer sin hijos y sin hogar, el Petit
Trianon fue la ocupación y el empleo de su vida, el placer para su joven actividad, su
distracción, su tarea. ¡Volver a crear, agregar, embellecer, agrandar, tener bajo sus
ojos a una pléyade de artistas y de jardineros! ¡Qué agradable misión! ¡Es casi un
reino! ¡Y por ende, su pasatiempo, su esfuerzo, una patria chica, su bienestar, su obra,
su pequeña Viena!
Los gustos de aquella época eran entonces esas liberaciones de la naturaleza, esas
reconstrucciones campestres, que pretendían convertir un parque francés en un país
de ilusiones y de fábula, llenarle de ornamentación y transportar a él todos los
cambios de escena de una ópera. En Inglaterra publicóse por sir Thomas Wathley, las
Observations sur l’art de former des jardins moderns. Esta obra desarrollaba esa
tendencia, y todas las casas de verano muy pronto quisieron poseer un jardín
pintoresco, que se conocía bajo el nombre de jardín chino.
La Reina alimentaba además otra gran ambición: la de hacer algo más de lo que la
moda había hecho ya en contra del gusto de Le Nôtre; quería exceder en atractivo y
semejanza con el paisaje al Tivoli de M. Boutin, a Ermenoville, al Moulin-Joli y
hasta al mismo Monceau. ¡Hermoso proyecto de una Reina que huía del trono y
quería a su alrededor una tierra sin etiqueta y que, entregando la realeza a la
humanidad, quería devolver los jardines a Dios!
Para dirigir aquellos trabajos, la Reina llamó a M. de Caraman, muy entendido en
el género y que realizó por completo todas las ideas de la Reina. Ante la mirada de la
soberana, primero Caraman, después el arquitecto Mique, dibujante mitológico de los
Elíseos del nuevo reinado y más tarde el ingenioso pintor de ruinas espirituales
Hubert-Robert, decorador rústico, improvisan sobre el papel, el campo que les pidió
su Reina: los árboles, el río, la roca, y también la sala de espectáculos. Aquí, un
puente rústico, que daría envidia al puente holandés y al puente volante de M.
Watelet; allá un Belvédère que dominase el agua, reflejando en él sus esculturas, y en
donde la Reina pudiera almorzar; a lo lejos, un molino, cuyo tictac despertará al eco;
más allá los arbustos y flores por doquier, y una isla, y un templo dedicado al Amor,
rodeado por el murmullo del agua y una lechería de la Reina, una lechería toda de
mármol blanco… Nunca María Antonieta había dado tantas órdenes seguidas. Desde
Versalles y desde la Muette todo eran billetes, recomendaciones y plantones de
árboles que deben dar sombra al paseo, a la labor de la joven Reina. Todo son cartas

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dirigidas a M. Campan y a M. de Bonnefoy; convocatorias de todos los jardineros,
«para indicar el lugar de todos los árboles que M. de Jussieu ha hecho elegir». Y
acerca de este personaje, veamos lo que dice al final de uno de esos billetes corteses
que piensan en todo: Estará dispuesta, por si acaso, una colación para M. de Jussieu
que regará en mi presencia su cedro del Líbano.
¡Cuántas preocupaciones, cuántos cuidados, cuántos goces! ¡Y cuántas veces ven
los transeúntes de París desde un ligero cabriolet, recorriendo su camino, a la Reina
del Trianon, que va a ver cómo suben las piedras, cómo medra el árbol, cómo salta el
agua y cómo se realiza su sueño!
Ese palacio y jardín encantados son verdaderamente un sueño hermoso, en los
que María Antonieta podrá aligerarse del peso de su corona, descansando de la
representación, recobrar su voluntad y su capricho, escapando a la vigilancia, a la
fatiga, al suplicio de la solemnidad y a la disciplina rutinaria de su regia vida; gozar la
soledad y tener la paz; expansionarse, entregarse, abandonarse, ¡vivir! Para poner de
relieve toda la dicha que María Antonieta se prometió allí, para comprender sus
impaciencias, es necesario recoger la impresión de una de las mañanas de la Reina en
Versalles, tal y como nos los ha conservado el relato de una de sus camareras. Tal vez
esta mañana de Versalles sea suficiente para perdonar a María Antonieta el Trianon.
La Reina se levantaba a las ocho. Con una cesta cubierta, que se llamaba el ajuar
del día, presentábase ante María Antonieta una de las mujeres del guardarropía. La
cesta contenía camisas, pañuelos, etc. Al propio tiempo la primera camarera
presentaba a la Reina un libro, en el que figuraban una muestra de los doce vestidos
de gala, los doce de corte de gran miriñaque, y los doce trajes de fantasía para
invierno o estío. Picando con un alfiler, señalaba la Reina el gran traje para la misa, el
vestido descotado para la tarde y el traje de gala para el juego o para la cena en las
habitaciones íntimas. Se conserva aún en los archivos nacionales un interesante
volumen, que sobre una de sus tapas en pergamino verde reza: Madame la condesa de
Ossun, Guardarropa del tocado de la Reina. Gaceta para el año 1782. Las muestras de
los trajes usados por la Reina de 1782 a 1784, los contiene pegados en rectángulos
rojos sobre el papel blanco. Es como una paleta de tonos claros juveniles y alegres, y
cuya claridad, juventud y alegría resaltan más aún cuando se las compara con los
tonos de hoja caída y color carmelita con los colores jansenistas de los trajes de
madame Elisabeth, que otro registro análogo nos muestra.
¡Son restos de su coquetería, que parecen cobrar vida ante los ojos, y en los que
un pintor hallaría material para rehacer el tocado de la Reina en un día determinado,
casi a una hora precisa de su vida! Sólo le sería preciso para ello recorrer las
divisiones del libro: Vestidos para gran miriñaque, vestidos sobre miriñaque
pequeño, trajes turcos, levitas, trajes a la inglesa y trajes de gala en raso. Aquellas
divisiones hacían recordar las grandes provincias del reino. Madame Bertin le
suministraba los grandes vestidos para Pascuas; madame Lenormand, estaba
encargada de agenciarse los bordados de jazmín de España y los vestidos a la turca,

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color boue de Paris; y la Leveque, la Romand, la Barbier y la Pompée trabajaban y
bordaban en azul, blanco, rosa gris perla, sembrando a veces de lentejuelas de oro los
magníficos trajes de Versalles o de Marly, que se traían por las mañanas a la Reina.
La Reina tomaba un baño casi diariamente. Para ello se traía hasta su cuarto un
sabbot[8]. La Reina se quitaba el corsé con bordados y cintas, las mangas de encaje y
la gran pañoleta con que dormía y envolvíase en una gran camisa de franela inglesa.
Cuando no tomaba el baño, se desayunaba en el lecho tomando una taza de café o de
chocolate. Al salir del baño, las camareras le traían las zapatillas de seda, adornadas
con encaje y echaban sobre sus hombros un peinador de raso blanco. Tomando algún
libro o alguna labor, la Reina recostábase de nuevo. En aquella hora, levantada o
acostada, recibía, las llamadas petites entrées, o sean las primeras audiencias. Tenían
derecho a ser recibidos por la Reina: el primer médico de la soberana, su primer
cirujano, su médico ordinario, su lector, su secretario de gabinete, los cuatro primeros
ayudantes de cámara del Rey, sus sustitutos, y los primeros médicos y cirujanos del
Rey.
El tocado de la presentación se hacía al mediodía. La toilette, aquel mueble que
era el triunfo de la mujer dieciochesca, situábase al medio de la habitación. El
peinador era presentado a la Reina por la dama de honor; dos mujeres, vestidas de
ceremonia, reemplazaban entonces a las dos que habían estado de servicio durante la
noche. La audiencia de las grandes entrées, se iniciaba después del peinado. En torno
a la toilette de la Reina se colocaban taburetes distribuidos en forma de círculo,
destinados a la superintendenta, las damas de honor y del tocado, la gobernanta de los
príncipes de Francia. Empezaba la audiencia entrando todos los altos cargos de la
corona de Francia, es decir, los hermanos del Rey, los príncipes de la sangre, los
capitanes de guardia. Con una leve inclinación de cabeza, todos venían a saludar y a
hacer la corte a la Reina de Francia. Sólo para los príncipes de la sangre hacía la
Reina la excepción de iniciar el movimiento para levantarse, apoyando ambas manos
en la toilette.
Terminada esta audiencia tenía lugar la ceremonia del vestido. La camisa de la
Reina era pasada por la dama de honor, la cual era, además, la encargada de verterle
agua para lavarse las manos; la dama de tocado le entregaba el miriñaque, le ponía la
pañoleta y le anudaba el collar.
Vestida la Reina, se colocaba en medio de su aposento, y luego, rodeada de sus
damas de honor y de tocado, de sus damas de palacio, del caballero de honor, del
primer caballerizo, de su clero, y de las princesas de familia real, que llegaban
seguidas de toda su Casa, pasaba a la galería y se dirigía a misa, no sin antes haber
firmado los documentos que le eran presentados por el secretario de órdenes y
recibido los saludos de los coroneles y su petición de permiso para retirarse.
La Reina oía la misa en compañía del Rey, situándose ambos en la tribuna, frente
al altar mayor, junto al lugar destinado a la música.
Terminado el santo oficio, la Reina debía comer a diario sola con el Rey, en

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público; pero esa comida pública no tenía lugar más que los domingos.
Armado con un gran bastón de seis pies de alto, adornado de flores de lis en oro y
rematado por flores de lis en forma de corona, el maître d’hótel de la Reina,
anunciaba a la soberana que estaba servida, entregándole la lista de platos, y durante
toda la comida se mantenía detrás de ella, dando las órdenes para servir o retirar los
manjares.
La Reina, una vez terminado el almuerzo se retiraba a sus habitaciones y se
quitaba el miriñaque. Y por fin, llegaba el único momento del día en que podía
disponer de sí misma a su antojo, en la medida que se lo permitían la presencia de sus
damas vestidas de gala, y cuyo derecho era estar presentes y acompañar a la Reina en
todo momento.
En el Trianon, María Antonieta pensaba librarse de tanto protocolo. Necesitaba
huir de este tocado, de la corte por las mañanas, de la comida en público, de los
juegos de presentación, de miércoles y domingos tan aburridos para ella; de las
presentaciones de los martes para embajadores y extranjeros; de los saludos y las
reverencias; de las comidas y las funciones de gala, y de las cenas en los aposentos
íntimos los martes y jueves, con los fastidiosos y las gazmoñas; y de la cena de todos
los días, en familia, en el aposento de Monsieur.
En el Trianon, creía María Antonieta que podría comer en compañía de otras
personas que no fueran las de la familia real, única sociedad de mesa que hasta
entonces habíase visto forzada a aceptar toda Reina de Francia; que tendría a comer a
cualquiera de sus amigos invitados, sin sembrar por este hecho a todo Versalles de
murmuraciones. Pensaba la Reina que en su cuarto se haría probar sus vestidos por la
Bertin, sin verse obligada a refugiarse en un gabinete para evitar que sus damas de
honor se molestasen porque la Bertin ejercía, una función de competencia de las
damas de honor de la soberana. Recorrería sus Estados del brazo de su marido, sin
más séquito que un lacayo; y hasta podría tirar en la mesa migas de pan al Rey, si le
venía en ganas, sin tener por ello que escandalizar a la servidumbre.
Estas eran las esperanzas y ambiciones de una princesa, crecida y educada en las
tradiciones del gobierno de la casa de Lorena, y que narraba con dulce encanto la
ingenua forma con que los antiguos duques cobraban sus impuestos: agitando su
sombrero en el aire, durante la misa, después del sermón, y recaudando entre todos
los presentes la suma que precisaban para pagarlos. La Reina basaba sus deseos y sus
ideas en la creencia, confirmada por el abate de Vermond, de que la gran popularidad
de los príncipes de la casa de Austria debíase a las limitadas exigencias de etiqueta de
la corte de Viena.
Para hacer aborrecer a esta princesa aquella tiranía, no había necesidad de
consejos, de razonamientos ni de recuerdos de la infancia. No había paciencia
humana que resistiera tormentos cotidianos como éste: En un día de invierno, la
camarera se dispone a poner la camisa de la Reina, vese obligada a pasar la prenda a
una dama de honor, que en el momento de entrar en el cuarto se quita los guantes;

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pero la dama de honor se ve obligada a entregarla a la duquesa de Orleáns, que acaba
de golpear a la puerta; aunque esta última tiene a su vez que volverla a entregar a la
condesa de Provenza, que acaba de entrar también en la habitación de la Reina. Y
mientras, la pobre Reina, helada, apretando los brazos contra el pecho, no puede
contenerse y dice:
—¡Es odioso! ¡Qué inoportunidad!

Madame de Lamballe fue la amiga y compañera que María Antonieta tuvo casi
siempre a su lado en el Trianon, y que la acompañaba en sus paseos y divagaciones,
la única amiga de sus mismas tendencias, que prefería a Versalles, los bosques de su
suegro, el duque de Penthièvre, y a la que había costado mucho trabajo acostumbrar
al aire de la corte.
Como casi todas las mujeres, la Reina era conquistada primeramente por los ojos.
El rostro y el aire no dejaban cuando menos de impresionarla; aquí estriba la primera
razón de su favor por madame de Lamballe, evidencia que nos viene demostrada por
los pocos retratos que nos han quedado de esta dama. En la serenidad de la fisonomía
de madame de Lamballe, radicaba su mayor belleza. Incluso cuando sus ojos
relampagueaban lo hacían de un modo tranquilo. Sobre su bella frente no veíase
ninguna arruga, ni una nube, a pesar de las sacudidas y la fiebre que le producía una
enfermedad nerviosa. Su rostro estaba encuadrado por largos cabellos rubios, que aún
conservó rizados en torno a la pica de septiembre. Como italiana, tenía madame de
Lamballe las gracias del norte, y cuando aparecía más bella era cuando iba en trineo,
bajo la piel de armiño, mientras un viento glacial le azotaba su bello rostro, o también
cuando bajo el gran vuelo de un gran sombrero de paja, y envuelta en una nube de
crinolina, pasa como uno de esos sueños en que Lawrence, el pintor inglés, hace
pasear los blancos trajes sobre el húmedo césped.

Y el alma de madame de Lamballe tenía la serenidad de su rostro. Tierna,


acariciadora, siempre dispuesta al sacrificio, abnegada hasta en las cosas más
insignificantes, desinteresada en extremo. Privávase hasta del placer de obtener para
los demás, no pidiendo jamás nada para sí, por no querer que su dedicación fuese
motivo o pretexto para la menor inoportunidad. Olvidaba su propio título de princesa,
y jamás dejaba de olvidar el rango de la Reina. Era piadosa por ser nuera de un
príncipe devoto. Su espíritu tenía las virtudes de su carácter: tolerancia, sencillez,
amabilidad, jovialidad tranquila. No veía el mal y tampoco creía en él. Madame de
Lamballe juzgaba al mundo a su hechura, y arrojaba lejos de sí, con la caridad de sus
ilusiones, todo pensamiento mezquino; la Reina se veía arrullada y guardada por su
conversación, como la paz y dulzura de un clima suave. Además su infatigable
beneficencia, propia de los Penthièvre, que jamás rechazó a los infortunados, y hasta
aquella habla italiana, en la que habían sido educadas la imaginación y la voz de la
Reina, todo esto era un lazo entre madame de Lamballe y María Antonieta. Habían

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nacido la una para la otra, la soberana y la princesa, por las múltiples afinidades de
sus íntimos sentimientos, y ambas estaban destinadas por la Providencia a una de esas
raras y grandes amistades que duran hasta la muerte.
Ya bajo el difunto Rey se inicia la intimidad de María Antonieta con la princesa
de Lamballe, y se solidifica al romper madame de Cossé, por una deplorable
brutalidad, los últimos lazos que la ligaban a la Reina.
El archiduque Maximiliano, hermano de María Antonieta, había ido a París, y
esperaba la visita de los príncipes de la casa de Francia. La Reina había pedido a
madame de Cossé que diera un baile en honor del forastero. Llegó el día señalado, y
como los príncipes no habían ido a visitar al archiduque, la Reina, haciendo causa
común con su hermano, escribía a madame de Cossé: «Ni yo ni mi hermano iremos a
vuestro baile, si nos enteramos que van a ir los príncipes». Madame de Cossé,
perpleja, vaciló, mas acabó por sacrificar a la Reina. Y envió la carta de ésta a los
príncipes.
Desde entonces la Reina se entregó sin reservas a madame de Lamballe dándole
un cargo en la corte para retenerla a su lado y hacerle olvidar todo deseo de volver
junto al duque de Penthièvre. La Reina pensó en restablecer a su favor la
superintendencia, cargo que había caído en desuso en la corte desde la muerte de
mademoiselle de Clermont, que fue en su día la superintendenta de la Reina. El
nombramiento y juicio de los titulares de cargos, la destitución y suspensión de los
servidores, daban una jurisdicción y un poder tan ilimitados, especialmente en todo lo
que se relacionaba con el servicio interior de la Reina, que ese cargo fue suprimido a
petición de María Leczinska. Iuis XVI se opuso durante mucho tiempo al deseo de la
Reina, justificando su mala voluntad en la oposición y los planes de Turgot. Pero esta
vez, la Reina se vio impulsada por su amistad, y puso tanta constancia en su petición
al Rey, que éste no tuvo otra solución que rendirse a sus deseos.
Este nombramiento, del que guarda el secreto hasta a su madre, la Reina
Emperatriz lo anuncia de antemano al conde de Rosenberg en esta frase que acusa el
regocijo de su tierna amistad: ¡Mirad lo contenta que estoy! Haré feliz a mi amiga
íntima y yo de rechazo disfrutaré más que ella.
Por poco casi hubo un alzamiento en la corte. Madame de Cossé cesó en su cargo
de dama de tocado. La duquesa de Noailles abandonaba su cargo de dama de honor
de la Reina, ya muy mal dispuesta contra su persona, y lo hacía herida por aquel
invisible poder que le arrebataba la designación para los cargos, la recepción de la
prestación de juramentos, la lista de las presentaciones y el envío de las invitaciones,
en nombre de la Reina, para los viajes a Marly, Choisy o Fontainebleau, para los
bailes, comidas y cacerías. Aquel nombramiento ponía fin a los provechos de su
cargo, que ya le habían dado el beneficio sobre muebles de las habitaciones de la
Reina a la muerte de María Leczinska. Por todos lados se presentaban protestas.
Llegó momento en que la princesa de Chimay, nombrada dama de honor, y la
marquesa de Mailly, se negaban a prestar juramento, porque no querían depender de

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madame de Lamballe.
Aquellas cóleras llegaban a París desde Versalles, ganaban la opinión pública que,
ante la restauración de un cargo de la monarquía como era la superintendencia,
parecía haberse olvidado de los gastos de la Du Barry y comenzaba a hablar de
dilapidaciones de María Antonieta.

¡Triste sino! Todo debía volverse contra esta Reina: sus gustos, sus amistades, sus
alegrías, hasta su sexo y su edad. Por eso dijo de ella el príncipe de Ligne:
—No le vi nunca completamente feliz.
En aquellos tiempos, la mujer francesa, se había entregado a una especie de
locura sin fin en el peinado, pero tan común y general, que una relación del 18 de
agosto de 1777, registraba seiscientos peluqueros de señoras en el gremio de maestros
peluqueros-barberos.
La cabeza de las mujeres elegantes semejaba una pradera, un combate naval un
verdadero mapa-mundi. Iban de creación en creación y de extravagancia en
extravagancia: del peinado puerco espín al cuna del amor; del puf de pulga al caso
inglés; del perro echado a la circasiana; de las bañistas frívolas al gorro candor o de
la coleta antorcha del amor al cuerno de la abundancia.
¡Y cuantas creaciones de colores para los enormes lazos de cintas, desde el tono
de suspiros ahogados hasta el de quejas amargas!
La Reina no supo permanecer indiferente y se entregó también a la moda. Acto
seguido, empiezan las caricaturas y las diatribas, que, pasando por encima de todas
las cabezas, van a caer sobre el lindo peinado de mechas levantadas y retorcidas con
que la Reina apareció ante el pueblo de París. La sátira tolera a veces todos los
ridículos de la moda, en cambio, se muestra implacable con el quesaco[9] que la
Reina exhibe en las carreras de caballos, con los bonetes alegóricos que le
confecciona Beaulard, con el peinado que le hacen por la mañana, y que en París se le
dominó Lever de la Reine.
La Reina, sin embargo, no juzgaba como una expiación suficiente de su deseo y
de su ingenio para agradar, las bromas de Carlin, encargadas por Luis XVI en contra
de los penachos de la Reina, la áspera devolución de su retrato por María Teresa, los
ataques, un tanto brutales de aquel emperador del Danubio, su hermano José, contra
su colorete y sus plumas. Cuando la moda tomó la librea de aquella Reina rubia y
bautiza a sus mil vanidades de color cheveux de la Reine, esta adulación es imputada
a María Antonieta como un crimen. Y uno de sus crímenes es la importancia que
diera a mademoiselle Bertin, aquella vendedora de modas que la Reina había ya
aceptado de la duquesa de Orleáns formándola en la escuela de su gusto.
También las carreras de trineos hacen murmurar a la censura, cuando durante el
invierno, después de los almuerzos en la intimidad, la Reina arrastra a toda sus damas
jóvenes en pos de su trineo, y se encanta, viendo deslizarse sobre el hielo los mil
trineos que la siguen.

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A María Antonieta le gustaba el baile; y fue la organizadora de esos bailes de
máscaras en que Bouquet, el dibujante de los Menus[10], dibuja los trajes con pluma y
ágil pincel. Esos bailes, son siempre presididos por ella, vestida con traje de gran
miriñaque, de fondo blanco, cubierto con una gasa de Italia muy clara, y con
drapeados de raso azul, por los que corren ramas de plumas de pavo real, que también
aparecen en su cabeza. Su cuñada, la condesa de Provenza, da la impresión de una
náyade de ópera, vestida con un ropaje de gasa sobre fondo color carne, con pliegues
de raso verde nilo, montado en escamas sobre un solo costado, con la falda levantada
por ramitas de cañas, conchitas, perlas, corales y franjas de agua. A continuación
viene el conde de Provenza, con traje de carácter, figurando la antigua sabiduría, con
una gran barba, corona de laurel en la cabeza y llevando un pergamino en la mano; el
conde de Artois, a la provenzal, lleva elegantemente los colores apropiados a su edad
y su gusto: pantalón y chaquetilla de raso con rayas azules y rosa, forrada de raso
verde manzana y adornada con plata.
En esos bailes la Reina danza; baila en aquellos bailes de intimidad en los que las
bailarinas, desembarazadas de sus pesados miriñaques parecen más ligeras bajo el
dominó de raso blanco con capucha y amplias mangas Amadís; y la Reina vese
acusada de disfrazarse, de bailar y de preferir a las bailarinas que bailan mal a los
bailarines que bailan bien. Pero es de suponer que la posteridad empiece a sentir
cansancio de tantos reproches y censuras contra esta Reina de veinte años por la
petición que hiciera a un ministro de la guerra, para que permita quedarse en sus
fiestas de Versalles a los caballeros de su regimiento.
¡Qué severidad tan extremada! En aquel siglo de la mujer, nada de la mujer le es
perdonado a María Antonieta. Por debajo de las ficciones políticas, M. d’Aiguillon,
de Mesdames, existía una sociedad, un mundo poderoso que vive, que llena los
salones, que se aproxima, a todo, que hace suyo lo mejor, unido de cerca o de lejos
por un nombre común o por una vergüenza también común, que se sentía herido por
toda virtud y animado contra la Reina por personales enemistades, mientras no dejaba
de ir sembrando frases, indiscreciones, prevenciones, acusaciones, y prodigaba los
libelos y preparaba los ultrajes.
Las mujeres de la antigua corte de Luís XV, eran mujeres comprometidas por el
favoritismo de madame Du Barry; sus amigas y émulas. Con justa severidad, la Reina
quiso cerrarles su corte, negándose a que le fuera presentada madame de Mónaco,
amante del príncipe Conde, de la cual declaró en voz alta:

—No quiero recibir en audiencia a las mujeres separadas de sus maridos.

¡Qué resentimientos no se creó entre aquellas mujeres de escándalo, a las que


tantas veces había herido con su desprecio firme! Aquella madame Chatillon, que de
Luis XV había descendido hasta todos; aquella condesa de Valentinois, tan galana
como malvada; aquella marquesa de Roncé, la reina de las noches de Chantilly; y la

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jugadora de Roncherolles; y aquella condesa de Rosen, que ya no puede estar más
con el agua al cuello como lo está; y la duquesa de Mazarino, que ya no sabe
enrojecer; y la marquesa Fleury, la de las extrañas aventuras de amor, y aquella
Montmorency… Y sería harto aburrido enumerar toda aquella pléyade de mujeres
descontentas e impúdicas, aquellas damas borradas de las listas a consecuencia del
coso de M. de Houdetot ocurrido en uno de los bailes de la Reina: madame de Genlis,
de Marigny, de Sparre, de Gouy, de Lambert y de Puget. ¡Y tantas otras que la Reina
debía volver a encontrar frente a ella, y cuyas familias se encontrarían en las filas
avanzadas de la Revolución!
Las futilidades y vanidades de la Reina se ven aumentadas y ennegrecidas por la
voz de todas aquellas mujeres que se alzaban contra su soberana, cuya única culpa era
la de dar a su juventud, a su amor por la diversión, a sus aturdimientos, las
apariencias de una incurable infancia, de una excesiva locura, de una ligereza
imperdonable, y que son la desesperación de París y de las provincias, ya que no
encuentran en la Reina otra cosa que una mujer bonita, amable y coqueta.
Sin embargo, cuando a la Reina le llegue la hora de ser madre, toda su vida ociosa
desaparecerá para ella, y con ella peinados, bailes, placeres y diversiones.

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CAPÍTULO III

Retrato físico de la Reina. El amor del Rey. La condesa de Jules Polignac.


Comienzo de la preponderancia de los Polignac. Primer embarazo de la Reina.
Nacimiento de María Teresa Carlota de Francia. Los Polignac reciben
numerosas gracias de la Reina. Se suceden los ministerios mal dispuestos hacia
la Reina: Necker, Turgot, el príncipe de Montbarrey. M. de Sartines.
Supresiones en la casa de la Reina. La Reina se resiste al fastidio de los
negocios de Estado. La Reina es amenazada por el partido francés y se ve
forzada a defenderse. Nombramientos de M. de Castries y de Ségur. Nacimiento
del Delfín. Madame de Polignac nombrada gobernanta de los príncipes reales.
Su salón en la gran sala de maderas de Versalles.

La Reina de Francia ya no es la muchacha bonita e ingenua de la isla del Rin: es


la Reina; una reina en todo su apogeo, en todo su esplendor y madurez, en todo el
triunfo y brillo de su belleza regia. Todas las notas y caracteres que la humana
imaginación pide a la majestad de una reina se encuentran en ella reunidas: una
serena benevolencia, casi celestial, baña su rostro entero; un cuerpo, que la propia
madame de Polignac decía haber sido hecho para ocupar un solio; la diadema de oro
pálido de sus rubios cabellos; aquella tez, más blanca y radiante que ninguna otra; el
cuello más bonito, los más bellos y delicados hombros; brazos y manos de raza
superior; un armonioso andar, ese caminar que es propio de las diosas de los antiguos
poemas; su regia manera, tan particular en ella, de erguir la cabeza; en la mirada se
refugiaba una nobleza y una caricia, que envolvían a la corte en pleno en el saludo de
su amabilidad, en fin, un aire altivo y dulce, a la vez de protección y de acogida.
Tantos dones reunidos en la persona de su majestad, en su perfección más
acabada, daban a María Antonieta dignidad y gracia, aquella sonrisa y aquella
grandeza de que los extranjeros, deslumbrados, se llevaban el recuerdo a través de
toda Europa[11].
La frialdad del Rey se dejó vencer por fin y sus ojos acabaron por abrirse a la
realidad. Poco a poco, y a pesar suyo, el Rey se fue despojando de su rudeza y
brusquedad. Se ajustaba a la obsequiosidad, se sorprendía a sí mismo procurando
agradar. Y cuando, para compartir sus aficiones, la joven soberana iba a su taller de
cerrajería; cuando en el patinillo de los Ciervos, donde el Rey ayudaba a los
albañiles, María Antonieta, fresca como el suave rosal de su vaporoso traje, se
dedicaba a amasar el yeso a su lado, manchándose el traje, los vuelillos de encaje y
sus bonitas y delicadas manos, él sentía una extrema dulzura y ternura desconocida

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hasta entonces. Una especie de admiración emotiva le iba conduciendo al amor.
Sentíase como pictórico de vida, como renovado. Por fin, empezaba a amar.
En Luis XVI, se realizaron todas las revoluciones propias del amor. Él, que había
sido el marido tan cerrado, tan prevenido, tan preocupado por mantener alejada a su
mujer de sus consejos, tan celoso de no dejar a la hija de María Teresa mezclarse en
asuntos de Estado, renunciaba de pronto a sus recelos. Ahorrativo como era, venció
sus inclinaciones y acabó por colmar a María Antonieta de regalos, de sorpresas, de
diamantes, rodeándola de fiestas.
De su boca ya no volvieron a salir los reproches de sus tías; aquel Rey, severo
para su juventud, como un anciano, no censuraba ahora a la Reina su juventud.
Aquellas vanidades de María Antonieta, que hasta ayer había condenado, no le
parecieron sino sueños naturales, casi fatales pero transitorios y pasajeros, de una
mujer a la que los deberes y las atenciones de la maternidad la obligarán a vivir una
vida más íntima y a la que la aparición de la felicidad bastará para curar y alejar de la
diversión.
Fue un hermoso día para María Antonieta aquel en que sintió latir el corazón del
Rey a la vez que el suyo, después de aquellos primeros tiempos del comienzo de su
reinado, que quedaron empañados por las desilusiones y las calumnias. Por fin, pudo
apoyarse en el amor de su regio esposo, confiar en él, en aquel Rey reconquistado
contra todos.
Conseguida ya su victoria, se la vio embriagada, triunfal y radiante, exhibirse en
todas partes para mostrar sus laureles: en los bailes de la Ópera, en las carreras de
caballos, en los bailes de los sábados de madame de Guémené. Su actividad para
presentarse en los espectáculos no conocía límites. Con desbordante alegría asistía a
todas las diversiones, especialmente a los juegos del salón de madame de Duras, en
que se jugaba al Rey, como las jovencitas juegan a la Dama, y en los que un rey de
cartón reunía a su corte, daba audiencia, hacía la justicia en las demandas de comedia,
casaba a sus súbditos y les concedía la libertad con la palabra clave Descampativos.
Una alegría infantil, que no podía contenerse, era la que en aquellos momentos
latía en su corazón de Reina, la alegría de sentirse amada, un gozo inmenso e
inesperado, que tenía el ruido, la pródiga actividad, la locura y la inocencia de la
infancia.
Sin embargo, una amistad femenina iba a apoderarse de la Reina.
En Versalles, donde hacía su servicio, una de las damas de la condesa de Artois,
la condesa Diana de Polignac, llevaba con ella a un joven matrimonio: su hermano y
su cuñada, el conde y la condesa Jules de Polignac. La condesa Jules no tardó mucho
en ganar la distinción de la Reina.
Se reunían en la condesa de Polignac las seducciones más opuestas: ojos azules,
expresivos y elocuentes, frente quizás un poco elevada, pero que quedaba oculta
gracias a la moda de los peinados armados, la nariz un poco levantada, casi
respingona, pero sin serlo, una boca encantadora, con dientes menudos, blanquísimos

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y bien alineados, magníficos cabellos, hombros caídos y el cuello bien plantado, que
aumentaba su estatura. Su hermosura era la que da la prestancia de la delicadeza, el
ingenio y la gracia. En el juego de su fisonomía había una picante suavidad. Todo era
en ella angelical: mirada, facciones y sonrisa, como en esos ángeles morenos de
Italia, que más bien que ángeles son amores. Lo natural, el abandono, eran las
cualidades que más encantaban de madame de Polignac; su coquetería era la
negligencia; su gran tocado, la sencillez; los pequeños detalles era en ella lo que más
atraía: una rosa en los cabellos, un peinador, una camisa, como se decía entonces,
blanca como la nieve, el tocado de la mañana, libre, aéreo y flotante que han tratado
de apresar los lápices del conde de Paroy.
La Reina sintióse muy pronto atraída por la condesa Jules. Oyéndola cantar
aplaudió el timbre de su voz. Le cursó invitación para sus conciertos, la hizo admitir
en sus círculos y en todas las ocasiones la acercaba a ella. A medida que penetraba
más en su carácter se sentía más encantada por aquel espíritu agradable, aquel
conjunto alegre y sereno, aquel espíritu de treinta años, que reunía la juventud a la
experiencia. Entre la Reina y su nueva amiga no tardó en existir el trato más familiar
y ameno, algo así como un encantador cambio de primeras impresiones y de
sensaciones ingenuas, una confianza diaria en la que el corazón de la una hablaba y
reía al corazón de la otra, las bromas y los juegos en que las dos amigas no eran más
que dos mujeres haciendo travesuras, luchando, despeinándose casi, y disputando
entre sí la cualidad de la fortaleza.
La fortuna del matrimonio Polignac no era suficiente para el boato que la corte
exigía. Ocho mil libras de renta era lo que el heredero de aquel antiguo nombre,
ilustrado por las virtudes y talentos del cardenal de Polignac, contaba para sostener su
rango. Antes de recibir el bastón de mariscal falleció el conde Andlau, y la condesa,
su esposa, privada de la pensión de viuda de mariscal, había educado con esfuerzo a
su sobrina, Gabriela Yolanda Martina de Polastron, que había casada sin dote con el
conde de Polignac. El conde y la condesa de Polignac, con dos hijos, vivían con
estrechez, casi miserablemente, y como, a la sazón, estaban muy lejos de disfrutar de
su futura opulencia, se alojaban en un hotel bastante pobre de la calle de Bons-
Enfants.
Con toda sencillez madame de Polignac confesó su situación a la Reina; esto
agregó un vivo interés a las simpatías de la Reina, que muy pronto pudo conseguir
del Rey la supervivencia del cargo de su primer caballerizo para M. de Polignac, y
casi en seguida una pensión de seis mil libras para la condesa de Andlau.
Los Polignac empezaban su auge. La condesa estaba dotada perfectamente para
sostenerlo e impulsarlo; no porque fuese activa, ardiente, viva e infatigable para las
gestiones, las demandas o las solicitudes, sino porque poseía, para hacer subir al más
alto grado a su familia, algo mejor que el celo de la ambición, es decir, la
indiferencia, y aquella quietud de los deseos que hace más activo el empeño de la
amistad y atrae todos los beneficios del azar.

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Aquella extraña favorita, por una de esas curiosidades de la fortuna con que en
ocasiones parece divertirse una ironía providencial no tenía ni la ambición, ni la
fiebre, ni la preocupación, ni la satisfacción del favoritismo. Al iniciarse su amistad
con la Reina, y al llegar a tener noticia de una burda maniobra que tramaba contra
ella el caballero de Luxemburgo, dirá simple y sencillamente a aquella que se digna
ser amiga suya:
—Todavía no nos queremos lo bastante para ser infelices si nos separamos. Me
parece que ese momento está llegando y pronto me será imposible separarme de vos.
Prevenid ese momento, permitidme partir para Fontainebleau…
Sus caballos estaban ya preparados; fue necesario que la Reina se echase a su
cuello y la obligara a quedarse.
En lo sucesivo, madame de Polignac, ya en plena prosperidad, aportará siempre el
buen sentido, la sangre fría, casi las alarmas de una persona prudente, que ama su paz
y, a pesar suyo, ha de vivir entre grandezas.
Es en esto donde reside el secreto de su fortuna enorme, de su encumbramiento,
de todos los honores que cansarán su gratitud sin embriagarla, Madame de Polignac
otorgó al afecto de la Reina un alto precio, un desinterés que viene manifestado por
todas sus concesiones, y por aquella tranquila y sincera declaración de que: «si la
Reina dejara de quererla, lloraría amargamente la pérdida de su amiga, y no
emplearía medio alguno para conservar las bondades de su soberana». Ese retó a los
concesiones de la Reina, es lo que provocará las constantes bondades de María
Antonieta, sus larguezas y regias atenciones, que la soberana le otorga
continuamente, para mantener a su amiga bajo su fortuna y crearle nuevos envidiosos
que la encumbren como requiere su valer.

Pero ¿puede una amistad llenar el corazón de una mujer? ¿Es bastante el amor de
un esposo para ese corazón inquieto y turbado? ¿No es acaso el amor materno el
único que, realizando en la mujer el amor, la fija por fin y la llena por entero?
No condenemos las contradicciones sin aquilatarlas con sus causas, el cansancio,
los cambios, ese pasar de una amistad a otra, esa vivacidad y esa inconstancia de
María Antonieta. De ese tormento suyo, que explica tantas cosas y también parte de
sus caprichos, nada han dicho las memorias, y los relatos históricos: la Reina quería
un Delfín, la mujer esperaba a la madre. ¡Cuántas lágrimas vertidas a cada parto de
una princesa de la familia real! «He ocultado mis lágrimas para no ensombrecer su
alegría» escribe después del alumbramiento de la condesa de Provenza. ¡Cuántos
sufrimientos silentes! ¡Cuántas desesperaciones sin desahogar, durante esos largos
años, en los que la Reina se ha visto perseguida por los reproches de las mujerzuelas,
que le han lanzado a la cara, en su grosero lenguaje, la acusación de no dar hijos a
Francia! ¡Pobre Reina! Procuraba engañarse a sí misma, dar a los hijos de otra sus
cuidados y su cariño, ser madre, en la única forma que podía serlo. ¡Quería adoptar a
aquel pequeño campesino de Saint-Michel, al que hacía almorzar y comer con ella, y

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al que daba en llamar hijo suyo!
Corrían los últimos meses de 1777, cuando la Reina llamó a madame Campan y
al suegro de ésta, y les dijo:
—Os considero personas que os preocupáis por mi felicidad y quiero recibir
ahora vuestros parabienes; soy por fin la Reina de Francia y espero tener hijos muy
pronto.
La Reina estaba encinta. María Antonieta anuncia por fin a María Teresa este
embarazo, en una carta fechada en 16 de mayo de 1778, embarazo tanto tiempo
deseado por madre e hija.

«Esta mañana he visto a mi comadrón (Vermond, un hermano del abate)… Según nuestros
cálculos, he entrado en el tercer mes; empiezo ya a engrosar a ojos vistas… He estado tanto
tiempo sin esperanzas de ser madre, que lo siento más intensamente en este instante, aunque hay
momentos en que creo que todo es un sueño, pero sin embargo, ese sueño se prolonga, y creo que
ya no cabe ninguna duda de mi aserto».

En otra carta del 14 de agosto de 1778, María Antonieta, escribe:

«Mi hijo ha hecho el primer movimiento el viernes 31 de julio, sobre eso de las diez y media de la
noche; se mueve con frecuencia, lo que me produce una gran alegría».

Acto seguido de sentir ese primer movimiento, iba a quejarse ante el Rey de que
uno de sus súbditos era lo bastante osado para darle pataditas en el vientre. El Rey se
mostraba tan afanoso como un amante, tan feliz como un padre, tan dichoso, que de
su boca salían palabras amables para todo el mundo, hasta para el viejo duque de
Richelieu.
El embarazo fue laborioso. La Reina se encontraba fatigada por los calores del
estío de 1778, sin hallar un poco de fresco, y pasaba el día sin poder recobrar sus
fuerzas hasta la noche. Parte de las noches las pasaba en la terraza de Versalles,
vistiendo un traje de blanco percal, tocada con un enorme sombrero de paja. Se
hallaba en compañía de sus cuñadas y de sus amigas, oyendo las sinfonías de los
músicos, en medio de todo Versalles, que acudía allí y se codeaba casi con toda la
familia real. Noches deliciosas, en las que el misterioso son de los instrumentos,
ocultos entre las enramadas, el murmullo de las cascadas, las sombras blancas de las
estatuas que se dibujaban a lo lejos, los bosques en lontananza, las aguas plateadas, el
flotante horizonte y el eco errante mecían el cansancio de la Reina y mitigaban su
malestar; noches de inocencia, en las que María Antonieta hallaba grandes alegrías en
las conversaciones oídas al pasar, en los errores involuntarios de los paseantes,
supensos ante la aparición de la Reina de Francia, que se gozaba con la sorpresa de
las cómicas aventuras del incógnito, bajo aquel busto de Luis XIV, que se levantaba
al final de la Orangerie, al que el conde de Artois, no dejaba ni siquiera una vez de
saludarlo con un: «¡Buenas noches, abuelo!»
¿No se le imputa a la Reina la loca idea de hacer aupar al príncipe de Ligne,

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detrás de la estatua del gran Rey, para que contestase a la cortesía del joven príncipe?
El embarazo de la Reina seguía su curso. El público comentaba, temblando, las
torpezas y las groserías que se contaban del comadrón Vermond. Las plegarias de las
cuarenta horas resonaban en todas las iglesias y catedrales. Por toda Francia,
capítulos de arzobispados, abadías, universidades, oficinas municipales, prioratos
reales, capítulos nobles, compañías de la milicia burguesa, pensiones militares de la
joven nobleza, hasta particulares, hacían celebrar solemnes misas, dando limosnas a
los hospitales y a los pobres por el feliz alumbramiento de la Reina.
Los primeros dolores precursores del parto se hicieron sentir en la persona de la
Reina el 19 de diciembre de 1778, hacía las doce y media de la noche. La soberana se
había acostado la víspera, hacia las once, sin sufrir molestia alguna. A la una y media
llamaba. Iban a buscar a madame de Lamballe y a las autoridades. Madame de
Chimay avisó al Rey a las tres. El monarca encontró todavía a la Reina en su gran
lecho; media hora después era trasladada al lecho dispuesto para el parto. La familia
real, los príncipes y princesas que se encontraban en Versalles fueron enviados a
buscar por madame de Lamballe, la cual, asimismo, enviaba pajes a Saint-Cloud para
avisar al duque de Orleáns, a la duquesa de Borbón y a la princesa de Conti.
Monsieur, Madame, el conde de Artois, mesdames Adelaida, Victoria y Sofía
entraban en las habitaciones de la Reina, cuyos dolores disminuían, por lo que se
paseó por el cuarto hasta las ocho de la mañana. En el gran gabinete esperaban el
curso del alumbramiento, el ministro de Justicia, todos los ministros y secretarios de
Estado con todo el personal de la cámara del Rey y de la Reina y las grandes
autoridades palatinas; el resto de la corte llenaba el Salón de juego y la galería.
De pronto, una voz se impuso entre el inmenso cuchicheo:
—¡La Reina va a dar a luz! —exclamó el comadrón Vermond.
La corte se precipita, mezclada a la multitud, porque la etiqueta de Francia
dispone que todos entren en ese momento, que nadie sea rechazado; en una palabra,
que sea público el espectáculo de una Reina que va a dar un heredero a la corona, o
simplemente un hijo del Rey.
De no haber estado sujetos con cuerdas, los biombos de tapicería que rodeaban el
lecho de la Reina hubieran sido volcados contra ella, por la entrada tan tumultuosa
que hizo la multitud. La habitación se ha transformado en una plaza pública. Unos
saboyanos, para ver mejor, se suben a los muebles. Es imposible moverse. La Reina
se asfixia. A las once y treinta y cinco minutos la criatura vio por vez primera el cielo
de Francia. El calor, el ruido, la multitud, aquel gesto, convenido de antemano con
madame de Lamballe que dijo a la Reina: «¡Es una niña!»
Todo produce en María Antonieta un verdadero trastorno. Se le sube la sangre a la
cabeza. La boca se le tuerce.
—¡Aire! —grita el comadrón—. ¡Agua caliente! ¡Es necesario practicar una
sangría en el pie!
La princesa de Lamballe se desmaya y se procede a sacarla de la habitación. El

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Rey se dirige hacia las ventanas, encajadas por burletes y las abre furiosamente. Los
ujieres y los camareros rechazan con violencia a los curiosos. Al no llegar el agua
caliente el primer cirujano pincha en seco el pie de la Reina; sale sangre. Al cabo de
tres cuartos de hora, según refiere el relato del Rey, la Reina abrió los ojos: ¡estaba
salvada!
Dos horas después, en presencia del señor de Broquevielle, cura de la parroquia
de Notre Dame, Luis de Rohan, cardenal de Quemené, y gran limosnero de Francia,
bautizó a la hija de Luis XVI y de María Antonieta en la capilla de Versalles. Era
tenida en la pila por Monsieur, en nombre del Rey de España, y por Madame en
nombre de la Reina Emperatriz y se le imponían los nombres de María Teresa
Carlota, con el título de Madame hija del Rey. Se hicieron regalos y presentes como
los que era costumbre hacer con motivo del nacimiento de un Delfín. Doscientas
jóvenes eran dotadas y casadas en Notre Dame.
La Reina no supo guardar mucho tiempo rencor a su vástago por no haber sido
varón.
—¡Mi pobre pequeña! —le decía besándola—. ¡No eres deseada; pero no por eso
te querré menos!
Madame de Polignac cuidó de rodear al alumbramiento de la Reina de todos los
cuidados, lo que sirvió para avivar más la amistad de la soberana. Enfermó la Reina
del sarampión, que se contagió de la Polignac, por lo cual se vio privada durante
algún tiempo de la vista y compañía de su mejor amiga, y cuando ésta, convaleciente
en Claye, le enviaba a decir que tendría el honor de ir a hacerle la corte al día
siguiente de su llegada a París, daba María Antonieta la siguiente contestación, que
era, más que de Reina, de amiga: Sin duda siento yo más deseos de abrazaros, puesto
que el domingo iré a almorzar con vos a París. Y el domingo, a puerta cerrada,
después de haber dado permiso a su dama de honor, la princesa de Chimay, la Reina
reservaba y daba a su amiga la más maravillosa sorpresa.
Al cumplir la hija de la condesa Jules los once años, la Reina dijo a la madre:
—Creo que pronto será hora de comenzar a pensar en casar a vuestra hija; cuando
hayáis hecho vuestra elección, os ruego que recordéis que el Rey y yo nos
encargamos del regalo de bodas. La vieja condesa de Maurepas también había
pensado en casar a la hija de la favorita, ¿y con quién? ¡Con el conde Agenois, el hijo
del duque de Aiguillon! Esta singular y hábil combinación hubiera asegurado a
Maurepas el apoyo de la Reina y el agradecimiento del Duque. Pero a la Reina y a
madame de Polignac les era más grata otra alianza más natural; una alianza con los
Choiseul; ésta era la buena nueva que la Reina traía a la condesa. Con frases
precipitadas, feliz y emocionada, la Reina le comunicaba que el matrimonio de su
hija con el duque de Gramont estaba ya arreglado. Le enteraba que el joven duque
tenía la supervivencia del duque de Villefoy, y que el Rey le nombraría duque de
Guiche, en la confianza de que gozara el ducado de Gramont; que como el joven no
tenía más que veintitrés años, y no estaba en posesión de los bienes que debían

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corresponderle, el Rey le otorgaba diez mil escudos de renta sobre sus dominios, y la
Reina hacía otro tanto con la joven esposa, y el Rey, queriendo demostrar
públicamente la estima en que tenía a su familia, hacía informar por medio de la
Reina al conde Jules que el monarca iba a nombrarle duque, con carácter hereditario.
Tales eran las satisfacciones que sentía María Antonieta. Su único temor era el no
dar pruebas bastante patentes y extraordinarias de su agradecimiento por medio de
magníficas recompensas y por notorios favores. Su única preocupación estribaba en
hacer subir a madame de Polignac hasta la Reina y en acercar su vida a la de su
amiga. Con tal objeto llevaba la corte a su casa, antes de trasladarse a la ópera y se
ingeniaba para estar lejos de ella lo menos posible, solicitando u obteniendo del Rey,
al dar a luz madame de Polignac, que se adelantaran los pequeños viajes, mucho
antes de la fecha fijada, con el fin de poder visitar a la parturienta cada día y estar al
tanto de sus noticias, queriendo que no hubiera más separación entre ella y su amiga
que la distancia que media desde la Muette a Passy, y soñando para el nuevo rorro de
la Polignac con el ducado de la Meilleraie.
En todos los momentos y por todos los medios a su alcance, incluso postergando
algunos deberes que le imponía su condición, la Reina, en medio de las amarguras
que a menudo se enseñorean de los soberanos, entregaba su corazón a la verdadera
amiga, sensible y devota de su persona, y que, según ella, nada de su corona
ambicionaba.
El espíritu de los ministros continuó siendo hostil a la Reina, a pesar de que
Terray, Maupeou y la Vrilliére ya no estaban en el ministerio. Maurepas, que quería
imperar solo, era el único que permanecía en guardia contra ella, y le repetía al Rey:
—Creo que no hay mal alguno en que la Reina adquiera ante la opinión pública
un aspecto de ligereza.
Necker y Turgot hicieron causa común en contra de la influencia de María
Antonieta. Sus planes de economía, su fe en la salvación de la nación y en el
saneamiento de las finanzas por medio de mezquinas economías en la casa del Rey,
encontraban en la corte la temible y sola oposición de la Reina; era una oposición
espiritual y crítica, que se burlaba de sus ilusiones y se mofaba de las gracias
denegadas, riéndose de sus personas, bautizando a M. Turgot de ministro negativo y a
M. Necker de empleadillo comercial.
Hay que reconocer que la Reina no fue nunca una partidaria acérrima y
convencida de aquel gran sistema que soñaba con retornar a la edad de oro
suprimiendo los Menus plaisirs, algunos empleos de la corte, el cargo de tesorero de
la Reina, o el de sus oficiales de casa y boca. No cabía en su imaginación que Francia
fuese mucho más feliz el día en qué el Rey y la Reina no tuviesen más que un
cocinero; consideraba que la disposición nueva, que obliga a dejar quemar las bujías
hasta el final, no sería remedio muy eficaz contra la bancarrota. Si su orgullo de
Reina padecía por aquellas restricciones y por los rumores públicos que exigían y
anunciaban otras, ya por querer reducirla a sólo cuatro damas-camareras, ya por

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querer hacer de ella una burguesa de la calle Saint-Denis, con las llaves de la
despensa en la cintura, su beneficencia, en cambio, no dejó de sentirse amenazada.
La Reina había unido en torno suyo a su casa real como a una familia propia,
debido a sus grandes y bellas virtudes íntimas, por muchos negadas, a su infatigable
solicitud, a su inclinación al perdón, y a su caridad ejercida en todo instante. Bastará
recordar a les criados heridos a los que la propia Reina era quien restañaba la sangre,
a las camareras que, después de una brusquedad, volvía a llamar rápidamente y que
tan pronto recuperaban su favor; a los reprendidos jefes de guardia, qué eran
amnistiados con una sonrisa. Y tampoco es posible olvidar a todas aquellas jóvenes,
que bajo aquellos olvidos de grandeza y severidad, se educaron en la amistad
maternal de la Reina, y de las que, incluso ya presa en el Temple, continuará pidiendo
noticias; aquellas joven citas por cuya inocencia la Reina velaba con tal inquietud,
que por la mañana leía las funciones de la noche para saber si debía permitirlas ir al
espectáculo, aquellas alcurnias y familias que se desarrollaban bajo su tutela, como
bajo la mirada de una vigilante castellana; toda aquella vida de ternuras hogareñas:
prodigar cuidados, atenciones, frases de cariño, medicaciones, auxilios en metálico,
ascensos, nombramientos, todo lo que por tanto tiempo había constituido el único
desvelo y la sola aplicación de su crédito político.
Y los proyectos de reforma vinieron a derrumbar su obra: despidiendo a gentes
abnegadas, alcanzando lo mismo a los más viejos que a los más jóvenes de sus
servidores, de sus amigos, perjudicándoles en su fortuna, en sus existencias, dejando
acaso que algunos pensasen que su señora no había sido lo suficiente capaz para
defenderlos. La Reina pagaba un alto precio por tales economías, para que se
sometiera dócilmente y sin resistencia.
Además, era Reina; y si bien la sencillez de sus inclinaciones veía sin amargura
que las restricciones la aproximaban a sus súbditos y tendían a liberarla de la etiqueta,
en cambio su recto sentido de orientación y formación monárquicos no podían ver sin
despecho y sin alarma las temerarias medidas reformistas de M. de Saint-Germain,
para no dar al Rey más escolta, en lo futuro, que la de cuarenta y cuatro gendarmes y
cuarenta y cuatro guardias de a caballo.
Los ministros se sucedían, sin que el cambio de tales personajes modificara en lo
más mínimo la situación de la Reina, ya que no era más que un cambio de enemigos.
Cuando la cartera ministerial de M. de Saint-Germain pasó a ocuparla el príncipe de
Montbarrey, éste inauguró su relación, con la Reina con una descortesía: pedía la
Reina para un Choiseul, casado con la hija mayor del mariscal de Stainville, la
supervivencia del gran bailío de Haguenau, que poseía el duque de Choiseul,
hermano del mariscal de Stainville; mas la princesa de Montbarrey le arrebató a la
Reina el nombramiento, por influencia de madame de Maurepas, y el cargo fue
concedido al príncipe de Montbarrey.
La Reina pide y obtiene la revocación del nombramiento; pero como el barón
Spon, al hacer la corte a madame de Maurepas, hizo apresurar el registro de las cartas

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de nombramiento, a la Reina no le cabe otro recurso que reprender al ministro.
M. de Montbarrey era un cortesano demasiado ducho para romper abiertamente;
contentóse con hacer a la Reina una guerra de nervios, a imagen y semejanza de sus
patronos M. y madame de Maurepas. Cuando el desorden de sus amores y la venta de
grados militares convirtieron a M. de Montbarrey en un ministro imposible de
sostenerse en el poder, la Reina se tomó el desquite. En Marly jugábase a la sazón un
juego denominado el Miedo, y era un verdadero espectáculo contemplar el rostro y
las congojas del desventurado ministro cuando se aludía a su situación en apuros, en
las sucesivas estaciones del miedo, la muerte y la resurrección. Y las malicias de las
damas que estaban en torno al tembloroso ministro eran alentadas por la sonrisa de la
Reina.
Esta era la conducta casi diríamos corriente entre los ministros y la Reina, como,
por ejemplo, con M. de Sartines, el amigo de Montbarrey, que había dado a la Reina
ocasión para no llamarle más que el abogado Pathelin o el amable embustero. Y lo
mismo ocurría con todos: los unos, aliados en contra de la Reina pollos recelos y
perfidias de Maurepas; los otros, por las teorías utópicas y económicas de Turgot y de
Necker. La Reina no correspondía a todos más que riéndose y haciendo reír a los que
la rodeaban, permitiendo a la princesa de Talmont tomar al ministro Laverdy por el
boticario de la corte y constituirse en su pesadilla acerca de las operaciones
financieras, con las que ella hacía toda suerte de drogas perniciosas, alteradas y
falsificadas. Pequeñas y mezquinas venganzas de esa y otras clases de hostilidad
sostenida extendían por la corte y fuera de ella la mentira y el desamor.
La Reina empleaba la malicia de su ingenio en contra de los hombres que se
servían de otras armas. Aconsejar un cambio, tomar y seguir una iniciativa, meterse
con un ministerio, eso no lo pensaba ni por asomo. Aborrecía demasiado los asuntos
de Estado y su fastidio. Su pereza de mujer la tenía bastante dominada para
desempeñar el papel que gran parte de la opinión pública ya le atribuía, es decir,
gobernar al Rey y andar entre tantas intrigas. ¿Cuál, pues, había sido el arma de que
hasta entonces habíase valido esta Reina para hacer caer en desgracia a los amigos
que pretendían mezclarla con las cosas de la política? Apenas unas concesiones.
Trató de conseguir el reconocimiento de algunos derechos, obtener algunos
privilegios en el teatro y otorgar algunas pensiones para las gentes de letras. Habíase
dedicado a hacer dichosa a la gente más que a la tarea de crear y formar nuevos
ministros. ¿Cuándo se había metido con los asuntos del ministerio? Cuando fue el
momento de pagar una deuda de gratitud a M. de Choiseul. Intervino en el proceso de
M. de Bellegarde, pidiendo la revisión del mismo para evitar que un valiente oficial
fuese sacrificado al partido de M. de Aiguillon por mera desobediencia al duque de
Choiseul, y había intervenido en el asunto del duque de Guines, perseguido por
Turgot y Vergennes, como amigo del duque de Choiseul, y complicado en la causa de
un secretario que en Londres había jugado sobre los fondos públicos. Estas solas y
únicas intervenciones en los asuntos de Estado no fueron más que por arrancar dos

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víctimas a los resentimientos de un partido que trataba de deshonrar a otro partido.
Cuando, alrededor de la Reina, se constituyó el grupo Polignac, no fue sólo la sed
de intriga y la avidez de dominar lo que hizo que se agruparan, los amigos de la
Reina; fue también la fatalidad y la necesidad. Al margen de las ambiciones e
intereses de cada uno, en oposición con las inclinaciones y el temperamento de la
Reina, había el imperio de una situación que requería la lucha. La Reina no se veía
solamente atacada, estaba amenazada, y se la había puesto en la necesidad de
defenderse. El omnipotente partido francés se hallaba organizado en todas partes,
haciendo la recluta de sus correligionarios de todas las capas sociales, exasperado por
el amor del Rey hacia la Reina, inquieto por el futuro de este amor. Engañado por la
nueva fidelidad de este Borbón, que rechaza de plano el adulterio, el partido francés
se atreve a confesar a media voz la finalidad de sus actividades, de su obra
implacable, la audacia de sus esperanzas: la retirada de la Reina al Val de Grace.
Había llegado el momento en que la Reina debía aprestarse a la lucha. Y, sin
embargo, ¡cuántas luchas en su fuero interno, cuántas conturbaciones, cuántos
terrores por su responsabilidad, cuántas lamentaciones por su tranquilidad y su dicha,
hasta el momento en que se decide a hablar al Rey y a hacer que sus amigos entren en
el Gobierno, hasta el día en que un ministro fiel, M. de Castries, se encarga de la
cartera de Marina!
Por fin, la Reina ya tenía en el ministerio a un ministro dispuesto a acceder a sus
deseos. Pero esta victoria se consolidó aún más con la significativa designación de M.
de Segur, antiguo héroe, que llevaba al ministerio de la Guerra su experiencia, sus
conocimientos, un cuerpo casi mutilado, pero cubierto de gloriosas cicatrices.
Debido a la entrada de M. de Castries y M. de Segur en el Gobierno, la nueva
victoria ganada por la Reina parecía llevar al ministerio todo a mejores disposiciones
y a manifestaciones de sumisión a su soberana. Contra Maurepas se había concertado
un acercamiento y alianza entre la Reina y Necker, al ser nombrado M. de Castries,
sorpresa precipitada, por Necker en ausencia de Maurepas. M. de Necker convenció a
la Reina con aquello de que su popularidad convencía a Francia entera de que él era
algo así como una providencia y un hombre imprescindible para el bien y la
seguridad del Estado; y la Reina creía plenamente en aquel aserto, y creía en M. de
Necker como creían, exceptuando a madame de Polignac, todas las mujeres de la
corte, cuya lista da Carracciolo a Alembert, «la imperiosa y altiva duquesa de
Gramont, la hermosa condesa de Brionne, la princesa de Beauvau, el ingenio
seductor; la idolatrada condesa de Chalons, la magnífica princesa de Henin, la esbelta
condesa de Simiane, la picante marquesa de Coigny y la dulce princesa de Poix».
Atraída como todas ellas, la Reina olvidábase hasta de las reformas que Necker
preconizaba. Le mantiene y retiene en su cargo, comprometiéndole a no presentar su
dimisión, y rogándole que tenga paciencia hasta la muerte de Maurepas. Hasta el
propio M. de Vergennes hacía acallar sus personales rencores. Entre él y la Reina se
estableció un trato de buena relación, al menos guardando las apariencias, a propósito

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de las amigables disposiciones de Austria. Y en tanto, M. de Maurepas falleció.

Una gran desgracia acaba de herir en lo más hondo de su corazón a María


Antonieta: Europa lamentábase de la pérdida de María Teresa, y la Reina de Francia
perdía a su amiga más severa. Cuando la corte creía ver ya agotadas sus lágrimas, ella
no podía contenerse a la vista del príncipe de Ligne que, a su llegada de Alemania,
presentóse de improviso a la hora de la gran recepción.
—Hubierais debido ahorrar a mi sensibilidad esta escena pública —le decía María
Antonieta con dulce reproche.
Sin embargo, existen consuelos también para Secar las lágrimas de una hija. La
Reina sintióse encinta por segunda vez. En el mes de abril de 1781 se declaró en
público su estado. El 22 de octubre, siete meses después, luego de haber pasado la
Reina bien la noche, siente los primeros dolores, que no le impiden, como de
ordinario, ir a tomar su baño, del que sale a las diez y media. Los dolores no son aún
fuertes, pero entre las doce y las doce y media van en aumento. En su habitación, o en
el trayecto que va desde ésta hasta el salón de la paz puede verse a: madame de
Lamballe, al conde de Artois, mesdames las tías del Rey, madame de Chimay, y las
de Mailly, de Ossun, de Tavannes y de Guémené; a los príncipes, avisados a las doce
por la princesa de Lamballe; al duque de Orleáns, que se encontraba en plena cacería
en Fausse-Repose, y que es el único que llega antes del parto. El Rey tuvo que
suspender la cacería con escopeta preparada para el mediodía en Sacié, y está junto a
la Reina, ansioso, palpitante; pero conservando siempre sus gestos: saca el reloj y
cuenta los minutos, con la aparente frialdad de un médico. En el instante en que su
reloj marca exactamente la una y cuarto, la Reina sale de cuidado.
En aquel momento de emoción solemne, hay en la habitación un silencio tal, que
la Reina cree que ha nacido también otra niña. Pero el ministro de Justicia ha
comprobado ya el sexo del recién nacido; el Rey sale loco de alegría, llorando de
emoción y dando la mano a todos los circunstantes: Francia tiene un Delfín, la Reina
ha tenido un hijo.
El príncipe de Tingry, capitán de corps del barrio, recibe órdenes del Rey de que
abandone el servicio de escolta a su real persona para acompañar al Delfín hasta su
aposento, en donde se encuentran afectos a su servicio un teniente y subteniente de
guardias de corps; luego el niño es llevado a la Reina: ¡qué beso el de la Reina, en el
que imprime todo su corazón, todas sus fuerzas y su alegría toda!
La alegría de la madre y la de la nación es una felicidad común. En París, la
fausta noticia circula de boca en boca:
—¡Un Delfín! ¡Un Delfín!
El entusiasmo llega a su cénit en las calles, en los teatros, en los fuegos de
artificio, en los Te Deum. La multitud, que se apretuja en los pasillos de Versalles, no
tiene más que un clamor:
—¡Viva el Rey, la Reina y monseñor el Delfín!

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Aquel desfile y aquella embajada no tienen fin. Nuevamente los representantes de
los seis cuerpos de artes y oficios, de los jueces-cónsules, de las compañías de
arcabuceros y del Mercado aparecen para dar su enhorabuena. ¡Todo son canciones,
músicas, estruendos, risas, todo lo que engendra el amor de un pueblo!
La Reina abandonó muy pronto su lecho; el 29 recibió a sus damas, y el 30 a los
príncipes y princesas. Y el 2 de noviembre se celebró la gran recepción. El mismo día
del alumbramiento se levantó de la cama y permaneció en su canapé. Su único anhelo
era compartir y repartir su alegría, en derredor suyo, sobre el pueblo, en caridades, en
acertadas disposiciones. Su felicidad anhelaba hacer dichosos; y a madame de
Lamballe le dirigió esta carta, en la que la Reina se nos muestra entera, en la que se
vislumbra su corazón de amiga, de soberana y de madre feliz:

Hoy, 7 de noviembre de 1781.


«Mi querida Lamballe: Veo que me queréis como siempre, y vuestra apreciada misiva me ha
causado una gran alegría que en estos momentos no podría devolveros; estáis bien y eso me hace
dichosa, pero no podremos congratularnos totalmente si continuáis velando al lado de M. de
Penthièvre; el Rey siente mucho esa enfermedad, y por ello le ha enviado el primer médico, con
orden de que no se separe de vuestro lado si hay peligro: seguiré muy triste mientras no reciba,
noticias del curso de la dolencia. En cuanto hayáis regresado y os hayáis reintegrado a vuestro
puesto, hablaremos de todos los actos de beneficencia que quiero realizar después de mi
alumbramiento. Entre ellos figuran la protección de los niños de M. de Penthièvre, que serán los
primeros en ser atendidos, y quiero ser la madrina del primer hijo de la pequeña Antonieta.
Aquella carta de su madre que Elisabeth me ha mostrado me ha conmovido mucho, porque
Elisabeth la protege también; no creo que sea posible escribir con mayor sentimiento y religión;
hay en esas clases virtudes escondidas, almas honradas que rayan hasta la más heroica virtud
cristiana; hemos de pensar en saberlas distinguir; yo encargaré al abate de la misión de
descubrirlas, y así de este modo trataremos de obtener la salud de M. de Penthièvre. Adiós, os
abrazo de todo corazón, mientras espero misiva vuestra».

La princesa de Guémené, que era el ama de los príncipes de Francia, recibió


también al Delfín-niño, que le fue entregado en sus manos; pero un año después, la
bancarrota de su marido, el príncipe de Guémené, hizo que su esposa cesara en el
cargo.
La Reina pensó en seguida ceder el puesto a madame de Polignac. Para la
dirección de su hijo, la Reina recelaba de madame de Chimay y de la excesiva
sabiduría de madame de Duras. Con la elección de la de Polignac todo quedaba
arreglado: la satisfacción de su amistad y la seguridad de su maternal solicitud. Sin
embargo, a la vez que se felicitaba de confiar lo que le era más querido a la persona
que más amaba, de tener al lado de su hijo a una amiga que compartía su ternura y
sus ideas de madre, la Reina no se atrevía a esperar la aceptación que deseaba; ni
siquiera se atrevía a solicitarlo. Cuando M. de Eesenval, inducido por la prima de
madame de Polignac, madame de Chalons, vino a hablar de esta nombramiento a la
Reina, ésta decía:
—¿Madame de Polignac?… Yo estaba en la creencia de que la conocíais mejor:
no querrá ella ese cargo.

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La Reina no juzgaba mal a su amiga. En efecto, madame de Polignac era sincera,
se sentía violenta ante tantas bondades de la Reina. Despreocupada, desinteresada,
carente de pasiones, enemiga de los asuntos del Estado, de las incertidumbres y
aturdimientos, de las situaciones encumbradas, madame de Polignac parecía como si
estuviera afecta a aquella filosofía del amor del hogar, a la egoísta serenidad de las
mujeres viejas del siglo XVII Por esto, como han dicho algunos de sus amigos, no es la
comedia del miedo, sino un miedo sincero el que siente al verse abrumada con el
cargo de gobernanta de los príncipes de Francia. Después de la entrevista celebrada
entre Besenval y la Reina, la de Polignac acogía a Besenval con las siguientes
palabras:
—¡Os tengo un odio cerval a todos… queréis sacrificarme!… He conseguido de
mis parientes y amigos que durante dos días no me hablen de nada y me dejen sola
con mis pensamientos.
Fueron precisos muchos días de insistencia por parte de la Reina, muchos días de
insistencia por parte de sus amistades, que le decían que un cargo así no es de los que
se rechazan, para que madame de Polignac se decidiera a aceptar a suceder a madame
de Guémené.
La Reina, al nombrar a la duquesa de Polignac gobernanta de sus hijos, quiso que
su situación corriera pareja con la dignidad de ese alto cargo. Quiso que toda la
nobleza, todos los extranjeros de distinción fuesen admitidos en su casa y que se
reservaran días de recibo a una sociedad más íntima. Casi todos los días la Reina iba
a almorzar a las habitaciones de los duques, ya con un número reducido de personas
escogidas, ya con la corte. Los honorarios de la gobernanta no hubieran podido cubrir
los gastos de aquel salón, que se convertía de hecho en el salón de la Reina de
Francia. Se fijó una pensión de ochenta mil libras para el duque y la duquesa de
Polignac. A poco, el duque fue nombrado director de correos y de las caballerizas,
con la reserva del correo de cartas que Luis XVI dejaba a M. de Ogny, por no querer
confiar a un hombre de mundo aquel puesto que exigía tanta, discreción.
No pasó mucho tiempo sin que la Reina se pasara la vida en los aposentos de
madame de Polignac. ¡Cuán bellas eran aquellas horas dedicadas a la intimidad, a la
libertad, a la alegría en la gran sala situada al extremo del ala del palacio que daba a
la Orangerie!
En el fondo veíase un billar, a la derecha un piano, y una mesa de juego a la
izquierda. SI juego, la música y la conversación entre diez o doce amigos eran los
pasatiempos. María Antonieta se encontraba allí feliz:
—Aquí estoy como el Rey en su trono. Esto decía de una manera encantadora: y
para olvidar su puesto de Reina iba allí todos los días para permanecer en compañía
de madame de Polignac y de su tertulia; a menos que la Reina no se llevase a su
amiga al Trianon con toda la compañía de su salón.

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CAPÍTULO IV

El aburrimiento de Marly. El «Petit Trianon». La vida en el «Petit Trianon».


Palacio, habitaciones y mobiliario. El jardín francés y el salón abierto. El
jardín inglés, el pabellón del Belvédère, la Aldea, etc. Sociedad de la Reina en
el «Petit Trianon». El barón de Besenval, el conde de Vaudreuil M. de Adhemar.
Las Damas. Diana de Polignac. El ingenio de la Reina. Su protección a las
letras y a las artes. Su preferencia por la música y el teatro del «Petit Trianon»

Marly había sido hasta entonces el palacio de la corte de Francia durante los
estíos. Pero Marly continuaba siendo Versalles y su protocolo. Hasta mediados del
reinado de Luis XV las damas habían vestido «el traje de corte de Marly». Eran de
rigor los diamantes, las plumas, el colorete y las telas bordadas en oro. Todavía los
pabellones y jardines estaban algo ambientados con la sombra de Luis XIV, su
grandeza y su fastidio.
Los edificios de Marly ostentaban el orden y la jerarquía de un Olimpo; allí
incluso la Naturaleza se engalanaba con sus mejores galas; el paseo era real y estaba
cubierto con un dorado dosel.
A María Antonieta no le agradaba nada de aquella etiqueta, ni de su arquitectura,
ni aquel paisaje. Y menos aún el juego, aquella manera fuerte de jugar que tenían en
Marly, y que no gustaba a María Antonieta y cuyos excesos censuraba el Rey. El
Trianon, convertido en la casa de campo de María Antonieta, era a la vez su retiro y
todo su amor.
¡Qué vida tan distinta aquélla! ¡De qué modo llegó a divertirse sin molestias y sin
el boato de la corte! ¡Qué sucesión aquélla de días, de meses, tal vez demasiado
cortos, sustraídos a la realeza y dedicados a la familia con sus alegrías privadas! ¡Qué
placeres, lejos de la fastuosidad de Versalles!
En el Trianon no existía la corte oficial, sino una pequeña y reducida corte de
amigos, a los que su vista, un poco corta, no se molestaba en reconocer por medio del
cristal escondido entre su abanico; nada de molestias, nada de corona, nada de trajes
de gala. La Reina perdía todo su rango y carácter en el Trianon… apenas si hacía el
papel de ama de casa. Aquella vida era la que haría en cualquier castillo, con su
ambiente fácil y todas las comodidades habituales. Cuando María Antonieta entraba
en cualquier sala del Trianon, su aparición no era obstáculo para que las damas
continuaran tocando el piano o haciendo el bordado en las tapicerías, ni los hombres
interrumpieran la partida de billar o de tric-trac.
El Rey iba al Trianon a pie y sin escolta. A las dos llegaban los invitados de la

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Reina para comer, y a las doce regresaban a Versalles para dormir. Abundaban las
diversiones y recreos propios del campo. La Reina iba vestida de percal blanco, con
pañoleta de gasa y sombrero de paja, corría por los jardines, iba de su granja a su
lechería, llevaba a sus invitados a comer huevos frescos o a beber leche; iba a buscar
al Rey a un bosquecillo donde había ido a leer, para merendar sentados en la hierba;
unas veces iba a ver cómo ordeñaban las vacas, otras pescaba en el lago, o bien,
sentada sobre el césped, descansaba del bordado y de la malla, hilando con un huso
de campesina.
El encanto de la Reina residía en aquella sencillez. ¡Cuántas novedades, cuántas
ilusiones no encontraba en aquel papel de pastorcilla y en aquella charla inocente de
la vida del campo! Aquel paisaje era el lindo reino de aquella soberana, que lloraba
viendo representar Nina y que no quería en torno suyo «más que flores, paisajes y
cuadros de Watteau». ¡Cuán grata parte de su ser y de sus gustos era el Trianon! ¡Ese
Trianon donde aún hoy vaga su sombra! ¡El lugar donde, a pesar de la ingratitud del
mundo, del silencio, del olvido de la Naturaleza, todo habla, como un vacío
escenario, recordando los bellos días que allí pasó María Antonieta! ¡Allí el paseo del
curioso visitante vacila y tiembla, al pensar que tal vez está caminando por les
mismos senderos por los que caminara la Reina!
El sueño de la Reina se ha convertido en realidad. El Trianon de María Antonieta
está ya acabado, con sus iluminaciones y el fulgor mágico de sus bosquecillos. Ha
tenido su inauguración y sus apoteosis, celebrado todo en honor del emperador José.
En medio del verdor, allí está el palacete blanco. Si damos la vuelta al tirador
cincelado de una puerta, entonces, como por encanto, surge una escalera de piedra,
con grandes descansillos. Las iniciales M. A. se entrelazan en los hierros de la
magnífica baranda, y los caduceos se cruzan con las liras, esas liras que, como armas
del palacio, surgen sobre los hierros de las chimeneas. En los muros desnudos de la
escalera sólo se ven festones de hojas de roble, hundidos en la piedra. Frente a la
escalera se adelanta una cabeza de Medusa que, sin embargo, no impide que la
columna pierda en altura.
El comedor viene después de una antecámara, cuyo piso de madera deja ver la
huella del hueco sobre el que se montaba, para asistir a las orgías de Luis XV, la
maravillosa mesa de Loriot, con sus cuatro sirvientas. Allí empiezan la
ornamentación y la talla sobre maderas, ejecutadas por orden de María Antonieta:
carcajes cruzados, esculpidos en los paneles de madera, bajo coronas de rosas y
guirnaldas de flores. Junto al comedor había un saloncito que tiene en relieve, por sus
cuatro lados, todos los accesorios e instrumentos de la Vendimia y de la Comedia:
guirnaldas de racimos de uvas, cestas y cestillos de frutas; las máscaras y tambores de
los vascos; las castañuelas, caramillos y guitarras, y bajo las barbas de mármol de los
chivos de la chimenea continúan los racimos de vid.
En el salón grande, de, una rosácea de flores pende una gran araña. En cada uno
de los cuatro rincones de la cornisa vuelan grupos de amorcillos. Cada uno de los

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paneles, sobre los que campean los atributos de las Artes y las Letras, arranca de un
tallo una flor de lis, tres veces florido, con guirnalda de laureles, y que lleva como
cimera una corona de rosas en pleno florecimiento.
Antes de la habitación de la Reina pasamos por un pequeño gabinete, en el que
corren sobre la madera los arabescos más finos; son esas pirámides absurdas y
maravillosas del arte antiguo, con amores que sostienen cuernos de la abundancia
llenos de flores; trípodes con pebeteros humeantes; palomas, arcos y flechas
cruzados, pendientes de cintas. A todo lo largo de la alcoba corren ramos de amapolas
mezcladas con florecillas. El lecho se esconde bajo los encajes, y la blanca seda. El
colchón es de una finísima seda azul, relleno con duvet de pato. Bandas de seda de
Granada, con franja de perlas sirven de alzapaños. ¿Y aquel reloj, cuyo cuadrante es
mantenido por las dos águilas de la casa de Austria, y sobre cuyo pedestal labrado se
destacan la borla de polvos de Estela y el sombrero de Nemorí, no sería el reloj que
marcase las horas en la alcoba de María Antonieta, ese reloj olvidado hoy en la
habitación de al lado?
Descienden del palacio a los jardines dos escaleras en forma de terraza. Al pie de
la magnífica fachada, adornada con cuatro columnas corintias, comienza el jardín
francés, trazado en 1750 para hacer compañía al jardín a la italiana, que se ve
separado del gran Trianon por dos grandes verjas. Por doquier abundan las flores en
sus macetas blancas y azules, cuyas asas dan la impresión de cabezas. Sobre una de
las fachadas del salón se abre un decorado primaveral y galante: el decorado de los
personajes y las comedias de Lancret. Se trata de un salón abierto o terraza cubierta,
esas formas arquitectónicas al descubierto de forma dieciochesca, que tan bien
cuadraban con el verde paisaje; esas barreras, a través de las cuales pasan el cielo y
las flores, el céfiro y las miradas; es lo que se llamaba la salle de fraicheurs, con sus
dos pórticos de emparrado y sus treinta y seis arcos, cada uno con un naranjo debajo,
y con sus pilastras, rematadas en forma de tilo tallado.
A la derecha del palacio, por el otro lado, se accede enseguida, a la creación de la
Reina: el jardín inglés. «El surtidor corre para los extranjeros y el arroyo para
nosotros», podría muy bien decir la Reina, como la Julia de Rousseau. Aquí lo
caprichoso y lo natural de la naturaleza se dan el abrazo. Hay murmullo de aguas que
serpentean y corren; los arbustos parecen esparcidos a capricho del viento. Hay
ochocientas clases de árboles de las especies más raras: la melaza llorona, el pino
incienso, la carrasca de Virginia, el roble rojo de América, la acacia rosa, el haba y el
sófora de la China. Todos unen su sombra y dan una magnífica combinación de todos
los matices de las hojas, desde el verde negro purpúreo al rojo cereza. Las flores dan
la impresión de haber sido sembradas a voleo; el terreno tiene por todas partes
inclinaciones, barrancas, cavernas, cortes que ocultan hábilmente la acción de la
mano del hombre. Las avenidas hacen curvas, se interrumpen, o toman el trayecto
más largo, para no presentar demasiado el aspecto de cintas. También, pueden verse
rocas con arena de montañas, y el césped sustituye al prado.

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En medio de un bosquete de rosas, jazmines y mirto, se levanta un mirador: es el
Belvédère, desde el que la Reina puede admirar todos sus dominios. Un pabellón de
forma octogonal que, sobre sus cuatro puertas y sus cuatro ventanas, repite por ocho
veces, en figura sobre los muros y en atributos encima de las puertas, la alegoría de
las cuatro estaciones, esculpidas por el cincel más fino y hábil del siglo. A ambos
lados de la escalera, se alzan ocho esfinges con cabeza de mujer. En su interior
descuella el pavimento de blanco mármol, cruzado por elipses de mármoles azul y
rosa. Sobre los muros estucados y bajo las ventanas corren los arabescos. Esos muros
de porcelana parece como si un leve pincel volante, encantador, lo hubiera salpicado
de caprichos y de luces. El pintor reproduce el poema de las tallas de madera del
palacete, dándole nueva vida y poblándolo de animales; todo son carcajes, flechas,
guirnaldas de blancas rosas, ramitos deshechos y lluvia de flores, caramillos y
trompetas, y camafeos azules, y jaulas abiertas, pendientes de cintas; monos y ardillas
arañando un vaso de cristal, que contiene pececillos. En medio del pabellón se ve una
mesa, de la que penden tres anillos, y que descansa sobre tres pies de bronce dorado:
es la mesa en la cual desayuna María Antonieta: el Belvédère es su comedor de la
mañana.
María Antonieta puede dominar desde allí la roca y la gruta «perfecta y bien
emplazada», y el salto de agua, y el agua y el lago, y bajo la sombra de los arbustos,
los dos puertos de embarque y la galera con las flores de lis, y el río.
Como rotonda abierta a todos los vientos, allí se encuentra el templo del Amor, en
donde Cupido de Bochardon trata de hacerse un arco con la maza de Hércules. Allí
hay también el arroyo y sus pasarelas, cada una de las cuales tiene una compuerta
formando esclusa. Detrás, el semicírculo de emparrado, bajo el palanquín chino, que
permite el juego de las sortijas, con sus ocho sitiales formados con quimeras y
avestruces. Al borde del río, vemos a los bosquecillos divididos en pequeñas
fracciones y cultivados como huertecillos; y allí, en fin, el fondo del jardín, la
perspectiva del cuadro, el fondo de la decoración: es el paraíso de Berquin, la Arcadia
de María Antonieta: la Aldea, aquella aldea, que hace al Rey disfrazarse de molinero
y al conde de Provenza de maestro de escuela, la aldea, con sus casitas, arracimadas
como una familia, cada una de las cuales tiene su jardincillo, para facilitar los medios
para convertir a cada una de las damas del Trianon en una campesina, con cuidados y
atenciones de campesinas. Junto al agua, está la lechería de blanco mármol. A su
lado, la torre de Mambrú se refleja en el estanque, torre que tomó el nombre de una
canción que cantaba la nodriza del Delfín. La cabaña más bella de todas y la que más
se destaca es la casa de la Reina: tiene macetas plantadas: de flores, emparrados y
cenadores.
¡Nada se encuentra a faltar en aquel pueblo en miniatura de ópera cómica!; ni la
casa del alcalde, ni el molino, que hasta gira, ni el lavadero también en miniatura, ni
los techos de paja, ni los balcones rústicos, ni los recuadros de plomo en los vidrios,
ni las escaleritas que suben por los flancos de las casitas, ni los graneritos para la

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cosecha… La Reina y Hubert-Robert han pensado en todo, y no se olvidaron ni
siquiera de pintar grietas en las piedras, en el yeso, rasgaduras en las vigas y en los
ladrillos de los muros, ¡como si el tiempo por sí solo no arruinase bastante de prisa
los juegos de una Reina!
Los invitados de la Reina en el Trianon, su sociedad, como se decía, eran los tres
Coigny: el duque, que había continuado en el favor y amistad de la Reina y no había
tomado parte en la caída en desgracia del duque de Lauzun y del caballero de
Luxemburgo; el conde de Coigny, joven robusto, de buena salud y del mejor humor, y
el caballero de Coyny, joven bien parecido, muy solicitado en Versalles y en París,
buscado por princesas y por financieros, lisonjero y zalamero, al que las mujeres
llamaban Mimí; el príncipe de Henin; un loco, filántropo de la corte; el duque de
Guines, que era el chismoso de Versalles, porque conocía todas las murmuraciones, y
era, además, un músico y flautista excelente; el bailío de Crussol, que se entregaba a
las bromas con un rostro impasible; y luego venía la familia de los Polignac; el conde
de Polastron, que tocaba el violín como un consumado maestro, el conde Andlau, qué
era el marido de madame de Andlau, y el duque de Polignac, al que su fortuna no
había cambiado y que era un hombre lleno de simpatía.
A todos estos nombres se unían algunos extranjeros distinguidos por la Reina:
como el príncipe de Esterhazy, M. de Fersen, el barón de Stedingk. Pero la base de la
sociedad del Trianon radicaba en tres hombres: M. de Besenval, M. de Vaudreuil y
M. de Adhemar que eran en efecto los que la dominaban.
En aquella época en todas partes de Europa nacían franceses. Pierre-Víctor, barón
de Besenval, era un francés nacido en Suiza. Había servido bajo las banderas de
Francia y siempre había hecho gala del ardor y alegría de nuestro valor. Enviado de
nuevo a la lucha, en la célebre batalla de Aménebourg, casi diezmada su división,
volvía a reintegrarse a su puesto de combate y mientras le gritaban:
—¿Qué hacéis todavía aquí, barón? Vuestra misión ha terminado ya.
—Eso es como el baile de la Ópera, qué uno se aburre, pero sigue allí mientras
tocan los violines —contestó él.
M. de Besenval volvía a la corte con el recuerdo de aquella frase feliz, y con su
buen aspecto. El porte que conserva en el aguafuerte de Carmontelle es imponente:
alto, bien formada la pierna, bien hechurado el talle bajo su casaca con alamares, tipo
fino y elegante, nariz grande de perfil perfecto, boca pequeña de labio levantado,
gesto burlón y desdeñoso, las manos en los bolsillos, lleno de insolente gracia,
satisfecho de su persona, y preparado a reírse de los demás. El placer fue la única
ocupación de M. de Besenval hasta la muerte de Luis XV y después, por razones de
su graduación se ve cerca al conde de Artois, coronel general de los suizos. M. de
Besenval traba amistad con él, gana su confianza y es nombrado teniente general de
los ejércitos del Rey. Llega luego a gran cruz, comendador de San Luis, inspector
general de los guardias suizos; todo ello, sin sentir asombro ante su suerte. «No me
felicitéis por mi suerte —escribía—. Sólo la debo al azar; yo no he tenido ni arte ni

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parte…»
M. de Besenval era un gran amante de la vida. Poseía todos esos gustos nobles y
pasiones bellas, que son en realidad el adiós de un mundo que se derrumba. Rico,
colmado de sueldos, soltero, sin gastos de familia, ni de representación, manejaba sus
ingresos con tino, derrochando el dinero en cosas bellas, cuadros, estatuas, bronces,
porcelanas y bacanales de mármol blanco de Clodión. Como el príncipe de Ligne, era
un enamorado de los jardines, y daba sus consejos para los embellecimientos del
Trianon y llevaba a ellos los invernaderos de Schoebrun. Era de su siglo, amaba el
amor, la corte, la vida y sus amigos, acaso más de lo que él creía. En el fondo era un
taciturno, desabrido y gruñón en su vida íntima, duro con sus gentes. Apenas salía de
su casa salía también de sí mismo, y era en sociedad el más alegre y amable de los
hombres de salón. Era un joven feliz que se veía forzado a mostrar sus arrugas y
cabellos blancos para que los demás se dieran cuenta de ello. A la edad de sesenta
años quiso formar parte de la sociedad del Rey, de la de los cazadores, que era la
única sociedad de Luis XVI; y entonces pretende hacerse pasar como si fuera un
joven de veinte abriles; se endosa la levita gris de los principiantes, tomando los
cuarteles de la nobleza, monta en las carrozas, y en un abrir y cerrar de ojos le
tenemos en la cacería. En la muerte de Berwick estuvo presente, y cuarenta años más
tarde se halla presente en la muerte del ciervo.
Pero calumniaba a su éxito cuando decía a un duque que volvía a Versalles
después de seis meses de ausencia:
—Voy a contaros el secreto: poneos una casaca parda, una vesta parda, un
pantalón pardo, y podéis presentaros con confianza: y con ello tendréis todo lo que se
precisa para triunfar.
Si él había conseguido el triunfo lo había hecho por otros méritos: era un
cortesano, sí, pero un hábil cortesano, audaz, moderno, sin servilismo y sin
gazmoñería. En su persona todavía quedaban reminiscencias del soldado de suerte y
del suizo. Sus expansiones eran estallidos, vivacidades, imprudencias, que dejaba
llegar hasta donde él quería. Cuando se abandonaba lo hacía con plena sangre fría, y
si insinuaba lo hacía con brusquedad, halagando con tono rudo. Daba la impresión de
uno de esos hábiles malabaristas, cuyas toscas manos cuidan los objetos que parecen
manejar con rudeza, haciéndolas temblar, pero sin romperlas.
En la corte hablaba de todo, presumiendo de saberlo todo, porque su cabeza era
algo así como el índice de una enciclopedia; en la corte hablaba de todo después de
haber hecho un estudio de todo lo que parece prudente debe callarse a los soberanos.
Por aquel riente rostro se excusaban sus temeridades. Las libertades no parecían
molestas en su boca. Sus familiaridades se interpretaban como bonacherías, sus
cóleras como ingenuidades, sus chuscadas como germanismos, y ni siquiera se le
censuraba aquel aire de soldado de los guardias suizos que nunca olvidaba.
—¡Barón, qué mal tono! —le decían las damas—. ¡Sois terrible!
Y con estas palabras quedaba perdonado; porque poseía el gran encanto y la

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suprema ciencia de tener un gusto excelente en el mal gusto.
Tanto en el natural, como en el papel de cortesano que desempeñaba, no hacía
más que animar las inclinaciones de María Antonieta, inducirla en sus diversiones,
aligerar su conciencia de Reina… en una palabra, convencerla del derecho que le
asistía para gozar de las alegrías como las personas privadas; y M. de Besenval no
dejaba en olvido aquella misión: ¡Cuántas exhortaciones y qué batalla contra los
prejuicios de la etiqueta! ¿No era un espejismo el constreñirse, el condenarse a las
impaciencias, al fastidio, el privarse de las delicias de la sociedad, las delicias que
cualquiera de sus súbditos se permitían? ¿Por qué razón, en aquel siglo de liberación,
no deshacerse de los prejuicios de las costumbres? ¿No era una ridiculez creer que la
sumisión de los pueblos estuviera en razón directa del mayor o menor número de
horas que una familia real pasara, en el círculo de cortesanos aburridos y fastidiosos?
¡Estas eran las lecciones que un filósofo indulgente y oportunista daba y que
aplaudían los huéspedes del Trianon, y que la Reina de Francia se inclinaba a
escuchar como la voz de la razón traviesa y de la amistad prudente!
El conde Vaudreuil era hijo de un gobernador de Santo Domingo enriquecido
durante su mandato. Su tío, comandante de los guardias franceses, había muerto
siendo teniente general y gran cruz de San Luis. M. de Vaudreuil era rico; bien
emparentado y bien encaminado, había tenido por suprema ambición no ser más que
un perezoso y entregar su vida a sus preferencias.
Era un aficionado, un curioso, para hablar a la manera de la época, pero un
aficionado lleno de erudición y de conocimientos, que realizaba las compras de
objetos por sí mismo, y que saboreaba lo que adquiría. Había convertido su magnífico
hotel de la calle Chaise, desalojado previamente de la escuela francesa del siglo
dieciocho, en el panteón de los dioses menores.
M. de Vaudreuil era un admirador de las artes y las letras, así como de sus
creadores. En su mesa cada semana se reunían los artistas y literatos; y por las tardes,
sobre la mesa de su salón, los instrumentos, pinceles, lápices, colores y plumas
invitaban a todos los talentos y tentaban a todos los genios.
Desde su juventud había formado parte de lo más selecto y elevado de la más
íntima sociedad de Versalles, y sus ojos y oídos se habían ejercitado dentro de ella,
cíe suerte que la humanidad no le parecía ni muy bella ni muy grande. Lo que más le
encantaba era la inteligencia, sobre todo la francesa: el esprit. Tenía como amigos a
todos los hombres de ingenio y era el admirador del ingenio de Chamfort; aquella
alegría vengativa suya le gustaba en extremo, esa alegría que es a la vez comedia y
consuelo de un hombre caballeroso y carente de ilusiones, que riendo nos demuestra
con vanidades que nada somos y nada valemos. También era él un valioso
conservador, que habitualmente hablaba poco, ocultándose detrás del ruido de las
palabras y de los necios, pero de improviso, lanzaba presto, sin ruido, su flecha, recta
al blanco. En los juegos de fisonomía y de gesto, que a menudo dicen más que la
palabra misma y tienen mucho más alcance, brillaba de un modo especial, sobre todo

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en lo que no se dice y se sobrentiende. Cuando sonreía lo hacía de un modo
malicioso, si ironizaba lo hacía de un modo implacable, murmurando de los demás
sólo con su única arma: el silencio.
M. de Vaudreuil había tenido de joven un rostro agraciado, que después las
viruelas se encargaron de arruinar. Sólo le había quedado el gesto y los ojos. Siempre
tenía los nervios alterados, sufriendo languideces y desvanecimientos; atormentado
por los esputos de sangré, sabía obtener por sus sufrimientos la condescendencia, el
interés y los beneficios y derechos de un enfermo. M. de Vaudreuil se había
acostumbrado a la caridad de madame de Polignac y a la indulgencia de sus amigos.
Cuando alababa lo hacía de manera vehemente, así como cuando censuraba,
antojadizo, desigual, a veces mohíno; su carácter sufría cambios a veces diarios de
acuerdo con su estado de salud; pero en el fondo tenía esas sólidas virtudes que
generalmente se encuentran en el fuero íntimo de los escépticos, y que con la fe del
corazón rescatan la duda del espíritu; era abnegado, constante en sus amistades,
noble, generoso, bienhechor, sincero y leal.
M. de Vaudreuil era además el hombre que en Francia mejor conocía el mundo y
sus usanzas. Si se había iniciado en él con una torpeza, había terminado por dirigirle
con la perfección de sus maneras. Nadie en la corte mejor que él sabía emplear,
sucesivamente y siempre de un modo oportuno, la expresión exacta y precisa que
convenía a la cortesía; sabía mostrarse serio o travieso, familiar o respetuoso,
mantenerse en la blanda indiferencia o entregarse a la actividad apresurada; en fin,
utilizar, sin confundirlos, todos los testimonios y manifestaciones de la consideración
que forman el intercambio social y el arte de agradar. Nadie como él le igualaba en el
arte de acercarse a una mujer de manera respetuosa.

M. de Adhemar había tenido la misma suerte de M. de Besenval: el azar también


se había encargado de hacer su carrera, su fortuna y su nombre. Primero subteniente,
luego capitán en el regimiento de Rouergue, oscuro, escondido, pobre y con el
nombre de Montfalcon por todo y único patrimonio, encontró en Nimes pergaminos
que le convirtieron en Adhemar; venía a París, esperaba a M. de Segur, que le había
visto en la línea de fuego y del que se hizo reconocer; trató de agradar al genealogista
Cherin, quien le entregó un certificado; agradó igualmente a madame de Segur; sacó
todo el partido que pudo de un error del duque de Choiseul, que le daba el mando del
regimiento de Chartres; gustaba a madame de Valbelle, se casó con su riqueza y por
fin se ganó el favor de madame de Polignac.
M. de Adhemar representaba un poco el papel del abate de las reuniones
burguesas en aquella sociedad real; él era quien se encargaba de la organización de
los pasatiempos de la noche, de los intermedios del paseo, de los entreactos de la
conversación, más que un aficionado y menos que un artista. Había cultivado su voz
y no poco la música hasta hacerse escuchar por M. Lagarde, el maestro de música de
cámara del Rey.

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La suavidad, facilidad, cierto ingenio y mucha complacencia eran otras tantas
cualidades que poseía. Componía versos, canciones, romanzas, representaba
comedias a las mil maravillas, acompañaba al clavecín, bromeando siempre como un
loco, pero en tono menor, dejando el tono elevado para Vaudreuil y Besenval, sin
ofuscar a nadie cortejaba a todos, y en el Trianon corría tras de la musa de Bouffleur,
que se burlaba de sus reumatismos.
Bajo la capa de su modestia y su humildad ocultaba una desmesurada ambición y
acariciaba proyectos de embajadas, en tanto que componía una redondilla sobre un
pie forzado; no conoció nunca el enojo, era feliz, sentíase agradecido y mostrábase
agradable. Cuando las mujeres no tenían nada que decir le hablaban, y también los
hombres cuando no tenían nada que hacer.
Las mujeres habituales del Trianon eran: la joven cuñada de la Reina, madame
Elisabeth, su entrañable compañera; después la condesa de Chalons, Andlau por parte
de padre y Polastron por su madre, cuyas sonrisas se disputaban M. de Vaudreuil y
M. de Coigny; luego, aquella amable estatua de la melancolía, lánguida persona, con
la cabeza inclinada sobre el hombro: la condesa de Polastron. Además aquella otra
mujer de veinte abriles, que parece el más bello de los muchachitos; una mujer buena
y sencilla, a pesar de todo el ingenio que posee y que le brota sin esfuerzo alguno por
su parte; elegante, sin pretender serlo; superior, y que sin embargo, no es sino la
alarma de los tontos; casta, porque como ella misma ha dicho: «No serlo es
renunciar». Esta mujer no es otra que madame de Coigny.
Junto a la condesa de Polignac aparece también su hija, la duquesa de Quiche,
bella como su madre, pero con más esfuerzo y menos naturalidad; y junto a la
condesa de Guiche habla y se agita la condesa Diana de Polignac.
En Diana de Polignac todo lo era el espíritu; la mujer en sí no era nada. Le
bastaba sólo con hablar para hacerlo olvidar todo; su cuerpo, su cara, su tocado, lo
poco que había recibido y lo poco que se esforzaba en parecer bonita.
Lo que la hacía más amable era su malicia, su modo de encararse con las cosas,
que la vengaba de sus enemigos veinte veces por día, la forma perspicaz de su
pensamiento y la delicada sal de sus epigramas, talentos que la hacían casi seductora,
pese a su naturaleza poco agraciada.
Diana de Polignac gustaba también por aquella visible lucha que mantenía entre
su cabeza y su corazón, su paso repentino de la alegría a la emoción mediante aquel
perpetuo cambio de tono de su alma, por esa mezcla y sucesión de ternura y de
comedia, de ironía y de sensibilidad. Su carácter era curioso, audaz, siempre
dispuesto, al que nada ni nadie intimidaba; un alegre humor que no conocía la pausa,
una despreocupación insolente, a la vez que contagiosa; una mujer inapreciable en
una corté para desempeñar en ella el papel de animadora, aturdidora y, sembradora de
la confianza; para arrimar la candela a las conversaciones, desafiar las alarmas,
disipar los negros pensamientos, hacer promesas de alegría y burlarse del futuro.
Y, por último, estaba la Reina, que asombraba y que oscurecía a todas las mujeres

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por su encanto y su persona, porque se hace necesario volver siempre a esta palabra
para tratar de describir a esta Reina que reinaba, aun sin corona, y en el mismo
Trianon, por sus deducciones de mujer; por todo cuanto su alma dejaba de traslucir al
exterior, y por todo lo que de ella dimanaba; por la voz, el ingenio, ese ingenio que le
ha creado envidias, incluso entre sus amigos, por el que nadie le ha rendido justicia y
que todos han procurado menguar.
El ingenio que la soberana había recibido de la naturaleza y desenvuelto con el
continuo ejercicio de la benevolencia, tenía un precioso y raro don: la caricia. ¡Qué
de recursos, qué de tacto y delicadeza en el halago habían añadido a sus naturales
disposiciones aquel hábito y ambición de María Antonieta de no permitir que nadie se
despidiera de ella sin recibir de sus labios una de aquellas frases o palabras que no
hacen ingratos!
La Reina desde los comienzos de su reinado habíase negado a adoptar y hacer uso
del acostumbrado murmullo ininteligible, que era corriente en las princesas de
Francia, y que las dispensaba de hablar para acoger a las personas presentadas. La
Reina hablaba a todos, tratando de hallar el camino del corazón o de la vanidad
personal de cada uno, y siempre lo encontraba, con aquella suerte, oportunidad e
inspiración casi providenciales, que en ella, la bienamada soberana, parecían como
una gracia.
¿No era acaso su espíritu el mejor formado y dispuesto para la vida privada? Ella
era la portadora a esta sociedad de la conversación íntima, de todos los encantos de su
regio papel, con libertad y gracia; aportaba su facilidad para condescender con los
demás, la costumbre de entregarlos su tiempo, la tendencia a alentarlos, la ciencia
para dejarlos siempre satisfechos de sí mismos. Podemos aseverar que era su carácter
muy fácil, que poseía una ingenuidad que resultaba encantadora, un aturdimiento que
se prestaba, de la manera más grata, a las pequeñas malicias de los que le inspiraban
afecto; amables enojos, cuando se traducía alguna de sus frases como libertad y
maldad; charlas que tenían el matiz y la ingenuidad de la confianza; alarmas
infantiles frente a las pequeñas inconveniencias que podían escapar de su vigilancia;
ciertos gestos, que tan caprichosamente criticaban las alegrías demasiado vivas; el
olvido de su enfado al ver ante su presencia una cara entristecida; accesos de risa, que
hacían disipar sus disfavores, y todo ello con indulgencia de Reina y perdón de mujer.
En contacto con el esprit de sus amigos, en familiaridad con la frase delicada y el
genio leve que encarnaba el siglo XVIII, el espíritu de la Reina, nacido alemán, había
sabido aprender todas las agudezas de Francia, sin perder nada de su ingenuidad, su
juventud, casi diríamos su infancia. ¡Qué tiempos aquellos! Su espíritu era entonces
el que correspondía a su edad: los libros serios, los negocios de Estado, todo lo que
era dominio del pensamiento y la actividad del hombre le repugnaban y fastidiaban
terriblemente, sin que el rostro de la Reina se tomara la molestia de disimularlo. El
espíritu de María Antonieta cedió al ejemplo de los conversadores más espirituales, y
de los más amenos maestros de la ironía. Pero la ironía de la Reina no producía

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heridas, antes bien se parecía a la malicia de una jovencita: se la hubiera creído una
travesura de su alegría y de su buen sentido.
Como la Reina era una amante de las letras, concedió una pensión a Chamfort,
amigo de M. de Vaudreuil, y ella misma le anunció la noticia, con palabras tan
halagadoras, que el agraciado dijo que jamás podría repetirlas ni olvidarlas mientras
viviera. Pero el único en recibir los favores de la Reina no era el autor de Mustapha et
Zéangir. María Antonieta recogía aplausos para todas las cosas del pensamiento que
estaban al alcance de sus ideas y de su sexo. Mientras servía al talento intercedía en
favor del genio. Ella fue la que inició la fortuna del abate Delille, ella fue quien
abogó por el retorno de Voltaire, saludando a su ancianidad y a su musa, y,
acordándose de la presentación hecha por la mariscala de Mouchy, baluarte de la
Enciclopedia, madame de Geoffrin, trataba de hacer recibir en la corte de Luis XVI al
autor de la Henriade.
El único quehacer de la Reina no residía en contar el chisme del día, la
maledicencia de las cortes, la anécdota que no le importaba un ardite. El tiempo de la
Reina, sus mejores horas, eran consagradas a los trabajos amables, atractivos, a las
bellas ocupaciones del arte, en especial a ese arte de la mujer, la música. Los grandes
músicos gozaban de la protección de la soberana, que incluso buscaba su amistad y
hacía la corte a su orgullo. Acercábase a ellos con familiaridad; era una especie de
patronato nuevo, tierno y abnegado el de María Antonieta cuando concedía a Guétry
sus elogios y cumplidos, y a la hija de Guétry el título de ahijada de la Reina de
Francia, cuando con sus «bravos» sostenía a Glück y le aportaba así los aplausos de
la corte entera, defendiéndole con entusiasta fuego contra los ataques de M. de
Noailles; dióle como garante en un asunto de honor al duque de Nivernois, en sus
primeras audiciones le alentó con promesas de éxito, procurando rodear su vanidad
de tantas atenciones como podía, no dudando ella misma de imponer silencio en su
salón cuando Glück se sentaba al clavecín; luchó de tal modo y de una forma tan
personal y directa, que logró el éxito de sus óperas contra las aficiones musicales de
la nación. Garat y la Saint-Huberty recibían iguales atenciones y el mismo celo
protector por parte de aquella Reina que daba a besar su mano a todas las glorias del
arte, del mismo modo que Luis XIV hacía sentar a Moliere junto a él.
La afición que la Reina sentía por la música la había conducido a la afición por el
teatro. Así, el teatro se convirtió en la gran diversión de María Antonieta, la gran
distracción de su espíritu que llega hasta a escuchar la primera lectura de las piezas
teatrales. Llegó a escuchar tres en una semana. La representación de la comedia se
extiende por toda Francia, desde el Palais Royal hasta el castillo de la Chevrette; se
hace necesaria una orden del ministro de la Guerra para imponer la disciplina en los
regimientos entregados al furor cómico y trágico. ¡A qué mujer no le gusta la moda!
¡Y a qué mujer no le gusta la comedia! ¡Y qué aburrido hubiera resultado el Trianon
de María Antonieta sin un teatro!
Como un templo es el teatro del Trianon. Su puerta se alza por uno de los lados

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del jardín francés: tiene dos columnas jónicas, ese frontispicio del que parece volar
un Amor blandiendo una lira y una corona de laurel. La decoración de la sala es de
blanco y oro; las sillas de la’ orquesta y la baranda de los palcos se encuentran
tapizadas de terciopelo de color azul, La primera galería se apoya en pilastras;
hocicos de león, rematados por los despojos de Hércules, y ramas de roble sirven de
sostén para la segunda galería. Encima, sobre el frente de los palcos, en forma de
claraboyas, amorcillos dejan caer las guirnaldas que sostienen. En el techo puede
admirarse una pintura de Langrenée que representa la danza de las nubes y del
Olimpo. Dos doradas ninfas retuercen y alargan sus miembros para hacer las veles de
portaantorchas a ambos lados del escenario; otras dos sostienen en lo alto del telón el
escudo de María Antonieta.
Aquel diminuto teatro que vio trabajar verdaderos actores, en el que se escenificó
la parodia de Alcestes, original de Glück, dio a la Reina la tentación de volver a sus
diversiones de su tiempo de Delfina. Después de mil obstáculos y minuciosos
arreglos, se llegó al acuerdo que, a excepción del conde de Artois, no sería admitido
ningún hombre en la compañía, y que los únicos espectadores serían el Rey,
Monsieur, y las princesas que no tomasen parte en el espectáculo. La condesa de
Provenza, invitada a tomar parte por su narido, negóse, para evidenciar delante de su
cuñada que juzgaba mal aquella diversión incompatible con su jerarquía.
Para emulación de los actores, se añadieron a aquel primer público, las damas le
la Reina, sus hermanas e hijas. A poco, y a medida que aumentaron el éxito y la
curiosidad, se permitió la entrada a los oficiales de los guardias de corps, a los
caballerizos del Rey y de los príncipes, sus hermanos, y hasta llegó a extenderse a
algunas gentes de la corte, los cuales asistían al espectáculo en palcos ocultos por
celosías. El cantor Caillot fue elegido para que formara y dirigiera las voces, en el
género fácil de la ópera cómica. Dazincourt fue designada para fomentar las
disposiciones cómicas de la compañía, instruida y guiada también por M. de
Vaudreuil, que era considerado como el mejor actor de sociedad de París.
Una vez ya preparada y montada la escena, comenzó el ciclo de representaciones
del teatro regio, iniciándose la serie con Le Roí et le Fermier, seguido de La Gageure
imprévue. La Reina, que al decir de Grimm, «ninguna gracia le está negada»,
representaba los papeles de Jenny y de la criada; el conde de Artois los del sirviente y
el de guardabosque; y eran acompañados por Vaudreuil, en el papel de Richard, y por
la duquesa de Guiche, en el de la joven Betzi. Diana de Polignac asumía el papel de
madre, y el del Rey corría a cuenta de M. Adhemar, que hablaba con aquella voz
temblona que tanto divertía a la Reina. On ne s’avise jumáis de tout, y Les Fausses
infidelités fueron las comedias que siguieron a aquellas obras. El conde de Mercy-
Argenteau, espectador que asistía de incógnito al regio teatro desde los palcos
secretos, nos refiere la fiesta de esta manera:

«Asistí a la representación de dos óperas cómicas cortas, que se titulaban

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Rose et Colas, y Le Devin du villaje. En la primera de ellas cabe destacar la
actuación del conde de Artois, del duque de Guiche, del conde de Adhemar,
de la duquesa de Polignac y de la de Guiche. En la segunda obra, la Reina
encarnaba el papel de Colette y el conde de Vaudreuil hacía el papel de
Adivino, y Adhemar, el de Colin. La voz de la Reina es en escena, agradable
y muy timbrada; hace su papel noblemente y llena de gracia; en conjunto, el
espectáculo ha conservado sus líneas como si se hubiera representado en una
sociedad teatral. En el semblante del Rey dibujábanse el contento y una
atención durante toda la función; durante los entreactos entraba al escenario
pasando al camarín de la Reina, donde asistía a su tocado. Monsieur, la
condesa de Artois y madame Elisabeth eran los únicos espectadores de la sala;
los palcos y los balcones estaban ocupados por gentes afectas al servicio de
palacio, sin que hubiera una sola persona de la corte».

Pero la ambición y las imprudencias no se hicieron esperar y la obra El Barbero


de Sevilla no representó ningún obstáculo para aquella compañía. Así fue como el 19
de agosto de 1785 se escenificó la obra; la Reina encarnaba el papel de Rosina; el
conde de Artois, el de Fígaro; Vaudreuil, el de Almaviva; el duque de Guiche, el de
don Bartolo, y M. de Cryssol, el de don Basilio.
El teatro del Trianon era la alegría de la Reina y también su más importante
ocupación. Ella quería tener en todo el papel más importante, para hacerlo y dirigirlo
todo; se entendía directamente con los proveedores, llenaba de recomendaciones y
observaciones las relaciones del tapicero. Aquel teatro era una pequeña provincia de
su reino, en el que la administración le pertenecía y en donde quería reinar a su
antojo. El despecho y las gestiones del duque de Fronsac no surtieron efecto para
someter el teatro del Trianon a su disciplina y gobierno, y entregarlo a las manos que
tenían todos los teatros de París; María Antonieta dio siempre la misma contestación
a todas sus pretensiones y a todas sus cartas:

«No podéis ser vos gentilhombre cuando nosotros somos los actores; por otra parte ya conocéis
sobradamente mis posiciones respecto a Trianon: allí no tengo corte, vivo como simple
particular».

Y siempre, la Reina no dejaba de velar sobre su querido Trianon, defendiéndolo


contra toda usurpación, impidiendo toda intromisión extraña y conservando el
dominio absoluto sobre sus diversiones, dominio que pone de relieve la siguiente
carta de la colección del conde Esterhazy, en las que nos revela su celo, su
absolutismo sobre su teatro y, a la vez, su clemencia de Reina:

«A mi entender, creo que mis espectáculos de Trianon deben estar exceptuados de las normas
ordinarias del servicio corriente. En cuanto al hombre que tenéis preso por el daño causado, os
pido que lo dejéis en libertad… Puesto que el Rey dice que es mi culpable, yo le indulto».

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CAPÍTULO V

Exigencias de los amigos de los Polignac. Es impuesta a la Reina la


designación de Calonne. La Reina se ve comprometida por sus amigos. Quejas
y desvío de los amigos de la Reina. Nace el duque de Normandía. Muerte del
duque de Choiseul. La Reina vuelve hacia madame de Lamballe. Movimiento de
opinión contra la Reina. La adquisición de Saint Cloud. Tristes presagios de la
Reina.

La vida íntima y las diversiones y afectos que ella proporciona están vedados a
los monarcas. Son como prisioneros de Estado encerrados en sus palacios, de los que
no pueden salir sin hacer decaer la fe en los pueblos y el respeto que les profesa la
opinión. Sus diversiones deben ser grandes y regias: sus amistades, elevadas y sin
confidencias; su sonrisa, pública y general para todos. Tampoco está en su mano
seguir su propio corazón ni abandonarse a él, pues ni siquiera les pertenece.
Al igual que los reyes, las reinas quedan sometidas a esa tortura que les impone la
realeza. Si por un momento se abandonan a sus inclinaciones particulares, nada puede
servirles de pretexto: ni su sexo, ni su edad, ni la sencillez de su alma, ni la
ingenuidad de sus gustos, ni la pureza y abnegación de sus ternuras, nada de todo eso
les conquista la indulgencia de los cortesanos ni siquiera el silencio de los malvados,
ni la caridad de la misma historia.
María Antonieta pasó necesariamente por esta experiencia que fue larga y
dolorosa; porque el comprobarlo no implicó sólo el reconocimiento de un error, sino
también la pérdida de una ilusión: María Antonieta dióse cuenta de que las reinas no
tienen amigos y este fue su mayor dolor. Todas las amistades en que ella había
depositado confianza no eran más que simples bases que se sostenían por cálculo e
intereses. Aquella brillante sociedad de que se había rodeado, se quitaba ahora la
careta, revelando sus exigencias y ambiciones. Su ambición y pretensión común era
que el Trianon fuese la antesala de sus fortunas, método fácil para encumbrarse a los
altos puestos, a los honores, al manejo de los grandes asuntos del Estado. La avidez,
los apetitos, los proyectos, las impaciencias bullían en el fuero íntimo de todos. Y en
aquella corte, que parecía a simple vista como una partida de placer acompañando a
la realeza de vacaciones, se dejaba seducir por la intriga, obligando a la Reina a
defenderse.
M. de Besenval, el amable gruñón de la sociedad, el que desdeñaba todos los
puestos, aspiraba tan sólo hacer ministros; M. de Adhemar el simpático cantante
exigía con tacto la embajada en Londres; incluso el propio M. de Vaudreuil

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manifestaba, siempre que había ocasión, su pretensión a ser preceptor del Delfín.
El aguijón y la voluntad de aquellos tres hombres radicaba en la cuñada de
madame de Polignac, Diana de Polignac. Era ella la que azuzaba sus deseos, su
pereza, sus recreos; les armaba, les gobernaba, les trazaba el plan de batalla y daba
órdenes. Era una mujer osada, segura de su crédito y de su puesto como dama de
honor de madame Elisabeth.
El importunar de aquel modo con demandas, o el retraso con que las concedía,
sembraba en todo aquel grupo la acritud y el enojo. Con todo, y pese a la
preocupación de todos sus amigos, la condesa Jules de Polignac conservaba el mismo
humor de siempre, su misma tranquilidad, igual dulzura: era la amiga de siempre.
Pero la Reina dábase perfecta cuenta de que no era más que un dócil instrumento
entregado a discreción en manos de la duquesa, de la condesa, de M. de Vaudreuil, de
todos los que se le acercaban, y a los que sin fatiga les prestaba sus servicios. En una
entrevista que María Antonieta celebró un día con Mercy-Argenteau, un poco
avergonzada de su debilidad para con la amiga y tratando de justificarla, habló largo
rato de lo difícil que resulta, resistir a esa complacencia que es la amistad, que nos
induce hasta excusar los defectos y errores de los que apreciamos, y dejó escapar
tristemente que la condesa de Polignac había sufrido un cambio y que ella no la
reconocía.
Por algún tiempo María Antonieta vivió en la creencia de que quizás tenía en
torno suyo caracteres bastante grandes, afectos bastante nobles para amarla a ella sin
pedir nada a la Reina; mas ahora veíase obligada a abrir los ojos ante la triste
realidad.
Pero una ruptura con los Polignac hubiera causado un escándalo por lo mucho
que estaba ligada y unida a su mundo. La espera se hacía forzosa. Pero, sin embargo,
en torno a ella, Versalles, en donde las mercedes ya no se obtenían más que de
segunda mano, se iba quedando vacío; las grandes familias de Francia abandonaban a
su Reina, a la Reina del Trianon.
Vano fue el tiempo que pasó María Antonieta tratando de desarmar a sus amigos
haciendo concesiones a sus exigencias. Sintiéndose poco dispuesta hacia M. de
Calonne, y no esforzándose en ocultarlo cedió, no obstante, durante los días de
debilidad física que siguieron a un mal parto. Y M. de Calonne hombre que había
vendido sus complacencias al grupo Polignac, fue nombrado inspector general de
finanzas. María Antonieta, molesta ante semejante tiranía, dejaba escapar el temor de
que las finanzas pasaran de las manos de un hombre honrado, sin talento, a las de un
hábil intrigante. No se logró que la Reina simpatizara con Calonne, a pesar de los
esfuerzos de los Polignac y de la baja adulación del nuevo ministro. El público
rumoreaba que María Antonieta y M. de Calonne eran cómplices y aliados, mientras
María Antonieta permanecía alejada de él, como del vivo remordimiento de su
debilidad. Desconfiaba y sospechaba de su persona, rechazaba sus simpáticos
halagos, y se congratulaba de haber rechazado el millón que M. de Calonne quería

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distribuir, en nombre de la Reina de Francia, entre los tres millones dados por el Rey
Luis XVI a los pobres durante el invierno de 1784.
La comedia Fígaro sirvió de aviso a la Reina de que existía otro grupo que no
temía abusar de su real patronazgo. Por medio de esa maravillosa sátira de la corte y
del siglo, la sociedad de madame de Polignac vino a despertar la curiosidad de la
Reina, obra escrita sin duda, tomando por modelo la realidad y bajo las indicaciones
del príncipe de Conti. La Reina entregó la obra al Rey, quien daba la palabra qué la
función no sería puesta en escena y extendía una carta-orden, suspendiendo su
representación en el teatro de los Menus-Plaisirs. ¿Quién era entonces capaz de
atreverse a desafiar la voluntad del Rey para hacer representar la comedia original de
Beaumarchais en su casa de campo? ¿Quién era el que propagaba los rumores de la
prohibición, de las supresiones y garantizaba la moralidad de la pieza? M. de
Vaudreuil. ¿Y quién, por último, cuando Beaumarchais venció la voluntad del Rey, y
se representó la obra en público, abogaba siempre por la causa y gloria de
Beaumarchais? Siempre M. de Vaudreuil, que trataba de ofuscar a la corte para así
ofuscar a la Reina.
La Reina queriendo ahogar todos aquellos gritos de loco capricho que corrían por
las calles de París, dijo al doctor Seyffer quien le refería ante madame de Lamballe
que venía de visitar a Beaumarchais enfermo:
—Por muchas purgas que le administréis no le quitaréis todas sus maldades.
Desengañada, no había podido callar sus reproches a M. de Vaudreuil y le hizo
presente sus quejas por la indiscreción y la temeraria amistad que la había puesto en
berlina por un exceso de ingenio. Y entonces aquel hombre, viendo que se le
escapaba el futuro, no supo contenerse; y fuera de sí, estalló en cólera, olvidándose
incluso de sí mismo, y sucedió que un día la Reina mostró a madame Campan su
magnífico taco de billar —un colmillo de rinoceronte con taco de oro— partido en
dos pedazos. ¡M. de Vaudreuil lo había roto, enfurecido, dando contra una bola de
billar bloqueada!
Aún se registraron motivos de más grave enfriamiento entre la Reina y el grupo
de los Polignac: las supresiones ministeriales, a las que al fin la Reina tuvo que
avenirse. Entonces los hombres de aquel grupo empezaron a temer por los beneficios
que habían obtenido hasta aquella fecha. Besenval, tomando la palabra en nombre de
todos, le dijo a la Reina un poco enojado:
—Es terrible tener que vivir en un país en donde uno no tiene la seguridad de
poseer mañana lo que poseía la víspera. ¡Eso sólo ocurre en Turquía!
La petición que hizo la Reina a M. de Polignac de que presentara la dimisión de
su cargo de Correos, hirió profundamente a éste y, en presencia del arzobispo de
Tolosa, ante el cual había querido discutir la necesidad y conveniencia de su
dimisión, le dijo a la Reina:
—Señora, no tengo que pedir a Vuestra Majestad una decisión, que no puede
resultar dudosa, basta que Vuestra Majestad me ponga en evidencia el más leve deseo

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para que cese en mi cargo, que obtuve de sus bondades, para que se lo devuelva; y
aquí le presento la dimisión.
La Reina aceptó la dimisión de M. de Polignac, y no accedió a hablar al Rey en
favor de las deudas contraídas por M. de Vaudreuil. Los lazos de amistad estaban a
punto de romperse. En el salón de madame de Polignac ya no aparecía Mercy. M. de
Fersen se separó de él por completo. La Reina formó entonces su sociedad íntima con
algunos extranjeros; y como fuere que un amigo le avisó los peligros que corría
aquella preferencia tan marcada, le contestó con tristeza:
—Os sobra la razón; ¡pero es que éstos no me piden nada a cambio!
Un gran pesar, en aquellas circunstancias, venía a herir a María Antonieta en las
esperanzas a las que jamás renunciara por completo, y a las que durante los últimos
tiempos se había aferrado más vivamente. Perdía al hombre hacia el que se había
dirigido en primer término su maternal gozo al traer al mundo el duque de
Normandía, la persona a la que había escrito esta misiva, la primera que escribió al
dejar el lecho:

«Me he enterado por madame de Tourzel de la participación que habéis tomado en la pública
alegría, con motivo del feliz acontecimiento que acaba de dar un heredero a la corona de Francia.
Doy gracias al Señor por haber escuchado mis deseos y me halaga la esperanza de que, si se
digna conservarnos a nuestro querido hijo, será él un día la gloria y las delicias de este buen
pueblo. Me han afectado mucho los sentimientos que me habéis manifestado en esta circunstancia,
y que me han hecho recordar gratamente los que me inspirasteis hace años, en la corte de mi
madre. Os aseguro, señor duque, que desde aquel día no han cesado de ser los mismos, para vos y
que nadie tiene el anhelo más vivo de convenceros de ello que
MARÍA ANTONIETA»
Versalles, 15 abril.

El 5 de abril de 1875 nació el duque de Normandía, y el de mayo de aquel mismo


año moría el duque de Choiseul, cuya muerte arrebataba a la Reina un amigo cuya
amistad no tenía ningún peligro, y cuyo favor no hubiera tenido ninguna exigencia.
Con su muerte, la Reina debía renunciar a su única ilusión, a la única obra de política
a la que ella hubiera puesto alguna continuidad: la vuelta al poder de Choiseul, el que
fue el negociador de su matrimonio.
Vanos hubieran sido todos los afanes para acercar a. Choiseul al Bey, a aquel Rey
que durante tanto tiempo había dicho y repetido:
—¡No quiero oír hablar más de ese hombre!
Vano hubiera sido también que el Rey. le hubiese consultado, con motivo de la
renovación del tratado de 1755, en los momentos en que la política de M. de
Vergennes amenazaba a Francia con un tratado de alianza entre las cortes de Austria y
de Inglaterra; vano hubiera sido también que anunciara y ensayara el retorno de
Choiseul, mediante el nombramiento de M. de Castries, al que la opinión pública
consideraba como el continuador de los planes del antiguo y fallecido ministro; vanas
hubieran resultado todas las victorias conseguidas con tanta paciencia, aquellas
conversaciones que el Rey, a ruegos de la Reina, acababa por conceder a M. de

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Choiseul, y de las que el Rey salía con menos prevenciones contra éste, y de mal
humor contra M. de Vergennes; las resistencias, triunfantes, al fin, que había hecho la
Reina a la política de M. de Maurepas, tan bien sostenido por madame de Maurepas y
el abate de Veri; todo el terreno que ella había hecho ganar a M. de Choiseul después
de la muerte de M. de Maurepas.
¡Cuántos esfuerzos estériles! ¡Y a la hora en que todo estaba tan bien dispuesto,
en que todo parecía salir a pedir de boca, en el momento en que los errores de M. de
Calonne servían tan bien a su posible sucesor, pareciendo llamar al gobierno de
Choiseul, era cuando el duque desaparecía arrebatado bruscamente por la muerte, y
ya no le quedaban a la Reina más que descontentos ingratos!

Entonces los ojos de la Reina se volvieron hacia una amistad que jamás le había
pedido nada, y que, aunque tuviera menos coquetería, una manera no tan graciosa, y
un agrado menos vivo que la amistad de madame de Polignac, no le era menos afecta
en sinceridad ni en abnegación.
Hay errores y distracciones del corazón que no alcanzan ni a su memoria ni a su
reconocimiento. Madame de Lamballe volvía a vivir en el corazón de la Reina. Su,
recuerdo no se había marchitado aún, sin que el espejo de su habitación, en el que
estaba pintada la princesa necesitara recordársela. Entre la Reina y madame de
Lamballe parecía como si tan sólo se hubiera interpuesto una ausencia. Con ocasión
de la muerte de su hermano, el príncipe de Carignan, fue a comer con ella al hotel de
Tolouse sin ningún embarazo. María Antonieta volvía a esta amiga sin ningún
esfuerzo, con la alegría de un reposo, junto a una amiga que se había alejado sin un
murmullo, y que ahora la acogía sin una queja:
—No creáis nunca —le decía la Reina— que sea posible no quereros.
Aún esperaban a María Antonieta otras amargas decepciones contra las cuales
incluso los consuelos de madame de Lamballe serían insuficientes. La sátira, la
canción, las inocentadas, la risa y la calumnia escondidas bajo Luis XIV en Versalles,
ocultas bajo las canciones a estilo de Maurepas, eran ahora públicas, insolentes,
esparcidas por la prensa clandestina, y corrían de boca en boca entre el pueblo. Esto
hacía menguar el amor de la nación a ojos, vistas y el respeto al populacho. Un viaje
a París fue la ocasión en que la Reina pudo tristemente comprobar el cambio y la
transformación experimentados por la opinión. Los «bravos» ya no se oían por
ninguna parte, ya no escuchaba aclamaciones… ¿Volverían alguna vez aquellas
jornadas de 1777, aquellos gritos, aquellos cánticos, aquellos coros de ópera,
repetidos por una sala delirante? Se recibió a la Reina con el más profundo silencio y
la indiferencia mostrábase por doquier. Regresó a Versalles llorando y preguntándose:
«¿Pero qué les he hecho yo?»
¡Qué desdicha la suya! ¡Iniciaba el aprendizaje de la impopularidad!

Entonces fue cuando adquirió el castillo de Saint-Cloud, ignorando y buscando

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cuáles eran sus culpas, desesperada y asiéndose a todo recuerdo, a la superstición del
pasado. No lo hacía tan sólo como madre, pues la Facultad de Medicina había
aconsejado retener allí a su hijo; ni como esposa, para reunir allí a la familia real
durante las reparaciones de Versalles; sino que Saint-Cloud era para los ojos de la
Reina una aproximación entre ella y su pueblo. Versalles y el Trianon la habían
alejado de él; ella se dispuso ir a su encuentro y se acercaba a él. ¿Acaso no había
sido Saint-Cloud su primer paso hacia la popularidad? ¿No fue allí donde se dio
cuenta por primera vez de que Francia la quería? ¿No conservaban aquellos jardines
el eco de los aplausos de la multitud enardecida, el rumor de su dicha y de su gloria?
¿Cómo no creer por segunda vez en el genio de aquel lugar?
Si ella se paseara como antaño, codeándose con los parisienses endomingados, si
se mezclara a las diversiones y espectáculos de ellos, asistiendo a las regatas, junto a
los barqueros, con sus hijos de la mano, cuando mostrase el Delfín a todo París, aquel
Delfín, levantado en sus brazos por encima de los vivas, ¿quién le impediría
recuperar a Francia y al pueblo de 1772 y 1773?
¿Quién? Los tiempos y los hombres.
Las acusaciones empiezan contra la Reina, precisamente la víspera de la compra
de Saint-Cloud al duque de Orleáns. Y al día siguiente hacen su estallido. «Es un
enorme gasto —proclaman— en el momento en que las finanzas de la nación pasan
por una crítica situación». Un cartel fijado por la policía del interior que dice:
Propiedad de la Reina, hace exclamar insolentemente a Espremesnil «que es inmoral
y hasta impolítico ver palacios propiedad de una Reina de Francia[12]». Los
habitantes de Saint-Cloud obligados a alojar a las gentes de la corte, que no caben en
el castillo, se alzan contra la Reina; y aquel pueblo que la Reina espera volver a atraer
de nuevo yendo hacia él… ha recogido el epíteto salido de los salones del partido
francés.
—¡Vamos a ver correr las fuentes de Saint-Cloud y Ver a la Austríaca!
Es la propia María Antonieta quien va a referirnos sus tristezas, sus alarmas y
presagios, aquellos días amenazadores, en los que la violencia empieza a asomarse y
agitarse luego en los corazones, aquella violencia que anuncia Bossue que es la
revolución de los imperios. Años después, la Reina escribía a Inglaterra:

«En el sitio donde os encontráis podeis tener la inmensa dicha de no enteraros de asuntos del
Estado. Aunque sea ese el país de las cámaras alta y baja, de las oposiciones y de las mociones,
podeis taparos los oídos, sin escuchar nada, pero el ruido de aquí es ensordecedor. Las palabras
oposición y moción rigen aquí al igual que en el parlamento inglés, con la única diferencia de que
cuando en Londres, se pasa al partido de la oposición empiezan todos por despojarse de las
mercedes del Rey, mientras que aquí, muchos se oponen a todos los deseos prudentes y beneficios
del más virtuoso de los monarcas y prevalecen conservando siempre sus beneficios; eso será acaso
más hábil, pero no será tan noble. El tiempo de las ilusiones se fue y atravesamos en estos
momentos circunstancias críticas y muy crueles; hoy pagamos caro nuestro encaprichamiento y
entusiasmo por la guerra de América. La ley de las gentes honradas y llanas se ve pisoteada por el
número y la conjura. Se abandona el fondo de las cosas para engañarse con palabras y hacer
fructífera la querella, entre las personas. Los sediciosos arrastrarán al Estado en su pérdida antes
que renunciar a sus intrigas».

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CAPÍTULO VI

La calumnia y la Reina. Libelos, sátiras, folletos y canciones contra ella.


Testigos contra el honor de la Reina: M. de Besenval, M. de Lauzun, M. de
Tayllerand. Juicio del príncipe de Ligne. Exposición del asunto del collar.
Detención del cardenal de Rohan. Defensa del Cardenal. Negaciones de
madame de Lamotte. Declaraciones de la de Oliva, y de Rétaux de Villette.
Examen de las pruebas y testigos de la acusación. Fallo del Parlamento. El
mercado aplaude la absolución del Cardenal.

A las once de la mañana del día 15 de agosto de 1785, era detenido en Versalles,
el príncipe de Rohan, gran limosnero de Francia, cumpliéndose una orden del Rey.
Francia, Europa entera, iban a ser los testigos de un gran proceso que iba a iniciarse
ante el Parlamento.
Se hace necesario poner al lector en antecedentes antes de abordar esta fatal y
vergonzosa comedia del asunto del collar, refiriendo el comienzo y la preparación de
la misma. Hay que poner de relieve cuál era el estado de ánimo de la opinión pública,
y recordar, aunque sea muy por encima, todas esas acusaciones anónimas y flotantes,
que fueron anuncio y precedente de aquel gran proceso.
Este es uno de los dolorosos deberes de todo historiador de María Antonieta. Por
mucho que se esfuerce en no hacerlo se le hace forzoso descender aunque sea por un
momento hasta el escándalo y confrontar con el ultraje la memoria de la Reina. Bien
quisiera despreciar tan miserables injurias, abandonándolas a su vergüenza,
cubriéndolas con su silencio; pero como se trata de la virtud de la Reina, hay
revelaciones que la historia exige de él; pudores cuyo sacrificio le impone la verdad.
¡Dura ley, para la que nos vemos obligados a repetir la calumnia a fin de poder
rebatirla!
¡La calumnia! ¿Es que, a partir de 1774, hubo un día en que la calumnia
descansara en torno de María Antonieta? Desde Le lever de l’Aurore hasta aquellos
libelos que franqueados gratuitamente eran distribuidos por toda Francia, ¿qué es lo
que la calumnia ha dejado en pie? ¿Qué es lo que no se ha atrevido a tocar? ¿Hasta
dónde penetró? ¡Ha redactado sus libelos en las oficinas de la policía! Ayer en el Oeil
de Boeuf lanzó sus canciones a los mismos pies del Rey; hoy, ¿dónde no se alberga?
Oíd los «se dice», las frases, las suposiciones, las invenciones, las palabras
vertidas al oído, las carcajadas; escuchad a los descontentos, los rencores, los celos, la
fatuidad; las pasiones de los individuos y las pasiones de los partidos políticos; ¡oíd
los cuchicheos y las murmuraciones de un pueblo, que bajan y suben, ascienden y

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descienden desde el mercado a Versalles y de Versalles al mercado! ¡Mezclaos con el
populacho, oíd a los cocheros, a los cortesanos, trayendo la calumnia de Marly,
trayéndola de los bailes que daba la Reina, llevándola por correo a París!
Escuchad a los marqueses en el foyer de los teatros, en las casas de las Sofías
Arnould y las Desmare; en casa de las cortesanas y las cantantes. Id por la calle, por
la antecárama, por los salones de la corte hasta llegar a la misma familia real: la
calumnia flota por todas partes, hasta al lado de la Reina.
No hubo una sola diversión o recreo de María Antonieta que la calumnia no se
encargara de convertirla en una sospecha y en un ultraje. ¡Qué presa eran para ella
sus más insignificantes juegos! ¡Qué botín aquella disipación inocente, a la que la
Reina se entrega con la seguridad de su tranquila conciencia sin reproche! Los
aturdimientos de sus paseos a caballo, sus diversiones en los bailes de Saint-Martin
en la sala de comedias de Versalles, aquella asistencia a los bailes de la ópera, a los
que va con una sola dama de palacio y sus acompañantes, vestidos con casaca gris.
¡Y qué victoria no fue para la calumnia aquel día en que, habiendo sufrido el coche
un percance a su entrada en París, penetraba en el baile con esta frase sin malicia!:
—¡Yo en fiacre! ¿No resulta muy divertido?
¡Cuántos rumores no se propalaron sobre los paseos nocturnos que daba por la
terraza del palacio! ¡Qué, murmuraciones sobre sus retiros en el Trianon!
¿Ha sido respetada una sola de las amistades de la Reina? ¿Existió un solo afecto,
incluso de los mismos que parecían oponerse a la calumnia, que haya sido sagrado
para los autores de la calumnia? Ni un solo hombre ha podido aproximársele,
cualesquiera que fuesen entre la Reina y él los lazos de la sangre, la diferencia de
años, sin que la calumnia no aprovéchala la ocasión, y no compadeciera a Luis XVI.
¿Que la Reina otorgaba su favor y distinguía a M. de Coigny? Poco o nada importaba
que fuera un perfecto gentilhombre, que poseyera unas sólidas virtudes. Poco
importa; a pesar de todo la esposa era condenada.
¡Qué de murmuraciones a cada uno de los embarazos de la Reina! ¡Cuántos
nombres se pronunciaron, incluso aquellos que parecían más absurdos! Eduardo
Dillon, M. de Coigny, el duque de Dorset, el príncipe Georges de Hesse-Darmstad, y
el oficial de guardia de corps Lambertye, y un tal Roure, y un señor de Saint-Paër, y
el conde de Romanzof y Lord Seymour, y el duque de Cuines, y el joven Lord
Strathavon… Hagamos punto. Si nos proponemos descender más ya descenderemos a
la inmundicia del arroyo: la Lista civil ¡la lista, «de todas las personas que tuvieron
relaciones de libertinaje con la Reina»!…
De todas esas anécdotas, crónicas, frases, canciones, libelos, sátiras,
murmuraciones, de esa conjura y calumnia organizadas contra María Antonieta ¿qué
ha quedado? Desgraciadamente algo: un prejuicio.
¡Terrible suerte la que correrá esta Reina, cuyo proceso se incoará sin
documentos, y cuya memoria será deshonrada sin pruebas! Y con todo, ¿en dónde se
encuentran los hechos? El rostro de la Reina volvía a la primavera cuando encontraba

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a Dillon en el baile, dice un libelo. Un fabricante de anécdotas citará, según otros, una
frase que la Reina no ha podido decir y otra frase que no ha salido siquiera de la boca
de Luis XVI. Ahí están pues todos los hechos acerca de Dillon. ¡Casi lo mismo
ocurre en mayor o menor grado con todos los demás! ¿Pero qué es lo que hay más
allá de las murmuraciones? Tras de la vaga acusación, impersonal e irresponsable,
¿dónde se oculta su acusador? ¿Por qué no sale a la luz el testimonio en contra del
honor de María Antonieta? ¿Y dónde está el testigo? El testimonio es una frase de M.
de Besenval; el testigo M. de Lauzun.
En sus Memorias M. de Besenval refiere que teniendo que hablar a la Reina,
cuando el asunto del duelo entre el conde de Artois y el duque de Borbón, fue
introducido por madame Campan en un aposento donde reconoció un billar por haber
jugado allí a menudo con la Reina; y, después, en otra habitación, sencilla pero
cómodamente amueblada. «Me asombró —dice Besenval— no el que la Reina
hubiera deseado tantas comodidades, sino que se hubiese atrevido a procurárselas».
He aquí en lo que Besenval funda su acusación: una habitación que él no conocía al
lado de otra que conocía en Versalles, en este otro Vaticano que tiene ochocientas
habitaciones, esto es suficiente a Besenval para lanzar su sospecha, y más que
sospecha su condena contra María Antonieta. Es importarle un ardite el honor de una
Reina y las exigencias de la justicia histórica. Esto sin dejar de tener en cuenta que
madame de Campan explica sin rodeos el destino de aquella habitación, que más que
una alcoba era un departamento compuesto por una pequeña antecámara, una alcoba
y un gabinete que estaban destinados a alojar a la dama de honor de la Reina en caso
de alumbramiento o de enfermedad, uso para el que había servido yo.
A M. de Besenval le sobraba toda la razón del mundo para indignarse y
asombrarse por tan poco. ¿Qué le decía a madame de Campan mientras subía tras ella
los escalones que conducían a este misterioso aposento?
—¡Querida Campan, no es cuando se tiene el cabello de plata y surcos en el
rostro cuando uno espera que una reina joven y bonita os haga ir por ocultos caminos
para otra cosa más que para negocios!
La reflexión era propia de un filósofo; pero ¿M. de Besenval había tenido siempre
aquella filosofía? ¿No se olvidó un día de sus arrugas y de sus cabellos de plata y
hasta de sí mismo para echarse a los pies de la Reina?
—¡Levantaos, señor —le dijo la Reina—, el Rey no sabrá nunca esa falta que os
haría caer en desgracia para siempre!
Y M. de Besenval había tenido que incorporarse, balbuceando y notándosele en la
cara uno de esos sonrojos cuyo remordimiento guarda un hombre galante con el ardor
de la venganza.
Examinemos ahora algo más que una frase; una declaración. Tenemos aquí todas
las pruebas, todos los hechos, en una palabra, la acusación de M. Lauzun. Resultaría
muy fácil poder recusar a ese testigo, a ese «romántico» que no había podido ser
heroico, al hombre que está juzgado por sus Memorias; que, vivo, ha puesto en

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evidencia a todos sus amoríos, y que, muerto, los ha deshonrado. No hablaremos del
hombre: la mejor venganza para María Antonieta será dejarle hablar.
En las habitaciones de madame de Guémené la Reina se había encontrado con
Lauzun y le acogió con bondad. «En dos meses —dice Lauzun— me convertí en una
especie de favorito». M. de Lauzun nos recuerda aquí que su favor cerca de la Delfina
comenzó el día en que, después de permanecer tres semanas en Chanteloup, y del
ofrecimiento de su fortuna y su persona al dueño de Chanteloup, hacía su entrada en
el baile de madame de Noailles siendo portador de noticias del ministro desterrado.
María Antonieta, reina ya, no se había olvidado de sus gratitudes de Delfina, ni del
abnegado pariente de M. de Choiseul, cuya abnegación para con aquél había
castigado Luis XVI con su caída en desgracia. Pero sigamos con el caso Lauzun. Es
reclamado por su regimiento y parte; luego vuelve, y su favoritismo llega hasta su
apogeo. «La Reina no permitía que me alejara de la corte, me hacía siempre jugar a
su lado, me hablaba continuamente, iba todas las tardes al salón de la Guémené y
mostrábase fastidiada cuando había demasiada gente que le estorbara en sus
ocupaciones junto a mí». Si creemos a Lauzun, la Reina se aproxima a él, hasta el
extremo que él tiene que suplicarle que disminuya un tanto las «elocuentes pruebas
de sus bondades». Y la Reina contesta a la súplica de M. de Lauzun (sería preciso
poder dudar de la palabra o la memoria de M. de Lauzun para no dudar de la Reina)
diciendo:
—¿Lo creéis así? ¿Hemos de ceder a las palabras insolentes? No, monsieur de
Lauzun, os equivocáis, nuestra causa es común, no os perderán a vos sin perderme a
mí también.
M. de Lauzun, este héroe de aventuras, tiene que huir y alejarse de la corte y
dirigirse a Rusia, no obstante el favor que le hacen sus enemigos y las indiscreciones
de la Reina. Al anunciar su determinación de partir para Rusia es cuando
encontramos la escena fuerte de una novela. Dejemos la palabra, no a las memorias
interrumpidas en 1822, en las que el celo de la censura ha servido tan mal a la causa
de la Reina, sino al auténtico manuscrito que escribiera M. de Lauzun:
«—… ¡Lauzun! ¡No me abandonéis, os lo suplico! ¿Qué será de mí sin vos? —
dijo la Reina.
»Sus ojos estaban arrasados en lágrimas; yo también estaba conmovido hasta el
fondo de mi corazón y me eché a sus pies:
»—¡Que no pueda pagar con la vida tantas mercedes y bondades y una
sensibilidad tan generosa!
»Ella me tendió la mano, que yo besé muchas veces no sin ardor, sin cambiar de
postura. Entonces se inclinó hacia mí con ternura; la estreché contra mi corazón, que
se sentía verdaderamente conmovido. Ella enrojeció, pero la cólera no asomó a sus
ojos.
»—¡Y bien! —dijo entonces alejándose un poco—. ¿No lograré nada?
»—¿Podéis creerlo? —contesté con fuego—. ¿Me pertenezco? ¿No lo sois todo

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para mí? Sólo quiero servir a vos; sois mi única soberana —Continué un poco más
tranquilo—: Vos sois mi Reina, vos sois la Reina de Francia —sus ojos parecían
pedirme otro título más…»
Dejando hablar a M. de Lauzun resulta que la Reina se brindó a M. de Lauzun y
él la rechazó. Esto sirve de contestación a M. de Lauzun.
¿Pero es que Lauzun no es también un historiador a estilo Besenval? Hay, en
efecto, en la vida de este don Juan una página vergonzosa, un día de derrota, que las
Memorias de M. de Lauzun silencian totalmente. Es el día en que la Reina, abriendo
bruscamente la puerta, lanzó a M. de Lauzun un:
—¡Salid, señor!

Se me olvidaba una última calumnia, la calumnia a propósito de Fersen; pero ésta


tiene por avalista algo inferior al testimonio de Besenval o de Lauzun: no tiene en su
abono más que la palabra de M. de Tayllerand.
¿Qué acusadores quedan ya contra María Antonieta? Sus defensores son aquellos
que propugnaban que sería mal servir a la memoria de la Reina el «negarlo todo»,
puesto que hay que conceder una parte de culpa a sus flaquezas, absolver las
debilidades de su sexo y de la Humanidad, y así aún le quedarían bastantes nobles
virtudes para merecer la piedad, la simpatía y hasta la estimación de la posteridad.
¡Qué clase de historiadores, los que prestan semejante facilidad a la Historia y
comprometen su moral hasta semejante indulgencia! ¡Amigos más perversos que los
enemigos de María Antonieta, como ese Tilly, que, para defenderla, la excusa!
No; María Antonieta no necesita excusas; no, la calumnia no fue la maledicencia:
María Antonieta permaneció pura. Todo lo que había en ella de juventud, de mujer,
de humanidad, lo dicen, estas palabras del príncipe de Ligne:
«La pretendida galantería de María Antonieta no fue jamás sino un profundo
sentimiento de amistad hacia las personas y una coquetería y vanidad de mujer, de
Reina, que sólo tenía un afán: agradar a todos».
El juicio que emitirá la Historia no saldrá de los límites de este juicio: se atendrá a
él, y en él se detendrá, como en la medida precisa de la equidad, la verdad y la
justicia.

Hay quien ha querido utilizar el asunto del collar, convirtiéndolo en la condena de


María Antonieta, cuando precisamente es la condena de la calumnia. ¿Dónde había
mejor prueba de lo absurdo y monstruoso de esas perjuras acusaciones?
El proceso es muy sencillo: a la Reina es inocente, o nos vemos precisados a
admitir que la Reina se vendió por una joya. ¿Y a quién? Al hombre de Francia
contra el que abrigaba las más vivas prevenciones. Y si admitimos esa hipótesis,
¿cuáles son los testigos cuya afirmación triunfa contra la negativa de la Reina?
¡Aquella pléyade de desgraciados, sin empleo, sin recursos, que recurre a todos los
medios, caballeros de industria, entrometidos, pordioseros, que van a recoger el pan

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en las antecámaras y viven del azar y la prostitución entre el Monte de Piedad y la
cárcel de Bicêtre, infortunados que vagaban de posada en posada, disputando a brazo
partido con los posaderos, perseguidos de alojamiento en alojamiento por sus muchas
deudas y clamorosas vergüenzas!
El asunto es el siguiente: Un joyero que se llamaba Boehmer había vendido a la
Reina unos pendientes por 360.000 libras pagaderas del peculio privado de la Reina,
que alcanzaba a 100.000 escudos anuales. Había vendido al Rey, con destino a la
Reina, un aderezo de rubíes y diamantes blancos, y luego un par de brazaletes de
800.000 libras. Por aquel entonces la Reina decía que su joyero resultaba muy caro y
que no quería comprarle nada más, y el público la veía tan rara vez llevar aquellas
preseas, que creía había renunciado a ellas.
En tanto, Boehmer trabajaba en reunir los diamantes más hermosos para crear con
ellos un collar de varios hilos, que secretamente abrigaba el deseo de ofrecer a la
Reina. Pensaba que propondría a la Reina que se lo comprara valiéndose de algunas
personas de la corte; un gentilhombre de la cámara del Rey consintió en presentar la
joya al soberano. Maravillado éste por la gran belleza de los diamantes, corrió a
ofrecérselo a la Reina; pero ella le manifestó al Rey que quedaría afligida por el
despilfarro que suponía la compra de aquella hermosa joya; y que poseía ya
diamantes muy hermosos; y que era costumbre en la corte no lucirlos más que cuatro
o cinco veces al año; y que pensando en la situación general —recordemos que
Francia estaba en guerra— valía más adquirir un navío para la Armada de Francia
que un magnífico y precioso collar para su Reina.
Un año después, habiendo fracasado Boehmer en su tentativa de ofrecer el
referido collar a todas las cortes de Europa, el Rey se lo ofreció nuevamente a la
Reina, quien se mantuvo en su posición de negativa rotunda. Boehmer, ante esa
negativa, en calidad de joyero de la corona, solicitó una audiencia de la Reina.
Durante la audiencia se echó a sus pies, declarándole que estaba arruinado; que su
único recurso era el río. La Reina le tranquilizaba contestándole que ella no había
encargado la compra de aquel collar que ahora era el motivo de su bancarrota, y que a
todas sus proposiciones encaminadas a la compra de nuevas joyas había contestado
igualmente que no quería añadir diamantes a sus diamantes.
—Os rechacé el collar —terminó diciéndole—, el Rey quiso ofrecérmelo y lo
rechacé igualmente. Os ruego que no me volváis a hablar de ello. Divididlo y tratad
de venderlo, y no hagáis disparates.
Y a partir de aquel día, puesta en guardia contra la repetición de aquellas escenas,
evitaba a Boehmer y, a fin de mejor evitarlo, daba al oficial joyero todas aquellas
joyas que necesitaban de una reparación.
El asunto parecía concluido para la Reina, cuando Boehmer hizo su reaparición el
día 3 de agosto de 1785 ante madame Campan reclamando el dinero del collar
comprado por orden del cardenal de Rohan en nombre de la Reina. Madame Campan
enteró de lo sucedido a la Reina. La Reina, que había visto la exaltación de Boehmer,

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creyó que estaba loco. Una entrevista con el joyero y luego la memoria de Boehmer y
Bassenge pusieron a la Reina pronto al corriente del asunto relativo a la compra del
collar, realizado en nombre suyo por el cardenal de Rohan y con la firma de ella
estampada al pie del contrato. ¡Cuál no sería al dolor y la sorpresa de la Reina ante
aquel golpe imprevisto que le asestaban!
Dolor y estupefacción que se manifiestan, con el acento de verdad más sincero, en
esta carta de María Antonieta a su hermano José II:

«Seguramente, querido hermano, ya os habréis enterado de la catástrofe del cardenal de Rohan.


Aprovecho la oportunidad que representa el correo de M. de Vergennes para haceros de ello una
síntesis. Sirviéndose de una firma que ha creído mía, el cardenal ha confesado haber comprado en
mi nombre un collar de diamantes valorado en un millón seiscientos mil francos, y pretende ahora
haber sido engañado por una tal Mme. de Valois de Lamotte. Esta intrigante de la más baja calaña
no tiene aquí ningún puesto ni tuvo jamás acceso cerca de mí. Desde hace dos días se halla en
prisión en la Bastilla, y aunque en su primer interrogatorio confiesa haber tenido muchas
relaciones con el C…, niega toda participación suya en la compra del collar. Es curioso observar
que todo el articulado del contrato está escrito de puño y letra del C…; al margen de cada artículo
figura la palabra “aprobado”, que es la misma letra que abajo firma “María Antonieta de
Francia”. Es de presumir que la firma es de dicha Valois de Lamotte. Lo ha comprado con cartas
que son ciertamente de mano suya; no se ha tomado la molestia de imitar mi letra, porque no se le
parece en nada, y yo no firmé jamás “de Francia”. A los ojos de la nación es una novela de las
más fantásticas el que yo haya querido que el cardenal cobrara una comisión secreta».

En otra carta, María Antonieta escribe a su hermano:

«El cardenal ha tomado mi nombre como un vil y torpe monedero falso. Es posible que, agobiado
por la escasez de dinero, haya creído poder pagar las joyas en el plazo que había fijado antes que
nada se pusiera al descubierto; el Rey tuvo la bondad de darle a elegir entre ser juzgado por el
Parlamento o reconocer su falta, entregándose a su clemencia».

¿Y quién era el que se nombraba confidente suyo? ¿Quién hacía el papel de


negociador en todo este asunto? ¡El único hombre al que María Antonieta había
hecho voto de no otorgarle jamás su perdón; el hombre que no había vacilado a
entregar a María Teresa a la burla de la Du Barry; el hombre que en la corte de Viena
había calumniado a la hija cerca de la madre, hasta el extremo de que la Emperatriz,
para asegurarse de los hechos, había enviado a Francia el barón de Neni. El hombre
que en la corte versallesca no había descansado ni un segundo para mostrar a la gran
archiduquesa de Austria en la persona de la Reina de Francia; el hombre que hablara,
de manera ofensiva para la esposa del Rey, de la coquetería de la Reina; en fin, el
hombre que tanto en su patria como en el extranjero no había hecho más que burlarse
y lanzar perfidias contra María Antonieta; al que ante los ojos de toda la corte María
Antonieta no se dignó jamás dirigir una palabra, obligándole a deslizarse de manera
vergonzosa, disfrazado y enmascarado, en los jardines del Trianon, para poder
presenciar la fiesta que se daba en honor del príncipe y la princesa del Norte…!
La Reina imaginó que se trataba de una nueva y burda maniobra, de una intriga
abominable, al encontrar a aquel hombre ocupando el primer puesto en la

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maquinación. Creyó que se trataba de una conjuración tramada para perderla; tan
arraigada tenía esta convicción, que durante la entrevista con el Rey y el cardenal, el
aplomo de éste había inducido a pensar por un momento que Rohan iba a indicar un
lugar secreto de las habitaciones de su soberana, en donde habría hecho ocultar el
collar por un hombre comprado por él.
La Reina, en el primer momento, al sentirse indignada, corrió al Rey. Y el Rey
estalló repentinamente de ira contra semejante impudicia. El barón de Breteuil,
sacando partido de la situación y sirviendo a sus rencillas privadas, atizó todavía más
el resentimiento del Rey y de la Reina, y resolvió dar a este incidente una ruidosa
publicidad.
Los que aconsejaron esta resolución, M. de Breteuil y M. de Vermond, han sido
censurados. Se les acusó de haber entregado la Reina a merced de 3a malignidad del
populacho, de haber puesto en entredicho su honor en los debates públicos. Y, sin
embargo, si en esta cuestión hubiesen prevalecido los consejos de prudencia o más
bien de timidez, si el asunto hubiese sido ahogado, ¡qué arma no se hubiera puesto en
manos de los enemigos de la Reina! ¡Qué prueba se hubiera sacado contra la
inocencia de María Antonieta de aquel silencio y desconfianza de la luz y la justicia!
El día de la Asunción, 15 de agosto, al mediodía, toda la corte llenaba la galería, y
en ella veíase al cardenal de Rohan, con roquete y muceta; todo el mundo aguardaba
el paso de Sus Majestades que iban a misa. El cardenal fue llamado al gabinete del
Rey, donde se encontraba también la Reina.
—¿Señor, de quién habéis recibido el encargo de comprar un collar para la Reina
de Francia? —inquirió el Rey.
—¡Ah, sire! —exclamó el cardenal—. ¡Me doy cuenta, aunque un poco tarde, de
que he sido engañado!
—¿Qué ha sido del collar? —preguntó el Rey.
—Creía que había sido entregado a la Reina.
—¿Quién os dio este encargo? —le preguntó Luis XVI.
—Una dama. La condesa Lamotte-Valois, que me presentó una carta de la Reina,
y yo creí prestar un servicio a Su Majestad al realizar esta comisión.
—¿Yo, señor? —interrumpió la Reina, estrujando su abanico—. Yo que desde el
día de mi llegada a la corte no os he dirigido la palabra. ¿Queréis decirme a quién
intentáis convencer de que yo haya podido confiar semejante encargo sobre el
cuidado de mis adornos a un obispo, a un gran limosnero de Francia?
—Bien veo —contestó el cardenal— que he sido cruelmente engañado. Yo pagaré
el collar. El deseo que tenía de agradar me ha cegado. No vi en ello ninguna
superchería, y lo lamento, creedme.
Y el cardenal saca de una cartera el contrato que lleva estampada la firma: María
Antonieta de Francia. El Rey lo toma.
—¡Esta no es la escritura ni la firma de la Reina!; ¿cómo ha sido posible que vos,
un príncipe de la casa de Rohan y un gran limosnero de Francia, haya podido ser

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engañado por la creencia de que la Reina firmase «María Antonieta de Francia»? No
es un secreto para nadie, cardenal, que las reinas sólo firman con su nombre de pila.
Entonces el Rey mostró al cardenal de Rohan una copia de su carta a Boehmer,
diciéndole:
—¿Recordáis haber escrito una carta como ésta?
—No recuerdo haberla escrito.
—¿Y si os presentaran el original firmado por vos?
—Si la carta lleva estampada mi firma, será verdadera.
—¿Queréis explicarme, cardenal, todo este enigma? —contestó el Rey—. No es
mi deseo creeros culpable, sólo deseo vuestra justificación.
El cardenal palideció y se apoyó sobre una mesa.
—Sire, todo este asunto me ha turbado tanto…
—Reponeos, señor cardenal —contestó el Rey—, y os ruego que paséis a mi
gabinete, porque no quiero que la presencia de la Reina ni la mía sean obstáculo a la
calma que precisáis. Allí encontraréis papel, plumas y tinta para vuestra confesión.
El cardenal obedeció, y al cabo de un cuarto de hora vuelve y entrega al Rey un
papel; éste lo toma, anunciándole:
—Os advierto que vais a ser arrestado.
—¡Ah, sire! —exclamó el cardenal—. Majestad, obedeceré siempre vuestras
órdenes, pero os ruego que vuestra Majestad me ahorre la escena de ser detenido con
mis hábitos pontificales en presencia de toda la corte.
—¡Forzoso es que así sea!
Tras de pronunciar estas palabras, el cardenal fue abandonado por el Rey
dejándole con la palabra en los labios.
Al salir de las habitaciones del Rey, el cardenal fue arrestado y conducido a la
Bastilla. Dos días después tuvo que salir para asistir al inventario de sus papeles en
presencia del barón de Breteuil. El conocimiento del juicio del cardenal fue sustraído
a la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos y el 5 de septiembre de 1785 pasó a la
autoridad de la Alta Cámara, reunida por cartas-patentes en las que la voluntad del
Rey se expresaba en estos términos:

«LUIS, por la gracia de Dios, Rey de Francia y Navarra; a nuestros amados y fieles consejeros,
los miembros todos de esta nuestra corte de Parlamento, en París. SALUD. Enterado de que los
súbditos Boehmer y Bassenge han vendido un collar al cardenal de Rohan, con desconocimiento
de la Reina, nuestra bien amada esposa y compañera, habiéndoles dicho aquél que estaba
autorizado por ella para realizar la adquisición mediante el precio de un millón seiscientas mil
libras, pagaderas en diversos plazos, y les habría mostrado a este efecto presuntas proposiciones
que les habría exhibido como aprobadas y firmadas por la Reina; que dicho collar fue entregado
por dichos Boehmer y Bassenge al mencionado cardenal, y, no habiéndose realizado el primer
pago convenido, aquéllos han recurrido a la Reina. No podemos ver impasiblemente y sin justa
indignación que se haya atrevido a hacer uso de un nombre augusto y que nos es tan querido por
tantos títulos, y se haya violado, con una temeridad tan poco corriente el respeto debido a la Real
Majestad. Nos creemos que esté, en nuestra justicia mandar ante vos al citado cardenal, y por la
declaración por él suscrita de que ha sido engañado por una tal condesa de Valois, hemos juzgado
oportuno adoptar las medidas que nuestra prudencia nos ha dictado para poner al descubierto a

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todos aquellos autores o cómplices de un atentado de esta naturaleza, y hemos juzgado
conveniente atribuiros el conocimiento de ello para que se inicie el proceso y sea juzgado por vos
ante la Alta Cámara reunida».

El cardenal de Rohan hizo su defensa y apología del siguiente modo: A madame


de Boulanvilliers, en el mes de septiembre de 1781, se presentó una mujer, de quien
era la bienhechora, y a la que había recogido y educado: madame de Lamotte-Valois.
El cardenal se conmovió tanto por la miseria de la protegida de madame de
Boulanvilliers, su nombre, su categoría, su aspecto y su ingenio, que ayudó a madame
de Lamotte dándole algunos luises. ¿Pero qué podía remediar la limosna contra el
desorden de madame de Lamotte? En abril de 1784, la descendiente de los Valois
obtenía de la corte la alienación de la pensión de 1.500 libras. Todo hace suponer que
por aquellos tiempos se establecieron relaciones entre el cardenal y madame de
Lamotte, y que ésta se había puesto al corriente de los secretos escapados al cardenal,
por la imprudente forma de hablar y la ligereza de su carácter. La dama sabía
perfectamente cuán cansado estaba él de su posición dentro de la corte, decepcionado
por las amarguras de su desgracia y la frialdad despreciativa de la Reina, y que,
deseoso de borrar su pasado, estaba dispuesto a todo con tal de volver a conseguir su
favor. Poco a poco, y gradualmente, madame de Lamotte empezó a propagar en torno
al cardenal y por medio de todos sus familiares, de un modo discreto y suave, el
rumor de que había sido distinguida con una protección augusta y un alto favor. Ella
misma confirmó los rumores que esparcía, diciendo que tenía audiencia secreta junto
a la Reina, y anunciando que le iban a ser restituidas las tierras del mayorazgo de su
familia y que pronto se vería favorecida por las mercedes reales.
El cardenal no era tonto; tenía todo el barniz de un hombre de mundo y todo el
ingenio de caballero, pero en cambio carecía de la sangre fría de la razón y del
control del buen sentido, que son conciencia y regla de los actos de la vida. Afanoso
sólo por conseguir el favor regio, se abandonó a madame de Lamotte, que minaba sin
cesar su confianza, nutría sus deseos y alentaba sus ilusiones con todos los recursos y
audacias de la intriga y la mentira.
La de Lamotte decía cierto día al cardenal de Rohan:
—La Reina me ha autorizado para pediros por escrito la justificación de los
hechos que se os imputan.
El cardenal le entregó su apología, y madame de Lamotte Le traía días después
estas líneas, en las que hacía a la Reina hablar al cardenal de esta forma:

«He leído vuestra carta; estoy encantada de no saberos culpable; de momento no me es posible
concederos la audiencia que deseáis. Cuando las circunstancias sean propicias os lo haré
notificar; entretanto, sed discreto».

¿Y qué sospechas ni inquietudes podía tener ya el cardenal después de aquella


osada comedia de agosto de 1784, montada y dispuesta por madame de Lamotte, en
la que se le aparecía en los jardines de Versalles una mujer con el rostro, el aire, el

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traje y la voz de la Reina, dándole a creer que todo el pasado estaba olvidado? A
partir de aquel suceso, el cardenal pertenecía en absoluto a madame de Lamotte. Las
burdas esperanzas que le hizo concebir aquella entrevista en los jardines le entregaron
y ataron a una especie de credulidad sin reflexión, sin remordimientos ni límites.
Desde entonces, madame Lamotte pudo utilizarle como le plugo y abusar de él a su
antojo haciéndole el instrumento de su fortuna y el cómplice de sus intrigas. En
nombre de aquella Reina podía pedir cualquier cosa al cardenal, aquella Reina que le
había perdonado no con la dignidad de la Majestad real, sino con la gracia de una
mujer.
Por estas razones antes expuestas, y a partir de ese mes de agosto, ya es la suma
de 60.000 libras que madame de Lamotte le saca al cardenal, para unos desdichados
por los que la Reina se interesa, según dice ella; ya es otra cantidad de 100.000
escudos que vuelve a obtener de él durante el mes de noviembre, siempre invocando
el nombre de la Reina para los mismos fines.
Para sus lujos, sus caprichos, en una palabra, para sus deudas, a madame de
Lamotte no le bastaban aquellas sumas. Tentada por la ocasión, pensó en hacer su
fortuna, una maravillosa fortuna y de un solo golpe.
Bassenge y Boehmer, que corrían por todo París para conseguir la venta de su
collar, y acudían a todas las influencias para forzar la voluntad del Rey o de la Reina,
habían topado con un tal Delaporte, de la sociedad de madame de Lamotte, que les
había hablado de aquella dama como de una mujer honrada y favorecida con las
bondades de la Reina. En seguida, Bassenge y Boehmer pidieron permiso para
mostrar a madame de Lamotte su collar. Ella accedió, y el día 29 de diciembre le
mostraron el collar.
Madame de Lamotte, ocultando su juego, habla a los joyeros de su aversión a
mezclarse en esta clase de asuntos, pero sin quitarles del todo sus esperanzas. Al salir
de la entrevista se apresura a enviar —por conducto del barón de Planta— una nueva
misiva al cardenal, que a la sazón se hallaba en Estrasburgo. En ella, madame de
Lamotte hacía hablar así a la Reina:
«El instante que deseo no ha llegado aún, pero apresurad vuestro regreso a causa
de una negociación secreta que me interesa confiaros personalmente; la condesa de
Lamotte os dará la explicación de este enigma».
Madame de Lamotte, el 20 de enero de 1785, mandó aviso para que los joyeros
pasaran por su casa el día siguiente; y allí, en presencia de un tal Hachette, suegro de
Delaporte, anuncia el deseo de la Reina de comprar el collar, y dice que la
negociación en nombre de Su Majestad la realizará un gran señor. El día 24 de enero
los joyeros reciben la visita del conde y la condesa de Lamotte. Les informan que el
collar será adquirido por la Reina y que el negociador no tardará en hacer su
aparición y que, en tanto, piensen en las seguridades que deben tomar. El asunto fue
planeado durante la ausencia del cardenal. Al regresar éste de Saverne, el 5 de enero,
la de Lamotte le comunicaba que la Reina deseaba adquirir el collar de los joyeros

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Boehmer y Bassenge, y que quería encargarle de todo lo referente a su adquisición; y
apoyaba sus afirmaciones con cartas que no permitían al cardenal sino una respetuosa
sumisión.
A continuación de una visita de los condes de Lamotte realizada el 24 de enero, el
cardenal entra en casa de los joyeros, ruega que le enseñen el collar y no oculta que
su deseo es comprarlo, pero no para él, sino para una persona que se abstiene de
nombrar, pero a la que posiblemente le darán autorización para nombrar. Días
después el cardenal realiza una nueva visita a los joyeros, en la que exhibe las
condiciones de venta, escritas, de su puño y letra: 1°, el collar sufrirá una valoración,
si el precio de 1.600.000 libras parece excesivo; 2°, los pagos se realizarán en dos
años y por semestres; 3°, se admitirán las delegaciones; 4°, el collar deberá ser
entregado a más tardar al comprador, una vez éste haya aprobado las condiciones de
venta. Esas condiciones son aceptadas por los joyeros, quienes firman el documento,
el cual no hace alusión alguna al nombre de la Reina. El escrito, debidamente firmado
por los joyeros, pasa a manos de madame de Lamotte, la cual dos días después lo
devuelve al cardenal con las oportunas aprobaciones a cada uno de los párrafos y al
pie la firma: María Antonieta de Francia.
Aturdido el cardenal con el éxito de su negociación, con el favor de que cree
gozar, hasta por el misterio de que rodea la Reina su confianza, escribe a los joyeros
que el convenio está concluido y que traigan la alhaja. Los joyeros, seguros de que a
quien venden es a la Reina, siguen al pie de la letra las órdenes del cardenal. Éste,
una vez recibido el collar, se dirige a Versalles, llega a casa de madame Lamotte y le
hace entrega del estuche.
—La Reina espera el collar —dice ella;
—esta misma tarde le será entregado.
En ese momento aparece un hombre que dice ser enviado de la Reina. El cardenal
se retira a una alcoba; el hombre entrega un billete; madame de Lamotte le hace
esperar unos instantes; entretanto va a enseñar al cardenal el billetito que contiene la
orden de entregar el collar al portador. Llaman al hombre; toma el estuche y parte.
El cardenal, creído de que el collar ha sido entregado a la Reina, da aquel mismo
día la prueba de que la adquisición ha sido hecha por la Reina, como lo prueba la
siguiente misiva:
«Señor Boehmer: S. M. la Reina me ha hecho saber sus intenciones, que son que
los intereses de lo que queda pendiente, después de liquidado el primer plazo, a fin de
agosto, os sean pagados sucesivamente con el capital hasta su completa liquidación».
El cardenal no abriga la menor desconfianza ni la menor duda. Al día siguiente,
su edecán Schreiber recibe encargo del cardenal de que se fije si advierte algo nuevo
en el tocado de la Reina en la comida de Su Majestad. El 3 de febrero, encontrándose
en Versalles, con los señores de Bassenge, les reprocha que no hayan sabido dar las
gracias humildemente a la Reina por la compra de su collar; les insinúa que la vean,
que busquen la ocasión propicia y que incluso prueben de provocarla.

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Sin embargo, el cardenal marchaba de nuevo a Saverne, asombrándose de no ver
a la Reina llevar el collar, sin sospechar la mala pasada, pero ya menos osado en sus
sueños, casi decepcionado. En Saverne tenía que encontrarse con madame de
Lamotte, quien reanimó su confianza prometiéndole a su regreso una audiencia de la
Reina. A su regreso de Saverne, el cardenal espera impaciente una audiencia que no
llega, y se asombra al ver que la Reina continúa sin exhibir el collar; las inquietudes
empiezan a dominar al cardenal. Acuciaba a madame de Lamotte, la cual, para ganar
tiempo:
—… la Reina pide o la estimación del collar o una disminución de 200.000 libras.
Hasta entonces —decía la de Lamotte—, la Reina no se pondrá el collar.
La reducción propuesta era aceptada por los joyeros, y madame de Lamotte
persuadía al cardenal con una nueva carta de la Reina en la cual ésta anunciaba que se
quedaba con el citado collar y que haría pagar 700.000 libras en vez de 400.000 en la
fecha del primer vencimiento, estipulado para el 31 de julio.
Entonces, como sea que los joyeros han olvidado de presentarse ante la Reina
para darle las más expresivas gracias por la compra del collar, el cardenal exige de
ellos que le escriban en tal sentido. Desdichadamente, la carta de Boehmer la recibió
la Reina, leyéndola en voz alta en presencia de sus damas. Esa carta, que hubiera
podido ser una revelación, es considerada por la Reina como otro nuevo ataque de
locura por parte de aquel joyero que la había amenazado con tirarse al río. No viendo
en esta carta más que «un enigma del Mercure», la tiró al fuego. ¿Y quién podría
tratar de negar la ignorancia de la Reina? Para ello sería preciso negar aquella nota
escrita en el mismo momento en que el fraude va a descubrirse, y que fue hallada
entre los pocos papeles que obraban en poder del cardenal y que pudieron escapar al
fuego encendido por el abate Georgel: «Enviado a buscar por segunda vez a B.
(Boehmer)». La cabeza le da vueltas desde que A. (la Reina) ha dicho: «¿Qué es lo
que quieren decir esas gentes? Creo que han perdido la cabeza».
Esto ocurría el 12 de julio. Pocos días después el cardenal fue advertido por
madame de Lamotte que las 700.000 libras que vencían el 31 de julio no serían
satisfechas, que la Reina había dispuesto de ellas; pero que, en cambio, se harían
efectivos los intereses. El cardenal empieza a turbarse ante aquella espera, le inquieta
aquel pago que falta. Se alarma. En aquel instante tiene ocasión de ver la letra de la
Reina. Sospecha. Llama a madame de Lamotte. Ésta llega fresca como una rosa y le
tranquiliza. Ella no ha visto escribir a la Reina, dice, pero no cabe ninguna duda de
que las aprobaciones son de su puño y letra. Le jura al cardenal que las órdenes que
ha venido transmitiendo dimanan de la Reina. Pero, por si fuera poco y para sacarle
de toda inquietud, le trae 30.000 libras de parte de la Reina para el pago de los
intereses. Esa suma es de propiedad de madame de Lamotte, y el cardenal ignora que
la ha obtenido mediante un préstamo que ha hecho sobre sus alhajas, qué dejó en
garantía en casa del notario de su marido, y todas sus sospechas se desvanecen ante la
presencia de semejante suma aportada por una mujer a la que él da de comer con sus

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caridades.
El 3 de agosto todo fue puesto en claro en la entrevista que Boehmer celebró con
madame Campan en su casa de campo. Madame de Lamotte mandó aviso al cardenal,
que continuaba todavía con los ojos vendados, sin que ni siquiera la pregunta que el
día 4 le hiciera Bassenge le sirviera de iluminación: «¿Acaso vuestra intermediaria
nos estará engañando a los dos?»
Madame de Lamotte quejábase al cardenal de terribles enemistades conjuradas
contra ella, le pedía un asilo, comprometiéndole con su hospitalidad, luego le dejaba
el día 5 y se retiraba a Bar-sur-Aube.
Aquella mujer esperaba que el asunto se solucionaría solo, sin provocar el
escándalo; presumía que el cardenal tenía que arriesgar demasiado para atraer sobre
su imprudencia y temeridad el ruido, la luz y la justicia. Puesto con ella en pretina, el
cardenal, según sus cálculos, pagaría y callaría.
Todo aquel asunto no era más que una vulgar estafa. Tampoco la idea puesta en
juego era nueva. Todavía no se había olvidado el escándalo de una tal madame de
Cahouet de Villiers, que en 1777, e imitando la escritura y firma de María Antonieta,
se había hecho entregar por dos veces importantes suministros por la modista Bertin,
la cual, después, habiendo recibido por todo castigo una reprimenda y el perdón de la
Reina, escribía una nueva carta, firmada supuestamente por María Antonieta,
mediante la cual le sacaba 200.000 libras al arrendatario general Beranger. Otra
intriga, menos conocida entonces, había dado la pauta a madame de Lamotte sobre el
camino a seguir en el asunto del collar. También en 1782, una mujer se había
vanagloriado de gozar de la confianza y favor de la Reina. Exhibía cartas de madame
de Polignac, rogándole que fuera al Trianon; usaba el sello de la Reina, que había
cogido de encima de la mesa del duque de Polignac. Según afirmaba, disponía del
favor de madame de Lamballe; decía que, con su crédito cerca de la Reina, había
apaciguado el resentimiento que existía por parte de la princesa de Guémené y
madame Chimay contra una madame de Roquefueille. Siempre las mismas mentiras
y las mismas víctimas; la misma comedia también y, ¡cosa inconcebible!, hasta el
mismo nombre: ¡aquella intrigante de 1782 se llamaba también de Lamotte! María
Josefa Francisca Waldburg-Froehberg, esposa de Estanislao Enrique Pedro du Pont de
Lamotte, ex administrador e inspector del Colegio Real de la Flecha.

En atenuante de su buena fe de hombre engañado, el cardenal de Rohan aducía la


rápida fortuna y la súbita ostentación de madame de Lamotte: aquel lujoso mobiliario
del que Chevalier había suministrado los bronces, Sikes, la cristalería, y Adam, los
mármoles; todo aquel interior que fue montado como por ensalmo: caballos, coches,
libreas; tan crecidos gastos, la adquisición de una casa, de una hermosa platería, de un
joyero de cien mil libras; tal suma de dinero tirada a manos llenas, gastada en los más
ruinosos caprichos, como por ejemplo, en un pájaro automático de 1.500 libras… El
cardenal, en su defensa, relacionaba aquellos sucesivos gastos con las sucesivas

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ventas de diamantes realizadas por la de Lamotte a partir del 1 de febrero, por valor
de 27.000, 15.000, 36.000 libras, etc., las ventas de monturas de joyas por 40 ó
50.000 libras, las ventas realizadas en Inglaterra por el esposo de madame Lamotte de
joyas iguales a las del collar, según el dibujo enviado desde Francia, por 400.000
libras en metálico, o a trueque de otras joyas, tales como un medallón de diamantes
de 230 luises, o perlas para bordado por 1.890 luises, etc., cuyas transacciones eran
todas certificadas por los reales interventores de Londres. La exposición de aquella
fortuna y de tales gastos, añadía la defensa, había sido cuidadosamente ocultada al
cardenal por madama de Lamotte, que le recibía en un zaquizamí cuando iba a
visitarla; y cuando se separó de él el 5 de agosto, para ir a residir en la casa que se
había comprado en Bar-sur-Aube, le manifestaba que se iba a casa de unas parientas.
Pero madame de Lamotte todo lo negaba. Negaba que hubiera tenido relación con
los joyeros, su favor cerca de la Reina, que ella cuidóse de esparcir por doquier; el
relato del cardenal sobre la entrega del collar. Como veía su única tabla de salvación
en el cardenal, rodeó a éste de una fábula acerca de una magnética influencia de
Cagliostro sobre el cardenal. Según sus declaraciones, el cardenal había hecho
entrega del collar a Cagliostro. Este personaje fue el que se cuidó de que el cardenal
considerara al conde y condesa de Lamotte como agentes de Francia e Inglaterra para
la división y transformación del collar. Respecto a las dos grandes pruebas que tenía
en contra suya: la falsificación de la firma estampada al pie del contrato y la parodia
de la supuesta aparición de la Reina al cardenal en el jardín de Versalles, la de
Lamotte las rechazaba en tono ligero.
Según decía la condesa, «como el cardenal lo había envuelto todo con gran
secreto acerca de cómo se llevó a cabo su negociación, que realizó personalmente,
ella sólo se había enterado de lo ocurrido como el público en general, es decir, a
través de las cartas-patentes del mes de septiembre que en forma de acusación fueron
remitidas al procurador general». En cuanto a la escena de la aparición que tuvo lugar
en el parque de Versalles, se burla irónicamente en su Memoria: «Seguramente habrá
sido el barón de Planta quien habrá hecho ver al cardenal cualquier fantasma a través
de una de esas botellas de agua límpida con la cual hizo vez Cagliostro a nuestra
augusta Reina a la jovencita de la Tour». Y burlándose con malicia del cardenal,
añade: «En ese extravagante sueño es donde M. de Rohan habrá podido reconocer el
majestuoso aire y ese modo de erguir la cabeza, que no es propio más que de una
Reina, hija y hermana de emperadores».
Las aseveraciones de madame de Lamotte iban a recibir su merecido castigo
gracias a un inesperado testimonio. Apareció un religioso de los Mínimos que vino a
declarar que había deseado predicar en la corte para conseguir el título de predicador
del Rey; y como fuera rechazado al ser sometido uno de sus sermones al gran
limosnero de Francia, M. de Rohan, le aconsejaron que fuera a ver a madame de
Lamotte, que, según decían las gentes, manejaba a su antojo al cardenal y sería
posible que le consiguiera aquel favor. Siguiendo el consejo, obtuvo lo que deseaba

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de Lamotte, pudiendo presentarse a predicar ante el Rey. Nació por esto en el
religioso una profunda gratitud, convirtiéndose en el amigo de madame de Lamotte y
su comensal habitual. Un día que se encontraba comiendo en su casa, asombróse ante
la belleza de una mujer joven que allí estaba y cuyo parecido igualaba casi al de la
Reina. Recordó haberla visto otra vez y de noche llevando un traje distinto, con el
peinado habitual de la Reina.
A causa de esta declaración, y como resultado de las investigaciones que la
policía llevó a cabo, el 17 de octubre se arrestaba en Bruselas a la señorita Oliva, que
ingresaba en la cárcel de la Bastilla. La declaración del padre Loth vióse confirmada
al ser Oliva interrogada. Un hombre al que había visto en el palacio real le había
hecho varias visitas; le habló que quería conseguir para ella poderosas protecciones, y
luego le anunció la visita de una distinguida dama que se interesaba por su situación.
Aquella dama no era otra que la condesa de Lamotte. Ésta informó a Oliva que la
Reina le había encargado de encontrar a alguien que pudiera hacer algo que se le
indicaría en el momento oportuno, y le ofrecía 15.000 libras. Oliva aceptó. Corrían
los primeros días de agosto; el conde y la condesa de Lamotte la condujeron a
Versalles. Salieron y volvieron a poco, anunciándole que la Reina esperaba con la
mayor impaciencia el día siguiente para cerciorarse de cómo marchaba el asunto. Al
día siguiente la misma condesa se ocupó del tocado de Oliva. La vistió con un traje
blanco de linón, llamado «a lo niño» y le hizo el peinado de medio bonete. Al
terminar de vestirse, la condesa le dijo:
—Esta noche iréis conmigo al parque, donde habréis de entregar esta misiva a un
poderoso señor que allí encontraréis.
Era ya medianoche casi cuando madame de Lamotte le ponía Una manteleta
blanca sobre los hombros y una teresa en la cabeza, y la conducía al parque. Durante
el camino le dio una rosa:
—Habéis de entregar la rosa y la carta a la persona que se acercará a vos,
diciéndole simplemente: «Vos sabéis lo que esto quiere decir».
Lamotte, para tranquilizar a Oliva de sus temores, le dijo que todo estaba
organizado de acuerdo con la Reina:
—¡La Reina estará detrás de vos!
Una vez llegadas al parque las dos mujeres, Lamotte situó a Oliva en una alameda
y fue luego a buscar al gran señor, quien, inclinándose, se acerca a ella. Oliva,
siguiendo las instrucciones recibidas, dijo la frase y le hizo entrega de la rosa…
—¡Pronto, pronto! ¡Venid!
Aquella voz era de madame de Lamotte que, rápidamente, se la llevó consigo.
Ni el mentís dado a toda la defensa de la de Lamotte puso coto a su impudicia.
Pero sus mentiras se vieron muy pronto confundidas por otro mentís. En Ginebra fue
detenido su confidente y secretario, Retaux de la Villette, que confesó que, cegado
también por esta entrometida mujer y por su influencia y por la esperanza de hacer
fortuna al lado del cardenal, había escrito todas aquellas cartas falsas, al dictado de

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madame Lamotte, que no habían servido nada más que para engañar a M. de Rohan.
Confesó que escribió la palabra Aprobado, por orden de ella, al lado del contrato de
venta del collar, y que trazó debajo la firma María Antonieta de Francia.
¿Para qué añadir nada más? El asunto se había aclarado como jamás se
consiguiera en asunto semejante. Las pruebas son los hechos. La verdad, o sea el
engaño que había sufrido el cardenal de Rohan, la estafa de madame de Lamotte, la
inocencia de la Reina, no necesitaban ya probarse: resplandecieron y no fueron
materia de discusión.
¿En dónde encontrará albergue la opinión que le molesta la claridad del asunto,
que no quiere admitir la Verdad, que necesita y desea la culpabilidad de la Reina?
¿Dónde Pues en las nuevas mentiras inventadas por madame de Lamotte, en las
calumnias del sumario? ¡Ni en eso encontró refugio posible! ¡En sus respuestas
balbucientes, en las fases de su interrogatorio, que se reproducen fielmente! Para no
abrir los ojos a la realidad y no querer rendirse ante la evidencia, será preciso
descender hasta llevar la fe a esos libelos que hizo publicar la de Lamotte, con el
nombre todavía enrojecido por su V de Ladrona[13]; ¡sería necesario creer en la
autenticidad de todas esas cartas de la Reina e ir contra la declaración de Rétaux de la
Villette! ¡Creer en ellas, pese a la confesión del falsario! Era necesario —porque en
un sistema así la calumnia debe rayar hasta la estupidez— presumir que la firma
supuesta de la Reina estampada al pie del contrato había sido puesta de acuerdo con
ella, para arrancar el collar de Boehmer, para librarse de todo compromiso. Era
necesario creer que la Reina había pedido a Oliva, para darse el gusto de ver
representar a una cortesana el papel de Reina de Francia, que se encargara de la
escena del Parque. ¡Y para colmo de desdichas había que admitir que los diamantes
vendidos por el conde de Lamotte habían sido vendidos por orden de la Reina para
transfigurar el collar y convertirlo en dinero para disimularlo ante los compradores!
Después de todo lo expuesto, el historiador que quiera seguir calumniando a la
Reina ¿qué puede hacer? Pues admitir las rencorosas afirmaciones del abate Georgel,
que no supo perdonar a la Reina el haber sido expulsado de la Embajada de Viena por
el barón de Breteuil. O bien apoyarse en las Memorias del conde Beugnot, el amigo,
la víctima y confesor de las fábulas de madame de Lamotte; necesita, por último,
renunciar a la rigurosidad histórica para el relato de esta maniobra, engañarse con una
impostura, para basar su relato y su creencia en apócrifas Memorias de mademoiselle
Bertin, cuya falsedad y superchería no han dudado en reconocer los mismos editores.

El proceso ha concluido. Al fracasar las tentativas de hallar su salvación en un


súbito enloquecimiento, madame de Lamotte busca ahora el medio de salir de ese
atolladero en pérfidas insinuaciones; luego, en la audacia y en la intimidación. Para
salvarse acusa a la Reina, para así al menos escapar de la infamia, haciéndose pasar a
los ojos de la opinión por una víctima de la intriga cortesana. Detrás de ella se alinean
los Rohan humillados, que la empujan por ese camino, alentándola a amenazar, que

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quieren al menos comprometer el honor de la Reina con el honor del cardenal; hay
también madame de Marsan, que visita y hace su labor de zapa entre el elemento
parlamentario. M. de Vergennes, con sus resentimientos mal apaciguados, y todo el
partido enemigo de la Reina. Frente a madame Lamotte se alza el Parlamento, que le
impone silencio.
El procurador general presenta sus conclusiones. Éstas se refieren al cardenal:

«Será obligado a declarar ante la Cámara, en presencia del procurador general, que ha
intervenido temerariamente en el asunto del collar haciéndolo en nombre de la Reina; que todavía
con mayor temeridad ha creído en una cita nocturna dada por la Reina; y que debe solicitar el
augusto perdón del Rey y de la Reina en presencia de la Justicia; quedando, por tanto, obligado a
presentar en plazo que será determinado la dimisión de su cargo de gran limosnero, y a abstenerse
de acercarse a cierta distancia de los palacios reales o de los lugares donde residiera la corte; y a
seguir en prisión hasta el pleno cumplimiento del fallo».

Estrictamente justa hubiera sido la humillación a que se le sometía; era tan


importante al honor de la Reina como la regia dignidad de la corona de Francia. Sin
duda, el cardenal podía considerarse inocente del fraude; sólo era culpable por su
imprudencia y presunción. Sólo fue el instrumento de este burdo escándalo, el héroe
de una novela que la Lamotte tramara. Su ilusión inocente había insultado a la virtud
de la esposa del Rey; y había vertido la sospecha en torno del trono; en una palabra,
había puesto la realeza en entredicho.
Las influencias, las maquinaciones, las pasiones, la voz de los Robert Saint-
Vicent, Barillon, Morangis, de Outremont, Herault de Sechelles y Fretau se imponía
en este proceso a los intereses de la justicia y a los derechos de la monarquía:
veintiséis votos contra veintitrés rechazaron las conclusiones del procurador general.
La sentencia que condenaba a Juana de Valois de Saint-Remy, esposa de Lamotte, a
ser azotada desnuda, marcada a fuego y encarcelada a cadena perpetua en la
Salpêtrerie, declaraba libre de los cargos que se le imputaron a Luis Renato Eduardo
de Rohan, a requerimiento del procurador general, y ordenaba que «fuesen
suprimidas las memorias que Juana de Saint-Remy de Valois de Lamotte mandara
imprimir, por contener hechos falsos, injuriosos y calumniosos para dicho cardenal de
Rohan».
Demos una mirada a esos jueces que reconocen la inculpabilidad del cardenal de
Rohan; a esos jueces que provocan las lágrimas de la Reina: sólo transcurrirán dos
años más y en esta misma asamblea estos mismos jueces se alzarán rebeldes contra la
monarquía de Luis XVI, y se aprestarán a solicitar, cual si fuera un honor, el destierro
del duque de Orleáns. Fijaos bien en esa multitud que aplaude frenéticamente el
triunfo del cardenal y la humillación de la Reina. ¡Será el mismo pueblo que irá a
llenar la sala del Tribunal revolucionario y aplaudirá al verdugo!

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CAPÍTULO VII

En el Louvre no se expone el retrato de la Reina por temor a los insultos.


Desaliento de la Reina; su retirada al Trianon. El abate de Vermond, consejero
de la Reina. Planes políticos del abate Vermond y de su partido. M. de Loménie
de Brienne y su entrada al ministerio. La Reina es denunciada a la opinión
pública por los parlamentos. Retirada de M. de Brienne. M. de Necker, apoyado
por la Reina, entra en el Gobierno. Apertura de los Estados Generales.

Casi dos años antes de iniciarse la revolución, la impopularidad de M. de Calonne


recayó sobre la Reina, y a tal grado en agosto de 1787, que no se atrevieron a exhibir
su retrato, en la que se ve rodeada de sus hijos, en los primeros días de la exposición
por temor a los ultrajes del populacho.

Este retrato, pletórico de tristeza, que semeja más bien el duelo de una madre que
la victoria de la maternidad, esa gran escena, en la que Madame, seria, inclinada
hacia la Reina, trataba de hacer desaparecer los pliegues de su frente; en la que el
duque de Normandía veíase sentado en las rodillas de su madre, sin esa risa de niño,
de la que nos habla Virgilio, con que un niño empieza a hablar a su madre; en el que
ese otro hijo de la Reina, el Delfín, ya tan próximo a los umbrales de la muerte,
señala la cuna vacía de su hermana Beatriz de Francia, la segunda hija de María
Antonieta, que falleció a la edad de un año; en el que la Reina aparece pintada en un
instante en que el consuelo de los que aún le quedaban a su lado no había borrado de
su rostro la aflicción por aquella criatura que Dios acababa de arrebatarle; ese retrato
de madame de Lebrun en que todos sus matices nos hablan del dolor de una madre,
no se atrevieron a exponerlo durante algún tiempo en el Museo del Louvre[*].
A consecuencia de esto, la Reina renunció a París, con sus espectáculos, el
espectáculo de los bufones que tanto le complacía. Desalentada y como perseguida,
despedíase de madame Bertin, renunciaba a sus gustos y placeres y escapaba al
Trianon, en donde se refugiaba con sus lágrimas. ¡Qué cambio ha habido ahora en
aquel teatro en que ayer se realizaron tantos juegos, y qué cambio han sufrido
también el tono de las invitaciones de la Reina! Queriendo a su lado a los que le
amaban, escribía a madame Elisabeth:

Lloraremos la muerte de nuestro pobre angelito… Necesito de todo vuestro corazón para consolar
el mío…

Ese hermoso niño, el último nacido, que es el duque de Normandía, representa

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para María Antonieta todo el valor, todo el amor de su vida; pobre rorro venido al
mundo sin clamores, ni vivas, en torno de cuya cuna se posa también la calumnia, y
al que la Reina amaba más por todo eso. El alma de su hija es también toda su alma.
Procura guiarla hacia sus virtudes: la beneficencia y la caridad.

M. de Calonne ya no podía sostenerse por más tiempo en el Gobierno. La Reina


se vio en la precisión, por los peligros de su situación, por la incertidumbre y la falta
de continuidad de la voluntad del Rey, es decir, por todo lo que ella llama la fatalidad
de su destino, a destituir a M. de Calonne y a nombrar un nuevo ministro.
Una advertencia y una lección habían sido para ella las exigencias del partido da
los Polignac. María Antonieta, animada por la buena fe de su espíritu, por la
ingenuidad y sinceridad de su afán por la dicha de Francia, se abandonó a la
experiencia y dirección de un hombre, al que veía sin séquito y sin protegidos, unido
a su fortuna por una abnegación sin límite y por la comunidad de enemistades; poseía
cierta humildad de posición que le prohibía el abuso de confianza. ¿Hay algo más
excusable que la acción que hizo María Antonieta al nombrar consejero suyo al abate
de Vermond? En las horas primeras de su infancia había ganado por entero la
confianza de la archiduquesa de Austria; ha avanzado y se ha consolidado en sus
primeras impresiones; fue el confesor del pensamiento y del corazón, primero de la
Delfina y luego de la Reina; el celoso guardador de los secretos de la madre y la hija,
de María Teresa y de María Antonieta; el confidente y consuelo de esas lágrimas e
inquietudes que atormentaban a la Reina, y que toda soberana debe ocultar a los ojos
de la corte, escondiéndolas hasta de la amistad. Desde el día en que su hermano
Vermond había salvado la vida de la madre de María Teresa Carlota de Francia, hasta
aquel otro que el Rey, hablándole por vez primera, le encargó que preparase a María
Antonieta para recibir la noticia de la muerte de su madre, María Teresa, M. de
Vermond había compartido las penas de la Reina y la frialdad de Luis XVI.
También constituían méritos a los ojos de la Reina las antipatías de Mesdames,
las tías del Rey, para M. de Vermond, y aquella especie de separación con que fue
castigado el interés de sus esfuerzos en pro del retorno del duque de Choiseul al
Gobierno, al nacer la princesa María Teresa Carlota. Los mismos celos de las
favoritas, los celos de una amistad tan poco exigente como la de la princesa de
Lamballe, parecían garantizar a la Reina la sincera amistad de M. de Vermond.
Las advertencias casi proféticas dirigidas por el abate a la Reina en la época del
favor de madame de Polignac confirmaban a la Reina su afecto sin temores y su
razón sin vacilaciones. También hallaba una gran razón de su confianza en la manera
familiar del espíritu del abate, en aquella brutalidad de su hablar, casi rústico, que
enjuiciaba y atacaba con su buen sentido los gobiernos y sus sistemas.
M. de Vermond, tal cual lo han descrito los libelos de la Revolución, no era un
hombre reaccionario. Entonces daba su aplauso a los planes de Necker; en su fuero
interno profesaba la religión corriente de los espíritus, la teoría de las reformas: era

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algo así como una cabeza de puente entre la opinión pública y sus enemigos.
El abate Vermond poseía ante los ojos de la Reina, a pesar de todas esas virtudes
y ventajas de director de la conciencia de una reina, una cualidad muy poco
frecuente: la modestia de ambiciones, y nada le tranquilizaba más que el compromiso
que contrajo de no pretender ningún puesto eclesiástico. María Antonieta ignoraba
que el abate tenía la ambición y el orgullo de aquella época: el orgullo de no ser nada
y la ambición de hacerlo todo. ¿A él nada le importaban el puesto y el personaje?
Sólo quería el papel y la influencia. Apuntaba desde hacía diecisiete años a la
posición de un Dubois sin cartera; era un gran ambicioso que decía de Dubois:
«Hubiera debido hacer nombrar cardenales y no serlo jamás».
El abate de Vermond realizaba su designio: del arzobispo que le había designado
a M. de Choiseul para la educación de la hija de María Teresa hacía un ministro. El
abate de Vermond no se limitaba a pagar una deuda de gratitud al hacer entrar en el
Gobierno a M. Loménie de Brienne; no se contentaba tampoco con hacer de su
bienhechor una criatura suya: introducía en el Gobierno su directriz política, que era
más bien su plan y el sueño de algunos miembros del clero.
¿Qué era lo que perseguían el abate y sus amigos?
Querían extender al Estado ese nuevo género de episcopado que reúne a la vez el
régimen económico y el político en una diócesis, elevando así hasta el Gobierno
temporal a ese personaje, hasta entonces ignorado en la monarquía francesa: el obispo
administrador. Su medio de acción era una especie de apostolado filosófico; su
objetivo: la guerra a los yerros gubernamentales; su principio: el bienestar público,
que decían ser la única y verdadera religión de un Estado.
No obstante, esa filosofía y esos principios conservaban en ellos el relajamiento,
la facilidad y los arreglos de la época y costumbres que les rodeaban. Sólo creían y
tenían fe en el mejoramiento material de la humanidad, no se preocupaban del
mejoramiento de los hombres, que a su decir «han sido, son y serán siempre
hombres». Consideraban como una especie de jansenismo estrecho e indigno de un
hombre de Estado, aquellos juicios severos, los temores acerca del rebajamiento de
las almas, del abandono y el descrédito de la disciplina moral de la nación. La
distinción que se hacía entre épocas en que las naciones florecen por las buenas
costumbres y épocas en que degeneran por los vicios, la juzgaban desprovista de
fundamento. Aquellos extraños sucesores de los Ambrosios y de los Crisóstomos
acariciaban la esperanza de aliar la ilusión a la corrupción del siglo XVIII, y pretendían
gobernar con las ideas de un Turgot y la ciencia de un Maurepas.
Aquel craso error casi irrealizable, sobre todo para hombres de iglesia, entregaba
a la Reina a las venganzas y a las cóleras del partido del arzobispado, y a las
denuncias de las cartas dirigidas a M. de Marbeuf: «Cuentan que el favorito, el lector,
el preceptor de la Reina, el abate de Vermond, os dicta la ley como a los demás. Se
dice que dispone de los puestos como de los beneficios a su antojo, y que le guía una
potencia invisible (la Reina) oculta tras de la cortina».

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Después, comenzaba por traicionarse primero y por hacerse patente muy pronto la
lamentable insuficiencia del primer ministro que, en sus debates parlamentarios,
dejaba a la Reina en descubierto, ponía en acción contra ella las pasiones y la dejaba
abandonada a merced de la opinión pública. Todo por aquel entonces se atribuyó a la
Reina: las faltas y dilapidaciones del pasado, la situación difícil de las finanzas de la
nación; y ahora todos levantaban su voz para acusarla de las nuevas severidades del
Rey, del destierro de los parlamentarios; y daba la impresión de que los parlamentos
llevasen la voz de Francia a los pies del trono cuando osaban denunciar la Reina a
Luis XVI:
—Tales medios, Sire, no son de vuestro corazón; tales ejemplos no están en los
principios de Vuestra Majestad: vienen de otra fuente…

La Reina dábase cuenta que se había engañado en su alta opinión acerca del genio
y habilidad de M. de Brienne, creencia en la que habíase mantenido tanto tiempo;
también quedó decepcionada por las seguridades de M. de Vermond, por las
promesas de su candidato, la abundancia de sus discursos, la presunción de su
orgullo. La Reina dióse cuenta que tan peligroso resultaba recibir ministros de la
mano de M. Vermond como de la mano de los Polignac, y por si esto no fuera
bastante, la declaración del déficit, el fracaso de la corte plenaria, el del lit de justice,
en fin, la declaración del 8 de agosto de 1778 convocando a los Estados Generales
para el 1° de mayo de 1789 le hacían abrir los ojos ante la realidad terrible.
Ella misma fue quien llamó al arzobispo para que cesara en su cargo, suavizando
su desgracia con el testimonio y las pruebas de su reconocimiento, con los que quería
pagar, ya que no sus capacidades, por lo menos sus tentativas, sus esfuerzos y su
abnegación.
Y la Reina se sometió. Desmentía la opinión que podía tenerse de su carácter, y la
creencia en resistencias y luchas aún realizables en aquel instante; ante la nación
humillaba su voluntad; y lejos de arrastrar al Rey a resoluciones extremas, olvidaba
los escritos con los cuales M. Necker se había enajenado su protección y simpatías
después de su salida del poder y mediaba para la vuelta del antiguo ministro. Antes
de ir a ver al Rey, M. Necker era introducido junto a la Reina, quien, con sus
lamentaciones acerca del malentendido entre la nación y ella, y por sus vivos deseos
de recobrar el favor nacional, conseguía la aceptación de M. Necker.
El apoyo que la Reina dio a Necker fue sincero, leal, pleno, hasta el punto de
llegar a entibiar la amistad que existía entre ella y el conde de Artois, que era el único
amigo fiel que le quedaba aún. El conde opinaba en contra del pensar de la Reina,
considerando que, equivocadamente, se aliaba a la doble representación del tercer
Estado, que se unía a la opinión pública, a la popularidad de M. Necker, a la
Revolución que nacía.
El 4 de mayo y en Versalles se inauguraban los Estados generales, y las mujeres
del pueblo al ver pasar a la Reina, la acogieron a los gritos de:

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—¡Viva el duque de Orleáns!
Esos gritos eran tan furiosos, que fue necesario sostener a María Antonieta porque
iba a desmayarse.

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LIBRO TERCERO
(1789-1793)

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CAPÍTULO PRIMERO

Situación de la Reina, al comienzo de la Revolución, con relación al Rey, a


madame Elisabeth, a madame la condesa de Provenza, a la de Artois, las tías
del Rey, Monsieur y el conde de Artois. Los príncipes de sangre real: el duque
de Penthièvre, el príncipe de Condé, el duque de Borbón, el conde de la
Marche. El duque de Orleáns. La Reina y los salones: el Temple, el Palais
Royal, etc. La Reina y Europa. Inglaterra. Prusia. Suecia. España y Nápoles.
Saboya, etc. Austria.

Comienza la Revolución.
Es preciso empezar exponiendo la posición de la Reina; investigar sus apoyos o al
menos sus consuelos, referir las pasiones desencadenadas del pueblo; exponer su
situación frente a su marido, su familia, los salones, las potencias, Versalles, París y
Europa.
Luis XVI amaba a la Reina. Su amor era el amor que los Borbones no habían
tenido hasta entonces más que a sus amantes; y es observación exacta la de un
contemporáneo, que dice que, al heredar aquel amor, María Antonieta había heredado
con él los odios y los enemigos que suele tener una querida de Rey. La malevolencia
pública, que durante tanto tiempo había consolado a las reinas de Francia por las
infidelidades de sus esposos, se había ensañado con la esposa cuyo reinado sucedía a
la influencia de las Pompadour y las Du Barry.
Y, no obstante, si en aquella unión de dos almas tan opuestas, había triunfado la
voluntad y el carácter de la Reina, si Luis XVI se había sometido, si recurría a los
consejos de la Reina, era únicamente con el secreto despecho y la desconfianza
preconcebida de las naturalezas débiles, que sólo aspiran a desembarazarse de la
responsabilidad del fracaso. Dejaba sus iniciativas a la Reina, y luego, rectificando
bruscamente, parecía recogerlas. Apenas se había confiado, cuando ya recobraba la
iniciativa. Pero constantemente surgían en él los altos, las rectificaciones, las inercias,
que deshacían y neutralizaban las resoluciones de la Reina. La misma debilidad de
Luis XVI le hacía incapaz de obedecer, y le sustraía a la sumisión, sin que su
corazón, entregado ya por completo a la Reina, tomase jamás parte en sus
irresoluciones.
De todas las mujeres de la real familia, tan sólo madame Elisabeth, libre de las
enemistades que viera en su infancia, volviendo la espalda a su educación, y
siguiendo el impulso de su espíritu, demostraba por medio de su afecto y abnegación
a la mujer de su hermano cuán fácil era la victoria para las gracias de la Reina,

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cuando éstas no chocaban contra las prevenciones, los intereses ni los odios de
partido.
Mesdames, la mujer de Monsieur, y la condesa de Artois, las otras dos cuñadas de
la Reina, ambas celosas de María Antonieta, envidiosas por aquel dominio de su
bondad y su espíritu, habían ido a robustecer el partido de las tías del Rey; llevándole
dos enemigas que tomaban sus matices y gradaciones de la calidad de su carácter y de
la hostilidad de sus maridos. La pasión celosa de la condesa de Artois estaba un poco
frenada por el afecto del conde de Artois hacia su cuñada; mientras que la animosidad
de Madame, estaba, por el contrario, excitada y envalentonada por las frases y la
hostilidad que Monsieur dedicaba a la Reina.
Entre ellas el choque de caracteres era continuo; los más ligeros incidentes, los
más pequeños pretextos de enfado, las imaginarias afrentas, una frase de la Reina a
Madame acerca de la equívoca conducta de madame de Balbi y su error al mantenerla
junto a ella; nada se perdía en su memoria sin perdón, en la que germinaba el rencor,
un simple gesto, un aire… Un día Madame llegó a decirle a María Antonieta:
—No seréis nunca más que la Reina de Francia: pero nunca la de los franceses.
Las contrariedades que por parte de su familia la Reina tuvo que sufrir, llegaron
en 1782 a reflejarse en su salud. Los amigos de la Reina no ocultaron la esperanza de
que la petición para el Delfín del aposento de Monsieur y Madame, obligase al
matrimonio a dejar Versalles, retirándose al Luxemburgo. Se asustaban de su
melancolía que nada lograba distraer, de su indiferencia por todas las cosas, de aquel
enflaquecimiento que la amenazaba con una enfermedad de languidez.
Las tías del Rey, habíanse reducido a vivir en Bellevue, donde ocultaban su
derrota, sin voz ni voto en los asuntos, aunque maravilladas, en el presente y en el
porvenir, del amor del Bey hacia la Reina, y no pudiendo llegar hasta Luis XVI ni
ocuparle con sus cuentos más que un martes de carnaval en que todo el mundo se
entregaba al baile, limitábanse a murmurar. Se unieron a madame Luis, la carmelita,
da Saint Denis, a la que su odio contra la casa de Austria llegó a constituir una seria
perturbación en un convento de religiosas austríacas. Luis XVI vióse en cierta
ocasión obligado a ir personalmente a reprender a madame Luisa, intimidándola con
la orden de no volver a mezclarse en los asuntos del Gobierno.
En ocasiones como aquéllas, Mesdames se agitaban y se vengaban en la sombra.
Para calumniar los actos de María Antonieta o sus iniciativas, hacían uso de dos
fórmulas invariables, en cuanto se enteraban de una elección o de una idea de la
Reina decían siempre: «Nos extrañaría que pensase como mi padre o como mi
hermano»; o bien: «Cada día vemos en ella opiniones nuevas en contra da la casa de
Francia». En fin, en el suplicio y la inanidad de su posición, en que, alejadas del Rey,
no pedían disputar con la Reina, y ni siquiera podían luchar cara a cara, descendían
hasta apoyar la Memoria elevada por el comercio de Lyón, que acusaba a la Reina,
por su preferencia por los vestidos blancos, de la pobreza del comercio de Francia.
Las tías del Rey veíanse reducidas a formular su acusación contra la sencillez de la

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Reina; olvidaron que hasta la misma víspera no había reunido los suficientes
reproches para criticarla y censurar el lujo de su tocado.
Triste es decirlo… pero era entre sus cuñados, entre los mismos hermanos del
Rey, donde la Reina encontró sus más acérrimos enemigos: el conde de Provenza,
Monsieur, cuya conducta, así privada como política, había sido hasta entonces una
continua crítica de la Reina y una burla de su papel. Si María Antonieta entregaba por
entero su juventud a la diversión, Monsieur a cambio hacía gala de una piedad
espectacular y cronométrica. Si se celebraba alguna fiesta en Versalles, él iba al
Calvario. Monsieur se apartó cómodamente de su carácter y sus ideas, libre como era
y sin fijeza espiritual alguna, fácil para todas las novedades, inclinado por naturaleza
a la popularidad y sus halagos. Tan pronto como fue dado apoyo por María Antonieta
para el restablecimiento de los parlamentos desterrados, que le ganó el aplauso
unánime de la nación, Monsieur se lanzó al partido de resistencia a la opinión,
partidario absoluto de la voluntad real. Desde el momento en que la Reina se decide a
intervenir en la política, Monsieur no deja en paz a la pluma y al lápiz, no
dedicándose más que a distribuir la caricatura y la sátira, sembrar el insulto y el
descrédito de la ironía sobre los amigos de la Reina, sobre sus ministros, sus ideas y
sus ilusiones.
Pero la Reina halló a un amigo entre los hombres de su regia familia. Amigo que
compartió con ella juegos y diversiones, que supo mantener su reconocimiento,
haciendo causa común con sus preferencias, unido a sus deseos y asociado a sus
amistades, y que, para agradarle, no reparó en comprometerse casi hasta la
abnegación. Pero el amigo era alejado por la voluntad de las circunstancias. Ganado
por Vaudreuil, cediendo a las insinuaciones de los Polignac, a los que la indiferencia
de la Reina llevaba de rechazo al salón y a la familiaridad de un hermano en el que el
Rey ponía de repente todo su afecto, el conde de Artois ponía obstáculos al gobierno
de Brienne y no ahorraba esfuerzo alguno para provocar su derrumbamiento. Y luego,
en el mismo instante que la Revolución se ponía en marcha, separábase de nuevo de
la Reina, disintiendo de sus deseos de conciliación para dar realidad a las exigencias
nacionales, en lucha abierta con ella, sobre el gran problema de la representación del
tercer Estado, que la Reina vióse obligada a decidir en contra de su voluntad y a favor
del tercer Estado. En aquel instante, el conde de Artois tuvo ya su corte. Comienza a
pertenecer a los Calonne y a los consejos de los Vaudreuil, que harán de él, uno de los
más grandes peligros de la Reina durante la Revolución.
El hecho de que el archiduque Maximiliano hubiera querido anteponerse a los
príncipes de sangre real, hacía que éstos conservaran aún sus resentimientos contra la
Reina. Tan sólo el duque de Penthièvre, suegro de la princesa de Lamballe,
permanecía adicto a la Reina; pero como vivía lejos de la corte real, retirado y
encerrado en sus tierras, no podía prestarle sus servicios más que a distancia.
Además, de que sus mismas virtudes, por su suavidad, su benevolencia, hasta su
santidad, carecían, no de valor, pero sí de autoridad y de dotes de mando. ¡Pobre

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príncipe! Nacido para vivir en otros tiempos, debía ceder inevitablemente ante la
Revolución con aquella afligida paciencia y aquel renunciamiento a sí mismo que se
nos manifiesta en esta carta dirigida a su confesor: «… No puedo exponerme a
comprometerme; abandonad, os ruego, las ideas que tenéis acerca de la autoridad de
los poseedores de la casa que tengo en mi parroquia Ahora me veo reducido a un
simple ciudadano, sin que pueda añadir nada más…»
El amigo de Mesdames las tías del Rey, el príncipe de Condé, que se había
encerrado con ellas durante su enfermedad de las viruelas, y que a la vez era un
aliado y confidente de Mesdames, negábase a perdonar a María Antonieta el hecho de
que ésta se hubiese negado a recibir en la corte a su amante madame de Mónaco; y la
Reina oía hablar a sus familiares de Versalles refiriéndose a ese príncipe como un
personaje obstinado, tenaz, ambicioso, incluso siniestro, que se sentía feliz creando
nuevos peligros.
El duque de Borbón, muy pobre de espíritu y perezoso de cerebro para tener
criterio propio, pensaba siempre dominado por los prejuicios. Aceptaba las
enemistades de su padre, aún más acentuadas en él, a causa del interés y la solicitud
fraternales que María Antonieta patentizó a su adversario en duelo, el conde de
Artois.
Hijo del príncipe de Conti, el conde de Lamarche, aquel príncipe que había
comprometido de modo vergonzoso su nombre y las tradiciones de oposición de su
padre en el partido de Terray y Maupeou; que luego de haber injuriado a M. de
Choiseul y desertado de Versalles, limitábase con rendir a la Reina la misma pleitesía
que su padre, abordándola y saludándola como un parisiense en los pasillos de la
Ópera, le declaró muy pronto la guerra, convirtiéndose en enemigo de los ministros
Calonne y de Brienne; y muy pronto cuando la monarquía esté amenazada, la Reina
verá cómo ese siervo de la opinión «pide perdón a todo el mundo por un título que le
hace morir de miedo».
En cuanto al duque de Orleáns… ¡Cuán débil es quien hasta su mismo odio fue
una debilidad! Para esa pasión, todo era en él demasiado pequeño, la cabeza y el
corazón. ¡Pero cuánto no trabajaron sus consejeros, y cuál no fue la conjuración de
los intereses particulares, encauzados a forzar su conciencia y su natural! Un trabajo
realizado a la sombra, lento y paciente, era el que había cambiado en enemistad
enconada y sangrienta aquel antiguo afecto del duque de Chartres hacia la Reina, que
en ciertos momentos pareció tan vivo que hasta mereció los honores de la calumnia.
Luis XVI no tuvo nunca para él las mismas inclinaciones que la Reina; desde el
comienzo de su reinado había señalado su alejamiento hacia el duque y su mal humor
contra los amigos de éste. Aquellos sentimientos del Rey, que forzaron a María
Antonieta a alejar el príncipe de su corte, fueron interpretados por aquél como obra y
deseos de la Reina.
Y desde entonces si nos atenemos a las afirmaciones de los amigos del duque, ella
y sólo ella fue la causa de los fracasos y afrentas sufridos por él. A propósito del

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combate de Ouessant, era la Reina quien alentaba las sátiras contra el duque; ella
quien se interponía para que él pudiera conseguir el cargo de gran almirante de
Francia; la Reina, quien motivaba el epigrama de nombrarle coronel de los húsares;
también la Reina la causa del fracaso del matrimonio de uno de sus hijos con
Madame. Y después que aquel rencor, que cada día parecía ir en aumento, hubo
llenado el alma del duque de Orleáns, pareciendo engrandecerle, poco a poco, los
consejeros sembraron en él, el futuro, las lejanas esperanzas, las ideas, que son como
tentaciones, los sueños, que al comienzo asustan, pero que acaban por hacer sonreír,
las monstruosas ambiciones… Al saber que la Reina estaba encinta por segunda vez,
el duque de Orleáns juraba ¡y con qué ultrajes para la persona de la Reina! que jamás
el Delfín sería su Rey. Las insolencias de ese personaje acabaron por herir los
sentimientos de María Antonieta, quien se vengaba de él con el ridículo, y por medio
del Rey hacía decir al príncipe que había descendido hasta el punto de convertirse en
empresario del Palais-Royal.
—¡Como vais a tener tienda, no podremos veros más que los domingos!
Sus amigos, Biron, Liancoürt, Sillery, Lacios, recibían y daban nuevos alientos al
duque todavía furioso y avergonzado de las risas de Versalles; le hablaban de audacia,
de venganza, del destierro de la gran dama a Alemania. Y abusando del hombre, le
probaban la corona de príncipe, el 4 de mayo de 1789.
En el Temple, salón del príncipe de Conti, y el Palais Royal, salón del duque de
Orleáns, en esos dos salones de los inteligentes, en esa flor y nata de la mejor
sociedad de París, la Reina encontraba dos centros bases del enemigo, uno de los
cuales debía recoger hasta el día de su muerte en el cadalso, las calumnias y las
conjuras tramadas contra ella. Y por debajo del Palais Royal y del Temple, en todos
los salones abiertos a la Revolución, desde el salón de madame Necker, que había
dado acogida a los filósofos de madame Geoffrin, hasta el salón de la duquesa de
Anville, que acogía y recibía a Barnave, había muchos, aun más hostiles a la Reina
que a las ideas que preconizaba la contrarrevolución: eran los salones de las damas de
la corte que habían sufrido, por sí o por sus amigos, con el favor de madame de
Polignac, y en perjuicio de los cuales la Reina había erigido la gran fortuna de los
Polignac, sin importarle un comino la disminución de los otros. ¡Y qué cantidad de
círculos, centros y sociedades de murmuración existían en torno de la Reina, en su
propio palacio, en los que la conversación era una malicia y un modo de vengarse!
¡Cuántas mujeres había que no podían ocultar sus resentimientos hacia la mujer del
primer caballerizo de la Reina, cuya supervivencia, esperada por su primo, el
vizconde de Noailles, había sido otorgada a M. de Polignac! ¡Cuántas damas había,
como madame Tessé, que dejaban a sus amigos el campo libre, y hasta dirigían
personalmente, con la gracia maliciosa de su época, la guerra de la declamación, de la
conversación y del ingenio francés contra la Reina de Francia!
Quería la desventura que a la animosidad de los cortesanos, perjudicados y
celosos, viniera a unirse la ingratitud y la traición de los cortesanos favorecidos y

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colmados, de los familiares, de los amigos. No había suficiente con la hostilidad
acentuada de todas las grandes familias de Francia, de los Montmorency, los
Clermont-Tonerre, los La Rochefoucauld, los Crillon y los Noailles; sus propios
protegidos, sus comensales, sus huéspedes del Trianon alejábanse y le dejaban en la
estacada. Qué pocos había que imitasen el gran ejemplo de la princesa de Tarento. La
duquesa de Fitz-James partía en dirección a Italia. El príncipe de Henin, al que los
favores de la Reina sacaron del arroyo, se hacía el sordo ante el silencio con que se la
acogía y recibía en el palacio. La condesa de Coigny, sinónimo de una deuda tan
grande de gratitud, merecerá, al retorno de Varennes, que la prensa realista la acuse
de haber sido el motivo de excitar al insulto en la plaza de Luis XV. Había duques,
tales como el duque de Ayen, y un príncipe al que una carta de Luis XVI acusa de
espiar a su Rey, el príncipe de Poix, que en las jornadas de octubre, mientras la Reina
corría peligro, endosaban sobre su uniforme Una levita que, como dice Rivarol, les
sustraía por igual a la vergüenza y a la gloria.
Y si después de haber descrito todo esto, el historiador trata de enjuiciar con una
visión más amplia la situación de la Reina; si, dejando todo lo que está a su lado,
busca todo lo que le rodea; si va más lejos de Versalles, de París, de Francia; si
pregunta a Europa, se quedará asombrado por la disposición hostil y animosa de
todas las cortes de Europa, y de la facilidad con que surgen en todas partes del mundo
tantos enemigos a esta desventurada princesa. Entonces se dará cuenta que está en el
interés y en las exigencias de la política europea negar a María Antonieta el apoyo
moral que necesitaba, dejarla desarmada y sin medios, arruinarla mediante la acción
continua y el impuesto lenguaje de un medio diplomático casi unánime; que, en fin,
la abandonará en manos de la Revolución y contemplará impasible que muera.
Entre las potencias europeas enemigas de la Reina, se alineaban en primera fila
Inglaterra. No había cesado de envilecerla por medio de sus agentes. Había dado
buena acogida a las calumnias, admitido a los calumniadores, tolerando y
favoreciendo en Londres los libelos y los ultrajes; pagando asimismo en París las
injurias y las difamaciones. Saint-James veía en María Antonieta un dócil
instrumento de la política de M. de Choiseul, del ministro que había sido el primero
en inquietar al poderío inglés en América; para Inglaterra la Reina no era más que
una encarnación, un lazo de aquella alianza entre las casas de Austria y Francia, que
podía poner obstáculos a su política de invasión. La verdad estaba muy distanciada de
la realidad, porque María Antonieta no alentó nunca la emancipación de las colonias
americanas; si se había dejado halagar por la gloria conquistada por algún francés en
los campos de batalla del Nuevo Mundo, no había cedido al capricho de Diana de
Polignac; no cesó nunca de lamentarse por aquel socorro que se prestara a la
insurrección republicana, como si hubiese tenido el presagio de que los navíos de
Francia trajeran de América algo de esa república, sino la idea, al menos la palabra.
El odio del pueblo inglés no podía verse aplacado por aquella casi excepcional
conducta que la Reina observaba y con aquella acogida que dispensaba a todos los

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ingleses. A cambio, éstos ardían en deseos de vengarse de Francia, impedidos, como
estaban, de servirse de las tropas austríacas por el tratado austríaco de 1756, cuya
prenda había sido la subida al trono de María Antonieta. Nada podía contener a aquel
pueblo impaciente, contenido en su isla hasta la ruptura de ese tratado, hasta la
declaración de guerra de los Brissotinos a Austria, hasta la detención de la Reina.
Para la Reina esos días no pasaban inadvertidos. Tiene miedo a ese pueblo, y no se
atreve a pronunciar ni siquiera el nombre del primer ministro de Inglaterra, el nombre
de Pitt, «sin estremecerse», según propias palabras.
La alianza de Austria y Francia era más temida por otra potencia: Prusia. Para el
Rey de Prusia era el recuerdo permanente de la liga que había amenazado borrar del
mapa de Europa a la monarquía prusiana. Por esta razón María Antonieta se veía
rodeada de agentes secretos al servicio de Prusia, que espiaban todos sus pasos,
estudiaban sus partidarios, escrutaban sus relaciones con la familia real, y, en una
palabra, conspiraban juntamente con los agentes de Inglaterra.
En el norte de Europa, Suecia, que había resultado más herida por la fría
recepción en Versalles de Gustavo III que el propio Gustavo, el cual regresaba a su
patria deslumbrado por la belleza de la Reina de Francia y casi medio enamorado de
ella, Suecia, como los pequeños Estados de Alemania, atribuía a María Antonieta que
la unión entre Suecia y Francia fuese menos íntima y sólida y su protección menos
eficaz y menos digna de confianza.
En el mediodía, España y Nápoles, no veían en la Reina de Francia más que la
encarnación de la Archiduquesa de Austria que vendía el interés de sus pueblos al
interés de su casa principesca. Estos dos Estados se mostraban indignados por los
esfuerzos de la reina Carolina para alejar a su marido del Pacto de Familia, aquella
conquista de Luis XV sobre Austria, España y Nápoles, y juzgaban a María Antonieta
por su hermana.
Saboya consideraba a María Antonieta y a la alianza que representaba como el
golpe de gracia para las ventajas de su posición, como la derrota de su vieja política
de opción entre Francia y Austria, que durante tanto tiempo se disputaron su alianza
en varias guerras. Las pequeñas repúblicas de Génova y Venecia, por medio de sus
agentes en París, mostraban su antipatía a aquella alianza y contra aquella Reina,
puesto que la consideraban como la responsable del reparto de Polonia.
En resumen: de un extremo a otro de Europa la política de los intereses y la
consigna de los agentes diplomáticos eran hostiles a esta Reina, firme guardiana y
defensora del pacto de 1756. Y aun allí, más allá de Europa, continuaban los odios,
porque hasta en Constantinopla, el Gran Visir, al tener conocimiento de la
proclamación de la república, exclamó:
—¡Magnífico! Al menos esa república no se unirá a ninguna archiduquesa.
¿Acaso aquella universal hostilidad contra la princesa de la casa de Austria
aseguraba, a María Antonieta, el completo auxilio de los suyos, y el incondicional
apoyo de Austria? No. Los soberanos pertenecen por entero a su propia patria antes

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que a su familia; y el emperador José no encontró en su hermana un instrumento
bastante dócil a los intereses de su imperio, a los proyectos de su reinado, a las
esperanzas de su diplomacia, a las tentativas de sus armas. Cuando José trató de
apoderarse de Baviera, y reclamó del Rey de Francia el auxilio de 24.000 hombres
según las estipulaciones hechas en el tratado de 1756, o, en defecto de ese apoyo, un
subsidio en dinero; cuando la guerra entre Austria y Prusia parecía estallar de un
momento a otro, la Reina no se valió de otra arma que la de sus lágrimas para apartar
el espectro de la guerra del umbral de su casa. El Rey, escribía a M. de Vergennes:
«… He visto a la Reina después de vuestra entrevista con ella. Me ha parecido
profundamente conmovida por un sentimiento de incertidumbre muy lógico y
provocado por el presagio que la guerra parece ser inminente entre dos rivales situado
tan cerca; me he enterado de que vos no habéis trabajado y esforzado lo bastante para
prevenirla; he tratado de persuadirla de que habéis hecho todo lo que está a vuestro
alcance y que estábamos dispuestos a hacer todas las gestiones amistosas que la corte
de Viena pudiera sugerimos. Pero también le he dado a conocer el poco fundamento
que a mi juicio tienen las adquisiciones de la casa de Austria, y que nosotros no
estamos tampoco en modo alguno obligados a prestar auxilio para sostenerlas y
apoyarlas, y, además, le he asegurado que el rey de Prusia no sería capaz de
apartamos de la alianza, y que puede desaprobarse la política de un aliado sin llegar a
romper con él». Con esta seguridad dada por el Rey y respaldada por M. de
Maurepas, la Reina renunció a tomar parte activa en la negociación; entretanto el
Emperador presentaba quejas de su hermana al conde de la Marck.
En 1734 José II se dirigió de nuevo a la Reina para exigirle la apertura del
Escalda y establecerse en Maëstricht. Y la Reina se negó igualmente a intervenir en el
asunto. Sólo se limitó a solicitar al Rey una mediación de Francia, que procurase a su
hermano la salida más honrosa de aquella imprudente locura. Para esas negativas,
María Antonieta tuvo el valor necesario, en las que la Reina se impuso a su corazón
de hermana. Aquellas nobles negativas, confirmadas por testigos cuya prueba es
irrebatible, ¿quién podrá negarlas hoy después de leer esta carta que la Reina escribió
a su hermano?

«Sabéis cuán perfecto es el comportamiento del Rey para conmigo y que cuando de vos se trata
sólo obra de acuerdo con su corazón; no formulo más ardientes y sinceros votos que por vos, pero
es justo que sepáis que hoy no me veo libre con relación a los asuntos que conciernen a Francia;
considero que sería muy inoportuno que yo me mezclara en ellos, sobre todo en cosa que no es
aceptada por el consejo; se vería en ello debilidad, o ambición. En fin, mi querido hermano, soy
ahora francesa antes que austríaca…»

De este modo, la Reina fue acusada de hacer entregar a su hermano los tesoros de
Francia, y fue culpada de ser en Versalles la espía y agente de Austria. Esta Reina a
quien el epíteto de la Austríaca, la acompañará hasta la plaza de la Revolución, debía
a su política francesa no hallar más que tibias simpatías en su propia casa, en aquella
patria donde se creó tantos enemigos.

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CAPÍTULO II

Penas maternales de María Antonieta. La muerte del Delfín. La Reina se aleja


del salón de madame de Polignac. La condesa de Ossun. Separación de la
Reina de los Polignac después de la toma de la Bastilla. Correspondencia de la
Reina con madame de Polignac. La Revolución y la Reina. Plan de asesinato de
la Reina. El 5 de octubre. El 6 de octubre. M. de Miomandre y M. de Repaire.
La Reina del balcón de Versalles. Respuestas de la Reina al Comité de
investigaciones y al Châtelet.

Llegó el momento en que todos los odios de Francia los intereses de Europa y los
furores y rencores de un pueblo se conjuraron en contra de María Antonieta. El
presente significaba el tormento con sus alarmas, y el futuro la inquietaba con sus
amenazas y presagios. Y la Peina veíase incapaz de hallar siquiera la paz y refugio en
su propio corazón. Durante los últimos años vióse abandonada de esas alegrías
maternales, que, con las caricias de un hijo, consuelan de todas las preocupaciones y
aligeran los pesares.
No hacía un año que la muerte le había arrebatado a su última hija, la pequeña
Sofía. Aquella muerte había sido algo así cómo la señal del comienzo de sus
desventuras. Y ahora, quien moría lentamente, poco a poco, día tras día, casi hora por
hora, era el Delfín, torturando con la inquietud o la esperanza, con el renacimiento de
la confianza o las recaídas en la angustia, aquel pobre corazón de Reina sin paz ni
consuelo, que, atenazado por la terrible certidumbre, se entregaba aún a sus dudas.
¡Qué doloroso espectáculo el de aquella Reina así maltratada! Contemplar aquel
infante, rebosante de salud, hasta entonces lleno de vida, inteligente, que palidecía,
adelgazaba, perdía su belleza y luchaba cara a cara con la muerte. Todo se fue con la
enfermedad y el sufrimiento: sus colores magníficos y su alegre actividad. Sus
piernas perdieron toda su fuerza para mantener aquel cuerpecito, hasta ayer tan ágil y
erguido dentro de su trajecito de marinero; se encorva ahora, se joroba, y se desfigura
de tal modo, que la Reina, con el orgullo de madre herido, oculta a ese pobre niño,
que se arrastra hacia la muerte y del que se ríen.
La madre escribía a su hermano José II esta desolada carta fechada el 22 de
febrero:

«Mi hijo mayor me tiene muy preocupada, querido hermano; aunque siempre su cuerpo fue débil y
delicado no esperaba yo la crisis por la que atraviesa. Su cuerpo se ha deformado, tiene una
cadera más alta que la otra y las vértebras de la espalda las tiene un poco desplazadas y salientes.
Desde hace algún tiempo tiene fiebre casi todos los días y está muy flaco y débil. La crisis de la
dentición es la causa principal de su enfermedad. Sin embargo, el proceso ha avanzado y tiene ya

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un diente casi fuera, lo que representa para mí un rayo de esperanza. El Rey fue muy débil y
enfermizo durante su infancia, y el aire de Meudon le fue muy saludable; allí vamos a instalar a mi
hijo. En cuanto al pequeño, tiene casi toda la vitalidad y salud que le faltan a su hermano; es un
verdadero rapaz campesino, grande, fresco y gordo…»

Y con todo, aquel pobre pequeño, desfigurado por la muerte antes de ser presa de
ella, nutre impaciencias, caprichos, alejamientos, que produce la enfermedad, y que
lastiman a todos los corazones que le rodean. Ni siquiera este dolor le fue ahorrado a
esta madre, que el 4 de junio de 1789, no tenía ya más que un hijo.
También a los Polignac debería la Reina aquella falta de ternura, aquella tibieza
en los besos de su hijo moribundo. Madame de Polignac era odiada por aquel pobre
enfermito, que fiel a los odios del duque de Harcourt, su preceptor, le había tomado
manía hasta el punto de detestar el perfume que usaba. Era fatal aquella amistad de la
Reina con los Polignac. ¡Y cuánto daño y perjuicio le causó su favorita!
El salón de madame de Polignac, en el que la Reina había tenido su corte de
mujer, había ido reuniendo con los años la sociedad que menos hubiera convenido
encontrar a la Reina. Tan lejos habían ido la negligencia e indiferencia de madame de
Polignac acerca de este extremo habían ido tan lejos, que cuatro años antes de la
Revolución, en 1785, la Reina enviaba siempre, antes de dirigirse al aposento de la
Polignac, a uno de sus servidores para que se informara de las personas que allí
había; y no era raro que se abstuviese de ir según la contestación que recibía.
En cierta ocasión, la Reina se había decidido a hablar a la de Polignac del poco
agrado que tenía al encontrar en su salón determinados rostros, y madame de
Polignac, abandonando su suavidad, se atrevía a contestar a la Reina:
—Creo que el hecho de que Vuestra Majestad se digne venir a mi salón no es una
razón para excluir de él a mis amigos.
—No por eso guardo rencor a madame de Polignac —decía más tarde la Reina,
recordando esta contestación—, es en el fondo buena, y me aprecia; pero los que la
rodean la han dominado.
A partir de entonces, la Reina fue adquiriendo la costumbre de ir al salón de la
condesa de Ossun, su dama de tocado, hermana del duque de Gramont y sobrina de
Choiseul. Madame de Ossun era una mujer que no tenía nada de brillante, ni en su
espíritu ni en sus maneras, pero era una mujer perfectamente virtuosa y suave, sin
intrigas, sin exigencias, que no pedía nada para sí ni para los suyos, y que sólo su
afán radicaba en agradar a la Reina, y, muy pronto, se preocupaba solamente de
consagrarle su abnegación, por lo que era denunciada a las venganzas de la
Revolución por «el Orador del pueblo».
Situado muy cerca de sus habitaciones, había el aposento de madame de Ossun, al
que iba la Reina llevando consigo a los pocos amigos que le quedaban. Allí se sentía
libre, a sus anchas, sin miedo al consejo o a la dominación; recobrando con su
libertad la alegría y la juventud, organizaba en el salón de la de Ossun pequeños
conciertos en los que ella tomaba parte, volviendo a encontrar un placer que ya había

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echado en el olvido.
La Reina al alejarse del salón de madame de Polignac no había guardado rencor
alguno a su favorita; y continuaba queriéndola y permanecía fiel, a su amistad. Con
todo, la sociedad de la Polignac emparentada con madame de Ossun, no se resignaba
sin despecho a aquel nuevo favoritismo de la dama de tocado de la Reina. En el salón
de la antigua favorita de la Reina, se deslizaron muy pronto a consecuencia de todo
ello, las frases, las coplas y la sátira. Y como adquirieron mayor violencia, por último
la gratitud ofreció asilo a la maledicencia.
Con la toma de la Bastilla, triunfa la Revolución, y por doquier se oyen gritos
injuriosos contra los Polignac. El peligro de la que antes había sido su mejor amiga
borraba al acto en la memoria de la Reina todo resentimiento y hasta el recuerdo de
todas las faltas.
El 16 de julio a eso de las ocho de la tarde, la Reina hacía llamar a los Polignac, y
les encarecía que partieran aquella misma noche. Ante esas palabras, la altivez y el
reconocimiento volviéronse a revelar en los Polignac. En los días de peligro, partir,
abandonar a su bienhechora; huir cuando el infortunio comienza, ¿no sería desertar?
Marido y mujer se niegan a cumplir el deseo de la Reina. Entonces, María Antonieta
les ruega, les suplica, les conjura, y mezcla sus lágrimas a las súplicas; en nombre de
su propio interés les pide que se marchen.
—Venid, Monsieur —dice al Rey, que entra en ese momento—, venid para
ayudarme a convencer a estas honradas gentes, a estos fieles súbditos, de que deben
partir.
Y con la persuasión del Rey obtiene de su amiga que la abandone.
La amistad de la Reina y sus antiguas ternuras renacían en aquellos últimos
abrazos. A medianoche, en el momento que iba a abandonar el palacio, madame de
Polignac escuchaba estas palabras de boca de la Reina:
—¡Adiós, a la más querida de las amigas! ¡Cuán terrible es esta palabra! Pero es
necesaria. ¡Adiós! No tengo fuerzas más que para abrazaros.
Y madame de Polignac partía siendo portadora de la carta que llamaba a M.
Necker al Gobierno, aquella carta en que Luis XVI le pedía que volviera a
reintegrarse a su puesto junto a él «como la mejor prueba de adhesión que podía
darle».
Todos los pensamientos de la soberana convergen en sus fugitivos, en su
salvación:

«Corazón mío, sólo una palabra: no puedo resistir al placer de abrazaros de nuevo. Hace tres días
os mande una misiva por M. de M… que me enseña todas vuestras cartas y con el que no ceso de
hablar de vos. ¡Si supierais con qué ansiedad os hemos seguido y el gozo que hemos
experimentado al saberos a salvo!; esta vez la desdicha no nos ha atraído. La tranquilidad reina
desde cuando os escribí, pero ¡todo tiene un aspecto tan siniestro! Mi consuelo es abrazar a mis
hijos, y pensar en vos, corazón mío».

La Reina corre en busca de las noticias de su amiga, de las que es portador el

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barón de Staël; no se cansa de escribirle cartas y así cree hablarle aún:

Hoy, 29 de julio de 1789


«Querido corazón: no quiero pasar por alto una vez más la ocasión que se me presenta hoy para
escribiros. Es para mí un gozo tan grande, que doy mil gracias a mi marido por haberme enviado
sil carta. Vos sabéis cuánto os quiero y os echo de menos, sobre todo en los momentos presentes.
Las circunstancias no parecen tomar buen cariz. Os supongo conocedora de lo sucedido el día 14
de julio; fue uno de los momentos más terribles de mi vida y no puedo aún reponerme del horror
por la sangre derramada. ¡Quiera Dios que el Rey pueda hacer el bien del que se preocupa
exclusivamente! El discurso que pronunció en su día ante la Asamblea reunida surtió efecto.
Contamos con el apoyo de las gentes honradas; pero las cosas evolucionan muy de prisa y parecen
una vorágine que no se sabe qué rumbo puede tomar. ¡No podréis imaginaros las intrigas que se
tienden en torno nuestro, y todos los días hago singulares descubrimientos! M. (Necker) acaba de
llegar; os ha visto y me ha hablado de vos. Su regreso ha constituido un verdadero triunfo. ¡Quiera
Dios pueda representarnos un apoyo y un auxilio para prevenir las sangrientas escenas que se
desarrollan en este hermoso reino! Adiós, adiós, corazón, os abrazo con toda mi alma, a vos y a
los vuestros,
MARÍA ANTONIETA»

Y el 13 de agosto, la Reina escribía a madame de Polignac:

«Veo que continuáis queriéndome. Gran necesidad tengo de vuestra amistad, porque me encuentro
muy triste y afligida. Desde hace algunos días parece que las cosas andan por buen camino; pero
no es posible abrigar grandes esperanzas, parece guiar un gran interés a todos los malvados y
todos los medios les parecen pocos para retorcer e impedir las cosas más justas; pero el número de
los seres perversos ha disminuido, o, por lo menos, todos los buenos se unen, en todas las clases y
en todos los órdenes: que es lo mejor que puede suceder… No os doy más noticias, porque en
realidad, se ha llegado al extremo en que nos hallamos, y, sobre todo, tan distanciadas la una de la
otra, la menor insinuación podría intranquilizarnos demasiado; pero tened presente que la
adversidad no ha menguado ni mi fuerza ni mi valor…»

Otro día, la Reina escribía a su amiga:

«Mi salud hoy es aún buena, pero mi alma está atenazada por la pena, los pesares y por la
inquietud; todos los días vienen a mis oídos nuevas desgracias; una de las mayores para mí es la
de verme privada de todos mis amigos; me resulta difícil hallar corazones que me comprendan».

La Reina añade aún a madame de Polignac:

«Todas las cartas que dirigís a. M. de M… me causan una gran alegría, al menos veo vuestra
letra, leo que me queréis, y eso me hace mucho bien…»

En todas las cartas que la Reina escribe a todos los fugitivos hay el mismo
lenguaje, igual ternura. ¡Nos da la impresión de que esos amigos se hubiesen llevado
parte de su corazón. De tal modo vive con ellos el corazón de la Reina! Ella no olvida
a nadie, a ninguno de aquellos a quienes ama, nada de lo que les concierne. Comparte
todos sus intereses y todos sus afectos. A los testimonios de las personas que la
rodean asocia la Reina los de su amistad. Unas veces pone en sus cartas el sello final
de dos líneas del Rey; o bien recoge un cariñoso recuerdo de madame Elisabeth; a
menudo incluye entre las líneas de sus cartas rasgos de la escritura de sus hijos,

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¡como si la Reina se preocupara de irles preparando el legado de las amistades
dilectas de su madre! En la tercera página de una carta de María Antonieta, pueden
verse tres líneas de una escritura infantil: Madame, he pasado mucha pena al saber
vuestra partida, pero tened la seguridad de que no os olvidaré jamás. Y María
Antonieta debió de volver a coger la pluma de las manos de su hija para agregar: Ha
sido ella misma quien ha escrito estas líneas; la pequeñita ha entrado en el cuarto
cuando yo estaba escribiendo; le he propuesto que escribiera y la he dejado sola; por
lo tanto, no hay nada de mi mano, son sus propias ideas y prefiero enviároslas así.
Adiós, querida.
Es honor de la amistad y es obra de su arte esta correspondencia entre la Reina y
madame de Polignac «No es de mi mano», dice la Reina al hablar de las frases de su
hija, «Ha sido ella misma quien…» ¡Pero qué efusión! ¡Cuántas delicadezas
expresadas con suavidad! ¡Y cuántas palabras que sólo poseen las mujeres, cada una
de las cuales deja traslucir un sentimiento! La amable queja, la tristeza dulce, parecen
en esas cartas el gemido de un alma grande, y la desventura llega hasta el heroísmo
de las lágrimas.

Hoy, 14 de septiembre
«La lectura de vuestra carta me ha hecho llorar de enternecimiento. ¡Oh!, no creáis que os olvido,
vuestra amistad está grabada en mi corazón con caracteres imborrables y es mi consuelo, con mis
hijos, de los que no me separo. Hoy más que nunca, me veo necesitada de esos recuerdos y de todo
mi valor, pero sabré sostenerme por mi hijo, y seguiré mi penosa ruta hasta el final; en la
adversidad es principalmente cuando aprendemos a conocer lo que valemos; la sangre que circula
por mis venas no puede mentir. Pienso mucho en vos y en los vuestros, mi cara amiga, es el medio
de echar en olvido las traiciones que me rodean; si vamos al desastre es más culpa de la debilidad
y de los errores de nuestros amigos que de las combinaciones de los malvados; nuestros amigos no
se entienden entre sí y sirven de blanco al grupo del mal y, por otra parte, cuando los jefes de la
Revolución intentan hablar de orden y moderación no son escuchados. Compadecedme, corazón
mío, y sobre todo queredme; hasta mi último suspiro os apreciaré a vos y a los vuestros.
MARÍA ANTONIETA»

La Revolución ha comprendido desde los primeros días de su iniciación que para


ella no hay otro peligro más que la Reina. Su único peligro y enemigo es la
inteligencia, la firmeza, la cabeza y el corazón de la Reina. La Revolución puede
esperarlo y alcanzarlo todo del Rey. Ya ha medido su debilidad; sabe ya el límite de
las concesiones y abdicaciones que puede hacer el Rey sin que el soberano se
defienda, sin que el hombre se muestre rebelde, sin que el padre comprenda que, al
desarmar a la realeza, entrega el trono de su hijo. Pero la esposa de ese Rey, y su
dueña, la Reina, con los estremecimientos e impaciencias de su naturaleza, con el
imperio de su voluntad, con sus viriles dotes, acerca de las cuales no se llama a
engaño la injusticia de los partidos, con su temperamento, con aquel ardor de una
madre, que lucha por su hijo, con todas las dotes de la iniciativa, todas las virtudes,
aparentes y reales que parecen haberse albergado en ella como en un baluarte, la
Reina es la que en estos momentos ve con claridad la Revolución, y no se hace

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ilusiones acerca de ella. La Reina es la temible, la Reina la que marcha empujada a la
lucha y a la bizarra defensa de los derechos de la corona, por la preocupación de la
gloria del Rey, por el alejamiento y la expulsión de todos los que ella quiere, por sus
amistades y por sus deberes. ¡Y qué inquietudes no siembra en el seno de la
Revolución aquella seducción de su persona! ¡El acento de su voz, el aire, el gesto,
que en un instante supremo pueden detener el destino, arrastrar un ejército y obligar a
los franceses todos a repetir ante el cetro de María Antonieta el juramento de los
húngaros ante el trono de María Teresa! ¿Es que la Revolución no llegará a oír un día
en la capilla de las Tullerías, después del Domine salvum fac Regem, a la nobleza de
Francia, gritar con un solo clamor: et Reginam?
Se hace necesario neutralizar ese peligro y esa seducción. Toda la prensa de la
Revolución ataca a la Reina: injurias, calumnias, epigramas, todas las maldades y
todas las infamias de la palabra impresa la buscan y la persiguen sin cesar. El
populacho sólo se amotina contra la Reina, sólo a ella se le asestan golpes. En todos
los papeles que injurian a la mujer del Rey, éste, el honrado, el virtuoso, el mal
aconsejado Luis XVI, es siempre silenciado y absuelto. Y en el otro bando, la prensa
realista, ese soberano que hasta de sí mismo está olvidado, es también echado en el
olvido; los periodistas combaten y conspiran junto a esta esposa y madre que en vano
trata de arrancar al Rey de su sueño y darle nuevos ánimos.
Y entre ambos extremos ¿qué otras ambiciones además de las que nutría la
contrarrevolución, no se tendían en torno del trono de María Antonieta? ¿No habían
los moderados del tercer Estado llevado la confianza en ella hasta pensar en derrocar
al Rey, y dar a la Reina la regencia del Reino, con un parlamento compuesto de dos
cámaras a estilo del parlamento inglés?
Ilusiones, abnegaciones, esperanzas y partidos, la Reina reunía en torno suyo
demasiados proyectos y planes para que la Revolución no desconfiara de ella como
del único obstáculo grande que se presentaba ante su futuro. Se hacía necesario que la
Reina desapareciera del tapete político para que el camino quedase libre. «La gran
dama debía desaparecer de la escena si no quería que le sucediese algo peor», tal era
el lenguaje de los miembros de la Constituyente en los salones de París; tal era la
advertencia oficiosa que le hacían llegar los constitucionalistas por conducto de la
duquesa de Luynes. Pero la Reina no estaba dispuesta a marcharse, había resuelto
permanecer fiel al lado del Rey y a morir junto a él si fuera preciso. Y la Revolución
pensó entonces en desembarazarse de ella por medio del atentado o por el motín. Los
hombres estaban dispuestos al ataque. Sólo será preciso un pretexto y un grito que
ocultará la consigna. El pretexto escogido fue la comida que dieron los guardias de
corps al regimiento de Flandes, celebrada en la sala de espectáculos de Versalles,
comida en la que la orquesta entonó el ¡Oh, Richard!, ¡Oh, Rey mío! y en que la
Reina se había presentado con el Rey y el Delfín. En seguida el pueblo, puesto al rojo
vivo por medio de las fábulas y mentiras, preparado con un hambre ficticia debido a
una distribución de pan intencionadamente escasa en la mañana del 5 de octubre del

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49, que ponía en todas las gargantas de todos los mercados y barrios el grito de
«¡Pan!», era lanzado hacia la carretera de Versalles.
Mientras aquel pueblo se agita y se pone en movimiento con aquel grito,
Mirabeau traiciona la consigna de la jornada, al solicitar desde la tribuna de la
Asamblea: la inviolabilidad del Rey, del Rey únicamente.
El 5 de octubre por la tarde, la Reina paseábase por los jardines del Trianon. Se
hallaba sentada junto a la gruta, sola y triste, cuando un aviso de M. de Saint-Priest le
suplicó que regresara a Versalles. La Reina se puso en camino. Aquella fue la
postrera vez que se paseó por los jardines del Trianon.
¿Qué es lo que le espera en Versalles? El miedo, guardias sin órdenes, sirvientes
aterrados, diputados errantes, ministros que deliberaban, ¡y el Rey que esperaba! Ella
se situó junto a la puerta del consejo, a la escucha, suplicando una medida, un plan,
una voluntad, una salvación, ¡al menos una muerte bella! Sólo oye discutir proyectos
de fuga y aun así ¡ni siquiera la firmeza de resolución del Rey para seguirlos hasta el
fin! Los disparos de fusil se dejan oír ya por las calles de Versalles, se oye también ya
el galope de los caballos de los guardias de corps, descorazonados, sobre la plaza de
armas, y luego, al final de la avenida de París, surge la nube y el estruendo que es la
señal de que el pueblo se ha puesto en marcha. No han transcurrido ni siquiera unos
minutos cuando la primera oleada de la multitud golpea furiosamente ante la verja del
ministerio; viene luego la guardia nacional que arrastra a La Fayette en triunfo;
después los gritos, y las picas y los ultrajes que las verduleras no cesan de proferir
contra la Reina, y los degolladores con las mangas recogidas, y aquel populacho que
viene a pedir: ¡las tripas de la Reina!
Todo es anarquía y confusión en palacio. Las voluntades vacilan, los consejos
balbucean, la cobardía ordena. En medio de aquella turbación sin límite, vértigo y
espanto, no hay más que un hombre entre todos aquellos hombres: la Reina.
Durante aquella noche que habrá de suceder al día siguiente, en tanto que en la
Asamblea invadida, el mercado se vuelca amenazador contra la Reina, mientras en
las tabernas, a las puertas del palacio, la muerte flota envuelta en siniestro manto y
espera, la Reina permanece con el rostro sereno, el alma sin turbación, el continente
digno, con la palabra firme, el espíritu libre y puesto en guardia. Concede audiencia a
todos los que se le presentan, y les infunde nuevo valor y nuevos ánimos y comunica
a todos su gran alma.
—Ya sé —dice la hija de María Teresa— que vienen de París para pedir mi
cabeza; pero mi madre me enseñó a no temer a la muerte y la esperaré con firmeza.
Son exactamente las dos de la madrugada. M. de La Lafayette durante la noche ha
respondido de su ejército. El Rey ha hecho destacar a los guardias de corps a
Rambouillet. En palacio sólo montan la guardia los guardias de servicio. La Reina se
acuesta y duerme. A dos de sus damas les ha ordenado que vayan también a
acostarse; pero éstas, al salir de la cámara, llaman a sus dos sirvientas y las cuatro
mujeres se quedan sentadas contra la puerta de la alcoba de la Reina. Despuntaba ya

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el alba, cuando llegó hasta sus oídos el ruido de los disparos de los fusiles y los gritos
de los hombres a quienes degüellan: Una de las damas se precipita en seguida en la
alcoba de la Reina, para hacerla levantar; otra corre en dirección al rumor. Abre la
puerta de la antecámara que da a la gran sala de guardias y grita:
«¡Madame, salvad a la Reina!»
Mientras, levantando su cara manchada de sangre, un guardia de corps se
interpone en la puerta con su fusil y detiene a las picas con su cuerpo. A aquel grito la
dama, abandonando al héroe en el cumplimiento de su deber, cierra la puerta sobre
M. de Miomandre de Sainte Marie, echa el enorme cerrojo y se dirige a todo correr al
cuarto de María Antonieta:
—¡Salid del lecho, señora! No os vistáis; corred a las habitaciones del Rey.
La Reina salta de su lecho; sus dos damas le pasan una enagua, sin atársela. La
arrastran por el angosto y largo balcón que bordea las ventanas de los departamentos
interiores; llegan a la puerta del gabinete-tocador de la Reina. Esta puerta rara vez se
encontraba cerrada, ¡pero hoy lo está! Y los gritos y los ruidos se avecinan:
Miomandre ha caído junto a su camarada du Repaire, que ha venido a compartir su
muerte… El hecho de que las damas de la Reina llamen a la puerta y redoblen sus
golpes no surte efecto; durante cinco minutos nadie contesta. Por fin, un criado de un
ayuda de cámara del Rey viene a abrir. La Reina entra presurosa en la cámara del
Rey: ¡El Rey no está allí! Se ha dirigido hacia el cuarto de la Reina por las escaleras y
pasillos que están bajo el Oeil de Boeuf. Pero he aquí a Madame y al Delfín, que se
echan en los brazos de su madre. El Rey vuelve: llega madame Elisabeth. ¡Qué
lágrimas y a la vez qué alegría la de esta familia que vuelve a reunirse!
Acto seguido, todo lo que hay de aterrorizado en el palacio, todo lo que resta de
fidelidad en Versalles, se precipita hacia aquella cámara del Rey, rodeada de
clamores, ruidos, resonar de armas y de la voz del pueblo. Las mujeres se lamentan.
Los ministros escuchan. Necker abismado en un rincón deplora su popularidad. Los
diputados de la nobleza piden las órdenes del Rey. El Rey no contesta. Sólo la Reina
consuela y da ánimos a los hombres que palidecen. El vocerío sigue en aumento bajo
las ventanas:
—¡A París! ¡A París!
El Rey se decide movido por las súplicas y las lágrimas, prometiendo al pueblo
partir al mediodía. Pero aquello no es suficiente para el triunfo del pueblo: es preciso
que también aparezca la Reina. ¡La Reina se asoma por aquel balcón de las
habitaciones en donde Luis XIV exhaló el último suspiro! Aparece junto al Delfín y
Madame real.
—¡Nada de niños ahora! —claman veinte mil voces.
Y María Antonieta, rechaza a sus hijos, con un movimiento de sus brazos hacia
atrás y espera. El pueblo no quería a la madre, quería sólo a la Reina.
—¡Aquí está! ¡Bravo!, ¡viva la Reina! —grita con un solo clamor aquel pueblo de
siniestras caras, a quien el gesto magnífico y la máxima grandeza de aquel valor de

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mujer le arrancan la admiración y le devuelven una conciencia.
Al día siguiente de esa jornada de octubre ¡cuán grande y más bella aparece la
magnanimidad cristiana de la Reina al no querer acordarse de sus asesinos! En
aquella misma noche, María Antonieta escribe a su hermano el Emperador:

«Os supongo ya enterado de mis desventuras; existo y debo esta, gracia sólo a la Providencia y a
la audacia de uno de mis guardias que se ha dejado despedazar para salvarme la vida. El brazo
del pueblo armado se ha dirigido contra mí, la multitud se ha levantado contra su Rey, ¿y con qué
pretexto? Quisiera podéroslo decir, pero no tengo el suficiente valor para ello…»

El Comité de investigaciones acaba de interrogar a la Reina; interrogaciones a las


que ella replicó:
—Jamás seré la delatora de los súbditos del Rey.
El Châtelet le pedía su declaración; la Reina contestaba:
—Todo lo he visto, todo lo he sabido, y todo lo he olvidado.

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CAPÍTULO III

La familia real en las Tullerías. Las Tullerías. La Reina y sus hijos.


Instrucciones de la Reina para la educación del Delfín. La Reina interviene en
los asuntos públicos. Negociaciones de M. de la Marck con la Reina. La
entrevista de la Reina y Mirabeau en Saint-Cloud.

El pueblo se lleva la familia real. Precedían su triunfo las cabezas de dos guardias
de corps, clavadas en sendas picas. Las canciones y los soeces insultos acompañaban
al coche que arrastraba lentamente al boulanger, la boulangère et le petit mitron. El
cómico Beaulieu sentado en el mismo pescante, insultaba con frases de pasquín a la
familia real. La Reina con sus ojos secos, silente, sin moverse, desafiaba los insultos
como había desafiado a la muerte.
—¡Tengo hambre! —decía el Delfín, que iba sentado en las rodillas de su madre;
entonces la Reina prorrumpió en llanto.
El cortejo llegó al fin al Ayuntamiento, al cabo de siete horas. Como, al repetir
Bailly a los parisienses la frase de Luis XVI:
«Siempre estoy con gusto y confianza cuando me encuentro en medio de los
habitantes de mi querida ciudad de París» aquél olvídase de la palabra confianza.
—Repetid «con confianza» —le dijo la Reina con la presencia de espíritu propia
de un Rey.
Las Tullerías estaban destinadas a ser la sede de la familia real. No había nada
preparado para albergarlos en aquel palacio, en completó abandono desde hacía tres
reinados. Las damas de la Reina hubieron de pasar la noche en unas sillas, y Madame
y el Delfín en camastros de campaña. Al día siguiente, la Reina excusábase a sus
visitantes de la pobreza del lugar:
—¡Ya sabéis que yo no pensaba tener que vivir aquí! —obsequiándoles con una
mirada y un tono imposibles de olvidar.
A la llegada del mobiliario de Versalles se procedió a la instalación del mismo. El
Rey habilitó para su uso tres piezas de la planta baja que daban al jardín; la Reina
ocupó unas habitaciones que había cerca de las del Rey. Abajo estaba su gabinete de
tocado, su alcoba y su salón de audiencia; en el entresuelo, su biblioteca con sus
libros de Versalles; encima, en el otro piso, estaban las habitaciones de Madame,
separadas de la alcoba del Rey por el cuarto donde dormía el Delfín. Después del
salón de audiencias venía el billar, y luego las antecámaras. El ama de los príncipes
de Francia, madame de Lamballe, los señores de Chastellux, de Hervilly y de
Roquelaure ocupaban la planta baja del pabellón de Flora; madame Elisabeth el

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primer piso; madame de Mackau, la de Gramont y la de Ossun con otros personajes
de la casa o del servicio, los pisos superiores. En el primer piso del palacio había la
sala de guardias, el salón del trono y las habitaciones que tenían el mismo destino que
la galería de Versalles.
A poco de su residencia en la Tullerías, la Reina sintióse sin fuerzas contra el
dolor; su energía flaqueaba bajo la humillación de la realeza. Durante una recepción
del cuerpo diplomático que tuvo lugar al día siguiente de su llegada, al tratar de
hablar, los sollozos la ahogaban. Nada podía distraerla del recuerdo y el horror de las
luctuosas jornadas de octubre, ni la lectura ni los libros. Para pasar el tiempo, para
ocupar al menos su actividad física, recurría a la aguja; entregábase a grandes labores
de tapicería y las adelantaba con fe. Pero no podía huir de sí misma, no podía escapar
de aquel pensamiento cuya angustia y desaliento nos pone de manifiesto un
fragmento de una carta a la duquesa de Polignac:

«Habláis de mi valor; me hace falta más valor para soportar a diario nuestra posición que el que
necesité para resistir los terribles instantes pasados. Constituye para mí un lastre tan grande, que
si mi corazón no estuviese unido por lazos tan sagrados a mi marido, a mis hijos, a mis amigos,
desearía sucumbir; pero vosotros sois mi apoyo; debo ese sentimiento a vuestra amistad. Pero yo
causo la desdicha de todos vosotros, y vuestras penas son para mí y por mí».

La sostenían y le ayudaban a recobrar el valor perdido sus amigos, su marido y,


sobre todo, sus hijos.
¿Dónde está el alma de María Antonieta en los primeros días de la Revolución?
¿Dónde encontramos su espíritu y su corazón cuando la Bastilla cae en poder de los
revolucionarios, y los hombres se agitan, las cosas conspiran y la fatalidad parece
rodearlo todo? Espíritu, corazón, alma entera están entregados a sus hijos. Sobre un
hijo sujeto a la amenaza de una corona se encuentra inclinada esta Reina a quien las
alarmas llenan por completo. Parece como si la Revolución no fuese para ella sino un
aviso providencial, que revela a su indulgencia maternal la gravedad y la
responsabilidad de los grandes deberes de una maternidad real.
Después del 14 de julio, en medio de la embriaguez del pueblo y de la corte,
María Antonieta tiene el valor suficiente para trazar a madame Tourzel, con sangre
fría, aquel largo retrato moral del Delfín, aquella instrucción en la que tiene la fuerza
de ser imparcial, de no ocultar nada y decirlo todo, para dar a la gobernanta del niño
todas sus ilustraciones y todas sus armas: la segunda vista de una madre que quiere a
su hijo lo suficiente para juzgarle:

24 de julio de 1789
«Mi hijo tiene cuatro años, cuatro meses y dos días. No quiero referirme a su aspecto ni a su
exterior; basta con verle. Su salud ha sido siempre buena, pero ya desde la cuna nos dimos cuenta
que tenía los nervios muy delicados, y que el menor ruido extraordinario le producía efecto.
Efectuó con retraso la primera dentición, pero sin enfermedades ni accidentes. Sólo al salirle la
última muela, que creo era la sexta, tuvo en Fontainebleau una convulsión. Luego sufrió dos más,
una en el invierno del 87 al 88, y la otra al ser vacunado: pero esta última fue muy pequeña. Sus
nervios delicados hacen que todo ruido al que no está habituado le produzca pánico; tiene miedo,

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por ejemplo, de los perros que ha oído ladrar cerca de él. Yo nunca le he obligado a que viera
ninguno, porque estoy en la creencia que, a medida que vaya entrando en razón, dejará de tener
miedo. Es, como todos los niños fuertes y de buena salud, muy aturdido, muy ligero y violento en
sus enojos; pero es un buen muchacho, tierno, hasta cariñoso, cuando su aturdimiento no le
arrebata. Tiene un amor propio desmesurado, pero que sabiéndolo encauzar algún día puede
redundar en beneficio suyo. Sabe dominarse y hasta devorar su impaciencia, hasta que toma plena
confianza con alguien, para mostrarse suave y amable. Es de la mayor fidelidad en cuanto al
cumplimiento de una cosa; pero peca de ser muy indiscreto, repite con facilidad lo que ha oído
decir, y a veces, sin proponerse decir una mentira, añade lo que su imaginación le ha sugerido.
Este es su mayor defecto y del que será necesario corregirle. Por lo demás, no me cansaré de
repetir que se trata de un niño bueno y que, con sensibilidad, acompañada de firmeza, siempre que
no sea demasiado severa, se hará de él lo que uno quiera. Pero la severidad le sublevaría porque
tiene mucho carácter para su edad; para dar un ejemplo: desde muy pequeñito la palabra perdón
se le ha resistido. Hará y dirá cuanto se quiera, cuanto haga falta, pero la palabra perdón le
costará trabajo pronunciarla y a costa de lágrimas y de esfuerzo infinito. Mis hijos tienen en mí
gran confianza, y cuando cometen faltas vienen ellos mismos a decírmelas. Esta es la razón de que
a veces tenga yo un aire más apenado y afligido que de enojo por lo que han hecho. Les he
acostumbrado a que un sí o un no pronunciados por mí son irrevocables, pero siempre les concedo
una razón al alcance de su edad para que no vayan a creer que sólo es capricho por mi parte. Mi
hijo no sabe leer y aprende muy mal; pero es demasiado aturdido para aplicarse. Su cabeza no
nutre ninguna idea de altivez, y deseo vehementemente que eso continúe. Nuestros hijos aprenden
demasiado pronto lo que son. Quiere siempre mucho a su hermana y de corazón. Siempre que le
gusta una cosa, o desea ir a algún sitio, a que se le de algo, siempre se inclina a pedir lo mismo
para su hermana. Es de carácter alegre. Su salud necesita estar siempre mucho tiempo al aire, y
creo que le es más saludable dejarle jugar y trabajar en el suelo de las terrazas, que llevarle más
lejos. El ejercicio que hacen los niños pequeños correteando y jugando al aire libre es más sano
que forzarles a caminar, lo que a menudo les fatiga.
»Voy a referirme ahora a lo que le rodea. Tres amas, mesdames de Soucy, suegra y nuera, y
madame de Villefort. Madame de Soucy, madre, es muy buena, muy instruida, pero de mal tono. La
nuera tiene el mismo tono. No puede esperarse nada bueno de ella. Hace ya algunos años que no
está con mi hija; pero no tengo inconveniente alguno con el niñito. Por lo demás es muy fiel y
hasta un tanto severa por lo que respecta al niño; madame de Villefort es todo lo contrario, porque
le hace mimos; ésta tiene, por lo menos, el mismo mal tono, pero sólo en lo exterior.
»Las dos primeras mujeres de servicio son ambas muy afectas al niño. Pero madame Lemoine
es una chismosa insoportable: cuenta todo lo que sabe en la habitación, esté o no el niño delante;
eso le da lo mismo. Madame de Nouville tiene aspecto agradable, ingenio y honradez, pero se dice
que está dominada por su madre, que es una intrigante.
»Brunier, el médico, es hombre de toda mi confianza siempre que los niños están enfermos,
pero, fuera de esos casos, hay que mantenerle alejado; es familiar, humorista y maldiciente.
»El abate de Avaux puede ser persona muy buena para enseñar a leer a mi hijo, pero, aparte
de esa cualidad, no tiene tono para permanecer junto a mi hijo. Esa es la razón que me ha
decidido a separarle de mi hija; tengo que tener sumo cuidado de que, fuera de las horas de las
lecciones, no vaya con mi hijo. Esa es una de las cosas que más trabajo ha dado a madame de
Polignac, y no siempre se salía con la suya, porque era debido a la compañía de las
subgobernantas. Desde hace diez días he conocido palabras de ingratitud de este abate, que me
han desagradado.
»Mi hijo tiene ocho sirvientas; le sirven con gran celo, pero no puedo fiarme mucho de ellas.
Durante estos últimos tiempos se han pronunciado muchas palabras inconvenientes en la
habitación; pero no podría nombrar quién es; hay, sin embargo, una tal madame Belliard que no
oculta sus sentimientos; sin sospechar de nadie, puede desconfiarse. Todos sus servidores
masculinos son fieles, abnegados y tranquilos.
»Mi hija tiene dos camareras y siete segundas. Desde su nacimiento está con ella madame
Brunier, la esposa del doctor, y le sirve con celo; pero, sin tener nada que censurarla; no le
encargaría nada fuera de sus servicios. Tiene el mismo carácter que su esposo. Además, es avara y
ávida de las pequeñas ganancias que puede conseguir con su cargo.
»En cambio, madame Treminville, su hija, es una persona de verdadero mérito. Aunque sólo
tiene veintisiete años, posee todas las cualidades de la edad madura. Desde el nacimiento de mi

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hija está a su servicio y no la ha perdido de vista. Yo la he casado, y el tiempo que está fuera de mi
hija lo ocupa por completo con la educación de sus tres hijitas. Es bondadosa y afable, muy
instruida, y a ella es a quien deseo que encarguen las lecciones que antes corrían a cargo del
abate de Avaux. Reúne buenas condiciones para ello, y pues ya que tengo la satisfacción de estar
segura de ella, me parece que es preferible a todo. Aparte de que mi hija le tiene depositada mucha
confianza y la quiere mucho.
»Las otras siete mujeres son buenas personas, y estos aposentos son mucho más tranquilos que
los otros. Hay entre ellas dos muy jóvenes, pero están vigiladas por su madre: una para el servicio
de mi hija, otra para madame Le Moine.
»Los hombres están a su servicio desde su nacimiento. Son seres totalmente insignificantes;
pero como no tienen más que cumplir el servicio, y fuera de él no están en las habitaciones, por lo
demás poco me importan ellos».

Ese mismo juicio que emite María Antonieta acerca de su hijo, nos lo repite un
billete confidencial en el que se nos muestra a la madre en el ejercicio de su
autoridad, esforzándose en vencer las rebeldías del niño, en reprender sus cóleras,
temblando, y, sin embargo, tratando de no flaquear en aquella elevada misión de
educar a todo un rey:

Hoy, 31 de agosto.
«Querida mía: Me ha sido completamente imposible volver del Trianon; la pierna me ha dolido
mucho. No me ha extrañado en lo más mínimo lo ocurrido con monsieur el Delfín. La palabra
perdón le ha irritado desde su niñez y hay que precaverse contra sus enojos. Apruebo sin reservas
lo que habéis hecho; pero que me lo traigan y yo le haré ver cuánto me afligen sus rebeldías. Mi
querida amiga, nuestra ternura debe ser severa con este niño; debemos recordar que no debemos
criarlo para nosotros, sino para la nación. Son tan fuertes las primeras impresiones de la infancia,
que me asusto de verdad cuando pienso que estamos educando a un rey. Adiós, corazón, bien
sabéis que os quiero.
MARÍA ANTONIETA»

Después de las jornadas de octubre, la Reina, retirada en las Tullerías, y sin


aparecer en público, aún se ocupaba más de sus hijos. En su retiro, la Reina se
convertía en el ama y profesora de su hija, pasando la mañana cuidándose de sus
lecciones, ayudándola en todo, al explicárselas con ese sentido y ese modo de las
madres, que hacen el estudio a su imagen, amable, simpático y familiar. Luego se
entregaba a su hijo, todavía demasiado joven para aprender, pero al que formaba ya
para agradar, tratando de inculcarle la amabilidad y la manera de acoger que a su
madre le habían ganado el corazón del país; procuraba desenvolver en él todas las
seducciones propias de la infancia que agradan y desarman a un pueblo. Aquél
hermoso niño era su mayor consuelo, al que bastaba con reír para que la Revolución
le perdonase; la hora mejor de sus días era el momento en que, acompañando al
Delfín hasta la terraza, al borde del estanque, en el jardín que ala sazón se
denominaba El Jardín del Delfín, se olvidaba de todo, mirándole divertirse con su
hermana, con los patos que se lanzaban al estanque o con los pájaros que volaban
cantando en una gran jaula. ¡Qué gran, emoción la suya al ver cómo el Delfín se
escapaba de sus brazos yendo al encuentro de M. Bailly que entraba en las
habitaciones del Rey!

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—Monsieur Bailly —le decía el niño—. ¿Qué queréis hacerle a papá y a mamá?
Todos lloran aquí…
Y qué orgullo no sintió su madre y qué alegría al presenciar escenas semejantes a
ésta que relata Bertrand de Molleville:
«El Delfín canta y hace mil travesuras en la habitación de la Reina, jugando con
un sable de madera y un pequeño escudo. Cuando vienen a llamarle para ir a comer
en dos saltos se sitúa detrás de la puerta.
»—¡Y bien, hijo mío! —dice la Reina llamándole—. ¿Salís sin hacer un saludo
siquiera a M. Bertrand?
»—¡Oh, mamá! —contesta el niño con una sonrisa y sin por ello dejar de pegar
brincos—. Es porque me consta que M. Bertrand es uno de nuestros amigos…
¡Buenas noches, M. Bertrand!
Y a poco de salir el Delfín, la Reina dijo al ministro:
—¿No es cierto que mi hijo es muy bueno, M. Bertrand? Es una dicha que sea tan
niño; así no se da cuenta de lo mucho que nosotros sufrimos, y su alegría nos
beneficia…
¡Pero qué terrores no hacían mella en aquellas únicas y escasas alegrías de María
Antonieta! Semana tras semana, día tras día, eran el anuncio y el detalle de nuevas
jornadas de octubre. La Reina temblaba sin cesar, no por su suerte, sino por la de sus
hijos. La noche del 14 de abril de 1790, aquella en que La Fayette anunció un ataque
al palacio real, el Rey corre hacia las habitaciones de la Reina al oír dos disparos de
fusil. María Antonieta no está allí. Luego entra en la habitación del Delfín: la Reina
tenía al Delfín entre sus brazos.
—Señora —dice el Rey—, os andaba buscando y me teníais inquieto.
—Señor, me encontraba en mi puesto —responde la madre mostrando a su hijo.
La Reina no abandonaba a sus hijos. Raras veces abandonaba las Tullerías más
que para realizar visitas de caridad fuera de París, llevando a su hijo y a su hija al
faubourg Saint-Antoine, a la fábrica de espejos; formándoles en el ejemplo de su
beneficencia; les enseñaba a dar, como ella daba, con palabras de cariño. Otras veces
los llevaba a la manufactura de los Gobelinos, aquel miserable barrio que oía decir a
la Reina:
—Tenéis muchos infelices, pero los instantes en que los consolamos son para
nosotros de incalculable valor[14].
También los llevaba al Asilo de los Niños Abandonados, para mostrarles que
también a su edad había infortunados. No pasaba día sin hacer bien: sacando del
Monte de Piedad los pobres enseres y los paquetes de prendas interiores,
aprovechando toda ocasión propicia, como la primera comunión de su hija, para
ayudar al pueblo; sembrando por doquier las buenas obras, hasta el 9 de agosto, en
que la Reina de Francia tomó prestada la suma de 200 libras para hacer una limosna.
Pero si la Reina tenía sus deberes, también la madre ocupaba su puesto, ¡último
tormento de esta dolorosa vida! María Antonieta no puede entregarse totalmente a sus

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penas, ni dejarse llevar, sin moverse, a la desesperación, a la pereza, al reposo de los
grandes dolores. En todo instante la Reina debe ser dueña de sí misma, venciéndose y
sobreponiéndose. Tal es la situación que le crea la debilidad de Luis XVI, al que ha
de aconsejar siempre, haciéndole decidir continuamente. Se hace necesario que asista
al Consejo en todas las deliberaciones, pese a los proyectos, que haga un cálculo de
las esperanzas, que de lectura a las Memorias de los realistas, que se imponga de sus
puntos de vista y de los medios, que exponga al Rey las probabilidades y los peligros;
que busque la salvación del Rey, de los suyos y del reino en peligro con M. de Segur,
con el conde de la Marck, con M. de Montagnes; que se ocupe y discierna los
intereses, las vanidades, las locuras; que luche contra las imprudencias de los unos y
las falsas promesas de los otros y las ambiciones de todos; que dé su impulso a la
abnegación y que contenga el celo; que contenga las inclinaciones republicanas de los
ministros, que aliente a la enorme pléyade de tímidos, que detenga las tentativas de
los emigrados, que interrogue a Europa… Se le hace necesario decidir al Rey para
que pase a la acción, y, si no pasar a la acción, al menos retirarse a una plaza fuerte y
dejar actuar.
Durante el estío la permanencia en las Tullerías se hacía casi insoportable. La
familia real obtuvo permiso para trasladarse a Saint Cloud. Ese viaje fue algo así
como una tregua en los muchos pesares de María Antonieta; y ¡qué cambio!; aquél ya
no era el antiguo salón de Saint-Cloud completamente concurrido de amigos.
—¡Qué triste salón, el salón del desayuno, tan alegre en otros tiempos! —exclama
con pesar la Reina.
Pero, sin embargo, allí se respiraba un poco de libertad, de aire, de jardines sin
griterío y sin pueblo… No obstante, la Reina se entregaba con más valor y esperanza
a la obra iniciada en las Tullerías. Persuadir al Rey para que se decidiera a partir. El
Rey cedía, prometía; pero una vez el equipaje hecho, el Rey se enfriaba. Y la Reina le
veía, aterrada, esperar la República, como había esperado octubre; en este momento,
el genio de la Revolución le pedía audiencia a la Reina.
En una mañana del mes de septiembre de 1789 Mirabeau fue a visitar a un amigo
suyo.
—Querido —le decía—, a tu alcance está hacerme un gran favor; no sé cómo
salir del atolladero. Estoy sin un escudo. Préstame alguna cantidad.
Y Mirabeau recibía un fajo de cincuenta luises prestados por M. de la Marck.
Inmediatamente, M. de la Marck corría a poner la conciencia de Mirabeau en
contacto con la corte. A las tentativas que M. de la Marck realizaba cerca de la Reina
valiéndose de madame de Ossun, a las palabras que le hacía llegar de «que se había
puesto en contacto con M. Mirabeau para prepararle a ser útil al Rey cuando los
ministros se vieran forzados a ponerse de acuerdo con él», la Reina contestaba a M.
de la Marck:
—Es de suponer que no seremos nunca tan desventurados que nos veamos en el
caso extremo de recurrir a M. de Mirabeau.

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Mirabeau no tardó en impacientarse porque no se le mandaba llamar y vertió en
los oídos de la Marck, con el objeto de aterrar a la corte:
—¿Pero en qué piensan esas gentes? ¿No ven los abismos que tienen bajo sus
pies?… ¡Todo está perdido. El Rey y la Reina perecerán, y vos seréis testigo; el
populacho azotará sus cadáveres… sí, sí, azotará sus cadáveres…!
Y pronto subía a la tribuna, y desde allí, haciendo resonar la amenaza, atraía la
cólera del pueblo sobre la Reina, a propósito de la comida dada por los guardias de
corps… ¡Mirabeau había preparado las jornadas de octubre!
En el mes de abril de 1790, al día siguiente de haber celebrado Mirabeau una
entrevista secreta con el conde de Mercy en casa de la Marck, éste era llamado por la
Reina, quien le dijo: «Que desde hacia dos meses había tomado, conjuntamente con
el Rey, la resolución de aproximarse al conde Mirabeau»; y, acto seguido, con acento
inseguro, le preguntaba a M. de La Marck si creía que Mirabeau había tenido parte en
las luctuosas jornadas del 5 y 6 de octubre. El amigo de Mirabeau no vaciló en
afirmar que había pasado esos días en compañía de él y que ambos habían comido
juntos, frente a frente, cuando precisamente les dieron la noticia de que el populacho
había llegado a Versalles.
—Me dais una gran alegría —le decía la Reina, a quien el acento de M. de la
Marck tranquilizaba y convencía por un momento—; sentía una gran necesidad de ser
informada sobre ese particular.
Mirabeau envió su primera nota a la corte, y M. de la Marck fue a informarse del
efecto que aquella nota debió de producir sobre el ánimo de la Reina. Ésta le
aseguraba la satisfacción del Rey. Le hablaba de cuán alejado estaba el Rey del
camino de querer recobrar aquella autoridad en toda la extensión que había tenido en
otros tiempos; cuán necesario lo creía para su ventura personal y la dicha de su
pueblo. Luego preguntaba a M. de la Marck qué satisfacciones habían de darse a
Mirabeau para que estuviese contento de ella y del Rey. Y M. de la Marck iba a
preguntarle a Mirabeau sus condiciones. Una vez pagadas sus deudas, Mirabeau no
exigía para detener la Revolución más que cien luises por mes.
El día que La Marck volvía a visitar a la Reina, ésta le decía:
—Mientras esperamos la llegada del Rey, quiero enteraros que hemos decidido
pagar las deudas de Mirabeau.
El Rey, sin pérdida de minuto, confirmó más tarde esta promesa; ofrecía, además,
9.000 libras mensuales, y entregaba a M. de la Marck, delante de la Reina, por su
propia mano, cuatro billetes de 250.000 libras cada uno, que debían ser Entregados a
Mirabeau sólo al final de la sesión «si me sirve bien», añadía el Rey. De este modo
quedó comprado Mirabeau, sin siquiera escapar a la vergüenza de ser comprado a
destajo.
Durante esta negociación, ¡cuántas variaciones no hubo en el pensamiento de la
Reina! De un día al otro y de una semana a la siguiente. La desgracia no la había
privado aún de su movilidad de espíritu. Flotaba, erraba, desde la esperanza al temor,

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de la fe a la duda. Se abandonaba a las promesas de Mirabeau tras de rechazar sus
seguridades. Luego era convencida por M. de la Marck y, M. de Mercy; entonces se
arrepentía de desesperar. Se preguntaba si un hombre todopoderoso para el mal, como
aquél, sería todopoderoso también para el bien. Luego se hacía la pregunta si la
realeza no ofrecía un escandaloso ejemplo al descender hasta pagar a un tribuno, y se
entregaba a la duda de que Dios pudiese premiar semejante comercio. Tan pronto
entregada por completo al presente, olvidaba la Revolución, como si la monarquía
fuera a tener un intendente que se ocupara de todas esas cosas, y en medio de sus
amigos recuperaba el pasado, su risa, su confiado abandono, su malicia y su gracia;
como con igual rapidez el porvenir se apoderaba de ella y agitaba sus noches.
Una vez concluida la negociación era la esperanza, sin embargo, lo que en ella
triunfaba: al igual, que el Rey, por un instante esperó locamente.
Mirabeau había ya puesto manos a la obra. Entretanto, para ganar su dinero,
enviaba a la corte nota tras nota, vanos consejos, en donde todo lo que no eran
amenazas no eran más que tinieblas; mientras que asaltaba la tribuna para salvar su
honor; mientras que, inseguro y rugiendo en aquel papel de doble cara se agitaba y se
precipitaba por todos lados, jadeante, furioso, sin conseguir satisfacer a su genio;
malgastando sus noches, malgastando sus días, hablando, escribiendo, dictando,
viviendo; sin poder saciar ni su alma de fatigas ni su cuerpo de libertinajes, un
extraño sentimiento iba abriéndose paso en medio de las tormentas de su corazón. Un
extraño deseo, cada día más furibundo, le inducía a acercarse a la Reina. De repente,
cambiaba su palabra acerca de ella; su pluma, cuando se refería a ella, encontraba la
admiración y el entusiasmo. Mirabeau deseaba ver a María Antonieta. Y M. de Mercy
obtuvo de la Reina que viese a Mirabeau en Saint Cloud el 3 de julio de 1790.
¡Qué momento! ¡Qué entrevista! Ante la Reina se encontraba cara a cara el
hombre de la Revolución, al que fue necesario comprar la salvación de la monarquía,
el hombre cubierto de Crímenes y a la vez de gloria; el hombre que dijo
desdeñosamente de la esposa de su Rey: «¡Y bien, que viva!»; el hombre de octubre,
aquel hombre a quien la Reina puso el apodo del monstruo.
La Reina, al encontrarse en su presencia, no pudo contener un movimiento de
horror; allí está ella, balbuciente, recordando apenas la frase halagadora que se
repetía al venir:
—Cuando se habla a un Mirabeau…
En tanto él, orgulloso del terror que inspiraba, embriagado por el elevado honor
que le dispensa el destino, lleno de emoción, turbado cerca de esta Reina suplicante,
que no podía ya contener sus lágrimas, asombrado por su aventura, enajenado de
emociones y de altanera piedad, creyendo por un instante dar la abnegación que había
vendido, desafiaba a la Historia y a la fatalidad; aseguraba a María Antonieta la
providencia de su genio, y le juraba que Mirabeau era el portador del futuro.
¡Sueños, quimeras, ilusiones y espejismos! ¡Fanfarrón, que por haber conducido
el torrente adonde el torrente quería ir, creía poderle detener a su antojo! Los

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acontecimientos se sucedían con tal rapidez, que ya no estaban en las manos de los
hombres; y aquel miserable, embriagado de orgullo, que prometía un trono al hijo de
la Reina de Francia, estaba ya él mismo desposado con la muerte.

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CAPÍTULO IV

El partido de los exclusivos. Varennes. La partida. El regreso. La vigilancia en


las Tullerías. Barnave y la Reina. La Reina en el teatro. Tumulto en la comedia
italiana. Insultos de «El orador del pueblo». La casa civil es impuesta, a la
Reina por la nueva constitución. Palabras de la Reina. Las ilusiones de
Barnave. El partido de los asesinos de la Rema. Madame de Lamballe es
separada de la Reina. Correspondencia de la Reina con la princesa de
Lamballe.

La familia real regresaba de Saint Cloud en diciembre de 1790 y la Reina


encontraba da nuevo en París la Revolución; conjuras y amenazas ante las puertas de
las Tullerías; a las puertas de sus aposentos, la traición y el espionaje. Así transcurrió
el invierno, muriendo Mirabeau y llevándose consigo a la tumba algo más que sus
promesas y que las esperanzas de María Antonieta: Mirabeau se llevaba consigo la
popularidad realista de la Reina.
Los exclusivos, los hombres extremistas del partido de la realeza, ya habían
demostrado desde el principio su descontento ante aquella política de la corte, que
quería emplear a los tribunos en la reconstitución de la autoridad. Habían hecho
llegar hasta la Reina sus quejas, sus advertencias, sus burlas y amenazas. Se divertían
en unir las armas de la familia de Mirabeau con el trono. Anunciaban el día en que el
conde de Mirabeau estaría de guardia ante la cámara de la Reina, y hablaban de su
esperanza de que en ese día no faltasen muchos caballeros franceses en las
habitaciones de la soberana.
Decepcionados y abandonando a la Reina a su confianza y a la abnegación de
Mirabeau, ya no se imponían la obligación de recordar sus deberes a la esposa del
Rey sino con reproches. Al discutirse la cuestión de la tutela del Rey menor de edad,
maltrataban con estas palabras el corazón de María Antonieta:
—¡Si no tenéis el valor de las reinas, tened al menos el valor de las madres!
Después de la muerte de Mirabeau, el descontento de los verdaderos realistas
contra la Reina adquirió un tono más alto e imperioso.
—¿Qué ha sido —decían— de esta otra Margarita de Anjou, la heroína del 9 de
octubre? ¿Dónde está esta Reina sin miedo, que servía a su esposo de escudo y
ocultaba a su hijo en su seno como el Pontífice esconde en el santuario la hostia
consagrada?
Han osado calumniarla hasta decir pocos meses antes que había pactado con un
célebre faccioso; para llegar a publicar, después de la muerte de ese rebelde, que la

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Reina trataba con los jefes del partido jacobino.
Ya en la noche del 28 de febrero interpelaban directamente a la Reina con estas
palabras:
—¿Qué habéis hecho en favor de los caballeros franceses, por vuestro hijo, por
vuestro esposo, por vos misma? ¿Qué cuenta podríais rendir a Europa de su
admiración; a la Naturaleza de sus dones; a la memoria de vuestra madre de los
deberes que su recuerdo os impone?
—Si no sois más que una vulgar mujer —decían otros—, no teníais que estrechar
contra vuestro corazón al heredero en la jornada del 9 de octubre; hubierais debido
entregarle al bravo de Guiche, al leal Saint-Aulaire, a todo caballero digno de tal
custodia y decirle: «No tengo suficiente valor para hacer frente a tales adversidades;
llevad mi hijo a Leopoldo o a Víctor Amadeo…»
Los más atrevidos acusaban descaradamente a la Reina de negociar con sus
asesinos, de seguir cobardemente las huellas del sistema ideado por cobardes
politicastros, de sacrificar los dos primeros órdenes del Estado, el clero y la nobleza,
a la salvación personal de la realeza, y de entregarlos en manos de la Revolución a
cambio de una promesa de restitución del Poder ejecutivo en su plenitud…
Estos eran, a comienzos de 1791, los sentimientos públicos de los realistas,
ardientes y exasperados, contra aquella Reina, a la que todo la abandonaba día tras
día: los hombres como las cosas, la ocasión y la fortuna, sus últimos cortesanos y sus
postreras ilusiones.
El único ejercicio que se permitía al monarca eran algunos paseos que daba a
caballo por el triste bosque de Bolonia, acompañado de la Reina. La falta de
movimiento acabó por hacer enfermar a Luis XVI. Corría el mes de abril y fue
cuando la Reina obtuvo del Rey que volvieran a partir para Saint-Cloud. El Rey, la
Reina y la familia real subían al coche. La guardia nacional cerraba tras ellos las
verjas, acompañando a la Reina de los más groseros insultos de la plazuela, y los
prisioneros de octubre fueron conducidos de nuevo a las Tullerías. A partir de aquel
hecho, la Reina encauzó todas sus fuerzas y su único pensamiento a imponer a la
voluntad del Rey la idea de que la realeza había de salir de aquella cárcel.
En un paseo que la Reina dio el 20 de junio con su hija al Tívoli, a casa de M.
Boutin, María Antonieta habló aparte a la niña, diciéndole «que no se alarmase por lo
que pudiera ver; que jamás nada lograría separarlas por mucho tiempo, y que pronto
se volverían a ver». Y la niña, que no comprendía nada, era besada por la Reina con
gran ternura. Por la noche, María Teresa Carlota bajaba al entresuelo del aposento de
su madre, donde se encontraba su hermano, vestido de niña, que estaba rendido de
sueño, y que aparecía muy hermoso. Le decía a su hermana que creía que iban a
representar una comedia porque les disfrazaban de aquel modo. De vez en cuando la
Reina venía para vigilar el tocado del Delfín. Una vez ya arreglados los niños, los
condujo, por el cuarto del duque de Villequier, al coche que les esperaba en medio del
patio y los hacía subir a él, donde madame Tourzel aguardaba ya. Después de una

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hora llegó madame Elisabeth; el Rey se reunió con ellos a eso de las once; y por
último la Reina, que se vio obligada a pegarse junto al muro para dejar paso libre al
coche de La Fayette, y, debido a eso, durante unos instantes se había perdido.

¡Todos volvían de Varennes!… Al descender del coche, María Antonieta encontró


la mano del vizconde de Noailles, que le ofrecía sus servicios para ayudarla a bajar;
la Reina, con una mirada, rechazó aquella mano, y aún altiva, la cabeza en alto,
volvía a entrar en aquella prisión. Unos días después, escribía: «No puedo referir
nada acerca del estado de mi alma. ¡Vivimos, eso es todo!…»
La vigilancia que torturó a la Reina hasta su último suspiró empezó a rodearla
desde entonces. María Antonieta estaba bajo la vigilancia de la mujer del guardarropa
que la había traicionado. No debía servirla ninguna mujer más que aquélla; M. de
Gouvion, ayuda de campo de La Fayette, colocó el retrato de aquella mujer en la
escalera de la Reina. María Antonieta sólo pudo verse libre de la presencia y del
servicio de aquella desdichada gracias a las enérgicas quejas del Rey a M. de La
Fayette, pero su despido no vino a modificar en nada su situación, que continuó en
régimen de carceleros1. Se cursaron órdenes a los comandantes del batallón de la
guardia nacional, que estaban destacados de servicio en el salón llamado el gabinete
grande, que precedía a la alcoba de la Reina, para que mantuvieran siempre la puerta
abierta y no perdieran de vista a la familia real.
Incluso de noche, cuando la Reina estaba acostada en su lecho, aquella puerta
permanecía abierta, y el oficial se colocaba en su sillón, con la cabeza vuelta hacia el
lado de la Reina, espiando aquella cama que durante la fuga a Varennes había servido
de puesto de venta a las cerezas de una frutera. María Antonieta sólo pudo conseguir
un favor y era el siguiente: que la puerta interior se cerrase cuando ella se levantara y
se vistiera; los únicos días que parecían de verdadera libertad eran aquéllos en que el
actor Saint-Prix, afecto incondicional a la regia familia, podía montar la guardia en el
pasillo que comunicaba entre la Reina y el Rey, y permitía la expansión a sus
comunicaciones y la confidencia a su conversación.
Los días se hacían interminables después de aquel retorno de Varennes, en el que
el espíritu de la Reina pareció como amilanado. Su valor estaba diezmado, su alma,
carente de esperanzas. ¿Qué desear, qué imaginar, qué intentar todavía, contra un
destino tan inexorable, ante tan malas tretas de la mala suerte? La Reina se dedicaba a
hacer un compendio de aquella fuga, sin poder achacar su desgracia a incapacidades
humanas; la veía sin poder separar de ella su pensamiento; en realidad era como1 si
volviera a vivirla: aquella noche, aquella carretera, aquel eje de la berlina roto doce
leguas de París, aquella cuesta que el Rey quiso subir a pie, aquellos retardos, aquella
voz que pasa: «¡Os han reconocido!» Y después Varennes, el toque a rebato, la
generala… y aquel momento de esperanza, en que, sentada sobre unos fardos de
candelas del tendero Sauce, estuvo a punto de decidir a la mujer del tendero a salvar
al Rey; ¡y luego aquel retorno!…

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Había un hombre, que acudía con frecuencia a su pensamiento y que parecía
consolar su memoria en aquellos recuerdos y en todos los relatos de María Antonieta
a sus familiares. Se complacía en hablar de aquel joven comisario de la Asamblea, de
Barnave, y evocaba lo respetuoso de su continente, lo adecuado de sus palabras, la
delicadeza de su piedad, aquella noble actitud de su alma generosa ante las miserias
que la familia real sufría. Las atenciones y la ternura de Barnave eran opuestas por la
Reina al cinismo y brutalidad del otro compañero de viaje, ¡aquel Petion, sobre cuyas
rodillas la Reina no había podido dejar a su hijo! María Antonieta excusaba a aquel
joven diputado del tercer Estado, perdido por la ambición de un gran talento; no
acordábase del tribuno, que se había calumniado a sí mismo; no veía más que aquel
joven lanzándose fuera de la portezuela, mientras madame Elisabeth le asía por los
faldones de su casaca; aquel joven que con la elocuencia de su indignación salvaba a
un infeliz sacerdote al que se pretendía asesinar ante la familia real; y se decía que si
otra vez volvía a ser Reina, «el perdón de Barnave estaba escrito ya en su corazón».
¡Pero qué cambio hizo experimentar aquel día la actitud de la Reina en la vida de
Barnave! ¡Al día siguiente acude a la Reina entregándole su popularidad,
ofreciéndole su vida, sin pedir consejo más que a su corazón, ni pago más que a su
conciencia!
Los planes de Barnave fueron aceptados por la Reina. El caso del 17 de julio, en
que la proclamación de la ley marcial en el Campo de Marte evitaba la proclamación
y deposición del Rey, añadía una fracción del partido constitucional a los planes de
Barnave que la Reina había aceptado. No obstante, no era cuestión de que la Reina se
hiciera ilusiones, «puesto que demolían la monarquía piedra por piedra». En la
ceremonia dentro de la cual se verificó el acto constitucional, la Reina había visto al
Rey, en pie y con la cabeza descubierta frente a la Asamblea sentada, y regresaba
amilanada por el presagio de una derrota. Madame Elisabeth se compadece con estas
palabras dos días antes de esa humillación, el día 12 de septiembre:
—¡Dios mío, qué desdichada debe sentirse! No me atrevo a hablarle de las penas
que sufre, primero, para no herirla más, y luego para no darle a conocer otras que
todavía ignora. Es dichosa de conservar esa fe religiosa, porque eso la ayuda a
serenarse, y no hay verdaderamente otro recurso. Está muy contenta de… (su
confesor) y me dice que cada día se acerca más a él.
¡Qué días y qué noches; Ha bastado una sola noche para encanecer los cabellos de
la Reina como una mujer de setenta años! Es con esos cabellos blancos con los que
quiere hacerse pintar un retrato para la princesa de Lamballe, última coquetería,
escribiendo al pie del cuadro, con su propia escritura: «Sus desdichas la han
encanecido». Juventud, sonrisa, todo lo han borrado las augustas gracias del dolor; lo
único que le quedaba a la Reina para ser hermosa eran sus lágrimas. Los que la han
visto antes, ahora ni la reconocen; y va a llegar pronto esa triste escena, en la que la
señorita de Buquoy, al contemplar la mella que ha hecho el dolor en el rostro de la
Reina, se llevará el pañuelo a los ojos.

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—No ocultéis vuestras lágrimas —le dice María Antonieta—; sois más venturosa
que yo: las mías corren en secreto desde hace dos años, y me veo forzada a
devorarlas.
Todos los pensamientos de la Reina convergían en la huida, pero la apariencia de
las cosas, que parecían apaciguarse, la engañaba; a su alrededor su suavizaban los
rigores; los espíritus, aterrados, parecían volver a las leyes, al Rey; y la Reina se
quedaba y recobraba la monotonía de su vida. A mediodía iba a misa, a la una y
media almorzaba, y se retiraba a sus aposentos, y comía a las nueve y media; después
del almuerzo jugaba largas partidas de billar con el Rey para obligarle a hacer
ejercicio; y luego, sobre eso de las once, todos se acostaban en palacio.
La Reina recibía consejos de algunos amigos de que tratara de recobrar su
personalidad, que intentara hablar a ese corazón del pueblo que escapa a las
facciones; que se exhibiera en los teatros, que hiciera cantar de nuevo: «¡Cantemos,
celebremos a nuestra Reina!» Y así aparecía en la. Comedia Francesa, en la ópera, en
los Italianos; y volvía otra vez a recoger los bravos y las aclamaciones de sus días
felices. Pero la guerra civil entraba también en el teatro, entraba con la Reina. Los
jacobinos prohibieron a Clairval que cantara:

¡Reina infortunada, que tu corazón


no esté traspasado de dolor!
¡Aún te quedan amigos!

Cuando Madame Dugazon, inclinándose hacia el palco de la Reina, cantó:


—¡Ah! ¡Cómo amo a mi señora!
Fue silbada, y los gritos de «¡Nada de Reina! ¡Nada de señora!» dominaban y se
imponían a los de «¡Viva la Reina!» y al día siguiente el periódico que, a propósito de
la festa de los soldados de Châtheauviex anunciaba que no hacía falta couler du
plomb fondu dans les mamelles de Marie Antoinette [verter plomo fundido en los
pechos de María Antonieta], el Orador del Pueblo publicaba también: «La Reina se
verá azotada en su palco; la Reina es una…» Lo que escribía a continuación no puede
citarse.
La Constitución que le fue impuesta al Rey no sólo entristecía a la Reina, sino
que la atormentaba hasta en el fondo de su corazón, persiguiendo a sus amistades y
costumbres. La creación de una casa constitucional de la Reina, que la nueva
Constitución imponía, ¿qué era sino la intrusión de personas enemigas en la vida
privada de la Reina? El general La Fayette, que veía la salvación de la monarquía
como algo muy difícil, conferenció extensamente con M. de la Porte, con objeto de
estudiar la necesidad para la Reina de conceder audiencia a las mujeres de los
funcionarios públicos elegidos por el pueblo. En los primeros años de la Revolución
se trabajó e intrigó cerca de madame de Lamballe para que ésta admitiese en los tés
que daba, tres veces a la semana, y a los que asistía la Reina, a las patronas de la pura

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democracia. ¿Y no se había pretendido por un momento negar a la Reina la elección y
designación de damas para las partidas de lotería de los jueves y los domingos?
El Rey, ante esta nueva pretensión, por fácil que fuera a todas las concesiones,
encontraba casi inaudito que el nuevo régimen de libertad no concediera a la Reina
cerrar a quien quisiera las puertas de su salón y casi exagerado que se quisiera exigir
de ella que formase su sociedad con madame Petion. Sólo el proyecto de aquella casa
constitucional, que hubiera situado a los enemigos de la Reina en su propio hogar,
decidía y excusaba el abandono y la deserción en las personas más afectas a sus
títulos que a la persona de la Reina. La Constitución de 1791 no reconocía ya los
honores y prerrogativas anexas a los cargos de la antigua casa de la Reina; la duquesa
de Duras, no queriendo perder en la corte su derecho de taburete, presentaba la
dimisión de dama de palacio. Otras siguieron su ejemplo. Y el partido
constitucionalista, que aconsejaba a la Reina que creara una casa civil, se asombraba
y desolaba al no verle crear más que una casa militar; era ciego a las dificultades de la
situación de la Reina.
—Si yo creara esa casa civil —decía la Reina—, no quedaría ni un solo noble a
nuestro lado, y cuando las cosas cambiasen tendría que despedir a las gentes que en
su lugar hubiésemos admitido. Acaso —añadía—, acaso un día habría salvado a la
nobleza si no me hubiera faltado el valor para poner coto a sus ambiciones. En cuanto
se obtiene de nosotros algo que la hiere, todos se enojan, nadie viene a mi juego, y el
Rey está solitario al recogerse.
No quisieron hacerse cargo de las exigencias políticas y nos han castigado por
nuestras desdichas.
¡De qué modo aquella proposición torturaba el corazón de María Antonieta! ¡Qué
diario suplicio al que no podía acostumbrarse aquel sufrimiento de ceder ante la
necesidad y de ocultar sus simpatías! ¡Qué luchas, qué punzantes remordimientos,
qué secreta vergüenza, cuando no podía testimoniar todo su agradecimiento a su
salvador, M. de Miomandre, curado milagrosamente de todas sus heridas! ¡Cuando,
habiendo llevado a su mesa al hijo del desgraciado Favras, regresaba con los ojos
arrasados en lágrimas a sus habitaciones, quejándose con amargura de no haber
podido hacer sentar a la mesa, entre el Rey y ella, al hijo de un hombre muerto por
defender la realeza!
Uno de los que también se asombraban de no ver cómo la Reina constituía su casa
civil era Barnave. Asombrábase también de ser escuchado a medias por la corte y de
dirigirla apenas en los pormenores de su conducta. Se le hacía difícil comprender que
una monarquía no se puede transformar en un día en un poder ejecutivo. Por mucho
renunciamiento que llevaran al sacrificio; por más buena disposición que se pusiera
en la ejecución de un pacto, que sólo era una tregua para sus enemigos, los últimos
representantes de la monarquía francesa no podían en modo alguno renegar de la
realeza, de la religión, de sus tradiciones, de sus esperanzas y de sus gratitudes; a
María Antonieta era pedirle una abnegación y renunciamiento superior a sus fuerzas.

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Y si bien la corte parecía obedecer a los planes de Barnave, ¿qué podía hacer ésta
en pro de la salvación de su Rey? En sus notas, en las que el celo iba en busca de
ilusiones, hablaba de su fuerza, de su influencia personal. ¡Y la Revolución se hacía
el sordo! Su apoyo eran sus recursos y el vigor de su partido. Y el partido no era más
que una asociación en desbandada de honestas gentes, aterradas y de ambiciosos
desenmascarados. Se vanagloriaban de aportar a la Reina con su abnegación la de sus
amigos. Los amigos que aquel partido agrupaba alrededor del Rey y de la Reina para
su defensa, aquellos ministros que situaba junto al trono pertenecían a los odiosos
jacobinos. Aquellos ministros, trabajando para separar los intereses del Rey de la
salvación de la Reina, servían en la sombra al partido que a todo precio quería
desembarazar a la Revolución de María Antonieta.
Ese es el partido que hace cuatro años permanece en guardia y que no ha dado
ningún paso hacia atrás ante ningún crimen, ante ningún remordimiento. La Reina,
ante las denuncias de envenenamiento y los avisos de la policía, se ha visto obligada
a no comer más pan que el comprado por Thierry, y a tener constantemente a su
alcance un frasquito de aceite de almendras dulces.
Al fracasar el golpe de mano de octubre, un cartel que se pegó en todas las
paredes de París, en agosto de 1790, anunciaba: «que no había crimen de lesa nación,
sino un crimen de lesa majestad en haber querido matar a la Reina». Poco después se
registró otra nueva intentona de asesinato en los jardines de Saint-Cloud, intentona
que también se vio condenada al fracaso.
Los asesinos, descorazonados, barruntaban entonces otra forma de asesinato. El
nombre de madame de Lamotte volvía a estar en boca de todo el pueblo: decíase que
estaba en París, alojada en casa de madame de Sillery. Y en aquel mismo momento
volvió a aparecer en Francia el infame libelo de aquella mujer, que Luis XVI se vio
obligado a comprar y hacer quemar en Sevres. No tardó mucho en armarse una
verdadera conjura: la mujer de Lamotte se presentaría ante la Asamblea formulando
protestas de su inocencia. Uno de los miembros debía hacer uso de la palabra y
presentar ante el público reunido a la suplicante como una víctima sacrificada a la
venganza de la verdadera culpable: la Reina; y había de terminar solicitando la
revisión del proceso del collar. De este modo, la Reina, llevada ante los nuevos
tribunales presididos por la Revolución, habría sido juzgada como lo entendía uno de
los ministros del Rey, su ministro de justicia, Duport de Tertre.
Cierto día, en el Consejo, M. de Montmorin, que era el único ministro realista que
le había quedado a Luis XVI, tuvo que defender a la Reina, quejándose primero con
timidez a Duport de las amenazas dirigidas contra ella y del plan de asesinarla,
confesado en alta voz por todo un partido, y, animándose luego, terminaba por
preguntar a su colega si dejaría que se consumara semejante crimen. Duport rebatía
fríamente a M. de Montmorin que él no se prestaría a un asesinato, pero que el asunto
cambiaría si se tratara de entablar un proceso contra la Reina.
—¡Cómo! —exclamó M. de Montmorin.

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—¿Vos, ministro del Rey, seríais capaz de cometer semejante infamia?
—Pero —replicó el ministro de Justicia—, si no hay otra solución…

A la Reina sólo le quedó una amiga, que compartía sus mismos peligros, sus
mismas pruebas y sus mismos sufrimientos. Unos la abandonaron, de otros fue
separada, y privada de otros apoyos: de madame de Polignac, del abate de Vermond,
que había seguido a madame de Polignac; la Reina ya no conservaba a su lado más
que a madame de Lamballe, y también se vio forzada a separarse de ella. Las
circunstancias, las necesidades de la política, fueron el motivo para que la Reina
enviara a Inglaterra a esta última amiga, como la única persona capaz de decidir a Pitt
a adquirir otros compromisos más concluyentes que la vana promesa de «no permitir
el derrumbamiento de la monarquía francesa».
En su vida de tanto ajetreo, en medio de las notas diplomáticas, de la
correspondencia, de los consejos, de las ocupaciones, de sus mil pensamientos, la
Reina siempre encuentra un minuto de tiempo para acercarse a madame de Lamballe,
para hablarle de su amistad, para abrirle su corazón, y confiarle la razón de sus
temores.

Corazón mío: El Rey acaba, de enviarme esta carta, para que yo la termine; gracias a su fuerte
constitución, se ha restablecido por completo de su salud. La tranquilidad con que sigue las
circunstancias tiene algo de providencial, y la buena Elisabeth está verdaderamente conmovida.
Apenas si el público ha conocido el desarreglo que acaba de experimentar. Sin duda os habréis
enterado de la extraña aventura que ocurrió en el teatro el mes pasado; el ruido de los aplausos, a
mi aparición con los niños; pegaron a los que querían armar tumulto y contrariar el entusiasmo
del momento; pero los malvados no tardan mucho para pensar en el modo de tomar la revancha,
pero por esto se puede ver lo que sería el buen pueblo y el buen burgués si quedara librado a sí
mismo; pero todo ese entusiasmo no es más que un rayo de sol muy débil, un grito de la
conciencia, que la debilidad ahoga muy pronto; al principio existía todavía la esperanza de que el
tiempo sería el portador del espíritu popular, pero no encuentro más que buenas intenciones; pero
no un arranque de valor que sea capaz de ir más allá de las intenciones y meros proyectos. No
tengo ninguna ilusión, mi querida Lamballe, y todo lo espero de Dios. Creed en mi amistad, y si
queréis darme, corazón mío, una prueba de la vuestra, cuidad vuestra salud y no regreséis hasta
que estéis completamente curada.
Adiós, os abrazo.
MARÍA ANTONIETA.

«Madame, creo que jamás encontraréis una amiga más sincera y leal que
ELISABETH MARÍA».

La Reina, alarmada ante la agitación que producía la proximidad de la fecha de la


Constitución, llama a su lado a esta amiga, a la que echa de menos:

Mi querida Lamballe: Sería difícil que pudierais imaginaros mi estado de ánimo después de
vuestra partida. La primera condición de la vida es la paz; me resulta excesivamente penoso
buscarla en vano. Desde hace unos días que la Constitución no sirve más que para agitar al
pueblo, no se sabe a quién escuchar; a nuestro alrededor ocurren cosas muy tristes… Y, sin
embargo, nosotros hemos hecho algún bien. ¡Ah, si él pueblo lo supiera! Volved a mi lado, corazón
mío; vuestra amistad me es necesaria. Acaba de entrar Elisabeth y quiere añadir unas palabras.

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Adiós, adiós; os abrazo con toda mi alma.
MARÍA ANTONIETA.

La reina me da permiso para que os diga cuanto os quiero. No os espera ella con más cariño que
yo.
ELISABETH MARÍA.

En septiembre de 1791, como para imponer silencio a Ja llamada de su corazón,


la Reina volvía a escribir a madame de Lamballe, a su amiga, a la que había llamado
para compartir sus peligros por un sentimiento de egoísmo:

No regreséis, pues ante el mal cariz que van tomando los asuntos tendríais que llorar
demasiado por nosotros.
Qué buena sois y qué verdadera amiga; lo sé bien, os lo aseguro, y con toda mi sinceridad os
prohíbo que volváis aquí.
Esperad el efecto que ha de producir la aceptación de la Constitución.
Adiós, mi querida Lamballe; creed, como siempre, en mi amistad sincera, que para vos no
cesará con mi vida.

Y cuando la Lamballe cruza Francia, la Reina, temblorosa, le reitera su súplica,


que madame de Lamballe desobedece:

No, os lo repito, mi querida Lamballe; es una locura regresar en este momento; mi amistad por vos
siente demasiadas alarmas; los asuntos no parecen tener buenas apariencias, pese a que la
Constitución ha sido aceptada, punto sobre el cual yo contaba. Permaneced junto al buen señor de
Penthièvre, que tanto necesita de vuestros cuidados; a no ser por él, no me sería posible hacer
semejante sacrificio, porque cada día siento que aumenta mi afecto por vos, a la vez que mis
penas; quiera Dios que el tiempo nos devuelva la calma. Pero los malvados esparcen tantas
calumnias atroces, que confío más en mi valor que en los acontecimientos. Adiós, mi querida
Lamballe; sabed que, de cerca, como de lejos, os quiero y estoy segura de vuestra amistad.
MARÍA ANTONIETA.

La Reina, carta tras carta, todas de sentimientos iguales, suplica a madame


Lamballe que no regrese; que no venga para meterse en la boca del lobo. Cuando le
escribe a menudo tiene a su hijo sobre las rodillas, le chou d’amour, como le llama
según una frase maternal; y, acompañando con su mano la del Delfín, le obliga a
escribir su nombre al pie de la carta y le hace enviar un beso.

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CAPÍTULO V

María Antonieta, hombre de Estado. Su correspondencia con su hermano


Leopoldo II. Su plan, sus esperanzas y sus ilusiones. Su correspondencia con el
conde de Artois. Oposición suya a los planes de los emigrados. Carácter de
madame Elisabeth. Su afecto por el conde de Artois. Su correspondencia. Su
política. Preocupación de María Antonieta por la salvación del reino a través
del Rey.

Entonces la Reina pasaba todo el día escribiendo. Por la noche, como no podía
conciliar el sueño, leía. Recibía las Memorias de M. de la Porte, de Talón, de
Bertrand y de Molleville. Mantenía correspondencia con el extranjero mediante su
sistema de clave de extremada dificultad, indicando las letras por medio de letras y
líneas de una página de Pablo y Virginia, en una edición que estaba en manos de
todos sus corresponsales.
¿Quién sería capaz de reconocer a esta mujer, a esta Reina, ayer tan bella, ayer la
reina de la moda y del placer? ¿A aquella joven del Trianon, entregada a las
frivolidades y bagatelas? ¡Han de imaginársela, arrancada de súbito a todos esos
juegos del pensamiento, a esas diversiones de la gracia, a las pastorales, a las cintas, a
su vida, casi a su sexo! ¡Adiós el leve cetro de la gracia! Sin embargo, aquellas
plumas, habituadas a las charlas y caricias de la amistad, sabrán plegarse al acto al
estilo de las cancillerías y abarcarán todo el Estado. Aquella Delfina, aquella Reina
que no quería soportar el peso de la corona, ¡María Antonieta llevará sobre sus
hombros la dirección de un ministerio de Relaciones Exteriores, los últimos restos de
un trono, la última oportunidad de un derecho!
Esos cambios súbitos, esas educaciones rápidas, esas milagrosas iluminaciones
del alma y del espíritu, del carácter y del genio las suele ofrecer la desgracia. El
ejemplo de tal aseveración lo tenemos en la correspondencia de María Antonieta con
Leopoldo II, y los títulos de hombre de Estado de la Reina son el testimonio escrito,
que ha dejado a la posteridad, de su pensamiento político, de su alto juicio, de su viril
inteligencia y de sus ilusiones. El día 31 de julio de 1791, la mañana siguiente del
regreso de Varennes, es cuando la Reina, recobrándose a sí misma, discute, prevé y
lucha.
La Reina informaba a su hermano sobre cuáles eran las influencias del momento
reunidas y conjuradas para la salvación de la monarquía: los sediciosos rechazados, la
inutilidad de sus esfuerzos; la Asamblea que cada día ganaba más autoridad en el
reino. Le refería el cansancio de las agitaciones en los propios agitadores; cómo la

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Revolución se daba una tregua y las fortunas exigían seguridades; la detención
momentánea de los acontecimientos, de las pasiones desordenadas; que las leyes
dejaban oír su voz y sentir su peso; le hablaba de la posibilidad y razón de un
amistoso pacto entre la dignidad de la corona y los intereses de la nación; y por fin, le
enteraba de las esperanzas de restablecimiento de la autoridad por medio del tiempo,
por el apaciguamiento de los espíritus y por la creación de nuevas instituciones.
A aquella situación de julio de 1791, la Reina oponía la de Francia de antes de la
huida de Varennes; la muchedumbre y el tumulto de los partidos políticos, la ley
quebrantada, el Rey sin súbditos, la Asamblea carente de fuerza y respeto; en
resumen, la falta de esperanza, hasta en el futuro más lejano, de todo restablecimiento
del poder.
Basándose en esta diversidad de situaciones, en aquel aparente apaciguamiento de
los excesos, en el enfriamiento de las almas, detenía y rechazaba los ofrecimientos de
su hermano, alejando aquel auxilio armado que su corazón francés no quería aceptar,
que la Reina no iba a llamar hasta el último momento, como en el último suspiro de
la realeza.
Al objeto de detener mejor a su hermano y a sus ejércitos, la Reina se apoyó
ligeramente al principio, en los peligros que significaba una invasión, una violenta
intentona de liberación y de restauración y que pueden hacer correr peligro a su
marido, a su hijo, a ella misma, que se vería acusada de ser el alma de aquella
conjuración; y luego, Reina de Francia, que sabe lo que puede hacer una Francia
amenazada, y que a la vez se siente como orgullosa de ello, habla extensamente al
Emperador de la inseguridad de una victoria sobre el pueblo en armas, frenético y
ansioso de heroísmo.
Para calmar mejor la impaciencia de su hermano, es decir, para protegerle mejor
contra la impaciencia de los que le rodean, le dirige un llamamiento a sus intereses de
soberano, a sus intereses de príncipe austríaco. Le habla de la certidumbre de la
alianza de Francia con el primer imperio que reconozca la Constitución. Promete esa
alianza a Leopoldo II, si deja en paz a Luis XVI para consolidar sus leyes y
reconciliar a Francia consigo misma.
Qué importa que la historia busque, que los partidos se entreguen a suposiciones,
que la calumnia invente: aquélla es toda la política de María Antonieta, la confesión
de todo lo que ella espera, de todo lo que prepara, de todo lo que impide.
No quiere nada del extranjero, ni siquiera el ofrecimiento de su propio hermano,
más que la sumisión a las ideas de contemporización de Luis XVI, una política
conforme con «el deseo manifestado por la nación», la esperanza, sin impaciencia, de
una constitución sin sacudidas. Venciendo todas sus repugnancias a las llamadas de
su orgullo, sostuvo frente a su hermano la palabra dada a los Girondinos; permaneció
fiel a sus consejos de expectativa, siempre y cuando esta misma expectativa no se
convirtiera en cobardía y deserción. En vano Mercy-Argenteau ponía de manifiesto
sus dudas e inquietudes acerca de la franqueza de intenciones del partido girondino;

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en vano maltrataba, cerca del príncipe Kaunitz, la crédula fe de la Reina en los
Barnave, los Lameth y los Duport; repetía que los amigos de la Reina nunca dejarían
de ser más que unos «antirrealistas determinados y malvados peligrosos»; en vano
demostraba, a base del plan de la Reina, la falsa y hasta peligrosa posición de Europa
a merced del contagio y amenaza por las ideas francesas, turbada con perpetuas
alarmas, obligada a mantener una guardia permanente ante aquella tranquilidad, llena
de catástrofes, y que él denominaba «reposo de la muerte». Las advertencias e
indirectas de Mercy-Argenteau no surtían el efecto que él esperaba de desligar a la
Reina de los consejos de la Gironda y de la moderación.
María Antonieta al ver cómo la idea de la República se va adueñando de los
ánimos, es cuando comprende que los acontecimientos arrastran las promesas de los
Girondinos, entonces se vuelve hacia su hermano, pero reteniéndole aún; prohíbe que
Viena haga uso de la violencia, a la vez que se opone en las Tullerías a la idea de
rechazar la Constitución, a que le anima Burke; todavía trata de desatar para no
cortar; intenta querer persuadir con esa arma de los hábiles, la diplomacia, honor de
tantos grandes hombres, y que se convirtió en el crimen y la condena de aquella
pobre madre que sólo luchaba para defender el patrimonio de su hijo; de aquella triste
Reina que creía ayudar a Dios al defender una institución que según ella dependía de
su gracia, y que, sin embargo, intentaba alejar la guerra de la Revolución, esperando
que Francia podría librarse de ella.
¿Podemos correr el riesgo de rechazar la Constitución? —escribe María
Antonieta en su carta del 10 de agosto de 1791 a Mercy-Argenteau, un año, día por
día, antes del 10 de agosto—. No me importan ya los peligros personales… Y añade
en una posdata:

«Dada la situación actual es completamente imposible que el Rey niegue su aceptación; creed
que el asunto ha de ser cierto cuando yo lo digo. Vos conocéis sobradamente mi carácter para
saber que yo más bien me inclinaría a una transacción de compromiso noble y llena de valor…»
»El Rey, no puede correr el riesgo de negarse a aceptar la Constitución: De aquí que crea será
necesario que cuando le sea presentada el acta, que la guarde primero unos días, puesto que no
tiene la obligación de conocerla sino cuando se la hayan presentado legalmente, y que entonces
llame a los comisarios, no para hacerles observaciones y peticiones de enmiendas, que tal vez no
conseguiría, y que demostrarían que aprueba lo esencial de la cuestión, sino que declare que sus
opiniones no han sufrido variación; que ya exponía, en su declaración del 20 de junio, la
imposibilidad en que se hallaba de regir los destinos de la nación con aquel nuevo orden de cosas;
que conserva las mismas opiniones pero que por la tranquilidad del país se sacrifica, y que con tal
de que el pueblo y la nación encuentren la felicidad en su aceptación, no vacila en darla; y la
contemplación de esa dicha le hará olvidar todas las penas amargas y crueles que se ha hecho
sufrir tanto a él como a los suyos; pero si se sigue este camino hay que seguirlo hasta el final, y
evitar a todo trance cuanto pueda motivar desconfianza y tener que andar en cierto modo siempre
con la ley en la mano; os prometo que es el mejor medio de agotarlos en seguida. Lo malo es que
sería preciso contar con un ministro hábil y seguro y que a la vez tuviera el valor de dejarse
anonadar por la corte y los aristócratas para después servirles mejor; porque podéis estar seguro
de una cosa y es que jamás volverán a ser lo que fueron, sobre todo por sí mismos».

Luego, al pie de esta carta, inducida por el presentimiento de la vanidad de todas


esas tentativas, con el agua al cuello, en medio de aquel laberinto de recursos y

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medios de salvación, asustada de la inanidad del Rey, de aquel Rey «incapaz de
reinar», según el criterio del conde de la Marck, la madre arranca a la Reina, un grito,
una dolorosa llamada a las potencias extranjeras:

No obstante, nuestra salvación sólo depende de las potencias extranjeras: el ejército está perdido,
no tenemos dinero; ningún medio y ningún freno puede contener el populacho en armas que se
agita en todas partes; incluso los propios jefes de la Revolución cuando hablan de orden ya no son
escuchados. Tal es el lastimoso estado en que nos encontramos; añadid a esa desgracia el hecho
de que no conservamos ni un solo amigo, puesto que todos nos han hecho traición: unos
arrastrados por el odio, otros por debilidad o por ambición; en fin, sólo me queda ver el día en
que se nos de una apariencia de libertad; al menos en el estado de nulidad en que nos hallamos,
no tenemos nada que reprochamos. En esta carta se refleja, todo el estado de mi alma; puedo
engañarme, pero es el único medio que veo para ir tirando. He escuchado todo cuanto me ha sido
posible a las gentes que militan en los dos bandos, y de todas esas opiniones ha salido la mía: no
sé si será seguida. Vos conocéis la persona con quien he de entendérmelas; en el instante que se
deja convencer, una palabra, un juicio, le hacen cambiar sin que se de cuenta; esta es la razón por
la cual no pueden seguirse los proyectos. En fin, ocurra lo que ocurra, necesito que sigáis
teniéndome afecto, y creed que cualquiera que sea la desgracia que me persiga, podré ceder a los
acontecimientos, pero jamás cederé a una cosa que sea indigna de mí: en la desgracia es donde
más claramente apreciamos lo que somos. En las venas de mi hijo corre sangre mía y espero que
un día se mostrará como digno nieto de María Teresa. Adiós.

A pesar de todo, esta carta, no viene a ser en modo alguno una llamada a la
invasión de la patria. María Antonieta no desea más que un manifiesto, que deje caer
sobre Francia el peso de las opiniones de todos los tronos, una invitación a la paz,
apoyada por grandes y potentes fuerzas, una amenaza imponente, pero sólo una
amenaza, que se proyecte sobre todo el horizonte de Francia. Acaso podía ser una
ilusión de la Reina aquella de lograr situar a un ejército de observación arma al brazo
ante las fronteras de Francia; pero la ilusión era sincera, y es un hermoso espectáculo
el de esta mujer, ahíta de hiel, herida por tantos ultrajes, desarrollar generosamente y
sin pasión aquel plan de prudencia y espera que defiende de un extremo al otro a
Francia contra las armas del extranjero y contra las armas de sus hijos, dos guerras,
dos desdichas que él Rey, dice María Antonieta en la Memoria siguiente, «debía
evitar aún poniendo en peligro su corona y su vida».
Pero antes de esta Memoria, queremos insertar el texto de la carta que la Reina
mandó a su hermano:

Hoy, 31 de agosto de 1791


Querido hermano, ahí va una nueva Memoria; en mi última he tratado del mejor modo posible
demostraros que depende de vos poner fin a las revueltas que tienen a Francia subvertida. Me han
aprobado francamente por habérosla enviado y me encargan que os envíe ésta. Como sea que las
cosas que en ella se discuten son de la más alta importancia, y como las determinaciones que
pudieran tomarse, de resultar falsas, son de una naturaleza tal que provocarían un espantoso
desorden, no sólo en Francia sino en Europa entera, esta Memoria contiene reflexiones generales
que permiten hacerse un juicio claro y prudente del estado de las cosas. Se recomienda en especial
a vuestra atención el siguiente párrafo:
Si el Emperador prestase ayuda a los emigrados, se dejaría de creer en la buena fe del Rey, al
que no se supondrá jamás en buenas disposiciones para hacer la guerra a sil cuñado; si el
Emperador prestase ayuda a los emigrados, ese equilibrio de fuerzas nos lanzaría a una horrible

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guerra en la que la devastación y la carnicería no conocerían límites, en la que se buscaría y
acaso se consiguiera desmoralizar por ambas partes a los soldados, y en la que se podría intentar
reunir a todos los pueblos en una causa común contra los nobles y los reyes; si el Emperador
sostuviese a los emigrados, si ellos tan sólo pudieran confiar en ello, se entregarían a las
esperanzas más irreflexivas y culpables, porque son menos adictos al Rey que a su propia causa.
Adiós, mi querido hermano, os abrazo y os quiero desde lo más profundo de mi corazón y
jamás podré cambiar.
MARÍA ANTONIETA

Añadiremos a continuación de esta carta, aquella que acompañaba, la Memoria:

Hoy, 8 de septiembre
Querido hermano, ha transcurrido mucho tiempo, durante el cual no me ha sido posible escribiros,
a pesar de necesitarlo mucho mi corazón; conozco todos los testimonios de amistad e interés que
no cesáis de damos, pero por esta amistad os conjuro a no dejaros comprometer en nada por
nosotros; aun sabiendo, que no tenemos más apoyo ni confianza que vos. Aquí os mando una
Memoria que creo os dará una idea clara de vuestra verdadera situación y lo que podemos y
debemos esperar de vos. El alma de los dos hermanos del Rey me es sobradamente conocida,
mejores parientes que ellos no los hay en el mundo (casi diría hermanos si no tuviera la fortuna de
ser vuestra hermana). Ambos sólo aspiran a ver únicamente la gloria y la dicha del Rey, pero en
cambio es muy distinto con los que le rodean, todos los cuales se han hecho sus cálculos privados
para conseguir su fortuna y ambición. Es sobre todo muy interesante, que pudierais contenerlos, y,
especialmente, como M. de Mercy debe ya habéroslo comunicado de mi parte, exigir de los
príncipes, y en general de los franceses, que se mantengan aislados de todo lo que puede ocurrir
en un futuro no lejano, sea por medio de negociaciones, sea porque vos y las demás potencias
dispongan el avance de sus tropas. Esta medida resulta mucho más necesaria por cuanto estando
ya próximo el Rey a dar su asenso a la Constitución, puesto que no le cabe otra solución, si los
franceses que residen en el destierro se manifestasen en contra de su aceptación, sería considerado
como culpable por esta raza de tigres que asola el reino, y pronto sospecharían qué estamos de
acuerdo con ellos, ya que llegamos a tanto como a procurar inspirar la mayor confianza; es el
único medio para que el pueblo, despertando de su embriaguez, ya por las desgracias que
experimente en el interior, como por el temor que inspira el exterior, vuelva a nosotros detestando
a todos los que son los autores de nuestros males.
Querido hermano, os doy muchas gracias, por la carta que me habéis mandado, que estaba
escrita en el sentido que yo podía desear, y que ha producido un buen efecto, pues aquellos a
quienes la he mostrado han parecido, o han creído que debían parecer contentos; pero ¡cuánto me
cuesta escribiros una carta de esta índole…! Hoy en que al menos tengo la puerta cerrada y soy la
reina de mi habitación, puedo, mi querido hermano, aseguraros la ternura y el sincero afecto con
que os abrazo y que sólo cesará cuando termine mi vida.

La Memoria de la Reina que lleva la fecha del 3 de septiembre de 1791, empieza


así:

Del Emperador depende poner fin a los desórdenes de la revolución francesa.


Habiendo la fuerza armada destruido todo, sólo ella puede ser capaz de repararlo todo.
El Rey ha hecho cuantos esfuerzos ha podido para evitar la guerra civil, y está aún convencido
de que la guerra civil no puede remediar los males de la actual situación, y que acabaría por
destruirlo todo.

La Memoria, continúa diciendo que si los príncipes entran en Francia, estallará la


guerra civil.

Si los príncipes volvieran a Francia, entrarían «con la sed de otra venganza distinta que la de las

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leyes» por consiguiente es necesario que vuelvan «con la paz y la confianza en la única autoridad
que pueda apaciguar a todos los partidos».
Si los príncipes entran en Francia, el reino se convertirá en una regencia. El Rey se opone a
esta regencia: primero porque representan la división de las provincias, de las ciudades y del
ejército, con la designación para los cargos emanada de dos poderes: uno, la Asamblea autorizada
por el Rey; otro, el Regente, y además porque puede convertirse en la derrota del Rey por la misma
empresa que quiere restituírsele.

La convocatoria de los Parlamentos a la que el Rey se niega, es la entrada de los


príncipes en Francia: 1°, porque en una batalla de discusiones puede poner en peligro
la autoridad legal, llamada en el futuro a restablecer el orden en la paz; 2°, por crear
una oposición entre los príncipes y el nombre del Rey; 3°, porque puede hacer creer
en el pueblo en la completa restauración del antiguo régimen.
La entrada de los príncipes es acostumbrar al pueblo a ver levantarse otra
potencia dentro del Estado que no es la del Rey; es arrojar fuera del poder legítimo,
las bases de un gobierno al azar «en un momento en que el hombre más sagaz en la
política no puede precisar cuál es la forma que puede convenirle».
Y poco después la Reina, luchando contra las impaciencias del partido de los
príncipes:
—¿Cómo —dice María Antonieta con gran sentido y una magnífica visión
política—, cómo puede saberse lo que puede convenir al Estado de una nación cuya
parte más débil manda en pleno delirio y a la que el miedo subyuga por completo?
»Se ha perdido el sentido común para las cosas, que parecían constituir, no sólo la
constitución del Estado, sin la de cada clase, cada profesión y cada familia.
»Se ha arrancado todo y destruido todo, sin excitar en el mayor número la
sorpresa ni la indignación.
»En una nación que no guarda ni un sentimiento no existe la opinión pública real.
¿Qué ha sido de todas las costumbres?…
»¿Cuál es el derecho usual que no haya sido proscripto, o la obligación habitual
que no haya sido rota?
»Han utilizado todas las insurrecciones y los motines populares para destruir
todas las formas establecidas. No podían servirse de ellos para dar nuevas costumbres
a la nación entera, y no es en dos años, que se han dedicado a destruirlo todo, el
tiempo en que pueden crearse, sostenerse y consolidarse las costumbres.
»Conviene dejar un momento de sosiego a la nación después de tantos desórdenes
y agitaciones revolucionarias; hay que dejarla en paz para que recupere sus
costumbres y sus hábitos, antes de juzgar lo que las circunstancias pueden exigir o
sufrir».
Y la Reina añadía:
—Si los príncipes entran en Francia estallará la guerra civil; si entran los
extranjeros, habrá guerra civil y guerra extranjera.
El Rey no quiere la guerra civil ni la guerra con los extranjeros.
Existe un medio, sólo uno para salvar al Rey y al trono: es una declaración

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conjunta de las potencias unidas. La asociación de potencias declararía que
examinada la posición de Francia en el continente no es indiferente para Europa el
hecho de que Francia se convierta en una Monarquía o en una República: que, por el
contrario, a las monarquías de Europa les importa que la corona de Francia sea de
carácter hereditario de varón a varón, que la persona del Rey sea inviolable, que el
Rey no pueda ser suspendido o depuesto de su poder; que no pueden consentir que
los antiguos tratados concluidos con Francia, convertidos en parte integrante del
derecho europeo, «se consideren como juguetes de la influencia real o presunta de
una fuerza armada o de un motín popular», que en caso de darse una revocación por
parte del Rey de Francia, revocación de carácter involuntario y forzado, tienen el
derecho de declarar la guerra a Francia; que, por convención tácita, ha existido en
todos los tiempos una relación de fuerza armada entre todas las potencias de Europa;
que un ejército de cuatro millones de soldados puesto repentinamente por Francia en
pie de guerra, con independencia de las fuerzas de línea, un aumento tan insólito de la
fuerza armada que mantiene al Rey prisionero, es una violación de esa convención
tácita a la vez que constituye un peligro latente de guerra para las potencias
extranjeras.

Estas son las razones y los pretextos en aquella supuesta intervención de Europa,
en la que la Reina había cifrado su salvación.
De aquella declaración esperaba que saldría la intimidación de unos, el estímulo
de los otros, un levantamiento espontáneo de la aterrada mayoría de los descontentos
contra la tiranía local de los departamentos, los municipios y los círculos; un
alzamiento que sería súbito, general, unánime, sin defensa y sin efusión de sangre. La
Reina confiaba en que estallara una revolución pacífica y que se produjera a la vez en
«todas las ciudades de Francia», y terminaba su Memoria con esta certeza —que ¡ay!
no era más que Una ilusión—: «La revolución se hará por la proximidad de la guerra
y no por la misma, guerra».
La Reina proseguía aferrada a la realización del plan y de sus esperanzas, y el 4
de octubre de 1791 escribía a su hermano convencida de la conveniencia de realizar
ese proyecto:

No me queda más remedio que el consuelo de escribiros, querido hermano; me veo envuelta por
tantas atrocidades que me es necesario todo vuestro afecto para dar un poco de reposo a mi
espíritu; por una inmensa dicha he podido ver a la persona de confianza del conde de M…, pero
con seguridad no lo he logrado más que una sola vez; me ha manifestado cuáles eran los
pensamientos del conde, que son muy parecidos a los que yo os he referido en los últimos días;
desde la aceptación de la Constitución, el pueblo parece que nos ha devuelto la confianza que
tenía en nosotros depositada; pero este hecho no ha sido suficiente para ahogar los malos
designios en el corazón de los malvados; sería imposible que no volvieran hacia nos otros si se
conociera nuestro verdadero modo de pensar, pero a pesar de esta confianza del momento, estoy
muy distante a entregarme a una esperanza ciega; en el fondo pienso que el buen burgués y el
buen pueblo han estado siempre en buena armonía con nosotros, pero no reina la unión entre ellos
y nada puede esperarse de su fuerza; el pueblo, la multitud, siente por instinto y por interés la
necesidad de acatar a un jefe único, pero no tiene la fuerza que se requiere para desembarazarse

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de todos los tiranos del populacho que les oprimen, porque les falta la unión necesaria para luchar
contra todos los criminales que obran en perfecto acuerdo y que sin pérdida de tiempo se pasan la
consigna en los círculos; y, además, se les trabaja continuamente, se les deslizan sospechas
pérfidas contra la buena fe del Rey, con lo que se conseguirá levantar nuevas tempestades; si eso
ocurre, como es mi creencia, porque una vez más os digo que no me dejo impresionar por esta
embriaguez del momento, las desventuras serán aún mucho mayores, porque entonces resultará
mucho más difícil reconquistar la confianza perdida y el pueblo, creyéndose engañado, se volverá
contra nosotros.
Esta es una razón que nos obliga a intensificar las medidas tomadas y para aprovechar la
oportunidad si es posible: Es necesario, porque la autoridad real se escapa y la pública confianza
es el único freno que oponen a las invasiones del cuerpo legislativo. ¿Pero de qué modo sacar
partido de la confianza del momento? Ahí está el quid; creo que uno de los primeros puntos a
examinar es la regulación de la conducta de los emigrados. Yo puedo hacerme responsable de los
hermanos del Rey, pero no de M. de Condé. Si los emigrados entran armados en Francia todo se
echará a perder, y entonces resultará imposible convencer que no obramos de acuerdo con ellos.
Para atizar el fuego es más que suficiente la existencia de un ejército de emigrados en la frontera,
así como suministrar alimento a las acusaciones contra nosotros; creo que un congreso facilitaría
el medio para detenerlos. He comunicado mis puntos de vista a M. de M… para que él os hable,
querido hermano; esta idea de un congreso me es muy grata y ayudaría a los esfuerzos que
nosotros hacemos para conservar la confianza: eso en primer lugar, lo repito, contendría a los
emigrados, y por otra parte, provocaría aquí una impresión en la que cifro muchas esperanzas;
reservo esto a vuestra superior ilustración; los que están a mi lado son de igual opinión y no siento
necesidad de ponerme de acuerdo sobre el particular, y se lo he referido todo a M. de M…
Adiós, querido hermano; todos es queremos y mi hija me encarga particularmente que abrace
a su querido tío.
MARÍA ANTONIETA

Esos son los planes y las esperanzas de la Reina, en su más primitiva revelación,
en su plena confesión. ¡Aquí encontramos el corazón entero y el pensamiento
completo de la Reina, a la que la historia ha atribuido durante algún tiempo la
cuestión de los emigrados! ¿En lo futuro qué historiador acometerá la tarea de
acusarla contra todos los hechos y en contra de todas las pruebas? ¿Quién osará
acusarla después de estas dos cartas, documentos desconocidos y preciosos en los que
se nos demuestra el abismo que ha separado siempre la política de la Reina de la
política seguida por Coblentz?

Hoy, 14 de mayo de 1791


Mi querida hermana: He descifrado la carta del conde de Art.; me ha causado mucha pena; voy a
transcribírosla a continuación y veréis cómo el mejor corazón puede andar extraviado. Los
movimientos de emigrados en la frontera son calamitosos, estoy desesperada de que siga al
contrario nuestras opiniones y ruegos. El Rey le escribirá; vos, también haríais bien en escribirle,
os tiene mucho afecto, escribidle para ayudarnos a prevenir nuevas desventuras y alejarle de M.
de Condé. Ved su carta:

Y a continuación María Antonieta transcribe, de su puño y letra, la siguiente carta


del conde de Artois:

«He recibido vuestra misiva del 20 de marzo, querida hermana; la poca costumbre que tengo de
este modo de escritura me obliga a ser muy lacónico, por lo que os dejo adivinar cuán sensible soy
a las pruebas de nuestro afecto; pero al mismo tiempo veo como cada día que transcurre diferís
concederme vuestra confianza, sobre todo cuando las circunstancias son tan apremiantes. Quizás

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merezco menos reticencia por vuestra parte, pero de lo que no me cabe dada es de que vuestro
interés exigiría que yo estuviera más al corriente de los acontecimientos.
»Todo me induce a creer que tenéis un plan. Creo incluso conocer a fondo los pormenores de
lo que os proponen y las personas que entran en juego. Y bien, hermana, ¿es que el Rey desconfía
de mí? No tengo intención de añadir más que una palabra sobre este asunto, que puede estar
permitido servirse de sus propios enemigos para salir del cautiverio, pero a condición de que uno
debe negarse a todo pacto y todas las componendas con los bandidos, y sobre todo, que se debe
escrutar si los verdaderos servidores, sobre todo los verdaderos amigos, podrán aceptar las
condiciones que hayan sido convenidas. En nombre de lo que más queráis en el mundo, acordaos
de estas pocas palabras, y creed que estoy bien informado. Parecéis quejaros de mi silencio y de
que os tengo en la ignorancia de mis proyectos; mis reproches estarían mejor fundados que los
vuestros, pero sé lo que debo a mi Rey y me consideraría como un traidor si hubiese cambiado de
planes y de proyectos sin darle la debida cuenta. Pero por mi parte, no me asusta repetir lo que
considero como mi profesión de fe: viviré y moriré, si se presenta el momento, en justa defensa de
los derechos del altar y del trono, y para devolver al Rey su libertad y su legítima autoridad. La
declaración del 23 de junio y la contextura de los cuadernos son para mí como bases de las que no
me alejaré jamás. Utilizaré todos los medios que estén a mi alcance para hacer decidir a nuestros
aliados a auxiliarnos con fuerzas lo suficiente considerables para asombrar a nuestros enemigos, y
para poner un dique de contención a todos los proyectos criminales. Realizaré una combinación de
los recursos del interior con los medios que nos ofrezcan en el extranjero, y mis cuidados y
esfuerzos llegarán igualmente de un confín al otro del reino, y me entregaré a una labor de
preparación en todas las provincias, según sus medios, para provocar un levantamiento general.
Detendré y contendré todo estallido ficticio, pero prestaré mi ayuda con el mayor ardor y con la
mejor capacidad de sacrificio a las empresas que crea lo suficiente sólidas para la dominación de
nuestros enemigos, y para darme la esperanza de un verdadero éxito. En una palabra, que serviré
por igual a mi rey y a mi patria actuando con prudencia, continuidad y firmeza».

Esta es la parte de la carta que vos ignorabais, querida hermana; os envío un abrazo. ¿Cuándo
regresáis?
MARÍA ANTONIETA

Una vez terminada la carta a madame Elisabeth, la Reina escribe acto seguido al
conde de Artois:

Hoy, 14 de mayo de 1791


He leído, querido hermano, con mucho pesar, lo que decís acerca de mi presunta falta de
confianza; espero que cambiaréis de opinión después de haber leído la carta que os acaba de
escribir el Rey y que os hará llegar con presteza. No, querido hermano, estamos muy lejos de
haber dejado de consideraros como el mejor de nuestros parientes. Aseguraría que nuestro interés
exige que estéis mejor informado; pero ¿de qué sirven nuestras confidencias, si vos por el
contrario os negáis a complacer los deseos que tan vivamente os hemos expresado y que son
estrictamente confidenciales? No me cansaré de deciros que interesa en gran manera para la
salvación de vuestro hermano que os separéis de M. de Condé. No hay cosa que despierte tantas
sospechas en torno nuestro como los armamentos de los emigrados, y mientras que así ocurra, los
asuntos no tomarán mejor cariz; las gentes honradas están amedrentadas por el temor de una
guerra civil, y las malas almas han tenido tanto interés en envenenarlo todo, profieren gritos
horripilantes que amenazan con una catástrofe. Os obligo a ello, querido hermano, reflexionad en
lo que os escribo, en lo que os acaba de escribir el Rey. Cuanto hagáis que se separe de nuestras
directrices nos causará una verdadera desesperación. Mis hijos se encuentran bastante bien y la
buena Elisabeth, que es para nosotros como un ángel, debe escribiros con esta misma
oportunidad.
Adiós, os quiero de todo corazón.
MARÍA ANTONIETA

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¡Qué grave responsabilidad, qué enorme tarea, qué abrumadora labor para una
mujer! ¡Ser en medio de la tempestad la portadora de la suerte de un Rey, y disputar
al destino histórico esos jirones de una monarquía: la herencia de un hijo! Vencida,
pero permaneciendo en pie; desesperada, pero resistiéndose a las lágrimas y
esforzándose en pensar; calculando y combinando; proponiendo, resolviendo,
conmoviendo, persuadiendo, luchando sin tregua, combatiendo frente a frente y en
torno suyo; combatiendo siempre la versatilidad del Rey, siempre pronto a evadirse;
ahogar la voz de la emigración en la voz de la hermana del Rey que se inclina a su
oído; reconquistando todos los días a Luis XVI contra su voluntad, y hasta contra
madame Elisabeth.
Madame Elisabeth era también como un hombre; pero distinta a la Reina, que era
un hombre de Estado. Aquella joven tenía mucho ardor guerrero, que debía morir
como mueren los héroes. En aquella dulce hija de Dios, perdida sobre las gradas del
trono, en aquella hermana de la caridad entregada por completo a los demás, dada a la
dicha de sus amigos, en quien la piedad parece como una ternura y cuya vida es una
obra de caridad, en ella parece que la sangre del duque de Borgoña corre por su
venas, aquella sangre a la que hizo falta, para vencerla, un Fenelón.
Madame Elisabeth aparece como el hombre de las Tullerías; es la que aconseja
los partidos violentos, los riesgos extremos. Bajo el ultraje de aquellos luctuosos
acontecimientos, la rebelión de su conciencia ha arrastrado hasta el corazón aquellas
severidades sin compasión, con que el Jehová de las Escrituras castiga a los pueblos
que se levantan en rebeldía.
Treguas, componendas, diplomacia con el nuevo poder… Madame Elisabeth los
rechaza de plano desde el principio de la Revolución. Se siente dispuesta al martirio,
pero también presta a la lucha; ruega al Dios de los ejércitos y se pregunta si no es un
deber de los Reyes morir por la majestad.
Hace mucho tiempo que madame Elisabeth, desafiando el horror de las palabras,
declaró sin ambages:

Considero la guerra civil como necesaria. Ante todo, creo que ya existe, porque todas las veces
que se consuma la división de un reino en dos bandos, cuantas veces el partido más débil no
obtiene la salvación de la vida más que dejándose despojar, es imposible no denominar a eso una
guerra civil. Sin ella, no será posible terminar con la anarquía: cuanto más se la demore, más
sangre se habrá derramado. Ese es el principio: si yo fuera Rey, él sería mi guía.

Sí, la guerra, la lucha de las espadas, el juicio de Dios, el entierro de una


monarquía en su bandera, o la victoria al sol, una victoria que le devuelva todos sus
derechos de antaño. Madame Elisabeth no conoce otra salida ni otra salvación; y es
conveniente leer en su viril estilo y en sus rasgos de buen humor, cómo desprecia las
esperanzas de la corte decepcionados por el fallecimiento de Mirabeau:

3 de abril de 1791
Mirabeau ha optado por marcharse al otro mundo para cerciorarse de si la Revolución era allí

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aprobada. ¡Dios mío! ¡Qué despertar el suyo!… Hacía sólo tres meses que se había puesto al
servicio de la buena causa; todos cifraron sus esperanzas en su talento. Por mi parte, aunque fuese
muy aristócrata, no veo en su muerte más que un rasgo de la Providencia sobre este Reino. No
creo que Dios se digne salvarnos por medio de gentes sin principios y sin costumbres. Guardo esta
opinión para mí puesto que no es política.

Y madame Elisabeth no sufrió cambio alguno. Los acontecimientos confirmaron


y fortificaron la lógica de sus instintos; hoy ya no espera nada para Francia ni para su
Rey, sino de la Francia extranjera, de la espada de los príncipes, del conde de Artois.
En este aspecto, sus simpatías conspiran de acuerdo con sus ideas. El conde de
Artois tiene para madame Elisabeth las gracias de un espíritu aturdido y de una
juventud un poco viva que no dejan de agradar hasta a las mujeres más piadosas.
Completamente ignorante de las intrigas urdidas, menos aleccionada que la Reina
acerca del secreto y el fondo de los hombres y de las cosas del mundo, sonríe a la
idea de ver en aquel hermano suyo al restaurador de la libertad y del trono de Luis
XVI, de aquel hermano cuyo nombre le viene tan a menudo a su pluma, a aquel joven
al que hubiera seguido, si para seguirle no hubiera sido necesario abandonar al Rey.
Les gens d’affaires de la Reina y aquel viejo zorro de Mercy la alarmaron en las
creencias monárquicas que tenía, todos sus esfuerzos se encaminan, toda su habilidad
se concentra, sin ruido, en la sombra, a lograr una aproximación entre la Reina y
Coblentz.

Para hablar con mayor precisión, recuerda la situación en que se encuentra ese desdichado padre:
el accidente que fue la causa de que no pudiera administrar sus bienes le ha echado en brazos de
su hijo. Como tú sabes, el hijo ha observado una conducta perfecta hacia su padre, a pesar de todo
lo que han hecho para querellarle contra su suegra. Él se ha resistido siempre; pero no la quiere
(a ella). No le creo agriado, porque es incapaz de ello; pero temo que los que están unidos a él le
dan malos consejos. El padre se halla casi curado; ha recuperando su cabeza; dentro de poco
querrá hacerse de nuevo cargo de la administración de sus bienes y ese es el instante que yo temo.
El hijo que se da cuenta de lo ventajoso que es dejarlos en las manos en que se encuentran,
insistirá: la suegra, no lo sufrirá; y eso es lo que conviene evitar, dando a comprender al joven que
incluso por su interés personal, no debe dar su opinión sobre el asunto para evitar el enfrentarse
con una situación muy molesta. Yo quisiera que tú hablases de ello con la persona que ya te
indiqué; que le hicieses compartir mi opinión, sin ni siquiera decirle que yo te he hablado de ello,
al objeto que pueda creerlo como idea suya, y comunicarla más fácilmente. Nadie mejor puede
hacerse cargo de los derechos que tiene un padre sobre sus hijos, ya que durante largo tiempo lo
ha visto con sus propios ojos. También quisiera que trataras de persuadir al joven de que tenga un
poco más de cariño a su suegra. Será suficiente ese encanto que sabe utilizar un hombre, cuando
quiere, y con el que la persuadirá de que tiene el deseo de verla como siempre fue. Siguiendo ese
método, se evitará muchos disgustos y gozará apaciblemente del afecto y la confianza de su padre.
Pero tú sabes bien que sólo es hablando tranquilamente con esa persona, sin cerrar los ojos ni
alargar la cara, cómo le harás comprender lo que te digo. Pero primero es necesario, que te
convenzas a ti misma. Por lo tanto, relee mi carta, trata de comprenderla bien, y vé a hacer el
encargo. Te hablarán mal de la suegra: yo creo que es exagerado.

Hace mucho tiempo que la Reina triunfó en el corazón de madame Elisabeth de la


influencia de madame de Marsan; hace mucho tiempo también que madame Elisabeth
se rindió también a la bondad de su cuñada, a tantas virtudes que han cristalizado en
la desventura. El peligro común ha hecho que ambas mujeres se echaran una en

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brazos de la otra; ambas se quieren y la vida de una pertenece ahora a la otra. Para
madame Elisabeth, se trata de algo más que del afecto y de la abnegación; se trata de
un dogma y de una fe de espíritu: la restauración de la casa de Borbón por un Borbón,
aquella contrarrevolución que encabezaba un príncipe francés, que en el sentir de la
Reina era precisamente, la ruina de los mismos príncipes y la ruina del Rey.
¡El Rey! La Reina sólo ve para él la salvación. Ella es la que cuida que esté
siempre en primer plano, y solo, no tanto por el interés personal del Rey como por la
custodia y dignidad de la corona. Una de las preocupaciones permanentes de María
Antonieta es el temor que le infunde el que el Rey se rebaje; ésa es, en medio de
todas Sus inquietudes, la inquietud siempre alerta.
Sólo ella se preocupa de salvar al Rey del obligado reconocimiento hacia una
liberación; su obstinación radica en salvar de una servidumbre el porvenir de la
monarquía. La declaración de una regencia en favor del conde de Provenza, o de un
nombramiento de teniente general en favor del conde de Artois; en suma: el triunfo,
la victoria de la emigración, esas son las inquietudes de aquella Reina apasionada, en
cada una de cuyas frases se manifiesta el deseo de que el Rey haga algo grande.

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CAPÍTULO VI

El 20 de junio. La Reina obligada por la debilidad del Rey. La segunda


federación. Gestiones de La Fayette y de Dumouriez cerca de la Reina. Ultrajes
e insultos en las Tullerías. La noche del 9 al 10 de agosto. La Reina el 10 de
agosto. La Reina en el Logotachygraphe de los Feuillants. Salida para el
Temple.

Antes de que el Rey opusiera su veto a la deportación de sacerdotes y a la


creación de un campamento de 20.000 hombres, poco antes del 20 de junio, la
diputación de la colonia de Santo Domingo, asolada por los negros decía a la Reina
por boca de su presidente:
—Señora, en una gran calamidad venimos en busca de un gran ejemplo; venimos
a buscar el del valor junto a Vuestra Majestad.
Como los demás días, había transcurrido en palacio la mitad de la jornada del 20
de junio: esperando. Eran las cuatro y media cuando un gran clamor anunció al
pueblo: ¡es la repetición de octubre! El Rey ordena abrir la puerta del palacio real.
Todo, en un instante, se vio poblado por la muchedumbre que se precipita a los patios
y sube por las escaleras. El Rey, la Reina, la familia real están en la cámara del Rey,
arracimados, escuchando el ruido de los hachazos que se dan a las puertas de entrada
de las habitaciones. Los dos niños prorrumpen en llanto y la Reina seca sus lágrimas.
La persona del Rey cae en manos del jefe de la segunda legión de la guardia nacional,
llamado Aclocque, que le obliga violentamente a que se presente ante el pueblo
congregado. Luis XVI sale al balcón, madame Elisabeth le sigue con la mirada. La
Reina que ha consolado a sus hijos, que no lloran ya, más débilmente se vuelve para
mirar, pero el Rey ya no está allí. Ahogando su corazón de madre, María Antonieta
quiere seguir a su esposo.
—¡No importa —dice con voz trémula—, mi puesto está junto al Rey!
Y haciendo caso omiso de los ruegos de los que la rodean, avanza
majestuosamente hacia la muerte con paso de Reina. Un gentilhombre la detiene con
el brazo y otro le cierra el paso. Acuden algunos guardias nacionales que afirman que
el Rey no corre peligro. Entretanto todo el palacio ruge: en oleadas sucesivas llegan a
los oídos de la Reina los gritos de muerte. Desde la gran sala de guardias, el
estruendo sordo, el ruido de armas, la revuelta, avanzan. Los guardias nacionales sólo
tienen tiempo para empujar a la Reina hacia la sala del Consejo. Ante ella, y con
grandes prisas colocan la gran mesa. Así entre la Reina y las armas que la buscan, no
hay más que un poco de madera sobre la que se han agitado los destinos de la

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monarquía.
Un puñado de guardias nacionales montan la guardia cerca de la mesa. En toda la
sala sólo domina el rumor de la multitud, que rompe los armarios y riendo destroza
los muebles exclamando:
—¡Ah!, ¡la cama de M. Veto! ¡Tiene una cama mejor que la nuestra M. Veto!
De pronto las risas se tornan estallidos. Las puertas de la sala del Consejo
vomitan pueblo… La Reina permanece en pie: a su derecha Madame apretándose
contra ella, a su izquierda, el Delfín que abre desmesuradamente sus ojos infantiles.
Alrededor de la Reina estaban madame de Lamballe, madame de Tarento; las de la
Roche-Aymon, de Tourzel y de Mackau, sin gradación, sin rango.
Todo se vuelca sobre la Reina, hombres, mujeres, picas y cuchillos. De entre
aquel grupo de caníbales, uno le muestra un haz de varas con la inscripción: Para
María Antonieta; otro le presenta una guillotina; otro, una horca con una muñeca
vestida de mujer; el de más allá, bajo la mirada de la Reina que no baja la vista, agita
un trozo de carne, en forma de corazón, del que mana sangre sobre una tabla de
madera.
—¡Viva Santerre! —exclama de pronto la multitud.
—¡Mirad, ahí están! —grita la voz ronca de un hombre gordo, que empuja a su
rebaño ante él, mostrándoles la Reina y el Delfín.
Una mujer lanzando inmundicias por la boca, tiende con amenaza tétrica, dos
gorros frigios a la Reina. El general Xittinghoff pone uno de ellos en la cabeza de la
madre, otro en la del hijo, y cae desmayado.
Los guardias nacionales se ven empujados contra la mesa por el gentío que sigue
en aumento y que se va agolpando. Los hombres lanzan contra la Reina a las mujeres,
para que le escupan al rostro sus injurias.
—¿Me habéis visto jamás? ¿Os hice mal alguno? —les dice la Reina…— Os han
engañado… yo soy francesa… ¡yo era feliz cuando me amabais!
Y al resonar por la sala aquella voz tan triste y tan dulce, el tumulto cesa para
escuchar. Conmovidas de súbito, las mujeres se apaciguan y vuelven a ser
sentimentales. El furor decae y las bocas se cierran sobre el ultraje comenzado. Los
corazones se abren por la piedad y la emoción. La humanidad conquista de nuevo a
aquel populacho: algunas de aquellas mujeres lloran.
—¡Están borrachas! —exclama Santerre, encogiéndose él también de hombros; se
acerca y se pone familiarmente de codos sobre la mesa… Pero al verse cara a cara
ante aquella majestad del dolor sintióse él también humano. Al darse cuenta lo que
sudaba el Delfín bajo su gorro frigio, exclamó en tono brusco:
—¡Quitad el gorro a este niño: mirad qué calor tiene!
¡Pobrecillo! Al día siguiente, al oír un redoblé de tambor en el patio para el
relevo, preguntará a su madre:
—Mamá, ¿es que ayer no ha terminado aún?
El 20 de junio el Rey celebró una entrevista con Petion; y al quejarse de lo

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insuficiente de las medidas adoptadas pidiendo que la conducta de la municipalidad
fuera conocida de toda Francia, Petion le contestó:
—Lo será, y sin las prudentes medidas que la municipalidad tomó hubiese sido
posible que hubieran podido suceder acontecimientos mucho más desagradables, no
para vuestra persona, porque debéis saber que será siempre respetada, sino… —y
Petion se detuvo: la Reina estaba allí, y no se atrevió a decir: «para la Reina».
Días después del 20 de junio, la Reina dejaba escapar estas palabras:
—¡Me asesinarán! ¿Qué será de nuestros pobres hijos? —y rompía en sollozos.
Al darle madame Campan una poción antiespasmódica, la Reina la rechazó
replicando que las enfermedades nerviosas eran sólo malestares de mujeres débiles.
Llevaba razón, la Reina no sufría de esas dolencias. El infortunio la había curado
completamente. Los pesares de su vida, de aquella vida de lágrimas, de luchas e
inquietudes, parecían haberla, librado de las enfermedades corpóreas. En medio de
aquellas pruebas, su salud se afirmaba, en medio de aquella fiebre y actividad
dolorosa de su cabeza su corazón se maravillaba de la fuerza que Dios concede a los
que sufren.
Había reemprendido su vida; pero sus días no eran más que pura alarma y sus
noches plena alerta. Todo ruido parecía amenazarla; a toda hora temía el
desbordamiento del pueblo. Aunque para eso… un hombre y un cuchillo bastarían en
el palacio. Se hizo necesario proceder a un cambio de cerraduras en las habitaciones
de la Reina, y luego, obligarla a trasladarse de sus aposentos de la planta baja, donde,
aguzando el oído, podía oír cómo el asesinato rondaba por los pasillos. Durante el
mes de julio, las damas de la Reina, desobedeciendo las órdenes de ésta, no osaban
dormir, ni siquiera acostarse.
Todavía y de vez en cuando, en el fuero interno de María Antonieta surgían
rebeliones, esperanzas y proyectos; pero esos movimientos y arranques, aquellos
relámpagos, no eran duraderos ni continuos. El Rey estaba a su lado y le arrebatada
toda clase de ilusión e incluso el valor para pensar en el futuro. ¿Cómo esperar, para
qué probar siquiera decidirle a una audacia, a una gran empresa, a la defensa, a aquel
Rey cuyo solo heroísmo era la paciencia? Y en seguida la Reina pasaba de las
agitaciones y ensueños de su voluntad a una resignada desolación. Retenida por la
debilidad, pero celosa de la autoridad y dignidad de la persona regia, rechazaba de
plano, la tentación de demostrar lo que son capaces de hacer «una mujer y un niño a
caballo». Se negaba a emprender nada, a osar nada por sí misma, por temor de dejar
en segundo puesto al Rey, de degradarle, de disminuirle; y conformándose a las
virtudes de Luis XVI, esperaba, repitiendo «que los deberes de una Reina que no es
regente son permanecer en la inacción y disponerse a morir».
Al llegar la segunda federación, la Reina abandonó las Tullerías en dirección al
Campo de Marte. En palacio todos se quedaron temblorosos; pero la Reina regresó
por la tarde, y aquel inesperado retorno fue saludado con estas exclamaciones:
—¡Dios sea alabado! ¡La jornada del 14 ha transcurrido!

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Una gestión que se llevó a cabo cerca de la Reina por uno de sus enemigos, que
se proponía la salvación de la Reina, iba a resultarle más fatal que todo lo que ese
enemigo había proyectado en contra suya La Fayette, tembloroso por el éxito de sus
ideas, viendo comprometida su carta constitucional, examinando los peligros de aquel
Gobierno imposible, que pone al Rey por debajo de las leyes y que le hace
responsable de las acciones de unos ministros que él no ha nombrado, inquieto y
afligido por todo lo ocurrido y todo lo que se avecina, herido en el amor propio de sus
teorías por la jornada del 20 de junio, asombrado y también en parte avergonzado, es
preciso decirlo, de las complicidades a que los revolucionarios arrastraban a un
hombre honrado; La Fayette, abandonando el ejército, se presentó ante la Asamblea,
recordando la jornada del 20 de junio, declara que la Constitución ha sido violada
ante la nación entera, y acaba por solicitar que los autores sean castigados, y al salir
de la Asamblea pide una entrevista con la Reina.
La Reina, obligada por la Revolución, por la desgracia, por la experiencia, de los
hombres y las cosas, adquirida a muy alto precio, quiso obrar con prudencia.
Repasando su vida, la historia de sus últimos años, María Antonieta había aprendido
a temer las emboscadas y las traiciones.
Por otra parte, si renunciando a sus antipatías, echando en el olvido en semejantes
circunstancias las culpas miserables, perdonaba sin esfuerzo a sus enemigos
personales, no se sobreponía sino con mucha dificultad a sus prevenciones contra los
hombres que, a su sentir, habían hecho traición a la monarquía. Enjuiciaba aquellos
remordimientos tardíos y le parecía que había ya pasado la hora en que la salvación
de la corona podía estar al alcance de revolucionarios que detuvieran la marcha de la
Revolución en el punto en que se detenían sus ambiciones, sus deseos, sus ideas y sus
conciencias. ¿Podía ella aceptar que hubiera interés alguno en aquellos ofrecimientos
que se le hacían, bajo condición, para salvar a la realeza? ¿Podía creer en el
arrepentimiento de los hombres de 1789, de 1790, de 1791, rebasados por las
circunstancias, y que se aproximaban al Rey, mucho menos para salvarlo que para
salvar sus ideales? Sólo uno había conseguido convencerla y éste era Barnave. Pero
Barnave se había ofrecido, y su abnegación había sido gratitud. No fue el triunfo de
sus principios lo que él había buscado en el sacrificio de su persona.
Antes que M. de La Fayette, el general Dumouriez, aterrado ante esta revolución
que desciende «hasta la canalla de los desorganizadores», había también solicitado
una audiencia de la Reina; y ella le dejó acercarse a sus pies. En vano fue que él
besara el borde de su vestido, humillado, postrado ante la Reina, rogándole que se
dejara salvar. No obstante, María Antonieta se negó a confiarse al general de la
Revolución. ¡Pero qué repugnancias aún mayores nutría la Reina contra La Fayette!
Era el voluntario de América, olvidadizo de los aplausos que ella había concedido a
su valor militar; era el antiguo noble, que se había alzado contra la monarquía; era el
hombre que se había pasado al servicio de su propia popularidad, siempre presente en
los aciagos días de la vida de la Reina. ¡La Fayette, que dormía el 6 de octubre! ¡La

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Fayette, aquel cómplice del arresto de Varennes, que había consentido, en
transformarse en el carcelero de la Reina! ¡La Fayette, al que ella había encontrado
siempre frente a frente, y que la había perseguido continuamente, en Versalles, en
París, en sus desventuras, en sus amarguras, en sus aposentos!… Y María Antonieta
le había dicho «que valía más perecer que deber la salvación al hombre que les había
causado el daño más grande», y se negó rotundamente a ser salvada por M. de
Lafayette.
Entonces se precipitaron los acontecimientos. El insulto no reconoció pudor
alguno en torno de palacio, y la amenaza se despojaba del último rastro de vergüenza.
Bajo las ventanas de la Reina, lugar donde se habían disparado cohetes y cantando la
muerte de Mambrú el día del fallecimiento de su hermano Leopoldo, se vendía a
gritos La vida de María Antonieta y se exhibían estampas infames a los circunstantes.
El jardín de las Tullerías quedó cerrado, y la Asamblea concedió al pueblo la terraza
de los Feuillants, desde donde lo que vertían contra la Reina los hombres y mujeres
que allí acudían, era tan horrible que por dos veces vióse obligada a retirarse. Ya no le
era posible salir con los niños…
A menudo, apresurando el paso, con la voz estremecida, asustaba a sus damas,
hablando de bajar al jardín para replicar con una arenga al ultraje:
—Sí —exclamaba recorriendo su habitación de un lado a otro—, les diría:
Franceses, se ha cometido la gran crueldad de convenceros de que yo no quiero a
Francia… ¡yo, madre de un Delfín! ¡Yo…! —pero inmediatamente la esperanza de
conmover a un pueblo de insultadores le abandonaba.
Aquel suplicio duró unos siete largos meses. Leamos esta carta suyo de
desesperación, escrita para madame de Polignac, del 7 de enero de 1792, cuando
principiaba ese suplicio:

Hoy, 7 de enero 1792.


No puedo negarme al placer de abrazaros, querida mía, pero será con muchas prisas, porque la
oportunidad que se presenta es rápida, pero segura, y llevará estas palabras al correo en un gran
paquete para vos; estamos espiados como si fuéramos criminales vulgares; y este suplicio es
verdaderamente horrible. ¡Tener que estar en continuo sobresalto por los suyos, no poder
asomarse por una ventana sin verse insultada por todo el mundo, no poder sacar al aire fresco a
estos pobres niños, sin exponer a los inocentes a las vociferaciones del populacho! ¡Qué situación
la nuestra, corazón mío! ¡Y mis propias penas, que son muchas! Pero temblar por el Rey, por todo
lo que hay de más querido en el mundo, por las amigas presentes, por las que están ausentes, es un
peso demasiado excesivo para mis hombros; pero ya os lo tengo dicho, vosotros me sostenéis.
Adiós, mi querida amiga; esperamos en la voluntad del Señor, que ve nuestras almas y que sabe si
no estamos animados del más verdadero amor por este pueblo. Os abrazo.
MARÍA ANTONIETA.

La Reina llegaba ya al fin de su capacidad de resistencia; llegó a desear el fin de


aquella horrible existencia.

Entre las once y las doce de la noche del 9 de agosto, la Reina oye tocar a rebato

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la campana del Ayuntamiento.
María Antonieta está enterada de todo: ha leído las comunicaciones; conoce la
conjura de los federados, las secretas reuniones que se han celebrado en una taberna
de la Rápée, la extraordinaria convocatoria de las asociaciones, la de cuarenta
secciones; la Commune de París, reunida en asamblea general; Petion, Danton y
Manuel son los dirigentes de la Commune; los comisarios que se han designado para
sublevar a los barrios. Está enterada que la mitad de los efectivos de la guardia
nacional está con el partido de los jacobinos, sabe que sujetos tan característicos
como Pipe y la mujerzuela Audun esperan a los suyos, y que Nicolás ha ido ya a
ponerse el vestido del 20 de junio… La Reina sólo espera, el supremo día ha llegado:
la Reina se halla dispuesta.
Se halla en las habitaciones del Delfín, que está durmiendo. En el patio de las
Tullerías suena el primer disparo.
—Este es el primer tiro —dice—; desdichadamente, no será el último. —Y junto
con madame Elisabeth sube a ver al Rey.
Entra Petion.
—Señor —le dice Luis XVI—, ¡sois el alcalde de la ciudad y en todas partes se
toca a rebato! ¿Es que el 20 de junio vuelve a comenzar?
—Sire —le contesta Petion—, se está tocando a rebato, a pesar mío, pero ahora
mismo me voy a las Casas Consistoriales y cesará este desorden.
Petion se dispone a salir.
—Señor Petion —le dice la Reina—, el nuevo peligro que se cierne en estos
momentos sobre nosotros ha sido organizado ante vuestros ojos, no cabe duda. En
consecuencia, debéis dar al Rey la prueba de que ese atentado os repugna. Vais a
firmar, vais a firmar como alcalde, la orden a la guardia nacional parisiense de
rechazar toda violencia por medio de la fuerza.
Y agrega la Reina:
—Permaneceréis al lado de la persona del Rey.
Petion se ruborizó, e inclinándose bajo la mirada de la Reina firmó la orden. La
Reina salvó el honor del Rey. ¡Podrá al menos morir con la ley en una mano y la
espada en la otra!
Al despuntar el alba, Mandat, comandante general de los guardias nacionales,
acude a informar al Rey que ha sido llamado al Ayuntamiento por los representantes
de la Commune para entablar negociaciones. La Reina hace ruegos a Mandat que no
abandone al Rey; pero el Rey pide a Mandat que acuda a la invitación de la
Commune. Mandat parte, exclamando:
—¡No volveré!
Sí; el plazo de una hora y su cabeza será paseada clavada en una pica.
Un decreto de la Asamblea llega a palacio en virtud del cual se llama a Petion a
su seno. La Reina conjura al Rey para que deje sin efecto ese atentatorio decreto. Le
hace ver que, al perder aquella garantía, ya no le quedará más camino que la

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transigencia. Luis XVI obedece a la Asamblea y deja partir a Petion.
La Reina sale de las habitaciones del Rey a las cuatro, y dice a sus damas «que
ella ya no espera nada». A pesar de esto, apresura las órdenes secretas, apresura la
llegada de las secciones de confianza, piensa en todo, hasta en hacer preparar por los
encargados de las provisiones los buffets de la galería de Diana. Quiere aparentar y
muestra a todos los circunstantes un rostro que refleja la serenidad, y sus palabras se
sustraen a su angustia.
—¡Qué hermoso tiempo hace hoy! —dice a M. de Lorry acercándose a una
ventana del Carrousel—. ¡Qué bello día hubiéramos tenido hoy sin todo ese tumulto!
A las cinco y media, la Reina recorrió, acompañada del Rey y de los niños, los
salones y galería en donde desde la noche anterior trescientos gentilhombres, muchos
de los cuales eran ya de edad y otros unos niños, esperaban la hora de derramar su
sangre:
—¡Viva la Reina! ¡Viva el Rey! —exclama una sola voz que parece partir de
todos los corazones.
La Reina persuade al Rey a que baje al jardín y pase revista a las líneas de las
secciones de la guardia nacional.
—¡Todo está perdido! —exclama ella al ver regresar al Rey.
Pero viendo a los granaderos de las Filles-Saint-Thomas, que venían a cubrir su
puesto en las reales habitaciones, en medio de los rangos de la nobleza, por un
momento recupera el valor y la fuerza de la palabra. Al pedir un comandante de la
guardia nacional el alojamiento de los gentilhombres armados, la Reina dice con
ardor:
—¡Son nuestros mejores amigos, nuestro mejor consuelo! ¡Colocadlos ante un
cañón, y os darán una prueba de cómo se muere por su Rey! —y volviéndose hacia
los granaderos de las Filles-Saint-Thomas les dice—: No abriguéis inquietudes por
estas dignas gentes, son vuestros amigos, como lo son nuestros; nuestros intereses
son comunes; lo que tenéis de más querido en el mundo: mujer, hijos, propiedad, todo
depende de esta jornada.
¡Transcurría el minuto solemne de la Historia! El corazón de aquellos cortesanos
latía impaciente por morir, y el pueblo seguía acercándose… Anuncian la Comisión
del Directorio de uno de los departamentos de Francia. El procurador general, síndico
de la Commune, Roeder, pide hablar con el Rey sin más testigos que su familia.
—¡Sire —le dice—, Vuestra Majestad no tiene ni cinco minutos que perder; no
hay más seguridad para vos que la Asamblea Nacional!
Y en pocas palabras, llenas de emoción, le pintó la situación, lo difícil de la
defensa, la guardia nacional mal dispuesta, los artilleros que descargan sus cañones.
El encajero de la Reina, comerciante, administrador del departamento, toma la
palabra para apoyar a Roeder.
—Callad, M. Gerdret —le dice la Reina—, aquí no es lugar donde os corresponda
levantar la voz; callad, señor, dejad que hable el señor procurador general síndico…

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Y volviéndose vivamente hacia Roeder le dice:
—Pero, señor, que tenemos fuerzas…
—Señora, todo París está en marcha.
Pero la Reina ya no hacía caso de lo que decía Roeder. Habla al Rey, al padre del
Delfín, habla al heredero del trono de Enrique IV y de Luis XIV, habla al honor de
Luis XVI, se dirige a su corazón… El Rey permanece mudo. Roeder vuelve a insistir
cerca de él, y sobre el peligro que está corriendo toda su familia. La Reina combate
vivamente a Roeder con lo poco de voz y fuerza que le quedan.
—No tenemos nada que hacer aquí —murmuró el Rey—; y luego, elevando el
tono de la voz, añadió: —Quiero que sin más dilaciones nos conduzcan a la
Asamblea legislativa. Lo quiero.
—¡Ordenaréis antes de todo esto, señor, que me claven a las paredes de este
palacio! —exclamó la Reina con acento rebelde.
Pero la princesa de Tarento, madame de Lamballe, madame Elisabeth, le
suplican; y la Reina se dispone a cumplir el último sacrificio:
—Señor Roeder, señores —dice dirigiéndose hacia la Diputación—, ¡vosotros os
hacéis responsables de la persona del Rey y de la de mi hijo!
—¡Señora, juramos morir junto a vos! —contesta Roeder.
—¡Volveremos! —responde la Reina, tratando de consolar a sus afligidas damas;
y acompañada de madame de Lamballe y de madame de Tourzel, sigue a] Rey.
En el trayecto, que realiza a paso lento, desde el Palacio a los Feuillants, seca sus
lágrimas y vuelve a llorar. El populacho, deslizándose por entre las líneas de los
granaderos suizos y de los granaderos de la guardia nacional, rodea a la Reina tan de
cerca, que entre los empujones le roban el reloj de bolsillo. Al llegar frente al café de
la Terraza, la Reina apenas se da cuenta que se hunde en un montón de hojas caídas.
—¡Cuántas hojas —dice el Rey—, este año caen muy pronto!
Junto a la escalera de la terraza se ven hombres y mujeres, agitando palos, y que
cierran el paso a la familia real.
—¡No! —grita la multitud enfurecida—. ¡No entrarán en la Asamblea! ¡Ellos
tienen la culpa de todas nuestras desgracias; es necesario acabar! ¡Abajo la
monarquía!
Pese a aquel griterío, la familia real pudo pasar al fin. Al entrar en el pasillo de los
Feuillants, que se encuentra abarrotado de gente, un hombre quita a la Reina al
Delfín, que ella llevaba de la mano, y le toma en sus brazos. La Reina lanza un grito.
—No temáis, no quiero hacerle daño —y el hombre le devuelve el niño a la
puerta de la sala.
Ya en la Asamblea, la Reina y la real familia se sientan en los sillones destinados
a los ministros.
—He venido aquí con objeto de evitar un gran crimen —dice el Rey, que ha
subido a ocupar el sillón a la izquierda del presidente. La Reina ha hecho sentar al
Delfín al lado suyo.

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—¡Que le lleven al lado del presidente! —grita una voz—. ¡Pertenece al pueblo!
¡La austríaca es indigna de su confianza!
De pronto aparece un ujier que se apodera del niño, que, echándose a llorar de
espanto, se abraza a su madre. Pero la Constitución prohíbe a la Asamblea deliberar
ante el Rey: la familia real es entonces llevada a la tribuna con rejas de hierro, que
estaba situada detrás del sillón presidencial; es la tribuna del Logotachygraphe. En un
espacio de diez pies de terreno se apretujan un Rey, una Reina, sus hijos, su familia,
sus últimos ministros, sus últimos servidores. En el exterior suenan los aullidos de
gozo de los que pasean cabezas cortadas; luego suena una ráfaga de mosquetería,
después el cañón…
A pocos pasos, y en la Asamblea, bajo la presencia de aquella Reina que hubiera
deseado morir como una reina, pasan las diputaciones de la Commune, los oradores
de los barrios, las mociones de deposición, los sangrientos degolladores, que vacían
sus bolsillos sobre la mesa y, muy pronto, resuena la voz de Vergniaud leyendo un
decreto:
«Se invita al pueblo francés a formar una Convención nacional… El jefe del
poder ejecutivo queda en suspenso…»
Por la noche, a las siete, hundida en la sombra de aquella cárcel asfixiante,
alimentada desde, la mañana tan sólo por unas gotas de agua de grosella, anegada en
sus lágrimas, empapada de sudor, con la pañoleta mojada, estaba teniendo sobre sus
rodillas la cabeza de su hijo dormido, una desgraciada mujer, que hace poco había
sido la Reina de Francia… Pedía un pañuelo y ninguno de los presentes podía darle
ninguno que no tuviera sangre de sus últimos defensores.
A las dos de la madrugada terminaba el tormento de aquella sesión borrascosa.
Entonces la Reina fue conducida a las celdas preparadas y amuebladas a toda prisa en
el convento de los Feuillants, situado encima de las oficinas de la Asamblea.
A la luz de las bujías fijadas en los cañones de los fusiles pasaba por entre aquel
pueblo, que exhibía la sangre de las picas y que ya conocía el estribillo:

Madame Veto avait promis


de faire egorger tout Paris…

(Madame Veto había prometido


hacer degollar a todo París…)

Temblando por su hijo, que estaba completamente aterrado, la Reina le tomaba de


manos de M. de Aubier y le hablaba el oído; y el niño subía la escalera saltando de
alegría.
—Mamá —decía el pequeñuelo— me ha prometido acostarme en su cuarto
porque he sido bueno ante esos hombres horribles.
La familia real se acostó. Los rugidos que pedían la cabeza de la Reina

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«¡Echadnos su cabeza!» llegaron hasta oídos del Rey.
Al día siguiente por la mañana, la Reina tendía sus brazos, desesperada, a algunas
de sus damas que acudían a ofrecerle sus servicios.
—Estamos perdidos —les decía—, todo ha contribuido a nuestra pérdida… —Y
como en aquel momento entró el Delfín acompañado de su hermana—. ¡Ah! ¡Pobres
hijos! ¡Qué cruel es no poderles transmitir tan bella herencia y tener que decirse:
Termina con nosotros!
Luego no faltaba tiempo a la Reina para hablar de las Tullerías, preguntaba por
los muertos, se inquietaba por las personas a quienes apreciaba, por la princesa de
Tarento, la duquesa de Luynes, madame de Maylly y madame de Roche-Aymon y su
hija.
La Reina carecía de todo, al igual que los suyos: de ropa interior, vestidos, todo.
Para el Delfín se vio obligada a aceptar las ropas del hijo de la embajadora de
Inglaterra, condesa de Sutherland, y tenía que concederle a M. de Aubier la gracia de
aceptar de él un rollo de 50 luises.
El día siguiente al 10 de agosto y los dos que le siguieron, la Reina tuvo que sufrir
el espectáculo de la Asamblea y oír las peticiones ¡que exigían la cabeza de los
suizos!
Una mañana que fue llevada al Logotachygraphe, al ver en el jardín a unos
mirones con vestidos limpios y de apariencia humana, la Reina les obsequió con un
saludo. Un hombre le gritó:
—¡No vale la pena de que hagas estos graciosos gestos de cabeza: no la tendrás
por mucho tiempo!
La humillación de los vencidos acabó por cansar a la Asamblea. Los enviaba a la
prisión, y la Reina partía en dirección al Temple con un zapato agujereado por el que
se le veía el pie.
—No creeríais —decía sonriendo —que la Reina de Francia careciera de zapatos.

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CAPÍTULO VII

La Reina en el segundo piso de la torrecilla del Temple. Separación de madame


de Lamballe. El procurador de la Comuna del 10 de agosto, Manuel. Espionaje
en torno de la Reina. El 4 de septiembre en el Temple. La vida de la Reina en el
Temple. Vergonzosos ultrajes. La Reina separada de su marido. La Reina en la
gran torre. Drouet y la Reina. La Comuna delibera acerca de las peticiones de
la Reina. El proceso del Rey.
Última entrevista de la Reina y el Rey. La noche del 20 al 21 de enero de 1793

En la noche del 13 de agosto se encendieron en el Temple los faroles que


iluminan el exterior del edificio en señal de regocijo: ¡La Revolución ha hecho
prisionera a la monarquía!
En el piso segundo de la torre pequeña está acostada la Reina, que tiene cerca a
madame Real, en el antiguo aposento del guardián de los archivos de la Orden de
Malta.
Madame de Lamballe está al lado de la soberana en la especie de antecámara que
separa el cuarto de la Reina de la habitación en donde se alojan el Delfín, madame
Tourzel y la mujer de Saint-Brice. ¡Qué noche la del Temple, breve tan sólo para los
niños cansados!
Transcurrieron cinco días; el 18 de agosto, en el momento en que la familia real
comía en las habitaciones del Rey, dos oficiales de la guardia municipal vienen a
comunicarle que, en virtud de un acuerdo de la Commune, todas las personas del
séquito que entraron en el Temple con él deben salir bajo segura escolta. A las cinco,
Manuel llegó al Temple. La Reina habla a Manuel, y éste promete hacer que se
suspenda la orden. Pero de pronto, durante la noche del 19, vienen dos comisarios del
Ayuntamiento para proceder a la detención de todas las personas que no son
miembros de la familia Capeto. Los señores de Hüe y de Cramilly descienden de la
habitación del Rey a la de madame de Lamballe: allí se reúnen con la Reina y sus
hijos, con madame Elisabeth y madame de Lamballe, de Tourzel y su hija, abrazados
y mezclando sus lágrimas…
¡Son los postreros abrazos! ¡Las primeras lágrimas de separación de la Reina, que
conquistan ya la piedad a su alrededor! Y, entre aquellos carceleros que la Revolución
ha reclutado de entre los hijos de su fortuna y de su genio, de entre los más puros y
los más duros, ya los hay de conmovidos. Al entrar en el Temple, habían jurado
estoicismo, pero apenas traspuesto el umbral ya lo habían olvidado. Si ayer la Reina
ejercía la seducción por su gracia, hoy se le ha unido la dignidad de un gran dolor: y

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la Reina sigue siendo la Reina en la torrecilla del Temple: cuando ella llora, los
carceleros se rinden.
El procurador general de la Commune del día 20 de agosto, el republicano de
antes de la República que escribió al Rey: «Sire, no me gustan los reyes»; el enemigo
de la Reina que se convirtió en el vocero de las prevenciones de la Revolución contra
la Reina, en su famosa Carta a la Reina, Manuel, teme y rehuye la mirada de María
Antonieta cuando va a informarle que habrá de prescindir de la amistad de madame
de Lamballe y de los cuidados de madame de Tourzel, y Manuel, a pesar suyo,
promete a la Reina una suspensión de la orden… Ya es sabido, sí, Manuel resistirá; se
avergonzará de su derrota, querrá destruir aquel encanto que le envuelve; volverá a
hundirse en las burlas de la Revolución; provocará la risa de la Commune con su
sarcasmo acerca de todos los trastos molestos que arrastra tras sí una familia real y
que hay que barrer. Hablará como un hombre que quiere vengar su orgullo con
resentimiento y alegría; hablará de las lágrimas de la Reina, de las lágrimas de
aquella altanera mujer a la que nada podía amilanar; y añadirá, como para sustraerse
de la tentación, poniendo entre él y la Reina una valla de insultos:

«He dicho, entre otras cosas, a la mujer del Rey, que quería darle para su servicio mujeres
conocidas mías; me ha contestado que no tenía necesidad de ellas, y que ella y su hermana sabrían
bastarse recíprocamente».

Y yo le contesté entonces:

«Muy bien, señora; ya que no queréis recibir a las mujeres que os he designado para vuestro
servicio, no tenéis más que serviros vosotras mismas, y así no tendréis dificultades en su
elección…»

Pero aquella fue la última rebeldía y la última fanfarronada de Manuel: se


abandonó y se entregó por entero a aquellas lágrimas «de la mujer del Rey».
Manuel tenía una de esas naturalezas tiernas y sensibles que, sin darse cuenta, se
inclinan a favor de los débiles, de los oprimidos, de los vencidos. Tenía el alma de
niño, a la que la Revolución embriagó con teorías y utopías; uno de esos hombres
que, encerrados en sus gabinetes, lejos de las emociones, son rígidos y exaltados; se
forman su carácter a la medida, se forjan su corazón romano, arrojándose y
ejercitándose en la barbarie serena de las ideas, en el rigor implacable de los
principios, predican con pluma carente de piedad, una injusticia inclemente.
Pero todo eso no es más que el armazón: éste se derrumba, y entonces vemos
cómo aquel hombre vuelve de repente a sus debilidades y sus misericordias, tiene las
entrañas más humanas, la sensibilidad más fácil y más abierta al prestigio de un gran
infortunio. Manuel está encadenado, está sojuzgado; Manuel, ¿quién lo habría podido
prever? ¡Será el corresponsal de María Antonieta! Manuel será quien sufrirá
cabizbajo la indignación de la Reina ante los asesinatos de septiembre en Orleáns;
Manuel será el corazón noble que, mientras se incoa el proceso de la Reina, solo y en

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un rincón de la Conserjería, sumergido en su infinita tristeza y cansado de la vida,
desdeñará esconder a los verdugos la protesta y el duelo de su dolor.
«Después de haber marchado el séquito, nos quedamos los cuatro sin dormir»,
dice textualmente Madame. ¡Ay! Otras penas esperaban a la familia real; aquello no
era más que el principio.
La Reina no tiene ya nadie a su servicio; se basta ella misma; viste al Delfín, al
que ha llevado a su cuarto, y se quedará por muy satisfecha teniendo a fines de agosto
a Cléry para que la peine.
Pero no es ese el suplicio de su nueva vida. Ante tantas miserias, esas miserias no
la conmueven en lo más mínimo. Existe otro tormento en cada una de sus horas: con
Hüe entran en su aposento y se quedan durante todo el día los guardias municipales
de servicio; se teme que la abnegación facilite la sospecha y el espionaje. La mujer no
se ve sola, la madre no es libre más que en los momentos robados a su sueño que
preceden a las ocho de la mañana. Durante todas las largas horas de la jornada, los
oídos de Denys y los ojos de la Commune convergen en la habitación de María
Antonieta. ¡No hay un gesto, una palabra, una mirada, una caricia, nada, que no tenga
sus testigos y delatores! ¡No pasa segundo en el que María Antonieta se posea a sí
misma o posea a la familia, porque allí están destacados aquellos hombres que espían
sus ojos, sus labios en silencio! ¡Siempre tropieza con esos hombres que la persiguen
hasta en el cuarto donde se escabullé para cambiarse de ropa! Tal es el martirio, el
suplicio que comienza de un modo constante sin acabar jamás. Incluso por la noche,
en la cámara hasta donde hace poco dormía madame de Lamballe, montan la guardia
los municipales, y la Reina es espiada hasta en la paz de su sueño.
Hüe logra burlar esa vigilancia; y, bajando desde el granero de la torre, después
del paso de los vendedores, notifica a escondidas el suceso del día a la Reina: ya sea
el suplicio del intendente de la lista civil, Laporte; ya el suplicio del periodista
monárquico Durosoy.
La Reina todavía no se entrega a la desesperación; mantiene su fe en Francia y en
la Providencia. Su imaginación trabaja en el insomnio y en la fiebre; al menor rumor
concibe ilusiones. Escucha, espera y le parece que la prueba de esos días de pesadilla
va a terminar de pronto y de una vez.
María Antonieta no se preparó para aquel cautiverio, ni aceptó hasta más adelante
los desprendimientos de su compañera de celda, madame Elisabeth, que ya desde el
regreso de Varennes se acostumbraba a la lectura de los Pensamientos sobre la
muerte.
A María Antonieta le costará mucho esfuerzo aceptar la desgracia y
familiarizarse, como madame Elisabeth, con la resignación. Habiendo tenido mucho
más contacto que ella con lo humano, no escapará sin esfuerzo a las debilidades y
rebeliones de su sexo. Sensible y vulnerable, por la ternura y delicadeza de su sexo, a
las menores heridas, deberá agotar todas las amarguras del martirio. Menos dueña de
su sangre y de su carácter que esta madame Elisabeth, que sólo contestará a los

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insultos con las palabras cristianas de: «¡Bondad divina!»
La Reina, en cambio, se indignará y se estremecerá; y, rechazando el insulto,
deberá apurarlo hasta las heces. La Reina será mucho más torturada en su mismo
cuerpo: las desgarradoras emociones serán para su carácter, mucho más nervioso,
como golpes mucho más mortales.
Durante mucho tiempo ausentóse y volvió la esperanza en aquella pobre mujer,
móvil, cambiante, que de repente se secaba sus lágrimas, y al pronto se anegaba en su
dolor, y que otras veces recobraba la juventud de su espíritu, olvidándose de todo
aquello, y bautizaba a un tímido comisario con el nombre de la Pagoda, porque sólo
respondía a sus pregunta con un movimiento de cabeza; para volver a caer y sumirse
de nuevo en el pesar.
María Antonieta esperaba aún el ofrecimiento que un día hizo M. de Malesherbes
para defender al Rey; pero en los días siguientes a aquella fecha, no reunía la fuerza
suficiente para renunciar al suplicio de esperar.
La Reina aún pertenecía a la tierra. Se veía ligada a ella por el lazo de su marido,
por su hijo; y se hará preciso la muerte de su marido y el rapto de su hijo para que,
elevándose sobre todos los humanos dolores, María Antonieta llegue hasta esas
visiones del cielo, a esas comunicaciones con Dios —que hicieron caer súbitamente
de rodillas a madame Elisabeth al pie del lecho—; ¡junto a los comisarios, a los que
ni ve; aislada del mundo, al que ni oye!
El 3 de septiembre la familia real se encontraba comiendo en la habitación del
Rey. La Reina había olvidado la timidez de Manuel, y cuando le preguntó donde
estaba madame de Lamballe, éste le contestó balbuceante:
—En el hotel de la Force.
De pronto se deja oír un ruido; es el redoble de los tambores y el clamor del
pueblo. La familia real abandona inmediatamente la mesa y desciende al cuarto de la
Reina. Al entrar Cléry, pálido, la Reina le pregunta:
—¿Por qué razón no vais a comer?
—Señora, me siento indispuesto —le contesta.
Allá lejos, en un rincón del cuarto, los guardias municipales hablan. En el
exterior, los gritos injuriosos van en aumento y llegan hasta los oídos de la Reina. Un
municipal y cuatro hombres entran en tropel en la habitación: el pueblo quiere que los
prisioneros se asomen a la ventana… ¡Desdichados! ¡Allí iban!… Pero el municipal
Mennessier va a la ventana, echa las cortinas y rechaza la persona de la Reina… El
Rey, anhelante, pregunta, interroga.
—¡Pues bien! —le dice uno de los hombres—. ¡Pues ya que queréis saberlo, lo
que quieren enseñaros es la cabeza de madame de Lamballe!
La Reina no lanza ni un grito; no se desvanece. Horrorizada, permanece en pie,
petrificada, como si hubiera echado raíces. Ya no oye el vocerío del pueblo; ya no
oye a sus hijos. Y durante todo el día no le quedó ni Una palabra ni una mirada,
¡como si detrás de las cortinas estuviera contemplándola permanentemente aquella

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ensangrentada cabeza de rubios cabellos!

Y después de lo ocurrido la vida lenta y monótona de la prisión volvía a


comenzar.
A las ocho de la mañana, una vez hecho el servicio del Rey, ayer Hüe y hoy
Cléry, descendían a la habitación de la Reina, a la que encontraban ya levantada, así
como al Delfín. Al entrar los municipales, el Delfín subía a las habitaciones del Rey;
y en tanto que en el piso de arriba el Rey daba lecciones de latín y geografía a su hijo,
la Reina se entregaba a la educación religiosa de su hija. Luego enseñábale a cantar, o
bien guiaba su mano, dibujando los modelos de cabezas enviadas al Temple por M.
Van Blaremberg.
Hasta el mediodía, la Reina llevaba una cofia de linón y un vestido de piqué
blanco, y llegada aquella hora se ponía un traje de fondo oscuro con florecillas, su
único adorno del día hasta la muerte del Rey.
A las dos ambos comían en la habitación del Rey, y como el Rey a veces
intentaba escaparse después de la comida, para ir a leer o a trabajar, la Reina
procuraba retenerle a su lado para jugar una partida de naipes o de tric-trac. ¡Pero qué
recuerdos y amenazas no despertaba aquel mismo juego! ¡Cuántas veces la Reina
terminaba de jugar temblando y aterrorizada por los presagios! Como en aquel día en
que en un juego de cartas la Reina le fue llevando al Rey hasta dejarle con sólo dos
cartas, dos ases, de cuya elección dependía la pérdida o ganancia del juego.
Y el Rey, después de unos instantes de vacilación, lanzó precisamente la carta,
contraria… Las lágrimas asomaron a los ojos de la Reina. El Rey comprendió aquella
indirecta y contestó a su esposa con una sonrisa de resignación.
La Reina, al marcharse el Rey, volvía a sus labores junto a madame Elisabeth. Al
principio, la Reina se dedicó a una gran labor de tapicería; estaba familiarizada con
grandes labores femeninas; todas sus horas de Reina, sustraídas a sus tareas, las había
dedicado a la tapicería de muchos muebles, alfombras y tejidos de lana.
Al volver el Rey, la Reina leía un rato en alta voz. ¿Pero qué libro no le sería el
portador de la herida y el súbito dolor del próximo recuerdo? Comenzó por elegir
obras teatrales; pero ¡cuántas voces del pasado en ellas! Era algo así como la pertinaz
presencia de los pasados recuerdos, eran la alegría y la dicha de sus años venturosos;
su salón de espectáculos, su juventud. Pero aquel suplicio del recuerdo se renueva en
todo. En la poca música dejada sobre el pésimo clavecino, que sirve para las
lecciones de su hija, hay una pieza titulada La Reina de Francia.
—¡Cómo han cambiado los tiempos! —dice la Reina ojeando el libro.
En la habitación de madame Elisabeth ya las ocho de la tarde, el Delfín cenaba.
La Reina permanecía junto a su hijo mientras éste comía. Cuando los municipales se
alejaban un poquito, y no estaban al alcance de su voz, le hacía recitar una breve
oración. Una vez el Delfín se encontraba arropado en la cama, la madre, o madame
Elisabeth, esta segunda madre, le velaban el sueño, relevándose. A las nueve, Cléry

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servía la cena en la habitación del Rey y llevaba también la comida a la habitación de
ambas princesas, que permanecían junto al Delfín. Luego el Rey iba junto al lecho de
su hijo; transcurridos unos instantes, daba un apretón de manos a su mujer y a su
hermana, besaba a su hija y subía a su cuarto. Las princesas se acostaban, y la Reina
había vivido un día más.
Los días se sucedían a los días. La víspera era igual al día siguiente. El mes de
septiembre no aporta ningún cambio para los prisioneros aparte de una plegaria por
madame de Lamballe que la Reina ha agregado en las oraciones de su hijo. Tan sólo
una cosa hace cambiar el tiempo: la Reina abandona su tapicería para remendar,
porque la miseria en la ropa llega hasta la familia real. EL Delfín duerme entre
sábanas agujereadas y la Reina vela, en compañía de madame Elisabeth, para
remendar uno de los trajes del Rey, mientras éste descansa; o bien zurce aquella
casaca, la casaca color de sus cabellos, color cabellos de la Reina.
Al principio, la Reina descendía al jardín y hacía que sus hijos correteasen en la
avenida de castaños. Pero los dos carceleros que estaban al cuidado de la vigilancia
de la parte baja de la torre: Risbey y aquel Rocher, el insultador de la familia real el
10 de agosto, en el recorrido desde las Tullerías a la Asamblea, le lanzaban al rostro
el humo de sus pipas; y alrededor de ellos, a caballo sobre las sillas que han quitado
del cuerpo de guardia, los guardias nacionales aplauden, ríen y hacen al paso de la
Reina un rosario de insultos y mofas. En el jardín, por donde Santerre y los
comisarios hacían pasear a la real familia, los soldados se sentaban y se cubrían ante
la Reina; los artilleros, bailando en círculo, la acosaban con el ça ira y las canciones
de la Revolución, y los obreros que había en el jardín jactábanse en alta voz de que
con sus herramientas podían cortar el cuello de la Reina…
Y al subir la Reina de nuevo a la torre, los marselleses cantaban con el aire del
Mambrú, que había mecido la cuna de su hijo:

Madame à sa tour monte,


Ne sait qu’en descendra…

(Madame sube a su torre,


Ne sabe que bajará…)

Algunos días la Reina no bajaba al jardín; pero los niños necesitaban aire,
espacio, juegos; sufrían y se asfixiaban. Y la Reina, recobrando todo su valor de
madre, se arriesgaba a las palabrotas de la plebe y volvía a bajar al jardín.
La Reina, tanto arriba como abajo, no se veía libre del ultraje, y la amenaza la
rodeaba por todas partes. Y si el jardín tenía sus hombres insolentes, la torre tenía sus
muros. Las inscripciones escritas con carbón repiten como un estribillo: ¡Madame
Veto bailará en la cuerda floja!
Hasta el eco trae la injuria y la risa de las sandeces inmundas y de los libelos de

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los caníbales, las groserías de los Boussemard, La pareja real derrotada, La tentación
de Antonio y su cerdo… Pero no hagamos a ese fango asqueroso el honor siquiera de
removerlo.
Por debajo de todos esos vergonzosos insultos, que ningún pueblo se había
atrevido a lanzar contra el pudor de una mujer, se hallaba éste: ¡las princesas no
tenían otro guardarropa que el que habilitaban los guardias municipales y los
soldados!
La calle se vuelve a llenar de gritos dieciocho días después del 3 de septiembre.
Los prisioneros recuerdan y se estremecen; pero no, hoy no es una cabeza clavada en
la pica: hoy se trata de una República.
En tanto el municipal Lubin, situado al pie de la torre, proclamaba con estentórea
voz la abolición de la monarquía, Hébert y Destournelles, de guardia en la habitación
de la Reina, espiaban aquellas frentes de las que caía una corona; nada pudieron ser
capaces de leer. La Reina siguió el ejemplo de indiferencia que el Rey estaba dando,
y ni siquiera levantó la mirada del libro que estaba leyendo.
¡Pero qué digo! El Rey, la Reina. El Rey ya no existe, ya no hay Reina, ya no hay
familia real en el Temple: a partir de hoy sólo hay Luis Capeto y María Antonieta.
Madame Elisabeth es Elisabeth; madame Royal es María Teresa, y el Delfín es Luis
Carlos; y cuando al fin llega al Temple concedida ropa interior a los prisioneros, la
República toma a la Reina por la mano y le obliga a quitar de la marca aquella corona
con que las bordadoras habían rematado sus iniciales.
¡Y después sobre ellos sólo queda una corona, la corona de su Dios, la corona de
espinas! Pero para sostenerla son una familia, un solo corazón. Pasan el día juntos;
juntos sufren; contienen sus almas con un esfuerzo común; la hermana vive en el
hermano, el marido en la mujer, la madre en sus hijos. Precisamente su fuerza y su
paciencia se encuentran en esa aproximación y en esa comunidad, en aquel compartir
cada día todo su valor y su alma entera. ¡Qué importa que el espionaje haya sentado
sus reales a su lado! Pueden verse, y en situación semejante verse es hablarse.
Uno de los primeros días de cautiverio, un pregonero pasó por la calle anunciando
en alta voz un decreto por el cual se ordenaba que el Rey fuera separado de su
familia. La Reina, al oírlo, fue presa de un sobrecogimiento del que le había costado
mucho esfuerzo sobreponerse. Pero no, entonces no pasaba de ser una amenaza, pero
el 29 de septiembre se convierte en una resolución. La Commune ha resuelto «que
Luis y Antonieta estén separados. Cada prisionero tendrá derecho a un calabozo
propio», y los municipales se llevaron al Rey a dormir a la gran torre del Temple que
estaba adosada a la torre pequeña.
A las diez del día siguiente, Cléry entró con los municipales en la habitación de la
Reina. María Antonieta estaba acompañada de sus hijos y de madame Elisabeth;
todos lloraban. Ella se precipitó hacia Cléry y le hizo infinidad de preguntas sobre el
Rey. Dirigiéndose a los municipales les suplicó con voz entrecortada: «Estad con el
Rey, al menos durante algunos instantes del día… a la hora de las comidas…»

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Les suplica con lágrimas y con tan bella y frenética pasión, que induce a declarar
a uno de los municipales:
—¡Bueno, por hoy que coman juntos, mañana…!
María Antonieta se muestra tan desesperada y embargada de dolor, que hasta
Simón teme llorar, y gruñe en tono bastante alto:
—Creo que estas c… mujeres llegarían a hacerme llorar.
La Commune accedió para los días siguientes a que la Reina comiera junto con el
Rey, a condición de que ninguna de sus palabras fuera dicha en voz baja, que pudiera
escapar a los oídos de los comisarios.
La Reina esperó por espacio de tres semanas el consuelo de habitar en la gran
torre, en la que estaba su marido. Esto le satisfacía pensando que de aquel modo le
abandonaba menos, sabiendo que, aunque no pudiera verle, estaba tan sólo a algunos
pasos de ella. ¡No había conocido aún la tortura que representa tener tan lejos a los
seres queridos, teniéndolos tan cerca! Por fin, llegó el 26 de octubre y con él los
municipales trasladaron a las mujeres a la gran torre. La Reina sube por una de la
escalerillas. Pasa por delante del cuerpo de guardia del primer piso; pasa ante la
puerta del alojamiento de su marido; ha cruzado ya siete postigos y está en el tercer
piso: se le abre una puerta de madera y después una puerta de hierro: ha entrado ya en
su nueva celda: treinta pies cuadrados, divididos en cuatro piezas por tabiques de
planchas; primero una antecámara, cuyo empapelado representa un calabozo. A la
derecha, el cuarto de los Tison; a la izquierda, el de madame Elisabeth, y enfrente, el
de la Reina. Una pálida luz que no es la del sol penetra por la ventana de barrotes,
oculta bajo los pequeños rectángulos de vidrios y el empapelado verde con grandes
dibujos de fondo blanco. Un lecho de columnas y un colchón con dos almohadones
se adosan a les ángulos de la prisión. Frente al lecho se ve una cómoda de caoba. Al
lado, bajo el alféizar de la ventana, hay un canapé. Un espejo de cuarenta y cinco
pulgadas pende sobre la chimenea, así como un reloj: ¡aquel reloj que, como el
cronómetro de la viuda de Luis XVI, representaba a la Fortuna con su rueda!
El mismo día en que la Reina entra en esta celda de la gran torre, le quitan a su
hijo durante la noche. A partir de aquel instante, ya durmió con el Rey. Ya no será
necesario a la Reina tener esos cuidados familiares, esa agradable carga del despertar
y acostarse de un niño, todo aquel servicio que distraía y ocupaba su dolor. Ya no
tendrá la Reina en las noches en vela el lindo sueño de su hijo y aquella sonrisa de los
hermosos sueños de un niño que hace olvidar a las madres que ellas no pueden
dormir.

La Reina vive aún más separada de los suyos. Se encuentra más alejada del ruido
de las calles, y el silencio de la noche no le trae el estribillo de aquella canción del
Pauvre Jacques, que se cantaba alrededor del Temple por voces amigas. Aquellos
cortos paseos por el jardín ya no son para ella ninguna alegría y es bastante para
iluminar todo un día, la dicha de poder reconocer un amigo que ya no confiaba volver

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a ver, o bien una persona abnegada que temía que no le hubiera sido posible haber
escapado a septiembre. En todo el contorno del Temple no se divisa ninguna ventana
abierta. El Terror parece haber edificado un muro, ante las casas.
La Reina se ve perseguida de un modo incesante por una estúpida sospecha, que
le retira las plumas, la tinta y el papel; que ve en los modelos de dibujo el rostro de
los monarcas coaligados, en las lecturas de la historia de Francia que infunde a sus
hijos una incitación a odiar a Francia. El insulto de la calle ha cesado, pero la Reina
se ve atormentada por las investigaciones y las inquisiciones. Aquel noble espíritu se
ve a diario herido por la ignorancia, la desconfianza y la estupidez, que se asombra al
verse herido desde tan bajo. Vive soportando las desconfianzas y las familiaridades
de los picapedreros y zapateros que por el azar de la Historia se ven elevados al papel
de verdugos de una Reina. Si ha escapado a los municipales, cae ahora, y ella lo sabe,
en manos de aquella pareja, los Tison, preparados para la insinuación y la delación;
aquellos Tison con máscara de compasión, que la Commune ha colocado el 15 de
octubre entre ella y las peticiones de los prisioneros para aproximarlos más a la
confianza, que tienen la misión de traicionar.
El día 1 de noviembre, en la habitación del Rey, se encontraba reunida la familia
real. Entró Drouet, el mozo de mulas de Sainte-Menehould, y se fue a sentar cerca de
la Reina, que no puede contener un movimiento de horror. Drouet entró acompañado
de dos miembros de la Convención, Chabot y Duprat, a preguntar a la familia real si
se encontraba bien y si no carecía de nada. Antes de partir, Drouet se dirigió solo al
tercer piso, y preguntó a la Reina por dos veces, e insistiendo con voz conmovida, si
tenía alguna queja que formular. La Reina, por toda respuesta, le dirigió una mirada
fría y muda, y fue a sentarse junto con su hija en el canapé. Drouet esperó y después
saludó. Cuando hubo salido, la Reina preguntó a madame Elisabeth:
—¿Por qué; hermana, habrá subido aquí el hombre de Varennes? ¿Es porque
mañana es el día de difuntos?…
¡Él día de los difuntos! ¡Triste día, que es el aniversario de tu nacimiento, María
Antonieta!… ¡Presagio siniestro, que lanzaba su inquietud sobre tus más alegres
pensamientos, sobre los años de tu juventud!
El Rey enfermó a mediados de noviembre: y tras el Rey, el Delfín. Durante la
enfermedad de Luis XVI, la madre no logró conseguir que el lecho de su hijo fuese
trasladado a su habitación. Entonces sólo deseaba que le dejaran pasar la noche al
lado de su hijo enfermo, y su pretensión era rechazada. Y una barbarie hipócrita
comenzaba ya a poner entre la enfermedad de los prisioneros y la llamada de un
médico, entre la receta de los medicamentos y su entrega, entre la petición y la
respuesta de las necesidades de la vida y la salud, las formalidades, las apostillas los
considerandos, las notas de los Tidon al Consejo del Temple, las deliberaciones del
Consejo, los envíos al Consejo general de la Commune, las deliberaciones y las
resoluciones de la Commune. Todo sin excepción pasa por aquel control, todas las
necesidades de la Reina, todos los objetos, las cosas de vestir, de comer o de beber y

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aquella agua de Ville-de-Avray, la única que su estómago podía tolerar, y hasta lo
más íntimo del tocado de una mujer. ¡Y a ese Consejo queda sometido todo el cuerpo
de la Reina, queda sometido a aquella Commune que le denegará un día una manta
solicitada para defenderse del frío invernal!
Corría el mes de diciembre, y la tristeza de la Reina se había hecho más sombría,
más inquieta y más temblorosa. La atormentaban los presagios, las alarmas secretas
que engendraban el porvenir: ante ella se proyectaba la sombra de una gran desdicha.
En torno suyo todo era una amenaza: amenaza el rostro contraído de Cléry, amenaza
la insolencia y la alegría de los comisarios: amenaza la vigilancia: amenaza la
prohibición de Turgy, Chrétien y Marchand de comunicarse con el ayuda de cámara
del Rey y muy pronto al salir del Temple; amenaza el duplicar los comisarios, como
lo hace la nueva Commune, heredera de la del 10 de agosto.
El Rey, el día 7 de diciembre, durante el almuerzo, enteró a la Reina, por medio
de unas palabras pronunciadas burlando la atención de los comisarios, que el martes
sería presentado ante la Convención; que el martes se incoaría su proceso y que
tendría el consejo de un abogado.
Aquella noticia procedía de Cléry, quien la víspera, aprovechando el momento en
que desnudaba a su señor, se la había comunicado al oído.
Como si fuera propósito de la República anunciar de antemano a la familia del
Rey el desenlace de su proceso, una Comisión de la Commune, apenas el Rey
acababa de enterar a la Reina de la terrible noticia, llegaba para quitar los prisioneros
«toda clase de instrumentos cortantes u otras armas defensivas u ofensivas, y, en
general, todo aquello de que se ven privados los demás prisioneros presuntos
criminales». Se llevaron todo cuanto puede sustraer al verdugo, hasta las tijeras de la
Reina; y entonces se veía cómo la Reina zurcía la ropa cortando el hilo con los
dientes…
¡Sería indescriptible poder referir la agonía de la Reina durante el proceso del
Rey! Como en la Convención, en la torre ¡la muerte contesta a la muerte! ¡La
muerte!, dicen los rostros a la Reina; ¡la muerte!, rezan los muros; ¡la muerte!, repite
el eco; ¡la muerte! ¡La muerte!, Enuncian los diarios de la República olvidados por la
Revolución sobre la cómoda de la Reina. Le han sido vedados todo consuelo, toda
esperanza o ilusión; le ha sido retirada la poca fuerza que le quedaba: ¡no vio más al
Rey después de haber partido a la Convención! Y para que ninguna angustia falte a
las congojas de María Antonieta, la enfermedad pasa de su hijo a su hija, y en el
corazón de la esposa se desgarra el corazón de la madre.
La Reina pasaba días en los que no acertaba a encontrar palabras y contemplaba a
sus hijos con un gesto de compasión que les hacía estremecer; pasaba noches en que
no le era posible poder reconciliar el sueño y en que permanecía sin acostarse,
meciendo su insomnio con su desesperación. Pero hubo hombres que duplicaron
aquellos dolores, y durante aquellos días la Reina tuvo que aguantar las groserías de
un Mercereau y por las noches las canciones de Jacques Roux.

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Además, la tortura de ignorarlo todo, de no poder seguir con el pensamiento a un
procesado tan querido; la acusación, los debates, los incidentes; ¡la tortura de
permanecer aislada en semejante proceso, más que lo que le decían los papeles que le
subían desde la ventana del Rey, o bien la forma de los pliegues de la ropa interior del
Delfín!
A veces, la Reina se despertaba destrozada y palpitante y se rebelaba con
impulsos de ira en que estallaba la majestad de sus infortunios. El alma y la sangre de
María Teresa le subían al rostro; y con la mirada de fuego, desafiando todas las
miradas, furiosa, con esa cólera suprema que se apodera de los grandes corazones
empujados hasta el último extremo por el destino, preguntaba a la Commune cuál era
la ley, cuál el código que autorizase arrancar el marido a su mujer, y ordenaba que se
le reuniera con Luis XVI.
La Convención había negado al Rey, al que juzgaba, autorización para ver a la
familia, pero no se atrevió a impedir que el condenado abrazase a su mujer, a sus
hijos y a su hermana, la víspera de su muerte.
La entrevista se celebrará en el comedor del Rey: tal es la decisión del ministro de
Justicia. La habitación se encuentra dispuesta; la mesa preparada, las sillas en el
fondo; sobre la mesa hay una botella con agua y un vaso; Luis XVI ha pensado en
todo; la Reina podría desmayarse. La puerta se abre a las ocho. La Reina llevando a
su hijo de la mano, Madame y madame Elisabeth se precipitan en los brazos del Rey.
La Reina trata de llevar al Rey a su habitación.
—No —dice el Rey—, sólo me permiten veros aquí.
Pasan al comedor. Los municipales permanecen destacados en su puesto tras de la
puerta y el muro de cristales; no pueden oír nada, pero su mirada espía aquel dolor,
¡acaso el más grande que Dios haya dado jamás como espectáculo a los hombres!
Primero, los sollozos. La Reina se ve sentada a la izquierda del Rey, madame
Elisabeth a su derecha y el Delfín permanece de pie entre las piernas de su madre. El
Rey habla. A cada palabra salida de boca del Rey, la Reina, madame Elisabeth y los
niños rompen en sollozos. Al cabo de unos instantes, se oye de nuevo la voz del Rey;
y vuelven a oírse los sollozos. Todos se inclinan: es el Rey que bendice a su esposa,
su hermana y sus hijos. La pequeña mano del Delfín se alza: es que el Rey le hace
jurar que sabrá perdonar a los que hacen morir a su padre. Ya no se pronuncian más
palabras: es tan sólo el llanto de toda aquella familia…
El Rey se levantó exactamente un cuarto de hora después, eran las diez y cuarto.
La Reina coge con una mano su brazo y con la otra la mano del Delfín, luego con
madame Elisabeth se unen al Rey, y así encadenados unos a otros, dan algunos pasos.
Al llegar a la puerta, las mujeres vuelven a llorar y a gemir.
—Os aseguro —dice el Rey—, que mañana os veré a las ocho.
—¿Y por qué no a las siete? —inquiere la Reina, a quien ahogan los sollozos.
—Sí, bueno, a las siete… ¡Adiós!
Se abrazan, aquel abrazo parece no tener fin…

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—¡Adiós!
Y el Rey se desprende de los brazos de la Reina.
—¡Adiós!
Madame, que se encuentra en la escalera se siente mal y sosteniendo a su hija, se
vuelve de pronto hacia los municipales, y, con terrible voz, grita:
—¡Sois todos unos vulgares criminales!

Durante toda la noche del 20 al 21 de enero, Madame sintió a su madre, que no se


había desnudado, cómo temblaba en su lecho, de dolor y de frío. María Antonieta
llama a cada hora esa hora de las siete, la hora prometida para los abrazos definitivos.
Aquel ruido la inquieta, pero es el ruido del París que despierta. La puerta se abre…
no es más que para venir a buscar un libro para la misa del Rey. ¡Aquellos minutos
parecen siglos!, ¡qué eternidad, aquella hora, hasta que resuenan las trompetas… el
Rey ha partido!
Mientras, en el tercer piso de la torre, tres mujeres lloran y rezan, mientras que un
pobre niño, que se escapa de sus brazos, mojados en lágrimas, grita a los comisarios:
—¡Dejadme pasar! ¡Voy a pedir al pueblo que no haga morir a papá Rey!
Horas después, las salvas de artillería anuncian a María Antonieta que sus hijos
ya no tienen padre…

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CAPÍTULO VIII

Retrato de María Antonieta en el Temple. Estado de su alma. Las abnegaciones


en el Temple, y en torno al Temple: Turgy, Cléry, los comisarios del Temple. M.
de Jarjayes. Toulan. Proyecto de efusión de la Reina. Cartas de la Reina. El
barón de Batz. Su tentativa en el Temple. María Antonieta es separada de su
hijo.

Un día después de la muerte de Luis XVI, se insertan en el libro de registros de


las decisiones del Temple estas líneas:

«María Antonieta solicita para ella y para su familia un traje completo de luto, el más sencillo».

¡Un traje de luto! ¿Estará dispuesta a concedérselo la Revolución? El comité


revolucionario delibera sobre el particular. El 23, la Commune se arriesga a que María
Antonieta sea complacida en su petición: el duelo por el marido, el padre y el
hermano será permitido a la viuda, los hijos y la hermana.

La viuda ostenta el traje de luto debido a la liberalidad de la República. En la


cabeza lleva el bonete de las mujeres del pueblo, cuyos canales caen sobre la espalda;
entre los canalones y la cofia hay un velo negro. Sobre su pecho se cruza una gran
pañoleta blanca, sostenida por un alfiler corriente. Un pequeño chal negro, con franja
blanca, se anuda al comienzo de su falda negra.
Sobre la frente y a lo largo de las sienes corren, escapándose del gorro, mechas de
unos cabellos de color rubio que se convierten en gris para encanecer. Su frente se
conserva aún altiva y las cejas no doblado aún su arco imperial. Sus párpados han
quedado enrojecidos por las lágrimas, sus ojos se han hinchado; su mirada ha perdido
el fuego, ahora se conserva fija. El azul de sus ojos ya no tiene aquel brillo
acariciador; es vidrioso, frío, casi agudo. La hermosa línea aquilina de su nariz era
sólo ahora una espina descarnada, seca y dura; y diríase que la agonía ha clavado esas
aletas de su nariz, que en otros tiempos se estremecían de juventud. Los labios ya no
florecen, la sonrisa se ha ausentado para siempre de aquella boca descolorida, que se
pliega hacia dentro. Aquella inmóvil máscara ha quedado carente de animación y de
sangre; y al ver a la que un día fuá la Reina de Francia, es como si apareciera una de
esas grandes figuras de maceración y mortificación, una de esas santas de Port-Royal,
cuya faz rígida y crucificada nos ha transmitido el pincel jansenista de Philippe de
Champagne.
La desventura ha convertido el alma de la Reina igual a su faz. Ya no tiene

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aquellas sonrisas, ya no tiene aquel aspecto tan radiante. En su alma todo ha muerto,
pero todo se ha apaciguado en ella; todo ha quedado desolado, pero también todo ha
entrado en una fase de taciturno recogimiento y soledad. De la princesa como de la
mujer sólo queda una viuda. Ni las amarguras la conmueven; ni los ultrajes pasan sin
rozarla; ni las crueldades no llegan más que a su piedad. El futuro ya no engendra
peligro para ella: es tan sólo una promesa; y María Antonieta avanza hacia la muerte,
como si se dirigiera a su patria o a una cita, con tranquilidad y piadoso deseo.
Reza y se recoge en el abismo de la plegaria; se hunde y absorbe en la Jornada de
un Cristiano; inmola su corazón ante esa imagen del corazón de María traspasado por
las espadas. Su alma ya no se ve ligada a la tierra; va elevándose, desasiéndose cada
día, y como probando sus alas… Pero Dios permitió que María Antonieta fuese
tentada por la esperanza, como si con ello hubiera querido demostrar que las madres
no están nunca preparadas a morir.

Mientras que la Reina, abismada en su dolor, se encerraba en su prisión y no


quería jamás bajar al jardín para no pasar por delante de la puerta por donde vio salir
a Luis XVI, nobles abnegaciones velaban en torno a la cárcel de la Reina.
Había mujeres que no sentían miedo de mantener correspondencia con el Temple;
de planear los planes de evasión de la real familia, de dar refugio en sus casas, a
cualquier hora del día o de la noche, todos los sacrificios y todos los proyectos; y
obstinábanse en permanecer en su puesto, pese a los ruegos y las órdenes que venían
del Temple. Había mujeres como aquella marquesa de Sérent, que al ser interrogada
por los Comités, contestó «que como dama de una princesa prisionera, su deber era
velar por todo lo que pudiera serle preciso, y que sólo la muerte pondría término a tan
sagrado deber».
Había hombres que espiaban al Temple sin cesar, ardiendo en deseos de
arriesgarse, prestos a morir. Uno de ellos un gentilhombre del Delfinado, M. de
Jarjayes. Fue nombrado mariscal de Campo por el Rey, y fue encargado en 1791 de la
dirección del Depósito de Guerra, que la Revolución dejó en suspenso. No había
emigrado para permanecer fiel a la corte. Su esposa, madame de Jarjayes, tenía la
primera supervivencia en el servicio, de la Reina, y, después de los sucesos de
Varennes, se las avisó para permanecer en las Tullerías, Jarjayes, al que esta
circunstancia permitía la entrada ordinaria a palacio, pudo obtener de la Reina el
honor de llevar a cabo algunas misiones secretas, dentro y fuera de la nación, para
Monsieur en el Piamonte, y para Barnave, al que llevaba las cartas de la Reina. El 10
de agosto fue Jarjayes quien acompañó a la regia familia a la tribuna del
Logotachygraphe. Una vez muerto el Rey y permaneciendo la Reina en el Temple,
Jarjayes no marchó: esperaba.
Incluso dentro de los muros de la misma prisión la Reina tenía sus adictos. Un
oficial de la casa y mesa de la antigua corte, el hombre que salvó ya a María
Antonieta durante las jornadas de octubre, por abrirle la puerta secreta de las

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habitaciones íntimas del Rey, Turgy, encontrando la verja del Temple abierta algunos
días después del 10 de agosto, por decisión propia y a favor del éxito que acostumbra
conseguir la audacia, había quedado al servicio de la real familia. Él y ningún otro fue
el primero que procuró a los moradores del Temple, no las noticias del exterior, sino
alguna parte de dichas noticias. Estaba secundado por Chrétien y Marchand
empleados en el Temple, y jugándose como éstos, y en la sombra, la cabeza, poseía
una maravillosa habilidad para cambiar, en un recodo de la escalera, o en un oscuro
pasillo, el tapón de una botella de leche de almendras, examinada antes por los
municipales, sustituyéndolo por otro tapón cubierto de comunicaciones escritas con
jugo de limón o con extracto de nuez de agalla; y luego, podía así transmitir al
exterior, en el mismo tapón, la respuesta de la Reina o de madame Elisabeth.
Por medio de signos secretos Turgy había organizado también una especie de
correspondencia muda. Las batallas, la marcha de los ejércitos de Austria, Inglaterra,
Cerdeña y la Convención, era comunicada a los prisioneros por medio de movimiento
de dedos, la manera de erguir la cabeza, el juego de la servilleta. Pero también aquella
mímica a veces era consecuencia de muchas falsas interpretaciones, y Turgy que era
hombre de grandes recursos, ideó entonces poner ovillos de hilo o de algodón,
ocultos en las rejillas de la calefacción o en el cesto de la basura. Turgy estaba
autorizado a salir del Temple, dos o tres veces por semana para el aprovisionamiento
y veía a Hüe, a la marquesa de Sérent, y era el agente de correspondencia entre la
torre y el exterior, y confirmado en su celo por el testimonio que el Rey le daba el 21
de enero, hacía caso omiso de la murmuración y de las denuncias.
Turgy se limitaba a servir a sus señores que habían caído en desgracia; otros que
sólo han servido a la Revolución, van a rivalizar con él en valor.
¡El único valor de aquella época fue la seducción, por medio de la piedad, de
algunos hombres de la Revolución! El único consuelo que existe en esta abominable
historia es que se haya formado, en torno a la Reina y en la dura vida de prisión, bajo
el terror más implacable, un contagio de respeto, que va envalentonándose hasta la
prestación del servicio y hasta los peligros mortales de la sensibilidad. La Revolución
ha dado a aquellos hombres el mandato de ser ciegos, sordos y mudos bajo pena de
muerte, desafiando la muerte tan pronto como llegan a familiarizarse con aquel
infortunio. Aquellos que no se quitaban el insulto de la boca ni el sombrero de la
cabeza, callan, se descubren y se inclinan ante las lágrimas de María Antonieta, ¡ante
las lágrimas de la Reina!
Así sucedió con Manuel, así sucedió con tantos otros comisarios, conmovidos de
pronto, y cuyo continente, gesto y palabras, cuyas caricias a los niños, cuyos ojos
húmedos, compadecen y hacen la corte a las penas de la Reina.
—¡Mamá —exclama alegremente el Delfín tan pronto como advierte uno de esos
rostros que le han sonreído—, es el señor tal!
Y la Reina tiene entonces la seguridad de poder gozar de cuarenta y ocho horas de
respeto, de compasión, quizás hasta de ese raro halago que todavía se inclina más

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reverentemente ante la realeza sin corona.
Así, María Antonieta vio cómo en su habitación se instalaba un comisario que
reprendía al Delfín por situar en Asia a Luneville.
—Es ciudad —le dijo— en donde reinaron vuestros antepasados.
O a Leboeuf, que le obliga a recitar las aventuras de Telémaco; o a Moille, que no
tolera que alguien vaya cubierto delante de la real familia; o a Lepitre, que ofrece a la
Reina el homenaje de sus romances y la pieza del Amigo de las leyes; o el tendero
Dangé, que besa al Delfín, al que pasea por la plataforma de la Torre; o al
administrador de la policía de París, Jobert; o al maestro albañil Vincent; en fin, uno
de esos comisarios que traicionan su misión para no tener que traicionar a la
humanidad.
Sabía perfectamente de qué modo se inclinan los corazones, de la piedad al
interés y del interés a la abnegación, aquel comisario tan amedrentado, desde su
primera visita, por el encanto de la Reina, que presentó su dimisión y no osó volver al
Temple.
No pasó mucho tiempo sin que otros comisarios se entregasen idénticamente que
Manuel, y del enternecimiento pasaban a las imprudencias y a las complicidades; y
pronto otros más osados se atrevían a concebir planes de fuga para la familia real, y
parecían tomar como consigna aquella divisa dada por la Reina para la sortija de un
comisario: Poco ama ch’il morir teme.
El 2 de febrero de 1793, en casa de M. de Jarjayes se presentó un hombre que
solicitó una conversación a solas. Voz, traje, maneras, todo acusa en este hombre la
Revolución, M. de Jarjayes lo mira de pies a cabeza, y se inquieta cuando el hombre
se echa a sus pies. Lo que quiere es la indulgencia, la confianza de Jarjayes; lo que
viene a ofrecer: su arrepentimiento; ha venido para buscar su ayuda para salvar a los
prisioneros del Temple. M. de Jarjayes se siente dominado por la desconfianza y
rechaza el ofrecimiento. Sin pérdida de tiempo, el hombre saca de su bolsillo una tira
de arrugado papel, en el que Jarjayes lee estas palabras escritas en ocho apretadas
líneas por la propia mano de la Reina:

Podéis depositar toda la confianza en el hombre que os viene a hablar de mi parte, entregándoos
este billete. Conozco sus sentimientos; no ha variado desde hace cinco meses. No os fiéis
demasiado de la mujer del hombre que está encerrado aquí con nosotros: yo desconfío de ella y de
su marido.

El hombre que fue a visitar a Jarjayes era Toulan.


A veces las revoluciones producen cierta clase de individuos que extraen cierta
insolencia del valor, de la misma insolencia de los acontecimientos. Se envalentonan,
se exaltan casi ante la grandeza del peligro, la locura de la empresa, lo irrealizable de
la salvación, se lanzan a la aventura, y andan en busca de los peligros que parecen
pertenecer más a lo imaginario que a la vida, a la novela que a la historia.
«Aquel joven pequeñito» que es Toulan, es uno de esos corazones que no alberga

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el miedo ni la flaqueza, que durante mucho tiempo engañan a la muerte, burlándose
de ella. Nació en Tolosa hacia 1761, estableciéndose en París en 1787 como librero y
comerciante en música, fue nombrado miembro de la Commune el 10 de agosto,
continuando en el ayuntamiento provisional, siendo más tarde nombrado jefe de
oficina de la administración de bienes de los emigrados.
Tenía un cerebro de gascón, una cabeza ardiente, con gran inventiva y sin que
nada hiciera mella en su ánimo para desalentarle, era inagotable en astucias, en
iniciativas y estratagemas. Como complemento, la naturaleza le había dado por armas
una sonrisa y una alegría de tan excelente calidad, tan atractiva, tan franca y
comunicativa, que lograba desarmar todas las sospechas riéndose en las propias
barbas de quien le escuchaba; y, además, era un perfecto comediante, que encarnando
el papel de sus antiguas convicciones en los comités y consejos de la Revolución,
maltrataba a los tibios con las bromas groseras de los descamisados. Y, como
conservaba su sangre fría y su dominio bajo aquella inspiración, y la vivacidad y
arrebato de su carácter, estaba dispuesto a todo y sabía esperar, ardiente y paciente,
obstinado y astuto a la vez, Toulan tenía todos los dones y virtudes que pueden
conducir con éxito una conjura.
No era sólo un hábil y atrevido conspirador: tenía una de esas bellas y puras
abnegaciones, que flotan por encima del oro, de la recompensa, hasta por encima de
la esperanza en la remuneración, y que quedan pagadas con una sola palabra: con el
nombre de Fiel, con que los prisioneros del Temple apodaron a Toulan.
Y en el reconocimiento de la Reina hacia Toulan, hay no sólo asombro, sino
respeto, ésa es la palabra exacta, cuando recuerda, hasta llegar a Toulan, todas
aquellas abnegaciones de la guardia nacional o de la Asamblea, que acaban
mendigando la lista civil. ¡La Reina reconoce entonces cuán menos grande es un
hombre de genio que se vende, que un hombre de corazón que se entrega!
Toulan se ha dedicado a salvar a los prisioneros del Temple; en la creencia de
poder salvarlos acude a M. de Jarjayes presentándole un plan; éste tiene en seguida
elementos para juzgar a su hombre. La Reina expresó su deseo a Toulan de poseer los
recuerdos que le había legado Luis XVI, y que el consejo del Temple había retirado
de manos de Cléry para ponerlos bajo sello. Se trataba de un anillo nupcial, un sello y
algunos rizos. Acto seguido de la manifestación de ese deseo, Toulan le trae esos
cabellos, el anillo de alianza con la inscripción «M. A. A. A. 19 aprilis 1770» y aquel
sello que tenía, al lado de las armas de Francia, la cabeza del Delfín cubierta con un
casco. Toulan rompió los sellos, sustituyó el contenido con objetos poco más o menos
análogos, y colocó nuevamente los sellos. Nunca deseo alguno de una Reina de
Francia, que pidiera lo imposible, había sido servido más pronto y mejor.
Esas reliquias debían llegar más tarde, por medio de manos amigas, a Monsieur y
al conde de Artois, con dos billetes de la Reina: el primero dirigido a Monsieur y el
segundo al conde de Artois:

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Al tener a mi disposición a un ser fiel en el que podemos confiar, lo aprovecho para enviar a mi
hermano y amigo este depósito, que únicamente puede ser confiado a sus manos; el milagro por el
cual hemos podido rescatar esas preciosas prendas os lo dirá el portador, y me reservo el deciros
por mí misma un día el nombre de quien tan útil nos es; hasta ahora nos ha sido imposible poder
facilitaros noticias nuestras y el exceso de nuestras desventuras nos hace sentir más cruelmente
nuestra separación, que quiera Dios que no sea muy larga; os abrazo esperándolo, y ya sabéis
cómo os quiero con toda mi alma.
M. A.

Habiendo encontrado al fin el medio de entregar a nuestro hermano una de las únicas prendas que
nos quedan del ser que tanto apreciábamos y al que todos lloramos, he creído que estaríais muy
contento al tener algo que viniera de él; guardadlo en prueba del más tierno afecto, con el que os
abrazo de todo corazón.
M. A.

M. de Jarjayes una vez hubo leído el billete de la Reina, queriendo actuar con
plena certeza, preguntó a Toulan si podía facilitarle a él el acceso en el Temple para
hablar un momento con la Reina. Toulan dijo que la empresa era difícil, pero no del
todo imposible, y trajo en seguida a Jarjayes este billete de la Reina:

Si estáis decidido a venir aquí, mejor que sea cuanto antes; pero por Dios, tened mucho cuidado
en no ser reconocido, sobre todo por la mujer que está aquí encerrada con nosotros.

Por fin y bajo disfraz, M. de Jarjayes es introducido en el Temple por Toulan.


Puede ver y hablar a la Reina, que le dice que examine los planes de Toulan. Luego,
olvidándose de sí misma para no pensar más que en los otros, recomienda a Jarjayes
que le de noticias de todos los que han permanecido fieles; y apenas Jarjayes ha
salido del Temple, la Reina vuelve a escribirle, temblando aún de esperanza y de
miedo:

Preveníos contra madame Archi, que me parece está muy ligada al hombre y a la mujer de que os
he hablado en el otro billete.
Tratad de entrevistaros con Mme. Th., ya os explicarán para qué. ¿Cómo se encuentra vuestra
mujer? Tiene el corazón demasiado bueno para no caer enferma.

A los pocos días M. de Jarjayes recibió la siguiente carta de la Reina:

Vuestro billete me ha dado un gran consuelo, no tenía ninguna duda sobre Nivernois, pero me
desesperaba que se pudiera pensar mal de él. Poned atención a los planes que os presentarán;
examinadlos bien con vuestra prudencia; en cuanto a nosotros nos entregamos con plena
confianza. ¡Dios mío, qué feliz sería, si, sobre todo, pudiera contaros entre los que pueden sernos
útiles! Ya tendréis ocasión de ver al nuevo, personaje; su exterior no previene, pero es
absolutamente necesario y hay que tenerle. T… (Toulan) os dirá lo que se necesita para eso.
Tratad de procurároslo y de terminar con él antes de que venga aquí. Si no está a vuestro alcance
hacerlo, ved de mi parte a M. de Laborde, si no veis en ello inconveniente; ya sabéis que tiene
dinero mío.

El nuevo personaje de que hablaba la Reina era un comisario, al que Toulan


quería que sobornase con dinero. A Jarjayes le repugnaba extender el secreto, no se
dirigía a M. de Laborde, sino que se ofrecía a la Reina a hacer él mismo el

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desembolso de la suma.

En efecto —escribía la Reina a Jarjayes—, creo que resulta imposible hacer en este momento
ninguna gestión cerca de M. de L.; todas serían inconvenientes: es preferible que vos terminéis
este asunto directamente, si podeis. Yo había pensado en él para evitaros tener que desembolsar
una suma de dinero tan grande para vos.

De este modo se pagó y compró al comisario.

T., esta mañana me ha dicho que habéis ya concluido con el comm…, cuán precioso me es un
amigo como vos.

Así escribía la Reina, que se dejaba dominar por la ilusión; pero, inmediatamente,
y por el temor de parecer ingrata, le decía:

Me gustaría mucho que pudierais también hacer algo por T…, se porta muy bien con nosotros;
hemos de reconocerlo.

Pero Toulan se negó a aceptar nada; tan sólo una pequeña caja de oro,, de que se
servía la Reina: ¡caja fatal, que fue su perdición! Su mujer la exhibió, y Toulan tuvo
que subir al cadalso, adonde había subido ya la Reina.
He aquí el plan de Toulan:
Toulan y Lepitre habían traído en diferentes ocasiones bajo sus pellizas y en sus
bolsillos trajes para la Reina y madame Elisabeth; dos abrigos acolchados debían
servir para disimular lo relativo a la estatura y modo de caminar de las prisioneras.
Además, se añadían los fajines y las cartas idénticas a los de los comisarios. Madame
y el Delfín, hubieran sido sacados del Temple de este modo: cada día, a las cinco y
media, entraba en el Temple, un hombre que se encargaba de encender los faroles,
que iba por lo general acompañado de dos rapaces que le ayudaban a encender las
luces de la torre, y todos salían a las siete. Un traje igual que el de los chicos; una
carmañola, una vieja peluca, toscos zapatos, un sucio pantalón y un viejo sombrero
disfrazarían al Delfín y a Madame, que tendrían que ser desnudados y vestidos en la
pequeña torre contigua al cuarto de la Reina, en la que ni Tison ni su mujer entraban
nunca. Sobre eso de las siete menos cuarto, el tabaco de España que Toulan
suministraba a los esposos Tison, y que aquel día tendría una parte de narcótico,
sumiría en el sueño al hombre y a la mujer por espacio de ocho horas. La Reina, con
prendas masculinas y mostrando desde lejos su documentación al centinela, tranquilo
al advertir su fajín, saldría del Temple con Lepitre, y se dirigiría a la calle de la
Corderie, en donde tendría que reunirse con M. de Jarjayes. Transcurridos unos
minutos después de las siete, y después del relevo, de los centinelas en la torre, un
empleado del almacén de Toulan, que se llamaba Ricardo, e igualmente cómplice en
el plan, llegaba a la puerta de la Reina, vestido como el hombre encargado de
encender los faroles, llevando su caja de hojalata al brazo, llamaba y recibía al Delfín
y a madame Elisabeth de manos de Toulan, que le reprendía en alta voz por no haber

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venido él mismo a arreglar los quinqués; y los niños iban a reunirse con su madre.
Madame Elisabeth, vestida de igual modo que la Reina, salía la última, en compañía
de Toulan.
Los prisioneros tenían cinco horas de margen. La Reina hubiera tenido que pedir
por la mañana que no le sirvieran la cena, que corrientemente le servían a las nueve,
hasta las nueve y media. A esa hora hubieran llamado, interrogado al centinela, que
relevado a las nueve, no sabría nada; bajarían a la sala del consejo; subirían con los
otros dos comisarios, volviendo a llamar a la puerta; requiriendo a los centinelas
anteriores y por último enviando a buscar un cerrajero. Éste hubiera comprobado la
cerradura y la hubiera hallado cerrada por dentro; y antes de derribar las dos puertas,
una de encina, con grandes clavos, y la otra de hierro; antes de que los comisarios
hubiesen tenido tiempo para recorrer las habitaciones y las torrecillas, hubieran
pasado la alarma a Tison y su esposa; antes de que se hubiera redactado un atestado;
antes de que el hecho hubiera sido examinado por el consejo de la Commune, y de
que la policía, los alcaldes, los comités de la Convención se hubiesen puesto de
acuerdo acerca de las medidas a tomar, la familia real se hubiera hallado ya fuera de
su alcance, con sus pasaportes muy en regla.
El plan no tuvo discusiones más que en un punto. La evasión, según Toulan debía
llevarse a cabo por medio de una berlina de seis caballos, pero, en cambio, la Reina
optaba por tres cabriolets: en el primero iría el Delfín con M. de Jarjayes y ella; el
segundo estaría ocupado por madame Elisabeth con Toulan; y en el tercero iría el otro
comisario con madame Elisabeth. La Reina aun tenía el recuerdo de Varennes. Sus
temores eran por la curiosidad en la ruta, la indiscreción de los postillones. Tres
coches ligeros no requieren más que un caballo para cada uno; era fácil cambiar, sin
tener que utilizar la posta, y reunirse todos, en caso de que ocurriera algún accidente,
en dos coches.
La opinión de la Reina prevaleció. ¿Adonde irían? A fines de febrero no habían
llegado a un acuerdo sobre este punto. Por un solo momento pensó en la Vendée, que
comenzaba a rebelarse; pero la Vendée estaba lejos. Se escogió Normandía, desde la
cual se podía llegar al mar y a Inglaterra.
En los primeros días de marzo circularon rumores sobre unas recientes
restricciones introducidas en la concesión de pasaportes y el cierre de las barreras.
Estas medidas impidieron llevar a cabo toda tentativa. Por otra parte, por más bien
guardado que esté el secreto de una evasión, siempre es fácil que pueda trascender
algo al exterior; y Toulan, a pesar de su sangre fría, se quedaba un poco sorprendido
ante este brusco apostrofe de una calcetera con la que bromeaba:
—¡Tú!, ¡tú eres un traidor, y pagarás tu tributo a madame guillotina!
Una desconfianza mal disimulada de la Commune separaba a Toulan y a Lepare
de la vigilancia dela torre del Temple hasta el 18 de marzo. Esta vez se habían
ultimado todos los planes, y el proyecto tenía que llevarse a cabo para el próximo día
de la guardia de Eoulan. El 26, se nombraron en la Commune los comisarios que

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debían montar la guardia en el Temple, y fue entonces cuando el fabricante de
papeles pintados subió a la tribuna y denunció a Toulan y a Lepitre por «sostener
conversaciones en voz baja con los prisioneros del Temple, y rebajarse hasta excitar
la alegría de María Antonieta». Toulan rebatió la acusación y se justificó con bromas.
Hébert, sin basarse en la denuncia, solicita el escrutinio de depuración, y que sean
borrados Lepitre y Toulan de la lista de comisarios. Llegan las fiestas de las Pascuas;
los municipales no sienten deseo alguno de ir a pasarlas a la prisión. Toulan se hace
proponer con Lepitre por uno de sus colegas, y ambos son admitidos, pero Lachenard
los hace borrar. Se crea una nueva municipalidad en la que no se ven reelegidos ni
Toulan ni Lepitre. Toulan no se descorazona por ello, cuando un golpe imprevisto se
proyecta como una amenaza de sus planes.
La República se había cuidado de alojar cerca de sus prisioneros, en sus
aposentos, detrás de una vidriera, a una pareja de espías: Tison y su mujer. Esos
desgraciados que intentaban ganarse la confianza de la Reina y de madame Elisabeth
con la farsa de la hipocresía para venderlas y entregarlas, pasábanse la vida espiando,
y sospechaba de todo bajo su aspecto de falsa piedad. Los Tison tenían en su interior
algo así como un corazón: tenían una hija, y la querían mucho. Esa era la razón por la
cual la Revolución les tenía maniatados; mostrándoles y retirándoles aquella hija, la
Commune jugaba con ellos como si fueran animales hartos o hambrientos. Al serles
imposible no verla, desesperados, el 20 de abril declaraban, sin que fuera necesario
hacerles ninguna presión: «que la viuda y la hermana del último tirano habían
conseguido la confianza de algunos oficiales municipales, que estaban enterados por
ellos de todos los acontecimientos, que recibían documentos oficiales, y que por
medio de ellos mantenían correspondencia».
Y la tía Tison mostraba con aire de triunfo la gota de cera que madame Elisabeth
había dejado caer involuntariamente sobre su candelabro al sellar una carta dirigida al
abate Edgeworth.
No obstante, no se había perdido la esperanza. Los nuevos comisarios que
vinieron a sustituir a los sospechosos eran adictos a Toulan; Follope echaba al fuego
la denuncia de la Tison contra Turgy, y a Toulan le podía estar permitido dirigir la
tentativa desde fuera… ¿Qué sucedió? ¿Cuáles fueron las nuevas medidas que se
adoptaron cerca del Delfín y de Madame? ¿Dejó el hombre que encendía los
quinqués de llevar al Temple a aquellos dos rapaces, que daban la impresión como si
fueran una inspiración de la Providencia para la salvación de los hijos de la Reina?
No existe ningún testigo de la época que nos lo refiera; tan solo hay un hecho
comprobado: que la Reina tiene tiempo de huir; pero sus hijos no pueden seguirla.
Entonces fue cuando la Reina tomó la pluma para escribir este último billete a M.
de Jarjayes:

Acabamos de tener un hermoso sueño, eso es todo; pero nos ha sido un gran consuelo hallar de
nuevo en esta ocasión una nueva prueba de vuestra completa abnegación para conmigo. Tengo
una confianza ilimitada en vos; hallaréis en mí, en todas las ocasiones, carácter y valor, pero lo

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único que me guía es el interés de mi hijo, y por muy dichosa que hubiera sido al hallarme fuera
de aquí, no puedo soportar separarme de él. Por lo demás, aprecio bien vuestra fidelidad en
cuanto me habéis dicho ayer. He de informaros que me hago completamente cargo de la bondad de
vuestras razones en mi propio interés, y que quizás no podremos encontrar una oportunidad como
ésta, pero no podría disfrutar de nada dejando a mis hijos, y esa idea hace que ni siquiera sienta
pesar.

¡Qué corazón tan magnánimo el que tan pronto y con tan sencillo esfuerzo
renuncia a una liberación que no pueden compartir sus hijos! ¡Una madre romana no
hubiera hecho otra carta! ¡Y cuánta gracia acumuló en aquel último grito, en aquel
último cántico de la ternura maternal! El heroísmo es suave como una caricia; el
sacrificio es una sonrisa.
Pero con todo, y pese a la fatalidad, Toulan se debatirá y luchará sin cesar hasta el
final. No se ausenta, al igual que Lepitre, Moille y Bruno en el momento de la
denuncia de Tison; rebate la acusación, hace frente a Hébert, y, con una osadía
magnífica, pide que inmediatamente se pongan en su casa los sellos judiciales. Se
cursa orden de arresto contra él; ni se preocupa, Es arrestado; a los que le detienen les
ruega que le conduzcan a su casa, para tomar algunos efectos; a la vez colocarán los
sellos. Durante el recorrido se encuentra con su amigo Richard, y le invita a que
venga con él a su casa a retirar algunos papeles suyos que están en su mesa. Richard
ha comprendido a Toulan. Una vez llegados a casa de éste, se inicia una discusión
entre Richard y los comisarios acerca de los papeles. Toulan habiendo pasado a un
gabinete próximo con objeto de lavarse las manos, deja correr un grifo; el rumor del
agua que corre y la voz de Richard, que recrimina a gritos, impiden a los comisarios
oír el ruido de una puerta secreta que se abre despacio: Toulan está libre. Pero, ya
libertado, no intenta huir de París. Se apresura a alquilar una casa vecina al Temple,
en la que Turgy celebra frecuentes entrevistas con él, y de la que lleva al Temple las
noticias del exterior. Cuando la Reina se verá trasladada a la Conserjería, Toulan
pasará aviso e informará a madame Elisabeth tocando el cuerno desde su ventana, tan
fuerte, que madame Elisabeth le recomendará incluso prudencia.
La Reina apreciaba sinceramente a aquel hombre, cuando, para darle las gracias
por todo lo que había hecho y a lo que se atrevía aún, no encontraba nada mejor que
participarle sus alegrías de madre: «Decid a Fiel —escribía— que veo a mi hijo todos
los días».
Dios y el barón de Batz eran los dos únicos consuelos de la Reina.
Hay un realista que está en París; que tiene una mano puesta sobre París y otra
mano sobre Francia envolviendo a la Revolución.
Al ser denunciado, perseguido, acorralado, abrasa la Vendée, Lyón, Burdeos,
Tolón y Marsella, y su nombre hace temblar a Robespierre. Este hombre es Proteo,
Catilina y Casanova, que se confunden en un mismo hombre, para terror de la tiranía.
Hombre que entrega su cabeza y su pluma al servicio de la intriga y el brazo al de los
golpes de mano, es diplomático y aventurero a la vez.
Se encuentra en todas partes; y donde no está, su amenaza se proyecta. Tiene

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agentes en las secciones, en los municipios, en las administraciones, en las car celes,
en los puertos de mar, en las divisiones fronterizas. Está por doquier; hoy sólo es una
sombra, mañana será un relámpago; destruye las leyes como si fueran talas de araña;
se desliza a través de los reglamentos, las consignas y las barreras con pasaportes
supuestos, con falsos certificados de residencia, con cartas cívicas falsas. Aparece y
desaparece repentinamente después de haber sembrado la estupefacción entre las
multitudes. Pasea por la calle, por las prisiones, por los cafés, por las orgías de los
miembros de la Convención, distribuyendo las palabras o el oro, arrastrando a las
abnegaciones, atrayéndose las venalidades comprando a los individuos o comprando
las oficinas en masa, comprando al departamento de París y a la policía, regateando
con la Revolución.
Todos los esfuerzos para detenerle no surten efecto, inútil echarle mano; se
desliza, se evade, en pleno boulevard, entre un pueblo en armas; servido por el
milagro, salvado por sus amistades y confidentes de todos sus planes que prefieren la
muerte a traicionarle.
Aquel hombre audaz iba pronto a arrancar un grito al Terror, que temía: ved qué
dice el comité de vigilancia de la Convención dirigiéndose al acusador público: El
comité te ordena que redobles tus esfuerzos para descubrir al infame Batz… No te
olvides en tus interrogatorios ningún indicio; no regatees ninguna promesa,
económica o de otra clase; pídenos la libertad de todo detenido que prometa
descubrirle y entregarle, muerto o vivo; tienes que hacer observar que está al
margen de la ley, que se ha puesto precio a su cabeza; que su descripción figura, en
todas partes; que es inútil toda fuga, que todo será puesto al descubierto, y que no
habrá gracia para aquellos que, habiendo podido señalarle, no lo hayan hecho. Esto
es igual que si te dijéramos que queremos a toda costa ese bandido.
La Revolución llegó a pagar 300.000 libras por la cabeza de M. de Batz. La
Revolución ordenará al acusador público que anule en su requisitoria contra sus
coacusados los pormenores de los grandes proyectos de Batz, y que diga sólo el
fondo, sin indicar los medios, temerosa de descubrir que un hombre había luchado
contra ella y la había puesto en peligro.
Sin embargo, nada anunciaba en los primeros día;; de la Revolución a hombre
semejante en aquel gran senescal de Albret, diputado en los Estados generales por la
nobleza y su provincia.
Sólo se hizo notable por sus conocimientos en materia de finanzas, su oposición a
que se emitieran los asignados y sus interesantes memorias sobre la deuda, en su
calidad de presidente de la sección del comité de liquidación.
El 12 y 15 de septiembre de 1791 protestó contra las operaciones realizadas por la
Asamblea nacional y desapareció sin dejar el menor indicio. «Vuelta y perfecta
conducta de M. de Batz, al que debo de nuevo 512.000 libras»; esto es lo único que
queda de un diario de Luis XVI, escrito el día 1 de julio de 1792, y que nos dice que
la oblación de la fortuna y de la vida de M. de Batz a la causa real ha comenzado.

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Transcurrido el 10 de agosto, Batz se reúne con los príncipes. Le resulta
imposible raptar al Rey del Temple; pero el 2 de enero, es M. de Batz quien, al paso
del Rey, se presenta con tres amigos, gritando:
—¡A nosotros los que quieran la salvación del Rey!
Desdichado por no haber tenido la suerte de salvar a Luis XVI, como uno de sus
abuelos salvó a Enrique IV, M. de Batz vuelve a su corazón y su pensamiento hacia la
familia del Rey.
A su disposición tenía la fortuna y bajo sus órdenes el valor de los nombres más
altos de Francia. Con su pequeño ejército de los Rochefort, los Saint-Maurice, los
Marsan, los Montmorency, los Pons, los Sombreuil, con aquélla, su otra personalidad,
su ayudante de campo, el marqués de la Guiche, tan admirablemente oculto y tan
atrevido, bajo el nombre de Sevignon; con la ayuda y el valor de los Roussel, los
Devaux, los Cortey y los Michonis. M. de Batz, emprendía a su vez, después de
Toulan, la otra liberación.
Cortey, el tendero de comestibles de la calle de Loi, el alojador constante de M.
de Batz, era capitán de la fuerza armada de la sección Lepelletier. Sin duda se había
hecho por consejo y al servicio de los planes de Batz, íntimo de Chrétien, el jurado
del tribunal revolucionario, el cual había situado a Cortey entre el corto número de
comandantes a quien se confiaba la guarda de la torre, cuando su compañía formaba
parte del retén destacado en el Temple. El municipal estaba elegido con anterioridad:
era Michonis, que teniendo más fortuna que Toulan, se había librado de la denuncia.
La coincidencia de una guardia de Michonis con una guardia de Cortey era la base
del plan de M. de Batz, cuyo éxito debía estar garantizado por unos treinta hombres
de la sección, cuyas simpatías y vigor no eran dudosos.
Cortey y Michonis llegaron a encontrarse juntos en el Temple. Batz se ha
deslizado en la prisión en medio del destacamento de Cortey. El servicio está
planeado de modo que los treinta hombres deben estar de facción en los puestos de la
torre y de la escalera o bien de patrulla desde las doce a las dos de la mañana.
Michonis se ha asegurado el servicio de la guardia de la noche en el departamento de
la Reina. De doce a dos, en esas dos horas en que los puestos más importantes estarán
ocupados por los hombres de Batz, las princesas, ocultas bajo amplios abrigos, y
colocadas bajo la salvaguardia de una patrulla que rodeará al Delfín, saldrán del
Temple conducidas por Cortey, que es el único, en su calidad de comandante del
puesto de la torre, que puede hacer abrir una gran puerta a medianoche.
Son las once. El momento se acerca. La emoción embarga a los más valientes,
cuando, de repente, llega corriendo Simón, inquieto y sin aliento:
—Si no te viera aquí —dice a Cortey, a quien ha reconocido—, no estaría
tranquilo.
Aquella frase fue como una revelación para M. de Batz que siente una súbita
tentación de matar a Simón y de arriesgarse a la evasión por la fuerza. Pero el ruido
de un disparo causaría un tumulto general. Él no puede dar órdenes a los puestos de

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guardia de la torre y la escalera, y si fracasa, ¿qué harán de la familia real? Michonis
ha hecho entrega de su mando a Simón con una calma imperturbable, y se dispone a
partir hacia la Commune, que le llama. Pero ya, con el pretexto de un rumor que
procede del exterior, Batz sale a la calle al frente de una patrulla, prometiéndose el
desquite.
Simón había conservado la Reina a la Revolución, contra M. de Batz, como la
Tison la había preservado contra Toulan. Pero la mano de Dios iba a caer sobre esta
última con signos elocuentes y terribles.
A la Tison se la oyó un día hablar sola y en alta voz; aquello provocó la risa de
Madame, a quien su madre miraba complacida, encantada de oír la risa de su hija.
¡Pobre niña! ¡Se estaba riendo de una loca! Hacía mucho tiempo que la Tison
languidecía y se negaba a salir. La enfermedad que repentinamente atacó al Delfín la
inquietó y la turbó como un reproche. Y hoy ha perdido la razón. En alta voz cuenta
sus culpas, sus denuncias, habla del patíbulo, de la prisión, de la Reina. Se acusa y se
injuria a sí misma. Cree ya muertos a cuantos ha denunciado. Todos los días espera
que encarcelen a los que ha denunciado, y al no verlos venir se duerme hecha un mar
de lágrimas. Pasa unas noches espantosas, y llega a despertar a los prisioneros con los
gritos que le arrancan sus horribles sueños. Durante el día se arrastra, a los pies de la
Reina, llorando y suplicando:
—¡Soy una desgraciada!… ¡Pido perdón a Vuestra Majestad!… ¡Yo soy la causa
de vuestra muerte!
¡La Tison no reconoce a su propia hija! La atacan horribles convulsiones; apenas
si ocho hombres pueden asirla y conducirla a una habitación del palacio del Temple.
¡Dos días después la hospitalizaron, y luego murió sin tener de humano más que el
remordimiento!
La Reina hizo levantar a la arrepentida; la rodeó de cuidados y de consuelos.
Aquella husmeadora había recibido el perdón de María Antonieta. ¡A aquella mujer
que durante la noche del 21 de enero, sabiendo que la Reina lloraba, había ido, con
los pies descalzos a oír cómo corrían sus lágrimas! Y cuando la desventurada salió
del Temple, todavía le preguntó la Reina a Turgy en un billete: ¿Está bien cuidada?
Los planes y tentativas de liberación, el hecho de que Batz continuara vivo y
libre, las informaciones del comité de seguridad general, los rumores y temores de la
calle, las predicciones del Mirabilis liber «de la restauración de la corona de flores de
lis, y la destrucción del hijo de Bruto por el joven cautivo», el interés del partido
girondino por la torre del Temple, y las repentinas misericordias su elocuencia había
exasperado a la Convención. Los dolores de la Reina iban a tener la corona suprema.
En aquel corazón, la República ha hallado lugar para una nueva herida, la más
profunda de todas.
A las diez de la noche del 3 de julio los municipales irrumpen en la habitación de
la Reina. Al oír el ruido de los postigos, la Ríina, su hija y madame Elisabeth se
levantaron. El Delfín se despierta. Los municipales vienen a notificar a la Reina la

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decisión que el Comité de salud pública ha tomado y que ha sido sancionada por la
Convención:
«El Comité de salud pública ha decidido que el hijo de Capeto sea separado de su
madre».
La Reina se precipita al lecho de su hijo, que grita y parece refugiarse entre sus
brazos. Le cubre, le defiende con todo su cuerpo: ¡se interpone entre él y las manos
que van a arrebatarle, y los municipales se dan cuenta que esta madre no quiere
entregar a su hijo! La amenazan con emplear la fuerza, con hacer subir a la guardia…
—¡Matadme antes! —dice la Reina…
¡Una hora, una larga hora, duró esta lucha, aquel debate entre las lágrimas y las
amenazas, entre aquellos hombres que asaltaban a aquella madre, y la madre que les
desafiaba a que probaran de arrancarle su hijo!
Al final, ya fatigados los municipales ante su propia vergüenza amenazan a la
Reina con matar a su hijo: a esas palabras, el lecho queda libre. Madame Elisabeth y
Madame visten al niño; ¡a la Reina le faltaban fuerzas para ello! Luego, el pobre
pequeño entre las lágrimas y los besos de su madre, prorrumpe en llanto, sigue a los
municipales: ¡va a pasar de los brazos de su madre a poder de Simón!
La Commune a lo menos permitió a la Reina que llorase en paz. Los municipales
se marcharon de sus habitaciones. Las prisioneras permanecieron día y noche
encerradas con cerrojo. Tres veces al día los guardias les llevaban los alimentos, y
ponían a prueba los barrotes de las ventanas. Madame Elisabeth y Madame hacían las
camas y servían a la Reina, que, amilanada, se dejaba servir.
La Reina sólo vivía algunas horas del día, cuando podía ver apenas a su hijo a
través de una rendija practicada en lo alto de una escalera de caracol, que iba del
guardarropa a la buhardilla. Al cabo de unos días encontró algo mejor: una abertura
en los muros de la plataforma de la torre, a la que el niño subía a pasear. El tiempo y
el mundo estaban por entero para la Reina en aquella pared y en aquel momento, que
le permitían ver a su hijito.
Algunas veces, los comisarios le daban noticias del pobre niño; otras, se las daba
el propio Tison: porque aquel hombre heredó los remordimientos de su mujer; trataba
de reparar su pasado por medio de atenciones y servicios, y a la Reina le parecía
absuelto todo el mal que le hizo cuando corrió a informarla que su hijo se encontraba
bien y que jugaba a la pelota… ¡Ay!, muy pronto madame Elisabeth tenía que rogar a
Tison y a los municipales que silenciaran a la Reina lo que sabía acerca del suplicio
de la educación de su hijo:

«Mi madre —dice Madame—, sabía o sospechaba demasiado la verdad…»

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CAPÍTULO IX

María Antonieta en la Conserjería. El conserje Richard. La Revolución se


impacienta. Vana búsqueda de pruebas contra la Reina. La esperanza del
partido realista. El clavel del caballero de Rougeville. El conserje Bault.
Discurso de Billaud-Varennes. Carta de Fouquier-Tinville.

La noche del 2 de agosto de 1793 la Reina durmió en la Conserjería.


Durante sus últimos días en el Temple la Reina ya no recibió más que ultrajes. A
medida que se acercaba al Tribunal revolucionario, se había proferido en torno suyo
el insulto más grosero, más salvaje, y la injuria alcanzaba los límites de la brutalidad
extrema. El municipal Bernard, retirando el asiento de uno de los hijos de la Reina,
decía:
—Yo no he visto nunca que se den mesas ni sillas a los prisioneros; la paja es
suficiente para ellos.
O bien era un poeta, todavía vestido con librea y los favores de la corte, Dorat-
Cubiéres, el que ordenaba comprar a la Reina un peina de asta, ¡de boj sería
demasiado bueno! Las palabras en boca de los visitantes no eran más que simples
blasfemias.
La Commune el día 1° de agosto, a las dos de la madrugada, despertaba del sueño
a las tres mujeres, notificaba a María Antonieta el decreto de la Convención:

«María Antonieta tendrá que comparecer ante un Tribunal extraordinario, y será trasladada acto
seguido a la Conserjería».

La Reina, callando, se disponía a hacer un paquete con sus ropas. Madame


Elisabeth y Madame imploran en vano poder seguirla. La Reina se vistió, sin que ello
obligara a los guardias municipales a salir de la habitación. Le exigen el contenido de
sus bolsillos. La Reina entrega todo lo que conserva de aquellos por quienes ruega al
cielo; ¡todo lo que le queda de los que quiere en la tierra!: cabellos de su esposo y de
sus hijos; la tablilla que servía para enseñar a contar a su hijo; una cartera en la que
está la dirección del médico de sus hijos; los retratos de la princesa de Hesse y de
Mecklemburgo, sus amigas de infancia; un retrato de madame de Lamballe; una
oración al Sagrado Corazón de Jesús y otra a la Inmaculada Concepción. No le
dejaron en su poder más que un pañuelo y un frasquito de sales, para cualquier
eventualidad.
La Reina da un abrazo a su hija, la exhorta a que no se amilane, le pide que cuide
mucho de su tía y le sea obediente como a una segunda madre, y acaba repitiéndole

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las instrucciones de perdón que ha recibido de su padre. La niña queda sin poder
decir palabra, presa de terror. La Reina se echa en los brazos de madame Elisabeth y
le hace la recomendación para sus hijos. Madame Elisabeth le pronuncia algunas
palabras a su oído mientras la tiene abrazada. Y la Reina abandona el aposento sin
volver la cabeza, sin dirigir una última mirada a su hermana ni a su hija, por temor a
que su firmeza la abandone. Se aleja, y en los muros de aquella prisión deja su
corazón encerrado, en aquella inscripción que señala la estatura de sus dos hijos:

27 de marzo de 1793: cuatro pies, diez pulgadas, tres líneas.


Tres pies, dos pulgadas.

Como la Reina salía de aquella cárcel sin bajar la cabeza, chocó contra el postigo.
Al preguntarle si se había hecho daño, ella replicó:
—¡Oh, no! ¡Ahora nada puede hacerme ya daño…!

Los municipales, entre los que figuraba Michonis, dieron escolta a María
Antonieta durante el trayecto del Temple a la Conserjería. Le fue concedido pernoctar
en las habitaciones del conserje Richard.
A la mañana siguiente, la misericordia de Richard; sostenida y alentada por la
silenciosa aprobación y el secreto apoyo de algunos oficiales de la municipalidad,
desacataba las órdenes de Fouquier, y la Reina quedó instalada, no en Un calabozo,
sino en un cuarto cuyas dos ventanas miraban al patio de las reclusas. Se trataba de
una habitación cuadrada, bastante amplia; era la antigua sala del Consejo, adonde
acudían los magistrados de las cortes soberanas, antes de la Revolución, en
determinados días del año, para recibir las quejas de los prisioneros.
Como si las cosas tuvieran en torno de la Reina una especie de vida, el viejo papel
del muro mostraba sus flores de lis, que se iban en desgarrones y que ya se borraban
bajo el salitre. La pieza era separada por una pared en medio de la cual se abría un
ventanal; cada mitad estaba iluminada por una ventana que daba al patio. La pieza del
fondo fue la que se destinó a la Reina; la otra, que era en la que estaba la puerta,
convirtióse en el cuerpo de guardia de dos gendarmes, que allí permanecían de noche
y de día distanciados tan sólo de la Reina por un biombo colocado delante de la
abertura de un tabique.
Una cama de madera era el gran mobiliario de María Antonieta, dicha cama se
encontraba situada a la derecha de la entrada, frente a la ventana, y una silla de paja
en el alféizar de la ventana servía a la Reina para pasar sentada casi todo el día,
mirando en el patio ir y venir a los seres vivos, y captando las conversaciones que se
sostenían bajo su ventana, las noticias que le suministraban los prisioneros. Le
dejaron una vulgar cesta de mimbre, para que pudiera poner en ella su labor, una caja
de madera para los polvos que aun usaba sobre sus blancos cabellos y una cajita de
hojalata para su pomada.
Ni siquiera en la Conserjería, vecina de Fouquier, prometida ya al verdugo,

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respetaban a la Reina las torturas mezquinas y vergonzosas. No le había sido posible
traer su ropa que permanecía custodiada con los sellos del Temple, y Michonis el 19
de agosto escribía a los oficiales municipales que estaban de servicio en el Temple:
Ciudadanos colegas, María Antonieta me encarga que le haga llevar cuatro camisas
y un par de zapatos sin numerar, que necesita con urgencia. Aquellas tristes camisas
solicitadas por Michonis que en seguida son reducidas a tres, la Reina no podrá
recibirlas sino de diez en diez días. Sólo tiene dos vestidos que se los pone
alternándolos: su miserable traje negro y su miserable traje blanco, ambos
destrozados por la humedad del cuarto… Forzoso es detenemos aquí, porque faltan
palabras para seguir adelante.
Días largos, meses interminables fueron los que transcurrieron entre el ingreso de
la Reina en la Conserjería y sil proceso. ¡Dolorosa y triste espera, en la que a la
Reina, al margen ya de la vida, entregada por entero a la muerte, ni siquiera le era
posible descansar en el seno de la muerte! Oraba. Leía. Había ya recuperado todo su
valor. Ocupaba su imaginación. Pedía a Dios que le abreviara sus días y a los libros
que le dieran paciencia. Pero ¿qué libros existen cuya fábula no sea humilde y cuyo
interés no sea mediocre si los comparamos con la novela triste de sus desventuras?
¿Qué lecturas, que a fuerza de horror pueden ausentar por un momento el presente de
la Reina de Francia prisionera en la Conserjería? «¡Las más horribles aventuras!», es
la propia expresión de María Antonieta cuando, por medio de Richard, le pide libros
a Montjoye; y sólo pueden distraer su agonía la historia de Cook, los viajes, los
naufragios, los horrores de lo desconocido, las tragedias de la inmensidad, las batallas
dramáticas de los hombres de mar.
Una decepción, un retraso, ponían un dique a las impaciencias de la Revolución y
a «la alegría del Père Duchesne de ver cómo la Loba austríaca iba al fin a ser
eliminada». A la acusación le resultaba imposible encontrar prueba alguna escrita en
contra de la Reina. Con mucha anterioridad de la jornada del 10 de agosto, la Reina,
con más prudencia que el propio Rey, jamás se acostó sin antes haber destruido por el
fuego todos los papeles que podían comprometer a sus amigos. Los únicos
documentos que hubieran podido comprometerla habían sido destruidos o perdidos, a
consecuencia de la supresión del tribunal del 17 de agosto encargado de incoar el
proceso de Affry y Cazotte. Los sueños de Marat no podían verse realizados. Héron,
del Comité de Seguridad General, un espía resuelto a todo, hacía promesas de acosar
a la acusada con pruebas escritas. El Comité entraba en un compás de espera y
deseaba las pruebas, pero Héron tan sólo trajo esta denuncia: «Declaro que Vaudreuil,
el gran montero del ex Rey, en 1784 y 1785, giró letras de cambio por unas
quinientas noventa mil fibras contra Pascual cuando jugaba a la banca que tenía la
Reina en el palacio de Versalles. Ese sujeto y la Reina, así como Vaudreuil, han
contribuido en el plan general de la bancarrota, en el que entró el asesinato de
ciudadanos en la casa Reveillon». Al ser recibida la denuncia, se envió a Laignelot,
encargado de la acusación contra la Reina. Pero, pese a sus vehementes deseos,

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Laignelot no pudo hacer nada. Entonces Héron sacó de su imaginación una serie de
atrocidades que sometió a la aprobación de Marat. Éste, aunque se mostraba
indulgente en semejantes materias, encontraba que la labor de Héron era un absurdo
tal que no ocultaba a su autor que el Comité la echaría al fuego. Pero accedió en
hacerse cargo de ella para darle una nueva forma. Una vez Marat hubo arreglado los
hechos, Héron presentó su obra al Comité de Seguridad General: el Comité, creyendo
que tras de aquellas afirmaciones positivas existen documentos, decide en el acto
«que el ciudadano Héron entregue inmediatamente al ciudadano Bayle, uno de los
miembros del Comité, todos los documentos que sirvieron de base para la redacción
de su Memoria».
Héron ya tenía inventadas sus calumnias; no poseía ni un solo documento, y el
Comité vióse obligado a renunciar a la Memoria de Héron y Marat, a buscar por otra
parte, a seguir esperando, a pesar de los clamores y la cólera furiosa con que su
acogía su lentitud: «Se le buscan tres pies al gato para juzgar a la loba austríaca, y se
piden documentos para su condena, cuando si se hiciera justicia, debía ser cortada a
pedazos como carne picada…»
Mientras todos esos hombres abogaban por su muerte, la Reina podía respirar un
poco, y en torno suyo flotaba algo como si dulcificara a los corazones y a las cosas.
El ciudadano y la ciudadana Richard la rodeaban de cuidados, atenciones; buenas
gentes que quitaban a las consignas de Fouquier todo lo que tenían de inhumano.
Gracias a ellos, la Reina tenía una buena cama; le ofrecían manjares que no le
repugnaban; le reservaban sorpresas y le ofrecían pequeños placeres, corriendo por
los puestos y mercados para encontrarle un manjar, una fruta, una cosa que fuera de
su gusto; confesando a veces, para ser mejor servidos, a quién destinaban la compra,
y encontrándose con vendedoras, como aquella del mercado que, al oírles, revuelve
de arriba abajo todo su puesto para elegir su mejor melón, y se lo vende a Richard
para su augusta prisionera.
Ni siquiera los mismos gendarmes podían sustraerse a la piedad; uno de ellos
renunciaba a fumar, viendo a la mañana siguiente en que no había abandonado la
pipa, a la Reina que se levantaba con los ojos enrojecidos quejándose con voz dulce
de un gran dolor de cabeza, sin hacerle ningún reproche. Otros, que repentinamente
hacían suyas las más delicadas conmiseraciones, y queriendo evitar a la Reina una
recaída en las crisis sufridas y que habían estado a punto de salvarle de la guillotina,
decían a los gendarmes:
—¡Cuidado con hablarle de sus hijos!
El descanso de la Reina y la piedad de sus carceleros tranquilizaban a los amigos
de fuera y les daban nuevos ánimos para esperar. Por aquellos días madame
Lubormiska escribía a madame Du Barry: «La Reina continúa en la Conserjería; es
falso que exista el proyecto de llevarla otra vez al Temple; pero, sin embargo, no
estoy preocupada por su suerte». El millón de la condesa de Janson tentaba la
incorruptibilidad del capuchino Chabot. A los emisarios, como al dinero enviado de

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Bruselas por el conde de Mercy, respondía Danton orgullosamente que jamás había
entrado en su pensamiento la muerte de la Reina de Francia, y que accedía a
protegerla sin ningún propósito de interés personal.
Batz rondaba en torno a la Conserjería. Uno de los oficiales de granaderos del
Filles-de-Saint-Thomas, que durante toda la jornada del 20 de junio permaneció Junto
a la Reina, uno de los fieles del 10 de agosto, un incorregible audaz, escapado, a
favor de la temeridad y del oro, a las matanzas de septiembre, evadido de la cárcel
por segunda vez y de igual manera el 31 de mayo, el caballero de Rougeville, uno de
esos exaltados del valor que Francia nunca dejará de producir, se ponía en contacto
con Michonis, el introductor de Batz en el Temple.
A raíz de varias entrevistas en casa de Fontaine, vendedor de leña, y en casa de la
tía Dutilleul, en Vaugirard, Rougeville fue introducido en la Conserjería por
Michonis. Éste, a fin de poder hallar un justificante ante los gendarmes por la
emoción de María Antonieta, le habla de sus hijos, a quienes ha visto en el Temple.
Por detrás de ésta, Rougeville haciéndole señas que ella no comprende; se acerca
entonces y le dice en voz baja que recoja el clavel que ha dejado caer junto a la
estufa. La Reina lo recoge y Rougeville le pregunta:
—¿Os flaquea el corazón?
—No me flaquea jamás —contestó la Reina.
Al salir Michonis y Rougeville, la Reina lee el billete. «Contenía —declaró la
Reina— frases vagas: ¿Qué pretendéis hacer? ¿Qué os proponéis? Yo he estado en la
prisión; me he salvado por un milagro. Vendré el viernes… y había una oferta de
dinero».
Después de hacer añicos el billete, la Reina intentó contestarle, pinchando con un
alfiler en un pedazo de papel: «Tengo centinela, me es imposible hablar ni escribir».
De pronto, un gendarme la sorprendió, apoderándose del papel y entregándolo a la
ciudadana Richard. De las manos de ésta pasó a las de Michonis; pero la conjura
había trascendido al exterior y Rougeville no pudo volver.
¡Desgraciadamente, todo fracasaba! Había pasado la hora de Danton. Chabot ya
no tuvo más miedo de venderse y denunció a la condesa de Janson. Batz fracasaba en
su intención de hacer llegar a manos de la Reina una levita, bajo la cual hubiera
podido salir de la Conserjería durante el relevo de la guardia. Entonces concibió el
último proyecto de evasión; pero los dos gendarmes que montaban la guardia en la
habitación de la Reina debían ser muertos; la Reina no accedió jamás a ello: a ese
precio, su vida le hubiera parecido muy cara.
Richard había sido destituido; pero por intermedio de Dangé, el administrador de
policía, que obraba de acuerdo con Hüe y Cléry, María Antonieta encontraba en la
persona del conserje Bault otro Richard igualmente atento; la única cosa para la que
era exigente, el agua que bebía, se la sirvieron siempre muy pura y limpia. Para
protegerla contra la humedad, Bault había ordenado clavar contra el muro una vieja
alfombra. Bault pasaba a Fouquier la petición de una manta de lana.

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—¡Merecerías que te enviaran a la guillotina! —era la respuesta de Fouquier.
Pero el ingenioso Bault reemplazó la manta con un colchón de la más fina lana; y,
por último, Bault protegía a la Reina del humo, de los gritos y las blasfemias de los
gendarmes. Con el pretexto de su peso de responsabilidad, se metía en el bolsillo la
llave de la habitación y enviaba a los gendarmes a la puerta exterior.
La Reina concibió la idea de legar a sus hijos un recuerdo póstumo. No tenía
agujas; pero una madre logra cuanto quiere: arrancó algunos hilos, a la alfombra del
muro, trenzó con dos palillos de dientes una especie de liga, y cuando entró Bault la
dejó caer al suelo. Bault la recogió: había comprendido.
En torno a la Conserjería atronaban los gritos de muerte. Los ardientes deseos de
los círculos, las secciones, los municipios y los comités de departamento asaltaban y
acosaban diariamente al Comité de Salud Pública, avergonzado al verse en un
callejón sin salida y hostigado para que derramara más sangre. Del campamento de
Belehema, el representante Garrau, que estaba de servicio en el ejército de los
Pirineos occidentales, informaba a la Convención de la indignación que sentía al ver
a María Antonieta aún con vida. Y a propósito de una demanda análoga de la cabeza
de la Reina formulada en la misma sesión del 5 de septiembre por una sección de la
Universidad, el representante Drouet dijo:
—¡Pues seamos bandidos si es necesario!…
Aquellos acicates no eran necesarios para el Comité de Salud Pública. La serie de
tentativas para la evasión de la madre de Luis XVII, las conjuras que renacían, aquel
partido destruido casi, al que siempre le quedan héroes, no dejaba de causarle una
especie de escalofrío. Seguía con estremecimientos aquella larga lista de espías, de
atormentadores o de verdugos ganados a favor de las víctimas y cómplices de sus
dolores. Con sonrojo murmuraba algunos nombres revolucionarios bajamente
comprometidos con piadosos papeles y que descendieron hasta la clemencia…
¿Cómo vigilar la Conserjería mejor que el Temple? ¿En dónde buscar carceleros y
municipales inconmovibles? Sí, no tenía la seguridad; sí, abrigaba la sospecha de que
se cruzaban misteriosas correspondencias entre la Conserjería y el exterior, y no
cesaba de temblar ante el temor de que la corrupción o la abnegación le arrebatasen
aquella presa. Era necesario terminar de una vez y replicar a las victorias de Austria
introduciendo de una vez, según la expresión de Saint-Juste, «la infamia y el patíbulo
en la familia».
El 3 de octubre, Billaud-Varennes subía a la tribuna de la Convención.
—Falta —decía— un solo decreto que promulgar: la Capeto no ha sido aún
castigada; ha llegado la hora suprema para que la Convención haga caer la espada
vengadora de la ley sobre esa culpable. La malevolencia extraña, abusando de vuestro
silencio, ha propalado el rumor de que María Antonieta, juzgada en secreto por el
Tribunal revolucionario, ha sido declarada inocente y reintegrada al Temple; ¡como si
fuera factible que una mujer, manchada con la sangre del pueblo de Francia, pudiera
ser lavada por un tribunal popular, por un tribunal revolucionario! Pido que la

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Convención decrete que el Tribunal revolucionario se ocupará sin más dilaciones del
proceso y juicio de la Capeto.
La propuesta de Billaud fue «vivamente aplaudida», y era decretada por
unanimidad; y Fouquier recibió la orden de proseguir el proceso. Pero la conciencia,
¡hasta la misma conciencia de Fouquier!, se negaba a la prosecución de un juicio sin
un solo documento probatorio; y en estas circunstancias el 5 de octubre Fouquier
escribió la siguiente misiva al presidente de la Convención:

París, hoy, 5 de octubre de 1793, año 11 de la República una e indivisible.


Ciudadano presidente:
Es para mí un honor informar a la Convención respecto a que el decreto dado por ella el 3 de
este mes, que dispone que el Tribunal revolucionario se ocupe sin más dilaciones del juicio de la
viuda de Capeto le ha sido transmitido ayer tarde; pero hasta el día de hoy no me ha sido
entregada ninguna documentación relativa a María Antonieta; de manera que, por mucho deseo
que tenga el Tribunal de ejecutar los decretos de la Convención, se encuentra en la imposibilidad
de ejecutar ese decreto mientras no tenga documentos que prueben su culpabilidad.

Pero Fouquier tuvo que prescindir de este requisito; tuvo que verificar la
instrucción del sumario sin documentos: es decir, ¡con los monstruosos documentos
que el 4 y el 7 de octubre había ido a arrancar a Hébert, en la torre del Temple, a un
hijo contra la madre!

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CAPÍTULO X

Primer interrogatorio de María Antonieta. Sus abogados defensores Chaveau-


Lagarde y Tronçon-Ducoudray. La Reina comparece ante el Tribunal criminal
extraordinario. El acta de acusación. Testigos, declaraciones, preguntas del
presidente y respuestas de la Reina. Réplica a la acusación de Hébert.
Agotamiento físico de la Reina. Termina el juicio. El proceso de la Reina, según
el Père Duchesne. María Antonieta es condenada y llevada otra vez a la
Conserjería.

Repentinamente, María Antonieta fue llevada al Palacio de Justicia e interrogada.


Fue un interrogatorio secreto que no tuvo más testigos que Herman, presidente del
Tribunal criminal extraordinario; el acusador público Fouquier y el escribano
Fabricius. Pero aquella súbita y primera indignación no pudo arrancar a la Reina nada
que pudiera comprometer a ella ni a nadie. Fue atacada de improviso, sin consejo de
ningún abogado; ni se rebajó ni se entregó; y de aquel súbito interrogatorio no quedó
para los indagadores más que la encolerizada vergüenza de no haberse salido con la
suya.
Todo ha sido en vano, como el hecho de que hayan convertido su interrogatorio
en el estúpido eco de las necedades de un pueblo caído en infantilismo; en vano que
hayan ido en busca de las fábulas y el bajo chismorreo de los mercados; en vano que
hayan reiterado sus preguntas acerca de todo ese Credo de la necedad y de la
cobardía, de los millones de millones que María Antonieta mandó al emperador de
Austria, de las balas mordidas por ella en la mañana del 10 de agosto. No
consiguieron más que dar motivo a nobles respuestas de la víctima que ocupa el
banquillo.
Herman y Fouquier sostienen que María Antonieta es culpable «de haber
enseñado a Luis Capeto el arte del profundo disimulo con que durante mucho tiempo
estuvo engañando al pueblo de Francia».
Y María Antonieta replica:
—¡Sí! El pueblo ha sido engañado; lo ha sido cruelmente, pero no por mi esposo
ni por mí.
Herman y Fouquier la acusan «de haber querido volver a subir al trono sobre los
cadáveres de los patriotas».
Y María Antonieta rebatió:
«Que ella no había deseado otra cosa más que la felicidad de Francia», y añadía:
—¡Que sea dichosa y entonces yo estaré contenta!

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Pero era necesario que aquel primer interrogatorio pudiera pasar al interrogatorio
público, a la acusación, a la condena, algún hecho, alguna prueba, una palabra al
menos. A Herman y Fouquier les incumbía la labor de hallar la culpabilidad de María
Antonieta, no en actos, sino en las intenciones; no en la conspiración, sino en el
sentimiento, en el pensamiento; y como al llegar a este punto se requiere una lengua
más fuerte que la nuestra, digamos, con el orador griego, que retorcieron su
conciencia para tratar de hallar crímenes en ella.
Herman y Fouquier preguntaron a la Reina:
—¿Creéis que los reyes son imprescindibles para la felicidad del pueblo?
La Reina recusó:
—Un individuo no puede decidir tal materia de manera absoluta.
Luego, a continuación, le preguntaron a esta real madre:
—¿Lamentáis, sin duda, que vuestro hijo no haya podido subir al trono?
La Reina entonces replicaba:
—Nada puedo lamentar por mi hijo, con tal que Francia encuentre su felicidad.
Y a semejanza de los fariseos cuando interrogaban a Cristo:
—¿Qué interés tenéis en el triunfo de los ejércitos de la República?:
Pero ella rebatía:
—La dicha de Francia es lo que yo deseo por encima de todas las cosas.
Al terminar el interrogatorio, Herman y Fouquier retrocedieron un tanto ante los
deseos de la Revolución. No osaron satisfacer sus deseos, sus votos, que
inmediatamente se desencadenaban en un diario, pidiendo a la justicia que no hiciera
esperar por más tiempo al verdugo; pidiendo juicios análogos a los de Roma, en
donde se pasaba del Capitolio a la Roca Tarpeya; atrayendo la pública execración
sobre los defensores oficiosos, a fin de que la agonía «de los asesinos del pueblo» no
pudiera tener ni socorro, ni piedad, ni dilaciones.
Herman y Fouquier interrogaron a la Reina si contaba con el consejo de un
abogado, y ante su respuesta de «que no tenía ni conocía a nadie», Herman y
Fouquier le nombraron como defensores a los ciudadanos Chaveau-Lagarde y
Tronçon-Ducoudray.
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, un inmenso gentío se precipitó a la
audiencia pública que se celebró en la sala del Palacio de Justicia, en donde se reunía
el ex tribunal de Casación; las tribunas se vieron llenas de vendedoras. Merman actúa
como presidente; Coffinhal, Verteuil y Delié, de jueces; Antoine Quentin, de
acusador público; Fabricius, de escribano; todo el mundo ocupa sus puestos.
Entran los jurados del juicio: ciudadanos Antonelle, Renaudin, Souberbielle,
Fievé, Bernard, Thoumin, Chrétien, Gamey, Sambaz, Amar, Vouland, Moyse y Baye;
están detrás de Fouquier, que incluso ya en la audiencia hojea y examina los
documentos, llegados tardíamente a este proceso, que se lleva con la máxima rapidez,
¡documentación que entró en su gabinete apenas hace media hora!
La Reina María Antonieta aparece en la sala libre y sin hierros, hagamos nuestro

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el lenguaje del acta de la sesión del día 23 del mes primero del año segundo de la
República. La Reina pasa a ocupar el sillón ordinario de los acusados, al objeto de
que pueda ser vista por todo el mundo. Luego entran los dos defensores oficiales de
la acusada.
Presente todo el auditorio, el presidente hace prestar un juramento individual a
todos y cada uno de los jurados de la forma siguiente:
—Ciudadano, ¿juráis y prometéis examinar con la más escrupulosa atención los
cargos que se imputan a la acusada María Antonieta, viuda de Luis Capeto; no
comunicaros con nadie hasta después de haber declarado; desoír el odio, la maldad, el
temor, el afecto; decidir de acuerdo con los cargos y medios de defensa, y, según
vuestra conciencia y vuestra íntima convicción, con la imparcialidad y firmeza que
convienen a un hombre libre?
Ya prestado el juramento, el presidente indica a la acusada que puede sentarse.
La Reina lleva luto; está sentada, atenta y tranquila. A veces, como ausentándose
del presente, deja que sus dedos tecleen sobre el brazo de su sillón. Su mirada —lo
único que le queda de la corona— motiva que las mujeres del pueblo digan:
—¡Mira qué altiva es!
Ha declarado que se llama «María Antonieta de Lorena de Austria, de 38 años de
edad, viuda del Rey de Francia, que nació en Viena, y que en el instante de ser
arrestada se hallaba en el local de sesiones de la Asamblea Nacional».
El secretario-escribano da lectura a la acusación:

Antoine-Quentin Fouquier, acusador público adscrito al Tribunal criminal revolucionario de


París por decreto de la Convención Nacional del 10 de marzo de 1793, del año segundo de la
República, sin recurso alguno contra sus decisiones ante el Tribunal de Casación, en virtud del
poder que le concede el artículo 2 de otro decreto de la Convención del 5 de abril siguiente,
declarando que, acusador público de dicho tribunal, está autorizado para detener, perseguir y
juzgar, por denuncia de las autoridades constituidas o de los ciudadanos;
Expone que, de acuerdo con un decreto de la Convención del 1 de agosto último, María
Antonieta, viuda de Luis Capeto, comparece ante el Tribunal revolucionario acusada de conspirar
contra Francia; que, por otro decreto de la Convención, de 3 de octubre, se ha decretado que el
Tribunal revolucionario incoaría sin tardanza y sin interrupción este juicio; que el acusador
público ha recibido los documentos concernientes a la viuda Capeto en los días 19 y 20 del primer
mes del año segundo, vulgarmente dichos 11 y 12 del mes corriente; que seguidamente se procedió
por uno de nuestros jueces del Tribunal a la interrogación de la viuda Capeto; que, vistos todos los
documentos transmitidos por el acusador público, resulta de ellos: que, a ejemplo de Mesalina,
Brunehauta, Fredegonda y Médicis, calificadas antaño de reinas de Francia, y cuyos nombres,
odiados para siempre, no serán borrados de los fastos de la Historia, María Antonieta, viuda de
Luis Capeto, ha sido desde su llegada a Francia el azote y la sanguijuela del buen pueblo francés;
que con anterioridad de la feliz revolución que ha devuelto a Francia su soberanía, sostenía
relaciones políticas con el hombre calificado de Rey de Bohemia, y de Hungría; que las dichas
relaciones eran opuestas a los intereses de Francia; que, no contenta, de acuerdo con los
hermanos de Luis Capeto y el infame Calonne, a la sazón ministro de Finanzas, de haber
dilapidado de modo vergonzoso la Hacienda pública de Francia (fruto de los sudores y de los
trabajos del pueblo) para dar satisfacción a sus desordenados placeres y recompensar a los
agentes de esas horrendas intrigas, notorio es que ha dado al Emperador en diferentes épocas
millones que le han servido y le sirven aún para financiar la guerra contra la República, y esas
malversaciones excesivas llegaron a agotar el Tesoro nacional;
Que, después de la Revolución, la viuda Capeto no ha perdido ni un minuto para mantener con

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potencias extranjeras, correspondencias e inteligencias, a la vez dañosas y criminales para los
intereses de la República Francesa, y en el interior, por medio de agentes de su confianza, a los
que remuneraba y hacía pagar por el ex tesorero de la ex lista civil; que en diferentes épocas
empleó todas las maniobras que creyó útiles a sus pérfidos designios para llevar a cabo la
contrarrevolución: primero, con la preparación de una necesaria reunión entre los ex guardias de
corps y los oficiales y soldados del regimiento de Flandes, de una comida que se convirtió en una
verdadera orgía, como la acusada había calculado, y durante la cual los agentes de la viuda
Capeto, ayudando con perfección sus proyectos contrarrevolucionarios, maniobraron de manera,
que la mayoría de los invitados, en el desahogo de la embriaguez, cantasen canciones en que se
expresaba la mayor abnegación por el trono y la adversión más notable hacia el pueblo, habiendo
llegado incluso a ponerse ostensiblemente la escarapela blanca y a pisotear la escarapela
nacional.
En segundo lugar se le acusa, conjuntamente con Luis Capeto, de haber hecho imprimir y
distribuir profusamente en todo el territorio de la República obras contrarrevolucionarias, incluso
de las dirigidas a los conspiradores de la otra orilla del Rin o editadas en su nombre, tales como
las Peticiones a los emigrados, La respuesta de los emigrados, Los emigrados al pueblo, Las
locuras cortas son las mejores, El diario de los ochavos, El orden, marcha y entrada de los
emigrados; de haber llevado la perfidia y el disimulo hasta el punto de haber hecho imprimir
escritos en los que se pintaba bajo el aspecto poco beneficioso que en aquella época merecía ya
demasiado, y todo sólo para engañar a las potencias extranjeras declarando que era objeto de
malos tratos por parte de los franceses y así incitarles más y más contra Francia; de que, para
triunfar más rápidamente en sus designios contrarrevolucionarios, motivó, por medio de sus
agentes en París y sus suburbios, en los primeros días de octubre de 1789, una escasez de
alimentos que ocasionó una insurrección en la que una inmensa muchedumbre acudió a Versalles
el 5 del mismo mes, y que ese hecho está probado, de modo contundente, por la abundancia que
reinó a partir del día siguiente de la llegada a París de la viuda Capeto y su familia;
Que, apenas llegada a París, la viuda Capeto organizó en su habitación conciliábulos en
donde reuníanse todos los enemigos de la Revolución e intrigantes de las Asambleas constituyente
y legislativa al amparo de las tinieblas de la noche; que allí se planeaban los medios para echar
abajo los derechos del hombre y los decretos que debían ser la base de la Constitución; que en
esos conciliábulos deliberóse acerca de las medidas a tomar para ordenar la revisión de los
decretos que eran favorables al pueblo; que se ha evitado la huida de Luis Capeto, de la viuda
Capeto y de toda la familia, bajo supuestos nombres, en el mes de junio de 1791, huida que se
intentó muchas veces, pero siempre condenada al fracaso; que la viuda Capeto ha reconocido que
fue ella quien lo planeó todo para la evasión y que ella abrió y cerró las puertas de los aposentos
por donde pasaron los fugitivos; que independientemente de la confesión de la viuda de Luis
Capeto sobre este asunto, consta por las declaraciones de Luis Carlos Capeto y de la hija de
Capeto que La Fayette, favorito en todos sentidos de la citada viuda Capeto, y Bailly, a la sazón
alcalde de París, estaban presentes en el momento de la fuga y que la favorecieron; que luego de
su retorno de Varennes la viuda Capeto ha vuelto a sus conciliábulos; que incluso llegó a
presidirlos y que, en inteligencia con su favorito La Fayette, se cerraron las Tullerías, privándose
así a los ciudadanos de ir y venir a su antojo por los patios del ex palacio de las Tullerías, en los
que sólo tenían acceso las personas provistas de cartas; que este cierre presentado con énfasis por
el traidor La Fayette como castigo a los fugitivos de Varennes, era un ardid, inventado y
concertado en los tenebrosos conciliábulos, para impedir que los ciudadanos pudieran descubrir
lo que en aquel infame lugar se estaba tramando contra la libertad; que fue en esos mismos
conciliábulos donde se ordenó la horrenda matanza que tuvo lugar el 17 de julio de 1791 de los
más celosos patriotas que se hallaban en el Campo de Marte; que la matanza que tuvo efecto
precedentemente en Nancy, y las que hubo después en otros distintos puntos de la República,
fueron preparadas en esos mismos conciliábulos; que esos movimientos que ocasionaron la
pérdida de una inmensa multitud de patriotas, fueron ideados seguramente para llegar lo antes
posible a la revisión de los decretos que se basaban en los derechos del hombre por lo que
menoscababan los propósitos ambiciosos y contrarrevolucionarios de Luis Capeto y María
Antonieta; que una vez aprobada la Constitución, la viuda de Capeto se ha entregado por entero a
destruirla por medio de todas las maniobras que ella y sus agentes emplearon en diversos puntos
del territorio de la República; que todos sus objetivos sólo persiguieron destruir la libertad y
volver a someter a los franceses al tiránico yugo bajo el que languidecieron durante muchos

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siglos; que la viuda, Capeto, en aquellos misteriosos conciliábulos, calificados con razón desde
hacía mucho tiempo de gabinete austríaco, atacaban las leyes que eran propuestas por la
Asamblea legislativa; que fue ella quien, a consecuencia de las resoluciones adoptadas en esas
reuniones, decidió a Luis Capeto a oponer su veto al famoso y salvador decreto dado por la
Asamblea legislativa contra los decaídos príncipes, hermanos de Luis Capeto, y los emigrados, y
contra esa horda de curas refractarios y fanáticos extendidos por toda la República. Veto que ha
sido la causa de todos los males que han afligido después a Francia.
Que era la viuda Capeto la que nombraba a perversos ministros, y en los puestos de los
ejércitos y oficinas a hombres conocidos por el país entero como conspiradores contra la libertad;
que por sus burdas maniobras y las de sus agentes hábiles y pérfidos a la vez, logró crear la
guardia de Luis Capeto con antiguos oficiales que habían desertado de sus regimientos al serles
exigido el juramento; de sacerdotes refractarios y de extranjeros; en suma, de todos los individuos
réprobos de la nación y dignos de servir en el ejército de Coblentz, a donde pasó, en efecto, gran
número de ellos después del licenciamiento.
Que fue la viuda Capeto, puesta en contacto con la facción liberticida que entonces dominaba
a la Asamblea legislativa y durante un período a la Convención, quien ha hecho declarar la
guerra al Rey de Bohemia y de Hungría, su hermano; que fue por sus maquinaciones, siempre
fatídicas a Francia, por lo que tuvo lugar la retirada de los franceses del territorio de Bélgica.
Que fue la viuda de Capeto la que hizo llegar a manos de las potencias extranjeras los planes
de campaña y de ataque, que el Consejo acordaba, de modo que los enemigos estaban siempre
informados de los movimientos que debían ejecutar los ejércitos de la República, de lo que se
infiere la consecuencia de que la viuda Capeto es la autora de los reveses que en diferentes épocas
han sufrido los ejércitos de Francia.
Que la viuda Capeto fue la organizadora con su pérfidos agentes de la horrible conspiración
que estalló en la jornada del 10 de agosto y que los esfuerzos heroicos y valerosos de los patriotas
condenaron al fracaso, y que con tal fin reunió ella en su aposento de las Tullerías, y hasta en los
subterráneos, a los Suizos, los cuales, de acuerdo con los decretos, no debían ya formar la guardia
de Luis Capeto, y a los que ella mantuvo ebrios desde el 9 hasta la mañana del 10, día convenido
para la puesta en práctica de tan horrible conjuración; que igualmente y con el mismo designio
citó el día 9 un grupo de esos seres que se llamaban caballeros del puñal, que había ya figurado en
ese mismo lugar el 23 de febrero de 1791, y luego en el 20 de junio de 1792;
Que la viuda Capeto, temiendo no obtener el resultado que de esa conspiración esperaba,
estuvo, en la noche del 9 de agosto, hacia las nueve y media, en la sala en donde los Suizos y otros
adictos a ella preparaban los cartuchos, y que no sólo les alentaba a apresurar su preparación,
sino que, para excitarlos más, tomó algunos de ellos y mordió las balas (no hay, en verdad,
palabras para describir un rasgo tan atroz como ese); que al día siguiente, 10 de agosto, es
notorio que indujo a Luis Capeto a ir hacia las Tullerías para pasar revista de los verdaderos
Suizos y otros que vestían su uniforme y que, al volver él, le ofreció una pistola, diciéndole: «¡Es él
momento de demostrar vuestro valor!», y como él se negara le trató de cobarde; que, aunque la
viuda Capeto haya insistido en su interrogatorio en negar que se haya dado orden alguna para
disparar sobre el pueblo, la conducta que ha observado en la mañana del 9 en la sala de los
Suizos, los conciliábulos que se celebraron durante la noche y a los que asistió; el hecho de la
pistola y su frase a Luis Capeto, su retirada repentina de las Tullerías y los disparos de fusil en el
mismo momento de hacer su entrada en el salón de la Asamblea legislativa, todas esas
circunstancias reunidas, no dejan lugar a dudas de que en el conciliábulo que tuvo lugar toda la
noche se acordó que había que disparar sobre el pueblo, ni que fue la misma María Antonieta, que
era la gran artífice de esta conjuración, la que había dado orden de disparar.
Que a las intrigas y burdas maquinaciones de la viuda Capeto, en inteligencia con la facción
liberticida que se ha citado ya, y todos los enemigos de la República, es a quien debe Francia esta
guerra interior que lo está diezmando desde hace tanto tiempo, y cuyo fin, felizmente, está tan
poco lejos como el de sus autores;
Que ha sido en todo instante la viuda Capeto la que, por la influencia que adquirió sobre el
espíritu de Luis Capeto, le enseñó este arte profundo y peligroso de disimular, y de actuar y
prometer por los actos públicos lo contrario de lo que pensaba y tramaba conjuntamente con ella,
a la sombra, para aniquilar y destruir esta libertad tan querida a los franceses, que éstos sabrán
conservarla para recobrar lo que ellos llamaban «la plenitud de las prerrogativas reales»;
Que, por último, la viuda Capeto, inmoral bajo todos los aspectos, y nueva Agripina, es tan

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perversa y está tan avezada a todos los crímenes, que, olvidando su puesto de madre y el límite
impuesto por las leyes de la Naturaleza, no ha reparado…

Leída el acta acusatoria, el presidente ha recomendado a la acusada que escuche


con atención. Empiezan las declaraciones, o, mejor dicho, empieza una historia de la
Revolución que, por boca de los Lecointre, los Hébert, los Silly, los Terrasson,
Gointre y Gernerin, acusa a la Reina de los crímenes, de la sangre derramada, de las
matanzas, de la bancarrota, de la guerra, del hambre, de las traiciones, de las ruinas,
de las viudas, de los huérfanos, de las derrotas, de las perfidias, de las conjuras, de las
vergüenzas, de las miserias, de los duelos… ¡Todo lo que es en sí una Revolución!
Todo aquel día y el siguiente hacen retroceder el tiempo hasta la Reina,
abofeteándola con cada uno de su mismos dolores, con cada una de sus victorias,
deteniéndola durante largo rato, como en las estaciones de un vía-crucis, en las
jornadas de octubre en Varennes, en el veto, en el 10 de agosto, en el Temple.
Pero no busquéis en aquel cúmulo de declamaciones necias ni un solo hecho ni
una sola prueba. Los dos bonos de 80.000 libras, firmados por María Antonieta,
vistos por Tisset, el 10 de agosto; esos dos bonos, que Olivier Garnerin convierte en
un solo bono de 80.000 libras en favor de la Polignac; que, según la comunicación de
Valazé, era un pagaré de 15.000 libras, ¿dónde están? ¡Nadie osa presentarlos!
Aquella carta de María Antonieta, que Didier Jourdeil afirma haber visto en casa de
Affry, y que decía:
—¿Puede contarse con vuestros Suizos? ¡Se portarán como es debido cuando
llegue el momento!
¿Dónde está? ¡Nadie la presenta! Y así con todo lo demás.
¡A desfilar vosotros, testigos de verdad y de valor! ¡Pasad, gentileshombres, que
saludáis ante vuestra bandera! ¡Pasad, corazones nobles, hijos del 89, a los que el 93
no os impondrá una traición! ¡Qué importa, La Tour du Pin, que tengáis para la ex
Reina un saludo versallesco, y con riesgo de vuestra vida la defendáis de las matanzas
de Nancy! ¿Qué representa, Bailly, vuestra palabra de honor y vuestra declaración sin
temor alguno de que «los hechos contenidos en la acusación son totalmente falsos?»
Y respecto a vos, Manuel, cuya declaración ha temido por un momento la Reina, ¿de
qué os sirve vuestro silencio? ¿De que os aprovecha, de Estaing, que no acuséis a esta
Reina, de la que declaráis quejas?… No está en entredicho la inocencia de la Reina, y
tampoco es a vosotros a quien el Tribunal escucha. Sus oídos buscan la complacencia
en las deposiciones que atacan a la Reina de acaparamiento de alimentos o de
complicidad de una fábrica de asignados falsos; en la declaración de aquella antigua
mujer de servicio de la Reina, a la que M. de Coigny había dicho en Versalles, a
propósito de los fondos enviados por la Reina a su hermano, para sostener la guerra a
los turcos:
—¡Está costando más de doscientos millones y todavía no hemos acabado!
El murmullo favorable del auditorio animó la falsa declaración, de que la Reina,
que quiso asesinar al duque de Orleáns, fue registrada y, encontrándosela armada de

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dos pistolas, fue condenada por su marido a quince días de detención. El mismo
murmullo fue el que animó a Labenette, aquel imitador de Marat que afirmó, muy
seriamente, ¡que la Reina había mandado tres hombres sucesivamente para que le
asesinaran!
¿Y qué preguntas se hacían a la desgraciada Reina? Que si no había deseado
asesinar a la mitad de los representantes del pueblo. Que si en otra ocasión no había
querido, de acuerdo con Artois, hacer volar la Asamblea.
La Reina hizo gala de paciencia y sangre fría; esforzóse en su dignidad hasta la
humildad; se mantuvo firme, sin indignarse; rebatió la calumnia con una sílaba
denegatoria, el absurdo con el silencio, lo monstruoso con lo sublime. La Reina no
consintió en justificarse sino para justificar a los demás, y en aquellos interminables
debates no se le escapó de su boca palabra alguna que pudiera poner en peligro
alguna abnegación o la conciencia de sus jueces en reposo.
Cuando el presidente le preguntó si visitó a los tres cuerpos armados que se
encontraban en Versalles para defender las prerrogativas reales, María Antonieta
contesta:
—No tengo nada que contestar.
Al acusarla el presidente de haber hecho pagar a Francia sumas enormes por el
Petit Trianon, por aquel Trianon cuyo gasto confiesa el mismo Soulavie que no
excedía de 72.000 libras por el año 1788, replicó por encima de aquel Tribunal,
dirigiéndose a Francia.
—Admito que el Petit Trianon haya costado sumas inmensas, acaso más de lo
que yo hubiera deseado; poco a poco fuimos arrastrados a los gastos; pero yo soy la
primera interesada en desear que se sepa lo que allí pasó.
Luego el presidente la acusa de negar sus relaciones con la mujer Lamotte.
—Mi plan no es la negativa —rebatió María Antonieta—, es la verdad, que he
dicho y diré siempre.
El presidente no osó tocar la acusación sin nombre que Hébert había ido a buscar
a la torre del Temple el 7 de octubre. Pero un jurado se hizo con ella:
—Ciudadano presidente, os invito a observar que la acusada no ha dado
contestación alguna acerca del hecho de que habla el ciudadano Hébert acerca de lo
que ha pasado entre ella y su hijo.
—Si no he dado contestación —dice la Reina —es porque la Naturaleza se resiste
a contestar a semejante pregunta hecha a una madre—. Y volviéndose hacia todas las
madres allí presentes dijo —:¡APELO A TODAS LAS MADRES QUE AQUÍ SE
ENCUENTRAN!

¡Inmortal Posteridad! ¡Recuerda al miserable que arrancó del corazón de María


Antonieta aquellas palabras, ante las cuales se arrodillará la memoria de los hombres!
¡Acuérdate de aquel hombre, al que censuró Robespierre, y del que se avergonzó en
septiembre! ¡Acuérdate de que, violando la inocencia de una niña y sus lágrimas y su

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vergüenza, Hébert ha tratado de enseñarle a deshonrar a su madre! ¡Acuérdate de que,
llevando con la suya la mano de un niño de ocho años, le ha hecho firmar contra su
madre algo que calumniaría a Mesalina! ¡Que Hébert te quede encomendado,
Posteridad! ¡Cierra a su nombre el refugio de tus gemonías y que el desprecio sea su
castigo!
Las sesiones del Tribunal dieron principio a las nueve de la mañana y no
terminaron hasta cerrada la noche. ¡Qué pasión sobrehumana! Enferma, debilitada
por continuas pérdidas, sin comida, sin descanso, la Reina debe vencerse, dominarse,
no abandonarse un instante, sobreponerse a cada momento a sus fuerzas que decaen.
¡Obligar incluso a su rostro y vencer a la Naturaleza! A cada instante el pueblo
gritaba que se levantase del taburete para verla mejor.
—¿Se cansará pronto el pueblo de mis fatigas? —murmuró agotada María
Antonieta[15].
Llegó un momento en que, agonizante, agotada físicamente por el sufrimiento,
sus labios pronunciaron como una lamentación:
—¡Tengo sed!
Los que estaban a su lado se miraron. ¡Ninguno se atrevía a alargar una bebida a
la viuda de Capeto! Por fin, un gendarme sintió compasión, fue a buscar un vaso de
agua y tuvo el valor de ofrecérselo.
Al salir del Tribunal, la Reina apareció agotada, deshecha. Al volver a su cárcel
dijo en el patio de la Conserjería:
—No veo nada; no puedo más; no puedo ni siquiera dar un paso.
Y sin el apoyo del brazo de un gendarme no le hubiera sido posible bajar sin caer
por la escalera de piedra que conducía al corredor de su habitación.
A las cinco volvió a encontrar en la audiencia la energía moral y física, nuevas
fuerzas para nuevos suplicios.
La Reina se halla cara a cara con sus acusadores. Los defensores de oficio que le
habían, sido designados no fueron avisados hasta el mediodía del domingo 13 de
octubre. Desde el lunes por la mañana al martes por la noche no han celebrado con
ella sino tres entrevistas de un cuarto de hora, pueriles entrevistas, escuchadas y
vigiladas por tres o cuatro personas, en las que no tuvo ni tiempo de preparar la
menor defensa. ¡Ni siquiera una respuesta!
Por otra parte, tampoco la Reina sentíase inclinada a conceder toda su confianza a
defensores designados por el Tribunal. No obstante, rindióse a la conveniencia de su
interés y a la conmiseración de sus palabras, y acuciada por ellos, en nombre de sus
hijos, a fin de solicitar un aplazamiento que les diera tiempo para preparar su defensa,
acababa por ceder a su consejo y escribió al presidente de la Convención:

Ciudadano presidente: Los ciudadanos Tronçon y Chaveau, que el Tribunal me ha nombrado como
abogados, me manifiestan que no se les ha notificado su misión hasta hoy; mañana debo ser
juzgada, y les es imposible en tan corto plazo imponerse de los documentos del sumario y ni aun
darles lectura. Debo a mis hijos el no omitir ningún medio necesario para la total justificación de

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su madre. Mis abogados solicitan un plazo de tres días; espero que la Convención se los
concederá.
MARÍA ANTONIETA.

No se concedió plazo alguno; en cambio, el martes 15 de octubre, a medianoche,


el presidente del Tribunal dijo a los abogados de la Reina:
—Dentro de un cuarto de hora habrán terminado los debates; preparad la defensa
de la acusada.
¡Un cuarto de hora para preparar su defensa! Chaveau-Lagarde se encargó de la
defensa del cargo que se le imputaba acerca de la inteligencia con el exterior;
Tronçon-Ducodray, de la inteligencia con los enemigos del interior.
El interrogatorio ha terminado.
La Reina replicó al presidente, que le pregunta si no tiene nada más que añadir en
su defensa:
—Ayer no conocía a los que hoy son mis testigos; ignoraba lo que iban a declarar
en contra mía. ¡Pues bien! Ninguno ha pronunciado un solo hecho positivo. He de
hacer observar que yo no era más que la esposa de Luis XVI, y que mi misión era
ceñirme a sus decisiones.
Los debates del proceso habían terminado.
Fouquier-Tinville volvió a hacer uso de la palabra para repetir la acusación. Pero,
sin embargo, resistíase a repetir la acusación de Hébert.
Hablaban los defensores, y Chaveau-Lagarde, en su exordio, osaba juzgar el
proceso de la Reina:
—En este proceso sólo me inquieta una cosa: es el no encontrar objeciones.
Al terminar los defensores, el presidente Herman pronunció lo que la justicia
revolucionaría solía llamar un resumen. Evoca contra María Antonieta los sacrificios
de todos los caídos, la carga con todas las acusaciones sin prueba y termina diciendo
«que es todo el pueblo de Francia quien acusa a María Antonieta».
Pero Herman no se atrevió a decirlo todo. Otro se encargó de resumir mejor y
más crudamente el asunto. No es en el acta de acusación, ni en la requisitoria, ni en el
resumen del Tribunal extraordinario en donde hay que ir a buscar la última palabra de
aquel juicio y la última palabra de la Revolución, sino en el número del Père
Duchesne, que escribe Hébert, al votarse la cabeza de la Reina:

Vamos a suponer… que no fuese culpable de todos los crímenes que se le imputan. ¿No ha sido
Reina? Pues ese crimen es suficiente para hacerla recortar; porque… ¿qué es un rey o una reina?
¿No es lo más impuro y criminal del mundo? Reinear ¿no es ser el enemigo jurado de la
Humanidad? Los contrarrevolucionarios, a los que amordazamos como a perros rabiosos, no son
más que enemigos de poca monta; pero los reyes y su raza han nacido para destruirnos. Al nacer
están destinados al crimen como cierta planta a envenenar; es tan natural a los emperadores,
reyes, príncipes y a todos los déspotas el gozar oprimiendo a los hombres y devorarlos, como los
tigres y los osos devoran la presa que cae bajo sus garras; miran al pueblo como a vil rebaño cuya
sangre y sudores les pertenecen; no hacen de los que llaman sus súbditos más caso que de los
insectos que aplastamos sin darnos cuenta. Juegan con la Humanidad como nosotros jugamos a
bolos, y cuando un monstruo con corona anda cansado de la caza declara una, horrible guerra a

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otro bandido de su estofa, sin motivo, a menudo contra sus propios intereses, pero para tener un
mero pasatiempo; y oye con sangre fría cómo se pierden las batallas; mira con los ojos secos los
montones de cadáveres que acaban de morir por él, y está menos afectado por ello que yo…
cuando salgo derrotado en una partida de naipes… Matar a un rey es deber de todo hombre libre,
o a los que están destinados a ser reyes, o que han contribuido a sus crímenes. Una autoridad que
es lo suficiente fuerte para destronar a un rey comete un crimen contra los hombres si no
aprovecha el momento para exterminarle a él y a su… familia. ¿Qué concepto nos merecería un
bobo que, labrando su campo, se encontrase con un nido de serpientes y se limitara tan sólo a
aplastar la cabeza del padre y fuese lo bastante cobarde para sentir compasión de los demás? Si se
dijese, a sí mismo: «Es una lástima matar a una pobre madre en medio de sus hijos; ¡es ton lindo
todo lo que ahora es pequeño! Llevemos este nido a casa para diversión de mis chiquillos», ¿no
cometería, por tontería, un gran crimen?… ¡Nada de gracia! Siempre que en nuestras manos nos
caigan emperadores, reyes, reinas y emperatrices, libremos de ellos a la tierra.

Las preguntas que se sometieron al Jurado son las siguientes:

«1ª ¿Es cierto que han existido maniobras e inteligencias con potencias extranjeras y con otros
enemigos de la República; maniobras e inteligencias encaminadas a suministrarles dinero, a
darles entrada en el territorio francés y a facilitar en él el progreso de sus armas?
»2ª ¿Está convicta María Antonieta de Austria, viuda de Luis Capeto, de haber cooperado a
las maquinaciones, de haber sostenido esas inteligencias?
»3ª ¿Es cierto que ha existido una conjuración y conspiración que iba encaminada a atizar el
fuego de la guerra civil en el interior de la República?
»4ª ¿Está convicta María Antonieta de Austria, viuda de Luis Capeto, de haber tomado parte
en esa conjura y en esa conspiración?»

La deliberación de los jurados duró una hora y volvieron a la audiencia con una
contestación afirmativa a todas las preguntas que les habían hecho. La declaración es
afirmativa por unanimidad.
El presidente pronunció un discurso, en el que prohibía toda muestra de
aprobación por parte del pueblo. María Antonieta ha de comparecer ante el Tribunal.
Se procede a dar lectura a la declaración del Jurado.
Fouquier se levanta y pide la pena de muerte contra la acusada, de acuerdo con el
artículo 1° de la primera sección del título I de la segunda parte del Código penal, y
también conforme al artículo 2º de la primera sección del título I de la segunda parte
del mismo Código.
El presidente interpela a la acusada por si tiene que formular alguna reclamación
sobre alguna de las leyes invocadas por el acusador.
María Antonieta niega con un movimiento de cabeza.
El presidente recoge las opiniones de sus colegas, «y, de acuerdo con la unánime
declaración del Jurado, haciendo lugar en derecho a la requisitoria del acusador
público, de conformidad con las citadas leyes, condena a la dicha María Antonieta,
llamada Lorena de Austria, viuda de Luis Capeto, a la pena de muerte; declara,
conforme a la ley del 10 de marzo último, que sus bienes, si tuviera alguno en toda la
extensión del territorio francés, quedan confiscados en provecho de la República, y
ordena que, a requerimiento del acusador público, la sentencia sea ejecutada en la
plaza de la República, y su texto fijado en edictos por toda la extensión del

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territorio».
La Reina permaneció impasible. Abandonó el banquillo con la frente alta y abrió
por sí misma la balaustrada. Andaba con el mismo paso leve con que en otros
tiempos recorría Saint-Cloud o el Trianon. Al salir entregó un anillo de oro y un
mechón de sus cabellos a uno de sus defensores para que «lo hiciera llegar todo a
manos de la ciudadana llamada Hiary, que residía en Livry, en casa de la ciudadana
Laborde[16]».
Son las cuatro de la mañana. La acusada es llevada otra vez a la Conserjería.

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CAPÍTULO XI

Última carta de la Reina a madame Elisabeth. El cura Girard. Sansón. París el


16 de octubre de 1793. La Reina en la carreta. El trayecto desde la Conserjería
a la plaza de la Revolución. La cuenta del enterrador Joly. La muerte de María
Antonieta y la conciencia humana.

Ahora la Reina ya no es llevada a su habitación, sino al cuarto de los condenados,


situado en uno de los ángulos de la antesecretaría.
Al llegar allí pidió a Bault papel y pluma, y escribió su postrera despedida a
madame Elisabeth, a sus hijos, a la vida; aquel testamento regio de una cristiana
reina, preparada a la muerte, ya dispuesta ante Dios, ofreciéndose a la posteridad.
Si sobre el papel se han vertido unas lágrimas, no son las lágrimas de la mujer,
sino las de la madre, derramadas sobre aquel pequeño niño, al que Hébert ha hecho
hablar contra el honor de su madre, contra el honor de madame Elisabeth, su segunda
madre. ¡Con qué enternecimiento suplica María Antonieta a madame Elisabeth que
perdone, y que su corazón no se aleje de aquel desgraciado niño que la ha hecho
sonrojar! Desde que en el mundo hubo criaturas humanas a la espera del verdugo,
¿qué suplicio torturó sus últimas horas que se pareciera al sufrimiento de este postrer
pensamiento de una madre?

15 de octubre, a las cuatro


y media de la mañana
A vos, hermana mía, os escribo por postrera vez: acabo de ser condenada, no a una muerte
vergonzosa, que sólo puede serlo para los criminales, sino a ir a reunirme con vuestro hermano:
inocente como él, espero demostrar la misma entereza que él en esos últimos momentos. Estoy
tranquila y en paz y no siento en la conciencia ningún reproche; siento el profundo dolor de tener
que separarme de mis hijos; ya sabéis que la razón única de mi existencia era sólo para ellos y
para vos, mi buena y querida hermana, vos que por afecto lo habéis sacrificado todo, ¡y en qué
situación os tengo que abandonar! Por el mismo alegato del proceso me he enterado que mi hija
ha sido separada de vos. ¡Ay de mí!; pobre niña, no me atrevo a escribirle; no recibiría mi misiva.
Ni siquiera me constará que ésta pueda llegar a vos; recibid por ello, desde aquí, mi bendición.
Espero que llegará el día, cuando sean mayores, podrán reunirse con vos y gozar por entero de
vuestros solícitos cuidados. Que los dos no se olviden de lo que nunca dejé de inspirarles que los
principios y el cumplimiento exacto de sus deberes son la primera base de la vida, que la amistad y
la confianza mutua les harán felices; que mi hija se imponga de que por su edad debe ayudar
siempre a su hermano con los consejos que la superior experiencia y su afecto puedan sugerirle.
Que mi hijo, a su vez, preste a su hermana todos los cuidados y servicios que el amor fraternal le
inspire; que ambos piensen, en fin, que sea cualquiera su situación, sólo serán verdaderamente
dichosos por su unión. Que sigan el ejemplo de nosotras. ¡Cuánto consuelo no nos ha dado
nuestro afecto en nuestros sinsabores! Y la dicha, se goza doblemente cuando puede compartirse
con alguien amigo, ¿y dónde buscarlo más afectuoso y querido que dentro del seno de la propia
familia? Que mi hijo tenga siempre presentes las últimas palabras de su padre que yo le repetí
expresamente. Que jamás trate de vengar nuestra muerte. Tengo que hablaros de una cosa muy

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penosa para mi corazón. Sé cuánto ha debido haceros sufrir ese niño; perdonadle hermana
querida; pensad en su edad y en cuan fácil es hacer decir a un niño lo que se quiere y muchas
cosas que no acierta a comprender. Llegará día, así lo espero, en que él comprenderá todo el valor
que tiene hoy vuestra ternura para los dos. Me hace falta aún confiaros los últimos pensamientos.
Hubiera querido decíroslo desde que se instruyó el juicio, pero, aparte de que no me dejaban
escribir, la marcha del mismo ha sido tan rápida que realmente no hubiera tenido tiempo.
Muero en el seno de la religión católica, apostólica y romana, la de mis padres, la religión en
que he sido educada y que he profesado siempre; sin la esperanza da ningún consuelo espiritual,
ignorando si existen aquí sacerdotes de esta religión, y a los que el lugar en que me hallo les
expondría demasiado si entrasen alguna vez. Pido de todo corazón a Dios perdón por todas las
culpas que haya podido cometer desde que vivo. Espero que en su bondad infinita se dignará
recibir mis últimos deseos, así como los que hago desde mucho tiempo para que se digne acoger
mi alma en su misericordia y su bondad eternas. Pido asimismo perdón a Dios, a todos cuantos he
conocido, y en particular a vos, hermana mía, por todos los pesares que, sin quererlo, haya podido
daros. Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho. Desde aquí doy mi adiós a mis tías
y a todos mis hermanos y hermanas. Yo tenía amigos: la idea de separarme de ellos para toda la
eternidad y sus penas son uno de los mayores pesares en los que me sorprende la muerte; que al
menos sepan que he pensado en ellos hasta el último momento. ¡Adiós, mi buena y querida
hermana! ¡Que esta carta pueda llegar a vuestro poder! ¡Pensad siempre en mí; os abrazo de todo
corazón, como también a esos pobres y queridos niños! ¡Dios mío, qué espantoso es dejarlos
huérfanos para siempre! ¡Adiós!, ¡adiós!, ya no voy a ocuparme más que de mis deberes
espirituales. Como no tengo libertad de acción, acaso me traigan un sacerdote; pero desde aquí
formulo una protesta: que no le diré ni una sola palabra, y que le trataré como a un ser
completamente extraño.

La Reina puso la carta en manos de Bault, que durante todo el día dijo a su mujer:
—Tu pobre Reina ha escrito; me ha entregado su carta; pero no he podido
cursarla a su destino, no he visto otra solución que entregaría a Fouquier.
Acto seguido la Reina se queda pensando en el espectáculo que tendrá que dar
dentro de algunas horas. Teme que su cuerpo, agotado por el cansancio y debilitado
por la enfermedad, traicione a su alma, y queriendo conservar la fuerza de su valor
pide algún alimento. Le sirven un pollo y come un ala. En seguida pide cambiar de
camisa; la mujer del conserje le da una. Sin desnudarse la Reina se echa sobre el
lecho, se cubre los pies con una manta y se duerme.
Mientras la Reina dormía, alguien entra.
—Aquí está un cura de París —le dicen— que viene a preguntaros si queréis
confesar.
—¿Un cura de París? —murmura en voz queda la Reina—. No existe ninguno…
El sacerdote avanza, y dice a la Reina que se llama Girard, y es cura de Saint-
Landry, en la Cité y que es portador de los consuelos de la religión. Pero la Reina se
ha confesado ya con Dios. Dio las gracias al cura juramentado, pero no le despidió.
Baja del lecho, camina por la habitación para entrar en calor, se queja de sentir en los
pies un frío mortal. Girard le aconseja que se ponga en los pies el almohadón: la
Reina sigue las instrucciones del cura.
—¿Queréis que os acompañe? —dice el sacerdote.
—Como queráis —contesta la Reina.
A las siete se presentó Sansón.
—¿Qué temprano venís, señor? —le dice la Reina—, ¿no podríais retrasar?

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—No, señora; tengo orden de venir.
La Reina se halla completamente preparada: ella misma ha procedido a cortarse
los cabellos.
La Reina desayunó con una taza de chocolate que trajeron del vecino café de la
entrada de la Conserjería y uno de esos panecillos, llamados entonces mignonnettes
tan diminutos que el gendarme Leger no se atrevió a examinarlo probándolo por
temor a disminuirle.
A las once la Reina es llevada al secretariado, pasando a través de una fila de
gendarmes que va desde la puerta de la habitación donde ha dormido hasta la de la
secretaría: le atan las manos a la espalda.
En París, el tambor bate desde las cinco de la mañana; tocan a llamada en todas
las secciones. A las siete están en pie treinta mil hombres; hay cañones en los
extremos de los puentes, en las plazas y en las encrucijadas. A las diez se interrumpe
la circulación rodada en todas las calles, desde el Palacio de Justicia hasta la plaza de
la Revolución, y por todo París se ve circular a las patrullas.
Trescientos mil hombres no se han acostado para descansar; los restantes están ya
en pie antes de que suene el tambor. El patio de la Conserjería, sus alrededores, la
gran escalinata del Parlamento, las calles, las ventanas, los parapetos, las verjas,
balaustradas, techos, todo ha quedado materialmente invadido por el pueblo que lo
llena todo y espera…
Dan las once entre el murmullo de aquella multitud que está a la expectativa.
Todas las cabezas, todas las miradas, todos los ojos convergen, devorándola sobre la
carreta parada a algunos pasos de las puertas con sus ruedas enlodadas, su banqueta
hecha con una plancha de madera su suelo sin paja ni heno, su robusto caballo blanco
y el hombre que le tira por la brida. Los minutos pasan lentamente. A través de la
multitud corre un rumor sordo; un oficial da una voz de mando, la verja chasquea; la
Reina aparece ante el pueblo vestida de blanco.
Tras de la Reina, apretando en su mano el extremo del grueso cordel que liga sus
brazos, tirándolos hacia atrás, marcha Sansón. La Reina avanza unos pasos, está ante
la escalerilla por la que se sube al estribo demasiado corto. Sansón se adelanta para
ayudarla; la Reina lo rechaza con un gesto y sube sola; quiere pasar por encima de la
banqueta para situarse frente al caballo, pero Sansón y su ayudante le dicen que se
vuelva. El sacerdote Girard vestido de seglar, se sitúa en la carreta al lado de la
Reina. Sansón se sitúa detrás, con el tricornio en la mano, en pie, recostado en la
carreta, dejando con visible cuidado que floten las cuerdas que atan los brazos de la
Reina. En el fondo de la carreta está el ayudante de Sansón, en pie como él y con el
tricornio en la mano. Aquel día no debían dar prueba de decencia más que los
verdugos.
La carreta sale del patio y desemboca en medio de la muchedumbre. El pueblo se
vuelca contra ella, y al principio calla. La carreta avanza en medio de los gendarmes
de a pie y de a caballo y entre doble hilera de guardias nacionales.

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La Reina viste una mezquina capa de piqué blanco encima de un traje negro,
llevando una cinta negra en las muñecas, en el cuello una pañoleta de muselina
blanca lisa; lleva medias negras y zapatos a la Saint-Huberty. No ha podido obtener
que le dejen marchar al patíbulo con la cabeza descubierta: un gorro de linón, sin
adornos, gorro planchado por ella aquella mañana, oculta al pueblo los cabellos que
le ha dado la Revolución: cabellos totalmente encanecidos. Aparece pálida, la sangre
le pone manchas pequeñas en sus mejillas e inyecta sus ojos, sus cejas están
inmóviles, su cabeza erguida, y la mirada vaga e indiferente, sobre los guardias
nacionales alineados, sobre los rostros de las ventanas, las banderas tricolores y las
inscripciones que ostentan las casas.
La carreta enfila por la calle de Saint-Honoré. La multitud obliga a los hombres a
que se retiren de las ventanas. Casi frente al Oratorio, un niño, levantado en alto por
los brazos de su madre, envía con su manita un beso a la ex Reina… Este fue el único
instante en que la Reina casi no pudo contener sus lágrimas.
La mirada de la Reina al llegar ante el Palacio Igualdad, cobra vida por un
instante; la inscripción que ostenta la puerta no se le escapa.
Al paso de la Reina algunos aplauden; otros gritan.
El caballo anda lentamente; la carreta sigue avanzando con lentitud. Es necesario
que la Reina «vaya bebiendo la muerte durante largo rato».
Delante de Saint-Roch la carreta hace un pequeño alto en el camino en medio de
gritos y rugidos. Millares de injurias se alzan de las gradas de la iglesia, como un solo
ultraje, saludando con su basura inmunda a esta Reina que avanza hacia la muerte.
Ella, en tanto, serena, majestuosa, perdonaba las injurias desoyéndolas.
Al fin, la carreta reemprende la marcha acompañada de un clamor hostil que se
eleva en el espacio. La Reina no ha cruzado ninguna palabra todavía con el cura
Girard; tan sólo de vez en vez le indica, con un movimiento, que los nudos de la
cuerda le molestan y le aprietan sus muñecas y, para aliviarla, Girard apoya su mano
sobre el brazo izquierdo de la Reina. En el pasaje de los Jacobinos se inclina hacia él
y parece como si le preguntara acerca del letrero de la puerta que se ha escapado a su
lectura: Taller de armas republicanas para destruir a los tiranos. Como respuesta,
Girard, le muestra y levanta un pequeño Cristo de marfil. En ese momento, el
comediante Crammont, que va rezagado detrás de la carreta, irguiéndose sobre los
estribos, levanta su espada, la blande y volviéndose hacia la Reina grita al pueblo:
—¡Aquí la tenéis a la infame Antonieta!… ¡Esta f…, amigos!…
Era ya mediodía. La guillotina y el pueblo empezaban a impacientarse con la
espera, cuando por fin la carreta entró en la plaza de la Revolución. La viuda de Luis
XVI descendió para morir donde había muerto su esposo, el Rey. Volvió por un
instante sus ojos en dirección a las Tullerías y palideció aún más. Seguidamente se
apeó con ligereza sin necesitar ayuda, aunque sus manos estaban atadas, subió a la
bravade con aire más sereno que al salir de la prisión. Sin hablar al pueblo ni a los
ejecutores, ella misma se echó hacia atrás la cofia que cubría su cabeza.

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Su ejecución duró exactamente cuatro minutos. A las doce y cuarto en punto cayó
su cabeza bajo la cuchilla fatídica…
—¡Viva la República! —fue el grito del pueblo.
Y Sansón mostró a aquel pueblo exaltado la cabeza de María Antonieta, mientras
por debajo de la guillotina el gendarme Mingault empapaba su pañuelo en la sangre
de la mártir.
Por la noche, y al terminar su tarea diurna, un hombre echaba su cuenta, esa
cuenta que las manos de la Historia no se atreven a tocar sin un estremecimiento.

Relación de los gastos e inhumaciones realizados por Joly, enterrador de la


Magdalena de la Ville-l’Eveque, por las personas condenadas a muerte por sentencia
de dicho tribunal, a saber.

El 1° del mes…………………
» 25, ídem ……………………
La viuda Capeto, por el ataúd. 6 libras
Por la fosa y los enterradores. 25 »

La muerte de María Antonieta ha sido una afrenta para Francia.


La muerte de María Antonieta ha sido una mancha para la Revolución.
Pero con ciertos crímenes ocurre como con ciertas glorias: ni éstas ennoblecen ni
aquéllos comprometen tan sólo a una generación o a una patria. Glorias y crímenes
sobrepasan el límite de su época y de su escena. Es la misma humanidad, asociada
consigo, misma en el tiempo y en el espacio, la que reivindica el beneficio de unas, o
lleva el vilipendio de otras; y ocurre que la muerte de una mujer aflige a esa alma
universal y a esa justicia solidaria de los siglos y de los pueblos: la conciencia
humana, y entonces sucede que el remordimiento de una nación aprovecha a otras
naciones y que el horror y la vergüenza de un día pueda servir de lección para el
futuro.
Sí, ese día, del que la posteridad no podrá consolarse, quedará grabado en la
memoria de los hombres como un inmortal ejemplo y legado del Terror. El 16 de
octubre de 1793 demostrará lo que pueden hacer de un pueblo los juegos de la
revolución, que hasta la víspera era el amor del mundo. Enseñará cómo una ciudad,
un imperio, pueden convertirse de pronto, a semejanza de aquel amigo de San
Agustín, arrastrado a los combates del circo y que de improviso disfruta con su furor
y se encanta con su barbarie.
El 16 de octubre de 1793, será como un testimonio elocuente para las filosofías
humanas. Se levantará como un dique contra los corazones demasiado jóvenes, contra
los espíritus demasiado generosos, contra el ejército de los Condorcet, que mueren
sin querer renegar del orgullo de sus ilusiones. Servirá de advertencia a los sistemas

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de su vanidad, a los sueños de su despertar. Pondrá frente a la idea el hecho, las
pasiones frente a las doctrinas, y Salento, el bosque de las furias, frente a las utopías
de los hombres.
Ese día, por último, llamará a la Historia a la modestia de sus deberes. Aconsejará
un tono más prudente, y una razón más humilde. Demostrará que no es su misión
halagar a la humanidad, tentándola, exasperando sus pretensiones, solicitando sus
impaciencias, ni llamarla, embriagándola con palabras, a las aventuras que se oponen
a un progreso de todos los días y una perfección indefinida.

FIN

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EDMOND-LOUIS DE GONCOURT (26 de mayo de 1822, Nancy - 16 de julio de
1896, Champrosay) y JULES-ALFRED HUOT DE GONCOURT (17 de diciembre
de 1830, París - 20 de junio de 1870, Anteuil), Juraron a su madre que trabajarían
juntos durante toda su vida. Al parecer, llevaron tan lejos su promesa que jamás se
separaron más de veinticuatro horas.
Los hermanos Goncourt disfrutaban de una posición económica desahogada lo que
les permitió dedicarse al arte y a la literatura. Su colaboración literaria fue una serie
de obras de carácter histórico, entre las que se cuentan Historia de la sociedad
francesa durante la Revolución y bajo el Directorio (1854) y Retratos íntimos del
siglo XVIII (1857-1858). Exclusivamente dedicados al siglo XVIII, trataban la historia
no como una relación de grandes acontecimientos sino, de un modo novedoso, como
el análisis de una sociedad derivado del estudio de documentos privados e inéditos,
las costumbres sociales, la música popular, los modos de vestir y otros detalles.
Su aproximación a la crítica de arte, concretada en El arte del siglo XVIII (1859-1875),
la llevaron a cabo de la misma manera: un estudio íntimo sobre las vidas privadas de
los artistas. Su estilo ayudó al nacimiento del naturalismo, e influyó en escritores
como Émile Zola.
Los escritos de ficción de los Goncourt comprenden Renata Mauperin (1864),
Germinia Lacerteux (1864) y Madame Gervaisais (1869), todas ellas centradas en
casos patológicos. Las novelas escritas por Edmond, con posterioridad a la muerte de
Jules, siguen bastante de cerca el estilo de las que escribieron juntos. En 1851 los

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Goncourt comenzaron el Diario, que Edmond continuó hasta muy poco antes de su
muerte. Lleno de curiosidades, anécdotas y mordaces juicios sobre artistas, escritores
y personajes contemporáneos, se publicó parcialmente en 9 volúmenes entre 1887 y
1896. Los 22 volúmenes de la obra completa se publicaron entre 1956 y 1958.
Edmond legó todas sus propiedades para la fundación y mantenimiento de la
Academia Goncourt, una asociación que otorga anualmente el Premio Goncourt a
autores de narrativa en francés. Dicho premio no está dotado de una cantidad en
metálico significativa (10 euros, en la actualidad), pero otorga un enorme prestigio al
que lo recibe, asegurándole unas ventas sustanciosas.

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Notas

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[1] Siempre que los autores se refieren al Austria española, debe entenderse que se

trata de España. (N. del T.) <<

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[2] Oeil de Boeuf: nombre que se daba a la antecámara de la alcoba del Rey, en

Versalles, donde se reunían los cortesanos. <<

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[3] María Antonieta contaba sólo catorce años en la época de su matrimonio y, como

niña que era, no le gustaba más que reír y retozar con Sus damas jóvenes. <<

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[4] Vidamo, equivalente a un Vice-Dominus, título de la Edad Media, que
representaba en lo temporal al obispo, y tenía derecho a mandar tropas. (N. del T.) <<

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[5]
Véase el párrafo que escribió la Delfina a María Teresa acerca de M. de la
Vauguyon:

«Respecto a mi querido esposo, ha cambiado muchísimo y con provecho para él. Empieza a tener
confianza en mí y a demostrarme amistad. No quiere a ningún precio a M. de la Vauguyon, pero no
obstante le teme. El otro día le ocurrió un hecho singular. Me encontraba yo sola con mi marido,
cuando acercóse M. de la Vauguyon con el propósito de escuchar a la puerta. De pronto, un ayuda
de cámara, que es sin duda muy tonto o muy correcto, abrió la puerta y el señor duque apareció
allí plantado como si hubiera echado raíces. Inmediatamente hice observar a mi marido lo
embarazoso que resulta a veces escuchar tras de las puertas, y él estuvo de acuerdo conmigo».

(«María Theresia und Marie Antoinette», por von Arneth, 1865). <<

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[6] Mercy-Argenteau en su correspondencia nos pinta a Luis XVI en su intimidad,

trabajando de albañil y carpintero. <<

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[7]
«La Reina —dice Mercy-Argenteau— deseaba vivamente tener una casita de
campo de su propiedad. Cuando murió el Rey (Luis XV), el conde y la condesa de
Noailles sugirieron a María Antonieta la idea de pedir el Petit Trianon, ofreciendo su
mediación cerca de Luis XVI. La Reina, siguiendo el consejo de Mercy, se dirigió sin
reservas a su marido, que a las primeras palabras le respondió que aquella casita de
campo era ya de su propiedad y que estaba encantado de poder ofrecérsela». <<

www.lectulandia.com - Página 235


[8] El sabbot era una bañera portátil, montada sobre ruedas, que tenía la forma de un

zueco, a fin de poder tomar el baño sentado. (Nota del Traductor). <<

www.lectulandia.com - Página 236


[9] Era una de las comedias de Beaumarchais que por entonces se escenificaron, un

personaje que imita el habla provenzal, pregunta: «Qu’es aço?» (¿Qué es eso?) De
esa onomatopeya surgió el bonete a la quesaco, que se usó entonces. (N. del T.) <<

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[10] Los Menus son los Menus Plaisirs, u organización de las diversiones del Rey y de

la Reina (N. del T.) <<

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[11] He aquí un retrato inédito de la Reina trazado por la mano de uno de sus
contemporáneos: «Era de estatura pequeña, pero bien proporcionada; sus brazos
estaban bien formados y era de una blancura deslumbradora; tenía las manos llenitas,
los dedos afilados, las uñas rosadas y transparentes; el pie encantador. Su rostro
formaba un óvalo un poco alargado; los ojos eran azules, dulces y vivos; el cuello
elegante, quizá un poco largo, pero muy esbelto; la frente algo abombada y un poco
despojada de cabello. Así era la soberana a los quince años, en la época de su
matrimonio». <<

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[12] Saint-Cloud fue adquirido por la Reina especialmente por causa de sus hijos,

como nos lo demuestra esta carta que dirigió a su hermano José II: El duque de
Orleáns me vende Saint-Cloud, el contrato no será firmado hasta el mes de enero. El
Rey ha dicho que estará extendido a mi nombre y que podré dárselo a quien me
plazca. Allí pasaremos los veranos. La Muette es muy pequeña para nuestras
reuniones. <<

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[13] Voleuse significa en francés ladrona (Nota del Traductor). <<

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[14] Como fundadora de la Sociedad de Damas de la Caridad Maternal, la Reina

distribuía mensualmente mil seiscientos francos entre los pobres de las parroquias de
París y destinaba mil doscientas libras a la compra de mantas y ropa para los
enfermos. Además, durante los meses de invierno más de trescientas nuevas madres
recibían sendas canastillas de su soberana. <<

www.lectulandia.com - Página 242


[15] Los debates se iniciaron a las ocho de la mañana y continuaron sin interrupción

hasta las cuatro de la tarde. Una hora después se reanudaron hasta el día siguiente a
las cuatro de la mañana, de modo que, aparte unos breves descansos duraron,
aproximadamente, veinte horas consecutivas. <<

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[16] Se trata del guardapelo y de los pendientes de la Reina, que ésta entregó a

Tronçon-Ducoudray para madame de Jarjayes. A propósito de este legado de María


Antonieta, digamos que son muchos los objetos cuya posesión se atribuye a la Reina,
por ejemplo un zapato que se dice fue recogido por un hombre del pueblo cuando la
Reina subía las gradas del patíbulo. Nos consta que esto es imposible porque aquel
día la policía ejerció una severísima vigilancia. Testimonio de ello es el proceso
seguido contra el gendarme Mingault que, debajo del cadalso, recogió algunas gotas
de sangre de la soberana con su pañuelo. <<

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