La Dama de Blanco

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La

Dama de Blanco

Por

Wilkie Collins


PREÁMBULO

Esta es la historia de lo que puede resistir la paciencia de la Mujer y de lo


que es capaz de lograr la tenacidad del Hombre.
Si en el mecanismo de la Ley para investigar cada caso sospechoso y
conducir cualquier proceso la influencia lubricante del oro desempeñase un
papel secundario, los sucesos que vamos a narrar en estas páginas podrían
haber reclamado la atención pública ante los Tribunales de Justicia.
Pero la Ley, en algunos casos, está inevitablemente a las órdenes del que
presenta la bolsa más repleta y por ello contamos la historia por primera vez
en este lugar tal como debió haberla oído algún día el Juez; así va a escucharla
ahora el Lector. Ninguna circunstancia importante, de principio a fin de esta
declaración, ha de relatarse de oídas. Cuando el que escribe estas líneas
introductorias (de nombre Walter Hartright) haya estado en relación más
directa que otros con los sucesos de que habla él mismo lo contará. Cuando
falle su conocimiento de los hechos dejará su lugar de narrador, y su tarea la
continuarán, desde el punto en que él lo haya dejado, personas que pueden
hablar de las circunstancias de cada suceso con tanta seguridad y evidencia
como él mismo ha hablado en anteriores ocasiones.
Por tanto esta historia la escribirá más de una pluma, tal como en los
procesos por infracciones de la Ley el Tribunal escucha a más de un testigo,
con el mismo objeto, en ambos casos, de presentar siempre la verdad de la
manera más clara y directa; y para llegar a una reconstrucción completa de los
hechos intervienen personas que tuvieron una estrecha relación con ellos en
cada una de sus sucesivas fases, que relatan palabra por palabra, su propia
experiencia.
Oigamos primero a Walter Hartright, profesor de dibujo, de veintiocho
años de edad.

PRIMERA PARTE

RELATO DE WALTER HARTRIGHT


DE CLEMENT'S INN, LONDRES

I
Era el último día de Julio. El largo y caliente verano llegaba a su término, y
nosotros, los fatigados peregrinos de las empedradas calles de Londres,
pensábamos en los campos de cereales sombreados por las nubes o en las
brisas de otoño a orillas del mar.
En lo que a mí se refiere, el agonizante verano me estaba quitando la salud,
el buen humor y, si he de decir la verdad, también dinero. Durante el último
año no administré mis ingresos tan cuidadosamente como otras veces, y esa
imprevisión me obligaba ahora a pasar el otoño de la manera más económica
entre la casa de campo que poseía mi madre en Hampstead y mi apartamento
en la ciudad.
Aquella tarde, recuerdo, estaba el ambiente cargado y melancólico; la
atmósfera londinense resultaba más asfixiante que nunca, y apenas se oía el
lejano murmullo del tráfico callejero; el pequeño latido de la vida en mi
interior y el gran corazón de la ciudad que me rodeaba parecían decaer al
unísono, lánguidamente, con el sol en su declinar. Levanté la cabeza del libro
que intentaba leer y que más bien me hacía soñar y dejé mis habitaciones,
saliendo al encuentro del fresco aire de la noche, paseando por los alrededores.
Era una de las dos tardes semanales que solía pasar con mi madre y mi
hermana, así que dirigí mis pasos hacia el Norte, camino de Hampstead.
Los acontecimientos que he de referir me obligan a explicar ahora que mi
padre había muerto hacía ya algunos años y que mi hermana Sarah y yo
éramos los únicos supervivientes de una familia de cinco hijos. Mi padre
también había sido profesor de dibujo. Sus esfuerzos le habían proporcionado
éxitos en su profesión y su ansiedad, que movía su amor por nosotros, para
asegurar el porvenir de los que dependíamos de su trabajo, le llevaron, desde
su matrimonio, a dedicar al pago de un seguro de vida una parte de sus
ingresos más sustancial de lo que la mayor parte de los hombres destinarían a
este propósito. Gracias a su admirable prudencia y abnegación, después de su
muerte mi madre y mi hermana pudieron mantener la misma situación holgada
con la misma independencia que tuvieron mientras él vivió. Yo heredé sus
relaciones, y tenía sobrados motivos para sentirme lleno de gratitud ante la
perspectiva que me aguardaba en mi inicio en la vida.
Cuando llegué ante la verja de la casa de mi madre, el sereno crepúsculo
centelleaba todavía en los bordes más altos de los brezos, y a mis pies veía
Londres sumergido en un negro golfo, en la oscuridad de la noche sombría.
Apenas toqué la campanilla me abrió ya bruscamente la puerta mi ilustre
amigo italiano el profesor Pesca, que acudió en lugar de la sirvienta y se
adelantó alegremente para recibirme.
Tanto por su personalidad como, debo añadir, por mi propia conveniencia,
el profesor merece el honor de una presentación formal. Las circunstancias
han hecho que tenga que ser éste el punto de partida de la extraña historia de
familia que tengo el propósito de revelar en estas páginas.
Conocía a mi amigo italiano por haberle encontrado en algunas casas
aristocráticas, en las que él enseñaba su idioma y yo el dibujo. Todo cuanto yo
sabía entonces de su pasado era que había ocupado un cargo importante en la
Universidad de Padua; que había tenido que abandonar Italia por cuestiones
políticas (la naturaleza de las cuales jamás dejó entrever a nadie), y que hacía
muchos años que estaba establecido en Londres como profesor de idiomas.
Sin ser lo que se dice un enano —pues estaba perfectamente proporcionado
de pies a cabeza— Pesca era, en mi opinión, el hombre más pequeño que
había visto, aparte de los que se exhiben en barracas. Si su físico resultaba
llamativo, se distinguía aún más de sus congéneres por la inofensiva
excentricidad de su carácter. Lo que parecía obsesionarle era la idea de
mostrar su agradecimiento a la nación que le había ofrecido asilo y medios
para ganarse la vida, por lo que hacía cuanto le era posible por convertirse en
un perfecto inglés. No se contentaba con expresar su entusiasmo por las
costumbres del país cargando siempre con paraguas, sombrero blanco y unas
inevitables polainas sino que aspiraba a ser un inglés tanto en sus gustos y
costumbres como en su indumentaria. Encontrando que nuestro pueblo se
distinguía por su afición a los deportes, el hombrecillo, ingenuamente, era un
apasionado de todos nuestros entretenimientos y juegos y se unía a ellos
siempre que encontraba ocasión, con el firme convencimiento de que podía
adoptar nuestras diversiones nacionales mediante un esfuerzo de voluntad, tal
como había adoptado las polainas y el sombrero blanco.
Le había visto arriesgar ciegamente sus piernas en una caza de zorros y en
un campo de cricket, y poco después, pude ver el peligro que corrió su vida en
la playa de Brighton.
Nos encontramos allí casualmente y nos bañamos juntos. Si nos
hubiéramos dedicado a alguna práctica específica de mi nación, me hubiera
visto obligado a preocuparme, por supuesto, del profesor Pesca; pero como los
extranjeros, por lo general, pueden cuidarse de sí mismos en el agua tan bien
como nosotros, no se me ocurrió que se podía incluir el arte natatorio en la
lista de pruebas de valor que él se creía capaz de superar improvisadamente.
Inmediatamente después de haber dejado ambos la orilla, me detuve,
descubriendo que mi amigo no había llegado hasta mí y me volví para
buscarle. Con pasmo y horror advertí entre la orilla y yo la presencia de dos
bracitos blancos que durante unos instantes bregaron por encima de las aguas
hasta desaparecer de la vista. Cuando me sumergí en su busca, el pobrecillo
estaba tendido en el fondo embutido en la oquedad de una roca, y mucho más
diminuto de lo que me había parecido hasta entonces. Durante los pocos
minutos que transcurrieron mientras le saqué, el aire libre lo revivió, y pudo
subir los escalones de la máquina con mi ayuda. Con la parcial recuperación
de su vitalidad, recobró también su maravilloso delirio de grandeza al respecto
de la natación tan pronto como sus dientes dejaron de castañetear y pudo
pronunciar alguna palabra; me dijo sonriendo y como sin darle ninguna
importancia que «había sufrido un calambre».
Cuando se reunió de nuevo conmigo en la playa repuesto ya por completo,
dejó por un momento su artificiosa reserva británica y brotó su cálida
naturaleza meridional, apabullándome con sus impetuosas muestras de afecto
—exclamaba apasionadamente con la clásica exageración italiana, que en lo
sucesivo su vida estaría a mi disposición— y afirmando que jamás volvería a
ser feliz hasta encontrar la oportunidad de probar su gratitud rindiéndome un
servicio tal que yo debiese recordar hasta el fin de mis días.
Hice cuanto pude para detener aquel torrente de lágrimas y
manifestaciones de afecto, insistiendo en tratar aquel episodio
humorísticamente; al final, como imaginaba, el sentimiento de obligación que
sentía Pesca hacia mí fue atenuándose. ¡Poco pensaba yo entonces, —como
tampoco lo pensé cuando acabaron nuestras alegres vacaciones— que la
oportunidad de brindarme un servicio que tan ardientemente ansiaba mi
agradecido amigo iba a llegar muy pronto, que él la aceptaría al momento y
que con ello alteraría el curso de mi vida, cambiándome de tal modo que casi
no era capaz de reconocerme a mí mismo tal como había sido en el pasado!
Y así sucedió; si yo no hubiese arrancado al profesor de su lecho de rocas
en el fondo del mar, en ningún caso hubiera tenido relación con la historia que
se relatará en estas páginas, ni jamás, probablemente, hubiera oído pronunciar
el nombre de la mujer que ha vivido constantemente en mi imaginación, que
se ha adueñado de toda mi persona y que con su influencia dirige hoy mi vida.
II
La cara y la actitud de Pesca, la noche en que nos encontramos ante la
verja de mi madre, fueron más que suficientes para hacerme saber que algo
extraordinario había sucedido. Sin embargo fue completamente inútil pedirle
una pronta explicación. Lo único que saqué en limpio, mientras me conducía
hacia el interior con ambas manos, era que, conociendo mis costumbres, había
venido aquella noche a casa seguro de encontrarme y que tenía que
comunicarme noticias de muy agradable naturaleza.
Nos dirigimos al salón de una manera bastante poco correcta y precipitada.
Mi madre estaba sentada junto a la ventana abierta, riendo y abanicándose.
Pesca era uno de sus favoritos, y cualquiera de sus excentricidades hallaba
siempre disculpa ante sus ojos ¡Pobre alma sencilla! Desde el momento en que
se dio cuenta de que el diminuto profesor estaba lleno de gratitud y
profesionalmente unido a su hijo, le abrió su corazón sin reservas y pasó por
alto todas sus desconcertantes rarezas de extranjero, sin intentar siquiera
comprenderlas.
Mi hermana Sarah, a pesar de gozar de la ventaja de su juventud, era
curiosamente mucho menos flexible. Reconocía las excelentes cualidades de
Pesca, pero no las aceptaba ciegamente, como hacía mi madre, sólo por ser
amigo mío. La veneración que Pesca profesaba hacia todo lo que fueran
apariencias, estaba en permanente contradicción con la corrección británica de
ella, y no podía por menos de sentir un desagradable asombro cada vez que el
excéntrico y pequeño extranjero se permitía ciertas familiaridades con mi
madre. He observado, no sólo en el caso de mi hermana, sino en otros muchos,
que nuestra generación es menos impulsiva y cordial que la de nuestros
mayores. Constantemente veo personas mayores excitadas y emocionadas ante
la expectativa de deleite que les espera, el cual no logra perturbar la serena
tranquilidad de sus nietos. Yo me pregunto: ¿es que los jóvenes de ahora
somos muchachos y muchachas tan auténticos como lo eran nuestros abuelos
en su tiempo? ¿Habrán avanzado demasiado las ventajas de la educación?
¿Somos en esta época nueva una mera escoria humana que ha recibido una
educación demasiado buena?
Sin intentar aclarar estas importantes cuestiones puedo sin embargo decir
que cuando veía a mi madre y a mi hermana en compañía de Pesca jamás
dejaba de notar que la primera resultaba la más juvenil de las dos. En aquella
ocasión, por ejemplo, mientras la dama de mayor edad estaba riendo
abiertamente de la manera atropellada con que entramos en el salón, Sarah
recogía con visible desazón los pedazos de una taza de té que el profesor había
roto al precipitarse a mi encuentro.
—No sé lo que hubiera sucedido si llegas a retrasarte, Walter —dijo mi
madre—. Pesca está medio loco de impaciencia y yo medio loca de curiosidad.
El profesor trae alguna noticia maravillosa que te concierne y se ha negado
cruelmente a darnos la más mínima pista hasta que su amigo Walter
apareciese.
—¡Qué lata! ¡Ya se ha descalabrado la partida! — murmuró Sarah entre
dientes, absorbida en la recogida de los restos de la taza rota.
Mientras eran pronunciadas esas palabras, el bueno de Pesca, sin
preocuparse lo más mínimo del irreparable destrozo que había causado,
empujaba tan contento una de las butacas hacia el otro extremo de la sala,
situándonos a los tres tal como haría un orador desde su tribuna. Volvió la
butaca de espalda a nosotros, se colocó en ella de rodillas y con gran
excitación empezó a dirigir la palabra a su pequeña congregación de tres,
desde su improvisado púlpito.
—Y ahora, queridos míos —empezó Pesca (que siempre decía «queridos»,
en lugar de «amigos»)—, escuchadme. Ha llegado el momento. Ahí va mi
buena noticia. Empiezo a hablar.
—¡Escuchad, escuchad! —dijo mi madre siguiendo la broma.
—Lo primero que le toca romper, mamá, será el respaldo de la mejor
butaca que tenemos —dijo Sarah por lo bajo.
—Vuelvo la vista atrás y me dirijo, como siempre, a la más noble de las
criaturas humanas —continuó Pesca con vehemencia, señalando mi humilde
persona desde su sitial—. ¿Quién me encontró muerto en el fondo del mar (a
causa de un calambre) y me sacó a flote, y qué dije cuando volví a la vida y a
vestir mis ropas?
—Mucho más de lo necesario —contesté yo lo más ceñudamente que
pude, pues sabía que tratar este asunto era equivalente a liberar las emociones
de Pesca en una riada de lágrimas.
—Dije —insistió Pesca— que mi vida le pertenecía a mi querido amigo
Walter hasta el fin de mis días y así es. Dije que nunca volvería a ser feliz si no
encontraba una oportunidad de hacer algo por él, y, en efecto, nunca he estado
satisfecho conmigo mismo hasta que ha llegado este venturoso día. Ahora —
gritó entusiasmado el hombrecito— la felicidad rebosa por todos los poros de
mi cuerpo, porque juro por mi fe, mi honor y mi alma que ocurre algo bueno y
que sólo queda por decir: ¡bien, todo está muy bien!
Conviene aquí explicar que Pesca tenía el prurito de creerse un perfecto
inglés tanto en su lenguaje como en sus costumbres, diversiones e
indumentaria. Había adoptado algunas de nuestras expresiones más familiares
y las usaba en sus conversaciones siempre que se le ocurría, repitiéndolas una
tras otra como si constituyeran una larga sílaba, sólo por el gusto de decirlas y
generalmente sin saber con exactitud su sentido.
—Entre las casas elegantes de Londres que frecuento para enseñar la
lengua de mi país —continuó el profesor, decidiéndose al fin a explicar el
asunto dejándose de más preámbulos—, hay una más opulenta que todas las
demás, situada en la gran plaza de Portland. Todos sabéis dónde está ¿no? Sí,
claro, por supuesto. Esta gran casa, queridos amigos, cobija a una gran familia.
Una mamá rubia y gorda, tres señoritas rubias y gordas; dos jóvenes caballeros
rubios y gordos y un papá más rubio y gordo que todos ellos, que es un
adinerado comerciante, forrado de oro, hombre de gran distinción en otro
tiempo y que ahora, con su cabeza calva y su doble barbilla, resulta de mucho
menos porte. Pues bien, atención: Yo enseño el sublime Dante a las tres
jóvenes señoritas pero, ¡Dios me ampare!, no hay palabras para explicar el
rompecabezas que el sublime crea en esas tres lindas cabezas. Pero no
importa, todo llegará y cuantas más lecciones se necesiten, mejor para mí.
Imagínense ustedes que hoy estaba enseñando a las señoritas como siempre:
estamos los cuatro juntos en el infierno de Dante, en el séptimo círculo —pero
esto no tiene importancia—, todos los círculos son lo mismo para las tres
señoritas gordas y rubias, y en el que se hallan firmemente ancladas; yo trato
de avanzar recitando, declamando, y sofocándome con mi propio
entusiasmo..., cuando de repente oigo por el pasillo el crujir de unas botas y
enseguida entra en la sala el rico papá, poderoso comerciante de cabeza calva
y papada. ¡Ay queridos, creo que el asunto empieza a interesarles! ¿Me habéis
escuchado con paciencia o habéis pensado: «Al diablo con Pesca, que esta
noche habla interminablemente»?
Declaramos que estábamos profundamente interesados.
El profesor continuó:
—El adinerado papá lleva una carta en su mano, y después de excusarse
por haber interrumpido nuestra estancia en las regiones infernales con asuntos
de este mundo, se dirige a las tres señoritas y empieza del modo con que
siempre empiezan los ingleses cada conversación: con un gran ¡Oh! «¡Oh
queridas! dice el poderoso mercader, tengo aquí una carta de mi amigo el
señor...» (he olvidado el nombre; pero no importa, ya que nos ocuparemos
luego de esto). Así que el papá dice «tengo una carta de mi amigo el señor, en
la que me pregunta si podría recomendarle un profesor de dibujo que estuviera
dispuesto a trasladarse durante una temporada a su casa de campo» y ¡por mi
alma que si en aquel momento tengo los brazos bastante largos hubiera sido
capaz de abarcar con ellos la poderosa humanidad del rico papá para
estrecharle contra mi corazón en señal de gratitud por haber lanzado tan
estupendas palabras! Como no pude hacerlo, me contenté con agitarme en mi
asiento como si me estuvieran pinchando, pero no dije nada y le dejé hablar.
«¿Conocéis vosotras, hijas mías, algún profesor de dibujo que yo pueda
recomendar?», dice el buen fabricante de dinero mientras da vueltas a la carta
entre sus dedos cuajados de oro. Las tres jovencitas se miran y responden (con
el inevitable ¡Oh! inglés): «¡Oh! no, papá, pero aquí está el señor Pesca...» Al
oír pronunciar mi nombre no puedo contenerme; su recuerdo, querido amigo,
se me sube a la cabeza como una oleada de sangre: doy un brinco sobre la silla
y digo en el más correcto inglés al poderoso comerciante: «Estimado señor,
conozco al hombre que necesita, al mejor profesor de dibujo del mundo.
Recomiéndele usted sin falta para que salga la carta en el correo de la noche y
envíele mañana mismo con todo su equipaje.» (¡Vaya frase inglesa!, ¿eh?)
«Bueno, un momento, —dice el papá—, ¿es inglés o extranjero?» «Inglés
hasta la médula de los huesos», respondo. «¿Honorable?» «Caballero —
contesto con viveza, pues esta pregunta suena a insulto ya que él me conoce—
la llama inmortal del genio arde en el alma de ese inglés, y lo que es más, ha
brillado antes en la de su padre». «Eso no me importa», dice papá, aquel
caníbal de oro. «Eso no me importa, señor Pesca. En este país no nos interesa
el genio si no va acompañado de honorabilidad, pero si la hay, somos felices
de ver un genio, verdaderamente felices. ¿Su amigo puede presentar
referencias, cartas que acrediten su comportamiento?» Hago un gesto
despectivo con la mano. «¿Cartas? —digo— ¡Dios me ampare! ¡Ya lo creo,
ya! Montones de cartas, fajas de referencias si usted lo desea». «Con una o dos
tenemos bastante —respondió aquel hombre lleno de flema y dinero—. Que
me las envíe con su nombre y sus señas, y espere un poco, señor Pesca, antes
de que vaya a ver a su amigo quiero darle un billete». «¿Un billete de banco?
—le digo con indignación— Nada de billetes por favor, hasta que mi amigo
inglés los haya ganado», «¿Billete de banco? —dice el papá, muy sorprendido
—. Pero ¿quién habla de eso? Me refiero a que voy a escribir un billete, una
nota que le explique sus obligaciones. Siga usted con su lección, Pesca,
mientras copio lo que interesa de la carta de mi amigo». El hombre de
mercancías y dinero se sienta con su pluma, tinta y papel y yo vuelvo al
Infierno de Dante en compañía de las tres señoritas. Al cabo de diez minutos
el billete está escrito y las crujientes botas del papá se alejan por el pasillo.
Desde aquel momento ¡juro por mi fe, mi honor y mi alma que no me doy
cuenta de nada! La idea feliz de que por fin he hallado mi oportunidad y de
que el grato servicio que rindo a mi amigo más querido de este mundo ya es
realidad casi, esta idea me sube a la cabeza y me embriaga. Cómo regreso ya
con mis discípulas de la Región Infernal, ni cómo cumplo mis otros
quehaceres, ni cómo mi frugal comida se desliza sola en mi garganta, no lo sé,
es como si estuviera en la luna. Lo único importante es que estoy aquí, con la
nota del omnipotente comerciante en mi mano, y que me siento inmenso como
la vida misma, ardiente como el fuego y feliz como un rey. ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja!,
¡Bien, bien, bien, muy bien! Y el profesor agitó la nota con las condiciones
sobre su cabeza, rematando su largo y fogoso relato con su estridente
imitación italiana del alegre hurra británico.
Entonces mi madre se levantó de su asiento y, con los ojos brillantes y las
mejillas encendidas, cogió las dos manos del profesor y le dijo emocionada:
—Mi querido, mi querido Pesca, nunca había dudado de su sincero afecto
hacia Walter; pero ahora estoy más convencida de ello que nunca.
—Desde luego que estamos muy agradecidas al profesor Pesca por lo que
ha hecho por Walter —añadió Sarah, y con estas palabras hizo el movimiento
de incorporarse como queriendo acercarse al sillón de Pesca también, pero al
ver a éste besar con efusión las manos de mi madre se puso seria y volvió a
hundirse en su asiento. «Si se permite con mamá estas familiaridades, sabe
Dios las que se tomará conmigo». Los rostros a veces dicen la verdad; y, sin
duda, esto fue lo que pensaba Sarah mientras volvía a sentarse.
A pesar de que yo también sentía verdadero agradecimiento por el afecto
de Pesca, no experimentaba la alegría que debiera producirme la perspectiva
del nuevo empleo que se me ofrecía. Cuando el profesor acabó de besar las
manos de mi madre y cuando yo le di las gracias por su intervención, le pedí
que me dejara echar un vistazo al billete que su respetable señor me dirigía.
Pesca me alargó el papel con un gesto de triunfo.
—¡Lea! —me dijo el hombrecillo majestuosamente— Le aseguro, amigo
mío, que la misiva del papá de oro le hablará con lenguaje de trompetas.
La nota estaba redactada en términos lacónicos, contundentes y, en todo
caso inteligibles. Se me comunicaba:
Primero. Que el caballero Frederich Fairlie, de la casa Limmeridge, en
Cumberland, desea contratar por un período de cuatro meses como mínimo un
profesor de dibujo de reconocida competencia.
Segundo. Que este profesor deberá encargarse de dos clases de trabajo. La
enseñanza de pintura a la acuarela a dos señoritas y dedicará las demás horas
de trabajo a la restauración de una valiosa colección de dibujos que ha
alcanzado un estado de abandono total.
Tercero. Que los honorarios que se ofrecen a la persona que acepta a su
cargo y cumplirá debidamente con dichos trabajos serán de cuatro guineas a la
semana; que residirá en Limmeridge; que se le concederá el trato
correspondiente a un caballero.
Cuarto y último. Que se abstenga de solicitar esta colocación la persona
que sea incapaz de presentar las referencias más indispensables respecto a su
persona y aptitudes. Tales referencias se enviarán a Londres, a casa del amigo
del señor Fairlie, que está autorizado para efectuar todos los trámites
definitivos.
A estas instrucciones seguían el nombre y señas del patrón de Pesca en
Portland, y aquí la nota —o el billete— terminaba.
Ciertamente, esta oferta de un empleo fuera de la ciudad resultaba
atractiva. El trabajo prometía ser tan fácil como agradable; además, la
proposición llegaba en otoño, en la época del año en que yo estaba menos
ocupado; la remuneración, según mi propia experiencia en esta profesión, era
sorprendentemente generosa. Yo lo comprendía; comprendía que debería
considerarme muy afortunado si llegaba a ocupar aquel puesto, pero tan pronto
como hube leído la nota sentí una inexplicable inapetencia de hacer algo por
conseguirlo. Nunca antes mi deber y mi gusto se habían encontrado en una
divergencia tan irreconciliable y dolorosa.
—¡Oh Walter! Nunca tuvo tu padre una suerte como esta —dijo mi madre,
devolviéndome la nota después de leerla.
—¡Conocer a una gente tan distinguida y, encima, esta gentileza suya, para
tratarse de igual a igual! —añadió Sarah, enderezándose en su silla.
—Sí, sí, las condiciones parecen bastante tentadoras en todos los aspectos
—añadí con cierta impaciencia —pero antes de enviar mis referencias me
gustaría reflexionar un poco...
—¡Reflexionar! —exclamó mi madre—, Pero Walter, ¿qué dices?
—¡Reflexionar! —repitió Sarah detrás de ella—, ¡Como se te ocurre
pensarlo siquiera!
—¡Reflexionar! —tomó la palabra el profesor—. ¿Sobre qué se ha de
reflexionar? ¡Contésteme! ¿No se quejaba usted de su salud, y no suspiraba
por lo que usted llama el sabor de la brisa campestre? ¡Vamos! Si este papel
que tiene en su mano le ofrece todas las bocanadas de la brisa campestre que
puede respirar durante cuatro meses hasta sofocarse. ¿No es así? ¿Eh?
También quería dinero. ¡De acuerdo! ¿Cuatro guineas semanales le parecen
una tontería? ¡Dios misericordioso! ¡Que me las den a mí y ya verán ustedes
como crujen mis botas tanto como las del papá de oro, y con plena conciencia
de la descomunal opulencia del que las gasta! Cuatro guineas cada semana sin
contar la encantadora presencia de dos señoritas jóvenes, sin contar la cama, el
desayuno, la cena, los magníficos tés ingleses y meriendas, la espumeante
cerveza, todo a cambio de nada, oiga, ¡Walter, querido amigo!, ¡que el diablo
me lleve! ¡Por primera vez en mi vida mis ojos no me sirven para verle y para
asombrarme de usted!
Ni la evidente sorpresa de mi madre ante mi actitud fervorosa, ni la
relación que Pesca me hacía de los beneficios que el nuevo empleo me
brindaba, consiguieron hacer tambalear mi irrazonable resistencia a la idea de
viajar hacia Limmeridge. Cuando todas las débiles objeciones que se me
ocurrían eran rebatidas una tras otra, ante mi completo desconcierto, intenté
erigir un último obstáculo preguntando qué sería de mis alumnos de Londres
durante el tiempo que me dedicase a enseñar a copiar del natural a las
señoritas Fairlie.
La respuesta fue fácil: la mayoría de ellos estarían fuera haciendo sus
habituales viajes de otoño, y los que no salieran de la población podrían dar
clase con un compañero mío, de cuyos discípulos me encargué yo una vez,
bajo circunstancias similares. Mi hermana me recordó que aquel caballero me
había ofrecido expresamente sus servicios si este año se me ocurría hacer
algún viaje en verano; mi madre muy seria, me increpó diciendo que no tenía
derecho a jugar con mis intereses ni con mi salud, por un capricho absurdo; y
Pesca me imploró que no hiriera su corazón al rechazar el primer servicio que
él pudo rendir, en señal de su agradecimiento, al amigo que le había salvado la
vida.
La sinceridad y franco afecto que inspiraban estos discursos hubieran sido
capaces de conmover a cualquiera que tuviese un átomo de sentimiento en su
composición.
Aunque yo no pude combatir mi extraña perversidad, por lo menos fui lo
suficientemente honrado como para avergonzarme de todo corazón y puse fin
a la discusión complaciendo a todos: cedí y prometí cumplir lo que todos los
presentes esperaban de mí.
El resto de la velada se consumió con cierto regocijo en hacer jubilosas
suposiciones sobre mi futura convivencia con las dos señoritas de
Cumberland. Pesca, inspirado con nuestro grog, que cinco minutos después de
estar englutiendo obraba los milagros más sorprendentes con su cabeza, quiso
demostrarnos que era todo un inglés emitiendo una serie de brindis que se
sucedían con rapidez, en los que hacía votos por la salud de mi madre, de mi
hermana, de la mía, y por la salud de todos a la vez, del señor Fairlie y de sus
hijas; inmediatamente después se dio las gracias a sí mismo con mucho énfasis
en nombre de todos los presentes.
—Un secreto, Walter —me dijo mi amigo cuando los dos caminábamos
hacia nuestras casas, en tono confidencial. —Estoy excitado por mi propia
elocuencia. Mi pecho rebosa de ambiciones. Ya verá cómo me eligen un día
miembro de su noble Parlamento. ¡Es el sueño de toda mi vida: ser el
ilustrísimo señor Pesca, Miembro del Parlamento!
A la mañana siguiente envié al patrón del profesor mis referencias. Pasaron
tres días; y llegué a la conclusión —para mi secreta satisfacción— de que mis
informes no habían resultado bastante convincentes. Sin embargo al cuarto día
llegó la respuesta. Se me comunicaba que el señor Fairlie aceptaba mis
servicios y me instaba a partir para Cumberland de inmediato. En la posdata se
especificaba clara y minuciosamente todas las instrucciones necesarias para
emprender el viaje.
Hice los preparativos de mi viaje sin la menor ilusión, para salir de
Londres por la mañana del día siguiente. Al atardecer se presentó Pesca,
camino de una cena festiva, a despedirme.
Cuando usted no esté aquí, mis lágrimas se secarán —dijo alegremente—
al pensar que fue mi mano feliz la que le dio el primer empujón en su camino
de glorias y riquezas. ¡En marcha, amigo mío! ¡Cuando su sol brille en
Cumberland, métale en casa, en nombre de Dios! Cásese con una de las
señoritas y llegará a ser el honorable Hartright, M. P. Y cuando esté en la
cumbre de la gloria, recuerde que Pesca, desde abajo, le mostró el sendero
para alcanzarla.
Traté de sonreír a mi diminuto amigo siguiéndole su broma, pero no estaba
mi espíritu para sonrisas. Algo en mi interior temblaba penosamente, mientras
aquél me dedicaba su alegre despedida.
Cuando me dejó, lo único que me quedaba por hacer era encaminarme
hacia la casa de Hampstead para despedirme de mi madre y mi hermana.
III
El día había sido caluroso en extremo, y al llegar la noche continuaba el
bochorno y la pesadez de la atmósfera.
Mi madre y mi hermana habían pronunciado tantas palabras de despedida y
tantas veces me habían pedido esperar cinco minutos más que casi era ya
medianoche cuando el criado cerró tras de mí la verja del jardín. Anduve
algunos pasos por el atajo que me llevaba a Londres, pero luego me detuve
vacilando.
En el cielo sin estrellas brillaba la luna, y en su misteriosa luz el quebrado
suelo del páramo aparecía como una región salvaje, a miles de millas de la
gran ciudad que yo contemplaba a mis pies. La idea de sumergirme en seguida
en el bochorno y la oscuridad de Londres me repelía. La perspectiva de ir a
dormir a mis habitaciones sin aire, se me antojaba, agitado como estaba en mi
espíritu y cuerpo, idéntica a la de sofocarme poco a poco. Me decidí, pues, por
el aire más puro, escogiendo el camino más desviado posible para pasear por
blanquecinos senderos aireados por el viento a través del desierto páramo y
llegar a Londres por los suburbios, tomando la carretera de Finchley y así
regresar a casa con el fresco de la madrugada por la parte occidental de
Regent's Park.
Seguí caminando lentamente por el páramo, gozando de la divina quietud
del paisaje y admirando el suave juego de luz y sombra que reverberaba sobre
el agrietado terreno a ambos lados del camino. En toda esta primera y más
bella parte de mi paseo nocturno, mi pasiva mente recibía las impresiones que
la vista le proporcionaba; apenas si pensaba en algo, y de hecho lo que
experimentaba en aquellos momentos no dejaba lugar a pensamientos algunos.
Pero cuando dejé el páramo para seguir por la carretera, donde había
menos que admirar, las ideas que el próximo cambio en mis costumbres y
ocupaciones había despertado, fueron acaparando toda mi atención. Al llegar
al fin de la carretera estaba completamente absorto en mis visiones
fantasmagóricas de Limmeridge, del señor Fairlie y de las dos señoritas cuya
educación artística iba a estar muy pronto en mis manos.
Llegué en mi caminata al lugar donde se cruzaban cuatro caminos: el de
Hampstead, por el cual había venido; la carretera de Finchley; la de West—
End y el camino que llevaba a Londres. Seguí mecánicamente este último y
avanzaba fantaseando perezosamente sobre cómo serían las señoritas de
Cumberland, cuando pronto se me heló la sangre en las venas al sentir que una
mano se posaba sobre mi hombro. Tan ligera como inesperadamente.
Me volví bruscamente apretando con mis dedos el puño de mi bastón.
Allí, en medio del camino ancho y tranquilo, allí, como si hubiera brotado
de la tierra o hubiese caído del cielo en aquel preciso instante, se erguía la
figura de una solitaria mujer envuelta en vestiduras blancas; inclinaba su cara
hacia la mía en una interrogación grave mientras su mano señalaba las oscuras
nubes sobre Londres, así la vi cuando me volví hacia ella.
Estaba demasiado sorprendido, por lo repentino de aquella extraordinaria
aparición que surgió ante mi vista en medio de la oscuridad de la noche y en
aquellos lugares desiertos, para preguntarle lo que deseaba. La extraña mujer
habló primero:
—¿Es este el camino para ir a Londres? —dijo.
La miré fijamente al oír aquella singular pregunta. Era ya muy cerca de la
una. Todo lo que pude distinguir a la luz de la luna fue un rostro pálido y
joven, demacrado y anguloso en los trazos de las mejillas y la barbilla; unos
ojos grandes, serios, de mirada atenta y angustiosa, labios nerviosos e
imprecisos
cabellos de un rubio pálido con reflejos de oro oscuro. En su actitud no
había nada salvaje ni inmodesto, expresaba serenidad y dominio de sí misma,
se notaba un aire melancólico y como temeroso; su porte no era precisamente
el de una señora, pero tampoco el de las más humildes de la sociedad. Su voz,
aunque la había oído poco, tenía flexiones extrañamente reposadas y
mecánicas, a la vez que la dicción era notablemente apresurada. Llevaba en la
mano un pequeño bolso, y tanto éste como sus ropas, capota, chal y traje eran
blancos y, hasta donde yo era capaz de juzgar, las telas no parecían finas ni
costosas. Era esbelta y de estatura más que mediana, no se observaba en sus
gestos nada que se pareciese a la extravagancia. Aquello fue todo lo que pude
ver de ella entonces, a causa de la escasa luz y de mi perplejidad ante las
extrañas circunstancias de nuestro encuentro. ¿Qué clase de mujer sería
aquélla, y qué haría sola en una carretera, pasada una hora de la medianoche?
No llegaba a entenderlo.
De lo único que estaba seguro era de que el más lerdo de los hombres no
hubiera podido interpretar en mal sentido sus intenciones al hallarme, ni
siquiera considerando la hora tan tardía y sospechosa y el lugar tan sospechoso
y desértico.
—¿Me oye usted? —repitió con la misma calma y rapidez, y sin el menor
signo de impaciencia o enfado—. Preguntaba si este es el camino que lleva a
Londres.
—Sí— respondí—. Este es el camino que va hasta San John Wood y al
Regent's Park. Perdone que haya tardado en contestarle. Me ha sorprendido su
repentina aparición, y aun ahora sigo sin comprenderla.
—No sospechará usted que es por algo malo, ¿verdad? No he hecho nada
que sea malo. Tuve un accidente..., y me siento desgraciada por estar aquí sola
a estas horas. ¿Por qué piensa usted que he hecho algo malo?
Hablaba con una seriedad y agitación innecesarias y retrocedió unos pasos
ante mí. Hice lo posible por tranquilizarla.
—Por favor, no crea que se me ha ocurrido sospechar de usted —dije—,
no he tenido otro deseo que serle útil en lo que pueda. Lo que me chocó de su
aparición en el camino fue que un momento antes lo había mirado y estaba
completamente vacío.
Se volvió hacia atrás y señaló el lugar en que se unen los caminos de
Londres y Hampstead, que era un hueco en el seto.
—Le oí venir —contestó—, y me escondí allí para ver qué clase de
hombre sería antes de arriesgarme a hablarle. Tuve dudas y temores hasta que
pasó a mi lado, y entonces hube de seguirle a hurtadillas y tocarle.
¿Seguirme a hurtadillas y tocarme? ¿Por qué no me llamó? Extraño, por no
decir otra cosa.
—¿Puedo confiarme a usted? —preguntó—. ¿No pensará usted de mí lo
peor porque haya sufrido un accidente?
Se calló como avergonzada, cambió el bolso de una mano a la otra y
suspiró amargamente.
La soledad y desamparo de aquella mujer me conmovían. El impulso
natural de socorrerla y salvarla se impuso a la serenidad de juicio, precaución
y mundología que hubiera demostrado un hombre mayor, más experto y más
frío ante esta extraña emergencia.
—Puede confiar en mí si su propósito es honesto— contesté—. Y si le
violenta confesar el motivo de hallarse en esta extraña situación, no volvamos
a hablar de ello. Dígame en qué puedo ayudarla y lo haré si está en mi mano.
—Es usted muy amable y estoy muy, muy feliz de haberle encontrado.
Por vez primera escuché resonar en su voz algo de ternura femenina
cuando pronunciaba estas palabras; pero en sus grandes ojos, cuya angustiosa
mirada de atención se fijaba en mí con insistencia, no brillaban lágrimas.
—No he estado en Londres más que una vez —continuó hablando aún más
de prisa— y no conozco esos lugares. ¿Podría conseguir un coche o un carro o
lo que fuese? ¿Es demasiado tarde? No sé. Si usted pudiera indicarme dónde
encontrarlo, y fuera capaz de prometerme no intervenir en nada y dejarme
marchar cuándo y dónde yo quiera... Tengo en Londres una amiga que estará
encantada de recibirme, y yo no deseo otra cosa. ¿Me lo promete?
Miró con ansiedad a ambos lados de la carretera, cambió una y otra vez de
mano su bolso blanco, repitió aquellas palabras: «¿Me lo promete?» y me miró
largamente con tal expresión de súplica, temor y desconcierto que me sentí
alarmado.
¿Qué iba yo a hacer? Se trataba de un ser humano desconocido,
abandonado completamente a mi merced e indefenso ante mí, y este ser era
una mujer desgraciada. Cerca no había ni una sola casa, ni pasaba nadie a
quien yo pudiera consultar, ningún derecho terrenal me daba el poder de
mandar sobre ella, aunque hubiera sabido cómo hacerlo. Escribo estas líneas
lleno de desconfianza hacia mí mismo, bajo las sombras de los
acontecimientos posteriores que nublan el propio papel en que las trazo, y sigo
preguntándome: ¿Qué hubiera podido hacer entonces?
Lo que hice fue tratar de ganar tiempo con preguntas.
—¿Está segura de que su amiga de Londres la recibirá a estas horas de la
noche? — le dije.
—Completamente segura. Pero prométame que me dejará sola en cuanto se
lo pida y que no se entremeterá en mis asuntos. ¿Me lo promete?
Al repetir por tercera vez esta pregunta se acercó a mí y, con un furtivo y
suave movimiento, puso su mano en mi pecho, una mano delgada, una mano
fría (lo noté cuando la aparté con la mía), incluso en aquella noche
bochornosa. Recordad que yo era joven y que la mano que me tocó era una
mano de mujer.
—¿Me lo promete?
—Sí.
¡Una sola palabra! La palabra tan familiar que está en los labios de todos
los hombres a cada hora del día. ¡Pobre de mí, ahora, al escribirla, me
estremezco!
Y andando juntos dirigimos nuestros pasos hacia Londres en aquellas
primeras y tranquilas horas del nuevo día, ¡yo con aquella mujer, cuyo
nombre, cuyo carácter, cuya historia, cuyo objeto en la vida, cuya misma
presencia a mi lado en aquellos momentos eran misterios insondables para mí!
Creía estar soñando. ¿Era yo en verdad Walter Hartright? ¿Era aquél el camino
para Londres, tan corriente y conocido, tan poblado de gentes ociosas los
domingos? ¿Había estado yo hacía poco más de una hora en el ambiente
sosegado, decente y convencionalmente doméstico de la casita de mi madre?
Me sentía demasiado aturdido, a la vez que demasiado consciente de un
sentimiento de reprobación hacia mí mismo para poder hablar a mi extraña
acompañante en los primeros minutos. Y fue también su voz la que rompió el
silencio que nos envolvía.
—Quiero preguntarle una cosa— dijo de golpe—. ¿Conoce usted mucha
gente en Londres?
—Sí, muchísima.
—¿Mucha gente distinguida y aristocrática?
Había en esta pregunta una inconfundible nota de desconfianza, y yo vacilé
sobre lo que debía contestar.
—Algunos— dije después de un momento.
—Muchos— se paró en seco, y me escrutó con su mirada—. ¿Muchos
hombres con el título de barón?
Demasiado sorprendido para contestarle, interrogué yo a mi vez.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque espero, en mi propio interés, que exista un barón que usted no
conozca.
—¿Quiere decirme su nombre?
—No puedo..., no me atrevo... Pierdo la cabeza cuando le nombro.
Hablaba en voz alta, casi con ferocidad, y levantando su puño cerrado, lo
agitó con vehemencia; luego se dominó repentinamente, y dijo en voz baja,
casi en un susurro:
—Dígame a quiénes de ellos conoce usted.
No podía negarme a satisfacerla en una pequeñez como aquélla y le dije
tres nombres. Dos eran de padres de mis alumnas, y otro, el de un solterón que
me llevó una vez de viaje en su yate para que le hiciese unos dibujos.
—¡Ah, no le conoce a él! — dijo con un suspiro de alivio. — ¿Es usted
también aristócrata?
—Nada de eso. No soy más que un profesor de dibujo.
Cuando le di esta respuesta, quizá con alguna amargura, agarró mi brazo
con la brusquedad que caracterizaba todos sus movimientos.
—¡No es un aristócrata! — se repitió a sí misma—. ¡Gracias a Dios, puedo
confiar en él!
Hasta aquel momento había logrado dominar mi curiosidad por
consideración a mi acompañante, pero ahora no pude contenerme.
—Me parece que tiene usted graves razones contra algún aristócrata, —le
dije— me parece que el barón a quien no quiere nombrar le ha causado un
agravio. ¿Es por eso por lo que se halla aquí a estas horas?
—No me pregunte, no me haga hablar de ello— contestó—. No me siento
con fuerzas ahora. Me han maltratado mucho y me han ofendido mucho. Le
quedaría muy agradecida si va más de prisa, y no me habla. Sólo deseo
tranquilizarme, si es que puedo.
Seguimos adelante con paso rígido, y durante más de media hora no nos
dijimos una sola palabra. De cuando en cuando, como tenía prohibido seguir
con mis preguntas, yo lanzaba una furtiva mirada a su rostro, su expresión no
se alteraba: los labios apretados, la frente ceñuda, los ojos miraban de frente,
ansiosos pero ausentes. Habíamos llegado ya a las primeras casas y estábamos
cerca del nuevo colegio de Wesleyan, cuando la tensión desapareció de su
rostro y me habló de nuevo.
—¿Vive usted en Londres? —dijo.
—Sí
Pero al contestarle pensé que quizá tuviese intención de acudir a mí para
que la aconsejase o ayudase y me sentí obligado a evitarle desencantos,
advirtiéndole que pronto saldría de viaje. Así que añadí:
—Pero mañana me voy de Londres por algún tiempo. Me marcho al
campo.
—¿Dónde? —preguntó—. ¿Al Norte o al Sur?
—Al Norte, a Cumberland.
—¡Cumberland! — repitió con ternura—. ¡Ah! ¡Cuánto me gustaría ir allí
también! Hace tiempo fui muy feliz allí.
Traté de nuevo de levantar el velo que se tendía entre aquella mujer y yo.
—Quizá ha nacido usted en la hermosa comarca del Lago.
—No— contestó—. Nací en Hampshire, pero durante un tiempo fui a la
escuela en Cumberland. ¿Lagos? No recuerdo ningún lago. Lo que me gustaría
ver es el pueblo de Limmeridge y la mansión de Limmeridge.
Entonces me tocó a mí detenerme, de golpe. Mi curiosidad estaba ya
excitada y la mención casual que mi extraña acompañante hacía de la
residencia del señor Fairlie me dejó atónito.
—¿Ha gritado alguien? —preguntó, mirando temerosa hacia todas partes
en el instante en que me detuve.
—No, no. Es que me ha sorprendido el nombre de Limmeridge, porque
hace pocos días he oído hablar de él a unas personas de Cumberland.
—¡Ah! pero son pocas las personas que yo conozco. La señora Fairlie ha
muerto, su marido también, y su hija se habrá casado y se habrá marchado de
allí. No sé quién vivirá ahora en Limmeridge. Si allí vive todavía alguien con
ese nombre, sólo sé que le querría por amor a la señora Fairlie.
Pareció como si fuera a añadir algo más; pero mientras hablaba habíamos
llegado a la barrera de portazgo al final de la avenida Avenue—Roas, y
entonces, atenazando su mano alrededor de mi brazo, miró con recelo la verja
que teníamos delante y preguntó:
—¿Está mirando el guarda del portazgo?
No estaba mirando y no había nadie más alrededor cuando pasamos la
verja; pero la luz de gas y las casas parecían inquietarla, llenándola de
impaciencia.
Ya estaremos en Londres —dijo—. ¿Ve usted algún coche que pudiese
alquilar? Estoy cansada y tengo miedo. Quisiera meterme dentro y que me
conduzca lejos de aquí.
Le contesté que tendríamos que andar algo más hasta llegar a una parada
de coches a no ser que tuviésemos la suerte de tropezar con alguno libre; luego
pretendí seguir con el tema de Cumberland. Fue inútil. El deseo de meterse en
un coche y marcharse se había apoderado de su mente. Era incapaz de pensar
ni hablar de otra cosa.
Apenas habríamos andado la tercera parte de Avenue—Roas cuando vi que
un coche de alquiler se paraba a una manzana de nosotros ante una casa
situada en la acera de enfrente; bajó un señor que desapareció en seguida por
la puerta del jardín. Detuve al cochero cuando ya se subía al pescante. Al
cruzar el camino, era tal la impaciencia de mi compañera que me hizo
atravesarlo corriendo.
—Es muy tarde— dijo— tengo tanta prisa sólo porque es muy tarde.
—Sólo puedo llevarle, señor, si va hacia Tottenham Court— dijo el
cochero con corrección cuando yo abrí la portezuela—. Mi caballo está muerto
de fatiga, y no llegará muy lejos si no lo llevo directamente al establo.
—Sí, sí. Me conviene. Voy hacia allá, voy hacia allá—. Habló ella
jadeando de angustia; y se precipitó al interior del coche.
Me aseguré, antes de dejarla entrar, de que el hombre no estaba borracho.
Cuando ella estaba ya sentada la quise convencer de que me permitiese
acompañarla hasta el lugar adonde se dirigía, para su mayor seguridad.
—No, no, no— dijo con vehemencia— ahora estoy a salvo y soy muy
feliz. Si es usted un caballero, recuerde su promesa. Déjele que siga hasta que
yo le detenga. ¡Gracias, gracias, mil gracias!
Mi mano seguía aguantando la portezuela. La cogió entre las suyas, la besó
y la empujó fuera. En aquel mismo instante el coche se puso en marcha; di
unos pasos detrás de él con la vaga idea de detenerlo, sin saber bien por qué,
dudaba por miedo a asustarla y disgustarla, llamé al fin pero no lo bastante
alto como para que me oyese el cochero. El ruido de las ruedas se fue
desvaneciendo en la distancia; el coche se perdió en las negras sombras del
camino, y la mujer de blanco había desaparecido.
Pasaron diez minutos o más. Yo continuaba en el mismo sitio; daba
mecánicamente unos pasos hacia delante, volvía a pararme, confuso. Hubo un
momento en que me sorprendí dudando de la realidad de la aventura; luego me
encontré desconcertado y desolado por la sensación desagradable de haber
cometido un error, la cual, sin embargo, no resolvía mi incertidumbre acerca
de lo que podía haber sido el proceder correcto. No sabía adónde iba ni qué
debía hacer ahora del barullo de mis pensamientos, cuando de pronto recobré
mis sentidos —tendría que decir desperté—, al oír el ruido de unas ruedas que
su aproximaban rápidamente por detrás.
Me hallaba en la parte oscura del camino, a la sombra frondosa de los
árboles de un jardín, cuando me detuve para mirar a mi alrededor. Del lado
opuesto y mejor iluminado, cerca de donde estaba, venía un policía en
dirección al Regent's Park.
Un coche pasó a mi lado; era un cabriolé descubierto; en él iban dos
hombres.
—¡Para! —gritó uno de ellos—. Aquí hay un policía. Vamos a preguntarle.
El coche paró en seco, a pocos pasos del sombrío lugar en que yo estaba.
—¡Policía! — llamó el que había hablado primero—. ¿Ha visto usted pasar
por aquí una mujer?
—¿Qué mujer, señor?
—Una mujer con un traje lila pálido...
—No, no —interrumpió el otro hombre—. Las ropas que le dimos
nosotros las ha dejado sobre la cama. Debe de haberse escapado con las que
ella llevaba cuando llegó. Vestía de blanco, agente. Una mujer vestida de
blanco.
—No la he visto, señor.
—Si usted o alguno de sus hombres encuentran a esa mujer, deténganla y
envíenla muy vigilada a estas señas. Pago todos los gastos y doy una buena
recompensa.
El policía miró la tarjeta que le entregaban.
—¿Por qué hemos de detenerla? ¿Qué ha hecho, señor?
—¡Qué ha hecho! Se ha escapado de mi Sanatorio. No lo olvide, una mujer
de blanco. Adelante.
IV
«¡Se ha escapado de mi Sanatorio!»
Si he de confesar la verdad, todo el horror de estas palabras no cayó sobre
mí como una revelación. Algunas de las extrañas preguntas que me hizo la
mujer de blanco, después de mi irreflexiva promesa de dejarle hacer lo que
quisiera, me hicieron pensar que tenía un natural inconstante y revoltoso o que
algún reciente choque nervioso había perturbado el equilibrio de sus
facultades. Pero la idea de una locura total, que todos nosotros asociamos con
la palabra sanatorio, puedo declarar con toda honradez que no se me había
ocurrido nunca tratándose de aquella mujer. No había observado nada en su
modo de hablar ni de actuar que justificara semejante cosa; y aun con lo que
había sabido por las palabras que intercambió el desconocido con el policía,
no veía en ella nada que las justificase.
¿Qué había hecho yo? ¿Ayudar a escapar de la más horrible de las
prisiones a una de sus víctimas, o lanzar al inmenso mundo de Londres una
criatura desventurada cuando mi deber, como el de cualquier otro hombre, era
vigilar piadosamente sus actos? Me dio vértigo cuando se me ocurrió la
pregunta y sentí remordimientos por planteármela demasiado tarde.
En el estado de inquietud en que me hallaba era inútil pensar en acostarme
cuando al fin llegué a mi habitación de Clement's Inn. No me faltaba mucho
para salir camino a Cumberland. Me senté y traté primero de dibujar y luego
de leer, pero la dama de blanco se interponía entre mí y mi lápiz, entre mí y mi
libro. ¿Le habría sucedido alguna desgracia a aquella desamparada criatura?
Este fue mi primer pensamiento, aunque mi egoísmo me impidió proseguir
con él. Siguieron otros cuya consideración me resultaba menos dolorosa.
¿Dónde había parado el coche? ¿Qué habría sido de ella a esas horas? ¿La
habrían encontrado y llevado consigo los hombres del cabriolé? O: ¿Sería aún
capaz de controlar sus actos? ¿Seguíamos nosotros dos unos caminos
separados que nos llevaban hacia un mismo punto del futuro misterioso, donde
volveríamos a encontrarnos?
Fue para mí un alivio que llegase la hora de cerrar mi puerta y de decir
adiós a las ocupaciones de Londres, a los alumnos de Londres y a los amigos
de Londres y de ponerme de nuevo en camino hacia nuevos intereses y hacia
una vida nueva. Hasta el alboroto y la confusión de la estación que tanto me
aturdían y fatigaban en otras ocasiones me animaron y reconfortaron.
Siguiendo las instrucciones recibidas me dirigí a Carlisle, donde debía
tomar un tren de enlace que me llevase hasta la costa. Para empezar el relato
de mis infortunios, el primer percance ocurrió cuando la locomotora tuvo una
avería entre Lancaster y Carlisle. A causa del retraso ocasionado por este
accidente perdí el tren de enlace que debía coger a la hora justa de llegar a la
estación. Tuve que esperar varias horas; así cuando el próximo tren me dejó en
la estación más cercana a la casa de Limmeridge, eran más de las diez y la
noche tan oscura que apenas pude encontrar el cochecillo que me aguardaba
por orden del señor Fairlie,
El cochero, visiblemente irritado por mi retraso, se encontraba en ese
estado de enfurruñamiento intachablemente respetuoso que sólo se da entre
criados ingleses. Emprendimos nuestro viaje en la oscuridad, lentamente y en
absoluto silencio. Los caminos eran malos y la lobreguez cerrada de la noche
hacía aún más difícil avanzar con rapidez por aquel terreno. Según marcaba mi
reloj, había pasado casi hora y media desde que dejamos la estación cuando oí
el rumor del mar en la lejanía y el blando crujir de la grava bajo las ruedas.
Habíamos atravesado un portón antes de entrar en el camino de grava, y
pasamos por otro antes de pararnos delante de la casa. Me recibió un criado
majestuoso que me informó que los señores estaban ya descansando y me
condujo a una espaciosa estancia de techos altos donde me esperaba la cena,
tristemente olvidada sobre un extremo de la inhóspita desnudez de la mesa de
caoba.
Estaba demasiado cansado y desanimado para comer y beber mucho, sobre
todo teniendo delante a aquel majestuoso criado que me servía con el mismo
esmero que si a la casa hubieran llegado varios invitados a una cena de gala y
no un hombre solo. En quince minutos quedé dispuesto para ir a mi cuarto. El
majestuoso criado me guio hacia una habitación elegantemente decorada y
dijo: «El desayuno es a las nueve, señor», miró a su alrededor para asegurarse
de que todo estaba en orden, y desapareció silenciosamente.
«¿Cuáles serán mis sueños esta noche? —me pregunté, apagando la vela
—. ¿La mujer de blanco? ¿Los desconocidos moradores de la mansión de
Cumberland? ¡Era una sensación extraña la de dormir en una casa, como un
amigo de la familia, y no conocer a uno solo de sus ocupantes ni siquiera de
vista!».
V
Cuando me levanté a la mañana siguiente y abrí las persianas, ante mí se
extendía gozosamente el mar iluminado por el sol generoso de agosto y la
lejana costa de Escocia rozaba el horizonte con rayas de azul diluido.
Este espectáculo era tan sorprendente y de tal novedad para mí, después de
mi extenuante experiencia del paisaje londinense compuesto de ladrillo y
estuco, que me sentí irrumpir en una vida nueva y en un orden nuevo de
pensamientos en el mismo momento de verlo. Se me imponía una sensación
imprecisa de haberme desligado súbitamente del pasado, sin haber alcanzado
una visión más clara del presente o del porvenir. Los sucesos de no hacía más
de unos días se borraron de mi recuerdo, como si hubieran ocurrido muchos
meses atrás. El excéntrico relato de Pesca sobre los procedimientos que utilizó
para conseguirme mi nuevo empleo, la despedida de mi madre y mi hermana,
hasta la misteriosa aventura que me sucedió al volver aquella noche a casa
desde Hampstead, de pronto todo parecía haber acontecido en cierta época
lejana de mi existencia. Y aunque la dama de blanco seguía ocupando mi
pensamiento, su imagen se había vuelto ya deslucida y empañada.
Poco antes de las nueve salí de mi habitación. El majestuoso criado del día
anterior que me recibió a mi llegada me encontró vagando por los pasillos y
me guio compasivamente hasta el comedor.
Lo primero que vi cuando el sirviente abrió la puerta fue la mesa ya
dispuesta para el desayuno, situada en el centro de una larga estancia llena de
ventanas. Mi mirada cayó sobre la más alejada y vi junto a ella a una dama
que me daba la espalda. Desde el primer momento que mis ojos la vieron
quedé admirado por la insólita belleza de su silueta y la gracia natural de su
porte. Era alta, pero no demasiado; las líneas de su cuerpo eran suaves y
esculturales, pero no era gorda; su cabeza se erguía sobre sus hombros con
serena firmeza; sus senos eran la perfección misma para los ojos de un
hombre, pues aparecían donde se esperaba verlos y su redondez era la
esperada, ostensible, y deliciosamente no estaban deformados por un corsé. La
dama no advirtió mi presencia, y me permití durante algunos minutos
quedarme admirándola, hasta que yo mismo hice un movimiento con la silla
como la manera más discreta de llamar su atención. Entonces se volvió hacia
mí con rapidez. La natural elegancia de sus movimientos que pude observar
cuando se dirigió hacia mí desde el fondo de la habitación me llenó de
impaciencia por contemplar de cerca su rostro. Se apartó de la ventana y me
dije: «Es morena». Avanzó unos pasos y me dije: «Es joven». Se acercó más,
y entonces me dije con una sorpresa que no soy capaz de describir: «¡Es fea!».
Nunca quedó tan desmentida la antigua máxima de que la Naturaleza no
yerra, nunca ni de manera más decisiva quedaban desmentidas las promesas de
hermosura como lo eran para mí ante aquella cabeza que coronaba un cuerpo
escultural. Su tez era morena y la sombra de su labio superior bien podía
calificarse de bigote; la boca, de líneas firmes, era grande y varonil; los ojos,
castaños y saltones, con mirada resuelta y penetrante; los cabellos, espesos,
negros como el ébano, enmarcaban una frente asombrosamente baja.
Su expresión serena, sincera e inteligente carecía —al menos cuando
callaba— de las dulzura y suavidad femeninas, sin las cuales la belleza de la
mujer más apuesta parece incompleta. Al contemplar aquel semblante sobre
aquellos hombros que un escultor hubiera ansiado por modelo, y al recrearse
en la tenue gracia de sus gestos que reflejaban la belleza de sus miembros,
para encontrarse luego con los rasgos y expresión varoniles que remataban
aquel cuerpo perfecto, se experimentaba una extraña y desagradable
sensación, parecida a la que se experimenta durante el sueño cuando
reconocemos las incongruencias y anomalías de una pesadilla, pero no
podemos conciliarlas.
—¿El señor Hartright? — preguntó la dama. Su rostro se iluminó con una
sonrisa y se volvió dulce y femenino en el momento en que empezó a hablar.
—Anoche tuvimos que acostarnos, pues perdimos la esperanza de verle, le
ruego nos perdone esta aparente desatención y permítame que me presente
como una de sus discípulas. ¿Le parece que nos demos la mano? Supongo que
estará conforme, puesto que hemos de hacerlo antes o después y ¿por qué no
hacerlo cuanto antes?
Dijo estas originales palabras de bienvenida con una voz clara, sonora y de
timbre agradable, y me tendió su mano, grande pero de líneas correctísimas,
con la gracia y desenvoltura propias de una mujer de cuna aristocrática.
Después me invitó a sentarme a la mesa con tanta familiaridad como si nos
conociéramos de muchos años atrás y nos hubiéramos citado en Limmeridge
para hablar de otros tiempos.
—Imagino que llegará usted con ánimo de pasarlo aquí lo mejor posible y
sacar todo el partido que pueda de su situación —continuó la dama—. Por de
pronto, hoy ha de contentarse usted con mi única compañía para el desayuno.
Mi hermana no baja aún porque tiene una de esas enfermedades, tan
características en las mujeres, que se llama jaqueca. Su anciana institutriz, la
señora Vesey, la socorre caritativamente con su reconfortante té. Nuestro tío, el
señor Fairlie, nunca nos acompaña en nuestras comidas, pues está muy
enfermo y lleva una vida de soltero en sus habitaciones. De modo que no
queda en casa nadie más que yo. Hemos tenido la visita de dos amigas que
pasaron aquí unos días, pero se fueron ayer desesperadas, y no es de extrañar.
Durante todo el tiempo que duró su visita y a causa del estado de salud del
señor Fairlie no pudimos ofrecerles la compañía de un ser humano de sexo
masculino para poder charlar, bailar y flirtear. En consecuencia no hacíamos
más que pelearnos, principalmente a las horas de cenar. ¿Cómo cree usted que
cuatro mujeres pueden cenar juntas todos los días sin reñir? Las mujeres
somos tan tontas que no sabemos entretenernos solas durante las comidas. Ya
ve usted que no tengo muy buena opinión de mi propio sexo, señor Hartright...
¿Qué prefiere usted, té o café?... Ninguna mujer tiene una gran opinión de las
demás, pero hay muy pocas que lo confiesen con franqueza como lo hago yo.
¡Dios mío!... Con qué asombro me está mirando. ¿Por qué? ¿Le preocupa si le
van a dar algo más para desayunar o le extraña mi sinceridad? En el primer
caso, le aconsejo como amiga que no se ocupe de este jamón frío que tiene
delante y que espere a que le traigan la tortilla, y en el segundo, le voy a servir
un poco de té para serenarle y haré cuanto puede hacer una mujer (que por
cierto es bien poco) para callarme.
Me alargó una taza de té, riéndose con regocijo. La fluidez de su charla y
la animada familiaridad con que trataba a una persona totalmente extraña para
ella, iban acompañadas de una soltura y de una innata confianza en sí misma y
en su situación que le hubieran asegurado el respeto del hombre más audaz.
Siendo imposible mantenerse formal y reservado con ella, era más imposible
aún el tomarse la menor libertad, ni siquiera en el pensamiento. Me di cuenta
de ello instintivamente, aun cuando me sentía contagiado de su buen humor y
su alegría, aun cuando procuraba contestarle en su mismo estilo, sincero y
cordial.
—Sí, sí —dijo, cuando le ofrecí la única explicación de mi asombro que se
me ocurría—, comprendo. Es usted un completo extraño en esta casa y le
sorprende que le hable de sus dignos habitantes con esta familiaridad. Es
natural. Debía haber pensado en ello. Sea como fuere, todavía puede
arreglarse. Supongamos que empiezo por mí misma para acabar lo antes
posible. ¿Le parece? Me llamo Marian Halcombe. Mi madre se casó dos
veces, la primera con el señor Halcombe, que fue mi padre y la segunda con el
señor Fairlie, padre de mi hermanastra; y soy tan imprecisa como suelen serlo
las mujeres, al llamar al señor Fairlie mi tío y a la Srta. Fairlie mi hermana.
Salvo en que las dos somos huérfanas, mi hermanastra y yo somos
completamente distintas. Mi padre era pobre y el suyo muy rico; por tanto, yo
no tengo nada de nada y ella una fortuna; yo morena y fea y ella rubia y
bonita. Todo el mundo me tacha de rara y antipática (con perfecta justicia) y a
ella todos la consideran dulce y encantadora (con más justicia aún). En suma,
ella es un ángel, y yo... Pruebe usted esa mermelada, señor Hartright, y
termine para usted esta frase... ¿Qué voy a decirle ahora respecto del señor
Fairlie? La verdad es que no lo sé, y como probablemente le llamará en cuanto
desayune, usted mismo podrá juzgarle. Mientras tanto, le adelantaré que es el
hermano menor del difunto señor Fairlie, que es soltero, que es el tutor de su
sobrina. Y como yo no quisiera vivir lejos de ella y ella no puede vivir sin mí,
ésta es la razón de que yo viva en Limmeridge. Mi hermana y yo nos
adoramos mutuamente, lo cual comprendo que le parecerá a usted inexplicable
teniendo en cuenta las circunstancias que nos rodean, pero es así. De manera
que o nos resulta usted agradable a las dos o a ninguna, y lo que es aún más
penoso, que tiene usted que contentarse con nuestra única compañía por todo
entretenimiento. La señora Vesey es excelente y está dotada de todas las
virtudes imaginables, que no le sirven de nada, y el señor Fairlie está
demasiado delicado para poder ser una compañía para nadie. Yo no sé lo que
le pasa, ni los médicos lo saben, ni él mismo lo sabe. Todas decimos que son
los nervios, aunque ninguna sabemos por qué lo decimos. De todos modos le
aconsejo que le siga en sus manías inocentes cuando le vea luego. Ganará su
corazón si admira sus colecciones de monedas, de grabados y acuarelas. Le
doy mi palabra de que, si la vida de campo le satisface, no veo motivo para
que su estancia aquí le desagrade. Desde el desayuno al almuerzo estará
ocupado con los dibujos del señor Fairlie. Después del almuerzo, mi hermana
y yo cargaremos con nuestras cajas de pintura y nos dedicaremos a hacer
malas copias de la Naturaleza bajo su dirección. El dibujo es el
entretenimiento favorito de mi hermana, no el mío. Las mujeres no podemos
dibujar. Nuestra mente es demasiado versátil y nuestros ojos son demasiado
desatentos. Pero no importa, a mi hermana le gusta, así que yo derrocho
pintura y estropeo papel por su gusto y con la misma tranquilidad que
cualquier otra inglesa. En cuanto a las veladas, espero que podamos pasarlas lo
mejor posible. La señorita Fairlie toca muy bien el piano. Yo, pobrecita, no
soy capaz de distinguir una nota de la otra, pero puedo jugar con usted una
partida de ajedrez, de chaquete, de écarté y, teniendo en cuenta mis inevitables
desventajas por ser mujer, hasta de billar. ¿Qué le parece este programa?
¿Podrá gustarle nuestra vida tranquila y monótona? ¿O se sentirá inquieto en
esta aburrida atmósfera y ansiará en secreto variedad y aventuras?
Me soltó esta parrafada con la gracia burlona que la caracterizaba y sin
más interrupciones por mi parte que las frases indispensables a que me obliga
la cortesía elemental. Pero la expresión empleada en su última pregunta, mejor
dicho, una sola palabra, «aventuras» que pronunció sin énfasis, trajo a mi
imaginación mi encuentro con la mujer de blanco, y sentí la necesidad de
conocer en seguida la relación que, según las palabras de la desconocida
acerca de la señora Fairlie, había existido entre la antigua dueña de
Limmeridge y la anónima fugitiva del Sanatorio.
—Aunque yo fuera el más inquieto de los hombres— dije —mi sed de
aventuras está aplacada por algún tiempo. La misma noche, antes de llegar a
esta casa, tuve una y le aseguro, señorita Halcombe, que el asombro y
excitación que me produjo me durarán todo el tiempo que habite en
Cumberland y quizá mucho después.
—¡No me diga, señor Hartright! ¿Podría contármela?
—Tiene usted perfecto derecho a saberlo. La protagonista de esta aventura
me es absolutamente desconocida y puede que también lo sea para usted; pero
en su conversación, nombró a la difunta señora Fairlie con el más sincero
cariño y gratitud.
—¡Nombró a mi madre! Me interesa todo esto de un modo indecible, le
suplico que lo cuente.
Entonces le relaté mi encuentro con la mujer de blanco, tal y como me
había sucedido, y le repetí palabra por palabra lo que me dijo con referencia a
la señora Fairlie en Limmeridge.
Los ojos brillantes y resueltos de la señorita Halcombe estuvieron fijos en
los míos todo el tiempo que duró mi relato. Su semblante reflejaba el asombro,
el interés más vivo, pero nada más. Era evidente que ella, como yo, no tenía la
menor idea de cuál podía ser la clave del misterio.
—¿Está usted completamente seguro de que ella se refería a mi madre? —
preguntó.
—Completamente —repuse—. Sea quien fuere la mujer, ha estado alguna
vez en la escuela del pueblo de Limmeridge; la señora Fairlie la trató con el
mayor cariño y ella lo recuerda con agradecimiento y siente un afectuoso
interés por todos los miembros de su familia que le sobreviven. Ella sabía que
la señora Fairlie y su marido habían muerto y me hablaba de la señorita como
si ambas se hubieran conocido de niñas.
—Me parece que usted ha dicho que ella negó que fuese de aquí, ¿verdad?
—Sí, me dijo que venía de Hampshire.
—Y ¿no consiguió que le dijera su nombre?
—No.
—Qué extraño. Yo creo que obró muy bien, señor Hartright, al dejar en
libertad a la pobre criatura, pues delante de usted no hizo nada que probase
que no merecía disfrutarla. Pero desearía que se hubiera mostrado más
insistente en saber su nombre. Sea como sea tenemos que aclarar este misterio.
Haría usted mejor en no hablar aún de ello con el señor Fairlie ni con mi
hermana. Estoy segura de que los dos ignoran tanto como yo quién puede ser
aquella mujer y qué relación tiene con nosotros. Son ambos, aunque cada uno
a su manera, muy sensibles y nerviosos, y sólo conseguiría usted alarmar a
uno e inquietar a la otra, sin sacar nada en limpio. En cuanto a mí, estoy
muerta de curiosidad y voy a dedicar desde ahora todas mis energías al
esclarecimiento del asunto. Cuando mi madre vino aquí después de su segundo
matrimonio, es cierto que fundó la escuela del pueblo tal y como se halla
ahora. Pero todos los maestros de entonces han muerto y no podemos esperar
ninguna luz por ese lado. Lo único que se me ocurre es...
La entrada de un criado diciendo que el señor Fairlie tendría mucho gusto
en verme cuando hubiese desayunado, interrumpió nuestra conversación.
—Espere usted en el hall —contestó por mí la señorita Halcombe con un
estilo rápido y autoritario—. El señor Hartright irá en seguida... Le iba a decir
—continuó dirigiéndose a mí— que mi hermana y yo poseemos una gran
colección de cartas de nuestra madre, dirigidas a mi padre y al suyo. Como
esta mañana no tengo otra cosa que hacer, voy a dedicarme a revisar todas las
que mi madre escribió al señor Fairlie. A él le encantaba Londres y se pasaba
la vida fuera de esta casa y, cuando él estaba ausente, ella tenía la costumbre
de contarle todo lo que sucedía en Limmeridge. Sus cartas están llenas de
noticias de la escuela en la que tanto entusiasmo había puesto, y estoy segura
de que cuando nos volvamos a ver a la hora del almuerzo habré descubierto
algún indicio. El almuerzo es a las dos, señor Hartright, y entonces tendré el
gusto de presentarle a mi hermana. Durante la tarde daremos una vuelta por
los alrededores para enseñarle a usted nuestros rincones favoritos. Así que
hasta luego, a las dos nos veremos,
Me saludó con una graciosa inclinación, tan espontánea y natural como
todo lo que hacía y decía, y desapareció por una puerta que había al fondo de
la habitación. En cuanto se fue salí al hall y seguí al criado, para comparecer
por vez primera ante el señor Fairlie.
VI
Volví a subir la escalera, guiado por mi acompañante que me condujo hasta
un pasillo en el que estaba el cuarto en que yo había dormido la noche
anterior, y abriendo la puerta siguiente me dijo que entrase.
—Tengo orden del señor de enseñarle a usted su estudio particular y
preguntarle si está conforme con su ubicación y si hay suficiente luz.
Muy exigente hubiera tenido yo que ser si no hubiese quedado satisfecho
del cuarto y de su decoración. El delicioso panorama que se contemplaba
desde el ventanillo era el mismo que había admirado aquella mañana desde mi
dormitorio. Los muebles eran una maravilla de belleza y lujo; la mesa,
colocada en el centro, estaba llena de libros exquisitamente encuadernados y
en ella lucía un elegante juego para escribir y hermosas flores; cerca de la
ventana había otra mesa con todo lo necesario para pintar a la acuarela y
dibujar, y cerca de aquélla también, un caballete pequeño que podía plegarse o
extenderse. Las paredes estaban cubiertas con alegres telas de colores, y el
suelo con esteras de la India, rojas y amarillas. Era el saloncito más atractivo y
lujoso que había visto en mi vida.
El ceremonioso criado estaba excesivamente aleccionado para dejar
traslucir la menor satisfacción. Se inclinó con fría deferencia cuando agoté el
caudal de mis alabanzas y silenciosamente abrió la puerta ante mí para que
volviéramos al pasillo.
Doblamos una esquina y fuimos por otro corredor, en cuyo extremo había
unos escalones, atravesamos un pequeño hall circular en la planta superior y
nos detuvimos ante una puerta forrada de paño oscuro. El criado la abrió y nos
encontramos frente a dos cortinas de seda verde pálido. Levantó una de ellas
sin hacer ruido, y pronunció quedamente:
—El señor Hartright.
Y me dejó.
Me encontré en un salón amplio y espacioso, con un techo magníficamente
artesonado y con una alfombra tan suave y espesa que me parecía pisar
terciopelo. Una parte del cuarto estaba ocupada por una larga librería de una
madera extraña muy trabajada y desconocida por completo para mí. No tendría
más de seis pies de altura, y en la parte superior se veían varias figuras de
mármol colocadas a la misma distancia unas de otras. En el lado opuesto había
dos bargueños antiguos; en medio, encima de ellos, colgaba un cuadro de la
Virgen y el Niño protegido por un cristal y con el nombre de Rafael escrito en
una tablilla dorada colocada debajo. A mi derecha y a mi izquierda había
chiffoniers y aparadores de marquetería y con incrustaciones, llenos de figuras
de porcelana de Dresden, vasos raros, adornos de marfil, fruslerías y
curiosidades salpicadas de piedras preciosas, plata y oro. Al fondo del salón,
frente al lugar en que yo estaba, las ventanas se hallaban medio cubiertas y la
luz de sol, tamizada con grandes persianas del mismo tono verde que las
cortinas de la puerta, resultaba deliciosamente suave, misteriosa y tenue,
iluminando todos los muebles y objetos con la misma intensidad,
contribuyendo a que el profundo silencio y el tono de recogimiento que
reinaban en aquel lugar fuesen más pronunciados, envolviendo en una
tranquila atmósfera la figura solitaria del amo de la casa, el cual descansaba
con un gesto de indiferencia en una gran butaca, en uno de cuyos brazos había
un atril para leer y en el otro una mesita.
Si pudiera conocerse por las apariencias exteriores —de lo cual yo dudo
mucho— la edad de un hombre que acaba de salir de su tocador y ha pasado
ya de los cuarenta, la del señor Fairlie, cuando le vi por vez primera, podría
calcularse entre cincuenta y sesenta años. Su cara, cuidadosamente afeitada,
era delgada, de palidez transparente y con expresión de cansancio, aunque sin
arrugas, la nariz fina y aguileña; los ojos grandes, saltones y de un apagado
gris azulado, tenían enrojecidos los párpados; el cabello escaso, suave en
apariencia y de ese tono rubio ceniciento que se confunde con las canas. Vestía
una levita oscura, de una tela mucho más fina que el paño, y pantalones y
chaleco de inmaculada blancura. Los pies, casi afeminados por su pequeñez,
calzaban calcetines de color marrón y zapatillas parecidas a las de mujer, de
piel rojiza. En sus manos blancas y delicadas brillaban dos sortijas que,
incluso a mis inexpertos ojos, se me figuraron de enorme valor. Todo su
aspecto daba la impresión de fragilidad, languidez veleidosa y extremo
refinamiento, que si resultaba algo sorprendente y revulsivo considerado en un
hombre, tampoco parecería natural y apropiado de trasladarlo a la imagen de
una mujer. Mi conversación de aquella mañana con la señorita Halcombe me
había predispuesto favorablemente hacia cada uno de los habitantes de la casa,
pero mis simpatías se desvanecieron con la primera impresión que me produjo
el señor Fairlie.
Al acercarme a él me di cuenta de que se hallaba más ocupado de lo que
me pareció a primera vista. Colocado entre otros objetos raros y hermosos que
llenaban una gran mesa redonda que estaba junto a él, se hallaba un diminuto
bargueño de ébano y plata en cuyos minúsculos cajones, forrados de terciopelo
rojo, se veían toda clase de monedas de distintas formas y tamaños. Uno de
estos cajones estaba sobre la mesita de la butaca, además de una serie de
diminutos cepillos de los que se usan para limpiar las joyas, un paño de
gamuza y un frasco lleno de un líquido, todo ello preparado para eliminar con
variados procedimientos cualquier impureza accidental que se dejase observar
en algunas de las monedas. Sus frágiles y blancos dedos jugueteaban como al
desgaire con una cosa que a mis ignorantes ojos se me antojó una medalla de
peltre sucia y con los bordes desiguales cuando me acerqué a él y me detuve a
respetuosa distancia de su butaca para saludarle con una inclinación.
—Tengo mucho gusto en verle a usted en Limmeridge, señor Hartright —
me dijo una voz entre quejumbrosa y gruñona, cuyo sonido no resultaba más
agradable por combinar un tono chillón con una somnolienta y lánguida
dicción—. Le ruego se siente. Y por favor, no se tome la molestia de mover la
silla. Dado el estado precario de mis nervios el menor ruido me resulta
extremadamente doloroso. ¿Ha visto usted su estudio? ¿Le servirá?
—Ahora mismo vengo de verlo, señor Fairlie, y puedo asegurarle...
Me cortó a media frase, cerrando los ojos y extendiendo su blanca mano en
gesto de súplica. Sobresaltado, me callé, y la voz gruñona me honró con esta
explicación:
—Le ruego que me disculpe. Pero ¿podría usted dominar su voz para
hablar en un tono más bajo? Dado el estado precario de mis nervios cualquier
sonido fuerte es para mí una tortura indecible. ¿Sabrá disculpar a un pobre
enfermo? Sólo le digo lo que el lamentable estado de mi salud me obliga a
decir a todo el mundo. Así es. ¿De veras le gusta el cuarto?...
—No podía haber deseado nada más bonito ni más cómodo— contesté,
bajando la voz y empezando a descubrir que la exagerada afectación del señor
Fairlie y los destrozados nervios del señor Fairlie eran una misma cosa.
—Me alegro. Aquí podrá comprobar, señor Hartright, que se reconocerán
sus méritos en lo que valen. En esta casa no existe ese horrible y salvaje
prejuicio inglés respecto a la situación social de un artista. He pasado tantos
años en el extranjero que he cambiado completamente mi piel insular en lo
que se refiere a esta opinión. Ya me gustaría poder afirmar lo mismo de la
nobleza —palabra detestable, pero creo que es la que tengo que emplear—, de
la nobleza de estos alrededores. Son unos pobres bárbaros ante el Arte, señor
Hartrigt. Son gente, se lo puedo asegurar, que hubieran quedado boquiabiertos
de asombro si hubiesen visto a Carlos V recoger con sus manos los pinceles de
Tiziano. ¿Quiere usted tener la amabilidad de poner estas monedas en el
bargueño y darme otro cajón? Dado el estado precario de mis nervios
cualquier esfuerzo es para mí un trastorno indecible. Así es. Gracias.
Como una puesta en práctica de la liberal teoría social que el señor Fairlie
se había dignado aclararme, aquella fría demanda no pudo menos de hacerme
gracia. Devolví un cajón a su sitio y le entregué otro con toda la deferencia de
que fui capaz. Inmediatamente él volvió a juguetear con sus monedas y
cepillos; y al mismo tiempo que hablaba no dejaba de contemplarlas con
lánguida admiración.
—Mil gracias y mil perdones. ¿Le gustan las monedas? Así es. Estoy
encantado de que tengamos otra afición común además de nuestra inclinación
por el Arte. Y ahora hablando de la parte pecuniaria de nuestro trato, dígame,
¿le parece satisfactorio?
—Completamente satisfactorio, señor Fairlie.
—Me alegro. ¿Qué más? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Hablando de su
amabilidad en beneficiarme con sus conocimientos del Arte, al final de la
primera semana mi administrador se entrevistará con usted para complacerle
en todo lo que le parezca necesario. ¿Algo más? ¿No le parece curioso? Tenía
mucho más que decirle y parece que lo he olvidado todo. ¿Quiere usted tocar
esa campanilla? En aquel rincón. Así es. Gracias.
Llamé y apareció, sin hacer el menor ruido, otro criado, que parecía
extranjero, con una sonrisa fija en los labios y el pelo irreprochablemente
peinado, un ayuda de cámara de pies a cabeza.
—Louis —dijo el señor Fairlie limpiándose con aire soñador las puntas de
los dedos con uno de sus minúsculos cepillos para las monedas—, esta
mañana hice algunas anotaciones en mis tablillas. Búsquelas. Mil perdones,
señor Hartright. Me temo que se aburre conmigo.
Como volvió a cerrar cansadamente los ojos antes de que pudiera
contestarle, y como, en efecto, me aburría muchísimo, permanecí en silencio
contemplando la Virgen con el Niño de Rafael. Mientras tanto, el criado había
salido y había vuelto trayendo un pequeño libro con tapas de marfil. El señor
Fairlie se reconfortó lanzando un débil suspiro, abrió el libro con una mano y
con la otra hizo un signo a su criado de que esperase nuevas órdenes,
levantando el cepillito.
—Sí, esto es —dijo, después de consultar sus notas —Louis, saca aquella
carpeta...— se refería a una serie de carpetas colocadas en unos estantes de
caoba cerca de la ventana—. No, no, la verde, en ésta están mis aguafuertes de
Rembrandt, señor Hartright. ¿Le gustan los aguafuertes? ¿Sí? Cuánto me
alegro de que tengamos otra afición en común. La carpeta de tapas rojas.
Louis. ¡Que no se te caiga! Señor Hartright, si Louis tirara esta carpeta no
tiene usted idea de la tortura que supondría para mí. ¿Estará segura sobre esa
silla? ¿Cree usted que lo estará, señor Hartright? ¿Sí? Pues me alegro. Me hará
el favor de mirar estos grabados si de verdad cree que están seguros. Louis,
vete. Pero que burro eres. ¿No ves que tengo las tablillas en la mano? ¿Crees
que me gusta tenerlas? ¿Por qué no me libras de este peso antes de que te lo
diga? Mil perdones, señor Hartright, los criados suelen ser tan burros, ¿no cree
usted? Dígame qué le parecen los dibujos. Proceden de una subasta y se
encuentran en un estado escandaloso. Me pareció que apestaban a los dedos de
los horrendos chamarileros cuando los vi la última vez. ¿Podría usted
restaurarlos?
Aunque mi olfato no era tan sutil como para detectar el olor de los dedos
plebeyos que tanto había ofendido las nobles narices del señor Fairlie, estaba
suficientemente educado como para apreciar en todo su valor los dibujos que
tenía en la mano. Casi todos ellos eran muestras realmente exquisitas de
acuarelas inglesas, y desde luego merecían mucho mejor trato que el que
habían recibido en manos de su dueño anterior.
—Estos dibujos —dije—, necesitan una limpieza y restauración totales, y
creo que merece la pena...
—Dispense —interrumpió el señor Fairlie—. ¿Me permite que cierre los
ojos mientras habla? Hasta esta luz se me hace irresistible. ¿Decía usted?...
—Le decía que merece la pena dedicarles todo el tiempo y el trabajo...
De repente el señor Fairlie abrió los ojos y con expresión de sobresalto y
angustia miró hacia la ventana.
—Le suplico me perdone —murmuró débilmente—, pero creo haber oído
gritos de chiquillos en el jardín. ¡En mi jardín particular! Justamente debajo de
esta ventana...
—No lo puedo decir, señor Fairlie. No he oído nada.
—Le quedaría muy agradecido. Ha sido usted tan indulgente con mis
pobres nervios... le quedaría muy agradecido si abriese usted un poquito la
persiana... No deje que me dé el sol; ¡señor Hartright! ¿Ha subido ya la
persiana? ¿Será tan amable de mirar el jardín y comprobar si hay alguien
abajo?
Cumplí aquel deseo. El jardín estaba cercado con sólidas tapias. En
ninguna parte de aquel sagrado recinto se veían rastros de ser humano alguno,
grande o pequeño. Comuniqué aquella feliz nueva al señor Fairlie.
—Mil gracias. Sería una aprensión mía. Afortunadamente no hay niños en
esta casa, pero los criados (que han nacido sin sistema nervioso) son capaces
de traer a los del pueblo. Son tan necios, ¡Dios mío si lo son! ¿Se lo confesaré,
señor Hartright? Estoy deseando que haya una reforma en la constitución de
los niños. Parece que la Naturaleza los ha concebido con la única intención de
crear máquinas que produzcan ruidos incesantes. A buen seguro que el
propósito de nuestro delicioso Rafael es infinitamente preferible.
Dijo esto señalando el cuadro de la Virgen, en cuya parte superior se veían
los angelitos convencionales del arte italiano cuyas barbillas reposaban sobre
redondas nubes amarillas.
—¡Una familia absolutamente ejemplar! —dijo el señor Fairlie
contemplando aquellos querubines—. Qué hermosas caritas redondas, qué
hermosas alas tan ligeras..., y nada más. ¡Fuera las piernas sucias que corren y
se meten en todos los rincones y ni asomos de pequeños pulmones
vociferantes! ¡Cuán inconmensurablemente superior a la constitución existente
de niños! Voy a cerrar un poco los ojos si me lo permite. ¿Puede usted
realmente restaurar los dibujos? Me alegro. ¿Tenemos que acordar algo más?
Si es así, creo que lo he olvidado ¿Llamaremos a Louis otra vez?
Como yo tenía tantas ansias como, según parecía, el señor Fairlie por
terminar aquella entrevista cuanto antes, decidí suprimir la intervención del
criado y encargarme yo mismo de la deseada solución.
—Me parece que lo único que queda por tratar, señor Fairlie —dije— es el
plan que quiere usted que siga con las señoritas para enseñarles a pintar
acuarela.
—¡Ah, es verdad! —dijo el señor Fairlie— y bien quisiera tener suficiente
energía para tratar ese punto, pero no puedo. Las mismas señoritas, que son las
que van a disfrutar de sus amables servicios, deben acordarlo, decidir. Mi
sobrina es una entusiasta de este arte encantador, señor Hartright. Ya tiene
suficientes conocimientos para juzgar sus propios defectos. Por favor,
esmérese usted con ella. Bueno ¿queda algo más? No. Creo que estamos de
acuerdo en todo, ¿verdad? No tengo derecho a detenerle más en sus deliciosas
tareas. Me alegro de haber solucionado todas las cuestiones. Es un descanso
haber tratado tantos asuntos. ¿Podría usted llamar a Louis para que le lleve a
su estudio esa carpeta?
—Si usted me lo permite la llevaré yo mismo, señor Fairlie.
—¿Usted mismo? ¿Tendrá bastante fuerza? ¡Qué delicia tener tanta fuerza!
¿Está seguro de que no la dejará caer? Me alegro de tenerlo a usted en
Limmeridge, mis dolencias no me permiten esperar que pueda disfrutar mucho
de su compañía. Sea amable y procure cerrar las puertas sin ruido y no deje
caer la carpeta. Gracias. Cuidado con las cortinas, se lo suplico. El menor
ruido de la tela se me clava como si fuera un cuchillo. ¡Buenos días!...
Cuando volvió a caer la cortina verde y cerré tras de mí las dos puertas
forradas de paño me detuve un momento en el hall circular y dejé escapar un
largo suspiro de placentero alivio. Al encontrarme fuera del cuarto del señor
Fairlie me sentía como si acabara de salir a la superficie del mar después de
haber estado sumergido en sus profundidades.
En cuanto me vi confortablemente instalado en mi agradable estudio me
forjé el decidido propósito de no volver jamás a dirigir mis pasos hacia las
habitaciones del amo de la casa, excepto en el caso —altamente improbable—
de que él me honrase de nuevo con la invitación expresa de que le hiciera una
visita. Una vez establecido este plan de conducta con respecto al señor Fairlie
recobré la serenidad de mi ánimo que durante algún tiempo me había robado
mi nuevo amo con su altiva familiaridad y su cortesía insolente. El resto de la
mañana lo pasé con cierta placidez, revisé las acuarelas, ordenándolas por
series, recortando sus bordes destrozados y haciendo otros preparativos
necesarios para emprender la definitiva restauración. Quizá hubiera podido
trabajar más en todo ello, pero a medida que se acercaba la hora del almuerzo
me iba poniendo nervioso, intranquilo e incapaz de fijar mi atención en nada,
incluso en una labor tan mecánica y simple como aquélla.
Cuando a las dos bajé al comedor sentía cierta ansiedad. Volver a entrar en
aquella parte de la casa significaba para mí resolver algunas expectativas de
cierta importancia. Iba a conocer a la señorita Fairlie, y si la revisión de la
señorita Halcombe de las cartas de su madre había dado el resultado que
esperaba, llegaría también el momento de aclarar el misterio de la dama de
blanco.
VII
Al entrar en el comedor hallé a la señorita Halcombe y a una dama anciana
sentadas a la mesa.
Fui presentado a esta última, la señora Vesey, institutriz de la señorita
Fairlie, a quien mi alegre compañera de desayuno me había descrito como un
ser dotado de «todas las virtudes cardinales que de nada servían». No puedo
hacer más que dar mi humilde testimonio de la veracidad con que la señorita
Halcombe había definido el carácter de la anciana señora. La señora Vesey
parecía personificar la compostura humana y la benevolencia femenina. El
sereno gozo de una existencia plácida se manifestaba en somnolientas sonrisas
de su cara redonda y apacible. Hay personas que atraviesan la vida corriendo y
otras que pasean. La señora Vesey se pasaba la vida sentada. Sentada en casa
mañana y tarde, sentada en el jardín, sentada siempre junto a la ventana
cuando viajaba, sentada (en una silla portátil) cuando sus amigos intentaban
llevarla de excursión al campo; sentada para ver alguna cosa, sentada para
hablar de cualquier asunto, sentada para contestar «sí» o «no» a las preguntas
más sencillas, siempre con la misma sonrisa serena vagando en sus labios, la
misma inclinación de cabeza reposadamente atenta y la misma colocación
dormilona y confortable de los brazos y manos por muy distintas que fuesen
las circunstancias domésticas de cada momento. Una anciana dulce,
complaciente, inefablemente tranquila, inofensiva y que jamás, bajo ningún
pretexto, desde el momento en que nació, había dado motivo para pensar que
estaba viva de verdad. La Naturaleza tiene tantos quehaceres en este mundo y
que engendrar tal diversidad de producciones coetáneas que, de cuando en
cuando, debe hallarse demasiado confusa y agitada para no equivocar los
diferentes procesos que efectúa a la vez. Partiendo de este punto de vista, me
quedará siempre la firme convicción de que la Naturaleza estaba absorta en la
producción de berzas cuando nació la señora Vesey, la cual hubo de sufrir las
consecuencias de las preocupaciones vegetales que habían acaparado la
atención de la Madre de todos nosotros.
—Bueno, señora Vesey— preguntaba la señorita Halcombe, que parecía
aún más viva, más perspicaz y más despierta en contraste con la impasible
anciana que tenía a su lado — ¿Qué quiere usted? ¿Una chuleta?
La señora Vesey cruzó las regordetas manos sobre el borde de la mesa, y
dijo, sonriendo plácidamente:
—Sí, querida.
—¿Qué es lo que hay a este otro lado del señor Hartright? ¿Pollo hervido?
Creía que usted prefería pollo hervido a la chuleta, señora Vesey.
La señora Vesey separó sus regordetas manos del borde de la mesa para
cruzarlas sobre su regazo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza mirando el
pollo hervido y repitió:
—Sí, querida.
—Bueno, pero ¿qué es lo que quiere hoy? ¿Que le dé pollo el señor
Hartright o que le sirva yo una chuleta?
La señora Vesey puso nuevamente una de sus manos regordetas sobre el
borde de la mesa, meditó con somnolencia y contestó:
—Lo que usted quiera, querida.
—¡Por amor de Dios! Es para usted mi querida amiga, no para mí.
Supongamos que toma usted un poco de cada cosa y que empieza por el pollo,
porque el señor Hartright parece que se muere de ganas de trincharlo para
usted.
La señora Vesey colocó la otra mano regordeta en el borde de la mesa y
pareció animarse durante un momento pero en seguida, recuperando su
impasibilidad, inclinó la cabeza sumisamente y dijo:
—Cuando usted quiera, señor.
Desde luego se trataba de una señora muy dulce, complaciente,
inefablemente tranquila e inofensiva, ¿no es cierto? Pero creo que tenemos
bastante por ahora acerca de la buena señora Vesey.
Y a todo esto ni rastro de la señorita Fairlie. Terminábamos de almorzar y
seguía sin aparecer. La señorita Halcombe, a cuya penetración no escapaba
nada, se dio cuenta enseguida de que yo lanzaba miradas furtivas de tiempo en
tiempo hacia la puerta.
—Comprendo lo que está pensando, señor Hartright —me dijo—. Quiere
saber qué habrá pasado con su otra discípula. Bajó antes y ya se ha disipado su
jaqueca, pero no tenía bastante apetito para acompañarnos en la comida. Si
quiere usted confiarse a mí, creo que podremos encontrarla en algún lugar del
jardín.
Cogió una sombrilla que había sobre un asiento próximo a ella y se dirigió
hacia una gran cristalera, al extremo del comedor, que daba al mismo jardín.
Es inútil advertir que dejamos a la señora Vesey sentada a la mesa, con las
manos regordetas cruzadas aún en su borde; al parecer, tenía ya postura para
toda la tarde.
Cuando cruzamos la explanada la señorita Halcombe me miró
significativamente y me dijo moviendo la cabeza:
—Su misteriosa aventura continúa envuelta en la misma impenetrable
oscuridad. Me he pasado la mañana leyendo cartas de mi madre y no he
descubierto nada todavía. Sin embargo no pierda la esperanza, señor Hartright.
Es una cuestión de curiosidad y tiene usted a una mujer por aliada. Con esta
condición el éxito es seguro, antes o después. Todavía no he agotado las
cartas, me quedan tres paquetes de ellas y créame que pasaré toda la tarde
leyéndolas.
Así pues, otra de mis ilusiones matutinas seguía todavía sin realizarse.
Luego me pregunté si al conocer a la señorita Fairlie también se verían
defraudadas las expectativas que me había formado a su respecto después del
desayuno.
—¿Y qué tal le fue con el señor Fairlie? — me preguntó la señorita
Halcombe cuando dejamos la explanada para entrar en una alameda—.
¿Estaba muy nervioso esta mañana? No medite la respuesta, señor Hartright.
El mero hecho de tener que meditarla me lo dice todo. Leo en su cara que
estuvo muy nervioso y como no quiero llevarle a usted al mismo estado, no le
pregunto más.
Mientras hablaba llegamos a un sendero tortuoso y nos acercamos a una
preciosa casita de madera que representaba en miniatura un chalet suizo. En la
única estancia de la casita en la que nos encontramos al subir unos escalones,
se hallaba una joven. Estaba de pie junto a una mesa rústica, contemplando
por la ventana el paisaje de montañas y brezos que se distinguían entre los
árboles y pasando distraídamente las hojas de un pequeño álbum de dibujo que
tenía a su lado. Era la señorita Fairlie.
¿Seré capaz de describirla? ¿Podré separarla de mi sentimiento y de todo lo
que ocurrió después? ¿Puedo verla de nuevo tal y cómo apareció ante mis ojos
por primera vez, y como debe aparecer ahora ante los ojos que van a
contemplarla en estas páginas?
La acuarela que hice de Laura Fairlie poco después, mostrándola en el
mismo sitio y en la misma actitud en que la vi por primera vez, está sobre mi
mesa mientras escribo. La estoy mirando y ante mí emerge, radiante desde el
oscuro fondo marrón—verdoso del pabellón, su figura joven y ligera, vestida
con un sencillo traje de muselina de anchas rayas blancas y celestes. Un chal
de la misma tela envuelve y enmarca sus hombros, un pequeño sombrero de
paja de color natural, adornado sobria y sencillamente con un lazo que
armonizaba con el vestido, cubría de suaves sombras perladas su frente y sus
ojos. Su cabello es de un castaño ligero y pálido; su color no es pajizo pero es
igual de claro; no es dorado pero reluce como si lo fuera; casi se confunde con
la sombra del sombrero. Lo llevaba partido con una raya en el centro y
peinado hacia sus orejas, dejando que los rizos naturales cayesen sobre su
frente. Las cejas son más oscuras que el cabello, los ojos son de ese azul
turquesa límpido y tenue, tantas veces cantado por poetas y tan pocas veces
visto en la realidad. Ojos adorables por la forma, grandes, tiernos y pensativos,
pero hermosos sobre todo por la abierta veracidad de su mirada que emana de
su fondo mismo y que brilla en todas sus variadas expresiones con la luz de un
mundo más puro y mejor. El encanto —tan gentil y tan distinguido a la vez—
que sus ojos confieren a todo su rostro, encubre y transforma sus pequeños
defectos, naturales en todo ser humano, hasta tal punto que resulta difícil
considerar las relativas ventajas e imperfecciones de los demás rasgos. Cuesta
darse cuenta de que la parte inferior del rostro es demasiado afilada al llegar a
la barbilla para considerarlo correctamente proporcionado en relación con la
parte superior y que la nariz en su comienzo procede de los moldes de la
rectitud aquilina (siempre dura y cruel en una mujer, por perfecta que esta
rectitud haya sido considerada abstractamente) y se hace respingona en la
punta, faltando así a la pureza ideal de la línea, y que los labios, dulces y
sensuales, sufren una ligera contracción nerviosa cuando ella sonríe, de modo
que uno de sus extremos se tuerce ligeramente hacia arriba. Quizá sea posible
advertir estos defectos en la cara de otra mujer, pero no es fácil verlos en la
suya, donde se funden sutilmente con todo lo personal y característico de su
expresión, que para llenarse de vida, para animarse en cada facción, necesita el
impulso móvil de los ojos.
¿Es que mi pobre retrato, mi obra favorita, la labor paciente de largos y
felices días, me muestra todo esto? ¡Ah!, ¡Qué poco muestra un borroso dibujo
mecánico y cuánto la imaginación que lo contempla! Una muchacha de pelo
claro, delicada, vestida con un bonito traje ligero, vuelve las hojas de un
álbum, mientras mira por encima de él con sus ojos azules, inocentes y
veraces, esto es todo lo que el dibujo puede decir; quizá todo lo que puedan
decir el pensamiento y la pluma en su lenguaje distinto y más preciso. La
mujer, que es la primera en dar vida, luz y forma a nuestras vagas
concepciones estéticas, llena un vacío en nuestro espíritu, vacío que
desconocíamos hasta que ella se nos apareció. Hay atracciones que resultan
demasiado profundas para sentimientos que se encuentran a una profundidad
inalcanzable para las palabras, inalcanzable para los pensamientos, que
despiertan gracias a otras fuerzas distintas a las asequibles a nuestros
sentimientos y que los medios de expresión pueden transmitir. El misterio que
se esconde tras la belleza de las mujeres está fuera del alcance de las simples
emociones humanas hasta que lo desentraña el misterio aún más profundo de
nuestras propias almas. Entonces, tan sólo entonces, sale fuera de la angosta
región en la que para iluminarlo basta la luz del pincel y de la pluma.
Pensad en ella como pensaríais en la primera mujer que hizo latir vuestro
corazón más de prisa, como no lo había conseguido ninguna otra mujer. Dejad
que los cándidos y dulces ojos azules tropiecen con los vuestros como han
tropezado con los míos con esa única mirada incomparable que tan bien
recordamos los dos. Dejad que su voz os hable con la música que otrora habéis
amado, ninguna otra sonará tan deliciosa para vuestro oído, tal como ha
sonado para el mío. Dejad que sus pasos que van y vienen por estas páginas,
sean iguales a aquellos pasos alados que resonaron otra vez en vuestro propio
corazón. Miradla, consideradla como una visión engendrada por vuestra
fantasía que crecerá para presentarse ante vosotros con más claridad, hasta
aparecer como la mujer real que colma para siempre mi propia fantasía.
Entre las diversas sensaciones que se agolparon en mi interior en cuanto
mis ojos se posaron en ella —sensaciones familiares para casi todos los
hombres que, si bien nacen en tantos corazones en muchos de ellos mueren
pronto y retornan en muy pocos—, había una que me turbaba y me dejaba
perplejo; una sensación que parecía completamente inconsistente y que estaba
fuera de lugar en presencia de la señorita Fairlie. A la fuerte impresión que me
produjo el encanto de su bellísimo rostro, de su dulce expresión y de la
arrebatadora sencillez de sus gestos se mezclaba otra que me hacía pensar
oscuramente que faltaba algo. Al principio me parecía que era a ella a quien le
faltaba ese algo y en otros instantes me parecía que me faltaba a mí; un algo
que no me permitía comprenderla como yo quería. Esta impresión adquiría
cada vez más fuerza y resultaba más contradictoria cuando me miraba o, en
otras palabras, cuando más sentía la armonía y el atractivo de su belleza,
estaba al mismo tiempo más turbado por ese sentimiento de lo incompleto
imposible de descubrir. Algo falta, algo falta..., pero dónde o qué era, no
llegaba a comprenderlo.
Como consecuencia de este capricho de mi imaginación (así lo calificaba
yo entonces) no era fácil que en mi primera entrevista con la señorita Fairlie
fuera dueño de mi persona. Casi no fui capaz de contestar con las obligadas
frases de cortesía a las breves palabras de bienvenida que ella me dirigió.
Observando mi desconcierto y atribuyéndolo a un acceso de timidez, la
señorita Halcombe intervino en la conversación con su naturalidad y viveza de
costumbre.
—Vea usted, señor Hartright —dijo, señalando el álbum que estaba sobre
la mesa y la mano delicada que jugueteaba con sus hojas: se me figura que se
habrá dado cuenta de que al fin ha encontrado a la discípula ideal. Desde el
momento en que se ha enterado que está usted en casa, coge su inapreciable
álbum y se enfrenta cara a cara con la Naturaleza, ansiando que llegue el
momento de empezar.
La señorita Fairlie se echó a reír de tan buena gana que su cara se iluminó
como si hubiera descendido hasta ella uno de los rayos del sol.
—No puedo creer lo que no merece crédito —dijo mirándonos
alternativamente a la señorita Halcombe y a mí con aquellos ojos azules tan
serenos y leales—. Tanto como de mi entusiasmo por la pintura, estoy
convencida de mi propia ignorancia y más bien asustada que ansiosa de
empezar. Ahora que se halla usted aquí, señor Hartright, me encuentro
contemplando mis bocetos lo mismo que revisaba las lecciones cuando era
niña y tenía un miedo horrible de que no me entrasen en la cabeza para
repetirlas.
Nos hizo esta confesión con gracia y sencillez y retiró el álbum de donde
estaba, guardándolo a su lado con una curiosa expresión de seriedad infantil.
La señorita Halcombe disipó la sombra de turbación que flotaba en el
ambiente, con su estilo resuelto y llano.
—Buenos, malos o medianos, los dibujos de la discípula tienen que pasar
por la dura prueba del juicio del maestro, y ahí finaliza la cuestión. ¿Y si nos
los llevamos, Laura, al carruaje y damos un paseo para que el señor Hartright
los examine por primera vez entre los tumbos y paradas? Y si además
lográsemos que durante el paseo, mientras mira los paisajes y nuestro álbum,
confunda la misma Naturaleza con lo que hemos trasladado al papel, no le
quedará más remedio que dedicarnos cumplidos, y así saldremos de sus
expertas manos sin merma en nuestro vanidoso plumaje.
—Espero que el señor Hartright no me dedique ningún cumplido —dijo la
señorita Fairlie cuando salimos del pabellón.
—¿Me quiere usted decir el motivo de esta esperanza? —pregunté.
—El de que yo creeré todo lo que me diga— contestó con sencillez.
Con estas breves palabras ella, sin saberlo, me proporcionaba la clave para
entender todo su carácter; aquella confianza generosa que tenía en los demás
se desprendía inocentemente de su propio sentido de lealtad. En aquel instante
lo supe por intuición. Hoy lo sé por experiencia.
Esperamos el tiempo preciso para levantar a la buena señora Vesey de su
asiento, que seguía ocupando junto a la desierta mesa en el comedor, y
subimos al carruaje descubierto que iba a llevarnos al paseo. La señorita
Fairlie y yo nos colocamos frente a la anciana señora con el álbum que yacía
abierto entre los dos para ser juzgado por mi severidad crítica de profesor.
Pero toda crítica seria, aun en el caso de que hubiese estado dispuesto a
hacerla, hubiera sido imposible dada la decidida resolución de la señorita
Halcombe de no ver más que la parte ridícula de las Bellas Artes si eran ella,
su hermana o el sexo femenino en general quienes las practicaban. Me resulta
mucho más fácil recordar nuestra conversación que los esbozos y dibujos que
iba ojeando mecánicamente. Sobre todo aquella parte en que intervino la
señorita Fairlie está de tal modo grabada en mi mente como si la hubiera
escuchado hace sólo algunas horas.
¡Sí! He de reconocer que en este primer día me dejé llevar del hechizo de
su presencia hasta olvidarme de mí mismo y de la posición que yo ocupaba.
La más insignificante de las preguntas que me hiciera sobre el modo de
manejar los pinceles y mezclar los colores, o cualquier cambio de expresión en
sus adorables ojos cuando miraban a los míos con el deseo de aprender todo lo
que yo fuese capaz de enseñarle y descubrir todo lo que yo podía mostrarle,
atraían infinitamente más mi atención que los maravillosos paisajes que
íbamos atravesando, o el grandioso juego de luz y sombra que se desplegaba
mientras los eriales ondulantes sucedían a la ribera llana. En cualquier
momento y bajo cualquier circunstancia en que esté en juego algo que interese
al ser humano ¿no es extraño comprobar lo poco que vale para nosotros el
mundo de la Naturaleza frente al que vivimos y el escaso lugar que ocupa en
nuestro corazón y en nuestra mente? Sólo en los libros ocurre que acudamos a
la Naturaleza en busca de consuelo para nuestras penas o para que participe de
nuestras alegrías. Nuestra admiración por las bellezas del mundo inanimado
que tanto y tan elocuentemente nos describe la poesía moderna, no es ni
mucho menos, ni siquiera en el mejor de nosotros, un instinto que nos sea
consustancial. De niños ninguno de nosotros lo ha tenido. Ningún hombre o
mujer que no hayan recibido la debida educación, lo tiene. Aquellos que pasan
su vida en medio de las continuamente cambiantes maravillas del mar y de la
tierra son precisamente los más insensibles a cualquier aspecto de la
Naturaleza que no esté directamente relacionado con su propio interés.
Nuestra capacidad para apreciar las bellezas del suelo en que vivimos es, en
verdad, uno de los efectos de la civilización que aprendemos como un arte y
aún más: esta capacidad pocas veces la practicamos ninguno de nosotros, a no
ser que nuestra mente se halle enteramente desocupada e indolente. ¿Qué parte
tienen los atractivos de la naturaleza en las emociones e intereses, agradables o
penosos, nuestros o de nuestros amigos? ¿Qué espacio ocupa, en los miles y
miles de narraciones sobre sucesos corrientes que salen a diario de nuestros
labios para que los escuchen los demás? Todo lo que nuestras mentes pueden
concebir, todo lo que nuestros corazones pueden aprender podemos alcanzarlo
con la misma certeza, con el mismo provecho y con la misma satisfacción para
cada uno de nosotros en cualquier panorama que la faz de la tierra pueda
ofrecernos, sea el más pobre, o el más rico. Esta es sin duda la razón de que
exista la atracción innata entre la criatura y la creación que la rodea, razón que
quizá pueda hallarse en la enorme diferencia entre los destinos del hombre y
su esfera terrestre. La más grandiosa perspectiva de una montaña que pueda
alcanzar la visión del hombre está destinada al aniquilamiento. El más
pequeño de los intereses humanos que el corazón pueda anidar está destinado
a la inmortalidad.
El paseo había durado casi tres horas cuando el coche volvió a atravesar las
verjas de Limmeridge.
En el camino de vuelta dejé que las señoras escogiesen por sí mismas el
paisaje que empezaríamos a esbozar al día siguiente bajo mi dirección.
Cuando fueron a vestirse para la cena y me encontré solo en mi cuarto
sentí que decaía mi espíritu. Me hallaba disgustado e insatisfecho de mí
mismo, sin saber bien por qué. Quizá empezaba a advertir que había disfrutado
demasiado de un paseo que había hecho más como invitado que como profesor
de dibujo. Quizá el sentimiento de que algo faltaba en la señorita Fairlie o en
mí mismo, sensación que me asaltó cuando la vi. por vez primera, volvía de
nuevo a perseguirme. Sea como fuere resultó para mí un alivio que llegase la
hora de la cena y me viese obligado a dejar mis soledades regresando a la
compañía de las damas de la casa.
Al entrar en el salón quedé sorprendido por el contraste entre las ropas que
vestían, contraste entre las telas más bien que entre los colores. Mientras que
la señora Vesey y la señorita Halcombe estaban ricamente ataviadas (de la
manera que mejor correspondía a la edad de cada una), la primera de color gris
y plata y la segunda con ese tono amarillo pálido que tan bien armoniza con la
tez morena y el cabello oscuro, la señorita Fairlie vestía un sencillo y casi
pobre vestido de muselina blanca. El traje era de una pureza inmaculada, y le
sentaba de maravilla, pero se trataba de un vestido que hubiera podido llevar la
hija o la mujer de un hombre modesto, y su aspecto resultaba mucho menos
imponente que el de su propia institutriz. Algún tiempo después, cuando
llegué a conocer mejor el carácter de la señorita Fairlie, supe que este raro
contraste se debía a su natural delicadeza y a la repugnancia que sentía por
cualquier detalle que pudiera aparecer ante los demás como una ostentación de
su riqueza. Nunca consiguieron, ni la señora Vesey ni la señorita Halcombe,
inducirla a que las aventajara en el vestir, ella que era rica, a ellas dos que eran
pobres.
Al finalizar la cena volvimos al salón. Aunque el señor Fairlie (emulando
el gesto portentoso del monarca que recogió los pinceles de Tiziano) había
dado órdenes al mayordomo de informarse acerca de mis preferencias para
con el vino de después de la cena, estaba resuelto a resistir la tentación de
pasar la velada en una soledad esplendorosa rodeado de botellas elegidas por
mí mismo, y me consideraba lo bastante sensato como para seguir las
civilizadas costumbres extranjeras pidiendo permiso a las señoras para
levantarme al mismo tiempo que ellas de la mesa durante todo el tiempo que
durase mi permanencia en Limmeridge.
El salón en que nos habíamos instalado para el resto de la velada estaba en
la planta baja y tenía las mismas proporciones y tamaño que el salón del
desayuno. Al fondo, unas grandes puertas de cristal daban a una terraza
maravillosamente adornada en toda su longitud con profusión de flores. La luz
del crepúsculo, suave y opaca, caía sobre las flores y el follaje, mezclando
armoniosamente sus sombras con los sobrios colores de las plantas, y el dulce
aroma nocturno de las flores con toda su fragancia nos dio su saludo de
bienvenida, entrando por las abiertas cristaleras. La buena señora Vesey
(siempre la primera de todos nosotros en sentarse) se apoderó de una butaca
situada en una esquina, se arrellanó en ella cómodamente y se durmió. La
señorita Fairlie, atendiendo a mis ruegos se puso al piano, y cuando la seguí
para sentarme junto a ella vi a la señorita Halcombe retirarse a un rincón junto
a las ventanas laterales para proseguir con la lectura de las cartas de su madre
bajo los apacibles últimos reflejos de la luz crepuscular.
¡Con cuánta fuerza revive en mi imaginación aquel plácido cuadro familiar
mientras escribo! Desde el sitio que yo ocupaba podía contemplar la grácil
figura de la señorita Halcombe, mitad en la sombra misteriosa y mitad
tenuemente iluminada, inclinada sobre las cartas de su madre que tenía sobre
su falda; mientras, más cerca de mí, el delicioso perfil de la pianista se
destacaba perfecto sobre el fondo oscuro de la pared del salón. Fuera, en la
terraza, las abundantes flores, la alta hierba y las enredaderas se movían con
tanta suavidad en el aire ligero de la noche que no nos llegaba el menor
susurro. El cielo estaba despejado y el despuntar sigiloso de la luna empezaba
ya a rayar en la parte oriental del cielo. La sensación de paz y de retraimiento
aquietaba todo pensamiento, toda emoción, imponiendo un reposo sublime y
arrobador. Esta quietud balsámica era más profunda a medida que la luz se
extinguía y su influjo sobre nosotros se hacía más placentero al mezclarse con
la celestial ternura de la música de Mozart. Fue una noche de visiones y de
sonidos inolvidables.
Todos guardábamos silencio sin movernos de nuestros asientos. La señora
Vesey seguía durmiendo, la señorita Fairlie seguía tocando. la señorita
Halcombe seguía leyendo, hasta que la oscuridad nos invadió por completo.
Entonces la luna envió su luz a posarse sobre la terraza y sus rayos suaves y
misteriosos refulgieron en el extremo opuesto del salón. El contraste con la
oscuridad del crepúsculo era tan maravilloso, que de común acuerdo
rechazamos las lámparas cuando las trajo el criado y la espaciosa estancia
quedó sin otra iluminación que las llamas titilantes de dos velas sobre el piano.
La música continuó sonando durante más de media hora, hasta que la
deliciosa vista de la terraza bañada en la luz de la luna atrajo a la señorita
Fairlie y yo la seguí. La señorita Halcombe había cambiado de sitio cuando
encendieron las velas del piano, para seguir la lectura de las cartas. La
dejamos allí sentada sobre una silla baja, al lado del piano, tan absorta que ni
siquiera pareció darse cuenta de lo que hacíamos.
No habíamos estado en la terraza ni cinco minutos, apoyados en su baranda
frente a las puertas de cristal, cuando, en el momento en que la señorita
Fairlie, por consejo mío, cubría su cabeza con un pañuelo para protegerse de la
brisa del anochecer, oí la voz de la señorita Halcombe, llena de ansiedad,
profunda, alterado su alegre sonido habitual, pronunciar mi nombre.
—Señor Hartright ¿quiere venir un momento? Tengo que hablarle.
Entré inmediatamente al oírla. El piano se hallaba poco más o menos en el
centro de la pared interior. La señorita Halcombe estaba sentada junto a él, del
lado más alejado de la terraza, con las cartas esparcidas sobre su regazo y
tendía una de ellas a la luz de la vela. En la parte más cercana a la terraza
había una otomana en la que me senté. Allí estaba cerca de las cristaleras y
podía distinguir la silueta de la señorita Fairlie, mientras paseaba lentamente
de un extremo al otro de la terraza, alumbrada por la radiante luna.
—Quiero que escuche usted los últimos párrafos de esta carta. —dijo la
señorita Halcombe—. Dígame si cree que arrojan algo de luz sobre su extraña
aventura de la carretera de Londres. La carta es de mi madre, dirigida a su
segundo marido, el señor Fairlie; está escrita hace unos once o doce años. En
aquella época mi madre, su marido y mi hermanastra Laura vivían aquí
mientras yo estaba fuera, terminando mis estudios en un colegio de París.
Me miraba y hablaba con serenidad y también me pareció que con cierto
esfuerzo. En el momento en que levantó la carta hasta la vela para empezar su
lectura, la señorita Fairlie pasó delante de nosotros por la terraza, se paró un
momento y, viendo que estábamos hablando, se alejó lentamente.
La señorita Halcombe comenzó a leer lo que sigue:
«Estarás ya aburrido, mi querido Philip, de oír perpetuamente cosas de mi
escuela y mis alumnos. Te ruego que achaques estas repeticiones a la tediosa
monotonía de la vida de Limmeridge y no a mí. Además hoy tengo algo
interesante que contarte sobre una nueva alumna.
«Ya conoces a la anciana señora Kempe, la de la tienda del pueblo. Pues
bien, después de muchos años de cama, el doctor la ha desahuciado y se está
muriendo poco a poco. Por toda familia tiene una hermana que llegó la semana
pasada para cuidarla. Su hermana viene de Hamsphire y se llama Catherick.
Hace cuatro días vino a visitarme y trajo a su única hija, una niña preciosa, un
año más grande que nuestra querida Laura...»
Cuando esta última frase salía de labios de la lectora, la señorita Fairlie
pasó de nuevo delante de nosotros por la terraza. Canturreaba una de las
melodías que acababa de tocar al piano. La señorita Halcombe esperó a que se
alejara para continuar su lectura.
«La señora Catherick es una mujer honrada, educada y respetable, de
mediana edad, se diría que su belleza fue regular, sólo regular. Hermosa. Pero
sin embargo hay un no sé qué en su persona que no acabo de interpretar. Es
tan reservada en lo que a ella se refiere que parece ocultar algo, y tiene una
mirada, no podría describirla, que me hace pensar que está tramando algo.
Total, que uno diría que tiene delante un misterio viviente. En cuanto al objeto
de su visita a Limmeridge es bien sencillo. Cuando dejó Hampshire para
asistir a su hermana en esta última enfermedad, tuvo que traer con ella a su
hija por no tener a nadie con quien dejarla. La señora Kempe puede morir en
una semana o resistir meses y meses, y la señora Catherick vino a pedirme que
permitiese a su hija Anne asistir a las clases en mi escuela; aunque sólo sería
de manera provisional porque después de la muerte de la señora Kempe,
tendría que dejarlas para regresar junto con su madre a casa. Accedí
enseguida, y ese mismo día, cuando Laura y yo salimos de paseo, llevamos a
la niña, que tiene once años, a la escuela.
Nuevamente volvió a surgir ante nosotros la figura grácil y esplendorosa
de la señorita Fairlie envuelta en su níveo traje de muselina; su cara estaba
deliciosamente enmarcada por los pliegues del pañuelo que había anudado
bajo la barbilla. Una vez más la señorita Halcombe esperó a que se alejara
para seguir leyendo.
«Me he encaprichado locamente, Philippe, con mi nueva discípula por una
razón que te diré al final y que será una sorpresa para ti. La madre me ha
hablado tan poco de su hija como de sí misma y he tenido que descubrir yo
sola (el mismo día de comenzar las clases, cuando empecé a preguntarle) que
la pobre criatura no está desarrollada intelectualmente como corresponde a su
edad. En vista de ello me la he traído a casa al día siguiente y he llamado al
médico con la mayor reserva para que la observe, la interrogue y me diga
cómo la encuentra. Su opinión es que se le pasará con el tiempo. Pero dice que
es de gran importancia el sistema de enseñanza que se emplee con ella en la
escuela, porque su extrema lentitud en aprender cosas nuevas implica una
extraordinaria tenacidad para retenerlas cuando hayamos conseguido que su
mente las haya asimilado. Y ahora, amor mío, no vayas a figurarte con tu
acostumbrada ligereza que me he encariñado con una retrasada mental. Esta
pobre Anne Catherick es una niña muy cariñosa, dulce y agradecida; dice
cosas graciosas y divertidas (como podrás juzgar por ti mismo enseguida)
cuando menos lo esperas, te mira con asombro y casi con miedo. Aunque va
siempre muy limpia, las ropas que lleva son de mal gusto, tanto en el color
como en el corte. Así que ayer dispuse que arreglasen para Anne Catherick
algunos de los viejos vestidos y sombreros blancos de nuestra querida Laura.
Le expliqué que a las niñas pequeñas que tienen su tez, el blanco les sienta
mejor que ningún otro color y las hace parecer más limpias. Durante un
minuto estuvo callada, visiblemente turbada, luego se puso colorada y pareció
haber comprendido. Su pequeña mano se aferró a la mía. La besó, Philip, y me
dijo con gravedad, con mucha gravedad: «Vestiré de blanco mientras viva. Así
me acordaré de usted, señora, y pensaré que sigue queriéndome aunque me
vaya de aquí y no la vea más» Ésta es sólo una muestra de las muchas cosas
extrañas que dice con tanta gracia. ¡Pobrecita mía! Le haré una colección de
trajes blancos con grandes dobladillos para que le sirvan cuando crezca.»
La señorita Halcombe calló y me miró por encima del piano.
—La mujer solitaria que encontró en la carretera ¿era joven? ¿Podría tener
veintidós o veintitrés años? —me preguntó.
—Sí, señorita Halcombe; era de esta edad.
—¿Y vestía de forma extraña, toda de blanco, de pies a cabeza?
—Toda de blanco.
En el momento en que salía de mis labios la respuesta, la señorita Fairlie
pasó ante la puerta por tercera vez, pero en lugar de seguir paseando se detuvo,
dándonos la espalda, apoyada sobre la balaustrada de la terraza y
contemplando el jardín. Mi mirada resbaló por el blanco resplandor de su traje
de muselina y del tocado, rutilantes bajo la luz de la luna, y una sensación que
no consigo expresar, una sensación que aceleró los latidos de mi corazón y
cortó mi respiración, se apoderó de mí.
—¿Toda de blanco? —repetía la señorita Halcombe—. La parte más
importante de la carta es la última, señor Hartright, la que le voy a leer ahora.
Pero no puedo por menos de insistir en la coincidencia del traje blanco de la
mujer que usted encontró y los vestidos blancos que inspiraron esta extraña
respuesta en la pequeña discípula de mi madre. El doctor pudo haberse
equivocado
cuando al descubrir el retraso mental de la niña, predijo que se le pasaría
con el tiempo. Probablemente no se le pasó nunca y su antiguo capricho de
expresar su gratitud vistiéndose de blanco, que fue un sentimiento profundo en
la niña, probablemente sigue siéndolo en la mujer.
Contesté con pocas palabras y ni sé lo que dije. Toda mi atención se
concentraba en el blanco reflejo del traje de muselina de la señorita Fairlie.
—Escuche el último párrafo de la carta —dijo la señorita Halcombe—. Le
va a sorprender; estoy segura.
Cuando ella levantó la carta a la luz de la vela, la señorita Fairlie se volvió
de espaldas a la balaustrada, miró hacia un lado y otro de la terraza como
dudando qué hacer, dio un paso hacia la puerta, y se detuvo mirándonos.
Entre tanto la señorita Halcombe me leía el último párrafo de la carta:
«Y ahora, amor mío, viendo que se me acaba el papel, te diré la verdadera
razón asombrosa de mi cariño por la pequeña Anne Catherick. Querido Philip,
aunque no sea ni la mitad de bonita, es, sin embargo, por uno de esos
fenómenos casuales de parecido que se hallan a veces, el retrato viviente, por
el cabello, por el tono de su tez, por el color de sus ojos y el óvalo de su
cara...»
De un salto me levanté de la otomana antes de que la señorita Halcombe
hubiese terminado la frase. La misma sensación escalofriante recorrió mi
cuerpo, como en aquel momento en que en el desértico camino real de
Londres una mano se posó sobre mi hombro.
¡Allí estaba la señorita Fairlie, una figura blanca y solitaria iluminada por
la luz de la luna, y en su actitud, en la inclinación de su cabeza, en el color y
en el óvalo de su rostro veía ya la imagen viviente, a aquella distancia, y en
tales circunstancias, de la mujer de blanco! La duda que había turbado mi
mente horas y horas atrás, en un instante se volvió certidumbre. Aquel «algo
que faltaba» era mi inconsciente convicción del ominoso parecido entre la
fugitiva del sanatorio y mi discípula de Limmeridge.
—¡Lo ve usted! —dijo la señorita Halcombe. Dejó caer la carta, que ya era
inútil, sus ojos brillaban al encontrarse con los míos—. Lo está viendo ahora
como lo vio mi madre hace once años.
—Lo veo... aunque no puedo decirle cuán a pesar mío. El solo hecho de
asociar la imagen de aquella mujer desamparada, abandonada, perdida aunque
no sea más que por el parecido casual, con la señorita Fairlie, me parece como
proyectar una sombra sobre el futuro de la radiante criatura que nos
contempla. Ayúdeme a disipar esta impresión tan pronto como pueda...
¡Llámela, sáquela de esa funesta luz de la luna!... ¡Por favor, dígale que venga!
—Señor Hartright, me sorprende usted. Sean lo que sean las mujeres, yo
creía que los hombres del siglo diecinueve estaban por encima de las
supersticiones.
—¡Llámela, por favor!
—¡Chis! Ella viene sin que la llamemos. No diga nada en su presencia.
Que sea un secreto entre usted y yo este parecido que hemos descubierto. Ven,
Laura; ven y despierta con el piano a la señora Vesey. El señor Hartright está
clamando por la música y ahora la quiere alegre y ligera, lo más alegre
posible.
VIII
Así terminó mi primera jornada en Limmeridge, después de un día lleno de
emociones.
La señorita Halcombe y yo guardamos nuestro secreto. Después de haber
descubierto aquel extraordinario parecido yo ya no esperaba que ninguna otra
luz aclarase el misterio de la mujer de blanco. En la primera oportunidad que
se le presentó, la señorita Halcombe llevó con cautela la conversación a los
viejos tiempos e hizo que su hermanastra hablase de su madre y de Anne
Catherick. Pero los recuerdos de la señorita Fairlie respecto a la pequeña eran
sumamente vagos e imprecisos. Evocaba el parecido entre ella y la alumna
favorita de su madre como algo supuestamente existente en el pasado, pero no
dijo nada del regalo de los trajes blancos ni de las palabras singulares con que
la niña había expresado torpemente su gratitud por ello. Recordaba que Anne
había permanecido tan sólo unos meses en Limmeridge, y que luego regresó a
su casa de Hampshire, pero no tenía idea de si la madre y la hija volvieron
alguna vez a Limmeridge o de si se supo algo de ellas. Las investigaciones de
la señorita Halcombe, leyendo las pocas cartas de su madre que quedaban sin
revisar, fueron inútiles para disipar la incertidumbre que nos consternaba
tanto. Habíamos identificado a la desventurada mujer que yo encontré aquella
noche como Anne Catherick, por tanto algo habíamos adelantado relacionando
la probable anormalidad y retraso en el cerebro de la pobre niña con su extraña
inclinación por vestirse toda de blanco y con su gratitud infantil, que conservó
durante todos aquellos años hacia la señora Fairlie, y ahí, por lo que sabíamos,
los resultados de nuestra investigación terminaban.
Transcurrieron los días, pasaron las semanas, y las huellas doradas del
otoño empezaron a notarse entre el follaje verde de los árboles. ¡Qué tiempos
tan apacibles y felices y qué rápidos volaron! Ahora mi historia resbala sobre
ellos como ellos resbalaron sobre mí entonces. De todos los tesoros de goces y
delicias que derramasteis sobre mi corazón con tanta liberalidad, ¿qué es lo
que me queda que tenga interés y valor bastante para apuntarlo en estas
páginas? Nada. Tan sólo la más triste de todas las confesiones que pueda hacer
un hombre. La confesión de su locura.
Hablar del secreto que descubre esta confesión no requiere esfuerzos,
porque de forma indirecta se me había escapado ya en mi anterior relato. Las
pobres y débiles palabras que no fueron capaces de describir a la señorita
Fairlie han conseguido traicionar las sensaciones que despertó ella en mí. A
todos nos sucede lo mismo: nuestras palabras parecen gigantes cuando pueden
perjudicarnos y resultan pigmeos cuando intentan prestarnos un buen servicio.
Yo la amaba.
¡Dios mío! ¡Cómo me doy cuenta de toda la tristeza y sarcasmo que se
encierran en estas tres palabras! Puedo lanzar un suspiro sobre mi lúgubre
confesión como la más emotiva mujer que lea estas líneas y que me
compadezca. Puedo reírme con la misma actitud con que el más duro de los
hombres la alejaría de sí con desprecio. ¡La amaba! Sentid conmigo o
despreciadme, lo confieso con la misma resolución inconmovible del que
posee una verdad.
¿No existía disculpa para mí? De seguro que se podría encontrar alguna,
teniendo en cuenta las condiciones en las que prestaba mis servicios en
Limmeridge.
Las horas de la mañana transcurrían mansamente en la quietud y
retraimiento de mi estudio. Tenía bastante trabajo con restaurar los dibujos de
mi patrono, labor que ocupaba gratamente a mis ojos y a mis manos mientras
que la imaginación quedaba libre para deleitarse con el lujo pernicioso de sus
pensamientos desenfrenados. Peligrosa soledad que se prolongaba lo
suficiente como para enervarme y no lo bastante para fortalecerme. Peligrosa
soledad a la que seguían tardes y noches, día tras día y semana tras semana,
que me permitían gozar a mí solo de la compañía de dos mujeres, una de las
cuales poseía gracia, inteligencia y una educación refinada, y la otra reunía
todo el encanto de la belleza, de la dulzura y sinceridad que pueden conquistar
y purificar el corazón de un hombre. No pasó un día de esta peligrosa
intimidad del profesor con sus discípulas en el que mis manos no estuvieran
muy cerca de las de la señorita Fairlie y mi mejilla no rozase casi con la suya
cuando juntos nos inclinábamos sobre su álbum de dibujos. Cuanto más
atentamente observaban ellas los movimientos de mis pinceles, más
profundamente respiraba yo el perfume de sus cabellos y la fragancia cálida de
su aliento. Una parte de mi obligación consistía en vivir bajo la luz de sus
ojos, y a veces cuando me inclinaba sobre su seno, tan cerca, temblaba ante la
idea de tocarla; otra, sentirla inclinarse sobre mí para ver lo que yo le señalaba,
cuando su voz se apagaba para decirme alguna cosa y los lazos de su pamela
acariciaban mi rostro llevados por el viento antes de que pudiese retirarlos.
Las veladas que seguían a estas excursiones pictóricas de la tarde variaban,
más bien que refrenaban, estas inocentes e inevitables familiaridades. Mi
entusiasmo natural por la música, que ella interpretaba con tanta sensibilidad y
con tal femenina ternura, y su lógico deseo de devolverme con su arte los
placeres que yo le proporcionaba con el mío, formaban otra cadena que nos
unía más y más. Los incidentes de la conversación, la simple costumbre que
supone una cosa tan sencilla como nuestros sitios en la mesa, las bromas de la
señorita Halcombe, que se burlaba siempre de su entusiasmo como alumna y
de mi afán por cumplir como maestro, la inofensiva aprobación somnolienta
de la pobre señora Vesey con la que nos unía a la señorita Fairlie y a mí en el
modelo de jóvenes que jamás la perturbábamos..., cada una de estas
nimiedades y otras muchas conseguían envolvernos a los dos en una atmósfera
familiar y nos conducían imperceptiblemente al mismo final sin escapatoria.
Debí haber recordado siempre mi posición y haberme mantenido
secretamente alerta. Así lo hice, pero cuando ya era demasiado tarde. Toda la
discreción, toda la experiencia que me habían asistido cuando se trató de otras
mujeres y que me sostuvieron contra diversas tentaciones, me abandonaron
frente a ésta. Desde hacía años esto había sido mi profesión: encontrarme en
tan estrecho contacto con muchachas jóvenes de distintas edades y más o
menos guapas. Yo había aceptado estas situaciones como parte de mi oficio,
consiguiendo dejar todos los sentimientos propios de mi edad en los suntuosos
vestíbulos de mis patronos con la misma frialdad con que dejaba mi paraguas
antes de subir a sus estancias. Aprendí y comprendí hacía mucho tiempo con
toda indiferencia y como un hecho consumado, que mi situación en la vida
podía considerarse suficiente garantía de que cualquier sentimiento que
pudiera despertar en mis alumnas no podía ser más que mero interés, y sabía
que se me admitía entre las más bellas y cautivadoras mujeres de la misma
manera con que se admite la presencia de un inofensivo animal doméstico.
Este provechoso conocimiento me había llegado muy pronto, y me había
guiado firme y rectamente por mi angosta senda miserable y estrecha,
impidiéndome apartarme nunca de ella, desviarme a la derecha o a la
izquierda. Y ahora mi cotizado talismán y mi propia persona estábamos
separados por primera vez. Sí, el dominio de mí mismo, que había adquirido
con tanto esfuerzo, lo había perdido por completo como si nunca lo hubiera
poseído; lo había perdido como lo pierden cada día otros hombres en otras
tantas situaciones críticas a las que las mujeres los abocan. Me doy cuenta
ahora de que debía haberme controlado desde el principio. Debía haberme
preguntado: ¿Por qué en cualquier cuarto de la casa me sentía mejor que si
estuviera en mi propio hogar cuando ella entraba, y me parecía tan árido como
vacío cuando lo abandonaba? ¿Por qué advertía y recordaba siempre las más
insignificantes variaciones en su atavío como nunca había advertido ni
recordado las de ninguna otra mujer? ¿Por qué la miraba, la escuchaba y la
tocaba (cuando nos dábamos la mano mañana y tarde) como jamás había
mirado, escuchado ni tocado a mujer alguna en mi vida? Debí haber escrutado
mi propio corazón para descubrir estos brotes nuevos y arrancarlos al nacer.
¿Por qué esta labor tan fácil y sencilla de cuidar de mí mismo me resultaba
demasiado trabajosa? La explicación ya está escrita con aquellas tres palabras
que me han bastado y sobrado para hacer mi confesión. Yo la amaba.
Pasaron días, transcurrieron semanas, hacía ya casi dos meses de mi
llegada a Cumberland. La monotonía deliciosa de la vida que llevábamos a
nuestro apacible retiro me arrastraba como una suave corriente arrastra al
nadador que descansa sobre sus olas. Todo recuerdo del pasado, todo
pensamiento del futuro, toda consciencia de lo falso y desesperado de mi
situación callaban dentro de mí, sumergidos en traicionera calma. Las sirenas
que cantaban en mi propio corazón habían cerrado mis ojos y mis oídos ante el
peligro y yo navegaba a la deriva acercándome a los nefastos escollos. La
advertencia que por fin me despertó, que me llenó de conciencia acuciante y
acusadora de mi propia debilidad, fue la más clara, sincera y grata puesto que
me llegaba silenciosamente de ella.
Fue una noche en que nos despedimos como siempre. Ni aquella vez ni
antes había pronunciado una sola palabra que pudiese traicionar mis
sentimientos o sorprenderla con la revelación de la verdad. Pero cuando nos
volvimos a ver a la mañana siguiente, el cambio que observé en ella me lo dijo
todo.
Yo rehuía entonces —y sigo rehuyendo ahora— penetrar en el santuario
inviolable de su corazón y dejarlo al descubierto ante los extraños como he
dejado el mío. Me limitaré a decir que el momento en que ella adivinó mi
secreto fue, y estoy firmemente convencido de ello, el mismo en que ella
adivinó el suyo, el momento que le hizo cambiar de la noche a la mañana su
actitud frente a mí. Si era demasiado noble para engañar a nadie, también lo
era para engañarse a sí misma. Cuando brotó en su corazón la duda que yo
había hecho callar en el mío, su sinceridad se impuso y dijo con su habitual
lenguaje franco y sencillo: «Lo siento por él y por mí».
Yo no supe entonces comprender esto ni otras cosas que declaraban sus
miradas. Pero comprendí muy bien el cambio de su trato, más amable, más
dispuesta a complacer mis deseos, y también más distante y triste, buscaba con
ansiedad cualquier ocupación en que concentrarse cuando nos quedábamos a
solas. Comprendí por qué entonces aquellos labios finos y sensibles sonreían
tan poco y como a la fuerza, y por qué aquellos transparentes ojos azules me
miraban a veces con la piedad de un ángel y otras con el pasmo inocente de los
niños. Pero la transformación de Laura llegaba aún a más. Había frialdad en su
mano, una rigidez innatural en su rostro, en todos sus movimientos traslucía
un temor permanente y un reproche insistente hacia sí misma. Aquellos no
eran los indicios ocultos que podían descubrir en ella o en mí que sentíamos
algo en común. El cambio que en ella se había producido conservaba algo de
aquella atracción secreta que existía entre nosotros, pero también había en él
otra fuerza secreta que empezaba a separarnos.
Lleno de dudas y perplejidades, de una vaga intuición de que con mis
propias fuerzas y sin ayuda de nadie debía descubrir algo que se me ocultaba,
presté más atención a lo que hacía y decía la señorita Halcombe esperando
encontrar una indicación. Dentro de la intimidad en que vivíamos era
imposible que se produjesen cambios graves en cualquiera de nosotros sin que
los demás los advirtiesen. El cambio de la señorita Fairlie se reflejaba en su
hermanastra. Aunque a la señorita Halcombe no se le escapó ni una palabra
que indicase que sus sentimientos hacia mí habían cambiado, sus ojos
penetrantes me observaban ahora sin cesar. A veces aquellas miradas suyas
parecían descubrir una cólera contenida; otras veces, un contenido temor; otras
no expresaba nada que yo pudiera comprender. Transcurrió otra semana, en la
que a los tres nos envolvió una violencia secreta. Mi situación agravada por el
reconocimiento, que se despertaba en mí demasiado tarde, de mi miserable
flaqueza y de mi irreflexión, se hacía insoportable.
Sentía que debía cortar de una vez y para siempre aquella opresión en que
vivía, pero estaba fuera de mi alcance el decidir la manera de actuar con
eficacia o de hablar con oportunidad.
La señorita Halcombe fue quien me libró de aquella situación desesperada
y humillante. Sus labios me dijeron la verdad amarga, inesperada y necesaria;
su bondad cordial me sostuvo en aquel choque horrible; su sensatez y su valor
se impusieron al peor suceso que pudo acontecerme a mí y al resto de los
moradores de Limmeridge.
IX
Aquel jueves se cumplían los tres meses de mi llegada a Cumberland.
Cuando bajé a desayunar a la hora de siempre y por primera vez desde que
la conocí, no estaba la señorita Halcombe en su sitio habitual.
La señorita Fairlie estaba en el jardín. Me saludó desde lejos, pero no se
acercó a mí. Ni ella ni yo habíamos dicho una palabra que pudiera haber
alterado nuestras relaciones, y, sin embargo, palpamos aquella especie de
violencia que nos hacía temblar y evitar encontrarnos a solas. Así, pues, ella
esperó fuera y yo dentro hasta que llegasen la señora Vesey o la señorita
Halcombe. ¡Con qué rapidez me hubiese acercado a ella quince días antes, con
qué alegría nos hubiéramos estrechado la mano y con qué naturalidad nos
hubiéramos entregado a nuestra charla habitual!
A los pocos minutos entró la señorita Halcombe. Parecía preocupada, y se
disculpó por el retraso con un aire distraído.
—Me ha detenido el señor Fairlie —dijo— quería discutir conmigo un
asunto doméstico.
La señorita Fairlie regresó del jardín y nos saludamos como siempre. Me
sobresaltó el helor de su mano, más intenso que nunca. No me miraba y estaba
muy pálida. Hasta la señora Vesey lo notó cuando entró en el comedor un
momento después.
—Creo que es el cambio del viento —dijo—. Ya llega el invierno, ay
querida mía, ¡ya llega el invierno!
¡Para su corazón y para el mío el invierno ya había llegado!
Nuestros desayunos, antes tan animados por las discusiones y planes sobre
lo que íbamos a hacer durante el día eran ahora rápidos y silenciosos. La
señorita Fairlie parecía agobiada por los largos silencios en la conversación y
miraba suplicante a su hermana esperando que dijese algo. Dos o tres veces
me pareció que la señorita Halcombe estuvo a punto de hablar, pero no se
decidió, una cosa insólita en ella, y, por fin dijo:
—Laura... he hablado con tu tío esta mañana y cree que el cuarto rojo es el
más apropiado; además, me confirma lo que yo te dije. Es el lunes, no el
martes.
Mientras hablaba, Laura mantenía la mirada fija en la mesa. Sus manos
jugueteaban nerviosamente con las migajas del pan desparramadas sobre el
mantel. La palidez de su rostro se extendió hasta sus labios, que empezaron a
temblar. No fui yo solo quien notó estas alteraciones. La señorita Halcombe
las vio también y en seguida se levantó de la mesa obligándonos a seguir su
ejemplo.
La señorita Fairlie y la señora Vesey salieron juntas del comedor. Los
dulces y tristes ojos azules se posaron en mí un instante como si quisiera
darme una última y eterna despedida. Sentí cómo mi corazón le respondía con
un dolor punzante, un dolor que me anunciaba que pronto iba a perderla y que
su pérdida sólo haría mi amor más profundo.
Miré hacia el jardín cuando la puerta se cerró tras ella. La señorita
Halcombe estaba de pie junto al ventanal que daba al parque, con su sombrero
en la mano, y su chal doblado en el brazo, observándome con atención.
—¿Puede usted dedicarme unos minutos —me preguntó— antes de
comenzar su trabajo?
—Por supuesto, señorita Halcombe. Siempre tengo tiempo disponible para
usted.
—Tengo que hablarle a solas, señor Hartright. Coja el sombrero y vayamos
al jardín. A estas horas no creo que nos estorbe nadie.
Al salir nos tropezamos con un ayudante del jardinero —un niño casi—
que venía hacia la casa con una carta en la mano. La señorita Halcombe le
detuvo.
—¿Es para mí esa carta? —le preguntó.
—No, señorita; aquí pone que es para la señorita Fairlie— contestó el
muchacho mostrando la carta.
La señorita Halcombe la cogió y miró el sobre.
—No conozco esta letra —se dijo a sí misma—. ¿Quién podría escribir a
Laura?... ¿Dónde te la dieron? —continuó dirigiéndose al jardinero.
—Verá, señorita —dijo el muchacho—. Me la ha dado ahora mismo una
mujer.
—¿Qué mujer?
—Una mujer vieja.
—¿Una vieja? ¿Tú la conoces?
—No podría decir que la haya visto antes.
—¿Por qué camino se fue?
—Por allí —dijo el aprendiz del jardinero volviéndose con resolución
hacia el sur y señalando toda la parte meridional de Inglaterra con un generoso
movimiento de la mano.
—Es curioso —dijo la señorita Halcombe—. Seguramente es de alguien
que pide dinero. Bueno —añadió, devolviendo la carta al muchacho—, llévala
a casa y entrégasela a uno de los criados. Y ahora, señor Hartright, si no tiene
inconveniente, vámonos por aquí.
Seguimos el mismo sendero por el que me condujo el primer día de mi
estancia en Limmeridge. Al llegar al pabellón en que me encontré por primera
vez con Laura Fairlie, se detuvo y rompió el silencio que había guardado
durante todo el camino.
—Lo que tengo que decirle se lo diré aquí.
Con estas palabras entró en la casita, cogió una de las sillas que había al
lado de la pequeña mesa redonda, y con un gesto me invitó a sentarme
también. Yo sospeché lo que iba a decirme desde que me habló en el comedor,
y en aquel instante tuve la certeza absoluta.
—Señor Hartright —empezó diciendo—, voy a hacerle una declaración
sincera. Quiero que sepa (se lo digo sin preámbulos, que detesto, y sin
cumplidos, que odio de todo corazón) que durante todo este tiempo en que
hemos vivido juntos he llegado a ver en usted un buen amigo. Desde el primer
día en que me explicó cómo se había portado con la desventurada mujer que
encontró en unas circunstancias tan extrañas, me sentí predispuesta en favor
suyo. Su comportamiento, aquella noche, tal vez no demostró demasiada
prudencia, pero sí el dominio de sí mismo, delicadeza y la compasión de un
hombre que es todo un caballero. El suceso me hizo esperar mucho de usted, y
la verdad es que no se han defraudado mis esperanzas.
Calló un momento, pero levantó la mano en señal de que no esperaba una
respuesta de mí hasta que terminase. Cuando entré en el pabellón, nada estaba
más lejos de mi pensamiento que la mujer de blanco. Pero ahora las palabras
de la propia señorita Halcombe me hicieron recordar mi aventura. Aquel
recuerdo no se separó ya de mí mientras duró nuestra entrevista, y su presencia
tuvo sus consecuencias.
—Como amiga —siguió diciendo— quiero decirle de una vez, a mi modo
claro, directo y rudo, que he descubierto su secreto sin que nadie me advirtiese
ni ayudase. Señor Hartright, usted ha cometido la ligereza de permitirse
desarrollar un afecto, y me temo que es un afecto serio y profundo, hacia mi
hermana Laura. No quiero someterle a la tortura de confesarlo ante mí, pues sé
que es demasiado honrado para negarlo. Ni siquiera le compadezco por haber
abierto su corazón a un sentimiento sin esperanza. Usted no ha intentado nada
a hurtadillas ni ha hablado con mi hermana en secreto. Sólo le culpo de falta
de carácter y olvido de sus propios intereses. Si hubiera actuado en cualquier
sentido con menos modestia y delicadeza me hubiera visto obligada a indicarle
que dejase esta casa, sin vacilar un momento y sin consultar a nadie. Pero así
como están las cosas, sólo acuso a la fatalidad que estropea sus años y su
porvenir... No le acuso a usted. Démonos la mano. Le estoy haciendo sufrir y
le voy a hacer sufrir aún más, pero no me es posible evitarlo, y antes que nada
quiero que estreche usted la mano de su amiga Marian Halcombe.
Aquella repentina cordialidad, aquella simpatía cálida, noble e intrépida
que se me ofrecía con compasión, pero de igual a igual, que se dirigía a mi
corazón, a mi honor y a mi valor con un ímpetu tan delicado y generoso, me
conmovió profundamente. Quise mirarla cuando ella cogió mi mano, pero mi
mirada se enturbiaba. Quise darle las gracias, pero la voz me falló.
—Escúcheme usted —continuó sin querer darse cuenta de mi desconcierto
— escúcheme y acabemos de una vez. Siento un verdadero, un auténtico alivio
por no tener que entrar en el tema que considero duro y cruel, el de las
diferencias sociales, cuando le diga lo que tengo que decirle ahora.
Circunstancias que le obligarán a usted a obrar con rapidez me evitan a mí el
dolor de herir la sensibilidad del hombre que ha vivido bajo nuestro mismo
techo y en intimidad amistosa con nosotras, haciendo cualquier mención
humillante de su condición y situación. Tiene usted que abandonar
Limmeridge, señor Hartright, antes de que el daño sea mayor. Decírselo es mi
obligación como también lo sería, por el mismo motivo grave y urgente,
decírselo si perteneciese a la más antigua y pudiente familia de Inglaterra.
Tiene usted que marcharse, no porque sea profesor de dibujo...
Se detuvo un momento, me miró de frente y alargando su mano sobre la
mesa, apretó fuertemente mi brazo.
—No porque sea usted un profesor de dibujo —repitió ella—, sino porque
Laura Fairlie está prometida en matrimonio.
Al escuchar estas últimas palabras creí que una bala me atravesaba el
corazón. No sentía ya en mi brazo el contacto de la mano que lo aferraba. No
me moví, no hablé. La penetrante brisa del otoño que removía las hojas a
nuestros pies de pronto me heló, como si mis locas ilusiones también fueran
hojas caídas que el viento impulsaba. ¡Ilusiones! Prometida o no, se hallaba
igualmente alejada de mí. ¿Hubieran olvidado esto otros hombres en mi lugar?
No, si la hubieran amado tanto como yo.
Pasó el tremendo choque y sólo quedó el entumecimiento desolado y
doloroso. Volví a sentir la mano de la señorita Halcombe que apretaba mi
brazo, levanté la cabeza y la miré. Sus grandes ojos negros estaban fijos en mí,
observando la palidez repentina de mi rostro, que yo sentía y ella veía.
—¡Destrúyalo! —me dijo. —Aquí mismo, donde la vio por primera vez,
¡destrúyalo! No se deje aplastar como una mujer. Rómpalo, aplástelo con el
pie, como un hombre.
La vehemencia contenida de sus palabras, la fuerza que su voluntad,
concentrada en la mirada que clavaba en mí y la constante presión de su mano
sobre mi brazo, comunicaba a la mía me devolvieron el valor. Ambos
esperamos unos minutos en silencio. Por fin me mostré digno de su generosa
confianza en mi hombría y al menos por fuera recobré el dominio sobre mí
mismo.
—¿Ha vuelto usted en sí?
—Lo bastante, señorita Halcombe, para rogarle a usted y a ella que me
perdonen. Lo bastante para dejarme guiar de su consejo demostrándole de esta
manera mi gratitud, ya que no puedo hacerlo de otra.
—Ya lo ha demostrado usted —contestó— con estas palabras. Señor
Hartright, entre nosotros han terminado los disimulos. No puedo ocultarle lo
que mi hermana inconscientemente me ha dejado descubrir. Tiene usted que
abandonarnos tanto por su bien como por el de ella. Su presencia en esta casa
y su obligada proximidad a nosotras, por inocente que fuera, bien sabe Dios,
en todos los demás sentidos, la han debilitado y la han perjudicado. Yo, que la
quiero más que a mi propia vida y que he aprendido a creer en su alma pura,
noble e inocente —como creo en mi religión— me doy perfecta cuenta de lo
que sufre en silencio por sus remordimientos desde que la primera sombra de
un sentimiento desleal a su compromiso ha penetrado en su corazón contra su
voluntad. No quiero decir, y además seria inútil intentar pretenderlo después
de lo sucedido, que su noviazgo se haya basado en sus inclinaciones
sentimentales. Es un compromiso de honor más que de amor, que su padre
dispuso hace dos años desde su lecho de muerte; ella ni se opuso ni se
entusiasmó; lo aceptó con satisfacción. Hasta que usted vino a esta casa se
hallaba en la misma situación que centenares de mujeres que se casan con
hombres sin experimentar ni una gran atracción ni una especial antipatía y que
aprenden a quererlos (¡si no aprenden a odiarlos!) después de la boda, en vez
de antes. Espero con mayor ansia de la que puedo expresar con palabras (y
usted debe ser lo bastante abnegado para desearlo como yo) que los nuevos
sentimientos y afectos que han perturbado su antigua serenidad y su alegría no
hayan echado raíces tan profundas que no puedan arrancarse. Su ausencia (si
no tuviera tanta confianza en su valor, honorabilidad y sensatez no tendría las
esperanzas que tengo), su ausencia ayudará a mis esfuerzos y el tiempo nos
ayudará a los tres. Ya es algo para mí el saber que la confianza que he
depositado en usted está bien segura. Ya es algo saber que no ha de ser usted
menos caballero, menos honesto y menos considerado con la discípula cuya
posición ha tenido usted la desgracia de olvidar, que con la abandonada
desconocida que no imploró en vano su protección.
¡Otra vez el recuerdo de la mujer de blanco! ¿Es que no iba a ser posible
hablar de la señorita Fairlie y de mí sin evocar la memoria de Anne Catherick,
interponiendo entre los dos su figura como una fatalidad ineludible?
—Dígame qué disculpas puedo dar al señor Fairlie para romper mi
compromiso —contesté—. Dígame cuándo he de marcharme una vez sea
aceptada mi disculpa. Le prometo una obediencia absoluta a sus consejos.
—Desde luego que el tiempo tiene gran importancia —contestó—.
Recordará usted que antes, en el comedor, me referí al próximo lunes y a la
necesidad de preparar el cuarto rojo. El huésped que esperamos ese día es...
No pude dejarla seguir. Sabiendo lo que ahora sabía y al recordar la mirada
y la actitud de la señorita Fairlie durante el desayuno, comprendí que el
huésped esperado en Limmeridge era su futuro esposo. Quise dominarme,
pero algo superior a mi voluntad se me impuso, e interrumpí a la señorita
Halcombe.
—Déjeme usted marchar hoy mismo —le dije con amargura—. Cuanto
antes, mejor.
—No, hoy no —dijo ella—. La única razón que puede dar usted al señor
Fairlie para romper su contrato es la de que una necesidad inesperada le obliga
a solicitar su autorización para irse inmediatamente a Londres. Tiene usted que
esperar hasta mañana para decírselo, después de que llegue el correo, pues de
ese modo relacionará el rápido cambio de sus planes con alguna carta de
Londres. Es triste y despreciable tener que rebajarse a estos engaños, aunque
sean tan inofensivos para todos, pero conozco al señor Fairlie y, si le da el
menor motivo para que sospeche que le está mintiendo, se negará a dejarle
libre. Hable con él el viernes por la mañana; ocúpese después (por su propio
interés y el de su patrón) en dejar su trabajo inacabado en el mayor orden
posible, y márchese de esta casa el sábado. Así habrá tiempo suficiente, señor
Hartright, para usted y para todos nosotros.
Antes de que pudiera asegurarle que obraría conforme a sus indicaciones,
nos sobresaltamos al oír unos pasos que se acercaban por el camino. ¡Alguien
venía de la casa para buscarnos! Sentí que la sangre se me subía a las mejillas
y luego refluía. ¿Sería la señorita Fairlie la persona que se acercaba deprisa
precisamente en aquel momento y en aquellas circunstancias?
Fue para mí un alivio —tan triste y tan desesperado era el cambio que se
había producido en mi situación respecto a ella—, un verdadero alivio, cuando
la persona que nos había alertado apareció en la puerta del pabellón y resultó
ser sólo la doncella de la señorita Fairlie.
—Señorita ¿puedo hablarle un momento? —dijo la muchacha con premura
y visiblemente preocupada.
La señorita Halcombe bajó los escalones de la casita y anduvo unos
momentos junto a la muchacha.
Al quedarme solo pensé, con tanta amargura y desolación que no puedo
describir, en mi próximo regreso a la soledad y el desorden de mi casa de
Londres. Recuerdos de mi pobre y vieja madre y de mi hermana que se habían
regocijado con tanta inocencia de la buena suerte que me esperaba en
Cumberland, recuerdos que durante largo tiempo yo había ahuyentado de mi
corazón y que ahora me hacían avergonzarme y arrepentirme, volvían a mí
trayendo consigo la cariñosa tristeza de viejos y abandonados amigos. ¿Qué
sentirían mi madre y mi hermana cuando volviese a ellas con mi compromiso
incumplido, con la confesión de mi desgraciado secreto, ellas que se habían
despedido de mí llenas de ilusiones aquella última y feliz noche en nuestra
casa de Hampstead?
¡Otra vez Anne Catherick! El recuerdo de la noche en que me despedí de
mi madre y mi hermana no podía volver a mí sin que evocara al mismo tiempo
el de mi paseo a la luz de la luna, camino de Londres. ¿Qué significaría todo
ello? ¿Habríamos de vernos una vez más aquella mujer y yo? Cuando menos,
era posible. ¿Sabía ella que yo vivía en Londres? Sí, pues yo mismo se lo dije,
no sé si antes o después de que me hiciera aquella extraña y recelosa pregunta
sobre si yo conocía a muchas personas con el título de barón. Si se lo dije
antes o después, repito, no tenía yo entonces la mente lo bastante clara como
para recordarlo.
Pasaron unos minutos antes de que la señorita Halcombe dejase a la
doncella y regresase. También ella tenía ahora el aire de premura y
preocupación.
—Señor Hartright —dijo—, ya lo hemos dejado todo arreglado. Nos
hemos entendido como buenos amigos; ahora podemos volver a casa. Si he de
decirle la verdad estoy muy preocupada con Laura. Ha enviado a buscarme
porque quiere verme en seguida, y dice la muchacha que su señorita parece
muy agitada por una carta que ha recibido esta mañana, sin duda la misma que
le envié cuando veníamos hacia aquí.
Apresuramos el paso bajo la fronda del sendero. Aunque la señorita
Halcombe me había manifestado todo lo que creía necesario, yo, por mi parte,
aún tenía cosas que decirle. Desde el momento en que me había enterado de
que el esperado visitante era el futuro esposo de la señorita Fairlie,
experimentaba una amarga curiosidad, un ansia malsana y abrasadora por
saber quién era. Era probable que no se me presentara otra ocasión de hacer
esta pregunta, y me arriesgué a preguntarlo mientras volvíamos a la casa.
—Ahora que ha sido usted tan amable, señorita Halcombe —dije— al
decirme que nos hemos entendido muy bien, y ahora que está segura de mi
gratitud por su comprensión y de mi obediencia a sus deseos, ¿puedo
preguntarle quién... (vacilé un instante, pues me había forzado a pensar en él
como su prometido) quién es el caballero que está prometido a la señorita
Fairlie?
Su mente estaba evidentemente ocupada con el recado que había recibido
de su hermana. Su respuesta fue rápida y distraída.
—Un gran hacendado de Hampshire.
¡Hampshire! ¡El lugar donde había nacido Anne Catherick! Una y otra vez
la mujer de blanco. En aquello había una fatalidad.
—¿Cómo se llama? —pregunté con toda la calma e indiferencia de que fui
capaz.
—Sir Percival Glyde.
Sir... ¡Sir Percival! La pregunta de Anne Catherick —aquella pregunta
recelosa sobre las personas con título de barón que yo podía conocer— que
había recordado poco antes de regresar la señorita Halcombe al pabellón,
ahora volvía a mi memoria al escuchar esta respuesta.
—Sir Percival Glyde —repitió, suponiendo que no había oído bien.
—¿Caballero o barón? — pregunté con un desasosiego que no podía
disimular más.
Calló un instante y me contestó, con notable frialdad.
—Barón, por supuesto.
X
No volvimos a decirnos una palabra mientras caminábamos juntos. La
señorita Halcombe se dirigió precipitadamente al cuarto de su hermana y yo
me refugié en mi estudio para ordenar todos los dibujos del señor Fairlie que
no había terminado de restaurar y que pasarían al cuidado de otras manos.
Todos los pensamientos que había intentado rechazar —pensamientos que
hacían mi situación aún más difícil de afrontar— se agolparon en mi mente
cuando estuve solo.
Estaba prometida en matrimonio, y su futuro esposo era Sir Percival
Glyde. Un hombre que llevaba título de barón, gran propietario de Hampshire.
En Inglaterra había cientos de baronías, y docenas de propietarios en
Hampshire. Juzgando con frialdad, no había, pues, ni razón ni sombra de ella
para relacionar a Sir Percival Glyde con las inquisitivas palabras que me
dirigió, recelosa, la dama de blanco. Y, sin embargo, yo lo relacionaba con
ellas. ¿Sería porque ahora se asociaba en mi imaginación con la señorita
Fairlie, y la señorita Fairlie a su vez con Anne Catherick, desde la noche en
que descubrí aquel siniestro parecido entre ellas? ¿Me habían enervado tanto
los acontecimientos de la mañana que me hallaba a merced de cualquier
absurda fantasía que las casualidades más sencillas y las coincidencias más
corrientes pudieran sugerirme? Imposible aclararlo. Sólo me daba cuenta de
que la conversación sostenida entre la señorita Halcombe y yo cuando
volvíamos a casa me había afectado de una forma muy rara. La premonición
de un peligro indetectable que guardaba oculto a todos nosotros el
impenetrable futuro, se apoderaba de mí. La duda sobre si yo estaba atado ya a
una cadena de acontecimientos que no podría romperse incluso al marcharme
de Cumberland —esta duda sobre si alguno de nosotros era capaz de prever el
final tal y como iba a producirse en realidad—, esta duda ofuscaba por
completo mi mente. Incluso el dolor punzante que me causaba el final
miserable de mi amor breve y arrogante parecía calmarse y desvanecerse ante
la sensación creciente de que algo oscuro e inminente, algo invisible y
amenazador se cernía esta vez sobre nuestras cabezas.
Había estado ocupado en los dibujos media hora escasa, cuando alguien
llamó a mi puerta. Respondí, la puerta se abrió, y ante mi sorpresa, en mi
habitación entró la señorita Halcombe.
Parecía nerviosa y angustiada. Cogió una silla antes de que pudiera
ofrecérsela y se sentó a mi lado.
—Señor Hartright —dijo— pensé que todas las conversaciones penosas
entre usted y yo habían terminado, al menos por hoy. Pero no ha sido así. Una
mano oculta está tramando una villanía para asustar a mi hermana y evitar su
matrimonio. ¿Se acuerda que por orden mía el jardinero llevó a casa una carta,
escrita con letra desconocida y que iba dirigida a la señorita Fairlie?
—Por supuesto.
—Pues era una carta anónima, una vil calumnia contra sir Percival Glyde
para rebajarle ante los ojos de mi hermana... La ha puesto en tal estado de
agitación y alarma que me ha costado enormes esfuerzos conseguir
tranquilizarla un poco para poder salir a verle a usted... Me doy cuenta de que
se trata de un asunto de familia en el cual no debería mezclarse, pues no tiene
por qué interesarse ni preocuparse por ello.
—Perdón señorita Halcombe. Todo lo que se refiera a la felicidad de la
señorita Fairlie o a la suya propia me interesa y me preocupa profundamente.
—No sabe cuánto me alegro de oírle. Es usted la única persona de la casa o
fuera de ella que puede aconsejarme. El señor Fairlie, dado su estado de salud
y su horror ante las dificultades y misterios de cualquier índole, queda
descartado. Respecto del pastor, es una persona buena y débil y no entiende de
nada que sobresalga de la rutina de sus obligaciones, y nuestros vecinos sólo
son agradables compañeros de diversión a quienes no se puede molestar
cuando se trata de dificultades y de peligro... Lo que deseo saber es esto:
¿debería yo dar inmediatamente los pasos necesarios para descubrir al autor de
la carta, o será mejor esperar hasta mañana y acudir al abogado consejero del
señor Fairlie? Es una cuestión —quizá de gran importancia— de ganar o
perder un día. Dígame lo que usted opina, señor Hartright. Si la necesidad no
me hubiese obligado ya una vez a confiar en usted tratándose de circunstancias
delicadas, quizá ni la soledad en que me hallo fuese bastante para disculparme.
Pero tal y como están las cosas, y después de todo lo que ha sucedido entre
nosotros, estoy segura de que no obro mal olvidando que sólo es usted un
amigo desde hace tres meses.
Me alargó la carta. Esta empezaba de forma abrupta, prescindiendo de toda
palabra de introducción:
«¿Cree usted en los sueños? Espero que por su bien crea en ellos. Vea lo
que dice la Biblia sobre los sueños y sobre su cumplimiento (Génesis. XI, 8;
XLI, 25; Daniel, IV, 18—25) y haga caso de mi advertencia, antes que sea
demasiado tarde.
«Anoche soñé con usted, señorita Fairlie. Soñé que me hallaba en el
presbiterio de una iglesia. A un lado tenía el altar y al otro estaba el sacerdote
con la sobrepelliz y un misal en la mano.
«Al poco rato un hombre y una mujer se adelantaban por la iglesia hasta
llegar a nosotros: venían a casarse. La mujer era usted. Parecía tan guapa e
inocente, con su precioso vestido de seda blanco y el largo velo de encaje, que
mi corazón se enterneció y mis ojos se llenaron de lágrimas.
«Eran lágrimas de compasión, señorita; lágrimas que el cielo bendice; y en
lugar de caer de mis ojos como caen las lágrimas de cada día que derramamos
todos nosotros, se convirtieron en dos rayos de luz que se fueron alargando
hasta acercarse más y más al hombre que estaba a su lado, hasta que tocaron
su pecho. Los rayos se convirtieron en dos arcos parecidos al arco iris que iban
de mis ojos a su corazón, y a través de ellos pude llegar hasta el fondo de su
alma.
«El hombre con quien usted iba a casarse era de aspecto muy atractivo. No
era ni alto ni bajo; quizá un poco menos que la estatura media. Parecía una
persona inteligente, valiente y llena de vida, de unos cuarenta y cinco años. De
rostro pálido, con grandes entradas sobre la frente y de cabello oscuro. Unas
patillas bien cuidadas le llegaban hasta el labio superior. Sus ojos también eran
castaños y muy brillantes; su nariz era tan recta, fina y hermosa que podría
pertenecer a una mujer, lo mismo que sus manos. De cuando en cuando una
tos seca le obligaba a llevarlas hasta su boca, y en el dorso de la mano derecha
se veía la cicatriz roja de una antigua herida. ¿He soñado con el hombre que
usted conoce? Usted lo sabe mejor, señorita Fairlie, y podrá decir si me he
equivocado o no. Pero siga leyendo, se lo ruego. Lea y sepa lo que descubrí en
el interior de este hombre.
«Miré a través de los arcos iris y vi el fondo de su corazón. Era negro
como la noche y en él estaba escrito con letras incandescentes, que son las
letras que emplea el ángel caído: «Sin piedad y sin remordimientos. Sembró
de miserias el sendero de los demás y desde ahora vivirá para sembrar de
miseria y dolor el de la mujer que está a su lado». Eso fue lo que leí. Entonces
los rayos de luz se elevaron hasta sobrepasar la altura de su hombro, y allí, tras
él, vi a un demonio que reía. Los rayos de luz se desplazaron otra vez, hacia
usted, y vi detrás a un ángel llorando. Después se colocaron entre usted y el
hombre y fueron ensanchando y ensanchando el espacio que los separaba
hasta hacer imposible la unión. El pastor intentaba en vano leer las oraciones
de ritual porque éstas se habían borrado por completo, y entonces cerró el libro
y lo colocó desesperado sobre el altar. En aquel momento desperté con los ojos
cuajados de lágrimas y el corazón oprimido de pena, porque yo creo en los
sueños.
«Crea usted también en ellos, señorita Fairlie, se lo suplico, por lo que más
quiera... José, Daniel y otros profetas creían en los sueños. Haga
averiguaciones sobre la vida pasada del hombre de la cicatriz en la mano,
antes de pronunciar palabras que la conviertan en su triste esposa. No le hago
esta advertencia pensando en mí, sino por su propia felicidad. Me preocupa
tanto su bienestar que mientras tenga un soplo de vida pensaré en usted. La
hija de su madre ocupa un lugar excepcional en mi corazón, porque su madre
fue mi primera, mi única y mejor amiga.»
XI
Seguimos nuestras pesquisas en Limmeridge, dirigiéndolas en todas
direcciones, preguntando a toda clase de gentes. Pero nada sacamos en limpio
de todo ello. Tres de los aldeanos aseguraron haber visto a la mujer, mas como
eran incapaces de describirla o de indicar con precisión hacia donde se
encaminaba cuando la vieron por última vez, aquellas tres excepciones de la
regla general de ignorancia total no nos fueron más útiles que el resto de sus
vecinos ineficaces y nada observadores.
Nuestras andanzas nos llevaron hasta el extremo del pueblo, donde se
hallaba la escuela que fundó la señora Fairlie. Cuando pasamos por delante de
la parte destinada a los muchachos, sugerí la idea de hacer una última
investigación con el maestro quien, teniendo en cuenta su cargo, debía de ser
la persona más instruida del pueblo.
—Temo que el maestro estuviese dando sus clases cuando la mujer pasó
por el pueblo a la ida y a la vuelta —dijo la señorita Halcombe—. No obstante
vamos a intentarlo.
Dimos la vuelta por el patio de recreo y pasamos por delante de las
ventanas de la escuela, dirigiéndonos a la puerta, que estaba en la parte
posterior del edificio. Yo me detuve ante una de aquellas para observar el
interior de la clase.
El maestro estaba sentado en su alto pupitre, de espaldas a mí y parecía
amonestar a sus alumnos que se agrupaban frente a él, todos menos uno.
Aquel era un muchachote fuerte y rubio, que estaba de pie encima de un
taburete en un rincón de la clase, un pequeño e indefenso Crusoe cumpliendo
su condena solitaria aislado en su propia isla desierta.
La puerta de la clase estaba entornada, y cuando nos detuvimos en el portal
pudimos oír con perfecta nitidez la voz del maestro.
—Y ahora, muchachos —explicaba—, escuchad bien lo que voy a deciros.
Si vuelvo a oír en esta escuela una sola palabra acerca de fantasmas será peor
para vosotros. Los fantasmas no existen y por lo tanto, todo el que crea en
ellos cree en algo que no puede ser, y un muchacho que pertenece a la escuela
de Limmeridge y crea en lo que no puede ser se aparta de toda disciplina y
sentido común y debe ser castigado, tal como corresponde. Ahí tenéis a Jacob
Postlethwaite, expuesto a la vergüenza, encima de un taburete. Está castigado,
no porque dijese que anoche vio un fantasma, sino porque es demasiado necio
y obstinado y no atiende a razones y porque se empeña en asegurar que ha
visto un fantasma incluso después de que yo le dijera que tal cosa no puede
ser. Si no hay otro remedio sacaré el fantasma de Jacob Postlethwaite a palos y
si la cosa se propaga a alguno de vosotros, iré un poco allá y sacudiré a palos
el fantasma de toda la escuela.
—Me parece que hemos escogido un momento poco oportuno para venir
—dijo la señorita Halcombe empujando la puerta cuando el maestro terminó
su discurso, y entramos en la clase.
Nuestra aparición produjo un fuerte alboroto entre los chicos. Debieron
creer que habíamos llegado con el expreso propósito de ver azotar al pobre
Jacob Postlethwaite.
—Id todos a casa —dijo el maestro—, que ya es hora de cenar, todos
menos Jacob. Jacob se quedará donde está; que el fantasma le sirva su cena, si
es tan amable.
La entereza de Jacob le abandonó cuando se vio privado tanto de la
compañía de sus amigos como de la perspectiva de recibir su cena. Sacó las
manos de los bolsillos, las miró fijamente, las elevó con resolución a la altura
de sus ojos y cuando sus puños la alcanzaron, los hundió en ellos, frotándolos
lentamente y acompañando sus movimientos de breves resoplidos
espasmódicos que se sucedían a intervalos regulares, como diminutos
cañonazos nasales.
—Hemos venido para hacerle una pregunta, señor Dempsten —dijo la
señorita Halcombe dirigiéndose al maestro—, y poco me figuraba que había
de encontrarle exorcizando fantasmas. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué ha
sucedido exactamente?
—Este condenado muchacho ha asustado a toda la escuela, señorita
Halcombe, asegurando que anoche vio un fantasma —respondió el maestro—.
Y sigue empeñado en su absurda fantasía a pesar de todo lo que he dicho.
—Increíble —dijo la señorita Halcombe—. Jamás hubiese pensado que
ninguno de estos chicos tuviese bastante imaginación como para ver
fantasmas. Es una nueva tarea que se añade a su dura labor de instruir a la
juventud de Limmeridge, y de todo corazón le deseo que pueda superarla con
éxito, señor Dempster. Entretanto, voy a explicarle la razón de que me
encuentre aquí y lo que quiero saber de usted.
Preguntó al maestro lo que tantas veces habíamos preguntado a casi todos
los habitantes del pueblo, y obtuvimos la misma descorazonadora respuesta. El
señor Dempster no había visto a la forastera a quien perseguíamos.
—No nos queda otra cosa que hacer que volvernos a casa, señor Hartright
—me dijo la señorita Halcombe—. Es evidente que nadie nos dará la
información que pretendemos.
Saludó al maestro, y ya se disponía a abandonar la escuela cuando el
doliente Jacob Postlethwaite, que seguía lanzando sus lastimeros resoplidos
desde el taburete de penitencia, atrajo su atención y deteniéndose delante del
pequeño prisionero y antes de abrir la puerta le dijo con simpatía:
—Pero tonto ¿por qué no pides perdón al señor Dempster, te callas y dejas
en paz a los fantasmas?
—Pero es que yo vi al fantasma —insistió Jacob Postlethwaite, mirándola
con espanto y prorrumpiendo en lágrimas.
—¡Que tonterías! No viste nada. Fantasma, ¡Vaya por Dios! Qué
fantasma...
—Perdone usted, señorita Halcombe —interrumpió el maestro algo
inquieto—; creo que haría usted mejor en no preguntarle nada al chico. Lo
disparatado de su cuento pertinaz supera todos los límites de la imaginación, y
va a conseguir usted que por ignorancia...
—Por ignorancia, ¿Qué? —inquirió la señorita Halcombe con dureza.
—Por ignorancia él ofenda su sensibilidad —contestó el maestro,
perdiendo su compostura.
—A fe mía, señor Dempster, usted halaga mi sensibilidad cuando piensa
que es tan delicada que una criatura como ésta puede ofenderla.
Se volvió con una expresión de cómico desafío hacia el pequeño Jacob y se
puso a interrogarle directamente:
—¡Venga! —le dijo—. Quiero saberlo todo ¿Cuándo viste al fantasma,
pillastre?
—Ayer al oscurecer —contestó Jacob.
—¿Le viste ayer al oscurecer, en el crepúsculo? Y, ¿cómo era?
—Todo vestido de blanco..., como van todos los fantasmas, —contestó el
mira—fantasmas con un aplomo inesperado para sus años.
—Y ¿dónde fue?
—Fuera del pueblo, en el cementerio..., donde suelen estar los fantasmas.
—¡Como todos los fantasmas y donde suelen estar los fantasmas! ¡Parece
que conoces sus costumbres, tontuelo, como si los estuvieras tratando desde tu
niñez! En todo caso, has aprendido bien el cuento. ¿A que ahora vas a decirme
que sabes quién era el fantasma?
—¡Claro que lo sé! — contestó Jacob, asintiendo con la cabeza entre
triunfante y severo.
El señor Dempster había tratado varias veces de decir algo mientras la
señorita Halcombe interrogaba a su alumno, y en aquel momento cortó
decididamente el diálogo para hacerse escuchar.
—Perdone, señorita Halcombe, —le dijo—, si me atrevo a afirmar que está
envalentonando al muchacho preguntándole estas cosas.
—Sólo quiero hacerle una pregunta más para quedar satisfecha, señor
Dempster. Bueno —continuó dirigiéndose al chico—, y ¿quién era el
fantasma?
—El espíritu de la señora Fairlie —respondió Jacob en un susurro.
El efecto que tuvo esta asombrosa respuesta sobre la señorita Halcombe
justificaba plenamente los afanes del maestro por evitarla. El rostro de la joven
enrojeció de indignación, se volvió rápidamente hacia el pequeño Jacob con
una mirada tan furiosa que amedrentó al muchacho y provocó un nuevo acceso
de sollozos; ella abrió la boca para hablarle, pero se dominó, y se dirigió al
maestro.
—Es inútil —le dijo— hacer responsable a un niño de las cosas que dice.
No dudo que alguien le ha metido eso en la cabeza. Si hay personas en el
pueblo, señor Dempster, que han olvidado el respeto y el agradecimiento que
aquí todos deben a la memoria de mi madre, quiero encontrarlas y a poco que
influya sobre el señor Fairlie se arrepentirán de lo que han hecho.
—Pues yo espero, mejor dicho, estoy seguro —contestó el maestro—, que
está usted en un error, señorita Halcombe. La cuestión empieza y termina con
la estúpida perversidad de esta criatura. Vio o creyó ver anoche, al pasar por el
cementerio a una mujer vestida de blanco; la figura real o fantástica
permanecía inmóvil ante la cruz de mármol que todo el mundo sabe en
Limmeridge que pertenece a la tumba de la señora Fairlie. Y estas dos
casualidades han sido suficientes para que el muchacho haya contestado lo que
a usted, como es natural, tanto le ha dolido.
Aunque la señorita Halcombe no parecía muy convencida, comprendió, sin
embargo, que la opinión del maestro era muy sensata y no se atrevió a
discutirla abiertamente. Se limitó a darle las gracias por sus atenciones y a
prometerle una visita cuando hubiese averiguado algo sobre el caso. Con estas
palabras se despidió y salió de la escuela.
Durante todo el transcurso de la extraña escena yo me mantuve aparte,
escuchando con atención y extrayendo mis propias conclusiones. En cuanto
volvimos a encontramos solos, la señorita Halcombe me preguntó si me había
formado un juicio respecto a lo que había oído.
—Y muy firme, por cierto —contesté—. Creo que el cuento del muchacho
tiene algún fundamento, y confieso que estoy deseando ver la sepultura de la
señora Fairlie y examinar el terreno.
—Ahora la verá usted.
Hizo una pausa al decir esto y estuvo un rato pensativa mientras
caminábamos.
—Lo sucedido en la escuela —dijo— me ha distraído tanto de nuestro
asunto de la carta que estoy un poco indecisa de volver a ello. ¿No será mejor
que desistamos de hacer más indagaciones y lo dejemos en manos del señor
Gilmore cuando llegue mañana?
—De ninguna manera, señorita Halcombe. Lo sucedido en la escuela es lo
que precisamente me anima más a seguir las investigaciones.
—Y ¿por qué le anima?
—Porque me afirma en una sospecha que tuve cuando me enseñó usted la
carta.
—Supongo que habrá tenido usted motivos para haberme ocultado esa
sospecha hasta ahora, señor Hartright.
—Me asustaba la idea de darle alas en mí mismo. Pensé que era algo
completamente absurdo y lo deseché, como algo que provenía de mi
imaginación perversa. Pero ya no me es posible dudarlo. No sólo las
respuestas del niño, sino también una frase del maestro cuando le quiso dar
una explicación para tranquilizarla, volvieron a evocarme la misma sospecha.
Quizá los acontecimientos demuestren que todo ha sido una quimera, señorita
Halcombe, mas en este momento tengo la seguridad de que el supuesto
fantasma del cementerio y la autora de la carta son una misma persona.
Se paró en seco, palideció y me miró en los ojos con ansiedad.
—¿Qué persona?
—Inconscientemente se lo indicó el maestro. Cuando habló de la persona
que estaba en el cementerio, la llamó «una mujer de blanco».
—¡No pensará usted en Anne Catherick!
—Sí. Pienso en Anne Catherick.
Asió con fuerza mi brazo y se apoyó en él con todo su peso.
—No sé por qué —habló muy bajo—, hay algo en esa sospecha suya que
me estremece. Siento que...
Se detuvo e intentó sonreír.
—Señor Hartright —continuó—, voy a enseñarle la tumba y en seguida
regreso a casa. No he debido dejar tanto tiempo sola a Laura. Debo regresar y
estar con ella.
Estábamos ya muy cerca del cementerio. La Iglesia era una mole austera
de piedra gris situada en un pequeño valle que la protegía de los vendavales
que azotaban los páramos de su alrededor. El cementerio se extendía desde un
lado de la iglesia hasta la falda de la montaña. Estaba rodeado por una tosca
tapia de piedra de escasa altura. Su superficie se abría ante el cielo en
completa desnudez, salvo un extremo en el que un grupo de árboles raquíticos
prestaban una ligera sombra a la hierba reseca y baja y entre los cuales
serpenteaba un arroyo. Detrás del arroyo y de los árboles y no lejos de uno de
los tres portillos que daban entrada al cementerio, se levantaba la cruz de
mármol blanco que distinguía el sepulcro de la señora Fairlie de sepulturas
más humildes que había a su lado.
—No necesito acompañarle más lejos —dijo la señorita Halcombe,
señalando la tumba—. Usted me dirá luego si ha encontrado algo que
confirma la sospecha que acaba de confesarme. Nos veremos en casa.
Me dejó solo. Bajé al cementerio y crucé el portillo que daba justamente
frente a la sepultura de la señora Fairlie.
Era el suelo tan duro y tan corto el césped que rodeaba la tumba, que era
imposible distinguir los rastros de pisadas humanas. Desanimado, me puse a
examinar la cruz y el bloque de mármol cuadrado sobre el que ésta se apoyaba
y en el que estaba tallada la inscripción con el nombre de la difunta.
La blancura de la cruz se veía algo empañada por las manchas naturales del
tiempo, al igual que más de la mitad de la lápida, por la parte donde se hallaba
la inscripción. En cambio, la otra parte llamó mi atención instantáneamente
por la extraordinaria blancura y limpieza de su superficie, donde no se
distinguía ni la menor sombra de manchas. Me acerqué más y me di cuenta de
que la habían limpiado hacía poco tiempo con movimientos que iban de arriba
a abajo. La línea que separaba la parte limpia de la sucia era tan recta que
parecía estar trazada con ayuda de algún medio artificial y resultaba
perfectamente visible en el espacio libre entre las letras. ¿Quién habría
comenzado a limpiar el mármol y lo habría dejado a medio hacer?
Miré a mi alrededor buscando respuesta a esta pregunta. Desde donde yo
estaba, no se divisaba la menor señal de que alguien habitase allí; los muertos
eran dueños absolutos de aquel terreno. Volví a la iglesia, di una vuelta hasta
llegar a la parte posterior del edificio, y cruzando otra vez uno de los portillos
de la tapia me encontré en el comienzo de un senderillo que conducía hasta
una cantera de piedra abandonada. A uno de sus lados se encontraba una casa
de dos habitaciones; junto a su puerta una mujer ya vieja estaba lavando la
ropa.
Me acerqué a ella e inicié una conversación sobre la iglesia y el
cementerio. La mujer parecía no desear otra cosa y sus primeras palabras me
informaron de que su marido era al mismo tiempo enterrador y sacristán.
Dediqué unas palabras de admiración al monumento de la señora Fairlie. La
vieja movió la cabeza con tristeza y me dijo que yo no lo había conocido en
sus mejores tiempos. Su marido era el encargado de cuidarlo pero había estado
varios meses enfermo y tan débil que apenas podía arrastrarse hasta la iglesia
los domingos para cumplir con sus obligaciones, y en consecuencia el
monumento estaba abandonado de sus cuidados. Pero ahora se encontraba un
poco mejor y esperaba que en siete o diez días estaría lo bastante restablecido
para volver a su trabajo y limpiar el monumento.
Esta información, extraída de una respuesta larga y voluble, pronunciada
en el más cerrado dialecto de Cumberland, me hizo saber todo cuanto yo
deseaba. Di unas monedas a la pobre mujer y volví en seguida a Limmeridge.
La limpieza parcial de la lápida obviamente había sido hecha por una mano
desconocida. Y relacionando este hecho con la sospecha que me sugirió la
historia escuchada en la escuela sobre el fantasma entrevisto en el crepúsculo,
me afirmé en mi decisión de vigilar en secreto la tumba de la señora Fairlie
aquella noche, volviendo al cementerio al acabar el día y esperando escondido
hasta que cayera la noche. La limpieza del mármol estaba a medio hacer, y la
persona que la empezó podía muy bien regresar para terminarla.
En cuanto llegué a casa informé a la señorita Halcombe de mi proyecto.
Mientras le explicaba mi intención, parecía sorprendida y preocupada, pero no
hizo objeción alguna contra ella. Dijo tan sólo:
—Dios quiera que todo termine bien.
Cuando se levantó para marcharse le pregunté con toda la serenidad de que
fui capaz por la salud de la señorita Fairlie. Estaba más animada y la señorita
Halcombe esperaba convencerla de que diese un paseo al caer la tarde.
Volví a mi estudio para terminar de poner en orden los dibujos. Además de
que era mi obligación hacerlo así, necesitaba ocupar mi mente en algo que
pudiese distraer mi atención de mí mismo y del triste porvenir que me
aguardaba. De cuando en cuando dejaba mi trabajo y me acercaba a la ventana
para mirar el cielo donde el sol declinaba lentamente hacia el horizonte. En
una de estas ocasiones distinguí una figura que paseaba por la amplia avenida
cubierta de grava, debajo de mi ventana. Era la señorita Fairlie.
No la había visto desde la mañana y apenas había hablado con ella. Un día
más en Limmeridge era todo lo que me quedaba, y después quizá no volviese
a verla jamás. Este solo pensamiento bastó para que no pudiera apartarme de
la ventana. Quise ser considerado con ella y coloqué la persiana de tal manera
que ella no pudiera verme si mirara hacia arriba; pero no tuve fuerzas para
resistir la tentación de seguirla con los ojos hasta donde alcanzaba mi vista.
Llevaba una capa marrón sobre un sencillo traje de seda negro. Cubría su
cabeza el mismo sombrero sencillo de paja de aquella mañana en que nos
vimos por primera vez. Ahora lo completaba un velo que me ocultaba su
rostro. A su lado correteaba un galgo italiano, compañero favorito de todos sus
paseos, graciosamente arropado en un abriguito escarlata para proteger su
delicado pellejo del aire fresco. Ella parecía no ver al perro. Caminaba
mirando hacia delante, con la cabeza inclinada hacia el suelo y los brazos
ocultos en la capa. Las hojas muertas que se habían arremolinado en el viento
delante de mí aquella mañana cuando supe que se iba a casar con otro, se
arremolinaban delante de ella, subían, bajaban y se esparcían a sus pies
mientras se alejaba bajo la pálida luz del sol poniente. El perro temblaba y se
estremecía restregándose contra su falda, impaciente por su atención y
caricias. Pero ella seguía sin hacerle caso. Andaba alejándose más y más de
mí, las hojas muertas se arremolinaban en el sendero a su paso y seguía
andando cuando mis ojos agotados no pudieron distinguirla más y volví a
quedar de nuevo a solas con mi apesadumbrado corazón.
Una hora después cuando terminé mi trabajo, ya faltaba poco para que se
pusiera el sol. Cogí el sombrero y el abrigo y salí de la casa sin tropezar con
nadie.
Nubes tormentosas avanzaban desde el Oeste, y del mar llegaba un viento
helado. Aunque la costa estaba lejos, el rumor de la marea llegaba por los
páramos y retumbaba pesadamente en mis oídos cuando entré en el
cementerio. En todo aquel contorno no respiraba un alma viviente. El lugar
parecía más solitario que nunca cuando elegí mi escondite, y me puse a
esperar y a observar, los ojos fijos en la cruz blanca que se levantaba sobre la
tumba de la señora Fairlie.
XII
El cementerio se hallaba en un lugar tan al descubierto que hube de ser
cauto en la elección de mi escondite.
La entrada principal de la iglesia daba junto al cementerio y estaba
protegida por un pórtico exterior. Después de algunas vacilaciones causadas
por la natural repugnancia a ocultarme para espiar, por muy necesario que
fuese aquel espionaje para el objeto que se perseguía, resolví esconderme en el
pórtico. A cada uno de sus lados había una abertura hecha en la pared. Por una
de ellas podía ver la tumba de la señora Fairlie. La otra daba a la cantera de
piedra donde se encontraba la casucha del sacristán. Ante mí, frente a la
entrada, veía una parcela del cementerio sin tumbas, la silueta de la tapia de la
piedra y una faja de la montaña oscura y solitaria, coronada por las nubes de la
puesta del sol que avanzaban con pesadez cediendo ante el viento fuerte y
recio. No se veía ni oía rastro de ser viviente, ni un pájaro revoloteó a mi lado
ni perro alguno ladró en la casa del sacristán. Cuando cesaba el lejano rumor
de la marea se oía el susurro somnoliento de los árboles raquíticos que daban
guardia a la tumba y el desmayado murmullo del arroyo sobre su lecho
pedregoso. Lúgubre escena y hora lúgubre. Yo me sentía deprimido mientras
contaba los minutos que iban transcurriendo en mi escondite del pórtico de la
iglesia.
No había oscurecido todavía —la luz del sol poniente resplandecía aún en
el cielo, mientras yo llevaba poco más de media hora en mi acecho solitario—
cuando oí el ruido de pasos y la voz. Los pasos se aproximaban desde la otra
parte de la iglesia, y la voz era la de una mujer.
—No te preocupes por la carta, querida mía —decía la voz—; se la
entregué al muchacho sin ninguna dificultad y no me dijo ni una palabra.
Siguió su camino y yo me fui por el mío. Puedo garantizarte que no hubo alma
viviente que me viese, te lo aseguro.
Estas palabras aumentaron de tal modo mi ansiedad que casi sentí dolor
físico. Hubo una pausa, pero los pasos seguían avanzando. Un instante
después dos personas —dos mujeres— estaban frente a mi mirilla dirigiéndose
directamente hacia la tumba, de espaldas a mí.
Una de las mujeres se cubría con una cofia y un chal, y la otra llevaba un
amplio capote de viaje, azul oscuro, cuya capucha le tapaba la cabeza. Por
debajo del capote se veían unos centímetros del vestido. Mi corazón latió
velozmente cuando pude ver su color: era blanco.
Cuando se hallaban a medio camino entre la iglesia y el sepulcro, se
detuvieron, y la mujer del capote se volvió hacia su acompañante. Pero la
parte de su cara que la cofia me hubiese permitido distinguir, quedaba en la
oscuridad por la sombra que proyectaba el borde de la capucha.
—No te quites el abrigo, que te viene muy bien —decía la misma voz que
yo había escuchado, la voz de la mujer del chal—. La señora Todd tiene razón
cuando dice que ayer resultabas demasiado extravagante, toda vestida de
blanco. Voy a dar una vuelta mientras estás aquí; los cementerios no me atraen
nada, a pesar de lo que a ti te gustan. Acaba lo que quieras antes de que
vuelva, y a ver si no nos exponemos a nada desagradable y volvemos a casa
antes de que oscurezca.
Con estas palabras dio media vuelta y empezó a andar de cara hacia mí.
Pude ver el rostro de una mujer mayor, morena, tosca y vigorosa, sin la menor
sombra de mal aspecto ni nada sospechoso en su figura. Al llegar junto a la
iglesia se detuvo para ceñirse el chal a su gusto.
—¡Siempre tan extraña! Dios mío qué rarezas ha tenido toda la vida desde
que la conozco. Y, sin embargo, la pobrecita es tan inofensiva como un niño
—murmuraba la mujer.
Suspiró, miró a su alrededor con recelo, movió la cabeza como si el tétrico
paisaje no acabara de gustarle y desapareció detrás de la esquina de la iglesia.
Dudé un momento si debía seguirla y encararme con ella o no. Mi ansiedad
febril por verme cara a cara con su compañera me hizo optar por esto último.
Podría ver a la mujer del chal, si quisiera, esperando al lado del cementerio
hasta que volviese, aunque era más que dudoso que ella pudiera suministrarme
la información que yo buscaba. La persona que había entregado la carta tenía
poca importancia. La que la había escrito era el único centro de interés y la
única fuente de información, y tenía ya la seguridad de que esa persona se
encontraba en el cementerio, a pocos pasos de mí.
Mientras que estas ideas se aglomeraban en mi imaginación, vi a la mujer
del capote acercarse a la tumba y quedarse unos instantes contemplándola.
Enseguida miró a su alrededor, y sacando un trapo blanco o un pañuelo de
debajo del capote, se dirigió al arroyo. Sus exiguas aguas entraban en el
cementerio por un orificio en forma de arco hecho bajo la tapia y reaparecía,
tras recorrer sinuosamente unos metros, por otra abertura similar. La mujer
mojó el trapo en el agua y volvió a la tumba. La vi besar la blanca cruz, luego
se arrodilló frente a la lápida y comenzó a limpiarla con el trapo mojado.
Después de meditar sobre la manera de presentarme ante ella asustándola
lo menos posible, decidí cruzar la tapia que tenía enfrente y dar la vuelta
alrededor hasta entrar por el portillo que daba al lado de la tumba, con objeto
de que pudiese verme cuando me acercase. Se hallaba tan absorta en su trabajo
que no me oyó llegar hasta que aparecí en el portillo. Entonces levantó la
cabeza, se puso en pie lanzando un débil grito y se quedó mirándome con
terror, sin poder hablar ni moverse.
—No se asuste —le dije—. Seguramente me recuerda.
Me detuve mientras hablaba; luego avancé unos pasos con suavidad, volví
a detenerme y así, avanzando poco a poco, llegué por fin hasta ella. Si hubiera
tenido un resto de duda, se hubiera desvanecido en aquel momento. Allí,
elocuente en su espanto, me miraba por encima de la tumba de la señora
Fairlie el rostro que se me había aparecido una noche en medio del camino
real.
—¿Me recuerda? —le dije—. Nos encontramos a altas horas de la noche y
yo la ayudé a buscar el camino de Londres. ¿No lo ha olvidado?
Sus rasgos se suavizaron y lanzó un suspiro de alivio. Vi que la expresión
de su cara perdía la rigidez de muerte que imprimió en ella el terror y
resucitaba lentamente al reconocerme.
—No trate de hablarme aún —continué—. Tranquilícese sin prisas y
asegúrese de que soy su amigo.
—Es usted muy bueno conmigo —murmuró—. Es tan bueno ahora como
lo fue entonces.
Se calló, y yo también guardé silencio. No sólo quería ganar tiempo para
que ella se repusiera, sino que lo necesitaba también para mí. Bajo la lívida
claridad del crepúsculo, una vez más volvíamos a encontrarnos aquella mujer
y yo separados por una tumba, rodeados por la muerte y encerrados entre las
montañas solitarias. El lugar, la hora y las circunstancias bajo las cuales
volvíamos a vernos cara a cara, en medio de la paz nocturna del lúgubre valle;
el vital interés que podían alcanzar las primeras palabras que
intercambiáramos entre nosotros; la sensación de que, aunque no podría
evitarlo, todo el porvenir de Laura Fairlie podía decidirse para bien o para mal
según que yo ganase o perdiese la confianza de aquella desventurada criatura
que temblaba apoyada sobre la tumba de la madre de aquella..., todo ello me
quitaba la fortaleza y el dominio de mí mismo, de los cuales dependía ahora
hasta el último detalle de todo cuanto yo pretendía conseguir. Traté, por
mucho que me costase, de hacer acopio de todas mis facultades y de dominar
mi emoción, con el fin de sacar el máximo partido de los pocos minutos de
que disponía para reflexionar.
—¿Está más tranquila ahora? —le dije en cuanto lo creí oportuno—.
¿Puede hablar conmigo sin temor y sin olvidar que soy su amigo?
—¿Cómo ha venido aquí? —preguntó ella sin darse cuenta, al parecer, de
lo que yo le había dicho.
—¿No recuerda que le dije, cuando nos encontramos, que me iba a
Cumberland? Desde entonces he estado en Cumberland y he vivido todo el
tiempo en Limmeridge.
—¡En Limmeridge!
Su rostro pálido pareció iluminarse al repetir estas palabras, y su vaga
mirada se clavó en la mía con repentino interés.
—¡Ah, qué feliz ha debido de ser usted! —añadió con ansiedad; y toda
sombra de recelo abandonó su expresión.
Aproveché aquella confianza que parecía inspirarle de nuevo para observar
con atención y curiosidad su rostro, que hasta entonces había tratado de
ocultar por precaución. La contemplé, con la imaginación llena de aquel otro
rostro amado que fatalmente me hizo recordar a la pobre desgraciada la noche
memorable en la terraza bañada por la luz de la luna. Vi entonces la imagen de
Anne Catherick en la señorita Fairlie. Ahora veía la imagen de la señorita
Fairlie en Anne Catherick y la veía con más y más claridad porque la
diferencia entre ambas me parecía sólo reforzar su parecido. En el trazo
general de las facciones y en las proporciones entre ellas, en el color del
cabello, en cierta indecisión nerviosa de los labios, en la estatura, en la silueta
de su cuerpo y en la inclinación de la cabeza, en el porte, el parecido me
sorprendía más que nunca. Pero aquí la similitud terminaba y comenzaba la
diferencia de pequeños detalles. La belleza delicada de la tez de Laura, la
claridad transparente de sus ojos, la pureza de su cutis, el tierno florecer del
color en sus labios, no existían en el rostro extenuado y sufrido que se volvía
hacia mí. Aunque me detestaba a mí mismo por pensar semejante cosa, al ver
a la mujer que estaba delante de mí no pude combatir la idea de que tan sólo
un triste cambio en el futuro era lo que faltaba para que se completase aquel
parecido que ahora se me ofrecía como imperfecto en sus detalles. Si algún día
las penas y las desdichas profanasen con su huella la juventud y belleza de la
señorita Fairlie, entonces y sólo entonces ella y Anne Catherick serían
hermanas gemelas, estampas vivientes la una de la otra.
Sentí escalofríos ante esta idea. Había algo morboso en la ciega e
irrazonable desconfianza sobre el futuro que mi cerebro parecía imprimir a
cualquier pensamiento que pasara por mi mente. Saludé la sensación que
interrumpía estos pensamientos al posarse la mano de Anne Catherick en mi
hombro. Su gesto fue tan sigiloso e inesperado como aquel otro que me dejó
petrificado de pies a cabeza la noche en que nos encontramos por primera vez.
—Me está usted mirando y está pensando en algo —dijo ella con su
insólita dicción apresurada y sofocada—. ¿En qué?
—En nada especial —contesté—. Me pregunto cómo llegaría usted hasta
aquí.
—He venido con una amiga que es muy buena conmigo. No he estado más
que dos días.
—¿Ayer vino aquí usted también?
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo figuraba.
Me dio la espalda y se arrodilló ante la sepultura, mirando una vez más el
epitafio.
—¿Dónde he de ir que no sea aquí? —dijo—. La mujer que fue para mí
más que una madre, es la única amiga a quien puedo visitar en Limmeridge.
¡Dios mío, qué pena me da ver estas manchas en su lápida! Debían mantenerla
siempre blanca como la nieve por ser de ella. Ayer tuve la tentación de
empezar a limpiarla, y hoy no he podido resistir al deseo de volver para
terminarla. ¿Es que hay algo malo en ello? No lo creo. ¡No puede ser malo
nada de lo que haga por el bien de la señora Fairlie!
Era indudable que el antiguo sentimiento de gratitud hacia la memoria de
su bienhechora persistía como la idea dominante en la mente de la pobre
criatura que no había recibido otra impresión más perdurable desde aquella
primera de los días felices de su niñez. Comprendí que la mejor manera de
ganar su confianza era la de animarla a que continuase el inofensivo trabajo
por el que había llegado al cementerio. Trabajo que continuó en cuanto se lo
indiqué, tocando el duro mármol con la misma ternura con que hubiese tocado
algo dotado de sentimientos y susurrando las palabras del epitafio una y otra
vez, como si aquellos días lejanos hubieran vuelto y se hallara aprendiendo
pacientemente sus lecciones sobre las rodillas de la señora Fairlie.
—¿Le extrañaría mucho —comencé a decir, preparando el terreno con toda
la cautela que pude para preguntarle lo que me interesaba— si le confesara
que me he alegrado tanto como me he sorprendido, de verla a usted aquí? Me
quedé muy intranquilo después de dejarla en el coche.
Levantó bruscamente la cabeza y me miró con recelo.
—¿Intranquilo? —repitió—. ¿Por qué?
—Porque sucedió algo extraño cuando nos separamos aquella noche. Me
crucé con dos señores que iban en un cabriolé. No me vieron, pero se
detuvieron cerca y hablaron con un policía que estaba al otro lado de la calle.
Suspendió instantáneamente su ocupación y dejó caer la mano que sostenía
el trapo mojado con que limpiaba la lápida. Con la otra mano se aferró a la
cruz de mármol de la cabecera de la tumba. Volvió con lentitud hacia mí su
rostro, endurecido de nuevo por la mirada de terror. Me aventuré a proseguir,
pues ya era tarde para retroceder.
—Los dos hombres de dirigieron al policía —continué— para preguntarle
si la había visto a usted. Contestó que no, y uno de los hombres dijo entonces
que usted se había escapado de su sanatorio.
Se incorporó de un salto como si mis palabras hubieran puesto a sus
perseguidores sobre su pista.
—¡Espere! déjeme terminar —grité—. ¡Espere! vea que me considero su
amigo. Una palabra mía hubiera bastado para que aquellos hombres la
encontrasen, pero no pronuncié esa palabra. La ayudé a escapar, aseguré y
protegí su fuga. Piénselo, debe pensar. Debe comprender lo que le estoy
diciendo.
Mi tono pareció convencerla más que mis palabras. Hizo esfuerzos para
captar aquella nueva idea. Sus manos cambiaron nerviosamente el trapo
blanco de una a otra, exactamente igual que aquella noche, cuando la vi por
primera vez, cambiaban entre sí el pequeño bolso. Poco a poco, el significado
de mis palabras fue abriéndose paso en medio de la confusión y agitación de
su cerebro. Lentamente su expresión se suavizó y sus ojos me miraban ya más
con curiosidad que con miedo.
—Usted no cree que tenga que volver al sanatorio, ¿verdad? —dijo.
—Claro que no. Me alegro de que usted se escapara y me alegro de haberla
ayudado a ello.
—Sí sí, es cierto, me ayudó; me ayudó en lo peor —continuó diciendo,
algo distraída—. Salir fue muy fácil. Si no, no lo hubiera conseguido. No
sospecharon nunca de mí como de los demás. ¡Yo era tan tranquila y obediente
y me asustaba con tanta facilidad. Lo peor fue encontrar el camino de Londres,
y en eso me auxilió usted. ¿Le di las gracias entonces? Pues se las doy ahora
de todo corazón.
—¿Estaba el sanatorio muy alejado de donde me encontró? Vamos a ver si
demuestra que me considera su amigo y me dice dónde estaba.
Lo nombró y comprendí por su situación que se trataba de un sanatorio
particular no muy lejos del sitio donde nos encontrábamos: luego, con
evidente recelo por el uso que yo pudiera hacer de su confianza, me repitió
ansiosamente la misma pregunta de antes: —¿Usted no cree que tenga que
volver allí, verdad?
—Una vez más le repito que me alegro de que se escapara y de que se
pusiera a salvo cuando yo la dejé —le contesté—. Me dijo usted que tenía una
amiga en Londres. ¿La encontró?
—Sí. Era muy tarde cuando llegué, pero había una muchacha en la casa
que estaba todavía levantada cosiendo y me ayudó a despertar a la señora
Clements. La señora Clements es mi amiga. Una mujer muy cariñosa, pero no
como la señora Fairlie. ¡Eso, no; nadie pude ser como la señora Fairlie!
—¿La señora Clements es una antigua amiga suya? ¿La conoce usted
desde hace mucho?
—Sí. Cuando vivíamos en Hampshire era vecina nuestra y me quería
mucho y me cuidaba, cuando yo era muy pequeña. Hace años, cuando se
separó de nosotros, escribió en mi devocionario las señas de su casa de
Londres y me dijo: «Si algún día necesitas algo, Anne, ven a mi casa. No
tengo ya marido que pueda mandarme, ni tengo niños para cuidar de ellos y
haré lo que pueda por ti.» ¿Verdad que son palabras cariñosas? Me parece que
las recuerdo porque eran cariñosas. Además, es tan poco lo que recuerdo, ¡tan
poco, tan poco!
—¿No tiene padre o madre que se ocupen de usted?
—¿Padre? Nunca le conocí. Jamás oí a mi madre hablar de él. ¿Padre?
¡Pobre! Me figuro que ha muerto:
—¿Y su madre?
—No me llevo bien con ella. ¡Nos molestamos y nos tememos
mutuamente!
¡Nos molestamos y nos tememos mutuamente! Al oír estas palabras cruzó
por mi mente la primera sospecha de que fuera su misma madre la persona que
la había encerrado.
—No me pregunte por mi madre —continuó—. Prefiero hablar de la
señora Clements. La señora Clements piensa como usted que no debo volver
al sanatorio. Y se alegra tanto como usted de que me haya escapado de allí. Ha
llorado por mi infortunio y dice que tengo que ocultarme y guardar el secreto a
todos.
¿Su «infortunio»? ¿En qué sentido empleaba esa palabra? ¿En el que
podría explicar sus motivos para escribir la carta anónima? ¿En el sentido que
puede parecer tan corriente y tan usual y que conduce a tantas mujeres a
imponer anónimamente obstáculos ante el matrimonio del hombre que las
deshonró? Y antes de hablar de otro asunto resolví aclarar aquella duda.
—¿Qué infortunio? —pregunté.
—El infortunio de verme encerrada —contestó, algo sorprendida por mi
pregunta—. ¿De qué otro infortunio podía tratarse?
Me decidí a insistir en el tema con toda la delicadeza y cuidado de que
fuese capaz. Era de gran importancia estar absolutamente seguro sobre cada
paso que daba, ahora que mi investigación empezaba a avanzar.
—Existe otro infortunio —repetí— al que cualquier mujer se halla
expuesta y por el que se condena a sufrir toda la vida de vergüenza y de dolor.
—¿Cuál es? —preguntó con desazón.
—El infortunio de creer con demasiada ingenuidad en su propia virtud y en
el honor y la fidelidad del hombre a quien ama —respondí.
Me miró con la turbación indisimulada de un niño. Ni la menor sombra de
confusión ni de rubor, ni la más ligera señal que dejase traslucir una
conciencia atormentada por un secreto vergonzoso se reflejó en su rostro, en
aquel rostro en el que se reflejaba con tanta claridad cualquier otra emoción.
Ninguna palabra me hubiera convencido tanto como su mirada, y la expresión
de su rostro me convencía de que el motivo que yo le atribuí para escribir
aquella carta y enviarla a la señorita Fairlie, estaba obvia y enteramente
equivocado. Sea como fuere, aquella duda estaba ya resuelta, pero al disiparla
se abría ante mí un nuevo horizonte de incertidumbres. La carta, me lo habían
confirmado positivamente, señalaba a Sir Percival Glyde, aunque no lo
nombrase. Debía tener algún motivo de importancia, originado por alguna
injuria grave, para denunciarlo secretamente a la señorita Fairlie en los
términos en que lo había hecho; y el motivo era indudable que no tenía nada
que ver con cuestiones de inocencia perdida. ¿Cuál era su naturaleza?
—No le entiendo— me dijo después de tratar en vano de comprender el
sentido de mis últimas palabras.
—No se preocupe por eso —contesté—. Volvamos a nuestra conversación
de antes. Dígame cuánto tiempo estuvo en Londres con la señora Clements y
cómo vino aquí.
—¿Cuánto tiempo? —repitió—. Estuve con la señora Clements hasta que
vinimos las dos a este pueblo hace dos días.
—Entonces, ¿vive en el pueblo? —dije—. Es raro que no haya sabido nada
de usted aunque sólo lleve aquí dos días.
—No, no, no en el pueblo. Estamos en una granja, a tres millas de
distancia.
¿No la conoce usted? La llaman Todd's Corner.
Me acordaba perfectamente de aquel sitio; varias veces habíamos pasado
por delante en nuestros paseos en coche. Era una de las más antiguas granjas
de aquellos contornos, situada en un lugar solitario y aislado, encerrado entre
dos montañas.
—En Todd's Corner viven parientes de la señora Clements —continuó—, y
muchas veces la han invitado a que venga. Dijo que iría y me llevaría a mí
porque necesitaba el aire fresco y la calma. ¿Verdad que es muy amable de su
parte? Hubiera ido a cualquier sitio con tal de estar tranquila y a salvo y fuera
del alcance de los otros. Pero cuando supe que Todd's Corner estaba cerca de
Limmeridge me puse tan contenta que hubiera andado todo el camino descalza
para llegar a él y volver a ver la escuela y el pueblo y la casa de Limmeridge.
Hay muy buena gente en Todd's Corner. Espero estar aquí mucho tiempo. Sólo
hay una cosa que no me gusta en ellos y tampoco en la señora Clements...
—¿Qué es ello?
—Que me reprenden porque voy siempre vestida de blanco. Dicen que es
muy extravagante. ¿Qué saben ellos? La señora Fairlie lo sabía mejor.
Seguramente nunca me hubiera obligado a llevar este feo capote azul. ¡Dios
mío!, cuando vivía le encantaba el blanco, y estas piedras de su sepultura son
blancas, y por su gusto las estoy haciendo más blancas. Ella misma a menudo
vestía de blanco y a su hija la vestía siempre de blanco. ¿Está bien la señorita
Fairlie y es feliz? ¿Se viste de blanco ahora como cuando era niña?
La voz le tembló al nombrar a la señorita Fairlie, su mirada se apartaba
cada vez más de mí. Creí percibir en su expresión alterada la consciencia
angustiosa del riesgo que había corrido al enviar la carta, anónima, e
inmediatamente decidí formular mi respuesta de tal manera que la obligase a
reconocerlo.
—La señorita Fairlie no está muy bien ni muy contenta desde esta mañana.
Murmuró algo, pero sus palabras salían atropelladas y hablaba tan bajo que
no pude suponer siquiera qué decía.
—¿No me pregunta por qué no estaba bien ni contenta esta mañana, la
señorita Fairlie? —pregunté.
—No —contestó en seguida con desasosiego—. ¡Oh, no! No he
preguntado eso.
—Se lo voy a decir yo sin que me lo pregunte —continué—. La señorita
Fairlie ha recibido su carta.
Hacía un rato que se había arrodillado quitando cuidadosamente las
últimas manchas de la lápida mientras seguíamos conversando. La primera
frase de lo que acababa de decirle le hizo olvidar su trabajo y volver la cabeza
lentamente, sin levantarse del suelo, hasta que nuestras miradas se cruzaron.
La segunda frase la dejó literalmente petrificada. El trapo se deslizó de sus
manos, se entreabrieron sus labios y en un instante desapareció de sus mejillas
el escaso color que tenían.
—¿Cómo lo sabe? —dijo débilmente—. ¿Quién se la enseñó?
La sangre de pronto coloreó sus mejillas, encendiéndolas violentamente,
apenas atravesó su mente la idea de que sus propias palabras la habían
delatado. Se retorció las manos con desesperación.
—¡Yo no la escribí! —murmuró asustada—. ¡No sé nada de eso!
—Sí —le dije—, usted la escribió y sabe de qué se trata. No hizo bien en
enviar esa carta, no hizo bien en asustar a la señorita Fairlie. Si usted tenía que
decirle algo que le conviniese conocer, debió haber ido usted misma a
Limmeridge; debió hablar con ella con sus propios labios.
Se derrumbó sobre la lisa lápida del sepulcro y escondió la cabeza sin
contestar una palabra.
—La señorita Fairlie será con usted tan buena y cariñosa como lo fue su
madre si usted obra con justa intención —continué—. La señorita Fairlie
guardará su secreto y no permitirá que le suceda nada malo. ¿Quiere verla
mañana en la granja? ¿Prefiere encontrarla en el jardín de Limmeridge?
—¡Oh, si pudiera morir y esconderme y descansar contigo! —murmuraron
sus labios pegados a la tumba; fue una súplica apasionada dirigida a los restos
que yacían bajo el mármol—. ¡Sabe cuánto quiero a su hija por cariño a usted!
¡Oh señora Fairlie! ¡Señora Fairlie! Dígame cómo he de salvarla. ¡Sea una vez
más mi madre y mi amiga y dígame qué es lo que debo hacer!
Oí que besaba la piedra y vi que sus manos la tocaban con fervor. Lo que
oía y lo que veía me conmovió profundamente. Me incliné hacia ella, tomé
quedamente sus pobres y débiles manos entre las mías y traté de tranquilizarla.
Pero fue inútil. Liberó sus manos y no levantó la cabeza de la tumba.
Viendo la necesidad imperiosa de calmarla por todos los medios y a toda
costa, apelé a la única preocupación que mi presencia y mi opinión sobre ella
parecían despertar la suya por convencerme de que merecía disponer
libremente de su persona.
—Vamos, vamos —le dije suavemente—. Trate de dominarse o tendré que
cambiar mi opinión respecto a usted. No me haga pensar que la persona que la
encerró en el sanatorio podía tener algún fundamento...
Las últimas palabras murieron en mis labios. En el momento en que me
aventuré a mencionar a «la persona que la había llevado al sanatorio» dio un
salto y se puso en pie. El cambio más extraordinario e inesperado se operó en
su persona. Su rostro, hasta ahora tan conmovedor por la expresión de
nerviosa sensibilidad, debilidad e indecisión, se ensombreció de pronto con la
mirada intensa de un monomaníaco llena de odio y temor, que comunicaba
una fuerza salvaje e innatural a sus facciones. Sus pupilas se dilataron en la
tenue luz crepuscular como las de una fiera. Cogió el trapo que había caído al
suelo como si fuera un ser viviente a quien pudiera matar, y lo retorció entre
sus manos con tal fuerza convulsiva que las pocas gotas de agua que quedaban
en él resonaron sobre la piedra.
—Hable de cualquier otra cosa —susurró entre dientes—. Si habla de eso,
perderé la cabeza.
Ya no quedaba en su expresión el menor vestigio de los dulces
pensamientos que parecían colmarla hacía un instante. Era evidente que,
contra lo que yo había creído, el cariño de la señora Fairlie hacia ella no era el
único recuerdo que había quedado grabado fuertemente en su memoria. Junto
al agradecimiento con que evocaba su estancia en la escuela de Limmeridge,
albergaba en su memoria la idea de la venganza por el daño que le había
infligido quien la recluyó en el sanatorio. ¿Quién le causaría este daño? ¿Sería
en realidad su madre?
A pesar de lo que me contrariaba desistir de mis investigaciones, me
resigné ante la idea de dejarlas inconclusas. Viéndola en tal estado, en aquellos
minutos hubiera sido cruel pensar en otra cosa que en la humanitaria necesidad
de ayudarla a recobrar su serenidad.
—No le hablaré de nada que la perturbe— le dije, intentando calmarla.
—Usted quiere saber algo —contestó con brusquedad y desconfianza—.
No me mire de ese modo. Hábleme, dígame qué desea.
—Sólo deseo que usted se calme y, cuando esté tranquila, que piense lo
que le he dicho.
—¿Dicho?
Se calló un momento, siguió retorciendo entre sus manos el trapo y
murmuró entre dientes:
—¿Qué es lo que ha dicho?
Se volvió de nuevo hacia mí y movió la cabeza con impaciencia.
—¿Por qué no me ayuda? —preguntó con repentino enfado.
—Sí, sí —le dije—. Voy a ayudarla y recordará en seguida. Le he pedido a
usted que vea mañana a la señorita Fairlie y le aclare lo que decía en la carta.
—¡A... la señorita Fairlie..., Fairlie..., Fairlie!...
Pronunciar aquel nombre tan familiar y tan querido parecía sosegarla. Su
rostro se suavizó y volvió a ser el de siempre.
—No tiene usted que temer nada de la señorita Fairlie —continué—, ni
preocuparse por lo que le pueda perjudicar haber escrito esa carta. Sabe ya
tanto sobre el asunto que no tendrá usted ninguna dificultad en contarle el
resto. No hay motivos para secretos cuando apenas hay nada que ocultar.
Usted no menciona nombres en la carta, pero la señorita Fairlie sabe que la
persona de la que usted habla es Sir Percival Glyde...
En el instante mismo en que pronuncié este nombre se puso en pie
lanzando un gemido que resonó por todo el cementerio, llenándose de terror.
La sombría expresión que acababa de borrarse de su rostro reapareció con
intensidad duplicada. El grito que le arrancó el oír aquel nombre y la mirada
de odio y espanto que le siguieron lo explicaban todo. Su madre era inocente
de haberla encerrado en el sanatorio. La había enviado allí un hombre y ese
hombre era Sir Percival Glyde.
Mas su gemido había llegado a otros oídos que los míos. De un lado me
llegó el ruido de la puerta que se abría en la casa del sacristán, y del otro la
voz de su acompañante, la mujer del chal a la que se había referido como
Clements.
—¡Estoy aquí, estoy aquí! — gritaba la voz tras el follaje de los árboles
enanos.
Y un instante después apareció la señora Clements.
—¿Quién es usted? —gritó encarándose conmigo llena de resolución en
cuanto puso el pie en el portillo—. ¿Cómo se atreve usted a asustar a una
pobre mujer indefensa como ésta?
Se había plantado junto a Anne Catherick rodeándola con un brazo antes
de que yo pudiera contestarle.
—¿Qué pasa, cariño? —dijo—. ¿Qué te ha hecho?
—Nada —contestó la pobre criatura—. Nada. Simplemente tengo miedo.
La señora Clements se volvió hacia mí indignada y sin miedo alguno, y
confieso que me inspiró por ello el mayor respeto.
—Estaría profundamente avergonzado de mí mismo si mereciese esa
mirada —le dije—. Pero no la merezco. Desgraciadamente la he aterrado sin
quererlo. No es ésta la primera vez que me ve. Pregúntele usted misma y le
dirá que soy incapaz de hacerle daño, ni a ella ni a ninguna mujer.
Hablé con voz clara para que Anne Catherick pudiera oírla y entenderme, y
vi que mis palabras y su significado la habían alcanzado.
—Sí, sí —dijo—; fue bueno conmigo, me ayudó...
Murmuró el resto al oído de su amiga.
—¡Sí que es extraño! — dijo la señora Clements, mirándome con
perplejidad—. Esto cambia todo el asunto. Siento haberle hablado tan
bruscamente, señor; pero tendrá que reconocer que las apariencias eran
sospechosas para quien estuviese ajeno. Mayor es mi culpa que la suya por
seguir sus caprichos y dejarla sola en semejante sitio. Ven, hija mía; vámonos
ahora a casa.
Me pareció que la buena mujer no estaba demasiado tranquila por la
perspectiva del paseo que la esperaba, y me ofrecí a acompañarlas hasta que
estuvieran en los alrededores de su casa. La señora Clements me dio las
gracias con mucha cortesía y rechazó mi proposición. Me dijo que estaba
segura de encontrar a alguno de los jornaleros de la granja en cuanto llegasen
al páramo.
—Trate de perdonarme —dije, cuando Anne Catherick se cogió del brazo
de su amiga para marcharse.
Aunque no había sido mi intención aterrorizarla ni trastornarla, se me
encogió el corazón viendo aquel pobre rostro pálido y desencajado.
—Lo intentaré —contestó—. Pero ya sabe usted demasiado y tengo miedo
de que me asuste cada vez que le vea.
La señora Clements me miró y movió la cabeza compasivamente.
—Buenas noches, señor; ya sé que no pudo usted evitarlo, pero hubiera
preferido que me hubiese asustado a mí y no a ella.
Avanzaron unos pasos. Creía que nos habíamos despedido, pero Anne se
detuvo de repente y se separó de su amiga.
—Espere un poco —me dijo—. Tengo que decir adiós.
Volvió hasta la tumba, pasó con ternura las manos sobre la cruz de mármol
y la besó.
—Ahora me siento mejor —suspiró, mirándome serena—. Le perdono.
Volvió a donde su compañera la esperaba y las dos se fueron del
cementerio. Las vi detenerse cerca de la iglesia y hablar con la mujer del
sacristán, que había salido de casa y había estado observándonos desde lejos.
Luego se dirigieron hacia el camino que conducía al páramo. Seguí con la
mirada a Anne Catherick hasta que su silueta se perdió entre las sombras del
crepúsculo. La miraba con tanta tristeza y ansiedad como si aquella fuera la
última vez que habría de ver en este mundo la figura de la mujer de blanco.
XIII
Media hora más tarde ya estaba en casa, dando cuenta a la señorita
Halcombe de todo lo sucedido.
Me escuchó del principio al fin con atención, tensa y silenciosa, lo cual, en
una mujer de su temperamento, era la prueba más convincente de que mi
relato tenía gran importancia.
—Tengo tristes pensamientos —fue todo lo que dijo cuando terminé—,
muy tristes presentimientos acerca del futuro.
—El futuro puede depender —sugerí— del uso que hagamos del presente.
No sería improbable que Anne Cathenck hablase con más libertad y con más
gusto con una mujer que conmigo. Si la señorita Fairlie...
—Ahora ni pensarlo— interrumpió la señorita Halcombe con mayor
resolución aún que de costumbre.
—Entonces permítame que le sugiera —continué— que se entreviste usted
con Anne Catherick y que haga todo lo posible por ganar su confianza. Por mi
parte tiemblo ante la idea de asustar por segunda vez a esa infeliz criatura
como desgraciadamente acabo de hacer. ¿Ve usted algún inconveniente en
acompañarme mañana hasta la granja?
—En absoluto. Iré a cualquier sitio y haré lo que sea para ayudar a Laura.
¿Cómo dijo usted que se llamaba la granja?
—Tiene usted que conocerla. Se llama Todd's Corner.
—En efecto. Todd's Corner es una de las posesiones del Señor Fairlie.
Nuestra vaquera es la segunda hija del granjero. Constantemente está yendo y
viniendo de aquí a su casa y tiene que haber oído o visto algo que pueda ser
conveniente que nosotros sepamos. ¿Le parece a usted que averigüe enseguida
si está abajo la muchacha?
Tocó la campanilla y dio el encargo al criado. Este regresó para anunciar
que la vaquera estaba en la granja. No había estado allí durante tres días, y el
ama de llaves le permitió ir a su casa aquella tarde por una o dos horas.
—Hablaré con ella mañana —dijo la señorita Halcombe cuando el criado
salió—. Mientras tanto explíqueme, con toda exactitud, qué propósito debo
conseguir en mi entrevista con Anne Catherick. ¿Usted no tiene ninguna duda
de que la persona que la ha recluido en el sanatorio es Sir Percival Glyde?
—Ni sombra de duda. El único misterio que nos queda por aclarar es el
motivo de esa orden. Considerando la enorme diferencia entre la posición
social de ambos, que parece excluir toda idea del parentesco más remoto, es de
máxima importancia, aun dando por hecho que en Anne haya motivos para
que se la vigile, saber por qué es él la persona que hubo de asumir la grave
responsabilidad de encerrarla...
—En un sanatorio privado. ¿No me dijo usted eso?
—Sí, en un sanatorio privado donde hay que pagar, por la estancia de una
paciente, una cantidad de dinero que está fuera del alcance de una persona
pobre.
—Ya veo el motivo de sus sospechas, señor Hartright, y le prometo que
todo se aclarará, tanto si mañana Anne Catherick nos ayuda como si no... Sir
Percival Glyde no permanecerá mucho tiempo en esta casa si no nos da
explicaciones satisfactorias al señor Gilmore y a mí. El porvenir de mi
hermana es mi mayor preocupación en la vida, y tengo bastante influencia
sobre ella como para que me conceda cierta libertad en lo que concierne a su
matrimonio.
Y nos despedimos hasta el día siguiente.
En la mañana de ese día, después del desayuno, se presentó un
impedimento que los acontecimientos de la víspera ni me permitieron prever,
por el que fue imposible salir inmediatamente hacia la granja. Era mi último
día en Limmeridge y necesitaba, en cuanto llegase el correo, y siguiendo el
consejo de la señorita Halcombe, pedir autorización al señor Fairlie para
rescindir mi contrato y regresar a Londres un mes antes de lo establecido,
obligado por mandato de imprevistas necesidades.
Afortunadamente, y como para dar más visos de verdad a esta disculpa,
aquella mañana el correo me trajo dos cartas de amigos de Londres. Fui a mi
cuarto con ellas y envié recado al señor Fairlie, preguntándole si podría
recibirme para tratar un asunto de importancia.
Esperé el regreso del criado, sin la menor preocupación por la actitud que
su señor adoptase ante mi solicitud. Con su venia o sin ella tenía que irme. La
conciencia de haber dado el primer paso para emprender el penoso camino que
iba a separar para siempre mi vida de la de la señorita Fairlie parecía haber
embotado mi sensibilidad en todo lo que a mí mismo se refiere. Había dejado
a un lado mi pobre y quisquilloso orgullo de hombre, había olvidado mi
vanidad de artista, y ni siquiera la insolencia del señor Fairlie, si tenía a bien
ser insolente, conseguiría herirme.
Volvió el criado con una respuesta que no me pilló de sorpresa. El señor
Fairlie lamentaba que el estado de su salud, especialmente precario aquella
mañana, le hiciera descartar cualquier esperanza de tener el placer de
recibirme. Me rogaba, por consiguiente, que aceptase sus disculpas y que
tuviese la amabilidad de exponerle lo que deseaba en una carta. Ya había
recibido varios mensajes como éste durante los tres meses que había vivido en
Limmeridge. En dicho tiempo el señor Fairlie se había felicitado de contar
conmigo pero nunca se encontró suficientemente bien como para verme en
persona por segunda vez. El criado llevaba a su señor los dibujos y aguafuertes
ordenados, restaurados y acompañados de todos mis respetos; y volvía con las
manos vacías, trayéndome «efusivas gracias», «afectuosas felicitaciones» y
«sinceros pesares» del señor Fairlie, a quien su estado de salud le obligaba a
permanecer prisionero, solitario en su propio cuarto. No podíamos haber
llegado a un arreglo más satisfactorio para ambas partes. Sería difícil decir
cuál de nosotros dos sentía mayor agradecimiento hacia los serviciales nervios
del señor Fairlie.
Me senté para escribir inmediatamente la carta con toda la cortesía,
claridad y brevedad posibles. El señor Fairlie no se dio prisa en contestar.
Transcurrió cerca de una hora antes de que su respuesta fuese depositada en
mis manos. Estaba escrita con correcta letra clara y hermosa, con tinta de color
violeta y sobre un papel pulido como el marfil, del grueso de la cartulina, y me
hablaba en los siguientes términos:
«El Señor Fairlie saluda al señor Hartright. El señor Fairlie está tan
sorprendido y contrariado con la solicitud del señor Hartright, que no puede
expresarlo tal como debiera dado el estado actual de su salud. El señor Fairlie
no es hombre de negocios, pero ha consultado el caso con su administrador,
cuya opinión ha confirmado la del señor Fairlie de que la petición que hace el
señor Hartright para romper su compromiso no puede ser satisfecha
cualesquiera que sean las necesidades alegadas, salvo, tal vez, el caso de
tratarse de una cuestión de vida o muerte. Si algo pudiera entibiar el altísimo
respeto y veneración que el señor Fairlie siente por todo lo que sea Arte y sus
maestros que constituyen el consuelo y alegría para su existencia de enfermo,
la conducta seguida por el señor Hartright lo hubiese conseguido. Pero no ha
sido así, sino que este sentimiento tan sólo ha alcanzado a la persona del señor
Hartright.
Habiendo expuesto su opinión hasta donde se lo permiten los agudos
sufrimientos por los que atraviesa debido a sus nervios, el señor Fairlie no
tiene nada que añadir, salvo expresar la decisión adoptada ante la incorrecta
solicitud que se le ha presentado. Siendo de máxima importancia en este caso
el perfecto reposo moral y físico del señor Fairlie, no podría sufrir la
permanencia en su casa del señor Hartright, que alteraría este reposo dadas las
circunstancias tan esencialmente violentas para las dos partes. Por tanto, el
señor Fairlie renuncia a su derecho de declinar la petición con el solo objeto de
no alterar su tranquilidad, e informa al señor Hartright que puede marcharse.»
Doblé la carta y la puse con los demás papeles. En otro tiempo la hubiera
considerado un insulto, pero ahora la aceptaba tal y como era, considerándola
simplemente como la autorización para romper mi contrato. Casi se me había
borrado de la memoria cuando bajé al comedor para decirle a la señorita
Halcombe que estaba dispuesto a acompañarla hasta la granja.
—¿Le ha dado el señor Fairlie una respuesta positiva? —me preguntó
cuando salíamos.
—Me da permiso para marcharme, señorita Halcombe.
Me dirigió una mirada rápida, y por vez primera desde que la había
conocido tomó la iniciativa de apoyarse en mi brazo. De ninguna otra forma
hubiese demostrado con mayor delicadeza hasta qué punto comprendía la
forma en que se me había concedido este permiso, y me demostraba su
simpatía, no desde una posición superior, sino como una amiga. No me había
hecho efecto la insolente carta del hombre, pero me llegó al alma la dulce
comprensión de la mujer.
Mientras caminábamos hacia la granja decidimos que la señorita Halcombe
entraría sola, y que yo la esperaría fuera, dispuesto a acudir cuando me
necesitase. Adoptamos este procedimiento por miedo a que mi presencia,
después de lo sucedido la noche anterior en el cementerio, pudiera renovar el
choque emocional de Anne Catherick y aumentara el recelo causado al ver a
una señora extraña para ella. La señorita Halcombe me dejó, con la intención
de hablar antes que nada con la mujer del granjero, de cuyo afán por
complacerla estaba segura, y yo esperé paseando por las inmediaciones.
Creí que habría de estar solo bastante tiempo. Sin embargo, ante mi
sorpresa al pasar poco más de cinco minutos, la señorita Halcombe regresó.
—¿Es que Anne Catherick se niega a verla? —pregunté con asombro.
—Anne Catherick se ha marchado —contestó.
—¡Se ha marchado!
—Sí, se ha marchado con la señora Clements. Salieron de la granja esta
mañana a las ocho.
Me quedé sin habla. Sólo pude darme cuenta de que con ellas se había
desvanecido nuestra última probabilidad de descubrir lo que queríamos.
—Todo lo que la señora Todd sabe sobre sus huéspedes lo sé también yo
ahora —continuó la señorita Halcombe—, y me deja tan desconcertada como
a ella. Ambas regresaron anoche sin problemas, después de que usted las dejó,
pasaron la primera parte de la velada con la familia Todd, como siempre. Pero
justamente un poco antes de cenar Anne Catherick los sobresaltó a todos con
un largo desmayo. Había tenido un ataque similar la noche que llegaron,
aunque fue menos alarmante; la señora Todd lo achacó en aquella ocasión a
alguna noticia que acababa de leer en el periódico local que se hallaba sobre la
mesa y que había recogido unos minutos antes.
—¿Sabe la señora Todd qué noticia del periódico fue la que la afectó de tal
manera? —pregunté.
—No —replicó la señorita Halcombe—. Lo miró y remiró y no vio nada
que pudiese alarmar a nadie. Pero yo se lo pedí para hojearlo a mi vez, y al
abrir la primera plana vi que el editor, para enriquecer su escaso acopio de
noticias, se interesó por los asuntos de nuestra familia y entre otras notas de
sociedad, copiadas de los periódicos de Londres, publicó el compromiso de mi
hermana. Inmediatamente deduje que ésta era la causa del extraño ataque de
Anne Catherick y que era también el motivo que la impulsó a escribir la carta
que envió al día siguiente a casa.
—No hay duda de ambas cosas. Pero ¿qué le dijeron acerca del segundo
ataque de anoche?
—Nada. Es un misterio absoluto. No había nadie extraño en el cuarto. La
única visita era nuestra vaquera, que como le dije es una hija de los Todd, y no
se habló más que de cotilleos habituales del pueblo. De repente dio un grito y
se puso pálida como una muerta sin la menor causa aparente que lo justificara.
La señora Todd y la señora Clements la subieron a su cuarto, y esta última se
quedó con ella. Las oyeron hablar mucho, hasta bastante tiempo después de la
hora a la que acostumbraban irse a la cama, y esta mañana temprano, la señora
Clements llamó aparte a la señora Todd y la dejó estupefacta cuando le dijo
que tenían que marcharse. La única razón que pudo sonsacarle para explicar
esta fuga era que había sucedido algo que no tenía nada que ver con nadie de
la granja, pero que era suficientemente grave para obligar a Anne Catherick a
dejar enseguida Limmeridge. Fue inútil pretender que la señora Clements
fuese más explícita. Movió la cabeza y suplicó que por el bien de Anne no le
preguntasen más detalles. Repitió con insistencia, y con todo el aspecto de
estar muy seriamente preocupada ella también, que Anne tenía que irse, que
ella debía acompañarla y que tenían que guardar el mayor secreto sobre el
lugar a donde se dirigían. No voy a cansarle con todas las protestas
hospitalarias de la señora Todd para que se quedasen. Terminó llevándolas en
su carro a la estación más próxima, hace más de tres horas. Durante el camino
hizo todo lo posible para hacerlas hablar con más claridad, pero sin éxito. Las
dejó en la estación, ofendida y molesta por la falta de consideración que
mostraban marchándose de forma tan inesperada y por su actitud tan poco
amistosa negándole toda confianza, y volvió muy enfadada, sin esperar a
despedirlas. Esto es exactamente lo acontecido. Rebusque en su memoria,
señor Hartright y dígame si en el cementerio no sucedió algo que pudo
originar la extraordinaria fuga de las dos mujeres.
—Ante todo me gustaría saber, señorita Halcombe, si hubo alguna causa
que produjese aquel cambio repentino en Anne Catherick que tanto alarmó a
los granjeros, horas después de que ella y yo nos separamos y cuando había
pasado el tiempo suficiente para que se restableciese del horrible choque que
desgraciadamente le causé. ¿Preguntó usted qué rumor estaban comentando
cuando se desmayó?
—Sí, pero los quehaceres domésticos de la señora Todd parecen haber
distraído su atención de la conversación de su salón. Todo lo que ha podido
decirme es que hablaban simplemente de cosas», y supongo que eso quiere
decir que hablarían de todos los demás, como siempre.
—Quizá la lechera tenga mejor memoria que su madre —dije—.
Convendría que en cuanto lleguemos a casa hable usted con esa muchacha,
señorita Halcombe.
En cuanto llegamos, la señorita Halcombe siguió mis consejos. Nos
dirigimos a la parte de las dependencias donde estaba la lechería y
encontramos a la vaquera muy ocupada en fregar un gran ordeñadero, con las
mangas recogidas y acompañando su trabajo con una alegre canción.
—He traído a este señor a ver su lechería, Hannah —dijo la señorita
Halcombe—. Es una de las cosas dignas de ver en esta casa, gracias a usted.
La muchacha se sonrojó, hizo una inclinación y tímidamente dijo que
trataba de tener siempre las cosas limpias y en orden.
—Acabamos de venir de casa de sus padres —continuó la señorita
Halcombe—. Me dijeron que estuvo usted allí anoche. ¿Encontró huéspedes,
verdad?
—Sí, señorita.
—Una de ellas se desmayó y estuvo mal, según decían. Me figuro que no
harían ni dirían nada que pudiese asustarla. ¿No estarían hablando de nada
terrorífico?
—¡Oh, no señorita! —dijo riendo la lechera—. Estábamos hablando de las
cosas que pasan.
—Sus hermanos le contarían las cosas de Todd's Corner, supongo.
—Sí, señorita.
—Y usted les contaría las de Limmeridge.
—Sí, señorita. Estoy completamente segura de que no se dijo nada que
pudiese asustarla ¡pobrecilla!, porque estaba yo hablando precisamente cuando
se desmayó. ¡Qué susto me llevé, señorita, porque nunca me he desmayado!
Antes de que pudiese preguntarle otra cosa, la llamaron para que saliese a
buscar una cesta de huevos a la puerta de la lechería.
Cuando quedamos solos murmuré al oído de la señorita Halcombe:
Pregúntele si por casualidad dijo anoche que se esperaban huéspedes en
esta casa.
La señorita Halcombe me dio a entender con su mirada que me había
entendido, e hizo la pregunta en cuanto la lechera regresó.
—Sí, señorita, lo dije —contestó con naturalidad—. Las únicas noticias
que podía contar en la granja eran la venida de los huéspedes y el accidente
ocurrido a la vaca roja.
—¿Dio usted nombres? ¿Dijo que se esperaba a Sir Percival el lunes?
—Sí, señorita. Les dije que venía Sir Percival. Espero que no haya en ello
nada malo ni haya podido causar ningún perjuicio.
—¡Ningún perjuicio, por supuesto! Venga, señor Hartright. Hannah va a
pensar que la estamos estorbando si seguimos más tiempo interrumpiendo su
trabajo.
En cuanto estuvimos solos nos paramos, mirándonos el uno al otro.
—¿Le queda ahora a usted alguna duda, señorita Halcombe?
—O Sir Percival Glyde desvanece esta duda o Laura Fairlie no será nunca
su mujer, señor Hartright.
XIV
Cuando nos acercábamos a la puerta principal de la casa, un cabriolé que
solía hacer el servicio de la estación se aproximaba por la avenida hacia
nosotros. La señorita Halcombe se detuvo en los escalones de la entrada hasta
que el coche se paró adelantándose para saludar a un hombre de edad que se
apeó con agilidad en el momento en que dispusieron la escalerilla. El señor
Gilmore había llegado.
Cuando nos presentaron le contemplé con un interés y una curiosidad que
apenas podía disimular. Este señor se quedaría en Limmeridge después de
marcharme yo. Escucharía las disculpas de Sir Percival Glyde y con su
experiencia ayudaría a la señorita Halcombe a tomar la decisión. Esperaría
hasta que la cuestión de la boda quedase arreglada, y sería su mano —si el
asunto se solucionaba afirmativamente— la que cerraría el trato que
comprometía a la señorita Fairlie de una manera irrevocable al matrimonio.
Incluso entonces, cuando no sabía nada de lo que ahora sé, miraba al consejero
de la familia con un interés que jamás había experimentado antes sobre un
hombre que fuera un perfecto desconocido para mí.
En su aspecto, el señor Gilmore era absolutamente opuesto a la idea
convencional que suele tenerse de un viejo abogado. Su rostro se conservaba
lozano, su cabello blanco, bastante largo, estaba cuidadosamente peinado; su
levita negra, chaleco y pantalones, eran de corte perfecto; el lazo de su corbata
blanca estaba anudado con el mayor esmero, y los guantes de cabritilla color
lila pálido hubieran podido verse en las manos de un clérigo elegante sin que
nadie pudiese objetar la menor tacha. Sus modales eran muy agradables, con
esa gracia y refinamiento de la vieja escuela de cortesía, avivados por el
ingenio agudo de un hombre cuya ocupación lo obliga a tener siempre alerta
sus facultades. De natural sanguíneo y de físico atractivo; una carrera larga y
consecuente basada en la prosperidad, confortable y justificada; una vejez
jovial, bien asistida y comúnmente respetada, —estas fueron las impresiones
generales que me produjo el primer encuentro con el señor Gilmore, y he de
añadir en su honor que cuando le conocí más, cuando mis experiencias fueron
más completas con el tiempo, confirmé mi primera impresión.
Me separé de la señorita Halcombe cuando se dirigió hacia el interior de la
casa con el anciano caballero, para que la presencia de un extraño no les
estorbase mientras trataban de asuntos de familia, y bajé los escalones para
dedicarme a vagar por el jardín.
Mis horas en Limmeridge estaban contadas; todo estaba irrevocablemente
preparado para que me marchase a la mañana siguiente, y mi participación en
la investigación que la carta anónima nos había obligado a emprender tocaba a
su fin. No perjudicaba a nadie, sino a mí mismo, dejando libre a mi corazón
por el breve tiempo que me quedaba de la fría y cruel opresión que la
necesidad me había obligado a imponerle despidiéndome de los lugares que
estaban unidos con mi efímero sueño de dicha y amor.
Instintivamente entré en la avenida que se extendía bajo la ventana de mi
estudio, donde la vi la tarde anterior paseando con su perrito. Y por aquel
camino que tantas veces hollaron sus pies llegué hasta el Portillo que conducía
a su rosaleda. La fúnebre aridez del invierno reinaba entonces. Las flores que
ella me había enseñado a conocer por sus nombres, las flores que yo le había
enseñado a pintar, habían desaparecido, y los estrechos senderos blancos entre
diversos macizos se hallaban ya húmedos y verdeando. Seguí por la alameda
en la que tantas veces habíamos respirado juntos la cálida fragancia de las
noches de agosto y donde habíamos admirado juntos las infinitas
combinaciones de luz y de sombra que alfombraban el suelo bajo nuestros
pies. Pero ahora las hojas caían a mi alrededor desde los árboles quejumbrosos
y la atmósfera de desolación terrenal me heló hasta los huesos. Anduve un
poco más y me encontré fuera del parque, siguiendo el sendero que ascendía
hasta la colina más próxima. Un viejo tronco derribado a la orilla del camino,
en el que algunas veces nos sentamos para descansar, se hallaba humedecido
por la lluvia, y las hierbas y helechos que dibujé para ella y que se cobijaban
junto al muro de piedra que teníamos enfrente se habían convertido en un
charco de agua, donde destacaba un islote de hierbajos sucios. Llegué a la
cima de la colina y vi el panorama que tantas veces contemplamos en los días
más felices. Era árido y frío; ya no era el paisaje que yo recordaba. El
resplandor de su presencia no me alcanzaba y el encanto de su voz ya no
murmuraba a mi oído. En el lugar desde el que yo ahora miraba hacia abajo
me habló ella de su padre, último varón de su familia, me contó lo que se
querían el uno al otro y cuánto le echaba de menos cuando entraba en algunas
dependencias de la casa y tomaba objetos o se divertía con juegos que en otros
tiempos disfrutaron juntos. ¿Era este paisaje, que había contemplado mientras
escuchaba aquellas palabras, el mismo que ahora veía solo, desde la cumbre de
la colina? Di la vuelta y dirigí mis pasos hacia el páramo y las dunas de la
ribera. Allí estaba la blanca espuma de la resaca y la magnífica grandeza de las
olas rompientes, pero ¿dónde estaría el sitio en que una vez ella había dibujado
con una sombrilla caprichosas figuras en la arena, el sitio donde nos quedamos
sentados mientras me preguntaba sobre mí mismo y mi hogar, mientras con
femenina escrupulosidad, me hacía minuciosas preguntas sobre mi madre y mi
hermana y me interrogaba con inocencia acerca de si yo dejaría un día mi
solitaria habitación de alquiler para tener una mujer y casa propia? El viento y
las olas habían borrado hacía mucho las huellas que ella dejó sobre la arena.
Seguí contemplando la inmensa monotonía del océano, y el lugar en que
habíamos dejado desvanecer tantas horas soleadas me pareció tan perdido para
mí como si nunca lo hubiera conocido, tan extraño como si me encontrara en
otro país.
El silencio absoluto de la orilla llenó de frío mi corazón. Volví a la casa y
al jardín donde tantas señales me hablaban de ella, a cada recodo de camino.
Cuando pasaba por la terraza de poniente tropecé con el señor Gilmore. Sin
duda andaba buscándome, pues en cuanto me distinguió apresuró el paso. No
estaba yo muy dispuesto a charlar con un desconocido. Mas era inevitable el
encuentro y me resigné a afrontarlo.
—Es precisamente a usted a quien quería ver —dijo el anciano caballero-.
Tengo que decirle dos palabras, señor mío, y si no tiene usted inconveniente,
aprovecho esta oportunidad. Empezaré por comunicarle que la señorita
Halcombe y yo hemos estado hablando de asuntos familiares; asuntos que son
el motivo de mi estancia en esta casa, y en el curso de la conversación hubo de
contarme, como es natural, ese desagradable asunto de la carta anónima y
cómo usted con tanto acierto y discreción ha participado en las averiguaciones.
Su actuación, lo comprendo muy bien, le hará sentir un extraordinario interés
por saber si las investigaciones que usted ha comenzado y que hay que
continuar han sido encomendadas a alguien de confianza... Quiero
tranquilizarle a usted en este punto, querido amigo: me han sido
encomendadas a mí.
—En todo concepto está usted mucho más capacitado que yo para actuar
en el asunto, señor Gilmore. ¿Sería una indiscreción de mi parte preguntarle si
ha decidido usted ya el procedimiento que piensa seguir?
—Hasta donde es posible lo he hecho, señor Hartright. Pienso enviar una
copia del anónimo acompañada de un informe sobre las circunstancias del
hecho al procurador de Sir Percival Glyde, de Londres, con el que tengo
alguna amistad. La carta auténtica la conservo para mostrársela a Sir Percival
en cuanto llegue. Ya me he ocupado de seguir la pista de las dos mujeres
enviando a un criado del señor Fairlie, una persona de toda confianza, a la
estación para que haga las pesquisas que pueda. Por si logra descubrir algún
indicio, le hemos dado también instrucciones y dinero suficiente para seguirlas
a donde sea. Esto es todo cuanto se puede hacer hasta el lunes, día en que llega
Sir Percival. Yo, personalmente, no tengo la menor duda de que las
explicaciones que puedan esperarse de un caballero nos las facilitará al
instante. Porque Sir Percival está muy alto, querido señor; ocupa una posición
muy elevada y se halla por encima de toda sospecha, así que estoy muy
tranquilo por el resultado de las investigaciones, y me alegra poder afirmarlo.
Esta clase de cosas ocurre constantemente en mi trabajo. Cartas anónimas,
mujeres desgraciadas, el triste estado de la sociedad. En este caso no le niego
que existen complicaciones particulares, pero el hecho en sí mismo, por
desgracia, es muy corriente.
—Temo, señor Gilmore, que yo tengo el disgusto de disentir de usted en
cuanto a la manera de considerar el asunto.
—Es natural, querido señor, es natural. Yo soy un viejo y tomo las cosas
desde el punto de vista práctico. Usted es joven y las considera desde un punto
de vista más romántico. No vamos a discutir por nuestros puntos de vista.
Profesionalmente vivo en una atmósfera de discusiones y estoy encantado de
escapar a ella estando aquí, señor Hartright. Esperaremos los acontecimientos.
Sí sí, sí, vamos a esperar los acontecimientos. ¡Es un sitio encantador! ¿Hay
buena caza? Probablemente, no. Me parece que el señor Fairlie no tiene
ningún coto en sus posesiones. Pero de todos modos es un sitio delicioso y la
gente es agradable. Me han dicho señor Hartright que usted pinta y dibuja.
¡Qué envidiable talento! ¿En qué estilo lo hace usted?
Nos enzarzamos en una conversación general; mejor dicho, el señor
Gilmore hablaba y yo escuchaba. Mi atención se hallaba muy lejos de él y de
los tópicos que emitía con tanta fluidez. El solitario paseo de las últimas dos
horas había aportado sus efectos y me acogí a la idea de marcharme de
Limmeridge cuanto antes. ¿Por qué había de prolongar sin necesidad un
minuto siquiera aquel tormento cruel de mi despedida? ¿Qué servicios podían
exigirme aún aquí? Mi estancia en Cumberland no era ya de ninguna utilidad,
y la autorización que me había concedido el señor Fairlie no me imponía plazo
para marcharme. ¿Por qué no acabar con todo ello de una vez, ahora mismo?
Decidí, pues, partir. Aún quedaban unas horas diurnas, y no había razón
alguna que me impidiese salir camino de Londres aquella misma tarde. Di al
señor Gilmore la primera disculpa aceptable que se me ocurrió para separarme
de él y regresé precipitadamente a la casa. Me dirigía a mi cuarto cuando
encontré en la escalera a la señorita Halcombe. Al notar mi prisa y el cambio
que se había producido en mi humor comprendió que tenía alguna nueva idea
y me preguntó qué había ocurrido.
Le expliqué las razones que me inducían a marcharme en seguida,
exactamente tal como acabo de exponerlas.
—No, no —dijo con firmeza y amabilidad—. Despídase de nosotras como
un amigo y parta el pan con nosotros una vez más. Quédese a cenar, quédese
para ayudarnos a pasar nuestra última velada con tanta alegría como pasamos
las primeras, si podemos. Se lo pido yo, se lo pide la señora Vesey y... —
vaciló y luego dijo— y se lo pide también Laura.
Prometí quedarme. Dios sabe que no hubiese querido dejar en ninguna de
ellas ni sombra de una impresión penosa.
Mi cuarto era el mejor lugar para esperar que tocase la campana para la
cena. Allí estuve hasta que llegó la hora de bajar al comedor.
No había hablado con la señorita Fairlie, ni siquiera la había visto en todo
el día. El primer momento de nuestro encuentro, cuando entré en el salón, fue
una prueba dura para su dominio de sí y para el mío. También ella hizo lo
posible para volver en aquella última velada al feliz tiempo pasado que no
volvería jamás. Llevaba el traje que a mí más me gustaba de todos los suyos,
uno de seda azul oscuro adornado con preciosos encajes antiguos. Se adelantó
a saludarme con la naturalidad de otros tiempos, y me alargó su mano con la
inocencia y franca alegría de días más felices. Pero sus dedos fríos que
temblaron sobre los míos, sus mejillas pálidas encendidas con una mancha
febril y la sonrisa apagada que sus labios trataban de esbozar y que se
desvaneció bajo mi mirada, me dijeron a costa de qué sacrificios había logrado
mantener su compostura. Si mi corazón hubiera podido amarla más aún, lo
hubiese hecho en aquel instante como nunca.
El señor Gilmore nos ayudó mucho en aquella ocasión. Estaba del mejor
humor y llevó la conversación con permanente gracejo. La señorita Halcombe
le secundó resueltamente y yo hice cuanto pude por imitar su ejemplo. Los
adorables ojos azules, cuyos menores cambios de expresión tan bien había
aprendido a interpretar, me miraron suplicantes cuando nos sentamos a la
mesa: «Ayude a mi hermana —parecía decir su dulce rostro lleno de ansiedad
—, y me ayudará a mí.»
Superamos la cena con cierto éxito, al menos en lo que se refiere a
apariencias exteriores. Cuando las damas se levantaron de la mesa y el señor
Gilmore y yo quedamos solos en el comedor, se presentó una circunstancia
que exigió nuestra máxima atención, al tiempo que me permitió serenarme
regalándome unos instantes de silencio tan necesario y tan grato. El criado
enviado para seguir la pista de Anne Catherick y de la señora Clements volvió
con el resultado de su misión, e inmediatamente fue conducido al comedor.
—Bueno —dijo el señor Gilmore—. ¿Qué ha averiguado usted?
—Pues he averiguado, señor, que las dos mujeres tomaron billetes en
nuestra estación para Carlisle.
—¿Fue usted a Carlisle cuando lo supo, naturalmente?
—Sí, señor; pero siento decirle que allí no encontré ni rastro de ellas.
—¿Preguntó usted en la estación?
—Sí, señor.
—¿Y en los distintos hostales?
—Sí, señor.
—¿Y dejó usted en el puesto de la Policía la nota que yo escribí?
—Sí, señor, la dejé.
—Bien, amigo mío. Ha hecho usted todo lo que pudo, lo mismo que yo, y
ahora tenemos que esperar que se sepa algo nuevo sobre el asunto. Hemos
jugado con nuestros ases, señor Hartright —continuó diciendo el anciano
caballero cuando el criado se fue—. Al menos por ahora las mujeres supieron
burlarnos y no tenemos otro recurso que esperar a que llegue Sir Percival el
lunes. ¿Quiere usted otra copita? Es un excelente Oporto, un buen vino, viejo,
espeso, saludable. Aunque en mi bodega hay vinos mejores.
Volvimos al salón, a la estación donde habían transcurrido las más felices
veladas de mi vida y a la que no regresaría jamás después de aquella noche. Su
aspecto había cambiado desde que los días eran más cortos y el tiempo más
frío. Las puertas de cristal de la terraza estaban cerradas y ocultas tras gruesas
cortinas. En lugar de la deliciosa penumbra crepuscular en que nos sentábamos
allí hacía algún tiempo, cegó mis ojos el intenso resplandor de las lámparas.
Todo había cambiado, dentro de la casa y fuera de ella.
La señorita Halcombe y el señor Gilmore se sentaron junto a la mesa de
juego, y la señora Vesey ocupó su silla de costumbre. Disponían de su velada
libres de opresión alguna, pero al observarlo sentí con más dolor qué opresión
pesaba sobre la mía. Vi que la señorita Fairlie se dirigió hacia el musiquero.
Había pasado el tiempo en que podía seguirla hasta allí. Esperé indeciso sin
saber ni a dónde ir ni qué hacer. Hasta que ella me lanzó una furtiva mirada,
cogió del estante una pieza de música y vino hacia mí por su propia iniciativa.
—¿Quiere que le toque alguna de estas melodías de Mozart que le
gustaban tanto? —me preguntó, abriendo el cuaderno con nerviosismo y
mirando las notas mientras me hablaba.
Antes de que pudiese darle las gracias, estaba ya en el piano. La silla
próxima a la que yo ocupaba siempre se hallaba vacía. Dio unos acordes, —se
volvió a mirarme—, y sus ojos escrutaron de nuevo el cuaderno de música.
—¿Por qué no se sienta donde siempre? —dijo muy de prisa y en voz muy
baja.
—Me sentaré por ser la última noche —repuse.
No contestó. Su atención parecía concentrarse en la música que conocía de
memoria y que había tocado infinitas veces sin necesidad de partitura. Yo sólo
me di cuenta de que me había oído y que sabía que estaba junto a ella, porque
el rubor de la mejilla que estaba más cerca de mí, se apagó y todo su rostro
quedó completamente pálido.
—Siento mucho que se vaya —me dijo bajando su voz a susurro, mientras
sus ojos se clavaban en las notas y sus dedos volaban sobre el teclado con
extraña energía febril que jamás había notado en ella hasta entonces.
—Recordaré sus amables palabras, señorita Fairlie, mucho después de que
pase el día de mañana.
La palidez se extendió más aún por su rostro y ella lo ocultó a mi mirada.
—No hable de mañana —replicó—. Dejemos que esta noche nos hable la
música en su lenguaje, más dichoso que el nuestro.
Sus labios temblaron, salió de ellos un débil suspiro que en vano quiso
dominar. Sus dedos vacilaron y dio una nota falsa, confundiéndose más
cuando quiso corregirse, hasta que acabó por dejar caer las manos sobre el
regazo, con gesto de desesperación. La señorita Halcombe y el señor Gilmore
levantaron la cabeza con asombro desde la mesa donde jugaban una partida de
cartas. Hasta la señora Vesey, que dormitaba en la silla, se despertó al cesar de
repente la música y preguntó que sucedía.
—¿Juega usted al whist, señor Hartright? —preguntó la señorita Halcombe
mirando significativamente hacia el sitio en que yo estaba.
Yo sabía a qué se refería, sabía que tenía razón, y me levanté al instante
para ir a la mesa de juego. Cuando me separaba del piano, la señorita Fairlie
abrió otra página del cuaderno de música y golpeó las notas con mano más
firme.
—Quiero tocarlo —dijo, hiriendo las notas casi con pasión—. Quiero
tocarlo esta última noche.
—Venga, señora Vesey —dijo la señorita Halcombe—. El señor Gilmore y
yo estamos cansados de écarté. Juegue usted ahora con el señor Hartright al
whist.
El viejo abogado sonrió irónicamente. Era él quien iba ganando y acababa
de sacar un rey. Evidentemente atribuía el brusco cambio de la señorita
Halcombe en el régimen de la mesa al rasgo femenino de no saber perder en el
juego.
El resto de la velada transcurrió para mí sin una mirada ni una palabra de
ella. Continuó en su sitio frente al piano y yo en el mío, junto a la mesa de
juego. Tocó sin descanso, como si la música fuera su única defensa contra ella
misma. A veces sus dedos acariciaban las notas con lánguida suavidad, con
una ternura dulce, suplicante y tenue que llegaba al oído con una tristeza
inefable en su hermosura, y otras se movían titubeando, fallaban o corrían
sobre el teclado mecánicamente, como si su trabajo les pesara. Sin embargo,
aunque la expresión que daban a la música variaba y titubeaba, ella seguía
tocando con la misma resolución. No se levantó del piano hasta que todos lo
hicimos para despedirnos.
La señora Vesey estaba más cerca de la puerta y fue la primera en estrechar
mi mano.
—No le veré más, señor Hartright —me dijo—, y siento mucho que se
marche usted. Ha sido muy amable y atento, y una mujer vieja como yo sabe
apreciar la amabilidad y la atención. Le deseo mucha suerte, señor, y que
tenga buen viaje.
El señor Gilmore se despidió después.
—Espero que tengamos ocasión de conocemos mejor, señor Hartright.
¿Está usted bien seguro de que ese pequeño asunto queda en mis manos,
verdad? Sí sí, no lo dude. Pero, Señor, ¡qué frío hace! No le detengo más en la
puerta. Bon voyage, amigo mío; como dicen los franceses.
La señorita Halcombe fue la siguiente.
—Hasta mañana a las siete y media —dijo; y añadió en un susurro—: He
oído y visto más de lo que usted cree. Su comportamiento de esta noche me
hace considerarle como un amigo para toda la vida.
La señorita Fairlie fue la última. No tenía seguridad en mí mismo para
mirarla cuando cogí su mano y pensé en la mañana siguiente.
Me voy muy temprano, señorita Fairlie —dije—. Me iré antes de que
usted...
—No, no —se apresuró a interrumpirme—; no antes de que yo me haya
levantado. Bajaré a desayunar con Marian. No soy tan ingrata ni tan olvidadiza
para que después de estos tres meses...
Su voz se entrecortó, estrechó suavemente mi mano entre la suya y la soltó
con rapidez. Antes de que yo hubiese podido darle las buenas noches había
desaparecido.
El final de mi relato se aproxima con rapidez y es tan inminente como lo
fue el amanecer de aquella última mañana en Limmeridge.
Apenas habrían sonado las siete y media cuando bajé al comedor, pero las
dos ya estaban esperándome para desayunar. Tratamos de comer y de hablar
en medio del triste silencio de aquella hora, bajo la luz mortecina y la frialdad
del ambiente. Los esfuerzos por conservar las apariencias eran inútiles y
desoladores, y me levanté para acabar de una vez.
Al tender yo la mano y estrechármela la señorita Halcombe, que se hallaba
más cerca, Laura se dio la vuelta repentinamente y salió corriendo del
comedor.
—Así es mejor —dijo la señorita Halcombe cuando la puerta se cerró—,
así es mejor para ella y para usted.
Esperé un instante hasta que pude hablar de nuevo —era duro perderla sin
una palabra de despedida, sin una mirada de adiós. Quise dominarme,
despedirme de la señorita Halcombe con palabras adecuadas, pero todas las
palabras de despedida que hubiera querido decir se esfumaron dejando una
sola frase:
—¿He merecido que usted me escriba? —fue todo lo que pude decir.
—Ha merecido con honor, noblemente, todo cuanto pudiera hacer yo por
usted mientras vivamos. Sea cual fuere el final, usted lo sabrá.
—Y si alguna vez pudiera ser útil en algo, de nuevo en un futuro lejano,
cuando se haya olvidado mi pretensión y mi locura...
No pude continuar. La voz me falló y se me nublaron los ojos, bien a pesar
mío.
Entonces ella me cogió ambas manos, las estrechó con la energía de un
hombre; brillaron sus ojos oscuros, sus mejillas morenas enrojecieron, la
fuerza y energía de su rostro resplandecieron hermosamente iluminadas por la
candorosa luz de la generosidad y de la piedad.
—Confiaré en usted si alguna vez lo necesito, como si fuese mi amigo y su
amigo, como si fuese mi hermano y su hermano.
No dijo más; me atrajo hacia sí —noble e impávida criatura—, rozó con
sus labios mi frente en un beso fraternal, y llamándome por mi nombre de pila,
añadió:
—¡Dios le ayude, Walter! Quédese un poco aquí a solas, serénese usted.
Será mejor que le deje, por el bien de los dos. Será mejor que le despida desde
el balcón.
Y salió del comedor. Me volví hacia la ventana, donde sólo vi el paisaje
solitario del otoño... Me situé de espaldas a la ventana para tranquilizarme
antes de salir de allí para siempre.
No transcurriría más de un minuto cuando oí que la puerta volvía a abrirse
con suavidad y unas faldas rozaban la alfombra avanzando hacia mí. Mi
corazón latía con vehemencia cuando me volví... La señorita Fairlie venía
hacia mí desde el otro extremo del comedor.
Se detuvo vacilante cuando nuestros ojos se encontraron, y se dio cuenta
de que estábamos solos. Entonces, con ese valor que casi siempre suele faltar a
las mujeres en los momentos de poca trascendencia y casi nunca en las
ocasiones decisivas, llegó hasta mí, extrañamente pálida y serena, llevando en
una mano algo que ocultaba entre los pliegues de su vestido y apoyándose con
la otra en la mesa junto a la que iba andando.
—Sólo he salido para buscar esto en el salón —dijo—. Le recordará su
estancia aquí y los amigos que deja. Me indicó usted cuando lo hice que había
adelantado mucho, y pensé que le gustaría...
Volviendo la cabeza me ofrecía un dibujo que había hecho ella sola del
pabellón de verano, donde nos encontramos por primera vez. El papel tembló
en su mano, mientras me lo alargaba, y tembló en la mía cuando lo cogí.
Tuve miedo de decirle lo que sentía y contesté tan sólo:
—Nunca me abandonará; durante toda mi vida será mi tesoro más
preciado. Estoy muy agradecido por ello y muy agradecido a usted por no
haberme dejado marchar sin decirle adiós.
—¡Oh! —dijo con inocencia—. ¡Cómo iba a dejarle marchar así, después
de todos estos días felices que hemos pasado juntos!
—Esos días tal vez no volverán jamás, señorita Fairlie... Mi vida y la suya
van por muy distintos caminos. Pero si llegase un instante en que la entrega de
todo mi corazón, de mi alma y de mis fuerzas pudiesen darle a usted un
segundo de felicidad o evitarle un instante de tristeza, ¿querrá usted recordar
al pobre profesor de dibujo que un tiempo la guio? La señorita Halcombe me
ha prometido confiar en mí ¿Quiere usted prometerme lo mismo?
La tristeza de la despedida que leía en aquellos adorables ojos azules
centelleó débilmente entre las lágrimas que las enturbiaban.
—Se lo prometo —dijo con voz entrecortada—. ¡Dios mío no me mire así!
Se lo prometo de todo corazón.
Me atreví a acercarme un poco más a ella, y alargué mi mano.
—Tiene usted muchos amigos que la quieren, señorita Fairlie. La felicidad
en su porvenir es la ilusión acariciada por muchos de ellos. ¿Me permite que le
diga al marcharme que es también mi deseo más ardiente?
Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Con una mano temblorosa se
apoyó en la mesa ofreciéndome la otra. Yo la estreché con ansia. Mi cabeza
cayó sobre aquella mano helada. Mis lágrimas la humedecieron y mis labios se
apoyaron en ella, pero no era amor lo que sentía en aquel último momento, no,
no era amor sino la agonía y el abandono de la desesperación.
—¡Por amor de Dios, déjeme! —dijo débilmente.
La confesión del secreto de su corazón brotó en aquellas palabras
suplicantes. Yo no tenía derecho a escucharlas ni a contestarlas: eran las
palabras que me ordenaban, en nombre de su sagrada debilidad, dejar la
habitación.
Todo había terminado. Solté su mano y no dijo más. Las lágrimas cegaron
mi vista borrando su imagen, las enjugué para mirarla por última vez. Una
mirada, y vi cómo se desplomaba en una silla, cómo caían sus brazos sobre la
mesa y sobre ellos la hermosa cabeza. Una mirada de despedida y la puerta se
cerró, abriéndose entre los dos el abismo sin límites de la separación. La
imagen de Laura Fairlie ya no era más que un recuerdo del pasado.

RELATO DE VICENT GILMORE


PROCURADOR DE CHANCERY LANE, LONDRES

I
Escribo estas líneas a petición de mi amigo Walter Hartright. Intento con
ellas relatar algunos acontecimientos que afectaron seriamente a los intereses
de la señorita Fairlie y que tuvieron lugar poco después que el señor Hartright
abandonara Limmeridge.
No tengo la necesidad de decir si mi opinión sanciona o no el hecho de que
se descubra tan extraordinaria historia de familia, en la cual mi relato
constituye una parte muy importante. El señor Hartright ha asumido esta
responsabilidad y las circunstancias que van a exponerse demostrarán que se
ha ganado con creces el derecho de hacerlo, si así lo considera oportuno. El
plan que él ha trazado para presentar esta historia a los demás de la manera
más real y auténtica exige que la vayan contando —en cada etapa sucesiva del
curso de los acontecimientos— aquellos que tuvieron participación directa en
ellos cuando ocurrieron. El que aparezca yo ahora en el papel de narrador es
una consecuencia necesaria de este proyecto. Estuve presente durante la
estancia de Sir Percival Glyde en Cumberland, y al menos un resultado
importante de su breve visita a la mansión del señor Fairlie fue debido a mi
intervención personal. Por tanto, es mi deber añadir estos nuevos eslabones a
la cadena de acontecimientos y recogerla en el mismo lugar en que, tan sólo
por el momento, la ha soltado el señor Hartright.
Llegué a Limmeridge el viernes 2 de noviembre.
Pensaba permanecer en casa del señor Fairlie hasta la llegada de Sir
Percival Glyde. De llegar a fijar la fecha de la boda de Sir Percival con la
señorita Fairlie, yo regresaría a Londres con las instrucciones necesarias para
ocuparme en seguida de preparar el contrato de matrimonio para la futura
esposa.
No tuve el honor de saludar al señor Fairlie el mismo viernes. Desde hacía
años era, o se figuraba ser, un enfermo y no se encontró con fuerzas para
concederme una entrevista. El primer miembro de la familia que vi fue a la
señorita Halcombe. Me recibió en la puerta de la casa, y me presentó al señor
Hartright, que vivía en aquella desde hacía algún tiempo.
No vi a la señorita Fairlie hasta muy avanzado el día, a la hora de cenar.
No tenía muy buen aspecto y me dio pena advertirlo. Es una criatura
encantadora, dulce y amable, tan amistosa y atenta con todos los que la rodean
como lo fue su admirable madre, aunque hablando de su físico, es el retrato de
su padre. La señora Fairlie tenía ojos y pelo oscuros, y su hija mayor, la
señorita Halcombe me la recuerda mucho. La señorita Fairlie tocó aquella
noche el piano, pero me pareció que no tan bien como otras veces. Jugamos
una partida de whist. Fue una verdadera profanación lo que hicimos de este
noble juego. Me hizo muy buen efecto el señor Hartright desde que me lo
presentaron, pero pronto descubrí que su comportamiento acusaba las taras
naturales de su edad. Hay tres cosas que ninguno de los jóvenes de la presente
generación son capaces de hacer. No pueden saborear el vino, no pueden jugar
al whist y tampoco pueden decirle un piropo a una dama. El señor Hartright no
era una excepción a la regla común. Aparte de esto en esos pocos días y en el
poco tiempo que lo traté me pareció un joven modesto y al que poco faltaba
para ser un caballero.
Así, pues, transcurrió el viernes. No aludo a los asuntos más importantes
que ocuparon ese día mi atención, la carta anónima a la señorita Fairlie, las
medidas que juzgué oportuno adoptar cuando me comunicaron lo sucedido y
la convicción que tenía de que toda posible explicación de los hechos íbamos a
obtenerla sin problemas de Sir Percival, ya que todo se ha expuesto, según
creo, en el relato anterior.
El sábado se marchó el señor Hartright antes de que yo bajase a desayunar.
La señorita Fairlie no salió de su cuarto en todo el día y me pareció que la
señorita Halcombe no estaba muy animada. La casa no era ya lo que fue en
tiempo del señor Philip Fairlie y su señora. Me fui a dar un paseo yo solo hasta
el mediodía; anduve por lugares que había descubierto cuando estuve en
Limmeridge la primera vez, hacía treinta años, para tratar algún asunto de
familia. Pero tampoco eran lo que habían sido.
A las dos de la tarde el señor Fairlie me mandó un recado diciendo que se
encontraba lo suficientemente bien como para recibirme. El sí que no había
cambiado en ningún aspecto desde que le conocí. Su conversación giraba en
torno al mismo tema que siempre; él mismo, sus dolencias, sus maravillosas
monedas y sus incomparables aguafuertes de Rembrandt. En cuanto pretendí
enfocar la conversación hacia el asunto que me había llevado a aquella casa,
cerró los ojos y dijo que le «trastornaba». Persistí en trastornarle volviendo
una y otra vez sobre el mismo punto. Más todo lo que pude sacar en claro fue
que consideraba el matrimonio de su sobrina como una cosa hecha que su
padre había sancionado y que él también sancionaba; que era un matrimonio
envidiable y que personalmente estaría encantado cuando terminasen las
molestias que ocasionaba aquel asunto. En cuanto a los contratos, podía
consultar con su sobrina y luego estudiar todo lo que me pareciese, dado lo
bien que yo conocía todos los asuntos de familia, para prepararlo todo y
limitar su participación en el asunto a decir su «sí» de tutor en el momento
convenido, porque por supuesto apoyaría con infinito placer mis deseos y los
de todos los demás. Mientras tanto, yo podía ver cómo estaba, un pobre
enfermo condenado a vivir encerrado en su cuarto. ¿Acaso me parecía que
quería que le atormentasen? No. Pues entonces, ¿por qué atormentarlo?
Quizá me hubiera asombrado de esta increíble ausencia de responsabilidad
e interés por parte del señor Fairlie en su calidad de tutor, si no estuviese tan
enterado de los asuntos de la familia como para recordar que el señor Fairlie
era un hombre soltero y que la propiedad de Limmeridge sólo le interesaba por
cuanto él la habitaba. Así que, tal y como se hallaban las cosas, no salí ni
sorprendido ni decepcionado por el resultado de la entrevista. El señor Fairlie
simplemente había justificado mis expectativas, sin más.
El domingo fue un día gris dentro y fuera de la casa. Llegó una carta para
mí del procurador de Sir Percival Glyde acusando recibo de mi informe y de la
copia del anónimo. La señorita Fairlie se reunió con nosotros por la tarde;
estaba pálida y desanimada, muy distinta de cómo era ella siempre. Habló un
rato conmigo, y en la conversación me aventuré a mencionar de paso a Sir
Percival. Escuchó y no contestó nada. Cuando hablamos de otras cosas seguía
muy gustosa la conversación, pero pasó en silencio este tema. Empecé a
sospechar que tal vez estaba arrepentida de su compromiso, y tal como les
pasa a muchas jóvenes el arrepentimiento llega demasiado tarde.
El lunes llegó Sir Percival Glyde.
Le encontré, tanto en su aspecto como en sus modales, sumamente
atractivo. Me pareció algo más viejo de lo que esperaba, su frente se
ensanchaba en una calvicie y su rostro parecía rugoso y gastado. Pero sus
movimientos eran tan ágiles y su alegría tan contagiosa como los de un
muchacho. Saludó a la señorita Halcombe con una cordialidad deliciosa y
natural, y cuando le fui presentado se mostró tan desenvuelto y afable que
enseguida nos tratamos como viejos amigos. La señorita Fairlie no se hallaba
presente cuando llegó, pero entró en el cuarto unos diez minutos después. Sir
Percival se levantó y la saludó con elegante distinción. Expresó con ternura y
respeto su evidente preocupación al ver el triste cambio que se había
producido en el aspecto de la joven y la delicadeza y el recato de su tono, de
su voz, de sus palabras, pusieron de manifiesto al mismo tiempo su refinada
educación y su buen sentido. A pesar de estas circunstancias vi con sorpresa
cómo la señorita Fairlie continuaba cohibida y violenta en su presencia, y a la
primera oportunidad se fue del salón. Sir Percival pareció no darse cuenta ni
de su cohibición en el momento de saludarlo, ni de su repentino abandono de
nuestra reunión. Mientras estuvo presente no la agobió con sus cumplidos, y
cuando salió no turbó a la señorita Halcombe comentando su desaparición. Ni
en esta ocasión ni en ninguna otra mientras estuve con él en Limmeridge
fallaron ni su tacto, ni su buen gusto.
En cuanto la señorita Fairlie salió del salón él mismo nos evitó el
embarazoso deber de empezar a hablar del anónimo, abordando el tema por su
propia iniciativa. Volviendo de Hampshire se había detenido en Londres, había
visto a su procurador y había leído los documentos que yo envié, poniéndose
inmediatamente en camino para Cumberland, ansioso de tranquilizarnos
ofreciendo la explicación más rápida y completa que puede formularse con
palabras. Al oírlo expresarse en ese sentido le mostré la carta original que
conservaba para que él la estudiase. Me dio las gracias y se negó a leerla,
diciendo que ya había visto la copia y que deseaba que el original quedase en
nuestras manos.
Las aclaraciones que nos dio inmediatamente eran tan claras y
satisfactorias como yo había esperado que fuesen.
Nos contó que la señora Catherick le había prestado hacía varios años
algunos señalados servicios a él y a otras personas de su familia. Fue
doblemente desgraciada por casarse con un hombre que la abandonó y porque
su única hija tenía desde muy temprana edad, perturbadas sus facultades
mentales. Aunque al casarse se había establecido en una región de Hamsphire
muy alejada de donde se hallaban las posesiones de Sir Percival Glyde, éste
procuró no perderla nunca de vista; sus sentimientos amistosos hacia la pobre
mujer, que le guardaba en consideración a los servicios prestados, estaban
reforzados en gran medida por la admiración que despertaba en él la paciencia
y el valor con que sobrellevaba sus calamidades. Al correr del tiempo, los
síntomas de la dolencia mental de su desgraciada hija se agravaron tanto que
se hizo necesario someterla a los cuidados de un médico. La misma señora
Catherick reconocía aquella necesidad, pero a la vez experimentaba esa
repugnancia natural en una persona modesta y respetable ante la idea de
recluir a su hija en un manicomio de beneficencia como si fuese una indigente.
Sir Percival respetó su prejuicio, como respetaba toda libertad de sentimientos
en cualquiera de las clases sociales, y para pagar de algún modo a la señora
Catherick la lealtad que había demostrado en otros tiempos hacia él y hacia su
familia, resolvió sufragar los gastos de la estancia y tratamiento de su hija en
un sanatorio particular y de su confianza. Con gran sentimiento de la madre y
de él mismo, la pobre criatura había descubierto la parte que las circunstancias
le indujeron a tomar en su reclusión y había concebido, como es lógico, el
mayor odio y desconfianza hacia él. El anónimo que había escrito después de
su escapada era una consecuencia obvia de este odio y desconfianza de los
cuales había dado varias pruebas también mientras estuvo recluida. Si la
impresión que la carta anónima causó en la señorita Halcombe o en el señor
Gilmore contradecía sus manifestaciones, o si deseaban algunos detalles más
del mismo manicomio —nos facilitó sus señas—, así como los nombres de los
dos médicos que dieron los certificados necesarios para realizar el ingreso,
estaba dispuesto a contestar cualquier pregunta y disipar cualquier duda. Había
cumplido con su deber respecto a la infeliz muchacha dando órdenes a su
procurador para que no ahorrase ni dinero ni molestias en buscarla y ponerla
de nuevo al cuidado de los médicos que la trataban. Ahora sólo deseaba
cumplir con su deber respecto a la señorita Fairlie y su familia de la misma
manera noble y recta.
Fui el primero en contestar a esta declaración. Veía con claridad la
conducta que debía seguir. Una de las grandes perfecciones de la Ley es la de
que puede discutir cualquier aseveración humana hecha en cualquier
circunstancia y expresada en cualquier forma. Si se hubiesen requerido mis
servicios profesionales para presentar un pleito contra Sir Percival, en base a
su propia declaración, sin duda alguna hubiera podido conseguirlo. Pero mi
deber no era ése; mis funciones eran puramente de orden judicial. Tenía que
sopesar la explicación que habíamos escuchado; debía concederle toda la
fuerza que le prestaba la intachable reputación del caballero que nos la ofrecía
y decidir honradamente si las probabilidades presentadas por el mismo Sir
Percival eran francamente favorables o desfavorables. Abrigaba la convicción
de que le eran favorables y le declaré honradamente que, a mi parecer, su
explicación era plenamente satisfactoria.
La señorita Halcombe, después de mirarme con gravedad, dijo por su parte
algunas palabras en el mismo sentido, pero con cierta vacilación que no me
pareció muy apropiada en semejantes circunstancias. No puedo afirmar que
Sir Percival Glyde se diera cuenta de ello. Mi opinión es que se dio y por eso
decidió volver a tratar del asunto, aunque podía, con toda propiedad, darlo por
concluido.
—Si esta sincera exposición de los hechos hubiera sido dirigida sólo al
señor Gilmore —dijo—, hubiera considerado innecesario volver a insistir en
este desagradable asunto. Me atrevo a pensar que el señor Gilmore, como
caballero, se fiará de mi palabra y, una vez hecha esta justicia, ha terminado la
discusión entre nosotros. Pero mi actitud con respecto a una señorita no es la
misma. Le debo (a lo que no hubiera accedido con ningún hombre) una prueba
de la autenticidad de mi explicación. Usted no puede solicitar esta prueba,
señorita Halcombe, pero es mi deber hacia usted, y más aún hacia la señorita
Fairlie, el ofrecerla. ¿Puedo pedirle a usted que escriba ahora mismo a la
madre de esa pobre mujer, a la señora Catherick, pidiéndole una confirmación
de todo cuanto les he dicho?
Vi que la señorita Halcombe palidecía y parecía turbada. A pesar de la
delicadeza con que había expresado su sugerencia Sir Percival, tanto ella como
yo comprendimos que estaba contestando con gran comedimiento a la duda
que su comportamiento acababa de delatar.
—Espero, Sir Percival, que no me hará la injusticia de pensar que
desconfío de usted —dijo con rapidez.
—Por supuesto que no, señorita Halcombe. Hago mi propuesta únicamente
por atención a usted. ¿Me perdonará mi obstinación si me atrevo a repetirla?
Diciendo esto fue hacia el escritorio, acercó una silla y abrió el cajón para
sacar papel.
—Permítame suplicarle que escriba la carta —insistió—, como un favor
personal. No la ocupará más que unos minutos. Sólo tiene que preguntar a la
señora Catherick dos cosas. Primera, si su hija ha sido recluida en el sanatorio
con su conformidad y conocimiento. Segunda, si yo merezco su gratitud por la
parte que he tomado en ello. El señor Gilmore está ya completamente
tranquilo respecto a este desdichado asunto..., y usted también lo está. Así que
por favor deme a mí ahora esa tranquilidad escribiendo esta nota.
—Me obliga usted a satisfacer su ruego, sir Percival, aunque preferiría
denegarlo.
Con estas palabras la señorita Halcombe se levantó de su asiento y fue
hacia el escritorio. Sir Percival le dio las gracias, le alargó una pluma y regresó
a su sitio junto a la chimenea. Sobre la alfombrilla estaba tendido el galgo
italiano de la señorita Fairlie. Sir Percival tendió la mano hacía él y lo llamó
con voz apacible.
—Ven aquí, Mina —dijo—; nosotros nos conocemos ¿verdad?
El animalito, tan cobarde y cabezota como suelen serlo los perros
favoritos, le miró con furia, se desvió de la mano que se le extendía, se
estremeció, dio un ladrido quejumbroso y se ocultó bajo el sofá. Es absurdo
pensar que Sir Percival se hubiera desconcertado porque un perro le recibiese
de tal manera mas, no obstante, observé que de pronto se retiró hacia la
ventana. Quizá era de natural irascible. Si es así, podría comprenderlo. Yo
también soy irascible algunas veces.
La señorita Halcombe no tardó en escribir la carta. Cuando terminó se
levantó del escritorio y se la alargó a Sir Percival. Este se inclinó, la aceptó, la
dobló inmediatamente, sin echar ni una ojeada a su contenido, la selló,
escribió las señas y se la devolvió en silencio. En mi vida he visto nada que se
hiciera con mayor soltura y gracia.
—¿Insiste usted en que yo envíe esta carta, Sir Percival? —dijo la señorita
Halcombe.
—Le suplico que la envíe usted —contestó—. Y ahora que está escrita y
sellada permítame que le haga dos o tres últimas preguntas referentes a la
desventurada mujer a quien se refiere. He leído la comunicación que el señor
Gilmore tuvo la amabilidad de remitir a mi procurador describiendo las
circunstancias bajo las cuales habían identificado a la autora del anónimo.
Pero hay algunos puntos sobre los que esa nota no dice nada. ¿Anne Catherick
vio a la señorita Fairlie?
—Por supuesto que no —dijo la señorita Halcombe.
—¿La vio usted?
—No.
—¿Entonces no vio a nadie de la casa salvo a un cierto señor Hartright que
accidentalmente la encontró en el cementerio?
—A nadie más.
—El señor Hartright estaba en Limmeridge como profesor de dibujo,
según he oído. ¿Es miembro de una de las sociedades de acuarelistas?
—Creo que sí —contestó la señorita Halcombe.
Calló durante algunos instantes, como si estuviese pensando en estas
últimas palabras, y añadió:
—¿Han averiguado ustedes dónde vivía Anne Catherick mientras estuvo
aquí?
—Sí, en una granja del páramo que se llama Todd's Corner.
—Todos tenemos ante esa desgraciada criatura, el deber de seguir su pista
—continuó diciendo Sir Percival—. Puede haber dicho en Todd's Corner algo
que nos haga posible encontrarla. Voy a ir allí para ver si consigo averiguar
algo. Mientras tanto, señorita Halcombe, como no puedo tratar yo mismo este
penoso tema con la señorita Fairlie, ¿sería demasiado pedirle que le diese
usted las explicaciones necesarias, no antes, por supuesto, de que llegue la
respuesta a la carta?
La señorita Halcombe prometió hacerlo. Le dio las gracias, saludó
sonriente y nos dejó para dirigirse a sus habitaciones. Cuando abría la puerta,
el galgo cabezota asomó su larga cabeza bajo el sofá, le ladró y le enseñó los
dientes.
—Una buena mañana de trabajo, señorita Halcombe —dije en cuanto nos
quedamos solos—. Ya hemos terminado con las preocupaciones que nos
embargaban.
—Sí —repuso ella—. Sin duda. Me alegro mucho de que esté usted
satisfecho.
—¡De que yo esté satisfecho! De seguro que con esa carta en sus manos
también lo estará usted.
—Sí... ¿cómo es posible otra cosa? Ya sé que es imposible —siguió
diciendo dirigiéndose más a sí misma que a mí— pero estoy a punto de
lamentar que Walter Hartright no se hubiese quedado más tiempo para poder
presenciar esta explicación y escuchar esta propuesta de escribir la carta.
Quedé un poco sorprendido y... quizá también, un poco irritado por estas
últimas palabras.
—Es cierto que los acontecimientos han hecho que el señor Hartright tenga
que ver bastante con la historia del anónimo —contesté—, y estoy dispuesto a
admitir que en todo momento se ha comportado con gran delicadeza y
discreción. Pero no acabo de comprender qué influencia provechosa hubiera
podido ejercer su presencia sobre el efecto que hayan podido hacernos a usted
o a mí las justificaciones de Sir Percival.
—Era una absurda fantasía —dijo distraída—. No vale la pena hablar de
ello. Su experiencia debe ser, y lo es, la mejor guía a que puedo aspirar, señor
Gilmore.
No me agradó demasiado ver que dejaba sobre mí el peso de toda la
responsabilidad de una taxativa. Si lo hubiese hecho el señor Fairlie no me
hubiera sorprendido pero la resuelta e inteligente señorita Halcombe era la
última persona de este mundo de la que yo pudiese esperar que soslayara el
exponerme su propia opinión.
—Si existe todavía alguna duda que le preocupa —dije—, ¿por qué no me
la confiesa en seguida? Dígame francamente, ¿tiene algún motivo para
desconfiar de Sir Percival Glyde?
—Ninguno.
—¿Ve usted algo inverosímil o contradictorio en su explicación?
—¿Cómo voy a decir que lo veo después de la prueba de su veracidad que
me ha ofrecido? ¿Puede haber otro testimonio más a su favor, señor Gilmore,
que el de la misma madre de la mujer?
—Ninguno. Si la contestación de su carta es satisfactoria, yo por lo menos
no sé si un amigo de Sir Percival puede exigirle más.
—Entonces vamos a enviar la carta al correo —dijo levantándose para
marcharse— y no tratemos más este tema hasta que llegue la respuesta. No dé
importancia a mis dudas. No tienen otra justificación sino la de que estos días
pasados estuve demasiado preocupada por Laura; y las preocupaciones, señor
Gilmore, acaban trastornando a cualquiera por muy fuerte que sea.
Dio la vuelta bruscamente y salió de prisa. Su voz, tan firme de ordinario,
tembló al decir estas últimas palabras. Tenía una naturaleza apasionada,
vehemente y sensible, mujeres como ella se encuentran una entre diez mil en
estos tiempos triviales y superficiales. La conocía desde su niñez, la había
visto afrontar, mientras crecía, más de una penosa crisis familiar, y mi larga
experiencia me hizo dar importancia a sus vacilaciones en las circunstancias
que acabo de describir como no se la hubiera dado a las de ninguna otra mujer
en caso semejante. No veía causa alguna para que dudase o se preocupase y,
sin embargo, consiguió transmitirme sus dudas y preocupaciones. En mi
juventud me hubiera irritado e indignado conmigo mismo por la irrazonable
intranquilidad de mi ánimo. Pero los años me habían dado mayor
comprensión, lo tomé con filosofía y me fui a dar un paseo.
II
Nos volvimos a reunir todos a la hora de cenar.
Sir Percival se hallaba de buen humor, tan exultante que apenas reconocí
en él al hombre cuyo tacto, refinamiento y buen sentido tanto me habían
impresionado durante nuestra conversación de la mañana. Lo único que había
quedado de su anterior personalidad, y que se manifestaba de manera
constante era, como pude observar, su modo de tratar a la señorita Fairlie. Una
palabra o una mirada de ella eran suficientes para cortar su carcajada más
estrepitosa, para refrenar la festiva fluidez de su discurso y para concentrar en
ella toda su atención prescindiendo de los demás comensales. Aunque nunca
trató abiertamente de hacerla intervenir en la conversación, no perdía la menor
ocasión que ella le daba para hacerle expresar su opinión o para decirle,
aprovechando las circunstancias, palabras que otro hombre de menor tacto y
delicadeza le hubiera dedicado sin preámbulos. Me sorprendió ciertamente el
hecho de que la señorita Fairlie parecía darse cuenta de sus atenciones, sin
mostrarse emocionada por ellas. Cuando él la miraba o le dirigía la palabra se
turbaba un poco, pero jamás demostró que le agradase ni que lo agradeciese.
La fortuna, el rango, la buena crianza y la buena presencia, el respeto de un
caballero añadido a la devoción del amante, todo estaba humildemente
depositado a sus pies, pero las apariencias eran de que estaba depositado en
vano.
Al día siguiente, que era martes, Sir Percival fue por la mañana a Todd's
Corner, llevando un criado como guía. Mas, según supe más tarde, sus
pesquisas no aportaron ningún resultado. Cuando volvió tuvo una entrevista
con el señor Fairlie, y por la tarde salió a caballo con la señorita Halcombe.
No sucedió nada más que merezca recordarse. La tarde transcurrió sin
novedad y no advertí cambio alguno en Sir Percival ni en la señorita Fairlie.
El correo del miércoles nos trajo un acontecimiento: la respuesta de la
señora Catherick. Copié aquel documento, que he conservado, por lo que
ahora puedo reproducirlo aquí. Decía lo siguiente:
«Señora: Acuso recibo de su carta, en la que me pregunta si mi hija Anne
estuvo sometida a tratamiento médico con mi autorización y conformidad y si
la participación que tuvo en ello sir Percival Glyde merece mi gratitud hacia
este caballero. Tengo el gusto de enviarle mi respuesta afirmativa a ambas
cuestiones, y créame su solícita servidora,
JANE ANNE CATHERICK»
Corta, seca y concisa, aquella carta se parecía demasiado a una carta de
negocios para ser escrita por una mujer y su contenido ofrecía una
confirmación tan contundente como sólo podía desear sir Percival. Esta fue mi
opinión, y, con algunas reservas, fue también la de la señorita Halcombe.
Cuando le enseñamos la carta a Sir Percival no se sorprendió por su tono
cortante y seco. Nos dijo que la señora Catherick era mujer de pocas palabras,
sobria, recta y sin imaginación, que escribía con tanto laconismo y sencillez
como hablaba.
Una vez recibida la respuesta satisfactoria que esperábamos, había que
comunicar a la señorita Fairlie las aclaraciones presentadas por Sir Percival.
La señorita Halcombe se encargó de hacerlo y salió del salón para subir a ver a
su hermana pero muy pronto volvió a entrar y se sentó junto al sillón en que
yo me hallaba leyendo el periódico. Sir Percival acababa de salir para visitar
las cuadras, y en la habitación no estábamos más que nosotros dos.
—Supongo que hemos hecho honestamente todo lo que podemos —dijo
ella dando vueltas entre sus manos a la carta de la señora Catherick.
—Si somos amigos de Sir Percival, lo conocemos y confiamos en él,
hemos hecho todo lo que debíamos y aún más de lo que era necesario —
contesté un poco molesto por aquella reincidencia en las dudas—, pero si
somos enemigos que sospechamos de él...
—No hay por qué pensar en esta alternativa —interrumpió—. Somos
amigos de Sir Percival, y si la generosidad y la paciencia se pudieran añadir a
la consideración que nos merece, deberíamos ser también admiradores suyos.
¿Sabe usted que ayer vio al señor Fairlie y que después salió conmigo?
—Sí, vi que salieron ustedes dos a caballo.
—Al empezar el paseo hablamos de Anne Catherick y de la manera tan
extraordinaria en que la encontró el señor Hartright. Pero dejamos pronto este
tema y Sir Percival habló de su compromiso con Laura en los términos más
desinteresados. Dijo que ya había notado que ella está muy abatida y se inclina
a achacar a esta historia el cambio que observa en el modo de tratarlo,
mientras no se le ofrezca otra explicación. Sin embargo, si hubiese alguna
causa más sería para el cambio, suplicaría que ni el señor Fairlie ni yo
forzáramos sus inclinaciones. Todo lo que él pediría en este caso sería que por
última vez ella recordase las circunstancias en las cuales se prometieron y la
conducta que él había seguido desde el principio de su noviazgo hasta el
momento actual. Si después de considerar debidamente estos dos argumentos,
manifestara un serio deseo de que él renunciase a su pretensión de conseguir el
honor de ser su esposo y así se lo dijera ella misma clara y abiertamente, se
sacrificaría dejándola perfectamente libre para romper el compromiso.
—Ningún hombre podría decir más, señorita Halcombe. Sé por experiencia
que muy pocos en su caso hubieran dicho tanto.
Se calló cuando yo dije estas palabras, y me contempló con una singular
expresión, entre perpleja y desolada.
—Ni acuso a nadie ni sospecho nada —prorrumpió bruscamente—, pero
no puedo ni quiero cargar con la responsabilidad de persuadir a Laura para que
se case.
—Esta es exactamente la actitud que le ha indicado Sir Percival que tome
usted —repliqué con asombro—. Le ha suplicado que no fuerce sus
inclinaciones.
—E indirectamente me obliga a que la fuerce si le transmito su mensaje.
—¿Cómo es posible?
—Consulte con usted mismo, señor Gilmore, conociendo a Laura como la
conoce. Si le digo que reflexione sobre las circunstancias de su compromiso
apelo a la vez a los dos sentimientos más intensos de su naturaleza: su
devoción a la memoria de su padre y su estima estricta por la verdad. Usted
sabe que jamás en su vida ha faltado a su palabra, usted sabe que contrajo este
compromiso al comienzo de la fatal enfermedad de su padre y que éste, en su
lecho de muerte, hablaba con esperanza e ilusión de su boda con Sir Percival
Glyde.
Confieso que me sorprendió su manera de enfocar las cosas.
—¿No querrá decir —repuse— que cuando Sir Percival le habló ayer
esperaba obtener con su proposición los mismos resultados que acaba usted de
mencionar?
Su rostro abierto y valiente me contestó antes de que hablase.
—¿Cree usted que soportaría un instante la presencia de un hombre al que
sospechase capaz de una bajeza similar? —preguntó furiosa.
Me agradó advertir la viva indignación con que pronunció aquellas
palabras. Por mi profesión estoy acostumbrado a ver mucha malicia y muy
poca indignación.
—En ese caso —añadí—, permítame que le advierta que se está apartando
de la cuestión. Sean las que sean las consecuencias, Sir Percival tiene derecho
a esperar que su hermana considere desde todos los puntos de vista su
compromiso antes de pretender romperlo. Si esta desdichada carta le ha hecho
desconfiar, vaya en seguida y dígale que se ha justificado perfectamente a los
ojos de usted y a los míos. ¿Qué objeción puede alegarnos después de esto?
¿Qué excusa puede oponer para que cambie de este modo el concepto que
tenía de un hombre al que virtualmente considera su prometido desde hace dos
años?
—A los ojos de la ley y de la razón no hay excusa, señor Gilmore, tengo
que confesarlo. Si aún duda y lo hago yo, achaque nuestra extraña conducta, si
así lo desea, a un capricho por parte de las dos y soportaremos esa imputación
lo mejor que podamos.
Con estas palabras se levantó bruscamente y salió del salón. Cuando una
mujer sensata, ante una pregunta seria, sale con evasivas, es señal indefectible,
en el noventa y nueve por ciento de los casos, de que tiene algo que ocultar.
Volví a coger el periódico, sospechando seriamente que la señorita Halcombe
y la señorita Fairlie guardaban un secreto que no nos confesaban ni a Sir
Percival ni a mí. Lo creí cruel respecto a nosotros dos, sobre todo para Sir
Percival.
Mi duda, o dicho con más propiedad, mi convicción, me la confirmó la
propia señorita Halcombe con sus palabras y su actitud cuando nos volvimos a
ver aquella misma tarde. Me dio cuenta de su entrevista con su hermana de
una manera concisa y con una reserva sospechosa. Por lo visto la señorita
Fairlie había escuchado serenamente su explicación de que el asunto de la
carta estaba aclarado; pero cuando la señorita Halcombe comenzó a decirle
que el objeto de la visita de Sir Percival a Limmeridge era convenir con ella el
día definitivo de la boda, no quiso escuchar nada más sobre el tema y suplicó
que le dieran tiempo. Si es que Sir Percival consentía en no insistir de
momento, se comprometía a darle su respuesta final antes de terminar el año.
Se mostró tan ansiosa e inquieta al pedir esta prórroga que la señorita
Halcombe le había prometido emplear su influencia si fuera necesario para
conseguirlo. Con ello se terminó, por deseo expreso de la señorita Fairlie, su
conversación en lo que se refería a la boda.
Esta solución exclusivamente temporal, que tal vez podía satisfacer a la
joven le pareció algo embarazosa al autor de estas líneas. El correo de la
mañana había traído una carta de mi socio que me obligaba a regresar a la
ciudad al día siguiente en el tren de la tarde. Era muy probable que no
encontrase otra oportunidad de desplazarme a Limmeridge en lo que quedaba
del año. Suponiendo que la señorita Fairlie se decidiese al fin a mantener su
compromiso, sería indispensable que yo me pusiese de acuerdo con ella antes
de establecer el contrato de matrimonio, lo cual iba a ser totalmente imposible,
por lo que nos veríamos obligados a tratar por escrito cuestiones que deben
tratarse siempre de viva voz y frente a frente. Sin embargo no dije nada a
propósito de aquella dificultad hasta que se consultó con Sir Percival si
accedía a conceder la prórroga deseada. Era un caballero demasiado galante
para no concederla inmediatamente. Cuando la señorita Halcombe me lo
comunicó le dije que tenía absoluta necesidad de hablar con su hermana antes
de dejar Limmeridge, y decidimos que vería a la señorita Fairlie la mañana
próxima en su salón particular. No bajó a cenar ni nos acompañó en nuestra
velada. Se disculpó pretextando una indisposición, y me pareció que a Sir
Percival le contrarió oírlo, cosa perfectamente lógica.
A la mañana siguiente, en cuanto terminamos de desayunar, subí al salón
de la señorita Fairlie. La pobre muchacha estaba tan pálida y triste, y se
adelantó a saludarme con tanto apresuramiento y simpatía, que el discurso que
pensaba expresarle mientras subía la escalera acerca de sus caprichos y
vacilaciones se me vino abajo en cuanto la vi. La acompañé hasta la silla que
ocupaba cuando entré, sentándome yo enfrente. Su galgo cabezota estaba en la
habitación y yo no esperaba otra cosa que me saludara ladrando y enseñando
los dientes. Pero, ¡cosa extraña!, la mimada bestezuela defraudó mis
expectativas saltando sobre mis rodillas en cuanto me senté, y husmeando
familiarmente mis manos con su puntiagudo hocico.
—Usted solía sentarse sobre mis rodillas cuando era niña, querida, —le
dije—, y ahora parece que su perrito está dispuesto a sucederla sentándose en
el trono vacío. ¿Es obra suya este precioso dibujo?
Señalé, al decirlo, un álbum que había sobre la mesa junto a ella y que
evidentemente estaba hojeando cuando llegué. Estaba abierto en una página
que mostraba un paisaje pintado a la acuarela y logrado con gran finura. Este
dibujo fue el que suscitó mi pregunta, bastante insulsa por cierto, pero ¿cómo
empezar hablándole de negocios ya en el instante de abrir la boca?
—No, —dijo mirando con cierta confusión hacia otra parte— no es obra
mía.
Recuerdo que desde niña tenía la costumbre de no dar jamás descanso a
sus dedos y de juguetear con lo primero que tuviese a mano mientras alguien
le hablaba. En esta ocasión sus dedos manejaron el álbum acariciando
distraídamente los márgenes de la acuarela mientras la expresión de su rostro
se fue haciendo más melancólica. Ni miraba el álbum ni a mí. Sus ojos iban de
un lado al otro por la habitación, haciéndome comprender que sospechaba el
motivo de mi visita. Pensé que lo mejor sería ir directamente a la cuestión.
—Querida mía, uno de los motivos que me traen aquí es despedirme de
usted —comencé diciendo—. Tengo que volver a Londres hoy mismo, pero
antes de marcharme quiero hablar con usted sobre un asunto de su propio
interés.
—Siento mucho que se vaya, señor Gilmore —me dijo, mirándome con
cariño—. Ahora que está usted aquí es como si volvieran los felices viejos
tiempos.
—Espero volver alguna vez y despertar de nuevo tan agradables recuerdos
—continué— pero como el futuro es incierto tengo que aprovechar esta
oportunidad para hablarle ahora. Soy un viejo amigo y su abogado de toda la
vida; por eso me permito referirme a su posible matrimonio con Sir Percival
Glyde, en la seguridad de que no voy a ofenderla.
Separó tan bruscamente la mano del álbum como si de repente se hubiese
convertido en fuego que la abrasaba. Sus dedos se entrelazaron nerviosos
sobre su regazo, fijó la mirada en el suelo y adquirió una expresión tan
contraída que más bien parecía sentir dolor físico.
—¿Es absolutamente necesario que hablemos de mi matrimonio? —
preguntó en voz muy baja.
—Es necesario que nos refiramos a ello —contesté—, pero no hace falta
insistir sobre ese punto. Pensemos únicamente en que usted se puede casar o
puede no hacerlo. En el primer caso tendría que disponer el contrato, y sería
desconsiderado por mi parte prepararlo sin haber consultado con usted. Quizá
sea esta la única ocasión en la que yo pueda conocer sus deseos. Vamos a
suponer por un momento que usted se casa, y permítame que le diga con la
mayor brevedad posible cuál es su situación y cuál será, si usted lo desea, en el
futuro.
Le expliqué cuál era el propósito de un contrato matrimonial y le informé
con detalle sobre las perspectivas que le esperaban; primero al alcanzar su
mayoría de edad y después al morir su tío, señalando la diferencia existente
entre las propiedades en usufructo y las que poseía en propiedad. Me escuchó
con atención, la expresión de tensión no abandonaba su rostro, y sus manos
seguían nerviosamente entrelazadas sobre su regazo.
—Y ahora —dije, para terminar—, dígame si quiere usted que establezca
en el contrato alguna cláusula, a reserva desde luego de la autorización de su
tutor, puesto que no es mayor de edad.
Se agitó en la silla con desasosiego, y de pronto me miró de frente, muy
seria.
—Si eso ocurre —comenzó débilmente—, si yo...
—Si usted se casa —dije para ayudarla.
—¡No deje usted que él me separe de Marian! —gritó, en un arranque de
súbita energía—: ¡Oh, señor Gilmore, por favor, haga constar la condición de
que Marian tiene que vivir siempre conmigo!
En otras circunstancias quizá hasta me hubiese divertido esta interpretación
tan esencialmente femenina de la pregunta que acababa de hacerle y de mi
extensa explicación precedente. Pero acompañaron sus palabras una mirada y
tono de voz que no sólo me hicieron tomarlas en serio, sino que me
entristecieron profundamente. Sus palabras descubrían su ansia desesperada
por asirse al pasado y presagiaban un funesto porvenir.
—El que Marian Halcombe viva con usted puede establecerse fácilmente
en un contrato privado —le dije—. Pero creo que no ha entendido mi
pregunta. Yo me refería a su fortuna..., a las disposiciones que usted deseara
tomar acerca del empleo de su dinero. Supongamos que usted tiene que hacer
su testamento, cuando sea mayor de edad, ¿a quién querrá dejar su dinero?
—Marian ha sido para mí hermana y madre a la vez —repuso aquella
muchacha buena y leal y sus ojos azules brillaron cuando habló—. ¿Podría
dejárselo a Marian, señor Gilmore?
—Desde luego, querida mía —contesté—; pero recuerde que se trata de
una gran cantidad de dinero. ¿Se lo querría dejar todo a la señorita Halcombe?
Calló, vaciló; se puso pálida y luego encendida y su mano volvió a posarse
en el álbum.
—No; todo, no —dijo—. Existe alguien además de Marian...
Se detuvo; se ruborizó aún más, y sus dedos, que descansaban sobre el
álbum, golpearon ligeramente el borde de la acuarela como si su memoria les
hiciera recordar mecánicamente una tonada favorita.
—¿Quiere usted decir que hay alguna otra persona de la familia además de
la señorita Halcombe? —sugerí yo, viendo que no se atrevía a continuar.
El color rojo de sus mejillas se extendió por su frente y su cuello, y sus
dedos nerviosos se cerraron bruscamente en el borde del álbum.
—Hay alguien más —dijo, sin reparar en mis últimas palabras, aunque era
evidente que las había oído— que apreciaría mucho un pequeño recuerdo si...
si yo pudiera dejárselo. No habría mal en ello, si yo me muero antes...
Se calló de nuevo. Con la misma rapidez con que sus mejillas se
ruborizaron primero, volvieron a palidecer. La mano que reposaba sobre el
álbum tembló ligeramente y lo apartó de su lado. Me miró un instante, volvió
la cabeza al otro lado. Su pañuelo cayó al suelo y se apresuró a ocultar su
rostro entre las manos.
¡Qué tristeza! Recordaba aquella niña vivaracha y más feliz que cualquier
otra niña, que pasaba días enteros riendo y la contemplaba ahora —en la flor
de su edad y de su belleza— destrozada y abatida.
La pena que me inspiraba me hizo olvidar que los años habían pasado,
olvidé el cambio que suponía para nuestra relación. Acerqué mi silla a la suya,
recogí su pañuelo y separé con suavidad sus manos del rostro.
—No llore, querida mía —le dije, secando con mi mano las lágrimas que
nublaban sus ojos, como si continuase siendo la pequeña Laura de hacía diez
largos años.
Fue la mejor manera que pude hallar para calmarla. Apoyó su cabeza en mi
hombro y sonrió débilmente a través de sus lágrimas.
—Cuánto siento haberme comportado de este modo —declaró con
sencillez—. No me encontraba muy bien, me he sentido muy nerviosa y débil
estos últimos días y muchas veces lloro sin razón cuando estoy sola. Ya me
encuentro mejor y puedo contestarle como es debido, señor Gilmore, de veras
puedo hacerlo.
—No, no —repliqué—. Demos por terminada la cuestión por ahora. Ya me
ha dicho usted bastante para que sepa lo que tengo que hacer y lo que más
convenga a sus intereses. Dejemos los detalles para otra ocasión. Vamos a
olvidarnos de los negocios, hablemos de otras cosas.
Y en seguida llevé la conversación por otro camino. A los diez minutos se
había calmado y me levanté para despedirme.
—Vuelva —dijo con gravedad—. Trataré de responder mejor a su afecto
hacia mí y su preocupación por mis intereses cuando vuelva otra vez.
Continuaba agarrándose al pasado…, ¡al pasado que yo representaba para
ella, a mi manera, como a la suya lo representaba la señorita Halcombe! Me
preocupaba profundamente verla mirar para atrás cuando se hablaba del
comienzo de su camino exactamente como miro yo ahora cuando me hallo al
final del mío.
—Si vuelvo, espero encontrarla mejor —le dije—, mejor y más feliz. ¡Dios
la bendiga, querida mía!
Me contestó ofreciéndome su mejilla para que la besase. Hasta los
abogados tienen corazón, y el mío se crispó al despedirme de ella.
La entrevista no habría durado más de media hora, y sin que ella dejase
entrever con una sola palabra cuál era el misterio de su profunda tristeza y
decaimiento ante la idea de casarse, había conseguido ganarme para su causa
con el fin de apoyarla en este pleito sin que yo supiera cómo ni por qué. Al
entrar en su cuarto estaba persuadido de que Sir Percival tenía completa razón
para quejarse de la manera con que le trataba, y cuando salí alimentaba la
secreta esperanza de que las cosas terminasen de modo que ella le hiciera
cumplir su palabra y rompiera el compromiso. Un hombre de mis años y
experiencia debía saber guardarse de dudas tan irrazonables. No puedo buscar
disculpas para mi actitud; únicamente puedo contar la verdad, decir: fue así.
Se acercaba la hora en que debía marcharme. Envié recado al señor Fairlie
diciéndole que esperaría para despedirme de él, si así lo deseaba, pero que
tendría que disculparme, pues no disponía de mucho tiempo. Me envió un
mensaje escrito a lápiz en una cuartilla que decía:
«Reciba mi afecto y mejores deseos, querido Gilmore. Las prisas de todo
tipo siempre son indeciblemente perjudiciales para mí. Por favor, cuídese
usted. Adiós.»
Antes de marcharme me encontré un momento a solas con la señorita
Halcombe.
—¿Ha dicho usted a Laura todo lo que quería decirle? —preguntó.
—Sí —repliqué—. Está muy débil y nerviosa. Me alegro mucho de que la
tenga a usted para cuidarla.
Los ojos penetrantes de la señorita Halcombe escudriñaron los míos.
—Ha variado usted su opinión respecto a Laura —dijo—. Está usted más
dispuesto a hacerle concesiones de lo que estaba ayer.
No hay hombre sensato que se atreva a sostener un sutil intercambio de
palabras con una mujer sin estar preparado para ello. Me limité a contestar:
—Téngame al corriente de lo que suceda. No haré nada hasta tener noticias
suyas.
Siguió mirándome con fijeza.
—¡Cuánto desearía que todo hubiera terminado ya, señor Gilmore..., lo
mismo que lo desea usted!
Y con estas palabras se separó de mí.
Sir Percival insistió con extrema cortesía en acompañarme hasta el coche
que esperaba a la puerta.
—Si alguna vez se encuentra usted cerca de mi casa —me dijo—, no
olvide, se lo ruego, que deseo sinceramente que nos conozcamos mejor. El
viejo y fiel amigo de esta familia será siempre bienvenido en cualquiera de
mis casas.
Era un hombre realmente irresistible —cortés, considerado, encantador en
su falta de orgullo, un caballero de los pies a la cabeza. Mientras el coche me
llevaba a la estación, comprendí que era capaz de hacer cualquier cosa, y con
verdadero gusto, para favorecer a Sir Percival Glyde. Cualquier cosa de este
mundo menos prepararle el contrato de matrimonio de su prometida.
III
Después de mi regreso a Londres transcurrió una semana sin que recibiera
noticias de la señorita Halcombe.
Al octavo día encontré sobre mi mesa, entre otras cartas, una escrita de su
puño y letra.
En ella me anunciaba que Sir Percival Glyde había sido aceptado
definitivamente, y que el matrimonio se celebraría por expreso deseo del
novio, antes de fin de año. Según todas las probabilidades, se casarían en la
segunda quincena de diciembre. La señorita Fairlie cumplía veintiún años a
finales de marzo. Por tanto si se cumplía lo convenido, sería la esposa de Sir
Percival unos tres meses antes de llegar a su mayoría de edad.
No debería haberme sorprendido, no debería haberme entristecido; pero sin
embargo me sorprendió y entristeció. A estos sentimientos se unía cierta
decepción por el laconismo de la señorita Halcombe, y todo ello acabó con mi
serenidad para lo que restaba del día. En seis líneas mi corresponsal me
anunciaba que la boda estaba concertada; en tres líneas más, me decía que Sir
Percival había abandonado Cumberland para retornar a su casa de Hampshire,
y en dos frases concluyentes me informaba primero, que Laura necesitaba
cambiar de aire y ambiente y, segundo, que había resuelto intentar este cambio
y llevar a su hermana a Yorkshire a casa de unos antiguos amigos. Así
terminaba la carta sin una palabra que me explicase qué circunstancias habían
hecho que la señorita Fairlie aceptase a sir Percival Glyde tan sólo una semana
después de que yo la hubiera visto.
Algún tiempo después supe la causa que determinó esta rápida decisión.
Mas no me corresponde a mí relatarlo, con las imperfecciones que supone una
evidencia indirecta. Ya que sucedió en presencia de la señorita Halcombe, ella
lo contará cuando le llegue el turno con todo detalle y tal y como sucedió.
Mientras tanto, la obligación que me queda por cumplir —antes de que yo, a
mi vez deje mi pluma y desaparezca de esta historia— es relatar el único
acontecimiento relacionado con el matrimonio de la señorita Fairlie en el que
tomé parte activa: es decir, la redacción de su contrato.
Es imposible contar de una manera clara cómo hubo de redactarse el
documento sin entrar en ciertos detalles referentes al pecunio de la novia.
Trataré de ser breve y conciso y de prescindir de oscuros tecnicismos
profesionales. El tema es de máxima importancia. Advierto a todos los que
lean estas líneas que la herencia de la señorita Fairlie ocupa un lugar muy
especial en su historia; y que, en este particular, la intervención del señor
Gilmore es indispensable que sea conocida por los que deseen comprender los
sucesos que siguen.
La herencia que correspondería a la señorita Fairlie procedía de dos partes
de distinta índole: una de ellas era una posible herencia que le dejaría al morir
su tío en bienes raíces, es decir tierras, y otra una herencia real, propiedad
personal, es decir, el dinero que recibiría al alcanzar la mayoría de edad.
Vamos a ocuparnos ante todo de las tierras.
En tiempos del abuelo paterno de la señorita Fairlie (al que designaremos
como señor Fairlie el mayor), la sucesión de las propiedades de Limmeridge
se hallaba establecida en las condiciones siguientes:
Al morir el señor Fairlie, el mayor, quedaron tres hijos varones: Philip,
Frederick y Arthur. Philip, como hijo mayor, heredaría las propiedades de
Limmeridge. Si moría sin dejar un hijo varón, la propiedad pasaba al hermano
segundo, Frederick, y si éste también moría sin hijo varón, todo quedaba para
el tercer hermano, Arthur.
Murió primero Philip Fairlie, dejando una hija única, nuestra Laura; por
tanto, todas las propiedades, según establecía la ley, pasaron al segundo
hermano, Frederick, que estaba soltero. El tercer hermano, Arthur, había
muerto muchos años antes de Philip, dejando un hijo y una hija. El hijo se
ahogó a los dieciocho años en Oxford, y quedó Laura, hija del señor Philip
Fairlie, como presunta heredera de las propiedades de su tío Frederik si éste
moría sin dejar descendencia masculina.
Por tanto, excepto en el caso de que se casara el señor Frederick Fairlie y
dejase un heredero (probablemente las últimas cosas en este mundo que le
gustaría hacer), su sobrina Laura sería su heredera, pero, no había que
olvidarlo, sólo tendría derecho al usufructo de las propiedades. Si muriese
soltera o sin hijos, las propiedades recaerían en su prima Magdalena, hija del
señor Arthur Fairlie. Si se casaba, disponiendo el correspondiente contrato —
es decir, el contrato que yo había de redactar, disfrutaría de la renta de las
fincas (tres mil libras al año, bien contadas). Si moría antes que su marido,
éste sería el usufructuario hasta su muerte. Si dejase un hijo varón, éste sería el
heredero con preferencia ante su prima Magdalena. Así que al casarse Sin
Percival con la señorita Fairlie, esperaba aquél (en lo que se refería a los
bienes raíces de su mujer), que a la muerte de su tío Frederick se le
presentasen estas dos agradables posibilidades: una, la de disfrutar de la renta
anual de tres mil libras (con autorización de su mujer, mientras ésta viviese y
por derecho propio si él la sobrevivía), y otra, la herencia de Limmeridge para
su hijo si es que lo tuviese.
Eso era lo establecido respecto a los bienes raíces y la distribución de sus
rentas en lo que afectaba al matrimonio de la señorita Fairlie. En esta parte no
era de esperar que surgiese dificultad alguna o desacuerdo entre el abogado de
Sir Percival y yo mismo a la hora de establecer el contrato de la esposa.
La fortuna personal, o dicho de otra forma, el dinero del que dispondría la
señorita Fairlie en cuanto alcanzase su mayoría de edad, es el segundo punto
que hay que considerar.
Esta parte de la herencia constituía por sí sola una cantidad muy respetable.
Se estipulaba en el testamento de su padre y alcanzaba la suma de veinte mil
libras. Además disponía del usufructo de la renta de otras diez mil que en caso
de su fallecimiento pasarían a su tía Eleonor, única hermana de su padre. Para
que los lectores puedan darse cuenta clara y exacta de los asuntos de la
familia, será conveniente que me detenga a exponer las razones por las cuales
la tía había de esperar a la muerte de su sobrina para entrar en posesión de su
legado.
El señor Philip Fairlie se mantuvo en perfecta armonía con su hermana
Eleonor, mientras ésta permaneció soltera. Mas cuando se casó, ya un poco
tarde, con un caballero italiano llamado Fosco (más exactamente, un
aristócrata italiano, pues usaba el título de conde) su decisión provocó una
reprobación tan severa por parte del señor Fairlie que cortó toda relación con
ella y llegó hasta a borrar su nombre de su testamento. Los demás miembros
de la familia encontraron que tal manifestación de su resentimiento por el
matrimonio de su hermana era más o menos infundado. El conde Fosco no era
rico, pero tampoco un pelagatos aventurero. Tenía una renta propia, modesta
pero nada despreciable, había vivido muchos años en Inglaterra y ocupaba una
excelente posición social. Pero estos méritos no valían nada a los ojos del
señor Fairlie. En muchas de sus convicciones era un inglés de la vieja escuela;
odiaba a un extranjero simplemente porque era extranjero. Lo más que se
consiguió de él al cabo de los años y gracias a la mediación de la señorita
Fairlie, fue restituir el nombre de su hermana en el antiguo lugar de su
testamento, mas con la condición de que esperase a disponer de su legado,
pues su hija percibiría la renta vitalicia del capital, y el propio capital, en el
caso de que su tía falleciese antes que ella, pasaría a su prima Magdalena.
Considerando las edades de ambas mujeres las posibilidades de la tía, si nada
alteraba el curso normal de la vida, de entrar en posesión de las diez mil libras,
quedaban reducidas al límite de lo probable y Madame Fosco demostró su
resentimiento contra la manera de ser tratada por su hermano con una decisión
tan injusta como suele ocurrir en estos casos cuando prohibió a su sobrina la
entrada en su casa, resistiéndose a creer que, gracias a la intervención de la
señorita Fairlie, su nombre había sido restituido en el testamento del señor
Fairlie.
Esta era la historia de las diez mil libras. Tampoco aquí había
desavenencias con el abogado de sir Percival. La renta estaría a disposición de
la esposa, y a su muerte la fortuna iría a su tía o a su prima.
Aclaradas todas estas cuestiones previas, llego por fin al punto crucial de la
historia. A las veinte mil libras.
Esta fortuna sería propiedad absoluta de la señorita Fairlie en cuanto
cumpliese veintiún años; y las disposiciones que pudiese tomar para el futuro
dependían en primer término de las condiciones que yo consiguiese establecer
en su contrato de matrimonio. Las restantes cláusulas del documento tenían
carácter estrictamente formal y no merecen siquiera mencionarse. Pero la
relativa a este dinero es demasiado importante para pasarla por alto. Unas
cuantas líneas darán idea clara de ello.
Las condiciones que presenté referentes al uso y disposición de las veinte
mil libras fueron las siguientes: la totalidad de la fortuna debería colocarse de
modo que su dueña disfrutase de la renta íntegra durante toda su vida. Si
moría, su esposo dispondría del usufructo y el capital pasaría a los hijos si los
hubiese. Si no los hubiese, su dueña podía disponer libremente de la fortuna en
su testamento para lo cual yo le reservaba el derecho de testar. El resultado de
estas condiciones puede resumirse así: si Lady Glyde (Laura) moría sin dejar
hijos, su hermanastra la señorita Halcombe, y otros familiares, percibirían, a la
muerte de su esposo, los legados que ella hubiera dispuesto. Y por otro lado, si
moría dejando hijos, naturalmente los derechos de éstos se imponían a los de
todos los demás. Esta era la cláusula que redacté, y espero que todo el que la
lea esté de acuerdo conmigo en que no podía ser más justa con cada parte
interesada.
Veamos cómo se recibieron mis proposiciones por parte del marido.
Cuando recibí la carta de la señorita Halcombe me hallaba más ocupado
que de ordinario. Pero me esforcé por encontrar tiempo para ocuparme del
contrato. Y no había transcurrido una semana desde que la señorita Halcombe
me escribió anunciándome el matrimonio, que lo tuve redactado y envié la
copia al procurador de Sir Percival para que diese su conformidad.
Al cabo de dos días me remitieron el documento con notas y observaciones
del abogado del barón. En general, sus objeciones eran de índole técnica y de
escasa importancia, hasta llegar a la cláusula relativa a las veinte mil libras.
Esta estaba marcada con dos líneas en tinta roja y la acompañaba la siguiente
nota:
«Inadmisible. El capital debe ir a Sir Percival Glyde si sobreviviese a lady
Glyde no habiendo descendencia de ambos».
Es decir, que ni un penique de las veinte mil libras pasaría a la señorita
Halcombe o a cualquier otro pariente o amigo de lady Glyde. La totalidad de
la fortuna iría a parar al bolsillo de su marido.
A esta atrevida proposición contesté todo lo seca y brevemente que pude:
«Muy señor mío: Respecto al contrato de la señorita Fairlie, mantengo
íntegra la cláusula que se niega a aceptar. Suyo afectísimo...»
Un cuarto de hora después llegó la respuesta:
«Muy señor mío: Contrato de la señorita Fairlie. Mantengo íntegra la nota
a tinta roja que usted rechaza. Suyo afectísimo...»
Hablando en la detestable jerga moderna, nos hallábamos en un «punto
muerto» y no nos quedaba otro remedio que consultar con nuestros respectivos
clientes.
Tal como estaban las cosas, mi cliente —ya que la señorita Fairlie, no
había cumplido los veintiún años—, era su tutor, el señor Frederick Fairlie. Le
escribí ese mismo día y le presenté el caso tal y como lo veía; no sólo
aportando todos los argumentos que se me ocurrieron para que se sostuviese
en los términos que yo establecí, sino que le hacía resaltar que la base de la
negativa para la cláusula de las veinte mil libras se fundaba en un motivo ruin.
Además, yo me había tenido que enterar de la situación económica de Sir
Percival Glyde al revisar las escrituras de sus propiedades que, como es
natural me remitieron para mi conocimiento, y pude ver que eran enormes las
hipotecas que gravaban sus tierras, y aunque nominalmente sus rentas eran
cuantiosas, para un hombre de su posición social resultaban insignificantes. Lo
que necesitaba Sir Percival era dinero contante y sonante, y la nota que puso
su abogado en mi cláusula no era sino la expresión de sus deseos egoístas.
Recibí a vuelta de correo la respuesta del señor Fairlie, que resultó ser lo
más desatinada e irritante que cabe. Traducida al inglés corriente se expresaba,
poco más o menos en estos términos:
«¿Quisiera ser tan amable, querido Gilmore, de no molestar a su cliente y
amigo con una contingencia tan remota como exigua? ¿Es probable que una
joven de veintiún años muera antes que un hombre de cuarenta y cinco y que
además muera sin sucesión? Por otro lado, ¿será posible apreciar en todo su
valor, en un mundo de miserias tal como el que vivimos, el mérito inmenso de
la paz y de la tranquilidad? Si estas dos bendiciones del Cielo pudieran
comprarse a cambio de esa insignificancia material que supone la remota
posibilidad de poseer veinte mil libras, ¿no resultará el negocio maravilloso? A
buen seguro que sí. Entonces, ¿por qué no hacerlo?»
Con indignación tiré la carta. Apenas había caído al suelo, llamaron a mi
puerta y apareció en el umbral el señor Merriman, procurador de Sir Percival.
En este mundo hay muchas especies de hombres de leyes hábiles, pero la más
difícil de tratar es la de los que le cogen a uno por sorpresa burlando su
atención con las apariencias de un buen humor imperturbable.
Un hombre de negocios gordo, bien alimentado, sonriente y amigable es lo
más desesperante que existe para cualquiera que tenga que tratar con él. Y el
señor Merriman pertenecía a esta especie.
—¿Qué tal sigue el bueno del señor Gilmore? —empezó diciendo a la vez
que irradiaba el calor de su propia afabilidad—. Encantado de verle en tan
excelente estado de salud. Pasaba por delante de su casa y creí que lo mejor
sería subir a saludarle por si tenía usted algo nuevo que comunicarme... Bien...
Si le parece vamos a ver si entre los dos y de palabra solucionamos nuestra
pequeña diferencia de criterio. ¿Ha tenido usted noticia de su cliente?
—Sí. ¿Las ha tenido usted del suyo?
—¡Amigo mío, lo que desearía tenerlas! De todo corazón estoy soñando
con que me libre de este agobio y responsabilidad que pesa sobre mí, pero es
obstinado, mejor dicho, resuelto, y no cederá... «Merriman, ocúpese de los
detalles. Haga lo que crea más acertado para mis intereses y considere que yo
no cuento para nada en este asunto hasta que no esté todo arreglado.» Estas
fueron las palabras de Sir Percival hará cosa de quince días, y todo lo que he
conseguido de él ahora es que me las vuelva a repetir. Yo no soy un hombre
inflexible, como usted sabe, señor Gilmore. Personal y particularmente le
aseguro que me encantaría borrar ahora mismo esa nota mía. Pero si Sir
Percival Glyde no quiere ocuparse de este asunto y cierra los ojos a todo lo
que yo decida respecto a sus intereses, ¿qué partido voy a tomar sino el de
defenderlos cuanto pueda? Tengo las manos atadas, ¿no lo ve usted, mi
querido señor? Tengo las manos atadas.
—Entonces ¿mantiene usted la nota sobre la cláusula? —dije.
—¡Sí, y que el diablo se la lleve! No me queda otra alternativa.
Fue hacia la chimenea y se puso al amor de la lumbre, campechanamente
canturreando una tonada con hermosa voz de bajo.
—¿Qué dice su cliente? —continuó—. Dígame, por favor, ¿qué dice su
cliente?
Me dio vergüenza contestarle la verdad. Traté de ganar tiempo. E hice algo
peor. Mis instintos legales me dominaron y quise llegar a un acuerdo.
—Veinte mil libras es una cantidad demasiado considerable para que la
familia de la novia renuncie a ella en dos días —contesté.
—Muy cierto— replicó el señor Merriman contemplando pensativo la
punta de sus botas—. Muy lógica esa contestación, completamente lógica,
señor...
—Quizá a mi cliente no le hubiera asustado tanto si se llegase a un
compromiso que pusiera a salvo los intereses de la familia de la esposa tanto
como los del marido —continué diciendo—. Veamos, veamos, quizá esta
contingencia pueda resolverse tras un pequeño regateo, después de todo. ¿Cuál
es el mínimo con que se contentaría?
—El mínimo con que nos contentaríamos —dijo Merriman— es
diecinueve mil novecientas noventa y nueve libras, diecinueve chelines, once
peniques y tres centavos. ¡Ja, ja, ja! señor Gilmore, perdóneme, pero no puedo
prescindir de estas pequeñas bromas.
—¡Pequeñas! —observé—. Vale exactamente el octavo que me queda para
mí.
El señor Merriman estaba encantado. Mi respuesta le hizo desternillarse de
risa. Yo, por mi parte, no estaba ni la mitad de divertido que él y volví al
asunto para terminar la entrevista.
—Estamos a viernes —le dije—. Concédanos plazo hasta el próximo
martes para dar la respuesta definitiva.
—Desde luego —contestó Merriman—. Y más días aún, mi querido señor,
si usted quiere.
Cogió el sombrero para salir, pero me habló de nuevo:
—Por cierto —dijo—. ¿Han vuelto a saber sus clientes de Cumberland de
la mujer que escribió el anónimo?
—No —contesté—. ¿Ha encontrado usted alguna pista de ella?
—Aún no —dijo mi amigo jurista—. Pero no perdemos la esperanza. Sir
Percival sospecha que hay alguien que la esconde, y lo que estamos haciendo
es vigilar a ese alguien.
—¿Se refiere usted a la vieja que la acompañaba en Cumberland? —
pregunté—.
—Vamos por otro lado, señor Gilmore —contestó el señor Merriman—.
No hemos logrado dar con la vieja todavía. Nuestro alguien es un hombre. Le
tenemos muy vigilado aquí en Londres y albergamos serias sospechas de que
él tiene algo que ver con su escapatoria del sanatorio. Sir Percival quería
interrogarle en seguida, pero yo le dije: «No. Si le interrogamos le ponemos en
guardia. Vigilémoslo y esperemos» Ya veremos qué pasa. Es una mujer
peligrosa, señor Gilmore, para dejarla suelta, y nadie sabe lo que puede
ocurrírsele hasta ahora. Buenos días. Espero que el próximo martes tendré el
placer de recibir noticias suyas.
Esbozó una sonrisa amigable y abandonó mi despacho.
Durante la última parte de la conversación con mi amigo jurista había
estado distraído. Me hallaba tan preocupado con el contrato que otros temas
no podían llamar mi atención, y en cuanto quedé solo empecé a pensar en lo
que debería hacer desde ese momento.
Si mi cliente no hubiese sido quien era, hubiera seguido sus instrucciones,
por mucho que me desagradasen, y renunciaría en el acto a la cláusula acerca
de las veinte mil libras. Mas no podía obrar con esa indiferencia profesional
cuando se trataba de la señorita Fairlie. Me inspiraba un honesto sentimiento
de afecto y admiración, tenía gratos recuerdos de su padre, quien fue para mí
el mejor cliente y amigo que un hombre puede encontrar; sentía hacia ella,
ahora que preparaba su contrato de matrimonio, lo mismo que sentiría por una
hija, si no fuese un viejo solterón, y estaba decidido a cualquier sacrificio para
defender sus intereses. No había que pensar en escribir al señor Fairlie por
segunda vez, pues sólo serviría para darle una nueva oportunidad para salirse
por la tangente. Si le viera y pudiera convencerle personalmente, tal vez
consiguiera algo más útil. Al día siguiente era sábado. Decidí comprar el
billete de ida y vuelta, y dirigir mis viejos huesos hacia Cumberland con la
pretensión de convencerle para que se mantuviera en los cauces de lo justo,
independiente y honrado. No tenía duda de que era una pretensión vana, pero
cuando hubiera intentado realizarla mi conciencia quedaría más tranquila.
Debía hacer todo lo que era posible hacer en mi situación por la única hija de
mi antiguo amigo.
El sábado amaneció un día espléndido con viento de poniente y sol
radiante. Últimamente había vuelto a tener esa opresión y pesadez de cabeza
contra la que mi médico venía haciéndome serias advertencias desde hacía
más de dos años; decidí aprovechar la oportunidad para hacer un poco de
ejercicio adicional y, después de enviar mi maleta por delante, fui andando
hasta la estación de Euston. Cuando daba la vuelta por la calle de Holborn, un
señor que andaba muy deprisa se paró y me dirigió la palabra. Era el señor
Walter Hartright.
Si él no me hubiese saludado yo hubiera pasado de largo. Había cambiado
tanto que me costó reconocerlo. Su rostro estaba pálido y demacrado, sus
movimientos eran precipitados y vacilantes, y yo, que le recordaba vestido con
elegancia y pulcritud, cuando le conocí en Limmeridge, le veía ahora tan
desaliñado que me avergonzaría si uno de mis escribientes se vistiera así.
—¿Cuándo volvió usted de Cumberland? —me preguntó—. Hace poco
tuve noticias de la señorita Halcombe. Ya sé que han aceptado las
explicaciones de sir Percival Glyde. ¿Se celebrará pronto la boda? ¿Lo sabe
usted, señor Gilmore?
Hablaba con tanta precipitación y me hacía sus preguntas
simultáneamente, de manera tan extraña y confusa, que apenas le podía seguir.
Aunque incidentalmente hubiese tratado con cierta intimidad a la familia de
Limmeridge no creía yo que tuviese derecho a aspirar a que se le informase
sobre sus asuntos privados. Decidí, pues, acabar pronto y lo mejor que pudiese
con el asunto de la boda de la señorita Fairlie.
—El tiempo lo dirá señor Hartright, el tiempo lo dirá —contesté—. Quiero
decir que falta poco para que leamos sobre la boda en los periódicos.
Perdóneme que se lo diga... pero lamento ver que no tiene usted tan buen
aspecto como cuando le conocí.
Una momentánea contracción nerviosa agitó sus labios y sus ojos y casi
me hizo arrepentirme de haberle contestado con tan marcada reserva.
—No tengo derecho a preguntarle nada acerca de la boda —dijo con
amargura—; he de esperar a leerlo en los periódicos como todo el mundo. Sí
—continuó, antes de que yo pudiese disculparme—. No he estado bien
últimamente. Me voy a marchar fuera de Inglaterra para cambiar de ambiente
y de ocupación. La señorita Halcombe ha tenido la amabilidad de apoyarme y
se han aceptado mis informes. Me marcho muy lejos, pero me tiene sin
cuidado ni dónde voy, ni si el clima es bueno, ni cuánto tiempo estaré fuera.
Miraba a su alrededor mientras hablaba, al tumulto de la gente que pasaba
a derecha e izquierda, con una expresión de extraña suspicacia, como si
temiese que alguien nos estuviera observando.
—Le deseo buena suerte y que vuelva sano y salvo —le dije. Y añadí, para
disipar su impresión de que lo mantenía a raya en lo que se refería a los Fairlie
—. Me voy ahora a Limmeridge para tratar unos asuntos. La señorita
Halcombe y la señorita Fairlie se han ido a Yorkshire, a casa de unos amigos.
Brillaron sus ojos y me pareció que quería decirme algo, pero la misma
contracción nerviosa de antes desfiguró su rostro. Cogió mi mano, la estrechó
con fuerza y desapareció entre la multitud sin añadir una palabra. A pesar de
ser para mí casi un extraño, le seguí con la mirada unos instantes, casi
apenado. Por mi profesión he adquirido bastante experiencia sobre la gente
joven, y sé muy bien qué importancia tienen los indicios exteriores cuando
emprenden un mal camino, y cuando llegué a la estación tenía, aunque me
desagrade decirlo, mis serias dudas acerca del porvenir del señor Hartright.
IV
Como salí temprano de Londres, llegué a Limmeridge a la hora de cenar.
La casa, vacía y oscura, me pareció deprimente. Creí que la señora Vesey me
haría compañía en ausencia de las señoritas, pero no salió de su cuarto a causa
de un fuerte catarro. Los criados se sorprendieron de verme llegar y echaron a
corretear y a dar voces sin orden ni concierto, haciendo numerosas y molestas
sandeces. Incluso el mayordomo, que era lo bastante viejo para saber lo que
hacía, me trajo una botella de Oporto completamente helada. Las noticias
sobre la salud del señor Fairlie eran las de siempre. Y a mi aviso de que
deseaba verle me contestó que estaría encantado de recibirme al día siguiente,
pero que la impresión recibida por mi súbita aparición lo había postrado,
víctima de palpitaciones, para el resto del día. Durante toda la noche el viento
aulló funestamente y la casa vacía se llenó de extraños crujidos y chirridos que
procedían de todas partes. Dormí lo peor que cabe y me levanté por la mañana
malhumorado, para desayunar en solitario.
A las diez me vinieron a buscar para conducirme a las habitaciones del
señor Fairlie. Se hallaba en la habitación de siempre, en la butaca de siempre y
en un estado de ánimo y de salud tan preocupante como siempre. Cuando
entré, su ayuda de cámara estaba a su lado, sosteniendo para que lo mirase un
grueso álbum de grabados, tan largo y ancho como el tablero de mi escritorio.
El infeliz criado extranjero, con el rostro crispado en la muerte más miserable,
estaba a punto de desfallecer mientras su amo hojeaba con elegancia los
grabados ayudándose de una lupa para descubrir sus ocultas bellezas.
—Mi querido, mi buen y viejo amigo —dijo el señor Fairlie reclinándose
perezosamente en su sillón para verme mejor—. ¿Está usted bien? Qué amable
es por su parte venir a visitarme y alegrar mi soledad. ¡Querido Gilmore!
Esperaba que al entrar yo, ordenase al criado marcharse pero no sucedió tal
cosa. Seguía erguido delante de su amo temblando bajo el peso del álbum
mientras el señor Fairlie seguía en su sillón y sus blancos dedos jugueteaban
tranquilamente con la lupa.
—He venido a tratar con usted de un tema muy importante —dije— y me
perdonará si le digo que preferiría que hablásemos a solas.
El desdichado sirviente me miró con agradecimiento. El señor Fairlie
repitió débilmente mis últimas palabras: «Preferiría que hablásemos a solas»,
con las señales del más profundo asombro.
No me encontraba yo de humor para seguir perdiendo el tiempo, y decidí
hacerle comprender a qué me refería.
—Tenga la amabilidad de decir a este hombre que se marche —le dije,
señalando al criado.
El señor Fairlie arqueó las cejas y frunció los labios con expresión de
sarcástica sorpresa.
—¿Hombre? —repitió—. Me irrita usted, Gilmore. ¿En qué piensa usted
llamando hombre a esto? No tiene nada de un hombre. Quizá fuese hombre
hace media hora, cuando le pedí mis grabados, y quizá sea un hombre media
hora después, cuando ya no lo necesite. Ahora no es más que un atril para
sostener mis libros. ¿Qué puede importarle, Gilmore, un atril?
—Me importa. Por tercera vez, señor Fairlie, le ruego que comprenda que
debemos hablar a solas.
Mi tono y mi actitud no le dieron alternativa para otra cosa, y tuvo que
complacerme. Miró al criado y señaló perezosamente una silla a su lado.
—Deje el álbum y váyase —dijo al criado—. No me disguste perdiendo el
punto en que estoy. ¿No lo habrá perdido? ¿Está seguro de que no lo ha
perdido? ¿Ha dejado la campanilla a mi alcance? ¿Sí? ¿Pues entonces por qué
no se va ya de una vez?
El criado salió. El señor Fairlie se acomodó en el sillón, limpió la lupa con
un fino pañuelo de batista y se recreó echando una mirada de reojo al abierto
álbum de grabados. No me fue fácil contener mi enojo viendo todo aquello,
pero lo conseguí.
—He venido aquí a pesar de grandes inconvenientes personales —dije—
para salvar los intereses de su sobrina y de su familia y creo que tengo algún
derecho para que usted me conceda un poco de atención.
—¡No me censure! —exclamó el señor Fairlie cayendo hacia atrás con
desmayo y cerrando los ojos—. ¡Por favor no me censure! No tengo fuerzas
para resistirlo.
Estaba resuelto a no dejarme llevar de mi indignación por el bien de Laura
Fairlie.
—Lo que pretendo —continué— es rogarle que vuelva a considerar su
carta y no me obligue a despreciar los justos derechos de su sobrina y de sus
familiares y amigos. Deje que vuelva a exponerle el caso y ésta será la última
vez.
El señor Fairlie movió la cabeza y suspiró lastimosamente.
—No tiene usted corazón, Gilmore —dijo—, no lo tiene. Pero no
importa... Continúe.
Le expuse con la mayor claridad el estado de las cosas; se lo presenté
desde todos los puntos de vista imaginables. Todo el tiempo que estuve
hablando siguió apoyado en el respaldo de la butaca, con los ojos cerrados.
Cuando terminé los abrió indolentemente, cogió su frasco de plata con sales
que tenía sobre la mesa y las aspiró con expresión de gozo placentero.
—¡Qué bueno es usted Gilmore —decía mientras las olfateaba—, qué
amable es por su parte hacerlo! ¡Consigue usted que uno se reconcilie con la
naturaleza humana!
—Señor Fairlie... le ruego que me conteste con la misma claridad con que
yo le pregunto. Vuelvo a repetirle que Sir Percival no tiene el menor derecho a
pretender otra cosa que las rentas del capital. El capital en sí, en caso de que su
sobrina no tuviera hijos, debe pasar a las personas de su familia. Si usted
muestra firmeza, Sir Percival tendrá que ceder, no tiene más remedio que
ceder, se lo aseguro, pues de otro modo se expone a despertar sospechas de
que se casa con la señorita Fairlie por razones exclusivamente de interés.
El señor Fairlie sacudió el frasco de plata con un gesto de amenaza
burlona.
—Mi querido viejo Gilmore... ¡Lo que usted odia es todo lo que sea
nombre y rango en sociedad!... Usted detesta a Glyde sencillamente porque
lleva el título de barón. ¡Es usted un radical! Oh, Dios mío, ¡es usted un
radical!
¡¡¡Un radical!!! Podría aguantarle muchas impertinencias pero habiendo
sostenido toda la vida los principios más conservadores no pude resistir el oír
llamarme radical. Sentí que la sangre me hervía, salté de la silla y me quedé
mudo de indignación.
—¡No dé golpes en el suelo! —gimió el señor Fairlie—. ¡Por amor de
Dios, no dé golpes en el suelo! ¡Dignísimo entre todos los Gilmores posibles!
No he querido ofenderle. Yo mismo tengo unas ideas tan sumamente liberales
que creo que también yo soy un radical. Sí. Somos una buena pareja de
radicales. Por favor no se enfade. No estoy en condiciones de discutir..., no
tengo suficiente vitalidad para ello. ¿Dejamos este tema? Sí. Acérquese a
comprender la pureza divina de estas líneas ¡Por favor, sea bueno querido
Gilmore!
Mientras balbuceaba estas palabras yo, por suerte para mi capacidad de
respetarme a mí mismo, fui recobrando mis sentidos. Cuando volví a hablar
tuve el suficiente dominio de mí para contestar a sus impertinencias con el
tácito desprecio que merecían.
—Está usted totalmente equivocado, señor —le dije—, suponiendo que
mantengo el menor prejuicio contra Sir Percival Glyde. Lamento que se haya
confiado a ciegas a su abogado para tratar esta cuestión, hasta el punto de ser
imposible acercársele para tratarla; pero no tengo ningún prejuicio contra él.
Lo que sostengo se lo diría de cualquiera que se encontrase en su situación,
sea cual fuere su posición social. El principio que mantengo es reconocido por
todos. Si usted acudiese al primer abogado serio que encontrase en el primer
pueblo que se le ocurra le diría, sin conocerle, lo mismo que yo le digo como
amigo. Le haría saber que ese absoluto abandono del capital de la mujer en
manos del hombre con que se casa va contra todas las leyes. Se negaría con la
prudencia jurídica más elemental a dar al marido, sean cuales fueren las
circunstancias, la posibilidad de ser dueño de veinte mil libras a la muerte de
su mujer.
—¿Haría eso realmente, Gilmore? —dijo el señor Fairlie—. Con que
dijese algo que fuera la mitad de horrible le aseguro a usted que yo tocaría la
campanilla y ordenaría a Louis que le echara inmediatamente de mi casa.
—No conseguirá usted alterarme, señor Fairlie. Por el bien de su sobrina y
por la memoria de su padre no me hará perder los estribos. Antes de
abandonar esta habitación descargaré sobre usted toda la responsabilidad de
este contrato ignominioso.
—¡No.…, por favor! —dijo el señor Fairlie—. Piense que su tiempo es
precioso, Gilmore; no lo malgaste. Yo discutiría con usted si pudiese, pero no
puedo, no tengo suficiente vitalidad. Quiere trastornarme, trastornarse a sí
mismo, trastornar a Glyde y trastornar a Laura; y ... ¡válgame Dios!, todo por
causa de algo que no tiene la menor probabilidad del mundo de suceder. No,
amigo mío, no... En bien de la paz y de la tranquilidad, positivamente. No.
—¿Debo entender entonces que sigue firme en la decisión expresada en su
carta?
—Sí, por favor. Encantado de que al fin nos entendamos. Siéntese, se lo
pido.
Al momento me dirigí a la puerta, y el señor Fairlie agitó con resignación
su campanilla. Antes de salir me volví y le hablé por última vez.
—Pase lo que pase en el futuro, señor —le dije—, recuerde que he
cumplido con mi obligación de prevenirle a usted. Antes de marcharme quiero
decirle también como fiel amigo y servidor de su familia, que jamás permitiría
que una hija mía se casase con ningún hombre del mundo con base en un
contrato semejante al que me obliga usted a hacer para la señorita Fairlie.
Se abrió la puerta y el criado esperó en el umbral.
—Louis —dijo el señor Fairlie—; acompañe abajo al señor Gilmore y
vuelva luego para sostenerme el libro de grabados. Haga que le sirvan un buen
almuerzo, Gilmore. Sí, haga que estos bestias de criados que tengo le sirvan un
buen almuerzo.
Me encontraba demasiado desanimado para contestar, así que di media
vuelta y me marché en silencio. A las dos de la tarde había un tren para
Londres y en él regresé a mi casa.
El martes envié el contrato modificado, en el que, prácticamente,
desheredaba a las personas a las que la propia señorita Fairlie me había dicho
que deseaba beneficiar. No tenía otro remedio. Si me hubiese negado a ello,
otro abogado hubiera consumado el hecho.
Ha terminado mi tarea. La parte que tomé en esta historia de familia no
alcanza más que a lo que acabo de relatar. Otras plumas distintas contarán los
extraños acontecimientos que siguen. Con tristeza y con solemnidad concluyo
este breve atestado. Con tristeza y con solemnidad repito ahora las palabras
con que me despedí en Limmeridge: «Jamás una hija mía se hubiese casado
con ningún hombre del mundo con base en un contrato semejante al que yo
estaba obligado a hacer para Laura Fairlie.»

RELATO DE MARIAN HALCOMBE


EXTRAÍDO DE SU DIARIO

LIMMERIDGE
Día 8 de Noviembre.
El señor Gilmore nos abandonó esta mañana. Es evidente que su entrevista
con Laura le ha sorprendido y apenado mucho más de lo que él quisiera
reconocer. Me chocaron tanto su aspecto y su actitud cuando nos separamos,
que temí que ella, sin darse cuenta, hubiera descubierto el auténtico secreto de
su depresión y de mi intranquilidad. Esta duda me atormentaba tanto cuando
se marchó, que decliné la invitación de pasear a caballo con Sir Percival y fui
en vez de ello al cuarto de Laura.
En lo referente a este difícil y lamentable asunto, experimentaba yo una
desolada desconfianza en mí misma desde que me di cuenta de mi ignorancia
respecto a lo fuerte que era la desdichada inclinación de Laura. Debí haber
pensado que la delicadeza y sensibilidad y el concepto del honor que me
habían atraído hacia el pobre Hartright, y que me habían hecho admirarle y
respetarle con tanta sinceridad, eran precisamente las cualidades que
resultaban más irresistibles para Laura, por su misma naturaleza sensible y
generosa. Y sin embargo, hasta que, por su propio deseo, no me descubrió la
verdad, no fui capaz de sospechar que este sentimiento, nuevo en ella, había
echado tan hondas raíces. Entonces pensé que el tiempo y mis cuidados lo
borrarían. Ahora temo que este sentimiento perdurará y alterará su vida. Y el
descubrir que he cometido un grave error juzgándola como lo hice me hace
dudar ahora de todo lo demás. Dudo de Sir Percival, teniendo delante las
pruebas más palpables. Dudo incluso de hablar con Laura. Esta misma
mañana, en fin, con la mano en el picaporte, he dudado si debería formular las
preguntas que había venido a hacerle.
Cuando al fin entré en su habitación la hallé paseando de un lado a otro de
su saloncito con muestras de impaciencia. La excitación había coloreado su
rostro; se abalanzó sobre mí antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.
—¡Cuánto deseaba que vinieses! —dijo—. Siéntate conmigo en el sofá...
¡Marian!, no puedo resistir más tiempo... Debo y quiero terminar con esta
situación.
Había demasiado calor en sus mejillas, demasiada energía en su actitud y
demasiada firmeza en su voz. En una mano tenía el álbum de dibujos de
Hartright, ese libro fatal sobre el que se pasa las horas soñando siempre que
este sola. Empecé por quitárselo con decidida suavidad y lo puse sobre una
mesa, lejos de su mirada.
—Cálmate y dime, querida, qué es lo que pretendes hacer —dije—. ¿Es
que el señor Gilmore te ha aconsejado algo?
Movió negativamente la cabeza.
—No, no me ha dicho nada respecto a lo que estoy pensando ahora. Fue
muy cariñoso y muy bueno conmigo, Marian, y me da vergüenza confesarte
que le hice pasar un mal rato, porque me eché a llorar... Soy una desgraciada,
no consigo controlarme. Mas por mi bien y por el de todos he de tener el valor
suficiente para terminar de una vez.
—¿Quieres decir que necesitas valor para anular el compromiso? —
pregunté.
—No —repuso con sencillez—. Valor, querida, para decir la verdad.
Me echó los brazos al cuello y ocultó la cabeza en mi pecho. En la parte
opuesta de la habitación había un retrato de su padre. Me incliné sobre ella y
vi que no separaba de él su mirada mientras su cabeza descansaba sobre mi
pecho.
—No podría pedir jamás que se anulase mi compromiso —continuó—.
Cualquiera que sea el final, para mí será desastroso. Lo único que puedo hacer
es no agravar el desastre anulando un compromiso olvidando así las últimas
palabras de mi padre.
—Entonces, ¿qué te propones? —pregunté.
—Decir la verdad a Sir Percival; decírsela de mis propios labios —
contestó-, y si él quiere, que me libere voluntariamente de mi promesa, y no
porque yo se lo pida sino porque él lo sabrá todo.
—¿Qué quieres decir con todo? A Sir Percival le bastará saber (él mismo
me lo dijo) que el cumplimiento de este compromiso contraría tus deseos.
—¿Cómo voy a decírselo, si fue mi padre quien estableció el compromiso
con mi consentimiento? Yo hubiera mantenido mi promesa; sin alegría, siento
decirlo, pero en todo caso con satisfacción... —se detuvo, volvió la cabeza
hacia mí y apretó su mejilla contra la mía—. Yo hubiera mantenido mi
promesa, Marian, si no hubiera invadido mi corazón otro amor que no existía
cuando prometí a Sir Percival ser su mujer.
—¡Laura! ¡No te rebajarás hasta el extremo de confesárselo!
—De todos modos me rebajaría a mí misma si consiguiera la anulación a
costa de ocultarle lo que tiene perfecto derecho a saber.
—¡No tiene ni un ápice de derecho a enterarse!
—Te equivocas, Marian, te equivocas. No puedo engañar a nadie, y
todavía menos al hombre al que me prometió mi padre y a quien me prometí
yo por mi voluntad —dijo, besándome—. Querida mía —continuó con dulzura
—, me quieres tanto y estás tan orgullosa de mí que incluso olvidas, cuando se
trata de mí, lo que nunca olvidarías si se tratase de ti misma. Es mejor que Sir
Percival dude de los motivos que tengo y desapruebe mi conducta, a que yo
sea hipócrita y me aproveche de una mentira para ser libre.
Me aparté para mirarla con asombro. Por vez primera en la vida se habían
cambiado nuestros papeles: ella estaba llena de resolución y yo vacilaba. Miré
aquel rostro joven, pálido, triste y resignado; vi aquellos ojos rebosantes de
amor que me miraban, el reflejo de un corazón puro e inocente, y las
mezquinas advertencias y objeciones terrenales que tenía a flor de labios
desfallecieron y murieron en su propio vacío. Incliné la cabeza en silencio. En
su lugar el orgullo vil y detestable que hace mentir a muchas mujeres hubiera
sido mi orgullo y me hubiera hecho mentir a mí también.
—No te enfades conmigo, Marian —dijo, interpretando mal mi silencio.
Le contesté con un estrecho abrazo, pues tenía miedo de echarme a llorar si
hablaba. Mis lágrimas no brotaron con facilidad. Son como las lágrimas de los
hombres, sollozos que me destrozan y asustan a cuantos me contemplan.
—Hace muchos días que estoy pensando en esto —continuó diciendo,
mientras toqueteaba mis cabellos con aquella infantil impaciencia de sus dedos
que la pobre señora Vesey seguía tratando, tan paciente y tan
infructuosamente, corregir—. He pensado en ello muy seriamente y estoy
convencida de que no me faltará valor si mi conciencia me dice que es eso lo
que debo hacer. Deja que le hable mañana, Marian, y delante de ti. No diré
nada que no deba, nada que nos haga sentir vergüenza a ti o a mí, pero, ¡qué
alivio sentirá mi corazón al acabar con estos miserables disimulos! Tan sólo
déjame sentir que no tengo ninguna mentira sobre mi conciencia, y cuando me
haya escuchado y lo sepa todo, que obre como quiera.
Suspiró y volvió a apoyar la cabeza sobre mi pecho. Me asaltaron tristes
pensamientos sobre el porvenir, mas como seguía desconfiando de mis
opiniones le dije que haría como ella deseaba. Me dio las gracias, y en seguida
hablamos de otras cosas.
A la hora de la cena estuvo con Sir Percival mucho más natural y más a
gusto de lo que la había visto hasta entonces. Durante la velada se sentó al
piano, pero escogió unas piezas nuevas, más rápidas, menos melódicas que de
costumbre y muy sofisticadas. Las encantadoras melodías de Mozart, que
tanto entusiasmaban al pobre Hartright, nunca volvieron a sonar desde que él
partió. Sus notas han desaparecido del atril. Ella misma quitó de allí el
cuaderno para que a nadie se le pudiera ocurrir, al verlo, pedirle que tocara
aquella música.
No tuve la ocasión de comprobar si su intención de aquella mañana había
cambiado, hasta que al despedirse aquella noche de Sir Percival comprendí por
sus propias palabras que seguía firme en su propósito. Le dijo muy serena que
desearía hablar con él al día siguiente después de desayunar y que la
encontraría junto a mí en su saloncito. Al oír sus palabras, Sir Percival
palideció, y noté que su mano temblaba un poco cuando me la dio para
desearme buenas noches. A la mañana siguiente se decidiría su futuro, y él
indudablemente lo comprendía así.
Como de costumbre, entré por la puerta que comunicaba nuestros
dormitorios para dar las buenas noches a Laura antes de que se durmiese. Al
inclinarme para darle un beso vi que por debajo de la almohada asomaba el
álbum de dibujos de Hartright. Era el mismo sitio en que escondía sus juguetes
favoritos cuando era niña. No tuve valor para decirle nada, pero señalando el
libro hice un gesto de reproche con la cabeza. Puso las dos manos en mis
mejillas, me atrajo hacia sí buscando mis labios y murmuró:
—Déjalo aquí esta noche. Mañana puede ser un día cruel y quizá tenga que
despedirme de él para siempre.
Día 9 de Noviembre.
El primer acontecimiento de la mañana no ha sido de los que levantan el
ánimo; he recibido una carta del pobre Walter Hartright en respuesta a la mía,
en la que le contaba como Sir Percival había disipado las sospechas suscitadas
por la carta de Anne Catherick. Habla brevemente y con acritud de las
explicaciones de Sir Percival, y sólo dice que él no es nadie para juzgar el
comportamiento de personas cuya posición es más elevada que la suya. Todo
esto es triste; pero me apena más aún lo poco que me cuenta de sí mismo. Dice
que los esfuerzos que hace por retornar a sus costumbres y preocupaciones de
antes cada día le resultan más duros en lugar de resultarle más fáciles; y me
explica que, si quiero ayudarle, utilice mi influencia para conseguirle una
colocación que le obligue a abandonar Inglaterra y lo lleve entre gente y
ambientes nuevos. Pero el último párrafo de su carta es el decisivo para que
me haya decidido a atender a su ruego, pues me ha alarmado de verdad.
Después de comentar que ni ha vuelto a ver a Anne Catherick ni ha oído nada
de ella, se interrumpe para dejarme entrever de la manera más misteriosa e
inconsecuente que, desde su regreso a Londres, lo vigilan y lo siguen
constantemente hombres desconocidos. Reconoce que no puede indicar a
ninguna persona en particular para justificar aquella sospecha extravagante,
pero asegura que día y noche experimenta la sensación de que le siguen. Me
ha asustado, porque parece como si la idea fija de Laura resultara insoportable
para su mente. Voy a escribir inmediatamente a Londres a ciertos amigos de
mi madre, personas de gran influencia, para suplicarles que le apoyen. Puede
ser que cambiar de ambiente y de ocupación sea de verdad su salvación en este
momento crítico de su vida.
Con gran alivio para mí, Sir Percival nos mandó decir que no podía
desayunar con nosotras. Había tomado una taza de café en su habitación y
continuaba allí, pues le faltaban aún algunas cartas por escribir. Si a las once
era una hora conveniente, tendría el honor de estar a la disposición de la
señorita Fairlie y de la señorita Halcombe.
Mientras nos comunicaban este recado no aparté la mirada del rostro de
Laura. La había encontrado extrañamente serena y sosegada cuando fui a su
cuarto al levantarme; lo estuvo también durante todo el tiempo en que
estuvimos desayunando. Incluso mientras esperábamos a Sir Percival, sentadas
en el sofá del saloncito, no perdió su control.
—No te preocupes por mí, Marian —fue todo lo que me dijo—. Puedo
dejarme llevar por las penas con un viejo amigo como Gilmore o con una
querida hermana como tú, pero delante de Sir Percival sabré dominarme.
La miré y escuché con muda sorpresa. A pesar de tantos años de íntima
unión entre las dos, esta fuerza pasiva de su carácter se había mantenido oculta
para mí. Oculta incluso para ella misma, hasta que el amor la descubrió y el
sufrimiento la forzó a que hiciera uso de ella.
Cuando el reloj de la chimenea dio las once, Sir Percival llamó a nuestra
puerta y entró. En todos los rasgos de su fisonomía se leían la agitación y la
ansiedad contenidas. Aquella tos seca y aguda que le molestaba con frecuencia
parecía asaltarle con más insistencia que nunca. Se sentó frente a nosotras
junto a la mesa y Laura continuó a mi lado. Miré a los dos con atención y vi
que él estaba más pálido que ella.
Dijo algunas frases sin importancia, haciendo visibles esfuerzos por
mantener la habitual soltura de sus maneras. Pero no conseguía que su voz
sonase firme ni que desapareciese la inquietud y la consternación de su
mirada. El mismo debió notarlo cuando en medio de una frase se calló
bruscamente y desistió de disimular por más tiempo su preocupación.
Hubo un breve instante de mortal silencio antes de que Laura se dirigiese a
él.
—Deseo hablar con usted, Sir Percival —dijo— sobre un tema que es de
gran importancia para los dos. Mi hermana se halla presente, porque me anima
verla conmigo y así estoy más serena. No me ha sugerido ni una sola palabra
de lo que voy a decirle. Hablo por propia decisión y no por la suya. Estoy
segura de que sabrá usted comprenderlo antes de que prosiga, ¿verdad?
Sir Percival asintió. Ella se había expresado con absoluta serenidad y con
perfecta corrección. Laura lo miraba y él le devolvía la mirada. Parecía, al
menos a primera vista, que estaban enteramente decididos a comprenderse
mutuamente.
—He sabido por Marian —continuó Laura— que sólo con que le pida que
me libere de la promesa que le hice me devolverá usted la palabra. Esto
demuestra su generosidad y su indulgencia, Sir Percival. Si le digo que le
agradezco su proposición, no hago más que estricta justicia a su mérito, y creo
que me la hago a mí al decirle que me niego a aceptarla.
El ansioso rostro perdió su tensión. Pero noté que uno de sus pies golpeaba
suave e incesantemente en el suelo y comprendí que sin mostrarlo continuaba
experimentando la misma ansiedad.
—No he olvidado —prosiguió Laura— que antes de hacerme el honor de
solicitar mi mano obtuvo usted la autorización de mi padre. Quizá no habrá
olvidado, por su parte, lo que le dije cuando accedí a ello. Me atreví a asegurar
que la influencia y el consejo de mi padre eran lo que principalmente me
decidía a aceptar el compromiso. Me dejé guiar por mi padre, pues en él
encontré siempre al más fiel de los consejeros, al mejor y más cariñoso de los
protectores y amigos. Y ahora que le he perdido, sólo puedo amar su memoria;
la fe que me inspiró mi querido amigo muerto no ha flaqueado. En este
momento estoy convencida, con la misma firmeza de siempre, de que él sabría
mejor que nadie lo que más me conviene y que sus deseos y esperanzas deben
ser también los míos.
Su voz tembló por primera vez. Sus inquietos dedos se deslizaron por mi
manga y estrecharon mi mano.
Hubo otro instante de silencio hasta que habló Sir Percival.
—¿Puedo preguntar —dijo— si es que me he mostrado indigno de la
confianza puesta en mí y cuya posesión era mi mayor honor y mi máxima
felicidad?
—No hay nada que yo reproche en su conducta —contestó ella—. Siempre
me ha tratado con la misma paciencia y delicadeza. Ha merecido usted mi
confianza y, lo que es aún más importante para mí, mereció la confianza de mi
padre, a cuya sombra ha nacido la mía. No me ha dado usted ningún motivo,
aunque quisiera buscarlo para pretender liberarme de nuestro compromiso. Lo
que he dicho hasta ahora obedecía a mi deseo de demostrarle que le aprecio
profundamente. El respeto a este aprecio, el respeto a la memoria de mi padre,
el respeto a mi propia palabra, todo ello me impide dar el primer paso en
renunciar a nuestra actual situación. La ruptura de nuestro compromiso debe
obedecer enteramente a su voluntad y a su proceder, Sir Percival, y no a los
míos.
El nervioso golpeteo del pie en el suelo se detuvo de repente, y él se
inclinó sobre la mesa, lleno de ansiedad.
—¿Mi voluntad? —dijo—. ¿Qué razón puede haber por mi parte para
romper el compromiso?
Escuché la respiración de Laura acelerarse, sentí que su mano se helaba en
la mía. A pesar de lo que me había asegurado empecé a temer por ella. Me
equivoqué.
—Una razón que me cuesta confesarle —contestó—. En mí se ha
producido un cambio, Sir Percival, un cambio que es lo bastante grave para
justificarlo a usted y justificarme a mí misma en caso de que sea roto nuestro
compromiso.
Sir Percival palideció de tal modo que hasta sus labios quedaron lívidos.
Levantó el brazo que apoyaba en la mesa, se reclinó en su silla y dejó caer la
cabeza sobre la mano de modo que sólo podíamos verle el perfil.
—¿Qué cambio? —preguntó.
El tono con que pronunció estas palabras me hizo estremecer, pues
traslucía algo que él se esforzaba en evitar y que le dolía.
Laura suspiró profundamente, se inclinó sobre mí y reclinó su hombro en
el mío. Sentí cómo temblaba y quise evitarle ese sufrimiento hablando en su
lugar. Me detuvo estrechando con más fuerza mi mano, y se dirigió a Sir
Percival, pero esta vez sin mirarle.
—He oído decir —comenzó—, y creo en ello, que el amor más entrañable
y más verdadero es el que las mujeres deben sentir por sus maridos. Cuando
nos prometimos yo hubiera podido ofrecerle ese amor, y usted, si hubiera
querido, podría recibirlo. ¿Me perdonará y me permitirá no continuar, Sir
Percival si
digo que ahora no sucede lo mismo?
Algunas lágrimas nublaron sus ojos y se deslizaron por sus mejillas cuando
se detuvo esperando la respuesta. Pero él no pronunció una palabra. Desde que
ella había empezado a hablar había ocultado su rostro en la mano en que se
apoyaba. Lo único que podía ver era la parte de su cuerpo que se erguía sobre
la mesa. Ni un solo músculo se movió en él. Los dedos de la mano en que
apoyaba su cabeza estaban hundidos en su pelo. El gesto tanto podía expresar
una oculta cólera como dolor, era difícil decidirlo, pues no lo recorría ningún
temblor traicionero. Nada, absolutamente nada, descubría el secreto de sus
pensamientos en aquel momento decisivo que señalaba lo que iba a ser de su
vida y de la de ella.
Quise obligarle a hablar para tranquilidad de la pobre Laura.
—¡Sir Percival! —empecé con brusquedad—, ¿no tiene usted nada que
decir cuando mi hermana le ha dicho tanto? En mi opinión —añadí dejándome
llevar de mi desgraciado temperamento—, mucho más de lo que cualquier
hombre del mundo, en sus circunstancias, tiene derecho a oír.
Esta última y apresurada frase le permitía eludir mi pregunta si así lo
prefería, y él no tardó en aprovechar aquella circunstancia.
—Perdone, señorita Halcombe —dijo, sin separar la mano de su rostro—,
perdone si le recuerdo que yo no he reclamado semejante derecho.
Estaba a punto de dirigirle breves y tajantes palabras que le hubieran hecho
volver a la cuestión que esquivaba, cuando Laura habló de nuevo.
—Espero que no habré hecho en vano esta dolorosa confesión —continuó
ella—. Espero que seguirá usted concediéndome su completa confianza para
lo que tengo que añadir.
—Esté segura de ello, se lo ruego.
Dio esta breve respuesta dejando caer su mano sobre la mesa en un gesto
de aliento y volviéndose otra vez frente a nosotras. Si su rostro se había
alterado momentos antes, ahora no quedaba ni rastro de ello. Su expresión de
seriedad y expectación no reflejaba más que una intensa impaciencia por oír lo
que ella iba a decirle.
—Quisiera que se diese usted cuenta de que no he hablado por motivos
egoístas —dijo Laura—. Si usted me deja, Sir Percival, después de lo que ha
escuchado, no me dejará para casarme con otro hombre, usted me permitirá
únicamente permanecer soltera el resto de mi vida. Mi culpa ante usted
comienza y termina en mi propio pensamiento. Jamás seguirá adelante. Ni una
sola palabra...
Vaciló antes de pronunciar la expresión que iba a emplear, vaciló cediendo
a una momentánea confusión; verlo fue muy triste y muy penoso. Luego
continuó resuelta y resignada.
—Ni una sola palabra pronunciada por mí o por esa persona, a quien
menciono por primera y última vez delante de usted, aludió jamás a lo que yo
sentía por él, o el sentía por mí; ni una sola palabra se pronunciará jamás, lo
más probable es que no volvamos nunca a vernos en esta vida. Le ruego que
me evite continuar y que crea lo que acabo de confesarle. Es la pura verdad,
Sir Percival; la verdad que creo tiene derecho a conocer el hombre que está
prometido en matrimonio, aunque sea a costa del sacrificio de mi amor propio.
Espero de su generosidad que sabrá perdonarme, y de su honor, que sabrá
guardar mi secreto.
—Esas dos esperanzas son sagradas para mí y le prometo que las cumpliré
con sagrado respeto —dijo.
Después de dar esta respuesta la miró, como esperando oír algo más.
—He dicho todo cuanto deseaba decirle —añadió ella muy serena—. He
dicho más de lo necesario para justificar el que usted se retracte de su
compromiso.
—Ha dicho usted más que suficiente —contestó— para que la cosa más
deseada de mi vida sea mantener el compromiso.
Diciendo esto se levantó de su silla y avanzó algunos pasos hacia Laura.
Esta se estremeció violentamente y lanzó un débil grito de sorpresa. Cada
una de sus palabras habían descubierto inocentemente su pureza y veracidad a
un hombre que de sobra comprendía el inapreciable valor de una mujer pura y
veraz. Su misma noble conducta fue el enemigo traicionero de todas sus
esperanzas. Desde el principio lo temí. Lo hubiera impedido si ella me hubiera
dado la menor posibilidad de intervenir. Ahora que el daño estaba hecho,
esperé y observé, por si alguna palabra de Sir Percival me permitía ponerlo en
apuros.
—Me concede el derecho a renunciar a usted, señorita Fairlie —continuó
diciendo— y no tengo tan poco seso como para renunciar a una mujer que ha
demostrado ser la más noble de las mujeres.
Habló con tal calor y sentimiento, con tal apasionado entusiasmo, y al
mismo tiempo con tanta delicadeza, que ella levantó el rostro, se ruborizó
ligeramente y lo miró vivamente con repentino interés.
—¡No! —dijo con firmeza—. La más despreciable de todas, si es que debe
ir al matrimonio sin poder ofrecer a su marido su amor.
—¿No podrá dárselo más tarde —preguntó él— si el único objeto de la
vida de su marido es merecerlo?
—¡Jamás! —contestó—. Si usted persiste en mantener el compromiso, yo
seré su mujer fiel y sumisa, pero conociéndome como me conozco, nunca le
amaré, Sir Percival.
Estaba tan bella y tan irresistible al pronunciar estas audaces palabras, que
no hay hombre en el mundo cuyo corazón la hubiera rechazado.
Yo me empeñaba en censurar interiormente la conducta de Sir Percival,
pero a pesar mío comprendí que le compadecía, como le compadecería
cualquier mujer.
—Acepto agradecido su fidelidad y su confianza —dijo—. Ese poco que
puede usted ofrecerme significa más para mí que lo mucho que pudiera
esperar de cualquier otra mujer en el mundo.
La mano izquierda de Laura seguía asiéndose a la mía, pero la derecha caía
cansadamente. El la llevó a sus labios, rozándola más que besándola, se
inclinó frente a mí y, con su habitual elegancia y discreción, salió en silencio
de la estancia.
Ella no se movió ni dijo una palabra cuando hubo desaparecido. Siguió a
mi lado inerte y fría, con la mirada clavada en el suelo. Comprendí que era
inútil hablarle y me contenté con abrazarla en silencio. Permanecimos tanto
tiempo inmóviles, tanto y tan largo tiempo, que empecé a sentir angustia y le
hablé en voz baja con la esperanza de provocar algún cambio en su actitud.
El sonido de mi voz pareció devolverla a la realidad. De repente se separó
de mí y se puso en pie.
—No tengo más remedio que resignarme, Marian —dijo—. Mi nueva vida
me impone obligaciones muy duras, y la primera de ellas empieza hoy.
Mientras hablaba fue hasta una mesita que estaba junto a la ventana donde
tenía todos sus materiales de dibujo; los recogió con sumo cuidado y los
guardó en uno de los cajones de su escritorio. Cerró éste y me entregó a mí la
llave.
—Tengo que separarme de todo lo que me lo recuerde —añadió—. Guarda
la llave donde quieras, pues nunca te la pediré.
Antes de que pudiese contestarle dio la vuelta y cogió de la librería el
álbum de dibujos de Walter Hartright. Vaciló un momento, mirando con
ternura el álbum en la mano y luego se lo llevó hasta sus labios y lo besó.
—¡Oh Laura, Laura! —le dije sin enfado y sin reproche, pues en mi voz,
como en mi corazón sólo había tristeza.
—Es la última vez, Marian —suplicó—. Me despido para toda la vida.
Dejó el libro sobre la mesa y se desprendió de las peinetas que sujetaban su
cabellera. Su hermoso pelo cubrió sus hombros y cayó hasta más allá de la
cintura. Apartó un rizo largo y fino, lo cortó y con gran cuidado lo fijó dándole
la forma de un anillo, en la primera página en blanco del álbum. En seguida lo
cerró precipitadamente y lo puso en mis manos.
—Tú le escribes y recibes sus cartas —dijo—. Mientras yo viva dile
siempre que estoy bien, y nunca le confíes que soy desgraciada. No le
entristezcas, Marian, te lo pido por mi propio bien, no le entristezcas. Si muero
antes prométeme que le entregarás este álbum con sus dibujos y ese rizo mío.
Cuando yo no esté no hay ningún mal en que le digas que lo puse ahí con mis
propias manos. Y dile también, Marian, ¡díselo por mí, dile lo que yo no podré
decirle nunca, dile que le quería!
Me echó los brazos al cuello y murmuró estas palabras a mi oído con tal
pasión que me destrozaba el corazón. Parecía que toda su ternura, tanto tiempo
contenida, salía a borbotones en aquella primera y última ocasión. Se separó
de mí con vehemencia histérica y cayó en el sofá deshecha en un paroxismo de
sollozos y lágrimas que la sacudía de pies a cabeza.
Traté en vano de tranquilizarla y consolarla; mis palabras no podían
alcanzarla. Aquél fue el final triste e inesperado, para nosotras dos, de la
memorable jornada. Cuando el acceso de desesperación desapareció por sí
solo, estaba demasiado extenuada para hablar. Hacia el atardecer se adormiló,
y yo guardé el álbum de dibujos para que no lo volviese a ver al despertarse.
Cuando abrió los ojos y me buscó con la mirada, mi semblante aparecía
tranquilo, a pesar de la tormenta que agitaba mi alma. No hablamos más de la
penosa entrevista de la mañana. No mencionamos el nombre de Sir Percival, y
ninguna de nosotras se refirió a Walter Hartright en todo el resto del día.
Día 10 de Noviembre.
Encontrándola esta mañana más tranquila y animada me atreví a aludir de
nuevo al desdichado tema de ayer, con el solo objeto de convencerla para que
me dejase tratarlo con el señor Fairlie y con Sir Percival, pues yo podría hablar
con más independencia y claridad que ella respecto de aquel lamentable
matrimonio. Sin embargo me interrumpió suave, pero firme, a la mitad de mi
discurso.
—Quise que ayer se decidiese —dijo—, y ayer se decidió. Es demasiado
tarde para retroceder.
Sir Percival me habló esta tarde de lo sucedido en el cuarto de Laura. Me
aseguró que la confianza sin igual que le demostró le inspiraba tal convicción
de su integridad y su inocencia, que ni un segundo había pasado por su mente
la más remota sombra de celos; ni cuando estuvo con ella ni después. Aunque
lamentaba profundamente este desdichado sentimiento de Laura, que había
retrasado su avance en ganar su inclinación y estima, creía firmemente que si
en el pasado aquel sentimiento había permanecido oculto, en el futuro lo
permanecería también, cualesquiera que fuesen las circunstancias que podían
presentarse. Tenía la absoluta convicción de ello, y la prueba más irrefutable
que daba de su fe en Laura era la de que no tenía la menor curiosidad por
conocer al hombre que ella amaba, ni por saber si ese sentimiento era ya viejo
o si había surgido hacía poco. Su explícita confianza en la señorita Fairlie le
hacía aceptar como bueno todo lo que ella juzgase oportuno descubrirle,
siendo él incapaz de sostener la menor curiosidad por saber más.
Al decir esto se detuvo y me miró. Yo estaba tan consciente de la
irrazonable desconfianza que me inspiraba, —tan consciente de mis
mezquinas sospechas acerca de que él podía contar con que le diese una
respuesta impulsiva a sus preguntas —que quise eludir toda referencia a un
tema que me llenaba de confusión. Al mismo tiempo estaba dispuesta a no
perder la menor oportunidad que se me presentase para abogar por la causa de
Laura, y tuve el atrevimiento de decirle que lamentaba que su generosidad no
hubiese llegado a mayor altura, dejándola libre y renunciando al matrimonio.
Al llegar a este punto me desarmó como la víspera, pues intentaba
defenderse. Tan sólo me hizo notar la diferencia que existía entre consentir que
la señorita Fairlie devolviera su palabra, en lo que sólo sería cuestión de
resignarse, a que fuese él quien se la devolviera a ella, lo cual, dicho en otras
palabras, sería pedirle cometer un suicidio en lo que se refería a sus propias
esperanzas. La conducta de su novia en la víspera había engrandecido tanto su
constante amor y admiración por ella, después de dos largos años de ilusiones,
que cualquier intento de destruir aquellos sentimientos estaba fuera del alcance
de sus fuerzas. Yo podría pensar que él era débil, egoísta, insensible con
aquella mujer a la que idolatraba. Y él inclinaría la cabeza y se sometería a mi
censura, con la mayor resignación; tan sólo me preguntaría si era mucho mejor
para Laura un futuro solitario, siempre soñando con un amor imposible que
nunca debería ser revelado que una vida junto al hombre que adoraba incluso
el suelo que ella pisara. En este último caso había esperanzas, que por remotas
que fuesen podían cumplirse con el tiempo, mientras que en el primero no
había ninguna, según ella misma confesaba.
Le contesté, y lo hice más bien porque soy mujer y tengo lengua de mujer
que porque tuviese algo convincente que decirle. Era más que obvio que la
actitud que Laura había adoptado el día anterior le ofrecía ventajas que de él
dependía aprovechar y que había optado por hacerlo así. Lo pensé entonces,
como lo pienso ahora que estoy escribiendo estas líneas sola en mi cuarto. La
única esperanza que me queda es la de suponer que sus motivos se basan,
como él dice, en la fuerza irresistible de su amor por Laura.
Antes de terminar mi Diario esta noche, quiero recordar que he escrito hoy
a dos antiguos amigos de mi madre, personas de gran posición e influencia en
Londres, para pedirles ayuda para el pobre Hartright. Si pueden hacer algo por
él estoy segura de que lo harán. Después de Laura, Walter es la persona que
me preocupa más en este mundo. Todo lo sucedido desde que nos dejó ha
fortalecido mi simpatía y confianza por él. Espero obrar bien ayudándole a
encontrar empleo fuera de Inglaterra, y espero con sinceridad e impaciencia
que todo sea para su bien.
Día 11 de Noviembre.
Sir Percival ha tenido una entrevista con el señor Fairlie, y me han llamado
para que yo estuviera presente.
Encontré al señor Fairlie sumamente satisfecho por haber solucionado al
fin aquel «problema de familia» (como tuvo la oportunidad de definir el enlace
de su sobrina). No esperaba que me hubiese llamado para darle mi opinión
sobre el tema, pero cuando comenzó a insinuar de la manera más impertinente
y lánguida que convenía fijar en seguida la fecha de la boda, accediendo a los
deseos de Sir Percival, tuve el gusto de atormentar el sistema nervioso del
señor Fairlie protestando con toda la energía que puede expresarse mediante
palabras, contra cualquier intento de apresurar la decisión de Laura. Sir
Percival me aseguró al instante que comprendía la razón de mis objeciones y
me rogaba creerle que la sugerencia se hacía sin presión alguna por su parte.
El señor Fairlie se apoyó en el respaldo de la butaca, cerró los ojos, dijo que
nosotros dos honrábamos al género humano y repitió su propuesta con tanta
indolencia como si ni Sir Percival ni yo hubiésemos hecho la menor
observación sobre el asunto. Todo acabó cuando me negué rotundamente a
mencionarle el tema a Laura, salvo si ella lo abordase por su propia iniciativa.
En seguida, después de hacer esta declaración, salí del cuarto. Sir Percival
parecía estupefacto de enojo. El señor Fairlie estiró sus perezosas piernas
sobre su escabel de terciopelo y dijo:
—Querida Marian, ¡cómo envidio el equilibrio de tu sistema nervioso! No
cierres la puerta de golpe, por favor.
Cuando me dirigía al cuarto de Laura me dijeron que ella me había
buscado y que la señora Vesey le había informado que estaba con el señor
Fairlie. Me preguntó inmediatamente para qué me había llamado, y le conté
todo lo sucedido, sin ocultarle la indignación y rabia que me dominaban. Su
respuesta me sorprendió y entristeció indeciblemente, pues era lo último que
esperaba oír.
—Mi tío tiene razón —dijo—. Bastantes preocupaciones y disgustos
habéis tenido todos por mi culpa. Acabemos con ello, Marian, dejemos que
decida Sir Percival.
La amonesté cariñosamente, pero todo cuanto pude decirle no le hizo
cambiar de parecer.
—Mi compromiso me obliga —contestó—. He roto con mi vida pasada. El
día fatal ha de llegar, aunque nos empeñemos en retrasarlo. ¡No, Marian! Una
vez más mi tío tiene razón. Os he proporcionado bastantes molestias y
bastantes angustias. No quiero causaros más.
Ella, que era la docilidad en persona, se mostraba ahora inflexible en la
misma resignada pasividad; mejor dicho, en su desesperación. Con todo lo que
yo la quería hubiese preferido verla nerviosa y agitada, tan poco propio de su
carácter era mostrarse fría e insensible, tal como la veía ahora.
Día 12 de Noviembre.
Durante el desayuno, Sir Percival me interrogó sobre Laura de tal modo
que no tuve más remedio que confesarle lo que me había dicho.
Mientras hablábamos de ello, bajó Laura y se sentó con nosotros. Delante
de Sir Percival siguió mostrándose tan extrañamente serena como lo fue
conmigo. Cuando terminamos el desayuno, pudo decirle él algunas palabras en
el recodo de una de las ventanas. No estuvieron solos ni tres minutos y, al
separarse, ella salió de la estancia con la señora Vesey y Sir Percival se acercó
a mí. Me dijo que le había rogado conservar su privilegio de que ella eligiera
la fecha de la boda cuando mejor le pareciese. Ella le contestó con palabras de
agradecimiento y le recomendó comunicar a la señorita Halcombe sus deseos
al respecto.
No tengo paciencia para seguir escribiendo. En este detalle, como en todos
los restantes, Sir Percival ha hecho lo que se proponía sin dar motivo para
desconfiar de sus intenciones, pese a cuanto pueda yo decir y hacer. Desde
luego sus deseos siguen siendo los mismos que tenía cuando vino aquí por
primera vez, y Laura después de haber aceptado el inevitable sacrifico de
casarse con él sigue con la misma fría desesperación y tan resignada como
siempre. Al separarse de los pocos recuerdos y reliquias que poseía de
Hartright, parece haberse separado también de toda su ternura y sensibilidad.
No son más que las tres de la tarde cuando estoy escribiendo estas líneas, y ya
Sir Percival nos ha dejado con la prisa ilusionada del novio para prepararse a
recibir a la novia en su residencia de Hampshire. A menos que suceda algún
suceso extraordinario que lo impida, se casarán exactamente cuando él
deseaba celebrar la boda: antes de fin de año. ¡Me queman los dedos
escribiendo esto!
Día 13 de Noviembre.
He tenido una noche de insomnio pensando en Laura. Ya de madrugada
tomé la decisión de que cambiar de aire puede resultar benéfico para ella.
Seguro que sale de esa rígida insensibilidad si me la llevo de Limmeridge, si
se ve rodeada del cariño de viejos amigos. Después de dar algunas vueltas,
decidí escribir a Yorkshire, a los Arnold. Son gentes sencillas, cordiales y
hospitalarias. Ella los conoce desde niña. Se lo dije después de echar la carta al
buzón. Hubiera sido para mí un alivio que hubiera protestado o me hubiera
objetado inconvenientes. Pero no fue así, únicamente dijo:
—Contigo iré a todas partes, Marian. Si tú lo propones estoy segura que
estarás acertada. El cambio de ambiente ha de sentarme bien.
Día 14 de Noviembre.
He escrito unas líneas al señor Gilmore anunciándole que parecía que el
desdichado matrimonio iba a celebrarse de verdad y también que pienso sacar
de aquí a Laura. No he tenido ánimo para darle detalles. Ya habrá tiempo para
ello cuando el final del año esté más cerca.
Día 15 de Noviembre.
Tres cartas para mí. Una de los Arnold, encantados con la idea de vernos a
Laura y a mí. Otra de uno de los señores a quienes recomendé el asunto de
Walter Hartright, comunicándome que ha tenido suerte en sus gestiones y que
han encontrado la oportunidad de complacerme. La tercera del mismo Walter,
dándome las gracias, ¡pobre criatura!, de la manera más efusiva por la ayuda
que le he prestado para dejar su patria, su madre y sus amigos. Una expedición
privada que va a hacer excavaciones en las ruinas de algunas ciudades de
América Central está a punto, según parece, de embarcar en Liverpool. El
delineante que estaba contratado no se atrevió a participar y lo anunció a
última hora, y Walter ocupará su puesto. Ha firmado un contrato por seis
meses, contados desde el momento en que desembarquen en Honduras y
prorrogable por un año si las excavaciones tienen éxito y les alcanzan los
fondos. Termina su carta prometiéndome escribir unas líneas de despedida
cuando esté a bordo y el piloto les deje. Sólo deseo y espero que tanto él como
yo obremos con acierto. Es un paso tan definitivo para él, que tiemblo al
pensarlo. Y sin embargo, en la desgraciada situación en que se halla, ¿cómo
voy a desear que se quede en Inglaterra?
Día 16 de Noviembre.
El coche espera a la puerta. Laura y yo emprendemos nuestro viaje para
visitar a los Arnold.
POLESDEAN LODGE, YORKSHIRE
Día 23 de Noviembre.
Una semana en medio de estos paisajes nuevos y esta gente tan cariñosa ha
producido alguna mejora en Laura, aunque no tanta como yo esperaba. He
resuelto prolongar nuestra estancia aquí una semana por lo menos. Es inútil
volver a Limmeridge mientras no sea absolutamente necesario.
Día 24 de Noviembre.
El correo de esta mañana me trae tristes noticias. La expedición para
América Central se hizo a la mar el día 21. Hemos perdido un fiel amigo y nos
alejamos de un hombre honrado... Walter Hartright no está ya en Inglaterra.
Día 25de Noviembre.
Ayer, tristes noticias y hoy, noticias siniestras. Sir Percival ha escrito al
señor Fairlie y éste nos ha escrito a Laura y a mí reclamándonos
inmediatamente en Limmeridge.
¿Qué significará esto? ¿Habrán fijado la fecha de la boda en nuestra
ausencia?
LIMMERIDGE
Día 27 de Noviembre.
Mis pensamientos se han confirmado. Han fijado para el veintidós de
diciembre la fecha de la boda.
Al día siguiente de salir nosotras para Polesdean, Sir Percival escribió,
según parece, al señor Fairlie, para decirle que las obras y reformas necesarias
en su casa de Hampshire iban a requerir más tiempo del que había pensado al
principio. Ahora estaba esperando que le enviasen presupuestos y desearía
saber la fecha exacta de la boda, lo cual le facilitaría llegar a un trato definitivo
con los albañiles. Además de saber él a qué atenerse, tenía que escribir a
algunos amigos a los que había invitado aquel invierno para disculparse, pues
no podía recibirlos mientras la casa estuviera en manos de los operarios.
A esta carta contestó el señor Fairlie diciendo que escogiese él mismo la
fecha de la boda, y aunque ésta quedaría pendiente de la aprobación de la
señorita Fairlie, él como tutor se encargaría gustoso de conseguir su
consentimiento. Sir Percival volvió a escribir a vuelta de correo, proponiendo
(conforme a su idea, fija desde el principio) el final de diciembre, el día 22 ó
24, o cualquier otro que prefiriese Laura o su tutor. Como la novia no se
hallaba cerca para ser consultada el tutor decidió en su ausencia que cuanto
antes mejor, y que el 22 podía celebrarse la boda, por lo cual nos escribió para
que regresáramos inmediatamente a Limmeridge.
Ayer, después de explicarme todo esto en una entrevista privada, el señor
Fairlie me sugirió de la manera más amistosa de que era capaz que empezase
hoy mismo las gestiones oportunas. Comprendí que era inútil oponerse antes
de haber conseguido que Laura me autorizase para ello, y accedí a hablar con
ella, pero declaré al mismo tiempo que bajo ningún pretexto trataría de
forzarla para que secundase los deseos de Sir Percival. El señor Fairlie me
felicitó por mi «excelente conciencia», lo mismo que me podía haber
felicitado por mi «excelente salud» si estuviéramos paseando en el jardín, y se
quedó muy satisfecho después de trasladar de sus espaldas a las mías una
nueva responsabilidad familiar.
Esta mañana hablé con Laura, según había prometido. La sangre fría —
debiera decir la insensibilidad—, que con tanta resolución y tan extrañamente
había sostenido desde que se marchó Sir Percival no resistió el choque que le
produjeron las noticias que le comuniqué. Se puso pálida y todo su cuerpo
tembló.
—¡No tan pronto! —suplicó— ¡Marian, no tan pronto, por favor!
Por ligera que fuese la protesta, fue suficiente para mí. Me levanté para
salir de la habitación y enfrentarme con el señor Fairlie en defensa de los
intereses de Laura.
Ya tenía la mano en el picaporte, cuando me agarró por el vestido y me
detuvo.
—¡Déjame ir! —le dije—. Me arde la sangre por decirle a tu tío que él y
Sir Percival no van a salirse siempre con la suya.
—¡No! —dijo ella débilmente—. ¡Es tarde, Marian, es demasiado tarde!
—Qué va a ser tarde —insistí—. La cuestión del tiempo está en nuestras
manos, déjame aprovecharlo como una mujer sabe aprovechar las
circunstancias.
Separé su mano de mi vestido mientras hablaba, pero en ese mismo
instante rodeó mi cintura con ambos brazos y me estrechó con más cariño que
nunca.
—Sólo traería más preocupaciones y más confusión —dijo—.
Conseguirías reñir con mi tío y hacer que volviese Sir Percival con nuevos
motivos de queja.
—¡Mejor que mejor! —exclamé apasionadamente—. ¿Qué nos importan
sus motivos para quejarse? ¿Es que quieres destrozarte el corazón para que él
se tranquilice? No hay hombre en el universo que merezca que nosotras las
mujeres nos sacrifiquemos por él. ¡Hombres! Son los enemigos de nuestra
inocencia y de nuestra paz, nos arrancan del cariño de nuestros padres y de la
amistad de nuestras hermanas, acaparan nuestro cuerpo y nuestra alma y
arrastran con ellos nuestras vidas lo mismo que se le pone la cadena a un
perro. Y ¿qué es lo que nos entrega a cambio el mejor de los hombres?...
Déjame ir, Laura. Me vuelvo loca de pensarlo.
Las lágrimas —miserables e impotentes, lágrimas de angustia y de rabia de
mujer— llenaron mis ojos... Sonrió tristemente y cubrió mi rostro con su
pañuelo, para ocultarme el golpe bajo de mi propia debilidad, aquella
debilidad que yo más despreciaba, y ella lo sabía.
—¡Marian! —dijo—. ¡Llorando tú! Piensa en lo que me dirías si se
cambiasen nuestros papeles y estas lágrimas fueran mías. Tu cariño, tu valor y
tu abnegación hacia mí no conseguirán alterar ni evitar lo que tiene que
suceder tarde o temprano. Deja que se haga como mi tío quiere. Deja que
terminen las angustias y las pesadumbres que, con un sacrificio por mi parte,
podemos evitar. Di que vivirás conmigo cuando me case y no necesito que
digas otra cosa, Marian.
Pero yo sí las dije. Me tragué aquellas lágrimas despreciables que no me
aliviaban y que la destrozaban a ella; razoné y supliqué con toda la serenidad
de que fui capaz. No sirvió de nada. Me hizo repetir dos veces la promesa de
vivir con ella cuando se casase, y súbitamente me hizo una pregunta que dio
otra dirección a mi tristeza y mi compasión.
—Mientras estuvimos en Polesdean —me dijo—, tuviste una carta,
Marian...
Su voz alterada, la prontitud con que dejó de mirarme escondiendo su
rostro en mi hombro, y la vacilación que la hizo detenerse antes de terminar la
frase, me explicaron claramente a quién se refería aquella pregunta inconclusa.
—Creía Laura, que entre tú y yo jamás se volvería a hablar de él —le dije
con suavidad.
—¿Tuviste carta de él? —insistió.
—Sí —contesté—, si quieres saberlo.
—¿Piensas volverle a escribir?
Dudé. No me había atrevido a decirle que había abandonado Inglaterra, y
que yo había participado en ello consiguiendo que se cumplieran sus nuevas
esperanzas y proyectos. ¿Qué podía contestarle? Se había alejado hacia
lugares donde las cartas tardarían meses, quizás años, en llegar.
—Supongamos que él escriba —dije al fin—. ¿Qué pasaría entonces,
Laura?
Sentí cómo su mejilla pegada a mi cuello ardía; y sus brazos temblaron al
estrecharme más aún.
—No le hables del veintidós —murmuró—. ¡Prométeme, Marian..., por
favor, prométeme que ni siquiera mencionarás mi nombre cuando le escribas!
Se lo prometí. No hallo palabras para expresar mi tristeza al hacerle esta
promesa. Instantáneamente separó sus brazos de mi cintura, fue hacia la
ventana y se quedó allí, de espaldas a mí. Después de unos momentos volvió a
hablar, pero sin volverse, sin dejarme ver su rostro.
—¿Vas al cuarto de mi tío, Marian? —preguntó—. ¿Quieres decirle que
aceptaré cualquier decisión que tome? No te preocupes por dejarme. Es mejor
que me quede sola un rato.
Salí. Si al verme en el pasillo hubiese podido transportar a Sir Percival y al
señor Fairlie a los más lejanos extremos de la tierra con un solo movimiento
de mi dedo lo habría hecho sin la menor vacilación.
Sin embargo, hubiera estallado en violentos sollozos si mis lágrimas no se
hubieran consumido abrasadas por el ardor de mi rabia. Tal y como estaban las
cosas, corrí al cuarto del señor Fairlie, entré como un huracán, le grité con la
mayor dureza: «Laura consiente en que sea el veintidós»; y me precipité fuera
sin esperar su respuesta. Di un portazo al salir que espero que trastornara, para
todo el resto del día, el sistema nervioso del señor Fairlie.
Día 28 de Noviembre.
Esta mañana volví a leer la carta de despedida del pobre Hartright, pues
desde ayer ha cruzado por mi mente la duda de si hago bien al ocultarle a
Laura que ha partido.
Reflexionando mejor, sigo pensando que hago bien. Lo que dice en su
carta sobre los preparativos que se hacen para la expedición a América Central
demuestran claramente que los que la organizan saben que su empresa es
peligrosa. Si el saber esto me tiene a mí tan inquieta, ¿qué será para ella? Ya es
bastante desolador pensar que su viaje nos ha privado de un amigo en cuya
lealtad podíamos confiar a la hora de la necesidad, si tal hora llega y nos
encuentra indefensas... Pero es mucho peor aún saber que se haya alejado de
nosotras para ir en busca de peligros, a vivir en un clima insano, en un país
salvaje y en medio de una población levantisca. ¿No sería una franqueza cruel
decirle esto a Laura sin que haya necesidad inmediata de que lo sepa?
No sé si debo dar un paso más y quemar esta carta ahora mismo, por temor
a que pueda caer algún día en manos indiscretas. No sólo habla de Laura en
términos que deben permanecer ocultos para siempre entre el autor y yo, sino
que repite sus sospechas con insistencia, alarma y extrañeza, de que está
vigilado constantemente desde que se marchó de Limmeridge. Dice que pudo
ver los rostros de dos desconocidos que le siguieron por las calles de Londres
mezclados entre la multitud que presenciaba en Liverpool la salida del barco
que conducía a los expedicionarios y asegura de una manera positiva que oyó
pronunciar el nombre de Anne Catherick a sus espaldas cuando entraba en la
lancha que iba a llevarlo al barco. Sus palabras textuales son éstas: «Estos
acontecimientos tienen un significado; deben conducir a un resultado. El
misterio de Anne Catherick sigue sin aclararse. Tal vez nuestros caminos no se
crucen más pero si un día la encuentra usted en el suyo, aproveche mejor esa
oportunidad, señorita Halcombe, de lo que yo supe aprovecharla. Hablo con
absoluta convicción. Le ruego que no olvide lo que le advierto.» Estas son sus
palabras. No hay peligro de que yo las olvide, y es más que fácil alertar mi
memoria con una palabra de Hartright que se refiere a Anne Catherick. Pero
existe peligro en que yo conserve la carta. La casualidad más sencilla puede
hacerla llegar a manos extrañas. Puedo enfermar, puedo morir... ¡Es mejor
quemarla ahora mismo y quitarme una preocupación de encima!
¡Ya ha ardido! Las cenizas de esta carta de despedida, quizá la última que
reciba de él, no son más que un polvo negro en la chimenea. ¿Será éste el fin
de la triste historia? No, no es el fin, ¡estoy segura, más que segura, de que el
fin no ha llegado todavía!
Día 29 de Noviembre.
Han comenzado los preparativos para la boda. Llegó el sastre que ha de
ponerse a las órdenes de Laura. Ella sigue impasible, sin preocuparse de cosas
que para otras mujeres en sus circunstancias serían fundamentales. Ha dejado
que el sastre y yo lo decidamos todo. Si el pobre Hartright hubiera estado en
lugar del barón y fuese el novio escogido por su padre, ¡qué distinto sería su
comportamiento! ¡Qué caprichosa y exigente hubiese sido! ¡El mejor de los
sastres no hubiera logrado contentarla!
Día 30 de Noviembre.
Todos los días tenemos noticias de Sir Percival. Las últimas nos
comunican que las reparaciones de su casa requerían de cuatro a seis meses,
hasta que todo esté arreglado. Si los pintores, tapiceros y empapeladores
pudieran proporcionar felicidad lo mismo que lujo, cuánto me interesarían sus
habilidades en el hogar futuro de Laura. Pero no es así, y un fragmento de la
última carta de Sir Percival me ha sacado de quicio y ha acabado con mi
indiferencia ante todos sus proyectos; fue aquél en que se refería a su viaje de
novios. Propone que, como Laura está algo delicada y el invierno promete ser
más duro que habitualmente, sería conveniente llevarla a Roma y quedarse en
Italia hasta la primavera. Si no está conforme con estos planes, él está
dispuesto, aunque no tiene vivienda en Londres, a pasar el invierno en la
ciudad alquilando la casa mejor acondicionada que pueda encontrar.
Dejando de lado mis propios sentimientos (que es lo que debo hacer y he
hecho), no dudo que es más apropiado aceptar su primera proposición. De
cualquier modo la separación entre Laura y yo es inevitable. Será más larga si
se van al extranjero que si se quedan en Londres, pero debemos considerar
esta desventaja aparte, que a Laura le ha de beneficiar pasar el invierno en un
clima suave, y la reconciliará con su nueva existencia este primer viaje de su
vida al país más interesante del mundo. Ella no es de las que buscan el
esparcimiento en las convencionales diversiones de Londres. Sólo
conseguirían hacer su desgraciado matrimonio más deprimente para ella. Me
asusta el inicio de su nueva vida de tal modo que no tengo palabras para
expresarlo, pero tengo alguna esperanza en su felicidad si hace este viaje y
ninguna si se queda en Londres.
Qué extraño se me hace volver a leer esta última parte de mi Diario y ver
que escribo sobre la boda de Laura y de nuestra separación como si hablase de
algo decidido. ¡Es tan frío y desdeñoso ver el futuro con esta resignación
cruel! Mas ¿cómo voy a pensar de otra forma cuando queda tan poco tiempo?
Antes de que transcurra un mes será suya, no mía. ¡Su Laura! Me cuesta tanto
hacerme a la idea de lo que significan estas dos palabras... Mi alma está
destrozada y aturdida con tales pensamientos. Me parece como si en lugar de
estar escribiendo sobre el matrimonio de Laura lo estuviese haciendo sobre su
muerte.
Día 1 de Diciembre.
Un día triste, muy triste; un día que no tengo ánimo para describir
minuciosamente. Anoche quise olvidarlo pero esta mañana no tuve más
remedio que hablarle a Laura de los planes de Sir Percival respecto al viaje de
novios.
Con la completa convicción de que yo les acompañaría a cualquier sitio al
que fuesen, la pobre niña (pues en muchas cosas es todavía una niña) casi se
sintió feliz ante la idea de conocer Florencia, Roma y Nápoles con todas sus
maravillas. Sentí que se me desgarraba el corazón al tener que desilusionarla y
ponerla cara a la dura realidad. Tuve que decirle que no hay hombre que
admita un rival, aunque éste sea una mujer, que le dispute el cariño de su
esposa cuando acaba de casarse aunque luego tenga mayor tolerancia. Me vi
obligada a decirle que las probabilidades que yo tenía de poder vivir siempre
con ella, en su propia casa, dependían enteramente de que no despertara celos
ni desconfianza en Sir Percival, interponiéndome entre ellos, como la única
depositaría de los secretos más íntimos de su mujer. Gota a gota fui
derramando la amargura profanadora que otorga la sabiduría de este mundo en
aquel corazón puro y en aquella alma inocente, mientras cada una de las fibras
de mi ser y los sentimientos más elevados de mi espíritu se sublevaban ante mi
miserable tarea. Ya pasó todo. Laura ha aprendido la lección, dura e inevitable.
Las dulces ilusiones de su juventud han desaparecido y mis manos son las que
la han despojado de ellas. Mejor es que hayan sido las mías y no las suyas. Es
mi único consuelo.
Así es que aceptó la primera solución. Se marcharán a Italia, y tengo que
prepararme, con la venia de Sir Percival, para esperarlos e instalarme en mi
casa en cuanto retorne a Inglaterra. Dicho en otras palabras, tengo que pedir
un favor por primera vez en mi vida, y pedírselo a un hombre a quien menos
que a nadie quisiera deberle nada ni tener nada que agradecerle. ¡No importa!
Creo que sería capaz de hacer más que eso por el bien de Laura.
Día 2 de Diciembre.
Cuando reviso mis escritos me encuentro con que siempre que me refiero a
Sir Percival lo hago en términos despreciativos. Con los nuevos derroteros que
han tomado los acontecimientos debo y deseo arrancar de mí estos prejuicios
contra él. No sé cuándo los concebí. Antes no los tenía, de eso estoy segura.
¿Es la repugnancia de Laura a ser su mujer lo que me ha hecho
contemplarle como a un enemigo? ¿Es que las justas y comprensibles
sospechas de Hartright han influido en mí sin que yo lo advierta? ¿Es que la
carta de Anne Catherick sigue proyectando sus sombras en mi alma y
acechándome con sus recelos, a pesar de las explicaciones de Sir Percival y de
la prueba palpable que poseo? No sé cuál es el estado de mi propio sentir. De
lo único que estoy segura es de que cumplo mi deber, ahora con doble motivo,
no perjudicando a Sir Percival con mis injustas desconfianzas. Si ha llegado a
ser ya en mí una costumbre el escribir sobre él de este modo tan poco
favorable, debo y quiero romper con esta propensión indigna, incluso si el
esfuerzo me obliga a cerrar las páginas de este cuaderno hasta que se celebre
la boda. Me siento francamente descontenta de mí misma. Y hoy no escribo
más.
Día 16 de Diciembre.
Han pasado quince días y no he abierto el cuaderno. Me he alejado tanto
tiempo de mi Diario para volver a él con el ánimo mejor dispuesto y más
favorable en lo que se refiere a Sir Percival.
No hay mucho que contar sobre estas dos últimas semanas. Los vestidos
están casi todos terminados y los flamantes baúles que llevarán los novios en
el viaje han llegado ya de Londres. ¡Pobre Laura de mi alma! Apenas se
separa de mí en todo el día, y anoche, cuando ninguna de las dos podíamos
conciliar el sueño, vino a mi cuarto y se metió en mi cama para charlar. «Te
voy a perder tan pronto, Marian —me dijo—, que mientras pueda no quiero
desaprovechar ni un momento de estar contigo.
Se van a casar en la iglesia de Limmeridge, y gracias al cielo no se va a
invitar a ninguno de los vecinos para la ceremonia. El único invitado va a ser
nuestro viejo amigo el señor Arnold, que viene de Polesdean para entregar a
Laura, ya que su tío es demasiado delicado para atreverse a salir mientras
sigan estas inclemencias del tiempo que tenemos ahora. Si hoy no estuviese
decidida a no ver las cosas más que por el lado optimista, esta ausencia de
todos los parientes masculinos de Laura en el momento más importante de su
vida me produciría gran tristeza y desconfianza ante el futuro. Pero quiero
acabar con tristezas y desconfianzas, es decir, no hablaré más ni de lo uno ni
de
otro en este Diario.
Sir Percival llega mañana. Nos ha ofrecido, en caso de que deseemos
tratarle con rigurosa etiqueta, escribirle él mismo a nuestro párroco para
pedirle que le diese hospitalidad en la casa rectoral durante los breves días que
permanezca en Limmeridge antes de la boda. Pero en las circunstancias en que
estamos, tanto el señor Fairlie como yo creemos innecesario molestarnos en
respetar estas ridículas formas y ceremonias. En nuestra región, solitaria y
salvaje, y en esta inmensa casa vacía, podemos estar a salvo de los
convencionalismos triviales que embarazan a la gente de otros lugares. Escribí
a Sir Percival agradeciéndole su amable ofrecimiento y rogándole que ocupara
sus antiguas habitaciones, igual que siempre, en Limmeridge.
Día 17 de Diciembre.
Hoy ha llegado, y me ha parecido un poco nervioso y cansado, aunque ríe
y charla como un hombre que está de magnífico humor. Ha traído de regalo
algunas alhajas verdaderamente preciosas que Laura ha aceptado con
elegancia al menos aparentemente, y con completa serenidad. La única señal
que pude advertir del esfuerzo que debía costarle guardar las apariencias en
estos momentos difíciles fue su repentino deseo de no quedarse sola ni un
segundo. En vez de retirarse a su habitación, como de costumbre, parecía
asustada ante esa idea.
Cuando después de almorzar subí esta tarde a mi cuarto para coger el
sombrero y salir a dar un paseo, quiso acompañarme, y luego, antes de cenar,
abrió la puerta que comunicaba nuestros cuartos para poder hablar mientras
nos vestíamos: «Procura que siempre esté ocupada —me dijo—, procura que
siempre esté alguien conmigo. No me dejes pensar Marian. Eso es lo único
que te pido ahora. ¡No me dejes pensar!».
Este hermoso cambio la vuelve aún más atractiva a los ojos de Sir Percival.
Me parece que lo interpreta como más le conviene. Las mejillas y los ojos de
Laura tienen brillo y ardor febril, pero él lo considera como el resucitar de su
belleza y el retorno de su alegría. Durante la cena, ella habló esta noche con
desenvoltura, tan falsa y tan llamativamente distinta de lo que en realidad es,
que yo estaba deseando secretamente hacerla callar y sacarla del comedor. La
sorpresa y el júbilo de Sir Percival parecían no tener límite. El nerviosismo
que creía observar en su fisonomía cuando llegó había desaparecido por
completo; incluso a mis ojos parecía haber rejuvenecido diez años.
No hay duda, —aunque alguna extraña perversidad me impida verlo por
mí misma— de que el futuro marido de Laura es un hombre muy guapo. La
corrección de las facciones otorga una ventaja, y él la tiene. Ojos oscuros y
brillantes, tanto en un hombre como en una mujer, constituyen un gran
atractivo, y los suyos lo son. Incluso la calvicie, cuando sólo abarca la parte
contigua a la frente (como en su caso), es más bien simpática, pues hace la
frente más alta y añade inteligencia al rostro. Gracia y soltura de movimientos,
discreta animación de gestos, don de conversación fácil y flexible, —todos
esos son méritos indudables, y él los posee todos—. ¿No es cierto que no
puede reprochársele al señor Gilmore, quien desconoce el secreto de Laura, su
sorpresa al verla lamentar su compromiso? Cualquiera en su lugar hubiera sido
de la misma opinión que nuestro buen amigo. Si en este momento me
preguntasen qué defectos he descubierto en Sir Percival, sólo le encontraría
dos. Uno, su incesante agitación y nerviosismo, que puede ser la fuente de la
energía extraordinaria de su carácter. Otro, ese modo áspero, seco e irritable
con que habla a los criados, aunque después de todo debe de ser un mal hábito
y nada más. No, no puedo negarlo y no lo hago: Sir Percival es un hombre
muy guapo y agradable. ¡Ya está! Lo he escrito por fin, y me alegro de ello.
Día 18 de Diciembre.
Esta mañana me encontraba cansada y deprimida, dejé a Laura con la
señora Vesey y salí a dar mi habitual paseo corto del mediodía que
últimamente había dejado de hacer. Tomé el camino del páramo, el seco y
amplio que conduce a Todd's Corner, y después de haber andado más de media
hora me sorprendió enormemente ver a Sir Percival que se me acercaba
viniendo de la granja. Andaba muy deprisa, balanceando el bastón, con la
cabeza tan erguida como siempre y su chaqueta de caza desabrochada y
flotando al aire. Cuando nos encontramos no esperó a que yo le hiciera
preguntas. Me dijo en seguida que había estado en la granja a preguntar si la
señora o el señor Todd habían recibido noticias de Anne Catherick desde que
se fue de Limmeridge.
—¿Por supuesto le han dicho que no saben nada? —pregunté.
—Nada en absoluto —contestó—. Empiezo a temer que hemos perdido su
pista. Sabe por casualidad —continuó, mirándome fijamente— si ese artista, el
señor Hartright, estará en condiciones de facilitarnos alguna nueva
información.
—Ni la ha visto ni ha oído nada de ella desde que él se fue de Cumberland
—repliqué.
—Es una pena —dijo sir Percival como si estuviera contrariado y al mismo
tiempo, y extrañamente, dando la impresión de sentirse aliviado—. Es
imposible saber qué desdichas pueden haberle ocurrido a esa pobre criatura.
No puedo decir cuánto me entristece que fracasaran todos mis esfuerzos por
devolverla al cuidado y la protección que precisa con urgencia.
En ese momento sí parecía estar preocupado. Le dije dos palabras banales
propias del caso, y hablamos de otros temas en nuestro regreso a Limmeridge.
¿Será posible que mi encuentro casual haya servido para descubrir otra buena
cualidad suya? Porque es un rasgo que demuestra falta de egoísmo y caridad
pensar en Anne Catherick en las vísperas de su boda, y haberse dado una
caminata hasta Todd's Corner para preguntar sobre ella cuando podía haber
pasado ese tiempo con Laura en forma mucho más agradable. Considerando,
pues, que haya obrado por motivos puramente altruistas, su conducta expresa
una generosidad poco corriente, y merece alabanzas sin reserva. ¡Bueno! Le
dedico estas alabanzas y acabo con él.
Día 19 de Diciembre.
Nuevos descubrimientos en la mina inagotable de Sir Percival.
Hoy empecé a insinuar algo de nuestro proyecto de vivir en la casa de su
mujer cuando la traiga de vuelta a Inglaterra. Apenas había empezado a hablar
cuando me cogió la mano con afecto diciendo que le había propuesto
precisamente la cosa que él más deseaba. Era yo la compañera que soñaba
para su mujer, asegurándome que le había hecho un señalado favor
ofreciéndome vivir con Laura después de la boda, exactamente tan unidas
como habíamos vivido hasta ahora.
Cuando le di las gracias en nombre de ella y en el mío por su amable
condescendencia con nosotras, hablamos de su viaje de novios y de la
sociedad inglesa de Roma, en la que quería introducir a Laura. Nombró a
varios amigos que esperaba ver allí este invierno. Todos eran ingleses, menos
uno; esta excepción era el conde Fosco.
Al oírle mencionar al conde Fosco y saber que el conde y su esposa
probablemente se encontrarían en el continente con los recién casados, vi por
primera vez el matrimonio de mi hermana con buenos ojos. Ello podía poner
fin a una rencilla familiar. Hasta ahora, la condesa Fosco no ha querido saber
nada de su sobrina Laura, rencorosa por el comportamiento del difunto señor
Fairlie a la hora de hacer testamento. Sin embargo, ahora no podrá perseverar
en su actitud. Sir Percival y el conde Fosco son desde siempre íntimos amigos
y sus esposas no tendrán más remedio que tratarse. La condesa Fosco, antes de
casarse, era una de las mujeres más impertinentes que he conocido en mi vida,
caprichosa, vana e insensata hasta el límite de lo absurdo, y si su marido
hubiese conseguido hacerla entrar en razón merecería la gratitud de todos y
cada uno de los miembros de la familia de su mujer, empezando por mí, que
también se lo agradecería.
Estoy deseando conocer al conde. Es el amigo más íntimo del marido de
Laura, y por eso despierta en mí un profundo interés. Ni Laura ni yo le hemos
visto jamás. Todo lo que sé de él es que su presencia casual, hace años, en
Trinitá del Monte, en Roma, libró a Sir Percival de unos ladrones que querían
robarle y asesinarle, pues después de haberle herido en la mano estaban a
punto de darle una puñalada en el corazón. Recuerdo a la vez que cuando el
difunto señor Fairlie se opuso de una manera tan absurda a la boda de su
hermana, el conde le escribió una carta sensata y deferente que —avergüenza
confesarlo— quedó sin respuesta. Esto es todo cuanto conozco del amigo de
Sir Percival. Me gustaría saber si un día regresará a Londres. Me pregunto si
me resultaría agradable.
Estoy dejando correr la pluma y me pierdo en puras conjeturas. Volvamos
a la sombría esencia de los hechos. Es evidente que Sir Percival ha atendido
mi deseo de vivir siempre con su mujer no sólo con amabilidad, sino casi con
afecto. Estoy segura de que el marido de Laura no tendrá quejas de mí si sigo
como hasta ahora. ¡Ya he declarado que es un hombre atractivo y afable,
caritativo con los necesitados y cariñoso y atento conmigo! La verdad es que
no me reconozco a mí misma en esta nueva faceta de mejor amiga de Sir
Percival.
Día 20 de Diciembre.
¡Odio a Sir Percival! Niego de plano su buena presencia. Le considero
eminentemente antipático y desagradable, y carece en absoluto de buenos
sentimientos y de delicadeza. Anoche llegaron a casa las tarjetas del nuevo
matrimonio, Laura abrió el paquete y por primera vez vio impreso su futuro
nombre. Sir Percival echó una ojeada por encima de su hombro sobre la tarjeta
que había convertido a la señorita Fairlie en Lady Glyde, sonrió con odiosa
satisfacción y le murmuró algo al oído. No sé qué le dijo ni Laura ha querido
repetírmelo. Sólo vi que su rostro se volvía lívido y creí que iba a desmayarse.
El no advirtió nada, y parecía ser brutalmente ajeno a haber dicho algo que
pudiera herirla. Mi antigua hostilidad contra él renació en el acto; las horas
que han pasado desde aquel instante no la han disipado. Soy más insensata e
injusta que nunca. Dicho en tres palabras —¡con qué volubilidad las escribe
mi pluma!: yo le odio.
Día 21 de Diciembre.
¿Es que las angustias de estos angustiosos días me han despertado al fin?
Este último tiempo he estado escribiendo en un tono ligero y frívolo que bien
sabe Dios cuán lejos está de mi ánimo y que me ha chocado cuando he vuelto
a releer los apuntes de mi diario.
Quizá se me ha contagiado la excitación febril de Laura en esta última
semana. Si hubiera sido así ya ha pasado el acceso, dejándome en un estado
anímico más bien extraño. Desde la otra noche no puedo deshacerme de la
persistente sensación de que ha de suceder algo que evitará el matrimonio.
¿Por qué se me ha ocurrido esta fantasía? ¿Es el resultado indirecto de mis
dudas respecto al porvenir de Laura? ¿O me la han sugerido la irritabilidad e
intranquilidad creciente que observo en Sir Percival a medida que se acerca el
día de la boda? Imposible decirlo. Sé que tengo esta sensación —la más
absurda, dadas las circunstancias, que jamás haya penetrado en la cabeza de
una mujer—, pero por más que lo intento no llego a descubrir su origen.
El último día todo ha sido confusión y desbarajuste. ¿Qué podría yo
escribir sobre ello? Sin embargo, he de escribir. Todo es preferible a dejarme
destruir por mis pensamientos demoledores.
Para empezar, la buena de la señora Vesey, a quien hemos olvidado y
descuidado mucho últimamente, nos ha proporcionado con la mayor inocencia
una mañana aciaga. Hace ya muchos meses que está tejiendo secretamente un
chal para su querida discípula. Un trabajo precioso y sorprendente para estar
hecho por una mujer de sus años y costumbres. El regalo fue entregado este
mañana, y la pobre Laura, que tiene un corazón de oro, estuvo profundamente
conmovida cuando le colocó el chal sobre sus hombros con orgulloso
entusiasmo la fiel amiga y guardiana de su niñez sin madre. Apenas tuve
tiempo de calmarlas a ambas y serenarme yo misma cuando me envió a buscar
el señor Fairlie para obsequiarme con una larga relación sobre las
precauciones que había adoptado para que el día de la boda no trastornase su
tranquilidad.
«Su querida Laura» iba a recibir el regalo de su tío, una sortija estropeada,
con unos cabellos de su querido tío que ocupaban el lugar de una piedra
preciosa y con una despiadada inscripción en francés, por dentro, sobre eterna
amistad y afinidad sentimental. «Su querida Laura» recibiría inmediatamente
de mis manos esta dádiva enternecedora de modo que tendría tiempo de
recobrarse de la emoción que le produciría el regalo antes de aparecer ante el
señor Fairlie. «Su querida Laura» tendría la amabilidad de hacerle una breve
visita esta tarde, pero sería lo bastante sensata para no hacer escenas. «Su
querida Laura» le vería otra vez la mañana siguiente, vestida de novia, y
también le suplicaba que no le hiciese escenas. «Su querida Laura» le vería
por tercera vez antes de marcharse, pero sin decirle cuándo se iba para no
perturbarle en su sensibilidad, y sin llorar... «Por piedad, por lo que más
quieras, Marian, con la corrección más cariñosa y más íntima, y más deliciosa
y más encantadora, ¡que no llore! ...»
Me indignaron tanto estas tonterías miserables y egoístas, que seguramente
le hubiera molestado con unas verdades duras y tan bastas como nunca oyó en
su vida si la llegada del señor Arnold de Polesdean no me hubiese reclamado a
atender otros asuntos abajo.
El resto del día no puede describirse. Creo que ninguno de los moradores
de la casa podría decir cómo transcurrió. La confusión que crearon diversos y
múltiples pequeños acontecimientos acabó por desquiciarnos a todos. Se
habían enviado a casa algunos trajes que no recordábamos, y hubo que hacer
algunos baúles, deshacerlos y volverlos a hacer; llegaron regalos de amigos
próximos y lejanos, de amigos humildes y opulentos. Todos teníamos unas
prisas innecesarias, llenos de expectación por el día de mañana. Sobre todo Sir
Percival estaba tan inquieto que no era capaz de quedarse cinco minutos en el
mismo sitio. Su característica tos breve y aguda le atormentaba más que
nunca. Se pasó el día entrando y saliendo de casa; de pronto le dio por
interrogar a toda persona extraña que entraba en ella aunque fuese para un
insignificante recado. Todo esto iba unido a la constante obsesión de Laura y
mía de que al día siguiente teníamos que separarnos y al temor que nos
perseguía —aunque ninguna de las dos lo expresáramos—, de que este
deplorable matrimonio pudiera ser el error fatal de su vida y la más
desesperante desdicha para mí. Por vez primera después de tantos años de
inalterable intimidad y unión evitábamos mirarnos a la cara y nos abstuvimos,
de común acuerdo, de hablarnos
solas en toda la tarde. No puedo seguir escribiendo más sobre esto. Sean
cuales fueren las penas y desgracias que me amenacen en la vida, siempre
consideraré este 21 de diciembre como el día más desolado y espantoso de mi
vida.
Estoy escribiendo estas líneas en la soledad de mi cuarto, y hace mucho
que la media noche ha pasado, acabo de asomarme al dormitorio de Laura para
verla dormir en su camita blanca..., la cama en que había dormido desde que
era niña.
Allí estaba tendida, sin tener idea de que la estaba mirando, inmóvil, más
inmóvil de lo que yo esperaba, pero no estaba durmiendo. Al resplandor de la
lamparilla he podido comprobar que sus ojos estaban cerrados del todo y que
entre sus párpados brillaban las lágrimas. Mi modesto regalo —sólo un broche
— estaba sobre su velador junto al devocionario y la miniatura de su padre,
que la acompaña a todas partes. Me quedé un momento más mirándola por
encima de su almohada, estaba muy cerca de mí, un brazo descansaba sobre la
colcha blanca, respiraba tan suave, tan tenuemente, que ni se movía la pechera
de su camisón. Me quedé mirándola, así como la había visto miles de veces y
como ya no volveré a verla más... Hasta que me deslicé otra vez en mi cuarto.
¡Querida mía! ¡Con toda tu belleza y tu fortuna, qué desamparada estás! El
único hombre que daría toda la sangre de sus venas para defenderte se halla
muy lejos de ti; navegando por el terrible mar esta noche tormentosa. ¿Quién
te queda en el mundo? No tienes padre, ni hermano... No existe criatura
viviente que se ocupe de ti, si no es esta inútil y débil mujer que escribe estas
amargas páginas y vela por ti esta noche, aterrada por el fantasma de mañana
con un terror que no puede dominar y una sospecha que no puede vencer.
¡Dios mío, qué tesoro se confiará mañana a las manos de ese hombre! Si lo
olvida alguna vez, si llega a tocar un solo cabello de tu cabeza...
Día 22 de Diciembre.
Siete de la mañana.
Una mañana borrascosa e inestable. Se acaba de levantar, está mejor y más
serena que ayer, ahora que ya llegó el momento.
Diez de la mañana.
Ya está vestida. Nos hemos abrazado, nos hemos prometido mutuamente
no perder el valor. Me he retirado durante unos minutos a mi habitación.
Detrás del remolino y confusión de mis pensamientos puedo distinguir esa
extraña fantasía de que algún acontecimiento inesperado detenga el
matrimonio. ¿Es que también le asalta a él este presentimiento? Le veo desde
la ventana moviéndose de acá para allá entre los carruajes estacionados a la
puerta... ¿Cómo es posible que se me ocurran estas tonterías? El matrimonio
es un hecho inevitable. Antes de media hora salimos para la iglesia.
Once de la mañana.
Todo ha terminado. Ya están casados.
Tres de la tarde.
¡Se han marchado! ¡Me ciegan las lágrimas! No puedo seguir escribiendo...
BLACKWATER PARK, HAMPSHIRE
11 de junio de 1850
Han pasado seis meses. ¡Seis largos y solitarios meses desde que Laura y
yo nos vimos por última vez!
¿Cuántos días he de esperar aún? ¡Uno tan sólo! Mañana, día 12, los
viajeros retornaran a Inglaterra. Apenas puedo concebir mi propia felicidad;
apenas puedo creer que las próximas veinticuatro horas son las del último día
que ha de separarnos a Laura y a mí.
Ella y su marido han pasado todo el invierno en Italia y luego han ido al
Tirol. Vuelven acompañados del conde Fosco y su mujer, que tienen el
proyecto de instalarse en cualquier sitio de los alrededores de Londres y
vivirán en Blackwater Park durante este verano hasta decidir su residencia
definitiva. Con tal de que Laura vuelva me tiene sin cuidado quienes lleguen
con ella. Sir Percival es muy dueño de abarrotar su casa de arriba abajo, si así
le place, a condición de que Laura y yo vivamos juntas.
Mientras tanto aquí estoy instalada en Blackwater Park, «la antigua e
interesante mansión del barón Sir Percival Glyde», según cuentan las crónicas
del condado, y la futura morada de Marian Halcombe, sin título y soltera como
añado yo por mi cuenta, que en este momento se ha instalado en un saloncito
muy acogedor, con una taza de té a su lado y con todo lo que posee
este mundo encerrado en tres cofres y una maleta y colocado a su
alrededor.
Ayer salí de Limmeridge pues el día anterior recibí la deliciosa carta de
Laura enviada desde París. No estaba segura de si los esperaría en Londres o
en Hampshire, pero ella me decía que Sir Percival había propuesto
desembarcar en Southampton y venir directamente a su casa de campo. Habrá
gastado tanto dinero en el viaje que no le quedará nada para afrontar la
expendiosa vida londinense durante el resto de la temporada y le resultará más
económico pasar el verano y el otoño en Blackwater. Laura está harta de
cambios de paisaje y diversiones, y le alegra la perspectiva de vivir en medio
de la rústica tranquilidad y retraimiento que la prudencia de su marido pone a
su disposición. En cuanto a mí estoy dispuesta a ser feliz en cualquier sitio
estando con ella. Así que por ahora todos estamos muy contentos, cada uno a
nuestro modo.
Anoche dormí en Londres, y hoy me he entretenido tanto con varios
recados y encargos que no pude llegar a Blackwater antes del anochecer.
A juzgar por mis vagas impresiones, este sitio es en todo opuesto a
Limmeridge.
La casa se halla situada en un páramo y parece estar encerrada, casi diría
que agobiada, por una arboleda. No he visto a nadie más que al criado que me
abrió la puerta y al ama de llaves, una persona muy correcta, que me condujo
hasta mi cuarto y me ha traído el té. Dispongo de un pequeño salón y del
dormitorio, que están al fondo de un largo pasillo del primer piso. Las
habitaciones del servicio y algunas destinadas a los huéspedes se hallan en el
piso segundo, y todas las salas de estar se encuentran en la planta baja. No he
visto todavía nada de la casa y sólo sé que un ala del edificio tiene, según
dicen, quinientos años, que la casa estaba antes rodeada por un foso y que el
nombre de Blackwater le viene de un lago que hay en el parque.
Acaban de dar las once con un sonido fantasmal y solemne desde el
torreón situado sobre el centro de la casa y que pude distinguir cuando llegué.
Un perro enorme se ha despertado, indudablemente por la campana del reloj y
está aullando y bostezando fúnebremente en alguna parte muy cerca de aquí.
Oigo resonar pasos por los pasillos de abajo, y rechinar de cerrojos y barras de
la puerta de entrada. Por lo visto, los criados van a acostarse. ¿Seguiré yo su
ejemplo?...
No, no tengo sueño. ¿Sueño digo? Me siento como si nunca más pudiera
volver a cerrar los ojos. La mera esperanza de contemplar mañana de nuevo
ese rostro querido y escuchar su voz tan conocida me tiene en un estado de
permanente excitación febril. Si tuviese los privilegios de un hombre,
ordenaría que inmediatamente me ensillasen el mejor caballo de Sir Percival y
me lanzaría a galope hacia oriente hasta que el sol saliera a mi encuentro; sería
un galopar largo, duro, fuerte, sin descanso, un galopar de horas y horas como
la escapada del famoso bandolero a York. Pero como no soy más que una
mujer condenada a tener paciencia, corrección y faldas para toda la vida, tengo
que respetar la opinión del ama de llaves y arreglármelas como pueda de una
manera débil y femenina.
Leer, ni pensarlo. No puedo concentrar mi atención en los libros. Voy a
tratar de escribir hasta que el sueño y la fatiga me venzan. Últimamente he
descuidado mucho mi diario. ¿Qué podría recordar, estando en el umbral de
una nueva vida, sobre las personas y acontecimientos, ocasiones y cambios
que se han sucedido en estos seis últimos meses, el largo, insoportable y vacío
intervalo transcurrido desde el día en que se casó Laura?
El recuerdo de Walter Hartright es el que predomina en mi imaginación,
ése es el primero que ha de pasar en la sombría procesión de mis amigos
ausentes. Recibí unas líneas suyas que me envió después de que la expedición
desembarcó en Honduras, y me pareció que se encontraba más esperanzado y
optimista de lo que yo había notado hasta entonces. Un mes o mes y medio
más tarde leí un artículo copiado de un periódico americano que describía la
salida de los aventureros hacia el interior del país. Se les había visto por última
vez entrando en un bosque salvaje y primitivo, llevando cada hombre el rifle al
hombro y su equipaje en la espalda. Desde aquel instante el mundo civilizado
les perdió de vista. Por mi parte, no he vuelto a recibir ni una línea de Walter,
ni he visto en los periódicos un solo párrafo que hablase de la expedición.
La misma oscuridad densa y desalentadora envuelve el destino y rumbo de
Anne Catherick y de su amiga, la señora Clements. No se ha vuelto a oír nada
de ninguna de las dos. No sabemos si viven en este país o si se han marchado a
otro o si están vivas o muertas. Hasta el procurador de Sir Percival ha perdido
toda esperanza y ha dado orden de dejar por fin la búsqueda inútil de las
fugitivas.
Nuestro buen amigo, el viejo señor Gilmore, ha tenido un desgraciado
contratiempo que interrumpió sus actividades profesionales. Al inicio de la
primavera recibimos la triste noticia de que se le había encontrado sin sentido
en su despacho a causa de un ataque de apoplejía. Hacía mucho que sentía
pesadez y opresión en la cabeza, y su médico le advirtió las consecuencias que
sufriría tarde o temprano si se empeñaba en trabajar como si siguiera siendo
joven. El resultado de todo ello ha sido que ahora está obligado a abandonar su
despacho durante un año por lo menos, y a buscar el reposo de cuerpo y
espíritu en un cambio total de vida y de costumbres. Por tanto, un socio suyo
se ha encargado de llevar el despacho, y él se ha marchado a Alemania para
visitar a unos parientes que tienen allí sus negocios. Así que este otro fiel
amigo y buen consejero también está perdido para nosotras. Confío con toda
mi alma que sólo le hayamos perdido para una temporada.
La pobre señora Vesey vino conmigo hasta Londres. Era imposible dejarla
abandonada en la soledad de Limmeridge, marchándonos Laura y yo, y
decidimos que podía vivir con una hermana soltera, menor que ella, que dirige
una escuela en Clapham. Vendrá aquí este otoño para ver a su discípula, mejor
dicho, a su hija adoptiva. Acompañé a la buena mujer hasta su destino y la
dejé al cuidado de su hermana, llena de feliz esperanza de volver a ver a
Laura, dentro de pocos meses.
En cuanto al señor Fairlie, no creo ser injusta al afirmar que siente un
alivio indecible al ver la casa limpia de mujeres. La idea de que echa de menos
a su sobrina es sencillamente absurda, pues cuando vivía con él dejaba pasar
meses sin tratar de verla, y en cuanto a mí y a la señora Vesey nos dijo al
despedirse que su corazón estaba destrozado porque nos íbamos, lo que yo
interpreto como una confesión de que en secreto se hallaba entusiasmado de
librarse de nosotras. Su último capricho ha sido traer dos fotógrafos a
Limmeridge a los que tiene ocupados todo el día retratando todos los tesoros y
curiosidades que posee. Una copia completa de esta colección de fotografías
se presenta al Instituto de Mecánica de Carlisle, montada sobre las cartulinas
más finas, con un letrero ostentoso en caracteres rojos: «Madonna del Niño, de
Rafael. Propiedad de Frederick Fairlie Esquire»; «Moneda de cobre de la
época de Tiglatpileser. Propiedad de Frederick Fairlie, Esquire»; «Aguafuerte
de Rembrandt, único en su género, conocido en toda Europa con el nombre de
El Tiznado, por un borrón que dejó el pintor en una esquina y que no existe en
ninguna otra copia. Valorada en trescientas guineas. Propiedad de Frederick
Fairlie, Esquire». Antes de salir yo de Cumberland ya se habían hecho docenas
de fotografías por el estilo con estas mismas inscripciones, y quedaban por
hacer cientos de ellas. Con esta nueva e interesante ocupación, el señor Fairlie
será un hombre feliz durante meses enteros; y los dos desventurados
fotógrafos participarán en un martirio social que hasta ahora sólo infligía a su
ayuda de cámara.
Ya he dicho bastante de las personas y sucesos que ocupan un lugar
eminente en mi memoria. ¿Qué diré de la única persona que ocupa un lugar
eminente en mi corazón? Laura ha vivido en mi pensamiento todo el tiempo
que he estado escribiendo estas líneas. ¿Qué podría recordar de ella durante
estos seis meses pasados, antes de cerrar esta noche mi cuaderno?
Sólo poseo sus cartas que pueden iluminarme, pero ninguna de ellas arroja
luz sobre la cuestión más importante de todas cuantas pudiéramos haber
tratado en nuestras cartas.
¿La trata bien su marido? ¿Es más feliz ahora de lo que fue el día en que
nos despedimos, después de su boda? En todas mis cartas le hacía estas dos
preguntas de forma más o menos directa; y todas ellas en este punto han
quedado sin contestar o me contestaba como si yo le preguntase por su salud.
Me repite una y otra vez que está perfectamente, que el viaje es muy de su
gusto, que por primera vez ha pasado el invierno sin haberse acatarrado ni una
vez. Pero no puedo descubrir ni una palabra que me diga claramente si se ha
reconciliado con su matrimonio y que puede volver la vista atrás hasta el
veintidós de diciembre sin sentir la amargura del arrepentimiento. El nombre
de su marido apenas se menciona en sus cartas, como si fuera el de un amigo
que acompañase y se ocupase de la organización de los viajes. «Sir Percival ha
decidido que salgamos tal día.» «Sir Percival dice que vamos a tomar el tren
de...» En alguna ocasión escribe sólo «Percival», pero muy raramente. En
nueve casos de diez utiliza su título.
No me da la sensación de que las costumbres y las ideas de su marido
hayan cambiado ni que hayan influido en algo las de ella. Esa transformación
moral, tan corriente, que se produce de forma imperceptible en una mujer
joven, sensible y juiciosa al casarse, no parecía haber ocurrido en Laura. Me
habla de sus impresiones y de sus pensamientos en medio de todas las
maravillas que está conociendo, exactamente igual que se lo hubiera escrito a
cualquier otra persona si en lugar de viajar con su marido viajase conmigo. No
veo el menor indicio de que exista entre ellos afecto de ningún género. Hasta
cuando deja de hablarme de sus viajes y se ocupa de los proyectos
relacionados con su regreso a Inglaterra lo hace pensando en su futuro como
mi hermana, y de modo persistente evita cualquier alusión a su porvenir como
esposa de Sir Percival. Y en todo esto no existe la menor nota de queja que
pueda advertirme que es muy desgraciada en su matrimonio. La impresión que
saco de nuestra correspondencia, gracias a Dios, no me hace pensar en una
contingencia tan espantosa. Sólo veo una triste apatía, una indiferencia
inmutable cuando la recuerdo en su antiguo papel de hermana y la miro a
través de sus cartas, en su nuevo papel de mujer casada. Dicho en otras
palabras, sigue siendo Laura Fairlie la que me ha estado escribiendo durante
seis meses, y no Lady Glyde.
Este extraño silencio que mantiene en lo referente al carácter y a la
conducta de su marido lo extiende también con idéntica actitud, a su íntimo
amigo, al que escasamente menciona en sus últimas cartas: el conde Fosco.
Por alguna razón oculta, el conde y su mujer parece que cambiaron
bruscamente sus planes a fines del pasado otoño y se marcharon a Viena en
lugar de irse a Roma, donde Sir Percival esperaba encontrarlos al marcharse
de Inglaterra. No salieron de Viena hasta la primavera, en que fueron al Tirol
para reunirse con los novios en el viaje de regreso de éstos. Laura me habla
con cierta franqueza de su encuentro con Madame Fosco, asegurándome que
ha cambiado mucho, que resulta como casada mucho más reposada y sensata
de lo que fue como soltera, tanto que ni la conoceré cuando la vuelva a ver por
aquí. Pero respecto al conde Fosco, que me interesa infinitamente más que su
mujer, Laura se muestra insoportablemente reservada y circunspecta. No me
dice más sino que a ella le desconcierta y que no me dirá qué impresión le
causa hasta que yo lo vea y forme mi propia opinión sobre él. Esto no me hace
esperar nada bueno del conde. Laura ha conservado —mucho mejor que la
mayoría de los adultos—, la sutil capacidad que tienen los niños de reconocer
por instinto a los amigos, y si estoy en lo cierto en suponer que la primera
impresión que le ha producido el conde no ha sido favorable para éste, otra
vez estoy en peligro de dudar y sospechar de este ilustre extranjero antes de
haberle echado la vista encima. Pero paciencia, paciencia. Esta incertidumbre
y otras muchas más no durarán ya mucho tiempo. Mañana estaré en camino de
aclarar todas mis dudas, más tarde o más temprano.
Han sonado las doce y vuelvo a mi cuaderno para cerrarlo después de
asomarme a mi ventana abierta.
Es una noche sin luna, serena y bochornosa. Las estrellas son pocas y no
brillan. Los árboles, que por todas partes rodean al edificio, parecen negros e
impenetrables como un macizo muro de rocas. Oigo el canto de las ranas,
débil y lejano, y los ecos del gran reloj resuenan en la quietud asfixiante
mucho después de que el carillón ha callado. Me pregunto con curiosidad
cómo será el aspecto de Blackwater Park a la luz del día. Porque con la luz de
la noche no me gusta nada.
Día 12 de Junio.
Día de indagaciones y descubrimientos. Un día mucho más interesante, por
varios motivos, de lo que podía esperar.
Como es natural, mi excursión empezó por la casa.
El cuerpo principal del edificio es de la época de aquella gloriosa mujer
que fue la reina Isabel. En la planta baja hay dos galerías interminables, bajas
de techo y paralelas, que resultan aún más oscuras y agobiantes por unos
tétricos retratos de familia que me gustaría ver arder. Las habitaciones que dan
sobre las galerías están bastante bien restauradas, pero apenas se usan. La
complaciente ama de llaves que me sirvió de guía se ofreció a enseñármelas,
pero añadió indecisa que temía que los encontrase algo desordenados. El
respeto que me merecen mis propias faldas y medias excede en mucho al que
pueden inspirarme todas las habitaciones de la reina Isabel que quedan en el
país, y sin vacilar renuncié a explorar las regiones superiores de polvo y mugre
por miedo a ensuciar mi hermoso y limpio vestido. El ama de llaves dijo: «Soy
de su misma opinión, señorita.» Parecía creer que yo era la mujer más sensata
que había conocido desde hacía muchos años.
He hablado del edificio principal. Dos alas se añaden a sus extremos. El ala
semidestruida de la izquierda —mirando la casa por el frente—, fue una
residencia independiente construida en el siglo catorce. Uno de los
antepasados maternos de Sir Percival, no recuerdo cuál ni me importa, unió
nuevas construcciones al edificio principal, bajo ángulos rectos, en la época de
la citada reina Isabel. El ama de llaves me advirtió que esta «a la antigua» se
consideraba, tanto exterior como interiormente, una maravilla arquitectónica,
según aseguraban personas muy entendidas. Poco después pude ver que esas
personas tan entendidas sólo habrían podido ejercitar sus habilidades en esta
antigua propiedad de Sir Percival si previamente hubieran desterrado de su
ánimo todo miedo a humedad, oscuridad y ratas. Por ello no dudé en
declararme poco entendida en la materia y sugerí a mi guía que deberíamos
tratar al «ala antigua» del mismo modo que habíamos tratado las habitaciones
de la reina Isabel. El ama de llaves me contestó con la misma admiración no
disimulada ante mi extraordinario sentido común: «Soy de la misma opinión,
señorita.»
Entonces nos dirigimos al ala de la derecha, que había sido construida en
tiempos de Jorge II y completaba aquella maravillosa promiscuidad
arquitectónica de Blackwater Park.
Era la parte habitable de la casa que habían decorado y restaurado
interiormente con motivo de la llegada de Laura; mis dos cuartos y los mejores
dormitorios de la casa se encuentran en el primer piso, y en la planta baja están
el salón, el comedor, una biblioteca, un salón para el desayuno y un gabinete
precioso acomodado para Laura. Todo ello decorado y amueblado con lujo y
refinamiento modernos. Ninguna de las habitaciones de Blackwater puede
compararse a las salas grandes y espaciosas de Limmeridge; sin embargo,
todas parecían acogedoras. Yo estaba muy asustada por lo que había oído decir
de esta casa, de sus sillas pesadas y rígidas, de sus vidrieras lúgubres, de sus
cortinas deslucidas y rancias, de todos esos armatostes inútiles y horribles que
las gentes que nacen sin sentido de lo confortable acumulan a su alrededor sin
preocuparse de su deber de cuidar que sus huéspedes estén a gusto. He sentido
un alivio indecible al darme cuenta de que el siglo XIX ha invadido esta
extraña mansión que va a ser mi futuro hogar y ha barrido los polvorientos
«viejos tiempos», fuera del alcance de nuestra vida cotidiana.
Me pasé la mañana vagando por la casa... Me entretuve en los cuartos de
abajo y luego en el parque y en la gran plazoleta formada por las tres fachadas
de la casa, junto a la majestuosa verja de hierro y la puerta cochera que la
cerraban de frente. En el centro de la plaza se ve un gran estanque redondo con
los bordes de piedra y en medio de él se levanta la figura de bronce de un
monstruo alegórico. En el estanque saltan pececillos dorados y plateados y lo
rodea una ancha franja de césped, el más suave que pisé en mi vida. Por allí
anduve paseando por el lado sombreado hasta que llegó la hora del almuerzo,
después de la cual me puse el sombrero de paja y salí sola, bajo los cálidos
rayos del sol, a conocer los alrededores.
La luz del día me confirmó la impresión que tuve la noche anterior de que
en Blackwater hay demasiados árboles. La casa está asfixiada por ellos. En su
mayor parte son árboles jóvenes y están plantados demasiado cerca unos de
otros. Sospecho que el anterior propietario de la finca hizo una tala abundante
para vender madera, y sir Percival ha tenido un rabioso empeño en llenar todos
los espacios vacíos con creces y lo más rápido posible. Miré a mi alrededor y
vi frente a la parte izquierda de la fachada un jardín de flores; me encaminé
hacia allí para ver qué podía descubrir en él.
Al acercarme vi que el jardín era pequeño, pobre y poco cuidado. Lo crucé
y, abriendo una cancela que vi en la empalizada, me encontré en medio de una
plantación de abetos.
Un hermoso sendero tortuoso hecho artificialmente me llevó a través de los
árboles, y por lo que sabía de aquella tierra comprendí que me acercaba a un
terreno arenoso y abundante en brezos. Después de haber andado por el
bosque de abetos más de media milla, según mis cálculos, el sendero daba un
brusco giro y me encontré de repente con que los árboles se habían terminado
y me hallaba en una gran explanada a orillas del lago de aguas negras de
dónde le viene el nombre a esta finca.
Todo el terreno en declive que tenía delante estaba cubierto de arena, con
montecillos de brezos que rompían la monotonía del paisaje. Era evidente que
en otro tiempo el lago debió llegar hasta donde me hallaba y poco a poco se
había ido secando y reduciéndose hasta ocupar una tercera parte del tamaño
primitivo. Vi sus aguas tranquilas y estancadas como a un cuarto de milla de
distancia, formando charquitos separados entre sí por montoncillos de tierra,
por ramas y juncos. En la otra orilla, muy lejos de mí, los árboles volvían a
aparecer espesos y oscuros, ocultando a mi vista todo el panorama y reflejando
sus sombras negras sobre las aguas perezosas y poco profundas. Cuando me
acerqué vi que en la orilla contraria el terreno era húmedo y pantanoso,
cubierto de hierba frondosa y con sauces escuálidos. El agua, muy clara en la
parte que bañaba la orilla de arena, descubierta bajo el sol, parecía negra y
emponzoñada en la orilla cenagosa, ensombrecida por las ramas curvadas de
los árboles que caían sobre sus márgenes. Las ranas cantaban y las ratas
saltaron asomando por el agua sombría, como si ellas mismas fuesen sombras
vivientes cuando me aproximé a la orilla pantanosa. Vi allí los restos de una
barca destrozada cuya mitad sobresalía del agua. Sobre su parte seca caía el
reflejo enfermizo de un rayo de sol que penetraba por un claro entre los
árboles, a cuyo calor se refugiaba, traicionera en su inmovilidad y enroscada
curiosamente, una serpiente. A cualquier parte que se mirase, el paisaje sugería
tristeza y desolación y la luz radiante del cielo, en aquel día de verano, parecía
aumentar la lóbrega melancolía y el abandono de aquellos parajes que
alumbraba. Di la vuelta y ascendí al brezal y dejando el sendero me dirigí
hacia una barraca de madera vieja y desportillada, en la parte que daba al
bosque y a la que hasta entonces no había prestado atención, atraída por la
visión del lago grande y salvaje.
Al acercarme a la barraca vi que en algún tiempo había servido para
guardar las embarcaciones y que posteriormente se intentó convertirla en una
glorieta colocando en su interior un banco de pino, unas sillas y una mesa.
Entré y me senté unos instantes para descansar y tomar aliento.
No llevaría en la barraca más de un minuto cuando me sobresaltó ver cómo
el sonido de mi propia respiración, acelerada, estaba secundado por un extraño
eco muy próximo a mí. Escuché con atención y oí una respiración profunda y
dificultosa que parecía proceder de debajo del asiento que ocupaba. Es difícil
que un susto venza mis nervios, pero en aquella ocasión me levanté de un
brinco, asustada. Llamé, nadie me contestó, y armándome de valor me decidí a
mirar debajo del banco...
Allí, acurrucado en el rincón más escondido estaba la desdichada causa de
mi terror, un pobre perro... Un perro de aguas blanco y negro. Cuando lo vi y
le llamé, lanzó un débil aullido pero no se movió del sitio. Corrí el banco y le
miré más cerca. Los ojos del pobre animal estaban ya casi vidriados, y se
veían rastros de sangre en su lustroso costado blanco. La miseria de un ser
débil, abandonado y mudo, es seguramente una de las cosas más tristes y
penosas que se pueden contemplar en el mundo. Lo cogí en mis brazos con el
mayor cuidado y lo deposité en una especie de hamaca que hice recogiendo
los bordes de mi falda. Así llevé al perrito, deprisa y tratando de no hacerle
daño, a casa.
No encontré a nadie en el vestíbulo y subí enseguida a mi salón, hice en
uno de mis viejos chales una cama para el perro y llamé con la campanilla.
Apareció la criada más gorda y alta que puede ser imaginable, llena de una
exultante estupidez capaz de soliviantar la paciencia de un santo. Al ver el
animal herido tendido sobre el suelo, la cara informe y grasienta de la moza se
retorció en una ancha sonrisa.
—¿Qué ve usted aquí de gracioso para reírse? —le dije con la misma
vehemencia que si fuera una criada mía—. ¿Sabe usted de quién es este perro?
—No, señorita; no tengo idea.
Se detuvo, miró la sangrante herida del animal y de repente, su rostro se
iluminó con el resplandor de una revelación y señalando la herida con un
guiño de satisfacción exclamó:
—Esto es cosa de Baxter, sí que lo es.
Yo estaba tan desesperada que estuve a punto de estirarle sus orejas.
—¿Baxter? —dije—. ¿Quién es ese bárbaro que se llama Baxter?
La muchacha volvió a sonreír, aún más contenta.
—¡Pero, señorita por Dios, si Baxter es el guarda de la finca, y cuando
encuentra perros vagabundos que andan por ahí va y les pega un tiro! Es
obligación suya pues es el guarda, señorita. Creo que este perro se morirá. ¿Es
aquí donde le ha pegado el tiro, verdad? Esta es cosa de Baxter, ya lo creo que
lo es. Son cosas de Baxter, señorita, y es su obligación.
En aquel momento me indigné tanto que hubiera deseado que Baxter
hubiera disparado contra la criada en vez de hacerlo contra el perro. Pero
viendo que era imposible esperar que aquella criatura sublimemente obtusa me
ayudase a aliviar algo los sufrimientos del pobre animal tendido a nuestros
pies le dije que avisase al ama de llaves para que hiciese el favor de venir a mi
cuarto. Salió con la misma sonrisa, de oreja a oreja, que exhibía al entrar.
Cuando cerraba la puerta oí que decía muy bajo, a sí misma: «Es cosa de
Baxter y es obligación de Baxter. No es más que eso.»
El ama de llaves, una persona de cierta educación e inteligencia, llegó en
seguida trayendo con precaución un poco de leche caliente y agua templada.
En el momento de ver al perro en el suelo se detuvo y cambió de color.
—¡Dios me ampare! —exclamó el ama de llaves—. Pero si éste debe ser el
perro de la señora Catherick.
—¿De quién? —le pregunté llena de asombro.
—De la señora Catherick. ¿Es que usted conoce a la señora Catherick,
señorita Halcombe?
—Personalmente, no; pero he oído hablar de ella. ¿Vive aquí? ¿Sabe algo
de su hija?
—No, señorita. Vino precisamente a buscar noticias de ella.
—¿Cuándo?
—Ayer mismo. Parece ser que alguien le dijo que en la vecindad se había
visto a una forastera que respondía a las señas de su hija. Pero nosotros no
hemos oído nada ni tampoco saben nada en el pueblo, donde envié para que
hiciesen indagaciones de parte de la señora Catherick. Seguramente trajo aquí
ella al pobre perrito, pues cuando se fue vi que corría a su lado. Supongo que
el pobre animal se perdió entre los abetos y le dispararon un tiro. ¿Dónde lo
encontró usted, señorita Halcombe?
—En ese viejo cobertizo que está cerca del lago.
—¡Ah, sí, está al lado de los abetos! Seguramente el pobre buscó algún
sitio donde refugiarse para morir, como hacen los perros. Si consigue mojarle
los hocicos con un poco de leche, señorita Halcombe, yo trataré de limpiarle la
herida, hay que lavar estos pelos, están llenos de sangre. Me parece que
desgraciadamente ya es muy tarde, pero trataremos de hacer lo que podamos.
¡La señora Catherick! Este nombre resonaba en mis oídos como si el ama
de llaves no hubiera pronunciado más palabras que éstas. Mientras nos
ocupábamos del pobre perro volvieron a mi imaginación las palabras
premonitorias de Walter Hartright: «Si algún día Anne Catherick se cruza en
su camino, señorita Halcombe, aproveche la oportunidad mejor de lo que supe
aprovecharla yo». Por de pronto, el haber hallado el perro de aguas herido me
había hecho enterar de la visita de la señora Catherick a Blackwater Park; este
acontecimiento, a su vez podía llevarme a otros. Me propuse aprovechar la
oportunidad que se me ofrecía para conocer cuanto fuera posible.
—¿Dijo usted que la señora Catherick vive cerca de aquí? —pregunté.
—No, qué va —dijo el ama de llaves—. Vive en Welminghan, justo al otro
extremo del condado... Lo menos a veinticinco millas de distancia.
—¿Supongo que conocerá a la señora Catherick desde hace años?
—Al contrario, señorita Halcombe. No la había visto nunca hasta ayer. Por
supuesto que había oído hablar mucho de ella, porque me habían contado lo
bien que se portó Sir Percival cuidándose de poner en tratamiento médico a su
hija. La señora Catherick se porta de forma algo rara, pero tiene un aspecto del
todo respetable. Se puso fuera de sí cuando comprobó que no se sabía nada —
al menos ninguno de nosotros sabía— de que se había visto aquí a su hija.
—Me interesa bastante la señora Catherick —quise prolongar la
conversación todo lo posible—. Me hubiese gustado llegar ayer a tiempo para
verla. ¿Estuvo mucho rato aquí?
—Sí —contestó el ama de llaves—. Estuvo bastante tiempo. Y de seguro
que hubiera estado más si no me hubiesen avisado para atender a un señor
desconocido que preguntaba cuándo llegaría Sir Percival. La señora Catherick
se levantó y se fue enseguida cuando oyó a la doncella decirme qué quería
aquel señor. Al marcharse me dijo que no era necesario que le hablase a Sir
Percival de su visita. Por cierto que me pareció una observación un poco
absurda, teniendo en cuenta que yo llevo la responsabilidad de todo.
Yo también pensé que lo era. Sir Percival me había hecho creer en
Limeridge que entre él y la madre de Anne existía una gran confianza. Si así
era en realidad, ¿por qué tenía ese empeño en que para él fuese un secreto su
visita a Blackwater Park?
—Probablemente —dije, viendo que mi interlocutora esperaba mi opinión
sobre aquel deseo de la señora Catherick— se figuraba que su visita recordaría
a Sir Percival que su hija no había aparecido y que esto pudiera dolerle. ¿Y
habló mucho de ese asunto?
—Muy poco —contestó el ama de llaves—. Habló sobre todo de Sir
Percival y me hizo mil preguntas sobre el viaje que había hecho, dónde había
estado y cómo era su mujer. Ya le dije que se puso fuera de sí cuando vio que
aquí no existía ni rastro de su hija, pero más bien por indignación que por
tristeza. «La doy por perdida, señora, la doy por perdida», fueron sus últimas
palabras, si mal no recuerdo. Y entonces empezó a hacerme preguntas sobre
Lady Glyde, deseando saber si era guapa, si era agradable, si era joven y rica...
¡Dios mío, ya me parecía a mí que no había remedio! Mire usted, señorita
Halcombe, el pobre animal ha dejado de sufrir.
El perro estaba muerto. Cuando las palabras «joven y rica» salían de labios
del ama de llaves el animal lanzó un débil gemido y se agitó con una última
convulsión. Todo había sucedido con una rapidez sobrecogedora, y en el
momento nuestras manos tocaban un animal exánime.
Ocho de la noche.
Acabo de cenar, sola, abajo. El sol rojo de poniente anda detrás de los
espesos árboles que veo desde mi ventana. Vuelvo a mi diario para aplacar la
impaciencia con que espero el regreso de los viajeros. Según mis cálculos, ya
debían haber llegado. ¡Qué silenciosa y vacía está la casa envuelta en la
quietud somnolienta de la noche! ¡Dios mío! ¿Cuántos minutos faltarán para
que oiga las ruedas del coche y baje corriendo las escaleras para encontrarme
en los brazos de Laura?
¡Pobre perrito! Desearía que mi primer día en Blackwater Park no
estuviera relacionado con la muerte, aunque sólo fuera la de un animal
extraviado.
Welminghan... Volviendo un poco hacia atrás en estas páginas veo que
Welminghan es el nombre del lugar donde habita la señora Catherick. Aún
conservo su breve nota, su respuesta a aquella carta sobre su desdichada hija
que Sir Percival me obligó a escribir. Uno de estos días, cuando encuentre una
ocasión oportuna, iré a ver a la señora Catherick y llevaré conmigo su carta,
que me introducirá ante ella, y tal vez la señora Catherick me dirá algo más en
una entrevista personal. No comprendo su empeño en ocultar su visita a Sir
Percival, y sobre todo no me siento tan segura como el ama de llaves parece
estar de que su hija no está cerca de aquí. ¿Qué hubiera dicho Walter Hartright
en estas circunstancias? ¡Pobre querido Hartright! Ya empiezo a echar de
menos su disposición a ayudar y sus honrados consejos.
Me parece que he oído algo. ¿Son los criados que se precipitan a la puerta?
¡Sí! Oigo las ruedas de un coche. Oigo piafar los caballos. ¡Fuera mi diario, mi
pluma, mi tinta! Los viajeros han regresado. ¡Mi querida Laura está por fin en
casa de nuevo!
Día 15 de junio.
La confusión causada por su llegada ha tardado en apaciguarse. Han
pasado dos días desde que regresaron los viajeros y este tiempo ha bastado
para dar un nuevo ritmo a nuestra vida en Blackwater Park. Quisiera volver a
mi Diario para intentar seguir contando todo lo que suceda con la misma
continuidad.
Me parece que tengo que empezar por una singular observación que me ha
venido a la mente al reunirme de nuevo con Laura.
Cuando dos miembros de una familia o dos amigos íntimos se separan, uno
de ellos para irse de viaje y el otro para quedarse en casa, cuando vuelve el
que estuvo viajando su primer encuentro siempre parece dejar en situación de
penosa inferioridad al que se ha quedado en casa. Al chocar de repente nuevas
ideas y costumbres adquiridas ansiosamente por el primero con las antiguas
costumbres e ideas pasivamente mantenidas por el otro, al principio parece
que entre los familiares más unidos y los amigos más íntimos se establece una
separación entre los dos de forma que de repente ambos se sienten extraños
inesperada e inevitablemente. Después de los primeros momentos de felicidad
que sentí al abrazar a Laura, cuando ambas nos sentamos, cogidas de la mano,
con el fin de recobrar el aliento y la serenidad para poder hablar, experimenté
instantáneamente aquella sensación de extrañeza y me di cuenta de que ella
también la tenía. Ahora en parte ya ha desaparecido, al volver poco a poco las
dos a nuestras viejas costumbres y es probable que pronto desaparezca del
todo. Pero lo cierto es que ha influido en la primera impresión que ella me dio,
ahora que hemos vuelto a vivir bajo el mismo techo, y por esta causa me ha
parecido conveniente mencionarlo en este lugar.
Laura me ha encontrado como siempre, pero yo la encuentro cambiada. Ha
cambiado físicamente, y en cierto modo ha cambiado también su modo de ser.
No puedo afirmar que esté menos guapa de lo que era, sólo diré que a mí me
parece menos guapa. Los demás, los que no la vean ni con mis ojos ni bajo la
sombra de los recuerdos que guardo de ella, es posible que la encuentren
embellecida. Su rostro tiene mejores colores, sus rasgos son más firmes, han
adquirido redondez; su figura está más definida y sus movimientos son más
seguros y graciosos de lo que eran antes de su boda. Pero cuando la contemplo
echo algo de menos en su persona, algo que antes poseía Laura Fairlie, la niña
feliz y despreocupada y que ahora no encuentro en Lady Glyde. Antes existía
en su rostro una viveza, una dulzura, una ternura continuamente variable pero
presente constantemente, un encanto que no puede explicarse con palabras ni
trasladarse a los lienzos, como solía repetir el pobre Hartright. Y ésta ha
desaparecido. Me pareció que por unos segundos surgió un débil reflejo de esa
belleza la noche de su regreso cuando, al verme de nuevo, la emoción la hizo
palidecer; pero jamás ha vuelto a aparecer. Ninguna de sus cartas me había
preparado para pensar en este cambio de su persona. Al contrario, me habían
hecho pensar que el matrimonio no la había alterado casi, al menos en
apariencia. ¿Será que antes leí mal sus cartas y ahora leía mal en su
fisonomía? ¡No importa! Si su belleza ha aumentado o ha disminuido en estos
últimos seis meses, nuestra separación la ha vuelto para mí más querida y más
amada que nunca, y ésta es una consecuencia agradable de su boda, ¡ésta al
menos!
El otro cambio, el que he observado en su carácter, no me ha sorprendido
porque ya estaba preparada para ello por el tono de sus cartas. Ahora que de
nuevo está en su casa encuentro que muestra el mismo empeño por no entrar
en detalles de su vida de casada cuando habla conmigo, como lo demostró en
sus cartas durante el tiempo en que sólo pudimos comunicarnos por escrito. Al
primer intento que hice de tratar este tema prohibido me puso una mano sobre
los labios, con un gesto y una mirada que me hicieron recordar
conmovedoramente los días de antes y los tiempos felices en los que no había
secretos entre nosotras dos.
—Aunque estemos juntas, Marian —dijo—, las dos estaremos más
contentas y seremos más felices si aceptamos mi vida de casada, sea lo que
sea, y si hablamos de ella lo menos posible. Te lo diría todo de mí misma,
querida —continuó, atando y desatando nerviosamente el lazo de mi cinturón
—, si mis confidencias pudiesen limitarse a eso. Pero no sería así. Me vería
obligada a hacerte confidencias relacionadas con mi marido, y ahora que estoy
casada, creo que por bien suyo, por bien tuyo, por el mío y por el de todos,
tengo que evitar hacerlo. No es que diga que ello te atormentaría o me
entristezca. No quisiera por nada del mundo que lo pensases. Pero es que
quiero ser feliz, feliz del todo ahora que te tengo de nuevo, y quiero que
también lo seas tú...
Se interrumpió bruscamente, mirando a su alrededor en la habitación, en
mi salón, donde nos hallábamos entonces.
—¡Ah! —gritó, juntando sus manos con una alegre sonrisa de
reconocimiento—. ¡Otro viejo amigo que he recuperado! Tu estantería de
libros, Marian; tu estantería de madera de áloe, tan vieja, tan usada, tan
pequeña y tan simpática. ¡Cuánto me alegro de que la hayas traído de
Limmeridge, y también ese horrible paraguas de hombre, tan pesado y tan
enorme que podías pasear aunque estuviera lloviendo! Y ante todo y sobre
todo, tú misma, tu querido rostro moreno, inteligente, que me mira como
antes. Me parece que aquí estoy otra vez en casa. ¿Qué más podríamos hacer
para encontramos aún más en ella? Voy a colocar el retrato de mi padre en tu
cuarto en vez de tenerlo en el mío, y a traer todos mis tesoros de Limmeridge,
y todos los días me pasaré horas y horas contigo, entre estas cuatro paredes
amigas. ¡Marian! —dijo de repente, sentándose en un escabel a mis pies y
mirándome fijamente a los ojos—. ¡Prométeme que nunca te casarás y que
estarás siempre conmigo! Parece egoísta decirte esto pero te aseguro que estás
mucho mejor sola y soltera..., a menos... a menos que estés muy enamorada de
tu marido. Pero no vas a querer a nadie más que a mí..., ¿verdad?
Otra vez se calló de repente, escondió su rostro entre mis manos, que ella
había cruzado sobre mi regazo.
—¿Has escrito muchas cartas en estos meses y has recibido también
muchas? —me preguntó con voz baja y súbitamente alterada.
Comprendí el significado de aquella pregunta, pero creí mi deber no
facilitarle el camino.
—¿Sabes algo de él? —continuó, obligándome a que le perdonara esta
súplica que se aventuraba a formular directamente, besándome las manos
mientras seguía ocultando en ellas su rostro.
—¿Está bien, es feliz, sigue trabajando en su profesión? ¿Se ha recobrado
o me ha olvidado?
No debió haberme hecho estas preguntas. Debió haber recordado la
promesa que se hizo a sí misma la mañana en que Sir Percival la obligó a
mantener su compromiso nupcial y me entregó, para siempre, el álbum de
dibujos de Hartright. Pero, ¡ay Dios mío!, ¿quién es el ser humano tan cabal
que pueda perseverar en un buen propósito sin errar o volver a tropezar?
¿Quién es la mujer que ha logrado arrancar de raíz en su alma la imagen
adorada que el amor más puro grabó una vez en ella? Los libros nos dicen que
esas criaturas sobrenaturales han existido, pero ¿qué responde a esas
afirmaciones de los libros nuestras propias experiencias?
No intenté siquiera discutírselo, quizá porque apreciaba sinceramente su
temerario candor, que me descubría lo que otras mujeres en su situación
hubieran ocultado aun a su más íntima amiga... Quizá porque mirando el
fondo de mi propio corazón comprendía que yo en su lugar hubiese
preguntado lo mismo y hubiese sentido como ella. Todo lo que honradamente
podía hacer e hice fue contestarle que ni le había escrito ni sabía nada de su
vida en esta última temporada, y luego dirigir la conversación hacia otros
temas menos peligrosos.
Esta primera entrevista confidencial que tuvimos después de su vuelta me
hizo sentirme triste por muchas razones: el cambio que su matrimonio supuso
para nuestras relaciones, pues por primera vez en nuestras vidas existía entre
nosotras un tema prohibido, y la convicción desoladora de que todo
sentimiento cálido, toda confianza cordial, estaban ausentes en sus relaciones
con su marido, una convicción dada a su pesar por sus propias palabras; el
penoso descubrimiento de que la influencia de aquel malhadado amor (no
importa que fuese inocente e inofensivo) seguía arraigado en su corazón.
Todas estas son revelaciones que entristecerían a cualquier otra mujer que la
adorase tanto como yo y que sintiese sus penas con tanta intensidad como yo
lo hacía.
Tan sólo me queda un consuelo..., un consuelo que puede aliviarme de
estas penas, y que en efecto me las alivia. Todo el atractivo y encanto de su
carácter, la sincera ternura de su corazón, la gracia dulce, sencilla y femenina
que la hacía ser querida y admirada de cuantos la rodeaban, todo eso de nuevo
está conmigo desde que ha vuelto. A veces me inclino a dudar un poco de las
otras impresiones, pero de esta última, la mejor y más feliz de todas ellas, cada
hora del día estoy más segura.
Pero ahora voy a ocuparme de sus compañeros de viaje. Ante todo debo
dedicar mi atención a su marido. ¿Qué he observado en Sir Percival desde su
vuelta que pueda hacer más favorable la opinión que tengo sobre él?
Es difícil decir algo. Parece que desde que ha llegado no ha tenido más que
preocupaciones y contrariedades, y aunque sean poco importantes no hay
hombre que en semejantes circunstancias conserve su atractivo. Creo que ha
adelgazado desde que se marchó de Inglaterra. Luce extenuado y su constante
intranquilidad ha aumentado notablemente. Su comportamiento, al menos su
comportamiento conmigo, es mucho más negligente de lo que era antes. La
noche que llegaron me saludó con menos cortesía y urbanidad, por no decir
con ninguna, de la que solía usar en otros tiempos, —nada de amables
palabras de saludo, ninguna señal de que nuestro encuentro le causara una
especial alegría—, sólo un breve apretón de manos y una respuesta seca:
—Cómo está, señorita Halcombe; me alegro de volver a verla.
Daba la impresión de que me aceptaba como uno de los atributos
inevitables de Blackwater, que estaba contento de encontrarme colocada en su
sitio, para luego pasar a otras cosas.
La mayor parte de los hombres revelan en su propio hogar lo que
mantienen oculto en otras partes, y Sir Percival ha resultado ser un maníaco
del orden y de hábitos invariables, lo cual para mí es una verdadera revelación
con respecto a lo que conocía antes de su carácter. Si cojo un libro de la
librería y lo dejo sobre la mesa, me sigue y vuelve a colocarlo en su lugar; si
me levanto de una silla y la dejo en el lugar en que me había sentado, él se
levanta y con mucho cuidado la devuelve a su sitio junto a la pared. Recoge de
la alfombra hojas de los ramos de flores y gruñe y se indigna por lo bajo,
como si se tratasen de brasas que pudieran agujerearla; si ve una arruga en un
mantel o falta un cuchillo riñe a los criados como si le hubieran insultado
personalmente.
He aludido a las pequeñas contrariedades que parece haber encontrado a su
retorno. Una gran parte del cambio que he observado en él se debe, tal vez, a
dichas contrariedades. Trato de persuadirme a mí misma de ello para que no
me resulte descorazonador pensar en el porvenir. Desde luego que para un
hombre es duro encontrarse con un disgusto en el instante en que pone los pies
en su casa después de una larga ausencia; y, en efecto, a Sir Percival le ocurrió
este desagradable percance, y yo misma lo presencié.
La noche de su llegada el ama de llaves me siguió al vestíbulo para recibir
a su señor y a sus huéspedes. En cuanto la vio, Sir Percival quiso saber si
alguien había preguntado por él últimamente. El ama de llaves le contó lo que
ya me había dicho a mí: que un señor desconocido había venido a informarse
sobre la fecha del regreso del señor. Le preguntó en seguida el nombre del
desconocido. No había querido dejar su nombre. ¿Qué negocios le habían
llevado allí? No había dicho una palabra de negocios. ¿Cómo era aquel señor?
El ama de llaves trató de describírselo, pero no consiguió mencionar ninguna
particularidad en la figura o en el aspecto del desconocido mediante la cual su
señor pudiera identificarlo. Sir Percival frunció el ceño, dio un golpe con el
pie en el suelo, furioso, y entró en la casa sin hacer caso a ninguno de los
presentes. Por qué le habrá afectado tanto una tontería, lo ignoro; pero lo
cierto es que le afectó mucho, no cabía duda.
En conjunto, tal vez sea mejor si me abstengo de formar una opinión
definitiva sobre su conducta, sobre sus modales y lenguaje dentro de su propia
casa, hasta que el tiempo le permita olvidar los disgustos, sea cual sea su
significado, que ahora evidentemente atormentan en secreto su espíritu. Abriré
una página nueva y mi pluma dejará de momento en paz al marido de Laura.
Los dos huéspedes, el conde y la condesa Fosco, son a los que les llega
ahora el turno en mi diario. Voy a ocuparme antes de la condesa para hablar de
ella lo más brevemente posible.
Laura no había exagerado al escribirme que no iba a reconocer a su tía
cuando la viese de nuevo. Jamás he comprobado en ninguna mujer que el
matrimonio la hubiera transformado tanto como en el caso de la condesa
Fosco.
Cuando la conocí, como Eleonor Fairlie y con treinta y siete años, no
dejaba de decir pretenciosos disparates y mortificaba constantemente a los
infortunados hombres con todos los caprichos que una mujer vanidosa y tonta
puede imponer al indulgente sexo masculino. Como Madame Fosco, con
cuarenta y tres años de edad, es capaz de permanecer sentada horas y horas sin
decir una palabra en un extraño estado de ensimismamiento. Los repugnantes
y ridículos tirabuzones que antes le caían a cada lado de la cara han sido
reemplazados por unos ricitos cortos y recogidos, de los que suelen verse en
las pelucas pasadas de moda. Cubre su cabeza con una sencilla cofia que le
hace parecer, por primera vez en su vida, una mujer decente. Nadie puede ver
ahora (exceptuando, por supuesto a su marido) lo que antes mostraba a
cualquiera. Me refiero a la estructura del esqueleto femenino en su parte
superior, que incluye clavículas y omoplatos. Ahora se viste con modestos
trajes negros y grises que le tapan el cuello; trajes de los que se hubiera reído o
hubiera abominado, según el humor del momento, cuando era soltera; se sienta
callada en un rincón y sus manos blancas (tan secas que hasta los poros de su
piel parecen de cal) trabajan incesantemente, bien en algún bordado
interminable, bien en hacer más y más cigarrillos para el consumo particular
del conde. En las pocas ocasiones en que sus fríos ojos azules dejan de fijarse
en su trabajo, contempla a su marido con esta mirada de interrogación muda y
sumisa que todos conocemos en los ojos de perros fieles. El único indicio de
calor interior que he podido descubrir tras su reserva glacial se manifiesta
alguna que otra vez en forma de unos reprimidos celos de tigresa que le inspira
cualquier mujer (las criadas incluidas) a la que hable o mire el conde con algo
parecido a un especial interés o atención. Excepto este detalle, se pasa el día
entero (dentro o fuera de casa, con tiempo hermoso o frío) tan fría como una
estatua y tan impenetrable como la piedra de que está tallada. Respecto a los
efectos sociales es indudable que este cambio ha sido muy beneficioso para los
que la rodean, puesto que se ha transformado en una mujer correcta, silenciosa
y apacible, que no molesta nunca a los demás. Lo que haya podido cambiar
realmente en su interior, es ya otra cuestión. Una o dos veces he visto cambios
muy bruscos en la expresión de sus labios fruncidos, o he observado
inflexiones tan alteradas en el sonido de su sosegada voz que me hicieron
sospechar que ese estado de constante represión puede ocultar algo peligroso
de su ser, que con la libertad de su vida anterior se evaporaba de una manera
inofensiva. Es muy posible que me equivoque al sostener esta idea. Sin
embargo, mi impresión personal es que estoy en lo cierto. El tiempo dirá lo
que sea.
¿Y el mago que ha llevado a cabo esta transformación milagrosa, el marido
extranjero que ha domado a esta mujer inglesa, antes tan voluntariosa, hasta el
punto de que ni sus propios familiares la reconocen..., el propio conde Fosco?
¿Quién es el conde?
Diré sólo dos palabras; tiene el aspecto de poder domar a cualquiera. Si en
lugar de haberse casado con una mujer se hubiese casado con una tigresa, de
igual forma la hubiera domado. Si se hubiera casado conmigo, yo le hubiera
hecho los cigarrillos lo mismo que se los hace su mujer, y me hubiera callado
ante su mirada, lo mismo que ella.
Casi me asusta confesarlo, aunque sea en estas páginas secretas. Este
hombre me interesa, me atrae y me hace sentir que me gusta. Solamente en
dos días ha conseguido que le mire con buenos ojos, y no soy capaz de
explicar cómo se ha obrado este milagro.
¡Lo que me deja de verdad asombrada es cómo se ha quedado grabado en
mi mente para que le recuerde con la misma facilidad que si te estuviera
viendo! ¡Cuánto más fácilmente puedo evocarle a él que a Sir Percival, o al
señor Fairlie, o a Walter Hartright, o a cualquier otra persona cuando no la
veo, con la única excepción de Laura! Puedo escuchar su voz como si
estuviera hablando a mi lado; puedo recordar lo que dijo ayer con la misma
exactitud que si me lo estuviera diciendo ahora. ¿Cómo podría describirle?
Hay particularidades de su aspecto, de sus costumbres, de sus gustos, de los
que me hubiese burlado en los términos más sangrantes y hubiera ridiculizado
sin piedad en otro hombre. ¡Qué es lo que sucede para que no me sea posible
ridiculizarlas en él, ni burlarme siquiera?
Por ejemplo, es inmensamente gordo. Hasta ahora yo tenía una aversión
especial hacia todas las personas corpulentas. He sido siempre opuesta a esa
creencia popular de que la gordura en exceso de las gentes está en relación
directa con el buen humor también en exceso, lo cual equivale a decir que no
engordan más que personas agradables, o que el aumento casual de unas
cuantas libras de carne ejerce una influencia marcadamente favorable sobre el
natural de la persona en cuyo cuerpo se han acumulado. He combatido
invariablemente estas dos creencias tan absurdas, recopilando ejemplos de
gordos que fueron tan crueles, mezquinos y viciosos como los más delgados y
malvados de sus prójimos. Yo preguntaba si Enrique VIII tenía un carácter
agradable, si el Papa Alejandro VI era un hombre bueno, si los asesinos señor
y señora Manning no eran ambos dos personas extraordinariamente robustas,
si las nodrizas, estas mujeres de proverbial crueldad, incomparable con todo lo
que se ha conocido en Inglaterra, no eran en su mayor parte tan gordas como
muy poco se ha conocido en Inglaterra... Seguiría tiempo y tiempo citando
docenas de ejemplos, antiguos y modernos, de compatriotas y extranjeros, de
opulentos y de humildes. Poseyendo todas estas demostraciones tan
definitivas, y con toda la convicción que tengo sobre lo que afirmo, confieso,
sin embargo, que siendo el conde Fosco tan gordo como podría serlo Enrique
VIII, sin estorbo ni obstáculo de su odiosa corpulencia, y en estos pocos días,
ha logrado ganarse todas mis simpatías. ¡Es realmente extraordinario!
¿Quizá esto se deba a su rostro?
Se parece mucho, de una manera extraordinaria, a Napoleón el Grande.
Sus facciones poseen la misma espléndida corrección de líneas, y su expresión
evoca la majestuosa serenidad, la potencia inamovible del rostro del Gran
Soldado. Es cierto que este parecido sorprendente me chocó desde el
principio, pero aún hay algo que me ha causado una impresión más fuerte.
Creo que este influjo, cuyo origen quiero encontrar, proviene de sus ojos. Son
los ojos grises más insondables que jamás he visto, y en ocasiones tienen un
brillo frío, claro, bello e irresistible, que me obliga a mirarle y me hace
experimentar sensaciones que no desearía sentir. Otras partes de su rostro y de
su cabeza tienen también sus particularidades extrañas. Por ejemplo su cutis es
de una palidez singularmente amarillenta, tan poco adecuada con el color
castaño oscuro de su cabello que sospecho que usa peluca y su rostro, afeitado
por completo, es más suave y está más libre de arrugas y de marcas en la piel
que el mío, a pesar de que el conde (según lo que ha contado de él Sir
Percival) está frisando con los sesenta años. Mas no son éstas las especiales
características personales que le distinguen, a mi parecer, de todos los demás
hombres que he conocido. La señal más peculiar que le hace único entre los
demás mortales, está sobre todo y ante todo y hasta donde puedo afirmar por
ahora, en la expresión y en la fuerza extraordinaria de sus ojos.
Sus modales y el dominio absoluto que posee de nuestro idioma han
contribuido hasta cierto punto a que gane mi aprecio. Escucha a una mujer con
una deferencia sosegada, con una mirada llena de un interés plácido y vivo. Le
habla con una voz que trasluce una gran delicadeza interior, y ello, hay que
decirlo, resulta irresistible para cualquiera de nosotras. Por supuesto que su
insólito dominio de la lengua inglesa le ayuda mucho. He oído con frecuencia
que los italianos poseen una facilidad asombrosa para dominar nuestro idioma
nórdico, duro y seco. Pero hasta que he conocido al conde Fosco no podía
sospechar que un extranjero llegase a hablar inglés como lo hace él. Hay
ocasiones en las cuales es difícil apreciar y distinguir si el que habla es o no un
auténtico inglés, pues su acento y su fluidez son tales que hay poquísimos
compatriotas nuestros que puedan hablar evitando tan bien pausas y
redundancias como el conde. Puede ser que construya las frases de un modo
más o menos extranjero pero jamás le he escuchado una expresión incorrecta
ni he observado que dude un momento en la elección de la palabra justa.
Los rasgos más insignificantes de este hombre extraño tienen algo que
impresiona por su originalidad y que le dejan a uno perplejo por lo
contradictorios que resultan entre sí. Con lo gordo y viejo que es, sus
movimientos son asombrosamente ligeros y elegantes. En un salón, es tan
silencioso como cualquier mujer. Y aún hay más: a pesar de su aspecto, que
demuestra una inequívoca fuerza espiritual, es tan nervioso y sensible como la
más débil de nosotras. Se estremece al menor ruido inesperado, tanto como la
misma Laura. Ayer tarde tembló de horror y de pena al ver que Sir Percival
golpeó a uno de sus perros de aguas, tanto que sentí vergüenza de mi poca
ternura y sensibilidad en comparación con las del conde.
Por cierto que este incidente me hace pensar en una de sus peculiaridades
más curiosas sobre la que aún no he hablado: su extraordinaria ternura con los
animales.
Ha dejado algunos en el continente, pero ha traído consigo a esta casa una
cacatúa, dos canarios y una familia de ratones blancos. El mismo se ocupa en
atender las necesidades de esos extraños favoritos a los que ha enseñado a
quererle y conocerle. La cacatúa, que es un pájaro traidor y malvado con todo
el mundo, parece adorar a su amo. Cuando saca el pájaro de la jaula, éste salta
sobre sus rodillas, trepa como puede por su cuerpo enorme, hacia arriba, y
frota su tupé contra la cetrina doble barbilla con ternura casi inconcebible. No
necesita más que abrir la jaula de los canarios y llamarlos, para que estos
deliciosos cantores magistralmente enseñados vuelen hasta sus manos, sin
temor alguno, se posen sobre sus gordos dedos y salten de uno a otro, cuando
él les manda que suban escaleras, y canten todos juntos al llegar al dedo más
alto hasta casi desgañitarse de placer. Sus ratones blancos viven en una especie
de pagoda dibujada y construida por él, con alambres pintados de alegres
colores. Están casi tan domesticados como los canarios, y constantemente
salen de su guarida como aquéllos. Suben a su amo, corretean por su chaleco y
se sientan por parejas, como bolitas de nieve, sobre sus potentes hombros.
Parece que los ratones le encantan más que los demás animales; les sonríe, los
besa y los llama con nombres cariñosos. Si fuera posible concebir a un inglés
propenso a estos gustos y diversiones tan infantiles es absolutamente seguro
que se avergonzaría de exteriorizarlos, y delante de otros adultos buscaría
excusas a sus debilidades. Pero el conde, por lo que parece, no ve nada
ridículo en el asombroso contraste entre su colosal tamaño y sus diminutos y
frágiles favoritos. Es capaz de besar a sus ratones blancos y cantar a sus
canarios en una reunión de cazadores de zorros, y de seguro que, si éstos se
rieran a carcajadas viéndolo, los compadecería como a unos pobres bárbaros.
Apenas puede creerse, ni casi yo misma lo creo mientras lo escribo,
aunque es absolutamente cierto, que este hombre que mima a su cacatúa con la
ternura de una solterona y que juega con sus ratones blancos compitiendo en
agilidad con un niño organista, pueda hablar, si ocurre algo que lo incite a
hacerlo, con tal audacia de pensamiento, con tal cantidad de lecturas en todos
los idiomas y con tal experiencia de la mejor sociedad, que le es familiar en la
mitad de las capitales de Europa, que ello le situaría en un lugar privilegiado
en cualquier reunión del mundo civilizado. Pues este maestro de canarios, y un
arquitecto de pagodas para ratones blancos es (el mismo Sir Percival me lo ha
dicho) uno de los químicos experimentales más famosos en la actualidad, y ha
descubierto, entre otras maravillas, un medio de petrificar los cadáveres y de
conservarlos duros como el mármol hasta el final de los siglos. Este hombre
gordo, indolente y viejo, cuyos nervios están tan tensos que al menor ruido
extraño se sobresalta, que tiembla cuando pegan a un perro, a la mañana
siguiente después de su llegada entró en las perreras y puso su mano sobre la
cabeza de un sabueso encadenado tan fiero que el mismo lacayo que le trae
comida se mantiene fuera de su alcance. La condesa y yo estábamos presentes
y nunca olvidaré la escena siguiente, aunque fue muy breve.
—Señor, tenga cuidado con el perro —dijo el lacayo—; se echa encima de
cualquiera.
—Amigo mío, se echa encima de los que le temen —contestó el conde con
la mayor tranquilidad—. Vamos a ver qué hace conmigo.
Y como la cosa más natural del mundo, puso sus dedos amarillos y
regordetes, por los que diez minutos antes habían trepado los canarios, sobre la
cabeza de la formidable bestia y la miró fijamente a los ojos.
—Todos los perros grandes sois unos cobardes —le dijo con desprecio,
acercando mucho su rostro a la cabeza del animal. Serías capaz de huir de un
indefenso gato, endemoniado cobarde. Todo aquel a quien cojas desprevenido,
todo aquel que tenga miedo de tu inmenso cuerpo, de tus afilados dientes
blancos y de tu bocaza babosa, sedienta de sangre, será la víctima de tu
ferocidad. Ahora mismo podrías estrangularme si quisieras, miserable
fanfarrón, y ni siquiera te atreves a mirarme, porque sabes que no te temo.
¿Quieres pensarlo mejor y probar a meter tus dientes en mi cuello tan gordo?
¡Cá! No eres capaz.
Se volvió, riéndose del estupor de los palafreneros, y el animal, cabizbajo,
retrocedió hacia la perrera.
—¡Vaya por Dios!, mi chaleco blanco tan impecable —dijo, desconsolado.
Cuánto lamento haber venido aquí. Este animal me ha ensuciado el chaleco
con sus babas.
Estas palabras expresan otra de sus incomprensibles rarezas. Tiene la
misma debilidad por la buena ropa que el necio más presumido; y en los dos
días que lleva en Blackwater Park ha aparecido con cuatro distintos y lujosos
chalecos, todos ellos de colores claros y llamativos e inmensamente amplios,
aun para él.
Su tacto y clarividencia en las cosas de poca importancia es algo tan
notable en él como las singulares contradicciones de su carácter y las infantiles
trivialidades de sus gustos y entretenimientos en general.
Ya he observado que desea vivir en perfecta armonía con todos nosotros
durante su permanencia en esta casa. Es evidente que se ha dado cuenta de que
él no le resulta grato a Laura (ella misma me lo ha confesado, obligada por mis
preguntas), pero también ha descubierto que es una amante de las flores. Y en
cuanto manifiesta deseos de un ramillete, tiene uno para ofrecerle, recogido y
compuesto por él mismo, y lo que me hace más gracia es que en el mismo
momento obsequia con otro ramo compuesto exactamente de las mismas
flores y ordenado de la misma manera a su celosísima esposa, antes de que
ésta pueda sentirse agraviada. Es digno de verse cómo trata a la condesa (en
público). Se inclina ante ella, habitualmente la llama «mi ángel», lleva a los
canarios sentados en sus dedos, a su lado y hace que canten para ella, le besa
la mano cuando ella le entrega sus cigarrillos y, a cambio de ello, la obsequia
con dulces y confites de una caja que lleva en su bolsillo y se los pone en la
boca. La vara férrea con que la gobierna no aparece jamás en público, pues es
una vara privada, que nunca sale de sus habitaciones.
Conmigo emplea un medio muy diferente para congraciarse. Halaga su
vanidad hablándome con la seriedad y la sensatez con que hablaría a un
hombre. ¡Sí! me doy cuenta de ello cuando está ausente; sé que está halagando
mi vanidad, lo sé cuando estoy en mi habitación; sin embargo, cuando baje
para encontrarme de nuevo en su compañía, ¡él volverá a cegarme y volveré a
dejarme halagar como si no me hubiera dado cuenta de nada! Me puede
manejar igual que a su mujer y a Laura, que al sabueso del corral y al mismo
Sir Percival, a todas horas del día.
«Mi buen Percival, cómo me gusta ese carácter inglés tan brusco y
sincero...» «Querido Percival, cómo admiro esa solidez de criterio en ustedes
los ingleses. Así detiene tranquilamente las observaciones e ironías más rudas
de Sir Percival cuando éste se burla de sus gustos y diversiones afeminados,
llamando al barón por su nombre de pila; sonriéndole con aire de superioridad,
dándole golpecitos en la espalda y tratándolo con la misma benevolencia que
demostraría un padre ante un hijo díscolo.
El interés que no puedo menos de sentir por ese hombre original y extraño
me ha llevado a preguntar a Sir Percival detalles de su vida pasada.
Sir Percival sabe muy poco de él, o no me quiere contar más. El conde y él
se encontraron por primera vez en Roma, hace años, en las dramáticas
circunstancias a que he aludido en otro lugar de este Diario. Desde entonces
han estado constantemente juntos en Londres, en París y en Viena, pero nunca
han vuelto a verse en Italia, pues el conde, y esto es bastante raro, no ha vuelto
a cruzar la frontera de su patria desde hace muchos años. ¿Será quizá víctima
de alguna persecución política? Sea lo que fuere, él parece tener un interés
patriótico por no perder de vista a ninguno de sus conciudadanos que se hallan
en Inglaterra. La noche que llegaron preguntó a qué distancia estábamos de la
ciudad más próxima y si conocíamos a algún señor italiano que estuviera
establecido allí. Lo cierto es que mantiene correspondencia con gente del
continente, porque las cartas que recibe traen sellos a cuál más raro de todas
partes imaginables, y esta mañana vi una que habían puesto al lado de su sitio
en la mesa cuando íbamos a desayunar, que tenía un gran membrete que
parece oficial. ¿Tal vez mantiene correspondencia con su gobierno? Pero esto
no concuerda con mi primera idea de que puede ser un exiliado político.
¡Cuánto he escrito sobre el conde Fosco! Como diría el pobre señor
Gilmore en su estilo impenetrable de hombre de negocios, ¿y todo ello a qué
conduce? Sólo quiero repetir que siento, aunque lo conozco desde tan breve
tiempo, una extraña atracción por el conde, mitad voluntaria, mitad a mi pesar.
Parece haber extendido sobre mí la misma influencia que evidentemente ya
ejerce en Sir Percival. Por muy despreocupado, e incluso rudo, que éste sea en
algunas ocasiones con su gordo amigo, tiene miedo de ofender seriamente al
conde. ¿Será que lo temo yo también? Lo cierto es que jamás conocí a hombre
alguno en mi vida que me hiciera temer tanto que se convirtiese en mi
enemigo. ¿Es porque me gusta o porque le tengo miedo? Chi sa..., como diría
el conde Fosco en su propio idioma. ¿Quién sabe?
Día 16 de junio.
Hay algo que hoy puedo comentar además de mis propias ideas e
impresiones. Ha llegado un visitante desconocido por completo para Laura y
para mí y aparentemente, completamente inesperado para Sir Percival.
Estábamos todos almorzando en un salón con ventanas francesas que da a
la galería, y el conde (que engulle pasteles como jamás he visto a ningún otro
ser humano, salvo las alumnas internas) nos estaba haciendo reír, al pedir con
toda seriedad su cuarta tarta, cuando entró un criado anunciando al visitante:
—Sir Percival, el señor Merriman acaba de llegar y desea verle
inmediatamente.
Sir Percival se estremeció al tiempo que miraba al criado con una
expresión de alarma y de enojo.
—¿El señor Merriman? —repitió, como si desconfiara de sus oídos.
—Sí, señor, el señor Merriman, de Londres.
—¿Dónde está?
—En la biblioteca, Sir Percival.
En cuanto oyó la respuesta Sir Percival se levantó bruscamente y sin decir
palabra se precipitó fuera de la estancia.
—¿Quién es el señor Merriman? —preguntó Laura dirigiéndose a mí.
—No tengo la menor idea —fue todo lo que pude contestarle.
El conde había terminado su cuarta tarta y se había dirigido a una mesa
lateral para contemplar a su maligna cacatúa. Se volvió hacia nosotras, con el
pájaro encaramado en su hombro.
—El señor Merriman es el procurador de Sir Percival —dijo plácidamente.
El procurador de Sir Percival. Esta era una respuesta directa a la pregunta
de Laura y sin embargo, en tales circunstancias no nos satisfacía. Si el señor
Merriman hubiera sido hecho venir expresamente por su cliente no tendría
nada de extraño que hubiera salido de la ciudad obedeciendo a sus órdenes.
Pero cuando un abogado hace un viaje desde Londres hasta Hampshire, sin
que nadie le haya enviado a buscar, y cuando su llegada a la casa de un
caballero hace estremecer a éste, hay que dar por sentado que el visitante es
portador de noticias muy graves e inesperadas; noticias que pueden ser buenas
o malas, pero en cualquier caso no pueden ser insignificantes como las que se
reciben todos los días.
Laura y yo seguimos sentadas a la mesa silenciosamente un cuarto de hora
o más, preguntándonos con inquietud qué habría sucedido y esperando que Sir
Percival volviera pronto. Pero él tardaba en regresar y nos levantamos de la
mesa para salir del salón.
El conde, tan atento como siempre, se acercó a nosotras, desde el rincón en
que había estado dando de comer a la cacatúa, y con el pájaro en su hombro
nos abrió la puerta. Laura y la condesa Fosco salieron las primeras. Cuando
me disponía a seguirlas, me hizo una seña con la mano y me habló de la
manera más extraña antes de que yo atravesase el umbral.
—Sí —dijo, contestando tranquilamente a la idea que yo tenía entonces
clavada en mi mente, como si se la hubiese confiado expresándola con
palabras. Sí, señorita Halcombe, ha sucedido algo.
Estuve a punto de contestar: «Yo no le he preguntado nada», pero la
maligna cacatúa agitó sus recortadas alas y profirió un chillido que me dejó
con los nervios a flor de piel, así que lo único en que pensé fue en dejar la
habitación.
Me reuní con Laura al pie de la escalera. Sus pensamientos eran los
mismos que los míos, los que el conde Fosco había sorprendido, y cuando me
habló sus palabras parecían el eco de las del conde. Ella también me confió en
secreto el miedo que tenía de que hubiese sucedido algo.
Antes de acostarme tengo que añadir algunas líneas a lo que he anotado
hoy.
Unas dos horas después de que Sir Percival hubiera abandonado la mesa
para recibir a su procurador, el señor Merriman, salí de mi cuarto para dar un
paseo a solas por los pinares. Cuando estaba en el rellano de la escalera, se
abrió la puerta de la biblioteca y los dos señores salieron de ella. Creyendo que
podía molestarles si aparecía en aquel momento decidí esperar a bajar a que
hubiesen cruzado la entrada. Aunque hablaban en voz baja, las palabras que
pronunciaron llegaron con toda claridad a mis oídos.
—Tranquilícese, Sir Percival —oí decir al abogado—. Todo depende de
Lady Glyde.
Ya iba a regresar a mi cuarto, pero al escuchar de labios de un extraño el
nombre de Laura me detuve instantáneamente. Está muy mal y es muy
incorrecto escuchar pero ¡qué mujer, entre todas las que existen, es capaz de
regular sus acciones por las estrictas ordenanzas del honor, cuando éstas le
señalan un camino, y sus sentimientos y los intereses que aquellas alimentan le
señalan otro?
Escuché, pues, y hubiera escuchado lo mismo cuantas veces me hallara en
idénticas circunstancias, incluso con la oreja pegada a la cerradura si no
pudiese hacerlo de otra forma.
—¿Comprende usted bien, Sir Percival? —continuó el abogado—. Lady
Glyde tiene que firmar en presencia de uno o dos testigos si quiere usted
exagerar las precauciones, y luego tiene que poner su dedo sobre la Biblia y—
decir: «Otorgo y firmo por mi propia voluntad.» Si esto se consigue, en una
semana queda todo perfectamente solucionado y no tenemos por qué
preocuparnos. Si no pudiera...
—¿Qué quiere usted decir con «si no pudiera»? —preguntó Sir Percival
con enfado—. Si hay que hacerlo se hará. Se lo prometo, Merriman.
—Exacto, Sir Percival, exacto; pero en todas las transacciones existen dos
alternativas, y a los abogados nos gusta considerarlas a ambas, una frente a la
otra. Si a pesar de todo y por alguna circunstancia especial no se pudiera llegar
a un acuerdo, espero que conseguiré que los otros acepten letras a noventa
días. Pero el modo de conseguir el dinero cuando venzan las letras...
—¡Al demonio con las letras! El dinero ha de conseguirse de una sola
manera, y yo le aseguro que así se conseguirá. Antes de irse tome un vaso de
vino, Merriman.
—Muy agradecido Sir Percival, pero no puedo perder un instante si he de
alcanzar el tren. ¿Me dará noticias cuando quede el asunto resuelto? No olvide
que tiene que obrar con cautela...
—Por supuesto que no lo olvidaré. Ya tiene usted el tílburi esperándole a la
puerta. Mi lacayo le conducirá en un santiamén a la estación. ¡Benjamín, corre
todo lo que puedas! Sube, rápido. Si el señor Merriman pierde el tren, tu
pierdes el puesto. Agárrese bien, Merriman, y si vuelca cuente con que el
diablo protegerá lo que es suyo.
Con esta bendición final el barón dio media vuelta y se dirigió hacia la
biblioteca.
No había oído mucho, pero lo poco que llegó a mis oídos fue suficiente
para dejarme muy preocupada. Este «algo» que «había sucedido», era, y se
veía demasiado claro, un serio apuro económico, y dependía de Laura que Sir
Percival saliese de él. La perspectiva de verla envuelta en las secretas
dificultades de su marido me llenaron de angustia, agravada sin duda tanto por
mi ignorancia en asuntos de dinero como por mi profunda desconfianza hacia
Sir Percival. En lugar de irme a pasear como me proponía, fui al cuarto de
Laura para comunicarle inmediatamente lo que había escuchado.
Recibió estas malas noticias sin inmutarse, y eso me sorprendió. Era
evidente que sabía más de lo que yo sospechaba acerca del carácter y de los
apuros de su marido.
—Ya me lo temía —me respondió—, cuando dijeron que había venido
aquel extraño caballero que no quiso dejar su nombre.
—¿Quién crees tú que sería ese caballero? —le pregunté.
—Alguien que tiene mucho que reclamar a Sir Percival y que ha sido la
causa de la visita del señor Merriman —contestó.
—¿Conoces algo sobre esas reclamaciones?
—No, nada; ni el menor detalle.
—¿No firmarás sin leer antes lo que vas a firmar?
—Por supuesto que no, Marian. Todo lo que pueda hacer por él que sea
justo y no perjudique a nadie, lo haré... con tal de que tu vida y la mía sigan su
curso más feliz posible. Pero no haré nada a ciegas, pues algún día podría ser
motivo de que nos avergonzáramos de ello. Dejemos este tema por ahora. Te
has puesto el sombrero. ¿Qué te parece si nos vamos a dar una vuelta por el
campo y nos olvidamos de este mediodía?
Al salir de casa nos dirigimos hacia el lugar más sombreado.
Cuando pasábamos por un lugar en el que los árboles de la parte frontal de
la casa dejaban un espacio abierto, vimos al conde Fosco paseando,
exponiéndose al sol abrasador de aquella calurosa tarde de junio. Se había
puesto un ancho sombrero de paja adornado con una cinta color violeta. Una
blusa azul con profundos y fantásticos bordados cubría su cuerpo colosal y la
sujetaba en el sitio en que otrora habría tenido la cintura, con una ancha correa
de cuero rojo. Los pantalones de Nanking lucían también bordados blancos de
fantasía en la parte de los tobillos, y se calzaba con purpúreas pantuflas moras.
Estaba cantando la famosa canción de Fígaro de «El barbero de Sevilla», con
esta vocalización fácil que sólo se escucha en gargantas italianas,
acompañándose con la mandolina, que tocaba levantando los brazos hacia lo
alto con movimientos extáticos, contorsionándose graciosamente e inclinando
la cabeza al estilo de una obesa Santa Cecilia disfrazada de hombre. «¡Fígaro
quà, Fígaro là. Fígaro sù, Fígaro giù!», cantaba el conde, hasta que nos vio.
Entonces levantó en alto el instrumento con garbo, saludándonos con la misma
eterna gracia y elegancia con que lo hubiera hecho el propio Fígaro a los
veinte años —Laura, te doy mi palabra de que este hombre sabe algo sobre los
apuros de Sir Percival —le dije cuando devolvimos al conde el saludo desde
cierta distancia.
—¿Qué es lo que te hace pensar eso? —preguntó.
—¿Por qué iba a saber si no, que el señor Merriman es el procurador de Sir
Percival? —repliqué—. Además, cuando yo salía del comedor detrás de ti
después de almorzar, me dijo, sin que yo le hubiese preguntado nada, que
había sucedido algo. Así que sólo con esto, sabe más que nosotras.
—Incluso si lo sabe, no le preguntes nada. ¡No te fíes de él!
—Parece que no le tienes mucha simpatía, Laura. ¿Qué es lo que ha dicho
o hecho que justifique tu rechazo?
—Nada Marian. Al contrario me ha colmado de amabilidades y atenciones
durante nuestro viaje de vuelta, y varias veces supo aplacar los arrebatos de
cólera de Sir Percival mostrando la mayor consideración hacia mí. Quizá me
desagrada que tenga mucha más influencia que yo sobre mi propio marido.
Quizá hiere mi orgullo el que tenga que agradecerle sus intervenciones. Sólo
puedo decirte que me desagrada.
El resto de la tarde y la velada pasaron con cierta quietud. El conde y yo
jugamos al ajedrez. Me dejó ganar amablemente las dos primeras paradas, y
luego, cuando vio que yo había descubierto la maniobra, se disculpó, y en diez
minutos en la tercera partida me dio jaque mate.
Sir Percival no aludió en toda la noche a la visita del abogado. Pero bien
sea por este suceso o por cualquier otro lo cierto es que parecía haberse
producido en su estado de ánimo un cambio feliz. Con todos nosotros estuvo
amable y cortés, como en la época en que hacía méritos en Limmeridge, y con
su mujer se mostró de tal modo cariñoso y atento que hasta la glacial Madame
Fosco se quedó mirándole con profunda sorpresa. ¿Qué significa todo esto?
Creo que puedo adivinarlo y temo que también Laura pueda adivinarlo, y
estoy segura de que el conde Fosco lo sabe. En más de una ocasión, durante el
transcurso de la noche, capté las miradas que le dirigió Sir Percival buscando
su aprobación.
Día 17 de Junio.
Día de acontecimientos. Espero fervientemente que no tenga luego que
añadir que fue también día de desastres.
Durante el desayuno, Sir Percival guardó idéntico silencio que la noche
anterior respecto al misterioso «acuerdo» (como lo había calificado el
abogado) que se cierne sobre nuestras cabezas. Sin embargo, una hora después
entró de repente en el salón donde su mujer y yo estábamos esperando a
Madame Fosco con nuestros sombreros puestos para salir, y preguntó por el
conde.
—Esperamos verle aquí enseguida —contesté.
—Es el caso —dijo Sir Percival, dando vueltas por el cuarto y lleno de
nerviosismo— que necesito que el conde y su mujer vengan conmigo a la
biblioteca para la formalización de un documento, y también necesito que
vengas tú, Laura, un instante.
Se detuvo y pareció que sólo entonces se daba cuenta de que estábamos
preparadas para marcharnos, y dijo:
—¿Acabáis de entrar o pensáis salir?
—Pensábamos irnos todos al lago, pero si tienes otros planes... —dijo
Laura.
—No, no —contestó con precipitación—; mis planes pueden esperar, y lo
mismo me da hablaros después del almuerzo que después del desayuno. ¡Van
todos hacia el lago? Una buena idea; yo también voy a darme una mañana de
asueto y me voy con vosotros.
Su comportamiento no dejaba lugar a dudas, aunque sus palabras pudieran
confundirnos por la insólita buena disposición que expresaban para sacrificar
sus propios planes a la conveniencia de los demás. Era obvio que se sentía
aliviado al encontrar una excusa para posponer las formalidades del asunto
que le esperaba en la biblioteca. Sentí cómo se me encogía el corazón de
miedo a lo que pudiese ocurrir.
En aquel momento se reunieron con nosotros el conde y su esposa. Ella
llevaba en la mano la tabaquera bordada de su marido y su provisión de papel
para confeccionar los eternos cigarrillos. El conde, vestido como siempre con
su amplia blusa y su sombrero de paja, iba cargado con la pagoda de su familia
de ratones a los que sonreía como a nosotros, con una ternura irresistible.
—Contando con su amabilidad —nos dijo— he traído mi pequeña familia
de ratoncitos, mis pobres pequeños, inocentes, preciosos, para que tomen el
aire con nosotros. Hay muchos perros en casa. ¿Cómo voy a dejar a mis niños
blancos, pobrecillos a merced de los perros? ¡Eso jamás!
A través de las barras de la alegre pagoda acarició, paternal, a sus
pequeños, a sus niños blancos y nos fuimos todos hacia el lago.
Al llegar al bosque Sir Percival se separó de nosotros. Forma parte de su
incesante movilidad el separarse de sus compañeros de paseo en ocasiones
como ésta y entretenerse solo cortando ramas para hacerse bastones. El simple
acto de cortar y tallar, sea lo que sea, parece complacerle. Ha llenado la casa
de bastones hechos por él que no ha utilizado ni siquiera dos veces. Después
de usar un bastón una vez pierde todo interés en él y no piensa en otra cosa
que en hacer otros.
En la caseta de los botes volvió a reunirse con nosotros. Voy a repetir toda
la conversación tal como siguió cuando nos instalamos en nuestros asientos.
Es una conversación importante, en lo que a mí se refiere, porque me ha
inclinado a desconfiar seriamente de la influencia que el conde Fosco ejercía
sobre mis ideas y sentimientos y a resistirme a ella en el futuro con la mayor
resolución.
La caseta de los botes era lo suficientemente grande como para acogernos
a todos pero Sir Percival permaneció fuera, adornando con una navaja su
último bastón. Las tres mujeres nos sentamos en el ancho banco. Laura sacó su
labor, Madame Fosco comenzó a preparar sus cigarrillos y yo, como de
costumbre, no tenía nada que hacer. Mis manos han sido y seguirán siendo
siempre torpes como las de un hombre. El conde, bonachón, cogió un taburete
demasiado pequeño para él y empezó a balancearse apoyando la espalda
contra la pared del cobertizo, que crujía bajo su peso. Colocó la pagoda sobre
sus rodillas, y como de costumbre dejó que los ratones treparan sobre él. Son
animalitos graciosos y de aspecto inocente, pero por algún motivo verlos
corretear sobre el cuerpo de un hombre no me resulta atractivo. Ello hace que
mis propios nervios respondan correteando y me sugiere ideas siniestras sobre
los que mueren en una prisión, con los animales que habitan las mazmorras
acosándoles.
La mañana era nublada y ventosa; las bruscas alteraciones de luz solar y
sombra en la superficie del lago hacían el paisaje aún más salvaje, fúnebre y
tormentoso.
—Hay gentes que llamarían a esto pintoresco —dijo Sir Percival,
señalando con su bastón a medio terminar el vasto panorama—. Yo lo califico
de mancha denigrante en la finca de un caballero. En tiempos de mi bisabuelo
el lago llegaba hasta aquí. ¡Vedlo ahora! No tiene ni cuatro pies de
profundidad y está cuajado de charcos y lodazales. Me gustaría poder secarlo
y rellenarlo. El mayordomo (un idiota supersticioso) me asegura que el lago
está maldito, lo mismo que el Mar Muerto. ¿Qué opina usted, Fosco? Este sitio
parece a propósito para un asesinato, ¿verdad?
—¡Mi buen Percival! — protestó el conde— ¿Dónde ha dejado su lógica
británica? No hay profundidad suficiente para que el cuerpo permanezca
oculto; la arena está por todas partes, así que quedarían las huellas de los
asesinos. Este es el peor lugar que mis ojos hayan visto para cometer un
crimen.
—¡Tonterías! —dijo Sir Percival clavando con furia la navaja en su bastón
—. Ya sabe usted lo que quiero decir. Me refiero a la soledad de estos
lugares..., al escenario tenebroso. Si quiere entenderme, bueno, y si no lo
quiere, no pienso molestarme en dar otras explicaciones.
—¿Por qué no —preguntó el conde— cuando su idea puede explicarla
cualquiera en dos palabras? Si el asesinato fuera a cometerlo un necio,
escogería este lago antes que nada; mas si el asesinato intentara cometerlo un
hombre inteligente, sería éste el último lugar que escogería. ¿Es esa su idea?
Si lo es, ya tiene usted la explicación a la medida. Acéptela, Percival, con el
beneplácito de su buen amigo Fosco.
Laura contemplaba al conde dejando traslucir en su rostro su falta de
simpatía por él. Fosco estaba ocupado con sus ratones y no se daba cuenta de
ello.
—Lamento que el lago y sus alrededores puedan relacionarse con una idea
tan horrible como la de un asesinato —dijo—, y si el conde Fosco divide a los
asesinos en dos clases he de decir que está muy afortunado al elegir las
palabras. El calificarlos sólo de necios me parece demostrar una indulgencia
que no merecen. Y al hacerlo de inteligentes me parece que se incurre en una
manifiesta contradicción. Siempre he oído decir que los hombres realmente
inteligentes son también buenas personas y aborrecen el crimen.
—Querida señora —dijo el conde— esos son sentimientos admirables y
los he visto estampados como modelos en los cuadernos de caligrafía.
Levantó una mano con un ratoncito sentado en su palma y se dirigió al
animal con su habitual grandilocuencia:
—Mi querido y encantador ratoncito, mi blanco bribonzuelo —le dijo—,
he aquí una lección de moral para ti. Un ratón realmente sabio es un ratón
realmente bueno. Ten la bondad de comunicárselo a tus compañeros y no
volver a roer las barras de vuestra jaula en vuestra vida.
—Es muy fácil utilizar la parte ridícula de las cosas, —dijo Laura
resueltamente— pero no le será a usted tan fácil, conde Fosco, ponerme el
ejemplo de un hombre sabio que haya sido un gran criminal.
El conde encogió sus anchos hombros y sonrió a Laura del modo más
amigable.
—¡Exacto! —dijo—. El crimen de un necio es el que se descubre, y el
crimen de un hombre inteligente es el que no se descubre jamás. Si pudiera
ponerle un ejemplo no podría ser por tanto el de un criminal inteligente.
Querida Laura Glyde, nada puedo hacer frente a su perfecto sentido común
inglés. Esta vez el jaque mate ha sido para mí ¿verdad, señorita Halcombe?, ja,
ja...
—Laura, prepara tus baterías —dijo con sorna Sir Percival, que había
escuchado el diálogo desde la puerta—. Dile ahora que el criminal se delata a
sí mismo. Fosco, aquí tiene usted otra porción de moral sacada de libros de
caligrafía. El criminal se delata a sí mismo. ¡Qué infernal patraña!
—Pues yo creo que eso es verdad —dijo Laura muy serena.
Sir Percival soltó una carcajada tan estruendosa, tan zahiriente, que a todos
nos dejó desconcertados, y al conde Fosco más que a ninguno.
—Yo también lo creo —dije, acudiendo en auxilio de Laura.
Sir Percival, que se había mostrado indescriptiblemente divertido con la
observación de su mujer, pareció indignarse en la misma proporción con la
mía. Tiró al suelo con rabia el bastón que acababa de hacer y se alejó de
nosotros.
—¡Pobre, querido Sir Percival! —dijo el conde, siguiéndolo con una
mirada burlona—. Es víctima del despecho inglés. Pero mis queridas Lady
Glyde y señorita Halcombe, ¿ustedes creen realmente que el criminal se delata
a sí mismo? Y tú, ángel mío, ¿crees también eso? —continuó dirigiéndose a su
mujer, que no había pronunciado una palabra hasta ese momento.
—Espero a estar más enterada —replicó la condesa en tono de cortante
censura, dirigida sin duda a Laura y a mí— para decidirme a dar mi opinión
ante caballeros tan bien informados.
—¿Es cierto eso, condesa? —dije yo—. Recuerdo muy bien los tiempos en
los que usted abogaba por los derechos de las mujeres, y uno de ellos era el
derecho femenino a la libertad de opinión.
—¿Cuál es su punto de vista en este asunto, conde? —dijo la condesa
dirigiéndose a su marido sin hacerme caso y continuando tranquilamente
haciendo sus cigarrillos.
El conde, antes de contestar, acarició pensativo a uno de sus ratoncitos en
su orondo meñique.
—Es realmente asombroso —dijo al fin— ver la facilidad con que la
sociedad se consuela a sí misma de sus peores defectos recurriendo a unas
cuantas frases altisonantes. La maquinaria que utiliza para descubrir los
crímenes es miserable en su ineficacia, pero se inventa un epigrama moral que
dice que funciona bien y se consigue con ello cegar a todo el mundo para que
no vea sus errores. ¿Los delincuentes se delatan a sí mismos, no es eso? ¿Y el
asesinato siempre se descubre (otro epigrama moral), no es así? Lady Glyde,
pregúntele usted al comisario que investiga crímenes en una gran ciudad si
esto es verdad. Pregúntele usted, señorita Halcombe, a cualquier oficinista de
cualquier compañía de seguros si es esto verdad. Lea usted los periódicos. En
los pocos casos de que dan cuenta ¿no se ven ejemplos de cadáveres
encontrados y de asesinos desaparecidos? Añada a los casos de los que se
informa a la policía aquellos de los que no se informa, y a los cuerpos que se
encuentran aquellos que no se encuentran, y ¿a qué conclusión llegamos? A
ésta: a que existen delincuentes necios que se dejan descubrir y criminales
inteligentes que escapan. ¿Qué decir que un delito quede oculto o se descubra?
El reto que se establece entre la policía por un lado y el individuo por el otro.
Cuando el criminal es un necio, bruto e ignorante, gana la policía en nueve
casos de diez. Cuando el criminal es una persona resuelta y educada, con
inteligencia despierta, pierde la policía de nueve de diez. Si la policía gana,
habitualmente todos se enteran. Si la policía pierde, normalmente ustedes no
se enterarán de nada. Y sobre esta precaria base erigen ustedes su cómoda
máxima moral de que el criminal se delata a sí mismo. En efecto..., cuando se
trata de crímenes de los que ustedes saben. Pero ¿y el resto?
—¡Eso es diabólicamente cierto y está muy bien expuesto! —gritó una voz
a la entrada de la caseta.
Sir Percival había recobrado su ecuanimidad y había vuelto mientras
escuchábamos al conde.
—Algo de eso puede ser cierto —dije yo—, y puede estar muy bien
expuesto. Pero lo que no llego a comprender es por qué el conde Fosco celebra
con tal exultación el triunfo del criminal sobre la sociedad, ni por qué Sir
Percival aplaude con tanto entusiasmo su defensa.
—¿Lo oye, Fosco? —preguntó Sir Percival—. Siga usted mi consejo y
haga las paces con su auditorio. Dígales que la virtud es admirable. Le
garantizo que eso les gustará.
El conde prorrumpió en una risa silenciosa, y dos o tres ratoncitos blancos
que se paseaban por su chaleco, alarmados por las violentas convulsiones en la
superficie bajo sus patas, se dieron a la fuga para refugiarse, empujándose
unos a otros, en su jaula.
—Sir Percival, son las señoras las que deben explicarme lo que es la virtud
—dijo—. Están más autorizadas que yo para ello, porque saben qué es la
virtud y yo no.
—¿Le están oyendo? —dijo Sir Percival—. ¿No es espantoso?
—Es cierto —dijo el conde, tranquilo—. Soy un ciudadano del mundo, y
me he tropezado con tantas clases de virtudes que no podría decir, a pesar de
mi avanzada edad, cuál es la verdadera virtud y cuál la falsa. Aquí, en
Inglaterra, existe un concepto de lo virtuoso, y en China existe otro diferente.
Y el John inglés dice, mi virtud es la auténtica. Y el John chino dice mi virtud
es la auténtica. Y yo le digo sí a uno, o no al otro, y estoy tan desorientado
respecto a lo que me dice el John que lleva polainas como a lo que me dice el
John que lleva coleta. ¡Ratoncito mío, querido ratoncito, ven y dame un beso!
¡Cuál es tu opinión particular sobre el hombre virtuoso, mi pre—pre—
precioso? El hombre que te tenga caliente y te dé mucha comida. También es
un buen concepto, pues es, cuando menos, comprensible.
—Escuche un momento, conde —le interrumpí—. Si aceptamos sus
teorías, en Inglaterra poseemos por lo menos una virtud indiscutible de la que
carecen los chinos. Las autoridades chinas matan a millares de inocentes con
pretextos tan frívolos como horrendos. Los ingleses estamos libres de
semejantes culpas; nosotros no cometemos esos crímenes tan monstruosos y
aborrecemos con toda el alma derramar sangre.
—Muy bien, Marian —dijo Laura—. Bien pensado y bien dicho.
—Por favor, permitan al conde que continúe —dijo Madame Fosco con
severa cortesía—. Ya verán ustedes, mis jóvenes amigas, que él jamás habla
sin tener excelentes razones para ello.
—Gracias ángel mío —contestó el conde—. ¿Quieres un bombón?
Y sacando de su bolsillo una preciosa cajita con incrustaciones llenas de
dulces, la puso abierta sobre la mesa.
—«Chocolat á la Vanille» —anunció este hombre impenetrable,
sacudiendo alegremente la caja con confites y haciéndonos reverencias—,
ofrecido a Fosco en homenaje a esta deliciosa compañía.
—Conde, tenga la amabilidad de continuar y conteste a la señorita
Halcombe —dijo su esposa, pronunciando mi nombre con malicia.
—No tengo respuesta para la señorita Halcombe —replicó el exquisito
italiano—; mejor dicho, a lo que acaba de decir. ¡Sí! Estoy de acuerdo con
ella. John Bull aborrece los crímenes de John el chino, pues ese anciano
caballero es muy rápido en descubrir los defectos de sus vecinos y muy lento
para conocer los suyos, aunque hayan dejado su huella sobre la faz de la
Creación. ¡Es mejor el que procede de este modo que aquellos a quienes
condena por proceder a su manera? La sociedad inglesa, señorita Halcombe,
es muchas veces cómplice del crimen tal como otras su enemigo. ¡Sí, sí! En
este país el crimen es el mismo que en otros, a veces buen amigo de un
hombre y de los que le rodean, a veces su enemigo. El canalla procura sostener
a su mujer y a su familia. Cuanto peor es él, más merece nuestra compasión su
familia. Con frecuencia también se sostiene a sí mismo. Un calavera
depravado que se pasa la vida pidiendo dinero prestado conseguirá de sus
amigos más que un hombre recto y honrado que sólo pide prestado una vez,
presionado por alguna necesidad apremiante. En el primer caso, los amigos no
se asombran lo más mínimo y dan lo que se les pide; en el segundo quedarán
sorprendidos y vacilarán. ¿Es menos confortable la cárcel en que vive, al final
de su carrera, el señor Bribón que el asilo donde vive el señor Decente al final
de la suya? Cuando John Harvard el Filántropo quiere aliviar las miserias de
sus prójimos va a buscarlas en las cárceles donde pena el crimen, y no se le
ocurre ir a las chozas y barracas donde la virtud pena también. ¿Cuál de los
poetas ingleses ha ganado la popularidad más universal, quién ha dado el tema
más fácil a la literatura y la pintura de contenido patético? Ese joven
encantador que empezó su vida siendo un falsificador y la terminó con el
suicidio; ese Chatterton romántico, interesante y querido por ustedes. ¿Quién
consigue más, por ejemplo, entre dos costureras muertas de hambre, la que
resiste a la tentación y es honrada, o la que sucumbe a ella y roba? Todos
sabemos que a esta segunda mujer que se gana la vida robando se la conoce a
lo largo y a lo ancho de la bondadosa y misericordiosa Inglaterra pero se la
absuelve de haber quebrantado un mandamiento, mientras que de haberlo
cumplido se la dejaría morir de hambre. Ven aquí, ratoncito mío querido.
¡Ea!... ¡Presto!... ¡Pass! Voy a transformarte durante unos instantes en una
respetable señorita. Ponte aquí, en la palma de mi grande y fuerte mano,
querido y escucha. Te casas con un hombre pobre a quien amas, ratoncito, y la
mitad de tus amigos te compadecen y la otra mitad te vitupera. Y al contrario,
te vendes por oro a un hombre que te tiene sin cuidado, y todos tus amigos se
alegrarán por ti, y el propio ministro de la iglesia bendice el más vil de todos
los tratos humanos y luego sonríe y retoza de alegría sentado a tu mesa si
algún día tienes la amabilidad de invitarle a comer. ¡Ea, presto, pass!
Vuelve a ser un ratón y no hables más. Si continúas mucho tiempo siendo
señorita, te oiré decirme que la sociedad aborrece el crimen, y entonces,
ratoncito, dudaré de si realmente tus ojos y oídos te sirven de algo. ¡Ah, Lady
Glyde! ¿No cree usted que soy una mala persona? Digo lo que otras personas
se contentan con pensar, y mientras el resto del mundo se ha conjurado para
ocultar bajo máscaras sus verdaderos rostros, mi mano se apresura a arrancar
las caretas de cartón y muestra los desnudos huesos que están debajo. Pero voy
a levantarme sobre mis enormes piernas de elefante antes de que acabe por
perder su estima. Me levantaré e iré a dar un paseo para tomar un poco el aire.
Queridas señoras, como dice su ilustre Sheridan: «Me voy, y tras de mí dejo
mi alma.»
Se levantó, puso la jaula sobre la mesa y se detuvo un momento para
contar los ratones que había dentro.
—Uno, dos, tres, cuatro... ¡Ah! —gritó con mirada de horror—, en nombre
del cielo, ¿dónde está el quinto, el más joven, el más blanco, el más simpático
de todos?... ¿Dónde está el Benjamín de mis ratones?
Ni Laura ni yo teníamos ánimo para reírnos. El voluble cinismo del conde
nos había revelado una faceta de su ser que nos repelía a ambas. Pero no es
posible resistir a la cómica desesperación de aquel hombre enorme causada
por la pérdida de un pequeño ratón. Nos reímos a pesar nuestro, y cuando la
condesa Fosco se levantó para dar ejemplo saliendo de la caseta para que su
marido pudiera rebuscar hasta en su último rincón, nos levantamos también y
salimos tras ella.
Antes de que hubiésemos dado tres pasos los ojos agudos del conde
descubrieron al ratón perdido, oculto bajo el asiento que habíamos ocupado.
Apartó el banco, cogió al animalito en su mano y de repente quedó inmóvil, de
rodillas y mirando fijamente algo que había en el suelo frente a él.
Cuando por fin se levantó, su mano temblaba tanto que casi no podía meter
el ratón en la jaula y su rostro estaba recubierto de una lividez amarillenta.
—¡Percival! —dijo en un susurro—. ¡Percival, venga aquí!
Sir Percival llevaba diez minutos sin reparar en ninguno de nosotros.
Estaba completamente absorto dibujando números sobre la arena y
borrándolos luego con la punta de su bastón.
—¿Qué pasa ahora? —dijo, dirigiéndose con desgana hacia la caseta.
—¿No ve nada aquí? —dijo el conde estirando nerviosamente el cuello de
su camisa con una mano y señalando con la otra hacia el lugar cerca del cual
encontró el ratón.
—Veo mucha arena seca —contestó sir Percival— y en el centro una
mancha de suciedad.
—No es suciedad —murmuró el conde; puso de repente la otra mano sobre
el cuello de Sir Percival y, lleno de agitación, empezó a sacudirlo—. ¡Es
sangre!
Laura se hallaba lo bastante cerca de ellos como para oír esta última
palabra, aunque el conde la susurró apenas. Se volvió hacia mí con un gesto de
horror.
—Son tonterías, querida mía —dije—. No hay por qué alarmarse. No es
más que la sangre de un pobre perrito extraviado.
Todos quedaron atónitos y sus miradas, inquisitivas, se clavaron en mí.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó sir Percival, hablando el primero.
—Encontré aquí a un perro moribundo el día que regresaron del viaje —
contesté—. El pobre animal se había perdido entre los abetos y su guarda le
disparó un tiro.
—¿De quién era el perro? —dijo Sir Percival—. ¿No era uno de los míos?
—¿Trataste de salvar al pobre? —interrogó Laura, seria—. ¿De verdad
trataste de salvarlo, Marian?
—Sí —dije—. El ama de llaves y yo hicimos todo lo que pudimos, pero el
perro tenía una herida mortal y murió cuando lo cuidábamos.
—¿De quién era el perro? —insistió Sir Percival, repitiendo su pregunta
con cierta irritación—. ¿Uno de los míos?
—No, no era suyo.
En el momento en que escuché esta pregunta recordé el deseo expresado
por la señora Catherick de que su visita a Blackwater Park permaneciese
oculta para Sir Percival, y dudé si no sería cometer una indiscreción contestar
a la pregunta. Pero en mi afán de tranquilizarlos a todos, había ido ya
demasiado lejos para retroceder ahora si no quería correr el riesgo de despertar
sospechas que sólo empeorarían las cosas. No tenía más remedio que contestar
en seguida sin preocuparme de las consecuencias.
—Sí —dije—, el ama de llaves lo sabía. Me dijo que era el perro de la
señora Catherick.
Sir Percival había permanecido en la parte más sombría de la casilla, junto
al conde Fosco, mientras yo le hablaba desde el umbral. Pero en el momento
en que me oyó pronunciar el nombre de la señora Catherick, apartó de un
brusco empujón a su amigo y se plantó frente a mí, a plena luz del día.
—¿Cómo supo el ama de llaves que el perro pertenecía a la señora
Catherick? —preguntó, fijando en mí sus ojos con interés y atención tan
hostiles que me indignaron y me asombraron al mismo tiempo.
—Lo supo —dije con tranquilidad— porque la señora Catherick trajo al
perro consigo.
—¿Lo trajo consigo? ¿Dónde lo trajo?
—A esta casa.
—¿Qué demonios quería en esta casa la señora Catherick?
El modo de hacerme esta pregunta era aún más ofensivo que el lenguaje
con que la formuló. Expresé mi reprobación por su falta de educación dándole
la espalda en silencio para marcharme.
En el mismo momento que lo hacía, la persuasiva mano del conde se posó
en el hombro de Sir Percival, y su voz meliflua intervino para calmarle.
—¡Mi querido Percival..., poco a poco, poco a poco!
Sir Percival miró a su alrededor con verdadera furia. El conde sonreía y
repetía su conjuro.
—¡Poco a poco, amigo mío, poco a poco!
Sir Percival vaciló, me siguió y —ante mi gran sorpresa— me ofreció sus
disculpas.
—Perdone, señorita Halcombe —dijo—. Últimamente estoy desquiciado y
temo resultar un poco irritable. Pero me gustaría saber por qué vino aquí la
señora Catherick. ¿Cuándo vino? ¿El ama de llaves es la única que la vio?
—La única —contesté—. Por lo que yo sé.
El conde volvió a intervenir.
—En ese caso, ¿por qué no preguntar al ama de llaves? —dijo él—.
Percival ¿por qué no acude directamente a la fuente de esta información?
—Tiene razón —dijo Sir Percival—. Claro, el ama de llaves es la primera
persona a quien hay que preguntar. Soy un perfecto estúpido por no habérseme
ocurrido sin que me lo dijeran.
Con estas palabras nos dejó para regresar inmediatamente a la casa.
El motivo de la intervención del conde, que al principio me extrañó, se
aclaró en seguida, en cuanto Sir Percival nos dio la espalda. Me hizo una serie
de preguntas sobre la señora Catherick y la causa de su visita a Blackwater
Park, que no se hubiese atrevido a hacer en presencia de su amigo. Mis
respuestas fueron breves y frías, aunque corteses, pues estaba decidida a evitar
todo lo que pudiera tener visos de intercambio de confidencias entre el conde
Fosco y yo. Pero Laura le ayudó, sin darse cuenta de lo que hacía, a
sonsacarme cuanto yo sabía, preguntándome también ella, lo cual no me
dejaba otra alternativa que contestar o aparecer a sus ojos como depositaria de
los secretos de Sir Percival, lo cual sería un papel muy poco atractivo, además
de falso. El resultado fue que a los diez minutos el conde conocía tanto como
yo del asunto de la señora Catherick y de los acontecimientos que tan
extrañamente nos unieron con su hija Anne, desde el día en que Hartright la
encontró hasta este momento.
El efecto que le causó mi relato fue, en un sentido, bastante curioso.
A pesar de que conoce a Sir Percival íntimamente, a pesar de que parece
estar estrechamente vinculado a los asuntos privados de Sir Percival, lo cierto
es que está tan lejos como yo de saber algo sobre la verdadera historia de
Anne Catherick. El misterio que envuelve a esta desventurada mujer se hace
doblemente sospechoso a mis ojos ahora, cuando estoy absolutamente
convencida de que Sir Percival ha mantenido oculta la clave de este asunto al
más íntimo amigo que tiene en el mundo. Era imposible equivocarse al ver la
ansiosa curiosidad que manifestaban la mirada y cada uno de los gestos del
conde mientras absorbía ávidamente cada una de las palabras que brotaban de
mis labios. Sé que hay muchas clases de curiosidad, pero es inconfundible la
que se siente ante una revelación; y si alguna vez la he visto en mi vida fue en
el rostro del conde.
Entre preguntas y respuestas, atravesamos apaciblemente el bosque para
regresar a casa. Lo primero que vimos al llegar, frente a la entrada principal,
fue el tílburi de sir Percival con el caballo enganchado y el mozo esperando
junto a él, vestido con la ropa propia de la cuadra. A juzgar por las apariencias,
el interrogatorio del ama de llaves había aportado resultados importantes.
—¡Buen caballo, amigo mío! —dijo el conde, dirigiéndose al mozo con
una familiaridad insinuante—. ¿Va usted a salir?
—No, señor; yo no salgo —contestó el hombre mirando de reojo su ropa,
evidentemente pensando en si el señor extranjero no sabría distinguirla de una
librea—. Mi señor va a conducirlo él mismo.
—¡Ah! ¿El mismo conduce? —siguió el conde—. Me asombra que se
tome esa molestia teniéndole a usted para que lo haga. ¿Piensa cansar mucho a
este precioso caballo, tan reluciente y primoroso, y lo llevará hasta muy lejos?
—No lo sé, señor —repuso el hombre—. Pero este caballo es una yegua, y
dispénseme el señor. Es la más ligera y resistente que tenemos en la cuadra. Se
llama Brown Molly y es capaz de galopar hasta caerse. Para distancias cortas
Sir Percival suele llevar a Isaac de York.
—¿Y a su valiente y primorosa Brown Molly para las caminatas largas?
—Sí señor.
—¡Deducción lógica, señorita Halcombe! —observó el conde dando una
rápida vuelta sobre sus talones y dirigiéndose a mí—. Sir Percival piensa ir
hoy muy lejos.
No contesté nada. Había hecho mis propias deducciones de lo que me
había dicho el ama de llaves y de lo que veía delante de mí, pero no pensaba
compartirlas con el conde Fosco.
«Cuando Sir Percival estaba en Cumberland —pensaba— dio una larga
caminata para interrogar a los granjeros de Todd's Corner sobre Anne
Catherick. Ahora que se halla en Hampshire, ¿va a hacer un largo viaje para
interrogar a la señora Catherick en Welminghan también sobre Anne
Catherick?
Entramos todos en casa. Al cruzar el vestíbulo Sir Percival salió de la
biblioteca a nuestro encuentro. Parecía tener prisa, estaba pálido y preocupado
pero a pesar de todo se dirigió a nosotros con su mejor urbanidad.
—Siento mucho decirles que me veo obligado a dejarles —empezó él—,
es un viaje largo... un asunto que no me es fácil aplazar. Volveré mañana por la
mañana, pero antes de marcharme quisiera cumplir estas pequeñas
formalidades que hablé esta mañana... Laura, ¿tienes la bondad de venir a la
biblioteca? Será menos de un minuto... una simple formalidad. Condesa,
¿podría pedirle este favor también? Les necesito a usted y a la condesa Fosco,
para que sirvan de testigos en el acto de una firma. Nada más. Entren y
acabamos en seguida.
Aguantó la puerta de la biblioteca hasta que todos entrasen, pasó él
después y la cerró tras de sí con suavidad.
Permanecí un instante en el vestíbulo sola, mi corazón latía deprisa y mi
ánimo se abatía. Luego me dirigí hacia la escalera y lentamente subí a mi
cuarto.
En el momento en que abría la puerta de mi habitación oí que me llamaba
Sir Percival desde abajo.
—Tengo que rogarle que vuelva a bajar —decía—. Es culpa de Fosco y no
mía, señorita Halcombe, si la molesto. Habla de no sé qué impugnación
absurda y no permite que su mujer sea también testigo, así que me ha obligado
a que la llame.
Entré inmediatamente en la biblioteca, seguida de Sir Percival. Laura
esperaba sentada junto al escritorio, dando vueltas entre sus dedos a los lazos
de su pamela. La señora Fosco, sentada a su lado en una butaca, miraba con
imperturbable admiración a su marido, que estaba solo al otro extremo de la
estancia, quitando las hojas secas de los ramos de flores que estaban en la
ventana.
En el momento en que aparecí, el conde se adelantó para recibirme y
ofrecerme sus explicaciones.
—Mil perdones, señorita Halcombe —dijo—, pero ¿conoce usted la idea
que tienen los ingleses de mis compatriotas? El bueno de John Bull considera
a los italianos recelosos y marrulleros por naturaleza. Así pues, tenga usted la
amabilidad de no estimarme en más que al resto de mis compatriotas. Soy
italiano marrullero y receloso... Ya lo había pensado usted, querida señorita,
¿verdad? Bueno. Pues forma parte de mi marrullería y mis recelos el que
impugne que Madame Fosco sea testigo de la firma de Lady Glyde desde el
momento en que yo también lo soy.
—No hay ni sombra de razón en impugnarlo —interrumpió Sir Percival.
Ya le he explicado que las leyes de Inglaterra permiten a Madame Fosco ser
testigo de una firma igual que su marido.
—Lo admito —replicó el conde—. Las leyes de Inglaterra dicen «Sí», pero
la conciencia de Fosco dice «No».
Cubrió con sus gruesos dedos la pechera de su blusa y bostezó con
solemnidad, como si quisiera presentar a todos nosotros a su conciencia en
calidad de un nuevo e ilustre miembro de nuestra compañía.
—Sea lo que sea el documento que va a firmar Lady Glyde —prosiguió—,
no lo sé, ni deseo saberlo. Sólo digo una cosa: en el futuro pueden presentarse
ciertas circunstancias que pueden exigir que Percival o sus representantes
acudan a estos dos testigos, en cuyo caso sería de desear que éstos
representasen dos opiniones distintas, independientes una de otra. Y esto no
puede suceder si atestigua mi esposa conmigo, porque nosotros no tenemos
más que un criterio y este criterio es el mío. No quiero que llegue un día en el
que se me eche en cara que Madame Fosco ha actuado coaccionada por mí y
que, por tanto, su testimonio carezca de valor. Y conste que hablo teniendo en
cuenta los intereses de Sir Percival cuando propongo que aparezca mi nombre,
por ser el más íntimo amigo del marido, y su nombre, señorita Halcombe,
como el de la más íntima amiga de la mujer. Soy un jesuita, pensarán ustedes,
un hombre que hila delgado, que mira mucho lo que hace, pero espero que
tendrán conmigo esta consideración y se apiadarán de mi receloso carácter
italiano y de mi conciencia italiana tan poco acomodaticia.
Volvió a inclinarse, dio unos pasos atrás y privó a nuestra compañía de la
presencia de su conciencia con la misma cortesía con la que nos la había
presentado.
Los escrúpulos del conde podrían ser honrados y razonables, pero en su
manera de expresarlos había algo que aumentó mi deseo de no tener nada que
ver con aquel acto. Ninguna otra consideración de menor importancia que mi
preocupación por Laura me hubiera instigado a aceptar ser testigo. Pero una
mirada a su rostro lleno de ansiedad me bastó para decidirme a correr
cualquier riesgo antes que abandonarla.
—Yo me quedaré en esta habitación —dije—. Y si por mi parte no
encuentro motivo para sentir escrúpulos, pueden contar conmigo como testigo.
Sir Percival me dirigió una mirada penetrante, como si estuviera a punto de
decir algo. Pero en aquel momento distrajo su atención la condesa Fosco, que
se levantó de su asiento. Sus ojos se habían encontrado con los de su marido
que, como era evidente, le transmitieron órdenes de abandonar la estancia.
—No es necesario que se marche— dijo Sir Percival.
Madame Fosco volvió a pedir nuevas órdenes, las recibió, dijo que prefería
dejarnos en libertad y resueltamente salió del cuarto. El conde encendió un
cigarrillo, volvió a sus flores en la ventana y, lanzando bocanadas de humo
sobre las hojas, pareció estar profundamente dedicado a matar insectos.
Mientras tanto Sir Percival abriendo un cajón debajo de una de las
estanterías, sacó un pergamino doblado varias veces longitudinalmente. Lo
colocó sobre la mesa, desdobló sólo el último pliegue y puso la mano sobre el
resto. El último pliegue era un trozo de pergamino blanco: en algunos sitios se
veían pequeños sellos de lacre. Todas las líneas del texto se ocultaban en la
parte de pergamino que seguía doblado y cubierto por su mano. Laura y yo
nos miramos. Su rostro estaba pálido, pero no mostraba ni temor ni indecisión.
Sir Percival mojó la pluma en el tintero y se la alargó a su mujer.
—Firma aquí —dijo, señalando el sitio—. El conde Fosco y usted, señorita
Halcombe, firmarán luego, bajo estos dos sellos. ¡Fosco, venga aquí! No se
atestigua una firma soñando junto a la ventana y echando humo a las flores.
El conde tiró su cigarrillo y se acercó a nosotros con las manos metidas
indolentemente en el cinturón rojo de su blusa y los ojos fijos en el rostro de
Sir Percival. Laura, que se hallaba frente a él al lado de su marido, le miró
también con la pluma en la mano. Sir Percival estaba entre los dos apoyándose
en el pergamino doblado sobre la mesa y mirándome a mí, que estaba sentada
frente a él, con una expresión tan siniestra de recelo y angustia en su rostro,
que más bien parecía un reo detrás de las rejas que un señor en su casa.
—Firma aquí —repitió, volviéndose bruscamente hacia Laura y señalando
una vez más el pergamino.
—¿Qué es lo que voy a firmar? —replicó ella reposadamente.
—No tengo tiempo de darte explicaciones —contestó—. Tengo el tílburi a
la puerta y he de irme en seguida. Además, aunque tuviera tiempo, no
entenderías nada. Es un documento de puro trámite, lleno de términos legales
y de cosas por el estilo. ¡Vamos! ¡Vamos! Firma y acabemos de una vez con
esta historia.
—Antes de firmar debo enterarme de lo que firmo, Percival, ¿no es así?
—¡Tonterías! ¡Disparates! ¿Qué tienen que ver las mujeres con los
negocios? Te repito que no entenderías nada.
—En todo caso permíteme que intente entenderlo. El señor Gilmore no
dejaba nunca de enterarme de cualquier asunto que reclamara mi firma. Me lo
explicaba primero y yo lo entendía siempre.
—Claro que lo haría. Era tu sirviente y estaba obligado a dar
explicaciones. Yo soy tu marido y no tengo esa obligación. ¿Cuánto tiempo
piensas tenerme esperando? Vuelvo a repetir que no hay tiempo para leer lo
que sea; el tílburi está esperándome a la puerta. Por última vez, ¿quieres firmar
o no?
Laura continuaba con la pluma en la mano, pero no se movió para escribir
con ella su nombre.
—Si mi firma me compromete a algo —dijo—, creo que tengo derecho a
conocer mi compromiso.
Sir Percival levantó el pergamino y lo tiró con rabia sobre la mesa.
—¡Dilo claro! —contestó—. Siempre te has distinguido por decir la
verdad. No importa que esté presente Fosco ni la señorita Halcombe. Di
claramente que desconfías de mí.
El conde sacó una de sus manos del cinturón y la puso sobre el hombro de
Sir Percival. Este la retiró furioso. El conde volvió a ponerla sobre su hombro
con expresión de imperturbable quietud.
—Domine su desdichado temperamento, Percival —dijo—. Lady Glyde
tiene razón.
—¿Razón? —gritó Sir Percival—. ¿Razón una mujer que desconfía de su
marido?
—Es injusto y cruel por tu parte acusarme de desconfianza —dijo Laura.
Pregunta a Marian si no es natural que desee conocer a lo que me comprometo
con una firma antes de estamparla.
—No necesito conocer la opinión de la señorita Halcombe —replicó Sir
Percival—. La señorita Halcombe no tiene nada que ver con este asunto.
Yo no había hablado hasta entonces y hubiera hecho mejor si tampoco lo
hubiese hecho en aquel momento. Pero la expresión acongojada de Laura que
vi cuando giró hacia mí su rostro, y la insolente injusticia con que actuaba su
marido no me dejaron otra alternativa que dar mi opinión, ya que se me pedía.
—Perdone, Sir Percival —dije—; pero como soy uno de los testigos me
atrevo a pensar que sí tengo algo que ver con este asunto. La objeción de
Laura me parece muy oportuna y en cuanto a mí, no puedo asumir la
responsabilidad de testimoniar lo que firma sin que antes se entere ella misma
de lo que contiene ese documento.
—¡Esto es hablar claro, por mi alma! —gritó Sir Percival—. La próxima
vez que se invite usted misma a la casa de un hombre, le recomiendo que no
pague su hospitalidad inclinándose del lado de su mujer y en contra suya en
asuntos que no le conciernen.
Me puse en pie como si me hubiera dado una bofetada. Si hubiese sido un
hombre le hubiese enviado al suelo de un golpe en la mandíbula en la misma
puerta de su casa y me habría marchado para no volver jamás a ella. Pero no
soy más que una mujer, y ¡quiero tanto a su esposa!
Gracias a Dios, este amor leal me ayudó y volví a sentarme sin decir
palabra. Laura comprendió cuánto sufría y lo que tuve que superar. Corrió
hacia mí, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Oh Marian —susurró con ternura—, si mi madre viviese no hubiera
hecho más por mí!
—¡Ven y firma! —gritó Sir Percival desde el otro lado de la mesa.
—¿Firmo? —me preguntó ella al oído—. Lo haré si lo deseas.
—No —contesté—. Tienes razón y es tu derecho. No firmes nada sin verlo
antes.
—¡Ven y firma! —repitió Sir Percival, lo más alto que podía y con toda la
furia de que era capaz.
El conde, que nos observaba a Laura y a mí con atención profunda y
silenciosa intervino por segunda vez.
—¡Percival! —dijo—. Yo no olvido que estoy en presencia de señoras. Le
ruego que no lo olvide usted tampoco.
Sir Percival se volvió hacia él, mudo de rabia. La mano firme del conde se
aferraba con más fuerza a su hombro mientras su voz insistente y serena
repetía:
—Le ruego que no lo olvide, por favor.
Los dos hombres se miraron. Sir Percival fue poco a poco liberándose del
agarre del conde y poco a poco también separó su mirada de la de su amigo,
bajó sus ojos y dirigió la vista durante unos instantes hacia el pergamino que
seguía sobre la mesa, y luego habló, con la sumisión huraña de una fiera
domada más bien que con la resignación de un hombre convencido:
—No es mi intención ofender a nadie, pero la terquedad de mi mujer
acabaría con la paciencia de un santo. Le he repetido que se trata de un
documento puramente formal. ¿Qué más puede querer? Puede usted decir lo
que le parezca, pero insisto en que no corresponde a una mujer poner en duda
la honradez de su marido. Una vez más, y esta será la última, Lady Glyde,
repito: ¿firmas o no firmas?
Laura volvió a su lado, rodeando la mesa y cogió de nuevo la pluma.
—Firmaré con mucho gusto —dijo— si accedes a tratarme como a un ser
responsable. Poco me importa el sacrificio que se me pida si no afecta a nadie
más y si no trae consigo consecuencias perjudiciales...
—¿Quién habla de exigirte sacrificios? —prorrumpió su marido, con un
grito de rabia contenida sólo a medias.
—Quiero decir —siguió ella—. Que no me negaría a cualquier concesión
que pudiera hacer con dignidad. Y si demuestro escrúpulos por firmar un
compromiso del que no tengo conocimiento alguno, ¿por qué me juzgas tan
severamente? Creo que es bastante difícil ser tan indulgente con los escrúpulos
del conde Fosco como tan poco con los míos.
Esta alusión, desafortunada aunque lógica, a la extraordinaria influencia
que el conde Fosco ejercía sobre su marido, por muy indirecta que fuese,
encendió al instante el temperamento de Sir Percival, que echaba chispas con
docilidad.
—¡Escrúpulos! —repitió—. ¡Tus escrúpulos! ¡Los demuestras con un poco
de retraso! Yo creía que ya estabas curada de este tipo de debilidades cuando
hiciste de la necesidad una virtud el día que te casaste conmigo.
En el mismo instante en que pronunció estas palabras Laura tiró la pluma y
le miró con una expresión en sus ojos que, a pesar de conocerla desde hace
tantos años, jamás había visto en ella, y le dio la espalda, con un silencio
mortal.
Aquella expresión que traslucía el desprecio más alto y amargo era de tal
modo ajena a su carácter y a su persona que nos dejó enmudecidos a todos. Se
ocultaba algo, sin duda, bajo la apariencia de simple brutalidad de las palabras
que su marido acababa de dirigirle. Había tras ellas un insulto encubierto que
yo ignoraba por completo, pero cuya profanación había dejado una marca tan
notable sobre su rostro, que hasta un extraño lo vería.
El conde, que no lo era, lo vio con la misma claridad que yo. Cuando me
levanté de la silla para acudir junto a Laura le oí murmurar a Sir Percival:
—¡Imbécil!
Laura se dirigió a la puerta cuando me acerqué, y en el mismo instante su
marido volvió a interpelarla:
—¿Te niegas rotundamente a darme tu firma? —dijo, con la voz alterada
de quien es consciente de que sus propias manifestaciones le han perjudicado
vanamente.
—Después de lo que me has dicho —contestó Laura con firmeza—, me
niego a firmar hasta que haya leído de la primera a la última línea de ese
escrito. Ven, Marian. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo.
—¡Un momento! —intervino el conde antes de que Sir Percival pudiera
pronunciar una palabra—. Un momento, Lady Glyde, se lo suplico.
Laura se hubiera ido sin hacerle caso, pero yo la detuve.
—¡No conviertas al conde en tu enemigo! —murmuré—. ¡Hagas lo que
hagas, no lo conviertas en tu enemigo!
Me escuchó. Cerré de nuevo la puerta y quedamos esperando. Sir Percival
seguía sentado junto a la mesa con el codo apoyado en el pergamino y la
cabeza sobre su puño cerrado. El conde se puso entre él y nosotras, dueño de
la aciaga situación en que nos encontrábamos, tal como sabía ser dueño de
todo lo que le rodeaba.
—Lady Glyde —dijo, con una delicadeza tal que parecía dirigirse a nuestra
desoladora situación más bien que a nosotras mismas—. Le ruego me perdone
si me atrevo a sugerirle una idea. Tenga la seguridad de que hablo inspirado
por el profundo respeto y consideración que me merece la dueña de esta casa.
Se volvió con brusquedad hacia Sir Percival, y le preguntó:
—¿Es absolutamente necesario que esta cosa que tiene usted bajo su codo
se firme hoy?
—Es necesario para mis planes y mis deseos —replicó Percival con acritud
—. Pero esto no tiene importancia para Lady Glyde, como habrá observado
usted.
—Conteste concretamente a mi pregunta... ¿Puede aplazarse hasta mañana
el acto de firma? ¿Sí o no?
—Sí... puesto que es eso lo que usted quiere que le diga.
—¡Entonces!, ¿qué hace usted aquí perdiendo el tiempo? Esperemos para
la firma hasta mañana o hasta cuando vuelva.
Sir Percival levantó la mirada, frunciendo el ceño y profirió un juramento:
—Está usted usando un tono conmigo que no me gusta —dijo—. No
admito que nadie me hable así.
—Le estoy amonestando por su bien —repuso el conde, con una sonrisa de
sereno desprecio—. Tómese usted tiempo y déselo a Lady Glyde. ¿Se ha
olvidado usted de que su tílburi le espera? ¿Le sorprende el tono que empleo
con usted? ¡Ja! Permítame que se lo diga: es el tono del hombre que sabe
dominar su temperamento. ¿Cuántas dosis de consejos le he proporcionado en
mis buenos tiempos? ¡Más de los que usted puede contar! ¿Me he equivocado
alguna vez? Le desafío a que me ponga un solo ejemplo de ello. ¡Váyase a su
excursión! El asunto de la firma puede esperar hasta mañana. Volveremos a él
cuando regrese.
Sir Percival vaciló y miró su reloj. La ansiedad que le producía el
misterioso viaje que iba a emprender aquel día se avivaba con las palabras del
conde. Evidentemente, su mente estaba disputando con su ansiedad por
obtener la firma de Laura. Reflexionó un instante, y al fin se levantó de la silla
diciendo:
—Es muy cómodo provocarme ahora que no tengo tiempo de contestarle.
Seguiré su consejo, Fosco; no porque me agrade ni porque tenga fe en él, sino
porque no puedo esperar más tiempo.
Se detuvo y dirigió una mirada hosca a su mujer.
—¡Si cuando regrese mañana no me concedes tu firma!...
El resto de la frase no la pudimos oír debido al ruido que hizo el cajón al
abrirse y cerrarse de nuevo para guardar el documento.
Cogió de la mesa su sombrero y sus guantes y se dirigió a la puerta. Laura
y yo nos separamos para dejarle paso libre.
—¡Mañana, recuérdalo! —dijo a su mujer; y salió de la biblioteca.
Esperamos a que cruzase la entrada y que el tílburi se pusiese en marcha.
El conde se nos acercó mientras estábamos junto a la puerta.
—Acaba usted de conocer a Sir Percival en uno de sus peores momentos,
señorita Halcombe —me dijo—. Como viejo amigo suyo lo siento y me
avergüenzo por él, y como viejo amigo también le prometo que mañana no
perderá los estribos como desdichadamente ha hecho ahora.
Laura se había cogido de mi brazo mientras hablaba, y me lo apretó
significativamente cuando el conde calló. Debe ser una dura prueba para
cualquier mujer ver como en su propia casa un amigo de su marido se permitía
ofrecer disculpas por el comportamiento de éste y para Laura lo era. Di las
gracias al conde cortésmente y nos separamos. ¡Sí, le di las gracias! Pues yo
ya comprendía, sintiendo una impotencia y humillación indecibles, que él
tenía interés y capricho en que yo permaneciese en Blackwater Park, y me
daba cuenta, después de lo que me dijo Sir Percival, de que sin su apoyo no
podía esperar quedarme allí. ¡Su influencia —la influencia que más temía yo
entre todas—, era actualmente el único eslabón que me permitía mantenerme
al lado de Laura en aquella hora de suprema necesidad para ella!
Oímos el rodar del coche sobre la arena en el momento en que entrábamos
en el vestíbulo; Sir Percival había emprendido su viaje.
—¿Dónde se irá, Marian? —murmuró Laura—. Cada paso que da me
aterra por las consecuencias que pueda traer. ¿Tienes alguna sospecha?
Después de todo lo que había tenido que resistir esta mañana no quise
transmitirle mis sospechas.
—¿Cómo quieres que conozca yo sus secretos? —dije evasivamente.
—¿Lo sabrá el ama de llaves? —insistió Laura.
—De seguro que no —repliqué yo—. Lo ignorará tanto como nosotras.
Ella inclinó la cabeza con un gesto de duda.
—¿No te contó el ama de llaves que se decía por ahí que se había visto a
Anne Catherick? ¿No crees que habrá ido a buscarla?
—Prefiero, Laura, no pensar en nada de eso y te aconsejo que hagas lo
mismo después de todo lo sucedido. Ven a mi cuarto y reposa un poco.
Nos sentamos las dos junto a la ventana, respirando las fragancias del aire
veraniego.
—Marian, me da vergüenza mirarte a la cara —dijo—, después de lo que
has tenido que sufrir por mí. ¡Querida mía, se me parte el corazón sólo de
recordarlo! Pero trataré de repararlo. ¡Te lo prometo!
—¡Calla, calla! —repuse—. No hables así. ¿Qué significa esa pequeña
modificación de mi amor propio al lado del terrible sacrificio de tu felicidad?
—¿Oíste lo que me dijo? —continuó, hablando deprisa y con vehemencia.
Escuchaste palabras pero no sabes lo que significan, no sabes por qué tiré la
pluma y le di la espalda.
Se levantó de repente llena de desasosiego y empezó a pasear por el cuarto.
—Te he ocultado muchas cosas, Marian, por temor a entristecerte y hacerte
desgraciada desde el comienzo de nuestras nuevas vidas. Tú no sabes cómo
me ha tratado. Pero ahora debes saberlo, pues has visto cómo me ha tratado
hoy. Ya le oíste burlarse con ironía de mis supuestos escrúpulos y le oíste decir
que había hecho de la necesidad una virtud al casarme con él.
Volvió a sentarse con el rostro encendido retorciéndose las manos.
—Ahora no puedo decirte nada —dijo—. Rompería a llorar si te lo contara
ahora... Luego, Marian, cuando me sienta más dueña de mí. Me duele la
cabeza, me duele, me duele, me duele. ¿Dónde está tu frasco de sales?
Hablemos de ti. Debí haber firmado por tu bien. ¿Lo haré mañana? Prefiero
comprometerme yo a que lo hagas tú. Después de que te has puesto de mi lado
contra él, va a echarte toda la culpa si me niego nuevamente a firmar. ¿Qué
haremos? ¡Dios mío, si tuviésemos un amigo que nos ayudara y aconsejara, un
amigo en el que pudiéramos tener toda la confianza!
Suspiró con amargura. Por la expresión de su rostro comprendí que
pensaba en Hartright. Lo comprendí con la mayor claridad, pues sus últimas
palabras también me hicieron pensar en él. Tan sólo habían transcurrido seis
meses desde el matrimonio de Laura y ya estábamos necesitadas de la lealtad
que nos había ofrecido en sus palabras de despedida. ¡Qué poco pensaba yo
entonces que un día la íbamos a necesitar!
—Tenemos que hacer todo lo que podamos para salir de esto —dije—.
Intentemos hablar con calma, Laura... Intentemos llegar a la mejor decisión.
Relacionando todo lo que ella sabía de los apuros económicos de su
marido con la conversación que yo escuché entre él y el abogado, sacamos la
conclusión de que el documento que se guardaba en la biblioteca se había
preparado con el fin de conseguir un préstamo, y que la firma de Laura era
indispensable para que Sir Percival lo lograse.
La segunda cuestión, referente a la naturaleza del contrato legal mediante
el cual podría obtener este dinero, y el grado de responsabilidad que podía
alcanzar a Laura si firmaba el documento a ciegas, era un asunto que estaba
fuera del alcance de nuestros conocimientos y experiencias. Yo tenía, sin
embargo, la seguridad de que el misterioso contenido de tal documento
ocultaba una operación fraudulenta y miserable.
No había formado este juicio sólo por el hecho de que Sir Percival se
obstinara en no permitir a Laura que lo leyese y en no querer explicárselo,
pues esta negativa podía depender únicamente de su afán de dominación y de
su característica terquedad. Mi único motivo para dudar de su honestidad
estribaba en la transformación que había visto operarse en su comportamiento
y su lenguaje desde que vivíamos en Blackwater Park, la cual me había
convencido de que durante todo el período de su noviazgo, mientras estuvo en
Limmeridge, representaba un papel. Su refinada delicadeza, su ceremoniosa
cortesía que tan bien cuadraba con las anticuadas ideas del señor Gilmore; su
humildad con Laura, su candor conmigo, su ecuanimidad con el señor
Fairlie..., todo ello no habían sido más que las artimañas de un hombre brutal,
malvado y astuto, que se despojó de ese disfraz cuando su desdoblamiento
había logrado lo que se proponía, mostrándose por fin en su verdadera
condición aquel día en la biblioteca. No necesito comentar el horror que me
produjo este descubrimiento, pensando en Laura, pues no encuentro palabras
para expresarlo. Tan sólo me refiero a ello en forma general, porque es lo que
me ha decidido a oponerme absolutamente a que Laura firmase el documento,
fueran cuales fueran las posibles consecuencias que esta negativa pudiera
acarrearnos, hasta conocer su contenido.
En estas circunstancias, la única solución que nos permitiría al día
siguiente mantener nuestra negativa, sería una disculpa que se basara en
razones de orden legal o comercial y que demostrase a Sir Percival que
nosotras dos, aun siendo mujeres, entendíamos de leyes y obligaciones
jurídicas tanto como él.
Después de reflexionar, decidí escribir al único consejero leal que teníamos
a mano de quien podíamos esperar que nos ayudase con discreción en nuestra
desoladora situación. Este hombre era el socio del señor Gilmore —el señor
Kyrle—, que llevaba los asuntos de aquél desde que nuestro viejo amigo había
tenido que abandonarlos y marcharse de Londres por motivos de salud. Le
expliqué a Laura que el propio señor Gilmore me había indicado que podía
confiar en la integridad y discreción de su socio, así como en un perfecto
conocimiento de todos los asuntos de Laura, y con su total aquiescencia me
puse a escribir inmediatamente la carta.
Empecé por explicar detalladamente al señor Kyrle nuestra situación y
luego le supliqué nos contestase a vuelta de correo dándonos su consejo,
explicándolo en términos claros y concisos para que pudiésemos
comprenderlos sin riesgo de interpretarlos mal o equivocarnos. Hice mi carta
tan corta como pude y, creo, logré evitar toda disculpa y detalles inútiles.
Precisamente cuando estaba a punto de escribir las señas en el sobre se le
ocurrió a Laura un inconveniente que yo había pasado por alto, absorta como
estaba en la redacción de la carta.
—¿Cómo vamos a poder recibir a tiempo la respuesta? —me preguntó—.
Esta carta no llegará a Londres antes de mañana por la mañana, y el correo no
nos traerá la respuesta antes de pasado mañana.
El único medio de superar esta dificultad era que el abogado nos contestase
por un propio. Añadí una postdata en este sentido, rogándole que nos enviara
al mensajero en el tren de las once de la mañana que llega a la estación a la
una y veinte; así que estaría en Blackwater Park lo más tarde a las dos. Su
enviado debería preguntar por mí y no contestar a ninguna otra persona de
casa ni entregar la carta a nadie que no fuese yo misma.
—Por si Sir Percival viniese mañana antes de las dos —dije a Laura—, lo
mejor que puedes hacer es marcharte al parque durante toda la mañana, con tu
libro o con tu labor, y no volver a casa hasta que el propio haya tenido tiempo
de traer la carta. Yo estaré toda la mañana aquí, esperándole, y procuraré evitar
cualquier tropiezo o error que pueda ocurrir. Si seguimos este plan espero y
creo que estaremos a salvo de sorpresas. Bajemos ahora al salón. Podemos
despertar sospechas si seguimos tanto tiempo a solas.
—¿Sospechas? —repitió Laura—. ¿Qué sospechas podemos despertar
ahora que no está en casa Sir Percival? ¿Te refieres al conde Fosco?
—Quizá.
—Empiezas a aborrecerlo tanto como yo, Marian.
—No, no le aborrezco. El aborrecimiento en más o en menos, siempre va
unido al desprecio, y en el conde no encuentro nada que sea digno de
desprecio.
—Entonces, ¿le temes?
—Algo, quizá.
—¿Le temes a pesar de que hoy ha intervenido en nuestro favor?
—Sí. Me asusta más su intervención que los arrebatos de Sir Percival.
Recuerda lo que te he dicho en la biblioteca. ¡Hagas lo que hagas, no
conviertas al conde en tu enemigo!
Bajamos. Laura entró en el salón, mientras yo me dirigía al vestíbulo con
mi carta en la mano hacia el buzón que se hallaba en el otro extremo.
La puerta de la casa estaba abierta y, cuando pasé por delante de ella, vi al
conde y a su mujer hablando en la escalinata de la entrada, mirando hacia mí.
La condesa entró en el hall con cierta precipitación y me preguntó si podía
dedicarle cinco minutos para hablar de un asunto privado. Me quedé
sorprendida tanto al oír aquella pregunta como de ver quién me la dirigía, metí
la carta en el buzón y le contesté que estaba a sus órdenes. Me cogió del brazo
con una familiaridad amistosa, desacostumbrada en ella y, en lugar de
dirigirme hacia algún salón vacío, me llevó hasta el césped que rodeaba el
gran estanque.
Cuando pasamos junto al conde, que seguía en la escalinata, nos saludó
sonriente; y entró enseguida en la casa entornando tras de sí la puerta, que se
quedó cerrada del todo.
La condesa y yo empezamos a dar vueltas alrededor del estanque.
Esperaba ser depositaria de alguna confidencia extraordinaria y quedé muy
sorprendida cuando resultó que lo que Madame Fosco quería decirme en
privado no era más que una declaración cortés de su apoyo y sentimiento por
lo sucedido aquella mañana en la biblioteca. Su marido se lo había contado
todo y se había lamentado de la forma insolente en que me habló Sir Percival.
Todo ello la había indignado y entristecido tanto, pensando en mí y en Laura,
que había decidido que si algo por el estilo volvía a repetirse, demostraría su
rechazo a la intolerable conducta de Sir Percival dejando aquella casa. El
conde había aplaudido su idea y esperaba que yo también la aplaudiese.
Me pareció extraño oír aquellas palabras por parte de Madame Fosco, una
persona tan notoriamente reservada, sobre todo recordando las mordaces
frases que nos habíamos dedicado aquella misma mañana en la casita de los
botes. No obstante, la más elemental cortesía me obligaba a contestar con
amabilidad y agradecimiento esta aproximación amistosa de una persona
mayor que yo. Contesté, pues, a la condesa en su propio estilo y luego,
creyendo que nos habíamos dicho todo lo que teníamos que decirnos, quise
dirigirme a casa.
Pero la señora Fosco parecía estar decidida a no apartarse de mi lado y,
ante mi inexplicable asombro, decidió seguir hablando. La que hasta entonces
había sido la más silenciosa de las mujeres me perseguía con fluidas
trivialidades sobre el tema de la vida matrimonial, sobre Laura y Sir Percival,
su propia felicidad, la conducta seguida por el difunto señor Fairlie respecto a
ella a la hora de redactar su testamento, y sobre otra media docena de temas,
prolongando nuestro paseo alrededor del estanque hasta más de media hora. Si
se dio o no cuenta de ello, no lo sé, pero se detuvo tan bruscamente como se
me había acercado, miró hacia la puerta de la casa, en un instante recobró su
habitual glacialidad y soltó mi brazo, tan de repente, que ni necesité ni tuve
tiempo de buscar una disculpa para separarme de ella.
Cuando abrí la puerta de casa y entré en el hall me topé, cara a cara, con el
conde, que en aquel momento introducía una carta en el buzón.
Tras cerrarlo, me preguntó dónde me había separado de su mujer. Se lo dije
y enseguida salió por la puerta del vestíbulo para reunirse con ella. Al dirigirse
a mí noté en sus palabras algo tan sumiso y apacible, tan distinto de su estilo
corriente, que le seguí con la mirada dudando de si estaría enfermo o habría
perdido la cabeza.
¿Por qué me acerqué luego al buzón, cogí mi carta y la miré con una
confusa sensación de recelo? ¿Por qué, cuando la miré una vez más resolví
lacrarla para mayor seguridad? Son misterios que resultan demasiado
profundos o demasiado sombríos para que yo pueda desentrañarlos. Las
mujeres, como es sabido, obramos constantemente por impulsos que ni a
nosotras mismas podríamos explicar; y yo quiero suponer que uno de estos
impulsos era la fuerza oculta, la causa de mi inexplicable conducta en aquella
ocasión.
Sean cuales fueren las influencias secretas que me empujaron a ello, lo
cierto es que me felicité por haberlas obedecido en cuanto me dispuse a lacrar
la carta al llegar a mi cuarto. Yo había cerrado el sobre como de costumbre
mojando la parte engomada y apretándola contra la parte inferior; y cuando
ahora la rocé con mis dedos, después de tres cuartos de hora de haberla
cerrado, vi que el sobre se abrió al momento sin pegarse ni romperse. ¿Lo
había apretado poco? ¿Tendría la goma algún defecto?
O quizás... ¡No!, ¡no!, es insoportable tan sólo sentir que esta tercera
suposición acuda a mi mente, prefiero no afrontarla, si me he de expresar con
claridad.
Me asusta el mañana. ¡Depende tanto de mi discreción y de mi propio
dominio! De todos modos hay dos precauciones que estoy segura de no
olvidar. Tengo que tratar con cordialidad al conde y estar muy alerta cuando el
propio abogado me traiga la contestación a mi carta.
Cuando a la hora de cenar volvimos todos a reunirnos, el conde Fosco
estaba de tan buen humor como de costumbre. Hizo todo lo posible por
divertirnos y distraernos, como si quisiera borrar de nuestras mentes cualquier
rastro de lo sucedido en la biblioteca aquella tarde. Descripciones jocosas de
las aventuras de sus viajes; anécdotas divertidas de personajes famosos que
había conocido en el extranjero; fantásticas comparaciones entre las
costumbres sociales de diferentes países, sazonadas con ejemplos de diversos
hombres y mujeres de toda Europa; declaraciones humorísticas de inocuas
locuras de su años mozos, cuando era el árbitro de la moda en su pueblo
italiano de segundo orden y escribía novelas absurdas, imitando la escuela
francesa, para un periódico italiano, también de segundo orden. Todo ello
brotaba de sus labios con gracia y donaire, y todo ello se dirigía directamente a
la curiosidad e interés de cada uno de nosotros, por distintos que fueran, y
Laura y yo le escuchábamos con tanta atención y, aunque parezca extraño, con
tanta admiración, como la propia Madame Fosco. Las mujeres pueden resistir
el amor, la fama, la hermosura y hasta el dinero de un hombre, pero no resisten
a su palabra si el hombre sabe cómo hablarles.
Después de cenar, y cuando aún estaba viva en nuestras mentes la
impresión favorable que nos había producido, el conde desapareció
silenciosamente para ir a leer a la biblioteca.
Laura propuso un paseo por el campo para disfrutar de la caída de la
noche. La cortesía nos obligaba a proponer a Madame Fosco que nos
acompañase; pero indudablemente había recibido órdenes de antemano y nos
rogó que la excusásemos. «El conde necesitará de seguro una remesa de
cigarros y nadie se los hace a su gusto salvo yo», nos explicó, en tono de
disculpa. Sus fríos ojos azules brillaban al hacernos esta confidencia, y parecía
orgullosa de ser un intermediario del placer que proporcionaba el humo de
tabaco a su amo y señor.
Laura y yo salimos solas.
La noche estaba sofocante y nublada. El aire era bochornoso, las flores
caían marchitas y el suelo estaba seco y abrasado. El cielo de Occidente, que
veíamos por encima de los árboles, tenía tonalidades amarillentas y el sol se
escondía con lentitud, entre la niebla. Parecía que iba a llover pronto, tal vez a
la puesta del sol.
—¿Qué camino seguiremos? —pregunté.
—Si quieres vamos hacia el lago, Marian —contestó Laura.
—Cuánto te gusta ese tétrico lago.
—No, no me entusiasma el lago, sino el paisaje que lo rodea. Esos
matorrales, ese suelo arenoso y esos pinos, son las únicas cosas, en estas
inmensas tierras, que me evocan a Limmeridge. Pero si prefieres, vamos a
algún otro sitio.
—No tengo preferencia alguna para pasear por Blackwater Park. Vamos
hacia el lago, tal vez en aquel lugar haga más fresco que aquí.
Atravesamos en silencio las sombrías masas de árboles. La pesadez del
aire nocturno nos agobiaba; sentimos alivio al llegar a la caseta de los botes,
donde pudimos sentarnos y descansar.
El lago estaba envuelto por una blanca niebla y la espesa línea oscura que
formaban las sombras de los árboles de la otra orilla aparecía como un bosque
enano flotando en el cielo. El suelo arenoso y en declive se perdía
misteriosamente en la niebla. Reinaba un silencio aterrador. No se oía ni un
susurro en las hojas, ni un pájaro en el bosque, ni un graznido de las aves
acuáticas en el lago invisible. Hasta el canto de las ranas había cesado esa
noche.
—Realmente el lugar resulta fúnebre y desolado —dijo Laura—, pero aquí
estamos más aisladas que en ningún otro.
Hablaba con quietud y mirando el paisaje salvaje, de arena y niebla, con
ojos pensativos. Comprendí que tenía los pensamientos demasiado ocupados
para advertir la impresión lúgubre que ya se había apoderado de los míos.
—Marian, he prometido confesarte toda la verdad sobre mi vida de casada
en lugar de dejarte por más tiempo el encargo de adivinarla —comenzó ella.
Este es el primer secreto que te he guardado a ti, querida, y estoy decidida a
que sea también el último. He callado por tu bien, como sabes, y quizá un
poco por el mío, también. Es muy duro para una mujer confesar que el hombre
a quien ha entregado su vida entera es el que, entre todos los demás vivientes,
se ocupa menos de ella. Si te hubieses casado tú y, sobre todo, si fueras feliz
en tu matrimonio, comprenderías cuánto sufro, como ninguna mujer soltera
puede comprender, por abnegada y cariñosa que sea.
¿Qué iba yo a contestarle? Sólo pude coger su mano y mirarla en el rostro
poniendo el alma en los ojos.
—¡Cuántas veces— continuó— te he oído reírte de lo que tú llamas «tu
pobreza»! ¡cuántas has ponderado en broma mi suerte de ser rica! ¡Marian, por
favor, no vuelvas a reír de ello. ¡Da gracias a Dios por tu pobreza, que te ha
hecho dueña de ti misma y te ha librado de mi destino fatal!
¡Qué prólogo más triste para oír de labios de una recién casada! Triste
porque anunciaba, directa y resignadamente, la verdad. Los pocos días que
habíamos pasado juntas en Blackwater Park fueron suficientes para descubrir
ante mí y ante cualquiera, el motivo por el que su marido se había casado con
ella.
—No he de mortificarte —siguió— haciéndote escuchar lo pronto que
empezaron mis penas y mis desilusiones, ni dándotelas a conocer. Ya es
bastante lamentable tenerlas clavadas en mi imaginación. En cuanto conozcas
como recibió la primera y última observación que le hice, te darás cuenta de
cómo reacciona siempre, tal como si te lo describiera con muchas palabras.
Fue un día en Roma, una mañana en la que fuimos juntos a caballo a visitar la
tumba de Cecilia Metella. El cielo era radiante y hermoso, las viejas ruinas
aparecían más evocadoras que nunca, y el recuerdo de lo que un esposo había
edificado tantos años atrás por amor a una mujer hicieron que mirase con más
ternura y ansiedad que nunca a mi propio marido «Percival, ¿serías capaz de
levantar una tumba semejante para mí? —le pregunté—. Decías antes de
casarnos que me amabas apasionadamente y, sin embargo desde entonces...
«¡No pude continuar, Marian!... ¡Ni siquiera me miraba! Bajé el velo de mi
sombrero pensando que sería mejor que no viese las lágrimas que no podía
contener. Deseé que no me hubiera oído, pero no fue así. «Vámonos» , dijo y
se rio mientras me ayudaba a montar. Montó él también, y volvió a reírse
cuando nos pusimos en camino.
—Si yo mandase edificar una tumba para ti habría de ser con tu propio
dinero. Me gustaría saber si Cecilia Metella tendría suficiente fortuna para
pagar la suya.
Nada contesté ¿cómo podría pronunciar palabras, cuando estaba llorando
tras mi velo.
«—¡Ah!, ¡todas las mujeres de complexión delicada son unas gruñonas!,
siguió. ¿Qué es lo que quieres? ¿Palabras dulces y arrumacos? ¡De acuerdo!
Esta mañana estoy de buen humor. Considera que te las he dicho y que te he
demostrado mi cariño».
Los hombres no saben bien que cuando nos dirigen palabras ofensivas las
mujeres no las olvidamos y que nos hacen mucho daño. Hubiera sido mejor
para mí haberme dejado llevar del llanto, pero su desprecio secó mis lágrimas
y endureció mi corazón. Desde aquel instante, Marian, me entregué a los
recuerdos de Walter Hartright. De ahí que los recuerdos de aquellos felices
días, cuando tanto nos amábamos uno al otro en secreto, volvieran y me
trajeran consuelo. ¿Qué otro apoyo podía buscar? Si hubiésemos estado juntas
me hubieras ayudado a encontrar algo mejor. Sé que obraba mal, querida mía,
pero dime si no tenía disculpa para ello.
Tuve que apartar mi mirada de ella.
—¡No me preguntes! —le dije—. ¿He sufrido tanto como tú? ¿Qué
derecho tengo a sentenciar?
—Yo solía pensar en él —continuó acercándose más a mí y bajando la voz
— cuando Percival me dejaba sola por las noches para ir a la Opera. Me
gustaba deleitarme en lo que hubiera sido mi vida si Dios me hubiera
bendecido con el don de la pobreza y hubiese sido su mujer. Me figuraba
vestida con un traje limpio y barato, sentada en casa esperándole mientras él
ganaba nuestro pan y yo estaba sentada en casa trabajando y le amaba más
porque tenía que trabajar para él; le veía entrar cansado, le quitaba el abrigo y
el sombrero y le servía la cena, algún plato que había aprendido a hacer para
complacerle... ¡Dios mío! No estará tan solitario y triste para pensar en mí y
verme como yo le he visto a él.
Diciendo estas melancólicas palabras, su ternura de otros tiempos volvió a
sonar en su voz y su belleza de antaño se reflejaba en su semblante. Sus ojos
descansaban risueños sobre el paisaje umbrío, solitario y tenebroso que
teníamos a la vista, como si estuviese contemplando las alegres colinas de
Cumberland y no aquel cielo amenazante y turbio.
—No hables más de Walter —supliqué en cuanto volví a tener dominio
sobre mis sentidos—. Laura, ¡ahórranos a las dos el dolor de hablar de él en
estos momentos!
Se levantó y me contempló con ternura.
—Preferiría no hablar nunca más de él, antes que causarte un instante de
dolor.
—Es por ti, —imploré—, es por tu interés por el que lo digo. Si te
escuchara tu marido...
—No se sorprendería.
Dio esta extraña respuesta con la calma y frialdad del desaliento. Su
cambio de actitud al pronunciar estas palabras me asustaron casi más que la
misma respuesta.
—¡Qué no se sorprendería! —repetí—. ¡Laura! Piensa lo que dices, me
asustas.
—Es verdad, Marian, y esto es lo que iba a decirte cuando estábamos las
dos en mi cuarto: mi único secreto, cuando descubrí mi corazón a mi marido
en Limmeridge, fue un secreto inocente, Marian, tú misma lo dijiste. Lo único
que le oculté fue el nombre y lo ha descubierto.
La oía pero me sentía incapaz de contestar. Sus últimas palabras habían
matado las pocas esperanzas que yo abrigaba.
—Sucedió en Roma —siguió con la misma calma y frialdad—. Estábamos
en una pequeña fiesta que nos brindaban unos amigos de Percival, el señor y la
señora Markland. Esta señora tenía fama de dibujar muy bien y algunos de los
invitados la convencieron de que nos enseñase sus bocetos. Todos estuvimos
admirándolos, pero yo dije algo que llamó su atención. «Estoy segura que
dibuja usted también» me dijo. «Antes dibujaba —contesté—, pero lo he
dejado.» «Pues si usted dibujaba antes, tal vez volverá a hacerlo, y si lo hace,
permítame que le recomiende a un profesor.» No dije nada, comprenderás por
qué, Marian, y quise cambiar la conversación. Pero la señora Markland
insistió. «He tenido toda clase de profesores —dijo— pero el mejor de todos,
el más inteligente y el más atento fue un tal Hartright; si alguna vez vuelve a
dibujar tómele como maestro. Es un muchacho joven, modesto, y se porta
como un auténtico caballero, estoy segura que le gustará.» ¡Oír estas cosas en
público, dichas en presencia de extraños que precisamente habían venido a
conocernos como recién casados! Hice todo lo posible por dominarme, no
contesté y bajé la mirada como si estudiara los dibujos. Cuando me decidí a
levantar la cabeza mi mirada se cruzó con la de mi marido y me di cuenta de
que mi turbación me había descubierto. «Procuraremos encontrar al señor
Hartright cuando volvamos a Inglaterra —dijo, sin apartar de mí sus ojos—.
Estoy de acuerdo con usted, señora Markland, creo que él le gustará mucho a
Lady Glyde.» Puso tanto énfasis en estas últimas palabras que la cara me ardió
y el corazón me latió como si me asfixiara. No se habló más de ello y nos
fuimos pronto. Guardé silencio en el carruaje, cuando regresábamos al hotel.
Me ayudó a bajar y me acompañó por la escalera sin que notase algo inusual
en él. Pero en cuanto llegamos al salón cerró la puerta, me empujó hacia una
silla y se inclinó sobre mí presionando mis hombros con sus manos. «Desde
aquella mañana en que me hiciste tu audaz confesión, en Limmeridge, —me
dijo—, estaba deseando saber quién era aquel hombre y lo he sabido esta
noche, mirando tu cara. El hombre era tu profesor de dibujo y se llama
Hartright. Tú y él os arrepentiréis de ello hasta la última hora de vuestras
vidas. Ahora vete a la cama y sueña con él si quieres, sueña con las marcas
que dejará mi látigo en su espalda.» Y desde entonces siempre que se enfada
conmigo me recuerda con burla o amenaza la confesión que le hice en tu
presencia. No tengo poder sobre él para convencerle de que me crea ni para
hacerle guardar silencio. Tú te sorprendiste hoy cuando le oíste decir que
había hecho de la necesidad una virtud al casarme con él. No te sorprendas
cuando vuelvas a oírlo en otro de sus arrebatos. ¡Oh Marian! ¡No te
sorprendas! ¡No! ¡Me harás sufrir!
La cogí en mis brazos, y el dolor y tormento de mis remordimientos me
hicieron apretarla con todas mis fuerzas. Sí, ¡mis remordimientos! La
desesperación que vi pintada en el rostro de Walter cuando mis crueles
palabras le hirieron de pleno en el corazón, en el pabellón de Limmeridge,
apareció a mis ojos como un reproche mudo e insoportable. Mi mano fue la
que señaló el camino que condujo al hombre a quien mi hermana amaba, paso
a paso, lejos de sus amigos y de su patria. Yo había estado entre esos dos
corazones jóvenes para separarlos eternamente uno del otro, era yo quien
había arruinado las deudas de ambos, y ahí estaban los dos destrozados,
testimonio de mi actuación. Yo había hecho todo esto y lo había hecho por Sir
Percival Glyde.
¡Por Sir Percival Glyde!
La oía hablar y comprendía, por el tono de su voz, que me estaba
consolando. ¡A mí, que no merecía más que la censura de su silencio! No
puedo decir cuánto tiempo pasó hasta que me sobrepuse a la atormentadora
desesperación de mis propios pensamientos. Lo primero que sentí fue que ella
estaba besándome, y entonces mis ojos se abrieron de repente al mundo
exterior y supe que estaba mirando mecánicamente la superficie del lago.
—Es tarde —decía Laura en un murmullo—. Estará oscuro en el bosque
—y sacudía mi brazo, repitiendo—: ¡Marian, estará oscuro en el bosque!
—¡Dame un minuto más —dije yo— dame un minuto para reponerme!
Me asustaba la idea de mirarle a la cara, y continuaba con la vista clavada
en el panorama del lago.
Era tarde. La línea oscura de los árboles se había diluido desde el cielo
entre las tinieblas y parecía una gran guirnalda de humo. La niebla que cubría
el lago se iba extendiendo y avanzaba hacia nosotras. El silencio seguía
reinando, pero ya no causaba terror, y sólo persistía el solemne misterio de su
quietud.
—Estamos muy lejos de casa —susurró Laura—. Vámonos.
De pronto calló y volvió la cara hacia la entrada de la caseta.
—¡Marian! —dijo, temblando fuertemente—. ¿No ves nada? ¡Mira!
—¿Dónde?
—Allí abajo...
Señalaba algo con la mano. Mis ojos siguieron su gesto y también vi lo que
ella veía.
Una silueta animada se movía en la lejanía, sobre el páramo desierto.
Cruzó el espacio que se abría ante nosotras desde la caseta y pasó como una
sombra a lo largo de la niebla. Se detuvo lejos, frente a donde estábamos,
esperó y siguió adelante; se movía con lentitud, detrás de su silueta se
levantaba una blanca nube de brumas; iba despacio, muy despacio, hasta que
desapareció detrás de la caseta, y no la volvimos a ver.
Estábamos las dos nerviosas debido a nuestra conversación. Pasaron unos
minutos antes de que Laura se decidiera a adentrarse en el bosque y yo pudiera
pensar en llevarla a casa.
—¿Era hombre o mujer? —preguntó Laura en un susurro cuando al fin
salimos fuera, a la húmeda oscuridad.
—No estoy segura.
—¿Qué crees tú?
—Parecía una mujer.
—Me asusté porque creí que era un hombre con un abrigo largo.
—Podía ser un hombre. Es difícil tener seguridad viéndolo en la penumbra.
—¡Espera, Marian! Tengo miedo... No veo el sendero... ¿Y si nos
estuvieran siguiendo?
—Nada de eso Laura. En realidad, no hay motivos para que nos
alarmemos. Las riberas del lago no están lejos del pueblo, y cualquiera tiene
derecho a pasear por ellas de día o de noche. Lo único raro es que no nos
hayamos tropezado con nadie hasta ahora.
Ya estábamos en los plantíos. La oscuridad era tan profunda, que nos fue
difícil seguir el sendero. Di el brazo a Laura y echamos a andar lo más deprisa
que pudimos hacia la casa.
Antes de llegar a la mitad del camino Laura se paró y me obligó a
detenerme también. Estaba escuchando algo.
—¡Chis! Hay alguien detrás.
—Son las hojas caídas —intenté tranquilizarla—, o alguna rama que ha
caído de un árbol.
—Estamos en verano, Marian, y no hay ni un soplo de viento... ¡Escucha!
Yo también oía el ruido... El ruido que parecía ser de unos pasos ligeros
que nos siguieran.
—No importa qué sea ni quién sea —dije yo—, vamos a seguir. En un
minuto, si no se presenta nada que nos alarme, estaremos tan cerca de casa que
nos podrán oír.
Seguimos muy deprisa, tan deprisa que Laura estaba sin aliento cuando nos
encontramos casi en medio del sembrado de árboles y a la vista de las
ventanas iluminadas.
Esperé unos instantes para que descansara. Precisamente cuando íbamos a
proseguir el camino volvió a detenerse y me indicó con la mano que
escuchara. Ambas oímos claramente un largo y profundo suspiro detrás de
nosotras entre la negra espesura de los árboles.
—¿Quién está ahí? —grité.
Nadie me contestó.
—¿Quién está ahí? —repetí.
Siguió un momento de silencio y luego volvimos a oír los pasos ligeros
que se alejaban en la oscuridad, cada vez más suaves y lentos, hasta que se
perdieron en el silencio.
Salimos deprisa de entre los árboles para llegar a la explanada; la cruzamos
con la misma rapidez, y llegamos a casa sin haber cruzado palabra.
A la luz de la lámpara del vestíbulo, Laura me miraba con las mejillas
lívidas y los ojos asustados.
—Estoy medio muerta de miedo —dijo—. ¿Quién podrá ser?
—Trataremos de averiguarlo mañana —le contesté—. Entretanto no digas
a nadie lo que hemos visto y oído.
—¿Por qué no decirlo?
—Porque el silencio es seguro y necesitamos seguridad en esta casa.
Envié inmediatamente a Laura a su cuarto, me quité el sombrero y me
arreglé el pelo para ir a la biblioteca y empezar mis pesquisas con el pretexto
de buscar un libro.
Allí estaba el conde ocupando la butaca más amplia de la casa, fumando y
leyendo tranquilamente, con los pies extendidos sobre una otomana, la corbata
sobre las rodillas y el cuello de la camisa desabrochado. Y junto a él, como un
niño obediente, estaba sentada en un taburete la condesa Fosco haciéndole
cigarrillos. Ni el marido ni la mujer podían haber estado en el parque durante
aquella noche entrando a toda prisa en la casa. Comprendí, sólo con verlos,
que tenía la respuesta que quería encontrar al dirigirme a la biblioteca.
El conde Fosco se levantó aparentando un cortés sobresalto y se puso la
corbata, cuando entré.
—Por favor, no se moleste —le dije—. No he venido más que a buscar un
libro.
—Todos los que tienen la desgracia de ser tan gordos como yo sufren del
calor —me contestó mientras se daba aire con un gran abanico verde—. Me
gustaría cambiar con mi excelente mujer. En este momento no tiene más calor
que un pez fuera del estanque.
La condesa pareció derretirse con la original comparación de su marido y
dijo, con el aire modesto de una persona que confiesa uno de sus méritos:
—Nunca tengo calor, señorita Halcombe.
—¿Han estado usted y Lady Glyde de paseo esta tarde? —preguntó el
conde, mientras yo cogía un libro de un estante para cubrir las apariencias.
—Sí, ahora venimos de tomar un poco el fresco.
—¿Puedo preguntar hacia dónde fueron ustedes?
—Hacia el lago; llegamos hasta la caseta de los botes.
—¡Ah!... ¿Hasta la caseta de los botes?
En otras circunstancias me hubiera molestado su curiosidad. Pero esa
noche la consideré como prueba de que ni él ni su mujer tenían relación con la
misteriosa figura que vimos en el lago.
—Me figuro que esta tarde no habrá tenido nuevas aventuras —continuó
—. No habrá hecho otro descubrimiento como el del perro herido.
Fijó en mí sus ojos impenetrables, con ese brillo frío, intenso e irresistible
que me obliga siempre a mirarle, dejándome incómoda al hacerlo. En esos
momentos siento la sospecha inconsciente de que sus pensamientos están
escudriñando los míos. Y la sentí entonces.
—No —contesté secamente—. Ni aventuras ni descubrimientos.
Quise apartar de él mi mirada y salir del cuarto. Aunque parezca raro, no
creo que lo hubiera conseguido si Madame Fosco no me hubiera ayudado
haciendo que el conde apartase la suya primero.
—Conde, tiene a la señorita Halcombe en pie —dijo.
En el momento en que se volvió para buscarme una silla aproveché
oportunidad, le di las gracias, me disculpé y salí.
Una hora más tarde, cuando la doncella de Laura estaba en el cuarto de la
señora, encontré la ocasión para hablar del bochorno de la noche con el objeto
de averiguar qué habían estado haciendo los criados a la hora de nuestro
paseo.
—¿Han tenido mucho calor abajo? —le pregunté.
—No, señorita —dijo la muchacha—; casi no lo hemos sentido.
—Entonces habrán estado ustedes fuera, en el bosque, supongo.
—Algunos de nosotros pensábamos ir, señorita. Pero la cocinera dijo que
iba a sacar su silla al patio que da a la puerta de la cocina, que está muy fresco,
y acabamos por hacer todos lo mismo.
De la única persona que no sabía nada era del ama de llaves.
—¿Se ha acostado la señora Michelson? —proseguí, inquisitiva.
—Me parece que no, señorita —contestó la muchacha, sonriendo—. Es
muy probable que se esté levantando ahora y no que se vaya a la cama.
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir? ¿Es que la señora Michelson ha estado en
cama durante el día?
—No, señorita; no del todo. Ha pasado la tarde dormida en el sofá de su
cuarto.
Entre lo que yo misma había observado en la biblioteca y lo que me decía
la doncella de Laura, había una conclusión que parecía inevitable. La persona
que vimos en el lago no era ni la señora Fosco, ni su marido, ni ninguno de los
criados. Los pasos que oímos detrás de nosotras no pertenecían a nadie de los
habitantes de la casa.
¿Quién pudo ser?
Es inútil preguntarlo. Ni siquiera puedo decir si eran de hombre o mujer.
Sólo puedo decir que creo que eran de una mujer.
Día 18 de junio.
En la soledad de la noche volví a hacerme los torturadores reproches que
me asaltaron por la tarde cuando escuché las confidencias de Laura en la
caseta de los botes, y durante horas enteras me mantuve despierta, llenándome
de angustia.
Por fin encendí la vela para revisar mis antiguos diarios y comprobar la
parte que yo había tomado en el error fatal que fue el matrimonio de Laura, lo
que hubiera podido hacer para librarla de él. Este examen me tranquilizó un
poco, pues comprendí que aunque obré a ciegas e ignorante de todo, lo hice
con la mejor voluntad. En general, el llorar me hace daño, pero esta noche no
ha sido así y creo que me ha traído alivio. Esta mañana me he levantado con la
cabeza despejada y con una firme decisión. Nada de lo que haga o diga Sir
Percival volverá a afectarme o a hacerme olvidar siquiera por un momento que
permanezco en esta casa por el bien de Laura, cualesquiera que sean las
mortificaciones, insultos y amenazas que tenga que afrontar.
Todas las especulaciones a que nos hubiéramos podido dedicar esta
mañana sobre el tema de la figura en la orilla del lago y los pasos que
percibimos en los pinares, quedaron en suspenso por un incidente
insignificante, pero que a Laura le causó un profundo disgusto. Había perdido
el broche que yo le había regalado como recuerdo la víspera de su boda. Como
lo llevaba ayer tarde cuando salimos, es de suponer que se le cayó o bien en la
caseta de los botes o bien en el camino, cuando volvíamos. Se ha enviado a los
criados a buscarlo y han vuelto sin encontrarlo. Lo encuentre o no, esta
pérdida le sirve para tener una disculpa con qué justificar su ausencia en el
caso de que Sir Percival vuelva antes de que la carta del socio del señor
Gilmore haya llegado a mis manos.
Acaba de sonar la una. Estoy pensando si no será mejor que espere aquí la
llegada del mensajero de Londres o si convendría que me fuera
silenciosamente a esperarle más allá de la puerta de la finca.
Me inspiran tales sospechas todos y cada uno de los habitantes de esta casa
que creo que el segundo plan puede ser el mejor. El conde está en el salón del
desayuno, puedo no preocuparme de él. Le he oído hace diez minutos al subir
a mi cuarto, estaba enseñando a sus canarios sus trucos: «¡Salta a mi meñique,
chico precioso mío! ¡Salta, escaleras arriba! Uno, dos, tres..., arriba. Tres, dos,
uno y abajo. ¡Uno, dos, tres..., pío - pío - pío - pí-ío!» Los pájaros
prorrumpieron en su habitual canto extático y el conde les contestaba con
gorjeos y silbidos como si él mismo también fuera un pájaro. La puerta de mi
cuarto está abierta y puedo oír el estruendo de gorjeos y silbidos ahora mismo.
Si pretendo escabullirme sin que nadie me vea, éste es el momento oportuno.
Cuatro de la tarde.
Las tres horas transcurridas desde mis últimas anotaciones han dirigido el
curso de los acontecimientos en Blackwater Park por un cauce nuevo. Si es
para bien o para mal, no puedo ni me atrevo a pensarlo.
Retrocederé al mismo lugar en que dejé de escribir, pues de no hacerlo
ahora me perderé en el mar de confusiones de mis propios pensamientos.
Tal como me había propuesto, salí de casa para esperar más allá de la
entrada al mensajero que me traía la respuesta de Londres. En la escalera no vi
a nadie. En el vestíbulo oí cómo el conde seguía enseñando a sus pájaros. Pero
al cruzar la explanada exterior vi a Madame Fosco dando su habitual paseo
alrededor del gran estanque. Tan pronto como la vi, disminuí la rapidez de mis
pasos para evitar que pudiera pensar que yo tuviera prisa; incluso, para no
demostrar inquietud ni precipitación, para exagerar las precauciones le
pregunté si pensaba dar una vuelta antes de almorzar. Me dispensó una de sus
sonrisas más amistosas, me dijo que prefería no alejarse de la casa, me saludó
sonriendo y entró en el vestíbulo. Miré hacia atrás y vi que había cerrado la
puerta antes de que yo abriera la cancela junto a la puerta de la cochera.
En menos de un cuarto de hora llegué a la entrada de la finca.
El camino del exterior hace una curva cerrada hacia la izquierda, sigue en
línea recta unos cien metros y vuelve luego a torcerse hacia la derecha, hasta
desembocar en el camino real. En el recodo que forman estas dos curvas,
donde nadie podía verme ni desde la puerta ni desde el camino de la estación,
esperé paseando arriba y abajo. A ambos lados de donde me encontraba se
levantaban unas vallas altas, y durante veinte minutos de mi reloj ni vi ni oí a
nadie. Al cabo de este tiempo, llegó a mis oídos el ruido de un coche que se
aproximaba, y cuando me dirigí hacia él tropecé con un cabriolé del servicio
de la estación. Hice una seña al cochero para que se detuviese. Cuando lo hizo,
un hombre de aspecto respetable se asomó por la ventanilla para enterarse de
lo que sucedía.
—Usted perdone —le dije—, pero ¿estoy en lo cierto al suponer que se
dirige usted a Blackwater Park?
—Sí, señora.
—¿Con una carta para alguien?
—Con una carta para la señorita Halcombe.
—Puede usted entregármela, porque yo soy la señorita Halcombe.
El hombre se quitó el sombrero, bajó inmediatamente del coche y me
entregó la carta.
La abrí al momento y leí estas líneas, que prefiero copiar en mi Diario,
destruyendo el original por cautela:
«Querida Señora: Su carta recibida esta mañana, me ha sumido en una gran
ansiedad. Voy a contestarle lo más breve y claramente posible.
«El interés que me merece su relato y mi conocimiento de la situación de
Lady Glyde, como está definida en su contrato de matrimonio, lleva, lamento
decirlo, a la conclusión de que Sir Percival contempla la posibilidad de
disponer en parte del dinero de su mujer que está depositado, —en otras
palabras, de abrir un crédito a cuenta de las veinte mil libras de la fortuna de
Lady Glyde— y que pretende que ella comparta la responsabilidad por la
operación y de su aprobación a este flagrante abuso de confianza, con el fin de
utilizar su firma en contra suya si en un futuro Lady Glyde quiere presentar un
pleito. Es imposible suponer otra cosa, pues no hay ningún otro motivo para
que se exija de la esposa, en su situación, una operación financiera de tal clase.
«En el caso de que Lady Glyde firmase este documento, suponiendo que se
trate de lo dicho, su apoderado está autorizado para adelantar a Sir Percival el
dinero que pida a cuenta de las veinte mil libras. Si este dinero no se devuelve
y si Lady Glyde llegase a tener hijos, el capital de éstos se vería disminuido en
la cantidad prestada, fuera grande o pequeña. Dicho en términos más claros, la
transacción, si Lady Glyde no tiene motivos para opinar lo contrario, puede ser
un fraude con respecto a sus futuros hijos.
En estas graves circunstancias, yo me permito recomendar a Lady Glyde
que alegue como razón para evitar la firma que la escritura debe someterse al
estudio del procurador de su familia, es decir, al mío en ausencia del de mi
socio el señor Gilmore. No puede presentar objeción razonable alguna a esto,
pues si la operación fuera perfectamente legal no tendría yo la menor
dificultad en darle el visto bueno.
«Le reitero sinceramente que me tiene a su completa disposición para
cualquier ayuda o consejo que usted desee, aprovecho la oportunidad para
saludarla y quedo suyo seguro servidor.»
William Kyrle
Agradecí mucho esta carta tan afectuosa y tan sensata. Laura podía valerse
de esta disculpa, irrebatible, y que nosotras dos podíamos comprender con
facilidad, para negarse a firmar. El mensajero esperaba junto a mí a que
terminara para recibir instrucciones.
—¿Quiere usted ser tan amable de decirle que comprendo muy bien su
carta y que le quedo muy agradecida? —le dije—. Por ahora mi respuesta es
sólo ésta.
En el momento en que yo pronunciaba estas palabras con la carta abierta y
extendida en la mano, el conde Fosco apareció en el recodo, viniendo del
camino real, y se detuvo delante de mí, como si hubiera brotado del fondo de
la tierra.
Su aparición repentina, en el último lugar del mundo en que hubiese
esperado encontrarle, me cogió por completo de sorpresa. El mensajero se
desentendió de mí y subió al cabriolé. No fui capaz de decirle palabra, ni
siquiera de contestar a su saludo. La convicción de que me había descubierto
el hombre al que más temía de entre todos, me dejó petrificada.
—¿Vuelve usted a casa, señorita Halcombe? —me preguntó, sin mostrar la
menor sorpresa y sin mirar siquiera hacia el cabriolé, que se puso en marcha
mientras me hablaba.
Me dominé lo bastante como para inclinar la cabeza en señal de
afirmación.
—Yo también voy de regreso —dijo—. Por favor, permítame tener el
placer de acompañarla. ¿Quiere apoyarse en mí? ¡Parece muy sorprendida de
verme!
Cogí su brazo. El primero de mis alterados sentidos que retornó me
advertía que más valía sacrificarlo todo antes que crearme en él un enemigo.
—¡Parece usted muy sorprendida al verme! —repitió, en su estilo pausado
e insistente.
—Creía haberle oído, conde, hace muy poco, enseñando a sus pájaros en el
salón del desayuno —le contesté lo más firme y serena que pude.
—Es cierto. Pero mis emplumados amiguitos se parecen demasiado a los
niños. Tienen días en que se vuelven perversos y esta mañana era uno de ellos.
Llegó mi mujer cuando yo los estaba metiendo en la jaula y me dijo que usted
se había marchado a dar un paseo solitario. ¿No es eso lo que usted le dijo?
—Desde luego.
—Pues, señorita Halcombe, el placer de acompañarla me tentó demasiado
y no supe resistir. A mi edad no hay peligro en confesarlo, ¿verdad? Así que
cogí mi sombrero y me vine para ofrecerme a usted como su escolta. Aunque
se trate de un hombre tan gordo y viejo como Fosco, ¿no es mejor que nada?
Me equivoqué de camino, di la vuelta desesperado y aquí me tiene al colmo
(¿me permite decirlo?) de mis deseos.
Continuó prodigándome cumplidos con tanta volubilidad que no tuve que
esforzarme para aparentar tranquilidad. Ni remotamente aludió a lo que había
visto en el camino, ni a la carta que yo seguía teniendo en la mano. Esa
ominosa discreción me convenció de que se había enterado (valiéndose de los
medios más bajos) de mi carta al abogado para proteger los intereses de Laura,
y que habiendo visto la reserva con que yo había recibido la respuesta sabía ya
lo suficiente y sólo le interesaba acallar las sospechas que necesariamente se
hubieran despertado en mí. En estas circunstancias fui lo bastante prudente
como para no tratar de decepcionarle con inútiles explicaciones, y siendo
mujer y aún con el temor que me inspiraba, sentí como si mi mano se
ensuciara al descansar sobre su brazo.
Por el camino que está frente a la casa vimos el tílburi que volvía a las
cuadras. Sir Percival acababa de llegar, salió a la puerta a recibirnos. Fueran
cuales fueren los resultados de su viaje, no habían conseguido suavizar su
brutal carácter.
—¡Vaya! Llegan dos por lo menos —dijo, con rostro amenazador—. ¿Qué
ha sucedido para que todos hayan desertado de la casa? ¿Dónde está Lady
Glyde?
Le conté el extravío del broche y que Laura había ido a los pinares para
buscarlo.
—Con broche o sin él le encargué que no olvidara estar en la biblioteca
esta tarde —gruñó con furia—. Espero verla dentro de media hora.
Dejé el brazo del conde y lentamente subí la escalinata. Me honró con uno
de sus incomparables saludos, y luego dijo, dirigiéndose con jovialidad el
ceñudo dueño de la casa:
—Dígame, Percival ¿ha tenido usted buen viaje? ¿Ha vuelto la preciosa y
reluciente Brown Molly descansada, como si nada?
—¡Qué se vaya al cuerno Brown Molly y el viaje también! ¡Lo que quiero
es almorzar!
—Y yo quiero hablar con usted cinco minutos, Percival, —respondió el
conde—. Cinco minutos de conversación aquí mismo, paseando por el césped.
—¿De qué se trata?
—De asuntos que le conciernen muy directamente.
Atravesé el vestíbulo lo bastante lentamente como para escuchar aquella
pregunta y la respuesta que le siguió y para ver a Sir Percival meter las manos
en los bolsillos con huraña vacilación.
—Si piensa darme la lata con alguno de sus infernales escrúpulos —dijo
—, no los quiero oír. Se lo digo de una vez. ¡Quiero tomar mi almuerzo!
—Venga y escúcheme —contestó el conde, impertérrito, ante el discurso
más grosero que jamás su amigo le hubiera dedicado.
Sir Percival bajó los escalones y el conde le cogió por un brazo, llevándolo
amablemente a pasear con él. Yo estaba segura de que el «asunto» de que
trataban era la firma del documento. No me cabía duda de que hablaban de
Laura y de mí. Casi desfallecía de ansiedad. Aquello que se decían en aquellos
momentos podía ser de la máxima importancia para nosotras, pero no había
posibilidad alguna de que una sola palabra alcanzase mi oído.
Anduve por la casa de cuarto en cuarto con la carta del abogado oculta en
mi seno (esta vez me daba miedo desprenderme de ella, aunque fuera bajo
llave) hasta que creí volverme loca a causa de mi desasosiego. No existían
señales del retorno de Laura y quise ir a su encuentro. Pero me sentía tan
agotada por todo lo que había sufrido durante la mañana, que entre ello y el
calor del día temí desmayarme y, después de dar unos pasos hacia la puerta,
tuve que volver al salón y tumbarme en el primer sofá que encontré.
Cuando empezaba a reponerme, se abrió la puerta suavemente y apareció
el conde.
—Mil perdones, señorita Halcombe —dijo—. Me atrevo a molestarla sólo
porque soy portador de buenas noticias. Percival, que como usted sabe es tan
caprichoso en todo ha cambiado de opinión a última hora y, de momento,
aplaza la cuestión de la firma. Es un gran descanso para todos nosotros,
señorita Halcombe, me causa placer leerlo en su rostro. Le ruego que felicite a
Laura Glyde de mi parte cuando le comunique este agradable cambio de
circunstancias.
Desapareció antes de que me hubiera repuesto de mi asombro. No existe la
menor duda de que esta extraordinaria variación en los propósitos de Sir
Percival respecto a la firma era debida a su influencia; y que al descubrir ayer
la consulta que yo había hecho a Londres y haberse enterado esta mañana de
que ya estaba la respuesta en mi poder, encontró un fundamento muy lógico
para interceder a nuestro favor con cierto éxito.
Experimenté todas estas impresiones, pero sentí también reflejarse en mi
espíritu el agotamiento físico que me dominaba y no me hallé en condiciones
de detenerme a pensar para extraer alguna conclusión provechosa para el
dudoso presente ni para el amenazador porvenir. Por segunda vez traté de
levantarme y salir en busca de Laura, pero la cabeza me daba vueltas y las
piernas no me sostenían. No tenía otro remedio que volver al sofá, muy a pesar
mío.
El silencio de la casa y el sordo zumbar de los insectos veraniegos al otro
lado de la ventana abierta me reconfortaron. Los ojos se me cerraron por sí
solos y fui quedándome en un estado extraño: no estaba dormida, puesto que
tenía consciencia de mi reposo, ni estaba despierta, puesto que no me daba
cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. En este estado mi cuerpo estuvo
descansando, mientras mi espíritu febril dejó de atormentarme. En aquel
trance, o al soñar despierta —no sé cómo llamarlo—, vi a Walter Hartright. No
había pensado en él desde que me levanté esta mañana; Laura no me había
dicho una palabra ni directa ni indirecta que se relacionase con él y, sin
embargo, en aquel instante le vi con tal claridad como si hubieran vuelto los
tiempos pasados y nos hallásemos otra vez juntos en Limmeridge...
Surgió ante mí entre otros muchos hombres cuyos rostros no pude
reconocer. Todos ellos se me aparecieron tendidos sobre los escalones de un
templo en ruinas. Árboles tropicales inmensos, con exuberantes enredaderas
que se enroscaban en sus troncos hasta el infinito, y espeluznantes ídolos de
piedra que mostraban sus rostros brillantes con muecas diabólicas y aparecían
de cuando en cuando entre las hojas y las ramas que rodeaban el templo,
impedían ver el cielo y extendían sus sombras siniestras sobre aquel grupo de
hombres abandonados que yacían a la entrada. Blancas exhalaciones que
ascendían retorciéndose desde el suelo se acercaban a los hombres,
extendiéndolo como una humareda; los tocaban y los dejaban muertos uno a
uno, tendidos en el mismo lugar en que se hallaban. Una agonía de compasión
y de temor por Walter desató mi lengua y le supliqué que se escapara.
«¡Vuelva, vuelva
—le dije—. «¡Recuerde lo que le prometió a ella y también a mí! ¡Vuelva
antes de que la pestilencia le alcance y caiga muerto como los demás!»
Me contempló con una serenidad sobrenatural en su rostro: «Espere —dijo
—; he de volver. La noche en que me encontré con la mujer perdida en el
camino real, ésa fue la noche que destinó mi vida a ser instrumento de un
designio que aún permanece invisible. Aquí, perdido en el desierto, o allí,
cuando llegue en feliz arribo a la tierra en que nací, seguiré yendo por el
oscuro sendero que ha de conducirme a usted y a la hermana de su corazón y
el mío, a la desconocida meta de salvación y al final inevitable. Espere y
observe. La pestilencia que alcanza a los demás pasará junto a mí sin tocarme.
Volví a verle. Continuaba en el bosque y el número de sus compañeros
había disminuido hasta quedar muy pocos. El templo había desaparecido, los
ídolos también, y en su lugar veía las siluetas oscuras de hombres enanos que
acechaban entre los árboles con arcos en las manos y las flechas dispuestas
para ser lanzadas. Una vez más temí por Walter y le grité para alertarlo y una
vez más se giró hacia mí con aquella inalterable paz en su mirada:
«Otro paso más en la oscura carretera. Espere y observe. Las flechas, que
alcanzarán a los demás, no llegarán a mí».
Le vi por tercera vez en un navío que naufragaba, encallado en una costa
arenosa y salvaje. Las barcas cargadas hasta los topes, se alejaban de él para
atracar en tierra firme, y Walter abandonado, estaba solo en el barco que se
hundía. Le grité para que llamase a la última barca e hiciese un último
esfuerzo para salvar su vida. Su faz serena me miró de nuevo y la voz
inalterable me devolvió la misma respuesta: «Otro paso en nuestra jornada.
Espere y observe. El mar que devora a los demás tendrá piedad de mí.»
Y le vi por última vez. Estaba de rodillas ante una tumba de mármol
blanco; la sombra de una mujer cubierta con un velo se elevó del sepulcro y
esperó a su lado. La paz sobrenatural del rostro de Walter se había
transformado en una sobrenatural tristeza. Pero la terrible certeza de sus
palabras permanece invariable. «Cada vez más oscuridad —dijo—, cada vez
más lejos. La muerte se lleva a lo mejor, los más bellos, los más jóvenes, y me
deja a mí. La pestilencia que asola, las flechas que matan, el mar que devora,
la tumba que se cierra sobre el amor y la esperanza..., todo son etapas en mi
camino y me llevan y acercan al final.»
Se me hacía un nudo en la garganta del terror que no podrían expresar las
palabras y de la pena que no podrían aliviar las lágrimas. La oscuridad fue
envolviendo al peregrino junto al sepulcro de mármol, y a la mujer cubierta
con el velo que había salido de la tumba y a la soñadora que los contemplaba.
No vi ni escuché nada más.
Una mano que se posó en mi hombro me despertó. Era la de Laura.
Estaba de rodillas junto al sofá, tenía el rostro encendido y ansioso, sus
ojos buscaban los míos con una desesperación atroz. En el momento de verla
me levanté sobresaltada.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que te ha asustado? —le pregunté.
Lanzó una ojeada a la puerta entreabierta y me contestó con la boca pegada
a mi oído, en un suspiro:
—Marian, la figura que distinguimos en el lago, los pasos que nos
siguieron anoche... ¡Acabo de verla!... ¡He hablado con ella!
—¿Con quién, por amor de Dios?
—Con Anne Catherick.
Estaba yo tan sobrecogida por la agitación que reflejaban el rostro y los
gestos de Laura, y tan impresionada por el recuerdo de mi sueño que no pude
sobrellevar la revelación que fue para mí oír brotar de sus labios el nombre de
Anne Catherick. Sólo fui capaz de quedarme clavada en el suelo, mirándola en
silencio y sin respiración.
Se encontraba tan embargada por las impresiones de lo que acababa de
decir que no observó el efecto que sus palabras habían producido en mí.
—¡He visto a Anne Catherick! ¡He hablado con Anne Catherick! —repetía
como si creyese que yo no la había oído bien—. ¡Oh Marian! ¡Tengo tantas
cosas que contarte! Ven... Aquí nos van a interrumpir. Vamos enseguida a mi
cuarto.
Con estas palabras llenas de ansiedad me cogió de la mano y me condujo a
través de la biblioteca hasta el último cuarto de aquel piso que estaba
habilitado para su uso exclusivo. Nadie, excepto su doncella, tendría excusa
para sorprendernos allí. Me hizo pasar delante, cerró la puerta con llave y
corrió las cortinas de percal que la resguardaba en el interior.
Yo seguía dominada por el extraño sentimiento. Pero empezaba a
apoderarse de mi ánimo la convicción creciente de que las complicaciones que
hacía mucho tiempo amenazaban con cernirse sobre ella y sobre mí, ahora
habían cerrado su cerco en torno a nosotras. No fui capaz de expresarlo con
palabras y apenas si pude comprenderlo vagamente con mi pensamiento.
¡Anne Catherick! —me repetía a mí misma en un murmullo débil e inútil—.
¡Anne Catherick!
Laura me empujó hasta el asiento más próximo, que era una otomana
colocada en el centro de la estancia.
—¡Mira, mira! —dijo, señalándome la pechera de su vestido.
Por primera vez vi que tenía prendido de nuevo en su sitio el broche que
había perdido. Al verlo y tocarlo después sentí que había en él algo real que
pareció aclarar el sopor y la confusión de mis pensamientos y me ayudó a
volver en mí.
—¿Dónde encontraste el broche?
Las primeras palabras que pude pronunciar fueron las de una pregunta
trivial que le hacía en aquel importante momento.
—Lo encontró ella, Marian.
—¿Dónde?
—En el suelo de la caseta de los botes. ¡Dios mío, cómo empezar! ¡Cómo
contarte todo lo que me ha pasado! ¡Me habló de tan extraña manera..., parecía
tan horriblemente enferma..., me dejó tan de repente!
Su voz se fue elevando al ir agolpándose en su memoria el tumulto de sus
sensaciones. Esa desconfianza inveterada que pesa sobre mí en esta casa de
noche o de día, me impulsó a prevenirla, lo mismo que la vista del broche
perdido me había forzado hacía un instante a preguntarle.
—Habla bajo —le dije—. La ventana está abierta y el sendero del parque
pasa al pie. Comienza desde el principio, Laura. Cuéntame palabra por palabra
lo sucedido entre esa mujer y tú.
—¿Cierro antes la ventana?
—No, basta con hablar bajo; recuerda que el tema de Anne Catherick es
peligroso bajo el techo de la casa de tu marido. ¿Dónde la viste primero?
—En la caseta de los botes, Marian. Como sabes, fui hasta allí para buscar
mi broche, andando por el camino entre los pinares, mirando con atención el
suelo a cada paso. Así llegué poco a poco hasta la caseta, y en cuanto entré en
ella me arrodillé para buscar por el suelo. Y seguía buscando aún cuando
escuché a mis espaldas, junto a la puerta, una voz dulce y extraña que decía:
«¡Señorita Fairlie!...
—¡Señorita Fairlie!
—¡Sí, mi nombre de antes, este nombre tan querido, tan familiar y que ya
creía haber perdido para siempre! Me puse en pie, sin asustarme, pues la voz
era demasiado dulce y agradable para asustar a nadie, pero muy sorprendida.
Allí, mirándome desde el umbral, se hallaba una mujer cuyo rostro no
recordaba haber visto jamás...
—¿Cómo iba vestida?
—Llevaba un vestido blanco, bonito y limpio, y lo cubría con un chal
oscuro, pobre y raído. Su sombrero era de paja marrón, y tan usado y pobre
como el chal. Me sorprendió la diferencia entre su vestido y el resto de la
indumentaria, y ella se dio cuenta de que me había llamado la atención. «No
mire usted mi chal y mi sombrero —dijo, hablándome de una manera
precipitada y rápida, como si le faltara el aire—; si no debo ir de blanco, me
tiene sin cuidado lo que lleve puesto encima. Fíjese en mi vestido todo lo que
quiera. No tengo vergüenza de él.» ¡Qué raro! ¿Verdad, Marian? Antes de que
yo pudiese decir algo para tranquilizarla, levantó una de sus manos y vi que
tenía en ella el broche. Yo me alegré tanto y sentí tal agradecimiento hacia ella
que me acerqué para decírselo. «¿Será usted lo bastante agradecida como para
hacerme un pequeño favor?» preguntó. -Sí —le dije—. Si está en mi mano
estaré encantada en hacérselo.» «Entonces deje que yo misma le prenda el
broche en su vestido, ya que soy yo quien lo ha encontrado.» Su petición me
pareció tan extraña y sus palabras demostraban tal ansiedad que retrocedí dos
o tres pasos sin saber qué tenía que hacer. «¡Ah! —exclamó—. ¡Su madre me
hubiera dejado prender el broche!» Algo vi en su mirada y en su voz, cuando
nombró a mi madre, y en su reproche que me hizo avergonzar de mi
desconfianza. Cogí la mano que sostenía el broche y la puse suavemente en la
pechera de mi vestido. «¿Conoció usted a mi madre? —le pregunté—. ¿La
conoció hace muchos años? ¿Nos hemos visto usted y yo antes?» Sus manos
estaban ocupadas en prender el broche en mi vestido: al escucharme se detuvo
y las apretó contra mi pecho. «Me recuerda un espléndido día de primavera en
Limmeridge —me dijo—, y a su madre paseando por la avenida que conduce
a la escuela llevando a dos niñas a sus lados, una de cada mano. Yo no he
tenido otra cosa mejor en qué pensar desde entonces, y lo recuerdo siempre.
Usted era una de aquellas niñas y yo la otra. La inteligente y guapa señorita
Fairlie y la pobre retrasada Anne Catherick se hallaban entonces más cerca
una de la otra de lo que están ahora.»
—¿La recordaste, Laura, cuando te dio su nombre?
—Si... Recordé que tú me habías preguntado por Anne Catherick cuando
estábamos en Limmeridge y dijiste que antes se parecía a mí.
—¿Qué te hizo recordarlo?
—Ella misma. Mientras la miraba cuando estaba cerca, me hice cargo, de
repente, de que ¡nos parecíamos! Su rostro estaba pálido, cansado y
demacrado, pero al verla me sobrecogí, lo mismo que si estuviera
contemplando mi propio rostro en un espejo después de una larga enfermedad.
Este descubrimiento, no sé por qué, me produjo tal impresión que durante
unos instantes fui incapaz de contestarle.
—¿No se sintió ofendida por tu silencio?
—Me temo que sí. «No se parece usted a su madre —me dijo— ni en la
cara ni en el corazón... Su madre era morena y tenía el corazón de un ángel,
señorita Fairlie.» «Estoy segura de sentir afecto por usted —repuse—, aunque
tal vez no pueda expresarlo como debiera. ¿Por qué me llama siempre señorita
Fairlie?» ... «Porque quiero mucho ese nombre y odio el de Glyde», me
interrumpió bruscamente. Hasta aquel instante no observé en ella indicio
alguno de locura pero entonces me pareció verla en sus ojos. «Creí que no
sabía usted que me había casado», le dije, recordando la carta tan insensata
que me escribió en Limmeridge y queriendo tranquilizarla. Suspiró con
amargura y se apartó de mí. ¿Que no lo sabía? ¡Si estoy aquí porque usted se
ha casado! Estoy aquí para redimirla antes de encontrarme con su madre en el
más allá.» Se fue separando más y más de mí hasta que se halló fuera de la
caseta de los botes. Entonces se quedó un tiempo escuchando y mirando a su
alrededor. Cuando se giró para hablarme de nuevo, en vez de entrar siguió en
el mismo lugar, con las manos apoyadas a los dos lados de la puerta y
manteniendo fija en mí su mirada. «¿Me vio usted anoche junto al lago? —
preguntó—. ¿Oyó mis pasos cuando la seguía por el bosque? He estado
esperando días y días para poder hablarle a solas. He dejado a la única amiga
que tengo en el mundo ansiosa y llena de miedo por mí... me he arriesgado a
que me encierren de nuevo en el manicomio..., y todo por su bien, señorita
Fairlie, todo por su bien.» Sus palabras me alarmaron, Marian, y sin embargo
había algo en su modo de expresarse que me hizo compadecerla con toda mi
alma. Estoy segura de que mi compasión fue sincera, pues me dio el valor para
decirle a aquella pobre criatura que entrase y se sentase junto a mí en la caseta.
—¿Lo hizo?
—No. Movió la cabeza y me dijo que tenía que seguir donde estaba para
vigilar y escuchar y no dejar que nos sorprendiera una tercera persona. Y
desde el principio hasta el fin se mantuvo en la entrada, apoyándose en el
marco de la puerta; a veces se inclinaba de repente hacia mí hablándome y
otras se volvía de repente para mirar a su alrededor. «Ayer estaba yo aquí —
dijo—, antes de oscurecer, y la oí a usted hablar con la señorita que la
acompaña. La oí hablarle sobre su marido. La oí decirle que usted no es capaz
de hacer que él la crea ni conseguir que guarde silencio. ¡Ay, supe en seguida
lo que significaban aquellas palabras!, me lo dijo mi conciencia cuando las oí.
¿Por qué dejé que usted se casara con él? ¡Oh, todo por ese miedo mío... por
este miedo loco, miserable, maldito!» Se cubrió el rostro con su pobre chal
raído, y sollozó y se lamentó oculta tras él. Tuve miedo de que sucumbiera a
algún terrible arrebato de desesperación que ni ella ni yo hubiéramos podido
dominar, y le dije:
«Trate de serenarse, trate de decirme cómo hubiera podido evitar mi
matrimonio. Separó el chal de su rostro y me dirigió una mirada ausente.»
Debí haber tenido el suficiente valor para no marcharme de Limmeridge —
contestó—. No debí nunca dejarme vencer por el miedo que me produjo la
noticia de que él iba a llegar. Debí haberla advertido y haberla salvado antes
de que fuese demasiado tarde. ¿Por qué no me atreví más que a escribir
aquella carta? ¿Por qué no hice más que daño cuando trataba y deseaba
hacerle bien? ¡Oh, todo por este miedo mío, este miedo loco, miserable,
maldito! Repitió estas palabras otra vez y escondió su rostro en un extremo de
su pobre y raído chal. Yo estaba horrorizada al verla y escucharla.
—Le preguntaste, Laura, ¿cuál era la causa de ese miedo que tanto la
atormentaba?
—Sí, se lo pregunté.
—¿Y qué te contestó?
—Me preguntó a su vez si yo temería al hombre que me hubiera encerrado
en un manicomio y que volvería a encerrarme si pudiera. Yo le dije: «¿Sigue
usted teniendo miedo aún? Porque si lo tuviera no creo que se atreviese a estar
aquí.» «No —contestó— ya no tengo miedo.» Le pregunté a ella por qué. De
repente se inclinó hacia mí desde la puerta y dijo: «¿No lo adivina?» Negué
con la cabeza. «Míreme», —continuó. Le dije que me daba pena verla tan
triste y enferma. Sonrió por vez primera. «¿Enferma? —repitió. Me estoy
muriendo. Ahora sabe usted por qué ya no le temo. ¿Cree usted que me
encontraré en el cielo con su madre y que me perdonará si la encuentro?» Yo
estaba tan impresionada y tan sorprendida que no pude contestarle. «He estado
pensando en ello —continuó—, todo el tiempo que me estuve escondiendo de
su marido, todo el tiempo que estuve enferma. Mis pensamientos me atraían
hasta estos lugares... Quiero reparar, pensaba yo, quiero deshacer, en lo
posible, todo el mal que hice antes. Le supliqué con toda la seriedad que pude
mostrar que me dijese a qué se refería. Ella siguió clavando en mí su mirada
fija y ausente. «¿Debo reparar el daño?» —se preguntó a sí misma, dudosa—.
Usted tendrá amigos que la apoyarán. Si usted conociera su secreto él se
asustaría de usted; no se atrevería a aprovecharse y a abusar de usted como se
ha aprovechado de mí. La trataría con piedad, por su propio bien, si la teme a
usted y a sus amigos. Y si la trata a usted con dignidad, y si yo puedo decir
que es obra mía...» Esperé con ansia que continuase, pero se detuvo al
pronunciar aquellas palabras.
—¿No intentaste saber hacia dónde iba?
—Lo intenté, pero ella se fue alejando de mí, apoyando su rostro y sus
manos sobre la pared de la caseta. «¡Oh Dios! —la oí decir, con una ternura
terrible y desgarradora en su voz—. ¡Si me hubieran enterrado junto a su
madre! ¡Si pudiera despertarme a su lado cuando suene la trompeta del ángel y
se abran las tumbas para la resurrección de los muertos!» ¡Yo temblaba,
Marian, de pies a cabeza! ¡Era espantoso oírla! «Pero no hay esperanza de que
eso suceda —continuó, volviendo ligeramente la cabeza—. No hay esperanzas
para una pobre extraña como yo. No podré descansar bajo la cruz de mármol,
que limpié con mis manos, bajo la tumba que dejé tan blanca y tan pura por
amor a ella. ¡Oh no, Dios mío, no, nadie me llevará junto a ella, allí donde las
maldiciones dejan de atormentarnos y donde podemos descansar de nuestras
fatigas!» Dijo estas tristes palabras serenamente, dando un suspiro profundo y
desesperado, y luego aguardó un poco. Su rostro expresaba desconcierto y
pesadumbre, parecía estar pensando o tratando de pensar. «¿Qué es lo que
estaba diciendo? —preguntó, al cabo de unos instantes. Cuando su madre me
viene a la mente todo lo demás se va. ¿Qué estaba yo diciendo? ¿Qué decía
yo, Dios mío?» Se lo recordé a la pobre criatura con toda la suavidad y cariño
que pude. «¡Ah, sí, sí!» —continuó ella, con la misma expresión
desconcertada y ausente—. Usted se halla desamparada y a merced de su
indigno marido. Sí. Y yo debo hacer lo que me proponía cuando vine hasta
aquí..., debo reparar el mal que le hice por haber tenido miedo de hablar
cuando aún era tiempo para ello.» «¿Qué es lo que tiene qué decirme?, le
pregunté; «el secreto del que tiene miedo su cruel marido», me contestó. «Una
vez le amenacé con su secreto y le asusté. Usted también tiene que amenazarle
y asustarle con él.» Su rostro se volvió sombrío, y una mirada dura y frenética
brilló en sus ojos. Comenzó a agitar una mano con un gesto ausente e
inesperado. «Mi madre sabe ese secreto —dijo—, ha consumido media vida
bajo el peso de ese secreto. Un día, cuando yo ya era mayor, me dijo a mí algo
y al día siguiente, su marido...
—¡Sigue, sigue por favor! ¿Qué te dijo de su marido?
—Al llegar a esto se calló de nuevo, Marian...
—¿No dijo más?
—Se puso a escuchar con ansiedad. «¡Chhist!», susurró, agitando su mano
como antes. «¡Chhist!» Se asomó por la puerta, y paso a paso, se alejó pisando
con cautela y sigilosamente hasta que la perdí de vista tras la esquina de la
caseta.
—¿La seguirías, naturalmente?
—Sí. Era tal mi interés, que tuve el valor de levantarme para seguirla.
Cuando estaba en la puerta, volvió a aparecer de repente por la esquina. ¡El
secreto! —le susurré—, espere, dígame el secreto. Me agarró del brazo y me
miró con ojos extraviados de terror. Ahora, no —murmuró—. No estamos
solas, nos vigilan. Venga mañana a esta misma hora; usted sola, sola... tenga
cuidado, venga sola,» me empujó bruscamente hacia el interior y no la vi más.
—¡Laura, Laura! ¡Otra ocasión perdida! Si yo hubiese estado cerca de ella,
no se nos hubiera escabullido. ¿Por qué lado la viste desaparecer?
—Por el lado de la izquierda, donde el terreno desciende y el bosque es
más espeso.
—¿Corriste tras ella, la llamaste?
—¿Cómo hubiera podido hacerlo? Estaba aterrada y no era capaz de hablar
ni de moverme.
—Pero cuando te levantaste, cuando saliste...
—Vine corriendo para contártelo todo.
—¿Viste a alguien o escuchaste algo en los pinares?
—No.…, todo parecía tranquilo y solitario cuando pasé por allí.
Estuve un momento pensando. Aquella tercera persona que había
presenciado secretamente aquel encuentro ¿era realidad o fruto de la
imaginación excitada de Anne Catherick? Era imposible saberlo. Lo único
cierto era que una vez más habíamos fracasado cuando estábamos a punto de
descubrir algo, habíamos fracasado completa e irremisiblemente, a menos que
Anne Catherick acudiera a la cita en la caseta al día siguiente.
—¿Estás bien segura de haberme contado todo lo que ha pasado? ¿Hasta la
última palabra que te ha dicho? —pregunté a Laura.
—Creo que sí —me respondió—. Mi memoria no puede compararse con la
tuya, Marian; pero me impresionó tanto, estaba tan profundamente interesada,
que no puede habérseme escapado nada que sea de importancia.
—Querida Laura, los detalles que parecen insignificantes son importantes
tratándose de Anne Catherick. Piensa bien. ¿No se le escapó por casualidad
algo referente al sitio en que vive ahora?
—Nada que yo recuerde.
—¿No nombró a su compañera y amiga... a una mujer que se llama la
señora Clements?
—¡Ah, sí! ¡Sí! Se me olvidó. Me dijo que la señora Clements quería a todo
trance acompañarla y venir al lago con ella, y le había rogado que no se
aventurase a ir sola por aquellas vecindades.
—¿Eso fue lo que contó de la señora Clements?
—Sí; eso fue todo.
—¿No te dijo nada del lugar en que se habían refugiado después de salir de
Todd's Corner?
—Nada; estoy completamente segura.
—¿Ni dónde ha vivido desde entonces, ni cuál fue su enfermedad?
—No, Marian; ni una palabra. Por favor, dime qué crees de todo esto, pues
yo no sé qué pensar ni qué hacer.
—Lo que tienes que hacer es esto, querida mía, acudir mañana
puntualmente a la cita. No es posible decir qué puede significar para tus
intereses ver a esa mujer de nuevo. No debes ir sola la segunda vez. Te seguiré
a una distancia segura. Nadie me verá; pero quiero estar al alcance de tu voz
por si sucede algo. Anne Catherick se le escapó a Walter Hartright y se te ha
escapado a ti pero espero que no se me escape a mí.
Los ojos de Laura leían en los míos con atención.
—¿Tú crees en ese secreto que mi marido tanto teme? Supón, Marian, que
después de todo, no existe más que en la fantasía de Anne Catherick. Supe que
quiere verme y hablarme sólo para evocar viejos recuerdos. ¡Estaba tan
extraña que no sabía si creerla! ¿Tendrías confianza en ella si te hablara de
otra cosa?
—Laura, no tengo confianza en nada más que en las observaciones que
hago yo misma de la conducta de tu marido. Juzgo las palabras de Anne
Catherick por las acciones de él..., y creo que ahí existe un secreto.
No dije más, y me levanté para salir del cuarto. Me asaltaban y
atormentaban pensamientos que hubiera acabado por confesarle si seguíamos
hablando más tiempo, y hubiera sido peligroso que los sospechase. El terrible
sueño del que me había despertado arrojaba su oscura y funesta sombra sobre
aquellas nuevas impresiones que su relato produjo en mi espíritu. Sentía
acercarse a nosotros aquel futuro pavoroso que me llenaba de inmenso terror,
que me obligaba a creer que había un designio invisible en la larga serie de
complicaciones que nos cercaban. Pensé en Hartright como le vi con mis
propios ojos el día que nos despedimos, como le vi soñando, dudar si no nos
acercábamos a ciegas hacia un fin señalado e inevitable.
Dejando que Laura subiese sola a su dormitorio salí a dar una vuelta cerca
de la casa. Las circunstancias en las que Anne Catherick se había separado de
Laura despertaban en mí un ansia secreta por conocer cómo estaba pasando la
tarde el conde Fosco, y una secreta desconfianza de los resultados del solitario
viaje del que Sir Percival había regresado hacía unas horas.
Después de buscarlos por todas partes y no descubrir nada, volví a casa y
entré en diversas habitaciones de la planta baja, una tras otra. Todas estaban
vacías. Salí al vestíbulo para subir a reunirme con Laura. Madame Fosco abrió
la puerta de su cuarto cuando yo pasaba por el pasillo, y me detuve para
averiguar si sabía algo de lo que estaban haciendo su marido y Sir Percival.
Ella los había visto desde la ventana hacía más de una hora. El conde había
mirado hacia arriba, con su acostumbrada amabilidad y le había mencionado
con la habitual atención que mostraba con ella en las menores fruslerías que él
y su amigo iban a dar juntos un largo paseo.
¡Un largo paseo! Desde que los conocí jamás habían buscado la compañía
el uno del otro para tal propósito. A Sir Percival el único ejercicio que le
agradaba era montar a caballo, y al conde (salvo cuando su cortesía le llevaba
a seguirme por el parque) no le agradaba ninguno.
Cuando me reuní de nuevo con Laura, vi que tras irme había recordado la
inminente cuestión de la firma del documento, que habíamos olvidado
absortas en discutir su encuentro con Anne Catherick. Las primeras palabras
que me dirigió cuando entré en el cuarto fueron para expresar la sorpresa que
le producía no haber sido llamada a la biblioteca para acudir a la cita de Sir
Percival.
—Puedes estar tranquila respecto a eso —le dije—. Al menos por ahora no
necesitamos preocuparnos de lo que hemos de decir. Sir Percival ha variado
sus planes, y el asunto de la firma se ha aplazado.
—¿Se ha aplazado? —preguntó Laura con perplejidad—. ¿Quién te lo ha
dicho?
—Mi información proviene del conde Fosco. Creo que debemos a su
intervención el que tu mando haya cambiado de idea de pronto.
—Parece imposible, Marian. Si, como suponemos, Sir Percival necesita tu
firma para conseguir dinero, que le hace falta con urgencia, no comprendo
cómo puede haberse aplazado el asunto.
—Pienso, Laura, que tenemos bien a la vista los motivos que pueden
explicarnos este cambio. ¿Has olvidado la conversación entre Sir Percival y el
abogado, que escuché cuando pasaban por el vestíbulo?
—No, pero no recuerdo...
—Pues yo sí. Se proponían dos alternativas. Una, obtener tu firma en aquel
documento. La otra, ganar tiempo emitiendo letras de cambio a noventa días.
Es evidente que han optado por esta última solución, y afortunadamente
tenemos esperanzas de librarnos de compartir los apremios de Sir Percival
durante algún tiempo, por lo menos.
—¡Oh Marian, eso suena demasiado bien para que sea cierto!
—¿Tanto te alegra, querida mía? No hace mucho alababas mi buena
memoria, pero ahora pareces dudar de ella. Voy a buscar mi Diario, y verás si
estoy o no equivocada.
Fui a buscar mi cuaderno y enseguida volví con él.
Revisamos las anotaciones que había escrito referentes a la visita del
abogado, comprobando que yo recordaba con precisión las dos alternativas
propuestas. Tanto para mí como para Laura fue un verdadero alivio ver que la
memoria, en aquella ocasión, como en otras, no me había fallado. En la
peligrosa incertidumbre de nuestro presente es difícil decir cuanta importancia
puede tener para el futuro que haga con regularidad mis anotaciones en mi
Diario, y que en el momento de escribirlas sea exacto mi recuerdo.
Por la expresión de Laura comprendí que se le había ocurrido la misma
idea. Sea como fuere, es un detalle insignificante y casi me azara el anotarlo
en estas páginas, pues me parece que presento el desamparo de nuestra
situación con tintas demasiado negras. ¡Sin embargo, con bien poco
contábamos cuando el descubrimiento de que mi buena memoria todavía podía
servirnos y merecía nuestra confianza nos había alegrado tanto como si
hubiéramos hallado un nuevo amigo!
El primer toque de campana llamándonos para cenar nos obligó a
separarnos. Sir Percival y el conde volvieron de su paseo. Oímos al señor de la
casa gritar furioso a los criados por haberse retrasado cinco minutos, y al
huésped del señor interponiendo, como de costumbre, en defensa de la
propiedad, paciencia y paz. Llegó la noche, y transcurrió sin que sucediese
ningún acontecimiento extraordinario. Pero observé ciertos matices singulares
en la conducta de Sir Percival y del conde que, cuando me acosté, me hicieron
estar muy preocupada e inquieta respecto a Anne Catherick y las novedades
que pudiera traernos el mañana.
Sé bastante de Sir Percival para comprender que, de todas sus facetas, la
más falsa y por lo tanto la peor es su aparente corrección. El largo paseo con el
conde había traído como consecuencia un cambio en sus maneras, sobre todo
respecto a su mujer. Ante la secreta sorpresa de Laura y ante mi secreta
alarma, la llamó vanas veces por su nombre de pila, le preguntó si había tenido
últimamente noticias de su tío, se informó de cuándo pensaba invitar a la
señora Vesey a Blackwater y la colmó de pequeñas atenciones que me hicieron
evocar los días de su odioso noviazgo en Limmeridge. Por de pronto, ésta es
una mala señal, y me pareció más funesta aún cuando después de cenar
pretendió quedarse dormido en el salón, y pude observar que su mirada nos
seguía a Laura y a mí con malignidad cuando creía que ninguna de las dos nos
dábamos cuenta. Nunca dudé de que su solitario viaje a Welmingham tuvo por
objeto interrogar a la señora Catherick; pero esta noche temí que el viaje no
había sido en vano y que había obtenido alguna información que
indiscutiblemente nos haría padecer. Si hubiera sabido dónde podía encontrar
a Anne Catherick me hubiera levantado a la mañana siguiente con el sol y se
lo hubiera advertido.
Más si el aspecto bajo el que se nos presentó esta noche Sir Percival era
por desgracia para mí bien conocido, el aspecto bajo el que se presentó por su
parte el conde me resultaba totalmente nuevo. Por vez primera pude verlo esta
noche en el papel de hombre de sentimientos, y de un sentimentalismo que nos
parecía sincero y no improvisado para esta ocasión.
Por lo pronto estaba tranquilo y sumiso, y sus ojos y su voz traslucían una
sensibilidad contenida. Llevaba el más suntuoso chaleco que le había visto
hasta entonces, como si existiese cierta relación misteriosa entre sus más
profundos sentimientos y sus refinamientos más espectaculares. Era de seda,
de color verde mar pálido exquisitamente guarnecido con pasamanería
plateada. Su voz tenía inflexiones tiernas y suaves, y su sonrisa expresaba una
admiración paternal y pensativa cuando nos hablaba a Laura o a mí. Estrechó
la mano de su mujer, por debajo de la mesa, cuando ésta le dio las gracias por
las pequeñas atenciones que tuvo con ella durante la cena y al beber brindó por
ella. ¡A tu salud y felicidad, ángel mío!», dijo con ojos brillantes de
admiración. Apenas comía, suspiraba, y cuando su amigo se rio de él, le
contestó:
«¡Mi buen Percival!» Después de la cena cogió a Laura de la mano y le
rogó que «fuese tan encantadora de tocar algo para él». Ella accedió, sin poder
ocultar su asombro. Él se sentó junto al piano con la cadena de su reloj
reluciendo como una culebra dorada entre los pliegues verde mar de su
chaleco. Su inmensa cabeza estaba inclinada lánguidamente y con sus dedos
de un blanco cetrino, llevaba dulcemente el compás. Ponderó con ardor la
selección de la pieza y admiró conmovido el arte de Laura, no como la alababa
el pobre Hartright, que disfrutaba inocentemente de los deliciosos sonidos,
sino con un conocimiento claro, cultivado y práctico de los méritos de la
composición, primero y de los méritos del intérprete después. Cuando cayó el
anochecer, rogó que no profanásemos aún aquella deliciosa penumbra con la
luz de las lámparas. Con su andar horriblemente silencioso vino hasta la
ventana más alejada junto a la que me había retirado para estar a la mayor
distancia de él y para evitar verlo siquiera, y me pidió que apoyara su protesta
contra las lámparas. Si entre ellas hubiese habido una capaz de quemarlo vivo,
en aquel instante me hubiese ido a la cocina para traerla yo misma.
—¿Verdad que a usted también le agradan estos crepúsculos, modestos y
temblorosos? —dijo dulcemente—. ¡Ah, yo los adoro! Experimento una
admiración innata por todo lo que es noble, elevado y bueno y se purifica bajo
el aliento celestial en una noche como ésta. ¡Veo en la Naturaleza unos
encantos tan imperecederos y una ternura tan inextinguible para mí! Soy un
hombre viejo y gordo, señorita Halcombe, y las palabras que resultarían
propias saliendo de sus labios parecen irrisorias y ridículas si las pronuncio yo.
Y es duro sentirse ridículo en momentos tan sentimentales como éste, como si
tuviese un alma vieja y demasiado ancha, tal como yo mismo. ¡Fíjese, mi
querida señorita, en la luz que va muriendo entre los árboles! ¿No penetra en
su corazón como penetra en el mío?
Calló, me miró y repitió las famosas palabras de Dante sobre la noche con
una ternura melodiosa que añadía mayor encanto a la incomparable belleza de
la poesía.
—¡Vaya! —exclamó de repente, cuando la última cadencia de aquellas
nobles palabras italianas morían en sus labios—. No hago más que cansarlos a
todos con las tonterías que se le ocurren a un viejo. Vamos a cerrar la ventana
de nuestra alma y volvamos a la realidad del mundo... Percival, sanciono la
admisión de las lámparas... Lady Glyde, señorita Halcombe, Eleonor, mi
querida esposa, ¿quién de ustedes me concede el honor de jugar conmigo una
partida de dominó?
Se dirigía a todas nosotras, pero su mirada estaba fija en Laura.
Ella conocía mi temor a ofenderle y aceptó su ofrecimiento. Hubiera sido
algo superior a mis fuerzas en aquellos momentos. No hubiera podido
sentarme con él en la misma mesa, a pesar de todas sus consideraciones. Sus
ojos parecían penetrar hasta lo más íntimo de mi alma a través de la oscuridad
cada vez más densa del crepúsculo. El misterioso terror de la pesadilla que me
había asaltado me oprimía ahora el corazón con presentimientos insoportables
y un pánico indecible. Volvía a contemplar la tumba blanca y la mujer cubierta
con el velo que se levantaba junto a Hartright. El pensamiento de Laura brotó
como un manantial desde las profundidades de mi corazón llenándolo con una
oleada de amargura como jamás, hasta entonces, había conocido. Le cogí la
mano cuando pasó delante de mí para ir a la mesa de juego y la besé con
pasión como si aquella noche nos hubiéramos de separar para siempre.
Mientras todos me miraban con asombro, salí corriendo por la cristalera que
daba al jardín, huyendo para ocultarme de ellos; para ocultarme de mí misma.
Nos separamos, aquella noche, más tarde que de costumbre. Hacia la
medianoche el silencio veraniego fue turbado por el silbido, entre los árboles,
de un vientecillo suave y melancólico. Todos sentimos el refrescar de la
atmósfera, pero el conde fue el primero que se dio cuenta de que el viento iba
arreciando. Mientras encendía mi vela, se detuvo de repente, y alzó la mano,
con un gesto de advertencia:
—¡Escuchen!... —dijo él—. Mañana habrá un cambio.
Día 19 de Junio.
Los acontecimientos de ayer me habían advertido para estar dispuesta a
encontrarme inevitablemente con lo peor. ¡Pero el día de hoy aún no ha
terminado y lo peor ya ha llegado!
Calculando la hora en que Laura había ido ayer al lago, dedujimos que
Anne Catherick debía haber aparecido en la caseta hacia las dos y media de la
tarde. Decidimos que hoy Laura iría al comedor a la hora del almuerzo para
salir en seguida con cualquier excusa, yo me quedaría para salvar las
apariencias y me uniría a ella en cuanto pudiera hacerlo sin despertar
sospechas. Si no surgía algún impedimento, este plan permitiría a Laura llegar
al lago antes de las dos y media y (cuando a mi vez yo me levantara de la
mesa) yo podría esconderme en los pinares antes de las tres.
El cambio de tiempo anunciado por el viento de la noche anterior, se
produjo efectivamente. Estaba lloviendo a cántaros cuando me levanté, y el
agua continuó cayendo hasta las doce; cuando las nubes se dispersaron, el
cielo se volvió azul y el sol brilló de nuevo, prometiendo una tarde radiante.
Quería averiguar qué pensaban hacer aquella tarde el conde y Sir Percival
pero no logré aquietar mi ansiedad en lo que respecta a este último, pues nos
dejó enseguida después del desayuno y salió al exterior a pesar de la lluvia. No
nos dijo ni dónde iba ni cuándo volvería. Le vimos pasar por delante de la
ventana equipado con sus botas altas y su impermeable, y eso fue todo.
El conde pasó una mañana tranquila, sin salir de casa, unos ratos en la
biblioteca y otros en el salón, tocando al piano fragmentos de obras musicales
y canturreándolos. A juzgar por las apariencias, continuaba dominado por la
faceta sentimental. Seguía silencioso y emotivo, suspirando lánguidamente (en
la forma en que sólo los hombres gordos saben hacerlo) a la menor
oportunidad.
Llegó la hora del almuerzo y Sir Percival no había regresado. El conde
ocupó el asiento de su amigo en la mesa, devoró lastimosamente la mayor
parte de una tarta anegada en crema y, cuando hubo terminado, nos explicó el
porqué de su hazaña.
—La afición a las golosinas, señoras, es una inocente afición propia de
mujeres y niños —dijo con dulces inflexiones de la voz y con la mayor
ternura: Me gusta compartirlo con ellos, he aquí un nuevo lazo que me une a
ustedes.
Laura se levantó de la mesa al cabo de diez minutos. Yo estuve tentada a
acompañarla. Pero si nos hubiéramos ido las dos juntas hubiéramos despertado
sospechas, y lo que es peor: si acudía Laura a la entrevista con Anne Catherick
acompañada por otra persona desconocida para ella, teníamos todas las
probabilidades de perder su confianza para no recuperarla jamás.
Por lo tanto, esperé con tanta paciencia como pude hasta que el criado se
dispuso a levantar la mesa. Cuando salí de la estancia no había señales ni en la
casa ni fuera de ella de que Sir Percival hubiera regresado. Dejé al conde, que
sostenía un terrón de azúcar entre sus labios mientras la viciosa cacatúa
trepaba por su chaleco para arrebatárselo; Madame Fosco, sentada enfrente,
observaba las diversiones de su marido y del pájaro con tanta atención como si
en su vida hubiese visto nada semejante. Al dirigirme hacia los pinares, tuve
buen cuidado de mantenerme lejos de la ventana del comedor. No me vio
nadie, ni nadie me siguió. Mi reloj marcaba las tres menos cuarto.
Una vez entre los árboles caminé deprisa hasta que hube pasado la mitad
del pinar. Entonces retardé el paso y empecé a moverme con mayor
precaución, pero no veía a nadie ni oía voz alguna. Poco a poco me acerqué a
la caseta de los botes tanto que pude verla por su parte trasera. Me detuve y
escuché, luego seguí andando hasta llegar junto a ella, donde podría oír la
conversación entre quienes estuvieran dentro. Pero nada interrumpía el
silencio: ni de cerca ni de lejos llegaba señal alguna de ser viviente.
Después de deslizarme a lo largo de la pared trasera, primero hacia la
derecha, luego hacia la izquierda, y no descubrir nada, me aventuré a llegar
hasta la entrada y asomarme al interior. Dentro no había nadie.
Llamé a Laura, primero en voz baja y luego más fuerte. Nadie me contestó,
nadie acudió... A juzgar por lo que había visto y oído, la única criatura humana
que se encontraba en los alrededores del pinar y del lago era yo.
El corazón me latía con violencia, pero continué mis pesquisas, primero
dentro de la caseta y luego en el suelo, frente a la entrada, para ver si algún
rastro de Laura me indicaba que había acudido a la cita. En el interior no
distinguía señal alguna de su presencia; pero fuera, delante de la entrada, pude
ver el rastro de sus pasos en la arena.
Descubrí huellas de dos personas: unas grandes, que parecían ser de
hombre, y otras pequeñas, de las que, al poner mis propios pies sobre ellas y
viendo que tenían el mismo tamaño, no dudé que fuesen de Laura. Aquellas
huellas se confundían precisamente frente a la caseta. Junto a una esquina,
bajo la sombra del alero del tejado, vi un hoyo en la arena —hecho
artificialmente, eso parecía indudable—. Me fijé en él, pero enseguida
retrocedí para tratar de seguir las huellas de los pasos hasta donde éstos me
llevasen.
Me condujeron desde la parte izquierda de la caseta, a lo largo de una
franja de árboles; calculo que a unos doscientos o trescientos metros de
distancia. Después, el terreno arenoso no mostraba ningún rastro de huellas.
Comprendiendo que las personas cuyo rastro seguía debían haber penetrado en
los pinares por este sitio, yo también lo hice. Al principio no podía hallar
sendero alguno, pero al fin descubrí una vereda apenas visible entre los
árboles y la seguí. Durante cierto tiempo iba en dirección a la aldea, hasta que
me detuve en un lugar en que mi sendero se cruzaba con otro. A ambos lados
crecían espesas zarzas. Yo miraba al suelo dudando qué camino seguir, cuando
vi que en una rama espinosa estaban enganchados hilos de flecos que podían
ser de un chal. Al examinarlos de cerca comprobé que pertenecían al chal de
Laura y en el acto me encaminé por el segundo sendero. Al fin, y con gran
alivio por mi parte, me condujo hasta la parte posterior de la casa. Digo para
mi gran alivio, porque supuse que Laura, por algún motivo que yo ignoraba,
había vuelto por aquellos vericuetos a casa antes que yo. Entré atravesando el
patio y las dependencias. La primera persona que encontré en el zaguán fue al
ama de llaves, la señorita Michelson.
—¿Sabe usted —le pregunté— si Lady Glyde ha vuelto ya de su paseo?
—La señora ha vuelto hace un momento con Sir Percival —contestó la
mujer—. Me temo que haya sucedido algo serio, señorita Halcombe.
El corazón se me heló.
—¡No querrá usted decir que ha sucedido un accidente? —dije, con voz
temblorosa.
—No, no; gracias a Dios no es eso, pero la señora subió corriendo a su
cuarto y estaba llorando y Sir Percival me ha ordenado avisar a Fanny de que
antes de una hora debe abandonar esta casa.
Fanny era la doncella de Laura. Una muchacha buena y fiel, que estaba con
ella hacía muchos años y que era la única persona de la casa con cuya lealtad y
honradez podíamos contar.
—¿Dónde está Fanny? —pregunté.
—En mi cuarto, señorita Halcombe. La pobre muchacha está desesperada
y le he dicho que se tranquilice y que descanse un poco.
Fui al cuarto de la señora Michelson, y encontré a Fanny sentada en un
rincón con su maleta a un lado y llorando amargamente.
No pudo explicarme la causa de su intempestivo despido. Sir Percival
había ordenado que se le entregase el sueldo de un mes, en lugar de darle aviso
con un mes de antelación, y que se marchase. No había dicho por qué, ni le
había reñido para nada. Le había prohibido que acudiera a su señora y ni si
quiera le permitía despedirse de ella aunque fuese un momento. Tenía que irse
sin explicaciones ni despedidas y hacerlo inmediatamente.
Después de consolar como pude a la infeliz muchacha, le pregunté dónde
pensaba pasar esta noche. Me dijo que iría a una posada del pueblo, cuya
dueña era persona respetable y conocida de la servidumbre de Blackwater
Park. A la mañana siguiente se levantaría muy temprano y se iría a
Cumberland, sin detenerse en Londres, donde no conocía un alma.
En seguida vislumbré que el viaje de Fanny nos ofrecía un medio seguro
para comunicarnos con Limmeridge y con Londres, lo que podía ser de gran
provecho para nosotras. Así, pues, le dije que durante la tarde su señora o yo
procuraríamos comunicarnos con ella y que podía estar segura de que
haríamos todo lo posible por ayudarla aunque ahora tuviese que resignarse e
irse. Diciendo estas palabras nos estrechamos la mano, y me fui arriba.
La puerta que conducía al cuarto de Laura desde el pasillo daba
previamente a una antesala. Cuando intenté abrirla estaba cerrada con llave
por dentro.
Llamé, y abrió la puerta la misma criada gorda y grandota cuya completa
estupidez tanto me impacientó el día que encontré el perro herido. Desde
entonces supe que se llamaba Margaret Porcher y que era la criada más torpe,
tozuda y zafia de la casa.
Al abrirme la puerta dio un paso hacia delante y se quedó en el umbral con
una sonrisa alelada en los labios y sin decir palabra.
—¿Qué hace usted ahí en medio? ¿No ve que quiero entrar? —le dije.
—¡Ah! ¡Pero es que no puede usted entrar! —me contestó sonriendo aún
más.
—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¡Quítese de en medio inmediatamente!
Extendió sus brazos, indicando con sus manos, rojas y gordas, que el
camino me estaba cerrado y lentamente inclinó su cabeza de alcornoque.
—Son órdenes del amo —me dijo; y volvió a inclinar la cabeza.
Hice uso de toda mi capacidad de dominarme para evitar discutir con ella,
dándome cuenta de que era a su señor a quien tenía que dirigirme. Le volví la
espalda y bajé al salón para buscarle. A pesar de mis propósitos de soportar las
intemperancias de Sir Percival, por mucho que tuviera que sufrir, he de
confesar, para vergüenza mía, que se me olvidaron por completo en aquellos
instantes. Pero me alivió mucho, después de todo lo que había sufrido y
aguantado en esta casa dejar que me llevase mi indignación.
El salón y el comedor se hallaban vacíos, pero fui a la biblioteca y allí
encontré a Sir Percival, al conde y a Madame Fosco. Los tres estaban de pie,
formando un grupo muy apretado, y Sir Percival tenía un trozo de papel en la
mano. Al abrirse la puerta oí que el conde le decía:
—No, mil veces no.
Me acerqué a Sir Percival y le miré a la cara.
—¿He de creer, Sir Percival, que el cuarto de su mujer es una cárcel y que
la criada es la carcelera? —pregunté.
—Sí, eso es lo que tiene usted que creer —contestó—, y tenga cuidado de
que mi carcelera no tenga hoy trabajo doble y de que se convierta también en
cárcel su propio cuarto.
—Tenga cuidado usted de cómo trata a su mujer y de cómo me amenaza a
mí —no pude contener mi ira—. En Inglaterra existen leyes que protegen a las
mujeres contra la crueldad y los ultrajes. Si se atreve a rozar un solo cabello de
Laura o a atentar contra mi libertad, suceda lo que suceda, apelaré a estas
leyes.
En lugar de contestarme, se volvió hacia el conde:
—¿Qué le dije antes? ¿Qué dice usted ahora? —preguntó.
—Lo mismo que antes —contestó el conde— No.
A pesar de la vehemencia de mi rabia pude sentir, fijos sobre mi rostro, sus
ojos imperturbables, fríos y acerados. Se apartaron de mí cuando el conde
terminó su frase y dirigió a su mujer una mirada significativa. Inmediatamente
Madame Fosco se acercó y habló a Sir Percival antes de que ninguno de los
demás pudiésemos pronunciar una palabra.
—Tenga la amabilidad de escucharme unos instantes —dijo con su voz
helada y clara—. Quiero agradecerle, Sir Percival, su hospitalidad y quiero
rehusar aceptarla por más tiempo. Yo no puedo permanecer en una casa en la
que se trata a las señoras como ha tratado hoy a su mujer y a la señorita
Halcombe.
Sir Percival retrocedió un paso y se quedó mirándola mudo de asombro. La
declaración que acababa de escuchar (declaración que tanto él como yo
sabíamos que Madame Fosco jamás se hubiera atrevido a hacer sin el
consentimiento de su marido) pareció dejarlo petrificado de asombro. El
conde, inmóvil, contemplaba a su mujer con muestras de la más entusiasta
admiración.
—¡Es sublime! —se dijo a sí mismo.
Luego se acercó a ella y puso su brazo en el suyo.
—Estoy a tus órdenes, Eleanor —continuó, con un tono de serena dignidad
que nunca le había conocido hasta entonces—, y a las órdenes de la señorita
Halcombe, si me hace el honor de aceptar el apoyo que yo pueda ofrecerle.
—¡Demonio!, pero ¿qué significa esto? —gritó Sir Percival viendo que el
conde Fosco se dirigía tranquilamente hacia la puerta dando el brazo a su
mujer.
—En otras ocasiones sé bien qué significa lo que hago, pero ahora hago lo
que dice mi mujer —replicó el impenetrable italiano—. Por una vez hemos
cambiado de papeles, Percival. El criterio de Madame Fosco es el mío.
Sir Percival arrugó furioso el papel que tenía entre las manos y se situó
entre el conde y la puerta.
—Haga lo que quiera— rugió en voz baja, casi susurrando y con rabia
contenida— y aténgase a las consecuencias.
Con estas palabras, salió de la biblioteca.
Madame Fosco miró a su marido interrogativamente.
—Se ha marchado bruscamente. ¿Qué querrá decir eso? —preguntó.
—Eso significa que entre tú y yo hemos conseguido que entre en razón el
hombre de peor carácter de toda Inglaterra —contestó el conde—. Esto quiere
decir, señorita Halcombe, que Lady Glyde se ha librado de una odiosa
indignidad, y usted de que se repita este imperdonable insulto. Le ruego acepte
el testimonio de mi admiración por su valiente conducta en un momento
decisivo.
—Muy sincera admiración —repitió el conde.
Sentía agotadas mis fuerzas para seguir resistiendo con la misma firmeza
con que había resistido las injurias y las ofensas, sostenida por la indignación.
Mi febril ansiedad por ver a Laura, y el sentimiento de mi propio desamparo y
mi ignorancia por todo lo sucedido en la caseta de los botes, me oprimían con
su insoportable peso. Traté de cubrir las apariencias hablando con el conde y
su mujer en el mismo tono en que ellos me hablaban, pero las palabras se
tropezaban al salir de mis labios, se me cortaba la respiración, mis ojos
miraban en silencio con ansia hacia la puerta. El conde comprendió mi
nerviosismo, la empujó, salió fuera y la cerró tras de sí. Al mismo tiempo, de
la escalera llegó el ruido de las fuertes pisadas de Sir Percival que bajaba. Oí
cuchichear a los dos en el vestíbulo mientras Madame Fosco me aseguraba, en
su estilo frío, convencional, que la alegraba, por el bien de nosotras, que la
conducta de Sir Percival no les hubiera obligado a su marido y a ella a
abandonar Blackwater Park. Antes de que terminase su discurso, el murmullo
de voces cesó, se abrió la puerta y apareció el conde.
—Señorita Halcombe —dijo. —Tengo una verdadera satisfacción en
comunicarle que Lady Glyde es otra vez dueña de su propia casa. Me figuré
que preferiría usted escuchar esta grata noticia de mí que de boca de Sir
Percival, y por eso he vuelto expresamente para decírselo.
—¡Admirable delicadeza! — exclamó la condesa Fosco, devolviendo a su
marido su tributo de admiración, en la misma moneda y en el mismo estilo del
propio conde. Este sonrió y se inclinó como si el cumplido proviniera de un
desconocido ceremonioso, y se hizo a un lado para dejarme libre el paso.
Sir Percival seguía en el vestíbulo. Cuando yo me precipitaba hacia la
escalera, le oí llamar impaciente al conde para que saliera de la biblioteca.
—¿Qué está usted esperando? —dijo—. Necesito hablarle.
—Y yo necesito tiempo para reflexionar por mi cuenta —contestó el otro.
Espere hasta más tarde, Percival, espere hasta más tarde.
Ni él ni su amigo añadieron más. Yo llegué arriba y corrí por el pasillo. En
mi apresuramiento y agitación, dejé la puerta de la antesala abierta, pero cerré
la del dormitorio en cuanto estuve en él.
Laura estaba sentada al extremo del cuarto; sus brazos, lánguidos,
reposaban sobre la mesa y su rostro se ocultaba entre las manos. Al verme se
levantó dando un grito de alegría.
—¿Cómo has conseguido venir? ¿Quién te dio permiso? ¿No sería Sir
Percival?
La ansiedad por escuchar lo que me iba a decir me invadía y no pude
contestarle, sino hacerle preguntas por mi parte. Pero la preocupación de
Laura por saber lo que había sucedido abajo era tan arrolladora, que no pude
resistirla. Siguió repitiendo sus preguntas con insistencia.
—¡El conde, por supuesto! —le contesté impaciente—. ¿Quién tiene más
influencia en esta casa...?
Me detuvo con un gesto de desagrado.
—No hables de él —exclamó—. ¡El conde es el ser más ruin de los
hombres! ¡El conde es un miserable espía...! Antes de que pudiéramos decir
otra palabra, nos interrumpieron unos golpecitos suaves en la puerta del
dormitorio.
Yo no me había sentado aún y me adelanté a ver quién era. Cuando abrí me
encontré con Madame Fosco, que traía mi pañuelo en la mano.
—Le ha caído abajo, señorita Halcombe —dijo—, y pensé que, puesto que
iba a mi cuarto, podía traérselo yo misma.
Su rostro, ordinariamente pálido, estaba cubierto de una lividez cadavérica
que me dejó pasmada. Sus manos, tan firmes y seguras siempre, temblaban
con violencia, y sus ojos miraban con fiereza detrás de mí: estaban clavados en
Laura.
¡Había estado escuchando antes de llamar! Lo vi en su rostro blanco y en
sus manos temblorosas; lo vi en la mirada que dirigió a Laura.
Después de esperar un instante, me dio la espalda en silencio y se alejó con
lentitud.
Cerré de nuevo la puerta.
—¡Oh Laura, Laura! ¡Las dos tendremos que maldecir el día en que has
llamado espía al conde Fosco!
—Tú también lo hubieras llamado así, Marian, si supieras lo que yo. Anne
Catherick tenía razón, ayer hubo una tercera persona que nos espió, y esa
tercera persona era...
—¿Estás segura de que era el conde?
—Tengo la absoluta certeza de ello. Él fue el espía de Sir Percival, él fue
quien informó de todo, y por él ha estado toda la mañana mi marido al acecho
de Anne Catherick y de mí.
—¿Han descubierto a Anne? ¿La viste en el lago?
—No. Se salvó porque se mantuvo lejos de la caseta. Cuando yo llegué allí
no encontré a nadie.
—¿Y luego? ¿Y luego?
—Entré y me senté unos minutos. Pero mi impaciencia me obligó a
levantarme y dar unas vueltas por los alrededores. Cuando salí, creí distinguir
en la arena algunas huellas, junto a la puerta. Me detuve para mirarlas y
descubrí una palabra escrita en letras grandes que decía: ¡BUSCA!
—Y removiste la arena y dejaste un hoyo pequeño...
—¿Cómo lo sabes, Marian?
—Porque yo misma vi el hoyo cuando fui en tu busca. Pero sigue, sigue.
—Sí, quité la arena de la superficie y en seguida encontré un trozo de papel
escondido bajo la arena, con unas líneas escritas y firmado con las iniciales de
Anne Catherick.
—¿Dónde está el papel?
—Me lo ha quitado Sir Percival.
—¿No puedes recordar lo que decía? ¿Me lo podrías repetir ahora?
—Su sentido, sí, Marian. Era muy breve. Tú lo hubieras repetido palabra
por palabra.
—Trata de decirme cuál era el sentido, antes de que sigamos.
Me lo dijo, y lo reproduzco aquí exactamente como ella me lo repitió:
«Ayer me vieron con usted, nos descubrió un hombre viejo, alto y obeso, y
tuve que correr para librarme de él. No fue lo bastante ligero para alcanzarme
y me perdió de vista entre los árboles. No me atrevo a volver hoy aquí a la
misma hora. Estoy escribiendo y escondiendo este papel entre la arena a las
seis de la mañana, para advertirla. Cuando volvamos a hablar próximamente
del secreto de su malvado esposo, tenemos que hacerlo sin correr peligros, y si
no, no podremos hablar de ningún modo. Tenga paciencia. Le prometo que
volverá a verme, y que será pronto. A. C.»
La referencia al «hombre viejo, alto y obeso» (Laura estaba segura de
repetir las palabras exactas), no dejaba lugar a duda de quién era el intruso. Me
acordé de que yo misma había dicho a Sir Percival el día anterior y en
presencia del conde, que Laura había ido al lago a buscar su broche. Según
todas las apariencias, él la siguió hasta allí para darle cuenta, servicial como
siempre, de que la firma del documento se había aplazado, enseguida de
haberme comunicado en el salón aquel cambio en los planes de Sir Percival.
En este caso no pudo haber llegado al lago antes del momento en que Anne
Catherick lo descubrió. El sospechoso apresuramiento con que se separó de
Laura, sin duda, alentó su infructuosa tentativa de seguirla. No pudo haber
oído nada de la conversación que había mantenido. Cotejando la distancia que
había entre la casa y el lago y la hora en que él me dejó en el salón, con la hora
en que estuvieron hablando Laura y Anne Catherick, llegamos a considerar
que al menos este hecho se presentaba como indudable.
Una vez que sacamos algo parecido a una conclusión, la siguiente pregunta
que despertaba mi interés era saber qué había descubierto Sir Percival después
de que el conde le proporcionó su información.
—¿Cómo fue que te quitó la carta? —le pregunté—. ¿Qué hiciste con ella
cuando la encontraste en la arena?
—Después de leerla una vez —contestó—, entré en la caseta y me senté
para leerla de nuevo. Cuando lo estaba haciendo, una sombra se proyectó
sobre el papel. Levanté la cabeza y vi a Sir Percival que me observaba desde la
puerta.
—¿Trataste de esconderla?
—Sí; pero él me detuvo. «No necesitas molestarte en esconderla —dijo—.
He tenido la ocasión de leerla» Yo no pude hacer más que mirarle aterrada sin
decir una palabra. «¿Comprendes? —continuó—. La he leído. La saqué de
entre la arena hace dos horas y volví a esconderla escribiendo encima la
misma palabra que ella había escrito, para dejártela bien a mano. Ahora no
puedes salirme con mentiras. Ayer viste a Anne Catherick en secreto y en este
momento tienes su carta entre las manos. Aún no la he pescado a ella, pero te
he pescado a ti. Dame esa carta». Se detuvo cerca de mí. Yo estaba a solas con
él. ¿Qué querías que hiciera, Marian? Le di la carta.
—¿Qué te dijo cuando se la diste?
—Al principio no dijo nada, me cogió del brazo y me llevó fuera de la
caseta, mirando a su alrededor como temeroso de que alguien nos viese. Luego
me apretó el brazo con su mano y murmuró a mi oído: «¿Qué te dijo ayer
Anne Catherick? Quiero que me lo repitas palabra por palabra, del principio al
fin.»
—¿Se lo contaste?
—Estaba sola con él, Marian... Su mano cruel me magullaba el brazo.
¿Qué podía hacer?
—¿Tienes aún la marca en tu brazo? ¡Enséñamela!
—¿Para qué quieres verla?
—Quiero verla, Laura, porque nuestra paciencia debe terminar hoy y
empezar nuestra resistencia. Esta señal es un arma que esgrimiremos contra él.
Déjame verla ahora, tal vez tenga que hablar de ella bajo juramento.
—¡Oh Marian, no me mires así, no hables de ese modo! ¡Ahora no me
duele!
—¡Déjame verla!
Me mostró las señales. En aquellos momentos yo no era capaz de sentir
lástima, llorar o estremecerme al verlas. Se dice que o somos mejores que los
hombres o peores. Si en aquel momento yo había conocido la tentación que
algunas mujeres han encontrado en su camino y que las ha hecho peores,
gracias a Dios la esposa de Sir Percival no pudo leer nada de ello en mi rostro.
Esta criatura dulce, inocente y afectuosa creyó que yo sentía miedo y
compasión por ella, y no se le ocurrió otra cosa.
—Marian, no lo tomes tan en serio —dijo ingenuamente, y se cubrió el
brazo—. Ya no me duele.
—Intentaré no tomarlo en serio por ti, Laura. ¡Está bien! ¿Y le dijiste todo
lo que te había contado Anne Catherick?
—Sí; todo. El insistió y yo estaba con él, no pude ocultarle nada.
—¿Dijo algo cuando terminaste?
—Me miró y se rio con expresión burlona y amarga. «Te he dicho todo
hasta el final —dije—. ¿Lo oyes? Todo hasta el final» Le aseguré
solemnemente que le había contado todo cuanto sabía, y me contestó: «¡No! tú
sabes más de lo que has querido decirme. ¿No me lo dices? ¡Pues lo dirás! Y si
no consigo hacerte hablar aquí, lo conseguiré cuando estemos en casa» Me
condujo por un sendero desconocido a través de los pinares, por donde yo no
podía esperar encontrarte, y no dijo palabra hasta que nos acercamos a casa.
Entonces se contuvo y dijo: «¿Querrás aprovechar otra oportunidad si te la
doy? ¿Cambiarás de idea y me lo dirás todo?» Yo no pude hacer otra cosa que
repetirle lo que le había dicho antes. Maldijo mi obstinación, siguió por el
camino y me condujo hasta la casa. «No me engañarás —me dijo—. Tú sabes
más de lo que quiero decir. Te haré contarme tu secreto y también haré que me
lo cuente esa hermana tuya. Se acabaron los cotilleos y las intrigas entre
vosotras. No os volveréis a ver hasta que me hayáis confesado la verdad.
Desde ahora te vigilaré día y noche hasta que decidas hablar». Estuvo sordo a
todo lo que le decía. Me llevó directamente a mi cuarto. Allí estaba Fanny,
ocupada en un trabajo que le había dado, y él le ordenó que saliese en el acto.
«Tendré buen cuidado de que no se mezcle usted en la conspiración —le dijo
—. Hoy mismo dejará usted esta casa. Si su señora necesita una doncella, yo
mismo se la elegiré.» Me empujó al interior del cuarto, cerró la puerta con
llave y envió a esa mujer desalmada para que me vigilase... ¡Marian, te
aseguro que hablaba y actuaba como un loco! Tal vez, no lo entiendas, pero te
aseguro que era así.
—Sí lo entiendo, Laura. Está loco, loco con los tormentos de su mala
conciencia. Cada una de tus palabras me convencen más de que Anne
Catherick te dejó ayer cuando estabas a punto de descubrir el secreto que
hubiera podido ser la perdición de tu vil marido. Y él cree que lo has
descubierto. Nada de cuanto digas o hagas podrá aquietar esa desconfianza de
su mala conciencia o convencer a su falsía de la veracidad de tus palabras. No
digo eso para asustarte, querida mía; lo digo para que abras los ojos y te des
cuenta de tu situación y te convenzas de que hay necesidad apremiante para
que me dejes actuar y protegerte lo mejor que pueda mientras la suerte está de
nuestra parte. El apoyo del conde Fosco ha hecho que yo pueda verte ahora;
pero mañana puede reparárnoslo. Sir Percival ha despedido a Fanny, porque es
una muchacha despierta y te es leal y, para sustituirla, ha elegido a una mujer a
quien tú no has dedicado especial cuidado y cuya inteligencia obtusa la hace
comparable al perro que guarda la puerta de la casa. Es imposible decir a qué
medidas violentas recurrirá ahora si no nos aprovechamos de cuantas
oportunidades se nos presenten mientras tengamos libertad.
—¿Qué podemos hacer, Marian? ¡Dios mío, si pudiéramos al menos dejar
esta casa para no volver jamás a ella!
—Escucha, Laura... Ten la seguridad de que no estás del todo desamparada
mientras yo esté contigo.
—Quiero pensar así, lo pienso así. De todos modos, no te olvides de la
pobre Fanny por ocuparte de mí. También ella necesita ayuda y consuelo.
—No me olvidaré. Estuve con ella antes de subir y hemos quedado en
vernos esta noche. Las cartas no están seguras en el buzón de Blackwater, y
hoy tengo que escribir dos, por tu bien, y que no pasarán por otras manos que
las de Fanny.
—¿Qué cartas?
—Primero pienso escribir, Laura, al socio del señor Gilmore, que se ha
ofrecido para ayudarnos si surgen circunstancias nuevas. Con lo poco que sé
de leyes, estoy segura de que protegen a la mujer contra los malos tratos que te
ha inferido hoy ese canalla. No voy a contarle nada sobre Anne Catherick
porque no puedo darle informaciones concretas. Pero el abogado tiene que
saber de esas magulladuras en tu brazo y de la violencia que se ha cometido
contigo en este cuarto.... ¡Debe saberlo, y antes de que lo tenga por seguro, no
me acostaré esta noche!
—¡Piensa en el riesgo que hay, Marian!
—Yo parto de que hay riesgo. Sir Percival lo teme más que tú. El temor a
la sola idea de correr el riesgo le hará retroceder mejor que cualquier otra cosa.
Mientras decía esto, me levanté; pero Laura intentó convencerme de que
no la dejase sola.
—Vas a desesperarle —dijo—, y nuestra situación será diez veces más
peligrosa.
Sentí que sus palabras encerraban una verdad, una verdad
descorazonadora. Pero no me atreví a reconocerlo ante Laura. En nuestra
espantosa situación la única posibilidad y la única esperanza que teníamos era
la de correr los peores riesgos. Se lo dije con palabras cautelosas. Suspiró con
amargura y no me contestó nada. Tan sólo me preguntó sobre la segunda carta
que pensaba escribir.
—Es para el señor Fairlie —dije—. Tu tío es tu más cercano pariente y el
cabeza de familia. Debe intervenir y puede hacerlo.
Laura movió la cabeza con tristeza.
—Sí, sí —continué—, tu tío es un hombre débil, egoísta y superficial, lo
sé. Pero no es Sir Percival Glyde, ni tiene un amigo que sea semejante al
conde Fosco. No espero nada ni de su ternura ni de su amabilidad, ni para ti ni
para mí. Pero algo hará para asegurarse de su propia tranquilidad y no alterar
su vida. Déjame tan sólo persuadirle de que su intervención en estos
momentos le salvará de inevitables molestias, responsabilidades y desventuras,
y por su propio beneficio se tomará algunas molestias. Sé cómo hay que tratar
con él; he tenido cierta experiencia, Laura.
—¡Si pudieras convencerle de que me dejara volver a Limmeridge durante
algún tiempo y estar tranquilamente allí contigo! Marian, podría ser casi tan
feliz como antes de casarme.
Estas palabras me mostraron otro camino a seguir. ¿Sería posible colocar a
Sir Percival entre la alternativa de exponerse al escándalo de un procedimiento
legal por su forma de tratar a su mujer y la de permitir a ésta que se separase
de él por un tiempo, con el pretexto de hacer una visita a su tío? De ser así, ¿se
podría esperar que accediese a esta última solución? Era dudoso, más que
dudoso. Y no obstante, por desesperada que se presentara esta tentativa, ¿no
valdría la pena llevarla a cabo? Resolví probarlo, francamente perpleja por no
saber qué otra cosa podía hacerse.
—Tu tío sabrá este deseo tuyo —dije a Laura—, y también solicitaré la
opinión del abogado respecto a ello. Quizá conseguiremos algo bueno, y
espero que así sea.
Diciendo esto me levanté de nuevo, y de nuevo intentó Laura hacer que me
quedase.
—No me dejes sola —dijo, ansiosa—. El papel está sobre el escritorio.
Puedes escribir aquí.
Me costó mucho negarme a ello, a pesar de que lo hacía por su interés.
Pero ya habíamos estado demasiado tiempo a solas. La única probabilidad que
teníamos de que nos dejasen volver a reunirnos era el no despertar nuevas
sospechas. Ya era hora de que yo me dejase ver, serena y firme ante los
bellacos que en aquel mismo instante estarían abajo hablando de nosotras y
pensando en lo que haríamos. Expliqué a Laura esta miserable necesidad de
actuar así y le hice comprenderla y reconocerla.
—Volveré enseguida —le dije—. Dentro de una hora o incluso antes. Lo
peor de este día ha pasado ya. Estate tranquila y no temas nada.
—¿Está la llave en la cerradura, Marian? ¿Puedo cerrar la puerta por
dentro?
—Sí, aquí está la llave. Cierra la puerta y no abras a nadie hasta que yo
vuelva.
Le di un beso y salí. Me alejaba por el pasillo, cuando escuché con alivio el
ruido de la llave en la cerradura y supe que la puerta estaba bajo su dominio.
Cuando estuve en el rellano de la escalera, la puerta cerrada de Laura me
sugirió la idea de cerrar también con llave la de mi cuarto mientras estuviese
fuera de él. Mi Diario estaba a salvo con otros papeles en el cajón del
escritorio pero los útiles de escribir —mi sello con un dibujo convencional de
dos palomas bebiendo del mismo cáliz, y algunas hojas de papel secante en
que se veían las huellas de las últimas líneas que escribí en estas páginas
anoche, — estaban al alcance de cualquiera. Trastornada por las sospechas que
habían hecho presa en mí, cosas de tan pequeña importancia como éstas me
parecían demasiado peligrosas para dejarlas sobre el escritorio, incluso el
cajón cerrado con llave me pareció poco seguro, si no impedía que nadie se le
acercase en mi ausencia.
No encontré indicio alguno de que alguien hubiese entrado en mi
habitación mientras yo había estado hablando con Laura. Mis útiles de escribir
se hallaban desparramados sobre la mesa como de costumbre, pues la criada
tenía órdenes expresas de no tocarlos. Lo único que llamó mi atención fue que
el sello estaba colocado en la bandeja donde yo tenía plumas y el lacre. No
formaba parte de mis desordenadas costumbres (siento decirlo) ponerlo allí, y
tampoco recordaba haberlo hecho. Pero por otra parte, no pude recordar dónde
lo había dejado y dudé si por una vez no lo había puesto mecánicamente en su
sitio, así que me abstuve de añadir una nueva preocupación, por insignificante
que fuera, a las muchas que los acontecimientos de aquel día me habían ya
proporcionado. Cerré la puerta con llave, me la metí en el bolsillo y bajé la
escalera.
Madame Fosco se hallaba sola en el vestíbulo, contemplando el barómetro.
—Sigue descendiendo —dijo—. Temo que nos espera más lluvia.
Su rostro había recuperado su expresión y color habituales. Pero la mano
con que señalaba la aguja del barómetro le temblaba aún.
¿Habría contado ya a su marido que había oído a Laura llamarlo «espía»
ante mí? Una fuerte sospecha de que se lo había dicho, un irresistible temor
(impreciso y por eso más arrollador aún) a las consecuencias que pudieran
derivarse de ello; una absoluta convicción —basada en pequeños detalles que
sólo las mujeres descubrimos unas en otras— de que Madame Fosco, a pesar
de toda su corrección exterior, tan bien aprendida, no perdonó nunca a su
sobrina que se hubiera interpuesto inocentemente entre ella y las diez mil
libras, todo esto se agolpó en un instante en mi cabeza y me obligó a hablar,
con la vana esperanza de utilizar mi influencia y mi poder de persuasión en
atenuar la ofensa causada por Laura.
—¿Podré esperar de su bondad, Madame Fosco, que me perdone si le
hablo de un tema extremadamente penoso?
Cruzó las manos e inclinó con solemnidad la cabeza sin decir palabra y sin
separar un instante sus ojos de los míos.
—Cuando usted tuvo la amabilidad de llevarme el pañuelo —continué—
temo mucho, muchísimo, que accidentalmente oyese usted algo que dijo
Laura, algo que no soy capaz de repetir y que no intento siquiera disculpar.
Sólo me permito esperar que no lo haya considerado de suficiente importancia
como para habérselo repetido al conde.
—No lo consideré de importancia alguna —me contestó Madame Fosco
con tajante prontitud—. Pero —añadió, volviendo al instante a su estilo glacial
—, no tengo secretos para mi marido, incluso cuando se trata de naderías.
Cuando hace un momento él observó mi disgusto era mi penosa obligación
decirle el porqué de él, y le digo francamente, señorita Halcombe, que lo he
hecho.
A pesar de que yo estaba preparada para oírlo, sentí escalofríos cuando
pronunció las últimas palabras.
—Déjeme suplicarle con toda el alma, Madame Fosco, déjeme rogarle al
conde comprensión ante la triste situación en que se encuentra mi hermana.
Habló así cuando se sentía herida por el insulto y la injusticia de que su
marido la hizo víctima, y no era ella misma la que pronunció aquellas
irreflexivas palabras. ¿Puedo esperar que se las perdonen ustedes con
tolerancia y generosidad?
—Puede tener la completa seguridad —dijo detrás de mí la serena voz del
conde.
Se nos había acercado con su andar silencioso, saliendo de la biblioteca
con un libro en la mano.
—Cuando Lady Glyde me dedicó aquellas precipitadas palabras —
prosiguió el conde—, cometió conmigo una injusticia que lamento... y
perdono. No volvamos jamás a este tema, señorita Halcombe y tratemos de
olvidarlo desde este instante.
—Es usted muy amable y me ha proporcionado un alivio indecible... —
dije.
Quise continuar, pero sus ojos se fijaban en mí, su sonrisa implacable, que
lo ocultaba todo, flotaba dura e inmutable en su rostro ancho y terso. Mi
desconfianza en su insondable falsedad, el sentimiento de mi propia
humillación, el rebajarme hasta intentar la reconciliación con él y con su
mujer, me trastornaban y atormentaban de tal modo que las palabras que iba a
decirle murieron en mis labios y quedé frente a él en silencio.
—Le ruego de rodillas que no diga nada, señorita Halcombe. Estoy
sinceramente apenado de que haya creído usted necesario hablar de ello.
Con esta cortés explicación, cogió mi mano. ¡Dios mío, cuánto me
desprecio a mí misma! ¡De qué poco consuelo me sirve pensar que lo soporté
por el bien de Laura!... Cogió mi mano y la llevó a sus labios ponzoñosos.
Jamás, hasta aquel instante, me había dado cuenta de todo el horror que me
producía. Esta leve familiaridad hizo hervir mi sangre como si fuese el insulto
más grande que un hombre podía inferirme. Sin embargo, quise ocultarle mi
disgusto y traté de sonreír. Yo, que en otros tiempos despreciaba
profundamente el disimulo en otras mujeres, fui tan falsa como la peor de
ellas, tan falsa como el Judas cuyos labios rozaron mi mano.
No hubiera podido conservar el humillante dominio de mí misma —lo
único que me redime en mi propia estimación es saber que no hubiera podido
hacerlo— si él hubiera seguido fijando en mí sus ojos. Pero los celos de
tigresa que se apoderaron de su mujer me salvaron y distrajeron su atención en
el mismo instante en que se apoderó de mi mano. Los ojos de ella, fríos y
azules, brillaron; sus mejillas, pálidas y fláccidas, se encendieron; en un
instante se había rejuvenecido varios años.
—¡Conde! —dijo—. Tus modales extranjeros no los pueden entender las
mujeres inglesas.
—Perdóname, ángel mío. Los entiende la mejor y más querida de todas las
inglesas del mundo.
Con estas palabras dejó caer mi mano y, sin inmutarse, llevó a sus labios la
de su mujer.
Subí corriendo las escaleras para refugiarme en mi cuarto. Si hubiese
tenido tiempo para pensar, al estar por fin sola, mis propios pensamientos me
hubieran hecho sufrir amargamente. Pero no tenía tiempo para ello.
Afortunadamente pude conservar mi serenidad y mi valor, pues no había
tiempo más que para actuar.
Aún estaban por escribir las cartas al abogado y al señor Fairlie, y sin
vacilar ni un minuto me senté para dedicarme en seguida a esta tarea.
No estaba agobiada por una multitud de posibilidades entre las que
escoger, no podía contar con nadie, por lo pronto, sino conmigo misma. Sir
Percival no tenía en los alrededores ni amigos ni parientes cuya intervención
pudiera yo buscar. Mantenía relaciones frías, y en ciertos casos francamente
malas, con las familias de su mismo rango y situación que vivían en la
vecindad. Nosotras dos no teníamos ni padre ni hermanos que pudiesen acudir
en nuestro auxilio. No había otra solución sino escribir aquellas dos cartas por
dudosos que se presentaran sus resultados, o perjudicarnos ambas haciendo
imposible toda negociación en el futuro si nos escapábamos en secreto de
Blackwater Park. Sólo el peligro personal más inminente podría justificarnos
si aceptáramos este segundo camino. Para empezar se debía intentar conseguir
algo con las cartas y las escribí.
Al abogado no le dije nada respecto a Anne Catherick, porque (como le
había mencionado a Laura) este tema estaba relacionado con un misterio que
aún no podíamos explicar y hablar de él a una jurista sería inútil. Dejé que el
corresponsal achacara la incalificable conducta de Sir Percival a dificultades
económicas recientes y tan sólo le pregunté sobre los procedimientos legales
que pudieran utilizarse para proteger a Laura en el caso de que su marido se
negase a permitirle abandonar provisionalmente Blackwater Park para volver
conmigo a Limmeridge. Le indicaba que se dirigiese al señor Fairlie para
detallar el modo de arreglarlo y le aseguraba que escribía con la autorización
de Laura. Terminaba la carta rogándole que actuase en su nombre, empleando
todos los medios de que disponía y sin perder tiempo, si era posible.
Luego me ocupé de la carta al señor Fairlie. Apelé a él en los términos que
había mencionado a Laura, como los más idóneos para obligarlo a tomar
molestias; incluí en el sobre la copia de mi carta al abogado para demostrar la
gravedad del caso y le presenté nuestra instalación en Limmeridge como el
único medio que pudiera alejar el peligro y que el desastre de la situación
actual de Laura afectasen tanto a su tío como a ella misma, en un futuro ya no
muy remoto.
Cuando terminé, cerré los sobres y escribí direcciones, volví al cuarto de
Laura para decirle que las cartas estaban escritas.
—¿Te ha molestado alguien? —le pregunté cuando me abrió la puerta.
—Nadie ha llamado —dijo—, pero he oído a alguien en la antesala.
—¿Un hombre o una mujer?
—Una mujer. Oí el frufrú de su vestido.
—¿Como el de la seda?
—Sí, como el de la seda.
Era evidente que Madame Fosco había estado espiando desde fuera. El
daño que ella misma pudiese hacer no podía asustarnos. Pero el que pudiera
ocasionar como instrumento dócil en manos de su marido era demasiado
grande para pasarlo por alto.
—¿Qué fue del frufrú de la seda cuando ya no lo oíste en la antesala? —le
pregunté—. ¿Lo oíste seguir a lo largo del pasillo, junto a tu pared?
—Sí. Estuve escuchando y lo oí como tú dices.
—¿A dónde se dirigía?
—Hacia tu cuarto.
Volví a reflexionar. Yo no había oído nada, pero me hallaba profundamente
absorta en escribir las cartas y lo hice con una pluma gruesa, que rechina y
rasga el papel. Era más probable que Madame Fosco hubiera oído el rechinar
de mi pluma que yo el frufrú de su falda. Una razón más (si la necesitase) para
no confiar mis cartas al buzón del vestíbulo.
Laura me vio pensar.
—¡Más dificultades! —dijo con cansancio—. ¡Más dificultades y más
peligros!
—No hay peligros —le contesté—. Quizá alguna pequeña dificultad. Estoy
pensando cuál será el modo más seguro de hacer llegar a manos de Fanny
estas dos cartas.
—¿De verdad las has escrito? ¡Oh Marian, no te arriesgues, por favor; no
te arriesgues!
—No, no, no temas. Déjame pensar... ¿Qué hora es?
Eran las seis menos cuarto. Tenía tiempo de llegar hasta la posada del
pueblo y estar de vuelta antes de la cena. Si esperaba al anochecer tal vez no
hallaría otra oportunidad de salir de casa sin ser vista.
—Vuelve a encerrarte con llave, Laura —le dije—, y no te preocupes por
mí. Si oyes que alguien pregunta por mí, contesta sin abrir la puerta que me he
ido a dar un paseo.
—¿Cuándo volverás?
—Volveré sin falta antes de la cena. Ten valor, querida mía. Mañana a
estas horas habrá un hombre leal e inteligente que estará actuando a tu favor.
El socio del señor Gilmore es nuestro mejor amigo después del propio señor
Gilmore.
Cuando estuve sola, después de reflexionar un instante decidí que sería
mejor que no me viesen vestida para salir, hasta enterarme de lo que sucedía
en la planta baja de la casa. No estaba segura de si Sir Percival había salido o
no.
Los gorjeos de los canarios en la biblioteca y el olor del humo de tabaco
que salía por la puerta entornada me señalaron con toda certeza dónde estaba
el conde. Al pasar junto a la puerta volví la cabeza y, con gran sorpresa por mi
parte, vi que estaba exhibiendo las habilidades de sus pájaros ante el ama de
llaves con su habitual amabilidad ceremoniosa. Tenía que haberla invitado
expresamente para verlos, pues jamás ella hubiera pensado ir a la biblioteca
por propia iniciativa. Las más insignificantes acciones de aquel hombre
ocultaban siempre un propósito recóndito. ¿Cuál sería en aquella ocasión?
No tenía tiempo de averiguar sus motivos. Busqué a Madame Fosco y la
encontré describiendo su círculo favorito alrededor del estanque.
No estaba segura de cómo me recibiría después de su estallido de celos, ni
qué había sido la causa hacía unas pocas horas. Pero su marido tuvo tiempo de
amansar sus ímpetus, y ahora la condesa me habló con la misma cortesía de
siempre. Mi único objeto al dirigirme a ella era averiguar si sabía dónde podía
estar Sir Percival. No me decidí a preguntárselo directamente, y después de
algunos rodeos por ambas partes me dijo al fin que había salido.
—¿Qué caballo ha sacado? —le pregunté con indiferencia.
—Ninguno —contestó—. Salió hace dos horas, a pie. Según creí entender,
ha ido a hacer nuevas indagaciones sobre esa mujer llamada Anne Catherick.
Parece hallarse desmesuradamente preocupado por dar con ella. ¿Sabe usted
por casualidad si realmente es una loca peligrosa, señorita Halcombe?
—No lo sé, condesa.
—¿Entra usted en casa?
—Sí, eso pienso. Creo que pronto será hora de vestirse para la cena.
Entramos juntas. Madame Fosco se dirigió a la biblioteca y cerró la puerta.
Me apresuré a subir para coger mi sombrero y mi chal. Cada instante era
preciso si tenía que ver a Fanny en la posada y estar de vuelta a la hora de
cenar.
Cuando volví a cruzar el vestíbulo estaba vacío, y el canto de los pájaros
en la biblioteca había cesado. No podía detenerme a hacer nuevas
investigaciones. Tan sólo me aseguré de que tenía libre el camino de salida
con las dos cartas bien guardadas en mi bolsillo.
Camino del pueblo me preparé para un posible encuentro con Sir Percival.
Mientras tuviera que enfrentarme con él a solas estaba segura de no perder mi
presencia de ánimo. Toda mujer que está convencida de su ingenio puede
encararse con un hombre que no lo está de su temperamento. Yo no temía a Sir
Percival como al conde. En lugar de inquietarme al conocer el motivo de su
salida, me había sentido aliviada. Si seguir la pista de Anne Catherick
continuaba siendo su máxima preocupación, Laura y yo podíamos esperar que
atenuara algo su persistente acoso sobre nosotras. Por nuestro propio bien, así
como por el de Anne, yo deseaba y pedía fervorosamente que ella consiguiese
escaparse también esta vez.
Estuve caminando tan deprisa como el calor me permitía, hasta que llegué
al cruce de la carretera que conducía al pueblo; miraba de cuando en cuando
atrás para comprobar que nadie me seguía. En todo el camino no vi nada a mis
espaldas, salvo un carro vacío. Sus pesadas ruedas producían un ruido que
acabó por impacientarme, y cuando vi que también había entrado en la
carretera del pueblo me detuve para dejarle pasar y no oír más su sonido. Al
fijarme en él con más atención creí descubrir los pies de un hombre que lo
seguían detrás; el carretero iba delante, al lado de sus caballos. La parte de
carretera que yo acababa de pasar era tan estrecha que el carro que se me
acercaba rozaba árboles y matorrales por ambos lados del camino; tenía que
esperar hasta que pasase junto a mí para comprobar la exactitud de mi
impresión. Aparentemente me había equivocado, porque cuando pasó el carro,
el camino detrás de él quedo completamente vacío.
Llegué a la posada sin encontrar ni a Sir Percival ni nada más en la
carretera, y me alegré mucho de ver que la dueña había recibido a Fanny con
la mayor amabilidad. La muchacha tenía un cuarto para descansar, alejado del
barullo de la taberna, y un dormitorio limpio situado arriba de las escaleras. Al
verme, se puso a llorar y, pobre criatura, me dijo con toda razón que era
horrible que la hubieran echado a la calle como si hubiera cometido una
imperdonable falta, cuando nadie podía reprocharle nada, ni siquiera su señor,
que era quien la había despedido.
—Fanny, no pienses en eso —le dije—. Tu señora y yo seguimos siendo
tus amigas y nos preocuparemos de que no te falte nada. Ahora escúchame.
Dispongo de muy poco tiempo y quiero poner en tus manos un asunto muy
confidencial. Deseo que te hagas cargo de estas dos cartas. Una de ellas, que
tiene sello, tienes que echarla al correo en cuanto llegues a Londres mañana.
La otra, dirigida al señor Fairlie, tienes que entregársela tú en cuanto llegues a
casa. Guarda bien las dos cartas, y no las confíes a nadie. Son de la mayor
importancia para tu señora.
Fanny guardó las cartas en su corsé.
—De aquí no saldrán, señorita —me dijo—, hasta que yo haga lo que usted
me ordena.
—Procura llegar con tiempo a la estación mañana —continué—. Cuando
veas al ama de llaves de Limmeridge, dale mis recuerdos y dile que hasta que
Lady Glyde pueda restituirte en tu puesto estás a mi servicio. Quizá volvamos
a vernos antes de lo que crees. Así que anímate y no pierdas mañana el tren de
las siete.
—Gracias, señorita, muchas gracias. Se le ensancha a una el corazón al
volver a oír su voz. Por favor, dígale a mi señora adiós de mi parte y que le he
procurado dejar todas las cosas en orden. ¡Señora de mi alma! ¿Quién la
vestirá esta noche para la cena? ¡Se me parte el corazón, señorita, cuando
pienso en ello!
Al volver a casa me quedaba sólo un cuarto de hora para arreglarme y para
decirle a Laura dos palabras antes de bajar al comedor.
—Las cartas están en manos de Fanny —le susurré desde la puerta—.
¿Piensas reunirte con nosotros en el comedor?
—¡No, no, por nada del mundo!
—¿Ha sucedido algo, te ha molestado alguien?
—Sí... Ahora mismo... Sir Percival...
—¿Entró?
—No. Me asustó cuando dio un puñetazo en la puerta, desde fuera.
«¿Quién es?» pregunté. «Ya lo sabes —me contestó—. ¿Has cambiado de idea
y vas a contarme todo hasta el final? ¡Debes hacerlo! Antes o después
conseguiré que me lo digas. ¡Tú sabes dónde está ahora Anne Catherick!» «De
verdad, de verdad —le dije—, que no lo sé» «¡Lo sabes!» —grito él—. «Voy a
acabar con tu obstinación, ¡recuérdalo! ¡Haré que me lo digas todo!» Se
marchó con estas palabras... se marchó, Marian, hace apenas cinco minutos.
¡No había encontrado a Anne! Por esta noche estábamos a salvo, él no la
había encontrado todavía.
—¿Te vas abajo, Marian? Luego sube.
—Sí, sí, pero no te preocupes si me retraso un poco. Tengo que tener
cuidado de no ofender a nadie y no dejarlos demasiado pronto.
La campana sonó anunciando que la cena estaba servida, y me apresuré a
bajar.
Sir Percival acompañaba al comedor a Madame Fosco, y el conde Fosco
me ofreció su brazo. Estaba jadeante, tenía el rostro congestionado y no se
había vestido con el esmero y perfección de costumbre. ¿También él había
estado fuera antes de cenar y tuvo que darse prisa para no llegar tarde? ¿O,
simplemente le molestaba el calor algo más que otras veces?
Sea como fuere, me di perfecta cuenta de que se hallaba profundamente
preocupado por algún problema o disgusto secreto y que, a pesar de toda su
capacidad de disimulo, le era imposible ocultarlo del todo. Durante toda la
cena se mantuvo casi tan silencioso como Sir Percival, y de vez en cuando
dirigía a su mujer miradas furtivas y llenas de angustia, lo cual es algo
totalmente nuevo en él. La única obligación social que estuvo en condiciones
de observar con suficiente dominio de sí mismo fue la de tratarla con
persistente cortesía y atención. Seguía sin poder descubrir qué nueva vileza
estaba tramando, pero fuera cual fuese su designio, su invariable cortesía hacia
mí, su invariable humildad hacia Laura y su invariable indiferencia (a toda
costa) ante los violentos ímpetus de Sir Percival habían sido siempre los
medios que utilizaba resuelta e impenetrablemente para conseguir sus
propósitos, desde el mismo instante en que puso sus pies en esta casa. Yo lo
sospeché desde el día en que intercedió a nuestro favor durante la reunión en
la biblioteca, y ahora tengo la absoluta certeza de ello.
Cuando Madame Fosco y yo nos levantamos de la mesa, el conde lo hizo
también para acompañarnos al salón.
—¿Por qué se marcha usted? —preguntó Sir Percival—. Me refiero a
usted, Fosco.
—Lo hago porque he acabado mi cena y he bebido mi vino —contestó el
conde—. Percival, tenga la amabilidad de disculpar mis costumbres
extranjeras cuando acompaño a las damas después de comer, como se hace
para sentarse a la mesa.
—¡Disparates! Un vaso más de clarete no le hará daño. Siéntese de nuevo
como un inglés. Quiero charlar con usted media hora en paz, mientras nos
tomamos nuestras copas.
—Con mucho gusto charlaré con usted, Percival, pero no ahora ni tomando
copas. Luego más tarde, si le parece... más tarde.
—¡Muy correcto! Un comportamiento muy correcto con un hombre en
cuya casa está. ¡Por mi alma que es muy correcto! — contestó Sir Percival con
fiereza.
Más de una vez durante la cena le había visto buscar con inquietud la
mirada del conde y había observado que éste evitaba cuidadosamente
encontrarse con sus ojos. Esta circunstancia, unida al insistente deseo del
anfitrión de charlar en paz tomando un poco de vino, y la obstinada decisión
del huésped de no volver a la mesa, me recordó el ruego que Sir Percival
dirigió aquella mañana a su amigo, pidiéndole en vano salir de la biblioteca
para hablar con él. El conde se negó a conceder esta entrevista en privado
cuando se la solicitó por la mañana y ahora se negaba otra vez a ello, al
habérsela solicitado por segunda vez en el comedor. Fuese cual fuese el tema
que necesitaba tratar, obviamente era importante a los ojos de Sir Percival y,
quizá (a juzgar por su excelente afán de rehuirlo), también peligroso a los del
conde.
Estas reflexiones se me ocurrieron mientras pasábamos del comedor al
salón. El airado comentario de Sir Percival ante la negativa de su amigo no
había hecho a éste el menor efecto. El conde se obstinó en acompañamos hasta
la mesita de té, esperó un minuto o dos, salió al vestíbulo y regresó con el
buzón entre las manos. Eran las ocho, la hora en que todos los días se recogía
la correspondencia de Blackwater Park.
—¿Tiene usted alguna carta para el correo, señorita Halcombe? —dijo
acercándose a mí y presentándome la caja.
Vi que Madame Fosco, que estaba preparando el té, se detenía con las
tenacillas de azúcar en la mano, para escuchar mi respuesta.
—No, conde, gracias; hoy no tengo cartas.
Entregó el buzón al criado que estaba en el salón; se sentó al piano y se
puso a tocar un fragmento de la popular tonada italiana «La mía Carolina»,
que repitió dos veces. Su mujer, que habitualmente manifestaba en todas sus
acciones la mayor deliberación, preparó el té con tanta rapidez como lo
hubiera podido hacer yo misma, terminó en dos minutos su taza y se escabulló
tranquilamente de la estancia.
Me levanté para seguir su ejemplo, en parte porque sospechaba que
pudiera jugarle alguna mala pasada a Laura y en parte porque estaba resuelta a
no quedar a solas con su marido.
Antes de que pudiese llegar a la puerta, el conde me detuvo para pedirme
una taza de té. Se la serví y otra vez volvió a detenerme; en esta ocasión se
dirigió al piano para pedir mi opinión sobre una cuestión musical que, según
decía, concernía al honor de su patria.
En vano alegué mi total ignorancia de la música y mi absoluta falta de
criterio en esta materia. El, sin hacerme caso, insistió con una vehemencia que
hizo inútiles todos mis intentos de protestar. Me declaró con indignación que
los ingleses y los alemanes estaban siempre despreciando a los italianos por la
incapacidad de cultivar los géneros supremos de la música. Estábamos
continuamente hablando de nuestros oratorios y los alemanes de sus sinfonías.
¿Es que tanto unos como otros habíamos olvidado a su inmortal amigo y
compatriota Rossini? ¿Qué era «Moisés en Egipto» sino un sublime oratorio
que se representaba en el escenario en lugar de estar fríamente cantado en un
salón de conciertos? ¿Qué era la obertura de «Guillermo Tell» sino una
sinfonía bautizada con otro nombre? ¿Había oído yo «Moisés en Egipto»?
¿Querría prestarle atención mientras tocaba esto y esto, y esto y decirle si
existía algo más sublime, más elevado y más grandioso compuesto por un
hombre mortal? Y sin esperar una palabra mía que le diese la razón o se la
negase, y sin apartar de mi rostro su mirada dura, empezó a golpear las teclas
con todas sus fuerzas a la vez que cantaba con un entusiasmo estruendoso y
soberbio. Tan sólo se interrumpía de vez en cuando para anunciarme los títulos
de las diferentes piezas:
—El coro de los egipcios, de la Plaga de la oscuridad, señorita Halcombe.
Recitativo de Moisés con las tablas de la Ley... Oración de los israelitas en el
paso del mar Rojo... Vaya, vaya, no diga que esto no es sublime, no diga que
no es grandioso...
El piano temblaba bajo sus potentes manos, y las tazas de té tintineaban
sobre la mesa, mientras su profunda voz de bajo daba las notas y sus pies
pesados marcaban el compás en el suelo.
Había algo horrible, algo feroz y diabólico en esta explosión de gozo al
que estaba tocando y cantando, en la expresión de triunfo con que observaba el
efecto que me producía, mientras yo retrocedía subrepticiamente hacia la
puerta. Al final me vi liberada no por mi propio esfuerzo, sino por la aparición
de Sir Percival. Abrió la puerta del comedor para preguntar furioso «qué
significaba aquel ruido infernal». El conde se levantó instantáneamente del
piano.
—Ah, cuando viene Percival —dijo—, la armonía y la melodía se acaban.
La musa de la música, señorita Halcombe, nos abandona desolada, y yo, el
gordo y viejo trovador, exhalaré el resto de mi entusiasmo al aire.
Con pasos majestuosos se dirigió a la galería, y en el jardín remató sotto
voce el recitativo de Moisés.
Oí que Sir Percival le llamaba desde la ventana del comedor. Pero no le
hizo caso. Parecía estar decidido a no acudir. Aquella charla apacible, tanto
tiempo deseada, debía aplazarse una vez más, debía esperar a que el conde
expresara su beneplácito absoluto.
El conde me había entretenido en el salón casi media hora desde que su
mujer salió. ¿Dónde habría ido Madame Fosco y qué habría hecho en todo este
tiempo?
Subí en seguida para asegurarme de ello, pero no descubrí nada y cuando
pregunté a Laura me dijo que no había oído ruido alguno. Nadie la había
molestado. No se escuchó el menor crujido de traje de seda ni en el pasillo ni
en la antesala.
Eran entonces las nueve menos veinte. Después de haber ido a mi cuarto
para buscar mi cuaderno volví al dormitorio de Laura y me senté a su lado y
me puse a escribir, parándome de cuando en cuando para charlar con ella.
Nadie nos interrumpió y nada sucedió. Estuvimos juntas hasta las diez.
Entonces me levanté, le dije mis últimas palabras de consuelo y le di las
buenas noches. Después de que le prometí que a primera hora del día siguiente
vendría a verla, Laura cerró su puerta con llave.
Me quedaban algunas frases que añadir a mi Diario antes de acostarme;
después de despedirme de Laura, cuando me dirigí al salón por última vez en
aquel día fatigoso, resolví simplemente entrar, disculparme y subir a
acostarme una hora antes que de costumbre.
Sir Percival, el conde y su mujer estaban juntos en el salón. Sir Percival
bostezaba en una butaca, el conde leía y Madame Fosco se abanicaba. Por
extraño que parezca, ahora era ella quien tenía las mejillas coloradas. Ella, que
jamás sentía el calor, estaba evidentemente sufriendo de él aquella noche.
—Condesa, me temo que usted no se encuentra tan bien como siempre —
le dije.
—¡Es exactamente lo mismo que yo iba a decirle a usted! La encuentro
muy pálida, querida —me contestó.
¡Querida! ¡Era la primera vez que se dirigía a mí con esta familiaridad! Al
mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, había en su rostro una sonrisa
insolente.
—Tengo una jaqueca horrible, de las que a veces padezco, —le contesté
con frialdad.
—¿Ah sí? Supongo que es por falta de ejercicio. Le hubiera venido bien
dar un paseo antes de cenar.
Mencionó el «paseo» con extraño énfasis. ¿Me habría visto salir? No
importaba si lo había hecho. Las cartas estaban a salvo, en manos de Fanny.
—Fosco, vamos a fumar un cigarrillo —dijo Sir Percival, levantándose y
dirigiendo a su amigo otra de sus inquietas miradas.
—Encantado, Percival. Cuando las señoras se vayan a acostar —replicó el
conde.
—Perdóneme, condesa, si doy el ejemplo en retirarme —dije—. Para un
dolor de cabeza como el mío el único remedio es irse a la cama.
Me despedí. Cuando estreché la mano de aquella mujer había en su rostro
la misma insolente sonrisa. Sir Percival no me prestó atención. Estaba mirando
con impaciencia a la condesa Fosco, que no mostraba señales de marcharse del
salón junto conmigo. El conde sonreía detrás de su libro. La tranquila charla
con Sir Percival se hallaba de nuevo aplazada y esta vez el impedimento era la
condesa.
Una vez a salvo en mi cuarto abrí de nuevo estas páginas y me dispuse a
terminar de describir los acontecimientos de esta noche.
Durante más de diez minutos estuve con la pluma en el aire pensando en
los acontecimientos de las últimas doce horas. Cuando por fin regresé a mi
tarea me encontré con una dificultad que antes nunca había conocido. A pesar
de mis esfuerzos por dirigir mis pensamientos hacia mi relato, éstos volvían
con extraña persistencia hacia Sir Percival y al conde Fosco, y todo el interés
que quería concentrar sobre mi Diario se veía atraído, en lugar de ello, hacia
aquel encuentro entre los dos que se iba aplazando a lo largo del día y que iba
a tener lugar ahora, en medio del silencio y la soledad de la noche.
En aquel estado desquiciado de mi ánimo no fui capaz de pensar en lo que
había sucedido desde la mañana, y no me quedó otro remedio que cerrar mi
cuaderno y dejarlo para mejor ocasión.
Abrí la puerta que comunicaba mi dormitorio con mi salón y al salir del
cuarto la cerré detrás de mí, para evitar que la corriente de aire, si la había,
produjese algún accidente, pues había dejado la vela sobre la mesa del tocador.
La ventana de mi salón estaba abierta de par en par, y, sin pensar, me acerqué a
ella para mirar la noche.
Reinaban la oscuridad y el silencio. No se veían la luna ni las estrellas. En
el aire inquieto y sofocante se advertía el olor a lluvia, y tendí la mano fuera.
La lluvia sólo amenazaba, pero no había llegado todavía.
Cerca de un cuarto de hora permanecí apoyada en el antepecho,
contemplando distraídamente las negras sombras y sin oír otra cosa, de cuando
en cuando, que las voces de los criados o el ruido lejano de alguna puerta que
se cerraba en la planta baja de la casa.
En el momento en que me separaba con lentitud de la ventana para regresar
a mi cuarto y hacer un segundo intento de continuar mi Diario, llegó hasta mí
un aroma de tabaco que perfumaba el cálido aire de la noche. En el momento
siguiente vi en la oscuridad un débil punto rojo que se acercaba procedente de
la otra esquina de la casa. El punto avanzaba en la noche, pasó bajo la ventana
a la que yo me asomaba y se paró frente a la de mi cuarto, donde había dejado
sobre la mesa del tocador la vela encendida.
El punto rojo quedó inmóvil un momento, luego retrocedió en la dirección
de donde había venido. Mientras yo seguía sus movimientos, vi que se le
acercaba, desde cierta distancia, otro punto rojo, más grande que este. Los dos
se encontraron en la oscuridad. Recordando quién fumaba cigarrillos y quién
puros, deduje inmediatamente, que el conde había salido de la casa para mirar
y escuchar bajo mi ventana y que más tarde Sir Percival se reunió con él.
Seguramente los dos habían estado paseando por la explanada, en otro caso yo
hubiera oído las fuertes pisadas de Sir Percival, aunque los suaves pasos del
conde pudieran escapárseme, incluso si caminaba sobre el sendero de grava.
Esperé sin moverme, convencida de que no podían distinguirme en la
oscuridad de la habitación.
—¿Qué pasa? —oí que decía Sir Percival en voz baja—. ¿Por qué no entra
usted y nos sentamos?
—Me gustaría ver desaparecer la luz de esa ventana —replicó el conde
muy bajo.
—¿Qué daño puede hacernos esta luz?
—Demuestra que no se ha acostado aún. Es suficientemente sagaz para
sospechar algo y le sobra valor para bajar y escucharnos si encuentra ocasión
para hacerlo. Paciencia, Percival, paciencia.
—¡Patrañas! Se pasa usted la vida hablándome de la paciencia.
—Ahora voy a hablar de algo más. Mi querido amigo, está usted al borde
de un precipicio doméstico, y si dejo que usted dé otra ocasión a las mujeres,
le juro, por mi honor, que le empujarán.
—¿Qué demonios quiere decirme?
—Nos explicaremos con claridad, Percival, cuando la luz desaparezca de
esa ventana y cuando haya dado un vistazo a los cuartos próximos a la
biblioteca y también una ojeada a la escalera.
Se alejaron lentamente y no pude escuchar el resto de su conversación (que
se había mantenido en voz baja). Pero no importaba. Había oído lo bastante
como para decidirme a justificar la opinión que el conde tenía de mi
perspicacia y valor. Antes que los dos puntos rojos desaparecieran en la
oscuridad ya estaba resuelta a que, cuando aquellos dos hombres se sentasen
para hablar habría alguien a la escucha, y a pesar de todas las preocupaciones
del conde, aquel alguien sería yo misma. Sólo necesitaba un motivo que
disculpara y sancionara este acto ante mi conciencia y me diera suficiente
valor para llevarlo a cabo, y este motivo ya lo tenía. El honor de Laura, la
felicidad de Laura, la vida misma de Laura podían depender esta noche de mi
oído fino y mi buena memoria.
Había oído decir al conde que quería registrar los cuartos contiguos a la
biblioteca, así como también la escalera antes de dejar que Sir Percival le
dijese nada. Esta declaración de sus intenciones era suficiente para hacerme
entender que era en la biblioteca donde la conversación iba a tener lugar. El
instante que me bastó para llegar a esta conclusión fue el mismo en que
descubrí un medio de burlar sus precauciones o, dicho en otras palabras, de
escuchar cuanto el conde y Sir Percival dirían uno al otro sin arriesgarme
bajando al piso inferior.
Al describir las habitaciones de la planta baja he mencionado brevemente
una galería con la que todas ellas se comunican mediante unas ventanas
francesas que comienzan en la cornisa y llegan al suelo. La techumbre de la
galería era plana, el agua de la lluvia descendía mediante tuberías a la cisterna
que abastecía de agua la casa. Sobre un estrecho tejadillo de plomo que pasaba
por debajo de los dormitorios, creo que a menos de tres pies de los antepechos
de las ventanas, había una ringlera de tiestos de flores colocados a cierta
distancia unos de otros y protegidos del viento por una barandilla de hierro
ornamental que bordeaba el tejadillo.
El plan que acababa de ocurrírseme era bajar por la ventana de mi salón al
tejadillo, deslizarme por él sin hacer ruido hasta llegar hasta la parte que
estaba justamente encima de la biblioteca, y agacharme entre los tiestos de
flores con el oído pegado a la barandilla exterior. Si el conde y Sir Percival se
sentaban a fumar donde yo les solía ver las noches anteriores, en las butacas
colocadas junto a la ventana abierta apoyando los pies sobre las sillas del
jardín de zinc que había bajo las ventanas de la galería, cada palabra que se
dijeran no sería un susurro (como todos sabemos por experiencia, es imposible
mantener una conversación larga susurrando), inevitablemente alcanzaría mis
oídos. Si, en cambio, aquella noche preferían sentarse apartados de la ventana,
lo más probable sería que no pudiese oír nada o casi nada, y en ese caso
tendría que correr un riesgo mucho mayor e intentar escucharlos desde el
vestíbulo.
A pesar de que nuestra desesperada situación me había fortalecido en esta
decisión, deseé fervientemente no tener que enfrentarme con esta última
emergencia. Después de todo mi valor no era más que el de una mujer y estaba
a punto de desfallecer frente a la sola idea de bajar al vestíbulo en medio de la
noche cerrada para ponerme, tal vez, a merced de Sir Percival y del conde.
Volví sin hacer ruido a mi dormitorio para empezar con el proyecto menos
arriesgado, descendiendo al techo de la galería.
Fue totalmente indispensable que me cambiara de ropa, por varias razones.
Empecé por quitarme mi vestido de seda, pues el menor crujido de su tela
podría delatarme en el silencio que reinaba aquella noche. Luego me desprendí
de algunas prendas blancas y voluminosas de mi ropa interior. Me puse
encima mi abrigo negro de viaje y oculté la cabeza bajo el capuchón. Vestida
con mi traje de noche, ocupaba el espacio de tres hombres. Con la ropa ceñida
que me había puesto ahora ningún hombre pasaría por sitios estrechos con
mayor facilidad que yo. El reducido espacio que quedaba entre el muro y las
ventanas, por un lado, y la ringlera de tiestos con flores, por el otro, convertían
esta consideración en muy importante. Si yo tropezase con algo o hiciese el
menor ruido, ¿quién sabe qué consecuencias acarrearía?
Dejé las cerillas junto a la vela antes de apagarla, y volví al salón a tientas.
Cerré su puerta con llave, como había hecho ya con la de mi dormitorio y,
silenciosamente, salté por la ventana y puse el pie con cuidado en el tejado de
plomo de la galería.
Mis dos habitaciones estaban situadas en el extremo interior del ala nueva
del edificio, aquella que habitábamos todos, y yo tenía que pasar por delante
de cinco ventanas antes de llegar al sitio que daba encima de la biblioteca. La
primera ventana correspondía a un cuarto de huéspedes que estaba vacío. La
segunda y tercera pertenecían a las habitaciones de Laura. La cuarta, al
dormitorio de Sir Percival. La quinta era la del dormitorio de la condesa. Las
demás ventanas, delante de las que no tenía que pasar, pertenecían al
guardarropa del conde, al cuarto de baño y al vacío segundo cuarto de
huéspedes.
Ningún ruido llegaba a mis oídos; lo único que había a mi alrededor era la
caliginosa cerrazón de la noche, excepto aquella parte del tejado donde daba la
ventana de la condesa. Allí, exactamente a donde me dirigía, sobre la parte que
estaba encima de la biblioteca, ¡allí vi un reflejo de luz! Madame Fosco no se
había acostado aún.
Era demasiado tarde para retroceder, ni había tiempo para esperar. Decidí
lanzarme a la aventura confiándome a mi propia cautela y a la oscuridad de la
noche. «¡Por el bien de Laura!» —dije para mis adentros, y di el primer paso
adelante sobre el tejado, con una mano recogiéndome los pliegues de mi
abrigo y con la otra apoyándome en la pared. Era mejor avanzar pegándome a
la pared que arriesgarme a tropezar con los tiestos que estaban al otro lado, a
pocos centímetros de mí.
Pasé junto a la ventana oscura del cuarto de huéspedes, tanteando a cada
paso el tejado de plomo con mi pie antes de apoyarme con todo mi peso. Pasé
junto a las ventanas oscuras de la habitación de Laura («¡Que Dios la bendiga
y la proteja esta noche!»). Pasé la oscura ventana de la habitación de Sir
Percival. Luego, esperé un momento. Me puse de rodillas apoyándome en las
manos y así, protegida por la escasa altura del muro que había entre el
antepecho de la ventana iluminada y el tejado de la galería, me dirigí hacia mi
punto de observación.
Cuando me aventuré a levantar la cabeza para mirar la ventana, vi que sólo
estaba abierta por arriba y que la persiana estaba bajada, y seguí mirando
cuando la sombra de la condesa cruzó y se dibujó sobre la blanca pantalla de
la persiana y luego se alejó lentamente. Comprendí que no me había oído,
pues de no ser así su sombra se hubiese detenido ante la ventana, incluso si le
faltase el valor de abrirla y mirar hacia afuera.
Me coloqué a un lado junto a la barandilla, después de comprobar,
palpándolos, dónde estaban los tiestos a ambos lados. Dejaban el espacio justo
para sentarse entre ellos. Los perfumados pétalos de la flor de mi izquierda
rozaron mi mejilla cuando apoyé ligeramente la cabeza sobre la barandilla.
Los primeros sonidos que oí llegar desde abajo fueron los del ruido
sucesivo de tres puertas que llevaban al vestíbulo y a las habitaciones
contiguas a la biblioteca y que el conde se había propuesto examinar. Y lo
primero que vi fue de nuevo el rojo puntito que se desplazaba en la noche,
moviéndose desde la puerta de la galería, debajo de mí, hacia mi ventana;
esperó allí un instante y volvió al mismo sitio de donde vino.
—¡El demonio le lleve con sus intranquilidades! ¿Cuándo piensa sentarse
al fin? —gruñó la voz de Sir Percival bajo mi oído.
—¡Uff! ¡Qué calor! —dijo el conde suspirando y resoplando
fatigosamente.
Su examen fue seguido del ruido de las sillas del jardín, arrastradas sobre
las losas de la galería, un ruido que recibí con júbilo porque me anunciaba que
pensaban sentarse como de costumbre junto a la ventana. Hasta entonces la
buena suerte me acompañaba. El reloj de la torre daba las doce menos cuarto
cuando los dos se instalaron en sus sillas. Oí que Madame Fosco bostezaba
tras la ventana abierta y de nuevo vi proyectarse su sombra sobre la pantalla
blanca de la persiana.
Mientras tanto, abajo, Sir Percival y el conde habían comenzado a hablar y
alguna que otra vez sus voces bajaban más de lo habitual en ellos, pero jamás
llegaban a convertirse en susurros. La extraña y peligrosa situación en que me
hallaba y el temor que me inspiraba la ventana iluminada, de Madame Fosco
que no lograba dominar al principio, me hicieron difícil, casi imposible,
mantener clara mi mente y concentrar mi atención exclusivamente en la
conversación que se oía abajo. Durante algunos minutos sólo pude captar lo
más general de lo que decían. Oí que el conde comentaba que la única ventana
con luz pertenecía al cuarto de su mujer, que en la planta baja de la casa no
había nadie y que ahora podían hablar tranquilamente sin miedo a incidentes
desagradables. Sir Percival le contestó únicamente con reprimendas, porque a
lo largo del día su amigo había estado decepcionando sus deseos y
descuidando sus intereses de manera imperdonable. El conde se defendió
declarándole que había estado ocupado con ciertas dificultades y problemas
que requerían su total atención, y que el único momento oportuno para hablar
era aquél en que podían estar seguros de que nadie habría de interrumpirlos ni
oírlos. «Atravesamos una crisis muy seria en nuestros asuntos, Percival —
decía—, y si hemos de tomar una decisión sobre el futuro, hemos de hacerlo
esta noche y en secreto.
Esta frase del conde fue la primera a la que pude prestar toda mi atención
en el momento exacto en que se pronunció. A partir de entonces, aunque con
alguna que otra interrupción, mi interés se concentró en aquella conversación
que seguí sin respirar, palabra por palabra.
—¿Una crisis? —repitió Sir Percival—. Es una crisis mucho peor de lo que
usted se imagina, ¡Puedo asegurárselo!
—Así me lo supuse al observar su conducta durante estos últimos días —
replicó el otro con frialdad—. Pero espere un poco. Antes de empezar a hablar
de lo que yo no sé, dejemos bien claro lo que ya sé. Veamos si tengo una idea
exacta respecto al pasado, antes de que le haga cualquier proposición para el
porvenir.
—Espere un momento a que traiga coñac y agua. ¿Qué quiere usted beber?
—Gracias, Percival. Deme un poco de agua fría, una cuchara y azúcar. Eso
sucrée, amigo mío, y nada más.
—¡Agua con azúcar para un hombre de su edad!... Aquí la tiene. Haga
usted esa mezcla malsana; ustedes los extranjeros son todos iguales.
—Y ahora, escuche, Percival. Voy a poner ante sus ojos la situación exacta
de nuestros asuntos y usted me dirá si estoy o no en lo cierto. Usted y yo
volvimos del continente a esta casa cuando nuestros negocios estaban bastante
embrollados...
—¡Abrevie! ¡Yo necesitaba algunos miles y usted algunos cientos, y sin
este dinero estábamos ambos en camino de arruinarnos juntos! Tal es la
situación. A ver qué arreglo ve usted para ella. Continúe.
—Muy bien, Percival, usted lo ha dicho con su claridad británica: usted
necesitaba unos miles y yo unos cientos; el único medio de conseguirlos era el
de que usted sacara dinero para cubrir su necesidad (dejando un margen para
que me quedasen mis miserables cientos) recurriendo a la ayuda de su esposa.
¿Qué le dije yo de ella en nuestro viaje de vuelta a Inglaterra? ¿Y qué le dije
luego cuando llegamos aquí y cuando descubrí por mis propios ojos qué clase
de mujer es la señorita Halcombe?
—¿Cómo voy a acordarme? Usted suele hablar por los codos.
—Le dije esto: la inventiva humana, amigo mío, tan sólo ha descubierto
hasta ahora dos medios mediante los cuales un hombre puede manejar a una
mujer. Uno de ellos es el de zurrarla, método utilizado ampliamente por las
gentes de baja estofa, pero profundamente abominado entre las clases
educadas y refinadas. El otro método (más lento, mucho más dificultoso, pero
al fin no menos seguro) es el de no aceptar jamás el reto que nos lanza una
mujer. Este método da resultados con los animales, da resultado con los niños
y lo da con las mujeres, que no son más que niños grandes. La tranquila
perseverancia es la única cualidad a la que los animales, los niños y las
mujeres se rinden sin remedio. Si logran que por una vez su dueño pierda esta
cualidad superior en su presencia, consiguen hacer de él lo que se proponen. Si
jamás logran alterarla, es él quien hace lo que quiere de ella. Le dije: recuerde
esta verdad tan sencilla si usted quiere que su mujer le saque de sus apuros de
dinero. Le dije: recuérdela con doble y con triple motivo, cuando esté en
presencia de la hermana de su mujer, la señorita Halcombe. ¿La ha recordado
usted? Ni una sola vez, a pesar de todas las complicaciones que se nos
vinieron encima en esta casa. La menor provocación que su mujer o su
hermana le ofrecieron le hizo perder la firma del documento, le hizo perder el
dinero que ya tenía en su bolsillo y empujó a la señorita Halcombe a escribir al
abogado la primera vez...
—¿La primera vez? ¿Ha vuelto a escribirle?
—Sí; le ha escrito hoy.
Una silla cayó sobre el suelo enlosado, con un estruendo como si alguien la
hubiera tirado con rabia.
Me vino bien que la revelación del conde excitara la furia de Sir Percival.
Al oír que de nuevo me habían descubierto, me estremecí e hice crujir la verja
de la barandilla en que me apoyaba. ¿Me habría seguido hasta la posada?
¿Había deducido que yo entregué mis cartas a Fanny cuando le dije que no
tenía correspondencia para dejarla en el buzón? Y aunque fuese así, ¿cómo
pudo ver las cartas, puesto que de mis manos pasaron directamente al corpiño
de Fanny?
—Dé gracias a su buena estrella —escuché que decía el conde— por
tenerme a mí en su casa para deshacer el daño inmediatamente después de que
usted lo hizo. Agradezca a su buena estrella que yo dijese «no», cuando usted
perdió la cabeza y quiso esta tarde encerrar con llave a la señorita Halcombe,
lo mismo que en su peligrosa locura encerró a su mujer. ¿Dónde tiene usted
los ojos? ¿Cómo puede mirar a la señorita Halcombe y no ver que posee la
cautela y la resolución de un hombre? Si yo tuviera a esta mujer por amiga
sería capaz de burlarme de todo el mundo. Teniendo a esta mujer por enemiga,
yo, con toda mi experiencia y con mi cerebro, yo, Fosco, astuto como el
mismo diablo, según usted mismo me ha dicho cientos de veces, ¡tengo que
andar, según su frase inglesa, sobre cáscaras de huevos! Y esta criatura
grandiosa, a cuya salud bebo esta agua azucarada, esta criatura grandiosa que
se mantiene firme como una roca sostenida por la fuerza de su amor y de su
valor, entre nosotros dos, esa pobre escuálida belleza rubia que es su mujer...,
esa mujer magnífica, a quien admiro con toda el alma, aunque se oponga a
nuestros designios e intereses, la pone usted entre la espada y la pared como si
no fuera tan valiente ni tan capacitada como todas las criaturas de su sexo.
¡Percival, Percival!, merece usted fracasar y lo ha hecho ya.
Aquí hubo una pausa. Escribo las palabras de este canalla referentes a mí
misma porque necesito conservar el recuerdo y porque espero que llegue el día
en el que pueda repetirlas en su presencia y en que una a una se las escupa a la
cara.
Sir Percival fue el primero en romper el silencio.
—Sí, sí —dijo con aspereza—; todas las fanfarronadas y bravatas que
usted quiera, pero las dificultades económicas no son las únicas que me
atormentan. Usted mismo tomaría severas medidas contra estas mujeres si
supiera tanto como yo.
—Trataremos esa segunda dificultad a su tiempo —respondió el conde.
Puede usted armarse todos los líos que desee, Percival, pero no tiene por qué
embrollarme a mí. Ante todo vamos a dejar resuelta la cuestión del dinero. ¿Le
he convencido, a pesar de su terquedad? ¿Le he demostrado que con su
diabólico temperamento no conseguirá sacar nada en limpio, o tengo que
volver (como acaba usted de decir con su apreciada exactitud y crudeza
británica), a las fanfarronadas y bravatas?
—¡Bah! Es muy fácil amonestarme. Dígame lo que debemos hacer, es un
poco más difícil.
—¿Difícil? ¡Vamos! Lo que hay que hacer es esto: desde esta noche usted
renuncia a decidir sobre el asunto y me lo deja todo, de ahora en adelante.
¿Estoy hablando con un inglés práctico, no? Bueno, hombre práctico, ¿qué le
parece esto?
—¿Qué es lo que se propone hacer si lo dejo todo en sus manos?
—Antes de seguir, contésteme usted. ¿Queda todo en mis manos o no?
—Bueno, supongamos que ya está en sus manos... ¿Qué pasa luego?
—Para empezar, Percival, contésteme a unas preguntas. Tengo que esperar
un poco y dejarme guiar por las circunstancias; y tengo que averiguar, por
todos los medios posibles, cómo son estas circunstancias. No hay tiempo que
perder. Ya le he dicho a usted que la señorita Halcombe ha escrito hoy al
abogado por segunda vez.
—¿Cómo pudo usted descubrirlo? ¿Qué le decía?
—Si se lo dijera, Percival, no llegaríamos más lejos de donde estamos. Le
basta con saber que lo he descubierto y este descubrimiento ha causado
aquella inquietud y angustia que no le permitían hablar conmigo durante todo
el día. Ahora, refresquemos un poco mi memoria sobre sus asuntos, pues hace
bastante tiempo que no hablo de ellos con usted. A falta de la firma de su
mujer, hemos conseguido el dinero a base de letras a noventa días..., y ¡lo
hemos conseguido a tal precio que se me ponen los pelos de punta cada vez
que lo pienso! ¿Es cierto que, cuando venzan las letras, no hay otro medio
humano de pagarlas que no sea recurriendo al auxilio de su mujer?
—Ninguno.
—¿Cómo? ¿No tiene usted dinero en el banco?
—Unos cuantos cientos y necesito muchos miles.
—¿No tiene usted otros valores que pueda hipotecar?
—Ni un palmo de terreno. Nada de nada.
—¿Qué es lo que le ha dado su matrimonio por ahora?
—Nada más que las rentas de sus veinte mil libras, apenas suficientes para
cubrir nuestros gastos diarios.
—¿Qué es lo que espera de su mujer?
—Tres mil libras al año cuando muera su tío.
—Una bonita fortuna, Percival. ¿Qué clase de hombre es su tío? ¿Es viejo?
—No; ni viejo ni joven.
—¿Un alegre vividor? ¿Está casado? Creo que mi mujer me dijo que era
soltero.
—Por supuesto que lo es. Si se hubiera casado y tuviese hijos Lady Glyde
no sería heredera de sus tierras. Le explicaré cómo es. Es un imbécil
quejicoso, charlatán y egoísta, que importuna a cuantos se le acercan
hablándoles del estado de su salud.
—Los hombres de esa especie, Percival, viven mucho y se casan
malignamente cuándo menos se espera. No le doy a usted muchas esperanzas
de que tenga la suerte de disfrutar de esas tres mil libras anuales. ¿No hay nada
más que le llegue de su mujer?
—Nada.
—¿Absolutamente nada?
—Absolutamente nada... excepto en el caso de su muerte.
—¡Ah!, en el caso de su muerte.
Hubo otra pausa. El conde salió de la galería al sendero de grava. Lo supe
por el sonido de su voz. «Al fin ha empezado a llover», le oí decir. En efecto,
había empezado a llover. El estado de mi abrigo demostraba que desde hace
algún rato estaba cayendo un aguacero.
El conde volvió a la galería. Oí que su silla crujía bajo su peso cuando
volvía a sentarse.
—Bien, Percival —dijo—; y en el caso de la muerte de Lady Glyde, ¿que
tendrá usted?
—Si no deja hijos...
—¿Lo cual es probable?
—Lo cual es totalmente improbable.
—¿Entonces?
—Bueno, entonces heredo sus veinte mil libras.
—¿Pagadas al contado?
—Pagadas al contado.
Volvieron a guardar silencio. Cuando sus voces callaron, la sombra de
Madame Fosco apareció de nuevo sobre la persiana. Esta vez, en lugar de
pasar de largo, se quedó un momento inmóvil. Vi sus dedos deslizarse hacia un
extremo de la persiana y entornarla. El óvalo blanco y confuso mirando
directamente hacia mí, apareció detrás de la ventana. Yo no me movía,
envuelta de pies a cabeza en mi abrigo negro. La lluvia, que iba empapándome
rápidamente caía sobre el cristal, enturbiándolo e impidiendo que ella me
distinguiese.
La oí decirse a sí misma: «¡Más lluvia!». Bajó la persiana y volví a respirar
tranquila.
Abajo la conversación siguió, pero esta vez la reanudó el conde.
—¡Percival!... ¿Le importa su mujer?
—Fosco, es una pregunta bastante directa.
—Soy una persona directa y le repito la pregunta.
—¿Por qué demonios me mira de ese modo?
—¿No quiere contestarme? Bueno, entonces supongamos que su mujer
muere antes de que termine el verano.
—¡Déjelo, Fosco!
—Supongamos que su mujer muere...
—¡Le digo que lo deje!
—En ese caso usted gana veinte mil libras y pierde...
—Pierdo la posibilidad de tres mil al año.
—La posibilidad remota, Percival, muy remota. Y usted necesita dinero
contante y sonante. En su situación, la ganancia es segura, y la pérdida,
problemática.
—Hable de usted lo mismo que de mí. Una parte del dinero que pedí en
préstamo era para usted. Y si usted consigue ganar algo, la muerte de mi mujer
se convertiría en diez mil libras que pasarían al bolsillo de la suya. A pesar de
toda su perspicacia, parece olvidar oportunamente el legado que pertenecería a
Madame Fosco. ¡No me mire de ese modo! ¡No va a ser para mí! ¡Con sus
miradas y sus preguntas me está poniendo carne de gallina, por Dios!
—¿Carne de gallina? ¿Significa «carne» conciencia en inglés? Hablo de la
muerte de su mujer como de cualquier posibilidad. ¿Qué tiene que ver? Los
respetables abogados que garrapatean nuestras escrituras y redactan nuestros
testamentos ven la muerte retratada en los rostros de los vivientes. ¿También
los abogados le ponen carne de gallina? ¿Por qué se la pongo yo? Esta noche
es mi deber dejar en claro su situación, fuera de todo error posible, y ahora lo
he conseguido. Si su mujer vive, pagará usted esas letras con ayuda de su
firma. Si su mujer muere, las pagará con ayuda de su muerte.
Mientras hablaba, se había apagado la luz en el cuarto de Madame Fosco y
todo el segundo piso de la casa se hallaba ahora sumido en la oscuridad.
—¡Palabras! ¡Palabras! —gruñó Sir Percival—. Cualquiera que le oyese
pensaría que ya hemos conseguido que mi mujer firme el documento.
—Ha dejado usted el asunto en mis manos —objetó el conde—, y tengo
más de dos meses por delante para conseguirlo. Por el momento, no vuelva a
hablarme de ello, por favor. Cuando venzan las letras, usted verá si mis
palabras valen algo o no. Y ahora que hemos terminado por esta noche con las
cuestiones monetarias, pongo todas mis facultades a su disposición si desea
consultarme sobre la segunda dificultad que se ha mezclado a nuestros
pequeños apuros y que le altera y perjudica de tal modo que casi no le
conozco. Hable usted, amigo mío, y perdone si hiero sus distinguidos gustos
nacionales preparándome otro vaso de agua con azúcar.
—Es muy fácil decir que hable —replicó Sir Percival, en un tono mucho
más amable y tranquilo del que había adoptado hasta entonces—. Pero no es
tan fácil saber por dónde empezar.
—¿Quiere que yo le ayude? —sugirió el conde—. ¿Podría dar a esta íntima
dificultad que usted experimenta un nombre? Tal vez debo llamarla... Anne
Catherick.
—Mire usted, Fosco, hace mucho que nos conocemos mutuamente, y si
bien es cierto que hasta ahora usted me ha ayudado a salir una o dos veces de
apuros también lo es que yo he hecho todo lo que podía por ayudarle, en
cuanto mis medios pecuniarios me lo permitían. Hemos hecho, cada uno por
su lado, cuantos sacrificios de amistad han sido humanamente posibles, pero
ambos hemos guardado también nuestros secretos, ¿no es así?
—Usted me ha ocultado un secreto, Percival. Usted tiene escondido un
esqueleto en su armario, aquí en Blackwater Park, que en estos días se ha
dejado ver por otras personas, además de usted.
—Bueno, supongamos que ha sido así. Si esto no le concierne, no debe
sentir curiosidad por saberlo.
—¿Le doy la impresión de estar curioso?
—Sí que me la da.
—¡Vaya, vaya! ¿Así que mi rostro me delata? ¡Qué inmensa bondad debe
poseer el hombre que ha llegado a mis años y no ha logrado que su fisonomía
pierda el hábito de delatarlo! ¡Oiga, Glyde, seamos francos el uno con el otro!
Este secreto me ha venido a buscar a mí, no lo he buscado yo a él.
Supongamos que tenga curiosidad. Pero ¿usted desea que, como su viejo
amigo, respete su secreto y de una vez por todas me pide que lo deje a su
cargo?
—Sí; eso precisamente es lo que le pido.
—Entonces se acabó mi curiosidad. Desde este instante ha muerto para mí.
—¿Lo cree usted en realidad?
—¿Qué le hace dudar de ello?
—En tantos años he aprendido algo, amigo Fosco, de sus procedimientos y
rodeos, y no estoy muy seguro de que, al fin y al cabo, acabe por sacármelo.
Una de las sillas de repente volvió a crujir, sentí temblar la columna
decorativa que tenía a mis pies. El conde se había levantado de un salto y dado
un puñetazo contra ella, lleno de indignación.
—¡Percival, Percival! —gritó con pasión—. ¿Así es como me conoce
usted? ¿Acaso todos estos años no le han enseñado nada de mi carácter? ¡Soy
un hombre a la antigua! Soy capaz de los actos virtuosos más exaltados
cuando tengo la ocasión de realizarlos. La desventura de mi vida ha sido que
se me han presentado pocas ocasiones de realizarlos. ¡Mi concepto de la
amistad es el más sublime! ¿Es culpa mía si su esqueleto se ha dejado ver por
mí? ¿Por qué he confesado mi curiosidad? ¡Pobre inglés superficial! Lo he
hecho para demostrar el dominio que tengo sobre mí mismo. Si quisiera,
podría sacarle el secreto con la misma facilidad con que estoy sacando este
dedo de mi puño cerrado, ¡y usted lo sabe muy bien! Pero ha apelado a mi
amistad, y las obligaciones que impone la amistad son sagradas para mí. ¡Vea!
Con mis propios pies pisoteo mi vil curiosidad. Mis sentimientos exaltados me
elevan por encima de ella. ¡Reconózcalos, Percival! ¡Imítelos, Percival!
¡Deme la mano! Le perdono.
Su voz tembló al pronunciar las últimas palabras, ¡tembló como si de
verdad le ahogasen las lágrimas!
Sir Percival murmuró unas disculpas confusas. Pero el conde era
demasiado magnánimo para escucharlo.
—¡No! —dijo—. Cuando me ofende un amigo, soy capaz de perdonarle
sin oír sus excusas. Dígamelo simplemente, ¿necesita mi ayuda?
—Sí, mucho.
—Y ¿puede pedírmela sin comprometerse?
—En todo caso, puedo intentarlo.
—Pues inténtelo.
—Bueno... El problema es éste: hoy le he dicho que había hecho todo lo
imaginable por encontrar a Anne Catherick y que había fracasado.
—Sí; me lo ha dicho.
—¡Fosco! Soy hombre perdido si no la encuentro.
—¡Ja! ¿Es tan grave como todo eso?
Un destello de luz se proyectó hacia fuera desde la galería, alumbrando el
sendero de grava. El conde había traído la lámpara desde el fondo de la
biblioteca, para ver mejor a su amigo.
—¡Sí! —dijo—. Su rostro me lo dice. Es grave de verdad, tan grave como
las cuestiones de dinero.
—¡Más grave! Como estoy aquí sentado, ¡es más grave!
Desapareció la luz y la conversación prosiguió.
—Le enseñé a usted la carta para mi mujer que Anne Catherick escondió
entre la arena —continuó sir Percival—. No era una bravuconada lo que decía,
Fosco. Ella conoce el secreto.
—Delante de mí, diga lo menos que pueda del secreto, Percival. ¿Ella lo
sabe por usted mismo?
—No; se lo ha dicho su madre.
—¡Dos mujeres dueñas de sus íntimos sentimientos! ¡Malo, malo, malo,
amigo mío! Una pregunta antes de seguir adelante. El motivo por el que usted
encerró a la hija en un manicomio lo veo claro; pero lo que no veo tan claro es
cómo ha podido escaparse. ¿Es que usted supone que sus guardianes hicieran
la vista gorda a instancias de algún enemigo que cotizó bien su descuido?
—No lo creo; ella se comportaba con más docilidad que otros pacientes y
mereció su estúpida confianza. Es bastante loca para estar encerrada y bastante
lista para hundirme estando en libertad... ¿comprende?
—Lo comprendo muy bien. Y ahora, Percival, vamos al grano, que luego
veré qué se debe hacer. ¿Qué peligro corre usted en la actualidad?
—Anne Catherick está aquí y se comunica con Lady Glyde. Este es el
peligro, obviamente. ¿Quién no comprenderá, al leer la carta, que mi mujer es
también dueña del secreto, aunque lo niegue?
—Un momento, Percival. Si Lady Glyde conociese el secreto, sabría que
usted le perjudica. ¿No cree usted que le interesa guardarlo?
—¿Guardarlo ella? Le interesaría si yo le importase dos cominos. Pero
resulta que me interpuse en el camino del otro hombre. Estaba enamorada de
él cuando se casó conmigo, está enamorada de él, de un miserable
trotamundos, de un profesor de dibujo que se llama Hartright.
—Pero ¡querido amigo! ¿Qué tiene eso de extraordinario? Todas ellas
están enamoradas de algún otro hombre. ¿Quién es el primero que ha tocado el
corazón de una mujer? Con toda la experiencia que tengo de estas cosas,
nunca he conocido a nadie que hubiera sido el Número Uno. El Número Dos,
algunas veces. Y muchas con el Tres, Cuatro, y Cinco. ¡Nunca el Número
Uno! Por supuesto que existe; pero yo no le he encontrado.
—Espere, no he terminado todavía. ¿Quién cree usted que ayudó a Anne
Cathenck en su fuga cuando los empleados del manicomio salieron tras ella?
Hartright. ¿Quién cree usted que la volvió a encontrar en Cumberland?
Hartright. Las dos veces habló con ella a solas. ¡Espere! No me interrumpa, el
muy bergante está tan deslumbrado por mi mujer, como ella por él. Conoce el
secreto como lo conoce ella. Una vez que les dejemos que se encuentren, le
interesará a ambos utilizarlo en contra mía.
—¡Poco a poco, Percival; poco a poco! ¿Tan poco confía en la virtud de
Lady Glyde?
—¡La virtud de Lady Glyde! Lo único en que creo tratándose de ella es en
su dinero. ¿No se da cuenta de la situación? Ella sola sería inofensiva, pero si
se reúne con ese trotamundos de Hartright...
—Sí, sí, ya veo. ¿Dónde está ahora el señor Hartright?
—Está fuera de Inglaterra. Si le importa conservar su piel, le aconsejaría
no darse prisa en volver.
—¿Está usted seguro de que no está aquí?
—Enteramente. Le he hecho vigilar desde que salió de Cumberland hasta
que se embarcó. ¡Puedo asegurarle que no he descuidado nada! Anne
Cathenck vivía en casa de unos granjeros cerca de Limmeridge. Yo mismo
llegué allí después de que ella se me escapó, y comprobé que no sabían nada.
Di a su madre el texto de la carta que debía escribir a la señorita Halcombe
para eximirme de toda sospecha respecto a los motivos por los que yo había
encerrado a su hija. Me da miedo pensar en todo lo que he gastado para
encontrarla. ¡Y a pesar de todo, se presenta aquí y se me escapa en mis propias
tierras! ¿Cómo voy a saber si no ha visto a alguien más, si no ha hablado con
alguien más? Ese condenado bellaco de Hartright puede volver en cualquier
momento, sin que yo lo sepa, y puede utilizarla como quiera mañana mismo.
—¡El no, Percival! Mientras yo esté en la brecha y mientras esa mujer siga
por estas cercanías respondo de que le echaremos el guante antes que el señor
Hartright, si de verdad vuelve. ¡Ya lo sé! ¡Sí, sí, ya lo sé! Lo primero de todo
es encontrar a Anne Catherick y no se preocupe de otra cosa. Su mujer está
aquí mismo, bajo su férula; la señorita Halcombe no se separa de ella, y, por lo
tanto, está también bajo su férula, y el señor Hartright está fuera de Inglaterra.
De momento, no tenemos que pensar más que en esa invisible Anne. ¿Ha
hecho usted indagaciones?
—Sí; he ido a ver a su madre, he buscado por todo el pueblo, y todo inútil.
—¿Se puede confiar en su madre?
—Sí.
—Ella no ha guardado su secreto.
—No volverá a hacerlo.
—¿Por qué no? ¿Está tan interesada como usted en guardarlo?
—Sí; está enormemente interesada.
—Me alegro de oírlo, Percival, por su bien. No se desanime, amigo mío.
Como le he dicho, las cuestiones monetarias me permiten disponer de todo el
tiempo que quiero para dar algunas vueltas por los alrededores; y yo puedo
tener más suerte que usted cuando mañana empiece a buscar a Anne
Catherick. Una última pregunta antes de que vayamos a acostarnos.
—Diga.
—Se trata de lo siguiente: cuando fui al lago para comunicarle a su mujer
que el molesto asunto de su firma se había aplazado, dio la casualidad de que
llegué en el momento en que una mujer extraña se despedía de ella de una
manera sumamente sospechosa. Pero la casualidad no quiso dejarme acercar a
ella tanto como para ver claramente su rostro. Necesito saber cómo puedo
reconocer a nuestra invisible Anne. ¿Cómo es?
—¿Cómo es? ¡Venga! Se lo diré en dos palabras. Es una sombra achacosa
de mi mujer.
Una silla crujió y la columna volvió a temblar. El conde se había
levantado, esta vez lleno de asombro.
—¡¡¡Cómo!!! —exclamó con ansiedad.
—Figúrese a mi mujer después de haber pasado una grave enfermedad y
con señales de trastorno en su cabeza, y ahí tiene usted a Anne Catherick —
contestó Sir Percival.
—¿Son parientes?
—En absoluto.
—Y, sin embargo, ¿se parecen tanto?
—Sí, se parecen mucho. ¿De qué se ríe usted? —volvió a preguntar sir
Percival.
No hubo respuesta ni se oyó sonido alguno. El conde se reía con su risa
silenciosa, reservada, recóndita.
—¿De qué se ríe? —reiteró su pregunta sir Percival.
—Quizá de mis propias fantasías, amigo mío. Disculpe mi sentido del
humor italiano, ¿acaso no vengo yo de la nación que creó el espectáculo de
polichinela? Bien, bien, bien; me será fácil reconocer a Anne Catherick si la
encuentro..., y basta por esta noche. Tranquilícese usted, Percival. Duerma el
sueño de los justos, hijo mío, y verá lo que soy capaz de hacer por usted
cuando la luz del día retorne para ayudarnos. En esta gruesa cabeza mía tengo
planes y proyectos. Usted pagará las letras y encontrará a Anne Catherick, le
doy mi palabra de honor, ¡lo hará! ¿Soy todo corazón o no? ¿Merezco aquellos
préstamos que con tanta delicadeza me recordaba usted hace unos momentos?
Haga lo que haga no vuelva a herirme en mis sentimientos nunca más.
¡Reconózcalos, Percival! ¡Imítelos, Percival! Vuelvo a perdonarle y vuelvo a
estrechar su mano. ¡Buenas noches!
No se habló una palabra más. Oí al conde cerrar la puerta de la biblioteca y
a Sir Percival atrancar los postigos de las ventanas. En todo el tiempo no había
cesado de llover. Yo tenía el cuerpo entumecido de estar acurrucada y estaba
empapada hasta los huesos. Cuando intenté moverme, el esfuerzo me resultó
tan doloroso que tuve que desistir. Volví a intentarlo, y logré arrodillarme
sobre el tejado mojado.
Cuando llegué hasta la pared y me levanté apoyándome en ella, volví la
cabeza y vi en la ventana del guardarropa del conde el resplandor de la luz. Mi
valor, que decaía, volvió a despertar y me obligó a mantener mi mirada fija en
su ventana mientras, paso a paso, yo seguía mi camino, mi camino de vuelta,
deslizándome junto a la pared de la casa.
El reloj dio la una y cuarto cuando puse las manos sobre el antepecho de
mi ventana. No había visto ni oído nada que me hiciese suponer que mi
retirada había sido descubierta.
Día 20 de junio.
El sol brilla en el cielo sin nubes. No me he acercado a mi cama, ni una vez
he cerrado mis cansados e insomnes ojos. Desde la misma ventana en la que vi
la oscuridad de la noche pasada, veo ahora la radiante quietud de la mañana.
Cuento las horas que han pasado desde que llegué al refugio de mi cuarto y
me parecen semanas.
Qué poco tiempo y sin embargo ¡qué largo se me ha hecho! desde que en
la oscuridad me encontré aquí, sobre el suelo de mi cuarto, calada hasta los
huesos, entumecida en todos mis miembros, una criatura inútil, indefensa y
presa de pánico.
No sé cuándo me levanté sobre mis pies. No sé cuando llegué a tientas
hasta mi dormitorio y encendí la vela y busqué (con un desconcierto
incomprensible, buscando dónde encontrarla) la ropa seca para calentarme.
Recuerdo que hice todo eso, pero no recuerdo cuándo.
¿Sabría decir cuándo dejé de sentir frío y entumecimiento y cuándo en su
lugar apareció este calor que me hace estremecer?
¿Fue antes de que saliese el sol? Sí; oí que el reloj daba las tres. Lo
recuerdo por la repentina lucidez y claridad, la tensión febril y la excitación
que noté en mis facultades. Recuerdo mi decisión de dominarme, de esperar
con paciencia horas tras hora a que llegase el momento oportuno de sacar a
Laura de este horrible lugar sin peligro de que nos descubriesen
inmediatamente y nos persiguiesen. Recuerdo la convicción que se apoderó de
mi mente de que las palabras que habían intercambiado aquellos dos hombres
nos proporcionarían, no sólo una justificación para abandonar la casa, sino
también armas para defendernos de ellos. Recuerdo el impulso que me obligó
a trasladar al papel todo lo que habían dicho, palabra por palabra, cuando aún
era dueña del tiempo y mientras mi memoria retenía la conversación
vívidamente. Todo esto lo recuerdo con absoluta claridad, en mi cabeza no hay
confusión todavía. Entré aquí desde mi dormitorio, con el papel, la pluma y la
tinta, antes de que saliese el sol; me senté junto a la ventana abierta de par en
par para que el aire refrescase mi acaloramiento; escribí sin descanso cada vez
más deprisa, cada vez con más fervor, ahuyentando el sueño mientras se
prolongaban las terribles horas que separaban la casa de su despertar..., ¡con
qué claridad lo recuerdo, desde el instante en que encendí la vela hasta el
momento en que acabé la última página, a la luz del sol del nuevo día!
¿Por qué sigo aquí sentada? ¿Por qué sigo fatigando mis ojos, inflamados,
mi cabeza calenturienta, escribiendo más y más? ¿Por qué no me acuesto y
descanso, por qué no intento derrotar con el sueño la fiebre que me consume?
No me atrevo a intentarlo. Un temor que supera todos los demás temores
se ha adueñado de mí. Tengo miedo de este ardor que me abrasa la piel. Tengo
miedo de este hormigueo y de las palpitaciones que siento dentro de la cabeza.
Si me acuesto, ¿tendré valor y fuerza para volver a levantarme?
¡Oh, lluvia, lluvia, la lluvia implacable que me ha helado esta noche!
Las nueve de la mañana.
¿Ha dado el reloj las nueve o las ocho? ¡Las nueve! ¿Será posible? Estoy
tiritando de pies a cabeza, en medio del calor del verano. ¿Me he dormido
sentada? ¡No sé qué estuve haciendo!
¡Dios mío, Dios mío!, ¿Estaré a punto de caer enferma?
¡Enferma, y en qué momento!
Mi cabeza... Siento miedo por mi cabeza. Puedo escribir, pero las líneas se
confunden. Veo las palabras... Laura..., puedo escribir «Laura» y puedo ver
cómo lo escribo. Las ocho o las nueve, ¿qué hora ha sonado?
¡Qué frío, qué frío..., la lluvia de esta noche! ..., y las campanadas del reloj,
las campanadas que no soy capaz de contar y que resuenan dentro de mi
cabeza...
NOTA:
(Desde este momento la escritura del Diario es ilegible. Las dos o tres
líneas que siguen sólo contienen fragmentos de palabras embadurnadas con
borrones y rasguños. Las últimas señales en el papel tienen cierto parecido con
las dos letras L y A, primeras del nombre de Lady Glyde.
En la página siguiente del Diario se ven nuevas anotaciones. Están escritas
con una letra de hombre, grande segura y clara. Están fechadas el 21 de junio.
Dicen lo siguiente:)
[POST SCRIPTUM DE UN AMIGO LEAL]
La enfermedad de nuestra excelente amiga la señorita Halcombe me ofrece
la oportunidad de gozar de un placer intelectual inesperado.
Me refiero a la lectura (que acabo de terminar) de este interesante Diario.
Son muchos cientos de páginas, y con la mano en el corazón declaro que
cada una de ella me ha deleitado, me ha refrescado y me ha encantado.
Es una delicia inefable para un hombre como yo poder decir esto.
¡Admirable mujer!
Me refiero a la señorita Halcombe.
¡Estupendo esfuerzo!
Me refiero al Diario.
¡Sí! Estas páginas son asombrosas. El tacto que encuentro aquí, la
discreción, el extraordinario valor, la admirable capacidad de su memoria, las
observaciones agudas sobre los caracteres, la gracia natural del estilo, las
hechiceras explosiones del sentimiento femenino..., todo esto que aquí se
descubre ha aumentado enormemente mi admiración por esta criatura sublime,
por esta incomparable Marian. Mi propio carácter está pintado con mano
maestra y yo ratifico de todo corazón la fidelidad del retrato. Veo que debí de
causar una impresión muy viva para que me describiera con colores tan
rigurosos, tan ricos y tan jocosos. Una vez más lamento que la necesidad cruel
que separa nuestros intereses nos coloque frente a frente. En circunstancias
más favorables, cuán digno hubiera sido yo de la señorita Halcombe y cuán
digna hubiera sido ella de mí.
Los sentimientos que anidan en mi alma me aseguran que estas líneas que
ahora escribo expresan una gran verdad.
Estos sentimientos me elevan sobre toda consideración personal. De la
forma más desinteresada atestiguo el ingenio de la magnífica estratagema,
mediante la cual esta mujer sin igual sorprendió la entrevista secreta entre
Percival y yo y la maravillosa precisión en recordar todo lo que dijimos, desde
el principio al fin.
Estos sentimientos me han inducido a ofrecer al impasible médico que me
asiste mis vastos conocimientos químicos y mis luminosas experiencias de los
recuerdos más sutiles que las ciencias médicas y magnéticas han puesto al
servicio de la humanidad. Pero él persevera en su negativa a beneficiarse de su
asistencia. ¡Miserable!
Tales son, pues, los sentimientos que me dictan estas líneas de
agradecimiento, de compasión y de cariño paternal. Cierro el cuaderno. Mi
estricto sentido de la propiedad lo devuelve (por manos de mi mujer) a su sitio
encima del escritorio de su autora. Los acontecimientos me apremian. Las
circunstancias me llevan a preocupaciones más serias. Ante mis ojos se
desenvuelven vastas perspectivas con una calma que me horroriza a mí
mismo. No hay nada que sea propiamente mío, excepto el tributo de mi
admiración. La deposito con respetuosa ternura a los pies de la señorita
Halcombe.
Anhelo su restablecimiento con toda el alma.
Lamento en ella el inevitable fracaso de todos los planes que había
formado para favorecer a su hermana. Al mismo tiempo, quiero asegurarle que
toda la información que he obtenido al leer su Diario no me ayudará a
contribuir a su fracaso. Únicamente me fortalece en mi decisión de atenerme
al plan de conducta que me había trazado anteriormente. Quiero agradecer a
estas páginas por haber despertado las fibras más sensibles de mi ser, y nada
más.
Para una persona de sensibilidad semejante, esta simple aseveración le
servirá de explicación y de disculpa por todo.
La señorita Halcombe tiene esta sensibilidad.
Convencido de ello, firmo.
FOSCO

RELATO DE FREDERlK FAIRLIE


SEÑOR DE LlMMERIDGE HOUSE

La gran desventura de mi vida es que nadie quiere dejarme en paz. ¿Por
qué les pregunto a todos, por qué me molestan? Nadie responde a esta
pregunta y nadie quiere dejarme en paz. Parientes, amigos y extraños se
confabulan para molestarme. ¿Qué he hecho? Me lo pregunto a mí mismo, se
lo pregunto a mi criado Louis cincuenta veces al día... ¿Qué he hecho yo? Y
ninguno de los dos lo podemos explicar. ¡Qué cosa más extraña!
La última molestia con que me han asaltado es la de pedirme que escriba
este relato. ¿Acaso un hombre, cuyos nervios están tan desequilibrados, es
capaz de escribir historias? Cuando alego estas excusas, sumamente
razonables, se me contesta que han sucedido ciertos graves acontecimientos
que atañen a mi sobrina y de los que soy sabedor; que soy la persona indicada
para descubrirlos por escrito. Y en caso de negarme a cumplir dicho
requerimiento me amenazan con tales consecuencias que sólo pensar en ellas
me lleva a un estado de postración total. De hecho no hay necesidad de que me
amenacen. Destrozado como estoy por el miserable estado de mi salud y por
las preocupaciones familiares, no soy capaz de oponer resistencia. Si ustedes
insisten, se toman sobre mí una ventaja injusta y yo cedo al momento. Trataré
de recordar lo que pueda (de mal grado) y de escribir lo que pueda (de mal
grado también), y lo que no pueda recordar ni escribir lo recordará y escribirá
Louis. Él es un asno y yo soy un pobre inválido, y es probable que entre los
dos cometamos todos los errores posibles. ¡Qué humillación!
Se me conmina a que recuerde las fechas. ¡Santo Dios! Jamás hice cosa
semejante en mi vida, ¿cómo quieren que lo haga ahora?
He preguntado a Louis. No es tan asno como yo suponía hasta ahora.
Recuerda la fecha del suceso, con aproximación de una o dos semanas, y yo
recuerdo el nombre de la persona. La fecha fue hacia fines de junio o
principios de julio; el nombre, —en mi opinión, especialmente vulgar— era
Fanny.
A fines de junio o principios de julio, pues, me hallaba reclinado en mi
butaca, como suelo estar siempre, rodeado de varios objetos de arte que he
reunido en torno mío para mejorar el gusto estético de los bárbaros que me
rodean. Es decir, tenía delante de mí fotografías de mis pinturas, grabados,
monedas, etcétera, que pretendo presentar (me refiero a las monedas, si la
tosca lengua inglesa me permite referirme a algo) al Instituto de Carlisle (¡un
lugar terrible!), con el objeto de refinar el gusto de sus miembros (vándalos y
caníbales todos sin excepción). Se podrá suponer que un hombre que estaba
tratando de proporcionar un gran beneficio a sus compatriotas era la última
persona del mundo a quién debiera molestarse sin consideración a causa de
asuntos privados y problemas de familia. Sería un error, se lo aseguro,
tratándose de mí.
Así que, estaba yo reclinado, rodeado de mis tesoros artísticos y con la
esperanza de gozar de una mañana tranquila. Dado que deseaba una mañana
tranquila, por supuesto vino Louis. Era absolutamente natural que le
preguntase qué demonios significaba su aparición, si yo no había tocado la
campanilla. Rara vez lanzo un juramento, pues es una costumbre poco digna
de un caballero; pero cuando Louis respondió a mi pregunta con una sonrisa,
creo que era bastante lógico que le dedicase una maldición. En cualquier caso,
así lo hice.
He observado que esta forma severa de tratar a las gentes de baja estofa
suele hacerles volver en sí. También a Louis le hizo volver en sí. Tuvo la
gentileza de dejar de sonreír, y me dijo que una joven deseaba verme. Añadió
(con esa odiosa locuacidad propia de la servidumbre) que la joven se llamaba
Fanny.
—¿Quién es Fanny?
—La doncella de Lady Glyde, señor.
—¿Qué quiere de mí la doncella de Lady Glyde?
—Trae una carta, señor.
—Que se la deje a usted.
—Se niega a entregarla a nadie más que al señor.
—¿Quién envía esa carta?
—La señorita Halcombe.
En cuanto oí el nombre de la señorita Halcombe, cedí. Es mi costumbre
ceder ante la señorita Halcombe. Sé por experiencia que ello me evita jaleos.
Cedí en esta ocasión también. ¡Querida Marian!
—Diga a la doncella de Lady Glyde que entre, Louis. ¡Espere! ¿Rechinan
sus zapatos?
Estaba obligado a hacer esta pregunta. Unos zapatos que rechinan me
dejan trastornado para el resto del día. Me había resignado a recibir a la joven,
pero no a que sus zapatos me trastornasen. Incluso mi tolerancia tiene un
límite.
Louis me aseguró que sus zapatos merecían toda confianza. Hice una seña
con la mano. El la hizo pasar. ¿Será necesario consignar que demostró su
aturdimiento cerrando la boca y resollando por la nariz? De seguro que no es
necesario para quien ha estudiado la naturaleza femenina entre las gentes
modestas.
Permítanme hacer justicia a la joven. Sus zapatos no rechinaban. Mas ¿por
qué todas las jóvenes sirvientas tienen manos sudorosas? ¿Por qué todas tienen
narices gordas y mejillas ásperas? Y ¿por qué sus rostros parecen imperfectos
especialmente en las comisuras de los párpados? No estoy lo bastante fuerte
como para pensar con profundidad en estas materias, pero apelo a que lo haga
un profesional. ¿Por qué la tribu de las jóvenes sirvientas no ofrece variedad?
—¿Tiene usted una carta para mí de la señorita Halcombe? Póngala sobre
la mesa, por favor, y no estropee nada. ¿Cómo está la señorita Halcombe?
—Muy bien, gracias señor.
—Y ¿Lady Glyde?
No obtuve respuesta. El rostro de la joven se hizo más imperfecto que
nunca y creo que se echó a llorar. Estoy seguro de que vi algo húmedo en sus
ojos. ¿Lágrimas o transpiración? Louis (al que he consultado ahora mismo) se
inclina a pensar que eran lágrimas. El, que pertenece a su misma esfera, lo
sabe mejor. Supongamos que fueron lágrimas.
Salvo cuando el proceso refinado del Arte les quita todo parecido con la
Naturaleza, yo estoy totalmente en contra de las lágrimas. Las lágrimas se
describen científicamente como una secreción. Comprendo que una secreción
sea sana o insana, pero no veo qué interés puede presentar una secreción desde
el punto de vista sentimental. Quizá, como mis propias secreciones funcionan
todas mal, tengo ciertos prejuicios respecto a ellas. No importa. En esta
ocasión me comporté con toda la propiedad y comprensión posibles. Cerré los
ojos y le dije a Louis:
—Trata de averiguar qué quiere decir.
Louis trató de averiguarlo, y la joven de decirlo. Los dos consiguieron
confundirse el uno al otro hasta tal extremo que el más elemental sentimiento
de gratitud me obliga a decir que me proporcionaron unos momentos
realmente divertidos. Me parece que cuando me encuentre decaído los enviaré
a buscar. Acabo de mencionárselo a Louis. Por extraño que parezca, la idea no
pareció resultarle agradable. ¡Pobre diablo!
No creo que se espere de mí que repita la explicación que dio de sus
lágrimas la doncella de mi sobrina tal como yo la escuché, traducida al inglés
de mi criado suizo. Esto, obviamente, es imposible. Puedo transcribir mis
propias impresiones y quizá mis sentimientos. ¿Bastará esto? Por favor, digan
que «sí».
Me parece que empezó a decirme (por medio de Louis) que su amo la
había despedido del servicio de su señora. (Observen la extraña
inconsecuencia de la joven. ¿Qué culpa tenía yo de que ella hubiera perdido su
colocación? Cuando la despidieron se fue a dormir a la posada. (Yo no soy el
dueño de la posada, ¿por qué me la menciona?). Entre las seis y las siete llegó
a la posada la señorita Halcombe para despedirse de ella y entregarle dos
cartas, una para mí y otra para un señor de Londres. (Yo no soy un señor de
Londres, ¡al diablo con el señor de Londres!). Guardó las cartas con mucho
cuidado en su corpiño (¿Qué tengo yo que ver con su corpiño?); se quedó muy
triste cuando se marchó la señorita Halcombe y no tuvo ánimos ni para probar
bocado hasta casi la hora de acostarse, y cerca de las nueve pensó que podía
tomar una taza de té. (¿Tengo yo la responsabilidad de estas vulgares
fluctuaciones que empiezan con desdichas y terminan con el té?) En el preciso
instante en que estaba calentando la tetera (reproduzco estas palabras
confiando en la competencia de Louis que dice saber lo que significa y desea
explicármelas, pero le hago callar por principio), pues, cuando ella estaba
calentando la tetera, se abrió la puerta y se quedó de una pieza (de nuevo, son
sus propias palabras, esta vez tan ininteligibles para Louis como para mí) al
ver aparecer en el zaguán de la posada a su excelencia, la señora condesa.
Repito el título de mi hermana, que me describió la doncella de mi sobrina con
la sensación de un gran alivio. Mi pobre hermana es una mujer insoportable
que se casó con un extranjero. En resumidas cuentas: la puerta se abrió, su
excelencia la señora condesa apareció en el zaguán y la joven se quedó de una
pieza. ¡Algo notable!
No tengo más remedio que reposar unos instantes antes de continuar.
Después de haber descansado un rato con los ojos cerrados y de que Louis
refresque con agua de colonia mis cansadas sienes, creo que estaré en
condiciones de seguir.
Su excelencia la señora condesa...
No. Estoy en condiciones de seguir, pero no de enderezarme. Voy a
continuar apoyado en el respaldo de la butaca y dictaré a Louis, que tiene un
acento espantoso, pero que conoce nuestra lengua y puede escribir. ¡Qué
conveniente!
Su excelencia la señora condesa explicó su inesperada aparición en la
posada diciendo a Fanny que había venido para darle unos recados de la
señorita Halcombe, que ésta había olvidado con las prisas. La joven esperó
con ansiedad que le dijese cuales eran los recados, pero la condesa no parecía
muy dispuesta a hablar de ellos, (¡muy propio de mi insoportable hermana!),
hasta que Fanny hubiese tomado el té. Su excelencia estuvo
sorprendentemente amable y considerada (algo sumamente impropio de mi
hermana), y le dijo:
«¡Pobre muchacha, estoy segura de que desea tomar su té! Los recados
pueden esperar. Vamos, vamos, si no le importa, voy a preparárselo yo misma
y tomaremos una taza juntas.» Me parece que éstas son las palabras exactas
que repitió, excitada, la joven delante de mí. Sea como fuere, la condesa
insistió en hacer ella misma el té, y llevó su demostración de humildad hasta el
extremo de tomar ella una taza y obligar a la joven a que tomase otra. La joven
bebió el té, y, según dijo, para solemnizar tan extraordinario acontecimiento
cinco minutos después de beberlo le dio un síncope por primera vez en su
vida, y cayó redonda. Aquí vuelvo a usar sus propias palabras. Louis añade
que las acompañó una abundante secreción de lágrimas. No puedo asegurar. El
esfuerzo que me requería escucharla era tan grande que estaba obligado a tener
los ojos cerrados.
¿Dónde estábamos? ¡Ah!, sí... Después de tomar con la condesa una taza
de té, se desmayó, cosa que me hubiera interesado de haber sido yo su médico,
pero como no lo soy, oírlo no hizo más que aburrirme. Eso fue todo. Cuando
media hora después volvió en sí, estaba tendida sobre el sofá, y no había en el
cuarto nadie más que la posadera. A la condesa se le hacía tarde para quedarse
más tiempo en la posada y se marchó en cuanto la joven dio las primeras
señales de recobrar el conocimiento: la posadera fue tan amable que la ayudó a
subir a su dormitorio. Cuando se quedó sola enseguida buscó en su corpiño
(lamento tener que referirme por segunda vez a esta parte del tema) y
comprobó que las dos cartas seguían allí. Pero estaban extrañamente
arrugadas. Durante la noche se sintió atontada, pero por la mañana estaba lo
bastante repuesta como para viajar. Echó al buzón la carta dirigida a ese
desconocido inoportuno, el caballero de Londres; acababa de entregar la
segunda carta en propia mano como le habían ordenado. Esta era la pura
verdad, y, a pesar de que ella no podía reprocharse ningún descuido
intencionado, estaba realmente trastornada y necesitaba seriamente que le
dieran algún consejo. Al llegar a este punto, Louis cree que las secreciones
comenzaron de nuevo. Quizá fuera así, pero tiene una importancia
infinitamente mayor el que en aquel momento yo perdí la paciencia, abrí los
ojos e intervine en la conversación.
—¿Y con qué fin me cuenta todo esto?
La inconsecuente doncella de mi sobrina me miró y no contestó nada.
—Procure explicármelo, —dije a mi sirviente—, tradúzcamelo, Louis.
Louis lo procuró y me lo tradujo. En otras palabras, descendió
inmediatamente a las profundidades abismales de la confusión y la joven le
siguió en su descenso. La verdad es que no recuerdo haberme divertido nunca
tanto. A lo que los dejé en el fondo del precipicio, mientras me hacían gracia.
Cuando me aburrí, hice uso de mi inteligencia y los saqué a la superficie.
No será necesario advertir que mi intervención me permitió, a su debido
tiempo, comprender el propósito del discurso de la joven. Descubrí que estaba
preocupada porque el curso de los acontecimientos que me había descrito le
impidió enterarse de los encargos suplementarios que la señorita Halcombe
había confiado a la condesa. Temía que estos encargos fuesen de gran
importancia para su señora. El miedo que le inspiraba Sir Percival la hizo
renunciar a la idea de volver aquella noche a última hora a Blackwater Park
para preguntar por ellos, y como la señorita Halcombe le había dicho que no
perdiese el tren de la mañana, no se atrevió a quedarse un día más en la
posada. Estaba consternada pensando que su desdichado desmayo la llevara a
otra desdicha de la de que su señora la creyera negligente, y me rogaba
humildemente que yo le dijese si debería escribir enseguida a la señorita
Halcombe para que le comunicara sus recados por carta, si no era demasiado
tarde. No pido disculpas por este párrafo extremadamente prosaico. Me han
ordenado escribirlo. Hay gente que, por incomprensible que parezca, se
interesa mucho más en lo que dijo la doncella de mi sobrina que en lo que yo
le dije a ella. ¡Qué aberraciones más divertidas!
—Le quedaría muy agradecida, señor, si tuviese usted la amabilidad de
indicarme qué debo hacer —me suplicó la joven.
—Deje las cosas como están —le contesté, adaptando mi lenguaje a las
capacidades de mi interlocutora—. Yo dejo siempre que las cosas estén como
están... Sí. ¿Algo más?
—Si usted cree que me tomaré demasiada libertad si escribo, señor, por
supuesto no me atreveré a hacerlo. Pero tengo tanto afán en servir a mi señora
con la mayor lealtad...
Las personas de la clase baja no saben nunca cuándo ni cómo deben salir
de una habitación. Invariablemente necesitan que un ser superior les ayude a
retirarse. Yo creí llegado el momento de prestar este auxilio a la joven. Lo hice
pronunciando estas dos prudentes palabras:
—Buenos días.
En el interior o en el exterior de esta singular muchacha algo crujió de
repente. Louis, que la estaba mirando (cosa que yo no hacía), dice que crujió
cuando hizo la reverencia. ¡Qué curioso! ¿Serían sus zapatos, sus ballenas o
sus huesos? Louis cree que fueron sus ballenas. ¡Qué cosa más extraordinaria!
En cuanto me quedé solo eché una cabezada. Realmente lo necesitaba, y
cuando me desperté vi la carta de mi querida Marian. Si hubiera tenido la
menor idea de su contenido, estoy seguro de que jamás la hubiera abierto. Pero
como desgraciadamente soy incapaz de cualquier sospecha, leí la carta. Me
dejó trastornado para todo el día.
Por naturaleza soy una de las personas más indulgentes que jamás ha
habido, disculpo a todos y no guardo rencor por nada. Pero, como ya he dicho
anteriormente, mi paciencia tiene límites. Dejé a un lado la carta de Marian, y
me sentí, simplemente me sentí, un hombre ofendido.
Quiero hacer una observación. Por supuesto, en relación con el grave
problema del que estamos hablando, pues en otro caso no me la hubiera
permitido.
Nada en mi opinión deja el abominable egoísmo del género humano bajo
una luz tan viva y repugnante como el tratamiento que en todas las clases de la
sociedad reciben los solteros de parte de los casados. Cuando una persona se
ha mostrado demasiado considerada y abnegada para añadir una familia más a
la suya, a la población ya excesiva de sus amigos casados, que no han tenido
similar consideración y abnegación, la marcan con su vengativo repudio,
designándole servir de recipiente de la mitad de sus problemas conyugales y
un amigo nato de todos sus hijos. Los maridos y las mujeres hablan de las
preocupaciones de la vida matrimonial, y los solteros las sobrellevan. Aquí
tienen mi propio caso. Consideradamente, me quedo soltero y mi pobre
hermano Philip desconsideradamente, se casa. ¿Qué hace cuando muere? Me
deja encargado de su hija. Es una muchacha encantadora. Pero es también una
horrible responsabilidad. ¿Por qué debe recaer sobre mis hombros? Porque
dada mi condición inofensiva de soltero tengo la obligación de resolver todas
las preocupaciones de mis parientes casados. Hago todo lo posible por cumplir
con la responsabilidad que me dejó mi hermano; caso a mi sobrina, después de
infinitas dificultades y fatigas con el hombre que eligió para ella su padre. Ella
y su marido no se llevan bien, aparecen consecuencias desagradables ¿Qué
hace ella con estas consecuencias? Me las transmite a mí. ¿Por qué me las
transmite a mí? Porque, en mi condición inofensiva de hombre soltero, tengo
la obligación de resolver todas las preocupaciones de mis parientes ¡Pobres
solteros! ¡Pobre naturaleza humana!
Es completamente innecesario añadir que la carta de Marian me
amenazaba. Todo el mundo me amenaza. Toda clase de horrores caerían sobre
mi pobre cabeza si vacilara en convertir Limmeridge en un asilo para mi
sobrina en sus desdichas. Sin embargo, yo vacilaba.
He advertido que hasta entonces tenía por costumbre ceder ante mi querida
Marian y de este modo evitar complicaciones. Pero en aquella ocasión las
consecuencias que implicaba su proposición, en extremo desconsiderada, eran
de tal naturaleza que me hacían pensar. Si abriese las puertas de Limmeridge a
Lady Glyde ofreciéndole un asilo, ¿quién me aseguraría que Sir Percival no la
siguiera hasta aquí lleno de furioso resentimiento contra mí por haber
protegido a su mujer? Vi que tal procedimiento entrañaba un laberinto de
preocupaciones y decidí tantear el terreno. Escribí luego a mi querida Marian
para pedirle (pues no tenía ningún marido que la reclamase) que viniese antes
ella sola a Limmeridge y tratase el asunto conmigo. Si podía contestar
satisfactoriamente a mis reparos, yo le aseguraba que recibiría con mucho
gusto a nuestra encantadora Laura, siempre que cumpliera esta condición.
A la vez me daba cuenta, desde luego, de que este aplazamiento por mi
parte podría traer a Marian aquí, y que, llena de justa indignación, se pondría a
dar portazos. Mas el otro procedimiento podría traer aquí, también en estado
de justa indignación, a Sir Percival, quien también se pondría a dar portazos, y
entre las dos indignaciones y los dos tipos de portazos, preferí la de Marian
porque estaba acostumbrado a ella. Por consiguiente, envié mi carta a vuelta
de correo. Sea como fuere, ganaba tiempo con ello y, ¡Dios mío!, por lo
pronto, era una ventaja.
Como estaba totalmente postrado (¿he mencionado que la carta de Marian
me dejó totalmente postrado?), necesité tres días para recuperarme. Fui
irrazonable: esperaba disponer de tres días de tranquilidad. Por supuesto no los
tuve.
Al tercer día me llegó por correo una carta extremadamente impertinente
de una persona que no conozco en absoluto. Se presentaba a sí mismo como el
socio y sucesor de nuestro abogado, de nuestro querido Gilmore, nuestro viejo
cabezota Gilmore, y me informaba haber recibido últimamente un sobre
escrito de puño y letra de Marian. Cual no fue su sorpresa cuando, al abrir el
sobre, no halló otra cosa que un pliego de papel en blanco. Esta circunstancia
le pareció tan sospechosa (pues sugería a su incansable imaginación legalista
que la carta había sido manipulada), que escribió en seguida a la señorita
Halcombe y a vuelta de correo no recibió respuesta. Ante esta situación, en
vez de obrar como una persona sensata y dejar las cosas seguir su camino, el
siguiente absurdo que cometió por propia iniciativa fue molestarme
escribiéndome para preguntarme si sabía yo algo de lo que pasaba. ¿Qué
demonios iba yo a saber de todo esto? ¿Qué necesidad tenía de alarmarme
además de alarmarse él mismo? Le contesté expresándome en este sentido.
Fue una de mis cartas más mordaces. No he escrito ninguna epístola tan
desabrida desde la que dirigí a aquella persona tan impertinente que se llamaba
Walter Hartright comunicándole que estaba despedido.
Mi carta surtió efecto. No volví a tener noticias del abogado.
Esto quizá no es muy extraño. Pero sí lo es la circunstancia de que no
recibí la respuesta de Marian ni señales que me anunciasen su venida. Su
inesperado silencio me hizo un bien extraordinario. Fue agradable y
reconfortante deducir (como yo hice, por supuesto) que mis parientes casados
volvían a dejarme en paz. Cinco días de tranquilidad inalterable, de deliciosa
soledad bendita, consiguieron reponerme. Al sexto día me sentí con fuerzas
suficientes para enviar a buscar a mi fotógrafo, quien reanudó su labor de
preparar las copias de mis cuadros, mis tesoros artísticos, con el fin, como ya
lo había dicho, de mejorar los gustos de mi vandálico vecindario. Acababa de
iniciarle en su tarea y me hallaba solo coqueteando con mis monedas cuando
inesperadamente Louis apareció en la puerta, trayéndome una tarjeta en la
mano.
—¿Otra joven? —le pregunté—. No deseo verla. En mi estado de salud,
las jóvenes no me son apropiadas. No estoy en casa.
—Esta vez se trata de un caballero, señor.
Un caballero, desde luego, era otra cosa. Leí la tarjeta.
¡Dios del cielo! Era el marido extranjero de mi insoportable hermana, el
conde Fosco.
¿Es necesario que aclare cuál fue mi primera impresión en cuanto vi la
tarjeta del visitante? Seguramente no. Habiéndose casado mi hermana con un
extranjero, no había más que una impresión que pudiera experimentar
cualquier hombre en buen uso de sus facultades. Estaba claro que el conde
había venido a pedirme dinero prestado.
—Louis —dije al criado—. ¿Cree que se iría si usted le diera cinco
chelines?
Louis pareció desconcertado. Me causó un asombro inefable cuando me
declaró que el marido extranjero de mi hermana estaba exquisitamente vestido
y que era la viva estampa de la prosperidad. En estas circunstancias, varió un
poco mi primera impresión. Di por hecho que el conde tenía también
dificultades matrimoniales y que había venido dispuesto, como todos los
demás, a ponerlas sobre mis espaldas.
—¿Dijo a qué venía? —pregunté.
—El conde Fosco ha dicho que ha venido aquí, señor, porque la señorita
Halcombe no estaba en condiciones de ausentarse de Blackwater Park.
Al parecer, nuevas preocupaciones. No exactamente suyas, como yo había
supuesto sino que venían de la querida Marian. Fueran cuales fueren, eran
preocupaciones. ¡Dios!
—Hágale pasar —ordené, con resignación.
A primera vista, el aspecto del conde me sobresaltó. Era una persona tan
alarmantemente voluminosa que me estremecí. Creí ciertamente que haría
temblar el suelo y que destrozaría mis tesoros artísticos. Más no hizo ni una
cosa ni otra. Estaba vestido con un ligero traje de verano; sus modales
denotaban una deliciosa seguridad en sí mismo, su sonrisa era encantadora. Mi
primera impresión resultó altamente favorable. Reconocerlo no hace mucho
honor a mi perspicacia, como se verá por lo que luego pasó, pero yo soy un
hombre cándido por naturaleza y así lo reconozco, a pesar de todo.
—Permítame que me presente yo mismo señor Fairlie —dijo—. Vengo de
Blackwater Park y tengo el honor y la felicidad de ser el marido de la señora
Fosco. Quisiera aprovechar esta ventajosa circunstancia para pedirle que no
me trate como a un extraño. Le ruego que no se mueva.
—Es usted muy amable —le contesté—. Lo que yo desearía es tener
fuerzas para levantarme. Encantado de verle en Limmeridge. Siéntese, por
favor.
—Temo que hoy esté usted pasando un mal día, —dijo el conde.
—Como siempre —le dije—. No soy más que un manojo de nervios
vestido y arreglado para que parezca que soy un hombre.

RELATO DE ELIZA MICHELSON


AMA DE LLAVES DE BLACKWATER PARK

Se me requiere para que atestigüe con franqueza lo que sé sobre el


transcurso de la enfermedad de la señorita Halcombe y sobre las
circunstancias en que Lady Glyde salió de Blackwater Park hacia Londres.
La razón que alegan para hacerme esta petición es que mi testimonio es
necesario para restablecer la verdad. Soy la viuda de un clérigo de la Iglesia
Anglicana (obligada infortunadamente a aceptar un empleo) y me han
enseñado que la verdad debe estar por encima de cualquier otra consideración.
Por eso accedo a satisfacer este requerimiento que, en otras circunstancias,
habría vacilado en cumplir, no queriendo inmiscuirme en tristes asuntos
familiares.
No lo anoté en aquel tiempo y, por tanto, no puedo estar segura de la fecha,
pero creo que no me equivoco afirmando que la grave enfermedad de la
señorita Halcombe empezó en los últimos diez o quince días de junio. En
Blackwater Park se desayunaba tarde, a veces a las diez y nunca antes de las
nueve y media. La mañana a que me refiero, la señorita Halcombe (que era
siempre la primera que bajaba) no apareció en el comedor. Después de haberla
esperado durante un cuarto de hora fue enviada una criada a buscarla, y la
muchacha salió corriendo del cuarto, con aspecto de gran alarma. La encontré
en la escalera y entré en seguida para ver que sucedía. La pobre señorita
Halcombe no era capaz de decírmelo. Daba vueltas por su habitación, con una
pluma en la mano; estaba delirando, la fiebre la consumía.
Lady Glyde (como ya no estoy al servicio de Sir Percival puedo, sin
cometer incorrección, llamar a mi antigua señora por su nombre en vez de
decir «Milady») fue la primera en acudir, viniendo de su propio dormitorio. Se
alarmó y preocupó tanto que no me sirvió de gran ayuda. El conde Fosco y su
esposa, que subieron inmediatamente después, se mostraron muy serviciales y
atentos. Madame me ayudó a acostar a la señorita Halcombe, y el señor conde
esperó en el salón; mandó a buscar el botiquín y preparó un jarabe para la
señorita Halcombe y una loción refrescante para aplicarle en la cabeza, para
no perder el tiempo hasta que llegase el médico. No hubo modo de que
consintiese en tomar el jarabe, así que tan sólo pudimos aplicarle la loción. Sir
Percival se encargó de enviar a buscar al médico. Dijo al mozo de cuadra que
fuera a caballo a casa del médico que vivía más cerca, en Oak Lodge, el señor
Dawson.
El señor Dawson llegó antes de una hora. Era un hombre anciano y
respetable, muy conocido en toda aquella región, y nos alarmó mucho cuando
dijo que consideraba el caso muy grave.
El señor conde entabló una conversación afable con el doctor y dio su
opinión con prudente desenvoltura. El señor Dawson, con escasa amabilidad,
le preguntó si era médico; y cuando se le contestó que eran consejos de
alguien que había estudiado medicina por afición, el doctor repuso que no
acostumbraba consultar con aficionados. El conde sonrió, demostrando una
verdadera humildad cristiana, y salió del cuarto. Antes de irse me dijo que si
preguntaban por él, estaría en la caseta de los botes, a orillas del lago, donde
pensaba pasar el día. El por qué quería ir allí, lo ignoro. Pero se fue y pasó en
ese lugar todo el día hasta las siete de la tarde, hora de la cena. Quizá quería
dar el ejemplo de mantener en casa el mayor silencio posible, algo muy propio
de su carácter. Era un caballero muy considerado.
La señorita Halcombe pasó muy mala noche; la fiebre subía y bajaba, y a
la madrugada no se puso mejor, sino peor. Como en el vecindario no teníamos
a mano una enfermera que pudiese asistirla, nos turnamos la condesa y yo para
hacerlo. Lady Glyde insistió en la imprudencia de acompañarnos. Estaba
demasiado nerviosa y su salud era demasiado delicada para soportar la
angustia que le causaba la enfermedad de su hermana. Sólo se perjudicaba a sí
misma, sin prestarnos alguna ayuda real. No existe una señora más cariñosa y
más afable; pero estaba llorando, asustada, y estas dos debilidades hacían su
presencia en el cuarto de la enferma completamente inconvenientes.
Sir Percival y el conde vinieron por la mañana a preguntar.
Sir Percival (me figuro que apenado ante la aflicción de su señora y la
enfermedad de la señorita Halcombe) parecía perplejo y alterado. En cambio
su señoría el conde manifestaba serena dignidad y compasión. En una mano
llevaba un sombrero de paja y en la otra un libro, y delante de mí dijo a Sir
Percival que se iba al lago a estudiar.
—Vamos a dejar tranquila la casa y a no fumar dentro, ahora que la
señorita Halcombe está enferma. Usted se va por su lado y yo por el mío.
Cuando estudio me gusta estar solo. Buenos días, señora Michelson.
Sir Percival no era tan amable, —quizá, para ser justa, deba decir tan
sereno— para despedirse de mí con la misma cortesía y atención. La verdad es
que la única persona de la casa que, tanto entonces como siempre, me trató
como a una señora que se encuentra en circunstancias adversas fue el conde.
Sus modales eran los de un auténtico caballero, y con todos mostraba la mayor
consideración. Incluso la joven (llamada Fanny) que servía a Lady Glyde,
pasó inadvertida para él. Cuando Sir Percival la despidió, el conde (al mismo
tiempo que me enseñaba sus preciosos pajaritos) me estuvo preguntando por
ella, vivamente interesado por saber qué había sido de ella, adonde fue cuando
abandonó Blackwater Park, y otras cosas. En estos pequeños detalles se
conoce a las personas de noble cuna. No quiero disculparme por este inciso;
estas consideraciones particulares deben hacer justicia al señor conde, pues
hay algunos que lo juzgan, y lo sé muy bien, con bastante dureza. Un caballero
que sabe respetar a una señora que se encuentra en circunstancias adversas, un
caballero que se preocupa paternalmente por la suerte de una humilde sirvienta
demuestra tener sentimientos y principios de orden superior que no pueden ser
puestos en duda a la ligera. No intento adelantar juicios; no hago más que
presentar hechos. Mi divisa en la vida es no juzgar para no ser juzgada. Uno
de los sermones más preciosos de mi querido esposo se basaba en estas
palabras. Lo leía constantemente —tengo un ejemplar de la edición que se
hizo por suscripción, en los primeros días de mi viudez— y cada vez que
vuelvo a leerlo me aporta un beneficio espiritual enorme y edificante.
La señorita Halcombe no experimentaba mejoría alguna, y la segunda
noche fue aún peor que la primera. El señor Dawson la visitaba con
regularidad. Los cuidados de la enfermera seguían compartidos entre la
condesa y yo; Lady Glyde persistía en su idea de acompañarnos, aunque
nosotras dos la persuadíamos para que descansara un poco.
—Mi sitio está junto a Marian —era su invariable respuesta—. Puedo estar
bien o mal, pero nada me obligará a apartarme de ella.
Hacia el mediodía bajé para atender algunas de mis obligaciones
cotidianas. Una hora después, cuando regresaba al cuarto de la enferma, vi al
conde (que había salido de casa temprano, por tercera vez) que entraba en el
vestíbulo con todo el aspecto de estar de muy buen humor. En aquel mismo
instante Sir Percival asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca y se dirigió
a su noble amigo con extrema ansiedad, pronunciando estas palabras:
—¿La ha encontrado?
El rostro esférico del señor conde se llenó de hoyuelos: sonreía
plácidamente, sin decir palabra en respuesta. Al mismo tiempo, Sir Percival
volvió la cabeza, me vio dirigirme hacia la escalera y me miró con ceño y
rabia máximos.
—Venga aquí y dígame que ha pasado —dijo al conde—. Cuando en una
casa hay mujeres, siempre hay alguna que sube o baja escaleras.
—Mi querido Percival —objetó con voz suave el señor conde—. La
señorita Michelson tiene obligaciones que cumplir. Por favor, reconozca que
las cumple a la perfección como lo hago yo sinceramente. ¿Cómo está la
enferma, señora Michelson?
—Siento decirle que no mejora, señor.
—¡Qué cosa más triste! —observó el conde—. La encuentro cansada,
señora Michelson. Ya es hora de que usted y mi mujer tengan a alguien que las
ayude a cuidar de la señorita Halcombe. Creo que podré proporcionarle esta
ayuda. Han surgido ciertas circunstancias que obligarán a Madame Fosco a
hacer el viaje a Londres mañana o pasado. Se irá por la mañana y volverá por
la noche, y traerá consigo, para que usted pueda descansar, a una enfermera de
excelente conducta y competencia que ahora está desocupada. Mi mujer la
conoce como una persona digna de toda confianza. Le ruego que no diga nada
de esto al médico antes de que ella esté aquí, pues siendo cosa que he
propuesto yo estoy seguro de que lo verá con malos ojos. Ella misma se
presentará cuando venga, y el señor Dawson tendrá que reconocer que no hay
motivo para no aceptar sus servicios. Lo mismo dirá Lady Glyde. Tenga la
bondad de presentar a su señora mis respetos.
Expresé al señor conde mi agradecimiento por sus amables atenciones. Sir
Percival me interrumpió llamando a su noble amigo (empleando, lamento
decirlo, una expresión blasfema) para que entrase en la biblioteca y no le
hiciese esperar más tiempo.
Subí. Somos pobres criaturas erráticas; y por principios que tenga una
mujer, no siempre puede estar alerta ante la tentación de sucumbir a una
ociosa curiosidad. Me avergüenza decir que, en aquella ocasión, una ociosa
curiosidad se sobrepuso a mis principios y me hizo preguntarme sin razón a
qué se refería la pregunta de Sir Percival que hizo a su noble amigo desde la
puerta de la biblioteca. ¿A quién esperaba encontrar el conde cuando por la
mañana se dirigió a orillas del lago para dedicarse al estudio? Podría
presumirse que se trataba de una mujer, a juzgar por la pregunta de Sir
Percival. No sospeché del conde que hubiese cometido una inconveniencia;
conocía demasiado bien la moralidad. La única pregunta que me hacía era:
«¿La ha encontrado?».
Para abreviar: la noche pasó como de costumbre, sin que se apreciase la
menor variación en el estado de la señorita Halcombe. Al día siguiente pareció
que se notaba una ligera mejoría, y la señora condesa, sin decir a nadie, y
menos en mi presencia, el objeto de su viaje, tomó el tren de la mañana para
Londres; su noble esposo, tan atento como siempre, la acompañó a la estación.
Por tanto, quedé yo sola a cargo de la señorita Halcombe, con todas las
apariencias de que me sustituyera algún rato Lady Glyde, en vista de su
propósito de no separarse nunca de su hermana.
El único suceso digno de mención ocurrido durante el día, fue que entre el
conde y el doctor hubo otro desagradable altercado.
Al volver de la estación, su excelencia se detuvo en el salón de la señorita
Halcombe para interesarse por ella. Salí del dormitorio para darle noticias
aprovechando que en aquel momento Lady Glyde y el señor Dawson estaban
al lado de la enferma. El conde me estuvo haciendo preguntas sobre el
tratamiento y sobre los síntomas. Le dije que el tratamiento empleado era el
llamado salino y que los síntomas que se observaban entre ataques de fiebre
eran una debilidad creciente y el agotamiento. En el momento en que estaba
diciendo esto, el señor Dawson salió del dormitorio.
—Buenos días —le dijo su excelencia saliendo hacia delante con la mayor
urbanidad y deteniendo al doctor con una delicada resolución imposible de
resistir. —Temo mucho que hoy no ha vislumbrado usted mejoría alguna en
los síntomas ¿verdad?
—He encontrado una mejoría apreciable —contestó el doctor Dawson.
—¿Persiste usted en su tratamiento para combatir la fiebre? —continuó el
señor conde.
—Persisto en él, pues está justificado por mi propia experiencia
profesional —contestó el doctor Dawson.
—Permítame que le haga una pregunta respecto al amplio concepto de
experiencia profesional —repuso el conde—. No pretendo darle consejos, sólo
deseo averiguar una cosa. Usted vive a cierta distancia de los gigantescos
centros de actividad científica, que son Londres y París. ¿No ha oído usted
hablar de cómo pueden combatirse los efectos devastadores de la fiebre
administrando con discreción y entendimiento al enfermo extenuado coñac,
vino, amoníaco y quinina para fortalecerlo? ¿Ha llegado alguna vez a sus
oídos esta nueva herejía de las autoridades médicas más ilustres, sí o no?
—Si un profesional me hiciera esta pregunta se la contestaría con placer —
dijo el doctor abriendo la puerta para salir—. Usted no es un profesional y me
permito dejarle sin respuesta.
Al recibir esta bofetada imperdonablemente villana en una mejilla, el
conde, como un cristiano practicante, inmediatamente ofreció la otra y dijo
con la mayor dulzura:
—Buenos días, señor Dawson.
Si mi difunto y amado esposo hubiera tenido la suerte de conocer a su
excelencia, ¡en qué estimación tan alta se habrían tenido el uno al otro!
Su excelencia la condesa volvió aquella noche en el último tren,
acompañada de la enfermera de Londres. Me dijeron que se llamaba la señora
Rubelle. Su aspecto y su acento al hablar inglés me demostraron que era
extranjera.
Siempre he pretendido ser humana e indulgente con los extranjeros. Ellos
no tienen nuestras virtudes y nuestras ventajas, pues casi todos se han educado
en los errores ciegos del papismo. También seguía en mi vida el precepto,
como lo siguió mi llorado esposo (véase el sermón XXIX de la colección del
reverendo Samuel Michelson, Magistrado de Artes, que en paz descanse),
tratar a los demás como quería que me tratasen a mí. Teniendo en cuenta estas
dos consideraciones no diré que la señora Rubelle era una persona bajita,
enjuta y maliciosa de unos cincuenta años, con una tez oscura o de complexión
de criolla, y con ojos observadores de color gris claro. Tampoco quiero
mencionar, por las razones que he alegado, que pensé que su vestido, aunque
era una discreta seda negra, era excesivamente lujoso en su calidad e
innecesariamente refinado en sus adornos y hechuras para una persona de su
posición. No me gustaría que se dijesen de mí estas cosas y, por tanto, no debo
decirlas de la señora Rubelle. Tan sólo mencionaré que sus modales eran —
aunque quizá, nada desagradables en su reserva— demasiado reposados y
modestos, y que miraba mucho a su alrededor y hablaba muy poco, cosa que
se debía, sin duda a la misma modestia de su posición y a su desconfianza al
verse en Blackwater Park y que ella declinó mi invitación a cenar (cosa quizá
extraña pero nada sospechosa, ¿verdad?), aunque yo la hice con cortesía.
Por indicación expresa del conde (¡tan propia de su indulgente delicadeza!)
se decidió que la señora Rubelle no empezaría a desempeñar sus obligaciones
de enfermera hasta que el doctor la conociese y diese el visto bueno, a la
mañana siguiente. Aquella noche me quedé yo velando a la enferma. Lady
Glyde parecía contrariada por la idea de que la nueva enfermera se ocupase de
la señorita Halcombe. Esta intransigencia hacia una extranjera manifestada por
una persona de su educación y de su refinamiento me sorprendió. Me aventuré
a decirle:
—Señora, no debemos precipitamos en nuestros juicios respecto a nuestros
inferiores, sobre todo cuando vienen de países extraños.
Lady Glyde no pareció escucharme. Suspiró y besó la mano de la señorita
Halcombe, que descansaba sobre la colcha. Un gesto escasamente prudente
para hacerlo en el cuarto de una enferma a la que no convenía excitar en modo
alguno. Pero la pobre Lady Glyde no sabía nada de cómo se cuida a los
enfermos, no lo sabía ni remotamente, siento decirlo.
A la mañana siguiente ordenaron a la señora Rubelle que fuese al salón
para presentarse al doctor cuando éste se dirigiese al dormitorio.
Dejé a la señorita Halcombe con Lady Glyde, que estaba dormitando, y me
reuní con la señora Rubelle para ayudarle a no sentirse extraña ni preocupada
a causa de la inseguridad de su situación. Pero aparentemente ella no lo veía
de este modo. Tenía un aire de satisfacción anticipado por el hecho de que el
médico iba a aprobar su presencia, y estaba sentada tranquilamente junto a la
ventana tomando el aire de campo que parecía agradarle en extremo. Ciertas
personas quizá hubieran considerado esta actitud como una muestra de
insolencia. Permítanme decir que yo la juzgué con más liberalismo
atribuyéndola a una extraordinaria presencia de ánimo.
En lugar de venir el doctor donde estábamos me avisaron para que fuese yo
en su busca. Pensé que había algo raro en aquel cambio, pero parecía que a la
señora Rubelle aquello no la afectaba en absoluto. Salí mientras ella seguía
mirando tranquilamente por la ventana, gozando del aire campestre.
El señor Dawson me estaba esperando en el salón del desayuno; estaba
solo.
—Quiero hablarle de la nueva enfermera, señora Michelson —dijo el
médico.
—Usted dirá, señor.
—Veo que la ha traído de Londres la mujer de ese extranjero viejo y gordo
que siempre busca motivos para discutir conmigo. Señora Michelson, ese
extranjero viejo y gordo es un charlatán.
Aquello era muy rudo. Como es natural, me indigné.
—¿Se da usted cuenta señor —le dije—, de que está hablando de un
caballero?
—¡Bah! No es el primer charlatán que comercia con su nombre. Todos
ellos son condes, ¡que el diablo los lleve!
—No sería amigo de Sir Percival, señor, si no perteneciera a la más alta
aristocracia, exceptuando la aristocracia inglesa, por supuesto.
—Muy bien, señora Michelson; llámele como guste y volvamos a la
enfermera. Ya he expresado mi objeción contra su presencia.
—¿Antes de haberla visto, señor?
—Sí, antes de haberla visto. Podrá ser la mejor enfermera que exista, pero
no es una persona recomendada por mí. He expuesto esta objeción a Sir
Percival como dueño de la casa. Pero no me ha hecho caso. Dice que una
persona recomendada por mí también hubiera sido una extranjera traída aquí
desde Londres; cree que hay que probarla, ya que la tía de su mujer se ha
molestado en ir a Londres para buscarla. En parte tiene razón, y no tengo un
motivo decente para decir que no. Pero he puesto la condición de que dejará
en seguida su puesto si me da el menor motivo de queja. Como tengo cierto
derecho, en mi calidad de médico de cabecera, a proponer este acuerdo, Sir
Percival lo ha aceptado. Señora Michelson, sé que puedo confiar en usted y
quiero que durante los dos o tres primeros días observe a la enfermera con
atención y vigile que no dé a la señorita Halcombe otros medicamentos que no
sean míos. Su caballero extranjero se muere de ganas de probar sus remedios
de charlatán (mesmerismo incluido) con mi paciente, y la enfermera traída por
su mujer puede estar demasiado dispuesta a ayudarle. ¿Comprende usted?
Muy bien, entonces podemos subir. ¿Está allí la enfermera? Quiero decirle dos
palabras antes de permitirle que entre en el cuarto de la enferma.
Encontramos a la señora Rubelle disfrutando del aire junto a la ventana
como cuando me había ido. Al presentarle al señor Dawson no pareció dejarse
cohibir ni por las miradas suspicaces del doctor ni por sus preguntas
inquisitivas. Le contestaba con calma en un inglés calamitoso y, a pesar de que
el médico hizo lo posible por desconcertarla, en ningún momento demostró
ignorar el menor detalle de sus obligaciones. Sin duda su calma era el
resultado de su presencia de ánimo como he dicho antes, y no de la insolencia.
Entramos juntos en el dormitorio.
La señora Rubelle miró con mucha atención a la enferma; hizo una
reverencia a Lady Glyde; devolvió dos o tres cosas a su sitio y se sentó en un
rincón a esperar tranquilamente que se necesitase de sus servicios. Mi señora
parecía angustiada y molesta por la presencia de la desconocida enfermera.
Nadie decía nada por temor a despertar a la señorita Halcombe, que seguía
dormitando, menos el doctor, que susurró una pregunta sobre cómo había
pasado la noche:
—Como siempre —contesté en voz baja; y el señor Dawson salió de la
estancia.
Lady Glyde le siguió me figuro que para hablar de la señora Rubelle. Por
mi parte, estaba segura de que aquella extranjera llena de calma se haría dueña
de la situación. Era una mujer despierta y no había duda de que conocía su
trabajo. En todo caso, no creo que yo hubiese podido asistir mejor a la
enferma.
Los tres o cuatro primeros días, recordando la advertencia del doctor,
sometí a la señora Rubelle a una rigurosa observación, tan frecuente como era
posible. Entré una y otra vez en el cuarto de repente y sin hacer ruido, y nunca
la sorprendí en alguna actividad sospechosa. Lady Glyde, que la vigilaba con
tanta atención como yo, tampoco descubrió nada. Jamás observé señales de
que hubiera tocado los frascos de las medicinas; jamás vi a la señora Rubelle
dirigir palabra al conde, ni al conde hablar con ella. Cuidaba de la señorita
Halcombe con atención y delicadeza indiscutibles. La pobre señorita se
agitaba dando vueltas en la cama; ora se sumergía en una especie de
agotamiento somnoliento entre desfallecida y dormitando, ora los ataques de
fiebre le hacían delirar. La señora Rubelle jamás la molestó en el primer caso,
ni la asustó con la aparición demasiado súbita de una extraña a su lado en el
segundo. Honremos al que lo merece (sea extranjero o inglés) y yo, con
imparcialidad, reconozco los méritos de la señora Rubelle. Era
extraordinariamente reservada en todo lo que se refería a ella misma y
mostraba una excesiva independencia y serenidad ante cualquier consejo de
las personas experimentadas que conocían cómo se debe cuidar a una enferma,
pero a pesar de estos dos inconvenientes era una buena enfermera. No dio
jamás el más ligero motivo de queja ni a Lady Glyde ni al doctor Dawson.
Otro acontecimiento de importancia que ocurrió en la casa poco después
fue la breve ausencia del conde, a quien sus asuntos obligaron a desplazarse a
Londres. Se fue por la mañana del cuarto día de la llegada de la señora Rubelle
(creo yo); y al irse habló en mi presencia muy seriamente con Lady Glyde
sobre la enfermedad de la señorita Halcombe.
—Confiese unos días más, si lo prefiere, al doctor Dawson. Pero si en este
tiempo no se ve mejoría alguna, avise a Londres para que venga otro médico
en consulta, a quien esa mula de Dawson tendrá que aceptar a pesar suyo.
Ofenda al señor Dawson y salve a la señorita Halcombe. Se lo digo en serio, y
le doy mi palabra de honor de que se lo digo de corazón.
Su excelencia habló con verdadero afecto y emoción. Pero la pobre Laura
Glyde tenía los nervios tan destrozados que se asustó sólo de oírle. Se puso a
temblar de pies a cabeza y le dejó marchar sin contestarle palabra. Se volvió a
mí en cuanto hubo salido, y me dijo:
—Señora Michelson, ¡tengo destrozado el corazón pensando en mi
hermana, y no tengo un amigo que me aconseje! ¿Cree usted también que el
doctor Dawson está equivocado? Esta misma mañana me dijo que no corría
peligro y que no había necesidad de llamar a otro médico.
—Con todos los respetos hacia el doctor Dawson, —le respondí—, yo en
su lugar, milady, pensaría en el consejo del conde.
Lady Glyde me dio la espalda bruscamente con expresión de
desesperación, que no me pude explicar.
—¡Su consejo! —dijo a sí misma—. Dios nos ayude... ¡Su consejo!
Si no recuerdo mal, el conde estuvo ausente de Blackwater Park cerca de
una semana.
Sir Percival parecía echarle de menos; en varias ocasiones estuvo muy
abatido y preocupado, creía yo que por el ambiente triste de la casa. Algunas
veces se ponía tan inquieto que no podía por menos que darme cuenta de ello;
iba y venía de una parte a otra y pasaba días andando arriba y abajo por el
parque. Preguntaba con detalle sobre el estado de la señorita Halcombe y de su
esposa (cuya salud peligraba, lo cual parecía causarle una sincera
preocupación). Yo creo que su corazón se había ablandado mucho. Si hubiera
tenido a su lado a un amigo clérigo —un amigo como el que hubiera
encontrado en su excelente esposa— se habría producido en Sir Percival un
saludable progreso moral. Rara vez me equivoco en esta clase de juicios, pues
durante los felices días de mi matrimonio adquirí la experiencia que me guía.
Su excelencia la condesa, que era la única que podía acompañar entonces a
Sir Percival en los salones de la planta baja, me parecía que más bien lo
descuidaba. O quizá fuese él quien la descuidaba a ella. Un extraño se hubiera
inclinado a pensar que procuraban evitarse el uno al otro, ahora que estaban
solos. Más, desde luego, no era esto. Sin embargo, ocurría que la condesa
cenaba a la hora de merendar y al atardecer subía al cuarto de la enferma, a
pesar de que la señora Rubelle se había hecho cargo de todas sus antiguas
obligaciones. Sir Percival cenaba solo y una vez oí decir a William (su criado)
que su amo se había puesto a media ración de comida y a doble de bebida. No
doy importancia a una observación tan insolente como ésta, hecha por un
sirviente. La reproché entonces y espero que me comprendan si en la presente
ocasión repito que la repruebo.
Durante el curso de los días siguientes la señorita Halcombe pareció
mejorar algo. Nuestra confianza en el señor Dawson renació. El parecía estar
seguro del caso y manifestó a Lady Glyde, cuando ella le mencionó el tema,
que en el instante en que tuviera la más ligera duda sobre lo que se debía hacer
enviaría a buscar a otro médico en consulta.
La única persona que no pareció animarse con estas palabras fue la
condesa. Me dijo en privado que no podía estar tranquila, mientras la señorita
Halcombe estaba confinada a la autoridad del señor Dawson, y que esperaba
con ansia que su marido, al regreso, diese su opinión. Debía regresar, según
anunciaba en sus cartas, en dos o tres días. El conde y la condesa se escribían
cada mañana, mientras su excelencia estaba ausente. En este detalle, como en
los demás, eran un modelo de matrimonio.
La tarde del tercer día noté un cambio en la señorita Halcombe que me
produjo una profunda preocupación. La señora Rubelle lo notó también. No
dijimos nada a Lady Glyde, que en aquel momento estaba durmiendo, vencida
por el agotamiento, en el sofá del salón.
El señor Dawson vino aquel día más tarde que de costumbre, y en cuando
vio a la enferma su rostro se alteró. Trató de disimular, pero parecía alarmado
y al mismo tiempo desconcertado. Envió a su casa en busca del botiquín, y
ordenó que se hiciesen preparativos para desinfectar el cuarto y se preparase
una cama en la casa.
—¿Ha causado la fiebre una infección? —le pregunté en un susurro.
—Temo que sí —me contestó—. Mañana lo sabremos con seguridad.
Por indicación del propio señor Dawson se mantuvo a Lady Glyde en
ignorancia sobre el empeoramiento. El mismo le prohibió rotundamente,
pretextando su propio estado de salud, reunirse con nosotros en el dormitorio
aquella tarde. Ella intentó oponerse —aquella fue una escena triste—, pero el
doctor alegó su autoridad médica y se salió con la suya.
A la mañana siguiente, a las once, se envió a Londres un criado con una
carta para un médico de la ciudad y con las órdenes de volver con el nuevo
doctor en el primer tren que saliese. Media hora después de haberse ido el
criado llegó el conde a Blackwater Park.
La condesa, bajo su propia responsabilidad, lo llevó inmediatamente a ver
a la paciente. Yo no encontré nada impropio en que ella se tomara aquella
libertad. Su excelencia era un hombre casado que por edad podía haber sido el
padre de la señorita Halcombe y la veía delante de una pariente: su esposa y
tía de Lady Glyde. Sin embargo, el señor Dawson protestó contra su presencia
en la habitación, pero, como pude observar claramente, estaba demasiado
alarmado para oponer una seria resistencia en aquella ocasión.
La pobre enferma no conocía bien a los que la rodeábamos. Parecía creer
que sus amigos eran enemigos. Cuando el conde se acercó a su cama, sus ojos
—que constantemente habían estado hasta entonces dando vueltas por todo su
cuarto— se fijaron en su rostro con tal expresión de terror que mientras viva
no podré olvidar aquella mirada. El conde se sentó junto a ella, le tomó el
pulso y puso la mano sobre la frente y luego se volvió hacia el doctor,
contemplándolo con tal indignación y desprecio que las palabras murieron en
la boca del señor Dawson y durante unos momentos se quedó inmóvil, pálido
de ira y desasosiego, pálido y sin poder decir palabra.
Luego su excelencia me miró a mí.
—¿Cuándo se produjo el cambio? —me preguntó.
Se lo dije.
—Desde entonces, ¿ha entrado en este cuarto Lady Glyde?
Le contesté que no. La noche anterior el doctor había prohibido
terminantemente entrar en la habitación y había reiterado la orden aquella
mañana.
—¿Se han dado cuenta usted y la señora Rubelle de la gravedad de esta
recaída? —fue su siguiente pregunta.
Le respondí que sabíamos que era una enfermedad infecciosa. Me detuvo
antes de que yo pudiera continuar.
—Es el tifus —dijo.
Durante los pocos minutos en que se sucedían estas preguntas y respuestas
el señor Dawson se había repuesto y se dirigió al conde con su acostumbrada
firmeza.
—No es tifus —dijo secamente—, y protesto contra su intrusión. Nadie
tiene aquí derecho a hacer preguntas más que yo. He cumplido con mi
obligación empleando todas mis habilidades...
El conde le interrumpió, no con palabras, sino simplemente señalando a la
enferma.
El señor Dawson pareció entender aquella objeción silenciosa como
dirigida contra la afirmación de sus habilidades y ello aumentó su indignación.
—He dicho que he cumplido con mi obligación —repitió—. Se ha enviado
a buscar un médico a Londres. Consultaré con él sobre la naturaleza de esta
fiebre y con nadie más. Insisto en que salga de este cuarto.
—He entrado en este cuarto en nombre de sagrados deberes de humanidad,
señor —respondió el conde—, y en nombre de esos mismos deberes volveré a
entrar si por algún motivo el médico tarda en llegar. Le vuelvo a repetir que la
fiebre ha evolucionado en tifus y que con su tratamiento se ha hecho usted
responsable de este lamentable cambio. Si esta desgraciada joven se muriese,
yo testimoniaré ante los tribunales por su ignorancia y su obstinación, que
habrán sido la causa de su fallecimiento.
Antes de que el señor Dawson pudiese contestar y de que el conde saliese
de la habitación, se abrió la puerta y apareció Lady Glyde en el umbral.
—Debo y quiero entrar —dijo, con extraordinaria firmeza.
En lugar de detenerla, el conde le cedió el paso y salió al salón. En
cualquier otra circunstancia era el último ser humano que se hubiera olvidado
de algo, pero con la sorpresa del momento aparentemente no pensó en el
peligro de una infección de tifus y en la urgente necesidad de obligar a Lady
Glyde a tomar el debido cuidado de sí misma.
Ante mi asombro, el señor Dawson mostró mayor presencia de ánimo y
detuvo a milady cuando dio el primer paso para acercarse a la cama.
—Estoy desolado, lo siento en el alma —le dijo—. Temo mucho que la
fiebre sea infecciosa. Hasta que tenga completa seguridad de que no lo es le
suplico que no aparezca en este cuarto.
Lady Glyde intentó luchar, pero de repente dejó caer los brazos y se
tambaleó. Se había desmayado. La condesa y yo la cogimos de brazos del
doctor y la llevamos a su cuarto. El conde nos precedió y esperó en el pasillo
hasta que yo salí y le dije que habíamos conseguido que recobrase el
conocimiento.
Fui a ver al médico para decirle de parte de Lady Glyde que deseaba
hablarle inmediatamente. Aquel acudió enseguida para tranquilizarla y para
asegurarle que en pocas horas estaría allí el médico londinense. Aquellas horas
transcurrieron con lentitud. El conde y Sir Percival estuvieron abajo y de
cuando en cuando mandaban a pedir noticias. Por fin, entre cinco y seis de la
tarde, y con gran alivio por nuestra parte, llegó el médico.
Era más joven que el señor Dawson; era un hombre serio y decidido. No
puedo decir qué pensaría del tratamiento que se había seguido pero me extrañó
que nos preguntase más detalles a la señora Rubelle y a mí que al mismo
doctor, y no pareció prestar gran atención a lo que decía el señor Dawson
mientras examinaba a su paciente. Empecé a sospechar al ver todo aquello que
el conde tenía razón desde el principio en todo lo que decía acerca de la
enfermedad; y me confirmé en esta opinión cuando por fin el señor Dawson
hizo la única pregunta importante que se esperaba que contestase el doctor de
Londres, para lo cual se lo había hecho venir.
—¿Qué opina usted de la fiebre? —preguntó.
—Es tifus —dijo el médico—. Es tifus, sin duda alguna.
Aquella silenciosa extranjera, la señora Rubelle, cruzó sus manos morenas
y delgadas y me miró con una sonrisa significativa. El propio conde
difícilmente se hubiera mostrado más satisfecho si hubiese estado presente en
la habitación y si hubiese oído confirmada su propia opinión.
Después de habernos hecho algunas indicaciones útiles para tratar a la
enferma y prometiendo volver dentro de cinco días, el doctor se retiró para
consultar el caso privadamente con el señor Dawson. No quiso opinar sobre
las posibilidades de recuperación que tenía la señorita Halcombe: dijo que en
aquel período de la enfermedad no era posible pronunciarse en un sentido o en
otro.
Los cinco días transcurrieron llenos de ansiedad.
La condesa Fosco y yo nos turnábamos para relevar a la señora Rubelle. El
estado de la señorita Halcombe empeoraba cada día y necesitaba el máximo de
nuestros cuidados y nuestra atención. Fueron unos días terriblemente
asustadores. Lady Glyde (sostenida, como decía el señor Dawson, por la
constante tensión que le causaba la preocupación por su hermana) se recuperó
de un modo extraordinario y mostraba una firmeza y una determinación que
jamás hubiese yo sospechado en ella. Se empeñó en entrar en el cuarto de la
enferma dos o tres veces al día para ver con sus propios ojos a la señorita
Halcombe, prometiendo no acercarse demasiado a la cama si el doctor accedía
a su ruego de verla. El señor Dawson accedió de muy mala voluntad; creo que
comprendía que discutir con ella era inútil. Lady Glyde entraba cada día y
mantenía su palabra abnegadamente. Me entristecía (me recordaba mi propia
aflicción durante la última enfermedad de mi esposo) ver como sufría en
semejantes circunstancias, y ruego que se me permita no detenerme más en
esta parte de mi relato. Me resulta más agradable mencionar que entre el conde
y el señor Dawson no hubo más disputas. Su excelencia se enteraba del curso
de la enfermedad mediante terceras personas, y se encontraba todo el tiempo
abajo, en compañía de Sir Percival.
Al quinto día volvió el médico y nos dio una ligera esperanza. Dijo que el
décimo día después de que se manifestaron los primeros síntomas del tifus
sería probablemente decisivo para el desenlace de la enfermedad, y anunció
una tercera visita para aquella fecha. El tiempo pasó sin novedad alguna,
excepto que el conde de nuevo fue una mañana a Londres y regresó por la
noche.
Al décimo día la Divina Providencia quiso librarnos de aquella ansiedad y
desasosiego. El médico aseguró positivamente que la señorita Halcombe se
hallaba fuera de peligro. «Ahora no necesita médicos, todo lo que le hace falta
por ahora es una atenta observación y cuidados, y veo que los tiene». Estas
fueron sus palabras. Aquella noche leí el emocionante sermón de mi esposo
sobre «La convalecencia en la enfermedad», y recibí una felicidad y provecho
(desde el punto de vista espiritual) que no recuerdo haber recibido de su
lectura anteriormente.
El efecto de estas buenas noticias resultó, lamento decirlo, funesto para
Lady Glyde. Estaba demasiado agotada para aguantar una reacción violenta y,
al cabo de uno o dos días, se sumió en un estado de debilidad y de depresión
que la obligó a recluirse en su cuarto. Descanso y quietud y más tarde, cambio
de aire, fueron los mejores remedios que pudo aconsejarle el doctor.
Afortunadamente no era nada grave pues el mismo día en que se quedó en su
cuarto el conde y el señor Dawson tuvieron otra desavenencia; y esta vez la
discusión fue de carácter tan serio que el señor Dawson abandonó la casa.
Yo no presencié la escena, pero tengo entendido que el objeto de la
discusión fue la cantidad de alimentos que se precisaban para ayudar a la
convalecencia de la señorita Halcombe, extenuada por la fiebre. Viendo a su
paciente fuera de peligro, el señor Dawson estaba menos dispuesto que nunca
a aceptar la injerencia de un profano, y el conde (no consigo comprender por
qué) perdió el dominio de sí mismo que tan juiciosamente mantenía en
anteriores ocasiones, reprendiendo al doctor una y otra vez por su
equivocación al respecto de la fiebre que se transformó en tifus. Ese
desgraciado incidente terminó con que el señor Dawson exigiera la presencia
de Sir Percival para amenazar (ahora que podía marcharse sin poner en peligro
alguno a la señorita Halcombe, con dejar de visitar Blackwater Park, si no se
suprimían para siempre, a partir de aquel momento, las injerencias del conde.
La respuesta de Sir Percival (aunque sin intención de ser descortés) sólo puso
las cosas peor; y al escucharla, el señor Dawson abandonó la casa en un estado
de indignación extrema ante la forma de ser tratado por el conde, y a la
mañana siguiente envió su factura.
Por tanto, nos quedamos sin la asistencia de un médico. Aunque realmente
no había necesidad de otro doctor, pues, como nos dijo el médico de Londres,
todo lo que necesitaba la señorita Halcombe eran la observación y los
cuidados. Si hubiesen consultado mi opinión, de todas formas hubiera
procurado una asistencia profesional dirigiéndome a alguna localidad cercana,
siquiera por guardar las apariencias.
Sir Percival no compartía mi opinión sobre el asunto. Declaró que habría
tiempo de llamar a otro médico si la señorita Halcombe manifestaba algún
síntoma de recaída. Mientras tanto podíamos consultar al conde cualquier
dificultad menor y no debíamos molestar sin necesidad a nuestra paciente,
dado su actual estado de agotamiento y nerviosismo, pues la presencia de un
extraño a su lado la sobresaltaría. En gran parte eran razonables estas
consideraciones, pero no obstante me dejaron un tanto intranquila. Tampoco
me pareció muy acertado ocultar, tal como hicimos a Lady Glyde, la ausencia
del señor Dawson. Admito que era un engaño piadoso, pues ella no estaba en
condiciones de recibir más disgustos. Pero a pesar de todo era un engaño, y
como tal, para una persona de mis principios, significaba un procedimiento
dudoso.
Otra circunstancia desconcertante que tuvo lugar aquel mismo día y que
me cogió por completo de sorpresa, aumentó notablemente la sensación de
angustia que empezaba a adueñarse de mí.
Enviaron a buscarme para que fuese a la biblioteca a hablar con Sir
Percival. El conde, que estaba con él cuando llegué, se levantó
inmediatamente y nos dejó solos. Sir Percival me pidió con gran amabilidad
que me sentase y luego se dirigió a mí en los siguientes términos, que me
dejaron atónita:
—Deseo hablar con usted, señora Michelson, de un asunto que había
pensado ya hace algún tiempo y que, si no se lo había planteado antes, fue a
causa de la enfermedad y el desasosiego que reinan en la casa. En pocas
palabras, tengo razones para marcharme de aquí inmediatamente,
encargándole la vigilancia de la casa, como siempre. En cuanto Lady Glyde y
la señorita Halcombe estén en condiciones de ponerse en camino, las dos
deberán hacerlo para cambiar de aires. Antes de ello mis amigos, el conde
Fosco y la condesa, nos dejarán para instalarse en los alrededores de Londres.
Y tengo razones para no ofrecer mi casa a otros invitados, con el fin de ahorrar
en lo que pueda. No lo digo como reproche, pero mis gastos aquí son
realmente excesivos. Abreviando: voy a vender los caballos y despedir a todos
los criados. Como saben, yo nunca hago las cosas a medias y mañana a esta
hora quiero tener la casa limpia de toda esa gente inútil.
Yo le escuchaba absolutamente perpleja.
—¿Quiere decir, Sir Percival, que tengo que despedir a los criados que
están a mi cargo sin avisarles, como se acostumbra hacer, un mes antes? —
pregunté.
—Por supuesto que es eso lo que le digo. Todos estaremos fuera de esta
casa antes de un mes y no pienso dejar aquí a los criados vagueando y sin
nadie que los vigile.
—¿Quién va a guisar, señor, mientras estén ustedes aquí?
—Margaret Porcher sabe freír y cocer, dígale que se quede. ¿Para qué
quiero yo una cocinera si no pienso dar fiestas con cenas?
—La criada a que se refiere es la más torpe de toda la casa, Sir Percival...
—Pues le digo que se quede ella y busque en el pueblo a una mujer para
que de vez en cuando venga a limpiar. Mi gasto semanal tiene que disminuir
inmediatamente. No la he llamado a usted para que me discuta, señora
Michelson, sino para que aplique mis planes de ahorro. Despida mañana a toda
esa ralea de criados holgazanes, excepto a Porcher. Es fuerte como una mula y
hágala trabajar como tal.
—Me va a perdonar que le recuerde, Sir Percival, que si los criados se van
mañana tienen que cobrar el sueldo de un mes, por no avisarles con un mes de
antelación.
—¡Déselo! Un mes de sueldo vale menos que un mes de gasto y de
glotonería de la servidumbre.
Esta última observación envolvía una crítica muy ofensiva a mi
administración. Yo me tenía demasiado respeto para defenderme contra una
acusación tan injusta. La consideración cristiana que me merecía la
desgraciada situación de la señorita Halcombe y Lady Glyde, y los serios
inconvenientes con que tropezarían si yo me marchase repentinamente de la
casa, fue lo único que me detuvo para no renunciar a mi puesto en aquel
momento. Me levanté bruscamente. Me hubiera rebajado en mi propia
estimación permitir que aquella entrevista se prolongase un instante más.
—Después de esta última observación no tengo nada que decirle, señor. Se
cumplirán sus órdenes —con estas palabras me incliné con el respeto más frío
— saliendo de la estancia.
Al día siguiente se fue toda la servidumbre. El mismo Sir Percival despidió
a los mozos de cuadras y cocheros; debían llevar a Londres todos los caballos
menos uno. De todo el servicio de la casa y de la finca no quedábamos más
que yo, Margaret Porcher y el jardinero; este último vivía en su propia casita y
se le necesitaba para cuidar del único caballo que quedaba en las cuadras.
Con la casa reducida a aquella condición extraña y solitaria, su dueña
enferma y encerrada en su cuarto, la señorita Halcombe que continuaba tan
indefensa como una niña, y la asistencia del médico que nos había sido
retirada por motivo de una discordia, no era extraño que todo ello me
produjese desaliento y que me resultara difícil mantener mi acostumbrada
entereza. Deseaba que las dos pobres jóvenes se recuperasen pronto, y me
hubiera gustado verme lejos de Blackwater Park.
El acontecimiento siguiente fue de naturaleza tan singular que me hubiese
causado una sensación de supersticiosa sorpresa de no haber estado fortalecida
mi mente por mis principios contra cualquier debilidad pagana de esta especie.
A la sensación inconfortable de que algo malo ocurría en aquella familia, que
me había hecho desear verme fuera de Blackwater Park, siguió, por extraño
que parezca, mi ausencia de aquella casa. Es cierto que fue sólo por un tiempo
breve, pero no por eso menos digna creo yo, de hacerse notar esta
coincidencia.
Tuve que marcharme de casa en las siguientes circunstancias: un día o dos
después de que se fueran todos los criados me volvió a llamar Sir Percival. El
inmerecido reproche que había lanzado sobre mi manera de llevar la casa no
logró, y me complazco en declararlo, que yo dejase de devolverle bien por
mal, y acudí a su llamada con la misma prontitud y respeto de siempre. Tuve
que luchar con esta parte de perdición que todos llevamos dentro, hasta que
pude sobreponerme a mis sentimientos. Como estoy acostumbrada a la
disciplina moral, fui capaz de realizar este sacrificio.
Encontré, como la otra vez, a Sir Percival y al conde Fosco sentados
juntos. Esta vez su excelencia permaneció presente durante la entrevista y
apoyó los deseos de Sir Percival.
El asunto que ahora debía ocupar mi atención estaba relacionado con el
saludable cambio de aire del que, como todos esperábamos, la señorita
Halcombe y Lady Glyde pronto serían capaces de beneficiarse. Sir Percival
dijo que las señoras probablemente pasarían el otoño (invitadas por el señor
Frederick Fairlie) en Limmeridge, Cumberland. Pero, antes de ir allí, él era de
la opinión, compartida por el conde Fosco (quien intervino en aquel momento
en la conversación y continuó hablando hasta el final), de que podrían
disfrutar primero de una breve estancia en Torquay, cuyo clima era tan
benigno. La importante tarea era, pues, encontrar un alojamiento en aquella
localidad que reuniese todas las comodidades y ventajas que necesitaban las
señoras; y la importante dificultad era encontrar a una persona experimentada
que fuera capaz de escoger el alojamiento propicio. Ante esta apremiante
situación, el conde Fosco, con la anuencia del señor, me suplicaba que le
dijera si yo tendría algún inconveniente en proporcionar a las señoras el
beneficio de mi asistencia, desplazándome a Torquay para atender sus
intereses.
Era imposible, para una persona en mi situación, contestar a una propuesta
expresada en términos semejantes con una rotunda negativa.
Tan sólo me atreví a mencionar que era sumamente inconveniente que no
abandonara Blackwater Park cuando todos los criados, a excepción de
Margaret Porcher, estaban ausentes. Pero Sir Percival y su excelencia
declararon que estaban dispuestos a sufrir este inconveniente por el bien de las
pacientes. Entonces, y con todo respeto, sugerí que se podía escribir a un
agente de Torquay; pero me salieron al paso explicándome qué imprudencia
era tomar una casa sin haberla visto. Me dijeron también que la condesa (que
en otras circunstancias hubiese ido ella misma a Devonshire) no podía
trasladarse, dado el estado actual de Lady Glyde y que el conde y Sir Percival
tenían que tratar ciertos asuntos de negocios que les impedían ausentarse de
Blackwater Park. En una palabra, se me demostró con claridad que si no
emprendía yo el viaje, no había otra persona a quien confiar aquel cometido.
En aquellas circunstancias lo único que me quedaba era manifestar a Sir
Percival que estaba a disposición de Lady Glyde y de la señorita Halcombe
para todo lo que necesitasen.
Se acordó que me pondría en camino a la mañana siguiente, que me
dedicaría uno o dos días a mirar las casas más apropiadas de Torquay, y que
volvería con mi informe tan pronto como la hubiese hallado. Su excelencia
escribió para mí una nota indicándome diversas condiciones que debería reunir
el alojamiento, y Sir Percival me dio otra con el precio máximo que yo no
debo sobrepasar.
Pensé al leer aquellas instrucciones que no sería posible encontrar una
residencia que correspondiese a aquella descripción en ningún balneario de
Inglaterra, y que si casualmente la encontrara seguramente sería imposible
contratarla al precio que estaba autorizada a ofrecer, aun por breve tiempo.
Hice una alusión a ambos señores sobre estas dificultades; pero Sir Percival
(quien habló esta vez) no parecía verlas. No me sentí con derecho a discutir
aquel asunto. No dije nada más, pero tuve el fuerte convencimiento de que me
encomendaban una cosa poco menos que imposible y que mi viaje estaba
destinado desde el principio a resultar infructuoso.
Antes de marcharme quise asegurarme de que la señorita Halcombe seguía
mejorando.
En su rostro había una expresión de sufrimiento que me hizo temer que al
recobrar el conocimiento, su ánimo estuviera atormentado. Pero no obstante
iba mejorando con mayor rapidez de lo que cabía esperar, y estaba en
condiciones de darme recados para Lady Glyde diciéndole que estaba
recobrándose más cada día y que la señora debía atender a su ruego y no
levantarse demasiado pronto. La dejé a cargo de la señora Rubelle, que seguía
mostrando la misma tranquila independencia ante todos los habitantes de la
casa. Cuando llamé a la puerta de Lady Glyde antes de marcharme de viaje, la
condesa, que estaba con ella, me comunicó que aún se hallaba muy débil y
deprimida. Sir Percival y el conde paseaban por el camino que llevaba a la
carretera cuando salí en el carricoche. Los saludé con la cabeza y me fui de
aquella casa, en la que de todos los sirvientes sólo quedaba Margaret Porcher.
Cualquiera debería sentir lo que yo sentí entonces: que aquellas
circunstancias eran más que extrañas, eran casi sospechosas. Pero permítanme
repetir que, en mi posición de inferioridad, no me era posible actuar de otro
modo.
El resultado de mi peregrinación en Torquay fue exactamente el que me
había esperado. En todo el pueblo no existía una residencia como la que
pretendía buscar, aunque si hubiese sido capaz de encontrarla el precio que me
habían permitido ofrecer habría sido demasiado bajo. Así pues, retorné a
Blackwater Park e informé a Sir Percival, quien salió a recibirme en la puerta,
que mi viaje había sido inútil. Parecía estar demasiado ocupado en algún otro
asunto para pensar en el fracaso de mi misión, y con sus primeras palabras me
comunicó que durante mi breve ausencia de la casa había ocurrido otra
novedad importante.
El conde y la condesa Fosco habían dejado Blackwater Park para instalarse
en su nueva residencia de St. John's Wood.
No me explicó el motivo por el que se habían marchado con tanta
precipitación y sólo me dijo que el conde había encargado expresamente que
me saludaran en su nombre. Cuando me atreví a preguntar a Sir Percival si
había alguien que atendiese a Lady Glyde en ausencia de la condesa, me
contestó que tenía a Margaret Porcher para servirla, añadiendo que había
venido una mujer del pueblo para ayudar en la cocina.
Su contestación me causó verdadero asombro, pues era enteramente
inconveniente que una criada de cocina atendiese a Lady Glyde como si fuera
su doncella de confianza. Subí en seguida y encontré a Margaret en el rellano
frente al dormitorio. No había necesidad de sus servicios (y con razón); su
señora había mejorado lo bastante como para dejar la cama aquella mañana.
Luego le pregunté por la señorita Halcombe y me contestó con uno de sus
gruñidos ininteligibles, que me dejó tan poco enterada como antes. No traté,
sin embargo, de repetir la pregunta, pues me exponía a recibir una respuesta
impertinente. En todos los sentidos, para una persona de mi posición, era más
apropiado presentarme al momento en el cuarto de Lady Glyde.
Encontré que había mejorado en los últimos tres días. Aunque se
encontraba aún muy débil y nerviosa podía valerse por sí misma para
levantarse a pasear despacito por el cuarto sin que el esfuerzo le causase otro
efecto que una ligera sensación de fatiga. Aquella mañana estaba un poco
inquieta, pues nadie le había hecho llegar noticias de la señorita Halcombe.
Pensé que era un descuido imperdonable de la señora Rubelle, pero no dije
nada y me quedé con Lady Glyde para ayudarle a vestirse. Cuando estuvo
arreglada, salimos las dos y nos dirigimos al cuarto de la señorita Halcombe.
En el pasillo nos detuvo Sir Percival. Parecía que había estado
esperándonos a propósito.
—¿Dónde vas? —le dijo a Lady Glyde.
—Al cuarto de Marian —contestó ella.
—Te evitaré un desencanto —observó Sir Percival— si te digo ahora
mismo que no vas a encontrarla.
—¡Que no voy a encontrarla!
—No. Se marchó ayer por la mañana con el conde Fosco y su mujer.
Lady Glyde no estaba lo bastante fuerte para resistir la sorpresa de una
noticia semejante. Se puso terriblemente pálida y se apoyó en la pared,
mirando a Sir Percival en silencio.
Yo también estaba tan asombrada que no supe qué decir. Pregunté a Sir
Percival si de veras sus palabras significaban que la señorita Halcombe se
había marchado de Blackwater Park.
—Por supuesto —me contestó.
—¡En su estado, Sir Percival! ¡Sin advertir sus intenciones a Lady Glyde!
Antes de que pudiese contestarme, la señora se repuso un poco y habló.
—¡Es imposible! — exclamó, horrorizada y dando un paso hacia delante.
¿Dónde estaba el señor Dawson cuando Marian se fue?
—El señor Dawson no era necesario y no se hallaba aquí —dijo Sir
Percival—. Dejó de venir cuando le pareció, lo que demuestra que la
consideraba repuesta para ponerse en camino... ¡Qué modo de mirarme!... Si
no crees lo que te digo, compruébalo tú misma... Abre la puerta de su cuarto y
las de todos los demás.
Le tomó la palabra y yo la seguí. En el cuarto de la señorita Halcombe no
había nadie más que Margaret Porcher, que estaba limpiando. Tampoco en los
cuartos de los huéspedes ni en los de tocador, cuando entramos a mirar, había
un alma. Sir Percival nos esperaba en el pasillo. Cuando salíamos del último
cuarto, Lady Glyde me susurró:
—¡No se vaya, señora Michelson! ¡No me deje, por amor de Dios!
Antes de que pudiese contestarle había vuelto al pasillo y hablaba a su
esposo.
—¿Qué significa esto, Sir Percival? ¡Insisto... le pido, le suplico que me lo
diga!
—Significa —contestó él—, que la señorita Halcombe se encontró ayer
por la mañana lo bastante bien para levantarse y vestirse, e insistió en
aprovechar el viaje de Fosco para ir a Londres con él —contestó Percival.
—¿A Londres?
—Sí..., de paso para Limmeridge.
Lady Glyde se volvió hacia mí, diciéndome:
—Usted es la última que vio a la señorita Halcombe. Dígame francamente,
señora Michelson, si cree que estaba en condiciones de emprender un viaje.
—A mi juicio, no, señora —repuse.
Sir Percival, a su vez, se volvió instantáneamente y me dijo:
—Antes de irse, ¿no indicó usted a la enferma que la señorita Halcombe
parecía estar mucho más fuerte y de mejor aspecto?
—Es cierto que hice esa observación, Sir Percival.
Volvió a dirigirse a Lady Glyde apenas escuchó mi respuesta.
—Coteja una observación de la señora Michelson con la otra —dijo—, y
procura ser razonable con una cosa tan simple. Si no hubiera estado bien para
ponerse en camino, ¿crees que se lo hubiésemos permitido? Tiene tres
personas competentes para cuidarla: Fosco, tu tía y la señora Rubelle, que se
fue con ellos expresamente para eso. Ayer tomaron un compartimiento
reservado y le prepararon la cama en el asiento por si se cansaba. Hoy la
acompañarán Fosco y la señora Rubelle hasta Cumberland...
—¿Por qué se fue Marian a Limmeridge y me dejó a mí sola? —dijo la
señora, interrumpiendo a Sir Percival.
—Porque su tío no quiere que vayas hasta hablar antes con la hermana —
replicó el—. ¿Has olvidado la carta que su tío le escribió el día en que cayó
enferma? Te la enseñamos, la leíste y debes recordarla.
—La recuerdo.
—Si la recuerdas, ¿por qué te sorprende que se haya marchado?
Quieres ir a Limmeridge y tu hermana ha ido por delante para acordar con
tu tío tu estancia.
Los ojos de la pobre Lady Glyde se llenaron de lágrimas.
—Marian nunca me dejaría sin despedirse antes de mí.
—Y se hubiese despedido esta vez —contestó Sir Percival— si no hubiera
temido la emoción de ambas. Comprendía que tú intentarías detenerla y que
tus lágrimas la trastornarían. ¿Necesitas más explicaciones? Pues si las
quieres, baja al comedor y haz tus preguntas allí. Todos estos problemas me
cansan. Necesito un vaso de vino.
Y se marchó repentinamente.
Durante esta extraña conversación se comportaba de un modo muy distinto
al habitual en él. A veces parecía estar casi tan nervioso y angustiado como la
propia señora. Jamás hubiera supuesto que su salud fuese tan delicada y que
fuera tan fácil alterar su serenidad.
Traté de convencer a Lady Glyde para que volviese a su cuarto, pero fue
inútil. Se detuvo en el pasillo; su mirada era la de una mujer que se siente
invadida por el pánico.
—¡A mi hermana le ha sucedido algo! —exclamó.
—Recuerde señora, la sorprendente energía que posee la señorita
Halcombe —sugerí—. Es capaz de emprender un esfuerzo que ninguna otra
dama, en sus condiciones, hubiera podido realizar. Creo y espero que no haya
sucedido nada malo, lo creo de veras.
—¡Tengo que ir donde está Marian! —dijo su señoría, con la misma
mirada de pánico—. Tengo que ir donde ella se ha ido; tengo que ver con mis
propios ojos que está viva y sana. ¡Venga, vamos abajo, tengo que hablar con
Sir Percival!
Vacilé, temiendo que mi presencia pudiera ser considerada como una
intromisión. Traté de hacérselo ver así a la señora, pero no me escuchó. Y en
ese momento en que abrí la puerta del comedor seguía aferrándose a mi brazo
con todas sus escasas fuerzas.
Sir Percival estaba sentado a la mesa con una jarra de vino frente a él.
Cuando entramos se llevó el vaso a los labios y lo bebió de un trago. Viendo
yo que me miraba furiosamente cuando lo puso sobre la mesa, intenté
disculpar mi presencia accidental en el comedor.
—¿Se figura que hay algún secreto en todo eso? —prorrumpió—; pues no
hay secretos. No hay disimulos. No se oculta nada, ni a usted ni a nadie.
Después de pronunciar estas extrañas palabras en voz alta y con aspereza
se sirvió otro vaso de vino y preguntó a Lady Glyde qué deseaba de él.
—Si mi hermana está en condiciones de viajar también lo estoy yo —dijo
la señora, con más firmeza de la que había mostrado hasta entonces—. Vengo
a pedirte que comprendas mi preocupación por Marian y me dejes seguirla
inmediatamente, en el tren de la tarde.
—Tienes que esperar a mañana —contestó Sir Percival—, y si no hay
inconveniente podrás irte. Y como supongo que no lo habrá, voy a escribir al
conde Fosco en el correo de esta noche.
Dijo estas últimas palabras levantando el vaso a la luz y contemplando el
vino, en lugar de mirar a Lady Glyde. De hecho, a lo largo de la conversación
no la miró ni una sola vez. Tal falta de corrección en un caballero de su rango
fue tan singular que me impresionó, debo reconocerlo, de modo muy doloroso.
—¿Por qué tienes que escribir al conde Fosco? —preguntó Lady Glyde,
completamente asombrada.
—Para decirle que llegas en el tren del mediodía —respondió Sir Percival.
Te recogerá en la estación cuando llegues a Londres, y te llevará hasta St.
John's Wood a la casa de tu tía, donde pasarás la noche.
La mano de Lady Glyde, que apretaba mi brazo, empezó a temblar
violentamente, yo no llegaba a comprender por qué.
—No es necesario que el conde Fosco me espere —afirmó—. Prefiero no
detenerme en Londres durante la noche.
—Tienes que hacerlo. No puedes realizar el viaje hasta Cumberland en un
solo día. Necesitas descansar una noche en Londres y no quiero que la pases
sola en un hotel. Fosco habló a tu tío de ofrecerte su casa para que descansaras
una noche, y tu tío lo aceptó. ¡Por cierto, aquí hay una carta de él dirigida a ti!
Debí habértela dado esta mañana, pero se me olvidó. Lee y mira lo que le dice
el mismo señor Fairlie.
Lady Glyde miró un momento la carta y luego la puso en mis manos.
—Léala usted —me dijo, débilmente—. No sé qué me pasa. Soy incapaz
de leerla yo misma.
Era una nota de cuatro líneas, tan breve y tan fría que me extrañó. Si no
recuerdo mal, no contenía más que estas palabras:
«Queridísima Laura: Ven a esta casa en cuanto quieras. Descansa de la
primera etapa del viaje deteniéndote en Londres, en casa de tu tío. Estoy muy
afectado por las noticias de la enfermedad de nuestra querida Marian. Tu tío
que te quiere mucho, Frederick Fairlie.»
—No quiero ir allí, no quiero pasar la noche en Londres —exclamó la
señora con ansiedad, antes de que yo terminase de leer aquella nota breve—.
¡No escribas al conde Fosco! ¡Te ruego, te ruego que no le escribas!
Sir Percival se sirvió otro vaso con tal torpeza, que lo volcó, derramando
todo el vino sobre la mesa.
—Creo que me está fallando la vista —murmuro para sí con una voz rara y
empañada. Levantó el vaso con lentitud, volvió a llenarlo y lo bebió de un
trago. Empecé a temer, por su mirada y sus gestos, que el vino se le estaba
subiendo a la cabeza.
—¡Te ruego que no escribas al conde Fosco! —repitió Lady Glyde más
gravemente que antes.
—Y ¿por qué no?, quisiera yo saber —gritó Sir Percival, en un repentino
arrebato de cólera que nos sobresaltó a las dos—. ¿Dónde estarás mejor, si vas
a Londres, que en el sitio que tu tío ha buscado para ti en la casa de tu tía?
Pregúntaselo a la señora Michelson.
Lo que proponía el señor era tan indiscutiblemente correcto y apropiado
que no pude objetar nada en contra. Por mucho que yo simpatizase con Lady
Glyde en otros aspectos no podía compartir con ella su injusta prevención
contra el conde Fosco. No había tropezado nunca con una dama de su alcurnia
que tuviese aquella lamentable falta de tolerancia para comprender a los
extranjeros. Ni la nota de su tío ni la creciente impaciencia de su marido
parecían hacerle el menor efecto. Siguió oponiéndose a la idea de pasar una
noche en Londres; siguió suplicando a su esposo que no escribiera al conde.
—¡Déjalo! —dijo Sir Percival dándonos la espalda groseramente—. Si no
tienes suficiente razón para saber qué es lo que te conviene, otros lo saben
mejor. Todo está arreglado y no se hable más. No vas a hacer más que lo que
ha hecho Marian antes que tú...
—¿Marian? —repitió Lady Glyde con espanto—. ¡Marian ha dormido en
casa del conde Fosco!
—Sí, en casa del conde Fosco. Durmió allí anoche, camino de
Limmeridge. Tú seguirás su ejemplo y harás lo que desea tu tío. Tienes que
dormir en casa de Fosco camino de Limmeridge, como lo hizo tu hermana.
¡No me pongas más obstáculos! ¡No me obligues a que me arrepienta por
dejarte marchar!
Se puso en pie y de pronto salió a la galería por la puerta acristalada que
estaba abierta.
—¿Me permite la señora el consejo de que no esperemos aquí hasta que Sir
Percival vuelva? —susurré—. Temo que el vino le haya excitado mucho.
Débil y ausente, accedió a salir de la habitación.
En cuanto nos vimos a salvo en su cuarto hice lo posible por tranquilizar el
ánimo de la señora. Le recordé que las cartas del señor Fairlie, tanto la suya
como la dirigida a la señorita Halcombe autorizaban e incluso podían hacer
necesario, tarde o temprano, seguir aquel proyecto. Estuvo de acuerdo y hasta
admitió que las dos cartas correspondían estrictamente al estilo de su tío. Pero
su miedo por la señorita Halcombe y su inexplicable terror ante la idea de
pasar una noche en la casa londinense del conde permanecían inalterables, a
pesar de todas las consideraciones que se me ocurrió exponerle. Creí que era
mi obligación protestar contra la desfavorable opinión que Lady Glyde tenía
del señor conde; y así lo hice, con la debida circunspección y respeto.
—La señora me perdonará esta licencia —le dije por último—, pero como
dice el refrán, «por la fruta se conoce al árbol». El conde ha sido tan cariñoso
y atento desde el primer día de la enfermedad de la señorita Halcombe, que
merece nuestra mayor confianza y respeto. Incluso su grave malentendido con
el doctor Dawson se debió enteramente a su misma preocupación por la
señorita Halcombe.
—¿Qué malentendido? —preguntó con expresión de súbito interés Lady
Glyde. Le referí todas las desgraciadas circunstancias que obligaron al señor
Dawson a retirar su asistencia, contándoselo con la mejor disposición, pues
desaprobaba que Sir Percival continuara ocultando todo lo que pasó (como
acababa de hacerlo delante de mí) al conocimiento de Lady Glyde.
La señora se levantó con señales de estar más alarmada e inquieta después
de escuchar mis explicaciones.
—¡Es peor! ¡Es peor de lo que pensaba! —dijo, dando vueltas por la
habitación—. El conde sabía que el señor Dawson nunca iba a acceder a que
Marian hiciese este viaje e insultó al doctor a propósito para obligarle a salir
de aquí.
—¡Señora, señora! — protesté yo.
—Señora Michelson —continuó con vehemencia—, no hay palabras que
puedan persuadirme de que mi hermana se ha puesto en manos de ese hombre
y ha entrado en su casa por su propia voluntad. Es tal el horror que me produjo
que ni las cartas de mi tío, ni todo lo que pueda decirme Sir Percival podría
obligarme, mientras tenga uso de mis facultades, a comer, a beber o a dormir
bajo su techo. Pero mi ansiedad por Marian me da valor para seguirla adonde
sea, para seguirla incluso a la casa del conde Fosco.
Me pareció conveniente recordarle en aquel momento que la señorita
Halcombe ya estaría en Cumberland, a juzgar por las explicaciones de Sir
Percival.
—¡Me asusta creerlo! —contestó la señora—. Me asusta pensar que
todavía esté en casa de ese hombre. Pero si me equivoco y si de veras está en
Limmeridge, estoy resuelta a no dormir mañana bajo el mismo techo del
conde Fosco. La amiga que más quiero en el mundo, después de mi hermana,
vive cerca de Londres. ¿No nos ha oído hablar de la señora Vesey a mí y a la
señorita Halcombe? Quiero escribirle y anunciarle que dormiré en su casa. No
sé cómo podré llegar allí, no sé cómo podré eludir al conde, pero de algún
modo me escaparé para alcanzar aquel refugio si mi hermana ha ido a
Cumberland. Todo lo que le pido ahora es procurar que mi carta a la señora
Vesey salga esta noche para Londres con la misma seguridad con la que saldrá
la carta de Sir Percival para el conde Fosco. Tengo motivos para no fiarme del
buzón de abajo. ¿Quiere guardarme usted este secreto y ayudarme en esto?
Quizá sea el último favor que le pida.
Vacilé. Todo aquello era muy extraño y temí que el juicio de la señora
estuviera algo afectado por sus recientes penas y preocupaciones. Pero por fin
decidí correr el riesgo y complacerla. Si la carta estuviese dirigida a un extraño
o a alguien distinto a la señora Vesey, a quien tanto conocía de oídas, me
hubiera negado. Doy gracias a Dios, recordando lo que ocurrió después, ¡doy
gracias a Dios de no haber contrariado ese deseo ni ningún otro de los que
Lady Glyde me expresó el último día de su estancia en Blackwater Park!
Escribió la carta y me la entregó. Yo misma la eché al buzón del pueblo
aquella tarde.
De Sir Percival no supimos nada en todo el resto del día.
Por expreso deseo de Lady Glyde, dormí en un cuarto contiguo al suyo y
dejamos abierta la puerta entre las dos. Había algo tan extraño y terrible en la
soledad y el vacío de la casa que, por mi parte, estaba feliz por tener a alguien
a mi lado. La señora estuvo despierta hasta muy tarde, leyendo y quemando
cartas y vaciando cajones llenos de pequeñas cosas de su aprecio, como si no
pensara volver a Blackwater Park. Cuando se acostó, su sueño fue agitado; la
oí gritar una vez tan alto que se despertó. Sean cuales fueren sus pesadillas no
me habló de ellas. Tal vez, dada mi situación, yo no tenía derecho a esperar
que lo hiciera. Eso importa poco ahora. A pesar de todo, sentí pena por ella, de
todo corazón sentí una profunda pena.
El día siguiente amaneció soleado y hermoso. Sir Percival subió después
del desayuno a decirme que a las doce menos cuarto el tílburi esperaría a la
puerta; el tren de Londres llegaba a nuestra estación veinte minutos más tarde.
Informó a Lady Glyde que tenía necesidad de ausentarse, pero añadió que
esperaba estar de vuelta antes de que ella se marchara. Pero si algún accidente
imprevisto le entretuviese, yo tenía que acompañarla a la estación y
preocuparme de que llegase a tiempo para coger el tren. Sir Percival hizo estas
indicaciones apresuradamente; iba y venía por la habitación sin detenerse en
ningún momento. La señora lo seguía con su atenta mirada. El, en cambio,
nunca le devolvió la mirada.
Lady Glyde no dijo nada hasta que él terminó de hablar, y entonces le
detuvo con un movimiento de la mano cuando se acercó a la puerta.
—No te volveré a ver —dijo, acentuando mucho sus palabras—. Esta es
nuestra despedida, quizá para siempre. ¿Tratarás de perdonarme, Percival,
como yo te perdono a ti de todo corazón?
El rostro de Sir Percival se tornó terriblemente lívido y su frente se cubrió
de gruesas gotas de sudor.
—Volveré —dijo, y se dirigió deprisa a la puerta, como si huyera
espantado por las palabras de despedida que pronunció su esposa.
Nunca me había gustado Sir Percival pero la forma en que se despidió de
Lady Glyde me hizo avergonzarme de haber comido su pan y de haber estado
a su servicio. Quise decir unas cristianas palabras de consuelo a la pobre
señora; pero en su rostro, cuando miraba cerrarse la puerta detrás de su esposo,
vi algo que me hizo cambiar de idea y guardar silencio.
A la hora convenida nos esperaba el tílburi. La señora tenía razón, Sir
Percival no llegó. Lo estuve esperando hasta el último momento, y esperé en
vano.
Sobre mis hombros no pesaba la menor responsabilidad; sin embargo, no
tenía la conciencia tranquila.
—¿La señora va —dije cuando el tílburi pasaba por la puerta—, por su
propia libre voluntad a Londres?
—Iría a cualquier sitio —contestó ella—, con tal de terminar de una vez
con la espantosa pesadilla que me está atormentando.
Había conseguido ponerme a mí casi tan intranquila e insegura como lo
estaba ella misma respecto a la señorita Halcombe.
Me atreví a pedirle que me escribiese unas líneas si le iba todo bien en
Londres.
—Lo haré con mucho gusto, señora Michelson —me contestó.
—Todos tenemos nuestra cruz, señora —le dije, viendo que después de
prometerme escribir se quedaba triste y pensativa.
No me respondió: parecía estar demasiado absorta en sus propios
pensamientos para oírme.
—Me temo que la señora ha descansado poco esta noche —observé,
después de una pausa.
—Sí, tuve pesadillas horribles...
—¿Pesadillas, señora? —creí que quería contarme sus sueños; pero no fue
así, y cuando habló fue para hacerme una pregunta.
—¿Echó usted con sus propias manos mi carta al correo?
—Sí, señora.
—¿No dijo ayer Sir Percival que el conde Fosco vendría a esperarme a la
estación de Londres?
—Sí, señora; eso dijo.
Lanzó un profundo suspiro al escuchar esta respuesta y no volvió a hablar.
Cuando llegamos a la estación faltaban apenas dos minutos para la llegada
del tren. El jardinero (que había conducido el coche) se ocupó del equipaje
mientras yo tomaba el billete. Se oía ya el silbato del tren cuando me reuní con
la señora en el andén. Tenía una expresión extraña, y apretaba una mano
contra el pecho como si un repentino dolor o miedo se apoderara de ella en
aquel momento.
—¡Quisiera que viniese conmigo! —dijo, asiendo mi brazo con ansiedad.
Si hubiese habido tiempo, si el día anterior hubiera sentido lo que estaba
sintiendo entonces hubiese hecho lo necesario para acompañarla, aunque
hubiese tenido que abandonar a Sir Percival sin previo aviso. Pero como me
expresó sus deseos en el último momento, era demasiado tarde para poder
complacerla. Pareció comprenderlo antes de que pudiera explicárselo y no me
repitió que quería tenerme por compañera de viaje. El tren llegó al andén. Dio
al jardinero un presente para sus niños y tomó mi mano con su estilo sencillo y
cordial antes de subir al vagón.
—Ha sido usted muy buena conmigo y con mi hermana —dijo—, cuando
no teníamos amigos a nuestro lado. La recordaré siempre con gratitud mientras
viva y pueda guardar recuerdos. ¡Adiós, y que Dios la bendiga!
Pronunció aquellas palabras con un tono y una mirada que llenaron mis
ojos de lágrimas; las pronunció como si se despidiera de mí para siempre.
—Adiós señora —dije ayudándola a entrar en el vagón y tratando de darle
ánimos—, adiós sólo por ahora, ¡Adiós y que lleguen tiempos más felices, se
lo deseo de corazón!
Bajó la cabeza; se estremeció cuando se encontró dentro. El revisor cerró
la puerta.
—¿Cree usted en los sueños? —me dijo desde la ventana—. Mis sueños de
esta noche eran como jamás había tenido antes. Aún estoy horrorizada.
Sonó el silbido antes de que pudiese contestarle, y el tren se puso en
marcha. Su rostro pálido e inmóvil me miraba por última vez desde la ventana,
me miraba con dolor y gravedad; agitó la mano, y no la vi más.
Hacia las cinco de la tarde del mismo día, cuando mis obligaciones, tan
numerosas, me dejaron un minuto libre, me retiré a mi cuarto para purificar y
serenar mi espíritu leyendo los sermones de mi esposo. Por primera vez en mi
vida no lograba fijar mi atención en aquellas palabras pías y alentadoras.
Decidí que la despedida de Lady Glyde me había afectado mucho más de lo
que yo suponía, dejé el libro de lado y salí a dar una vuelta por el jardín. Sir
Percival no había regresado todavía, que yo supiera, así que no vacilé en
disfrutar de un paseo.
Cuando doblé la esquina de la casa y ante mi vista apareció el jardín, me
sorprendió ver pasear por él a una persona desconocida. Era una mujer que
seguía el sendero dándome la espalda y cogiendo flores.
Cuando me acerqué, me oyó y volvió la cabeza. La sangre se me heló en
las venas. ¡La mujer desconocida era la señora Rubelle!
No pude moverme ni hablar. Vino hacia mí, tan serena como siempre, con
sus flores en las manos.
—¿Qué pasa, señora? —dijo sin inmutarse.
—¿Usted aquí? —se me ahogaba la voz—. ¡No se ha ido a Londres! ¡No
se ha ido a Cumberland!
La señora Rubelle olisqueó sus flores con una sonrisa de conmiseración
maliciosa.
—Claro que no —dijo—. No he salido de Blackwater Park.
Reuní aliento y valor para hacerle otra pregunta:
—¿Dónde está la señorita Halcombe?
La señora Rubelle se me rio en la cara y contestó con estas palabras:
—La señorita Halcombe tampoco ha salido de Blackwater Park, señora.
¡La señorita Halcombe no había salido de Blackwater Park!
Al escuchar aquellas palabras, mis pensamientos volvieron al instante de
mi despedida de Lady Glyde. No puedo decir que me reprochara algo, pero
hubiera dado mis ahorros duramente ganados durante años por haberme
enterado cuatro horas antes de lo que acababa de enterarme en ese momento.
La señora Rubelle esperaba, arreglando con tranquilidad su ramillete,
como si quisiera que le dijese algo.
Yo no podía decir una palabra. Pensaba en las fuerzas agotadas y en la
débil salud de Lady Glyde; me estremecí al imaginar el momento en que
enfrentase el golpe del descubrimiento que yo acababa de hacer. Por unos
minutos mis temores por las pobres jóvenes me hicieron callar. Luego la
señora Rubelle levantó su mirada de las flores, volvió la cabeza y dijo:
—Ahí está Sir Percival, señora, ha vuelto de su paseo.
Lo vi en el mismo instante que ella. Se acercaba a nosotras golpeando
distraídamente las flores con su fusta. Cuando estuvo lo bastante cerca para
ver mi rostro, se detuvo, golpeó con su fusta la punta de sus botas y rompió a
dar con tal sarcasmo y violencia que los pájaros que se posaban en el árbol
junto al que estaba, asustados, levantaron el vuelo.
—Bueno, señora Michelson —dijo—, ya veo que al fin lo ha descubierto,
¿cierto?
No le contesté. Se volvió hacia la señora Rubelle.
—¿Cuándo salió usted al jardín?
—Hace media hora aproximadamente, señor. Me dijo usted que podía
hacer lo que quisiera en cuanto se fuese Lady Glyde a Londres.
—Me acuerdo. No le reprocho nada, es sólo una pregunta.
Esperó un momento y volvió a dirigirse a mí.
—No puede usted creerlo, ¿verdad? —me dijo con burla—. ¡Vamos!
Venga conmigo y véalo con sus ojos.
Se dirigió hacia la parte delantera de la casa. Le seguí; y la señora Rubelle
me siguió a mí. Cuando cruzamos la puerta de hierro se detuvo y señaló con su
fusta el ala central del edificio, la que no se usaba.
—¡Ahí! —dijo—. Fíjese en el primer piso. ¿Conoce los antiguos
dormitorios de la reina Isabel? La señorita Halcombe se halla sana y salva en
uno de los mejores de ellos. Acompañe a la señora Michelson dentro, señora
Rubelle. ¿Tiene usted la llave? Acompáñela dentro y deje que sus propios ojos
le confirmen que esta vez nadie la engaña. El tono en que me habló y los
breves momentos que transcurrieron desde que dejamos el jardín me dieron
fuerzas para recobrar mis ánimos. No puedo decir qué hubiera hecho si toda
mi vida hubiese sido una sirvienta. Pero poseyendo los sentimientos, los
principios y la educación de una dama, no podía vacilar ante lo que debía
hacer. Mi obligación ante mí misma y ante Lady Glyde me impedían
permanecer al servicio de un hombre que nos había engañado
vergonzosamente a las dos con ayuda de tantas falsedades atroces.
—Le ruego que me permita, Sir Percival, decirle unas palabras en privado
—le dije—. Luego estaré dispuesta a ir con esta mujer hasta el cuarto de la
señorita Halcombe.
La señora Rubelle, a la que indiqué con un ligero movimiento de cabeza,
resopló con insolencia en su ramillete y se dirigió lentamente hacia la puerta
de la casa.
—Bien —contestó con brusquedad Sir Percival—. ¿Qué ocurre?
—Deseo comunicarle señor que tengo la intención de dejar el puesto que
ahora ocupo en Blackwater Park.
Estas fueron mis palabras exactas. Había decidido que las primeras
palabras que le dirigiría al quedarme a solas con él, debían expresar mi
propósito de abandonar su servicio.
Me dirigió una de sus miradas más hostiles, metiendo las manos en los
bolsillos de su levita con un gesto de ira.
—¿Por qué? —me dijo—. ¿Por qué? Me gustaría saberlo.
—No soy yo la indicada, Sir Percival, para opinar sobre lo que ha sucedido
últimamente en esta casa. No deseo acusar a nadie. Tan sólo quiero decir que
no considero compatible con mis obligaciones ante Lady Glyde y ante mí
continuar por más tiempo a su servicio.
—¿Acaso es compatible con su obligación ante mí echarme en cara sus
sospechas? —prorrumpió lleno de cólera—. Veo adónde quiere llegar. Ha
formado su propia opinión, absurda e infundada, sobre un inocente engaño que
hemos utilizado con Lady Glyde por su propio bien. Era esencial para su salud
que cambiase de aires y —usted lo sabe tan bien como yo— jamás se hubiese
marchado sabiendo que la señorita Halcombe se quedaba aquí. La hemos
engañado por su propio bien, y a mí no me importa si alguien lo sabe. Váyase
si quiere, hay muchas amas de llaves tan buenas como usted que vendrán con
sus manos lavadas. Váyase, si quiere, pero tenga cuidado con difundir rumores
sobre mí y sobre mis asuntos cuando deje mi servicio. Diga la verdad y nada
más que la verdad o ¡será peor para usted! Vea por sí misma a la señorita
Halcombe y compruebe que tan bien cuidada está en un cuarto como en otro.
Recuerde los consejos del propio doctor que dijo que Lady Glyde debería
cambiar de aire lo más pronto posible. Piénselo bien en todo caso, y luego
¡atrévase a decir algo en contra mía o en contra de mis procedimientos!
Pronunció estas palabras con furia, en un resuello, paseando arriba y abajo
y azotando el aire con su fusta.
Nada de lo que hizo ni de lo que dijo pudo cambiar mi opinión sobre las
muchas y tristes falsedades que había pronunciado el día anterior delante de
mí, o sobre el cruel engaño al que recurrió para separar a Lady Glyde de su
hermana y para enviarla inútilmente a Londres, cuando estaba medio
enloquecida de temor por la señorita Halcombe. Como es natural, guardé estos
pensamientos para mí y no dije nada que pudiera irritarle; pero no por eso fui
menos firme en perseguir mi propósito. La blanda respuesta quita la ira; y me
sobrepuse a mis sentimientos cuando me llegó el turno de hablar.
—¿Cuándo quiere usted irse? —preguntó, interrumpiéndome sin
consideraciones—. No vaya a suponer que tengo interés en conservarla, no
vaya a suponer que me importa que deje esta casa. En esta cuestión soy
honesto y franco desde el principio hasta el fin. ¿Cuándo quiere marcharse?
—Desearía irme tan pronto como le parezca conveniente, Sir Percival.
—Mi conveniencia no tiene nada que ver. Mañana por la mañana no estará
en casa y esta noche puedo hacerle sus cuentas. Si a usted le interesa
preocuparse de la conveniencia de alguien, preocúpese de la señorita
Halcombe. Hoy es el último día que la señora Rubelle está aquí, pues tiene
necesidad de regresar esta noche a Londres. Si usted se marcha en seguida, la
señorita Halcombe no tendrá ni un alma que se ocupe de ella.
Sobra decir que fui incapaz de abandonar a la señorita Halcombe en las
circunstancias en que se encontraban Lady Glyde y ella. Así que, después de
que Sir Percival me confirmó que la señora Rubelle se marcharía tan pronto
como la sustituyese en su puesto, y después de obtener su permiso para
arreglar que el doctor Dawson volviera a atender a su paciente, accedí a
permanecer en Blackwater Park hasta que la señorita Halcombe pudiese
prescindir de mis servicios.
Quedamos en que avisaría al procurador de Sir Percival una semana antes
de marcharme y que éste se encargaría de buscar mi sustituta. Todo ello fue
acordado con muy pocas palabras. Cuando terminábamos, Sir Percival nos dio
la espalda bruscamente y yo fui a reunirme con la señora Rubelle. Aquella
singular extranjera había estado sentada todo el tiempo en el escalón de la
entrada esperando tranquilamente hasta que pudiera seguirla al cuarto de la
señorita Halcombe.
Apenas llegué a medio camino hacia la casa cuando Sir Percival, que se
había marchado en dirección opuesta, se detuvo de repente y me llamó:
—¿Por qué quiere dejar mi servicio? —me preguntó.
Era tan extraña su pregunta, después de lo que acababa de pasar entre
nosotros, que no supe qué contestar.
—¡Piénselo! Yo no sé por qué se va —prosiguió—. Tendrá que dar usted
un motivo por haberme dejado, supongo, si encuentra colocación. ¿Qué causa
alegaría? ¿La separación del matrimonio? ¿Es eso?
—No se puede objetar nada, Sir Percival, contra esa razón...
—¡Muy bien! Esto es todo lo que necesitaba saber. Si alguien le pide
avales, esta será la causa indicada por usted misma. Se va a consecuencia de la
separación del matrimonio.
Dio media vuelta antes de que pudiera decir algo más y pronto desapareció
en el parque. Su comportamiento era tan extraño como su lenguaje.
Reconozco que me había alarmado.
Incluso la paciencia de la señora Rubelle empezaba a agotarse cuando me
reuní con ella en la puerta de la casa.
—Parto por fin —dijo encogiéndose de hombros, aquellos hombros
extranjeros.
Me condujo hacia la parte deshabitada de la casa; subimos la escalera y, al
extremo del pasillo que llevaba hacia las antiguas habitaciones de la reina
Isabel se hallaba una puerta, que desde que yo estaba en Blackwater Park no
se había utilizado jamás. Las habitaciones las conocía bien porque en varias
ocasiones había entrado en ellas por la otra parte de la casa. La señora Rubelle
se detuvo ante la tercera puerta de las que daban a la antigua galería, me
entregó la llave de la habitación junto con la de la puerta de la galería y me
dijo que allí encontraría a la señorita Halcombe. Antes de entrar pensé que
sería deseable dejarle entender que su servicio había terminado. Por tanto le
advertí que desde aquel instante, me encargaría yo plenamente de la enferma.
—Me alegra oírlo, señora —contestó la señora Rubelle—. Tengo muchas
ganas de irme.
—¿Se va usted hoy? —le pregunté.
—Ahora que se ha encargado usted de todo, me marcho dentro de media
hora. Sir Percival ha tenido la amabilidad de dejar a mi disposición al
jardinero y el tílburi, para cuando los necesite. Los necesito dentro de media
hora para ir a la estación. Ya tengo hecho el equipaje. Buenos días señora.
Se inclinó con vivacidad para hacerme una reverencia y se fue por la
galería tarareando una tonada y llevando el compás con su ramillete. Tengo el
sincero gusto de decir que fue aquella la última vez que vi a la señora Rubelle.
Cuando entré en el cuarto, la señorita Halcombe estaba durmiendo. Con
ansiedad la observé mientras yacía en una cama contigua, incómoda y alta. No
parecía estar peor que la última vez que la vi. No advertí nada que indicase
que había estado descuidada; tengo que admitirlo. El cuarto era triste, oscuro y
polvoriento pero la ventana (que daba a un patio solitario que había detrás de
la casa) se hallaba abierta para que entrase el aire fresco, y se había hecho todo
lo posible para que la estancia fuera confortable. Toda la crueldad de las
mentiras de Sir Percival había caído sobre la pobre Lady Glyde. Y el único
perjuicio que él o la señora Rubelle habían infligido a la señorita Halcombe
era, por lo que pude observar, haberla ocultado.
Dejando a la enferma sumida en un apacible sueño, salí para enviar al
jardinero a buscar al doctor. Le dije que después de dejar en la estación a la
señora Rubelle, fuese a casa del señor Dawson y le dejara un mensaje de mi
parte, pidiéndole que viniese a verme. Sabía que vendría si era yo quien se lo
pedía y también sabía que al comprobar que Fosco se había marchado de la
casa, se quedaría.
Cuando volvió, el jardinero me dijo que, después de dejar a la señora
Rubelle en la estación, llegó a la residencia del señor Dawson. El médico le
había encargado decir que se sentía mal pero procuraría venir a la mañana
siguiente.
Al transmitirme el mensaje, el jardinero iba a retirarse, pero le detuve para
pedirle que volviera antes del oscurecer y que se quedara aquella noche en uno
de los dormitorios vacíos de al lado, para que pudiese llamarlo en caso de
necesidad. Comprendió mis temores a quedarme sola toda la noche en la parte
más solitaria de aquella solitaria casa y acordamos que volvería entre las ocho
y las nueve.
Vino puntual y tuve motivos para celebrar haber tomado la precaución de
llamarlo. Antes de la media noche el extraño temperamento de Sir Percival se
manifestó de la forma más violenta y alarmante, y si el jardinero no hubiese
estado alertado para calmarlo al instante, me asusta pensar siquiera qué
hubiera podido suceder.
Casi todo el tiempo, después que cayó la noche, estuvo andando por la casa
y por el parque excitado y lleno de desasosiego, con toda probabilidad,
pensaba yo, por haber tomado vino con exceso durante la cena solitaria. Fuera
como fuese lo cierto es que le oí gritar con furia en el ala nueva, cuando, antes
de acostarme, salí a dar una vuelta por la galería. Inmediatamente, el jardinero
bajó corriendo para ver qué ocurría, y yo cerré la puerta de la galería para
evitar que el alboroto alcanzase los oídos de la señorita Halcombe. Pasó más
de media hora antes de que volviese el jardinero. Me dijo que su amo estaba
por completo fuera de sí, no por la excitación de la bebida, como yo había
supuesto sino presa de un pánico o frenesí inexplicable. Encontró a Sir
Percival dando vueltas por el vestíbulo desierto, jurando con señales del
apasionamiento más violento que no iba a quedarse ni un minuto más en aquel
calabozo que era su casa y que se pondría en camino inmediatamente, aunque
hacía noche cerrada. En cuanto el jardinero se le acercó le ordenó, con
maldiciones y juramentos, que preparase en seguida el tílburi y el caballo. Un
cuarto de hora después, Sir Percival salió de la casa, —bajo la luz de la luna su
rostro tenía una palidez mortecina—, se metió en el tílburi, puso el caballo al
galope y desapareció. El jardinero le oyó gritar y maldecir al portero para que
se levantara y abriera la puerta; oyó el furioso traqueteo de las ruedas en la
quietud de la noche, cuando la puerta se abrió; y pronto no oyó nada más.
Al día siguiente o dos días después, no lo recuerdo bien, llegó el tílbury
conducido por el dueño de la vieja posada de Knowlesbury, el pueblo más
cercano a Blackwater Park. Sir Percival se había detenido allí para coger luego
un tren, cuyo destino el hombre desconocía. Nunca supe qué ocurrió después,
ni por el propio Sir Percival ni por alguna otra persona; en este momento no sé
siquiera si está en Inglaterra o fuera. No le he vuelto a ver desde la noche en
que se marchó de su propia casa como un criminal fugitivo, y mi ferviente
deseo y anhelo es no volver a verle jamás.
Toca a su fin la parte que me corresponde relatar en esta triste historia de
familia.
Se me ha dicho que los detalles de lo que sucedió entre la señorita
Halcombe y yo, cuando al despertar me encontró sentada junto a su cama, no
son sustanciales para el propósito que cumple el presente relato. Será
suficiente que diga que no tenía conciencia de los medios empleados para
traerla de la parte habitada de la casa a la deshabitada. Se hallaba entonces
profundamente dormida, no pudo decirme si con sueño natural o producido
por medios artificiales. Mientras yo estuve en Torquay, y en ausencia de todos
los criados, excepto Margaret Porcher (que perpetuamente comía, bebía o
dormía cuando no trabajaba), fue, sin duda, fácil trasladar a la señorita
Halcombe de una parte de la casa a otra. La señora Rubelle (como descubrí al
examinar la habitación, tenía provisiones y otras cosas necesarias, incluidos
los medios para calentar el agua el caldo, etc., sin encender el fuego que se
había puesto a su disposición durante aquellos días que duró su
aprisionamiento junto a la enferma. No había querido contestar las preguntas
que le hizo, como era lógico, la señorita Halcombe, pero tampoco en todo lo
demás la había tratado con negligencia o falta de consideración. Su deshonra
de prestarse a participar en un engaño es la única de la que puede acusarse en
conciencia a la señora Rubelle.
No necesito dar detalles (y es para mí un alivio saberlo) del efecto que
produjo en la señorita Halcombe la noticia de que Lady Glyde se había
marchado, ni las nuevas mucho más tristes que muy pronto llegaron a
Blackwater Park. En ambos casos traté de prepararla con la máxima
delicadeza y cuidado, pero tan sólo tuve la asistencia y el consejo del señor
Dawson cuando llegó la última de aquellas noticias, pues no estuvo bueno
para venir a visitarnos hasta unos días después de enviarle yo mi recado.
Aquellos fueron días tristes, sobre los que me aflige pensar o escribir. Los
consuelos benditos y preciosos de nuestra religión que procuré buscar tardaron
en llegar al corazón de la señorita Halcombe, pero creo y espero que al fin la
alcanzaron. No me separé de ella hasta que sus fuerzas estuvieron
restablecidas. El tren que me llevó lejos de aquella desgraciada casa la llevó
también a ella. En Londres, llenas de pesadumbre, nos separamos. Ella se fue
a Cumberland, a casa del señor Fairlie, y yo me quedé en la de unos parientes
de Islington.
Sólo quiero añadir unas líneas más a este triste relato. Están dictadas por
mi sentido del deber.
En primer lugar, he de hacer constar que personalmente estoy persuadida
de que no se puede reprochar nada al conde Fosco en relación con los sucesos
que acabo de relatar. Me han dicho que pesa sobre él una tremenda sospecha y
que se han detectado intenciones perversas en su conducta. Sin embargo, mi
convicción de la inocencia del conde permanece incólume. Si ayudó a Sir
Percival en su proyecto de enviarme a Torquay fue porque estaba engañado y
por eso no se le puede culpar, pues es un forastero y además extranjero. Si
tuvo que ver con la aparición de la señora Rubelle en Blackwater Park, fue su
desventura y no su falta, cuando aquella extranjera se prestó a participar en el
engaño concebido y perpetrado por el amo de la casa. Protesto en interés de la
moralidad contra las acusaciones que gratuita y arbitrariamente se lanzan
contra el comportamiento del conde.
En segundo lugar, quiero expresar mi sentimiento por no poder acordarme
con exactitud del día en que Lady Glyde se marchó de Blackwater Park a
Londres. Me dicen que es de máxima importancia conocer la fecha exacta en
que tuvo lugar ese lamentable viaje y he alertado con vehemente anhelo mi
memoria para recordarlo. El esfuerzo ha sido en vano. Sólo recuerdo que fue a
finales de julio. Todos sabemos qué difícil es al transcurrir un lapso de tiempo
y acordarse con exactitud de una fecha pasada si no se ha anotado en su día.
Es mucho más difícil en mi caso, a causa de tantos sucesos inquietantes y
confusos que ocurrieron en el período en que Lady Glyde se fue. Lamento de
corazón no haber anotado la fecha a tiempo. Lamento que el recuerdo de esa
fecha no esté tan vivo como el del rostro de la pobre señora cuando me miró
con tristeza desde la ventana del vagón por última vez.

RELATO DE HESTER PINHORN


COCINERA AL SERVIClO DEL CONDE FOSCO
(Anotado siguiendo sus propias declaraciones)

Siento mucho decir que nunca he aprendido a leer y escribir. He pasado


toda mi vida trabajando duramente y todos saben que soy una mujer honrada.
Sé que es un pecado y una bajeza asegurar una cosa que no es cierta, así que
trataré de no hacerlo en esta ocasión. Diré todo lo que sé y ruego
humildemente al señor que vaya a escribir lo que yo diga que corrija mi
lenguaje y que me perdone si no tengo estudios.
El verano pasado estaba yo sin colocación (y no por mi culpa) cuando oí
hablar de que en el número cinco de Forest Road, St. John's Wood,
necesitaban una cocinera. Me coloqué a prueba. Mi amo se llamaba Fosco. Mi
ama era una dama inglesa. Él era conde y ella condesa. Cuando llegué había
ya una doncella, que no era ni muy ordenada ni muy limpia, pero no era mala
persona. Ella y yo éramos toda la servidumbre de la casa.
Nuestros amos vinieron después que nos instalamos. En cuanto llegaron
nos dijeron en la cocina que esperaban una visita desde un pueblo de otro
condado.
La visita era una sobrina de mi ama y se le preparó el dormitorio en la
parte de atrás de la casa. Mi ama me dijo que Lady Glyde (éste fue su nombre)
tenía mala salud y que, por tanto, habría yo de preocuparme que sus comidas
estuvieran bien sazonadas. Me parece que llegó aquel mismo día, pero, por si
acaso, no se fíen demasiado de mi memoria. Siento decir que es inútil
preguntarme los días del mes y cosas semejantes. De no ser los domingos, la
mitad de mi tiempo no me doy cuenta, pues soy una mujer que trabaja
duramente y no tengo estudios. Todo lo que sé es que Lady Glyde llegó, y
cuando lo hizo me dio un buen susto. Yo no sé cómo la trajo mi amo hasta
casa, pues entonces estaba yo trabajando; pero creo que la trajo por la tarde,
les abrió la puerta la doncella y les condujo al vestíbulo. A poco de volver mi
compañera a la cocina oímos arriba un alboroto y en seguida la campanilla del
vestíbulo que tocaba como loca y la voz de mi ama pidiendo auxilio.
Las dos subimos corriendo y vimos a la señora sobrina tendida en el suelo,
con su rostro terriblemente blanco, con los puños cerrados y la cabeza vuelta
hacia la pared. Dijo mi ama que de repente le había dado un ataque de terror y
dijo mi amo que eran convulsiones. Salí corriendo de casa, pues conocía mejor
que los demás aquellos alrededores, para traer al médico que estuviese más
cerca. Los más próximos eran los doctores Goodricke y Garth, que trabajaban
juntos y eran socios, y que tenían buen nombre y mucha clientela en la
barriada de St. John's Wood. El señor Goodricke estaba en casa y vino
inmediatamente conmigo.
Pasó algún tiempo antes de que el médico pudiera hacer algo. La pobre
señora salía de un ataque para entrar en otro y estuvo así hasta que se quedó
agotada y tan indefensa como un niño recién nacido. La acostamos y el doctor
Goodricke fue a su casa para traer medicinas, y volvió al cabo de un cuarto de
hora o antes. Además de las medicinas trajo una varita de caoba hueca por
dentro y tallada como una trompeta, y, después de esperar un poco, puso un
extremo sobre el corazón de la señora y acercó al otro su oído, y se quedó
escuchando con mucha atención.
Cuando terminó, dice a mi señora, que se hallaba en el cuarto: «Es un caso
muy grave —le dice—. Le recomiendo que avise inmediatamente a los amigos
de Lady Glyde.» Mi señora le dice: «¿Es una enfermedad de corazón?» y él
dice: «Sí, una enfermedad de corazón y de las más peligrosas». Le explicó en
detalle en lo que consistía la enfermedad, pero yo no soy lo bastante
inteligente para entenderlo. Sólo me acuerdo que dijo que temía que ni él ni
ningún otro médico tendrían mucho que hacer allí.
Mi señora tomó la cosa con más tranquilidad que mi señor. Él era un viejo
gordo alto y raro que tenía pájaros y ratones blancos y les hablaba como si
fueran criaturas humanas. Se quedó terriblemente alarmado cuando ojeó
aquellas noticias. «¡Pobre Lady Glyde, pobre y querida Lady Glyde!», dice él.
Se puso a dar vueltas y a retorcer sus gordas manos, así que parecía más bien
un cómico que un caballero. Por cada pregunta que hiciera mi señora al
médico sobre la enfermedad, le preguntaba él cincuenta cosas. Le diré que nos
agobió a todos y, cuando por fin se tranquilizó, salió al pequeño jardín que
había detrás de la casa, hizo unos ramilletes muy feos y me mandó que los
subiese y adornase el cuarto de la enferma con ellos. ¡Como si aquello fuera
de alguna ayuda! Creo que a veces debía andar mal de la cabeza. Pero no era
un mal amo. Tenía una gracia increíble y era alegre, bonachón y amable y
hablaba divinamente. Yo le quería mucho más que a la señora, que era de lo
más tierno que cabe.
Hacia el anochecer, la enferma se animó un poco. Había estado tan débil
hasta ahora, por aquello de las convulsiones, que ni siquiera podía mover la
mano o el pie ni decir una palabra a nadie. Ahora se movió en la cama y
miraba la habitación y a los que allí estábamos. Debió haber sido una señora
guapa cuando estaba sana, pues tenía el pelo claro y ojos azules, ya saben.
Durante la noche durmió muy agitada, al menos eso nos dijo la señora, que fue
quien la veló sola. Yo sólo fui una vez a su cuarto antes de acostarme por si
me necesitaban y la oí hablar consigo misma de un modo atropellado y
confuso. Parece que quería hablar con alguien que no estaba ya con ella. La
primera vez no pude distinguir el nombre y la segunda fue cuando mi señor
llamó a la puerta para hacer más preguntas y dejar otro de sus feos ramilletes.
Cuando volví a subir por la mañana, al día siguiente, vi que la señora enferma
estaba otra vez débil y su sueño parecía un desmayo. El doctor Goodricke
llegó acompañado de su socio el señor Garth, para consultar con éste. Dijeron
que bajo ningún pretexto se la molestara ni se interrumpiera su descanso.
Hicieron muchas preguntas a mi señora en un rincón de la habitación, para
saber cómo había sido la salud de la enferma antes, quién la había atendido y
si había sufrido algún trastorno mental. Recuerdo que a esta última pregunta
mi señora contestó que sí. El señor Goodricke miró al señor Garth y se
encogió de hombros; el señor Garth miró al señor Goodricke y se encogió de
hombros. Parecía que querían decir que el trastorno tenía relación con su
enfermedad del corazón. ¡Pobre criatura, qué frágil parecía! No era fuerte, eso
se veía, no era fuerte.
Aquella misma mañana, más tarde, cuando despertó, pareció mejorar de
repente. Ni a mí ni a la doncella nos dejaron verla porque, decían, los extraños
podían alterarla. Yo supe por mi amo que estaba mejor. Aquel cambio lo puso
de muy buen humor y se asomó a la ventana de la cocina, desde el jardín; iba a
salir y llevaba su enorme sombrero blanco de alas anchas.
—Buenos días, señora cocinera —me dijo—. Lady Glyde está mejor. Me
siento más tranquilo de lo que estaba y quiero estirar un poco mis grandes
piernas y dar un pequeño paseo al sol de verano. ¿Quiere que encargue algo
para usted, quiere que haga alguna compra, señora cocinera? ¿Qué está usted
haciendo? ¿Una buena tarta para la cena? Hágala muy tostada, por favor, muy
tostada y crujiente, querida, para que se deshaga en la boca deliciosamente.
Así solía ser él. Tenía más de sesenta años y le entusiasmaba el dulce.
¡Quién lo creería!
Aquella mañana, el doctor volvió otra vez y vio por sí mismo a Lady
Glyde, que se había despertado con mejoría. Nos prohibió que le hablásemos
ni que nos hablase ella en el caso de que estuviera dispuesta a hacerlo; dijo
que antes que nada debíamos procurar que estuviese tranquila y que durmiese
lo mejor posible. Ella no parecía tener ganas de hablar, excepto la noche
anterior cuando no pude distinguir lo que decía; estaba demasiado débil. El
señor Goodricke no estaba tan satisfecho con su mejoría como mi amo. No
dijo nada cuando bajó de su habitación, excepto que volvería a las cinco.
Hacia esa hora (antes de que hubiese vuelto mi amo), sonó la campanilla del
dormitorio y la señora salió corriendo al rellano de la escalera y me gritó que
fuese en seguida a buscar al médico y le dijese que su sobrina se había
desmayado. Me puse el chal y la capota cuando, por fortuna, el médico llegó
para hacer la visita que había prometido.
Le abrí la puerta y lo acompañé arriba. Mi señora le dice desde la puerta:
«Lady Glyde estaba como antes, despierta, y miraba a su alrededor de una
forma extraña como si estuviera asustada, cuando la oí gemir y en seguida se
desvaneció». El médico se acercó a la cama y se inclinó sobre la enferma. Se
puso de pronto muy serio cuando la miraba y le colocó la mano sobre el
corazón.
Mi ama no apartaba sus ojos del rostro del señor Goodricke y, temblando
de pies a cabeza, le dice en susurros: «¿No está muerta?».
—¡Sí! —dice el doctor serio e inmóvil—. Está muerta. Yo temía que esto
sucediese de repente cuando escuché su corazón ayer.» Mi señora retrocedió a
un paso de la cama mientras el doctor hablaba y se estremeció una y otra vez:
¡Muerta! —se murmura a sí misma—. ¡Muerta tan de repente! ¡Muerta tan
pronto! ¿Qué dirá el conde?».
El señor Goodricke le aconsejó que bajase y que se tranquilizase un poco.
«Ha estado usted velando toda la noche —le dice—, y tiene los nervios
deshechos. Esta joven puede quedarse en el cuarto —dice, señalándome a mí
—, hasta que yo envíe a buscar la ayuda necesaria. Mi señora hizo como él le
dijo. «Tengo que preparar al conde —dice—. Tengo que preparar al conde con
cuidado». Y nos dejó temblando de pies a cabeza, y salió de la casa.
—Su amo es extranjero —dice el señor Goodricke—. ¿Sabrá lo que hay
que hacer para registrar este fallecimiento?». «No lo puedo decir, señor —le
digo— pero creo que no». El doctor lo pensó unos momentos y luego dice:
«No suelo ocuparme de estas cosas —dice—, pero en este caso se podrá evitar
una seria molestia para los señores si me encargo de registrar el deceso.
Dentro de media hora tengo que estar cerca del registro, y no me cuesta mucho
pasar por ahí. Dígaselo a sus señores.» «Si señor, —le digo— y gracias, estoy
segura de que le agradecerán esta amabilidad.» «¿No tiene usted
inconveniente en quedarse aquí hasta que yo envíe quien la sustituya?» —me
dice—. «No, señor; —digo- yo me quedaré con la pobre señora. Creo que no
se ha podido hacer más de lo que hicimos ¿verdad, señor?» —le digo—. «No,
y estoy seguro de que ha debido sufrir mucho antes de que yo la viera; el caso
era desesperado cuando enviaron a buscarme. ¡Ay, Dios mío! Antes o después,
todos tenemos que terminar así ¿verdad, señor?» —le digo—. Me parece que
no tenía ganas de hablar. Me dijo: «Buenas tardes» y se marchó.
Estuve en el cuarto hasta que llegó la ayudante que el señor Goodricke me
había prometido. Su nombre era Jane Gould. Me pareció una mujer respetable.
No hizo comentario alguno, y tan sólo dijo que sabía para qué la habían
llamado y que en su tiempo los había enfundado a miles.
No sé cómo aceptó el amo la noticia, cuando la escuchó por primera vez,
porque yo no estaba presente. Cuando le vi le encontré muy afectado por ello.
Estaba sentado en un rincón, sus manos gordas caían de sus gruesas rodillas,
tenía la cabeza baja y sus ojos miraban al vacío. Más que triste, parecía estar
espantado y asombrado por lo sucedido. Mi señora se ocupó de los
preparativos para el funeral. Debió haber costado toda una fortuna, sobre todo
el féretro que era hermoso. El marido de la señora muerta estaba, según
habíamos oído decir, viajando por países extranjeros. Pero mi ama (que era tía
de la difunta), lo arregló todo con sus amigos de aquel pueblo de otro condado
(Cumberland, creo) para que se enterrase allí, al lado de la tumba de su madre.
Como les digo, el funeral se preparó de la mejor manera, y mi amo se marchó
para asistir al entierro. Estaba muy imponente vestido de luto, con su rostro
tan solemne y tan lleno, con su andar lento y llevando aquella ancha banda en
el sombrero, ¡muy imponente!
Por último, he de decir, en respuesta a las preguntas que me han hecho:
1º Que ni mi compañera ni yo vimos que el señor diese personalmente
medicina alguna a Lady Glyde.
2º Que según lo que yo sé y creo, no se quedó nunca solo con Lady Glyde.
3º Que no puedo decir qué causa motivó el susto repentino que me dio mi
ama que había asaltado a Lady Glyde en cuanto entró en la casa. Nada nos
explicó su causa ni a mí ni a mi compañera.
Las anteriores declaraciones han sido leídas en mi presencia, y no tengo
nada que añadir ni nada que corregir en ellas. Lo repito bajo juramento por la
fe de cristiana. Esta es la verdad fiel.
Hester Pinhorn, que estampa su cruz.

CERTIFICADO DEL DOCTOR


CERTIFICADO
En el registro del subdistrito en el que tuvo lugar la mencionada defunción
certifico, por la presente, que he asistido a Lady Glyde, de veintiún años de
edad cumplidos, a quien visité por última vez el jueves veinticinco de julio de
mil ochocientos cincuenta, que falleció ese mismo día, en el número cinco de
Forest Road, en St. John's Wood.
CAUSA DE LA MUERTE:
Aneurisma
DURAClÓN DE LA ENFERMEDAD:
Desconocida
Firmado:
Alfred Goodricke
Título profesional: M. R. C. S. Eng. L. S. A.
Dirección: Croydon Gardens 12. St John's Wood.

RELATO QUE FIRMA JANE GOULD


«Yo fui la persona enviada por el señor Goodricke para proceder de forma
apropiada y necesaria con los restos de la señora que murió en la casa cuyas
señas se citan en el certificado precedente. Encontré el cuerpo al cuidado de la
sirvienta Hester Pinhorn. Yo me quedé velando y lo preparé en su debido
tiempo para el entierro. En mi presencia fue colocado en el ataúd, y después vi
cómo lo cerraban con clavos antes de ser trasladado de la casa. Después de
ello y no antes me pagaron lo que me pertenecía y me fui de la casa. Si alguien
quiere pedir informes míos, que se dirija al doctor Goodricke. Puedo
testimoniar que soy persona cuya veracidad merece confianza.»
Jane Gould

EPITAFIO GRABADO EN LA LÁPIDA


DEDICADO A LA MEMORIA DE LAURA
LADY GLYDE

ESPOSA DE SIR PERCIVAL GLYDE,


BARÓN DE BLACKWATER PARK, HAMPSHIRE.
HIJA DEL DIFUNTO PHILIP FAIRLIE, ESQ.,
DE LIMMERIDGE HOUSE, DE ESTA PARROQUIA.
NACIÓ EL 27 DE MARZO DE 1829.
CASADA EL 22 DE DICIEMBRE DE 1849.
FALLECIÓ EL 25 DE JULIO DE 1850.

RELATO RESUMIDO DE WALTER HARTRIGHT


I
A principios del verano de 1850, mis compañeros supervivientes y yo,
dejamos los páramos y los bosques de Centroamérica para volver a nuestra
patria. Llegamos a la costa y embarcamos para Inglaterra. El barco naufragó
en el Golfo de México, y yo fui de los pocos que se salvaron del naufragio.
Era la tercera vez que escapaba del peligro de muerte. La muerte por
enfermedad, la muerte por los indios, la muerte en el naufragio, las tres
estuvieron cerca de mí y las tres pasaron a mi lado sin tocarme.
Los sobrevivientes del naufragio fueron rescatados por un barco americano
que navegaba rumbo a Liverpool. La nave llegó al puerto el día trece de
octubre de 1850. Desembarcamos a última hora de la tarde y aquella misma
noche estaba en Londres.
Estas páginas no son un relato de mis andanzas y aventuras ocurridas en
países extraños. Los motivos que me alejaron de mi patria y de mis amigos
llevándome a un mundo nuevo pleno de aventuras y peligros, son conocidos.
Volví de ese exilio que yo mismo me había impuesto tal como esperaba, tal
como había deseado y había rogado poder volver. Regresé siendo un hombre
distinto. Mi naturaleza se había regenerado en las aguas de una nueva vida. En
una dura escuela de apremios y peligros mi voluntad aprendió a ser fuerte, mi
corazón resoluto, y mi mente a confiar en sí misma. Salí huyendo de mi
porvenir y volví decidido a afrontarlo como un hombre debe hacerlo.
Iba a afrontarlo con la abnegación que sabía que se me exigiría. Había
arrancado de mí lo más amargo de mi pasado, pero no los recuerdos que
guardaba en mi corazón, la tristeza y ternura de aquella época memorable. No
había dejado de sentir el único desengaño irreparable de mi vida, tan sólo
había aprendido a soportarlo. Laura Fairlie ocupaba por completo mis
pensamientos cuando, desde el barco que me llevaba lejos, me despedía de
Inglaterra con la mirada. Laura Fairlie seguía colmando mis pensamientos
cuando el barco me devolvió a mi patria y la aurora de la mañana me dejó
contemplar aquellas costas familiares.
Mi pluma traza estas líneas que vuelven al pasado tal como mi corazón
vuelve también al amor de ese pasado. Sigo refiriéndome a ella como Laura
Fairlie. Me cuesta pensar y hablar de ella dándole el nombre de su marido.
No son necesarias más palabras para explicar mi aparición en estas páginas
por segunda vez. Esta es la parte final de la historia, y si tengo valor y
fortaleza para escribirla, vamos ahora a verlo.
Al llegar la mañana, mi primera inquietud y mi primera esperanza se
centraron hacia mi madre y mi hermana. Sentí la necesidad de prepararlas a la
alegría y la sorpresa de mi retorno después de una ausencia de meses y meses
sin recibir noticias mías. A primera hora de la mañana envié una carta a la casa
de Hampstead, y una hora después me puse en camino.
Transcurridos los primeros momentos del encuentro, cuando poco a poco
fuimos recuperando la paz y la calma de los tiempos pasados, vi algo en el
rostro de mi madre que me dijo que un peso secreto oprimía su corazón. En
sus ojos ansiosos había algo más que amor, en la ternura de su mirada había
tristeza; en la mano cariñosa que apretó la mía con lentitud y delicadeza, había
compasión. No teníamos secretos el uno para el otro. Ella sabía cómo fue
destruida la esperanza de mi vida, sabía por qué la había abandonado. Yo tenía
a flor de labios la pregunta —quería hacerla con la mayor calma de que era
capaz—, de si no había llegado alguna carta de la señorita Halcombe para mí,
o si había noticias de su hermana. Pero al mirar al rostro de mi madre, me faltó
valor para hacerle esta pregunta, siquiera de manera reservada. Tan sólo fui
capaz de decirle, vacilante y cohibido:
—¿Tienes algo que decirme...?
Mi hermana, que se hallaba sentada frente a nosotros, de repente se
levantó, y sin una palabra de explicación, salió del cuarto.
Mi madre se sentó más cerca de mí en el sofá y me rodeó con sus brazos.
Sus delicadas manos temblaban; las lágrimas corrían por su rostro cariñoso y
sincero.
—¡Walter! —murmuró—. ¡Hijo mío! Se me parte el corazón. ¡Hijo mío,
hijo mío!, no olvides que aún vivo yo.
Mi cabeza se hundió en su regazo. Con aquellas palabras me lo dijo todo.
II
Era la mañana del tercer día después de mi llegada, la mañana del 16 de
octubre.
Me había quedado con mi madre y mi hermana tratando de no amargar su
alegría por mi llegada, tal como estaba amargada la mía. Había hecho todo lo
que puede hacer un hombre para levantarse después del golpe y aceptar la vida
con resignación, para que mi tristeza llevara a mi corazón ternura y no
desesperación. Fue inútil y desesperante. Las lágrimas no calmaron mis ojos
doloridos ni hallé consuelo en el cariño de mi madre y la compasión de mi
hermana.
A la tercera mañana les abrí mi corazón. Por fin brotaron de mis labios las
palabras que me quemaban desde el día en que mi madre me dio la terrible
noticia.
—Dejadme marchar sólo por algún tiempo —dije—. Sabré sobrellevar
mejor mi pena cuando vuelva a ver el lugar en que la conocí, cuando me
arrodillé y recé ante la tumba en la que descansa para siempre.
Emprendí mi viaje a la tumba de Laura Fairlie.
Era una serena tarde de otoño cuando me apeé del tren que me dejó en la
estación solitaria y comencé a andar por aquella carretera familiar. El sol
poniente brillaba débilmente entre las ligeras nubes blancas, el aire era cálido
e inmóvil, la paz del solitario paisaje estaba más acentuada y triste en aquella
época en que el año tocaba a su fin.
Llegué al páramo; de nuevo estaba en la ladera de la colina. Miré frente a
mí, hacia el sendero, y distinguí a lo lejos los familiares árboles del jardín, la
cruz ancha y suave del camino y los altos muros blancos de Limmeridge
House. Las dichas y los cambios, las aventuras y los peligros de los meses y
meses pasados, todo ello se empequeñecía y quedaba reducido a nada en mi
mente. ¡Me pareció que era ayer cuando pisaba por última vez aquella fragante
campiña cubierta de brezos! Creí que la iba a ver salir a mi encuentro con su
pequeño sombrero de paja cuyas alas protegían su rostro del sol, su sencillo
traje ondeando al aire y su grueso libro de dibujos dispuesto en su mano.
¿Dónde está ¡oh, muerte!, tu aguijón? ¿Dónde, ¡oh, sepulcro!, tu victoria?
Miré a un lado. Allí, abajo en el valle estaba la solitaria iglesia gris, el
pórtico donde esperé la llegada de la dama de blanco, las colinas que rodeaban
el tranquilo cementerio, el arroyo cuya agua fría fluía en su lecho de piedra.
¡Ahí estaba la cruz de mármol, blanca y hermosa, a la cabecera del sepulcro!
¡El sepulcro que ahora cobijaba a la madre y a la hija!
Me acerqué a él. Crucé una vez más el bajo portillo de piedra y me
descubrí la cabeza al pisar aquel terreno consagrado. Consagrado al amor y a
la bondad, consagrado al recuerdo y al dolor.
Me detuve frente al pedestal sobre el que se alzaba la cruz. En la parte que
estaba más próxima a mí leí la inscripción recién grabada; las letras negras,
profundas, claras y crueles contaban la historia de su vida y de su muerte.
Quise leerlas. No pude leer más que su nombre: «Dedicada a la memoria de
Laura...» Los dulces ojos azules nublados por sus lágrimas, la rubia cabeza
inclinada suavemente, las inocentes palabras de despedida pidiéndome que la
dejase, ¡qué último recuerdo podía ser más feliz! ¡El recuerdo que llevé
conmigo y que conmigo había regresado hasta su tumba!
Por segunda vez quise leer el epitafio... Al final vi la fecha de su muerte
sobre ella...
Sobre ella había más líneas escritas en el mármol, y entre ellas, un nombre
que perturbaba mis pensamientos. Me fui al otro lado del sepulcro, donde no
había nada que leer, ninguna vileza del mundo que separó su espíritu del mío.
Me arrodillé, frente a la tumba. Apoyé mis manos y mi cabeza sobre la
ancha piedra blanca y cerré mis ojos cansados a la tierra que se extendía a mi
alrededor y a la luz que caía sobre mí. La hice volver a mi lado. ¡Amor mío,
amor mío, ahora puede hablarte mi corazón! De nuevo era sólo ayer cuando
nos separamos, ayer cuando tu suave mano descansó en la mía, ayer cuando
mis ojos se miraron en los tuyos por última vez. ¡Amor mío, amor mío!
El tiempo había volado, y el silencio había descendido, como la oscura
noche, sobre su curso.
El primer sonido que sobrevino después de aquella paz celestial se deslizó
suavemente, como una ligera brisa, sobre la hierba del cementerio. Oí que se
me acercaba lentamente, hasta que llegó a mis oídos cambiado: parecía el
ruido de pasos que avanzaban; luego se detenían.
Levanté la cabeza. Faltaba poco para que el sol se pusiera. Las nubes se
habían separado y la tenue luz oblicua bañaba las colinas. El final de aquel día
era frío, claro y sereno en el quieto valle de la muerte.
Detrás de mí, en el cementerio, vi en la fría claridad del ocaso a dos
mujeres. Miraban hacia la tumba; me miraban a mí. Se acercaron un poco y
volvieron a detenerse. Llevaban velos, que me ocultaban sus rostros. Una de
ellas lo levantó. A la luz plácida de la noche vi el rostro de Marian Halcombe.
¡Había cambiado! ¡Había cambiado como si hubieran pasado años! Sus ojos
grandes y salvajes me miraban con extraño terror. Su rostro, fatigado y
exhausto, inspiraba compasión. Como si la pena, el temor y la angustia la
hubieran marcado con su hierro al rojo vivo.
Di un paso hacia ella. No se movió, ni dijo una palabra. La mujer que
estaba a su lado, y que no levantó el velo, lanzó un débil gemido. Me detuve.
Las fuerzas me abandonaron; y un indecible terror me hizo temblar de pies a
cabeza.
La mujer con el rostro cubierto se separó de su compañera, y con lentitud
se dirigió hacia mí. Una sola vez Marian Halcombe habló. La voz era lo que
yo recordaba. No había cambiado, con sus ojos alterados y su rostro
demacrado.
—¡Es mi sueño, es mi sueño!
Le oí pronunciar quedamente estas palabras en medio de aquel silencio
horripilante. Cayó de rodillas y levantó sus manos crispadas al cielo.
—¡Padre nuestro, dadle fortaleza! ¡Padre, ayúdale en esta hora decisiva!
La mujer se me acercaba, despacio y en silencio. La miré y desde aquel
instante no puede mirar a nadie más.
La voz que rogaba por mí tembló y pasó a ser un susurro; luego, de repente
se levantó, me llamó con horror, me gritó con desesperación que me marchase.
Pero la mujer cubierta por el velo se había adueñado de mí, de mi cuerpo y
de mi alma. Se detuvo a un lado de la tumba. Nos quedamos frente a frente,
separados por la lápida sepulcral. Ella estaba junto a la inscripción del
pedestal; su vestido tocaba las letras negras.
La voz se acercó, se elevaba más y más, estaba llena de pasión.
—¡No descubras la cara! ¡No la mires! ¡Por amor de Dios, evítale este
trauma!
La mujer levantó el velo.
DEDICADO A LA MEMORIA DE LAURA,
LADY GLYDE...
Laura, Lady Glyde, se erguía junto al epitafio y me miraba por encima del
sepulcro.
FIN DE LA PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

CONTINÚA EL RELATO DE WALTER HARTRIGHT


I
Abro una nueva página. Adelanto mi narración en una semana.
Lo ocurrido en este lapso de tiempo, que paso por alto, debe permanecer
silenciado. Cuando pienso en ello, mi corazón desfallece y mi mente se llena
de oscuridad y confusión. Y no debe ser así pues yo, que soy quien escribo, he
de guiar como se debe a los que leen. Y no debe ser así, pues el hilo que nos
lleva a través de los vericuetos de esta historia ha de quedar de principio a fin
desenredado en mis manos.
Una vida que cambia de repente, cuyo sentido entero está engendrado de
nuevo, cuyas esperanzas y temores, luchas, intereses y sacrificios se vuelven
de una vez y para siempre hacia nuevos derroteros, ésta es la perspectiva que
ahora se presenta ante mí, tal como aparece a nuestros ojos un paisaje desde la
cima de una montaña. Dejé mi narración en las sombras apacibles de la iglesia
de Limmeridge y la continúo una semana más tarde en medio del bullicio y del
tumulto de una calle de Londres.
La calle pertenece a un barrio populoso y pobre. La planta baja de una de
sus casas está ocupada por un modesto vendedor de periódicos, y los pisos
primero y segundo están destinados a habitaciones amuebladas, que se ofrecen
por un modesto alquiler.
He tomado estos dos pisos bajo otro nombre. Vivo en el segundo, donde
tengo un cuarto para trabajar y otro para dormir. En el primero habitan dos
mujeres bajo mi mismo falso nombre, a las que se cree mis hermanas. Me
gano la vida dibujando y grabando sobre madera para periódicos baratos. Mis
supuestas hermanas me ayudan haciendo de costureras. Nuestra vivienda,
pobre, nuestro humilde aspecto, nuestro fingido parentesco, nuestro nombre
ficticio, todo ello son los medios de que nos valemos para que nadie nos
descubra en esta ciudad semejante a un bosque que es Londres. Ya no
figuramos entre las personas cuyas vidas transcurren al descubierto y son bien
conocidas. Soy un hombre oscuro que no llama la atención, sin amigos y sin
protectores que le ayuden. Marian Halcombe no es más que mi hermana
mayor, que con su arduo trabajo nos gana el pan de cada día. Los dos, en la
estimación de los demás, somos a la vez víctimas y promotores de una
atrevida impostura. Se nos considera cómplices de una loca que se llama Anne
Catherick, que reclama el nombre, los derechos y la personalidad de la difunta
Lady Glyde.
Tal es nuestra situación. A partir de ahora, en este nuevo aspecto, hemos de
figurar los tres en esta narración, a lo largo de las muchas páginas que siguen.
Ante los ojos de la razón y de la ley, en la estimación de amigos y parientes
y conforme a todas las formalidades que se exigen en la sociedad civilizada,
«Laura, Lady Glyde» yace enterrada junto a su madre en el cementerio de
Limmeridge. Arrancada en vida de las listas de los seres vivos, hija de Philip
Fairlie y esposa de Sir Percival Glyde podría existir para su hermana o para
mí; pero para el resto del mundo estaba muerta. Lo estaba para su tío, que la
había rechazado; muerta para los criados de la casa, que no supieron
reconocerla; muerta para las personas dotadas de autoridad, que habían
transferido su fortuna a su marido y a su tía; muerta para mi madre y mi
hermana, que me creen a mí víctima de una aventura y de un fraude social;
legal y moralmente estaba muerta.
¡Y, sin embargo, vivía! Vivía pobre y escondida. Vivía junto al humilde
profesor de dibujo que se disponía a luchar por ella y a ganar para ella su
puesto en el mundo de los vivos.
¿Es que no cruzó por mi mente sospecha alguna, sabiendo su
extraordinario parecido con Anne Catherick, cuando la vi descubrir su rostro
ante mí? Ni siquiera sentí la sombra de una sospecha desde el instante en que
levantó el velo al acercarse a aquella inscripción que hablaba de su muerte.
Antes de que en aquel día se hubiera puesto el sol, antes de que
desapareciera de nuestra vista el hogar que se había cerrado para ella, las
palabras de despedida con que nos separamos en Limmeridge habían sido
evocadas por ambos, las repetí yo y las recordó ella: «Si llega un instante en el
que toda la devoción de mi corazón, de mi alma y de mi fuerza pueda
proporcionarle un segundo de felicidad o evitarle un rato de tristeza, ¿querrá
usted recordar al pobre profesor de dibujo que un tiempo estuvo a su
servicio?» Ella, que apenas recordaba ahora el terror y las angustias de los
últimos tiempos, recordó aquellas palabras y apoyó, inocente y confiada, su
pobre cabeza sobre el pecho del hombre que las había dicho. En aquel
momento me llamó por mi nombre y me dijo: «Han tratado de hacerme
olvidarlo todo, Walter; pero me acuerdo de Marian y me acuerdo de ti», en
aquel momento, yo, que hacía mucho le había entregado mi amor, le entregué
mi vida y di gracias a Dios de que era mía y podía brindársela a ella.
¡Sí! había llegado ese instante. Desde miles y miles de millas a través de
bosques y desiertos en los que compañeros más fuertes que yo habían caído
junto a mí, a través del peligro de muerte que tres veces se me presentó y del
que tres veces escapé, las manos que conducen a los hombres por el oscuro
camino hacia el futuro me habían conducido hasta ese instante. Abandonada y
pobre, exasperada y consumida, ajada su belleza y su mente oscurecida;
despojada de su posición en el mundo y de su sitio entre los vivos, ahora pude
depositar, sin provocar reproches, a sus queridos pies, la devoción que le había
prometido, la devoción de mi corazón, mi alma y mi fuerza. ¡Al fin era mía
por el derecho que a ello me daban sus miserias y su abandono! Mía para
apoyarla, protegerla, cuidarla y restablecerla. Mía para amarla y respetarla
como padre y como hermano a la vez. Mía para vengarla a costa de sacrificios
y peligros de toda clase, a costa de una lucha sin esperanza contra el rango y el
poder, a costa de largas batallas contra el engaño bien armado y contra el éxito
fortalecido, a costa de la ruina de mi reputación, de la pérdida de mis amigos,
a costa del riesgo de mi vida.
II
Mi posición está definida; mis motivos están explicados. Ahora han de
seguir la historia de Marian y la de Laura.
Voy a relatar ambas historias, no con las palabras (que con frecuencia se
interrumpen y se confunden inevitablemente) con que me las contaron, sino
con las de una abstracción breve, concisa y estudiadamente sencilla; con
palabras que me propongo escribir para que me guíen a mí como también
deberían guiar a mi consejero legal. De este modo la enmarañada red de
acontecimientos podrá desenvolverse con mayor rapidez y de forma más
inteligible.
La historia de Marian comienza donde termina el relato del ama de llaves
de Blackwater Park.
Al irse Lady Glyde de casa de su marido, el ama de llaves comunicó aquel
hecho y las circunstancias en que había tenido lugar a la señorita Halcombe.
Sólo unos días después (la señora Michelson no logro precisar cuántos, ya que
jamás se le ocurrió apuntarlo) llegó una carta de Madame Fosco anunciando la
muerte repentina de Lady Glyde en casa del conde Fosco. En esta carta no se
mencionaba fecha alguna y se dejaba a la discreción de la señorita Michelson
el modo de transmitir la noticia a la señorita Marian inmediatamente y esperar
a que hubiese recobrado su salud de manera más definitiva.
Después de consultarlo con el señor Dawson (que había tardado en volver
a prestar su asistencia en Blackwater Park por haber estado él mismo
enfermo), la señora Michelson, siguiendo el consejo del médico y en presencia
de éste, comunicó a la señorita Halcombe la nueva el mismo día que se recibió
la carta o al día siguiente. No es necesario que pondere el efecto que produjo
la noticia de la repentina muerte de Lady Glyde sobre su hermana. Para
nuestro propósito tan sólo interesa saber que durante las tres semanas
siguientes no estaba aún en condiciones de emprender el viaje. Al término de
aquel tiempo fue a Londres, acompañada por el ama de llaves. Allí se
separaron; la señora Michelson dejó sus señas a la señorita Halcombe para el
caso de que ésta deseara comunicarse con ella más adelante.
Al despedirse del ama de llaves, la señorita Halcombe se dirigió en seguida
al despacho de los señores Gilmore y Kyrle para consultar con este último, en
ausencia del señor Gilmore. Dijo al señor Kyrle que creía conveniente ocultar
a todos (incluso a la señora Michelson) sus sospechas acerca de las
circunstancias en que Lady Glyde encontró su muerte. El señor Kyrle, que en
otras ocasiones había dado pruebas amistosas a la señorita Halcombe de su
disposición para ayudarla, se ofreció inmediatamente para emprender la
investigación que la naturaleza delicada y peligrosa de aquel caso le permitiera
efectuar.
Para terminar esta parte del tema antes de seguir adelante, cabe mencionar
que el conde Fosco se puso a la entera disposición del señor Kyrle cuando éste
le hizo saber que venía obedeciendo al deseo de la señorita Halcombe para
recoger algunos detalles del fallecimiento de Lady Glyde que no se le habían
comunicado hasta entonces. Así, el señor Kyrle pudo hablar con el médico,
con el señor Goodricke y con las dos criadas. Más, a causa de no poder
saberse con exactitud el día en que Lady Glyde salió de Blackwater Park, el
resultado de las declaraciones del médico y de las sirvientas, como los
testimonios voluntarios del conde Fosco y de su esposa fueron definitivos a los
ojos de señor Kyrle. No le quedaba otra cosa que concluir que la intensidad
con que la señorita Halcombe sintió la pérdida de su hermana la había llevado
a formar un juicio deplorablemente equivocado; le escribió diciendo que la
terrible sospecha a la que había aludido en su presencia carecía, en su opinión,
del menor fundamento real. Aquél fue el principio y el fin de la investigación
del socio del señor Gilmore. Mientras tanto, la señorita Halcombe retornó a
Limmeridge, donde recogió toda la información suplementaria que pudo
obtener.
El señor Fairlie supo el fallecimiento de su sobrina por una carta de su
hermana Madame Fosco; aquella carta tampoco contenía referencia alguna a
fechas exactas. Accedió a la proposición de su hermana de que se enterrara a
la joven junto a su madre, en el cementerio de Limmeridge. El conde Fosco
acompañó los restos a Cumberland y asistió al funeral que tuvo lugar en
Limmeridge el día 3O de julio. Todos los habitantes del pueblo y de sus
alrededores asistieron a la ceremonia expresando así su respeto. Al día
siguiente se grabó en la lápida del sepulcro el epitafio (inicialmente escrito, se
decía, por la tía de la difunta y sometido a la aprobación de su hermano, el
señor Fairlie).
El día del funeral, y el siguiente, el conde Fosco se hospedó en
Limmeridge, pero no se celebró entrevista alguna entre éste y el señor Fairlie,
obedeciendo al deseo expreso de este último. Se comunicaron por escrito, y
por este medio el conde Fosco puso en conocimiento del señor Fairlie los
pormenores de la última enfermedad y muerte de su sobrina. La carta que
contenía estos datos no añadió hechos nuevos a los ya conocidos, pero en su
posdata había un párrafo sumamente curioso. Se refería a Anne Catherick.
El contenido del párrafo en cuestión puede resumirse en estas palabras:
Al principio se informaba al señor Fairlie de que Anne Catherick (de quien
conocería detalles más completos por la señorita Halcombe cuando ésta
llegase a Limmeridge) había sido seguida y detenida en los alrededores de
Blackwater Park y por segunda vez se la había puesto al cuidado del médico a
cuya vigilancia había escapado hacía algún tiempo.
Esta era la primera parte de la posdata. La segunda advertía al señor Fairlie
de que la enfermedad mental de Anne Catherick se había agravado a
consecuencia de haber permanecido fuera de control durante un período
prolongado; que el odio y la desconfianza insanos que siempre había
profesado a Sir Percival Glyde y que antaño era una de sus manías más
marcadas, seguía existiendo pero habían adquirido una forma nueva. Ahora la
idea que la desventurada mujer expresaba en relación a Sir Percival era la de
angustiar y molestarlo pretendiendo elevarse, como ella suponía, en la
estimación de los parientes y enfermeras atribuyéndose la identidad de su
difunta esposa; era evidente que tal pretensión se le había ocurrido, después de
haber conseguido entrevistarse furtivamente con Lady Glyde, cuando observó
el asombroso parecido accidental que existía entre ella y la difunta. Era
absolutamente imposible que lograse escapar del sanatorio por segunda vez,
pero sí era posible que encontrase algún medio para molestar a la familia de
Lady Glyde con cartas; en tal caso el señor Fairlie estaba avisado y sabría
cómo recibirlas.
Se enseñó a la señorita Halcombe cuando llegó a Limmeridge la posdata
compuesta en estos términos. Igualmente se le entregaron las ropas que
llevaba lady Glyde y otras pertenencias que había traído a casa de su tía.
Madame Fosco las había recogido escrupulosamente para enviarlas a
Cumberland.
Tal era el estado de las cosas cuando la señorita Halcombe pisó
Limmeridge a primeros de septiembre.
Poco después, una recaída la obligó a guardar cama; sus debilitadas
energías físicas cedían ante la severa aflicción mental que estaba
experimentando. Cuando un mes más tarde se recuperó de nuevo, su sospecha
acerca de las circunstancias que habían acompañado la muerte de su hermana
permanecía incólume. En todo aquel tiempo no había sabido nada de Sir
Percival Glyde, pero había recibido cartas de Madame Fosco que la hacían
objeto del afectuoso interés por parte de su esposo y de ella misma. En lugar
de contestar, la señorita Halcombe contrató un detective privado para que
vigilase la casa de St. John's Wood y las actividades de sus habitantes.
No se descubrió nada sospechoso. Al mismo resultado llevaron las
investigaciones emprendidas secretamente acerca de madame Rubelle. Esta
había llegado a Londres unos seis meses antes, acompañada de su marido.
Procedía de Lyon, y tomaron una casa cerca de Leicester Square, con objeto
de convertirla en una pensión para los extranjeros que se esperaba que iban a
llegar en gran número a Inglaterra para visitar la Exposición de 1851. En el
vecindario no se sabía nada ni del marido ni de la mujer. Eran personas
tranquilas y se ganaban la vida honestamente. Las últimas investigaciones
tuvieron por objeto a Sir Percival Glyde. Se habían instalado en París, donde
vivía apaciblemente rodeado de un reducido círculo de amigos ingleses y
franceses.
Al fracasar en todas estas empresas, pero incapaz aún de tranquilizarse, la
señorita Halcombe decidió luego ir en persona al sanatorio donde se había
recluido por segunda vez a Anne Catherick. En el pasado había sentido una
fuerte curiosidad por aquella mujer; ahora estaba doblemente interesada en
ella: primero quería comprobar si era cierto que pretendía personificar a Lady
Glyde, y segundo, (si resultaba que era cierto), quería descubrir cuáles eran los
motivos reales que habían impulsado a la pobre criatura a intentar esta ficción.
Aunque la carta del conde Fosco al señor Fairlie no mencionaba las señas
del sanatorio, aquella omisión no representaba un obstáculo en el camino de la
señorita Halcombe. Cuando el señor Hartright encontró a Anne Catherick en
Limmeridge, ella le indicó la localidad donde se hallaba aquella casa, y la
señorita Halcombe anotó la dirección en su Diario junto con otros detalles de
la conversación, exactamente como lo había oído contar al señor Hartrigth.
Así pues, encontró la anotación, y en ella las señas; llevó consigo la carta del
conde Fosco, dirigida al señor Fairlie, como una especie de credencial que
podía resultarle útil, y emprendió su viaje al manicomio el día 11 de octubre.
Pasó la noche del día 11 en Londres. Su intención fue dormir en casa de la
antigua institutriz de Lady Glyde; pero fue tan desoladora la agitación de la
señora Vesey al ver a la amiga más íntima y querida de su inolvidable
discípula, que la señorita Halcombe, por consideración, se abstuvo de
permanecer en su compañía, y se dirigió a una respetable casa de huéspedes
que había en la vecindad y que le recomendó la hermana casada de la señora
Vesey. Al día siguiente fue al sanatorio, situado no lejos de Londres, al norte
de la metrópoli.
Fue recibida inmediatamente por el dueño del establecimiento.
Al principio, éste se mostró terminantemente reacio a permitirle ver a la
paciente. Pero al ver la posdata de la carta del conde Fosco, al recordarle ella
que era la «señorita Halcombe», de quien se hablaba en la carta, que era una
pariente cercana de Lady Glyde, y, por lo tanto, tenía un interés natural para
ver con sus propios ojos la dimensión que había tomado la manía de Anne
Catherick que tenía relación con su difunta hermana, el tono y actitud del
dueño del sanatorio cambiaron y no insistió en sus objeciones. Probablemente,
sintió que el persistir en su negativa, dadas las circunstancias, no sólo habría
sido un acto de descortesía por su parte sino que implicaría que los métodos
usados en su establecimiento eran de tal naturaleza que no podían exponerse al
interés de respetables personas extrañas. La impresión de la señorita
Halcombe fue que el dueño del sanatorio no gozaba de la confianza de Sir
Percival ni del conde. Parecía ser una prueba de ello el que le hubiera
permitido visitar a su paciente, mientras que su disposición a hacer
declaraciones que difícilmente hubieran escapado de los labios de un cómplice
podían considerarse una confirmación definitiva.
Por ejemplo, en el transcurso de la conversación preliminar comunicó a la
señorita Halcombe que el conde Fosco había traído a Anne Catherick al
sanatorio junto con la prescripción y certificados necesarios, el veintisiete de
julio. El conde presentó una carta con explicaciones e instrucciones firmada
por Sir Percival. Al recuperar a su paciente, el dueño del sanatorio observó
que en ella se habían producido ciertos curiosos cambios personales. Por
supuesto tales cambios no carecían de precedentes en su experiencia con
personas mentalmente afectadas. A menudo, sus enfermos no se parecían ni
por fuera ni por dentro a cómo eran al día siguiente; en los casos de locura, un
cambio para peor o para mejor tendía necesariamente a producir alteraciones
en el aspecto exterior. Lo admitía, como también admitía que la manía de
Anne Catherick se había modificado, reflejándose, sin duda, en su
comportamiento y en su modo de expresarse. Sin embargo en algunas
ocasiones le dejaban perplejo ciertas diferencias que había entre la paciente de
antes de la fuga y la que le había sido restituida. Aquellas diferencias eran
demasiado pequeñas para ser descritas. Desde luego, no podía decir que estaba
completamente cambiada en su estatura o complexión o el tono de su tez o el
color de sus ojos, y su pelo, o en los trazos generales de su rostro: el cambio
era más algo que él sentía pero que no veía. En una palabra, el caso había sido
un quebradero de cabeza, desde un principio y ahora se le añadía un motivo
más para sentirse desconcertado.
No puede decirse que esta conversación tuviera como resultado que la
mente de la señorita Halcombe estuviese, al menos en parte, preparada para lo
que iba a suceder. Pero, no obstante, su efecto sobre ella fue muy fuerte. La
dejó tan nerviosa que fue necesario esperar unos minutos hasta que recuperó la
presencia de ánimo y pudo seguir al dueño del sanatorio hacia aquella parte de
la casa donde estaban confinados los enfermos.
Al llegar al lugar fueron informados de que la presunta Anne Catherick
estaba paseando por el parque adjunto al establecimiento. Una de las
enfermeras se ofreció a guiar hasta allí a la señorita Halcombe; el dueño del
sanatorio se quedó unos minutos en la casa para atender un caso que requería
su presencia, prometiendo reunirse en seguida con su visitante en el parque.
La enfermera condujo a la señorita Halcombe hacia un extremo del parque,
trazado con buen gusto, y tras mirar a su alrededor siguió por un sendero
sombreado por arbustos que crecían a ambos lados. A medio camino vieron a
dos mujeres que avanzaban lentamente hacia ellas. La enfermera las señaló y
dijo: «Aquella es Anne Catheriek señora. Viene con su vigilante, la cual puede
contestarle cuantas preguntas desee hacerle». Dichas estas palabras la
enfermera la dejó para volver a sus tareas.
La señorita Halcombe avanzó al igual que las dos mujeres. Cuando las
separaba una docena de pasos una de ellas se detuvo un instante, miró con
ansiedad a la desconocida, se liberó bruscamente de la mano de la enfermera y
se abalanzó a los brazos de la señorita Halcombe. En aquel mismo instante,
Marian había reconocido a su hermana..., ¡había reconocido a la muerta en
vida!
Afortunadamente para el buen éxito de las medidas que se tomaron
consecutivamente, nadie, salvo la enfermera, presenció esta escena. Era una
mujer joven, que se quedó tan pasmada por el suceso que al principio no fue
capaz de intervenir. Cuando pudo hacerlo tuvo que prestar sus servicios a la
señorita Halcombe, que sufrió un momentáneo desfallecimiento a pesar de su
esfuerzo por conservar su propio juicio ante la conmoción que le causó aquel
descubrimiento. Después de descansar unos segundos al aire fresco y en la
suave sombra, sus energías y valor la ayudaron y volvió a ser lo
suficientemente dueña de sí misma para sentir la necesidad de recobrar la
presencia de ánimo, por el bien de su desgraciada hermana.
Consiguió que se le permitiese hablar a solas con la paciente, a condición
de que las dos permanecieran a la vista de la enfermera. No había tiempo para
hacer preguntas, la señorita Halcombe sólo podía convencer a la desdichada de
que era necesario que se dominase; sólo podía asegurarle que entonces podría
ayudarla y rescatarla. La idea de que escaparía del sanatorio si obedecía a las
indicaciones de su hermana fue suficiente para serenar a Lady Glyde y hacerle
comprender lo que se deseaba de ella. La señorita Halcombe se acercó luego a
la enfermera, depositó en sus manos todas las monedas de oro que llevaba
encima (tres coronas) y le preguntó cuándo y dónde podría hablarle a solas.
La mujer se mostró al principio sorprendida y suspicaz. Pero cuando la
señorita Halcombe le declaró que tan sólo quería hacerle algunas preguntas y
que ahora estaba demasiado agitada para hablar, que no tenía la intención de
inducir a la enfermera a faltar a sus obligaciones, le mujer aceptó el dinero y
dijo que podían verse a las tres del día siguiente. A esa hora podía escaparse
durante media hora, después de que los pacientes hubieran comido; se verían
en un lugar retirado, más allá de la alta tapia del parque que daba al norte.
Apenas tuvo tiempo la señorita Halcombe de decir que allí la esperaría y de
susurrar a su hermana que al día siguiente tendría noticias suyas, cuando el
dueño del sanatorio se reunió con ellas. Advirtió la agitación de la visitante, la
que la señorita Halcombe le explicó diciendo que su encuentro con Anne
Catherick la había emocionado un poco al principio. Se despidió de él en
cuanto pudo, es decir, en cuanto pudo encontrar valor para separarse de su
desventurada hermana.
Una reflexión muy breve, cuando la capacidad de reflexionar retornó a
ella, la condujo a la convicción de que toda tentativa de identificar a Laura
Glyde y de rescatarla por medios legales, incluso si tuviera éxito, supondría un
retraso que podía resultar fatal para el juicio de su hermana, que estaba muy
excitado por el horror de la situación que se le había impuesto. Al regresar a
Londres, la señorita Halcombe había decidido conseguir que Lady Glyde
escapase secretamente, con ayuda de la enfermera.
Se dirigió en seguida a casa de su corredor de comercio, y dispuso vender
todos sus valores, que sumaron algo menos de setecientas libras. Decidida a
pagar el precio de la libertad de su hermana, si fuese necesario, hasta con el
último céntimo de cuanto poseía, al día siguiente, provista de todo su dinero
en billetes de banco, acudió a la cita junto a la tapia del sanatorio.
La enfermera la estaba esperando. La señorita Halcombe abordó el tema
con cautela, hablando de diversas cuestiones preliminares. Entre otras cosas
descubrió que la enfermera que antes cuidaba de la verdadera Anne Catherick
fue responsable (aunque no podía reprochársele) de la huida de su paciente y
en consecuencia perdió su puesto. Se le dijo que el mismo castigo se aplicaría
a su interlocutora si la presunta Anne Catherick volvía a desaparecer; además
en su caso la enfermera tenía un interés especial por conservar su empleo.
Estaba prometida en matrimonio; ella y su futuro marido estaban esperando
hasta que entre los dos ahorrasen las doscientas o trescientas libras que
necesitaban para montar un pequeño negocio. La enfermera ganaba un buen
sueldo y, siguiendo una economía estricta, podía aportar su tributo para
completar la suma necesaria al cabo de dos años.
Al oír esto, la señorita Halcombe habló. Le declaró que la supuesta Anne
Cahterick era pariente suya muy cercana; que por una fatal equivocación había
sido recluida en el sanatorio, y que la enfermera cometería una acción buena y
cristiana si aceptaba ayudar a que ellas dos volviesen a estar juntas. Antes de
que la enfermera tuviese tiempo de pronunciar una sola objeción, la señorita
Halcombe sacó de su cartera cuatro billetes de cien libras cada una
ofreciéndoselos a la mujer como compensación por el riesgo que iba a correr
por la pérdida de su empleo.
La enfermera vacilaba, entre incrédula y sorprendida. La señorita
Halcombe insistió con firmeza.
—Va usted a hacer una buena acción —repitió ella—, va usted a ayudar a
la más desgraciada y maltratada de todas las mujeres. Aquí está su dote como
recompensa. Tráigamela aquí sana y salva, y yo pondré en sus manos estos
cuatro billetes antes de llevármela conmigo.
—¿Me dará usted una carta en que lo explique todo para que yo pueda
mostrársela a mi novio cuando me pregunte de dónde he sacado el dinero? —
preguntó la enfermera.
—Le traeré esa carta, escrita y firmada —contestó la señorita Halcombe.
—Entonces voy a correr ese riesgo —dijo la enfermera.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Se apresuraron a acordar que la señorita Halcombe volvería al día siguiente
a primera hora de la mañana, y esperaría escondida entre los árboles pero
próxima a aquel tranquilo lugar junto a la tapia del lado norte. La enfermera
no podía precisar el momento en que aparecerían; la cautela requería que
esperase y que se dejase guiar por las circunstancias. Cuando llegaron a aquel
acuerdo se despidieron.
La señorita Halcombe, con la carta y los billetes que había prometido
estaba al otro día en el lugar señalado antes de las diez de la mañana. Esperó
más de hora y media. Al cabo de ese tiempo vio aparecer por la esquina a la
enfermera llevando del brazo a Lady Glyde. En el momento de reunirse, la
señorita Halcombe puso en sus manos los billetes, y las dos hermanas se
encontraron juntas de nuevo.
La enfermera había tenido la excelente idea de vestir a Lady Glyde con
ropa suya: un chal y un sombrero con velo. La señorita Halcombe tan sólo se
detuvo para explicarle cómo enviar a los perseguidores sobre una pista falsa
cuando la fuga fuese descubierta en el sanatorio. Tenía que volver y comentar
de modo que las demás enfermeras la oyesen que Anne Catherick había estado
preguntando últimamente la distancia que había entre Londres y Hampshire;
tenía que esperar hasta el último momento antes de que el descubrimiento se
hiciese inevitable y alertar entonces a todos anunciando que Anne Catherick
había desaparecido. Cuando se comunicaran al dueño del sanatorio sus
presuntas preguntas sobre Hampshire, éste creería que su paciente había vuelto
a Blackwater Park, debido a la influencia de su obsesión que la hacía persistir
en sus declaraciones de ser ella Lady Glyde; así que, con toda probabilidad, la
persecución al principio se dirigiría hacia aquel sitio.
La enfermera prometió seguir estas instrucciones, y estaba tanto más
dispuesta a hacerlo por cuanto le ofrecían a ella misma los medios para
protegerse contra consecuencias más graves que la pérdida de su empleo, pues
si se quedaba en el sanatorio, mantenía al menos la apariencia de su inocencia.
Regresó en seguida al sanatorio, y la señorita Halcombe, sin perder tiempo,
partió para Londres con su hermana. Cogieron el tren de Carlisle aquella
misma tarde y por la noche llegaron sin incidentes ni dificultades de ningún
género a Limmeridge.
Durante la última parte del viaje estuvieron solas en su compartimento, y la
señorita Halcombe pudo recoger todos los recuerdos sobre el pasado que la
memoria confusa e insegura de su hermana retenía aún. La terrible historia de
la conspiración fue surgiendo a trozos, incoherentes en su contenido y sin
relación entre sí. Pero, por imperfecta que fuera la revelación, debe ser
reproducida aquí antes de que se expliquen los acontecimientos sucedidos al
día siguiente en Limmeridge.
El relato que sigue comprende todo cuanto pudo averiguar la señorita
Halcombe.
Los recuerdos de Lady Glyde referentes a los sucesos ocurridos después de
que salió de Blackwater Park, comienzan con su llegada a la terminal
londinense del ferrocarril del suroeste. No había anotado la fecha en que
emprendió el viaje. Toda esperanza de establecer ese importante dato, por
medio de un testimonio suyo o de la señora Michelson, debe considerarse
vana.
Al llegar el tren a la estación, Lady Glyde vio que el conde Fosco la estaba
esperando. Estuvo frente a la puerta del compartimiento apenas el revisor la
abrió. El tren estaba especialmente lleno de gente aquel día y alrededor de los
equipajes había un gran tumulto. Un hombre que acompañaba al conde Fosco
encontró el equipaje perteneciente a Lady Glyde.
Estaba marcado con su nombre. Ella se marchó con el conde, en un coche
en el que no se había fijado entonces.
Su primera pregunta al salir de la estación se refirió a la señorita
Halcombe. El conde le dijo que aún no se había marchado a Cumberland;
había atendido a los reparos del conde, que encontraba poco prudente hacer un
viaje tan largo sin descansar unos días antes.
Lady Glyde le preguntó luego si su hermana vivía en casa del conde. Sus
recuerdos de la respuesta eran confusos. La única impresión cierta que
guardaba era que el conde le anunció que la llevaba donde estaba la señorita
Halcombe. Lady Glyde apenas conocía Londres y no supo decir por qué calles
habían pasado. Pero nunca dejaron de ser calles, nunca bordearon algún jardín
ni árboles. Cuando el coche se detuvo fue en una calle estrecha, tras una plaza
donde se veían tiendas, edificios públicos y bullicio de gente. Estos recuerdos
(Lady Glyde estaba segura de ellos) parecían indicar con claridad que el conde
Fosco no la llevó nunca a su residencia en el suburbio de St. John's Wood.
Entraron en la casa y subieron a una habitación trasera que estaba en el
primero o segundo piso. Trajeron el equipaje. Les abrió una sirvienta, y un
hombre de barba oscura, extranjero a juzgar por su aspecto, los recibió en el
vestíbulo y los acompañó arriba. En respuesta a las preguntas de Lady Glyde
el conde le aseguró que la señorita Halcombe estaba en aquella casa y que se
le haría saber en seguida que su hermana había llegado. El conde y el
extranjero se fueron dejándola sola en el cuarto. Estaba pobremente
amueblado para servir de salón y daba a los muros traseros de otros edificios.
La casa era notablemente silenciosa, no se oían pasos subiendo o bajando
la escalera, tan sólo oyó el rumor sordo e indistinto de voces de hombres que
hablaban en la habitación que había debajo de la suya. No estuvo sola mucho
tiempo; el conde regresó para decirle que la señorita Halcombe estaba
descansando y era preferible no molestarla durante algún tiempo. Había
entrado en la habitación acompañada por un caballero (un inglés) al que pidió
permiso para presentarlo como a un amigo suyo.
Después de esta singular presentación, durante la cual recordaba bien Lady
Glyde que nadie había mencionado nombre alguno, la dejaron sola con el
desconocido. La trató con cortesía, pero la asustó y desconcertó haciéndole
extrañas preguntas sobre ella mientras la miraba con expresión rara. Salió
poco tiempo después; unos minutos más tarde apareció el segundo
desconocido, un inglés también. Se presentó como otro amigo del conde Fosco
y, a su vez, miró con expresión rara y le hizo preguntas extrañas, —jamás,
como pudo recordar luego, llamándola por su nombre— como el primer
desconocido; salió poco tiempo después. Esta vez Lady Glyde sintió tanto
miedo por sí misma y tanta preocupación por su hermana, que pensó que debía
aventurarse a bajar a pedir auxilio a la única mujer que había visto en la casa,
a la criada que abrió la puerta.
Apenas se había levantado de la silla, cuando en la habitación entró de
nuevo el conde Fosco.
En cuanto apareció le preguntó angustiada cuánto tiempo tenía que esperar
aún para ver a su hermana. Al principio le respondió con evasivas; pero
cuando ella insistió manifestó, notablemente irritado, que la señorita
Halcombe no estaba tan bien como le había dicho en un principio. Su tono y la
expresión con que dio su respuesta alarmaron tanto a Lady Glyde, o más bien
aumentaron tan dolorosamente el desasosiego que le habían causado las
entrevistas con los dos desconocidos, que se sintió desfallecer y se vio
obligada a pedir un vaso de agua. El conde gritó desde la puerta que subieran
agua y un frasco de sales. Ambas cosas fueron traídas inmediatamente por el
hombre de la barba aquél que tenía aspecto de extranjero. El agua, cuando
Lady Glyde la probó, resultó tener un sabor tan raro que aumentó su mareo,
así que se apresuró a coger el frasco de sales que el conde Fosco le ofrecía y
las aspiró. Al instante su cabeza empezó a dar vueltas. El conde recogió el
frasco que su mano dejó caer y lo último que Lady Glyde vio antes de perder
el conocimiento fue que él aguantaba el frasco junto a su nariz.
Desde ese momento sus recuerdos eran confusos, fragmentarios y difíciles
de reconciliar con cualesquiera probabilidades razonables.
Su propia impresión cuando recobró el sentido aquella misma tarde, fue
que entonces salió de la casa y que, (como había decidido de antemano desde
Blackwater Park), se dirigió a la de la señora Vesey, que allí tomó su té y que
pasó la noche bajo su techo. Era completamente incapaz de decir cómo ni
cuándo ni con quién dejó la casa a la que el conde Fosco la había traído. Pero
persistía en asegurar que había estado en la casa de la señora Vesey y, lo que
era más extraordinario aún ¡que Madame Rubelle la había ayudado a quitarse
el vestido para acostarse! No recordaba tampoco de qué había hablado con la
señora Vesey, ni qué otras personas se hallaban en su casa, ni por qué Madame
Rubelle estuvo allí presente para ayudarla.
Su recuerdo de lo que sucedió la mañana siguiente, aún era más vago e
increíble.
Tenía cierta idea confusa de que había salido en coche con el conde Fosco
(no podía decir a qué hora) y que Madame Rubelle hacía de nuevo las veces
de su doncella. Pero no podía decir cuándo ni por qué había dejado a la señora
Vesey; tampoco sabía qué dirección siguió el coche ni dónde se apeó, ni si el
conde y Madame Rubelle permanecieron con ella todo el tiempo que duró el
viaje. No podía evocar impresión alguna, por confusa que fuese. No tenía idea
si había transcurrido un día o varios hasta que recobró el conocimiento para
encontrarse en un sitio extraño rodeada de mujeres desconocidas para ella.
Era el sanatorio. Allí, por primera vez, se oyó llamar por el nombre de
Anne Catherick y allí también —la última circunstancia importante para la
historia de aquella conspiración— supo por sus propios ojos que llevaba las
ropas de Anne Catherick. La primera noche que durmió en el sanatorio, la
enfermera le mostró las marcas que tenían todas las prendas de su ropa interior
cuando se las había quitado y le dijo, sin mostrarse en absoluto irritada ni
descortés: «Mire su propio nombre marcado en sus propias ropas y no nos
moleste más diciendo que es usted Lady Glyde. Lady Glyde está muerta y
enterrada y usted está viva y sana. ¡Mire, mire sus ropas! Aquí está, marcado
con buena tinta, su nombre, el mismo que verá en todas sus antiguas cosas que
hemos guardado... Anne Catherick, ¡está bien a la vista!».
Y, en efecto, allí estaba cuando la señorita Halcombe revisó toda la ropa
que llevaba su hermana, la noche en que llegaron a Limmeridge.
Estos fueron todos los recuerdos de Lady Glyde, inciertos todos ellos y
contradictorios, que pudieron reconstruirse mediante un interrogatorio
cuidadosamente llevado a cabo camino de Cumberland. La señorita Halcombe
se abstuvo de preguntarle nada referente a su reclusión en el sanatorio: era más
que evidente que su juicio no soportaría la dura prueba de volver a aquellos
acontecimientos. Como había declarado por propia voluntad el dueño del
manicomio, había ingresado el 27 de julio. Desde entonces hasta el 15 de
octubre (día de su rescate) había estado allí recluida; su identidad como Anne
Catherick se veía sistemáticamente reafirmada, mientras desde el primer día
hasta el último se negaba rotundamente que estuviese en su sano juicio.
Facultades menos equilibradas, naturalmente delicadas, hubieran sido
afectadas por un tormento de tal índole. Nadie hubiera podido pasar por esa
prueba y salir de ella inalterado.
Al llegar a Limmeridge, en la tarde del día 15, la señorita Halcombe tomó
la prudente decisión de no intentar establecer la identidad de Lady Glyde hasta
el día siguiente.
A primera hora de la mañana fue al cuarto del señor Fairlie y, usando toda
clase de precauciones y alusiones preliminares, por fin le contó con todo
detalle lo sucedido. En cuanto pasaron el asombro y alarma que estas noticias
produjeron en el señor Fairlie, éste, furioso, declaró que la señorita Halcombe
se había dejado embaucar por Anne Catherick. Le recordó la carta del conde
Fosco, y lo que ella misma le había dicho sobre el parecido físico existente
entre Anne y su fallecida sobrina; se negó tajantemente a recibir, siquiera sólo
fuese por un minuto, a la loca cuya sola presencia en su casa representaba un
insulto y un ultraje.
La señorita Halcombe salió del cuarto, esperó a que pasara el primer
arrebato de indignación, y, al reflexionar, decidió que el señor Fairlie debía ver
a su sobrina, siquiera por consideraciones de mera humanidad, antes de que le
cerrase las puertas como a una extraña, y por tanto, sin una sola palabra de
aviso, llevó a Lady Glyde al cuarto de aquél. El criado se hallaba apostado en
la puerta para impedirles la entrada, pero la señorita Halcombe se empeñó en
pasar adentro y apareció ante el señor Fairlie llevando a su hermana de la
mano.
La escena que siguió aunque sólo duró pocos minutos, fue demasiado
penosa para ser descrita. La propia señorita Halcombe rehúye contarla.
Dijimos solamente que el señor Fairlie manifestó, en los términos más
positivos, que no reconocía a la mujer que se había introducido en su
habitación; que no veía nada en su rostro ni en sus gestos que le hicieran dudar
por un instante que su sobrina estaba enterrada en el cementerio de
Limmeridge; y que buscaría la protección de la ley si antes de que el sol se
pusiese no abandonaba la casa.
Conociendo el egoísmo, la indolencia y la habitual insensibilidad del señor
Fairlie en sus peores aspectos, era decididamente imposible suponer que fuera
capaz de cometer la infamia de haber reconocido en su fuero interno y
desenredar abiertamente a la hija de su hermano. La señorita Halcombe, por su
delicadeza y sensibilidad, disculpó su injusticia achacándola a la influencia de
los prejuicios que impedían al señor Fairlie cumplir con sus obligaciones
detalladamente; así se explicó ella al principio lo que acababa de pasar. Pero
cuando acudió al testimonio de los criados y encontró que tampoco ellos
estaban seguros, por no decir otra cosa, de si la señora que les presentaban era
su joven dueña o Anne Catherick, de cuyo parecido con aquella todos ellos
sabían, es inevitable extraer la triste conclusión de que el cambio que se había
operado en el rostro y en el comportamiento de Lady Glyde durante su
reclusión en el sanatorio era mucho más grave de lo que la señorita Halcombe
había supuesto en un principio.
El vil engaño que había afirmado su muerte resultaba indestructible,
incluso en la casa donde Lady Glyde había nacido y entre las personas con las
que había vivido.
En una situación menos crítica no hubiese sido necesario renunciar a la
lucha, incluso entonces.
Por ejemplo, Fanny, la doncella de Lady Glyde, se había ausentado
circunstancialmente de Limmeridge, y debía regresar dentro de un par de días,
y había cierta posibilidad de que dijese que la reconocía, y los otros habrían
seguido su declaración, puesto que había vivido más cerca de su señora y
sentía un afecto más cordial por ella que los otros sirvientes. También se
podría esconder a Lady Glyde en la casa o en el pueblo hasta que su salud se
hubiera restablecido un poco y su juicio recobrase fortaleza. Cuando se
pudiese confiar en su memoria, ella misma podría referirse a las personas y los
sucesos de su pasado con una seguridad y conocimiento que ninguna
impostora hubiera podido simular. De este modo, la identidad que su propio
aspecto impedía establecer mediante el testimonio más seguro de sus palabras,
hubiese podido ser probada.
Pero las circunstancias bajo las cuales había recuperado la libertad hacían
simplemente imposible recurrir a estos medios. La persecución ordenada
desde el Sanatorio se había desviado a Hamspshire sólo durante un tiempo y
era inevitable que se dirigiese a Cumberland. Aquellos a quienes se había
encargado buscar a la fugitiva aparecerían quizá dentro de pocas horas en
Limmeridge, y tal como estaba ahora el ánimo del señor Fairlie podían contar
con que hiciera uso inmediato de su influencia y autoridad para asistirlos en su
tarea. El más elemental sentido común aconsejaba a la señorita Halcombe que,
si quería salvar a Lady Glyde del encierro, debería renunciar a la batalla
iniciada para restablecer la justicia y sacarla en seguida de aquel lugar que era
ahora más peligroso que ningún otro, de las proximidades de su propia casa.
Era obvio que la primera y más sensata medida de seguridad era un regreso
inmediato a Londres. En la gran ciudad se podría borrar rápida y fácilmente
todo rastro de ellas. Nada tenían que preparar, ni había despedidas que hacer.
En la tarde de aquel memorable día 16, la señorita Halcombe animó a su
hermana a emprender un último acto de valor y, sin un alma que les dijese
adiós, las dos se pusieron en camino y dejaron para siempre Limmeridge.
Habían pasado la colina junto a la iglesia cuando Lady Glyde insistió en
volver para ver por última vez la tumba de su madre. La señorita Halcombe
trató de disuadirla, mas en aquella única ocasión luchó en vano. Lady Glyde
estaba firme en su decisión. Sus ojos apagados se iluminaron con fuego
repentino y brillaron detrás del velo con que cubría su rostro; sus dedos,
descarnados, apretaron con fuerza al brazo amistoso, sobre el que poco antes
se apoyaban indiferentes. Creo con toda mi alma que la mano de Dios les
señalaba el camino y la más inocente y desdichada de sus criaturas fue elegida
en aquel terrible momento para comprenderlo.
Retrocedieron en su camino, dirigiendo sus pasos al cementerio, y aquel
hecho selló el futuro de nuestras vidas.
III
Esta era la historia del pasado, la historia que conocíamos entonces.
Después de escucharla se presentaron ante mí dos conclusiones
incontestables. En primer lugar veía oscuramente cuál había sido el objetivo
de la conspiración, cómo se habían aprovechado las oportunidades y cómo se
habían manejado las circunstancias para dejar impune un delito temerario y
complicado. Mientras todos los detalles eran todavía un misterio para mí,
estaba fuera de duda que habían explotado inicuamente el parecido físico entre
la dama de blanco y Lady Glyde. Estaba claro que Anne Catherick fue
conducida a casa del conde Fosco como Lady Glyde; que Lady Glyde ocupó
en el sanatorio el lugar de la muerta, efectuándose la sustitución de tal manera
que se convirtió a personas inocentes (al doctor y las criadas con toda
seguridad y, probablemente, al dueño del sanatorio) en cómplices del crimen.
La segunda conclusión se desprendía como consecuencia necesaria de la
primera. No podíamos esperar clemencia de Sir Percival ni del conde Fosco.
El éxito de la conspiración había aportado a estos dos hombres el claro
beneficio de treinta mil libras; veinte mil a uno y diez mil al otro, por medio
de su esposa. Uno de sus intereses era asegurar su impunidad de todo peligro,
y no se detendrían ante obstáculo alguno, no ahorrarían sacrificios e
intentarían toda argucia posible para descubrir el lugar donde se refugiaba su
víctima y separarla de los únicos amigos con que contaba en el mundo: Marian
Halcombe y yo.
La comprensión de este grave peligro que corríamos —un peligro que cada
día y cada hora que pasaba podía acercársenos más y más, fue lo único que me
inclinó a escoger el sitio donde refugiarnos. Lo encontré en la parte lejana del
este de Londres, donde se encontraba menos gente ociosa que diera vueltas
por la calle y mirase lo que pasaba a su alrededor. Elegí nuestra casa en un
barrio humilde y populoso, pues cuanto más dura fuese la lucha por la
existencia de los hombres y mujeres que nos rodeaban, menos riesgo había de
que tuvieran tiempo para molestarse en advertir la presencia a su lado de
nuevos vecinos ocasionales. Estas eran las grandes ventajas que yo vi; pero
aquel barrio nos ofrecía otro beneficio, no menos apreciable. Podríamos vivir
sin grandes gastos con lo que ganaría con mi trabajo diario y podíamos ahorrar
hasta el último céntimo de cuanto poseíamos para lograr aquel justo propósito
de reparar un agravio infame, el propósito en que yo no dejaba de pensar ni
por un instante.
En una semana Marian Halcombe y yo decidimos cómo dirigir el curso de
nuestras nuevas vidas.
No había más inquilinos que nosotros en la casa y podíamos entrar y salir
sin pasar por la tienda. Convencí a Marian y Laura de que, al menos por ahora,
no dieran ni un paso fuera de la casa sin ir acompañadas por mí y que no
dejara entrar en las habitaciones a nadie bajo ningún pretexto cuando yo no
estuviese. Al establecer esta regla me dirigí a casa de un amigo, a quien había
conocido en tiempos mejores, un xilógrafo que tenía una gran clientela, para
pedir un empleo, añadiendo que tenía mis razones para no dejar conocer mi
nombre.
En seguida sacó la conclusión de que eran las deudas las que me obligaban
a ocultarme, expresó su compasión con las palabras que el caso requería, y se
prometió hacer lo que pudiera por ayudarme. No quise rectificar su errónea
impresión y acepté el trabajo que tenía para darme. Mi amigo sabía que podía
confiar en mi experiencia y habilidad. Yo tenía lo que él exigía, perseverancia
y facilidad; y, aunque modestas, mis ganancias nos bastaban para satisfacer
nuestras necesidades. Cuando pudimos estar seguros de ello, Marian
Halcombe y yo contamos el dinero de que disponíamos. Ella tenía doscientas
o trescientas libras que le quedaban de su modesto capital, y la misma cantidad
más o menos me quedaba del dinero que conseguí al vender mi puesto de
profesor de dibujo con su clientela antes de abandonar Inglaterra. Juntamos
más de cuatrocientas libras. Deposité en un banco esta pequeña fortuna,
destinada a las pesquisas e investigaciones secretas que estaba decidido a
emprender y desarrollar solo, si no encontraba a nadie que nos ayudase.
Calculamos nuestros gastos semanales hasta el último céntimo y jamás
tocamos nuestro escaso capital a no ser por bien de Laura y para provecho
suyo.
Si nos hubiéramos atrevido a tener una persona extraña a nuestro lado, una
sirvienta hubiera hecho los trabajos domésticos de los que desde el primer día
y por su propia voluntad se encargó Marian Halcombe. «Lo que las manos de
mujer puedan hacer —dijo ella—, lo harán, tarde o temprano, estas manos
mías».
Sus manos temblaron cuando las tendió ante mí. Sus brazos enflaquecidos
dijeron su triste historia pasada, cuando se subió las mangas del vestido pobre
y sencillo que llevaba por motivos de seguridad; pero el ánimo inquebrantable
de aquella mujer seguía vivo en ella. Vi las lágrimas nublar sus ojos y resbalar
lentamente por sus mejillas cuando me miró. Se las secó con su energía de
otros tiempos y se sonrío con una expresión en la que se reflejaba vagamente
su ánimo de antes. «No dudes de mi valor, Walter —me rogó—, es mi
debilidad la que ahora llora, no soy yo. Los trabajos de la casa la acallarán si
no puedo yo conseguirlo». Y sostuvo su palabra: la victoria era suya cuando
nos vimos aquella noche y se sentó para descansar. Sus ojos negros grandes y
fijos me miraron con la inteligente firmeza de otros tiempos. «Todavía no
estoy rendida —me dijo—. Aún se me puede confiar mi parte del trabajo». Y
antes de que yo la contestase añadió en un susurro» «Y también se me puede
confiar mi parte de riesgo y de peligro. ¡Recuérdalo si llega el momento!».
Y lo recordé cuando el momento llegó.
A fines de octubre el curso cotidiano de nuestras vidas seguía la dirección
prevista, y los tres estábamos tan completamente aislados en nuestro retiro
como si la casa que habitábamos fuera una isla desierta y el enorme laberinto
de calles y los millares de semejantes nuestros que nos rodeaban fueran las
aguas de un mar infinito. Yo disponía ahora de algunos ratos de ocio para
meditar sobre el plan de acción a seguir y cómo armarme en secreto y con
mayor seguridad para prepararme a mi futura batalla contra Sir Percival y el
conde.
Di por perdida toda esperanza de probar la identidad de Laura alegando
que Marian y yo la habíamos reconocido. Si no la hubiéramos amado tanto, si
el instinto que aquel amor nos había implantado no hubiera sido tanto más
certero que cualquier razonamiento, ni tanto más penetrante que cualquier
proceso de observación, incluso nosotros habríamos vacilado al verla por
primera vez.
La transformación exterior de Laura, producida por el sufrimiento y horror
que había pasado, aumentó espantosa y casi desesperadamente su falso
parecido con Anne Catherick. En mi relato sobre los acontecimientos
ocurridos durante mi estancia en Limmeridge mencioné mi impresión de
observarlas a las dos diciendo que su parecido, asombroso a primera vista,
fallaba en muchos detalles de importancia si se lo analizaba detenidamente. En
aquellos días pasados de verlas juntas, una al lado de la otra nadie las
confundiría por un momento siquiera, como suele ocurrir en caso de los
gemelos. Yo no podría mantenerlo ahora. Las penas y las angustias que en
otros tiempos me había reprochado asociar en un pensamiento siquiera
pasajero con el futuro de Laura Fairlie, ahora sí habían dejado sus marcas
profanadoras sobre la belleza y juventud de su rostro, y el parecido fatal que
yo un día había visto y que me había hecho estremecerme al verlo y al pensar
en él siquiera, era ahora un parecido real y vivo que se presentaba ante mis
propios ojos. A extraños, conocidos, amigos que no podían verla como la
veíamos nosotros, si se la hubieran mostrado en los primeros días después de
ser rescatada del sanatorio hubieran dudado de si sería aquella la Laura Fairlie
que habían conocido en otros tiempos, y no se podrían reprochar sus dudas.
La única posibilidad que nos quedaba, y en la que pensé desde el principio
creyendo que podría sernos útil, era la de hacer despertar en ella el recuerdo de
personas y hechos que no pudieran ser conocidos por una impostora, pero más
tarde nuestra triste experiencia nos mostró que aquella posibilidad no dejaba
lugar a esperanzas. Cada una de las preocupaciones con que Marian y yo la
tratábamos, cada uno de los remedios con que intentábamos fortalecer y
consolidar sus debilitadas e inseguras facultades, eran de por sí una protesta
contra el riesgo de hacer retornar su mente hacia su pasado angustioso y
terrible.
Los únicos sucesos de días pasados que nos atrevíamos a evocar ante ella
eran los comentarios domésticos insignificantes y triviales de aquella época
feliz en la que yo llegué por primera vez a Limmeridge para enseñarla a
dibujar. El día en que desperté sus recuerdos enseñándole el dibujo del
pabellón de verano que me entregó la mañana en que nos despedimos, y que
jamás se había separado de mí desde entonces, fue el día en que nació nuestra
primera esperanza. Poco a poco y con suavidad, el recuerdo de los paseos a pie
y a caballo fue retornando a ella, y sus pobres ojos cansados y lánguidos
miraban a Marian y a mí con un interés nuevo, reflejando un pensamiento
inseguro que desde aquel instante, acariciamos y mantuvimos despierto. Le
compré una pequeña caja de pinturas y un álbum de dibujos parecido a aquel
viejo álbum que había visto en sus manos el día que la encontré por primera
vez. Una vez más, ¡sí, una vez más!, en medio de la lobreguez de las noches
en la pobre habitación londinense, pasaba las horas robadas a mi trabajo
sentado a su lado para guiar el trazo tembloroso, para ayudar la mano débil.
Día tras día cultivé aquel nuevo interés hasta que su lugar, en el vacío de su
existencia, fue por fin asegurado, hasta que pudo pensar en sus dibujos y
hablar de ellos y practicarlos con paciencia ella sola mostrando un débil reflejo
de inocente placer ante mis palabras de aliento, de regocijo creciente ante sus
propios progresos, de débil reflejo de aquello que pertenecía a su vida y su
felicidad perdidas en el pasado.
Por este sencillo medio ayudamos lentamente a su inteligencia; salíamos
llevándola entre nosotros, a dar un paseo en los días apacibles por una cercana
plaza tranquila de la antigua ciudad donde nada podía alarmarla ni
atemorizarla; empleamos algunas de nuestras libras depositadas en el Banco
en comprarle vino y los alimentos exquisitos y sanos que ella necesitaba; la
entreteníamos después de cenar con juegos infantiles de cartas y, así, con
libros de modelos que pedí prestados al grabador para quien trabajaba, con
ayuda de estos y otros pequeños detalles semejantes, llegamos a serenarla y
fortalecerla con la esperanza de que todo lo remediaría el tiempo, los cuidados
y el amor que nunca iban a abandonarla ni olvidarse entre nosotros. Pero no
nos atrevimos a arrancarla despiadadamente de su retiro y tranquilidad; a
presentarse ante extraños o conocidos que eran poco menos que extraños; a
despertar en ella impresiones con sumo cuidado; no nos atrevimos a hacer
nada de esto por su propio bien. Cualesquiera que fuesen los sacrificios que se
nos exigieran, por largos, fatigosos y exasperantes que fuesen los
aplazamientos que se produjeran, la injusticia que se había cometido con ella,
si había medios humanos para enfrentarla, debía ser combatida sin
conocimiento ni ayuda de Lady Glyde.
Una vez tomada esta decisión, era necesario pensar cuál sería el primer
riesgo al que nos expondríamos ineludiblemente y por qué procedimiento
habíamos de comenzar.
Después de consultarlo con Marian, decidí reunir tantos hechos como es
posible conocer y luego pedirle consejo al señor Kyrle (en quien sabíamos que
podíamos confiar) para establecer, en primer lugar, si los remedios legales nos
eran asequibles. Era mi deber, ante los intereses de Laura, no arriesgar su
futuro en tentativas inexpertas mientras hubiera la más remota posibilidad de
fortalecer nuestra posición obteniendo alguna asistencia competente.
La primera fuente de información a la que acudí fue al Diario de Marion
Halcombe escrito en Blackwater Park. Había en él pasajes dedicados a mí
mismo que ella no juzgó conveniente dejarme ver. Por tanto, ella me leía el
manuscrito y yo tomaba cuantas notas necesitaba. Sólo podíamos encontrar
tiempo para este trabajo permaneciendo despiertos hasta muy tarde.
Dedicamos tres noches a esta ocupación que fueron suficientes para
informarme sobre todo cuanto Marian podía decir.
Luego quise conseguir tantos testimonios complementarios cuantos
pudiera obtener de otras personas, sin despertar sospechas. Me dirigí a casa de
la señora Vesey para asegurarme de si era correcta o no la impresión de Laura
de que había dormido allí una noche. En este caso, y teniendo en cuenta la
edad y la delicada salud de la señora Vesey, como más tarde hice en otros
casos semejantes, por precaución, mantuve en secreto nuestra situación real y
no olvidé de hablar de Laura como de «la difunta Lady Glyde».
La contestación que me dio la señora Vesey sólo confirmó las dudas que ya
tenía: Laura escribió, en efecto, anunciando su propósito de pasar la noche
bajo el techo de su vieja amiga, pero no llegó jamás a su casa.
Su imaginación en esta ocasión y, como yo temía, en algunas otras, le
presentó confusamente algo que ella solamente se proponía hacer bajo la falsa
luz de algo que había hecho en realidad. Era fácil esperar aquellas
contradicciones inconvenientes, pero podían conducir a graves consecuencias.
Era la piedra que podría hacernos caer y el punto débil de su testimonio, que
fácilmente podía volverse contra nosotros.
Cuando pedí la carta que escribió Laura desde Blackwater Park a la señora
Vesey, me la entregó sin sobre; lo había tirado a la papelera y hacía mucho que
estaba destruido. En la carta no se indicaba fecha alguna, ni siquiera el día de
la semana. Sólo contenía estas líneas:
«Queridísima señora Vesey: Estoy pasando momentos malos y llenos de
angustia y probablemente mañana por la noche vendré a su casa para pedirle
que me deje pasar en ella la noche. No puedo decirle mis motivos en esta
carta: tengo tanto miedo de que me descubran escribiéndole que no puedo
concentrarme. Por favor, espéreme en casa. Le daré mil besos y se lo contaré
todo. Su afectuosa
Laura.»
¿De qué nos podían servir estas líneas? De nada.
Al regresar de la casa de la señora Vesey, aconsejé a Marian escribir
(siguiendo las mismas precauciones que había tomado yo) a la señora
Michelson. Debía expresar cierta sospecha acerca del comportamiento del
conde Fosco y pedir al ama de llaves que nos suministrase un relato claro de
los acontecimientos con el objetivo de establecer la verdad. Mientras
esperábamos su respuesta, que llegó al cabo de una semana, fui a ver al
médico de St. John's Wood; le dije que venía de parte de la señorita Halcombe
para recoger, si era posible, más datos sobre la última enfermedad de su
hermana que los que el señor Kyrle pudo procurarnos. Con ayuda del señor
Goodricke conseguí una copia del certificado de la muerte y me entrevisté con
la mujer (Jane Gould) que había preparado el cuerpo para el funeral. Por su
mediación encontré el modo de hablar con la criada, Hester Pinhorn. Esta
había dejado su empleo hacía poco, a consecuencia de un altercado con su
ama, y vivía en casa de unas personas a las que conocía la señora Gould, en el
mismo barrio. Con esto queda explicado cómo obtuve las declaraciones del
ama de llaves, del médico, de Jane Gould y de Hester Pinhorn, que
anteriormente se han presentado en estas páginas.
Provisto de las evidencias adicionales que proporcionaban aquellos
documentos me juzgué suficientemente preparado para consultar con el señor
Kyrle; Marian le escribió para presentarme y precisar el día y la hora en que
yo le solicitaba ser recibido para hablar de un asunto privado.
Por la mañana tuve tiempo de llevar a Laura a dar nuestro paseo habitual y
dejarla después ocupada con sus dibujos. Me miró con una expresión de
ansiedad en su rostro cuando me levanté para salir de la habitación; sus dedos
empezaron a recorrer, con el movimiento inquieto de viejos tiempos, los
pinceles y lápices que tenía delante, sobre la mesa.
—¿No estás cansado de mí todavía? —me dijo—. ¿No te vas porque te has
cansado de mí? Trataré de ser mejor, trataré de recuperarme. ¡Walter!, ¿me
quieres tanto como me querías antes, ahora que estoy tan pálida y delgada y
aprendo a dibujar tan lentamente?
Me habló como lo hubiera hecho un niño y me dejó ver sus pensamientos
como un niño los hubiera dejado ver. Esperé unos minutos, esperé para decirle
que la quería mucho más entonces de lo que la había querido nunca en el
pasado.
—Trata de recuperarte —le dije, alentando la nueva esperanza en el futuro
que veía nacer en su ánimo—. Trata de recuperarte por Marian y por mí.
—Sí —se dijo a sí misma, volviendo a sus dibujos— Tengo que tratar de
hacerlo, los dos son tan buenos conmigo —de pronto volvió a levantar sus
ojos hacia mí—. ¡No tardes mucho! No puedo dibujar, Walter, cuando no estás
aquí para ayudarme.
—Volveré en seguida, querida, para ver cómo lo estás haciendo.
La voz me tembló un poco, bien a pesar mío. Salí del cuarto haciendo un
esfuerzo. No era momento de perder el dominio de mí mismo, que debía
resultarme útil antes de que terminase el día.
Abrí la puerta e hice señas a Marian de que me siguiese hasta la escalera.
Era necesario prepararla con respecto al resultado que tarde o temprano podría
seguir a que me dejase ver abiertamente por las calles.
—Con toda probabilidad, dentro de pocas horas estaré de vuelta —le dije
— como de costumbre, ten cuidado en no dejar entrar a nadie en casa hasta
que vuelva. Pero si algo sucediese...
—¿Qué puede suceder? —me interrumpió en seguida—. Dime
francamente Walter, si hay algún peligro para que yo sepa cómo hacerle frente.
—El único peligro —le contesté—, es que Sir Percival Glyde haya vuelto a
Londres al saber que Laura se ha escapado. Como sabes, antes de irme de
Inglaterra me hizo vigilar y es probable que me conozca de vista, aunque yo
no le conozco.
Apoyó su mano en mi hombro y me miró en silencio. Vi que comprendía el
grave peligro que nos amenazaba.
—Esto no quiere decir —le dije—, que vayan a descubrirme tan pronto Sir
Percival o alguno de sus agentes. Pudiera suceder cualquier accidente. En ese
caso no te alarmes si no regreso esta noche, y le das a Laura la mejor disculpa
que se te ocurra. Si tengo el menor motivo para sospechar que me vigilan
tendré mucho cuidado en que ningún espía me siga hasta nuestra casa. No
dudo de que volveré, Marian, aunque me retrase algo, y no temas nada.
—¡No temeré nada! —contestó con firmeza—, Walter, no tendrás que
sentir que sólo tengas a una mujer para apoyarte —se calló y me retuvo un
instante. ¡Ten cuidado! —me dijo apretando mi mano ansiosamente—. ¡Ten
cuidado!
Me separé de ella para abrir el camino que descubriría la conspiración, el
camino oscuro y dudoso que comenzaba en la puerta de la casa del abogado.
IV
Hasta que llegué al despacho de los señores Gilmore y Kyrle, en Chancery
Lane, no sucedió nada digno de mención.
Cuando entregué mi tarjeta al criado del señor Kyrle, se me ocurrió una
consideración que me hizo lamentar profundamente no haber pensado en ello
antes. La información que contenía el diario de Marian dejaba bien claro que
el conde Fosco había abierto su primera carta enviada al señor Kyrle desde
Blackwater Park y, ayudado por su mujer, había interceptado la segunda. Por
tanto, conocía muy bien la dirección de este despacho y naturalmente había
deducido que si Marian necesitase consejo y ayuda después de que Laura
escapara del sanatorio, acudiría una vez más a la experiencia del señor Kyrle.
En este caso, el despacho de Chancery Lane era el primer sitio que el conde y
Sir Percival habrían ordenado vigilar, y si habían encomendado la tarea a los
mismos hombres que habían empleado para seguirme antes de que yo saliera
de Inglaterra, el que yo había regresado se habría conocido, con toda
probabilidad, aquel mismo día. Había pensado que podían reconocerme en las
calles de la ciudad, pero hasta aquel momento jamás se me ocurrió pensar en
el riesgo especialmente grave que significaba visitar aquel despacho. Era
demasiado tarde para arrepentirme de que no había establecido la cita con el
abogado en algún lugar previa y secretamente convenido. Lo único que podía
hacer era tomar las mayores precauciones al salir de Chancery Lane y no
dirigirme a casa, en ningún caso, directamente.
Después de esperar unos minutos fui introducido en el salón particular del
señor Kyrle. Él era un hombre pálido, delgado, reposado y de gran dominio de
sí mismo; sus ojos eran muy penetrantes, su voz muy baja, y sus gestos muy
parcos; no era (como yo juzgué) dado a mostrarse compasivo con
desconocidos; ni a dejar ver perturbada su compostura profesional.
Difícilmente se hubiera podido encontrar una persona más conveniente para
mi propósito. Si accedía a tomar una decisión, y si esta decisión era favorable,
a partir de aquel momento podíamos considerar que nuestro caso estaba
ganado.
—Antes de entrar en materia de la cuestión que me ha traído aquí —le dije
— debo advertirle, señor Kyrle, que por breve que sea en exponérsela voy a
entretenerle algún tiempo.
—Mi tiempo está a disposición de la señorita Halcombe —contestó—. En
todo lo que concierne a sus intereses, represento a mi socio, tanto personal
como profesionalmente. El me pidió actuar así cuando dejó de participar en
forma activa en nuestro trabajo.
—¿Puedo preguntar si el señor Gilmore está en Inglaterra?
—No. Vive en Alemania con unos parientes suyos. Se encuentra mejor de
salud, pero aún es incierta la fecha de su vuelta.
Mientras intercambiábamos estas breves palabras preliminares, el señor
Kyrle estuvo rebuscando entre los papeles que tenía delante hasta que sacó al
fin una carta lacrada. Yo creí que iba a dármela. Pero aparentemente cambió
de idea y la dejó sobre la mesa, se acomodó en el sillón y esperó en silencio a
que yo le expusiera lo que quería decirle.
Sin perder tiempo en preámbulos de ninguna clase, empecé mi relato; lo
puse al corriente de todos los acontecimientos que ya han sido relatados en
estas páginas.
A pesar de que era abogado hasta la médula de los huesos le hice olvidar su
compostura profesional. Varias veces interrumpió mi relato con exclamaciones
de incredulidad y de sorpresa que no pudo dominar. Mas yo continuaba y al
llegar hasta el fin le planteé la única pregunta importante:
—¿Qué opina usted de todo esto, señor Kyrle?
Era demasiado cauto para aventurar una respuesta antes de tomarse tiempo
para recobrar su serenidad.
—Antes de darle mi opinión —me dijo— quiero que me permita hacerle
algunas preguntas, para aclarar la situación del todo.
Me hizo en efecto preguntas penetrantes, suspicaces, incrédulas, que nos
dejaron ver con claridad que me consideraba víctima de una obsesión y que, si
no me hubiese presentado la señorita Halcombe, podría dudar de si yo
intentaba perpetrar un fraude concebido con astucia.
—¿Usted cree que le he dicho la verdad, señor Kyrle? —le pregunté
cuando acabó de examinarme.
—En lo que concierne a su propia convicción, estoy seguro de que me ha
dicho la verdad —respondió—. Tengo en la mayor estima a la señorita
Halcombe, y por lo tanto tengo motivos más que suficientes para dar crédito a
un caballero a cuya mediación ella confía un asunto de esta índole. Aún puedo
ir más lejos si le parece, y admitiré en honor a la cortesía y la razón, que la
identidad de Lady Glyde como una persona viva sea un hecho irrefutable para
la señorita Halcombe y para usted. Pero ustedes pretenden de mí una opinión
legal. Como jurista y sólo como jurista, es mi obligación decirle, señor
Hartright, que no tiene usted ni sombra de posibilidades de poder entablar una
causa legal.
—Lo dice usted con toda dureza, señor Kyrle.
—Trataré de decirlo con toda claridad también. La evidencia de la muerte
de Lady Glyde es, a primera vista, clara y satisfactoria. Existe el testimonio de
su tía, que confirma que llegó a casa del conde Fosco, que allí se puso enferma
y falleció. Existe el certificado médico que prueba el fallecimiento y lo
atribuye a causas naturales. Existe el hecho de los funerales celebrados en
Limmeridge y allí mismo está el epitafio donde consta su nombre. Estos son
los datos que usted pretende rebatir. ¿Qué razones puede usted alegar por su
parte para asegurar que la persona que murió y fue enterrada no era Lady
Glyde? Vamos a revisar los puntos principales de su declaración y veamos qué
valor pueden tener. La señorita Halcombe va a cierto sanatorio particular y allí
ve a una cierta paciente. Se sabe que una mujer llamada Anne Catherick, que
tiene un parecido extraordinario con Lady Glyde, se escapó del sanatorio. Se
sabe también que la mujer admitida allí en el pasado mes de julio, fue
admitida como la Anne Catherick a la que consiguieron encontrar; se sabe que
el caballero que la restituyó al sanatorio advirtió al señor Fairlie que una
manifestación de su locura era la de hacerse pasar por su difunta sobrina; y se
sabe que en el sanatorio (donde nadie la creyó), declaró repetidas veces que
era Lady Glyde. Estos son los hechos. ¿Qué puede usted alegar en contra de
ellos? El hecho de que la reconociera la señorita Halcombe, que los
acontecimientos posteriores inhabilitan o contradicen. ¿Es que la señorita
Halcombe comunica la identidad de su supuesta hermana al dueño del
sanatorio y acude a medios legales para rescatarla? No: soborna secretamente
a una enfermera para que le ayude a escapar. Cuando la enferma está liberada
de este modo tan sospechoso y se la presenta al señor Fairlie, ¿la reconoce él?
¿Vacila un momento siquiera su creencia en la muerte de su sobrina? ¿La
reconocen los criados? ¿Permanece cerca de su casa para probar su
personalidad y para someterse a otras pruebas? No: se la lleva en secreto a
Londres. Entretanto también usted la ha reconocido; pero no es usted pariente,
ni siquiera un antiguo amigo de la familia. La opinión de los criados
contradice a la suya y la del señor Fairlie a la de la señorita Halcombe. La
supuesta Lady Glyde se contradice a sí misma. Declara que pasó una noche en
Londres en determinada casa. Usted mismo comprueba que jamás se acercó a
ella. Usted mismo admite que el estado de su mente le obliga a abstenerse de
presentarla en público para someterla a un interrogatorio y dejarla hablar por
su cuenta. Paso por alto detalles de menor importancia para no perder tiempo,
y le pregunto, si este caso se presenta ahora ante un tribunal de justicia, ante
un jurado que debe considerar los hechos según parezcan ser más razonables,
¿dónde están sus pruebas?
Tuve que esperar hasta que pude pensar en algo antes de contestarle. Es la
primera vez que la historia de Laura y la de Marian se me presentaba desde el
punto de vista de un extraño, la primera vez que los obstáculos terribles que
había en nuestro camino se me aparecían en su auténtica dimensión.
—No cabe duda —le dije— que los hechos tal y como usted los ha
presentado parecen hablar en contra nuestra, pero...
—Pero usted piensa que pueden interpretarse de otro modo —me
interrumpió el señor Kyrle—. Deje que le explique el resultado de mi
experiencia en este sentido. Cuando un jurado inglés tiene que elegir entre un
hecho simple que está en la superficie y una larga explicación que subyace
bajo ella, se decide siempre por el hecho, prefiriéndolo a la explicación. Por
ejemplo, Laura Glyde (llamo a la dama que usted representa por este nombre
para facilitar la argumentación) declara que ha dormido en cierta casa y se
demuestra que no ha dormido allí. Usted explica esta circunstancia aduciendo
el estado de su mente y saca una conclusión metafísica. No quiero decir que
esta conclusión esté equivocada. Sólo digo que el jurado, el tribunal, aceptaría
el hecho de que ella se contradice con preferencia a cualquier razón que pueda
ofrecer usted para explicar esta contradicción.
—Pero ¿no es posible —argüí— a fuerza de paciencia y de esfuerzos,
descubrir otras evidencias? La señorita Halcombe y yo disponemos de unos
cientos de libras...
Me miró con compasión mal disimulada y negó con la cabeza.
—Considere el caso, señor Hartright, desde su mismo punto de vista —
respondió—. Si usted está en lo cierto respecto a Sir Percival Glyde y al conde
Fosco (lo que yo, y perdone, no creo), todas las dificultades imaginables
estarán puestas en su camino de conseguir alguna nueva evidencia. Se usará
cualquier obstáculo para impedir el litigio, sus argumentos se rebatirán punto
por punto, y cuando hayamos gastado miles y miles en lugar de cientos de
libras, el resultado final será con toda probabilidad contrario a nosotros. Las
cuestiones de identidad, cuando conciernen al parecido físico, son de por sí las
más arduas de resolver, incluso cuando están libres de las complicaciones que
rodean el caso que ahora nos ocupa. En realidad, no veo posibilidad alguna de
arrojar luz sobre este extraordinario asunto. Incluso si la persona enterrada en
el cementerio de Limmeridge no fuese Lady Glyde, ella tenía en vida, como
usted mismo ha manifestado, tal parecido con aquélla que no ganaríamos nada
aun si consiguiéramos la disposición de que se exhumase el cadáver. En
resumen, aquí no hay causa, señor Hartright, aquí de verdad no hay causa.
Yo estaba decidido a creer que sí la había, y movido por esta decisión,
renové mi argumentación desde otra posición:
—¿No existen otras pruebas que podamos aportar, además de la prueba de
identidad? —le pregunté.
—No en su situación —me repuso—. La prueba más segura y más sencilla
sería la comparación de las fechas y, según tengo entendido, esta prueba se
hará fuera de su alcance. Si usted pudiera advertir alguna discrepancia entre la
fecha del certificado del doctor y la del viaje de Lady Glyde a Londres, el
asunto revestiría un aspecto totalmente distinto y yo sería el primero en
decirle: vamos adelante.
—Pues estas fechas pueden establecerse aún, señor Kyrle.
—El día en que se establezcan, señor Hartright, tendrá usted la causa legal.
Si usted tiene en este momento alguna esperanza de saber la fecha, dígamelo y
veremos qué puedo aconsejarle.
Medité. El ama de llaves no podía ayudarnos. Laura no podía ayudarme,
Marian no podía ayudarnos. Con toda probabilidad, las únicas personas que
conocían la fecha eran Sir Percival y el conde Fosco.
—De momento no se me ocurre ningún medio de averiguar esta fecha —le
dije— pues no sé quién, además del conde o Sir Percival, pueda conocerla con
seguridad.
En el rostro sereno y atento del señor Kyrle se dibujó por primera vez una
sonrisa.
—Con la opinión que a usted le merecen esos dos caballeros —me dijo—
supongo que no esperará ayuda por ese lado. Si han conseguido hacerse con
buenas cantidades de dinero por medio de una conspiración, es poco probable
que estén dispuestos a confesarlo.
—¿Se les puede forzar a confesarlo, señor Kyrle?
—¿Quién lo hará?
—Yo.
Ambos nos pusimos en pie. Me miró fijamente y con más interés que el
que me había demostrado hasta entonces. Pude ver que le dejé algo perplejo.
—Está usted muy resuelto —me dijo—. Sin duda tiene usted algún motivo
personal para proceder así, sobre el que no tengo derecho a indagar. Si en el
futuro se puede instruir la causa, sólo puedo decirle que me tiene usted a su
entera disposición. Al mismo tiempo debo advertirle, pues las cuestiones de
dinero siempre son cuestiones legales, que tengo muy pocas esperanzas de que
se pueda recobrar la fortuna de Lady Glyde, aun en el caso de que consiga
establecer el hecho de que está viva. El extranjero, probablemente, saldría de
Inglaterra antes de que comenzase el proceso, y en cuanto a Sir Percival, sus
dificultades económicas son tantas y tan apremiantes que todo el dinero que
llegue a él pasará a manos de sus acreedores. Estará usted enterado, por
supuesto, de...
Al llegar a este punto le interrumpí.
—Le ruego que no discutamos los asuntos financieros de Lady Glyde —le
dije—. En el pasado nunca he sabido nada de ellos, ni sé nada ahora, salvo que
ha perdido su fortuna. Está usted en lo cierto al suponer que tengo motivos
personales para encargarme de esta empresa. Deseo que estos motivos sean
siempre tan desinteresados como lo son ahora...
El abogado trató de interrumpirme para dar sus explicaciones. Supongo
que me acaloré al comprender que dudaba de mí y continué hablando con
empeño, sin escucharlo.
—No hay interés monetario —dije—, ni pensamiento de alguna ventaja
personal en el servicio que pretendo rendir a Lady Glyde. Ha sido expulsada
como una extraña de la casa en que nació, una mentira que atestigua su muerte
está inscrita sobre la tumba de su madre, y de todo ello son responsables dos
hombres que siguen vivos e impunes. Las puertas de su casa volverán a abrirse
para recibirla ante todas y cada una de las personas que acompañaron el tal
entierro hasta la tumba; la mentira se arrancará públicamente de las piedras del
sepulcro en presencia del cabeza de familia, y esos dos hombres responderán
ante mí de su crimen, aunque la justicia que impera en los tribunales sea
impotente para perseguirlos. He consagrado mi vida a este propósito y tan solo
tal como estoy ahora, si Dios me ayuda, lo lograré.
Regresó a su mesa y no dijo nada. Su rostro demostraba claramente que
estaba pensando que mi obsesión había triunfado sobre mi razón y que
consideraba completamente inútil darme más consejos.
—Cada uno de nosotros conservamos nuestra opinión, señor Kyrle —añadí
—, y hemos de esperar a que los acontecimientos futuros den la razón a uno o
a otro. Mientras tanto, le agradezco mucho la atención que ha prestado a mis
declaraciones. Me ha demostrado usted que los procedimientos legales están,
en el sentido más amplio de las palabras, fuera de nuestro alcance. No
podemos presentar las pruebas para satisfacer la ley ni somos suficientemente
ricos para pagar los gastos que ella pide. Ya es algo saberlo.
Saludé y me dirigí hacia la puerta. Me llamó de nuevo y me entregó la
carta que le había visto colocar sobre la mesa al comienzo de la entrevista.
—La recibí por correo hace unos días —me dijo—. ¿Le molestaría a usted
hacerla llegar a su destinataria? Tenga la amabilidad de decirle a la señorita
Halcombe que siento sinceramente no poder ayudarla, de no ser con mi
consejo que, mucho me temo, no le será más grato que a usted.
Miré el sobre mientras hablaba. Iba dirigida a «Señorita Halcombe.
Entregar a los señores Gilmore y Kyrle, Chancery Lane». La letra me era
totalmente desconocida.
Antes de salir le hice una última pregunta:
—¿Sabe usted por casualidad —dije—, si continúa en París Sir Percival
Glyde?
—Ha vuelto a Londres —me contestó el señor Kyrle—. Al menos eso me
dijo su procurador, al que encontré ayer.
Después de recibir esta respuesta me marché.
La primera precaución que tomé al salir del despacho fue la de abstenerme
de atraer la atención deteniéndome y mirando a mi alrededor. Me dirigí hacia
una de las amplias plazas más tranquilas al norte de Holborn, luego me detuve
de repente y di la vuelta cuando a mis espaldas quedaba un trozo largo del
pavimento.
En la esquina de la plaza había dos hombres que se habían parado también
y estaban conversando. Después de reflexionar un momento volví atrás para
pasar junto a ellos. Uno de los dos echó a andar cuando me acerqué, dobló una
esquina de la plaza y salió a la calle. El otro permaneció en su sitio. Lo miré al
pasar, y reconocí enseguida a uno de los hombres que me habían estado
vigilando hasta que me fui de Inglaterra.
Si hubiera gozado de libertad para seguir mi propio instinto,
probablemente hubiera empezado hablando con el hombre y terminado
tumbándolo de un golpe. Pero debía tener en consideración las consecuencias.
Si cometía una falta en público sólo proporcionaría con ello a Sir Percival
armas contra mí. No tenía otra opción que contestar a un artificio con otro.
Entré en la calle por donde había desaparecido el otro hombre, y pasé a su lado
mientras él estaba esperando en un portal. Yo no lo conocía y me alegré de
saber cómo era por si llegaba otra contingencia desagradable. Después de
hacerlo volví a dirigirme hacia el norte hasta que llegué al camino Nuevo. Allí
torcí al oeste (los dos hombres me seguían todo aquel tiempo) y me quedé
esperando, en un lugar que sabía próximo a una parada de coches de punto, a
que pasara por mi lado un ligero cabriolé vacío. Al cabo de pocos minutos
apareció uno. Subí de un salto y le dije al cochero que me llevase de prisa
hacia Hyde Park. Detrás no venía ningún otro coche rápido que pudieran coger
mis espías. Los vi abalanzarse al otro lado de la calle, seguirme corriendo,
tratando de encontrar en su camino otro coche o una parada. Pero me fui
alejando de ellos y cuando mandé al cochero detenerse para bajarme, no los vi.
Crucé Hyde Park y me aseguré, en campo abierto, que estaba libre. Al fin
dirigí mis pasos hacia nuestra casa, varias horas más tarde, cuando había
anochecido ya.
Encontré a Marian esperándome sola en nuestro saloncito. Había
convencido a Laura de que se acostase después de prometerle que me
enseñaría sus dibujos en cuanto yo regresase. El dibujo torpe, mísero y
borroso, tan mediocre de por sí, tan conmovedor en las asociaciones que
despertaba, estaba cuidadosamente expuesto sobre la mesa apoyado en dos
libros y situado de modo que la débil luz de la única vela que nos podíamos
permitir lo iluminase con la mayor claridad. Me senté para verlo mejor y,
susurrando, conté a Marian todo lo que había sucedido. La pared que nos
separaba de la habitación contigua era tan poco sólida que casi podíamos oír
respirar a Laura y la habríamos despertado si hubiéramos hablado en voz alta.
Marian no se alteró mientras le describía mi entrevista con el señor Kyrle,
pero su rostro reflejó alarma cuando le hablé de los hombres que me siguieron
desde el despacho del abogado y cuando le comuniqué el regreso de Sir
Percival.
—Malas noticias, Walter —me dijo—. Las peores que podías traerme. ¿No
tienes nada más que decirme?
—Tengo algo que entregarte —repliqué, alargándole la carta que me había
confiado el señor Kyrle.
Miró las señas, y al instante conoció la letra.
—¿Sabes de quién es? —le dije.
—Demasiado bien —contestó—. Es del conde Fosco.
Al darme esta respuesta, abrió el sobre. Sus mejillas ardían y sus ojos
brillaron de rabia, cuando me la entregó para que yo la leyese a mi vez.
La carta contenía estas líneas:
«Empujado por la admiración, honrosa para mí y para usted misma, le
escribo, maravillosa Marian, en interés de su tranquilidad y para dedicarle
unas palabras de consuelo».
«¡No tema nada!»
«Obre conforme a su extraordinario sentido común y permanezca en su
retiro. ¡Mujer querida y admirada!, no se exponga a la peligrosa publicidad. La
resignación es sublime. Adóptela. El remanso humilde del hogar es
eternamente confortante. Disfrute de él. Las Tormentas de la vida pasan sin
causar perjuicio sobre el valle de la Reclusión. Deténgase, querida amiga, en
este valle.
«Hágalo y yo le garantizo que no tendrá nada que temer. No volverá a
lacerar su sensibilidad ninguna nueva desdicha. ¡Su sensibilidad que, para mí,
es más preciosa que la mía propia! No se la molestará a usted más; la bellísima
compañera de su retiro no será perseguida. Ha encontrado un nuevo refugio y
un nuevo sanatorio en su corazón. ¡Refugio inapreciable! La envidio y la dejo
descansar en él.
«Una última palabra de cariñosa advertencia, de precaución paternal, y
dejo, a la fuerza, el hechizo de hablar con usted. Cierro estas líneas fervorosas.
«No avance más de lo que ha avanzado hasta ahora. No comprometa
intereses demasiado serios, no amenace a nadie. Le ruego que no me obligue a
actuar a mí, al hombre de acción, cuando el acariciado objeto de mis
ambiciones es permanecer inactivo y restringir el vasto alcance de mis
energías y de mi ingenio, por el bien de usted. Si tiene usted amigos
vehementes, modere su deplorable ardor. Si el señor Hartright retorna a
Inglaterra, no se comunique con él. Yo camino por mi propia senda y Percival
sigue mis pasos. El día en que el señor Hartright se cruce en este camino es
hombre perdido.»
Por toda firma aquellas líneas llevaban una inicial, una F rodeada de
intrincados rasgos floreados. Tiré la carta sobre la mesa con todo el desprecio
que sentía por ella.
—Trata de asustarme —dije—, y es señal evidente de que el que tiene
miedo es él.
Ella era demasiado femenina para tratar la carta como yo la había tratado.
La insolente familiaridad de su lenguaje le hizo perder el dominio de sí misma.
Cuando me miró, por encima de la mesa, sus manos se entrelazaron sobre su
regazo, y su temperamento de antes, apasionado y feroz, volvió a fulgurar con
fogosidad en sus mejillas y en sus ojos.
—¡Walter! —dijo—. ¡Si alguna vez esos dos hombres estuviesen a tu
merced y te vieses forzado a perdonar a uno de ellos, por favor, que éste no
sea el conde!
—Guardaré esta carta, Marian, para que me sirva de recordatorio cuando
llegue el momento.
Me miró con atención mientras guardé la carta en mi cartera.
—¿Cuando llegue el momento? —repitió—. ¿Puedes hablar del futuro
como si estuvieras seguro de él? ¿Después de lo que ha dicho el señor Kyrle y
de lo que ha sucedido hoy?
—No cuento nuestro tiempo desde hoy, Marian. Todo lo que hoy he hecho
ha sido pedir a un hombre que actúe por mí. Cuento nuestro tiempo desde
mañana...
—¿Por qué desde mañana?
—Porque mañana pienso actuar yo mismo.
—¿Cómo?
—Iré a Blackwater Park en el primer tren, y espero volver por la noche.
—¡A Blackwater!
—Sí. He tenido tiempo para pensar desde que dejé al señor Kyrle. En ese
punto su opinión confirma la mía. Debemos perseverar en nuestro intento de
averiguar la fecha del viaje de Laura. Es el único punto débil de la
conspiración, y probablemente nuestra única posibilidad de demostrar que está
viva radica en descubrir esta fecha.
—¿Quieres decir —preguntó Marian— descubrir que Laura no salió de
Blackwater Park hasta después de la fecha indicada en el certificado de
defunción?
—En efecto.
—¿Qué te hace pensar que fue después? Laura no puede decirnos nada de
su estancia en Londres.
—Pero el dueño del sanatorio te dijo que había ingresado el veintisiete de
julio. Dudo que la habilidad del conde Fosco alcanzase a tenerla escondida en
Londres, insensible a todo lo que pasaba a su alrededor, más de una noche. En
ese caso debió de salir el veintiséis y llegar a Londres un día después de la
fecha que atestigua su muerte en el certificado médico. Si podemos demostrar
esta fecha demostraremos nuestra acusación contra el conde y Sir Percival.
—¡Sí, sí; lo veo claro! ¿Cómo conseguir las pruebas?
—El relato de la señora Michelson me ha sugerido dos maneras de
obtenerlo. Una de ellas es la de preguntar al médico, el señor Dawson, que
sabrá el día en que volvió a Blackwater Park después de que Laura dejara la
casa. La otra es preguntar en la posada en que Sir Percival pasó la noche
cuando se marchó. Sabemos que se fue después de Laura, con un lapso de
tiempo de pocas horas y por ello podemos establecer la fecha. Al menos es
una tentativa que merece la pena, y estoy decidido a ponerla en práctica
mañana.
—Pero supón que eso falla..., me preparo para lo peor, Walter, por ahora,
pero si tenemos que enfrentarnos con desgracias, pensaré en el éxito. Supón
que nadie puede ayudarte en Blackwater...
—En Londres hay dos hombres que pueden ayudarme y lo harán. Son Sir
Percival y el conde. Las personas inocentes pueden olvidar la fecha
fácilmente, pero ellos son culpables y lo saben. Si me falla todo lo demás,
obligaré a uno de ellos, o a los dos, a que me la digan, empleando métodos
propios.
Toda la feminidad que Marian llevaba dentro ardió en sus mejillas.
—¡Empieza por el conde! —me susurró con ansiedad—. ¡Hazlo por mí;
empieza por el conde!
—Por el bien de Laura, hemos de comenzar donde veamos más
probabilidades de éxito —le dije.
El color desapareció de sus mejillas, y moviendo con tristeza la cabeza,
dijo:
—Sí, tienes razón. ¡Qué mezquino y miserable por mi parte haber dicho
eso! Trataré de tener paciencia, Walter, y conseguir algo más de lo que pude
conseguir en épocas más felices. Pero aún me queda algo de mi temperamento.
¡Cuando pienso en el conde no puedo contenerme!
—Le llegará su turno —le contesté—. Pero recuerda que ambos
conocemos un punto débil de su pasado.
Callé, esperando a que se serenase y entonces pronuncié las palabras
decisivas:
—¡Marian! Hay un punto débil en el pasado de Sir Percival y nosotros dos
lo sabemos...
—¿Te refieres al Secreto?
—Sí, al Secreto. Es lo único seguro que podemos emplear contra él. Sin
recurrir a otros medios, puedo forzarle a abandonar su seguridad, puedo
arrastrarlo a él y su villanía a la luz del día. Sea lo que fuere lo que el conde ha
hecho, Sir Percival ha consentido la conspiración contra Laura, impulsado por
otro motivo, además del lucro. ¿No le oíste decir al conde que creía que la
mujer conocía lo bastante como para hundirlo? ¿No le oíste decir que era
hombre perdido si se conocía el secreto de Anne Catherick?
—¡Sí, sí! Lo oí.
—Pues bien Marian, si nos fallan los demás recursos, me propongo
conocer el secreto. Aun ahora, mi vieja superstición me asedia. Vuelvo a
repetir que la dama de blanco encarna la influencia que rige sobre nuestras tres
vidas. El Fin decretado nos acecha, ¡y Anne Catherick, desde su tumba, sigue
marcándonos el camino que nos conducirá hasta él!
V
La historia de mis primeras pesquisas en Hamsphire es muy breve.
Como salí temprano de Londres, antes del mediodía pude llegar a casa del
señor Dawson. Nuestra conversación, en lo que concernía al objetivo de mi
visita, no aportó ningún resultado satisfactorio.
Los libros del señor Dawson me demostraron ciertamente cuándo había
vuelto a Blackwater Park para atender a la señorita Halcombe; pero era
imposible retroceder desde esta fecha calculando con exactitud la otra sin que
la señora Michelson me ayudase, y ella no era capaz de hacerlo. No podía
recordar (¿quién podría hacerlo en un caso similar?) cuántos días habían
transcurrido hasta que el médico reanudó la asistencia de su paciente, desde
que se había marchado Lady Glyde. Estaba casi segura de haber anunciado
que se había marchado, a la señorita Halcombe, al día siguiente, pero no podía
precisar aquella fecha, como no podía hacerlo con la del día anterior, cuando
Lady Glyde se fue a Londres. Tampoco podía calcular siquiera
aproximadamente el tiempo transcurrido desde que se marchó su ama hasta
que llegó la carta sin fecha de Madame Fosco. Finalmente, para colmo de
dificultades, el propio doctor, que estuvo enfermo en aquel período, prescindió
de anotar, como solía hacer, el día y el mes en que el jardinero de Blackwater
Park vino con el recado de la señora Michelson.
Cuando perdí la esperanza de conseguir la ayuda del señor Dawson, resolví
tratar de averiguar la fecha en que Sir Percival llegó a Knowlesbury.
¡Aquello parecía una fatalidad! Al llegar a Knowlesbury me enteré de que
se había cerrado la posada, y en los muros de la casa había órdenes judiciales.
Había resultado mal negocio, me informaron, desde que construyeron el
ferrocarril. El nuevo hotel, situado al lado de la estación, había ido
absorbiendo la clientela y la vieja posada (que, como sabíamos, era donde
pasó la noche Sir Percival) se cerró hacía dos meses. Su dueño se había
marchado del pueblo llevándose todos sus bienes y posesiones y nadie supo
decirme con certeza adónde. Las cuatro personas a las que pregunté me dieron
diferentes versiones sobre los planes y proyectos que tenía el posadero cuando
se fue de Knowlesbury.
Me quedaban algunas horas hasta el último tren que salía para Londres;
subí al coche en la estación de Knowlesbury para regresar a Blackwater Park
con la intención de interrogar al jardinero y al hombre que vigilaba la puerta
de carruajes. Si resultaba que tampoco ellos eran capaces de ayudarme, mis
recursos quedarían con ello agotados y debería regresar a la ciudad.
Despedí el coche a una milla de distancia del parque y, siguiendo las
indicaciones que me dio el cochero, me encaminé hacia la casa. Al dejar el
camino real para entrar en el que llevaba a la puerta vi a un hombre cargado
con un maletín que caminaba deprisa delante de mí, y que se dirigía a la puerta
de la cochera. Era un hombre bajito, vestido con un desgastado traje negro, y
llevaba un sombrero exageradamente grande. Me figuré (por lo que podía
juzgar) que sería un pasante de algún abogado, y me detuve para que se alejara
de mí. No me había oído, y siguió andando sin volver la cabeza hasta
desaparecer detrás del recodo. Cuando poco después llegué a la verja, no lo vi.
Evidentemente había entrado en la casa. En la puerta había dos mujeres. Una
de ellas era vieja y la otra la reconocí enseguida por la descripción de Marian;
era Margaret Porcher. Pregunté si Sir Percival estaba en el parque, y al recibir
una respuesta negativa pregunté cuándo se había marchado. Ninguna de ellas
pudo decirme más que se había ido el verano pasado. De Margaret Porcher
sólo pude obtener sonrisas y cabeceos o despropósitos. La anciana era un poco
más razonable y logré hacerle hablar de la forma en que se marchó Sir
Percival, y de la alarma que le causó su comportamiento. Recordó cómo su
amo la llamó cuando estaba ya en la cama, y cómo la asustó con sus
juramentos; pero la fecha en que ocurrió aquello, me informó honestamente,
«era algo fuera de mi alcance».
Al salir de la portería vi al jardinero trabajando a poca distancia de allí.
Cuando le hablé me miró con desconfianza, pero al oírme mencionar el
nombre de la señora Michelson y decir que ella me había hablado de él, se
mostró muy dispuesto a entrar en conversación. No necesito describir lo que
pasó después: todo termino así, tal como mis otros intentos de descubrir la
fecha habían terminado. El jardinero sabía que su amo se había marchado por
la noche, «en el mes de julio, en la última quincena o en los últimos diez días,
pero nada más».
Mientras hablábamos vi al hombre de negro, llevando su gran sombrero,
salir de la casa y quedarse a cierta distancia de nosotros, observándonos.
Ciertas sospechas acerca de su visita a Blackwater Park ya habían cruzado
mi mente. En ese instante, en que el jardinero no fue capaz (o no quiso)
decirme quién era aquel hombre, mis sospechas aumentaron, y decidí aclararlo
yo solo, si podía hablándole directamente. La pregunta más natural que se me
ocurrió hacerle, como forastero, era si se enseñaba la casa a los visitantes.
Acto seguido me acerqué y lo abordé con aquellas palabras.
Su mirada y su gesto no dejaron lugar a dudas respecto a que él sabía quién
era yo y que deseaba irritarme y llegar a un altercado conmigo. Su respuesta
fue tan insolente que podría haber conseguido su propósito si no hubiera sido
aún mayor mi decisión de dominarme. Así que me dirigí a él con la cortesía
más resuelta; me disculpé por mi intrusión involuntaria (que él llamó «entrada
ilegal») y salí del parque. Aquello era exactamente lo que había sospechado.
Evidentemente, cuando me reconocieron al salir del despacho del señor Kyrle,
el hecho se comunicó a Sir Percival, y el hombre de negro fue enviado al
parque para anticiparse a mis investigaciones en la casa o en el vecindario. Si
le hubiera dado el menor motivo para promover una querella legal contra mí,
el magistrado local, sin duda, sería utilizado como un obstáculo en mis
pesquisas y como un medio para separarme, siquiera por unos días, de Marian
y de Laura.
Estaba preparado para verme vigilado en mi camino de Blackwater Park a
la estación, exactamente como me habían vigilado en Londres el día anterior.
Sin embargo, ni entonces ni más tarde llegué a descubrir si me habían seguido
en aquella ocasión o no. El hombre de negro podía disponer de medios para
vigilarme de los que yo no sabía nada, pero no lo vi ni camino de la estación ni
más tarde cuando llegué a Londres. Fui a casa andando y antes de acercarme a
nuestra puerta tomé la precaución de dar unas vueltas por la calle más desierta
del vecindario, deteniéndome de repente para mirar atrás cuando a mis
espaldas había suficiente espacio abierto. Había aprendido a usar esta
estratagema en los desiertos de Centroamérica, para protegerme contra
posibles emboscadas, y ahora volvía a practicarla, con el mismo propósito y
con precaución mayor aún, ¡en el corazón de la civilizada ciudad de Londres!
Nada había sucedido que alarmase a Marian durante mi ausencia. Me
preguntó con ansia qué resultados había obtenido. Cuando se los conté no
pudo disimular su asombro al ver la indiferencia con que le hablaba del
fracaso de mis gestiones.
La verdad era que el resultado nulo de mis pesquisas no me desanimaba en
absoluto. Las había realizado como una tarea ineludible sin esperar nada de
ellas. En el estado de ánimo en que me hallaba, casi era para mí un alivio saber
que ahora la lucha se reducía a una prueba de fuerza entre Sir Percival y yo.
Mi inicial deseo de venganza estaba mezclado con otros y mejores motivos
y confieso que experimenté una cierta satisfacción al comprobar que la manera
más segura —y la única que me quedaba—, de servir a la causa de Laura era
sentar mi mano sobre el canalla que la hizo su mujer.
Reconociendo que no era suficientemente fuerte para impedir que el
instinto de vengarme se asociase con mis motivos, también puedo añadir
honestamente algo que habla en mi favor. Desde el principio, ninguna
consideración sobre mis futuras relaciones con Laura ni sobre concesiones
privadas o personales a las que pudiese obligar a Sir Percival cuando lo
tuviese a mi merced había pasado nunca por mis mientes. Jamás pensé: «Si
salgo victorioso, uno de los resultados de mi victoria será impedirle a su
marido que vuelva a quitármela. No podía mirarla y pensar en el futuro con
semejantes intenciones. La triste contemplación del cambio que se había
operado en ella convertía el amor en la ternura y compasión que hubiesen
sentido por ella un padre o un hermano, y que, Dios es testigo, yo sentía con
todo mi corazón. Mis esperanzas no llegaban por ahora más que al día en que
la viera curada. En aquel día, cuando estuviera fuerte y fuera de nuevo feliz,
cuando pudiera mirarme como me había mirado antes y hablarme como antes
me hablaba, era donde terminaba el futuro de mis pensamientos más felices y
de mis deseos más acariciados.
Estas palabras no se han escrito en un empacho de ociosa satisfacción
conmigo mismo. Pronto llegarán pasajes de esta narración que demuestren el
juicio de los demás sobre mi propia conducta. Y es justo que antes de que
llegue este momento se pese fielmente en una balanza lo mejor y lo peor de
mí.
La mañana siguiente de mi regreso de Hamsphire, pedí a Marian que
subiera conmigo a mi cuarto de trabajo y allí le expuse el plan que había
elaborado para derrotar a Sir Percival, atacándole en el único punto vulnerable
de su vida.
El camino hacia el Secreto estaba oculto en el misterio, impenetrable para
nosotros, que rodeaba a la dama de blanco. Este misterio, a su vez, podía
alcanzarse si conseguíamos la ayuda de la madre de Anne Catherick; y el
único medio posible de convencer a la señora Catherick de actuar o hablar
para desvelarlo dependía de si yo lograba descubrir algunos detalles de su vida
y de su situación por mediación de la señora Clements. Después de
considerarlo detenidamente comprendí que para reanudar mis pesquisas
necesitaba ponerme en comunicación con la fiel amiga y protectora de Anne
Catherick.
La primera dificultad, por tanto, era encontrar a la señora Clements.
Tuve que agradecer a la rápida inteligencia de Marian la solución
inmediata de aquella necesidad con ayuda del medio más sencillo y mejor. Me
propuso escribir a la granja cercana a Limmeridge (Todd's Corner) para
preguntar si la señora Todd había tenido noticias de la señora Clements en los
últimos meses. Cómo separaron a la señora Clements de Anne, no lo sabíamos
pero cuando se logró separarlas la señora Clements seguramente decidió
buscar a la desaparecida en los lugares por los que sentía más cariño: las
inmediaciones de Limmeridge. En seguida vi que la idea de Marian nos
ofrecía una perspectiva favorable; así, pues, Marian escribió a la señora Todd
aquel mismo día.
Mientras esperábamos su respuesta, Marian me puso al corriente de todo
cuanto sabía respecto a la familia y al pasado de Sir Percival Glyde. Aunque
sólo conocía los hechos de oídas, estaba segura de que lo poco que podía decir
sobre el tema era verdad.
Sir Percival fue hijo único. Su padre, Sir Félix Glyde, había sufrido desde
su nacimiento una deformación penosa e incurable y desde sus años jóvenes
eludía toda vida social. Su único solaz era la música, y se casó con una dama
que tenía gustos similares a los suyos y cuyo talento musical estaba
comúnmente reconocido. Heredó Blackwater Park cuando aún era muy joven.
Ni él ni su mujer, después de tomar posesión de la finca, buscaron acercarse a
la sociedad del vecindario, como nadie se preocupó de invitarles a salir de su
retiro, con la desastrosa excepción del rector de la parroquia.
Dicho rector era de lo más propenso a cometer inocentemente todo tipo de
inconveniencias por su celo excesivo en su misión. Había oído decir que Sir
Félix abandonó la universidad con fama de ser poco menos que un
revolucionario en política y un díscolo en religión, y en su conciencia llegó a
la conclusión de que era su deber y obligación convencer al propietario de
Blackwater de que atendiera a las sublimes verdades que se anunciaban en la
iglesia parroquial. Sir Félix reaccionó con frenesí ante el propósito, bien
intencionado pero mal conducido del clérigo; le insultó en público y con tanta
grosería que todas las familias del vecindario enviaron cartas de indignada
protesta, y hasta los arrendatarios de Blackwater Park expresaron su opinión
con la máxima rotundidad a que podían atreverse. El barón, que no tenía
ninguna afición al campo ni cariño alguno a su finca, ni a nadie de los que allí
habitasen, declaró que la sociedad de Blackwater jamás tendría una nueva
oportunidad para molestarlo, y abandonó aquellos lugares. Después de su corta
estancia en Londres él y su mujer se marcharon al continente y jamás
volvieron a Inglaterra. Vivieron parte del tiempo en Francia y parte en
Alemania, manteniéndose siempre en un estricto aislamiento que la conciencia
morbosa de su deformidad había convertido en necesidad para Sir Félix. Su
hijo Percival nació en el extranjero y se educó con preceptores particulares. Su
madre fue su primera pérdida. Su padre murió algunos años después, en 1825
ó 1826. Antes de esa época, el joven Sir Percival estuvo una o dos veces en
Inglaterra pero no conoció al difunto señor Fairlie hasta después de la muerte
de su padre. Pronto se hicieron íntimos amigos, aunque en aquella época Sir
Percival visitaba poco o nunca Limmeridge. El señor Frederick Fairlie podía
haberlo encontrado una o dos veces en compañía del señor Philip Fairlie, pero
no debía saber mucho de él entonces ni tampoco más tarde. El único amigo
íntimo de Sir Percival en la familia Fairlie había sido el padre de Laura.
Esta fue toda la información que pude saber por Marian. No contenía nada
que pudiera serme útil para mi actual propósito, aunque anoté todos los
detalles por si en el futuro resultase que tuvieran importancia.
La respuesta de la señora Todd, (dirigida, según le habíamos indicado a
una estafeta alejada de nuestra casa) había llegado ya cuando fui a preguntar
por ella. El destino, que hasta entonces nos era contrario, a partir de aquél
momento empezaba a favorecernos. La carta de la señora Todd contenía el
primer fragmento de la información que perseguíamos.
La señora Clements había escrito, en efecto (como habíamos conjeturado)
a Todd's Corner; en primer lugar, se disculpaba por la brusquedad con que ella
y Anne abandonaron la granja de sus amigos, (a la mañana siguiente de
encontrar yo a la dama de blanco en el cementerio de Limmeridge); y luego
comunicaba a la señora Todd la desaparición de Anne suplicando que
preguntase en el vecindario por si la muchacha había vuelto a Limmeridge. La
señora Clements tuvo a buen cuidado acompañar su ruego con señas, a las
cuales podrían avisarla en cualquier momento. Y éstas la señora Todd se las
remitía ahora a Marian. La casa estaba en Londres, a media hora de camino de
la nuestra.
Estaba decidido, como dice el refrán, a no dejar que la hierba creciese bajo
mis pies. A la mañana siguiente me fui en busca de la señora Clements. Ese
fue mi primer paso adelante en mi investigación. La historia del desesperado
intento que me propongo emprender ahora, comienza aquí.
Las señas enviadas por la señora Todd me llevaron a una casa de alquiler
situada en una calle respetable.
Cuando llamé, abrió la puerta la propia señora Clements. No pareció
recordarme y me preguntó qué deseaba. Le evoqué nuestro encuentro en el
cementerio de Limmeridge al final de mi conversación con la dama de blanco
y tuve buen cuidado de hacerle notar que yo fui la persona que ayudó a Anne
Catherick (como la propia Anne había declarado) a escapar de sus
perseguidores del sanatorio. Era la única razón que pude aducir para ganar la
confianza de la señora Clements. Se acordó en seguida y me hizo pasar al
salón, llena de ansiedad por saber si le traía algunas noticias de Anne.
Yo no podía descubrirle toda la verdad, sin entrar al mismo tiempo en los
detalles de la historia de la conspiración, que hubiera sido peligroso confiar en
una persona desconocida. Pero procuré abstenerme con el mayor cuidado de
despertar falsas esperanzas, explicándole que el objeto de mi visita era
descubrir a las personas que realmente eran responsables de la desaparición de
Anne. Incluso añadí, para evitarme duros remordimientos de mi conciencia,
que no albergara la menor esperanza de poder encontrarla, que consideraba
que nunca volveríamos a verla con vida y que mi mayor interés en aquel
asunto era llevar el merecido castigo a dos hombres que sospechaba la habían
raptado y de cuyas manos yo mismo y algunos seres queridos por mí habían
sufrido un gran agravio. Con esta explicación dejaba a la señora Clements
decidir si nuestro interés en el asunto (cualquiera que fuese la diferencia entre
los motivos que nos obligaban a actuar) era el mismo, y si tenía algún
inconveniente en ayudarme a conseguir mi objetivo proporcionándome cierta
información importante para mis pesquisas, de la que ella disponía.
Al principio, la pobre mujer estaba demasiado confusa y emocionada para
comprender con claridad lo que le decía. Sólo pudo contestarme que me dijo
cualquier cosa en agradecimiento por la bondad que había demostrado con
Anne. Pero como era bastante lenta y tenía poca costumbre de hablar con
desconocidos me rogaba que le indicara por dónde deseaba que empezase.
Sabiendo por experiencia que el relato más claro que se ha de esperar de
personas poco acostumbradas a ordenar sus ideas al narrar es el que se
remontaba suficientemente lejos, al comienzo de los acontecimientos, para
hacer innecesaria toda retrospección en el curso de la narración, pedí a la
señora Clements que empezara por contarme qué había sucedido desde que
ella abandonó Limmeridge; y así, guiada por mis preguntas, me expuso, punto
por punto, cuanto ocurrió en el tiempo precedente a la desaparición de Anne.
La sustancia de la información que así obtuve fue como sigue:
Al salir de la granja de Todd, la señora Clements y Anne llegaron hasta
Derby aquel mismo día y allí permanecieron una semana por deseo de Anne.
Luego marcharon a Londres y estuvieron un mes o más en la casa que
entonces alquilaba la señora Clements, cuando circunstancias relacionadas con
la vivienda y su propietario las obligaron a mudarse. El terror de ser
descubierta en Londres o en sus alrededores, que invadía a Anne cada vez que
salían de casa, poco a poco fue comunicándose a la señora Clements, al
extremo que ésta decidió marcharse a uno de los rincones más olvidados de
Inglaterra, el pueblo de Grimsby, en el condado de Lincoln, donde su difunto
marido había pasado su juventud. Sus parientes eran personas respetables que
estaban allí establecidas; siempre habían tratado a la señora Clements con
mucha amabilidad, y ella pensó que no podía hacer otra cosa mejor que ir allá
y pedir consejo a los amigos de su marido. Anne no quería ni oír hablar de
regresar a casa de su madre, en Welmingham, porque desde allí era desde
donde la habían llevado al manicomio, y porque era seguro que Sir Percival
volvería allí y la encontraría de nuevo. Esta objeción era de mucho peso y la
señora Clements comprendió que no sería fácil rebatirla.
En Grimsby se manifestaron en Anne los primeros síntomas alarmantes de
la enfermedad. Aparecieron pronto, después de que la noticia de la boda de
lady Glyde se publicó en los periódicos.
El médico a quien mandaron a buscar para que atendiese a la enferma no
tardó en descubrir que sufría una grave afección de corazón. La enfermedad se
prolongó mucho, la dejó muy débil, y reaparecía a intervalos, aunque la
severidad de sus achaques estaba mitigada. Por consiguiente, permanecieron
en Grimsby durante la primera mitad del año siguiente, y probablemente
hubieran continuado mucho más tiempo si no se hubiera empeñado Anne en
volver a Hampshire para obtener una entrevista secreta con Lady Glyde. La
señora Clements hizo cuanto estaba en su poder para oponerse a que se llevase
a cabo aquel proyecto azaroso y de consecuencias imprevisibles. Anne no le
ofreció explicación alguna de sus motivos, y sólo dijo que creía que la muerte
no andaba lejos de ella y que antes de morir tenía que comunicar algo a Lady
Glyde, en secreto, aun a costa de cualquier riesgo. Estaba tan firme en su
decisión de cumplir aquel propósito, que declaró que iría sola a Hampshire si a
la señora Clements no le apetecía acompañarla. Se consultó con el médico, y
la opinión de éste fue que oponerse a los deseos de Anne podía significar con
toda probabilidad una nueva y tal vez fatal recaída en su enfermedad;
siguiendo su consejo, la señora Clements se resignó ante la necesidad y una
vez más, llena de tristes presentimientos, de angustias y peligros por suceder
permitió a Anne Catherick hacer lo que ésta quería.
Durante el viaje desde Londres a Hamsphire, la señora Clements se dio
cuenta de que uno de sus compañeros de viaje conocía bien la región de
Blackwater y podía proporcionarle la necesaria información acerca de los
pueblos que había en su vecindad. Así supo que el único sitio donde podrían ir
y que no estaba en peligrosa proximidad de la residencia de Sir Percival, era
un pueblo llamado Sandon. La distancia entre el pueblo y Blackwater Park era
de unas tres o cuatro millas y esta distancia era la que recorría Anne dos veces
entre ida y vuelta, cada vez que aparecía junto al lago.
Los pocos días que estuvieron en Sandon sin ser descubiertas vivieron a la
salida del pueblo, en la casa de una respetable viuda que alquilaba un
dormitorio y cuyo discreto silencio la señora Clements procuró asegurar, al
menos durante la primera semana. También hizo grandes esfuerzos para
convencer a Anne de que, como primera providencia, se contentara con
escribir a Lady Glyde. Pero el fracaso de la advertencia que envió como carta
anónima a Limmeridge hizo que esta vez Anne estuviera decidida a hablar y
se obstinara en ir sola para hacerlo.
Sin embargo, la señora Clements la siguió de lejos cada vez que fue hacia
el lago, aunque nunca se atrevió a acercarse a la caseta de los botes lo
suficiente para observar lo que allí sucedía. Cuando Anne volvió la última vez
de aquellas peligrosas vecindades, la fatiga que le causaba recorrer día tras día
distancias demasiado largas, añadida al efecto agotador de las emociones que
experimentaba, condujo al resultado que la señora Clements había temido
desde el principio. El dolor de corazón y los demás síntomas de la enfermedad
que había padecido en Grimsby volvieron, y Anne se vio obligada a guardar
cama confinada en la casa de la viuda.
En estas circunstancias, lo primero que era preciso hacer, como la buena
señora Clements sabía por experiencia, era procurar que Anne se calmara. Y
para conseguirlo la buena mujer fue al día siguiente ella misma al lago para
intentar encontrar a Lady Glyde (quien, como Anne había dicho, seguramente
saldría a dar su paseo diario hasta la caseta de los botes) y convencerla de que
viniera junto a ella, en secreto, a la casa de las afueras de Sandon. Pero al
llegar a las inmediaciones de la plantación la señora Clements no vio allí a
Lady Glyde sino a un señor alto, grueso y mayor, que tenía un libro en la
mano. En otras palabras, el conde Fosco.
El conde, después de mirarla con mucha atención unos instantes, le
preguntó si esperaba encontrarse con alguien, en aquel lugar, y antes de que
ella pudiese contestarle añadió que él estaba esperando con un recado de parte
de Lady Glyde, pero no estaba muy seguro de si el aspecto de la persona que
tenía delante correspondía a la descripción de aquella con quien deseaba
comunicarse.
Entonces la señora Clements le confió su encargo sin pensar más y le
suplicó que le diese su recado a ella con lo cual contribuiría a aplacar la
ansiedad de Anne. El conde, con toda amabilidad y eficacia, atendió su ruego.
El recado, le dijo, era de gran importancia. Lady Glyde rogaba a Anne y a su
buena amiga que regresasen inmediatamente a Londres, pues estaba segura de
que Sir Percival las iba a descubrir si continuaban más tiempo en las cercanías
de Blackwater. Ella misma iría a Londres dentro de poco tiempo, y si la señora
Clements y Anne iban antes y le hacían saber sus señas, tendrían sus noticias
dentro de quince días o antes. El conde añadió que, aunque había intentado en
otra ocasión advertir como amigo a Anne ésta tuvo tanto miedo al ver a un
desconocido que no le dejó acercarse para hablarle.
La señora Clements contestó llena de alarma y angustia que no deseaba
otra cosa sino llevarse a Anne a Londres, pero que de momento no tenía
esperanzas de alejarla de aquellos lugares peligrosos pues estaba enferma y en
cama. El conde preguntó si la señora Clements había llamado a algún médico,
y al oír que hasta entonces estaba dudando en hacerlo, por miedo a que en el
pueblo se conociera su situación, el conde le comunicó que él mismo era
médico y que, si ella no tenía nada en contra, iría para ver si podía hacer algo
por Anne. La señora Clements, (sintiendo una comprensible confianza en el
conde, al que Lady Glyde le había confiado un recado secreto) aceptó la oferta
con agradecimiento y juntos se dirigieron a casa de la viuda.
Anne dormía cuando llegaron. El conde se estremeció al verla
(indudablemente asombrado de su parecido con Lady Glyde). La pobre señora
Clements supuso que estaba simplemente impresionado al ver qué mal estaba
la enferma. El no permitió que se la despertara, le bastaba con hacer alguna
pregunta a la señora Clements sobre los síntomas de la enfermedad, con mirar
a Anne y con tomarle el pulso apenas rozando su mano. Sandon era un pueblo
lo bastante grande como para tener una botica, y el conde se fue allí para
escribir la receta y encargar la medicina. Regresó con la medicina hecha y
explicó a la señora Clements que era un estimulante potente y que con toda
seguridad daría a Anne fuerzas para levantarse y resistir el cansancio de un
viaje a Londres, al cabo de unas horas escasas. Se tenía que administrar el
remedio a horas determinadas, aquel día y al día siguiente. Al tercer día sería
capaz de viajar, y quedó en ver a la señora Clements en la estación de
Blackwater, donde cogerían el tren del mediodía. Si ellas no llegaban a la
estación comprendería que era porque Anne estaba peor, en cuyo caso volvería
en seguida a visitarla.
Como se pudo ver, tal contingencia no se presentó.
La medicina hizo un efecto extraordinario en Anne y sus benignos efectos
se vieron reforzados por la promesa que pudo hacer ahora la señora Clements
de que pronto vería en Londres a Lady Glyde. El día previsto y a la hora
convenida (cuando llegaba a una semana su estancia en Hamsphire), volvieron
a la estación. El conde las esperaba ya; estaba hablando con una señora mayor
que por lo visto también se iba en aquel tren a Londres. Las ayudó con toda
amabilidad y las acompañó hasta la puerta del compartimento; rogó a la señora
Clements que no olvidara mandar sus señas a Lady Glyde. La señora mayor no
fue en el mismo compartimento que ellas y no la volvieron a ver al llegar a la
estación de Londres. La señora Clements alquiló una vivienda respetable de un
barrio tranquilo y, como había prometido, envió enseguida las señas de Lady
Glyde.
Pasó algo más de una quincena, pero no obtuvieron respuesta.
Al cabo de aquel tiempo, una señora (la misma señora mayor que había
visto en la estación) vino en un coche de punto y dijo que venía de parte de
lady Glyde, que estaba en un hotel de Londres, y deseaba ver a la señora
Clements para acordar con ella su próxima entrevista con Anne. La señora
Clements expresó su disposición (Anne estaba presente en la conversación y le
pidió aceptar la invitación) de acudir a la cita, siempre que no se requiriera de
ella ausentarse durante más de media hora. Ella y la señora mayor (la condesa
Fosco por supuesto) subieron al coche. Cuando se habían alejado a cierta
distancia, la señora hizo detener el coche junto a una tienda, antes de ir al
hotel. Le rogó a la señora Clements que la esperase unos minutos mientras
hacía un encargo que se le había olvidado. Nunca más volvió a aparecer.
Después de esperar algún tiempo, la señora Clements se alarmó y ordenó al
cochero que la volviese a conducir a su casa. Cuando llegó, después de estar
ausente bastante más de media hora, Anne había desaparecido.
La única información que pudo obtener en la propia casa la recibió de la
criada que limpiaba los apartamentos. Esta había abierto la puerta a un niño
que le dejó una carta para «la joven señorita que vivía en las habitaciones del
segundo piso» (las que ocupaba la señora Clements). La criada entregó la carta
a su destinataria y volvió a bajar; cinco minutos después vio que Anne abrió el
portal con el chal y el sombrero puesto. Probablemente se había llevado la
carta, pues no se encontró en casa, por tanto era imposible decir qué pretexto
se había empleado para inducirla a salir. Debió de haber sido muy
convincente, pues de otra forma jamás se habría aventurado sola por las calles
de Londres. Si la señora Clements no lo hubiese sabido nada la hubiera hecho
subir al coche, ni siquiera para estar fuera tan poco tiempo, media hora escasa.
En cuanto pudo pensar con calma, lo primero que se le ocurrió a la señora
Clements fue indagar en el manicomio, donde temía que hubieran encerrado
de nuevo a Anne.
Al día siguiente se dirigió allí: la propia Anne le había dicho dónde se
encontraba aquel establecimiento. La respuesta que recibió (sus indagaciones
tuvieron lugar con toda probabilidad un día o dos antes de haber recluido en el
sanatorio a la falsa Anne Catherick) era que no se había ingresado a tal
paciente. Entonces escribió a la señora Catherick a Welmingham para
preguntarle si sabía algo de su hija y recibió una respuesta negativa. Después
de leer aquella contestación no le quedaba nada más que emprender;
desconocía por completo dónde hubiera podido dirigirse o qué hacer. A partir
de aquel momento permaneció en la más absoluta ignorancia en cuanto a la
causa de la desaparición de Anne y el final de su historia.
VI
Evidentemente, la información que recibí de la señora Clements, aunque
me hizo conocer hechos que ignoraba hasta entonces, no servía más que de
prólogo a todo lo que necesitaba saber.
Estaba claro que las diversas argucias que se utilizaron para atraer a Anne
Catherick a Londres y separarla de la señora Clements, habían sido obra
exclusivamente del conde Fosco y de la condesa; la pregunta de si en la
conducta del marido o de la mujer había algo que podría ser castigado por la
ley merece ser considerada plenamente en el futuro. Pero el propósito que yo
perseguía me llevaba en otra dirección distinta. El objeto inmediato de mi
visita a la señora Clements era al menos vislumbrar la manera de descubrir el
secreto de Sir Percival; y hasta ahora nada me había dicho que pudiese
hacerme avanzar en mi camino hacia aquella importante meta. Necesitaba
intentar despertar en ella sus recuerdos con respecto a momentos, personas y
acontecimientos distintos a los que ella acababa de referirme, y cuando hablé
de nuevo lo hice persiguiendo indirectamente este objetivo.
—Cuánto desearía poder serle de alguna utilidad en esta triste contingencia
—le dije—. Todo cuanto soy capaz de hacer es compadecerla con toda mi
alma. Si Anne hubiese sido su propia hija, señora Clements, no hubiese podido
demostrarle un afecto más sincero ni hubiera estado más dispuesta a los
sacrificios que ha hecho por su bien.
—No hay mucho mérito en ello, señor —contestó la señora Clements con
sencillez—. La pobre criatura era para mí igual que una hija. Desde que nació
la cuidé, le daba el biberón, y no crea usted que no me dio trabajo su crianza.
No me dolería tanto el corazón por perderla si no le hubiera hecho sus
primeros vestiditos y no le hubiera enseñado a andar. Siempre creí que me la
mandaba Dios para consolarme, pues nunca tuve ni hijos ni criatura alguna
para cuidar de ella, y ahora que no la tengo me acuerdo mucho de los viejos
tiempos; a pesar de mi edad no puedo contener mis lágrimas, no puedo, señor,
esa es la verdad.
Esperé un poco para darle a la señora Clements tiempo para tranquilizarse.
¿Veía yo en los recuerdos de la buena mujer, sobre el pasado de Anne,
resplandecer —aunque desde lejos todavía— la luz que había buscado tanto
tiempo?
—¿Conoció usted a la señora Catherick antes de que naciese Anne? —le
pregunté.
—No mucho tiempo, señor, no más de cuatro meses. En aquellos tiempos
nos veíamos a menudo, pero nunca fuimos amigas.
Su voz sonaba más firme cuando me contestó. A pesar de que muchos de
sus recuerdos debían ser dolorosos, observé que, inconscientemente, era un
bálsamo para su ánimo retornar a las difuminadas angustias del pasado
después de dejarse atormentar tanto tiempo por las vividas penas del presente.
—¿Eran vecinas usted y la señora Catherick? —hice otra pregunta,
procurando guiar su memoria con delicadeza.
—Sí señor; éramos vecinas en Old Welmingham.
—¿Old Welmingham? Entonces, ¿hay dos pueblos con ese nombre en
Hampshire?
—Verá, señor, entonces los había, quiero decir, hace veintitrés años. Se ha
construido otro pueblo a dos millas de distancia junto al río, y Old
Welmingham, que nunca fue más que una aldea, pronto quedó despoblado. El
pueblo nuevo es el que ahora se llama Welmingham, pero la vieja iglesia sigue
siendo la parroquia. Sigue en el mismo sitio, sola en medio de casas derribadas
o ruinosas. ¡He visto tantos tristes cambios en mi vida! En mis tiempos era un
sitio agradable y bonito.
—¿Vivió usted allí antes de casarse, señora Clements?
—No, señor; yo soy de Norfolk. Tampoco mi marido era de allí. Nació en
Grimsby, como le he dicho antes. Allí aprendió su oficio, pero luego le
aconsejaron otra cosa y puso un negocio en Southampton. No era muy
importante pero le permitió ganar un buen retiro y se trasladó a Old
Welmingham. Yo fui allí con él cuando nos casamos. No éramos ya jóvenes,
pero siempre fuimos felices juntos, más felices que nuestro vecino el señor
Catherick, que se estableció también con su mujer en Old Welmingham uno o
dos años después.
—¿Los conocía su marido antes de eso?
—Conocía a Catherick, señor, pero no a su mujer, que era desconocida
para nosotros. Alguien que tenía interés por Catherick le colocó de sacristán
en la parroquia de Welmingham, y por esa causa se estableció en nuestro
vecindario. Llegó con su mujer, recién casado, y supimos con el tiempo que
ella había sido doncella con una familia de Varneck Hall, cerca de
Southampton. A Catherick le costó mucho conseguirla en matrimonio, pues
ella se portaba con una altivez inusual. El la pidió varias veces en matrimonio,
hasta que por fin renunció al ver que ella se mostraba siempre tan contraria a
sus deseos. Pero cuando él se resignó ella se mostró de nuevo contraria,
aunque de otra forma y vino a buscarlo por su propia voluntad, sin ningún otro
motivo. Mi pobre marido siempre decía que hubiera sido el momento de darle
una lección. Pero Catherick estaba demasiado enamorado para hacerlo; jamás
dudó de ella, ni antes de la boda ni después. Se dejaba llevar por sus
sentimientos, que a veces le conducían demasiado lejos, ora en un sentido, ora
en otro. Habría mimado con el mismo exceso a una esposa mejor que la señora
Catherick, si se hubiera casado con ella. No me gusta hablar mal de nadie,
pero le aseguro a usted, señor, que era una mujer sin corazón, terriblemente
caprichosa, que sólo quería una tonta admiración alrededor de ella y muchos
vestidos y no se preocupaba por aparentar, cuando menos, ser decente respecto
a Catherick, quien la trató siempre con mucha gentileza. Mi marido decía que
había pensado, cuando se instalaron cerca de nosotros, que aquello iba a
terminar mal, y tuvo razón. Antes de cuatro meses de estar en nuestro
vecindario hubo en su casa un escándalo horrible y se separaron de la manera
más miserable. Los dos eran culpables, me temo que los dos tenían la misma
culpa.
—¿Se refiere usted al marido y a la mujer?
—¡Oh no señor! No me refiero a Catherick; a ese sólo se podía
compadecerle. Me refiero a su mujer y al otro...
—¿Al que provocó el escándalo?
—Sí señor. Y era todo un caballero, por nacimiento y educación, que pudo
haber dejado mejor ejemplo. Usted le conoce, señor, y mi pobre Anne también
le conocía, y demasiado bien.
—¿Sir Percival Glyde?
—Sí, Sir Percival Glyde.
Mi corazón latió deprisa, creí tener la clave del enigma en mi mano. ¡Que
poco sabía entonces de los laberínticos meandros que habían de desviarme!
—¿Vivía entonces cerca de su pueblo Sir Percival? —pregunté.
—No, señor. Apareció allí desconocido de todos. Su padre había muerto
hacía poco en tierras lejanas. Me acuerdo que vestía de luto. Se alojó en la
posada de la ribera (que fue después derribada), donde solían ir muchos
señores a pescar. Cuando llegó nadie se fijó en él, pues era corriente que
fuesen allí señores de todas partes de Inglaterra para pescar en nuestro río.
—¿Llegó al pueblo antes del nacimiento de Anne?
—Sí, señor. Anne nació en junio de mil ochocientos veintisiete y él llegó a
fines de abril o a principios de mayo.
—Cuando llegó ¿nadie le conocía? ¿Era tan desconocido para la señora
Catherick como para los demás vecinos?
—Eso creíamos al principio. Pero cuando estalló el escándalo nadie cree
que fueran extraños el uno para el otro. Me acuerdo de lo sucedido como si
hubiera sido ayer. Catherick entró una noche en nuestro jardín y nos despertó
tirando un puñado de grava, que cogió del sendero, a nuestra ventana. Le oí
llamar a mi marido y pedirle por amor de Dios que saliese, porque necesitaba
decirle algo. Estuvieron mucho tiempo hablando en el portal. Cuando mi
marido volvió estaba temblando. Se asentó en la cama, y me dijo: «Lizzie...,
siempre te he dicho que era una mala mujer y que terminaría mal, y temo que
el mal final ha llegado. Catherick ha encontrado, escondidos en el cajón de su
mujer, varios pañuelos de encaje, dos anillos de trabajo fino y un reloj nuevo
de oro con su cadena, objetos que sólo puede tener una señora de alcurnia y la
mujer no quiere explicarle cómo han llegado a su poder» «¿Cree que los ha
robado?» —le dije. «No —dijo mi marido—, ya sería una mala cosa que los
hubiese robado. Pero es algo peor. Ella nunca ha tenido ocasión de robar cosas
como esas, pero si la hubiera tenido, no los habría cogido. Son regalos, Lizz,
dentro del reloj están grabadas sus iniciales, y Catherick la ha visto hablar a
solas y comportarse como ninguna mujer casada debe hacerlo con ese señor
enlutado, Sir Percival Glyde. No hables de esas cosas, porque he conseguido
tranquilizar a Catherick. Le he dicho que se guarde la lengua y espere unos
días, con los ojos abiertos y los oídos alerta, hasta que esté bien seguro.»
«Creo que están equivocados los dos —le dije yo—. No puedo creer que una
mujer tan respetable y bien situada como es la señora Catherick se vaya con
este desconocido, Sir Percival.» «¡Ah!, pero ¿es un desconocido para ella ese
señor —dijo mi marido—. Te olvidas de cómo la mujer de Catherick llegó a
casa con él. Fue a buscarlo ella, después de decirle que no y no cuando él le
ofreció casarse. Ha habido muchas mujeres malvadas, Lizzie, que se han
aprovechado de hombres honrados que las querían de verdad para tapar sus
deshonras. Temo que desgraciadamente la señora Catherick sea tan malvada
como la peor de ellas. Ya veremos —dijo mi marido—, pronto lo veremos...»
Y lo vimos sólo dos días después.
La señora Clements hizo una pausa, antes de seguir. Hasta aquel momento
dudé de si la clave que yo creía haber descubierto me llevaba en realidad hacia
el misterio central del laberinto. ¿Era aquella historia tan corriente, demasiado
corriente, de la traición de un hombre y de la deslealtad de una mujer, clave de
un secreto cuyo terror perseguía a Sir Percival durante toda su vida?
—Bueno, el señor Catherick atendió el consejo de mi marido y se quedó a
la espera —continuó la señora Clements—. Y como le he dicho, no tuvo que
esperar mucho. A los dos días encontró a su mujer y a Sir Percival
cuchicheando íntimamente detrás de la sacristía de la iglesia. Me figuro que
pensarían que la cercanía de la sacristía era el último lugar donde a alguien se
le ocurriría buscarlos, pero fuera lo que fuera allí estaban. Sir Percival parecía
sorprendido y desconcertado y se defendió con tanta torpeza que no pudo
ocultar que se sentía culpable, así que el pobre Catherick (que como le he
dicho era tan vivo de ingenio) se llenó de ira al ver su propia desgracia y
golpeó a Sir Percival. Era más débil (y me apena decirlo) que el hombre que lo
había ultrajado y éste le dio con la mayor crueldad, hasta que los vecinos que
acudieron al oír el alboroto pudieron separarlos. Todo esto sucedió por la
tarde, y antes del anochecer, cuando mi marido fue a casa de Catherick éste se
había ido y nadie sabía dónde. Nadie en el pueblo volvió jamás a saber de él.
Esta vez se había enterado demasiado bien del por qué se había casado su
mujer con él, y sintió con demasiada agudeza su ofensa y su desdicha, sobre
todo después de lo que le ocurrió con Sir Percival. El pastor de la parroquia
puso un anuncio en el periódico pidiéndole que volviese y que no abandonase
su empleo ni dejase a los amigos. Pero Catherick tenía demasiado orgullo e
ingenio, como decían algunos y demasiada sensibilidad, como creo yo, para
enfrentarse de nuevo a sus vecinos y procurar olvidar su deshonra. Mi marido
supo de él cuando se fue de Inglaterra y volvió a tener noticias cuando
Catherick ya se había establecido en América, donde tenía un negocio
próspero. Sigue viviendo allí, que yo sepa, pero ninguno de nosotros en
nuestro viejo país, y menos su depravada mujer, podremos jamás, por lo que
parece, volver a verlo.
—¿Qué fue de Sir Percival? —pregunté—. ¿Se quedó en el pueblo?
—Qué va, señor. Aquel lugar le hería los ojos. La misma noche en que
ocurrió el escándalo se le oyó discutir con la señora Catherick, y a la mañana
siguiente se marchó.
—Y ¿la señora Catherick? No creo que permaneciese en el pueblo, donde
todos conocían su deshonra.
—Pues sí se quedó, sí, señor. Era lo bastante dura y desalmada para
desafiar las opiniones de sus vecinos. Declaró a todo el mundo, empezando
por el pastor, que era víctima de una horrible equivocación y que no iban a
echarla del pueblo todos los traficantes de rumores como si fuera una mala
mujer. Todo el tiempo que yo estuve en Old Welmingham siguió allí, y
después de que me marché, cuando construyeron el pueblo nuevo y los
vecinos más respetables empezaron a trasladarse allá, ella también se trasladó,
como si estuviera decidida a vivir entre ellos para no dejar de provocar con su
escándalo. Allí vive ahora y allí seguirá, desafiando a todos hasta que llegue
su último día.
—Y ¿de qué ha vivido todos estos años? —pregunté— ¿Estuvo su marido
dispuesto y pudo ayudarla?
—Sí, señor; estuvo dispuesto y fue capaz de ello, —contestó la señora
Clements—. En la segunda carta que escribió a mi marido decía que esa mujer
llevaba su nombre, vivía en su casa y que por depravada que fuese no quería
que llegara a perecer de necesidad como un mendigo callejero. Estaba en
condiciones de destinarle una pensión que ella podría recoger cada tres meses
en un sitio de Londres.
—¿Aceptó ella la pensión?
—Ni un céntimo. Dijo que no quería deber a Catherick ni una migaja de
pan, ni una gota de agua, aunque viviese cien años. Y mantuvo su palabra.
Cuando murió mi pobre marido y me dejó heredera de todo cuanto tenía,
encontré entre otras cosas la carta de Catherick y le dije que me avisara si un
día necesitaba algo.» «Toda Inglaterra sabrá que estoy necesitada —contestó
—, antes de que se lo diga a Catherick o a cualquier amigo suyo. Esta es mi
respuesta, hágasela llegar a él si le escribe un día de nuevo.»
—¿Cree usted que tiene dinero propio?
—Tendrá muy poco, señor, si tiene algo. Se dice, y temo que con razón,
que sus medios de vida le vienen secretamente de Sir Percival Glyde.
Después de esta última respuesta callé unos instantes, reflexionando sobre
lo que acababa de oír. Aceptaba sin reservas la historia, pero ahora veía claro
que ni directa ni indirectamente me había aproximado aún al secreto y que mi
búsqueda de nuevo había terminado dejándome frente a frente con un fracaso
palpable y descorazonador.
Pero en el relato de la señora Clements había un punto que me hacía dudar
antes de aceptarlo sin reservas y que me sugería la idea de que algo se
escondía bajo la superficie.
No podía explicarme que la mujer desleal del sacristán se quedase a vivir
por gusto en el mismo escenario testigo de su desgracia. La razón que la mujer
había aducido, que lo hacía para demostrar su inocencia, no me satisfizo. Me
parecía que sería más lógico y probable suponer que era menos libre en sus
actos de lo que ella misma afirmaba. En tal caso, ¿quién podía ser con mayor
probabilidad la persona que tenía influencia sobre ella para obligarla a
permanecer en Welmingham? Indiscutiblemente la persona que le
proporcionaba su medio de vida. Había rechazado la ayuda de su marido, y
ella misma no disponía de recursos suficientes, no tenía amigos, era una mujer
deshonrada. ¿De qué otra fuente podía recibir ayuda si no era de aquella que
indicaban los rumores: ¿Sir Percival Glyde?
Partiendo de estas conjeturas y sin olvidar el único hecho cierto que podía
guiarme que la señora Catherick estaba en posesión del Secreto, comprendió
con facilidad que Sir Percival tenía interés en retenerla en Welmingham
porque la fama que tenía en aquel pueblo la privaría con toda seguridad de
mantener relaciones con las vecinas y no le daría oportunidad para hablar,
olvidando toda precaución, con alguna amiga íntima y curiosa. ¿Cuál era el
misterio que se había de ocultar? No era la infame relación que Sir Percival
tenía con la deshonra de la señora Catherick, ya que nadie la sabría mejor que
los vecinos del pueblo. No era la sospecha de que era padre de Anne, puesto
que en ningún otro sitio tendrían más motivos para sospecharlo que en
Welmingham. Si yo aceptaba la apariencia de deshonra que se acaba de
describir, así como los otros la habían aceptado sin reserva; si sacaba la misma
conclusión superficial que el señor Catherick y todos sus vecinos habían
sacado, ¿qué me permitía suponer, por cuanto había escuchado, que alrededor
de Sir Percival existiera un peligroso secreto que debía mantener oculto desde
aquel entonces hasta ahora?
No obstante, en aquellas entrevistas secretas, en aquellas conversaciones
susurrantes entre la mujer del sacristán y «el señor enlutado» era donde estaba,
sin duda, la clave para descubrirlo.
¿Era posible que en este caso las apariencias marcasen un camino y que la
verdad, sin que nadie lo sospechara, se escondiera en otro sitio? ¿Podía ser en
algún caso verdadera la afirmación de la señora Catherick de que era víctima
de una horrible equivocación? O si era falso, ¿se fundaría en algún error
inconcebible la conclusión que relacionaba su culpa con Sir Percival? ¿Había
alimentado de alguna manera aquella falsa sospecha para apartar de sí otra
sospecha que era justa? Era aquí —si podía averiguar todo esto donde estaba
la clave del secreto, oculta profundamente bajo la superficie de aquella historia
que aparentemente nada prometía, aquella que acababa de oír.
Mis preguntas siguientes obedecían al único propósito de comprobar si el
señor Catherick tenía motivos justos para estar convencido de la falta de su
esposa. Las contestaciones que recibí de la señora Clements no dejaban lugar a
duda sobre esta cuestión. Era más que evidente que la señora Catherick, antes
de casarse, había comprometido su reputación con un desconocido y se calló
para tapar su falta. Se comprobó con toda certeza cotejando fechas y lugares
que no necesito mencionar aquí, que la hija que llevaba el nombre de su
marido no era hija de éste.
Conseguir el objetivo siguiente de mi indagación —saber si se podía
asegurar con la misma certeza si Sir Percival era el padre de Anne— ofrece
mayores dificultades. Mi situación no me permitía apreciar las probabilidades
de una respuesta u otra por otro medio que comparando los parecidos
personales.
—Supongo que vio usted con frecuencia a Sir Percival cuando estaba en el
pueblo —dije yo.
—Sí señor, con mucha frecuencia —contestó la señora Clements.
—¿Ha notado alguna vez que Anne se le pareciera?
—No se le parecía en absoluto, señor.
—Entonces, ¿se le parecía a su madre?
—Tampoco se parecía a su madre, señor. La señora Catherick era morena y
tenía la cara redonda.
No se parecía ni a su madre ni a su (supuesto) padre. Yo sabía que la
prueba del parecido personal no merecía una confianza absoluta, pero, por otra
parte, tampoco debía despreciársela del todo. ¿Sería posible reforzar aquella
evidencia descubriendo algunos hechos definitivos relacionados con las vidas
de la señora Catherick y de Sir Percival, anteriores a la época en que llegaron a
Welmingham? Esto era lo que quería saber al hacer mi siguiente pregunta.
—Cuando Sir Percival llegó por primera vez al pueblo —dije— ¿sabía
usted de dónde procedía?
—No señor. Unos decían que de Blackwater Park y otros que de Escocia,
pero nadie lo sabía a ciencia cierta.
—La señora Catherick, ¿estuvo sirviendo en Varneck Hall hasta el
momento de casarse?
—Sí, señor.
—Y ¿había estado allí mucho tiempo?
—Tres o cuatro años, no estoy muy segura.
—¿Ha oído alguna vez el nombre del que era entonces dueño de Varneck
Hall?
—Sí, señor. Era el comandante Donthorne.
—¿Sabía el señor Catherick, o alguno de sus vecinos, si Sir Percival era
amigo del comandante Donthorne o habían visto alguna vez a Sir Percival en
las cercanías de Varneck Hall?
—Catherick nunca lo mencionó, señor, al menos que yo recuerde, ni nada
más tampoco, que yo sepa.
Apunté el nombre del comandante Donthorne y sus señas para el caso en
que viviera todavía, y porque en un futuro podría resultar útil recurrir a él.
Entretanto, mi impresión se volvía definitivamente contraria a la idea de que
Sir Percival fuera el padre de Anne y completamente favorable hacia la
conclusión de que el secreto de sus encuentros furtivos con la señora Catherick
no tenía absolutamente nada que ver con la deshonra con que aquella mujer
había cubierto el buen nombre de su marido. No se me ocurrían más preguntas
que pudiesen reforzar aquella impresión y pedí simplemente a la señora
Clements que hablase de la niñez de Anne, confiando en que una sugestión
casual pudiera ofrecerme algo.
—No me ha contado aún —le dije—, cómo esta pobre criatura, nacida
entre el pecado y la desgracia, llegó a verse confiada a sus cuidados, señora
Clements.
—No había nadie, señor, que se ocupase de la pequeña niña inconsciente
—me contestó la señora Clements—. Se diría que su desalmada madre la
odiaba, ¡como si la pobre criatura tuviese alguna culpa!, desde el día en que
nació. Ver a la pequeña me partía el corazón y me ofrecí para criarla como si
fuera mi propia hija.
—¿Y desde entonces Anne estuvo por completo al cuidado de usted?
—Por completo no, señor. La señora Catherick a veces tenía sus caprichos
y fantasías y se le ocurría reclamar a su hija de tarde en tarde, como si quisiera
molestarme porque yo me ocupaba tanto de ella. Pero estos antojos no le
duraban mucho tiempo. Se me devolvía siempre a la pobre Anne, que estaba
feliz de regresar, aunque en mi casa llevaba una vida bastante aburrida, pues
tenía compañeros con quien jugar y divertirse. La vez que estuvimos más
tiempo separadas fue cuando su madre la llevó a Limmeridge. Fue
precisamente entonces cuando murió mi marido y me pareció bien que Anne
estuviera lejos de casa, apartada de aquella triste aflicción. Iba a cumplir en
aquella época once años, aprendía con lentitud, la pobre, y no era tan alegre
como otras niñas, pero era muy bonita, daba gusto verla. Esperé en mi casa a
que su madre regresara con ella, y entonces le ofrecí llevármela a Londres. La
verdad es, señor, que no me sentía con fuerzas para quedarme en Old
Welmingham después de la muerte de mi marido, tan cambiado y triste me
parecía aquel lugar.
—¿La señora Catherick aceptó su proposición?
—No señor. Volvió del norte más seca y agria que nunca. La gente dijo que
tuvo que pedir permiso a Sir Percival para que la dejase ir y que ella se prestó
a asistir a su moribunda hermana sólo porque había rumores de que la pobre
mujer había ahorrado dinero, cuando en realidad apenas dejó para su entierro.
Todo esto debió de amargar a la señora Catherick, creo, pero fuera como fuera
no quiso ni oír que yo me llevase a su hija. Parecía gozar separándonos y
viéndonos sufrir a las dos. Lo único que pude hacer fue dejarle mis señas a
Anne y decirle en privado que si alguna vez me necesitaba acudiese a mí. Más,
pasaron años antes de que pudiese reunirse conmigo. ¡Pobre criatura! ¡No
volví a verla hasta la noche en que se escapó del manicomio!
—¿Sabe usted por qué la encerró allí Sir Percival?
—No sé más que lo que me contó la misma Anne, señor. La pobre
desventurada salía siempre con evasivas y rodeos. Me dijo que su madre
conocía cierto secreto de Sir Percival y que se le había escapado delante de
ella mucho después de irme yo de Hampshire; y cuando Sir Percival se dio
cuenta de que lo sabía, la encerró. Pero nunca supo decirme cuál era aquel
secreto cuando se lo preguntaba. Sólo decía que su madre podría hundir y
perder a Sir Percival si quisiera. Tal vez la señora Catherick simplemente dejó
escapar un día estas palabras y nada más. Estoy casi segura de que Anne me lo
habría contado todo si en realidad hubiese sabido el secreto como afirmaba, y
lo más probable es que ella imaginaba saberlo, la pobre.
Esta idea se me había ocurrido a mí más de una vez. Le había dicho lo
mismo a Marian que dudaba de que Laura hubiera estado realmente a punto de
enterarse de algo importante cuando la aparición del conde Fosco interrumpió
su conversación con Anne Catherick en la caseta.
Era perfectamente natural, dada la perturbación mental de Anne, que
hubiera anunciado conocer el Secreto plenamente, basándose sólo en una vana
sospecha que algunas palabras, pronunciadas incautamente por su madre en su
presencia hubieran despertado. En este caso, la suspicacia y la conciencia de
su culpa hubieran inspirado infaliblemente a Sir Percival la idea errónea de
que Anne se había enterado de todo por su madre, exactamente igual que más
tarde se apoderó de su mente la sospecha de que su mujer se había enterado de
todo por Anne.
El tiempo transcurría y la mañana llegaba a su término. Yo dudaba de que,
si me quedaba más tiempo, pudiera oír a la señora Clements decir algo más
que fuese útil para mi propósito. Había ya descubierto aquellos detalles
relacionados con la historia local y familiar de la señora Catherick que
buscaba, y había llegado a ciertas conclusiones totalmente nuevas para mí que
me serían de gran ayuda para saber adónde dirigir el curso de mis futuras
investigaciones. Me levanté para despedirme y agradecer a la señora Clements
su amistosa disposición a proporcionarme informaciones.
—Temo que habrá pensado que soy demasiado curioso —le dije—. La he
molestado con preguntas que la mayoría de la gente no hubiera querido
contestar.
—Me alegro de corazón, señor, por decirle cuanto pueda —contestó.
Se detuvo y me miró pensativa.
—Pero desearía —dijo la pobre mujer—, que me hubiese usted contado un
poco más de Anne, señor. Creí ver algo en su rostro, cuando usted entró, que
me hizo pensar que podía hacerlo. No sabe usted qué duro es no saber siquiera
si está viva o muerta. Si estuviera segura, lo soportaría mejor. Usted dijo que
no esperaba verla nunca con vida. ¿Sabe usted, señor, sabe con certeza si Dios
la ha llamado a su seno?
No pude resistir a aquella súplica: esquivarla hubiese sido indeciblemente
mezquino y cruel de mi parte.
—Temo que no hay duda acerca de cuál es la verdad —respondí con
suavidad—. Creo saber con certeza que sus penas en este mundo han
terminado.
La pobre mujer se dejó caer en una silla y escondió su rostro entre las
manos.
—Oh señor —me dijo—, ¿cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?
—Nadie me lo ha dicho, señora Clements. Pero tengo razones para estar
seguro de ello..., razones que prometo decirle en cuanto pueda hacerlo sin
peligro para nadie. Sé que en sus últimos momentos se la cuidó bien, sé que la
afección de corazón, que la hacía sufrir tanto, fue la verdadera causa de su
muerte. Pronto podrá usted tener la misma seguridad que yo, y no tardará en
saber que se halla enterrada en un apacible cementerio rústico, en un lugar
tranquilo y hermoso, tal como usted misma hubiese elegido para ella.
—¡Muerta! —repitió la señora Clements—. ¡Muerta tan joven y yo sigo
con vida para oírlo! Yo le hice sus primeros vestiditos. Le enseñé a andar. La
primera vez que dijo la palabra «mamá» me la dijo a mí, y ahora ¡yo sigo viva
cuando Anne ya no lo está! ¿Decía usted, señor —exclamó la pobre mujer,
apartando el pañuelo de sus ojos y levantando por vez primera su mirada hacia
mí— que su entierro fue muy digno? ¿Su entierro fue tan bonito como lo
hubiese tenido si realmente hubiera sido mi propia hija?
Le aseguré que lo había sido. Pareció encontrar una inexplicable
satisfacción en mi respuesta, un resarcimiento que no le hubieran aportado
otras consideraciones más sublimes.
—Me destrozaría el corazón —dijo con sencillez— saber que Anne no ha
tenido un funeral bonito. Pero ¿cómo lo sabe, señor? ¿Quién se lo ha contado?
De nuevo le rogué esperar hasta cuando pudiera hablarle sin reservas.
—Volveremos a vernos —le dije—, pues quiero pedirle un favor, cuando
esté un poco más tranquila, tal vez.
—Pues por mí, no aguarde a entonces, señor —dijo la señora Clements—.
No haga caso de mis lágrimas si puedo serle útil. Si tiene algo que decirme,
señor, dígamelo ahora mismo, se lo ruego.
—Sólo quiero hacerle una última pregunta —le dije—. Sólo quiero saber
las señas de la señora Catherick en Welmingham.
Mi petición sorprendió tanto a la señora Clements que por un momento
pareció olvidar las noticias sobre la muerte de Anne. Sus lágrimas cesaron de
pronto y se quedó mirándome llena de asombro.
—¡Por amor de Dios, señor! —me dijo—. ¿Qué es lo que quiere de la
señora Catherick?
—Quiero una sola cosa, señora Clements —le contesté—, quiero el secreto
de sus entrevistas furtivas con Sir Percival Glyde. En todo aquello que usted
me ha contado sobre el pasado de esa mujer, y sobre las relaciones que ese
hombre tuvo con ella, hay algo más de lo que usted o sus vecinos jamás hayan
sospechado. Existe un secreto entre ellos dos que nadie conoce, y voy a ver a
la señora Catherick resuelto a revelarlo.
—Piénselo bien antes de ir, señor, —dijo con gravedad la señora Clements
levantándose y apretando mi brazo con su mano—. Es una mujer mala; usted
la conoce como yo. Piénselo, piénselo antes de ir.
—Estoy seguro de que lo dice por mi bien, señora Clements. Pero estoy
decidido a ver a esa mujer, salga lo que salga de ello.
La señora Clements me miró a los ojos con ansiedad.
—Veo que está usted empeñado en hacerlo, señor —me dijo—. Le daré sus
señas.
Las apunté en mi libreta y tomé a la buena mujer de la mano para
despedirme de ella.
—Pronto tendrá noticias —le dije—, pronto sabrá lo que he prometido
decirle.
La señora Clements suspiró e inclinó la cabeza con un gesto de duda.
—Algunas veces merece la pena atender el consejo de una vieja —dijo ella
—. Piénselo bien antes de ir a Welmingham.
VII
Cuando llegué a casa, después de esta entrevista con la señora Clements
me sobresaltó el cambio que se había producido en Laura.
La invariable dulzura y paciencia que sus largos infortunios habían puesto
a prueba con tanta crueldad y que nunca lograron destruir, parecían haberle
fallado de repente. Insensible a los intentos de Marian de reanimarla y
divertirla estaba sentada a la mesa, sus dibujos yacían olvidados al otro
extremo donde los había empujado; sus ojos miraban con resolución el suelo.
Sus dedos se entrelazaban y se separaban incesantemente en su regazo.
Cuando entré, Marian se levantó con muda consternación en su rostro, esperó
unos instantes para ver si Laura levantaba su mirada, y al acercarme me
susurró:
—Tal vez tú puedas animarla —y salió de la habitación. Me senté en la
silla que quedó vacía, con ternura separé sus pobres dedos, débiles e
incansables, y coloqué sus manos entre las mías.
—¿En qué estás pensando, Laura? Dímelo, mi vida, anda dime qué te pasó.
Luchó consigo misma, antes de levantar sus ojos para mirarme.
—No puedo ser feliz —me dijo— no puedo dejar de pensar...
Se detuvo, se inclinó un poco hacia delante y apoyó su cabeza en mi
hombro con un silencioso gesto de terrible cansancio que me llegó al alma.
—Trata de decírmelo —repetí con ternura—; trata de explicarme por qué
no eres feliz.
—¡Soy tan inútil! Soy una carga para vosotros dos —contestó con un
suspiro cansado y triste. Tú trabajas para ganar dinero, Walter, y Marian te
ayuda. ¿Por qué no puedo hacer algo? Acabarás por querer más a Marian que
a mí, sí, porque yo soy tan inútil. ¡Oh, por favor, por favor, por favor, no me
trate como a una niña!
Levanté su cabeza, aparté aquellos cabellos revueltos que caían sobre su
rostro y la besé... ¡mi pobre flor marchita! ¡Mi pobre hermana desamparada y
afligida!
—Pues vas a ayudarnos, Laura, —dije— vas a ayudarnos, querida, desde
hoy mismo.
Me miró con ansiedad febril y con un interés afanoso que me hicieron
temblar al ver la esperanza de una vida nueva que había despertado en ella con
aquellas breves palabras.
Me levanté, recogí sus utensilios de dibujo y los puse delante de ella.
—Tú sabes que yo trabajo y que gano dinero dibujando —dije—. Ahora
que te has esforzado y que has adelantado tanto en el dibujo, es hora de que
empieces a trabajar para ganar tú también dinero. Intenta terminar este boceto
lo mejor que puedas. Cuando esté hecho lo llevaré conmigo y lo comprará la
misma persona que compra mis dibujos. Guardarás lo que ganes en tu bolso.
Marian acudirá a ti para que nos ayudes tantas veces cuantas acude a mí.
Piensa en lo útil que puedes sernos a los dos y pronto te sentirás feliz de la
mañana al anochecer.
Su rostro se volvía más atento y al final se iluminó con una sonrisa.
Cuerda, sonriente, cogió los lápices que tenía delante, casi parecía ser de
nuevo la Laura de otros tiempos.
Yo había interpretado correctamente los primeros indicios de un nuevo
desarrollo y de la firmeza de su mente, que se expresaban inconscientemente
en el hecho de que ella advertía las ocupaciones que llenaban las vidas de
Marian y mía. Marian (cuando le conté lo sucedido) vio tal como yo que Laura
ansiaba que su situación tuviese algún valor por sí misma, quería elevarse en
su propia estimación y en la nuestra, y desde aquel día ayudamos con cariño
en esa nueva ambición que nos prometía un futuro más feliz y más
esperanzado, aunque todavía remoto. Sus dibujos, en cuanto los terminaba,
quedaban depositados en mis manos, yo se los daba a Marian, que los
guardaba con todo cuidado, y cada semana separaba de mis ganancias una
pequeña cantidad para ofrecérsela a Laura como el precio que los compradores
habían pagado por aquellos míseros bocetos, borrosos y sin valor, de los
cuales era yo el único admirador. Resultaba a veces difícil sostener nuestra
inocente farsa cuando, orgullosa, abría su bolso para hacer su contribución a
nuestro presupuesto y se informaba, con interés, sobre quién había ganado más
durante la semana, ella o yo. Conservo todavía aquellos dibujos, queridos
recuerdos que deseo mantener vivos; fueron mis amigos en un pasado adverso
que nunca abandonará mi corazón.
¿Estoy olvidándome de las obligaciones que mi tarea me impone? ¿Estoy
mirando hacia tiempos más felices que mi relato no ha alcanzado aún? Debo
volver atrás... atrás, a los días de dudas y temores, cuando mi espíritu luchaba
denodadamente por su vida en la yerta quietud de una perpetua zozobra. Me
he detenido a descansar unos instantes en el progreso de mi relato. Quizá no
sea tiempo perdido si mis lectores se han detenido a descansar conmigo.
A la primera oportunidad hablé privadamente con Marian para comunicarle
el resultado de las averiguaciones que había efectuado aquella mañana.
Pareció tener la misma opinión respecto de mi proyecto de ir a Welmingham
que la expresada por la señora Clements.
—Pero, Walter —me dijo—, aún no sabes casi nada para esperar que la
señora Catherick te haga confidencias. ¿Acaso es inteligente llegar a estos
extremos antes de agotar del todo otros medios más seguros y más fáciles que
puedan conducirnos a nuestro objetivo? Cuando me dijiste que Sir Percival y
el conde son las únicas personas que saben la fecha exacta del viaje de Laura,
olvidas, igual que yo, que hay una tercera persona que con toda seguridad lo
sabe. Me refiero a la señora Rubelle. ¿No será mucho más seguro y mucho
menos peligroso exigir que nos lo revele, en vez de presionar a Sir Percival?
—Puede ser más fácil —le contesté—, pero no conocemos hasta qué punto
llegaban la connivencia y el interés de la señora Rubelle en la conspiración, y
por tanto no podemos estar seguros de que la fecha se haya impreso en su
mente como sin duda lo ha hecho en la de Sir Percival y el conde. Es
demasiado tarde para desperdiciar con la señora Rubelle un tiempo que puede
ser de enorme importancia para descubrir el único punto débil en la vida de Sir
Percival. ¿No exageras un poco cuando piensas en el riesgo que correré al
volver otra vez a Hampshire? ¿Acaso empiezas a dudar si Sir Percival puede
resultar, al fin de cuentas, un adversario desigual para mí?
—No será desigual —contestó resuelta— porque no querrá que le ayude a
defenderse de ti la impenetrable perversidad del conde.
—¿Qué te hace pensar de ese modo? —pregunté con cierto asombro.
—Mi propia experiencia de la terquedad y de la intolerancia con que Sir
Percival recibe las indicaciones del conde —contestó—. Creo que insistirá en
enfrentarse contigo a solas exactamente como insistió al principio en actuar
solo en Blackwater Park. Mientras no pida que intervenga el conde, tendrás a
Sir Percival a tu merced. Los intereses de aquél están directamente
amenazados, y en su propia defensa Walter, utilizará métodos terribles.
—Podemos despojarle de antemano de sus armas de defensa —le dije.
Algunas de las cosas que me ha contado la señora Clements pueden volverse
contra él y quizá podamos disponer de otros medios que afiancen nuestras
acusaciones. Por algunos pasajes del relato de la señora Michelson se deduce
que el conde consideró conveniente ponerse él mismo en comunicación con el
señor Fairlie y en aquel acto pueden descubrirse circunstancias que le
comprometen. Mientras yo esté ausente, Marian, escribe al señor Fairlie y dile
que necesitas que te describa con exactitud lo sucedido entre el conde y él y
que me informe también de todos los detalles que supo entonces respecto a su
sobrina. Dile que las informaciones que le pides se le exigirán antes o después
si se muestra reacio a proporcionártelas por su propia voluntad.
—Escribiré la carta, Walter. ¿De veras estás decidido a ir a Welmingham?
—Absolutamente decidido. Dedicaré estos dos días a ganar lo que
necesitamos para la semana próxima y al tercer día me voy a Hampshire.
En efecto, al tercer día estaba preparado para marcharme.
Como tal vez tendría que estar varios días fuera, convine con Marian que
nos escribiríamos a diario, desde luego usando nombres falsos, por
precaución. Mientras me llegaran sus cartas con regularidad podía concluir
que todo iba bien. Pero si una mañana no recibía su carta, regresaría a Londres
inmediatamente, con el primer tren. Procuré reconciliar a Laura con la idea de
mi ausencia diciéndole que me iba al campo a buscar compradores de nuestros
dibujos y con esto la dejé feliz y contenta, entregada a su trabajo. Marian me
acompañó hasta la puerta de la calle.
—Recuerda que dejas aquí corazones llenos de ansia —me susurró cuando
salimos al pasillo—. Recuerda todas las esperanzas, que dependen de que
vuelvas sano y salvo. Si te suceden cosas extrañas, si te encuentras con Sir
Percival...
—¿Qué te hace pensar que vayamos a encontramos? —le pregunté.
—No lo sé. Tengo miedo, se me antojan cosas horribles que no puedo
explicar. Ríete de ellas si quieres Walter, mas, ¡por el amor de Dios!, domínate
si llegas a encontrarte con ese hombre.
—¡No temas Marian! Respondo de que sabré dominarme.
Con estas palabras nos separamos.
Me dirigí a la estación. Sentía un brote de esperanza, una convicción
consciente de que esta vez mi viaje no sería inútil. La mañana era hermosa,
fresca y despejada; tenía los nervios a flor de piel, sentía que la vigorosa
firmeza de la resolución me llenaba de pies a cabeza.
Cuando crucé el andén del ferrocarril miré a derecha e izquierda buscando
algún rostro conocido entre la gente allí congregada. Se me ocurrió que podría
resultar beneficioso disfrazarme antes de dirigirme a Hampshire. Pero esta
misma idea tenía para mí algo de repugnante, algo que mezquinamente me
asemejaría a este rebaño de espías e informadores, y desahucié aquella
consideración en el momento mismo en que se me ocurrió. Además las
ventajas de semejante procedimiento eran sumamente dudosas. Si hubiera
intentado disfrazarme en casa, antes o después el casero me habría
descubierto, lo cual despertaría sus sospechas. Si probara a hacerlo fuera de
casa, alguien podría verme, por pura casualidad, con el disfraz y sin él; en este
caso llamaría la atención y provocaría desconfianza, que era precisamente lo
que debía evitar. Hasta ahora había actuado sin cambiar mi aspecto y estaba
decidido a continuar hasta el final sin disfrazarme.
El tren me dejó en la estación de Welmingham a primera hora de la tarde.
¿Podría rivalizar la soledad de los desiertos arenosos de Arabia, la
perspectiva desoladora de las ruinas de Palestina, con la repelente impresión
que produce a la vista y la influencia deprimente para el alma que proporciona
una ciudad provinciana inglesa, en la primera época de su existencia, cuando
aún no ha alcanzado la prosperidad? Esta pregunta me la hice cuando
atravesaba la pulcra desolación, la inmaculada fealdad, la modosa torpeza de
las calles de Welmingham. Los comerciantes que me seguían con la mirada
desde las puertas de sus tiendas vacías, los árboles que dejaban caer con
impotencia sus cimas en su árido exilio de alamedas y plazas inacabables, los
armazones muertos de aquellas casas que esperaban en vano el vivificante
elemento humano que las animase con su aliento; cada uno de los seres que vi,
cada uno de los objetos junto a los que pasé, parecían contestarme de común
acuerdo. ¡Los desiertos arábigos desconocen inocentemente nuestra desolación
civilizada, las ruinas palestinas son incapaces de mostrar esta moderna
lobreguez!
Pregunté cómo se llegaba al barrio en que vivía la señora Catherick y al
llegar allí me encontré en una plaza con esas casas pequeñas de un solo piso.
En el centro había un poco de césped ralo protegido por una barata valla de
alambre. Una niñera vieja y gastada, que cuidaba dos niños, se hallaba en un
rincón del cercado contemplando una cabra flaca atada a la valla. En una acera
charlaban dos transeúntes, y en la otra un chiquillo ocioso llevaba de la correa
a un perrillo igualmente ocioso. A cierta distancia se escuchaba el tecleo de un
piano secundado, desde más cerca, por el golpear intermitente de un martillo.
Estas fueron todas las señales de vida que vi y escuché al entrar en la plaza.
Me dirigí enseguida al número trece, que era el de la casa de la señora
Catherick y llamé a la puerta sin decidir de antemano cómo me presentaría. Lo
primero era ver a la señora Catherick. Entonces podría juzgar, basándome en
mi capacidad de observación, cuál sería la forma más fácil y segura de
explicarle el motivo de mi visita.
Me abrió una criada de mediana edad y de aspecto melancólico. Le
entregué mi tarjeta, preguntándole si podía ver a su ama. La criada llevó mi
tarjeta hasta un salón que estaba frente a la puerta y regresó para pedirme, de
parte de su ama, que le adelantase el objeto de mi visita.
—Tenga la bondad de decirle que me trae un asunto relacionado con la hija
de la señora Catherick —contesté. Fue la mejor explicación que se ocurrió en
aquel momento.
La criada desapareció en el salón de nuevo, regresó, y esta vez me rogó,
mirándome con huraño asombro, que pasara.
Entré en una habitación pequeña, cuyas paredes estaban cubiertas por
papel con grandes dibujos de colores chillones. Las sillas, mesas, cómoda y
sofá deslumbraban con el brillo empalagoso de la tapicería barata. En medio
del salón había una mesa grande sobre la que se hallaba una Biblia lujosa,
situada exactamente en el centro, sobre un paño de lana amarilla y roja. Junto
a la mesa en el lado que daba a la ventana y con un cestillo de labor sobre sus
rodillas, estaba sentada una mujer anciana, vestida con un traje de seda negro,
una cofia del mismo color y mitones de color gris pizarra, y a sus pies
descansaba un perro de aguas de mirada mortecina y respiración jadeante. La
mujer tenía los cabellos canosos, que le caían a ambos lados del rostro. Sus
ojos oscuros miraban de frente, con una expresión dura, desafiante, e
implacable. Tenía mejillas llenas y caídas, una barbilla larga y firme, y labios
gruesos, sensuales, y sin color. Su cuerpo era macizo y vigoroso y sus gestos
demostraban un aplomo agresivo. Era la señora Catherick.
—Ha venido usted a hablarme de mi hija —dijo antes de que yo pudiese
pronunciar una sola palabra—. Tenga la bondad de explicarme qué tiene que
decirme.
El tono de su voz era tan duro, tan desafiante e implacable como la
expresión de sus ojos. Señaló una silla y me escrutó, expectante, de pies a
cabeza, mientras me sentaba. Vi que lo único que podía hacer para conseguir
algo de aquella mujer era hablarle en su mismo tono y colocarme desde el
principio en su mismo terreno.
—¿Sabe usted —le dije— que su hija ha desaparecido?
—Lo sé perfectamente.
—¿No ha temido usted nunca que a la desgracia de su desaparición pueda
seguir la de su muerte?
—Sí. ¿Ha venido usted para comunicarme que está muerta?
—Sí.
—¿Por qué?
Me hizo tan extraña pregunta sin que se le notase la menor alteración en su
voz, en su rostro o en su actitud. No creo que hubiese podido mostrar mayor
indiferencia si le hubiese dado cuenta de la muerte de la cabra que pacía en el
vallado.
—¿Por qué? —repetí—. ¿Me pregunta por qué vengo a contarle la muerte
de su hija?
—Sí. ¿Qué interés tiene usted hacia mí o hacia ella? ¿Cómo ha llegado
usted a tener noticias de mi hija?
—De la siguiente forma: la encontré la noche en que se escapó del
manicomio y la ayudé a llegar a un lugar seguro.
—Pues obró usted muy mal.
—Siento escuchar a su propia madre hablar así.
—Pues es su propia madre quien lo dice. ¿Cómo sabe usted que ha
muerto?
—No estoy en libertad de contarle cómo, pero lo cierto es que lo sé.
—¿Está usted en libertad de decirme cómo ha conseguido encontrarme?
—Sí, por supuesto. Me dio sus señas la señora Clements.
—La señora Clements es una simple. ¿Fue ella quien le aconsejó a usted
que viniese?
—No, ella no me lo aconsejó.
—Entonces, le pregunto una vez más, ¿por qué ha venido usted?
Ya que se empeñaba en escuchar la respuesta, se la di de la manera más
clara posible.
—He venido —le dije—, porque creía que la madre de Anne Catherick
tendría cierto interés natural en saber si su hija estaba viva o muerta.
—Desde luego —dijo la señora Catherick, con más aplomo aún—. Y ¿no
ha tenido usted otro motivo?
Vacilé. No era fácil encontrar en un santiamén la respuesta correcta a esa
pregunta.
—Si no tiene usted otro motivo —prosiguió ella quitándose con cuidado
sus mitones de color gris pizarra y doblándolos—, no tengo más que
agradecerle la visita y decirle que no quiero entretenerle por más tiempo. Su
información sería más completa si usted accediese a explicarme cómo pudo
obtenerla; sin embargo, justifica, creo yo, que me ponga de luto. Y como usted
ve, no necesito variar mucho mi traje. En cuanto me cambie los mitones estaré
completamente vestida de negro.
Rebuscó en el bolsillo de su vestido, sacó un par de encaje negro; se los
puso con la presencia de ánimo más firme e imperturbable, y luego cruzó con
tranquilidad las manos sobre su regazo.
—Buenos días —me dijo.
El frío desprecio que me demostraba me llenó de tal ira que le hice saber
sin preámbulos que no le había anunciado aún el propósito de mi visita.
—Tengo otro motivo para venir a verla —le dije.
—¡Ah! Me lo figuraba —observó la señora Catherick.
—La muerte de su hija...
—¿De qué murió?
—De un ataque cardíaco.
—¿Sí? Continúe.
—La muerte de su hija ha servido para infligir un serio perjuicio a una
persona que me es muy querida. Dos hombres se han confabulado, según me
consta, para causar este daño. Uno de ellos es Sir Percival Glyde.
—¿De veras?
La miré con atención para ver si dejaba escapar un gesto involuntario a la
inesperada mención de aquel nombre. Ni un solo músculo de su rostro se
contrajo; la mirada dura, desafiante e implacable de sus ojos no se alteró por
un instante siquiera.
—Puede preguntarme —seguí yo—, cómo la muerte de su hija ha servido
de instrumento para perjudicar a otra persona.
—No —dijo la señora Catherick—. No se lo pregunto. Es asunto suyo, al
parecer. Usted se interesa por mis asuntos. Yo no me intereso por los suyos.
—Entonces quizá me preguntará por qué menciono esta cuestión en su
presencia.
—Sí, eso sí se lo pregunto.
—Pues se lo digo porque estoy decidido a pedir cuentas a Sir Percival por
la ignominia que ha cometido.
—Y ¿qué tengo yo que ver con esa decisión suya?
—Ahora lo sabrá. Existen ciertos episodios en el pasado de Sir Percival
que necesito saber al detalle para llevar a cabo mi propósito. Usted los conoce
y por esa razón vengo a verla a usted.
—¿A qué episodios se refiere usted?
—A los que ocurrieron en Old Welmingham cuando su marido era
sacristán en aquella parroquia antes de que naciera su hija.
Al fin había conmovido a aquella mujer, superando la barrera de la reserva
impenetrable que trataba de interponer entre los dos. Vi la cólera centellear en
sus ojos, la vi con la misma claridad con que veía sus manos, que
abandonando su inmovilidad empezaron a estirar su falda sobre las rodillas.
—¿Qué sabe usted de esos sucesos? —me preguntó.
—Todo lo que pudo contarme la señora Clements —contesté.
Su rostro firme y cuadrado se sonrojó durante un instante y sus inquietas
manos se inmovilizaron súbitamente, como si anunciaran un próximo estallido
de rabia capaz de hacerle olvidar su reserva. Pero no. Supo dominar su
naciente furia, se reclinó en su silla, cruzó sobre el ancho pecho sus brazos y
con una torva sonrisa plena de sarcasmo en sus gruesos labios me miró con la
misma dureza.
—¡Ah, empiezo a comprenderlo todo! —dijo; su enojo, vencido y domado
no se manifestaba de otra forma que en el refinamiento burlón de su tono y de
sus ademanes—. Usted guarda rencor por algún motivo a Sir Percival y yo
tengo que ayudarle en su venganza. Debo contarle esto y lo otro y lo de más
allá de la vida de Sir Percival y de la mía. ¿Verdad? ¡No faltaba más! Usted se
ha entrometido en mis asuntos privados. Usted cree que tendrá que tratar con
una mujer perdida que lleva una vida llena de miserias, que hará cualquier
cosa que usted le diga por temor a que pudiera verse perjudicada en la opinión
que de ella tengan sus vecinos. Miro a través de usted y de su gracioso
razonamiento, ¡sí! y lo que veo me divierte mucho. ¡Ah, ah, ah!
Hizo una pausa, apretó los brazos contra su pecho y se rio sola; fue una
risa dura, áspera y rabiosa.
—Usted no sabe cómo he vivido yo ni lo que he hecho en este pueblo,
señor... como se llame —continuó—. Pues voy a decírselo antes de tocar la
campanilla y ordenar que se le ponga en la puerta. Vine aquí siendo una mujer
despreciada. Vine aquí despojada de mi honra y decidida a restablecerla. He
pasado años y años luchando por ella y al fin la tengo restablecida. Me he
enfrentado con esta gente respetable y honesta y abiertamente, sobre su mismo
terreno. Si ahora se dice algo en contra mía deben decirlo por lo bajo: no
pueden ni se atreven a decirlo abiertamente. Mi situación en esta ciudad es lo
bastante digna como para que usted pueda perjudicarme. El párroco se inclinó
ante mí. ¡Ah!, no contaba usted con eso cuando llegó aquí, ¿verdad? Vaya a la
iglesia e indague sobre mí. Verá usted que la señora Catherick tiene su asiento
como los demás y paga su cuota sin retraso. Vaya usted al Ayuntamiento. Allí
verá una instancia, una instancia firmada por los ciudadanos respetables
pidiendo que se niegue a un circo el permiso de venir a actuar aquí
corrompiendo con ello nuestra moral, ¡SI! NUESTRA moral. He firmado esa
instancia esta mañana. Vaya usted a la librería. Lecturas para la noche del
miércoles sobre la justificación de la fe, escritas por nuestro pastor, se editan
allí por suscripción, y mi nombre está en la lista. La mujer del médico dejó tan
sólo un chelín sobre la bandeja después de nuestro último sermón de
beneficencia, y yo puse media corona. El señor sacristán Soward, que sostenía
la bandeja, se inclinó ante mí. Hace diez años dijo a Pigrum, el boticario, que
se me debía echar de la ciudad a latigazos y atada a un carro. ¿Vive aún su
madre? ¿Tiene sobre la mesa una Biblia tan buena como la mía? ¿Se lleva tan
bien como yo con los comerciantes del pueblo? ¿Ha vivido siempre a medida
de sus ingresos? Pues yo jamás he vivido por encima de los míos. ¡Ajá! El
pastor viene por la plaza. ¡Fíjese, fíjese, señor... cómo se llame..., fíjese por
favor!
Se levantó con la agilidad de una joven, fue hacia la ventana, esperó a que
el pastor se acercara y se inclinó ante él con solemnidad. El pastor,
ceremonioso, levantó el sombrero y siguió su camino. La señora Catherick
volvió a sentarse y me miró con un sarcasmo más implacable que nunca.
—¡Lo ve! —dijo—. ¿Qué le parece a usted esto, tratándose de una mujer
que ha perdido su reputación? ¿Qué tal se presenta ahora su proyecto?
La manera singular que había elegido para defenderse, la original
reivindicación de su posición que acababa de ofrecerme me dejaron tan
perplejo que la escuchaba enmudecido por la sorpresa. Sin embargo no por
ello estaba menos decidido a emprender otra tentativa para hacerle abandonar
su postura si el temperamento fiero de aquella mujer escapara a su control y
estallase, una vez pronunciara palabras que pudieran dejar en mis manos la
clave del misterio.
—¿Qué tal se presenta ahora su proyecto? —repitió.
—Exactamente igual que cuando llegué —repuse—. No dudo de la
posición que usted ha ganado en esta ciudad; y no pienso atentar contra ella,
aunque pudiera. He venido aquí porque sé a ciencia cierta que Sir Percival
Glyde es tan enemigo de usted como mío. Si tengo motivos para guardarle
rencor, usted los tiene también. Puede negarlo, si le place, puede desconfiar de
mí si quiere enojarse si le parece, pero entre todas las mujeres de Inglaterra es
usted la que tiene la obligación de ayudarme a aplastar a ese hombre, por poco
sentido de la dignidad que posea.
—Aplástele usted si quiere y luego venga a ver qué le digo —respondió.
Dijo estas palabras de manera diferente a como había hablado hasta
entonces, con apresuramiento, fiereza, amenaza. Había despertado en su nido
la serpiente de un odio antiguo, pero sólo por un instante. Como un reptil al
acecho que está a punto de atacar, se inclinó con ansia hacia el lugar en que yo
estaba sentado. Como un reptil al acecho que de pronto desaparece de la vista
al instante volvió a incorporarse en su silla.
—¿No quiere confiarse a mí? —le dije.
—No.
—¿Tiene miedo?
—¿Es que demuestro tenerlo?
—Teme usted a Sir Percival Glyde.
—¿De modo que le temo?
Su rostro se iba arrebolando y sus manos volvieron a retorcerse sobre su
falda. Quise seguir cercándola y continué hablando sin darle tiempo a
reponerse.
—Sir Percival ocupa una posición elevada en la sociedad —le dije—, y no
sería extraño que usted le temiera. Sir Percival es un hombre poderoso, es
barón, posee magníficas propiedades, desciende de una gran familia...
Me dejó asombrado hasta lo indecible cuando de repente rompió a reír.
—Sí —repitió con el más amargo y desdeñoso desprecio—. Es barón,
posee magníficas propiedades, desciende de una gran familia. ¡Eso desde
luego! ¡Una gran familia, y sobre todo por parte de su madre!
No tuve tiempo de pensar en estas palabras que se le acababan de escapar;
sólo lo tuve de sentir que merecería la pena pensar en ellas cuando dejara
aquella casa.
—No he venido aquí para discutir con usted cuestiones de familia —le dije
—. No sé nada de la madre de Sir Percival...
—Y no sabe mucho más del propio Sir Percival —me interrumpió con
aspereza.
—Le aconsejo que no esté demasiado segura sobre eso —objeté—.
Conozco ciertas cosas sobre él y sospecho otras muchas.
—¿Qué sospecha usted?
—Voy a decirle lo que no sospecho. No sospecho que sea el padre de
Anne.
Se puso en pie y vino a mí con una mirada de furia.
—¿Cómo se atreve a hablarme del padre de Anne? ¡Cómo se atreve a decir
quién era su padre y quién no lo era! —exclamó; su rostro se contorsionó, su
voz temblaba con pasión.
—El secreto que existe entre usted y Sir Percival no es este secreto —
insistí. El misterio que ensombrece la vida de Sir Percival no nació con su hija
ni con ella ha muerto.
Dio un paso atrás.
—¡Salga! —me dijo, señalando con resolución la puerta.
—Ni en su corazón ni en el de Sir Percival había el menor pensamiento
sobre la niña —continué, decidido a hacerla retroceder hasta sus últimas
defensas—, no les unía el menor lazo de amor culpable cuando mantenían
aquellas entrevistas furtivas, cuando su marido les sorprendió cuchicheando
tras la sacristía de la iglesia.
El brazo de la señora Catherick, que señalaba la puerta, cayó al instante a
lo largo de su cuerpo, y el intenso rubor producido por la ira desapareció de su
rostro mientras yo hablaba. Vi como en ella se obraba el cambio; aquella
mujer dura, firme, intrépida y con pleno dominio de sí misma se tambaleaba
ante un terror que era incapaz de resistir; lo vi al pronunciar aquellas últimas
palabras: «tras la sacristía de la iglesia».
Durante un minuto o más permanecimos mirándonos en silencio. Fui el
primero en hablar.
—¿Sigue usted negándose a confiar en mí? —pregunté.
No pudo devolver a su rostro su color, pero consiguió afirmar su voz; había
recobrado su desafiante aplomo cuando me contestó.
—Me niego —dijo.
—¿Sigue usted queriendo que me marche?
—Sí. Váyase, y no vuelva jamás.
Fui hacia la puerta, me detuve antes de abrirla y me volví para mirarla una
vez más.
—Puede ser que tenga que traerle noticias de Sir Percival que usted no
espera —le dije—; en ese caso volveré.
—No hay noticias de Sir Percival que yo no espere, a no ser...
Se detuvo. Su cara pálida se oscureció y retrocedió hasta su silla con pasos
quedos y firmes, como los de un gato.
—... a no ser la noticia de su muerte —dijo mientras se sentaba de nuevo,
con una sonrisa burlona retozando en sus labios crueles y un resplandor fugaz
de odio oculto en su severa mirada.
Al abrir la puerta para salir me lanzó una rápida ojeada. La cruel sonrisa se
fue esfumando lentamente de sus labios... me miró con un interés extraño e
insistente de pies a cabeza y una expectación indescriptible se dibujó en su
rostro. ¿Estaba considerando, en lo más recóndito de su corazón, mi juventud
y firmeza, la firmeza de mi dignidad y los límites de mi dominio de mí
mismo? ¿Estaba considerando hasta dónde me conducirían un día si nos
encontráramos Sir Percival y yo? La mera sospecha de que así era me hizo
desear abandonar su presencia y suprimió de mis labios las fórmulas más
banales de despedida. Sin decir una sola palabra más, salí de la estancia.
Al abrir la puerta que daba a la calle vi al mismo sacerdote que
anteriormente había pasado por delante de su casa; en su camino de regreso
estaba a punto de cruzar otra vez delante de ella para atravesar la plaza. Me
detuve un instante en el portal para dejarle paso y entonces dirigí la mirada
hacia la ventana del salón.
La señora Catherick había oído como se acercaban sus pasos en medio del
silencio y había regresado a su ventana para esperarlo. Aquella tormenta de
terribles pasiones que se había levantado en su corazón no había logrado
vencer su desesperado afán por asirse a la única prueba del respeto social que
había logrado crearse a fuerza de años de lucha resuelta. Así, cuando aún no
había transcurrido un minuto desde que la había dejado, de nuevo se
encontraba en un lugar visible obligando al sacerdote, dentro de las reglas de
la más elemental cortesía, a saludarla por segunda vez, levantando otra vez su
sombrero. El rostro duro y lívido de detrás de la ventana se ablandó e iluminó,
henchido de orgullo. Vi cómo la cabeza adornada de la triste cofia negra
devolvía la inclinación. El sacerdote la había saludado dos veces en un solo
día, y ¡ello había ocurrido en mi presencia!
Al salir de aquella casa se vislumbraba con claridad la nueva dirección que
debían tomar mis pesquisas. La señora Catherick me había ayudado a dar un
paso adelante, bien a pesar suyo. El objetivo siguiente que mi investigación
debía alcanzar era, sin duda alguna, la sacristía de la iglesia de Old
Welmingham.
VIII
Antes de que llegara a la esquina de la plaza atrajo mi atención el ruido de
una puerta que se cerraba en una de las casas que quedaban a mis espaldas.
Volví la cabeza y vi a un hombrecillo de escasa estatura, vestido de negro
que estaba en el portal de la casa inmediatamente próxima a la morada de la
señora Catherick. El hombre no dudó ni un momento sobre la dirección a
seguir. Avanzó con rapidez hacia el recodo donde me había detenido.
Reconocí en él al pasante que se había anticipado a mi visita a Blackwater
Park y que intentó provocarme cuando le pregunté si se podía visitar la casa.
Esperé, sin moverme, para ver si en esta ocasión su objetivo era acercarse a
hablarme. Ante mi sorpresa pasó por mi lado apresuradamente, sin decirme
una palabra y sin siquiera mirarme a la cara. Era todo lo contrario a la forma
de actuar que yo esperaba; mi curiosidad, o mejor dicho, mis sospechas se
despertaron y decidí también seguirle para enterarme de qué tarea podía
habérsele encomendado esta vez. Sin preocuparme de si me veía o no, fui tras
él. Ni una vez volvió la cabeza; me conducía, a través de las calles,
directamente hacia la estación del ferrocarril.
El tren estaba a punto de salir y unos viajeros retrasados se impacientaban
junto a la ventanilla donde vendían los billetes. Me acerqué a ellos y oí al
pasante pedir un billete para la estación de Blackwater. Tuve la satisfacción de
comprobar que se marchaba en el tren, después de lo cual me fui.
No podía dar más que una interpretación a lo que acababa de ver y oír. Sin
duda alguna aquel hombrecillo había salido de la casa vecina a la residencia de
la señora Catherick. Probablemente se había instalado allí cumpliendo órdenes
de Sir Percival, como un inquilino, en espera de que mis pesquisas me llevaran
tarde o temprano a visitar a la señora Catherick. Seguramente me había visto
entrar y salir y tenía prisa por partir en el primer tren para presentar su informe
en Blackwater Park, donde, como era obvio, Sir Percival debía encontrarse
(sabiendo cuanto sabía de mis desplazamientos) para actuar en seguida si yo
volvía a Hampshire. Lo vi claramente, y por primera vez sentí que los temores
de que Marian me habló al despedirnos podían convertirse en realidad. Parecía
más que probable que no transcurrirían muchos días sin encontrarnos.
Fuera cual fuese el resultado que los acontecimientos estaban destinados a
aportar, decidí seguir mi camino hasta llegar al fin tan ansiado, sin detenerme
ni desviarme a causa de Sir Percival ni de nadie. La gran responsabilidad que
pesaba sobre mí en Londres, la de realizar mis acciones de tal forma que le
evitase el descubrimiento casual del escondite de Laura, había desaparecido
ahora que yo estaba en Hampshire. Podía ir y venir como y donde se me
antojase y de no seguir las oportunas precauciones las consecuencias solo me
afectarían a mí. Cuando salí de la estación, la noche invernal comenzaba a
caer. Tenía pocas esperanzas de obtener algún provecho continuando mis
pesquisas después de oscurecer y en un lugar completamente desconocido para
mí. Así, pues, me dirigí al hotel más próximo y pedí cena y una cama. Luego
escribí a Marian que seguía sano y salvo y con perspectivas de éxito.
Al marcharme le había dicho que dirigiera su primera carta (que yo
esperaba recibir por la mañana del día siguiente) a «Correos, Welmingham»;
ahora le pedía que dirigiera su segunda carta a la misma dirección. Podría
recibirla con facilidad escribiendo al cartero si se me ocurriese ausentarme de
la ciudad antes de que llegara.
El salón del hotel quedó completamente vacío en cuanto la noche avanzó.
Pude reflexionar sin que nadie me molestara, como si estuviera en mi propia
casa, sobre lo que había hecho aquella tarde. Antes de acostarme repasé
detenidamente, de principio a fin, mi singular entrevista con la señora
Catherick; confirmé, esta vez con tranquilidad, las conclusiones que había
sacado apresuradamente horas antes aquel mismo día.
La sacristía de la iglesia de Old Welmingham era el punto de partida al que
lentamente retornaron mis pensamientos después de lo que había oído decir a
la señora Catherick y de lo que le había visto hacer.
Cuando la señora Clements mencionó por primera vez en mi presencia la
sacristía pensé que era el lugar más extraño y menos conveniente que Sir
Percival hubiera podido elegir para verse clandestinamente con la mujer del
sacristán. Aquella impresión fue la que me hizo aludir a «la sacristía de la
iglesia» en la conversación con la señora Catherick, y fue por mera intuición,
pues me parecía una de las peculiaridades sin importancia de aquella historia y
se me ocurrió durante la conversación. Estaba preparado para que me
contestase de forma confusa, o con ira; pero el infinito terror que se apoderó
de ella al oírme pronunciar estas palabras me cogió totalmente por sorpresa.
Hacía mucho que yo asociaba el Secreto de Sir Percival con la ocultación de
algún crimen grave conocido por la señora Catherick, pero no llegué más
lejos. Ahora, el terror que había sufrido aquella mujer me hacía asociar el
crimen directa o indirectamente con la sacristía, y me convencía de que ella
había sido algo más que un simple testigo: no cabía duda de que también había
sido cómplice.
¿Qué crimen había sido aquél? Debía haber en él por una parte algo
despreciable, y por otra algo peligroso, pues de no ser así no hubiera repetido
la señora Catherick mis palabras sobre el poder y situación de Sir Percival, con
tan señalado desdén como el que demostró. Se trataba, pues, de un criminal
despreciable y peligroso, ella había tomado parte en él y tenía que ver con la
sacristía de la iglesia.
La siguiente consideración que debía hacerse me condujo un paso más allá
de este punto.
El indisimulado desprecio de la señora Catherick por Sir Percival se
extendía a su madre. Se había referido con amargo sarcasmo a la gran familia
de la que Sir Percival procedía «especialmente por parte de madre». ¿Qué
quería decir esto? Parecían posibles sólo dos explicaciones. O bien su madre
había sido de modesto origen, o bien su reputación había sufrido un perjuicio
secreto que conocían tanto Sir Percival como la señora Catherick. Yo podía
verificar solamente la primera explicación, consultando en el registro la
inscripción de su matrimonio para averiguar el nombre de soltera y su origen,
paso preliminar para ulteriores investigaciones.
Por otra parte, si la segunda suposición era cierta, ¿cuál podía ser aquella
mancha sobre su reputación? Recordando lo que Marian me había contado de
los padres de Sir Percival y sobre la vida sospechosa, retraída y poco
comunicativa que llevaban, me pregunté si no sería posible que su madre
jamás hubiera estado casada. En este caso el registro también podía,
ofreciéndome la evidencia escrita de su matrimonio, demostrarme, en todo
caso, que aquella sospecha no tenía el menor fundamento. Pero, ¿dónde debía
buscar el registro? Al llegar a este punto volvía a las conclusiones previas y el
mismo proceso mental que me había descubierto el lugar en que se cometió el
crimen me situó en el registro en la sacristía de la iglesia de Old Welmingham.
Estos fueron los resultados de mi entrevista con la señora Catherick; eran
consideraciones diversas, pero todas convergían tenazmente en un mismo
punto, decisivo para el curso que iba a dar a mi proceder al día siguiente.
La mañana amaneció encapotada y oscura, pero no llovió. Dejé mi maleta
en el hotel para que la guardasen hasta mi regreso y, después de enterarme del
camino, me dirigí a pie hacia la iglesia de Old Welmingham.
Anduve algo más de dos millas por un sendero trazado en una suave curva.
En el lugar más alto del camino estaba la iglesia, un edificio viejo, curtido
por la intemperie, sostenido por los lados con pesados arbotantes y con una
tosca torre cuadrada delante. La sacristía, que estaba detrás, constituía un
saliente en la mole de la iglesia y parecía ser de la misma época. Alrededor del
edificio, aquí y allá, se veían las ruinas del pueblo que la señora Clements me
había descrito como el lugar donde su marido pasó sus últimos años y que la
mayor parte de sus habitantes había abandonado hacía mucho tiempo para
instalarse en la nueva ciudad. Algunas de las casas vacías no conservaban más
que sus muros exteriores. Otras permanecían enteras esperando derrumbarse
con el paso del tiempo, unas pocas seguían aún habitadas por gentes de
condición evidentemente más humilde. Era un panorama desolador, pero, sin
embargo, las ruinas más tristes no lo eran tanto como el pueblo moderno, del
que yo acababa de salir. Aquí podía descansar la vista; en los campos de
alrededor había árboles que, aunque sin hojas, alteraban la monotonía de la
perspectiva y ayudaban a la mente a mirar hacia delante, hacia las sombras de
la época de verano.
Cuando me alejé de la parte trasera de la iglesia y pasé junto a las primeras
casas desmanteladas, buscando a alguien que pudiese indicarme dónde vivía el
sacristán, vi a dos hombres que, tras salir de detrás de una tapia, me siguieron.
El más alto, corpulento, musculoso y con uniforme de guardabosque me era
desconocido. El otro era uno de los que me habían vigilado en Londres el día
que visité el despacho del señor Kyrle. Me fijé bastante en él entonces y ahora
estaba seguro de que no me equivocaba al identificarlo.
Ninguno de los dos intentó hablarme y ambos se mantuvieron a respetuosa
distancia, pero el motivo por el que se hallaban en los alrededores de la iglesia
era más que obvio. Era exactamente lo que yo había supuesto: Sir Percival
estaba preparado para mi llegada. La noche anterior se le comunicó mi visita a
la señora Catherick y ordenó a estos dos hombres apostarse en las
proximidades de la iglesia, anticipándose a mi aparición en Old Welmingham.
Si yo hubiese deseado una prueba de que mis investigaciones por fin habían
tomado una dirección correcta, aquel plan preparado para vigilarme me la
había proporcionado.
Seguí andando, alejándome de la iglesia hasta llegar a una casa habitada en
la que en su pequeña huerta trabajaba un hombre. Me indicó la casa en que
vivía el sacristán; estaba cerca de allí, era una casa solitaria en las afueras del
pueblo abandonado. El sacristán acababa de ponerse el levitón. Era un viejo
bonachón, amigable y hablador, que tenía una opinión muy desfavorable
(según comprobé en seguida) del lugar en que vivía y un satisfecho sentido de
su propia superioridad respecto a sus vecinos en virtud de la gran distinción
que le proporcionaba haber estado una vez en Londres.
—Suerte que ha venido tan pronto, señor —dijo el viejo cuando le
expliqué el objeto de mi visita—. Diez minutos más y no me encuentra en
casa. Asuntos de la parroquia, señor, y para un hombre de mi edad una buena
caminata además. Pero gracias a Dios aún conservo buenas piernas. Mientras
las piernas le sirvan a uno puede hacer mucho todavía. ¿No lo cree así, señor?
Mientras hablaba cogió sus llaves, que estaban colgando de un gancho
junto a la chimenea, y cerró la puerta con ellas cuando salimos.
—No tengo a nadie que se ocupe de la casa —decía el sacristán sin ocultar
su gusto por sentirse libre de cualquier estorbo familiar—. Mi mujer está ahí,
en el camposanto de la parroquia, y mis hijos todos casados... Vaya un sitio
miserable que es éste, ¿verdad? Pero, sin embargo, la parroquia es extensa, y
no todos los hombres podrían llevarla como yo. Es cuestión de estudios, y yo
hice los míos y algo más que eso. Puedo hablar el inglés como la reina (¡Dios
la bendiga!) y esto es algo que no podrían hacer la mayor parte de las gentes
de por aquí. Supongo que usted es de Londres. Yo estuve allí hará cosa de
veinticinco años. ¿Qué hay de nuevo allí, podría contármelo, señor?
Charlando de este modo me condujo hasta la sacristía. Miré a mi alrededor
por si los dos espías seguían estando a la vista. Pero no pude verlos en ninguna
parte. Era probable que, después de haberme visto entrar en casa del sacristán,
se hubieran escondido para poder vigilarme con mayor libertad.
La puerta de la sacristía era de roble macizo, asegurada con grandes
clavos; el sacristán metió una llave grande y pesada en la cerradura con los
aires de hombre consciente que sabe que va a toparse con dificultades que no
está muy seguro de poder superar dignamente.
—He tenido que traerle a usted por este lado —dijo— porque la puerta de
la iglesia que comunica con la sacristía está atrancada por el lado de ésta. De
otra forma hubiéramos podido entrar por la iglesia. Es una cerradura infantil si
las hay. Es tan grande que podría ser de una cárcel; la han roto varias veces y
habría que cambiarla. Se lo he dicho por lo menos cincuenta veces al
mayordomo de la iglesia y siempre me contesta lo mismo: «Ya me ocuparé de
eso», y nunca lo hace. ¡Ay, ésta lo mismo!: «Ya me ocuparé de eso», y nunca
lo hace. ¡Ay, este pueblo es un rincón olvidado! Qué diferencia con Londres
¿verdad, señor? ¡Dios nos ampare!, si todos estamos aquí como dormidos. No
andamos con la época.
Después de manipular durante algún tiempo la llave, consiguió que la
cerradura cediese y abrió la puerta.
La sacristía era más amplia de lo que yo esperaba, a juzgar por el exterior
del edificio. Resultaba un cuarto tenebroso, húmedo y melancólico con su bajo
techo de vigas. A lo largo de las dos paredes más próximas al interior de la
iglesia se veían grandes alacenas de madera, carcomidas y medio deshechas
por los años. En el exterior de una de ellas, colgaban de un gancho unas
cuantas sobrepellices cuyas faldas se abultaban formando un fardo de aspecto
poco reverente. Debajo de las sobrepellices había, en el suelo, tres arcones de
tapas medio abiertas, la paja salía por todas partes entre sus maderas casi
desclavadas. Detrás, en un rincón, yacían papeles polvorientos, algunos eran
grandes y estaban enrollados como si fueran planos hechos por algún
arquitecto; otros estaban atados, liados como facturas o cartas. Antaño el
cuarto había estado iluminado por un ventanuco que ahora estaba tapiado y tan
sólo podía entrar la luz por una claraboya en el techo. La atmósfera era densa
y húmeda y aumentaba la cargazón del ambiente el que la puerta que daba a la
iglesia estuviera cerrada a cal y canto. Aquella puerta también era de roble
macizo y estaba aherrojada, arriba y abajo, desde la sacristía.
—Debería estar más limpio, ¿verdad, señor? —me dijo el regocijado
sacristán—; pero ¿qué quiere usted que haga cuando se vive en un rincón
como éste. Mire usted, mire estos arcones. Hace un año o más debían haber
salido para Londres y aquí siguen ocupando sitio, y así seguirán hasta que los
clavos se les caigan. Pero ya le digo, señor, que esto no es Londres. ¡Aquí
estamos dormidos, no marchamos con la época!
—¿Qué es lo que hay en esos arcones? —pregunté.
—Tallas de madera del púlpito, paneles del altar e imágenes del coro —
dijo el sacristán—. Esculturas de los doce apóstoles sobre madera, y ninguna
con la nariz entera. Todas están deshechas, carcomidas, se están convirtiendo
en polvo, son ya tan quebradizas como la cerámica y tan viejas como la misma
iglesia, si no más.
—¿Y para qué las mandan a Londres? ¿Para restaurarlas?
—Eso es, señor— para restaurarlas y lo que no pueda restaurarse se copia
en madera sana. Pero, ¡bendito sea Dios!, el dinero no abunda aquí y todo
sigue esperando nuevas suscripciones que nadie hace. Todo esto se llevó a
cabo el año pasado. Seis señores organizaron una cena en el hotel de la ciudad
nueva. Pronunciaron discursos, aprobaron resoluciones, recogieron firmas y
mandaron imprimir miles de prospectos. Unos prospectos hermosos, señor,
con inscripciones en letra gótica florida en tinta roja que decían que era una
pena no restaurar la iglesia y arreglar sus famosas tallas, etcétera. Ahí están los
prospectos que no han podido repartirse, los planos y los presupuestos de los
arquitectos y toda la correspondencia, y al final acabó todo con un montón de
líos, riñendo todos entre sí, todo está aquí, en este rincón, detrás de los
rincones. El dinero corrió algo al principio, ¿qué va usted a esperar si no se
está en Londres? Se reunió lo bastante para embalar las tallas estropeadas,
hacer los presupuestos y pagar la factura del impresor, y después no quedaba
ya ni un penique. Así están las cosas, como le digo. No tenemos a nadie que se
ocupe de esto; ninguno del pueblo nuevo se interesa por instalarnos bien...
Este es un rincón abandonado y esta sacristía está en desorden, pero, ¿quién va
a remediarlo? Eso es lo que yo quisiera saber.
Tenía tanto afán en ver el registro que no puse gran empeño en fomentar su
verborrea. Convine con él en que nadie iba a poner la sacristía en orden y le
sugerí, discretamente, que podíamos empezar a revisar el registro sin más
demora.
—Ay, sí, claro, usted quiere ver el registro de matrimonios —dijo el
sacristán, sacando un manojo de llaves de su bolsillo—. ¿Desde que época
quiere usted comenzar?
La señorita Marian había mencionado la edad de Sir Percival cuando
hablamos del compromiso de matrimonio con Laura. Entonces me había dicho
que Sir Percival tenía cuarenta y cinco años. Hice mis cálculos teniendo en
cuenta que había transcurrido un año desde que obtuve aquella información y
deduje que debía haber nacido en mil ochocientos cuatro, por tanto yo debería
empezar mi investigación desde esa época.
—Quisiera empezar desde mil ochocientos cuatro —dije.
—¿De ahí para atrás o de ahí en adelante? —preguntó el sacristán.
—De esa época para atrás.
Abrió la puerta de una de las alacenas, de la que colgaban las sobrepellices
y sacó un voluminoso libro con una mugrienta encuadernación de cuero pardo.
Me sorprendió la falta de seguridad del lugar en que se guardaba el registro.
La puerta de la alacena estaba desvencijada y vencida por los años; el candado
era de los más corrientes. Yo podría forzarlo fácilmente con ayuda de un
bastón de paseo que tenía en la mano.
—¿Consideran ustedes que es un sitio suficientemente seguro para guardar
aquí el registro? —pregunté—. ¿No es cierto que un documento tan
importante como éste debería estar protegido por una cerradura más fuerte y
en una caja de hierro?
—¡Vaya, qué coincidencia! —dijo el sacristán, volviendo a cerrar el libro
en seguida después de abrirlo, y golpeando cariñosamente con la mano sus
tapas—. Esas eran las palabras que me repetía mi antiguo amo durante años y
años, cuando yo era un muchacho: «¿Por qué este registro (se refería a éste
mismo registro que está ahora bajo mi mano) no se guarda en una caja de
hierro?» Se lo oí decir más de cien veces. En aquellos tiempos era procurador,
señor, y tenía el nombramiento de notario de la sacristía de esta iglesia. Era un
caballero distinguido y afectuoso y de los más originales que se han conocido.
Mientras vivió, llevaba un duplicado de este registro, que tenía en su despacho
de Knowlesbury, y de vez en cuando lo enviaba por correo aquí para anotar las
nuevas inscripciones. No se lo creerá, pero cada trimestre tenía uno o dos días
designados especialmente para venir aquí en su caballo blanco y comparar la
copia con el registro, no confiando en los ojos y las manos de otro. «¿Cómo
puedo saber —solía decir— cómo puedo saber que en esta sacristía el registro
no pueda ser robado o destruido? ¿Por qué no lo guardan en una caja de
seguridad? ¿Por qué no son los demás tan cuidadosos como yo para estas
cosas? Cualquier día puede ocurrir un accidente y si el registro desaparece, la
parroquia comprenderá el valor que tiene mi copia». Después de decir esto
solía tomar su polvo de rapé y mirar a su alrededor con la prestancia de un
loco. ¡Ah! ahora no es fácil encontrar otro igual para hacer su trabajo. Puede
usted ir a Londres y no encontrará a otro como él, ni siquiera allí. ¿Qué años
me ha dicho usted, señor? ¿Mil ochocientos qué?
—Ochocientos cuatro —contesté, decidiendo en mi interior que no le daría
al viejo más oportunidades de hablar hasta que yo hubiese terminado con la
revisión del registro.
El sacristán se colocó los lentes, volvió unas hojas humedeciendo con todo
cuidado el índice y el pulgar cada tres páginas.
—Aquí está, señor —me dijo dando otro golpecito cariñoso al libro
abierto. Este es el año que desea.
Como yo no sabía en qué mes había nacido Sir Percival, tuve que empezar
a revisarlo desde finales del año. Las anotaciones del registro estaban hechas a
la antigua, en hojas en blanco, señalando la separación entre cada asiento con
líneas en tinta al final de cada uno de ellos.
Llegué a comienzos del año ochocientos cuatro sin haber encontrado la
anotación del casamiento y seguí buscando en el diciembre del ochocientos
tres, luego, en noviembre y octubre, luego...
¡No! No tuve que buscar en el mes de septiembre. ¡Bajo el encabezamiento
de aquel mes encontré el casamiento!
Examiné la anotación detenidamente.
Se hallaba al final de una página y a falta de espacio estaba escrita de tal
modo que ocupaba menos sitio que las inscripciones de casamientos
anteriores. La que le precedía llamó mi atención porque el nombre de pila del
novio era el mismo que el mío. La que le seguía encabezaba la página
siguiente; se destacaba por otra parte porque ocupaba mucho más sitio; allí
estaba registrado el matrimonio de dos hermanos en la misma fecha. El asiento
del matrimonio de Sir Félix Glyde no tenía nada de particular, de no ser la
estrechez de espacio en que lo habían metido al final de una página. La
declaración referente a su mujer era la que suele darse en casos semejantes:
«Cecilia Jane Elster, de Park View Cottages, Knowlesbury, hija única del
difunto Patrick Elster, antiguo señor de Bath».
Apunté todos los detalles en mi libreta, lleno de dudas y de
descorazonamiento pensando en lo que debía emprender ahora. El secreto que
yo creía tener entre las manos parecía estar más lejos que nunca de mi alcance.
¿Qué pruebas de que había algún misterio inexplicable me había dado
aquella visita a la sacristía? No veía pruebas algunas por ninguna parte. ¿Qué
había adelantado en mis sospechas para descubrir la mancha que empañaba la
buena fama de la madre de Sir Percival? El único hecho que acababa de
comprobar aseguraba y afirmaba su honra. Nuevas dudas, nuevas dificultades.
¿Qué debería hacer ahora? Veía ante mí en una interminable perspectiva que la
única solución inmediata que me quedaba parecía ser ésta: debía indagar sobre
la «señorita Elster de Knowlesbury» confiando en la posibilidad de acercarme
al objetivo principal de mi investigación si antes descubría el secreto del
desprecio de la señora Catherick hacia la madre de Sir Percival.
—¿Ha encontrado lo que deseaba, señor? —me preguntó el sacristán al
verme cerrar el libro.
—Sí —contesté—; pero tengo aún que hacer algunas pesquisas. ¿Supongo
que el sacerdote que regentaba esta parroquia en el ochocientos tres no vive
ya?
—No, señor; murió dos o tres años antes de llegar yo aquí, y esto fue en el
año veintisiete. Conseguí este puesto, señor —el viejo insistía en su empeño
en hablar—, porque el sacristán anterior lo dejó libre. Dicen que su mujer le
hizo huir de su casa y que ella vive aún allí, en la ciudad nueva. No sé qué
habrá de cierto en esta historia. Todo lo que sé es que este destino fue para mí.
Así lo pidió el señor Wansborough, el hijo de mi antiguo amo de quien le
hablé antes. Es un caballero agradable y bondadoso; va de monterías, tiene
perros de punta y vuelta y todo lo demás que hace falta para la caza. Ahora es
notario de esta parroquia, lo mismo que fue su padre.
—¿No me dijo usted que su antiguo amo vivía en Knowlesbury? —le
pregunté, acordándome de aquella larga historia sobre el escrupuloso caballero
a la antigua que me había hecho escuchar mi hablador amigo antes de abrir el
libro de registro.
—Sí, por supuesto, señor —replicó el sacristán—. El viejo señor
Wansborough vivía en Knowlesbury y su hijo vive allí también.
—Me decía usted que es notario de la parroquia como su padre lo fue.
¿Qué significa eso de notario parroquial?
—¿Es posible que no lo sepa usted, señor, viniendo de Londres? En cada
parroquia tiene que haber un notario parroquial y un sacristán. El sacristán es
más o menos lo que yo soy (solo que tengo muchos más estudios que la mayor
parte de ellos, aunque no lo digo por alardear). El notario parroquial es un
cargo para un abogado que se ocupa de todos los asuntos referentes a la
parroquia. Es exactamente igual que en Londres. Allí cada parroquia tiene su
notario que siempre es abogado.
—¿Entonces el señor Wansborough hijo es abogado, verdad?
—¡Claro que sí, señor! Es abogado con domicilio en la calle principal de
Knowlesbury, en el mismo despacho que dejó su padre. ¡Cuántas veces habré
limpiado el polvo de aquellos muebles y habré visto llegar a mi viejo amo
montando su caballo blanco, saludando por la calle a todo el mundo,
quitándose el sombrero a diestro y siniestro...! ¡Qué hombre tan popular fue y
lo que hubiera lucido en Londres!
—¿A qué distancia está de aquí Knowlesbury?
—Un buen trecho, señor —me contestó el sacristán, con esa idea
exagerada de las distancias y esa percepción vívida de las dificultades que
representa desplazarse de un sitio a otro que es propia a todo pueblerino—.
¡Le aseguro que son más de cinco millas!
Todavía era temprano. Había tiempo suficiente para llegar andando a
Knowlesbury y volver a Welmingham y probablemente el procurador local era
la persona más apropiada en la ciudad para ayudarme a averiguar algo sobre la
personalidad y la situación de la madre de Sir Percival antes de su matrimonio.
Resuelto a salir para Knowlesbury en seguida me dirigí a la puerta de la
sacristía.
—Gracias, muchas gracias, señor —me dijo el sacristán cuando deslicé en
la mano unas monedas—. ¿Está usted realmente decidido a irse a pie hasta el
pueblo? Bien, usted tiene buenas piernas y eso es una bendición, ¿no es cierto?
Esa es la carretera; no tiene pérdida. Me gustaría poder acompañarle porque es
un placer encontrar a un caballero de Londres en un mísero rincón como éste.
Así se entera uno de las cosas. Buenos días y gracias otra vez, señor.
Nos separamos. Cuando dejé la iglesia atrás, me volví; los dos hombres
estaban de nuevo en el camino de abajo y hablaban con un tercero; éste era el
hombrecito de negro a quien había seguido hasta la estación la noche anterior.
Los tres se quedaron hablando un rato y luego se separaron. El hombre de
negro se dirigió solo hacia Welmingham y los otros dos siguieron juntos,
esperando obviamente que me alejase para seguirme después.
Continué mi camino aparentando no haberlos visto. En aquel momento su
presencia no me irritó, más bien avivó las esperanzas que ya iba perdiendo.
Con la sorpresa de haber descubierto el testimonio de aquel casamiento
había olvidado la conclusión que había sacado al ver por primera vez a
aquellos hombres en la cercanía de la sacristía. Su nueva aparición me recordó
que Sir Percival había previsto mi visita a la iglesia de Old Welmingham,
como primer resultado de mi entrevista con la señora Catherick. De no ser así
no hubiera situado allí a sus agentes para que me esperasen. Aunque lo que vi
en la sacristía parecía coherente y claro, algo falso se ocultaba tras ello; en el
libro de registros había algo que yo no había descubierto aún.
—Debo volver —me dije al dirigir una mirada de despedida a la torre de la
vieja iglesia—. Debo molestar al servicial viejo una vez más para que vuelva a
luchar con la cerradura perversa y abra la puerta de la sacristía.
IX
En cuanto perdí de vista la iglesia apresuré el paso para llegar pronto a
Knowlesbury.
La carretera era en su mayor parte recta y llana. Cada vez que yo volvía la
cabeza, podía ver a mis dos espías que me seguían con perseverancia. La
mayor parte del tiempo se mantuvieron a cierta distancia de mí. Pero alguna
que otra vez apretaron el paso, como si quisieran detenerme, se paraban luego
para consultar algo entre los dos y retornaban a su posición inicial.
Obviamente, tenían cierta misión y parecía que dudaban o divergían respecto
al modo de cumplirla. Yo no llegaba a adivinar cuál podía ser su propósito,
pero temí en serio no llegar a Knowlesbury sin tener algún tropiezo. Mi temor
se confirmó.
Al llegar a una parte solitaria de la carretera, cerca de un recodo que se
veía en lo alto y —que calculando por el tiempo que llevaba andando—
debería estar cerca del pueblo, oí de pronto los pasos de los espías justo a mis
espaldas.
Antes de que pudiese volver la cabeza, uno de ellos (el que me había
seguido en Londres) se encontró a mi izquierda y me empujó con el hombro.
Yo estaba más molesto de lo que creía por la forma en que me habían estado
pisando los talones todo el camino desde Old Welmingham y, por desgracia, lo
aparté de un manotazo. Acto seguido, el hombre se puso a gritar pidiendo
socorro. Su compañero, el hombre alto, que iba vestido con uniforme de
guardabosque, se puso de un salto a mi derecha y en el instante siguiente los
dos canallas me sujetaban en medio de la carretera.
Por suerte, la convicción de que me habían tendido una trampa y la rabia
que me producía comprender que yo había caído en ella, me habían impedido
empeorar más mi situación intentando una lucha desigual con los dos hombres
—uno solo de ellos con toda probabilidad podría acabar conmigo sin ayuda de
las armas—. Reprimí mi primer movimiento, con el que había intentado
liberarme de ellos, y miré a mi alrededor buscando a alguien a quien pudiese
pedir auxilio.
Un labrador que trabajaba en un campo próximo debió de haber
presenciado la escena. Lo llamé para que viniese detrás de nosotros al pueblo.
El movió la cabeza con obstinación imperturbable y se alejó dirigiéndose a
una caseta cuya parte trasera daba al camino real. Al mismo tiempo, los
hombres que me sujetaban me manifestaron su intención de denunciarme por
haberlos agredido. Ahora yo tenía la suficiente sangre fría y prudencia para no
oponer resistencia. «Suéltenme —les dije—, y prometo ir con ustedes hasta el
pueblo. El hombre con uniforme de guardabosques se negó a ello con rudeza.
Pero el otro, el más bajo, fue bastante listo para pensar en consecuencias y no
dejar que su compañero se comprometiese incurriendo en violencia
innecesaria. Hizo una señal al otro y yo me puse en camino entre ellos, pero
con las manos libres. Llegamos al recodo de la carretera y allí, delante de
nosotros, estaban los arrabales de Knowlesbury. Un policía caminaba por una
senda cerca de la carretera. Al verlo, los dos hombres le llamaron; él les
contestó que el juez estaba en aquel momento en el ayuntamiento y aconsejó
acudir en seguida.
Llegamos al ayuntamiento. El escribano nos tomó declaración y compuso
el cargo contra mí con la exageración y tergiversación de la verdad habitual en
tales ocasiones. El juez —un hombre malhumorado al que su propio poder
causaba un regocijo rabioso— preguntó si había alguien en la carretera o cerca
de ella que hubiera presenciado la agresión: y cuál no fue mi sorpresa cuando
el demandante admitió la presencia de un labrador que trabajaba en el campo.
Sin embargo, las siguientes palabras del juez me indicaron el porqué de
aquella declaración. Mandó en seguida llevarme a la cárcel hasta que
apareciese el testigo, y al mismo tiempo me dijo que estaba dispuesto a
dejarme en libertad condicional si yo pudiese presentar alguna garantía segura
de que comparecería en el juicio. Si me hubieran conocido en la ciudad, me
habría liberado confiando en mi palabra, pero, tratándose de un perfecto
desconocido, era necesario encontrar un fiador de confianza.
Ahora comprendí el objeto de aquella estratagema. Todo estaba organizado
de tal modo que me encarcelaran en un pueblo donde nadie me conocía y
donde yo no podía esperar que alguien me avalase. Mi encarcelamiento no se
prolongaría más de tres días, hasta que se celebrase la próxima sesión del
tribunal. Pero, entretanto, mientras yo estaba en la cárcel, Sir Percival podía
emplear cualesquiera medios para entorpecer mis futuras investigaciones y tal
vez, conseguir que no lo descubriese jamás, todo ello sin tener obstáculo
alguno por mi parte. Al transcurrir los tres días el cargo, sin duda, sería
retirado y la presencia del testigo se haría completamente innecesaria.
Mi indignación, casi debería decir que mi desesperación, ante esta maligna
traba que me impedía todo avance, tan primitiva e insustancial en sí, pero tan
descorazonadora y tan seria en cuanto a sus probables resultados, al principio
me dejó incapaz de buscar medios para salir del trance en que me encontraba.
Llegué a pedir papel y tinta y a pensar en comunicar privadamente al juez mi
verdadera situación. La inutilidad y la imprudencia de este paso no se me
presentaron hasta que escribí las primeras líneas de la carta. Sólo cuando
aparté el papel —aunque me avergüenza decirlo, fue cuando la consciencia de
mi impotencia me había dominado casi—, se me ocurrió un curso de
acontecimientos que Sir Percival, probablemente, no había previsto y que
podría devolverme mi libertad en pocas horas. Decidí hacer saber mi situación
al señor Dawson de Oak Lodge.
Como recordará el lector, yo había visitado la casa de este caballero en la
época en la que empezaba mis investigaciones en el vecindario de Blackwater
Park; y me había presentado ante él con una carta de recomendación de la
señorita Halcombe que, en los términos más convincentes, le rogaba prestara
su amistosa atención. Ahora escribí recordándole aquella carta y lo que ya le
había dicho sobre el carácter delicado y peligroso de mis investigaciones.
Entonces no quise revelarle la verdad sobre Laura; me limité a describirle el
objetivo de mi viaje como sumamente importante para proteger ciertos
intereses de su familia que concernían a la señorita Halcombe. Ahora,
empleando la misma precaución, le expliqué mi presencia en Knowlesbury de
forma parecida, y dejé al doctor la libertad de decidir si la confianza que en mí
había depositado una señorita que él conocía bien, me permitía pedirle que
acudiese a socorrerme a un lugar en el cual yo no tenía ni un solo amigo.
Obtuve el permiso para enviar a un mensajero con mi carta y para que
partiese en el acto en un carruaje que podría servir para traer al doctor
inmediatamente. Oak Lodge estaba en la misma parte de Blackwater Park que
Knowlesbury. El cochero me dijo que podía llegar allí en cuarenta minutos y
que tardaría otros cuarenta en traer al señor Dawson. Le ordené salir en busca
del doctor, donde quiera que estuviera, si no lo encontraba en casa, y me senté
a esperar el resultado armándome de paciencia.
No eran la una y media cuando el mensajero se puso en camino. Antes de
las tres y media volvió trayendo consigo al doctor. La amabilidad y la
gentileza del señor Dawson, que le hacían tratar mi petición de auxilio urgente
como una cuestión de deber, me conmovieron profundamente. El aval
requerido se ofreció y fue aceptado de inmediato. Antes de las cuatro yo era de
nuevo un hombre libre y estrechaba con gratitud la mano del buen viejo en las
calles de Knowlesbury.
El hospitalario señor Dawson me invitó a volver con él a Oak Lodge y
pasar allí la noche. Lo único que pude contestarte fue que mi tiempo no me
pertenecía; y lo único que pude pedirle fue que me permitiese ir a verlo dentro
de unos días para expresarle mi agradecimiento una vez más y ofrecerle todas
las explicaciones que le debía y que aún no estaba autorizado a darle. Nos
despedimos con mutuas expresiones de amistad y me dirigí al despacho del
señor Wansborough, situado en la calle principal de Knowlesbury.
Ahora el tiempo era de la mayor importancia.
La noticia de mi liberación condicional llegaría a Sir Percival, no me cabe
duda, antes del anochecer. Si las próximas horas no me dejaban en posición de
justificar sus peores temores y de tenerle, indefenso, a mi merced, yo podía
perder hasta la última pulgada del terreno conquistado para no volver a
recuperarlo jamás. La falta de escrúpulos de aquel hombre, la influencia que él
tenía en aquellos lugares, el exasperante peligro de quedar desenmascarado o
lo que le amenazaban la pesquisas que yo hacía a ciegas, todo ello me advertía
de la necesidad de apresurarme para obtener algún descubrimiento definitivo
sin demora. Mientras esperaba al doctor Dawson, tuve tiempo de pensar, y no
lo desperdicié. Ciertas frases del viejo sacristán hablador que tanto me había
aburrido, retornaron ahora a mi memoria con un significado nuevo y acudió a
mi mente una sospecha que no se me había ocurrido cuando estaba en la
sacristía. Cuando me dirigí a Knowlesbury, mi único propósito era pedir al
señor Wansborough informaciones sobre la madre de Sir Percival. Ahora mi
objetivo era examinar el duplicado del registro de la iglesia de Old
Welmingham.
El señor Wansborough se hallaba en su despacho cuando pregunté por él.
Era un hombre jovial, de rostro arrebatado y de aspecto bonachón, con más
traza de señor aldeano que de abogado y parecía que mi petición le resultaba
tan sorprendente como divertida. Había oído hablar del duplicado del registro
que llevaba su padre, pero nunca lo había visto. Nadie se lo había pedido
jamás, y de seguro que estaba en la caja fuerte junto con los demás papeles
que no se habían tocado desde la muerte de su padre. Era una pena (decía el
señor Wansborough) que el viejo caballero no viviese para oír que por fin
alguien preguntaba por su adorado duplicado. Después de eso se hubiera
dedicado con más fervor que nunca a su manía favorita. ¿Cómo me enteré yo
de que existía semejante copia? ¿Me lo había dicho alguien del pueblo?
Soslayé la pregunta lo mejor que pude. Era imposible ser demasiado
cauteloso en esta etapa de la investigación; pero tampoco se podía dejar que el
señor Wansborough supiera antes de tiempo que yo había revisado ya el
registro original. Por tanto, le dije que investigaba un asunto de familia y que
para el éxito de mi misión era de suma importancia ahorrar todo el tiempo
posible. Deseaba enviar a Londres, con el correo de aquel mismo día, ciertos
detalles que un vistazo a aquel duplicado del registro (pagando, desde luego,
los derechos legales) podría aportarme los resultados apetecidos y me evitaría
tener que desplazarme a Old Welminhgan. Añadí que, en caso de que más
tarde precisase una copia del registro original, escribiría al despacho del señor
Wansborough para que me facilitase el documento.
Después de dar esta explicación, no se me planteó objeción alguna a la
búsqueda del duplicado. Se envió a un escribiente a la caja fuerte y éste al
poco rato volvió con el libro. Tenía exactamente el mismo tamaño que el de la
sacristía, con la única diferencia de que el duplicado estaba encuadernado con
más elegancia. Lo llevé a un escritorio desocupado. Mis manos temblaban, la
cabeza me ardía, y antes de abrirlo tuve que hacer un esfuerzo para disimular
mi excitación ante las personas que me rodeaban.
En la primera página, en blanco, estaban escritas unas líneas con tinta
descolorida. Contenían estas palabras:
«Copia del registro de Matrimonios de la Iglesia Parroquial de
Welmingham. Ejecutado bajo mi dirección y luego cotejado por mí, asiento
por asiento, con el original. (Firmado) Robert Wansborough, notario
parroquial.» Debajo de esta nota estaba añadida una línea escrita con letra
diferente y que decía: «Incluye desde el 1 de enero de 1800 hasta el 30 de
junio de 1815.»
Busqué el mes de septiembre de mil ochocientos tres. Encontré el
matrimonio del hombre que tenía el mismo nombre de pila que yo. Encontré el
registro doble del matrimonio de los dos hermanos. Pero, entre estos asientos,
el fin de la página...
¡Nada! ¡Ni el menor vestigio de la anotación que en el registro de la iglesia
certificaba el matrimonio de Sir Félix Glyde y de Cecilia Jane Elster!
El corazón me dio un salto en el pecho con tal violencia que temía que sus
latidos me asfixiasen. Volví a mirar: no podía dar crédito a lo que estaban
viendo mis ojos. ¡No! No existía la menor duda. Este casamiento no estaba
inscrito. Los asientos de la copia ocupaban exactamente los mismos sitios que
en el registro original. El último asiento de una página era el del hombre que
tenía el mismo nombre de pila que yo y debajo de él había un espacio en
blanco. Era indudable que lo habían dejado porque allí no podía caber el
asiento de los matrimonios de los dos hermanos, que tanto en el original como
en el duplicado encabezaban la página siguiente. ¡Este trozo de papel blanco
descubría toda una historia! Así debía haber estado en el registro de la
parroquia desde mil ochocientos tres (cuando se celebraron los matrimonios y
se copió en el duplicado) hasta mil ochocientos veintisiete, cuando Sir Percival
apareció en Old Welmingham. Aquí, en Knowlesbury, se escondía la copia
que probaba la falsificación. ¡Allí, en Old Welmingham, en el registro de la
iglesia se perpetró la falsificación!
Mi cabeza me daba vueltas, tuve que apoyarme sobre el escritorio para no
caer. De todas las sospechas que aquel hombre exasperado había suscitado en
mí, ninguna se había aproximado a la verdad. La idea de que él no fuese Sir
Percival Glyde y que no tuviera más derecho a la baronía y a la posesión de
Blackwater Park que el más humilde de los labradores que trabajan en sus
campos, jamás se me había pasado por la imaginación. En algún tiempo creí
que podía ser el padre de Anne Catherick, luego creí que podía haber sido su
marido; pero el delito de que realmente era culpable había quedado siempre
fuera del alcance de mi imaginación. Los medios despreciables por los que se
había efectuado el fraude, la magnitud y la osadía del crimen que el fraude
representaba, el horror de las consecuencias que conllevaba su descubrimiento
me abrumaban ¿Quién iba a asombrarse ahora del feroz desasosiego de la vida
del truhan, de sus desesperadas transiciones de abyecta duplicidad a violencia
irrefrenable, de la locura de conciencia culpable que le había hecho encerrar a
Anne Catherick en un manicomio y le había conducido a la vil conspiración
contra su mujer, al sospechar que ésta y la otra conocían su terrible secreto.
Años atrás, la revelación de este secreto pudiera haberle llevado a la horca; en
la actualidad podía significar el destierro vitalicio. Esa revelación, aun cuando
las víctimas de sus atropellos le quisieran evitar los rigores de la ley, le
despojaría de golpe de su nombre, de su rango, de sus propiedades y de toda
aquella existencia social que había usurpado. ¡Este era el Secreto, y yo lo
conocía! ¡Una palabra mía y se vería desposeído de su palacio, sus tierras y
sus títulos! ¡Una palabra mía y se convertiría en un proscrito, sin nombre, sin
un céntimo y sin amigos! ¡Todo el porvenir de aquel hombre dependía de mis
palabras y en estos momentos él lo sabía tan bien como yo!
Este último pensamiento me hizo volver en mí. Intereses mucho más
valiosos que los míos estaban supeditados a la cautela que debía guiar mis
pasos más irrelevantes. No existía en el mundo traición que Sir Percival no
fuera capaz de dirigir en contra mía. En medio de los peligros y lo desesperado
de su situación, no se detendría ante riesgo alguno, no retroceder ante
cualquier crimen, ni vacilaría ante nada, para quedar a salvo.
Reflexioné unos minutos. Antes que nada necesitaba procurarme una
prueba escrita del descubrimiento que acababa de hacer y, en el caso de que
me sucediese algún contratiempo, dejar esta evidencia fuera del alcance de Sir
Percival Glyde. El duplicado del registro estaba, sin duda, bien protegido en la
caja fuerte del señor Wansborough. Pero el original del registro, como había
podido comprobar con mis propios ojos, estaba mucho menos seguro en la
sacristía.
Ante esta contingencia, resolví volver a la iglesia, encontrar al sacristán y
hacer el extracto necesario del registro antes de acostarme. No era consciente
entonces de que se precisaba una copia legalizada y de que ningún documento
simplemente escrito con mi mano pudiera tener el valor de prueba que se
requería. No era consciente de ello, y mi decisión de mantener mis acciones en
secreto me impedían hacer preguntas que pudiesen proporcionarme la
información necesaria. Mi única ansia era la de regresar a Old Welmingham.
Expliqué como mejor pude la alteración de mi rostro y mis gestos que el señor
Wansborough había notado, dejé sobre su mesa el importe de los derechos, y
anuncié que le escribiría dentro de unos días, y salí de su despacho con la
mente alterada y la sangre hirviendo en mis venas.
Empezaba a oscurecer. Se me ocurrió que era probable que me siguieran de
nuevo y que podían agredirme otra vez en el camino real.
Mi bastón de paseo era muy ligero, de poca o nula utilidad para
defenderme. Antes de salir de Knowlesbury me detuve y compré un fuerte
garrote rústico, corto y con un pomo pesado. Con esta arma casera si alguien
intenta dispararme, yo podría impedírselo. Si me atacase más de uno, debería
huir. De colegial era yo un notable corredor y no me había faltado ejercicio
desde entonces, durante mis experiencias en América Central.
Salí del pueblo a paso ligero manteniéndome en el centro de la carretera.
Lloviznaba, y con la niebla no era posible comprobar durante la primera
mitad del camino si alguien me seguía. Pero en la segunda mitad, cuando
calculaba que estaría a unas dos millas de la iglesia, vi a un hombre que corría
tras de mí, en medio de la lluvia y luego oí el ruido de un portillo que se
cerraba bruscamente a un lado de la carretera. Yo seguí mi camino, con el
garrote preparado en mi mano, oídos aguzados, y esforzándome por ver a
través de la niebla y la oscuridad. Antes de que hubiese avanzado cien pasos,
escuché un rumor al borde de la carretera, a mi derecha, y tres hombres se
abalanzaron sobre mí.
Al instante me aparté del centro del camino. Los dos hombres que iban
delante cayeron antes de que tuvieran tiempo de detenerse. El tercero, fue
rápido como un rayo. Se detuvo, dio la vuelta y me asestó un golpe con su
bastón. Lo había dirigido al azar y no resultó un golpe severo. Cayó sobre mi
hombro izquierdo. Se lo devolví con fuerza apuntando a su cabeza. Se
tambaleó y tropezó con sus dos compañeros, en el preciso momento en que
éstos se arrojaban sobre mí. Esta circunstancia me dio un instante de ventaja.
Me deslicé junto a ellos y eché a correr por el centro de la carretera.
Los dos hombres que no estaban heridos me perseguían. Ambos eran
buenos corredores; la carretera era lisa y durante los primeros minutos yo tenía
la conciencia de que no lograba ganarles terreno. Era peligroso correr mucho
tiempo en la oscuridad. Apenas podía distinguir la confusa línea negra de los
vallados a ambos lados de mí y cualquier obstáculo accidental que encontrara
en el camino me haría caer. De repente sentí que el terreno cambiaba; tras un
recodo hubo un descenso y luego una subida. Cuesta abajo los hombres se me
acercaron; pero cuesta arriba yo logré aumentar la distancia. Sus pisadas
rápidas y regulares eran más lejanas, y por su sonido calculé que me había
adelantado a ellos lo suficiente para intentar huir por los campos, pues era
probable que en la oscuridad ellos no se percataran de mi desaparición. Llegué
al borde del camino, hacia lo que, más que ver, creí que era un hueco en el
vallado. Resultó ser un portillo cerrado. Salté por encima de él y me encontré
en el campo; empecé a cruzarlo de espaldas a la carretera. Oí a los hombres
que pasaron corriendo punto al portillo y, un minuto más tarde, oí que uno de
ellos llamaba al otro para que volviera. Pero ahora no me importaba lo que
hacían; adonde yo estaba, ellos no podían verme ni oírme. Seguí atravesando
el campo y cuando llegué a su final, me detuve un instante para recobrar el
aliento.
No podía volver a la carretera; pero, sin embargo, estaba decidido a llegar
aquella noche a Old Welminghan.
La luna y las estrellas no aparecieron en el cielo para guiarme. Tan sólo
sabía que el viento y la lluvia me azotaban de espalda cuando salí de
Knowlesbury y si ahora seguían dándome en la espalda, podía estar seguro por
lo menos de que no avanzaba en dirección opuesta.
Crucé la campiña, sin encontrar otros obstáculos que vallados, zanjas y
matorrales que de cuando en cuando me obligaban a desviarme brevemente
hasta que me encontré en la cuesta de una colina y el terreno que pisaba
descendía. Bajé hasta el fondo del barranco. Me abrí paso en una valla y salí al
camino. Como al dejar la carretera torcí a la derecha, ahora me fui a la
izquierda, pensando volver a la ruta de la que me había apartado. Después de
seguir los vericuetos del camino cubierto de lodo unos diez minutos, vi una
casa con la luz en una de sus ventanas. La puerta del jardín estaba abierta y
entré enseguida para preguntar el camino.
Antes de que pudiese llamar, la puerta se abrió de pronto y salió corriendo
un hombre con una linterna encendida en la mano. Se detuvo y levantó la
linterna para verme. Los dos estábamos sobresaltados. Mis andanzas me
habían conducido hacia los arrabales del pueblo y había llegado a su extremo
bajo. Estaba de nuevo en Old Welminghan, y el hombre de la linterna no era
otro sino mi conocido de aquella mañana, el sacristán de la parroquia.
Su actitud había sufrido un extraño cambio desde que lo había visto por
última vez. Parecía receloso y desconcertado; sus mejillas rosadas estaban
congestionadas, y las primeras palabras que me dirigió fueron incomprensibles
para mí.
—¿Dónde están las llaves? —me dijo—. ¿Las ha cogido usted?
—¿Qué llaves? —repetí yo—. Acabo de venir de Knowlesbury. ¿A qué
llaves se refiere?
—A las llaves de la sacristía. ¡Dios nos ampare y nos proteja! ¡Qué voy a
hacer! ¡Las llaves han desaparecido! ¿Comprende? —gritaba el viejo con
desesperación, sacudiendo delante de mí su linterna. — Las llaves.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién pudo haberlas cogido?
—No lo sé —dijo el sacristán, mirando aterrorizado la oscuridad que le
rodeaba—. Acabo de entrar en este momento. Le he dicho esta mañana que
tengo mucho que hacer. He cerrado la puerta y he bajado la ventana, y ahora
está abierta; ¡mire!, ¡alguien ha entrado por ella y ha cogido las llaves!
Se volvió para mostrarme la ventana abierta de par en par. La puertecita de
la linterna se abrió cuando él se volvió bruscamente, y el viento apagó la luz al
instante.
—Busque otra luz —le dije—, y vamos los dos a la sacristía. ¡Deprisa,
deprisa!
Le hice entrar en casa. Temí que la trampa que podía despojarme de todas
las ventajas que había conseguido, estuviera consumándose, quizá en aquellos
instantes. Mi impaciencia por llegar a la iglesia era tan grande, que no pude
permanecer inactivo dentro de la casa mientras el sacristán volvía a encender
la linterna. Salí fuera y por el sendero del jardín llegué al camino.
Antes de que diese diez pasos hacia delante, un hombre, que venía en
dirección opuesta de la que llevaba a la iglesia, se me acercó. Me dirigió unas
palabras respetuosas cuando estuve delante. Yo no podía ver su rostro, pero a
juzgar sólo por su voz era un desconocido para mí.
—Perdón, Sir Percival... —comenzó a decir.
Lo detuve antes de que continuase:
—La oscuridad le ha confundido —le dije—. Yo no soy Sir Percival.
El hombre se cortó al instante.
—Creí que era mi amo —murmuró con tono de confusión y de duda.
—¿Esperaba usted encontrar aquí a su amo?
—Me mandó que esperase en el sendero.
Y diciendo esto volvió sobre sus pasos. Miré atrás hacia la casa, y vi que el
sacristán salía con la linterna encendida de nuevo. Cogí al viejo del brazo para
ayudarle a caminar más deprisa. Nos apresuramos por el camino y pasando
por delante del hombre que me había interpelado. Por lo que pude ver a la luz
de la linterna, era un criado sin librea.
—¿Quién es ése? —murmuró el sacristán—. ¿Sabe algo de las llaves?
—No esperemos a que nos lo diga —contesté—. Vámonos antes a la
iglesia. Incluso en pleno día, la iglesia no se veía hasta que no se llegaba al
final del camino. Cuando subíamos la cuesta, que llevaba desde allí al edificio,
uno de los chiquillos del pueblo se nos acercó, atraído por la luz que
llevábamos y reconoció al sacristán.
—Yo creo, señor —dijo, tirando respetuosamente de la levita del sacristán,
que en la iglesia debe haber alguien. He oído cómo se abría la puerta, y luego
cómo con una cerilla se encendía la luz.
El sacristán se estremeció y se apoyó sobre mí pesadamente.
—¡Vamos, vamos! —le daba yo ánimos—. Aún no es tarde. Cogeremos al
hombre, sea quien sea. Sostenga la linterna y sígame lo más deprisa que
pueda.
Subí la cuesta corriendo. La mole oscura de la torre de la iglesia fue lo
primero que distinguí vagamente sobre el cielo nocturno. Cuando me volví
para dar la vuelta y llegar a la sacristía oí unos pasos pesados que se me
acercaban. El criado nos había seguido en nuestro camino a la iglesia.
—No tenga miedo —dijo cuando me volví hacia él—. Sólo estoy buscando
a mi amo.
El tono en que me habló dejaba ver claramente que estaba asustado. Yo no
le hice caso y seguí andando.
En cuanto doblé la esquina y me encontré frente a la sacristía, vi que la
claraboya del techo estaba intensamente iluminada, desde dentro.
Resplandecía, deslumbrante, sobre el cielo sombrío y sin estrellas.
Me precipité por el cementerio hacia la puerta. Al acercarme noté un
extraño olor que inundaba el húmedo aire nocturno. Desde dentro de la
sacristía me llegaba un ruido crepitante, vi que la luz de arriba era cada vez
más intensa, uno de los cristales crujía... Corrí a la puerta y puse las manos
sobre ella. ¡La sacristía estaba ardiendo!
Antes de que pudiera moverme, antes de que pudiera recobrar la
respiración que se me cortó ante aquel descubrimiento, el terror me invadió
cuando oí fuertes golpes contra la puerta que procedían del interior. Oí que la
llave giraba con violencia en la cerradura... oí una voz de hombre que detrás
de la puerta lanzaba alaridos escalofriantes, pidiendo socorro.
El criado que me había seguido, retrocedió estremeciéndose y cayó de
rodillas.
—¡Dios mío, Dios mío —dijo él— es Sir Percival!
Cuando estas palabras salían de sus labios, el sacristán nos alcanzó y en
aquel mismo momento la llave giró en la cerradura produciendo un restallido
por última vez.
—¡El señor se apiade de su alma! —dijo el viejo—. ¡Está condenado y
muerto! ¡Ha roto la cerradura!
Me abalancé sobre la puerta. El único propósito imperativo, que había
llenado todos mis pensamientos, que había controlado todas mis acciones a lo
largo de semanas y semanas, se borró de mi mente en un instante. Todo
recuerdo del agravio cruel que los crímenes de aquel hombre habían causado,
del amor, de la inocencia, de la felicidad que había pisoteado
despiadadamente; del juramento que yo me había hecho en mi corazón de
someterlo al terrible escarmiento que él había merecido..., todo esto se esfumó
de mi memoria como un sueño. No recordaba nada más que el horror de su
situación. No sentí más que el impulso natural y humano de salvarle de aquella
espantosa muerte.
—¡Trate de forzar la otra puerta! —le grité—. ¡Fuerce la puerta que da a la
iglesia! Esta cerradura está rota. Si pierde un minuto más con ella es hombre
muerto.
Desde que la llave giró por última vez, no volvieron a escucharse nuevos
gritos de socorro. Ahora no llegaba sonido alguno que indicase que continuaba
con vida. No oía más que el crepitar creciente de las llamas y los sonoros
estallidos de los cristales de la claraboya.
Me volví y miré a mis dos acompañantes. El criado se había puesto de pie,
había cogido la linterna y la levantaba con un gesto absurdo, alumbrando la
puerta. El terror parecía haberlo sumido en un estado de idiotez absoluta, y no
hacía más que seguirme como un perro a cada paso que daba. El sacristán se
había acurrucado sobre una de las sepulturas, estaba temblando y
lamentándose para sí mismo. Con dirigirles una mirada, comprendí que
ninguno de los dos era capaz de hacer algo.
Sin saber apenas qué hacía, obedeciendo al primer impulso que me
acometió, así en mis manos al criado y lo empujé hacia la pared de la sacristía.
—¡Agáchate! —le dije—, y apóyate en las piedras. Quiero subir al tejado,
voy a romper la claraboya para que le entre un poco de aire.
El hombre tiritaba de pies a cabeza, pero se mantuvo firme. Subí sobre su
espalda con mi garrote entre los dientes, me así al borde del tejado con las dos
manos y acto seguido ya estaba arriba. En el apresuramiento y agitación
irreflexivos del momento no se me ocurrió que serían las llamas las que
saldrían hacia fuera, en lugar de que entrase el aire. Di un golpe en la
claraboya que bastó para romper el cristal ya resquebrajado y flojo. El fuego
se precipitó hacia fuera como una fiera de su jaula. Si, como ocurrió por
suerte, el viento no lo hubiera desviado del sitio donde yo estaba, mis trabajos
habrían terminado allí. Me acurruqué sobre el tejado mientras el humo, junto
con las llamas, parecía envolverme. El resplandor y los reflejos de la luz me
dejaron ver el rostro del criado que, inexpresivo, miraba desde el muro hacia
arriba; el sacristán que se puso de pie sobre el sepulcro retorciendo las manos
con desesperación a los escasos habitantes del pueblo, hombres macilentos y
mujeres aterradas que se apiñaban al fondo del cementerio... todos aparecían y
desaparecían en el terrible fulgor rojo, en la negrura del humo asfixiante. ¡Y el
hombre bajo mis pies! ¡El hombre que se ahogaba, se abrasaba, moría tan
cerca de nosotros y, sin embargo, tan lejos de nuestro alcance!
Esta idea casi me hizo enloquecer. Me bajé del tejado aguantándome en
mis manos y salté al suelo.
—¡La llave de la iglesia! —grité al sacristán—. Debemos intentarlo, aún
podemos salvarlo si conseguimos abrir la puerta interior.
—¡No, no, no! —exclamó el viejo—. ¡No hay esperanza! ¡La llave de la
iglesia y la de la sacristía están en el mismo manojo, las dos ahí dentro!
¡Señor, no podemos salvarlo, ahora no es más que polvo y cenizas!
—Desde el pueblo verán el fuego —dijo una voz en el grupo de hombres
detrás de mí—. En el pueblo hay bomberos. Ellos salvarán la iglesia.
Llamé a aquel hombre —él no había perdido la cabeza—, y le dije que se
acercase. Los bomberos no tardarían menos de un cuarto de hora en llegar del
pueblo. El horror de permanecer todo este tiempo inactivo era más de lo que
yo podía aguantar. A pesar de lo que me decía la razón, me persuadí yo mismo
de que el canalla, condenado y perdido, podía estar aún inconsciente, tendido
en el suelo de la sacristía, podía no estar muerto todavía. ¿Podíamos salvarlo si
forzábamos la puerta? Conocía la resistencia del pesado cerrojo, conocía el
grosor de roble reforzado con clavos, conocía lo descabellado que sería luchar
contra las dos cosas con medios habituales. Pero ¿no quedaban vigas de las
casas abandonadas que había cerca de la iglesia? ¿Y si buscásemos una y la
utilizásemos como ariete contra la puerta?
Esta idea nació en mí con la misma fuerza con que las llamas brotaban de
la claraboya rota. Busqué al hombre que habló de los bomberos del pueblo.
—¿Tienen ustedes picos cerca?
Sí, los tenían ahí. También tenían hachas, sierras y un trozo de soga.
Corrí hacia los aldeanos, con la linterna en mi mano.
—¡Cinco chelines al que quiera ayudarme!
Aquellas palabras les devolvieron a la vida. Aquella hambre canina propia
de la miseria —el hambre del dinero—, en un momento los sumió en una
actividad tumultuosa.
—¡Dos de ustedes vayan a traer más linternas si las tienen! ¡Otros dos, a
buscar los picos y herramientas! El resto, que me siga para traer una viga...
Profirieron gritos de júbilo, con voces estridentes y exhaustas. Las mujeres
y los niños retrocedieron formando un pasillo. Como un hombre nos
precipitamos por el camino del cementerio hacia la casa vacía que estaba más
cerca. Detrás no quedaba más que el sacristán... el pobre sacristán, que seguía
sollozando y gimiendo por la iglesia, sobre la piedra de un sepulcro. El criado
me pisaba los talones; su rostro blanco, con expresión de desamparo y pánico,
estaba detrás de mi hombro cuando irrumpimos en la casa. Allí sobre el suelo
había vigas del piso de arriba abatido, pero eran demasiado ligeras. Sobre
nuestras cabezas cruzaba el espacio una más fuerte que estaba al alcance de
nuestros brazos y nuestras hachas; la viga se sostenía por los extremos en los
muros ruinosos (libre del peso del techo y del suelo que habían desaparecido
por debajo de un gran agujero en el tejado que se abría al cielo. Nos
precipitamos sobre la viga atacándola por los dos extremos a la vez. ¡Dios
mío! ¿Qué bien aguantaba, qué resistencia ofrecían el ladrillo y la argamasa de
los muros! Al fin cedió un extremo. Las mujeres que se agolpaban en la puerta
mirándonos chillaron... Los hombres gritaron; dos de ellos habían caído, pero
ninguno estaba herido. Todos a la vez asestaron un golpe más y la viga quedó
suelta por los dos extremos. La levantamos y gritamos que nos dejasen pasar
por la puerta. «¡Manos a la obra!, ¡a desfondar la puerta!» El fuego fulguraba
en el cielo ¡su resplandor intenso nos alumbraba! «¡Adelante, por el camino
del cementerio, adelante con la viga, a desfondar la puerta! ¡Una, dos, tres y
atrás!» El alborozo volvió a resonar. La hicimos tambalear. «Cederán los
goznes, si no cede el cerrojo. ¡Otro empujón con la viga! Una, dos, tres y atrás.
¡Está cediendo!». El fuego, furtivo, nos amenazaba apuntándonos por las
rendijas alrededor de la puerta. ¡Un último empujón! La puerta cayó con
estruendo sobre aquella hoguera infernal. Un profundo silencio de conmoción,
la patética expectación inmóvil se apoderó del ánimo de cada uno de nosotros.
Buscamos su cuerpo. El calor que nos abrasaba las caras, nos obligó a
retroceder: no vimos nada... arriba, abajo, en todo aquel espacio no vimos más
que la cortina de fuego vivo.
—¿Dónde está? —murmuraba el criado, sin apartar su mirada vacía de las
llamas.
—¡No es más que polvo y cenizas! —decía el sacristán—. Y los libros son
también polvo y cenizas... ¡Oh Dios, pronto lo será también la iglesia!
No habló nadie más. Cuando enmudecieron de nuevo, lo único que se oía
en el silencio era el traqueteo y el crepitar de las llamas.
¡Chhist!
Un chirrido estridente se oyó a lo lejos, luego el ruido hueco de los cascos
de caballos a galope tendido y, por fin, un rumor bajo, el tumulto imponente
de cientos de voces humanas que braman y ululan a la vez. ¡Los bomberos por
fin!
La gente que me rodeaba se volvió de espaldas al fuego y, ansiosa, echó a
correr hacia la cima de la colina. El viejo sacristán intentó seguirlos; pero las
fuerzas le fallaban. Le vi detenerse apoyándose sobre una de las lápidas.
—¡Salvad la iglesia! —exclamó débilmente, como si los bomberos
pudieran oírle—. ¡Salvad la iglesia!
El único que permaneció inmóvil, fue el criado. Continuaba en el mismo
sitio, con los ojos siempre clavados en aquellas llamas, con una expresión
inalterable y vacía. Le hablé. Le sacudí el brazo. No podía oírme. Sólo
murmuró una vez más:
—¿Dónde está?
Diez minutos después la bomba quedó montada; el pozo detrás de la
iglesia la alimentaba; la manga se acercó a la puerta de la sacristía. Si se
hubiera precisado mi colaboración, entonces no habría podido prestarla. Mi
voluntad y energía habían desaparecido, mi fuerza estaba agotada, el remolino
de mis pensamientos se aplacó con temible prontitud. Me sentía innecesario e
impotente, y miraba; miraba la estancia que ardía.
Vi cómo se sofocaba poco a poco el fuego. El resplandor se extinguió, el
humo que se elevaba en nubes blancas y los rescoldos centelleantes se
amontonaban, rojos y negros, sobre el suelo. Hubo una pausa y, luego,
bomberos y policía avanzaron hacia la puerta, se consultaron en voz baja y
eligieron a dos hombres que se abrieron paso entre la muchedumbre y salieron
del cementerio. La muchedumbre retrocedió formando un pasillo en su camino
con un silencio de muerte.
A los pocos momentos, un temblor recorrió a la gente congregada y el
camino viviente se abrió de nuevo con lentitud. Los dos hombres volvían
trayendo una puerta de alguna de las casas deshabitadas, la llevaron hacia la
sacristía y entraron. La policía volvió a la puerta de entrada y se separaron de
la muchedumbre y fueron acercándose de uno en uno, algunos aldeanos para
ser los primeros en ver lo que sucedía. Otros esperaban cerca, para ser los
primeros en oír. Entre estos últimos se hallaban mujeres y niños.
Las noticias que salían de la sacristía comenzaron a cundir entre la
muchedumbre, pasando lentamente de boca en boca hasta llegar al lugar en
que me encontraba. Oía a mi alrededor las preguntas y las respuestas
repitiéndose una y otra vez, con voces bajas y ansiosas.
«¿Lo han encontrado?» «Sí.» «¿Dónde?» «En la puerta, tendido
bocabajo.» «¿Qué puerta?» «La que lleva a la iglesia. Estaba bocabajo, la
cabeza junto a la puerta.» «¿Tiene la cara quemada?» «No.» «Sí, quemada:
«No, está chamuscada, pero sin quemar; estaba bocabajo.» «¿Quién era?»
«¿Que quién era? Dicen que un lord.» «No, un lord no. Sir algo. Sir significa
que era caballero. «Y barón.» «Y barón también.» «No» «Sí.» «¿Qué quería
allí?» «Nada bueno, puede estar seguro» «¿Lo ha hecho a propósito?»
«¡Quemarse vivo a propósito!» «No digo quemarse vivo, me refiero a la
sacristía». «¡Debió de ser espantoso verlo!» «¡Espantoso!» «¿Pero la cara no
tanto?» «No, no, la cara no tanto.» «¿Hay alguien que le conozca?» «Ahí está
un hombre que dice conocerlo» «¿Quién es?» «Dicen que un criado, pero ha
quedado fuera de sí y la policía no le cree.» «¿No hay nadie más que le
conozca?» «Chitón... la voz fuerte y clara de una autoridad acalló en un
instante los murmullos de voces a mi alrededor.
—¿Dónde está el caballero que intentó salvarle? —dijo la voz.
—¡Aquí esta, señor, aquí está! —docenas de rostros ansiosos se volvían
hacia mí, docenas de brazos ansiosos se levantaron de la muchedumbre.
El hombre dotado de autoridad se acercó a mí con una linterna en la mano.
—Sígame, por favor, —dijo reposadamente.
No fui capaz de contestarle, ni fui capaz de resistirme cuando me cogió por
un brazo. Quise decirle que jamás había visto a aquel hombre vivo, que era
imposible que yo, un desconocido, lo identificase. Pero las palabras no
salieron de mis labios. Me sentía desfallecido, mudo e inútil.
—¿Lo conoce usted, señor?
Yo estaba en medio de un círculo de hombres. Tres de ellos, que estaban
enfrente, inclinaban sus linternas hacia el suelo. Sus ojos y los ojos de todos
los demás se clavaban en mi rostro en silente expectación. Yo sabía qué había
a mis pies, yo sabía por qué bajaban sus linternas hacia el suelo.
—¿Puede usted identificarlo, señor?
Mi mirada bajaba lentamente. Al principio no vi más que un lienzo basto.
En medio del terrorífico silencio se oía caer sobre él gotas de lluvia. Deslicé
mi mirada a lo largo del lienzo y al final estaba, rígido, torvo y negro bajo la
luz amarillenta, su rostro muerto. Así lo vi, por primera y última vez. El
Designio del Señor dispuso que hubiéramos de encontrarnos así.
X
Ciertas razones locales que pesaban sobre el juez de instrucción y las
autoridades del pueblo hicieron que se apurase la encuesta. El juicio se celebró
la tarde siguiente. Por fuerza, fui de los testigos citados a prestar declaración.
Lo primero que hice aquella mañana, fue ir a correos y preguntar por la
carta que esperaba recibir de Marian. Ningún cambio de circunstancias, por
extraordinarias que fueran, podían apartar de mi mente la única preocupación
que se apoderaba de mí mientras se prolongaba mi ausencia de Londres. Y la
carta de la mañana que era la única confirmación que yo podía recibir de que
no había ocurrido desgracia alguna, cuando yo estaba fuera, seguía
absorbiendo mi interés desde que empezaba el día.
Fue un alivio encontrar que la carta de Marian me esperaba en correos.
Nada había ocurrido. Ambas estaban tan sanas y salvas como cuando yo
las había dejado. Laura me enviaba su cariño y me rogaba que avisase mi
regreso con un día de antelación. Su hermana añadía, explicando esta petición,
que había ahorrado «casi una libra» de su dinero particular y que había
reclamado el privilegio de encargar y ofrecer la cena para festejar mi regreso.
Leí estas humildes confidencias domésticas a la luz radiante de la mañana
mientras en mi memoria persistía vivo el terrible recuerdo de lo que ocurrió la
noche anterior. La necesidad de evitar a Laura una repentina revelación de la
verdad fue la primera consideración que la carta me inspiró. Escribí en seguida
a Marian para contarle lo que ya he narrado en estas páginas, presentándole las
nuevas con toda la cautela y delicadeza de que fui capaz y aconsejándole que
vigilase que ningún periódico cayese en las manos de Laura mientras yo
estaba ausente. Si se hubiese tratado de otra mujer, menos valiente y menos
merecedora de confianza, hubiese vacilado antes de revelarle toda la verdad
sin reservas. Pero mis recuerdos del pasado me hacían confiar en Marian como
en mí mismo.
La carta tuvo, pues, que ser larga. Me dediqué a escribir hasta que fue hora
de ir al juzgado.
El objeto de la encuesta legal presentó forzosamente ciertas
complicaciones y dificultades. Además de investigar las circunstancias en que
el difunto había encontrado su muerte, había serias preguntas que aclarar
acerca de la causa del incendio, la desaparición de las llaves y la presencia de
un extraño en la sacristía, cuando allí surgió el fuego. Incluso la identificación
del cadáver no se había ultimado. La condición de ineptitud del criado había
hecho a la policía desconfiar de él cuando declaró que reconocía a su amo. Se
había ido a Knowlesbury a buscar testigos que hubieran conocido en vida a Sir
Percival Glyde, y a primera hora de la mañana se mandó recado a Blackwater
Park. Estas precauciones permitieron al juez de instrucción y al jurado aclarar
la cuestión de la identidad y confirmar las aseveraciones del criado; testigos
competentes y el descubrimiento de ciertos hechos disiparon las dudas, y la
conclusión se corroboró cuando se examinó el reloj del muerto. En la parte
interior de su tapa estaban grabados el escudo y el nombre de Sir Percival
Glyde.
Las investigaciones siguientes se dedicaron al incendio.
El criado, el muchacho que había oído prender fuego en la sacristía, y yo,
fuimos los primeros testigos que declaramos. El muchacho contestaba con
suficiente claridad; pero la mente del criado no se había recuperado aún del
choque sufrido, y el hombre era simplemente incapaz de satisfacer los deseos
del jurado y se pidió retirarlo.
Para mí fue un alivio el que mi interrogatorio no fuera largo. Yo no conocía
al muerto; no lo había visto nunca; no sabía que estuviese en Old Welmingham
y no me encontraba en la sacristía cuando el cuerpo fue encontrado. Todo
cuanto pude declarar, fue que había entrado en la casa del sacristán para
preguntarle el camino; que por él supe de la pérdida de las llaves; que lo
acompañé a la iglesia para ayudarle en lo que pudiese; que vi el fuego; que oí
cómo alguien desconocido intentaba en vano abrir la puerta desde dentro de la
sacristía, y que hice cuanto pude, como acto de humanidad, por salvarlo. A
otros testigos que habían conocido al difunto se les preguntó si podían explicar
el misterio del robo de las llaves que él presuntamente había cometido y su
presencia en la estancia incendiada. Pero el juez parecía dar por sentado, como
era natural, que yo, un completo forastero en el vecindario y un completo
desconocido para Sir Percival Glyde, no estaba en condiciones de ofrecer
aclaración alguna sobre estos dos puntos.
En cuanto a lo que debía emprender cuando mi interrogatorio formal hubo
concluido, me parecía bastante claro. No me sentía llamado a ofrecer
declaraciones basadas en mis propias convicciones; en primer lugar porque
hacerlo no habría servido para nada, cuando toda prueba que pudiese
corroborar cualquiera de mis conjeturas se había quemado junto con el
registro; en segundo lugar, porque no podía presentar mi opinión —una
opinión sin demostrar de forma inteligible, sin revelar toda la historia de la
conspiración, con lo que produciría, sin duda, el mismo efecto desfavorable
sobre el juez de instrucción y el jurado que había producido anteriormente
sobre el señor Kyrle.
Sin embargo, en estas páginas, ahora que ha transcurrido tiempo, las
precauciones y reservas que acabo de mencionar no deben impedir que
exprese libremente mi opinión. En breves palabras, antes de que mi pluma se
ocupe de otros sucesos, diré cómo creo yo que ocurrieron el robo de las llaves,
el incendio y la muerte de aquel hombre.
La nueva de mi libertad condicional, llevó a Sir Percival Glyde, como yo
había supuesto, a echar mano de los últimos medios que quedaban a su
disposición. El asalto fallido en la carretera fue uno de ellos; y la supresión de
toda evidencia real de su crimen mediante la destrucción de la página del
registro con la que se había perpetrado la falsificación fue el otro, y el más
seguro de los dos. Si yo no pudiera presentar un extracto del registro original
para compararlo con la copia legalizada en Knowlesbury, no podría presentar
evidencia positiva alguna y no podría amenazarle con un desenmascaramiento
fatal. Todo cuanto precisaba para conseguir su fin era penetrar en la sacristía
sin ser visto, arrancar tal página del registro y dejar la sacristía desapercibido,
tal como había entrado.
Por todo esto es fácil comprender por qué había esperado a que oscureciese
antes de emprender su intento y por qué se aprovechó de la ausencia del
sacristán para apoderarse de sus llaves. Necesitó encender una cerilla para
encontrar el registro correspondiente y, por precaución, se encerró por dentro
con llave, para prevenir la intrusión de algún curioso o de mí mismo, si yo me
encontraba a aquella hora en el pueblo.
No creo que tuviese intención de aparentar que la destrucción del registro
era resultado de un accidente y prender por ello fuego a la sacristía. La simple
casualidad podía hacer que el auxilio llegase demasiado pronto si, por una
posibilidad remota, el libro podía salvarse, así que esta consideración debía de
alejarle semejante idea de la mente. Recordando la cantidad de objetos
inflamables que se hallaban en la sacristía, la paja, los papeles, los arcones, la
madera seca y las alacenas carcomidas, todo parecía indicar que el incendio
fue resultado de un accidente, provocado por sus cerillas y por su lumbre.
Sin duda, su primer impulso en estas circunstancias fue intentar sofocar las
llamas y, cuando fracasó en ello, —puesto que no sabía nada del estado de la
cerradura—, trató de salir por la puerta por la que había entrado. Cuando yo le
llamé, las llamas debían haber alcanzado la puerta que llevaba a la iglesia, a
ambos lados de la cual se situaban las alacenas y junto a la que había más
objetos inflamables. Con toda probabilidad, el humo y las llamas —que pronto
llenaron el reducido espacio— eran demasiado densos para él cuando intentó
salir por la puerta interior. Debió de desfallecer, cayendo en el sitio donde se le
encontró, en el momento en que subí al tejado para romper los cristales de la
claraboya. Incluso si después hubiésemos podido penetrar en la iglesia y
desfondar la puerta desde allí, la dilación hubiera sido fatal. Entonces, hubiera
sido ya demasiado tarde para poder salvarle. Sólo habríamos conseguido que
las llamas entrasen libremente en la iglesia, hasta entonces indemne, y que en
aquel caso, hubiera compartido el destino de la sacristía. Para mí no hay duda
—ni puede haberla para nadie— de que estaba muerto antes incluso de que
entrásemos en la casa abandonada y emprendiéramos nuestro trabajo de
derribar la puerta.
Esta es la versión más probable que yo puedo ofrecer para explicar lo
ocurrido. Nosotros, desde fuera, hemos vivido los sucesos así, como los he
descrito. Su cuerpo fue hallado tal como he relatado.
La encuesta fue aplazada por un día; hasta entonces no se pudo descubrir
explicación alguna que pudiera satisfacer a las autoridades, para aclarar las
misteriosas circunstancias que rodeaban el suceso.
Se convino en convocar más testigos e invitar al procurador londinense del
difunto. Se encomendó a un médico examinar las capacidades mentales del
criado al que parecía necesario liberar por ahora de la obligación de prestar
testimonio. Tan sólo pudo declarar, tartamudeando, que la noche del incendio
se le había ordenado esperar en el camino y que no sabía nada más, a
excepción de que el difunto era, con toda seguridad, su amo.
Mi propia impresión fue que al principio se le encargó, (sin que él fuera
consciente de hacer algo malo), comprobar que el sacristán había salido de la
casa la noche anterior; y después se le ordenó que esperase en las cercanías de
la iglesia (pero en un lugar desde donde no podía ver la sacristía) para ayudar
a su amo en el caso de que yo escapase de la agresión en la carretera y llegase
a enfrentarme con Sir Percival. No es necesario añadir que al hombre jamás se
le pidió una declaración que confirmase estas conjeturas mías. El informe
médico manifestaba que las pocas facultades mentales que poseía estaban
seriamente conmovidas; en la encuesta aplazada no se pudo conseguir de él
nada positivo y, según mis noticias, hasta el día de hoy no se ha recuperado.
Volví al hotel de Welmingham tan rendido de cuerpo y de espíritu, tan
debilitado y deprimido por todo aquello que había tenido que resistir, que no
estaba en condiciones de arrastrar la curiosidad pueblerina sobre la encuesta ni
de contestar las triviales preguntas que mis comensales me dirigieron en el
salón de café. Abandoné mi frugal cena y subí a mi barata buhardilla deseando
sosegarme un poco y pensar, sin que nadie me estorbase, en Laura y Marian.
Si hubiera sido rico hubiese regresado a Londres para regocijarme con la
vista de aquellos dos rostros. Pero si me citasen, estaría obligado a comparecer
en el juicio aplazado; además, estaba doblemente obligado a cumplir con las
condiciones de mi liberación ante el magistrado de Knowlesbury. Nuestros
escasos recursos estaban mermados ya, y el dudoso porvenir —ahora más
dudoso que nunca— no me dejaba atreverme a disminuir nuestros medios sin
necesidad y permitirme un capricho incluso al bajo precio de un viaje de ida y
vuelta en tren, en coche de segunda clase.
El día siguiente —víspera del juicio— quedaba a mi entera disposición.
Empecé la mañana acudiendo de nuevo a correos para recoger la habitual
comunicación de Marian. Como en la anterior, me estaba esperando y, desde el
principio hasta el fin, reflejaba ánimo y buen humor. Leí la carta con
sentimiento de gratitud, y luego resolví, tranquilizado mi espíritu el resto del
día, volver a Old Welmingham para ver el escenario del incendio a la luz de la
mañana.
¡Qué cambios encontré al llegar allí!
A través de todos los caminos de nuestro mundo incomprensible, lo terrible
y lo trivial siempre caminan juntos. En ello, la ironía de las circunstancias no
perdona catástrofe mortal alguna. Cuando llegué a la iglesia, las pisadas en el
suelo del cementerio fueron la única marca considerable que podía hablar del
fuego y de la muerte. Delante de la puerta de la sacristía habían puesto una
tosca empalizada de madera. Sobre ella había ya unas caricaturas rudas y los
chiquillos del pueblo estaban forcejeando y chillando por apoderarse de la
mejor mirilla y ver lo que había detrás. En el lugar desde el que yo escuché el
grito en demanda de auxilio procedente de la estancia en llamas, en el lugar
donde el criado presa de pánico, había caído de rodillas, varias gallinas
cloqueaban ahora disputándose los mejores gusanos que habían salido después
de la lluvia; y en la tierra debajo de mis pies, donde se había colocado la
puerta y su horrible carga, la merienda de un obrero lo esperaba, preparada en
el cuenco amarillo, y su fiel chucho, encargado de vigilarla, ladraba por
haberme acercado a la comida. El viejo sacristán que miraba impasible el lento
comienzo de las obras, ahora sólo estaba interesado en defenderse de cualquier
reproche que se le hiciera en relación con el accidente ocurrido. Una de las
mujeres del pueblo, cuyo rostro blanco y descompuesto recordaba como la
imagen de terror en aquellos instantes en que derribamos la viga, estaba
riéndose junto con otra mujer, que era la viva imagen de la pacatería. ¡No hay
seriedad entre los mortales! Salomón con toda su gloria, ¡fue un Salomón con
argucias miserables, ocultas en cada uno de los pliegues de sus vestiduras y en
cada uno de los rincones de su palacio!
Al alejarme de allí, mis pensamientos volvieron, una vez más, al
derrumbamiento que —con la muerte de Sir Percival— habían sufrido mis
esperanzas de restablecer la identidad de Laura. Él había desaparecido, y con
él había desaparecido la ocasión que constituía el único objeto de mis trabajos
y de mis esperanzas.
¿Podía mirar mi fracaso desde otro punto de vista?
Suponiendo que él estuviese vivo, ¿alteraría eso el resultado? ¿Hubiera
podido yo convertir mi descubrimiento en un objeto de negociación, aun por el
bien de Laura, desde que supe que lo esencial del crimen de Sir Percival era
haber robado los derechos a otra persona? ¿Podría yo ofrecerle el precio de su
silencio por su confesión de la conspiración, si el resultado de este silencio
hubiera sido mantener al verdadero heredero apartado de sus propiedades y al
verdadero dueño, de su nombre? ¡Imposible! Si Sir Percival estuviese vivo, el
descubrimiento del que —ignorando su verdadera naturaleza— yo había
esperado tanto, no hubiera podido depender de mi voluntad para callarlo o
hacerlo público, para reivindicar los derechos de Laura. Obedeciendo a las
leyes de honestidad y de honor, debería acudir en seguida ante el desconocido
cuyo derecho natural había sido usurpado, debería renunciar a mi victoria en el
momento de conseguirla, entregando mi descubrimiento, incondicionalmente
en las manos de aquel desconocido, y debería afrontar de nuevo todas las
dificultades que me separaban del único objeto de mi vida. ¡Y es así como
había resuelto, en lo más íntimo de mi corazón, afrontarlas ahora!
Regresé a Welmingham más sereno y sintiéndome más seguro de mí
mismo y de mi resolución.
Camino del hotel pasé por la plaza donde vivía la señora Catherick. ¿Debía
volver a intentar verla de nuevo? No. Las noticias de la muerte de Sir Percival,
las últimas que ella podía esperar que recibiese un día, debían haberle llegado
hacía horas. Todo cuanto había ocurrido en el juzgado, salió en el periódico
local aquella mañana, no había nada que yo le pudiese comunicar que ella no
supiese ya. Mi interés por hacerla hablar se había apagado. Recordé el odio
furtivo en su rostro cuando me dijo: «No hay noticias de Sir Percival que yo
no espere..., excepto la noticia de su muerte.» Recordé el repentino interés que
brilló en sus ojos cuando, al despedirnos, pronunció aquellas palabras. Un
instinto profundamente oculto que yo sentía en mi corazón me hizo ver con
repugnancia la perspectiva de volver a aparecer ante ella, y me alejé de la
plaza para volver inmediatamente al hotel.
Unas horas después, cuando descansaba en el salón de café, el camarero
me entregó una carta. Llevaba escrito mi nombre y, al preguntar, me dijeron
que una mujer la había dejado en la barra, cuando empezaba a oscurecer poco
antes de que encendieran el gas. No dijo nada y se marchó antes de que
tuvieran tiempo de preguntarle algo, ni siquiera de fijarse en ella.
Abrí la carta. No llevaba fecha ni estaba firmada y la letra estaba
obviamente disimulada. Sin embargo antes de leer la primera frase supe quién
me escribía. Era la señora Catherick.
La carta, —la reproduzco con exactitud, palabra por palabra— decía lo
siguiente:
«Señor: No ha vuelto usted a mi casa, a pesar de que me lo prometió. No
importa; me he enterado de la noticia y por eso le escribo. ¿Vio usted algo
extraño en mi expresión cuando nos separamos? Estaba pensando si por fin
había llegado la hora de que él cayera y si usted era el instrumento elegido
para conseguirlo. Como me han dicho, fue usted suficientemente débil para
intentar salvarlo. Si usted lo hubiera conseguido sería para mí un enemigo.
Pero usted ha fracasado y le considero mi amigo. Sus investigaciones le
asustaron y le llevaron aquella noche a la sacristía. Sus investigaciones, sin
darse usted cuenta, y contra su voluntad, han servido a mi odio y han
consumado la venganza guardados durante veintitrés años. Muchas gracias,
señor, muchas gracias, aunque sea a pesar suyo.
«Estoy en deuda con usted. ¿Cómo puedo agradecérselo? Si aún fuese
joven, le diría: «¡Ven! estréchame, si quieres entre tus brazos y bésame. Mi
agradecimiento llegaría hasta ahí. Y usted hubiese aceptado mi invitación. Sí,
¡usted la hubiese aceptado, sí, hace veintitrés años! Pero ahora soy vieja. Por
el contrario, puedo satisfacer su curiosidad, y de este modo pagarle mi deuda;
usted tenía una gran curiosidad por conocer ciertos asuntos privados míos
cuando vino a verme. Asuntos privados que ni siquiera su sagacidad puede
averiguar y que aún no ha descubierto. Podrá descubrirlos ahora; su curiosidad
será satisfecha. ¡Estoy dispuesta a tomarme cualquier molestia para
complacerle, mi estimado y joven amigo!
«Supongo que era usted un niño en el año veintisiete. En aquel entonces yo
era una muchacha guapa y vivía en Old Welmingham. Tenía por marido a un
necio miserable. Tenía también el honor de conocer (no importa cómo) a un
elegante caballero (no importa quién). No voy a llamarle por su nombre. ¿Por
qué iba a hacerlo? Aquel nombre no le pertenecía. Él nunca tuvo un nombre; a
estas horas lo sabe usted tan bien como yo.
«Tendrá más sentido contarle cómo había ganado mi gracia. Yo nací con
los gustos de una verdadera señora y él supo fomentarlos. En otras palabras,
me admiraba y me hacía regalos. No hay mujer que resista a la admiración y a
los regalos; sobre todo a los regalos si resulta que son precisamente los que él
desea. Él era bastante perspicaz para saberlo, pues lo sabe la mayor parte de
los hombres. Desde luego, quería recibir algo a cambio... pues todos los
hombres lo quieren. Y ¿qué cree usted que fue ese algo? Una perfecta nadería.
Sólo la llave de la sacristía y la de la alacena para que se las diese a espaldas
de mi marido. Por supuesto que mintió cuando yo le pregunté que para qué
quería que se las diese secretamente. Podría haberse ahorrado la molestia
porque no le creí. Pero me gustaban sus regalos y quería más. Así que le di las
llaves sin que mi marido lo supiese, y lo vigilé sin que lo supiese él. Una, dos,
cuatro veces lo estuve espiando, y a la cuarta averigüé sus propósitos.
«Los asuntos de los demás nunca me han causado escrúpulos; tampoco
sentí escrúpulos porque añadiese por su cuenta un matrimonio más a los
inscritos en el registro.
«Por supuesto, comprendí que estaba mal hecho; pero a mí no me
perjudicaba, ésta fue una buena razón para no alborotar el cortijo. Y aún no
tenía el reloj de oro con su cadena, y ésta fue la segunda razón, y más
importante. Además, sólo un día antes, me había prometido traérmelos de
Londres, y ésta fue la tercera, la mejor de todas. Si yo hubiese sabido cómo
considera la ley tal crimen y cómo lo castiga, me hubiera preocupado por mí
debidamente y le hubiera delatado entonces mismo. Pero yo no sabía nada y
quería el reloj de oro. Las condiciones que le impuse fueron únicamente que
me confiase su secreto y que me lo contase todo. Sentía entonces tanta
curiosidad por sus asuntos como usted siente ahora por los míos. Aceptó mis
condiciones, y ahora verá por qué.
«Esto fue, en breves palabras lo que me contó. Todo lo que le estoy
relatando aquí, no me lo dijo de buena gana. Una parte se la saqué a base de
persuasión, y otro tanto, con preguntas. Estaba decidida a conocer toda la
verdad y creo haberlo conseguido.
«El mismo no sabía más que los otros cómo estaban las cosas en realidad
en lo que se refería a las relaciones entre su padre y su madre, hasta que ésta
murió. Entonces, su padre se lo confesó, prometiéndole hacer lo posible por su
hijo. Pero murió antes de haber hecho nada, ni siquiera el testamento. El hijo
(¿quién puede criticarle por eso?) supo defenderse por sí solo. Vino en seguida
de Londres y tomó posesión de su hacienda. Nadie sospechó de él y nadie le
dijo que no. Su padre y su madre vivieron siempre como marido y mujer y a
nadie de la poca gente que los frecuentaba se le ocurrió suponer jamás que no
lo fuesen. La persona que tenía derecho a reclamar la posesión (si se hubiera
sabido la verdad) era un pariente lejano que no pensaba siquiera que un día
podría recibirla y que a la muerte del padre de Sir Percival se hallaba
navegando. Así, pues, no encontró dificultad alguna para posesionarse de la
finca como la cosa más natural del mundo. Más lo que no podía hacer como la
cosa más natural del mundo era hipotecarla. Para ello se precisaban dos cosas.
Una era su partida de nacimiento y la otra, el certificado de matrimonio de sus
padres. Su partida de nacimiento no fue difícil de conseguir, pues había nacido
en el extranjero y el documento estaba compuesto en debida forma. Pero lo
otro representaba una dificultad, y esta dificultad fue lo que le trajo a Old
Welmigham.
«Pero hubo un motivo por el que podía, en vez de venir aquí, haberse
dirigido a Knowlesbury.
«Su madre vivió aquí antes de conocer a su padre. Vivía usando su nombre
de soltera; mas la verdad era que en realidad se había casado en Irlanda donde
su marido la estuvo maltratando y al final la abandonó para irse con otra
mujer. Le hablo de un hecho que sé de buena tinta; Sir Félix lo mencionó ante
su hijo como la razón por la que no se casaron. Usted puede preguntar, ¿por
qué el hijo, sabiendo que sus padres se habían conocido en Knowlesbury,
empezó intentando falsear el registro de aquella parroquia, pues era de
presumir que fuese en ella donde se hubieran casado? La razón era que el
pastor que regentaba la parroquia de Knowlesbury en el año mil ochocientos
tres (cuando, conforme a su partida de nacimiento se hubiesen casado sus
padres) vivía aún cuando Sir Percival tomó posesión de su herencia el día de
Año Nuevo de mil ochocientos veintisiete. Esta molesta circunstancia hizo que
él ampliara sus búsquedas a las cercanías. En nuestra parroquia no existía
peligro alguno pues el antiguo párroco había muerto hacía unos años.
«Old Welmingham convenía a su propósito tanto como Knowlesbury. Su
padre llevó a su mujer de Knowlesbury a una casita de la ribera, cerca de
nuestro pueblo. La gente que lo había conocido como un solitario cuando era
soltero, no se extrañó que siguiera siendo solitario después de que
supuestamente se había casado. Si no hubiera tenido apariencias tan repulsivas
su retraimiento compartido con una mujer hubiera podido despertar sospechas.
Pero, tal como estaban las cosas, a nadie le extrañó el que ocultase la fealdad y
desfiguración en el recogimiento más estricto. Vivió cerca de nuestro pueblo
hasta que heredó Blackwater Park. Después de que hubieran pasado veintitrés
o veinticuatro años ¿quién iba a decir (una vez muerto el párroco) que su
casamiento no había sido tan privado como lo fue toda su vida y que no había
tenido lugar en la parroquia de Old Welmingham?
«Como le digo, su hijo pensó que el lugar más seguro que podría escoger
para arreglar las cosas a su gusto era este pueblo. ¿Se extrañará usted si le digo
que lo que hizo en el registro se le ocurrió al momento y que lo pensó en un
segundo?
«Su primera idea fue tan sólo arrancar la hoja del mes y del año
convenientes, destruirla en secreto, volver a Londres y pedir a los abogados
que le trajesen el certificado del matrimonio de sus padres, indicándoles
inocentemente la fecha que correspondiese, por supuesto, a la hoja del registro
que faltaba. Después de esto, nadie podría decir que sus padres no estaban
casados pero si por alguna circunstancia se le pusieran trabas para concederle
el préstamo (él creía que así ocurriría) tenía la respuesta preparada para todos
los casos, si se llegasen a discutir sus derechos al nombre y a la propiedad.
«Mas cuando examinó el registro encontró al final de una de las páginas
correspondientes al año ochocientos tres un espacio en blanco, sin duda
porque no era suficiente para aquel asiento largo que se inscribió al principio
de la página siguiente. Al encontrarse con aquella oportunidad alteró todos los
planes. Fue una suerte que jamás hubiera esperado, con la que no soñaba. Y se
aprovechó de ella usted sabe cómo. El espacio en blanco, para corresponder
con su partida de nacimiento, debería situarse en las páginas del registro
llenadas en el mes de julio. Pero estaba en la de septiembre. Sin embargo, en
este caso, si se le hacía alguna pregunta suspicaz, no era difícil encontrar la
respuesta. Sólo debía afirmar que era sietemesino.
«Cuando me contó su historia fui tan tonta que no pude menos de sentir
por él interés y compasión que era justamente en lo que él había basado sus
cálculos, como usted verá. Pensé que había tenido mala suerte. ¿Qué culpa
tenía él de que su padre y su madre no se hubiesen casado, como tampoco la
tenían sus padres? Una mujer más escrupulosa que yo, que no hubiese puesto
sus miras en un reloj y una cadena de oro, también le hubiera encontrado
disculpas. Sea como fuere, yo me callé y le ayudé a guardar sus propósitos en
secreto.
«El pasó algún tiempo intentando obtener la tinta de color preciso
(mezclando y volviendo a mezclar en mis potes y frascos), y luego, un tiempo
más aprendiendo a imitar la letra. Pero al final lo consiguió y convirtió a su
madre en una mujer honrada, ¡cuando ésta yacía ya en su tumba! En aquella
circunstancia no niego que me trataba con honestidad. Me regaló mi reloj y la
cadena y los escogió sin reparar en gastos; las dos cosas eran de un trabajo
soberbio y muy costosas. Aún las conservo y el reloj marcha de maravillas.
«Dijo usted el otro día que la señora Clements le contó todo lo que sabía.
En tal caso no tengo necesidad de escribirle sobre el ridículo escándalo cuya
víctima fui, una víctima inocente, se lo aseguro. Usted sabe tan bien como yo
qué idea se metió en la cabeza de mi marido cuando descubrió que yo me
vería con mi aristocrático amigo a solas y que teníamos secretos de qué hablar.
Pero lo que usted no sabe es cómo terminamos este caballero aristócrata y yo.
Léalo y vea cómo se portó conmigo.
«Las primeras palabras que le dirigí cuando vi el cariz que tomaban las
cosas fueron éstas: «Hágame justicia y líbreme de una mancha que usted sabe
bien que no merezco. No le pido que haga una confesión a mi marido, sino
que le diga bajo su palabra de honor que está equivocado y que no merezco los
reproches que él cree justos. Hágalo en pago de todo lo que yo he hecho por
usted.» Se negó en redondo sin darme largas explicaciones. Me dijo
simplemente que le interesaba hacer creer su error a mi marido y a mis
vecinos, porque mientras lo creyesen no sospecharían la verdad. Yo no daba
mi brazo a torcer y le dije que sabrían la verdad por mi propia boca. Su
respuesta fue breve y taxativa. Si hablaba era mujer perdida en la misma
medida en que él era hombre perdido.
«¡Sí! ¡A eso habíamos llegado! Me engañó en cuanto al riesgo que corría al
ayudarle. Se había aprovechado de mi ignorancia; me tentó con sus regalos y
ganó mi interés con su historia..., y el resultado de todo ello fue que me había
convertido en su cómplice. Lo reconoció fríamente y terminó diciéndome por
primera vez qué temible castigo se imponía por tal fraude y por la complicidad
de aquellos que ayudaban a perpetrarlo. En aquellos días la Ley no tenía un
corazón tan blando como, según tengo entendido, lo tiene ahora. No se
ahorcaba únicamente a los asesinos y no se trataba a las mujeres convictas
como si fueran señoras que se habían encontrado en un apuro. Confieso que
me asustó. ¡Impostor ruin! ¡Cobarde canalla! ¿Comprende usted ahora cuándo
le odiaba? ¿Comprende por qué me tomo esta molestia —por agradecimiento
hacia usted—, para saciar la curiosidad del virtuoso joven que lo ha atrapado?
«Bien, continuemos. Él no era tan insensato como para sumirme en
desesperación absoluta. Yo no era de aquellas mujeres que se dejan coger con
facilidad entre la espada y la pared, él lo sabía y me tranquilizó astutamente
haciéndome ciertas proposiciones referentes al futuro.
«Yo merecía algún premio (tuvo la gentileza de confesarlo) por el servicio
que le había prestado, y alguna indemnización (tuvo también la amabilidad de
añadir) por todo lo que había sufrido. Estaba dispuesto, ¡generosidad de un
depravado!, a señalarme una pensión anual que yo cobraría cada trimestre,
pero con dos condiciones: La primera, era que yo tenía que callar la boca tanto
en su interés como en el mío, y la segunda, que no podría moverme de
Welmingham sin pedirle antes permiso y esperar a que me lo concediese. En
mi propio vecindario era imposible que alguna amiga virtuosa me tentara a
participar en peligrosos cotilleos alrededor de una taza de té. En mi propio
vecindario, y siempre sabría dónde encontrarme. Esta última condición era
muy dura, pero la acepté.
«¿Qué otra cosa podía hacer? Me hallaba desamparada y con la perspectiva
de una nueva complicación por venir que era una hija. ¿Qué otra cosa podía
hacer? ¿Dejarme vivir gracias a la merced del idiota de mi marido, aquel
marido desertor que era quien había desatado el escándalo contra mí? Antes
me hubiera dejado morir. Además, su pensión era buena. Yo tenía mejores
rentas, mejor techo sobre mi cabeza, mejores alfombras en el suelo que la
mayor parte de las mujeres que ponían los ojos en blanco en cuanto me veían.
La vestidura de la virtud en nuestro medio social era de percalina y yo la tenía
de seda.
«Así que acepté las condiciones que él me ofrecía, saqué de ellas el mejor
partido posible, di la batalla a mi respetable vecindario en su propio terreno y
con el tiempo la he ganado, como ha podido usted comprobar. Cómo guardar
su Secreto (y el mío) en todos estos años y si mi difunta hija Anne, de veras
me lo sonsacó y compartió el Secreto conmigo, son preguntas cuyas respuestas
me atrevo a creer, tendrá usted curiosidad por escuchar. Bueno. Mi gratitud no
puede negarle nada. Voy a dar la vuelta a la hoja y le daré la respuesta en
seguida.
«Debo empezar esta nueva página, señor Hartright, expresándole mi
sorpresa al saber el interés que usted manifiesta tener por mi difunta hija. Para
mí es algo incomprensible. Si este interés le lleva a preocuparse por sus
primeros años, le aconsejo que acuda a la señora Clements, que puede darle
más detalles que yo sobre el tema. Le ruego que comprenda por qué no
pretendo declarar que amaba más de lo posible a mi hija. Fue desde el
principio un estorbo para mí, con la desventaja adicional de sufrir un retraso
mental. Usted es amigo de la verdad, y espero que esta explicación pueda
satisfacerle.
«No necesito molestarle con ciertos particulares referentes a tiempos
pasados. Será suficiente decirle que yo cumplí mi compromiso y que disfruté
cómodamente de mi renta, que me pagaba con toda puntualidad cada tres
meses.
«De cuando en cuando me iba de viaje y cambiaba de ambiente por un
tiempo breve, aunque siempre pedía antes permiso a mi amo y señor, que casi
siempre me lo concedía. No fue tan insensato, como le he advertido antes, para
tratarme con excesiva dureza, y con razón él podía confiar en que yo callaría
por mi bien si no lo hubiera hecho por el suyo. Una de las excursiones más
largas que hice fue el viaje a Limmeridge para asistir a mi hermanastra que se
estaba muriendo. Decían que dejaba algunos ahorros y quise tomar mis
precauciones (para el caso de que por cualquier accidente me quedase sin
rentas) y hacer algo por mis intereses en este sentido. Pero resultó que mis
molestias fueron inútiles y, como nada tenía, nada pudo dejarme.
«Yo me había llevado a Anne conmigo al norte, pues de cuando en cuando
me encaprichaba con la niña y tenía celos de la influencia que ejercía sobre
ella la señora Clements. A mí nunca me gustó la señora Clements. Era una
pobre mujer tonta y blanda —aquello que se llama esclava nata— y en
ocasiones no me repugnaba irritarla y quitarle a Anne. No sabiendo qué hacer
con la niña mientras yo asistía a mi hermana en Cumberland, la llevé a la
escuela de Limmeridge. La señora del castillo, la señora Fairlie (una mujer de
aspecto extraordinariamente insignificante y que había cazado al hombre más
guapo de Inglaterra hasta conseguir que se casase con ella) me divertía mucho,
porque se había encaprichado con mi niña. En consecuencia, no aprendió nada
en la escuela y la mimaron demasiado en el castillo de Limmeridge. Entre
otras tonterías que le enseñaron, le metió en la cabeza la fantasía de que fuese
siempre vestida de blanco. A mí me gustaban los colores vivos y odiaba el
blanco y me propuse quitarle semejante absurdo de la cabeza cuando
volviésemos a casa.
«Por extraño que parezca, mi hija opuso una decidida resistencia. Cuando
se le metía una idea en la cabeza era, como todos los chiflados, más obstinado
que una mula. Nos peleábamos constantemente y la señora Clements, a quien
creo no gustaba nada verlo, se ofreció a llevarse a Anne a Londres. Yo debí
haber contestado «sí», si la señora Clements no se hubiese puesto de parte de
mi hija en su obsesión por ir vestida de blanco. Pero como yo estaba decidida
a que no se vistiese de blanco, y como no me gustaba nada la señora Clements
y mucho menos después de que se hubiera opuesto a mí, le dije que «no», y
me mantuve en que «no». La consecuencia fue que mi hija se quedó conmigo
y, a su vez, la consecuencia de esto fue la primera pelea seria a cuenta del
secreto.
«El hecho sucedió bastante tiempo después de estos días que estoy
describiendo. Hacía años que yo me había instalado en el pueblo moderno, me
esmeraba en hacer olvidar mi mala fama e iba ganándome confianza entre las
gentes honorables de aquí. El tener a mi hija a mi lado me ayudó mucho a
conseguir mi objetivo. Su inocencia y su fantasía por ir vestida de blanco
inspiraban simpatía a muchos. Dejé de oponerme a su capricho por eso, pues
estaba segura de que con el tiempo una parte de aquella simpatía se destinaría
a mí. Fue así, en efecto. Cuento la fecha de aquella época a partir de que me
designaron los dos mejores sitios en la iglesia, y el primer saludo que me
dirigió el párroco data del día en el que tuve aquellos asientos.
«Estando así las cosas recibí un día una carta de aquel aristocrático
caballero (hoy fallecido) en contestación a otra mía, en la que le avisaba, de
acuerdo con lo convenido, que quería dejar por algún tiempo aquel pueblo
para cambiar de ambiente.
«Indudablemente mi carta hizo que saliera a flote toda la parte depravada
de su naturaleza, pues me contestaba con una negativa que expresaba con un
lenguaje tan abominable e insolente que perdí por completo el dominio sobre
mí misma y no pude menos de insultarle en voz alta en presencia de mi hija
tratándole de «impostor ruin y miserable al que podría destruir de por vida si
quisiera abrir la boca y divulgar su secreto». No dije más. Pues me arrepentí
en cuanto se me escaparon aquellas palabras, al ver los ojos de mi hija que se
clavaban en los míos con ansiosa curiosidad. Le mandé que saliese del cuarto
inmediatamente hasta que yo me tranquilizase.
«Le confieso a usted que no experimenté placer cuando reflexioné sobre
mi ligereza. Aquel año Anne se había mostrado más rara y más fantasiosa que
nunca y me aterró pensar que se le ocurriera repetir mis palabras en el pueblo
mencionando el nombre de él, si algún curioso quisiera preguntarle más cosas
y me quedé completamente aterrada al figurarme las posibles consecuencias.
En mis peores temores por mí misma, en mis peores ideas acerca de lo que se
podía hacer, no llegué más lejos. Estaba totalmente desprevenida para aquello
que sucedió en realidad, ya al día siguiente.
«Ese día, sin haberme avisado, se presentó él en mi casa.
«Sus primeras palabras y el tono con que me habló, me demostraron
claramente que venía arrepentido de su respuesta grosera a mi petición y que
había venido, de mala gana, para intentar arreglarlo del mejor modo antes de
que fuese demasiado tarde. Al ver que mi hija estaba en el cuarto junto
conmigo (temía dejarla sola después de lo sucedido el día anterior), le mandó
que saliese. No se querían mutuamente, y él descargó sobre ella el mal humor
que no se atrevía a mostrar ante mí.
«—Déjanos solos —dijo mirándola por encima del hombro.
«Ella le miró por encima de su hombro, y se quedó sin molestarse en
obedecerle.
«—¿Has oído? —bramó él—. ¡Sal de este cuarto!
«—Hábleme con más cortesía —le dijo ella, poniéndose roja de
indignación.
«—¡Echa de aquí a esta idiota! —me dijo a mí.
«Anne siempre tenía nociones raras de lo que era la dignidad de su
persona, y la palabra «idiota» le hizo perder el dominio de sí misma al
instante. Antes de que yo pudiese intervenir se le acercó llena de ira.
«—¡Pídame perdón ahora mismo —le dijo—, o de lo contrario pobre de
usted! ¡Divulgaré su Secreto! Puedo destruirlo de por vida si abro la boca.
«¡Repitió exactamente mis palabras del día anterior! Y las repitió en mi
presencia como si se le ocurriesen en aquel momento. Él se quedó sin habla y
se puso más blanco que el papel en que estoy escribiendo, hasta que, a
empujones, eché a Anne del cuarto. Cuando mi amo recobró los sentidos...
«¡No! Soy una mujer tan honorable como para no repetir lo que dijo. La
pluma es la pluma de una asociada a la congregación parroquial y suscriptora
de la revista «Lectura de viernes sobre justificación de la fe». ¿Cómo cree
usted que voy a emplearla para repetir su lenguaje obsceno? Supóngase el
frente rabioso y soez del rufián más vil de Inglaterra y sigamos para hablar de
cómo terminó aquello.
«Como usted habrá supuesto ya, todo terminó empeñándose él en que la
encerrase en un manicomio para estar más seguros.
«Traté de convencerle. Le dije que ella sólo había repetido como un loro
unas palabras que me oyó pronunciar y que ignoraba cualquier detalle, puesto
que yo no había mencionado ninguno. Le expliqué que ella fingía, para
contrariarle, saber aquello que en realidad no sabía, que sólo había querido
amenazarle y castigarle por haberle hablado como él acababa de hacerle; que
mis desdichadas palabras le dieron ocasión para atormentarle, que era lo único
que ella deseaba. Le conté otras manías suyas, le hablé de las extrañezas de los
chiflados de las que él mismo debía haber oído, pero todo aquello no sirvió de
nada. No me hubiera creído ni si se lo hubiera jurado, estaba absolutamente
convencido de que yo había revelado el Secreto. Total, que no quiso hablar
más que de encerrarla.
«En tales circunstancias cumplí con mi deber de madre.
«—Nada de asilos de caridad —le dije—. No la dejaré entrar en un asilo de
caridad. Una clínica privada, si le parece. Tengo mis sentimientos como madre
y quiero mantener mi reputación en el pueblo; no daré mi consentimiento si no
es un sanatorio privado como el que escogerían para sus familiares enfermos
mis honorables vecinos.
Estas fueron mis palabras. Me agrada pensar que cumplí mis deberes. A
pesar de que jamás quise mucho a mi difunta hija, la traté con debida dignidad.
Ni una mancha de miseria, gracias a mi tenacidad y a mi decisión, jamás fue
vista sobre mi hija.
«Cuando se hizo lo que yo había deseado (que resultó ser más sencillo, a
consecuencia de las facilidades que ofrecían los sanatorios privados), no pude
menos de reconocer que el haberla encerrado suponía algunas ventajas para
mí. En primer lugar, estaba perfectamente atendida y la trataban (como me
ocupé yo de que se supiera en el pueblo) como una señora de cuna noble. En
segundo lugar, estaba fuera de Welmingham, donde existía el peligro de que
despertase sospechas y preguntas de la gente si se le ocurría repetir mis
insensatas palabras.
«El único inconveniente de haberla ingresado era leve. Simplemente
convertimos su declaración infundada de que conocía el Secreto en una manía
fija. Después de haberse desbocado con el hombre que la ofendió, fue lo
bastante perspicaz para darse cuenta de que le había amedrentado en serio, y
bastante lista para descubrir luego que él había tomado parte en su encierro. Se
despertó en ella un odio frenético contra aquel hombre, y en cuanto llegó al
manicomio lo primero que dijo a las enfermeras cuando la serenaron fue que
la habían mandado allí porque conocía un secreto de él, pero que pensaba
destruir a aquel hombre de por vida y abrir la boca en cuanto llegase el
momento.
«Diría lo mismo cuando usted con tanta imprudencia le ayudó en su fuga.
Y lo dijo (como me enteré el verano pasado) a aquella desgraciada mujer que
se casó con nuestro caballero bonachón y anónimo recientemente fallecido. Si
esa desventurada señora o usted mismo hubiesen insistido con mi hija para que
les explicara a qué se refería, la hubieran visto perder su seguridad de pronto y
volverse indecisa, nerviosa y perpleja; ustedes hubieran descubierto que lo que
yo estoy diciendo ahora es la pura verdad. Sabía que existía un secreto, sabía
quién estaba relacionado con él y a quién perjudicaría si se descubriera, pero,
aparte de éstos, por muchos misterios que hubiese anunciado a quienes no la
conocían, hasta el día de su muerte no llegó a saber más.
«¿He satisfecho su curiosidad? Sea como fuere, me he esmerado bastante
por satisfacerla. En realidad no queda nada por decir ni de mí ni de mi hija. En
lo que a ella se refiere, mi única culpa es la de haber accedido a encerrarla. Me
dieron el texto de la carta sobre las circunstancias en que mi hija fue recluida
en el manicomio, que yo debía escribir en respuesta a la de una cierta señorita
Halcombe, quien se interesó por aquella historia y quien, seguramente había
oído muchas mentiras sobre mi persona, mentiras que le contaría una lengua
muy acostumbrada a decirlas. Luego hice lo que pude por encontrar a mi hija
perdida e impedir que hiciera algún daño, indagué en el pueblo donde, como
me habían dicho erróneamente, se la había visto. Más todas estas pequeñeces
tendrán poco interés o ninguno para usted después de lo que sabe.
Hasta aquí me he dirigido a usted en términos más amistosos. Pero no
puedo terminar esta carta sin dirigirle una palabra de reproche o de censura.
«En el curso de nuestra conversación se refirió usted con atrevimiento a la
paternidad de mi difunta hija, como si su origen pudiera ponerse en duda. ¡Fue
sumamente inoportuno y muy poco propio de un caballero por su parte! Si
alguna vez volvemos a vernos, haga el favor de recordar que no admitiré que
se trate mi reputación con libertades, y que la atmósfera moral de
Welmingham (usando una frase favorita de mi amigo el rector) no debe
mancharse con conversaciones frívolas de cualquier género. Si usted se
permite dudar de que mi marido fue el padre de Anne me insulta del modo
más grosero. Si usted ha experimentado y si continúa aún experimentando una
morbosa curiosidad por este tema, le aconsejo que deseche esa curiosidad para
siempre en su propio interés. A este lado de la tumba, señor Hartright, si bien
al otro puede ocurrir algo distinto, nunca verá usted satisfecha su curiosidad
sobre esa materia.
«Quizá, después de lo que acabo de decirle, considere usted oportuno
disculparse conmigo. Hágalo y recibiré gustosa sus disculpas. Después, si
desea una segunda entrevista, daré un paso más y le recibiré a usted también.
Sí me puedo permitirme el lujo de invitarle a tomar té y no porque las
circunstancias hayan empeorado para mí. Creo haberle dicho que he vivido
siempre con holgura de mis rentas, y en estos últimos veinte años he ahorrado
un capital suficiente para todo el resto de mi vida. No pienso irme de
Welmingham. Me quedan una o dos ventajas que no he conseguido tener aún
en este pueblo. El pastor me saluda, como usted ha comprobado. Está casado,
y su mujer no es tan amable como él. Pienso ingresar en la Sociedad de
Dorcas, y entonces la mujer del pastor estará obligada a saludarme.
«Si usted me honra con su visita no olvide que la conversación versará
sobre temas indiferentes. No intente aludir a esta carta, será inútil, estoy
decidida a negar el hecho de haberla escrito. La evidencia está destruida por el
incendio, lo sé, pero me parece deseable, no obstante, obrar con cautela.
«Por eso no menciono aquí nombres ni hay firma debajo de estas líneas; he
cambiado la letra desde el principio hasta el fin, y yo misma llevaré la carta
cuando sea posible impedir que alguien me siga hasta mi casa. Usted no tiene
motivo para quejarse de estas precauciones, pues no afectan la información
que le proporciono considerando que le debo este servicio especial. Mi hora
del té son las cinco y media, y mis tostadas con mantequilla no esperan a
nadie.»
XI
En cuanto leí la extraordinaria misiva de la señora Catherick, mi primer
impulso fue destruirla. La abierta y desvergonzada depravación que llevaba
aquella narración desde el principio al fin, la atroz perversidad de sentimientos
que me asociaba con insistencia responsable a una tragedia de la que no era
responsable y a una muerte por la que expuse mi propia vida para evitarla, me
produjeron tal aversión que estuve a punto de romper la carta, cuando se me
ocurrió una consideración que me hizo no apresurarme a destruirla.
Aquella consideración no tenía nada que ver con Sir Percival. La
información que se me comunicaba en relación con él apenas era más que una
confirmación de aquellas conclusiones a las que ya había llegado.
Sir Percival cometió su delito tal y como yo suponía; y el que la señora
Catherick no hiciera referencia alguna al duplicado del registro que se
guardaba en Knowlesbury me reafirmó en la convicción de que la existencia
del libro, junto con el riesgo que ello implicaba, debían ser necesariamente
desconocidos para Sir Percival. Mi interés por la historia de la falsificación
había llegado ahora a su fin; y mi único objetivo al conservar la carta era
utilizarla en alguna forma en el futuro para esclarecer el último misterio que
seguía sin resolver, el origen de Anne Catherick por la línea de padre. Su
madre había deslizado en su relato dos o tres frases que podría resultar útil
recordar en su día cuando asuntos de importancia más inmediata me
permitieran disponer de ocio y buscar la prueba que faltaba. No había perdido
la esperanza de encontrar aún aquella prueba, como no había perdido mi
ansiedad por descubrirlo puesto que no había menguado mi interés por
averiguar quién era el padre de la pobre criatura que ahora descansaba en paz
junto a la tumba de la señora Fairlie.
Así pues cerré la carta y la guardé en mi cartera hasta cuando llegase la
hora de abrirla de nuevo.
El día siguiente era el último de mi estancia en Hampshire. Después de
aparecer ante el magistrado de Knowlesbury, y después de comparecer en la
encuesta aplazada, estaría libre para regresar a Londres con el tren de la tarde
o de la noche.
Mi primer cuidado por la mañana fue, como siempre, ir a correos. La carta
de Marian estaba ahí; pero cuando me la entregaron pensé que era
desacostumbradamente ligera. Abrí el sobre con ansiedad. Dentro no había
más que un trozo de papel doblado. Las breves líneas trazadas con prisa sobre
el papel decían:
«Vuelve lo antes que puedas. He tenido que mudarme de casa. Dirígete a
Gower's Walk Fulham, (número 5) Estaré esperándote aquí. No te preocupes
por nosotras. Las dos seguimos sanas y salvas. Sólo te pido que vuelvas.
Marian.
La noticia que contenían aquellas líneas, que relacioné enseguida con
algún intento de nueva felonía por parte del conde Fosco, me sobresaltó. Me
quedé inmóvil y sin respirar estrujando el papel en mi mano. ¿Qué había
sucedido? ¿Qué villanía sutil había planeado y llevado a cabo el conde
aprovechando mi ausencia? Había pasado una noche desde que Marian
escribió aquella carta, y transcurrirían varias horas más para que yo volviera a
reunirme con ellas. Y para entonces podía haber ocurrido algún nuevo desastre
que yo desconocía. ¡Y tenía que seguir aquí a millas y millas de distancia,
sumiso, doblemente sumiso a lo que disponía la ley!
No sé a qué olvido de mis obligaciones me hubieran conducido mi
ansiedad y mi alarma, si no hubiese sido por la influencia tranquilizadora de
mi fe en Marian. La absoluta confianza que sentía por ella fue la única
consideración terrenal que me ayudó a dominarme y me animó a esperar. La
encuesta fue el primero de los impedimentos que estaba en mi camino de
libertad de acción. Me presenté allí a la hora estipulada; las formalidades
legales requerían mi presencia en la corte, pero resultó que no era para que yo
volviese a prestar mi declaración. Aquella dilación innecesaria fue una prueba
dura, aunque hice lo posible para aplacar mi impaciencia siguiendo el juicio
con la mayor atención.
El procurador londinense del muerto (el señor Merriman) se hallaba entre
los testigos. Pero resultó totalmente incapaz de asistir los propósitos de la
encuesta. Lo único que pudo decir, fue que estaba inefablemente impresionado
y asombrado, y que no podía arrojar luz alguna sobre las misteriosas
circunstancias del caso. De cuando en cuando en el transcurso de la encuesta
aplazada, sugería preguntas que el juez de instrucción planteaba luego, pero
que no condujeron a ninguna parte. Después de un interrogatorio paciente que
se prolongó casi tres horas y que agotó toda fuente de información asequible el
jurado pronunció el veredicto habitual en los casos de muerte repentina por
accidente. Se añadió a la decisión formal una declaración que indicaba que no
había pruebas que demostrasen la forma en que se habían robado las llaves ni
qué causó el incendio, ni con qué finalidad el difunto había entrado en la
sacristía. Este acto cerraba el juicio. El representante legal del difunto se
quedó para cumplir con los requisitos de los preparativos para el entierro y los
testigos quedamos en libertad para retirarnos.
Resuelto a no perder un minuto en presentarme en Knowlesbury, pagué mi
cuenta del hotel y alquilé un cabriolé que debía conducirme hasta aquella
ciudad. Un señor que me oyó dar esta orden y que vio que estaba solo, me dijo
que vivía en las afueras de Knowlesbury y preguntó si yo tenía algo en contra
si él compartía el cabriolé para volver a su casa. Por supuesto, acepté su
proposición.
Durante el camino nuestra conversación giró, naturalmente, alrededor del
único tema apasionante de interés local.
Mi nuevo amigo conocía un poco al procurador del difunto Sir Percival, y
el señor Merriman había estado hablando con él del estado en que se
encontraban los asuntos del caballero difunto y de la sucesión de sus
propiedades. Los problemas de Sir Percival eran bien conocidos por todo el
condado, a lo que su procurador hizo de la necesidad una virtud y reconoció su
existencia. Sir Percival había muerto sin dejar testamento y no dejaba
posesiones personales que hubiera podido legar; la fortuna que había heredado
de su mujer se la tragaron sus acreedores. El heredero de su finca (ya que Sir
Percival no dejó descendencia) era el hijo de un primo de Sir Félix Glyde,
oficial de la Marina que mandaba entonces uno de los buques que hacen el
comercio con la India. Iba a encontrarse su inesperada herencia embargada de
deudas, pero con el tiempo las posesiones se restablecerían y, si «el capitán»
era hombre habilidoso, antes de morir podría ser rico.
Aunque absorto en mis pensamientos sobre el regreso a Londres, esta
información (que los acontecimientos confirmaron por entero) tenía un
aspecto interesante que atrajo mi atención. Pensé que aquello me justificaba el
mantener en secreto mi descubrimiento del fraude de Sir Percival. El heredero
cuyos derechos éste había usurpado era el mismo que ahora entraría en
posesión de la finca. Sus rentas de veintitrés años, que debieron haber sido las
que el difunto había derrochado hasta el último penique, habían volado
irrecuperablemente. Si yo hablaba mi declaración no favorecería a nadie. Si
guardaba el secreto, ocultaría la villanía del hombre que con engaños indujo a
Laura a casarse con él. Por el bien de Laura deseaba ocultarla, y por su bien
también cuento esta historia con nombres supuestos.
Me despedí de mi ocasional compañero al llegar a Knowlesbury y me
dirigí en seguida al municipio. Como era de esperar, nadie se había presentado
para mantener la acusación. Se cumplieron las formalidades necesarias y
quedé absuelto. Al salir del juzgado me entregaron una carta del señor
Dawson. Me comunicaba que por motivos profesionales estaba ausente de la
ciudad y me repetía su ofrecimiento de brindarme toda la ayuda que estuviese
en su mano. Le escribí una contestación expresándole mi cordial
agradecimiento por su amabilidad y disculpándome por no poder darle las
gracias personalmente a causa de que un asunto apremiante reclamaba mi
regreso inmediato a Londres.
Media hora después me dirigía a Londres en el tren expreso.
Llegué a Fulham entre nueve y diez de la noche; y no tardé en encontrar
Gower's Walk.
Laura y Marian salieron juntas a recibirme a la puerta. Creo que no
habíamos sospechado qué fuerte lazo nos ataba a los tres, hasta que llegó
aquella noche que volvía a unirnos. Nos encontramos como si hubieran pasado
meses sin vernos, y no unos pocos días. El rostro de Marian estaba fatigado y
lleno de ansiedad. En el momento en que la miré, vi a quien sabía todos los
peligros y soportaba todas las angustias durante mi ausencia. Un aspecto más
animado y un espíritu más alegre que observé en Laura me dijeron con qué
cuidado se le había ahorrado todo conocimiento de la espantosa muerte
acaecida en Welmingham y de la verdadera razón por la que habíamos
cambiado de casa.
El ajetreo del traslado pareció divertirla y atraerla. Hablaba de ello como si
fuera una feliz ocurrencia de Marian para darme una sorpresa, para que yo, al
volver, encontrase aquel cambio de una calle estrecha y ruidosa por una
agradable vecindad, de árboles, prados y un río. Estaba llena de proyectos para
el futuro: dibujos que iba a terminar, los compradores que yo había encontrado
durante mi viaje, los chelines y peniques que tenía ahorrados y que abultaban
tanto su bolso que pidió, con orgullo, sopesarlo en mi propia mano. Aquella
maravillosa transformación que se había apoderado de ella durante mi
ausencia, fue para mí una sorpresa a la que yo no estaba preparado y era al
valor de Marian y al amor de Marian a lo que yo debía la indecible felicidad
de observarla.
Cuando Laura nos dejó y pudimos hablar sin disimulos, intenté expresar de
alguna forma la gratitud y la admiración que llenaba mi corazón. Pero aquella
criatura generosa no quiso escucharme. Esta abnegación sublime de las
mujeres, que da tanto y pide tan poco, volvió todos los pensamientos de
Marian desde su propia persona hacia mí.
—Tenía sólo un momento hasta que saliera el correo —me dijo—; si no, te
hubiera escrito con más detalles. Pareces cansado y deshecho, Walter, ¿será
que mi carta te ha alarmado tanto?
—Sólo al principio —contesté—. Mi confianza en ti, Marian, serenó mis
pensamientos. ¿He estado en lo cierto al atribuir este inesperado cambio de
casa a alguna amenaza odiosa del conde Fosco?
—Estás en lo cierto —me dijo—. Le vi ayer, y peor aún, Walter: hablé con
él.
—¿Hablaste con él? ¿Sabía él dónde vivíamos? ¿Fue a nuestra casa?
—Sí. Vino a casa, pero no subió. Laura no lo vio; ella no sospecha nada.
Voy a contarte cómo ocurrió: el peligro, creo y espero, ha pasado para
siempre. Ayer yo estaba en el salón, en nuestra antigua casa. Laura estaba
sentada a la mesa y dibujaba, yo hacía la limpieza. Hubo un momento en que
pasé delante de la ventana y al pasar miré a la calle. Allí en la acera de
enfrente vi al conde Fosco hablando con un hombre...
—¿Te vio él a ti en la ventana?
—No.… por lo menos eso creí. Verlo me sobresaltó tanto que no podía
estar segura.
—¿Quién era el otro? ¿Lo conocías?
—Sí, lo conocí, Walter. En cuanto pude respirar de nuevo lo reconocí. Era
el dueño del manicomio.
—¿El conde le estaba señalando nuestra casa?
—No. Hablaban como si se hubieran encontrado en la calle por casualidad.
Me quedé junto a la ventana mirándolos desde detrás de los visillos. Si hubiera
dado la vuelta, y si Laura hubiera visto mi cara en aquel momento... ¡Pero
gracias a Dios estaba absorta en sus dibujos! Pronto se despidieron. El dueño
del manicomio se dirigió a una parte y el conde, a la otra. Tuve la esperanza de
que estuvieran en aquella calle por casualidad, hasta que vi que el conde
volvía. Se paró de nuevo frente a nuestra casa, sacó su agenda y el lápiz,
escribió algo y cruzó la calle dirigiéndose a la tienda que hay en la planta baja.
Salí corriendo del cuarto, así que Laura no tuvo tiempo de mirarme y le dije
que se me había olvidado una cosa arriba. En cuanto cerré la puerta de la
habitación, bajé hasta el primer piso y quedé a la espera: estaba decidida a
pararle si intentaba subir. Pero no intentó hacerlo. La criada de la tienda salió a
la escalera con la tarjeta en la mano. Era una tarjeta grande y dorada con su
nombre y una coronita encima y abajo estaban escritas con lápiz estas líneas:
«Querida señorita (¡así! el muy villano se atrevía aún a dirigirse a mí de este
modo): querida señorita, le suplico una entrevista para tratar un asunto
importante para los dos. Si uno es capaz de pensar, ante graves dificultades
piensa con rapidez.»
Creí que podía ser un error fatal callarme yo y dejarte a ti en oscuridad
cuando se trataba de un asunto relacionado con una persona como el conde.
Sentí que el temor acerca de lo que él podía emprender mientras tú no estabas,
me sería diez veces más insoportable si me negaba a verlo que si consentía.
«Dígale al señor que me espere en la tienda —dije—. Iré en seguida». Subí
corriendo a buscar mi capota, resuelta a no dejarle hablar conmigo dentro de la
casa. Yo reconocía su voz profunda y estridente y temía que Laura pudiera
oírla incluso desde la tienda. En menos de un minuto ya estaba de nuevo en la
escalera y abrí la puerta de la calle. El salió de la tienda y se dirigió hacia mí.
Era él, vestido de luto riguroso, con su elegante saludo y su sonrisa asesina,
rodeado de unos niños y mujeres ociosas que contemplaban con la boca
abierta su gordura, sus caras ropas negras y su largo bastón con puño de oro.
Los horrorosos tiempos de Blackwater retornaron a mí en cuanto lo vi. La
antigua repulsión me invadió en cuanto se quitó su sombrero con adornos y
me habló como si el día anterior nos hubiéramos separado en los términos más
cordiales.
—¿Recuerdas lo que te dijo?
—No te lo puedo repetir, Walter. Tan sólo vas a saber qué me dijo de ti
pero no puedo repetir lo que me dijo de mí. Fue aún peor que la refinada
insolencia de su carta. Si fuera hombre, le habría golpeado. Aplaqué el prurito
con mis manos rompiendo en mil pedazos su tarjeta debajo de mi chal. Sin
contestarle una palabra eché a andar para alejarme de la casa (por temor a que
Laura nos viese); él me siguió sin dejar de protestar débilmente. En la primera
bocacalle me volví hacia él y le pregunté qué quería de mí. Quería dos cosas:
la primera si yo no veía en ello inconveniente, expresarme sus sentimientos.
Me negué a conocerlos. La segunda, repetirme la advertencia que me había
hecho en su carta. Le pregunté cuál era el motivo para repetirla. Se inclinó,
sonrió, y dijo que me lo iba a explicar. Sus explicaciones confirman por
completo los temores de que te hablé cuando te marchabas. Te acordarás que
te dije que Sir Percival era demasiado terco para seguir el consejo de su amigo
en lo que se refería a ti; y que no había peligro que temer del conde mientras
nada amenazase sus propios intereses, que sería cuando él actuase por su
cuenta.
—Lo recuerdo Marian.
—Bueno, resultó ser cierto. El conde ofreció su consejo que fue rechazado.
Sir Percival no quiso consultar más que con su violencia, su obstinación y su
odio hacia ti. El conde le dejó hacer, pero antes, para el caso de que algo
amenazara luego sus propios intereses, se enteró en secreto de dónde vivíamos
nosotros. Los hombres del abogado te siguieron cuando volviste a casa
después de tu primer viaje a Hampshire, en la primera parte de tu camino
desde la estación, y el propio conde luego, y llegó hasta la puerta de la casa.
Cómo consiguió que tú no lo vieses, eso no me lo dijo; pero lo cierto es que
nos encontró entonces y de esta manera. Cuando nos descubrió, no se
aprovechó de lo que sabía hasta que recibió la noticia de la muerte de Sir
Percival, y entonces, como te dije, decidió actuar por su cuenta dando por
hecho que ahora te volverías contra él, que fue cómplice del difunto en la
conspiración. Sin tardar convino una entrevista con el dueño del manicomio en
Londres y lo llevó adonde se ocultaba su enferma prófuga, creyendo que
cualquiera que fuese el resultado, te verías envuelto en un sinfín de disputas y
complicaciones legales y tendrías las manos atadas para emprender algo contra
él. Este era su propósito, tal como él mismo me lo confesó. La única
consideración que le hizo vacilar en el último momento...
—¿Sí?
—Walter, es muy duro reconocerlo, pero ¡debo hacerlo! Yo fui aquella
única consideración. No encuentro palabras para decir qué humillada me
siento en mi propia estimación cuando pienso en eso, pero el único punto débil
del carácter férreo de este hombre es la horrible admiración que le inspiro. Por
respeto a mí misma yo procuraba no verlo mientras podía; pero sus miradas y
sus actos me obligan a reconocer la vergonzosa verdad. Los ojos de ese
monstruo de maldad se humedecieron cuando me hablaba. ¡Sí, Walter! Me
declaró que en el momento de mostrar al doctor nuestra casa pensó en la
angustia que me produciría estar separada de Laura, en mi castigo si me
llamasen a contestar por haber organizado su fuga..., y se expuso a lo peor que
tú puedas hacerle, y es la segunda vez que se arriesga por mi bien. Todo lo que
me pedía, era que no olvidase su sacrificio y que moderase tus ímpetus, pues
sería en su propio interés el interés que, tal vez, no sería capaz de tener en
cuenta en la próxima ocasión. No se lo prometí, antes prefería morir. Pero le
crea o no, sea verdad o mentira que dio al doctor una excusa para alejarle, una
cosa es indudable: vi al médico marcharse sin dirigir siquiera una ojeada a
nuestra ventana ni hacia nuestra casa.
—Lo creo, Marian. Los hombres mejores, ¿no son capaces de caer alguna
vez? ¿Por qué los peores no van a dejarse llevar alguna vez por el bien? Al
mismo tiempo sospecho que él sólo pretende asustarte amenazándote con
aquello que en realidad no puede hacer. Dudo de que pudiera perjudicarnos
con ayuda del dueño del manicomio, ahora que Sir Percival está muerto y que
nadie manda sobre la señora Catherick. Pero continúa. ¿Qué te dijo de mí el
conde?
—Por fin habló de ti. Sus ojos se encendieron y endurecieron y su tono
volvió a ser como yo lo recordaba de otros tiempos, con esa mezcla de
resolución despiadada y de burla escarnecedora que hace imposible
comprender sus intenciones. «¡Advierte al señor Hartright! —me dijo con la
mayor solemnidad. Tendrá que tratar con un hombre de cabeza, un hombre al
que le importan dos cominos las leyes y convenios sociales si se enfrenta
CONMIGO. Si mi llorado amigo hubiera hecho caso, el asunto de la encuesta
se hubiera dedicado al cuerpo del señor Hartright. Pero mi llorado amigo era
terco. ¡Vea usted! Llevo luto por él, en mi alma, por dentro, y por fuera, sobre
mi sombrero. Esta gasa trivial habla de unos sentimientos ante los que yo exijo
al señor Hightright respeto. ¡Se trasformarían en una enemistad
inconmensurable si él intenta perturbarlos! Que se contente con poseer lo que
posee, con lo que lo dejo intacto a él y a usted, por consideración a usted.
Dígale (saludándole en mi nombre) que si me molesta se enfrentará con
FOSCO. Hablando con lenguaje del pueblo, le anuncio que Fosco no le teme a
nadie». Sus fríos ojos grises se clavaron en mi rostro, se quitó el sombrero
solemnemente, se inclinó ante mí y me dejó sola.
—¿No volvió?, ¿no dijo otras palabras de despedida?
—Llegó a la esquina, me saludó con la mano y luego la llevó al corazón
con gesto teatral. Después de esto le perdí de vista. Se marchó en la dirección
opuesta a nuestra casa y yo volví corriendo. Antes de entrar en casa había
decidido que debíamos marcharnos. Aquella casa, (sobre todo cuando no
estabas tú) era un sitio peligroso en lugar de servirnos de refugio, desde que el
conde lo había descubierto. Si hubiese estado segura de que ibas a volver
quizá me hubiera arriesgado a esperar tu llegada. Pero no estaba segura de
nada y obraba obedeciendo al primer impulso. Tú habías hablado, antes de
irte, de mudarnos a un lugar más tranquilo, donde el aire fuese más puro, que
sería bueno para la salud de Laura. Me bastó recordárselo y sugerirle que te
sorprenderíamos y te ahorraríamos trabajo si arregláramos el traslado en tu
ausencia, para que Laura desease que nos mudáramos tanto como yo. Me
ayudó a empaquetar tus cosas y ella las ha ordenado en tu nuevo cuarto de
trabajo que tienen aquí.
—¿Qué te hizo pensar en venir a este sitio?
—Mi desconocimiento de otros suburbios de Londres. Sentía la necesidad
de alejarnos lo más posible de nuestro antiguo alojamiento; yo conocía un
poco Fulham, pues de niña estuve en un colegio de aquí. Así que envié recado
por un mensajero para ver si el colegio existía aún. Resultó que sí: las hijas de
mi antigua maestra eran las que lo regentaban ahora, y fueron ellas las que
encontraron esta casa siguiendo las indicaciones que yo les había hecho llegar.
Fue precisamente a la hora de salir el correo cuando llegó el mensajero
trayendo las señas de esta casa. Nos pusimos en camino al oscurecer y
llegamos aquí sin que nadie nos viera. ¿He hecho bien, Walter? ¿He
justificado tu confianza en mí?
Le contesté con calor y agradecimiento, las palabras me salían de corazón.
Pero mientras yo hablaba la expresión de ansiedad no desaparecía de su rostro,
y la primera pregunta que me hizo cuando terminé, se refería al conde Fosco.
Vi que había cambiado su idea sobre él. No manifestaba nuevos accesos de
ira contra él, no volvía a implorarme apresurar mi ajuste de cuentas con él.
Su convicción de que la horrenda admiración que le inspiraba a aquel
hombre, era de veras sincera, parecía haber aumentado cien veces su
desconfianza ante sus impenetrables argucias, parecía haber ahondado su
terror innato ante la energía perniciosa y el dominio que aquel hombre tenía
sobre todas sus facultades. Su voz sonaba baja, su tono era vacilante, sus ojos
escudriñaron los míos con ansia y temor cuando me preguntó qué opinaba yo
sobre aquel mensaje, qué pensaba hacer ahora, después de conocerlo.
—No han pasado muchas semanas, Marian —le contesté—, desde que
tuve mi entrevista con el señor Kyrle. Cuando nos separamos, las últimas
palabras sobre Laura que le dirigí fueron éstas: «La casa de su tío se abrirá
para recibirla en presencia de todos y cada uno de los que siguieron la falsa
procesión fúnebre hasta la tumba; la mentira que atestigua su muerte ha de
arrancarse públicamente de las piedras del sepulcro con autorización del
cabeza de familia y esos dos hombres que la han ofendido responderán ante mí
de su crimen aunque la justicia que se sienta en los tribunales sea impotente
para perseguirlos». Uno de estos hombres no puede ser castigado por los
mortales. Queda el otro y mi resolución sigue siendo la misma.
Sus ojos brillaron, sus mejillas se encendieron. No dijo nada, pero vi en su
rostro que la llenaban los mismos sentimientos que a mí.
—No voy a ocultarte ni a ocultarme a mí mismo —proseguí—, que
tenemos delante una perspectiva más que dudosa. Los riesgos que hasta ahora
hemos corrido son, quizá, baladíes comparados con los riesgos que nos
amenazan en el futuro, pero se debe probar suerte, Marian, a pesar de todo. No
soy suficientemente fuerte para enfrentarme a un hombre como el conde, si no
me preparo para luchar con él. He aprendido a tener paciencia; puedo esperar.
Que crea que sus advertencias han producido efecto; que no vuelva a saber ni
a oír nada de nosotros; que tenga todo el tiempo que necesite para sentirse
seguro, y su propia naturaleza petulante, a no ser que me equivoque,
precipitará el resultado. Esta es una razón para que esperemos; pero también
hay otra más poderosa aún. Mi situación, Marian, respecto a Laura y respecto
a ti, debería estar más fortalecida de lo que está ahora, antes de que yo pruebe
nuestra suerte por última vez.
Se inclinó hacia mí con expresión de sorpresa.
—¿Cómo se puede fortalecerla?
—Te lo diré —contesté—, cuando llegue la hora. No ha llegada todavía y
quizá no llegue jamás. Tal vez lo calle a Laura siempre; debo callártelo ahora
incluso a ti, hasta que esté convencido de que puedo hablar sin perjudicar a
nadie y con toda nobleza. Dejemos este tema. Existe otro que reclama nuestra
atención con la mayor urgencia. Tú le has ocultado a Laura piadosamente la
muerte de su marido...
—Walter, creo que pasará mucho tiempo antes de que podamos decírselo,
¿verdad?
—No, Marian. Es mejor que tú se lo reveles ahora antes de que una
casualidad que nunca se puede prever se lo revele en un futuro. Ahórrale todos
los detalles, explícaselo poco a poco, pero dile que ha muerto.
—¿Tienes alguna otra razón, Walter, para desear que conozca la muerte de
su marido, además de la que acabas de darme?
—Sí, la tengo.
—¿Una razón que está relacionada con ese tema del que no podemos
hablar nosotros y del que quizá nunca puedas hablar con Laura?
Recalcó especialmente estas últimas palabras. Cuando le di la respuesta
afirmativa, las recalqué yo también.
Su rostro palideció. Durante unos instantes estuvo mirándome con un
interés triste e inseguro. Una ternura desacostumbrada resplandeció en sus
ojos oscuros y ablandó sus firmes labios, cuando lanzó una mirada a la silla
vacía en la que solía sentarse la compañera querida de todas nuestras penas y
alegrías.
—Creo que lo entiendo —dijo—. Creo que es mi deber ante ella y ante
Walter contarle la muerte de su marido.
Suspiró, apretó mi mano por un momento, la soltó en seguida y salió de la
estancia. Al día siguiente supo Laura que la muerte la había redimido y que la
desgracia y equivocación de su vida yacían enterradas en la tumba de su
esposo.
Su nombre no volvió a pronunciarse entre nosotros. Desde aquel momento
rehuíamos la menor aproximación al tema de su muerte; y con el mismo
escrupuloso empeño, Marian y yo evitamos toda mención de aquel otro tema
que de mutuo acuerdo no se debía tocar aún. No estaba por ello más apartado
de nuestras mentes, más bien estaba vivo en ellas a fuerza de la prohibición
que nos habíamos impuesto. Los dos observábamos a Laura con más afán que
nunca; esperando a veces con ilusión, a veces con miedo, que llegase la hora.
Poco a poco habíamos vuelto a llevar nuestra vida de siempre. Retomé mis
trabajos que había suspendido durante mi viaje a Hampshire. Nuestra nueva
casa nos costaba más que las habitaciones, más pequeñas y menos cómodas,
que habíamos dejado; ello requería de mí esfuerzos más grandes,
requerimiento que un futuro que se nos presentaba lleno de dudas hacía más
apremiante. Podían surgir contingencias que agotarían nuestro modesto capital
depositado en el banco, y el trabajo de mis manos podía resultar un día el
único medio que nos quedase para mantenernos. Un empleo más seguro y más
lucrativo que aquél del que yo disponía, era una necesidad, dada nuestra
situación; una necesidad que me apliqué ahora a satisfacer.
No se debe concluir que el intervalo de descanso y de retraimiento que
estoy describiendo, hubiese suspendido del todo, por mi parte, toda
persecución del único propósito imperante con el que en estas páginas van
unidos mis pensamientos y mis actos. Debían pasar meses y meses desde
entonces, para que aquel propósito me dejase libre de su poder. Su lento
madurar aún me dejará tomar alguna medida de precaución, cumplir con
alguna obligación de gratitud y resolver alguna cuestión dudosa.
La medida preventiva estaba relacionada con el conde. Era de suma
importancia averiguar si entraba en sus planes permanecer en Inglaterra o,
dicho en otras palabras, permanecer a mi alcance. Pude aclarar esta duda con
medios muy sencillos. Puesto que conocía su dirección en St. John's Wood, fui
a indagar en aquel barrio y encontré al agente que administraba la casa
amueblada donde vivía el conde, pregunté si era posible que el número cinco
de Forest Road estuviese en alquiler dentro de un tiempo razonable. Recibí
una respuesta negativa. Se me informó que el caballero extranjero que residía
entonces en la casa había renovado su contrato prolongándolo por otros seis
meses y que ocuparía la finca hasta finales de junio del año siguiente.
Estábamos a comienzos de diciembre. Dejé al administrador liberado de mis
temores de que el conde se escapara.
La obligación de gratitud que me quedaba por cumplir me llevó una vez
más a casa de la señora Clements. Le había prometido volver y contarle
aquellos detalles relacionados con la muerte y entierro de Anne Catherick, que
había tenido que silenciar durante nuestra primera entrevista. Ahora que las
circunstancias habían cambiado no había inconveniente alguno para que yo
confiase a esta buena mujer aquella parte de la historia de la conspiración que
es preciso referirle. Tenía todas las razones que la compasión y el sentido
amistoso pudieran proporcionar para darme prisa en cumplir mi promesa, y la
cumplí a conciencia y con esmero. No hay necesidad de lastrar estas páginas
describiendo cuanto pasó en el curso de aquella entrevista. Será más oportuno
decir que la propia entrevista trajo a mi mente la única cuestión dudosa que
quedaba aún por resolver: ¿cuál era el origen de Anne Catherick por línea
paterna?
Multitud de distintas consideraciones en relación con este tema —de por sí
bastante insignificantes, pero inmensamente importantes si se las examinaba
en su conjunto— me habían llevado en los últimos tiempos a una conclusión
que decidí comprobar. Obtuve permiso de Marian para escribir al comandante
Donthorne, de Varneck Hall (en cuya casa la señora Catherick había vivido
durante años antes de casarse). Se las planteé en nombre de Marian
explicando, para justificar mi intención, que estaban relacionadas con ciertos
asuntos de su familia que sólo tenían un interés personal. Cuando escribía la
carta, no sabía a ciencia cierta si el comandante Donthorne vivía todavía, y eso
contando con la posibilidad de que así fuese y de que él estuviese en
condiciones y tuviese deseos de contestarme.
Al cabo de dos días llegó la prueba, en forma de una carta, de que el
coronel estaba vivo y dispuesto a ayudarnos.
La idea que yo tenía en la cabeza al escribirle y el carácter de mis
preguntas podrán deducirse fácilmente de su respuesta. Su carta contestaba a
mis preguntas comunicándome los siguientes hechos importantes:
En primer lugar, que el difunto Sir Percival Glyde, de Blackwater Park, no
había puesto jamás los pies en Varneck Hall. Aquel caballero era un perfecto
desconocido para el comandante Donthorne y para toda su familia.
En segundo lugar, que el difunto señor Philip Fairlie, de Limmeridge
House, durante su juventud fue íntimo amigo y constante huésped del
comandante Donthorne. Tras refrescar su memoria consultando cartas viejas y
otros papeles, el comandante podía afirmar con toda seguridad que el señor
Philip Fairlie estuvo en Varneck Hall en el mes de agosto de mil ochocientos
veintiséis y que permaneció allí para participar en la cacería todo el mes de
septiembre y parte de octubre siguiente. Entonces se fue, por lo que el
comandante sabía a Escocia y no retornó a Varneck Hall hasta tiempo después,
cuando llegó allí estando ya casado.
Esta información, considerada aisladamente, tenía tal vez poca importancia
positiva; pero relacionándola con algunos hechos que Marian y yo sabíamos
que eran ciertos, sugería una conclusión palmaria que se nos presentaba como
irrefutable.
Ahora sabíamos que el señor Philip Fairlie estuvo en Varneck Hall en el
otoño de mil ochocientos veintiséis, y en la misma época estaba allí de
doncella la señora Catherick; sabíamos también: primero, que Anne nació en
junio de mil ochocientos veintisiete; segundo, que desde siempre presentaba
una semejanza extraordinaria con Laura, y tercero, que, a su vez, Laura se
parecía de manera increíble a su padre. El señor Philip Fairlie había sido en su
tiempo uno de los hombres más famosos por su apostura. De natural
completamente distinto a su hermano Frederick, era el niño mimado de la
sociedad, sobre todo entre las mujeres, un hombre apacible, despreocupado,
impulsivo y afectuoso, generoso hasta el derroche, de principios lasos por
naturaleza y notoriamente indolente ante las obligaciones morales cuando se
trataba de mujeres. Tales eran los hechos que sabíamos; y tal el carácter del
hombre. Seguramente no hace falta aclarar a qué conclusión natural nos
llevaba aquello.
Bajo la nueva luz que me alumbraba ahora, incluso la carta de la señora
Catherick, en contra de su intención, aportó su grano de arena en fortalecer la
suposición a la que yo había llegado. Había descrito a la señora Fairlie (en su
carta a mí) como «de aspecto insignificante» que «había logrado pescar, hasta
obligar a casarse con ella, al hombre más guapo de Inglaterra». Ambas
afirmaciones se hacían de forma gratuita y las dos eran falsas. Los celos (que,
en una mujer como la señora Catherick se expresarían más bien llena de
malicia mezquina antes que quedar silenciados) me parecieron el único motivo
razonable de aquella peculiar insolencia con que ella se refería a la señora
Fairlie, cuando las circunstancias no le exigían hacer referencia alguna a
aquélla.
Esta mención del nombre de la señora Fairlie sugiere obviamente otra
pregunta. ¿Sospechó ella quién podría ser el padre de la niña que trajeron a su
escuela de Limmeridge?
Mirian no tenía dudas al respecto. La carta de la señora Fairlie dirigida a su
marido, aquella que Marian me había leído otrora —la carta en que se
describía el parecido entre Anne y Laura y se hablaba de su interés afectuoso
por la pequeña forastera— fue escrita, sin duda alguna, con la mayor inocencia
del alma. Pensándolo bien, resulta poco probable que el mismo señor Fairlie
estuviese más cerca que su mujer de sospechar la verdad. Las circunstancias
tristemente engañosas en que la señora Catherick se casó, el propósito de
ocultación que aquel matrimonio debía conseguir, bien podía hacerla callar por
precaución y también, quizá, por resguardar su propio orgullo, asumiendo
incluso que ella tuviera a su disposición medios para comunicarse con el padre
de su futuro hijo cuando aquél se había marchado.
Cuando esta suposición se asomó a mi mente, brotó de mi memoria la
evocación de la condena en la que todos hemos pensado en su día con
extrañeza y con pavor: «la iniquidad de los padres recaerá sobre los hijos» Si
no hubiera habido aquel parecido fatal entre las dos hijas de un mismo padre,
la conspiración de la que Anne fue instrumento inocente y Laura la inocente
víctima jamás hubiera podido ser planteada: ¡Con qué rigor terrible e infalible
la larga cadena de circunstancias condujo desde el mal que el padre había
cometido por ligereza, hasta el ultraje desalmado infligido a su hija!
Estos pensamientos me asaltaron como tantos y tantos otros que llevaban
mi imaginación hasta el pequeño cementerio de Cumberland, donde reposaba
ahora Anne Catherick. Recordé los días pasados cuando la vi junto a la tumba
de la señora Fairlie, cuando la vi por última vez. Pensé en sus pobres manos
débiles acariciando la lápida y en sus palabras de súplica fatigosa que le
murmuraba a los restos de su protectora y su amiga. «¡Oh, si pudiera morir y
descansar contigo!». Había transcurrido poco más de un año desde que ella
pronunció aquel deseo, y, ¡de qué manera tan inexorable y tan terrible se había
cumplido! Las palabras que dijo a Laura a la orilla del lago, eran ahora
realidad. «¡Si pudiera enterrarme junto a su madre! ¡Si pudiera despertar a su
lado cuando la trompeta del ángel resuene y nuestras tumbas cedan a sus
muertos a la resurrección!» ¡A través de cuántos crímenes y horrores mortales,
a través de cuántos vericuetos tenebrosos del camino que lleva a la Muerte,
Dios guio a aquella criatura abandonada hacia su última morada que en vida
jamás hubiera esperado alcanzar! Ahí (lo digo en mi corazón), ahí —si yo
tuviera poder de disponerlo así— sus restos mortales deben permanecer
componiendo la sepultura con la amada amiga de su infancia, con el recuerdo
querido de su vida. ¡Este reposo debe ser sagrado, esta compañía debe ser
perdurable!
Así la figura fantasmal, recurrente en estas páginas, recurrente en mi vida,
desciende a las Tinieblas impenetrables. Por vez primera vino a mí como una
Sombra en la soledad de la noche. Como una Sombra se aleja en la soledad de
la muerte.
¡Adelante ahora! Adelante en el camino que pasa por otras escenas y nos
conduce a tiempos más radiantes.
FIN DE LA SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

CONTINÚA EL RELATO DE HARTRIGHT


I
Han transcurrido cuatro meses. Ha llegado abril, el mes de la primavera, el
mes de los cambios. El curso del tiempo siguió en nuestro nuevo hogar
durante el intervalo desde el comienzo del invierno con paz y serenidad. Yo
había empleado bien el largo ocio, había ampliado mucho el círculo de mis
clientes y había dado un fundamento más sólido a nuestros medios de vida.
Liberada de la tensión y de la ansiedad que la habían sometido a una prueba
tan dura y la atosigaron durante tanto tiempo, Marian recobró su ánimo; y la
energía natural de su carácter le iba retornando junto con buena parte —
aunque no por completo— de su espíritu independiente y vigoroso de tiempos
pasados.
Más flexible ante el cambio que su hermana, Laura presentaba un progreso
más notable que las influencias saludables de su nueva vida habían producido.
La mirada de dolor y de cansancio que había envejecido su rostro
prematuramente, iba abandonándola con rapidez; y la expresión que había sido
uno de sus principales atractivos en los días pasados, fue el primero de sus
encantos que ahora había vuelto. Observándola con más detenimiento,
descubrí tan sólo una consecuencia seria de la conspiración que había
amenazado su vida y su razón. Su recuerdo de los acontecimientos desde el
período en que vivió en Blackwater Park hasta el período en que nos
encontramos en el cementerio de la iglesia de Limmeridge, parecía
desesperadamente irrecuperable. A la menor referencia a aquélla época, se
inmutaba y temblaba como antes; sus palabras se confundían; su memoria
tambaleaba y se perdía impotente. En esto, y sólo en esto, el rastro del pasado
se había grabado profundamente, demasiado profundamente para poderlo
borrar.
En todo lo demás había avanzado tanto en su camino de recuperación, que
en sus mejores días a veces se portaba y hablaba como la Laura de tiempos
antiguos. Aquel cambio feliz produjo en nosotros dos su resultado natural. Los
recuerdos imperecederos de nuestra vida en Cumberland despertaban ahora de
su largo dormitar, en ella y en mí; recuerdos que no eran otros que los de
nuestro amor.
Paulatina e imperceptiblemente nuestras relaciones de cada día se hacían
tirantes. Las palabras cariñosas que con tanta naturalidad le dirigía en los días
de su pena y sufrimiento, extrañamente ahora no acudían a mis labios. En los
días cuando en mi mente estaban tan presentes el miedo de perderla, yo
siempre la besaba al despedirnos por las noches y cuando nos encontrábamos
por las mañanas. Ahora parecía que este beso estaba olvidado por nosotros,
que había desaparecido de nuestras vidas. Nuestras manos temblaban de nuevo
al tropezarse. Apenas nos atrevíamos a mirarnos siquiera, si Marian no se
hallaba presente. La conversación, cuando quedábamos a solas se desvanecía a
menudo. Cuando la rozaba casualmente, sentía latir mi corazón deprisa como
latía en Limmeridge, y veía cómo en respuesta se encendía en sus mejillas el
adorable rubor, como si de nuevo estuviéramos en medio de las colinas de
Cumberland, como si de nuevo fuéramos maestro y discípula. A veces Laura
se quedaba callada y pensativa, pero cuando Marian se lo preguntaba, negaba
que hubiera estado pensando. Yo mismo me sorprendí un día olvidando mi
trabajo por soñar ante un pequeño retrato en acuarela que hice en el pabellón
de verano donde nos habíamos encontrado por primera vez, exactamente como
solía olvidar los grabados del señor Fairlie por soñar ante aquella imagen
recién terminada de pintar en aquellos tiempos lejanos. Por cambiadas que
estuvieran ahora todas las circunstancias, la relación entre los dos en los días
dorados de nuestra amistad parecía haber resucitado junto con el resucitar de
nuestro amor. ¡Aquello era como si el tiempo nos hubiera llevado atrás a la
ruina de nuestras esperanzas tempranas, a la antigua y familiar ribera!
A cualquier otra mujer le hubiera podido decir las palabras decisivas que
aún vacilaba en decirle a ella. Su incapacidad de valerse por sí misma, su
soledad y su dependencia de todo el restringido afecto que yo podía mostrarle;
mi temor a rozar demasiado pronto alguna secreta sensibilidad suya que mi
instinto de hombre no hubiese sido bastante fino para descubrir..., todas estas
consideraciones y otras semejantes me volvían silencioso y desconfiado de mí
mismo. Sin embargo, yo comprendía que la reserva entre los dos debía
terminar, que la actitud que el uno mantenía frente al otro, debía ser cambiada
de alguna forma segura, en pro de nuestro futuro; y que era mi obligación
antes que nadie, reconocer la necesidad del cambio.
Cuanto más pensaba sobre la relación entre nosotros, más difícil me
parecía cambiarla, mientras las condiciones domésticas en que vivíamos los
tres desde principios de invierno continuaban siendo las mismas. No puedo
explicar el caprichoso estado de ánimo que engendró esta sensación pero, sin
embargo, se apoderó de mí la idea de que un previo cambio de sitio y de
circunstancias, una repentina ruptura de la tranquila monotonía de nuestras
vidas que transformase las apariencias caseras bajo las que estábamos
acostumbrados a presentarnos unos a otros, podrían abrirme el camino para
hablar y podrían hacer más fácil y menos embarazosa para Laura y Marian la
tarea de escuchar.
Llevaba este propósito cuando dije una mañana que creía que todos
merecíamos unas vacaciones y un cambio de aire. Después de alguna
reflexión, se decidió que iríamos unas dos semanas al mar.
Al día siguiente dejamos Fulham para trasladarnos a una población
tranquila de la costa del Sur. En aquella época temprana fuimos los únicos
forasteros en el pueblo. Las rocas, la playa y el campo nos ofrecían la soledad
que tanto perseguíamos. El aire era suave; los panoramas de colinas, bosques y
valles estaban hermosos con su alteración constante de luz y sombra en abril;
el mar, nunca quieto, se removía debajo de nuestras ventanas, como si se
deleitara también, como la tierra, de la frescura de la primavera.
Era mi obligación ante Marian consultar con ella antes de hablar a Laura y
dejarme guiar después por su consejo.
Al tercer día de nuestra llegada encontré una oportunidad para hablarle a
solas. En el mismo instante en que nuestras miradas se cruzaron, su rápido
instinto descubrió en mi mente el pensamiento antes de que lo expresara. Con
su habitual energía y decisión, ella habló en seguida.
—Estás pensando en aquel tema al que te referías cuando estuvimos
hablando a solas la noche en que volviste de Hampshire —me dijo—. Desde
hace algún tiempo estoy esperando que vuelvas a hablar de él. Es necesario
que algo cambie en nuestra casa, Walter; no podemos seguir mucho tiempo
como estamos ahora. Lo veo con tanta claridad como tú, con tanta claridad
como lo ve Laura, aunque ella no dice nada. ¡De qué modo tan extraño los
viejos tiempos de Cumberland parecen haber vuelto! Tú y yo juntos de nuevo,
y el único tema de interés entre nosotros es Laura, de nuevo. Poco falta para
que se me antoje que este cuarto es el pabellón de verano de Limmeridge, y
que esas olas que se oyen a nuestras espaldas, se rompen en nuestra ribera.
—En aquellos días pasados me guio tu consejo —le dije—; y ahora,
Marian, cuando la confianza es diez veces mayor, quiero que él vuelva a
guiarme.
Respondió estrechando mi mano entre las suyas. Vi que la había
emocionado profundamente mi recuerdo del pasado. Estábamos sentados junto
a la ventana, y mientras yo hablaba y ella escuchaba, contemplábamos la
magnificencia de la luz del sol resplandeciendo sobre el majestuoso mar.
—Sea cual fuere el resultado de estas confidencias —continué—, y—
terminen feliz o desgraciadamente para mí, los intereses de Laura seguirán
siendo los de mi vida. Cuando nos vayamos de aquí, sea cual sea la relación
que nos una, mi determinación de arrancar al conde Fosco la confesión que no
llegué a obtener de su cómplice, irá a Londres conmigo, tan seguro como que
yo mismo voy. Ni tú ni yo podemos decir cómo ese hombre querrá defenderse
de mí si lo cojo entre la espada y la pared; sólo sabemos por sus propias
palabras y actos que es capaz de atacarme haciendo mal a Laura y sin vacilar
un instante y sin un asomo de remordimiento. En nuestra actual situación, no
tengo sobre ella derecho alguno de los que sanciona la sociedad y protege la
ley, y que me apoyaría en mi resistencia ante él o en mi protección de ella.
Esto me deja con una seria desventaja. Si he de luchar por nuestra causa contra
el conde, con una fuerte conciencia de la seguridad de Laura, debo luchar por
mi mujer. ¿Estás de acuerdo conmigo, en esto Marian?
—Estoy de acuerdo con cada palabra que has dicho, —contestó.
—No quiero suplicar hablando de mi corazón —seguí— ni quiero apelar al
amor que ha sobrevivido todos los cambios y todas las conmociones, quiero
fundar mi única vindicación de pensar y de hablar de ella como de mi mujer y
en aquello que acabo de decir. Si la posibilidad de conseguir del conde la
confesión es como supongo, la última posibilidad real de establecer
públicamente el hecho de la existencia de Laura, la razón menos egoísta que
puedo aducir en defensa de nuestro matrimonio está reconocida por nosotros
dos. Pero, quizá me equivoco en mi opinión y tenemos a nuestro alcance otros
medios de conseguir nuestro propósito, medios más seguros y menos
peligrosos. Me he afanado por buscarlos en mi imaginación pero no los he
encontrado. ¿Los conoces tú?
—No. También yo he estado pensando en eso, pero fue en vano.
—Por lo que parece —continué—, se te han ocurrido las mismas
preguntas, al considerar este tema difícil, que se me han ocurrido a mí.
¿Debemos llevarla a Limmeridge, ahora que de nuevo se parece a sí misma y
confiar en que la reconozca la gente del pueblo o los niños de la escuela?
¿Debemos someterla al examen legal de su letra? Suponte que así lo hagamos.
Suponte que se la ha reconocido y que la identidad de su letra está
restablecida. ¿Proporcionará el éxito en ambos casos algo más que un
excelente fundamento para el juicio en el tribunal de justicia? ¿Demostrarán el
reconocimiento y la letra su identidad al señor Fairlie?, ¿la llevará de nuevo al
castillo de Limmeridge, en contra del testimonio de su tía, en contra el
testimonio del certificado médico, en contra del hecho del entierro y del de la
inscripción sobre la tumba? ¡No! Lo único que podemos esperar es suscitar
serias dudas acerca del hecho de su muerte, dudas que sólo podrá aclarar una
investigación legal. Voy a suponer que disponemos (en realidad no es así) del
dinero suficiente para sufragar esta investigación en todas sus etapas. Voy a
suponer que los prejuicios del señor Fairlie pueden ceder ante los
razonamientos; que el falso testimonio del conde y de su mujer puedan
rebatirse; junto con todos los demás testimonios falsos que el reconocimiento
no pueda atribuirse a que se haya confundido Laura con Anne Catherick ni
que nuestros enemigos declaren que la letra es un engaño inteligente, —todas
éstas son suposiciones que, más o menos, pasan por altas probabilidades reales
—, pero asumámoslas y preguntémonos a nosotros mismos: ¿Cuál sería la
primera consecuencia de la primera pregunta que se haga Laura misma sobre
el tema de la conspiración? Sabemos demasiado bien cuál será esta
consecuencia, puesto que sabemos que jamás ha recobrado sus recuerdos de lo
que le había pasado en Londres. Examinémosla en privado, examínesela en
público, es totalmente incapaz de ayudar a la defensa de su propio caso. Si tú,
Marian, no lo ves con la misma claridad con que lo veo yo, mañana mismo
iremos a Limmeridge para hacer este experimento.
—Sí lo veo, Walter. Incluso si dispusiéramos de medios para pagar todos
los gastos legales, incluso si al final ganásemos, el retraso sería insoportable;
la continua tensión, después de todo lo que hemos tenido que aguantar ya, me
rompería el corazón. Tienes razón, cuando dices que no tiene sentido ir a
Limmeridge. Pero yo quisiera estar segura también de que tienes razón al
decidir que hay que recurrir a la última posibilidad y probar la suerte con el
conde. ¿Hay aquí alguna posibilidad?
—Indudablemente, la hay. Es la posibilidad de restablecer la fecha
olvidada del viaje de Laura a Londres. No voy a repetir las razones que te di
hace ya algún tiempo pero estoy más convencido que nunca de que hay
discrepancias entre la fecha de aquel viaje y la del certificado de muerte. Ahí
está el punto débil de la conspiración entera y todo se vendrá abajo si la
atacamos de este lado, y los medios necesarios para emprender el ataque están
en posesión del conde. Si consigo arrebatárselos el objetivo de tu vida y de la
mía será alcanzado. Si fracaso, el perjuicio infligido a Laura nunca será
remediado en el mundo.
—Pero, Walter, ¿crees que fracasarás?
—No me atrevo a presagiar el éxito; y, por esa misma razón, Marian, te
habló con esta claridad y franqueza. En mi corazón y en mi conciencia, creo
que las esperanzas del futuro para Laura son precarias. Sé que ha perdido su
fortuna, sé que la última posibilidad de devolverle su sitio en el mundo está en
manos de su peor enemigo, de un hombre que ahora es absolutamente
inexpugnable y que puede permanecer inexpugnable hasta el fin. Ahora que
ella ha perdido todas sus ventajas mundanas; cuando toda esperanza de
recobrar su dignidad y su situación es más que dudosa; cuando por delante no
tiene otro porvenir más claro que el que su marido quiera prepararle ahora, el
pobre profesor de dibujo puede por fin abrir su corazón sin hacer daño a nadie.
En los días de su prosperidad, Marian, yo sólo guiaba su mano que pido, ahora
en el tiempo de la adversidad, como la mano de mi esposa.
Los ojos de Marian buscaron los míos mirándome con cariño; yo no podía
decir nada más. El corazón me rebosaba, mis labios temblaron. A pesar mío yo
estaba a punto de implorar su compasión. Me levanté para salir de la
habitación. Ella se levantó al mismo tiempo, puso suavemente su mano sobre
mi hombro y me detuvo.
—¡Walter! —me dijo—, una vez os separé para bien tuyo y para bien de
ella. ¡Espera aquí, hermano mío! Espera, mi más querido y más fiel amigo,
hasta que Laura venga y te diga lo que he hecho.
Por primera vez desde la mañana en que nos despedimos en Limmeridge
rozó con sus labios mi frente. Una lágrima resbaló por mi mejilla cuando me
besó. Se volvió con prontitud, señaló la silla de la que yo me había levantado,
y salió de la habitación.
Me senté junto a la ventana para aguardar allí esta crisis de mi vida.
Durante aquel lapso sobrecogedor mi mente estaba enteramente en blanco. No
tenía conciencia más que de una intensidad dolorosa de todos mis sentidos de
percepción. El sol me cegaba con su brillo, las blancas gaviotas que se
perseguían a lo lejos me parecía que aleteaban junto a mi cara, el plácido
murmullo de las olas en la playa se asemejaba para mis oídos a un trueno.
La puerta se abrió y Laura entró sola en la habitación. Así había entrado en
el salón de desayuno de Limmeridge aquella mañana en que nos separamos.
Entonces se me acercó a paso lento e inseguro, llena de tristeza y vacilación.
Ahora la felicidad apresuraba sus pies, la felicidad iluminaba su rostro. Sólo
aquellos brazos queridos me rodearon, sólo aquellos labios dulces buscaron
los míos.
—¡Mi vida! —murmuró—, ¡ahora podemos confesar que nos queremos!
Su cabeza se anidó con audacia y ternura en mi pecho.
—¡Oh —me dijo con inocencia—, por fin soy tan feliz!
Diez días después éramos aún más felices. Estábamos casados.
II
El curso de esta narración que avanza irrefrenable, me separa de los días
primeros de nuestro matrimonio y me lleva adelante, hacia el fin.
Quince días después estábamos los tres de vuelta en Londres y sobre
nosotros se cernía la sombra de la próxima batalla.
Marian y yo estuvimos atentos a mantener a Laura en ignorancia de la
causa que había precipitado nuestro regreso, la necesidad de no perder al
conde. Estábamos a comienzos de mayo y el plazo de su alquiler de la casa en
Forest Road expiraba en junio. Si lo renovaba (y yo tenía motivos que no
tardaré en explicar, para creer que así lo haría), podía estar seguro de que no se
escaparía. Pero, si por algún motivo, el conde defraudase mis expectativas y
abandonase el país entonces yo no tendría tiempo que perder para prepararme
al enfrentamiento lo mejor posible.
En la primera plenitud de mi nueva felicidad hubo momentos en que mi
resolución tambaleaba, momentos, cuando me tentaba la idea de vivir seguro y
contento, ahora que la aspiración más acariciada de mi vida se había
consumado por fin con la posesión del amor de Laura. Por primera vez pensé,
con el corazón en vilo, en que el riesgo era grande, en las adversidades que me
esperaban; en la hermosa promesa de nuestra nueva vida y en el peligro en que
podía poner la felicidad que nos habíamos ganado con tantas dificultades. ¡Sí!
Permítanme reconocerlo honestamente. Por un tiempo erré, dulcemente guiado
por el amor, lejos del propósito al que había sido fiel bajo la disciplina más
rigurosa y en los días más oscuros. Con inocencia, Laura me había tentado de
apartarme del camino arduo; con inocencia, le estaba destinado llevarme hacia
él de nuevo.
A veces, visiones del terrible pasado, sueltas, le recordaban aún, en el
misterio del sueño, los sucesos que se habían perdido para que su memoria
renaciera sin dejar rastro. Una noche (dos semanas escasas después de nuestra
boda) la observaba dormir cuando vi lágrimas asomarse lentamente en sus
párpados cerrados y oí palabras que ella susurraba apagadamente y que me
dijeron que su espíritu retornaba de nuevo al viaje fatídico desde Blackwater
Park. Aquella queja inconsciente, tan conmovedora y tan horrible en medio de
su sueño sagrado me abrasó como el fuego. Al día siguiente regresamos a
Londres; fue el día en que la resolución volvió a mí, diez veces más firme.
Lo primero que necesitaba era saber algo de aquel hombre. Hasta entonces,
la verdadera historia de su vida era para mí un secreto impenetrable.
Comencé a revisar las escasas fuentes de información que tenía a mi
alcance. El importante relato del señor Frederick Fairlie (que Marian había
obtenido siguiendo las indicaciones que le había dado en invierno) resultó no
tener valor para el objetivo especial que yo perseguía estudiándolo ahora. Al
leerlo pensé de nuevo en el ardid que me reveló la señora Clements, en la
retahíla de engaños que habían atraído a Anne Catherick a Londres y que la
sometieron a los intereses de la conspiración. Aquí, una vez más, estaba fuera
de mi alcance para que yo pudiese sacar algún provecho práctico.
Luego pensé en las páginas del Diario de Marian escritas en Blackwater
Park. Le pedí volver a leerme el fragmento en que se hablaba de su antigua
curiosidad por el conde y de algunos detalles de su vida que ella había
descubierto.
El pasaje al que me refiero se encuentra en aquella parte de su diario que
traza su carácter y su aspecto físico. Marian dice de él que «desde hace
muchos años no ha cruzado las fronteras de su patria», que «le preocupa saber
si en la ciudad más próxima a Blackwater Park vivían algunos caballeros
italianos» y que «recibe cartas que llevan toda clase de estampillas a cual más
rara y una vez recibió una con un sello grande que parecía oficial». Marian se
inclina a considerar que su prolongada ausencia de su patria puede explicarse
si suponemos que es un exiliado político. Pero por otra parte no consigue
conciliar esta idea con el hecho de que haya recibido del extranjero aquella
carta con un «sello grande que parecía oficial», pues las cartas del continente
dirigidas a exiliados políticos suelen ser las últimas que los correos extranjeros
honoren de esta forma.
Estas consideraciones que leí en el Diario, junto a algunas conjeturas que
hice al conocerlas, me sugirieron una conclusión que sorprendentemente, no se
me había ocurrido antes. Ahora me dije a mí mismo la frase que Laura un día
había pronunciado ante Marian en Blackwater Park, aquella frase que Madame
Fosco había oído cuando escuchó detrás de su puerta: ¡el conde es un espía!
Laura le aplicó aquella palabra al azar, llevada por la natural indignación
ante la manera en que se había portado con ella. Yo se la apliqué con el
consciente convencimiento de que su vocación en la vida era la de un Espía.
Suponiéndolo así la razón por la que el conde se quedaba en Inglaterra tanto
tiempo después de que los objetivos de la conspiración habían sido
alcanzados, se me presentaba más que comprensible.
Estoy hablando del año en que se celebró la famosa Exposición del Palacio
de Cristal de Hyde Park. A Inglaterra habían llegado, y seguían llegando
todavía visitantes extranjeros en un número extraordinario. Se encontraban
entre nosotros miles de hombres a los cuales la desconfianza incesante había
seguido en secreto, por medio de agentes especialmente designados a nuestros
puertos. En mis conjeturas, ni por un momento incluía al hombre de
capacidades y de la situación social que poseía el conde en la categoría y clase
de ordinarios espías extranjeros. Sospeché que él ocupaba una posición de
autoridad, que el gobierno al que secretamente servía, le había confiado
organizar y dirigir a los agentes enviados a este país, tanto hombres como
mujeres; pensé que la señora Rubelle, a la que con tanta oportunidad
encontraron para que desempeñase el papel de enfermera en Blackwater Park,
era con toda probabilidad una de éstos.
Suponiendo que mi idea fuese cierta, la situación del conde pudiera
resultar más precaria de lo que hasta entonces me permitía creer. ¿A quién
deberé acudir yo ahora para aprender algo más sobre la historia de aquel
hombre y sobre el hombre mismo, de lo que yo sabía entonces?
En tal contingencia, se me ocurrió, naturalmente, que un compatriota suyo
en quien yo podía confiar era la persona más indicada para ayudarme. El
primero en quien pensé en aquellas circunstancias era también el único
italiano con quien me unía íntima amistad... mi extravagante y diminuto
amigo, el profesor Pesca.
El profesor ha estado tanto tiempo ausente de estas páginas que hay cierto
riesgo de que se le haya olvidado al lector.
Es una ley necesaria de una historia como la mía que las personas
relacionadas con ella aparezcan cuando el curso de los acontecimientos los
alcanzan; ellos van y vienen, no al antojo de mi parcialidad personal, sino por
el derecho de su relación directa con las circunstancias que se han de precisar.
Por esta razón Pesca, lo mismo que mi madre y mi hermana, han quedado
lejos, al fondo de este relato. Mis visitas a la casa de Hampstead; la creencia
de mi madre en la privación de Laura de su identidad que la conspiración
había consumido; mis esfuerzos vanos por derrotar el prejuicio del que su
celoso efecto para mí las mantenía partidarias; la necesidad dolorosa, que
aquel prejuicio me imponía de ocultarles mi matrimonio hasta que ellas
pudieran hacer justicia a mi mujer... todos estos pequeños incidentes
domésticos no se han contado porque no eran esenciales para el interés
principal de la historia. No añadieron nada a mis ansiedades ni amargaron más
mis contratiempos. El desarrollo pertinaz de los acontecimientos los ha
pasado, inexorable, de largo.
Por la misma razón no he dicho aquí nada sobre el consuelo que encontré
en el afecto fraternal de Pesca por mí, cuando volví a verlo después del
repentino final de mi residencia en Limmeridge. No he mencionado la lealtad
que me mostró mi cariñoso amigo acompañándome hasta el embarcadero
cuando me marchaba a América Central; ni la explosión estridente de júbilo
con que me recibió cuando nos encontramos en Londres de nuevo. Si me
hubiese parecido justificado aceptar las ofertas de empleo que él me hizo, a mi
regreso, ya habría reaparecido hace mucho tiempo. Pero, aunque yo sabía que
podía confiar en su honor y en su valentía incondicionalmente, no tenía la
misma seguridad en lo que concernía a su discreción; y por esta razón
únicamente, continuaba solo el curso de mis investigaciones. Ahora debe
quedar claro que Pesca no estaba apartado de toda relación conmigo ni con
mis intereses, si bien hasta ahora estaba apartado de toda relación con el
avance de este relato. Seguía siendo mi amigo, tan bueno y tan comprensivo
como lo había sido siempre en su vida.
Antes de pedir a Pesca su ayuda necesitaba ver con mis propios ojos quien
era el hombre al que me iba a enfrentar. Hasta aquel entonces jamás había
puesto la vista en el conde Fosco.
Tres días después de mi regreso, junto con Laura y Marian, a Londres, salí
a dar un paseo solitario por Forest Road en St. John's Wood, entre las diez y
las once de la mañana. El día era espléndido, yo tenía unas cuantas horas por
delante y me pareció probable que si esperase un poco, vería al conde salir de
casa. No tenía especiales motivos para temer que me conociese a la luz del día
ya que la única vez que me había visto fue cuando me siguió hasta mi casa por
la noche.
No vi a nadie en las ventanas que daban a la calle. Di una vuelta alrededor
de la casa y miré por encima de la tapia baja del jardín. Una de las ventanas
traseras de la planta baja estaba subida y en el hueco estaba tendida una red.
No vi a nadie, pero de la habitación me llegaron primero un silbido estridente
y el cantar de los pájaros y luego la voz sonora y retumbante —que me era
familiar por la descripción de Marian—: «Venid aquí, a mi dedo, pre— pre—
preciosos míos —gritaba la voz—. ¡Venid, trepad aquí! Una, dos, tres, ¡pío,
pío, pío!» El conde estaba amaestrando a sus canarios, como solía
amaestrarlos en Blackwater Park en tiempo de Marian.
Esperé un poco más y cesaron el cantar y el silbar «¡Venid aquí, dadme un
besito preciosos míos!» continuó diciendo aquella voz profunda. Luego oí
gorjeos y trinos que le respondían. Una risa baja y untuosa. Silencio por un
minuto. Y luego oí abrirse la puerta de la casa. Di la vuelta y eché a andar. La
magnífica melodía del Sacerdote de «Moisés» de Rossini, cantada por una
sonora voz de bajo, resonó majestuosa en medio del silencio de suburbio que
reinaba en aquel lugar. La puerta del jardín se abrió y volvió a cerrarse. El
conde salía a la calle.
Cruzó la calzada y se dirigió hacia la parte occidental del Regent's Park. Yo
me quedé al otro lado de la calle a cierta distancia de él y me encaminé en la
misma dirección.
Marian me había advertido de su alta estatura, su monstruosa corpulencia y
su ostentoso atuendo de luto, pero no de la horrible lozanía, vigor y vitalidad
de aquel hombre. Llevaba sus sesenta años como si no llegaran a cuarenta.
Caminaba con paso ligero y arrogante, y sombrero ladeado balanceando su
gran bastón, canturreando por lo bajo y mirando de vez en cuando hacia las
casas y jardines que se enfilaban a los lados del camino, con soberbia y
risueña superioridad. Si dijeran a un extraño que todo el vecindario le
pertenecía, este extraño no se sorprendería al oírlo. No miró ni una vez atrás ni
demostró prestar atención ni a mí ni a nadie de los que pasaban por su lado,
excepto cuando, de cuando en cuando, sonreía o gorjeaba con un buen humor
paternal y bonachón, a las nodrizas y niños que encontraba en su camino. Así
llegamos hasta las numerosas tiendas instaladas en la parte exterior de las
terrazas del oeste del parque.
Allí se detuvo ante una pastelería, entró (quizá para hacer un encargo) y
salió en seguida con una tarta en la mano. Un italiano hacía sonar un organillo
frente a la tienda y un mono miserable y encogido se sentaba encima del
instrumento. El conde se detuvo, rompió un trocito de la tarta para sí y con
aire de seriedad entregó al mono el resto, «¡Mi pobre pequeño! —le dijo con
grotesca ternura—. Creo que tienes hambre. ¡En el sagrado nombre de la
humanidad te ofrezco este almuerzo!» El organillero dirigió al caritativo
caballero un ruego quejumbroso, pidiéndole un penique. El conde se encogió
de hombros con desdén y pasó de largo.
Cruzamos los barrios más lujosos y con tiendas mejores, entre New Road y
Oxford Street. El conde se detuvo una vez más y entró en una pequeña tienda
de óptica con un letrero en el escaparate anunciando que allí se hacían
reparaciones. Salió con unos gemelos de teatro en la mano, dio unos pasos y se
paró ante un cartel de la Opera colocado en la entrada de una tienda de música.
Leyó el cartel con atención, se quedó pensativo un instante y luego llamó a un
coche vacío que pasaba a su lado. Al teatro la Opera, al despacho de billetes,
dijo al cochero y el coche se puso en marcha.
Yo crucé la calle y miré a mi vez el cartel. Se anunciaba la representación
de «Lucrecia Borgia» que tendría lugar aquella noche. Los gemelos del teatro
en la mano del conde, la atención con que estuvo leyendo el cartel y la
dirección que dio al cochero, todo indicaba que el conde se proponía engrosar
el número de espectadores. Yo tenía la posibilidad de conseguir un pase para
dos personas para estar detrás de las butacas por medio de uno de los pintores
del decorado del teatro que antaño había sido un buen amigo mío. Cuando
menos, existía una posibilidad de que pudiera ver bien al conde entre el
público y de que pudiera verlo también mi acompañante; y en este caso
aquella misma noche yo iba a saber si Pesca conocía a aquel compatriota suyo.
Esta consideración fue la que me decidió sobre mis planes para aquella
noche. Conseguí las entradas y por el camino dejé una nota en casa del
profesor. A las ocho menos cuarto fui a recogerlo para llevarlo al teatro.
Encontré a mi diminuto amigo en un estado de gran excitación, con una festiva
flor en el ojal y, bajo su brazo, los gemelos más grandes que he visto en mi
vida.
—¿Está usted preparado? —le pregunté.
—Perfectamente —dijo Pesca.
Nos dirigimos al teatro.
III
Resonaban las últimas notas de la obertura de la ópera y todos los asientos
detrás de las butacas estaban ocupados, cuando Pesca y yo llegamos al teatro.
Sin embargo, había mucho sitio en el pasillo que rodeaba el patio de
butacas que era precisamente la posición más indicada para el propósito que
me había conducido allí. Al principio me acerqué a la barrera que nos separaba
de los palcos y busqué al conde en esta parte del teatro. Él no estaba allí.
Avancé por el pasillo que estaba a la izquierda del escenario, mirando con
atención a mi alrededor y lo vi sentado en una butaca. Ocupaba un sitio
excelente, a unos doce o catorce asientos del pasillo y a tres filas de los palcos.
Me situé exactamente a la altura de su asiento y Pesca se puso a mi lado. El
profesor no sabía aún por qué lo había traído al teatro y estaba bastante
sorprendido al ver que no nos acercábamos más al escenario.
Se levantó el telón y comenzó la ópera.
Durante todo el primer acto nos quedamos en el mismo sitio; el conde,
absorta su atención en la orquesta y el escenario, no nos dirigió ni una mirada
distraída. No perdía ni una nota de la deliciosa música de Donizetti. Sentado
en su butaca, mucho más alto que sus vecinos, sonreía y de vez en cuando
movía su enorme cabeza con gesto de deleitación. Cuando los que estaban a su
lado aplaudían al final de un aria (como tiene que aplaudir el público inglés en
tales circunstancias siempre), sin la menor consideración para el tiempo
orquestal que sigue inmediatamente después, el conde miraba a sus vecinos
con una expresión de asesinato y levantaba una mano en señal de súplica
cortés. A los pasajes más refinados del canto, a las frases más delicadas de la
música que no despertaban aplausos de los demás, sus gordas manos
adornadas con guantes de cabritilla negra, perfectamente ajustados, esbozaban
unas palmadas que denotaban la apreciación culta de un conocedor de la
música. En estos momentos su untuoso murmullo de aprobación «¡Bravo!
¡Bravo!» resonaba en el silencio como el ronquido de un gato gigantesco. Los
que estaban sentados más cerca de él, gente de las provincias, de caras
ingenuas y sonrosadas que, perplejas, se calentaban a la luz del sol del
elegante Londres, esta gente, al verlo y al oírlo, empezó a seguir su pauta.
Muchos aplausos del patio de butacas pendieron aquella noche del palmoteo
suave y confortable de aquellas manos embutidas en guantes negros. La
vanidad voraz de aquel hombre devoraba aquel tributo impuesto por él a su
supremacía de situación y de juicio crítico, y lo hacía sin disimular el placer
inmenso que ello le producía. Las sonrisas no cesaban de contorsionar su
grueso rostro. Cuando la orquesta hacía una pausa, el conde echaba una ojeada
en torno suyo, con la serena satisfacción que le producían él mismo y sus
prójimos. «¡Ya! ¡Ya! Estos ingleses, estos bárbaros están aprendiendo algo de
MI. ¡Aquí, allí y acullá, yo —Fosco— soy una influencia que se deja sentir, un
hombre que ocupa un sitio soberano!» Si los rostros hablasen, el suyo hablaría
entonces, y éstas serían las expresiones que emplease.
Cayó el telón al terminar el primer acto y el público se levantó para salir de
la sala. Este momento era el que yo esperaba, el momento de comprobar si
Pesca lo conocía.
El conde se levantó como los demás y pasó majestuosamente revista a los
ocupantes de los palcos, armados con sus gemelos de teatro. Al principio me
daba la espalda, pero luego se volvió para mirar a los palcos que estaban
encima de nosotros usando sus gemelos durante unos minutos, apartándolos
luego, pero mirando siempre hacia arriba. Este fue el momento que elegí,
mientras se podía ver bien su rostro, para llamar la atención de Pesca.
—¡Conoce usted a ese hombre? —le pregunté.
—¿Qué hombre, amigo mío?
—Ese hombre alto y grueso que está ahí de pie con la cara hacia nosotros.
Pesca se puso de puntillas y miró al conde.
—No —contestó el profesor—. Ese hombre grande y grueso me es
desconocido. ¿Es alguien famoso? ¿Por qué me lo señala?
—Porque tengo razones particulares para desear saber algo de él. Es un
compatriota suyo y se llama el conde Fosco ¿Le suena ese nombre?
—Tampoco, Walter. Tanto el nombre como la persona me son
desconocidos.
—¿Está usted seguro de no conocerle? Mírelo otra vez, mírelo con
atención. Cuando salgamos del teatro le diré por qué me preocupa esto tanto.
Espere y suba aquí, le ayudo, así podrá verlo mejor.
Ayudé al hombrecillo a encaramarse sobre el borde de la plataforma sobre
la que estaban colocadas las butacas. Allí, la baja estatura de mi amigo dejaba
de ser una dificultad; desde allí podía mirar por encima de las cabezas de las
mujeres que se sentaban más cerca de nosotros.
Un hombre delgado, de pelo ralo, que estaba junto a nosotros, y a quien yo
no había advertido antes, un hombre con una cicatriz en la mejilla izquierda
miró con atención a Pesca cuando le ayudé a subir arriba, y luego miró con
más atención aún, siguiendo la dirección de los ojos de Pesca, al conde.
Nuestra conversación debió de haber alcanzado sus oídos —esta fue la
sensación que me dio— y debió de despertar su curiosidad.
Mientras tanto, Pesca, con la mayor serenidad, clavó sus ojos en aquel
rostro ancho, lleno, sonriente, ligeramente vuelto hacia arriba, exactamente
frente a Pesca.
—No —me dijo—. Jamás en mi vida he puesto mis ojos en ese hombre
alto y gordo.
Cuando habló, el conde bajó su mirada para examinar los palcos del
anfiteatro, situados a nuestras espaldas.
Los ojos de los dos italianos se encontraron.
Hacía un instante yo estaba perfectamente convencido con sus propias
reiteradas afirmaciones de que Pesca no conocía al conde. ¡Y un instante
después estaba igualmente convencido de que el conde conocía a Pesca!
¡Lo conocía!... Y lo que era más asombroso aún ¡le temía! No podía haber
error ante el cambio que se produjo en el rostro del bellaco. El color plomizo
que en un instante alteró su tez cetrina, la repentina rigidez de sus facciones, el
escrutinio furtivo de sus fríos ojos grises, la inmovilidad que paralizó su
cuerpo de pies a cabeza, lo dijeron todo. ¡Un terror de muerte se había
adueñado de él —de su cuerpo y de su alma— y la causa era el haber
reconocido a Pesca!
El hombre delgado de la cicatriz en la mejilla, seguía a nuestro lado. Es
obvio que también él sacó su conclusión del efecto que había producido en el
conde la presencia de Pesca, como yo había sacado la mía. Parecía una
persona afable y caballerosa, su aspecto hacía pensar que era extranjero; y su
interés por nuestro comportamiento no se expresaba de una manera que
pudiese considerarse ofensiva.
En cuanto a mí, estaba tan impresionado por la transformación que
observaba en el rostro del conde, tan desconcertado por el cariz enteramente
inesperado que habían tomado los acontecimientos, que no supe ni qué hacer
ni qué decir. Pesca me hizo volver en mí cuando se puso de nuevo a mi lado y
me habló primero.
—¡Cómo me está mirando este gordinflón! —exclamó—. ¿Me mira a mí?
¿Soy famoso? ¿Cómo puede conocerme si yo no le conozco a él?
Yo continuaba con los ojos fijos en el conde. Vi que no se movió hasta que
se movió Pesca; entonces para no perder de vista al hombrecillo, se agachó
ahora que Pesca se había bajado. Yo quería ver qué sucedería si Pesca dejaba
de mirarlo y por eso pregunté al profesor si entre las damas que ocupaban
aquella noche los palcos reconocía alguna alumna suya. Acto seguido Pesca
llevó sus gemelos a los ojos y con lentitud empezó a moverlos siguiendo los
palcos que se hallaban arriba buscando a sus alumnos por medio del escrutinio
más concienzudo.
En el momento en que se dedicó a esta tarea, el conde dio la vuelta, se
deslizó junto a quienes se sentaban entre él y el pasillo opuesto a nosotros y
desapareció en el que había en medio del patio de butacas. Cogí a Pesca del
brazo y, ante su asombro indescriptible, lo llevé apresuradamente hacia el
fondo del patio de butacas, para interceptar al conde antes de que pudiera
llegar a la puerta. Me sorprendió un poco ver que el hombre delgado se nos
adelantó eludiendo a un grupo de gente que salía al pasillo donde estábamos
nosotros y que nos obligaron a Pesca y a mí a detenernos. Cuando llegamos al
vestíbulo, el conde había desaparecido y el hombre de la cicatriz tampoco
estaba allí.
—¡Dios mío, que Dios me ampare! —gimió el profesor en un estado de
perplejidad total—. Pero, ¿qué es lo que está pasando?
Eché a andar sin contestarle. Las circunstancias en que el conde había
abandonado el teatro me hacían pensar en que su extraordinario deseo de
eludir a Pesca podía llevarlo a emprender actos más extremos aún. Podía
eludirme a mí también y salir de Londres. No me fiaba del futuro si le dejaba
un sólo día en libertad de acción. No me fiaba de aquel extranjero que había
escuchado nuestra conversación y que, como yo sospechaba, había seguido al
conde intencionadamente.
Con esta doble desconfianza en mi mente, no tardé en hacer comprender a
Pesca qué quería de él. En cuanto nos encontramos en su habitación, aumenté
cien veces su confusión y sobresalto al explicarle cuál era mi propósito con
toda la claridad y sinceridad con que he hablado de él aquí.
—Amigo mío, ¿qué puedo hacer yo? —imploró el profesor tendiendo
hacia mí sus brazos con gesto suplicante—. ¡Qué diantre, qué diantre! ¿Cómo
puedo ayudarle, Walter, si no conozco a ese hombre?
—Él le conoce a usted; le tiene miedo; se ha marchado del teatro para
eludirle. ¡Pesca! Para ello debe haber algún motivo. Mire hacia atrás, mire en
su propia vida anterior a su llegada a Inglaterra. Usted salió de Italia, como
usted mismo me lo ha dicho, por motivos políticos. Nunca me ha mencionado
estos motivos; y no se los pregunto ahora tampoco. Sólo le pido revisar sus
propios recuerdos y decirme si le sugieren que en su pasado haya causa para el
terror que haya podido producir en aquel hombre tan sólo verle a usted.
Para mi indecible sorpresa, estas palabras, que me parecían inocentes,
tuvieron el mismo extraño efecto sobre Pesca que la vista de Pesca había
tenido en el conde. La cara sonrosada de mi diminuto amigo palideció al
instante y él retrocedió lentamente, temblando de pies a cabeza.
—¡Walter! —me dijo—. ¡No sabe lo que me pide!
Hablaba en un susurro, me miraba como si de pronto yo le hubiera
revelado que nos estaba amenazando algún peligro oculto. En menos de un
minuto aquel hombrecillo alegre, vivaz, fantasioso, que conocía desde
siempre, había cambiado tanto que de haberlo encontrado en la calle, tal como
lo veía ahora con toda probabilidad no lo hubiera reconocido.
—Perdóneme, si sin querer le he causado pena y sobresalto —contesté—.
Recuerde la cruel afrenta que mi esposa ha sufrido de las manos del conde
Fosco. Recuerde que la afrenta puede quedar impune si no consigo los medios
que le obliguen a reparar el daño que hizo. Hablo en interés de mi esposa,
Pesca, le ruego una vez más que me perdone, no sé qué más decirle.
Me levanté para marcharme. Me detuvo antes de que yo llegase a la puerta.
—Espere —me dijo—. Me ha conmovido usted hasta el fondo del alma.
Usted no sabe cómo y por qué abandoné mi patria. Deje que me serene y
déjeme pensar si puedo hacerlo.
Volví a sentarme. El paseaba arriba y abajo por el cuarto, hablando sin
coherencia consigo mismo en su propia lengua. Después de dar unas cuantas
vueltas se me acercó y puso sus pequeñas manos, con insólita ternura y
solemnidad sobre mi pecho.
—Dígame con el corazón en la mano, Walter —me dijo—, ¿no existe otro
camino para llegar hasta ese hombre más que valiéndose de mí?
—No existe otro camino —contesté.
Se separó de mí de nuevo, abrió la puerta de la habitación, y con cautela se
asomó para mirar al pasillo, volvió a cerrarla y regresó a mi lado.
—Usted ganó sus derechos sobre mí, Walter —me dijo—, el día en que me
salvó la vida. Fueron suyos desde aquel instante para que los aprovechase
usted cuando quisiera. Aprovéchelos ahora. ¡Sí! Sé lo que le digo. Y las
palabras que escuchará ahora, tan verídicas como hay Dios, dejarán mi Vida
en sus manos.
La seriedad sobrecogedora con que pronunció esta extraordinaria
advertencia me convenció de que lo que decía era verdad.
—¡Piense en esto! —prosiguió, agitando con vehemencia sus manos—. No
puedo concebir qué conexión puede haber entre este hombre, Fosco, y mi vida
pasada que usted me hace recordar. Si encuentra usted la conexión guárdesela
y no me diga nada... Le ruego y le imploro de rodillas que me deje seguir
ignorándola, que me deje seguir inocente, que me deje seguir ciego en todos
los tiempos futuros, ¡que me deje estar como estoy ahora!
Dijo algunas palabras más, vacilantes y confusas, y luego volvió a
detenerse.
Vi que el esfuerzo que le costaba expresarse en inglés en una ocasión
demasiado seria para permitirle recurrir a gritos extravagantes y frases de su
habitual vocabulario, incrementaba de forma dolorosa la dificultad que él
experimentó desde el principio al tener que hablarme. Como había aprendido a
leer y comprender su idioma materno (aunque no a hablarlo) en los tiempos en
que nuestra amistad empezaba a ser íntima le ofrecí ahora que me hablase en
italiano si bien yo utilizaría el inglés para hacerle cualesquiera preguntas que
me fuesen necesarias para comprenderlo mejor. El aceptó mi proposición. En
su idioma melodioso y fluido hablado con agitación vehemente que se
manifestaba en gestos incesantes de su rostro, me llegaban ahora las palabras
que me animaron a emprender la última batalla que queda por narrar en estas
páginas.
—Lo único que sabe usted del motivo por el que abandoné Italia —
empezó él— es que fue por motivos políticos. Si yo hubiese venido a este país
perseguido por mi gobierno, no hubiera ocultado esos motivos ni a usted ni a
nadie. Pero los oculté porque ninguna autoridad gubernamental ha
dictaminado la sentencia de mi exilio. ¿Ha oído usted hablar alguna vez,
Walter, de esas Sociedades políticas que se esconden en todas las grandes
ciudades del continente europeo? Pues yo pertenecía en Italia a una de estas
sociedades y sigo perteneciendo aún aquí en Inglaterra. Cuando llegué a este
país, vine enviado por el mandato del Maestre. Fui muy celoso en mis años
jóvenes y me exponía al riesgo de comprometerme a mí mismo y a los otros.
Por este motivo me ordenaron emigrar a Inglaterra y esperar. Emigré. He
esperado. Y aún continúo esperando. Tal vez, mañana me llamen de nuevo, o
me llamen dentro de diez años. Para mí es lo mismo, aquí estoy, me mantengo
gracias a mis clases y espero. No falto a ningún juramento —sabrá ahora, por
qué— al completar mi confesión diciéndole el nombre de la sociedad a la que
pertenezco. No hago más que dejar mi vida en sus manos. Si alguien se entera
un día que lo que le estoy contando ha salido de mi boca, tan seguro como los
dos estamos ahora aquí, que soy hombre muerto.
Continuó su relato murmurando en mi oído. Guardo el secreto que así se
me comunicó. La sociedad a la que él pertenecía quedará suficientemente
definida para lo que constituye el objeto de este relato, si la llamo «La
Hermandad» en las pocas ocasiones en las que sea necesaria una referencia a
este tema.
—El objeto de La Hermandad —continuó Pesca—, es en breves palabras
el de cualquier otra sociedad política de esta índole: la destrucción de las
tiranías y la defensa de los derechos del pueblo. Los principios de La
Hermandad son dos. En tanto y mientras la vida de un hombre sea útil o
siquiera inofensiva, tiene derecho de gozar de ella. Pero si su vida inflige
agravios para el bienestar de sus prójimos, a partir de este momento pierde el
derecho, y no sólo no es un crimen, sino un mérito positivo, quitárselo. No soy
yo quien debe decir en qué circunstancias horribles de sufrimientos y de sus
opresiones salió a la luz la Sociedad. Y no son ustedes, los ingleses que han
conquistado su libertad hace tantos años y que por comodidad han olvidado la
sangre que derramaron y los extremos a que llegaron al conquistarla, y no son
ustedes los que puedan comprender hasta dónde puede llevar la más profunda
de las desesperaciones humanas a los hombres trastornados de una nación
esclavizada. El hierro que se ha metido hasta el fondo de nuestras almas ha
penetrado con demasiada profundidad para que ustedes puedan encontrarlo.
¡Dejen en soledad al refugiado! Ríanse de él, desconfíen de él, abran sus ojos
con asombro ante este «yo» secreto que late en él, algunas veces bajo las
cotidianas apariencias tranquilas y respetables de un hombre como yo y otras
bajo la pobreza vergonzante y la escualidez altanera de hombres menos
venturosos, menos pacientes y menos flexibles que yo, ¡pero no nos juzguen!
En la época de su rey Carlos I ustedes nos hubieran hecho justicia; ahora
acostumbrados al lujo de sus largos años de libertad, son incapaces de
hacerlo.»
Sus sentimientos más escondidos parecían abrirse camino para salir a flote
en estas palabras, todo su corazón se vaciaba ante mí por primera vez en
nuestras vidas, y sin embargo su voz no se levantaba; su temor ante la terrible
revelación que me estaba haciendo no lo abandonaba.
—Hasta aquí —continuó—, le parecerá que la Sociedad se asemeja a las
otras Sociedades. Su objetivo (en opinión de ustedes los ingleses) es anarquía
y revolución. Arrebatar las vidas de un mal rey o de un mal ministro es como
si el uno y el otro fueran bestias salvajes que se deben cazar a la primera
oportunidad. Le concedo eso, pero las leyes de «La Hermandad» son las leyes
que no rigen en ninguna otra sociedad política que haya sobre la faz de la
Tierra. Sus miembros no se conocen unos a otros. Hay un Presidente en Italia
y hay Presidentes en el extranjero. Cada uno de ellos tiene su Secretario. Los
presidentes y los Secretarios conocen a todos los miembros, pero éstos no se
conocen entre sí, a no ser que su Maestre considere oportuno por la necesidad
política de la época, o por la particular de la Sociedad, hacer que se conozcan.
Con semejante salvaguardia no se nos exige ningún juramento en el acto de
admisión. Nos identifica una marca secreta que todos llevamos y que dura
mientras duran nuestras vidas. Nos dedicamos a nuestros quehaceres y sólo
debemos comparecer ante el Presidente o el Secretario cuatro veces al año,
para el caso de que se requieran nuestros servicios. Se nos advierte que si
traicionamos a la Hermandad o si la ofendemos por servir otras causas,
moriremos, de acuerdo con los principios de la Hermandad; moriremos a
manos de un extraño que puede venir enviado del otro extremo del mundo
para asestar el golpe, o de la mano de nuestro más íntimo amigo, quien puede
ser miembro sin que lo sepamos a lo largo de los años de nuestra amistad. A
veces se dilata la muerte, otras sigue inmediatamente a la traición. Nuestro
primer deber es saber esperar y nuestro segundo deber es saber obedecer
cuando la orden está pronunciada. Algunos de nosotros pueden pasar
esperando su vida entera sin que se les reclame. Otros pueden ser llamados al
trabajo o a preparar un trabajo el día de la admisión. Yo mismo..., este hombre
pequeño parlanchín y campechano que ya usted conoce, quien, por su
voluntad, no sacará un pañuelo para matar una mosca que vuela junto a su
cara..., yo mismo, en mi juventud, por provocaciones tan horribles que no
quiero ni hablarle ahora de ellas, ingresé en la Hermandad llevado de un
impulso, como pudiera, llevado de un impulso, haberme matado. Ahora tengo
que permanecer en ella, me posee, piense lo que piense de ella ahora que mis
circunstancias son mejores y mi hombría es menos ardiente, y me poseerá
hasta mi último día. Estando en Italia fui elegido Secretario y todos los
miembros de aquella época que fueron presentados al Presidente, también me
fueron presentados a mí.»
Yo empezaba a comprenderlo; vi adónde conducía su extraordinaria
declaración. Pesca esperó unos instantes, observándome con gravedad,
observándome hasta que vislumbró qué estaba pasando por mi imaginación, y
sólo entonces volvió a hablar.
—Usted ha sacado ya sus conclusiones —dijo—. Lo leo en sus ojos. No
me diga nada; déjeme apartado del secreto de sus pensamientos. Déjeme hacer
un último sacrificio por su propio bien... Y cuando acabemos con este tema no
volvamos jamás a él en nuestra vida.
Me hizo señas de que no respondiese nada; se levantó, se despojó de su
chaqueta y arremangándose las mangas de la camisa me mostró el brazo
izquierdo.
—Le he prometido que esta confesión sería completa —murmuró de nuevo
a mi oído mientras mis ojos estaban fijos en la puerta—. Suceda lo que suceda
nunca podrá usted reprocharme que le haya ocultado nada que fuese necesario
conocer para servir a sus intereses. Le he dicho que la Hermandad identifica a
sus miembros por una marca que pesa sobre su cuerpo toda la vida. Va a ver
usted mismo la marca en el sitio en que la señalan.
Levantó su brazo y vi que en la parte de arriba y en el lado interior se le
destacaba la cicatriz rojiza de una quemadura profunda. Me abstengo de
describir el lema que representaba. Bastará con decir que era redonda y tan
pequeña que desaparecería debajo de la moneda de un chelín.
—Todo hombre que lleve esta señal estampada en este sitio —dijo,
volviendo a bajar la manga—, es miembro de la Hermandad. Y el hombre que
ha faltado a la Hermandad, más tarde o más temprano es descubierto por los
maestres que lo conocen bien sea por un presidente o bien por un secretario. Y
un hombre a quien los Maestres han descubierto, es hombre muerto. No hay
leyes humanas que puedan protegerle. Recuerde lo que ha oído y lo que ha
visto; saque las conclusiones que quiera, actúe como mejor le parezca. ¡Pero
en nombre del Cielo, descubra lo que descubra, haga lo que haga no me diga
nada! Déjeme libre de una responsabilidad, cuya sola idea me aterra, y que, lo
sé en mi conciencia, ahora no es mi responsabilidad. Por última vez se lo digo
por mi honor de caballero, por mis promesas de cristiano, que si el hombre que
usted me señaló en la Opera me conoce, debe estar tan desfigurado o tan
cambiado que yo no le conozco a él. Ignoro cuáles serán sus procedimientos o
sus propósitos en Inglaterra. No le he visto nunca, no he oído nunca que yo
sepa, pronunciar el nombre que está usando hasta esta noche. No tengo más
que decir. Déjeme solo, Walter. Estoy abrumado por lo que ha sucedido, estoy
asustado por lo que he dicho. Deje que intente ser yo mismo de nuevo para
cuando volvamos a encontrarnos».
Se dejó caer en una silla y dándome la espalda ocultó su rostro entre las
manos. Abrí la puerta con suavidad para no perturbarle, y me despedí de él
hablando en voz baja, con palabras que él podía recoger o no, según quisiese.
—Guardaré en los más profundo de mi corazón lo que ha sucedido esta
noche —le dije—. Jamás tendrá que arrepentirse de la confianza que ha
depositado en mí. ¿Puedo volver mañana? ¿Puedo volver por la mañana a las
nueve?
—Sí, Walter —contestó mirándome afectuosamente y hablándome de
nuevo en inglés como si su única preocupación ahora fuera retornar a nuestras
relaciones de antes—. Venga a compartir mi modesto desayuno antes de que
yo salga para emprenderla con mis alumnos.
—Buenas noches, Pesca.
—Buenas noches, amigo mío.
IV
Mi primera idea en cuanto me encontré de nuevo en la calle, fue que no me
quedaba otra alternativa más que la de actuar conforme a la información que
acababa de recibir: encontrar al conde aquella misma noche o exponerme al
riesgo de perder la última posibilidad para Laura. Miré el reloj: eran las diez
de la noche.
Ni una sombra de duda cruzó mi mente respecto al motivo por el que el
conde se había marchado del teatro. Estaba claro que escapar de nosotros
aquella noche era sólo un acto preliminar a su abandono de Londres. Aquel
hombre llevaba en su brazo la marca de la Hermandad —estaba tan seguro de
ello como si él me hubiera enseñado la quemadura— y sobre su conciencia
pesaba la traición inferida a la Hermandad, lo había visto cuando él reconoció
a Pesca.
No era difícil comprender por qué este conocimiento no fue mutuo. Un
hombre como el conde no se hubiera expuesto nunca a las terribles
consecuencias del hecho de haberse convertido en espía, sin preocuparse de su
seguridad personal con el mismo empeño con que se preocupaba de su
remuneración pecuniaria. El rostro afeitado que yo señalé en la Opera pudo
haber estado en tiempos de Pesca cubierto con barba; su oscuro cabello
castaño podía ser una peluca y su nombre, evidentemente, era falso. El
transcurso de los años le ayudaría también, pues su inmensa corpulencia quizá
hubiese aparecido en los últimos tiempos. Sobraban razones para explicar por
qué Pesca no le había reconocido; y sobraban razones para que el conde
reconociese a Pesca, cuya singular estampa lo hacía notar estuviera donde
estuviera.
He dicho que estaba seguro del propósito que el conde tenía en mente al
huir de nosotros cuando se marchó del teatro. ¿Cómo iba a dudar de este
propósito, si vi con mis propios ojos que, a pesar de aparecer bajo un aspecto
cambiado, creyó que Pesca le había reconocido, y, por lo tanto, era un peligro
para su vida? Si lograba verle aquella noche, si podía demostrarle que yo
también sabía el peligro mortal que corría, ¿qué iba a pensar? Simplemente
esto. Uno de los dos debería hacerse dueño de la situación. Uno de los dos
debía inevitablemente quedar a la merced del otro.
Era mi deber ante mí mismo considerar las posibilidades de encontrarme
con las adversidades antes de enfrentarme a ellas. Era mi deber ante mi esposa
hacer cuanto estaba en mi poder por disminuir el riesgo.
Las posibilidades de la suerte adversa no requerían escrutinio: todas ellas
convergían en una: si el conde descubría, con mi propia confesión, que el
camino más recto hacia su seguridad era quitarme la vida, probablemente era
el último hombre en la tierra que iba a desaprovechar la ocasión para distraer
mi atención y hacerlo si se encontraba conmigo a solas. El único riesgo se
presentaba, tras una breve reflexión, con bastante claridad.
Antes de hacerle saber mi descubrimiento personalmente, debía situar el
propio descubrimiento de tal forma que se pudiera utilizar en contra suya en
cualquier instante, y que estuviese a salvo de todo intento de suprimirlo que el
conde pudiera emprender. Si, antes de acercarme a él, yo dejaba bajo sus pies
una mina, y si dejaba instrucciones a una tercera persona para hacerla volar, al
expirar un plazo determinado, si antes no se recibieran indicaciones para lo
contrario procedentes de mi propia mano o de mi propia boca, en tal caso, la
seguridad del conde quedaba en entera dependencia de la mía y yo tendría una
abierta ventaja sobre él incluso estando dentro de su propia casa.
Esta idea se me ocurrió cuando me acercaba a nuestra nueva casa que
habíamos alquilado al volver de la costa. Abrí la puerta con mi llave y entré
sin molestar a nadie. En el zaguán había una vela encendida y la llevé a mi
despacho para hacer mis preparativos y disponerlo todo para mi entrevista con
el conde antes de que Laura o Marian tuvieran la menor sospecha de lo que me
proponía hacer.
Una carta dirigida a Pesca era la medida de precaución más segura que yo
podía tomar. La carta que escribí decía lo siguiente:
«El hombre que le señalé en la Opera es miembro de la Hermandad y ha
sido traidor a su confianza. Ponga a prueba estas dos afirmaciones mías
inmediatamente. Usted conoce el nombre que utiliza en Inglaterra. Vive en
Forest Road, num. 5, St. John's Wood. Por el afecto que usted me tuvo
siempre, use del poder con que está investido para actuar sin piedad y sin
dilación contra ese hombre. Yo lo he expuesto todo y todo lo he perdido.
La prenda de mi fracaso la he pagado con mi vida».
Firmé y feché estas líneas, metí la carta en un sobre y lo lacré. Encima
escribí esta disposición:
«No abra esta carta hasta mañana a las nueve. Si hasta entonces no ha
sabido nada de mí, rompa el sobre al dar el reloj las campanadas y entérese de
su contenido.»
Puse mis iniciales debajo y protegí la carta con otro sobre lacrado en el que
puse las señas de Pesca.
Ahora lo único que me quedaba por hacer era buscar el modo de enviar mi
carta a su destino inmediatamente. Al hacerlo, habría cumplido con cuanto
estaba en mi poder. Si algo me sucedía en casa del conde, ahora estaba todo
dispuesto para que él respondiese de ello con su vida.
No dudé un instante de que en manos de Pesca, si él quería hacer uso de
ellos, estaban los medios necesarios para impedirle que se escapase,
cualesquiera que fuesen las circunstancias. La extraordinaria ansiedad que
había mostrado por permanecer en la ignorancia de la identidad del conde, o,
en otras palabras, por continuar desentendiéndose de ciertos hechos y
justificarse en su conciencia por permanecer inactivo, me hizo ver claro que
los medios para ejercer la terrible justicia de la Hermandad los tenía al alcance
de su mano, aunque siendo de natural humanitario, se había abstenido de
confesármelo abiertamente. La seguridad mortal de que la venganza de las
Sociedades políticas extranjeras perseguía al traidor a su causa, se escondiera
éste donde se escondiera, se confirmaba demasiadas veces, incluso para mi
superficial conocimiento, como para dejar lugar a dudas. Considerando este
tema sólo como un lector de periódicos, acudían a mi memoria casos que se
habían dado tanto en Londres como en París, de los extranjeros que aparecían
apuñalados en las calles y a cuyos asesinos jamás se logró encontrar: de los
cuerpos o de partes de cuerpo arrojados al Támesis o al Sena por manos que
jamás se pudo descubrir; de las muertes causadas por la violencia secreta que
sólo podían explicarse de un modo. No he ocultado nada que a mí se refiera a
lo largo de estas páginas, y no ocultaré ahora que creía haber escrito la
sentencia de muerte del conde Fosco, si llegaba a suceder la fatal contingencia
que autorizase a Pesca a abrir el sobre.
Bajé a la planta baja para decir al casero que me buscase un mensajero.
Ocurrió que en aquel momento precisamente subía la escalera y nos
encontramos en el rellano. Su hijo, un muchacho despierto, fue a quien el
casero, al enterarse de mi deseo, me propuso como mensajero. Encontramos al
chico en el piso de arriba y le di las instrucciones necesarias. Tenía que coger
un coche para llevar la carta, entregarla en las propias manos del profesor
Pesca y traerme unas palabras escritas por aquel caballero en confirmación de
su recibo; volvería en el coche, que quedaría esperando a la puerta para usarlo
yo luego. Eran casi las diez y media. Calculé que en veinte minutos el
muchacho estaría de vuelta y en otros veinte podía yo estar en St. John's
Wood.
Cuando el muchacho se fue a cumplir mi encargo, subí a mi cuarto para
dejar en orden algunos papeles para que fuese fácil encontrarlos, en el caso de
que sucediese lo peor. Metí la llave del antiguo escritorio donde los guardé; en
un sobre que lacré escribí el nombre de Marian, y lo dejé sobre mi mesa.
Hecho esto, bajé al salón donde esperaba encontrar a Laura y Marian,
esperando que yo volviese a la Opera. Por primera vez sentí mi mano temblar
cuando la puse en el tirador de la puerta.
En la estancia sólo se hallaba Marian. Estaba leyendo y cuando entré miró
su reloj, sorprendida.
—¡Qué temprano vienes —me dijo—. Debes haberte marchado antes de
que la ópera haya terminado!
—Sí —contesté—. Ni Pesca ni yo esperamos al final. ¿Dónde está Laura?
—Tuvo esta noche una de sus jaquecas y le aconsejé que se acostara
después de tomar una taza de té.
Salí en seguida de la habitación con el pretexto de ver si Laura dormía. Los
rápidos ojos de Marian empezaban a mirarme interrogativamente; la rápida
inteligencia de Marian empezaba a comprender que algo pesaba sobre mi
ánimo.
Cuando entré en nuestro dormitorio y me acerqué quedamente a la cama a
la luz tenue de una lamparilla, mi mujer dormía.
No hacía un mes que nos habíamos casado. ¡Creo que había una excusa
para mí si mi corazón estaba oprimido, si mi resolución vaciló por un
momento cuando miré su rostro, que en el sueño ella había vuelto con
confianza hacia mi almohada, cuando vi su mano abierta descansando sobre la
colcha como si inconscientemente ella esperase las mías! Tan sólo me permití
arrodillarme unos instantes junto a ella y mirarla de cerca, tan cerca que su
aliento, que iba y venía, acariciaba mi rostro. Para despedirme, sólo rocé su
mano y su mejilla con mis labios. Se agitó en su sueño y murmuró mi nombre,
pero no se despertó. Me demoré un instante en la puerta para mirarla una vez
más. «¡Dios te bendiga y proteja mi vida!» —susurré, y salí.
Marian me esperaba en el rellano de la escalera. En sus manos tenía un
papel doblado.
—El hijo del dueño ha traído esto para ti —me dijo—. Tiene un coche a la
puerta y dice que le has mandado retenerlo para ti.
—Es verdad, Marian. Necesito el coche porque voy a salir otra vez.
Bajé la escalera diciendo esto y entré en el salón para leer el papel a la luz
de la vela que había sobre la mesa. Contenía estas frases escritas con la letra
de Pesca:
«He recibido su carta. Si no le veo antes de la hora que usted me indica,
romperé el sello cuando el reloj dé las campanadas.»
Guardé el papel en mi cartera y me dirigí a la puerta. Marian se me acercó
desde el umbral y me empujó otra vez hacia dentro, así que la luz de la vela
alumbró mi rostro de plano. Me cogió de las manos mientras sus ojos
escudriñaban los míos.
—¡Comprendo! —dijo ella con un susurro lleno de ansia—. Esta noche
pruebas la última posibilidad.
—Sí..., la última y la mejor —contesté.
—¡No vayas solo! ¡Por amor de Dios, Walter, no vayas solo! Déjame
acompañarte. No me lo impidas sólo porque sea una mujer ¡Tengo que ir,
quiero ir! Yo esperaré fuera, en el coche.
Me tocó a mí detenerla. Intentó liberarse de mis manos y llegar a la puerta
antes.
—Necesito que me ayudes —le dije— quédate aquí y duerme esta noche
en el cuarto de mi mujer. Déjame marchar tranquilo por Laura y te respondo
de que todo lo demás saldrá bien. Anda, Marian, ven; dame un beso y
demuéstrame que tienes el valor de esperar a que yo vuelva.
No me atreví a darle tiempo para decir una palabra más. Intentó de nuevo
detenerme. Me liberé de sus manos y en un instante estaba fuera de la
habitación. El muchacho, que estaba abajo, me oyó bajar las escaleras y abrió
la puerta del zaguán; de un salto me encontré dentro del coche, antes de que el
cochero tuviese tiempo de bajar del pescante.
—Forest Road, en St John's Wood —le grité desde la ventana—. Si me
lleva en un cuarto de hora le pago el doble.
—Lo haré, señor.
Miré mi reloj. Eran las once. No podía perder ni un minuto.
El movimiento veloz del coche, la conciencia de que cada instante me
acercaba al conde, la idea de que por fin y sin poder volver atrás, había
iniciado mi audaz empresa me pusieron en tal estado de excitación febril que
no dejaba de animar al cochero para que fuese más rápido aún. Cuando
dejamos atrás las calles y cruzamos el camino de St. John's Wood, me asaltó
tal impaciencia que me puse en pie y asomé la cabeza por la ventana para ver
el fin de mi viaje antes de que llegásemos a él. Cuando el reloj de una iglesia
distante dio a lo lejos las once y cuarto, el coche daba la vuelta por Forest
Road. Mandé al cochero detenerse a unos pasos de la casa del conde, le pagué
y después de despedirle, fui hacia la puerta de entrada.
Al acercarme a la verja del jardín vi que en dirección contraria venía hacia
ella otra persona. Nos encontramos bajo el farol de gas y nos miramos el uno
al otro. Reconocí al instante al extranjero de pelo ralo con la cicatriz en la
mejilla y creí que él me reconocía a mí. Pero no dijo nada, y en lugar de parar
ante la casa como yo hice siguió adelante. ¿Se hallaba por casualidad en Forest
Road? ¿O había seguido al conde hasta su casa desde la Opera?
No me entretuve buscando respuestas a estas preguntas. Después de
esperar un poco a que el desconocido desapareciese lentamente de mi vista,
llamé a la campanilla. Eran las once y veinte, una hora suficientemente tardía
para que al conde le fuese fácil deshacerse de mí pretextando que estaba
acostado ya.
El único modo de evitar esta contingencia era dar mi nombre sin hacer
preguntas preliminares y mandarle decir al mismo tiempo que yo tenía un
serio motivo para desear verlo a aquella hora. Por eso, mientras estaba
esperando, saqué mi tarjeta y escribí en ella, debajo de mi nombre; «Asunto
importante». La criada abrió la puerta cuando yo escribía con lápiz la última
palabra y me preguntó con desconfianza, «qué deseaba».
—Tenga la amabilidad de entregar esta tarjeta a su señor —contesté
dándosela.
Comprendí por el gesto vacilante de la muchacha que si hubiera
preguntado directamente por el conde ella habría seguido sus instrucciones y
me hubiera contestado que no estaba en casa. La seguridad con que le entregué
la tarjeta la había confundido. Después de mirarme con perplejidad, entró en la
casa llevando mi nota, cerró la puerta y me quedé esperando en el jardín.
Al poco rato volvió a salir, preguntando por el motivo de mi visita. Le
contesté que saludase a su amo en mi nombre, diciéndole que por la índole del
asunto que me traía a su casa no podía confiárselo a nadie más que a él. La
criada volvió a entrar; luego reapareció para hacerme pasar al interior.
La seguí. Un instante después me hallaba en la casa del conde.
En el vestíbulo, la lámpara no estaba encendida, pero a la tenue luz del
farolillo que llevaba la muchacha acompañándome atrás por la escalera, vi a
una señora mayor asomarse silenciosamente desde un cuarto trastero del piso
de abajo. Me lanzó una mirada viperina cuando entré en el vestíbulo, pero no
dijo nada y subió lentamente la escalera sin contestar a mi saludo. Mi
familiaridad con el Diario de Marian me permitió estar seguro de que la señora
mayor era la condesa Fosco.
La criada me condujo al cuarto del que acababa de salir la condesa. Entré y
me vi frente a frente con el conde.
No se había despojado aún de su traje de etiqueta, excepto del frac, que
había dejado encima de una silla. Las mangas de la camisa estaban vueltas por
los puños. A un lado había una cartera y, al otro, un baúl. Libros, papeles,
prendas de vestir estaban tirados en desorden por el cuarto. Sobre una mesa
junto a la puerta, estaba la jaula que me era tan conocida por descripción, con
los ratones blancos. Los canarios y la cacatúa estaban probablemente en otra
habitación. Él estaba sentado delante del baúl, metiendo cosas dentro y cuando
entró se levantó con unos papeles en la mano, para recibirme. En su rostro
quedaban aún huellas del sobresalto sufrido en la Opera. Sus redondas mejillas
colgaban fláccidas y lívidas; sus fríos ojos, grises, estaban furtivamente
atentos; su voz, su expresión, sus gestos delataban la misma actitud suspicaz
cuando avanzó un paso a mi encuentro y me invitó, con distante cortesía, a
sentarme.
—¿Viene usted a verme para algún asunto, señor? —me dijo—. Me
gustaría saber de qué asunto puede tratarse.
La indisimulada curiosidad con la que me miraba mientras hablaba, me
demostró que no me había visto aquella noche en la Opera. Primero vio a
Pesca, y evidentemente desde aquel instante hasta que salió del teatro no había
visto nada más. Mi nombre necesariamente le había hecho pensar que yo
entraba en su casa con un propósito hostil respecto a él, pero fuera de esto,
parecía ignorar por completo la verdadera índole de mi vista.
—He tenido suerte de encontrarle aquí esta noche —le dije—. ¿Parece
usted estar a punto de emprender un viaje?
—¿Está relacionado su asunto con mi viaje?
—En cierto modo, sí.
—¿Cómo es eso? ¿Sabe usted adónde voy?
—No; sólo sé por qué se va usted de Londres.
Se deslizó a mi lado con la rapidez del pensamiento, cerró la puerta con
llave y metió la llave en su bolsillo.
—Usted y yo, señor Hartright, tenemos un conocimiento excelente cada
uno de la reputación del otro —me dijo—. ¿Se le ocurre a usted por
casualidad, al venir a esta casa, que yo no soy de la clase de hombres con los
que se puede jugar?
—Sí, se me ocurrió —le contesté—, y no he venido a jugar con usted.
Estoy aquí por un motivo de vida o muerte, y si esa puerta que usted acaba de
cerrar estuviera abierta, nada de lo que usted diga o haga me impulsaría a
atravesarla.
Di unos pasos hacia delante y me detuve frente a él pisando la esterilla de
la chimenea. El colocó su silla delante de la puerta y se sentó con el brazo
apoyado sobre la mesa. La jaula con ratones blancos estaba a su lado y los
animalitos se despertaron cuando el pesado brazo sacudió la mesa y se
asomaron por los agujeros de los alambres.
—¿Un asunto de vida o muerte? —repitió para sí mismo—. Estas palabras
son quizá más serias de lo que usted cree. ¿A qué se refiere?
—A lo que estoy diciendo.
Su ancha frente se perló de sudor. Su mano izquierda se deslizaba hacia el
borde de la mesa. Allí había un cajón con una cerradura, y en la cerradura
estaba la llave. Su dedo índice y el gordo se cerraron sobre la llave, pero no la
hacían girar.
—¿De modo que usted sabe por qué me voy de Londres? —prosiguió—.
Dígame, por favor, cuál es la causa.
Giró la llave en la cerradura y dejó el cajón abierto.
—Puedo hacer aún más que eso —le dije—. Puedo mostrarle la causa, si lo
desea.
—¿Cómo puede mostrármela?
—Se ha quitado el frac —le dije—. Suba la manga del brazo izquierdo, y
así verá usted esa causa.
El mismo color lívido, plomizo, que vi invadir su rostro en el teatro, se
alteraba ahora. El brillo siniestro de sus ojos se clavó insistente y duro en los
míos. No decía nada. Pero su mano izquierda abrió lentamente el cajón de la
mesa y suavemente se deslizó dentro. Un ruido áspero de un objeto pesado que
él movía sin que yo pudiera verlo, se dejó oír un instante y cesó en seguida.
Ahora el silencio era tan intenso que incluso el débil traqueteo de los dientes
de los ratones blancos contra los alambres de la jaula se distinguía con
claridad desde el sitio donde yo estaba.
Mi vida pendía de un hilo, y yo lo sabía. En aquel momento final yo
pensaba con su cerebro, sentía con sus dedos, y estaba tan seguro como si lo
hubiera visto, del objeto que escondía en el cajón.
—Ya me ha dicho usted bastante —contestó con una serenidad repentina,
tan poco natural y tan tenebrosa que fue para mis nervios una prueba más dura
que cualquier arrebato de violencia—. Necesito un momento para pensar, si
me permite. ¿Adivina usted en qué estoy pensando?
—Quizá lo adivine.
—Pues pienso —indicó tranquilamente—, si debo aumentar el desorden en
este cuarto, desparramando sus sesos por la chimenea.
Vi en su rostro que, si me hubiera movido en aquel momento, él lo habría
hecho.
—Le aconsejo que lea usted unas líneas de este papel que tengo aquí —
continué—, antes de tomar la última decisión.
Mi propuesta pareció excitar su curiosidad. Asintió con la cabeza. Saqué
de la cartera el papel enviado por Pesca para acusar recibo de mi carta y se la
entregué extendiendo mi brazo. Luego volví a situarme donde estaba antes,
frente a la chimenea.
Leyó en voz alta aquellas frases: «He recibido su carta. Si no le veo antes
de la hora que usted me indica, romperé el sello cuando el reloj dé las
campanadas.»
Otro hombre en su lugar hubiera necesitado alguna explicación de estas
palabras, pero el conde no experimentó tal necesidad. Con leer aquella nota
una sola vez comprendió qué precaución había tomado, con tanta claridad
como si hubiese estado a mi lado cuando la adopté. La expresión de su rostro
cambió al instante y su mano emergió del cajón, vacía.
—No cierro el cajón, señor Hartright —me dijo—, y no le digo que no voy
a esparcir sus sesos por la chimenea. Pero soy justo, incluso con mis enemigos
y antes que nada quiero reconocer que estos sesos son más listos de lo que
creo. ¡Vamos al grano, señor mío! ¿Usted necesita algo de mí?
—Lo necesito y pienso obtenerlo.
—¿En qué condiciones?
—Sin condiciones.
Su mano volvió a introducirse en el cajón.
—¡Vaya, seguimos dando vueltas —dijo—, y sus sesos tan listos están otra
vez en peligro! ¡Su tono es deplorablemente imprudente, señor, modérelo
ahora mismo! El riesgo de dispararle aquí donde está, es para mí menos grave
que el riesgo de dejarle salir de esta casa, salvo que lo haga en las condiciones
que yo le dicte y apruebe. Ahora no lucha usted contra mi llorado amigo.
Ahora está usted frente a frente ¡con FOSCO! Si las vidas de veinte señores
Hartright fuesen escalones que me condujeran hacia mi seguridad, pasaría por
todos ellos sostenido por mi sublime indiferencia y serenado por mi calma
impenetrable. ¡Respéteme si aprecia usted su propia vida! Le conmino a que
responda a tres preguntas antes de abrir la boca de nuevo. Escúchelas, son
necesarias para esta entrevista. Responda a ellas porque son necesarias para
mí.
Levantó un dedo de la mano derecha.
—Primera pregunta —dijo él—, usted vino aquí poseyendo una
información que puede ser verdadera como puede ser falsa, pero, ¿dónde la
consiguió?
—Me niego a decírselo.
—No importa: lo voy a averiguar. Ya la encontraré, si esta información es
verdadera... y, ¡fíjese usted en que lo digo con toda resolución, está usted
negociando con ella a base de una traición suya o de otro hombre también
traidor. Anoto esta circunstancia —para usos venideros— en mi memoria que
no olvida nada... Continúo.
Levantó otro dedo y dijo:
—¡Segunda pregunta! Esas líneas que me ha pedido usted que lea no están
firmadas. ¿Quién las escribió?
—Un hombre en quien yo tengo muchas razones para confiar de pleno, y
usted, otras tantas para temer.
Mi respuesta produjo el efecto esperado. Su mano tembló de modo audible
dentro del cajón.
—¿Cuánto tiempo tengo —preguntó, haciendo su tercera pregunta con
tono más calmado—, antes de que suenen las campanadas del reloj y se rompa
el sello?
—El tiempo suficiente para que nos pongamos de acuerdo —repliqué.
—Contésteme usted con claridad, señor Hartright. ¿Qué hora tiene que
sonar en el reloj?
—Las nueve de mañana por la mañana.
—¿Las nueve de la mañana? Ya veo que usted ha preparado la trampa para
antes de que yo consiga el pasaporte y pueda salir de Londres. ¿No será antes
de eso, supongo? Ya lo veremos luego. Puedo retenerle a usted aquí de rehén y
negociar el asunto de la carta para recuperarla antes de que le permita
marcharse. Mientras tanto, tenga la bondad de exponerme sus condiciones.
—Va usted a escucharlas. Son sencillas y no necesito mucho tiempo para
hacérselas saber. ¿Sabe usted a favor de quién actúo viniendo aquí?
Sonrió con un supremo dominio de sí mismo e hizo un gesto displicente
con la mano derecha.
—Intentaré adivinarlo —dijo con mordacidad. — ¡A favor de una dama,
por supuesto!
—De mi mujer.
Me miró y por primera vez vi en su rostro una expresión honesta, la
expresión de franca estupefacción. Pude ver que a partir de este momento yo
había descendido en su estima como hombre peligroso. Cerró en seguida el
cajón, se cruzó de brazos y siguió escuchando con una sonrisa de atención
sarcástica.
—Le supongo a usted suficientemente enterado —continué—, del curso
que tomaron mis investigaciones hace muchos meses, para comprender que
todo intento de negar ante mí hechos reales sería infructuoso. Usted es
culpable de una conspiración infame. Y el motivo de ésta fue hacerse con una
fortuna de diez mil libras.
No contestó nada. Pero su rostro se ensombreció de pronto con una
angustia creciente.
—Guárdese su ganancia —continué.
(Su rostro volvió a iluminarse inmediatamente, y sus ojos se abrieron con
un asombro siempre más grande.)
—No he venido para degradarme disputándole el dinero que ha pasado por
sus manos y que ha sido el precio de un crimen vil...
—Cuidado, señor Hartright. Su palabrería moral produce un excelente
efecto en Inglaterra. Guárdela para usted y para sus compatriotas, si le parece.
Las diez mil libras eran un legado que el anterior señor Fairlie dejó en su
testamento a mi excelente esposa. Mire el asunto desde este punto de vista y lo
discutiré con usted si así lo desea. Sin embargo, para un hombre con mis
sentimientos, el tema es deplorablemente sórdido. Prefiero pasarlo de largo. Le
invito a volver a la discusión de sus condiciones. ¿Qué quiere de mí?
—En primer lugar quiero una completa confesión de la conspiración
escrita y firmada por usted en mi presencia.
Levantó otra vez un dedo. «¡Una!» —dijo interrumpiéndome con la viva
atención de un hombre práctico.
—En segundo lugar quiero una prueba fehaciente que no dependa de sus
aseveraciones personales, de la fecha en que mi mujer salió de Blackwater
Park para ir a Londres.
—Vaya, vaya; veo que pone usted el dedo en la llaga, —observó tranquilo
— ¿Algo más?
—De momento, nada más.
—Bien. Ha establecido usted sus condiciones, y ahora escuche las mías. La
responsabilidad que representa para mí admitir lo que usted quiere llamar
«conspiración» es quizá menor, después de todo, que la responsabilidad de
dejarle a usted muerto sobre esa alfombra junto a la chimenea. Supongamos
que admito su proposición... con mis condiciones. Escribiré la confesión que
usted desea y tendrá usted la prueba fehaciente. ¿Le bastará, supongo, como
tal prueba una carta de mi llorado amigo informándome del día y la hora en
que su mujer llegaba a Londres, escrita firmada y fechada por él? Puedo
dársela. También puedo proporcionarle las señas del hombre que me alquiló el
coche para ir a buscar a mi huésped a la estación el día que llegó: su libro de
encargos podrá informarle de la fecha, incluso si el cochero que condujo el
coche no puede serte útil. Es lo que puedo hacer y haré con las siguientes
condiciones. Primera: Madame Fosco y yo saldremos de esta casa a la hora y
de la forma que nos parezca y sin obstáculos de ningún tipo por su parte.
Segunda: usted esperará aquí conmigo, a mi agente, que vendrá a las siete de
la mañana para arreglar mis asuntos. Le dará una nota escrita para el hombre
que tiene la carta lacrada, con orden suya expresa de que le devuelva esa carta.
Usted esperará aquí hasta que mi agente vuelva y me entregue la carta sin
abrir. Después de esto, me da a mí media hora para marcharme de esta casa,
después de lo cual recupera usted la libertad de actuación y se va a donde
quiera. Tercero, me debe usted una satisfacción como caballero por haberse
inmiscuido en mis asuntos particulares y por el lenguaje que se ha permitido
usted usar conmigo durante esta entrevista. La hora y el lugar, en el extranjero,
se fijarán en una carta escrita con mi mano que le mandaré cuando me
encuentre sano y salvo en el continente; la carta contendrá también una tira de
papel de la longitud exacta de mi espada. Estas son mis condiciones. Dígame
si las acepta. Sí o no.
La extraordinaria mezcla de resolución repentina, de astuta previsión, de
bravata burlesca que sonaban en aquel discurso me dejó por un momento
perplejo, pero sólo por un momento. La única cuestión que se debía tener en
consideración, era si estaba justificado o no llegar a la posesión de los medios
para establecer la identidad de Laura a costa de permitir escapar impune al
canalla que se la había hurtado. Yo sabía que el deseo de conseguir el justo
reconocimiento de mi mujer en la casa donde nació, por los que la habían
expulsado de allí como una impostora, y de desmentir públicamente la
falsedad que profanaba aún la lápida sobre la tumba de su madre, era un deseo
mucho más puro que el deseo vindicativo que se había inmiscuido en mi
propósito desde el principio. Y sin embargo, no puedo afirmar con honestidad
que mis propias convicciones morales fueran suficientemente fuertes para
determinar el desenlace de esta lucha que se desarrollaba en mi interior. Les
ayudó mi recuerdo de la muerte de Sir Percival. ¡Qué horrendo fue el
cumplimiento de la justicia que entonces fue arrancado de mis débiles manos
en el último momento! ¿Qué derecho tenía yo para decidir, en mi pobre
ignorancia terrena del futuro, que también este hombre iba a escapar impune
sólo porque se me escapase a mí? Pensé en estas cosas quizás con la
superstición inherente a mi naturaleza, quizá con un sentido más digno que el
de la superstición. Era difícil ahora que por fin lo había atrapado, volver a
soltarlo por propia voluntad, pero me forcé a hacer el sacrificio. Dicho
brevemente, me dejé guiar por el único motivo superior del que yo estaba
seguro, el de servir a la causa de Laura y a la causa de la Verdad.
—Acepto sus condiciones —le dije—. Con una reserva por mi parte.
—¿Qué reserva es ésta? —preguntó.
—Me refiero a la carta lacrada —respondí—. Exijo que la destruya en mi
presencia sin abrirla, en cuanto se la entreguen.
El objeto que yo perseguía al estipularlo era simplemente evitar que Fosco
llevase consigo una prueba material de la índole de mi comunicación a Pesca,
que Fosco descubriría por fuerza cuando por la mañana diese las señas a su
agente. Pero el conde no podría hacer uso de su descubrimiento basándose en
su propio testimonio verbal —aun en el caso poco probable de que realmente
lo intentase. Eso disminuía mis remordimientos en relación a Pesca.
—Acepto su reserva —respondió, después de considerar la cuestión con
gravedad durante un par de minutos—. No merece la pena ni discutirla.
Romperé la carta cuando llegue a mis manos.
Mientras hablaba se levantó de la silla que ocupaba frente a mí. Parecía
que hiciera un esfuerzo por liberar su ánimo de toda la presión que nuestra
entrevista le había infligido.
—¡Uf! —exclamó, desperezándose placenteramente—; la escaramuza ha
sido dura. Siéntese, señor Hartright. Dentro de unas horas nos enfrentaremos
como enemigos mortales. Entretanto, intercambiemos atenciones y cumplidos
como verdaderos caballeros. Permítame que me tome la libertad y llame a mi
mujer.
Giró la llave y abrió la puerta. «¡Eleanor!» gritó con su voz cavernosa. La
señora de mirada viperina apareció en el umbral.
—Madame Fosco: el señor Hartright —dijo el conde haciendo la
presentación con una dignidad natural—. Ángel mío —continuó dirigiéndose a
su mujer—, ¿te permitiría tu fatiga preparar los equipajes y hacerme un buen
café? Tengo que arreglar un asunto literario con el señor Hartright, y necesito
estar en posesión de todas mis facultades para hacerme justicia a mí mismo.
Madame Fosco inclinó su cabeza dos veces: una con frialdad ante mí, y
con sumisión ante su marido, y se deslizó fuera del cuarto.
El conde Fosco se acercó al escritorio que estaba junto a la ventana, abrió
un cajón y sacó varias hojas de papel y unas cuantas plumas. Esparció las
plumas por la mesa de tal manera que en todas direcciones había alguna al
alcance de su mano para cuando quisiera cogerla, y luego cortó las hojas, del
tamaño de cuartillas de las que usan los periodistas profesionales.
—Este será un documento magistral —dijo, mirándome por encima del
hombro—. El hábito de la composición literaria me es perfectamente familiar.
Entre todas las cualidades intelectuales que un hombre puede poseer, una de
las más raras es la gran facilidad de ordenar las propias ideas. ¡Inmenso
privilegio! Yo lo poseo. Y ¿usted?
Esperando el café se puso a dar vueltas por el cuarto, murmurando algo y
resaltando sitios donde se presentaban obstáculos para la ordenación de sus
ideas, dándose golpecitos en la frente, de vez en cuando, con la palma de la
mano. La enorme audacia con que él aceptaba la situación en la que le había
puesto y que él convertía en un pedestal desde el que su vanidad servía al
acariciado propósito de admirarse a sí mismo, no dejaba de embelesarme. A
pesar de la sincera repugnancia que me inspiraba aquel hombre, la prodigiosa
fuerza de su carácter, incluso en sus aspectos más triviales, me impresionaba a
pesar mío.
Madame Fosco trajo el café. El conde le expresó su agradecimiento
besándole la mano y la acompañó hasta la puerta; volvió, se sirvió una taza de
café y la puso sobre el escritorio.
—¿Puedo ofrecerle un poco de café, señor Hartright? —me preguntó antes
de sentarse.
Decliné la invitación.
—¿Cómo? ¿No creerá que voy a envenenarle? —dijo jovialmente—. El
intelecto de los ingleses es sano, no se puede negarlo, —continuó
acomodándolo junto a la mesa—, pero tiene un grave defecto... no sabe
cuándo hay que tener cautela.
Hundió la pluma en el tintero, puso delante de sí la primera octavilla
acercándola con el dedo gordo contra la mesa; se aclaró la voz y comenzó a
escribir. Escribía haciendo mucho ruido y con mucha rapidez, con letra tan
grande y torpe, con espacios tan amplios entre las líneas, que llegaba al final
de la cuartilla en menos de dos minutos desde el momento en que la había
empezado. Cuando terminaba una, la numeraba y la tiraba por encima del
hombro al suelo, para que no le estorbase. Cuando su primera pluma estaba
gastada, ésta también fue enviada por encima del hombro y en un segundo el
conde se aferraba a otra pluma de las que estaban esparcidas sobre la mesa.
Cuartilla tras cuartilla, por docenas, por cincuentenas, por centenares, volaban
por encima de sus hombros a sus dos lados, hasta que la nevada de papel
cubrió todo el espacio alrededor de su silla. Pasaba hora tras hora, y yo seguía
sentado, observándolo; y él seguía sentado, escribiendo. Sólo se detenía para
tomar un trago de café y, cuando el café se terminó, para dar una palmadita en
su frente, de cuando en cuando. El reloj dio la una, las dos, las tres, las
cuatro... las cuartillas continuaban volando alrededor suyo; la pluma
incansable, no dejaba de raspar el papel, desde arriba hasta abajo, el blanco
caos de papel seguía elevándose más y más junto a su silla. A las cuatro oí un
repentino rasgueo de la pluma, indicativo de los rasgos floridos con que el
conde trazaba su firma. «¡Bravo! —exclamó él poniéndose en pie de un salto,
con la energía de un joven y mirándome con sonrisas de soberbio triunfo.
—¡He terminado, señor Hartright! —anunció, golpeándose su ancho
pecho. He terminado para mi profunda satisfacción, y para su profundo
asombro cuando lea lo que he escrito. El tema está agotado; el Hombre —
Fosco— no está. Procedo a la ordenación de mis cuartillas, a su revisión y a su
lectura dirigida solemnemente sólo a sus oídos. Acaban de dar las cuatro. ¡Está
bien, ordenación, revisión y lectura de cuatro a cinco! Un sueñecillo para
refrescarme, de cinco a seis. Últimos preparativos de seis a siete. Asuntos de
mi agente y de la carta lacrada de siete a ocho. A las ocho, en route. ¡He aquí
el programa!
Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, en medio de sus papeles, los
reunió valiéndose de un punzón y un trozo de cuerda; los revisó; escribió en la
cabecera de la primera página su nombre y todos los títulos y honores que
constituían su personal distinción, y luego me leyó el manuscrito con un
énfasis teatral y sonoro y con gestos teatrales y profusos. El lector tendrá
después ocasión de formar su propio juicio sobre el documento. Por ahora será
suficiente decir que respondía a mi propósito.
Luego me escribió las señas de la persona que le alquiló el coche y me
entregó la carta de Sir Percival. Estaba fechada en Hampshire el día 25 de
julio y anunciaba el viaje de «Lady Glyde» a Londres, que tendría lugar el día
26, es decir, ¡el mismo día, el 25 de julio, en que el certificado del doctor
atestiguaba que había muerto en St. John's Wood, estaba viva, por la
demostración del propio Sir Percival, se hallaba en Blackwater Park y al día
siguiente iba a emprender un viaje!; cuando yo obtuviese del cochero la
prueba de este viaje, la evidencia del hecho sería completa.
—Las cinco y cuarto —dijo el conde mirando su reloj—. Es hora de un
sueño reparador. Como habrá podido observar, señor Hartright, tengo algún
parecido con Napoleón el Grande. Pues también me parezco a ese hombre
inmortal porque sé conciliar el sueño con fuerza de voluntad. Dispénseme por
un momento. Voy a llamar a Madame Fosco para que le entretenga este rato.
Comprendiendo, lo mismo que él, que llamaba a Madame Fosco para estar
seguro de que yo no saldría de su casa mientras dormía, no le contesté y me
dediqué a atar los papeles que el conde me había entregado.
Madame entró, tan fría, pálida y venenosa como siempre.
—Ángel mío, procura divertir al señor Hartright —le dijo el conde.
Le acercó una silla, besó por segunda vez su mano, se retiró hacia un sofá
y a los tres minutos dormía con la paz y felicidad del hombre más virtuoso de
la tierra.
Madame Fosco cogió de la mesa un libro, se sentó y me miró con la
malicia porfiada y vindicativa de la mujer que no olvida ni perdona jamás.
—He estado escuchando toda su conversación con mi marido —dijo—. Si
yo hubiera estado en su lugar, el cadáver de usted yacería sobre esa alfombra.
Diciendo estas palabras abrió el libro y no volvió a mirarme ni hablamos
hasta que su marido se despertó.
Abrió sus ojos y se levantó del sofá exactamente una hora después de que
se hubiera dormido.
—Me encuentro infinitamente más descansado —observó—. Eleanor,
querida esposa mía, ¿lo has preparado todo ahí arriba? Eso está bien. En diez
minutos acabo de arreglar mi maletín y me visto de viaje en otros diez. ¿Qué
me queda por hacer hasta que venga el agente? Miró a su alrededor y se fijó en
la jaula de sus ratones blancos.
—¡Dios mío!, —exclamó, quejumbroso—, aún me queda por sufrir una
mutilación de mis sentimientos. ¡Inocentes animalitos, hijos de mi corazón!
¿Qué voy a hacer con ellos? Ahora ya no vivimos en ninguna parte, ahora
estamos viajando sin cesar. Cuanto menos equipaje llevemos, mejor para
nosotros. Mi cacatúa, mis canarios y mis ratoncitos, ¿quién va a mirar y cuidar
de ellos cuando su buen papá se vaya?
Pensativo dio unas vueltas por el cuarto. No le había preocupado tener que
escribir su confesión pero estaba notoriamente consternado y perplejo ante la
cuestión mucho más importante de la suerte de sus favoritos. Después de larga
reflexión, de pronto volvió a sentarse delante del escritorio.
—¡Una idea! —exclamó—. Voy a regalar mis canarios y mi cacatúa a esta
gran metrópoli. El agente los donará en mi nombre al jardín zoológico de
Londres. Tengo que componer ahora mismo el documento con la descripción
de mi donativo.
Empezó a escribir, repitiendo en alto las palabras según fluían de su pluma,
tan ágil:
—«Número uno: Cacatúa de plumaje descollante: una atracción por sí sola
para todos los visitantes de gustos refinados. Número dos: Canarios de
inteligencia y viveza sin rival, dignos del jardín del Edén y dignos también del
Regent's Park. Homenaje a la zoología británica. Donado por FOSCO.
La pluma volvió a rasguear con fuerza, y la rúbrica floreada completó la
firma.
—Conde, no has incluido a los ratones —dijo Madame Fosco.
Se separó de la mesa, cogió su mano y la llevó a su corazón.
—Toda resolución humana, Eleanor —dijo con solemnidad— tiene sus
límites. Los míos están inscritos en este Documento. No soy capaz de
separarme de mis ratones blancos. Compréndeme, ángel mío y mételos en su
jaula de viaje, que está arriba.
—¡Que admirable ternura! —dijo Madame Fosco, admirando a su marido
y lanzando una última mirada viperina hacia mí. Cogió la jaula con delicadeza
y salió del cuarto.
El conde miró el reloj. A pesar de su ostentación de serenidad, empezaba a
impacientarse esperando la llegada del agente. Las bujías se habían apagado
hacía mucho y la luz del sol del nuevo día entraba en la estancia.
A las siete y cinco sonó la campanilla de la puerta y apareció el agente. Era
extranjero y tenía una barba oscura.
—El señor Hartright; Monsieur Rubelle —dijo el conde, presentándonos.
Llevó a su agente (un espía extranjero sin duda alguna, eso se le notaba en
cada facción de su rostro) a un rincón del cuarto: le susurró unas instrucciones
y luego salió, dejándonos solos. El «Monsieur Rubelle» me sugirió muy
ceremonioso, que estaba dispuesto a cumplir el recado. Escribí dos líneas a
Pesca, autorizándole a entregar mi carta lacrada «al portador», puse las señas y
entregué la nota a Monsieur Rubelle.
El agente esperó a que volviese su amo, arropado ya con su traje de viaje.
El conde examinó las señas de la carta antes de dejar al agente marcharse.
«¡Me lo figuraba!» —dijo, volviéndose hacia mí con una mirada sombría, y
desde aquel instante su actitud cambió una vez más.
Terminó de preparar su equipaje y se sentó consultando un mapa, haciendo
anotaciones en su cuaderno y mirando continuamente su reloj. Ni una sola
palabra dirigida a mí salió de sus labios. El escaso tiempo que faltaba para que
emprendiese el viaje, y la prueba que acababa de ver, de la comunicación que
existía entre Pesca y yo, evidentemente habían ocupado toda su atención en las
medidas necesarias para preparar una escapatoria segura.
Un poco antes de las ocho volvió Monsieur Rubelle con mi carta sin abrir
en la mano. El conde examinó detenidamente la inscripción y el sello,
encendió una vela y quemó la carta.
—He cumplido mi promesa —dijo—. Pero este asunto, señor Hartright, no
ha terminado aún.
El agente había dejado a la puerta el coche que le había traído. El y la
criada empezaron a meter en el coche el equipaje. Madame Fosco bajó las
escaleras con la cara cubierta por un espeso velo y en la mano la jaula de viaje
con los ratones blancos; ni me habló ni me miró. Su marido la acompañó hasta
el coche.
—Sígame hasta el pasillo, —me murmuró al oído—. Tal vez quiera
hablarle en el último momento.
Salí del cuarto; el agente estaba en el jardín. El conde volvió solo y juntos
nos adentramos en el pasillo.
—¡Recuerde la tercera condición! —susurró—. Tendrá usted noticias mías,
señor Hartright. ¡Es probable que le exija la satisfacción antes de lo que usted
se figura!
Me cogió la mano antes de que yo pudiera impedirlo, y me la retorció con
fuerza; luego se dirigió hacia la puerta, se detuvo y se me acercó de nuevo.
—Una palabra más, —dijo, confidencial—. La última vez que vi a la
señorita Halcombe la encontré muy delgada, parecía enferma. Me preocupa
esta admirable mujer. ¡Cuídela! ¡Con la mano en el corazón se lo suplico
solemnemente, cuide de la señorita Halcombe!
Estas fueron las últimas palabras que me dijo antes de introducir su
descomunal cuerpo dentro del coche y marcharse.
El agente y yo esperamos unos instantes en la puerta siguiéndolo con la
mirada. Mientras permanecíamos allí, un poco más abajo en la carretera,
detrás de una esquina, apareció un segundo coche. Siguió la dirección que
había tomado el del conde, y al pasar delante de la casa y de la puerta abierta
del jardín su ocupante se asomó a la ventanilla para mirarnos. ¡Otra vez el
desconocido de la Opera! ¡El extranjero de la cicatriz en la mejilla izquierda!
—Tiene usted que esperar aquí conmigo media hora más, señor —dijo
Monsieur Rubelle.
—Esperaré.
Volvimos al salón. Yo no estaba de humor para hablar con el agente ni para
dejar que éste me hablase. Saqué los papeles que el conde había depositado en
mis manos y leí la terrible historia de la conspiración, relatada por el hombre
que la había planeado y perpetrado.


RELATO DE ISIDOR OTTAVIO BALDASSARE FOSCO
CONDE DEL SACRO IMPERIO ROMANO.
CABALLERO DE LA GRAN CRUZ DE LA CORONA DE BRONCE.
GRAN MAESTRE PERPETUO DE LOS MASONES
ROSACRUCIANOS DE MESOPOTAMIA.
MIEMBRO HONORARIO DE SOCIEDADES MUSICALES,
MÉDICAS, FILOSÓFICAS Y FILANTRÓPICAS DE TODA EUROPA.,
ETC., ETC.

En el verano de mil ochocientos cincuenta llegué a Inglaterra, con una


delicada misión política que me había sido encomendada por una potencia
extranjera. Personas de mi confianza mantenían conmigo unas relaciones
semioficiales y yo estaba autorizado a dirigir sus esfuerzos; entre ellos se
hallaba el matrimonio Rubelle. Yo disponía de unas semanas antes de iniciar
mis tareas y de instalarme en los suburbios de Londres. Sería natural que se
me preguntase por curiosidad cuáles eran aquellas tareas. Comprendo
perfectamente esta pregunta, y lamento que intereses diplomáticos me impidan
contestarla.
Decidí pasar dicho período preliminar de reposo en la magnífica residencia
de mi llorado amigo Sir Percival Glyde. Él llegaba del continente con su
mujer. Yo llegaba del continente con la mía. Inglaterra es el país de la felicidad
hogareña. ¡Cuál no fue nuestro acierto al volver a ella en estas circunstancias
hogareñas!
El lazo de amistad que nos unía a Percival y a mí se estrechó todavía más
por la similitud enternecedora de nuestras respectivas situaciones pecuniarias.
Ambos necesitábamos dinero. ¡Inmensa necesidad! ¡Deseo universal! ¿Existe
un sólo ser civilizado que no lo sienta como nosotros? ¡Qué insensible debe
ser un hombre así! o ¡qué rico!
No entro en detalles sórdidos o prosaicos al hablar de este tema. Mi mente
los repele. Con la austeridad de un romano, muestro mi bolsa vacía y la de
Percival, a las miradas repulsivas del público. Dejemos que este hecho
deplorable hable por sí mismo de una vez para siempre, y sigamos.
En dicha mansión nos recibió esa criatura portentosa que mi corazón evoca
llamándola Marian, que en la atmósfera más fría de la sociedad es designada
como «señorita Halcombe». ¡Santo cielo! con qué inconcebible rapidez
aprendí a adorar a aquella mujer. A los sesenta años la idolatraba con el ardor
volcánico de los dieciocho. Todo el oro de mi rica naturaleza lo puse sin
esperanza a sus pies. A mi mujer ¡pobre ángel mío!, a mi mujer, que me adora,
tan sólo le quedaban los chelines y los peniques. Así es el Mundo, así es el
Hombre, así es el Amor. ¿Qué somos nosotros (pregunto yo) sino títeres de un
retablo? ¡Oh Destino omnipotente, tira de nuestros hilos con suavidad!
¡Compadécete cuando nos haces danzar sobre nuestro miserable escenario!
Estas líneas, si se las entiende bien, expresan todo un sistema filosófico, el
Mío.
Continúo.
Las circunstancias de nuestra estancia en Blackwater Park, en los primeros
tiempos, están descritas con asombrosa precisión, con una profunda
penetración mental, por la mano de la propia Marian (que me sea disculpada la
embriagadora familiaridad de llamar a esta sublime criatura por el nombre de
pila). El conocimiento exacto del contenido de su Diario —al que pude
acceder por medios clandestinos— indeciblemente precioso para mi recuerdo,
exime a mi diligente pluma de tratar los temas que esta mujer insuperable ha
hecho suyos y ha agotado en su esencia.
Los intereses —¡intereses arrobadores e inmensos! — que aquí quiero
referir, comienzan con la deplorable calamidad de la enfermedad de Marian.
La situación en aquel período era alarmante en su gravedad. Percival
necesitaba grandes sumas de dinero que debía pagar en una fecha determinada
(no digo nada de las módicas cantidades que yo también necesitaba), y la
única fuente imaginable que podía proporcionárnoslas era la fortuna de su
mujer, la cual no podía disponer hasta la muerte de aquella. Hasta aquí la cosa
andaba mal, y desde entonces anduvo peor. Mi infortunado amigo tenía
problemas de carácter particular; la delicadeza de mi afecto desinteresado por
él me impedía interrogarlo con excesiva curiosidad. Sólo sabía que una mujer
llamada Anne Catherick se ocultaba cerca de la finca; que estaba en
comunicación con Lady Glyde y que el resultado de todo ello podía ser la
revelación de un secreto que representaría la ruina segura para Percival. El
mismo me había dicho que estaría perdido si no se conseguía acallar a la mujer
y encontrar a Anne Catherick. Si él estuviera perdido, ¿qué sería de nuestros
intereses pecuniarios? ¡A pesar de ser valiente por naturaleza, esa idea me hizo
temblar!
Toda la fuerza de mi inteligencia estaba dirigida ahora a la forma de
encontrar a Anne Catherick. Nuestros apuros monetarios, por importantes que
fuesen, admitían una prórroga pero la necesidad de encontrar a esa mujer no la
admitía. Lo único que sabía de ella era que tenía un extraordinario parecido
con Lady Glyde. El enterarme de este hecho curioso —que tan sólo debía
ayudarme a identificar a la persona que buscábamos—, junto con la
información adicional de que Anne Catherick se había escapado de un
manicomio, fue el inicio de la inmensa concepción que nació en mi mente y
que más tarde produjo resultados tan maravillosos. Esta concepción suponía
nada menos que transformar por completo dos identidades independientes.
Lady Glyde y Anne Catherick, debían intercambiar sus nombres, lugares y
destinos, una con la otra, y las consecuencias prodigiosas de aquel intercambio
serían la ganancia de treinta mil libras y la eterna conciliación del secreto de
Sir Percival.
Mis instintos (que rara vez fallan) me sugirieron, al estudiar las
circunstancias, que nuestra invisible Anne volvería tarde o temprano a la casita
de botes del lago Blackwater. Me aposté allí, avisando previamente a la señora
Michelson, ama de llaves, que si me necesitasen yo estaría en aquel lugar
solitario, estudiando. Tengo por regla no hacer nunca misterios innecesarios
para no levantar sospechas acerca de mi sinceridad. La señora Michelson me
creía a ojos cerrados. Esta mujer con trazas de una dama (viuda de un pastor
protestante) resplandecía de fe. Conmovido por aquella confianza simple y
superflua en una mujer en sus años maduros, abrí los amplios recipientes de
mi naturaleza y absorbí por completo aquella fe.
Mi vigilancia a la orilla del lago fue premiada con la aparición, no de la
misma Anne Catherick, sino de la mujer que cuidaba de ella. Este personaje
también desbordaba fe sencilla que yo absorbí de igual manera que en el caso
antes descrito. Dejaré a ella el cuidado de describir las circunstancias (si ella
no lo ha hecho ya) en las que me introdujo ante el objeto de sus cuidados
maternales. Cuando vi a Anne Catherick por primera vez, estaba durmiendo.
Me quedé mesmerizado por el parecido entre aquella desventurada mujer y
Lady Glyde. Los detalles del gran plan que hasta entones se me habían
insinuado sólo a grandes trazos, se me presentaron en su plena combinación
magistral ante la vista de aquel rostro dormido. Al mismo tiempo, mi corazón,
siempre sensible a influjos de ternura, se deshizo en lágrimas ante el
espectáculo de sufrimiento que se me ofrecía. Inmediatamente me ocupé en
proporcionarle alivio. En otras palabras me procuré el estimulante
indispensable para restablecer las fuerzas de Anne Catherick que ella
necesitaba para emprender el viaje hasta Londres.
Al llegar aquí he de hacer una protesta necesaria y he de enmendar un
lamentable error.
He pasado los mejores años de mi vida estudiando ardorosamente la
ciencia médica y la química. Esta última sobre todo siempre ha ejercido una
atracción irresistible sobre mí por el poder enorme e ilimitado que confiere su
conocimiento. Los químicos, y lo digo con énfasis, podrían mandar si
quisieran, sobre los destinos de la humanidad. Dejadme explicar esto antes de
seguir adelante.
Se dice que la mente gobierna al mundo. Pero ¿qué gobierna la mente? El
cuerpo. Y el cuerpo (síganme con atención) está a merced del más
omnipotente de todos los potentados que es el Químico. Dadme química a mí,
a Fosco, y cuando Shakespeare acaba de concebir Hamlet y se sienta para
ejecutar su concepción yo, echando en su comida diaria unos granitos de
polvos, reduciría su inteligencia influyendo sobre su cuerpo hasta que su
pluma escribiese la más abyecta tontería que jamás haya degradado papel
alguno. En circunstancias similares hagamos revivir al ilustre Newton. Les
garantizo que cuando vea caer la manzana, la comerá en lugar de descubrir el
principio de gravitación. La cena de Nerón lo transformará en el hombre más
manso antes de que pueda digerirla; y el desayuno de Alejandro el Grande le
hará poner pies en polvorosa al ver al enemigo esta misma tarde. Doy mi
sagrada palabra de honor que la sociedad es dichosa porque los químicos
modernos, por una buena suerte incomprensible, son los seres más inofensivos
del género humano, en su mayoría son venerables padres de familia alelados
con la admiración por el sonido de sus voces pedagógicas; visionarios que
desperdician su vida en fantásticas imposibilidades o charlatanes cuya
ambición no vuela más alto que donde ponemos los pies. Así la sociedad
permanece a salvo, y el ilimitado poder de la Química sigue siendo esclavo de
los fines más superficiales y más insignificantes.
¿Por qué este desahogo? ¿Por qué esta elocuencia mortificante?
Porque se ha interpretado mal mi conducta, porque se han comprendido
mal mis motivos. Se ha dicho que utilicé mis vastos conocimientos de química
contra Anne Catherick y que los hubiera utilizado, si hubiese podido, contra la
misma sublime Marian. ¡Las dos son insinuaciones odiosas! Todo mi interés
estribaba (como se verá) en que Anne viviese. Toda mi ansiedad se
concentraba en rescatar a Marian de las manos del diplomado imbécil que la
asistía y quien vio todos mis consejos ratificados por el médico que llegó de
Londres. Tan sólo en dos ocasiones —ambas igualmente inofensivas para la
persona en quien realicé mis experiencias— me valí de mis conocimientos
químicos. En la primera de ellas, después de seguir a Marian hasta la posada
de Blackwater (estudiando, oculto tras un carro que le impidió verme, la
poesía de los movimientos encarnada en su andar), contaba con la ayuda de mi
inapreciable mujer para copiar una e interceptar la otra de las dos cartas que
mi adorada enemiga había confiado a la criada despedida. En este caso, como
las cartas estaban en el corpiño de la muchacha, Madame Fosco pudo abrirlas,
leerlas, cumplir con mis instrucciones, cerrarlas y devolverlas a su sitio sólo
porque estaba ayudada por la ciencia y esta ayuda se la había proporcionado
yo envasada en un frasco de media onza. La otra ocasión en que empleé los
mismos medios, fue cuando Lady Glyde llegó a Londres (lo contaré en
seguida). Jamás en ningún otro caso contraje deuda con mi Arma si no era
aplicándola a mí mismo. Ante todas las demás emergencias y complicaciones,
mi capacidad natural para combatir las circunstancias con mano desarmada me
resultaba invariablemente suficiente. Afirmo la inteligencia de esta capacidad
que supera todos los obstáculos. Sacrificando al Químico, reivindico al
Hombre.
Respeten este arrebato de generosa indignación. Me ha aliviado de modo
indecible. En route! Sigamos adelante.
Al sugerir a la señora Clement (o Clements, no estoy seguro) que la mejor
manera de poner a Anne fuera de alcance de Sir Percival era llevarla a
Londres, al comprobar que mi propuesta fue acogida con entusiasmo, y al fijar
el día en que me encontraría con las viajeras en la estación para acompañarlas
hasta el tren, yo estaba en libertad de volver a casa y afrontar las dificultades
que me aguardaban.
Lo primero que hice fue confirmar la devoción sublime de mi esposa. Yo
había apalabrado con la señora Clements que comunicase su dirección
londinense, por el bien de Anne, a Lady Glyde. Pero esto no era suficiente. En
mi ausencia, alguien espabilado podría hacer tambalear la simple confidencia
de la señora Clements y ésta no me escribiría. ¿Quién estaría dispuesto a viajar
a Londres en el mismo tren y seguirla hasta su casa? Me hice esta pregunta.
Me contestó inmediatamente la parte conyugal de mi ser: sólo Madame Fosco.
Cuando decidí confiar la misión de Londres a mi mujer, lo arreglé de tal
forma que el viaje sirviese a un doble propósito. Una enfermera para la
adolecida Marian tan leal a la paciente como a mí mismo, representaba una
necesidad, dada mi situación. Una de las mujeres más notoriamente discretas y
capacitadas del mundo se encontraba, por suerte, a mi disposición. Me refiero
a aquella respetable matrona, Madame Rubelle, a la cual dirigí una carta que
llevó mi mujer a su domicilio londinense.
El día estipulado, la señora Clements y Anne Catherick, me esperaban en
la estación. Las acompañé al tren amablemente. Amablemente acompañé hasta
el mismo tren a Madame Fosco. A última hora de la noche mi esposa volvió a
Blackwater, después de haber cumplido mis instrucciones con la más
intachable precisión. Venía acompañada de Madame Rubelle y me traía las
señas de la señora Clements en Londres. Los ulteriores acontecimientos
mostraron que esta última precaución fue innecesaria. La señora Clements
comunicó cumplidamente su paradero a Lady Glyde. Ojo avizor ante cualquier
futura emergencia, guardé su carta.
Ese mismo día tuve una breve entrevista con el médico durante la cual
protesté, en nombre de los sagrados intereses de la humanidad, contra el
tratamiento que él seguía en el caso de Marian. Él estuvo insolente, como
todos los ignorantes lo son. Yo no mostré resentimiento; relegué pelearme con
él hasta el día en que tal pelea sirviera para algún propósito.
Lo que hice luego, fue marcharme de Blackwater yo mismo. Tenía que
buscarme una vivienda en Londres, en previsión de los acontecimientos
verdaderos. También quería tratar un asunto de índole familiar con el señor
Frederick Fairlie.
Encontré la casa que quería en St. John's Wood y encontré al señor Fairlie
en Limmeridge de Cumberland.
Mi propio conocimiento privado de la naturaleza de la correspondencia de
Marian me había informado en su momento que ella había escrito al señor
Fairlie proponiendo, como una solución a los problemas matrimoniales de
lady Glyde, llevarla a visitar a su tío de Cumberland. Inteligentemente dejé
que aquella carta llegase a su destino; pues había sentido que no haría daño, y
sí podía tener provecho. Ahora me presentaba ante el señor Fairlie para apoyar
la proposición de la misma Marian, si bien introduciendo ciertas
modificaciones que, afortunadamente para el éxito de mis planes, su
enfermedad había hecho realmente inevitables. Era preciso que Lady Glyde
saliese de Blackwater sola, siguiendo la invitación de su tío, y que pasase
durante su viaje una noche en casa de su tía (la casa que yo había alquilado en
St. John's) siguiendo el consejo expreso de su tío. Conseguir estos resultados,
y procurarme una invitación hecha por escrito que yo podría enseñar a Lady
Glyde, eran los objetivos de mi visita al señor Fairlie. Si digo que este
caballero era tan débil de espíritu como de cuerpo y que yo arrojé toda la
fuerza de mi carácter sobre él, habré dicho suficiente. Vine, vi y vencí a
Fairlie.
Al volver a Blackwater Park con la carta de invitación me encontré con
que el tratamiento estúpido que el médico aplicaba al caso de Marian, había
conducido a los resultados más alarmantes. La fiebre había evolucionado el
tifus. Lady Glyde el día de mi regreso trató de entrar por fuerza en la
habitación de su hermana para cuidar de ella. Entre ella y yo no había afinidad
de sentimientos; ella había cometido un ultraje imperdonable para mi
sensibilidad llamándome espía, era un impedimento en mi cálculo y en el de
Percival, pero a pesar de todo eso, mi magnanimidad me impidió propiciar que
se pusiera en peligro de contagiarse. Al mismo tiempo tampoco me opuse a
que ella misma se pusiera en tal peligro. Si ella lo hubiera conseguido, el
intrincado nudo que con lentitud y paciencia iba yo deshaciendo quedaría
cortado por fuerza de las circunstancias. Pero tal y como estaban las cosas
intervino el doctor y no se le dejó entrar en el cuarto.
Algún tiempo antes yo mismo había recomendado que se llamase a mi
doctor de Londres para consultar con él. Ahora se siguió mi consejo. El
médico llegó y confirmó mi punto de vista. La crisis era seria. Pero al quinto
día de haberse declarado el tifus tuvimos esperanzas de que nuestra
encantadora paciente se salvara. En esta época no me ausenté de Blackwater
Park más que una vez, cuando fui a Londres en el tren de la mañana, para
ultimar los arreglos de la casa de St. John's Wood; para asegurarme, por
medios privados, de que la señora Clements no había cambiado de casa y para
concertar asuntos preliminares con el esposo de Madame Rubelle. Volví por la
noche. Cinco días después el médico declaró que nuestra querida Marian se
hallaba fuera de peligro, y que no necesitaba otra cosa sino simple atención y
cuidados. Ese era el momento que yo esperaba. Ahora que la asistencia del
médico no era ya indispensable, hice la primera pasada de mi juego para
deshacerme del doctor. Era uno de los muchos testigos que yo tenía en mi
camino y de los que tenía que librarme. Un altercado vivaz entre nosotros (en
el que Percival, siguiendo mis previas instrucciones, se negó a intervenir),
sirvió a este propósito. Aplasté a aquel miserable con una avalancha de
indignación irresistible y lo barrí de la casa.
Los criados eran otro impedimento que tenía que eliminar. De nuevo tuve
que dar instrucciones a Percival (cuyo valor moral requería estimulación
constante), y la señora Michelson quedó un día pasmada de asombro al oír
decir a su amo que se iba a romper el orden de cosas establecido. Limpiamos
la casa, de todos los sirvientes menos una, que dejamos para que cuidase de la
casa, y en cuya obtusa estupidez podíamos confiar, pues no le permitiría hacer
ningún descubrimiento embarazoso. Cuando se marcharon los criados no me
quedaba otra cosa que hacer que librarnos de la señora Michelson, y
conseguimos este resultado con facilidad, enviando a esta campechana señora
a buscar en la costa un alojamiento apropiado para su señora.
Ahora las circunstancias eran exactamente como debían ser. Lady Glyde
seguía confinada en su cuarto por una afección nerviosa, y por las noches, una
criada imbécil (he olvidado su nombre), estaba encerrada con ella allí arriba
para atender a su dueña. Marian, aunque mejoraba con rapidez, no se
levantaba todavía y Madame Rubelle le hacía de enfermera. En la casa no
quedaban más personas que mi mujer, yo y Percival. Con todas estas ventajas
a nuestro favor hice la segunda pasada del juego.
Ahora el objetivo consistía en inducir a Lady Glyde a dejar Blackwater
Park marchándose sola, sin su hermana. Y a menos que pudiésemos
convencerla de que Marian ya se había ido a Blackwater, a Cumberland, no se
podía contar con que saliera de la casa por su propia voluntad. Para producir el
efecto sobre su mente escondimos a nuestra querida enferma en uno de los
cuartos inhabitados de Blackwater. Era noche cerrada cuando Madame Fosco,
Madame Rubelle y yo (Percival no tenía bastante sangre fría para confiar en
él), la llevamos a aquel escondrijo. La escena fue sumamente pintoresca,
misteriosa y dramática. Por la mañana, siguiendo mis indicaciones, se había
preparado la cama de la enferma sobre un fuerte armazón de madera
desmontable. Sólo teníamos que levantar suavemente el armazón, cogiéndolo
por los pies y por la cabecera y transportar a nuestra paciente adonde nos
placiera, sin hacerle abandonar la cama. En aquella ocasión no se precisó ni se
usó medio químico alguno. Nuestra querida Marian estaba sumida en el sueño
profundo de la convalecencia. Previamente colocamos las velas y abrimos las
puertas. Yo a causa de mi gran fuerza física, cogí la cabecera del armazón, y
Madame Rubelle y mi mujer la llevaron por los pies. Llevé mi parte de esta
carga deliciosa e inestimable con la ternura de un hombre y el cuidado de un
padre. ¿Dónde estará el moderno Rembrandt que pudiera plasmar nuestra
procesión de medianoche? ¡Ay del arte! ¡Ay del más pintoresco de los temas!
El moderno Rembrandt no aparece por ninguna parte.
A la mañana siguiente mi mujer y yo nos marchamos a Londres, dejando a
Marian recluida en el centro inhabitado de la casa y bajo la vigilancia de
Madame Rubelle, la cual accedió amablemente a quedar aprisionada dos o tres
días con su paciente. Antes de irnos entregué a Percival la carta del señor
Fairlie, con la invitación para su sobrina (aconsejándole que descansara una
noche en casa de su tía antes de seguir el viaje a Cumberland), indicándole que
debía enseñarla a Lady Glyde al recibir noticias mías. También recibí de él las
señas del manicomio en el que había estado recluida Anne Catherick y una
carta para su dueño anunciando a aquel caballero que su paciente fugitiva
volvía para someterse a cuidados médicos.
En mi última visita a la metrópoli había dispuesto las cosas de modo que
nuestra modesta asistenta doméstica estuviese preparada para recibirnos
cuando llegásemos a Londres en el primer tren de la mañana. A consecuencia
de esta precaución prudente estuvimos en condiciones de hacer la tercera
pasada del juego aquel mismo día y tomar posesión de Anne Catherick.
Aquí son importantes las fechas. Reúno en mi persona las características
opuestas del Hombre de Sentimientos y del Hombre de Negocios. Tengo todos
los datos en la punta de mi pluma.
El miércoles 24 de Julio de 1850 envié a mi mujer en un coche para que
quitase de nuestro camino a la señora Clements, para empezar. Un presunto
aviso que Lady Glyde enviaba desde Londres bastó para obtener tal resultado.
La señora Clements subió al coche, mi mujer la dejó en él (con la disculpa de
que necesitaba comprar algo), y se marchó para recibir a su esperada invitada
en nuestra casa de St. John's Wood. Difícilmente hace falta añadir que se había
hecho pasar a la invitada ante nuestras criadas como Lady Glyde.
Entre tanto, yo había salido en otro coche llevando una nota para Anne
Catherick diciéndole que la señora Clements iba a pasar el día con Lady Glyde
y que Anne debía reunirse con ellas, guiada por el buen caballero que esperaba
fuera y que la había salvado ya de ser descubierta por Sir Percival, en
Hampshire. El «buen caballero» envió la nota con un chiquillo de la calle y
esperó ver los resultados una o dos puertas más abajo. En el mismo instante en
que Anne apareció en la puerta de la casa y la cerró, este excelente caballero
abría ante ella la puerta del coche, le ayudaba a subir y la llevaba fuera.
(Permitid que haga aquí una exclamación entre paréntesis: ¡qué
interesante!)
En el camino, hasta llegar a Forest Road, mi compañera no demostró tener
miedo. Puedo ser paternal —más que cualquier otro hombre— cuando quiero;
y en esta ocasión fui intensamente paternal. ¡Cuántos títulos poseía para
merecer su confianza! Había preparado la medicina que le había hecho tanto
bien y la había prevenido del peligro de Sir Percival. Quizá confié de modo
demasiado irrefutable en estos títulos; quizá no supe apreciar la suspicacia de
instintos inferiores que se da en personas mentalmente débiles; lo seguro es
que no la preparé como debía para al desengaño que se iba a llevar al entrar en
mi casa. Cuando la introduje en nuestro salón, cuando vio que allí no había
nadie más que Madame Fosco, a quien desconocía, mostró la más violenta
agitación; como si hubiera olfateado peligro en el aire, igual que un perro
olfatea la presencia de un ser invisible, y su alarma no podía manifestarse de
manera más repentina y más irrazonable. Intervine, pero fue en vano. Hubiera
podido suavizar el miedo que la invadía, pero la grave afección cardíaca que
sufría estaba fuera del alcance de todo paliativo moral. Vi con espanto que
comenzaban a sacudirla las convulsiones y comprendí que un golpe semejante
para el organismo, en sus condiciones, podía causarle la muerte en cualquier
momento.
Se mandó buscar al doctor que había más cerca y se le dijo que «Lady
Glyde» necesitaba de sus inmediatos servicios. Para mi infinito alivio, era un
hombre capacitado. Le presenté a mi huésped como una persona aquejada de
debilidad mental y dada a algunas manías, y decidí que en vez de una
enfermera sería mi mujer la que vigilaría a la enferma. La desgraciada mujer
estaba, sin embargo, demasiado enferma para preocuparse de lo que pudiese
decir. El único temor que me oprimía ahora era que la falsa Lady Glyde se
muriese antes de que la auténtica Lady Glyde llegara a Londres.
Por la mañana había escrito una nota para Madame Rubelle encargándole
que me esperase en casa de su marido en la tarde del viernes 26; y otra para
Percival diciéndole que era momento de que enseñase a su mujer la carta del
señor Fairlie invitándola a su casa; que le asegurase que Marian se había
marchado ya y que la acompañase para que cogiera el tren de las doce del día
26. Al reflexionar bien, dado el estado de salud de Anne Catherick, sentí la
necesidad de acelerar el curso de los acontecimientos y de tener a mano a
Lady Glyde antes de lo que yo había pensado al principio. ¿Qué indicaciones
nuevas podía dar yo ahora, envuelto en la terrible incertidumbre de mi
situación? Sólo podía confiar en la buena suerte y en el médico. Mis
emociones se desataron en patéticos lamentos para que todos me oyeran llorar
a «Lady Glyde». En todos los demás aspectos Fosco, aquel día memorable,
fue un Fosco envuelto en un eclipse total.
La enferma pasó una mala noche, se despertó cansada pero unas horas más
tarde revivió de una manera asombrosa. Mi ánimo elástico revivió con ello.
Hasta la mañana del día siguiente, el 26, yo no esperaba recibir respuesta de
Percival ni de Madame Rubelle. Anticipándome a que ellos cumplieran mis
indicaciones, lo cual, salvando algún imprevisto, sabía que las cumpliría, yo
salí a alquilar una berlina para recoger a Lady Glyde en la estación; ordené
que para el día 26 estuviese a la puerta de mi casa a las dos de la tarde. Al
comprobar que se había tomado nota de mi pedido, fui a ver a Monsieur
Rubelle para precisar nuestra actuación. También me procuré los servicios de
dos caballeros que podían proporcionarme los necesarios certificados de
locura. A uno de ellos lo conocía personalmente, y el otro era un conocido de
Monsieur Rubelle. Ambos eran hombres cuyas mentes vigorosas estaban por
encima de angostos escrúpulos, ambos estaban pasando una temporada en
apuros y ambos creían en mí.
Eran más de las cinco de la tarde cuando volví a casa después de cumplir
con estas tareas. Cuando llegué, Anne Catherick había muerto. Muerta el día
25; y ¡Lady Glyde no llegaba a Londres hasta el día 26!
Me quedé aturdido. Mediten esto. ¡Fosco aturdido!
Era demasiado tarde para retroceder. Estando yo ausente, el doctor tuvo la
oficiosidad de evitarme toda molestia registrando la muerte por su propia
mano en la misma fecha en que sucedió. Mi gran esquema de actuación, hasta
entonces intachable, tenía ahora su punto débil y ningún esfuerzo hecho por
mi parte podía alterar el fatal acontecimiento del día 25. Afronté el futuro con
hombría. Los intereses de Percival y míos estaban todavía en juego y no había
más remedio que continuar la partida hasta el fin. Asumí mi impenetrable
serenidad y seguí adelante.
En la mañana del día 26 recibí carta de Percival anunciándome la llegada
de su mujer en el tren del mediodía. Madame Rubelle me escribió también
diciéndome que vendría por la tarde. Fui a la estación en la berlina dejando en
casa a la falsa Lady Glyde muerta, para recoger a la verdadera a las tres, a la
hora de la llegada del tren. Escondí bajo el asiento del carruaje todos los
vestidos que Anne Catherick llevaba cuando entró en mi casa: estaban
destinados a hacer resucitar a la muerta en la persona de una mujer que vivía.
¡Qué situación! Sugiero utilizarla a los modernos novelistas de Inglaterra. Se
la ofrezco como totalmente nueva a los anticuados dramaturgos de Francia.
Lady Glyde estaba en la estación. Había allí un gran tumulto y confusión y
más retraso con los equipajes del que hubiera deseado (por si se encuentra ella
con alguno de sus amigos). Sus primeras preguntas, en cuanto la berlina se
puso en marcha, me pedían noticias de su hermana. Inventé noticias de las más
apaciguadoras; le aseguré que en seguida vería a su hermana en mi casa. Mi
casa, en aquella ocasión, se hallaba en las cercanías de Leicester Square y
estaba habitada por Monsieur Rubelle, que nos recibió en el vestíbulo.
Conduje a mi acompañante a un cuarto de la parte de atrás. Los dos
caballeros médicos esperaban en el mismo piso para ver a la paciente y
extender los certificados. Después de neutralizar a Lady Glyde con oportunas
promesas respecto a su hermana, introduje a mis amigos, por separado, ante
ella. Estos cumplieron las formalidades precisas con rapidez, inteligencia y a
conciencia. Volví a entrar en el cuarto en cuanto hubieron salido y de
inmediato precipité los acontecimientos haciendo referencia alarmante sobre el
estado de salud de la señorita Halcombe.
Los resultados fueron los que yo había previsto. Lady Glyde se asustó y
perdió el conocimiento. Por segunda y última vez, llamé a la ciencia en mi
ayuda. Un vaso de agua y un frasco de sales medicinales la eximieron de toda
pesadumbre y alarma. Aplicaciones adicionales efectuadas más tarde, por la
noche, le proporcionaron el inestimable beneficio de un buen sueño. Madame
Rubelle llegó a tiempo para presidir la ceremonia de tocador de Lady Glyde.
Se la había despojado de sus trajes por la noche; y por la mañana, las manos
matronales de la buena de Rubelle la vistieron con los de Anne Catherick.
Durante el día mantuve a nuestra paciente en un estado de conciencia
parcialmente en suspenso hasta que la hábil asistencia de mis amigos los
médicos me hizo posible obtener la prescripción necesaria bastante antes de lo
que yo me atrevía a esperar. Aquella tarde (la del día 27), Madame Rubelle y
yo llevamos al manicomio a nuestra «Anne Catherick» revivida. La recibieron
con gran sorpresa, pero sin sospechas, gracias a la prescripción y los
certificados, a la carta de Sir Percival, al parecido, a los trajes, y a la confusa
condición de la propia paciente. Volví en seguida para ayudar a Madame
Fosco en los preparativos del entierro de la falsa «Lady Glyde» y llevando los
trajes y los equipajes de la verdadera «Lady Glyde». Luego se los envió a
Cumberland en el mismo vehículo que se utilizó para el funeral. Yo asistí al
funeral con la dignidad que la ocasión requería y rigurosamente enlutado.
Mi narración de estos hechos excepcionales, escrita en circunstancias
igualmente excepcionales, termina aquí. Las sutiles precauciones que tomé
para comunicarme con Limmeridge son ya conocidas, como lo es también el
magnífico éxito de mi empresa y también se conocen las sólidas
consecuencias pecuniarias que ésta tuvo. Tengo que resaltar con toda la fuerza
de mi convicción que el único punto vulnerable de mi plan no se hubiera
encontrado jamás si antes no se hubiera descubierto el único punto vulnerable
de mi corazón. Sí, mi fatal admiración por Marian me impidió actuar en mi
propio auxilio cuando organizó la fuga de su hermana. Corrí el riesgo y confié
en la completa destrucción de la identidad de Lady Glyde. Si el señor
Hartright o Marian trataran de reafirmar su identidad, se expondrían
públicamente a que se les imputara el delito de sostener un engaño evidente, se
sospecharía de ellos y se los desacreditaría, por lo que quedarían incapacitados
para amenazar mis intereses o el secreto de Percival. Cometí un error
confiando en cálculos tan aventurados. Cometí otro cuando Percival pagó las
culpas de su propia obstinación y violencia dejando a Lady Glyde que se
librara de volver otra vez al manicomio y dando al señor Hartright una
segunda oportunidad de escapárseme. En una palabra: en esta crisis seria,
Fosco fue infiel consigo mismo. ¡Que error más deplorable y más impropio!
¡Contemplen su causa en mi Corazón! ¡Contemplen en la imagen de Marian
Halcombe la primera y la última debilidad de la vida de Fosco!
¡A la edad madura de sesenta años hago esta confesión, sin parangón!
¡Jóvenes, imploro vuestras simpatías! ¡Muchachas, reclamo vuestras lágrimas!
Una palabra más y la atención de los lectores (concentrada fijamente en
mí) podrá descansar.
Mi natural perspicacia me advierte que las personas de inteligencia
inquisitiva van a hacerme aquí tres preguntas inevitables; tengo que
contestarlas.
Primera pregunta: ¿Cuál es el secreto de la devoción incontestable de
Madame Fosco para cumplir mis deseos más audaces y llevar a cabo mis
planes más secretos? Podría contestar hablando meramente de mi personalidad
y preguntando a mi vez: ¿Dónde a lo largo de la historia universal se ha visto
un hombre de mi envergadura en cuyo fondo no estuviese escondida la mujer
que se inmola voluntariamente en el altar de su vida? Pero recuerdo que estoy
escribiendo en Inglaterra, recuerdo que me casé en Inglaterra y pregunto si en
este país las obligaciones matrimoniales le propician una opinión particular
acerca de los principios de su marido. ¡No! ¡La obligan a amarle, a honrarle y
a obedecerle sin reserva! Esto es exactamente lo que ha hecho mi mujer. Aquí
descanso en un promontorio moral supremo para afirmar solamente el estricto
cumplimiento de sus obligaciones conyugales. ¡Calla, calumnia! ¡Esposas de
Inglaterra, dad vuestra aprobación a Madame Fosco!
Segunda pregunta: Si Anne Catherick no hubiese muerto como murió.
¿Qué hubiera hecho? En este caso hubiera ayudado a su agotada naturaleza a
buscar el reposo eterno. Hubiera abierto las puertas de la Cárcel de la Vida y
hubiese propiciado a la cautiva —víctima de achaques incurables de cuerpo y
de espíritu a la vez— una feliz liberación.
Tercera pregunta: Revisando con serenidad todas las circunstancias...
¿merece mi conducta algún serio reproche? ¡No, no con todo el énfasis! ¿No
he procurado con todo esmero evitar que se me odie por haber cometido
crímenes innecesarios? Con mis vastos conocimientos en química pudiera
haber arrebatado la vida a Lady Glyde. Sin embargo, a costa de un inmenso
sacrificio personal he seguido los dictados de mi propia rectitud, de mi propia
humanidad, de mi propia cautela y sólo le he arrebatado su personalidad. Que
se me juzgue por lo que podía haber hecho ¡Cuán inocente en comparación,
cuán virtuoso, indirectamente, parezco en lo que he hecho en realidad!
Al comenzar a escribir he anunciado que esta narración constituiría un
documento singular. Ha respondido absolutamente a mis expectativas. Recibí
estas fogosas líneas, mi último legado al país que abandono para siempre. Son
dignas del momento y son dignas de
FOSCO

FINAL DEL RELATO DE WALTER HARTRIGHT


I
Cuando volví la última hoja del manuscrito del conde había expirado la
media hora que yo estaba obligado a permanecer en la casa de Forest Road.
Monsieur Rubelle miró su reloj y me saludó. Me levanté al momento y dejé al
agente dueño de la casa vacía. Nunca volví a verle, nunca oí hablar de él ni de
su mujer. Desde oscuros aledaños de villanía y traición, se habían arrastrado
para cruzar nuestro camino y regresaron a la misma oscuridad, donde se
perdieron secretamente.
Al cuarto de hora de salir de Forest Road estaba de nuevo en mi casa.
Sólo unas palabras bastaron para decir a Laura y a Marian cómo había
terminado mi desesperada aventura y cuál podía ser el siguiente
acontecimiento de nuestras vidas. Dejé para más tarde todos los detalles; y me
apresuré a volver a St. John's Wood para buscar a la persona a la cual el conde
Fosco había alquilado la berlina con la que fue a buscar a Laura a la estación.
Las señas que yo tenía me llevaron a cierta «cochera de libreas» situada a
un cuarto de milla de Forest Road. El propietario resultó un hombre
respetuoso y honrado. Cuando le expliqué que un importante asunto de familia
me obligaba a pedirle consultar sus libros con el fin de comprobar una fecha
que el registro de sus negocios podía proporcionarme, no tuvo inconveniente
en satisfacer mi ruego. Trajo el libro y, allí, bajo la fecha del «26 de julio de
1850», estaba apuntado el pedido que decía: «Coche cerrado para el conde
Fosco, en Forest Road, número 5. Dos de la tarde (John Owen).
Al preguntar, supe que el nombre de «John Owen» que acompañaba al
pedido pertenecía al cochero que había hecho el servicio. Estaba trabajando en
aquel momento en la cuadra y por petición mía se envió a buscarlo.
—¿Recuerda usted haber llevado a un caballero desde el número cinco de
Forest Road hasta la estación de Waterloo, en el mes de julio? —pregunté yo.
—Verá señor, —dijo el hombre—, no puedo decirlo con seguridad.
—Quizá recuerde a aquel caballero. ¿Puede acordarse de que llevó a un
extranjero, el verano pasado, a un señor alto y extraordinariamente gordo?
El rostro del cochero se iluminó al momento.
—¡Sí que lo recuerdo, señor! Era el hombre más gordo que he visto y el
cliente más pesado que jamás he llevado en mi coche. Sí, sí, señor, me acuerdo
de él. Sí, fuimos a la estación, sí, fui a buscarlo a Forest Road. En la ventana
de la casa había un loro, o como se llamen esos bichos, que chillaba. El señor
tenía una prisa horrible por recoger los equipajes de la viajera y me dio una
buena propina para que me espabilase y le trajese pronto los baúles.
¡Traer los baúles! Recordé entonces que la misma Laura había dicho que
recogió su equipaje una persona que había venido a la estación con el conde
Fosco.
—¿Vio usted a la señora? —le pregunté—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Era joven
o vieja?
—Verá, señor, con prisas y con tanta gente empujando por todas partes, no
puedo decir como era exactamente la señora. No puedo recordar nada de ella,
tan sólo su nombre.
—¿Recuerda cómo se llamaba?
—Sí, señor. Se llamaba Lady Glyde.
—¿Cómo es posible que se acuerde de su nombre si ha olvidado como era?
El cochero sonrió y azorado se miró las puntas de las botas.
—Bueno, a decir verdad, señor —explicó—, entonces acababa yo de
casarme y el nombre de soltera de mi mujer era el mismo que el de la señora.
Me refiero al apellido Glyde. Ella misma me lo dijo. ¿Está su nombre marcado
en los baúles señora? —le digo. «Sí, —me dice—, está marcado en mi
equipaje; es Lady Glyde.» ¡Vaya! —pienso para mí—, no tengo memoria para
los nombres de clientes, pero éste suena como un viejo amigo. Lo que no
puedo decirle es cuándo fue, señor; puede que fuera hace un año y puede que
no. Pero le juraría que llevé a aquel caballero gordo y que ése fue el nombre
de la señora.
No importaba que no recordase cuándo había sido; la fecha estaba
positivamente confirmada con la anotación en el libro de pedidos de su amo.
Supe en seguida que tenía en mis manos los medios para tirar abajo toda la
conspiración de un solo golpe, con las armas irrefutables de hechos evidentes.
Sin dudarlo un momento llevé aparte al propietario de la cochera y le dije qué
importancia real tenían el testimonio de su libro de pedidos y el de su cochero.
Sin dificultad llegamos a un acuerdo para compensarle de quedar
provisionalmente privado de los servicios del cochero; e hice una copia de la
anotación del libro que certificó como correcta el propietario con su propia
firma. Salí de la cochera habiendo estipulado que John estaría a mis órdenes
durante los próximos tres días o por más tiempo si así fuese necesario.
Ahora me encontraba dueño de todos los papeles necesarios; la copia
legalizada del certificado de defunción y la carta de Sir Percival dirigida al
conde y que llevaba la fecha, estaban guardadas en mi cartera.
Con estos testimonios en el bolsillo y con las respuestas del cochero
frescas en mi memoria dirigí mis pasos, por vez primera desde que comencé
mis investigaciones, al despacho del señor Kyrle. Unos de los objetivos de mi
segunda visita a su despacho era, por fuerza, contarle todo lo que había hecho.
El otro era avisarlo de mi decisión de llevar a mi mujer a Limmeridge la
mañana siguiente y hacer que se la recibiese y se la reconociese públicamente
en casa de su tío. Bajo estas circunstancias y en ausencia del señor Gilmore, le
dejaba decidir si estaba obligado o no, como procurador de la familia, a
presenciar este acto en interés de la familia.
Nada quiero decir del asombro del señor Kyrle ni de los términos en que
expresó la opinión que le merecía mi conducta desde el primer al último paso
de mis pesquisas. Tan sólo es menester indicar que al instante decidió
acompañarnos a Cumberland.
A la mañana siguiente, en el primer tren, salimos para Limmeridge; Laura,
Marian, el señor Kyrle y yo, ocupábamos un compartimiento, y John Owen y
un escribiente del abogado iban en otro. Al llegar a la estación de Limmeridge
nos dirigimos ante todo a la granja de Todd's Corner. Era mi firme convicción
de que Laura no entrase en casa de su tío hasta que se reconociese en ella
públicamente a su sobrina. Dejé que Marian tratase con la señora Todd los
detalles de nuestro hospedaje en cuanto la buena mujer se restableciera de la
perplejidad que le causó oír cuál era el motivo de nuestro viaje a Cumberland;
y yo arreglé con su marido que se encomendaría a John Owen y a la
hospitalidad de los criados de la granja. Una vez dispuestos estos preliminares,
el señor Kyrle y yo nos dirigimos juntos hacia el castillo de Limmerigde.
No puedo extenderme hablando de nuestra entrevista con el señor Fairlie,
pues tampoco puedo recordarla sin sentir impaciencia y desprecio, que
vuelven al sólo recuerdo de aquella, extremadamente repulsiva para mí.
Prefiero limitarme a mencionar que conseguí lo que quería. El señor Fairlie
intentó tratarnos con su proceder habitual. No hicimos caso de la insolencia
cortante que mostró al comenzar la entrevista. Escuchamos impasibles las
protestas con que luego trató de persuadirnos de que el descubrimiento de la
conspiración lo había abrumado. Al final echó a gimotear y a quedarse como
un niño asustado. «¿Cómo iba a saber él que su sobrina vivía, si le habían
dicho que estaba muerta? Recibiría a su querida Laura con mucho gusto si le
dábamos tiempo para rehacerse. ¿Acaso creíamos que tenía aspecto de alguien
que se apuraba por llegar a la tumba? No. Entonces, ¿por qué apurarlo?»
Repetía estos lamentos a la menor oportunidad, hasta que le corté situándolo
de firme ante dos alternativas inevitables. Le permití escoger entre hacer
justicia a su sobrina en las condiciones que yo exigiera o hacer frente a las
consecuencias del reconocimiento público de su identidad, ante un tribunal de
justicia. El señor Kyrle, a quien pidió socorro, le dijo lisa y llanamente que
debía decidir la cuestión en aquel momento. Como era característico en él,
eligió la alternativa que le prometía liberarlo más pronto de toda perturbación
personal, me anunció en un repentino arranque de energía que no estaba en
condiciones de resistir más apremios y que hiciésemos lo que mejor nos
pareciese.
El señor Kyrle y yo bajamos en seguida y redactamos una carta, que
íbamos a enviar a todos los arrendatarios que asistieron al falso entierro,
rogándoles en nombre del señor Fairlie que dentro de un día se reuniesen en
Limmeridge House. También se escribió al lapidista de Carlisle para que en
esa misma fecha enviase a uno de sus empleados al cementerio con objeto de
borrar una inscripción. El señor Kyrle, que había arreglado que le preparase
una habitación en la casa, se encargó de que el señor Fairlie escuchara lo que
decían las cartas y las firmara por su propia mano.
Pasé el día de intervalo en la granja escribiendo la historia de la
conspiración contemplándola con las pruebas de la contradicción que ofrecían
los hechos que acompañaban la muerte de Laura. La sometí al juicio del señor
Kyrle antes de leerla al día siguiente entre los arrendatarios. Decidimos
también la forma de presentar las pruebas cuando se concluyese la lectura.
Después de acordar estas cuestiones el señor Kyrle llevó la conversación hacia
los asuntos económicos de Laura. Yo no los conocía y no deseaba enterarme
de ellos; dudando si un hombre de negocios aprobaría o no mi conducta en
relación con la renta vitalicia de mi mujer, que había recibido en herencia
Madame Fosco, rogué al señor Kyrle que me dispensara si me abstenía de
discutir este tema. Estaba relacionado —podía decirlo sinceramente— con los
horrores y las desdichas del pasado a las que entre nosotros jamás
mencionábamos y que instintivamente eludíamos discutir con los demás.
Mi última tarea de la tarde fue obtener «El relato de la losa sepulcral»
copiando la falsa inscripción de la lápida antes de que la borrasen.
Llegó el día en que Laura volvió a entrar en el salón familiar de desayuno
del castillo de Limmeridge. Todas las personas allí reunidas se levantaron de
sus asientos cuando la introdujimos Marian y yo. Un fuerte sobresalto, un
distintivo murmullo de curiosidad recorrió la congregación a la vista de su
rostro. El señor Fairlie se hallaba presente en concesión a mi insistencia, y a su
lado estaba el señor Kyrle. Su criado se apostaba detrás de su silla con la
botella de sales en una mano y un pañuelo blanco saturado de agua de Colonia
en la otra.
Abrí la sesión apelando públicamente al señor Fairlie para que explicase
que yo intervenía con su autorización y por su expreso mandato. El señor
Fairlie extendió los brazos, uno hacia su criado y el otro hacia el señor Kyrle,
y éstos le ayudaron a ponerse en pie; después se expresó en estos términos:
—Permitan que les presente al señor Hartright. Yo sigo sin poder valerme
y él ha tenido la amabilidad de ofrecerse para hablar por mí. Este asunto es
terriblemente embarazoso. ¡Escúchenle, y por favor no hagan ruido!
Con estas palabras se sumergió lentamente en la butaca otra vez y se
refugió en su pañuelo perfumado.
Siguió a esto el relato de la conspiración después de haber ofrecido yo una
aclaración preliminar, breve y sencilla. Me hallaba entre ellos, —informé a
mis oyentes—, primero, para declarar que mi mujer, que estaba sentada a mi
lado era la hija del difunto señor Philip Fairlie; segundo, para demostrarles con
hechos positivos que el funeral fue de otra mujer; y tercero, para darles una
explicación terminante de cómo había ocurrido todo aquello. Sin más
preámbulos les leí la historia de la conspiración, que la describía con claridad
y sólo resaltaba sus motivos pecuniarios, por evitar así que mi declaración se
complicase con referencias innecesarias al secreto de Sir Percival. Hecho esto,
recordé a mi auditorio la fecha de la inscripción del cementerio (el veinticinco
de julio) y la confirmé cotejándola con el certificado de defunción. Luego leí
la carta de Sir Percival del día veinticinco anunciando que mi mujer haría el
viaje de Hamsphire a Londres el día veintiséis. Luego demostré que había
realizado aquel viaje, aduciendo el testimonio personal del cochero de la
berlina; y probé que el viaje había tenido lugar el día indicado enseñándoles el
libro de pedidos de la cochera. Marian añadió luego su propia declaración
contando su encuentro con Laura en el manicomio y la huida de su hermana.
Después cerré mi intervención informando a la concurrencia de la muerte de
Sir Percival y de mi casamiento.
El señor Kyrle se levantó cuando yo regresé a mi asiento y declaró como
consejero legal de la familia que mi caso quedaba probado con la evidencia
más palpable que había visto en su vida. Cuando pronunció aquellas palabras
rodeé la cintura de Laura e hice que se levantara, para que todos los que
estaban en el salón pudieran verla distintamente.
—¿Son ustedes de la misma opinión? —pregunté, avanzando algunos
pasos y señalando a mi mujer.
El efecto de mi pregunta fue fulminante. Desde el fondo de la estancia uno
de los arrendatarios más viejos se incorporó bruscamente y en un instante los
demás siguieron su ejemplo. Aún me parece estar viendo el rostro curtido y
abierto de aquel hombre, cabello gris, encaramado en el alféizar de una
ventana, agitando sobre su cabeza su pesado látigo de montar y prorrumpiendo
en exclamaciones de alegría:
—¡Aquí la tenemos viva y sana! ¡Qué Dios la bendiga! ¡Venga, decidlo,
muchachos, decidlo!
La algarabía que le contestó, y que se repitió una y otra vez, fue la música
más deliciosa que jamás haya llegado a mis oídos. Los labradores del pueblo y
los chiquillos de la escuela que se habían congregado en el parque recogieron
el grito y nos devolvieron su eco. Las mujeres de los granjeros rodearon a
Laura, se pelearon porque todas querían ser las primeras en estrechar su mano
y en implorarle, con lágrimas en sus mejillas, que tuviera ánimo y no llorara.
Laura estaba de tal modo anonadada que tuve que rescatarla y llevarla hasta la
puerta. Allí la dejé al cuidado de Marian..., ¡de Marian, que jamás nos había
fallado y cuyo valor y dominio sobre sí no falló tampoco entonces! Desde la
puerta invité a todos los presentes (después de darles las gracias en nombre de
Laura y en el mío) a que me siguiesen al cementerio para ver con sus propios
ojos cómo se arrancaba de la tumba el falso epitafio.
Todos salieron de la casa y se unieron a la multitud de paisanos que
rodeaban la tumba junto a la que nos esperaba el lapidista. En medio de un
profundo silencio resonó el primer golpe de cincel sobre el mármol. No se oyó
ni una voz, ni un alma se movió de su sitio hasta que estas tres palabras,
«Laura, Lady Glyde», desaparecieron de la vista de todos. Entonces, de la
multitud salió un gran suspiro de alivio, como si hubieran sentido que las
últimas ataduras de la conspiración habían caído de la propia Laura, y la
congregación se disolvió lentamente. Varias horas más tarde se había borrado
toda la inscripción. Luego en su lugar se grabó una sola línea: «ANNE
CATHERICK, 25 de julio de 1850»
Volví al castillo de Limmeridge bastante pronto para despedirme del señor
Kyrle. Este, su escribiente y el cochero, volvían a Londres en el tren de la
noche. Cuando se marcharon se me entregó un mensaje insolente de parte del
señor Fairlie, a quien se había sacado del salón en estado de gravedad apenas
la primera explosión de aclamaciones hubo contestado mi llamamiento
dirigido a los arrendatarios. El mensaje nos transmitía «las mejores
felicitaciones del señor Fairlie e insistía en averiguar si teníamos la intención
de permanecer en su casa.» Mandé una nota, diciendo que el único objeto que
nos había obligado a traspasar aquellas puertas estaba conseguido; que yo no
tenía intención de permanecer en otra casa más que en la mía propia; que no
tuviera el señor Fairlie la menor preocupación de volver a vernos jamás, ni de
tener noticias nuestras. Volvimos a la granja de nuestros amigos para pasar allí
la noche; y a la mañana siguiente, escoltados hasta la estación por el pueblo
entero y por todos los granjeros de los alrededores con el entusiasmo y la
buena voluntad más cordiales, regresábamos a Londres.
Cuando la vista de las montañas de Cumberland se desvaneció en la lejanía
pensé en las primeras circunstancias descorazonadoras bajo las que se había
desarrollado la larga lucha que ahora quedaba atrás. Era extraño volver la vista
atrás y comprobar que la misma pobreza que nos había negado toda esperanza
de conseguir ayuda, era el medio indirecto de nuestro triunfo para obligarme a
actuar por cuenta propia. Si hubiéramos sido bastante ricos para obtener ayuda
legal, ¿cuál hubiera sido el resultado? La victoria, el triunfo (según la opinión
del mismo señor Kyrle), hubiera sido más que dudoso; y el fracaso, a juzgar
por los acontecimientos tal como habían sucedido, hubiera sido seguro. La ley
jamás me hubiera facilitado mi entrevista con la señora Catherick. La ley
jamás hubiera convertido a Pesca en un medio de arrancar al conde su
confesión.
II
Quedan por añadir dos sucesos más a la cadena que ha unido esta historia
desde el principio, antes de que alcance su final.
Cuando la nueva sensación de estar libres de la larga opresión del paso
todavía nos resultaba extraña, mandó a buscarme aquel amigo que me había
proporcionado mi primer empleo, que ahora iba a darme una prueba más de su
preocupación por mis asuntos. Sus clientes le habían encomendado viajar a
París para conocer un descubrimiento francés concerniente a las aplicaciones
prácticas de su Arte. Sus compromisos no le dejaban tiempo para cumplir con
el encargo, y con la mayor gentileza él había sugerido que podía transferírmelo
a mí. Yo no dudé en aceptar el ofrecimiento con gratitud, pues si cumplía con
el trabajo como esperaba cumplir, el resultado sería un empleo permanente en
el periódico ilustrado en el que yo ahora colaboraba sólo en ocasiones.
Al día siguiente recibí mis instrucciones y preparé mi equipaje. Al dejar
una vez más a Laura al cuidado de su hermana (pero ¡en qué circunstancias tan
cambiadas!) se me ocurrió una seria consideración que más de una vez había
cruzado la mente de mi mujer y la mía... me refiero al porvenir de Marian.
¿Acaso nosotros teníamos derecho a permitir que nuestro afecto egoísta
acaparase la devoción de toda aquella vida generosa? ¿No era nuestro deber y
la mejor prueba de agradecimiento olvidarnos de nosotros y pensar sólo en
ella? Traté de decírselo en un momento en que nos quedamos solos antes de
irme. Cogió ella mi mano y me hizo callar al oír mis primeras palabras.
—Después de todo lo que hemos sufrido los tres juntos —me dijo—, no
puede hablarse entre nosotros de separaciones, hasta que llegue la separación
última. Mi corazón y mi felicidad, Walter, están con Laura y contigo. Espera
un poco a que se escuchen voces de niños en tu hogar. Yo les enseñaré a hablar
en su lenguaje, y la primera lección que repetirán a su padre y a su madre será
ésta: «¡No podemos privarnos de nuestra tía»!
No hice el viaje a París solo. A última hora Pesca decidió acompañarme.
Desde la noche de la Opera no había recuperado su habitual alegría y decidió
intentar elevar su ánimo con una semana de vacaciones.
Cumplí el encargo que se me había confiado y redacté el oportuno informe
al cuarto día de nuestra llegada a París. Decidí dedicar el quinto a ver la ciudad
y a divertirme en compañía de Pesca.
Nuestro hotel estaba demasiado lleno para que pudieran instalarnos en el
mismo piso. Mi cuarto estaba en el segundo y el de Pesca encima del mío, en
el tercero. La mañana del quinto día subí para ver si el profesor estaba
preparado para salir. Poco antes de llegar al rellano de la escalera vi que la
puerta de su habitación se abría desde dentro; una mano larga, delicada, y
nerviosa (que no era ciertamente la de mi amigo) la sostenía abierta. Al mismo
tiempo oí la voz de Pesca que decía baja y ansiosa en su propio idioma:
«Recuerdo el nombre, pero no conozco al hombre. Lo vio usted en la Opera,
estaba tan cambiado que no pude reconocerlo. Yo expediré el informe, pero no
puedo hacer nada más». «No se necesita que haga más que eso», contestó otra
voz. La puerta se abrió por entero y salió de ella el hombre de pelo ralo y con
la cicatriz en la mejilla; el hombre a quien yo había visto seguir el coche del
conde Fosco una semana antes, salió de la habitación. Se inclinó ante mí
cuando le dejé sitio para pasar. Su rostro estaba lívido. Bajó la escalera
dejando correr su mano por la barandilla.
Empujé la puerta y entré en el cuarto de Pesca. Le hallé encogido en un
rincón del sofá, en una postura extraña. Pareció sobresaltarse cuando me
acerqué a él.
—¿Le molesto? —pregunté—. No sabía que estaba con un amigo hasta
que le he visto salir.
—No es amigo —dijo Pesca, agitado—. Le he visto hoy por primera y
última vez.
—Temo que le haya traído malas noticias.
—¡Horriblemente malas, Walter! Vámonos en seguida a Londres, no
quiero seguir aquí más tiempo. Siento mucho haber venido. Las desventuras
de mi juventud se ciernen sobre mí —repuso, volviendo su rostro hacia la
pared—, se ciernen sobre mí en estos últimos tiempos. Quiero olvidarlas, pero
¡ellos no quieren olvidarse de mí!
—No creo que nos podamos volver a Londres antes de la tarde —
contesté-. ¿Le gustaría salir un poco conmigo mientras tanto?
—No, no amigo mío, Esperaré aquí. Pero, por favor, vámonos hoy, «ya»,
¡vámonos, sé lo ruego!
Le dejé después de asegurarle que aquella tarde saldríamos de París. El día
anterior habíamos decidido visitar la catedral de Notre Dame, guiándonos por
la noble novela de Víctor Hugo. En la capital francesa no había otra cosa que
yo deseara ver más, y me marché a la catedral solo.
Al acercarme a Notre Dame por el lado del río pasé delante de la horrible
casa de la muerte de París, la Morgue. Una gran muchedumbre vociferante se
agolpaba a la puerta. Evidentemente había algo dentro que excitaba la
curiosidad popular y alimentaba el apetito popular por los horrores. Yo hubiera
seguido hasta la iglesia si la conversación de dos hombres y una mujer
situados en la periferia de la muchedumbre no hubiera llegado hasta mis oídos;
acababan de salir de ver el cadáver en la Morgue y lo que contaban del muerto
a sus vecinos, describía un cuerpo de hombre de inmenso tamaño, con una
extraña señal en el brazo izquierdo.
En el momento en que oí aquellas palabras me detuve en seco y me
coloqué entre la gente que entraba. Ciertas vagas sospechas de la verdad
acudieron a mi mente cuando oí la voz de Pesca a través de la puerta
entreabierta y cuando vi el rostro del desconocido que pasó delante de mí para
bajar la escalera del hotel. Ahora la verdad me estaba revelada... revelada en
las palabras casuales que acababan de alcanzar mis oídos. Una venganza que
no era mía había seguido a aquel hombre predestinado desde el teatro hasta la
misma puerta de su casa y desde su casa hasta su refugio de París. Una
venganza que no era mía, lo había llamado al juicio y lo había sentenciado
cobrándole la vida. El momento en que se lo señalé a Pesca en el teatro, a
oídos del forastero que estaba a nuestro lado y también le buscaba, fue el
momento que selló su sentencia. Recuerdo la lucha en el interior de mi propio
corazón, cuando nos quedamos frente a frente, él y yo, la lucha que terminó
cuando le dejé escapar, y me estremecí al evocarla.
Lentamente, palmo a palmo, me adentré en la muchedumbre, acercándome
más y más a la gran mampara de cristal que en la Morgue separa a los vivos de
los muertos... me acercaba más y más hasta que me quedé detrás de la primera
fila de espectadores y pude mirar dentro.
Allí yacía, desposeído, desconocido, expuesto a la curiosidad impenitente
de la chusma francesa. ¡Aquel fue el fin horrendo de una larga vida de
inteligencia degradante y de crimen despiadado! Aquel rostro y aquella cabeza
ancha, firme y maciza, amasada con el reposo sublime de la muerte se nos
enfrentaba con tal grandeza que las mujerzuelas francesas a mi alrededor
levantaban las manos con admiración exclamando en un coro vocinglero
«¡Qué hombre más hermoso!». La herida que lo había matado estaba
producida con un golpe de navaja o de puñal, exactamente sobre el corazón.
No se veían otras señales de violencia en todo el cuerpo, excepto en el brazo
izquierdo; allí, en el mismo lugar en que yo vi la marca en el brazo de Pesca,
se distinguían dos profundos tajos que formaban la letra T y que borraban por
completo la señal de la Hermandad. Sus ropas colgadas encima del cuerpo
demostraban que vivía consciente del peligro, pues eran ropas de artesano
francés. Durante unos momentos, y sólo unos momentos, hice esfuerzos para
distinguir todas estas cosas a través de la mampara de cristal. No puedo
escribir más sobre ellas, pues no vi más.
Quiero consignar aquí los pocos datos relacionados con la muerte que poco
a poco fui recogiendo, en parte de Pesca y en parte por otras fuentes antes de
despedir este tema de estas páginas.
Sacaron su cuerpo del Sena con el disfraz que he descrito; no se encontró
sobre él nada que revelase su nombre, su rango ni su lugar de residencia.
Jamás se descubrió la mano que había asestado el golpe; y las circunstancias
en que fue asesinado, jamás se aclararon. Dejo a los demás que extraigan sus
propias conclusiones en relación al secreto de su asesinato, como ya he hecho
las mías. Al insinuar que el extranjero de la cicatriz era miembro de la
Hermandad (admitido en Italia después de que Pesca abandonó su patria) y al
añadir que los dos tajos en forma de una T que había en el brazo izquierdo del
muerto significaban una palabra italiana, «Traditore», mostrando que la
Hermandad se encargó de hacer justicia en un traidor, habré contribuido con
cuanto sé a la dilucidación del misterio de la muerte del conde Fosco.
Se identificó su cadáver al día siguiente de haberle visto yo, por una carta
anónima dirigida a su esposa. Madame Fosco le hizo enterrar en el cementerio
de Père la Chaise. Hasta el día de hoy se ven coronas frescas colgadas con la
propia mano de la Condesa sobre la balaustrada de bronce ornamental que
rodea su tumba. Vive en Versalles, en el retiro más estricto. No hace mucho ha
publicado una Biografía de su difunto esposo. Esta obra no arroja luz alguna
sobre el nombre verdadero ni sobre la historia secreta de su vida, está dedicado
casi por completo a elogiar sus virtudes domésticas, afirmar sus habilidades
singulares y enumerar los honores que se le habían conferido. Las
circunstancias que rodearon su muerte, se mencionan con notable brevedad y
se resumen en esta frase de la última página del libro. «Su vida fue una larga
afirmación de los derechos de la aristocracia y de los sagrados principios del
Orden. Murió mártir de su causa».
III
Después de regresar de París pasaron el verano y el otoño, que no trajeron
ningún cambio digno de mención. Vivíamos con tanta sencillez y quietud, que
mis ingresos, que ahora eran fijos, resultaban suficientes para atender a todas
nuestras necesidades. En febrero del nuevo año nació nuestro primer hijo. Mi
madre, mi hermana y la señora Vesey fueron nuestros invitados en la pequeña
fiesta con que celebramos el bautizo. La señora Clements estuvo también
presente para asistir a mi mujer en aquella ocasión. Marian fue la madrina de
nuestro hijo; Pesca y el señor Gilmore (este último actuando en rebeldía)
fueron sus padrinos. He de añadir aquí que cuando el señor Gilmore volvió a
Inglaterra un año más tarde, y a petición mía, me ayudó a componer estas
páginas escribiendo la narración que apareció al principio de esta historia y
lleva su nombre, y que aunque por el orden de sucesión es la primera de esta
forma, por el orden de las fechas fue la última que llegó a mis manos. El único
acontecimiento de nuestras vidas que ahora queda por relatar sucedió cuando
nuestro pequeño Walter contaba seis meses de edad. En aquella época me
enviaron a Irlanda para hacer bosquejos para preparar unas ilustraciones del
periódico en que yo estaba empleado. Estuve ausente cerca de dos semanas y
me comunicaba con regularidad con mi mujer y con Marian excepto durante
los tres últimos días de mi viaje, cuando mi itinerario era demasiado inseguro
para permitirme recibir cartas. Hice el último tramo de mi camino de vuelta
por la noche y cuando llegué a mi casa por la mañana ante mi inefable
asombro, en casa no había nadie. Laura, Marian y el niño se habían marchado
el día anterior a mi regreso. La criada me entregó una esquela de mi mujer que
sólo aumento mi sorpresa. Me informaba que habían ido a Limmeridge.
Marian le había prohibido que me diese más explicaciones por escrito y se me
pedía ponerme en camino en cuanto volviese a casa para reunirme con ellas.
En Cumberland me esperaban explicaciones completas y se me aseguraba que
no debía preocuparme en lo más mínimo. Aquí terminaba la carta. Era aún
temprano y pude coger el tren de la mañana. Aquella misma tarde llegué a
Limmeridge. Mi mujer y Marian estaban arriba. Se habían instalado (para el
colmo de mi asombro) en el cuartillo que antaño se me había asignado como
estudio cuando estaba trabajando con los dibujos del señor Fairlie. En la
misma silla que yo solía ocupar mientras trabajaba, estaba ahora sentada
Marian con el niño sobre sus rodillas, que con destreza se refrescaba con su
chupete, mientras que Laura junto a la mesa de dibujo tan familiar y que tanto
había utilizado, hojeaba el álbum que en otros tiempos yo había llenado de
dibujos para ella. —Pero, en nombre del Cielo, ¿qué os ha traído hasta aquí?
—les pregunté— ¿Lo sabe el señor Fairlie?... Marian me cortó las palabras en
mis labios diciendo que el señor Fairlie había muerto. Había sufrido una
parálisis y después del ataque jamás volvió a restablecerse. El señor Kyrle les
había avisado de su fallecimiento recomendándoles que vinieran
inmediatamente al castillo de Limmeridge. Cierta premonición confusa de un
gran cambio despuntó en mi mente. Laura habló antes de que yo fuera del todo
consciente de ello. Se puso más cerca de mí para disfrutar de la sorpresa que
permanecía en mi rostro. —Walter, mi vida —dijo—, ¿de veras crees que
hemos venido aquí por capricho? Me temo amor mío, que sólo puedo
explicártelo si quebranto nuestra regla y te hablo del pasado. —No hay la
menor necesidad de hacer cosa semejante —dijo Marian—. Podemos ser
igualmente explícitas y resultará mucho más interesante si hablamos del
futuro. Se levantó y me mostró al niño que pataleaba y gorjeaba entre sus
brazos: —¿Sabes quién es, Walter? —me dijo, llorando de felicidad. —Incluso
mi turbación tiene sus límites —contesté—. Creo que todavía soy capaz de
conocer a mi propio hijo. —¡Tu hijo! —exclamó con la vivaz animación de
los viejos tiempos. — ¿Te atreves a hablar con familiaridad de uno de los
hacendados más opulentos de Inglaterra? ¿Te das cuenta, cuando te dejo ver a
este ilustre bebé, delante de quién te encuentras? ¡Veo que no! Permíteme que
haga la presentación de dos personajes eminentes: Señor Walter Hartright, el
Heredero de Limmeridge.
Así me habló Marian.
Al escribir estas últimas palabras he terminado mi tarea. La pluma tiembla
en mi mano; ¡el trabajo largo y feliz ha concluido! Marian fue el ángel bueno
de nuestras vidas, que sea Marian la que termine nuestra historia.

FIN

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