La Dama de Blanco
La Dama de Blanco
La Dama de Blanco
Dama de Blanco
Por
Wilkie Collins
PREÁMBULO
PRIMERA PARTE
I
Era el último día de Julio. El largo y caliente verano llegaba a su término, y
nosotros, los fatigados peregrinos de las empedradas calles de Londres,
pensábamos en los campos de cereales sombreados por las nubes o en las
brisas de otoño a orillas del mar.
En lo que a mí se refiere, el agonizante verano me estaba quitando la salud,
el buen humor y, si he de decir la verdad, también dinero. Durante el último
año no administré mis ingresos tan cuidadosamente como otras veces, y esa
imprevisión me obligaba ahora a pasar el otoño de la manera más económica
entre la casa de campo que poseía mi madre en Hampstead y mi apartamento
en la ciudad.
Aquella tarde, recuerdo, estaba el ambiente cargado y melancólico; la
atmósfera londinense resultaba más asfixiante que nunca, y apenas se oía el
lejano murmullo del tráfico callejero; el pequeño latido de la vida en mi
interior y el gran corazón de la ciudad que me rodeaba parecían decaer al
unísono, lánguidamente, con el sol en su declinar. Levanté la cabeza del libro
que intentaba leer y que más bien me hacía soñar y dejé mis habitaciones,
saliendo al encuentro del fresco aire de la noche, paseando por los alrededores.
Era una de las dos tardes semanales que solía pasar con mi madre y mi
hermana, así que dirigí mis pasos hacia el Norte, camino de Hampstead.
Los acontecimientos que he de referir me obligan a explicar ahora que mi
padre había muerto hacía ya algunos años y que mi hermana Sarah y yo
éramos los únicos supervivientes de una familia de cinco hijos. Mi padre
también había sido profesor de dibujo. Sus esfuerzos le habían proporcionado
éxitos en su profesión y su ansiedad, que movía su amor por nosotros, para
asegurar el porvenir de los que dependíamos de su trabajo, le llevaron, desde
su matrimonio, a dedicar al pago de un seguro de vida una parte de sus
ingresos más sustancial de lo que la mayor parte de los hombres destinarían a
este propósito. Gracias a su admirable prudencia y abnegación, después de su
muerte mi madre y mi hermana pudieron mantener la misma situación holgada
con la misma independencia que tuvieron mientras él vivió. Yo heredé sus
relaciones, y tenía sobrados motivos para sentirme lleno de gratitud ante la
perspectiva que me aguardaba en mi inicio en la vida.
Cuando llegué ante la verja de la casa de mi madre, el sereno crepúsculo
centelleaba todavía en los bordes más altos de los brezos, y a mis pies veía
Londres sumergido en un negro golfo, en la oscuridad de la noche sombría.
Apenas toqué la campanilla me abrió ya bruscamente la puerta mi ilustre
amigo italiano el profesor Pesca, que acudió en lugar de la sirvienta y se
adelantó alegremente para recibirme.
Tanto por su personalidad como, debo añadir, por mi propia conveniencia,
el profesor merece el honor de una presentación formal. Las circunstancias
han hecho que tenga que ser éste el punto de partida de la extraña historia de
familia que tengo el propósito de revelar en estas páginas.
Conocía a mi amigo italiano por haberle encontrado en algunas casas
aristocráticas, en las que él enseñaba su idioma y yo el dibujo. Todo cuanto yo
sabía entonces de su pasado era que había ocupado un cargo importante en la
Universidad de Padua; que había tenido que abandonar Italia por cuestiones
políticas (la naturaleza de las cuales jamás dejó entrever a nadie), y que hacía
muchos años que estaba establecido en Londres como profesor de idiomas.
Sin ser lo que se dice un enano —pues estaba perfectamente proporcionado
de pies a cabeza— Pesca era, en mi opinión, el hombre más pequeño que
había visto, aparte de los que se exhiben en barracas. Si su físico resultaba
llamativo, se distinguía aún más de sus congéneres por la inofensiva
excentricidad de su carácter. Lo que parecía obsesionarle era la idea de
mostrar su agradecimiento a la nación que le había ofrecido asilo y medios
para ganarse la vida, por lo que hacía cuanto le era posible por convertirse en
un perfecto inglés. No se contentaba con expresar su entusiasmo por las
costumbres del país cargando siempre con paraguas, sombrero blanco y unas
inevitables polainas sino que aspiraba a ser un inglés tanto en sus gustos y
costumbres como en su indumentaria. Encontrando que nuestro pueblo se
distinguía por su afición a los deportes, el hombrecillo, ingenuamente, era un
apasionado de todos nuestros entretenimientos y juegos y se unía a ellos
siempre que encontraba ocasión, con el firme convencimiento de que podía
adoptar nuestras diversiones nacionales mediante un esfuerzo de voluntad, tal
como había adoptado las polainas y el sombrero blanco.
Le había visto arriesgar ciegamente sus piernas en una caza de zorros y en
un campo de cricket, y poco después, pude ver el peligro que corrió su vida en
la playa de Brighton.
Nos encontramos allí casualmente y nos bañamos juntos. Si nos
hubiéramos dedicado a alguna práctica específica de mi nación, me hubiera
visto obligado a preocuparme, por supuesto, del profesor Pesca; pero como los
extranjeros, por lo general, pueden cuidarse de sí mismos en el agua tan bien
como nosotros, no se me ocurrió que se podía incluir el arte natatorio en la
lista de pruebas de valor que él se creía capaz de superar improvisadamente.
Inmediatamente después de haber dejado ambos la orilla, me detuve,
descubriendo que mi amigo no había llegado hasta mí y me volví para
buscarle. Con pasmo y horror advertí entre la orilla y yo la presencia de dos
bracitos blancos que durante unos instantes bregaron por encima de las aguas
hasta desaparecer de la vista. Cuando me sumergí en su busca, el pobrecillo
estaba tendido en el fondo embutido en la oquedad de una roca, y mucho más
diminuto de lo que me había parecido hasta entonces. Durante los pocos
minutos que transcurrieron mientras le saqué, el aire libre lo revivió, y pudo
subir los escalones de la máquina con mi ayuda. Con la parcial recuperación
de su vitalidad, recobró también su maravilloso delirio de grandeza al respecto
de la natación tan pronto como sus dientes dejaron de castañetear y pudo
pronunciar alguna palabra; me dijo sonriendo y como sin darle ninguna
importancia que «había sufrido un calambre».
Cuando se reunió de nuevo conmigo en la playa repuesto ya por completo,
dejó por un momento su artificiosa reserva británica y brotó su cálida
naturaleza meridional, apabullándome con sus impetuosas muestras de afecto
—exclamaba apasionadamente con la clásica exageración italiana, que en lo
sucesivo su vida estaría a mi disposición— y afirmando que jamás volvería a
ser feliz hasta encontrar la oportunidad de probar su gratitud rindiéndome un
servicio tal que yo debiese recordar hasta el fin de mis días.
Hice cuanto pude para detener aquel torrente de lágrimas y
manifestaciones de afecto, insistiendo en tratar aquel episodio
humorísticamente; al final, como imaginaba, el sentimiento de obligación que
sentía Pesca hacia mí fue atenuándose. ¡Poco pensaba yo entonces, —como
tampoco lo pensé cuando acabaron nuestras alegres vacaciones— que la
oportunidad de brindarme un servicio que tan ardientemente ansiaba mi
agradecido amigo iba a llegar muy pronto, que él la aceptaría al momento y
que con ello alteraría el curso de mi vida, cambiándome de tal modo que casi
no era capaz de reconocerme a mí mismo tal como había sido en el pasado!
Y así sucedió; si yo no hubiese arrancado al profesor de su lecho de rocas
en el fondo del mar, en ningún caso hubiera tenido relación con la historia que
se relatará en estas páginas, ni jamás, probablemente, hubiera oído pronunciar
el nombre de la mujer que ha vivido constantemente en mi imaginación, que
se ha adueñado de toda mi persona y que con su influencia dirige hoy mi vida.
II
La cara y la actitud de Pesca, la noche en que nos encontramos ante la
verja de mi madre, fueron más que suficientes para hacerme saber que algo
extraordinario había sucedido. Sin embargo fue completamente inútil pedirle
una pronta explicación. Lo único que saqué en limpio, mientras me conducía
hacia el interior con ambas manos, era que, conociendo mis costumbres, había
venido aquella noche a casa seguro de encontrarme y que tenía que
comunicarme noticias de muy agradable naturaleza.
Nos dirigimos al salón de una manera bastante poco correcta y precipitada.
Mi madre estaba sentada junto a la ventana abierta, riendo y abanicándose.
Pesca era uno de sus favoritos, y cualquiera de sus excentricidades hallaba
siempre disculpa ante sus ojos ¡Pobre alma sencilla! Desde el momento en que
se dio cuenta de que el diminuto profesor estaba lleno de gratitud y
profesionalmente unido a su hijo, le abrió su corazón sin reservas y pasó por
alto todas sus desconcertantes rarezas de extranjero, sin intentar siquiera
comprenderlas.
Mi hermana Sarah, a pesar de gozar de la ventaja de su juventud, era
curiosamente mucho menos flexible. Reconocía las excelentes cualidades de
Pesca, pero no las aceptaba ciegamente, como hacía mi madre, sólo por ser
amigo mío. La veneración que Pesca profesaba hacia todo lo que fueran
apariencias, estaba en permanente contradicción con la corrección británica de
ella, y no podía por menos de sentir un desagradable asombro cada vez que el
excéntrico y pequeño extranjero se permitía ciertas familiaridades con mi
madre. He observado, no sólo en el caso de mi hermana, sino en otros muchos,
que nuestra generación es menos impulsiva y cordial que la de nuestros
mayores. Constantemente veo personas mayores excitadas y emocionadas ante
la expectativa de deleite que les espera, el cual no logra perturbar la serena
tranquilidad de sus nietos. Yo me pregunto: ¿es que los jóvenes de ahora
somos muchachos y muchachas tan auténticos como lo eran nuestros abuelos
en su tiempo? ¿Habrán avanzado demasiado las ventajas de la educación?
¿Somos en esta época nueva una mera escoria humana que ha recibido una
educación demasiado buena?
Sin intentar aclarar estas importantes cuestiones puedo sin embargo decir
que cuando veía a mi madre y a mi hermana en compañía de Pesca jamás
dejaba de notar que la primera resultaba la más juvenil de las dos. En aquella
ocasión, por ejemplo, mientras la dama de mayor edad estaba riendo
abiertamente de la manera atropellada con que entramos en el salón, Sarah
recogía con visible desazón los pedazos de una taza de té que el profesor había
roto al precipitarse a mi encuentro.
—No sé lo que hubiera sucedido si llegas a retrasarte, Walter —dijo mi
madre—. Pesca está medio loco de impaciencia y yo medio loca de curiosidad.
El profesor trae alguna noticia maravillosa que te concierne y se ha negado
cruelmente a darnos la más mínima pista hasta que su amigo Walter
apareciese.
—¡Qué lata! ¡Ya se ha descalabrado la partida! — murmuró Sarah entre
dientes, absorbida en la recogida de los restos de la taza rota.
Mientras eran pronunciadas esas palabras, el bueno de Pesca, sin
preocuparse lo más mínimo del irreparable destrozo que había causado,
empujaba tan contento una de las butacas hacia el otro extremo de la sala,
situándonos a los tres tal como haría un orador desde su tribuna. Volvió la
butaca de espalda a nosotros, se colocó en ella de rodillas y con gran
excitación empezó a dirigir la palabra a su pequeña congregación de tres,
desde su improvisado púlpito.
—Y ahora, queridos míos —empezó Pesca (que siempre decía «queridos»,
en lugar de «amigos»)—, escuchadme. Ha llegado el momento. Ahí va mi
buena noticia. Empiezo a hablar.
—¡Escuchad, escuchad! —dijo mi madre siguiendo la broma.
—Lo primero que le toca romper, mamá, será el respaldo de la mejor
butaca que tenemos —dijo Sarah por lo bajo.
—Vuelvo la vista atrás y me dirijo, como siempre, a la más noble de las
criaturas humanas —continuó Pesca con vehemencia, señalando mi humilde
persona desde su sitial—. ¿Quién me encontró muerto en el fondo del mar (a
causa de un calambre) y me sacó a flote, y qué dije cuando volví a la vida y a
vestir mis ropas?
—Mucho más de lo necesario —contesté yo lo más ceñudamente que
pude, pues sabía que tratar este asunto era equivalente a liberar las emociones
de Pesca en una riada de lágrimas.
—Dije —insistió Pesca— que mi vida le pertenecía a mi querido amigo
Walter hasta el fin de mis días y así es. Dije que nunca volvería a ser feliz si no
encontraba una oportunidad de hacer algo por él, y, en efecto, nunca he estado
satisfecho conmigo mismo hasta que ha llegado este venturoso día. Ahora —
gritó entusiasmado el hombrecito— la felicidad rebosa por todos los poros de
mi cuerpo, porque juro por mi fe, mi honor y mi alma que ocurre algo bueno y
que sólo queda por decir: ¡bien, todo está muy bien!
Conviene aquí explicar que Pesca tenía el prurito de creerse un perfecto
inglés tanto en su lenguaje como en sus costumbres, diversiones e
indumentaria. Había adoptado algunas de nuestras expresiones más familiares
y las usaba en sus conversaciones siempre que se le ocurría, repitiéndolas una
tras otra como si constituyeran una larga sílaba, sólo por el gusto de decirlas y
generalmente sin saber con exactitud su sentido.
—Entre las casas elegantes de Londres que frecuento para enseñar la
lengua de mi país —continuó el profesor, decidiéndose al fin a explicar el
asunto dejándose de más preámbulos—, hay una más opulenta que todas las
demás, situada en la gran plaza de Portland. Todos sabéis dónde está ¿no? Sí,
claro, por supuesto. Esta gran casa, queridos amigos, cobija a una gran familia.
Una mamá rubia y gorda, tres señoritas rubias y gordas; dos jóvenes caballeros
rubios y gordos y un papá más rubio y gordo que todos ellos, que es un
adinerado comerciante, forrado de oro, hombre de gran distinción en otro
tiempo y que ahora, con su cabeza calva y su doble barbilla, resulta de mucho
menos porte. Pues bien, atención: Yo enseño el sublime Dante a las tres
jóvenes señoritas pero, ¡Dios me ampare!, no hay palabras para explicar el
rompecabezas que el sublime crea en esas tres lindas cabezas. Pero no
importa, todo llegará y cuantas más lecciones se necesiten, mejor para mí.
Imagínense ustedes que hoy estaba enseñando a las señoritas como siempre:
estamos los cuatro juntos en el infierno de Dante, en el séptimo círculo —pero
esto no tiene importancia—, todos los círculos son lo mismo para las tres
señoritas gordas y rubias, y en el que se hallan firmemente ancladas; yo trato
de avanzar recitando, declamando, y sofocándome con mi propio
entusiasmo..., cuando de repente oigo por el pasillo el crujir de unas botas y
enseguida entra en la sala el rico papá, poderoso comerciante de cabeza calva
y papada. ¡Ay queridos, creo que el asunto empieza a interesarles! ¿Me habéis
escuchado con paciencia o habéis pensado: «Al diablo con Pesca, que esta
noche habla interminablemente»?
Declaramos que estábamos profundamente interesados.
El profesor continuó:
—El adinerado papá lleva una carta en su mano, y después de excusarse
por haber interrumpido nuestra estancia en las regiones infernales con asuntos
de este mundo, se dirige a las tres señoritas y empieza del modo con que
siempre empiezan los ingleses cada conversación: con un gran ¡Oh! «¡Oh
queridas! dice el poderoso mercader, tengo aquí una carta de mi amigo el
señor...» (he olvidado el nombre; pero no importa, ya que nos ocuparemos
luego de esto). Así que el papá dice «tengo una carta de mi amigo el señor, en
la que me pregunta si podría recomendarle un profesor de dibujo que estuviera
dispuesto a trasladarse durante una temporada a su casa de campo» y ¡por mi
alma que si en aquel momento tengo los brazos bastante largos hubiera sido
capaz de abarcar con ellos la poderosa humanidad del rico papá para
estrecharle contra mi corazón en señal de gratitud por haber lanzado tan
estupendas palabras! Como no pude hacerlo, me contenté con agitarme en mi
asiento como si me estuvieran pinchando, pero no dije nada y le dejé hablar.
«¿Conocéis vosotras, hijas mías, algún profesor de dibujo que yo pueda
recomendar?», dice el buen fabricante de dinero mientras da vueltas a la carta
entre sus dedos cuajados de oro. Las tres jovencitas se miran y responden (con
el inevitable ¡Oh! inglés): «¡Oh! no, papá, pero aquí está el señor Pesca...» Al
oír pronunciar mi nombre no puedo contenerme; su recuerdo, querido amigo,
se me sube a la cabeza como una oleada de sangre: doy un brinco sobre la silla
y digo en el más correcto inglés al poderoso comerciante: «Estimado señor,
conozco al hombre que necesita, al mejor profesor de dibujo del mundo.
Recomiéndele usted sin falta para que salga la carta en el correo de la noche y
envíele mañana mismo con todo su equipaje.» (¡Vaya frase inglesa!, ¿eh?)
«Bueno, un momento, —dice el papá—, ¿es inglés o extranjero?» «Inglés
hasta la médula de los huesos», respondo. «¿Honorable?» «Caballero —
contesto con viveza, pues esta pregunta suena a insulto ya que él me conoce—
la llama inmortal del genio arde en el alma de ese inglés, y lo que es más, ha
brillado antes en la de su padre». «Eso no me importa», dice papá, aquel
caníbal de oro. «Eso no me importa, señor Pesca. En este país no nos interesa
el genio si no va acompañado de honorabilidad, pero si la hay, somos felices
de ver un genio, verdaderamente felices. ¿Su amigo puede presentar
referencias, cartas que acrediten su comportamiento?» Hago un gesto
despectivo con la mano. «¿Cartas? —digo— ¡Dios me ampare! ¡Ya lo creo,
ya! Montones de cartas, fajas de referencias si usted lo desea». «Con una o dos
tenemos bastante —respondió aquel hombre lleno de flema y dinero—. Que
me las envíe con su nombre y sus señas, y espere un poco, señor Pesca, antes
de que vaya a ver a su amigo quiero darle un billete». «¿Un billete de banco?
—le digo con indignación— Nada de billetes por favor, hasta que mi amigo
inglés los haya ganado», «¿Billete de banco? —dice el papá, muy sorprendido
—. Pero ¿quién habla de eso? Me refiero a que voy a escribir un billete, una
nota que le explique sus obligaciones. Siga usted con su lección, Pesca,
mientras copio lo que interesa de la carta de mi amigo». El hombre de
mercancías y dinero se sienta con su pluma, tinta y papel y yo vuelvo al
Infierno de Dante en compañía de las tres señoritas. Al cabo de diez minutos
el billete está escrito y las crujientes botas del papá se alejan por el pasillo.
Desde aquel momento ¡juro por mi fe, mi honor y mi alma que no me doy
cuenta de nada! La idea feliz de que por fin he hallado mi oportunidad y de
que el grato servicio que rindo a mi amigo más querido de este mundo ya es
realidad casi, esta idea me sube a la cabeza y me embriaga. Cómo regreso ya
con mis discípulas de la Región Infernal, ni cómo cumplo mis otros
quehaceres, ni cómo mi frugal comida se desliza sola en mi garganta, no lo sé,
es como si estuviera en la luna. Lo único importante es que estoy aquí, con la
nota del omnipotente comerciante en mi mano, y que me siento inmenso como
la vida misma, ardiente como el fuego y feliz como un rey. ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja!,
¡Bien, bien, bien, muy bien! Y el profesor agitó la nota con las condiciones
sobre su cabeza, rematando su largo y fogoso relato con su estridente
imitación italiana del alegre hurra británico.
Entonces mi madre se levantó de su asiento y, con los ojos brillantes y las
mejillas encendidas, cogió las dos manos del profesor y le dijo emocionada:
—Mi querido, mi querido Pesca, nunca había dudado de su sincero afecto
hacia Walter; pero ahora estoy más convencida de ello que nunca.
—Desde luego que estamos muy agradecidas al profesor Pesca por lo que
ha hecho por Walter —añadió Sarah, y con estas palabras hizo el movimiento
de incorporarse como queriendo acercarse al sillón de Pesca también, pero al
ver a éste besar con efusión las manos de mi madre se puso seria y volvió a
hundirse en su asiento. «Si se permite con mamá estas familiaridades, sabe
Dios las que se tomará conmigo». Los rostros a veces dicen la verdad; y, sin
duda, esto fue lo que pensaba Sarah mientras volvía a sentarse.
A pesar de que yo también sentía verdadero agradecimiento por el afecto
de Pesca, no experimentaba la alegría que debiera producirme la perspectiva
del nuevo empleo que se me ofrecía. Cuando el profesor acabó de besar las
manos de mi madre y cuando yo le di las gracias por su intervención, le pedí
que me dejara echar un vistazo al billete que su respetable señor me dirigía.
Pesca me alargó el papel con un gesto de triunfo.
—¡Lea! —me dijo el hombrecillo majestuosamente— Le aseguro, amigo
mío, que la misiva del papá de oro le hablará con lenguaje de trompetas.
La nota estaba redactada en términos lacónicos, contundentes y, en todo
caso inteligibles. Se me comunicaba:
Primero. Que el caballero Frederich Fairlie, de la casa Limmeridge, en
Cumberland, desea contratar por un período de cuatro meses como mínimo un
profesor de dibujo de reconocida competencia.
Segundo. Que este profesor deberá encargarse de dos clases de trabajo. La
enseñanza de pintura a la acuarela a dos señoritas y dedicará las demás horas
de trabajo a la restauración de una valiosa colección de dibujos que ha
alcanzado un estado de abandono total.
Tercero. Que los honorarios que se ofrecen a la persona que acepta a su
cargo y cumplirá debidamente con dichos trabajos serán de cuatro guineas a la
semana; que residirá en Limmeridge; que se le concederá el trato
correspondiente a un caballero.
Cuarto y último. Que se abstenga de solicitar esta colocación la persona
que sea incapaz de presentar las referencias más indispensables respecto a su
persona y aptitudes. Tales referencias se enviarán a Londres, a casa del amigo
del señor Fairlie, que está autorizado para efectuar todos los trámites
definitivos.
A estas instrucciones seguían el nombre y señas del patrón de Pesca en
Portland, y aquí la nota —o el billete— terminaba.
Ciertamente, esta oferta de un empleo fuera de la ciudad resultaba
atractiva. El trabajo prometía ser tan fácil como agradable; además, la
proposición llegaba en otoño, en la época del año en que yo estaba menos
ocupado; la remuneración, según mi propia experiencia en esta profesión, era
sorprendentemente generosa. Yo lo comprendía; comprendía que debería
considerarme muy afortunado si llegaba a ocupar aquel puesto, pero tan pronto
como hube leído la nota sentí una inexplicable inapetencia de hacer algo por
conseguirlo. Nunca antes mi deber y mi gusto se habían encontrado en una
divergencia tan irreconciliable y dolorosa.
—¡Oh Walter! Nunca tuvo tu padre una suerte como esta —dijo mi madre,
devolviéndome la nota después de leerla.
—¡Conocer a una gente tan distinguida y, encima, esta gentileza suya, para
tratarse de igual a igual! —añadió Sarah, enderezándose en su silla.
—Sí, sí, las condiciones parecen bastante tentadoras en todos los aspectos
—añadí con cierta impaciencia —pero antes de enviar mis referencias me
gustaría reflexionar un poco...
—¡Reflexionar! —exclamó mi madre—, Pero Walter, ¿qué dices?
—¡Reflexionar! —repitió Sarah detrás de ella—, ¡Como se te ocurre
pensarlo siquiera!
—¡Reflexionar! —tomó la palabra el profesor—. ¿Sobre qué se ha de
reflexionar? ¡Contésteme! ¿No se quejaba usted de su salud, y no suspiraba
por lo que usted llama el sabor de la brisa campestre? ¡Vamos! Si este papel
que tiene en su mano le ofrece todas las bocanadas de la brisa campestre que
puede respirar durante cuatro meses hasta sofocarse. ¿No es así? ¿Eh?
También quería dinero. ¡De acuerdo! ¿Cuatro guineas semanales le parecen
una tontería? ¡Dios misericordioso! ¡Que me las den a mí y ya verán ustedes
como crujen mis botas tanto como las del papá de oro, y con plena conciencia
de la descomunal opulencia del que las gasta! Cuatro guineas cada semana sin
contar la encantadora presencia de dos señoritas jóvenes, sin contar la cama, el
desayuno, la cena, los magníficos tés ingleses y meriendas, la espumeante
cerveza, todo a cambio de nada, oiga, ¡Walter, querido amigo!, ¡que el diablo
me lleve! ¡Por primera vez en mi vida mis ojos no me sirven para verle y para
asombrarme de usted!
Ni la evidente sorpresa de mi madre ante mi actitud fervorosa, ni la
relación que Pesca me hacía de los beneficios que el nuevo empleo me
brindaba, consiguieron hacer tambalear mi irrazonable resistencia a la idea de
viajar hacia Limmeridge. Cuando todas las débiles objeciones que se me
ocurrían eran rebatidas una tras otra, ante mi completo desconcierto, intenté
erigir un último obstáculo preguntando qué sería de mis alumnos de Londres
durante el tiempo que me dedicase a enseñar a copiar del natural a las
señoritas Fairlie.
La respuesta fue fácil: la mayoría de ellos estarían fuera haciendo sus
habituales viajes de otoño, y los que no salieran de la población podrían dar
clase con un compañero mío, de cuyos discípulos me encargué yo una vez,
bajo circunstancias similares. Mi hermana me recordó que aquel caballero me
había ofrecido expresamente sus servicios si este año se me ocurría hacer
algún viaje en verano; mi madre muy seria, me increpó diciendo que no tenía
derecho a jugar con mis intereses ni con mi salud, por un capricho absurdo; y
Pesca me imploró que no hiriera su corazón al rechazar el primer servicio que
él pudo rendir, en señal de su agradecimiento, al amigo que le había salvado la
vida.
La sinceridad y franco afecto que inspiraban estos discursos hubieran sido
capaces de conmover a cualquiera que tuviese un átomo de sentimiento en su
composición.
Aunque yo no pude combatir mi extraña perversidad, por lo menos fui lo
suficientemente honrado como para avergonzarme de todo corazón y puse fin
a la discusión complaciendo a todos: cedí y prometí cumplir lo que todos los
presentes esperaban de mí.
El resto de la velada se consumió con cierto regocijo en hacer jubilosas
suposiciones sobre mi futura convivencia con las dos señoritas de
Cumberland. Pesca, inspirado con nuestro grog, que cinco minutos después de
estar englutiendo obraba los milagros más sorprendentes con su cabeza, quiso
demostrarnos que era todo un inglés emitiendo una serie de brindis que se
sucedían con rapidez, en los que hacía votos por la salud de mi madre, de mi
hermana, de la mía, y por la salud de todos a la vez, del señor Fairlie y de sus
hijas; inmediatamente después se dio las gracias a sí mismo con mucho énfasis
en nombre de todos los presentes.
—Un secreto, Walter —me dijo mi amigo cuando los dos caminábamos
hacia nuestras casas, en tono confidencial. —Estoy excitado por mi propia
elocuencia. Mi pecho rebosa de ambiciones. Ya verá cómo me eligen un día
miembro de su noble Parlamento. ¡Es el sueño de toda mi vida: ser el
ilustrísimo señor Pesca, Miembro del Parlamento!
A la mañana siguiente envié al patrón del profesor mis referencias. Pasaron
tres días; y llegué a la conclusión —para mi secreta satisfacción— de que mis
informes no habían resultado bastante convincentes. Sin embargo al cuarto día
llegó la respuesta. Se me comunicaba que el señor Fairlie aceptaba mis
servicios y me instaba a partir para Cumberland de inmediato. En la posdata se
especificaba clara y minuciosamente todas las instrucciones necesarias para
emprender el viaje.
Hice los preparativos de mi viaje sin la menor ilusión, para salir de
Londres por la mañana del día siguiente. Al atardecer se presentó Pesca,
camino de una cena festiva, a despedirme.
Cuando usted no esté aquí, mis lágrimas se secarán —dijo alegremente—
al pensar que fue mi mano feliz la que le dio el primer empujón en su camino
de glorias y riquezas. ¡En marcha, amigo mío! ¡Cuando su sol brille en
Cumberland, métale en casa, en nombre de Dios! Cásese con una de las
señoritas y llegará a ser el honorable Hartright, M. P. Y cuando esté en la
cumbre de la gloria, recuerde que Pesca, desde abajo, le mostró el sendero
para alcanzarla.
Traté de sonreír a mi diminuto amigo siguiéndole su broma, pero no estaba
mi espíritu para sonrisas. Algo en mi interior temblaba penosamente, mientras
aquél me dedicaba su alegre despedida.
Cuando me dejó, lo único que me quedaba por hacer era encaminarme
hacia la casa de Hampstead para despedirme de mi madre y mi hermana.
III
El día había sido caluroso en extremo, y al llegar la noche continuaba el
bochorno y la pesadez de la atmósfera.
Mi madre y mi hermana habían pronunciado tantas palabras de despedida y
tantas veces me habían pedido esperar cinco minutos más que casi era ya
medianoche cuando el criado cerró tras de mí la verja del jardín. Anduve
algunos pasos por el atajo que me llevaba a Londres, pero luego me detuve
vacilando.
En el cielo sin estrellas brillaba la luna, y en su misteriosa luz el quebrado
suelo del páramo aparecía como una región salvaje, a miles de millas de la
gran ciudad que yo contemplaba a mis pies. La idea de sumergirme en seguida
en el bochorno y la oscuridad de Londres me repelía. La perspectiva de ir a
dormir a mis habitaciones sin aire, se me antojaba, agitado como estaba en mi
espíritu y cuerpo, idéntica a la de sofocarme poco a poco. Me decidí, pues, por
el aire más puro, escogiendo el camino más desviado posible para pasear por
blanquecinos senderos aireados por el viento a través del desierto páramo y
llegar a Londres por los suburbios, tomando la carretera de Finchley y así
regresar a casa con el fresco de la madrugada por la parte occidental de
Regent's Park.
Seguí caminando lentamente por el páramo, gozando de la divina quietud
del paisaje y admirando el suave juego de luz y sombra que reverberaba sobre
el agrietado terreno a ambos lados del camino. En toda esta primera y más
bella parte de mi paseo nocturno, mi pasiva mente recibía las impresiones que
la vista le proporcionaba; apenas si pensaba en algo, y de hecho lo que
experimentaba en aquellos momentos no dejaba lugar a pensamientos algunos.
Pero cuando dejé el páramo para seguir por la carretera, donde había
menos que admirar, las ideas que el próximo cambio en mis costumbres y
ocupaciones había despertado, fueron acaparando toda mi atención. Al llegar
al fin de la carretera estaba completamente absorto en mis visiones
fantasmagóricas de Limmeridge, del señor Fairlie y de las dos señoritas cuya
educación artística iba a estar muy pronto en mis manos.
Llegué en mi caminata al lugar donde se cruzaban cuatro caminos: el de
Hampstead, por el cual había venido; la carretera de Finchley; la de West—
End y el camino que llevaba a Londres. Seguí mecánicamente este último y
avanzaba fantaseando perezosamente sobre cómo serían las señoritas de
Cumberland, cuando pronto se me heló la sangre en las venas al sentir que una
mano se posaba sobre mi hombro. Tan ligera como inesperadamente.
Me volví bruscamente apretando con mis dedos el puño de mi bastón.
Allí, en medio del camino ancho y tranquilo, allí, como si hubiera brotado
de la tierra o hubiese caído del cielo en aquel preciso instante, se erguía la
figura de una solitaria mujer envuelta en vestiduras blancas; inclinaba su cara
hacia la mía en una interrogación grave mientras su mano señalaba las oscuras
nubes sobre Londres, así la vi cuando me volví hacia ella.
Estaba demasiado sorprendido, por lo repentino de aquella extraordinaria
aparición que surgió ante mi vista en medio de la oscuridad de la noche y en
aquellos lugares desiertos, para preguntarle lo que deseaba. La extraña mujer
habló primero:
—¿Es este el camino para ir a Londres? —dijo.
La miré fijamente al oír aquella singular pregunta. Era ya muy cerca de la
una. Todo lo que pude distinguir a la luz de la luna fue un rostro pálido y
joven, demacrado y anguloso en los trazos de las mejillas y la barbilla; unos
ojos grandes, serios, de mirada atenta y angustiosa, labios nerviosos e
imprecisos
cabellos de un rubio pálido con reflejos de oro oscuro. En su actitud no
había nada salvaje ni inmodesto, expresaba serenidad y dominio de sí misma,
se notaba un aire melancólico y como temeroso; su porte no era precisamente
el de una señora, pero tampoco el de las más humildes de la sociedad. Su voz,
aunque la había oído poco, tenía flexiones extrañamente reposadas y
mecánicas, a la vez que la dicción era notablemente apresurada. Llevaba en la
mano un pequeño bolso, y tanto éste como sus ropas, capota, chal y traje eran
blancos y, hasta donde yo era capaz de juzgar, las telas no parecían finas ni
costosas. Era esbelta y de estatura más que mediana, no se observaba en sus
gestos nada que se pareciese a la extravagancia. Aquello fue todo lo que pude
ver de ella entonces, a causa de la escasa luz y de mi perplejidad ante las
extrañas circunstancias de nuestro encuentro. ¿Qué clase de mujer sería
aquélla, y qué haría sola en una carretera, pasada una hora de la medianoche?
No llegaba a entenderlo.
De lo único que estaba seguro era de que el más lerdo de los hombres no
hubiera podido interpretar en mal sentido sus intenciones al hallarme, ni
siquiera considerando la hora tan tardía y sospechosa y el lugar tan sospechoso
y desértico.
—¿Me oye usted? —repitió con la misma calma y rapidez, y sin el menor
signo de impaciencia o enfado—. Preguntaba si este es el camino que lleva a
Londres.
—Sí— respondí—. Este es el camino que va hasta San John Wood y al
Regent's Park. Perdone que haya tardado en contestarle. Me ha sorprendido su
repentina aparición, y aun ahora sigo sin comprenderla.
—No sospechará usted que es por algo malo, ¿verdad? No he hecho nada
que sea malo. Tuve un accidente..., y me siento desgraciada por estar aquí sola
a estas horas. ¿Por qué piensa usted que he hecho algo malo?
Hablaba con una seriedad y agitación innecesarias y retrocedió unos pasos
ante mí. Hice lo posible por tranquilizarla.
—Por favor, no crea que se me ha ocurrido sospechar de usted —dije—,
no he tenido otro deseo que serle útil en lo que pueda. Lo que me chocó de su
aparición en el camino fue que un momento antes lo había mirado y estaba
completamente vacío.
Se volvió hacia atrás y señaló el lugar en que se unen los caminos de
Londres y Hampstead, que era un hueco en el seto.
—Le oí venir —contestó—, y me escondí allí para ver qué clase de
hombre sería antes de arriesgarme a hablarle. Tuve dudas y temores hasta que
pasó a mi lado, y entonces hube de seguirle a hurtadillas y tocarle.
¿Seguirme a hurtadillas y tocarme? ¿Por qué no me llamó? Extraño, por no
decir otra cosa.
—¿Puedo confiarme a usted? —preguntó—. ¿No pensará usted de mí lo
peor porque haya sufrido un accidente?
Se calló como avergonzada, cambió el bolso de una mano a la otra y
suspiró amargamente.
La soledad y desamparo de aquella mujer me conmovían. El impulso
natural de socorrerla y salvarla se impuso a la serenidad de juicio, precaución
y mundología que hubiera demostrado un hombre mayor, más experto y más
frío ante esta extraña emergencia.
—Puede confiar en mí si su propósito es honesto— contesté—. Y si le
violenta confesar el motivo de hallarse en esta extraña situación, no volvamos
a hablar de ello. Dígame en qué puedo ayudarla y lo haré si está en mi mano.
—Es usted muy amable y estoy muy, muy feliz de haberle encontrado.
Por vez primera escuché resonar en su voz algo de ternura femenina
cuando pronunciaba estas palabras; pero en sus grandes ojos, cuya angustiosa
mirada de atención se fijaba en mí con insistencia, no brillaban lágrimas.
—No he estado en Londres más que una vez —continuó hablando aún más
de prisa— y no conozco esos lugares. ¿Podría conseguir un coche o un carro o
lo que fuese? ¿Es demasiado tarde? No sé. Si usted pudiera indicarme dónde
encontrarlo, y fuera capaz de prometerme no intervenir en nada y dejarme
marchar cuándo y dónde yo quiera... Tengo en Londres una amiga que estará
encantada de recibirme, y yo no deseo otra cosa. ¿Me lo promete?
Miró con ansiedad a ambos lados de la carretera, cambió una y otra vez de
mano su bolso blanco, repitió aquellas palabras: «¿Me lo promete?» y me miró
largamente con tal expresión de súplica, temor y desconcierto que me sentí
alarmado.
¿Qué iba yo a hacer? Se trataba de un ser humano desconocido,
abandonado completamente a mi merced e indefenso ante mí, y este ser era
una mujer desgraciada. Cerca no había ni una sola casa, ni pasaba nadie a
quien yo pudiera consultar, ningún derecho terrenal me daba el poder de
mandar sobre ella, aunque hubiera sabido cómo hacerlo. Escribo estas líneas
lleno de desconfianza hacia mí mismo, bajo las sombras de los
acontecimientos posteriores que nublan el propio papel en que las trazo, y sigo
preguntándome: ¿Qué hubiera podido hacer entonces?
Lo que hice fue tratar de ganar tiempo con preguntas.
—¿Está segura de que su amiga de Londres la recibirá a estas horas de la
noche? — le dije.
—Completamente segura. Pero prométame que me dejará sola en cuanto se
lo pida y que no se entremeterá en mis asuntos. ¿Me lo promete?
Al repetir por tercera vez esta pregunta se acercó a mí y, con un furtivo y
suave movimiento, puso su mano en mi pecho, una mano delgada, una mano
fría (lo noté cuando la aparté con la mía), incluso en aquella noche
bochornosa. Recordad que yo era joven y que la mano que me tocó era una
mano de mujer.
—¿Me lo promete?
—Sí.
¡Una sola palabra! La palabra tan familiar que está en los labios de todos
los hombres a cada hora del día. ¡Pobre de mí, ahora, al escribirla, me
estremezco!
Y andando juntos dirigimos nuestros pasos hacia Londres en aquellas
primeras y tranquilas horas del nuevo día, ¡yo con aquella mujer, cuyo
nombre, cuyo carácter, cuya historia, cuyo objeto en la vida, cuya misma
presencia a mi lado en aquellos momentos eran misterios insondables para mí!
Creía estar soñando. ¿Era yo en verdad Walter Hartright? ¿Era aquél el camino
para Londres, tan corriente y conocido, tan poblado de gentes ociosas los
domingos? ¿Había estado yo hacía poco más de una hora en el ambiente
sosegado, decente y convencionalmente doméstico de la casita de mi madre?
Me sentía demasiado aturdido, a la vez que demasiado consciente de un
sentimiento de reprobación hacia mí mismo para poder hablar a mi extraña
acompañante en los primeros minutos. Y fue también su voz la que rompió el
silencio que nos envolvía.
—Quiero preguntarle una cosa— dijo de golpe—. ¿Conoce usted mucha
gente en Londres?
—Sí, muchísima.
—¿Mucha gente distinguida y aristocrática?
Había en esta pregunta una inconfundible nota de desconfianza, y yo vacilé
sobre lo que debía contestar.
—Algunos— dije después de un momento.
—Muchos— se paró en seco, y me escrutó con su mirada—. ¿Muchos
hombres con el título de barón?
Demasiado sorprendido para contestarle, interrogué yo a mi vez.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque espero, en mi propio interés, que exista un barón que usted no
conozca.
—¿Quiere decirme su nombre?
—No puedo..., no me atrevo... Pierdo la cabeza cuando le nombro.
Hablaba en voz alta, casi con ferocidad, y levantando su puño cerrado, lo
agitó con vehemencia; luego se dominó repentinamente, y dijo en voz baja,
casi en un susurro:
—Dígame a quiénes de ellos conoce usted.
No podía negarme a satisfacerla en una pequeñez como aquélla y le dije
tres nombres. Dos eran de padres de mis alumnas, y otro, el de un solterón que
me llevó una vez de viaje en su yate para que le hiciese unos dibujos.
—¡Ah, no le conoce a él! — dijo con un suspiro de alivio. — ¿Es usted
también aristócrata?
—Nada de eso. No soy más que un profesor de dibujo.
Cuando le di esta respuesta, quizá con alguna amargura, agarró mi brazo
con la brusquedad que caracterizaba todos sus movimientos.
—¡No es un aristócrata! — se repitió a sí misma—. ¡Gracias a Dios, puedo
confiar en él!
Hasta aquel momento había logrado dominar mi curiosidad por
consideración a mi acompañante, pero ahora no pude contenerme.
—Me parece que tiene usted graves razones contra algún aristócrata, —le
dije— me parece que el barón a quien no quiere nombrar le ha causado un
agravio. ¿Es por eso por lo que se halla aquí a estas horas?
—No me pregunte, no me haga hablar de ello— contestó—. No me siento
con fuerzas ahora. Me han maltratado mucho y me han ofendido mucho. Le
quedaría muy agradecida si va más de prisa, y no me habla. Sólo deseo
tranquilizarme, si es que puedo.
Seguimos adelante con paso rígido, y durante más de media hora no nos
dijimos una sola palabra. De cuando en cuando, como tenía prohibido seguir
con mis preguntas, yo lanzaba una furtiva mirada a su rostro, su expresión no
se alteraba: los labios apretados, la frente ceñuda, los ojos miraban de frente,
ansiosos pero ausentes. Habíamos llegado ya a las primeras casas y estábamos
cerca del nuevo colegio de Wesleyan, cuando la tensión desapareció de su
rostro y me habló de nuevo.
—¿Vive usted en Londres? —dijo.
—Sí
Pero al contestarle pensé que quizá tuviese intención de acudir a mí para
que la aconsejase o ayudase y me sentí obligado a evitarle desencantos,
advirtiéndole que pronto saldría de viaje. Así que añadí:
—Pero mañana me voy de Londres por algún tiempo. Me marcho al
campo.
—¿Dónde? —preguntó—. ¿Al Norte o al Sur?
—Al Norte, a Cumberland.
—¡Cumberland! — repitió con ternura—. ¡Ah! ¡Cuánto me gustaría ir allí
también! Hace tiempo fui muy feliz allí.
Traté de nuevo de levantar el velo que se tendía entre aquella mujer y yo.
—Quizá ha nacido usted en la hermosa comarca del Lago.
—No— contestó—. Nací en Hampshire, pero durante un tiempo fui a la
escuela en Cumberland. ¿Lagos? No recuerdo ningún lago. Lo que me gustaría
ver es el pueblo de Limmeridge y la mansión de Limmeridge.
Entonces me tocó a mí detenerme, de golpe. Mi curiosidad estaba ya
excitada y la mención casual que mi extraña acompañante hacía de la
residencia del señor Fairlie me dejó atónito.
—¿Ha gritado alguien? —preguntó, mirando temerosa hacia todas partes
en el instante en que me detuve.
—No, no. Es que me ha sorprendido el nombre de Limmeridge, porque
hace pocos días he oído hablar de él a unas personas de Cumberland.
—¡Ah! pero son pocas las personas que yo conozco. La señora Fairlie ha
muerto, su marido también, y su hija se habrá casado y se habrá marchado de
allí. No sé quién vivirá ahora en Limmeridge. Si allí vive todavía alguien con
ese nombre, sólo sé que le querría por amor a la señora Fairlie.
Pareció como si fuera a añadir algo más; pero mientras hablaba habíamos
llegado a la barrera de portazgo al final de la avenida Avenue—Roas, y
entonces, atenazando su mano alrededor de mi brazo, miró con recelo la verja
que teníamos delante y preguntó:
—¿Está mirando el guarda del portazgo?
No estaba mirando y no había nadie más alrededor cuando pasamos la
verja; pero la luz de gas y las casas parecían inquietarla, llenándola de
impaciencia.
Ya estaremos en Londres —dijo—. ¿Ve usted algún coche que pudiese
alquilar? Estoy cansada y tengo miedo. Quisiera meterme dentro y que me
conduzca lejos de aquí.
Le contesté que tendríamos que andar algo más hasta llegar a una parada
de coches a no ser que tuviésemos la suerte de tropezar con alguno libre; luego
pretendí seguir con el tema de Cumberland. Fue inútil. El deseo de meterse en
un coche y marcharse se había apoderado de su mente. Era incapaz de pensar
ni hablar de otra cosa.
Apenas habríamos andado la tercera parte de Avenue—Roas cuando vi que
un coche de alquiler se paraba a una manzana de nosotros ante una casa
situada en la acera de enfrente; bajó un señor que desapareció en seguida por
la puerta del jardín. Detuve al cochero cuando ya se subía al pescante. Al
cruzar el camino, era tal la impaciencia de mi compañera que me hizo
atravesarlo corriendo.
—Es muy tarde— dijo— tengo tanta prisa sólo porque es muy tarde.
—Sólo puedo llevarle, señor, si va hacia Tottenham Court— dijo el
cochero con corrección cuando yo abrí la portezuela—. Mi caballo está muerto
de fatiga, y no llegará muy lejos si no lo llevo directamente al establo.
—Sí, sí. Me conviene. Voy hacia allá, voy hacia allá—. Habló ella
jadeando de angustia; y se precipitó al interior del coche.
Me aseguré, antes de dejarla entrar, de que el hombre no estaba borracho.
Cuando ella estaba ya sentada la quise convencer de que me permitiese
acompañarla hasta el lugar adonde se dirigía, para su mayor seguridad.
—No, no, no— dijo con vehemencia— ahora estoy a salvo y soy muy
feliz. Si es usted un caballero, recuerde su promesa. Déjele que siga hasta que
yo le detenga. ¡Gracias, gracias, mil gracias!
Mi mano seguía aguantando la portezuela. La cogió entre las suyas, la besó
y la empujó fuera. En aquel mismo instante el coche se puso en marcha; di
unos pasos detrás de él con la vaga idea de detenerlo, sin saber bien por qué,
dudaba por miedo a asustarla y disgustarla, llamé al fin pero no lo bastante
alto como para que me oyese el cochero. El ruido de las ruedas se fue
desvaneciendo en la distancia; el coche se perdió en las negras sombras del
camino, y la mujer de blanco había desaparecido.
Pasaron diez minutos o más. Yo continuaba en el mismo sitio; daba
mecánicamente unos pasos hacia delante, volvía a pararme, confuso. Hubo un
momento en que me sorprendí dudando de la realidad de la aventura; luego me
encontré desconcertado y desolado por la sensación desagradable de haber
cometido un error, la cual, sin embargo, no resolvía mi incertidumbre acerca
de lo que podía haber sido el proceder correcto. No sabía adónde iba ni qué
debía hacer ahora del barullo de mis pensamientos, cuando de pronto recobré
mis sentidos —tendría que decir desperté—, al oír el ruido de unas ruedas que
su aproximaban rápidamente por detrás.
Me hallaba en la parte oscura del camino, a la sombra frondosa de los
árboles de un jardín, cuando me detuve para mirar a mi alrededor. Del lado
opuesto y mejor iluminado, cerca de donde estaba, venía un policía en
dirección al Regent's Park.
Un coche pasó a mi lado; era un cabriolé descubierto; en él iban dos
hombres.
—¡Para! —gritó uno de ellos—. Aquí hay un policía. Vamos a preguntarle.
El coche paró en seco, a pocos pasos del sombrío lugar en que yo estaba.
—¡Policía! — llamó el que había hablado primero—. ¿Ha visto usted pasar
por aquí una mujer?
—¿Qué mujer, señor?
—Una mujer con un traje lila pálido...
—No, no —interrumpió el otro hombre—. Las ropas que le dimos
nosotros las ha dejado sobre la cama. Debe de haberse escapado con las que
ella llevaba cuando llegó. Vestía de blanco, agente. Una mujer vestida de
blanco.
—No la he visto, señor.
—Si usted o alguno de sus hombres encuentran a esa mujer, deténganla y
envíenla muy vigilada a estas señas. Pago todos los gastos y doy una buena
recompensa.
El policía miró la tarjeta que le entregaban.
—¿Por qué hemos de detenerla? ¿Qué ha hecho, señor?
—¡Qué ha hecho! Se ha escapado de mi Sanatorio. No lo olvide, una mujer
de blanco. Adelante.
IV
«¡Se ha escapado de mi Sanatorio!»
Si he de confesar la verdad, todo el horror de estas palabras no cayó sobre
mí como una revelación. Algunas de las extrañas preguntas que me hizo la
mujer de blanco, después de mi irreflexiva promesa de dejarle hacer lo que
quisiera, me hicieron pensar que tenía un natural inconstante y revoltoso o que
algún reciente choque nervioso había perturbado el equilibrio de sus
facultades. Pero la idea de una locura total, que todos nosotros asociamos con
la palabra sanatorio, puedo declarar con toda honradez que no se me había
ocurrido nunca tratándose de aquella mujer. No había observado nada en su
modo de hablar ni de actuar que justificara semejante cosa; y aun con lo que
había sabido por las palabras que intercambió el desconocido con el policía,
no veía en ella nada que las justificase.
¿Qué había hecho yo? ¿Ayudar a escapar de la más horrible de las
prisiones a una de sus víctimas, o lanzar al inmenso mundo de Londres una
criatura desventurada cuando mi deber, como el de cualquier otro hombre, era
vigilar piadosamente sus actos? Me dio vértigo cuando se me ocurrió la
pregunta y sentí remordimientos por planteármela demasiado tarde.
En el estado de inquietud en que me hallaba era inútil pensar en acostarme
cuando al fin llegué a mi habitación de Clement's Inn. No me faltaba mucho
para salir camino a Cumberland. Me senté y traté primero de dibujar y luego
de leer, pero la dama de blanco se interponía entre mí y mi lápiz, entre mí y mi
libro. ¿Le habría sucedido alguna desgracia a aquella desamparada criatura?
Este fue mi primer pensamiento, aunque mi egoísmo me impidió proseguir
con él. Siguieron otros cuya consideración me resultaba menos dolorosa.
¿Dónde había parado el coche? ¿Qué habría sido de ella a esas horas? ¿La
habrían encontrado y llevado consigo los hombres del cabriolé? O: ¿Sería aún
capaz de controlar sus actos? ¿Seguíamos nosotros dos unos caminos
separados que nos llevaban hacia un mismo punto del futuro misterioso, donde
volveríamos a encontrarnos?
Fue para mí un alivio que llegase la hora de cerrar mi puerta y de decir
adiós a las ocupaciones de Londres, a los alumnos de Londres y a los amigos
de Londres y de ponerme de nuevo en camino hacia nuevos intereses y hacia
una vida nueva. Hasta el alboroto y la confusión de la estación que tanto me
aturdían y fatigaban en otras ocasiones me animaron y reconfortaron.
Siguiendo las instrucciones recibidas me dirigí a Carlisle, donde debía
tomar un tren de enlace que me llevase hasta la costa. Para empezar el relato
de mis infortunios, el primer percance ocurrió cuando la locomotora tuvo una
avería entre Lancaster y Carlisle. A causa del retraso ocasionado por este
accidente perdí el tren de enlace que debía coger a la hora justa de llegar a la
estación. Tuve que esperar varias horas; así cuando el próximo tren me dejó en
la estación más cercana a la casa de Limmeridge, eran más de las diez y la
noche tan oscura que apenas pude encontrar el cochecillo que me aguardaba
por orden del señor Fairlie,
El cochero, visiblemente irritado por mi retraso, se encontraba en ese
estado de enfurruñamiento intachablemente respetuoso que sólo se da entre
criados ingleses. Emprendimos nuestro viaje en la oscuridad, lentamente y en
absoluto silencio. Los caminos eran malos y la lobreguez cerrada de la noche
hacía aún más difícil avanzar con rapidez por aquel terreno. Según marcaba mi
reloj, había pasado casi hora y media desde que dejamos la estación cuando oí
el rumor del mar en la lejanía y el blando crujir de la grava bajo las ruedas.
Habíamos atravesado un portón antes de entrar en el camino de grava, y
pasamos por otro antes de pararnos delante de la casa. Me recibió un criado
majestuoso que me informó que los señores estaban ya descansando y me
condujo a una espaciosa estancia de techos altos donde me esperaba la cena,
tristemente olvidada sobre un extremo de la inhóspita desnudez de la mesa de
caoba.
Estaba demasiado cansado y desanimado para comer y beber mucho, sobre
todo teniendo delante a aquel majestuoso criado que me servía con el mismo
esmero que si a la casa hubieran llegado varios invitados a una cena de gala y
no un hombre solo. En quince minutos quedé dispuesto para ir a mi cuarto. El
majestuoso criado me guio hacia una habitación elegantemente decorada y
dijo: «El desayuno es a las nueve, señor», miró a su alrededor para asegurarse
de que todo estaba en orden, y desapareció silenciosamente.
«¿Cuáles serán mis sueños esta noche? —me pregunté, apagando la vela
—. ¿La mujer de blanco? ¿Los desconocidos moradores de la mansión de
Cumberland? ¡Era una sensación extraña la de dormir en una casa, como un
amigo de la familia, y no conocer a uno solo de sus ocupantes ni siquiera de
vista!».
V
Cuando me levanté a la mañana siguiente y abrí las persianas, ante mí se
extendía gozosamente el mar iluminado por el sol generoso de agosto y la
lejana costa de Escocia rozaba el horizonte con rayas de azul diluido.
Este espectáculo era tan sorprendente y de tal novedad para mí, después de
mi extenuante experiencia del paisaje londinense compuesto de ladrillo y
estuco, que me sentí irrumpir en una vida nueva y en un orden nuevo de
pensamientos en el mismo momento de verlo. Se me imponía una sensación
imprecisa de haberme desligado súbitamente del pasado, sin haber alcanzado
una visión más clara del presente o del porvenir. Los sucesos de no hacía más
de unos días se borraron de mi recuerdo, como si hubieran ocurrido muchos
meses atrás. El excéntrico relato de Pesca sobre los procedimientos que utilizó
para conseguirme mi nuevo empleo, la despedida de mi madre y mi hermana,
hasta la misteriosa aventura que me sucedió al volver aquella noche a casa
desde Hampstead, de pronto todo parecía haber acontecido en cierta época
lejana de mi existencia. Y aunque la dama de blanco seguía ocupando mi
pensamiento, su imagen se había vuelto ya deslucida y empañada.
Poco antes de las nueve salí de mi habitación. El majestuoso criado del día
anterior que me recibió a mi llegada me encontró vagando por los pasillos y
me guio compasivamente hasta el comedor.
Lo primero que vi cuando el sirviente abrió la puerta fue la mesa ya
dispuesta para el desayuno, situada en el centro de una larga estancia llena de
ventanas. Mi mirada cayó sobre la más alejada y vi junto a ella a una dama
que me daba la espalda. Desde el primer momento que mis ojos la vieron
quedé admirado por la insólita belleza de su silueta y la gracia natural de su
porte. Era alta, pero no demasiado; las líneas de su cuerpo eran suaves y
esculturales, pero no era gorda; su cabeza se erguía sobre sus hombros con
serena firmeza; sus senos eran la perfección misma para los ojos de un
hombre, pues aparecían donde se esperaba verlos y su redondez era la
esperada, ostensible, y deliciosamente no estaban deformados por un corsé. La
dama no advirtió mi presencia, y me permití durante algunos minutos
quedarme admirándola, hasta que yo mismo hice un movimiento con la silla
como la manera más discreta de llamar su atención. Entonces se volvió hacia
mí con rapidez. La natural elegancia de sus movimientos que pude observar
cuando se dirigió hacia mí desde el fondo de la habitación me llenó de
impaciencia por contemplar de cerca su rostro. Se apartó de la ventana y me
dije: «Es morena». Avanzó unos pasos y me dije: «Es joven». Se acercó más,
y entonces me dije con una sorpresa que no soy capaz de describir: «¡Es fea!».
Nunca quedó tan desmentida la antigua máxima de que la Naturaleza no
yerra, nunca ni de manera más decisiva quedaban desmentidas las promesas de
hermosura como lo eran para mí ante aquella cabeza que coronaba un cuerpo
escultural. Su tez era morena y la sombra de su labio superior bien podía
calificarse de bigote; la boca, de líneas firmes, era grande y varonil; los ojos,
castaños y saltones, con mirada resuelta y penetrante; los cabellos, espesos,
negros como el ébano, enmarcaban una frente asombrosamente baja.
Su expresión serena, sincera e inteligente carecía —al menos cuando
callaba— de las dulzura y suavidad femeninas, sin las cuales la belleza de la
mujer más apuesta parece incompleta. Al contemplar aquel semblante sobre
aquellos hombros que un escultor hubiera ansiado por modelo, y al recrearse
en la tenue gracia de sus gestos que reflejaban la belleza de sus miembros,
para encontrarse luego con los rasgos y expresión varoniles que remataban
aquel cuerpo perfecto, se experimentaba una extraña y desagradable
sensación, parecida a la que se experimenta durante el sueño cuando
reconocemos las incongruencias y anomalías de una pesadilla, pero no
podemos conciliarlas.
—¿El señor Hartright? — preguntó la dama. Su rostro se iluminó con una
sonrisa y se volvió dulce y femenino en el momento en que empezó a hablar.
—Anoche tuvimos que acostarnos, pues perdimos la esperanza de verle, le
ruego nos perdone esta aparente desatención y permítame que me presente
como una de sus discípulas. ¿Le parece que nos demos la mano? Supongo que
estará conforme, puesto que hemos de hacerlo antes o después y ¿por qué no
hacerlo cuanto antes?
Dijo estas originales palabras de bienvenida con una voz clara, sonora y de
timbre agradable, y me tendió su mano, grande pero de líneas correctísimas,
con la gracia y desenvoltura propias de una mujer de cuna aristocrática.
Después me invitó a sentarme a la mesa con tanta familiaridad como si nos
conociéramos de muchos años atrás y nos hubiéramos citado en Limmeridge
para hablar de otros tiempos.
—Imagino que llegará usted con ánimo de pasarlo aquí lo mejor posible y
sacar todo el partido que pueda de su situación —continuó la dama—. Por de
pronto, hoy ha de contentarse usted con mi única compañía para el desayuno.
Mi hermana no baja aún porque tiene una de esas enfermedades, tan
características en las mujeres, que se llama jaqueca. Su anciana institutriz, la
señora Vesey, la socorre caritativamente con su reconfortante té. Nuestro tío, el
señor Fairlie, nunca nos acompaña en nuestras comidas, pues está muy
enfermo y lleva una vida de soltero en sus habitaciones. De modo que no
queda en casa nadie más que yo. Hemos tenido la visita de dos amigas que
pasaron aquí unos días, pero se fueron ayer desesperadas, y no es de extrañar.
Durante todo el tiempo que duró su visita y a causa del estado de salud del
señor Fairlie no pudimos ofrecerles la compañía de un ser humano de sexo
masculino para poder charlar, bailar y flirtear. En consecuencia no hacíamos
más que pelearnos, principalmente a las horas de cenar. ¿Cómo cree usted que
cuatro mujeres pueden cenar juntas todos los días sin reñir? Las mujeres
somos tan tontas que no sabemos entretenernos solas durante las comidas. Ya
ve usted que no tengo muy buena opinión de mi propio sexo, señor Hartright...
¿Qué prefiere usted, té o café?... Ninguna mujer tiene una gran opinión de las
demás, pero hay muy pocas que lo confiesen con franqueza como lo hago yo.
¡Dios mío!... Con qué asombro me está mirando. ¿Por qué? ¿Le preocupa si le
van a dar algo más para desayunar o le extraña mi sinceridad? En el primer
caso, le aconsejo como amiga que no se ocupe de este jamón frío que tiene
delante y que espere a que le traigan la tortilla, y en el segundo, le voy a servir
un poco de té para serenarle y haré cuanto puede hacer una mujer (que por
cierto es bien poco) para callarme.
Me alargó una taza de té, riéndose con regocijo. La fluidez de su charla y
la animada familiaridad con que trataba a una persona totalmente extraña para
ella, iban acompañadas de una soltura y de una innata confianza en sí misma y
en su situación que le hubieran asegurado el respeto del hombre más audaz.
Siendo imposible mantenerse formal y reservado con ella, era más imposible
aún el tomarse la menor libertad, ni siquiera en el pensamiento. Me di cuenta
de ello instintivamente, aun cuando me sentía contagiado de su buen humor y
su alegría, aun cuando procuraba contestarle en su mismo estilo, sincero y
cordial.
—Sí, sí —dijo, cuando le ofrecí la única explicación de mi asombro que se
me ocurría—, comprendo. Es usted un completo extraño en esta casa y le
sorprende que le hable de sus dignos habitantes con esta familiaridad. Es
natural. Debía haber pensado en ello. Sea como fuere, todavía puede
arreglarse. Supongamos que empiezo por mí misma para acabar lo antes
posible. ¿Le parece? Me llamo Marian Halcombe. Mi madre se casó dos
veces, la primera con el señor Halcombe, que fue mi padre y la segunda con el
señor Fairlie, padre de mi hermanastra; y soy tan imprecisa como suelen serlo
las mujeres, al llamar al señor Fairlie mi tío y a la Srta. Fairlie mi hermana.
Salvo en que las dos somos huérfanas, mi hermanastra y yo somos
completamente distintas. Mi padre era pobre y el suyo muy rico; por tanto, yo
no tengo nada de nada y ella una fortuna; yo morena y fea y ella rubia y
bonita. Todo el mundo me tacha de rara y antipática (con perfecta justicia) y a
ella todos la consideran dulce y encantadora (con más justicia aún). En suma,
ella es un ángel, y yo... Pruebe usted esa mermelada, señor Hartright, y
termine para usted esta frase... ¿Qué voy a decirle ahora respecto del señor
Fairlie? La verdad es que no lo sé, y como probablemente le llamará en cuanto
desayune, usted mismo podrá juzgarle. Mientras tanto, le adelantaré que es el
hermano menor del difunto señor Fairlie, que es soltero, que es el tutor de su
sobrina. Y como yo no quisiera vivir lejos de ella y ella no puede vivir sin mí,
ésta es la razón de que yo viva en Limmeridge. Mi hermana y yo nos
adoramos mutuamente, lo cual comprendo que le parecerá a usted inexplicable
teniendo en cuenta las circunstancias que nos rodean, pero es así. De manera
que o nos resulta usted agradable a las dos o a ninguna, y lo que es aún más
penoso, que tiene usted que contentarse con nuestra única compañía por todo
entretenimiento. La señora Vesey es excelente y está dotada de todas las
virtudes imaginables, que no le sirven de nada, y el señor Fairlie está
demasiado delicado para poder ser una compañía para nadie. Yo no sé lo que
le pasa, ni los médicos lo saben, ni él mismo lo sabe. Todas decimos que son
los nervios, aunque ninguna sabemos por qué lo decimos. De todos modos le
aconsejo que le siga en sus manías inocentes cuando le vea luego. Ganará su
corazón si admira sus colecciones de monedas, de grabados y acuarelas. Le
doy mi palabra de que, si la vida de campo le satisface, no veo motivo para
que su estancia aquí le desagrade. Desde el desayuno al almuerzo estará
ocupado con los dibujos del señor Fairlie. Después del almuerzo, mi hermana
y yo cargaremos con nuestras cajas de pintura y nos dedicaremos a hacer
malas copias de la Naturaleza bajo su dirección. El dibujo es el
entretenimiento favorito de mi hermana, no el mío. Las mujeres no podemos
dibujar. Nuestra mente es demasiado versátil y nuestros ojos son demasiado
desatentos. Pero no importa, a mi hermana le gusta, así que yo derrocho
pintura y estropeo papel por su gusto y con la misma tranquilidad que
cualquier otra inglesa. En cuanto a las veladas, espero que podamos pasarlas lo
mejor posible. La señorita Fairlie toca muy bien el piano. Yo, pobrecita, no
soy capaz de distinguir una nota de la otra, pero puedo jugar con usted una
partida de ajedrez, de chaquete, de écarté y, teniendo en cuenta mis inevitables
desventajas por ser mujer, hasta de billar. ¿Qué le parece este programa?
¿Podrá gustarle nuestra vida tranquila y monótona? ¿O se sentirá inquieto en
esta aburrida atmósfera y ansiará en secreto variedad y aventuras?
Me soltó esta parrafada con la gracia burlona que la caracterizaba y sin
más interrupciones por mi parte que las frases indispensables a que me obliga
la cortesía elemental. Pero la expresión empleada en su última pregunta, mejor
dicho, una sola palabra, «aventuras» que pronunció sin énfasis, trajo a mi
imaginación mi encuentro con la mujer de blanco, y sentí la necesidad de
conocer en seguida la relación que, según las palabras de la desconocida
acerca de la señora Fairlie, había existido entre la antigua dueña de
Limmeridge y la anónima fugitiva del Sanatorio.
—Aunque yo fuera el más inquieto de los hombres— dije —mi sed de
aventuras está aplacada por algún tiempo. La misma noche, antes de llegar a
esta casa, tuve una y le aseguro, señorita Halcombe, que el asombro y
excitación que me produjo me durarán todo el tiempo que habite en
Cumberland y quizá mucho después.
—¡No me diga, señor Hartright! ¿Podría contármela?
—Tiene usted perfecto derecho a saberlo. La protagonista de esta aventura
me es absolutamente desconocida y puede que también lo sea para usted; pero
en su conversación, nombró a la difunta señora Fairlie con el más sincero
cariño y gratitud.
—¡Nombró a mi madre! Me interesa todo esto de un modo indecible, le
suplico que lo cuente.
Entonces le relaté mi encuentro con la mujer de blanco, tal y como me
había sucedido, y le repetí palabra por palabra lo que me dijo con referencia a
la señora Fairlie en Limmeridge.
Los ojos brillantes y resueltos de la señorita Halcombe estuvieron fijos en
los míos todo el tiempo que duró mi relato. Su semblante reflejaba el asombro,
el interés más vivo, pero nada más. Era evidente que ella, como yo, no tenía la
menor idea de cuál podía ser la clave del misterio.
—¿Está usted completamente seguro de que ella se refería a mi madre? —
preguntó.
—Completamente —repuse—. Sea quien fuere la mujer, ha estado alguna
vez en la escuela del pueblo de Limmeridge; la señora Fairlie la trató con el
mayor cariño y ella lo recuerda con agradecimiento y siente un afectuoso
interés por todos los miembros de su familia que le sobreviven. Ella sabía que
la señora Fairlie y su marido habían muerto y me hablaba de la señorita como
si ambas se hubieran conocido de niñas.
—Me parece que usted ha dicho que ella negó que fuese de aquí, ¿verdad?
—Sí, me dijo que venía de Hampshire.
—Y ¿no consiguió que le dijera su nombre?
—No.
—Qué extraño. Yo creo que obró muy bien, señor Hartright, al dejar en
libertad a la pobre criatura, pues delante de usted no hizo nada que probase
que no merecía disfrutarla. Pero desearía que se hubiera mostrado más
insistente en saber su nombre. Sea como sea tenemos que aclarar este misterio.
Haría usted mejor en no hablar aún de ello con el señor Fairlie ni con mi
hermana. Estoy segura de que los dos ignoran tanto como yo quién puede ser
aquella mujer y qué relación tiene con nosotros. Son ambos, aunque cada uno
a su manera, muy sensibles y nerviosos, y sólo conseguiría usted alarmar a
uno e inquietar a la otra, sin sacar nada en limpio. En cuanto a mí, estoy
muerta de curiosidad y voy a dedicar desde ahora todas mis energías al
esclarecimiento del asunto. Cuando mi madre vino aquí después de su segundo
matrimonio, es cierto que fundó la escuela del pueblo tal y como se halla
ahora. Pero todos los maestros de entonces han muerto y no podemos esperar
ninguna luz por ese lado. Lo único que se me ocurre es...
La entrada de un criado diciendo que el señor Fairlie tendría mucho gusto
en verme cuando hubiese desayunado, interrumpió nuestra conversación.
—Espere usted en el hall —contestó por mí la señorita Halcombe con un
estilo rápido y autoritario—. El señor Hartright irá en seguida... Le iba a decir
—continuó dirigiéndose a mí— que mi hermana y yo poseemos una gran
colección de cartas de nuestra madre, dirigidas a mi padre y al suyo. Como
esta mañana no tengo otra cosa que hacer, voy a dedicarme a revisar todas las
que mi madre escribió al señor Fairlie. A él le encantaba Londres y se pasaba
la vida fuera de esta casa y, cuando él estaba ausente, ella tenía la costumbre
de contarle todo lo que sucedía en Limmeridge. Sus cartas están llenas de
noticias de la escuela en la que tanto entusiasmo había puesto, y estoy segura
de que cuando nos volvamos a ver a la hora del almuerzo habré descubierto
algún indicio. El almuerzo es a las dos, señor Hartright, y entonces tendré el
gusto de presentarle a mi hermana. Durante la tarde daremos una vuelta por
los alrededores para enseñarle a usted nuestros rincones favoritos. Así que
hasta luego, a las dos nos veremos,
Me saludó con una graciosa inclinación, tan espontánea y natural como
todo lo que hacía y decía, y desapareció por una puerta que había al fondo de
la habitación. En cuanto se fue salí al hall y seguí al criado, para comparecer
por vez primera ante el señor Fairlie.
VI
Volví a subir la escalera, guiado por mi acompañante que me condujo hasta
un pasillo en el que estaba el cuarto en que yo había dormido la noche
anterior, y abriendo la puerta siguiente me dijo que entrase.
—Tengo orden del señor de enseñarle a usted su estudio particular y
preguntarle si está conforme con su ubicación y si hay suficiente luz.
Muy exigente hubiera tenido yo que ser si no hubiese quedado satisfecho
del cuarto y de su decoración. El delicioso panorama que se contemplaba
desde el ventanillo era el mismo que había admirado aquella mañana desde mi
dormitorio. Los muebles eran una maravilla de belleza y lujo; la mesa,
colocada en el centro, estaba llena de libros exquisitamente encuadernados y
en ella lucía un elegante juego para escribir y hermosas flores; cerca de la
ventana había otra mesa con todo lo necesario para pintar a la acuarela y
dibujar, y cerca de aquélla también, un caballete pequeño que podía plegarse o
extenderse. Las paredes estaban cubiertas con alegres telas de colores, y el
suelo con esteras de la India, rojas y amarillas. Era el saloncito más atractivo y
lujoso que había visto en mi vida.
El ceremonioso criado estaba excesivamente aleccionado para dejar
traslucir la menor satisfacción. Se inclinó con fría deferencia cuando agoté el
caudal de mis alabanzas y silenciosamente abrió la puerta ante mí para que
volviéramos al pasillo.
Doblamos una esquina y fuimos por otro corredor, en cuyo extremo había
unos escalones, atravesamos un pequeño hall circular en la planta superior y
nos detuvimos ante una puerta forrada de paño oscuro. El criado la abrió y nos
encontramos frente a dos cortinas de seda verde pálido. Levantó una de ellas
sin hacer ruido, y pronunció quedamente:
—El señor Hartright.
Y me dejó.
Me encontré en un salón amplio y espacioso, con un techo magníficamente
artesonado y con una alfombra tan suave y espesa que me parecía pisar
terciopelo. Una parte del cuarto estaba ocupada por una larga librería de una
madera extraña muy trabajada y desconocida por completo para mí. No tendría
más de seis pies de altura, y en la parte superior se veían varias figuras de
mármol colocadas a la misma distancia unas de otras. En el lado opuesto había
dos bargueños antiguos; en medio, encima de ellos, colgaba un cuadro de la
Virgen y el Niño protegido por un cristal y con el nombre de Rafael escrito en
una tablilla dorada colocada debajo. A mi derecha y a mi izquierda había
chiffoniers y aparadores de marquetería y con incrustaciones, llenos de figuras
de porcelana de Dresden, vasos raros, adornos de marfil, fruslerías y
curiosidades salpicadas de piedras preciosas, plata y oro. Al fondo del salón,
frente al lugar en que yo estaba, las ventanas se hallaban medio cubiertas y la
luz de sol, tamizada con grandes persianas del mismo tono verde que las
cortinas de la puerta, resultaba deliciosamente suave, misteriosa y tenue,
iluminando todos los muebles y objetos con la misma intensidad,
contribuyendo a que el profundo silencio y el tono de recogimiento que
reinaban en aquel lugar fuesen más pronunciados, envolviendo en una
tranquila atmósfera la figura solitaria del amo de la casa, el cual descansaba
con un gesto de indiferencia en una gran butaca, en uno de cuyos brazos había
un atril para leer y en el otro una mesita.
Si pudiera conocerse por las apariencias exteriores —de lo cual yo dudo
mucho— la edad de un hombre que acaba de salir de su tocador y ha pasado
ya de los cuarenta, la del señor Fairlie, cuando le vi por vez primera, podría
calcularse entre cincuenta y sesenta años. Su cara, cuidadosamente afeitada,
era delgada, de palidez transparente y con expresión de cansancio, aunque sin
arrugas, la nariz fina y aguileña; los ojos grandes, saltones y de un apagado
gris azulado, tenían enrojecidos los párpados; el cabello escaso, suave en
apariencia y de ese tono rubio ceniciento que se confunde con las canas. Vestía
una levita oscura, de una tela mucho más fina que el paño, y pantalones y
chaleco de inmaculada blancura. Los pies, casi afeminados por su pequeñez,
calzaban calcetines de color marrón y zapatillas parecidas a las de mujer, de
piel rojiza. En sus manos blancas y delicadas brillaban dos sortijas que,
incluso a mis inexpertos ojos, se me figuraron de enorme valor. Todo su
aspecto daba la impresión de fragilidad, languidez veleidosa y extremo
refinamiento, que si resultaba algo sorprendente y revulsivo considerado en un
hombre, tampoco parecería natural y apropiado de trasladarlo a la imagen de
una mujer. Mi conversación de aquella mañana con la señorita Halcombe me
había predispuesto favorablemente hacia cada uno de los habitantes de la casa,
pero mis simpatías se desvanecieron con la primera impresión que me produjo
el señor Fairlie.
Al acercarme a él me di cuenta de que se hallaba más ocupado de lo que
me pareció a primera vista. Colocado entre otros objetos raros y hermosos que
llenaban una gran mesa redonda que estaba junto a él, se hallaba un diminuto
bargueño de ébano y plata en cuyos minúsculos cajones, forrados de terciopelo
rojo, se veían toda clase de monedas de distintas formas y tamaños. Uno de
estos cajones estaba sobre la mesita de la butaca, además de una serie de
diminutos cepillos de los que se usan para limpiar las joyas, un paño de
gamuza y un frasco lleno de un líquido, todo ello preparado para eliminar con
variados procedimientos cualquier impureza accidental que se dejase observar
en algunas de las monedas. Sus frágiles y blancos dedos jugueteaban como al
desgaire con una cosa que a mis ignorantes ojos se me antojó una medalla de
peltre sucia y con los bordes desiguales cuando me acerqué a él y me detuve a
respetuosa distancia de su butaca para saludarle con una inclinación.
—Tengo mucho gusto en verle a usted en Limmeridge, señor Hartright —
me dijo una voz entre quejumbrosa y gruñona, cuyo sonido no resultaba más
agradable por combinar un tono chillón con una somnolienta y lánguida
dicción—. Le ruego se siente. Y por favor, no se tome la molestia de mover la
silla. Dado el estado precario de mis nervios el menor ruido me resulta
extremadamente doloroso. ¿Ha visto usted su estudio? ¿Le servirá?
—Ahora mismo vengo de verlo, señor Fairlie, y puedo asegurarle...
Me cortó a media frase, cerrando los ojos y extendiendo su blanca mano en
gesto de súplica. Sobresaltado, me callé, y la voz gruñona me honró con esta
explicación:
—Le ruego que me disculpe. Pero ¿podría usted dominar su voz para
hablar en un tono más bajo? Dado el estado precario de mis nervios cualquier
sonido fuerte es para mí una tortura indecible. ¿Sabrá disculpar a un pobre
enfermo? Sólo le digo lo que el lamentable estado de mi salud me obliga a
decir a todo el mundo. Así es. ¿De veras le gusta el cuarto?...
—No podía haber deseado nada más bonito ni más cómodo— contesté,
bajando la voz y empezando a descubrir que la exagerada afectación del señor
Fairlie y los destrozados nervios del señor Fairlie eran una misma cosa.
—Me alegro. Aquí podrá comprobar, señor Hartright, que se reconocerán
sus méritos en lo que valen. En esta casa no existe ese horrible y salvaje
prejuicio inglés respecto a la situación social de un artista. He pasado tantos
años en el extranjero que he cambiado completamente mi piel insular en lo
que se refiere a esta opinión. Ya me gustaría poder afirmar lo mismo de la
nobleza —palabra detestable, pero creo que es la que tengo que emplear—, de
la nobleza de estos alrededores. Son unos pobres bárbaros ante el Arte, señor
Hartrigt. Son gente, se lo puedo asegurar, que hubieran quedado boquiabiertos
de asombro si hubiesen visto a Carlos V recoger con sus manos los pinceles de
Tiziano. ¿Quiere usted tener la amabilidad de poner estas monedas en el
bargueño y darme otro cajón? Dado el estado precario de mis nervios
cualquier esfuerzo es para mí un trastorno indecible. Así es. Gracias.
Como una puesta en práctica de la liberal teoría social que el señor Fairlie
se había dignado aclararme, aquella fría demanda no pudo menos de hacerme
gracia. Devolví un cajón a su sitio y le entregué otro con toda la deferencia de
que fui capaz. Inmediatamente él volvió a juguetear con sus monedas y
cepillos; y al mismo tiempo que hablaba no dejaba de contemplarlas con
lánguida admiración.
—Mil gracias y mil perdones. ¿Le gustan las monedas? Así es. Estoy
encantado de que tengamos otra afición común además de nuestra inclinación
por el Arte. Y ahora hablando de la parte pecuniaria de nuestro trato, dígame,
¿le parece satisfactorio?
—Completamente satisfactorio, señor Fairlie.
—Me alegro. ¿Qué más? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Hablando de su
amabilidad en beneficiarme con sus conocimientos del Arte, al final de la
primera semana mi administrador se entrevistará con usted para complacerle
en todo lo que le parezca necesario. ¿Algo más? ¿No le parece curioso? Tenía
mucho más que decirle y parece que lo he olvidado todo. ¿Quiere usted tocar
esa campanilla? En aquel rincón. Así es. Gracias.
Llamé y apareció, sin hacer el menor ruido, otro criado, que parecía
extranjero, con una sonrisa fija en los labios y el pelo irreprochablemente
peinado, un ayuda de cámara de pies a cabeza.
—Louis —dijo el señor Fairlie limpiándose con aire soñador las puntas de
los dedos con uno de sus minúsculos cepillos para las monedas—, esta
mañana hice algunas anotaciones en mis tablillas. Búsquelas. Mil perdones,
señor Hartright. Me temo que se aburre conmigo.
Como volvió a cerrar cansadamente los ojos antes de que pudiera
contestarle, y como, en efecto, me aburría muchísimo, permanecí en silencio
contemplando la Virgen con el Niño de Rafael. Mientras tanto, el criado había
salido y había vuelto trayendo un pequeño libro con tapas de marfil. El señor
Fairlie se reconfortó lanzando un débil suspiro, abrió el libro con una mano y
con la otra hizo un signo a su criado de que esperase nuevas órdenes,
levantando el cepillito.
—Sí, esto es —dijo, después de consultar sus notas —Louis, saca aquella
carpeta...— se refería a una serie de carpetas colocadas en unos estantes de
caoba cerca de la ventana—. No, no, la verde, en ésta están mis aguafuertes de
Rembrandt, señor Hartright. ¿Le gustan los aguafuertes? ¿Sí? Cuánto me
alegro de que tengamos otra afición en común. La carpeta de tapas rojas.
Louis. ¡Que no se te caiga! Señor Hartright, si Louis tirara esta carpeta no
tiene usted idea de la tortura que supondría para mí. ¿Estará segura sobre esa
silla? ¿Cree usted que lo estará, señor Hartright? ¿Sí? Pues me alegro. Me hará
el favor de mirar estos grabados si de verdad cree que están seguros. Louis,
vete. Pero que burro eres. ¿No ves que tengo las tablillas en la mano? ¿Crees
que me gusta tenerlas? ¿Por qué no me libras de este peso antes de que te lo
diga? Mil perdones, señor Hartright, los criados suelen ser tan burros, ¿no cree
usted? Dígame qué le parecen los dibujos. Proceden de una subasta y se
encuentran en un estado escandaloso. Me pareció que apestaban a los dedos de
los horrendos chamarileros cuando los vi la última vez. ¿Podría usted
restaurarlos?
Aunque mi olfato no era tan sutil como para detectar el olor de los dedos
plebeyos que tanto había ofendido las nobles narices del señor Fairlie, estaba
suficientemente educado como para apreciar en todo su valor los dibujos que
tenía en la mano. Casi todos ellos eran muestras realmente exquisitas de
acuarelas inglesas, y desde luego merecían mucho mejor trato que el que
habían recibido en manos de su dueño anterior.
—Estos dibujos —dije—, necesitan una limpieza y restauración totales, y
creo que merece la pena...
—Dispense —interrumpió el señor Fairlie—. ¿Me permite que cierre los
ojos mientras habla? Hasta esta luz se me hace irresistible. ¿Decía usted?...
—Le decía que merece la pena dedicarles todo el tiempo y el trabajo...
De repente el señor Fairlie abrió los ojos y con expresión de sobresalto y
angustia miró hacia la ventana.
—Le suplico me perdone —murmuró débilmente—, pero creo haber oído
gritos de chiquillos en el jardín. ¡En mi jardín particular! Justamente debajo de
esta ventana...
—No lo puedo decir, señor Fairlie. No he oído nada.
—Le quedaría muy agradecido. Ha sido usted tan indulgente con mis
pobres nervios... le quedaría muy agradecido si abriese usted un poquito la
persiana... No deje que me dé el sol; ¡señor Hartright! ¿Ha subido ya la
persiana? ¿Será tan amable de mirar el jardín y comprobar si hay alguien
abajo?
Cumplí aquel deseo. El jardín estaba cercado con sólidas tapias. En
ninguna parte de aquel sagrado recinto se veían rastros de ser humano alguno,
grande o pequeño. Comuniqué aquella feliz nueva al señor Fairlie.
—Mil gracias. Sería una aprensión mía. Afortunadamente no hay niños en
esta casa, pero los criados (que han nacido sin sistema nervioso) son capaces
de traer a los del pueblo. Son tan necios, ¡Dios mío si lo son! ¿Se lo confesaré,
señor Hartright? Estoy deseando que haya una reforma en la constitución de
los niños. Parece que la Naturaleza los ha concebido con la única intención de
crear máquinas que produzcan ruidos incesantes. A buen seguro que el
propósito de nuestro delicioso Rafael es infinitamente preferible.
Dijo esto señalando el cuadro de la Virgen, en cuya parte superior se veían
los angelitos convencionales del arte italiano cuyas barbillas reposaban sobre
redondas nubes amarillas.
—¡Una familia absolutamente ejemplar! —dijo el señor Fairlie
contemplando aquellos querubines—. Qué hermosas caritas redondas, qué
hermosas alas tan ligeras..., y nada más. ¡Fuera las piernas sucias que corren y
se meten en todos los rincones y ni asomos de pequeños pulmones
vociferantes! ¡Cuán inconmensurablemente superior a la constitución existente
de niños! Voy a cerrar un poco los ojos si me lo permite. ¿Puede usted
realmente restaurar los dibujos? Me alegro. ¿Tenemos que acordar algo más?
Si es así, creo que lo he olvidado ¿Llamaremos a Louis otra vez?
Como yo tenía tantas ansias como, según parecía, el señor Fairlie por
terminar aquella entrevista cuanto antes, decidí suprimir la intervención del
criado y encargarme yo mismo de la deseada solución.
—Me parece que lo único que queda por tratar, señor Fairlie —dije— es el
plan que quiere usted que siga con las señoritas para enseñarles a pintar
acuarela.
—¡Ah, es verdad! —dijo el señor Fairlie— y bien quisiera tener suficiente
energía para tratar ese punto, pero no puedo. Las mismas señoritas, que son las
que van a disfrutar de sus amables servicios, deben acordarlo, decidir. Mi
sobrina es una entusiasta de este arte encantador, señor Hartright. Ya tiene
suficientes conocimientos para juzgar sus propios defectos. Por favor,
esmérese usted con ella. Bueno ¿queda algo más? No. Creo que estamos de
acuerdo en todo, ¿verdad? No tengo derecho a detenerle más en sus deliciosas
tareas. Me alegro de haber solucionado todas las cuestiones. Es un descanso
haber tratado tantos asuntos. ¿Podría usted llamar a Louis para que le lleve a
su estudio esa carpeta?
—Si usted me lo permite la llevaré yo mismo, señor Fairlie.
—¿Usted mismo? ¿Tendrá bastante fuerza? ¡Qué delicia tener tanta fuerza!
¿Está seguro de que no la dejará caer? Me alegro de tenerlo a usted en
Limmeridge, mis dolencias no me permiten esperar que pueda disfrutar mucho
de su compañía. Sea amable y procure cerrar las puertas sin ruido y no deje
caer la carpeta. Gracias. Cuidado con las cortinas, se lo suplico. El menor
ruido de la tela se me clava como si fuera un cuchillo. ¡Buenos días!...
Cuando volvió a caer la cortina verde y cerré tras de mí las dos puertas
forradas de paño me detuve un momento en el hall circular y dejé escapar un
largo suspiro de placentero alivio. Al encontrarme fuera del cuarto del señor
Fairlie me sentía como si acabara de salir a la superficie del mar después de
haber estado sumergido en sus profundidades.
En cuanto me vi confortablemente instalado en mi agradable estudio me
forjé el decidido propósito de no volver jamás a dirigir mis pasos hacia las
habitaciones del amo de la casa, excepto en el caso —altamente improbable—
de que él me honrase de nuevo con la invitación expresa de que le hiciera una
visita. Una vez establecido este plan de conducta con respecto al señor Fairlie
recobré la serenidad de mi ánimo que durante algún tiempo me había robado
mi nuevo amo con su altiva familiaridad y su cortesía insolente. El resto de la
mañana lo pasé con cierta placidez, revisé las acuarelas, ordenándolas por
series, recortando sus bordes destrozados y haciendo otros preparativos
necesarios para emprender la definitiva restauración. Quizá hubiera podido
trabajar más en todo ello, pero a medida que se acercaba la hora del almuerzo
me iba poniendo nervioso, intranquilo e incapaz de fijar mi atención en nada,
incluso en una labor tan mecánica y simple como aquélla.
Cuando a las dos bajé al comedor sentía cierta ansiedad. Volver a entrar en
aquella parte de la casa significaba para mí resolver algunas expectativas de
cierta importancia. Iba a conocer a la señorita Fairlie, y si la revisión de la
señorita Halcombe de las cartas de su madre había dado el resultado que
esperaba, llegaría también el momento de aclarar el misterio de la dama de
blanco.
VII
Al entrar en el comedor hallé a la señorita Halcombe y a una dama anciana
sentadas a la mesa.
Fui presentado a esta última, la señora Vesey, institutriz de la señorita
Fairlie, a quien mi alegre compañera de desayuno me había descrito como un
ser dotado de «todas las virtudes cardinales que de nada servían». No puedo
hacer más que dar mi humilde testimonio de la veracidad con que la señorita
Halcombe había definido el carácter de la anciana señora. La señora Vesey
parecía personificar la compostura humana y la benevolencia femenina. El
sereno gozo de una existencia plácida se manifestaba en somnolientas sonrisas
de su cara redonda y apacible. Hay personas que atraviesan la vida corriendo y
otras que pasean. La señora Vesey se pasaba la vida sentada. Sentada en casa
mañana y tarde, sentada en el jardín, sentada siempre junto a la ventana
cuando viajaba, sentada (en una silla portátil) cuando sus amigos intentaban
llevarla de excursión al campo; sentada para ver alguna cosa, sentada para
hablar de cualquier asunto, sentada para contestar «sí» o «no» a las preguntas
más sencillas, siempre con la misma sonrisa serena vagando en sus labios, la
misma inclinación de cabeza reposadamente atenta y la misma colocación
dormilona y confortable de los brazos y manos por muy distintas que fuesen
las circunstancias domésticas de cada momento. Una anciana dulce,
complaciente, inefablemente tranquila, inofensiva y que jamás, bajo ningún
pretexto, desde el momento en que nació, había dado motivo para pensar que
estaba viva de verdad. La Naturaleza tiene tantos quehaceres en este mundo y
que engendrar tal diversidad de producciones coetáneas que, de cuando en
cuando, debe hallarse demasiado confusa y agitada para no equivocar los
diferentes procesos que efectúa a la vez. Partiendo de este punto de vista, me
quedará siempre la firme convicción de que la Naturaleza estaba absorta en la
producción de berzas cuando nació la señora Vesey, la cual hubo de sufrir las
consecuencias de las preocupaciones vegetales que habían acaparado la
atención de la Madre de todos nosotros.
—Bueno, señora Vesey— preguntaba la señorita Halcombe, que parecía
aún más viva, más perspicaz y más despierta en contraste con la impasible
anciana que tenía a su lado — ¿Qué quiere usted? ¿Una chuleta?
La señora Vesey cruzó las regordetas manos sobre el borde de la mesa, y
dijo, sonriendo plácidamente:
—Sí, querida.
—¿Qué es lo que hay a este otro lado del señor Hartright? ¿Pollo hervido?
Creía que usted prefería pollo hervido a la chuleta, señora Vesey.
La señora Vesey separó sus regordetas manos del borde de la mesa para
cruzarlas sobre su regazo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza mirando el
pollo hervido y repitió:
—Sí, querida.
—Bueno, pero ¿qué es lo que quiere hoy? ¿Que le dé pollo el señor
Hartright o que le sirva yo una chuleta?
La señora Vesey puso nuevamente una de sus manos regordetas sobre el
borde de la mesa, meditó con somnolencia y contestó:
—Lo que usted quiera, querida.
—¡Por amor de Dios! Es para usted mi querida amiga, no para mí.
Supongamos que toma usted un poco de cada cosa y que empieza por el pollo,
porque el señor Hartright parece que se muere de ganas de trincharlo para
usted.
La señora Vesey colocó la otra mano regordeta en el borde de la mesa y
pareció animarse durante un momento pero en seguida, recuperando su
impasibilidad, inclinó la cabeza sumisamente y dijo:
—Cuando usted quiera, señor.
Desde luego se trataba de una señora muy dulce, complaciente,
inefablemente tranquila e inofensiva, ¿no es cierto? Pero creo que tenemos
bastante por ahora acerca de la buena señora Vesey.
Y a todo esto ni rastro de la señorita Fairlie. Terminábamos de almorzar y
seguía sin aparecer. La señorita Halcombe, a cuya penetración no escapaba
nada, se dio cuenta enseguida de que yo lanzaba miradas furtivas de tiempo en
tiempo hacia la puerta.
—Comprendo lo que está pensando, señor Hartright —me dijo—. Quiere
saber qué habrá pasado con su otra discípula. Bajó antes y ya se ha disipado su
jaqueca, pero no tenía bastante apetito para acompañarnos en la comida. Si
quiere usted confiarse a mí, creo que podremos encontrarla en algún lugar del
jardín.
Cogió una sombrilla que había sobre un asiento próximo a ella y se dirigió
hacia una gran cristalera, al extremo del comedor, que daba al mismo jardín.
Es inútil advertir que dejamos a la señora Vesey sentada a la mesa, con las
manos regordetas cruzadas aún en su borde; al parecer, tenía ya postura para
toda la tarde.
Cuando cruzamos la explanada la señorita Halcombe me miró
significativamente y me dijo moviendo la cabeza:
—Su misteriosa aventura continúa envuelta en la misma impenetrable
oscuridad. Me he pasado la mañana leyendo cartas de mi madre y no he
descubierto nada todavía. Sin embargo no pierda la esperanza, señor Hartright.
Es una cuestión de curiosidad y tiene usted a una mujer por aliada. Con esta
condición el éxito es seguro, antes o después. Todavía no he agotado las
cartas, me quedan tres paquetes de ellas y créame que pasaré toda la tarde
leyéndolas.
Así pues, otra de mis ilusiones matutinas seguía todavía sin realizarse.
Luego me pregunté si al conocer a la señorita Fairlie también se verían
defraudadas las expectativas que me había formado a su respecto después del
desayuno.
—¿Y qué tal le fue con el señor Fairlie? — me preguntó la señorita
Halcombe cuando dejamos la explanada para entrar en una alameda—.
¿Estaba muy nervioso esta mañana? No medite la respuesta, señor Hartright.
El mero hecho de tener que meditarla me lo dice todo. Leo en su cara que
estuvo muy nervioso y como no quiero llevarle a usted al mismo estado, no le
pregunto más.
Mientras hablaba llegamos a un sendero tortuoso y nos acercamos a una
preciosa casita de madera que representaba en miniatura un chalet suizo. En la
única estancia de la casita en la que nos encontramos al subir unos escalones,
se hallaba una joven. Estaba de pie junto a una mesa rústica, contemplando
por la ventana el paisaje de montañas y brezos que se distinguían entre los
árboles y pasando distraídamente las hojas de un pequeño álbum de dibujo que
tenía a su lado. Era la señorita Fairlie.
¿Seré capaz de describirla? ¿Podré separarla de mi sentimiento y de todo lo
que ocurrió después? ¿Puedo verla de nuevo tal y cómo apareció ante mis ojos
por primera vez, y como debe aparecer ahora ante los ojos que van a
contemplarla en estas páginas?
La acuarela que hice de Laura Fairlie poco después, mostrándola en el
mismo sitio y en la misma actitud en que la vi por primera vez, está sobre mi
mesa mientras escribo. La estoy mirando y ante mí emerge, radiante desde el
oscuro fondo marrón—verdoso del pabellón, su figura joven y ligera, vestida
con un sencillo traje de muselina de anchas rayas blancas y celestes. Un chal
de la misma tela envuelve y enmarca sus hombros, un pequeño sombrero de
paja de color natural, adornado sobria y sencillamente con un lazo que
armonizaba con el vestido, cubría de suaves sombras perladas su frente y sus
ojos. Su cabello es de un castaño ligero y pálido; su color no es pajizo pero es
igual de claro; no es dorado pero reluce como si lo fuera; casi se confunde con
la sombra del sombrero. Lo llevaba partido con una raya en el centro y
peinado hacia sus orejas, dejando que los rizos naturales cayesen sobre su
frente. Las cejas son más oscuras que el cabello, los ojos son de ese azul
turquesa límpido y tenue, tantas veces cantado por poetas y tan pocas veces
visto en la realidad. Ojos adorables por la forma, grandes, tiernos y pensativos,
pero hermosos sobre todo por la abierta veracidad de su mirada que emana de
su fondo mismo y que brilla en todas sus variadas expresiones con la luz de un
mundo más puro y mejor. El encanto —tan gentil y tan distinguido a la vez—
que sus ojos confieren a todo su rostro, encubre y transforma sus pequeños
defectos, naturales en todo ser humano, hasta tal punto que resulta difícil
considerar las relativas ventajas e imperfecciones de los demás rasgos. Cuesta
darse cuenta de que la parte inferior del rostro es demasiado afilada al llegar a
la barbilla para considerarlo correctamente proporcionado en relación con la
parte superior y que la nariz en su comienzo procede de los moldes de la
rectitud aquilina (siempre dura y cruel en una mujer, por perfecta que esta
rectitud haya sido considerada abstractamente) y se hace respingona en la
punta, faltando así a la pureza ideal de la línea, y que los labios, dulces y
sensuales, sufren una ligera contracción nerviosa cuando ella sonríe, de modo
que uno de sus extremos se tuerce ligeramente hacia arriba. Quizá sea posible
advertir estos defectos en la cara de otra mujer, pero no es fácil verlos en la
suya, donde se funden sutilmente con todo lo personal y característico de su
expresión, que para llenarse de vida, para animarse en cada facción, necesita el
impulso móvil de los ojos.
¿Es que mi pobre retrato, mi obra favorita, la labor paciente de largos y
felices días, me muestra todo esto? ¡Ah!, ¡Qué poco muestra un borroso dibujo
mecánico y cuánto la imaginación que lo contempla! Una muchacha de pelo
claro, delicada, vestida con un bonito traje ligero, vuelve las hojas de un
álbum, mientras mira por encima de él con sus ojos azules, inocentes y
veraces, esto es todo lo que el dibujo puede decir; quizá todo lo que puedan
decir el pensamiento y la pluma en su lenguaje distinto y más preciso. La
mujer, que es la primera en dar vida, luz y forma a nuestras vagas
concepciones estéticas, llena un vacío en nuestro espíritu, vacío que
desconocíamos hasta que ella se nos apareció. Hay atracciones que resultan
demasiado profundas para sentimientos que se encuentran a una profundidad
inalcanzable para las palabras, inalcanzable para los pensamientos, que
despiertan gracias a otras fuerzas distintas a las asequibles a nuestros
sentimientos y que los medios de expresión pueden transmitir. El misterio que
se esconde tras la belleza de las mujeres está fuera del alcance de las simples
emociones humanas hasta que lo desentraña el misterio aún más profundo de
nuestras propias almas. Entonces, tan sólo entonces, sale fuera de la angosta
región en la que para iluminarlo basta la luz del pincel y de la pluma.
Pensad en ella como pensaríais en la primera mujer que hizo latir vuestro
corazón más de prisa, como no lo había conseguido ninguna otra mujer. Dejad
que los cándidos y dulces ojos azules tropiecen con los vuestros como han
tropezado con los míos con esa única mirada incomparable que tan bien
recordamos los dos. Dejad que su voz os hable con la música que otrora habéis
amado, ninguna otra sonará tan deliciosa para vuestro oído, tal como ha
sonado para el mío. Dejad que sus pasos que van y vienen por estas páginas,
sean iguales a aquellos pasos alados que resonaron otra vez en vuestro propio
corazón. Miradla, consideradla como una visión engendrada por vuestra
fantasía que crecerá para presentarse ante vosotros con más claridad, hasta
aparecer como la mujer real que colma para siempre mi propia fantasía.
Entre las diversas sensaciones que se agolparon en mi interior en cuanto
mis ojos se posaron en ella —sensaciones familiares para casi todos los
hombres que, si bien nacen en tantos corazones en muchos de ellos mueren
pronto y retornan en muy pocos—, había una que me turbaba y me dejaba
perplejo; una sensación que parecía completamente inconsistente y que estaba
fuera de lugar en presencia de la señorita Fairlie. A la fuerte impresión que me
produjo el encanto de su bellísimo rostro, de su dulce expresión y de la
arrebatadora sencillez de sus gestos se mezclaba otra que me hacía pensar
oscuramente que faltaba algo. Al principio me parecía que era a ella a quien le
faltaba ese algo y en otros instantes me parecía que me faltaba a mí; un algo
que no me permitía comprenderla como yo quería. Esta impresión adquiría
cada vez más fuerza y resultaba más contradictoria cuando me miraba o, en
otras palabras, cuando más sentía la armonía y el atractivo de su belleza,
estaba al mismo tiempo más turbado por ese sentimiento de lo incompleto
imposible de descubrir. Algo falta, algo falta..., pero dónde o qué era, no
llegaba a comprenderlo.
Como consecuencia de este capricho de mi imaginación (así lo calificaba
yo entonces) no era fácil que en mi primera entrevista con la señorita Fairlie
fuera dueño de mi persona. Casi no fui capaz de contestar con las obligadas
frases de cortesía a las breves palabras de bienvenida que ella me dirigió.
Observando mi desconcierto y atribuyéndolo a un acceso de timidez, la
señorita Halcombe intervino en la conversación con su naturalidad y viveza de
costumbre.
—Vea usted, señor Hartright —dijo, señalando el álbum que estaba sobre
la mesa y la mano delicada que jugueteaba con sus hojas: se me figura que se
habrá dado cuenta de que al fin ha encontrado a la discípula ideal. Desde el
momento en que se ha enterado que está usted en casa, coge su inapreciable
álbum y se enfrenta cara a cara con la Naturaleza, ansiando que llegue el
momento de empezar.
La señorita Fairlie se echó a reír de tan buena gana que su cara se iluminó
como si hubiera descendido hasta ella uno de los rayos del sol.
—No puedo creer lo que no merece crédito —dijo mirándonos
alternativamente a la señorita Halcombe y a mí con aquellos ojos azules tan
serenos y leales—. Tanto como de mi entusiasmo por la pintura, estoy
convencida de mi propia ignorancia y más bien asustada que ansiosa de
empezar. Ahora que se halla usted aquí, señor Hartright, me encuentro
contemplando mis bocetos lo mismo que revisaba las lecciones cuando era
niña y tenía un miedo horrible de que no me entrasen en la cabeza para
repetirlas.
Nos hizo esta confesión con gracia y sencillez y retiró el álbum de donde
estaba, guardándolo a su lado con una curiosa expresión de seriedad infantil.
La señorita Halcombe disipó la sombra de turbación que flotaba en el
ambiente, con su estilo resuelto y llano.
—Buenos, malos o medianos, los dibujos de la discípula tienen que pasar
por la dura prueba del juicio del maestro, y ahí finaliza la cuestión. ¿Y si nos
los llevamos, Laura, al carruaje y damos un paseo para que el señor Hartright
los examine por primera vez entre los tumbos y paradas? Y si además
lográsemos que durante el paseo, mientras mira los paisajes y nuestro álbum,
confunda la misma Naturaleza con lo que hemos trasladado al papel, no le
quedará más remedio que dedicarnos cumplidos, y así saldremos de sus
expertas manos sin merma en nuestro vanidoso plumaje.
—Espero que el señor Hartright no me dedique ningún cumplido —dijo la
señorita Fairlie cuando salimos del pabellón.
—¿Me quiere usted decir el motivo de esta esperanza? —pregunté.
—El de que yo creeré todo lo que me diga— contestó con sencillez.
Con estas breves palabras ella, sin saberlo, me proporcionaba la clave para
entender todo su carácter; aquella confianza generosa que tenía en los demás
se desprendía inocentemente de su propio sentido de lealtad. En aquel instante
lo supe por intuición. Hoy lo sé por experiencia.
Esperamos el tiempo preciso para levantar a la buena señora Vesey de su
asiento, que seguía ocupando junto a la desierta mesa en el comedor, y
subimos al carruaje descubierto que iba a llevarnos al paseo. La señorita
Fairlie y yo nos colocamos frente a la anciana señora con el álbum que yacía
abierto entre los dos para ser juzgado por mi severidad crítica de profesor.
Pero toda crítica seria, aun en el caso de que hubiese estado dispuesto a
hacerla, hubiera sido imposible dada la decidida resolución de la señorita
Halcombe de no ver más que la parte ridícula de las Bellas Artes si eran ella,
su hermana o el sexo femenino en general quienes las practicaban. Me resulta
mucho más fácil recordar nuestra conversación que los esbozos y dibujos que
iba ojeando mecánicamente. Sobre todo aquella parte en que intervino la
señorita Fairlie está de tal modo grabada en mi mente como si la hubiera
escuchado hace sólo algunas horas.
¡Sí! He de reconocer que en este primer día me dejé llevar del hechizo de
su presencia hasta olvidarme de mí mismo y de la posición que yo ocupaba.
La más insignificante de las preguntas que me hiciera sobre el modo de
manejar los pinceles y mezclar los colores, o cualquier cambio de expresión en
sus adorables ojos cuando miraban a los míos con el deseo de aprender todo lo
que yo fuese capaz de enseñarle y descubrir todo lo que yo podía mostrarle,
atraían infinitamente más mi atención que los maravillosos paisajes que
íbamos atravesando, o el grandioso juego de luz y sombra que se desplegaba
mientras los eriales ondulantes sucedían a la ribera llana. En cualquier
momento y bajo cualquier circunstancia en que esté en juego algo que interese
al ser humano ¿no es extraño comprobar lo poco que vale para nosotros el
mundo de la Naturaleza frente al que vivimos y el escaso lugar que ocupa en
nuestro corazón y en nuestra mente? Sólo en los libros ocurre que acudamos a
la Naturaleza en busca de consuelo para nuestras penas o para que participe de
nuestras alegrías. Nuestra admiración por las bellezas del mundo inanimado
que tanto y tan elocuentemente nos describe la poesía moderna, no es ni
mucho menos, ni siquiera en el mejor de nosotros, un instinto que nos sea
consustancial. De niños ninguno de nosotros lo ha tenido. Ningún hombre o
mujer que no hayan recibido la debida educación, lo tiene. Aquellos que pasan
su vida en medio de las continuamente cambiantes maravillas del mar y de la
tierra son precisamente los más insensibles a cualquier aspecto de la
Naturaleza que no esté directamente relacionado con su propio interés.
Nuestra capacidad para apreciar las bellezas del suelo en que vivimos es, en
verdad, uno de los efectos de la civilización que aprendemos como un arte y
aún más: esta capacidad pocas veces la practicamos ninguno de nosotros, a no
ser que nuestra mente se halle enteramente desocupada e indolente. ¿Qué parte
tienen los atractivos de la naturaleza en las emociones e intereses, agradables o
penosos, nuestros o de nuestros amigos? ¿Qué espacio ocupa, en los miles y
miles de narraciones sobre sucesos corrientes que salen a diario de nuestros
labios para que los escuchen los demás? Todo lo que nuestras mentes pueden
concebir, todo lo que nuestros corazones pueden aprender podemos alcanzarlo
con la misma certeza, con el mismo provecho y con la misma satisfacción para
cada uno de nosotros en cualquier panorama que la faz de la tierra pueda
ofrecernos, sea el más pobre, o el más rico. Esta es sin duda la razón de que
exista la atracción innata entre la criatura y la creación que la rodea, razón que
quizá pueda hallarse en la enorme diferencia entre los destinos del hombre y
su esfera terrestre. La más grandiosa perspectiva de una montaña que pueda
alcanzar la visión del hombre está destinada al aniquilamiento. El más
pequeño de los intereses humanos que el corazón pueda anidar está destinado
a la inmortalidad.
El paseo había durado casi tres horas cuando el coche volvió a atravesar las
verjas de Limmeridge.
En el camino de vuelta dejé que las señoras escogiesen por sí mismas el
paisaje que empezaríamos a esbozar al día siguiente bajo mi dirección.
Cuando fueron a vestirse para la cena y me encontré solo en mi cuarto
sentí que decaía mi espíritu. Me hallaba disgustado e insatisfecho de mí
mismo, sin saber bien por qué. Quizá empezaba a advertir que había disfrutado
demasiado de un paseo que había hecho más como invitado que como profesor
de dibujo. Quizá el sentimiento de que algo faltaba en la señorita Fairlie o en
mí mismo, sensación que me asaltó cuando la vi. por vez primera, volvía de
nuevo a perseguirme. Sea como fuere resultó para mí un alivio que llegase la
hora de la cena y me viese obligado a dejar mis soledades regresando a la
compañía de las damas de la casa.
Al entrar en el salón quedé sorprendido por el contraste entre las ropas que
vestían, contraste entre las telas más bien que entre los colores. Mientras que
la señora Vesey y la señorita Halcombe estaban ricamente ataviadas (de la
manera que mejor correspondía a la edad de cada una), la primera de color gris
y plata y la segunda con ese tono amarillo pálido que tan bien armoniza con la
tez morena y el cabello oscuro, la señorita Fairlie vestía un sencillo y casi
pobre vestido de muselina blanca. El traje era de una pureza inmaculada, y le
sentaba de maravilla, pero se trataba de un vestido que hubiera podido llevar la
hija o la mujer de un hombre modesto, y su aspecto resultaba mucho menos
imponente que el de su propia institutriz. Algún tiempo después, cuando
llegué a conocer mejor el carácter de la señorita Fairlie, supe que este raro
contraste se debía a su natural delicadeza y a la repugnancia que sentía por
cualquier detalle que pudiera aparecer ante los demás como una ostentación de
su riqueza. Nunca consiguieron, ni la señora Vesey ni la señorita Halcombe,
inducirla a que las aventajara en el vestir, ella que era rica, a ellas dos que eran
pobres.
Al finalizar la cena volvimos al salón. Aunque el señor Fairlie (emulando
el gesto portentoso del monarca que recogió los pinceles de Tiziano) había
dado órdenes al mayordomo de informarse acerca de mis preferencias para
con el vino de después de la cena, estaba resuelto a resistir la tentación de
pasar la velada en una soledad esplendorosa rodeado de botellas elegidas por
mí mismo, y me consideraba lo bastante sensato como para seguir las
civilizadas costumbres extranjeras pidiendo permiso a las señoras para
levantarme al mismo tiempo que ellas de la mesa durante todo el tiempo que
durase mi permanencia en Limmeridge.
El salón en que nos habíamos instalado para el resto de la velada estaba en
la planta baja y tenía las mismas proporciones y tamaño que el salón del
desayuno. Al fondo, unas grandes puertas de cristal daban a una terraza
maravillosamente adornada en toda su longitud con profusión de flores. La luz
del crepúsculo, suave y opaca, caía sobre las flores y el follaje, mezclando
armoniosamente sus sombras con los sobrios colores de las plantas, y el dulce
aroma nocturno de las flores con toda su fragancia nos dio su saludo de
bienvenida, entrando por las abiertas cristaleras. La buena señora Vesey
(siempre la primera de todos nosotros en sentarse) se apoderó de una butaca
situada en una esquina, se arrellanó en ella cómodamente y se durmió. La
señorita Fairlie, atendiendo a mis ruegos se puso al piano, y cuando la seguí
para sentarme junto a ella vi a la señorita Halcombe retirarse a un rincón junto
a las ventanas laterales para proseguir con la lectura de las cartas de su madre
bajo los apacibles últimos reflejos de la luz crepuscular.
¡Con cuánta fuerza revive en mi imaginación aquel plácido cuadro familiar
mientras escribo! Desde el sitio que yo ocupaba podía contemplar la grácil
figura de la señorita Halcombe, mitad en la sombra misteriosa y mitad
tenuemente iluminada, inclinada sobre las cartas de su madre que tenía sobre
su falda; mientras, más cerca de mí, el delicioso perfil de la pianista se
destacaba perfecto sobre el fondo oscuro de la pared del salón. Fuera, en la
terraza, las abundantes flores, la alta hierba y las enredaderas se movían con
tanta suavidad en el aire ligero de la noche que no nos llegaba el menor
susurro. El cielo estaba despejado y el despuntar sigiloso de la luna empezaba
ya a rayar en la parte oriental del cielo. La sensación de paz y de retraimiento
aquietaba todo pensamiento, toda emoción, imponiendo un reposo sublime y
arrobador. Esta quietud balsámica era más profunda a medida que la luz se
extinguía y su influjo sobre nosotros se hacía más placentero al mezclarse con
la celestial ternura de la música de Mozart. Fue una noche de visiones y de
sonidos inolvidables.
Todos guardábamos silencio sin movernos de nuestros asientos. La señora
Vesey seguía durmiendo, la señorita Fairlie seguía tocando. la señorita
Halcombe seguía leyendo, hasta que la oscuridad nos invadió por completo.
Entonces la luna envió su luz a posarse sobre la terraza y sus rayos suaves y
misteriosos refulgieron en el extremo opuesto del salón. El contraste con la
oscuridad del crepúsculo era tan maravilloso, que de común acuerdo
rechazamos las lámparas cuando las trajo el criado y la espaciosa estancia
quedó sin otra iluminación que las llamas titilantes de dos velas sobre el piano.
La música continuó sonando durante más de media hora, hasta que la
deliciosa vista de la terraza bañada en la luz de la luna atrajo a la señorita
Fairlie y yo la seguí. La señorita Halcombe había cambiado de sitio cuando
encendieron las velas del piano, para seguir la lectura de las cartas. La
dejamos allí sentada sobre una silla baja, al lado del piano, tan absorta que ni
siquiera pareció darse cuenta de lo que hacíamos.
No habíamos estado en la terraza ni cinco minutos, apoyados en su baranda
frente a las puertas de cristal, cuando, en el momento en que la señorita
Fairlie, por consejo mío, cubría su cabeza con un pañuelo para protegerse de la
brisa del anochecer, oí la voz de la señorita Halcombe, llena de ansiedad,
profunda, alterado su alegre sonido habitual, pronunciar mi nombre.
—Señor Hartright ¿quiere venir un momento? Tengo que hablarle.
Entré inmediatamente al oírla. El piano se hallaba poco más o menos en el
centro de la pared interior. La señorita Halcombe estaba sentada junto a él, del
lado más alejado de la terraza, con las cartas esparcidas sobre su regazo y
tendía una de ellas a la luz de la vela. En la parte más cercana a la terraza
había una otomana en la que me senté. Allí estaba cerca de las cristaleras y
podía distinguir la silueta de la señorita Fairlie, mientras paseaba lentamente
de un extremo al otro de la terraza, alumbrada por la radiante luna.
—Quiero que escuche usted los últimos párrafos de esta carta. —dijo la
señorita Halcombe—. Dígame si cree que arrojan algo de luz sobre su extraña
aventura de la carretera de Londres. La carta es de mi madre, dirigida a su
segundo marido, el señor Fairlie; está escrita hace unos once o doce años. En
aquella época mi madre, su marido y mi hermanastra Laura vivían aquí
mientras yo estaba fuera, terminando mis estudios en un colegio de París.
Me miraba y hablaba con serenidad y también me pareció que con cierto
esfuerzo. En el momento en que levantó la carta hasta la vela para empezar su
lectura, la señorita Fairlie pasó delante de nosotros por la terraza, se paró un
momento y, viendo que estábamos hablando, se alejó lentamente.
La señorita Halcombe comenzó a leer lo que sigue:
«Estarás ya aburrido, mi querido Philip, de oír perpetuamente cosas de mi
escuela y mis alumnos. Te ruego que achaques estas repeticiones a la tediosa
monotonía de la vida de Limmeridge y no a mí. Además hoy tengo algo
interesante que contarte sobre una nueva alumna.
«Ya conoces a la anciana señora Kempe, la de la tienda del pueblo. Pues
bien, después de muchos años de cama, el doctor la ha desahuciado y se está
muriendo poco a poco. Por toda familia tiene una hermana que llegó la semana
pasada para cuidarla. Su hermana viene de Hamsphire y se llama Catherick.
Hace cuatro días vino a visitarme y trajo a su única hija, una niña preciosa, un
año más grande que nuestra querida Laura...»
Cuando esta última frase salía de labios de la lectora, la señorita Fairlie
pasó de nuevo delante de nosotros por la terraza. Canturreaba una de las
melodías que acababa de tocar al piano. La señorita Halcombe esperó a que se
alejara para continuar su lectura.
«La señora Catherick es una mujer honrada, educada y respetable, de
mediana edad, se diría que su belleza fue regular, sólo regular. Hermosa. Pero
sin embargo hay un no sé qué en su persona que no acabo de interpretar. Es
tan reservada en lo que a ella se refiere que parece ocultar algo, y tiene una
mirada, no podría describirla, que me hace pensar que está tramando algo.
Total, que uno diría que tiene delante un misterio viviente. En cuanto al objeto
de su visita a Limmeridge es bien sencillo. Cuando dejó Hampshire para
asistir a su hermana en esta última enfermedad, tuvo que traer con ella a su
hija por no tener a nadie con quien dejarla. La señora Kempe puede morir en
una semana o resistir meses y meses, y la señora Catherick vino a pedirme que
permitiese a su hija Anne asistir a las clases en mi escuela; aunque sólo sería
de manera provisional porque después de la muerte de la señora Kempe,
tendría que dejarlas para regresar junto con su madre a casa. Accedí
enseguida, y ese mismo día, cuando Laura y yo salimos de paseo, llevamos a
la niña, que tiene once años, a la escuela.
Nuevamente volvió a surgir ante nosotros la figura grácil y esplendorosa
de la señorita Fairlie envuelta en su níveo traje de muselina; su cara estaba
deliciosamente enmarcada por los pliegues del pañuelo que había anudado
bajo la barbilla. Una vez más la señorita Halcombe esperó a que se alejara
para seguir leyendo.
«Me he encaprichado locamente, Philippe, con mi nueva discípula por una
razón que te diré al final y que será una sorpresa para ti. La madre me ha
hablado tan poco de su hija como de sí misma y he tenido que descubrir yo
sola (el mismo día de comenzar las clases, cuando empecé a preguntarle) que
la pobre criatura no está desarrollada intelectualmente como corresponde a su
edad. En vista de ello me la he traído a casa al día siguiente y he llamado al
médico con la mayor reserva para que la observe, la interrogue y me diga
cómo la encuentra. Su opinión es que se le pasará con el tiempo. Pero dice que
es de gran importancia el sistema de enseñanza que se emplee con ella en la
escuela, porque su extrema lentitud en aprender cosas nuevas implica una
extraordinaria tenacidad para retenerlas cuando hayamos conseguido que su
mente las haya asimilado. Y ahora, amor mío, no vayas a figurarte con tu
acostumbrada ligereza que me he encariñado con una retrasada mental. Esta
pobre Anne Catherick es una niña muy cariñosa, dulce y agradecida; dice
cosas graciosas y divertidas (como podrás juzgar por ti mismo enseguida)
cuando menos lo esperas, te mira con asombro y casi con miedo. Aunque va
siempre muy limpia, las ropas que lleva son de mal gusto, tanto en el color
como en el corte. Así que ayer dispuse que arreglasen para Anne Catherick
algunos de los viejos vestidos y sombreros blancos de nuestra querida Laura.
Le expliqué que a las niñas pequeñas que tienen su tez, el blanco les sienta
mejor que ningún otro color y las hace parecer más limpias. Durante un
minuto estuvo callada, visiblemente turbada, luego se puso colorada y pareció
haber comprendido. Su pequeña mano se aferró a la mía. La besó, Philip, y me
dijo con gravedad, con mucha gravedad: «Vestiré de blanco mientras viva. Así
me acordaré de usted, señora, y pensaré que sigue queriéndome aunque me
vaya de aquí y no la vea más» Ésta es sólo una muestra de las muchas cosas
extrañas que dice con tanta gracia. ¡Pobrecita mía! Le haré una colección de
trajes blancos con grandes dobladillos para que le sirvan cuando crezca.»
La señorita Halcombe calló y me miró por encima del piano.
—La mujer solitaria que encontró en la carretera ¿era joven? ¿Podría tener
veintidós o veintitrés años? —me preguntó.
—Sí, señorita Halcombe; era de esta edad.
—¿Y vestía de forma extraña, toda de blanco, de pies a cabeza?
—Toda de blanco.
En el momento en que salía de mis labios la respuesta, la señorita Fairlie
pasó ante la puerta por tercera vez, pero en lugar de seguir paseando se detuvo,
dándonos la espalda, apoyada sobre la balaustrada de la terraza y
contemplando el jardín. Mi mirada resbaló por el blanco resplandor de su traje
de muselina y del tocado, rutilantes bajo la luz de la luna, y una sensación que
no consigo expresar, una sensación que aceleró los latidos de mi corazón y
cortó mi respiración, se apoderó de mí.
—¿Toda de blanco? —repetía la señorita Halcombe—. La parte más
importante de la carta es la última, señor Hartright, la que le voy a leer ahora.
Pero no puedo por menos de insistir en la coincidencia del traje blanco de la
mujer que usted encontró y los vestidos blancos que inspiraron esta extraña
respuesta en la pequeña discípula de mi madre. El doctor pudo haberse
equivocado
cuando al descubrir el retraso mental de la niña, predijo que se le pasaría
con el tiempo. Probablemente no se le pasó nunca y su antiguo capricho de
expresar su gratitud vistiéndose de blanco, que fue un sentimiento profundo en
la niña, probablemente sigue siéndolo en la mujer.
Contesté con pocas palabras y ni sé lo que dije. Toda mi atención se
concentraba en el blanco reflejo del traje de muselina de la señorita Fairlie.
—Escuche el último párrafo de la carta —dijo la señorita Halcombe—. Le
va a sorprender; estoy segura.
Cuando ella levantó la carta a la luz de la vela, la señorita Fairlie se volvió
de espaldas a la balaustrada, miró hacia un lado y otro de la terraza como
dudando qué hacer, dio un paso hacia la puerta, y se detuvo mirándonos.
Entre tanto la señorita Halcombe me leía el último párrafo de la carta:
«Y ahora, amor mío, viendo que se me acaba el papel, te diré la verdadera
razón asombrosa de mi cariño por la pequeña Anne Catherick. Querido Philip,
aunque no sea ni la mitad de bonita, es, sin embargo, por uno de esos
fenómenos casuales de parecido que se hallan a veces, el retrato viviente, por
el cabello, por el tono de su tez, por el color de sus ojos y el óvalo de su
cara...»
De un salto me levanté de la otomana antes de que la señorita Halcombe
hubiese terminado la frase. La misma sensación escalofriante recorrió mi
cuerpo, como en aquel momento en que en el desértico camino real de
Londres una mano se posó sobre mi hombro.
¡Allí estaba la señorita Fairlie, una figura blanca y solitaria iluminada por
la luz de la luna, y en su actitud, en la inclinación de su cabeza, en el color y
en el óvalo de su rostro veía ya la imagen viviente, a aquella distancia, y en
tales circunstancias, de la mujer de blanco! La duda que había turbado mi
mente horas y horas atrás, en un instante se volvió certidumbre. Aquel «algo
que faltaba» era mi inconsciente convicción del ominoso parecido entre la
fugitiva del sanatorio y mi discípula de Limmeridge.
—¡Lo ve usted! —dijo la señorita Halcombe. Dejó caer la carta, que ya era
inútil, sus ojos brillaban al encontrarse con los míos—. Lo está viendo ahora
como lo vio mi madre hace once años.
—Lo veo... aunque no puedo decirle cuán a pesar mío. El solo hecho de
asociar la imagen de aquella mujer desamparada, abandonada, perdida aunque
no sea más que por el parecido casual, con la señorita Fairlie, me parece como
proyectar una sombra sobre el futuro de la radiante criatura que nos
contempla. Ayúdeme a disipar esta impresión tan pronto como pueda...
¡Llámela, sáquela de esa funesta luz de la luna!... ¡Por favor, dígale que venga!
—Señor Hartright, me sorprende usted. Sean lo que sean las mujeres, yo
creía que los hombres del siglo diecinueve estaban por encima de las
supersticiones.
—¡Llámela, por favor!
—¡Chis! Ella viene sin que la llamemos. No diga nada en su presencia.
Que sea un secreto entre usted y yo este parecido que hemos descubierto. Ven,
Laura; ven y despierta con el piano a la señora Vesey. El señor Hartright está
clamando por la música y ahora la quiere alegre y ligera, lo más alegre
posible.
VIII
Así terminó mi primera jornada en Limmeridge, después de un día lleno de
emociones.
La señorita Halcombe y yo guardamos nuestro secreto. Después de haber
descubierto aquel extraordinario parecido yo ya no esperaba que ninguna otra
luz aclarase el misterio de la mujer de blanco. En la primera oportunidad que
se le presentó, la señorita Halcombe llevó con cautela la conversación a los
viejos tiempos e hizo que su hermanastra hablase de su madre y de Anne
Catherick. Pero los recuerdos de la señorita Fairlie respecto a la pequeña eran
sumamente vagos e imprecisos. Evocaba el parecido entre ella y la alumna
favorita de su madre como algo supuestamente existente en el pasado, pero no
dijo nada del regalo de los trajes blancos ni de las palabras singulares con que
la niña había expresado torpemente su gratitud por ello. Recordaba que Anne
había permanecido tan sólo unos meses en Limmeridge, y que luego regresó a
su casa de Hampshire, pero no tenía idea de si la madre y la hija volvieron
alguna vez a Limmeridge o de si se supo algo de ellas. Las investigaciones de
la señorita Halcombe, leyendo las pocas cartas de su madre que quedaban sin
revisar, fueron inútiles para disipar la incertidumbre que nos consternaba
tanto. Habíamos identificado a la desventurada mujer que yo encontré aquella
noche como Anne Catherick, por tanto algo habíamos adelantado relacionando
la probable anormalidad y retraso en el cerebro de la pobre niña con su extraña
inclinación por vestirse toda de blanco y con su gratitud infantil, que conservó
durante todos aquellos años hacia la señora Fairlie, y ahí, por lo que sabíamos,
los resultados de nuestra investigación terminaban.
Transcurrieron los días, pasaron las semanas, y las huellas doradas del
otoño empezaron a notarse entre el follaje verde de los árboles. ¡Qué tiempos
tan apacibles y felices y qué rápidos volaron! Ahora mi historia resbala sobre
ellos como ellos resbalaron sobre mí entonces. De todos los tesoros de goces y
delicias que derramasteis sobre mi corazón con tanta liberalidad, ¿qué es lo
que me queda que tenga interés y valor bastante para apuntarlo en estas
páginas? Nada. Tan sólo la más triste de todas las confesiones que pueda hacer
un hombre. La confesión de su locura.
Hablar del secreto que descubre esta confesión no requiere esfuerzos,
porque de forma indirecta se me había escapado ya en mi anterior relato. Las
pobres y débiles palabras que no fueron capaces de describir a la señorita
Fairlie han conseguido traicionar las sensaciones que despertó ella en mí. A
todos nos sucede lo mismo: nuestras palabras parecen gigantes cuando pueden
perjudicarnos y resultan pigmeos cuando intentan prestarnos un buen servicio.
Yo la amaba.
¡Dios mío! ¡Cómo me doy cuenta de toda la tristeza y sarcasmo que se
encierran en estas tres palabras! Puedo lanzar un suspiro sobre mi lúgubre
confesión como la más emotiva mujer que lea estas líneas y que me
compadezca. Puedo reírme con la misma actitud con que el más duro de los
hombres la alejaría de sí con desprecio. ¡La amaba! Sentid conmigo o
despreciadme, lo confieso con la misma resolución inconmovible del que
posee una verdad.
¿No existía disculpa para mí? De seguro que se podría encontrar alguna,
teniendo en cuenta las condiciones en las que prestaba mis servicios en
Limmeridge.
Las horas de la mañana transcurrían mansamente en la quietud y
retraimiento de mi estudio. Tenía bastante trabajo con restaurar los dibujos de
mi patrono, labor que ocupaba gratamente a mis ojos y a mis manos mientras
que la imaginación quedaba libre para deleitarse con el lujo pernicioso de sus
pensamientos desenfrenados. Peligrosa soledad que se prolongaba lo
suficiente como para enervarme y no lo bastante para fortalecerme. Peligrosa
soledad a la que seguían tardes y noches, día tras día y semana tras semana,
que me permitían gozar a mí solo de la compañía de dos mujeres, una de las
cuales poseía gracia, inteligencia y una educación refinada, y la otra reunía
todo el encanto de la belleza, de la dulzura y sinceridad que pueden conquistar
y purificar el corazón de un hombre. No pasó un día de esta peligrosa
intimidad del profesor con sus discípulas en el que mis manos no estuvieran
muy cerca de las de la señorita Fairlie y mi mejilla no rozase casi con la suya
cuando juntos nos inclinábamos sobre su álbum de dibujos. Cuanto más
atentamente observaban ellas los movimientos de mis pinceles, más
profundamente respiraba yo el perfume de sus cabellos y la fragancia cálida de
su aliento. Una parte de mi obligación consistía en vivir bajo la luz de sus
ojos, y a veces cuando me inclinaba sobre su seno, tan cerca, temblaba ante la
idea de tocarla; otra, sentirla inclinarse sobre mí para ver lo que yo le señalaba,
cuando su voz se apagaba para decirme alguna cosa y los lazos de su pamela
acariciaban mi rostro llevados por el viento antes de que pudiese retirarlos.
Las veladas que seguían a estas excursiones pictóricas de la tarde variaban,
más bien que refrenaban, estas inocentes e inevitables familiaridades. Mi
entusiasmo natural por la música, que ella interpretaba con tanta sensibilidad y
con tal femenina ternura, y su lógico deseo de devolverme con su arte los
placeres que yo le proporcionaba con el mío, formaban otra cadena que nos
unía más y más. Los incidentes de la conversación, la simple costumbre que
supone una cosa tan sencilla como nuestros sitios en la mesa, las bromas de la
señorita Halcombe, que se burlaba siempre de su entusiasmo como alumna y
de mi afán por cumplir como maestro, la inofensiva aprobación somnolienta
de la pobre señora Vesey con la que nos unía a la señorita Fairlie y a mí en el
modelo de jóvenes que jamás la perturbábamos..., cada una de estas
nimiedades y otras muchas conseguían envolvernos a los dos en una atmósfera
familiar y nos conducían imperceptiblemente al mismo final sin escapatoria.
Debí haber recordado siempre mi posición y haberme mantenido
secretamente alerta. Así lo hice, pero cuando ya era demasiado tarde. Toda la
discreción, toda la experiencia que me habían asistido cuando se trató de otras
mujeres y que me sostuvieron contra diversas tentaciones, me abandonaron
frente a ésta. Desde hacía años esto había sido mi profesión: encontrarme en
tan estrecho contacto con muchachas jóvenes de distintas edades y más o
menos guapas. Yo había aceptado estas situaciones como parte de mi oficio,
consiguiendo dejar todos los sentimientos propios de mi edad en los suntuosos
vestíbulos de mis patronos con la misma frialdad con que dejaba mi paraguas
antes de subir a sus estancias. Aprendí y comprendí hacía mucho tiempo con
toda indiferencia y como un hecho consumado, que mi situación en la vida
podía considerarse suficiente garantía de que cualquier sentimiento que
pudiera despertar en mis alumnas no podía ser más que mero interés, y sabía
que se me admitía entre las más bellas y cautivadoras mujeres de la misma
manera con que se admite la presencia de un inofensivo animal doméstico.
Este provechoso conocimiento me había llegado muy pronto, y me había
guiado firme y rectamente por mi angosta senda miserable y estrecha,
impidiéndome apartarme nunca de ella, desviarme a la derecha o a la
izquierda. Y ahora mi cotizado talismán y mi propia persona estábamos
separados por primera vez. Sí, el dominio de mí mismo, que había adquirido
con tanto esfuerzo, lo había perdido por completo como si nunca lo hubiera
poseído; lo había perdido como lo pierden cada día otros hombres en otras
tantas situaciones críticas a las que las mujeres los abocan. Me doy cuenta
ahora de que debía haberme controlado desde el principio. Debía haberme
preguntado: ¿Por qué en cualquier cuarto de la casa me sentía mejor que si
estuviera en mi propio hogar cuando ella entraba, y me parecía tan árido como
vacío cuando lo abandonaba? ¿Por qué advertía y recordaba siempre las más
insignificantes variaciones en su atavío como nunca había advertido ni
recordado las de ninguna otra mujer? ¿Por qué la miraba, la escuchaba y la
tocaba (cuando nos dábamos la mano mañana y tarde) como jamás había
mirado, escuchado ni tocado a mujer alguna en mi vida? Debí haber escrutado
mi propio corazón para descubrir estos brotes nuevos y arrancarlos al nacer.
¿Por qué esta labor tan fácil y sencilla de cuidar de mí mismo me resultaba
demasiado trabajosa? La explicación ya está escrita con aquellas tres palabras
que me han bastado y sobrado para hacer mi confesión. Yo la amaba.
Pasaron días, transcurrieron semanas, hacía ya casi dos meses de mi
llegada a Cumberland. La monotonía deliciosa de la vida que llevábamos a
nuestro apacible retiro me arrastraba como una suave corriente arrastra al
nadador que descansa sobre sus olas. Todo recuerdo del pasado, todo
pensamiento del futuro, toda consciencia de lo falso y desesperado de mi
situación callaban dentro de mí, sumergidos en traicionera calma. Las sirenas
que cantaban en mi propio corazón habían cerrado mis ojos y mis oídos ante el
peligro y yo navegaba a la deriva acercándome a los nefastos escollos. La
advertencia que por fin me despertó, que me llenó de conciencia acuciante y
acusadora de mi propia debilidad, fue la más clara, sincera y grata puesto que
me llegaba silenciosamente de ella.
Fue una noche en que nos despedimos como siempre. Ni aquella vez ni
antes había pronunciado una sola palabra que pudiese traicionar mis
sentimientos o sorprenderla con la revelación de la verdad. Pero cuando nos
volvimos a ver a la mañana siguiente, el cambio que observé en ella me lo dijo
todo.
Yo rehuía entonces —y sigo rehuyendo ahora— penetrar en el santuario
inviolable de su corazón y dejarlo al descubierto ante los extraños como he
dejado el mío. Me limitaré a decir que el momento en que ella adivinó mi
secreto fue, y estoy firmemente convencido de ello, el mismo en que ella
adivinó el suyo, el momento que le hizo cambiar de la noche a la mañana su
actitud frente a mí. Si era demasiado noble para engañar a nadie, también lo
era para engañarse a sí misma. Cuando brotó en su corazón la duda que yo
había hecho callar en el mío, su sinceridad se impuso y dijo con su habitual
lenguaje franco y sencillo: «Lo siento por él y por mí».
Yo no supe entonces comprender esto ni otras cosas que declaraban sus
miradas. Pero comprendí muy bien el cambio de su trato, más amable, más
dispuesta a complacer mis deseos, y también más distante y triste, buscaba con
ansiedad cualquier ocupación en que concentrarse cuando nos quedábamos a
solas. Comprendí por qué entonces aquellos labios finos y sensibles sonreían
tan poco y como a la fuerza, y por qué aquellos transparentes ojos azules me
miraban a veces con la piedad de un ángel y otras con el pasmo inocente de los
niños. Pero la transformación de Laura llegaba aún a más. Había frialdad en su
mano, una rigidez innatural en su rostro, en todos sus movimientos traslucía
un temor permanente y un reproche insistente hacia sí misma. Aquellos no
eran los indicios ocultos que podían descubrir en ella o en mí que sentíamos
algo en común. El cambio que en ella se había producido conservaba algo de
aquella atracción secreta que existía entre nosotros, pero también había en él
otra fuerza secreta que empezaba a separarnos.
Lleno de dudas y perplejidades, de una vaga intuición de que con mis
propias fuerzas y sin ayuda de nadie debía descubrir algo que se me ocultaba,
presté más atención a lo que hacía y decía la señorita Halcombe esperando
encontrar una indicación. Dentro de la intimidad en que vivíamos era
imposible que se produjesen cambios graves en cualquiera de nosotros sin que
los demás los advirtiesen. El cambio de la señorita Fairlie se reflejaba en su
hermanastra. Aunque a la señorita Halcombe no se le escapó ni una palabra
que indicase que sus sentimientos hacia mí habían cambiado, sus ojos
penetrantes me observaban ahora sin cesar. A veces aquellas miradas suyas
parecían descubrir una cólera contenida; otras veces, un contenido temor; otras
no expresaba nada que yo pudiera comprender. Transcurrió otra semana, en la
que a los tres nos envolvió una violencia secreta. Mi situación agravada por el
reconocimiento, que se despertaba en mí demasiado tarde, de mi miserable
flaqueza y de mi irreflexión, se hacía insoportable.
Sentía que debía cortar de una vez y para siempre aquella opresión en que
vivía, pero estaba fuera de mi alcance el decidir la manera de actuar con
eficacia o de hablar con oportunidad.
La señorita Halcombe fue quien me libró de aquella situación desesperada
y humillante. Sus labios me dijeron la verdad amarga, inesperada y necesaria;
su bondad cordial me sostuvo en aquel choque horrible; su sensatez y su valor
se impusieron al peor suceso que pudo acontecerme a mí y al resto de los
moradores de Limmeridge.
IX
Aquel jueves se cumplían los tres meses de mi llegada a Cumberland.
Cuando bajé a desayunar a la hora de siempre y por primera vez desde que
la conocí, no estaba la señorita Halcombe en su sitio habitual.
La señorita Fairlie estaba en el jardín. Me saludó desde lejos, pero no se
acercó a mí. Ni ella ni yo habíamos dicho una palabra que pudiera haber
alterado nuestras relaciones, y, sin embargo, palpamos aquella especie de
violencia que nos hacía temblar y evitar encontrarnos a solas. Así, pues, ella
esperó fuera y yo dentro hasta que llegasen la señora Vesey o la señorita
Halcombe. ¡Con qué rapidez me hubiese acercado a ella quince días antes, con
qué alegría nos hubiéramos estrechado la mano y con qué naturalidad nos
hubiéramos entregado a nuestra charla habitual!
A los pocos minutos entró la señorita Halcombe. Parecía preocupada, y se
disculpó por el retraso con un aire distraído.
—Me ha detenido el señor Fairlie —dijo— quería discutir conmigo un
asunto doméstico.
La señorita Fairlie regresó del jardín y nos saludamos como siempre. Me
sobresaltó el helor de su mano, más intenso que nunca. No me miraba y estaba
muy pálida. Hasta la señora Vesey lo notó cuando entró en el comedor un
momento después.
—Creo que es el cambio del viento —dijo—. Ya llega el invierno, ay
querida mía, ¡ya llega el invierno!
¡Para su corazón y para el mío el invierno ya había llegado!
Nuestros desayunos, antes tan animados por las discusiones y planes sobre
lo que íbamos a hacer durante el día eran ahora rápidos y silenciosos. La
señorita Fairlie parecía agobiada por los largos silencios en la conversación y
miraba suplicante a su hermana esperando que dijese algo. Dos o tres veces
me pareció que la señorita Halcombe estuvo a punto de hablar, pero no se
decidió, una cosa insólita en ella, y, por fin dijo:
—Laura... he hablado con tu tío esta mañana y cree que el cuarto rojo es el
más apropiado; además, me confirma lo que yo te dije. Es el lunes, no el
martes.
Mientras hablaba, Laura mantenía la mirada fija en la mesa. Sus manos
jugueteaban nerviosamente con las migajas del pan desparramadas sobre el
mantel. La palidez de su rostro se extendió hasta sus labios, que empezaron a
temblar. No fui yo solo quien notó estas alteraciones. La señorita Halcombe
las vio también y en seguida se levantó de la mesa obligándonos a seguir su
ejemplo.
La señorita Fairlie y la señora Vesey salieron juntas del comedor. Los
dulces y tristes ojos azules se posaron en mí un instante como si quisiera
darme una última y eterna despedida. Sentí cómo mi corazón le respondía con
un dolor punzante, un dolor que me anunciaba que pronto iba a perderla y que
su pérdida sólo haría mi amor más profundo.
Miré hacia el jardín cuando la puerta se cerró tras ella. La señorita
Halcombe estaba de pie junto al ventanal que daba al parque, con su sombrero
en la mano, y su chal doblado en el brazo, observándome con atención.
—¿Puede usted dedicarme unos minutos —me preguntó— antes de
comenzar su trabajo?
—Por supuesto, señorita Halcombe. Siempre tengo tiempo disponible para
usted.
—Tengo que hablarle a solas, señor Hartright. Coja el sombrero y vayamos
al jardín. A estas horas no creo que nos estorbe nadie.
Al salir nos tropezamos con un ayudante del jardinero —un niño casi—
que venía hacia la casa con una carta en la mano. La señorita Halcombe le
detuvo.
—¿Es para mí esa carta? —le preguntó.
—No, señorita; aquí pone que es para la señorita Fairlie— contestó el
muchacho mostrando la carta.
La señorita Halcombe la cogió y miró el sobre.
—No conozco esta letra —se dijo a sí misma—. ¿Quién podría escribir a
Laura?... ¿Dónde te la dieron? —continuó dirigiéndose al jardinero.
—Verá, señorita —dijo el muchacho—. Me la ha dado ahora mismo una
mujer.
—¿Qué mujer?
—Una mujer vieja.
—¿Una vieja? ¿Tú la conoces?
—No podría decir que la haya visto antes.
—¿Por qué camino se fue?
—Por allí —dijo el aprendiz del jardinero volviéndose con resolución
hacia el sur y señalando toda la parte meridional de Inglaterra con un generoso
movimiento de la mano.
—Es curioso —dijo la señorita Halcombe—. Seguramente es de alguien
que pide dinero. Bueno —añadió, devolviendo la carta al muchacho—, llévala
a casa y entrégasela a uno de los criados. Y ahora, señor Hartright, si no tiene
inconveniente, vámonos por aquí.
Seguimos el mismo sendero por el que me condujo el primer día de mi
estancia en Limmeridge. Al llegar al pabellón en que me encontré por primera
vez con Laura Fairlie, se detuvo y rompió el silencio que había guardado
durante todo el camino.
—Lo que tengo que decirle se lo diré aquí.
Con estas palabras entró en la casita, cogió una de las sillas que había al
lado de la pequeña mesa redonda, y con un gesto me invitó a sentarme
también. Yo sospeché lo que iba a decirme desde que me habló en el comedor,
y en aquel instante tuve la certeza absoluta.
—Señor Hartright —empezó diciendo—, voy a hacerle una declaración
sincera. Quiero que sepa (se lo digo sin preámbulos, que detesto, y sin
cumplidos, que odio de todo corazón) que durante todo este tiempo en que
hemos vivido juntos he llegado a ver en usted un buen amigo. Desde el primer
día en que me explicó cómo se había portado con la desventurada mujer que
encontró en unas circunstancias tan extrañas, me sentí predispuesta en favor
suyo. Su comportamiento, aquella noche, tal vez no demostró demasiada
prudencia, pero sí el dominio de sí mismo, delicadeza y la compasión de un
hombre que es todo un caballero. El suceso me hizo esperar mucho de usted, y
la verdad es que no se han defraudado mis esperanzas.
Calló un momento, pero levantó la mano en señal de que no esperaba una
respuesta de mí hasta que terminase. Cuando entré en el pabellón, nada estaba
más lejos de mi pensamiento que la mujer de blanco. Pero ahora las palabras
de la propia señorita Halcombe me hicieron recordar mi aventura. Aquel
recuerdo no se separó ya de mí mientras duró nuestra entrevista, y su presencia
tuvo sus consecuencias.
—Como amiga —siguió diciendo— quiero decirle de una vez, a mi modo
claro, directo y rudo, que he descubierto su secreto sin que nadie me advirtiese
ni ayudase. Señor Hartright, usted ha cometido la ligereza de permitirse
desarrollar un afecto, y me temo que es un afecto serio y profundo, hacia mi
hermana Laura. No quiero someterle a la tortura de confesarlo ante mí, pues sé
que es demasiado honrado para negarlo. Ni siquiera le compadezco por haber
abierto su corazón a un sentimiento sin esperanza. Usted no ha intentado nada
a hurtadillas ni ha hablado con mi hermana en secreto. Sólo le culpo de falta
de carácter y olvido de sus propios intereses. Si hubiera actuado en cualquier
sentido con menos modestia y delicadeza me hubiera visto obligada a indicarle
que dejase esta casa, sin vacilar un momento y sin consultar a nadie. Pero así
como están las cosas, sólo acuso a la fatalidad que estropea sus años y su
porvenir... No le acuso a usted. Démonos la mano. Le estoy haciendo sufrir y
le voy a hacer sufrir aún más, pero no me es posible evitarlo, y antes que nada
quiero que estreche usted la mano de su amiga Marian Halcombe.
Aquella repentina cordialidad, aquella simpatía cálida, noble e intrépida
que se me ofrecía con compasión, pero de igual a igual, que se dirigía a mi
corazón, a mi honor y a mi valor con un ímpetu tan delicado y generoso, me
conmovió profundamente. Quise mirarla cuando ella cogió mi mano, pero mi
mirada se enturbiaba. Quise darle las gracias, pero la voz me falló.
—Escúcheme usted —continuó sin querer darse cuenta de mi desconcierto
— escúcheme y acabemos de una vez. Siento un verdadero, un auténtico alivio
por no tener que entrar en el tema que considero duro y cruel, el de las
diferencias sociales, cuando le diga lo que tengo que decirle ahora.
Circunstancias que le obligarán a usted a obrar con rapidez me evitan a mí el
dolor de herir la sensibilidad del hombre que ha vivido bajo nuestro mismo
techo y en intimidad amistosa con nosotras, haciendo cualquier mención
humillante de su condición y situación. Tiene usted que abandonar
Limmeridge, señor Hartright, antes de que el daño sea mayor. Decírselo es mi
obligación como también lo sería, por el mismo motivo grave y urgente,
decírselo si perteneciese a la más antigua y pudiente familia de Inglaterra.
Tiene usted que marcharse, no porque sea profesor de dibujo...
Se detuvo un momento, me miró de frente y alargando su mano sobre la
mesa, apretó fuertemente mi brazo.
—No porque sea usted un profesor de dibujo —repitió ella—, sino porque
Laura Fairlie está prometida en matrimonio.
Al escuchar estas últimas palabras creí que una bala me atravesaba el
corazón. No sentía ya en mi brazo el contacto de la mano que lo aferraba. No
me moví, no hablé. La penetrante brisa del otoño que removía las hojas a
nuestros pies de pronto me heló, como si mis locas ilusiones también fueran
hojas caídas que el viento impulsaba. ¡Ilusiones! Prometida o no, se hallaba
igualmente alejada de mí. ¿Hubieran olvidado esto otros hombres en mi lugar?
No, si la hubieran amado tanto como yo.
Pasó el tremendo choque y sólo quedó el entumecimiento desolado y
doloroso. Volví a sentir la mano de la señorita Halcombe que apretaba mi
brazo, levanté la cabeza y la miré. Sus grandes ojos negros estaban fijos en mí,
observando la palidez repentina de mi rostro, que yo sentía y ella veía.
—¡Destrúyalo! —me dijo. —Aquí mismo, donde la vio por primera vez,
¡destrúyalo! No se deje aplastar como una mujer. Rómpalo, aplástelo con el
pie, como un hombre.
La vehemencia contenida de sus palabras, la fuerza que su voluntad,
concentrada en la mirada que clavaba en mí y la constante presión de su mano
sobre mi brazo, comunicaba a la mía me devolvieron el valor. Ambos
esperamos unos minutos en silencio. Por fin me mostré digno de su generosa
confianza en mi hombría y al menos por fuera recobré el dominio sobre mí
mismo.
—¿Ha vuelto usted en sí?
—Lo bastante, señorita Halcombe, para rogarle a usted y a ella que me
perdonen. Lo bastante para dejarme guiar de su consejo demostrándole de esta
manera mi gratitud, ya que no puedo hacerlo de otra.
—Ya lo ha demostrado usted —contestó— con estas palabras. Señor
Hartright, entre nosotros han terminado los disimulos. No puedo ocultarle lo
que mi hermana inconscientemente me ha dejado descubrir. Tiene usted que
abandonarnos tanto por su bien como por el de ella. Su presencia en esta casa
y su obligada proximidad a nosotras, por inocente que fuera, bien sabe Dios,
en todos los demás sentidos, la han debilitado y la han perjudicado. Yo, que la
quiero más que a mi propia vida y que he aprendido a creer en su alma pura,
noble e inocente —como creo en mi religión— me doy perfecta cuenta de lo
que sufre en silencio por sus remordimientos desde que la primera sombra de
un sentimiento desleal a su compromiso ha penetrado en su corazón contra su
voluntad. No quiero decir, y además seria inútil intentar pretenderlo después
de lo sucedido, que su noviazgo se haya basado en sus inclinaciones
sentimentales. Es un compromiso de honor más que de amor, que su padre
dispuso hace dos años desde su lecho de muerte; ella ni se opuso ni se
entusiasmó; lo aceptó con satisfacción. Hasta que usted vino a esta casa se
hallaba en la misma situación que centenares de mujeres que se casan con
hombres sin experimentar ni una gran atracción ni una especial antipatía y que
aprenden a quererlos (¡si no aprenden a odiarlos!) después de la boda, en vez
de antes. Espero con mayor ansia de la que puedo expresar con palabras (y
usted debe ser lo bastante abnegado para desearlo como yo) que los nuevos
sentimientos y afectos que han perturbado su antigua serenidad y su alegría no
hayan echado raíces tan profundas que no puedan arrancarse. Su ausencia (si
no tuviera tanta confianza en su valor, honorabilidad y sensatez no tendría las
esperanzas que tengo), su ausencia ayudará a mis esfuerzos y el tiempo nos
ayudará a los tres. Ya es algo para mí el saber que la confianza que he
depositado en usted está bien segura. Ya es algo saber que no ha de ser usted
menos caballero, menos honesto y menos considerado con la discípula cuya
posición ha tenido usted la desgracia de olvidar, que con la abandonada
desconocida que no imploró en vano su protección.
¡Otra vez el recuerdo de la mujer de blanco! ¿Es que no iba a ser posible
hablar de la señorita Fairlie y de mí sin evocar la memoria de Anne Catherick,
interponiendo entre los dos su figura como una fatalidad ineludible?
—Dígame qué disculpas puedo dar al señor Fairlie para romper mi
compromiso —contesté—. Dígame cuándo he de marcharme una vez sea
aceptada mi disculpa. Le prometo una obediencia absoluta a sus consejos.
—Desde luego que el tiempo tiene gran importancia —contestó—.
Recordará usted que antes, en el comedor, me referí al próximo lunes y a la
necesidad de preparar el cuarto rojo. El huésped que esperamos ese día es...
No pude dejarla seguir. Sabiendo lo que ahora sabía y al recordar la mirada
y la actitud de la señorita Fairlie durante el desayuno, comprendí que el
huésped esperado en Limmeridge era su futuro esposo. Quise dominarme,
pero algo superior a mi voluntad se me impuso, e interrumpí a la señorita
Halcombe.
—Déjeme usted marchar hoy mismo —le dije con amargura—. Cuanto
antes, mejor.
—No, hoy no —dijo ella—. La única razón que puede dar usted al señor
Fairlie para romper su contrato es la de que una necesidad inesperada le obliga
a solicitar su autorización para irse inmediatamente a Londres. Tiene usted que
esperar hasta mañana para decírselo, después de que llegue el correo, pues de
ese modo relacionará el rápido cambio de sus planes con alguna carta de
Londres. Es triste y despreciable tener que rebajarse a estos engaños, aunque
sean tan inofensivos para todos, pero conozco al señor Fairlie y, si le da el
menor motivo para que sospeche que le está mintiendo, se negará a dejarle
libre. Hable con él el viernes por la mañana; ocúpese después (por su propio
interés y el de su patrón) en dejar su trabajo inacabado en el mayor orden
posible, y márchese de esta casa el sábado. Así habrá tiempo suficiente, señor
Hartright, para usted y para todos nosotros.
Antes de que pudiera asegurarle que obraría conforme a sus indicaciones,
nos sobresaltamos al oír unos pasos que se acercaban por el camino. ¡Alguien
venía de la casa para buscarnos! Sentí que la sangre se me subía a las mejillas
y luego refluía. ¿Sería la señorita Fairlie la persona que se acercaba deprisa
precisamente en aquel momento y en aquellas circunstancias?
Fue para mí un alivio —tan triste y tan desesperado era el cambio que se
había producido en mi situación respecto a ella—, un verdadero alivio, cuando
la persona que nos había alertado apareció en la puerta del pabellón y resultó
ser sólo la doncella de la señorita Fairlie.
—Señorita ¿puedo hablarle un momento? —dijo la muchacha con premura
y visiblemente preocupada.
La señorita Halcombe bajó los escalones de la casita y anduvo unos
momentos junto a la muchacha.
Al quedarme solo pensé, con tanta amargura y desolación que no puedo
describir, en mi próximo regreso a la soledad y el desorden de mi casa de
Londres. Recuerdos de mi pobre y vieja madre y de mi hermana que se habían
regocijado con tanta inocencia de la buena suerte que me esperaba en
Cumberland, recuerdos que durante largo tiempo yo había ahuyentado de mi
corazón y que ahora me hacían avergonzarme y arrepentirme, volvían a mí
trayendo consigo la cariñosa tristeza de viejos y abandonados amigos. ¿Qué
sentirían mi madre y mi hermana cuando volviese a ellas con mi compromiso
incumplido, con la confesión de mi desgraciado secreto, ellas que se habían
despedido de mí llenas de ilusiones aquella última y feliz noche en nuestra
casa de Hampstead?
¡Otra vez Anne Catherick! El recuerdo de la noche en que me despedí de
mi madre y mi hermana no podía volver a mí sin que evocara al mismo tiempo
el de mi paseo a la luz de la luna, camino de Londres. ¿Qué significaría todo
ello? ¿Habríamos de vernos una vez más aquella mujer y yo? Cuando menos,
era posible. ¿Sabía ella que yo vivía en Londres? Sí, pues yo mismo se lo dije,
no sé si antes o después de que me hiciera aquella extraña y recelosa pregunta
sobre si yo conocía a muchas personas con el título de barón. Si se lo dije
antes o después, repito, no tenía yo entonces la mente lo bastante clara como
para recordarlo.
Pasaron unos minutos antes de que la señorita Halcombe dejase a la
doncella y regresase. También ella tenía ahora el aire de premura y
preocupación.
—Señor Hartright —dijo—, ya lo hemos dejado todo arreglado. Nos
hemos entendido como buenos amigos; ahora podemos volver a casa. Si he de
decirle la verdad estoy muy preocupada con Laura. Ha enviado a buscarme
porque quiere verme en seguida, y dice la muchacha que su señorita parece
muy agitada por una carta que ha recibido esta mañana, sin duda la misma que
le envié cuando veníamos hacia aquí.
Apresuramos el paso bajo la fronda del sendero. Aunque la señorita
Halcombe me había manifestado todo lo que creía necesario, yo, por mi parte,
aún tenía cosas que decirle. Desde el momento en que me había enterado de
que el esperado visitante era el futuro esposo de la señorita Fairlie,
experimentaba una amarga curiosidad, un ansia malsana y abrasadora por
saber quién era. Era probable que no se me presentara otra ocasión de hacer
esta pregunta, y me arriesgué a preguntarlo mientras volvíamos a la casa.
—Ahora que ha sido usted tan amable, señorita Halcombe —dije— al
decirme que nos hemos entendido muy bien, y ahora que está segura de mi
gratitud por su comprensión y de mi obediencia a sus deseos, ¿puedo
preguntarle quién... (vacilé un instante, pues me había forzado a pensar en él
como su prometido) quién es el caballero que está prometido a la señorita
Fairlie?
Su mente estaba evidentemente ocupada con el recado que había recibido
de su hermana. Su respuesta fue rápida y distraída.
—Un gran hacendado de Hampshire.
¡Hampshire! ¡El lugar donde había nacido Anne Catherick! Una y otra vez
la mujer de blanco. En aquello había una fatalidad.
—¿Cómo se llama? —pregunté con toda la calma e indiferencia de que fui
capaz.
—Sir Percival Glyde.
Sir... ¡Sir Percival! La pregunta de Anne Catherick —aquella pregunta
recelosa sobre las personas con título de barón que yo podía conocer— que
había recordado poco antes de regresar la señorita Halcombe al pabellón,
ahora volvía a mi memoria al escuchar esta respuesta.
—Sir Percival Glyde —repitió, suponiendo que no había oído bien.
—¿Caballero o barón? — pregunté con un desasosiego que no podía
disimular más.
Calló un instante y me contestó, con notable frialdad.
—Barón, por supuesto.
X
No volvimos a decirnos una palabra mientras caminábamos juntos. La
señorita Halcombe se dirigió precipitadamente al cuarto de su hermana y yo
me refugié en mi estudio para ordenar todos los dibujos del señor Fairlie que
no había terminado de restaurar y que pasarían al cuidado de otras manos.
Todos los pensamientos que había intentado rechazar —pensamientos que
hacían mi situación aún más difícil de afrontar— se agolparon en mi mente
cuando estuve solo.
Estaba prometida en matrimonio, y su futuro esposo era Sir Percival
Glyde. Un hombre que llevaba título de barón, gran propietario de Hampshire.
En Inglaterra había cientos de baronías, y docenas de propietarios en
Hampshire. Juzgando con frialdad, no había, pues, ni razón ni sombra de ella
para relacionar a Sir Percival Glyde con las inquisitivas palabras que me
dirigió, recelosa, la dama de blanco. Y, sin embargo, yo lo relacionaba con
ellas. ¿Sería porque ahora se asociaba en mi imaginación con la señorita
Fairlie, y la señorita Fairlie a su vez con Anne Catherick, desde la noche en
que descubrí aquel siniestro parecido entre ellas? ¿Me habían enervado tanto
los acontecimientos de la mañana que me hallaba a merced de cualquier
absurda fantasía que las casualidades más sencillas y las coincidencias más
corrientes pudieran sugerirme? Imposible aclararlo. Sólo me daba cuenta de
que la conversación sostenida entre la señorita Halcombe y yo cuando
volvíamos a casa me había afectado de una forma muy rara. La premonición
de un peligro indetectable que guardaba oculto a todos nosotros el
impenetrable futuro, se apoderaba de mí. La duda sobre si yo estaba atado ya a
una cadena de acontecimientos que no podría romperse incluso al marcharme
de Cumberland —esta duda sobre si alguno de nosotros era capaz de prever el
final tal y como iba a producirse en realidad—, esta duda ofuscaba por
completo mi mente. Incluso el dolor punzante que me causaba el final
miserable de mi amor breve y arrogante parecía calmarse y desvanecerse ante
la sensación creciente de que algo oscuro e inminente, algo invisible y
amenazador se cernía esta vez sobre nuestras cabezas.
Había estado ocupado en los dibujos media hora escasa, cuando alguien
llamó a mi puerta. Respondí, la puerta se abrió, y ante mi sorpresa, en mi
habitación entró la señorita Halcombe.
Parecía nerviosa y angustiada. Cogió una silla antes de que pudiera
ofrecérsela y se sentó a mi lado.
—Señor Hartright —dijo— pensé que todas las conversaciones penosas
entre usted y yo habían terminado, al menos por hoy. Pero no ha sido así. Una
mano oculta está tramando una villanía para asustar a mi hermana y evitar su
matrimonio. ¿Se acuerda que por orden mía el jardinero llevó a casa una carta,
escrita con letra desconocida y que iba dirigida a la señorita Fairlie?
—Por supuesto.
—Pues era una carta anónima, una vil calumnia contra sir Percival Glyde
para rebajarle ante los ojos de mi hermana... La ha puesto en tal estado de
agitación y alarma que me ha costado enormes esfuerzos conseguir
tranquilizarla un poco para poder salir a verle a usted... Me doy cuenta de que
se trata de un asunto de familia en el cual no debería mezclarse, pues no tiene
por qué interesarse ni preocuparse por ello.
—Perdón señorita Halcombe. Todo lo que se refiera a la felicidad de la
señorita Fairlie o a la suya propia me interesa y me preocupa profundamente.
—No sabe cuánto me alegro de oírle. Es usted la única persona de la casa o
fuera de ella que puede aconsejarme. El señor Fairlie, dado su estado de salud
y su horror ante las dificultades y misterios de cualquier índole, queda
descartado. Respecto del pastor, es una persona buena y débil y no entiende de
nada que sobresalga de la rutina de sus obligaciones, y nuestros vecinos sólo
son agradables compañeros de diversión a quienes no se puede molestar
cuando se trata de dificultades y de peligro... Lo que deseo saber es esto:
¿debería yo dar inmediatamente los pasos necesarios para descubrir al autor de
la carta, o será mejor esperar hasta mañana y acudir al abogado consejero del
señor Fairlie? Es una cuestión —quizá de gran importancia— de ganar o
perder un día. Dígame lo que usted opina, señor Hartright. Si la necesidad no
me hubiese obligado ya una vez a confiar en usted tratándose de circunstancias
delicadas, quizá ni la soledad en que me hallo fuese bastante para disculparme.
Pero tal y como están las cosas, y después de todo lo que ha sucedido entre
nosotros, estoy segura de que no obro mal olvidando que sólo es usted un
amigo desde hace tres meses.
Me alargó la carta. Esta empezaba de forma abrupta, prescindiendo de toda
palabra de introducción:
«¿Cree usted en los sueños? Espero que por su bien crea en ellos. Vea lo
que dice la Biblia sobre los sueños y sobre su cumplimiento (Génesis. XI, 8;
XLI, 25; Daniel, IV, 18—25) y haga caso de mi advertencia, antes que sea
demasiado tarde.
«Anoche soñé con usted, señorita Fairlie. Soñé que me hallaba en el
presbiterio de una iglesia. A un lado tenía el altar y al otro estaba el sacerdote
con la sobrepelliz y un misal en la mano.
«Al poco rato un hombre y una mujer se adelantaban por la iglesia hasta
llegar a nosotros: venían a casarse. La mujer era usted. Parecía tan guapa e
inocente, con su precioso vestido de seda blanco y el largo velo de encaje, que
mi corazón se enterneció y mis ojos se llenaron de lágrimas.
«Eran lágrimas de compasión, señorita; lágrimas que el cielo bendice; y en
lugar de caer de mis ojos como caen las lágrimas de cada día que derramamos
todos nosotros, se convirtieron en dos rayos de luz que se fueron alargando
hasta acercarse más y más al hombre que estaba a su lado, hasta que tocaron
su pecho. Los rayos se convirtieron en dos arcos parecidos al arco iris que iban
de mis ojos a su corazón, y a través de ellos pude llegar hasta el fondo de su
alma.
«El hombre con quien usted iba a casarse era de aspecto muy atractivo. No
era ni alto ni bajo; quizá un poco menos que la estatura media. Parecía una
persona inteligente, valiente y llena de vida, de unos cuarenta y cinco años. De
rostro pálido, con grandes entradas sobre la frente y de cabello oscuro. Unas
patillas bien cuidadas le llegaban hasta el labio superior. Sus ojos también eran
castaños y muy brillantes; su nariz era tan recta, fina y hermosa que podría
pertenecer a una mujer, lo mismo que sus manos. De cuando en cuando una
tos seca le obligaba a llevarlas hasta su boca, y en el dorso de la mano derecha
se veía la cicatriz roja de una antigua herida. ¿He soñado con el hombre que
usted conoce? Usted lo sabe mejor, señorita Fairlie, y podrá decir si me he
equivocado o no. Pero siga leyendo, se lo ruego. Lea y sepa lo que descubrí en
el interior de este hombre.
«Miré a través de los arcos iris y vi el fondo de su corazón. Era negro
como la noche y en él estaba escrito con letras incandescentes, que son las
letras que emplea el ángel caído: «Sin piedad y sin remordimientos. Sembró
de miserias el sendero de los demás y desde ahora vivirá para sembrar de
miseria y dolor el de la mujer que está a su lado». Eso fue lo que leí. Entonces
los rayos de luz se elevaron hasta sobrepasar la altura de su hombro, y allí, tras
él, vi a un demonio que reía. Los rayos de luz se desplazaron otra vez, hacia
usted, y vi detrás a un ángel llorando. Después se colocaron entre usted y el
hombre y fueron ensanchando y ensanchando el espacio que los separaba
hasta hacer imposible la unión. El pastor intentaba en vano leer las oraciones
de ritual porque éstas se habían borrado por completo, y entonces cerró el libro
y lo colocó desesperado sobre el altar. En aquel momento desperté con los ojos
cuajados de lágrimas y el corazón oprimido de pena, porque yo creo en los
sueños.
«Crea usted también en ellos, señorita Fairlie, se lo suplico, por lo que más
quiera... José, Daniel y otros profetas creían en los sueños. Haga
averiguaciones sobre la vida pasada del hombre de la cicatriz en la mano,
antes de pronunciar palabras que la conviertan en su triste esposa. No le hago
esta advertencia pensando en mí, sino por su propia felicidad. Me preocupa
tanto su bienestar que mientras tenga un soplo de vida pensaré en usted. La
hija de su madre ocupa un lugar excepcional en mi corazón, porque su madre
fue mi primera, mi única y mejor amiga.»
XI
Seguimos nuestras pesquisas en Limmeridge, dirigiéndolas en todas
direcciones, preguntando a toda clase de gentes. Pero nada sacamos en limpio
de todo ello. Tres de los aldeanos aseguraron haber visto a la mujer, mas como
eran incapaces de describirla o de indicar con precisión hacia donde se
encaminaba cuando la vieron por última vez, aquellas tres excepciones de la
regla general de ignorancia total no nos fueron más útiles que el resto de sus
vecinos ineficaces y nada observadores.
Nuestras andanzas nos llevaron hasta el extremo del pueblo, donde se
hallaba la escuela que fundó la señora Fairlie. Cuando pasamos por delante de
la parte destinada a los muchachos, sugerí la idea de hacer una última
investigación con el maestro quien, teniendo en cuenta su cargo, debía de ser
la persona más instruida del pueblo.
—Temo que el maestro estuviese dando sus clases cuando la mujer pasó
por el pueblo a la ida y a la vuelta —dijo la señorita Halcombe—. No obstante
vamos a intentarlo.
Dimos la vuelta por el patio de recreo y pasamos por delante de las
ventanas de la escuela, dirigiéndonos a la puerta, que estaba en la parte
posterior del edificio. Yo me detuve ante una de aquellas para observar el
interior de la clase.
El maestro estaba sentado en su alto pupitre, de espaldas a mí y parecía
amonestar a sus alumnos que se agrupaban frente a él, todos menos uno.
Aquel era un muchachote fuerte y rubio, que estaba de pie encima de un
taburete en un rincón de la clase, un pequeño e indefenso Crusoe cumpliendo
su condena solitaria aislado en su propia isla desierta.
La puerta de la clase estaba entornada, y cuando nos detuvimos en el portal
pudimos oír con perfecta nitidez la voz del maestro.
—Y ahora, muchachos —explicaba—, escuchad bien lo que voy a deciros.
Si vuelvo a oír en esta escuela una sola palabra acerca de fantasmas será peor
para vosotros. Los fantasmas no existen y por lo tanto, todo el que crea en
ellos cree en algo que no puede ser, y un muchacho que pertenece a la escuela
de Limmeridge y crea en lo que no puede ser se aparta de toda disciplina y
sentido común y debe ser castigado, tal como corresponde. Ahí tenéis a Jacob
Postlethwaite, expuesto a la vergüenza, encima de un taburete. Está castigado,
no porque dijese que anoche vio un fantasma, sino porque es demasiado necio
y obstinado y no atiende a razones y porque se empeña en asegurar que ha
visto un fantasma incluso después de que yo le dijera que tal cosa no puede
ser. Si no hay otro remedio sacaré el fantasma de Jacob Postlethwaite a palos y
si la cosa se propaga a alguno de vosotros, iré un poco allá y sacudiré a palos
el fantasma de toda la escuela.
—Me parece que hemos escogido un momento poco oportuno para venir
—dijo la señorita Halcombe empujando la puerta cuando el maestro terminó
su discurso, y entramos en la clase.
Nuestra aparición produjo un fuerte alboroto entre los chicos. Debieron
creer que habíamos llegado con el expreso propósito de ver azotar al pobre
Jacob Postlethwaite.
—Id todos a casa —dijo el maestro—, que ya es hora de cenar, todos
menos Jacob. Jacob se quedará donde está; que el fantasma le sirva su cena, si
es tan amable.
La entereza de Jacob le abandonó cuando se vio privado tanto de la
compañía de sus amigos como de la perspectiva de recibir su cena. Sacó las
manos de los bolsillos, las miró fijamente, las elevó con resolución a la altura
de sus ojos y cuando sus puños la alcanzaron, los hundió en ellos, frotándolos
lentamente y acompañando sus movimientos de breves resoplidos
espasmódicos que se sucedían a intervalos regulares, como diminutos
cañonazos nasales.
—Hemos venido para hacerle una pregunta, señor Dempsten —dijo la
señorita Halcombe dirigiéndose al maestro—, y poco me figuraba que había
de encontrarle exorcizando fantasmas. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué ha
sucedido exactamente?
—Este condenado muchacho ha asustado a toda la escuela, señorita
Halcombe, asegurando que anoche vio un fantasma —respondió el maestro—.
Y sigue empeñado en su absurda fantasía a pesar de todo lo que he dicho.
—Increíble —dijo la señorita Halcombe—. Jamás hubiese pensado que
ninguno de estos chicos tuviese bastante imaginación como para ver
fantasmas. Es una nueva tarea que se añade a su dura labor de instruir a la
juventud de Limmeridge, y de todo corazón le deseo que pueda superarla con
éxito, señor Dempster. Entretanto, voy a explicarle la razón de que me
encuentre aquí y lo que quiero saber de usted.
Preguntó al maestro lo que tantas veces habíamos preguntado a casi todos
los habitantes del pueblo, y obtuvimos la misma descorazonadora respuesta. El
señor Dempster no había visto a la forastera a quien perseguíamos.
—No nos queda otra cosa que hacer que volvernos a casa, señor Hartright
—me dijo la señorita Halcombe—. Es evidente que nadie nos dará la
información que pretendemos.
Saludó al maestro, y ya se disponía a abandonar la escuela cuando el
doliente Jacob Postlethwaite, que seguía lanzando sus lastimeros resoplidos
desde el taburete de penitencia, atrajo su atención y deteniéndose delante del
pequeño prisionero y antes de abrir la puerta le dijo con simpatía:
—Pero tonto ¿por qué no pides perdón al señor Dempster, te callas y dejas
en paz a los fantasmas?
—Pero es que yo vi al fantasma —insistió Jacob Postlethwaite, mirándola
con espanto y prorrumpiendo en lágrimas.
—¡Que tonterías! No viste nada. Fantasma, ¡Vaya por Dios! Qué
fantasma...
—Perdone usted, señorita Halcombe —interrumpió el maestro algo
inquieto—; creo que haría usted mejor en no preguntarle nada al chico. Lo
disparatado de su cuento pertinaz supera todos los límites de la imaginación, y
va a conseguir usted que por ignorancia...
—Por ignorancia, ¿Qué? —inquirió la señorita Halcombe con dureza.
—Por ignorancia él ofenda su sensibilidad —contestó el maestro,
perdiendo su compostura.
—A fe mía, señor Dempster, usted halaga mi sensibilidad cuando piensa
que es tan delicada que una criatura como ésta puede ofenderla.
Se volvió con una expresión de cómico desafío hacia el pequeño Jacob y se
puso a interrogarle directamente:
—¡Venga! —le dijo—. Quiero saberlo todo ¿Cuándo viste al fantasma,
pillastre?
—Ayer al oscurecer —contestó Jacob.
—¿Le viste ayer al oscurecer, en el crepúsculo? Y, ¿cómo era?
—Todo vestido de blanco..., como van todos los fantasmas, —contestó el
mira—fantasmas con un aplomo inesperado para sus años.
—Y ¿dónde fue?
—Fuera del pueblo, en el cementerio..., donde suelen estar los fantasmas.
—¡Como todos los fantasmas y donde suelen estar los fantasmas! ¡Parece
que conoces sus costumbres, tontuelo, como si los estuvieras tratando desde tu
niñez! En todo caso, has aprendido bien el cuento. ¿A que ahora vas a decirme
que sabes quién era el fantasma?
—¡Claro que lo sé! — contestó Jacob, asintiendo con la cabeza entre
triunfante y severo.
El señor Dempster había tratado varias veces de decir algo mientras la
señorita Halcombe interrogaba a su alumno, y en aquel momento cortó
decididamente el diálogo para hacerse escuchar.
—Perdone, señorita Halcombe, —le dijo—, si me atrevo a afirmar que está
envalentonando al muchacho preguntándole estas cosas.
—Sólo quiero hacerle una pregunta más para quedar satisfecha, señor
Dempster. Bueno —continuó dirigiéndose al chico—, y ¿quién era el
fantasma?
—El espíritu de la señora Fairlie —respondió Jacob en un susurro.
El efecto que tuvo esta asombrosa respuesta sobre la señorita Halcombe
justificaba plenamente los afanes del maestro por evitarla. El rostro de la joven
enrojeció de indignación, se volvió rápidamente hacia el pequeño Jacob con
una mirada tan furiosa que amedrentó al muchacho y provocó un nuevo acceso
de sollozos; ella abrió la boca para hablarle, pero se dominó, y se dirigió al
maestro.
—Es inútil —le dijo— hacer responsable a un niño de las cosas que dice.
No dudo que alguien le ha metido eso en la cabeza. Si hay personas en el
pueblo, señor Dempster, que han olvidado el respeto y el agradecimiento que
aquí todos deben a la memoria de mi madre, quiero encontrarlas y a poco que
influya sobre el señor Fairlie se arrepentirán de lo que han hecho.
—Pues yo espero, mejor dicho, estoy seguro —contestó el maestro—, que
está usted en un error, señorita Halcombe. La cuestión empieza y termina con
la estúpida perversidad de esta criatura. Vio o creyó ver anoche, al pasar por el
cementerio a una mujer vestida de blanco; la figura real o fantástica
permanecía inmóvil ante la cruz de mármol que todo el mundo sabe en
Limmeridge que pertenece a la tumba de la señora Fairlie. Y estas dos
casualidades han sido suficientes para que el muchacho haya contestado lo que
a usted, como es natural, tanto le ha dolido.
Aunque la señorita Halcombe no parecía muy convencida, comprendió, sin
embargo, que la opinión del maestro era muy sensata y no se atrevió a
discutirla abiertamente. Se limitó a darle las gracias por sus atenciones y a
prometerle una visita cuando hubiese averiguado algo sobre el caso. Con estas
palabras se despidió y salió de la escuela.
Durante todo el transcurso de la extraña escena yo me mantuve aparte,
escuchando con atención y extrayendo mis propias conclusiones. En cuanto
volvimos a encontramos solos, la señorita Halcombe me preguntó si me había
formado un juicio respecto a lo que había oído.
—Y muy firme, por cierto —contesté—. Creo que el cuento del muchacho
tiene algún fundamento, y confieso que estoy deseando ver la sepultura de la
señora Fairlie y examinar el terreno.
—Ahora la verá usted.
Hizo una pausa al decir esto y estuvo un rato pensativa mientras
caminábamos.
—Lo sucedido en la escuela —dijo— me ha distraído tanto de nuestro
asunto de la carta que estoy un poco indecisa de volver a ello. ¿No será mejor
que desistamos de hacer más indagaciones y lo dejemos en manos del señor
Gilmore cuando llegue mañana?
—De ninguna manera, señorita Halcombe. Lo sucedido en la escuela es lo
que precisamente me anima más a seguir las investigaciones.
—Y ¿por qué le anima?
—Porque me afirma en una sospecha que tuve cuando me enseñó usted la
carta.
—Supongo que habrá tenido usted motivos para haberme ocultado esa
sospecha hasta ahora, señor Hartright.
—Me asustaba la idea de darle alas en mí mismo. Pensé que era algo
completamente absurdo y lo deseché, como algo que provenía de mi
imaginación perversa. Pero ya no me es posible dudarlo. No sólo las
respuestas del niño, sino también una frase del maestro cuando le quiso dar
una explicación para tranquilizarla, volvieron a evocarme la misma sospecha.
Quizá los acontecimientos demuestren que todo ha sido una quimera, señorita
Halcombe, mas en este momento tengo la seguridad de que el supuesto
fantasma del cementerio y la autora de la carta son una misma persona.
Se paró en seco, palideció y me miró en los ojos con ansiedad.
—¿Qué persona?
—Inconscientemente se lo indicó el maestro. Cuando habló de la persona
que estaba en el cementerio, la llamó «una mujer de blanco».
—¡No pensará usted en Anne Catherick!
—Sí. Pienso en Anne Catherick.
Asió con fuerza mi brazo y se apoyó en él con todo su peso.
—No sé por qué —habló muy bajo—, hay algo en esa sospecha suya que
me estremece. Siento que...
Se detuvo e intentó sonreír.
—Señor Hartright —continuó—, voy a enseñarle la tumba y en seguida
regreso a casa. No he debido dejar tanto tiempo sola a Laura. Debo regresar y
estar con ella.
Estábamos ya muy cerca del cementerio. La Iglesia era una mole austera
de piedra gris situada en un pequeño valle que la protegía de los vendavales
que azotaban los páramos de su alrededor. El cementerio se extendía desde un
lado de la iglesia hasta la falda de la montaña. Estaba rodeado por una tosca
tapia de piedra de escasa altura. Su superficie se abría ante el cielo en
completa desnudez, salvo un extremo en el que un grupo de árboles raquíticos
prestaban una ligera sombra a la hierba reseca y baja y entre los cuales
serpenteaba un arroyo. Detrás del arroyo y de los árboles y no lejos de uno de
los tres portillos que daban entrada al cementerio, se levantaba la cruz de
mármol blanco que distinguía el sepulcro de la señora Fairlie de sepulturas
más humildes que había a su lado.
—No necesito acompañarle más lejos —dijo la señorita Halcombe,
señalando la tumba—. Usted me dirá luego si ha encontrado algo que
confirma la sospecha que acaba de confesarme. Nos veremos en casa.
Me dejó solo. Bajé al cementerio y crucé el portillo que daba justamente
frente a la sepultura de la señora Fairlie.
Era el suelo tan duro y tan corto el césped que rodeaba la tumba, que era
imposible distinguir los rastros de pisadas humanas. Desanimado, me puse a
examinar la cruz y el bloque de mármol cuadrado sobre el que ésta se apoyaba
y en el que estaba tallada la inscripción con el nombre de la difunta.
La blancura de la cruz se veía algo empañada por las manchas naturales del
tiempo, al igual que más de la mitad de la lápida, por la parte donde se hallaba
la inscripción. En cambio, la otra parte llamó mi atención instantáneamente
por la extraordinaria blancura y limpieza de su superficie, donde no se
distinguía ni la menor sombra de manchas. Me acerqué más y me di cuenta de
que la habían limpiado hacía poco tiempo con movimientos que iban de arriba
a abajo. La línea que separaba la parte limpia de la sucia era tan recta que
parecía estar trazada con ayuda de algún medio artificial y resultaba
perfectamente visible en el espacio libre entre las letras. ¿Quién habría
comenzado a limpiar el mármol y lo habría dejado a medio hacer?
Miré a mi alrededor buscando respuesta a esta pregunta. Desde donde yo
estaba, no se divisaba la menor señal de que alguien habitase allí; los muertos
eran dueños absolutos de aquel terreno. Volví a la iglesia, di una vuelta hasta
llegar a la parte posterior del edificio, y cruzando otra vez uno de los portillos
de la tapia me encontré en el comienzo de un senderillo que conducía hasta
una cantera de piedra abandonada. A uno de sus lados se encontraba una casa
de dos habitaciones; junto a su puerta una mujer ya vieja estaba lavando la
ropa.
Me acerqué a ella e inicié una conversación sobre la iglesia y el
cementerio. La mujer parecía no desear otra cosa y sus primeras palabras me
informaron de que su marido era al mismo tiempo enterrador y sacristán.
Dediqué unas palabras de admiración al monumento de la señora Fairlie. La
vieja movió la cabeza con tristeza y me dijo que yo no lo había conocido en
sus mejores tiempos. Su marido era el encargado de cuidarlo pero había estado
varios meses enfermo y tan débil que apenas podía arrastrarse hasta la iglesia
los domingos para cumplir con sus obligaciones, y en consecuencia el
monumento estaba abandonado de sus cuidados. Pero ahora se encontraba un
poco mejor y esperaba que en siete o diez días estaría lo bastante restablecido
para volver a su trabajo y limpiar el monumento.
Esta información, extraída de una respuesta larga y voluble, pronunciada
en el más cerrado dialecto de Cumberland, me hizo saber todo cuanto yo
deseaba. Di unas monedas a la pobre mujer y volví en seguida a Limmeridge.
La limpieza parcial de la lápida obviamente había sido hecha por una mano
desconocida. Y relacionando este hecho con la sospecha que me sugirió la
historia escuchada en la escuela sobre el fantasma entrevisto en el crepúsculo,
me afirmé en mi decisión de vigilar en secreto la tumba de la señora Fairlie
aquella noche, volviendo al cementerio al acabar el día y esperando escondido
hasta que cayera la noche. La limpieza del mármol estaba a medio hacer, y la
persona que la empezó podía muy bien regresar para terminarla.
En cuanto llegué a casa informé a la señorita Halcombe de mi proyecto.
Mientras le explicaba mi intención, parecía sorprendida y preocupada, pero no
hizo objeción alguna contra ella. Dijo tan sólo:
—Dios quiera que todo termine bien.
Cuando se levantó para marcharse le pregunté con toda la serenidad de que
fui capaz por la salud de la señorita Fairlie. Estaba más animada y la señorita
Halcombe esperaba convencerla de que diese un paseo al caer la tarde.
Volví a mi estudio para terminar de poner en orden los dibujos. Además de
que era mi obligación hacerlo así, necesitaba ocupar mi mente en algo que
pudiese distraer mi atención de mí mismo y del triste porvenir que me
aguardaba. De cuando en cuando dejaba mi trabajo y me acercaba a la ventana
para mirar el cielo donde el sol declinaba lentamente hacia el horizonte. En
una de estas ocasiones distinguí una figura que paseaba por la amplia avenida
cubierta de grava, debajo de mi ventana. Era la señorita Fairlie.
No la había visto desde la mañana y apenas había hablado con ella. Un día
más en Limmeridge era todo lo que me quedaba, y después quizá no volviese
a verla jamás. Este solo pensamiento bastó para que no pudiera apartarme de
la ventana. Quise ser considerado con ella y coloqué la persiana de tal manera
que ella no pudiera verme si mirara hacia arriba; pero no tuve fuerzas para
resistir la tentación de seguirla con los ojos hasta donde alcanzaba mi vista.
Llevaba una capa marrón sobre un sencillo traje de seda negro. Cubría su
cabeza el mismo sombrero sencillo de paja de aquella mañana en que nos
vimos por primera vez. Ahora lo completaba un velo que me ocultaba su
rostro. A su lado correteaba un galgo italiano, compañero favorito de todos sus
paseos, graciosamente arropado en un abriguito escarlata para proteger su
delicado pellejo del aire fresco. Ella parecía no ver al perro. Caminaba
mirando hacia delante, con la cabeza inclinada hacia el suelo y los brazos
ocultos en la capa. Las hojas muertas que se habían arremolinado en el viento
delante de mí aquella mañana cuando supe que se iba a casar con otro, se
arremolinaban delante de ella, subían, bajaban y se esparcían a sus pies
mientras se alejaba bajo la pálida luz del sol poniente. El perro temblaba y se
estremecía restregándose contra su falda, impaciente por su atención y
caricias. Pero ella seguía sin hacerle caso. Andaba alejándose más y más de
mí, las hojas muertas se arremolinaban en el sendero a su paso y seguía
andando cuando mis ojos agotados no pudieron distinguirla más y volví a
quedar de nuevo a solas con mi apesadumbrado corazón.
Una hora después cuando terminé mi trabajo, ya faltaba poco para que se
pusiera el sol. Cogí el sombrero y el abrigo y salí de la casa sin tropezar con
nadie.
Nubes tormentosas avanzaban desde el Oeste, y del mar llegaba un viento
helado. Aunque la costa estaba lejos, el rumor de la marea llegaba por los
páramos y retumbaba pesadamente en mis oídos cuando entré en el
cementerio. En todo aquel contorno no respiraba un alma viviente. El lugar
parecía más solitario que nunca cuando elegí mi escondite, y me puse a
esperar y a observar, los ojos fijos en la cruz blanca que se levantaba sobre la
tumba de la señora Fairlie.
XII
El cementerio se hallaba en un lugar tan al descubierto que hube de ser
cauto en la elección de mi escondite.
La entrada principal de la iglesia daba junto al cementerio y estaba
protegida por un pórtico exterior. Después de algunas vacilaciones causadas
por la natural repugnancia a ocultarme para espiar, por muy necesario que
fuese aquel espionaje para el objeto que se perseguía, resolví esconderme en el
pórtico. A cada uno de sus lados había una abertura hecha en la pared. Por una
de ellas podía ver la tumba de la señora Fairlie. La otra daba a la cantera de
piedra donde se encontraba la casucha del sacristán. Ante mí, frente a la
entrada, veía una parcela del cementerio sin tumbas, la silueta de la tapia de la
piedra y una faja de la montaña oscura y solitaria, coronada por las nubes de la
puesta del sol que avanzaban con pesadez cediendo ante el viento fuerte y
recio. No se veía ni oía rastro de ser viviente, ni un pájaro revoloteó a mi lado
ni perro alguno ladró en la casa del sacristán. Cuando cesaba el lejano rumor
de la marea se oía el susurro somnoliento de los árboles raquíticos que daban
guardia a la tumba y el desmayado murmullo del arroyo sobre su lecho
pedregoso. Lúgubre escena y hora lúgubre. Yo me sentía deprimido mientras
contaba los minutos que iban transcurriendo en mi escondite del pórtico de la
iglesia.
No había oscurecido todavía —la luz del sol poniente resplandecía aún en
el cielo, mientras yo llevaba poco más de media hora en mi acecho solitario—
cuando oí el ruido de pasos y la voz. Los pasos se aproximaban desde la otra
parte de la iglesia, y la voz era la de una mujer.
—No te preocupes por la carta, querida mía —decía la voz—; se la
entregué al muchacho sin ninguna dificultad y no me dijo ni una palabra.
Siguió su camino y yo me fui por el mío. Puedo garantizarte que no hubo alma
viviente que me viese, te lo aseguro.
Estas palabras aumentaron de tal modo mi ansiedad que casi sentí dolor
físico. Hubo una pausa, pero los pasos seguían avanzando. Un instante
después dos personas —dos mujeres— estaban frente a mi mirilla dirigiéndose
directamente hacia la tumba, de espaldas a mí.
Una de las mujeres se cubría con una cofia y un chal, y la otra llevaba un
amplio capote de viaje, azul oscuro, cuya capucha le tapaba la cabeza. Por
debajo del capote se veían unos centímetros del vestido. Mi corazón latió
velozmente cuando pude ver su color: era blanco.
Cuando se hallaban a medio camino entre la iglesia y el sepulcro, se
detuvieron, y la mujer del capote se volvió hacia su acompañante. Pero la
parte de su cara que la cofia me hubiese permitido distinguir, quedaba en la
oscuridad por la sombra que proyectaba el borde de la capucha.
—No te quites el abrigo, que te viene muy bien —decía la misma voz que
yo había escuchado, la voz de la mujer del chal—. La señora Todd tiene razón
cuando dice que ayer resultabas demasiado extravagante, toda vestida de
blanco. Voy a dar una vuelta mientras estás aquí; los cementerios no me atraen
nada, a pesar de lo que a ti te gustan. Acaba lo que quieras antes de que
vuelva, y a ver si no nos exponemos a nada desagradable y volvemos a casa
antes de que oscurezca.
Con estas palabras dio media vuelta y empezó a andar de cara hacia mí.
Pude ver el rostro de una mujer mayor, morena, tosca y vigorosa, sin la menor
sombra de mal aspecto ni nada sospechoso en su figura. Al llegar junto a la
iglesia se detuvo para ceñirse el chal a su gusto.
—¡Siempre tan extraña! Dios mío qué rarezas ha tenido toda la vida desde
que la conozco. Y, sin embargo, la pobrecita es tan inofensiva como un niño
—murmuraba la mujer.
Suspiró, miró a su alrededor con recelo, movió la cabeza como si el tétrico
paisaje no acabara de gustarle y desapareció detrás de la esquina de la iglesia.
Dudé un momento si debía seguirla y encararme con ella o no. Mi ansiedad
febril por verme cara a cara con su compañera me hizo optar por esto último.
Podría ver a la mujer del chal, si quisiera, esperando al lado del cementerio
hasta que volviese, aunque era más que dudoso que ella pudiera suministrarme
la información que yo buscaba. La persona que había entregado la carta tenía
poca importancia. La que la había escrito era el único centro de interés y la
única fuente de información, y tenía ya la seguridad de que esa persona se
encontraba en el cementerio, a pocos pasos de mí.
Mientras que estas ideas se aglomeraban en mi imaginación, vi a la mujer
del capote acercarse a la tumba y quedarse unos instantes contemplándola.
Enseguida miró a su alrededor, y sacando un trapo blanco o un pañuelo de
debajo del capote, se dirigió al arroyo. Sus exiguas aguas entraban en el
cementerio por un orificio en forma de arco hecho bajo la tapia y reaparecía,
tras recorrer sinuosamente unos metros, por otra abertura similar. La mujer
mojó el trapo en el agua y volvió a la tumba. La vi besar la blanca cruz, luego
se arrodilló frente a la lápida y comenzó a limpiarla con el trapo mojado.
Después de meditar sobre la manera de presentarme ante ella asustándola
lo menos posible, decidí cruzar la tapia que tenía enfrente y dar la vuelta
alrededor hasta entrar por el portillo que daba al lado de la tumba, con objeto
de que pudiese verme cuando me acercase. Se hallaba tan absorta en su trabajo
que no me oyó llegar hasta que aparecí en el portillo. Entonces levantó la
cabeza, se puso en pie lanzando un débil grito y se quedó mirándome con
terror, sin poder hablar ni moverse.
—No se asuste —le dije—. Seguramente me recuerda.
Me detuve mientras hablaba; luego avancé unos pasos con suavidad, volví
a detenerme y así, avanzando poco a poco, llegué por fin hasta ella. Si hubiera
tenido un resto de duda, se hubiera desvanecido en aquel momento. Allí,
elocuente en su espanto, me miraba por encima de la tumba de la señora
Fairlie el rostro que se me había aparecido una noche en medio del camino
real.
—¿Me recuerda? —le dije—. Nos encontramos a altas horas de la noche y
yo la ayudé a buscar el camino de Londres. ¿No lo ha olvidado?
Sus rasgos se suavizaron y lanzó un suspiro de alivio. Vi que la expresión
de su cara perdía la rigidez de muerte que imprimió en ella el terror y
resucitaba lentamente al reconocerme.
—No trate de hablarme aún —continué—. Tranquilícese sin prisas y
asegúrese de que soy su amigo.
—Es usted muy bueno conmigo —murmuró—. Es tan bueno ahora como
lo fue entonces.
Se calló, y yo también guardé silencio. No sólo quería ganar tiempo para
que ella se repusiera, sino que lo necesitaba también para mí. Bajo la lívida
claridad del crepúsculo, una vez más volvíamos a encontrarnos aquella mujer
y yo separados por una tumba, rodeados por la muerte y encerrados entre las
montañas solitarias. El lugar, la hora y las circunstancias bajo las cuales
volvíamos a vernos cara a cara, en medio de la paz nocturna del lúgubre valle;
el vital interés que podían alcanzar las primeras palabras que
intercambiáramos entre nosotros; la sensación de que, aunque no podría
evitarlo, todo el porvenir de Laura Fairlie podía decidirse para bien o para mal
según que yo ganase o perdiese la confianza de aquella desventurada criatura
que temblaba apoyada sobre la tumba de la madre de aquella..., todo ello me
quitaba la fortaleza y el dominio de mí mismo, de los cuales dependía ahora
hasta el último detalle de todo cuanto yo pretendía conseguir. Traté, por
mucho que me costase, de hacer acopio de todas mis facultades y de dominar
mi emoción, con el fin de sacar el máximo partido de los pocos minutos de
que disponía para reflexionar.
—¿Está más tranquila ahora? —le dije en cuanto lo creí oportuno—.
¿Puede hablar conmigo sin temor y sin olvidar que soy su amigo?
—¿Cómo ha venido aquí? —preguntó ella sin darse cuenta, al parecer, de
lo que yo le había dicho.
—¿No recuerda que le dije, cuando nos encontramos, que me iba a
Cumberland? Desde entonces he estado en Cumberland y he vivido todo el
tiempo en Limmeridge.
—¡En Limmeridge!
Su rostro pálido pareció iluminarse al repetir estas palabras, y su vaga
mirada se clavó en la mía con repentino interés.
—¡Ah, qué feliz ha debido de ser usted! —añadió con ansiedad; y toda
sombra de recelo abandonó su expresión.
Aproveché aquella confianza que parecía inspirarle de nuevo para observar
con atención y curiosidad su rostro, que hasta entonces había tratado de
ocultar por precaución. La contemplé, con la imaginación llena de aquel otro
rostro amado que fatalmente me hizo recordar a la pobre desgraciada la noche
memorable en la terraza bañada por la luz de la luna. Vi entonces la imagen de
Anne Catherick en la señorita Fairlie. Ahora veía la imagen de la señorita
Fairlie en Anne Catherick y la veía con más y más claridad porque la
diferencia entre ambas me parecía sólo reforzar su parecido. En el trazo
general de las facciones y en las proporciones entre ellas, en el color del
cabello, en cierta indecisión nerviosa de los labios, en la estatura, en la silueta
de su cuerpo y en la inclinación de la cabeza, en el porte, el parecido me
sorprendía más que nunca. Pero aquí la similitud terminaba y comenzaba la
diferencia de pequeños detalles. La belleza delicada de la tez de Laura, la
claridad transparente de sus ojos, la pureza de su cutis, el tierno florecer del
color en sus labios, no existían en el rostro extenuado y sufrido que se volvía
hacia mí. Aunque me detestaba a mí mismo por pensar semejante cosa, al ver
a la mujer que estaba delante de mí no pude combatir la idea de que tan sólo
un triste cambio en el futuro era lo que faltaba para que se completase aquel
parecido que ahora se me ofrecía como imperfecto en sus detalles. Si algún día
las penas y las desdichas profanasen con su huella la juventud y belleza de la
señorita Fairlie, entonces y sólo entonces ella y Anne Catherick serían
hermanas gemelas, estampas vivientes la una de la otra.
Sentí escalofríos ante esta idea. Había algo morboso en la ciega e
irrazonable desconfianza sobre el futuro que mi cerebro parecía imprimir a
cualquier pensamiento que pasara por mi mente. Saludé la sensación que
interrumpía estos pensamientos al posarse la mano de Anne Catherick en mi
hombro. Su gesto fue tan sigiloso e inesperado como aquel otro que me dejó
petrificado de pies a cabeza la noche en que nos encontramos por primera vez.
—Me está usted mirando y está pensando en algo —dijo ella con su
insólita dicción apresurada y sofocada—. ¿En qué?
—En nada especial —contesté—. Me pregunto cómo llegaría usted hasta
aquí.
—He venido con una amiga que es muy buena conmigo. No he estado más
que dos días.
—¿Ayer vino aquí usted también?
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo figuraba.
Me dio la espalda y se arrodilló ante la sepultura, mirando una vez más el
epitafio.
—¿Dónde he de ir que no sea aquí? —dijo—. La mujer que fue para mí
más que una madre, es la única amiga a quien puedo visitar en Limmeridge.
¡Dios mío, qué pena me da ver estas manchas en su lápida! Debían mantenerla
siempre blanca como la nieve por ser de ella. Ayer tuve la tentación de
empezar a limpiarla, y hoy no he podido resistir al deseo de volver para
terminarla. ¿Es que hay algo malo en ello? No lo creo. ¡No puede ser malo
nada de lo que haga por el bien de la señora Fairlie!
Era indudable que el antiguo sentimiento de gratitud hacia la memoria de
su bienhechora persistía como la idea dominante en la mente de la pobre
criatura que no había recibido otra impresión más perdurable desde aquella
primera de los días felices de su niñez. Comprendí que la mejor manera de
ganar su confianza era la de animarla a que continuase el inofensivo trabajo
por el que había llegado al cementerio. Trabajo que continuó en cuanto se lo
indiqué, tocando el duro mármol con la misma ternura con que hubiese tocado
algo dotado de sentimientos y susurrando las palabras del epitafio una y otra
vez, como si aquellos días lejanos hubieran vuelto y se hallara aprendiendo
pacientemente sus lecciones sobre las rodillas de la señora Fairlie.
—¿Le extrañaría mucho —comencé a decir, preparando el terreno con toda
la cautela que pude para preguntarle lo que me interesaba— si le confesara
que me he alegrado tanto como me he sorprendido, de verla a usted aquí? Me
quedé muy intranquilo después de dejarla en el coche.
Levantó bruscamente la cabeza y me miró con recelo.
—¿Intranquilo? —repitió—. ¿Por qué?
—Porque sucedió algo extraño cuando nos separamos aquella noche. Me
crucé con dos señores que iban en un cabriolé. No me vieron, pero se
detuvieron cerca y hablaron con un policía que estaba al otro lado de la calle.
Suspendió instantáneamente su ocupación y dejó caer la mano que sostenía
el trapo mojado con que limpiaba la lápida. Con la otra mano se aferró a la
cruz de mármol de la cabecera de la tumba. Volvió con lentitud hacia mí su
rostro, endurecido de nuevo por la mirada de terror. Me aventuré a proseguir,
pues ya era tarde para retroceder.
—Los dos hombres de dirigieron al policía —continué— para preguntarle
si la había visto a usted. Contestó que no, y uno de los hombres dijo entonces
que usted se había escapado de su sanatorio.
Se incorporó de un salto como si mis palabras hubieran puesto a sus
perseguidores sobre su pista.
—¡Espere! déjeme terminar —grité—. ¡Espere! vea que me considero su
amigo. Una palabra mía hubiera bastado para que aquellos hombres la
encontrasen, pero no pronuncié esa palabra. La ayudé a escapar, aseguré y
protegí su fuga. Piénselo, debe pensar. Debe comprender lo que le estoy
diciendo.
Mi tono pareció convencerla más que mis palabras. Hizo esfuerzos para
captar aquella nueva idea. Sus manos cambiaron nerviosamente el trapo
blanco de una a otra, exactamente igual que aquella noche, cuando la vi por
primera vez, cambiaban entre sí el pequeño bolso. Poco a poco, el significado
de mis palabras fue abriéndose paso en medio de la confusión y agitación de
su cerebro. Lentamente su expresión se suavizó y sus ojos me miraban ya más
con curiosidad que con miedo.
—Usted no cree que tenga que volver al sanatorio, ¿verdad? —dijo.
—Claro que no. Me alegro de que usted se escapara y me alegro de haberla
ayudado a ello.
—Sí sí, es cierto, me ayudó; me ayudó en lo peor —continuó diciendo,
algo distraída—. Salir fue muy fácil. Si no, no lo hubiera conseguido. No
sospecharon nunca de mí como de los demás. ¡Yo era tan tranquila y obediente
y me asustaba con tanta facilidad. Lo peor fue encontrar el camino de Londres,
y en eso me auxilió usted. ¿Le di las gracias entonces? Pues se las doy ahora
de todo corazón.
—¿Estaba el sanatorio muy alejado de donde me encontró? Vamos a ver si
demuestra que me considera su amigo y me dice dónde estaba.
Lo nombró y comprendí por su situación que se trataba de un sanatorio
particular no muy lejos del sitio donde nos encontrábamos: luego, con
evidente recelo por el uso que yo pudiera hacer de su confianza, me repitió
ansiosamente la misma pregunta de antes: —¿Usted no cree que tenga que
volver allí, verdad?
—Una vez más le repito que me alegro de que se escapara y de que se
pusiera a salvo cuando yo la dejé —le contesté—. Me dijo usted que tenía una
amiga en Londres. ¿La encontró?
—Sí. Era muy tarde cuando llegué, pero había una muchacha en la casa
que estaba todavía levantada cosiendo y me ayudó a despertar a la señora
Clements. La señora Clements es mi amiga. Una mujer muy cariñosa, pero no
como la señora Fairlie. ¡Eso, no; nadie pude ser como la señora Fairlie!
—¿La señora Clements es una antigua amiga suya? ¿La conoce usted
desde hace mucho?
—Sí. Cuando vivíamos en Hampshire era vecina nuestra y me quería
mucho y me cuidaba, cuando yo era muy pequeña. Hace años, cuando se
separó de nosotros, escribió en mi devocionario las señas de su casa de
Londres y me dijo: «Si algún día necesitas algo, Anne, ven a mi casa. No
tengo ya marido que pueda mandarme, ni tengo niños para cuidar de ellos y
haré lo que pueda por ti.» ¿Verdad que son palabras cariñosas? Me parece que
las recuerdo porque eran cariñosas. Además, es tan poco lo que recuerdo, ¡tan
poco, tan poco!
—¿No tiene padre o madre que se ocupen de usted?
—¿Padre? Nunca le conocí. Jamás oí a mi madre hablar de él. ¿Padre?
¡Pobre! Me figuro que ha muerto:
—¿Y su madre?
—No me llevo bien con ella. ¡Nos molestamos y nos tememos
mutuamente!
¡Nos molestamos y nos tememos mutuamente! Al oír estas palabras cruzó
por mi mente la primera sospecha de que fuera su misma madre la persona que
la había encerrado.
—No me pregunte por mi madre —continuó—. Prefiero hablar de la
señora Clements. La señora Clements piensa como usted que no debo volver
al sanatorio. Y se alegra tanto como usted de que me haya escapado de allí. Ha
llorado por mi infortunio y dice que tengo que ocultarme y guardar el secreto a
todos.
¿Su «infortunio»? ¿En qué sentido empleaba esa palabra? ¿En el que
podría explicar sus motivos para escribir la carta anónima? ¿En el sentido que
puede parecer tan corriente y tan usual y que conduce a tantas mujeres a
imponer anónimamente obstáculos ante el matrimonio del hombre que las
deshonró? Y antes de hablar de otro asunto resolví aclarar aquella duda.
—¿Qué infortunio? —pregunté.
—El infortunio de verme encerrada —contestó, algo sorprendida por mi
pregunta—. ¿De qué otro infortunio podía tratarse?
Me decidí a insistir en el tema con toda la delicadeza y cuidado de que
fuese capaz. Era de gran importancia estar absolutamente seguro sobre cada
paso que daba, ahora que mi investigación empezaba a avanzar.
—Existe otro infortunio —repetí— al que cualquier mujer se halla
expuesta y por el que se condena a sufrir toda la vida de vergüenza y de dolor.
—¿Cuál es? —preguntó con desazón.
—El infortunio de creer con demasiada ingenuidad en su propia virtud y en
el honor y la fidelidad del hombre a quien ama —respondí.
Me miró con la turbación indisimulada de un niño. Ni la menor sombra de
confusión ni de rubor, ni la más ligera señal que dejase traslucir una
conciencia atormentada por un secreto vergonzoso se reflejó en su rostro, en
aquel rostro en el que se reflejaba con tanta claridad cualquier otra emoción.
Ninguna palabra me hubiera convencido tanto como su mirada, y la expresión
de su rostro me convencía de que el motivo que yo le atribuí para escribir
aquella carta y enviarla a la señorita Fairlie, estaba obvia y enteramente
equivocado. Sea como fuere, aquella duda estaba ya resuelta, pero al disiparla
se abría ante mí un nuevo horizonte de incertidumbres. La carta, me lo habían
confirmado positivamente, señalaba a Sir Percival Glyde, aunque no lo
nombrase. Debía tener algún motivo de importancia, originado por alguna
injuria grave, para denunciarlo secretamente a la señorita Fairlie en los
términos en que lo había hecho; y el motivo era indudable que no tenía nada
que ver con cuestiones de inocencia perdida. ¿Cuál era su naturaleza?
—No le entiendo— me dijo después de tratar en vano de comprender el
sentido de mis últimas palabras.
—No se preocupe por eso —contesté—. Volvamos a nuestra conversación
de antes. Dígame cuánto tiempo estuvo en Londres con la señora Clements y
cómo vino aquí.
—¿Cuánto tiempo? —repitió—. Estuve con la señora Clements hasta que
vinimos las dos a este pueblo hace dos días.
—Entonces, ¿vive en el pueblo? —dije—. Es raro que no haya sabido nada
de usted aunque sólo lleve aquí dos días.
—No, no, no en el pueblo. Estamos en una granja, a tres millas de
distancia.
¿No la conoce usted? La llaman Todd's Corner.
Me acordaba perfectamente de aquel sitio; varias veces habíamos pasado
por delante en nuestros paseos en coche. Era una de las más antiguas granjas
de aquellos contornos, situada en un lugar solitario y aislado, encerrado entre
dos montañas.
—En Todd's Corner viven parientes de la señora Clements —continuó—, y
muchas veces la han invitado a que venga. Dijo que iría y me llevaría a mí
porque necesitaba el aire fresco y la calma. ¿Verdad que es muy amable de su
parte? Hubiera ido a cualquier sitio con tal de estar tranquila y a salvo y fuera
del alcance de los otros. Pero cuando supe que Todd's Corner estaba cerca de
Limmeridge me puse tan contenta que hubiera andado todo el camino descalza
para llegar a él y volver a ver la escuela y el pueblo y la casa de Limmeridge.
Hay muy buena gente en Todd's Corner. Espero estar aquí mucho tiempo. Sólo
hay una cosa que no me gusta en ellos y tampoco en la señora Clements...
—¿Qué es ello?
—Que me reprenden porque voy siempre vestida de blanco. Dicen que es
muy extravagante. ¿Qué saben ellos? La señora Fairlie lo sabía mejor.
Seguramente nunca me hubiera obligado a llevar este feo capote azul. ¡Dios
mío!, cuando vivía le encantaba el blanco, y estas piedras de su sepultura son
blancas, y por su gusto las estoy haciendo más blancas. Ella misma a menudo
vestía de blanco y a su hija la vestía siempre de blanco. ¿Está bien la señorita
Fairlie y es feliz? ¿Se viste de blanco ahora como cuando era niña?
La voz le tembló al nombrar a la señorita Fairlie, su mirada se apartaba
cada vez más de mí. Creí percibir en su expresión alterada la consciencia
angustiosa del riesgo que había corrido al enviar la carta, anónima, e
inmediatamente decidí formular mi respuesta de tal manera que la obligase a
reconocerlo.
—La señorita Fairlie no está muy bien ni muy contenta desde esta mañana.
Murmuró algo, pero sus palabras salían atropelladas y hablaba tan bajo que
no pude suponer siquiera qué decía.
—¿No me pregunta por qué no estaba bien ni contenta esta mañana, la
señorita Fairlie? —pregunté.
—No —contestó en seguida con desasosiego—. ¡Oh, no! No he
preguntado eso.
—Se lo voy a decir yo sin que me lo pregunte —continué—. La señorita
Fairlie ha recibido su carta.
Hacía un rato que se había arrodillado quitando cuidadosamente las
últimas manchas de la lápida mientras seguíamos conversando. La primera
frase de lo que acababa de decirle le hizo olvidar su trabajo y volver la cabeza
lentamente, sin levantarse del suelo, hasta que nuestras miradas se cruzaron.
La segunda frase la dejó literalmente petrificada. El trapo se deslizó de sus
manos, se entreabrieron sus labios y en un instante desapareció de sus mejillas
el escaso color que tenían.
—¿Cómo lo sabe? —dijo débilmente—. ¿Quién se la enseñó?
La sangre de pronto coloreó sus mejillas, encendiéndolas violentamente,
apenas atravesó su mente la idea de que sus propias palabras la habían
delatado. Se retorció las manos con desesperación.
—¡Yo no la escribí! —murmuró asustada—. ¡No sé nada de eso!
—Sí —le dije—, usted la escribió y sabe de qué se trata. No hizo bien en
enviar esa carta, no hizo bien en asustar a la señorita Fairlie. Si usted tenía que
decirle algo que le conviniese conocer, debió haber ido usted misma a
Limmeridge; debió hablar con ella con sus propios labios.
Se derrumbó sobre la lisa lápida del sepulcro y escondió la cabeza sin
contestar una palabra.
—La señorita Fairlie será con usted tan buena y cariñosa como lo fue su
madre si usted obra con justa intención —continué—. La señorita Fairlie
guardará su secreto y no permitirá que le suceda nada malo. ¿Quiere verla
mañana en la granja? ¿Prefiere encontrarla en el jardín de Limmeridge?
—¡Oh, si pudiera morir y esconderme y descansar contigo! —murmuraron
sus labios pegados a la tumba; fue una súplica apasionada dirigida a los restos
que yacían bajo el mármol—. ¡Sabe cuánto quiero a su hija por cariño a usted!
¡Oh señora Fairlie! ¡Señora Fairlie! Dígame cómo he de salvarla. ¡Sea una vez
más mi madre y mi amiga y dígame qué es lo que debo hacer!
Oí que besaba la piedra y vi que sus manos la tocaban con fervor. Lo que
oía y lo que veía me conmovió profundamente. Me incliné hacia ella, tomé
quedamente sus pobres y débiles manos entre las mías y traté de tranquilizarla.
Pero fue inútil. Liberó sus manos y no levantó la cabeza de la tumba.
Viendo la necesidad imperiosa de calmarla por todos los medios y a toda
costa, apelé a la única preocupación que mi presencia y mi opinión sobre ella
parecían despertar la suya por convencerme de que merecía disponer
libremente de su persona.
—Vamos, vamos —le dije suavemente—. Trate de dominarse o tendré que
cambiar mi opinión respecto a usted. No me haga pensar que la persona que la
encerró en el sanatorio podía tener algún fundamento...
Las últimas palabras murieron en mis labios. En el momento en que me
aventuré a mencionar a «la persona que la había llevado al sanatorio» dio un
salto y se puso en pie. El cambio más extraordinario e inesperado se operó en
su persona. Su rostro, hasta ahora tan conmovedor por la expresión de
nerviosa sensibilidad, debilidad e indecisión, se ensombreció de pronto con la
mirada intensa de un monomaníaco llena de odio y temor, que comunicaba
una fuerza salvaje e innatural a sus facciones. Sus pupilas se dilataron en la
tenue luz crepuscular como las de una fiera. Cogió el trapo que había caído al
suelo como si fuera un ser viviente a quien pudiera matar, y lo retorció entre
sus manos con tal fuerza convulsiva que las pocas gotas de agua que quedaban
en él resonaron sobre la piedra.
—Hable de cualquier otra cosa —susurró entre dientes—. Si habla de eso,
perderé la cabeza.
Ya no quedaba en su expresión el menor vestigio de los dulces
pensamientos que parecían colmarla hacía un instante. Era evidente que,
contra lo que yo había creído, el cariño de la señora Fairlie hacia ella no era el
único recuerdo que había quedado grabado fuertemente en su memoria. Junto
al agradecimiento con que evocaba su estancia en la escuela de Limmeridge,
albergaba en su memoria la idea de la venganza por el daño que le había
infligido quien la recluyó en el sanatorio. ¿Quién le causaría este daño? ¿Sería
en realidad su madre?
A pesar de lo que me contrariaba desistir de mis investigaciones, me
resigné ante la idea de dejarlas inconclusas. Viéndola en tal estado, en aquellos
minutos hubiera sido cruel pensar en otra cosa que en la humanitaria necesidad
de ayudarla a recobrar su serenidad.
—No le hablaré de nada que la perturbe— le dije, intentando calmarla.
—Usted quiere saber algo —contestó con brusquedad y desconfianza—.
No me mire de ese modo. Hábleme, dígame qué desea.
—Sólo deseo que usted se calme y, cuando esté tranquila, que piense lo
que le he dicho.
—¿Dicho?
Se calló un momento, siguió retorciendo entre sus manos el trapo y
murmuró entre dientes:
—¿Qué es lo que ha dicho?
Se volvió de nuevo hacia mí y movió la cabeza con impaciencia.
—¿Por qué no me ayuda? —preguntó con repentino enfado.
—Sí, sí —le dije—. Voy a ayudarla y recordará en seguida. Le he pedido a
usted que vea mañana a la señorita Fairlie y le aclare lo que decía en la carta.
—¡A... la señorita Fairlie..., Fairlie..., Fairlie!...
Pronunciar aquel nombre tan familiar y tan querido parecía sosegarla. Su
rostro se suavizó y volvió a ser el de siempre.
—No tiene usted que temer nada de la señorita Fairlie —continué—, ni
preocuparse por lo que le pueda perjudicar haber escrito esa carta. Sabe ya
tanto sobre el asunto que no tendrá usted ninguna dificultad en contarle el
resto. No hay motivos para secretos cuando apenas hay nada que ocultar.
Usted no menciona nombres en la carta, pero la señorita Fairlie sabe que la
persona de la que usted habla es Sir Percival Glyde...
En el instante mismo en que pronuncié este nombre se puso en pie
lanzando un gemido que resonó por todo el cementerio, llenándose de terror.
La sombría expresión que acababa de borrarse de su rostro reapareció con
intensidad duplicada. El grito que le arrancó el oír aquel nombre y la mirada
de odio y espanto que le siguieron lo explicaban todo. Su madre era inocente
de haberla encerrado en el sanatorio. La había enviado allí un hombre y ese
hombre era Sir Percival Glyde.
Mas su gemido había llegado a otros oídos que los míos. De un lado me
llegó el ruido de la puerta que se abría en la casa del sacristán, y del otro la
voz de su acompañante, la mujer del chal a la que se había referido como
Clements.
—¡Estoy aquí, estoy aquí! — gritaba la voz tras el follaje de los árboles
enanos.
Y un instante después apareció la señora Clements.
—¿Quién es usted? —gritó encarándose conmigo llena de resolución en
cuanto puso el pie en el portillo—. ¿Cómo se atreve usted a asustar a una
pobre mujer indefensa como ésta?
Se había plantado junto a Anne Catherick rodeándola con un brazo antes
de que yo pudiera contestarle.
—¿Qué pasa, cariño? —dijo—. ¿Qué te ha hecho?
—Nada —contestó la pobre criatura—. Nada. Simplemente tengo miedo.
La señora Clements se volvió hacia mí indignada y sin miedo alguno, y
confieso que me inspiró por ello el mayor respeto.
—Estaría profundamente avergonzado de mí mismo si mereciese esa
mirada —le dije—. Pero no la merezco. Desgraciadamente la he aterrado sin
quererlo. No es ésta la primera vez que me ve. Pregúntele usted misma y le
dirá que soy incapaz de hacerle daño, ni a ella ni a ninguna mujer.
Hablé con voz clara para que Anne Catherick pudiera oírla y entenderme, y
vi que mis palabras y su significado la habían alcanzado.
—Sí, sí —dijo—; fue bueno conmigo, me ayudó...
Murmuró el resto al oído de su amiga.
—¡Sí que es extraño! — dijo la señora Clements, mirándome con
perplejidad—. Esto cambia todo el asunto. Siento haberle hablado tan
bruscamente, señor; pero tendrá que reconocer que las apariencias eran
sospechosas para quien estuviese ajeno. Mayor es mi culpa que la suya por
seguir sus caprichos y dejarla sola en semejante sitio. Ven, hija mía; vámonos
ahora a casa.
Me pareció que la buena mujer no estaba demasiado tranquila por la
perspectiva del paseo que la esperaba, y me ofrecí a acompañarlas hasta que
estuvieran en los alrededores de su casa. La señora Clements me dio las
gracias con mucha cortesía y rechazó mi proposición. Me dijo que estaba
segura de encontrar a alguno de los jornaleros de la granja en cuanto llegasen
al páramo.
—Trate de perdonarme —dije, cuando Anne Catherick se cogió del brazo
de su amiga para marcharse.
Aunque no había sido mi intención aterrorizarla ni trastornarla, se me
encogió el corazón viendo aquel pobre rostro pálido y desencajado.
—Lo intentaré —contestó—. Pero ya sabe usted demasiado y tengo miedo
de que me asuste cada vez que le vea.
La señora Clements me miró y movió la cabeza compasivamente.
—Buenas noches, señor; ya sé que no pudo usted evitarlo, pero hubiera
preferido que me hubiese asustado a mí y no a ella.
Avanzaron unos pasos. Creía que nos habíamos despedido, pero Anne se
detuvo de repente y se separó de su amiga.
—Espere un poco —me dijo—. Tengo que decir adiós.
Volvió hasta la tumba, pasó con ternura las manos sobre la cruz de mármol
y la besó.
—Ahora me siento mejor —suspiró, mirándome serena—. Le perdono.
Volvió a donde su compañera la esperaba y las dos se fueron del
cementerio. Las vi detenerse cerca de la iglesia y hablar con la mujer del
sacristán, que había salido de casa y había estado observándonos desde lejos.
Luego se dirigieron hacia el camino que conducía al páramo. Seguí con la
mirada a Anne Catherick hasta que su silueta se perdió entre las sombras del
crepúsculo. La miraba con tanta tristeza y ansiedad como si aquella fuera la
última vez que habría de ver en este mundo la figura de la mujer de blanco.
XIII
Media hora más tarde ya estaba en casa, dando cuenta a la señorita
Halcombe de todo lo sucedido.
Me escuchó del principio al fin con atención, tensa y silenciosa, lo cual, en
una mujer de su temperamento, era la prueba más convincente de que mi
relato tenía gran importancia.
—Tengo tristes pensamientos —fue todo lo que dijo cuando terminé—,
muy tristes presentimientos acerca del futuro.
—El futuro puede depender —sugerí— del uso que hagamos del presente.
No sería improbable que Anne Cathenck hablase con más libertad y con más
gusto con una mujer que conmigo. Si la señorita Fairlie...
—Ahora ni pensarlo— interrumpió la señorita Halcombe con mayor
resolución aún que de costumbre.
—Entonces permítame que le sugiera —continué— que se entreviste usted
con Anne Catherick y que haga todo lo posible por ganar su confianza. Por mi
parte tiemblo ante la idea de asustar por segunda vez a esa infeliz criatura
como desgraciadamente acabo de hacer. ¿Ve usted algún inconveniente en
acompañarme mañana hasta la granja?
—En absoluto. Iré a cualquier sitio y haré lo que sea para ayudar a Laura.
¿Cómo dijo usted que se llamaba la granja?
—Tiene usted que conocerla. Se llama Todd's Corner.
—En efecto. Todd's Corner es una de las posesiones del Señor Fairlie.
Nuestra vaquera es la segunda hija del granjero. Constantemente está yendo y
viniendo de aquí a su casa y tiene que haber oído o visto algo que pueda ser
conveniente que nosotros sepamos. ¿Le parece a usted que averigüe enseguida
si está abajo la muchacha?
Tocó la campanilla y dio el encargo al criado. Este regresó para anunciar
que la vaquera estaba en la granja. No había estado allí durante tres días, y el
ama de llaves le permitió ir a su casa aquella tarde por una o dos horas.
—Hablaré con ella mañana —dijo la señorita Halcombe cuando el criado
salió—. Mientras tanto explíqueme, con toda exactitud, qué propósito debo
conseguir en mi entrevista con Anne Catherick. ¿Usted no tiene ninguna duda
de que la persona que la ha recluido en el sanatorio es Sir Percival Glyde?
—Ni sombra de duda. El único misterio que nos queda por aclarar es el
motivo de esa orden. Considerando la enorme diferencia entre la posición
social de ambos, que parece excluir toda idea del parentesco más remoto, es de
máxima importancia, aun dando por hecho que en Anne haya motivos para
que se la vigile, saber por qué es él la persona que hubo de asumir la grave
responsabilidad de encerrarla...
—En un sanatorio privado. ¿No me dijo usted eso?
—Sí, en un sanatorio privado donde hay que pagar, por la estancia de una
paciente, una cantidad de dinero que está fuera del alcance de una persona
pobre.
—Ya veo el motivo de sus sospechas, señor Hartright, y le prometo que
todo se aclarará, tanto si mañana Anne Catherick nos ayuda como si no... Sir
Percival Glyde no permanecerá mucho tiempo en esta casa si no nos da
explicaciones satisfactorias al señor Gilmore y a mí. El porvenir de mi
hermana es mi mayor preocupación en la vida, y tengo bastante influencia
sobre ella como para que me conceda cierta libertad en lo que concierne a su
matrimonio.
Y nos despedimos hasta el día siguiente.
En la mañana de ese día, después del desayuno, se presentó un
impedimento que los acontecimientos de la víspera ni me permitieron prever,
por el que fue imposible salir inmediatamente hacia la granja. Era mi último
día en Limmeridge y necesitaba, en cuanto llegase el correo, y siguiendo el
consejo de la señorita Halcombe, pedir autorización al señor Fairlie para
rescindir mi contrato y regresar a Londres un mes antes de lo establecido,
obligado por mandato de imprevistas necesidades.
Afortunadamente, y como para dar más visos de verdad a esta disculpa,
aquella mañana el correo me trajo dos cartas de amigos de Londres. Fui a mi
cuarto con ellas y envié recado al señor Fairlie, preguntándole si podría
recibirme para tratar un asunto de importancia.
Esperé el regreso del criado, sin la menor preocupación por la actitud que
su señor adoptase ante mi solicitud. Con su venia o sin ella tenía que irme. La
conciencia de haber dado el primer paso para emprender el penoso camino que
iba a separar para siempre mi vida de la de la señorita Fairlie parecía haber
embotado mi sensibilidad en todo lo que a mí mismo se refiere. Había dejado
a un lado mi pobre y quisquilloso orgullo de hombre, había olvidado mi
vanidad de artista, y ni siquiera la insolencia del señor Fairlie, si tenía a bien
ser insolente, conseguiría herirme.
Volvió el criado con una respuesta que no me pilló de sorpresa. El señor
Fairlie lamentaba que el estado de su salud, especialmente precario aquella
mañana, le hiciera descartar cualquier esperanza de tener el placer de
recibirme. Me rogaba, por consiguiente, que aceptase sus disculpas y que
tuviese la amabilidad de exponerle lo que deseaba en una carta. Ya había
recibido varios mensajes como éste durante los tres meses que había vivido en
Limmeridge. En dicho tiempo el señor Fairlie se había felicitado de contar
conmigo pero nunca se encontró suficientemente bien como para verme en
persona por segunda vez. El criado llevaba a su señor los dibujos y aguafuertes
ordenados, restaurados y acompañados de todos mis respetos; y volvía con las
manos vacías, trayéndome «efusivas gracias», «afectuosas felicitaciones» y
«sinceros pesares» del señor Fairlie, a quien su estado de salud le obligaba a
permanecer prisionero, solitario en su propio cuarto. No podíamos haber
llegado a un arreglo más satisfactorio para ambas partes. Sería difícil decir
cuál de nosotros dos sentía mayor agradecimiento hacia los serviciales nervios
del señor Fairlie.
Me senté para escribir inmediatamente la carta con toda la cortesía,
claridad y brevedad posibles. El señor Fairlie no se dio prisa en contestar.
Transcurrió cerca de una hora antes de que su respuesta fuese depositada en
mis manos. Estaba escrita con correcta letra clara y hermosa, con tinta de color
violeta y sobre un papel pulido como el marfil, del grueso de la cartulina, y me
hablaba en los siguientes términos:
«El Señor Fairlie saluda al señor Hartright. El señor Fairlie está tan
sorprendido y contrariado con la solicitud del señor Hartright, que no puede
expresarlo tal como debiera dado el estado actual de su salud. El señor Fairlie
no es hombre de negocios, pero ha consultado el caso con su administrador,
cuya opinión ha confirmado la del señor Fairlie de que la petición que hace el
señor Hartright para romper su compromiso no puede ser satisfecha
cualesquiera que sean las necesidades alegadas, salvo, tal vez, el caso de
tratarse de una cuestión de vida o muerte. Si algo pudiera entibiar el altísimo
respeto y veneración que el señor Fairlie siente por todo lo que sea Arte y sus
maestros que constituyen el consuelo y alegría para su existencia de enfermo,
la conducta seguida por el señor Hartright lo hubiese conseguido. Pero no ha
sido así, sino que este sentimiento tan sólo ha alcanzado a la persona del señor
Hartright.
Habiendo expuesto su opinión hasta donde se lo permiten los agudos
sufrimientos por los que atraviesa debido a sus nervios, el señor Fairlie no
tiene nada que añadir, salvo expresar la decisión adoptada ante la incorrecta
solicitud que se le ha presentado. Siendo de máxima importancia en este caso
el perfecto reposo moral y físico del señor Fairlie, no podría sufrir la
permanencia en su casa del señor Hartright, que alteraría este reposo dadas las
circunstancias tan esencialmente violentas para las dos partes. Por tanto, el
señor Fairlie renuncia a su derecho de declinar la petición con el solo objeto de
no alterar su tranquilidad, e informa al señor Hartright que puede marcharse.»
Doblé la carta y la puse con los demás papeles. En otro tiempo la hubiera
considerado un insulto, pero ahora la aceptaba tal y como era, considerándola
simplemente como la autorización para romper mi contrato. Casi se me había
borrado de la memoria cuando bajé al comedor para decirle a la señorita
Halcombe que estaba dispuesto a acompañarla hasta la granja.
—¿Le ha dado el señor Fairlie una respuesta positiva? —me preguntó
cuando salíamos.
—Me da permiso para marcharme, señorita Halcombe.
Me dirigió una mirada rápida, y por vez primera desde que la había
conocido tomó la iniciativa de apoyarse en mi brazo. De ninguna otra forma
hubiese demostrado con mayor delicadeza hasta qué punto comprendía la
forma en que se me había concedido este permiso, y me demostraba su
simpatía, no desde una posición superior, sino como una amiga. No me había
hecho efecto la insolente carta del hombre, pero me llegó al alma la dulce
comprensión de la mujer.
Mientras caminábamos hacia la granja decidimos que la señorita Halcombe
entraría sola, y que yo la esperaría fuera, dispuesto a acudir cuando me
necesitase. Adoptamos este procedimiento por miedo a que mi presencia,
después de lo sucedido la noche anterior en el cementerio, pudiera renovar el
choque emocional de Anne Catherick y aumentara el recelo causado al ver a
una señora extraña para ella. La señorita Halcombe me dejó, con la intención
de hablar antes que nada con la mujer del granjero, de cuyo afán por
complacerla estaba segura, y yo esperé paseando por las inmediaciones.
Creí que habría de estar solo bastante tiempo. Sin embargo, ante mi
sorpresa al pasar poco más de cinco minutos, la señorita Halcombe regresó.
—¿Es que Anne Catherick se niega a verla? —pregunté con asombro.
—Anne Catherick se ha marchado —contestó.
—¡Se ha marchado!
—Sí, se ha marchado con la señora Clements. Salieron de la granja esta
mañana a las ocho.
Me quedé sin habla. Sólo pude darme cuenta de que con ellas se había
desvanecido nuestra última probabilidad de descubrir lo que queríamos.
—Todo lo que la señora Todd sabe sobre sus huéspedes lo sé también yo
ahora —continuó la señorita Halcombe—, y me deja tan desconcertada como
a ella. Ambas regresaron anoche sin problemas, después de que usted las dejó,
pasaron la primera parte de la velada con la familia Todd, como siempre. Pero
justamente un poco antes de cenar Anne Catherick los sobresaltó a todos con
un largo desmayo. Había tenido un ataque similar la noche que llegaron,
aunque fue menos alarmante; la señora Todd lo achacó en aquella ocasión a
alguna noticia que acababa de leer en el periódico local que se hallaba sobre la
mesa y que había recogido unos minutos antes.
—¿Sabe la señora Todd qué noticia del periódico fue la que la afectó de tal
manera? —pregunté.
—No —replicó la señorita Halcombe—. Lo miró y remiró y no vio nada
que pudiese alarmar a nadie. Pero yo se lo pedí para hojearlo a mi vez, y al
abrir la primera plana vi que el editor, para enriquecer su escaso acopio de
noticias, se interesó por los asuntos de nuestra familia y entre otras notas de
sociedad, copiadas de los periódicos de Londres, publicó el compromiso de mi
hermana. Inmediatamente deduje que ésta era la causa del extraño ataque de
Anne Catherick y que era también el motivo que la impulsó a escribir la carta
que envió al día siguiente a casa.
—No hay duda de ambas cosas. Pero ¿qué le dijeron acerca del segundo
ataque de anoche?
—Nada. Es un misterio absoluto. No había nadie extraño en el cuarto. La
única visita era nuestra vaquera, que como le dije es una hija de los Todd, y no
se habló más que de cotilleos habituales del pueblo. De repente dio un grito y
se puso pálida como una muerta sin la menor causa aparente que lo justificara.
La señora Todd y la señora Clements la subieron a su cuarto, y esta última se
quedó con ella. Las oyeron hablar mucho, hasta bastante tiempo después de la
hora a la que acostumbraban irse a la cama, y esta mañana temprano, la señora
Clements llamó aparte a la señora Todd y la dejó estupefacta cuando le dijo
que tenían que marcharse. La única razón que pudo sonsacarle para explicar
esta fuga era que había sucedido algo que no tenía nada que ver con nadie de
la granja, pero que era suficientemente grave para obligar a Anne Catherick a
dejar enseguida Limmeridge. Fue inútil pretender que la señora Clements
fuese más explícita. Movió la cabeza y suplicó que por el bien de Anne no le
preguntasen más detalles. Repitió con insistencia, y con todo el aspecto de
estar muy seriamente preocupada ella también, que Anne tenía que irse, que
ella debía acompañarla y que tenían que guardar el mayor secreto sobre el
lugar a donde se dirigían. No voy a cansarle con todas las protestas
hospitalarias de la señora Todd para que se quedasen. Terminó llevándolas en
su carro a la estación más próxima, hace más de tres horas. Durante el camino
hizo todo lo posible para hacerlas hablar con más claridad, pero sin éxito. Las
dejó en la estación, ofendida y molesta por la falta de consideración que
mostraban marchándose de forma tan inesperada y por su actitud tan poco
amistosa negándole toda confianza, y volvió muy enfadada, sin esperar a
despedirlas. Esto es exactamente lo acontecido. Rebusque en su memoria,
señor Hartright y dígame si en el cementerio no sucedió algo que pudo
originar la extraordinaria fuga de las dos mujeres.
—Ante todo me gustaría saber, señorita Halcombe, si hubo alguna causa
que produjese aquel cambio repentino en Anne Catherick que tanto alarmó a
los granjeros, horas después de que ella y yo nos separamos y cuando había
pasado el tiempo suficiente para que se restableciese del horrible choque que
desgraciadamente le causé. ¿Preguntó usted qué rumor estaban comentando
cuando se desmayó?
—Sí, pero los quehaceres domésticos de la señora Todd parecen haber
distraído su atención de la conversación de su salón. Todo lo que ha podido
decirme es que hablaban simplemente de cosas», y supongo que eso quiere
decir que hablarían de todos los demás, como siempre.
—Quizá la lechera tenga mejor memoria que su madre —dije—.
Convendría que en cuanto lleguemos a casa hable usted con esa muchacha,
señorita Halcombe.
En cuanto llegamos, la señorita Halcombe siguió mis consejos. Nos
dirigimos a la parte de las dependencias donde estaba la lechería y
encontramos a la vaquera muy ocupada en fregar un gran ordeñadero, con las
mangas recogidas y acompañando su trabajo con una alegre canción.
—He traído a este señor a ver su lechería, Hannah —dijo la señorita
Halcombe—. Es una de las cosas dignas de ver en esta casa, gracias a usted.
La muchacha se sonrojó, hizo una inclinación y tímidamente dijo que
trataba de tener siempre las cosas limpias y en orden.
—Acabamos de venir de casa de sus padres —continuó la señorita
Halcombe—. Me dijeron que estuvo usted allí anoche. ¿Encontró huéspedes,
verdad?
—Sí, señorita.
—Una de ellas se desmayó y estuvo mal, según decían. Me figuro que no
harían ni dirían nada que pudiese asustarla. ¿No estarían hablando de nada
terrorífico?
—¡Oh, no señorita! —dijo riendo la lechera—. Estábamos hablando de las
cosas que pasan.
—Sus hermanos le contarían las cosas de Todd's Corner, supongo.
—Sí, señorita.
—Y usted les contaría las de Limmeridge.
—Sí, señorita. Estoy completamente segura de que no se dijo nada que
pudiese asustarla ¡pobrecilla!, porque estaba yo hablando precisamente cuando
se desmayó. ¡Qué susto me llevé, señorita, porque nunca me he desmayado!
Antes de que pudiese preguntarle otra cosa, la llamaron para que saliese a
buscar una cesta de huevos a la puerta de la lechería.
Cuando quedamos solos murmuré al oído de la señorita Halcombe:
Pregúntele si por casualidad dijo anoche que se esperaban huéspedes en
esta casa.
La señorita Halcombe me dio a entender con su mirada que me había
entendido, e hizo la pregunta en cuanto la lechera regresó.
—Sí, señorita, lo dije —contestó con naturalidad—. Las únicas noticias
que podía contar en la granja eran la venida de los huéspedes y el accidente
ocurrido a la vaca roja.
—¿Dio usted nombres? ¿Dijo que se esperaba a Sir Percival el lunes?
—Sí, señorita. Les dije que venía Sir Percival. Espero que no haya en ello
nada malo ni haya podido causar ningún perjuicio.
—¡Ningún perjuicio, por supuesto! Venga, señor Hartright. Hannah va a
pensar que la estamos estorbando si seguimos más tiempo interrumpiendo su
trabajo.
En cuanto estuvimos solos nos paramos, mirándonos el uno al otro.
—¿Le queda ahora a usted alguna duda, señorita Halcombe?
—O Sir Percival Glyde desvanece esta duda o Laura Fairlie no será nunca
su mujer, señor Hartright.
XIV
Cuando nos acercábamos a la puerta principal de la casa, un cabriolé que
solía hacer el servicio de la estación se aproximaba por la avenida hacia
nosotros. La señorita Halcombe se detuvo en los escalones de la entrada hasta
que el coche se paró adelantándose para saludar a un hombre de edad que se
apeó con agilidad en el momento en que dispusieron la escalerilla. El señor
Gilmore había llegado.
Cuando nos presentaron le contemplé con un interés y una curiosidad que
apenas podía disimular. Este señor se quedaría en Limmeridge después de
marcharme yo. Escucharía las disculpas de Sir Percival Glyde y con su
experiencia ayudaría a la señorita Halcombe a tomar la decisión. Esperaría
hasta que la cuestión de la boda quedase arreglada, y sería su mano —si el
asunto se solucionaba afirmativamente— la que cerraría el trato que
comprometía a la señorita Fairlie de una manera irrevocable al matrimonio.
Incluso entonces, cuando no sabía nada de lo que ahora sé, miraba al consejero
de la familia con un interés que jamás había experimentado antes sobre un
hombre que fuera un perfecto desconocido para mí.
En su aspecto, el señor Gilmore era absolutamente opuesto a la idea
convencional que suele tenerse de un viejo abogado. Su rostro se conservaba
lozano, su cabello blanco, bastante largo, estaba cuidadosamente peinado; su
levita negra, chaleco y pantalones, eran de corte perfecto; el lazo de su corbata
blanca estaba anudado con el mayor esmero, y los guantes de cabritilla color
lila pálido hubieran podido verse en las manos de un clérigo elegante sin que
nadie pudiese objetar la menor tacha. Sus modales eran muy agradables, con
esa gracia y refinamiento de la vieja escuela de cortesía, avivados por el
ingenio agudo de un hombre cuya ocupación lo obliga a tener siempre alerta
sus facultades. De natural sanguíneo y de físico atractivo; una carrera larga y
consecuente basada en la prosperidad, confortable y justificada; una vejez
jovial, bien asistida y comúnmente respetada, —estas fueron las impresiones
generales que me produjo el primer encuentro con el señor Gilmore, y he de
añadir en su honor que cuando le conocí más, cuando mis experiencias fueron
más completas con el tiempo, confirmé mi primera impresión.
Me separé de la señorita Halcombe cuando se dirigió hacia el interior de la
casa con el anciano caballero, para que la presencia de un extraño no les
estorbase mientras trataban de asuntos de familia, y bajé los escalones para
dedicarme a vagar por el jardín.
Mis horas en Limmeridge estaban contadas; todo estaba irrevocablemente
preparado para que me marchase a la mañana siguiente, y mi participación en
la investigación que la carta anónima nos había obligado a emprender tocaba a
su fin. No perjudicaba a nadie, sino a mí mismo, dejando libre a mi corazón
por el breve tiempo que me quedaba de la fría y cruel opresión que la
necesidad me había obligado a imponerle despidiéndome de los lugares que
estaban unidos con mi efímero sueño de dicha y amor.
Instintivamente entré en la avenida que se extendía bajo la ventana de mi
estudio, donde la vi la tarde anterior paseando con su perrito. Y por aquel
camino que tantas veces hollaron sus pies llegué hasta el Portillo que conducía
a su rosaleda. La fúnebre aridez del invierno reinaba entonces. Las flores que
ella me había enseñado a conocer por sus nombres, las flores que yo le había
enseñado a pintar, habían desaparecido, y los estrechos senderos blancos entre
diversos macizos se hallaban ya húmedos y verdeando. Seguí por la alameda
en la que tantas veces habíamos respirado juntos la cálida fragancia de las
noches de agosto y donde habíamos admirado juntos las infinitas
combinaciones de luz y de sombra que alfombraban el suelo bajo nuestros
pies. Pero ahora las hojas caían a mi alrededor desde los árboles quejumbrosos
y la atmósfera de desolación terrenal me heló hasta los huesos. Anduve un
poco más y me encontré fuera del parque, siguiendo el sendero que ascendía
hasta la colina más próxima. Un viejo tronco derribado a la orilla del camino,
en el que algunas veces nos sentamos para descansar, se hallaba humedecido
por la lluvia, y las hierbas y helechos que dibujé para ella y que se cobijaban
junto al muro de piedra que teníamos enfrente se habían convertido en un
charco de agua, donde destacaba un islote de hierbajos sucios. Llegué a la
cima de la colina y vi el panorama que tantas veces contemplamos en los días
más felices. Era árido y frío; ya no era el paisaje que yo recordaba. El
resplandor de su presencia no me alcanzaba y el encanto de su voz ya no
murmuraba a mi oído. En el lugar desde el que yo ahora miraba hacia abajo
me habló ella de su padre, último varón de su familia, me contó lo que se
querían el uno al otro y cuánto le echaba de menos cuando entraba en algunas
dependencias de la casa y tomaba objetos o se divertía con juegos que en otros
tiempos disfrutaron juntos. ¿Era este paisaje, que había contemplado mientras
escuchaba aquellas palabras, el mismo que ahora veía solo, desde la cumbre de
la colina? Di la vuelta y dirigí mis pasos hacia el páramo y las dunas de la
ribera. Allí estaba la blanca espuma de la resaca y la magnífica grandeza de las
olas rompientes, pero ¿dónde estaría el sitio en que una vez ella había dibujado
con una sombrilla caprichosas figuras en la arena, el sitio donde nos quedamos
sentados mientras me preguntaba sobre mí mismo y mi hogar, mientras con
femenina escrupulosidad, me hacía minuciosas preguntas sobre mi madre y mi
hermana y me interrogaba con inocencia acerca de si yo dejaría un día mi
solitaria habitación de alquiler para tener una mujer y casa propia? El viento y
las olas habían borrado hacía mucho las huellas que ella dejó sobre la arena.
Seguí contemplando la inmensa monotonía del océano, y el lugar en que
habíamos dejado desvanecer tantas horas soleadas me pareció tan perdido para
mí como si nunca lo hubiera conocido, tan extraño como si me encontrara en
otro país.
El silencio absoluto de la orilla llenó de frío mi corazón. Volví a la casa y
al jardín donde tantas señales me hablaban de ella, a cada recodo de camino.
Cuando pasaba por la terraza de poniente tropecé con el señor Gilmore. Sin
duda andaba buscándome, pues en cuanto me distinguió apresuró el paso. No
estaba yo muy dispuesto a charlar con un desconocido. Mas era inevitable el
encuentro y me resigné a afrontarlo.
—Es precisamente a usted a quien quería ver —dijo el anciano caballero-.
Tengo que decirle dos palabras, señor mío, y si no tiene usted inconveniente,
aprovecho esta oportunidad. Empezaré por comunicarle que la señorita
Halcombe y yo hemos estado hablando de asuntos familiares; asuntos que son
el motivo de mi estancia en esta casa, y en el curso de la conversación hubo de
contarme, como es natural, ese desagradable asunto de la carta anónima y
cómo usted con tanto acierto y discreción ha participado en las averiguaciones.
Su actuación, lo comprendo muy bien, le hará sentir un extraordinario interés
por saber si las investigaciones que usted ha comenzado y que hay que
continuar han sido encomendadas a alguien de confianza... Quiero
tranquilizarle a usted en este punto, querido amigo: me han sido
encomendadas a mí.
—En todo concepto está usted mucho más capacitado que yo para actuar
en el asunto, señor Gilmore. ¿Sería una indiscreción de mi parte preguntarle si
ha decidido usted ya el procedimiento que piensa seguir?
—Hasta donde es posible lo he hecho, señor Hartright. Pienso enviar una
copia del anónimo acompañada de un informe sobre las circunstancias del
hecho al procurador de Sir Percival Glyde, de Londres, con el que tengo
alguna amistad. La carta auténtica la conservo para mostrársela a Sir Percival
en cuanto llegue. Ya me he ocupado de seguir la pista de las dos mujeres
enviando a un criado del señor Fairlie, una persona de toda confianza, a la
estación para que haga las pesquisas que pueda. Por si logra descubrir algún
indicio, le hemos dado también instrucciones y dinero suficiente para seguirlas
a donde sea. Esto es todo cuanto se puede hacer hasta el lunes, día en que llega
Sir Percival. Yo, personalmente, no tengo la menor duda de que las
explicaciones que puedan esperarse de un caballero nos las facilitará al
instante. Porque Sir Percival está muy alto, querido señor; ocupa una posición
muy elevada y se halla por encima de toda sospecha, así que estoy muy
tranquilo por el resultado de las investigaciones, y me alegra poder afirmarlo.
Esta clase de cosas ocurre constantemente en mi trabajo. Cartas anónimas,
mujeres desgraciadas, el triste estado de la sociedad. En este caso no le niego
que existen complicaciones particulares, pero el hecho en sí mismo, por
desgracia, es muy corriente.
—Temo, señor Gilmore, que yo tengo el disgusto de disentir de usted en
cuanto a la manera de considerar el asunto.
—Es natural, querido señor, es natural. Yo soy un viejo y tomo las cosas
desde el punto de vista práctico. Usted es joven y las considera desde un punto
de vista más romántico. No vamos a discutir por nuestros puntos de vista.
Profesionalmente vivo en una atmósfera de discusiones y estoy encantado de
escapar a ella estando aquí, señor Hartright. Esperaremos los acontecimientos.
Sí sí, sí, vamos a esperar los acontecimientos. ¡Es un sitio encantador! ¿Hay
buena caza? Probablemente, no. Me parece que el señor Fairlie no tiene
ningún coto en sus posesiones. Pero de todos modos es un sitio delicioso y la
gente es agradable. Me han dicho señor Hartright que usted pinta y dibuja.
¡Qué envidiable talento! ¿En qué estilo lo hace usted?
Nos enzarzamos en una conversación general; mejor dicho, el señor
Gilmore hablaba y yo escuchaba. Mi atención se hallaba muy lejos de él y de
los tópicos que emitía con tanta fluidez. El solitario paseo de las últimas dos
horas había aportado sus efectos y me acogí a la idea de marcharme de
Limmeridge cuanto antes. ¿Por qué había de prolongar sin necesidad un
minuto siquiera aquel tormento cruel de mi despedida? ¿Qué servicios podían
exigirme aún aquí? Mi estancia en Cumberland no era ya de ninguna utilidad,
y la autorización que me había concedido el señor Fairlie no me imponía plazo
para marcharme. ¿Por qué no acabar con todo ello de una vez, ahora mismo?
Decidí, pues, partir. Aún quedaban unas horas diurnas, y no había razón
alguna que me impidiese salir camino de Londres aquella misma tarde. Di al
señor Gilmore la primera disculpa aceptable que se me ocurrió para separarme
de él y regresé precipitadamente a la casa. Me dirigía a mi cuarto cuando
encontré en la escalera a la señorita Halcombe. Al notar mi prisa y el cambio
que se había producido en mi humor comprendió que tenía alguna nueva idea
y me preguntó qué había ocurrido.
Le expliqué las razones que me inducían a marcharme en seguida,
exactamente tal como acabo de exponerlas.
—No, no —dijo con firmeza y amabilidad—. Despídase de nosotras como
un amigo y parta el pan con nosotros una vez más. Quédese a cenar, quédese
para ayudarnos a pasar nuestra última velada con tanta alegría como pasamos
las primeras, si podemos. Se lo pido yo, se lo pide la señora Vesey y... —
vaciló y luego dijo— y se lo pide también Laura.
Prometí quedarme. Dios sabe que no hubiese querido dejar en ninguna de
ellas ni sombra de una impresión penosa.
Mi cuarto era el mejor lugar para esperar que tocase la campana para la
cena. Allí estuve hasta que llegó la hora de bajar al comedor.
No había hablado con la señorita Fairlie, ni siquiera la había visto en todo
el día. El primer momento de nuestro encuentro, cuando entré en el salón, fue
una prueba dura para su dominio de sí y para el mío. También ella hizo lo
posible para volver en aquella última velada al feliz tiempo pasado que no
volvería jamás. Llevaba el traje que a mí más me gustaba de todos los suyos,
uno de seda azul oscuro adornado con preciosos encajes antiguos. Se adelantó
a saludarme con la naturalidad de otros tiempos, y me alargó su mano con la
inocencia y franca alegría de días más felices. Pero sus dedos fríos que
temblaron sobre los míos, sus mejillas pálidas encendidas con una mancha
febril y la sonrisa apagada que sus labios trataban de esbozar y que se
desvaneció bajo mi mirada, me dijeron a costa de qué sacrificios había logrado
mantener su compostura. Si mi corazón hubiera podido amarla más aún, lo
hubiese hecho en aquel instante como nunca.
El señor Gilmore nos ayudó mucho en aquella ocasión. Estaba del mejor
humor y llevó la conversación con permanente gracejo. La señorita Halcombe
le secundó resueltamente y yo hice cuanto pude por imitar su ejemplo. Los
adorables ojos azules, cuyos menores cambios de expresión tan bien había
aprendido a interpretar, me miraron suplicantes cuando nos sentamos a la
mesa: «Ayude a mi hermana —parecía decir su dulce rostro lleno de ansiedad
—, y me ayudará a mí.»
Superamos la cena con cierto éxito, al menos en lo que se refiere a
apariencias exteriores. Cuando las damas se levantaron de la mesa y el señor
Gilmore y yo quedamos solos en el comedor, se presentó una circunstancia
que exigió nuestra máxima atención, al tiempo que me permitió serenarme
regalándome unos instantes de silencio tan necesario y tan grato. El criado
enviado para seguir la pista de Anne Catherick y de la señora Clements volvió
con el resultado de su misión, e inmediatamente fue conducido al comedor.
—Bueno —dijo el señor Gilmore—. ¿Qué ha averiguado usted?
—Pues he averiguado, señor, que las dos mujeres tomaron billetes en
nuestra estación para Carlisle.
—¿Fue usted a Carlisle cuando lo supo, naturalmente?
—Sí, señor; pero siento decirle que allí no encontré ni rastro de ellas.
—¿Preguntó usted en la estación?
—Sí, señor.
—¿Y en los distintos hostales?
—Sí, señor.
—¿Y dejó usted en el puesto de la Policía la nota que yo escribí?
—Sí, señor, la dejé.
—Bien, amigo mío. Ha hecho usted todo lo que pudo, lo mismo que yo, y
ahora tenemos que esperar que se sepa algo nuevo sobre el asunto. Hemos
jugado con nuestros ases, señor Hartright —continuó diciendo el anciano
caballero cuando el criado se fue—. Al menos por ahora las mujeres supieron
burlarnos y no tenemos otro recurso que esperar a que llegue Sir Percival el
lunes. ¿Quiere usted otra copita? Es un excelente Oporto, un buen vino, viejo,
espeso, saludable. Aunque en mi bodega hay vinos mejores.
Volvimos al salón, a la estación donde habían transcurrido las más felices
veladas de mi vida y a la que no regresaría jamás después de aquella noche. Su
aspecto había cambiado desde que los días eran más cortos y el tiempo más
frío. Las puertas de cristal de la terraza estaban cerradas y ocultas tras gruesas
cortinas. En lugar de la deliciosa penumbra crepuscular en que nos sentábamos
allí hacía algún tiempo, cegó mis ojos el intenso resplandor de las lámparas.
Todo había cambiado, dentro de la casa y fuera de ella.
La señorita Halcombe y el señor Gilmore se sentaron junto a la mesa de
juego, y la señora Vesey ocupó su silla de costumbre. Disponían de su velada
libres de opresión alguna, pero al observarlo sentí con más dolor qué opresión
pesaba sobre la mía. Vi que la señorita Fairlie se dirigió hacia el musiquero.
Había pasado el tiempo en que podía seguirla hasta allí. Esperé indeciso sin
saber ni a dónde ir ni qué hacer. Hasta que ella me lanzó una furtiva mirada,
cogió del estante una pieza de música y vino hacia mí por su propia iniciativa.
—¿Quiere que le toque alguna de estas melodías de Mozart que le
gustaban tanto? —me preguntó, abriendo el cuaderno con nerviosismo y
mirando las notas mientras me hablaba.
Antes de que pudiese darle las gracias, estaba ya en el piano. La silla
próxima a la que yo ocupaba siempre se hallaba vacía. Dio unos acordes, —se
volvió a mirarme—, y sus ojos escrutaron de nuevo el cuaderno de música.
—¿Por qué no se sienta donde siempre? —dijo muy de prisa y en voz muy
baja.
—Me sentaré por ser la última noche —repuse.
No contestó. Su atención parecía concentrarse en la música que conocía de
memoria y que había tocado infinitas veces sin necesidad de partitura. Yo sólo
me di cuenta de que me había oído y que sabía que estaba junto a ella, porque
el rubor de la mejilla que estaba más cerca de mí, se apagó y todo su rostro
quedó completamente pálido.
—Siento mucho que se vaya —me dijo bajando su voz a susurro, mientras
sus ojos se clavaban en las notas y sus dedos volaban sobre el teclado con
extraña energía febril que jamás había notado en ella hasta entonces.
—Recordaré sus amables palabras, señorita Fairlie, mucho después de que
pase el día de mañana.
La palidez se extendió más aún por su rostro y ella lo ocultó a mi mirada.
—No hable de mañana —replicó—. Dejemos que esta noche nos hable la
música en su lenguaje, más dichoso que el nuestro.
Sus labios temblaron, salió de ellos un débil suspiro que en vano quiso
dominar. Sus dedos vacilaron y dio una nota falsa, confundiéndose más
cuando quiso corregirse, hasta que acabó por dejar caer las manos sobre el
regazo, con gesto de desesperación. La señorita Halcombe y el señor Gilmore
levantaron la cabeza con asombro desde la mesa donde jugaban una partida de
cartas. Hasta la señora Vesey, que dormitaba en la silla, se despertó al cesar de
repente la música y preguntó que sucedía.
—¿Juega usted al whist, señor Hartright? —preguntó la señorita Halcombe
mirando significativamente hacia el sitio en que yo estaba.
Yo sabía a qué se refería, sabía que tenía razón, y me levanté al instante
para ir a la mesa de juego. Cuando me separaba del piano, la señorita Fairlie
abrió otra página del cuaderno de música y golpeó las notas con mano más
firme.
—Quiero tocarlo —dijo, hiriendo las notas casi con pasión—. Quiero
tocarlo esta última noche.
—Venga, señora Vesey —dijo la señorita Halcombe—. El señor Gilmore y
yo estamos cansados de écarté. Juegue usted ahora con el señor Hartright al
whist.
El viejo abogado sonrió irónicamente. Era él quien iba ganando y acababa
de sacar un rey. Evidentemente atribuía el brusco cambio de la señorita
Halcombe en el régimen de la mesa al rasgo femenino de no saber perder en el
juego.
El resto de la velada transcurrió para mí sin una mirada ni una palabra de
ella. Continuó en su sitio frente al piano y yo en el mío, junto a la mesa de
juego. Tocó sin descanso, como si la música fuera su única defensa contra ella
misma. A veces sus dedos acariciaban las notas con lánguida suavidad, con
una ternura dulce, suplicante y tenue que llegaba al oído con una tristeza
inefable en su hermosura, y otras se movían titubeando, fallaban o corrían
sobre el teclado mecánicamente, como si su trabajo les pesara. Sin embargo,
aunque la expresión que daban a la música variaba y titubeaba, ella seguía
tocando con la misma resolución. No se levantó del piano hasta que todos lo
hicimos para despedirnos.
La señora Vesey estaba más cerca de la puerta y fue la primera en estrechar
mi mano.
—No le veré más, señor Hartright —me dijo—, y siento mucho que se
marche usted. Ha sido muy amable y atento, y una mujer vieja como yo sabe
apreciar la amabilidad y la atención. Le deseo mucha suerte, señor, y que
tenga buen viaje.
El señor Gilmore se despidió después.
—Espero que tengamos ocasión de conocemos mejor, señor Hartright.
¿Está usted bien seguro de que ese pequeño asunto queda en mis manos,
verdad? Sí sí, no lo dude. Pero, Señor, ¡qué frío hace! No le detengo más en la
puerta. Bon voyage, amigo mío; como dicen los franceses.
La señorita Halcombe fue la siguiente.
—Hasta mañana a las siete y media —dijo; y añadió en un susurro—: He
oído y visto más de lo que usted cree. Su comportamiento de esta noche me
hace considerarle como un amigo para toda la vida.
La señorita Fairlie fue la última. No tenía seguridad en mí mismo para
mirarla cuando cogí su mano y pensé en la mañana siguiente.
Me voy muy temprano, señorita Fairlie —dije—. Me iré antes de que
usted...
—No, no —se apresuró a interrumpirme—; no antes de que yo me haya
levantado. Bajaré a desayunar con Marian. No soy tan ingrata ni tan olvidadiza
para que después de estos tres meses...
Su voz se entrecortó, estrechó suavemente mi mano entre la suya y la soltó
con rapidez. Antes de que yo hubiese podido darle las buenas noches había
desaparecido.
El final de mi relato se aproxima con rapidez y es tan inminente como lo
fue el amanecer de aquella última mañana en Limmeridge.
Apenas habrían sonado las siete y media cuando bajé al comedor, pero las
dos ya estaban esperándome para desayunar. Tratamos de comer y de hablar
en medio del triste silencio de aquella hora, bajo la luz mortecina y la frialdad
del ambiente. Los esfuerzos por conservar las apariencias eran inútiles y
desoladores, y me levanté para acabar de una vez.
Al tender yo la mano y estrechármela la señorita Halcombe, que se hallaba
más cerca, Laura se dio la vuelta repentinamente y salió corriendo del
comedor.
—Así es mejor —dijo la señorita Halcombe cuando la puerta se cerró—,
así es mejor para ella y para usted.
Esperé un instante hasta que pude hablar de nuevo —era duro perderla sin
una palabra de despedida, sin una mirada de adiós. Quise dominarme,
despedirme de la señorita Halcombe con palabras adecuadas, pero todas las
palabras de despedida que hubiera querido decir se esfumaron dejando una
sola frase:
—¿He merecido que usted me escriba? —fue todo lo que pude decir.
—Ha merecido con honor, noblemente, todo cuanto pudiera hacer yo por
usted mientras vivamos. Sea cual fuere el final, usted lo sabrá.
—Y si alguna vez pudiera ser útil en algo, de nuevo en un futuro lejano,
cuando se haya olvidado mi pretensión y mi locura...
No pude continuar. La voz me falló y se me nublaron los ojos, bien a pesar
mío.
Entonces ella me cogió ambas manos, las estrechó con la energía de un
hombre; brillaron sus ojos oscuros, sus mejillas morenas enrojecieron, la
fuerza y energía de su rostro resplandecieron hermosamente iluminadas por la
candorosa luz de la generosidad y de la piedad.
—Confiaré en usted si alguna vez lo necesito, como si fuese mi amigo y su
amigo, como si fuese mi hermano y su hermano.
No dijo más; me atrajo hacia sí —noble e impávida criatura—, rozó con
sus labios mi frente en un beso fraternal, y llamándome por mi nombre de pila,
añadió:
—¡Dios le ayude, Walter! Quédese un poco aquí a solas, serénese usted.
Será mejor que le deje, por el bien de los dos. Será mejor que le despida desde
el balcón.
Y salió del comedor. Me volví hacia la ventana, donde sólo vi el paisaje
solitario del otoño... Me situé de espaldas a la ventana para tranquilizarme
antes de salir de allí para siempre.
No transcurriría más de un minuto cuando oí que la puerta volvía a abrirse
con suavidad y unas faldas rozaban la alfombra avanzando hacia mí. Mi
corazón latía con vehemencia cuando me volví... La señorita Fairlie venía
hacia mí desde el otro extremo del comedor.
Se detuvo vacilante cuando nuestros ojos se encontraron, y se dio cuenta
de que estábamos solos. Entonces, con ese valor que casi siempre suele faltar a
las mujeres en los momentos de poca trascendencia y casi nunca en las
ocasiones decisivas, llegó hasta mí, extrañamente pálida y serena, llevando en
una mano algo que ocultaba entre los pliegues de su vestido y apoyándose con
la otra en la mesa junto a la que iba andando.
—Sólo he salido para buscar esto en el salón —dijo—. Le recordará su
estancia aquí y los amigos que deja. Me indicó usted cuando lo hice que había
adelantado mucho, y pensé que le gustaría...
Volviendo la cabeza me ofrecía un dibujo que había hecho ella sola del
pabellón de verano, donde nos encontramos por primera vez. El papel tembló
en su mano, mientras me lo alargaba, y tembló en la mía cuando lo cogí.
Tuve miedo de decirle lo que sentía y contesté tan sólo:
—Nunca me abandonará; durante toda mi vida será mi tesoro más
preciado. Estoy muy agradecido por ello y muy agradecido a usted por no
haberme dejado marchar sin decirle adiós.
—¡Oh! —dijo con inocencia—. ¡Cómo iba a dejarle marchar así, después
de todos estos días felices que hemos pasado juntos!
—Esos días tal vez no volverán jamás, señorita Fairlie... Mi vida y la suya
van por muy distintos caminos. Pero si llegase un instante en que la entrega de
todo mi corazón, de mi alma y de mis fuerzas pudiesen darle a usted un
segundo de felicidad o evitarle un instante de tristeza, ¿querrá usted recordar
al pobre profesor de dibujo que un tiempo la guio? La señorita Halcombe me
ha prometido confiar en mí ¿Quiere usted prometerme lo mismo?
La tristeza de la despedida que leía en aquellos adorables ojos azules
centelleó débilmente entre las lágrimas que las enturbiaban.
—Se lo prometo —dijo con voz entrecortada—. ¡Dios mío no me mire así!
Se lo prometo de todo corazón.
Me atreví a acercarme un poco más a ella, y alargué mi mano.
—Tiene usted muchos amigos que la quieren, señorita Fairlie. La felicidad
en su porvenir es la ilusión acariciada por muchos de ellos. ¿Me permite que le
diga al marcharme que es también mi deseo más ardiente?
Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Con una mano temblorosa se
apoyó en la mesa ofreciéndome la otra. Yo la estreché con ansia. Mi cabeza
cayó sobre aquella mano helada. Mis lágrimas la humedecieron y mis labios se
apoyaron en ella, pero no era amor lo que sentía en aquel último momento, no,
no era amor sino la agonía y el abandono de la desesperación.
—¡Por amor de Dios, déjeme! —dijo débilmente.
La confesión del secreto de su corazón brotó en aquellas palabras
suplicantes. Yo no tenía derecho a escucharlas ni a contestarlas: eran las
palabras que me ordenaban, en nombre de su sagrada debilidad, dejar la
habitación.
Todo había terminado. Solté su mano y no dijo más. Las lágrimas cegaron
mi vista borrando su imagen, las enjugué para mirarla por última vez. Una
mirada, y vi cómo se desplomaba en una silla, cómo caían sus brazos sobre la
mesa y sobre ellos la hermosa cabeza. Una mirada de despedida y la puerta se
cerró, abriéndose entre los dos el abismo sin límites de la separación. La
imagen de Laura Fairlie ya no era más que un recuerdo del pasado.
I
Escribo estas líneas a petición de mi amigo Walter Hartright. Intento con
ellas relatar algunos acontecimientos que afectaron seriamente a los intereses
de la señorita Fairlie y que tuvieron lugar poco después que el señor Hartright
abandonara Limmeridge.
No tengo la necesidad de decir si mi opinión sanciona o no el hecho de que
se descubra tan extraordinaria historia de familia, en la cual mi relato
constituye una parte muy importante. El señor Hartright ha asumido esta
responsabilidad y las circunstancias que van a exponerse demostrarán que se
ha ganado con creces el derecho de hacerlo, si así lo considera oportuno. El
plan que él ha trazado para presentar esta historia a los demás de la manera
más real y auténtica exige que la vayan contando —en cada etapa sucesiva del
curso de los acontecimientos— aquellos que tuvieron participación directa en
ellos cuando ocurrieron. El que aparezca yo ahora en el papel de narrador es
una consecuencia necesaria de este proyecto. Estuve presente durante la
estancia de Sir Percival Glyde en Cumberland, y al menos un resultado
importante de su breve visita a la mansión del señor Fairlie fue debido a mi
intervención personal. Por tanto, es mi deber añadir estos nuevos eslabones a
la cadena de acontecimientos y recogerla en el mismo lugar en que, tan sólo
por el momento, la ha soltado el señor Hartright.
Llegué a Limmeridge el viernes 2 de noviembre.
Pensaba permanecer en casa del señor Fairlie hasta la llegada de Sir
Percival Glyde. De llegar a fijar la fecha de la boda de Sir Percival con la
señorita Fairlie, yo regresaría a Londres con las instrucciones necesarias para
ocuparme en seguida de preparar el contrato de matrimonio para la futura
esposa.
No tuve el honor de saludar al señor Fairlie el mismo viernes. Desde hacía
años era, o se figuraba ser, un enfermo y no se encontró con fuerzas para
concederme una entrevista. El primer miembro de la familia que vi fue a la
señorita Halcombe. Me recibió en la puerta de la casa, y me presentó al señor
Hartright, que vivía en aquella desde hacía algún tiempo.
No vi a la señorita Fairlie hasta muy avanzado el día, a la hora de cenar.
No tenía muy buen aspecto y me dio pena advertirlo. Es una criatura
encantadora, dulce y amable, tan amistosa y atenta con todos los que la rodean
como lo fue su admirable madre, aunque hablando de su físico, es el retrato de
su padre. La señora Fairlie tenía ojos y pelo oscuros, y su hija mayor, la
señorita Halcombe me la recuerda mucho. La señorita Fairlie tocó aquella
noche el piano, pero me pareció que no tan bien como otras veces. Jugamos
una partida de whist. Fue una verdadera profanación lo que hicimos de este
noble juego. Me hizo muy buen efecto el señor Hartright desde que me lo
presentaron, pero pronto descubrí que su comportamiento acusaba las taras
naturales de su edad. Hay tres cosas que ninguno de los jóvenes de la presente
generación son capaces de hacer. No pueden saborear el vino, no pueden jugar
al whist y tampoco pueden decirle un piropo a una dama. El señor Hartright no
era una excepción a la regla común. Aparte de esto en esos pocos días y en el
poco tiempo que lo traté me pareció un joven modesto y al que poco faltaba
para ser un caballero.
Así, pues, transcurrió el viernes. No aludo a los asuntos más importantes
que ocuparon ese día mi atención, la carta anónima a la señorita Fairlie, las
medidas que juzgué oportuno adoptar cuando me comunicaron lo sucedido y
la convicción que tenía de que toda posible explicación de los hechos íbamos a
obtenerla sin problemas de Sir Percival, ya que todo se ha expuesto, según
creo, en el relato anterior.
El sábado se marchó el señor Hartright antes de que yo bajase a desayunar.
La señorita Fairlie no salió de su cuarto en todo el día y me pareció que la
señorita Halcombe no estaba muy animada. La casa no era ya lo que fue en
tiempo del señor Philip Fairlie y su señora. Me fui a dar un paseo yo solo hasta
el mediodía; anduve por lugares que había descubierto cuando estuve en
Limmeridge la primera vez, hacía treinta años, para tratar algún asunto de
familia. Pero tampoco eran lo que habían sido.
A las dos de la tarde el señor Fairlie me mandó un recado diciendo que se
encontraba lo suficientemente bien como para recibirme. El sí que no había
cambiado en ningún aspecto desde que le conocí. Su conversación giraba en
torno al mismo tema que siempre; él mismo, sus dolencias, sus maravillosas
monedas y sus incomparables aguafuertes de Rembrandt. En cuanto pretendí
enfocar la conversación hacia el asunto que me había llevado a aquella casa,
cerró los ojos y dijo que le «trastornaba». Persistí en trastornarle volviendo
una y otra vez sobre el mismo punto. Más todo lo que pude sacar en claro fue
que consideraba el matrimonio de su sobrina como una cosa hecha que su
padre había sancionado y que él también sancionaba; que era un matrimonio
envidiable y que personalmente estaría encantado cuando terminasen las
molestias que ocasionaba aquel asunto. En cuanto a los contratos, podía
consultar con su sobrina y luego estudiar todo lo que me pareciese, dado lo
bien que yo conocía todos los asuntos de familia, para prepararlo todo y
limitar su participación en el asunto a decir su «sí» de tutor en el momento
convenido, porque por supuesto apoyaría con infinito placer mis deseos y los
de todos los demás. Mientras tanto, yo podía ver cómo estaba, un pobre
enfermo condenado a vivir encerrado en su cuarto. ¿Acaso me parecía que
quería que le atormentasen? No. Pues entonces, ¿por qué atormentarlo?
Quizá me hubiera asombrado de esta increíble ausencia de responsabilidad
e interés por parte del señor Fairlie en su calidad de tutor, si no estuviese tan
enterado de los asuntos de la familia como para recordar que el señor Fairlie
era un hombre soltero y que la propiedad de Limmeridge sólo le interesaba por
cuanto él la habitaba. Así que, tal y como se hallaban las cosas, no salí ni
sorprendido ni decepcionado por el resultado de la entrevista. El señor Fairlie
simplemente había justificado mis expectativas, sin más.
El domingo fue un día gris dentro y fuera de la casa. Llegó una carta para
mí del procurador de Sir Percival Glyde acusando recibo de mi informe y de la
copia del anónimo. La señorita Fairlie se reunió con nosotros por la tarde;
estaba pálida y desanimada, muy distinta de cómo era ella siempre. Habló un
rato conmigo, y en la conversación me aventuré a mencionar de paso a Sir
Percival. Escuchó y no contestó nada. Cuando hablamos de otras cosas seguía
muy gustosa la conversación, pero pasó en silencio este tema. Empecé a
sospechar que tal vez estaba arrepentida de su compromiso, y tal como les
pasa a muchas jóvenes el arrepentimiento llega demasiado tarde.
El lunes llegó Sir Percival Glyde.
Le encontré, tanto en su aspecto como en sus modales, sumamente
atractivo. Me pareció algo más viejo de lo que esperaba, su frente se
ensanchaba en una calvicie y su rostro parecía rugoso y gastado. Pero sus
movimientos eran tan ágiles y su alegría tan contagiosa como los de un
muchacho. Saludó a la señorita Halcombe con una cordialidad deliciosa y
natural, y cuando le fui presentado se mostró tan desenvuelto y afable que
enseguida nos tratamos como viejos amigos. La señorita Fairlie no se hallaba
presente cuando llegó, pero entró en el cuarto unos diez minutos después. Sir
Percival se levantó y la saludó con elegante distinción. Expresó con ternura y
respeto su evidente preocupación al ver el triste cambio que se había
producido en el aspecto de la joven y la delicadeza y el recato de su tono, de
su voz, de sus palabras, pusieron de manifiesto al mismo tiempo su refinada
educación y su buen sentido. A pesar de estas circunstancias vi con sorpresa
cómo la señorita Fairlie continuaba cohibida y violenta en su presencia, y a la
primera oportunidad se fue del salón. Sir Percival pareció no darse cuenta ni
de su cohibición en el momento de saludarlo, ni de su repentino abandono de
nuestra reunión. Mientras estuvo presente no la agobió con sus cumplidos, y
cuando salió no turbó a la señorita Halcombe comentando su desaparición. Ni
en esta ocasión ni en ninguna otra mientras estuve con él en Limmeridge
fallaron ni su tacto, ni su buen gusto.
En cuanto la señorita Fairlie salió del salón él mismo nos evitó el
embarazoso deber de empezar a hablar del anónimo, abordando el tema por su
propia iniciativa. Volviendo de Hampshire se había detenido en Londres, había
visto a su procurador y había leído los documentos que yo envié, poniéndose
inmediatamente en camino para Cumberland, ansioso de tranquilizarnos
ofreciendo la explicación más rápida y completa que puede formularse con
palabras. Al oírlo expresarse en ese sentido le mostré la carta original que
conservaba para que él la estudiase. Me dio las gracias y se negó a leerla,
diciendo que ya había visto la copia y que deseaba que el original quedase en
nuestras manos.
Las aclaraciones que nos dio inmediatamente eran tan claras y
satisfactorias como yo había esperado que fuesen.
Nos contó que la señora Catherick le había prestado hacía varios años
algunos señalados servicios a él y a otras personas de su familia. Fue
doblemente desgraciada por casarse con un hombre que la abandonó y porque
su única hija tenía desde muy temprana edad, perturbadas sus facultades
mentales. Aunque al casarse se había establecido en una región de Hamsphire
muy alejada de donde se hallaban las posesiones de Sir Percival Glyde, éste
procuró no perderla nunca de vista; sus sentimientos amistosos hacia la pobre
mujer, que le guardaba en consideración a los servicios prestados, estaban
reforzados en gran medida por la admiración que despertaba en él la paciencia
y el valor con que sobrellevaba sus calamidades. Al correr del tiempo, los
síntomas de la dolencia mental de su desgraciada hija se agravaron tanto que
se hizo necesario someterla a los cuidados de un médico. La misma señora
Catherick reconocía aquella necesidad, pero a la vez experimentaba esa
repugnancia natural en una persona modesta y respetable ante la idea de
recluir a su hija en un manicomio de beneficencia como si fuese una indigente.
Sir Percival respetó su prejuicio, como respetaba toda libertad de sentimientos
en cualquiera de las clases sociales, y para pagar de algún modo a la señora
Catherick la lealtad que había demostrado en otros tiempos hacia él y hacia su
familia, resolvió sufragar los gastos de la estancia y tratamiento de su hija en
un sanatorio particular y de su confianza. Con gran sentimiento de la madre y
de él mismo, la pobre criatura había descubierto la parte que las circunstancias
le indujeron a tomar en su reclusión y había concebido, como es lógico, el
mayor odio y desconfianza hacia él. El anónimo que había escrito después de
su escapada era una consecuencia obvia de este odio y desconfianza de los
cuales había dado varias pruebas también mientras estuvo recluida. Si la
impresión que la carta anónima causó en la señorita Halcombe o en el señor
Gilmore contradecía sus manifestaciones, o si deseaban algunos detalles más
del mismo manicomio —nos facilitó sus señas—, así como los nombres de los
dos médicos que dieron los certificados necesarios para realizar el ingreso,
estaba dispuesto a contestar cualquier pregunta y disipar cualquier duda. Había
cumplido con su deber respecto a la infeliz muchacha dando órdenes a su
procurador para que no ahorrase ni dinero ni molestias en buscarla y ponerla
de nuevo al cuidado de los médicos que la trataban. Ahora sólo deseaba
cumplir con su deber respecto a la señorita Fairlie y su familia de la misma
manera noble y recta.
Fui el primero en contestar a esta declaración. Veía con claridad la
conducta que debía seguir. Una de las grandes perfecciones de la Ley es la de
que puede discutir cualquier aseveración humana hecha en cualquier
circunstancia y expresada en cualquier forma. Si se hubiesen requerido mis
servicios profesionales para presentar un pleito contra Sir Percival, en base a
su propia declaración, sin duda alguna hubiera podido conseguirlo. Pero mi
deber no era ése; mis funciones eran puramente de orden judicial. Tenía que
sopesar la explicación que habíamos escuchado; debía concederle toda la
fuerza que le prestaba la intachable reputación del caballero que nos la ofrecía
y decidir honradamente si las probabilidades presentadas por el mismo Sir
Percival eran francamente favorables o desfavorables. Abrigaba la convicción
de que le eran favorables y le declaré honradamente que, a mi parecer, su
explicación era plenamente satisfactoria.
La señorita Halcombe, después de mirarme con gravedad, dijo por su parte
algunas palabras en el mismo sentido, pero con cierta vacilación que no me
pareció muy apropiada en semejantes circunstancias. No puedo afirmar que
Sir Percival Glyde se diera cuenta de ello. Mi opinión es que se dio y por eso
decidió volver a tratar del asunto, aunque podía, con toda propiedad, darlo por
concluido.
—Si esta sincera exposición de los hechos hubiera sido dirigida sólo al
señor Gilmore —dijo—, hubiera considerado innecesario volver a insistir en
este desagradable asunto. Me atrevo a pensar que el señor Gilmore, como
caballero, se fiará de mi palabra y, una vez hecha esta justicia, ha terminado la
discusión entre nosotros. Pero mi actitud con respecto a una señorita no es la
misma. Le debo (a lo que no hubiera accedido con ningún hombre) una prueba
de la autenticidad de mi explicación. Usted no puede solicitar esta prueba,
señorita Halcombe, pero es mi deber hacia usted, y más aún hacia la señorita
Fairlie, el ofrecerla. ¿Puedo pedirle a usted que escriba ahora mismo a la
madre de esa pobre mujer, a la señora Catherick, pidiéndole una confirmación
de todo cuanto les he dicho?
Vi que la señorita Halcombe palidecía y parecía turbada. A pesar de la
delicadeza con que había expresado su sugerencia Sir Percival, tanto ella como
yo comprendimos que estaba contestando con gran comedimiento a la duda
que su comportamiento acababa de delatar.
—Espero, Sir Percival, que no me hará la injusticia de pensar que
desconfío de usted —dijo con rapidez.
—Por supuesto que no, señorita Halcombe. Hago mi propuesta únicamente
por atención a usted. ¿Me perdonará mi obstinación si me atrevo a repetirla?
Diciendo esto fue hacia el escritorio, acercó una silla y abrió el cajón para
sacar papel.
—Permítame suplicarle que escriba la carta —insistió—, como un favor
personal. No la ocupará más que unos minutos. Sólo tiene que preguntar a la
señora Catherick dos cosas. Primera, si su hija ha sido recluida en el sanatorio
con su conformidad y conocimiento. Segunda, si yo merezco su gratitud por la
parte que he tomado en ello. El señor Gilmore está ya completamente
tranquilo respecto a este desdichado asunto..., y usted también lo está. Así que
por favor deme a mí ahora esa tranquilidad escribiendo esta nota.
—Me obliga usted a satisfacer su ruego, sir Percival, aunque preferiría
denegarlo.
Con estas palabras la señorita Halcombe se levantó de su asiento y fue
hacia el escritorio. Sir Percival le dio las gracias, le alargó una pluma y regresó
a su sitio junto a la chimenea. Sobre la alfombrilla estaba tendido el galgo
italiano de la señorita Fairlie. Sir Percival tendió la mano hacía él y lo llamó
con voz apacible.
—Ven aquí, Mina —dijo—; nosotros nos conocemos ¿verdad?
El animalito, tan cobarde y cabezota como suelen serlo los perros
favoritos, le miró con furia, se desvió de la mano que se le extendía, se
estremeció, dio un ladrido quejumbroso y se ocultó bajo el sofá. Es absurdo
pensar que Sir Percival se hubiera desconcertado porque un perro le recibiese
de tal manera mas, no obstante, observé que de pronto se retiró hacia la
ventana. Quizá era de natural irascible. Si es así, podría comprenderlo. Yo
también soy irascible algunas veces.
La señorita Halcombe no tardó en escribir la carta. Cuando terminó se
levantó del escritorio y se la alargó a Sir Percival. Este se inclinó, la aceptó, la
dobló inmediatamente, sin echar ni una ojeada a su contenido, la selló,
escribió las señas y se la devolvió en silencio. En mi vida he visto nada que se
hiciera con mayor soltura y gracia.
—¿Insiste usted en que yo envíe esta carta, Sir Percival? —dijo la señorita
Halcombe.
—Le suplico que la envíe usted —contestó—. Y ahora que está escrita y
sellada permítame que le haga dos o tres últimas preguntas referentes a la
desventurada mujer a quien se refiere. He leído la comunicación que el señor
Gilmore tuvo la amabilidad de remitir a mi procurador describiendo las
circunstancias bajo las cuales habían identificado a la autora del anónimo.
Pero hay algunos puntos sobre los que esa nota no dice nada. ¿Anne Catherick
vio a la señorita Fairlie?
—Por supuesto que no —dijo la señorita Halcombe.
—¿La vio usted?
—No.
—¿Entonces no vio a nadie de la casa salvo a un cierto señor Hartright que
accidentalmente la encontró en el cementerio?
—A nadie más.
—El señor Hartright estaba en Limmeridge como profesor de dibujo,
según he oído. ¿Es miembro de una de las sociedades de acuarelistas?
—Creo que sí —contestó la señorita Halcombe.
Calló durante algunos instantes, como si estuviese pensando en estas
últimas palabras, y añadió:
—¿Han averiguado ustedes dónde vivía Anne Catherick mientras estuvo
aquí?
—Sí, en una granja del páramo que se llama Todd's Corner.
—Todos tenemos ante esa desgraciada criatura, el deber de seguir su pista
—continuó diciendo Sir Percival—. Puede haber dicho en Todd's Corner algo
que nos haga posible encontrarla. Voy a ir allí para ver si consigo averiguar
algo. Mientras tanto, señorita Halcombe, como no puedo tratar yo mismo este
penoso tema con la señorita Fairlie, ¿sería demasiado pedirle que le diese
usted las explicaciones necesarias, no antes, por supuesto, de que llegue la
respuesta a la carta?
La señorita Halcombe prometió hacerlo. Le dio las gracias, saludó
sonriente y nos dejó para dirigirse a sus habitaciones. Cuando abría la puerta,
el galgo cabezota asomó su larga cabeza bajo el sofá, le ladró y le enseñó los
dientes.
—Una buena mañana de trabajo, señorita Halcombe —dije en cuanto nos
quedamos solos—. Ya hemos terminado con las preocupaciones que nos
embargaban.
—Sí —repuso ella—. Sin duda. Me alegro mucho de que esté usted
satisfecho.
—¡De que yo esté satisfecho! De seguro que con esa carta en sus manos
también lo estará usted.
—Sí... ¿cómo es posible otra cosa? Ya sé que es imposible —siguió
diciendo dirigiéndose más a sí misma que a mí— pero estoy a punto de
lamentar que Walter Hartright no se hubiese quedado más tiempo para poder
presenciar esta explicación y escuchar esta propuesta de escribir la carta.
Quedé un poco sorprendido y... quizá también, un poco irritado por estas
últimas palabras.
—Es cierto que los acontecimientos han hecho que el señor Hartright tenga
que ver bastante con la historia del anónimo —contesté—, y estoy dispuesto a
admitir que en todo momento se ha comportado con gran delicadeza y
discreción. Pero no acabo de comprender qué influencia provechosa hubiera
podido ejercer su presencia sobre el efecto que hayan podido hacernos a usted
o a mí las justificaciones de Sir Percival.
—Era una absurda fantasía —dijo distraída—. No vale la pena hablar de
ello. Su experiencia debe ser, y lo es, la mejor guía a que puedo aspirar, señor
Gilmore.
No me agradó demasiado ver que dejaba sobre mí el peso de toda la
responsabilidad de una taxativa. Si lo hubiese hecho el señor Fairlie no me
hubiera sorprendido pero la resuelta e inteligente señorita Halcombe era la
última persona de este mundo de la que yo pudiese esperar que soslayara el
exponerme su propia opinión.
—Si existe todavía alguna duda que le preocupa —dije—, ¿por qué no me
la confiesa en seguida? Dígame francamente, ¿tiene algún motivo para
desconfiar de Sir Percival Glyde?
—Ninguno.
—¿Ve usted algo inverosímil o contradictorio en su explicación?
—¿Cómo voy a decir que lo veo después de la prueba de su veracidad que
me ha ofrecido? ¿Puede haber otro testimonio más a su favor, señor Gilmore,
que el de la misma madre de la mujer?
—Ninguno. Si la contestación de su carta es satisfactoria, yo por lo menos
no sé si un amigo de Sir Percival puede exigirle más.
—Entonces vamos a enviar la carta al correo —dijo levantándose para
marcharse— y no tratemos más este tema hasta que llegue la respuesta. No dé
importancia a mis dudas. No tienen otra justificación sino la de que estos días
pasados estuve demasiado preocupada por Laura; y las preocupaciones, señor
Gilmore, acaban trastornando a cualquiera por muy fuerte que sea.
Dio la vuelta bruscamente y salió de prisa. Su voz, tan firme de ordinario,
tembló al decir estas últimas palabras. Tenía una naturaleza apasionada,
vehemente y sensible, mujeres como ella se encuentran una entre diez mil en
estos tiempos triviales y superficiales. La conocía desde su niñez, la había
visto afrontar, mientras crecía, más de una penosa crisis familiar, y mi larga
experiencia me hizo dar importancia a sus vacilaciones en las circunstancias
que acabo de describir como no se la hubiera dado a las de ninguna otra mujer
en caso semejante. No veía causa alguna para que dudase o se preocupase y,
sin embargo, consiguió transmitirme sus dudas y preocupaciones. En mi
juventud me hubiera irritado e indignado conmigo mismo por la irrazonable
intranquilidad de mi ánimo. Pero los años me habían dado mayor
comprensión, lo tomé con filosofía y me fui a dar un paseo.
II
Nos volvimos a reunir todos a la hora de cenar.
Sir Percival se hallaba de buen humor, tan exultante que apenas reconocí
en él al hombre cuyo tacto, refinamiento y buen sentido tanto me habían
impresionado durante nuestra conversación de la mañana. Lo único que había
quedado de su anterior personalidad, y que se manifestaba de manera
constante era, como pude observar, su modo de tratar a la señorita Fairlie. Una
palabra o una mirada de ella eran suficientes para cortar su carcajada más
estrepitosa, para refrenar la festiva fluidez de su discurso y para concentrar en
ella toda su atención prescindiendo de los demás comensales. Aunque nunca
trató abiertamente de hacerla intervenir en la conversación, no perdía la menor
ocasión que ella le daba para hacerle expresar su opinión o para decirle,
aprovechando las circunstancias, palabras que otro hombre de menor tacto y
delicadeza le hubiera dedicado sin preámbulos. Me sorprendió ciertamente el
hecho de que la señorita Fairlie parecía darse cuenta de sus atenciones, sin
mostrarse emocionada por ellas. Cuando él la miraba o le dirigía la palabra se
turbaba un poco, pero jamás demostró que le agradase ni que lo agradeciese.
La fortuna, el rango, la buena crianza y la buena presencia, el respeto de un
caballero añadido a la devoción del amante, todo estaba humildemente
depositado a sus pies, pero las apariencias eran de que estaba depositado en
vano.
Al día siguiente, que era martes, Sir Percival fue por la mañana a Todd's
Corner, llevando un criado como guía. Mas, según supe más tarde, sus
pesquisas no aportaron ningún resultado. Cuando volvió tuvo una entrevista
con el señor Fairlie, y por la tarde salió a caballo con la señorita Halcombe.
No sucedió nada más que merezca recordarse. La tarde transcurrió sin
novedad y no advertí cambio alguno en Sir Percival ni en la señorita Fairlie.
El correo del miércoles nos trajo un acontecimiento: la respuesta de la
señora Catherick. Copié aquel documento, que he conservado, por lo que
ahora puedo reproducirlo aquí. Decía lo siguiente:
«Señora: Acuso recibo de su carta, en la que me pregunta si mi hija Anne
estuvo sometida a tratamiento médico con mi autorización y conformidad y si
la participación que tuvo en ello sir Percival Glyde merece mi gratitud hacia
este caballero. Tengo el gusto de enviarle mi respuesta afirmativa a ambas
cuestiones, y créame su solícita servidora,
JANE ANNE CATHERICK»
Corta, seca y concisa, aquella carta se parecía demasiado a una carta de
negocios para ser escrita por una mujer y su contenido ofrecía una
confirmación tan contundente como sólo podía desear sir Percival. Esta fue mi
opinión, y, con algunas reservas, fue también la de la señorita Halcombe.
Cuando le enseñamos la carta a Sir Percival no se sorprendió por su tono
cortante y seco. Nos dijo que la señora Catherick era mujer de pocas palabras,
sobria, recta y sin imaginación, que escribía con tanto laconismo y sencillez
como hablaba.
Una vez recibida la respuesta satisfactoria que esperábamos, había que
comunicar a la señorita Fairlie las aclaraciones presentadas por Sir Percival.
La señorita Halcombe se encargó de hacerlo y salió del salón para subir a ver a
su hermana pero muy pronto volvió a entrar y se sentó junto al sillón en que
yo me hallaba leyendo el periódico. Sir Percival acababa de salir para visitar
las cuadras, y en la habitación no estábamos más que nosotros dos.
—Supongo que hemos hecho honestamente todo lo que podemos —dijo
ella dando vueltas entre sus manos a la carta de la señora Catherick.
—Si somos amigos de Sir Percival, lo conocemos y confiamos en él,
hemos hecho todo lo que debíamos y aún más de lo que era necesario —
contesté un poco molesto por aquella reincidencia en las dudas—, pero si
somos enemigos que sospechamos de él...
—No hay por qué pensar en esta alternativa —interrumpió—. Somos
amigos de Sir Percival, y si la generosidad y la paciencia se pudieran añadir a
la consideración que nos merece, deberíamos ser también admiradores suyos.
¿Sabe usted que ayer vio al señor Fairlie y que después salió conmigo?
—Sí, vi que salieron ustedes dos a caballo.
—Al empezar el paseo hablamos de Anne Catherick y de la manera tan
extraordinaria en que la encontró el señor Hartright. Pero dejamos pronto este
tema y Sir Percival habló de su compromiso con Laura en los términos más
desinteresados. Dijo que ya había notado que ella está muy abatida y se inclina
a achacar a esta historia el cambio que observa en el modo de tratarlo,
mientras no se le ofrezca otra explicación. Sin embargo, si hubiese alguna
causa más sería para el cambio, suplicaría que ni el señor Fairlie ni yo
forzáramos sus inclinaciones. Todo lo que él pediría en este caso sería que por
última vez ella recordase las circunstancias en las cuales se prometieron y la
conducta que él había seguido desde el principio de su noviazgo hasta el
momento actual. Si después de considerar debidamente estos dos argumentos,
manifestara un serio deseo de que él renunciase a su pretensión de conseguir el
honor de ser su esposo y así se lo dijera ella misma clara y abiertamente, se
sacrificaría dejándola perfectamente libre para romper el compromiso.
—Ningún hombre podría decir más, señorita Halcombe. Sé por experiencia
que muy pocos en su caso hubieran dicho tanto.
Se calló cuando yo dije estas palabras, y me contempló con una singular
expresión, entre perpleja y desolada.
—Ni acuso a nadie ni sospecho nada —prorrumpió bruscamente—, pero
no puedo ni quiero cargar con la responsabilidad de persuadir a Laura para que
se case.
—Esta es exactamente la actitud que le ha indicado Sir Percival que tome
usted —repliqué con asombro—. Le ha suplicado que no fuerce sus
inclinaciones.
—E indirectamente me obliga a que la fuerce si le transmito su mensaje.
—¿Cómo es posible?
—Consulte con usted mismo, señor Gilmore, conociendo a Laura como la
conoce. Si le digo que reflexione sobre las circunstancias de su compromiso
apelo a la vez a los dos sentimientos más intensos de su naturaleza: su
devoción a la memoria de su padre y su estima estricta por la verdad. Usted
sabe que jamás en su vida ha faltado a su palabra, usted sabe que contrajo este
compromiso al comienzo de la fatal enfermedad de su padre y que éste, en su
lecho de muerte, hablaba con esperanza e ilusión de su boda con Sir Percival
Glyde.
Confieso que me sorprendió su manera de enfocar las cosas.
—¿No querrá decir —repuse— que cuando Sir Percival le habló ayer
esperaba obtener con su proposición los mismos resultados que acaba usted de
mencionar?
Su rostro abierto y valiente me contestó antes de que hablase.
—¿Cree usted que soportaría un instante la presencia de un hombre al que
sospechase capaz de una bajeza similar? —preguntó furiosa.
Me agradó advertir la viva indignación con que pronunció aquellas
palabras. Por mi profesión estoy acostumbrado a ver mucha malicia y muy
poca indignación.
—En ese caso —añadí—, permítame que le advierta que se está apartando
de la cuestión. Sean las que sean las consecuencias, Sir Percival tiene derecho
a esperar que su hermana considere desde todos los puntos de vista su
compromiso antes de pretender romperlo. Si esta desdichada carta le ha hecho
desconfiar, vaya en seguida y dígale que se ha justificado perfectamente a los
ojos de usted y a los míos. ¿Qué objeción puede alegarnos después de esto?
¿Qué excusa puede oponer para que cambie de este modo el concepto que
tenía de un hombre al que virtualmente considera su prometido desde hace dos
años?
—A los ojos de la ley y de la razón no hay excusa, señor Gilmore, tengo
que confesarlo. Si aún duda y lo hago yo, achaque nuestra extraña conducta, si
así lo desea, a un capricho por parte de las dos y soportaremos esa imputación
lo mejor que podamos.
Con estas palabras se levantó bruscamente y salió del salón. Cuando una
mujer sensata, ante una pregunta seria, sale con evasivas, es señal indefectible,
en el noventa y nueve por ciento de los casos, de que tiene algo que ocultar.
Volví a coger el periódico, sospechando seriamente que la señorita Halcombe
y la señorita Fairlie guardaban un secreto que no nos confesaban ni a Sir
Percival ni a mí. Lo creí cruel respecto a nosotros dos, sobre todo para Sir
Percival.
Mi duda, o dicho con más propiedad, mi convicción, me la confirmó la
propia señorita Halcombe con sus palabras y su actitud cuando nos volvimos a
ver aquella misma tarde. Me dio cuenta de su entrevista con su hermana de
una manera concisa y con una reserva sospechosa. Por lo visto la señorita
Fairlie había escuchado serenamente su explicación de que el asunto de la
carta estaba aclarado; pero cuando la señorita Halcombe comenzó a decirle
que el objeto de la visita de Sir Percival a Limmeridge era convenir con ella el
día definitivo de la boda, no quiso escuchar nada más sobre el tema y suplicó
que le dieran tiempo. Si es que Sir Percival consentía en no insistir de
momento, se comprometía a darle su respuesta final antes de terminar el año.
Se mostró tan ansiosa e inquieta al pedir esta prórroga que la señorita
Halcombe le había prometido emplear su influencia si fuera necesario para
conseguirlo. Con ello se terminó, por deseo expreso de la señorita Fairlie, su
conversación en lo que se refería a la boda.
Esta solución exclusivamente temporal, que tal vez podía satisfacer a la
joven le pareció algo embarazosa al autor de estas líneas. El correo de la
mañana había traído una carta de mi socio que me obligaba a regresar a la
ciudad al día siguiente en el tren de la tarde. Era muy probable que no
encontrase otra oportunidad de desplazarme a Limmeridge en lo que quedaba
del año. Suponiendo que la señorita Fairlie se decidiese al fin a mantener su
compromiso, sería indispensable que yo me pusiese de acuerdo con ella antes
de establecer el contrato de matrimonio, lo cual iba a ser totalmente imposible,
por lo que nos veríamos obligados a tratar por escrito cuestiones que deben
tratarse siempre de viva voz y frente a frente. Sin embargo no dije nada a
propósito de aquella dificultad hasta que se consultó con Sir Percival si
accedía a conceder la prórroga deseada. Era un caballero demasiado galante
para no concederla inmediatamente. Cuando la señorita Halcombe me lo
comunicó le dije que tenía absoluta necesidad de hablar con su hermana antes
de dejar Limmeridge, y decidimos que vería a la señorita Fairlie la mañana
próxima en su salón particular. No bajó a cenar ni nos acompañó en nuestra
velada. Se disculpó pretextando una indisposición, y me pareció que a Sir
Percival le contrarió oírlo, cosa perfectamente lógica.
A la mañana siguiente, en cuanto terminamos de desayunar, subí al salón
de la señorita Fairlie. La pobre muchacha estaba tan pálida y triste, y se
adelantó a saludarme con tanto apresuramiento y simpatía, que el discurso que
pensaba expresarle mientras subía la escalera acerca de sus caprichos y
vacilaciones se me vino abajo en cuanto la vi. La acompañé hasta la silla que
ocupaba cuando entré, sentándome yo enfrente. Su galgo cabezota estaba en la
habitación y yo no esperaba otra cosa que me saludara ladrando y enseñando
los dientes. Pero, ¡cosa extraña!, la mimada bestezuela defraudó mis
expectativas saltando sobre mis rodillas en cuanto me senté, y husmeando
familiarmente mis manos con su puntiagudo hocico.
—Usted solía sentarse sobre mis rodillas cuando era niña, querida, —le
dije—, y ahora parece que su perrito está dispuesto a sucederla sentándose en
el trono vacío. ¿Es obra suya este precioso dibujo?
Señalé, al decirlo, un álbum que había sobre la mesa junto a ella y que
evidentemente estaba hojeando cuando llegué. Estaba abierto en una página
que mostraba un paisaje pintado a la acuarela y logrado con gran finura. Este
dibujo fue el que suscitó mi pregunta, bastante insulsa por cierto, pero ¿cómo
empezar hablándole de negocios ya en el instante de abrir la boca?
—No, —dijo mirando con cierta confusión hacia otra parte— no es obra
mía.
Recuerdo que desde niña tenía la costumbre de no dar jamás descanso a
sus dedos y de juguetear con lo primero que tuviese a mano mientras alguien
le hablaba. En esta ocasión sus dedos manejaron el álbum acariciando
distraídamente los márgenes de la acuarela mientras la expresión de su rostro
se fue haciendo más melancólica. Ni miraba el álbum ni a mí. Sus ojos iban de
un lado al otro por la habitación, haciéndome comprender que sospechaba el
motivo de mi visita. Pensé que lo mejor sería ir directamente a la cuestión.
—Querida mía, uno de los motivos que me traen aquí es despedirme de
usted —comencé diciendo—. Tengo que volver a Londres hoy mismo, pero
antes de marcharme quiero hablar con usted sobre un asunto de su propio
interés.
—Siento mucho que se vaya, señor Gilmore —me dijo, mirándome con
cariño—. Ahora que está usted aquí es como si volvieran los felices viejos
tiempos.
—Espero volver alguna vez y despertar de nuevo tan agradables recuerdos
—continué— pero como el futuro es incierto tengo que aprovechar esta
oportunidad para hablarle ahora. Soy un viejo amigo y su abogado de toda la
vida; por eso me permito referirme a su posible matrimonio con Sir Percival
Glyde, en la seguridad de que no voy a ofenderla.
Separó tan bruscamente la mano del álbum como si de repente se hubiese
convertido en fuego que la abrasaba. Sus dedos se entrelazaron nerviosos
sobre su regazo, fijó la mirada en el suelo y adquirió una expresión tan
contraída que más bien parecía sentir dolor físico.
—¿Es absolutamente necesario que hablemos de mi matrimonio? —
preguntó en voz muy baja.
—Es necesario que nos refiramos a ello —contesté—, pero no hace falta
insistir sobre ese punto. Pensemos únicamente en que usted se puede casar o
puede no hacerlo. En el primer caso tendría que disponer el contrato, y sería
desconsiderado por mi parte prepararlo sin haber consultado con usted. Quizá
sea esta la única ocasión en la que yo pueda conocer sus deseos. Vamos a
suponer por un momento que usted se casa, y permítame que le diga con la
mayor brevedad posible cuál es su situación y cuál será, si usted lo desea, en el
futuro.
Le expliqué cuál era el propósito de un contrato matrimonial y le informé
con detalle sobre las perspectivas que le esperaban; primero al alcanzar su
mayoría de edad y después al morir su tío, señalando la diferencia existente
entre las propiedades en usufructo y las que poseía en propiedad. Me escuchó
con atención, la expresión de tensión no abandonaba su rostro, y sus manos
seguían nerviosamente entrelazadas sobre su regazo.
—Y ahora —dije, para terminar—, dígame si quiere usted que establezca
en el contrato alguna cláusula, a reserva desde luego de la autorización de su
tutor, puesto que no es mayor de edad.
Se agitó en la silla con desasosiego, y de pronto me miró de frente, muy
seria.
—Si eso ocurre —comenzó débilmente—, si yo...
—Si usted se casa —dije para ayudarla.
—¡No deje usted que él me separe de Marian! —gritó, en un arranque de
súbita energía—: ¡Oh, señor Gilmore, por favor, haga constar la condición de
que Marian tiene que vivir siempre conmigo!
En otras circunstancias quizá hasta me hubiese divertido esta interpretación
tan esencialmente femenina de la pregunta que acababa de hacerle y de mi
extensa explicación precedente. Pero acompañaron sus palabras una mirada y
tono de voz que no sólo me hicieron tomarlas en serio, sino que me
entristecieron profundamente. Sus palabras descubrían su ansia desesperada
por asirse al pasado y presagiaban un funesto porvenir.
—El que Marian Halcombe viva con usted puede establecerse fácilmente
en un contrato privado —le dije—. Pero creo que no ha entendido mi
pregunta. Yo me refería a su fortuna..., a las disposiciones que usted deseara
tomar acerca del empleo de su dinero. Supongamos que usted tiene que hacer
su testamento, cuando sea mayor de edad, ¿a quién querrá dejar su dinero?
—Marian ha sido para mí hermana y madre a la vez —repuso aquella
muchacha buena y leal y sus ojos azules brillaron cuando habló—. ¿Podría
dejárselo a Marian, señor Gilmore?
—Desde luego, querida mía —contesté—; pero recuerde que se trata de
una gran cantidad de dinero. ¿Se lo querría dejar todo a la señorita Halcombe?
Calló, vaciló; se puso pálida y luego encendida y su mano volvió a posarse
en el álbum.
—No; todo, no —dijo—. Existe alguien además de Marian...
Se detuvo; se ruborizó aún más, y sus dedos, que descansaban sobre el
álbum, golpearon ligeramente el borde de la acuarela como si su memoria les
hiciera recordar mecánicamente una tonada favorita.
—¿Quiere usted decir que hay alguna otra persona de la familia además de
la señorita Halcombe? —sugerí yo, viendo que no se atrevía a continuar.
El color rojo de sus mejillas se extendió por su frente y su cuello, y sus
dedos nerviosos se cerraron bruscamente en el borde del álbum.
—Hay alguien más —dijo, sin reparar en mis últimas palabras, aunque era
evidente que las había oído— que apreciaría mucho un pequeño recuerdo si...
si yo pudiera dejárselo. No habría mal en ello, si yo me muero antes...
Se calló de nuevo. Con la misma rapidez con que sus mejillas se
ruborizaron primero, volvieron a palidecer. La mano que reposaba sobre el
álbum tembló ligeramente y lo apartó de su lado. Me miró un instante, volvió
la cabeza al otro lado. Su pañuelo cayó al suelo y se apresuró a ocultar su
rostro entre las manos.
¡Qué tristeza! Recordaba aquella niña vivaracha y más feliz que cualquier
otra niña, que pasaba días enteros riendo y la contemplaba ahora —en la flor
de su edad y de su belleza— destrozada y abatida.
La pena que me inspiraba me hizo olvidar que los años habían pasado,
olvidé el cambio que suponía para nuestra relación. Acerqué mi silla a la suya,
recogí su pañuelo y separé con suavidad sus manos del rostro.
—No llore, querida mía —le dije, secando con mi mano las lágrimas que
nublaban sus ojos, como si continuase siendo la pequeña Laura de hacía diez
largos años.
Fue la mejor manera que pude hallar para calmarla. Apoyó su cabeza en mi
hombro y sonrió débilmente a través de sus lágrimas.
—Cuánto siento haberme comportado de este modo —declaró con
sencillez—. No me encontraba muy bien, me he sentido muy nerviosa y débil
estos últimos días y muchas veces lloro sin razón cuando estoy sola. Ya me
encuentro mejor y puedo contestarle como es debido, señor Gilmore, de veras
puedo hacerlo.
—No, no —repliqué—. Demos por terminada la cuestión por ahora. Ya me
ha dicho usted bastante para que sepa lo que tengo que hacer y lo que más
convenga a sus intereses. Dejemos los detalles para otra ocasión. Vamos a
olvidarnos de los negocios, hablemos de otras cosas.
Y en seguida llevé la conversación por otro camino. A los diez minutos se
había calmado y me levanté para despedirme.
—Vuelva —dijo con gravedad—. Trataré de responder mejor a su afecto
hacia mí y su preocupación por mis intereses cuando vuelva otra vez.
Continuaba agarrándose al pasado…, ¡al pasado que yo representaba para
ella, a mi manera, como a la suya lo representaba la señorita Halcombe! Me
preocupaba profundamente verla mirar para atrás cuando se hablaba del
comienzo de su camino exactamente como miro yo ahora cuando me hallo al
final del mío.
—Si vuelvo, espero encontrarla mejor —le dije—, mejor y más feliz. ¡Dios
la bendiga, querida mía!
Me contestó ofreciéndome su mejilla para que la besase. Hasta los
abogados tienen corazón, y el mío se crispó al despedirme de ella.
La entrevista no habría durado más de media hora, y sin que ella dejase
entrever con una sola palabra cuál era el misterio de su profunda tristeza y
decaimiento ante la idea de casarse, había conseguido ganarme para su causa
con el fin de apoyarla en este pleito sin que yo supiera cómo ni por qué. Al
entrar en su cuarto estaba persuadido de que Sir Percival tenía completa razón
para quejarse de la manera con que le trataba, y cuando salí alimentaba la
secreta esperanza de que las cosas terminasen de modo que ella le hiciera
cumplir su palabra y rompiera el compromiso. Un hombre de mis años y
experiencia debía saber guardarse de dudas tan irrazonables. No puedo buscar
disculpas para mi actitud; únicamente puedo contar la verdad, decir: fue así.
Se acercaba la hora en que debía marcharme. Envié recado al señor Fairlie
diciéndole que esperaría para despedirme de él, si así lo deseaba, pero que
tendría que disculparme, pues no disponía de mucho tiempo. Me envió un
mensaje escrito a lápiz en una cuartilla que decía:
«Reciba mi afecto y mejores deseos, querido Gilmore. Las prisas de todo
tipo siempre son indeciblemente perjudiciales para mí. Por favor, cuídese
usted. Adiós.»
Antes de marcharme me encontré un momento a solas con la señorita
Halcombe.
—¿Ha dicho usted a Laura todo lo que quería decirle? —preguntó.
—Sí —repliqué—. Está muy débil y nerviosa. Me alegro mucho de que la
tenga a usted para cuidarla.
Los ojos penetrantes de la señorita Halcombe escudriñaron los míos.
—Ha variado usted su opinión respecto a Laura —dijo—. Está usted más
dispuesto a hacerle concesiones de lo que estaba ayer.
No hay hombre sensato que se atreva a sostener un sutil intercambio de
palabras con una mujer sin estar preparado para ello. Me limité a contestar:
—Téngame al corriente de lo que suceda. No haré nada hasta tener noticias
suyas.
Siguió mirándome con fijeza.
—¡Cuánto desearía que todo hubiera terminado ya, señor Gilmore..., lo
mismo que lo desea usted!
Y con estas palabras se separó de mí.
Sir Percival insistió con extrema cortesía en acompañarme hasta el coche
que esperaba a la puerta.
—Si alguna vez se encuentra usted cerca de mi casa —me dijo—, no
olvide, se lo ruego, que deseo sinceramente que nos conozcamos mejor. El
viejo y fiel amigo de esta familia será siempre bienvenido en cualquiera de
mis casas.
Era un hombre realmente irresistible —cortés, considerado, encantador en
su falta de orgullo, un caballero de los pies a la cabeza. Mientras el coche me
llevaba a la estación, comprendí que era capaz de hacer cualquier cosa, y con
verdadero gusto, para favorecer a Sir Percival Glyde. Cualquier cosa de este
mundo menos prepararle el contrato de matrimonio de su prometida.
III
Después de mi regreso a Londres transcurrió una semana sin que recibiera
noticias de la señorita Halcombe.
Al octavo día encontré sobre mi mesa, entre otras cartas, una escrita de su
puño y letra.
En ella me anunciaba que Sir Percival Glyde había sido aceptado
definitivamente, y que el matrimonio se celebraría por expreso deseo del
novio, antes de fin de año. Según todas las probabilidades, se casarían en la
segunda quincena de diciembre. La señorita Fairlie cumplía veintiún años a
finales de marzo. Por tanto si se cumplía lo convenido, sería la esposa de Sir
Percival unos tres meses antes de llegar a su mayoría de edad.
No debería haberme sorprendido, no debería haberme entristecido; pero sin
embargo me sorprendió y entristeció. A estos sentimientos se unía cierta
decepción por el laconismo de la señorita Halcombe, y todo ello acabó con mi
serenidad para lo que restaba del día. En seis líneas mi corresponsal me
anunciaba que la boda estaba concertada; en tres líneas más, me decía que Sir
Percival había abandonado Cumberland para retornar a su casa de Hampshire,
y en dos frases concluyentes me informaba primero, que Laura necesitaba
cambiar de aire y ambiente y, segundo, que había resuelto intentar este cambio
y llevar a su hermana a Yorkshire a casa de unos antiguos amigos. Así
terminaba la carta sin una palabra que me explicase qué circunstancias habían
hecho que la señorita Fairlie aceptase a sir Percival Glyde tan sólo una semana
después de que yo la hubiera visto.
Algún tiempo después supe la causa que determinó esta rápida decisión.
Mas no me corresponde a mí relatarlo, con las imperfecciones que supone una
evidencia indirecta. Ya que sucedió en presencia de la señorita Halcombe, ella
lo contará cuando le llegue el turno con todo detalle y tal y como sucedió.
Mientras tanto, la obligación que me queda por cumplir —antes de que yo, a
mi vez deje mi pluma y desaparezca de esta historia— es relatar el único
acontecimiento relacionado con el matrimonio de la señorita Fairlie en el que
tomé parte activa: es decir, la redacción de su contrato.
Es imposible contar de una manera clara cómo hubo de redactarse el
documento sin entrar en ciertos detalles referentes al pecunio de la novia.
Trataré de ser breve y conciso y de prescindir de oscuros tecnicismos
profesionales. El tema es de máxima importancia. Advierto a todos los que
lean estas líneas que la herencia de la señorita Fairlie ocupa un lugar muy
especial en su historia; y que, en este particular, la intervención del señor
Gilmore es indispensable que sea conocida por los que deseen comprender los
sucesos que siguen.
La herencia que correspondería a la señorita Fairlie procedía de dos partes
de distinta índole: una de ellas era una posible herencia que le dejaría al morir
su tío en bienes raíces, es decir tierras, y otra una herencia real, propiedad
personal, es decir, el dinero que recibiría al alcanzar la mayoría de edad.
Vamos a ocuparnos ante todo de las tierras.
En tiempos del abuelo paterno de la señorita Fairlie (al que designaremos
como señor Fairlie el mayor), la sucesión de las propiedades de Limmeridge
se hallaba establecida en las condiciones siguientes:
Al morir el señor Fairlie, el mayor, quedaron tres hijos varones: Philip,
Frederick y Arthur. Philip, como hijo mayor, heredaría las propiedades de
Limmeridge. Si moría sin dejar un hijo varón, la propiedad pasaba al hermano
segundo, Frederick, y si éste también moría sin hijo varón, todo quedaba para
el tercer hermano, Arthur.
Murió primero Philip Fairlie, dejando una hija única, nuestra Laura; por
tanto, todas las propiedades, según establecía la ley, pasaron al segundo
hermano, Frederick, que estaba soltero. El tercer hermano, Arthur, había
muerto muchos años antes de Philip, dejando un hijo y una hija. El hijo se
ahogó a los dieciocho años en Oxford, y quedó Laura, hija del señor Philip
Fairlie, como presunta heredera de las propiedades de su tío Frederik si éste
moría sin dejar descendencia masculina.
Por tanto, excepto en el caso de que se casara el señor Frederick Fairlie y
dejase un heredero (probablemente las últimas cosas en este mundo que le
gustaría hacer), su sobrina Laura sería su heredera, pero, no había que
olvidarlo, sólo tendría derecho al usufructo de las propiedades. Si muriese
soltera o sin hijos, las propiedades recaerían en su prima Magdalena, hija del
señor Arthur Fairlie. Si se casaba, disponiendo el correspondiente contrato —
es decir, el contrato que yo había de redactar, disfrutaría de la renta de las
fincas (tres mil libras al año, bien contadas). Si moría antes que su marido,
éste sería el usufructuario hasta su muerte. Si dejase un hijo varón, éste sería el
heredero con preferencia ante su prima Magdalena. Así que al casarse Sin
Percival con la señorita Fairlie, esperaba aquél (en lo que se refería a los
bienes raíces de su mujer), que a la muerte de su tío Frederick se le
presentasen estas dos agradables posibilidades: una, la de disfrutar de la renta
anual de tres mil libras (con autorización de su mujer, mientras ésta viviese y
por derecho propio si él la sobrevivía), y otra, la herencia de Limmeridge para
su hijo si es que lo tuviese.
Eso era lo establecido respecto a los bienes raíces y la distribución de sus
rentas en lo que afectaba al matrimonio de la señorita Fairlie. En esta parte no
era de esperar que surgiese dificultad alguna o desacuerdo entre el abogado de
Sir Percival y yo mismo a la hora de establecer el contrato de la esposa.
La fortuna personal, o dicho de otra forma, el dinero del que dispondría la
señorita Fairlie en cuanto alcanzase su mayoría de edad, es el segundo punto
que hay que considerar.
Esta parte de la herencia constituía por sí sola una cantidad muy respetable.
Se estipulaba en el testamento de su padre y alcanzaba la suma de veinte mil
libras. Además disponía del usufructo de la renta de otras diez mil que en caso
de su fallecimiento pasarían a su tía Eleonor, única hermana de su padre. Para
que los lectores puedan darse cuenta clara y exacta de los asuntos de la
familia, será conveniente que me detenga a exponer las razones por las cuales
la tía había de esperar a la muerte de su sobrina para entrar en posesión de su
legado.
El señor Philip Fairlie se mantuvo en perfecta armonía con su hermana
Eleonor, mientras ésta permaneció soltera. Mas cuando se casó, ya un poco
tarde, con un caballero italiano llamado Fosco (más exactamente, un
aristócrata italiano, pues usaba el título de conde) su decisión provocó una
reprobación tan severa por parte del señor Fairlie que cortó toda relación con
ella y llegó hasta a borrar su nombre de su testamento. Los demás miembros
de la familia encontraron que tal manifestación de su resentimiento por el
matrimonio de su hermana era más o menos infundado. El conde Fosco no era
rico, pero tampoco un pelagatos aventurero. Tenía una renta propia, modesta
pero nada despreciable, había vivido muchos años en Inglaterra y ocupaba una
excelente posición social. Pero estos méritos no valían nada a los ojos del
señor Fairlie. En muchas de sus convicciones era un inglés de la vieja escuela;
odiaba a un extranjero simplemente porque era extranjero. Lo más que se
consiguió de él al cabo de los años y gracias a la mediación de la señorita
Fairlie, fue restituir el nombre de su hermana en el antiguo lugar de su
testamento, mas con la condición de que esperase a disponer de su legado,
pues su hija percibiría la renta vitalicia del capital, y el propio capital, en el
caso de que su tía falleciese antes que ella, pasaría a su prima Magdalena.
Considerando las edades de ambas mujeres las posibilidades de la tía, si nada
alteraba el curso normal de la vida, de entrar en posesión de las diez mil libras,
quedaban reducidas al límite de lo probable y Madame Fosco demostró su
resentimiento contra la manera de ser tratada por su hermano con una decisión
tan injusta como suele ocurrir en estos casos cuando prohibió a su sobrina la
entrada en su casa, resistiéndose a creer que, gracias a la intervención de la
señorita Fairlie, su nombre había sido restituido en el testamento del señor
Fairlie.
Esta era la historia de las diez mil libras. Tampoco aquí había
desavenencias con el abogado de sir Percival. La renta estaría a disposición de
la esposa, y a su muerte la fortuna iría a su tía o a su prima.
Aclaradas todas estas cuestiones previas, llego por fin al punto crucial de la
historia. A las veinte mil libras.
Esta fortuna sería propiedad absoluta de la señorita Fairlie en cuanto
cumpliese veintiún años; y las disposiciones que pudiese tomar para el futuro
dependían en primer término de las condiciones que yo consiguiese establecer
en su contrato de matrimonio. Las restantes cláusulas del documento tenían
carácter estrictamente formal y no merecen siquiera mencionarse. Pero la
relativa a este dinero es demasiado importante para pasarla por alto. Unas
cuantas líneas darán idea clara de ello.
Las condiciones que presenté referentes al uso y disposición de las veinte
mil libras fueron las siguientes: la totalidad de la fortuna debería colocarse de
modo que su dueña disfrutase de la renta íntegra durante toda su vida. Si
moría, su esposo dispondría del usufructo y el capital pasaría a los hijos si los
hubiese. Si no los hubiese, su dueña podía disponer libremente de la fortuna en
su testamento para lo cual yo le reservaba el derecho de testar. El resultado de
estas condiciones puede resumirse así: si Lady Glyde (Laura) moría sin dejar
hijos, su hermanastra la señorita Halcombe, y otros familiares, percibirían, a la
muerte de su esposo, los legados que ella hubiera dispuesto. Y por otro lado, si
moría dejando hijos, naturalmente los derechos de éstos se imponían a los de
todos los demás. Esta era la cláusula que redacté, y espero que todo el que la
lea esté de acuerdo conmigo en que no podía ser más justa con cada parte
interesada.
Veamos cómo se recibieron mis proposiciones por parte del marido.
Cuando recibí la carta de la señorita Halcombe me hallaba más ocupado
que de ordinario. Pero me esforcé por encontrar tiempo para ocuparme del
contrato. Y no había transcurrido una semana desde que la señorita Halcombe
me escribió anunciándome el matrimonio, que lo tuve redactado y envié la
copia al procurador de Sir Percival para que diese su conformidad.
Al cabo de dos días me remitieron el documento con notas y observaciones
del abogado del barón. En general, sus objeciones eran de índole técnica y de
escasa importancia, hasta llegar a la cláusula relativa a las veinte mil libras.
Esta estaba marcada con dos líneas en tinta roja y la acompañaba la siguiente
nota:
«Inadmisible. El capital debe ir a Sir Percival Glyde si sobreviviese a lady
Glyde no habiendo descendencia de ambos».
Es decir, que ni un penique de las veinte mil libras pasaría a la señorita
Halcombe o a cualquier otro pariente o amigo de lady Glyde. La totalidad de
la fortuna iría a parar al bolsillo de su marido.
A esta atrevida proposición contesté todo lo seca y brevemente que pude:
«Muy señor mío: Respecto al contrato de la señorita Fairlie, mantengo
íntegra la cláusula que se niega a aceptar. Suyo afectísimo...»
Un cuarto de hora después llegó la respuesta:
«Muy señor mío: Contrato de la señorita Fairlie. Mantengo íntegra la nota
a tinta roja que usted rechaza. Suyo afectísimo...»
Hablando en la detestable jerga moderna, nos hallábamos en un «punto
muerto» y no nos quedaba otro remedio que consultar con nuestros respectivos
clientes.
Tal como estaban las cosas, mi cliente —ya que la señorita Fairlie, no
había cumplido los veintiún años—, era su tutor, el señor Frederick Fairlie. Le
escribí ese mismo día y le presenté el caso tal y como lo veía; no sólo
aportando todos los argumentos que se me ocurrieron para que se sostuviese
en los términos que yo establecí, sino que le hacía resaltar que la base de la
negativa para la cláusula de las veinte mil libras se fundaba en un motivo ruin.
Además, yo me había tenido que enterar de la situación económica de Sir
Percival Glyde al revisar las escrituras de sus propiedades que, como es
natural me remitieron para mi conocimiento, y pude ver que eran enormes las
hipotecas que gravaban sus tierras, y aunque nominalmente sus rentas eran
cuantiosas, para un hombre de su posición social resultaban insignificantes. Lo
que necesitaba Sir Percival era dinero contante y sonante, y la nota que puso
su abogado en mi cláusula no era sino la expresión de sus deseos egoístas.
Recibí a vuelta de correo la respuesta del señor Fairlie, que resultó ser lo
más desatinada e irritante que cabe. Traducida al inglés corriente se expresaba,
poco más o menos en estos términos:
«¿Quisiera ser tan amable, querido Gilmore, de no molestar a su cliente y
amigo con una contingencia tan remota como exigua? ¿Es probable que una
joven de veintiún años muera antes que un hombre de cuarenta y cinco y que
además muera sin sucesión? Por otro lado, ¿será posible apreciar en todo su
valor, en un mundo de miserias tal como el que vivimos, el mérito inmenso de
la paz y de la tranquilidad? Si estas dos bendiciones del Cielo pudieran
comprarse a cambio de esa insignificancia material que supone la remota
posibilidad de poseer veinte mil libras, ¿no resultará el negocio maravilloso? A
buen seguro que sí. Entonces, ¿por qué no hacerlo?»
Con indignación tiré la carta. Apenas había caído al suelo, llamaron a mi
puerta y apareció en el umbral el señor Merriman, procurador de Sir Percival.
En este mundo hay muchas especies de hombres de leyes hábiles, pero la más
difícil de tratar es la de los que le cogen a uno por sorpresa burlando su
atención con las apariencias de un buen humor imperturbable.
Un hombre de negocios gordo, bien alimentado, sonriente y amigable es lo
más desesperante que existe para cualquiera que tenga que tratar con él. Y el
señor Merriman pertenecía a esta especie.
—¿Qué tal sigue el bueno del señor Gilmore? —empezó diciendo a la vez
que irradiaba el calor de su propia afabilidad—. Encantado de verle en tan
excelente estado de salud. Pasaba por delante de su casa y creí que lo mejor
sería subir a saludarle por si tenía usted algo nuevo que comunicarme... Bien...
Si le parece vamos a ver si entre los dos y de palabra solucionamos nuestra
pequeña diferencia de criterio. ¿Ha tenido usted noticia de su cliente?
—Sí. ¿Las ha tenido usted del suyo?
—¡Amigo mío, lo que desearía tenerlas! De todo corazón estoy soñando
con que me libre de este agobio y responsabilidad que pesa sobre mí, pero es
obstinado, mejor dicho, resuelto, y no cederá... «Merriman, ocúpese de los
detalles. Haga lo que crea más acertado para mis intereses y considere que yo
no cuento para nada en este asunto hasta que no esté todo arreglado.» Estas
fueron las palabras de Sir Percival hará cosa de quince días, y todo lo que he
conseguido de él ahora es que me las vuelva a repetir. Yo no soy un hombre
inflexible, como usted sabe, señor Gilmore. Personal y particularmente le
aseguro que me encantaría borrar ahora mismo esa nota mía. Pero si Sir
Percival Glyde no quiere ocuparse de este asunto y cierra los ojos a todo lo
que yo decida respecto a sus intereses, ¿qué partido voy a tomar sino el de
defenderlos cuanto pueda? Tengo las manos atadas, ¿no lo ve usted, mi
querido señor? Tengo las manos atadas.
—Entonces ¿mantiene usted la nota sobre la cláusula? —dije.
—¡Sí, y que el diablo se la lleve! No me queda otra alternativa.
Fue hacia la chimenea y se puso al amor de la lumbre, campechanamente
canturreando una tonada con hermosa voz de bajo.
—¿Qué dice su cliente? —continuó—. Dígame, por favor, ¿qué dice su
cliente?
Me dio vergüenza contestarle la verdad. Traté de ganar tiempo. E hice algo
peor. Mis instintos legales me dominaron y quise llegar a un acuerdo.
—Veinte mil libras es una cantidad demasiado considerable para que la
familia de la novia renuncie a ella en dos días —contesté.
—Muy cierto— replicó el señor Merriman contemplando pensativo la
punta de sus botas—. Muy lógica esa contestación, completamente lógica,
señor...
—Quizá a mi cliente no le hubiera asustado tanto si se llegase a un
compromiso que pusiera a salvo los intereses de la familia de la esposa tanto
como los del marido —continué diciendo—. Veamos, veamos, quizá esta
contingencia pueda resolverse tras un pequeño regateo, después de todo. ¿Cuál
es el mínimo con que se contentaría?
—El mínimo con que nos contentaríamos —dijo Merriman— es
diecinueve mil novecientas noventa y nueve libras, diecinueve chelines, once
peniques y tres centavos. ¡Ja, ja, ja! señor Gilmore, perdóneme, pero no puedo
prescindir de estas pequeñas bromas.
—¡Pequeñas! —observé—. Vale exactamente el octavo que me queda para
mí.
El señor Merriman estaba encantado. Mi respuesta le hizo desternillarse de
risa. Yo, por mi parte, no estaba ni la mitad de divertido que él y volví al
asunto para terminar la entrevista.
—Estamos a viernes —le dije—. Concédanos plazo hasta el próximo
martes para dar la respuesta definitiva.
—Desde luego —contestó Merriman—. Y más días aún, mi querido señor,
si usted quiere.
Cogió el sombrero para salir, pero me habló de nuevo:
—Por cierto —dijo—. ¿Han vuelto a saber sus clientes de Cumberland de
la mujer que escribió el anónimo?
—No —contesté—. ¿Ha encontrado usted alguna pista de ella?
—Aún no —dijo mi amigo jurista—. Pero no perdemos la esperanza. Sir
Percival sospecha que hay alguien que la esconde, y lo que estamos haciendo
es vigilar a ese alguien.
—¿Se refiere usted a la vieja que la acompañaba en Cumberland? —
pregunté—.
—Vamos por otro lado, señor Gilmore —contestó el señor Merriman—.
No hemos logrado dar con la vieja todavía. Nuestro alguien es un hombre. Le
tenemos muy vigilado aquí en Londres y albergamos serias sospechas de que
él tiene algo que ver con su escapatoria del sanatorio. Sir Percival quería
interrogarle en seguida, pero yo le dije: «No. Si le interrogamos le ponemos en
guardia. Vigilémoslo y esperemos» Ya veremos qué pasa. Es una mujer
peligrosa, señor Gilmore, para dejarla suelta, y nadie sabe lo que puede
ocurrírsele hasta ahora. Buenos días. Espero que el próximo martes tendré el
placer de recibir noticias suyas.
Esbozó una sonrisa amigable y abandonó mi despacho.
Durante la última parte de la conversación con mi amigo jurista había
estado distraído. Me hallaba tan preocupado con el contrato que otros temas
no podían llamar mi atención, y en cuanto quedé solo empecé a pensar en lo
que debería hacer desde ese momento.
Si mi cliente no hubiese sido quien era, hubiera seguido sus instrucciones,
por mucho que me desagradasen, y renunciaría en el acto a la cláusula acerca
de las veinte mil libras. Mas no podía obrar con esa indiferencia profesional
cuando se trataba de la señorita Fairlie. Me inspiraba un honesto sentimiento
de afecto y admiración, tenía gratos recuerdos de su padre, quien fue para mí
el mejor cliente y amigo que un hombre puede encontrar; sentía hacia ella,
ahora que preparaba su contrato de matrimonio, lo mismo que sentiría por una
hija, si no fuese un viejo solterón, y estaba decidido a cualquier sacrificio para
defender sus intereses. No había que pensar en escribir al señor Fairlie por
segunda vez, pues sólo serviría para darle una nueva oportunidad para salirse
por la tangente. Si le viera y pudiera convencerle personalmente, tal vez
consiguiera algo más útil. Al día siguiente era sábado. Decidí comprar el
billete de ida y vuelta, y dirigir mis viejos huesos hacia Cumberland con la
pretensión de convencerle para que se mantuviera en los cauces de lo justo,
independiente y honrado. No tenía duda de que era una pretensión vana, pero
cuando hubiera intentado realizarla mi conciencia quedaría más tranquila.
Debía hacer todo lo que era posible hacer en mi situación por la única hija de
mi antiguo amigo.
El sábado amaneció un día espléndido con viento de poniente y sol
radiante. Últimamente había vuelto a tener esa opresión y pesadez de cabeza
contra la que mi médico venía haciéndome serias advertencias desde hacía
más de dos años; decidí aprovechar la oportunidad para hacer un poco de
ejercicio adicional y, después de enviar mi maleta por delante, fui andando
hasta la estación de Euston. Cuando daba la vuelta por la calle de Holborn, un
señor que andaba muy deprisa se paró y me dirigió la palabra. Era el señor
Walter Hartright.
Si él no me hubiese saludado yo hubiera pasado de largo. Había cambiado
tanto que me costó reconocerlo. Su rostro estaba pálido y demacrado, sus
movimientos eran precipitados y vacilantes, y yo, que le recordaba vestido con
elegancia y pulcritud, cuando le conocí en Limmeridge, le veía ahora tan
desaliñado que me avergonzaría si uno de mis escribientes se vistiera así.
—¿Cuándo volvió usted de Cumberland? —me preguntó—. Hace poco
tuve noticias de la señorita Halcombe. Ya sé que han aceptado las
explicaciones de sir Percival Glyde. ¿Se celebrará pronto la boda? ¿Lo sabe
usted, señor Gilmore?
Hablaba con tanta precipitación y me hacía sus preguntas
simultáneamente, de manera tan extraña y confusa, que apenas le podía seguir.
Aunque incidentalmente hubiese tratado con cierta intimidad a la familia de
Limmeridge no creía yo que tuviese derecho a aspirar a que se le informase
sobre sus asuntos privados. Decidí, pues, acabar pronto y lo mejor que pudiese
con el asunto de la boda de la señorita Fairlie.
—El tiempo lo dirá señor Hartright, el tiempo lo dirá —contesté—. Quiero
decir que falta poco para que leamos sobre la boda en los periódicos.
Perdóneme que se lo diga... pero lamento ver que no tiene usted tan buen
aspecto como cuando le conocí.
Una momentánea contracción nerviosa agitó sus labios y sus ojos y casi
me hizo arrepentirme de haberle contestado con tan marcada reserva.
—No tengo derecho a preguntarle nada acerca de la boda —dijo con
amargura—; he de esperar a leerlo en los periódicos como todo el mundo. Sí
—continuó, antes de que yo pudiese disculparme—. No he estado bien
últimamente. Me voy a marchar fuera de Inglaterra para cambiar de ambiente
y de ocupación. La señorita Halcombe ha tenido la amabilidad de apoyarme y
se han aceptado mis informes. Me marcho muy lejos, pero me tiene sin
cuidado ni dónde voy, ni si el clima es bueno, ni cuánto tiempo estaré fuera.
Miraba a su alrededor mientras hablaba, al tumulto de la gente que pasaba
a derecha e izquierda, con una expresión de extraña suspicacia, como si
temiese que alguien nos estuviera observando.
—Le deseo buena suerte y que vuelva sano y salvo —le dije. Y añadí, para
disipar su impresión de que lo mantenía a raya en lo que se refería a los Fairlie
—. Me voy ahora a Limmeridge para tratar unos asuntos. La señorita
Halcombe y la señorita Fairlie se han ido a Yorkshire, a casa de unos amigos.
Brillaron sus ojos y me pareció que quería decirme algo, pero la misma
contracción nerviosa de antes desfiguró su rostro. Cogió mi mano, la estrechó
con fuerza y desapareció entre la multitud sin añadir una palabra. A pesar de
ser para mí casi un extraño, le seguí con la mirada unos instantes, casi
apenado. Por mi profesión he adquirido bastante experiencia sobre la gente
joven, y sé muy bien qué importancia tienen los indicios exteriores cuando
emprenden un mal camino, y cuando llegué a la estación tenía, aunque me
desagrade decirlo, mis serias dudas acerca del porvenir del señor Hartright.
IV
Como salí temprano de Londres, llegué a Limmeridge a la hora de cenar.
La casa, vacía y oscura, me pareció deprimente. Creí que la señora Vesey me
haría compañía en ausencia de las señoritas, pero no salió de su cuarto a causa
de un fuerte catarro. Los criados se sorprendieron de verme llegar y echaron a
corretear y a dar voces sin orden ni concierto, haciendo numerosas y molestas
sandeces. Incluso el mayordomo, que era lo bastante viejo para saber lo que
hacía, me trajo una botella de Oporto completamente helada. Las noticias
sobre la salud del señor Fairlie eran las de siempre. Y a mi aviso de que
deseaba verle me contestó que estaría encantado de recibirme al día siguiente,
pero que la impresión recibida por mi súbita aparición lo había postrado,
víctima de palpitaciones, para el resto del día. Durante toda la noche el viento
aulló funestamente y la casa vacía se llenó de extraños crujidos y chirridos que
procedían de todas partes. Dormí lo peor que cabe y me levanté por la mañana
malhumorado, para desayunar en solitario.
A las diez me vinieron a buscar para conducirme a las habitaciones del
señor Fairlie. Se hallaba en la habitación de siempre, en la butaca de siempre y
en un estado de ánimo y de salud tan preocupante como siempre. Cuando
entré, su ayuda de cámara estaba a su lado, sosteniendo para que lo mirase un
grueso álbum de grabados, tan largo y ancho como el tablero de mi escritorio.
El infeliz criado extranjero, con el rostro crispado en la muerte más miserable,
estaba a punto de desfallecer mientras su amo hojeaba con elegancia los
grabados ayudándose de una lupa para descubrir sus ocultas bellezas.
—Mi querido, mi buen y viejo amigo —dijo el señor Fairlie reclinándose
perezosamente en su sillón para verme mejor—. ¿Está usted bien? Qué amable
es por su parte venir a visitarme y alegrar mi soledad. ¡Querido Gilmore!
Esperaba que al entrar yo, ordenase al criado marcharse pero no sucedió tal
cosa. Seguía erguido delante de su amo temblando bajo el peso del álbum
mientras el señor Fairlie seguía en su sillón y sus blancos dedos jugueteaban
tranquilamente con la lupa.
—He venido a tratar con usted de un tema muy importante —dije— y me
perdonará si le digo que preferiría que hablásemos a solas.
El desdichado sirviente me miró con agradecimiento. El señor Fairlie
repitió débilmente mis últimas palabras: «Preferiría que hablásemos a solas»,
con las señales del más profundo asombro.
No me encontraba yo de humor para seguir perdiendo el tiempo, y decidí
hacerle comprender a qué me refería.
—Tenga la amabilidad de decir a este hombre que se marche —le dije,
señalando al criado.
El señor Fairlie arqueó las cejas y frunció los labios con expresión de
sarcástica sorpresa.
—¿Hombre? —repitió—. Me irrita usted, Gilmore. ¿En qué piensa usted
llamando hombre a esto? No tiene nada de un hombre. Quizá fuese hombre
hace media hora, cuando le pedí mis grabados, y quizá sea un hombre media
hora después, cuando ya no lo necesite. Ahora no es más que un atril para
sostener mis libros. ¿Qué puede importarle, Gilmore, un atril?
—Me importa. Por tercera vez, señor Fairlie, le ruego que comprenda que
debemos hablar a solas.
Mi tono y mi actitud no le dieron alternativa para otra cosa, y tuvo que
complacerme. Miró al criado y señaló perezosamente una silla a su lado.
—Deje el álbum y váyase —dijo al criado—. No me disguste perdiendo el
punto en que estoy. ¿No lo habrá perdido? ¿Está seguro de que no lo ha
perdido? ¿Ha dejado la campanilla a mi alcance? ¿Sí? ¿Pues entonces por qué
no se va ya de una vez?
El criado salió. El señor Fairlie se acomodó en el sillón, limpió la lupa con
un fino pañuelo de batista y se recreó echando una mirada de reojo al abierto
álbum de grabados. No me fue fácil contener mi enojo viendo todo aquello,
pero lo conseguí.
—He venido aquí a pesar de grandes inconvenientes personales —dije—
para salvar los intereses de su sobrina y de su familia y creo que tengo algún
derecho para que usted me conceda un poco de atención.
—¡No me censure! —exclamó el señor Fairlie cayendo hacia atrás con
desmayo y cerrando los ojos—. ¡Por favor no me censure! No tengo fuerzas
para resistirlo.
Estaba resuelto a no dejarme llevar de mi indignación por el bien de Laura
Fairlie.
—Lo que pretendo —continué— es rogarle que vuelva a considerar su
carta y no me obligue a despreciar los justos derechos de su sobrina y de sus
familiares y amigos. Deje que vuelva a exponerle el caso y ésta será la última
vez.
El señor Fairlie movió la cabeza y suspiró lastimosamente.
—No tiene usted corazón, Gilmore —dijo—, no lo tiene. Pero no
importa... Continúe.
Le expuse con la mayor claridad el estado de las cosas; se lo presenté
desde todos los puntos de vista imaginables. Todo el tiempo que estuve
hablando siguió apoyado en el respaldo de la butaca, con los ojos cerrados.
Cuando terminé los abrió indolentemente, cogió su frasco de plata con sales
que tenía sobre la mesa y las aspiró con expresión de gozo placentero.
—¡Qué bueno es usted Gilmore —decía mientras las olfateaba—, qué
amable es por su parte hacerlo! ¡Consigue usted que uno se reconcilie con la
naturaleza humana!
—Señor Fairlie... le ruego que me conteste con la misma claridad con que
yo le pregunto. Vuelvo a repetirle que Sir Percival no tiene el menor derecho a
pretender otra cosa que las rentas del capital. El capital en sí, en caso de que su
sobrina no tuviera hijos, debe pasar a las personas de su familia. Si usted
muestra firmeza, Sir Percival tendrá que ceder, no tiene más remedio que
ceder, se lo aseguro, pues de otro modo se expone a despertar sospechas de
que se casa con la señorita Fairlie por razones exclusivamente de interés.
El señor Fairlie sacudió el frasco de plata con un gesto de amenaza
burlona.
—Mi querido viejo Gilmore... ¡Lo que usted odia es todo lo que sea
nombre y rango en sociedad!... Usted detesta a Glyde sencillamente porque
lleva el título de barón. ¡Es usted un radical! Oh, Dios mío, ¡es usted un
radical!
¡¡¡Un radical!!! Podría aguantarle muchas impertinencias pero habiendo
sostenido toda la vida los principios más conservadores no pude resistir el oír
llamarme radical. Sentí que la sangre me hervía, salté de la silla y me quedé
mudo de indignación.
—¡No dé golpes en el suelo! —gimió el señor Fairlie—. ¡Por amor de
Dios, no dé golpes en el suelo! ¡Dignísimo entre todos los Gilmores posibles!
No he querido ofenderle. Yo mismo tengo unas ideas tan sumamente liberales
que creo que también yo soy un radical. Sí. Somos una buena pareja de
radicales. Por favor no se enfade. No estoy en condiciones de discutir..., no
tengo suficiente vitalidad para ello. ¿Dejamos este tema? Sí. Acérquese a
comprender la pureza divina de estas líneas ¡Por favor, sea bueno querido
Gilmore!
Mientras balbuceaba estas palabras yo, por suerte para mi capacidad de
respetarme a mí mismo, fui recobrando mis sentidos. Cuando volví a hablar
tuve el suficiente dominio de mí para contestar a sus impertinencias con el
tácito desprecio que merecían.
—Está usted totalmente equivocado, señor —le dije—, suponiendo que
mantengo el menor prejuicio contra Sir Percival Glyde. Lamento que se haya
confiado a ciegas a su abogado para tratar esta cuestión, hasta el punto de ser
imposible acercársele para tratarla; pero no tengo ningún prejuicio contra él.
Lo que sostengo se lo diría de cualquiera que se encontrase en su situación,
sea cual fuere su posición social. El principio que mantengo es reconocido por
todos. Si usted acudiese al primer abogado serio que encontrase en el primer
pueblo que se le ocurra le diría, sin conocerle, lo mismo que yo le digo como
amigo. Le haría saber que ese absoluto abandono del capital de la mujer en
manos del hombre con que se casa va contra todas las leyes. Se negaría con la
prudencia jurídica más elemental a dar al marido, sean cuales fueren las
circunstancias, la posibilidad de ser dueño de veinte mil libras a la muerte de
su mujer.
—¿Haría eso realmente, Gilmore? —dijo el señor Fairlie—. Con que
dijese algo que fuera la mitad de horrible le aseguro a usted que yo tocaría la
campanilla y ordenaría a Louis que le echara inmediatamente de mi casa.
—No conseguirá usted alterarme, señor Fairlie. Por el bien de su sobrina y
por la memoria de su padre no me hará perder los estribos. Antes de
abandonar esta habitación descargaré sobre usted toda la responsabilidad de
este contrato ignominioso.
—¡No.…, por favor! —dijo el señor Fairlie—. Piense que su tiempo es
precioso, Gilmore; no lo malgaste. Yo discutiría con usted si pudiese, pero no
puedo, no tengo suficiente vitalidad. Quiere trastornarme, trastornarse a sí
mismo, trastornar a Glyde y trastornar a Laura; y ... ¡válgame Dios!, todo por
causa de algo que no tiene la menor probabilidad del mundo de suceder. No,
amigo mío, no... En bien de la paz y de la tranquilidad, positivamente. No.
—¿Debo entender entonces que sigue firme en la decisión expresada en su
carta?
—Sí, por favor. Encantado de que al fin nos entendamos. Siéntese, se lo
pido.
Al momento me dirigí a la puerta, y el señor Fairlie agitó con resignación
su campanilla. Antes de salir me volví y le hablé por última vez.
—Pase lo que pase en el futuro, señor —le dije—, recuerde que he
cumplido con mi obligación de prevenirle a usted. Antes de marcharme quiero
decirle también como fiel amigo y servidor de su familia, que jamás permitiría
que una hija mía se casase con ningún hombre del mundo con base en un
contrato semejante al que me obliga usted a hacer para la señorita Fairlie.
Se abrió la puerta y el criado esperó en el umbral.
—Louis —dijo el señor Fairlie—; acompañe abajo al señor Gilmore y
vuelva luego para sostenerme el libro de grabados. Haga que le sirvan un buen
almuerzo, Gilmore. Sí, haga que estos bestias de criados que tengo le sirvan un
buen almuerzo.
Me encontraba demasiado desanimado para contestar, así que di media
vuelta y me marché en silencio. A las dos de la tarde había un tren para
Londres y en él regresé a mi casa.
El martes envié el contrato modificado, en el que, prácticamente,
desheredaba a las personas a las que la propia señorita Fairlie me había dicho
que deseaba beneficiar. No tenía otro remedio. Si me hubiese negado a ello,
otro abogado hubiera consumado el hecho.
Ha terminado mi tarea. La parte que tomé en esta historia de familia no
alcanza más que a lo que acabo de relatar. Otras plumas distintas contarán los
extraños acontecimientos que siguen. Con tristeza y con solemnidad concluyo
este breve atestado. Con tristeza y con solemnidad repito ahora las palabras
con que me despedí en Limmeridge: «Jamás una hija mía se hubiese casado
con ningún hombre del mundo con base en un contrato semejante al que yo
estaba obligado a hacer para Laura Fairlie.»
CERTIFICADO
En el registro del subdistrito en el que tuvo lugar la mencionada defunción
certifico, por la presente, que he asistido a Lady Glyde, de veintiún años de
edad cumplidos, a quien visité por última vez el jueves veinticinco de julio de
mil ochocientos cincuenta, que falleció ese mismo día, en el número cinco de
Forest Road, en St. John's Wood.
CAUSA DE LA MUERTE:
Aneurisma
DURAClÓN DE LA ENFERMEDAD:
Desconocida
Firmado:
Alfred Goodricke
Título profesional: M. R. C. S. Eng. L. S. A.
Dirección: Croydon Gardens 12. St John's Wood.
«Yo fui la persona enviada por el señor Goodricke para proceder de forma
apropiada y necesaria con los restos de la señora que murió en la casa cuyas
señas se citan en el certificado precedente. Encontré el cuerpo al cuidado de la
sirvienta Hester Pinhorn. Yo me quedé velando y lo preparé en su debido
tiempo para el entierro. En mi presencia fue colocado en el ataúd, y después vi
cómo lo cerraban con clavos antes de ser trasladado de la casa. Después de
ello y no antes me pagaron lo que me pertenecía y me fui de la casa. Si alguien
quiere pedir informes míos, que se dirija al doctor Goodricke. Puedo
testimoniar que soy persona cuya veracidad merece confianza.»
Jane Gould
I
A principios del verano de 1850, mis compañeros supervivientes y yo,
dejamos los páramos y los bosques de Centroamérica para volver a nuestra
patria. Llegamos a la costa y embarcamos para Inglaterra. El barco naufragó
en el Golfo de México, y yo fui de los pocos que se salvaron del naufragio.
Era la tercera vez que escapaba del peligro de muerte. La muerte por
enfermedad, la muerte por los indios, la muerte en el naufragio, las tres
estuvieron cerca de mí y las tres pasaron a mi lado sin tocarme.
Los sobrevivientes del naufragio fueron rescatados por un barco americano
que navegaba rumbo a Liverpool. La nave llegó al puerto el día trece de
octubre de 1850. Desembarcamos a última hora de la tarde y aquella misma
noche estaba en Londres.
Estas páginas no son un relato de mis andanzas y aventuras ocurridas en
países extraños. Los motivos que me alejaron de mi patria y de mis amigos
llevándome a un mundo nuevo pleno de aventuras y peligros, son conocidos.
Volví de ese exilio que yo mismo me había impuesto tal como esperaba, tal
como había deseado y había rogado poder volver. Regresé siendo un hombre
distinto. Mi naturaleza se había regenerado en las aguas de una nueva vida. En
una dura escuela de apremios y peligros mi voluntad aprendió a ser fuerte, mi
corazón resoluto, y mi mente a confiar en sí misma. Salí huyendo de mi
porvenir y volví decidido a afrontarlo como un hombre debe hacerlo.
Iba a afrontarlo con la abnegación que sabía que se me exigiría. Había
arrancado de mí lo más amargo de mi pasado, pero no los recuerdos que
guardaba en mi corazón, la tristeza y ternura de aquella época memorable. No
había dejado de sentir el único desengaño irreparable de mi vida, tan sólo
había aprendido a soportarlo. Laura Fairlie ocupaba por completo mis
pensamientos cuando, desde el barco que me llevaba lejos, me despedía de
Inglaterra con la mirada. Laura Fairlie seguía colmando mis pensamientos
cuando el barco me devolvió a mi patria y la aurora de la mañana me dejó
contemplar aquellas costas familiares.
Mi pluma traza estas líneas que vuelven al pasado tal como mi corazón
vuelve también al amor de ese pasado. Sigo refiriéndome a ella como Laura
Fairlie. Me cuesta pensar y hablar de ella dándole el nombre de su marido.
No son necesarias más palabras para explicar mi aparición en estas páginas
por segunda vez. Esta es la parte final de la historia, y si tengo valor y
fortaleza para escribirla, vamos ahora a verlo.
Al llegar la mañana, mi primera inquietud y mi primera esperanza se
centraron hacia mi madre y mi hermana. Sentí la necesidad de prepararlas a la
alegría y la sorpresa de mi retorno después de una ausencia de meses y meses
sin recibir noticias mías. A primera hora de la mañana envié una carta a la casa
de Hampstead, y una hora después me puse en camino.
Transcurridos los primeros momentos del encuentro, cuando poco a poco
fuimos recuperando la paz y la calma de los tiempos pasados, vi algo en el
rostro de mi madre que me dijo que un peso secreto oprimía su corazón. En
sus ojos ansiosos había algo más que amor, en la ternura de su mirada había
tristeza; en la mano cariñosa que apretó la mía con lentitud y delicadeza, había
compasión. No teníamos secretos el uno para el otro. Ella sabía cómo fue
destruida la esperanza de mi vida, sabía por qué la había abandonado. Yo tenía
a flor de labios la pregunta —quería hacerla con la mayor calma de que era
capaz—, de si no había llegado alguna carta de la señorita Halcombe para mí,
o si había noticias de su hermana. Pero al mirar al rostro de mi madre, me faltó
valor para hacerle esta pregunta, siquiera de manera reservada. Tan sólo fui
capaz de decirle, vacilante y cohibido:
—¿Tienes algo que decirme...?
Mi hermana, que se hallaba sentada frente a nosotros, de repente se
levantó, y sin una palabra de explicación, salió del cuarto.
Mi madre se sentó más cerca de mí en el sofá y me rodeó con sus brazos.
Sus delicadas manos temblaban; las lágrimas corrían por su rostro cariñoso y
sincero.
—¡Walter! —murmuró—. ¡Hijo mío! Se me parte el corazón. ¡Hijo mío,
hijo mío!, no olvides que aún vivo yo.
Mi cabeza se hundió en su regazo. Con aquellas palabras me lo dijo todo.
II
Era la mañana del tercer día después de mi llegada, la mañana del 16 de
octubre.
Me había quedado con mi madre y mi hermana tratando de no amargar su
alegría por mi llegada, tal como estaba amargada la mía. Había hecho todo lo
que puede hacer un hombre para levantarse después del golpe y aceptar la vida
con resignación, para que mi tristeza llevara a mi corazón ternura y no
desesperación. Fue inútil y desesperante. Las lágrimas no calmaron mis ojos
doloridos ni hallé consuelo en el cariño de mi madre y la compasión de mi
hermana.
A la tercera mañana les abrí mi corazón. Por fin brotaron de mis labios las
palabras que me quemaban desde el día en que mi madre me dio la terrible
noticia.
—Dejadme marchar sólo por algún tiempo —dije—. Sabré sobrellevar
mejor mi pena cuando vuelva a ver el lugar en que la conocí, cuando me
arrodillé y recé ante la tumba en la que descansa para siempre.
Emprendí mi viaje a la tumba de Laura Fairlie.
Era una serena tarde de otoño cuando me apeé del tren que me dejó en la
estación solitaria y comencé a andar por aquella carretera familiar. El sol
poniente brillaba débilmente entre las ligeras nubes blancas, el aire era cálido
e inmóvil, la paz del solitario paisaje estaba más acentuada y triste en aquella
época en que el año tocaba a su fin.
Llegué al páramo; de nuevo estaba en la ladera de la colina. Miré frente a
mí, hacia el sendero, y distinguí a lo lejos los familiares árboles del jardín, la
cruz ancha y suave del camino y los altos muros blancos de Limmeridge
House. Las dichas y los cambios, las aventuras y los peligros de los meses y
meses pasados, todo ello se empequeñecía y quedaba reducido a nada en mi
mente. ¡Me pareció que era ayer cuando pisaba por última vez aquella fragante
campiña cubierta de brezos! Creí que la iba a ver salir a mi encuentro con su
pequeño sombrero de paja cuyas alas protegían su rostro del sol, su sencillo
traje ondeando al aire y su grueso libro de dibujos dispuesto en su mano.
¿Dónde está ¡oh, muerte!, tu aguijón? ¿Dónde, ¡oh, sepulcro!, tu victoria?
Miré a un lado. Allí, abajo en el valle estaba la solitaria iglesia gris, el
pórtico donde esperé la llegada de la dama de blanco, las colinas que rodeaban
el tranquilo cementerio, el arroyo cuya agua fría fluía en su lecho de piedra.
¡Ahí estaba la cruz de mármol, blanca y hermosa, a la cabecera del sepulcro!
¡El sepulcro que ahora cobijaba a la madre y a la hija!
Me acerqué a él. Crucé una vez más el bajo portillo de piedra y me
descubrí la cabeza al pisar aquel terreno consagrado. Consagrado al amor y a
la bondad, consagrado al recuerdo y al dolor.
Me detuve frente al pedestal sobre el que se alzaba la cruz. En la parte que
estaba más próxima a mí leí la inscripción recién grabada; las letras negras,
profundas, claras y crueles contaban la historia de su vida y de su muerte.
Quise leerlas. No pude leer más que su nombre: «Dedicada a la memoria de
Laura...» Los dulces ojos azules nublados por sus lágrimas, la rubia cabeza
inclinada suavemente, las inocentes palabras de despedida pidiéndome que la
dejase, ¡qué último recuerdo podía ser más feliz! ¡El recuerdo que llevé
conmigo y que conmigo había regresado hasta su tumba!
Por segunda vez quise leer el epitafio... Al final vi la fecha de su muerte
sobre ella...
Sobre ella había más líneas escritas en el mármol, y entre ellas, un nombre
que perturbaba mis pensamientos. Me fui al otro lado del sepulcro, donde no
había nada que leer, ninguna vileza del mundo que separó su espíritu del mío.
Me arrodillé, frente a la tumba. Apoyé mis manos y mi cabeza sobre la
ancha piedra blanca y cerré mis ojos cansados a la tierra que se extendía a mi
alrededor y a la luz que caía sobre mí. La hice volver a mi lado. ¡Amor mío,
amor mío, ahora puede hablarte mi corazón! De nuevo era sólo ayer cuando
nos separamos, ayer cuando tu suave mano descansó en la mía, ayer cuando
mis ojos se miraron en los tuyos por última vez. ¡Amor mío, amor mío!
El tiempo había volado, y el silencio había descendido, como la oscura
noche, sobre su curso.
El primer sonido que sobrevino después de aquella paz celestial se deslizó
suavemente, como una ligera brisa, sobre la hierba del cementerio. Oí que se
me acercaba lentamente, hasta que llegó a mis oídos cambiado: parecía el
ruido de pasos que avanzaban; luego se detenían.
Levanté la cabeza. Faltaba poco para que el sol se pusiera. Las nubes se
habían separado y la tenue luz oblicua bañaba las colinas. El final de aquel día
era frío, claro y sereno en el quieto valle de la muerte.
Detrás de mí, en el cementerio, vi en la fría claridad del ocaso a dos
mujeres. Miraban hacia la tumba; me miraban a mí. Se acercaron un poco y
volvieron a detenerse. Llevaban velos, que me ocultaban sus rostros. Una de
ellas lo levantó. A la luz plácida de la noche vi el rostro de Marian Halcombe.
¡Había cambiado! ¡Había cambiado como si hubieran pasado años! Sus ojos
grandes y salvajes me miraban con extraño terror. Su rostro, fatigado y
exhausto, inspiraba compasión. Como si la pena, el temor y la angustia la
hubieran marcado con su hierro al rojo vivo.
Di un paso hacia ella. No se movió, ni dijo una palabra. La mujer que
estaba a su lado, y que no levantó el velo, lanzó un débil gemido. Me detuve.
Las fuerzas me abandonaron; y un indecible terror me hizo temblar de pies a
cabeza.
La mujer con el rostro cubierto se separó de su compañera, y con lentitud
se dirigió hacia mí. Una sola vez Marian Halcombe habló. La voz era lo que
yo recordaba. No había cambiado, con sus ojos alterados y su rostro
demacrado.
—¡Es mi sueño, es mi sueño!
Le oí pronunciar quedamente estas palabras en medio de aquel silencio
horripilante. Cayó de rodillas y levantó sus manos crispadas al cielo.
—¡Padre nuestro, dadle fortaleza! ¡Padre, ayúdale en esta hora decisiva!
La mujer se me acercaba, despacio y en silencio. La miré y desde aquel
instante no puede mirar a nadie más.
La voz que rogaba por mí tembló y pasó a ser un susurro; luego, de repente
se levantó, me llamó con horror, me gritó con desesperación que me marchase.
Pero la mujer cubierta por el velo se había adueñado de mí, de mi cuerpo y
de mi alma. Se detuvo a un lado de la tumba. Nos quedamos frente a frente,
separados por la lápida sepulcral. Ella estaba junto a la inscripción del
pedestal; su vestido tocaba las letras negras.
La voz se acercó, se elevaba más y más, estaba llena de pasión.
—¡No descubras la cara! ¡No la mires! ¡Por amor de Dios, evítale este
trauma!
La mujer levantó el velo.
DEDICADO A LA MEMORIA DE LAURA,
LADY GLYDE...
Laura, Lady Glyde, se erguía junto al epitafio y me miraba por encima del
sepulcro.
FIN DE LA PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
I
Abro una nueva página. Adelanto mi narración en una semana.
Lo ocurrido en este lapso de tiempo, que paso por alto, debe permanecer
silenciado. Cuando pienso en ello, mi corazón desfallece y mi mente se llena
de oscuridad y confusión. Y no debe ser así pues yo, que soy quien escribo, he
de guiar como se debe a los que leen. Y no debe ser así, pues el hilo que nos
lleva a través de los vericuetos de esta historia ha de quedar de principio a fin
desenredado en mis manos.
Una vida que cambia de repente, cuyo sentido entero está engendrado de
nuevo, cuyas esperanzas y temores, luchas, intereses y sacrificios se vuelven
de una vez y para siempre hacia nuevos derroteros, ésta es la perspectiva que
ahora se presenta ante mí, tal como aparece a nuestros ojos un paisaje desde la
cima de una montaña. Dejé mi narración en las sombras apacibles de la iglesia
de Limmeridge y la continúo una semana más tarde en medio del bullicio y del
tumulto de una calle de Londres.
La calle pertenece a un barrio populoso y pobre. La planta baja de una de
sus casas está ocupada por un modesto vendedor de periódicos, y los pisos
primero y segundo están destinados a habitaciones amuebladas, que se ofrecen
por un modesto alquiler.
He tomado estos dos pisos bajo otro nombre. Vivo en el segundo, donde
tengo un cuarto para trabajar y otro para dormir. En el primero habitan dos
mujeres bajo mi mismo falso nombre, a las que se cree mis hermanas. Me
gano la vida dibujando y grabando sobre madera para periódicos baratos. Mis
supuestas hermanas me ayudan haciendo de costureras. Nuestra vivienda,
pobre, nuestro humilde aspecto, nuestro fingido parentesco, nuestro nombre
ficticio, todo ello son los medios de que nos valemos para que nadie nos
descubra en esta ciudad semejante a un bosque que es Londres. Ya no
figuramos entre las personas cuyas vidas transcurren al descubierto y son bien
conocidas. Soy un hombre oscuro que no llama la atención, sin amigos y sin
protectores que le ayuden. Marian Halcombe no es más que mi hermana
mayor, que con su arduo trabajo nos gana el pan de cada día. Los dos, en la
estimación de los demás, somos a la vez víctimas y promotores de una
atrevida impostura. Se nos considera cómplices de una loca que se llama Anne
Catherick, que reclama el nombre, los derechos y la personalidad de la difunta
Lady Glyde.
Tal es nuestra situación. A partir de ahora, en este nuevo aspecto, hemos de
figurar los tres en esta narración, a lo largo de las muchas páginas que siguen.
Ante los ojos de la razón y de la ley, en la estimación de amigos y parientes
y conforme a todas las formalidades que se exigen en la sociedad civilizada,
«Laura, Lady Glyde» yace enterrada junto a su madre en el cementerio de
Limmeridge. Arrancada en vida de las listas de los seres vivos, hija de Philip
Fairlie y esposa de Sir Percival Glyde podría existir para su hermana o para
mí; pero para el resto del mundo estaba muerta. Lo estaba para su tío, que la
había rechazado; muerta para los criados de la casa, que no supieron
reconocerla; muerta para las personas dotadas de autoridad, que habían
transferido su fortuna a su marido y a su tía; muerta para mi madre y mi
hermana, que me creen a mí víctima de una aventura y de un fraude social;
legal y moralmente estaba muerta.
¡Y, sin embargo, vivía! Vivía pobre y escondida. Vivía junto al humilde
profesor de dibujo que se disponía a luchar por ella y a ganar para ella su
puesto en el mundo de los vivos.
¿Es que no cruzó por mi mente sospecha alguna, sabiendo su
extraordinario parecido con Anne Catherick, cuando la vi descubrir su rostro
ante mí? Ni siquiera sentí la sombra de una sospecha desde el instante en que
levantó el velo al acercarse a aquella inscripción que hablaba de su muerte.
Antes de que en aquel día se hubiera puesto el sol, antes de que
desapareciera de nuestra vista el hogar que se había cerrado para ella, las
palabras de despedida con que nos separamos en Limmeridge habían sido
evocadas por ambos, las repetí yo y las recordó ella: «Si llega un instante en el
que toda la devoción de mi corazón, de mi alma y de mi fuerza pueda
proporcionarle un segundo de felicidad o evitarle un rato de tristeza, ¿querrá
usted recordar al pobre profesor de dibujo que un tiempo estuvo a su
servicio?» Ella, que apenas recordaba ahora el terror y las angustias de los
últimos tiempos, recordó aquellas palabras y apoyó, inocente y confiada, su
pobre cabeza sobre el pecho del hombre que las había dicho. En aquel
momento me llamó por mi nombre y me dijo: «Han tratado de hacerme
olvidarlo todo, Walter; pero me acuerdo de Marian y me acuerdo de ti», en
aquel momento, yo, que hacía mucho le había entregado mi amor, le entregué
mi vida y di gracias a Dios de que era mía y podía brindársela a ella.
¡Sí! había llegado ese instante. Desde miles y miles de millas a través de
bosques y desiertos en los que compañeros más fuertes que yo habían caído
junto a mí, a través del peligro de muerte que tres veces se me presentó y del
que tres veces escapé, las manos que conducen a los hombres por el oscuro
camino hacia el futuro me habían conducido hasta ese instante. Abandonada y
pobre, exasperada y consumida, ajada su belleza y su mente oscurecida;
despojada de su posición en el mundo y de su sitio entre los vivos, ahora pude
depositar, sin provocar reproches, a sus queridos pies, la devoción que le había
prometido, la devoción de mi corazón, mi alma y mi fuerza. ¡Al fin era mía
por el derecho que a ello me daban sus miserias y su abandono! Mía para
apoyarla, protegerla, cuidarla y restablecerla. Mía para amarla y respetarla
como padre y como hermano a la vez. Mía para vengarla a costa de sacrificios
y peligros de toda clase, a costa de una lucha sin esperanza contra el rango y el
poder, a costa de largas batallas contra el engaño bien armado y contra el éxito
fortalecido, a costa de la ruina de mi reputación, de la pérdida de mis amigos,
a costa del riesgo de mi vida.
II
Mi posición está definida; mis motivos están explicados. Ahora han de
seguir la historia de Marian y la de Laura.
Voy a relatar ambas historias, no con las palabras (que con frecuencia se
interrumpen y se confunden inevitablemente) con que me las contaron, sino
con las de una abstracción breve, concisa y estudiadamente sencilla; con
palabras que me propongo escribir para que me guíen a mí como también
deberían guiar a mi consejero legal. De este modo la enmarañada red de
acontecimientos podrá desenvolverse con mayor rapidez y de forma más
inteligible.
La historia de Marian comienza donde termina el relato del ama de llaves
de Blackwater Park.
Al irse Lady Glyde de casa de su marido, el ama de llaves comunicó aquel
hecho y las circunstancias en que había tenido lugar a la señorita Halcombe.
Sólo unos días después (la señora Michelson no logro precisar cuántos, ya que
jamás se le ocurrió apuntarlo) llegó una carta de Madame Fosco anunciando la
muerte repentina de Lady Glyde en casa del conde Fosco. En esta carta no se
mencionaba fecha alguna y se dejaba a la discreción de la señorita Michelson
el modo de transmitir la noticia a la señorita Marian inmediatamente y esperar
a que hubiese recobrado su salud de manera más definitiva.
Después de consultarlo con el señor Dawson (que había tardado en volver
a prestar su asistencia en Blackwater Park por haber estado él mismo
enfermo), la señora Michelson, siguiendo el consejo del médico y en presencia
de éste, comunicó a la señorita Halcombe la nueva el mismo día que se recibió
la carta o al día siguiente. No es necesario que pondere el efecto que produjo
la noticia de la repentina muerte de Lady Glyde sobre su hermana. Para
nuestro propósito tan sólo interesa saber que durante las tres semanas
siguientes no estaba aún en condiciones de emprender el viaje. Al término de
aquel tiempo fue a Londres, acompañada por el ama de llaves. Allí se
separaron; la señora Michelson dejó sus señas a la señorita Halcombe para el
caso de que ésta deseara comunicarse con ella más adelante.
Al despedirse del ama de llaves, la señorita Halcombe se dirigió en seguida
al despacho de los señores Gilmore y Kyrle para consultar con este último, en
ausencia del señor Gilmore. Dijo al señor Kyrle que creía conveniente ocultar
a todos (incluso a la señora Michelson) sus sospechas acerca de las
circunstancias en que Lady Glyde encontró su muerte. El señor Kyrle, que en
otras ocasiones había dado pruebas amistosas a la señorita Halcombe de su
disposición para ayudarla, se ofreció inmediatamente para emprender la
investigación que la naturaleza delicada y peligrosa de aquel caso le permitiera
efectuar.
Para terminar esta parte del tema antes de seguir adelante, cabe mencionar
que el conde Fosco se puso a la entera disposición del señor Kyrle cuando éste
le hizo saber que venía obedeciendo al deseo de la señorita Halcombe para
recoger algunos detalles del fallecimiento de Lady Glyde que no se le habían
comunicado hasta entonces. Así, el señor Kyrle pudo hablar con el médico,
con el señor Goodricke y con las dos criadas. Más, a causa de no poder
saberse con exactitud el día en que Lady Glyde salió de Blackwater Park, el
resultado de las declaraciones del médico y de las sirvientas, como los
testimonios voluntarios del conde Fosco y de su esposa fueron definitivos a los
ojos de señor Kyrle. No le quedaba otra cosa que concluir que la intensidad
con que la señorita Halcombe sintió la pérdida de su hermana la había llevado
a formar un juicio deplorablemente equivocado; le escribió diciendo que la
terrible sospecha a la que había aludido en su presencia carecía, en su opinión,
del menor fundamento real. Aquél fue el principio y el fin de la investigación
del socio del señor Gilmore. Mientras tanto, la señorita Halcombe retornó a
Limmeridge, donde recogió toda la información suplementaria que pudo
obtener.
El señor Fairlie supo el fallecimiento de su sobrina por una carta de su
hermana Madame Fosco; aquella carta tampoco contenía referencia alguna a
fechas exactas. Accedió a la proposición de su hermana de que se enterrara a
la joven junto a su madre, en el cementerio de Limmeridge. El conde Fosco
acompañó los restos a Cumberland y asistió al funeral que tuvo lugar en
Limmeridge el día 3O de julio. Todos los habitantes del pueblo y de sus
alrededores asistieron a la ceremonia expresando así su respeto. Al día
siguiente se grabó en la lápida del sepulcro el epitafio (inicialmente escrito, se
decía, por la tía de la difunta y sometido a la aprobación de su hermano, el
señor Fairlie).
El día del funeral, y el siguiente, el conde Fosco se hospedó en
Limmeridge, pero no se celebró entrevista alguna entre éste y el señor Fairlie,
obedeciendo al deseo expreso de este último. Se comunicaron por escrito, y
por este medio el conde Fosco puso en conocimiento del señor Fairlie los
pormenores de la última enfermedad y muerte de su sobrina. La carta que
contenía estos datos no añadió hechos nuevos a los ya conocidos, pero en su
posdata había un párrafo sumamente curioso. Se refería a Anne Catherick.
El contenido del párrafo en cuestión puede resumirse en estas palabras:
Al principio se informaba al señor Fairlie de que Anne Catherick (de quien
conocería detalles más completos por la señorita Halcombe cuando ésta
llegase a Limmeridge) había sido seguida y detenida en los alrededores de
Blackwater Park y por segunda vez se la había puesto al cuidado del médico a
cuya vigilancia había escapado hacía algún tiempo.
Esta era la primera parte de la posdata. La segunda advertía al señor Fairlie
de que la enfermedad mental de Anne Catherick se había agravado a
consecuencia de haber permanecido fuera de control durante un período
prolongado; que el odio y la desconfianza insanos que siempre había
profesado a Sir Percival Glyde y que antaño era una de sus manías más
marcadas, seguía existiendo pero habían adquirido una forma nueva. Ahora la
idea que la desventurada mujer expresaba en relación a Sir Percival era la de
angustiar y molestarlo pretendiendo elevarse, como ella suponía, en la
estimación de los parientes y enfermeras atribuyéndose la identidad de su
difunta esposa; era evidente que tal pretensión se le había ocurrido, después de
haber conseguido entrevistarse furtivamente con Lady Glyde, cuando observó
el asombroso parecido accidental que existía entre ella y la difunta. Era
absolutamente imposible que lograse escapar del sanatorio por segunda vez,
pero sí era posible que encontrase algún medio para molestar a la familia de
Lady Glyde con cartas; en tal caso el señor Fairlie estaba avisado y sabría
cómo recibirlas.
Se enseñó a la señorita Halcombe cuando llegó a Limmeridge la posdata
compuesta en estos términos. Igualmente se le entregaron las ropas que
llevaba lady Glyde y otras pertenencias que había traído a casa de su tía.
Madame Fosco las había recogido escrupulosamente para enviarlas a
Cumberland.
Tal era el estado de las cosas cuando la señorita Halcombe pisó
Limmeridge a primeros de septiembre.
Poco después, una recaída la obligó a guardar cama; sus debilitadas
energías físicas cedían ante la severa aflicción mental que estaba
experimentando. Cuando un mes más tarde se recuperó de nuevo, su sospecha
acerca de las circunstancias que habían acompañado la muerte de su hermana
permanecía incólume. En todo aquel tiempo no había sabido nada de Sir
Percival Glyde, pero había recibido cartas de Madame Fosco que la hacían
objeto del afectuoso interés por parte de su esposo y de ella misma. En lugar
de contestar, la señorita Halcombe contrató un detective privado para que
vigilase la casa de St. John's Wood y las actividades de sus habitantes.
No se descubrió nada sospechoso. Al mismo resultado llevaron las
investigaciones emprendidas secretamente acerca de madame Rubelle. Esta
había llegado a Londres unos seis meses antes, acompañada de su marido.
Procedía de Lyon, y tomaron una casa cerca de Leicester Square, con objeto
de convertirla en una pensión para los extranjeros que se esperaba que iban a
llegar en gran número a Inglaterra para visitar la Exposición de 1851. En el
vecindario no se sabía nada ni del marido ni de la mujer. Eran personas
tranquilas y se ganaban la vida honestamente. Las últimas investigaciones
tuvieron por objeto a Sir Percival Glyde. Se habían instalado en París, donde
vivía apaciblemente rodeado de un reducido círculo de amigos ingleses y
franceses.
Al fracasar en todas estas empresas, pero incapaz aún de tranquilizarse, la
señorita Halcombe decidió luego ir en persona al sanatorio donde se había
recluido por segunda vez a Anne Catherick. En el pasado había sentido una
fuerte curiosidad por aquella mujer; ahora estaba doblemente interesada en
ella: primero quería comprobar si era cierto que pretendía personificar a Lady
Glyde, y segundo, (si resultaba que era cierto), quería descubrir cuáles eran los
motivos reales que habían impulsado a la pobre criatura a intentar esta ficción.
Aunque la carta del conde Fosco al señor Fairlie no mencionaba las señas
del sanatorio, aquella omisión no representaba un obstáculo en el camino de la
señorita Halcombe. Cuando el señor Hartright encontró a Anne Catherick en
Limmeridge, ella le indicó la localidad donde se hallaba aquella casa, y la
señorita Halcombe anotó la dirección en su Diario junto con otros detalles de
la conversación, exactamente como lo había oído contar al señor Hartrigth.
Así pues, encontró la anotación, y en ella las señas; llevó consigo la carta del
conde Fosco, dirigida al señor Fairlie, como una especie de credencial que
podía resultarle útil, y emprendió su viaje al manicomio el día 11 de octubre.
Pasó la noche del día 11 en Londres. Su intención fue dormir en casa de la
antigua institutriz de Lady Glyde; pero fue tan desoladora la agitación de la
señora Vesey al ver a la amiga más íntima y querida de su inolvidable
discípula, que la señorita Halcombe, por consideración, se abstuvo de
permanecer en su compañía, y se dirigió a una respetable casa de huéspedes
que había en la vecindad y que le recomendó la hermana casada de la señora
Vesey. Al día siguiente fue al sanatorio, situado no lejos de Londres, al norte
de la metrópoli.
Fue recibida inmediatamente por el dueño del establecimiento.
Al principio, éste se mostró terminantemente reacio a permitirle ver a la
paciente. Pero al ver la posdata de la carta del conde Fosco, al recordarle ella
que era la «señorita Halcombe», de quien se hablaba en la carta, que era una
pariente cercana de Lady Glyde, y, por lo tanto, tenía un interés natural para
ver con sus propios ojos la dimensión que había tomado la manía de Anne
Catherick que tenía relación con su difunta hermana, el tono y actitud del
dueño del sanatorio cambiaron y no insistió en sus objeciones. Probablemente,
sintió que el persistir en su negativa, dadas las circunstancias, no sólo habría
sido un acto de descortesía por su parte sino que implicaría que los métodos
usados en su establecimiento eran de tal naturaleza que no podían exponerse al
interés de respetables personas extrañas. La impresión de la señorita
Halcombe fue que el dueño del sanatorio no gozaba de la confianza de Sir
Percival ni del conde. Parecía ser una prueba de ello el que le hubiera
permitido visitar a su paciente, mientras que su disposición a hacer
declaraciones que difícilmente hubieran escapado de los labios de un cómplice
podían considerarse una confirmación definitiva.
Por ejemplo, en el transcurso de la conversación preliminar comunicó a la
señorita Halcombe que el conde Fosco había traído a Anne Catherick al
sanatorio junto con la prescripción y certificados necesarios, el veintisiete de
julio. El conde presentó una carta con explicaciones e instrucciones firmada
por Sir Percival. Al recuperar a su paciente, el dueño del sanatorio observó
que en ella se habían producido ciertos curiosos cambios personales. Por
supuesto tales cambios no carecían de precedentes en su experiencia con
personas mentalmente afectadas. A menudo, sus enfermos no se parecían ni
por fuera ni por dentro a cómo eran al día siguiente; en los casos de locura, un
cambio para peor o para mejor tendía necesariamente a producir alteraciones
en el aspecto exterior. Lo admitía, como también admitía que la manía de
Anne Catherick se había modificado, reflejándose, sin duda, en su
comportamiento y en su modo de expresarse. Sin embargo en algunas
ocasiones le dejaban perplejo ciertas diferencias que había entre la paciente de
antes de la fuga y la que le había sido restituida. Aquellas diferencias eran
demasiado pequeñas para ser descritas. Desde luego, no podía decir que estaba
completamente cambiada en su estatura o complexión o el tono de su tez o el
color de sus ojos, y su pelo, o en los trazos generales de su rostro: el cambio
era más algo que él sentía pero que no veía. En una palabra, el caso había sido
un quebradero de cabeza, desde un principio y ahora se le añadía un motivo
más para sentirse desconcertado.
No puede decirse que esta conversación tuviera como resultado que la
mente de la señorita Halcombe estuviese, al menos en parte, preparada para lo
que iba a suceder. Pero, no obstante, su efecto sobre ella fue muy fuerte. La
dejó tan nerviosa que fue necesario esperar unos minutos hasta que recuperó la
presencia de ánimo y pudo seguir al dueño del sanatorio hacia aquella parte de
la casa donde estaban confinados los enfermos.
Al llegar al lugar fueron informados de que la presunta Anne Catherick
estaba paseando por el parque adjunto al establecimiento. Una de las
enfermeras se ofreció a guiar hasta allí a la señorita Halcombe; el dueño del
sanatorio se quedó unos minutos en la casa para atender un caso que requería
su presencia, prometiendo reunirse en seguida con su visitante en el parque.
La enfermera condujo a la señorita Halcombe hacia un extremo del parque,
trazado con buen gusto, y tras mirar a su alrededor siguió por un sendero
sombreado por arbustos que crecían a ambos lados. A medio camino vieron a
dos mujeres que avanzaban lentamente hacia ellas. La enfermera las señaló y
dijo: «Aquella es Anne Catheriek señora. Viene con su vigilante, la cual puede
contestarle cuantas preguntas desee hacerle». Dichas estas palabras la
enfermera la dejó para volver a sus tareas.
La señorita Halcombe avanzó al igual que las dos mujeres. Cuando las
separaba una docena de pasos una de ellas se detuvo un instante, miró con
ansiedad a la desconocida, se liberó bruscamente de la mano de la enfermera y
se abalanzó a los brazos de la señorita Halcombe. En aquel mismo instante,
Marian había reconocido a su hermana..., ¡había reconocido a la muerta en
vida!
Afortunadamente para el buen éxito de las medidas que se tomaron
consecutivamente, nadie, salvo la enfermera, presenció esta escena. Era una
mujer joven, que se quedó tan pasmada por el suceso que al principio no fue
capaz de intervenir. Cuando pudo hacerlo tuvo que prestar sus servicios a la
señorita Halcombe, que sufrió un momentáneo desfallecimiento a pesar de su
esfuerzo por conservar su propio juicio ante la conmoción que le causó aquel
descubrimiento. Después de descansar unos segundos al aire fresco y en la
suave sombra, sus energías y valor la ayudaron y volvió a ser lo
suficientemente dueña de sí misma para sentir la necesidad de recobrar la
presencia de ánimo, por el bien de su desgraciada hermana.
Consiguió que se le permitiese hablar a solas con la paciente, a condición
de que las dos permanecieran a la vista de la enfermera. No había tiempo para
hacer preguntas, la señorita Halcombe sólo podía convencer a la desdichada de
que era necesario que se dominase; sólo podía asegurarle que entonces podría
ayudarla y rescatarla. La idea de que escaparía del sanatorio si obedecía a las
indicaciones de su hermana fue suficiente para serenar a Lady Glyde y hacerle
comprender lo que se deseaba de ella. La señorita Halcombe se acercó luego a
la enfermera, depositó en sus manos todas las monedas de oro que llevaba
encima (tres coronas) y le preguntó cuándo y dónde podría hablarle a solas.
La mujer se mostró al principio sorprendida y suspicaz. Pero cuando la
señorita Halcombe le declaró que tan sólo quería hacerle algunas preguntas y
que ahora estaba demasiado agitada para hablar, que no tenía la intención de
inducir a la enfermera a faltar a sus obligaciones, le mujer aceptó el dinero y
dijo que podían verse a las tres del día siguiente. A esa hora podía escaparse
durante media hora, después de que los pacientes hubieran comido; se verían
en un lugar retirado, más allá de la alta tapia del parque que daba al norte.
Apenas tuvo tiempo la señorita Halcombe de decir que allí la esperaría y de
susurrar a su hermana que al día siguiente tendría noticias suyas, cuando el
dueño del sanatorio se reunió con ellas. Advirtió la agitación de la visitante, la
que la señorita Halcombe le explicó diciendo que su encuentro con Anne
Catherick la había emocionado un poco al principio. Se despidió de él en
cuanto pudo, es decir, en cuanto pudo encontrar valor para separarse de su
desventurada hermana.
Una reflexión muy breve, cuando la capacidad de reflexionar retornó a
ella, la condujo a la convicción de que toda tentativa de identificar a Laura
Glyde y de rescatarla por medios legales, incluso si tuviera éxito, supondría un
retraso que podía resultar fatal para el juicio de su hermana, que estaba muy
excitado por el horror de la situación que se le había impuesto. Al regresar a
Londres, la señorita Halcombe había decidido conseguir que Lady Glyde
escapase secretamente, con ayuda de la enfermera.
Se dirigió en seguida a casa de su corredor de comercio, y dispuso vender
todos sus valores, que sumaron algo menos de setecientas libras. Decidida a
pagar el precio de la libertad de su hermana, si fuese necesario, hasta con el
último céntimo de cuanto poseía, al día siguiente, provista de todo su dinero
en billetes de banco, acudió a la cita junto a la tapia del sanatorio.
La enfermera la estaba esperando. La señorita Halcombe abordó el tema
con cautela, hablando de diversas cuestiones preliminares. Entre otras cosas
descubrió que la enfermera que antes cuidaba de la verdadera Anne Catherick
fue responsable (aunque no podía reprochársele) de la huida de su paciente y
en consecuencia perdió su puesto. Se le dijo que el mismo castigo se aplicaría
a su interlocutora si la presunta Anne Catherick volvía a desaparecer; además
en su caso la enfermera tenía un interés especial por conservar su empleo.
Estaba prometida en matrimonio; ella y su futuro marido estaban esperando
hasta que entre los dos ahorrasen las doscientas o trescientas libras que
necesitaban para montar un pequeño negocio. La enfermera ganaba un buen
sueldo y, siguiendo una economía estricta, podía aportar su tributo para
completar la suma necesaria al cabo de dos años.
Al oír esto, la señorita Halcombe habló. Le declaró que la supuesta Anne
Cahterick era pariente suya muy cercana; que por una fatal equivocación había
sido recluida en el sanatorio, y que la enfermera cometería una acción buena y
cristiana si aceptaba ayudar a que ellas dos volviesen a estar juntas. Antes de
que la enfermera tuviese tiempo de pronunciar una sola objeción, la señorita
Halcombe sacó de su cartera cuatro billetes de cien libras cada una
ofreciéndoselos a la mujer como compensación por el riesgo que iba a correr
por la pérdida de su empleo.
La enfermera vacilaba, entre incrédula y sorprendida. La señorita
Halcombe insistió con firmeza.
—Va usted a hacer una buena acción —repitió ella—, va usted a ayudar a
la más desgraciada y maltratada de todas las mujeres. Aquí está su dote como
recompensa. Tráigamela aquí sana y salva, y yo pondré en sus manos estos
cuatro billetes antes de llevármela conmigo.
—¿Me dará usted una carta en que lo explique todo para que yo pueda
mostrársela a mi novio cuando me pregunte de dónde he sacado el dinero? —
preguntó la enfermera.
—Le traeré esa carta, escrita y firmada —contestó la señorita Halcombe.
—Entonces voy a correr ese riesgo —dijo la enfermera.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Se apresuraron a acordar que la señorita Halcombe volvería al día siguiente
a primera hora de la mañana, y esperaría escondida entre los árboles pero
próxima a aquel tranquilo lugar junto a la tapia del lado norte. La enfermera
no podía precisar el momento en que aparecerían; la cautela requería que
esperase y que se dejase guiar por las circunstancias. Cuando llegaron a aquel
acuerdo se despidieron.
La señorita Halcombe, con la carta y los billetes que había prometido
estaba al otro día en el lugar señalado antes de las diez de la mañana. Esperó
más de hora y media. Al cabo de ese tiempo vio aparecer por la esquina a la
enfermera llevando del brazo a Lady Glyde. En el momento de reunirse, la
señorita Halcombe puso en sus manos los billetes, y las dos hermanas se
encontraron juntas de nuevo.
La enfermera había tenido la excelente idea de vestir a Lady Glyde con
ropa suya: un chal y un sombrero con velo. La señorita Halcombe tan sólo se
detuvo para explicarle cómo enviar a los perseguidores sobre una pista falsa
cuando la fuga fuese descubierta en el sanatorio. Tenía que volver y comentar
de modo que las demás enfermeras la oyesen que Anne Catherick había estado
preguntando últimamente la distancia que había entre Londres y Hampshire;
tenía que esperar hasta el último momento antes de que el descubrimiento se
hiciese inevitable y alertar entonces a todos anunciando que Anne Catherick
había desaparecido. Cuando se comunicaran al dueño del sanatorio sus
presuntas preguntas sobre Hampshire, éste creería que su paciente había vuelto
a Blackwater Park, debido a la influencia de su obsesión que la hacía persistir
en sus declaraciones de ser ella Lady Glyde; así que, con toda probabilidad, la
persecución al principio se dirigiría hacia aquel sitio.
La enfermera prometió seguir estas instrucciones, y estaba tanto más
dispuesta a hacerlo por cuanto le ofrecían a ella misma los medios para
protegerse contra consecuencias más graves que la pérdida de su empleo, pues
si se quedaba en el sanatorio, mantenía al menos la apariencia de su inocencia.
Regresó en seguida al sanatorio, y la señorita Halcombe, sin perder tiempo,
partió para Londres con su hermana. Cogieron el tren de Carlisle aquella
misma tarde y por la noche llegaron sin incidentes ni dificultades de ningún
género a Limmeridge.
Durante la última parte del viaje estuvieron solas en su compartimento, y la
señorita Halcombe pudo recoger todos los recuerdos sobre el pasado que la
memoria confusa e insegura de su hermana retenía aún. La terrible historia de
la conspiración fue surgiendo a trozos, incoherentes en su contenido y sin
relación entre sí. Pero, por imperfecta que fuera la revelación, debe ser
reproducida aquí antes de que se expliquen los acontecimientos sucedidos al
día siguiente en Limmeridge.
El relato que sigue comprende todo cuanto pudo averiguar la señorita
Halcombe.
Los recuerdos de Lady Glyde referentes a los sucesos ocurridos después de
que salió de Blackwater Park, comienzan con su llegada a la terminal
londinense del ferrocarril del suroeste. No había anotado la fecha en que
emprendió el viaje. Toda esperanza de establecer ese importante dato, por
medio de un testimonio suyo o de la señora Michelson, debe considerarse
vana.
Al llegar el tren a la estación, Lady Glyde vio que el conde Fosco la estaba
esperando. Estuvo frente a la puerta del compartimiento apenas el revisor la
abrió. El tren estaba especialmente lleno de gente aquel día y alrededor de los
equipajes había un gran tumulto. Un hombre que acompañaba al conde Fosco
encontró el equipaje perteneciente a Lady Glyde.
Estaba marcado con su nombre. Ella se marchó con el conde, en un coche
en el que no se había fijado entonces.
Su primera pregunta al salir de la estación se refirió a la señorita
Halcombe. El conde le dijo que aún no se había marchado a Cumberland;
había atendido a los reparos del conde, que encontraba poco prudente hacer un
viaje tan largo sin descansar unos días antes.
Lady Glyde le preguntó luego si su hermana vivía en casa del conde. Sus
recuerdos de la respuesta eran confusos. La única impresión cierta que
guardaba era que el conde le anunció que la llevaba donde estaba la señorita
Halcombe. Lady Glyde apenas conocía Londres y no supo decir por qué calles
habían pasado. Pero nunca dejaron de ser calles, nunca bordearon algún jardín
ni árboles. Cuando el coche se detuvo fue en una calle estrecha, tras una plaza
donde se veían tiendas, edificios públicos y bullicio de gente. Estos recuerdos
(Lady Glyde estaba segura de ellos) parecían indicar con claridad que el conde
Fosco no la llevó nunca a su residencia en el suburbio de St. John's Wood.
Entraron en la casa y subieron a una habitación trasera que estaba en el
primero o segundo piso. Trajeron el equipaje. Les abrió una sirvienta, y un
hombre de barba oscura, extranjero a juzgar por su aspecto, los recibió en el
vestíbulo y los acompañó arriba. En respuesta a las preguntas de Lady Glyde
el conde le aseguró que la señorita Halcombe estaba en aquella casa y que se
le haría saber en seguida que su hermana había llegado. El conde y el
extranjero se fueron dejándola sola en el cuarto. Estaba pobremente
amueblado para servir de salón y daba a los muros traseros de otros edificios.
La casa era notablemente silenciosa, no se oían pasos subiendo o bajando
la escalera, tan sólo oyó el rumor sordo e indistinto de voces de hombres que
hablaban en la habitación que había debajo de la suya. No estuvo sola mucho
tiempo; el conde regresó para decirle que la señorita Halcombe estaba
descansando y era preferible no molestarla durante algún tiempo. Había
entrado en la habitación acompañada por un caballero (un inglés) al que pidió
permiso para presentarlo como a un amigo suyo.
Después de esta singular presentación, durante la cual recordaba bien Lady
Glyde que nadie había mencionado nombre alguno, la dejaron sola con el
desconocido. La trató con cortesía, pero la asustó y desconcertó haciéndole
extrañas preguntas sobre ella mientras la miraba con expresión rara. Salió
poco tiempo después; unos minutos más tarde apareció el segundo
desconocido, un inglés también. Se presentó como otro amigo del conde Fosco
y, a su vez, miró con expresión rara y le hizo preguntas extrañas, —jamás,
como pudo recordar luego, llamándola por su nombre— como el primer
desconocido; salió poco tiempo después. Esta vez Lady Glyde sintió tanto
miedo por sí misma y tanta preocupación por su hermana, que pensó que debía
aventurarse a bajar a pedir auxilio a la única mujer que había visto en la casa,
a la criada que abrió la puerta.
Apenas se había levantado de la silla, cuando en la habitación entró de
nuevo el conde Fosco.
En cuanto apareció le preguntó angustiada cuánto tiempo tenía que esperar
aún para ver a su hermana. Al principio le respondió con evasivas; pero
cuando ella insistió manifestó, notablemente irritado, que la señorita
Halcombe no estaba tan bien como le había dicho en un principio. Su tono y la
expresión con que dio su respuesta alarmaron tanto a Lady Glyde, o más bien
aumentaron tan dolorosamente el desasosiego que le habían causado las
entrevistas con los dos desconocidos, que se sintió desfallecer y se vio
obligada a pedir un vaso de agua. El conde gritó desde la puerta que subieran
agua y un frasco de sales. Ambas cosas fueron traídas inmediatamente por el
hombre de la barba aquél que tenía aspecto de extranjero. El agua, cuando
Lady Glyde la probó, resultó tener un sabor tan raro que aumentó su mareo,
así que se apresuró a coger el frasco de sales que el conde Fosco le ofrecía y
las aspiró. Al instante su cabeza empezó a dar vueltas. El conde recogió el
frasco que su mano dejó caer y lo último que Lady Glyde vio antes de perder
el conocimiento fue que él aguantaba el frasco junto a su nariz.
Desde ese momento sus recuerdos eran confusos, fragmentarios y difíciles
de reconciliar con cualesquiera probabilidades razonables.
Su propia impresión cuando recobró el sentido aquella misma tarde, fue
que entonces salió de la casa y que, (como había decidido de antemano desde
Blackwater Park), se dirigió a la de la señora Vesey, que allí tomó su té y que
pasó la noche bajo su techo. Era completamente incapaz de decir cómo ni
cuándo ni con quién dejó la casa a la que el conde Fosco la había traído. Pero
persistía en asegurar que había estado en la casa de la señora Vesey y, lo que
era más extraordinario aún ¡que Madame Rubelle la había ayudado a quitarse
el vestido para acostarse! No recordaba tampoco de qué había hablado con la
señora Vesey, ni qué otras personas se hallaban en su casa, ni por qué Madame
Rubelle estuvo allí presente para ayudarla.
Su recuerdo de lo que sucedió la mañana siguiente, aún era más vago e
increíble.
Tenía cierta idea confusa de que había salido en coche con el conde Fosco
(no podía decir a qué hora) y que Madame Rubelle hacía de nuevo las veces
de su doncella. Pero no podía decir cuándo ni por qué había dejado a la señora
Vesey; tampoco sabía qué dirección siguió el coche ni dónde se apeó, ni si el
conde y Madame Rubelle permanecieron con ella todo el tiempo que duró el
viaje. No podía evocar impresión alguna, por confusa que fuese. No tenía idea
si había transcurrido un día o varios hasta que recobró el conocimiento para
encontrarse en un sitio extraño rodeada de mujeres desconocidas para ella.
Era el sanatorio. Allí, por primera vez, se oyó llamar por el nombre de
Anne Catherick y allí también —la última circunstancia importante para la
historia de aquella conspiración— supo por sus propios ojos que llevaba las
ropas de Anne Catherick. La primera noche que durmió en el sanatorio, la
enfermera le mostró las marcas que tenían todas las prendas de su ropa interior
cuando se las había quitado y le dijo, sin mostrarse en absoluto irritada ni
descortés: «Mire su propio nombre marcado en sus propias ropas y no nos
moleste más diciendo que es usted Lady Glyde. Lady Glyde está muerta y
enterrada y usted está viva y sana. ¡Mire, mire sus ropas! Aquí está, marcado
con buena tinta, su nombre, el mismo que verá en todas sus antiguas cosas que
hemos guardado... Anne Catherick, ¡está bien a la vista!».
Y, en efecto, allí estaba cuando la señorita Halcombe revisó toda la ropa
que llevaba su hermana, la noche en que llegaron a Limmeridge.
Estos fueron todos los recuerdos de Lady Glyde, inciertos todos ellos y
contradictorios, que pudieron reconstruirse mediante un interrogatorio
cuidadosamente llevado a cabo camino de Cumberland. La señorita Halcombe
se abstuvo de preguntarle nada referente a su reclusión en el sanatorio: era más
que evidente que su juicio no soportaría la dura prueba de volver a aquellos
acontecimientos. Como había declarado por propia voluntad el dueño del
manicomio, había ingresado el 27 de julio. Desde entonces hasta el 15 de
octubre (día de su rescate) había estado allí recluida; su identidad como Anne
Catherick se veía sistemáticamente reafirmada, mientras desde el primer día
hasta el último se negaba rotundamente que estuviese en su sano juicio.
Facultades menos equilibradas, naturalmente delicadas, hubieran sido
afectadas por un tormento de tal índole. Nadie hubiera podido pasar por esa
prueba y salir de ella inalterado.
Al llegar a Limmeridge, en la tarde del día 15, la señorita Halcombe tomó
la prudente decisión de no intentar establecer la identidad de Lady Glyde hasta
el día siguiente.
A primera hora de la mañana fue al cuarto del señor Fairlie y, usando toda
clase de precauciones y alusiones preliminares, por fin le contó con todo
detalle lo sucedido. En cuanto pasaron el asombro y alarma que estas noticias
produjeron en el señor Fairlie, éste, furioso, declaró que la señorita Halcombe
se había dejado embaucar por Anne Catherick. Le recordó la carta del conde
Fosco, y lo que ella misma le había dicho sobre el parecido físico existente
entre Anne y su fallecida sobrina; se negó tajantemente a recibir, siquiera sólo
fuese por un minuto, a la loca cuya sola presencia en su casa representaba un
insulto y un ultraje.
La señorita Halcombe salió del cuarto, esperó a que pasara el primer
arrebato de indignación, y, al reflexionar, decidió que el señor Fairlie debía ver
a su sobrina, siquiera por consideraciones de mera humanidad, antes de que le
cerrase las puertas como a una extraña, y por tanto, sin una sola palabra de
aviso, llevó a Lady Glyde al cuarto de aquél. El criado se hallaba apostado en
la puerta para impedirles la entrada, pero la señorita Halcombe se empeñó en
pasar adentro y apareció ante el señor Fairlie llevando a su hermana de la
mano.
La escena que siguió aunque sólo duró pocos minutos, fue demasiado
penosa para ser descrita. La propia señorita Halcombe rehúye contarla.
Dijimos solamente que el señor Fairlie manifestó, en los términos más
positivos, que no reconocía a la mujer que se había introducido en su
habitación; que no veía nada en su rostro ni en sus gestos que le hicieran dudar
por un instante que su sobrina estaba enterrada en el cementerio de
Limmeridge; y que buscaría la protección de la ley si antes de que el sol se
pusiese no abandonaba la casa.
Conociendo el egoísmo, la indolencia y la habitual insensibilidad del señor
Fairlie en sus peores aspectos, era decididamente imposible suponer que fuera
capaz de cometer la infamia de haber reconocido en su fuero interno y
desenredar abiertamente a la hija de su hermano. La señorita Halcombe, por su
delicadeza y sensibilidad, disculpó su injusticia achacándola a la influencia de
los prejuicios que impedían al señor Fairlie cumplir con sus obligaciones
detalladamente; así se explicó ella al principio lo que acababa de pasar. Pero
cuando acudió al testimonio de los criados y encontró que tampoco ellos
estaban seguros, por no decir otra cosa, de si la señora que les presentaban era
su joven dueña o Anne Catherick, de cuyo parecido con aquella todos ellos
sabían, es inevitable extraer la triste conclusión de que el cambio que se había
operado en el rostro y en el comportamiento de Lady Glyde durante su
reclusión en el sanatorio era mucho más grave de lo que la señorita Halcombe
había supuesto en un principio.
El vil engaño que había afirmado su muerte resultaba indestructible,
incluso en la casa donde Lady Glyde había nacido y entre las personas con las
que había vivido.
En una situación menos crítica no hubiese sido necesario renunciar a la
lucha, incluso entonces.
Por ejemplo, Fanny, la doncella de Lady Glyde, se había ausentado
circunstancialmente de Limmeridge, y debía regresar dentro de un par de días,
y había cierta posibilidad de que dijese que la reconocía, y los otros habrían
seguido su declaración, puesto que había vivido más cerca de su señora y
sentía un afecto más cordial por ella que los otros sirvientes. También se
podría esconder a Lady Glyde en la casa o en el pueblo hasta que su salud se
hubiera restablecido un poco y su juicio recobrase fortaleza. Cuando se
pudiese confiar en su memoria, ella misma podría referirse a las personas y los
sucesos de su pasado con una seguridad y conocimiento que ninguna
impostora hubiera podido simular. De este modo, la identidad que su propio
aspecto impedía establecer mediante el testimonio más seguro de sus palabras,
hubiese podido ser probada.
Pero las circunstancias bajo las cuales había recuperado la libertad hacían
simplemente imposible recurrir a estos medios. La persecución ordenada
desde el Sanatorio se había desviado a Hamspshire sólo durante un tiempo y
era inevitable que se dirigiese a Cumberland. Aquellos a quienes se había
encargado buscar a la fugitiva aparecerían quizá dentro de pocas horas en
Limmeridge, y tal como estaba ahora el ánimo del señor Fairlie podían contar
con que hiciera uso inmediato de su influencia y autoridad para asistirlos en su
tarea. El más elemental sentido común aconsejaba a la señorita Halcombe que,
si quería salvar a Lady Glyde del encierro, debería renunciar a la batalla
iniciada para restablecer la justicia y sacarla en seguida de aquel lugar que era
ahora más peligroso que ningún otro, de las proximidades de su propia casa.
Era obvio que la primera y más sensata medida de seguridad era un regreso
inmediato a Londres. En la gran ciudad se podría borrar rápida y fácilmente
todo rastro de ellas. Nada tenían que preparar, ni había despedidas que hacer.
En la tarde de aquel memorable día 16, la señorita Halcombe animó a su
hermana a emprender un último acto de valor y, sin un alma que les dijese
adiós, las dos se pusieron en camino y dejaron para siempre Limmeridge.
Habían pasado la colina junto a la iglesia cuando Lady Glyde insistió en
volver para ver por última vez la tumba de su madre. La señorita Halcombe
trató de disuadirla, mas en aquella única ocasión luchó en vano. Lady Glyde
estaba firme en su decisión. Sus ojos apagados se iluminaron con fuego
repentino y brillaron detrás del velo con que cubría su rostro; sus dedos,
descarnados, apretaron con fuerza al brazo amistoso, sobre el que poco antes
se apoyaban indiferentes. Creo con toda mi alma que la mano de Dios les
señalaba el camino y la más inocente y desdichada de sus criaturas fue elegida
en aquel terrible momento para comprenderlo.
Retrocedieron en su camino, dirigiendo sus pasos al cementerio, y aquel
hecho selló el futuro de nuestras vidas.
III
Esta era la historia del pasado, la historia que conocíamos entonces.
Después de escucharla se presentaron ante mí dos conclusiones
incontestables. En primer lugar veía oscuramente cuál había sido el objetivo
de la conspiración, cómo se habían aprovechado las oportunidades y cómo se
habían manejado las circunstancias para dejar impune un delito temerario y
complicado. Mientras todos los detalles eran todavía un misterio para mí,
estaba fuera de duda que habían explotado inicuamente el parecido físico entre
la dama de blanco y Lady Glyde. Estaba claro que Anne Catherick fue
conducida a casa del conde Fosco como Lady Glyde; que Lady Glyde ocupó
en el sanatorio el lugar de la muerta, efectuándose la sustitución de tal manera
que se convirtió a personas inocentes (al doctor y las criadas con toda
seguridad y, probablemente, al dueño del sanatorio) en cómplices del crimen.
La segunda conclusión se desprendía como consecuencia necesaria de la
primera. No podíamos esperar clemencia de Sir Percival ni del conde Fosco.
El éxito de la conspiración había aportado a estos dos hombres el claro
beneficio de treinta mil libras; veinte mil a uno y diez mil al otro, por medio
de su esposa. Uno de sus intereses era asegurar su impunidad de todo peligro,
y no se detendrían ante obstáculo alguno, no ahorrarían sacrificios e
intentarían toda argucia posible para descubrir el lugar donde se refugiaba su
víctima y separarla de los únicos amigos con que contaba en el mundo: Marian
Halcombe y yo.
La comprensión de este grave peligro que corríamos —un peligro que cada
día y cada hora que pasaba podía acercársenos más y más, fue lo único que me
inclinó a escoger el sitio donde refugiarnos. Lo encontré en la parte lejana del
este de Londres, donde se encontraba menos gente ociosa que diera vueltas
por la calle y mirase lo que pasaba a su alrededor. Elegí nuestra casa en un
barrio humilde y populoso, pues cuanto más dura fuese la lucha por la
existencia de los hombres y mujeres que nos rodeaban, menos riesgo había de
que tuvieran tiempo para molestarse en advertir la presencia a su lado de
nuevos vecinos ocasionales. Estas eran las grandes ventajas que yo vi; pero
aquel barrio nos ofrecía otro beneficio, no menos apreciable. Podríamos vivir
sin grandes gastos con lo que ganaría con mi trabajo diario y podíamos ahorrar
hasta el último céntimo de cuanto poseíamos para lograr aquel justo propósito
de reparar un agravio infame, el propósito en que yo no dejaba de pensar ni
por un instante.
En una semana Marian Halcombe y yo decidimos cómo dirigir el curso de
nuestras nuevas vidas.
No había más inquilinos que nosotros en la casa y podíamos entrar y salir
sin pasar por la tienda. Convencí a Marian y Laura de que, al menos por ahora,
no dieran ni un paso fuera de la casa sin ir acompañadas por mí y que no
dejara entrar en las habitaciones a nadie bajo ningún pretexto cuando yo no
estuviese. Al establecer esta regla me dirigí a casa de un amigo, a quien había
conocido en tiempos mejores, un xilógrafo que tenía una gran clientela, para
pedir un empleo, añadiendo que tenía mis razones para no dejar conocer mi
nombre.
En seguida sacó la conclusión de que eran las deudas las que me obligaban
a ocultarme, expresó su compasión con las palabras que el caso requería, y se
prometió hacer lo que pudiera por ayudarme. No quise rectificar su errónea
impresión y acepté el trabajo que tenía para darme. Mi amigo sabía que podía
confiar en mi experiencia y habilidad. Yo tenía lo que él exigía, perseverancia
y facilidad; y, aunque modestas, mis ganancias nos bastaban para satisfacer
nuestras necesidades. Cuando pudimos estar seguros de ello, Marian
Halcombe y yo contamos el dinero de que disponíamos. Ella tenía doscientas
o trescientas libras que le quedaban de su modesto capital, y la misma cantidad
más o menos me quedaba del dinero que conseguí al vender mi puesto de
profesor de dibujo con su clientela antes de abandonar Inglaterra. Juntamos
más de cuatrocientas libras. Deposité en un banco esta pequeña fortuna,
destinada a las pesquisas e investigaciones secretas que estaba decidido a
emprender y desarrollar solo, si no encontraba a nadie que nos ayudase.
Calculamos nuestros gastos semanales hasta el último céntimo y jamás
tocamos nuestro escaso capital a no ser por bien de Laura y para provecho
suyo.
Si nos hubiéramos atrevido a tener una persona extraña a nuestro lado, una
sirvienta hubiera hecho los trabajos domésticos de los que desde el primer día
y por su propia voluntad se encargó Marian Halcombe. «Lo que las manos de
mujer puedan hacer —dijo ella—, lo harán, tarde o temprano, estas manos
mías».
Sus manos temblaron cuando las tendió ante mí. Sus brazos enflaquecidos
dijeron su triste historia pasada, cuando se subió las mangas del vestido pobre
y sencillo que llevaba por motivos de seguridad; pero el ánimo inquebrantable
de aquella mujer seguía vivo en ella. Vi las lágrimas nublar sus ojos y resbalar
lentamente por sus mejillas cuando me miró. Se las secó con su energía de
otros tiempos y se sonrío con una expresión en la que se reflejaba vagamente
su ánimo de antes. «No dudes de mi valor, Walter —me rogó—, es mi
debilidad la que ahora llora, no soy yo. Los trabajos de la casa la acallarán si
no puedo yo conseguirlo». Y sostuvo su palabra: la victoria era suya cuando
nos vimos aquella noche y se sentó para descansar. Sus ojos negros grandes y
fijos me miraron con la inteligente firmeza de otros tiempos. «Todavía no
estoy rendida —me dijo—. Aún se me puede confiar mi parte del trabajo». Y
antes de que yo la contestase añadió en un susurro» «Y también se me puede
confiar mi parte de riesgo y de peligro. ¡Recuérdalo si llega el momento!».
Y lo recordé cuando el momento llegó.
A fines de octubre el curso cotidiano de nuestras vidas seguía la dirección
prevista, y los tres estábamos tan completamente aislados en nuestro retiro
como si la casa que habitábamos fuera una isla desierta y el enorme laberinto
de calles y los millares de semejantes nuestros que nos rodeaban fueran las
aguas de un mar infinito. Yo disponía ahora de algunos ratos de ocio para
meditar sobre el plan de acción a seguir y cómo armarme en secreto y con
mayor seguridad para prepararme a mi futura batalla contra Sir Percival y el
conde.
Di por perdida toda esperanza de probar la identidad de Laura alegando
que Marian y yo la habíamos reconocido. Si no la hubiéramos amado tanto, si
el instinto que aquel amor nos había implantado no hubiera sido tanto más
certero que cualquier razonamiento, ni tanto más penetrante que cualquier
proceso de observación, incluso nosotros habríamos vacilado al verla por
primera vez.
La transformación exterior de Laura, producida por el sufrimiento y horror
que había pasado, aumentó espantosa y casi desesperadamente su falso
parecido con Anne Catherick. En mi relato sobre los acontecimientos
ocurridos durante mi estancia en Limmeridge mencioné mi impresión de
observarlas a las dos diciendo que su parecido, asombroso a primera vista,
fallaba en muchos detalles de importancia si se lo analizaba detenidamente. En
aquellos días pasados de verlas juntas, una al lado de la otra nadie las
confundiría por un momento siquiera, como suele ocurrir en caso de los
gemelos. Yo no podría mantenerlo ahora. Las penas y las angustias que en
otros tiempos me había reprochado asociar en un pensamiento siquiera
pasajero con el futuro de Laura Fairlie, ahora sí habían dejado sus marcas
profanadoras sobre la belleza y juventud de su rostro, y el parecido fatal que
yo un día había visto y que me había hecho estremecerme al verlo y al pensar
en él siquiera, era ahora un parecido real y vivo que se presentaba ante mis
propios ojos. A extraños, conocidos, amigos que no podían verla como la
veíamos nosotros, si se la hubieran mostrado en los primeros días después de
ser rescatada del sanatorio hubieran dudado de si sería aquella la Laura Fairlie
que habían conocido en otros tiempos, y no se podrían reprochar sus dudas.
La única posibilidad que nos quedaba, y en la que pensé desde el principio
creyendo que podría sernos útil, era la de hacer despertar en ella el recuerdo de
personas y hechos que no pudieran ser conocidos por una impostora, pero más
tarde nuestra triste experiencia nos mostró que aquella posibilidad no dejaba
lugar a esperanzas. Cada una de las preocupaciones con que Marian y yo la
tratábamos, cada uno de los remedios con que intentábamos fortalecer y
consolidar sus debilitadas e inseguras facultades, eran de por sí una protesta
contra el riesgo de hacer retornar su mente hacia su pasado angustioso y
terrible.
Los únicos sucesos de días pasados que nos atrevíamos a evocar ante ella
eran los comentarios domésticos insignificantes y triviales de aquella época
feliz en la que yo llegué por primera vez a Limmeridge para enseñarla a
dibujar. El día en que desperté sus recuerdos enseñándole el dibujo del
pabellón de verano que me entregó la mañana en que nos despedimos, y que
jamás se había separado de mí desde entonces, fue el día en que nació nuestra
primera esperanza. Poco a poco y con suavidad, el recuerdo de los paseos a pie
y a caballo fue retornando a ella, y sus pobres ojos cansados y lánguidos
miraban a Marian y a mí con un interés nuevo, reflejando un pensamiento
inseguro que desde aquel instante, acariciamos y mantuvimos despierto. Le
compré una pequeña caja de pinturas y un álbum de dibujos parecido a aquel
viejo álbum que había visto en sus manos el día que la encontré por primera
vez. Una vez más, ¡sí, una vez más!, en medio de la lobreguez de las noches
en la pobre habitación londinense, pasaba las horas robadas a mi trabajo
sentado a su lado para guiar el trazo tembloroso, para ayudar la mano débil.
Día tras día cultivé aquel nuevo interés hasta que su lugar, en el vacío de su
existencia, fue por fin asegurado, hasta que pudo pensar en sus dibujos y
hablar de ellos y practicarlos con paciencia ella sola mostrando un débil reflejo
de inocente placer ante mis palabras de aliento, de regocijo creciente ante sus
propios progresos, de débil reflejo de aquello que pertenecía a su vida y su
felicidad perdidas en el pasado.
Por este sencillo medio ayudamos lentamente a su inteligencia; salíamos
llevándola entre nosotros, a dar un paseo en los días apacibles por una cercana
plaza tranquila de la antigua ciudad donde nada podía alarmarla ni
atemorizarla; empleamos algunas de nuestras libras depositadas en el Banco
en comprarle vino y los alimentos exquisitos y sanos que ella necesitaba; la
entreteníamos después de cenar con juegos infantiles de cartas y, así, con
libros de modelos que pedí prestados al grabador para quien trabajaba, con
ayuda de estos y otros pequeños detalles semejantes, llegamos a serenarla y
fortalecerla con la esperanza de que todo lo remediaría el tiempo, los cuidados
y el amor que nunca iban a abandonarla ni olvidarse entre nosotros. Pero no
nos atrevimos a arrancarla despiadadamente de su retiro y tranquilidad; a
presentarse ante extraños o conocidos que eran poco menos que extraños; a
despertar en ella impresiones con sumo cuidado; no nos atrevimos a hacer
nada de esto por su propio bien. Cualesquiera que fuesen los sacrificios que se
nos exigieran, por largos, fatigosos y exasperantes que fuesen los
aplazamientos que se produjeran, la injusticia que se había cometido con ella,
si había medios humanos para enfrentarla, debía ser combatida sin
conocimiento ni ayuda de Lady Glyde.
Una vez tomada esta decisión, era necesario pensar cuál sería el primer
riesgo al que nos expondríamos ineludiblemente y por qué procedimiento
habíamos de comenzar.
Después de consultarlo con Marian, decidí reunir tantos hechos como es
posible conocer y luego pedirle consejo al señor Kyrle (en quien sabíamos que
podíamos confiar) para establecer, en primer lugar, si los remedios legales nos
eran asequibles. Era mi deber, ante los intereses de Laura, no arriesgar su
futuro en tentativas inexpertas mientras hubiera la más remota posibilidad de
fortalecer nuestra posición obteniendo alguna asistencia competente.
La primera fuente de información a la que acudí fue al Diario de Marion
Halcombe escrito en Blackwater Park. Había en él pasajes dedicados a mí
mismo que ella no juzgó conveniente dejarme ver. Por tanto, ella me leía el
manuscrito y yo tomaba cuantas notas necesitaba. Sólo podíamos encontrar
tiempo para este trabajo permaneciendo despiertos hasta muy tarde.
Dedicamos tres noches a esta ocupación que fueron suficientes para
informarme sobre todo cuanto Marian podía decir.
Luego quise conseguir tantos testimonios complementarios cuantos
pudiera obtener de otras personas, sin despertar sospechas. Me dirigí a casa de
la señora Vesey para asegurarme de si era correcta o no la impresión de Laura
de que había dormido allí una noche. En este caso, y teniendo en cuenta la
edad y la delicada salud de la señora Vesey, como más tarde hice en otros
casos semejantes, por precaución, mantuve en secreto nuestra situación real y
no olvidé de hablar de Laura como de «la difunta Lady Glyde».
La contestación que me dio la señora Vesey sólo confirmó las dudas que ya
tenía: Laura escribió, en efecto, anunciando su propósito de pasar la noche
bajo el techo de su vieja amiga, pero no llegó jamás a su casa.
Su imaginación en esta ocasión y, como yo temía, en algunas otras, le
presentó confusamente algo que ella solamente se proponía hacer bajo la falsa
luz de algo que había hecho en realidad. Era fácil esperar aquellas
contradicciones inconvenientes, pero podían conducir a graves consecuencias.
Era la piedra que podría hacernos caer y el punto débil de su testimonio, que
fácilmente podía volverse contra nosotros.
Cuando pedí la carta que escribió Laura desde Blackwater Park a la señora
Vesey, me la entregó sin sobre; lo había tirado a la papelera y hacía mucho que
estaba destruido. En la carta no se indicaba fecha alguna, ni siquiera el día de
la semana. Sólo contenía estas líneas:
«Queridísima señora Vesey: Estoy pasando momentos malos y llenos de
angustia y probablemente mañana por la noche vendré a su casa para pedirle
que me deje pasar en ella la noche. No puedo decirle mis motivos en esta
carta: tengo tanto miedo de que me descubran escribiéndole que no puedo
concentrarme. Por favor, espéreme en casa. Le daré mil besos y se lo contaré
todo. Su afectuosa
Laura.»
¿De qué nos podían servir estas líneas? De nada.
Al regresar de la casa de la señora Vesey, aconsejé a Marian escribir
(siguiendo las mismas precauciones que había tomado yo) a la señora
Michelson. Debía expresar cierta sospecha acerca del comportamiento del
conde Fosco y pedir al ama de llaves que nos suministrase un relato claro de
los acontecimientos con el objetivo de establecer la verdad. Mientras
esperábamos su respuesta, que llegó al cabo de una semana, fui a ver al
médico de St. John's Wood; le dije que venía de parte de la señorita Halcombe
para recoger, si era posible, más datos sobre la última enfermedad de su
hermana que los que el señor Kyrle pudo procurarnos. Con ayuda del señor
Goodricke conseguí una copia del certificado de la muerte y me entrevisté con
la mujer (Jane Gould) que había preparado el cuerpo para el funeral. Por su
mediación encontré el modo de hablar con la criada, Hester Pinhorn. Esta
había dejado su empleo hacía poco, a consecuencia de un altercado con su
ama, y vivía en casa de unas personas a las que conocía la señora Gould, en el
mismo barrio. Con esto queda explicado cómo obtuve las declaraciones del
ama de llaves, del médico, de Jane Gould y de Hester Pinhorn, que
anteriormente se han presentado en estas páginas.
Provisto de las evidencias adicionales que proporcionaban aquellos
documentos me juzgué suficientemente preparado para consultar con el señor
Kyrle; Marian le escribió para presentarme y precisar el día y la hora en que
yo le solicitaba ser recibido para hablar de un asunto privado.
Por la mañana tuve tiempo de llevar a Laura a dar nuestro paseo habitual y
dejarla después ocupada con sus dibujos. Me miró con una expresión de
ansiedad en su rostro cuando me levanté para salir de la habitación; sus dedos
empezaron a recorrer, con el movimiento inquieto de viejos tiempos, los
pinceles y lápices que tenía delante, sobre la mesa.
—¿No estás cansado de mí todavía? —me dijo—. ¿No te vas porque te has
cansado de mí? Trataré de ser mejor, trataré de recuperarme. ¡Walter!, ¿me
quieres tanto como me querías antes, ahora que estoy tan pálida y delgada y
aprendo a dibujar tan lentamente?
Me habló como lo hubiera hecho un niño y me dejó ver sus pensamientos
como un niño los hubiera dejado ver. Esperé unos minutos, esperé para decirle
que la quería mucho más entonces de lo que la había querido nunca en el
pasado.
—Trata de recuperarte —le dije, alentando la nueva esperanza en el futuro
que veía nacer en su ánimo—. Trata de recuperarte por Marian y por mí.
—Sí —se dijo a sí misma, volviendo a sus dibujos— Tengo que tratar de
hacerlo, los dos son tan buenos conmigo —de pronto volvió a levantar sus
ojos hacia mí—. ¡No tardes mucho! No puedo dibujar, Walter, cuando no estás
aquí para ayudarme.
—Volveré en seguida, querida, para ver cómo lo estás haciendo.
La voz me tembló un poco, bien a pesar mío. Salí del cuarto haciendo un
esfuerzo. No era momento de perder el dominio de mí mismo, que debía
resultarme útil antes de que terminase el día.
Abrí la puerta e hice señas a Marian de que me siguiese hasta la escalera.
Era necesario prepararla con respecto al resultado que tarde o temprano podría
seguir a que me dejase ver abiertamente por las calles.
—Con toda probabilidad, dentro de pocas horas estaré de vuelta —le dije
— como de costumbre, ten cuidado en no dejar entrar a nadie en casa hasta
que vuelva. Pero si algo sucediese...
—¿Qué puede suceder? —me interrumpió en seguida—. Dime
francamente Walter, si hay algún peligro para que yo sepa cómo hacerle frente.
—El único peligro —le contesté—, es que Sir Percival Glyde haya vuelto a
Londres al saber que Laura se ha escapado. Como sabes, antes de irme de
Inglaterra me hizo vigilar y es probable que me conozca de vista, aunque yo
no le conozco.
Apoyó su mano en mi hombro y me miró en silencio. Vi que comprendía el
grave peligro que nos amenazaba.
—Esto no quiere decir —le dije—, que vayan a descubrirme tan pronto Sir
Percival o alguno de sus agentes. Pudiera suceder cualquier accidente. En ese
caso no te alarmes si no regreso esta noche, y le das a Laura la mejor disculpa
que se te ocurra. Si tengo el menor motivo para sospechar que me vigilan
tendré mucho cuidado en que ningún espía me siga hasta nuestra casa. No
dudo de que volveré, Marian, aunque me retrase algo, y no temas nada.
—¡No temeré nada! —contestó con firmeza—, Walter, no tendrás que
sentir que sólo tengas a una mujer para apoyarte —se calló y me retuvo un
instante. ¡Ten cuidado! —me dijo apretando mi mano ansiosamente—. ¡Ten
cuidado!
Me separé de ella para abrir el camino que descubriría la conspiración, el
camino oscuro y dudoso que comenzaba en la puerta de la casa del abogado.
IV
Hasta que llegué al despacho de los señores Gilmore y Kyrle, en Chancery
Lane, no sucedió nada digno de mención.
Cuando entregué mi tarjeta al criado del señor Kyrle, se me ocurrió una
consideración que me hizo lamentar profundamente no haber pensado en ello
antes. La información que contenía el diario de Marian dejaba bien claro que
el conde Fosco había abierto su primera carta enviada al señor Kyrle desde
Blackwater Park y, ayudado por su mujer, había interceptado la segunda. Por
tanto, conocía muy bien la dirección de este despacho y naturalmente había
deducido que si Marian necesitase consejo y ayuda después de que Laura
escapara del sanatorio, acudiría una vez más a la experiencia del señor Kyrle.
En este caso, el despacho de Chancery Lane era el primer sitio que el conde y
Sir Percival habrían ordenado vigilar, y si habían encomendado la tarea a los
mismos hombres que habían empleado para seguirme antes de que yo saliera
de Inglaterra, el que yo había regresado se habría conocido, con toda
probabilidad, aquel mismo día. Había pensado que podían reconocerme en las
calles de la ciudad, pero hasta aquel momento jamás se me ocurrió pensar en
el riesgo especialmente grave que significaba visitar aquel despacho. Era
demasiado tarde para arrepentirme de que no había establecido la cita con el
abogado en algún lugar previa y secretamente convenido. Lo único que podía
hacer era tomar las mayores precauciones al salir de Chancery Lane y no
dirigirme a casa, en ningún caso, directamente.
Después de esperar unos minutos fui introducido en el salón particular del
señor Kyrle. Él era un hombre pálido, delgado, reposado y de gran dominio de
sí mismo; sus ojos eran muy penetrantes, su voz muy baja, y sus gestos muy
parcos; no era (como yo juzgué) dado a mostrarse compasivo con
desconocidos; ni a dejar ver perturbada su compostura profesional.
Difícilmente se hubiera podido encontrar una persona más conveniente para
mi propósito. Si accedía a tomar una decisión, y si esta decisión era favorable,
a partir de aquel momento podíamos considerar que nuestro caso estaba
ganado.
—Antes de entrar en materia de la cuestión que me ha traído aquí —le dije
— debo advertirle, señor Kyrle, que por breve que sea en exponérsela voy a
entretenerle algún tiempo.
—Mi tiempo está a disposición de la señorita Halcombe —contestó—. En
todo lo que concierne a sus intereses, represento a mi socio, tanto personal
como profesionalmente. El me pidió actuar así cuando dejó de participar en
forma activa en nuestro trabajo.
—¿Puedo preguntar si el señor Gilmore está en Inglaterra?
—No. Vive en Alemania con unos parientes suyos. Se encuentra mejor de
salud, pero aún es incierta la fecha de su vuelta.
Mientras intercambiábamos estas breves palabras preliminares, el señor
Kyrle estuvo rebuscando entre los papeles que tenía delante hasta que sacó al
fin una carta lacrada. Yo creí que iba a dármela. Pero aparentemente cambió
de idea y la dejó sobre la mesa, se acomodó en el sillón y esperó en silencio a
que yo le expusiera lo que quería decirle.
Sin perder tiempo en preámbulos de ninguna clase, empecé mi relato; lo
puse al corriente de todos los acontecimientos que ya han sido relatados en
estas páginas.
A pesar de que era abogado hasta la médula de los huesos le hice olvidar su
compostura profesional. Varias veces interrumpió mi relato con exclamaciones
de incredulidad y de sorpresa que no pudo dominar. Mas yo continuaba y al
llegar hasta el fin le planteé la única pregunta importante:
—¿Qué opina usted de todo esto, señor Kyrle?
Era demasiado cauto para aventurar una respuesta antes de tomarse tiempo
para recobrar su serenidad.
—Antes de darle mi opinión —me dijo— quiero que me permita hacerle
algunas preguntas, para aclarar la situación del todo.
Me hizo en efecto preguntas penetrantes, suspicaces, incrédulas, que nos
dejaron ver con claridad que me consideraba víctima de una obsesión y que, si
no me hubiese presentado la señorita Halcombe, podría dudar de si yo
intentaba perpetrar un fraude concebido con astucia.
—¿Usted cree que le he dicho la verdad, señor Kyrle? —le pregunté
cuando acabó de examinarme.
—En lo que concierne a su propia convicción, estoy seguro de que me ha
dicho la verdad —respondió—. Tengo en la mayor estima a la señorita
Halcombe, y por lo tanto tengo motivos más que suficientes para dar crédito a
un caballero a cuya mediación ella confía un asunto de esta índole. Aún puedo
ir más lejos si le parece, y admitiré en honor a la cortesía y la razón, que la
identidad de Lady Glyde como una persona viva sea un hecho irrefutable para
la señorita Halcombe y para usted. Pero ustedes pretenden de mí una opinión
legal. Como jurista y sólo como jurista, es mi obligación decirle, señor
Hartright, que no tiene usted ni sombra de posibilidades de poder entablar una
causa legal.
—Lo dice usted con toda dureza, señor Kyrle.
—Trataré de decirlo con toda claridad también. La evidencia de la muerte
de Lady Glyde es, a primera vista, clara y satisfactoria. Existe el testimonio de
su tía, que confirma que llegó a casa del conde Fosco, que allí se puso enferma
y falleció. Existe el certificado médico que prueba el fallecimiento y lo
atribuye a causas naturales. Existe el hecho de los funerales celebrados en
Limmeridge y allí mismo está el epitafio donde consta su nombre. Estos son
los datos que usted pretende rebatir. ¿Qué razones puede usted alegar por su
parte para asegurar que la persona que murió y fue enterrada no era Lady
Glyde? Vamos a revisar los puntos principales de su declaración y veamos qué
valor pueden tener. La señorita Halcombe va a cierto sanatorio particular y allí
ve a una cierta paciente. Se sabe que una mujer llamada Anne Catherick, que
tiene un parecido extraordinario con Lady Glyde, se escapó del sanatorio. Se
sabe también que la mujer admitida allí en el pasado mes de julio, fue
admitida como la Anne Catherick a la que consiguieron encontrar; se sabe que
el caballero que la restituyó al sanatorio advirtió al señor Fairlie que una
manifestación de su locura era la de hacerse pasar por su difunta sobrina; y se
sabe que en el sanatorio (donde nadie la creyó), declaró repetidas veces que
era Lady Glyde. Estos son los hechos. ¿Qué puede usted alegar en contra de
ellos? El hecho de que la reconociera la señorita Halcombe, que los
acontecimientos posteriores inhabilitan o contradicen. ¿Es que la señorita
Halcombe comunica la identidad de su supuesta hermana al dueño del
sanatorio y acude a medios legales para rescatarla? No: soborna secretamente
a una enfermera para que le ayude a escapar. Cuando la enferma está liberada
de este modo tan sospechoso y se la presenta al señor Fairlie, ¿la reconoce él?
¿Vacila un momento siquiera su creencia en la muerte de su sobrina? ¿La
reconocen los criados? ¿Permanece cerca de su casa para probar su
personalidad y para someterse a otras pruebas? No: se la lleva en secreto a
Londres. Entretanto también usted la ha reconocido; pero no es usted pariente,
ni siquiera un antiguo amigo de la familia. La opinión de los criados
contradice a la suya y la del señor Fairlie a la de la señorita Halcombe. La
supuesta Lady Glyde se contradice a sí misma. Declara que pasó una noche en
Londres en determinada casa. Usted mismo comprueba que jamás se acercó a
ella. Usted mismo admite que el estado de su mente le obliga a abstenerse de
presentarla en público para someterla a un interrogatorio y dejarla hablar por
su cuenta. Paso por alto detalles de menor importancia para no perder tiempo,
y le pregunto, si este caso se presenta ahora ante un tribunal de justicia, ante
un jurado que debe considerar los hechos según parezcan ser más razonables,
¿dónde están sus pruebas?
Tuve que esperar hasta que pude pensar en algo antes de contestarle. Es la
primera vez que la historia de Laura y la de Marian se me presentaba desde el
punto de vista de un extraño, la primera vez que los obstáculos terribles que
había en nuestro camino se me aparecían en su auténtica dimensión.
—No cabe duda —le dije— que los hechos tal y como usted los ha
presentado parecen hablar en contra nuestra, pero...
—Pero usted piensa que pueden interpretarse de otro modo —me
interrumpió el señor Kyrle—. Deje que le explique el resultado de mi
experiencia en este sentido. Cuando un jurado inglés tiene que elegir entre un
hecho simple que está en la superficie y una larga explicación que subyace
bajo ella, se decide siempre por el hecho, prefiriéndolo a la explicación. Por
ejemplo, Laura Glyde (llamo a la dama que usted representa por este nombre
para facilitar la argumentación) declara que ha dormido en cierta casa y se
demuestra que no ha dormido allí. Usted explica esta circunstancia aduciendo
el estado de su mente y saca una conclusión metafísica. No quiero decir que
esta conclusión esté equivocada. Sólo digo que el jurado, el tribunal, aceptaría
el hecho de que ella se contradice con preferencia a cualquier razón que pueda
ofrecer usted para explicar esta contradicción.
—Pero ¿no es posible —argüí— a fuerza de paciencia y de esfuerzos,
descubrir otras evidencias? La señorita Halcombe y yo disponemos de unos
cientos de libras...
Me miró con compasión mal disimulada y negó con la cabeza.
—Considere el caso, señor Hartright, desde su mismo punto de vista —
respondió—. Si usted está en lo cierto respecto a Sir Percival Glyde y al conde
Fosco (lo que yo, y perdone, no creo), todas las dificultades imaginables
estarán puestas en su camino de conseguir alguna nueva evidencia. Se usará
cualquier obstáculo para impedir el litigio, sus argumentos se rebatirán punto
por punto, y cuando hayamos gastado miles y miles en lugar de cientos de
libras, el resultado final será con toda probabilidad contrario a nosotros. Las
cuestiones de identidad, cuando conciernen al parecido físico, son de por sí las
más arduas de resolver, incluso cuando están libres de las complicaciones que
rodean el caso que ahora nos ocupa. En realidad, no veo posibilidad alguna de
arrojar luz sobre este extraordinario asunto. Incluso si la persona enterrada en
el cementerio de Limmeridge no fuese Lady Glyde, ella tenía en vida, como
usted mismo ha manifestado, tal parecido con aquélla que no ganaríamos nada
aun si consiguiéramos la disposición de que se exhumase el cadáver. En
resumen, aquí no hay causa, señor Hartright, aquí de verdad no hay causa.
Yo estaba decidido a creer que sí la había, y movido por esta decisión,
renové mi argumentación desde otra posición:
—¿No existen otras pruebas que podamos aportar, además de la prueba de
identidad? —le pregunté.
—No en su situación —me repuso—. La prueba más segura y más sencilla
sería la comparación de las fechas y, según tengo entendido, esta prueba se
hará fuera de su alcance. Si usted pudiera advertir alguna discrepancia entre la
fecha del certificado del doctor y la del viaje de Lady Glyde a Londres, el
asunto revestiría un aspecto totalmente distinto y yo sería el primero en
decirle: vamos adelante.
—Pues estas fechas pueden establecerse aún, señor Kyrle.
—El día en que se establezcan, señor Hartright, tendrá usted la causa legal.
Si usted tiene en este momento alguna esperanza de saber la fecha, dígamelo y
veremos qué puedo aconsejarle.
Medité. El ama de llaves no podía ayudarnos. Laura no podía ayudarme,
Marian no podía ayudarnos. Con toda probabilidad, las únicas personas que
conocían la fecha eran Sir Percival y el conde Fosco.
—De momento no se me ocurre ningún medio de averiguar esta fecha —le
dije— pues no sé quién, además del conde o Sir Percival, pueda conocerla con
seguridad.
En el rostro sereno y atento del señor Kyrle se dibujó por primera vez una
sonrisa.
—Con la opinión que a usted le merecen esos dos caballeros —me dijo—
supongo que no esperará ayuda por ese lado. Si han conseguido hacerse con
buenas cantidades de dinero por medio de una conspiración, es poco probable
que estén dispuestos a confesarlo.
—¿Se les puede forzar a confesarlo, señor Kyrle?
—¿Quién lo hará?
—Yo.
Ambos nos pusimos en pie. Me miró fijamente y con más interés que el
que me había demostrado hasta entonces. Pude ver que le dejé algo perplejo.
—Está usted muy resuelto —me dijo—. Sin duda tiene usted algún motivo
personal para proceder así, sobre el que no tengo derecho a indagar. Si en el
futuro se puede instruir la causa, sólo puedo decirle que me tiene usted a su
entera disposición. Al mismo tiempo debo advertirle, pues las cuestiones de
dinero siempre son cuestiones legales, que tengo muy pocas esperanzas de que
se pueda recobrar la fortuna de Lady Glyde, aun en el caso de que consiga
establecer el hecho de que está viva. El extranjero, probablemente, saldría de
Inglaterra antes de que comenzase el proceso, y en cuanto a Sir Percival, sus
dificultades económicas son tantas y tan apremiantes que todo el dinero que
llegue a él pasará a manos de sus acreedores. Estará usted enterado, por
supuesto, de...
Al llegar a este punto le interrumpí.
—Le ruego que no discutamos los asuntos financieros de Lady Glyde —le
dije—. En el pasado nunca he sabido nada de ellos, ni sé nada ahora, salvo que
ha perdido su fortuna. Está usted en lo cierto al suponer que tengo motivos
personales para encargarme de esta empresa. Deseo que estos motivos sean
siempre tan desinteresados como lo son ahora...
El abogado trató de interrumpirme para dar sus explicaciones. Supongo
que me acaloré al comprender que dudaba de mí y continué hablando con
empeño, sin escucharlo.
—No hay interés monetario —dije—, ni pensamiento de alguna ventaja
personal en el servicio que pretendo rendir a Lady Glyde. Ha sido expulsada
como una extraña de la casa en que nació, una mentira que atestigua su muerte
está inscrita sobre la tumba de su madre, y de todo ello son responsables dos
hombres que siguen vivos e impunes. Las puertas de su casa volverán a abrirse
para recibirla ante todas y cada una de las personas que acompañaron el tal
entierro hasta la tumba; la mentira se arrancará públicamente de las piedras del
sepulcro en presencia del cabeza de familia, y esos dos hombres responderán
ante mí de su crimen, aunque la justicia que impera en los tribunales sea
impotente para perseguirlos. He consagrado mi vida a este propósito y tan solo
tal como estoy ahora, si Dios me ayuda, lo lograré.
Regresó a su mesa y no dijo nada. Su rostro demostraba claramente que
estaba pensando que mi obsesión había triunfado sobre mi razón y que
consideraba completamente inútil darme más consejos.
—Cada uno de nosotros conservamos nuestra opinión, señor Kyrle —añadí
—, y hemos de esperar a que los acontecimientos futuros den la razón a uno o
a otro. Mientras tanto, le agradezco mucho la atención que ha prestado a mis
declaraciones. Me ha demostrado usted que los procedimientos legales están,
en el sentido más amplio de las palabras, fuera de nuestro alcance. No
podemos presentar las pruebas para satisfacer la ley ni somos suficientemente
ricos para pagar los gastos que ella pide. Ya es algo saberlo.
Saludé y me dirigí hacia la puerta. Me llamó de nuevo y me entregó la
carta que le había visto colocar sobre la mesa al comienzo de la entrevista.
—La recibí por correo hace unos días —me dijo—. ¿Le molestaría a usted
hacerla llegar a su destinataria? Tenga la amabilidad de decirle a la señorita
Halcombe que siento sinceramente no poder ayudarla, de no ser con mi
consejo que, mucho me temo, no le será más grato que a usted.
Miré el sobre mientras hablaba. Iba dirigida a «Señorita Halcombe.
Entregar a los señores Gilmore y Kyrle, Chancery Lane». La letra me era
totalmente desconocida.
Antes de salir le hice una última pregunta:
—¿Sabe usted por casualidad —dije—, si continúa en París Sir Percival
Glyde?
—Ha vuelto a Londres —me contestó el señor Kyrle—. Al menos eso me
dijo su procurador, al que encontré ayer.
Después de recibir esta respuesta me marché.
La primera precaución que tomé al salir del despacho fue la de abstenerme
de atraer la atención deteniéndome y mirando a mi alrededor. Me dirigí hacia
una de las amplias plazas más tranquilas al norte de Holborn, luego me detuve
de repente y di la vuelta cuando a mis espaldas quedaba un trozo largo del
pavimento.
En la esquina de la plaza había dos hombres que se habían parado también
y estaban conversando. Después de reflexionar un momento volví atrás para
pasar junto a ellos. Uno de los dos echó a andar cuando me acerqué, dobló una
esquina de la plaza y salió a la calle. El otro permaneció en su sitio. Lo miré al
pasar, y reconocí enseguida a uno de los hombres que me habían estado
vigilando hasta que me fui de Inglaterra.
Si hubiera gozado de libertad para seguir mi propio instinto,
probablemente hubiera empezado hablando con el hombre y terminado
tumbándolo de un golpe. Pero debía tener en consideración las consecuencias.
Si cometía una falta en público sólo proporcionaría con ello a Sir Percival
armas contra mí. No tenía otra opción que contestar a un artificio con otro.
Entré en la calle por donde había desaparecido el otro hombre, y pasé a su lado
mientras él estaba esperando en un portal. Yo no lo conocía y me alegré de
saber cómo era por si llegaba otra contingencia desagradable. Después de
hacerlo volví a dirigirme hacia el norte hasta que llegué al camino Nuevo. Allí
torcí al oeste (los dos hombres me seguían todo aquel tiempo) y me quedé
esperando, en un lugar que sabía próximo a una parada de coches de punto, a
que pasara por mi lado un ligero cabriolé vacío. Al cabo de pocos minutos
apareció uno. Subí de un salto y le dije al cochero que me llevase de prisa
hacia Hyde Park. Detrás no venía ningún otro coche rápido que pudieran coger
mis espías. Los vi abalanzarse al otro lado de la calle, seguirme corriendo,
tratando de encontrar en su camino otro coche o una parada. Pero me fui
alejando de ellos y cuando mandé al cochero detenerse para bajarme, no los vi.
Crucé Hyde Park y me aseguré, en campo abierto, que estaba libre. Al fin
dirigí mis pasos hacia nuestra casa, varias horas más tarde, cuando había
anochecido ya.
Encontré a Marian esperándome sola en nuestro saloncito. Había
convencido a Laura de que se acostase después de prometerle que me
enseñaría sus dibujos en cuanto yo regresase. El dibujo torpe, mísero y
borroso, tan mediocre de por sí, tan conmovedor en las asociaciones que
despertaba, estaba cuidadosamente expuesto sobre la mesa apoyado en dos
libros y situado de modo que la débil luz de la única vela que nos podíamos
permitir lo iluminase con la mayor claridad. Me senté para verlo mejor y,
susurrando, conté a Marian todo lo que había sucedido. La pared que nos
separaba de la habitación contigua era tan poco sólida que casi podíamos oír
respirar a Laura y la habríamos despertado si hubiéramos hablado en voz alta.
Marian no se alteró mientras le describía mi entrevista con el señor Kyrle,
pero su rostro reflejó alarma cuando le hablé de los hombres que me siguieron
desde el despacho del abogado y cuando le comuniqué el regreso de Sir
Percival.
—Malas noticias, Walter —me dijo—. Las peores que podías traerme. ¿No
tienes nada más que decirme?
—Tengo algo que entregarte —repliqué, alargándole la carta que me había
confiado el señor Kyrle.
Miró las señas, y al instante conoció la letra.
—¿Sabes de quién es? —le dije.
—Demasiado bien —contestó—. Es del conde Fosco.
Al darme esta respuesta, abrió el sobre. Sus mejillas ardían y sus ojos
brillaron de rabia, cuando me la entregó para que yo la leyese a mi vez.
La carta contenía estas líneas:
«Empujado por la admiración, honrosa para mí y para usted misma, le
escribo, maravillosa Marian, en interés de su tranquilidad y para dedicarle
unas palabras de consuelo».
«¡No tema nada!»
«Obre conforme a su extraordinario sentido común y permanezca en su
retiro. ¡Mujer querida y admirada!, no se exponga a la peligrosa publicidad. La
resignación es sublime. Adóptela. El remanso humilde del hogar es
eternamente confortante. Disfrute de él. Las Tormentas de la vida pasan sin
causar perjuicio sobre el valle de la Reclusión. Deténgase, querida amiga, en
este valle.
«Hágalo y yo le garantizo que no tendrá nada que temer. No volverá a
lacerar su sensibilidad ninguna nueva desdicha. ¡Su sensibilidad que, para mí,
es más preciosa que la mía propia! No se la molestará a usted más; la bellísima
compañera de su retiro no será perseguida. Ha encontrado un nuevo refugio y
un nuevo sanatorio en su corazón. ¡Refugio inapreciable! La envidio y la dejo
descansar en él.
«Una última palabra de cariñosa advertencia, de precaución paternal, y
dejo, a la fuerza, el hechizo de hablar con usted. Cierro estas líneas fervorosas.
«No avance más de lo que ha avanzado hasta ahora. No comprometa
intereses demasiado serios, no amenace a nadie. Le ruego que no me obligue a
actuar a mí, al hombre de acción, cuando el acariciado objeto de mis
ambiciones es permanecer inactivo y restringir el vasto alcance de mis
energías y de mi ingenio, por el bien de usted. Si tiene usted amigos
vehementes, modere su deplorable ardor. Si el señor Hartright retorna a
Inglaterra, no se comunique con él. Yo camino por mi propia senda y Percival
sigue mis pasos. El día en que el señor Hartright se cruce en este camino es
hombre perdido.»
Por toda firma aquellas líneas llevaban una inicial, una F rodeada de
intrincados rasgos floreados. Tiré la carta sobre la mesa con todo el desprecio
que sentía por ella.
—Trata de asustarme —dije—, y es señal evidente de que el que tiene
miedo es él.
Ella era demasiado femenina para tratar la carta como yo la había tratado.
La insolente familiaridad de su lenguaje le hizo perder el dominio de sí misma.
Cuando me miró, por encima de la mesa, sus manos se entrelazaron sobre su
regazo, y su temperamento de antes, apasionado y feroz, volvió a fulgurar con
fogosidad en sus mejillas y en sus ojos.
—¡Walter! —dijo—. ¡Si alguna vez esos dos hombres estuviesen a tu
merced y te vieses forzado a perdonar a uno de ellos, por favor, que éste no
sea el conde!
—Guardaré esta carta, Marian, para que me sirva de recordatorio cuando
llegue el momento.
Me miró con atención mientras guardé la carta en mi cartera.
—¿Cuando llegue el momento? —repitió—. ¿Puedes hablar del futuro
como si estuvieras seguro de él? ¿Después de lo que ha dicho el señor Kyrle y
de lo que ha sucedido hoy?
—No cuento nuestro tiempo desde hoy, Marian. Todo lo que hoy he hecho
ha sido pedir a un hombre que actúe por mí. Cuento nuestro tiempo desde
mañana...
—¿Por qué desde mañana?
—Porque mañana pienso actuar yo mismo.
—¿Cómo?
—Iré a Blackwater Park en el primer tren, y espero volver por la noche.
—¡A Blackwater!
—Sí. He tenido tiempo para pensar desde que dejé al señor Kyrle. En ese
punto su opinión confirma la mía. Debemos perseverar en nuestro intento de
averiguar la fecha del viaje de Laura. Es el único punto débil de la
conspiración, y probablemente nuestra única posibilidad de demostrar que está
viva radica en descubrir esta fecha.
—¿Quieres decir —preguntó Marian— descubrir que Laura no salió de
Blackwater Park hasta después de la fecha indicada en el certificado de
defunción?
—En efecto.
—¿Qué te hace pensar que fue después? Laura no puede decirnos nada de
su estancia en Londres.
—Pero el dueño del sanatorio te dijo que había ingresado el veintisiete de
julio. Dudo que la habilidad del conde Fosco alcanzase a tenerla escondida en
Londres, insensible a todo lo que pasaba a su alrededor, más de una noche. En
ese caso debió de salir el veintiséis y llegar a Londres un día después de la
fecha que atestigua su muerte en el certificado médico. Si podemos demostrar
esta fecha demostraremos nuestra acusación contra el conde y Sir Percival.
—¡Sí, sí; lo veo claro! ¿Cómo conseguir las pruebas?
—El relato de la señora Michelson me ha sugerido dos maneras de
obtenerlo. Una de ellas es la de preguntar al médico, el señor Dawson, que
sabrá el día en que volvió a Blackwater Park después de que Laura dejara la
casa. La otra es preguntar en la posada en que Sir Percival pasó la noche
cuando se marchó. Sabemos que se fue después de Laura, con un lapso de
tiempo de pocas horas y por ello podemos establecer la fecha. Al menos es
una tentativa que merece la pena, y estoy decidido a ponerla en práctica
mañana.
—Pero supón que eso falla..., me preparo para lo peor, Walter, por ahora,
pero si tenemos que enfrentarnos con desgracias, pensaré en el éxito. Supón
que nadie puede ayudarte en Blackwater...
—En Londres hay dos hombres que pueden ayudarme y lo harán. Son Sir
Percival y el conde. Las personas inocentes pueden olvidar la fecha
fácilmente, pero ellos son culpables y lo saben. Si me falla todo lo demás,
obligaré a uno de ellos, o a los dos, a que me la digan, empleando métodos
propios.
Toda la feminidad que Marian llevaba dentro ardió en sus mejillas.
—¡Empieza por el conde! —me susurró con ansiedad—. ¡Hazlo por mí;
empieza por el conde!
—Por el bien de Laura, hemos de comenzar donde veamos más
probabilidades de éxito —le dije.
El color desapareció de sus mejillas, y moviendo con tristeza la cabeza,
dijo:
—Sí, tienes razón. ¡Qué mezquino y miserable por mi parte haber dicho
eso! Trataré de tener paciencia, Walter, y conseguir algo más de lo que pude
conseguir en épocas más felices. Pero aún me queda algo de mi temperamento.
¡Cuando pienso en el conde no puedo contenerme!
—Le llegará su turno —le contesté—. Pero recuerda que ambos
conocemos un punto débil de su pasado.
Callé, esperando a que se serenase y entonces pronuncié las palabras
decisivas:
—¡Marian! Hay un punto débil en el pasado de Sir Percival y nosotros dos
lo sabemos...
—¿Te refieres al Secreto?
—Sí, al Secreto. Es lo único seguro que podemos emplear contra él. Sin
recurrir a otros medios, puedo forzarle a abandonar su seguridad, puedo
arrastrarlo a él y su villanía a la luz del día. Sea lo que fuere lo que el conde ha
hecho, Sir Percival ha consentido la conspiración contra Laura, impulsado por
otro motivo, además del lucro. ¿No le oíste decir al conde que creía que la
mujer conocía lo bastante como para hundirlo? ¿No le oíste decir que era
hombre perdido si se conocía el secreto de Anne Catherick?
—¡Sí, sí! Lo oí.
—Pues bien Marian, si nos fallan los demás recursos, me propongo
conocer el secreto. Aun ahora, mi vieja superstición me asedia. Vuelvo a
repetir que la dama de blanco encarna la influencia que rige sobre nuestras tres
vidas. El Fin decretado nos acecha, ¡y Anne Catherick, desde su tumba, sigue
marcándonos el camino que nos conducirá hasta él!
V
La historia de mis primeras pesquisas en Hamsphire es muy breve.
Como salí temprano de Londres, antes del mediodía pude llegar a casa del
señor Dawson. Nuestra conversación, en lo que concernía al objetivo de mi
visita, no aportó ningún resultado satisfactorio.
Los libros del señor Dawson me demostraron ciertamente cuándo había
vuelto a Blackwater Park para atender a la señorita Halcombe; pero era
imposible retroceder desde esta fecha calculando con exactitud la otra sin que
la señora Michelson me ayudase, y ella no era capaz de hacerlo. No podía
recordar (¿quién podría hacerlo en un caso similar?) cuántos días habían
transcurrido hasta que el médico reanudó la asistencia de su paciente, desde
que se había marchado Lady Glyde. Estaba casi segura de haber anunciado
que se había marchado, a la señorita Halcombe, al día siguiente, pero no podía
precisar aquella fecha, como no podía hacerlo con la del día anterior, cuando
Lady Glyde se fue a Londres. Tampoco podía calcular siquiera
aproximadamente el tiempo transcurrido desde que se marchó su ama hasta
que llegó la carta sin fecha de Madame Fosco. Finalmente, para colmo de
dificultades, el propio doctor, que estuvo enfermo en aquel período, prescindió
de anotar, como solía hacer, el día y el mes en que el jardinero de Blackwater
Park vino con el recado de la señora Michelson.
Cuando perdí la esperanza de conseguir la ayuda del señor Dawson, resolví
tratar de averiguar la fecha en que Sir Percival llegó a Knowlesbury.
¡Aquello parecía una fatalidad! Al llegar a Knowlesbury me enteré de que
se había cerrado la posada, y en los muros de la casa había órdenes judiciales.
Había resultado mal negocio, me informaron, desde que construyeron el
ferrocarril. El nuevo hotel, situado al lado de la estación, había ido
absorbiendo la clientela y la vieja posada (que, como sabíamos, era donde
pasó la noche Sir Percival) se cerró hacía dos meses. Su dueño se había
marchado del pueblo llevándose todos sus bienes y posesiones y nadie supo
decirme con certeza adónde. Las cuatro personas a las que pregunté me dieron
diferentes versiones sobre los planes y proyectos que tenía el posadero cuando
se fue de Knowlesbury.
Me quedaban algunas horas hasta el último tren que salía para Londres;
subí al coche en la estación de Knowlesbury para regresar a Blackwater Park
con la intención de interrogar al jardinero y al hombre que vigilaba la puerta
de carruajes. Si resultaba que tampoco ellos eran capaces de ayudarme, mis
recursos quedarían con ello agotados y debería regresar a la ciudad.
Despedí el coche a una milla de distancia del parque y, siguiendo las
indicaciones que me dio el cochero, me encaminé hacia la casa. Al dejar el
camino real para entrar en el que llevaba a la puerta vi a un hombre cargado
con un maletín que caminaba deprisa delante de mí, y que se dirigía a la puerta
de la cochera. Era un hombre bajito, vestido con un desgastado traje negro, y
llevaba un sombrero exageradamente grande. Me figuré (por lo que podía
juzgar) que sería un pasante de algún abogado, y me detuve para que se alejara
de mí. No me había oído, y siguió andando sin volver la cabeza hasta
desaparecer detrás del recodo. Cuando poco después llegué a la verja, no lo vi.
Evidentemente había entrado en la casa. En la puerta había dos mujeres. Una
de ellas era vieja y la otra la reconocí enseguida por la descripción de Marian;
era Margaret Porcher. Pregunté si Sir Percival estaba en el parque, y al recibir
una respuesta negativa pregunté cuándo se había marchado. Ninguna de ellas
pudo decirme más que se había ido el verano pasado. De Margaret Porcher
sólo pude obtener sonrisas y cabeceos o despropósitos. La anciana era un poco
más razonable y logré hacerle hablar de la forma en que se marchó Sir
Percival, y de la alarma que le causó su comportamiento. Recordó cómo su
amo la llamó cuando estaba ya en la cama, y cómo la asustó con sus
juramentos; pero la fecha en que ocurrió aquello, me informó honestamente,
«era algo fuera de mi alcance».
Al salir de la portería vi al jardinero trabajando a poca distancia de allí.
Cuando le hablé me miró con desconfianza, pero al oírme mencionar el
nombre de la señora Michelson y decir que ella me había hablado de él, se
mostró muy dispuesto a entrar en conversación. No necesito describir lo que
pasó después: todo termino así, tal como mis otros intentos de descubrir la
fecha habían terminado. El jardinero sabía que su amo se había marchado por
la noche, «en el mes de julio, en la última quincena o en los últimos diez días,
pero nada más».
Mientras hablábamos vi al hombre de negro, llevando su gran sombrero,
salir de la casa y quedarse a cierta distancia de nosotros, observándonos.
Ciertas sospechas acerca de su visita a Blackwater Park ya habían cruzado
mi mente. En ese instante, en que el jardinero no fue capaz (o no quiso)
decirme quién era aquel hombre, mis sospechas aumentaron, y decidí aclararlo
yo solo, si podía hablándole directamente. La pregunta más natural que se me
ocurrió hacerle, como forastero, era si se enseñaba la casa a los visitantes.
Acto seguido me acerqué y lo abordé con aquellas palabras.
Su mirada y su gesto no dejaron lugar a dudas respecto a que él sabía quién
era yo y que deseaba irritarme y llegar a un altercado conmigo. Su respuesta
fue tan insolente que podría haber conseguido su propósito si no hubiera sido
aún mayor mi decisión de dominarme. Así que me dirigí a él con la cortesía
más resuelta; me disculpé por mi intrusión involuntaria (que él llamó «entrada
ilegal») y salí del parque. Aquello era exactamente lo que había sospechado.
Evidentemente, cuando me reconocieron al salir del despacho del señor Kyrle,
el hecho se comunicó a Sir Percival, y el hombre de negro fue enviado al
parque para anticiparse a mis investigaciones en la casa o en el vecindario. Si
le hubiera dado el menor motivo para promover una querella legal contra mí,
el magistrado local, sin duda, sería utilizado como un obstáculo en mis
pesquisas y como un medio para separarme, siquiera por unos días, de Marian
y de Laura.
Estaba preparado para verme vigilado en mi camino de Blackwater Park a
la estación, exactamente como me habían vigilado en Londres el día anterior.
Sin embargo, ni entonces ni más tarde llegué a descubrir si me habían seguido
en aquella ocasión o no. El hombre de negro podía disponer de medios para
vigilarme de los que yo no sabía nada, pero no lo vi ni camino de la estación ni
más tarde cuando llegué a Londres. Fui a casa andando y antes de acercarme a
nuestra puerta tomé la precaución de dar unas vueltas por la calle más desierta
del vecindario, deteniéndome de repente para mirar atrás cuando a mis
espaldas había suficiente espacio abierto. Había aprendido a usar esta
estratagema en los desiertos de Centroamérica, para protegerme contra
posibles emboscadas, y ahora volvía a practicarla, con el mismo propósito y
con precaución mayor aún, ¡en el corazón de la civilizada ciudad de Londres!
Nada había sucedido que alarmase a Marian durante mi ausencia. Me
preguntó con ansia qué resultados había obtenido. Cuando se los conté no
pudo disimular su asombro al ver la indiferencia con que le hablaba del
fracaso de mis gestiones.
La verdad era que el resultado nulo de mis pesquisas no me desanimaba en
absoluto. Las había realizado como una tarea ineludible sin esperar nada de
ellas. En el estado de ánimo en que me hallaba, casi era para mí un alivio saber
que ahora la lucha se reducía a una prueba de fuerza entre Sir Percival y yo.
Mi inicial deseo de venganza estaba mezclado con otros y mejores motivos
y confieso que experimenté una cierta satisfacción al comprobar que la manera
más segura —y la única que me quedaba—, de servir a la causa de Laura era
sentar mi mano sobre el canalla que la hizo su mujer.
Reconociendo que no era suficientemente fuerte para impedir que el
instinto de vengarme se asociase con mis motivos, también puedo añadir
honestamente algo que habla en mi favor. Desde el principio, ninguna
consideración sobre mis futuras relaciones con Laura ni sobre concesiones
privadas o personales a las que pudiese obligar a Sir Percival cuando lo
tuviese a mi merced había pasado nunca por mis mientes. Jamás pensé: «Si
salgo victorioso, uno de los resultados de mi victoria será impedirle a su
marido que vuelva a quitármela. No podía mirarla y pensar en el futuro con
semejantes intenciones. La triste contemplación del cambio que se había
operado en ella convertía el amor en la ternura y compasión que hubiesen
sentido por ella un padre o un hermano, y que, Dios es testigo, yo sentía con
todo mi corazón. Mis esperanzas no llegaban por ahora más que al día en que
la viera curada. En aquel día, cuando estuviera fuerte y fuera de nuevo feliz,
cuando pudiera mirarme como me había mirado antes y hablarme como antes
me hablaba, era donde terminaba el futuro de mis pensamientos más felices y
de mis deseos más acariciados.
Estas palabras no se han escrito en un empacho de ociosa satisfacción
conmigo mismo. Pronto llegarán pasajes de esta narración que demuestren el
juicio de los demás sobre mi propia conducta. Y es justo que antes de que
llegue este momento se pese fielmente en una balanza lo mejor y lo peor de
mí.
La mañana siguiente de mi regreso de Hamsphire, pedí a Marian que
subiera conmigo a mi cuarto de trabajo y allí le expuse el plan que había
elaborado para derrotar a Sir Percival, atacándole en el único punto vulnerable
de su vida.
El camino hacia el Secreto estaba oculto en el misterio, impenetrable para
nosotros, que rodeaba a la dama de blanco. Este misterio, a su vez, podía
alcanzarse si conseguíamos la ayuda de la madre de Anne Catherick; y el
único medio posible de convencer a la señora Catherick de actuar o hablar
para desvelarlo dependía de si yo lograba descubrir algunos detalles de su vida
y de su situación por mediación de la señora Clements. Después de
considerarlo detenidamente comprendí que para reanudar mis pesquisas
necesitaba ponerme en comunicación con la fiel amiga y protectora de Anne
Catherick.
La primera dificultad, por tanto, era encontrar a la señora Clements.
Tuve que agradecer a la rápida inteligencia de Marian la solución
inmediata de aquella necesidad con ayuda del medio más sencillo y mejor. Me
propuso escribir a la granja cercana a Limmeridge (Todd's Corner) para
preguntar si la señora Todd había tenido noticias de la señora Clements en los
últimos meses. Cómo separaron a la señora Clements de Anne, no lo sabíamos
pero cuando se logró separarlas la señora Clements seguramente decidió
buscar a la desaparecida en los lugares por los que sentía más cariño: las
inmediaciones de Limmeridge. En seguida vi que la idea de Marian nos
ofrecía una perspectiva favorable; así, pues, Marian escribió a la señora Todd
aquel mismo día.
Mientras esperábamos su respuesta, Marian me puso al corriente de todo
cuanto sabía respecto a la familia y al pasado de Sir Percival Glyde. Aunque
sólo conocía los hechos de oídas, estaba segura de que lo poco que podía decir
sobre el tema era verdad.
Sir Percival fue hijo único. Su padre, Sir Félix Glyde, había sufrido desde
su nacimiento una deformación penosa e incurable y desde sus años jóvenes
eludía toda vida social. Su único solaz era la música, y se casó con una dama
que tenía gustos similares a los suyos y cuyo talento musical estaba
comúnmente reconocido. Heredó Blackwater Park cuando aún era muy joven.
Ni él ni su mujer, después de tomar posesión de la finca, buscaron acercarse a
la sociedad del vecindario, como nadie se preocupó de invitarles a salir de su
retiro, con la desastrosa excepción del rector de la parroquia.
Dicho rector era de lo más propenso a cometer inocentemente todo tipo de
inconveniencias por su celo excesivo en su misión. Había oído decir que Sir
Félix abandonó la universidad con fama de ser poco menos que un
revolucionario en política y un díscolo en religión, y en su conciencia llegó a
la conclusión de que era su deber y obligación convencer al propietario de
Blackwater de que atendiera a las sublimes verdades que se anunciaban en la
iglesia parroquial. Sir Félix reaccionó con frenesí ante el propósito, bien
intencionado pero mal conducido del clérigo; le insultó en público y con tanta
grosería que todas las familias del vecindario enviaron cartas de indignada
protesta, y hasta los arrendatarios de Blackwater Park expresaron su opinión
con la máxima rotundidad a que podían atreverse. El barón, que no tenía
ninguna afición al campo ni cariño alguno a su finca, ni a nadie de los que allí
habitasen, declaró que la sociedad de Blackwater jamás tendría una nueva
oportunidad para molestarlo, y abandonó aquellos lugares. Después de su corta
estancia en Londres él y su mujer se marcharon al continente y jamás
volvieron a Inglaterra. Vivieron parte del tiempo en Francia y parte en
Alemania, manteniéndose siempre en un estricto aislamiento que la conciencia
morbosa de su deformidad había convertido en necesidad para Sir Félix. Su
hijo Percival nació en el extranjero y se educó con preceptores particulares. Su
madre fue su primera pérdida. Su padre murió algunos años después, en 1825
ó 1826. Antes de esa época, el joven Sir Percival estuvo una o dos veces en
Inglaterra pero no conoció al difunto señor Fairlie hasta después de la muerte
de su padre. Pronto se hicieron íntimos amigos, aunque en aquella época Sir
Percival visitaba poco o nunca Limmeridge. El señor Frederick Fairlie podía
haberlo encontrado una o dos veces en compañía del señor Philip Fairlie, pero
no debía saber mucho de él entonces ni tampoco más tarde. El único amigo
íntimo de Sir Percival en la familia Fairlie había sido el padre de Laura.
Esta fue toda la información que pude saber por Marian. No contenía nada
que pudiera serme útil para mi actual propósito, aunque anoté todos los
detalles por si en el futuro resultase que tuvieran importancia.
La respuesta de la señora Todd, (dirigida, según le habíamos indicado a
una estafeta alejada de nuestra casa) había llegado ya cuando fui a preguntar
por ella. El destino, que hasta entonces nos era contrario, a partir de aquél
momento empezaba a favorecernos. La carta de la señora Todd contenía el
primer fragmento de la información que perseguíamos.
La señora Clements había escrito, en efecto (como habíamos conjeturado)
a Todd's Corner; en primer lugar, se disculpaba por la brusquedad con que ella
y Anne abandonaron la granja de sus amigos, (a la mañana siguiente de
encontrar yo a la dama de blanco en el cementerio de Limmeridge); y luego
comunicaba a la señora Todd la desaparición de Anne suplicando que
preguntase en el vecindario por si la muchacha había vuelto a Limmeridge. La
señora Clements tuvo a buen cuidado acompañar su ruego con señas, a las
cuales podrían avisarla en cualquier momento. Y éstas la señora Todd se las
remitía ahora a Marian. La casa estaba en Londres, a media hora de camino de
la nuestra.
Estaba decidido, como dice el refrán, a no dejar que la hierba creciese bajo
mis pies. A la mañana siguiente me fui en busca de la señora Clements. Ese
fue mi primer paso adelante en mi investigación. La historia del desesperado
intento que me propongo emprender ahora, comienza aquí.
Las señas enviadas por la señora Todd me llevaron a una casa de alquiler
situada en una calle respetable.
Cuando llamé, abrió la puerta la propia señora Clements. No pareció
recordarme y me preguntó qué deseaba. Le evoqué nuestro encuentro en el
cementerio de Limmeridge al final de mi conversación con la dama de blanco
y tuve buen cuidado de hacerle notar que yo fui la persona que ayudó a Anne
Catherick (como la propia Anne había declarado) a escapar de sus
perseguidores del sanatorio. Era la única razón que pude aducir para ganar la
confianza de la señora Clements. Se acordó en seguida y me hizo pasar al
salón, llena de ansiedad por saber si le traía algunas noticias de Anne.
Yo no podía descubrirle toda la verdad, sin entrar al mismo tiempo en los
detalles de la historia de la conspiración, que hubiera sido peligroso confiar en
una persona desconocida. Pero procuré abstenerme con el mayor cuidado de
despertar falsas esperanzas, explicándole que el objeto de mi visita era
descubrir a las personas que realmente eran responsables de la desaparición de
Anne. Incluso añadí, para evitarme duros remordimientos de mi conciencia,
que no albergara la menor esperanza de poder encontrarla, que consideraba
que nunca volveríamos a verla con vida y que mi mayor interés en aquel
asunto era llevar el merecido castigo a dos hombres que sospechaba la habían
raptado y de cuyas manos yo mismo y algunos seres queridos por mí habían
sufrido un gran agravio. Con esta explicación dejaba a la señora Clements
decidir si nuestro interés en el asunto (cualquiera que fuese la diferencia entre
los motivos que nos obligaban a actuar) era el mismo, y si tenía algún
inconveniente en ayudarme a conseguir mi objetivo proporcionándome cierta
información importante para mis pesquisas, de la que ella disponía.
Al principio, la pobre mujer estaba demasiado confusa y emocionada para
comprender con claridad lo que le decía. Sólo pudo contestarme que me dijo
cualquier cosa en agradecimiento por la bondad que había demostrado con
Anne. Pero como era bastante lenta y tenía poca costumbre de hablar con
desconocidos me rogaba que le indicara por dónde deseaba que empezase.
Sabiendo por experiencia que el relato más claro que se ha de esperar de
personas poco acostumbradas a ordenar sus ideas al narrar es el que se
remontaba suficientemente lejos, al comienzo de los acontecimientos, para
hacer innecesaria toda retrospección en el curso de la narración, pedí a la
señora Clements que empezara por contarme qué había sucedido desde que
ella abandonó Limmeridge; y así, guiada por mis preguntas, me expuso, punto
por punto, cuanto ocurrió en el tiempo precedente a la desaparición de Anne.
La sustancia de la información que así obtuve fue como sigue:
Al salir de la granja de Todd, la señora Clements y Anne llegaron hasta
Derby aquel mismo día y allí permanecieron una semana por deseo de Anne.
Luego marcharon a Londres y estuvieron un mes o más en la casa que
entonces alquilaba la señora Clements, cuando circunstancias relacionadas con
la vivienda y su propietario las obligaron a mudarse. El terror de ser
descubierta en Londres o en sus alrededores, que invadía a Anne cada vez que
salían de casa, poco a poco fue comunicándose a la señora Clements, al
extremo que ésta decidió marcharse a uno de los rincones más olvidados de
Inglaterra, el pueblo de Grimsby, en el condado de Lincoln, donde su difunto
marido había pasado su juventud. Sus parientes eran personas respetables que
estaban allí establecidas; siempre habían tratado a la señora Clements con
mucha amabilidad, y ella pensó que no podía hacer otra cosa mejor que ir allá
y pedir consejo a los amigos de su marido. Anne no quería ni oír hablar de
regresar a casa de su madre, en Welmingham, porque desde allí era desde
donde la habían llevado al manicomio, y porque era seguro que Sir Percival
volvería allí y la encontraría de nuevo. Esta objeción era de mucho peso y la
señora Clements comprendió que no sería fácil rebatirla.
En Grimsby se manifestaron en Anne los primeros síntomas alarmantes de
la enfermedad. Aparecieron pronto, después de que la noticia de la boda de
lady Glyde se publicó en los periódicos.
El médico a quien mandaron a buscar para que atendiese a la enferma no
tardó en descubrir que sufría una grave afección de corazón. La enfermedad se
prolongó mucho, la dejó muy débil, y reaparecía a intervalos, aunque la
severidad de sus achaques estaba mitigada. Por consiguiente, permanecieron
en Grimsby durante la primera mitad del año siguiente, y probablemente
hubieran continuado mucho más tiempo si no se hubiera empeñado Anne en
volver a Hampshire para obtener una entrevista secreta con Lady Glyde. La
señora Clements hizo cuanto estaba en su poder para oponerse a que se llevase
a cabo aquel proyecto azaroso y de consecuencias imprevisibles. Anne no le
ofreció explicación alguna de sus motivos, y sólo dijo que creía que la muerte
no andaba lejos de ella y que antes de morir tenía que comunicar algo a Lady
Glyde, en secreto, aun a costa de cualquier riesgo. Estaba tan firme en su
decisión de cumplir aquel propósito, que declaró que iría sola a Hampshire si a
la señora Clements no le apetecía acompañarla. Se consultó con el médico, y
la opinión de éste fue que oponerse a los deseos de Anne podía significar con
toda probabilidad una nueva y tal vez fatal recaída en su enfermedad;
siguiendo su consejo, la señora Clements se resignó ante la necesidad y una
vez más, llena de tristes presentimientos, de angustias y peligros por suceder
permitió a Anne Catherick hacer lo que ésta quería.
Durante el viaje desde Londres a Hamsphire, la señora Clements se dio
cuenta de que uno de sus compañeros de viaje conocía bien la región de
Blackwater y podía proporcionarle la necesaria información acerca de los
pueblos que había en su vecindad. Así supo que el único sitio donde podrían ir
y que no estaba en peligrosa proximidad de la residencia de Sir Percival, era
un pueblo llamado Sandon. La distancia entre el pueblo y Blackwater Park era
de unas tres o cuatro millas y esta distancia era la que recorría Anne dos veces
entre ida y vuelta, cada vez que aparecía junto al lago.
Los pocos días que estuvieron en Sandon sin ser descubiertas vivieron a la
salida del pueblo, en la casa de una respetable viuda que alquilaba un
dormitorio y cuyo discreto silencio la señora Clements procuró asegurar, al
menos durante la primera semana. También hizo grandes esfuerzos para
convencer a Anne de que, como primera providencia, se contentara con
escribir a Lady Glyde. Pero el fracaso de la advertencia que envió como carta
anónima a Limmeridge hizo que esta vez Anne estuviera decidida a hablar y
se obstinara en ir sola para hacerlo.
Sin embargo, la señora Clements la siguió de lejos cada vez que fue hacia
el lago, aunque nunca se atrevió a acercarse a la caseta de los botes lo
suficiente para observar lo que allí sucedía. Cuando Anne volvió la última vez
de aquellas peligrosas vecindades, la fatiga que le causaba recorrer día tras día
distancias demasiado largas, añadida al efecto agotador de las emociones que
experimentaba, condujo al resultado que la señora Clements había temido
desde el principio. El dolor de corazón y los demás síntomas de la enfermedad
que había padecido en Grimsby volvieron, y Anne se vio obligada a guardar
cama confinada en la casa de la viuda.
En estas circunstancias, lo primero que era preciso hacer, como la buena
señora Clements sabía por experiencia, era procurar que Anne se calmara. Y
para conseguirlo la buena mujer fue al día siguiente ella misma al lago para
intentar encontrar a Lady Glyde (quien, como Anne había dicho, seguramente
saldría a dar su paseo diario hasta la caseta de los botes) y convencerla de que
viniera junto a ella, en secreto, a la casa de las afueras de Sandon. Pero al
llegar a las inmediaciones de la plantación la señora Clements no vio allí a
Lady Glyde sino a un señor alto, grueso y mayor, que tenía un libro en la
mano. En otras palabras, el conde Fosco.
El conde, después de mirarla con mucha atención unos instantes, le
preguntó si esperaba encontrarse con alguien, en aquel lugar, y antes de que
ella pudiese contestarle añadió que él estaba esperando con un recado de parte
de Lady Glyde, pero no estaba muy seguro de si el aspecto de la persona que
tenía delante correspondía a la descripción de aquella con quien deseaba
comunicarse.
Entonces la señora Clements le confió su encargo sin pensar más y le
suplicó que le diese su recado a ella con lo cual contribuiría a aplacar la
ansiedad de Anne. El conde, con toda amabilidad y eficacia, atendió su ruego.
El recado, le dijo, era de gran importancia. Lady Glyde rogaba a Anne y a su
buena amiga que regresasen inmediatamente a Londres, pues estaba segura de
que Sir Percival las iba a descubrir si continuaban más tiempo en las cercanías
de Blackwater. Ella misma iría a Londres dentro de poco tiempo, y si la señora
Clements y Anne iban antes y le hacían saber sus señas, tendrían sus noticias
dentro de quince días o antes. El conde añadió que, aunque había intentado en
otra ocasión advertir como amigo a Anne ésta tuvo tanto miedo al ver a un
desconocido que no le dejó acercarse para hablarle.
La señora Clements contestó llena de alarma y angustia que no deseaba
otra cosa sino llevarse a Anne a Londres, pero que de momento no tenía
esperanzas de alejarla de aquellos lugares peligrosos pues estaba enferma y en
cama. El conde preguntó si la señora Clements había llamado a algún médico,
y al oír que hasta entonces estaba dudando en hacerlo, por miedo a que en el
pueblo se conociera su situación, el conde le comunicó que él mismo era
médico y que, si ella no tenía nada en contra, iría para ver si podía hacer algo
por Anne. La señora Clements, (sintiendo una comprensible confianza en el
conde, al que Lady Glyde le había confiado un recado secreto) aceptó la oferta
con agradecimiento y juntos se dirigieron a casa de la viuda.
Anne dormía cuando llegaron. El conde se estremeció al verla
(indudablemente asombrado de su parecido con Lady Glyde). La pobre señora
Clements supuso que estaba simplemente impresionado al ver qué mal estaba
la enferma. El no permitió que se la despertara, le bastaba con hacer alguna
pregunta a la señora Clements sobre los síntomas de la enfermedad, con mirar
a Anne y con tomarle el pulso apenas rozando su mano. Sandon era un pueblo
lo bastante grande como para tener una botica, y el conde se fue allí para
escribir la receta y encargar la medicina. Regresó con la medicina hecha y
explicó a la señora Clements que era un estimulante potente y que con toda
seguridad daría a Anne fuerzas para levantarse y resistir el cansancio de un
viaje a Londres, al cabo de unas horas escasas. Se tenía que administrar el
remedio a horas determinadas, aquel día y al día siguiente. Al tercer día sería
capaz de viajar, y quedó en ver a la señora Clements en la estación de
Blackwater, donde cogerían el tren del mediodía. Si ellas no llegaban a la
estación comprendería que era porque Anne estaba peor, en cuyo caso volvería
en seguida a visitarla.
Como se pudo ver, tal contingencia no se presentó.
La medicina hizo un efecto extraordinario en Anne y sus benignos efectos
se vieron reforzados por la promesa que pudo hacer ahora la señora Clements
de que pronto vería en Londres a Lady Glyde. El día previsto y a la hora
convenida (cuando llegaba a una semana su estancia en Hamsphire), volvieron
a la estación. El conde las esperaba ya; estaba hablando con una señora mayor
que por lo visto también se iba en aquel tren a Londres. Las ayudó con toda
amabilidad y las acompañó hasta la puerta del compartimento; rogó a la señora
Clements que no olvidara mandar sus señas a Lady Glyde. La señora mayor no
fue en el mismo compartimento que ellas y no la volvieron a ver al llegar a la
estación de Londres. La señora Clements alquiló una vivienda respetable de un
barrio tranquilo y, como había prometido, envió enseguida las señas de Lady
Glyde.
Pasó algo más de una quincena, pero no obtuvieron respuesta.
Al cabo de aquel tiempo, una señora (la misma señora mayor que había
visto en la estación) vino en un coche de punto y dijo que venía de parte de
lady Glyde, que estaba en un hotel de Londres, y deseaba ver a la señora
Clements para acordar con ella su próxima entrevista con Anne. La señora
Clements expresó su disposición (Anne estaba presente en la conversación y le
pidió aceptar la invitación) de acudir a la cita, siempre que no se requiriera de
ella ausentarse durante más de media hora. Ella y la señora mayor (la condesa
Fosco por supuesto) subieron al coche. Cuando se habían alejado a cierta
distancia, la señora hizo detener el coche junto a una tienda, antes de ir al
hotel. Le rogó a la señora Clements que la esperase unos minutos mientras
hacía un encargo que se le había olvidado. Nunca más volvió a aparecer.
Después de esperar algún tiempo, la señora Clements se alarmó y ordenó al
cochero que la volviese a conducir a su casa. Cuando llegó, después de estar
ausente bastante más de media hora, Anne había desaparecido.
La única información que pudo obtener en la propia casa la recibió de la
criada que limpiaba los apartamentos. Esta había abierto la puerta a un niño
que le dejó una carta para «la joven señorita que vivía en las habitaciones del
segundo piso» (las que ocupaba la señora Clements). La criada entregó la carta
a su destinataria y volvió a bajar; cinco minutos después vio que Anne abrió el
portal con el chal y el sombrero puesto. Probablemente se había llevado la
carta, pues no se encontró en casa, por tanto era imposible decir qué pretexto
se había empleado para inducirla a salir. Debió de haber sido muy
convincente, pues de otra forma jamás se habría aventurado sola por las calles
de Londres. Si la señora Clements no lo hubiese sabido nada la hubiera hecho
subir al coche, ni siquiera para estar fuera tan poco tiempo, media hora escasa.
En cuanto pudo pensar con calma, lo primero que se le ocurrió a la señora
Clements fue indagar en el manicomio, donde temía que hubieran encerrado
de nuevo a Anne.
Al día siguiente se dirigió allí: la propia Anne le había dicho dónde se
encontraba aquel establecimiento. La respuesta que recibió (sus indagaciones
tuvieron lugar con toda probabilidad un día o dos antes de haber recluido en el
sanatorio a la falsa Anne Catherick) era que no se había ingresado a tal
paciente. Entonces escribió a la señora Catherick a Welmingham para
preguntarle si sabía algo de su hija y recibió una respuesta negativa. Después
de leer aquella contestación no le quedaba nada más que emprender;
desconocía por completo dónde hubiera podido dirigirse o qué hacer. A partir
de aquel momento permaneció en la más absoluta ignorancia en cuanto a la
causa de la desaparición de Anne y el final de su historia.
VI
Evidentemente, la información que recibí de la señora Clements, aunque
me hizo conocer hechos que ignoraba hasta entonces, no servía más que de
prólogo a todo lo que necesitaba saber.
Estaba claro que las diversas argucias que se utilizaron para atraer a Anne
Catherick a Londres y separarla de la señora Clements, habían sido obra
exclusivamente del conde Fosco y de la condesa; la pregunta de si en la
conducta del marido o de la mujer había algo que podría ser castigado por la
ley merece ser considerada plenamente en el futuro. Pero el propósito que yo
perseguía me llevaba en otra dirección distinta. El objeto inmediato de mi
visita a la señora Clements era al menos vislumbrar la manera de descubrir el
secreto de Sir Percival; y hasta ahora nada me había dicho que pudiese
hacerme avanzar en mi camino hacia aquella importante meta. Necesitaba
intentar despertar en ella sus recuerdos con respecto a momentos, personas y
acontecimientos distintos a los que ella acababa de referirme, y cuando hablé
de nuevo lo hice persiguiendo indirectamente este objetivo.
—Cuánto desearía poder serle de alguna utilidad en esta triste contingencia
—le dije—. Todo cuanto soy capaz de hacer es compadecerla con toda mi
alma. Si Anne hubiese sido su propia hija, señora Clements, no hubiese podido
demostrarle un afecto más sincero ni hubiera estado más dispuesta a los
sacrificios que ha hecho por su bien.
—No hay mucho mérito en ello, señor —contestó la señora Clements con
sencillez—. La pobre criatura era para mí igual que una hija. Desde que nació
la cuidé, le daba el biberón, y no crea usted que no me dio trabajo su crianza.
No me dolería tanto el corazón por perderla si no le hubiera hecho sus
primeros vestiditos y no le hubiera enseñado a andar. Siempre creí que me la
mandaba Dios para consolarme, pues nunca tuve ni hijos ni criatura alguna
para cuidar de ella, y ahora que no la tengo me acuerdo mucho de los viejos
tiempos; a pesar de mi edad no puedo contener mis lágrimas, no puedo, señor,
esa es la verdad.
Esperé un poco para darle a la señora Clements tiempo para tranquilizarse.
¿Veía yo en los recuerdos de la buena mujer, sobre el pasado de Anne,
resplandecer —aunque desde lejos todavía— la luz que había buscado tanto
tiempo?
—¿Conoció usted a la señora Catherick antes de que naciese Anne? —le
pregunté.
—No mucho tiempo, señor, no más de cuatro meses. En aquellos tiempos
nos veíamos a menudo, pero nunca fuimos amigas.
Su voz sonaba más firme cuando me contestó. A pesar de que muchos de
sus recuerdos debían ser dolorosos, observé que, inconscientemente, era un
bálsamo para su ánimo retornar a las difuminadas angustias del pasado
después de dejarse atormentar tanto tiempo por las vividas penas del presente.
—¿Eran vecinas usted y la señora Catherick? —hice otra pregunta,
procurando guiar su memoria con delicadeza.
—Sí señor; éramos vecinas en Old Welmingham.
—¿Old Welmingham? Entonces, ¿hay dos pueblos con ese nombre en
Hampshire?
—Verá, señor, entonces los había, quiero decir, hace veintitrés años. Se ha
construido otro pueblo a dos millas de distancia junto al río, y Old
Welmingham, que nunca fue más que una aldea, pronto quedó despoblado. El
pueblo nuevo es el que ahora se llama Welmingham, pero la vieja iglesia sigue
siendo la parroquia. Sigue en el mismo sitio, sola en medio de casas derribadas
o ruinosas. ¡He visto tantos tristes cambios en mi vida! En mis tiempos era un
sitio agradable y bonito.
—¿Vivió usted allí antes de casarse, señora Clements?
—No, señor; yo soy de Norfolk. Tampoco mi marido era de allí. Nació en
Grimsby, como le he dicho antes. Allí aprendió su oficio, pero luego le
aconsejaron otra cosa y puso un negocio en Southampton. No era muy
importante pero le permitió ganar un buen retiro y se trasladó a Old
Welmingham. Yo fui allí con él cuando nos casamos. No éramos ya jóvenes,
pero siempre fuimos felices juntos, más felices que nuestro vecino el señor
Catherick, que se estableció también con su mujer en Old Welmingham uno o
dos años después.
—¿Los conocía su marido antes de eso?
—Conocía a Catherick, señor, pero no a su mujer, que era desconocida
para nosotros. Alguien que tenía interés por Catherick le colocó de sacristán
en la parroquia de Welmingham, y por esa causa se estableció en nuestro
vecindario. Llegó con su mujer, recién casado, y supimos con el tiempo que
ella había sido doncella con una familia de Varneck Hall, cerca de
Southampton. A Catherick le costó mucho conseguirla en matrimonio, pues
ella se portaba con una altivez inusual. El la pidió varias veces en matrimonio,
hasta que por fin renunció al ver que ella se mostraba siempre tan contraria a
sus deseos. Pero cuando él se resignó ella se mostró de nuevo contraria,
aunque de otra forma y vino a buscarlo por su propia voluntad, sin ningún otro
motivo. Mi pobre marido siempre decía que hubiera sido el momento de darle
una lección. Pero Catherick estaba demasiado enamorado para hacerlo; jamás
dudó de ella, ni antes de la boda ni después. Se dejaba llevar por sus
sentimientos, que a veces le conducían demasiado lejos, ora en un sentido, ora
en otro. Habría mimado con el mismo exceso a una esposa mejor que la señora
Catherick, si se hubiera casado con ella. No me gusta hablar mal de nadie,
pero le aseguro a usted, señor, que era una mujer sin corazón, terriblemente
caprichosa, que sólo quería una tonta admiración alrededor de ella y muchos
vestidos y no se preocupaba por aparentar, cuando menos, ser decente respecto
a Catherick, quien la trató siempre con mucha gentileza. Mi marido decía que
había pensado, cuando se instalaron cerca de nosotros, que aquello iba a
terminar mal, y tuvo razón. Antes de cuatro meses de estar en nuestro
vecindario hubo en su casa un escándalo horrible y se separaron de la manera
más miserable. Los dos eran culpables, me temo que los dos tenían la misma
culpa.
—¿Se refiere usted al marido y a la mujer?
—¡Oh no señor! No me refiero a Catherick; a ese sólo se podía
compadecerle. Me refiero a su mujer y al otro...
—¿Al que provocó el escándalo?
—Sí señor. Y era todo un caballero, por nacimiento y educación, que pudo
haber dejado mejor ejemplo. Usted le conoce, señor, y mi pobre Anne también
le conocía, y demasiado bien.
—¿Sir Percival Glyde?
—Sí, Sir Percival Glyde.
Mi corazón latió deprisa, creí tener la clave del enigma en mi mano. ¡Que
poco sabía entonces de los laberínticos meandros que habían de desviarme!
—¿Vivía entonces cerca de su pueblo Sir Percival? —pregunté.
—No, señor. Apareció allí desconocido de todos. Su padre había muerto
hacía poco en tierras lejanas. Me acuerdo que vestía de luto. Se alojó en la
posada de la ribera (que fue después derribada), donde solían ir muchos
señores a pescar. Cuando llegó nadie se fijó en él, pues era corriente que
fuesen allí señores de todas partes de Inglaterra para pescar en nuestro río.
—¿Llegó al pueblo antes del nacimiento de Anne?
—Sí, señor. Anne nació en junio de mil ochocientos veintisiete y él llegó a
fines de abril o a principios de mayo.
—Cuando llegó ¿nadie le conocía? ¿Era tan desconocido para la señora
Catherick como para los demás vecinos?
—Eso creíamos al principio. Pero cuando estalló el escándalo nadie cree
que fueran extraños el uno para el otro. Me acuerdo de lo sucedido como si
hubiera sido ayer. Catherick entró una noche en nuestro jardín y nos despertó
tirando un puñado de grava, que cogió del sendero, a nuestra ventana. Le oí
llamar a mi marido y pedirle por amor de Dios que saliese, porque necesitaba
decirle algo. Estuvieron mucho tiempo hablando en el portal. Cuando mi
marido volvió estaba temblando. Se asentó en la cama, y me dijo: «Lizzie...,
siempre te he dicho que era una mala mujer y que terminaría mal, y temo que
el mal final ha llegado. Catherick ha encontrado, escondidos en el cajón de su
mujer, varios pañuelos de encaje, dos anillos de trabajo fino y un reloj nuevo
de oro con su cadena, objetos que sólo puede tener una señora de alcurnia y la
mujer no quiere explicarle cómo han llegado a su poder» «¿Cree que los ha
robado?» —le dije. «No —dijo mi marido—, ya sería una mala cosa que los
hubiese robado. Pero es algo peor. Ella nunca ha tenido ocasión de robar cosas
como esas, pero si la hubiera tenido, no los habría cogido. Son regalos, Lizz,
dentro del reloj están grabadas sus iniciales, y Catherick la ha visto hablar a
solas y comportarse como ninguna mujer casada debe hacerlo con ese señor
enlutado, Sir Percival Glyde. No hables de esas cosas, porque he conseguido
tranquilizar a Catherick. Le he dicho que se guarde la lengua y espere unos
días, con los ojos abiertos y los oídos alerta, hasta que esté bien seguro.»
«Creo que están equivocados los dos —le dije yo—. No puedo creer que una
mujer tan respetable y bien situada como es la señora Catherick se vaya con
este desconocido, Sir Percival.» «¡Ah!, pero ¿es un desconocido para ella ese
señor —dijo mi marido—. Te olvidas de cómo la mujer de Catherick llegó a
casa con él. Fue a buscarlo ella, después de decirle que no y no cuando él le
ofreció casarse. Ha habido muchas mujeres malvadas, Lizzie, que se han
aprovechado de hombres honrados que las querían de verdad para tapar sus
deshonras. Temo que desgraciadamente la señora Catherick sea tan malvada
como la peor de ellas. Ya veremos —dijo mi marido—, pronto lo veremos...»
Y lo vimos sólo dos días después.
La señora Clements hizo una pausa, antes de seguir. Hasta aquel momento
dudé de si la clave que yo creía haber descubierto me llevaba en realidad hacia
el misterio central del laberinto. ¿Era aquella historia tan corriente, demasiado
corriente, de la traición de un hombre y de la deslealtad de una mujer, clave de
un secreto cuyo terror perseguía a Sir Percival durante toda su vida?
—Bueno, el señor Catherick atendió el consejo de mi marido y se quedó a
la espera —continuó la señora Clements—. Y como le he dicho, no tuvo que
esperar mucho. A los dos días encontró a su mujer y a Sir Percival
cuchicheando íntimamente detrás de la sacristía de la iglesia. Me figuro que
pensarían que la cercanía de la sacristía era el último lugar donde a alguien se
le ocurriría buscarlos, pero fuera lo que fuera allí estaban. Sir Percival parecía
sorprendido y desconcertado y se defendió con tanta torpeza que no pudo
ocultar que se sentía culpable, así que el pobre Catherick (que como le he
dicho era tan vivo de ingenio) se llenó de ira al ver su propia desgracia y
golpeó a Sir Percival. Era más débil (y me apena decirlo) que el hombre que lo
había ultrajado y éste le dio con la mayor crueldad, hasta que los vecinos que
acudieron al oír el alboroto pudieron separarlos. Todo esto sucedió por la
tarde, y antes del anochecer, cuando mi marido fue a casa de Catherick éste se
había ido y nadie sabía dónde. Nadie en el pueblo volvió jamás a saber de él.
Esta vez se había enterado demasiado bien del por qué se había casado su
mujer con él, y sintió con demasiada agudeza su ofensa y su desdicha, sobre
todo después de lo que le ocurrió con Sir Percival. El pastor de la parroquia
puso un anuncio en el periódico pidiéndole que volviese y que no abandonase
su empleo ni dejase a los amigos. Pero Catherick tenía demasiado orgullo e
ingenio, como decían algunos y demasiada sensibilidad, como creo yo, para
enfrentarse de nuevo a sus vecinos y procurar olvidar su deshonra. Mi marido
supo de él cuando se fue de Inglaterra y volvió a tener noticias cuando
Catherick ya se había establecido en América, donde tenía un negocio
próspero. Sigue viviendo allí, que yo sepa, pero ninguno de nosotros en
nuestro viejo país, y menos su depravada mujer, podremos jamás, por lo que
parece, volver a verlo.
—¿Qué fue de Sir Percival? —pregunté—. ¿Se quedó en el pueblo?
—Qué va, señor. Aquel lugar le hería los ojos. La misma noche en que
ocurrió el escándalo se le oyó discutir con la señora Catherick, y a la mañana
siguiente se marchó.
—Y ¿la señora Catherick? No creo que permaneciese en el pueblo, donde
todos conocían su deshonra.
—Pues sí se quedó, sí, señor. Era lo bastante dura y desalmada para
desafiar las opiniones de sus vecinos. Declaró a todo el mundo, empezando
por el pastor, que era víctima de una horrible equivocación y que no iban a
echarla del pueblo todos los traficantes de rumores como si fuera una mala
mujer. Todo el tiempo que yo estuve en Old Welmingham siguió allí, y
después de que me marché, cuando construyeron el pueblo nuevo y los
vecinos más respetables empezaron a trasladarse allá, ella también se trasladó,
como si estuviera decidida a vivir entre ellos para no dejar de provocar con su
escándalo. Allí vive ahora y allí seguirá, desafiando a todos hasta que llegue
su último día.
—Y ¿de qué ha vivido todos estos años? —pregunté— ¿Estuvo su marido
dispuesto y pudo ayudarla?
—Sí, señor; estuvo dispuesto y fue capaz de ello, —contestó la señora
Clements—. En la segunda carta que escribió a mi marido decía que esa mujer
llevaba su nombre, vivía en su casa y que por depravada que fuese no quería
que llegara a perecer de necesidad como un mendigo callejero. Estaba en
condiciones de destinarle una pensión que ella podría recoger cada tres meses
en un sitio de Londres.
—¿Aceptó ella la pensión?
—Ni un céntimo. Dijo que no quería deber a Catherick ni una migaja de
pan, ni una gota de agua, aunque viviese cien años. Y mantuvo su palabra.
Cuando murió mi pobre marido y me dejó heredera de todo cuanto tenía,
encontré entre otras cosas la carta de Catherick y le dije que me avisara si un
día necesitaba algo.» «Toda Inglaterra sabrá que estoy necesitada —contestó
—, antes de que se lo diga a Catherick o a cualquier amigo suyo. Esta es mi
respuesta, hágasela llegar a él si le escribe un día de nuevo.»
—¿Cree usted que tiene dinero propio?
—Tendrá muy poco, señor, si tiene algo. Se dice, y temo que con razón,
que sus medios de vida le vienen secretamente de Sir Percival Glyde.
Después de esta última respuesta callé unos instantes, reflexionando sobre
lo que acababa de oír. Aceptaba sin reservas la historia, pero ahora veía claro
que ni directa ni indirectamente me había aproximado aún al secreto y que mi
búsqueda de nuevo había terminado dejándome frente a frente con un fracaso
palpable y descorazonador.
Pero en el relato de la señora Clements había un punto que me hacía dudar
antes de aceptarlo sin reservas y que me sugería la idea de que algo se
escondía bajo la superficie.
No podía explicarme que la mujer desleal del sacristán se quedase a vivir
por gusto en el mismo escenario testigo de su desgracia. La razón que la mujer
había aducido, que lo hacía para demostrar su inocencia, no me satisfizo. Me
parecía que sería más lógico y probable suponer que era menos libre en sus
actos de lo que ella misma afirmaba. En tal caso, ¿quién podía ser con mayor
probabilidad la persona que tenía influencia sobre ella para obligarla a
permanecer en Welmingham? Indiscutiblemente la persona que le
proporcionaba su medio de vida. Había rechazado la ayuda de su marido, y
ella misma no disponía de recursos suficientes, no tenía amigos, era una mujer
deshonrada. ¿De qué otra fuente podía recibir ayuda si no era de aquella que
indicaban los rumores: ¿Sir Percival Glyde?
Partiendo de estas conjeturas y sin olvidar el único hecho cierto que podía
guiarme que la señora Catherick estaba en posesión del Secreto, comprendió
con facilidad que Sir Percival tenía interés en retenerla en Welmingham
porque la fama que tenía en aquel pueblo la privaría con toda seguridad de
mantener relaciones con las vecinas y no le daría oportunidad para hablar,
olvidando toda precaución, con alguna amiga íntima y curiosa. ¿Cuál era el
misterio que se había de ocultar? No era la infame relación que Sir Percival
tenía con la deshonra de la señora Catherick, ya que nadie la sabría mejor que
los vecinos del pueblo. No era la sospecha de que era padre de Anne, puesto
que en ningún otro sitio tendrían más motivos para sospecharlo que en
Welmingham. Si yo aceptaba la apariencia de deshonra que se acaba de
describir, así como los otros la habían aceptado sin reserva; si sacaba la misma
conclusión superficial que el señor Catherick y todos sus vecinos habían
sacado, ¿qué me permitía suponer, por cuanto había escuchado, que alrededor
de Sir Percival existiera un peligroso secreto que debía mantener oculto desde
aquel entonces hasta ahora?
No obstante, en aquellas entrevistas secretas, en aquellas conversaciones
susurrantes entre la mujer del sacristán y «el señor enlutado» era donde estaba,
sin duda, la clave para descubrirlo.
¿Era posible que en este caso las apariencias marcasen un camino y que la
verdad, sin que nadie lo sospechara, se escondiera en otro sitio? ¿Podía ser en
algún caso verdadera la afirmación de la señora Catherick de que era víctima
de una horrible equivocación? O si era falso, ¿se fundaría en algún error
inconcebible la conclusión que relacionaba su culpa con Sir Percival? ¿Había
alimentado de alguna manera aquella falsa sospecha para apartar de sí otra
sospecha que era justa? Era aquí —si podía averiguar todo esto donde estaba
la clave del secreto, oculta profundamente bajo la superficie de aquella historia
que aparentemente nada prometía, aquella que acababa de oír.
Mis preguntas siguientes obedecían al único propósito de comprobar si el
señor Catherick tenía motivos justos para estar convencido de la falta de su
esposa. Las contestaciones que recibí de la señora Clements no dejaban lugar a
duda sobre esta cuestión. Era más que evidente que la señora Catherick, antes
de casarse, había comprometido su reputación con un desconocido y se calló
para tapar su falta. Se comprobó con toda certeza cotejando fechas y lugares
que no necesito mencionar aquí, que la hija que llevaba el nombre de su
marido no era hija de éste.
Conseguir el objetivo siguiente de mi indagación —saber si se podía
asegurar con la misma certeza si Sir Percival era el padre de Anne— ofrece
mayores dificultades. Mi situación no me permitía apreciar las probabilidades
de una respuesta u otra por otro medio que comparando los parecidos
personales.
—Supongo que vio usted con frecuencia a Sir Percival cuando estaba en el
pueblo —dije yo.
—Sí señor, con mucha frecuencia —contestó la señora Clements.
—¿Ha notado alguna vez que Anne se le pareciera?
—No se le parecía en absoluto, señor.
—Entonces, ¿se le parecía a su madre?
—Tampoco se parecía a su madre, señor. La señora Catherick era morena y
tenía la cara redonda.
No se parecía ni a su madre ni a su (supuesto) padre. Yo sabía que la
prueba del parecido personal no merecía una confianza absoluta, pero, por otra
parte, tampoco debía despreciársela del todo. ¿Sería posible reforzar aquella
evidencia descubriendo algunos hechos definitivos relacionados con las vidas
de la señora Catherick y de Sir Percival, anteriores a la época en que llegaron a
Welmingham? Esto era lo que quería saber al hacer mi siguiente pregunta.
—Cuando Sir Percival llegó por primera vez al pueblo —dije— ¿sabía
usted de dónde procedía?
—No señor. Unos decían que de Blackwater Park y otros que de Escocia,
pero nadie lo sabía a ciencia cierta.
—La señora Catherick, ¿estuvo sirviendo en Varneck Hall hasta el
momento de casarse?
—Sí, señor.
—Y ¿había estado allí mucho tiempo?
—Tres o cuatro años, no estoy muy segura.
—¿Ha oído alguna vez el nombre del que era entonces dueño de Varneck
Hall?
—Sí, señor. Era el comandante Donthorne.
—¿Sabía el señor Catherick, o alguno de sus vecinos, si Sir Percival era
amigo del comandante Donthorne o habían visto alguna vez a Sir Percival en
las cercanías de Varneck Hall?
—Catherick nunca lo mencionó, señor, al menos que yo recuerde, ni nada
más tampoco, que yo sepa.
Apunté el nombre del comandante Donthorne y sus señas para el caso en
que viviera todavía, y porque en un futuro podría resultar útil recurrir a él.
Entretanto, mi impresión se volvía definitivamente contraria a la idea de que
Sir Percival fuera el padre de Anne y completamente favorable hacia la
conclusión de que el secreto de sus encuentros furtivos con la señora Catherick
no tenía absolutamente nada que ver con la deshonra con que aquella mujer
había cubierto el buen nombre de su marido. No se me ocurrían más preguntas
que pudiesen reforzar aquella impresión y pedí simplemente a la señora
Clements que hablase de la niñez de Anne, confiando en que una sugestión
casual pudiera ofrecerme algo.
—No me ha contado aún —le dije—, cómo esta pobre criatura, nacida
entre el pecado y la desgracia, llegó a verse confiada a sus cuidados, señora
Clements.
—No había nadie, señor, que se ocupase de la pequeña niña inconsciente
—me contestó la señora Clements—. Se diría que su desalmada madre la
odiaba, ¡como si la pobre criatura tuviese alguna culpa!, desde el día en que
nació. Ver a la pequeña me partía el corazón y me ofrecí para criarla como si
fuera mi propia hija.
—¿Y desde entonces Anne estuvo por completo al cuidado de usted?
—Por completo no, señor. La señora Catherick a veces tenía sus caprichos
y fantasías y se le ocurría reclamar a su hija de tarde en tarde, como si quisiera
molestarme porque yo me ocupaba tanto de ella. Pero estos antojos no le
duraban mucho tiempo. Se me devolvía siempre a la pobre Anne, que estaba
feliz de regresar, aunque en mi casa llevaba una vida bastante aburrida, pues
tenía compañeros con quien jugar y divertirse. La vez que estuvimos más
tiempo separadas fue cuando su madre la llevó a Limmeridge. Fue
precisamente entonces cuando murió mi marido y me pareció bien que Anne
estuviera lejos de casa, apartada de aquella triste aflicción. Iba a cumplir en
aquella época once años, aprendía con lentitud, la pobre, y no era tan alegre
como otras niñas, pero era muy bonita, daba gusto verla. Esperé en mi casa a
que su madre regresara con ella, y entonces le ofrecí llevármela a Londres. La
verdad es, señor, que no me sentía con fuerzas para quedarme en Old
Welmingham después de la muerte de mi marido, tan cambiado y triste me
parecía aquel lugar.
—¿La señora Catherick aceptó su proposición?
—No señor. Volvió del norte más seca y agria que nunca. La gente dijo que
tuvo que pedir permiso a Sir Percival para que la dejase ir y que ella se prestó
a asistir a su moribunda hermana sólo porque había rumores de que la pobre
mujer había ahorrado dinero, cuando en realidad apenas dejó para su entierro.
Todo esto debió de amargar a la señora Catherick, creo, pero fuera como fuera
no quiso ni oír que yo me llevase a su hija. Parecía gozar separándonos y
viéndonos sufrir a las dos. Lo único que pude hacer fue dejarle mis señas a
Anne y decirle en privado que si alguna vez me necesitaba acudiese a mí. Más,
pasaron años antes de que pudiese reunirse conmigo. ¡Pobre criatura! ¡No
volví a verla hasta la noche en que se escapó del manicomio!
—¿Sabe usted por qué la encerró allí Sir Percival?
—No sé más que lo que me contó la misma Anne, señor. La pobre
desventurada salía siempre con evasivas y rodeos. Me dijo que su madre
conocía cierto secreto de Sir Percival y que se le había escapado delante de
ella mucho después de irme yo de Hampshire; y cuando Sir Percival se dio
cuenta de que lo sabía, la encerró. Pero nunca supo decirme cuál era aquel
secreto cuando se lo preguntaba. Sólo decía que su madre podría hundir y
perder a Sir Percival si quisiera. Tal vez la señora Catherick simplemente dejó
escapar un día estas palabras y nada más. Estoy casi segura de que Anne me lo
habría contado todo si en realidad hubiese sabido el secreto como afirmaba, y
lo más probable es que ella imaginaba saberlo, la pobre.
Esta idea se me había ocurrido a mí más de una vez. Le había dicho lo
mismo a Marian que dudaba de que Laura hubiera estado realmente a punto de
enterarse de algo importante cuando la aparición del conde Fosco interrumpió
su conversación con Anne Catherick en la caseta.
Era perfectamente natural, dada la perturbación mental de Anne, que
hubiera anunciado conocer el Secreto plenamente, basándose sólo en una vana
sospecha que algunas palabras, pronunciadas incautamente por su madre en su
presencia hubieran despertado. En este caso, la suspicacia y la conciencia de
su culpa hubieran inspirado infaliblemente a Sir Percival la idea errónea de
que Anne se había enterado de todo por su madre, exactamente igual que más
tarde se apoderó de su mente la sospecha de que su mujer se había enterado de
todo por Anne.
El tiempo transcurría y la mañana llegaba a su término. Yo dudaba de que,
si me quedaba más tiempo, pudiera oír a la señora Clements decir algo más
que fuese útil para mi propósito. Había ya descubierto aquellos detalles
relacionados con la historia local y familiar de la señora Catherick que
buscaba, y había llegado a ciertas conclusiones totalmente nuevas para mí que
me serían de gran ayuda para saber adónde dirigir el curso de mis futuras
investigaciones. Me levanté para despedirme y agradecer a la señora Clements
su amistosa disposición a proporcionarme informaciones.
—Temo que habrá pensado que soy demasiado curioso —le dije—. La he
molestado con preguntas que la mayoría de la gente no hubiera querido
contestar.
—Me alegro de corazón, señor, por decirle cuanto pueda —contestó.
Se detuvo y me miró pensativa.
—Pero desearía —dijo la pobre mujer—, que me hubiese usted contado un
poco más de Anne, señor. Creí ver algo en su rostro, cuando usted entró, que
me hizo pensar que podía hacerlo. No sabe usted qué duro es no saber siquiera
si está viva o muerta. Si estuviera segura, lo soportaría mejor. Usted dijo que
no esperaba verla nunca con vida. ¿Sabe usted, señor, sabe con certeza si Dios
la ha llamado a su seno?
No pude resistir a aquella súplica: esquivarla hubiese sido indeciblemente
mezquino y cruel de mi parte.
—Temo que no hay duda acerca de cuál es la verdad —respondí con
suavidad—. Creo saber con certeza que sus penas en este mundo han
terminado.
La pobre mujer se dejó caer en una silla y escondió su rostro entre las
manos.
—Oh señor —me dijo—, ¿cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?
—Nadie me lo ha dicho, señora Clements. Pero tengo razones para estar
seguro de ello..., razones que prometo decirle en cuanto pueda hacerlo sin
peligro para nadie. Sé que en sus últimos momentos se la cuidó bien, sé que la
afección de corazón, que la hacía sufrir tanto, fue la verdadera causa de su
muerte. Pronto podrá usted tener la misma seguridad que yo, y no tardará en
saber que se halla enterrada en un apacible cementerio rústico, en un lugar
tranquilo y hermoso, tal como usted misma hubiese elegido para ella.
—¡Muerta! —repitió la señora Clements—. ¡Muerta tan joven y yo sigo
con vida para oírlo! Yo le hice sus primeros vestiditos. Le enseñé a andar. La
primera vez que dijo la palabra «mamá» me la dijo a mí, y ahora ¡yo sigo viva
cuando Anne ya no lo está! ¿Decía usted, señor —exclamó la pobre mujer,
apartando el pañuelo de sus ojos y levantando por vez primera su mirada hacia
mí— que su entierro fue muy digno? ¿Su entierro fue tan bonito como lo
hubiese tenido si realmente hubiera sido mi propia hija?
Le aseguré que lo había sido. Pareció encontrar una inexplicable
satisfacción en mi respuesta, un resarcimiento que no le hubieran aportado
otras consideraciones más sublimes.
—Me destrozaría el corazón —dijo con sencillez— saber que Anne no ha
tenido un funeral bonito. Pero ¿cómo lo sabe, señor? ¿Quién se lo ha contado?
De nuevo le rogué esperar hasta cuando pudiera hablarle sin reservas.
—Volveremos a vernos —le dije—, pues quiero pedirle un favor, cuando
esté un poco más tranquila, tal vez.
—Pues por mí, no aguarde a entonces, señor —dijo la señora Clements—.
No haga caso de mis lágrimas si puedo serle útil. Si tiene algo que decirme,
señor, dígamelo ahora mismo, se lo ruego.
—Sólo quiero hacerle una última pregunta —le dije—. Sólo quiero saber
las señas de la señora Catherick en Welmingham.
Mi petición sorprendió tanto a la señora Clements que por un momento
pareció olvidar las noticias sobre la muerte de Anne. Sus lágrimas cesaron de
pronto y se quedó mirándome llena de asombro.
—¡Por amor de Dios, señor! —me dijo—. ¿Qué es lo que quiere de la
señora Catherick?
—Quiero una sola cosa, señora Clements —le contesté—, quiero el secreto
de sus entrevistas furtivas con Sir Percival Glyde. En todo aquello que usted
me ha contado sobre el pasado de esa mujer, y sobre las relaciones que ese
hombre tuvo con ella, hay algo más de lo que usted o sus vecinos jamás hayan
sospechado. Existe un secreto entre ellos dos que nadie conoce, y voy a ver a
la señora Catherick resuelto a revelarlo.
—Piénselo bien antes de ir, señor, —dijo con gravedad la señora Clements
levantándose y apretando mi brazo con su mano—. Es una mujer mala; usted
la conoce como yo. Piénselo, piénselo antes de ir.
—Estoy seguro de que lo dice por mi bien, señora Clements. Pero estoy
decidido a ver a esa mujer, salga lo que salga de ello.
La señora Clements me miró a los ojos con ansiedad.
—Veo que está usted empeñado en hacerlo, señor —me dijo—. Le daré sus
señas.
Las apunté en mi libreta y tomé a la buena mujer de la mano para
despedirme de ella.
—Pronto tendrá noticias —le dije—, pronto sabrá lo que he prometido
decirle.
La señora Clements suspiró e inclinó la cabeza con un gesto de duda.
—Algunas veces merece la pena atender el consejo de una vieja —dijo ella
—. Piénselo bien antes de ir a Welmingham.
VII
Cuando llegué a casa, después de esta entrevista con la señora Clements
me sobresaltó el cambio que se había producido en Laura.
La invariable dulzura y paciencia que sus largos infortunios habían puesto
a prueba con tanta crueldad y que nunca lograron destruir, parecían haberle
fallado de repente. Insensible a los intentos de Marian de reanimarla y
divertirla estaba sentada a la mesa, sus dibujos yacían olvidados al otro
extremo donde los había empujado; sus ojos miraban con resolución el suelo.
Sus dedos se entrelazaban y se separaban incesantemente en su regazo.
Cuando entré, Marian se levantó con muda consternación en su rostro, esperó
unos instantes para ver si Laura levantaba su mirada, y al acercarme me
susurró:
—Tal vez tú puedas animarla —y salió de la habitación. Me senté en la
silla que quedó vacía, con ternura separé sus pobres dedos, débiles e
incansables, y coloqué sus manos entre las mías.
—¿En qué estás pensando, Laura? Dímelo, mi vida, anda dime qué te pasó.
Luchó consigo misma, antes de levantar sus ojos para mirarme.
—No puedo ser feliz —me dijo— no puedo dejar de pensar...
Se detuvo, se inclinó un poco hacia delante y apoyó su cabeza en mi
hombro con un silencioso gesto de terrible cansancio que me llegó al alma.
—Trata de decírmelo —repetí con ternura—; trata de explicarme por qué
no eres feliz.
—¡Soy tan inútil! Soy una carga para vosotros dos —contestó con un
suspiro cansado y triste. Tú trabajas para ganar dinero, Walter, y Marian te
ayuda. ¿Por qué no puedo hacer algo? Acabarás por querer más a Marian que
a mí, sí, porque yo soy tan inútil. ¡Oh, por favor, por favor, por favor, no me
trate como a una niña!
Levanté su cabeza, aparté aquellos cabellos revueltos que caían sobre su
rostro y la besé... ¡mi pobre flor marchita! ¡Mi pobre hermana desamparada y
afligida!
—Pues vas a ayudarnos, Laura, —dije— vas a ayudarnos, querida, desde
hoy mismo.
Me miró con ansiedad febril y con un interés afanoso que me hicieron
temblar al ver la esperanza de una vida nueva que había despertado en ella con
aquellas breves palabras.
Me levanté, recogí sus utensilios de dibujo y los puse delante de ella.
—Tú sabes que yo trabajo y que gano dinero dibujando —dije—. Ahora
que te has esforzado y que has adelantado tanto en el dibujo, es hora de que
empieces a trabajar para ganar tú también dinero. Intenta terminar este boceto
lo mejor que puedas. Cuando esté hecho lo llevaré conmigo y lo comprará la
misma persona que compra mis dibujos. Guardarás lo que ganes en tu bolso.
Marian acudirá a ti para que nos ayudes tantas veces cuantas acude a mí.
Piensa en lo útil que puedes sernos a los dos y pronto te sentirás feliz de la
mañana al anochecer.
Su rostro se volvía más atento y al final se iluminó con una sonrisa.
Cuerda, sonriente, cogió los lápices que tenía delante, casi parecía ser de
nuevo la Laura de otros tiempos.
Yo había interpretado correctamente los primeros indicios de un nuevo
desarrollo y de la firmeza de su mente, que se expresaban inconscientemente
en el hecho de que ella advertía las ocupaciones que llenaban las vidas de
Marian y mía. Marian (cuando le conté lo sucedido) vio tal como yo que Laura
ansiaba que su situación tuviese algún valor por sí misma, quería elevarse en
su propia estimación y en la nuestra, y desde aquel día ayudamos con cariño
en esa nueva ambición que nos prometía un futuro más feliz y más
esperanzado, aunque todavía remoto. Sus dibujos, en cuanto los terminaba,
quedaban depositados en mis manos, yo se los daba a Marian, que los
guardaba con todo cuidado, y cada semana separaba de mis ganancias una
pequeña cantidad para ofrecérsela a Laura como el precio que los compradores
habían pagado por aquellos míseros bocetos, borrosos y sin valor, de los
cuales era yo el único admirador. Resultaba a veces difícil sostener nuestra
inocente farsa cuando, orgullosa, abría su bolso para hacer su contribución a
nuestro presupuesto y se informaba, con interés, sobre quién había ganado más
durante la semana, ella o yo. Conservo todavía aquellos dibujos, queridos
recuerdos que deseo mantener vivos; fueron mis amigos en un pasado adverso
que nunca abandonará mi corazón.
¿Estoy olvidándome de las obligaciones que mi tarea me impone? ¿Estoy
mirando hacia tiempos más felices que mi relato no ha alcanzado aún? Debo
volver atrás... atrás, a los días de dudas y temores, cuando mi espíritu luchaba
denodadamente por su vida en la yerta quietud de una perpetua zozobra. Me
he detenido a descansar unos instantes en el progreso de mi relato. Quizá no
sea tiempo perdido si mis lectores se han detenido a descansar conmigo.
A la primera oportunidad hablé privadamente con Marian para comunicarle
el resultado de las averiguaciones que había efectuado aquella mañana.
Pareció tener la misma opinión respecto de mi proyecto de ir a Welmingham
que la expresada por la señora Clements.
—Pero, Walter —me dijo—, aún no sabes casi nada para esperar que la
señora Catherick te haga confidencias. ¿Acaso es inteligente llegar a estos
extremos antes de agotar del todo otros medios más seguros y más fáciles que
puedan conducirnos a nuestro objetivo? Cuando me dijiste que Sir Percival y
el conde son las únicas personas que saben la fecha exacta del viaje de Laura,
olvidas, igual que yo, que hay una tercera persona que con toda seguridad lo
sabe. Me refiero a la señora Rubelle. ¿No será mucho más seguro y mucho
menos peligroso exigir que nos lo revele, en vez de presionar a Sir Percival?
—Puede ser más fácil —le contesté—, pero no conocemos hasta qué punto
llegaban la connivencia y el interés de la señora Rubelle en la conspiración, y
por tanto no podemos estar seguros de que la fecha se haya impreso en su
mente como sin duda lo ha hecho en la de Sir Percival y el conde. Es
demasiado tarde para desperdiciar con la señora Rubelle un tiempo que puede
ser de enorme importancia para descubrir el único punto débil en la vida de Sir
Percival. ¿No exageras un poco cuando piensas en el riesgo que correré al
volver otra vez a Hampshire? ¿Acaso empiezas a dudar si Sir Percival puede
resultar, al fin de cuentas, un adversario desigual para mí?
—No será desigual —contestó resuelta— porque no querrá que le ayude a
defenderse de ti la impenetrable perversidad del conde.
—¿Qué te hace pensar de ese modo? —pregunté con cierto asombro.
—Mi propia experiencia de la terquedad y de la intolerancia con que Sir
Percival recibe las indicaciones del conde —contestó—. Creo que insistirá en
enfrentarse contigo a solas exactamente como insistió al principio en actuar
solo en Blackwater Park. Mientras no pida que intervenga el conde, tendrás a
Sir Percival a tu merced. Los intereses de aquél están directamente
amenazados, y en su propia defensa Walter, utilizará métodos terribles.
—Podemos despojarle de antemano de sus armas de defensa —le dije.
Algunas de las cosas que me ha contado la señora Clements pueden volverse
contra él y quizá podamos disponer de otros medios que afiancen nuestras
acusaciones. Por algunos pasajes del relato de la señora Michelson se deduce
que el conde consideró conveniente ponerse él mismo en comunicación con el
señor Fairlie y en aquel acto pueden descubrirse circunstancias que le
comprometen. Mientras yo esté ausente, Marian, escribe al señor Fairlie y dile
que necesitas que te describa con exactitud lo sucedido entre el conde y él y
que me informe también de todos los detalles que supo entonces respecto a su
sobrina. Dile que las informaciones que le pides se le exigirán antes o después
si se muestra reacio a proporcionártelas por su propia voluntad.
—Escribiré la carta, Walter. ¿De veras estás decidido a ir a Welmingham?
—Absolutamente decidido. Dedicaré estos dos días a ganar lo que
necesitamos para la semana próxima y al tercer día me voy a Hampshire.
En efecto, al tercer día estaba preparado para marcharme.
Como tal vez tendría que estar varios días fuera, convine con Marian que
nos escribiríamos a diario, desde luego usando nombres falsos, por
precaución. Mientras me llegaran sus cartas con regularidad podía concluir
que todo iba bien. Pero si una mañana no recibía su carta, regresaría a Londres
inmediatamente, con el primer tren. Procuré reconciliar a Laura con la idea de
mi ausencia diciéndole que me iba al campo a buscar compradores de nuestros
dibujos y con esto la dejé feliz y contenta, entregada a su trabajo. Marian me
acompañó hasta la puerta de la calle.
—Recuerda que dejas aquí corazones llenos de ansia —me susurró cuando
salimos al pasillo—. Recuerda todas las esperanzas, que dependen de que
vuelvas sano y salvo. Si te suceden cosas extrañas, si te encuentras con Sir
Percival...
—¿Qué te hace pensar que vayamos a encontramos? —le pregunté.
—No lo sé. Tengo miedo, se me antojan cosas horribles que no puedo
explicar. Ríete de ellas si quieres Walter, mas, ¡por el amor de Dios!, domínate
si llegas a encontrarte con ese hombre.
—¡No temas Marian! Respondo de que sabré dominarme.
Con estas palabras nos separamos.
Me dirigí a la estación. Sentía un brote de esperanza, una convicción
consciente de que esta vez mi viaje no sería inútil. La mañana era hermosa,
fresca y despejada; tenía los nervios a flor de piel, sentía que la vigorosa
firmeza de la resolución me llenaba de pies a cabeza.
Cuando crucé el andén del ferrocarril miré a derecha e izquierda buscando
algún rostro conocido entre la gente allí congregada. Se me ocurrió que podría
resultar beneficioso disfrazarme antes de dirigirme a Hampshire. Pero esta
misma idea tenía para mí algo de repugnante, algo que mezquinamente me
asemejaría a este rebaño de espías e informadores, y desahucié aquella
consideración en el momento mismo en que se me ocurrió. Además las
ventajas de semejante procedimiento eran sumamente dudosas. Si hubiera
intentado disfrazarme en casa, antes o después el casero me habría
descubierto, lo cual despertaría sus sospechas. Si probara a hacerlo fuera de
casa, alguien podría verme, por pura casualidad, con el disfraz y sin él; en este
caso llamaría la atención y provocaría desconfianza, que era precisamente lo
que debía evitar. Hasta ahora había actuado sin cambiar mi aspecto y estaba
decidido a continuar hasta el final sin disfrazarme.
El tren me dejó en la estación de Welmingham a primera hora de la tarde.
¿Podría rivalizar la soledad de los desiertos arenosos de Arabia, la
perspectiva desoladora de las ruinas de Palestina, con la repelente impresión
que produce a la vista y la influencia deprimente para el alma que proporciona
una ciudad provinciana inglesa, en la primera época de su existencia, cuando
aún no ha alcanzado la prosperidad? Esta pregunta me la hice cuando
atravesaba la pulcra desolación, la inmaculada fealdad, la modosa torpeza de
las calles de Welmingham. Los comerciantes que me seguían con la mirada
desde las puertas de sus tiendas vacías, los árboles que dejaban caer con
impotencia sus cimas en su árido exilio de alamedas y plazas inacabables, los
armazones muertos de aquellas casas que esperaban en vano el vivificante
elemento humano que las animase con su aliento; cada uno de los seres que vi,
cada uno de los objetos junto a los que pasé, parecían contestarme de común
acuerdo. ¡Los desiertos arábigos desconocen inocentemente nuestra desolación
civilizada, las ruinas palestinas son incapaces de mostrar esta moderna
lobreguez!
Pregunté cómo se llegaba al barrio en que vivía la señora Catherick y al
llegar allí me encontré en una plaza con esas casas pequeñas de un solo piso.
En el centro había un poco de césped ralo protegido por una barata valla de
alambre. Una niñera vieja y gastada, que cuidaba dos niños, se hallaba en un
rincón del cercado contemplando una cabra flaca atada a la valla. En una acera
charlaban dos transeúntes, y en la otra un chiquillo ocioso llevaba de la correa
a un perrillo igualmente ocioso. A cierta distancia se escuchaba el tecleo de un
piano secundado, desde más cerca, por el golpear intermitente de un martillo.
Estas fueron todas las señales de vida que vi y escuché al entrar en la plaza.
Me dirigí enseguida al número trece, que era el de la casa de la señora
Catherick y llamé a la puerta sin decidir de antemano cómo me presentaría. Lo
primero era ver a la señora Catherick. Entonces podría juzgar, basándome en
mi capacidad de observación, cuál sería la forma más fácil y segura de
explicarle el motivo de mi visita.
Me abrió una criada de mediana edad y de aspecto melancólico. Le
entregué mi tarjeta, preguntándole si podía ver a su ama. La criada llevó mi
tarjeta hasta un salón que estaba frente a la puerta y regresó para pedirme, de
parte de su ama, que le adelantase el objeto de mi visita.
—Tenga la bondad de decirle que me trae un asunto relacionado con la hija
de la señora Catherick —contesté. Fue la mejor explicación que se ocurrió en
aquel momento.
La criada desapareció en el salón de nuevo, regresó, y esta vez me rogó,
mirándome con huraño asombro, que pasara.
Entré en una habitación pequeña, cuyas paredes estaban cubiertas por
papel con grandes dibujos de colores chillones. Las sillas, mesas, cómoda y
sofá deslumbraban con el brillo empalagoso de la tapicería barata. En medio
del salón había una mesa grande sobre la que se hallaba una Biblia lujosa,
situada exactamente en el centro, sobre un paño de lana amarilla y roja. Junto
a la mesa en el lado que daba a la ventana y con un cestillo de labor sobre sus
rodillas, estaba sentada una mujer anciana, vestida con un traje de seda negro,
una cofia del mismo color y mitones de color gris pizarra, y a sus pies
descansaba un perro de aguas de mirada mortecina y respiración jadeante. La
mujer tenía los cabellos canosos, que le caían a ambos lados del rostro. Sus
ojos oscuros miraban de frente, con una expresión dura, desafiante, e
implacable. Tenía mejillas llenas y caídas, una barbilla larga y firme, y labios
gruesos, sensuales, y sin color. Su cuerpo era macizo y vigoroso y sus gestos
demostraban un aplomo agresivo. Era la señora Catherick.
—Ha venido usted a hablarme de mi hija —dijo antes de que yo pudiese
pronunciar una sola palabra—. Tenga la bondad de explicarme qué tiene que
decirme.
El tono de su voz era tan duro, tan desafiante e implacable como la
expresión de sus ojos. Señaló una silla y me escrutó, expectante, de pies a
cabeza, mientras me sentaba. Vi que lo único que podía hacer para conseguir
algo de aquella mujer era hablarle en su mismo tono y colocarme desde el
principio en su mismo terreno.
—¿Sabe usted —le dije— que su hija ha desaparecido?
—Lo sé perfectamente.
—¿No ha temido usted nunca que a la desgracia de su desaparición pueda
seguir la de su muerte?
—Sí. ¿Ha venido usted para comunicarme que está muerta?
—Sí.
—¿Por qué?
Me hizo tan extraña pregunta sin que se le notase la menor alteración en su
voz, en su rostro o en su actitud. No creo que hubiese podido mostrar mayor
indiferencia si le hubiese dado cuenta de la muerte de la cabra que pacía en el
vallado.
—¿Por qué? —repetí—. ¿Me pregunta por qué vengo a contarle la muerte
de su hija?
—Sí. ¿Qué interés tiene usted hacia mí o hacia ella? ¿Cómo ha llegado
usted a tener noticias de mi hija?
—De la siguiente forma: la encontré la noche en que se escapó del
manicomio y la ayudé a llegar a un lugar seguro.
—Pues obró usted muy mal.
—Siento escuchar a su propia madre hablar así.
—Pues es su propia madre quien lo dice. ¿Cómo sabe usted que ha
muerto?
—No estoy en libertad de contarle cómo, pero lo cierto es que lo sé.
—¿Está usted en libertad de decirme cómo ha conseguido encontrarme?
—Sí, por supuesto. Me dio sus señas la señora Clements.
—La señora Clements es una simple. ¿Fue ella quien le aconsejó a usted
que viniese?
—No, ella no me lo aconsejó.
—Entonces, le pregunto una vez más, ¿por qué ha venido usted?
Ya que se empeñaba en escuchar la respuesta, se la di de la manera más
clara posible.
—He venido —le dije—, porque creía que la madre de Anne Catherick
tendría cierto interés natural en saber si su hija estaba viva o muerta.
—Desde luego —dijo la señora Catherick, con más aplomo aún—. Y ¿no
ha tenido usted otro motivo?
Vacilé. No era fácil encontrar en un santiamén la respuesta correcta a esa
pregunta.
—Si no tiene usted otro motivo —prosiguió ella quitándose con cuidado
sus mitones de color gris pizarra y doblándolos—, no tengo más que
agradecerle la visita y decirle que no quiero entretenerle por más tiempo. Su
información sería más completa si usted accediese a explicarme cómo pudo
obtenerla; sin embargo, justifica, creo yo, que me ponga de luto. Y como usted
ve, no necesito variar mucho mi traje. En cuanto me cambie los mitones estaré
completamente vestida de negro.
Rebuscó en el bolsillo de su vestido, sacó un par de encaje negro; se los
puso con la presencia de ánimo más firme e imperturbable, y luego cruzó con
tranquilidad las manos sobre su regazo.
—Buenos días —me dijo.
El frío desprecio que me demostraba me llenó de tal ira que le hice saber
sin preámbulos que no le había anunciado aún el propósito de mi visita.
—Tengo otro motivo para venir a verla —le dije.
—¡Ah! Me lo figuraba —observó la señora Catherick.
—La muerte de su hija...
—¿De qué murió?
—De un ataque cardíaco.
—¿Sí? Continúe.
—La muerte de su hija ha servido para infligir un serio perjuicio a una
persona que me es muy querida. Dos hombres se han confabulado, según me
consta, para causar este daño. Uno de ellos es Sir Percival Glyde.
—¿De veras?
La miré con atención para ver si dejaba escapar un gesto involuntario a la
inesperada mención de aquel nombre. Ni un solo músculo de su rostro se
contrajo; la mirada dura, desafiante e implacable de sus ojos no se alteró por
un instante siquiera.
—Puede preguntarme —seguí yo—, cómo la muerte de su hija ha servido
de instrumento para perjudicar a otra persona.
—No —dijo la señora Catherick—. No se lo pregunto. Es asunto suyo, al
parecer. Usted se interesa por mis asuntos. Yo no me intereso por los suyos.
—Entonces quizá me preguntará por qué menciono esta cuestión en su
presencia.
—Sí, eso sí se lo pregunto.
—Pues se lo digo porque estoy decidido a pedir cuentas a Sir Percival por
la ignominia que ha cometido.
—Y ¿qué tengo yo que ver con esa decisión suya?
—Ahora lo sabrá. Existen ciertos episodios en el pasado de Sir Percival
que necesito saber al detalle para llevar a cabo mi propósito. Usted los conoce
y por esa razón vengo a verla a usted.
—¿A qué episodios se refiere usted?
—A los que ocurrieron en Old Welmingham cuando su marido era
sacristán en aquella parroquia antes de que naciera su hija.
Al fin había conmovido a aquella mujer, superando la barrera de la reserva
impenetrable que trataba de interponer entre los dos. Vi la cólera centellear en
sus ojos, la vi con la misma claridad con que veía sus manos, que
abandonando su inmovilidad empezaron a estirar su falda sobre las rodillas.
—¿Qué sabe usted de esos sucesos? —me preguntó.
—Todo lo que pudo contarme la señora Clements —contesté.
Su rostro firme y cuadrado se sonrojó durante un instante y sus inquietas
manos se inmovilizaron súbitamente, como si anunciaran un próximo estallido
de rabia capaz de hacerle olvidar su reserva. Pero no. Supo dominar su
naciente furia, se reclinó en su silla, cruzó sobre el ancho pecho sus brazos y
con una torva sonrisa plena de sarcasmo en sus gruesos labios me miró con la
misma dureza.
—¡Ah, empiezo a comprenderlo todo! —dijo; su enojo, vencido y domado
no se manifestaba de otra forma que en el refinamiento burlón de su tono y de
sus ademanes—. Usted guarda rencor por algún motivo a Sir Percival y yo
tengo que ayudarle en su venganza. Debo contarle esto y lo otro y lo de más
allá de la vida de Sir Percival y de la mía. ¿Verdad? ¡No faltaba más! Usted se
ha entrometido en mis asuntos privados. Usted cree que tendrá que tratar con
una mujer perdida que lleva una vida llena de miserias, que hará cualquier
cosa que usted le diga por temor a que pudiera verse perjudicada en la opinión
que de ella tengan sus vecinos. Miro a través de usted y de su gracioso
razonamiento, ¡sí! y lo que veo me divierte mucho. ¡Ah, ah, ah!
Hizo una pausa, apretó los brazos contra su pecho y se rio sola; fue una
risa dura, áspera y rabiosa.
—Usted no sabe cómo he vivido yo ni lo que he hecho en este pueblo,
señor... como se llame —continuó—. Pues voy a decírselo antes de tocar la
campanilla y ordenar que se le ponga en la puerta. Vine aquí siendo una mujer
despreciada. Vine aquí despojada de mi honra y decidida a restablecerla. He
pasado años y años luchando por ella y al fin la tengo restablecida. Me he
enfrentado con esta gente respetable y honesta y abiertamente, sobre su mismo
terreno. Si ahora se dice algo en contra mía deben decirlo por lo bajo: no
pueden ni se atreven a decirlo abiertamente. Mi situación en esta ciudad es lo
bastante digna como para que usted pueda perjudicarme. El párroco se inclinó
ante mí. ¡Ah!, no contaba usted con eso cuando llegó aquí, ¿verdad? Vaya a la
iglesia e indague sobre mí. Verá usted que la señora Catherick tiene su asiento
como los demás y paga su cuota sin retraso. Vaya usted al Ayuntamiento. Allí
verá una instancia, una instancia firmada por los ciudadanos respetables
pidiendo que se niegue a un circo el permiso de venir a actuar aquí
corrompiendo con ello nuestra moral, ¡SI! NUESTRA moral. He firmado esa
instancia esta mañana. Vaya usted a la librería. Lecturas para la noche del
miércoles sobre la justificación de la fe, escritas por nuestro pastor, se editan
allí por suscripción, y mi nombre está en la lista. La mujer del médico dejó tan
sólo un chelín sobre la bandeja después de nuestro último sermón de
beneficencia, y yo puse media corona. El señor sacristán Soward, que sostenía
la bandeja, se inclinó ante mí. Hace diez años dijo a Pigrum, el boticario, que
se me debía echar de la ciudad a latigazos y atada a un carro. ¿Vive aún su
madre? ¿Tiene sobre la mesa una Biblia tan buena como la mía? ¿Se lleva tan
bien como yo con los comerciantes del pueblo? ¿Ha vivido siempre a medida
de sus ingresos? Pues yo jamás he vivido por encima de los míos. ¡Ajá! El
pastor viene por la plaza. ¡Fíjese, fíjese, señor... cómo se llame..., fíjese por
favor!
Se levantó con la agilidad de una joven, fue hacia la ventana, esperó a que
el pastor se acercara y se inclinó ante él con solemnidad. El pastor,
ceremonioso, levantó el sombrero y siguió su camino. La señora Catherick
volvió a sentarse y me miró con un sarcasmo más implacable que nunca.
—¡Lo ve! —dijo—. ¿Qué le parece a usted esto, tratándose de una mujer
que ha perdido su reputación? ¿Qué tal se presenta ahora su proyecto?
La manera singular que había elegido para defenderse, la original
reivindicación de su posición que acababa de ofrecerme me dejaron tan
perplejo que la escuchaba enmudecido por la sorpresa. Sin embargo no por
ello estaba menos decidido a emprender otra tentativa para hacerle abandonar
su postura si el temperamento fiero de aquella mujer escapara a su control y
estallase, una vez pronunciara palabras que pudieran dejar en mis manos la
clave del misterio.
—¿Qué tal se presenta ahora su proyecto? —repitió.
—Exactamente igual que cuando llegué —repuse—. No dudo de la
posición que usted ha ganado en esta ciudad; y no pienso atentar contra ella,
aunque pudiera. He venido aquí porque sé a ciencia cierta que Sir Percival
Glyde es tan enemigo de usted como mío. Si tengo motivos para guardarle
rencor, usted los tiene también. Puede negarlo, si le place, puede desconfiar de
mí si quiere enojarse si le parece, pero entre todas las mujeres de Inglaterra es
usted la que tiene la obligación de ayudarme a aplastar a ese hombre, por poco
sentido de la dignidad que posea.
—Aplástele usted si quiere y luego venga a ver qué le digo —respondió.
Dijo estas palabras de manera diferente a como había hablado hasta
entonces, con apresuramiento, fiereza, amenaza. Había despertado en su nido
la serpiente de un odio antiguo, pero sólo por un instante. Como un reptil al
acecho que está a punto de atacar, se inclinó con ansia hacia el lugar en que yo
estaba sentado. Como un reptil al acecho que de pronto desaparece de la vista
al instante volvió a incorporarse en su silla.
—¿No quiere confiarse a mí? —le dije.
—No.
—¿Tiene miedo?
—¿Es que demuestro tenerlo?
—Teme usted a Sir Percival Glyde.
—¿De modo que le temo?
Su rostro se iba arrebolando y sus manos volvieron a retorcerse sobre su
falda. Quise seguir cercándola y continué hablando sin darle tiempo a
reponerse.
—Sir Percival ocupa una posición elevada en la sociedad —le dije—, y no
sería extraño que usted le temiera. Sir Percival es un hombre poderoso, es
barón, posee magníficas propiedades, desciende de una gran familia...
Me dejó asombrado hasta lo indecible cuando de repente rompió a reír.
—Sí —repitió con el más amargo y desdeñoso desprecio—. Es barón,
posee magníficas propiedades, desciende de una gran familia. ¡Eso desde
luego! ¡Una gran familia, y sobre todo por parte de su madre!
No tuve tiempo de pensar en estas palabras que se le acababan de escapar;
sólo lo tuve de sentir que merecería la pena pensar en ellas cuando dejara
aquella casa.
—No he venido aquí para discutir con usted cuestiones de familia —le dije
—. No sé nada de la madre de Sir Percival...
—Y no sabe mucho más del propio Sir Percival —me interrumpió con
aspereza.
—Le aconsejo que no esté demasiado segura sobre eso —objeté—.
Conozco ciertas cosas sobre él y sospecho otras muchas.
—¿Qué sospecha usted?
—Voy a decirle lo que no sospecho. No sospecho que sea el padre de
Anne.
Se puso en pie y vino a mí con una mirada de furia.
—¿Cómo se atreve a hablarme del padre de Anne? ¡Cómo se atreve a decir
quién era su padre y quién no lo era! —exclamó; su rostro se contorsionó, su
voz temblaba con pasión.
—El secreto que existe entre usted y Sir Percival no es este secreto —
insistí. El misterio que ensombrece la vida de Sir Percival no nació con su hija
ni con ella ha muerto.
Dio un paso atrás.
—¡Salga! —me dijo, señalando con resolución la puerta.
—Ni en su corazón ni en el de Sir Percival había el menor pensamiento
sobre la niña —continué, decidido a hacerla retroceder hasta sus últimas
defensas—, no les unía el menor lazo de amor culpable cuando mantenían
aquellas entrevistas furtivas, cuando su marido les sorprendió cuchicheando
tras la sacristía de la iglesia.
El brazo de la señora Catherick, que señalaba la puerta, cayó al instante a
lo largo de su cuerpo, y el intenso rubor producido por la ira desapareció de su
rostro mientras yo hablaba. Vi como en ella se obraba el cambio; aquella
mujer dura, firme, intrépida y con pleno dominio de sí misma se tambaleaba
ante un terror que era incapaz de resistir; lo vi al pronunciar aquellas últimas
palabras: «tras la sacristía de la iglesia».
Durante un minuto o más permanecimos mirándonos en silencio. Fui el
primero en hablar.
—¿Sigue usted negándose a confiar en mí? —pregunté.
No pudo devolver a su rostro su color, pero consiguió afirmar su voz; había
recobrado su desafiante aplomo cuando me contestó.
—Me niego —dijo.
—¿Sigue usted queriendo que me marche?
—Sí. Váyase, y no vuelva jamás.
Fui hacia la puerta, me detuve antes de abrirla y me volví para mirarla una
vez más.
—Puede ser que tenga que traerle noticias de Sir Percival que usted no
espera —le dije—; en ese caso volveré.
—No hay noticias de Sir Percival que yo no espere, a no ser...
Se detuvo. Su cara pálida se oscureció y retrocedió hasta su silla con pasos
quedos y firmes, como los de un gato.
—... a no ser la noticia de su muerte —dijo mientras se sentaba de nuevo,
con una sonrisa burlona retozando en sus labios crueles y un resplandor fugaz
de odio oculto en su severa mirada.
Al abrir la puerta para salir me lanzó una rápida ojeada. La cruel sonrisa se
fue esfumando lentamente de sus labios... me miró con un interés extraño e
insistente de pies a cabeza y una expectación indescriptible se dibujó en su
rostro. ¿Estaba considerando, en lo más recóndito de su corazón, mi juventud
y firmeza, la firmeza de mi dignidad y los límites de mi dominio de mí
mismo? ¿Estaba considerando hasta dónde me conducirían un día si nos
encontráramos Sir Percival y yo? La mera sospecha de que así era me hizo
desear abandonar su presencia y suprimió de mis labios las fórmulas más
banales de despedida. Sin decir una sola palabra más, salí de la estancia.
Al abrir la puerta que daba a la calle vi al mismo sacerdote que
anteriormente había pasado por delante de su casa; en su camino de regreso
estaba a punto de cruzar otra vez delante de ella para atravesar la plaza. Me
detuve un instante en el portal para dejarle paso y entonces dirigí la mirada
hacia la ventana del salón.
La señora Catherick había oído como se acercaban sus pasos en medio del
silencio y había regresado a su ventana para esperarlo. Aquella tormenta de
terribles pasiones que se había levantado en su corazón no había logrado
vencer su desesperado afán por asirse a la única prueba del respeto social que
había logrado crearse a fuerza de años de lucha resuelta. Así, cuando aún no
había transcurrido un minuto desde que la había dejado, de nuevo se
encontraba en un lugar visible obligando al sacerdote, dentro de las reglas de
la más elemental cortesía, a saludarla por segunda vez, levantando otra vez su
sombrero. El rostro duro y lívido de detrás de la ventana se ablandó e iluminó,
henchido de orgullo. Vi cómo la cabeza adornada de la triste cofia negra
devolvía la inclinación. El sacerdote la había saludado dos veces en un solo
día, y ¡ello había ocurrido en mi presencia!
Al salir de aquella casa se vislumbraba con claridad la nueva dirección que
debían tomar mis pesquisas. La señora Catherick me había ayudado a dar un
paso adelante, bien a pesar suyo. El objetivo siguiente que mi investigación
debía alcanzar era, sin duda alguna, la sacristía de la iglesia de Old
Welmingham.
VIII
Antes de que llegara a la esquina de la plaza atrajo mi atención el ruido de
una puerta que se cerraba en una de las casas que quedaban a mis espaldas.
Volví la cabeza y vi a un hombrecillo de escasa estatura, vestido de negro
que estaba en el portal de la casa inmediatamente próxima a la morada de la
señora Catherick. El hombre no dudó ni un momento sobre la dirección a
seguir. Avanzó con rapidez hacia el recodo donde me había detenido.
Reconocí en él al pasante que se había anticipado a mi visita a Blackwater
Park y que intentó provocarme cuando le pregunté si se podía visitar la casa.
Esperé, sin moverme, para ver si en esta ocasión su objetivo era acercarse a
hablarme. Ante mi sorpresa pasó por mi lado apresuradamente, sin decirme
una palabra y sin siquiera mirarme a la cara. Era todo lo contrario a la forma
de actuar que yo esperaba; mi curiosidad, o mejor dicho, mis sospechas se
despertaron y decidí también seguirle para enterarme de qué tarea podía
habérsele encomendado esta vez. Sin preocuparme de si me veía o no, fui tras
él. Ni una vez volvió la cabeza; me conducía, a través de las calles,
directamente hacia la estación del ferrocarril.
El tren estaba a punto de salir y unos viajeros retrasados se impacientaban
junto a la ventanilla donde vendían los billetes. Me acerqué a ellos y oí al
pasante pedir un billete para la estación de Blackwater. Tuve la satisfacción de
comprobar que se marchaba en el tren, después de lo cual me fui.
No podía dar más que una interpretación a lo que acababa de ver y oír. Sin
duda alguna aquel hombrecillo había salido de la casa vecina a la residencia de
la señora Catherick. Probablemente se había instalado allí cumpliendo órdenes
de Sir Percival, como un inquilino, en espera de que mis pesquisas me llevaran
tarde o temprano a visitar a la señora Catherick. Seguramente me había visto
entrar y salir y tenía prisa por partir en el primer tren para presentar su informe
en Blackwater Park, donde, como era obvio, Sir Percival debía encontrarse
(sabiendo cuanto sabía de mis desplazamientos) para actuar en seguida si yo
volvía a Hampshire. Lo vi claramente, y por primera vez sentí que los temores
de que Marian me habló al despedirnos podían convertirse en realidad. Parecía
más que probable que no transcurrirían muchos días sin encontrarnos.
Fuera cual fuese el resultado que los acontecimientos estaban destinados a
aportar, decidí seguir mi camino hasta llegar al fin tan ansiado, sin detenerme
ni desviarme a causa de Sir Percival ni de nadie. La gran responsabilidad que
pesaba sobre mí en Londres, la de realizar mis acciones de tal forma que le
evitase el descubrimiento casual del escondite de Laura, había desaparecido
ahora que yo estaba en Hampshire. Podía ir y venir como y donde se me
antojase y de no seguir las oportunas precauciones las consecuencias solo me
afectarían a mí. Cuando salí de la estación, la noche invernal comenzaba a
caer. Tenía pocas esperanzas de obtener algún provecho continuando mis
pesquisas después de oscurecer y en un lugar completamente desconocido para
mí. Así, pues, me dirigí al hotel más próximo y pedí cena y una cama. Luego
escribí a Marian que seguía sano y salvo y con perspectivas de éxito.
Al marcharme le había dicho que dirigiera su primera carta (que yo
esperaba recibir por la mañana del día siguiente) a «Correos, Welmingham»;
ahora le pedía que dirigiera su segunda carta a la misma dirección. Podría
recibirla con facilidad escribiendo al cartero si se me ocurriese ausentarme de
la ciudad antes de que llegara.
El salón del hotel quedó completamente vacío en cuanto la noche avanzó.
Pude reflexionar sin que nadie me molestara, como si estuviera en mi propia
casa, sobre lo que había hecho aquella tarde. Antes de acostarme repasé
detenidamente, de principio a fin, mi singular entrevista con la señora
Catherick; confirmé, esta vez con tranquilidad, las conclusiones que había
sacado apresuradamente horas antes aquel mismo día.
La sacristía de la iglesia de Old Welmingham era el punto de partida al que
lentamente retornaron mis pensamientos después de lo que había oído decir a
la señora Catherick y de lo que le había visto hacer.
Cuando la señora Clements mencionó por primera vez en mi presencia la
sacristía pensé que era el lugar más extraño y menos conveniente que Sir
Percival hubiera podido elegir para verse clandestinamente con la mujer del
sacristán. Aquella impresión fue la que me hizo aludir a «la sacristía de la
iglesia» en la conversación con la señora Catherick, y fue por mera intuición,
pues me parecía una de las peculiaridades sin importancia de aquella historia y
se me ocurrió durante la conversación. Estaba preparado para que me
contestase de forma confusa, o con ira; pero el infinito terror que se apoderó
de ella al oírme pronunciar estas palabras me cogió totalmente por sorpresa.
Hacía mucho que yo asociaba el Secreto de Sir Percival con la ocultación de
algún crimen grave conocido por la señora Catherick, pero no llegué más
lejos. Ahora, el terror que había sufrido aquella mujer me hacía asociar el
crimen directa o indirectamente con la sacristía, y me convencía de que ella
había sido algo más que un simple testigo: no cabía duda de que también había
sido cómplice.
¿Qué crimen había sido aquél? Debía haber en él por una parte algo
despreciable, y por otra algo peligroso, pues de no ser así no hubiera repetido
la señora Catherick mis palabras sobre el poder y situación de Sir Percival, con
tan señalado desdén como el que demostró. Se trataba, pues, de un criminal
despreciable y peligroso, ella había tomado parte en él y tenía que ver con la
sacristía de la iglesia.
La siguiente consideración que debía hacerse me condujo un paso más allá
de este punto.
El indisimulado desprecio de la señora Catherick por Sir Percival se
extendía a su madre. Se había referido con amargo sarcasmo a la gran familia
de la que Sir Percival procedía «especialmente por parte de madre». ¿Qué
quería decir esto? Parecían posibles sólo dos explicaciones. O bien su madre
había sido de modesto origen, o bien su reputación había sufrido un perjuicio
secreto que conocían tanto Sir Percival como la señora Catherick. Yo podía
verificar solamente la primera explicación, consultando en el registro la
inscripción de su matrimonio para averiguar el nombre de soltera y su origen,
paso preliminar para ulteriores investigaciones.
Por otra parte, si la segunda suposición era cierta, ¿cuál podía ser aquella
mancha sobre su reputación? Recordando lo que Marian me había contado de
los padres de Sir Percival y sobre la vida sospechosa, retraída y poco
comunicativa que llevaban, me pregunté si no sería posible que su madre
jamás hubiera estado casada. En este caso el registro también podía,
ofreciéndome la evidencia escrita de su matrimonio, demostrarme, en todo
caso, que aquella sospecha no tenía el menor fundamento. Pero, ¿dónde debía
buscar el registro? Al llegar a este punto volvía a las conclusiones previas y el
mismo proceso mental que me había descubierto el lugar en que se cometió el
crimen me situó en el registro en la sacristía de la iglesia de Old Welmingham.
Estos fueron los resultados de mi entrevista con la señora Catherick; eran
consideraciones diversas, pero todas convergían tenazmente en un mismo
punto, decisivo para el curso que iba a dar a mi proceder al día siguiente.
La mañana amaneció encapotada y oscura, pero no llovió. Dejé mi maleta
en el hotel para que la guardasen hasta mi regreso y, después de enterarme del
camino, me dirigí a pie hacia la iglesia de Old Welmingham.
Anduve algo más de dos millas por un sendero trazado en una suave curva.
En el lugar más alto del camino estaba la iglesia, un edificio viejo, curtido
por la intemperie, sostenido por los lados con pesados arbotantes y con una
tosca torre cuadrada delante. La sacristía, que estaba detrás, constituía un
saliente en la mole de la iglesia y parecía ser de la misma época. Alrededor del
edificio, aquí y allá, se veían las ruinas del pueblo que la señora Clements me
había descrito como el lugar donde su marido pasó sus últimos años y que la
mayor parte de sus habitantes había abandonado hacía mucho tiempo para
instalarse en la nueva ciudad. Algunas de las casas vacías no conservaban más
que sus muros exteriores. Otras permanecían enteras esperando derrumbarse
con el paso del tiempo, unas pocas seguían aún habitadas por gentes de
condición evidentemente más humilde. Era un panorama desolador, pero, sin
embargo, las ruinas más tristes no lo eran tanto como el pueblo moderno, del
que yo acababa de salir. Aquí podía descansar la vista; en los campos de
alrededor había árboles que, aunque sin hojas, alteraban la monotonía de la
perspectiva y ayudaban a la mente a mirar hacia delante, hacia las sombras de
la época de verano.
Cuando me alejé de la parte trasera de la iglesia y pasé junto a las primeras
casas desmanteladas, buscando a alguien que pudiese indicarme dónde vivía el
sacristán, vi a dos hombres que, tras salir de detrás de una tapia, me siguieron.
El más alto, corpulento, musculoso y con uniforme de guardabosque me era
desconocido. El otro era uno de los que me habían vigilado en Londres el día
que visité el despacho del señor Kyrle. Me fijé bastante en él entonces y ahora
estaba seguro de que no me equivocaba al identificarlo.
Ninguno de los dos intentó hablarme y ambos se mantuvieron a respetuosa
distancia, pero el motivo por el que se hallaban en los alrededores de la iglesia
era más que obvio. Era exactamente lo que yo había supuesto: Sir Percival
estaba preparado para mi llegada. La noche anterior se le comunicó mi visita a
la señora Catherick y ordenó a estos dos hombres apostarse en las
proximidades de la iglesia, anticipándose a mi aparición en Old Welmingham.
Si yo hubiese deseado una prueba de que mis investigaciones por fin habían
tomado una dirección correcta, aquel plan preparado para vigilarme me la
había proporcionado.
Seguí andando, alejándome de la iglesia hasta llegar a una casa habitada en
la que en su pequeña huerta trabajaba un hombre. Me indicó la casa en que
vivía el sacristán; estaba cerca de allí, era una casa solitaria en las afueras del
pueblo abandonado. El sacristán acababa de ponerse el levitón. Era un viejo
bonachón, amigable y hablador, que tenía una opinión muy desfavorable
(según comprobé en seguida) del lugar en que vivía y un satisfecho sentido de
su propia superioridad respecto a sus vecinos en virtud de la gran distinción
que le proporcionaba haber estado una vez en Londres.
—Suerte que ha venido tan pronto, señor —dijo el viejo cuando le
expliqué el objeto de mi visita—. Diez minutos más y no me encuentra en
casa. Asuntos de la parroquia, señor, y para un hombre de mi edad una buena
caminata además. Pero gracias a Dios aún conservo buenas piernas. Mientras
las piernas le sirvan a uno puede hacer mucho todavía. ¿No lo cree así, señor?
Mientras hablaba cogió sus llaves, que estaban colgando de un gancho
junto a la chimenea, y cerró la puerta con ellas cuando salimos.
—No tengo a nadie que se ocupe de la casa —decía el sacristán sin ocultar
su gusto por sentirse libre de cualquier estorbo familiar—. Mi mujer está ahí,
en el camposanto de la parroquia, y mis hijos todos casados... Vaya un sitio
miserable que es éste, ¿verdad? Pero, sin embargo, la parroquia es extensa, y
no todos los hombres podrían llevarla como yo. Es cuestión de estudios, y yo
hice los míos y algo más que eso. Puedo hablar el inglés como la reina (¡Dios
la bendiga!) y esto es algo que no podrían hacer la mayor parte de las gentes
de por aquí. Supongo que usted es de Londres. Yo estuve allí hará cosa de
veinticinco años. ¿Qué hay de nuevo allí, podría contármelo, señor?
Charlando de este modo me condujo hasta la sacristía. Miré a mi alrededor
por si los dos espías seguían estando a la vista. Pero no pude verlos en ninguna
parte. Era probable que, después de haberme visto entrar en casa del sacristán,
se hubieran escondido para poder vigilarme con mayor libertad.
La puerta de la sacristía era de roble macizo, asegurada con grandes
clavos; el sacristán metió una llave grande y pesada en la cerradura con los
aires de hombre consciente que sabe que va a toparse con dificultades que no
está muy seguro de poder superar dignamente.
—He tenido que traerle a usted por este lado —dijo— porque la puerta de
la iglesia que comunica con la sacristía está atrancada por el lado de ésta. De
otra forma hubiéramos podido entrar por la iglesia. Es una cerradura infantil si
las hay. Es tan grande que podría ser de una cárcel; la han roto varias veces y
habría que cambiarla. Se lo he dicho por lo menos cincuenta veces al
mayordomo de la iglesia y siempre me contesta lo mismo: «Ya me ocuparé de
eso», y nunca lo hace. ¡Ay, ésta lo mismo!: «Ya me ocuparé de eso», y nunca
lo hace. ¡Ay, este pueblo es un rincón olvidado! Qué diferencia con Londres
¿verdad, señor? ¡Dios nos ampare!, si todos estamos aquí como dormidos. No
andamos con la época.
Después de manipular durante algún tiempo la llave, consiguió que la
cerradura cediese y abrió la puerta.
La sacristía era más amplia de lo que yo esperaba, a juzgar por el exterior
del edificio. Resultaba un cuarto tenebroso, húmedo y melancólico con su bajo
techo de vigas. A lo largo de las dos paredes más próximas al interior de la
iglesia se veían grandes alacenas de madera, carcomidas y medio deshechas
por los años. En el exterior de una de ellas, colgaban de un gancho unas
cuantas sobrepellices cuyas faldas se abultaban formando un fardo de aspecto
poco reverente. Debajo de las sobrepellices había, en el suelo, tres arcones de
tapas medio abiertas, la paja salía por todas partes entre sus maderas casi
desclavadas. Detrás, en un rincón, yacían papeles polvorientos, algunos eran
grandes y estaban enrollados como si fueran planos hechos por algún
arquitecto; otros estaban atados, liados como facturas o cartas. Antaño el
cuarto había estado iluminado por un ventanuco que ahora estaba tapiado y tan
sólo podía entrar la luz por una claraboya en el techo. La atmósfera era densa
y húmeda y aumentaba la cargazón del ambiente el que la puerta que daba a la
iglesia estuviera cerrada a cal y canto. Aquella puerta también era de roble
macizo y estaba aherrojada, arriba y abajo, desde la sacristía.
—Debería estar más limpio, ¿verdad, señor? —me dijo el regocijado
sacristán—; pero ¿qué quiere usted que haga cuando se vive en un rincón
como éste. Mire usted, mire estos arcones. Hace un año o más debían haber
salido para Londres y aquí siguen ocupando sitio, y así seguirán hasta que los
clavos se les caigan. Pero ya le digo, señor, que esto no es Londres. ¡Aquí
estamos dormidos, no marchamos con la época!
—¿Qué es lo que hay en esos arcones? —pregunté.
—Tallas de madera del púlpito, paneles del altar e imágenes del coro —
dijo el sacristán—. Esculturas de los doce apóstoles sobre madera, y ninguna
con la nariz entera. Todas están deshechas, carcomidas, se están convirtiendo
en polvo, son ya tan quebradizas como la cerámica y tan viejas como la misma
iglesia, si no más.
—¿Y para qué las mandan a Londres? ¿Para restaurarlas?
—Eso es, señor— para restaurarlas y lo que no pueda restaurarse se copia
en madera sana. Pero, ¡bendito sea Dios!, el dinero no abunda aquí y todo
sigue esperando nuevas suscripciones que nadie hace. Todo esto se llevó a
cabo el año pasado. Seis señores organizaron una cena en el hotel de la ciudad
nueva. Pronunciaron discursos, aprobaron resoluciones, recogieron firmas y
mandaron imprimir miles de prospectos. Unos prospectos hermosos, señor,
con inscripciones en letra gótica florida en tinta roja que decían que era una
pena no restaurar la iglesia y arreglar sus famosas tallas, etcétera. Ahí están los
prospectos que no han podido repartirse, los planos y los presupuestos de los
arquitectos y toda la correspondencia, y al final acabó todo con un montón de
líos, riñendo todos entre sí, todo está aquí, en este rincón, detrás de los
rincones. El dinero corrió algo al principio, ¿qué va usted a esperar si no se
está en Londres? Se reunió lo bastante para embalar las tallas estropeadas,
hacer los presupuestos y pagar la factura del impresor, y después no quedaba
ya ni un penique. Así están las cosas, como le digo. No tenemos a nadie que se
ocupe de esto; ninguno del pueblo nuevo se interesa por instalarnos bien...
Este es un rincón abandonado y esta sacristía está en desorden, pero, ¿quién va
a remediarlo? Eso es lo que yo quisiera saber.
Tenía tanto afán en ver el registro que no puse gran empeño en fomentar su
verborrea. Convine con él en que nadie iba a poner la sacristía en orden y le
sugerí, discretamente, que podíamos empezar a revisar el registro sin más
demora.
—Ay, sí, claro, usted quiere ver el registro de matrimonios —dijo el
sacristán, sacando un manojo de llaves de su bolsillo—. ¿Desde que época
quiere usted comenzar?
La señorita Marian había mencionado la edad de Sir Percival cuando
hablamos del compromiso de matrimonio con Laura. Entonces me había dicho
que Sir Percival tenía cuarenta y cinco años. Hice mis cálculos teniendo en
cuenta que había transcurrido un año desde que obtuve aquella información y
deduje que debía haber nacido en mil ochocientos cuatro, por tanto yo debería
empezar mi investigación desde esa época.
—Quisiera empezar desde mil ochocientos cuatro —dije.
—¿De ahí para atrás o de ahí en adelante? —preguntó el sacristán.
—De esa época para atrás.
Abrió la puerta de una de las alacenas, de la que colgaban las sobrepellices
y sacó un voluminoso libro con una mugrienta encuadernación de cuero pardo.
Me sorprendió la falta de seguridad del lugar en que se guardaba el registro.
La puerta de la alacena estaba desvencijada y vencida por los años; el candado
era de los más corrientes. Yo podría forzarlo fácilmente con ayuda de un
bastón de paseo que tenía en la mano.
—¿Consideran ustedes que es un sitio suficientemente seguro para guardar
aquí el registro? —pregunté—. ¿No es cierto que un documento tan
importante como éste debería estar protegido por una cerradura más fuerte y
en una caja de hierro?
—¡Vaya, qué coincidencia! —dijo el sacristán, volviendo a cerrar el libro
en seguida después de abrirlo, y golpeando cariñosamente con la mano sus
tapas—. Esas eran las palabras que me repetía mi antiguo amo durante años y
años, cuando yo era un muchacho: «¿Por qué este registro (se refería a éste
mismo registro que está ahora bajo mi mano) no se guarda en una caja de
hierro?» Se lo oí decir más de cien veces. En aquellos tiempos era procurador,
señor, y tenía el nombramiento de notario de la sacristía de esta iglesia. Era un
caballero distinguido y afectuoso y de los más originales que se han conocido.
Mientras vivió, llevaba un duplicado de este registro, que tenía en su despacho
de Knowlesbury, y de vez en cuando lo enviaba por correo aquí para anotar las
nuevas inscripciones. No se lo creerá, pero cada trimestre tenía uno o dos días
designados especialmente para venir aquí en su caballo blanco y comparar la
copia con el registro, no confiando en los ojos y las manos de otro. «¿Cómo
puedo saber —solía decir— cómo puedo saber que en esta sacristía el registro
no pueda ser robado o destruido? ¿Por qué no lo guardan en una caja de
seguridad? ¿Por qué no son los demás tan cuidadosos como yo para estas
cosas? Cualquier día puede ocurrir un accidente y si el registro desaparece, la
parroquia comprenderá el valor que tiene mi copia». Después de decir esto
solía tomar su polvo de rapé y mirar a su alrededor con la prestancia de un
loco. ¡Ah! ahora no es fácil encontrar otro igual para hacer su trabajo. Puede
usted ir a Londres y no encontrará a otro como él, ni siquiera allí. ¿Qué años
me ha dicho usted, señor? ¿Mil ochocientos qué?
—Ochocientos cuatro —contesté, decidiendo en mi interior que no le daría
al viejo más oportunidades de hablar hasta que yo hubiese terminado con la
revisión del registro.
El sacristán se colocó los lentes, volvió unas hojas humedeciendo con todo
cuidado el índice y el pulgar cada tres páginas.
—Aquí está, señor —me dijo dando otro golpecito cariñoso al libro
abierto. Este es el año que desea.
Como yo no sabía en qué mes había nacido Sir Percival, tuve que empezar
a revisarlo desde finales del año. Las anotaciones del registro estaban hechas a
la antigua, en hojas en blanco, señalando la separación entre cada asiento con
líneas en tinta al final de cada uno de ellos.
Llegué a comienzos del año ochocientos cuatro sin haber encontrado la
anotación del casamiento y seguí buscando en el diciembre del ochocientos
tres, luego, en noviembre y octubre, luego...
¡No! No tuve que buscar en el mes de septiembre. ¡Bajo el encabezamiento
de aquel mes encontré el casamiento!
Examiné la anotación detenidamente.
Se hallaba al final de una página y a falta de espacio estaba escrita de tal
modo que ocupaba menos sitio que las inscripciones de casamientos
anteriores. La que le precedía llamó mi atención porque el nombre de pila del
novio era el mismo que el mío. La que le seguía encabezaba la página
siguiente; se destacaba por otra parte porque ocupaba mucho más sitio; allí
estaba registrado el matrimonio de dos hermanos en la misma fecha. El asiento
del matrimonio de Sir Félix Glyde no tenía nada de particular, de no ser la
estrechez de espacio en que lo habían metido al final de una página. La
declaración referente a su mujer era la que suele darse en casos semejantes:
«Cecilia Jane Elster, de Park View Cottages, Knowlesbury, hija única del
difunto Patrick Elster, antiguo señor de Bath».
Apunté todos los detalles en mi libreta, lleno de dudas y de
descorazonamiento pensando en lo que debía emprender ahora. El secreto que
yo creía tener entre las manos parecía estar más lejos que nunca de mi alcance.
¿Qué pruebas de que había algún misterio inexplicable me había dado
aquella visita a la sacristía? No veía pruebas algunas por ninguna parte. ¿Qué
había adelantado en mis sospechas para descubrir la mancha que empañaba la
buena fama de la madre de Sir Percival? El único hecho que acababa de
comprobar aseguraba y afirmaba su honra. Nuevas dudas, nuevas dificultades.
¿Qué debería hacer ahora? Veía ante mí en una interminable perspectiva que la
única solución inmediata que me quedaba parecía ser ésta: debía indagar sobre
la «señorita Elster de Knowlesbury» confiando en la posibilidad de acercarme
al objetivo principal de mi investigación si antes descubría el secreto del
desprecio de la señora Catherick hacia la madre de Sir Percival.
—¿Ha encontrado lo que deseaba, señor? —me preguntó el sacristán al
verme cerrar el libro.
—Sí —contesté—; pero tengo aún que hacer algunas pesquisas. ¿Supongo
que el sacerdote que regentaba esta parroquia en el ochocientos tres no vive
ya?
—No, señor; murió dos o tres años antes de llegar yo aquí, y esto fue en el
año veintisiete. Conseguí este puesto, señor —el viejo insistía en su empeño
en hablar—, porque el sacristán anterior lo dejó libre. Dicen que su mujer le
hizo huir de su casa y que ella vive aún allí, en la ciudad nueva. No sé qué
habrá de cierto en esta historia. Todo lo que sé es que este destino fue para mí.
Así lo pidió el señor Wansborough, el hijo de mi antiguo amo de quien le
hablé antes. Es un caballero agradable y bondadoso; va de monterías, tiene
perros de punta y vuelta y todo lo demás que hace falta para la caza. Ahora es
notario de esta parroquia, lo mismo que fue su padre.
—¿No me dijo usted que su antiguo amo vivía en Knowlesbury? —le
pregunté, acordándome de aquella larga historia sobre el escrupuloso caballero
a la antigua que me había hecho escuchar mi hablador amigo antes de abrir el
libro de registro.
—Sí, por supuesto, señor —replicó el sacristán—. El viejo señor
Wansborough vivía en Knowlesbury y su hijo vive allí también.
—Me decía usted que es notario de la parroquia como su padre lo fue.
¿Qué significa eso de notario parroquial?
—¿Es posible que no lo sepa usted, señor, viniendo de Londres? En cada
parroquia tiene que haber un notario parroquial y un sacristán. El sacristán es
más o menos lo que yo soy (solo que tengo muchos más estudios que la mayor
parte de ellos, aunque no lo digo por alardear). El notario parroquial es un
cargo para un abogado que se ocupa de todos los asuntos referentes a la
parroquia. Es exactamente igual que en Londres. Allí cada parroquia tiene su
notario que siempre es abogado.
—¿Entonces el señor Wansborough hijo es abogado, verdad?
—¡Claro que sí, señor! Es abogado con domicilio en la calle principal de
Knowlesbury, en el mismo despacho que dejó su padre. ¡Cuántas veces habré
limpiado el polvo de aquellos muebles y habré visto llegar a mi viejo amo
montando su caballo blanco, saludando por la calle a todo el mundo,
quitándose el sombrero a diestro y siniestro...! ¡Qué hombre tan popular fue y
lo que hubiera lucido en Londres!
—¿A qué distancia está de aquí Knowlesbury?
—Un buen trecho, señor —me contestó el sacristán, con esa idea
exagerada de las distancias y esa percepción vívida de las dificultades que
representa desplazarse de un sitio a otro que es propia a todo pueblerino—.
¡Le aseguro que son más de cinco millas!
Todavía era temprano. Había tiempo suficiente para llegar andando a
Knowlesbury y volver a Welmingham y probablemente el procurador local era
la persona más apropiada en la ciudad para ayudarme a averiguar algo sobre la
personalidad y la situación de la madre de Sir Percival antes de su matrimonio.
Resuelto a salir para Knowlesbury en seguida me dirigí a la puerta de la
sacristía.
—Gracias, muchas gracias, señor —me dijo el sacristán cuando deslicé en
la mano unas monedas—. ¿Está usted realmente decidido a irse a pie hasta el
pueblo? Bien, usted tiene buenas piernas y eso es una bendición, ¿no es cierto?
Esa es la carretera; no tiene pérdida. Me gustaría poder acompañarle porque es
un placer encontrar a un caballero de Londres en un mísero rincón como éste.
Así se entera uno de las cosas. Buenos días y gracias otra vez, señor.
Nos separamos. Cuando dejé la iglesia atrás, me volví; los dos hombres
estaban de nuevo en el camino de abajo y hablaban con un tercero; éste era el
hombrecito de negro a quien había seguido hasta la estación la noche anterior.
Los tres se quedaron hablando un rato y luego se separaron. El hombre de
negro se dirigió solo hacia Welmingham y los otros dos siguieron juntos,
esperando obviamente que me alejase para seguirme después.
Continué mi camino aparentando no haberlos visto. En aquel momento su
presencia no me irritó, más bien avivó las esperanzas que ya iba perdiendo.
Con la sorpresa de haber descubierto el testimonio de aquel casamiento
había olvidado la conclusión que había sacado al ver por primera vez a
aquellos hombres en la cercanía de la sacristía. Su nueva aparición me recordó
que Sir Percival había previsto mi visita a la iglesia de Old Welmingham,
como primer resultado de mi entrevista con la señora Catherick. De no ser así
no hubiera situado allí a sus agentes para que me esperasen. Aunque lo que vi
en la sacristía parecía coherente y claro, algo falso se ocultaba tras ello; en el
libro de registros había algo que yo no había descubierto aún.
—Debo volver —me dije al dirigir una mirada de despedida a la torre de la
vieja iglesia—. Debo molestar al servicial viejo una vez más para que vuelva a
luchar con la cerradura perversa y abra la puerta de la sacristía.
IX
En cuanto perdí de vista la iglesia apresuré el paso para llegar pronto a
Knowlesbury.
La carretera era en su mayor parte recta y llana. Cada vez que yo volvía la
cabeza, podía ver a mis dos espías que me seguían con perseverancia. La
mayor parte del tiempo se mantuvieron a cierta distancia de mí. Pero alguna
que otra vez apretaron el paso, como si quisieran detenerme, se paraban luego
para consultar algo entre los dos y retornaban a su posición inicial.
Obviamente, tenían cierta misión y parecía que dudaban o divergían respecto
al modo de cumplirla. Yo no llegaba a adivinar cuál podía ser su propósito,
pero temí en serio no llegar a Knowlesbury sin tener algún tropiezo. Mi temor
se confirmó.
Al llegar a una parte solitaria de la carretera, cerca de un recodo que se
veía en lo alto y —que calculando por el tiempo que llevaba andando—
debería estar cerca del pueblo, oí de pronto los pasos de los espías justo a mis
espaldas.
Antes de que pudiese volver la cabeza, uno de ellos (el que me había
seguido en Londres) se encontró a mi izquierda y me empujó con el hombro.
Yo estaba más molesto de lo que creía por la forma en que me habían estado
pisando los talones todo el camino desde Old Welmingham y, por desgracia, lo
aparté de un manotazo. Acto seguido, el hombre se puso a gritar pidiendo
socorro. Su compañero, el hombre alto, que iba vestido con uniforme de
guardabosque, se puso de un salto a mi derecha y en el instante siguiente los
dos canallas me sujetaban en medio de la carretera.
Por suerte, la convicción de que me habían tendido una trampa y la rabia
que me producía comprender que yo había caído en ella, me habían impedido
empeorar más mi situación intentando una lucha desigual con los dos hombres
—uno solo de ellos con toda probabilidad podría acabar conmigo sin ayuda de
las armas—. Reprimí mi primer movimiento, con el que había intentado
liberarme de ellos, y miré a mi alrededor buscando a alguien a quien pudiese
pedir auxilio.
Un labrador que trabajaba en un campo próximo debió de haber
presenciado la escena. Lo llamé para que viniese detrás de nosotros al pueblo.
El movió la cabeza con obstinación imperturbable y se alejó dirigiéndose a
una caseta cuya parte trasera daba al camino real. Al mismo tiempo, los
hombres que me sujetaban me manifestaron su intención de denunciarme por
haberlos agredido. Ahora yo tenía la suficiente sangre fría y prudencia para no
oponer resistencia. «Suéltenme —les dije—, y prometo ir con ustedes hasta el
pueblo. El hombre con uniforme de guardabosques se negó a ello con rudeza.
Pero el otro, el más bajo, fue bastante listo para pensar en consecuencias y no
dejar que su compañero se comprometiese incurriendo en violencia
innecesaria. Hizo una señal al otro y yo me puse en camino entre ellos, pero
con las manos libres. Llegamos al recodo de la carretera y allí, delante de
nosotros, estaban los arrabales de Knowlesbury. Un policía caminaba por una
senda cerca de la carretera. Al verlo, los dos hombres le llamaron; él les
contestó que el juez estaba en aquel momento en el ayuntamiento y aconsejó
acudir en seguida.
Llegamos al ayuntamiento. El escribano nos tomó declaración y compuso
el cargo contra mí con la exageración y tergiversación de la verdad habitual en
tales ocasiones. El juez —un hombre malhumorado al que su propio poder
causaba un regocijo rabioso— preguntó si había alguien en la carretera o cerca
de ella que hubiera presenciado la agresión: y cuál no fue mi sorpresa cuando
el demandante admitió la presencia de un labrador que trabajaba en el campo.
Sin embargo, las siguientes palabras del juez me indicaron el porqué de
aquella declaración. Mandó en seguida llevarme a la cárcel hasta que
apareciese el testigo, y al mismo tiempo me dijo que estaba dispuesto a
dejarme en libertad condicional si yo pudiese presentar alguna garantía segura
de que comparecería en el juicio. Si me hubieran conocido en la ciudad, me
habría liberado confiando en mi palabra, pero, tratándose de un perfecto
desconocido, era necesario encontrar un fiador de confianza.
Ahora comprendí el objeto de aquella estratagema. Todo estaba organizado
de tal modo que me encarcelaran en un pueblo donde nadie me conocía y
donde yo no podía esperar que alguien me avalase. Mi encarcelamiento no se
prolongaría más de tres días, hasta que se celebrase la próxima sesión del
tribunal. Pero, entretanto, mientras yo estaba en la cárcel, Sir Percival podía
emplear cualesquiera medios para entorpecer mis futuras investigaciones y tal
vez, conseguir que no lo descubriese jamás, todo ello sin tener obstáculo
alguno por mi parte. Al transcurrir los tres días el cargo, sin duda, sería
retirado y la presencia del testigo se haría completamente innecesaria.
Mi indignación, casi debería decir que mi desesperación, ante esta maligna
traba que me impedía todo avance, tan primitiva e insustancial en sí, pero tan
descorazonadora y tan seria en cuanto a sus probables resultados, al principio
me dejó incapaz de buscar medios para salir del trance en que me encontraba.
Llegué a pedir papel y tinta y a pensar en comunicar privadamente al juez mi
verdadera situación. La inutilidad y la imprudencia de este paso no se me
presentaron hasta que escribí las primeras líneas de la carta. Sólo cuando
aparté el papel —aunque me avergüenza decirlo, fue cuando la consciencia de
mi impotencia me había dominado casi—, se me ocurrió un curso de
acontecimientos que Sir Percival, probablemente, no había previsto y que
podría devolverme mi libertad en pocas horas. Decidí hacer saber mi situación
al señor Dawson de Oak Lodge.
Como recordará el lector, yo había visitado la casa de este caballero en la
época en la que empezaba mis investigaciones en el vecindario de Blackwater
Park; y me había presentado ante él con una carta de recomendación de la
señorita Halcombe que, en los términos más convincentes, le rogaba prestara
su amistosa atención. Ahora escribí recordándole aquella carta y lo que ya le
había dicho sobre el carácter delicado y peligroso de mis investigaciones.
Entonces no quise revelarle la verdad sobre Laura; me limité a describirle el
objetivo de mi viaje como sumamente importante para proteger ciertos
intereses de su familia que concernían a la señorita Halcombe. Ahora,
empleando la misma precaución, le expliqué mi presencia en Knowlesbury de
forma parecida, y dejé al doctor la libertad de decidir si la confianza que en mí
había depositado una señorita que él conocía bien, me permitía pedirle que
acudiese a socorrerme a un lugar en el cual yo no tenía ni un solo amigo.
Obtuve el permiso para enviar a un mensajero con mi carta y para que
partiese en el acto en un carruaje que podría servir para traer al doctor
inmediatamente. Oak Lodge estaba en la misma parte de Blackwater Park que
Knowlesbury. El cochero me dijo que podía llegar allí en cuarenta minutos y
que tardaría otros cuarenta en traer al señor Dawson. Le ordené salir en busca
del doctor, donde quiera que estuviera, si no lo encontraba en casa, y me senté
a esperar el resultado armándome de paciencia.
No eran la una y media cuando el mensajero se puso en camino. Antes de
las tres y media volvió trayendo consigo al doctor. La amabilidad y la
gentileza del señor Dawson, que le hacían tratar mi petición de auxilio urgente
como una cuestión de deber, me conmovieron profundamente. El aval
requerido se ofreció y fue aceptado de inmediato. Antes de las cuatro yo era de
nuevo un hombre libre y estrechaba con gratitud la mano del buen viejo en las
calles de Knowlesbury.
El hospitalario señor Dawson me invitó a volver con él a Oak Lodge y
pasar allí la noche. Lo único que pude contestarte fue que mi tiempo no me
pertenecía; y lo único que pude pedirle fue que me permitiese ir a verlo dentro
de unos días para expresarle mi agradecimiento una vez más y ofrecerle todas
las explicaciones que le debía y que aún no estaba autorizado a darle. Nos
despedimos con mutuas expresiones de amistad y me dirigí al despacho del
señor Wansborough, situado en la calle principal de Knowlesbury.
Ahora el tiempo era de la mayor importancia.
La noticia de mi liberación condicional llegaría a Sir Percival, no me cabe
duda, antes del anochecer. Si las próximas horas no me dejaban en posición de
justificar sus peores temores y de tenerle, indefenso, a mi merced, yo podía
perder hasta la última pulgada del terreno conquistado para no volver a
recuperarlo jamás. La falta de escrúpulos de aquel hombre, la influencia que él
tenía en aquellos lugares, el exasperante peligro de quedar desenmascarado o
lo que le amenazaban la pesquisas que yo hacía a ciegas, todo ello me advertía
de la necesidad de apresurarme para obtener algún descubrimiento definitivo
sin demora. Mientras esperaba al doctor Dawson, tuve tiempo de pensar, y no
lo desperdicié. Ciertas frases del viejo sacristán hablador que tanto me había
aburrido, retornaron ahora a mi memoria con un significado nuevo y acudió a
mi mente una sospecha que no se me había ocurrido cuando estaba en la
sacristía. Cuando me dirigí a Knowlesbury, mi único propósito era pedir al
señor Wansborough informaciones sobre la madre de Sir Percival. Ahora mi
objetivo era examinar el duplicado del registro de la iglesia de Old
Welmingham.
El señor Wansborough se hallaba en su despacho cuando pregunté por él.
Era un hombre jovial, de rostro arrebatado y de aspecto bonachón, con más
traza de señor aldeano que de abogado y parecía que mi petición le resultaba
tan sorprendente como divertida. Había oído hablar del duplicado del registro
que llevaba su padre, pero nunca lo había visto. Nadie se lo había pedido
jamás, y de seguro que estaba en la caja fuerte junto con los demás papeles
que no se habían tocado desde la muerte de su padre. Era una pena (decía el
señor Wansborough) que el viejo caballero no viviese para oír que por fin
alguien preguntaba por su adorado duplicado. Después de eso se hubiera
dedicado con más fervor que nunca a su manía favorita. ¿Cómo me enteré yo
de que existía semejante copia? ¿Me lo había dicho alguien del pueblo?
Soslayé la pregunta lo mejor que pude. Era imposible ser demasiado
cauteloso en esta etapa de la investigación; pero tampoco se podía dejar que el
señor Wansborough supiera antes de tiempo que yo había revisado ya el
registro original. Por tanto, le dije que investigaba un asunto de familia y que
para el éxito de mi misión era de suma importancia ahorrar todo el tiempo
posible. Deseaba enviar a Londres, con el correo de aquel mismo día, ciertos
detalles que un vistazo a aquel duplicado del registro (pagando, desde luego,
los derechos legales) podría aportarme los resultados apetecidos y me evitaría
tener que desplazarme a Old Welminhgan. Añadí que, en caso de que más
tarde precisase una copia del registro original, escribiría al despacho del señor
Wansborough para que me facilitase el documento.
Después de dar esta explicación, no se me planteó objeción alguna a la
búsqueda del duplicado. Se envió a un escribiente a la caja fuerte y éste al
poco rato volvió con el libro. Tenía exactamente el mismo tamaño que el de la
sacristía, con la única diferencia de que el duplicado estaba encuadernado con
más elegancia. Lo llevé a un escritorio desocupado. Mis manos temblaban, la
cabeza me ardía, y antes de abrirlo tuve que hacer un esfuerzo para disimular
mi excitación ante las personas que me rodeaban.
En la primera página, en blanco, estaban escritas unas líneas con tinta
descolorida. Contenían estas palabras:
«Copia del registro de Matrimonios de la Iglesia Parroquial de
Welmingham. Ejecutado bajo mi dirección y luego cotejado por mí, asiento
por asiento, con el original. (Firmado) Robert Wansborough, notario
parroquial.» Debajo de esta nota estaba añadida una línea escrita con letra
diferente y que decía: «Incluye desde el 1 de enero de 1800 hasta el 30 de
junio de 1815.»
Busqué el mes de septiembre de mil ochocientos tres. Encontré el
matrimonio del hombre que tenía el mismo nombre de pila que yo. Encontré el
registro doble del matrimonio de los dos hermanos. Pero, entre estos asientos,
el fin de la página...
¡Nada! ¡Ni el menor vestigio de la anotación que en el registro de la iglesia
certificaba el matrimonio de Sir Félix Glyde y de Cecilia Jane Elster!
El corazón me dio un salto en el pecho con tal violencia que temía que sus
latidos me asfixiasen. Volví a mirar: no podía dar crédito a lo que estaban
viendo mis ojos. ¡No! No existía la menor duda. Este casamiento no estaba
inscrito. Los asientos de la copia ocupaban exactamente los mismos sitios que
en el registro original. El último asiento de una página era el del hombre que
tenía el mismo nombre de pila que yo y debajo de él había un espacio en
blanco. Era indudable que lo habían dejado porque allí no podía caber el
asiento de los matrimonios de los dos hermanos, que tanto en el original como
en el duplicado encabezaban la página siguiente. ¡Este trozo de papel blanco
descubría toda una historia! Así debía haber estado en el registro de la
parroquia desde mil ochocientos tres (cuando se celebraron los matrimonios y
se copió en el duplicado) hasta mil ochocientos veintisiete, cuando Sir Percival
apareció en Old Welmingham. Aquí, en Knowlesbury, se escondía la copia
que probaba la falsificación. ¡Allí, en Old Welmingham, en el registro de la
iglesia se perpetró la falsificación!
Mi cabeza me daba vueltas, tuve que apoyarme sobre el escritorio para no
caer. De todas las sospechas que aquel hombre exasperado había suscitado en
mí, ninguna se había aproximado a la verdad. La idea de que él no fuese Sir
Percival Glyde y que no tuviera más derecho a la baronía y a la posesión de
Blackwater Park que el más humilde de los labradores que trabajan en sus
campos, jamás se me había pasado por la imaginación. En algún tiempo creí
que podía ser el padre de Anne Catherick, luego creí que podía haber sido su
marido; pero el delito de que realmente era culpable había quedado siempre
fuera del alcance de mi imaginación. Los medios despreciables por los que se
había efectuado el fraude, la magnitud y la osadía del crimen que el fraude
representaba, el horror de las consecuencias que conllevaba su descubrimiento
me abrumaban ¿Quién iba a asombrarse ahora del feroz desasosiego de la vida
del truhan, de sus desesperadas transiciones de abyecta duplicidad a violencia
irrefrenable, de la locura de conciencia culpable que le había hecho encerrar a
Anne Catherick en un manicomio y le había conducido a la vil conspiración
contra su mujer, al sospechar que ésta y la otra conocían su terrible secreto.
Años atrás, la revelación de este secreto pudiera haberle llevado a la horca; en
la actualidad podía significar el destierro vitalicio. Esa revelación, aun cuando
las víctimas de sus atropellos le quisieran evitar los rigores de la ley, le
despojaría de golpe de su nombre, de su rango, de sus propiedades y de toda
aquella existencia social que había usurpado. ¡Este era el Secreto, y yo lo
conocía! ¡Una palabra mía y se vería desposeído de su palacio, sus tierras y
sus títulos! ¡Una palabra mía y se convertiría en un proscrito, sin nombre, sin
un céntimo y sin amigos! ¡Todo el porvenir de aquel hombre dependía de mis
palabras y en estos momentos él lo sabía tan bien como yo!
Este último pensamiento me hizo volver en mí. Intereses mucho más
valiosos que los míos estaban supeditados a la cautela que debía guiar mis
pasos más irrelevantes. No existía en el mundo traición que Sir Percival no
fuera capaz de dirigir en contra mía. En medio de los peligros y lo desesperado
de su situación, no se detendría ante riesgo alguno, no retroceder ante
cualquier crimen, ni vacilaría ante nada, para quedar a salvo.
Reflexioné unos minutos. Antes que nada necesitaba procurarme una
prueba escrita del descubrimiento que acababa de hacer y, en el caso de que
me sucediese algún contratiempo, dejar esta evidencia fuera del alcance de Sir
Percival Glyde. El duplicado del registro estaba, sin duda, bien protegido en la
caja fuerte del señor Wansborough. Pero el original del registro, como había
podido comprobar con mis propios ojos, estaba mucho menos seguro en la
sacristía.
Ante esta contingencia, resolví volver a la iglesia, encontrar al sacristán y
hacer el extracto necesario del registro antes de acostarme. No era consciente
entonces de que se precisaba una copia legalizada y de que ningún documento
simplemente escrito con mi mano pudiera tener el valor de prueba que se
requería. No era consciente de ello, y mi decisión de mantener mis acciones en
secreto me impedían hacer preguntas que pudiesen proporcionarme la
información necesaria. Mi única ansia era la de regresar a Old Welmingham.
Expliqué como mejor pude la alteración de mi rostro y mis gestos que el señor
Wansborough había notado, dejé sobre su mesa el importe de los derechos, y
anuncié que le escribiría dentro de unos días, y salí de su despacho con la
mente alterada y la sangre hirviendo en mis venas.
Empezaba a oscurecer. Se me ocurrió que era probable que me siguieran de
nuevo y que podían agredirme otra vez en el camino real.
Mi bastón de paseo era muy ligero, de poca o nula utilidad para
defenderme. Antes de salir de Knowlesbury me detuve y compré un fuerte
garrote rústico, corto y con un pomo pesado. Con esta arma casera si alguien
intenta dispararme, yo podría impedírselo. Si me atacase más de uno, debería
huir. De colegial era yo un notable corredor y no me había faltado ejercicio
desde entonces, durante mis experiencias en América Central.
Salí del pueblo a paso ligero manteniéndome en el centro de la carretera.
Lloviznaba, y con la niebla no era posible comprobar durante la primera
mitad del camino si alguien me seguía. Pero en la segunda mitad, cuando
calculaba que estaría a unas dos millas de la iglesia, vi a un hombre que corría
tras de mí, en medio de la lluvia y luego oí el ruido de un portillo que se
cerraba bruscamente a un lado de la carretera. Yo seguí mi camino, con el
garrote preparado en mi mano, oídos aguzados, y esforzándome por ver a
través de la niebla y la oscuridad. Antes de que hubiese avanzado cien pasos,
escuché un rumor al borde de la carretera, a mi derecha, y tres hombres se
abalanzaron sobre mí.
Al instante me aparté del centro del camino. Los dos hombres que iban
delante cayeron antes de que tuvieran tiempo de detenerse. El tercero, fue
rápido como un rayo. Se detuvo, dio la vuelta y me asestó un golpe con su
bastón. Lo había dirigido al azar y no resultó un golpe severo. Cayó sobre mi
hombro izquierdo. Se lo devolví con fuerza apuntando a su cabeza. Se
tambaleó y tropezó con sus dos compañeros, en el preciso momento en que
éstos se arrojaban sobre mí. Esta circunstancia me dio un instante de ventaja.
Me deslicé junto a ellos y eché a correr por el centro de la carretera.
Los dos hombres que no estaban heridos me perseguían. Ambos eran
buenos corredores; la carretera era lisa y durante los primeros minutos yo tenía
la conciencia de que no lograba ganarles terreno. Era peligroso correr mucho
tiempo en la oscuridad. Apenas podía distinguir la confusa línea negra de los
vallados a ambos lados de mí y cualquier obstáculo accidental que encontrara
en el camino me haría caer. De repente sentí que el terreno cambiaba; tras un
recodo hubo un descenso y luego una subida. Cuesta abajo los hombres se me
acercaron; pero cuesta arriba yo logré aumentar la distancia. Sus pisadas
rápidas y regulares eran más lejanas, y por su sonido calculé que me había
adelantado a ellos lo suficiente para intentar huir por los campos, pues era
probable que en la oscuridad ellos no se percataran de mi desaparición. Llegué
al borde del camino, hacia lo que, más que ver, creí que era un hueco en el
vallado. Resultó ser un portillo cerrado. Salté por encima de él y me encontré
en el campo; empecé a cruzarlo de espaldas a la carretera. Oí a los hombres
que pasaron corriendo punto al portillo y, un minuto más tarde, oí que uno de
ellos llamaba al otro para que volviera. Pero ahora no me importaba lo que
hacían; adonde yo estaba, ellos no podían verme ni oírme. Seguí atravesando
el campo y cuando llegué a su final, me detuve un instante para recobrar el
aliento.
No podía volver a la carretera; pero, sin embargo, estaba decidido a llegar
aquella noche a Old Welminghan.
La luna y las estrellas no aparecieron en el cielo para guiarme. Tan sólo
sabía que el viento y la lluvia me azotaban de espalda cuando salí de
Knowlesbury y si ahora seguían dándome en la espalda, podía estar seguro por
lo menos de que no avanzaba en dirección opuesta.
Crucé la campiña, sin encontrar otros obstáculos que vallados, zanjas y
matorrales que de cuando en cuando me obligaban a desviarme brevemente
hasta que me encontré en la cuesta de una colina y el terreno que pisaba
descendía. Bajé hasta el fondo del barranco. Me abrí paso en una valla y salí al
camino. Como al dejar la carretera torcí a la derecha, ahora me fui a la
izquierda, pensando volver a la ruta de la que me había apartado. Después de
seguir los vericuetos del camino cubierto de lodo unos diez minutos, vi una
casa con la luz en una de sus ventanas. La puerta del jardín estaba abierta y
entré enseguida para preguntar el camino.
Antes de que pudiese llamar, la puerta se abrió de pronto y salió corriendo
un hombre con una linterna encendida en la mano. Se detuvo y levantó la
linterna para verme. Los dos estábamos sobresaltados. Mis andanzas me
habían conducido hacia los arrabales del pueblo y había llegado a su extremo
bajo. Estaba de nuevo en Old Welminghan, y el hombre de la linterna no era
otro sino mi conocido de aquella mañana, el sacristán de la parroquia.
Su actitud había sufrido un extraño cambio desde que lo había visto por
última vez. Parecía receloso y desconcertado; sus mejillas rosadas estaban
congestionadas, y las primeras palabras que me dirigió fueron incomprensibles
para mí.
—¿Dónde están las llaves? —me dijo—. ¿Las ha cogido usted?
—¿Qué llaves? —repetí yo—. Acabo de venir de Knowlesbury. ¿A qué
llaves se refiere?
—A las llaves de la sacristía. ¡Dios nos ampare y nos proteja! ¡Qué voy a
hacer! ¡Las llaves han desaparecido! ¿Comprende? —gritaba el viejo con
desesperación, sacudiendo delante de mí su linterna. — Las llaves.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién pudo haberlas cogido?
—No lo sé —dijo el sacristán, mirando aterrorizado la oscuridad que le
rodeaba—. Acabo de entrar en este momento. Le he dicho esta mañana que
tengo mucho que hacer. He cerrado la puerta y he bajado la ventana, y ahora
está abierta; ¡mire!, ¡alguien ha entrado por ella y ha cogido las llaves!
Se volvió para mostrarme la ventana abierta de par en par. La puertecita de
la linterna se abrió cuando él se volvió bruscamente, y el viento apagó la luz al
instante.
—Busque otra luz —le dije—, y vamos los dos a la sacristía. ¡Deprisa,
deprisa!
Le hice entrar en casa. Temí que la trampa que podía despojarme de todas
las ventajas que había conseguido, estuviera consumándose, quizá en aquellos
instantes. Mi impaciencia por llegar a la iglesia era tan grande, que no pude
permanecer inactivo dentro de la casa mientras el sacristán volvía a encender
la linterna. Salí fuera y por el sendero del jardín llegué al camino.
Antes de que diese diez pasos hacia delante, un hombre, que venía en
dirección opuesta de la que llevaba a la iglesia, se me acercó. Me dirigió unas
palabras respetuosas cuando estuve delante. Yo no podía ver su rostro, pero a
juzgar sólo por su voz era un desconocido para mí.
—Perdón, Sir Percival... —comenzó a decir.
Lo detuve antes de que continuase:
—La oscuridad le ha confundido —le dije—. Yo no soy Sir Percival.
El hombre se cortó al instante.
—Creí que era mi amo —murmuró con tono de confusión y de duda.
—¿Esperaba usted encontrar aquí a su amo?
—Me mandó que esperase en el sendero.
Y diciendo esto volvió sobre sus pasos. Miré atrás hacia la casa, y vi que el
sacristán salía con la linterna encendida de nuevo. Cogí al viejo del brazo para
ayudarle a caminar más deprisa. Nos apresuramos por el camino y pasando
por delante del hombre que me había interpelado. Por lo que pude ver a la luz
de la linterna, era un criado sin librea.
—¿Quién es ése? —murmuró el sacristán—. ¿Sabe algo de las llaves?
—No esperemos a que nos lo diga —contesté—. Vámonos antes a la
iglesia. Incluso en pleno día, la iglesia no se veía hasta que no se llegaba al
final del camino. Cuando subíamos la cuesta, que llevaba desde allí al edificio,
uno de los chiquillos del pueblo se nos acercó, atraído por la luz que
llevábamos y reconoció al sacristán.
—Yo creo, señor —dijo, tirando respetuosamente de la levita del sacristán,
que en la iglesia debe haber alguien. He oído cómo se abría la puerta, y luego
cómo con una cerilla se encendía la luz.
El sacristán se estremeció y se apoyó sobre mí pesadamente.
—¡Vamos, vamos! —le daba yo ánimos—. Aún no es tarde. Cogeremos al
hombre, sea quien sea. Sostenga la linterna y sígame lo más deprisa que
pueda.
Subí la cuesta corriendo. La mole oscura de la torre de la iglesia fue lo
primero que distinguí vagamente sobre el cielo nocturno. Cuando me volví
para dar la vuelta y llegar a la sacristía oí unos pasos pesados que se me
acercaban. El criado nos había seguido en nuestro camino a la iglesia.
—No tenga miedo —dijo cuando me volví hacia él—. Sólo estoy buscando
a mi amo.
El tono en que me habló dejaba ver claramente que estaba asustado. Yo no
le hice caso y seguí andando.
En cuanto doblé la esquina y me encontré frente a la sacristía, vi que la
claraboya del techo estaba intensamente iluminada, desde dentro.
Resplandecía, deslumbrante, sobre el cielo sombrío y sin estrellas.
Me precipité por el cementerio hacia la puerta. Al acercarme noté un
extraño olor que inundaba el húmedo aire nocturno. Desde dentro de la
sacristía me llegaba un ruido crepitante, vi que la luz de arriba era cada vez
más intensa, uno de los cristales crujía... Corrí a la puerta y puse las manos
sobre ella. ¡La sacristía estaba ardiendo!
Antes de que pudiera moverme, antes de que pudiera recobrar la
respiración que se me cortó ante aquel descubrimiento, el terror me invadió
cuando oí fuertes golpes contra la puerta que procedían del interior. Oí que la
llave giraba con violencia en la cerradura... oí una voz de hombre que detrás
de la puerta lanzaba alaridos escalofriantes, pidiendo socorro.
El criado que me había seguido, retrocedió estremeciéndose y cayó de
rodillas.
—¡Dios mío, Dios mío —dijo él— es Sir Percival!
Cuando estas palabras salían de sus labios, el sacristán nos alcanzó y en
aquel mismo momento la llave giró en la cerradura produciendo un restallido
por última vez.
—¡El señor se apiade de su alma! —dijo el viejo—. ¡Está condenado y
muerto! ¡Ha roto la cerradura!
Me abalancé sobre la puerta. El único propósito imperativo, que había
llenado todos mis pensamientos, que había controlado todas mis acciones a lo
largo de semanas y semanas, se borró de mi mente en un instante. Todo
recuerdo del agravio cruel que los crímenes de aquel hombre habían causado,
del amor, de la inocencia, de la felicidad que había pisoteado
despiadadamente; del juramento que yo me había hecho en mi corazón de
someterlo al terrible escarmiento que él había merecido..., todo esto se esfumó
de mi memoria como un sueño. No recordaba nada más que el horror de su
situación. No sentí más que el impulso natural y humano de salvarle de aquella
espantosa muerte.
—¡Trate de forzar la otra puerta! —le grité—. ¡Fuerce la puerta que da a la
iglesia! Esta cerradura está rota. Si pierde un minuto más con ella es hombre
muerto.
Desde que la llave giró por última vez, no volvieron a escucharse nuevos
gritos de socorro. Ahora no llegaba sonido alguno que indicase que continuaba
con vida. No oía más que el crepitar creciente de las llamas y los sonoros
estallidos de los cristales de la claraboya.
Me volví y miré a mis dos acompañantes. El criado se había puesto de pie,
había cogido la linterna y la levantaba con un gesto absurdo, alumbrando la
puerta. El terror parecía haberlo sumido en un estado de idiotez absoluta, y no
hacía más que seguirme como un perro a cada paso que daba. El sacristán se
había acurrucado sobre una de las sepulturas, estaba temblando y
lamentándose para sí mismo. Con dirigirles una mirada, comprendí que
ninguno de los dos era capaz de hacer algo.
Sin saber apenas qué hacía, obedeciendo al primer impulso que me
acometió, así en mis manos al criado y lo empujé hacia la pared de la sacristía.
—¡Agáchate! —le dije—, y apóyate en las piedras. Quiero subir al tejado,
voy a romper la claraboya para que le entre un poco de aire.
El hombre tiritaba de pies a cabeza, pero se mantuvo firme. Subí sobre su
espalda con mi garrote entre los dientes, me así al borde del tejado con las dos
manos y acto seguido ya estaba arriba. En el apresuramiento y agitación
irreflexivos del momento no se me ocurrió que serían las llamas las que
saldrían hacia fuera, en lugar de que entrase el aire. Di un golpe en la
claraboya que bastó para romper el cristal ya resquebrajado y flojo. El fuego
se precipitó hacia fuera como una fiera de su jaula. Si, como ocurrió por
suerte, el viento no lo hubiera desviado del sitio donde yo estaba, mis trabajos
habrían terminado allí. Me acurruqué sobre el tejado mientras el humo, junto
con las llamas, parecía envolverme. El resplandor y los reflejos de la luz me
dejaron ver el rostro del criado que, inexpresivo, miraba desde el muro hacia
arriba; el sacristán que se puso de pie sobre el sepulcro retorciendo las manos
con desesperación a los escasos habitantes del pueblo, hombres macilentos y
mujeres aterradas que se apiñaban al fondo del cementerio... todos aparecían y
desaparecían en el terrible fulgor rojo, en la negrura del humo asfixiante. ¡Y el
hombre bajo mis pies! ¡El hombre que se ahogaba, se abrasaba, moría tan
cerca de nosotros y, sin embargo, tan lejos de nuestro alcance!
Esta idea casi me hizo enloquecer. Me bajé del tejado aguantándome en
mis manos y salté al suelo.
—¡La llave de la iglesia! —grité al sacristán—. Debemos intentarlo, aún
podemos salvarlo si conseguimos abrir la puerta interior.
—¡No, no, no! —exclamó el viejo—. ¡No hay esperanza! ¡La llave de la
iglesia y la de la sacristía están en el mismo manojo, las dos ahí dentro!
¡Señor, no podemos salvarlo, ahora no es más que polvo y cenizas!
—Desde el pueblo verán el fuego —dijo una voz en el grupo de hombres
detrás de mí—. En el pueblo hay bomberos. Ellos salvarán la iglesia.
Llamé a aquel hombre —él no había perdido la cabeza—, y le dije que se
acercase. Los bomberos no tardarían menos de un cuarto de hora en llegar del
pueblo. El horror de permanecer todo este tiempo inactivo era más de lo que
yo podía aguantar. A pesar de lo que me decía la razón, me persuadí yo mismo
de que el canalla, condenado y perdido, podía estar aún inconsciente, tendido
en el suelo de la sacristía, podía no estar muerto todavía. ¿Podíamos salvarlo si
forzábamos la puerta? Conocía la resistencia del pesado cerrojo, conocía el
grosor de roble reforzado con clavos, conocía lo descabellado que sería luchar
contra las dos cosas con medios habituales. Pero ¿no quedaban vigas de las
casas abandonadas que había cerca de la iglesia? ¿Y si buscásemos una y la
utilizásemos como ariete contra la puerta?
Esta idea nació en mí con la misma fuerza con que las llamas brotaban de
la claraboya rota. Busqué al hombre que habló de los bomberos del pueblo.
—¿Tienen ustedes picos cerca?
Sí, los tenían ahí. También tenían hachas, sierras y un trozo de soga.
Corrí hacia los aldeanos, con la linterna en mi mano.
—¡Cinco chelines al que quiera ayudarme!
Aquellas palabras les devolvieron a la vida. Aquella hambre canina propia
de la miseria —el hambre del dinero—, en un momento los sumió en una
actividad tumultuosa.
—¡Dos de ustedes vayan a traer más linternas si las tienen! ¡Otros dos, a
buscar los picos y herramientas! El resto, que me siga para traer una viga...
Profirieron gritos de júbilo, con voces estridentes y exhaustas. Las mujeres
y los niños retrocedieron formando un pasillo. Como un hombre nos
precipitamos por el camino del cementerio hacia la casa vacía que estaba más
cerca. Detrás no quedaba más que el sacristán... el pobre sacristán, que seguía
sollozando y gimiendo por la iglesia, sobre la piedra de un sepulcro. El criado
me pisaba los talones; su rostro blanco, con expresión de desamparo y pánico,
estaba detrás de mi hombro cuando irrumpimos en la casa. Allí sobre el suelo
había vigas del piso de arriba abatido, pero eran demasiado ligeras. Sobre
nuestras cabezas cruzaba el espacio una más fuerte que estaba al alcance de
nuestros brazos y nuestras hachas; la viga se sostenía por los extremos en los
muros ruinosos (libre del peso del techo y del suelo que habían desaparecido
por debajo de un gran agujero en el tejado que se abría al cielo. Nos
precipitamos sobre la viga atacándola por los dos extremos a la vez. ¡Dios
mío! ¿Qué bien aguantaba, qué resistencia ofrecían el ladrillo y la argamasa de
los muros! Al fin cedió un extremo. Las mujeres que se agolpaban en la puerta
mirándonos chillaron... Los hombres gritaron; dos de ellos habían caído, pero
ninguno estaba herido. Todos a la vez asestaron un golpe más y la viga quedó
suelta por los dos extremos. La levantamos y gritamos que nos dejasen pasar
por la puerta. «¡Manos a la obra!, ¡a desfondar la puerta!» El fuego fulguraba
en el cielo ¡su resplandor intenso nos alumbraba! «¡Adelante, por el camino
del cementerio, adelante con la viga, a desfondar la puerta! ¡Una, dos, tres y
atrás!» El alborozo volvió a resonar. La hicimos tambalear. «Cederán los
goznes, si no cede el cerrojo. ¡Otro empujón con la viga! Una, dos, tres y atrás.
¡Está cediendo!». El fuego, furtivo, nos amenazaba apuntándonos por las
rendijas alrededor de la puerta. ¡Un último empujón! La puerta cayó con
estruendo sobre aquella hoguera infernal. Un profundo silencio de conmoción,
la patética expectación inmóvil se apoderó del ánimo de cada uno de nosotros.
Buscamos su cuerpo. El calor que nos abrasaba las caras, nos obligó a
retroceder: no vimos nada... arriba, abajo, en todo aquel espacio no vimos más
que la cortina de fuego vivo.
—¿Dónde está? —murmuraba el criado, sin apartar su mirada vacía de las
llamas.
—¡No es más que polvo y cenizas! —decía el sacristán—. Y los libros son
también polvo y cenizas... ¡Oh Dios, pronto lo será también la iglesia!
No habló nadie más. Cuando enmudecieron de nuevo, lo único que se oía
en el silencio era el traqueteo y el crepitar de las llamas.
¡Chhist!
Un chirrido estridente se oyó a lo lejos, luego el ruido hueco de los cascos
de caballos a galope tendido y, por fin, un rumor bajo, el tumulto imponente
de cientos de voces humanas que braman y ululan a la vez. ¡Los bomberos por
fin!
La gente que me rodeaba se volvió de espaldas al fuego y, ansiosa, echó a
correr hacia la cima de la colina. El viejo sacristán intentó seguirlos; pero las
fuerzas le fallaban. Le vi detenerse apoyándose sobre una de las lápidas.
—¡Salvad la iglesia! —exclamó débilmente, como si los bomberos
pudieran oírle—. ¡Salvad la iglesia!
El único que permaneció inmóvil, fue el criado. Continuaba en el mismo
sitio, con los ojos siempre clavados en aquellas llamas, con una expresión
inalterable y vacía. Le hablé. Le sacudí el brazo. No podía oírme. Sólo
murmuró una vez más:
—¿Dónde está?
Diez minutos después la bomba quedó montada; el pozo detrás de la
iglesia la alimentaba; la manga se acercó a la puerta de la sacristía. Si se
hubiera precisado mi colaboración, entonces no habría podido prestarla. Mi
voluntad y energía habían desaparecido, mi fuerza estaba agotada, el remolino
de mis pensamientos se aplacó con temible prontitud. Me sentía innecesario e
impotente, y miraba; miraba la estancia que ardía.
Vi cómo se sofocaba poco a poco el fuego. El resplandor se extinguió, el
humo que se elevaba en nubes blancas y los rescoldos centelleantes se
amontonaban, rojos y negros, sobre el suelo. Hubo una pausa y, luego,
bomberos y policía avanzaron hacia la puerta, se consultaron en voz baja y
eligieron a dos hombres que se abrieron paso entre la muchedumbre y salieron
del cementerio. La muchedumbre retrocedió formando un pasillo en su camino
con un silencio de muerte.
A los pocos momentos, un temblor recorrió a la gente congregada y el
camino viviente se abrió de nuevo con lentitud. Los dos hombres volvían
trayendo una puerta de alguna de las casas deshabitadas, la llevaron hacia la
sacristía y entraron. La policía volvió a la puerta de entrada y se separaron de
la muchedumbre y fueron acercándose de uno en uno, algunos aldeanos para
ser los primeros en ver lo que sucedía. Otros esperaban cerca, para ser los
primeros en oír. Entre estos últimos se hallaban mujeres y niños.
Las noticias que salían de la sacristía comenzaron a cundir entre la
muchedumbre, pasando lentamente de boca en boca hasta llegar al lugar en
que me encontraba. Oía a mi alrededor las preguntas y las respuestas
repitiéndose una y otra vez, con voces bajas y ansiosas.
«¿Lo han encontrado?» «Sí.» «¿Dónde?» «En la puerta, tendido
bocabajo.» «¿Qué puerta?» «La que lleva a la iglesia. Estaba bocabajo, la
cabeza junto a la puerta.» «¿Tiene la cara quemada?» «No.» «Sí, quemada:
«No, está chamuscada, pero sin quemar; estaba bocabajo.» «¿Quién era?»
«¿Que quién era? Dicen que un lord.» «No, un lord no. Sir algo. Sir significa
que era caballero. «Y barón.» «Y barón también.» «No» «Sí.» «¿Qué quería
allí?» «Nada bueno, puede estar seguro» «¿Lo ha hecho a propósito?»
«¡Quemarse vivo a propósito!» «No digo quemarse vivo, me refiero a la
sacristía». «¡Debió de ser espantoso verlo!» «¡Espantoso!» «¿Pero la cara no
tanto?» «No, no, la cara no tanto.» «¿Hay alguien que le conozca?» «Ahí está
un hombre que dice conocerlo» «¿Quién es?» «Dicen que un criado, pero ha
quedado fuera de sí y la policía no le cree.» «¿No hay nadie más que le
conozca?» «Chitón... la voz fuerte y clara de una autoridad acalló en un
instante los murmullos de voces a mi alrededor.
—¿Dónde está el caballero que intentó salvarle? —dijo la voz.
—¡Aquí esta, señor, aquí está! —docenas de rostros ansiosos se volvían
hacia mí, docenas de brazos ansiosos se levantaron de la muchedumbre.
El hombre dotado de autoridad se acercó a mí con una linterna en la mano.
—Sígame, por favor, —dijo reposadamente.
No fui capaz de contestarle, ni fui capaz de resistirme cuando me cogió por
un brazo. Quise decirle que jamás había visto a aquel hombre vivo, que era
imposible que yo, un desconocido, lo identificase. Pero las palabras no
salieron de mis labios. Me sentía desfallecido, mudo e inútil.
—¿Lo conoce usted, señor?
Yo estaba en medio de un círculo de hombres. Tres de ellos, que estaban
enfrente, inclinaban sus linternas hacia el suelo. Sus ojos y los ojos de todos
los demás se clavaban en mi rostro en silente expectación. Yo sabía qué había
a mis pies, yo sabía por qué bajaban sus linternas hacia el suelo.
—¿Puede usted identificarlo, señor?
Mi mirada bajaba lentamente. Al principio no vi más que un lienzo basto.
En medio del terrorífico silencio se oía caer sobre él gotas de lluvia. Deslicé
mi mirada a lo largo del lienzo y al final estaba, rígido, torvo y negro bajo la
luz amarillenta, su rostro muerto. Así lo vi, por primera y última vez. El
Designio del Señor dispuso que hubiéramos de encontrarnos así.
X
Ciertas razones locales que pesaban sobre el juez de instrucción y las
autoridades del pueblo hicieron que se apurase la encuesta. El juicio se celebró
la tarde siguiente. Por fuerza, fui de los testigos citados a prestar declaración.
Lo primero que hice aquella mañana, fue ir a correos y preguntar por la
carta que esperaba recibir de Marian. Ningún cambio de circunstancias, por
extraordinarias que fueran, podían apartar de mi mente la única preocupación
que se apoderaba de mí mientras se prolongaba mi ausencia de Londres. Y la
carta de la mañana que era la única confirmación que yo podía recibir de que
no había ocurrido desgracia alguna, cuando yo estaba fuera, seguía
absorbiendo mi interés desde que empezaba el día.
Fue un alivio encontrar que la carta de Marian me esperaba en correos.
Nada había ocurrido. Ambas estaban tan sanas y salvas como cuando yo
las había dejado. Laura me enviaba su cariño y me rogaba que avisase mi
regreso con un día de antelación. Su hermana añadía, explicando esta petición,
que había ahorrado «casi una libra» de su dinero particular y que había
reclamado el privilegio de encargar y ofrecer la cena para festejar mi regreso.
Leí estas humildes confidencias domésticas a la luz radiante de la mañana
mientras en mi memoria persistía vivo el terrible recuerdo de lo que ocurrió la
noche anterior. La necesidad de evitar a Laura una repentina revelación de la
verdad fue la primera consideración que la carta me inspiró. Escribí en seguida
a Marian para contarle lo que ya he narrado en estas páginas, presentándole las
nuevas con toda la cautela y delicadeza de que fui capaz y aconsejándole que
vigilase que ningún periódico cayese en las manos de Laura mientras yo
estaba ausente. Si se hubiese tratado de otra mujer, menos valiente y menos
merecedora de confianza, hubiese vacilado antes de revelarle toda la verdad
sin reservas. Pero mis recuerdos del pasado me hacían confiar en Marian como
en mí mismo.
La carta tuvo, pues, que ser larga. Me dediqué a escribir hasta que fue hora
de ir al juzgado.
El objeto de la encuesta legal presentó forzosamente ciertas
complicaciones y dificultades. Además de investigar las circunstancias en que
el difunto había encontrado su muerte, había serias preguntas que aclarar
acerca de la causa del incendio, la desaparición de las llaves y la presencia de
un extraño en la sacristía, cuando allí surgió el fuego. Incluso la identificación
del cadáver no se había ultimado. La condición de ineptitud del criado había
hecho a la policía desconfiar de él cuando declaró que reconocía a su amo. Se
había ido a Knowlesbury a buscar testigos que hubieran conocido en vida a Sir
Percival Glyde, y a primera hora de la mañana se mandó recado a Blackwater
Park. Estas precauciones permitieron al juez de instrucción y al jurado aclarar
la cuestión de la identidad y confirmar las aseveraciones del criado; testigos
competentes y el descubrimiento de ciertos hechos disiparon las dudas, y la
conclusión se corroboró cuando se examinó el reloj del muerto. En la parte
interior de su tapa estaban grabados el escudo y el nombre de Sir Percival
Glyde.
Las investigaciones siguientes se dedicaron al incendio.
El criado, el muchacho que había oído prender fuego en la sacristía, y yo,
fuimos los primeros testigos que declaramos. El muchacho contestaba con
suficiente claridad; pero la mente del criado no se había recuperado aún del
choque sufrido, y el hombre era simplemente incapaz de satisfacer los deseos
del jurado y se pidió retirarlo.
Para mí fue un alivio el que mi interrogatorio no fuera largo. Yo no conocía
al muerto; no lo había visto nunca; no sabía que estuviese en Old Welmingham
y no me encontraba en la sacristía cuando el cuerpo fue encontrado. Todo
cuanto pude declarar, fue que había entrado en la casa del sacristán para
preguntarle el camino; que por él supe de la pérdida de las llaves; que lo
acompañé a la iglesia para ayudarle en lo que pudiese; que vi el fuego; que oí
cómo alguien desconocido intentaba en vano abrir la puerta desde dentro de la
sacristía, y que hice cuanto pude, como acto de humanidad, por salvarlo. A
otros testigos que habían conocido al difunto se les preguntó si podían explicar
el misterio del robo de las llaves que él presuntamente había cometido y su
presencia en la estancia incendiada. Pero el juez parecía dar por sentado, como
era natural, que yo, un completo forastero en el vecindario y un completo
desconocido para Sir Percival Glyde, no estaba en condiciones de ofrecer
aclaración alguna sobre estos dos puntos.
En cuanto a lo que debía emprender cuando mi interrogatorio formal hubo
concluido, me parecía bastante claro. No me sentía llamado a ofrecer
declaraciones basadas en mis propias convicciones; en primer lugar porque
hacerlo no habría servido para nada, cuando toda prueba que pudiese
corroborar cualquiera de mis conjeturas se había quemado junto con el
registro; en segundo lugar, porque no podía presentar mi opinión —una
opinión sin demostrar de forma inteligible, sin revelar toda la historia de la
conspiración, con lo que produciría, sin duda, el mismo efecto desfavorable
sobre el juez de instrucción y el jurado que había producido anteriormente
sobre el señor Kyrle.
Sin embargo, en estas páginas, ahora que ha transcurrido tiempo, las
precauciones y reservas que acabo de mencionar no deben impedir que
exprese libremente mi opinión. En breves palabras, antes de que mi pluma se
ocupe de otros sucesos, diré cómo creo yo que ocurrieron el robo de las llaves,
el incendio y la muerte de aquel hombre.
La nueva de mi libertad condicional, llevó a Sir Percival Glyde, como yo
había supuesto, a echar mano de los últimos medios que quedaban a su
disposición. El asalto fallido en la carretera fue uno de ellos; y la supresión de
toda evidencia real de su crimen mediante la destrucción de la página del
registro con la que se había perpetrado la falsificación fue el otro, y el más
seguro de los dos. Si yo no pudiera presentar un extracto del registro original
para compararlo con la copia legalizada en Knowlesbury, no podría presentar
evidencia positiva alguna y no podría amenazarle con un desenmascaramiento
fatal. Todo cuanto precisaba para conseguir su fin era penetrar en la sacristía
sin ser visto, arrancar tal página del registro y dejar la sacristía desapercibido,
tal como había entrado.
Por todo esto es fácil comprender por qué había esperado a que oscureciese
antes de emprender su intento y por qué se aprovechó de la ausencia del
sacristán para apoderarse de sus llaves. Necesitó encender una cerilla para
encontrar el registro correspondiente y, por precaución, se encerró por dentro
con llave, para prevenir la intrusión de algún curioso o de mí mismo, si yo me
encontraba a aquella hora en el pueblo.
No creo que tuviese intención de aparentar que la destrucción del registro
era resultado de un accidente y prender por ello fuego a la sacristía. La simple
casualidad podía hacer que el auxilio llegase demasiado pronto si, por una
posibilidad remota, el libro podía salvarse, así que esta consideración debía de
alejarle semejante idea de la mente. Recordando la cantidad de objetos
inflamables que se hallaban en la sacristía, la paja, los papeles, los arcones, la
madera seca y las alacenas carcomidas, todo parecía indicar que el incendio
fue resultado de un accidente, provocado por sus cerillas y por su lumbre.
Sin duda, su primer impulso en estas circunstancias fue intentar sofocar las
llamas y, cuando fracasó en ello, —puesto que no sabía nada del estado de la
cerradura—, trató de salir por la puerta por la que había entrado. Cuando yo le
llamé, las llamas debían haber alcanzado la puerta que llevaba a la iglesia, a
ambos lados de la cual se situaban las alacenas y junto a la que había más
objetos inflamables. Con toda probabilidad, el humo y las llamas —que pronto
llenaron el reducido espacio— eran demasiado densos para él cuando intentó
salir por la puerta interior. Debió de desfallecer, cayendo en el sitio donde se le
encontró, en el momento en que subí al tejado para romper los cristales de la
claraboya. Incluso si después hubiésemos podido penetrar en la iglesia y
desfondar la puerta desde allí, la dilación hubiera sido fatal. Entonces, hubiera
sido ya demasiado tarde para poder salvarle. Sólo habríamos conseguido que
las llamas entrasen libremente en la iglesia, hasta entonces indemne, y que en
aquel caso, hubiera compartido el destino de la sacristía. Para mí no hay duda
—ni puede haberla para nadie— de que estaba muerto antes incluso de que
entrásemos en la casa abandonada y emprendiéramos nuestro trabajo de
derribar la puerta.
Esta es la versión más probable que yo puedo ofrecer para explicar lo
ocurrido. Nosotros, desde fuera, hemos vivido los sucesos así, como los he
descrito. Su cuerpo fue hallado tal como he relatado.
La encuesta fue aplazada por un día; hasta entonces no se pudo descubrir
explicación alguna que pudiera satisfacer a las autoridades, para aclarar las
misteriosas circunstancias que rodeaban el suceso.
Se convino en convocar más testigos e invitar al procurador londinense del
difunto. Se encomendó a un médico examinar las capacidades mentales del
criado al que parecía necesario liberar por ahora de la obligación de prestar
testimonio. Tan sólo pudo declarar, tartamudeando, que la noche del incendio
se le había ordenado esperar en el camino y que no sabía nada más, a
excepción de que el difunto era, con toda seguridad, su amo.
Mi propia impresión fue que al principio se le encargó, (sin que él fuera
consciente de hacer algo malo), comprobar que el sacristán había salido de la
casa la noche anterior; y después se le ordenó que esperase en las cercanías de
la iglesia (pero en un lugar desde donde no podía ver la sacristía) para ayudar
a su amo en el caso de que yo escapase de la agresión en la carretera y llegase
a enfrentarme con Sir Percival. No es necesario añadir que al hombre jamás se
le pidió una declaración que confirmase estas conjeturas mías. El informe
médico manifestaba que las pocas facultades mentales que poseía estaban
seriamente conmovidas; en la encuesta aplazada no se pudo conseguir de él
nada positivo y, según mis noticias, hasta el día de hoy no se ha recuperado.
Volví al hotel de Welmingham tan rendido de cuerpo y de espíritu, tan
debilitado y deprimido por todo aquello que había tenido que resistir, que no
estaba en condiciones de arrastrar la curiosidad pueblerina sobre la encuesta ni
de contestar las triviales preguntas que mis comensales me dirigieron en el
salón de café. Abandoné mi frugal cena y subí a mi barata buhardilla deseando
sosegarme un poco y pensar, sin que nadie me estorbase, en Laura y Marian.
Si hubiera sido rico hubiese regresado a Londres para regocijarme con la
vista de aquellos dos rostros. Pero si me citasen, estaría obligado a comparecer
en el juicio aplazado; además, estaba doblemente obligado a cumplir con las
condiciones de mi liberación ante el magistrado de Knowlesbury. Nuestros
escasos recursos estaban mermados ya, y el dudoso porvenir —ahora más
dudoso que nunca— no me dejaba atreverme a disminuir nuestros medios sin
necesidad y permitirme un capricho incluso al bajo precio de un viaje de ida y
vuelta en tren, en coche de segunda clase.
El día siguiente —víspera del juicio— quedaba a mi entera disposición.
Empecé la mañana acudiendo de nuevo a correos para recoger la habitual
comunicación de Marian. Como en la anterior, me estaba esperando y, desde el
principio hasta el fin, reflejaba ánimo y buen humor. Leí la carta con
sentimiento de gratitud, y luego resolví, tranquilizado mi espíritu el resto del
día, volver a Old Welmingham para ver el escenario del incendio a la luz de la
mañana.
¡Qué cambios encontré al llegar allí!
A través de todos los caminos de nuestro mundo incomprensible, lo terrible
y lo trivial siempre caminan juntos. En ello, la ironía de las circunstancias no
perdona catástrofe mortal alguna. Cuando llegué a la iglesia, las pisadas en el
suelo del cementerio fueron la única marca considerable que podía hablar del
fuego y de la muerte. Delante de la puerta de la sacristía habían puesto una
tosca empalizada de madera. Sobre ella había ya unas caricaturas rudas y los
chiquillos del pueblo estaban forcejeando y chillando por apoderarse de la
mejor mirilla y ver lo que había detrás. En el lugar desde el que yo escuché el
grito en demanda de auxilio procedente de la estancia en llamas, en el lugar
donde el criado presa de pánico, había caído de rodillas, varias gallinas
cloqueaban ahora disputándose los mejores gusanos que habían salido después
de la lluvia; y en la tierra debajo de mis pies, donde se había colocado la
puerta y su horrible carga, la merienda de un obrero lo esperaba, preparada en
el cuenco amarillo, y su fiel chucho, encargado de vigilarla, ladraba por
haberme acercado a la comida. El viejo sacristán que miraba impasible el lento
comienzo de las obras, ahora sólo estaba interesado en defenderse de cualquier
reproche que se le hiciera en relación con el accidente ocurrido. Una de las
mujeres del pueblo, cuyo rostro blanco y descompuesto recordaba como la
imagen de terror en aquellos instantes en que derribamos la viga, estaba
riéndose junto con otra mujer, que era la viva imagen de la pacatería. ¡No hay
seriedad entre los mortales! Salomón con toda su gloria, ¡fue un Salomón con
argucias miserables, ocultas en cada uno de los pliegues de sus vestiduras y en
cada uno de los rincones de su palacio!
Al alejarme de allí, mis pensamientos volvieron, una vez más, al
derrumbamiento que —con la muerte de Sir Percival— habían sufrido mis
esperanzas de restablecer la identidad de Laura. Él había desaparecido, y con
él había desaparecido la ocasión que constituía el único objeto de mis trabajos
y de mis esperanzas.
¿Podía mirar mi fracaso desde otro punto de vista?
Suponiendo que él estuviese vivo, ¿alteraría eso el resultado? ¿Hubiera
podido yo convertir mi descubrimiento en un objeto de negociación, aun por el
bien de Laura, desde que supe que lo esencial del crimen de Sir Percival era
haber robado los derechos a otra persona? ¿Podría yo ofrecerle el precio de su
silencio por su confesión de la conspiración, si el resultado de este silencio
hubiera sido mantener al verdadero heredero apartado de sus propiedades y al
verdadero dueño, de su nombre? ¡Imposible! Si Sir Percival estuviese vivo, el
descubrimiento del que —ignorando su verdadera naturaleza— yo había
esperado tanto, no hubiera podido depender de mi voluntad para callarlo o
hacerlo público, para reivindicar los derechos de Laura. Obedeciendo a las
leyes de honestidad y de honor, debería acudir en seguida ante el desconocido
cuyo derecho natural había sido usurpado, debería renunciar a mi victoria en el
momento de conseguirla, entregando mi descubrimiento, incondicionalmente
en las manos de aquel desconocido, y debería afrontar de nuevo todas las
dificultades que me separaban del único objeto de mi vida. ¡Y es así como
había resuelto, en lo más íntimo de mi corazón, afrontarlas ahora!
Regresé a Welmingham más sereno y sintiéndome más seguro de mí
mismo y de mi resolución.
Camino del hotel pasé por la plaza donde vivía la señora Catherick. ¿Debía
volver a intentar verla de nuevo? No. Las noticias de la muerte de Sir Percival,
las últimas que ella podía esperar que recibiese un día, debían haberle llegado
hacía horas. Todo cuanto había ocurrido en el juzgado, salió en el periódico
local aquella mañana, no había nada que yo le pudiese comunicar que ella no
supiese ya. Mi interés por hacerla hablar se había apagado. Recordé el odio
furtivo en su rostro cuando me dijo: «No hay noticias de Sir Percival que yo
no espere..., excepto la noticia de su muerte.» Recordé el repentino interés que
brilló en sus ojos cuando, al despedirnos, pronunció aquellas palabras. Un
instinto profundamente oculto que yo sentía en mi corazón me hizo ver con
repugnancia la perspectiva de volver a aparecer ante ella, y me alejé de la
plaza para volver inmediatamente al hotel.
Unas horas después, cuando descansaba en el salón de café, el camarero
me entregó una carta. Llevaba escrito mi nombre y, al preguntar, me dijeron
que una mujer la había dejado en la barra, cuando empezaba a oscurecer poco
antes de que encendieran el gas. No dijo nada y se marchó antes de que
tuvieran tiempo de preguntarle algo, ni siquiera de fijarse en ella.
Abrí la carta. No llevaba fecha ni estaba firmada y la letra estaba
obviamente disimulada. Sin embargo antes de leer la primera frase supe quién
me escribía. Era la señora Catherick.
La carta, —la reproduzco con exactitud, palabra por palabra— decía lo
siguiente:
«Señor: No ha vuelto usted a mi casa, a pesar de que me lo prometió. No
importa; me he enterado de la noticia y por eso le escribo. ¿Vio usted algo
extraño en mi expresión cuando nos separamos? Estaba pensando si por fin
había llegado la hora de que él cayera y si usted era el instrumento elegido
para conseguirlo. Como me han dicho, fue usted suficientemente débil para
intentar salvarlo. Si usted lo hubiera conseguido sería para mí un enemigo.
Pero usted ha fracasado y le considero mi amigo. Sus investigaciones le
asustaron y le llevaron aquella noche a la sacristía. Sus investigaciones, sin
darse usted cuenta, y contra su voluntad, han servido a mi odio y han
consumado la venganza guardados durante veintitrés años. Muchas gracias,
señor, muchas gracias, aunque sea a pesar suyo.
«Estoy en deuda con usted. ¿Cómo puedo agradecérselo? Si aún fuese
joven, le diría: «¡Ven! estréchame, si quieres entre tus brazos y bésame. Mi
agradecimiento llegaría hasta ahí. Y usted hubiese aceptado mi invitación. Sí,
¡usted la hubiese aceptado, sí, hace veintitrés años! Pero ahora soy vieja. Por
el contrario, puedo satisfacer su curiosidad, y de este modo pagarle mi deuda;
usted tenía una gran curiosidad por conocer ciertos asuntos privados míos
cuando vino a verme. Asuntos privados que ni siquiera su sagacidad puede
averiguar y que aún no ha descubierto. Podrá descubrirlos ahora; su curiosidad
será satisfecha. ¡Estoy dispuesta a tomarme cualquier molestia para
complacerle, mi estimado y joven amigo!
«Supongo que era usted un niño en el año veintisiete. En aquel entonces yo
era una muchacha guapa y vivía en Old Welmingham. Tenía por marido a un
necio miserable. Tenía también el honor de conocer (no importa cómo) a un
elegante caballero (no importa quién). No voy a llamarle por su nombre. ¿Por
qué iba a hacerlo? Aquel nombre no le pertenecía. Él nunca tuvo un nombre; a
estas horas lo sabe usted tan bien como yo.
«Tendrá más sentido contarle cómo había ganado mi gracia. Yo nací con
los gustos de una verdadera señora y él supo fomentarlos. En otras palabras,
me admiraba y me hacía regalos. No hay mujer que resista a la admiración y a
los regalos; sobre todo a los regalos si resulta que son precisamente los que él
desea. Él era bastante perspicaz para saberlo, pues lo sabe la mayor parte de
los hombres. Desde luego, quería recibir algo a cambio... pues todos los
hombres lo quieren. Y ¿qué cree usted que fue ese algo? Una perfecta nadería.
Sólo la llave de la sacristía y la de la alacena para que se las diese a espaldas
de mi marido. Por supuesto que mintió cuando yo le pregunté que para qué
quería que se las diese secretamente. Podría haberse ahorrado la molestia
porque no le creí. Pero me gustaban sus regalos y quería más. Así que le di las
llaves sin que mi marido lo supiese, y lo vigilé sin que lo supiese él. Una, dos,
cuatro veces lo estuve espiando, y a la cuarta averigüé sus propósitos.
«Los asuntos de los demás nunca me han causado escrúpulos; tampoco
sentí escrúpulos porque añadiese por su cuenta un matrimonio más a los
inscritos en el registro.
«Por supuesto, comprendí que estaba mal hecho; pero a mí no me
perjudicaba, ésta fue una buena razón para no alborotar el cortijo. Y aún no
tenía el reloj de oro con su cadena, y ésta fue la segunda razón, y más
importante. Además, sólo un día antes, me había prometido traérmelos de
Londres, y ésta fue la tercera, la mejor de todas. Si yo hubiese sabido cómo
considera la ley tal crimen y cómo lo castiga, me hubiera preocupado por mí
debidamente y le hubiera delatado entonces mismo. Pero yo no sabía nada y
quería el reloj de oro. Las condiciones que le impuse fueron únicamente que
me confiase su secreto y que me lo contase todo. Sentía entonces tanta
curiosidad por sus asuntos como usted siente ahora por los míos. Aceptó mis
condiciones, y ahora verá por qué.
«Esto fue, en breves palabras lo que me contó. Todo lo que le estoy
relatando aquí, no me lo dijo de buena gana. Una parte se la saqué a base de
persuasión, y otro tanto, con preguntas. Estaba decidida a conocer toda la
verdad y creo haberlo conseguido.
«El mismo no sabía más que los otros cómo estaban las cosas en realidad
en lo que se refería a las relaciones entre su padre y su madre, hasta que ésta
murió. Entonces, su padre se lo confesó, prometiéndole hacer lo posible por su
hijo. Pero murió antes de haber hecho nada, ni siquiera el testamento. El hijo
(¿quién puede criticarle por eso?) supo defenderse por sí solo. Vino en seguida
de Londres y tomó posesión de su hacienda. Nadie sospechó de él y nadie le
dijo que no. Su padre y su madre vivieron siempre como marido y mujer y a
nadie de la poca gente que los frecuentaba se le ocurrió suponer jamás que no
lo fuesen. La persona que tenía derecho a reclamar la posesión (si se hubiera
sabido la verdad) era un pariente lejano que no pensaba siquiera que un día
podría recibirla y que a la muerte del padre de Sir Percival se hallaba
navegando. Así, pues, no encontró dificultad alguna para posesionarse de la
finca como la cosa más natural del mundo. Más lo que no podía hacer como la
cosa más natural del mundo era hipotecarla. Para ello se precisaban dos cosas.
Una era su partida de nacimiento y la otra, el certificado de matrimonio de sus
padres. Su partida de nacimiento no fue difícil de conseguir, pues había nacido
en el extranjero y el documento estaba compuesto en debida forma. Pero lo
otro representaba una dificultad, y esta dificultad fue lo que le trajo a Old
Welmigham.
«Pero hubo un motivo por el que podía, en vez de venir aquí, haberse
dirigido a Knowlesbury.
«Su madre vivió aquí antes de conocer a su padre. Vivía usando su nombre
de soltera; mas la verdad era que en realidad se había casado en Irlanda donde
su marido la estuvo maltratando y al final la abandonó para irse con otra
mujer. Le hablo de un hecho que sé de buena tinta; Sir Félix lo mencionó ante
su hijo como la razón por la que no se casaron. Usted puede preguntar, ¿por
qué el hijo, sabiendo que sus padres se habían conocido en Knowlesbury,
empezó intentando falsear el registro de aquella parroquia, pues era de
presumir que fuese en ella donde se hubieran casado? La razón era que el
pastor que regentaba la parroquia de Knowlesbury en el año mil ochocientos
tres (cuando, conforme a su partida de nacimiento se hubiesen casado sus
padres) vivía aún cuando Sir Percival tomó posesión de su herencia el día de
Año Nuevo de mil ochocientos veintisiete. Esta molesta circunstancia hizo que
él ampliara sus búsquedas a las cercanías. En nuestra parroquia no existía
peligro alguno pues el antiguo párroco había muerto hacía unos años.
«Old Welmingham convenía a su propósito tanto como Knowlesbury. Su
padre llevó a su mujer de Knowlesbury a una casita de la ribera, cerca de
nuestro pueblo. La gente que lo había conocido como un solitario cuando era
soltero, no se extrañó que siguiera siendo solitario después de que
supuestamente se había casado. Si no hubiera tenido apariencias tan repulsivas
su retraimiento compartido con una mujer hubiera podido despertar sospechas.
Pero, tal como estaban las cosas, a nadie le extrañó el que ocultase la fealdad y
desfiguración en el recogimiento más estricto. Vivió cerca de nuestro pueblo
hasta que heredó Blackwater Park. Después de que hubieran pasado veintitrés
o veinticuatro años ¿quién iba a decir (una vez muerto el párroco) que su
casamiento no había sido tan privado como lo fue toda su vida y que no había
tenido lugar en la parroquia de Old Welmingham?
«Como le digo, su hijo pensó que el lugar más seguro que podría escoger
para arreglar las cosas a su gusto era este pueblo. ¿Se extrañará usted si le digo
que lo que hizo en el registro se le ocurrió al momento y que lo pensó en un
segundo?
«Su primera idea fue tan sólo arrancar la hoja del mes y del año
convenientes, destruirla en secreto, volver a Londres y pedir a los abogados
que le trajesen el certificado del matrimonio de sus padres, indicándoles
inocentemente la fecha que correspondiese, por supuesto, a la hoja del registro
que faltaba. Después de esto, nadie podría decir que sus padres no estaban
casados pero si por alguna circunstancia se le pusieran trabas para concederle
el préstamo (él creía que así ocurriría) tenía la respuesta preparada para todos
los casos, si se llegasen a discutir sus derechos al nombre y a la propiedad.
«Mas cuando examinó el registro encontró al final de una de las páginas
correspondientes al año ochocientos tres un espacio en blanco, sin duda
porque no era suficiente para aquel asiento largo que se inscribió al principio
de la página siguiente. Al encontrarse con aquella oportunidad alteró todos los
planes. Fue una suerte que jamás hubiera esperado, con la que no soñaba. Y se
aprovechó de ella usted sabe cómo. El espacio en blanco, para corresponder
con su partida de nacimiento, debería situarse en las páginas del registro
llenadas en el mes de julio. Pero estaba en la de septiembre. Sin embargo, en
este caso, si se le hacía alguna pregunta suspicaz, no era difícil encontrar la
respuesta. Sólo debía afirmar que era sietemesino.
«Cuando me contó su historia fui tan tonta que no pude menos de sentir
por él interés y compasión que era justamente en lo que él había basado sus
cálculos, como usted verá. Pensé que había tenido mala suerte. ¿Qué culpa
tenía él de que su padre y su madre no se hubiesen casado, como tampoco la
tenían sus padres? Una mujer más escrupulosa que yo, que no hubiese puesto
sus miras en un reloj y una cadena de oro, también le hubiera encontrado
disculpas. Sea como fuere, yo me callé y le ayudé a guardar sus propósitos en
secreto.
«El pasó algún tiempo intentando obtener la tinta de color preciso
(mezclando y volviendo a mezclar en mis potes y frascos), y luego, un tiempo
más aprendiendo a imitar la letra. Pero al final lo consiguió y convirtió a su
madre en una mujer honrada, ¡cuando ésta yacía ya en su tumba! En aquella
circunstancia no niego que me trataba con honestidad. Me regaló mi reloj y la
cadena y los escogió sin reparar en gastos; las dos cosas eran de un trabajo
soberbio y muy costosas. Aún las conservo y el reloj marcha de maravillas.
«Dijo usted el otro día que la señora Clements le contó todo lo que sabía.
En tal caso no tengo necesidad de escribirle sobre el ridículo escándalo cuya
víctima fui, una víctima inocente, se lo aseguro. Usted sabe tan bien como yo
qué idea se metió en la cabeza de mi marido cuando descubrió que yo me
vería con mi aristocrático amigo a solas y que teníamos secretos de qué hablar.
Pero lo que usted no sabe es cómo terminamos este caballero aristócrata y yo.
Léalo y vea cómo se portó conmigo.
«Las primeras palabras que le dirigí cuando vi el cariz que tomaban las
cosas fueron éstas: «Hágame justicia y líbreme de una mancha que usted sabe
bien que no merezco. No le pido que haga una confesión a mi marido, sino
que le diga bajo su palabra de honor que está equivocado y que no merezco los
reproches que él cree justos. Hágalo en pago de todo lo que yo he hecho por
usted.» Se negó en redondo sin darme largas explicaciones. Me dijo
simplemente que le interesaba hacer creer su error a mi marido y a mis
vecinos, porque mientras lo creyesen no sospecharían la verdad. Yo no daba
mi brazo a torcer y le dije que sabrían la verdad por mi propia boca. Su
respuesta fue breve y taxativa. Si hablaba era mujer perdida en la misma
medida en que él era hombre perdido.
«¡Sí! ¡A eso habíamos llegado! Me engañó en cuanto al riesgo que corría al
ayudarle. Se había aprovechado de mi ignorancia; me tentó con sus regalos y
ganó mi interés con su historia..., y el resultado de todo ello fue que me había
convertido en su cómplice. Lo reconoció fríamente y terminó diciéndome por
primera vez qué temible castigo se imponía por tal fraude y por la complicidad
de aquellos que ayudaban a perpetrarlo. En aquellos días la Ley no tenía un
corazón tan blando como, según tengo entendido, lo tiene ahora. No se
ahorcaba únicamente a los asesinos y no se trataba a las mujeres convictas
como si fueran señoras que se habían encontrado en un apuro. Confieso que
me asustó. ¡Impostor ruin! ¡Cobarde canalla! ¿Comprende usted ahora cuándo
le odiaba? ¿Comprende por qué me tomo esta molestia —por agradecimiento
hacia usted—, para saciar la curiosidad del virtuoso joven que lo ha atrapado?
«Bien, continuemos. Él no era tan insensato como para sumirme en
desesperación absoluta. Yo no era de aquellas mujeres que se dejan coger con
facilidad entre la espada y la pared, él lo sabía y me tranquilizó astutamente
haciéndome ciertas proposiciones referentes al futuro.
«Yo merecía algún premio (tuvo la gentileza de confesarlo) por el servicio
que le había prestado, y alguna indemnización (tuvo también la amabilidad de
añadir) por todo lo que había sufrido. Estaba dispuesto, ¡generosidad de un
depravado!, a señalarme una pensión anual que yo cobraría cada trimestre,
pero con dos condiciones: La primera, era que yo tenía que callar la boca tanto
en su interés como en el mío, y la segunda, que no podría moverme de
Welmingham sin pedirle antes permiso y esperar a que me lo concediese. En
mi propio vecindario era imposible que alguna amiga virtuosa me tentara a
participar en peligrosos cotilleos alrededor de una taza de té. En mi propio
vecindario, y siempre sabría dónde encontrarme. Esta última condición era
muy dura, pero la acepté.
«¿Qué otra cosa podía hacer? Me hallaba desamparada y con la perspectiva
de una nueva complicación por venir que era una hija. ¿Qué otra cosa podía
hacer? ¿Dejarme vivir gracias a la merced del idiota de mi marido, aquel
marido desertor que era quien había desatado el escándalo contra mí? Antes
me hubiera dejado morir. Además, su pensión era buena. Yo tenía mejores
rentas, mejor techo sobre mi cabeza, mejores alfombras en el suelo que la
mayor parte de las mujeres que ponían los ojos en blanco en cuanto me veían.
La vestidura de la virtud en nuestro medio social era de percalina y yo la tenía
de seda.
«Así que acepté las condiciones que él me ofrecía, saqué de ellas el mejor
partido posible, di la batalla a mi respetable vecindario en su propio terreno y
con el tiempo la he ganado, como ha podido usted comprobar. Cómo guardar
su Secreto (y el mío) en todos estos años y si mi difunta hija Anne, de veras
me lo sonsacó y compartió el Secreto conmigo, son preguntas cuyas respuestas
me atrevo a creer, tendrá usted curiosidad por escuchar. Bueno. Mi gratitud no
puede negarle nada. Voy a dar la vuelta a la hoja y le daré la respuesta en
seguida.
«Debo empezar esta nueva página, señor Hartright, expresándole mi
sorpresa al saber el interés que usted manifiesta tener por mi difunta hija. Para
mí es algo incomprensible. Si este interés le lleva a preocuparse por sus
primeros años, le aconsejo que acuda a la señora Clements, que puede darle
más detalles que yo sobre el tema. Le ruego que comprenda por qué no
pretendo declarar que amaba más de lo posible a mi hija. Fue desde el
principio un estorbo para mí, con la desventaja adicional de sufrir un retraso
mental. Usted es amigo de la verdad, y espero que esta explicación pueda
satisfacerle.
«No necesito molestarle con ciertos particulares referentes a tiempos
pasados. Será suficiente decirle que yo cumplí mi compromiso y que disfruté
cómodamente de mi renta, que me pagaba con toda puntualidad cada tres
meses.
«De cuando en cuando me iba de viaje y cambiaba de ambiente por un
tiempo breve, aunque siempre pedía antes permiso a mi amo y señor, que casi
siempre me lo concedía. No fue tan insensato, como le he advertido antes, para
tratarme con excesiva dureza, y con razón él podía confiar en que yo callaría
por mi bien si no lo hubiera hecho por el suyo. Una de las excursiones más
largas que hice fue el viaje a Limmeridge para asistir a mi hermanastra que se
estaba muriendo. Decían que dejaba algunos ahorros y quise tomar mis
precauciones (para el caso de que por cualquier accidente me quedase sin
rentas) y hacer algo por mis intereses en este sentido. Pero resultó que mis
molestias fueron inútiles y, como nada tenía, nada pudo dejarme.
«Yo me había llevado a Anne conmigo al norte, pues de cuando en cuando
me encaprichaba con la niña y tenía celos de la influencia que ejercía sobre
ella la señora Clements. A mí nunca me gustó la señora Clements. Era una
pobre mujer tonta y blanda —aquello que se llama esclava nata— y en
ocasiones no me repugnaba irritarla y quitarle a Anne. No sabiendo qué hacer
con la niña mientras yo asistía a mi hermana en Cumberland, la llevé a la
escuela de Limmeridge. La señora del castillo, la señora Fairlie (una mujer de
aspecto extraordinariamente insignificante y que había cazado al hombre más
guapo de Inglaterra hasta conseguir que se casase con ella) me divertía mucho,
porque se había encaprichado con mi niña. En consecuencia, no aprendió nada
en la escuela y la mimaron demasiado en el castillo de Limmeridge. Entre
otras tonterías que le enseñaron, le metió en la cabeza la fantasía de que fuese
siempre vestida de blanco. A mí me gustaban los colores vivos y odiaba el
blanco y me propuse quitarle semejante absurdo de la cabeza cuando
volviésemos a casa.
«Por extraño que parezca, mi hija opuso una decidida resistencia. Cuando
se le metía una idea en la cabeza era, como todos los chiflados, más obstinado
que una mula. Nos peleábamos constantemente y la señora Clements, a quien
creo no gustaba nada verlo, se ofreció a llevarse a Anne a Londres. Yo debí
haber contestado «sí», si la señora Clements no se hubiese puesto de parte de
mi hija en su obsesión por ir vestida de blanco. Pero como yo estaba decidida
a que no se vistiese de blanco, y como no me gustaba nada la señora Clements
y mucho menos después de que se hubiera opuesto a mí, le dije que «no», y
me mantuve en que «no». La consecuencia fue que mi hija se quedó conmigo
y, a su vez, la consecuencia de esto fue la primera pelea seria a cuenta del
secreto.
«El hecho sucedió bastante tiempo después de estos días que estoy
describiendo. Hacía años que yo me había instalado en el pueblo moderno, me
esmeraba en hacer olvidar mi mala fama e iba ganándome confianza entre las
gentes honorables de aquí. El tener a mi hija a mi lado me ayudó mucho a
conseguir mi objetivo. Su inocencia y su fantasía por ir vestida de blanco
inspiraban simpatía a muchos. Dejé de oponerme a su capricho por eso, pues
estaba segura de que con el tiempo una parte de aquella simpatía se destinaría
a mí. Fue así, en efecto. Cuento la fecha de aquella época a partir de que me
designaron los dos mejores sitios en la iglesia, y el primer saludo que me
dirigió el párroco data del día en el que tuve aquellos asientos.
«Estando así las cosas recibí un día una carta de aquel aristocrático
caballero (hoy fallecido) en contestación a otra mía, en la que le avisaba, de
acuerdo con lo convenido, que quería dejar por algún tiempo aquel pueblo
para cambiar de ambiente.
«Indudablemente mi carta hizo que saliera a flote toda la parte depravada
de su naturaleza, pues me contestaba con una negativa que expresaba con un
lenguaje tan abominable e insolente que perdí por completo el dominio sobre
mí misma y no pude menos de insultarle en voz alta en presencia de mi hija
tratándole de «impostor ruin y miserable al que podría destruir de por vida si
quisiera abrir la boca y divulgar su secreto». No dije más. Pues me arrepentí
en cuanto se me escaparon aquellas palabras, al ver los ojos de mi hija que se
clavaban en los míos con ansiosa curiosidad. Le mandé que saliese del cuarto
inmediatamente hasta que yo me tranquilizase.
«Le confieso a usted que no experimenté placer cuando reflexioné sobre
mi ligereza. Aquel año Anne se había mostrado más rara y más fantasiosa que
nunca y me aterró pensar que se le ocurriera repetir mis palabras en el pueblo
mencionando el nombre de él, si algún curioso quisiera preguntarle más cosas
y me quedé completamente aterrada al figurarme las posibles consecuencias.
En mis peores temores por mí misma, en mis peores ideas acerca de lo que se
podía hacer, no llegué más lejos. Estaba totalmente desprevenida para aquello
que sucedió en realidad, ya al día siguiente.
«Ese día, sin haberme avisado, se presentó él en mi casa.
«Sus primeras palabras y el tono con que me habló, me demostraron
claramente que venía arrepentido de su respuesta grosera a mi petición y que
había venido, de mala gana, para intentar arreglarlo del mejor modo antes de
que fuese demasiado tarde. Al ver que mi hija estaba en el cuarto junto
conmigo (temía dejarla sola después de lo sucedido el día anterior), le mandó
que saliese. No se querían mutuamente, y él descargó sobre ella el mal humor
que no se atrevía a mostrar ante mí.
«—Déjanos solos —dijo mirándola por encima del hombro.
«Ella le miró por encima de su hombro, y se quedó sin molestarse en
obedecerle.
«—¿Has oído? —bramó él—. ¡Sal de este cuarto!
«—Hábleme con más cortesía —le dijo ella, poniéndose roja de
indignación.
«—¡Echa de aquí a esta idiota! —me dijo a mí.
«Anne siempre tenía nociones raras de lo que era la dignidad de su
persona, y la palabra «idiota» le hizo perder el dominio de sí misma al
instante. Antes de que yo pudiese intervenir se le acercó llena de ira.
«—¡Pídame perdón ahora mismo —le dijo—, o de lo contrario pobre de
usted! ¡Divulgaré su Secreto! Puedo destruirlo de por vida si abro la boca.
«¡Repitió exactamente mis palabras del día anterior! Y las repitió en mi
presencia como si se le ocurriesen en aquel momento. Él se quedó sin habla y
se puso más blanco que el papel en que estoy escribiendo, hasta que, a
empujones, eché a Anne del cuarto. Cuando mi amo recobró los sentidos...
«¡No! Soy una mujer tan honorable como para no repetir lo que dijo. La
pluma es la pluma de una asociada a la congregación parroquial y suscriptora
de la revista «Lectura de viernes sobre justificación de la fe». ¿Cómo cree
usted que voy a emplearla para repetir su lenguaje obsceno? Supóngase el
frente rabioso y soez del rufián más vil de Inglaterra y sigamos para hablar de
cómo terminó aquello.
«Como usted habrá supuesto ya, todo terminó empeñándose él en que la
encerrase en un manicomio para estar más seguros.
«Traté de convencerle. Le dije que ella sólo había repetido como un loro
unas palabras que me oyó pronunciar y que ignoraba cualquier detalle, puesto
que yo no había mencionado ninguno. Le expliqué que ella fingía, para
contrariarle, saber aquello que en realidad no sabía, que sólo había querido
amenazarle y castigarle por haberle hablado como él acababa de hacerle; que
mis desdichadas palabras le dieron ocasión para atormentarle, que era lo único
que ella deseaba. Le conté otras manías suyas, le hablé de las extrañezas de los
chiflados de las que él mismo debía haber oído, pero todo aquello no sirvió de
nada. No me hubiera creído ni si se lo hubiera jurado, estaba absolutamente
convencido de que yo había revelado el Secreto. Total, que no quiso hablar
más que de encerrarla.
«En tales circunstancias cumplí con mi deber de madre.
«—Nada de asilos de caridad —le dije—. No la dejaré entrar en un asilo de
caridad. Una clínica privada, si le parece. Tengo mis sentimientos como madre
y quiero mantener mi reputación en el pueblo; no daré mi consentimiento si no
es un sanatorio privado como el que escogerían para sus familiares enfermos
mis honorables vecinos.
Estas fueron mis palabras. Me agrada pensar que cumplí mis deberes. A
pesar de que jamás quise mucho a mi difunta hija, la traté con debida dignidad.
Ni una mancha de miseria, gracias a mi tenacidad y a mi decisión, jamás fue
vista sobre mi hija.
«Cuando se hizo lo que yo había deseado (que resultó ser más sencillo, a
consecuencia de las facilidades que ofrecían los sanatorios privados), no pude
menos de reconocer que el haberla encerrado suponía algunas ventajas para
mí. En primer lugar, estaba perfectamente atendida y la trataban (como me
ocupé yo de que se supiera en el pueblo) como una señora de cuna noble. En
segundo lugar, estaba fuera de Welmingham, donde existía el peligro de que
despertase sospechas y preguntas de la gente si se le ocurría repetir mis
insensatas palabras.
«El único inconveniente de haberla ingresado era leve. Simplemente
convertimos su declaración infundada de que conocía el Secreto en una manía
fija. Después de haberse desbocado con el hombre que la ofendió, fue lo
bastante perspicaz para darse cuenta de que le había amedrentado en serio, y
bastante lista para descubrir luego que él había tomado parte en su encierro. Se
despertó en ella un odio frenético contra aquel hombre, y en cuanto llegó al
manicomio lo primero que dijo a las enfermeras cuando la serenaron fue que
la habían mandado allí porque conocía un secreto de él, pero que pensaba
destruir a aquel hombre de por vida y abrir la boca en cuanto llegase el
momento.
«Diría lo mismo cuando usted con tanta imprudencia le ayudó en su fuga.
Y lo dijo (como me enteré el verano pasado) a aquella desgraciada mujer que
se casó con nuestro caballero bonachón y anónimo recientemente fallecido. Si
esa desventurada señora o usted mismo hubiesen insistido con mi hija para que
les explicara a qué se refería, la hubieran visto perder su seguridad de pronto y
volverse indecisa, nerviosa y perpleja; ustedes hubieran descubierto que lo que
yo estoy diciendo ahora es la pura verdad. Sabía que existía un secreto, sabía
quién estaba relacionado con él y a quién perjudicaría si se descubriera, pero,
aparte de éstos, por muchos misterios que hubiese anunciado a quienes no la
conocían, hasta el día de su muerte no llegó a saber más.
«¿He satisfecho su curiosidad? Sea como fuere, me he esmerado bastante
por satisfacerla. En realidad no queda nada por decir ni de mí ni de mi hija. En
lo que a ella se refiere, mi única culpa es la de haber accedido a encerrarla. Me
dieron el texto de la carta sobre las circunstancias en que mi hija fue recluida
en el manicomio, que yo debía escribir en respuesta a la de una cierta señorita
Halcombe, quien se interesó por aquella historia y quien, seguramente había
oído muchas mentiras sobre mi persona, mentiras que le contaría una lengua
muy acostumbrada a decirlas. Luego hice lo que pude por encontrar a mi hija
perdida e impedir que hiciera algún daño, indagué en el pueblo donde, como
me habían dicho erróneamente, se la había visto. Más todas estas pequeñeces
tendrán poco interés o ninguno para usted después de lo que sabe.
Hasta aquí me he dirigido a usted en términos más amistosos. Pero no
puedo terminar esta carta sin dirigirle una palabra de reproche o de censura.
«En el curso de nuestra conversación se refirió usted con atrevimiento a la
paternidad de mi difunta hija, como si su origen pudiera ponerse en duda. ¡Fue
sumamente inoportuno y muy poco propio de un caballero por su parte! Si
alguna vez volvemos a vernos, haga el favor de recordar que no admitiré que
se trate mi reputación con libertades, y que la atmósfera moral de
Welmingham (usando una frase favorita de mi amigo el rector) no debe
mancharse con conversaciones frívolas de cualquier género. Si usted se
permite dudar de que mi marido fue el padre de Anne me insulta del modo
más grosero. Si usted ha experimentado y si continúa aún experimentando una
morbosa curiosidad por este tema, le aconsejo que deseche esa curiosidad para
siempre en su propio interés. A este lado de la tumba, señor Hartright, si bien
al otro puede ocurrir algo distinto, nunca verá usted satisfecha su curiosidad
sobre esa materia.
«Quizá, después de lo que acabo de decirle, considere usted oportuno
disculparse conmigo. Hágalo y recibiré gustosa sus disculpas. Después, si
desea una segunda entrevista, daré un paso más y le recibiré a usted también.
Sí me puedo permitirme el lujo de invitarle a tomar té y no porque las
circunstancias hayan empeorado para mí. Creo haberle dicho que he vivido
siempre con holgura de mis rentas, y en estos últimos veinte años he ahorrado
un capital suficiente para todo el resto de mi vida. No pienso irme de
Welmingham. Me quedan una o dos ventajas que no he conseguido tener aún
en este pueblo. El pastor me saluda, como usted ha comprobado. Está casado,
y su mujer no es tan amable como él. Pienso ingresar en la Sociedad de
Dorcas, y entonces la mujer del pastor estará obligada a saludarme.
«Si usted me honra con su visita no olvide que la conversación versará
sobre temas indiferentes. No intente aludir a esta carta, será inútil, estoy
decidida a negar el hecho de haberla escrito. La evidencia está destruida por el
incendio, lo sé, pero me parece deseable, no obstante, obrar con cautela.
«Por eso no menciono aquí nombres ni hay firma debajo de estas líneas; he
cambiado la letra desde el principio hasta el fin, y yo misma llevaré la carta
cuando sea posible impedir que alguien me siga hasta mi casa. Usted no tiene
motivo para quejarse de estas precauciones, pues no afectan la información
que le proporciono considerando que le debo este servicio especial. Mi hora
del té son las cinco y media, y mis tostadas con mantequilla no esperan a
nadie.»
XI
En cuanto leí la extraordinaria misiva de la señora Catherick, mi primer
impulso fue destruirla. La abierta y desvergonzada depravación que llevaba
aquella narración desde el principio al fin, la atroz perversidad de sentimientos
que me asociaba con insistencia responsable a una tragedia de la que no era
responsable y a una muerte por la que expuse mi propia vida para evitarla, me
produjeron tal aversión que estuve a punto de romper la carta, cuando se me
ocurrió una consideración que me hizo no apresurarme a destruirla.
Aquella consideración no tenía nada que ver con Sir Percival. La
información que se me comunicaba en relación con él apenas era más que una
confirmación de aquellas conclusiones a las que ya había llegado.
Sir Percival cometió su delito tal y como yo suponía; y el que la señora
Catherick no hiciera referencia alguna al duplicado del registro que se
guardaba en Knowlesbury me reafirmó en la convicción de que la existencia
del libro, junto con el riesgo que ello implicaba, debían ser necesariamente
desconocidos para Sir Percival. Mi interés por la historia de la falsificación
había llegado ahora a su fin; y mi único objetivo al conservar la carta era
utilizarla en alguna forma en el futuro para esclarecer el último misterio que
seguía sin resolver, el origen de Anne Catherick por la línea de padre. Su
madre había deslizado en su relato dos o tres frases que podría resultar útil
recordar en su día cuando asuntos de importancia más inmediata me
permitieran disponer de ocio y buscar la prueba que faltaba. No había perdido
la esperanza de encontrar aún aquella prueba, como no había perdido mi
ansiedad por descubrirlo puesto que no había menguado mi interés por
averiguar quién era el padre de la pobre criatura que ahora descansaba en paz
junto a la tumba de la señora Fairlie.
Así pues cerré la carta y la guardé en mi cartera hasta cuando llegase la
hora de abrirla de nuevo.
El día siguiente era el último de mi estancia en Hampshire. Después de
aparecer ante el magistrado de Knowlesbury, y después de comparecer en la
encuesta aplazada, estaría libre para regresar a Londres con el tren de la tarde
o de la noche.
Mi primer cuidado por la mañana fue, como siempre, ir a correos. La carta
de Marian estaba ahí; pero cuando me la entregaron pensé que era
desacostumbradamente ligera. Abrí el sobre con ansiedad. Dentro no había
más que un trozo de papel doblado. Las breves líneas trazadas con prisa sobre
el papel decían:
«Vuelve lo antes que puedas. He tenido que mudarme de casa. Dirígete a
Gower's Walk Fulham, (número 5) Estaré esperándote aquí. No te preocupes
por nosotras. Las dos seguimos sanas y salvas. Sólo te pido que vuelvas.
Marian.
La noticia que contenían aquellas líneas, que relacioné enseguida con
algún intento de nueva felonía por parte del conde Fosco, me sobresaltó. Me
quedé inmóvil y sin respirar estrujando el papel en mi mano. ¿Qué había
sucedido? ¿Qué villanía sutil había planeado y llevado a cabo el conde
aprovechando mi ausencia? Había pasado una noche desde que Marian
escribió aquella carta, y transcurrirían varias horas más para que yo volviera a
reunirme con ellas. Y para entonces podía haber ocurrido algún nuevo desastre
que yo desconocía. ¡Y tenía que seguir aquí a millas y millas de distancia,
sumiso, doblemente sumiso a lo que disponía la ley!
No sé a qué olvido de mis obligaciones me hubieran conducido mi
ansiedad y mi alarma, si no hubiese sido por la influencia tranquilizadora de
mi fe en Marian. La absoluta confianza que sentía por ella fue la única
consideración terrenal que me ayudó a dominarme y me animó a esperar. La
encuesta fue el primero de los impedimentos que estaba en mi camino de
libertad de acción. Me presenté allí a la hora estipulada; las formalidades
legales requerían mi presencia en la corte, pero resultó que no era para que yo
volviese a prestar mi declaración. Aquella dilación innecesaria fue una prueba
dura, aunque hice lo posible para aplacar mi impaciencia siguiendo el juicio
con la mayor atención.
El procurador londinense del muerto (el señor Merriman) se hallaba entre
los testigos. Pero resultó totalmente incapaz de asistir los propósitos de la
encuesta. Lo único que pudo decir, fue que estaba inefablemente impresionado
y asombrado, y que no podía arrojar luz alguna sobre las misteriosas
circunstancias del caso. De cuando en cuando en el transcurso de la encuesta
aplazada, sugería preguntas que el juez de instrucción planteaba luego, pero
que no condujeron a ninguna parte. Después de un interrogatorio paciente que
se prolongó casi tres horas y que agotó toda fuente de información asequible el
jurado pronunció el veredicto habitual en los casos de muerte repentina por
accidente. Se añadió a la decisión formal una declaración que indicaba que no
había pruebas que demostrasen la forma en que se habían robado las llaves ni
qué causó el incendio, ni con qué finalidad el difunto había entrado en la
sacristía. Este acto cerraba el juicio. El representante legal del difunto se
quedó para cumplir con los requisitos de los preparativos para el entierro y los
testigos quedamos en libertad para retirarnos.
Resuelto a no perder un minuto en presentarme en Knowlesbury, pagué mi
cuenta del hotel y alquilé un cabriolé que debía conducirme hasta aquella
ciudad. Un señor que me oyó dar esta orden y que vio que estaba solo, me dijo
que vivía en las afueras de Knowlesbury y preguntó si yo tenía algo en contra
si él compartía el cabriolé para volver a su casa. Por supuesto, acepté su
proposición.
Durante el camino nuestra conversación giró, naturalmente, alrededor del
único tema apasionante de interés local.
Mi nuevo amigo conocía un poco al procurador del difunto Sir Percival, y
el señor Merriman había estado hablando con él del estado en que se
encontraban los asuntos del caballero difunto y de la sucesión de sus
propiedades. Los problemas de Sir Percival eran bien conocidos por todo el
condado, a lo que su procurador hizo de la necesidad una virtud y reconoció su
existencia. Sir Percival había muerto sin dejar testamento y no dejaba
posesiones personales que hubiera podido legar; la fortuna que había heredado
de su mujer se la tragaron sus acreedores. El heredero de su finca (ya que Sir
Percival no dejó descendencia) era el hijo de un primo de Sir Félix Glyde,
oficial de la Marina que mandaba entonces uno de los buques que hacen el
comercio con la India. Iba a encontrarse su inesperada herencia embargada de
deudas, pero con el tiempo las posesiones se restablecerían y, si «el capitán»
era hombre habilidoso, antes de morir podría ser rico.
Aunque absorto en mis pensamientos sobre el regreso a Londres, esta
información (que los acontecimientos confirmaron por entero) tenía un
aspecto interesante que atrajo mi atención. Pensé que aquello me justificaba el
mantener en secreto mi descubrimiento del fraude de Sir Percival. El heredero
cuyos derechos éste había usurpado era el mismo que ahora entraría en
posesión de la finca. Sus rentas de veintitrés años, que debieron haber sido las
que el difunto había derrochado hasta el último penique, habían volado
irrecuperablemente. Si yo hablaba mi declaración no favorecería a nadie. Si
guardaba el secreto, ocultaría la villanía del hombre que con engaños indujo a
Laura a casarse con él. Por el bien de Laura deseaba ocultarla, y por su bien
también cuento esta historia con nombres supuestos.
Me despedí de mi ocasional compañero al llegar a Knowlesbury y me
dirigí en seguida al municipio. Como era de esperar, nadie se había presentado
para mantener la acusación. Se cumplieron las formalidades necesarias y
quedé absuelto. Al salir del juzgado me entregaron una carta del señor
Dawson. Me comunicaba que por motivos profesionales estaba ausente de la
ciudad y me repetía su ofrecimiento de brindarme toda la ayuda que estuviese
en su mano. Le escribí una contestación expresándole mi cordial
agradecimiento por su amabilidad y disculpándome por no poder darle las
gracias personalmente a causa de que un asunto apremiante reclamaba mi
regreso inmediato a Londres.
Media hora después me dirigía a Londres en el tren expreso.
Llegué a Fulham entre nueve y diez de la noche; y no tardé en encontrar
Gower's Walk.
Laura y Marian salieron juntas a recibirme a la puerta. Creo que no
habíamos sospechado qué fuerte lazo nos ataba a los tres, hasta que llegó
aquella noche que volvía a unirnos. Nos encontramos como si hubieran pasado
meses sin vernos, y no unos pocos días. El rostro de Marian estaba fatigado y
lleno de ansiedad. En el momento en que la miré, vi a quien sabía todos los
peligros y soportaba todas las angustias durante mi ausencia. Un aspecto más
animado y un espíritu más alegre que observé en Laura me dijeron con qué
cuidado se le había ahorrado todo conocimiento de la espantosa muerte
acaecida en Welmingham y de la verdadera razón por la que habíamos
cambiado de casa.
El ajetreo del traslado pareció divertirla y atraerla. Hablaba de ello como si
fuera una feliz ocurrencia de Marian para darme una sorpresa, para que yo, al
volver, encontrase aquel cambio de una calle estrecha y ruidosa por una
agradable vecindad, de árboles, prados y un río. Estaba llena de proyectos para
el futuro: dibujos que iba a terminar, los compradores que yo había encontrado
durante mi viaje, los chelines y peniques que tenía ahorrados y que abultaban
tanto su bolso que pidió, con orgullo, sopesarlo en mi propia mano. Aquella
maravillosa transformación que se había apoderado de ella durante mi
ausencia, fue para mí una sorpresa a la que yo no estaba preparado y era al
valor de Marian y al amor de Marian a lo que yo debía la indecible felicidad
de observarla.
Cuando Laura nos dejó y pudimos hablar sin disimulos, intenté expresar de
alguna forma la gratitud y la admiración que llenaba mi corazón. Pero aquella
criatura generosa no quiso escucharme. Esta abnegación sublime de las
mujeres, que da tanto y pide tan poco, volvió todos los pensamientos de
Marian desde su propia persona hacia mí.
—Tenía sólo un momento hasta que saliera el correo —me dijo—; si no, te
hubiera escrito con más detalles. Pareces cansado y deshecho, Walter, ¿será
que mi carta te ha alarmado tanto?
—Sólo al principio —contesté—. Mi confianza en ti, Marian, serenó mis
pensamientos. ¿He estado en lo cierto al atribuir este inesperado cambio de
casa a alguna amenaza odiosa del conde Fosco?
—Estás en lo cierto —me dijo—. Le vi ayer, y peor aún, Walter: hablé con
él.
—¿Hablaste con él? ¿Sabía él dónde vivíamos? ¿Fue a nuestra casa?
—Sí. Vino a casa, pero no subió. Laura no lo vio; ella no sospecha nada.
Voy a contarte cómo ocurrió: el peligro, creo y espero, ha pasado para
siempre. Ayer yo estaba en el salón, en nuestra antigua casa. Laura estaba
sentada a la mesa y dibujaba, yo hacía la limpieza. Hubo un momento en que
pasé delante de la ventana y al pasar miré a la calle. Allí en la acera de
enfrente vi al conde Fosco hablando con un hombre...
—¿Te vio él a ti en la ventana?
—No.… por lo menos eso creí. Verlo me sobresaltó tanto que no podía
estar segura.
—¿Quién era el otro? ¿Lo conocías?
—Sí, lo conocí, Walter. En cuanto pude respirar de nuevo lo reconocí. Era
el dueño del manicomio.
—¿El conde le estaba señalando nuestra casa?
—No. Hablaban como si se hubieran encontrado en la calle por casualidad.
Me quedé junto a la ventana mirándolos desde detrás de los visillos. Si hubiera
dado la vuelta, y si Laura hubiera visto mi cara en aquel momento... ¡Pero
gracias a Dios estaba absorta en sus dibujos! Pronto se despidieron. El dueño
del manicomio se dirigió a una parte y el conde, a la otra. Tuve la esperanza de
que estuvieran en aquella calle por casualidad, hasta que vi que el conde
volvía. Se paró de nuevo frente a nuestra casa, sacó su agenda y el lápiz,
escribió algo y cruzó la calle dirigiéndose a la tienda que hay en la planta baja.
Salí corriendo del cuarto, así que Laura no tuvo tiempo de mirarme y le dije
que se me había olvidado una cosa arriba. En cuanto cerré la puerta de la
habitación, bajé hasta el primer piso y quedé a la espera: estaba decidida a
pararle si intentaba subir. Pero no intentó hacerlo. La criada de la tienda salió a
la escalera con la tarjeta en la mano. Era una tarjeta grande y dorada con su
nombre y una coronita encima y abajo estaban escritas con lápiz estas líneas:
«Querida señorita (¡así! el muy villano se atrevía aún a dirigirse a mí de este
modo): querida señorita, le suplico una entrevista para tratar un asunto
importante para los dos. Si uno es capaz de pensar, ante graves dificultades
piensa con rapidez.»
Creí que podía ser un error fatal callarme yo y dejarte a ti en oscuridad
cuando se trataba de un asunto relacionado con una persona como el conde.
Sentí que el temor acerca de lo que él podía emprender mientras tú no estabas,
me sería diez veces más insoportable si me negaba a verlo que si consentía.
«Dígale al señor que me espere en la tienda —dije—. Iré en seguida». Subí
corriendo a buscar mi capota, resuelta a no dejarle hablar conmigo dentro de la
casa. Yo reconocía su voz profunda y estridente y temía que Laura pudiera
oírla incluso desde la tienda. En menos de un minuto ya estaba de nuevo en la
escalera y abrí la puerta de la calle. El salió de la tienda y se dirigió hacia mí.
Era él, vestido de luto riguroso, con su elegante saludo y su sonrisa asesina,
rodeado de unos niños y mujeres ociosas que contemplaban con la boca
abierta su gordura, sus caras ropas negras y su largo bastón con puño de oro.
Los horrorosos tiempos de Blackwater retornaron a mí en cuanto lo vi. La
antigua repulsión me invadió en cuanto se quitó su sombrero con adornos y
me habló como si el día anterior nos hubiéramos separado en los términos más
cordiales.
—¿Recuerdas lo que te dijo?
—No te lo puedo repetir, Walter. Tan sólo vas a saber qué me dijo de ti
pero no puedo repetir lo que me dijo de mí. Fue aún peor que la refinada
insolencia de su carta. Si fuera hombre, le habría golpeado. Aplaqué el prurito
con mis manos rompiendo en mil pedazos su tarjeta debajo de mi chal. Sin
contestarle una palabra eché a andar para alejarme de la casa (por temor a que
Laura nos viese); él me siguió sin dejar de protestar débilmente. En la primera
bocacalle me volví hacia él y le pregunté qué quería de mí. Quería dos cosas:
la primera si yo no veía en ello inconveniente, expresarme sus sentimientos.
Me negué a conocerlos. La segunda, repetirme la advertencia que me había
hecho en su carta. Le pregunté cuál era el motivo para repetirla. Se inclinó,
sonrió, y dijo que me lo iba a explicar. Sus explicaciones confirman por
completo los temores de que te hablé cuando te marchabas. Te acordarás que
te dije que Sir Percival era demasiado terco para seguir el consejo de su amigo
en lo que se refería a ti; y que no había peligro que temer del conde mientras
nada amenazase sus propios intereses, que sería cuando él actuase por su
cuenta.
—Lo recuerdo Marian.
—Bueno, resultó ser cierto. El conde ofreció su consejo que fue rechazado.
Sir Percival no quiso consultar más que con su violencia, su obstinación y su
odio hacia ti. El conde le dejó hacer, pero antes, para el caso de que algo
amenazara luego sus propios intereses, se enteró en secreto de dónde vivíamos
nosotros. Los hombres del abogado te siguieron cuando volviste a casa
después de tu primer viaje a Hampshire, en la primera parte de tu camino
desde la estación, y el propio conde luego, y llegó hasta la puerta de la casa.
Cómo consiguió que tú no lo vieses, eso no me lo dijo; pero lo cierto es que
nos encontró entonces y de esta manera. Cuando nos descubrió, no se
aprovechó de lo que sabía hasta que recibió la noticia de la muerte de Sir
Percival, y entonces, como te dije, decidió actuar por su cuenta dando por
hecho que ahora te volverías contra él, que fue cómplice del difunto en la
conspiración. Sin tardar convino una entrevista con el dueño del manicomio en
Londres y lo llevó adonde se ocultaba su enferma prófuga, creyendo que
cualquiera que fuese el resultado, te verías envuelto en un sinfín de disputas y
complicaciones legales y tendrías las manos atadas para emprender algo contra
él. Este era su propósito, tal como él mismo me lo confesó. La única
consideración que le hizo vacilar en el último momento...
—¿Sí?
—Walter, es muy duro reconocerlo, pero ¡debo hacerlo! Yo fui aquella
única consideración. No encuentro palabras para decir qué humillada me
siento en mi propia estimación cuando pienso en eso, pero el único punto débil
del carácter férreo de este hombre es la horrible admiración que le inspiro. Por
respeto a mí misma yo procuraba no verlo mientras podía; pero sus miradas y
sus actos me obligan a reconocer la vergonzosa verdad. Los ojos de ese
monstruo de maldad se humedecieron cuando me hablaba. ¡Sí, Walter! Me
declaró que en el momento de mostrar al doctor nuestra casa pensó en la
angustia que me produciría estar separada de Laura, en mi castigo si me
llamasen a contestar por haber organizado su fuga..., y se expuso a lo peor que
tú puedas hacerle, y es la segunda vez que se arriesga por mi bien. Todo lo que
me pedía, era que no olvidase su sacrificio y que moderase tus ímpetus, pues
sería en su propio interés el interés que, tal vez, no sería capaz de tener en
cuenta en la próxima ocasión. No se lo prometí, antes prefería morir. Pero le
crea o no, sea verdad o mentira que dio al doctor una excusa para alejarle, una
cosa es indudable: vi al médico marcharse sin dirigir siquiera una ojeada a
nuestra ventana ni hacia nuestra casa.
—Lo creo, Marian. Los hombres mejores, ¿no son capaces de caer alguna
vez? ¿Por qué los peores no van a dejarse llevar alguna vez por el bien? Al
mismo tiempo sospecho que él sólo pretende asustarte amenazándote con
aquello que en realidad no puede hacer. Dudo de que pudiera perjudicarnos
con ayuda del dueño del manicomio, ahora que Sir Percival está muerto y que
nadie manda sobre la señora Catherick. Pero continúa. ¿Qué te dijo de mí el
conde?
—Por fin habló de ti. Sus ojos se encendieron y endurecieron y su tono
volvió a ser como yo lo recordaba de otros tiempos, con esa mezcla de
resolución despiadada y de burla escarnecedora que hace imposible
comprender sus intenciones. «¡Advierte al señor Hartright! —me dijo con la
mayor solemnidad. Tendrá que tratar con un hombre de cabeza, un hombre al
que le importan dos cominos las leyes y convenios sociales si se enfrenta
CONMIGO. Si mi llorado amigo hubiera hecho caso, el asunto de la encuesta
se hubiera dedicado al cuerpo del señor Hartright. Pero mi llorado amigo era
terco. ¡Vea usted! Llevo luto por él, en mi alma, por dentro, y por fuera, sobre
mi sombrero. Esta gasa trivial habla de unos sentimientos ante los que yo exijo
al señor Hightright respeto. ¡Se trasformarían en una enemistad
inconmensurable si él intenta perturbarlos! Que se contente con poseer lo que
posee, con lo que lo dejo intacto a él y a usted, por consideración a usted.
Dígale (saludándole en mi nombre) que si me molesta se enfrentará con
FOSCO. Hablando con lenguaje del pueblo, le anuncio que Fosco no le teme a
nadie». Sus fríos ojos grises se clavaron en mi rostro, se quitó el sombrero
solemnemente, se inclinó ante mí y me dejó sola.
—¿No volvió?, ¿no dijo otras palabras de despedida?
—Llegó a la esquina, me saludó con la mano y luego la llevó al corazón
con gesto teatral. Después de esto le perdí de vista. Se marchó en la dirección
opuesta a nuestra casa y yo volví corriendo. Antes de entrar en casa había
decidido que debíamos marcharnos. Aquella casa, (sobre todo cuando no
estabas tú) era un sitio peligroso en lugar de servirnos de refugio, desde que el
conde lo había descubierto. Si hubiese estado segura de que ibas a volver
quizá me hubiera arriesgado a esperar tu llegada. Pero no estaba segura de
nada y obraba obedeciendo al primer impulso. Tú habías hablado, antes de
irte, de mudarnos a un lugar más tranquilo, donde el aire fuese más puro, que
sería bueno para la salud de Laura. Me bastó recordárselo y sugerirle que te
sorprenderíamos y te ahorraríamos trabajo si arregláramos el traslado en tu
ausencia, para que Laura desease que nos mudáramos tanto como yo. Me
ayudó a empaquetar tus cosas y ella las ha ordenado en tu nuevo cuarto de
trabajo que tienen aquí.
—¿Qué te hizo pensar en venir a este sitio?
—Mi desconocimiento de otros suburbios de Londres. Sentía la necesidad
de alejarnos lo más posible de nuestro antiguo alojamiento; yo conocía un
poco Fulham, pues de niña estuve en un colegio de aquí. Así que envié recado
por un mensajero para ver si el colegio existía aún. Resultó que sí: las hijas de
mi antigua maestra eran las que lo regentaban ahora, y fueron ellas las que
encontraron esta casa siguiendo las indicaciones que yo les había hecho llegar.
Fue precisamente a la hora de salir el correo cuando llegó el mensajero
trayendo las señas de esta casa. Nos pusimos en camino al oscurecer y
llegamos aquí sin que nadie nos viera. ¿He hecho bien, Walter? ¿He
justificado tu confianza en mí?
Le contesté con calor y agradecimiento, las palabras me salían de corazón.
Pero mientras yo hablaba la expresión de ansiedad no desaparecía de su rostro,
y la primera pregunta que me hizo cuando terminé, se refería al conde Fosco.
Vi que había cambiado su idea sobre él. No manifestaba nuevos accesos de
ira contra él, no volvía a implorarme apresurar mi ajuste de cuentas con él.
Su convicción de que la horrenda admiración que le inspiraba a aquel
hombre, era de veras sincera, parecía haber aumentado cien veces su
desconfianza ante sus impenetrables argucias, parecía haber ahondado su
terror innato ante la energía perniciosa y el dominio que aquel hombre tenía
sobre todas sus facultades. Su voz sonaba baja, su tono era vacilante, sus ojos
escudriñaron los míos con ansia y temor cuando me preguntó qué opinaba yo
sobre aquel mensaje, qué pensaba hacer ahora, después de conocerlo.
—No han pasado muchas semanas, Marian —le contesté—, desde que
tuve mi entrevista con el señor Kyrle. Cuando nos separamos, las últimas
palabras sobre Laura que le dirigí fueron éstas: «La casa de su tío se abrirá
para recibirla en presencia de todos y cada uno de los que siguieron la falsa
procesión fúnebre hasta la tumba; la mentira que atestigua su muerte ha de
arrancarse públicamente de las piedras del sepulcro con autorización del
cabeza de familia y esos dos hombres que la han ofendido responderán ante mí
de su crimen aunque la justicia que se sienta en los tribunales sea impotente
para perseguirlos». Uno de estos hombres no puede ser castigado por los
mortales. Queda el otro y mi resolución sigue siendo la misma.
Sus ojos brillaron, sus mejillas se encendieron. No dijo nada, pero vi en su
rostro que la llenaban los mismos sentimientos que a mí.
—No voy a ocultarte ni a ocultarme a mí mismo —proseguí—, que
tenemos delante una perspectiva más que dudosa. Los riesgos que hasta ahora
hemos corrido son, quizá, baladíes comparados con los riesgos que nos
amenazan en el futuro, pero se debe probar suerte, Marian, a pesar de todo. No
soy suficientemente fuerte para enfrentarme a un hombre como el conde, si no
me preparo para luchar con él. He aprendido a tener paciencia; puedo esperar.
Que crea que sus advertencias han producido efecto; que no vuelva a saber ni
a oír nada de nosotros; que tenga todo el tiempo que necesite para sentirse
seguro, y su propia naturaleza petulante, a no ser que me equivoque,
precipitará el resultado. Esta es una razón para que esperemos; pero también
hay otra más poderosa aún. Mi situación, Marian, respecto a Laura y respecto
a ti, debería estar más fortalecida de lo que está ahora, antes de que yo pruebe
nuestra suerte por última vez.
Se inclinó hacia mí con expresión de sorpresa.
—¿Cómo se puede fortalecerla?
—Te lo diré —contesté—, cuando llegue la hora. No ha llegada todavía y
quizá no llegue jamás. Tal vez lo calle a Laura siempre; debo callártelo ahora
incluso a ti, hasta que esté convencido de que puedo hablar sin perjudicar a
nadie y con toda nobleza. Dejemos este tema. Existe otro que reclama nuestra
atención con la mayor urgencia. Tú le has ocultado a Laura piadosamente la
muerte de su marido...
—Walter, creo que pasará mucho tiempo antes de que podamos decírselo,
¿verdad?
—No, Marian. Es mejor que tú se lo reveles ahora antes de que una
casualidad que nunca se puede prever se lo revele en un futuro. Ahórrale todos
los detalles, explícaselo poco a poco, pero dile que ha muerto.
—¿Tienes alguna otra razón, Walter, para desear que conozca la muerte de
su marido, además de la que acabas de darme?
—Sí, la tengo.
—¿Una razón que está relacionada con ese tema del que no podemos
hablar nosotros y del que quizá nunca puedas hablar con Laura?
Recalcó especialmente estas últimas palabras. Cuando le di la respuesta
afirmativa, las recalqué yo también.
Su rostro palideció. Durante unos instantes estuvo mirándome con un
interés triste e inseguro. Una ternura desacostumbrada resplandeció en sus
ojos oscuros y ablandó sus firmes labios, cuando lanzó una mirada a la silla
vacía en la que solía sentarse la compañera querida de todas nuestras penas y
alegrías.
—Creo que lo entiendo —dijo—. Creo que es mi deber ante ella y ante
Walter contarle la muerte de su marido.
Suspiró, apretó mi mano por un momento, la soltó en seguida y salió de la
estancia. Al día siguiente supo Laura que la muerte la había redimido y que la
desgracia y equivocación de su vida yacían enterradas en la tumba de su
esposo.
Su nombre no volvió a pronunciarse entre nosotros. Desde aquel momento
rehuíamos la menor aproximación al tema de su muerte; y con el mismo
escrupuloso empeño, Marian y yo evitamos toda mención de aquel otro tema
que de mutuo acuerdo no se debía tocar aún. No estaba por ello más apartado
de nuestras mentes, más bien estaba vivo en ellas a fuerza de la prohibición
que nos habíamos impuesto. Los dos observábamos a Laura con más afán que
nunca; esperando a veces con ilusión, a veces con miedo, que llegase la hora.
Poco a poco habíamos vuelto a llevar nuestra vida de siempre. Retomé mis
trabajos que había suspendido durante mi viaje a Hampshire. Nuestra nueva
casa nos costaba más que las habitaciones, más pequeñas y menos cómodas,
que habíamos dejado; ello requería de mí esfuerzos más grandes,
requerimiento que un futuro que se nos presentaba lleno de dudas hacía más
apremiante. Podían surgir contingencias que agotarían nuestro modesto capital
depositado en el banco, y el trabajo de mis manos podía resultar un día el
único medio que nos quedase para mantenernos. Un empleo más seguro y más
lucrativo que aquél del que yo disponía, era una necesidad, dada nuestra
situación; una necesidad que me apliqué ahora a satisfacer.
No se debe concluir que el intervalo de descanso y de retraimiento que
estoy describiendo, hubiese suspendido del todo, por mi parte, toda
persecución del único propósito imperante con el que en estas páginas van
unidos mis pensamientos y mis actos. Debían pasar meses y meses desde
entonces, para que aquel propósito me dejase libre de su poder. Su lento
madurar aún me dejará tomar alguna medida de precaución, cumplir con
alguna obligación de gratitud y resolver alguna cuestión dudosa.
La medida preventiva estaba relacionada con el conde. Era de suma
importancia averiguar si entraba en sus planes permanecer en Inglaterra o,
dicho en otras palabras, permanecer a mi alcance. Pude aclarar esta duda con
medios muy sencillos. Puesto que conocía su dirección en St. John's Wood, fui
a indagar en aquel barrio y encontré al agente que administraba la casa
amueblada donde vivía el conde, pregunté si era posible que el número cinco
de Forest Road estuviese en alquiler dentro de un tiempo razonable. Recibí
una respuesta negativa. Se me informó que el caballero extranjero que residía
entonces en la casa había renovado su contrato prolongándolo por otros seis
meses y que ocuparía la finca hasta finales de junio del año siguiente.
Estábamos a comienzos de diciembre. Dejé al administrador liberado de mis
temores de que el conde se escapara.
La obligación de gratitud que me quedaba por cumplir me llevó una vez
más a casa de la señora Clements. Le había prometido volver y contarle
aquellos detalles relacionados con la muerte y entierro de Anne Catherick, que
había tenido que silenciar durante nuestra primera entrevista. Ahora que las
circunstancias habían cambiado no había inconveniente alguno para que yo
confiase a esta buena mujer aquella parte de la historia de la conspiración que
es preciso referirle. Tenía todas las razones que la compasión y el sentido
amistoso pudieran proporcionar para darme prisa en cumplir mi promesa, y la
cumplí a conciencia y con esmero. No hay necesidad de lastrar estas páginas
describiendo cuanto pasó en el curso de aquella entrevista. Será más oportuno
decir que la propia entrevista trajo a mi mente la única cuestión dudosa que
quedaba aún por resolver: ¿cuál era el origen de Anne Catherick por línea
paterna?
Multitud de distintas consideraciones en relación con este tema —de por sí
bastante insignificantes, pero inmensamente importantes si se las examinaba
en su conjunto— me habían llevado en los últimos tiempos a una conclusión
que decidí comprobar. Obtuve permiso de Marian para escribir al comandante
Donthorne, de Varneck Hall (en cuya casa la señora Catherick había vivido
durante años antes de casarse). Se las planteé en nombre de Marian
explicando, para justificar mi intención, que estaban relacionadas con ciertos
asuntos de su familia que sólo tenían un interés personal. Cuando escribía la
carta, no sabía a ciencia cierta si el comandante Donthorne vivía todavía, y eso
contando con la posibilidad de que así fuese y de que él estuviese en
condiciones y tuviese deseos de contestarme.
Al cabo de dos días llegó la prueba, en forma de una carta, de que el
coronel estaba vivo y dispuesto a ayudarnos.
La idea que yo tenía en la cabeza al escribirle y el carácter de mis
preguntas podrán deducirse fácilmente de su respuesta. Su carta contestaba a
mis preguntas comunicándome los siguientes hechos importantes:
En primer lugar, que el difunto Sir Percival Glyde, de Blackwater Park, no
había puesto jamás los pies en Varneck Hall. Aquel caballero era un perfecto
desconocido para el comandante Donthorne y para toda su familia.
En segundo lugar, que el difunto señor Philip Fairlie, de Limmeridge
House, durante su juventud fue íntimo amigo y constante huésped del
comandante Donthorne. Tras refrescar su memoria consultando cartas viejas y
otros papeles, el comandante podía afirmar con toda seguridad que el señor
Philip Fairlie estuvo en Varneck Hall en el mes de agosto de mil ochocientos
veintiséis y que permaneció allí para participar en la cacería todo el mes de
septiembre y parte de octubre siguiente. Entonces se fue, por lo que el
comandante sabía a Escocia y no retornó a Varneck Hall hasta tiempo después,
cuando llegó allí estando ya casado.
Esta información, considerada aisladamente, tenía tal vez poca importancia
positiva; pero relacionándola con algunos hechos que Marian y yo sabíamos
que eran ciertos, sugería una conclusión palmaria que se nos presentaba como
irrefutable.
Ahora sabíamos que el señor Philip Fairlie estuvo en Varneck Hall en el
otoño de mil ochocientos veintiséis, y en la misma época estaba allí de
doncella la señora Catherick; sabíamos también: primero, que Anne nació en
junio de mil ochocientos veintisiete; segundo, que desde siempre presentaba
una semejanza extraordinaria con Laura, y tercero, que, a su vez, Laura se
parecía de manera increíble a su padre. El señor Philip Fairlie había sido en su
tiempo uno de los hombres más famosos por su apostura. De natural
completamente distinto a su hermano Frederick, era el niño mimado de la
sociedad, sobre todo entre las mujeres, un hombre apacible, despreocupado,
impulsivo y afectuoso, generoso hasta el derroche, de principios lasos por
naturaleza y notoriamente indolente ante las obligaciones morales cuando se
trataba de mujeres. Tales eran los hechos que sabíamos; y tal el carácter del
hombre. Seguramente no hace falta aclarar a qué conclusión natural nos
llevaba aquello.
Bajo la nueva luz que me alumbraba ahora, incluso la carta de la señora
Catherick, en contra de su intención, aportó su grano de arena en fortalecer la
suposición a la que yo había llegado. Había descrito a la señora Fairlie (en su
carta a mí) como «de aspecto insignificante» que «había logrado pescar, hasta
obligar a casarse con ella, al hombre más guapo de Inglaterra». Ambas
afirmaciones se hacían de forma gratuita y las dos eran falsas. Los celos (que,
en una mujer como la señora Catherick se expresarían más bien llena de
malicia mezquina antes que quedar silenciados) me parecieron el único motivo
razonable de aquella peculiar insolencia con que ella se refería a la señora
Fairlie, cuando las circunstancias no le exigían hacer referencia alguna a
aquélla.
Esta mención del nombre de la señora Fairlie sugiere obviamente otra
pregunta. ¿Sospechó ella quién podría ser el padre de la niña que trajeron a su
escuela de Limmeridge?
Mirian no tenía dudas al respecto. La carta de la señora Fairlie dirigida a su
marido, aquella que Marian me había leído otrora —la carta en que se
describía el parecido entre Anne y Laura y se hablaba de su interés afectuoso
por la pequeña forastera— fue escrita, sin duda alguna, con la mayor inocencia
del alma. Pensándolo bien, resulta poco probable que el mismo señor Fairlie
estuviese más cerca que su mujer de sospechar la verdad. Las circunstancias
tristemente engañosas en que la señora Catherick se casó, el propósito de
ocultación que aquel matrimonio debía conseguir, bien podía hacerla callar por
precaución y también, quizá, por resguardar su propio orgullo, asumiendo
incluso que ella tuviera a su disposición medios para comunicarse con el padre
de su futuro hijo cuando aquél se había marchado.
Cuando esta suposición se asomó a mi mente, brotó de mi memoria la
evocación de la condena en la que todos hemos pensado en su día con
extrañeza y con pavor: «la iniquidad de los padres recaerá sobre los hijos» Si
no hubiera habido aquel parecido fatal entre las dos hijas de un mismo padre,
la conspiración de la que Anne fue instrumento inocente y Laura la inocente
víctima jamás hubiera podido ser planteada: ¡Con qué rigor terrible e infalible
la larga cadena de circunstancias condujo desde el mal que el padre había
cometido por ligereza, hasta el ultraje desalmado infligido a su hija!
Estos pensamientos me asaltaron como tantos y tantos otros que llevaban
mi imaginación hasta el pequeño cementerio de Cumberland, donde reposaba
ahora Anne Catherick. Recordé los días pasados cuando la vi junto a la tumba
de la señora Fairlie, cuando la vi por última vez. Pensé en sus pobres manos
débiles acariciando la lápida y en sus palabras de súplica fatigosa que le
murmuraba a los restos de su protectora y su amiga. «¡Oh, si pudiera morir y
descansar contigo!». Había transcurrido poco más de un año desde que ella
pronunció aquel deseo, y, ¡de qué manera tan inexorable y tan terrible se había
cumplido! Las palabras que dijo a Laura a la orilla del lago, eran ahora
realidad. «¡Si pudiera enterrarme junto a su madre! ¡Si pudiera despertar a su
lado cuando la trompeta del ángel resuene y nuestras tumbas cedan a sus
muertos a la resurrección!» ¡A través de cuántos crímenes y horrores mortales,
a través de cuántos vericuetos tenebrosos del camino que lleva a la Muerte,
Dios guio a aquella criatura abandonada hacia su última morada que en vida
jamás hubiera esperado alcanzar! Ahí (lo digo en mi corazón), ahí —si yo
tuviera poder de disponerlo así— sus restos mortales deben permanecer
componiendo la sepultura con la amada amiga de su infancia, con el recuerdo
querido de su vida. ¡Este reposo debe ser sagrado, esta compañía debe ser
perdurable!
Así la figura fantasmal, recurrente en estas páginas, recurrente en mi vida,
desciende a las Tinieblas impenetrables. Por vez primera vino a mí como una
Sombra en la soledad de la noche. Como una Sombra se aleja en la soledad de
la muerte.
¡Adelante ahora! Adelante en el camino que pasa por otras escenas y nos
conduce a tiempos más radiantes.
FIN DE LA SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
I
Han transcurrido cuatro meses. Ha llegado abril, el mes de la primavera, el
mes de los cambios. El curso del tiempo siguió en nuestro nuevo hogar
durante el intervalo desde el comienzo del invierno con paz y serenidad. Yo
había empleado bien el largo ocio, había ampliado mucho el círculo de mis
clientes y había dado un fundamento más sólido a nuestros medios de vida.
Liberada de la tensión y de la ansiedad que la habían sometido a una prueba
tan dura y la atosigaron durante tanto tiempo, Marian recobró su ánimo; y la
energía natural de su carácter le iba retornando junto con buena parte —
aunque no por completo— de su espíritu independiente y vigoroso de tiempos
pasados.
Más flexible ante el cambio que su hermana, Laura presentaba un progreso
más notable que las influencias saludables de su nueva vida habían producido.
La mirada de dolor y de cansancio que había envejecido su rostro
prematuramente, iba abandonándola con rapidez; y la expresión que había sido
uno de sus principales atractivos en los días pasados, fue el primero de sus
encantos que ahora había vuelto. Observándola con más detenimiento,
descubrí tan sólo una consecuencia seria de la conspiración que había
amenazado su vida y su razón. Su recuerdo de los acontecimientos desde el
período en que vivió en Blackwater Park hasta el período en que nos
encontramos en el cementerio de la iglesia de Limmeridge, parecía
desesperadamente irrecuperable. A la menor referencia a aquélla época, se
inmutaba y temblaba como antes; sus palabras se confundían; su memoria
tambaleaba y se perdía impotente. En esto, y sólo en esto, el rastro del pasado
se había grabado profundamente, demasiado profundamente para poderlo
borrar.
En todo lo demás había avanzado tanto en su camino de recuperación, que
en sus mejores días a veces se portaba y hablaba como la Laura de tiempos
antiguos. Aquel cambio feliz produjo en nosotros dos su resultado natural. Los
recuerdos imperecederos de nuestra vida en Cumberland despertaban ahora de
su largo dormitar, en ella y en mí; recuerdos que no eran otros que los de
nuestro amor.
Paulatina e imperceptiblemente nuestras relaciones de cada día se hacían
tirantes. Las palabras cariñosas que con tanta naturalidad le dirigía en los días
de su pena y sufrimiento, extrañamente ahora no acudían a mis labios. En los
días cuando en mi mente estaban tan presentes el miedo de perderla, yo
siempre la besaba al despedirnos por las noches y cuando nos encontrábamos
por las mañanas. Ahora parecía que este beso estaba olvidado por nosotros,
que había desaparecido de nuestras vidas. Nuestras manos temblaban de nuevo
al tropezarse. Apenas nos atrevíamos a mirarnos siquiera, si Marian no se
hallaba presente. La conversación, cuando quedábamos a solas se desvanecía a
menudo. Cuando la rozaba casualmente, sentía latir mi corazón deprisa como
latía en Limmeridge, y veía cómo en respuesta se encendía en sus mejillas el
adorable rubor, como si de nuevo estuviéramos en medio de las colinas de
Cumberland, como si de nuevo fuéramos maestro y discípula. A veces Laura
se quedaba callada y pensativa, pero cuando Marian se lo preguntaba, negaba
que hubiera estado pensando. Yo mismo me sorprendí un día olvidando mi
trabajo por soñar ante un pequeño retrato en acuarela que hice en el pabellón
de verano donde nos habíamos encontrado por primera vez, exactamente como
solía olvidar los grabados del señor Fairlie por soñar ante aquella imagen
recién terminada de pintar en aquellos tiempos lejanos. Por cambiadas que
estuvieran ahora todas las circunstancias, la relación entre los dos en los días
dorados de nuestra amistad parecía haber resucitado junto con el resucitar de
nuestro amor. ¡Aquello era como si el tiempo nos hubiera llevado atrás a la
ruina de nuestras esperanzas tempranas, a la antigua y familiar ribera!
A cualquier otra mujer le hubiera podido decir las palabras decisivas que
aún vacilaba en decirle a ella. Su incapacidad de valerse por sí misma, su
soledad y su dependencia de todo el restringido afecto que yo podía mostrarle;
mi temor a rozar demasiado pronto alguna secreta sensibilidad suya que mi
instinto de hombre no hubiese sido bastante fino para descubrir..., todas estas
consideraciones y otras semejantes me volvían silencioso y desconfiado de mí
mismo. Sin embargo, yo comprendía que la reserva entre los dos debía
terminar, que la actitud que el uno mantenía frente al otro, debía ser cambiada
de alguna forma segura, en pro de nuestro futuro; y que era mi obligación
antes que nadie, reconocer la necesidad del cambio.
Cuanto más pensaba sobre la relación entre nosotros, más difícil me
parecía cambiarla, mientras las condiciones domésticas en que vivíamos los
tres desde principios de invierno continuaban siendo las mismas. No puedo
explicar el caprichoso estado de ánimo que engendró esta sensación pero, sin
embargo, se apoderó de mí la idea de que un previo cambio de sitio y de
circunstancias, una repentina ruptura de la tranquila monotonía de nuestras
vidas que transformase las apariencias caseras bajo las que estábamos
acostumbrados a presentarnos unos a otros, podrían abrirme el camino para
hablar y podrían hacer más fácil y menos embarazosa para Laura y Marian la
tarea de escuchar.
Llevaba este propósito cuando dije una mañana que creía que todos
merecíamos unas vacaciones y un cambio de aire. Después de alguna
reflexión, se decidió que iríamos unas dos semanas al mar.
Al día siguiente dejamos Fulham para trasladarnos a una población
tranquila de la costa del Sur. En aquella época temprana fuimos los únicos
forasteros en el pueblo. Las rocas, la playa y el campo nos ofrecían la soledad
que tanto perseguíamos. El aire era suave; los panoramas de colinas, bosques y
valles estaban hermosos con su alteración constante de luz y sombra en abril;
el mar, nunca quieto, se removía debajo de nuestras ventanas, como si se
deleitara también, como la tierra, de la frescura de la primavera.
Era mi obligación ante Marian consultar con ella antes de hablar a Laura y
dejarme guiar después por su consejo.
Al tercer día de nuestra llegada encontré una oportunidad para hablarle a
solas. En el mismo instante en que nuestras miradas se cruzaron, su rápido
instinto descubrió en mi mente el pensamiento antes de que lo expresara. Con
su habitual energía y decisión, ella habló en seguida.
—Estás pensando en aquel tema al que te referías cuando estuvimos
hablando a solas la noche en que volviste de Hampshire —me dijo—. Desde
hace algún tiempo estoy esperando que vuelvas a hablar de él. Es necesario
que algo cambie en nuestra casa, Walter; no podemos seguir mucho tiempo
como estamos ahora. Lo veo con tanta claridad como tú, con tanta claridad
como lo ve Laura, aunque ella no dice nada. ¡De qué modo tan extraño los
viejos tiempos de Cumberland parecen haber vuelto! Tú y yo juntos de nuevo,
y el único tema de interés entre nosotros es Laura, de nuevo. Poco falta para
que se me antoje que este cuarto es el pabellón de verano de Limmeridge, y
que esas olas que se oyen a nuestras espaldas, se rompen en nuestra ribera.
—En aquellos días pasados me guio tu consejo —le dije—; y ahora,
Marian, cuando la confianza es diez veces mayor, quiero que él vuelva a
guiarme.
Respondió estrechando mi mano entre las suyas. Vi que la había
emocionado profundamente mi recuerdo del pasado. Estábamos sentados junto
a la ventana, y mientras yo hablaba y ella escuchaba, contemplábamos la
magnificencia de la luz del sol resplandeciendo sobre el majestuoso mar.
—Sea cual fuere el resultado de estas confidencias —continué—, y—
terminen feliz o desgraciadamente para mí, los intereses de Laura seguirán
siendo los de mi vida. Cuando nos vayamos de aquí, sea cual sea la relación
que nos una, mi determinación de arrancar al conde Fosco la confesión que no
llegué a obtener de su cómplice, irá a Londres conmigo, tan seguro como que
yo mismo voy. Ni tú ni yo podemos decir cómo ese hombre querrá defenderse
de mí si lo cojo entre la espada y la pared; sólo sabemos por sus propias
palabras y actos que es capaz de atacarme haciendo mal a Laura y sin vacilar
un instante y sin un asomo de remordimiento. En nuestra actual situación, no
tengo sobre ella derecho alguno de los que sanciona la sociedad y protege la
ley, y que me apoyaría en mi resistencia ante él o en mi protección de ella.
Esto me deja con una seria desventaja. Si he de luchar por nuestra causa contra
el conde, con una fuerte conciencia de la seguridad de Laura, debo luchar por
mi mujer. ¿Estás de acuerdo conmigo, en esto Marian?
—Estoy de acuerdo con cada palabra que has dicho, —contestó.
—No quiero suplicar hablando de mi corazón —seguí— ni quiero apelar al
amor que ha sobrevivido todos los cambios y todas las conmociones, quiero
fundar mi única vindicación de pensar y de hablar de ella como de mi mujer y
en aquello que acabo de decir. Si la posibilidad de conseguir del conde la
confesión es como supongo, la última posibilidad real de establecer
públicamente el hecho de la existencia de Laura, la razón menos egoísta que
puedo aducir en defensa de nuestro matrimonio está reconocida por nosotros
dos. Pero, quizá me equivoco en mi opinión y tenemos a nuestro alcance otros
medios de conseguir nuestro propósito, medios más seguros y menos
peligrosos. Me he afanado por buscarlos en mi imaginación pero no los he
encontrado. ¿Los conoces tú?
—No. También yo he estado pensando en eso, pero fue en vano.
—Por lo que parece —continué—, se te han ocurrido las mismas
preguntas, al considerar este tema difícil, que se me han ocurrido a mí.
¿Debemos llevarla a Limmeridge, ahora que de nuevo se parece a sí misma y
confiar en que la reconozca la gente del pueblo o los niños de la escuela?
¿Debemos someterla al examen legal de su letra? Suponte que así lo hagamos.
Suponte que se la ha reconocido y que la identidad de su letra está
restablecida. ¿Proporcionará el éxito en ambos casos algo más que un
excelente fundamento para el juicio en el tribunal de justicia? ¿Demostrarán el
reconocimiento y la letra su identidad al señor Fairlie?, ¿la llevará de nuevo al
castillo de Limmeridge, en contra del testimonio de su tía, en contra el
testimonio del certificado médico, en contra del hecho del entierro y del de la
inscripción sobre la tumba? ¡No! Lo único que podemos esperar es suscitar
serias dudas acerca del hecho de su muerte, dudas que sólo podrá aclarar una
investigación legal. Voy a suponer que disponemos (en realidad no es así) del
dinero suficiente para sufragar esta investigación en todas sus etapas. Voy a
suponer que los prejuicios del señor Fairlie pueden ceder ante los
razonamientos; que el falso testimonio del conde y de su mujer puedan
rebatirse; junto con todos los demás testimonios falsos que el reconocimiento
no pueda atribuirse a que se haya confundido Laura con Anne Catherick ni
que nuestros enemigos declaren que la letra es un engaño inteligente, —todas
éstas son suposiciones que, más o menos, pasan por altas probabilidades reales
—, pero asumámoslas y preguntémonos a nosotros mismos: ¿Cuál sería la
primera consecuencia de la primera pregunta que se haga Laura misma sobre
el tema de la conspiración? Sabemos demasiado bien cuál será esta
consecuencia, puesto que sabemos que jamás ha recobrado sus recuerdos de lo
que le había pasado en Londres. Examinémosla en privado, examínesela en
público, es totalmente incapaz de ayudar a la defensa de su propio caso. Si tú,
Marian, no lo ves con la misma claridad con que lo veo yo, mañana mismo
iremos a Limmeridge para hacer este experimento.
—Sí lo veo, Walter. Incluso si dispusiéramos de medios para pagar todos
los gastos legales, incluso si al final ganásemos, el retraso sería insoportable;
la continua tensión, después de todo lo que hemos tenido que aguantar ya, me
rompería el corazón. Tienes razón, cuando dices que no tiene sentido ir a
Limmeridge. Pero yo quisiera estar segura también de que tienes razón al
decidir que hay que recurrir a la última posibilidad y probar la suerte con el
conde. ¿Hay aquí alguna posibilidad?
—Indudablemente, la hay. Es la posibilidad de restablecer la fecha
olvidada del viaje de Laura a Londres. No voy a repetir las razones que te di
hace ya algún tiempo pero estoy más convencido que nunca de que hay
discrepancias entre la fecha de aquel viaje y la del certificado de muerte. Ahí
está el punto débil de la conspiración entera y todo se vendrá abajo si la
atacamos de este lado, y los medios necesarios para emprender el ataque están
en posesión del conde. Si consigo arrebatárselos el objetivo de tu vida y de la
mía será alcanzado. Si fracaso, el perjuicio infligido a Laura nunca será
remediado en el mundo.
—Pero, Walter, ¿crees que fracasarás?
—No me atrevo a presagiar el éxito; y, por esa misma razón, Marian, te
habló con esta claridad y franqueza. En mi corazón y en mi conciencia, creo
que las esperanzas del futuro para Laura son precarias. Sé que ha perdido su
fortuna, sé que la última posibilidad de devolverle su sitio en el mundo está en
manos de su peor enemigo, de un hombre que ahora es absolutamente
inexpugnable y que puede permanecer inexpugnable hasta el fin. Ahora que
ella ha perdido todas sus ventajas mundanas; cuando toda esperanza de
recobrar su dignidad y su situación es más que dudosa; cuando por delante no
tiene otro porvenir más claro que el que su marido quiera prepararle ahora, el
pobre profesor de dibujo puede por fin abrir su corazón sin hacer daño a nadie.
En los días de su prosperidad, Marian, yo sólo guiaba su mano que pido, ahora
en el tiempo de la adversidad, como la mano de mi esposa.
Los ojos de Marian buscaron los míos mirándome con cariño; yo no podía
decir nada más. El corazón me rebosaba, mis labios temblaron. A pesar mío yo
estaba a punto de implorar su compasión. Me levanté para salir de la
habitación. Ella se levantó al mismo tiempo, puso suavemente su mano sobre
mi hombro y me detuvo.
—¡Walter! —me dijo—, una vez os separé para bien tuyo y para bien de
ella. ¡Espera aquí, hermano mío! Espera, mi más querido y más fiel amigo,
hasta que Laura venga y te diga lo que he hecho.
Por primera vez desde la mañana en que nos despedimos en Limmeridge
rozó con sus labios mi frente. Una lágrima resbaló por mi mejilla cuando me
besó. Se volvió con prontitud, señaló la silla de la que yo me había levantado,
y salió de la habitación.
Me senté junto a la ventana para aguardar allí esta crisis de mi vida.
Durante aquel lapso sobrecogedor mi mente estaba enteramente en blanco. No
tenía conciencia más que de una intensidad dolorosa de todos mis sentidos de
percepción. El sol me cegaba con su brillo, las blancas gaviotas que se
perseguían a lo lejos me parecía que aleteaban junto a mi cara, el plácido
murmullo de las olas en la playa se asemejaba para mis oídos a un trueno.
La puerta se abrió y Laura entró sola en la habitación. Así había entrado en
el salón de desayuno de Limmeridge aquella mañana en que nos separamos.
Entonces se me acercó a paso lento e inseguro, llena de tristeza y vacilación.
Ahora la felicidad apresuraba sus pies, la felicidad iluminaba su rostro. Sólo
aquellos brazos queridos me rodearon, sólo aquellos labios dulces buscaron
los míos.
—¡Mi vida! —murmuró—, ¡ahora podemos confesar que nos queremos!
Su cabeza se anidó con audacia y ternura en mi pecho.
—¡Oh —me dijo con inocencia—, por fin soy tan feliz!
Diez días después éramos aún más felices. Estábamos casados.
II
El curso de esta narración que avanza irrefrenable, me separa de los días
primeros de nuestro matrimonio y me lleva adelante, hacia el fin.
Quince días después estábamos los tres de vuelta en Londres y sobre
nosotros se cernía la sombra de la próxima batalla.
Marian y yo estuvimos atentos a mantener a Laura en ignorancia de la
causa que había precipitado nuestro regreso, la necesidad de no perder al
conde. Estábamos a comienzos de mayo y el plazo de su alquiler de la casa en
Forest Road expiraba en junio. Si lo renovaba (y yo tenía motivos que no
tardaré en explicar, para creer que así lo haría), podía estar seguro de que no se
escaparía. Pero, si por algún motivo, el conde defraudase mis expectativas y
abandonase el país entonces yo no tendría tiempo que perder para prepararme
al enfrentamiento lo mejor posible.
En la primera plenitud de mi nueva felicidad hubo momentos en que mi
resolución tambaleaba, momentos, cuando me tentaba la idea de vivir seguro y
contento, ahora que la aspiración más acariciada de mi vida se había
consumado por fin con la posesión del amor de Laura. Por primera vez pensé,
con el corazón en vilo, en que el riesgo era grande, en las adversidades que me
esperaban; en la hermosa promesa de nuestra nueva vida y en el peligro en que
podía poner la felicidad que nos habíamos ganado con tantas dificultades. ¡Sí!
Permítanme reconocerlo honestamente. Por un tiempo erré, dulcemente guiado
por el amor, lejos del propósito al que había sido fiel bajo la disciplina más
rigurosa y en los días más oscuros. Con inocencia, Laura me había tentado de
apartarme del camino arduo; con inocencia, le estaba destinado llevarme hacia
él de nuevo.
A veces, visiones del terrible pasado, sueltas, le recordaban aún, en el
misterio del sueño, los sucesos que se habían perdido para que su memoria
renaciera sin dejar rastro. Una noche (dos semanas escasas después de nuestra
boda) la observaba dormir cuando vi lágrimas asomarse lentamente en sus
párpados cerrados y oí palabras que ella susurraba apagadamente y que me
dijeron que su espíritu retornaba de nuevo al viaje fatídico desde Blackwater
Park. Aquella queja inconsciente, tan conmovedora y tan horrible en medio de
su sueño sagrado me abrasó como el fuego. Al día siguiente regresamos a
Londres; fue el día en que la resolución volvió a mí, diez veces más firme.
Lo primero que necesitaba era saber algo de aquel hombre. Hasta entonces,
la verdadera historia de su vida era para mí un secreto impenetrable.
Comencé a revisar las escasas fuentes de información que tenía a mi
alcance. El importante relato del señor Frederick Fairlie (que Marian había
obtenido siguiendo las indicaciones que le había dado en invierno) resultó no
tener valor para el objetivo especial que yo perseguía estudiándolo ahora. Al
leerlo pensé de nuevo en el ardid que me reveló la señora Clements, en la
retahíla de engaños que habían atraído a Anne Catherick a Londres y que la
sometieron a los intereses de la conspiración. Aquí, una vez más, estaba fuera
de mi alcance para que yo pudiese sacar algún provecho práctico.
Luego pensé en las páginas del Diario de Marian escritas en Blackwater
Park. Le pedí volver a leerme el fragmento en que se hablaba de su antigua
curiosidad por el conde y de algunos detalles de su vida que ella había
descubierto.
El pasaje al que me refiero se encuentra en aquella parte de su diario que
traza su carácter y su aspecto físico. Marian dice de él que «desde hace
muchos años no ha cruzado las fronteras de su patria», que «le preocupa saber
si en la ciudad más próxima a Blackwater Park vivían algunos caballeros
italianos» y que «recibe cartas que llevan toda clase de estampillas a cual más
rara y una vez recibió una con un sello grande que parecía oficial». Marian se
inclina a considerar que su prolongada ausencia de su patria puede explicarse
si suponemos que es un exiliado político. Pero por otra parte no consigue
conciliar esta idea con el hecho de que haya recibido del extranjero aquella
carta con un «sello grande que parecía oficial», pues las cartas del continente
dirigidas a exiliados políticos suelen ser las últimas que los correos extranjeros
honoren de esta forma.
Estas consideraciones que leí en el Diario, junto a algunas conjeturas que
hice al conocerlas, me sugirieron una conclusión que sorprendentemente, no se
me había ocurrido antes. Ahora me dije a mí mismo la frase que Laura un día
había pronunciado ante Marian en Blackwater Park, aquella frase que Madame
Fosco había oído cuando escuchó detrás de su puerta: ¡el conde es un espía!
Laura le aplicó aquella palabra al azar, llevada por la natural indignación
ante la manera en que se había portado con ella. Yo se la apliqué con el
consciente convencimiento de que su vocación en la vida era la de un Espía.
Suponiéndolo así la razón por la que el conde se quedaba en Inglaterra tanto
tiempo después de que los objetivos de la conspiración habían sido
alcanzados, se me presentaba más que comprensible.
Estoy hablando del año en que se celebró la famosa Exposición del Palacio
de Cristal de Hyde Park. A Inglaterra habían llegado, y seguían llegando
todavía visitantes extranjeros en un número extraordinario. Se encontraban
entre nosotros miles de hombres a los cuales la desconfianza incesante había
seguido en secreto, por medio de agentes especialmente designados a nuestros
puertos. En mis conjeturas, ni por un momento incluía al hombre de
capacidades y de la situación social que poseía el conde en la categoría y clase
de ordinarios espías extranjeros. Sospeché que él ocupaba una posición de
autoridad, que el gobierno al que secretamente servía, le había confiado
organizar y dirigir a los agentes enviados a este país, tanto hombres como
mujeres; pensé que la señora Rubelle, a la que con tanta oportunidad
encontraron para que desempeñase el papel de enfermera en Blackwater Park,
era con toda probabilidad una de éstos.
Suponiendo que mi idea fuese cierta, la situación del conde pudiera
resultar más precaria de lo que hasta entonces me permitía creer. ¿A quién
deberé acudir yo ahora para aprender algo más sobre la historia de aquel
hombre y sobre el hombre mismo, de lo que yo sabía entonces?
En tal contingencia, se me ocurrió, naturalmente, que un compatriota suyo
en quien yo podía confiar era la persona más indicada para ayudarme. El
primero en quien pensé en aquellas circunstancias era también el único
italiano con quien me unía íntima amistad... mi extravagante y diminuto
amigo, el profesor Pesca.
El profesor ha estado tanto tiempo ausente de estas páginas que hay cierto
riesgo de que se le haya olvidado al lector.
Es una ley necesaria de una historia como la mía que las personas
relacionadas con ella aparezcan cuando el curso de los acontecimientos los
alcanzan; ellos van y vienen, no al antojo de mi parcialidad personal, sino por
el derecho de su relación directa con las circunstancias que se han de precisar.
Por esta razón Pesca, lo mismo que mi madre y mi hermana, han quedado
lejos, al fondo de este relato. Mis visitas a la casa de Hampstead; la creencia
de mi madre en la privación de Laura de su identidad que la conspiración
había consumido; mis esfuerzos vanos por derrotar el prejuicio del que su
celoso efecto para mí las mantenía partidarias; la necesidad dolorosa, que
aquel prejuicio me imponía de ocultarles mi matrimonio hasta que ellas
pudieran hacer justicia a mi mujer... todos estos pequeños incidentes
domésticos no se han contado porque no eran esenciales para el interés
principal de la historia. No añadieron nada a mis ansiedades ni amargaron más
mis contratiempos. El desarrollo pertinaz de los acontecimientos los ha
pasado, inexorable, de largo.
Por la misma razón no he dicho aquí nada sobre el consuelo que encontré
en el afecto fraternal de Pesca por mí, cuando volví a verlo después del
repentino final de mi residencia en Limmeridge. No he mencionado la lealtad
que me mostró mi cariñoso amigo acompañándome hasta el embarcadero
cuando me marchaba a América Central; ni la explosión estridente de júbilo
con que me recibió cuando nos encontramos en Londres de nuevo. Si me
hubiese parecido justificado aceptar las ofertas de empleo que él me hizo, a mi
regreso, ya habría reaparecido hace mucho tiempo. Pero, aunque yo sabía que
podía confiar en su honor y en su valentía incondicionalmente, no tenía la
misma seguridad en lo que concernía a su discreción; y por esta razón
únicamente, continuaba solo el curso de mis investigaciones. Ahora debe
quedar claro que Pesca no estaba apartado de toda relación conmigo ni con
mis intereses, si bien hasta ahora estaba apartado de toda relación con el
avance de este relato. Seguía siendo mi amigo, tan bueno y tan comprensivo
como lo había sido siempre en su vida.
Antes de pedir a Pesca su ayuda necesitaba ver con mis propios ojos quien
era el hombre al que me iba a enfrentar. Hasta aquel entonces jamás había
puesto la vista en el conde Fosco.
Tres días después de mi regreso, junto con Laura y Marian, a Londres, salí
a dar un paseo solitario por Forest Road en St. John's Wood, entre las diez y
las once de la mañana. El día era espléndido, yo tenía unas cuantas horas por
delante y me pareció probable que si esperase un poco, vería al conde salir de
casa. No tenía especiales motivos para temer que me conociese a la luz del día
ya que la única vez que me había visto fue cuando me siguió hasta mi casa por
la noche.
No vi a nadie en las ventanas que daban a la calle. Di una vuelta alrededor
de la casa y miré por encima de la tapia baja del jardín. Una de las ventanas
traseras de la planta baja estaba subida y en el hueco estaba tendida una red.
No vi a nadie, pero de la habitación me llegaron primero un silbido estridente
y el cantar de los pájaros y luego la voz sonora y retumbante —que me era
familiar por la descripción de Marian—: «Venid aquí, a mi dedo, pre— pre—
preciosos míos —gritaba la voz—. ¡Venid, trepad aquí! Una, dos, tres, ¡pío,
pío, pío!» El conde estaba amaestrando a sus canarios, como solía
amaestrarlos en Blackwater Park en tiempo de Marian.
Esperé un poco más y cesaron el cantar y el silbar «¡Venid aquí, dadme un
besito preciosos míos!» continuó diciendo aquella voz profunda. Luego oí
gorjeos y trinos que le respondían. Una risa baja y untuosa. Silencio por un
minuto. Y luego oí abrirse la puerta de la casa. Di la vuelta y eché a andar. La
magnífica melodía del Sacerdote de «Moisés» de Rossini, cantada por una
sonora voz de bajo, resonó majestuosa en medio del silencio de suburbio que
reinaba en aquel lugar. La puerta del jardín se abrió y volvió a cerrarse. El
conde salía a la calle.
Cruzó la calzada y se dirigió hacia la parte occidental del Regent's Park. Yo
me quedé al otro lado de la calle a cierta distancia de él y me encaminé en la
misma dirección.
Marian me había advertido de su alta estatura, su monstruosa corpulencia y
su ostentoso atuendo de luto, pero no de la horrible lozanía, vigor y vitalidad
de aquel hombre. Llevaba sus sesenta años como si no llegaran a cuarenta.
Caminaba con paso ligero y arrogante, y sombrero ladeado balanceando su
gran bastón, canturreando por lo bajo y mirando de vez en cuando hacia las
casas y jardines que se enfilaban a los lados del camino, con soberbia y
risueña superioridad. Si dijeran a un extraño que todo el vecindario le
pertenecía, este extraño no se sorprendería al oírlo. No miró ni una vez atrás ni
demostró prestar atención ni a mí ni a nadie de los que pasaban por su lado,
excepto cuando, de cuando en cuando, sonreía o gorjeaba con un buen humor
paternal y bonachón, a las nodrizas y niños que encontraba en su camino. Así
llegamos hasta las numerosas tiendas instaladas en la parte exterior de las
terrazas del oeste del parque.
Allí se detuvo ante una pastelería, entró (quizá para hacer un encargo) y
salió en seguida con una tarta en la mano. Un italiano hacía sonar un organillo
frente a la tienda y un mono miserable y encogido se sentaba encima del
instrumento. El conde se detuvo, rompió un trocito de la tarta para sí y con
aire de seriedad entregó al mono el resto, «¡Mi pobre pequeño! —le dijo con
grotesca ternura—. Creo que tienes hambre. ¡En el sagrado nombre de la
humanidad te ofrezco este almuerzo!» El organillero dirigió al caritativo
caballero un ruego quejumbroso, pidiéndole un penique. El conde se encogió
de hombros con desdén y pasó de largo.
Cruzamos los barrios más lujosos y con tiendas mejores, entre New Road y
Oxford Street. El conde se detuvo una vez más y entró en una pequeña tienda
de óptica con un letrero en el escaparate anunciando que allí se hacían
reparaciones. Salió con unos gemelos de teatro en la mano, dio unos pasos y se
paró ante un cartel de la Opera colocado en la entrada de una tienda de música.
Leyó el cartel con atención, se quedó pensativo un instante y luego llamó a un
coche vacío que pasaba a su lado. Al teatro la Opera, al despacho de billetes,
dijo al cochero y el coche se puso en marcha.
Yo crucé la calle y miré a mi vez el cartel. Se anunciaba la representación
de «Lucrecia Borgia» que tendría lugar aquella noche. Los gemelos del teatro
en la mano del conde, la atención con que estuvo leyendo el cartel y la
dirección que dio al cochero, todo indicaba que el conde se proponía engrosar
el número de espectadores. Yo tenía la posibilidad de conseguir un pase para
dos personas para estar detrás de las butacas por medio de uno de los pintores
del decorado del teatro que antaño había sido un buen amigo mío. Cuando
menos, existía una posibilidad de que pudiera ver bien al conde entre el
público y de que pudiera verlo también mi acompañante; y en este caso
aquella misma noche yo iba a saber si Pesca conocía a aquel compatriota suyo.
Esta consideración fue la que me decidió sobre mis planes para aquella
noche. Conseguí las entradas y por el camino dejé una nota en casa del
profesor. A las ocho menos cuarto fui a recogerlo para llevarlo al teatro.
Encontré a mi diminuto amigo en un estado de gran excitación, con una festiva
flor en el ojal y, bajo su brazo, los gemelos más grandes que he visto en mi
vida.
—¿Está usted preparado? —le pregunté.
—Perfectamente —dijo Pesca.
Nos dirigimos al teatro.
III
Resonaban las últimas notas de la obertura de la ópera y todos los asientos
detrás de las butacas estaban ocupados, cuando Pesca y yo llegamos al teatro.
Sin embargo, había mucho sitio en el pasillo que rodeaba el patio de
butacas que era precisamente la posición más indicada para el propósito que
me había conducido allí. Al principio me acerqué a la barrera que nos separaba
de los palcos y busqué al conde en esta parte del teatro. Él no estaba allí.
Avancé por el pasillo que estaba a la izquierda del escenario, mirando con
atención a mi alrededor y lo vi sentado en una butaca. Ocupaba un sitio
excelente, a unos doce o catorce asientos del pasillo y a tres filas de los palcos.
Me situé exactamente a la altura de su asiento y Pesca se puso a mi lado. El
profesor no sabía aún por qué lo había traído al teatro y estaba bastante
sorprendido al ver que no nos acercábamos más al escenario.
Se levantó el telón y comenzó la ópera.
Durante todo el primer acto nos quedamos en el mismo sitio; el conde,
absorta su atención en la orquesta y el escenario, no nos dirigió ni una mirada
distraída. No perdía ni una nota de la deliciosa música de Donizetti. Sentado
en su butaca, mucho más alto que sus vecinos, sonreía y de vez en cuando
movía su enorme cabeza con gesto de deleitación. Cuando los que estaban a su
lado aplaudían al final de un aria (como tiene que aplaudir el público inglés en
tales circunstancias siempre), sin la menor consideración para el tiempo
orquestal que sigue inmediatamente después, el conde miraba a sus vecinos
con una expresión de asesinato y levantaba una mano en señal de súplica
cortés. A los pasajes más refinados del canto, a las frases más delicadas de la
música que no despertaban aplausos de los demás, sus gordas manos
adornadas con guantes de cabritilla negra, perfectamente ajustados, esbozaban
unas palmadas que denotaban la apreciación culta de un conocedor de la
música. En estos momentos su untuoso murmullo de aprobación «¡Bravo!
¡Bravo!» resonaba en el silencio como el ronquido de un gato gigantesco. Los
que estaban sentados más cerca de él, gente de las provincias, de caras
ingenuas y sonrosadas que, perplejas, se calentaban a la luz del sol del
elegante Londres, esta gente, al verlo y al oírlo, empezó a seguir su pauta.
Muchos aplausos del patio de butacas pendieron aquella noche del palmoteo
suave y confortable de aquellas manos embutidas en guantes negros. La
vanidad voraz de aquel hombre devoraba aquel tributo impuesto por él a su
supremacía de situación y de juicio crítico, y lo hacía sin disimular el placer
inmenso que ello le producía. Las sonrisas no cesaban de contorsionar su
grueso rostro. Cuando la orquesta hacía una pausa, el conde echaba una ojeada
en torno suyo, con la serena satisfacción que le producían él mismo y sus
prójimos. «¡Ya! ¡Ya! Estos ingleses, estos bárbaros están aprendiendo algo de
MI. ¡Aquí, allí y acullá, yo —Fosco— soy una influencia que se deja sentir, un
hombre que ocupa un sitio soberano!» Si los rostros hablasen, el suyo hablaría
entonces, y éstas serían las expresiones que emplease.
Cayó el telón al terminar el primer acto y el público se levantó para salir de
la sala. Este momento era el que yo esperaba, el momento de comprobar si
Pesca lo conocía.
El conde se levantó como los demás y pasó majestuosamente revista a los
ocupantes de los palcos, armados con sus gemelos de teatro. Al principio me
daba la espalda, pero luego se volvió para mirar a los palcos que estaban
encima de nosotros usando sus gemelos durante unos minutos, apartándolos
luego, pero mirando siempre hacia arriba. Este fue el momento que elegí,
mientras se podía ver bien su rostro, para llamar la atención de Pesca.
—¡Conoce usted a ese hombre? —le pregunté.
—¿Qué hombre, amigo mío?
—Ese hombre alto y grueso que está ahí de pie con la cara hacia nosotros.
Pesca se puso de puntillas y miró al conde.
—No —contestó el profesor—. Ese hombre grande y grueso me es
desconocido. ¿Es alguien famoso? ¿Por qué me lo señala?
—Porque tengo razones particulares para desear saber algo de él. Es un
compatriota suyo y se llama el conde Fosco ¿Le suena ese nombre?
—Tampoco, Walter. Tanto el nombre como la persona me son
desconocidos.
—¿Está usted seguro de no conocerle? Mírelo otra vez, mírelo con
atención. Cuando salgamos del teatro le diré por qué me preocupa esto tanto.
Espere y suba aquí, le ayudo, así podrá verlo mejor.
Ayudé al hombrecillo a encaramarse sobre el borde de la plataforma sobre
la que estaban colocadas las butacas. Allí, la baja estatura de mi amigo dejaba
de ser una dificultad; desde allí podía mirar por encima de las cabezas de las
mujeres que se sentaban más cerca de nosotros.
Un hombre delgado, de pelo ralo, que estaba junto a nosotros, y a quien yo
no había advertido antes, un hombre con una cicatriz en la mejilla izquierda
miró con atención a Pesca cuando le ayudé a subir arriba, y luego miró con
más atención aún, siguiendo la dirección de los ojos de Pesca, al conde.
Nuestra conversación debió de haber alcanzado sus oídos —esta fue la
sensación que me dio— y debió de despertar su curiosidad.
Mientras tanto, Pesca, con la mayor serenidad, clavó sus ojos en aquel
rostro ancho, lleno, sonriente, ligeramente vuelto hacia arriba, exactamente
frente a Pesca.
—No —me dijo—. Jamás en mi vida he puesto mis ojos en ese hombre
alto y gordo.
Cuando habló, el conde bajó su mirada para examinar los palcos del
anfiteatro, situados a nuestras espaldas.
Los ojos de los dos italianos se encontraron.
Hacía un instante yo estaba perfectamente convencido con sus propias
reiteradas afirmaciones de que Pesca no conocía al conde. ¡Y un instante
después estaba igualmente convencido de que el conde conocía a Pesca!
¡Lo conocía!... Y lo que era más asombroso aún ¡le temía! No podía haber
error ante el cambio que se produjo en el rostro del bellaco. El color plomizo
que en un instante alteró su tez cetrina, la repentina rigidez de sus facciones, el
escrutinio furtivo de sus fríos ojos grises, la inmovilidad que paralizó su
cuerpo de pies a cabeza, lo dijeron todo. ¡Un terror de muerte se había
adueñado de él —de su cuerpo y de su alma— y la causa era el haber
reconocido a Pesca!
El hombre delgado de la cicatriz en la mejilla, seguía a nuestro lado. Es
obvio que también él sacó su conclusión del efecto que había producido en el
conde la presencia de Pesca, como yo había sacado la mía. Parecía una
persona afable y caballerosa, su aspecto hacía pensar que era extranjero; y su
interés por nuestro comportamiento no se expresaba de una manera que
pudiese considerarse ofensiva.
En cuanto a mí, estaba tan impresionado por la transformación que
observaba en el rostro del conde, tan desconcertado por el cariz enteramente
inesperado que habían tomado los acontecimientos, que no supe ni qué hacer
ni qué decir. Pesca me hizo volver en mí cuando se puso de nuevo a mi lado y
me habló primero.
—¡Cómo me está mirando este gordinflón! —exclamó—. ¿Me mira a mí?
¿Soy famoso? ¿Cómo puede conocerme si yo no le conozco a él?
Yo continuaba con los ojos fijos en el conde. Vi que no se movió hasta que
se movió Pesca; entonces para no perder de vista al hombrecillo, se agachó
ahora que Pesca se había bajado. Yo quería ver qué sucedería si Pesca dejaba
de mirarlo y por eso pregunté al profesor si entre las damas que ocupaban
aquella noche los palcos reconocía alguna alumna suya. Acto seguido Pesca
llevó sus gemelos a los ojos y con lentitud empezó a moverlos siguiendo los
palcos que se hallaban arriba buscando a sus alumnos por medio del escrutinio
más concienzudo.
En el momento en que se dedicó a esta tarea, el conde dio la vuelta, se
deslizó junto a quienes se sentaban entre él y el pasillo opuesto a nosotros y
desapareció en el que había en medio del patio de butacas. Cogí a Pesca del
brazo y, ante su asombro indescriptible, lo llevé apresuradamente hacia el
fondo del patio de butacas, para interceptar al conde antes de que pudiera
llegar a la puerta. Me sorprendió un poco ver que el hombre delgado se nos
adelantó eludiendo a un grupo de gente que salía al pasillo donde estábamos
nosotros y que nos obligaron a Pesca y a mí a detenernos. Cuando llegamos al
vestíbulo, el conde había desaparecido y el hombre de la cicatriz tampoco
estaba allí.
—¡Dios mío, que Dios me ampare! —gimió el profesor en un estado de
perplejidad total—. Pero, ¿qué es lo que está pasando?
Eché a andar sin contestarle. Las circunstancias en que el conde había
abandonado el teatro me hacían pensar en que su extraordinario deseo de
eludir a Pesca podía llevarlo a emprender actos más extremos aún. Podía
eludirme a mí también y salir de Londres. No me fiaba del futuro si le dejaba
un sólo día en libertad de acción. No me fiaba de aquel extranjero que había
escuchado nuestra conversación y que, como yo sospechaba, había seguido al
conde intencionadamente.
Con esta doble desconfianza en mi mente, no tardé en hacer comprender a
Pesca qué quería de él. En cuanto nos encontramos en su habitación, aumenté
cien veces su confusión y sobresalto al explicarle cuál era mi propósito con
toda la claridad y sinceridad con que he hablado de él aquí.
—Amigo mío, ¿qué puedo hacer yo? —imploró el profesor tendiendo
hacia mí sus brazos con gesto suplicante—. ¡Qué diantre, qué diantre! ¿Cómo
puedo ayudarle, Walter, si no conozco a ese hombre?
—Él le conoce a usted; le tiene miedo; se ha marchado del teatro para
eludirle. ¡Pesca! Para ello debe haber algún motivo. Mire hacia atrás, mire en
su propia vida anterior a su llegada a Inglaterra. Usted salió de Italia, como
usted mismo me lo ha dicho, por motivos políticos. Nunca me ha mencionado
estos motivos; y no se los pregunto ahora tampoco. Sólo le pido revisar sus
propios recuerdos y decirme si le sugieren que en su pasado haya causa para el
terror que haya podido producir en aquel hombre tan sólo verle a usted.
Para mi indecible sorpresa, estas palabras, que me parecían inocentes,
tuvieron el mismo extraño efecto sobre Pesca que la vista de Pesca había
tenido en el conde. La cara sonrosada de mi diminuto amigo palideció al
instante y él retrocedió lentamente, temblando de pies a cabeza.
—¡Walter! —me dijo—. ¡No sabe lo que me pide!
Hablaba en un susurro, me miraba como si de pronto yo le hubiera
revelado que nos estaba amenazando algún peligro oculto. En menos de un
minuto aquel hombrecillo alegre, vivaz, fantasioso, que conocía desde
siempre, había cambiado tanto que de haberlo encontrado en la calle, tal como
lo veía ahora con toda probabilidad no lo hubiera reconocido.
—Perdóneme, si sin querer le he causado pena y sobresalto —contesté—.
Recuerde la cruel afrenta que mi esposa ha sufrido de las manos del conde
Fosco. Recuerde que la afrenta puede quedar impune si no consigo los medios
que le obliguen a reparar el daño que hizo. Hablo en interés de mi esposa,
Pesca, le ruego una vez más que me perdone, no sé qué más decirle.
Me levanté para marcharme. Me detuvo antes de que yo llegase a la puerta.
—Espere —me dijo—. Me ha conmovido usted hasta el fondo del alma.
Usted no sabe cómo y por qué abandoné mi patria. Deje que me serene y
déjeme pensar si puedo hacerlo.
Volví a sentarme. El paseaba arriba y abajo por el cuarto, hablando sin
coherencia consigo mismo en su propia lengua. Después de dar unas cuantas
vueltas se me acercó y puso sus pequeñas manos, con insólita ternura y
solemnidad sobre mi pecho.
—Dígame con el corazón en la mano, Walter —me dijo—, ¿no existe otro
camino para llegar hasta ese hombre más que valiéndose de mí?
—No existe otro camino —contesté.
Se separó de mí de nuevo, abrió la puerta de la habitación, y con cautela se
asomó para mirar al pasillo, volvió a cerrarla y regresó a mi lado.
—Usted ganó sus derechos sobre mí, Walter —me dijo—, el día en que me
salvó la vida. Fueron suyos desde aquel instante para que los aprovechase
usted cuando quisiera. Aprovéchelos ahora. ¡Sí! Sé lo que le digo. Y las
palabras que escuchará ahora, tan verídicas como hay Dios, dejarán mi Vida
en sus manos.
La seriedad sobrecogedora con que pronunció esta extraordinaria
advertencia me convenció de que lo que decía era verdad.
—¡Piense en esto! —prosiguió, agitando con vehemencia sus manos—. No
puedo concebir qué conexión puede haber entre este hombre, Fosco, y mi vida
pasada que usted me hace recordar. Si encuentra usted la conexión guárdesela
y no me diga nada... Le ruego y le imploro de rodillas que me deje seguir
ignorándola, que me deje seguir inocente, que me deje seguir ciego en todos
los tiempos futuros, ¡que me deje estar como estoy ahora!
Dijo algunas palabras más, vacilantes y confusas, y luego volvió a
detenerse.
Vi que el esfuerzo que le costaba expresarse en inglés en una ocasión
demasiado seria para permitirle recurrir a gritos extravagantes y frases de su
habitual vocabulario, incrementaba de forma dolorosa la dificultad que él
experimentó desde el principio al tener que hablarme. Como había aprendido a
leer y comprender su idioma materno (aunque no a hablarlo) en los tiempos en
que nuestra amistad empezaba a ser íntima le ofrecí ahora que me hablase en
italiano si bien yo utilizaría el inglés para hacerle cualesquiera preguntas que
me fuesen necesarias para comprenderlo mejor. El aceptó mi proposición. En
su idioma melodioso y fluido hablado con agitación vehemente que se
manifestaba en gestos incesantes de su rostro, me llegaban ahora las palabras
que me animaron a emprender la última batalla que queda por narrar en estas
páginas.
—Lo único que sabe usted del motivo por el que abandoné Italia —
empezó él— es que fue por motivos políticos. Si yo hubiese venido a este país
perseguido por mi gobierno, no hubiera ocultado esos motivos ni a usted ni a
nadie. Pero los oculté porque ninguna autoridad gubernamental ha
dictaminado la sentencia de mi exilio. ¿Ha oído usted hablar alguna vez,
Walter, de esas Sociedades políticas que se esconden en todas las grandes
ciudades del continente europeo? Pues yo pertenecía en Italia a una de estas
sociedades y sigo perteneciendo aún aquí en Inglaterra. Cuando llegué a este
país, vine enviado por el mandato del Maestre. Fui muy celoso en mis años
jóvenes y me exponía al riesgo de comprometerme a mí mismo y a los otros.
Por este motivo me ordenaron emigrar a Inglaterra y esperar. Emigré. He
esperado. Y aún continúo esperando. Tal vez, mañana me llamen de nuevo, o
me llamen dentro de diez años. Para mí es lo mismo, aquí estoy, me mantengo
gracias a mis clases y espero. No falto a ningún juramento —sabrá ahora, por
qué— al completar mi confesión diciéndole el nombre de la sociedad a la que
pertenezco. No hago más que dejar mi vida en sus manos. Si alguien se entera
un día que lo que le estoy contando ha salido de mi boca, tan seguro como los
dos estamos ahora aquí, que soy hombre muerto.
Continuó su relato murmurando en mi oído. Guardo el secreto que así se
me comunicó. La sociedad a la que él pertenecía quedará suficientemente
definida para lo que constituye el objeto de este relato, si la llamo «La
Hermandad» en las pocas ocasiones en las que sea necesaria una referencia a
este tema.
—El objeto de La Hermandad —continuó Pesca—, es en breves palabras
el de cualquier otra sociedad política de esta índole: la destrucción de las
tiranías y la defensa de los derechos del pueblo. Los principios de La
Hermandad son dos. En tanto y mientras la vida de un hombre sea útil o
siquiera inofensiva, tiene derecho de gozar de ella. Pero si su vida inflige
agravios para el bienestar de sus prójimos, a partir de este momento pierde el
derecho, y no sólo no es un crimen, sino un mérito positivo, quitárselo. No soy
yo quien debe decir en qué circunstancias horribles de sufrimientos y de sus
opresiones salió a la luz la Sociedad. Y no son ustedes, los ingleses que han
conquistado su libertad hace tantos años y que por comodidad han olvidado la
sangre que derramaron y los extremos a que llegaron al conquistarla, y no son
ustedes los que puedan comprender hasta dónde puede llevar la más profunda
de las desesperaciones humanas a los hombres trastornados de una nación
esclavizada. El hierro que se ha metido hasta el fondo de nuestras almas ha
penetrado con demasiada profundidad para que ustedes puedan encontrarlo.
¡Dejen en soledad al refugiado! Ríanse de él, desconfíen de él, abran sus ojos
con asombro ante este «yo» secreto que late en él, algunas veces bajo las
cotidianas apariencias tranquilas y respetables de un hombre como yo y otras
bajo la pobreza vergonzante y la escualidez altanera de hombres menos
venturosos, menos pacientes y menos flexibles que yo, ¡pero no nos juzguen!
En la época de su rey Carlos I ustedes nos hubieran hecho justicia; ahora
acostumbrados al lujo de sus largos años de libertad, son incapaces de
hacerlo.»
Sus sentimientos más escondidos parecían abrirse camino para salir a flote
en estas palabras, todo su corazón se vaciaba ante mí por primera vez en
nuestras vidas, y sin embargo su voz no se levantaba; su temor ante la terrible
revelación que me estaba haciendo no lo abandonaba.
—Hasta aquí —continuó—, le parecerá que la Sociedad se asemeja a las
otras Sociedades. Su objetivo (en opinión de ustedes los ingleses) es anarquía
y revolución. Arrebatar las vidas de un mal rey o de un mal ministro es como
si el uno y el otro fueran bestias salvajes que se deben cazar a la primera
oportunidad. Le concedo eso, pero las leyes de «La Hermandad» son las leyes
que no rigen en ninguna otra sociedad política que haya sobre la faz de la
Tierra. Sus miembros no se conocen unos a otros. Hay un Presidente en Italia
y hay Presidentes en el extranjero. Cada uno de ellos tiene su Secretario. Los
presidentes y los Secretarios conocen a todos los miembros, pero éstos no se
conocen entre sí, a no ser que su Maestre considere oportuno por la necesidad
política de la época, o por la particular de la Sociedad, hacer que se conozcan.
Con semejante salvaguardia no se nos exige ningún juramento en el acto de
admisión. Nos identifica una marca secreta que todos llevamos y que dura
mientras duran nuestras vidas. Nos dedicamos a nuestros quehaceres y sólo
debemos comparecer ante el Presidente o el Secretario cuatro veces al año,
para el caso de que se requieran nuestros servicios. Se nos advierte que si
traicionamos a la Hermandad o si la ofendemos por servir otras causas,
moriremos, de acuerdo con los principios de la Hermandad; moriremos a
manos de un extraño que puede venir enviado del otro extremo del mundo
para asestar el golpe, o de la mano de nuestro más íntimo amigo, quien puede
ser miembro sin que lo sepamos a lo largo de los años de nuestra amistad. A
veces se dilata la muerte, otras sigue inmediatamente a la traición. Nuestro
primer deber es saber esperar y nuestro segundo deber es saber obedecer
cuando la orden está pronunciada. Algunos de nosotros pueden pasar
esperando su vida entera sin que se les reclame. Otros pueden ser llamados al
trabajo o a preparar un trabajo el día de la admisión. Yo mismo..., este hombre
pequeño parlanchín y campechano que ya usted conoce, quien, por su
voluntad, no sacará un pañuelo para matar una mosca que vuela junto a su
cara..., yo mismo, en mi juventud, por provocaciones tan horribles que no
quiero ni hablarle ahora de ellas, ingresé en la Hermandad llevado de un
impulso, como pudiera, llevado de un impulso, haberme matado. Ahora tengo
que permanecer en ella, me posee, piense lo que piense de ella ahora que mis
circunstancias son mejores y mi hombría es menos ardiente, y me poseerá
hasta mi último día. Estando en Italia fui elegido Secretario y todos los
miembros de aquella época que fueron presentados al Presidente, también me
fueron presentados a mí.»
Yo empezaba a comprenderlo; vi adónde conducía su extraordinaria
declaración. Pesca esperó unos instantes, observándome con gravedad,
observándome hasta que vislumbró qué estaba pasando por mi imaginación, y
sólo entonces volvió a hablar.
—Usted ha sacado ya sus conclusiones —dijo—. Lo leo en sus ojos. No
me diga nada; déjeme apartado del secreto de sus pensamientos. Déjeme hacer
un último sacrificio por su propio bien... Y cuando acabemos con este tema no
volvamos jamás a él en nuestra vida.
Me hizo señas de que no respondiese nada; se levantó, se despojó de su
chaqueta y arremangándose las mangas de la camisa me mostró el brazo
izquierdo.
—Le he prometido que esta confesión sería completa —murmuró de nuevo
a mi oído mientras mis ojos estaban fijos en la puerta—. Suceda lo que suceda
nunca podrá usted reprocharme que le haya ocultado nada que fuese necesario
conocer para servir a sus intereses. Le he dicho que la Hermandad identifica a
sus miembros por una marca que pesa sobre su cuerpo toda la vida. Va a ver
usted mismo la marca en el sitio en que la señalan.
Levantó su brazo y vi que en la parte de arriba y en el lado interior se le
destacaba la cicatriz rojiza de una quemadura profunda. Me abstengo de
describir el lema que representaba. Bastará con decir que era redonda y tan
pequeña que desaparecería debajo de la moneda de un chelín.
—Todo hombre que lleve esta señal estampada en este sitio —dijo,
volviendo a bajar la manga—, es miembro de la Hermandad. Y el hombre que
ha faltado a la Hermandad, más tarde o más temprano es descubierto por los
maestres que lo conocen bien sea por un presidente o bien por un secretario. Y
un hombre a quien los Maestres han descubierto, es hombre muerto. No hay
leyes humanas que puedan protegerle. Recuerde lo que ha oído y lo que ha
visto; saque las conclusiones que quiera, actúe como mejor le parezca. ¡Pero
en nombre del Cielo, descubra lo que descubra, haga lo que haga no me diga
nada! Déjeme libre de una responsabilidad, cuya sola idea me aterra, y que, lo
sé en mi conciencia, ahora no es mi responsabilidad. Por última vez se lo digo
por mi honor de caballero, por mis promesas de cristiano, que si el hombre que
usted me señaló en la Opera me conoce, debe estar tan desfigurado o tan
cambiado que yo no le conozco a él. Ignoro cuáles serán sus procedimientos o
sus propósitos en Inglaterra. No le he visto nunca, no he oído nunca que yo
sepa, pronunciar el nombre que está usando hasta esta noche. No tengo más
que decir. Déjeme solo, Walter. Estoy abrumado por lo que ha sucedido, estoy
asustado por lo que he dicho. Deje que intente ser yo mismo de nuevo para
cuando volvamos a encontrarnos».
Se dejó caer en una silla y dándome la espalda ocultó su rostro entre las
manos. Abrí la puerta con suavidad para no perturbarle, y me despedí de él
hablando en voz baja, con palabras que él podía recoger o no, según quisiese.
—Guardaré en los más profundo de mi corazón lo que ha sucedido esta
noche —le dije—. Jamás tendrá que arrepentirse de la confianza que ha
depositado en mí. ¿Puedo volver mañana? ¿Puedo volver por la mañana a las
nueve?
—Sí, Walter —contestó mirándome afectuosamente y hablándome de
nuevo en inglés como si su única preocupación ahora fuera retornar a nuestras
relaciones de antes—. Venga a compartir mi modesto desayuno antes de que
yo salga para emprenderla con mis alumnos.
—Buenas noches, Pesca.
—Buenas noches, amigo mío.
IV
Mi primera idea en cuanto me encontré de nuevo en la calle, fue que no me
quedaba otra alternativa más que la de actuar conforme a la información que
acababa de recibir: encontrar al conde aquella misma noche o exponerme al
riesgo de perder la última posibilidad para Laura. Miré el reloj: eran las diez
de la noche.
Ni una sombra de duda cruzó mi mente respecto al motivo por el que el
conde se había marchado del teatro. Estaba claro que escapar de nosotros
aquella noche era sólo un acto preliminar a su abandono de Londres. Aquel
hombre llevaba en su brazo la marca de la Hermandad —estaba tan seguro de
ello como si él me hubiera enseñado la quemadura— y sobre su conciencia
pesaba la traición inferida a la Hermandad, lo había visto cuando él reconoció
a Pesca.
No era difícil comprender por qué este conocimiento no fue mutuo. Un
hombre como el conde no se hubiera expuesto nunca a las terribles
consecuencias del hecho de haberse convertido en espía, sin preocuparse de su
seguridad personal con el mismo empeño con que se preocupaba de su
remuneración pecuniaria. El rostro afeitado que yo señalé en la Opera pudo
haber estado en tiempos de Pesca cubierto con barba; su oscuro cabello
castaño podía ser una peluca y su nombre, evidentemente, era falso. El
transcurso de los años le ayudaría también, pues su inmensa corpulencia quizá
hubiese aparecido en los últimos tiempos. Sobraban razones para explicar por
qué Pesca no le había reconocido; y sobraban razones para que el conde
reconociese a Pesca, cuya singular estampa lo hacía notar estuviera donde
estuviera.
He dicho que estaba seguro del propósito que el conde tenía en mente al
huir de nosotros cuando se marchó del teatro. ¿Cómo iba a dudar de este
propósito, si vi con mis propios ojos que, a pesar de aparecer bajo un aspecto
cambiado, creyó que Pesca le había reconocido, y, por lo tanto, era un peligro
para su vida? Si lograba verle aquella noche, si podía demostrarle que yo
también sabía el peligro mortal que corría, ¿qué iba a pensar? Simplemente
esto. Uno de los dos debería hacerse dueño de la situación. Uno de los dos
debía inevitablemente quedar a la merced del otro.
Era mi deber ante mí mismo considerar las posibilidades de encontrarme
con las adversidades antes de enfrentarme a ellas. Era mi deber ante mi esposa
hacer cuanto estaba en mi poder por disminuir el riesgo.
Las posibilidades de la suerte adversa no requerían escrutinio: todas ellas
convergían en una: si el conde descubría, con mi propia confesión, que el
camino más recto hacia su seguridad era quitarme la vida, probablemente era
el último hombre en la tierra que iba a desaprovechar la ocasión para distraer
mi atención y hacerlo si se encontraba conmigo a solas. El único riesgo se
presentaba, tras una breve reflexión, con bastante claridad.
Antes de hacerle saber mi descubrimiento personalmente, debía situar el
propio descubrimiento de tal forma que se pudiera utilizar en contra suya en
cualquier instante, y que estuviese a salvo de todo intento de suprimirlo que el
conde pudiera emprender. Si, antes de acercarme a él, yo dejaba bajo sus pies
una mina, y si dejaba instrucciones a una tercera persona para hacerla volar, al
expirar un plazo determinado, si antes no se recibieran indicaciones para lo
contrario procedentes de mi propia mano o de mi propia boca, en tal caso, la
seguridad del conde quedaba en entera dependencia de la mía y yo tendría una
abierta ventaja sobre él incluso estando dentro de su propia casa.
Esta idea se me ocurrió cuando me acercaba a nuestra nueva casa que
habíamos alquilado al volver de la costa. Abrí la puerta con mi llave y entré
sin molestar a nadie. En el zaguán había una vela encendida y la llevé a mi
despacho para hacer mis preparativos y disponerlo todo para mi entrevista con
el conde antes de que Laura o Marian tuvieran la menor sospecha de lo que me
proponía hacer.
Una carta dirigida a Pesca era la medida de precaución más segura que yo
podía tomar. La carta que escribí decía lo siguiente:
«El hombre que le señalé en la Opera es miembro de la Hermandad y ha
sido traidor a su confianza. Ponga a prueba estas dos afirmaciones mías
inmediatamente. Usted conoce el nombre que utiliza en Inglaterra. Vive en
Forest Road, num. 5, St. John's Wood. Por el afecto que usted me tuvo
siempre, use del poder con que está investido para actuar sin piedad y sin
dilación contra ese hombre. Yo lo he expuesto todo y todo lo he perdido.
La prenda de mi fracaso la he pagado con mi vida».
Firmé y feché estas líneas, metí la carta en un sobre y lo lacré. Encima
escribí esta disposición:
«No abra esta carta hasta mañana a las nueve. Si hasta entonces no ha
sabido nada de mí, rompa el sobre al dar el reloj las campanadas y entérese de
su contenido.»
Puse mis iniciales debajo y protegí la carta con otro sobre lacrado en el que
puse las señas de Pesca.
Ahora lo único que me quedaba por hacer era buscar el modo de enviar mi
carta a su destino inmediatamente. Al hacerlo, habría cumplido con cuanto
estaba en mi poder. Si algo me sucedía en casa del conde, ahora estaba todo
dispuesto para que él respondiese de ello con su vida.
No dudé un instante de que en manos de Pesca, si él quería hacer uso de
ellos, estaban los medios necesarios para impedirle que se escapase,
cualesquiera que fuesen las circunstancias. La extraordinaria ansiedad que
había mostrado por permanecer en la ignorancia de la identidad del conde, o,
en otras palabras, por continuar desentendiéndose de ciertos hechos y
justificarse en su conciencia por permanecer inactivo, me hizo ver claro que
los medios para ejercer la terrible justicia de la Hermandad los tenía al alcance
de su mano, aunque siendo de natural humanitario, se había abstenido de
confesármelo abiertamente. La seguridad mortal de que la venganza de las
Sociedades políticas extranjeras perseguía al traidor a su causa, se escondiera
éste donde se escondiera, se confirmaba demasiadas veces, incluso para mi
superficial conocimiento, como para dejar lugar a dudas. Considerando este
tema sólo como un lector de periódicos, acudían a mi memoria casos que se
habían dado tanto en Londres como en París, de los extranjeros que aparecían
apuñalados en las calles y a cuyos asesinos jamás se logró encontrar: de los
cuerpos o de partes de cuerpo arrojados al Támesis o al Sena por manos que
jamás se pudo descubrir; de las muertes causadas por la violencia secreta que
sólo podían explicarse de un modo. No he ocultado nada que a mí se refiera a
lo largo de estas páginas, y no ocultaré ahora que creía haber escrito la
sentencia de muerte del conde Fosco, si llegaba a suceder la fatal contingencia
que autorizase a Pesca a abrir el sobre.
Bajé a la planta baja para decir al casero que me buscase un mensajero.
Ocurrió que en aquel momento precisamente subía la escalera y nos
encontramos en el rellano. Su hijo, un muchacho despierto, fue a quien el
casero, al enterarse de mi deseo, me propuso como mensajero. Encontramos al
chico en el piso de arriba y le di las instrucciones necesarias. Tenía que coger
un coche para llevar la carta, entregarla en las propias manos del profesor
Pesca y traerme unas palabras escritas por aquel caballero en confirmación de
su recibo; volvería en el coche, que quedaría esperando a la puerta para usarlo
yo luego. Eran casi las diez y media. Calculé que en veinte minutos el
muchacho estaría de vuelta y en otros veinte podía yo estar en St. John's
Wood.
Cuando el muchacho se fue a cumplir mi encargo, subí a mi cuarto para
dejar en orden algunos papeles para que fuese fácil encontrarlos, en el caso de
que sucediese lo peor. Metí la llave del antiguo escritorio donde los guardé; en
un sobre que lacré escribí el nombre de Marian, y lo dejé sobre mi mesa.
Hecho esto, bajé al salón donde esperaba encontrar a Laura y Marian,
esperando que yo volviese a la Opera. Por primera vez sentí mi mano temblar
cuando la puse en el tirador de la puerta.
En la estancia sólo se hallaba Marian. Estaba leyendo y cuando entré miró
su reloj, sorprendida.
—¡Qué temprano vienes —me dijo—. Debes haberte marchado antes de
que la ópera haya terminado!
—Sí —contesté—. Ni Pesca ni yo esperamos al final. ¿Dónde está Laura?
—Tuvo esta noche una de sus jaquecas y le aconsejé que se acostara
después de tomar una taza de té.
Salí en seguida de la habitación con el pretexto de ver si Laura dormía. Los
rápidos ojos de Marian empezaban a mirarme interrogativamente; la rápida
inteligencia de Marian empezaba a comprender que algo pesaba sobre mi
ánimo.
Cuando entré en nuestro dormitorio y me acerqué quedamente a la cama a
la luz tenue de una lamparilla, mi mujer dormía.
No hacía un mes que nos habíamos casado. ¡Creo que había una excusa
para mí si mi corazón estaba oprimido, si mi resolución vaciló por un
momento cuando miré su rostro, que en el sueño ella había vuelto con
confianza hacia mi almohada, cuando vi su mano abierta descansando sobre la
colcha como si inconscientemente ella esperase las mías! Tan sólo me permití
arrodillarme unos instantes junto a ella y mirarla de cerca, tan cerca que su
aliento, que iba y venía, acariciaba mi rostro. Para despedirme, sólo rocé su
mano y su mejilla con mis labios. Se agitó en su sueño y murmuró mi nombre,
pero no se despertó. Me demoré un instante en la puerta para mirarla una vez
más. «¡Dios te bendiga y proteja mi vida!» —susurré, y salí.
Marian me esperaba en el rellano de la escalera. En sus manos tenía un
papel doblado.
—El hijo del dueño ha traído esto para ti —me dijo—. Tiene un coche a la
puerta y dice que le has mandado retenerlo para ti.
—Es verdad, Marian. Necesito el coche porque voy a salir otra vez.
Bajé la escalera diciendo esto y entré en el salón para leer el papel a la luz
de la vela que había sobre la mesa. Contenía estas frases escritas con la letra
de Pesca:
«He recibido su carta. Si no le veo antes de la hora que usted me indica,
romperé el sello cuando el reloj dé las campanadas.»
Guardé el papel en mi cartera y me dirigí a la puerta. Marian se me acercó
desde el umbral y me empujó otra vez hacia dentro, así que la luz de la vela
alumbró mi rostro de plano. Me cogió de las manos mientras sus ojos
escudriñaban los míos.
—¡Comprendo! —dijo ella con un susurro lleno de ansia—. Esta noche
pruebas la última posibilidad.
—Sí..., la última y la mejor —contesté.
—¡No vayas solo! ¡Por amor de Dios, Walter, no vayas solo! Déjame
acompañarte. No me lo impidas sólo porque sea una mujer ¡Tengo que ir,
quiero ir! Yo esperaré fuera, en el coche.
Me tocó a mí detenerla. Intentó liberarse de mis manos y llegar a la puerta
antes.
—Necesito que me ayudes —le dije— quédate aquí y duerme esta noche
en el cuarto de mi mujer. Déjame marchar tranquilo por Laura y te respondo
de que todo lo demás saldrá bien. Anda, Marian, ven; dame un beso y
demuéstrame que tienes el valor de esperar a que yo vuelva.
No me atreví a darle tiempo para decir una palabra más. Intentó de nuevo
detenerme. Me liberé de sus manos y en un instante estaba fuera de la
habitación. El muchacho, que estaba abajo, me oyó bajar las escaleras y abrió
la puerta del zaguán; de un salto me encontré dentro del coche, antes de que el
cochero tuviese tiempo de bajar del pescante.
—Forest Road, en St John's Wood —le grité desde la ventana—. Si me
lleva en un cuarto de hora le pago el doble.
—Lo haré, señor.
Miré mi reloj. Eran las once. No podía perder ni un minuto.
El movimiento veloz del coche, la conciencia de que cada instante me
acercaba al conde, la idea de que por fin y sin poder volver atrás, había
iniciado mi audaz empresa me pusieron en tal estado de excitación febril que
no dejaba de animar al cochero para que fuese más rápido aún. Cuando
dejamos atrás las calles y cruzamos el camino de St. John's Wood, me asaltó
tal impaciencia que me puse en pie y asomé la cabeza por la ventana para ver
el fin de mi viaje antes de que llegásemos a él. Cuando el reloj de una iglesia
distante dio a lo lejos las once y cuarto, el coche daba la vuelta por Forest
Road. Mandé al cochero detenerse a unos pasos de la casa del conde, le pagué
y después de despedirle, fui hacia la puerta de entrada.
Al acercarme a la verja del jardín vi que en dirección contraria venía hacia
ella otra persona. Nos encontramos bajo el farol de gas y nos miramos el uno
al otro. Reconocí al instante al extranjero de pelo ralo con la cicatriz en la
mejilla y creí que él me reconocía a mí. Pero no dijo nada, y en lugar de parar
ante la casa como yo hice siguió adelante. ¿Se hallaba por casualidad en Forest
Road? ¿O había seguido al conde hasta su casa desde la Opera?
No me entretuve buscando respuestas a estas preguntas. Después de
esperar un poco a que el desconocido desapareciese lentamente de mi vista,
llamé a la campanilla. Eran las once y veinte, una hora suficientemente tardía
para que al conde le fuese fácil deshacerse de mí pretextando que estaba
acostado ya.
El único modo de evitar esta contingencia era dar mi nombre sin hacer
preguntas preliminares y mandarle decir al mismo tiempo que yo tenía un
serio motivo para desear verlo a aquella hora. Por eso, mientras estaba
esperando, saqué mi tarjeta y escribí en ella, debajo de mi nombre; «Asunto
importante». La criada abrió la puerta cuando yo escribía con lápiz la última
palabra y me preguntó con desconfianza, «qué deseaba».
—Tenga la amabilidad de entregar esta tarjeta a su señor —contesté
dándosela.
Comprendí por el gesto vacilante de la muchacha que si hubiera
preguntado directamente por el conde ella habría seguido sus instrucciones y
me hubiera contestado que no estaba en casa. La seguridad con que le entregué
la tarjeta la había confundido. Después de mirarme con perplejidad, entró en la
casa llevando mi nota, cerró la puerta y me quedé esperando en el jardín.
Al poco rato volvió a salir, preguntando por el motivo de mi visita. Le
contesté que saludase a su amo en mi nombre, diciéndole que por la índole del
asunto que me traía a su casa no podía confiárselo a nadie más que a él. La
criada volvió a entrar; luego reapareció para hacerme pasar al interior.
La seguí. Un instante después me hallaba en la casa del conde.
En el vestíbulo, la lámpara no estaba encendida, pero a la tenue luz del
farolillo que llevaba la muchacha acompañándome atrás por la escalera, vi a
una señora mayor asomarse silenciosamente desde un cuarto trastero del piso
de abajo. Me lanzó una mirada viperina cuando entré en el vestíbulo, pero no
dijo nada y subió lentamente la escalera sin contestar a mi saludo. Mi
familiaridad con el Diario de Marian me permitió estar seguro de que la señora
mayor era la condesa Fosco.
La criada me condujo al cuarto del que acababa de salir la condesa. Entré y
me vi frente a frente con el conde.
No se había despojado aún de su traje de etiqueta, excepto del frac, que
había dejado encima de una silla. Las mangas de la camisa estaban vueltas por
los puños. A un lado había una cartera y, al otro, un baúl. Libros, papeles,
prendas de vestir estaban tirados en desorden por el cuarto. Sobre una mesa
junto a la puerta, estaba la jaula que me era tan conocida por descripción, con
los ratones blancos. Los canarios y la cacatúa estaban probablemente en otra
habitación. Él estaba sentado delante del baúl, metiendo cosas dentro y cuando
entró se levantó con unos papeles en la mano, para recibirme. En su rostro
quedaban aún huellas del sobresalto sufrido en la Opera. Sus redondas mejillas
colgaban fláccidas y lívidas; sus fríos ojos, grises, estaban furtivamente
atentos; su voz, su expresión, sus gestos delataban la misma actitud suspicaz
cuando avanzó un paso a mi encuentro y me invitó, con distante cortesía, a
sentarme.
—¿Viene usted a verme para algún asunto, señor? —me dijo—. Me
gustaría saber de qué asunto puede tratarse.
La indisimulada curiosidad con la que me miraba mientras hablaba, me
demostró que no me había visto aquella noche en la Opera. Primero vio a
Pesca, y evidentemente desde aquel instante hasta que salió del teatro no había
visto nada más. Mi nombre necesariamente le había hecho pensar que yo
entraba en su casa con un propósito hostil respecto a él, pero fuera de esto,
parecía ignorar por completo la verdadera índole de mi vista.
—He tenido suerte de encontrarle aquí esta noche —le dije—. ¿Parece
usted estar a punto de emprender un viaje?
—¿Está relacionado su asunto con mi viaje?
—En cierto modo, sí.
—¿Cómo es eso? ¿Sabe usted adónde voy?
—No; sólo sé por qué se va usted de Londres.
Se deslizó a mi lado con la rapidez del pensamiento, cerró la puerta con
llave y metió la llave en su bolsillo.
—Usted y yo, señor Hartright, tenemos un conocimiento excelente cada
uno de la reputación del otro —me dijo—. ¿Se le ocurre a usted por
casualidad, al venir a esta casa, que yo no soy de la clase de hombres con los
que se puede jugar?
—Sí, se me ocurrió —le contesté—, y no he venido a jugar con usted.
Estoy aquí por un motivo de vida o muerte, y si esa puerta que usted acaba de
cerrar estuviera abierta, nada de lo que usted diga o haga me impulsaría a
atravesarla.
Di unos pasos hacia delante y me detuve frente a él pisando la esterilla de
la chimenea. El colocó su silla delante de la puerta y se sentó con el brazo
apoyado sobre la mesa. La jaula con ratones blancos estaba a su lado y los
animalitos se despertaron cuando el pesado brazo sacudió la mesa y se
asomaron por los agujeros de los alambres.
—¿Un asunto de vida o muerte? —repitió para sí mismo—. Estas palabras
son quizá más serias de lo que usted cree. ¿A qué se refiere?
—A lo que estoy diciendo.
Su ancha frente se perló de sudor. Su mano izquierda se deslizaba hacia el
borde de la mesa. Allí había un cajón con una cerradura, y en la cerradura
estaba la llave. Su dedo índice y el gordo se cerraron sobre la llave, pero no la
hacían girar.
—¿De modo que usted sabe por qué me voy de Londres? —prosiguió—.
Dígame, por favor, cuál es la causa.
Giró la llave en la cerradura y dejó el cajón abierto.
—Puedo hacer aún más que eso —le dije—. Puedo mostrarle la causa, si lo
desea.
—¿Cómo puede mostrármela?
—Se ha quitado el frac —le dije—. Suba la manga del brazo izquierdo, y
así verá usted esa causa.
El mismo color lívido, plomizo, que vi invadir su rostro en el teatro, se
alteraba ahora. El brillo siniestro de sus ojos se clavó insistente y duro en los
míos. No decía nada. Pero su mano izquierda abrió lentamente el cajón de la
mesa y suavemente se deslizó dentro. Un ruido áspero de un objeto pesado que
él movía sin que yo pudiera verlo, se dejó oír un instante y cesó en seguida.
Ahora el silencio era tan intenso que incluso el débil traqueteo de los dientes
de los ratones blancos contra los alambres de la jaula se distinguía con
claridad desde el sitio donde yo estaba.
Mi vida pendía de un hilo, y yo lo sabía. En aquel momento final yo
pensaba con su cerebro, sentía con sus dedos, y estaba tan seguro como si lo
hubiera visto, del objeto que escondía en el cajón.
—Ya me ha dicho usted bastante —contestó con una serenidad repentina,
tan poco natural y tan tenebrosa que fue para mis nervios una prueba más dura
que cualquier arrebato de violencia—. Necesito un momento para pensar, si
me permite. ¿Adivina usted en qué estoy pensando?
—Quizá lo adivine.
—Pues pienso —indicó tranquilamente—, si debo aumentar el desorden en
este cuarto, desparramando sus sesos por la chimenea.
Vi en su rostro que, si me hubiera movido en aquel momento, él lo habría
hecho.
—Le aconsejo que lea usted unas líneas de este papel que tengo aquí —
continué—, antes de tomar la última decisión.
Mi propuesta pareció excitar su curiosidad. Asintió con la cabeza. Saqué
de la cartera el papel enviado por Pesca para acusar recibo de mi carta y se la
entregué extendiendo mi brazo. Luego volví a situarme donde estaba antes,
frente a la chimenea.
Leyó en voz alta aquellas frases: «He recibido su carta. Si no le veo antes
de la hora que usted me indica, romperé el sello cuando el reloj dé las
campanadas.»
Otro hombre en su lugar hubiera necesitado alguna explicación de estas
palabras, pero el conde no experimentó tal necesidad. Con leer aquella nota
una sola vez comprendió qué precaución había tomado, con tanta claridad
como si hubiese estado a mi lado cuando la adopté. La expresión de su rostro
cambió al instante y su mano emergió del cajón, vacía.
—No cierro el cajón, señor Hartright —me dijo—, y no le digo que no voy
a esparcir sus sesos por la chimenea. Pero soy justo, incluso con mis enemigos
y antes que nada quiero reconocer que estos sesos son más listos de lo que
creo. ¡Vamos al grano, señor mío! ¿Usted necesita algo de mí?
—Lo necesito y pienso obtenerlo.
—¿En qué condiciones?
—Sin condiciones.
Su mano volvió a introducirse en el cajón.
—¡Vaya, seguimos dando vueltas —dijo—, y sus sesos tan listos están otra
vez en peligro! ¡Su tono es deplorablemente imprudente, señor, modérelo
ahora mismo! El riesgo de dispararle aquí donde está, es para mí menos grave
que el riesgo de dejarle salir de esta casa, salvo que lo haga en las condiciones
que yo le dicte y apruebe. Ahora no lucha usted contra mi llorado amigo.
Ahora está usted frente a frente ¡con FOSCO! Si las vidas de veinte señores
Hartright fuesen escalones que me condujeran hacia mi seguridad, pasaría por
todos ellos sostenido por mi sublime indiferencia y serenado por mi calma
impenetrable. ¡Respéteme si aprecia usted su propia vida! Le conmino a que
responda a tres preguntas antes de abrir la boca de nuevo. Escúchelas, son
necesarias para esta entrevista. Responda a ellas porque son necesarias para
mí.
Levantó un dedo de la mano derecha.
—Primera pregunta —dijo él—, usted vino aquí poseyendo una
información que puede ser verdadera como puede ser falsa, pero, ¿dónde la
consiguió?
—Me niego a decírselo.
—No importa: lo voy a averiguar. Ya la encontraré, si esta información es
verdadera... y, ¡fíjese usted en que lo digo con toda resolución, está usted
negociando con ella a base de una traición suya o de otro hombre también
traidor. Anoto esta circunstancia —para usos venideros— en mi memoria que
no olvida nada... Continúo.
Levantó otro dedo y dijo:
—¡Segunda pregunta! Esas líneas que me ha pedido usted que lea no están
firmadas. ¿Quién las escribió?
—Un hombre en quien yo tengo muchas razones para confiar de pleno, y
usted, otras tantas para temer.
Mi respuesta produjo el efecto esperado. Su mano tembló de modo audible
dentro del cajón.
—¿Cuánto tiempo tengo —preguntó, haciendo su tercera pregunta con
tono más calmado—, antes de que suenen las campanadas del reloj y se rompa
el sello?
—El tiempo suficiente para que nos pongamos de acuerdo —repliqué.
—Contésteme usted con claridad, señor Hartright. ¿Qué hora tiene que
sonar en el reloj?
—Las nueve de mañana por la mañana.
—¿Las nueve de la mañana? Ya veo que usted ha preparado la trampa para
antes de que yo consiga el pasaporte y pueda salir de Londres. ¿No será antes
de eso, supongo? Ya lo veremos luego. Puedo retenerle a usted aquí de rehén y
negociar el asunto de la carta para recuperarla antes de que le permita
marcharse. Mientras tanto, tenga la bondad de exponerme sus condiciones.
—Va usted a escucharlas. Son sencillas y no necesito mucho tiempo para
hacérselas saber. ¿Sabe usted a favor de quién actúo viniendo aquí?
Sonrió con un supremo dominio de sí mismo e hizo un gesto displicente
con la mano derecha.
—Intentaré adivinarlo —dijo con mordacidad. — ¡A favor de una dama,
por supuesto!
—De mi mujer.
Me miró y por primera vez vi en su rostro una expresión honesta, la
expresión de franca estupefacción. Pude ver que a partir de este momento yo
había descendido en su estima como hombre peligroso. Cerró en seguida el
cajón, se cruzó de brazos y siguió escuchando con una sonrisa de atención
sarcástica.
—Le supongo a usted suficientemente enterado —continué—, del curso
que tomaron mis investigaciones hace muchos meses, para comprender que
todo intento de negar ante mí hechos reales sería infructuoso. Usted es
culpable de una conspiración infame. Y el motivo de ésta fue hacerse con una
fortuna de diez mil libras.
No contestó nada. Pero su rostro se ensombreció de pronto con una
angustia creciente.
—Guárdese su ganancia —continué.
(Su rostro volvió a iluminarse inmediatamente, y sus ojos se abrieron con
un asombro siempre más grande.)
—No he venido para degradarme disputándole el dinero que ha pasado por
sus manos y que ha sido el precio de un crimen vil...
—Cuidado, señor Hartright. Su palabrería moral produce un excelente
efecto en Inglaterra. Guárdela para usted y para sus compatriotas, si le parece.
Las diez mil libras eran un legado que el anterior señor Fairlie dejó en su
testamento a mi excelente esposa. Mire el asunto desde este punto de vista y lo
discutiré con usted si así lo desea. Sin embargo, para un hombre con mis
sentimientos, el tema es deplorablemente sórdido. Prefiero pasarlo de largo. Le
invito a volver a la discusión de sus condiciones. ¿Qué quiere de mí?
—En primer lugar quiero una completa confesión de la conspiración
escrita y firmada por usted en mi presencia.
Levantó otra vez un dedo. «¡Una!» —dijo interrumpiéndome con la viva
atención de un hombre práctico.
—En segundo lugar quiero una prueba fehaciente que no dependa de sus
aseveraciones personales, de la fecha en que mi mujer salió de Blackwater
Park para ir a Londres.
—Vaya, vaya; veo que pone usted el dedo en la llaga, —observó tranquilo
— ¿Algo más?
—De momento, nada más.
—Bien. Ha establecido usted sus condiciones, y ahora escuche las mías. La
responsabilidad que representa para mí admitir lo que usted quiere llamar
«conspiración» es quizá menor, después de todo, que la responsabilidad de
dejarle a usted muerto sobre esa alfombra junto a la chimenea. Supongamos
que admito su proposición... con mis condiciones. Escribiré la confesión que
usted desea y tendrá usted la prueba fehaciente. ¿Le bastará, supongo, como
tal prueba una carta de mi llorado amigo informándome del día y la hora en
que su mujer llegaba a Londres, escrita firmada y fechada por él? Puedo
dársela. También puedo proporcionarle las señas del hombre que me alquiló el
coche para ir a buscar a mi huésped a la estación el día que llegó: su libro de
encargos podrá informarle de la fecha, incluso si el cochero que condujo el
coche no puede serte útil. Es lo que puedo hacer y haré con las siguientes
condiciones. Primera: Madame Fosco y yo saldremos de esta casa a la hora y
de la forma que nos parezca y sin obstáculos de ningún tipo por su parte.
Segunda: usted esperará aquí conmigo, a mi agente, que vendrá a las siete de
la mañana para arreglar mis asuntos. Le dará una nota escrita para el hombre
que tiene la carta lacrada, con orden suya expresa de que le devuelva esa carta.
Usted esperará aquí hasta que mi agente vuelva y me entregue la carta sin
abrir. Después de esto, me da a mí media hora para marcharme de esta casa,
después de lo cual recupera usted la libertad de actuación y se va a donde
quiera. Tercero, me debe usted una satisfacción como caballero por haberse
inmiscuido en mis asuntos particulares y por el lenguaje que se ha permitido
usted usar conmigo durante esta entrevista. La hora y el lugar, en el extranjero,
se fijarán en una carta escrita con mi mano que le mandaré cuando me
encuentre sano y salvo en el continente; la carta contendrá también una tira de
papel de la longitud exacta de mi espada. Estas son mis condiciones. Dígame
si las acepta. Sí o no.
La extraordinaria mezcla de resolución repentina, de astuta previsión, de
bravata burlesca que sonaban en aquel discurso me dejó por un momento
perplejo, pero sólo por un momento. La única cuestión que se debía tener en
consideración, era si estaba justificado o no llegar a la posesión de los medios
para establecer la identidad de Laura a costa de permitir escapar impune al
canalla que se la había hurtado. Yo sabía que el deseo de conseguir el justo
reconocimiento de mi mujer en la casa donde nació, por los que la habían
expulsado de allí como una impostora, y de desmentir públicamente la
falsedad que profanaba aún la lápida sobre la tumba de su madre, era un deseo
mucho más puro que el deseo vindicativo que se había inmiscuido en mi
propósito desde el principio. Y sin embargo, no puedo afirmar con honestidad
que mis propias convicciones morales fueran suficientemente fuertes para
determinar el desenlace de esta lucha que se desarrollaba en mi interior. Les
ayudó mi recuerdo de la muerte de Sir Percival. ¡Qué horrendo fue el
cumplimiento de la justicia que entonces fue arrancado de mis débiles manos
en el último momento! ¿Qué derecho tenía yo para decidir, en mi pobre
ignorancia terrena del futuro, que también este hombre iba a escapar impune
sólo porque se me escapase a mí? Pensé en estas cosas quizás con la
superstición inherente a mi naturaleza, quizá con un sentido más digno que el
de la superstición. Era difícil ahora que por fin lo había atrapado, volver a
soltarlo por propia voluntad, pero me forcé a hacer el sacrificio. Dicho
brevemente, me dejé guiar por el único motivo superior del que yo estaba
seguro, el de servir a la causa de Laura y a la causa de la Verdad.
—Acepto sus condiciones —le dije—. Con una reserva por mi parte.
—¿Qué reserva es ésta? —preguntó.
—Me refiero a la carta lacrada —respondí—. Exijo que la destruya en mi
presencia sin abrirla, en cuanto se la entreguen.
El objeto que yo perseguía al estipularlo era simplemente evitar que Fosco
llevase consigo una prueba material de la índole de mi comunicación a Pesca,
que Fosco descubriría por fuerza cuando por la mañana diese las señas a su
agente. Pero el conde no podría hacer uso de su descubrimiento basándose en
su propio testimonio verbal —aun en el caso poco probable de que realmente
lo intentase. Eso disminuía mis remordimientos en relación a Pesca.
—Acepto su reserva —respondió, después de considerar la cuestión con
gravedad durante un par de minutos—. No merece la pena ni discutirla.
Romperé la carta cuando llegue a mis manos.
Mientras hablaba se levantó de la silla que ocupaba frente a mí. Parecía
que hiciera un esfuerzo por liberar su ánimo de toda la presión que nuestra
entrevista le había infligido.
—¡Uf! —exclamó, desperezándose placenteramente—; la escaramuza ha
sido dura. Siéntese, señor Hartright. Dentro de unas horas nos enfrentaremos
como enemigos mortales. Entretanto, intercambiemos atenciones y cumplidos
como verdaderos caballeros. Permítame que me tome la libertad y llame a mi
mujer.
Giró la llave y abrió la puerta. «¡Eleanor!» gritó con su voz cavernosa. La
señora de mirada viperina apareció en el umbral.
—Madame Fosco: el señor Hartright —dijo el conde haciendo la
presentación con una dignidad natural—. Ángel mío —continuó dirigiéndose a
su mujer—, ¿te permitiría tu fatiga preparar los equipajes y hacerme un buen
café? Tengo que arreglar un asunto literario con el señor Hartright, y necesito
estar en posesión de todas mis facultades para hacerme justicia a mí mismo.
Madame Fosco inclinó su cabeza dos veces: una con frialdad ante mí, y
con sumisión ante su marido, y se deslizó fuera del cuarto.
El conde Fosco se acercó al escritorio que estaba junto a la ventana, abrió
un cajón y sacó varias hojas de papel y unas cuantas plumas. Esparció las
plumas por la mesa de tal manera que en todas direcciones había alguna al
alcance de su mano para cuando quisiera cogerla, y luego cortó las hojas, del
tamaño de cuartillas de las que usan los periodistas profesionales.
—Este será un documento magistral —dijo, mirándome por encima del
hombro—. El hábito de la composición literaria me es perfectamente familiar.
Entre todas las cualidades intelectuales que un hombre puede poseer, una de
las más raras es la gran facilidad de ordenar las propias ideas. ¡Inmenso
privilegio! Yo lo poseo. Y ¿usted?
Esperando el café se puso a dar vueltas por el cuarto, murmurando algo y
resaltando sitios donde se presentaban obstáculos para la ordenación de sus
ideas, dándose golpecitos en la frente, de vez en cuando, con la palma de la
mano. La enorme audacia con que él aceptaba la situación en la que le había
puesto y que él convertía en un pedestal desde el que su vanidad servía al
acariciado propósito de admirarse a sí mismo, no dejaba de embelesarme. A
pesar de la sincera repugnancia que me inspiraba aquel hombre, la prodigiosa
fuerza de su carácter, incluso en sus aspectos más triviales, me impresionaba a
pesar mío.
Madame Fosco trajo el café. El conde le expresó su agradecimiento
besándole la mano y la acompañó hasta la puerta; volvió, se sirvió una taza de
café y la puso sobre el escritorio.
—¿Puedo ofrecerle un poco de café, señor Hartright? —me preguntó antes
de sentarse.
Decliné la invitación.
—¿Cómo? ¿No creerá que voy a envenenarle? —dijo jovialmente—. El
intelecto de los ingleses es sano, no se puede negarlo, —continuó
acomodándolo junto a la mesa—, pero tiene un grave defecto... no sabe
cuándo hay que tener cautela.
Hundió la pluma en el tintero, puso delante de sí la primera octavilla
acercándola con el dedo gordo contra la mesa; se aclaró la voz y comenzó a
escribir. Escribía haciendo mucho ruido y con mucha rapidez, con letra tan
grande y torpe, con espacios tan amplios entre las líneas, que llegaba al final
de la cuartilla en menos de dos minutos desde el momento en que la había
empezado. Cuando terminaba una, la numeraba y la tiraba por encima del
hombro al suelo, para que no le estorbase. Cuando su primera pluma estaba
gastada, ésta también fue enviada por encima del hombro y en un segundo el
conde se aferraba a otra pluma de las que estaban esparcidas sobre la mesa.
Cuartilla tras cuartilla, por docenas, por cincuentenas, por centenares, volaban
por encima de sus hombros a sus dos lados, hasta que la nevada de papel
cubrió todo el espacio alrededor de su silla. Pasaba hora tras hora, y yo seguía
sentado, observándolo; y él seguía sentado, escribiendo. Sólo se detenía para
tomar un trago de café y, cuando el café se terminó, para dar una palmadita en
su frente, de cuando en cuando. El reloj dio la una, las dos, las tres, las
cuatro... las cuartillas continuaban volando alrededor suyo; la pluma
incansable, no dejaba de raspar el papel, desde arriba hasta abajo, el blanco
caos de papel seguía elevándose más y más junto a su silla. A las cuatro oí un
repentino rasgueo de la pluma, indicativo de los rasgos floridos con que el
conde trazaba su firma. «¡Bravo! —exclamó él poniéndose en pie de un salto,
con la energía de un joven y mirándome con sonrisas de soberbio triunfo.
—¡He terminado, señor Hartright! —anunció, golpeándose su ancho
pecho. He terminado para mi profunda satisfacción, y para su profundo
asombro cuando lea lo que he escrito. El tema está agotado; el Hombre —
Fosco— no está. Procedo a la ordenación de mis cuartillas, a su revisión y a su
lectura dirigida solemnemente sólo a sus oídos. Acaban de dar las cuatro. ¡Está
bien, ordenación, revisión y lectura de cuatro a cinco! Un sueñecillo para
refrescarme, de cinco a seis. Últimos preparativos de seis a siete. Asuntos de
mi agente y de la carta lacrada de siete a ocho. A las ocho, en route. ¡He aquí
el programa!
Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, en medio de sus papeles, los
reunió valiéndose de un punzón y un trozo de cuerda; los revisó; escribió en la
cabecera de la primera página su nombre y todos los títulos y honores que
constituían su personal distinción, y luego me leyó el manuscrito con un
énfasis teatral y sonoro y con gestos teatrales y profusos. El lector tendrá
después ocasión de formar su propio juicio sobre el documento. Por ahora será
suficiente decir que respondía a mi propósito.
Luego me escribió las señas de la persona que le alquiló el coche y me
entregó la carta de Sir Percival. Estaba fechada en Hampshire el día 25 de
julio y anunciaba el viaje de «Lady Glyde» a Londres, que tendría lugar el día
26, es decir, ¡el mismo día, el 25 de julio, en que el certificado del doctor
atestiguaba que había muerto en St. John's Wood, estaba viva, por la
demostración del propio Sir Percival, se hallaba en Blackwater Park y al día
siguiente iba a emprender un viaje!; cuando yo obtuviese del cochero la
prueba de este viaje, la evidencia del hecho sería completa.
—Las cinco y cuarto —dijo el conde mirando su reloj—. Es hora de un
sueño reparador. Como habrá podido observar, señor Hartright, tengo algún
parecido con Napoleón el Grande. Pues también me parezco a ese hombre
inmortal porque sé conciliar el sueño con fuerza de voluntad. Dispénseme por
un momento. Voy a llamar a Madame Fosco para que le entretenga este rato.
Comprendiendo, lo mismo que él, que llamaba a Madame Fosco para estar
seguro de que yo no saldría de su casa mientras dormía, no le contesté y me
dediqué a atar los papeles que el conde me había entregado.
Madame entró, tan fría, pálida y venenosa como siempre.
—Ángel mío, procura divertir al señor Hartright —le dijo el conde.
Le acercó una silla, besó por segunda vez su mano, se retiró hacia un sofá
y a los tres minutos dormía con la paz y felicidad del hombre más virtuoso de
la tierra.
Madame Fosco cogió de la mesa un libro, se sentó y me miró con la
malicia porfiada y vindicativa de la mujer que no olvida ni perdona jamás.
—He estado escuchando toda su conversación con mi marido —dijo—. Si
yo hubiera estado en su lugar, el cadáver de usted yacería sobre esa alfombra.
Diciendo estas palabras abrió el libro y no volvió a mirarme ni hablamos
hasta que su marido se despertó.
Abrió sus ojos y se levantó del sofá exactamente una hora después de que
se hubiera dormido.
—Me encuentro infinitamente más descansado —observó—. Eleanor,
querida esposa mía, ¿lo has preparado todo ahí arriba? Eso está bien. En diez
minutos acabo de arreglar mi maletín y me visto de viaje en otros diez. ¿Qué
me queda por hacer hasta que venga el agente? Miró a su alrededor y se fijó en
la jaula de sus ratones blancos.
—¡Dios mío!, —exclamó, quejumbroso—, aún me queda por sufrir una
mutilación de mis sentimientos. ¡Inocentes animalitos, hijos de mi corazón!
¿Qué voy a hacer con ellos? Ahora ya no vivimos en ninguna parte, ahora
estamos viajando sin cesar. Cuanto menos equipaje llevemos, mejor para
nosotros. Mi cacatúa, mis canarios y mis ratoncitos, ¿quién va a mirar y cuidar
de ellos cuando su buen papá se vaya?
Pensativo dio unas vueltas por el cuarto. No le había preocupado tener que
escribir su confesión pero estaba notoriamente consternado y perplejo ante la
cuestión mucho más importante de la suerte de sus favoritos. Después de larga
reflexión, de pronto volvió a sentarse delante del escritorio.
—¡Una idea! —exclamó—. Voy a regalar mis canarios y mi cacatúa a esta
gran metrópoli. El agente los donará en mi nombre al jardín zoológico de
Londres. Tengo que componer ahora mismo el documento con la descripción
de mi donativo.
Empezó a escribir, repitiendo en alto las palabras según fluían de su pluma,
tan ágil:
—«Número uno: Cacatúa de plumaje descollante: una atracción por sí sola
para todos los visitantes de gustos refinados. Número dos: Canarios de
inteligencia y viveza sin rival, dignos del jardín del Edén y dignos también del
Regent's Park. Homenaje a la zoología británica. Donado por FOSCO.
La pluma volvió a rasguear con fuerza, y la rúbrica floreada completó la
firma.
—Conde, no has incluido a los ratones —dijo Madame Fosco.
Se separó de la mesa, cogió su mano y la llevó a su corazón.
—Toda resolución humana, Eleanor —dijo con solemnidad— tiene sus
límites. Los míos están inscritos en este Documento. No soy capaz de
separarme de mis ratones blancos. Compréndeme, ángel mío y mételos en su
jaula de viaje, que está arriba.
—¡Que admirable ternura! —dijo Madame Fosco, admirando a su marido
y lanzando una última mirada viperina hacia mí. Cogió la jaula con delicadeza
y salió del cuarto.
El conde miró el reloj. A pesar de su ostentación de serenidad, empezaba a
impacientarse esperando la llegada del agente. Las bujías se habían apagado
hacía mucho y la luz del sol del nuevo día entraba en la estancia.
A las siete y cinco sonó la campanilla de la puerta y apareció el agente. Era
extranjero y tenía una barba oscura.
—El señor Hartright; Monsieur Rubelle —dijo el conde, presentándonos.
Llevó a su agente (un espía extranjero sin duda alguna, eso se le notaba en
cada facción de su rostro) a un rincón del cuarto: le susurró unas instrucciones
y luego salió, dejándonos solos. El «Monsieur Rubelle» me sugirió muy
ceremonioso, que estaba dispuesto a cumplir el recado. Escribí dos líneas a
Pesca, autorizándole a entregar mi carta lacrada «al portador», puse las señas y
entregué la nota a Monsieur Rubelle.
El agente esperó a que volviese su amo, arropado ya con su traje de viaje.
El conde examinó las señas de la carta antes de dejar al agente marcharse.
«¡Me lo figuraba!» —dijo, volviéndose hacia mí con una mirada sombría, y
desde aquel instante su actitud cambió una vez más.
Terminó de preparar su equipaje y se sentó consultando un mapa, haciendo
anotaciones en su cuaderno y mirando continuamente su reloj. Ni una sola
palabra dirigida a mí salió de sus labios. El escaso tiempo que faltaba para que
emprendiese el viaje, y la prueba que acababa de ver, de la comunicación que
existía entre Pesca y yo, evidentemente habían ocupado toda su atención en las
medidas necesarias para preparar una escapatoria segura.
Un poco antes de las ocho volvió Monsieur Rubelle con mi carta sin abrir
en la mano. El conde examinó detenidamente la inscripción y el sello,
encendió una vela y quemó la carta.
—He cumplido mi promesa —dijo—. Pero este asunto, señor Hartright, no
ha terminado aún.
El agente había dejado a la puerta el coche que le había traído. El y la
criada empezaron a meter en el coche el equipaje. Madame Fosco bajó las
escaleras con la cara cubierta por un espeso velo y en la mano la jaula de viaje
con los ratones blancos; ni me habló ni me miró. Su marido la acompañó hasta
el coche.
—Sígame hasta el pasillo, —me murmuró al oído—. Tal vez quiera
hablarle en el último momento.
Salí del cuarto; el agente estaba en el jardín. El conde volvió solo y juntos
nos adentramos en el pasillo.
—¡Recuerde la tercera condición! —susurró—. Tendrá usted noticias mías,
señor Hartright. ¡Es probable que le exija la satisfacción antes de lo que usted
se figura!
Me cogió la mano antes de que yo pudiera impedirlo, y me la retorció con
fuerza; luego se dirigió hacia la puerta, se detuvo y se me acercó de nuevo.
—Una palabra más, —dijo, confidencial—. La última vez que vi a la
señorita Halcombe la encontré muy delgada, parecía enferma. Me preocupa
esta admirable mujer. ¡Cuídela! ¡Con la mano en el corazón se lo suplico
solemnemente, cuide de la señorita Halcombe!
Estas fueron las últimas palabras que me dijo antes de introducir su
descomunal cuerpo dentro del coche y marcharse.
El agente y yo esperamos unos instantes en la puerta siguiéndolo con la
mirada. Mientras permanecíamos allí, un poco más abajo en la carretera,
detrás de una esquina, apareció un segundo coche. Siguió la dirección que
había tomado el del conde, y al pasar delante de la casa y de la puerta abierta
del jardín su ocupante se asomó a la ventanilla para mirarnos. ¡Otra vez el
desconocido de la Opera! ¡El extranjero de la cicatriz en la mejilla izquierda!
—Tiene usted que esperar aquí conmigo media hora más, señor —dijo
Monsieur Rubelle.
—Esperaré.
Volvimos al salón. Yo no estaba de humor para hablar con el agente ni para
dejar que éste me hablase. Saqué los papeles que el conde había depositado en
mis manos y leí la terrible historia de la conspiración, relatada por el hombre
que la había planeado y perpetrado.
RELATO DE ISIDOR OTTAVIO BALDASSARE FOSCO
CONDE DEL SACRO IMPERIO ROMANO.
CABALLERO DE LA GRAN CRUZ DE LA CORONA DE BRONCE.
GRAN MAESTRE PERPETUO DE LOS MASONES
ROSACRUCIANOS DE MESOPOTAMIA.
MIEMBRO HONORARIO DE SOCIEDADES MUSICALES,
MÉDICAS, FILOSÓFICAS Y FILANTRÓPICAS DE TODA EUROPA.,
ETC., ETC.
I
Cuando volví la última hoja del manuscrito del conde había expirado la
media hora que yo estaba obligado a permanecer en la casa de Forest Road.
Monsieur Rubelle miró su reloj y me saludó. Me levanté al momento y dejé al
agente dueño de la casa vacía. Nunca volví a verle, nunca oí hablar de él ni de
su mujer. Desde oscuros aledaños de villanía y traición, se habían arrastrado
para cruzar nuestro camino y regresaron a la misma oscuridad, donde se
perdieron secretamente.
Al cuarto de hora de salir de Forest Road estaba de nuevo en mi casa.
Sólo unas palabras bastaron para decir a Laura y a Marian cómo había
terminado mi desesperada aventura y cuál podía ser el siguiente
acontecimiento de nuestras vidas. Dejé para más tarde todos los detalles; y me
apresuré a volver a St. John's Wood para buscar a la persona a la cual el conde
Fosco había alquilado la berlina con la que fue a buscar a Laura a la estación.
Las señas que yo tenía me llevaron a cierta «cochera de libreas» situada a
un cuarto de milla de Forest Road. El propietario resultó un hombre
respetuoso y honrado. Cuando le expliqué que un importante asunto de familia
me obligaba a pedirle consultar sus libros con el fin de comprobar una fecha
que el registro de sus negocios podía proporcionarme, no tuvo inconveniente
en satisfacer mi ruego. Trajo el libro y, allí, bajo la fecha del «26 de julio de
1850», estaba apuntado el pedido que decía: «Coche cerrado para el conde
Fosco, en Forest Road, número 5. Dos de la tarde (John Owen).
Al preguntar, supe que el nombre de «John Owen» que acompañaba al
pedido pertenecía al cochero que había hecho el servicio. Estaba trabajando en
aquel momento en la cuadra y por petición mía se envió a buscarlo.
—¿Recuerda usted haber llevado a un caballero desde el número cinco de
Forest Road hasta la estación de Waterloo, en el mes de julio? —pregunté yo.
—Verá señor, —dijo el hombre—, no puedo decirlo con seguridad.
—Quizá recuerde a aquel caballero. ¿Puede acordarse de que llevó a un
extranjero, el verano pasado, a un señor alto y extraordinariamente gordo?
El rostro del cochero se iluminó al momento.
—¡Sí que lo recuerdo, señor! Era el hombre más gordo que he visto y el
cliente más pesado que jamás he llevado en mi coche. Sí, sí, señor, me acuerdo
de él. Sí, fuimos a la estación, sí, fui a buscarlo a Forest Road. En la ventana
de la casa había un loro, o como se llamen esos bichos, que chillaba. El señor
tenía una prisa horrible por recoger los equipajes de la viajera y me dio una
buena propina para que me espabilase y le trajese pronto los baúles.
¡Traer los baúles! Recordé entonces que la misma Laura había dicho que
recogió su equipaje una persona que había venido a la estación con el conde
Fosco.
—¿Vio usted a la señora? —le pregunté—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Era joven
o vieja?
—Verá, señor, con prisas y con tanta gente empujando por todas partes, no
puedo decir como era exactamente la señora. No puedo recordar nada de ella,
tan sólo su nombre.
—¿Recuerda cómo se llamaba?
—Sí, señor. Se llamaba Lady Glyde.
—¿Cómo es posible que se acuerde de su nombre si ha olvidado como era?
El cochero sonrió y azorado se miró las puntas de las botas.
—Bueno, a decir verdad, señor —explicó—, entonces acababa yo de
casarme y el nombre de soltera de mi mujer era el mismo que el de la señora.
Me refiero al apellido Glyde. Ella misma me lo dijo. ¿Está su nombre marcado
en los baúles señora? —le digo. «Sí, —me dice—, está marcado en mi
equipaje; es Lady Glyde.» ¡Vaya! —pienso para mí—, no tengo memoria para
los nombres de clientes, pero éste suena como un viejo amigo. Lo que no
puedo decirle es cuándo fue, señor; puede que fuera hace un año y puede que
no. Pero le juraría que llevé a aquel caballero gordo y que ése fue el nombre
de la señora.
No importaba que no recordase cuándo había sido; la fecha estaba
positivamente confirmada con la anotación en el libro de pedidos de su amo.
Supe en seguida que tenía en mis manos los medios para tirar abajo toda la
conspiración de un solo golpe, con las armas irrefutables de hechos evidentes.
Sin dudarlo un momento llevé aparte al propietario de la cochera y le dije qué
importancia real tenían el testimonio de su libro de pedidos y el de su cochero.
Sin dificultad llegamos a un acuerdo para compensarle de quedar
provisionalmente privado de los servicios del cochero; e hice una copia de la
anotación del libro que certificó como correcta el propietario con su propia
firma. Salí de la cochera habiendo estipulado que John estaría a mis órdenes
durante los próximos tres días o por más tiempo si así fuese necesario.
Ahora me encontraba dueño de todos los papeles necesarios; la copia
legalizada del certificado de defunción y la carta de Sir Percival dirigida al
conde y que llevaba la fecha, estaban guardadas en mi cartera.
Con estos testimonios en el bolsillo y con las respuestas del cochero
frescas en mi memoria dirigí mis pasos, por vez primera desde que comencé
mis investigaciones, al despacho del señor Kyrle. Unos de los objetivos de mi
segunda visita a su despacho era, por fuerza, contarle todo lo que había hecho.
El otro era avisarlo de mi decisión de llevar a mi mujer a Limmeridge la
mañana siguiente y hacer que se la recibiese y se la reconociese públicamente
en casa de su tío. Bajo estas circunstancias y en ausencia del señor Gilmore, le
dejaba decidir si estaba obligado o no, como procurador de la familia, a
presenciar este acto en interés de la familia.
Nada quiero decir del asombro del señor Kyrle ni de los términos en que
expresó la opinión que le merecía mi conducta desde el primer al último paso
de mis pesquisas. Tan sólo es menester indicar que al instante decidió
acompañarnos a Cumberland.
A la mañana siguiente, en el primer tren, salimos para Limmeridge; Laura,
Marian, el señor Kyrle y yo, ocupábamos un compartimiento, y John Owen y
un escribiente del abogado iban en otro. Al llegar a la estación de Limmeridge
nos dirigimos ante todo a la granja de Todd's Corner. Era mi firme convicción
de que Laura no entrase en casa de su tío hasta que se reconociese en ella
públicamente a su sobrina. Dejé que Marian tratase con la señora Todd los
detalles de nuestro hospedaje en cuanto la buena mujer se restableciera de la
perplejidad que le causó oír cuál era el motivo de nuestro viaje a Cumberland;
y yo arreglé con su marido que se encomendaría a John Owen y a la
hospitalidad de los criados de la granja. Una vez dispuestos estos preliminares,
el señor Kyrle y yo nos dirigimos juntos hacia el castillo de Limmerigde.
No puedo extenderme hablando de nuestra entrevista con el señor Fairlie,
pues tampoco puedo recordarla sin sentir impaciencia y desprecio, que
vuelven al sólo recuerdo de aquella, extremadamente repulsiva para mí.
Prefiero limitarme a mencionar que conseguí lo que quería. El señor Fairlie
intentó tratarnos con su proceder habitual. No hicimos caso de la insolencia
cortante que mostró al comenzar la entrevista. Escuchamos impasibles las
protestas con que luego trató de persuadirnos de que el descubrimiento de la
conspiración lo había abrumado. Al final echó a gimotear y a quedarse como
un niño asustado. «¿Cómo iba a saber él que su sobrina vivía, si le habían
dicho que estaba muerta? Recibiría a su querida Laura con mucho gusto si le
dábamos tiempo para rehacerse. ¿Acaso creíamos que tenía aspecto de alguien
que se apuraba por llegar a la tumba? No. Entonces, ¿por qué apurarlo?»
Repetía estos lamentos a la menor oportunidad, hasta que le corté situándolo
de firme ante dos alternativas inevitables. Le permití escoger entre hacer
justicia a su sobrina en las condiciones que yo exigiera o hacer frente a las
consecuencias del reconocimiento público de su identidad, ante un tribunal de
justicia. El señor Kyrle, a quien pidió socorro, le dijo lisa y llanamente que
debía decidir la cuestión en aquel momento. Como era característico en él,
eligió la alternativa que le prometía liberarlo más pronto de toda perturbación
personal, me anunció en un repentino arranque de energía que no estaba en
condiciones de resistir más apremios y que hiciésemos lo que mejor nos
pareciese.
El señor Kyrle y yo bajamos en seguida y redactamos una carta, que
íbamos a enviar a todos los arrendatarios que asistieron al falso entierro,
rogándoles en nombre del señor Fairlie que dentro de un día se reuniesen en
Limmeridge House. También se escribió al lapidista de Carlisle para que en
esa misma fecha enviase a uno de sus empleados al cementerio con objeto de
borrar una inscripción. El señor Kyrle, que había arreglado que le preparase
una habitación en la casa, se encargó de que el señor Fairlie escuchara lo que
decían las cartas y las firmara por su propia mano.
Pasé el día de intervalo en la granja escribiendo la historia de la
conspiración contemplándola con las pruebas de la contradicción que ofrecían
los hechos que acompañaban la muerte de Laura. La sometí al juicio del señor
Kyrle antes de leerla al día siguiente entre los arrendatarios. Decidimos
también la forma de presentar las pruebas cuando se concluyese la lectura.
Después de acordar estas cuestiones el señor Kyrle llevó la conversación hacia
los asuntos económicos de Laura. Yo no los conocía y no deseaba enterarme
de ellos; dudando si un hombre de negocios aprobaría o no mi conducta en
relación con la renta vitalicia de mi mujer, que había recibido en herencia
Madame Fosco, rogué al señor Kyrle que me dispensara si me abstenía de
discutir este tema. Estaba relacionado —podía decirlo sinceramente— con los
horrores y las desdichas del pasado a las que entre nosotros jamás
mencionábamos y que instintivamente eludíamos discutir con los demás.
Mi última tarea de la tarde fue obtener «El relato de la losa sepulcral»
copiando la falsa inscripción de la lápida antes de que la borrasen.
Llegó el día en que Laura volvió a entrar en el salón familiar de desayuno
del castillo de Limmeridge. Todas las personas allí reunidas se levantaron de
sus asientos cuando la introdujimos Marian y yo. Un fuerte sobresalto, un
distintivo murmullo de curiosidad recorrió la congregación a la vista de su
rostro. El señor Fairlie se hallaba presente en concesión a mi insistencia, y a su
lado estaba el señor Kyrle. Su criado se apostaba detrás de su silla con la
botella de sales en una mano y un pañuelo blanco saturado de agua de Colonia
en la otra.
Abrí la sesión apelando públicamente al señor Fairlie para que explicase
que yo intervenía con su autorización y por su expreso mandato. El señor
Fairlie extendió los brazos, uno hacia su criado y el otro hacia el señor Kyrle,
y éstos le ayudaron a ponerse en pie; después se expresó en estos términos:
—Permitan que les presente al señor Hartright. Yo sigo sin poder valerme
y él ha tenido la amabilidad de ofrecerse para hablar por mí. Este asunto es
terriblemente embarazoso. ¡Escúchenle, y por favor no hagan ruido!
Con estas palabras se sumergió lentamente en la butaca otra vez y se
refugió en su pañuelo perfumado.
Siguió a esto el relato de la conspiración después de haber ofrecido yo una
aclaración preliminar, breve y sencilla. Me hallaba entre ellos, —informé a
mis oyentes—, primero, para declarar que mi mujer, que estaba sentada a mi
lado era la hija del difunto señor Philip Fairlie; segundo, para demostrarles con
hechos positivos que el funeral fue de otra mujer; y tercero, para darles una
explicación terminante de cómo había ocurrido todo aquello. Sin más
preámbulos les leí la historia de la conspiración, que la describía con claridad
y sólo resaltaba sus motivos pecuniarios, por evitar así que mi declaración se
complicase con referencias innecesarias al secreto de Sir Percival. Hecho esto,
recordé a mi auditorio la fecha de la inscripción del cementerio (el veinticinco
de julio) y la confirmé cotejándola con el certificado de defunción. Luego leí
la carta de Sir Percival del día veinticinco anunciando que mi mujer haría el
viaje de Hamsphire a Londres el día veintiséis. Luego demostré que había
realizado aquel viaje, aduciendo el testimonio personal del cochero de la
berlina; y probé que el viaje había tenido lugar el día indicado enseñándoles el
libro de pedidos de la cochera. Marian añadió luego su propia declaración
contando su encuentro con Laura en el manicomio y la huida de su hermana.
Después cerré mi intervención informando a la concurrencia de la muerte de
Sir Percival y de mi casamiento.
El señor Kyrle se levantó cuando yo regresé a mi asiento y declaró como
consejero legal de la familia que mi caso quedaba probado con la evidencia
más palpable que había visto en su vida. Cuando pronunció aquellas palabras
rodeé la cintura de Laura e hice que se levantara, para que todos los que
estaban en el salón pudieran verla distintamente.
—¿Son ustedes de la misma opinión? —pregunté, avanzando algunos
pasos y señalando a mi mujer.
El efecto de mi pregunta fue fulminante. Desde el fondo de la estancia uno
de los arrendatarios más viejos se incorporó bruscamente y en un instante los
demás siguieron su ejemplo. Aún me parece estar viendo el rostro curtido y
abierto de aquel hombre, cabello gris, encaramado en el alféizar de una
ventana, agitando sobre su cabeza su pesado látigo de montar y prorrumpiendo
en exclamaciones de alegría:
—¡Aquí la tenemos viva y sana! ¡Qué Dios la bendiga! ¡Venga, decidlo,
muchachos, decidlo!
La algarabía que le contestó, y que se repitió una y otra vez, fue la música
más deliciosa que jamás haya llegado a mis oídos. Los labradores del pueblo y
los chiquillos de la escuela que se habían congregado en el parque recogieron
el grito y nos devolvieron su eco. Las mujeres de los granjeros rodearon a
Laura, se pelearon porque todas querían ser las primeras en estrechar su mano
y en implorarle, con lágrimas en sus mejillas, que tuviera ánimo y no llorara.
Laura estaba de tal modo anonadada que tuve que rescatarla y llevarla hasta la
puerta. Allí la dejé al cuidado de Marian..., ¡de Marian, que jamás nos había
fallado y cuyo valor y dominio sobre sí no falló tampoco entonces! Desde la
puerta invité a todos los presentes (después de darles las gracias en nombre de
Laura y en el mío) a que me siguiesen al cementerio para ver con sus propios
ojos cómo se arrancaba de la tumba el falso epitafio.
Todos salieron de la casa y se unieron a la multitud de paisanos que
rodeaban la tumba junto a la que nos esperaba el lapidista. En medio de un
profundo silencio resonó el primer golpe de cincel sobre el mármol. No se oyó
ni una voz, ni un alma se movió de su sitio hasta que estas tres palabras,
«Laura, Lady Glyde», desaparecieron de la vista de todos. Entonces, de la
multitud salió un gran suspiro de alivio, como si hubieran sentido que las
últimas ataduras de la conspiración habían caído de la propia Laura, y la
congregación se disolvió lentamente. Varias horas más tarde se había borrado
toda la inscripción. Luego en su lugar se grabó una sola línea: «ANNE
CATHERICK, 25 de julio de 1850»
Volví al castillo de Limmeridge bastante pronto para despedirme del señor
Kyrle. Este, su escribiente y el cochero, volvían a Londres en el tren de la
noche. Cuando se marcharon se me entregó un mensaje insolente de parte del
señor Fairlie, a quien se había sacado del salón en estado de gravedad apenas
la primera explosión de aclamaciones hubo contestado mi llamamiento
dirigido a los arrendatarios. El mensaje nos transmitía «las mejores
felicitaciones del señor Fairlie e insistía en averiguar si teníamos la intención
de permanecer en su casa.» Mandé una nota, diciendo que el único objeto que
nos había obligado a traspasar aquellas puertas estaba conseguido; que yo no
tenía intención de permanecer en otra casa más que en la mía propia; que no
tuviera el señor Fairlie la menor preocupación de volver a vernos jamás, ni de
tener noticias nuestras. Volvimos a la granja de nuestros amigos para pasar allí
la noche; y a la mañana siguiente, escoltados hasta la estación por el pueblo
entero y por todos los granjeros de los alrededores con el entusiasmo y la
buena voluntad más cordiales, regresábamos a Londres.
Cuando la vista de las montañas de Cumberland se desvaneció en la lejanía
pensé en las primeras circunstancias descorazonadoras bajo las que se había
desarrollado la larga lucha que ahora quedaba atrás. Era extraño volver la vista
atrás y comprobar que la misma pobreza que nos había negado toda esperanza
de conseguir ayuda, era el medio indirecto de nuestro triunfo para obligarme a
actuar por cuenta propia. Si hubiéramos sido bastante ricos para obtener ayuda
legal, ¿cuál hubiera sido el resultado? La victoria, el triunfo (según la opinión
del mismo señor Kyrle), hubiera sido más que dudoso; y el fracaso, a juzgar
por los acontecimientos tal como habían sucedido, hubiera sido seguro. La ley
jamás me hubiera facilitado mi entrevista con la señora Catherick. La ley
jamás hubiera convertido a Pesca en un medio de arrancar al conde su
confesión.
II
Quedan por añadir dos sucesos más a la cadena que ha unido esta historia
desde el principio, antes de que alcance su final.
Cuando la nueva sensación de estar libres de la larga opresión del paso
todavía nos resultaba extraña, mandó a buscarme aquel amigo que me había
proporcionado mi primer empleo, que ahora iba a darme una prueba más de su
preocupación por mis asuntos. Sus clientes le habían encomendado viajar a
París para conocer un descubrimiento francés concerniente a las aplicaciones
prácticas de su Arte. Sus compromisos no le dejaban tiempo para cumplir con
el encargo, y con la mayor gentileza él había sugerido que podía transferírmelo
a mí. Yo no dudé en aceptar el ofrecimiento con gratitud, pues si cumplía con
el trabajo como esperaba cumplir, el resultado sería un empleo permanente en
el periódico ilustrado en el que yo ahora colaboraba sólo en ocasiones.
Al día siguiente recibí mis instrucciones y preparé mi equipaje. Al dejar
una vez más a Laura al cuidado de su hermana (pero ¡en qué circunstancias tan
cambiadas!) se me ocurrió una seria consideración que más de una vez había
cruzado la mente de mi mujer y la mía... me refiero al porvenir de Marian.
¿Acaso nosotros teníamos derecho a permitir que nuestro afecto egoísta
acaparase la devoción de toda aquella vida generosa? ¿No era nuestro deber y
la mejor prueba de agradecimiento olvidarnos de nosotros y pensar sólo en
ella? Traté de decírselo en un momento en que nos quedamos solos antes de
irme. Cogió ella mi mano y me hizo callar al oír mis primeras palabras.
—Después de todo lo que hemos sufrido los tres juntos —me dijo—, no
puede hablarse entre nosotros de separaciones, hasta que llegue la separación
última. Mi corazón y mi felicidad, Walter, están con Laura y contigo. Espera
un poco a que se escuchen voces de niños en tu hogar. Yo les enseñaré a hablar
en su lenguaje, y la primera lección que repetirán a su padre y a su madre será
ésta: «¡No podemos privarnos de nuestra tía»!
No hice el viaje a París solo. A última hora Pesca decidió acompañarme.
Desde la noche de la Opera no había recuperado su habitual alegría y decidió
intentar elevar su ánimo con una semana de vacaciones.
Cumplí el encargo que se me había confiado y redacté el oportuno informe
al cuarto día de nuestra llegada a París. Decidí dedicar el quinto a ver la ciudad
y a divertirme en compañía de Pesca.
Nuestro hotel estaba demasiado lleno para que pudieran instalarnos en el
mismo piso. Mi cuarto estaba en el segundo y el de Pesca encima del mío, en
el tercero. La mañana del quinto día subí para ver si el profesor estaba
preparado para salir. Poco antes de llegar al rellano de la escalera vi que la
puerta de su habitación se abría desde dentro; una mano larga, delicada, y
nerviosa (que no era ciertamente la de mi amigo) la sostenía abierta. Al mismo
tiempo oí la voz de Pesca que decía baja y ansiosa en su propio idioma:
«Recuerdo el nombre, pero no conozco al hombre. Lo vio usted en la Opera,
estaba tan cambiado que no pude reconocerlo. Yo expediré el informe, pero no
puedo hacer nada más». «No se necesita que haga más que eso», contestó otra
voz. La puerta se abrió por entero y salió de ella el hombre de pelo ralo y con
la cicatriz en la mejilla; el hombre a quien yo había visto seguir el coche del
conde Fosco una semana antes, salió de la habitación. Se inclinó ante mí
cuando le dejé sitio para pasar. Su rostro estaba lívido. Bajó la escalera
dejando correr su mano por la barandilla.
Empujé la puerta y entré en el cuarto de Pesca. Le hallé encogido en un
rincón del sofá, en una postura extraña. Pareció sobresaltarse cuando me
acerqué a él.
—¿Le molesto? —pregunté—. No sabía que estaba con un amigo hasta
que le he visto salir.
—No es amigo —dijo Pesca, agitado—. Le he visto hoy por primera y
última vez.
—Temo que le haya traído malas noticias.
—¡Horriblemente malas, Walter! Vámonos en seguida a Londres, no
quiero seguir aquí más tiempo. Siento mucho haber venido. Las desventuras
de mi juventud se ciernen sobre mí —repuso, volviendo su rostro hacia la
pared—, se ciernen sobre mí en estos últimos tiempos. Quiero olvidarlas, pero
¡ellos no quieren olvidarse de mí!
—No creo que nos podamos volver a Londres antes de la tarde —
contesté-. ¿Le gustaría salir un poco conmigo mientras tanto?
—No, no amigo mío, Esperaré aquí. Pero, por favor, vámonos hoy, «ya»,
¡vámonos, sé lo ruego!
Le dejé después de asegurarle que aquella tarde saldríamos de París. El día
anterior habíamos decidido visitar la catedral de Notre Dame, guiándonos por
la noble novela de Víctor Hugo. En la capital francesa no había otra cosa que
yo deseara ver más, y me marché a la catedral solo.
Al acercarme a Notre Dame por el lado del río pasé delante de la horrible
casa de la muerte de París, la Morgue. Una gran muchedumbre vociferante se
agolpaba a la puerta. Evidentemente había algo dentro que excitaba la
curiosidad popular y alimentaba el apetito popular por los horrores. Yo hubiera
seguido hasta la iglesia si la conversación de dos hombres y una mujer
situados en la periferia de la muchedumbre no hubiera llegado hasta mis oídos;
acababan de salir de ver el cadáver en la Morgue y lo que contaban del muerto
a sus vecinos, describía un cuerpo de hombre de inmenso tamaño, con una
extraña señal en el brazo izquierdo.
En el momento en que oí aquellas palabras me detuve en seco y me
coloqué entre la gente que entraba. Ciertas vagas sospechas de la verdad
acudieron a mi mente cuando oí la voz de Pesca a través de la puerta
entreabierta y cuando vi el rostro del desconocido que pasó delante de mí para
bajar la escalera del hotel. Ahora la verdad me estaba revelada... revelada en
las palabras casuales que acababan de alcanzar mis oídos. Una venganza que
no era mía había seguido a aquel hombre predestinado desde el teatro hasta la
misma puerta de su casa y desde su casa hasta su refugio de París. Una
venganza que no era mía, lo había llamado al juicio y lo había sentenciado
cobrándole la vida. El momento en que se lo señalé a Pesca en el teatro, a
oídos del forastero que estaba a nuestro lado y también le buscaba, fue el
momento que selló su sentencia. Recuerdo la lucha en el interior de mi propio
corazón, cuando nos quedamos frente a frente, él y yo, la lucha que terminó
cuando le dejé escapar, y me estremecí al evocarla.
Lentamente, palmo a palmo, me adentré en la muchedumbre, acercándome
más y más a la gran mampara de cristal que en la Morgue separa a los vivos de
los muertos... me acercaba más y más hasta que me quedé detrás de la primera
fila de espectadores y pude mirar dentro.
Allí yacía, desposeído, desconocido, expuesto a la curiosidad impenitente
de la chusma francesa. ¡Aquel fue el fin horrendo de una larga vida de
inteligencia degradante y de crimen despiadado! Aquel rostro y aquella cabeza
ancha, firme y maciza, amasada con el reposo sublime de la muerte se nos
enfrentaba con tal grandeza que las mujerzuelas francesas a mi alrededor
levantaban las manos con admiración exclamando en un coro vocinglero
«¡Qué hombre más hermoso!». La herida que lo había matado estaba
producida con un golpe de navaja o de puñal, exactamente sobre el corazón.
No se veían otras señales de violencia en todo el cuerpo, excepto en el brazo
izquierdo; allí, en el mismo lugar en que yo vi la marca en el brazo de Pesca,
se distinguían dos profundos tajos que formaban la letra T y que borraban por
completo la señal de la Hermandad. Sus ropas colgadas encima del cuerpo
demostraban que vivía consciente del peligro, pues eran ropas de artesano
francés. Durante unos momentos, y sólo unos momentos, hice esfuerzos para
distinguir todas estas cosas a través de la mampara de cristal. No puedo
escribir más sobre ellas, pues no vi más.
Quiero consignar aquí los pocos datos relacionados con la muerte que poco
a poco fui recogiendo, en parte de Pesca y en parte por otras fuentes antes de
despedir este tema de estas páginas.
Sacaron su cuerpo del Sena con el disfraz que he descrito; no se encontró
sobre él nada que revelase su nombre, su rango ni su lugar de residencia.
Jamás se descubrió la mano que había asestado el golpe; y las circunstancias
en que fue asesinado, jamás se aclararon. Dejo a los demás que extraigan sus
propias conclusiones en relación al secreto de su asesinato, como ya he hecho
las mías. Al insinuar que el extranjero de la cicatriz era miembro de la
Hermandad (admitido en Italia después de que Pesca abandonó su patria) y al
añadir que los dos tajos en forma de una T que había en el brazo izquierdo del
muerto significaban una palabra italiana, «Traditore», mostrando que la
Hermandad se encargó de hacer justicia en un traidor, habré contribuido con
cuanto sé a la dilucidación del misterio de la muerte del conde Fosco.
Se identificó su cadáver al día siguiente de haberle visto yo, por una carta
anónima dirigida a su esposa. Madame Fosco le hizo enterrar en el cementerio
de Père la Chaise. Hasta el día de hoy se ven coronas frescas colgadas con la
propia mano de la Condesa sobre la balaustrada de bronce ornamental que
rodea su tumba. Vive en Versalles, en el retiro más estricto. No hace mucho ha
publicado una Biografía de su difunto esposo. Esta obra no arroja luz alguna
sobre el nombre verdadero ni sobre la historia secreta de su vida, está dedicado
casi por completo a elogiar sus virtudes domésticas, afirmar sus habilidades
singulares y enumerar los honores que se le habían conferido. Las
circunstancias que rodearon su muerte, se mencionan con notable brevedad y
se resumen en esta frase de la última página del libro. «Su vida fue una larga
afirmación de los derechos de la aristocracia y de los sagrados principios del
Orden. Murió mártir de su causa».
III
Después de regresar de París pasaron el verano y el otoño, que no trajeron
ningún cambio digno de mención. Vivíamos con tanta sencillez y quietud, que
mis ingresos, que ahora eran fijos, resultaban suficientes para atender a todas
nuestras necesidades. En febrero del nuevo año nació nuestro primer hijo. Mi
madre, mi hermana y la señora Vesey fueron nuestros invitados en la pequeña
fiesta con que celebramos el bautizo. La señora Clements estuvo también
presente para asistir a mi mujer en aquella ocasión. Marian fue la madrina de
nuestro hijo; Pesca y el señor Gilmore (este último actuando en rebeldía)
fueron sus padrinos. He de añadir aquí que cuando el señor Gilmore volvió a
Inglaterra un año más tarde, y a petición mía, me ayudó a componer estas
páginas escribiendo la narración que apareció al principio de esta historia y
lleva su nombre, y que aunque por el orden de sucesión es la primera de esta
forma, por el orden de las fechas fue la última que llegó a mis manos. El único
acontecimiento de nuestras vidas que ahora queda por relatar sucedió cuando
nuestro pequeño Walter contaba seis meses de edad. En aquella época me
enviaron a Irlanda para hacer bosquejos para preparar unas ilustraciones del
periódico en que yo estaba empleado. Estuve ausente cerca de dos semanas y
me comunicaba con regularidad con mi mujer y con Marian excepto durante
los tres últimos días de mi viaje, cuando mi itinerario era demasiado inseguro
para permitirme recibir cartas. Hice el último tramo de mi camino de vuelta
por la noche y cuando llegué a mi casa por la mañana ante mi inefable
asombro, en casa no había nadie. Laura, Marian y el niño se habían marchado
el día anterior a mi regreso. La criada me entregó una esquela de mi mujer que
sólo aumento mi sorpresa. Me informaba que habían ido a Limmeridge.
Marian le había prohibido que me diese más explicaciones por escrito y se me
pedía ponerme en camino en cuanto volviese a casa para reunirme con ellas.
En Cumberland me esperaban explicaciones completas y se me aseguraba que
no debía preocuparme en lo más mínimo. Aquí terminaba la carta. Era aún
temprano y pude coger el tren de la mañana. Aquella misma tarde llegué a
Limmeridge. Mi mujer y Marian estaban arriba. Se habían instalado (para el
colmo de mi asombro) en el cuartillo que antaño se me había asignado como
estudio cuando estaba trabajando con los dibujos del señor Fairlie. En la
misma silla que yo solía ocupar mientras trabajaba, estaba ahora sentada
Marian con el niño sobre sus rodillas, que con destreza se refrescaba con su
chupete, mientras que Laura junto a la mesa de dibujo tan familiar y que tanto
había utilizado, hojeaba el álbum que en otros tiempos yo había llenado de
dibujos para ella. —Pero, en nombre del Cielo, ¿qué os ha traído hasta aquí?
—les pregunté— ¿Lo sabe el señor Fairlie?... Marian me cortó las palabras en
mis labios diciendo que el señor Fairlie había muerto. Había sufrido una
parálisis y después del ataque jamás volvió a restablecerse. El señor Kyrle les
había avisado de su fallecimiento recomendándoles que vinieran
inmediatamente al castillo de Limmeridge. Cierta premonición confusa de un
gran cambio despuntó en mi mente. Laura habló antes de que yo fuera del todo
consciente de ello. Se puso más cerca de mí para disfrutar de la sorpresa que
permanecía en mi rostro. —Walter, mi vida —dijo—, ¿de veras crees que
hemos venido aquí por capricho? Me temo amor mío, que sólo puedo
explicártelo si quebranto nuestra regla y te hablo del pasado. —No hay la
menor necesidad de hacer cosa semejante —dijo Marian—. Podemos ser
igualmente explícitas y resultará mucho más interesante si hablamos del
futuro. Se levantó y me mostró al niño que pataleaba y gorjeaba entre sus
brazos: —¿Sabes quién es, Walter? —me dijo, llorando de felicidad. —Incluso
mi turbación tiene sus límites —contesté—. Creo que todavía soy capaz de
conocer a mi propio hijo. —¡Tu hijo! —exclamó con la vivaz animación de
los viejos tiempos. — ¿Te atreves a hablar con familiaridad de uno de los
hacendados más opulentos de Inglaterra? ¿Te das cuenta, cuando te dejo ver a
este ilustre bebé, delante de quién te encuentras? ¡Veo que no! Permíteme que
haga la presentación de dos personajes eminentes: Señor Walter Hartright, el
Heredero de Limmeridge.
Así me habló Marian.
Al escribir estas últimas palabras he terminado mi tarea. La pluma tiembla
en mi mano; ¡el trabajo largo y feliz ha concluido! Marian fue el ángel bueno
de nuestras vidas, que sea Marian la que termine nuestra historia.
FIN