Homilía Sobre Los Evangelios - San Beda (Tomo 2) PDF

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Beda

HOMILIAS SOBRE
LOS EVANGELIOS/2
Introducción, traducción y notas de
Agustín López Kindler

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Ciudad Nueva
© Agustín López Kindler
© 2016, Editorial Ciudad Nueva
José Picón 28 - 28028 Madrid
www.ciudadnueva.com

ISBN: 978-84-9715-353-9
Depósito Legal: M-25.308-2016

Impreso en España

Maquetación: Antonio Santos

Imprime: Estugraf Impresores. Ciempozuelos (Madrid)


N OTA E D IT O R IA L

Las 50 Homilías de Beda en las que comenta los cuatro


libros sagrados, se publican en castellano en dos tomos que
corresponden con los dos libros en los que está distribuida
la obra (Biblioteca de Patrística nn. 102 y 103) debido a su
extensión.
En el primero de ellos aparece la Introducción general
al autor y a su obra, así como las primeras 25 homilías, que
corresponden al primer libro.
En el segundo tomo se publica el segundo libro con las
siguientes 25 homilías.
Los criterios editoriales que han guiado la preparación
del texto son los mismos que figuran en el tomo anterior.
En el presente tomo se encuentran los índices bíblico y
de nombres y materias que hacen referencia a la obra com­
pleta.
Beda
HOMILÍAS
SOBRE LOS EVANGELIOS/2
H O M ILÍA I

En la Cuaresma
Jn 2, 12-22
PL 94, 114-1201
1. Suele llamar la atención de algunos lo que se dice al co­
mienzo de este pasaje del Evangelio: que, al bajar el Señor a
Cafarnaúm, no solamente le siguieron su madre y sus discí­
pulos, sino también sus hermanos2. Y no han faltado herejes
que afirmaran que José, el esposo de Santa María Virgen, en­
gendró de otra mujer a los que la Escritura llama hermanos
del Señor. Otros, con mayor malicia, pensaron que los engen­
dró de la misma María, tras el nacimiento del Señor. Pero no­
sotros, hermanos queridísimos, sin ninguna incertidumbre an­
te esta cuestión, conviene que sepamos y confesemos que no
solo la santa Madre de Dios, sino el santísimo testigo y cus­
todio de su castidad, José, permaneció siempre absolutamente
inmune de todo acto conyugal y que, de acuerdo con la cos­
tumbre habitual en la Escritura, se llama hermanos o hermanas
del Salvador, no a hijos de ambos, sino a parientes.
2. En definitiva, de este modo dice Abrahán a Lot: Por
fav or, no haya discordias entre tú y yo, entre mis pastores y
los tuyos, ya que somos herm anos3. Y Labán dice a Jacob:

1. En la edición de J.-P. Migne 2. Cf. A gustín , Tract. in Io-


esta homilía lleva el título: «En la han., X, 2 (CCL 36, 100-101).
feria segunda de Cuaresma». 3. Gn 13, 8.
10 Beda

¿Acaso p o r ser herm ano mío, m e vas a servir de balde?4 Y


consta con certeza que Lot era hijo de Arán, hermano de
Abrahán5, y que Jacob era hijo de Rebeca, la hermana de
Labán6, aunque se llamen hermanos en razón del parentesco.
Así pues, es conveniente que, como he dicho, se entienda
que se llama hermanos del Señor a sus parientes, de acuerdo
con esta regla frecuentísima en las Sagradas Escrituras.
3. Ahora bien, el hecho de que el Señor subió a Jerusalén
cuando se acercaba la Pascua, nos da un claro ejemplo de
hasta qué punto debemos someternos con presteza de ánimo
a los mandamientos del Señor, cuando El mismo -al aparecer
en la debilidad humana- cumple los preceptos que ha esta­
blecido con la autoridad de su Divinidad. Pues, para que los
siervos no pensaran que podrían evitar los castigos o recibir
los premios sin frecuentes sacrificios de oraciones y buenas
obras, El en persona -a pesar de que era Hijo de D ios- subió
a Jerusalén para adorar e inmolar entre los siervos. Veamos
lo que, al llegar a la ciudad, encontró que ocurría allí y lo
que El mismo hizo.
4. Y encontró en el templo -d ice- a los vendedores de bu e­
yes, de ovejas y de palom as y a los cambistas sentados. Y h a ­
ciendo una especie de azote de cuerdas, arrojó del templo a
todas las ovejas y los bueyes, derram ó el dinero de los cam ­
bistas y derribó las mesas7. Se compraban bueyes, ovejas y pa­
lomas para que fueran sacrificadas en el templo. Los cambis­
tas se sentaban a las mesas para tener a mano el montante de
dinero para la transacción entre los compradores y los ven­
dedores de las víctimas. Así pues, parecía lícito que se ven­
dieran en el templo las víctimas que se compraban exclusiva­
mente para ser ofrecidas al Señor en el mismo templo. Pero

4. Gn 29, 15. 6. Cf. Gn 25, 20.26.


5. Cf. Gn 11, 26.31. 7. Jn 2, 14-15.
Libro 2- H om ilía I, 2-6 11

el Señor en persona, que no quería que se realizara en su casa


nada relacionado con una negociación humana -n i siquiera
una que fuera considerada honesta-, expulsó a los mercaderes
injustos y arrojó fuera, junto con ellos, todo lo que se com­
praba y vendía8.
5. Por tanto, hermanos míos, ¿qué pensamos que haría el
Señor si encontrara impenitentes a los que disienten entre sí
por riñas, a los que pasan el tiempo con historias ficticias, a
los que se distraen con diversiones, o a los que cometen cual­
quier otro pecado, El que vio en el templo a los que compra­
ban víctimas para inmolárselas y se apresuró a expulsarlos?
Hemos dicho todo esto por aquellos que, después de en­
trar en la Iglesia, no solo descuidan su intención de rezar,
sino que incluso aumentan aún más las intenciones por las
que deberían rogar y -reprochándose a sí mismos semejante
estupidez- prosiguen con sus riñas, sus odios e incluso sus
calumnias, añadiendo así pecados a sus pecados y tejiendo
una especie de maroma larguísima en una imprudente acu­
mulación, sin temor de que por ese motivo les condene el
veredicto del estricto juez.
6. Porque por dos veces leemos en el santo Evangelio
que el Señor, al encontrar en el templo a este tipo de nego­
ciantes, les expulsó: es decir, ahora9 - o sea tres años antes
de su pasión, como sabemos por lo que escribe este evan­
gelista a continuación- y en el mismo año en que padeció,
cuando entró en Jerusalén, sentado en un asno, cinco días
antes de la Pascua.

8. Cf. Agustín, Tract. in Io- no narran más que una Pascua, lo


han., X, 4-5 (CCL 36, 102-103). hacen al final, tras su entrada triun­
9. Esta escena se encuentra asi­ fal en Jerusalén. Lo esencial para
mismo en Mt 21, 12-13; Me 11, 15- los evangelistas no es la datación
17; Le 19, 45-46, pero mientra san exacta de esta escena, sino la lec­
Juan la sitúa al inicio de la vida pú­ ción que se desprende de ella.
blica de Jesús, los sinópticos, que
12 Beda

Pero todo el que tiene buena doctrina entiende que Él


actúa del mismo modo en el templo de la santa Iglesia, exa­
minándola cada día con su presencia1012.
7. Por eso, queridísimos, esta escena es tremenda y digna
de ser temida; y hay que prever con una vigilancia continua
no vaya a ser que, presentándose de improviso, encuentre
en nosotros alguna perversidad por la que debamos con ra­
zón ser castigados y arrojados de la Iglesia. Y hay que pro­
curar no hacer nada inadecuado, sobre todo en aquella que
es llamada especialmente casa de oración11, a fin de no es­
cuchar de labios del Apóstol, como los corintios: ¿Acaso no
tenéis casas12 para realizar o apalabrar los asuntos tempora­
les? ¿O en tan poco tenéis la Iglesia de D ios?; y del profeta,
como los judíos: Mi am ado ha com etido muchos delitos en
m i casa13. Y hay que alegrarse ciertamente de que nosotros
mismos nos hayamos convertido por el bautismo en tem­
plos de Dios, como atestigua el Apóstol cuando dice: Por­
que el tem plo de Dios es santo y ese tem plo sois vosotros14.
Nosotros mismos somos la ciudad del gran Rey, de la que
se canta: Está fu n d ad a sobre los m ontes santos15, los funda­
mentos de la Iglesia están asentados en la fe de los Após­
toles y los profetas.
8. Pero no es menos tremendo lo que dice de antemano
el Apóstol: Si alguno profan a el tem plo de Dios, Dios le des­
truirá16. Y el justo juez en persona, dice: Exterm inaré de la
ciudad d el Señor a todos los que obran la in iquidad17. D e­
bemos alegrarnos porque se celebra la solemnidad de la Pas­
cua para nosotros, cuando nos esforzamos por pasar de los

10. Cf. J erónimo, Comm. in 14. 1 Co 3, 17.


Mat., III, 21, 13 (CCL 77, 188). 15. Sal 87, 1.
11. Cf. Is 56, 7; Mt 21, 13. 16. 1 Co 3, 16.
12. 1 Co 11, 22. 17. Sal 101, 8.
13. Jr 11, 15.
Homilía I, 6-9 13

vicios a las virtudes. En efecto, Pascua significa «paso»18.


Debemos alegrarnos porque el Señor se digna visitar nues­
tros corazones -esto es, su ciudad- y porque el mismo se
digna iluminar la Pascua de nuestra buena conducta con la
presencia de su piedad hacia nosotros. Mas, debemos tener
la suficiente dosis de temor a que en su ciudad nos encuentre
haciendo cosas distintas a las que El quiere y se nos muestre
como un severo juez -tal y como no lo deseamos- y a que
nos vaya a condenar por encontrarnos en el templo como
cambistas o vendedores de bueyes, ovejas y palomas.
9. Los bueyes designan sin duda la doctrina de la vida
celestial; las ovejas, las obras castas y piadosas; las palomas,
los dones del Espíritu Santo. De hecho, es indudable que el
campo se suele trabajar con la ayuda de bueyes. Y el campo
es el corazón cultivado por la doctrina celestial del Señor y
convenientemente preparado para recibir la simiente de la
palabra divina. Las inocentes ovejas proporcionan su lana
para vestir a los hombres. El Espíritu desciende sobre el Se­
ñor en forma de paloma19. Ahora bien, venden bueyes los
que proclaman la palabra del Evangelio a los oyentes, no
por amor a Dios, sino en vistas a un provecho terreno, como
aquellos a quienes reprende el Apóstol porque no anuncian
a Cristo con sinceridad20. Venden ovejas los que realizan
obras de misericordia por motivos de honra humana; de
ellos dice el Señor que ya recibieron su recom pensa2'. Venden
palomas los que imparten la gracia recibida del Espíritu, no
gratis -com o está mandado22- , sino a cambio de un premio;
los que otorgan la imposición de manos por la que se recibe
el Espíritu Santo, si no para ganar dinero, sí para gozar de

18. Cf. Agustín, Tract. in Io- 20. Cf. Flp 1, 17.


hart., LV, 1 (CCL 36, 463). Cf. in- 21. Mt 6, 5.
fra Hom., II, 2, 6; 5, 2. 22. Cf. Mt 10, 8.
19. Cf. Le 3, 22.
14 Be da

los favores del pueblo; los que confieren las órdenes sagra­
das, no como algo merecido de acuerdo con la conducta, si­
no arbitrariamente. Intercambian dinero en el templo quie­
nes no fingen servir a los asuntos del más allá, sino que
abiertamente sirven a los asuntos terrenos en la Iglesia, bus­
cando lo suyo y no lo que es de Jesucristo23.
10. En verdad, muestra el Señor la suerte que espera a
tales obreros engañosos, cuando hace un látigo con cuerdas
y les arroja a todos del templo. Porque son eliminados de
la suerte de la comunión de los santos2425todos aquellos que,
colocados entre los santos, realizan obras aparentemente
buenas o abiertamente malas. También arrojó a las ovejas y
a los bueyes para demostrar que era reprobable, tanto la vi­
da, como la doctrina de los tales. Las cuerdas con las que
golpea a los impíos, arrojándoles del templo, son la acumu­
lación de las malas acciones con las que se proporciona al
juez definitivo la materia para condenar a los réprobos. Es
por eso por lo que dice Isaías: ¡Ay de los que arrastran la
iniquidad con las cuerdas de la van idad15! Y Salomón dice
en los Proverbios: Sus propias iniquidades atraparán a l m al­
vado y le enredarán las cuerdas de sus pecados15. Porque
quien acumula pecado tras pecado -por los que cada vez se­
rá más duramente castigado- es como si poco a poco au­
mentara y multiplicara las cuerdas con las que será atado y
azotado. También tiró las monedas y volcó las mesas de los
cambistas, tras haberlos expulsado, porque suprimirá para
siempre hasta la figura de las cosas que los condenados han
amado, según aquello que está escrito: Tam bién el m undo
pasará y sus concupiscencias27.

23. Cf. FlP 2, 1. 26. Pr 5, 22.


24. Cf. Col 1, 12. 27. 1 Jn 2, 17.
25. Is 5, 18.
Homilía /, 9-12 15

11. Y a los vendedores de palom as les dijo: Q uitad esto de


aquí, no hagáis de la casa de m i Padre un m ercado2S. Mandó
que se quitara del templo la venta de palomas, porque debe
dar gratuitamente la gracia del Espíritu el que la recibió gra­
tis2829. Por eso Simón -aquel famoso mago, que quiso com­
prarla con dinero, para venderla por un precio mayor- escu­
chó: Que tu dinero vaya contigo a la perdición... N o tengas
parte ni herencia en esta empresa30. Y hay que tomar nota de
que no solo son vendedores de palomas y convierten la casa
de Dios en un mercado quienes, al conferir las sagradas ór­
denes piden un precio de dinero, de alabanza o incluso de
honra humana, sino también aquellos que han recibido un
grado o una gracia espiritual en la Iglesia y no lo ponen en
ejercicio con buena intención, sino por algún motivo de re­
tribución humana, contra aquello del apóstol Pedro: El que
habla, que pronuncie palabras de Dios; el que ejerce un m i­
nisterio, hágalo en virtud del p od er que Dios le otorga, para
que en todas las cosas Dios sea glorificado por Jesucristo31.
12. Por tanto, quienes pertenecen a este tipo de personas
-si no quieren ser expulsados de la Iglesia a la venida del
Señor-, aparten todo esto de sus acciones, para no convertir
la casa del Señor en un mercado. Y no se debe pasar por
alto que con todo cuidado la Escritura en este pasaje nos
trae a la memoria las dos naturalezas de nuestro Salvador:
a saber, la humana y la divina. En efecto, para que enten­
damos que se trata del verdadero Hijo de Dios, escuchemos
lo que El mismo dice: N o hagáis de la casa de m i Padre un
m ercado. Así pues, abiertamente se nos muestra como Hijo
de Dios Padre el que llama casa de su Padre al templo de

28. Jn 2, 16. (CCL 14, 338). Véase también


29. Cf. Mt 10, 8. Hom., I, 12, 11.
30. Hch 8, 18-21. Cf. A mbrosio, 31. 1 P 4, 11.
Expositio evan. s. Lucam, IX, 19
16 Be da

Dios. Y, para que nos demos cuenta de que es verdadero


hijo de hombre, recordemos de nuevo lo que se dice al prin­
cipio de esta lectura: que al descender a Cafarnaúm le acom­
pañaba su madre323.
13. Continúa: Se acordaron sus discípulos de que está es­
crito: El celo de tu casa m e consume^. El Salvador arrojó a
los impíos del templo llevado por el celo de la casa de su
Padre. Velemos también nosotros, hermanos queridísimos,
por la casa de Dios; y, en cuanto está en nuestro poder, in­
sistamos para que en ella no suceda nada depravado. Si a un
hermano que tiene que ver con la casa de Dios le vemos
hinchado de soberbia, o habitualmente criticón, o dado a la
bebida, o excitado por la lujuria, o perturbado por la ira, o
sometido a cualquier otro vicio, afanémonos -en cuanto nos
sea posible- por purificar la suciedad, corregir la perversión
y, si no podemos corregir nada de ese tipo de personas, so­
portémosles, no sin un agudísimo dolor del alma, y sobre
todo empeñémonos con todas nuestras fuerzas a fin de que,
en la casa de oración -donde el cuerpo del Señor se puede
consagrar, donde no se duda de que la presencia de los án­
geles es constante-, no ocurra nada indigno, no haya nada
que impida nuestra oración y la de nuestros hermanos.
14. Sigue: Entonces los judíos replicaron y le dijeron: ¿ Q ué
señal nos das para obrar así? R espondió Jesús y les dijo: D es­
truid este tem plo y en tres días lo levantaré34. Después35 el
evangelista aclaró de qué templo hablaba -esto es, del tem­
plo de su cuerpo- que, abatido por ellos durante la pasión,
El mismo resucitó al tercer día de su muerte. Por tanto,
puesto que pedían una señal por parte del Señor del porqué
se había sentido en la obligación de expulsar del templo el
habitual comercio, El respondió que había arrojado fuera a

32. Cf. Jn 2, 12. 34. Jn 2, 18-19.


33. Jn 2, 17. 35. Cf. Jn 2, 21.
H om ilía I, 12-16 17

los impíos con todo derecho, porque ese mismo templo era
una imagen del templo de su cuerpo, en el que no había en
absoluto ninguna mancha de pecado alguno. Y no sin razón
había purificado de pecados al templo simbólico -el que El
sería capaz de resucitar de los muertos- por el poder de su
divina majestad, el verdadero templo de Dios, deshecho por
los hombres hasta darle muerte.
15. Entonces los judíos replicaron: En cuarenta y seis años
se ha edificado este templo, ¿y tú vas a levantarlo en tres
días?ib Replicaron a lo que habían entendido. Pero, para que
nosotros no interpretemos también de un modo carnal las
palabras espirituales del Señor, el Evangelista expuso a con­
tinuación de qué templo estaba hablando.
Por lo que respecta a lo que dicen de que el templo fue
edificado en cuarenta y seis años, no se refieren a la primera,
sino a la segunda construcción del mismo. Porque el prime­
ro que hizo construir el templo fue Salomón, en un tiempo
de máxima paz de su reino y en el plazo brevísimo de siete
años3637. Ese fue destruido por los caldeos38 y, al cabo de se­
tenta años, por orden del persa Ciro, comenzó a ser edifi­
cado de nuevo, una vez pasada la cautividad39. Pero, por los
ataques de los pueblos limítrofes, las generaciones posterio­
res a la trasmigración no pudieron acabar los trabajos, que
habían comenzado bajo los príncipes Zorobabel y Jesús,
hasta cuarenta y seis años después40.
16. Este número de años concuerda de modo sumamente
adecuado con la perfección del cuerpo del Señor. En efecto,
los escritores de ciencias naturales enseñan que la forma del
cuerpo humano se perfecciona en el espacio de esos días: a
saber, los seis primeros días, a partir de la concepción, se

36. Jn 2, 20. 39. Cf. Esd 1, 1-3.


37. Cf. 1 R 6 ,38. 40. IbicLem 4, 1-24.
38. Cf. 2 R 25, 9.
18 Beda

asemeja a la leche; durante los nueve siguientes, se convierte


en sangre; después, en doce, se consolida y en los dieciocho
restantes se forma hasta el perfecto trazado de todos los
miembros. Y a partir de ahí, el tiempo restante, hasta el mo­
mento del parto, aumenta de tamaño41. Ahora bien, seis más
nueve, más doce, más dieciocho, son cuarenta y cinco. Si a
estos se les añade uno, esto es el mismo día en que, separado
por miembros, el cuerpo comienza a crecer, nos da sin nin­
guna duda, para la edificación del cuerpo del Señor, el mis­
mo número de días que para la construcción del templo.
17. Y puesto que aquel templo construido por la mano
del hombre42 prefiguraba la sacrosanta carne del Señor, to­
mada de la Virgen, como aprendemos en este pasaje; puesto
que al mismo tiempo también designaba su cuerpo que es
la Iglesia43; puesto que asimismo simbolizaba el cuerpo y el
alma de cada uno de los fieles, como encontramos en varios
lugares de las Escrituras44, es oportuno recordar algunos de­
talles de la factura de este templo, a fin de que vuestra co­
munidad conozca en qué medida todo lo que está escrito al
respecto concuerda con la Iglesia de Cristo45.
18. Estaba situado hacia el oriente46, teniendo una puerta
de cara al nacimiento del sol, de forma que, al levantarse és­
te, inundara todo el interior con su rayo. Así la Iglesia santa
dirige toda la atención de su mente a la gracia de Aquel, de
quien Zacarías dice: N os ha visitado el que nace de lo alto,
para ilum inar a los que están sentados en tinieblas y en som-

41. Cf. Agustín, D e diuersis 12, 27; Ef 5, 29-30.


quaestionibus L X X X III, LVI: De 45. Beda vuelve a describir el
annis X L V I aedificati templi templo al inicio de II, 25. Aquí lo
(CCL 44A, 95-96. hace para mostrar su paralelismo
42. Cf. Hch 7, 48; Hb 9, 11. con la estructura de la Iglesia.
43. Cf. Ef 1, 22-23. 5, 23; Col 46. Cf. F lavio J osefo, Ati-
1, 18. 24. quit. Iud., VIII, 3, 2.
44. Cf. Rm 12, 5; 1 Co 6, 15.
Homilía I, 16-20 19

bras de muerte"'1. Ella -recordando siempre su promesa en


la que dice: Ensancha tu boca y Yo la llenaré4748- responde
gozosa: H e abierto m i boca y aspirado porqu e deseaba tus
m andam ientos49; lo cual equivale a decir, «he abierto mi co­
razón a la piedad y he merecido beber la luz de tu espíritu,
porque he aprendido a no desear en este mundo nada más
que observar tus mandamientos».
19. Por fuera, se presentaba construido de piedra blanca;
por dentro, oro puro cubría los techos, las paredes, el pa­
vimento, las vigas, las puertas y todos los recipientes50. Tam­
bién la Iglesia muestra hacia fuera, a todos, la fortaleza de
su santa actividad, pero solo los que han aprendido a pene­
trar en ella -considerándola en una actitud piadosa- entien­
den con cuántas virtudes espirituales sobresale, con qué gran
fulgor de caridad arde para cada uno de ellos. Esas mismas
láminas de oro estaban fijas a planchas de cedro, de abeto
o a tablas de olivo51, que consta son todas maderas nobles.
También el resplandor del amor del Señor -gracias al re­
cuerdo de su sacratísima pasión, que fue consumada en el
precioso leño de la C ruz- está impreso en el corazón de los
fieles de un modo indeleble.
20. El interior del templo está dividido por un velo a lo
largo de la pared que separa el recinto exterior del interior
del santuario, donde estaba depositada el arca de la Alianza
y se llamaba el «santo de los santos»52. También la Iglesia,
en parte anda peregrina en la tierra, apartada del Señor, y
en parte reina con Él en los cielos. La pared medianera se

47. Le 1, 78-79. 15, 33-34.


48. Sal 81, 11. 52. Cf. Ex 26, 31-33; 1 R 6,
49. Sal 119, 131. 16.19. Este es, en efecto, el velo en­
50. Cf. F lavio J osefo, Ati- tre el santo y el santísimo que se
quit. Iud., VIII, 3, 2-3. Cf. 1 R 6, rasgó a la muerte del Señor, para
20-22.30; 2 Cro 4, 7-22. simbolizar la apertura del cielo. Cf.
51. Cf. 1 R 5, 8. 10; 6, 9-10; Mt 27, 51; Me 15, 38; Le 23, 45.
20 Beda

entiende que es el mismo cielo, y el arca del Testamento, el


Señor, el único que -conocedor de los misterios del Padre-
penetró en lo más profundo del cielo. La escalera que con­
ducía a la estancia segunda y tercera estaba construida en el
interior del muro oriental con escalones casi invisibles, hasta
el punto de que solo se veía el comienzo de la subida desde
el ángulo oriental de dicha pared, mientras el resto de ella
solo lo conocían los que podían subirla. Eso lo recuerda la
Escritura con estas palabras: Y la puerta d el piso inferior es­
taba a l lado derecho del edificio, y p o r una escalera de ca­
racol se subía a l piso interm edio, y de este a l tercer piso53.
21. Tras la pasión del Señor en la cruz uno de los soldados,
con la lanza, le atravesó el costado, y al instante salió sangre
y agua54. Esta es el agua del bautismo, por la que somos pu­
rificados55; y esta es la Sangre del cáliz del Señor, por la que
somos santificados. Por estos santos misterios del costado as­
cendemos -por el mérito de la fe invisible-, desde la presente
vida de la Iglesia que peregrina en la tierra, a la vida de la su­
prema bienaventuranza de la que disfrutan las almas de los
justos, despojadas de sus cuerpos. Pero, avanzando con la
ayuda de la fe en la pasión del Señor, también pasamos —una
vez recibidos los cuerpos en la resurrección- a la suprema
gloria de la eterna felicidad. De esa gloria habla indudable­
mente Isaías: En su tierra poseerán el doble y su alegría será
perdurable5b; es decir, en la tierra de los vivos, que es la única
tierra de los santos, reciben al mismo tiempo los gozos eter­
nos de la carne inmortal y del alma bienaventurada.
22. Por tanto, el piso inferior del templo significa la si­
tuación presente de los santos, el superior el descanso de las
almas, que se percibe después de esta vida, y el más alto la

53. 1R6,8. han., IX , 10 (CCL 36, 96). Ibidem ,


54. Jn 19, 34. C X X II, 2 (CCL 36, 669).
55. Cf. Agustín, Tract. in lo - 56. Is 61, 7.
Homilía I, 20-23 21

gloria de la resurrección, que jamás conocerá cambio alguno.


La puerta del piso inferior -que, puesta al lado derecho del
edificio, abría el camino al piso superior- es la fe en la pasión
de Cristo, cuyo costado derecho traspasado en la Cruz manó
los sacramentos para nosotros, a fin de que, embebidos en
ellos, podamos ascender hasta el gozo de la vida celestial.
A los siete años se acabó la construcción del templo y
en el octavo siguió la solemnidad de su dedicación. También
la Iglesia, a lo largo de todo este tiempo presente, que consta
de siete edades, no ha dejado de sumar el crecimiento espi­
ritual de sus miembros y entrará en la eterna fiesta de su
dedicación al tiempo de la futura resurrección, junto con su
Rey de la paz. Porque, dado que el Señor resucitó de la
muerte al octavo día -es decir, después del séptimo que es
el sábado-, con razón este número designa también los fu­
turos gozos de nuestra resurrección57.
23. Baste con haber recordado estos pocos datos -de
entre los muchos a propósito de la construcción del tem­
plo-, para que aparezca con más claridad a los ojos de una
inteligencia espiritual, hasta qué punto resplandecen todos
juntos.
Pero, para acabar, volvamos nuestro sermón a la respues­
ta del Señor, cuando dice a los judíos que le pedían una se­
ñal: D estruid este tem plo y en tres días lo levantaré58. Demos
gracias a su misericordia porque el misterio de su pasión y
resurrección de entre los muertos, que expuso con palabras
enigmáticas a los infieles que le tentaban, a nosotros, que
ya creemos en El, nos lo ha revelado con luces claras. Y,
puesto que ya se acerca el tiempo en que deseamos celebrar
con la solemnidad de cada año la destrucción de su templo

57. Es la octava edad de los tiem- advertido en la Introducción,


pos, de la que Beda habla repetida- 58. Jn 2, 19.
mente en sus obras, como ya hemos
22 Beda

venerable, consumada por los impíos, a la vez que la resu­


rrección que El llevó a cabo maravillosamente -com o había
prometido-, limpiemos los templos de nuestros cuerpos y
nuestros corazones, para que el Espíritu divino se digne ha­
bitar en nosotros. Y, como nos advierte el Apóstol, recha­
zadas las obras de las tinieblas, revistám onos de las armas
de la luz. A ndem os con decencia, com o durante el día: no
en com ilonas y borracheras, no en deshonestidades y disolu­
ciones, no en contiendas y envidias, sino revestidos d el Señor
Jesucristo59 que con el Padre vive y reina, Dios en la unidad
del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

59. Rm 13, 12-13.


H O M ILÍA II

En la Cuaresma
Jn 6, 1-14
PL 94, 110-114'
1. Quienes, al leer o escuchar, aceptan sumisamente las
señales y milagros de nuestro Señor y Salvador, no se fijan
tanto en lo que les maravilla por fuera, como examinan qué
deben hacer ellos mismos por dentro a raíz de esos aconte­
cimientos, y qué valor espiritual deben apreciar en ellos.
Pues bien, he aquí que, al acercarse la Pascua -la fiesta de
los judíos-, el Señor llama la atención de la muchedumbre
que le seguía, a la vez con su palabra de salvación y su fuerza
curativa. Porque, como otro evangelista escribe: Les h ablaba
d el reino de Dios y sanaba a los que lo necesitaban2. Y, para
completar su doctrina y sus curaciones, les dio de comer de
una manera abundante a partir de unos pocos alimentos.
2. Por tanto, también nosotros, hermanos queridísimos, a
imitación de este hecho, al acercarse la Pascua, la fiesta de
nuestra redención -en unión con la multitud de nuestros her­
manos-, sigamos de todo corazón al Señor y contemplemos
con toda diligencia en qué línea de comportamiento se ha
movido, a fin de que merezcamos seguir sus pasos. Porque 1

1. La edición de J.-P. Migne 19, cuando en realidad es Mt 14.


pone esta homilía en relación con 2. Le 9, 11.
Le 9, Me 6 y erróneamente con Mt
24 Beda

quien dice que m ora en Él, d eb e seguir el mismo camino que


El siguió3. Todo lo que encontremos que existe en nosotros
de ignorancia nociva, corrijámoslo con la escucha frecuente
de su palabra. Todo peligro de vicio tentador -es decir, de
enfermedad espiritual- que sintamos nos devasta por dentro,
procuremos enmendarlo con el habitual remedio de su pie­
dad. Pero, aunque nos contemplemos privados de la dulzura
de la vida celestial, pidamos su gracia con el fin de que se
digne colmarnos de los dones de la compunción y de las de­
más virtudes espirituales, a fin de que, adornados de modo
conveniente por dentro y por fuera, recibamos en el tiempo
sacrosanto de su resurrección los sacramentos de nuestra sal­
vación con el cuerpo y el corazón igualmente puros.
3. Pero, puesto que ya hemos degustado brevemente la
escena, queremos ahora contemplar con más atención todo
el desarrollo de la lectura sagrada y explicar a esta vuestra
comunidad todo lo sobrenatural que en ella somos capaces
de señalar.
Partió Jesús a l otro lado d el m ar de G alilea, el de Tibe-
ríades4. Lo primero que hay que decir es que, según la his­
toria, al mar de Galilea -p or la diversidad de las regiones
circundantes- se le llama de muchas maneras y que recibe
el nombre de mar de Tiberíades, solo en aquellos lugares
donde la ciudad de ese nombre -hacia el occidente- se mues­
tra saludable por sus aguas que, según dicen, son cálidas.
Físicamente, a partir de la desembocadura del Jordán, se ex­
tiende veintidós mil pasos a lo largo y cinco mil a lo ancho5.
Sin embargo, en sentido espiritual, el mar simboliza las
turbias y embravecidas aguas de este mundo en las que al-

3. Ijn2,6. das actuales, son: 21 kms. de lon­


4. Jn 6, 1. gitud y hasta 12 kms. de anchura
5. Cf. PUNIO, Historia natural, con una superficie de alrededor de
V, 15, 71. Las dimensiones del mar 170 kms2.
de Genesaret, según nuestras medi­
Homilía II, 2-5 25

gunos depravados se deleitan injustamente, como peces en­


tregados a las profundidades, y no tienden en su mente a
los gozos celestiales. De ahí que también con propiedad se
le llama mar de Galilea -que significa «rueda»6- , porque sin
duda el amor al mundo caduco aboca a una especie de vér­
tigo a los corazones que se ven incapaces de elevarse hasta
el deseo de la vida eterna. De ellos dice el salmista: Los im ­
píos dan vueltas sobre sí mismos7.
4. Pues bien, al retirarse ellos al otro lado del mar de Ga­
lilea, seguía a Jesús una enorme multitud que había recibido
de El los dones supremos de la doctrina, la salud y la re­
novación celestial. Porque, antes de la aparición del Señor,
solo le seguía por la fe el pueblo judío; pero cuando, gracias
a la economía de su encarnación, Él accedió, pisó, atravesó
las olas de esta vida corruptible, inmediatamente una gran
muchedumbre de pueblos creyentes le siguió, deseosa de ser
instruida, curada y saciada espiritualmente, y pidiendo con
el salmista: Señor en ti m e he refugiado, enséñam e a hacer
tu voluntad8. Ten compasión de mí, Señor, que estoy en fer­
mo, sánam e tú, Señor, p orqu e se han desecado todos mis hue-
sos9. E insiste, confiada en recibir de El el alimento para la
vida eterna: El Señor m e apacienta, no m e fa lta nada; m e
ha colocado en un lugar apacible'0.
5. Por lo que respecta a que Jesús subió al monte y allí
se sentó con sus discípulos, pero al llegarse hasta El una mu­
chedumbre descendió y allí en el valle volvió a emprender
lo que ya había sido su preocupación poco antes, no creamos
que ocurre sin motivo, sino para significar de un modo ale­
górico que el Señor distribuye su doctrina y sus carismas de
acuerdo con la capacidad de quienes los reciben.

6. Cf. J erónimo, Nomina he- 8. Sal 143, 10.


braica (CCL 72, 146). 9. Sal 6, 3.
7. Sal 12, 9. 10. Sal 23, 1-2.
26 Beda

Concretamente, a las mentes aún débiles y a los pobres


de espíritu les da a creer los misterios más simples, mientras
que a quienes son más perfectos de sensibilidad les descubre
los arcanos más secretos de su majestad, inspirándoles ca­
minos más estrechos de conducta devota y prometiéndoles
dones más altos de premios celestiales.
Por eso, a uno que quería saber qué debía hacer para po­
seer la vida eterna", le explicó, como a quien aún estaba si­
tuado en un grado inferior, los mandamientos generales de
su misericordia, diciéndole: N o matarás, no com eterás adu l­
terio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre
y a tu m adre'2. Y, después de que ese requirió de El deberes
superiores, como uno que quiere ascender al monte de las
virtudes, le dijo: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo
que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo.
Luego, ven y sígueme'2.
6. El Señor mostró esta diversidad de comportamiento
no solo por sí mismo, cuando aún enseñaba encarnado, sino
que también ahora no cesa de hacerlo, por medio de los ad­
ministradores de su palabra. Por eso afirma de ellos, en la
persona de aquel buen siervo, que deben dar a tiempo a sus
compañeros de servidumbre la medida de trigo14; esto es,
procurarles el alimento de la palabra de modo oportuno y
mesurado, de acuerdo con la capacidad de captación de los
oyentes.
A su vez, en cuanto a que al acercarse la Pascua el Señor
enseña, sana y da de comer a las turbas, podemos entenderlo
simbólicamente así: Pascua significa «paso»15y el Señor, a to­
dos aquellos a quienes recupera con la suavidad interior de
sus dones, les prepara con certeza a un paso salvífico; esto

11. Cf. Le 18, 18. 14. Cf. Le 12, 42.


12. Le 18, 20. 15. Cf. sufra Hom., II, 1, 8.
13. Mt 19, 21; Le 18, 22. Asimismo infra Hom., II, 5, 2.
H om ilía II, 5-8 27

es, a que dejen atrás las concupiscencias por una elevación


de su mente; a que pisoteen las ínfimas aspiraciones del mun­
do -tanto las prósperas, como las adversas-, cambiándolas
por la esperanza y la caridad celestiales. Y a pesar de que
aún no pueden alcanzar, ni con el alma ni con el cuerpo, las
cosas celestiales -porque es indudable que esto se nos pro­
mete para el futuro-, sin embargo lo que contemplan los que
son carnales -abrazados a ello como algo de alto valor-, tén­
ganlo ellos en nada en comparación con los bienes eternos,
siguiendo el ejemplo de aquel que, al ver al impío ensalzado
y elevado por encima de los cedros del Líbano, pasó por en­
cima de la contemplación de las cosas temporales y com­
prendía que era como si no existiera aquel que ya preveía
que pronto había de desaparecer1617.
7. Lo que se narra a propósito de que Jesús levantó los
ojos y vio que una gran muchedumbre venía hacia El, es un
indicio de la piedad divina. En efecto, era su costumbre salir
al encuentro de todos aquellos que se afanaban por acudir
a El, con los dones de su celestial misericordia. Y para que
no pudieran equivocarse en su búsqueda, solía abrir la luz
de su Espíritu a quienes recurrían a El. De que los ojos de
Jesús simbolizan místicamente los dones de su Espíritu da
fe Juan en el Apocalipsis, cuando dice de El en un sentido
figurado: Y vi que estaba un cordero com o inm olado, el cual
tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de
Dios enviados a toda la tierra'7.
8. Lo que el Señor dice a Felipe, para tentarle: ¿D ónde
com prarem os pan para que coman estos?'*, lo hace ciertamen­
te por decisión de su Providencia, no para aprender lo que
no sabía, sino para que Felipe, tentado, reconociera la lenti­
tud de su fe -que el Maestro conocía y él mismo ignoraba—

16. Cf. Sal 37, 35-36. 18. Jn 6, 5.


17. Ap 5, 6.
28 Beda

y se corrigiera, una vez realizado el milagro. Porque no debía


haber dudado de que, estando presente el Creador de todas
las cosas, que saca pan de la tierra y con el vino alegra el
corazón del hombre19, bastaban unos panes de pocos dena-
rios, para que cada uno de una multitud de varios miles re­
cibiera lo suficiente y se retirara una vez saciado. Por su par­
te, los cinco panes con los que sació a la multitud del pueblo
son los cinco libros de Moisés20, con los que -si se interpre­
tan con una dimensión espiritual y enriquecidos con un sen­
tido aún más amplio- renueva cada día los corazones de los
oyentes fieles. Bien se dice que eran de cebada, por los ex­
tremadamente austeros preceptos de la Ley y por la envol­
tura más bien burda del sentido literal, que casi ocultaba el
núcleo interior de su sentido espiritual.
9. En cuanto a los dos peces que añade, no hay inconve­
niente en interpretarlos como los escritos de los salmistas y
profetas que -unos cantando y otros hablando- narraban a
sus oyentes los futuros misterios de Cristo y la Iglesia. Y con
razón se simbolizan a través de esos animales acuáticos los
trasmisores del Evangelio de aquella edad, en la que el pueblo
fiel no habría podido vivir de ningún modo sin las aguas del
bautismo. El muchacho que tenía cinco panes y dos peces, y
no los distribuyó entre la turba hambrienta, sino que se los
presentó al Señor para que los distribuyera, es el pueblo judío,
pueril por su interpretación literal de la Escritura. El mantuvo
encerrados consigo los libros de la Escritura, mientras el Se­
ñor -al encarnarse- los recibió y mostró todo lo que tenían
en su interior de útil y dulce, hizo ostensible cuánta gracia
espiritual rezumaban los que parecían escasos y despreciables,
y los presentó a través de los apóstoles y sus sucesores, para
que sirvieran a todas las naciones.

19. Cf. Sal 104, 14-15. han., XXIV, 5 (CCL 36, 246).
20. Cf. Agustín, Tract. in lo -
Homilía II, 8-12 29

10. Por eso narran bien otros evangelistas que el Señor


distribuyó los panes y los peces a los discípulos y los dis­
cípulos a la muchedumbre21. Porque el misterio de la salva­
ción humana, tras haber comenzado a ser desvelado por el
Señor, lo han confirmado en nosotros quienes lo oyeron de
sus labios. En efecto, El partió los cinco panes y los dos pe­
ces y los distribuyó a los discípulos, cuando les abrió la in­
teligencia para que comprendieran todo lo que estaba escrito
sobre El en la Ley de Moisés, en los profetas y en los sal­
mos22. Y los discípulos los presentaron a las turbas, cuando
predicaron p o r todas partes y el Señor cooperaba y confir­
m aba la p alab ra con los milagros que la acom pañ aban23.
11. La hierba en la que la multitud se sienta y reposa se
entiende que es la concupiscencia de la carne, que debe pi­
sotear y reprimir todo aquel que desea saciarse con los ali­
mentos del espíritu. Porque toda carne es heno y toda su
gloria com o la flo r del heno24. Así pues, siéntese sobre el he­
no para oprimir la flor del mismo, es decir, mortifique su
cuerpo y sométalo a servidumbre25, domine los placeres de
la carne, reprima las olas de la lujuria, todo aquel que quiera
ser reconfortado con la dulzura del pan vivo; evite ser se­
ducido por la mala vida pasada, todo el que ansíe ser reno­
vado por el alimento de la gracia celestial.
12. Los cinco mil varones que comieron simbolizan la
perfección de aquellos que son reconfortados por el Verbo
de vida. En efecto, con la palabra «varones» se designa de
ordinario en las Escrituras a los más perfectos, a quienes no

21. Cf. Mt 14, 19; Me 6, 41; Le la escena de Jesús resucitado con


9, 16. los discípulos de Emaús.
22. El único evangelista que 23. Me 16, 20.
llama la atención sobre este efecto 24. Is 40, 6; 1 P l, 24.
del milagro es Juan. Ese mismo 25. Cf. 1 Co 9, 27.
efecto lo registra Le 24, 44-45, en
30 Beda

corrompe ningún afeminamiento, como desea el Apóstol


que sean aquellos a quienes dice: Velad, estad firm es en la
fe, trabajad varonilm ente y alentaos2b. Por su parte, el nú­
mero mil -el mayor que conoce nuestra forma de contar-
indica de ordinario la plenitud de las cosas de las que nos
ocupamos, mientras a su vez el cinco expresa los conocidí­
simos cinco sentidos de nuestro cuerpo: es decir, la vista, el
oído, el gusto, el olfato y el tacto. Los que en cada uno de
ellos se esfuerzan por actuar y ser fuertes varonilmente, vi­
viendo sobria, justa y piadosamente2627, para merecer ser re­
creados por la dulzura de la sabiduría celestial, esos sin duda
se hayan representados en esos cinco mil hombres a los que
el Señor sació con alimentos espirituales.
13. Y no hay que pasar por alto el hecho de que, al dis­
ponerse a dar de comer a la multitud, dio gracias. Cierta­
mente dio gracias para enseñarnos a dar siempre gracias por
los dones que recibimos del cielo y para revelarnos cuánto
se congratula de nuestros progresos y cuánto se alegra de
nuestro renacimiento espiritual. Porque, ¿queréis conocer,
hermanos, cuánto se alegra de nuestra salvación? Narra el
evangelista Lucas que dio a sus discípulos poder para pisar
sobre todo poder del enemigo, les indica que sus nombres
están escritos en los cielos e inmediatamente añade: En aqu el
mismo m om ento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo:
Yo te alabo, Padre, Señor d el cielo y de la tierra, porqu e
ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste
a los pequ eñ os1*. Así pues, está claro que se alegra con la sa­
lud y la vida de los fieles, El que alaba al Padre, dándole
gracias porque ha revelado a los humildes de espíritu las co­
sas que mantuvo escondidas para los soberbios.

26. 1 Co 16, 13. 28. Le 10, 19-21.


27. Cf. Tt 2, 12.
H om ilía II, 12-15 31

14. Por lo que respecta a que, una vez saturada la mu­


chedumbre, mandó a los discípulos recoger los fragmentos
que habían sobrado, para que no se echaran a perder, eso
simboliza ciertamente que hay muchos misterios de la re­
velación divina que no capta el sentido del vulgo, mientras
hay algunos que por sí mismos los menos instruidos no son
capaces de asimilar pero que, una vez expuestos por los más
doctos, enseguida pueden comprenderlos. De ahí que sea
necesario que quienes son capaces los comprendan a fondo
-a base de escrutarlos- y los hagan llegar de palabra o por
escrito para instruir a los menos doctos, no vaya a ser que
por su desidia se echen a perder los alimentos de la palabra
y se prive de ellos a la plebe, que no sabe recogerlos, inter­
pretándolos con la gracia de Dios.
15. Así pues, dice, los recogieron y llenaron doce cestos de
trozos29. Dado que el número doce suele simbolizar la suma
de toda perfección, con razón se expresa por medio de los
doce cestos llenos de trozos, todo el coro de doctores espi­
rituales a quienes se manda recoger, meditándolos, los pa­
sajes oscuros de las Escrituras que las turbas no pueden por
sí mismas comprender y conservarlos, una vez meditados y
puestos por escrito, para uso propio y a la vez de la mu­
chedumbre. Esto hicieron los mismos Apóstoles y los evan­
gelistas, al incluir en sus obras no pocos dichos de la Ley
y los profetas, después de haber introducido su propia in­
terpretación. Esto hicieron algunos seguidores suyos, maes­
tros de la Iglesia en todo el mundo, al discutir en su tota­
lidad con una cuidadosa exégesis libros enteros de ambos
Testamentos. Ellos, aunque menospreciados por los hom­
bres, sin embargo son fecundos en el pan de la gracia celes­
tial. Es verdad que la palabra «cesto» se suele utilizar para
indicar obras serviles; por eso dice el salmista a propósito

29. Jn 6, 13.
32 Beda

del pueblo que servía en Egipto, haciendo mortero y ladri­


llo30: Las manos del pu eblo sirvieron en cesto31.
16. Finalmente, cuando aquellos hombres vieron la señal
que había hecho, decían: Este es verdaderam en te el p rofeta
que ha de venir a l m undo32. Bien decían en verdad que éste
es verdaderam en te el p ro feta , que el Señor era el gran pro­
feta, el mensajero de la gran salvación para el mundo. Por­
que incluso Él en persona se digna llamarse profeta, cuando
dice: Porque no cabe que un p rofeta m uera fu era de Jeru -
salén3i. Pero aún no gozaban de la plenitud de la fe, porque
no sabían llamarle también Señor. Por eso, al ver la señal
que había hecho Jesús, dijeron: Este es verdaderam en te el
p rofeta que ha de venir a l mundo.
17. Nosotros, que vemos con un conocimiento más se­
guro de la verdad y de la fe el mundo que Jesús ha creado
y las señales con las que le ha llenado, digamos que este es
verdaderamente el mediador entre Dios y los hombres34, el
que llena el mundo con su Divinidad, y p o r quien el m undo
ha sido hecho35, el que vino a lo suyo para buscar al género
humano, salvar lo que había perecido36 y recrear el mundo
que había hecho, el que junto con sus fieles -p or la presencia
de su Divinidad— está en el mundo todos los días hasta el
fin a l de los tiem pos37, el que al final de los siglos ha de venir
en su Humanidad al mundo, para retribuir a cada uno según
sus obras38: o sea, para arrojar a los impíos y pecadores al
fuego eterno39 e introducir a los justos en la vida eterna40,
en la que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu
Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

30. Cf. Ex 1, 14. 36. Cf. Mt 18, 11; Le 19, 10.


31. Sal 81, 6. 37. Mt 28, 20.
32. Jn 6, 14. 38. Cf. Mt 16, 27; Rm 2, 6.
33. Le 13, 33. 39. Cf. Mt 25, 41.
34. Cf. 1 Tm 2, 5. 40. Cf. Mt 25, 34.
35. Jn 1, 10-11.
H O M ILÍA III

D om ingo anterior a la Pascua


Mt 21, 1-9
PL 94, 121-125'
1. El hombre Jesucristo, mediador entre Dios y los hom­
bres12, que por la salvación del género humano había des­
cendido del cielo a la tierra para padecer, al aproximarse la
hora de su pasión, quiso acercarse al lugar de su pasión, para
que también por eso quedara claro que iba a sufrir, no contra
su voluntad, sino porque quería. Quiso llegar montado en
un asno, ser llamado y proclamado rey por la muchedum­
bre, también para que todo hombre, instruido por esta cir­
cunstancia, fuera capaz de reconocer que Él era el Cristo de
quien la antigua promesa profética3 había dicho que se pre­
sentaría allí de ese modo. Quiso llegar cinco días antes de
la Pascua -com o aprendemos del evangelio de Juan4- tam­
bién para mostrar, por medio de este dato, que es el Cordero
inmaculado que iba a quitar los pecados del mundo5.
2. En efecto, está mandado que el cordero pascual, por
cuya inmolación el pueblo de Israel fue liberado de la escla­

1. El título de esta homilía en 3. Cf. Za 9, 9.


la edición de J.-P. Migne es: «En 4. Cf. Jn 12, 12.
el domingo de Ramos». 5. Cf. Jn 1, 29.
2. Cf. 1 Tm 2, 5.
34 Beda

vitud egipcia, se escoja cinco días antes de la Pascua -es decir,


el décimo día del mes6- y que se inmole al atardecer del día
catorce7, simbolizando a Aquel que para redimirnos con su
sangre, llegó al templo de Dios cinco días antes de la Pascua
-es decir, hoy- acompañado del gozo y la alabanza de las
gentes que le precedían y le seguían. Y estaba cada día en­
señando en el templo, hasta que se acabó el día quinto, en
el que consumó los sacramentos de la vieja Pascua, que hasta
entonces habían estado vigentes. E inmediatamente después
de haber entregado a los discípulos los misterios que debían
celebrar8, salió hacia el monte de los Olivos, fue apresado
por los judíos9y crucificado en la misma mañana10, en la que
nos redimió del dominio del demonio, a la manera como
aquel antiguo pueblo hebreo rechazó el yugo de la servi­
dumbre egipcia por medio de la inmolación del cordero.
3. Así pues, el Señor, a modo de Cordero pascual, cinco
días antes de que comenzara a padecer, acudió al lugar de
su pasión, para dar a entender que El era aquel de quien
Isaías había profetizado: C om o es conducida la oveja a l m a­
tadero y com o el cordero que está m udo y no a bre la boca
ante quien lo esquila” . Y un poco antes: Y p o r culpa de
nuestras iniquidades fu e herido y p o r sus contusiones fuim os
curados'2. Pero los corazones de los príncipes, llenos de odio
por todo lo que había realizado en su Providencia, prefirie­
ron perseguirle a creer en Él y -miserables- buscaban mu­
cho más dar muerte al autor de la vida que ser vivificados
ellos mismos por Él. Nosotros, por el contrario, evitemos
la ceguera de aquellos pérfidos y sigamos más bien el ejem­
plo de quienes aclamaron fielmente al Señor y, como es ra­

6. Cf. Ex 12, 3. Se entiende que 9. Cf. Le 22, 39-54.


se trata del mes lunar, por el que 10. Cf. Me 15, 25.
se orientaban los judíos. 11. Is 53, 7.
7. Cf. Ex 12, 18. 12. Is 53, 5.
8. Cf. Le 22, 14-20.
Homilía III, 2-5 35

zonable, sigamos minuciosamente su camino místico en una


actitud espiritual.
4. La asna y el pollino, en los que entró sentado en Je-
rusalén, simbolizan los corazones sencillos de ambos pueblos
-es decir, el judío y el gentil- a los que El, que todo lo pre­
side gobernándolo con su imperio, conduce desde la libertad
desenfrenada a la visión de la paz eterna13. En efecto, Jeru-
salén quiere decir «visión de paz»14. Y se entiende que el Se­
ñor, al llegar al monte de los Olivos, enviara a sus discípulos15
para que le trajeran esos animales, porque llegamos a El, no
por nuestros méritos, sino exclusivamente por largueza de
su gracia. Así lo expone Juan, que dice: Y en esto está la ca­
ridad: no en que nosotros hayam os am ado a Dios, sino en
que El nos ha am ado'b. En efecto, el monte de los Olivos
simboliza la cúspide del amor del Señor con el que se ha
dignado iluminarnos con su misericordia y salvarnos, no solo
porque el aceite por su naturaleza alimenta la luz y es un
alivio de los trabajos y los dolores17, sino porque suele emer­
ger por encima de todos los líquidos con los que se mezcla.
5. También el Apóstol, cuando se dispone a hablar de la
caridad, dice: T odavía os m ostraré un cam ino más excelen­
te A Así pues, al llegar al monte de los Olivos, el Señor man­
da que se le traigan esos asnos con los que dirigirse a Jeru-
salén, para dar a entender de un modo simbólico lo que en
otro lugar dice abiertamente: que tanto am ó Dios a l mundo
qu e le entregó a su H ijo unigénito, para que todo el que cree
en El no perezca, sino que tenga vida eterna19. Envió a dos

13. Cf. G regorio Magno, 16. 1 Jn 4, 10.


H om iliae in H iezechihelem prof., 17. Cf. J erónimo, Comm. in
5, 2 (CCL 142, 275-276). Mat., III, 21, 1 (CCL 77, 182).
14. Cf. J erónimo, Nomina he­ 18. 1 Co 12, 31.
braica (CCL 72, 121). 19. Jn 3, 16.
15. Mt 21, 1.
36 Beda

discípulos a traerle los jumentos, para significar que había


de destinar predicadores a ambos pueblos: es decir, al de la
circuncisión y al del prepucio2021. Y envió precisamente a dos,
para advertir a esos predicadores que debían ser perfectos a
la vez en la doctrina y en la conducta, no fuera a ser que,
o bien por no ser doctos mezclaran palabras erróneas con
la verdad, o bien negaran lo que habían enseñado correcta­
mente, viviendo de una manera perversa.
6. Encontraréis -les dijo- una asna atada con su pollino
a l lado; desatadlos y traédm elos21. Que el pollino estaba ata­
do, lo narran también otros evangelistas22. Porque ambos
pueblos estaban atados por los lazos de los pecados y ne­
cesitaban que Dios les desatara: el uno a base de no observar
la Ley que había recibido, y el otro al no recibir nunca una
Ley que observar23. Por eso dice bien el Apóstol que no hay
distinción, porqu e todos pecaron y están privados de la gloria
de Dios. Y son justificados gratuitam ente p o r su gracia.24. Y
sagazmente los otros tres evangelistas, que escribieron para
los gentiles, recuerdan que al Señor solo le trajeron el po­
llino25. De otra parte, Mateo, el evangelista que escribió su
Evangelio en hebreo y para los hebreos26, menciona también
a la asna. Ambas partes lo hacen por una sabia providencia,
para demostrar que el Señor había ya prefigurado mística­
mente que quería salvar a aquellos cuya salvación ellos -los
evangelistas- buscaron al escribir.
7. Y si alguno os pregunta algo -d ice-, respondedle que
el Señor los necesita, y a l m om ento los soltará27. Y así se

20. Cf. J erónimo, Comm. in 24. Rm 3, 22-24.


Mat., III, 21, 5 (CCL 77, 183). 25. Cf. Me 11, 7; Le 19, 32-35;
21. Mt 21, 2. Jn 12, 14-15.
22. Cf. Me 11, 2-4; Le 19, 30. 26. Cf. J erónimo, Comm. in
23. Cf. Agustín, Tract. in Io- Mat., Praef. (CCL 77, 2).
han., LI, 5 (CCL 36, 441). 27. Mt 21, 3.
Homilía III, 5-8 37

manda a los doctos que, si algo se les opone con obstina­


ción, que si alguien les impide que liberen a los pecadores
de los lazos del demonio y les lleven al Señor por medio
de la confesión de la fe, no desistan de predicar, sino que
les hagan ver con insistencia que el Señor necesita de ellos
para edificar su Iglesia. Porque, aunque el perseguidor sea
cruel e inhumano, no puede oponerse a la salvación de aque­
llos a quienes el Señor conoce, porque son de Aquel que
los predestinó para la vida eterna28. De otra parte se suma
a este hecho el testimonio del profeta29, a fin de que esté
claro que el Señor dio cumplimiento a todo lo que estaba
escrito sobre El, pero que los escribas y fariseos, obcecados
por el odio, no fueron capaces de entender lo que ellos mis­
mos leían.
8. D ecid a la hija de Sion: H e a q u í que viene a ti tu rey
con m ansedum bre y sentado sobre una asna y un pollino,
hijo de un anim al de carga30. La hija de Sion es la Iglesia
de los fieles, que pertenece a la Jerusalén celestial, que es
madre de todos nosotros31. Una porción no pequeña de ella
pertenecía por aquel entonces al pueblo de Israel, que tenía
un rey manso porque se ocupaba de conceder, no bienes te­
rrenos a los ambiciosos, sino el reino de los cielos a los hu­
mildes, cuando decía: A prended de mí, que soy manso y hu­
m ilde de corazón y encontraréis la p a z para vuestras alm as31.
De ellos dice el salmista: Los mansos poseerán la tierra y se
deleitarán en p a z copiosa33. Por consiguiente, es rey manso
para los mansos -esto es, para los humildes de corazón-,
concede una tierra de paz a los que otrora el rey impío -es
decir, el diablo con su herida de soberbia- postró en una
tierra llena de guerra y tribulaciones.

28. Cf. Hch 13, 48. 31. Cf. Ga 4, 26.


29. Cf. Za 9, 9. 32. Mt 11, 29.
30. Mt 21, 5. 33. Sal 37, 11.
38 Beda

9. Dice: sentado sobre una asna y un pollino, hijo de un


anim al de carga, porque descansa en el corazón de los hu­
mildes, de los pacíficos y de los que temen sus palabras34,
tanto de aquellos que en la sinagoga han aprendido a arras­
trar el yugo de la Ley, como de aquellos que, desenfrenados
durante largo tiempo por la libertad de los gentiles, gracias
al celo de la misma sinagoga, se han convertido a la gracia
de la fe y la verdad.
10. Los discípulos trajeron el asno y el pollino, pusieron
sobre ellos sus m antos e hicieron m on tar a l Señor encim a35.
Los mantos de los discípulos son las obras de justicia, co­
mo atestigua el salmista, que dice: Revístanse tus sacerdotes
de justicia36. Los discípulos cubren con sus vestidos a los as­
nos que habían encontrado desnudos y de ese mismo modo
los predicadores santos hacen sentar al Señor encima, cada
vez que encuentran a algunos desprovistos de un hábito de
santidad y les impregnan con el ejemplo de sus virtudes, a
fin de que reciban la fe y la caridad de su Fundador37. El
Señor no quiso subir al asna desnuda, ni al pollino desnudo,
porque -y a se trate de un judío o de un gentil- si uno no
está adornado con los dichos y los hechos de los santos, no
puede tener al Señor por guía, sino que más bien reina en
su cuerpo mortal el pecado, para obedecer a sus concupis­
cencias38.
11. Una gran m ultitud extendió sus propios mantos p o r
el cam ino39. Esta gran turba es símbolo del innumerable ejér­
cito de los mártires que han dado sus cuerpos -es decir, la
envoltura de las almas- por el Señor, para allanar la senda
del bien vivir a los elegidos que les seguían. Es decir, para

34. Cf. Is 66, 2. s. Lucam, IX, 9 (CCL 14, 335).


35. Mt 21, 7. 38. Cf. Rm 6, 12.
36. Sal 132, 9. 39. Mt 21, 8.
37. Cf. Ambrosio, Expositio evan.
H om ilía III, 9-12 39

que ninguno dudara en poner en paz el pie de la buena con­


ducta, allí donde veían que no pocos les habían precedido
en la lucha por el martirio.
Otros cortaban ramas de árboles y las extendían en el ca­
mino*0. Ramos de árbol son las palabras de los Padres que
nos han precedido. Y todo aquel que explica lo que han di­
cho o han hecho los profetas, los apóstoles y los demás san­
tos para modelo del buen creer y el buen obrar, evidente­
mente corta ramas de árboles, para allanar el camino del
asno que lleva al Señor, porque extrae de los libros de los
santos afirmaciones con las que edificar los corazones de las
almas sencillas que pertenecen a Cristo, de manera que no
se pierdan en el camino de la verdad4041*.
12. Las multitudes que iban delante y detrás de El, cla­
m aban diciendo: ¡H osanna a l H ijo de D avid!*1 Los que pre­
ceden y los que siguen al Señor le exaltan con una y la mis­
ma voz de confesión y alabanza, porque indudablemente es
una sola la fe de quienes fueron juzgados y aprobados antes
y después de la encarnación del Señor -de acuerdo con un
baremo diferente, según la época-, como corrobora Pedro
cuando dice: Pero nosotros creem os que nos salvam os p o r la
gracia de nuestro Señor Jesús d el mismo m odo qu e ellos*1.
Por lo que respecta al H osanna, es decir: «salud a l H ijo
de D avid», es exactamente lo que leemos en el salmo: En
el Señor está la salvación: sea tu bendición sobre tu p u eb lo 44;
y eso es lo que entona el coro de los santos en el Apocalipsis
en una actitud de gran alabanza: L a salvación se d eb e a nues­
tro Dios, que está sentado en su trono, y a l C ordero*1.

40. Ib Ídem. 42. Mt 21, 9.


41. Cf. Cf. Gregorio Mag­ 43. Hch 15, 11
no , H om iliae in H iezechihelem 44. Sal 3, 9.
p r o f, 5, 2 (CCL 142, 275-276). 45. Ap 7, 10.
40 Beda

13. Bendito el que viene en nom bre del Señor46. En el


nombre del Señor significa en el nombre de Dios Padre, co­
mo Jesús mismo en persona dice en otro pasaje a los judíos
que no creían en El: Yo he venido en el nom bre de m i Padre
y no m e habéis recibido; otro vendrá en su propio nom bre
y a ese le recibiréis*7. En efecto, Cristo vino en nombre de
Dios Padre, porque en todo lo que hizo y dijo intentó glo­
rificar al Padre y predicar que los hombres le glorificaran.
Vendrá en nombre propio el anticristo que, a pesar de ser
la criatura más malvada de todas y estar lleno de su com­
pañero el diablo -opuesto y p o r encim a de todo lo que dice
Dios y recibe culto*8—, se atreve a llamarse a sí mismo hijo
de Dios. La muchedumbre se apropia, pues, del versículo
laudatorio que aparece en el salmo ciento diecisiete y que
nadie duda de que se refiere al Señor49. Por eso, en ese mis­
mo salmo se dice previamente de Él con propiedad: L a p ie ­
dra que los constructores rechazaron, esa se ha convertido
en la piedra angular50; porque efectivamente Cristo, a quien
rechazaron los judíos como fundamento de sus leyes y tra­
diciones, se ha convertido en la regla de ambos pueblos: a
saber, el de los judíos creyentes y el de los gentiles.
14. Y, por lo que respecta a que Jesús en el salmo es lla­
mado piedra angular, lo es efectivamente porque en el evan­
gelio es aclamado a voces por las turbas que le siguen y le
preceden. A su vez, lo que se añade al seguir describiendo
su alabanza: H osanna -es decir, «salud» o «sálvanos»- en
las alturas, enseña claramente que la encarnación del Señor
no solo es la salvación del género humano en la tierra, sino
también la de los ángeles en el cielo; porque, mientras no­

46. Mt 21, 9. Comm. in Mat., III, 21, 9 (CCL


47. Jn 5, 43. 77,185).
48. 2 Tes 2, 4. 50. Sal 118, 22.
49. Cf. Sal 118, 26; JERÓNIMO,
H om ilía III, 13-16 41

sotros -al ser redimidos- somos conducidos a los cielos, sin


duda se completa el número que había disminuido, al caer
Satanás. De ahí que Pablo diga: restaurar todas las cosas en
Cristo, las de los cielos y las de la tierra51. Por tanto, se canta
con razón el «Hosanna en las alturas» en alabanza a Aquel,
cuya encarnación tenía como único objetivo cumplir en to­
do la exaltación de la patria celestial.
15. Así pues, es necesario, hermanos queridísimos que
aspiremos con toda la aplicación de nuestra mente a la patria
que se nos ha prometido, recordando que, aunque es estre­
cha la senda por la que entramos52, es bienaventurada la mo­
rada a la que nos acercamos presurosos. Produce más gozo
ciertamente ser conducido al reino por un camino empina­
do, que al suplicio por uno agradable y llano. Es más agra­
dable merecer la felicidad eterna gracias a la continencia
temporal de la carne que, por culpa del placer durante un
corto espacio de tiempo, perder la recompensa eterna.
He aquí que con la ayuda de Dios hemos cumplido ya
en su mayor parte el ayuno cuaresmal. La propia conciencia
de cada uno es testigo de que, cuanto más recuerde haberse
entregado al Señor con rigor durante estos santos días, tanto
más espera con gozo el tiempo sagrado de la resurrección
del Señor.
16. Pero, si acaso a alguno a estas alturas le acusa la con­
ciencia de haberse mortificado con menos generosidad, no
le cabe duda de que aguarda la llegada de tan grande solem­
nidad con temor y temblor. Mas, ni siquiera ese tal puede
desconfiar de su salvación, ni caer -confuso por el número
y la enormidad de sus pecados- en el abismo de la deses­
peración, según aquello de Salomón: C uando el impío llega
hasta lo más profun do de sus males, m enosprecia53. Por el

51. Ef 1, 10. 53. Pr 18, 3. En el sentido de


52. Cf. Mt 7, 14. que se menosprecia a sí mismo.
42 Beda

contrario, medite con cuidado que, si el tiempo de la fiesta


anual por la que nos alegramos de la resurrección de nuestro
Creador nos proporciona tanto gozo a los castos y tanto
miedo a los impuros, mucho más en el momento del juicio
final -cuando se celebre la resurrección general de todos-,
antes de escuchar la sentencia del juez, a unos les alegrará
la conciencia limpia que les excusa y a otros les condenará
la mala conciencia que les acusa para la eternidad.
17. Por tanto, hermanos queridísimos, todos aquellos
que, pertrechados con las armas de la continencia, comen­
zaron desde el principio de la Cuaresma a luchar con el so­
berbio tentador, observen con cuidado no vaya a ser que
descuiden lo que han empezado, antes de ser premiados con
el servicio de los ángeles54, una vez abatido el enemigo. No
obstante, el que hasta ahora no se haya revestido de la ar­
madura55 de las virtudes, que al menos comience hoy; que
hoy asuma las obras de la fe junto con aquellas muchedum­
bres fieles e implore la piedad de Aquel que, al venir en el
nombre del Padre, ha traído la bendición al mundo; que,
exclamando: «Hosanna en las alturas», pida ser salvado en
la patria celestial; que extienda sus mantos en el camino -
es decir, que humille los miembros de su cuerpo en la vida
presente-, para que Dios los exalte en la futura56, recordando
aquel texto davídico de que se alegrarán mis huesos hum i­
llados57.
Que corte ramas de los árboles y las extienda en su ca­
mino; es decir, que evoque en la memoria asiduamente los
escritos de los santos, con los que fortalecen a quienes están
en pie para que no caigan58, animan a quienes han caído para
que no yazcan más tiempo, instruyen a los que se han le-

54. Cf. Mt 4, 11. 57. Sal 51, 10.


55. Cf. Ef 6, 13. 58. Cf. 1 Co 10, 12.
56. Cf. 1 P 5, 6.
Homilía III, 16-17 43

yantado para que se ejerciten en las virtudes, elevan a los


expertos en virtudes para que esperen su premio en los cie­
los. Que proteja con estos libros sus acciones, para que no
tropiece contra la roca del pecado y la piedra del escándalo59
y así pueda seguir también él mismo, junto con los demás
fieles, las huellas de su Redentor y venerar los misterios de
su pasión y resurrección con la debida pureza de mente. A
todos los elegidos -es decir, a todos sus miembros-, como
remedio a sus heridas y a la vez como prenda de las alegrías
celestiales, se ha dignado entregarse Jesucristo nuestro Señor,
que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo,
Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.

59. Cf. 1 P 2, 8.
H O M ILÍA IV

En la Sem ana M ayor


Jn 11, 55-12, 11
PL 94, 125-1291
1. Es habitual en personas sabias aprender la virtud de
la prudencia, no solo de los hechos o dichos correctos y
sensatos que han llegado a conocer, sino también de sus
contrarios, para imitar a los primeros, siguiéndoles, y abor­
dar los segundos, evitándolos. Eso es, hermanos queridísi­
mos, lo que el tenor de la lectura del santo Evangelio de
hoy nos impulsa a hacer: es decir, no solo aprender la actitud
propia de la virtud -a ejemplo de los que aman a Cristo-,
sino considerar la perfidia de quienes le persiguen y, una
vez considerada ésta, apartarnos de ella lo más pronto po­
sible. Es necesario, pues, que sigamos la prudencia de aque­
llas mujeres a las que vemos seguirle con tanta fe y afecto
y huyamos de la ignorancia de los sacerdotes y fariseos, que
buscaban acosar con insidias la sabiduría de Dios y matarle.
Evitemos la locura de aquellos que habían subido a Jeru-
salén por la Pascua para santificarse, pero -olvidados de la
santificación- tramaban la muerte del Salvador en la misma
casa de oración.

1. J.-P. Migne titula esta homi­ error a Jn 12, cuando -como co­
lía: «En la feria segunda, tras el Do­ rrectamente señala C C L - el pasaje
mingo de Ramos» y la refiere por comentado comienza en Jn 11, 55.
Homilía IV, 1-3 45

2. Se acercaba la Pascua, en la que convenía que todos y


cada uno -santificado y puro- se acercara a comer el cor­
dero, y los mismos que habían subido hasta el templo para
santificarse, descendían ya más manchados aún, por su de­
terminación de derramar sangre. Procuremos con solicitud,
puesto que se acerca la Pascua de este año, que cuando lle­
gue nos acerquemos al altar del Señor santificados, no para
comer la carne de un cordero, sino para recibir los sagrados
misterios de nuestro Redentor. Purifiquém onos de cuanto
m ancha la carne y el espíritu, cumpliendo nuestra santifica­
ción en el tem or de D ios2. Que nadie convierta la casa de
oración en una cueva de ladrones3; que nadie se atreva a ac­
ceder a la percepción de los misterios de vida, mientras pre­
para lazos de muerte para los miembros de Cristo, mientras
permanece aún en la muerte, porque quien no am a, p erm a­
nece en la m uerte+. Amemos a Cristo en El mismo, amé­
mosle en sus miembros, busquemos al Señor y vivirá nuestra
alma5; pero busquémosle, no como los impíos para matarle,
sino como fieles para gozar de Él por siempre.
3. Dice: Los que estaban en el Templo buscaban a Jesús
y se decían unos a otros: ¿ Q ué os parece, acaso vendrá a la
fiesta?hEn efecto, los judíos buscaban a Jesús, pero lo hacían
con mala intención, para matarle si venía a la fiesta7. Bus­
quémosle nosotros por nuestra parte, estando en el templo
y perseverando juntos en la oración8; y dialoguemos unos
con otros con salmos, himnos y cánticos espirituales9, pi­
diéndole en estado de gracia que se digne venir a nuestra
fiesta, iluminarnos Él mismo con su presencia y santificar­
nos con sus dones.

2. 2 Co 7, 1. 7. Cf. A gustín, Tract. in Io-


3. Cf. Mt 21, 13. ban., L, 3 (CCL 36, 434).
4. Cf. 1 Jn 3, 14. 8. Hch 1, 14.
5. Cf. Sal 69, 32. 9. Cf. Ef 5, 19.
6. Jn 11, 56.
46 Beda

E fectivam ente los príncipes de los sacerdotes y los fariseos


habían dado órdenes de que si alguien sabía dónde estaba,
lo denunciase, con el fin de pren d erlo10. Hermanos míos, dé­
monos también nosotros unos a otros la orden de que, si
uno sabe de algún hermano en cuyo corazón hay entrañas
más abundantes de misericordia, mayor acopio de humildad,
bondad, modestia, paciencia11 y demás virtudes —o sea, in­
dicios de la presencia de Cristo en él-, comunique enseguida
dónde está ese tal para que, imitándole, mantengamos fiel­
mente las huellas de Cristo que hemos encontrado en él.
4. Por su parte, el Señor, que sabía que los judíos trama­
ban matarle, no huyó de las manos de quienes le acechaban,
sino que —seguro de la gloria de su resurrección—en primer
lugar fue a Betania, la ciudad próxima a Jerusalén donde ha­
bía resucitado a Lázaro de entre los muertos; y luego tam­
bién a Jerusalén, donde El mismo había de padecer y resu­
citar de entre los muertos.
Precisamente a Jerusalén, para morir El mismo allí; y a
Betania, para que la resurrección de Lázaro quedara impresa
más profundamente en la memoria y para que quedaran más
y más confundidos y aparecieran convincentemente como
inexcusables los gobernantes impíos que no temen matar al
que tiene poder para resucitar a los muertos y no iban a re­
traer su ánimo de una injusta muerte, ni interpelados por el
milagro de la resurrección de Lázaro, ni atemorizados por
la fuerza divina del que había resucitado a un muerto12.
5. Y para que los inventores de calumnias no pudieran
decir que Lázaro había sido resucitado por arte de magia,
se organizó una cena para el Señor y Él mismo era uno de
los comensales junto con Lázaro, de modo que al ver o es­

to. Jn 11, 57. surrección de Lázaro realizado


11. Cf. Col 3, 12. por Jesús.
12. Habla del milagro de la re­
Homilía IV, 3-6 47

cuchar al que vivía, hablaba, comía, conversaba familiarmen­


te con los suyos, también ellos reconocieran el poder de
quien le había resucitado y recibieran su gracia13.
Simbólicamente esta cena del Señor, en la que Marta ser­
vía y Lázaro era uno de los comensales, es la fe de la Iglesia,
que actúa por el amor14. Por eso, dice el Señor en otro lugar
a los discípulos, a propósito de los pueblos que habían de
creer en El: Yo tengo para com er un alim ento que vosotros
no conocéis'516-, y al explicar esto, añadió: Mi alim ento es hacer
la voluntad del que m e ha enviado y llevar a cabo su obra'b.
6. Es Marta, que sirve en esta cena, cualquier alma fiel
que presenta al Señor el servicio de su devoción. Lázaro se
convierte en uno de los que comen con el Señor, como tam­
bién aquellos que han resucitado tras la muerte de sus peca­
dos para la justicia -junto con aquellos que han permanecido
en ella- se alegran de la presencia de la verdad, exultan al
hacer penitencia con los inocentes y se alimentan con los
dones de la gracia celestial. Y con razón se celebra la suso­
dicha cena en Betania, que es una ciudad situada junto al
monte de los Olivos, que significa «casa de la obediencia»17.
Porque casa de la obediencia es la Iglesia que cumple fiel­
mente los mandamientos del Señor y ella misma es la ciudad
que -edificada sobre el monte de la misericordia- nunca
puede ocultarse18; la misma que ha surgido del costado de
su Redentor: esto es, la que está imbuida del agua de la pu­
rificación y de la sangre de la santificación que brotaron del
costado19 de quien moría por ella.
Allí también la otra hermana de Lázaro, María, en prueba
de un gran amor -com o muestran los versículos siguientes

13. Cf. A gustín, Tract. in Io- 17. Cf. J erónimo, Comm. in


han., L, 5 (CCL 36, 435). Mat., IV, 26, 6 (CCL 77, 246).
14. Cf. Ga 5, 6. 18. Cf. Mt 5, 14.
15. Jn 4, 32. 19. Cf. Jn 19, 34.
16. Jn 4, 34.
48 Beda

de la lectura de hoy-, tomó una libra de perfume de gran


valor, de nardo puro, ungió los pies de Jesús y los secó con
sus cabellos20. Con ello no solo dio pruebas de su devoción,
sino que estableció una señal devota y dio una muestra de
sumisión piadosa para otras almas fieles a Dios.
7. Pero en primer lugar hay que observar que -com o
aprendemos de las narraciones de Mateo y Marcos212- María,
no solo perfumó con nardo los pies, sino también la cabeza
del Señor. Y no se debe dudar de que es la misma mujer
pecadora que -com o refiere el evangelista Lucas- en un de­
terminado momento se acercó al Señor con un frasco de ala­
bastro lleno de ungüento y poniéndose detrás de sus pies, co­
m en zó a bañarlos con sus lágrimas, los enjugaba con sus
cabellos, los besaba y los ungía con el perfu m e12.
Por tanto, es la misma mujer, pero en la primera escena
solo ungía los pies del Señor, inclinada y entre lágrimas pe­
nitentes; aquí, sin embargo, en medio del gozo producido
por la operación de quien es justo, no vaciló en ungir los
pies y en levantarse para ungir también su cabeza. En el pri­
mer caso representa los primeros pasos de los que hacen pe­
nitencia, en el segundo la justicia de las almas perfectas.
8. Por eso allí, con razón, no se dice la cantidad del per­
fume; aquí, sin embargo, se da el dato de que fue una libra.
Porque, ¿qué se entiende por una libra de ungüento, sino
la perfección de la justicia? La primera vez no se dice de
qué calidad era el ungüento, la segunda se indica que era de
nardo puro; o sea, se indica que era auténtico y no mezclado
con especies de otro tipo, sino de gran valor, para insinuar
una fe perfecta y una conducta que no es otra cosa que la
castidad.

20. Cf. Jn 12, 3. presa más dudas al respecto. Cf.


21. Cf. Mt 26, 7; Me 14, 3. A mbrosio, Expositio evan. s. Lu-
22. Le 7, 37-38. Ambrosio ex­ cam, VI, 14 (CCL 14, 179).
Homilía IV, 6-9 49

A su vez, por medio de la cabeza del Señor, que ungió


María, se expresa la excelsitud de su Divinidad; por medio
de los pies, la humildad de su encarnación23. Y nosotros un­
gimos sus pies, cuando predicamos con la debida dignidad
el misterio de la carne que ha asumido; ungimos su cabeza,
cuando veneramos con elegante expresión formal la exce­
lencia de su Divinidad. De otra parte, ¿qué indica el perfu­
me, sino el buen olor de su conocimiento2425? Así lo atestigua
Pablo, cuando dice: Pero gracias a Dios que siem pre nos lle­
va en su triunfo en Jesucristo y derram a p o r m edio de no­
sotros en todas partes el olor d el conocim iento de El2b.
9. También se puede interpretar correctamente que por
la cabeza del Señor se entiende El en persona -el mediador
entre Dios y los hombres26, la cabeza de la Iglesia27- , mien­
tras que por los pies no hay inconveniente en entender cual­
quiera de los últimos miembros de la misma, de los que al
final dirá: Cuanto hicisteis a uno de estos mis herm anos más
pequeños, a m í m e lo hicisteis28. Y ungimos la cabeza del Se­
ñor cuando a la vez abrazamos la gloria de su Divinidad y
de su Humanidad con la suave dulzura de la fe, la esperanza
y la caridad, cuando ampliamos la alabanza de su nombre
con la bondad de nuestra vida. Ungimos los pies del Señor
cuando aliviamos a sus pobres con una palabra de consuelo,
para que no se vean obligados a desesperar en sus angustias.
Y secamos esos mismos pies con nuestros cabellos, cuando
participamos en la necesidad de los indigentes con las cosas
que a nosotros nos sobran29. Y entonces ocurre con nosotros
lo que sigue: Y la casa se llenó de la fragancia del p erfu m e30.

23. Cf. G regorio Magno, 26. Cf. 1 Tm 2, 5.


H om iliae in evangelia, 33, 6 (CCL 27. Cf. Col 1, 18.
141, 293). 28. Mt 25, 40.
24. Cf. A gustín, Tract. in Io- 29. Cf. A gustín, Tract. in Io-
han., L, 7 (CCL 36, 435-436). han., L, 6-7 (CCL 36, 435).
25. 2 Co 2, 14. 30. Jn 12, 3.
50 Beda

10. En efecto, en relación y gracias a nosotros, el mundo


se llenará con la fama de la devoción con la que tratamos
de respetar y amar a Dios y al prójimo con corazón sencillo
y puro. Y ocurre aquello de lo que se gloría la esposa en el
Cantar de los cantares: Mientras estaba el rey recostado en
su asiento, m i nardo difundió su fragan cia31. Allí donde se
narra directamente lo que María hizo una sola vez, además
simbólicamente se describe lo que toda la Iglesia, lo que
toda alma perfecta hace de continuo.
11. D ijo entonces Ju das Iscariote, uno de sus discípulos,
el que iba a entregarle: ¿Por qu é no se ha vendido este p e r ­
fu m e p o r trescientos denarios y se ha dado a los p o b resP 2
¡Ay del traidor impío! ¡Ay de los cómplices de su crimen,
que aún ahora persiguen a los miembros de Cristo, que no
cesan de envidiar la fama de virtud -que ellos no merecen-
ai prójimo que la tiene! Y es cierto que podríamos pensar
que Judas dijo eso por su preocupación por los pobres, pero
le traiciona la opinión de aquel testigo veraz, que añade: P e­
ro esto lo dijo, no p orqu e él se preocupara de los pobres, sino
porqu e era ladrón y, com o tenía la bolsa, se llevaba lo que
echaban en ellan . Por tanto, Judas no se perdió cuando, co­
rrompido por el dinero, traicionó al Señor34, sino que le se­
guía cuando ya estaba perdido porque, teniendo en su poder
la bolsa, las monedas que se echaban en ella solía, no lle­
varlas para el servicio de todos, sino extraerlas mediante un
robo35.
12. Y el Señor, al ver el corazón de Judas ya manchado
por el estiércol de la avaricia, previendo que aún había de
mancharse con la basura de la traición, encomendó a su fi­
delidad lo que tenía en la bolsa y le permitió hacer con ello

31. Ct 1, 11. 34. Cf. Mt 26, 14-15.


32. Jn 12, 4-5. 35. Cf. A gustín, Tract. in to ­
33. Jn 12, 6. ban., L, 9-10 (CCL 36, 436-437).
Homilía IV, 10-14 51

lo que quisiera, para disuadirle de que le vendiera, al acor­


darse, bien del honor que le había conferido, bien del dinero
que estaba en su poder. Pero, dado que el avaro siempre
está indigente36 y que el desagradecido jamás recuerda los
beneficios, el pérfido Judas, pasó del robo del dinero que
llevaba, a la traición del Señor que confiaba en él.
13. Entonces dijo Jesús: D ejadle que lo em plee para el día
de m i sepultura?7. El Señor explica con sencillez y manse­
dumbre a Judas -que pregunta haciéndose el inocente- el
misterio del comportamiento de María: a saber, que Él mo­
riría y debía ser ungido con aromas para la sepultura y que
por eso a María -a quien no se le permitiría, por más que
lo deseara, ungir su cuerpo ya muerto- se le había otorgado,
cuando aún vivía, prestarle el servicio que no podría prestar
después de la muerte, por la rápida resurrección que estaba
prevista. Por eso, cuenta Marcos ajustadamente que el Señor
dijo de ella: H a hecho cuanto estaba en su m ano: se ha an­
ticipado a em balsam ar m i cuerpo para la sepultura38. Lo cual
equivale a decir abiertamente: «como ya no podrá tocar mi
cuerpo muerto, ha hecho solamente lo que ha podido: se ha
adelantado a honrar al que está aún vivo con el servicio que
se presta a los difuntos».
14. Porque a los pobres los tenéis siem pre con vosotros,
pero a m í no siempre m e tendréis39. Y aquí el Señor, con la
moderación de su gran paciencia, no reprocha a Judas su
avaricia y que hable de dinero escudándose en los pobres,
sino que demuestra con un argumento razonable que no de­
ben ser acusados quienes le servían con sus bienes mientras
El habitaba entre los hombres, siendo así que El permane­
cería poco tiempo corporalmente en la Iglesia, mientras que

36. Semper avam s eget\ H O ­ 38. Me 14, 8.


RACIO, Epístolas, I, 2, 56. 39. Jn 12, 8.
37. Jn 12, 7.
52 Beda

los pobres, a quienes se podía dar limosna, sería posible te­


nerles siempre en ella.
15. Una gran multitud, de judíos se enteró de que estaba
a llí y fu eron, no solo p o r Jesús, sino tam bién p o r ver a L ázaro
a quien había resucitado de entre los muertos40. A estos les
atrae de Jesús la curiosidad, no el amor41. Pero nosotros,
hermanos queridísimos, por el contrario, si sabemos dónde
está Jesús, dónde se hospeda, dónde se encuentra Betania -
esto es, la casa del alma obediente42 en la que habitar- acu­
damos allá con la contemplación, no solo a causa del hombre
a quien ha concedido vivir espiritualmente -una vez resuci­
tado de la muerte del alma-, sino a fin de que, imitando la
vida virtuosa de ese hombre, merezcamos por ello llegar a
la visión de Jesús, porque hemos conocido con certeza dón­
de se encuentra Jesús. En efecto, ha resucitado tras la muerte
y ascendido al cielo, donde tiene su morada perpetua. Esa
es la verdadera Betania, es decir la ciudad celestial en la que
nadie puede entrar, sino a través de la obediencia.
16. Esforcémonos con todas las fuerzas de nuestra alma
por llegar allí, tendamos allí con los afectos interiores de
nuestro corazón, suspiremos por esa meta, busquemos todos
al Creador de esa casa, busquémosle cada uno, con el fin de
habitar en su casa todos los días de nuestra vida43; no para
ver allí a Lázaro, a quien resucitó de entre los muertos, sino
para que nosotros mismos -junto con los santos resucitados
de entre los muertos- contemplemos la voluntad del Señor
y seamos protegidos por su santo templo44.
Los príncipes de los sacerdotes decidieron dar m uerte tam ­
bién a Lázaro, porqu e muchos p o r su causa se apartaban de

40. Jn 12, 9. braica (CCL 72, 135).


41. Cf. A gustín, Tract. in Io- 43. Cf. Sal 27, 4.
ban., L, 14 (CCL 36, 439). 44. Ibidem.
42. Cf. J erónimo, Nomina he­
Homilía IV, 14-17 53

los judíos y creían en Jesús45. ¡Oh ciega obcecación de los


ciegos, querer matar al resucitado, como si no pudiera re­
sucitar a un hombre matado quien había resucitado a uno
difunto! Y ciertamente mostró que era capaz de ambas cosas
quien, además de resucitar a Lázaro difunto, se resucitó a
sí mismo tras haber sido matado.
17. Pero nosotros, hermanos, lejos de la malicia de los
pérfidos, imitemos la devoción de los fieles, apartémonos de
la compañía de los impíos, no nos sentemos en la asamblea
de la vanidad, ni entremos en tratos con los que obran la
iniquidad46. Creamos en Aquel que salva de la muerte, no
solo el cuerpo, sino también el alma y guardemos con nues­
tra conducta lo que creemos, a fin de que creyendo tenga­
mos la vida eterna en el nombre de Aquel47 que con el Padre
y el Espíritu Santo vive y reina, Dios por todos los siglos
de los siglos. Amén.

45. Jn 12, 10-11. 47. Cf. Jn 20, 31.


46. Cf. Sal 26, 4.
H O M ILÍA V

En la C ena d el Señor
Jn 13, 1-17
PL 94, 130-134
1. Cuando Juan evangelista se disponía a escribir aquel
memorable servicio1del Señor, por el que se dignó lavar los
pies a los discípulos durante la Pascua, antes de ir a la pa­
sión, se preocupó de explicar en primer lugar qué significaba
ese mismo nombre de Pascua, comenzando así: L a víspera
de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado
su hora de pasar de este m undo a l Padre, com o am ase a los
suyos que estaban en el mundo, los am ó hasta el fin 12.
2. Electivamente la palabra «Pascua» significa «paso»3.
Viene de que en el Antiguo Testamento el Señor pasó por
Egipto matando a los primogénitos de Egipto4 y salvando a
los hijos de Israel y de que esos mismos hijos de Israel pa­
saron en aquella noche de la esclavitud en Egipto5, para tras­
ladarse a la tierra de la heredad y la paz que antaño se les
había prometido. Espiritualmente significa que en ese día el
Señor pasaría de este mundo al Padre y que, siguiendo su
ejemplo, los fieles, tras rechazar los deseos temporales y la

1. Los manuscritos P y L leen han., LV, 1 (CCL 36, 463-464).


aquí mysterium. 4. Cf. Ex 12, 11-12. 23-27.
2. Jn 13, 1. 5. Cf. Ex 14, 21-29.
3. Cf. A gustín, Tract. in Io-
H om ilía V, 1-4 55

esclavitud de los vicios, deben pasar a la promesa de la patria


celestial, mediante el continuo ejercicio de las virtudes.
3. Y el evangelista describe con bellas palabras cómo pasó
Jesús de este mundo al Padre, cuando dice: C om o am ase a
los suyos que estaban en el mundo, los am ó hasta el fin ; es
decir, los amó tanto que por ese mismo amor puso fin al
tiempo de su vida corporal, para pasar inmediatamente de la
muerte a la vida, de este mundo al Padre. Porque nadie tiene
am or más grande que el de dar uno la vida p o r sus am igos6.
Por eso, con razón ambos tránsitos -esto es, el de la Ley y
el del Evangelio- fueron consagrados con sangre: aquel con
la del cordero pascual, éste con la de Aquel de quien el Após­
tol dice: Porque Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido in­
m olado7. Este, con el derramamiento de sangre en la Cruz;
aquel, con la aspersión en forma de cruz en los dos postes
y el dintel de las casas.
4. Y mientras celebraban la cena -continúa-, cuando el
diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón
Iscariote, que lo entregara, sabiendo Jesús que todo lo había
puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a
Dios volvía, se levantó de la cena y se quitó el m antos. Al ir
a hablar de la máxima muestra de humildad -la asunción de
la Humanidad—, antes recuerda la eternidad de su divino po­
der, con el fin de demostrar que Él mismo es verdadero Dios
y hombre y advertirnos con sus preceptos que, cuanto ma­
yores somos, tanto más debemos humillarnos en todo89. En
efecto, era un verdadero hombre el que tocaba y lavaba los
pies de unos hombres, el que iba a ser entregado por un
hombre y el que podía ser crucificado por hombres. Y era
Dios verdadero, en cuyas manos depositó todo el Padre, que
salió de Dios y a Dios volvió.

6. Jn 15, 13. 8. Jn 13, 2-4.


7. 1 Co 5. 7. 9. Cf. Si 3. 18.
56 Beda

5. Por tanto, el Señor sabía que el diablo había sugerido


en el corazón de Judas que lo entregara; sabía que el Padre
había puesto todo en sus manos - y entre ese todo estaba el
mismo traidor y aquellos a los que iba a ser entregado- y
que sufriría la muerte a la que había sido entregado, para
que hiciera lo que quisiera con todo ello y con su poder
convirtiera su maldad en bondad; sabía que había salido de
Dios por la humildad de su encarnación y que volvería a
Dios por la victoria de la resurrección. Y, sin haber dejado
de ser Dios cuando salió de El, ni dejado de ser hombre
cuando volviera a El, sabía todo eso y, sin embargo -para
darnos una muestra de su gran piedad y un ejemplo para
nuestra humildad-, se levanta de la cena, se quita el manto
y lava los pies de los discípulos, desempeñando un menester
propio, no de Dios y Señor, sino de un hombre y un sier­
vo101. Incluso lava humildemente los pies de aquel que sabía
que, en su traición, iba a mancharse las manos de un modo
desvergonzado.
6. Y, si alguno desea describir este servicio11 humildísi­
mo de nuestro Salvador con mayor profundidad, esta cena
sacrosanta en la que el Señor se reclinó para comer con los
discípulos simboliza todo el tiempo durante el cual vivió
corporalmente en la Iglesia y alimentó con el manjar de su
palabra saludable y la dulzura de sus milagros a todos a
lo largo y a lo ancho. También Él mismo fue alimentado
por la fe y el amor de sus oyentes, porque -com o si se ali­
mentara- por medio de todos aquellos a quienes convirtió
a la gracia de la verdad, sin duda multiplicó su cuerpo que
es la Iglesia12. Además, se levantó de la cena y se quitó el
manto cuando, al dejar de convivir físicamente con los

10. Cf. AGUSTÍN, Tract. in lo - citos (C P L) prefieren leer mys-


han., LV, 5-7 (CCL 36, 465-466). terium.
11. De nuevo, algunos manus- 12. Cf. Col 1, 24.
Homilía V, 5-8 57

hombres, depositó en la cruz los miembros del cuerpo que


había asumido.
7. Tomó una toalla y se la ciñó cuando, tras haber reci­
bido la orden del Padre para padecer por nosotros, sometió
a sus propios miembros al sufrimiento de la pasión. Porque
de ordinario con la toalla, que se teje con un complejo tra­
bajo fatigoso, se suele simbolizar la aflicción de los sufri­
mientos. También el Señor se ciñe con una toalla, después
de haberse quitado el manto, para dar a entender que El se
desprende del hábito del cuerpo del que se había revestido,
no sin ser afligido por dolores, sino con la larga tribulación
de la cruz. Echó agua en una jofaina y empezó a lavar los
pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había
ceñido, cuando -ya muerto en la C ruz- de su costado1314de­
rramó agua junto con sangre a la tierra para limpiar las obras
de los creyentes y se dignó, no solo santificarlas con el sa­
cramento de su pasión, sino también santificarlas con el
ejemplo de esa misma pasión.
8. En cuanto a lo que se dice, una vez comenzado el la­
vatorio de los pies -C u a n d o llegó a Simón P edroH-, no hay
que entenderlo como si hubiera llegado a él después de los
otros, sino en el sentido de que comenzó por quien era el
primero de los apóstoles y que Pedro no sin razón rechazó
tal servicio, porque desconocía el misterio. Y no hay duda
de que cualquiera de los otros habría hecho lo mismo, si no
se hubieran asustado con aquella advertencia que se le hizo
a Pedro: Si no te lavo, no tendrás parte conm igo15. De donde
se deduce claramente que este lavatorio de los pies simboliza
la purificación espiritual del cuerpo y del alma, sin la que
no se puede acceder a la unión con Cristo.

13. Cí. Jn 19, 34. 15. Jn 13, 8.


14. Jn 13, 6.
58 Beda

9. Y Pedro, al oír esto, arrebatado al instante por el ha­


bitual fervor de su amor a Dios, respondió: Señor, no sola­
m ente los pies, sino tam bién las m anos y la cabeza'b. Es como
si dijera claramente: «puesto que ya por tu enseñanza en­
tiendo lo que me quieres decir —que al lavar mis pies, limpias
mis pecados-, te ofrezco no solo los pies sino las manos y
la cabeza para que los laves, porque no oculto que he co­
metido muchas acciones, no solo de intención sino de hecho,
con la vista y también con el oído, con el gusto, con el olfato
y con el tacto, que debes perdonarme». Pero escuchemos
qué responde el Señor a éste que le ama ardientemente y
cómo le instruye poco a poco para que entienda el lavatorio
en su sentido espiritual.
10. Dice: El que se ha bañ ado no tiene necesidad de la­
varse más que los pies, pues todo él está limpio'7. Muestra
claramente que ese lavatorio de los pies significa ciertamente
la remisión de los pecados, pero no la que se produce una
sola vez en el bautismo, sino más bien aquella por la que
se limpian las culpas diarias de los fieles, sin las que es im­
posible vivir en este mundo161718. Porque los pies, con los que
tocamos la tierra al andar y que no podemos mantener in­
munes del contagio del polvo -com o el resto del cuerpo-,
simbolizan que desde que estamos sobre la tierra, necesa­
riamente estamos afectados cada día por nuestra dejadez y
negligencia, en tanto en cuanto incluso los hombres grandes
y versados en un comportamiento santo, son apartados de
la contemplación celestial a la que aman sobre todas las co­
sas, hasta el punto de que si dijéram os que no tenem os p e ­
cado, nos engañam os a nosotros mismos y la v erd ad no está
en nosotros19.

16. Jn 13, 9. han., LVI, 4 (CCL 36, 468).


17. Jn 13, 10. 19. 1 Jn 1, 8.
18. Cf. Agustín, Tract. in lo -
Homilía V, 9-13 59

11. Por tanto, el que está limpio no tiene necesidad más


que de lavarse los pies, pero él está todo limpio; el que se
ha lavado en la fuente del bautismo para remisión de todos
sus pecados, no necesita lavarse de nuevo; es más, no puede
lavarse del mismo modo, sino que tiene necesidad de que la
indulgencia de su Redentor le limpie cada día solo las man­
chas cotidianas de su presencia en el mundo. Porque está
limpio en todo el cuerpo de sus acciones, excepto en cuanto
se refiere a las cosas que se han adherido a su mente por
exigencias de los afanes del mundo, por culpa de cuya sor­
didez diaria y su mejoramiento decimos cada día al rezar:
Y perdónanos nuestras deudas así com o tam bién nosotros
perdon am os a nuestros deudores20.
12. En verdad esto ha sido dicho de los apóstoles y sus
semejantes -es decir, de los bienaventurados e inmaculados-
que, temerosos de Dios, andan en sus caminos21. Pero no­
sotros, que tantas veces nos olvidamos del temor de Dios y
emprendemos un viaje torcido, no podemos liberarnos de
la suciedad de nuestros errores con aquella suave y diaria
solemnidad de las oraciones, sino que es necesario que una
mayor inmundicia se limpie con un mayor ejercicio de ora­
ciones, vigilias y ayunos, de lágrimas y limosnas, ya que sin
duda limpia por dentro el interior de nuestro corazón Él
mismo, que sentado a la derecha de Dios intercede cada día
por nosotros22, revestido de la Humanidad que ha asumido.
13. Y, tras haber lavado los pies de los discípulos, el Señor
tomó sus vestidos y recostándose de nuevo les explicó de
palabra el servicio23 del lavatorio que les acababa de prestar
sin que lo entendieran. Porque, después de que al sufrir en

20. Mt 6, 12. a los pasajes de esta homilía en los


21. Cf. Sal 119, 1. que algunos manuscritos leen mys-
22. Cf. Rm 8, 34. terium en vez de ministerium.
23. Véanse más arriba las notas
60 Beda

la cruz nos consiguió el bautismo de remisión, recibió con­


vertidos en inmortales los miembros que había puesto mor­
tales y, tras haberse aparecido a los discípulos después de la
resurrección y haber convivido con ellos familiarmente du­
rante cuarenta días -incluso comiendo con ellos-, les expu­
so24 la utilidad de su pasión, suceso que temían bastante,
porque a esas alturas desconocían aún su fuerza divina.
14. Les dice: Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro,
os he lavado los pies, vosotros tam bién debéis lavaros los pies
unos a otros25. Es evidente que esta declaración debe enten­
derse bien y ponerse en práctica devotamente, tanto en sen­
tido literal como en sentido espiritual. Al pie de la letra, a
fin de que nos sirvamos unos a otros por caridad, no solo
lavando los pies de los hermanos, sino ayudándoles en todas
sus necesidades. Y en sentido místico porque, así como el
Señor solía perdonar los pecados a los que se arrepentían,
también nosotros debemos apresurarnos a perdonar a los
hermanos que nos ofenden. Como El nos limpió de nuestros
pecados26, intercediendo al Padre por nosotros27, así también
nosotros, si sabemos que un hermano nuestro ha cometido
un pecado no mortal, roguemos que a ese que no ha pecado
mortalmente se le conceda la vida28. Y, como advierte el
apóstol Santiago, confesémonos unos a otros nuestros pe­
cados y roguemos unos por otros para que seamos salva­
dos29. Y como El entregó su alma por nosotros, entreguemos
también nosotros nuestras almas por los hermanos30, cuando
se presente la ocasión.
15. Continúa: En verdad, en v erd ad os digo: no es el sier­
vo más qu e su señor, ni el enviado más que quien le envió31.

24. Cf. Hch 1, 3-4. 28. Cf. 1 Jn 5, 16


25. Jn 13, 14. 29. Cf. St 5, 16.
26. Cf. Ap 1, 5. 30. Cf. 1 Jn 3, 16.
27. Cf. Rm 8, 34. 31. Jn 13, 16.
H om ilía V, 13-16 61

Dijo esto porque Él, el Señor, había lavado los pies de los
siervos y Él mismo -el que había enviado- a quienes envió.
Apóstol, tanto en griego como en latín significa «enviado»,
para mostrar que lo que Él -siendo sublime- había hecho
humildemente, eso mismo con mucho más motivo debían
hacer, con humildad, los humildes y enfermos; pero también
para advertir, en un sentido espiritual, que si incluso el que
no com etió pecado alguno ni se halló dolo en su b oca32 in­
tercede por nuestros pecados, mucho más debemos nosotros
rezar unos por otros; y si nos perdona Aquel en quien no
encontramos nada que perdonar, mucho más oportuno es
que nos perdonemos nuestras deudas unos a otros. Esto
mismo manda también el Apóstol cuando dice: Sed m utua­
m ente afables, compasivos, perdon án doos los unos a los otros,
así com o tam bién Dios os ha perdon ado p o r Cristo33.
16. Si com prendéis esto -d ice - y lo hacéis, seréis biena-
venturados3435. Hay que meditar a fondo y asiduamente esta
afirmación de nuestro Salvador, porque seremos bienaven­
turados si conocemos estos preceptos del cielo y si además
ponemos en práctica lo que conocemos. Porque el que des­
cuida guardar sus mandamientos, a pesar de que los conoce,
ese no puede ser bienaventurado. Y el que desprecia incluso
conocerlos, ese se excluye mucho más aún del destino de
los bienaventurados. Coincide con esto el salmista, que so­
pesando los corazones de los mortales, al ver que todos
aman la bienaventuranza, pero solo pocos buscan dónde es­
tá, explica él mismo claramente cuál es la felicidad máxima
del hombre en esta vida, diciendo: Dichosos los sin m ancha
en su camino, los que caminan en la ley del SeñorA Y para
que no se piense que esta vía de los inmaculados y biena­
venturados puede ser comprendida indiscriminadamente por

32. 1 P 2, 22. 34. Jn 13, 17.


33. Ef 4, 32. 35. Sal 119, 1.
62 Beda

todos -incluidos los indoctos y rudos-, añade a continua­


ción estas palabras: Bienaventurados los que guardan sus
preceptos, los que de todo corazón lo buscan36.
17. Por eso, queridísimos, imploremos la clemencia de
quien nos ha mandado guardar celosamente sus mandamien­
tos, para que sea El quien dirija nuestros caminos hacia la
guarda de sus estatutos. Y que El mismo nos conduzca, des­
pués de que hayamos custodiado sus mandamientos, a la fe­
licidad de su eterna visión, Jesucristo, Dios y Señor nuestro
que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo
por todos los siglos de los siglos. Amén.

36. Sal 119, 2.


H O M ILÍA VI

En el Sábado Santo
Me 7, 31-37
PL 94, 234-237'
1. Aquel sordomudo curado de un modo admirable por
el Señor, que acabamos de escuchar cuando se leía el Evan­
gelio, simboliza al género humano por lo que respecta a su
merecimiento de que la gracia divina le libera del error del
engaño diabólico. Porque el hombre se incapacitó para es­
cuchar la palabra de vida, cuando -orgulloso- prestó oídos
a las palabras funestas del demonio contra Dios. Y se hizo
mudo para alabar al Creador desde el momento en que se
jactó de mantener un coloquio con el seductor2. Y mereci­
damente cerró sus oídos para escuchar la alabanza al Crea­
dor de los ángeles, el que los abrió incauto a las palabras
del enemigo, para escuchar los reproches al mismo Creador.
Merecidamente cerró su boca a proclamar la alabanza del
Creador junto con los ángeles porque, como si fuera a me­
jorar la obra del mismo Creador, se engrió soberbio al co­
mer el alimento prohibido. Y ¡ay miserable caída del género
humano que, viciado en su raíz, se extendió aún más vicioso
y comenzó a multiplicarse con la propagación de las ramas
hasta el punto de que, cuando vino el Señor en carne hu-1

1. El título en la edición de J.- después de Pentecostés».


P. Migne es: «En el domingo X II- 2. Cf. Gn 3, 1-7.
64 Beda

mana -a excepción de pocos fieles de Judea-, casi todo el


mundo erraba sordo y mudo lejos del conocimiento y la
confesión de la verdad!
2. Pero, donde abu n dó el pecado, sobreabun dó la gracia1’.
Y así vino el Señor al mar de Galilea, donde sabía que yacía
enfermo aquel a quien curaría. Vino con la gracia de su mi­
sericordia a los corazones soberbios, turbios e inestables de
los gentiles, entre los que sabía que había algunos que aco­
gerían su gracia. Y se constata con razón que llegó al mar
de Galilea, donde curaría al enfermo, cruzando el territorio
de la Decápolis34 porque, una vez abandonado por culpa de
su perfidia el pueblo que había recibido los mandamientos
del decálogo, vino a los gentiles de fuera para, como dice
Juan, reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos5.
3. Dice: Y le traen un sordom udo y le ruegan que le im ­
pon ga su m anok. Como él personalmente no era capaz de
reconocer al Salvador, porque era sordo, ni rogarle porque
era mudo, le llevan sus amigos y ruegan al Señor por su sa­
lud. Es así sin duda como conviene que ocurra en una cu­
ración espiritual, de modo que si uno no puede convertirse
por medios humanos a escuchar y confesar la verdad, sea
presentado a los ojos de la piedad divina y para curarle se
pida para él la ayuda del poder del cielo. Y no se hace es­
perar la misericordia del médico divino, si no vacila la in­
tensidad de los que ruegan, ni desfallece su oración.
4. De ahí que inmediatamente se añade que apartando
Jesús al enfermo de la m uchedum bre, m etió los dedos en sus
orejas y con saliva tocó su lengua7. Ciertamente introduce
sus dedos en las orejas del sordo para que oiga, cuando por
medio de los dones de su gracia sobrenatural convierte a los

3. Rm 5, 20. 6. Me 7, 32.
4. Cf. Me 7, 31. 7. Me 7, 33.
5. Jn 11, 52.
Homilía VI, 65

que durante largo tiempo no han creído para que escuchen


su palabra. Toca con saliva la lengua del mudo para que pue­
da hablar, cuando mediante el ministerio de la predicación
hace razonable la fe que se debe profesar. Porque El mismo
enseña que los dedos del Señor simbolizan los dones del Es­
píritu Santo8, cuando dice: Si yo expulso los dem onios p o r el
dedo de D ios9. Lo mismo que pone aún más de manifiesto
otro evangelista: Si yo expulso los dem onios p o r el Espíritu
de D ios10 y también el salmista cuando dice: Cuando con­
tem plo el cielo, obra de tus dedos11, es decir, veo a los santos
desprendidos de las cosas de la tierra, no gracias a sus vir­
tudes sino por don de tu Espíritu, y sublimados por ocu­
parse de los asuntos celestiales.
5. También la saliva de la cabeza y la boca del Señor es
la palabra del Evangelio que, tomada del misterio invisible
de su Divinidad, Él se ha dignado suministrar visiblemente
al mundo a fin de que este pueda ser sanado. Hay que tomar
buena nota de que, antes de tocar las orejas y la lengua del
enfermo para sanarlas, el Señor le apartó de la muchedum­
bre. Porque la primera esperanza de salvación para cualquie­
ra radica en el abandono de los habituales ruidos y turbu­
lencias de los vicios, para a continuación inclinar la cabeza
humildemente a fin de recibir los dones de la salud. Y nadie
debe pensar que de algún modo puede salvarse, mientras no
tenga miedo de apegarse a costumbres frívolas, deleitarse en
conversaciones vanas, ser asaltado por pensamientos desor­
denados. Pero el que, por la misericordia y con la ayuda de
Dios, ha cambiado el turbio comportamiento de su antigua
conducta, el que ha concebido en su corazón la inspiración
de la divina gracia, el que ha aprendido a confesar la verda­

8. Cf. Cf. Gregorio Magno, 9. Le 11, 20.


H om iliae in H iezechihelem p ro f, 10. Mt 12, 28.
10, 20 (CCL 142, 153). 11. Sal 8, 4.
66 Beda

dera fe con la palabra de la doctrina celestial, solo queda


que consiga cuanto antes la deseada alegría de la salvación.
6. Por eso está bien que el Señor, tras haber apartado al
enfermo de la muchedumbre, tras haber metido los dedos en
sus orejas, tras haber tocado su lengua con saliva, el texto
añade: Y m irando a l cielo, dio un suspiro y le dice: Effeta,
que significa: ábrete. Y al instante se le abrieron los oídos y
quedó suelta la atadura de su lengua11. Y con razón el Señor,
al disponerse a curar al enfermo, miró al cielo y suspiró, para
dar a entender de dónde debemos esperar la salvación y con
qué intensidad de arrepentimiento y lágrimas debemos bus­
carla y pedirla. Mirando al cielo, suspiró porque le dolía que
aquellos a quienes había creado para que poseyeran los bie­
nes celestiales yacían desde largo tiempo atrás en medio de
afanes terrenos; mirando al cielo suspiró para simbolizar que
nosotros, que nos habíamos apartado de los goces celestiales
-cambiándoles por las delicias de la tierra-, debíamos volver
a aquellos por medio de gemidos y suspiros.
7. En cuanto al E ffeta -es decir, «ábrete»-, lo dice por
las orejas a las que hay que sanar porque una duradera sor­
dera las había cerrado, pero a las que ya su simple contacto
había abierto para que pudieran oír. De ahí viene, creo, la
costumbre que se ha difundido en la Iglesia: que sus sacer­
dotes, a quienes se preparan para recibir el sacramento del
bautismo, les tocan previamente -entre otros ritos iniciales
a la fórmula sagrada- las orejas y las narices con la saliva
de su boca, mientras dicen effeta. En verdad, por medio de
la saliva de su boca, señalan el gusto por la sabiduría divina
en el que deben ser iniciados; por medio del tacto de las na­
rices simbolizan que, apartándose de los deleites nocivos,
deben abrazar siempre el buen olor de Cristo, del que dice
el Apóstol: somos para Dios en todo lugar el buen olor de 12

12. Me 7, 33-34.
H om ilía VI, 5-8 67

Criston; y para que recuerden que, siguiendo el ejemplo del


santo Job, mientras sobreviva en ellos el aliento y el espíritu
de Dios en sus narices, no deben decir ninguna iniquidad
con sus labios, ni dar vueltas a una mentira en su lengua1314.
Y por medio del tacto de las orejas les dan a entender que,
abandonando la escucha de palabras desvergonzadas, escu­
chen las palabras de Cristo y las pongan en práctica, imi­
tando al hombre prudente que edificó su casa sobre piedra15.
8. Y cada uno de nosotros, hermanos queridísimos, que
ha recibido el bautismo de Cristo de acuerdo con el rito, ha
sido ya consagrado en este sentido y los que van a recibir
ese mismo bautismo saludable en el próximo tiempo pascual
-o lo recibirán en cualquier otro momento- deben ser con­
sagrados en esta misma categoría. De ahí que sea muy ne­
cesario que nos llenemos de temor a contaminar de cual­
quier modo y profanar -com o si no tuviera ningún valor-
lo que el Señor misericordioso se ha dignado limpiar y san­
tificar en nosotros.
Al contrario, si caemos en el fango de la iniquidad que
nos mancha, apresurémonos a limpiarnos de nuevo en la
fuente de las lágrimas y la penitencia. Renovemos también
la pureza que nos consta nos fue concedida con la noticia
de la fe por el oído16, cuidándonos de aquello que el Apóstol
dice de algunos, reprobándoles: Y cerrarán sus oídos a la
verdad, y los aplicarán a las fá b u la s17. Privemos del mal a
nuestra lengua, que ha sido santificada con la confesión de
la fe18. Temamos maldecir con ella -co n la que bendecimos
a nuestro Dios y Padre- a los hombres que han sido hechos
a su semejanza. Porque quien piensa que es un buen cre­
yente y no frena su lengua, su buena fe es vana19.

13. 2 Co 2, 15. 17. 2 Ttn 4, 4.


14. Cf. Jb 27, 3-4. 18. Cf. Sal 34, 13.
15. Cf. Mt 7, 24. 19. Cf. St 1, 26.
16. Cf. Ga 3, 2.
68 Beda

9. He aquí, pues, que se dice que se le abrieron los oídos


y quedó suelta la atadura de su lengua y hablaba correcta­
mente. Así pues, es sumamente importante que los que he­
mos aprendido a hablar correctamente desde el momento de
nuestro bautismo, creyendo de corazón y haciendo profe­
sión de justicia con nuestra boca para procurarnos la salva­
ción20, no nos desviemos después del bautismo a declaracio­
nes injustas y perniciosas. Porque si el juez en persona
declara que de toda p alab ra vana que hablen los hom bres
darán cuenta en el día d el juicio2', ¿qué pensamos que ocu­
rrirá con aquellos que no solo pronuncian palabras ociosas,
sino también pecaminosas; que no tienen ningún temor a
servir a la desvergüenza, la jactancia, la blasfemia y la mur­
muración -que es lo que más les gusta-; aquellos que como
testigos falaces profieren mentiras, que siembran discordias
entre los hermanos?
No basta con apartar los oídos y la lengua de palabras
perniciosas, si no inclinamos nuestros oídos -siguiendo al sal­
mista- a las palabras divinas22, si nuestra boca no profiere la
sabiduría, y nuestro corazón no medita la prudencia23. Por el
contrario, conviene que todos los sentidos de nuestro hombre
interior, que han sido purificados en el bautismo, los man­
tengamos limpios y, más aún, adornados de buenas obras2425.
10. No obstante, después de haber curado al sordomudo,
veamos lo que sigue. Dice: Y les ordenó que no lo dijeran a
nadie. Pero cuanto más se lo m andaba, tanto más lo procla­
m aban y estaban tan m aravillados que decían: Todo lo ha h e­
cho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos15. ¿Por
qué, hermanos queridísimos, creemos que ha ocurrido esto?

20. Cf. Rm 10, 10, 24. Sobre los sentidos internos


21. Mt 12, 36. y externos del hombre, véase su-
22. Cf. Sal 78, 1. pra, Hom., I, 11, 16 ss.
23. Cf. Sal 49, 3. 25. Me 7, 36-37.
Homilía VI, 9-12 69

¿Acaso hay que considerar que el Hijo unigénito de Dios, al


hacer este milagro, ha querido también ocultarlo y que ha sido
conocido por la multitud contra su voluntad y no ha sido ca­
paz de ocultar, si hubiera querido, lo que fue capaz de hacer
cuando quiso? Quizás quiso darnos un ejemplo para que,
practicando obras virtuosas, evitemos en todo el vicio de la
jactancia y la gloria humana, no vaya a ser que nuestra buena
conducta quede privada del premio de la retribución eterna.
11. Sepamos, sin embargo, que nuestras obras, si son dig­
nas de imitación, de ningún modo pueden permanecer ocul­
tas, sino que son patentes para utilidad de la mejora de los
hermanos, por voluntad del mismo que dice: N o p u ed e ocul­
tarse una ciudad situada en lo alto de un m onte2b; y en otro
lugar: Porque cuanto hayáis dicho en la oscuridad será escu­
chado a la luz262728. Y en verdad debe ser en todo caso enten­
dido así el sentido del precepto del Señor.
Pero nadie piense que esto se ha dicho para que debamos
guardarnos de que los hermanos vean el bien que hacemos,
dado que el Señor dice: A lum bre así vuestra luz ante los
hom bres, para que vean vuestras buenas obras29; al contra­
rio, se ha dicho para que por las obras que realizamos en
bien de nuestros hermanos, no busquemos que nos alaben,
sino su provecho. De ahí lo que sigue: Y glorifiquen a vues­
tro Padre que está en los cielos29.
12. Porque quienes realizan obras buenas con esa inten­
ción -solo para ser alabados y no para que avancen en el
bien los que alaban, ni tampoco para que el Padre que está
en los cielos sea alabado-, esos tales indudablemente son re­
prendidos con aquel terrible reproche en el que se dice: En
v erd ad os digo, ya recibieron su p rem io30.

26. Mt 5, 14. 29. Ibidem .


27. Le 12, 3. 30. Mt 6, 5.
28. Mt 5, 16.
70 Bedel

Y hay que decir esto también: que si aquellos que habían


recibido la orden de callar no pudieron silenciar los milagros
del Señor, mucho más debemos insistir en pregonar los favo­
res divinos nosotros, a quienes se manda que nos sostengamos
unos a otros con el alimento de la palabra divina con estas
palabras del apóstol Juan: Quien lo oye diga: ven}>. Esto es,
el que ha concebido en su mente la gracia de la aspiración al
cielo, el que ha aprendido la palabra exhortativa que puede
reconfortar con su utilidad al prójimo, que jamás esconda en
el silencio el bien que ha conocido, sino que él en persona lo
comunique sin interrupción, exponiéndolo a sus hermanos.
13. Porque, si no descuidamos comunicar benignamente
a los que tenemos cerca las cosas buenas que conocemos, se
presentará Aquel en el que están escondidos todos los tesoros
de la sabiduría y de la ciencia:3132; y lo que ahora conocemos
solo en parte33, Jesucristo se dignará revelárnoslo a la luz
perfecta de la verdad. El, nuestro Señor, unigénito del Padre,
que con El vive y reina en unidad del Espíritu Santo y es
Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.

31. Ap 22, 17. 33. Cf. 1 Co 13, 9.


32. Col 2, 3.
H O M ILÍA VII

En la Vigilia pascual
Mt 28, 1-10
PL 94, 133-139'
1. Hermanos queridísimos, la resurrección del Señor y
Salvador nuestro nos ha convertido la vigilia de esta sacra­
tísima noche, como acabamos de oír en la lectura del Evan­
gelio, en algo sagrado. Celebrémosla pues, como se merece,
despiertos y con himnos, por amor a quien por amor nues­
tro quiso en ella dormir muerto y resucitar de la muerte, ya
que, como dice el Apóstol: M urió p o r nuestros pecados y re­
sucitó para nuestra justificación1. Esto nos lo demostró en
la misma sucesión de los hechos: tanto a la hora de morir
en la cruz, como en la de su resurrección de los muertos.
2. Efectivamente, consumó el misterio de su pasión triun­
fadora hacia la hora nona, cuando el día se inclinaba ya hacia
la noche, y la órbita del sol se entibiaba tras el calor del me­
diodía. Así simbolizaba con evidencia que había soportado
el patíbulo de la cruz para redimir los crímenes en los que
habíamos caído, al pasar de la luz y el amor divinos a la no­
che de esta peregrinación terrena.
Resucitó en la mañana del día después del sábado -que
ahora se llama domingo, «día del Señor»-, para enseñarnos

1. J.-P. Migne relaciona esta 2. Rm 4, 25; cf. 1 Co 15, 3.


homilía con Me 16, Le 24 y Jn 20.
72 Beda

claramente que una vez resucitados de la muerte del alma,


tenía intención de conducirnos a la luz de la eterna biena­
venturanza. Pero con la sucesión en el tiempo de su pasión,
sepultura y resurrección, pretendió hacernos entender otro
misterio, digno de ser recordado.
3. Concretamente, que fue crucificado el viernes, el sába­
do descansó en el sepulcro y el domingo resucitó de entre
los muertos, para enseñar a los suyos que durante seis edades
de este mundo deben sufrir por sus buenas obras entre los
peligros de las persecuciones, pero que en la otra vida -com o
en el sábado- deben esperar la paz de sus almas para siempre,
mientras que en el día del juicio -com o si se tratara del do­
mingo- celebrarán la acogida de sus cuerpos inmortales en
los cuales disfrutarán, junto con el alma, de la suprema feli­
cidad sin fin3.
4. Respecto a lo que se ha dicho en la lectura del Evan­
gelio -que las santas mujeres pasado el sábado, al alborear
el día siguiente, fueron a ver el sepulcro-, hay que entender
que se pusieron en camino cuando era aún de noche, pero
que llegaron al sepulcro al amanecer del día siguiente. Es
decir que por la noche prepararon los aromas con los que
querían ungir el cuerpo del Señor; pero, una vez preparados
la noche anterior, llevaron los aromas al sepulcro de mañana.
Lo que Mateo expone por motivos de brevedad de un modo
un tanto confuso, los otros evangelistas4 lo exponen con más
claridad en el orden en que ocurrió. En efecto, tras haber
sepultado al Señor el viernes, las mujeres se fueron del mo­
numento, prepararon los perfumes y los ungüentos todo el
tiempo en el que estaba permitido trabajar, y el sábado des­
cansaron según estaba mandado5, como narra Lucas con to­

3. Sobre estas ocho edades del 4. Cf. Me 16, 1-2; Le 24, 1.


mundo, véase lo que decimos en la 3. Cf. Ex 12, 16; 20, 8-10.
Introducción general.
Homilía VII, 2-6 73

da claridad6. Pero, cuando pasó el sábado y al llegar el atar­


decer, volvió el tiempo en el que se podía trabajar, e inme­
diatamente a impulsos de su devoción compraron los perfu­
mes que les faltaban -com o recuerda Marcos78- para ungirle
a su llegada, y al alborear el domingo se presentaron en el
sepulcro.
5. Hay que preguntarse por qué, al describir la noche de
la resurrección del Señor, el Evangelista dice: A l atardecer
d el sábado, cuando alborea el día prim ero después d el sába­
do*, cuando según el orden habitual de las horas, al atardecer
se oscurece hacia la noche más que se ilumina hacia el día.
Pero es que el Evangelista -hablando en sentido m ístico- se
ha esforzado por explicar cuánta dignidad ha adquirido esta
sacratísima noche por la gloria de la victoria sobre la muerte,
exponiendo que ya a su inicio, cuando las mujeres -a im­
pulsos de su devoción por C risto- comenzaron a vigilar en
su honor, comenzaba a amanecer el día siguiente.
6. Porque el Señor, creador y administrador del orden de
los tiempos, que resucitó en la última parte de aquella noche,
sin duda la transformó a toda ella en una fiesta resplande­
ciente con la luz de su resurrección. Es verdad que desde el
inicio de la creación del mundo hasta ahora, el curso de las
horas se contaba de modo que el día precedía a la noche,
según el orden de la situación inicial9. Pero en esta noche,
gracias al misterio de la resurrección del Señor, se ha cam­
biado el orden de las horas. Porque, dado que resucitó de
entre los muertos de noche, pero mostró a sus discípulos
los efectos de esa misma resurrección al día siguiente - y tras
participar en una comida con ellos instruyó en la verdad de
ese milagro a quienes estaban admirados10y al mismo tiempo

6. Cf. Le 23, 56. 9. Cf. Gn 1, 3-5.


7. Cf. Me 16, 1-2. 10. Cf. Le 24, 41-43.
8. Mt 28, 1.
74 Beda

contentos11—, con toda justicia aquella noche se unió con la


luz del día siguiente y se inauguró una sucesión de las horas
de modo que el día sigue a la noche.
7. Y ciertamente en otro tiempo con toda razón la noche
seguía al día porque el hombre, al pecar, había caído de la
luz del Paraíso a las tinieblas y tribulaciones de este mundo.
Pero ahora, con toda razón, el día sigue a la noche, cuando
somos reconducidos por la fe en la resurrección, de las ti­
nieblas del pecado y la sombra de la muerte1112, a la luz de la
vida que nos regala Cristo.
8. Por eso, hermanos queridísimos, es preciso que quie­
nes hemos conocido esta noche privilegiada, iluminada por
la gracia de la resurrección del Señor, nos preocupemos tam­
bién con solicitud de que ninguna partícula de ella se ente­
nebrezca en nuestro corazón, sino que por el contrario res­
plandezca toda como la luz del día ya desde ahora, cuando
celebramos su vigilia con laudes solemnes y devotas y es­
peramos, una vez acabada la vigilia, con sobria y pura con­
ciencia la fiesta pascual del día del Señor.
9. Dice: Fueron M aría M agdalena y la otra M aría a ver
el sepulcro13. Las dos mujeres del mismo nombre, con el
mismo amor y devoción, que fueron a revisar el sepulcro
del Señor, simbolizan los dos pueblos de fieles -es decir, el
judío y el gentil- que desean celebrar con un afán único y
similar la pasión y la resurrección de su Redentor, por do­
quiera que en el mundo entero se ha difundido su Iglesia.
En cuanto al terremoto que se produjo el resucitar el Se­
ñor del sepulcro -com o también al morir en la cruz se pro­
dujo uno grande14- significa que los corazones, antes mun­
danos y apartados de la esperanza del cielo, serán arrastrados

11. Cf. Jn 20, 20. 13. Mt 28, 1.


12. Cf. Le 1. 79. 14. Cf. Mt 27. 51.
Homilía V il , 6-11 75

a la penitencia por la fe en su pasión y resurrección y, re­


movidos por un temor sumamente saludable, serán elevados
a la vida eterna.
10. Por lo que se refiere a la venida de un ángel, él rinde
la pleitesía de la servidumbre que debe al Señor. En efecto,
dado que Cristo es Dios y Hombre, en medio de los actos
de su Humanidad, siempre tienen que prestarle sus servicios
los ángeles como a Dios, según prueba abundantemente la
narración del santo evangelio cuando se la analiza15. Y re­
movió la piedra, no para que la puerta esté abierta cuando
salga el Señor, sino para que sirva de señal a los hombres
de que su salida ya se ha producido. Porque el que fue capaz
de entrar en el mundo al nacer como mortal del vientre aún
intacto de una virgen, ese mismo sin ninguna duda -trans­
formado en inmortal- pudo haber salido de este mundo al
resucitar, aunque el sepulcro permaneciera cerrado.
11. Y no hay que pasar por alto la razón por la que un
ángel apareció sentado como testigo de la resurrección del
Señor, cuando se lee que el que anunció al mundo el gozo
de su nacimiento estaba en pie junto a los pastores16. Efec­
tivamente, estar de pie es propio del que lucha; estar senta­
do, del que reina17. Con razón se apareció de pie el ángel
que anunciaba la venida del Señor al mundo, para expresar
estando en pie que Aquel a quien él anunciaba venía a com­
batir al príncipe del mundo, mientras que con razón se re­
cuerda que el pregonero de su resurrección estaba sentado
para manifestar con esa postura que El, una vez vencido el
autor de la muerte, había ascendido ya a la sede del reino
eterno, de la que Él mismo dice poco después, al aparecerse

15. Cf. Mt 4, 11; Le 2, 13-14; 17. Cf. Gregorio Magno, H o-


22, 43; J erónimo, Comm. in Mat., miliae in evangelia, II, 29, 7 (CCL
IV 28, 2-3 (CCL 77, 279-280). 141, 251).
16. Cf. Le 2, 9.
76 Be da

a los discípulos: Me ha sido dado todo el p o d er en el cielo


y en la tierra'8-, y el evangelista Marcos dice: Y el Señor, J e ­
sús, después de hablarles, se elevó a l cielo y está sentado a
la derecha de Dios'9.
12. Estaba sentado, pues, sobre la piedra removida, con la
que se cerraba la puerta del sepulcro, para enseñar que El ha­
bía derribado y superado con su propia fuerza las puertas del
infierno, dado que había elevado hasta la luz del paraíso a
cuantos de los suyos había encontrado allí, según aquello del
profeta: Y tú, en razón de la sangre de tu alianza, has liberado
tam bién a los tuyos del lago en el que no hay agua181920.
Su aspecto era como de relám pago y su vestidura blanca
como la nieve, para reflejar incluso con el mismo aspecto y
vestidura que Aquel de quien anunciaba la gloria de la resu­
rrección, también sería terrible para condenar a los réprobos
y benigno y misericordioso para consolar a los elegidos21.
13. Efectivamente, con el relámpago se expresa el terror
del miedo, con la nieve el encanto del candor. En consonancia
con el discernimiento propio del juicio divino, el mismo ángel
que se aparece, de una parte llena de terror a los impíos guar­
dianes del sepulcro y los arroja por tierra como muertos, y
de otra conforta con benigna consolación a las piadosísimas
visitantes del mismo sepulcro, para que no teman.
Además, incluso en un tono familiar él es el primero en
tomar la palabra y decir que sabe que buscaban a Jesús y
añade que ya ha resucitado e inmediatamente después les
manda que anuncien su resurrección, un honorable y gozo­
sísimo encargo al que ellas se someten.
14. Y ¡qué afortunadas las mujeres que, instruidas por
ese oráculo del ángel, merecieron anunciar al mundo el

18. Cf. Mt 28, 18. 21. Cf. Gregorio Magno,


19. Cf. Me 16, 19. H om iliae in evangelio., II, 21, 3
20. Za 9, 11. (CCL 141, 175).
Homilía VII, 11-16 77

triunfo de la resurrección y proclamar que quedaba destrui­


da la esclavitud de la muerte que Eva, seducida por la pa­
labra de la serpiente, había contraído! Pero, ¡cuánto más fe­
lices las almas de los hombres -e igualmente de las mujeres-
que en el día del juicio, mientras los réprobos son castigados
con el terror y la correspondiente venganza, merezcan triun­
far de la muerte, ayudadas por la gracia, y entrar en la alegría
de la santa resurrección! Y, cuando ellas corrían a dar la no­
ticia a los discípulos, les sale al encuentro Jesús y las saluda,
demostrando así que sale al encuentro -ayudándoles-, de
todos los que inician el camino de las virtudes para que sean
capaces de llegar a la salvación.
15. Y ellas se acercaron y abrazaron sus pies12. Veamos,
hermanos, en el Señor resucitado de entre los muertos, la
verdad de nuestra carne; veamos la gloria de la nueva inco­
rruptibilidad. Es cierto que más arriba se lee que resucitó,
estando cerrado el sepulcro. Ahora, sin embargo, se lee que
las mujeres sujetaron sus pies y le adoraron. En efecto, re­
sucitó con la puerta del sepulcro cerrada y salió para enseñar
que se había convertido ya en inmortal el cuerpo que había
sido encerrado muerto en el sepulcro. A las mujeres les ofre­
ció las plantas de los pies para que las retuvieran, con el fin
de revelar que mostraba una carne verdadera, que podía ser
palpada por los mortales.
16. Les dice: I d y anunciad a mis herm anos que vayan
a G alilea: a llí m e verán12. ¡Oh, admirable piedad, admirable
bondad del Salvador! A los mismos que antes de la pasión
solía llamar discípulos - y a veces incluso siervos- ahora, tras
la resurrección los llama hermanos suyos, con el fin de de­
mostrar que al resucitar había vuelto a tomar el revestimien­
to de Humanidad que antes había tenido y al mismo tiempo23

22. Mt 28, 9. 23. Mt 28, 10.


78 Beda

elevar a los suyos a la esperanza de merecer -a ejemplo de


su carne- la corona de la inmortalidad con la que El ya so­
bresalía. Realmente también lo que predijo -que los discí­
pulos le verían en Galilea- y realizó -com o ponen de ma­
nifiesto los relatos del santo evangelio que siguen24- sugiere
de un modo místico, de una parte el milagro de su resurrec­
ción, y de otra el progreso de nuestra vida espiritual.
17. En efecto, Galilea significa «realizado el traslado». Y
está bien que los discípulos vean en Galilea a Aquel que ya
había pasado de la muerte a la vida, de la corrupción a la
incorruptibilidad, de la pena a la gloria25, con el fin de co­
rroborar la victoria de la resurrección, no solo con la ma­
nifestación de su cuerpo y el alivio de sus palabras, sino in­
cluso con el nombre del lugar en el que se les aparecería y
les hablaría.
Pero, también ahora nosotros solo podremos disfrutar
del gozo de su resurrección, si nos esforzamos por trasla­
darnos de la corrupción de los vicios a la práctica de las vir­
tudes.
18. Por eso, hermanos míos, hay que procurar con todas
nuestras fuerzas que, ya que conocemos el tiempo de la re­
surrección de nuestro Señor y Salvador, ya que celebramos
esta solemnidad, nos traslademos a contemplar su majestad
con continuos progresos en buenas obras. Y, puesto que des­
conocemos el tiempo de nuestra resurrección -que de nin­
gún modo dudamos que ocurrirá-, celebremos en todo mo­
mento, pero especialmente en esta noche, con solicitud esta
vigilia en espera de su llegada. Supliquemos la misericordia
de Aquel que, tras aceptar humildemente la muerte por no­
sotros, inmediatamente la venció de una manera sublime, a
fin de que en el momento de nuestra resurrección nos con­

24. Cf. Mt 28, 16. miliae in evangelia, 21, 5 (CCL 141,


25. Cf. Gregorio Magno, H o- 176-177).
Homilía VII, 16-20 79

ceda pasar de la muerte a la vida. Roguemos a Aquel que


se ha inmolado como Pascua nuestra26 -C risto -, que nos
conceda, de una parte celebrar dignamente la comenzada so­
lemnidad de la alegría pascual, y de otra llegar a través de
ella a la bienaventuranza eterna.
19. Pero, a propósito de todo esto, hay que advertir que
la solemnidad de esta sacratísima noche y de nuestra reden­
ción que celebramos, ya está prefigurada místicamente hace
mucho tiempo en el antiguo pueblo de Dios. En efecto, des­
pués de que ese mismo pueblo hubiera pasado largo tiempo
agobiado por la servidumbre a Egipto y los egipcios se ne­
garan a que saliera para dedicarse libremente al servicio de
su Creador, finalmente el Señor le mandó que en la celebra­
ción de la Pascua inmolara un cordero; que aquella noche
asara sus carnes y las comiera; y que con la sangre que se
hubiera derramado ungiera los dos postes y el dintel de sus
casas y dentro de ellas esperara -preparado y vigilante- la
hora de su redención27. Mientras el pueblo hacía esto, he
aquí que el Señor, viniendo en medio de la noche y una vez
muertos los primogénitos de los egipcios, le liberó del peso
de una larga servidumbre y le condujo a la tierra de la patria
antiguamente prometida, mandándole que todos los años ce­
lebrara solemnemente el recuerdo de su salvación mediante
la inmolación de un cordero pascual28.
20. Sin duda la redención de aquel pueblo es el tipo de
nuestra redención espiritual, que se cumple en esta noche,
al resucitar el Señor de entre los muertos, como también los
egipcios -opresores carnales del mismo pueblo- simbolizan
las armas aún más funestas del espíritu maligno que oprimía
al género humano, sometido a un impío dominio. Pero, al

26. Cf. 1 Co 5, 7. 141, 186-187).


27. Cf. Gregorio Magno, H o- 28. Cf. Ex 12, 3-50.
miliae in evangelia, II, 22, 7 (CCL
80 Beda

venir el Cordero inmaculado, se dignó ser inmolado por no­


sotros, dio su sangre como precio de nuestra salvación. El,
asumida la muerte por un tiempo, acabó para siempre con
el imperio de la muerte y, en un admirable y esperado es­
pectáculo, el Cordero inmolado a pesar de su inocencia des­
truyó con su poder las fuerzas del león que le había matado.
El Cordero, que quita el pecado del mundo29, dominó al le­
ón que había introducido los pecados en el mundo; el C or­
dero, que nos rehace con la ofrenda de su Cuerpo y de su
Sangre para que no perezcamos, al león que nos rodeaba ru­
giendo y que busca a quién de nosotros devorar30; el C or­
dero, que ha impuesto en nuestras frentes el signo de su
muerte, para apartar los dardos del mortífero enemigo.
21. Y precisamente porque se nos mandó que pusiéramos
la sangre del cordero de la Ley en el umbral, el dintel y los
dos postes de la puerta de las casas en las que se comía -para
que también la cuádruple marca de la sangre significara el
estandarte con las cuatro hendiduras de la pasión del Señor31,
por cuya señal se nos libera-, derribó al adversario de nues­
tra libertad y de nuestra paz que nos acecha a escondidas,

29. Cf. Jn 1, 29. dos de las manos, la de los pies y


30. Cf. 1 P 5, 8. la del costado- en el cuerpo del Se­
31. La expresión quadrificum ñor, en paralelismo con las cuatro
uexillum es digna de comentario en manchas de sangre en las puertas de
sus dos términos. De una parte, el las casas judías en Egipto. Este ad­
sustantivo uexillum es un diminu­ jetivo es ya utilizado, tanto en la
tivo de uellum que se ha especiali­ Eneida como en las Geórgicas de
zado en el lenguaje militar para de­ Virgilio, en contextos que tienen
signar los estandartes que portaban que ver con la botánica, concreta­
las legiones, sobre todo la caballe­ mente con las lenguas de las hojas
ría. De otra, el adjetivo quadrifi­ en determinados árboles. Téngase
cum -dividido en cuatro partes por en cuenta la tradicional representa­
hendiduras intermedias- se aplica ción de Jesucristo resucitado, por­
tanto a las narraciones de los cuatro tando en la mano el estandarte de
evangelios como quizá también a su triunfo.
las cuatro llagas de la pasión -las
Homilía VII, 20-23 81

como un león en su guarida. Por tanto, así como en aquella


noche -una vez inmolado el cordero en Egipto, marcadas
las puertas de los fieles con su sangre y comidas sus carnes-
vino el Señor de repente y castigó a los que estaban fuera
del misterio celestial —mientras por el contrario vio y redi­
mió al pueblo que estaba iniciado en los misterios de la sal­
vación-, del mismo modo sin duda nuestro Señor y Reden­
tor, cuando ofreció al Padre por nosotros su Cuerpo y su
Sangre como ofrenda, destruyó el poder del diablo, es decir
menoscabó la audacia de sus acólitos, o sea los espíritus in­
mundos.
22. Abrió las puertas del infierno, liberó a los elegidos
que estaban allí cautivos, aunque en un estado apacible, y
al resucitar de entre los muertos en aquella misma noche les
condujo al gozo del reino celestial, cumpliendo aquella pro­
fecía que dijo: Subiendo a las alturas llevó cautiva a la cau­
tividad?1. Y no solo liberó a los justos que encontró en el
infierno, sino también a aquellos que, aún envueltos en car­
ne, reconoció como suyos; e incluso a nosotros, que previo
habríamos de creer en El al fin de los tiempos, nos procuró
con su muerte y resurrección un remedio de salvación. A
nosotros, incluso antes de que fuéramos creados, nos con­
sagró un alimento espiritual de vida con el que seríamos cre­
ados de nuevo, nos preparó una señal de victoria con la que
nos protegeríamos de las insidias de los enemigos, nos abrió
un camino de vida eterna para que lo sigamos.
23. De ahí que también nosotros con razón, conmemo­
rando esta noche de nuestra redención, insistimos con vigi­
lias dignas de Dios y nos aplicamos a escuchar las oraciones,
las lecturas divinas que narran los regalos de la gracia que
nos ha sido concedida; celebramos la adopción del nuevo32

32. Sal 68, 19. Cf. GREGORIO II, 22, 6 (CCL 141, 185).
Magno, H om iliae in evangelia,
82 Beda

pueblo33, arrancado al señor del Egipto espiritual gracias a


la fuente de la regeneración, para ser sometido al único y
verdadero Señor; inmolamos de nuevo para provecho de
nuestra salvación el Cuerpo sacrosanto y la preciosa Sangre
de nuestro Cordero, por la que hemos sido redimidos de
nuestros pecados.
24. Y, puesto que nos alegramos con esta solemnidad
anual de los misterios de la resurrección del Señor y al mis­
mo tiempo de nuestra redención, procuremos, queridísimos
-abrazados con profundo amor de corazón a ellos-, man­
tener estos mismos misterios viviéndolos; conservémoslos
como hacen los animales puros34, unas veces rumiándolos
en su expresión oral y otras considerándolos en su sentido
profundo, y ante todo procuremos llevar una vida llena de
actos tales que merezcamos contemplar felices el aconteci­
miento de nuestra propia resurrección.
Así, cuando la última trompeta, despertando a todo el
género humano, convoque ante el tribunal del justo juez,
nos apartará de la suerte de los réprobos la señal de este
mismo juez nuestro, con la que hemos sido consagrados; las
vigilias, con las que esperamos su llegada, nos librarán de la
pena de los negligentes; y, una vez castigados ellos con la
pena que merecen, nos conducirá a la mansión de la paz ce­
lestial que ha prometido antes de los siglos, Aquel que vive
y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo, Dios
por todos los siglos de los siglos. Amén.

33. Cf. Rm 8, 15.


34. Cf. Gn 7, 2; Lv 11, 2-3; Dt 14, 6.
HOMILÍA VIII

D om ingo de resurrección
Mt 28, 16-20
PL 94, 144-149'
1. Hermanos queridísimos, la lectura del Evangelio que
hemos escuchado hace un momento, de una parte y al pie
de la letra resplandece, llena de gozo, porque describe el
triunfo de nuestro Redentor, y de otra, al mismo tiempo,
describe con palabras claras los dones de nuestra redención.
Y, si queremos analizarla más a fondo, descubrimos que en
la letra se encierra un fruto aún más sabroso de sentido es­
piritual. Porque la palabra de Dios, como los perfumes,
cuanto más cuidadosamente se analiza, desmenuzándola y
tamizándola, tanto mayor fragancia desprende de su riqueza
interior.
2. Porque resulta claro y agradable de escuchar a las al­
mas piadosas que los discípulos m archaron a G alilea, a l m on­
te que Jesús les h abía indicado y a l verlo le adoraron1. Mas,
no está exento de misterio el hecho de que el Señor, después
de la resurrección, se apareció a los discípulos en Galilea y
en un monte, para dar a entender que el cuerpo que había
asumido de la tierra -común al género humano al nacer-,

1. En la edición de J.-P. MIGNE dentro de la octava de Pascua»,


esta homilía se titula: «En la feria VI 2. Mt 28, 16-17.
84 Beda

al resucitar, lo había ya elevado sobre todas las criaturas de


la tierra con su fuerza celestial. Se apareció en un monte
para advertir a los fieles que pasen en esta vida de los pla­
ceres efímeros a los anhelos sublimes, si quieren contemplar
en la otra la gloria de su resurrección.
3. Por lo que respecta a Galilea, es conocidísimo -según
una explicación frecuente de los Padres3- el misterio saludable
que contiene ese nombre. Pero no está de más repetir con
frecuencia con palabras, lo que es necesario retener siempre
en la mente. En efecto, Galilea significa «hecho el traslado»
o «la revelación»4. Ambas interpretaciones de la palabra llevan
al mismo fin. Es verdad que más arriba leemos que el ángel
dijo a las mujeres: Id y decid a sus discípulos que ha resucitado
y he a q u í que irá delante de vosotros a Galilea: a llí le veréis5.
Y ahora, por la narración del evangelista, sabemos que los dis­
cípulos marcharon a Galilea y a l verle le adoraronb.
4. ¿Qué otra cosa significa, pues, esto de que el Señor
Jesús precede a sus discípulos en Galilea para que le vean,
que ellos le siguen y que al verle le adoran, sino que Cristo
ha resucitado de entre los m uertos com o prim icia de los que
duerm en7? Le siguen los que son de Cristo y ellos mismos,
cada uno a su nivel, se trasladan a la Vida y una vez allí, al
verle, adoran al que alaban sin fin, porque le contemplan en
la figura de su Divinidad. Con esta visión concuerda tam­
bién la interpretación de la palabra Galilea como «Revela­
ción». Porque entonces, como afirma el Apóstol, contem ­
plan do a cara descubierta la gloria del Señor, nosotros nos
trasform am os en esa misma im agen8, todos los que ahora

3. Cf. G regorio Magno, 5. Mt 28, 7.


H om iliae in evangelio., II, 21, 5 6. Mt 28, 16-17.
(CCL 141, 176). 7. 1 Co 15, 20.
4. Cf. J erónimo, Nomina he­ 8. 2Co3,18.
braica (CCL 72, 94.131).
Homilía V III, 2-6 85

orientamos hacia Él nuestro camino9 y seguimos sus pasos


con fe no fingida101.
5. Y a l verle le adoraron, pero algunos dudaronn. Si pre­
guntamos por qué dudaron los que al ver al Señor dudaron,
no hay otro motivo que aquel que recuerda Lucas, cuando
narra que el mismo día de su resurrección se apareció a los
discípulos: se quedaron turbados y asustados, pensando que
veían un espíritun. Así pues, al ver al Señor le reconocen y
-com o habían aprendido que era D ios- le adoran con los
rostros postrados hacia la tierra. Pero anidaba en sus mentes
una duda no despreciable, porque pensaban ver, no el cuer­
po resucitado —en el que había padecido-, sino solo un es­
píritu en el que se había trasformado, una vez acabada la
pasión. De ahí que enseguida el Maestro, lleno de piedad,
de una parte reafirma en la fe a quienes ya creían, y de otra
llama a la gracia de la fe a los que aún dudaban, haciendo
ver a todos a qué inmenso grado de gloria había llegado, al
resucitar, aquella Humanidad que había asumido y había en­
tregado a la muerte por los hombres.
6. Dice: Se m e ha dado todo p o d er en el Cielo y en la
tierra. Y no dice esto de la Divinidad, coeterna con el Padre,
sino de la Humanidad que asumió. Al recibir esta última se
ha hecho un poco menor que los ángeles13, pero al resucitar
en ella de entre los muertos, ha sido coronado con gloria y
honor y puesto por encima de las obras salidas de las manos
del Padre y todo se le ha sometido a sus pies. Entre todas
estas cosas incluso la misma muerte, que por un tiempo pa­
reció que prevalecía sobre El, ha sido sometida a sus pies.
Por tanto, lo que el salmista dice al Padre, a propósito del
Señor resucitado de entre los muertos -to d o lo has som etido

9. Cf. Sal 37, 5. 12. Le 24, 37.


10. Cf. 1 Tm 1 ,5. 13. Cf. Sal 8, 6.
11. Mt 28, 17.
86 Beda

bajo sus piesu- , es exactamente lo mismo que el Señor dice


a los discípulos, al resucitar: Se m e ha dado todo p o d er en
el Cielo y en la tierra15.
7. Y es cierto que, incluso antes de que resucitara de entre
los muertos, las Virtudes angélicas en el cielo sabían que por
derecho estaban sometidas al Hombre que veían había sido
asumido de una manera especial por su Creador; pero, cie­
gos, los hombres en la tierra desestimaban someterse al que
habían conocido revestido de la misma mortalidad que ellos,
despreciaban tomar nota de su poder divino en los milagros,
porque veían que en su pasión estaba presente la debilidad
humana. Por lo cual benignamente el mediador en persona
entre Dios y los hombres16, queriendo dar a conocer también
a los hombres en la tierra que le había sido entregado todo
el poder en el cielo y en la tierra - y que por tanto también
ellos podían poseer la vida eterna con los ángeles en el cie­
lo—, envió misioneros doctos para que predicaran a todas las
naciones de la tierra la palabra de vida.
8. I d -d ice - y enseñad a todos los pueblos, bautizándolos
en el n om bre d el Padre y d el H ijo y d el Espíritu Santo; y
enseñándoles a guardar todo cuanto os he m an dado'7. Y esta
orden acertadísima de predicar debe ser seguida con suma
diligencia también por los predicadores actuales en la Iglesia,
de manera que en primer lugar se enseñe, luego el oyente
sea iniciado en los misterios de la fe y después -según las
circunstancias- sea instruido claramente en los mandamien­
tos del Señor que hay que guardar18. Porque, ni una persona
indocta e ignorante de la fe cristiana puede ser limpiada por
los sacramentos de esa fe, ni es suficiente ser limpiado de

14. Sal 8, 7. 18. Cf. J erónimo, Comm. in


15. Mt 28, 18. Mat., IV, 28, 20 (CCL 77, 282-
16. Cf. 1 Tm 2, 5. 283).
17. Mt 28, 19-20.
Homilía VIII, 6-10 87

los pecados por la purificación del bautismo, si uno no se


esfuerza por insistir en las buenas obras, después de haberlo
recibido.
9. Por tanto, en primer lugar manda enseñar a las gentes
-es decir, introducirles en la ciencia de la verdad- y después
bautizarles, porque sin f e es im posible agradar a D ios19 y: Si
uno no nace del agua y del Espíritu no pu ede entrar en el
reino de D ios10. Y al final añade: Enseñándoles a guardar to­
do cuanto os he m andado. Porque com o un cuerpo sin espí­
ritu está muerto, así tam bién la f e sin obras está m uerta192021.
Y cuán grande es la recompensa para el que se comporta
con piedad y en qué medida se mantiene la garantía de la
futura felicidad para los que son fieles, lo insinúa a conti­
nuación, cuando dice: H e a q u í qu e yo estoy con vosotros to­
dos los días hasta el fin d el m undo11. Y es oportuno poner
en relación con este testimonio lo que dice Marcos: Y el Se­
ñor, después de hablarles, se elevó a l cielo y está sentado a
la derecha de Dios21.
10. En efecto, puesto que El es Dios y Elombre, ha as­
cendido al cielo con la Humanidad que había tomado de la
tierra, permanece con los santos en la tierra con la Divinidad
con la que al mismo tiempo llena la tierra y el cielo y per­
manece todos los días hasta la consumación del mundo. De
eso se deduce que hasta el fin de los tiempos no faltarán en
el mundo quienes sean dignos de la mansión y la inhabita­
ción divina. Y no se debe dudar de que, tras las luchas de
este mundo, permanecerán con Cristo en el reino, aquellos
que luchando en este siglo merecieron tener a Cristo como
huésped en el albergue de su corazón. Hay que advertir que
en el tiempo intermedio la divina Majestad está presente en

19. Hb 11, 6. 22. Mt 28, 20.


20. Jn 3, 5. 23. Me 16, 19.
21. St 2, 26.
88 Beda

todas partes, de forma diferente en los elegidos y en los re­


probos.
11. Está presente en los réprobos el poder incomprensible
de su naturaleza por el que lo sabe todo -lo antiguo y lo
nuevo-, entiende desde lejos los pensamientos y prevé todos
los caminos de cada uno24. Está presente en los elegidos, gra­
cias a una piadosa protección por la que de un modo especial
les ilustra como un padre a sus hijos a través de dones o
pruebas actuales e, instruyéndoles, les prepara para que po­
sean la herencia futura. Está presente en los elegidos, según
está escrito: Cerca está el Señor de los que tienen el corazón
contrito y salva a los humildes de espíritu25. Está presente en
los réprobos, como se ha dicho anteriormente en ese salmo:
Vuelve el Señor su rostro contra los m alhechores para horrar
de la tierra su m em oria26. Por eso es necesario que se llenen
de temor en sus obras nefastas los malos, cada uno de cuyos
pensamientos están siempre patentes a los ojos del justo juez,
y que se alegren los buenos en su actividad justa y en todo
aquello que sufren a causa de la justicia. Para ellos, que am an
a Dios, todas las cosas cooperan a l bien27 y, en cualquier tri­
bulación en la que se encuentren, jamás les falta la piedad de
Aquel de quien se canta en el salmo: A ti se entrega el pobre,
tú proteges al huérfano; rom pe el brazo del pecador y del
m alvado1*.
12. Esta presencia de su piedad, no solo nos la prometió
de palabra, sino que también la mostró con claros indicios
cuando, después de su resurrección, se apareció repetidas ve­
ces a los discípulos, hasta el día en que se dirigió a los cielos
y robusteció su ánimo ilustrándoles, advirtiéndoles y entre­
gándoles el don del Espíritu Santo. De todas estas apariciones

24. Cf. Sal 139, 2-4. 27. Rm 8, 28.


25. Sal 34, 19. 28. Sal 10, 35-36.
26. Sal 34, 17.
Homilía V III, 10-14 89

encontramos solo diez en los escritos de los evangelistas, pero


el Apóstol nos enseña que fueron más, cuando dice: Y resucitó
al tercer día según las Escrituras y se apareció a Cefas y des­
pués a los once. Posteriormente fu e visto p o r más de quinientos
hermanos juntos y tam bién p o r Santiago y después p o r todos
los apóstoles. Y a m í tam bién, como abortivo, se m e apareció
después que a todosM. Ignoramos en qué lugares y en qué
momentos tuvieron lugar estas apariciones de las que habla.
13. Tan solo sabemos que afirma que, la última aparición
del Señor a él, tuvo lugar después de su ascensión, o cuando
hablándole desde el cielo le convirtió de perseguidor en doc­
tor de la Iglesia30, o cuando -arrebatado al Paraíso y al tercer
cielo- escuchó palabras misteriosas que a un hombre no es
lícito pronunciar31. Y, como dice en otro lugar, el misterio
del Evangelio no lo recibió de hombre alguno, sino que lo
aprendió por revelación de Jesucristo32. Pero, como hemos
dicho, la historia de los Evangelios y la de los H echos de los
Apóstoles nos revela que el Señor fue visto diez veces después
de la resurrección.
14. En esa historia se lee que el mismo día de su resu­
rrección se apareció cinco veces. En primer lugar a María
Magdalena, que estaba llorando junto al sepulcro33. Después
apareció, saliendo al paso de la misma María y la otra mujer
del mismo nombre, que regresaban del sepulcro para anun­
ciar a los discípulos lo que habían descubierto allí34. En ter­
cer lugar, a Simón Pedro35. En cuarto, a Cleofás y su com­
pañero, que le reconocieron al partir el pan, cuando Él en
persona iba con ellos de camino hacia Emaús. Éstos, al vol­
ver inmediatamente a Jerusalén, encontraron a los discípulos

29. 1 Co 15, 4-8. 33. Cf. Jn 20, 11-17.


30. Cf. Hch 9, 4-6. 34. Cf. Mt 28, 9-10.
31. Cf. 2 Co 12, 2-4. 35. Cf. Le 24, 34; 1 Co 15, 5.
32. Cf. Ga 1, 11-12.
90 Beda

diciendo que el Señor ha resucitado realm ente y se ha ap a­


recido a Simón36, si bien no se lee en ningún otro sitio con
más claridad cuándo se apareció a Simón. Por quinta vez se
les apareció en el mismo lugar con las puertas cerradas,
cuando no estaba allí Tomás37. En sexto lugar, ocho días des­
pués, cuando estaba con ellos también Tomás38. Por séptima
vez, cuando estaban pescando en el mar de Tiberíades39. En
octavo lugar, en el monte de Galilea, como hemos oído en
la lectura de hoy40. Por novena vez se apareció a los once,
cuando estaban comiendo el día en que subió al cielo41. Por
décima vez le vieron ese mismo día, pero no ya puesto en
tierra, sino elevado en el aire y dirigiéndose a los cielos,
cuando los ángeles les dijeron: Vendrá de la misma m anera
que le habéis visto subir a l cielo41.
15. Por tanto, como hemos dicho, el Señor quiso demos­
trar con esta frecuencia de sus apariciones corporales que
está presente con su Divinidad en todo lugar, por deseo de
los buenos. En efecto, se apareció en el sepulcro a las que
lloraban, y se nos hará también presente a nosotros, si nos
entristecemos saludablemente al recordar su ausencia. Salió
al encuentro de las que volvían del sepulcro, para que anun­
ciaran el gozo de la resurrección que habían conocido; tam­
bién se nos presentará a nosotros, si nuestro gozo consiste
en anunciar con fidelidad a nuestros prójimos los bienes que
hemos conocido. Se apareció al partir el pan a los que le in­
vitaron a su albergue, pensando que era un transeúnte, y se
nos presentará también a nosotros, si dispensamos de buena
gana a los transeúntes y a los pobres los bienes de los que
disponemos; se nos presentará también a nosotros en la frac-

36. Le 24, 34. 40. Cf. Mt 28, 16-17.


37. Cf. Jn 20, 19-25. 41. Cf. Me 16, 14-19.
38. Cf. Jn 20, 26-29. 42. Hch 1, 11.
39. Cf. Jn 21, 1-13.
Homilía V III, 14-18 91

ción del pan, cuando recibimos el sacramento de su Cuerpo


-es decir, del pan vivo43- con conciencia pura y sencilla.
16. Se apareció en un lugar cerrado a los discípulos que
hablaban de su resurrección; se nos hace presente también
a nosotros ahora, cuando hacemos lo mismo por don suyo;
y estará siempre presente entre nosotros cuando, abando­
nando por un tiempo las actividades de este mundo, nos
reunimos para hablar de su gracia. Se apareció cuando es­
taban sentados dentro con las puertas cerradas por miedo a
los judíos; se les apareció cuando, desaparecido ese miedo,
le buscaban con paso decidido en la cumbre del monte. Es­
tuvo presente antaño, para confortar con su Espíritu a la
Iglesia, cuando era perseguida por los infieles y se la prohi­
bía aparecer en público y extenderse. También la asiste aho­
ra, cuando -tras abrazar la fe el poder real-, ha desaparecido
el terror de la persecución y los soberanos de toda la tierra
están sometidos a los sucesores de los Apóstoles.
17. Se apareció a los pescadores y, al aparecerse a ellos,
les colmó de beneficios divinos; nos asistirá también a no­
sotros, cuando cuidamos las cosas necesarias de la vida tem­
poral con intención recta y El añade la ayuda de su piedad
a nuestros justos afanes. Se apareció a los que estaban co­
miendo; se presentará también a nosotros cuando, de acuer­
do con las advertencias del Apóstol, ya comamos ya beba­
mos ya hagamos cualquier otra cosa, lo hacemos todo para
la gloria de Dios44.
18. Se apareció primero en Judea, después en Galilea; des­
pués de esto otra vez en Judea, el día en que subió al cielo.
Asistía a la Iglesia cuando al principio se limitaba a los con­
fines de Judea; la asiste ahora cuando, dejados de lado los
judíos por su perfidia, se trasladó a los gentiles; y la asistirá

43. Cf. Jn 6, 51. 44. Cf. 1 Co 10, 31.


92 Beda

en el futuro, cuando vuelva antes del fin del mundo a Judea


y, como el Apóstol dice, así todo Israel se salvará45por haber
entrado en la Iglesia la totalidad de las naciones.
19. Finalmente se les apareció cuando subió al cielo; nos
asistirá también a nosotros, para que merezcamos seguirle
después de la muerte hasta los cielos, si nos ocupamos de
seguirle antes de nuestra muerte a Betania -es decir a la «casa
de la obediencia»46- , desde donde subió al cielo. En efecto,
Él mismo llegó a Betania cuando iba a ascender al cielo por­
que, como dice el Apóstol: Se hizo obediente hasta la m uer­
te, y m uerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo ensalzó*7.
También nosotros llegamos al mismo lugar, hacemos lo que
El nos advierte, tendemos a lo que El nos ha prometido. Sé
fie l hasta la m uerte y te daré la corona de la vidaK. Y ocurre,
por concesión de su gracia, que Él -que permanece con no­
sotros hasta el fin de esta vida-, después de ella nos eleva
junto con Él a contemplar los premios de la vida celestial,
en la que vive y reina con Dios Padre en la unidad del Es­
píritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

45. Cf. Rm 11, 25-26. Esta el pueblo judío se haya convertido,


vuelta de Jesús a Judea al fin de los 46. Cf. JERÓNIMO, Nomina h e­
tiempos no hay que entenderla ne­ braica (C C L 72, 135).
cesariamente en sentido literal. Más 47. Flp 2, 8-9.
bien Beda quiere decir que el fin 48. Ap 2, 10.
del mundo ocurrirá después de que
HOMILÍA IX

Después de la Pascua
Le 24, 36-47
PL 94, 139-144'
1. Nuestro Señor y Redentor mostró poco a poco - y con
el paso del tiempo- a los discípulos la gloria de su resurrec­
ción, porque indudablemente la fuerza del mdagro era tan
grande que los frágiles corazones de los mortales no eran
capaces de captarla de una vez. Por tanto, teniendo en cuen­
ta la fragilidad de quienes le buscaban, mostró en primer
lugar a las mujeres y a los hombres que acudieron al sepul­
cro inflamados en su amor la piedra removida12 y -desapa­
recido su cuerpo- depositados solos los lienzos en que este
había estado envuelto3.
Después, a las mujeres que le buscaban con más insis­
tencia y que estaban consternadas en su espíritu por lo que
habían encontrado, les mostró una visión de ángeles que ase­
guraban con absoluta certeza que había resucitado4. Y así,
al correrse la noticia de que se había producido la resurrec­
ción, finalmente el mismo Señor de las Virtudes y Rey de
la gloria5, apareciéndose en persona, descubrió con cuánto

1. El título de esta homilía en 3. Cf. Le 24, 12; Jn 20, 5-7.


la edición de J.-P. Migne es: «En la 4. Cf. Mt 28, 1-5; Me 16, 1-6;
vigilia de la Pascua» y se pone en Le 24, 1-10.
relación con Jn 20. 5. Cf. Sal 24, 10.
2. Cf. Me 16. 4.
94 Beda

poder había vencido a la muerte que había experimentado


por algunas horas.
2. En realidad, por cuanto encontramos también en la su­
cesión del relato evangélico, fue visto por los hombres cinco
veces en el mismo día en que resucitó. En primer lugar, por
María Magdalena, cuando dijo a la que deseaba abrazar sus
pies: N o m e toques, porqu e aún no he subido a mi Padreb.
Después, por las dos que, corriendo desde el sepulcro, fueron
a anunciar a sus discípulos lo que habían oído sobre el suceso
de su resurrección, y de las que está escrito que se acercaron,
abrazaron sus pies y le adoraron67. Se apareció al atardecer de
ese mismo día a dos que iban a la aldea de Emaús8, quienes
-tras invitarle a quedarse con ellos- le reconocieron al partir
el pan9. Se apareció también a Pedro, aunque el evangelista
apenas da detalles de cuándo o dónde ocurrió, si bien no
oculta que sucedió, cuando escribe que, cuando los dos dis­
cípulos citados volvieron enseguida a Jerusalén tras haber re­
conocido al Señor en Emaús, encontraron reunidos a los once
y a los que estaban con ellos, que decían: el Señor ha resuci­
tado realm ente y se ha aparecido a Sim ón10. Y a continuación
añade: Y ellos contaban lo que había pasado en el camino y
cóm o le habían reconocido en la fracción d el p a n 11.
3. E inmediatamente después empalma con la quinta apa­
rición, que acabamos de escuchar cuando se ha leído el
Evangelio, y comienza así: Mientras contaban estas cosas, J e ­
sús se puso en m edio de ellos y les dijo: Paz a vosotros, soy
Yo, no tem áis12. Lo primero que hay que advertir y guardar
con diligencia en la memoria es que el Señor se puso en me­
dio y se dignó revelarles físicamente su presencia, mientras

6. Jn 20, 17. 10. Le 24, 33-34.


7. Mt 28, 9. 11. Le 24, 35.
8. Cf. Le 24, 13. 12. Le 24, 36.
9. Cf. Le 24, 29-31.
H om ilía IX, 7-5 95

los discípulos hablaban de Él. Y esto es precisamente lo que


prometió a todos los fieles, doquiera que estuviesen, al decir:
D onde hay dos o tres reunidos en mi nom bre, a llí estoy yo
en m edio de ellos13. Y, para confirmar la firmeza de nuestra
fe -lo que hace siempre con la presencia de su Providencia
divina-, de vez en cuando también lo ha querido corroborar
con la presencia de su visión corporal.
4. Efectivamente, debemos confiar en que -aunque no­
sotros estemos muy por debajo de los pies de los Apóstoles,
por su misericordia nos sucede lo mismo: es decir, que Él
está en medio de nosotros siempre que venimos a reunirnos
en su nombre. Y su nombre es Jesús: es decir Salvador14*. Y
cuando nos reunimos para hablar del modo de conseguir la
salvación eterna, es evidente que nos reunimos en el nombre
de Jesús. Y no es lícito dudar de que, cuando hablamos de
las cosas que Él ama, está presente con tanta más verdad
cuanto más perfecto es el corazón en el que guardamos los
sentimientos que profesamos con los labios.
5. Además, hay que observar que, al aparecerse el Salva­
dor a los discípulos, les comunica enseguida el gozo de la
paz, reiterando -cuando ya celebra la gloria de la inmorta­
lidad- lo que -cuando se disponía a la pasión de su muer­
te- les había prometido como prenda especial de salvación
y de vida, al decirles: Os dejo la paz, m i p a z os d oy 13. El
don de esa gracia ya lo anunciaban, cuando Él nació, los án­
geles que inmediatamente después vieron los pastores, ala­
bando a Dios y diciendo: G loria a Dios en las alturas y en
la tierra p a z a los hom bres de buena volu ntad16. Porque sin
duda toda la providencia de nuestro Redentor, al encarnarse,
es la reconciliación del mundo.

13. Mt 18, 20. 15. Jn 14, 27.


14. Cf. JERÓNIMO, Nomina he­ 16. Le 2, 14.
braica (C C L 72, 6).
96 Beda

6. En efecto, para eso tomó carne, para eso padeció, para


eso resucitó de entre los muertos: para que nosotros, que
caímos en la ira de Dios por el pecado, fuéramos recondu­
cidos a la paz de Dios por su reconciliación. De ahí que con
razón sea llamado por el profeta «Padre del siglo futuro,
Príncipe de la paz»1718; y que el Apóstol diga de El, escribien­
do a aquellos de los gentiles que habían creído: Y a su v e ­
nida os anunció la p a z a vosotros que estabais alejados y la
paz a los que estaban cercanos, p orqu e p o r El es p o r lo que
unos y otros tenem os acceso a l P adre en el mismo Espíritu™.
7. Y, al aparecérseles el Señor, los discípulos -turbados y
aterrorizados- pensaban que veían un fantasma. Reconocían
ciertamente que era el Señor el que se les aparecía, pero pen­
saban que le veían, no en la sustancia de su cuerpo sino en
la de su alma: es decir, que no veían su cuerpo, que sabían
había muerto y estaba sepultado y ya había resucitado de
la muerte, sino que tenían ante los ojos más bien a un es­
píritu que -abandonado el cuerpo- se había encomendado
a las manos del Padre19.
8. Pero el Maestro se ocupó de borrar este su error así
como el miedo que les había invadido ante la nueva y des­
conocida visión, lleno de piedad con la benevolente gracia
de su consuelo y pedagogía, diciéndoles: ¿por qu é estáis tur­
bados y dais cabida a esos pensam ientos en vuestros corazo­
nes? M irad mis manos y mis pies: soy yo mismo20. No sin ra­
zón les indica que miren y reconozcan sus manos y sus pies
más que su rostro -que igualmente habían reconocido-, de
modo que al ver las señales de los clavos con los que había
sido fijado en la cruz, fueran capaces de entender, no solo
que era un cuerpo lo que veían, sino que ese cuerpo -que
sabían había sido crucificado- era el Cuerpo de su Señor. De

17. Cf. Is 9, 6. 19. Cf. Le 23, 46.


18. E f 2, 17-18. 20. Le 24, 38-39.
Homilía IX, 6-10 97

ahí que con razón Juan, al recordar esta aparición del Señor,
da cuenta de que también enseñó a los discípulos el costado
que había sido traspasado por el soldado212, a fin de que cuan­
to más conocieran las huellas de su evidente pasión y de la
muerte que había experimentado, tanto más se gozaran con
la fe en la resurrección y el triunfo sobre la muerte que ya
se había cumplido.
9. Para convencerles con todo tipo de indicios de la fe
en la resurrección, no solo les mostraba su cuerpo inmortal
para que lo vieran con sus ojos, sino que también lo ofreció
a sus manos, diciéndoles: P alpadm e y v ed que un espíritu
no tiene carne y huesos com o veis que yo tengo11. Para que
quienes habían de predicar la gloria de la resurrección fueran
capaces de mostrar sin ambigüedad de ningún tipo cómo
cabía esperar que fueran las cualidades de nuestro cuerpo
resucitado. De ahí que con gran fe el apóstol san Juan ex­
horta a sus oyentes a aceptar los secretos de la fe verdadera
que él ha aprendido, diciendo: Lo que fu e desde el principio,
lo que oímos, lo que vim os con nuestros ojos y palparon nues­
tras m anos a propósito d el Verbo de la vida23.
10. Los paganos, en este pasaje, suelen tender lazos de
menosprecio a la sencillez de nuestra fe, diciendo: ¿con qué
temeridad confiáis en que Cristo, al que dais culto, pueda
resucitar del polvo vuestros cuerpos incorruptos, El que ni
siquiera fue capaz de cubrir las cicatrices de las heridas que
recibió en la cruz, sino que incluso después de resucitado
su cuerpo de entre los muertos, como decís, no ocultó que
todavía tenía las señales de la muerte?
A esos les respondemos que Cristo, por ser Dios omni­
potente, del mismo modo que había prometido resucitar
nuestros cuerpos, de la corrupción a la incorrupción, de la

21. Cf. Jn 20, 20. 23. 1 Jn 1, 1.


22. Le 24, 39.
98 Be da

muerte a la vida, del polvo de la tierra a la gloria celestial,


así también devolvió a la vida al cuerpo que había dejado al
morir en el estado en que fue su Voluntad. Y, a pesar de que
podía habérselo mostrado a los discípulos prescindiendo de
las marcas de la pasión, sin embargo prefirió preservar en él
esas marcas, con una precisa intención.
11. Ante todo para que los discípulos que las contempla­
ban pudieran conocer con claridad que lo que veían no era
un espíritu sin cuerpo, sino un cuerpo espiritual, y fueran ca­
paces de predicar al mundo con convicción la fe en que su
resurrección había ocurrido y la esperanza en la futura resu­
rrección de todos los hombres.
Después, para que el mismo Señor y Dios nuestro Jesu­
cristo, que en su Humanidad intercede por nosotros al Padre24,
al mostrar las cicatrices de sus heridas, le demuestre para siem­
pre cuánto había sufrido por la salvación de los hombres; así
como también para advertir eternamente con un orden admi­
rable e inefable -a Aquel que nunca puede olvidar, que siempre
está preparado para tener misericordia- con cuánta justicia se
compadece siempre de nosotros los hombres, de cuya natu­
raleza el Hijo de Dios se ha hecho partícipe, en cuanto al
dolor y la capacidad de padecer, y por quienes El en persona,
al morir, se ha sometido al imperio de la muerte25.
12. En tercer lugar, para que todos los elegidos, acogidos
a la bienaventuranza eterna, al ver en su Dios y Señor las
señales de la pasión, jamás cesen de dar gracias a Aquel por
cuya muerte saben que viven, y así pueda ocurrir lo que con
la voz de toda la Iglesia canta el profeta en los salmos: C an­
taré p o r siempre, Señor, tus misericordias2b.
Finalmente, para que también los réprobos en el juicio
contemplen las señales de su pasión, según lo que está es-

24. Cf. Rm 8, 34. s. Lucam, X, 170 (CCL 14, 394).


25. Cf. Ambrosio, Expositio evan. 26. Sal 89, 2.
Homilía IX, 10-14 99

crito -m irarán al que traspasaron27- y comprendan que de­


ben ser condenados con toda justicia, no solo los que pu­
sieron las manos sobre El, sino también aquellos que, o bien
desprecian -com o si no tuvieran ningún valor- sus sacra­
mentos después de haberlos recibido, o bien nunca se han
preocupado de recibirlos -aunque se les hayan ofrecido-, o
incluso con una impiedad aún mayor intentan extinguir o
corromper con odios y persecuciones a quienes los han re­
cibido28.
13. Por tanto, no nos engaña la fe en la resurrección de
Cristo, no nos decepciona la esperanza en nuestra resurrec­
ción, porque Dios Padre ha resucitado al Señor y nos ha re­
sucitado a nosotros con su poder29. Y, como dice el mismo
Apóstol en otro lugar: Y si el Espíritu de aqu el que resucitó
a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que ha
resucitado a Jesús de los muertos, dará vida tam bién a vues­
tros cuerpos mortales, en virtud del espíritu que habita en
vosotros30.
Es evidente que esto se dice especialmente a propósito
de los elegidos porque es cierto que todos resucitamos, pero
no todos seremos trasform ados31, sino solo aquellos que aho­
ra son dirigidos por la inhabitación del Espíritu Santo serán
trasformados entonces a la felicidad de la vida eterna por
una mayor gracia del mismo Espíritu.
14. Así pues, el Señor, para confirmar la fe en la resu­
rrección, se mostró vivo a los discípulos, les dirigió palabras
de ánimo, les dio pruebas de su pasión, no solo para que
las vieran, sino para que las tocaran. Pero sus corazones aún

27. Jn 19, 37. jeto por parte de reyes paganos o


28. No es difícil suponer que apóstatas.
Beda se refiera a la actitud de al­ 29. Cf. 2 Co 4, 14.
gunos contemporáneos suyos ante 30. Rm 8, 11.
las persecuciones de que eran ob­ 31. 1 Co 15, 51.
100 Beda

débiles no son capaces de comprender la novedad de un po­


der tan grande y comienzan, más a admirar de alegría lo que
veían, que a creer lo que se les enseñaba. Ahora bien, el Se­
ñor, para que no restara en su mente algo de duda, incluso
tomando algunos restos comió ante ellos con el fin de que,
si no creían las pruebas que veían sus ojos, al menos reco­
nocieran que lo que se les había aparecido era carne por el
contacto con sus dedos y con alimentos carnales.
15. En este punto, hermanos queridísimos, hay que de­
fenderse contra la estúpida herejía de los cerintianos32, no
vaya a ser que alguno puerilmente insensato piense que, o
el cuerpo resucitado de entre los muertos del mediador Se­
ñor y Dios nuestro necesita de la ayuda de alimentos, o
nuestros cuerpos después de la resurrección deben rehacerse
con alimentos carnales en el estado de vida espiritual, donde
la contemplación de la luz divina no permite en absoluto
tener hambre o sed, o sufrir necesidad de cualquier otro tipo
de bienes. Por eso, aquel que amaba aquella vida con amor
sumamente ardiente, seguro de su dedicación a Dios, dice
alegrándose en su esperanza: Yo v eré tu fa z en justicia, m e
saciaré cuando se m anifieste tu gloria33. Y Felipe, ardiendo
en el mismo amor, dice: Señor, muéstranos a l Padre y nos
bastaH.
16. Por tanto, hay que creer sencilla y piadosamente que
el cuerpo del Señor, resucitado de la muerte y ya hecho in­
mortal, no tiene ninguna necesidad de comer, aunque tenía
esa facultad, y por eso donde las circunstancias exigían que
probara su sustancia natural, se alimentó con comida. Pero
esa comida indudablemente no era ninguna ayuda alimenticia,

32. Estos here|es gnósticos, con cesidades de todo cuerpo humano.


su fundador Cerinto a la cabeza, 33. Sal 16, 15.
afirmaban que el cuerpo resucitado 34. Jn 14, 8.
de Cristo estaba sometido a las ne­
H om ilía IX, 14-17 101

como se suele brindar a los cuerpos mortales, sino como


cuando se arroja agua al fuego de modo que inmediatamente
los alimentos consumidos son absorbidos por la fuerza espi­
ritual. Pero también debemos creer que nuestros cuerpos des­
pués de la resurrección, dotados de la gloria celestial, son ca­
paces de hacer lo que quieran y están dispuestísimos para
acudir allí donde les apetezca. Pero, puesto que entonces no
tienen ninguna necesidad de comer, ni les puede venir de nin­
guna parte utilidad alguna, de ningún modo podrá el mundo
inmortal disfrutar de alimentos mortales, allí donde sin duda
a los hijos de la resurrección no les puede servir de alimento
y bebida, vida y salud, paz y todo bien, sino aquello que
canta el salmista: dichosos los que habitan en tu casa, Señor;
te alabarán p o r los siglos de los siglos35. Y de nuevo: Y verán
en Sion a l Dios de dioses55. De ahí que el Apóstol dice, al
describir los misterios de aquella vida: Cuando Dios sea todo
en todas las cosas57.
17. Y, acabada la comida, el Señor añade todavía unas ad­
vertencias a modo de exhortación, diciéndoles: Esto es lo
que os decía cuando aún estaba con vosotros -es decir, cuan­
do aún era semejante a vosotros en carne mortal y capaz de
padecer-: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito
en la Ley de Moisés y en los profetas y en los salmos acerca
de m í5*. El Maestro de la verdad disipa cualquier sombra de
simulación, confirma por doquier los derechos de la verdad.
Es visto, es tocado, se alimenta; en cada detalle se ofrece
una prueba elocuente, y para que no se piense que su solo
testimonio es insuficiente, se trae también a colación la au­
toridad de Moisés y los profetas, que en sus escritos predi­
jeron su encarnación, pasión y resurrección. Pero, para que
acaso no permanecieran tardos en entender sus palabras sim-378

35. Sal 84, 5. 37. 1 Co 15, 28.


36. Sal 84, 8. 38. Le 24, 44.
102 Beda

bélicas, les abrió también el sentido en el que debían enten­


derlas. Una vez hecho esto, no permitió que restara en su
mente nada de la duda inicial, ni dejó aún de darles cuenta
del sentido de su pasión y resurrección.
18. Y les dijo: Así está escrito, que convenía que el Cristo
padeciera y resucitara de entre los m uertos a l tercer día y
que se pred iq u e en su nom bre la penitencia y el perdón de
los pecados a todas las gentes39. Por tanto, convenía que Cris­
to padeciera y resucitara de entre los muertos, porque era
imposible que el mundo se salvara si Dios no se hacía hom­
bre; si, apareciendo en forma de hombre, no enseñaba a los
hombres las cosas de Dios; si, aceptando la muerte en cuanto
hombre, no la vencía con su poder divino; si de ese modo
no animaba a los que creen en El a despreciar la muerte que
deben sufrir; si no les animaba con la certeza de la resurrec­
ción y la vida eterna que habían de esperar.
19. Porque, ¿con qué ejemplo más adecuado podían los
hombres ser animados a creer en su participación en la glo­
ria, en su merecimiento de la vida eterna, que si sabían que
el mismo Dios se había hecho partícipe de su humanidad y
su mortalidad? ¿De qué otro modo habrían aprendido más
eficazmente a tolerar por su salvación todo tipo de adver­
sidades que se produjeran, que aprendiendo que su Creador
había sufrido innumerables tipos de ignominias por parte
de los impíos y hasta la misma sentencia de muerte? ¿Con
qué razonamiento habrían aceptado la esperanza en la resu­
rrección de un modo más congruente, que recordando que
habían sido lavados y santificados con los sacramentos y ha­
bían sido unidos al cuerpo de Aquel que -habiendo expe­
rimentado la muerte por ellos- les había brindado un ejem­
plo inmediato de resurrección de la muerte?

39. Le 24, 47.


Homilía IX, 17-20 103

20. Así pues, les dice, convenía que el Cristo padeciera y


resucitara de entre los m uertos a l tercer día y que se prediqu e
en su nom bre la penitencia y el perdón de los pecados a todas
las gentes, porque indudablemente era necesario ese orden:
que primero se derramara la sangre de Cristo para la reden­
ción del mundo y que, por su resurrección y ascensión, se
abriera para los hombres la puerta del Reino; y que así pre­
cisamente fueran enviados los que iban a predicar por todas
las naciones de la tierra la Palabra de vida y administrar los
sacramentos de la fe con los que podían ser salvados y al­
canzar el gozo de la patria celestial, con la ayuda del mismo
Mediador entre Dios y los hombres40, el Hombre Jesucristo,
que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

40. Cf. 1 Tm 2, 5.
HOMILÍA X

Después de la Pascua
Le 24, 1-9
PL 94, 149-154'
1. Se ha hecho públicamente la lectura del relato de la
resurrección de nuestro Señor y Redentor y no es necesario
esforzarse en explicar este pasaje en el que las palabras del
Evangelio despliegan misterios de sobra conocidos de nues­
tra fe, sino exponer brevemente qué debemos hacer nosotros
inspirándonos en esta misma lectura.
2. Dice: Al día siguiente d el sábado, muy de m añana, lle­
garon a l sepulcro2. El día siguiente del sábado, es el primer
día después del sábado, que ahora solemos llamar «domin­
go» por respeto a la resurrección del Señor. Porque por ese
orden -primero, segundo, tercer día después del sábado- se
numeran los días en la Sagrada Escritura. Y eso mismo sig­
nifica cuando se lee un día o el primer día después del sá­
bado: es decir, el día uno o el primer día después del sábado,
o sea del día de descanso.
3. A su vez, el hecho de que las mujeres llegaron muy
pronto al sepulcro en busca del Señor, demuestra la gran
devoción de su amor hacia El, a cuyo servicio parten con1

1. «Dentro de los ocho días de J.-P. Migne edita esta homilía,


la Pascua» es el título con el que 2. Le 24, 1.
H om ilía X, 1-5 105

prisa inmediatamente después de que se apartó la sombra


de la noche y, al aparecer la luz, se presentaba la posibilidad
de salir fuera. Pero también nos ofrecen un ejemplo simbó­
lico de que, si queremos encontrar al Señor y ser reconfor­
tados por la presencia de ángeles, debem os dejar las obras
de las tinieblas y revestirnos las arm as de la luz y an dar con
decencia com o durante el día3. Conviene asimismo que no­
sotros busquemos al Señor, de una parte iluminados por la
luz de las buenas obras, y de otra también fortalecidos por
la gracia de nuestras oraciones espirituales.
4. De ahí que se diga con acierto que las mujeres que lle­
garon al sepulcro al amanecer traían consigo los aromas que
habían preparado. Porque nuestros aromas consisten en la
voz de nuestras oraciones en las que encomendamos al Señor
los deseos de nuestro corazón, de acuerdo con el testimonio
del apóstol Juan quien, al describir alegóricamente la intimi­
dad purísima de los santos, dice: Tenían copas de oro llenas
de perfum es que son las oraciones de los santos4. Porque, lo
que en griego se dice «aroma», en latín se traduce por «per­
fume». Así pues, al amanecer llevamos aromas al sepulcro del
Señor cuando, en memoria de la pasión y muerte que aceptó
por nosotros, de una parte mostramos hacia fuera la luz de
nuestras buenas acciones a quienes están cerca, y de otra, por
dentro -en el corazón- ardemos con la suavidad de una com­
punción pura. Esto conviene que ocurra a todas horas, pero
sobre todo cuando entramos a la iglesia a orar, cuando nos
acercamos al altar para recibir el sacramento del Cuerpo y la
Sangre del Señor
5. Y si las mujeres buscaban con tanto afán el cuerpo
muerto del Señor, ¡cuánto más nos conviene a nosotros -que
sabemos que ha resucitado de la muerte, que ha subido a
los cielos, que el poder de su divina majestad está presente

3. Rm 13, 12-13. 4. Ap 5, 8.
106 Be da

en todas partes- estar en su presencia con toda reverencia


y celebrar sus misterios!
Y se dice con razón trayendo los arom as que habían p r e ­
parad o, porque haber preparado antes los aromas -para tras­
portarlos con el fin de honrar al Señor- consiste en limpiar
el corazón de vanos pensamientos antes del tiempo de la
oración, de tal manera que durante ese tiempo de rezar, nada
sucio recibamos en la mente -ningún pensamiento de cosas
perniciosas- y no nos acordemos de nada, salvo de las cosas
que pedimos y de Aquel a quien suplicamos, siguiendo el
ejemplo de aquel que dice: Firm e está m i corazón, Dios mío,
firm e m i corazón: yo cantaré y diré un salmo en honor del
Señor5.
Porque el que, entrando en la iglesia a orar se despreo­
cupa de rechazar de su ánimo -entre las palabras de peti­
ción- el hábito de los pensamientos superfluos, es como si
buscara al Señor llevando consigo aromas mal preparados.
6. Y las mujeres encontraron que la piedra estaba rem o­
vida d el sepulcro. Y a l entrar no encontraron el cuerpo del
Señor Jesús5. Es sabido según la historia -tal como la narra
el evangelista Mateo7- que un ángel bajado del cielo removió
la piedra del sepulcro, ciertamente no para abrir camino al
Señor cuando saliera, sino para que el lugar abierto y vacío
del sepulcro demostrara a los hombres que había resucitado.
Y, en un sentido espiritual, la remoción de la piedra es
la novedad de los misterios divinos, que la letra de la Ley
en otro tiempo había mantenido oculta. Porque la Ley está
escrita en piedra8. Por supuesto, también para cada uno de
nosotros, cuando conocimos la fe en la pasión y resurrec­
ción del Señor, se abrió su sepulcro, que hasta entonces ha­
bía permanecido cerrado. Y nosotros mismos entramos en

5. Sal 57, 8. 7. Cf. Mt 28, 2.


6. Le 24, 2-3. 8. Cf. Ex 24, 12; 32, 15; 34, 1.
H om ilía X, 5-8 107

el sepulcro y no encontramos el cuerpo del Señor cuando,


contemplando con corazón firme los sucesos de su encar­
nación y pasión, recordamos que resucitó de entre los muer­
tos y nunca más le veremos en carne mortal.
7. Por el contrario, el judío y el pagano, que ridiculizan
la muerte de nuestro Redentor, en la que creen, se niegan en
redondo a creer en el triunfo de su resurrección -com o si el
sepulcro permaneciera aún cerrado por la piedra- y no se
atreven a entrar -para contemplar el cuerpo del Señor, que
ha desaparecido al resucitar- porque son rechazados por la
dureza de su infidelidad, para que no adviertan que no puede
ser encontrado en la tierra el que ha penetrado ya en lo alto
de los cielos, una vez destruido el poder de la muerte.
También a nosotros nos conviene imitar esto de que las
mujeres, al no encontrar el cuerpo del Señor, estaban des­
concertadas. Porque debemos recordar de continuo que no
podemos encontrar en la tierra el cuerpo de nuestro Señor;
y que debemos humillarnos tanto más, cuanto más nos cons­
ta que clamamos desde el abismo9 al que habita en el cielo;
tanto más debemos consternarnos, cuanto más lejos vemos
que peregrinamos aún separados de Aquel en cuya sola pre­
sencia somos capaces de vivir felizmente; y debemos intentar
comportarnos virtuosamente, para merecer apartarnos más
del mundo y comparecer ante su presencia10. Y a las mujeres
que estaban tristes, porque había sido retirado el cuerpo de
Jesús, se les aparecieron ángeles que les aportaron el alivio
del consuelo, al notificarles la resurrección.
8. No es oportuno dudar lo más mínimo de que esto ocurre
también ahora con nosotros de un modo invisible cuando, sa-

9. Cf. Sal 130, 1. Corpus Christianorum, D. Hurst


10. Esta última parte la traduci­ prefiere prescindir de ella y lee: «pro­
mos de acuerdo con el texto de J.- curemos ser dignos de actuar con
P. Migne, que sigue la lectura de los constancia según los mandamientos
códices C R y L. En la edición del divinos y estar en su presencia».
108 Beda

ludablemente afligidos por la larga duración de nuestra estan­


cia en la tierra y por la ausencia de nuestro Creador, de repente
recordamos el gozo eterno de los habitantes del cielo y -al
recordar su felicidad, en la que nosotros esperamos estar un
día- comenzamos a llevar con más ligereza la carga del des­
tierro que padecemos y confiamos en que nosotros, a quienes
se ha dignado redimir, podremos seguir a nuestro Redentor
hasta el lugar al que El subió al resucitar de la muerte.
Y no se nos oculta que los ángeles asisten a menudo a
los elegidos con su presencia invisible, bien para defenderles
de las insidias del astuto enemigo, bien para inspirarles un
mayor deseo de la gloria celestial. De esto da fe el Apóstol,
cuando dice: ¿No es v erd ad que todos ellos son espíritus que
hacen el oficio de servidores en fa v o r de aquellos que reciben
la herencia de la salvación?n Y debemos creer que los espí­
ritus angélicos nos asisten especialísimamente cuando nos
entregamos de modo intenso a los oficios divinos, es decir,
cuando entrando en la iglesia aplicamos el oído a las lecturas
sagradas, nos entregamos a la recitación de los salmos, nos
sumergimos en la oración o celebramos solemnemente la
Misa.
9. De ahí que el Apóstol advierta que, a causa de los án­
geles, las mujeres tengan en la iglesia un velo sobre la cabe­
za1112. Y el profeta dice: Te cantaré en presencia de los án ge­
les''A Y no es lícito dudar de que, donde se celebran los
misterios del Cuerpo y la Sangre del Señor, allí está presente
una asamblea de ciudadanos celestiales que custodian con
una guardia constante el sepulcro en el que fue depositado
aquel Cuerpo venerable y del que salió al resucitar. Por eso
hay que procurar celosamente, hermanos míos, que cuando
entramos en la iglesia para cumplir con los deberes de alabar

11. Hb 1, 14. 13. Sal 138, 1.


12. Cf. 1 Co 11, 10.
Homilía X, 8-11 109

a Dios o celebrar las ceremonias de la Misa, siempre cum­


plamos esos oficios celestiales conscientes de la presencia de
los ángeles con respeto y la consecuente veneración, a ejem­
plo de aquellas mujeres devotas de Dios que, cuando se les
aparecieron los ángeles en el sepulcro, se dice que se llenaron
de temor e inclinaron su rostro hacia la tierra.
10. Pero hay que tomar nota de lo que significa que en
esta lectura se describe que los ángeles están en pie frente a
las mujeres, mientras en otros evangelios se dice que las in­
terpelaron sentados14. Se está sentado ciertamente ante el
trono del rey, se está de pie junto al altar del sacerdote. Por
tanto, dado que nuestro Redentor se ha dignado convertirse
para nosotros en rey y a la vez en sacerdote -es decir, sa­
cerdote para limpiarnos de nuestros pecados, gracias a la
ofrenda de su pasión, y rey para concedernos un reino pe­
renne-, aparecen sentados los ángeles que anuncian su re­
surrección para significar que ha conseguido esta sede del
reino celestial, una vez vencida la muerte; y aparecen de pie
para demostrar que, en la intimidad del Padre, El intercede
también por nosotros como sacerdote, según aquello que
dice el Apóstol, al hablar de El: Q ue está sentado a la diestra
de Dios e intercede p o r nosotros15.
11. Los ángeles dijeron a las mujeres: ¿Por q u é buscáis
entre los muertos a l que está v iv o ? N o está aquí, sino que
ha resucitado16. Lo cual equivale a decir abiertamente: «¿Por
qué buscáis en un sepulcro -que propiamente es un lugar
de muertos- a uno que ya ha resucitado de entre los muertos
a la vida?». R ecordad cóm o os h abló cuando aún estaba en
Galilea, diciendo que convenía que el H ijo del H om bre fu e ­
ra entregado en manos de hom bres pecadores y fu era cruci­
ficad o y resucitase a l tercer d ía17.

14. Cf. Mt 28, 3; Me 16, 5. 16. Le 24, 5-6.


15. Rm 8, 34. 17. Le 24, 6-7.
110 Beda

Claras son estas palabras de los ángeles y conocidas de


todos los fieles, hasta el punto de que sin ese conocimiento
de ningún modo pueden ser fieles. Pero, hay algo en ellas
que debemos advertiros a vosotros y a mí mismo, hermanos:
que según el precepto de los ángeles, debemos recordar con
más frecuencia y considerar con mente despierta que el Hijo
de Dios se ha dignado hacerse hijo del hombre jaara hacer­
nos hijos de Dios a nosotros, que creemos en El.
12. Fue entregado a manos de hombres pecadores, para
separarnos de la compañía de esos hombres y, al mismo
tiempo, liberarnos del poder de los espíritus malignos. Cru­
cificado, resucitó al tercer día para darnos el poder de sufrir
por Él y la esperanza de resucitar y vivir con El. Estos mis­
terios de la divina Providencia, conviene que los retengamos
siempre en la memoria y aún con más intensidad allí donde
se celebran los sacramentos de la santísima pasión, en el altar
donde por medio de los oficios sagrados se renueva la muer­
te de nuestro Salvador, a la que venció para siempre en vir­
tud de su rapidísima resurrección. Tampoco hay que pasar
por alto sin comentario la razón por la que nuestro Señor
y Redentor resucitó al tercer día, es decir quiso reposar en
el sepulcro dos noches y un día, ya que el viernes en el que
padeció fue depositado en el sepulcro al atardecer y resucitó
al amanecer del domingo18.
13. Porque la naturaleza humana estaba bajo el poder de
dos muertes nocivas; es decir, la del alma y la de la carne:
la primera por el pecado, la segunda por el castigo al pecado.
La muerte del alma se produce cuando Dios -que es su vi­
da- la abandona por culpa de su pecado; la muerte del cuer­
po, cuando el alma -que es la vida del cuerpo- abandona a

18. Consecuentemente Beda (anterior) y día primero después


designa estas fechas con las expre- del sábado (siguiente),
siones: «día sexto desde el sábado
Homilía X, 11-15 111

este por decisión divina. Y así como la resurrección del alma


consiste en recibir a Dios, una vez abandonada la mancha
del pecado, también la resurrección de la carne consiste en
recibir el alma, una vez saldada la pena de la corrupción.
14. Así pues, estábamos dañados por estas dos muertes
desde el primer padre de nuestro género humano, pero vino
el m ediador entre Dios y los hom bres, el hom bre Jesucristo19,
tomó una de ellas misericordiosa y justamente, y condenó
a ambas. Porque, muerto solo en cuanto a la carne, resucitó
solo en cuanto a la carne ya que la vida de su alma -que
habría recuperado haciendo penitencia- nunca la perdió por
el pecado, para mostrar con el ejemplo de su resurrección
a todo el género humano, de una parte que él resucitaría de
la muerte de la carne en el día del juicio, y de otra sugerir
a todos los elegidos que -incluso antes del juicio- debían
ser resucitados de la muerte del alma por el misterio de su
propia resurrección.
Por tanto, el que con una muerte única destruyó nuestra
doble muerte descansó con razón dos noches y entre ellas un
día en el sepulcro, con el fin de simbolizar también, por ese
mismo espacio de tiempo de su sepultura, que con su única
muerte disipaba las tinieblas de nuestra doble muerte.
15. Y las mujeres, a l regresar del sepulcro, anunciaron a
los apóstoles lo que a llí habían visto y lo que habían escu­
chado de los ángeles20. Se reconoce que este acto por provi­
dencia de la piedad divina sirvió para levantar el oprobio de
la primera prevaricación por parte del sexo femenino. Por­
que he aquí que unas cuantas mujeres, instruidas por ánge­
les, anuncian que ha sido destruida la muerte que había tra­
ído al mundo una mujer, seducida por el diablo. Una sola,
al apartarse de las alegrías celestiales, abrió la puerta; mu-

19. 1 Tm 2, 5. 20. Cf. Le 24, 9.


112 Beda

chas, saliendo del destierro presente, anuncian que ya está


abierta la puerta para volver a la patria celestial.
16. Mas, teniendo en cuenta que no sin razón llama la
atención de aquellos que solo conocen sepulcros sencillos,
cómo ha podido ocurrir que el del Señor diera cabida a tan­
tas personas, junto con los ángeles, pensamos que es opor­
tuno explicaros con sencillez, hermanos, lo que hemos des­
cubierto a este propósito, siguiendo el relato de los que han
estado en nuestro tiempo en Jerusalén y -al volver- nos han
dejado por escrito lo que allí vieron21.
En resumen, era una cavidad redonda excavada en la tie­
rra, de tanta altura que el que estaba en el medio de pie po­
día tocar el techo con la mano. Tenía una entrada hacia el
oriente, a la que había sido aplicada la famosa gran piedra
de la que hablan los evangelios; y, a la derecha de los que
entraban, estaba situado aquel lugar que había sido prepa­
rado especialmente para recibir el cuerpo del Señor: siete
pies de largo y de una medida de tres palmos de altura por
encima del resto del suelo que no había sido hecho a la ma­
nera de los sepulcros habituales de manera vertical, sino
abierto en horizontal -al lado sur-, para que pudiera colo­
carse en esa posición todo el cuerpo22.
17. Y esto es lo que describe el evangelista Marcos: que
las mujeres, entrando en el sepulcro, vieron un joven sentado
a la derecha23. Porque sin duda el ángel, que estaba sentado
en el lugar del cuerpo del Señor, quedaba a la derecha de
los que entraban, pero también él mismo estaba sentado a
la derecha del mismo hueco del sepulcro. Y todas las partes

21. Beda se refiere al obispo 22. Cf. A damnano, D e loéis


franco Arculfo -finales del s. V il­ sancos, I, 2, 3-10 (CCL 175, 187-
que es la fuente oral de la que pro­ 188) ; B eda, De locis sanctis, II, 1-
ceden los datos contenidos en la 2 (CCL 175, 254-255).
obra del abad irlandés Adamnano. 23. Me 16, 5.
Homilía X, 15-19 113

estaban unidas y no separadas unas de otras, puesto que es­


taban cavadas en una y la misma piedra. Esa oímos que era
ciertamente la posición inicial del sepulcro del Señor.
Pero ahora cuentan que allí hay una iglesia circular, se­
parada por una triple pared de eximia construcción, en cuyo
centro está el sepulcro. Y este mismo está revestido por fue­
ra con láminas de mármol hasta lo más alto del techo. Esta
parte superior revestida de oro sustenta una no pequeña
cruz dorada.
18. Al este de esta iglesia se encuentra la iglesia del Gólgota
que, entre otros adornos en congruencia con tal lugar, tiene
una enorme cruz de plata en el lugar donde el Señor se dignó
ser crucificado por nuestra salvación. Encima de ella hay un
gran faro, es decir una rueda de bronce con lámparas que ro­
dean esa cruz con la debida veneración luminosa24.
En el lado oriental de esta se encuentra la iglesia de Cons­
tantino, llamada también «Martirio», donde Elena, la madre
de Constantino, descubrió la cruz del Señor y por eso el
emperador hizo construir allí una iglesia de una magnificen­
cia y refinamiento dignos de un rey.
19. Una vez explicados todos estos pormenores sobre la
situación de los lugares sagrados —tal como hemos podido
informarnos-, me complace constatar que se ha cumplido
la profecía de Isaías en la que anuncia de antemano, a pro­
pósito de la sepultura y resurrección del Señor a la vez que
de nuestra fe y salvación: En aqu el día el renuevo de la raíz
de Jesé, que está puesto com o señal para los pueblos, será in­
vocado de las naciones y su sepulcro será glorioso25. En efecto,
el renuevo de la raíz de Jesé es el Señor, nacido ciertamente
de la estirpe de Jesé según la carne, que está puesto como

24. Cf. Adamnano, D e locis (CCL 175, 254).


sanctis, I, 5, 1 (CCL 175, 190) ; 25. Is 11, 10.
Beda, D e locis sanctis, II, 2, 1
114 Be da

señal para los pueblos, porque ha sido consagrado por su


pasión como señal de salvación, por la que los pueblos de
los creyentes son protegidos contra la malicia del astuto ene­
migo. A El rezarán las gentes, porque ha llamado con la
gracia de su visitación no solo a los judíos, sino también a
nosotros que desde los confines de la tierra hemos apren­
dido a invocarle. Y su sepulcro es glorioso, porque el triunfo
de su juicio eterno ha conservado el lugar memorable en el
que desbarató el reino de la muerte.
20. Por todo eso, queridísimos, volviéndonos a El con
todas las fuerzas de nuestra mente, pidamos que nos libre
de las insidias del enemigo con la señal de su protección y
que El en persona nos conceda celebrar dignamente los mis­
terios de nuestra Redención y arribar al gozo de la biena­
venturada resurrección. El, Jesucristo, nuestro Señor, que vi­
ve y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo y es
Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.
HOMILÍA XI

Después de la Pascua
Jn 16, 5-15
PL 94, 158-163'
1. Hermanos queridísimos, como hemos escuchado en la
lectura del Evangelio, nuestro Señor y Redentor, al llegar el
trance de su pasión, reveló a los discípulos la gloria de la
ascensión con la que su persona sería clarificada tras la
muerte y resurrección, así como la llegada del Espíritu San­
to, con la que ellos serían instruidos. Lo hizo con el fin de
que -al llegar la hora de su pasión- se dolieran menos de
su muerte, no dudaran de quien después de la muerte había
de ser elevado a los cielos y se atemorizaran menos por su
soledad, sino que por el contrario esperaran en que -a pesar
de que el Señor se iba- serían consolados por la gracia del
Espíritu Santo.
2. Les dice: Me voy a A quel que m e envió y ninguno de
vosotros m e pregunta: ¿a dónde tíás?2 Como si dijera abier­
tamente: «al ascender, volveré al que estableció que Yo me
encarnara, y la claridad de esa ascensión será tan grande y
tan manifiesta, que ninguno de vosotros tendrá necesidad
de preguntar adonde voy, porque todos verán que me dirijo 1

1. En la edición de J.-P. Migne ta Pascua»,


esta homilía lleva el título: «En el 2. Jn 16, 5.
tercer domingo después de la san-
116 Beda

a los cielos». Pero, está bien que a propósito de su ascensión


haya dicho: M e voy a A qu el que m e envió y ninguno de
vosotros m e pregunta: ¿a dónde v a s? Porque más arriba,
cuando de antemano anunciaba su pasión con las palabras:
adon de Yo voy, vosotros no podéis venir3, Pedro le preguntó
y le dijo: Señor, ¿a dónde vas?3Y Jesús le respondió: A donde
Yo voy tú no puedes seguirm e ahora; pero m e seguirás des­
pués, porque indudablemente todavía no podían entender el
misterio de su pasión y muerte, aún no eran capaces de imi­
tar la majestad de su ascensión; pero, en cuanto compren­
dieron que asistían a ella, deseaban con todas las fuerzas de
su alma merecer seguirle.
3. Pero p orqu e os he dicho estas cosas, vuestro corazón se
ha llenado de tristeza5. El Señor en persona conocía qué
efecto tenían sus palabras en el corazón de sus discípulos:
es decir, que provocaban tristeza más que alegría, más por
la partida por la que se alejaba de ellos, que por la ascensión
mediante la cual se dirigía al Padre67. Por eso, para conso­
larles, añadió bondadosamente: Mas Yo os digo la verdad:
os conviene que Yo m e vaya. Conviene que la imagen del
siervo desaparezca de vuestros ojos, para que el amor a su
Divinidad se fije más profundamente en vuestras mentes.
Conviene que entronice en el cielo el aspecto que vosotros
conocéis, para que de ese modo aspiréis a llegar allí con un
deseo mayor; y así, pendientes vuestros corazones de las co­
sas celestiales, os hagáis capaces de recibir ya los dones del
Espíritu Santo.
4. P orque si no m e voy, el C onsolador no vendrá a v o ­
sotros; pero si m e voy, os lo enviaré1. No dice esto porque,
estando El en la tierra, no pudiera dar el Espíritu a los dis­

3. Jn 13, 33. 6. Cf. Agustín, Tract. in Io-


4. Jn 13, 36. han., XCIV, 4 (CCL 36, 563-564).
5. Jn 16, 6. 7. Jn 16, 7.
Homilía XI, 2-5 117

cípulos -dado que se lee abiertamente que, al aparecérseles


después de la resurrección, sopló y les dijo: R ecibid el Espí­
ritu Santos- , sino porque, mientras estaba El mismo en la
tierra y convivía con ellos corporalmente, no eran capaces
de elevar sus mentes hasta tener sed de los dones de la gracia
celestial. Pero, al subir Él al cielo, también ellos al mismo
tiempo trasladaban allí todos sus anhelos, según aquello que
habían oído en otro lugar: Porque donde está vuestro tesoro,
a llí estará tam bién vuestro corazón9. Por eso sus corazones
eran ya capaces de no estar más entristecidos por su muerte,
sino alegres por el don de su promesa, según el testimonio
de Lucas, que dice: Y ocurrió que, mientras los bendecía, se
fu e separando de ellos y era elevado a l cielo. Y, habién dole
adorado, regresaron a Jerusalén con gran jú bilo y estaban
de continuo en el templo, alaban do y bendiciendo a D iosw.
5. Así pues, es evidente - y no necesita una laboriosa ex­
plicación- la razón por la que Jesús le llama Espíritu Pará­
clito; es decir, Consolador: porque sin duda su llegada con­
solaría y reharía los corazones de los discípulos, que se
habían quedado tristes tras su partida. Pero también es ver­
dad que eleva a todos y cada uno de los fieles que, o bien
lloran por haber cometido un pecado, o bien sufren por las
penalidades que son parte de este mundo, iluminando la
mente lejos de la opresión de la tristeza, mientras les inspira
la esperanza en el perdón y la misericordia divina.
Pero, puesto que el mismo Espíritu no solo infunde inte­
riormente a la mente la fuerza del amor divino, sino que tam­
bién le dota por fuera de la confianza en rechazar la perver­
sión de los malvados -una vez expulsado el temor propio de
la carne-, añade con razón: Y cuando el Espíritu venga, con­
vencerá a l mundo en orden a l pecado, la justicia y el juicio". 10

8. Jn 20, 22. 10. Le 24, 51-53.


9. Le 12, 34. 11. Jn 16, 8.
118 Be da

6. En efecto, es evidente que el Hijo de Dios en persona,


nuestro Señor Jesucristo, cuando estaba en el mundo, acu­
saba al mundo -esto es, a los seguidores del mundo- del pe­
cado de su incredulidad; acusaba en orden a la justicia, por­
que evidentemente no querían imitar la justicia de los fieles;
y acusaba en orden al juicio, porque seguían al diablo, que
ya había sido juzgado y condenado. Mas, no sin motivo dice
que cuando venga el Espíritu hará eso mismo, porque el áni­
mo de los discípulos debía ser fortalecido por su inspiración,
con el fin de que no temieran condenar al mundo que se re­
belaba contra ellos.
Por tanto, para explicar su sentencia, el Señor añadió: En
orden a l pecado, porqu e no han creído en m d2. Califica el
pecado de incredulidad como algo especial porque, así como
la fe es el origen de todas las virtudes, de ese mismo modo
el fundamento de todos los vicios radica en la incredulidad1213.
Así lo ratifica el Señor de una manera terrible, cuando dice:
Pero el que no cree ya ha sido juzgado, p orqu e no cree en
el nom bre d el H ijo unigénito de D iosu. Por el contrario, el
justo vive de la f e Xi.
7. Respecto a la justicia, porqu e Yo m e voy a l Padre y ya
no m e veréislh. La justicia de los discípulos de Cristo consistía
en que creyeron que el hombre verdadero que contemplaban
era también verdadero Hijo de Dios; y en que daban culto
con amor siempre verdadero al que eran conscientes de que
les había abandonado corporalmente. La justicia de los res­
tantes fieles -es decir, de quienes no vieron al Señor encar­
nado- consiste en que creen de corazón y aman como Dios
y hombre verdadero a quien jamás vieron con sus ojos cor­

12. Jn 16, 9. 14. Jn 3, 18.


13. Cf. A gustín, Tract. in to ­ 15. Ga 3, 11; Rm 1, 17.
ban., XCV, 2-3 (CCL 36, 565- 16. Jn 16, 10.
567).
H om ilía X I, 6-9 119

porales. Ciertamente, a propósito de esta justificación por la


fe, se les pregunta a los infieles por qué razón ellos, a pesar
de que han escuchado igualmente el Verbo de vida, no han
querido creer para salvarse.
8. Porque se demuestra en qué medida debe ser conde­
nada la perversidad de los malos, no solo por su misma gra­
vedad, sino también por comparación con los buenos. En
este sentido está escrito: la virtud puesta a pru eba acusa a
los necios17. Por tanto, el Espíritu Santo condena al mundo
por su pecado, porque no ha creído en Cristo. Condena
también con respecto a la justicia de los creyentes, porque
los malos no han querido seguir el ejemplo de quienes sa­
bían que el Señor había subido al Padre y no conviviría ya
más con ellos en la tierra de manera corporal, pero sin em­
bargo por ningún motivo podían ser separados de su amor.
Esto es lo que asegura con las palabras: porqu e voy al Padre
y ya no m e veréis más. Una vez que ascienda al cielo, no
me veréis como me soléis ver ahora, rodeado de carne mor­
tal y corruptible, pero cuando venga en majestad para el jui­
cio y, una vez realizado este, me veréis aparecer ante los
santos con más gloria aún.
9. Sigue: Y tocante a l juicio, porqu e el príncipe de este
m undo ha sido ya juzgado'*. Llama al diablo príncipe de
este mundo, porque él gobierna a todos los que -pervirtien­
do el orden de las cosas- aman al mundo más que al Creador
del mundo. El ha sido ya juzgado por el Señor, cuando este
dice: Yo veía a Satanás caer d el cielo com o un relám pagoI9.
Le juzgó cuando El en persona arrojaba demonios y daba
a sus discípulos el poder de pisotear toda la fuerza del ene­
migo20. Así pues, el mundo es acusado tocante al juicio con
el que el diablo ha sido juzgado, cuando los hombres son

17. Sb l, 3. 19. Le 10, 18.


18. Jn 16, 11. 20. Cf. Le 10, 19.
120 Be da

aterrorizados con el ejemplo del arcángel condenado por so­


berbia, para que no presuman de resistir a la voluntad de
Dios. El Espíritu Santo condena al mundo en lo tocante al
juicio con el que el príncipe del mundo fue juzgado, cuando
el apóstol Judas, inspirado por el Espíritu Santo, para co­
rregir la maldad de los hombres perversos, recuerda el cas­
tigo de los ángeles ensoberbecidos: Y a los ángeles que no
conservaron su dignidad, sino que abandonaron su m orada,
les reservó para el juicio del gran día, bajo las tinieblas, con
cadenas eternas212.
10. Continúa: Aún tengo otras muchas cosas que deciros,
p ero ahora no podéis comprenderlas. Pero, cuando venga el
Espíritu de verdad, E l os enseñará toda la verdad.21. Real­
mente es cierto que, al descender el Espíritu Santo, los após­
toles consiguieron una ciencia de la verdad superior con mu­
cho a la que hasta entonces los mortales habían podido
alcanzar y fueron inflamados con un mayor deseo de luchar
por la verdad. Pero no hay que pensar que en esta vida al­
guien pueda abarcar toda la verdad23, teniendo en cuenta que
este don de nuestra fe ha sido prometido en la otra vida,
cuando la misma Verdad dijo: Y la vida eterna consiste en
que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien Tú enviaste24; y en otro lugar, a los judíos: Si perse­
veráis en m i doctrina, seréis verdaderam en te discípulos míos
y conoceréis la v erd ad 25. De ahí que el Apóstol, que había
sido arrebatado al tercer cielo, oyó palabras inefables qu e a l
hom bre no le es lícito pronunciarlb ; y dice: en parte cono­
cemos y en parte profetizam os17.

21. Judas 6. 24. Jn 17, 3.


22. Jn 16, 12-13. 25. Jn 8, 31-32.
23. Cf. Agustín, Tract. in Io- 26. 2 Co 12, 2.4.
han., XCVI, 3-4 (CCL 36, 570-572); 27. 1 Co 13, 9.
Ibid., XCVIII, 8 (CCL 36, 581).
Homilía XI, 9-12 121

11. Hay que entender, por tanto, lo que dice del Espíritu
- E l os enseñará toda la v erd a d -, como si dijera: «Difundirá
en vuestros corazones el amor28, a fin de que -adoctrinados
por dentro por su magisterio- avancéis de virtud en virtud
y seáis dignos de llegar a la vida en la que aparecerá ante
vuestros ojos la eterna claridad de la suma verdad y la ver­
dadera visión sublime: es decir, la contemplación de vuestro
Creador.
Pues no hablará de sí mismo, sino que hablará de todas
las cosas que h abrá oído29. El Espíritu no habla por sí mismo
-es decir, sin el Padre y la comunión con el H ijo -, porque
no es un espíritu aislado y separado, sino que dice lo que
oye, y evidentemente oye gracias a la unidad de su sustancia
y a su dominio de la ciencia. No habla por sí mismo, porque
no tiene origen en sí mismo30.
Solo el Padre es El solo, no tiene origen en otro, porque
el Hijo ha nacido del Padre, y el Espíritu Santo procede del
Padre. Y el Espíritu Santo oye a Aquel de quien procede,
porque no tiene su origen de sí mismo, sino de Aquel de
quien procede. De quien tiene la esencia, tiene también sin
duda la ciencia. Y su ciencia no es otra cosa que lo que es­
cucha de El.
12. Por lo que respecta a lo que añade: Y os anunciará
las cosas venideras31, consta que innumerables fieles -p or un
don del Espíritu Santo- han conocido de antemano y han
profetizado las cosas que habían de acaecer. Pero, puesto
que hay no pocos que -llenos de la gracia del Espíritu San­
to - curan enfermos, resucitan muertos, mandan sobre los
demonios, resplandecen por múltiples virtudes, llevan ellos
mismos en la tierra una vida de ángeles, y sin embargo ig-

28. Cf. Rm 5, 5. han., X C IX , 4 (CCL 36, 584-585);


29. Jn 16, 13. Ibid., C, 4 (CCL 36, 590).
30. Cf. A gustín, Tract. in lo - 31. Jn 16, 13.
noran lo que va a suceder por revelación del mismo Espíritu,
lo que dice el Señor aquí puede ser también interpretado en
el sentido de que -al llegar el Espíritu- nos anuncia lo que
va a suceder cuando evoca en nuestra memoria el gozo de
la patria celestial y cuando nos da a entender por un don
de su inspiración los festejos sublimes de la ciudad de Dios.
Nos anuncia lo que ocurrirá cuando, apartándonos del de­
leite por las cosas presentes, nos inflama con el deseo del
reino prometido en los cielos.
13. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anun­
ciará31. El Espíritu glorificará a Cristo porque -por su media­
ción- se ha encendido en los corazones de los discípulos un
amor tan grande que, abandonando el temor propio de la car­
ne, predicarán con constancia el efecto de su resurrección, del
que habían huido temerosos en el momento de la pasión3233. De
ahí que está escrito: Y todos se sintieron llenos del Espíritu
Santo y anunciaban con firm eza la palabra de Dios34.
El Espíritu glorificó a Cristo cuando, llenos de gracia es­
piritual, los santos apóstoles realizaron en nombre de Cristo
tantos y tan grandes milagros con los que convirtieron todo
el orbe a la fe en Cristo, soportaron tantas y tan grandes
batallas de sufrimientos, hasta que sometieron al suavísimo
yugo de Cristo, incluso los cuellos de los soberbios perse­
guidores. El Espíritu glorifica a Cristo, cuando nos enciende
con su inspiración a querer su visión, cuando sugiere a los
corazones de los fieles que crean que es igual al Padre en
cuanto a la Divinidad.
14. Porque recibirá de lo m ío y os lo anunciará, dice. Del
Padre, de quien ha recibido el Hijo, ha recibido el Espíritu
Santo, porque en esta Trinidad el Hijo ha nacido del Padre

32. Jn 16, 14. han., C, 1 (CCL 36, 588).


33. Cf. A gustín, Tract. in lo - 34. Hch 4, 31.
Homilía X I, 12-16 123

y del Padre procede el Espíritu Santo. Y el único que de


ninguno ha nacido, de ninguno procede, es solo el Padre.
Todo lo que el Padre tiene es m ío; p o r eso he dicho que re­
cibirá de lo m ío y os lo anunciará35. De aquello cjue es propio
de la misma Divinidad del Padre, en lo que El es igual al
Padre porque lo tiene, dijo: todo lo que tiene el Padre es
mío. Porque el Espíritu Santo no habría aceptado de ningu­
na criatura sujeta al Padre y al Hijo eso que dice -recibirá
de lo m ío -, sino ciertamente del Padre, de quien procede el
Espíritu, de quien ha nacido el Hijo.
15. Pero, puesto que con la gracia de Dios hemos reco­
rrido la exposición de la lectura del santo evangelio siguien­
do las huellas de los Padres, me queda advertiros, hermanos
queridísimos, y advertirme a mí mismo, que guardemos con
solícita atención su recuerdo, penetremos en su dulzura con
ánimo devoto y la demos vueltas frecuentemente con bocas
puras. Porque, ¿de qué sirve que nos reunamos a escuchar
la palabra de Dios y, una vez acabada la escucha, nos vol­
vamos inmediatamente a conversaciones o acciones vanas y
mundanas? Por tanto, reconsideremos que -com o nos re­
cuerda la misma lectura- nuestro Señor, acabada su pasión,
regresó al Padre por quien había sido enviado, sin abando­
nar, ni al Padre cuando vino a nosotros, ni a nosotros cuan­
do regresó al Padre36*. Intentemos con todas nuestras fuerzas
seguir sus pasos hasta allá y -para merecer llegar hasta El y
entrar hasta la puerta de su reino- sopesemos mucho qué
huellas han dejado sus acciones mientras estaba en la tierra.
16. Porque quien dice que perm anece en Cristo, debe an­
dar él mismo com o E l anduvo^7. Ciertamente, El llegó a la
corona de la gloria mediante los sufrimientos de la pasión;

35. Jn 16, 15. CU, 6 (CCL 36, 597).


36. Cf. A gustín, Tract. in Io- 37. 1 Jn 2, 6.
han., LIV, 5 (CCL 36, 466); Ibid.,
124 Beda

con razón, por tanto, nos sugiere también que es preciso pasar
p o r muchas tribulaciones para entrar en el reino de D iosis.
Por eso el apóstol Pedro, para consolar a algunos hermanos
asediados por lo recio de las tentaciones, decía: N o os asustéis
com o si os sucediera algo nuevo; antes bien, alegraos p o r p a r­
ticipar en los sufrimientos de Cristo, a fin de que cuando se
descubra su gloria os gocéis tam bién con Él llenos de jú bilo3839.
Traigamos a la memoria que El prometió a los discípulos
enviar y realmente envió el don del Espíritu Santo y pro­
curemos -vigilantes- no contristar con pensamientos desa­
tinados al Espíritu divino con el que hemos sido señalados
en el día de la redención40. Ciertamente así está escrito: Por­
que el Espíritu Santo huye de las ficciones y se aparta de los
pensam ientos desatinados41.
17. De ahí que sabiamente el salmista, deseando ardien­
temente recibir ese Espíritu, pedía en primer lugar la morada
de un corazón puro en el que pudiera acogerle y a conti­
nuación la llegada de tan gran huésped, diciendo: Crea, Dios,
en m í un corazón limpio y renueva un espíritu firm e en mis
entrañas*2. Ante todo pedía que en él fuera creado un co­
razón limpio y después que en sus entrañas se renovara un
espíritu firme, porque sabía perfectamente que un espíritu
recto no podía tener su sede en un corazón manchado.
Recordemos de corazón constantemente que ese mismo
espíritu acusa al mundo en orden al pecado, la justicia y el
juicio. Guardémonos, no vaya a ser que, mientras buscamos
lo que está arriba, pertenezcamos al mundo, porque el m un­
do pasará y su concupiscencia**. Busquemos las cosas que
son de arriba, conozcamos las cosas que son de arriba, don­
de Cristo está sentado a la derecha de Dios44.

38. Hch 14, 22. 42. Sal 50, 12.


39. 1 P 4, 12-13. 43. 1 Jn 2, 17.
40. Cf. Ef 4, 30. 44. Cf. Col 3, 1-2.
41. Sb 1, 5.
Homilía X I, 16-19 125

18. Ocupémonos con el Apóstol de las cosas del cielo45


y, para no ser acusados del pecado de incredulidad, practi­
quemos con obras lo que creemos, porque la f e sin obras es
inútil46. Y, para no ser juzgados más duramente por compa­
ración a los justos -a quienes nos negamos a imitar-, recor­
demos con ánimo vigilante lo que el Señor dice de los que
desprecian su gracia: L a reina del m ediodía se levantará el
día d el juicio contra esta generación y la condenará, porqu e
ella vino d el fin d el m undo a escuchar la sabiduría de Sa­
lom ón; y a q u í tenéis uno superior a Salomón*7. Para no ser
condenados junto con el príncipe de este mundo48, resistá­
mosle firmes en la fe49 y se apartará de nosotros. Profesemos
la verdad en nuestro corazón y no practiquemos la mentira
en nuestra lengua50, para que el Espíritu de verdad -difun­
diendo más y más la caridad en nuestros corazones51- nos
enseñe la ciencia de toda verdad.
19. Queridísimos, pidamos los dones de este Espíritu en
todos nuestros actos, pidamos su auxilio, digamos cada uno
al Señor, digámosle todos juntos: Tu Espíritu es bueno: m e
conducirá a l cam ino recto52. Y así ocurre que, quien al venir
sobre los apóstoles les anunció lo que iba a suceder en el
futuro, revelará también benigno a nuestras mentes la bie­
naventuranza de la vida futura y benigno encenderá en no­
sotros el deseo de buscarla, con la ayuda de Él mismo, que
repetidas veces prometió y concedió a sus fieles ese Espíritu,
Jesucristo nuestro Señor que vive y reina con el Padre en la
unidad del Espíritu Santo, Dios por todos los siglos de los
¡los. Amén.

45. Cf. Flp 3, 20. 49. Cf. 1 P 5, 9.


46. St 2, 20. 50. Cf. Sal 15, 2-3.
47. Le 11, 31. 51. Cf. Rm 5, 5.
48. Cf. 1 Co 11, 32. 52. Sal 143, 10.
HOMILÍA XII

Después de la Pascua
Jn 16, 23-30
PL 94, 163-168'
1. Puede sorprender a oyentes pusilánimes cómo -al
principio de esta lectura evangélica- el Salvador promete a
los discípulos: Cuanto pidiereis al Padre en m i nom bre, os
lo dará2, cuando en realidad no solo muchos de nuestros se­
mejantes no parecen recibir lo que piden al Padre en nombre
de Cristo, sino que incluso el mismo apóstol Pablo rogó
por tres veces al Señor que apartara de él el ángel de Satanás
que le afligía y no pudo lograrlo3.
Pero, la perplejidad -ya antigua- provocada por esta cues­
tión, ha sido resuelta por la explicación de los Padres, que en­
tendieron con acierto que solo piden en nombre del Salvador
aquellos que piden cosas que afectan a la salvación eterna y
que por eso el Apóstol no pidió en el nombre del Salvador
que fuera liberado de una tentación que había experimentado,
con el objeto de salvaguardar su humildad. Porque, si no la
hubiera sufrido, no habría podido salvarse, según su propia
afirmación, cuando dice: Y para que la grandeza de las reve-

1. Esta homilía se titula: «En el 2. Jn 16, 23.


cuarto domingo después de la san­ 3. Cf. 2 Co 12, 8; AGUSTÍN,
ta Pascua», en la edición de J.-P. Tract. in lohan., L X X III, 1-2
Migne. (CCL 36, 509-510).
Homilía X II, 1-3 127

laciones no m e envanezca, se m e ha dado el estímulo de mi


carne, un ángel de satanás, para que m e abofetee4.
2. Así pues, cada vez que no son escuchadas nuestras pe­
ticiones, ocurre eso: bien porque pedimos en perjuicio de
nuestra salvación y por eso el Padre misericordioso nos niega
la gracia del beneficio solicitado de una manera inadecuada
-esto está probado que le sucedió al mismo Apóstol, a quien
se contestó después de haberlo pedido tres veces: Te basta
con m i gracia, porqu e la virtud se perfecciona en la debili­
dad5- ; o bien porque pedimos cosas ciertamente útiles y que
atañen a la verdadera salvación, pero dado que vivimos mal,
alejamos de nosotros el oído del justo juez, porque caemos
en aquello de Salomón: Quien cierra sus oídos para no escu­
char la Ley, su oración será execrable6; o bien porque, cuando
oramos por ciertos pecadores para que recapaciten y se arre­
pientan, aunque pedimos correctamente y somos dignos por
mérito propio de ser escuchados, sin embargo se opone a
nuestros ruegos la perversidad de los mismos.
3. A veces ocurre también que pedimos cosas plenamente
saludables con oraciones asiduas y acciones devotas, pero
no obtenemos inmediatamente lo que pedimos, sino que el
efecto de nuestra petición se retrasa para el futuro, del mis­
mo modo que cada día arrodillados pedimos al Padre, di­
ciendo: Venga tu reino1y, sin embargo, recibiremos ese mis­
mo reino, no inmediatamente después de acabar la oración,
sino en el tiempo oportuno8.
Y esto nos consta que ocurre por una Providencia piadosa
de nuestro Creador: es decir, para que los deseos de nuestra
devoción crezcan gracias al retraso y para que, al ir aumen­

4. 2 Co 12, 7. 8. Cf. A gustín, Tract. in Io-


5. 2 Co 12, 9. han., L X X III, 4 (CCL 36, 511-12);
6. Prov 28, 9. Ibid., CU, 1 (CCL 36, 594-595).
7. Mt 6, 10.
128 Beda

tando estos más y más cada día, al final comprendan mejor


la felicidad que buscan. A todo esto hay que notar que, cuan­
do oramos por los pecadores, aunque no seamos capaces de
conseguir su salvación, en absoluto se nos priva del fruto de
nuestra oración porque, aunque ellos no son dignos de sal­
varse, nosotros somos recompensados con el don del amor
que ponemos en ellos. Así, también en esa petición se cumple
aquella promesa del Señor, que dice: Si pidiereis algo a l Padre
en m i nom bre, os lo dará. Obsérvese, pues, que no dice sim­
plemente dará, sino os dará, porque aunque no se lo dé a
aquellos por los que pedimos, sin embargo a nosotros nos
restituye el premio a nuestra bondad, cuando intervenimos
llenos de misericordia ante los errores de los demás.
4. Continúa: H asta ahora no habéis p edido nada en mi
nom bre9. No habían pedido hasta el momento en nombre
del Salvador porque, mientras abrazaban al Señor en su pre­
sencia visible, habían elevado menos la mirada de su mente
a los dones invisibles de la salvación. Pero también nuestra
fragilidad no pide al Padre en nombre de Jesús -es decir, en
nombre del Salvador-, cuando pide contra la economía de
su propia salvación, no de la misma manera que la sencillez
de los Apóstoles -cuya petición de la salvación eterna retra­
saba la visión corporal de su Salvador-, sino por el obstáculo
de nuestra misma concupiscencia, que impide la contempla­
ción de la voluntad del Señor. Y el Señor -sometiéndolo a
su Padre- pone de manifiesto lo que debe pedirse ante todo
y lo que sin ninguna duda deben esperar los que persisten
fielmente en su petición: P edid y recibiréis, para que vuestro
gozo sea com pleto10.
5. Evidentemente se ve cuál es el orden: «pedid para que
vuestro gozo sea completo y recibiréis»11. Así pues, llama go­

9. Jn 16, 24. 11. Cf. A gustín, Tract. in Io-


10. Ibid. han., CII, 2 (CCL 36, 595).
Homilía X II, 3-7 129

zo completo a la bienaventuranza de la paz eterna. Pues -para


no hablar del gozo de los réprobos, por medio del cual se
compran un duelo eterno- también los santos tienen en la
tierra un gozo, que consiste en la esperanza de alcanzar los
bienes eternos, cuando por el Señor experimentan las adver­
sidades terrenas; encuentran alegría, cuando a impulsos del
amor fraterno aprenden a alegrarse con los que están alegres
y a llorar con los que llorann. Pero no es completo el gozo
que se mezcla a intervalos con el llanto. El gozo se hace cier­
tamente pleno allí donde, sin que nadie llore, se le concede a
uno alegrarse solo con los que están alegres. Por eso dice: Pe­
did y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo.
6. Es como si dijera abiertamente: «pedid al Padre, no
los fugaces gozos del mundo -que, de una parte están siem­
pre mezclados con llanto, y de otra son con certeza fuga­
ces-, sino aquel gozo único, cuya plenitud no disminuye el
soplo de ninguna inquietud y cuya eternidad no es anulada
jamás por un final. Porque, si persistís en la petición, no
existe ninguna duda de que recibiréis lo que pedís».
De la plenitud de esta alegría escribe Pedro a los fieles, di­
ciendo: Porque creéis os holgaréis con júbilo indecible y col­
m ado de gloria, alcanzando p or prem io de vuestra f e la salud
de vuestras alm as°. Y pedir un júbilo de este tipo es no solo
suplicar con palabras la entrada en la patria celestial, sino tam­
bién luchar con una conducta digna por lograrla. Porque no
aporta la más mínima utilidad buscar las cosas de arriba a
base de una buena oración, a quien no desiste de enredarse
en las cosas más abyectas, a base de vivir con perversión.
7. Os he dicho estas cosas en parábolas. Llega el tiem po
en que ya no os hablaré con parábolas, sino que abiertam en te
os anunciaré las cosas del P a d re14. Alude sin duda a aquella123

12. Rm 12, 15. 14. Jn 16, 25.


13. 1 P 1, 8-9.
130 Beda

hora en la que, una vez cumplida su pasión y resurrección,


les concedería el don del Espíritu Santo. Porque entonces,
instruidos interiormente por el Espíritu, encendidos en la
caridad del Espíritu, cuanto más perfectamente comenzaron
a comprender lo que los mortales eran capaces de captar so­
bre el conocimiento de la Divinidad, tanto más ardiente­
mente se preocuparon de pedir y desear solo las cosas que
contribuyeran a merecer su visión.
8. Esto es efectivamente lo que añade: Entonces pediréis
en m i n om bre15. Podemos entender que la hora que nos pro­
mete está en la vida futura, en la que habla abiertamente del
Padre, es decir muestra claramente al Padre a los elegidos
cuando, como dice el Apóstol: Le verem os cara a cara16. De
ese anuncio dice también Juan: Queridísimos, ahora somos
hijos de Dios, mas lo que serem os algún día no aparece aún.
Sabem os que cuando aparezca serem os semejantes a El, p o r­
que le verem os com o es17. Los elegidos piden sinceramente
en nombre de Jesús, cuando interceden por nuestra fragili­
dad, con el fin de que alcancemos el destino de su salvación,
lejos de la cual peregrinamos aún entre las insidias de los
enemigos en la tierra. Jesús prometió de una forma suma­
mente apropiada esta petición de los santos que se produ­
ciría en el futuro, cuando dice: En a qu el día pediréis en mi
nom bre.
9. En efecto, piden en el día porque la intercesión de los
bienaventurados por nosotros se produce, no entre las tinie­
blas de las dificultades como en nuestra vida presente, sino a
la luz de la paz eterna y la gloria de los espíritus bienaventu­
rados. En efecto, esos espíritus de los elegidos, situados ya en
aquella ciudad celestial, podemos entender que piden por sí
mismos en nombre del Salvador, en el sentido de que anhelan

15. Jn 16, 26. 17. 1 Jn 3, 2.


16. 1 Co 13, 12.
H om ilía X II, 7-10 131

que llegue el momento del juicio universal y la resurrección


de los cuerpos en los que lucharon a favor del Señor. Por eso
Juan dice: Vi debajo del altar las almas de los que fueron muer­
tos p o r la palabra de Dios y p o r el testimonio que daban. Y
clamaban a grandes voces, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor san­
to y veraz, difieres hacer justicia y vengar nuestra sangre contra
los que habitan en la tierraí 18 E inmediatamente se añade: Y
se le dio a cada uno de ellos un ropaje blanco y se les dijo que
descansasen en paz un poco de tiempo hasta que se completara
el número de sus consiervos y hermanos. Efectivamente, cada
alma tiene un ropaje blanco, cuando ahora disfruta sola de su
felicidad. Recibirán todas un segundo cuando, completado al
final el número de sus hermanos, se alegren al recibir también
los cuerpos inmortales.
10. Y no os digo que rogaré al Padre p o r vosotros19. Dado
que nuestro Señor Jesucristo es Dios y hombre, al hablar,
unas veces alude a lo sublime de su Divinidad y otras a lo
humilde de su Humanidad. Así pues, lo que dice de que no
rogará al Padre por sus discípulos, lo dice por el poder de
su Divinidad, consustancial al Padre; en cuanto Dios no es
habitual que El mismo pida al Padre, sino que junto con el
Padre conceda lo que se le pide.
Pero en cuanto a lo que dice a Pedro: Y Yo rogaré p o r
ti, para que no desfallezca tu f e 20 - y de eso mismo habla Juan
cuando dice: Tenemos un abogado ante Dios Padre: Jesucris­
to, el justo1'-, lo dice por la economía de la encarnación, por
cuyo triunfo interviene propicio a favor de nuestra debilidad,
cada vez que se lo muestra al Padre. También puede enten­
derse sin inconveniente lo que dice: Y no os digo que rogaré
a l Padre p o r vosotros, porque no puso en presente «ruego»,
sino en futuro «rogaré», ya que no hay ninguna necesidad

18. Ap 6, 9-11. 20. Le 22, 32.


19. Jn 16, 26. 21. 1 Jn 2, 1.
132 Beda

de pedir algo por los santos que han sido acogidos ya en la


paz eterna, porque sin duda han sido ya premiados con una
felicidad tan grande que no puede hacerse aún mayor.
11. Porque el mismo Padre os am a, puesto que vosotros
m e habéis am ado y creído que Yo he salido de Dios22. No
hay que entenderlo como si el amor y la fe de los discípulos
hayan precedido al amor con que el Padre los ama y el mérito
humano haya sido anterior a los dones de la gracia celestial23
-dado que el Apóstol dice abiertamente: Porque ¿quién es el
que dio a El prim ero, para ser recom pensado po r ello ? Porque
todas las cosas son de Él y p o r Él y para Él24- , sino más bien
en el sentido de que el Padre se les ha adelantado con un
amor gratuito, ha mantenido con su amor el amor y la fe en
el Hijo y remunerará con los dones de su amor paternal a
quienes mantengan con corazón piadoso y solícito el amor
y la fe en el Hijo al que han conocido.
Y no hay que pensar que el Padre pueda amar o conceder
los dones del amor sin el Hijo y el Espíritu Santo. Ni tam­
poco llegar a la conclusión de que el Hijo pueda ser amado
o se pueda creer en El, sin el Padre y el Espíritu Santo. Por
tanto, lo que dice: el Padre en persona os am a, hay que en­
tenderlo así: «ama junto con el Hijo y el Espíritu Santo, a
los que piensa que son dignos de amor».
Y lo que añade: porqu e vosotros m e amáis, hay que in­
terpretarlo en el mismo sentido: que todo aquel que ama
rectamente al Hijo, le ame junto con el Padre y el Espíritu
de ambos porque, así como la naturaleza de su Divinidad
es una, así son también una unidad los dones de su poder.
12. Salí d el Padre y vine a l mundo. Otra vez dejo el m un­
do y voy a l P adre25. Salió del Padre y vino al mundo, porque

22. Jn 16, 27. 24. Rm 11, 35-36.


23. Cf. A gustín, Tract. in Io- 25. Jn 16, 28.
han., CU, 5 (CCL 36, 597).
Homilía X II, 10-14 133

apareció visible para el mundo en su Humanidad, el que era


invisible en su Divinidad en el seno del Padre. Salió del Pa­
dre, porque no apareció en la forma en la que es igual al
Padre, sino menor a El en la criatura que había asumido. Y
vino al mundo, porque en la forma de siervo que asumió,
se ofreció para que lo vieran incluso los amantes de este
mundo. De nuevo abandonó el mundo y volvió al Padre,
porque apartó de los ojos de quienes amaban el mundo lo
que habían visto y enseñó a los que le amaban que debían
creer que El era igual al Padre. Abandonó el mundo y volvió
al Padre, porque por su ascensión condujo hasta el mundo
invisible a la Humanidad que había asumido26.
13. Es cierto que estas palabras simbólicas del Señor son
pronunciadas en parábolas, como El mismo dice, pero los
discípulos -a quienes iban dirigidas- eran aún tan humanos
que no entendían lo más mínimo su profundidad, y no solo
no captaban los misterios de lo que se les decía, sino ni si­
quiera su propia ignorancia, pensando simple y obtusamente
que esas palabras eran parábolas dirigidas a quienes no las
entendían.
14. Por eso reaccionaron inmediatamente: H e a q u í que
ahora hablas claro y no dices ningún p ro v erb io 27. Por tanto,
sospechaban que hablaba claro Aquel cuyas misteriosas pa­
labras ni siquiera eran incapaces de comprender. Con lo que
añaden -A h ora conocem os que lo sabes todo y que no hay
necesidad de que nadie te interrogue; p o r esto creem os que
has salido de D ioszs-, muestran a las claras que el Señor,
cuando les hablaba, se entretenía sobre todo en aquello que
les agradaba oír, y que se les adelantaba abordando El mis­
mo de antemano aquellos temas sobre los que ellos querían

26. Cf. A gustín , Tract. in lo - 27. Jn 16, 29.


han., CU, 6 - C III, 1 (CCL 36, 28. Jn 16, 30.
597-598).

I
134 Beda

interrogarle. Por eso, con razón creen y confiesan que Él lo


sabe todo como Dios y que, como Hijo de Dios, procede
de Dios. Porque es un indicio claro de la divinidad conocer
los secretos del pensamiento, según la afirmación salomóni­
ca que dice, suplicando a Dios: Porque solo Tú conoces el
corazón de todos los hijos de los hom hreslc>. De ahí que tam­
bién Jeremías dice: Y tú, Señor de los ejércitos, que juzgas
con justicia y escudriñas las entrañas y el corazón2930.
15. Hermanos míos, todo esto no se debe recordar de un
modo pasajero o despreocupado, sino que hay que vigilar
cuidadosamente para configurar, no solo nuestras palabras
y nuestras obras, sino incluso los más íntimos secretos de
nuestro corazón, de modo que sean dignos de la mirada di­
vina. No anide en el templo de nuestro corazón el hábito
del odio o la envidia, no arraigue en él la palabra torpe o
intrigante, no nazca la trama de un acto delictivo. Acordé­
monos de la advertencia del Señor, que dice: Porque Yo ven ­
dré para recoger sus obras y sus pensam ientos31.
Y, una vez expulsados los escombros de los vicios, pre­
paremos la mansión de nuestro corazón de tal manera que
Él, que es su insoslayable inspector y juez, se digne morar
en ella permanentemente.
16. Debe saberse que es triple la especie de los malos
pensamientos. La primera es la de aquellos que contaminan
la mente con la deliberación y el propósito de pecar. La se­
gunda, la de aquellos que ciertamente perturban la mente
con el deleite de pecar, pero no la arrastran al pecado. La
tercera es la de aquellos que asaltan la mente con un movi­
miento natural, pero no tanto la seducen a perpetrar el pe­
cado, como la obstaculizan en las virtudes en las que debería
pensar. Eso ocurre, por ejemplo, cuando traemos a la me-

29. 1 R 8, 39. 31. Is 66, 18.


30. Jr 11, 20.
Homilía X II, 14-18 135

moría las fantasías de las cosas que en algún momento sa­


bemos que se han hecho o se han dicho innecesariamente,
cuyo frecuente rechazo suele revolotear ante los ojos del co­
razón como un inoportuno zumbido de moscas e inquietar,
más que cegar, su frente de batalla espiritual.
17. Salomón nos advirtió de que somos castigados con
todos estos tipos de malos pensamientos, cuando dice:
G uarda tu corazón con toda vigilancia, p orqu e de él m ana
la vida'’2. Actuemos, siguiendo solícitos sus advertencias, de
modo que si actuamos mal interiormente, consintiendo en
cometer un pecado, inmediatamente lo limpiemos con la
confesión y dignos frutos de penitencia3233. Si caemos en la
cuenta de que nos tienta el deleite del pecado, arrojemos
fuera ese placer nocivo con asiduas plegarias y lamentos,
acordándonos frecuentemente de la amargura eterna. Y si
vemos que solos no somos capaces de rechazarla, busque­
mos la ayuda de nuestros hermanos, para poder lograr con
su consejo e intercesión lo que no somos capaces de obtener
con nuestras fuerzas. Porque m ucho vale la oración perse­
verante d el justo', y como el mismo Santiago asegura pre­
viamente: La oración de la f e salvará a l enferm o y el Señor
le aliviará y, si se halla con pecados, se le perdon aránil[. Dado
que no podemos estar totalmente libres de pensamientos su­
perítaos, ahuyentémoslos en cuanto nos es posible con la
infusión de buenos pensamientos y, sobre todo, con la fre­
cuente meditación de las Escrituras, siguiendo el ejemplo del
salmista, que dice: ¡C uánto am é, Señor, tu ley; ella es m i
m editación todo el díaP 5.
18. Impetremos la clemencia divina -lo cual significa pe­
dir verdaderamente en nombre del Salvador-, para que nos
conceda la pureza de corazón junto con la eficacia de la bue-

32. Pr. 4, 23. 34. St 5, 15-16.


33. Cf. Mt 3, 8; Le 3, 8. 35. Sal 119, 97.
136 Beda

na conducta y meditemos ante todo con mente asidua y an­


siemos llegar cuanto antes a aquella hora en la que el Señor
no nos hable ya a través de las Escrituras, sino que nos re­
vele abiertamente al Padre con el que vive y reina, Dios en
la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los si­
glos. Amén.
HOMILÍA XIII

Después de la Pascua
Jn 16, 16-22
PL 94, 154-158'
1. Debemos recibir, hermanos queridísimos, las gozosas
promesas de nuestro Señor y Salvador con una alegre dis­
posición de escucha y perseverar en esa actitud asidua de
modo que merezcamos alcanzarlas. Porque, ¿qué se escucha
razonablemente con ánimo más alegre, que la posibilidad de
llegar hasta el gozo que nunca puede ser arrebatado? Y debe
advertirse que todo el desarrollo de esta lectura del Evan­
gelio afecta a quienes se la escucharon al Señor físicamente,
pero también se adapta en parte sumamente ajustada a no­
sotros, que hemos venido a la fe después de la pasión y re­
surrección del Señor.
2. Por tanto, lo que dice: Un poco y ya no m e veréis, y de
nuevo un poco y m e veréis porqu e voy al Padre2, se refiere
especialmente a aquellos que merecieron adherirse en persona
a su seguimiento, cuando El predicaba, y alegrarse al presen­
ciar su resurrección y ascensión, tras la tristeza de la pasión.
En efecto, dado que lo dijo en la noche en que fue entre­
gado3, era «un poco» de tiempo -es decir, el de aquella noche1

1. «En el segundo domingo J.-P. Migne.


después de la octava de Pascua». 2. Jn 16, 16.
Este es el título de la homilía en 3. Cf. 1 Co 11, 23.
138 Beda

y el del día siguiente-, hasta la hora en que comenzarían a


no verle.
3. Porque fue apresado por los judíos aquella noche y
al día siguiente crucificado; y porque se había hecho tarde,
fue descendido de la Cruz y depositado en el recinto del
sepulcro, lejos de las miradas humanas. Y de nuevo pasaría
«un poco» hasta que le vieran otra vez. Efectivamente, re­
sucitó al tercer día de entre los muertos y se les apareció en
múltiples oportunidades, durante cuarenta días4. Añadió el
motivo por el que pasaría un poco de tiempo para no verle
y de nuevo otro poco para que le vieran, al decir: porqu e
voy a l Padre. Es como si les dijera abiertamente: «dentro de
poco me esconderé a vuestros ojos en las paredes de la tum­
ba y de nuevo me apareceré al poco tiempo, una vez des­
truido el imperio de la muerte, para ser visto por vosotros,
porque ha llegado el momento de volver ya al Padre con el
triunfo de la resurrección, una vez cumplido el plan de la
encarnación».
4. También pueden interpretarse de otro modo esas pa­
labras: Un p oco y ya no m e veréis, y de nuevo un p oco y
m e veréis. Ciertamente iba a ser corto el tiempo en el que
no le verían, es decir en el que iba a reposar en el sepulcro.
Y de nuevo sería corto el tiempo en que le verían: o sea, los
cuarenta días después de su pasión, en los que se les apare­
cería con más frecuencia, hasta el momento de la ascensión.
Lo que añade: p orqu e voy a l Padre, en este sentido, se re­
fiere especialmente a lo que había dicho antes: y de nuevo
un poco y m e veréis. Es como si dijera abiertamente: «por
poco tiempo me veréis resucitado de entre los muertos, por­
que no siempre permaneceré en la tierra corporalmente, sino
que ya pronto subiré al cielo junto con la Humanidad que

4. Cf. Hch 1, 3.
Homilía X III, 2-6 139

he asumido». En verdad, como hemos dicho, estas palabras


del Señor conciernen especialmente a aquellos que pudieron
contemplar su resurrección.
5. Pero lo que añade como explicación, cuando ellos se
hacen preguntas5-a saber: En verdad, en v erd ad os digo que
vosotros lloraréis y plañiréis, m ientras el m undo se regocijará;
os contristaréis, pero vuestra tristeza se convertirá en g ozo6- ,
se refiere tanto a su situación como a la de la Iglesia.
Los que amaban a Cristo lloraban ciertamente y se con­
dolían, cuando vieron que era apresado, atado por sus ene­
migos, llevado ante el consejo, condenado, flagelado, ridi­
culizado, finalmente crucificado, atravesado por la lanza y
sepultado. Se alegraban los que aman al mundo, aquellos a
quienes el Señor llama «mundo» por sus ínfimos propósitos,
cuando condenaron a una muerte ignominiosa7 a Aquel cuya
simple vista les era gravosa8.
6. Se entristecían los discípulos, cuando el Señor estaba
ya muerto; pero, al conocer su resurrección, su tristeza se
convirtió en alegría9. Y al ver el poder de la ascensión, ele­
vados a un grado aún mayor de alegría, alababan y bende­
cían al Señor, como narra el evangelista Lucas10.
Pero estas palabras del Señor conciernen también a todos
los fieles que aspiran a llegar a la bienaventuranza eterna a
través de los pesares y dificultades presentes, que con razón
lloran, plañen y están tristes al presente, porque todavía no
pueden contemplar al que aman, porque son conscientes de
que, mientras están en este cuerpo, están lejos de su patria
y de su reino, porque no dudan de que llegarán a la corona
del premio a través de trabajos y batallas.

5. Cf. Jn 16, 18-19. 9. Cí. AGUSTÍN, Tract. in Io-


6. Jn 16, 20. han., CI, 2 (CCL 36, 591-592).
7. Cf. Sb 2, 20. 10. Cf. Le 24, 53.
8. Cf. Sb 2, 15.
140 Be da

Su tristeza se convertirá en alegría cuando, acabada la ba­


talla de esta vida, reciban el premio de la vida eterna, del
que se dice en el salmo: Q uienes siem bran entre lágrimas,
recogerán con alegría11.
7. Y, mientras los fieles lloran y están tristes, el mundo
se alegra, porque con razón experimentan aquí abajo alegrías
de todo tipo los que en la otra vida, o bien esperan que no
habrá ningún gozo, o bien desesperan de poder alcanzarlo.
Por otra parte, esto se puede entender especialmente a pro­
pósito de los perseguidores de la fe cristiana, porque se ale­
graban de haber triunfado por un tiempo sobre los mártires
-a quienes habían torturado y matado-, pero no mucho des­
pués estos habían recibido la corona en secreto, mientras
ellos mismos sufrían las penas eternas de su perfidia y sus
crímenes.
Con una divina advertencia se dirige a ellos con razón el
profeta: H e a q u í que mis siervos se regocijarán y vosotros
estaréis avergonzados. H e a q u í que mis siervos exultarán lle­
nos de jú bilo y vosotros, p o r el dolor de vuestro corazón, a l­
zaréis el grito y daréis aullidos p o r la aflicción de vuestro
án im o1112.
8. Continúa: L a mujer, cuando da a luz, está triste p orqu e
ha llegado su h o ra 13. Llama mujer a la santa Iglesia eviden­
temente por la fecundidad de sus buenas obras y porque
nunca deja de dar a luz hijos espirituales para Dios. De ella
se dice en otro lugar: E l Reino de los cielos es sem ejante a
la levadura que tom ó una m ujer y la revolvió en tres m e­
didas de harina hasta qu e ferm en tó to d o 13. En verdad toma
una mujer levadura cuando la Iglesia ha logrado, con la ayu­
da de Dios, la fuerza del amor y la fe sobrenatural. La re­
vuelve en tres medidas de harina, hasta que fermenta todo,

11. Sal 126, 4. 13. Jn 16, 21.


12. Is 65, 14. 14. Le 13, 21.
H om ilía X III, 6-10 141

cuando sirve a la Palabra de vida en las regiones de Asia,


Europa y Africa, hasta que todos los confines de la tierra
se inflaman en amor al reino de los cielos. Señalaba que él
mismo pertenecía a los miembros de esta mujer, el que triste
interpelaba a los que se apartaban de la pureza de la fe: H i-
jitos míos, a quienes de nuevo doy a luz, hasta que Cristo
se fo r m e en vosotros15.
9. Dan fe de pertenecer a los miembros de esa mujer los
que, encendidos en el deseo del cielo, prorrumpían en ala­
banza a su Creador: En tu temor, Señor, hem os concebido
y fo rm a d o y dado a luz un espíritulb. Esta mujer, cuando da
a luz, está triste porqu e ha llegado su hora; mas, una vez
ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de su angustia, por
el gozo de h a b er dado un hom bre a l m undou, porque sin
duda la santa Iglesia, mientras en el mundo insiste en pro­
gresar en las virtudes sobrenaturales, jamás deja de ser pro­
bada por las tentaciones del mundo; pero cuando, una vez
vencida la batalla de las penalidades, llega al premio, ya no
recuerda las angustias anteriores por el gozo de la retribu­
ción que recibe. Porque no son com parables los sufrimientos
de la vida presente con aqu ella gloria venidera que se ha de
m anifestar en nosotros1718.
10. Dice: no se acuerda de su angustia, p o r el gozo de h a­
b er dado un hom bre a l m undo. En efecto, así como la mujer
se alegra cuando ha dado a luz un hombre para este mundo,
así también se alegra la Iglesia cuando el pueblo de los fieles
ha nacido para la vida futura. Y se llena del correspondiente
júbilo de ese nacimiento, por el que ha sufrido como una
parturienta, ya que se ha esforzado mucho al darle a luz y
ha gemido por él mientras estaba en el mundo. Y a nadie
debe parecer algo nuevo que se llame «recién nacido» a uno

15. Ga 4, 19. 17. Jn 16, 21.


16. Is 26, 18. 18. Rm 8, 18.
142 Beda

que ha salido de esta vida. Porque, como es costumbre decir


que ha nacido, cuando alguien que procede del vientre de
su madre sale a la luz de este mundo, con toda razón se
puede dar el mismo nombre a quien, liberado de los lazos
de la carne, es elevado a la luz eterna.
De ahí que se ha elevado a costumbre dentro de la Iglesia
que a los días en que los bienaventurados mártires o con­
fesores de Cristo se apartan de este siglo, les llamemos días
de su nacimiento y sus fiestas sean, no fúnebres, sino nata­
licias.
11. El Señor continúa exponiendo en persona la parábola
que propuso sobre la mujer: A sí pues, tam bién vosotros a h o ­
ra ciertam ente estáis tristes; pero Yo os veré de nuevo y vues­
tro corazón se alegrará y nadie os quitará vuestro g o z o 19.
Esto se entiende fácilmente en relación con los mismos
discípulos, que estuvieron tristes por la pasión y la sepultura
del Señor pero que, una vez cumplida la gloria de la resu­
rrección, se alegraron al verle de nuevo20. Y esa alegría nadie
se la quitará porque, aunque más tarde sufrieron persecu­
ciones y tormentos por el nombre de Cristo, enardecidos
por la esperanza de su resurrección y futura visión, sufrían
de buen grado todo tipo de adversidades; es más, tenían por
una gran alegría caer en las diferentes pruebas21.
12. Incluso, como está escrito, después de haber sido azo­
tados por los príncipes, se retiraban gozosos de la presencia
d el sanedrín p orqu e habían sido hallados dignos de sufrir
aqu el ultraje p o r el nom bre de Jesús22. Por tanto, nadie les
quita su alegría porque, al padecer tales sufrimientos por
Cristo, merecieron reinar para siempre con Cristo. Pero
también toda la Iglesia, a través de las dificultades y sufri­
mientos de esta vida, aspira a los eternos premios de los go-

19. Jn 16, 22. 21. Cf. St 1, 2.


20. Cf. Jn 20, 20. 22. Hch 5, 41.
Homilía X III, 10-14 143

zos celestiales, según afirma el Apóstol: es preciso qu e p or


muchas tribulaciones entrem os en el reino de D ios23.
13. En cuanto al Yo os v eré de nuevo y vuestro corazón
se alegrará, dijo os v eré, os libraré de vuestros adversarios,
os daré la corona de vencedores, os daré siempre pruebas de
que me habéis visto, con tal de que luchéis. Porque, ¿cuándo
será posible que no vea a los suyos -máxime cuando están
rodeados de dificultades-, cuando Él mismo les prometió
que estaría con ellos todos los días de este mundo2425?
Pero los torturadores, mientras los fieles morían entre
tormentos, pensaban que no contaban con el auxilio divino
y decían: ¿D ónde está su Dios25. De ahí que uno de ellos,
asediado por las tribulaciones, decía: ¡Mira, Señor, m i aflic­
ción, cóm o se ha erguido el enem igo!2*’, lo cual es decir cla­
ramente: «el enemigo perseguidor levanta su cerviz orgullo-
sa contra tus siervos; Creador omnipotente, alivíanos con
tu ayuda, da pruebas -a base de vencer y rechazar a nuestros
enemigos- de que has contemplado siempre nuestras luchas,
de que han sido de tu agrado». Por tanto, el Señor ve a sus
elegidos después de la tristeza cuando, una vez castigado el
agresor, premia su sufrimiento.
También puede interpretarse que dice: Y Yo os veré de
nuevo, como si dijera «aparezco de nuevo, para que me ve­
áis», del mismo modo que dijo a Abrahán: Ahora sé que temes
a Dios27, para significar con esas palabras: «ahora he dado a
conocer a los hombres que temes a Dios; a ellos, que hasta
ahora desconocían lo que siempre estuvo claro a mis ojos».
14. Por tanto, queridísimos, si ahora estamos afectados
por una saludable tristeza; si siguiendo la exhortación del
Apóstol, vivimos alegres en la esperanza, pacientes en la tri-

23. Hch 14, 22. 26. Lm 1, 9.


24. Cf. Mt 28, 20. 27. Gn 22, 12.
25. Sal 79, 10.
144 Beda

bulación28; si lamentamos nuestros errores y las miserias del


prójimo con el debido dolor, el Señor nos verá de nuevo;
es decir, se nos mostrará para que le veamos en el futuro,
El que entonces, al concedernos el conocimiento de su fe,
tuvo a bien que nosotros le veamos.
Nos verá para coronarnos, El que otrora nos vio para lla­
marnos. Verá, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os arre­
batará vuestro gozo, porque este es el verdadero y único pre­
mio de aquellos que se entristecen conforme a Dios: alegrarse
de su eterna contemplación. El en persona prometió cierta­
mente este premio, cuando proclamó solemnemente: B iena­
venturados los de corazón limpio porqu e ellos verán a Dios29.
15. Deseaba ardientemente esa visión el profeta, cuando
decía: Sedienta está m i alm a del Dios vivo. ¿ Cuándo vendré
y apareceré ante la fa z de Dios?20 El Apóstol se congratula
de que, junto con sus semejantes, recibirá esa visión y -
consciente de sus luchas- da fe de ella con toda confianza,
diciendo: A hora contem plam os com o a través de un espejo
y bajo un enigm a; p ero entonces, cara a cara2X.
Concédanos también a nosotros buscar con fidelidad esa
visión y conseguirla en verdad Aquel protector de quienes
luchan, remunerador de vencedores, Jesucristo, nuestro Se­
ñor, que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu
Santo, Dios por los siglos de los siglos. Amén.301

28. Rm 12, 12. 30. Sal 42, 3.


29. Mt 5, 8. 31. 1 Co 13, 12.
HOMILÍA XIV

En las letanías m ayores1


Le 11, 9-13
PL, 94, 168-174.
1. Nuestro Señor y Salvador, deseando que lleguemos al
gozo del reino celestial, de una parte nos enseñó a pedirle
ese mismo gozo, y de otra nos prometió que nos lo conce­
dería si se lo pedíamos. Dijo: P edid y se os dará; buscad y
hallaréis; llam ad y se os abrirá2. Hay que sopesar, hermanos
queridísimos, de todo corazón y a fondo qué significado
tienen para nosotros estas palabras del Señor, quien eviden­
temente asegura que el reino de los cielos lo obtendrán, lo
encontrarán, se abrirá, no a los ociosos y a los vagos, sino
a quienes piden, buscan y llaman.

1. Posiblemente desde el s. IV sión del Señor, se celebraban las


se celebraba en Roma una gran grandes rogativas. Esta costumbre
procesión rogativa el 25 de abril, fue adoptada para toda la Iglesia
fiesta de san Marcos. Esta ceremo­ por León III (795-806) y recibió
nia fue revitalizada por el papa el nombre de litaniae maiores. Por
Gregorio Magno (590-604). En tanto, si el título que encabeza esta
ella se cantaban las letanías de los homilía procede de Beda, habría
santos: litaniae maiores, siempre sido pronunciada el 25 de abril; si
en plural. De otra parte, desde me­ es posterior, podría haber tenido
diados del s. V, por iniciativa del lugar en cualquiera de esos días de
santo obispo Mamerto de Vienne, rogativas.
los tres días anteriores a la ascen­ 2. Le 11, 9.
I

146 Beda

2. Por tanto, hay que pedir la puerta del reino con ora­
ción, hay que buscarla viviendo rectamente, hay que llamar
con perseverancia. Porque no es suficiente rezar solo con
palabras, si no buscamos también diligentemente cómo de­
bemos vivir, a fin de ser dignos de conseguir lo que pedimos.
Lo asegura Aquel que advierte: N o todo aq u el que dice: Se­
ñor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que hace
la volu ntad de m i Padre celestial entrará en los cielos3. Y no
aprovecha de nada haber comenzado algo bueno, si uno no
se esfuerza en llevar hasta un fin seguro lo que bien ha co­
menzado; es más, habría sido m ejor no conocer el camino
de la justicia que, después de conocido, volverse atrás4. De
ahí que es necesario, hermanos míos, pedir asiduamente, ro­
gar sin interrupción5: D oblem os la rodilla ante Dios, llore­
mos ante el Señor que nos ha creado6.
3. Y, para merecer ser escuchados, examinemos con so­
licitud cómo quiere que vivamos, qué nos manda hacer
Aquel que nos ha creado. Busquemos al Señor y fortalez­
cámonos, busquemos siempre su rostro7. Y, para que me­
rezcamos encontrarle y verle, purifiquém onos de cuanto
m ancha la carne y el espíritu8, porque en el día de la resu­
rrección solo los de cuerpo casto podrán ser elevados hasta
el cielo, solo los de corazón limpio podrán contemplar la
gloria de la divina majestad. Llamemos a los oídos de nues­
tro piadoso Creador con un afán infatigable por la eterna
felicidad, y no desistamos de nuestro empeño hasta que, al
abrirnos El mismo, merezcamos ser liberados de la cárcel
de esta muerte y entrar por la puerta de la patria celestial.
Nadie se deje disuadir por su presunta inocencia, ninguno
prescinda de los ruegos confiando en sus actos, como si no
necesitara la misericordia del juez ecuánime.

3. Mt 7, 21. 6. Sal 95, 6.


4. 2 P 2, 21. 7. Cf. Sal 105, 4.
5. Cf. 1 Tes 5, 17. 8. 2 Co 7, 1.

É
Homilía XIV, 2-5 147

4. Más aún, aunque alguno sea consciente de haber hecho


algo bueno, puesto que no sabe con cuánto rigor será juz­
gado aún en eso, que exclame con el profeta, lleno de temor:
N o enjuicies a tu siervo, p orqu e en tu presencia no encuentra
justificación ningún viviente9; y con el santo Job: Si quisiera
justificarm e, m i boca m e condenaría; si m e mostrara inocen­
te, el Señor com probaría que soy p erverso101. Recuerde siem­
pre aquella palabra del Apóstol: Si confesam os nuestros p e ­
cados, fie l y justo es El para perdonárnoslos y lavarnos de
toda iniquidad; si dijéram os que no hem os pecado, le hace­
mos a El mentiroso y su p alabra no está en nosotrosn. Asi­
mismo, nadie desista de pedir perdón, desesperando al con­
siderar la calidad o la cantidad de sus pecados. Nadie se
retraiga de buscar la salvación, al ver la podredumbre de sus
heridas, la magnitud de su enfermedad.
5. Proporcione una gran confianza de obtener la salva­
ción el hecho de que el Creador en persona se ha dignado
convertirse en médico nuestro, llegarse encarnado hasta no­
sotros, tomar sobre sí nuestras enfermedades, para sanar
nuestras dolencias, llevarlas El en persona, para quitárnos­
las. El derramó su sangre por nosotros, ofreció su muerte
para vida nuestra. Él mostró los grandes remedios de la pe­
nitencia por las culpas de los pecadores, diciendo por boca
de su Precursor: R aza de víboras, ¿quién os ha enseñado a
huir de la ira que os a m en a z a ? H aced, pues, dignos fru tos
de pen iten cian; y poco después: E l que tiene dos túnicas,
d é a l que no tiene y el que tiene q u é comer, haga lo m ism ou.
El mismo entregó la medicina diaria de la confesión y la
intercesión mutua para nuestros errores más leves y coti­
dianos -sin los que no se puede pasar la vida-, cuando dijo
por medio del apóstol Santiago: Confesaos unos a otros

9. Sal 143, 2. 12. Le 3, 7-8.


10. Jb 9, 20. 13. Le 3, 11.
11. 1 Jn 1, 9-10.
148 Beda

vuestros pecados y orad los unos p o r los otros para que seáis
salvosl4.
6. Se complace en que se le ruegue, para que conceda,
Aquel que, por ser un donador generoso, levanta los ánimos
de los necesitados con el fin de que se le pida, al decir: Todo
a qu el que pide, recibe; y quien busca, halla; y a l que llama,
se le a b r e 15. Por tanto, no hay que dudar de que, si pedimos,
recibimos; si buscamos, encontramos; si llamamos, se nos
abrirá, porque la Verdad no puede en absoluto negar lo que
ha prometido. Pero hay que observar con vigilante atención
que no está probado a los ojos del juez interior que todos
los que a los ojos de los hombres parecen orar, de verdad
piden o buscan o llaman a la entrada del reino de los cielos.
Porque el profeta no diría: Cerca está el Señor de todos los
que en v erd ad le invocanl6, si no supiera que algunos invo­
can al Señor, pero no de verdad.
En efecto, invocan al Señor en verdad quienes con su
vida no contradicen lo que dicen en su oración; invocan al
Señor en verdad los que, antes de presentar sus oraciones,
se esfuerzan por cumplir sus mandamientos, los que cuando
van a decir en la oración: y perdónanos nuestras deudas como
tam bién nosotros perdon am os a nuestros deudores'7, antes
han cumplido su mandamiento, que dice: Y cuando os le­
vantéis p ara orar, si tenéis algo contra alguno, perdonadle,
para que tam bién vuestro Padre que está en los cielos os p e r ­
done vuestros pecados18*.
De ahí que el profeta añada a esas consideraciones: H ará
suya la voluntad de los que le temen y escuchará su oración y

14. St 5, 16. Este es un pasaje in­ 15. Le 11, 10.


teresante para la historia del sacra­ 16. Sal 145, 18.
mento de la confesión. Marca una 17. Mt 6, 12.
distinción clara entre los pecados 18. Me 11, 25. Cf. G regorio
diarios -leves- y los demás, como ya M agno , H om iliae in evangelia,
había hecho en Hom., II, 5, 11-12. II, 27, 8 (CCL 141, 235).
Homilía XIV, 5-8 149

les salvarál9. Así pues, invocan al Señor en verdad, quienes


demuestran que le temen. El escucha sus oraciones cuando
le invocan, cumple sus piadosos deseos cuando a El suspi­
ran, y una vez que hayan pasado de esta vida les coloca en
la salvación eterna.
7. Por el contrario, quienes no invocan al Señor de verdad
son aquellos a quienes Santiago critica, cuando dice: Pedís y
no recibiréis, porqu e pedís m al20. En efecto, piden mal quie­
nes, perseverando en sus pecados, piden imprudentemente
que el Señor les perdone esos mismos pecados, que ellos no
dejan de cometer. Son aquellos a los que el mismo Dios re­
prueba por boca de Isaías, cuando dice: Y cuando extendáis
las manos, yo apartaré m i vista de vosotros y, aunque mul­
tipliquéis vuestra oración, no os escucharé: vuestras manos es­
tán llenas de sangre21.
Aun así, aconsejando a éstos de qué modo pueden obtener
lo que piden, se lo muestra, añadiendo: Purificaos, lavaos,
apartad de mis ojos la m alignidad de vuestros pensamientos12.
Piden mal quienes menosprecian escuchar y poner por
obra la voz del Señor que manda; sin embargo siguen pi­
diendo a su Señor que tenga misericordia y escuche la voz
de quienes ruegan. Son aquellos a los que El mismo en el
Evangelio rechaza cuando les dice: ¿Por qué, pues, m e estáis
llam ando: Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?22 De
ellos dice también Salomón en los Proverbios: Quien cierra
sus oídos para no escuchar su Ley, su oración será execrable24.
8. Piden mal también aquellos que25 pronuncian largas
plegarias, no con vistas a los dones divinos, sino a ser ala­

19. Sal 145, 19. 25. Preferimos la versión del


20. St 4, 3. manuscrito P -cf. Introducción-,
21. Is 1, 15. que permite el paralelismo de to­
22. Is 1, 16. das las expresiones que comienzan
23. Le 6, 46. por: «Piden mal...».
24. Prov 28, 9.
150 Beda

bados por los hombres, a ejemplo de los fariseos. De ellos


reniega el mismo testigo y juez en un tono terrible porque
ya han recibido su prem iolh.
Piden mal asimismo quienes en la oración buscan los bie­
nes terrenos, más que los celestiales; cuyos ruegos el Apóstol
reprende especialmente en el mismo pasaje del que habla­
mos. Porque, tras haber dicho: Pedís y no recibiréis, porqu e
pedís m al, inmediatamente añade :p a ra satisfacer vuestras p a ­
siones17.
9. Porque no se prohíbe lo más mínimo que los ciuda­
danos de la patria celestial -que aún peregrinan en la tierra-
pidan por la paz de los tiempos, por la salud de los cuerpos,
por la profusión de los frutos, por la serenidad de la atmós­
fera, por las demás necesidades de esta vida, con tal de que
no se exagere esa petición y se pidan esas cosas solo para
que, abundando este tipo de bienes en este mundo, se pueda
tender con más libertad a los dones futuros262728.
10. No obstante, puesto que hay quienes piden de su Cre­
ador paz y prosperidad temporales, no ciertamente para obe­
decer con ánimo más devoto al Creador, sino para dedicarse
con más frecuencia a banquetes y borracheras, y servir con
más seguridad y desenfreno a la funesta concupiscencia de la
carne, es adecuado decir que esos tales piden mal. Y, dado
que quienes piden de este modo no merecen recibir -porque
piden mal-, procuremos nosotros, queridísimos, de una parte
pedir bien, y de otra vivir de modo que seamos dignos de
obtener lo que pedimos. Eso ocurre, si buscamos en la ora­
ción lo que el Señor ha mandado, si acudimos a la oración
siendo tal como el Señor nos ha enseñado a ser y si insistimos
en nuestras peticiones, hasta que las consigamos.

26. Mt 6, 5. miliae in evangelia, II, 27, 6-7


27. St 4, 3. (CCL 141, 234-235).
28. Cf. G regorio Magno, Ho-
Homilía XIV, 8-12 151

Y si deseamos saber qué es lo que Él quiere que pidamos,


escuchemos aquello del Evangelio: Buscad prim ero el reino
de Dios y su justicia, y todo lo dem ás se os dará p o r añadi-
dura2<>.Y buscar el reino de Dios y su justicia consiste en
desear los dones de la patria celestial y buscar sin cansancio
con qué méritos virtuosos se debe llegar a ellos, no vaya a
ser que, apartándonos del camino que lleva allí, apenas se­
amos capaces de llegar a donde pretendemos. Y si medita­
mos con cuidado las palabras de nuestro Señor y Salvador
con las que, a partir del ejemplo de los padres de la tierra,
nos exhorta a rogar a Dios Padre, enseguida nos damos
cuenta de qué tipo es la justicia que nos abre el camino del
reino celestial.
11. Dice: ¿Quién de vosotros pid e a su p ad re un pan y
este le da una p ied r a ? O si p id e un pez, ¿acaso le dará en
vez de un p ez una serpiente? ¿O si pide un huevo, acaso le
tenderá un escorpión? Esta comparación es clara y facilísima
de entender para todos los oyentes porque, si un hombre
mortal, frágil y cargado aún con el pecado en su carne, no
se niega a dar a sus queridos hijos sus bienes -por más te­
rrenos y frágiles que sean-, cuando se los piden, mucho más
el Padre celestial concederá desde el cielo dones duraderos
a los que se los piden con temor y amor hacia Él.
12. Pero, según una interpretación alegórica, el pan sig­
nifica el amor porque, así como el pan es el alimento prin­
cipal, de manera que sin él la mesa parece que es pobre, de
ese mismo modo el amor es la principal virtud, de manera
que sin ella las demás virtudes sobrenaturales no parecen ser
tales, porque indudablemente el bien que se hace, solo se
perfecciona en el amor. De ahí que el Apóstol dice30 que si
hablara en todo tipo de lenguas de hombres y de ángeles,

29. Mt 6, 33. 30. Cf. 1 Co 13, 1-3.


152 Be da

y si tuviera el don de profecía, y conociera todos los mis­


terios y toda la ciencia, y si tuviera toda la fe hasta el punto
de trasladar los montes, y si distribuyera todos sus bienes
para alimentar a los pobres, y si entregara su cuerpo a las
llamas, si no tuviera caridad, no le serviría de nada.
13. La verdadera caridad es aquella que nos manda, de
una parte amar al Señor con todo el corazón, toda el alma,
toda la fuerza, y de otra al prójimo como a nosotros mis­
mos3132. Y todo hombre perfecto debe consagrar su benevo­
lencia no solo a los próximos y amigos, sino también a los
enemigos, según lo que dice el Señor: A m ad a vuestros ene­
migos, h aced el hien a quienes os odian. O rad p o r los que
os persiguen y los que os calumnian, p ara que seáis hijos de
vuestro Padre que está en los cielos31.
14. El pez simboliza la verdadera fe33. Y como el pez na­
ce, vive y se alimenta rodeado de agua, así también la fe -
que está en Dios, que busca las alegrías de la otra vida a
través de los disgustos y desgracias presentes- nace de una
manera invisible en el corazón, se consagra con la gracia in­
visible del Espíritu a través del agua bautismal y se alimenta
para que no decaiga con el auxilio invisible de la divina pro­
tección con la perspectiva de los premios invisibles. Y esa
fe opera todo el bien del que es capaz, recordando aquello
del Apóstol: que lo que se ve es transitorio, mas lo que no
se ve es eterno34. Podemos también decir esto: que el pez es
un símbolo de la fe en el sentido de que, como aquel es gol­
peado por las frecuentes olas del mar, pero no es destruido,
así la fe firme, aunque sea asaltada por todo tipo de ase­
chanzas por parte del mundo, permanece impertérrita e in­
cluso sale fortalecida de la lucha con la ayuda de Aquel que,
cuando envió a sus discípulos para que predicaran los dones

31. Cf. Me 12, 30-31. 33. Cf. 1 Tm 1, 5.


32. Mt 5, 44-45. 34. 2 Co 4, 18.
Homilía XIV, 12-17 153

de esa misma fe, les dijo: En el m undo tendréis tribulaciones,


pero ten ed confianza: Yo he vencido a l m undo35.
15. Ciertamente el huevo simboliza la certeza de nuestra
esperanza, porque en el huevo todavía no se ve el feto, sino
que se espera el nacimiento del ave futura. También los fieles
no contemplan aún en el presente la gloria de la patria ce­
lestial en la que creen, sino que alimentan la esperanza de
la gloria futura. De ahí que dice el Apóstol: Y si esperam os
lo que no vemos, lo aguardam os con paciencia36.
16. Estos son, por tanto, hermanos queridísimos, los bie­
nes que principalmente debemos pedir a Dios; esta es la jus­
ticia del reino de Dios, que debemos pedir ante todo: esto
es, la fe, la esperanza y la caridad; porque, como está escrito:
El justo vive de la f e 3738', y a los que esperan en el Señor les
rodea su m isericordia3S. Asimismo, el am or es la plenitud de
la L ey 39, porqu e toda la Ley se cumple en este precepto: a m a ­
rás a tu prójim o com o a ti m ism o40, e insiste: el am or a l p ró ­
jim o no obra el m al41.
Por tanto, si buscamos del Señor con devoción piadosa
la gracia del amor, si le decimos desde lo íntimo del corazón:
danos hoy nuestro pan de cada día41, no debemos abrigar
ningún temor de que El vaya a permitir que nuestro corazón
se endurezca con el odio. En efecto, insinúa esta dureza la
imagen de la piedra, cuando dice: ¿ Quién de vosotros pide
a su p ad re un pan y este le da una piedra?43
17. No hay que temer que, si pedimos la fortaleza de la
fe para luchar contra las tentaciones del enemigo antiguo,
pidiendo de todo corazón: Señor, aum éntanos la f e 44, el Se­

35. Jn 16, 33. 40. Ga 5, 14.


36. Rm 8, 25. 41. Rm 13, 10,
37. Rm 1, 17; cf. Ga 3, 11. 42. Le 11, 3.
38. Sal 32, 10. 43. Mt 7, 9.
39. Rm 13, 10. 44. Le 17, 5.
154 Beda

ñor vaya a permitir que perezcamos por el veneno de la in­


fidelidad. Con razón se expresa con el nombre de «serpien­
te» el virus de la infidelidad que por ella fue trasmitido al
género humano, cuando se dice: O si p id e un p e z , ¿acaso le
dará en vez de un p ez una serpiente?45 No hay que temer
que, si pedimos al Señor la esperanza en los dones celestia­
les, por la cual estamos en condiciones de despreciar tanto
las adversidades como las alegrías presentes, El aparte sus
oídos y permita que miremos hacia atrás desesperando del
porvenir: es decir, que busquemos lo que hemos dejado
atrás, o sea los placeres venenosos del siglo decadente.
18. Porque con razón se compara la perniciosa mutación
de un buen propósito y la recaída en la concupiscencia car­
nal con el veneno que lleva atrás -en la cola- el escorpión,
cuando se dice: ¿ O si p id e un hu evo, acaso le tenderá un es­
corpión?^ Así pues, queridísimos, pidamos al Señor que con­
cretamente nos conceda el alimento nuevo de la caridad pu­
ra, la fe sincera, la esperanza firme, con el fin de que nos
quite la dureza de los odios, el virus de la perfidia, el aguijón
de la desesperanza, que de ordinario nos hace volver a las
cosas caducas; y así, sin ninguna duda, recibiremos lo que
pedimos. Porque el apóstol Juan dice con voz sincera que
todo lo que pidam os que concuerde con su voluntad, E l nos
escucha*7.
19. Pero el Señor en persona nos da una gran confianza
en que conseguiremos lo que pedimos de forma correcta,
cuando añade: Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar b u e­
nas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que
está en los cielos dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?4S
Y llama malos a los discípulos -que ciertamente eran buenos
por lo que respecta al juicio humano-, porque indudable-478

45. Le 7, 10. 47. 1 Jn 5, 14.


46. Le 11, 12. 48. Le 11, 13.
Homilía XIV, 17-21 155

mente no hay nadie en esta vida que sea capaz de estar in­
mune de todo pecado, como afirma Salomón: Porque no hay
hom bre justo en la tierra que haga el bien y no p eq u ew.
De ahí que, en su Providencia, el Señor, que ante los
grandes delitos de los pecadores enseña medidas aún más
poderosas de penitencia, muestra que se deben curar con
ejercicios cotidianos de oración los errores cotidianos de los
elegidos, producidos ante todo con la palabra o el pensa­
miento. El nos mandó, entre otras cosas, rezar así: y p erd ó ­
nanos nuestras deudas com o tam bién nosotros perdon am os a
nuestros deudores4950.
20. O seguramente llama malos a los discípulos porque,
en comparación con la divina bondad, está comprobado que
toda criatura es mala51, cuando el Señor dice: N o hay nadie
bueno, sino solo D ios52; en este sentido, se entiende que la
criatura racional solo puede hacerse buena por participación
en esa bondad de Dios. De ahí que también el Señor testi­
monia, con una promesa llena de piedad, que el Padre ce­
lestial dará el Espíritu Santo a los que se lo p id en , para mos­
trar con claridad que, quienes por sí mismos son malos,
pueden convertirse en buenos, una vez recibida la gracia del
Espíritu Santo. El Padre promete dar el Espíritu Santo a
quienes lo piden porque, ya deseemos conseguir la fe, la es­
peranza, la caridad, o cualquier otro don celestial, no se nos
concederán, sino como don del Espíritu Santo.
21. De ahí también que en Isaías el mismo Espíritu sea
llamado de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y de
fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor
de Dios53; y en otro pasaje, Espíritu de amor y de paz54, Es­

49. Qo 7, 21. 52. Me 10, 18.


50. Mt 6, 12. 53. Cf. Is 11, 2-3.
51. Cf. J erónimo , Comm. in 54. Cf. 2 Co 13, 21.
Mat., I, 7, 11 (CCL 77, 42-43).
156 Beda

píritu de gracia y de súplicas55. Porque indudablemente lo que


tenemos de verdaderamente bueno, lo que hacemos bien, lo
recibimos por concesión de ese mismo Espíritu. El Profeta -
consciente de todo esto-, cuando busca la pureza de corazón,
diciendo: Dios, crea en m í un corazón puro, añade a conti­
nuación: Renueva un espíritu puro en mis entrañas56.
Porque si el Espíritu puro del Señor no llena nuestro in­
terior, nuestro corazón no tiene ninguna fuente en que pu­
rificarse. Cuando, deseando progresar en las buenas obras,
exclama: Señor, en ti m e he refugiado; enséñam e a hacer tu
voluntad, enseguida muestra de qué modo debería conse­
guir ese objetivo: tu Santo Espíritu m e conducirá a l camino
ad ecu ad o57.
22. Hermanos queridísimos, sigamos a nuestro nivel los
pasos del profeta y pidamos a Dios Padre que nos inspire
la gracia de su Espíritu hacia la recta fe que actúa por medio
del amor58. Y para que merezcamos conseguir lo que dese­
amos, luchemos por vivir de tal manera que no seamos in­
dignos de un Padre tan grande, sino que más bien conser­
vemos con un corazón y una mente siempre enteros el
misterio de la regeneración, por el que nos convertimos en
Hijos de Dios en el bautismo. Porque es cierto que, si se­
guimos los mandamientos del Padre supremo, nos remune­
rará con la heredad de la bienaventuranza eterna, que nos
preparó antes del tiempo por medio de Jesucristo, nuestro
Señor, que vive y reina con El, Dios en la unidad del Espíritu
Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

55. Cf. Za 12, 10. 57. Sal 143, 9-10.


56. Sal 51, 12. 58. Cí. Ga 5, 6.
HOMILÍA XV

En la Ascensión del Señor


Le 24, 44-53
PL 94, 174-181
1. Cuando iba a subir al Cielo el Señor, se ocupó en primer
lugar de instruir a los discípulos diligentemente acerca del
misterio de la fe en El, para que la predicaran a todo el mun­
do, con tanta más seguridad, cuanto que la habían escuchado
de la misma boca de la Verdad y sabían que había sido ya
prefigurada antaño por boca de los profetas. Pues, al apare-
cérseles después del triunfo de la resurrección -según lo que
acabamos de escuchar en la lectura del evangelio-, dijo: Esto
es lo que os decía, cuando estaba aún con vosotros1-, esto es,
cuando tenía aún un cuerpo corruptible y mortal, semejante
al vuestro: que es necesario que se cumpla todo cuanto está
escrito de m í en la Ley de Moisés, y en los profetas y en los
salmos.
2. Dice que se han cumplido en El los misterios que ha­
bían predicho Moisés, los profetas y el salmista. De ahí se
desprende con claridad que la Iglesia es una en todos sus
santos, una misma la fe de todos los elegidos -a saber, los
anteriores y los posteriores a su venida carnal-, porque in­
dudablemente, así como nosotros nos salvamos por la fe en

1. Le 24, 44.
158 Beda

su encarnación, pasión y resurrección ya realizadas, así ellos


-creyendo con absoluta firmeza en esa misma encarnación,
pasión y resurrección- esperaban ser salvados por el mismo
autor de la vida2. Esto lo simbolizan bien aquellos dos hom­
bres que traían al pueblo que esperaba en el desierto, en un
varal, un racimo de uva de la tierra prometida3.
3. Efectivamente, el racimo colgado del varal es el Señor
elevado en la Cruz, que dice: Yo soy la verdadera vid4; y
en otro contexto, tendiendo la copa de vino a los discípulos:
Este es el cáliz -d ijo -, el nuevo testamento en mi sangre,
que será derram ada p o r vosotros5. De él dice la Iglesia: Un
ram ito de mirra es m i am ado para m íb. Y así como los dos
hombres llevan el racimo en el varal para, por medio de él,
mostrar al pueblo la fecundidad de la tierra prometida, así
también los predicadores de uno y otro Testamento, que
han degustado por Revelación divina la gloria de la patria
celestial, no cesan de señalar a los pueblos el mismo misterio
de su pasión, a fin de que, por medio de él, se pueda intuir
cuán grandes premios concederá a los fieles en los cielos el
que envió a su H ijo unigénito a la tierra, para que padeciera
por su salvación.
4. En cuanto a los dos que llevaban el racimo, podían
ciertamente transportarle, pero no podían entender de modo
similar a nosotros su sentido. Esto significa indudablemente
lo que el Salvador en persona dice a los discípulos, ya glo­
rificados por la gracia de su visión: Dichosos los ojos que
ven lo que vosotros veis. Porque os digo que muchos profetas
y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no vieron, y es­
cuchar lo que vosotros oís y no lo oyeron7. O también aquello

2. Cf. Gregorio Magno, Homi- 4. Jn 15, 1.


liae in H iezechihelem prof., 5, 2 5. Le 22, 20.
(CCL 142, 276). 6. Ct 1, 13.
3. Cf. Nm 13, 23. 7. Le 10, 23-24.
H om ilía XV, 4-6 159

de que el único y mismo triunfo de la cruz del Señor lo ha­


bían conocido y lo predicaron los profetas y Moisés antes
que los apóstoles, pero mientras los profetas lo predicaban
algunas veces con palabras figuradas y veladas, los apóstoles
y los sucesores de los apóstoles lo hacían siempre abierta­
mente, encendida la luz del Evangelio, hasta tal punto que
en la actualidad todo el pueblo cristiano debe saber y con­
fesar la fe que antaño conocían solo unos pocos y más per­
fectos, por más que todo el pueblo de Dios -incluso enton­
ces- transportara los misterios de la misma fe de un modo
típico en las ceremonias legales.
5. Por eso aquí se dice que el Señor -una vez consumados
los sacramentos de su encarnación- abrió a los discípulos la
inteligencia8, con el fin de que comprendieran las Escrituras.
Ciertamente les abrió la inteligencia para que ellos mismos
pudieran entender y transmitir a los creyentes lo que tenían
obligación de entender, lo que los profetas dijeron de un
modo velado. Les abrió la inteligencia para que compren­
dieran que todo lo que El en persona hizo o enseñó, eso
mismo habían predicho los profetas que habría de hacer y
de enseñar.
6. Continúa: Y les dijo: A sí estaba ya escrito, y a sí era
necesario que el Cristo padeciese y que resucitase de entre
los muertos a l tercer día y que en nom bre suyo se predicase
la penitencia y el perdón de los pecados a todas las gentes,
em pezando p o r Jeru salén 9. Ya antaño, como hemos dicho,
la fe de los profetas y de los patriarcas conocía el nombre
de Cristo, incluso antes de su pasión y resurrección. Así lo
atestigua Pedro, quien hablando de estos temas, dice: Pero
creem os que p o r la gracia d el Señor Jesús somos salvados,
igual que ellos'0. Y una vez consumada la pasión y resurrec-

8. Cf. Le 24, 25. 10. Hch 15, 11.


9. Le 24, 46-47.
160 Beda

ción, así como también su ascensión a los cielos, se predica


aún con más amplitud y claridad la fe en el nombre de ese
mismo, no solo a los sucesores de ese pueblo -es decir, del
judío-, sino que se revela a las naciones extranjeras con la
misma misericordia por parte de Dios.
7. Por consiguiente, era necesario que Cristo viniera en
carne humana para padecer y resucitar, porque el género hu­
mano apenas podía ser conducido de la muerte a la vida y
rescatado a la esperanza en la resurrección, sino por medio
de la encarnación, pasión y resurrección del mismo Cristo.
Y es justo que la predicación de la penitencia y el perdón
de los pecados, por medio de la confesión del nombre de
Cristo, comience en Jerusalén, para que allí donde se con­
suma la magnificencia de su doctrina y sus milagros, el
triunfo de su pasión, el gozo completo de su resurrección
y ascensión, precisamente allí surja el primer retoño de la
fe en El y se abra el primer surco de la Iglesia naciente a la
manera de una gran viña que, a partir de ahí -multiplicada
la semilla de la Palabra- extendería las ramas de su doctrina
por todos los confines del mundo.
De ese modo se cumpliría la profecía de Isaías, que dijo
que de Sion saldrá la Ley y de Jerusalén la P alabra de Dios;
y ju zgará a las gentes y será el árbitro de numerosos pue-
blosu.
8. Y está bien que tenga comienzo en Jerusalén la predi­
cación de la penitencia y el perdón de los pecados que habían
de ser anunciados a pueblos idólatras y manchados de múlti­
ples vicios, para que ninguno pudiera abrigar dudas —concre­
tamente, alguien temeroso de poder conseguir el perdón des­
pués de haber puesto por obra frutos dignos de penitencia12-
por culpa de la magnitud de sus pecados, cuando hay cons­

11. Is 2, 3-4. 12. Cf. Mt 3, 8; Le 3, 8.


H om ilía XV, 6-10 161

tancia de que precisamente en Jerusalén se había perdonado a


quienes ultrajaron y crucificaron al Hijo de Dios.
9. Y vosotros -d ice - sois testigos de esto. Y yo voy a en­
viar sobre vosotros a l que m i Padre ha p rom etid o13. Llama
prometido del Padre al don del Espíritu Santo, del que tam­
bién en el evangelio de Juan les había dicho muchas cosas
antes de su pasión. Entre ellas está aquello de: Y cuando vi­
niere el Consolador, el Espíritu de v erd ad a quien Yo os en­
vío d el Padre, que procede d el Padre, E l dará testimonio de
mí. Y tam bién vosotros daréis testim onioH. Y en los Hechos
de los Apóstoles: Y les m andó que no se alejaran de Je r u ­
salén, sino que esperasen el cumplim iento de la prom esa del
Padre, la cual - dijo- oísteis de m i boca: que tam bién Ju an
bau tizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Es­
píritu Santo'5.
10. De la espera a esta promesa se habla aquí, cuando se
dice: Y vosotros perm an eced en la ciudad, hasta que seáis
revestidos de la forta lez a de lo alto'b. Así les promete la for­
taleza que vendrá de lo alto, porque -aunque también antes
contaban con el Espíritu Santo— lo sintieron con más ple­
nitud, cuando Jesús subió a los cielos. En efecto, también
antes de su pasión, por el poder del Espíritu Santo, arroja­
ban muchos demonios, sanaban muchos enfermos, predica­
ban la palabra de vida a quienes podían1718; pero, al resucitar
el Señor de entre los muertos, fueron renovados de manera
especial por la gracia del mismo Espíritu cuando, como tam­
bién Juan escribe: Les alentó y les dijo: R ecibid el Espíritu
Santo: a quienes les perdonéis los pecados, les serán perdo-
n adosls.

13. Le 24, 48-49. 17. Cf. Mt 10, 1; Me 3, 15; Le


14. Jn 15, 26-27. 9, 1- 2 . 6.
15. Hch 1, 4-5. 18. Jn 20, 22-23.
16. Le 24, 49.
162 Beda

Mas, fueron revestidos de una mayor fuerza suya, desde


lo alto, cuando diez días después de la ascensión del Señor,
recibieron el Espíritu en forma de lenguas de fuego19 y por
El fueron inflamados de una tal confianza en su poder, que
ningún temor a los príncipes pudo impedir que hablaran a
todos en el nombre de Jesús2021.
11. Después los condujo afuera, cam ino de Betania, y le­
vantando las manos los ben dijo21. Dado que nuestro Reden­
tor se encarnó para perdonar los pecados, levantar el castigo
de la primera maldición y entregar la herencia de su bendi­
ción perpetua a los creyentes, es razonable que concluyera
todas sus obras en el mundo con palabras de bendición,
mostrando que El mismo era Aquel de quien se había dicho:
H e a q u í que dará su bendición el que dio la L ey12. Y es ló­
gico que saque a los que iba a bendecir en dirección a Be­
tania porque esta palabra significa «casa de obediencia»23, ya
que es indudable que el desprecio y la soberbia merecieron
una maldición, la obediencia una bendición.
12. Porque el Señor en persona, para restituir al mundo
la gracia de la bendición que había perdido, se hizo obediente
al Padre hasta la muerte24, y solo a aquellos que en la santa
Iglesia se ocupan de someterse a los preceptos sagrados se
les concede la bendición de la vida celestial. Y no hay que
pasar por alto que se cuenta que Betania está situada a un
costado del monte de los Olivos. Y así como Betania es sím­
bolo de la Iglesia, obediente a los mandamientos divinos, así
también el monte de los Olivos -de una manera mucho más
adecuada- representa a la persona de nuestro Redentor que,
al encarnarse, sobrepasa a todos los santos -que son simples

19. Cf. Hch 2, 2-3. 23. Cf. JERÓNIMO, Nomina he-


20. Cf. Hch 4, 18-21. braica (CCL 72, 135).
21. Le 24, 50. 24. Cf. Flp 2, 8.
22. Sal 84, 8.
H om ilía XV, 10-14 163

hombres- por la altura de su dignidad y por la gracia de su


virtud espiritual.
13. Por eso también se le canta en los salmos que te ungió
Dios, el Dios tuyo con óleo de alegría p o r encim a de los que
son igual a ti25. Y El mismo -com o también atestigua la lec­
tura del santo Evangelio de hoy- prometió el don de esa
misma unción santa a sus iguales -es decir, a los fieles- y
envió lo que había prometido no mucho tiempo después,
como sabemos26. Y, si es agradable escuchar cómo la «casa
de la obediencia» -es decir, la Iglesia santa- está construida
a un costado del monte de los Olivos, leamos el evangelio
de Juan donde, una vez consumada su pasión en la cruz,
uno de los soldados atravesó su costado y a l instante salió
sangre y agua27. Efectivamente, estos son los sacramentos de
los que surge y se alimenta la Iglesia en Cristo28: o sea, el
agua del bautismo, con la que se purifica de los pecados, y
la sangre del cáliz del Señor, con la que es fortalecida en sus
dones.
La Iglesia, por el hecho de que también es ungida con el
crisma del Espíritu Santo para que pueda completarse en el
día de la redención, es llamada con razón «monte de los
Olivos», monte en cuyo costado está situada la ciudad santa,
en el que se da la gracia de la bendición.
14. Y ocurrió -d ice - que mientras los bendecía se iba se­
paran do de ellos y era elevado a l cielo29. Hay que advertir
que el Salvador asciende a los cielos después de dar la ben­
dición a los discípulos y al mismo tiempo debe recordarse
que -com o leemos en los H echos de los A póstoles-, mientras
ellos contemplaban su ascensión, se les aparecieron unos án-

25. Sal 45, 8. han., IX, 10 (CCL 36, 96-97);


26. Cf. Hch 2, 2-4. Idem., C XX, 2 (CCL 36, 661).
27. Jn 19, 34. 29. Le 24. 51.
28. Cf. A gustín , Tract. in Io-
164 Beda

geles que les dijeron: Vendrá así com o le habéis visto m ar­
char a l cielo30.
También hay que trabajar con toda urgencia para que,
del mismo modo que el Señor bajará para juzgar en la misma
forma y sustancia carnal con la que subió, así también el
que se alejó bendiciendo a los Apóstoles, nos encuentre dig­
nos de su bendición cuando vuelva y nos haga partícipes de
la suerte de aquellos a quienes, por estar situados a su de­
recha, dirá: Venid, benditos de m i Padre, recibid el reino31.
15. Y ellos, habién dole adorado, regresaron a Jerusalén
con gran jú bilo y estaban de continuo en el templo, alaban do
y bendiciendo a D ios32. Hermanos queridísimos: siempre,
pero sobre todo en este lugar, es necesario que nos acorde­
mos de la palabra del Señor con la que -com o acabamos de
relatar hace un momento- dice, al conceder la gloria a los
discípulos: Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis33.
Porque, ¿quién puede decir, quién puede imaginar de una
manera adecuada con qué devota compunción volvieron a
la tierra sus ojos -con los que habían visto que volvía a la
sede de la luz paterna el mismo Rey del cielo al que ado­
raban, una vez vencida la mortalidad que había asumido-,
qué dulces lágrimas derramaron, enardecidos por tan gran
esperanza y alegría por penetrar en la patria celestial, allí
donde contemplaban que su Dios y Señor elevaba una parte
de su naturaleza34?
16. Así pues, con razón, fortalecidos por tal espectáculo
-tras haber adorado el lugar donde se posaron sus pies35, tras
haber regado con lágrimas las huellas que recientemente ha­
bía dejado marcadas-, volvieron inmediatamente a Jerusalén,

30. Hch 1, 11. con sus ojos cómo subía al ciclo una
31. Mt 25, 34. parte de su naturaleza humana: el
32. Le 24, 52-53. cuerpo.
33. Le 10, 23. 35. Cf. Sal 132, 7.
34. Los apóstoles contemplaron
H om ilía XV, 14-17 165

donde se les había mandado esperar la llegada del Espíritu


Santo. Y, para hacerse dignos de las promesas celestiales, per­
manecían siempre en el templo, alabando y bendiciendo a
Dios, con la firme certeza de que solo son dignos de ver al
Espíritu Santo -y de que habite en ellos- los corazones a los
que ve frecuentando el lugar de oración y dedicándose a ala­
bar y bendecir a Dios. Por eso en los Hechos se lee a pro­
pósito de los Apóstoles: Todos ellos perseveraban unánim e­
m ente en la oración3637.
17. Este es para nosotros un testimonio de actividad
apostólica a imitar con asiduidad: a saber, que quienes te­
nemos las promesas celestiales, quienes tenemos orden de
pedir con constancia por la obtención de esas promesas, de
una parte nos reunamos todos para orar, y de otra perseve­
remos en la oración al Señor con devoción unánime. Y no
se debe dudar de que, al vernos orar así, el Creador -lleno
de piedad- se dignará prestarnos oídos e infundir también
en nuestros corazones la gracia de su Espíritu. Eso hará asi­
mismo dichosos a nuestros ojos, aunque no en la medida
de los ojos de los Apóstoles, que merecieron ver al Señor
viviendo en este mundo, enseñar y hacer milagros, y -tras
el triunfo sobre la muerte- resucitar y regresar a los cielos;
pero sí ciertamente como los ojos del apóstol Tomás, de los
cuales el Señor dice: Porque m e has visto, has creído; dicho­
sos los que no vieron y creyeron^7.
Así pues, a todos los creyentes -tanto a los que al nacer
precedieron al tiempo de su encarnación, como a quienes le
vieron encarnado, como a nosotros que hemos creído des-
puésde su ascensión- es común aquella promesa llena de
piedad en la que se dice: Bienaventurados los limpios de co­
razón porqu e ellos verán a D iosiS.

36. Hch 1, 14. 38. Mt 5, 8.


37. Jn 20, 29.
166 Beda

18. Hemos recorrido en nuestra exposición, en la medida


de nuestras posibilidades, estos aspectos de la lectura del
Evangelio. Pero, puesto que en ella hemos escuchado que
se abrió a los discípulos la inteligencia para que compren­
dieran el sentido de las Escrituras, es oportuno recordar al­
gunos puntos de esos mismos escritos de los profetas y
abundar y ponderar con palabras el gozo de la solemnidad
evangélica y los vaticinios proféticos.
De esta solemnidad habla el salmista: Sube Dios entre v o ­
ces jubilosas, el Señor a la voz de la trom peta^. Sube cier­
tamente entre voces jubilosas, porque se dirige al cielo en
medio de la alegría de los discípulos ante la gloria de su ele­
vación. Y también asciende a la voz de la trompeta, porque
entra en la sede del reino celestial, mientras los ángeles pro­
claman su regreso para juzgar a los vivos y a los muertos.
19. El mismo salmista, en otro lugar, habla de la manera
en que ascendió Dios, que siempre y por doquier, de un
lugar a otro, está presente y no cambia: El que p on e en las
nubes su carro, el que camina sobre las alas de los vientos3940.
En efecto, llama nube a la sustancia de la fragilidad humana,
de la que se invistió el sol de justicia41, con el fin de que los
hombres pudieran sostener su vista42. Por eso dice Isaías: H e
a q u í que el Señor m ontará sobre una nube ligera y entrará
en Egipto y ante su presencia se conturbarán los ídolos de
Egipto43. El Señor montó ciertamente sobre una nube ligera
para, después de entrar en Egipto, echar por tierra los ídolos,
porque el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros44, por­
que tomó un cuerpo limpio de toda mancha de iniquidad,
con el que al entrar en el mundo destruiría el culto a la ido-

39. Sal 47, 6. en sentido espiritual {entender), si­


40. Sal 104, 3. no incluso sensitivo {percibir). Cf.
41. Cf. MI 4, 2. supra Hom., I, 3, 22.
42. El verbo que utiliza Beda, 43. Is 19, 1.
ferre, hay que traducirlo no solo 44. Jn 1, 14.
H om ilía XV, 18-21 167

latría y descubriría la verdadera luz de la Divinidad ante los


corazones negros y llenos de tinieblas de los gentiles45.
20. Mediante esta nube de la naturaleza humana quiso ve­
nir de un lugar a otro Aquel que no se circunscribe a un
lugar y también padecer en ella afrentas, azotes y muerte el
que permanece siempre invisible en su Divinidad. En esa nu­
be subió al cielo, coronado con el poder de su resurrección,
el que llena el cielo y esta tierra con el poder de su Divinidad.
Esta nube le ha transportado sobre las alas de los vientos
cuando, tomada de la tierra -alzándola, no solo sobre todos
los espacios del aire, sino también por encima de todas las
regiones celestiales-, la colocó a la diestra de la majestad del
Padre. De esta elevada gloria de su Humanidad dice también
Amos: El que ha construido en el cielo altas m oradas y ha
establecido su prom esa sobre la tierra46.
21. Efectivamente, ha construido su ascensión al cielo el
que personalmente creó para sí un cuerpo y un alma en la
que podría subir al cielo. Pero fundó su promesa sobre la
tierra, porque -después de enviar desde arriba su Espíritu-
colmó todos los confines de la tierra con la gracia de su fe,
como había prometido.
El salmista, previendo ya en su espíritu esta gracia de la
promesa que había de venir y deseando que llegara cuanto
antes, dice: M uéstrate excelso, oh Dios, sobre los cielos, brille
tu gloria sobre la tierra entera47. Con eso expresa abierta­
mente que, antes de que nuestro Redentor, asumida la carne
mortal, destruyera el reino de la muerte, Dios era solo co­
nocido en Ju d ea, en Israel es grande su n om bre48; pero, cuan­
do el Dios hombre, resucitando de entre los muertos, pe­

45. Cf. JERÓNIMO, Nomina he- 46. Am 9, 6.


braica (CCL 72, 143), donde in- 47. Sal 57, 6.
terpreta la palabra Egipto por «ti- 48. Sal 76, 2.
nieblas».
168 Beda

netró en lo más alto del cielo, ya la gloria de su nombre se


predica y se cree en todo el orbe de la tierra.
22. Pero los profetas predicaron -n o solo con palabras,
sino con hechos- el misterio de esa misma ascensión del Se­
ñor. Porque el hombre de la séptima generación a partir de
Adán, Enoc49, que fue arrebatado de este mundo, y Elias,
que fue elevado al cielo por los aires50, dan testimonio de
que el Señor ascendería sobre todos los cielos. Y ciertamente
Enoc -precisamente por ser el séptimo descendiente a partir
de Adán- prefigura que el Señor no sería concebido y nacería
según el orden habitual de la naturaleza mortal, sino por la
fuerza del Espíritu Santo; que en El reposaría de un modo
singular toda la gracia que el profeta llama septiforme51; que
El en persona bautizaría en el Espíritu Santo52 y que conce­
dería a los creyentes los dones de ese mismo Espíritu.
23. En el dato de que vivió entre los hombres trescientos
sesenta y cinco años -que es el número de los días del año
solar- antes de ser arrebatado53, simbolizó la futura perma­
nencia encarnada de Aquel que -al ir a ascender a los cie­
los- mostró que El era la única luz del mundo, cuando afir­
mó: Yo soy la luz del m undo; el que m e sigue no anda en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vidaM.
Por eso el profeta le llama sol de justicia5455, porque Él sin
ninguna duda se ha dignado iluminar todas las partes del
mundo, desde el oriente hasta el ocaso56, de norte a sur, con
la gracia de la fe y la verdad. Ciertamente el hecho de que
Enoc traducido significa «dedicación»57, quiere decir que
Aquel que -tras resucitar de entre los muertos- asciende al
cielo, da también ahora una prenda de su Espíritu para con-

49. Cf. Gn 5, 18-19, 54. Jn 8, 12.


50. Cf. 2 R 2, 11. 55. Cf. MI 4, 2.
51. Cf. Is 11, 2-3. 56. Cf. Sal 50, 1.
52. Cf. Mt 3, 11. 57. Cf. JERÓNIMO, Nomina h e­
53. Cf. Gn 5, 23. braica (CCL 72, 65).
H om ilía XV, 21-25 169

sagrar los corazones de los fieles y, en el futuro, introduce


perfectamente a la Iglesia de todos los continentes en la ale­
gría de la resurrección y de la celebración eterna.
24. Elias, por su parte, adelanta la figura de esta festividad
del Señor con una maravilla aún más espectacular. Porque,
cuando llegó el momento en que iba a ser arrebatado del
mundo, se llegó hasta el Jordán58 con su discípulo Elíseo y
-desplegada su capa- golpeó las aguas, que se dividieron, y
ambos pasaron a pie enjuto. Y le dijo a Elíseo: Pide lo que
quieras que te haga antes de que sea separado de ti. Y Elíseo
le dijo: Pido que se duplique en m í tu espíritu. Y, mientras
avanzaban departiendo, he aquí que Elias fue arrebatado de
repente en un carro de fuego y, con palabras de la Escritura,
ascendió casi hasta el cielo59. Con esta elevación se significa
que Elias no subió al mismo cielo que nuestro Señor, sino
que fue elevado a lo alto de este aire nuestro y después tras­
ladado de un modo invisible al gozo del Paraíso. Y Eliseo
tomó el manto que se le había caído a Elias y, llegándose
hasta el Jordán, golpeó con él las aguas y, tras invocar al
Dios de Elias, las dividió y las atravesó.
25. Por tanto, hermanos míos, note vuestra comunidad
qué armoniosamente concuerda el símbolo con la verdad.
Llegó Elias al Jordán y -desprendiéndose de su palio- golpeó
las aguas y las partió en dos. Llegó el Señor al río de la muer­
te, en el que el género humano yacía sumergido y -despren­
diéndose temporalmente del hábito de la carne que había
asumido-, al morir, batió a la muerte y, al resucitar, nos abrió
el camino de la vida.
Efectivamente con razón se expresa a través del Jordán
la fluidez y precariedad de nuestra calidad de mortales; por­
que, de una parte Jordán en latín se traduce por «descenso»60

58. Cí. 4 R 2, 6-11. 60. Cf. J , Nomina h e­


e r ó n im o

59. 4 R 2, 8-14. braica (CCL 72, 67).


170 Beda

de los mortales, y de otra expresa que, al desembocar el


mismo río en el mar Muerto, pierde allí sus aguas dignas
de alabanza61623.
26. Así pues, atraviesa Elias en seco el Jordán dividido
en dos, lo atraviesa también Elíseo porque -al resucitar el
Salvador de entre los muertos- concede también a sus fieles
la esperanza de resucitar. Después de atravesar el Jordán
Elias, dio a Elíseo la posibilidad de pedir lo que quisiera.
También el Señor, cumplida la gloria de la resurrección, ins­
piró en los sentidos de los discípulos con más plenitud lo
que ya antes les había prometido: que todo lo qu e pidiereis
en m i nom bre, lo harébl. Elíseo pidió que el espíritu de Elias
pasara a él; también los discípulos, adoctrinados por el Se­
ñor, deseaban recibir la gracia del Espíritu prometida que
necesitarían, no ya para predicar solo al pueblo judío - c o ­
mo Jesús encarnado les enseñó-, sino a todas las naciones
del orbe.
27. ¿Acaso no promete esa doble gracia de su Espíritu,
cuando dice: El que cree en mí, ese hará tam bién las obras
que Yo hago, y las hará todavía m ayores63? Mientras con­
versaban Elias y Elíseo, de repente un carro y unos caballos
de fuego arrebataron a Elias casi hasta el cielo. Ciertamente
ese carro y esos caballos hay que interpretarlos como las
virtudes angélicas, de las que está escrito: E l que hace a sus
espíritus angélicos y a sus ministros fu eg o ardienteM. Porque
Elias, como mero hombre, necesitaba la ayuda de un carro
y unos caballos de fuego para poder ser arrebatado de la
tierra65. También el Señor, mientras hablaba con los Após­
toles, de repente fue elevado ante sus ojos -si bien no sos-

61. Cf. PUNIO, Historia natu­ 64. Sal 104, 4.


ral, V, 15, 71. 65. Cf. G regorio Magno, Ho-
62. Jn 14, 13. m iliae in evangelia, II, 29, 5 (CCL
63. Jn 14, 12. 141, 249).
H om ilía XV, 25-29 171

tenido por el auxilio de ángeles, sí acompañado por la su­


misión de su compañía- y subió al cielo verdaderamente,
como también lo atestiguan los ángeles que les dijeron: Este
Jesús que os ha sido arrebatado a l cielo66.
28. Elias, cuando fue arrebatado al cielo, dejó a Elíseo el
manto con el que estaba vestido. Al subir al cielo el Señor,
dejó los sacramentos de la Humanidad que había asumido
a los discípulos -más aún, a toda la Iglesia-, para que con
ellos se santificara y ardiera en la virtud de la caridad. Tras
tomar Eliseo el manto de Elias, golpeó con él las aguas del
Jordán y estas se separaron en el lugar donde invocó al Dios
de Elias y pasó. Tomaron los Apóstoles, tomó toda la Iglesia
por ellos instituida, los sacramentos de su Redentor con los
que ella misma, instruida espiritualmente, purificada y con­
sagrada, ha aprendido a superar -tras invocar el nombre de
Dios Padre- el ataque de la muerte y, una vez superado ese
obstáculo, acceder a la vida eterna.
29. Por tanto, hermanos queridísimos, veneremos con to­
da devoción este triunfo de la ascensión del Señor que otrora
estaba simbolizado en los dichos y los hechos de los profetas
y más tarde se realizó en la persona de nuestro Mediador;
y, a fin de que podamos nosotros mismos seguir sus huellas
y subir a los cielos, humillémonos mientras tanto en la tierra
para nuestra salvación, recordando siempre que, como dice
Salomón: Al soberbio le sigue la hum illación y a l hum ilde
de espíritu le sigue la gloria67.
He aquí que en la ascensión de nuestro Redentor hemos
aprendido hacia dónde debemos dirigir toda nuestra inten­
ción; he aquí que, al ascender a los cielos el Mediador entre
Dios y los hombres68, hemos conocido que se ha abierto a
los hombres la puerta de la patria celestial.

66. Hch 1,11. 68. Cf. 1 Tm 2, 5.


67. Pr 29, 23.
172 Be da

30. Por tanto, acudamos con todo celo a la eterna felici­


dad de esta patria, ocupémonos de ella con todo nuestro de­
seo y nuestro entendimiento, puesto que aún no lo podemos
hacer físicamente. Siguiendo la palabra del egregio predica­
dor, busquemos las cosas de arriba, donde Cristo está sen­
tado a la diestra de Dios; saboreemos las cosas del cielo, no
las de la tierra69. Busquémosle y afirmémonos70: busquémos-
le con obras de caridad, afirmémonos en la esperanza de en­
contrarle71. Busquemos siempre su rostro para que, cuando
el que ha ascendido pacífico vuelva aterrador, nos encuentre
preparados para introducirnos con El a la fiesta de la ciudad
eterna, Jesucristo nuestro Señor que vive y reina con el Pa­
dre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de
los siglos. Amén.

69. Cf. Col 3, 1-2. C P L y edita simplemente: «Bus


70. Cf. Sal 105, 4. quémosle y afirmémonos en la es
71. En este pasaje J.-P. Migne peranza de encontrarle».
sigue entre otros a los manuscritos
HOMILÍA XVI

Después de la Ascensión
Jn 15, 26 - 16, 4
PL 94, 181-1891
1. En muchos pasajes del santo Evangelio encontramos
que los discípulos, antes de la venida del Espíritu Santo, eran
poco capaces de entender los misterios de la sublime Divi­
nidad, poco fuertes para sufrir las adversidades de la per­
versidad de los hombres. Pero, al llegar el Espíritu Santo,
se les concedió, junto al aumento del conocimiento de Dios,
también la consistencia para superar la persecución de los
hombres. Por eso se les dice en este pasaje, como promesa
del Señor: Cuando venga el Paráclito que Yo os enviaré del
Padre, el Espíritu de v erd ad que del P adre procede, El dará
testim onio de mí, y vosotros daréis testim onio1.
2. Y hay que observar en primer lugar que el Señor ates­
tigua que enviará el Espíritu de verdad e inmediatamente aña­
de que ese Espíritu procede del Padre; no porque ese mismo
Espíritu proceda del Padre de manera diferente a la que es
enviado por el Hijo, no porque proceda del Padre en un mo­
mento diferente al que es enviado por el Hijo, sino que el
Hijo dice que El lo envía y que procede del Padre precisa­

1. En la edición de J.-P. Migne, Señor»,


esta homilía se titula: «En el do- 2. Jn 15, 26-27.
mingo después de la Ascensión del
174 Beda

mente por esto: para resaltar que una es la persona del Padre
y otra su persona3, pero para dejar claro que en esa misma
distinción de personas hay una sola operación y una sola vo­
luntad suya, junto con la voluntad y la operación del Padre.
3. Porque, cuando se concede a los hombres la gracia del
mismo Espíritu, realmente el Espíritu es enviado por el Pa­
dre y también por el Hijo, procede del Padre y procede
también del Hijo, porque su envío es también la misma pro­
cesión por la que procede del Padre y del Hijo. Asimismo
viene por su propia voluntad, porque del mismo modo que
es igual al Padre y al Hijo, así también tiene una voluntad
que es común al Padre y al Hijo. En efecto, el Espíritu sopla
donde qu iere4; y, como dice el Apóstol al enumerar los do­
nes celestiales: Todas estas cosas las causa el mismo indivi­
sible Espíritu, repartiéndolas a cada uno según qu iere5. Y, a
su venida, el Espíritu dio testimonio del Señor porque, ins­
pirando en el corazón de los discípulos todo lo que debían
saber sobre El, reveló a aquellos mortales con luz clara lo
siguiente: que era igual y consustancial al Padre antes de to­
dos los siglos; que se hizo consustancial a nosotros al llegar
la plenitud de los tiempos; que, nacido de una Virgen, vivió
sin pecado en el mundo; que, cuando quiso y con la muerte
que quiso, salió de este mundo; que, al resucitar verdadera­
mente, destruyó la verdadera muerte, de la que murió y de
la que resucitó, elevó la carne ascendiendo a los cielos y se
situó a la derecha de la gloria del Padre; que todos los es­
critos de los profetas dan testimonio de El; que debía ser
propagada la confesión de su nombre hasta los confines de
la tierra, así como los demás misterios de la fe en Él han
sido explicados a los discípulos por el testimonio del Espí­
ritu Santo.

3. Es decir, la del Hijo. 5. 1 Co 12, 11.


4. Jn 3, 8.
H om ilía XVI, 2-5 175

4. Y les ha sido concedido, como don del mismo Espíritu,


todo lo verdadero que saben, no solo a los discípulos, sino
a todos aquellos que -a través de la palabra de estos- creen
en el Señor. Por tanto, dice: El dará testimonio de m í y v o ­
sotros dais tam bién testim onio, ya que, deponiendo el temor
precedente, decían sin ambages y trasmitían a otros lo que
habían aprendido del Espíritu que les enseñaba interiormen­
te. Porque ese mismo Espíritu iluminó sus corazones con la
ciencia de la verdad y les elevó hasta la cumbre de la virtud,
para que enseñaran lo que habían aprendido. Por eso, en Isa­
ías, se llama con razón a ese mismo Espíritu, espíritu de for­
taleza y de ciencia6. En efecto, es espíritu de ciencia, porque
por El conocemos lo que debemos hacer o incluso pensar
rectamente; es asimismo espíritu de fortaleza, porque -tam ­
bién por mediación suya- aceptamos lo que sabemos perfec­
tamente que debemos hacer, de manera que no desistimos
por ninguna adversidad de los bienes que hemos iniciado.
5. Y vosotros -d ice- dais testimonio porqu e estáis conmigo
desde el principio7. Junto con la gracia del Espíritu que se
les concedió, también ayudó a la fe de los discípulos esto:
que estaban desde el principio con el Señor y por eso esta­
ban en condiciones de predicar sin ninguna ambigüedad lo
que vieron y oyeron de sus labios8. Por eso Pedro, al querer
ordenar a otro apóstol en lugar de Judas, con razón no pro­
curó elegir un neófito, sino un hombre probado por el tiem­
po, diciendo: Es necesario, pues, que de los hom bres que vi­
nieron con nosotros todo el tiem po en que el Señor Jesús iba
y venía con nosotros, uno de ellos sea con nosotros testigo de
su resurrección9. De ahí que él mismo, al predicar a Cristo
a los gentiles, decía con toda confianza: A este Dios le re­
sucitó a l tercer día y dispuso que se dejase ver, no de todo

6. Cf. Is 1!, 2. 8. Cf. 1 Jn 1, 3.


7. Jn 15, 27. 9. Hch 1, 21-22.
176 Beda

el pu eblo, sino de los predestinados p o r Dios com o testigos:


nosotros, que hem os com ido y b eb id o con El, después de que
resucitó de entre los m uertos101.
6. Mas, dado que al crecer los méritos de los elegidos,
inmediatamente suele crecer la envidia del enemigo antiguo;
dado que -bien por sí mismo de un modo oculto, bien abier­
tamente mediante hombres sometidos a su malignidad- el
demonio intenta sofocar en su comienzo los gérmenes de
piedad, el Señor hace bien mostrando a los discípulos -una
vez prometida su asistencia en la predicación- que a la vez
surgiría también la persecución por parte de quienes se re­
sistirían a ella, añadiendo: Os he dicho estas cosas para que
no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogasn.
Así pues, el piadoso maestro tuvo buen cuidado de pre­
decir los futuros ataques de los impíos contra los discípulos,
para que pudieran dañarles menos cuando se presentaran,
porque no cabe duda de que suelen soportarse con más fa­
cilidad las adversidades que se pueden conocer de antema­
no12. En efecto, los males que se infieren a un ánimo des­
prevenido y que no los espera, muchas veces le hacen caer
más profundamente del estado de su integridad. Por eso ad­
vierte Salomón con razón, diciendo: H ijo, en entrando al
servicio de Dios, persevera firm e en la justicia y el temor, y
prepara tu alm a para la tentación13.
7. Pero el Salvador advirtió a los discípulos, no solo que
serían arrojados lejos del trato con sus compatriotas, sino
que incluso sufrirían peligros de muerte, porque sigue: Y
aún llega un tiem po en el que todo aqu el que os m ate p en ­
sará que rinde culto a D ios14. Y piensan que rinden culto a
Dios los judíos con el hecho de perseguir a los ministros

10. Hch 10, 40-41. han., XC III, 4 (CCL 36, 561).


11. Jn 16, 1-2. 13. Sir 2, 1.
12. Cf. A gustín, Tract. in lo - 14. Jn 16, 2.
H om ilía XVI, 5-9 177

del Nuevo Testamento con odio y a muerte1516, porque como


de ellos asegura el Apóstol: Tienen celo p o r las cosas de Dios,
pero sin discernim ientolfe. Y de sí mismo dice: Yo p o r m i p a r ­
te estaba persuadido de que debía proceder contra el nom bre
de Jesús nazareno, com o ya hice en Jerusalén'7.
Por consiguiente, después de haber predicho las perse­
cuciones de sus adversarios, Jesús añadió de repente, como
para consolar a los discípulos: Y aún llega un tiem po en el
que todo aqu el que os m ate pensará que rinde culto a Dios,
como si dijera abiertamente: «Vais a padecer ataques de tri­
bulaciones por parte de vuestros compatriotas, pero recibid­
las con tanta más paz cuanto se os infieren, no por odio a
vosotros, sino por odio a la Ley divina».
8. Recordando esta advertencia del Señor, el santo mártir
Esteban, dobladas las rodillas, suplicaba con voz llena de
piedad por aquellos que le mataban, diciendo: Señor, no les
hagas cargo de este pecado'*. Por tanto, los que observan la
Ley piensan que prestan culto a Dios, cuando matan a los
que anuncian la gracia; pero defienden en vano una Ley que
fue promulgada por un servidor, quienes se niegan a aceptar
la gracia que les ofrece el H ijo en persona; en vano piensan
que agradan a Dios Padre los que se afanan en despreciar
al Hijo de Dios, aún más en perseguirle y ofenderle.
9. Por eso se añade con razón: Y harán esto p orqu e no
conocen a l Padre ni a m íi'). En efecto, dado que el Hijo está
en el Padre y el Padre en el Hijo, y que el que ve al Hijo
ve también al Padre20, está completamente claro que, quienes
se resisten con mente obstinada a creer en el Hijo, dan prue­
bas de que tampoco conocen al Padre.

15. Cf. A gustín, Tract. in Io- 18. Hch 7, 60.


han., X C III, 3 (CCL 36, 559-560). 19. Jn 16, 3.
16. Rm 10, 2. 20. Cf. Jn 14, 9-10.
17. Hch 26, 9-10.
178 Beda

De ahí que también a esos mismos Juan, insinuando el


dogma de la unidad divina, les dice: Todo el que niega al
H ijo, tam poco tiene a l P adre21; e insiste: Y todo a qu el que
am a a l que engendró, am a a l qu e nació de El2223. Pero, dado
que los discípulos -que conocían bien al Padre y al H ijo -
habrían de sufrir mucho por la defensa y propagación del
conocimiento del mismo, el Señor añade, con una providen­
te advertencia: Pero he dicho esto para que cuando llegue la
hora os acordéis de que yo os lo he dicho22.
10. Hay que sopesar mucho lo que dice: yo os lo he dicho.
«Yo, que voy a morir por vuestra vida y salvación, que voy
a redimiros con mi sangre, que os ayudaré siempre en la tri­
bulación, que después de ella os voy a dar premios eternos».
Efectivamente, presta un gran alivio y una enorme gracia
consoladora a los que luchan, cuando se recuerda que pro­
fetizó que llegarían esas luchas Aquel que acostumbra a ayu­
dar a sus soldados, para que no puedan ser vencidos, y a
darles la palma inmortal tras la batalla, para que no venzan
inútilmente. Porque el que en este momento advirtió de an­
temano que llegaría la hora de la persecución, ese mismo,
poco después, dentro ya de esa misma persecución, promete
su ayuda a los fieles, diciendo: En el m undo tendréis grandes
tribulaciones; pero ten ed confianza, Yo he vencido a l m un­
d o 2*. Él mismo en otro pasaje vuelve a prometer la corona
de la vida a los que luchan según las leyes, diciendo: Bie­
naventurados los que padecen persecución p o r la justicia, p o r­
que de ellos es el reino de los cielos22.
11. Hemos hecho un recorrido, queridísimos hermanos,
por el pasaje del evangelio que se ha leído, explicándolo bre­
vemente. Ahora quiero decir algo más profundo sobre la so­

21. 1 Jn 2, 23. 24. Jn 16, 33.


22. 1 Jn 5, 1. 25. Mt 5, 10.
23. Jn 16, 4.
Homilía XVI, 9-12 179

lemnidad de la quincuagésima que celebramos26. Porque, así


como al aproximarse la solemnidad de la Pascua, nos prepa­
ramos observando cuarenta días de ayuno, así -una vez aca­
bados estos- celebramos con festiva devoción la quincuagé­
sima, en razón de un misterio preciso.
Pues, dado que la santa Iglesia en algunos de sus miem­
bros lucha todavía por el descanso eterno en la tierra, mien­
tras que en otros -acabada ya la lucha- reina ya con Cristo
en los cielos, en memoria de ambas vidas, nuestros antepa­
sados establecieron estas dos solemnidades propias de una
religión devota27. Esto es, cuarenta días de aflicción y ayu­
nos, cuando ya se aproxima el momento de la resurrección
del Señor y las alegrías pascuales, con el fin de recordarnos
por medio de ellos con más frecuencia que debemos aspirar
a los premios de la vida inmortal a través de esfuerzos y
continencia, de vigilias y oraciones y todas las demás armas
de santidad que recuerda el Apóstol28.
12. Y, a la vez, quisieron comenzar la quincuagésima a
partir del mismo día de la resurrección del Señor y celebrar
más con alegrías y con cantos de alabanza que con ayunos,
para con estas fiestas anuales en su honor enseñarnos a en­
cender siempre nuestro deseo por conseguir, no unas fiestas
anuales, sino continuas, no terrenas, sino celestiales; y a te­
ner por seguro que la verdadera felicidad no debemos bus­
carla en este tiempo de mortalidad, sino en la eternidad de
la futura incorruptibilidad; y que la verdadera solemnidad
hay que ir a encontrarla allí donde -desaparecidas todas las

26. Esta expresión hace pensar evangelio se leía el domingo des­


que esta homilía se pronunció el pués de la fiesta de la ascensión.
día de Pentecostés mismo y no 27. Cf. Ambrosio, Expositio
simplemente después de la ascen­ evan. s. Lucatn, VIII, 25 (CCL 14,
sión como dice el título. La expli­ 307); AGUSTÍN, Tract. in Iohan.,
cación podría ser que, como anota XVII, 4-6 (CCL 36, 171-174).
CCL, en Roma este pasaje del 28. Cf. 2 Co 6, 4-7.
180 Beda

tribulaciones- la vida transcurre en la visión y la alabanza


a Dios, según aquello que el profeta decía, exultando en el
Dios vivo a la vez en su corazón y en sus labios: Dichosos
los que habitan en tu casa, te alabarán p o r los siglos de los
siglos29.
13. De ahí que con razón, en memoria de esta nuestra
actitud llena de paz y felicidad, durante los días de la quin­
cuagésima solemos cantar con más frecuencia y solemnidad
el Aleluya. En realidad, «aleluya» es una palabra hebrea que
en latín se traduce: «¡alabad al Señor!»30. En definitiva, don­
de nosotros en los salmos cantamos «¡alabad al Señor!», los
hebreos cantan siempre «Aleluya». Esto es lo que el evan­
gelista Juan en su Apocalipsis cuenta que oyó cantar a las
falanges de la milicia celestial31. Pero, incluso el venerable
patriarca Tobías, al entender por una visión angélica cuál es
la gloria de los habitantes del cielo y cuán grande la claridad
de la misma Jerusalén celestial, decía esto en un tono mís­
tico: Todas sus calles serán enlosadas de piedras blancas y
relucientes y en todos sus barrios se oirá cantar ¡Aleluya!32.
14. Con toda razón y belleza, pues, se ha impuesto en la
santa Iglesia universal la costumbre de que este poema de
alabanza a Dios lo canten en hebreo todos los fieles de la
tierra, por la reverencia que se debe a la primitiva autoridad.
Esto ocurre para que, por medio de tal unidad en la devo­
ción, sea advertida la Iglesia de que ya ahora tiene el deber
de mantenerse en una sola fe, confesión y amor de Cristo
y de apresurarse en el futuro hacia aquella patria en la que
no existe ninguna diversidad de mentalidades, ninguna di­
sonancia de lenguas. Porque, así como en otro tiempo en
Jerusalén la gran multitud de creyentes era un corazón y

29. Sal 84, 5. 31. Cf. Ap 19, 1.


30. Cf. J erónimo , Nomina he- 32. Tb 13, 22.
hraica (CCL 72, 159).
Homilía XVI, 12-16 181

una sola alma y lo tenían todo en común33, del mismo modo


en aquella contemplación de suma paz de toda la multitud
de quienes ven a Dios habrá un solo corazón y una sola alma:
es decir, amar y alabar a Aquel por cuya gracia ven que han
sido salvados. Y allí en verdad todos tendrán todo en común
porque, como dice el Apóstol: Dios será todo en todos34.
15. Simbolizando este tiempo y esta paz nuestra, digna
de alabanza, los últimos siete salmos, que se cantan espe­
cialmente para gloria de Dios, se encabezan con el título:
«Aleluya». Efectivamente la Ley nos manda llamar y tener
al séptimo día como sábado35: es decir, como el día de des­
canso. De modo análogo también el libro de los Salmos,
después de establecer tantas prescripciones de mandamien­
tos divinos, revelar tantos misterios de secretos espirituales,
formular tantas declaraciones saludabilísimas y textos de
oraciones llenas de humildad, acaba con siete titulados Ale­
luya36. Porque todo el bien que hacemos en esta vida, todo
lo que pronunciamos en honor de nuestro Redentor con
boca exultante, todo lo que pensamos por añoranza de la
patria celestial, todo eso se nos compensa sin duda con este
don: que en el descanso eterno seamos dignos de escuchar
la voz de su alabanza37y de bendecirle nosotros mismos con
los santos, cantar la gloria de su reino y ensalzar la fuerza
de su poder38.
16. Es verdad que por esto muchos doctores de la Iglesia
han pensado que durante la cuaresma se debía omitir el can­
to del Aleluya. Aunque en la Iglesia jamás se cesa de alabar

33. Cf. Hch 4, 32. también con el Aleluya. En la Vul-


34. 1 Co 15, 28. gata, que acaba con el 150, esos sai­
35. Cf. Gn 2, 2; Ex 20, 8-10; nos son solo los seis últimos.
Dt 5, 12-14. 37. Cf. Sal 26, 7.
36. En la Septuaginta hay un úl­ 38. Cf. Sal 145, 11.
timo salmo -el 151- que comienza
182 B e da

a Dios, sus dones se cantan cada día con otras palabras que
significan exactamente lo mismo, de manera que la renovada
repetición del «Aleluya» aumente y haga más alegre la ce­
lebración y el esplendor de la solemnidad pascual. Y en esto
quisieron también poner de manifiesto de modo especial es­
te misterio: que así como en la peregrinación de este des­
tierro nuestro conocim iento y nuestra profecía son im perfec­
tas3940, así también solo en parte alabamos al Señor, diciendo
con el profeta: ¿ Cóm o cantarem os un cántico a l Señor en
tierra ajena?w
17. Pero, cuando merezcamos entrar en nuestra patria -es
decir, en la tierra de los vivos y en la morada del reino ce­
lestial que el Señor nos ha prometido-, entonces, al tiempo
que le conocemos perfectamente. También podremos alabar­
le con perfección, según aquello del salmista: Y en su tem plo
todos dirán: ¡G loria/41 Por lo que en otro lugar dice: Los cie­
los pregonan la gloria de D ios42. Ciertamente llama «cielos»
a los ciudadanos de la patria celestial. Y es verdad que los
habitantes de la tierra pueden narrar la gloria de Dios, pero
los únicos que son capaces de proclamarla son los ciudada­
nos del cielo, que cuanto más de cerca la ven, con más cer­
teza pueden proclamarla.
18. Es evidente que ambas solemnidades -esto es, la cua­
resma y la quincuagésima- nos las ha confirmado, no la au­
toridad de simples hombres, sino la suprema del mismo Se­
ñor y Salvador nuestro. Concretamente, la cuaresma está
basada en el hecho de que Jesús ayunó en el desierto cua­
renta días y noches y -una vez vencida la astucia del tenta­
dor- disfrutó del ministerio de los ángeles43; así nos enseñó,
con su ejemplo, que debemos evitar por medio de la mor-

39. 1 Co 13, 9. 42. Sal 19, 2.


40. Sal 137, 4. 43. Cf. Mt 4, 1-11.
41. Sal 29, 9.
H om ilía XVI, 16-20 183

tificación de la carne las maquinaciones del enemigo del al­


ma y llegar a la unión con los ángeles. Por lo que respecta
a la quincuagésima, nos muestra que en ella hay que obser­
var alegría el hecho de que, tras la resurrección, El mismo
se apareció a los discípulos, dándoles muchas pruebas de
que vivía durante cuarenta días, hablándoles del reino de
Dios y comiendo con ellos, como leemos en los H echos de
los Apóstoles44. Así, por la frecuencia de sus visitas, les hizo
tener este tiempo por festivo y digno de alegrarse en él.
19. Pero también, al ascender al cielo, no les privó en ab­
soluto de la dulzura de su anterior presencia, sino que más
bien la aumentó con la promesa de la unción del Espíritu
Santo. Finalmente -tras prometerles que algunos días des­
pués serían bautizados con el Espíritu Santo45, ascender ben-
diciéndoles y ser elevado al cielo cuarenta días después de
su resurrección- ellos, después de adorarle, regresaron a Je-
rusalén con una gran alegría y permanecían siempre en el
templo, alabando y bendiciendo a Dios46. También con esta
alegría, esta alabanza y bendición celestial -con la que es­
peraban la venida del Espíritu Santo hasta el quincuagésimo
día, que los griegos llaman «pentecostés»- nos enseñaron
que hay que prolongar la alegría de esta solemnidad.
20. En todo esto, hermanos queridísimos, hay que intuir
perspicazmente que el Señor en esta convivencia de cuarenta
días con los discípulos, no solo simbolizó de antemano el
gozo del siglo futuro que tendremos junto con El, sino que
también nos mostró el inefable afecto de su piedad. Porque,
a pesar de que ha dejado de lado, incluso dado fin a la de­
bilidad del cuerpo, y la ha trasformado en virtud de la re­
surrección en gloria celestial, sin embargo se digna aún par­
ticipar en la comida de los discípulos, con el fin de poder

44. Cf. Hch 1, 3-4. 46. Cf. Le 24, 51-53.


45. Cf. Hch 1, 5.
184 Beda

tenerlos como compañeros en el cielo y encomendarles de


modo más vivo -precisamente por su proximidad- los man­
damientos por los que podrían llegar al reino de Dios.
21. Pues, ¿qué otra cosa, hermanos míos, qué otra cosa
quiere decir la conjunción de estos verbos apareciéndoseles,
hablándoles del reino de Dios y com iendo con ellos47, sino
mostrar con claridad que así se asociaba en sumo grado a su
convivencia cuando les hablaba del reino de Dios con el fin
de -al tomar alimentos terrenos entre aquellos a quienes mos­
traba su cuerpo celestial- unirles más estrechamente a los la­
zos de su amor y fortalecerles el recuerdo de aquel tiempo
del que les hablaba antes de su pasión, cuando les prometía:
Y Yo os preparo el reino como m i Padre m e lo preparó a mí,
para que comáis y bebáis a mi mesa en m i reino48?
Por tanto, con razón nosotros en estos sacrosantos días
también nos dedicamos a tener mejores comidas y a entonar
himnos celestiales, exactamente por respeto a la resurrección
del Señor, en recuerdo de su convivencia con los discípulos,
a la vez que con la esperanza de nuestro futuro descanso y
vida inmortal. Pero también por eso apenas doblamos la ro­
dilla durante la oración, según es costumbre, porque es se­
guro que la genuflexión es un signo de penitencia y duelo.
También los Padres instituyeron que esto mismo se ob­
servara todos los domingos por causa de los misterios, tanto
de la resurrección del Señor, como de la nuestra.
22. Los Padres han discutido de múltiples maneras sobre
los números cincuenta y cuarenta. Pero nosotros, puesto
que hemos prolongado este sermón, lo haremos brevemente.
Basta decir a vuestra comunidad que se observen cuidado­
samente las prescripciones del ayuno durante cuarenta días,
para insinuar por este medio que durante todo el tiempo de
esta vida debemos esforzarnos por conseguir la vida eterna.

47. Hch 1, 3-4. 48. Le 22, 29-30.


H om ilía XVI, 20-23 185

Cuarenta son efectivamente cuatro veces diez y la vida


presente se simboliza acertadamente con el número cuaren­
ta, bien porque durante toda ella se suceden las cuatro es­
taciones del año, bien porque el mundo mismo en el que
vivimos subsiste a base de cuatro elementos: a saber, fuego,
aire, agua y tierra.
Y no sin acierto la felicidad de la vida futura se expresa
con el número diez. Por eso es por lo que el señor de la
viña dice que los obreros han sido remunerados con un de­
nario49. Ahora bien, los obreros de la viña son los cultiva­
dores de la santa Iglesia. Por su parte, el denario designa la
perfección de la vida celestial en la que, contem plando la
gloria del Señor -es decir, del Rey supremo-, somos trans­
form ados en esa misma im agen50; y ciertamente, no solo en
el hecho de que tiene la imagen y la inscripción del rey, sino
también porque consta de diez óbolos, que es un número
perfecto y de donde toma su nombre. Por tanto, se llama
con razón «cuarenta», es decir, cuatro veces diez días. Todos
los años celebramos este ayuno para así advertirnos de una
manera especial que durante el tiempo que vivimos en el
mundo debemos trabajar continuamente para conseguir los
premios celestiales.
23. Y también con razón veneramos simbólicamente du­
rante cincuenta días el estado de nuestra futura bienaventu­
ranza, concretamente relajando los ayunos, cantando «ale­
luya», orando en pie, que son presagios muy adecuados de
perpetuo descanso, resurrección y alabanza. Porque siete ve­
ces siete hacen cuarenta y nueve. Y, es más claro que la luz,
que frecuentemente con el número siete se designa el des-

49. Cf. Mt 20, 1-10. Diez es un diez en diez», «de diez cada uno».
número perfecto porque resulta de Inicialmente valía diez ases. Con el
la suma de los cuatro primeros nú­ tiempo designa moneda en general.
meros. El término denario procede 50. 2 Co 3, 18.
del distributivo latino deni «de
186 Beda

canso. Ahora bien, la sucesión de siete veces siete simboliza


la perfección de ese mismo descanso, que jamás se cierra
con un fin, se mancha con un pecado, sino que encontrará
su perfección con una gracia mayor -propia de la recupe­
ración de los cuerpos- cuando llegue el día del juicio y la
resurrección universal.
24. Y el hecho de que a las siete semanas se añada un día
-es decir, el mismo domingo de Pentecostés en el que la
Iglesia primitiva recibió el Espíritu Santo- para completar
perfectamente el número cincuenta, muestra exactamente el
momento del juicio y la resurrección de todas las criaturas,
cuando el descanso de las almas santas -que ya ahora tiene
lugar en aquella vida—se redoblará con la recepción de los
cuerpos inmortales y se cumplirá aquella profecía del Após­
tol: Y si el Espíritu de a qu el que resucitó a Jesús de la m uerte
habita en vosotros, el que ha resucitado a Jesús de la muerte,
dará vida tam bién a vuestros cuerpos mortales, en virtud de
su Espíritu que habita en vosotros5'.
Pero, también el hecho de que no doblamos la rodilla
para orar inmediatamente después de acabada la quincuagé­
sima, sino que también durante esa semana todavía invoca­
mos al Señor de pie; y el hecho de que seguimos pronun­
ciando cada día el «aleluya», a pesar de haber iniciado de
nuevo los ayunos que habíamos interrumpido, nadie debe
pensar que ocurre sin una prudente reflexión y por una ra­
zón adecuada al misterio.
25. En efecto, dado que la gracia del Espíritu Santo es
septiforme52, es justo que la solemnidad de su venida se ce­
lebre al mismo tiempo con la correspondiente alabanza de
himnos y la celebración de Misas. Y dado que en el tiempo
de Pentecostés la Iglesia en todo el mundo acostumbra a

51. Rm 8, 11. 52. Cf. Is 11, 2-3.

i
Homilía XVI, 23-27 187

añadir siempre nuevos pueblos por medio del agua de la re­


generación, nosotros -alegrándonos merecidamente por su
salvación-, mientras estén cubiertos con túnicas blancas y
con el esplendor de sus vestidos muestren la luz de su mente
purificada, ofrecemos a Dios un himno de devota alabanza,
siguiendo el precepto de nuestro piadosísimo Pastor y Re­
dentor, que nos dice: Alegraos conmigo porqu e he encontra­
do m i oveja que había p erecid o53.
26. También en congruencia rezamos aún de pie, concre­
tamente para significar la liberación de esos recién bautiza­
dos, por la que han merecido ser despertados de la muerte
del alma a la vida y resucitar por medio del don del
Espíritu Santo. Con el don de su gracia esperamos asi­
mismo que en el día final seamos revestidos de la inmorta­
lidad de la carne y conducidos al gozo de la bienaventurada
resurrección, según aquello que hemos enseñado hace un
momento con el testimonio del Apóstol.
Pero el hecho de que, aún en medio de todo esto, se con­
tinúe la mortificación del ayuno, debemos creer que se ha
tomado del ejemplo de los mismos apóstoles, quienes -una
vez recibido el Espíritu Santo-, cuanto con más perfección
disfrutaban de la nueva suavidad de los bienes celestiales,
tanto más sublimemente apartaron su mente del recuerdo
de los goces terrenales.
27. En efecto, había llegado ya el momento del que el
Señor había dicho de antemano que los discípulos no podían
ayunar mientras El convivía con ellos, pero que ayunarían
cuando les fuera arrebatado. Porque, cuando le interrogaron
los discípulos de Juan, diciendo: ¿Por qu é m ientras nosotros
y los fariseos ayunam os con frecuencia, tus discípulos no ayu­
n an ?, El les dijo: ¿Acaso los am igos del esposo pueden andar

53. Le 15, 6.
188 Beda

afligidos mientras el esposo está con ellos? Ya vendrá el tiem ­


po en que les será arrebatado el esposo y entonces ayunarán54.
Así pues, los que antes de la pasión y después de la resu­
rrección, por la presencia del Señor, no podían estar tristes
y ayunar, consta con toda certeza que después de que de­
sapareció de sus ojos se sometieron a ayunos voluntarios.
28. Porque, cuando fueron recreados por la recepción del
Espíritu Santo, habían apartado radicalmente su mente del
apetito de alimentos como de las demás restantes seduccio­
nes del mundo, alegrándose con el alimento del alma más
que con el del cuerpo e insistiendo en ruegos y lágrimas sa­
ludables, recordando la patria celestial. Finalmente, sabemos
por el relato de Lucas de aquellos tres mil varones que cre­
yeron en el mismo día de Pentecostés, tras el discurso de
Pedro, que se contentaron con una parca colación y llevaron
en la tierra una vida sobria y celestial. Dice: Perseveraban
en la doctrina de los apóstoles y en la comunión; en la fr a c ­
ción d el pan y en la oración55. Y poco después: C ada día,
acudiendo unánim em ente a l tem plo y partiendo el pan en
las casas, tom aban el alim ento con alegría y sencillez de co­
razón, alaban do a D iosib y así sucesivamente.
29. Es necesario que nosotros nos adaptemos asiduamen­
te a su ejemplo, su vida, sus costumbres, porque es un ma­
gisterio de vida perfecto imitar siempre los actos de la Iglesia
primitiva y mantener hasta el fin aquella norma del edificio
espiritual que manifiestamente nos proponen los mismos
apóstoles en el inicio de la fe. Y no se debe dudar de que,
siguiendo ahora sus huellas, llegaremos en el futuro a con­
seguir sus premios. Y es cierto, hermanos míos, que al pre­
sente llevamos con nosotros una prenda hermosísima de la
felicidad futura, de la que hemos esbozado algunos rasgos.

54. Mt 9, 14-15. 56. Hch 2, 46-47.


55. Hch 2, 41-42.
I Homilía XVI, 27-31 189

Pero, debemos vivir de tal manera que, lo que cultivamos


externamente en imagen, lo mantengamos con corazón sin­
cero ante los ojos del juez interior.
30. Perseveremos, pues, también nosotros en la doctrina
de los santos -es decir, aprendiendo y poniendo en práctica
lo que enseñan-; dediquémonos a asiduas oraciones; esfor­
cémonos por ser dignos de la comunión del Pan del Señor;
perseveremos unánimemente en la Iglesia en las horas ca­
nónicas; extendamos el pan - o lo que podamos que les sirva
de piadoso consuelo- al pobre que nos está próximo; demos
al cuerpo alimento, para que más bien se alegre con el re­
cuerdo íntimo del Pan vivo del alma; mantengamos en todo
la sencillez de corazón, que consiste en hacer el bien con la
única intención de la retribución celestial y entonemos un
himno de alabanza a Dios con voz y mente unísona, que es
lo que más conforme está con la fiestas de este mundo.
31. Porque solo así se pronuncia una alabanza agradable
a nuestro Dios57: si lo que cantamos con la boca no lo ata­
camos con las obras, si cuando proferimos «aleluya» con los
labios, llevamos con nosotros unas entrañas puras, lejos de
todo pensamiento torpe y maligno. Solo con este método
será nuestra alabanza agradable: si no nos deleitamos en co­
sas caducas e ínfimas, sino en el Señor58. Dígnese concedér­
noslo El que, por medio de los misterios pascuales, nos ha
concedido tan grandes y preclaras prendas de sus beneficios,
Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina con el Padre en
la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los si­
glos. Amén.

57. Cf. Sal 147, 1. 58. Cí. Sal 37, 4.


HOMILÍA XVII

D om ingo de Pentecostés
Jn 14, 15-21
PL 94, 189-197'
1. Queridísimos hermanos, puesto que hoy celebramos
la venida del Espíritu Santo, nosotros mismos debemos estar
en sintonía con la solemnidad que conmemoramos. Porque
solo celebraremos como corresponde la alegría de esta fiesta
con dignidad, si también nosotros -con la ayuda de D ios-
nos hacemos aptos para que el Espíritu Santo se digne venir
y habitar en nosotros. Y únicamente estamos preparados es­
piritualmente para la llegada y la iluminación del Espíritu
Santo, si nuestros corazones y nuestros cuerpos están llenos
de amor a Dios y dedicados a los mandamientos del Señor.
2. Por eso, al principio de la lectura del Evangelio de hoy,
la Verdad dice a los discípulos: Si m e am áis, guardaréis mis
m andam ientos. Y Yo rogaré al Padre y os dará otro C on­
solador2. Paráclito, efectivamente, quiere decir «Consola­
dor3». Y con razón se llama Consolador al Espíritu Santo,
porque eleva y rehace los corazones de los fieles, para que
no desfallezcan en sus ansias de obtener la vida celestial en
medio de las adversidades de este mundo. De ahí que en los1

1. «En la Vigilia de Pentecos- 2. Jn 14, 15-16.


tés» es el título de esta homilía en 3. Cf. AGUSTÍN, Tract. in Io-
la edición de J.-P. Migne. han., XCIV, 2 (CCL 36, 562-563).
Homilía X V II, 1-5 191

H echos de los Apóstoles, cuando ya la santa Iglesia aumen­


taba, se dice: E iba estableciéndose, procedien do en el tem or
d el Señor y llena de los consuelos del Espíritu Santo4.
3. Si m e amáis, guardad mis mandatos. Y Yo rogaré al
Padre, y os dará otro Consolador. No hay duda de que en
el día de hoy esto se ha cumplido ciertamente en las personas
de los Apóstoles -que en verdad le amaban y obedecían sus
mandatos- cuando, mientras oraban en el cenáculo, de re­
pente se les apareció el Espíritu Santo en forma de fuego y,
de una parte les enseñó por medio de la diversidad de len­
guas5, y de otra les fortaleció en su corazón por medio del
consuelo de su amor.
Tenían ya antes consigo al Paráclito: es decir, al Señor
que convivía con ellos en carne. La dulzura de sus milagros
y la fuerza de su predicación solían animarles y confortarles
para que no pudieran ser escandalizados por la persecución
de los infieles.
4. Pero, dado que al ascender a los cielos después de la
resurrección les había abandonado físicamente -aunque nunca
les faltó la presencia de su divina majestad-, con razón añadió
a propósito de este Paráclito -es decir, del Espíritu Santo- es­
to: para que esté con vosotros eternam ente. En efecto, per­
manece eternamente con los santos a quienes siempre ilu­
mina interiormente en esta vida de una manera invisible y
en el futuro introducirá a la contemplación para siempre de
la imagen de su majestad.
5. Mas, si también nosotros, hermanos queridísimos, que­
remos con perfección a Cristo, hasta el punto de probar la
veracidad de nuestro amor hacia El con la observancia de
sus mandamientos, El pedirá por nosotros al Padre y el Padre
nos dará otro Paráclito. Rogará al Padre, por medio de su

4. Hch 9, 31. 5. Cf. Hch 2, 1-4.


192 Beda

Humanidad, Aquel que dará, junto con el Padre, a través de


su Divinidad. Y no hay que pensar que solo rogó por la Igle­
sia antes de su pasión y no también ahora, después de la as­
censión, dado que el Apóstol dice de El: El que está sentado
a la diestra de Dios y que tam bién intercede p o r nosotrosb.
6. También nosotros tenemos un Paráclito, nuestro Señor
Jesucristo a quien, aunque no podemos ver corporalmente,
sin embargo tenemos escrito en los Evangelios lo que hizo
y enseñó mientras estaba encarnado. Y si nos preocupamos
de escuchar, leer, comentar entre nosotros y conservar en el
corazón y en el cuerpo todas estas cosas, nos consta indu­
dablemente que venceremos las tribulaciones de esta vida
con toda facilidad, como si el Señor habitara siempre entre
nosotros y nos consolara. Por tanto, si amamos a este Pa­
ráclito, si observamos sus mandatos, Jesús rogará al Padre
y nos concederá otro Paráclito, esto es, infundirá en nues­
tros corazones clementemente la gracia de su Espíritu, que
-en medio de las adversidades del presente destierro-, nos
alegrará con la esperanza de la patria celestial, de manera
que podremos decir con el profeta: Señor, de acuerdo con
la multitud de los dolores de m i corazón, alegraron mi alm a
tus paraclesis, es decir tus consuelos7.
7. Así pues, dice: Os dará otro Consolador, p ara que esté
con vosotros eternam ente, y añade: El Espíritu de verdad, a
quien el m undo no pu ede recibir8. Llama «mundo» a los
hombres de este mundo9, dados al amor a él, así como por
el contrario los santos -que arden en el deseo por las cosas
celestiales- son llamados con razón «cielos», según dice el
salmista: Y anunciarán los cielos Su justicia a l p u eblo que
surgirá10. Esto significa decir abiertamente: «y los eximios

6. Rm 8, 34. 9. Cf. A gustín , Tract. in Io-


7. Sal 94, 19. han., LXXIV, 4 (CCL 36, 514).
8. Jn 14, 16-17. 10. Sal 22, 32.
H om ilía X V II, 5-10 193

doctores anunciarán con la mente, con la palabra, con los


actos, la justicia a su pueblo que, habiendo llegado recien­
temente a la fe, desea nacer en El».
8. Por tanto, quien busca el consuelo fuera, en las cosas del
mundo, no es capaz de ser transformado por dentro con el
don de la consolación divina; todo aquel que anhela los de­
leites más bajos, no puede recibir el Espíritu de verdad. Porque
el Espíritu de verdad huye del corazón al que ve sometido a
la vanidad y rehace con el fulgor de su llegada a quienes ve
que, por medio del amor, ponen en práctica los mandatos de
la verdad.
Por eso, inmediatamente después de decir a quien el
m undo no pu ede recibir, añade: p orqu e no le ve ni le conoce;
pero vosotros le conocéis p orqu e m orará con vosotros y estará
dentro de vosotrosn. Porque incluso los infieles vieron en­
carnado, antes de la pasión, al Señor nuestro Salvador, pero
solo los fieles fueron capaces de ver que era el Hijo de Dios,
porque era el Consolador enviado por Dios al mundo.
9. Los infieles, a su vez, ni podían ver con sus ojos al
Espíritu Santo, ni eran capaces de conocerle con la inteli­
gencia, porque se apareció a los discípulos sin revestirse de
humanidad; al contrario, prefirió venir y permanecer con
ellos de tal manera que consagró una sede gratísima para sí
en el fondo de sus corazones. Por eso es por lo que dice:
pero vosotros le conocéis porqu e m orará con vosotros y estará
dentro de vosotros. Y el que permanece en esta vida de una
manera invisible con los elegidos, les proporciona también
de una manera invisible la gracia para que le conozcan.
10. N o os dejaré huérfanos; v olveré a vosotros12. Los in­
fieles pensaban que, al morir en la cruz, el Señor dejaría a
los discípulos huérfanos. Pero no dejó huérfanos a quienes

11. Jn 14, 17. 12. J n 14, 18.


194 Beda

se m anifestó vivo después de su pasión dándoles muchas


pruebas de que vivía durante cuarenta días13; y diez días
después de su ascensión -es decir, hoy- les envió desde el
cielo el don del Espíritu Santo. Nadie que sabe que la na­
turaleza, el poder y el operar de la Santísima Trinidad es in­
separable, duda de que en ese momento llegó a ellos Cristo
en persona. Este, explicando con más amplitud en qué me­
dida el caso de ellos es diferente al de la gente impía14, aclara:
T odavía un poco de tiem po y el m undo ya no m e verá. Vo­
sotros m e veis, porqu e Yo vivo y vosotros viviréis'3. Preci­
samente porque esto lo decía cuando se disponía a ir a la
pasión, quedaba poco tiempo para que esta tuviera lugar,
momento a partir del cual los réprobos no podrían verle
nunca más.
11. En efecto, solo los justos, que estaban entristecidos
por su muerte, merecieron contemplar el gozo de su resu­
rrección. Porque los que, al ver su muerte, se alegraran, en
ningún modo habrían de alegrarse al ver su resurrección, si­
no que al oír hablar de ella tendrían que abatirse y dolerse,
como correspondía.
Y vosotros -d ice- m e veis, porqu e Yo vivo y vosotros vi­
viréis. «Yo vivo», puso, con el verbo en presente, y «vosotros
viviréis» en futuro, porque sin duda veía que estaba próxima
- y por eso la expresaba como presente- la hora en la que El
en persona resucitaría a la vida eterna, tras haber destruido
la muerte; y sabía que debía diferirse para el futuro la vida
de aquellos que era conveniente que, de una parte lucharan
uno por uno por el ingreso en la vida eterna hasta el mo­
mento previsto para su muerte, y de otra esperaran la resu­
rrección de su cuerpo hasta el fin de los tiempos16.

13. Hch 1, 3. 16. Cf. A gustín, Tract. in lo -


14. Cf. Sal 43, 1. han., LXXV, 3 (CCL 36, 516).
15. Jn 14, 19.
Homilía X V II, 10-13 195

12. Así pues, dice: Todavía un poco de tiem po y el m undo


ya no m e verá. Vosotros m e veis, porqu e Yo vivo y vosotros
viviréis, como si dijera abiertamente: «Todavía un poco de
tiempo y los que aman el mundo dejarán de verme como
mortal por siempre. Además, no serán capaces de verme re­
sucitado porque no conocen aquella vida, cuya gloria solo
los que aman mi resurrección merecen contemplar. Voso­
tros, por el contrario, podréis verme después de todo esto
porque, de una parte Yo vivo tras haber resucitado de entre
los muertos, y de otra vosotros sois dignos de ser confor­
tados por el ejemplo de mi resurrección, porque vosotros
mismos alcanzaréis la vida eterna y los gozos de la biena­
venturada resurrección».
13. En aqu el día vosotros conoceréis que Yo estoy en mi
Padre, y que vosotros estáis en m í y Yo en vosotros'7. En­
tonces los apóstoles habían conocido que Cristo estaba en
el Padre, por la unidad de la Divinidad indivisible; habían
conocido que ellos estaban en Cristo por haber recibido la
fe en Él y de sus sacramentos; habían conocido que Cristo
estaba en ellos por el amor y la observancia de sus manda­
mientos.
Y Él mismo les dijo: Si uno m e am a, guardará m i p a la ­
bra, y m i Padre le am ará, y vendrem os a él, y harem os m an­
sión en <?718. Ciertamente, todo esto lo habían sabido tanto
entonces los apóstoles -metidos en Cristo-, como ahora lo
sabe toda la Iglesia de Cristo, imbuida de las cartas apostó­
licas. Pero es evidente que los justos lo conocen mucho me­
jor el día en que comienzan de verdad a vivirlo -es decir,
el día de la resurrección-, cuando conocen todo lo que debe
saberse con tanta más perfección cuanto más de cerca con­
templan sin fin la misma fuente de la ciencia.

17. Jn 14, 20. 18. Jn 14, 23.


1% Beda

14. Esto no hay ninguna duda de que ocurre también - y


antes del momento de la resurrección- en algunos santos
más perfectos, es decir aquellos que confiados en sus buenas
obras pueden decir con el Apóstol: Tengo el deseo de partir
y estar con Cristo1920, y: Mi vivir es Cristo, y el morir, ganan­
cia10. Parece realmente como si el Señor dijera todas estas
cosas especialmente a los apóstoles; pero, para que no pen­
semos que son solo para ellos y no también para nosotros
-si seguimos su ejemplo-, introduce a continuación la frase
en la que promete la felicidad universal del conocimiento
divino y asegura a todos los que le aman los mismos premios
de su visión y conocimiento, al decir: Quien ha recibido mis
m andam ientos y los observa, ese es el que m e ama. Y el que
m e am a será am ado de m i Padre; y Yo le am aré y m e m a­
nifestaré a El21.
15. En estas palabras hay que considerar con toda aten­
ción que amar verdaderamente a Cristo consiste, no en pro­
fesar con los labios ese amor, sino en que debemos observar
con obras los mandamientos de Cristo que tenemos, por ha­
berlos aprendido. Por eso también Juan nos advierte cuando
dice: H ijitos míos, no am em os de p alabra y con la lengua,
sino con obras y de v erd ad 21. Tenemos que comprender lle­
nos de gozo que el premio a nuestro amor auténtico será
tal como no puede haber otro mayor: es decir, que somos
amados por el Padre y por el Hijo, que se nos revela para
que la contemplemos por siempre la gloria del Hijo de Dios.
Y no hay que dudar de que a aquellos a quienes se revelará
la gloria del Hijo de Dios, a esos mismos les estará permi­
tido asistir a la contemplación del Padre, del Hijo y del Es­
píritu Santo, porque es una e inseparable la visión de aque­
llos cuya divinidad es única.

19. Flp 1, 23. 21. Jn 14, 21.


20. Flp 1, 21. 22. 1 Jn 3, 18.
H om ilía XVII, 14-17 197

16. De ahí, pues, que se diga: El que m e ve, v e tam bién


a l P adre23. Y hay que advertir que, cuando dijo en presente:
Y el que m e a m a , añadió en futuro: m i Padre le am ará, y
yo le am aré y m e m anifestaré a él en persona. Porque tam­
bién el Hijo, junto con el Padre, quiere ahora a los que le
aman; pero ahora les quiere, para que vivan bien a partir de
la fe que actúa por medio del amor24. Entonces les querrá,
para que lleguen a la visión de la verdad que habían probado
mediante la fe y por la que lucharon hasta la muerte. Y no
habla en vano, al añadir: y m e m anifestaré a él en persona.
Porque se manifestará a todos los hombres, pero en persona
se manifestará solo a los elegidos.
En efecto, en el juicio los réprobos verán también a Cris­
to, pero como está escrito: Verán a aqu el a quien traspasa­
ron13. Sin embargo, solo los ojos de los justos verán al rey
en su boato26. Por eso: Bienaventurados los limpios de cora­
zón, porqu e ellos verán a Dios27.
17. Queridísimos, he expuesto a vuestra fraternidad -en
la medida en que Dios me lo ha concedido- la lectura del
Evangelio. Pero ahora parece oportuno decir aún algo bre­
vemente a propósito de la solemnidad de hoy. Y en primer
lugar hay que saber que esta solemnidad no solo está con­
sagrada por las unciones evangélicas, sino que también desde
antaño está simbolizada por los misterios de la Ley, y se ha
celebrado a lo largo de los años con las ceremonias sagradas
que el Señor ha ordenado. Porque en el día de hoy -com o
sabemos-, estando los discípulos en el cenáculo, de repente
vino del cielo un ruido y el Espíritu Santo -apareciéndose
en forma de fuego- les hizo don del conocimiento de todas
las lenguas28.

23. Jn 14, 9. 26. Cf. Is 33, 17.


24. Cf. Ga 5, 6. 27. Mt 5, 8.
25. Jn 19, 37. 28. Cf. Hch 2, 1-4.
198 Beda

18. Y cuando se corrió la voz, acudieron hombres piado­


sos que habían afluido a Jerusalén de diversas naciones para
celebrar la Pascua y se asombraban llenos de admiración,
porque cada uno les escuchaba en su propia lengua procla­
mando las maravillas de Dios29. Y, al exponer los discípulos
que lo que veían era un don del Espíritu Santo -prometido
en tiempos pasados por la voz de los profetas y enviado en
ese momento por la intervención de Cristo-, entonces cre­
yeron tres mil de aquellos varones y, después de ser bauti­
zados, recibieron también ellos el don del Espíritu Santo30.
Esta es la celebración anual de este día, ésta la siempre grata
festividad de la gracia celestial.
19. Para imprimir más profundamente en los corazones
de los fieles la memoria de esta fiesta, se ha extendido en la
santa Iglesia la hermosísima costumbre de que se celebren
en ella los sacramentos del bautismo y que, bañados los cre­
yentes en el agua saludable, se prepare un templo venerable
al Espíritu Santo que desciende. Y así se celebra, no solo la
memoria de un suceso antiguo, sino también -dentro de esa
celebración- la nueva llegada del Espíritu Santo a los nuevos
hijos por adopción. Así pues, hermanos míos, tomen nota
vuestras caridades de cómo se compagina el tipo y la figura
de la fiesta legal con nuestra festividad de hoy.
20. Liberados los hijos de Israel de la esclavitud egipcia por
la inmolación del cordero pascual, anduvieron por el desierto
hasta llegar a la tierra prometida y llegaron hasta el monte Si-
naí31. Y, descendiendo el Señor en una nube de fuego sobre el
monte, acompañado del sonido de la trompeta, de truenos y
rayos, una vez pasados los cincuenta días de la Pascua, les en­
tregó con clara voz el decálogo de la Ley32 y, en memoria de
esta entrega, estableció para aquel día que cada año se le ofre-

29. Cf. Hch 2, 5-6. 31. Cf. Ex 12, 2-19, 1.


30. Cf. Hch 2, 14-41. 32. Cf. Ex 19, 16-20, 17.
Homilía X V II, 18-22 199

ciera en el altar un nuevo sacrificio de los frutos de esa misma


cosecha: concretamente, dos panes de las primicias3334.
Para todo lector está claro que la inmolación del cordero
pascual es la liberación de la esclavitud egipcia, porque evi­
dentemente el Cristo inm olado es nuestra Pascua14 y Él es el
verdadero Cordero que quita los pecados del mundo35, que
con el precio de su sangre nos ha redimido de la servidum­
bre de los pecados y con el ejemplo de su resurrección nos
ha mostrado la esperanza de vida y libertad perpetuas.
21. Ahora bien, la Ley se nos entregó cincuenta días des­
pués de la inmolación del cordero, al descender el Señor so­
bre el monte envuelto en fuego; e igualmente cincuenta días
después de la resurrección de nuestro Redentor -es decir,
hoy- se concedió la gracia del Espíritu Santo a los discípulos
reunidos en el cenáculo. Esta gracia, mientras aparecía por
fuera en forma de un fuego visible, iluminó sus corazones
con la luz de la ciencia y los encendió en un fuego inextin­
guible de caridad. Y aquí la altura del cenáculo y allí la cum­
bre del monte son índice de la sublimidad de los preceptos
y los dones celestiales. Y -dado que nadie que todavía está
apegado a los deseos más bajos puede ser digno de some­
terse a los mandamientos divinos o a los dones supremos-
, mientras aquí, para mayor señal de perfección, todos los
que recibían el Espíritu se encontraban en el cenáculo, allí,
para simbolizar los corazones de los débiles oyentes, todo
el pueblo estaba al pie del monte y solo unos pocos ancianos
habían subido a la falda del mismo36.
22. Y solo Moisés subió hasta la cumbre, donde refulgía
la majestad de Dios en medio del fuego y la nube37, porque
indudablemente solo los más perfectos están en condiciones

33. Cf. Lv 23, 15-17. 36. Cf. Ex 19, 27; 22, 24.
34. 1 Co 5, 7. 37. Cf. Ex 19, 20.
35. Cf. Jn 1, 29.
200 Beda

de captar y observar los sublimes y escondidos misterios de


la Ley; mientras que el pueblo, contentándose con la super­
ficie de la letra carnal, situado por así decir en la parte ex­
terior e inferior, se aprestaba a escuchar la palabra celestial.
Pero ahora, derramada con más profusión la gracia del
Espíritu Santo, los corazones de los fieles son elevados, para
entender con más profundidad y cumplir con más perfec­
ción las palabras del santo Evangelio. Allí, entre las llamas
del fuego y los rayos ardientes, sonaba el fragor de los true­
nos y el clamor de la trompeta; aquí, junto a la aparición
de las lenguas de fuego, llegó del cielo un sonido, como de
un espíritu vehemente38.
23. Pero, bien es verdad que en una y otra donación -es
decir, la de la Ley y la de la gracia-, se escuchó un sonido
exterior; sin embargo aquí, por un milagro aún mayor, cuan­
do fue percibido por el oído ese sonido, se presentó además
la fuerza del don celestial que había de instruir interiormen­
te, sin ruido, los corazones de los discípulos; mientras que
allí, tras escuchar los edictos de la Ley, todo el pueblo con
voz unánime respondió, diciendo: Escucharemos y p on d re­
mos p o r obra todas las palabras que ha dicho el Señor39.
Aquí, recibida la iluminación del Espíritu, la comunidad
de la naciente Iglesia cantaba las grandezas de Dios en las
lenguas de todos los pueblos por gracia de una clara dife­
rencia: que la observancia de la Ley se había dado para un
solo pueblo, el judío; mientras que la palabra del Evangelio
debía predicarse a todas las gentes del mundo, la buena nue­
va de la fe cristiana debía anunciarse en las lenguas de todos
los pueblos, porque se había cumplido la profecía que dice:
D esde la salida del sol hasta el ocaso a la b a d el nom bre del
Señor; excelso es el Señor sobre todas las gentes40.

38. Cf. Hch 2, 2. 40. Sal 113, 3-4.


39. Ex 24, 3.
H om ilía XVII, 22-25 201

24. Pero, incluso lo que se ordenó en conmemoración de


la aceptación de la Ley -que todos los años se inmolara al
Señor un nuevo sacrificio el día de Pentecostés— no deja
nunca de ocurrir de un modo espiritual en nuestra actual
festividad, desde el día en que se recibió la gracia. En efecto,
en este día la Iglesia ofrece un nuevo sacrificio, cuando el
sábado -al comenzar la festividad de Pentecostés- consagra
al Señor, mediante el bautismo, al nuevo pueblo de la adop­
ción con un rito verdaderamente adecuado -com o hemos
recordado más arriba-, a fin de que no solo se renueve a
los pueblos cristianos el recuerdo de aquel suceso antiguo,
sino que se celebre un nuevo envío del Paráclito desde el
Padre a la nueva estirpe de los que nacen otra vez.
En esta festividad, inmediatamente después de recibir el
don del Espíritu, esos mismos apóstoles presentaron al Se­
ñor un nuevo sacrificio, cuando -tras evangelizar a los que
habían acudido- convirtieron a muchos a la fe y —una vez
renacidos por las aguas del bautismo41 y santificados por la
gracia del Espíritu- les ofrecieron a la comunión del altar
del Señor como primicias del Nuevo Testamento.
25. Con razón se mandaba que se ofrecieran dos panes
de las primicias de los nuevos frutos42, porque es indudable
que la Iglesia aúna a ambos pueblos -es decir, a los judíos
y a los gentiles- para consagrarlos en una nueva familia a
su Redentor.
Pero, en este contexto, hay que observar con atención
que no sin gran misterio se ha tenido en cuenta el número
cincuenta, así en la donación de la gracia como en la de la
Ley. Porque, tanto esta -al pueblo, en el monte-, como
aquella -a los discípulos, en el cenáculo-, les fueron enviadas
en el quincuagésimo día después de la Pascua. Ahora bien,
con este número se muestra la eternidad del descanso futuro.

41. Cf. Hch 2, 41. 42. Cf. Lv 23, 17.


202 Beda

Con razón, o bien se promulga como orden el decálogo de


la Ley, o bien se concede la gracia del Espíritu Santo a los
hombres en ese día cincuenta, para demostrar a las claras
que todos aquellos que cumplen los mandatos de la Ley con
la ayuda de la gracia del Espíritu, tienden con toda certeza
al verdadero descanso.
26. Y, puesto que en la Ley se prescribe que el año quin­
cuagésimo es un año jubilar43 -es decir, del perdón o de la
conversión44*- , en el que el pueblo descansa de todo tipo de
trabajo, se perdonan todas las deudas y los siervos son li­
berados, con razón ese mismo año se declara más impor­
tante que los demás con mayores solemnidades y alabanzas
a Dios. Por medio de ese número se señala aquel famoso
reposo propio de la paz suprema, cuando -com o dice el
A póstol- al sonar la última trompeta los muertos resucitarán
y nosotros nos transform arem os45 en gloria.
Allí, desaparecidos los afanes de este mundo y abando­
nadas las dificultades debidas a nuestros pecados, todo el
pueblo de los elegidos se alegrará en la contemplación ex­
clusiva de la visión divina para siempre, cumplido ya el man­
dato ardientemente deseado de nuestro Señor y Salvador:
D eteneos y reconoced que Yo soy Dios4b.
27. Como a este sosiego y visión de la verdad inconmu­
table no se llega, sino a través de la observancia de los pre­
ceptos celestiales y el don del Espíritu Santo, era oportuno
que -tanto la Ley del decálogo, como la gracia del mismo
Espíritu- fueran dados en el día que hace el número que
designa el descanso. Y tampoco hay que pasar por alto que
el número cincuenta se adecúa al significado del descanso
interior, porque consta de siete veces siete más uno. En efec­

43. Cf. Lv 25, 8-12. 45. 1 Co 15, 52.


44. Cf. JERÓNIMO, Nomina he­ 46. Sal 46, 11.
braica (CCL 72, 67).
H om ilía X V II, 25-29 203

to, está mandado en la Ley que el pueblo trabaje seis días


y el séptimo descanse47, que are seis años y al séptimo deje
de recoger48, porque también el Señor acabó la ornamenta­
ción del mundo en seis días y al séptimo cesó en su trabajo49.
28. Con todos estos datos se nos advierte simbólicamente
que quienes en este mundo -que consta de seis edades50- se
ocupan de obrar el bien por el Señor, alcanzan el sábado en
el mundo futuro: es decir, son introducidos por el Señor en
el descanso eterno. Por lo que respecta a que siete días o
años son multiplicados por siete, esto simboliza la incon­
mensurable abundancia de ese descanso, en el que se con­
cede a los elegidos aquel premio sublime del que el Apóstol
dice: L o que ni ojo vio ni oído oyó, ni pasó a hom bre p o r
el pensam iento, lo tiene Dios preparado p ara aquellos que le
am an b'. Y, puesto que testifica que el corazón del hombre
-o sea, de quien aún conoce solo las cosas de este mundo-
no puede acceder al conocimiento de este premio, explica a
continuación a partir de qué puede ser mostrado a los que
aman a Dios y dice: En cuanto a nosotros, Dios nos lo ha
revelado p o r m edio de su Espíritu52.
29. Así pues, por medio del Espíritu se revela la grandeza
del premio eterno, porque El mismo, mientras inflama los
corazones que llena con el apetito por las cosas invisibles,
manifiesta en qué medida esos mismos bienes invisibles son
preclaros, cuán preferibles a todos los bienes terrenos. De
ahí que el profeta describa ajustadamente como septiforme
la gracia del mismo Espíritu53, porque no hay duda de que
por su inspiración se llega al descanso y en su plena per­
cepción y visión se posee el verdadero descanso. En cuanto

47. Cf. Ex 20, 8-10. se dice en la Introducción general.


48. Cf. Ex 23, 10-11. 51. 1C o2,9.
49. Cf. Gn 2, 2. 52. 1 Co 2, 10.
50. Cf. a este propósito lo que 53. Cf. Is 11, 2-3.
204 Be da

al día -o el año- quincuagésimo, que sobrepasa a los siete


por siete y era venerable sobre todos los demás por su ma­
yor solemnidad, indica el tiempo de la futura resurrección,
en el que aquel descanso, del que ahora disfrutan las almas
de los elegidos, aumentará por la gloria de los cuerpos que
recibirán.
30. En este punto, hermanos míos, hay que considerar
despacio que el Espíritu Santo, no solo concede a los justos
el descanso perfecto en el futuro, sino también el máximo
en la vida presente, ya que enciende sus mentes con el fuego
de la caridad celestial. Porque dice el Apóstol: Y la esperan­
za no engaña, porqu e el am or de Dios ha sido derram ado
en nuestros corazones p o r obra del Espíritu Santo que nos
ha sido d a d o 54. Y este es ciertamente el verdadero -m ejor
aún, el único descanso de las almas-: llenarse del amor a
Dios, de la esperanza de la retribución eterna; despreciar la
prosperidad de este mundo, lo mismo que las adversidades;
extirpar de raíz fuera de uno mismo las ambiciones terrenas;
renunciar a las concupiscencias del siglo; alegrarse de los in­
sultos y persecuciones sufridos por Cristo; poder decir con
el Apóstol: Y nos gloriam os esperando la gloria de Dios. Y
no solo esto, sino que tam bién nos gloriam os en las tribula­
ciones55.
31. Porque se equivoca el que confía poder descansar en
los deleites y la opulencia de las cosas de este mundo, ya
que de una parte es dominado por las frecuentísimas per­
turbaciones de ese mismo mundo y de otra -en definitiva—
por sí mismo, ya que ha puesto el fundamento de su des­
canso sobre arena56. Por el contrario, quienes llevados por
el Espíritu Santo han tomado sobre sí el yugo suavísimo del
amor al Señor y -a ejemplo de E l- han aprendido a ser man­

54. Rm 5, 5. 56. Cf. Mt 7, 26; Le 6, 49.


55. Rm 5, 2-3.
Homilía XVII, 29-32 205

sos y humildes de corazón57, incluso al presente gozan de


una cierta imagen del futuro descanso, mientras -a raíz de
la tribulación provocada por los hombres mundanos- se ale­
gran con toda el alma, al recordar el rostro oculto de su
Creador, y tienen sed de contemplarle, diciéndose con el
apóstol Juan: Sabem os que cuando se m anifieste serem os se­
m ejantes a E l porqu e le verem os tal cual es58.
32. Si deseamos llegar al premio de su visión, hermanos
queridísimos, conviene que, acordándonos siempre de esta
lectura evangélica, nos mostremos inmunes a los halagos del
mundo, con el fin de poder ser dignos de recibir la gracia
del Espíritu Santo, que el mundo no puede recibir. Amemos
a Cristo y los mandamientos que de El tenemos, aceptán­
dolos; mantengámosles, perseverando en ellos. Porque ocu­
rre por concesión justa que -al amarle a E l- merecemos ser
más amados por el Padre, e incluso que El se digna conce­
dernos una mayor gracia de su amor en la otra vida. En
efecto, cuando nosotros le amamos, El nos concede ahora
que -al creer- esperemos en Él, y entonces, que le contem­
plemos cara a cara59 y se nos manifieste a sí mismo60: o sea,
en la claridad que tuvo antes de que el mundo existiese en
la presencia del Padre61, con el que vive y reina, Dios en la
unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos.
Amén.

57. Cf. Mt 11, 29. 60. Cf. Jn 14, 21.


58. 1 Jn 3, 2. 61. Cf. Jn 17, 5.
59. Cf. 1 Co 13, 12.
HOMILÍA XVIII

O ctava de Pentecostés
Jn 3, 1-16
PL 94, 197-202
1. Hermanos queridísimos: como habéis escuchado en la
lectura del santo Evangelio, un varón principal entre los ju­
díos vino a Jesús de noche, deseando aprender con más pro­
fundidad -en una conversación secreta con E l- los misterios
de la fe, cuyos rudimentos había percibido de algún modo
a partir de la clara manifestación de sus milagros. Este hom­
bre, dado que se preocupó prudentemente de entender lo
que veía que Jesús realizaba, mereció descubrir con exacti­
tud lo que solicitaba del Señor.
2. R a b b í -d ice-, sabem os que eres un m aestro enviado
p o r Dios. Porque ninguno pu ede hacer los milagros que tú
haces, si Dios no está con él'. Confesó, por tanto, que Jesús
había venido para dar al mundo una enseñanza celestial, en­
tendió que Dios estaba con Él -com o mostraban los mila­
gros-, pero no conoció que era Dios en persona.
Ahora bien, dado que se dirigió al que había reconocido
como maestro de la verdad para ser instruido por Él a fondo
-perfectamente docto como era-, con razón penetró en el
conocimiento de su Divinidad, con razón percibió los mis-1

1. Jn 3, 2.
Homilía X V III, 1-4 207

terios de sus dos nacimientos -a saber, el divino y el huma­


n o - y también los de su pasión y ascensión, así como apren­
dió incluso, por revelación del Señor, el misterio de su se­
gunda generación23, su ingreso en el reino celestial y otros
muchos misterios de la doctrina evangélica.
3. Por su parte Jesús respondió y le dijo: En verdad, en
v erd ad te digo que quien no naciere de nuevo no pu ede ver
el reino de Dios*. Esta verdad está patente con tanta claridad
a los ojos de todos los fieles, cuanto consta que sin esa con­
vicción no pueden ser fieles. Porque ¿quién puede conseguir
sin el bautismo la remisión de los pecados y entrar en el
reino de los cielos?
Pero Nicodemo4, que vino por la noche a Jesús, no podía
captar los misterios de la luz. Porque, incluso la noche en
la que vino, es un símbolo de la ignorancia en la que estaba
sumido. En efecto, aún no estaba asociado al número de los
que dice el Apóstol: En otro tiem po fuisteis tinieblas, mas
ahora sois luz en el Señor5, sino que permanecía más bien
entre aquellos de los que dice Isaías: Levántate, Jerusalén,
recibe tu luz; p orqu e ha venido tu lum brera y ha nacido so­
bre ti la gloria del Señor6.
4. Así pues, respondió al Señor y dqo: ¿C óm o puede nacer
un hom bre, siendo v iejo ? ¿Puede acaso entrar de nuevo en el
seno de su m adre y renacer?7 En efecto, dado que, a pesar de

2. Es decir, la que se obtiene por miento de Cristo. Noticias sobre él


la fe en Cristo y el consiguiente bau­ aparecen en el Talmud, en el que re­
tismo. cibe el nombre de Naqdemon o
3. Jn 3, 3. Nakai. Según esas fuentes fue con­
4. Nicodemo -nombre griego, siderado adicto al cristianismo y ex­
que significa: «triunfador del pue­ pulsado de la sinagoga.
blo »- aparece repetidas veces y en 5. Ef 5, 8. Cf. Agustín, Tract.
diversos contextos en el evangelio in lohan., XI, 4 (CCL 36, 111-112).
de Juan -3, 1-21; 7, 50; 19, 39-, 6. Is 60, 1.
siempre relacionado con el segui­ 7. Jn 3, 4.
208 Be da

que desconocía el segundo nacimiento, seguía interesándose


por su salvación, necesitaba saber con exactitud si era posible
que se repitiera el nacimiento que él conocía, o de qué manera
se podía cumplir esa regeneración. Lo preguntaba, no fuera
a ser que no pudiera participar de la vida celestial, por per­
manecer ignorando la existencia de ese nuevo nacimiento.
Y debe advertirse que lo que dice de la generación carnal,
eso mismo hay que pensar también de la espiritual8: es decir,
que en ningún modo es posible repetirla, una vez que se haya
consumado. Porque, si un hereje o cismático o pecador bau­
tiza en el nombre de la Santísima Trinidad, no es posible que
quien haya sido bautizado de esa manera sea rebautizado por
buenos católicos, para que no dé la impresión de que se anula
la confesión o la invocación de un nombre tan sublime9.
5. Y, puesto que, al recibir la primera respuesta del Señor,
Nicodemo pregunta con interés cómo hay que entenderla,
merece ser ya instruido con más claridad y escuchar que ese
segundo nacimiento no es carnal, sino espiritual. Porque J e ­
sús le respondió: En verdad, en v erd ad te digo, que quien
no naciere de nuevo del agua y del Espíritu Santo no pu ede
entrar en el reino de D ios10*. Al exponer a continuación el
modo de ese nacimiento, dice para distinguirle completa­
mente del carnal: L o que ha nacido de la carne, carne es y
lo que ha nacido del Espíritu es espírituu .
Por naturaleza el espíritu es invisible, la carne visible, y
por consiguiente la generación carnal se regula visiblemente
con un crecimiento que es visible: el que nace en la carne,

8. Cf. A gustín, Tract. in Io- en el seno de una confesión cris­


han., XII, 2 (CCL 36, 120-121). tiana, no unida a Roma. En este
9. Esta praxis, que se siguió último caso se suple de ordinario
siempre en la Iglesia, sigue vigente. con una ceremonia de admisión.
El bautismo no se repite, aunque 10. Jn 3, 5.
se haya impartido por un ministro 11. Jn 3, 6.
extraordinario o haya tenido lugar
Homilía X V III, 4-7 209

avanza por las distintas etapas de la edad. Por el contrario, la


generación espiritual se produce toda ella de modo invisible.
6. En efecto, el que es bautizado parece ciertamente que
baja a la fuente, parece que es sumergido en el agua, parece
que sale del agua, pero apenas se puede apreciar lo que ocu­
rre en este lavatorio regenerativo. Solo la piedad de los fieles
aprecia que desciende a la fuente un pecador, pero asciende
purificado; desciende un hijo de la muerte, pero asciende un
hijo de la resurrección; desciende un hijo del pecado, pero
asciende un hijo de la reconciliación; desciende un hijo de
la ira, pero asciende un hijo de la misericordia; desciende
un hijo del diablo, pero asciende un hijo de Dios. Solo la
madre Iglesia sabe lo que engendra.
7. Por lo demás, a los ojos de los insensatos parece que
uno sale de la fuente como ha entrado en ella, que todo lo
que se hace es un juego. Por lo cual, al ver al final la gloria
de los santos, exclamarán gimiendo en medio de tormentos:
Estos son los que en otro tiem po fu eron el blanco de nuestros
escarnios y proponíam os com o un ejem plar de oprobio; ¿ có­
m o, pues, son contados entre los hijos de D ios?12 También el
apóstol Juan dice: Queridísimos, ahora somos hijos de Dios
y todavía no ha aparecido lo que serem os13. Por tanto, lo
que ha nacido del Espíritu es espíritu, porque lo que vuelve
a nacer del agua y del espíritu de una manera invisible se
transforma en un hombre nuevo, se convierte de carnal en
espiritual14. Por esto, con razón este hombre es llamado no
solo espiritual sino espíritu, porque como la sustancia del
espíritu es invisible a nuestros ojos, así quien es renovado
por la gracia de Dios de una manera invisible se hace espi­
ritual e hijo de Dios, aunque aparezca visiblemente ante to­
dos como carne e hijo de un hombre.

12. Sb 5, 3.5. 14. Cf. A g u s t ín , Tract. in lo -


13. 1 Jn 3, 2. han., XII, 5 (CCL 36, 123).
210 Beda

8. N o te extrañes de que te haya dicho: os es preciso nacer


de arriba. El Espíritu sopla donde quiere y escuchas su voz,
pero no sabes de dónde sale o adon de va. Eso mismo sucede
a l qu e nace d el Espíritu'5.
El Espíritu sopla donde quiere, porque El tiene en su po­
der a qué corazón iluminar con la gracia de su visita; y es­
cuchas su voz, cuando en tu presencia habla el que está lleno
del Espíritu Santo. Pero no sabes de dónde sale o adonde
va, porque aunque en tu presencia el Espíritu llene a alguno
por un tiempo, no puedes ver cómo ha entrado en él, o có­
mo vuelve, porque por naturaleza el espíritu es invisible.
Eso mismo sucede a l que nace del Espíritu. Porque, como el
Espíritu actúa de una manera invisible, incluso ese comienza
a ser lo que antes no era, de tal modo que los infieles des­
conocen de dónde viene y adonde va; esto es, que viene de
la gracia de la regeneración a la adopción de los hijos de
Dios y va hacia la percepción del reino de los cielos.
9. Cuando Nicodemo pregunta aún cómo puede ocurrir
todo eso, el Señor continúa diciendo: ¿ Tú eres maestro en Is­
rael y no sabes estoTb, no por querer hacer una afrenta al que
es llamado maestro -por más que sea un ignorante de los mis­
terios celestiales-, sino para provocarle al camino de la humil­
dad, sin la cual no puede encontrarse la puerta celestial151617*.
10. Si os he hablad o de cosas de la tierra y no m e creéis,
¿cóm o m e creeréis si os digo cosas del cielo?n Les dijo cosas
de la tierra -com o hemos visto en una lectura anterior19- ,
cuando hablaba de la pasión y resurrección de su cuerpo
que había asumido de la tierra, al decirles: D estruid este tem ­
plo, y en tres días lo levantaré10.

15. Jn 3, 7-8. 18. Jn 3, 12.


16. Jn 3, 10. 19. Cf. supra Hom., II, 1.
17. Cf. A gustín, Tract. in lo - 20. Jn 2,19. Cf. A gustín, Tract.
han., X II, 6 (CCL 36, 123-124). in Iohan., XII, 8 (CCL 36, 125).
Homilía X V III, 8-12 211

Y es verdad que no creían la palabra que les dijo, pero


ni siquiera eran capaces de entenderla, porque no se refería
a otra cosa que al templo de su cuerpo. Por tanto, quienes
no comprendían al escuchar cosas de la tierra, ¡cuánto me­
nos capacidad tenían para comprender las celestiales, es decir
los misterios de su generación divina! Pero el Señor añade
aún la instrucción en los misterios celestiales y terrenos,
cuando ve a uno que entiende sabia y diligentemente las co­
sas que oye. Porque es celestial su ascensión a la vida eterna,
pero terrena su exaltación a la muerte temporal.
11. A propósito de las cosas celestiales dice: Y nadie su­
bió a l cielo, sino A quel que ha descendido del cielo, el H ijo
del H om bre que está en el cielo21. Y añade, a propósito de
las terrenas: Y com o Moisés en el desierto levantó la serpiente
de bronce, así es m enester que el H ijo del H om bre sea le­
van tado2122. Con razón uno se pregunta cómo se puede decir
que el Hijo del Hombre, lo mismo que ha descendido del
cielo, así también estaba en el cielo durante el tiempo en
que decía estas cosas en la tierra. Porque es conocida la ver­
dad de la fe católica: que al descender del cielo el Hijo de
Dios, asumió en el vientre virginal a un hijo de hombre y
le resucitó de entre los muertos y le subió al cielo, tras haber
completado las etapas de su pasión23.
12. Por tanto, la carne de Cristo no descendió del cielo,
ni estaba en el cielo antes del tiempo de la ascensión. Pues
entonces, ¿por qué razón se dice: sino A quel que ha descen­
dido del cielo, el H ijo del H om bre que está en el cielo, si

21. Jn 3, 13. Cristo la Humanidad y la Divini­


22. Jn 3, 14. dad se unen en una única persona,
23. Se puede decir que el Hijo se puede decir de la Divinidad lo
de Dios ha muerto y que Jesús está que pertenece propiamente a la
a la derecha del Padre, gracias a lo Humanidad y viceversa. Cf. G. Sl-
que los teólogos llaman communi- MONETTI, o. c., 440.
catio idiomatum. Puesto que en
212 Beda

no es porque hay una sola persona en Cristo, que existe en


dos naturalezas? Por esto con razón es llamado H ijo del
Hombre y que descendió del cielo y que antes de la pasión
estaba en el cielo: porque lo que no pudo tener en su na­
turaleza humana, eso lo tuvo en el Hijo de Dios por el que
fue asumido. Lo mismo que por la misma persona del único
Cristo, que consta de dos naturalezas, dice el Apóstol: El
Espíritu Santo os ha constituido obispos para gobern ar la
Iglesia de Dios, que El com pró con su propia sangre1*. Porque
Dios no tuvo en su propia sustancia, sino en el hombre que
había asumido, la sangre que había de derramar por su Igle­
sia. También por eso dice el salmista: Subió Dios entre voces
jubilosas2425. Porque Dios -que en la naturaleza de su majestad
está siempre presente en todas partes- ¿de qué manera ha­
bría podido ascender, si no hubiera sido en un hombre?
13. Pero hay que preguntarse incluso en qué sentido se ha
dicho: nadie subió al cielo, sino A quel que ha descendido del
Cielo26*, siendo así que todos los elegidos confían en ascender
al cielo, según la promesa que les ha hecho el Señor: que don­
de estoy Yo, allí estará tam bién el que m e sirve21. Y el nudo
de esta cuestión lo resuelve un razonamiento clarísimo: a sa­
ber, que el m ediador entre Dios y los hom bres es el hom bre
Jesucristo2S, la cabeza de todos los elegidos, e igualmente to­
dos los elegidos son miembros de la misma cabeza, como dice
el Apóstol: Y le ha constituido cabeza de toda la Iglesia2'*. E
insiste: Porque vosotros sois cuerpo de Cristo y cada uno un
m iem bro de él50. Por tanto, nadie subió a l cielo, sino el que
ha descendido del cielo, el H ijo del H om bre que está en el
cielo. Nadie ascendió al cielo fuera de Cristo, en su cuerpo

24. Hch 20, 28. 27. Jn 12, 26.


25. Sal 47, 6. 28. 1 Tm 2, 5.
26. Cf. A gustín, Tract. in Io- 29. Ef 1, 22.
han., XII, 8-10 (CCL 36, 125-126). 30. 1 Co 12, 27.
Homilía X V III, 12-15 213

que es la Iglesia3132. Él ciertamente ascendió por sí mismo en


primer lugar ante la mirada de los apóstoles, sin duda emi­
nentes miembros suyos, y desde ese momento asciende y se
reúne cada día en sus miembros en el cielo.
14. Por eso es por lo que ese mismo cuerpo suyo, com­
primido entre las adversidades del mundo presente, se gloría
y dice: Y ahora m i cabeza se levanta p o r encima de mis ene­
migos22, como si dijera abiertamente: «Espero que el que re­
sucitó de entre los muertos al Cristo a quien los judíos ma­
taron -es decir, a mi cabeza- y le elevó a los cielos, haciendo
inútiles todas las asechanzas de los enemigos, me una a mi
cabeza en el reino, liberándome a mí también de los peligros
de este mundo». Porque nadie subió a l cielo, sino el que ha
descendido del cielo, todo aquel que desea subir al cielo, úna­
se en una verdadera unidad de fe y de amor a Aquel que
ha descendido del cielo, comprendiendo plenamente que no
será capaz de subir al cielo de otra manera, sino por medio
de quien descendió del cielo.
15. De ahí que en otro lugar Él mismo en persona dice:
N adie viene a l Padre, sino p o r mP3. Por eso, lo que se le
dijo a Nicodemo se les dice a todos los catecúmenos: que,
renaciendo, aprendan a incorporarse a los miembros de
Aquel por el que pueden ascender al reino de Dios. Y dado
que la ascensión o el ingreso en el reino no se puede lograr
sin fe y sin los sacramentos de la pasión del Señor, se añade
con razón: Y com o Moisés en el desierto levantó la serpiente
de bronce, así es m enester que el H ijo del H om bre sea le­
vantado, a fin de que todo el que crea en El no perezca, sino
que tenga la vida eterna. Con un arte admirable de peda­
gogía celestial el Señor introduce la doctrina de la Éey mo­
saica en el sentido espiritual de la misma Éey, recordando

31. Cf. Col 1, 24. 3 3 . J n 1 4 , 6.


32. Sal 27, 6.
214 Be da

la Historia antigua y explicando que esa historia ha ocurrido


como símbolo de su pasión y de la salvación humana.
16. En efecto, narra el libro de los N úm eros que, hastiado
el pueblo de Israel en el desierto por el largo viaje y su du­
reza, murmuró contra el Señor y Moisés, y que por eso el
Señor envió contra él serpientes de fuego. Y, cuando clama­
ron ante Moisés por las heridas y las muertes de muchos de
ellos y éste rogó por ellos, el Señor le mandó fabricar una
serpiente de bronce y mostrarla como señal. Dice: Todo
aq u el que, tras ser m ordido, la mire vivirá34. Y así sucedió.
Las mordeduras de las serpientes de fuego son los pecados
y los incentivos de los vicios, que condenan a una muerte
espiritual al alma a la que tocan35.
17. Y con toda razón era exterminado el pueblo que mur­
muraba contra el Señor por las mordeduras de las serpientes,
para que reconociera -en razón de esa plaga exterior- qué
gran mal padecía por dentro, a causa de la murmuración. Y
la elevación de la serpiente de bronce, a cuya vista curaban
quienes habían sido mordidos, es la pasión de nuestro Re­
dentor en la Cruz, en cuya fe está la única victoria posible
sobre el reino de la muerte y el pecado.
Porque con razón están simbolizados por medio de las
serpientes los pecados que arrastran a la muerte a la vez al
alma y al cuerpo, no solo porque son de fuego, porque son
virulentos, porque son difíciles de destruir, sino también
porque nuestros primeros padres fueron convencidos por la
serpiente para pecar36 y, al pecar, se transformaron de inmor­
tales en mortales.
18. Correctamente se representa por medio de la serpien­
te de bronce al Señor, que vino en apariencia de carne pe-

34. Nm 21, 8. han., XII, 11-12 (CCL 36, 126-127).


35. Cf. A gustín, Tract. in lo- 36. Cf. Gn 3, 1-13.
Homilía X V III, 15-20 215

cadora37, porque así como la serpiente de bronce tenía cier­


tamente una apariencia semejante a las serpientes de fuego,
sin que tuviera en sus miembros el fuego del veneno nocivo,
sino que más bien curaba desde su altura a los que habían
sido mordidos por las serpientes, del mismo modo induda­
blemente el Redentor del género humano no asumió la carne
del pecado, sino una forma semejante a la carne del pecado
en la que, al sufrir muerte de Cruz, liberaría de todo pecado
y de la misma muerte a los que creen en El.
19. Por tanto, dice: com o Moisés levantó en el desierto la
serpiente de bronce, así es m enester que el H ijo del H om bre
sea levantado. Porque, así como los que miraban a la ser­
piente de bronce -levantada como señal- se curaban por un
tiempo de la muerte temporal y de la dolencia provocada
por la mordedura de la serpiente, así también los que con­
templan creyendo, confesando e imitando con sinceridad el
misterio de la pasión del Señor, se salvan para siempre de
todo tipo de muerte que, al pecar, han contraído tanto en
el alma como en el cuerpo.
Por eso se añade con razón: Para que todo aqu el que
crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna3S. Está cla­
ro el sentido de esta frase: porque el que cree en Cristo, no
solo evita el castigo de las penas, sino que también consigue
la vida eterna. Y entre el símbolo y la realidad la diferencia
es esta: que por el primero se prolongaba la vida temporal,
mientras que por esta se da la vida que permanecerá para
siempre.
20. Pero hay que procurar cuidadosamente que lo que el
entendimiento comprende con claridad se convierta en la
correspondiente operación, a fin de que la confesión orto­
doxa de nuestra fe -a través de una conducta piadosa y so­
bria- merezca alcanzar la perfección de la vida que se nos

37. Cf. Rm 8, 3. 38. Jn 3, 15.


216 Beda

ha prometido. Pero, puesto que se dice todo esto del Hijo


del Hombre que fue capaz de ser levantado en la Cruz y
padecer la muerte, para que Nicodemo no pensara que
Aquel de quien cabía esperar la vida para siempre era sim­
plemente un hijo de hombre, el Señor en persona se preo­
cupó de revelarle el misterio de su Divinidad y de mostrarle
que uno y el mismo -H ijo de Dios e hijo de hombre- era
el Salvador del mundo.
21. Por eso continúa: P orque Dios am ó tanto a l m undo
que le entregó a su H ijo unigénito, a fin de que todo el que
cree en El no perezca sino que tenga la vida eterna39. Aquí
hay que notar que, al decir: a fin de que todo el que cree
en El no perezca sino que tenga la vida eterna, está afir­
mando del Hijo de Dios unigénito lo mismo que había ase­
gurado antes del hijo de hombre levantado en la Cruz40.
Porque realmente el mismo Redentor y Creador nuestro, el
Hijo de Dios que existe antes del tiempo, se ha hecho hijo
de hombre al llegar la plenitud de los tiempos, para que el
que nos había creado -p or el poder de su divinidad- para
disfrutar de la felicidad de la vida eterna, ese mismo nos res­
taurara -a través de la fragilidad de nuestra humanidad-, de
modo que recibiéramos la vida que habíamos perdido.
22. Por tanto, hermanos queridísimos, para compensar
los beneficios divinos, tratemos de amar con todo el cora­
zón, todo el alma, todas nuestras fuerzas a Dios Padre41 que
nos amó primero, hasta el punto de que no perdonó a su
Hijo, sino que le entregó por todos nosotros42.
Amemos al mismo Hijo que, teniendo la forma de Dios,
para nuestra libertad y vida tomó la forma de siervo y se hizo
obediente hasta la muerte y muerte de Cruz43 y, que -como

39. Jn 3, 16. 42. Cf. Rm 8, 32.


40. Cf. Jn 3, 14-15. 43. Cf. Flp 2, 6-8.
41. Cf. Me 12, 30.
Homilía X V III, 20-22 217

dice el apóstol Juan- nos am ó y nos lavó de nuestros pecados


con su sangre44.
Amemos al Espíritu Santo, del mismo Padre y del Hijo,
por cuya gracia hemos vuelto a nacer, con cuya unción he­
mos sido marcados45 en el día de la Redención, que sopla
donde quiere y -allí donde sopla- enciende de inmediato el
fuego de ese mismo amor divino.
Creamos que el mismo Padre y el Hijo y el Espíritu San­
to son un solo Dios y Señor nuestro y ensalcemos su nom bre
todos a una4b con la alabanza que es debida a quien tiene la
gloria, el imperio y el poder antes de todos los siglos de los
siglos. Amén.

44. Ap 1, 5. 4 6 . S a l 3 4 , 4.
45. Cf. Ef 1, 13; 1 Jn 2, 20.
HOMILÍA XIX

En la vigilia del nacimiento de san Ju an Bautista


Le 1, 5-17
PL 94, 202-2101
1. Antes de encarnarse, nuestro Señor y Redentor envió
por delante muchos testigos y heraldos de sus disposiciones
que, surgidos en diferentes momentos y en diferentes tribus
del pueblo israelita, cantaran de antemano -profetizándolo,
no con diverso contenido, sino siempre en el mismo senti­
do- el misterio de su encarnación. El último de ellos, y a
modo de frontera de la Ley e imagen del evangelio y la ver­
dad, apareció Juan, como atestigua el Señor cuando dice: La
Ley y los profetas han durado hasta Juan. D esde entonces,
es anunciado el reino de D ios12.
De ahí que también fue tenido por más que un profeta3,
porque Juan señaló primero -profetizando que vendría- y
luego mostró -señalándole cuando ya había venido- a Aquel
que los demás simplemente habían anunciado desde lejos
por medio de sus profecías4.
2. Se afirma que Juan, en razón de una Providencia pre­
cisa, no solo nació de padres justos, sino de una antigua es­

1. En la edición de J.-P. Migne 3. Cf. Mt 11, 9.


esta homilía se titula simplemente: 4. Cf. JERÓNIMO, Comm. in
«En la vigilia de san Juan Bautista». Mat., II, 11, 9 (CCL 77, 79).
2. Le 16, 16.
Homilía XIX, 1-4 219

tirpe de pontífices. En efecto, como hemos escuchado en la


lectura del Evangelio, hubo un sacerdote llam ado Zacarías,
de la clase de Abías, cuya esposa, llam ada Isabel, era del li­
naje de Aarón. A m bos eran justos a los ojos de D ios5. Cier­
tamente nació de parientes justos, para estar en condiciones
de dar con más seguridad mandatos de justicia a las gentes,
en cuanto que él no los había aprendido como algo nove­
doso, sino que los mantenía como por derecho hereditario,
al haberlos recibido de sus progenitores6. Nació de un linaje
sacerdotal, para que el cambio de sacerdocio se pregonara
de una manera tanto más fuerte, cuanto más evidente era
que él -personalmente- pertenecía a la clase sacerdotal.
3. Efectivamente nuestro Redentor, al encarnarse, al tiem­
po que se dignó hacerse para nosotros rey -dándonos un
reino celestial-, así también se convirtió a sí mismo en pon­
tífice, ofreciendo a Dios una ofrenda en olor de suavidad7.
Por eso está escrito: Ju ró el Señor y no le pesará su ju ra­
m ento: tú eres sacerdote para siempre, según el orden de
M elquisedec8. Y Melquisedec9, sacerdote del Dios Altísimo
-com o leemos-, presentando pan y vino a su señor, precedió
en el tiempo al sacerdocio legal10.
Y por eso se dice que nuestro Redentor es sacerdote según
el orden de Melquisedec: porque, abolidas las víctimas legales,
instituyó que se ofreciera en el Nuevo Testamento un tipo aná­
logo de sacrificio en el misterio de su Cuerpo y de su Sangre.
4. Por tanto, ¿quién podía profetizar de una manera más
congruente la abolición del sacerdocio legal y su sustitución

5. Le 1, 5-6. nen en relación la realeza con el sa­


6. Cf. Ambrosio, Expositio evan. cerdocio. Este consorcio aparece
s. Lucam, I, 15 (CCL 14, 14). claro en el encuentro entre este per­
7. Cf. E í 5, 2. sonaje -rey de Salem y sacerdote
8. Sal 110, 4. del Dios altísimo—con Abrahán: cf.
9. Los dos elementos de este Gn 14, 18-20.
nombre hebreo -malki-zadaq- po­ 10. Cf. Gn 14, 18; Hb 7, 1.
22 0 Beda

por el sacerdocio evangélico, que el hijo de un sumo sacer­


dote de la antigua Ley? Aunque él personalmente podía pa­
sar por ser un sumo sacerdote según la Ley, prefirió -in s­
truido interiormente por la inmutable lógica de la Verdad-
ser pregonero del nuevo sacerdote, a sucesor y heredero del
antiguo; prefirió -adoctrinado en su espíritu- predicar a las
gentes que acudían al desierto los misterios del Nuevo Tes­
tamento, a presidir para quienes venían a él en el templo
aquel famosísimo oficio, propio de los tiempos del antiguo
sacerdocio; puso por delante de las continuas ceremonias de
los sacrificios, el hambre y la sed prolongadas en el desierto;
pospuso las vestiduras tejidas en oro de los sacerdotes, a los
pelos de camello y al cinturón de cuero".
5. ¿Para qué sirve todo esto, hermanos míos, sino para que
aquel que con razón se había atribuido la autoridad de pre­
dicar una justicia superior, también personalmente mostrara
que sin ninguna duda era pregonero y precursor de un pon­
tificado superior, al dejar de lado el sacerdocio de su padre?
Pero, si vuestra comunidad está interesada en escuchar
quién fue Abías -de cuya clase se dice que procedía la estirpe
de Zacarías-, ese tal era sumo sacerdote en tiempos del rey
David1112. Porque, si bien -por orden del Señor- Moisés cons­
tituyó al principio un solo pontífice en la Ley -A arón-, a
la muerte de este recibió el don del sacerdocio su hijo Ele-
azar13. Y, cuando este también murió, le sucedió en el sa­
cerdocio su hijo Finés14. Y así hasta el tiempo de David, du­
rante alrededor de cuatrocientos setenta y cinco años -uno
detrás de otro - hubo herederos del pontificado.
6. Pero, cuando David -a impulsos de un gran celo reli­
gioso- quiso construir un templo al Señor, aunque deseaba

11. Cf. Me 1, 6. 20, 25-28; Dt 10, 6.


12. Cf. 1 Cro 24, 10. 14. Cf. Jos 24, 33; Je 20, 28.
13. Cf. Ex 28, 1; Nm 3, 2-4;
Homilía XIX, 4-8 221

que más bien fuera su hijo Salomón el que lo ejecutara, no


por eso dejó de ocuparse de preparar con solicitud lo que
convenía para la futura construcción y dignidad del susodi­
cho templo15. De ahí que instituyera cantores16que al tiempo
del sacrificio cada día entonaran salmos con música y que le­
vantaran los ánimos del pueblo circunstante a la memoria y
el amor de las cosas celestiales, no solo con la sublimidad de
las palabras que se pronunciaban, sino con la suavidad de las
melodías que se cantaban.
7. Y, a impulsos de su voluntad de que, al aumentar el
culto y la magnificencia del templo, creciera también el de­
coro de su ministerio y el número de los ministros, convocó
a todo el linaje de los hijos de Aarón17-es decir, a los des­
cendientes de Eleazar y de Itamar- y los dividió en veinti­
cuatro clases. De cada una de ellas eligió a un pontífice y
ordenó a todos los demás de cada clase que desempañaran
el oficio de un sacerdocio menor -que ahora se llama pres­
biterado-, con la idea de que cuando acabara la vida de uno
de los pontífices, el que fuera tenido por más digno de su
clase pasara a sucederle en el pontificado.
Es decir, ordenó esas clases de tal manera que cada uno
de los pontífices -junto con los sacerdotes que les estaban
subordinados- atendieran el ministerio del templo durante
ocho días, esto es de sábado a sábado18.
8. Y, a pesar de que todos eran iguales en el orden sa­
cerdotal, uno de ellos -el que parecía más digno, sobresa­
liente por su especial dignidad y prestigio- recibía el nombre
de sumo sacerdote. Y el orden que debía guardarse entre
esas mismas clases se sorteaba en presencia del rey David y
de los príncipes de las familias sacerdotales y levíticas.

15. Cf. 2 S 7, 4-13; 1 Cro 22, 17. Cf. 1 Cro 24, 1-19.
1- 10. 18. Cf. 2 Cro 23, 8.
16. Cf. 1 Cro 23, 5.30-31.
222 Beda

Pues bien, en el sorteo de ese turno consta que el octavo


lugar correspondió a la clase de Abías, de la que procedía
Zacarías1920. Y con razón el profeta del Nuevo Testamento,
en el que se declara al mundo la gloria de la resurrección,
nace en una familia a la que había correspondido el octavo
puesto porque, de una parte nuestro Señor resucitó de los
muertos el día después del sábado -que es el día octavo de
la Creación-, y de otra a nosotros se nos promete ya ahora
para el final la octava edad de la resurrección eterna -des­
pués de las seis edades de este mundo y la séptima-, la del
descanso de las almas que tiene lugar en la otra vida.
9. Y am bos eran justos a los ojos de Dios, guardando irre­
prensiblem ente todos los m andam ientos y leyes del Señor10.
Con frecuencia ocurre que, quienes a juicio de los hombres
son tenidos ya por perfectos, a los ojos del juez imparcial
tienen aún algo menos perfecto; y, al contrario, suele ocurrir
que algunos -afanándose sin moderación por poner en prác­
tica algunas virtudes-, mientras buscan agradar a Dios, sin
darse cuenta escandalizan a quienes están cerca de ellos21.
Los padres de san Juan son declarados libres de ambas
reprensiones. Cuando se dice de ellos que am bos eran justos,
enseguida se apostilla: a los ojos de Dios. Y cuando se añade,
guardando todos los m andam ientos y leyes del Señor, a con­
tinuación se completa: irreprensiblem ente, que es como decir
que se comportaban -en sus acciones lo mismo que en sus
pensamientos- de un modo tan sabio, que agradaban, tanto
a las miradas divinas en lo oculto, como al juicio exterior
de los hombres, según aquello del Apóstol: Pues atendem os
a portarnos bien, no solo delante de Dios, sino tam bién d e­
lante de los hom bres11.

19. Cf. 1 Cro 24, 10. s. Lucam, I, 18 (CCL 14, 15).


20. Le 1, 6. 22. 2 Co 8, 21.
21. Cf. Ambrosio, Expositio evan.
H om ilía X IX , 8-12 223

10. Y no tenían hijos, p orqu e Isa b el era estéril y am bos


de ed ad a v an zad a11". La divina Providencia dispuso que Juan
naciera de una madre estéril y cuando ambos progenitores
eran de edad avanzada, a fin de que incluso por el milagro
de su nacimiento quedara claro que el hombre que nacía se­
ría un varón de una gran virtud en el que constara que -
por haber desaparecido ya todo exceso de concupiscencia
carnal- en la concepción de ese niño no había habido nin­
guna motivación de placer, sino que se había tenido en cuen­
ta solo la gracia espiritual.
11. De ese mismo modo -de padres ancianos y de una
madre largo tiempo estéril- nació Isaac, el hijo de la pro­
mesa2 324, que -com o tipo de nuestro Redentor- fue obediente
a su padre hasta la muerte25; así los patriarcas Jacob26y José27;
así Sansón, el más fuerte de los caudillos28y el eximio profeta
Samuel29: todos tuvieron madres por mucho tiempo estériles
de cuerpo, pero siempre fecundas en virtudes, con el fin de
que se conociera la dignidad de sus hijos a través de lo mi­
lagroso de su nacimiento y se probara que serían sublimes
a lo largo de su vida los que al principio de la misma habían
estado por encima de las leyes de la condición humana.
12. Pero, lo que sigue: Sucedió, pues, que ejerciendo él
las funciones del sacerdocio p o r su turno, le cupo en suerte,
según la costumbre que h abía entre los sacerdotes, entrar en
el santuario del Señor a ofrecer incienso™, deja claro a todos
que, al volver -según el turno establecido- la semana de la
clase en la que él estaba implicado -p or ser de la clase de
Abías-, Zacarías entró en el templo para ejercer su minis­
terio. Pero, quizá para algunos queda oscuro lo que la Es­

23. Le 1, 7. 27. Cf. Gn 30, 22-24.


24. Cf. Gn 18, 10. 28. Cf. Je 13, 2.24.
25. Cf. Gn 22, 9; Flp 2, 8. 29. Cf. 1 S 1, 2.20.
26. Cf. Gn 25, 20-21. 30. Le 1, 8-9.
224 Beda

critura parece silenciar: en qué tiempo del año ocurrió todo


esto. A esos hay que advertirles que la Escritura no pasa
por alto ni siquiera eso, sino que lo da a entender de una
manera oculta cuando añade: Y toda la m uchedum bre del
pu eblo estaba orando fu era a la hora del inciensou .
13. Efectivamente, solo había una solemnidad en el año
en la que, al penetrar el pontífice en el sancta sanctorum
para orar, a ningún hombre le estaba permitido permanecer
en el interior del templo, sino que a todos se les ordenaba
que oraran fuera durante el tiempo de la oblación. Estos
eran los estatutos de la solemnidad del décimo día, en el
séptimo mes a partir de la Pascua, que se llamaba de la Pro­
piciación o Expiación, porque una vez ofrecidas las víctimas
en el altar del holocausto, su sangre se introducía como ex­
piación en el sancta sanctorum. Y no solo se rociaba la san­
gre allí, sino que también se quemaba incienso3132, que es lo
que en esta lectura se recuerda que hacía Zacarías.
14. Por tanto, es de esta solemnidad de la que dice Moisés:
En el mes séptimo, a los diez días del mes ayunaréis y no tra­
bajaréis33*, El pontífice purificará el santuario, la tienda de la
reunión y el altar y tam bién a los sacerdotes y a todo el pueblo
y esto será para vosotros Ley eterna: que roguéis p or los hijos
de Israel y por todos sus pecados una vez al añoM. Y un poco
antes, cuando enseña el rito de esa expiación, dice entre otras
cosas: N o haya persona alguna en el tabernáculo desde que
entre el pontífice en el santuario para rogar p o r sí mismo, por
su casa y p o r toda la congregación de Israel, hasta que salga35.
Resulta largo describir los testimonios de la Escritura a pro­

31. Le 1, 10. con algún otro arbusto.


32. Beda especifica el incienso 33. Lv 16, 29.
de que habla el evangelio emple­ 34. Lv 16, 33-34.
ando el término timiama, posible­ 35. Lv 16, 17.
mente ramas de tomillo, mezcladas
Homilía XIX, 12-17 225

pósito de cada una de las ceremonias de ese día, pero más


largo aún exponer de modo suficiente cómo, una por una, se
observan actualmente de una manera espiritual en la Iglesia.
15. De ahí que a este punto me parezca muy oportuno
exponer a los oídos de vuestra comunidad qué conveniente
ha sido la elección del momento en el que se anunció el na­
cimiento y la fuerza futura del precursor del Señor. El día
décimo del séptimo mes se dedica a este acontecimiento tan
sagrado, porque indudablemente se predecía que iba a nacer
el que había de predicar el final de la observancia de la Ley
y el inicio de la gracia evangélica, ya que se anunciaba el
nacimiento de aquel que sería el primero de todos en mos­
trar que estaba a punto de venir, y que ya estaba presente,
el Señor, el Salvador del que está escrito: Porque el fin de
la Ley es Cristo, para justificación de todo el que creeih.
16. En efecto, el cumplimiento de la Ley se simboliza
perfectamente con el número siete, por el sábado, y con el
diez, por el decálogo. Era este un día de propiciación y de
expiación, en el que estaba mandado que todo el pueblo es­
tuviera exento de trabajar y llorara y se mortificara a través
de la oración y la abstinencia. Esto concuerda mucho con
la vida y la predicación de san Juan, quien de una parte -
libre de tareas humanas- se dedicaba en persona a asuntos
y anhelos espirituales, y de otra enseñaba a las multitudes
que acudían a él a abstenerse del pecado, a expiar por la pe­
nitencia y la fe, y a consagrarse a Cristo37, porque estaba
punto de llegar el momento de la propiciación divina en el
que se abriría la entrada del reino celestial a todos aquellos
que la buscaran con piedad.
17. En cuanto a que en ese día se mandara al pontífice
y también a los sacerdotes y a todo el pueblo purificar el

36. Rm 10, 4. 37. Cf. Mt 3, 1-8.


226 Beda

santuario, el tabernáculo del testimonio y el altar, Juan en


persona manifiesta quién es ese pontífice y cuál esa purifi­
cación cuando, al acudir Jesús a su bautismo, exclama di­
ciendo: H e a q u í el cordero de Dios, he a q u í el que quita los
pecados del m undo3*. Esta expiación está establecido que se
celebre una vez al año porque, como dice el Apóstol: Cristo
ha sido una sola vez inm olado p ara quitar los pecados de
muchos y aparecerá una segunda vez, no para expiar los p e ­
cados, sino para salud de los que le esperan3<).
18. Por lo que respecta a que, al penetrar el pontífice en
el santuario para orar, no estaba permitido a ningún hombre
permanecer en el tabernáculo hasta que saliera, simboliza la
debilidad de la santa Iglesia, que todavía no estaba en con­
diciones de sufrir por su fe. Eso se puso de manifiesto en
los mismos apóstoles que, al comenzar la pasión del Señor,
todos huyeron, aban don án dole30. Y el pontífice salía, una vez
acabada la purificación, para dar la posibilidad a otros de
entrar en el tabernáculo porque, consumado el sacrificio de
su pasión, Cristo se apareció a los discípulos y -tras haberles
dado la gracia del Espíritu Santo- robusteció sus corazones,
no solo para ofrecer a Dios sacrificios de obras y oraciones
devotas, sino incluso el de su propia sangre.
19. Hemos expuesto ampliamente todo esto a propósito
del modo de observar la fiesta legal, para que vuestra caridad
reconozca con cuánta congruencia se ha iniciado en ella la
proclamación de la nueva gracia, en la que estaban simbo­
lizadas ya de modo multiforme la obra de la misma gracia
y la Redención de todo el mundo.
20. Entonces se apareció a Tacarías un ángel del Señor,
puesto en pie a la derecha del altar del incienso41. Hay que ad-401

38. Jn 1, 29. 40. Mt 26, 56.


39. Hb 9, 28. 41. Le 1, 11.
H om ilía X IX , 17-22 227

vertir que este ángel da testimonio de la gracia que había ve­


nido a anunciar, no solo por la fuerza de las palabras que pro­
nuncia, sino también por las circunstancias de tiempo y lugar
en que se apareció. Efectivamente, se apareció en el momento
de la ofrenda del sacerdote, para señalar que anunciaba al ver­
dadero y eterno pontífice, a la verdadera ofrenda que había
de venir para la salvación del mundo. Estaba en pie junto al
altar del incienso, para enseñar que venía como pregonero del
Nuevo Testamento. Porque en el templo había dos altares42,
que simbolizan los dos Testamentos de la Iglesia.
21. El primer altar, el del holocausto, estaba cubierto de
bronce y situado ante las puertas del templo43 para ofrecer
víctimas y sacrificios: simboliza a los adoradores carnales
del Antiguo Testamento.
Después estaba el altar del incienso, cubierto de oro44, si­
tuado ante la puerta del sancta sanctorum, para ofrecer el
incienso: este designa la gracia más interior y más perfecta
del Nuevo Testamento y sus ceremonias. El ángel estaba
también situado a la derecha de ese altar, para mostrar que
prometía, no gozos terrenales e inferiores, sino los de la bie­
naventuranza celestial y eterna que se suele representar con
la derecha. Se los prometía sobre todo a aquellos hombres
que son capaces, por la limpieza de su corazón, de hacerse
a sí mismos altar dorado; de mantenerse con disposición
perseverante cerca de la entrada al reino celestial; de man­
tener encendido por el fuego de su amor a Dios el aroma
de sus oraciones; de decir con el profeta: Suba m i oración
com o incienso hasta tu presencia45.
22. Respecto a lo que el ángel dice a Zacarías: Porque tu
oración ha sido escuchada y tu esposa, Isabel, te dará un hijo46,

42. Cf. Ex 27, 1; 30, 1. 44. Cf. Ex 30, 3.


43. Cf. Ex 27, 2; 1 R 8, 64; 2 45. Sal 141, 2.
Cro 8, 12. 46. Le 1, 13.
228 Beda

no se debe pensar que el pontífice que había entrado a orar


por el pueblo -cambiando súbitamente de parecer- había em­
pezado a rogar por sus asuntos privados: concretamente por
unos hijos, de cuya generación había perdido toda esperanza,
porque entretanto se había convertido en un hombre viejo y
decrépito, hasta el punto de que ni siquiera podía creer al án­
gel que le prometía que podía nacerle uno.
Por el contrario, hay que saber con toda certeza que ro­
gaba por la salvación del pueblo, al que sabía vejado por la
suma debilidad de los pecados y además oprimido por el
dominio de un emperador extranjero.
De ahí que, a través del anuncio del ángel, fue consciente
de que había sido escuchado por el Señor y supo de qué
manera habría de venir la salvación que buscaba: es decir,
que le nacería un hijo que —siendo un profeta y maestro exi­
m io- convertiría al pueblo al camino de la verdad y a la es­
peranza de la salvación que debía merecer; y que inmedia­
tamente después seguiría el Salvador en persona, quien daría
al pueblo los dones del reino celestial.
23. Y le pondrás por nom bre Juan -d ice-y será para ti objeto
de gozo y de júbilo. Y muchos se regocijarán en su nacimiento47.
Es una gran señal de alabanza y de fuerza, cada vez que en las
Escrituras Dios impone o cambia el nombre a los hombres.
Por tanto, es justo que mande llamar Juan al precursor de nues­
tro Redentor. En efecto, Juan significa «gracia de Dios» o
«aquel en el que está la gracia»48, porque de una parte él mismo
recibió —por encima de los demás santos- la gracia especial que
preparaba su venida, y de otra vino a predicar la hasta entonces
para el mundo inaudita gracia del acceso al cielo.
Así pues, el que vivió lleno de gracia y al mismo tiempo
anunció a los demás la gracia de Dios, es razonable que selle

47. Le 1, 13-14.
48. Cf. J erónimo, Nomina hebraica (CCL 72, 146).
Homilía X IX , 22-25 229

incluso con su nombre el anuncio de la gracia y con razón


se profetiza que muchos se alegrarán en su nacimiento, dado
que él mostrará al mundo al autor de su regeneración.
24. Porque ha de ser grande en la presencia del Señor49.
Debe advertirse que el ángel pronuncia para Juan las mismas
palabras de alabanza que el evangelista utiliza para sus pa­
dres. Porque de aquellos se dice que eran justos a los ojos
de Dios50; de éste, que es grande en la presencia del Señor.
Y cuán grande es a los ojos de Dios, lo insinúa el Señor -
el único que se la dio y conoce la grandeza de su virtud-
cuando dice: N o ha salido entre los nacidos de m ujer uno
m ayor que Ju an Bautista51.
Pero, también el ángel expone a continuación la múltiple
grandeza de Juan a los ojos de Dios, diciendo: N o b eb erá
vino m sidra y estará lleno d el Espíritu Santo ya desde el
seno de su m adre. Y convertirá a muchos de los hijos de Is­
rael a l Señor Dios suyoi2.
25. Ciertamente con esto que dijo -que se abstendría de
vino y sidra: es decir, de todo lo que puede embriagar- su­
girió con claridad que permanecería inmune a todos los vi­
cios y tentaciones del mundo, que suelen quitar el dominio
de la mente. Y con eso de que desde el vientre de su madre
estaría lleno del Espíritu Santo recordó -e incluso m ostró-
que, cuando viniera al mundo, estaría adornado de los frutos
de todo tipo de virtudes. Porque, ¿qué virtud podía faltarle
durante su vida y convivencia entre los hombres a uno que,
a pesar de haber sido concebido como hombre en la iniqui­
dad53, contra la costumbre de la condición humana su madre
no le había dado a luz en la culpa de la prevaricación, sino
en la gracia del perdón?

49. Le 1, 15. 52. Le 1, 15-16.


50. Cf. Le 1, 6. 53. Cf. Sal 51, 5.
51. Mt 11, 11.
230 Beda

26. En efecto, no hay que dudar de que el Espíritu Santo,


que le llenó, también le absolvió de todos los pecados.
Consta, en efecto, la sentencia auténtica de los Padres: que
la Ley no limita el don del Espíritu Santo. Y por eso, el
mismo que santificó con su gracia a Cornelio y su casa antes
de la recepción del bautismo54, con toda certeza inundó con
el don de la gracia a Juan -n o solo antes de la circuncisión,
sino antes de su nacimiento-, de tal modo que desempeñó
el oficio de Precursor para el Señor, cuando aún estaba en
gestación. No podía hacerlo todavía hablando, pero sí ale­
grándose, como atestigua el pasaje del santo Evangelio, al
narrar que, cuando entró la santa Madre de Dios y saludó
a Isabel, su hijo saltó de alegría en su seno55.
27. Y en eso que afirma el ángel -que Juan convertirá al
Señor Dios suyo a muchos de los hijos de Israel- anuncia
con claridad qué grande será ante Dios aquel de quien de­
clara que llevará una vida de un comportamiento irrepro­
chable. Porque, ¿qué mejor modo de vida, más sublime y
más grato a Dios, puede haber entre los hombres que el de
aquellos que renuncian a los vicios, que aplican su alma al
ejercicio de las virtudes e incluso se afanan por convertir a
otros a la gracia de su Creador con una ascesis cotidiana y
-mediante la frecuente conquista de almas para la fe - au­
mentar cada vez más la felicidad de la patria celestial?
28. Y él mismo irá delante de A quel con el espíritu y la
virtud de Elias. Se dice que Juan precederá al Señor con el
espíritu y la virtud de Elias porque, como Elias precederá
con gran fuerza de espíritu la segunda venida del Señor56,
así Juan, dotado de un poder no menor de espíritu, prepara
la primera; como aquel será precursor del Juez, este se con­
virtió en precursor del Redentor.

54. Cf. Hch 10, 44-47. 56. Ver supra Hom., I, 10, 8; I,
55. Cf. Le 1, 40-41. 24, 13.
Homilía X IX , 26-30 231

Y Juan precedió al Señor con el espíritu y virtud de Elias,


no solo por el orden de su llegada, sino también por la se­
mejanza de su doctrina porque, como añade el ángel a pro­
pósito de Juan, (éste ha venido): para encam inar hacia los
hijos los corazones de los padres y hacer que los incrédulos
tengan los sentimientos de los justos57.
29. Del mismo modo también el Señor emitió a través
del profeta una opinión análoga sobre la predicación de Eli­
as, cuando dijo: H e a q u í que yo os enviaré a l p rofeta Elias,
antes de que venga el día grande y trem endo del Señor y
convierta el corazón de los padres hacia sus hijos y el corazón
de los hijos hacia sus padres58. Por tanto, la misión de ambos
es una y la misma: a saber, infundir con su predicación en
las mentes de los hijos la fe y la comprensión que tuvieron
los padres.
Porque se llama «padres» y «justos» a los santos de la
antigüedad, de quienes el Salvador dice a los discípulos: M u­
chos profetas y hom bres justos desearon ver lo que vosotros
veis y no lo vieron59. Y se llama «hijos» e «incrédulos» a los
hombres que no creyeron en aquel tiempo en el que Elias
predicara o Juan predicaba. Y Juan convirtió el corazón de
los padres hacia los hijos, porque vertió en los hijos la sa­
biduría que tuvieron los padres que creían en Cristo y de­
seaban su encarnación, al enseñarles a creer y a alegrarse de
que Cristo se hubiera encarnado.
30. Convirtió a los incrédulos a la prudencia de los justos,
porque a todos aquellos que encontró que sin la fe de Cristo
se jactaban vanamente en las obras de la Ley, les enseñó a
creer en Cristo, a someterse con toda intensidad a su gracia
y a imitar la prudencia de los justos que les habían prece­
dido, porque estos últimos de una parte se habían esforzado

57. Le 1, 17. 59. Mt 13, 17.


58. MI 4, 5-6.
232 Beda

con toda diligencia por cumplir la Ley, y de otra habían


aprendido a esperar la salvación en la gracia del Señor Jesús
y no en la justicia de sus obras. De ahí que uno de ellos
dice: Y el justo vive de la f e b0.
31. Por eso añade también claramente: Para preparar al
Señor un pu eblo p erfecto61. Y esta hermosísima perfección
del pueblo del Señor es, de una parte la que Juan preparaba
en su tiempo por medio de su predicación, y de otra la que
ahora el Señor en persona logra de un modo más amplio en
la tierra con sus dones, cuando nosotros -instruidos por la
palabra evangélica y empapados en sus misterios- aprende­
mos a tener la misma fe y el mismo amor que está compro­
bado tuvieron los antepasados, ilustrados por los preceptos
de la Ley.
Esta es la gloria sublime de la santa Iglesia, cuando consta
que quienes hemos entrado en ella suspiramos por la dicha
de la paz eterna y -para merecer entrar en ella- nos esfor­
zamos por llevar una vida sobrenatural en la tierra y cuando
-siguiendo el ejemplo de los padres- nada bueno de lo que
hacemos o sentimos lo achacamos a nuestros méritos, sino
que entrevemos en todo la gracia de nuestro Creador.
32. De eso nos instruyen también los testimonios de los
antepasados: de que El es Dios, E l nos ha hecho y no nosotros
mismos62. Es decir, no solo para que seamos hombres, sino
para que seamos hombres santos y felices. Si nosotros se­
guimos siempre con corazón puro e infatigable este don de
la gracia, que El en persona, de acuerdo con las promesas
hechas a esos mismos padres, perdone nuestras iniquidades;
que El en persona sacie nuestro deseo de hacer el bien; que
El en persona nos conceda la corona de la vida eterna, no
por las obras de justicia que hayamos podido realizar por

60. Rm 1, 17; cf. Hb 2, 4; 10, 61. Le 1, 17.


38; Ga 3, 11. 62. Sal 100, 3.
H om ilía XIX, 30-32 233

nosotros mismos, sino en la compasión y misericordia63 que


nos ha dado, El que vive y reina en la unidad del Espíritu
Santo por todos los siglos de los siglos. Amén64.

63. Cf. Sal 103, 3-5. que, de acuerdo con los manuscri­
64. En este último párrafo se­ tos C y L, lee estos verbos en sub­
guimos la versión de J.-P. Migne juntivo.
HOMILÍA XX

En el nacim iento de san Ju an Bautista


Le 1, 57-68
PL 94, 210-214
1. El nacimiento del Precursor del Señor, como muestra
el relato digno de la máxima veneración que se ha leído en
el Evangelio, resplandece por la sublimidad de sus milagros.
Porque sin duda era necesario que, aquel que apareció como
el más grande de los nacidos de mujer, sobresaliera por en­
cima de los demás santos ya en el mismo momento de nacer
por el esplendor de sus virtudes1. Sus padres -ancianos e in­
fecundos durante largos años- se alegran con el don de un
hijo tan preclaro y al mismo padre -a quien la incredulidad
había dejado mudo2- se le abre la boca y se le suelta la len­
gua, para ensalzar al heraldo de la nueva gracia. Y no solo
se le restituye la facultad de bendecir a Dios, sino que tam­
bién se le aumenta la capacidad de profetizar sobre el niño.
2. Removidos por la fama del suceso, todos los vecinos
se llenan de admiración y temor y los corazones de todos
los que lo oyeron en los alrededores se preparan para la ve­
nida de un nuevo profeta. De ahí que con razón en todo el
mundo la santa Iglesia -que celebra tantas victorias de los
santos mártires que merecieron la entrada en el reino de los

1. Cf. Mt 11, 11; Le 7, 28. 2. Cf. Le 1, 20-22.


H om ilía XX, 1-4 235

cielos- ha adoptado la costumbre de celebrar también el día


de su nacimiento solo en este caso, aparte del Señor.
Hay que creer que esto se ha convertido en costumbre,
no sin la autoridad del Evangelio; por el contrario, hay que
traer a la memoria atentamente que, así como al nacer el Se­
ñor el ángel dice a los pastores: H e a q u í que os anuncio una
gran alegría que será para todo el pu eblo: que os ha nacido
hoy un Salvador, que es Cristo Señor34, así también el ángel
-al anunciar que Juan va a nacer- dice a Zacarías: Será para
ti alegría y regocijo y muchos se alegrarán en su nacimiento,
porqu e será grande en la presencia del Señor3.
3. Con razón se celebra el nacimiento de ambos con de­
voción firme, pero en el del primero -en cuanto es el naci­
miento de Cristo, el Señor; en cuanto es el del Salvador del
mundo; en cuanto es el del H ijo de Dios omnipotente; en
cuanto es el del sol de justicia5- se anuncia como una alegría
para todo el pueblo; en el del segundo -p or cuanto es el na­
cimiento del Precursor del Señor, el del siervo del Dios exi­
mio, el de la lámpara que arde y alumbra6- se recuerda que
muchos se alegrarán.
De este último se dice que será grande en la presencia del
Señor; de Aquel atestigua el profeta que el Señor es grande
y digno de toda alabanza, y su grandeza no tiene fin 7. Éste,
prescindiendo de cualquier contacto con el pecado, se abste­
nía de todo lo que puede embriagar8; Aquel, que ha convivido
con los pecadores, permaneció inmune a todo pecado.
4. Éste fue lleno del Espíritu Santo, cuando aún estaba en
el seno de su madre; en Aquel habita toda la plenitud de la
divinidad corporalmente9, porque por don de su Espíritu con­

3. Le 2, 10-11. 7. Sal145, 3.
4. Le 1, 14-15. 8. Cf.Le 1,15; 7, 33.
5. Cf. MI 4, 2. 9. Col2, 9.
6. Cf. Jn 5, 35.
236 Beda

sagró en persona para sí mismo la sede del seno virginal en el


que habría de encarnarse. Este -predicando- durante su vida
convirtió para el Señor a muchos hijos de Israel; Aquel -ilu­
minándoles por dentro- no deja cada día de convertir a su fe
a muchos de entre todas las naciones del orbe. Este precede
a Aquel con el espíritu y la fuerza de Elias10, para -bautizán­
dole en agua- enseñar a ser perfecto al pueblo con el fin de
que le acogiera allí donde apareciera; le sucedió Aquel, con el
espíritu y la verdad de Dios Padre, a fin de -bautizándole en
el Espíritu Santo y en el fuego11- conceder a su pueblo ser
perfecto para contemplar la faz de su Padre.
5. Al nacer Juan, felicitaban a su madre sus vecinos y pa­
rientes, porque el Señor en ella había dado pruebas magní­
ficas de su misericordia12; pero, al nacer el Señor, felicitaban
a la Iglesia -p orq u e ha llegado el tiem po de que el Señor
tenga m isericordia con ellali- los espíritus angélicos, que son
sus vecinos y parientes: es decir, los ciudadanos de la patria
celestial que ella misma espera. Estos, que cantan también
un himno a la gloria de D ios14, fueron los primeros desde
el cielo que advertían de lo que la Iglesia había de realizar
en todo el orbe de la tierra.
6. Por tanto, con toda razón se celebra el nacimiento de
aquel que con un poder de tal magnitud se acercaba a las
obras del Señor. Con razón se celebra como solemnidad el
nacimiento de aquel cuya vida es tan sublime, que cualquier
cosa más excelsa que él no hay duda de que -por eso mis­
m o- trasciende la naturaleza humana. De ahí que el Señor
-cuando aseguró que no había nadie mayor que él entre los
nacidos de m ujer- se apresuró a decir: Y el m enor en el
reino de los cielos es m ayor que e'/15. Aludía sin duda a sí

10. Cf. Le 1, 17. 13. Sal 102, 14.


11. Cf. Mt 3, 11; Le 3, 16. 14. Cf. Le 2, 13-14.
12. Cf. Le 1, 58. 15. Mt 11, 11.
Homilía XX, 4-8 237

mismo que es posterior al nacimiento de Juan, pero está más


alto que él, en la cima del reino de los cielos. Y no está
exento de misterio el hecho de que se recuerda que el na­
cimiento de Juan ocurrió cuando los días empiezan a acor­
tarse y el del Señor, cuando comienzan a crecer. Efectiva­
mente, el secreto de esta distancia lo revela el mismo Juan
que, cuando las muchedumbres creyeron que él era el Cristo
-por la grandeza de sus virtudes-, mientras algunos tenían
al Señor, no por el Cristo, sino por un profeta -habida cuen­
ta de su debilidad humana-, dijo: C onviene que El crezca y
yo dism inuya1*1.
7. En efecto, el Señor creció, porque para los fieles en
todo el mundo resultó evidente que -el que era tenido por
un profeta- era el Cristo. Decreció y disminuyó Juan, porque
se aclaró que -el que era tenido por C risto- realmente no
era Cristo, sino uno que anunciaba a Cristo. Por tanto, es
justo que comience a acortarse la luz del día una vez nacido
Juan, cuya fama de ser Dios estaba a punto de desaparecer
y cuyo bautismo acabaría en breve tiempo. Es justo también
que, al nacer el Señor, el día que se había acortado vuelva a
aumentar su luz, porque no hay duda de que ha aparecido
Aquel que difundiría la luz de su conocimiento -que antes
poseía exclusivamente la Judea, y eso solo en parte- a todos
los pueblos y extendería el calor de su amor a toda la exten­
sión del mundo.
8. Y hay que advertir que este mismo nacimiento de san
Juan no deja de tener alguna semejanza con la llegada del
Señor y la gracia que venía a predicar. Porque también re­
sulta muy adecuado que Aquel de quien dieron testimonio
todos los profetas y patriarcas anteriores con su nacimiento,
su muerte, su vida o su predicación, sea señalado con mucha

16. Jn 3, 30.
238 Beda

más amplitud por su Precursor -que fue más que un pro­


feta-, no solo a través de su vida y de su pasión, sino ya en
su mismo nacimiento. Porque, ¿qué sentido tiene el hecho
de que Juan haya nacido de padres ancianos, sino que al su­
yo seguiría inmediatamente el nacimiento de Aquel que, al
declarar los dones espirituales del Nuevo Testamento, iba a
enseñar que se debía ya poner fin a la observancia carnal de
la Ley y al sacerdocio antiguo? Porque, lo que es antiguo
y se hace viejo, está cerca de la muerte17.
9. ¿Qué significa el hecho de que el precursor del Señor
haya nacido de un padre mudo -es decir, de un príncipe de
los sacerdotes de entonces-, sino que, al aparecer en per­
sona el Señor, la lengua del sacerdocio antiguo -y a en gran
parte alejada de la doctrina de sentido espiritual- había en­
mudecido, porque los escribas y peritos de la Ley solo se
ocupaban y enseñaban la salvaguarda de la letra, e incluso
-según lo que está probado que el Señor les reprocha re­
petidas veces en el evangelio- corrompían la misma letra en
muchos pasajes por culpa de sus tradiciones18? Y ¿qué sen­
tido tiene que nazca de una madre estéril, sino que la Ley
-a la que se había ordenado dar a luz a Dios una estirpe
espiritual con la ayuda del oficio sacerdotal- no conduce a
nadie a ser perfecto19, porque no hay duda de que no ha
sido capaz de abrir las puertas del reino celestial a quienes
la observaban?
Pero, concebido bajo la Ley20, el mismo autor de la Ley
la privó del oprobio de la esterilidad, porque mostró que
debía ser entendida de un modo espiritual y enseñó que en
ella se encontraba ya desde antiguo prefigurada - y por así
decir concebida- la gracia de la felicidad eterna, que ahora
luce con toda claridad en el evangelio.

17. Cf. Hb 8, 13. 19. Cf. Hb 7, 19.


18. Cf. Mt 15, 3; Me 7, 7-8. 20. Cf. Ga 4, 4.
Homilía XX, 8-11 239

10 . Y ocurrió -d ice- que en el día octavo vinieron a cir­


cuncidar a l niño y querían llam arle con el nom bre de su p a ­
dre, Tacarías. Pero su m adre tom ó la p alabra y dijo: N o, se
llam ará Ju a n 2'. Juan quiere decir «gracia de Dios» o «aquel
en el que está la gracia»2122. Con ese nombre se expresa, de
una parte toda la gracia de la economía evangélica que Juan
predicaba, y de otra especialmente al mismo Señor, por cuya
mediación se concedió al mundo esa misma gracia. Por el
contrario, los que pensaban que al niño había que ponerle
el nombre de su padre Zacarías, en lugar de Juan, simbolizan
a quienes, cuando el Señor proclamaba los nuevos dones de
la gracia, quisieron que predicara más bien los habituales
preceptos del antiguo sacerdocio.
11. De ahí que con razón el nombre de Zacarías se in­
terpreta como «memoria del Señor»23, porque evidentemen­
te expresa el recuerdo de la observancia antigua que el Señor
ciertamente concedió de un modo figurado. Por tanto, dis­
cutían sobre el nombre del profeta recién nacido, de una
parte los que se habían reunido y preferían llamarle Zacarías,
y de otra -por el contrario- la madre, de palabra, y el padre,
por escrito, que insistían en que debía llamarse Juan.
Es verdad que ha habido algunos menos expertos en los
misterios celestiales que, cuando comenzó a resplandecer el
Evangelio, pensaban que aún debían observarse al mismo
tiempo las leyes carnales del sacerdocio legal. A esos la mis­
ma doctrina de la Ley les confirma -com o Isabel de viva
voz a propósito del nombre de Juan- que están obligados
a recibir la gracia de Cristo, diciendo por medio de Moisés,
el promulgador de la Ley: Vuestro Señor hará surgir un p ro ­
fe ta de entre vuestros hermanos. Vosotros le escucharéis todo
lo que dijere, com o a m í m ism o1A.

21. Le 1, 59-60. 23. Cf. J erónimo , Nomina he-


22. Cf. J erónimo , Nomina he- braica (CCL 72, 122.138).
braica (CCL 72, 146.155). 24. Dt 18, 15; Hch 3, 22.
240 Beda

12. El mismo sacerdocio de la Ley con los símbolos si­


lenciosos de sus ceremonias -com o Zacarías con las figuras
mudas de las letras-, da testimonio de la gracia que nace,
porque se debe creer que no hay en absoluto ningún acto
o dicho en todas las ceremonias del sacerdocio antiguo que
no exprese la gracia del evangelio, si se le interpreta correc­
tamente.
Por lo que respecta a que, una vez hecha esta declaración
y por consiguiente confirmado el nombre de Juan, se abrió
la boca de Zacarías y hablaba bendiciendo a Dios, es evi­
dente que, después de que por medio de los apóstoles se
manifestó la gracia del Nuevo Testamento, también un gran
número de sacerdotes seguía la fe y, abandonada la incerti­
dumbre nociva, se sometía devoto a confesar, alabar y pre­
dicar los dones de su Redentor.
13. Y ciertamente en el día de la circuncisión de Juan,
cuando también recibió el nombre, se apoderó el tem or de
todos los vecinos y en toda la m ontaña de Ju d e a se contaban
todos estos sucesos15. También al tiempo de la resurrección
del Señor, cuando -tras haber sido enviado el Espíritu desde
lo alto- se dio a conocer al mundo la gloria de su nombre
a través de los apóstoles, invadió de repente un temor su­
mamente saludable los corazones, no solo de los judíos que
estaban cercanos -bien por la situación del lugar, o bien por
su conocimiento de la Ley-, sino también de los pueblos
extranjeros hasta los últimos confines de la tierra.
Y la fama de su virtud trascendió no solamente toda la
montaña de Judea, sino también todas las cumbres del rei­
no de este mundo y de la sabiduría humana hasta tal punto
que -abandonada en todas partes la cultura de vida prece­
dente- acudieron todos a recibir los sacramentos de la fe
de Juan.

25. Le 1, 65.
Homilía XX, 12-15 241

Pues con razón la circuncisión anuncia en imagen la re­


surrección del Señor, porque también esta tuvo lugar al oc­
tavo día, esto es el día después del sábado. Y como la pri­
mera solía liberar de la pena de la muerte perpetua, así la
segunda, de una parte reveló en nuestro Creador la perfecta
novedad de la vida inmortal, y de otra demostró que debí­
amos esperarla en nosotros.
14. Por lo que respecta a que entretanto Zacarías se llena
del Espíritu Santo y pronuncia profecías sobre nuestro R e­
dentor, a la vez que sobre nuestra redención, esto significa
alegóricamente que muchos de la estirpe sacerdotal, que du­
rante largo tiempo habían mantenido sus labios lejos de la
confesión del Cristo, a partir de este momento -cuando re­
cibieron la fe en E l- van a estar llenos de la fuerza del Es­
píritu Santo, elevados por el don de profecía y presentados
a los pueblos para el ejercicio de su magisterio pastoral.
Aunque la recepción del Espíritu y la profecía de Zacarías
son lo mismo, sin embargo en sentido figurado conviene
también creer esto: que entonces había llegado el momento
en el que quedaría patente ante los fieles que todos los ritos
y ceremonias del sacerdocio de la Ley rezumaban por den­
tro de ciencia espiritual y misterios proféticos y que daban
testimonio a favor del mediador entre Dios y los hombres26,
el hombre Jesucristo, tanto de su condición humana, como
de su Divinidad eterna. Por eso El en persona afirma, al re­
prochar la dureza de los judíos: Si creyerais en Moisés, cre­
eríais en mí, pues de m í escribió él27.
15. Pero, escuchemos lo que dijo Zacarías, profetizando
y bendiciendo a Dios: Bendito el Señor, Dios de Israel, p o r­
que ha visitado y redim ido a su p u eb lo 1*. En estas palabras
hay que advertir ciertamente que el bienaventurado Zacarías

26. Cf. 1 Tm 2, 5. 28. Le 1, 68.


27. Jn 5, 46.
242 Beda

contaba -com o si hubiera ya sucedido- lo que con antela­


ción, en espíritu, había visto que se había iniciado y estaba
a punto de suceder, como es habitual en las profecías.
En efecto, al aparecer encarnado, el Señor nos ha visitado
a nosotros que nos encontrábamos muy lejos de El y a quie­
nes se ha ocupado de buscar y perdonar, cuando yacíamos
en el pecado. Nos ha visitado como un médico a los enfer­
mos y nos ha dado un nuevo ejemplo de su humildad para
sanar el arraigado vicio de nuestra soberbia. Consumó la re­
dención de su pueblo Aquel que, al pagar el precio de su
sangre, liberó a los que estábamos vendidos al pecado y asig­
nados al servicio del enemigo antiguo. De ahí que con toda
razón el Apóstol nos exhorte, diciendo: Puesto que habéis
sido com prados a un alto precio, d ad gloria y llevad a Dios
en vuestro cuerpo29.
16. Y le llama su pueblo, no porque a su llegada se en­
cuentre a un pueblo que le pertenece, sino porque lo ha
convertido en suyo al visitarle y redimirle. En efecto, her­
manos míos, ¿queréis escuchar cómo lo encontró y cómo
lo entregó? El fin de este cántico -que por ser conocido y
al mismo tiempo denso me ha resultado demasiado largo
exponerlo y explicarlo en su totalidad a vuestras caridades-
lo anuncia claramente, cuando dice: Nos ha visitado nacien­
do de lo alto, para ilum inar a los que están sentados en ti­
nieblas y som bras de m uerte, para en derezar nuestros pies
p o r el camino de la p a z 30.
Por tanto, nos encontró sentados en tinieblas y en las
sombras de la muerte, esto es, oprimidos por la prolongada
ceguera del pecado y la ignorancia, engañados por el fraude
del enemigo antiguo y poseídos por el error. Pues con razón
se llama al enemigo «muerte» y «mentira»31, como por el

29. 1 Co 6, 20. 31. Cf. Jn 8, 44.


30. Le 1, 78-79.
Homilía XX, 15-18 243

contrario al Señor se le llama «verdad» y «vida»32. Y nos ha


traído la verdadera luz de su conocimiento, a la vez que nos
ha abierto un camino seguro a la patria celestial, una vez
desechadas las tinieblas del error. Ha dirigido los pasos de
nuestras acciones, para que podamos entrar por el camino
de la verdad que nos enseñó y penetrar en la mansión de la
paz eterna que nos prometió.
17. Hermanos queridísimos, teniendo en nuestro poder
estos dones de la suprema bondad, estas promesas de los bie­
nes eternos, bendigamos también nosotros al Señor en todo
momento33, porque nos ha visitado y ha redimido a su pue­
blo. Esté siempre su alabanza en nuestros labios34, manten­
gamos su recuerdo y anunciémonos unos a otros las virtudes
del que nos ha llam ado de las tinieblas a su adm irable luzi5.
Pidamos de continuo su ayuda, con el fin de que El mismo
mantenga la luz de la ciencia que nos ha otorgado y nos con­
duzca hasta el día de la perfección. Y, para que seamos dignos
de ser escuchados, rechacemos nosotros mismos al rezar las
obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la
luz36. Porque, rezando así, enseguida recibimos lo que dese­
amos, ya que sin duda la fuerza de un comportamiento pia­
doso apoya las palabras de una oración devota.
18. Y, ya que hoy celebramos el nacimiento del santo
precursor, conviene que busquemos como intercesor de
nuestra oración al que recibimos como heraldo de la salva­
ción eterna. Por tanto, roguemos que, gracias a su interce­
sión, consiga que merezcamos alcanzar aquella luz, vida y
verdad37de la que él dio testimonio, Jesucristo, Dios y Señor
nuestro, que vive y reina con el Padre en la unidad del Es­
píritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

32. Cf. Jn 14, 6. 35. 1 P 2, 9.


33. Cf. Sal 34, 1. 36. Cf. Rm 13, 12.
34. Cf. Ibidem. 37. Cf. Jn 14, 6.
HOMILÍA XXI

Santos Ju an y P a b lo 1
Mt 20, 20-23
PL 94, 228-223
1. El Señor, Creador y Redentor nuestro, que desea curar
las heridas de nuestra soberbia, y Él mismo -existiendo en
la fo rm a de Dios, una vez asumida la forma de hombre- se
hum illó hecho obedien te hasta la m uerte2, también nos re­
comendó emprender el camino de la humildad, si queremos
alcanzar la cima de la verdadera grandeza, si deseamos con­
templar la verdadera vida. Y nos mandó llevar con paciencia

1. Dejamos el título que apare­ tale Sancti Iacobi Apostoli. De otra


ce en CC, si bien con muchas re­ parte, es verdad que en el canon
ticencias. En la edición de J.-P. romano aparecen los santos Juan y
Migne esta homilía se titula: En el Pablo, dignatarios de la corte que,
natalicio de Santiago apóstol y se según una Passio del s. VI a ellos
pone en relación con Me 10. La dedicada, fueron martirizados por
anotación de los mejores manus­ orden de Juliano el Apóstata (361-
critos (S P L) en el sentido de que 363). Fuera de ese contexto no se
esta homilía se debe leer (o pro­ encuentra en la tradición el bino­
nunciar) en el día del nacimiento mio «Juan y Pablo». Se entiende,
de Santiago Apóstol es un indicio por tanto, que en la traducción de
claro -corroborado por el texto Martin L. T. and Hurst D. esta ho­
mismo- de que el título debería ser milía se titule: Saints Joh n and Paul
más bien «Santos Juan y Santiago». (ior St James).
Concretamente S la titula: H om e- 2. Flp 2, 6-8.
lia eiusdem lectionis dicenda in na-
Homilía XXI, 1-3 245

las adversidades del mundo presente, e incluso la misma


muerte. Nos prometió los dones de la gloria, pero hizo que
antes les precedieran los combates de la lucha. Al hacernos
la promesa, dijo: Vuestro prem io será abundante y seréis hi­
jos d el Altísimo, pero en tono imperativo anunció: A m ad a
vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperanza de
rem uneración2’.
2. Así pues, promete premios a los elegidos, para de ese
modo mostrar de antemano los méritos que los merecen; y
concede la vida eterna, para determinar que se debe llegar a
ella a través de una puerta estrecha y por un camino angosto.
Por eso dice: Esforzaos en entrar p o r la puerta angosta34. En
efecto, es necesario un esfuerzo no pequeño, si alguien quiere
subir a una cima alta. Y, si subimos a las cumbres de los
montes con tanto sudor, cuán necesario es que intentemos
merecer tener nuestra conversación en los cielos5y descansar
en el monte alto del Señor, del que el salmista pronuncia can­
tos de alabanza6. De ahí también que en la lectura del evan­
gelio de hoy, cuando los hijos del Zebedeo piden al Señor
los tronos del reino, enseguida les conmina a beber su cáliz
-esto es, a imitar el combate de su pasión-, para recordarles
que no debían buscar la cumbre de los cielos, sino por medio
de los sucesos viles y duros de la tierra.
3. La lectura dice: Se le acercó la m adre de los hijos de
Z ebedeo con sus hijos, postrándose para pedirle algo. D íjole
El: ¿Q ué quieres? Ella le contestó: D i que estos dos hijos
míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu
reino7. Y nadie piense que la madre pidió esto para los hijos
sin el consentimiento y el deseo de éstos, sino más bien en­
tienda que esto fue decidido de común acuerdo, para que

3. Le 6, 35. 6. Cf. Sal 15, 1.


4. Le 13, 24. 7. Mt 20, 20-21.
5. Cf. Flp 3, 20.
246 Beda

de esa manera los discípulos pudieran expresar a Jesús su


deseo por medio de su madre, a quien sabían que el Señor
amaba especialmente.
4. Por eso, al narrar esta escena, el evangelista Marcos -s i­
lenciando la intervención de la madre- menciona solamente
la de los discípulos, cuyo deseo íntimo conocía, y dice: Se
le acercaron Santiago y Juan, los hijos de Z ebedeo, dicién-
dole: M aestro, querem os que nos hagas lo que vam os a p e ­
dirte. Díjoles El: ¿ Q ué queréis que os h a g a ? Ellos le respon­
dieron: Q ue nos sentem os el uno a tu derecha y el otro a tu
izquierda en tu glorias. Así pues, el evangelista narra que se
acercaron al Señor y le rogaron solo ellos, cuya voluntad
considera más eficaz a la hora de pedir, y cuya madre sabía
que les había aconsejado vivamente que lo pidieran. Efecti­
vamente hay que pensar que la razón que incitó, bien el
afecto femenino propio de una madre89*, bien los ánimos to­
davía humanos de los discípulos, fue sobre todo esta: se
acordaron de la palabra del Señor que dice que cuando el
H ijo el H om bre se siente en el trono de su m ajestad, tam bién
vosotros os sentaréis sobre doce tronos para ju zgar a las doce
tribus de Israel'0, y sabían que el Señor les amaba especial­
mente entre los discípulos, que ellos -junto con Pedro- ha­
bían sido hechos sabedores con frecuencia de secretos que
los demás ignoraban, como indica repetidas veces el texto
del santo evangelio.
5. Por eso, de aquí viene el hecho de que -com o a Pedro-
Jesús les haya impuesto otro nombre, de manera que, como
el que antes se llamaba Simón recibió el apelativo de Pedro,
por la fortaleza y la estabilidad de su fe inexpugnable11, así
también estos se llamaron Boanerges, es decir «hijos del true­

8. Me 10, 35-37. 10. Mt 19, 28.


9. Cf. J erónimo , Comm. in 11. Cf. Me 3, 16.
Mal., III, 20, 20-21 (CCL 77, 177).
Homilía XXI, 3-6 24 7

no»12, porque de una parte habían escuchado, a la vez que


Pedro, la voz glorificada del Padre sobre el Señor13, y de otra
conocían más misterios arcanos que los demás discípulos.
Además - y esto estaba muy en relación con este asunto-,
ellos sentían que estaban unidos al Señor con corazón sincero
y que El les acogía con enorme cariño. Por eso no descon­
fiaban de que pudiera ocurrir que ellos en persona estuvieran
sentados más cerca de Él en el reino, sobre todo cuando veían
que Juan -por la singular pureza de alma y de cuerpo- era
distinguido con tanto amor que descansaba en el regazo del
Señor durante la cena14.
6. Mas, escuchemos lo que respondió a quienes buscaban
la dignidad de los tronos el que conoce los méritos y distri­
buye los tronos. El texto dice: Respondiendo Jesús, dijo: No
sabéis lo que pedís'5. Efectivamente, no sabían lo que pedían
quienes pensaban que en el reino de la patria celestial cual­
quiera iba a sentarse a la izquierda de Cristo, cuando se lee
que en aquel discernimiento del juicio final todos los elegidos
serán colocados a la derecha del máximo Rey y Juez16.
Ciertamente en aquella vida no hay nada situado a la iz­
quierda17*, la felicidad eterna no tiene nada reprobable, la paz
para siempre no admite nada caduco. La vida presente de la
santa Iglesia se interpreta como la izquierda de Cristo, cuan­
do se aprovecha para el bien. De ahí que está escrito: L leva
en su diestra la lon gevidad y en su siniestra la riqueza y los
honores'*.

12. Cf. Me 3, 17. de que se celebrara la última cena.


13. Cf. Mt 17, 5. 15. Mt 20, 22.
14. Cf. Jn 13, 23. El empleo del 16. Cf. Mt 25, 33.
imperfecto, tanto de indicativo co­ 17. El término utilizado -sinis-
mo de subjuntivo, en esta frase pa­ trum-, tiene sobre todo un sentido
rece indicar que Beda alude a una moral: malo, pecaminoso.
acción iterativa, índice de la inti­ 18. Pr 3, 16.
midad de Juan con Jesús, aún antes
248 Beda

7. Ciertamente en su diestra está la longevidad, es decir


la sabiduría de nuestro Redentor, porque en aquella patria
de la morada celestial, se da a los elegidos -tanto a los án­
geles, como a los hombres- una luz sin defecto. Y en su si­
niestra la riqueza y la gloria, porque también en el exilio de
esta peregrinación nos alimentamos con la riqueza de las vir­
tudes y la gloria de la fe, hasta que lleguemos a la eternidad.
De esa gloria precisamente dice el Apóstol: Y nos gloriamos
en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Y no solo
esto, sino que nos gloriamos hasta en las tribulaciones™. Asi­
mismo dice de esa riqueza: Porque en El habéis sido enri­
quecidos en todo: en toda palabra y en todo conocim iento1920.
8. No sabían lo que pedían, porque pretendían -juzgando
a lo humano- poder elegir de antemano cada uno el lugar
que ocuparía en el futuro, el premio que recibiría, y no ro­
gaban más bien al Señor ser capaces de conducir hasta una
meta segura -a base de merecerlas- la fe y la gloria de la es­
peranza que tenían, ya que El retribuiría con un premio
inestimable todo el bien que pudieran hacer. Y esta piadosa
sencillez suya es ciertamente digna de alabanza, porque pe­
dían, con la confianza de un corazón piadoso, sentarse en
el Reino junto al Señor. Pero con mucha más razón será ala­
bada la prudente humildad de quien, consciente de su propia
fragilidad, exclamaba: Prefiero estar a la puerta en la casa
de Dios a h abitar en las mansiones de los pecadores1'. No
sabían lo que pedían quienes solicitaban del Señor la gloria
de los premios, más que la perfección de sus obras.
9. Pero el Maestro divino, a la vez que les sugería qué
debían buscar en primer lugar, les devuelve al camino del
esfuerzo, a través del cual estarían en condiciones de alcan­
zar el premio de la retribución. Les dice: ¿Podéis b eb e r el

19. Rm 5, 2-3. 21. Sal 84, 11.


20. 1 Co 1, 5.
Homilía X X I, 7-11 249

cáliz que yo tengo que beber?12 Llama efectivamente su cáliz


a la amargura del sufrimiento, a la que con frecuencia somete
a los justos la crueldad de los infieles. Porque, todo aquel
que la soporta humilde, paciente y alegremente por Cristo,
por eso mismo reinará en los cielos. Por tanto, puesto que
los hijos de Zebedeo deseaban sentarse con El, les amonesta
a que en primer lugar sigan como ejemplo su pasión y así
-al final- logren la cumbre de la majestad a la que aspiran.
El Apóstol enseña que todos los fieles deben seguir este or­
den de vida, cuando dice: Porque si hem os sido injertados
en E l p o r la sem ejanza de su muerte, tam bién lo serem os
por la de su resurrección21.
10. D ijéronle: P odem os24. Es cierto que exponían ante el
Señor con sencillez su actitud devota, tal y como era en ese
momento, cuando aseguraban que podían beber su cáliz, pe­
ro poco después daban muestras patentes de cuán débiles
eran aún, cuando al llegar la hora en la que el Señor bebiera
ese mismo cáliz, ellos junto con los demás discípulos a b a n ­
donándole, huyeron21. Pero ese mismo miedo a beber el cáliz
no oprimió su corazón mucho tiempo, sino que más bien,
por el contrario, los que huyeron ante la pasión del Señor,
una vez resucitado, volvieron enseguida, y los que habían
temblado durante el torbellino terrorífico de la pasión, al
brillar el triunfo de su resurrección, se arrepintieron. Y so­
bre todo, una vez recibida la gracia del Espíritu, en lo su­
cesivo mantenían su corazón firme para beber el cáliz del
Señor, porque comenzaron a sufrir y morir por Él, ya in­
vencibles, dado que se había cumplido su promesa por la
que les dijo que beberían su cáliz.
11. En efecto, sigue: El les respondió: Ciertam ente beberéis
mi cáliz. Y continúa: Pero sentarse a mi diestra o a m i siniestra23

22. Mt 20, 22. 24. Mt 20, 22.


23. Rm 6, 5. 25. Mt 26, 56.
250 Be da

no m e toca a m í otorgároslo; es para aquellos para quienes está


dispuesto p o r mi Padre2b. Se sienta a la derecha del Salvador
quien en la felicidad celestial se alegra con su contemplación.
Se sienta a la izquierda quien en esta peregrinación está al fren­
te de su santa Iglesia con potestad sacerdotal.
Ahora bien, hay que observar cuidadosamente cómo es que
el Maestro veraz puede decir a los discípulos que se lo piden:
no m e toca a m í otorgároslo; es para aquellos para quienes está
dispuesto p or m i Padre, siendo así que en otro lugar dice El
mismo: Todo m e ha sido entregado p o r mi Padre27, y por tanto
consta que todos los dones que el Padre haga o prepare para
los fieles, el Hijo los prepara o los da junto con El.
12. Porque, también hablando del Padre, repite el Señor:
Porque lo que el Padre hace, lo hace igualmente el H ijo28. Por
tanto, si todo lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo,
¿cómo es que dice el Hijo no m e toca a m í otorgároslo; es
para aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre, si no
es porque el mismo Hijo es a la vez Dios y hombre? Por tan­
to, en su Evangelio habla unas veces con la voz de la divina
majestad, por la que es igual al Padre, y otras con la voz de
la Humanidad que ha asumido, por la que se ha hecho igual
a nosotros. Y en esta lectura habla de un modo especial con
la naturaleza del hombre que ha asumido, porque iba a mos­
trar a los hombres el camino de la humildad.
13. En efecto, cuando al principio se llega hasta El la madre
con los hijos para hacerle una petición, le preguntó qué que­
ría, interrogándola como un hombre, como si ignorara las co­
sas ocultas, como si no conociera el futuro, Él que en la eter­
nidad del poder divino lo conoce todo antes de que suceda.
Y teniendo en cuenta que ella, al pedir para sus hijos el trono
de la derecha y la izquierda, pone por delante en sus ruegos267

26. Mt 20, 23. 28. Jn 5, 19.


27. Mt 11, 27.
Homilía XXI, 11-14 251

el pensamiento en su Humanidad más que en su Divinidad,


Aquel que en su hábito corporal tuvo derecha e izquierda, pe­
ro en su divina majestad no está compuesto de miembros cor­
porales, puso en primer lugar -callándose la gloria de su D i­
vinidad impasible- la memoria de la pasión, que estaba a punto
de sufrir en cuanto hombre. Y se la propuso a los discípulos
para que la imitaran, cuando confirmó la piadosa disposición
de estos con su propio testimonio, al decirles: Ciertamente
beberéis m i cáliz, añadiendo lógicamente: Pero sentarse a mi
diestra o a mi siniestra no m e toca a m í otorgároslo; es para
aquellos para quienes está dispuesto p o r mi Padre. Es como
si dijera abiertamente: «Vosotros, con vuestra pasión, segui­
réis ciertamente la que sufro en mi carne; pero, según esa mis­
ma sustancia de fragilidad humana, no me compete a mi otor­
garos los bienes de los dones celestiales.
Esos están preparados por el Padre para todos aquellos
que son dignos de recibirlos, si bien es verdad que Yo los
preparo y los otorgo junto con Él en la misma Divinidad,
porque todo lo que El hace, Yo mismo también lo hago
igualmente por la unidad del poder divino».
14. Y, dado que estos mismos hijos de Zebedeo tenían el
ánimo dispuesto a beber el cáliz del Señor, consta que efecti­
vamente ellos, junto con los demás apóstoles, lograron la dig­
nidad de los tronos que pedían. No ciertamente por ese orden
que buscaban -sentarse en el reino uno a su derecha y el otro
a su izquierda-, sino de acuerdo con el que hemos expuesto
más arriba: ambos merecieron sentarse primero a su izquierda,
por un tiempo, y ambos ahora a su derecha, para siempre.
En efecto, se sentaban a la izquierda de Cristo cuando en
esta vida presidían a los pueblos de los fieles que debían go­
bernar con derecho apostólico, naturalmente en el reino del que
El mismo afirma: El Reino de Dios está dentro de vosotros29.

29. Le 17, 21.


252 Beda

Ahora se sientan a su derecha en aquella vida que no co­


noce la muerte, como jueces del mundo, junto con Aquel
mismo Hijo que, a una con el Padre, les ha preparado ambas
sedes. Porque no se puede separar la concesión de los dones
en aquellos en quienes siempre permanece inseparable la
unidad de su naturaleza. Eso atestigua el Hijo, cuando afir­
ma: Yo y el Padre somos una sola cosa30.
15. Y no debemos pasar por alto, sin considerarlo, el mo­
do como el Señor dijo de una manera indiferenciada a los
hijos de Zebedeo que beberían su cáliz, cuando sabemos que
uno de ellos, concretamente Santiago, acabó su vida derra­
mando su sangre, mientras el otro -es decir, Juan- descansó
en la paz de la Iglesia. En efecto, a propósito del martirio
de Santiago está demostrado claramente en Lucas que el rey
H erodes se apoderó de algunos de la Iglesia para atorm en­
tarlos. Y dio m uerte a Santiago, herm ano de Juan, p o r la es­
p a d a 31. De su martirio también la H istoria eclesiástica refiere
algún suceso digno de recordar. Dice: D ado que aqu el que
le h abía presentado -esto es, a Santiago- a l ju ez para su m ar­
tirio, rem ovido, confesó que tam bién él era cristiano, fu eron
conducidos a l suplicio am bos a la vez. Y en el camino, cuan­
do eran conducidos, rogó a Santiago que le perdonara. Y él,
después de pensarlo un poco, le dijo: «La p a z sea contigo»,
y le besó. Y así am bos fu eron castigados a la vez con la pena
capital32.
16. En cuanto a Juan, narran con certeza historias verí­
dicas que, cuando fue consciente de que había llegado el día
de su muerte, tras convocar a los discípulos en Efeso, dando
testimonio de Cristo por medio de muchos portentos visi­
bles, descendió al lugar cavado para su sepultura y, tras hacer
oración, fue depositado junto a sus padres, tan ajeno al dolor

30. Jn 10, 30. 32. R ufino , Historia eclesiás­


31. Hch 12, 1-2. tica, IX, 125, 19-24.
H om ilía X X I, 14-18 253

de la muerte, como se encuentra alejado de la corrupción


de la carne33. ¿Cómo se dice, pues, que bebió el cáliz del
Señor uno de quien consta que no salió de su cuerpo me­
diante una muerte violenta, si no es porque ese cáliz se bebe
de dos modos: uno, cuando se recibe con paciencia la muerte
infligida por un perseguidor, y otro cuando el alma se en­
cuentra dispuesta a padecer, cuando se lleva una vida digna
del martirio?
17. Porque también Juan demostró en qué medida estaba
dispuesto a beber por el Señor el cáliz de la muerte, cuando
sufría con ánimo alegre -junto con los demás apóstoles, co­
mo leemos en los Hechos de los mismos34- cárcel y golpes;
cuando por la palabra de Dios y por su testimonio sobre
Jesús, fue condenado al exilio en la isla de Patmos35; cuando
-com o narra la H istoria eclesiástica- fue arrojado por el em­
perador Domiciano a una caldera de aceite hirviendo del
que sin embargo, con la ayuda del Señor, salió tan ileso y
limpio como había sido castísimo de mente y de conducta;
lo mismo que en el destierro, por gracia del mismo Señor,
cuanto más parecía estar privado de alivio humano, tanto
más mereció ser consolado por el trato frecuente con los
habitantes del cielo36. De ahí que se entiende que él también
bebió en verdad el cáliz del Señor lo mismo que su hermano
Santiago, que fue matado con la espada, porque el que ha
soportado tantas cosas por la verdad demuestra que también
habría recibido sin dudar la muerte, si se le hubiera presen­
tado la ocasión.
18. Pero también nosotros, hermanos queridísimos, aun­
que no suframos nada semejante, si bien es verdad que no
aguantamos por la justicia ni cadenas, ni golpes, ni cárceles,
ni torturas corporales, ni persecución alguna por parte de

33. Cf. supra Hom., I, 9, 13. 35. Cf. Ap 1, 9.


34. Cf. Hch 4, 3; 5, 18. 40-41. 36. Cf. supra Hom., I, 9, 12.
254 Beda

los hombres37, sin embargo podemos beber el cáliz del Sal­


vador38 y obtener la palma del martirio, si procuramos cas­
tigar nuestro cuerpo y someterle a servidumbre39, si nos
acostumbramos a suplicar al Señor en espíritu de humildad
y con ánimo contrito40, si nos esforzamos por aceptar con
ánimo sereno las ofensas que nos infiere el prójimo, si es
para nosotros un gozo amar incluso a aquellos que nos
odian, que nos injurian, hacerles el bien41, rezar por su vida
y salvación, si nos esforzamos por adornarnos con la virtud
de la paciencia y los frutos de las buenas obras.
19. Porque, si nos comportamos así y mostramos nues­
tros cuerpos -siguiendo la recomendación del A póstol- co­
mo una hostia viva, santa, agradable a Dios42, por la mise­
ricordia divina El proveerá para que seamos premiados con
una gloria igual a la de quienes entregaron sus miembros a
la muerte por el Señor, porque nuestra vida se hace preciosa
a los ojos de Dios, como la muerte de aquellos43. Y, una vez
rotos los vínculos de la carne, también nosotros merecere­
mos penetrar en los atrios de la ciudad celestial y rendir ac­
ciones de gracias entre los coros de los santos mártires a
nuestro Redentor, que vive y reina con el Padre en la unidad
del Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos. Amén.

37. Cf. Mt 5, 10. de la Iglesia el martirio era el úni­


38. Cf. Sal 116, 13. co título de santidad reconocido.
39. Cf. 1 Co 9, 27. Esta expre­ 40. Cf. Dn 3, 39.
sión tiene un valor simbólico, si se 41. Cf. Mt 5, 44.
tiene en cuenta que durante los 42. Cf. Rnt 12, 1.
tres primeros siglos de la Historia 43. Cf. Sal 116, 15.
HOMILÍA XXII

Santos Pedro y P a b lo 1
Jn 21, 15-19
PL 94, 214-219
1. La lectura del santo evangelio de hoy nos recomienda
la virtud de la perfecta caridad. En efecto, la caridad perfecta
es aquella por la que se nos manda amar al Señor con todo
el corazón, toda el alma, todas las fuerzas, y al prójimo co­
mo a nosotros mismos2. Y ningún amor de estos puede ser
perfecto sin el otro porque, ni Dios puede ser amado ver­
daderamente sin el prójimo, ni el prójimo sin Dios. De ahí
que el Señor, todas las veces que preguntó a Pedro si le ama­
ba, y Pedro le respondió poniéndole por testigo que le que­
ría, añadió cada vez como conclusión: apacienta a mis ovejas
o apacienta a mis corderos3, como si quisiera decir claramen­
te: «esta es la única y auténtica prueba del amor a Dios: si
te esfuerzas por cuidar a tus hermanos con solícito esmero».
Porque, el que descuida impartir a su hermano la dedicación
piadosa de que es capaz, da muestras de querer menos de
lo que es justo al Creador, cuyo mandamiento de atender a
las necesidades del prójimo menosprecia.

1. El título: «En la vigilia de edición de J.-P. Migne.


los santos apóstoles Pedro y Pa­ 2. Cf. Me 12, 30-31.
blo», encabeza esta homilía en la 3. Cf. Jn 21, 15-17.
256 Beda

2. Seguramente el Señor insinúa en cierta manera -de un


modo tácito- que esta caridad apenas es posible lograrla sin
la gracia de la inspiración divina cuando, al preguntar a Pe­
dro sobre ella, le llama Simón, hijo de Juan, cosa que no
hace en ningún otro sitio. Le dice: Simón, hijo de Juan, ¿ me
am as más que estos?4 Aunque aquí también se puede enten­
der que se hace una simple mención de su padre de la tierra,
sin embargo no está fuera de lugar si uno quiere interpretar
de un modo místico que con el nombre de Juan se alude a
la casa de la generación celestial, de la que el apóstol Juan
afirma: Queridísimos, am ém onos unos a otros p orqu e la ca­
ridad p rocede de Dios y todo el que am a ha nacido de Dios
y conoce a D ios5. En efecto, Simón significa «el que obede­
ce»6 y Juan «gracia de Dios»7. Por eso con razón el primero
de los apóstoles, cuando es interrogado sobre su amor, es
llamado Simón, hijo de Juan -es decir, obediente a la gracia
de D ios-, para demostrar con claridad a todos esto: que no
es una cuestión de mérito humano, sino de un don divino
el hecho de que siga con más obediencia que los otros los
mandamientos del Señor y le ame con una caridad más ar­
diente.
3. De ahí que el apóstol Pablo, fortalecido por la misma
gracia, diga: Porque la caridad divina se ha difundido en
nuestros corazones gracias a l Espíritu Santo que se nos ha
d a d o s. Por tanto, al que da pruebas de querer al Señor con
más ardor que los demás, se le da el nombre de hijo de Juan,
ya que sin duda la fuerza de ese amor se recibe solo por
gracia del Espíritu.
Y hay que advertir con cuánta cautela y circunspección
el mismo Pedro da testimonio de su amor, cuando el Señor

4. Jn 21, 15. braica (CCL 72, 148).


5. 1 Jn 4, 7. 7. Ibidem (CCL 72, 146).
6. Cf. J erónimo , Nomina he- 8. Rm 5, 5.
Homilía X X II, 2-5 257

quiere saber si le quiere más que los otros, porque no se


atrevió a responder: «Sí, tú sabes que te amo más que estos»,
sino que dice con voz moderada y sencilla: Sí, Señor, tú sa­
bes que te am o9. Lo que equivale a decir: «Sé con toda cer­
teza que Tú mismo, siendo quien eres, sabes mejor que te
amo con todo el corazón; si los otros te quieren, no lo sé;
pero tú lo sabes todo».
4. La cautela de su respuesta es una lección, tanto para
nuestras palabras, como para nuestros pensamientos, concre­
tamente para que aprendamos de su ejemplo a presumir menos
de la pureza de nuestra conciencia, a juzgar menos temeraria­
mente sobre las cosas ocultas en la conciencia de nuestros her­
manos, sumamente dudosas y que somos incapaces de calibrar
con qué intención o necesidad se realizan. Porque de los erro­
res externos de nuestros hermanos tenemos del Señor -n o solo
la potestad, sino el mandamiento de juzgar-, para que sean
corregidos, cuando dice: Si tu herm ano peca, corrígele, y si
hace penitencia, perdón ale101. Pero se nos manda reservar más
bien al juicio divino sus acciones poco claras y que pueden
interpretarse de distintas maneras. Porque el Apóstol dice: No
queráis juzgar antes de tiempo, hasta que venga el Señor, que
iluminará lo que está oculto en las tinieblas y pondrá de m a­
nifiesto las decisiones de los corazonesn.
5. Es verdad que el mismo Pedro se veía obligado a res­
ponder con cautela a la pregunta del Señor, porque recordaba
que anteriormente -cuando era inminente su pasión- se había
atribuido a sí mismo más fortaleza de la que en realidad tenía,
jactándose de que estaba dispuesto a ir con El a la cárcel y
a la muerte12, él que todavía no era capaz al menos de con­
fesar, ante un peligro acuciante, que le conocía13o que alguna

9. Jn 21, 15. 12. Cf. Le 22, 33.


10. Le 17, 3. 13. Cf. Le 22, 57.
11. 1 Co 4, 5.
258 Beda

vez había estado con É l14. Por tanto, aleccionado por la pre­
cedente caída, había aprendido a hablar más cautelosamente
con el Señor, que conocía el estado de la conciencia humana
mucho mejor de lo que ésta era capaz de saber de sí misma.
Y no se atreve de ningún modo a determinar sobre las cosas
ocultas en el corazón de sus hermanos; pero de la integridad
de su amor da, no el suyo propio, sino el testimonio del Se­
ñor que le preguntaba, al decir: Señor, tú sabes que te am o.
6. ¡Oh, qué bienaventurada y pura conciencia aquella
que no tuvo miedo de decirlo todo a su Creador, a cuyos
ojos todo está desnudo y patente15: Señor, tú sabes que te
amo\ ¡Qué alma pura y santa, que no duda en abrir su pen­
samiento al Señor y no sabe pensar otra cosa que aquello
que el Señor alaba! De ahí que en el Apocalipsis los cora­
zones de los santos se comparan con copas de oro, como
dice Juan: Y tenía cada uno cítaras y copas de oro llenas de
perfum es, que son las oraciones de los santoslé. Los elegidos
tienen ciertamente cítaras de oro, porque todas sus palabras,
todo lo que de sus actos propaga la fama -que divulga las
noticias para conocimiento de nuestros semejantes- aparece
radiante por la luz de su puro amor. También tienen copas
de oro, que son vasos de amplia abertura, porque sus co­
razones, cuanto más sinceramente sienten que resplandecen
con el solo fuego de su amor, tanto más se complacen en
abrirse de par en par a las miradas divinas. De ahí que con
razón se añade: llenas de perfum es, que son las oraciones de
los santos. Porque las copas de oro rebosan de abundantes
perfumes, cuando lo más íntimo de los corazones de los
justos, con su caridad resplandeciente, llega a ser conocido
por sus allegados, también por la fama de sus virtudes es­
pirituales.

14. Cf. Le 22, 59-60. 16. A p 5, 8.


15. Cf. Hb 4, 13.
H om ilía X X II, 5-7 259

7. Y el mismo Juan, que veía todo esto, añade de un mo­


do hermoso, interpretando la expresión: que son las oracio­
nes de los santos. En efecto, las oraciones de los santos son
los perfumes de esas copas, porque todo lo bueno que hacen
o dicen quienes sirven a Dios con pureza de intención, todo
eso sin duda juega para ellos el papel de oración, cada vez
que la devoción de sus mentes se confía a los ojos de Dios.
Porque no podemos cumplir aquel precepto del Apóstol que
dice: orad sin interrupción17 de otra suerte, que si dirigimos
al Señor, que nos los ha dado, todas nuestras acciones, pa­
labras, pensamientos, incluso silencios, de tal manera que
cada uno de ellos sea dirigido por el respeto al temor a El
y todos se conviertan en algo provechoso para nuestra sal­
vación eterna.
Y el Señor, con providente piedad, pregunta por tres ve­
ces a Pedro si le ama, para desatar con esa misma triple con­
fesión los lazos que le ligaron al negarle tres veces; y así,
cuantas veces él -aterrorizado por la pasión- había negado
conocerle, otras tantas -rehecho por su resurrección- da fe
de que le quiere con todo su corazón. Con una economía
providencial Jesús encomienda, al que tres veces confiesa su
amor, igualmente por tres veces el cuidado de sus ovejas,
porque era conveniente que cuantas veces había titubeado
en la fe en su pastor, tantas otras con renovada fe en el
pastor se le mandara también apacentar a los miembros de
su pastor1718.
Porque lo que le dice: Apacienta a mis ovejas19, es exacta­
mente lo que antes de la pasión le había profetizado con cla­
ridad: Y yo he rogado p o r ti, para que no desfallezca tu fe.
Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus herm anos20.

17. 1 Ts 5, 17. 36, 678).


18. Cf. Mt 26, 70-75; AGUSTÍN, 19. Jn 21, 16.
Tract. in Iohan., C X X III, 5 (CCL 20. Le 22, 32.
260 Beda

8. Así pues, apacentar las ovejas de Cristo es confirmar


a los que creen en Cristo, para que no desfallezcan en la fe
y trabajar con ahínco para que avancen más y más en la fe.
No obstante, hay que tener muy en cuenta que esta misma
atención al rebaño del Señor no hay que ejercerla con una
solicitud uniforme, sino variada. Porque es necesario que el
que gobierna provea diligentemente, a fin de que a sus súb­
ditos no les falte la ayuda incluso material, y que -solicitó­
les dé ejemplo de virtud, al mismo tiempo que les exhorta
de palabra. Y si sorprende a algunos que se oponen a los
bienes espirituales -o incluso a los materiales que pertenecen
a todos-, debe resistir todo lo que pueda a su violencia, co­
rregir a esos mismos individuos -si acaso se equivocan- e
incluso castigarles con justicia a la vez que misericordia, se­
gún la palabra del salmista21, y no adular sus corazones con
el óleo de un consentimiento nocivo.
9. Porque también esto pertenece a la tarea de pastor. En
efecto, el que descuida corregir los errores de los súbditos
y curar las heridas de los pecados en ellos, en la medida de
sus fuerzas, ¿con qué derecho pretende contarse entre los
pastores de las ovejas de Cristo? Porque el pastor tiene que
tener asentado en su corazón que no puede olvidar tratar a
sus súbditos, no como algo propio, sino como rebaño de su
Señor, según lo que se le dice a Pedro: «si me amas, ap a­
cienta a mis ovejas». Dice «mías», no «tuyas». «Ten en cuen­
ta que mis ovejas te han sido encomendadas y, si me amas
con perfección, acuérdate de gobernarlas como mías, con el
fin de que busques en ellas mi gloria, mi imperio, mi ga­
nancia, no los tuyos».
10. Porque hay algunos que apacientan las ovejas de Cris­
to, no por amor a Cristo, sino por su propia gloria, o do­
minio o provecho. El apóstol Pablo, dolido por la multitud

21. Cf. Sal 141, 5.


Homilía X X II, 8-12 261

de estos, dice a los Filipenses: Espero en el Señor Jesús p o d er


enviaros pronto a Timoteo. Porque a ningún otro tengo tan
unido a m í que sinceramente se preocupe de vuestras cosas,
pues todos buscan sus intereses, no los de Jesucristo12. Por
eso, el Señor en el evangelio llama a los tales, no «pastores»,
sino más bien «mercenarios», porque al venir el lobo el m er­
cenario huye porqu e es m ercenario y no se preocupa de las
ovejas23. Pero una evidente y auténtica señal del verdadero
pastor, que se ocupa sinceramente de las ovejas, es que está
dispuesto, no solo a privarse de todas las comodidades de
esta vida terrena, sino a exponer su vida por el rebaño de
Cristo.
11. De ahí que ahora El mismo, tras haber encomendado
sus ovejas a Pedro para que las apaciente -es decir, para que
las instruya y las gobierne-, añade estas palabras: En verdad,
en v erd ad te digo: C uando eras joven tú te ceñías e ibas a
donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus m anos y
otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras14.
En efecto, con el extender de las manos alude a la posi­
ción de esos miembros en aquel que va a ser crucificado; en
el ser ceñido por parte de otro expresa la imposición de las
cadenas, con las que el perseguidor le apresaría; en el ser
llevado a donde no querría indica la misma dureza de la
muerte y el martirio, ante la que la debilidad de su cuerpo
sentía horror, si bien la firmeza de su espíritu se alegraba
de sufrirlo todo, incluso las adversidades, por el Señor25.
Porque buscaba la voluntad de quien le había enviado, Cris­
to, y no su propia voluntad26.
12. Así pues, el Señor, después de haber profetizado que
pastorearía sus ovejas, inmediatamente da por añadidura al

22. Flp 2, 19-21. 25. Cf. A gustín, Tract. in Io-


23. Jn 10, 12-13. ban., CXXIII, 5 (CCL 36, 678-680).
24. Jn 21, 18. 26. Cf. Jn 5, 30.
262 Beda

primero de sus pastores el triunfo de su propio martirio, al


decirle: extenderás tus m anos y otro te ceñirá y te llevará a
donde no quieras, como para decirle claramente: «darás una
prueba inequívoca de cuánto me quieres, cuando, luchando
por la vida de mis pequeños, llegues hasta la muerte y, para
que ellos puedan ser salvados al mismo tiempo en su cuerpo
y en su alma, tú mismo soportes con una constante fuerza
de ánimo todos los tormentos corporales que el adversario
quiera infligirte».
13. Esto es también lo que sugiere a continuación el evan­
gelista, cuando dice: Esto lo dijo indicando con qué muerte
h abía de glorificar a Dios27. Ciertamente glorificó Pedro a
Dios con su muerte, cuando con esta prueba demostró a to­
dos en qué medida había que dar culto a Dios y amarle, des­
de el momento en que él -al presentársele la alternativa- pre­
firió sufrir el suplicio de la cruz antes que desistir de la
predicación de la palabra de Dios. Hay que advertir que él
glorificó a Dios, no solo con la muerte, sino con su vida y
los tormentos que habían precedido a la muerte. Porque glo­
rificó a Dios con su vida el que buscó en todo lo que hizo,
no la suya propia, sino la voluntad y la gloria de su Creador.
Y le glorificó también con sus tormentos aquel a quien nin­
guna presión por parte de los que le persiguieron fue capaz
de apartarle de sus propósitos de servicio al Amor supremo.
14. Pero, puesto que junto con la memoria de san Pedro,
veneramos también hoy el nacimiento de su compañero en
el apostolado, Pablo, veamos, hermanos queridísimos, si
también este glorificó al Señor, tanto por su vida, como por
sus sufrimientos y su muerte. Sí, también este le glorificó.
En efecto, lo testifica el evangelista Lucas, que llenó el libro
de los H echos de los Apóstoles en su mayor parte, descri­
biendo sus luchas y trabajos por Cristo; lo testifica el mismo

27. Jn 21, 19.


H om ilía X X II, 12-16 263

Pablo, que perfumó el cuerpo de sus escritos -que compren­


de catorce epístolas-, por decirlo así, solo con el olor de
Cristo. Porque todo lo que allí se lee, o revela los secretos
de la fe, o muestra los frutos de las buenas obras, o promete
los gozos del remo celestial, o describe las tribulaciones que
hubo de soportar por predicar esas verdades, o narra los
consuelos divinos que recibió en medio de esa tribulación,
o insinúa en un tono exhortativo que no pueden faltar per­
secuciones a todos los que aspiran a vivir piadosam ente en
Cristo28.
15. Da fe de cuánto glorificó a Dios con su vida, cuando
-puesto en prisión y acercándose al martirio- propone a Ti­
moteo en una carta el ejemplo de su obra, diciéndole: H e
com batido el buen com bate, h e term inado m i carrera, he
guardado la /e29. Explicó con qué muerte había de glorificar
a Dios, cuando anticipó: Estoy a punto de derram arm e en
libación y se acerca el tiem po de m i partida30.
¡Oh, cuán valiosa a los ojos de Dios la muerte de aquel
santo31 que había visto con suma claridad, que había profe­
tizado con plena libertad que ser martirizado por causa del
Señor no era otra cosa que ofrecerse a El como una ofrenda
gratísima y sumamente limpia! Por tanto, también Pablo
glorificó a Dios, también le glorificaron los demás apóstoles,
porque también ellos amaban a Cristo con corazón puro,
ellos cuidaban las ovejas de Cristo con total dedicación.
16. Porque, lo que se le dijo a Pedro -apacien ta mis o v e­
ja s - se les dijo con certeza a todos. En efecto, los demás
apóstoles eran lo que fue Pedro, pero a éste se le encomienda
el primado32, a fin de garantizar la unidad de la Iglesia. To­
dos son pastores, pero se muestra que el rebaño es uno, que

28. 2 Tm 3, 12. 31. Cf. Sal 116, 15.


29. 2 Tm 4, 7. 32. Cf. Mt 16, 18-19.
30. 2 Tm 4, 6.
264 Beda

era apacentado por todos los apóstoles: entonces con un


consenso unánime y, en lo sucesivo, con una dedicación co­
mún por sus sucesores. De entre ellos, la mayoría consta
que glorificaron a su Fundador con su muerte y todos con
su vida. No solo aquellas sumas lumbreras de la Iglesia, sino
el resto de la multitud de los elegidos glorifica a Dios, bien
con su vida, bien con su muerte, cada uno en su época.
17. Nosotros también, hermanos queridísimos, conviene
que sigamos sus huellas en nuestro tiempo: a saber, orien­
tando nuestra vida hacia el ejemplo de los santos y mante­
niendo nuestros propósitos con la rectitud de vida hasta la
muerte con el fin de que -viviendo como compañeros de su
comportamiento- merezcamos también transformarnos en
compañeros de su remuneración. Y lo lograremos si, de
acuerdo con el tenor de este pasaje excelso, de una parte
abrazamos a nuestro Redentor con el afecto que le es debi­
do, y de otra vigilamos con solicitud fraternal por la salva­
ción de nuestros prójimos, con el apoyo de Aquel que nos
manda hacer esto y además nos promete premiar lo que ha­
gamos, Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina con el Pa­
dre, Dios en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos
de los siglos. Amén.
HOMILÍA XXIII

En la degollación de san Ju an Bautista


Mt 14, 1-121
PL 94, 237-243
1. Hermanos queridísimos, al celebrar el nacimiento de
san Juan es preciso que, no solo recordemos con piadosa
devoción la fortaleza de su pasión, sino que convirtamos en
medio de salvación para nosotros la malicia de aquellos
hombres que le martirizaron. Porque, aplicamos útilmente
nuestro ánimo a la santas Escrituras, cuando proponemos
ante nuestros ojos, no solo las virtudes y los premios de los
justos que hay en ellas, sino también los vicios y pecados
de los réprobos, que nos animan a hacer el bien.
Precisamente esto nos enseña también el ejemplo del mis­
mo Señor quien, para quebrar la cerviz de la soberbia hu­
mana e imponernos el yugo sublime de su humildad, no
solo nos insinúa el modelo de su humildad -para que lo si­
gamos-, cuando nos dice: A prended de mí, que soy manso
y hum ilde de corazón2, sino que trae a nuestra memoria -p a­
ra que la evitemos- la abyección de la soberbia de los án­
geles, al decirnos: Veía a Satanás cayendo del cielo com o un
rayo?. Así, nos enciende a observar el más alto grado de vir­
tud, no solo con el ejemplo de su divina bondad, sino tam­
bién con el de la malicia del demonio.

1. En ia edición de J.-P. Migne 2. Mt 11, 29.


se alude también a Me 6 y Le 9. 3. Le 10, 18.
266 Beda

2. Así pues, oyó el tetrarca H erodes la fa m a de Jesús y


dijo a sus cortesanos: Este es Ju a n el Bautista que ha resu­
citado de entre los m uertos y p o r esto actúan en él poderes
sobrehum anos4. Ciertamente comprendió bien que un ser
humano muerto podía ser resucitado a la vida; bien intuyó
la gloria de la resurrección aquel que captó que los justos
tendrán después de la resurrección una fuerza mayor de la
que cabe en la fragilidad humana. Pero, lamentablemente,
lo que fue capaz de creer espontáneamente a propósito de
un mero hombre, no consintió en creerlo por ningún con­
cepto del Dios hecho hombre, a pesar de que lo confirmaban
tantos milagros y tantos anuncios de los profetas.
3. Hermanos queridísimos, ¿por qué ocurre esto, si no
es para que nosotros comprendamos con claridad que lo in­
creíble no es el milagro de la resurrección, sino que las almas
de los malvados, por culpa de sus pecados, estén impedidas
para acoger la gracia de la fe y demos más gracias a Aquel
que, tras haber retirado el velo del error, se ha dignado des­
cubrir la luz de la verdad a nuestros corazones?
4. H erodes, en efecto, había prendido a Juan, lo h abía
encaden ado y puesto en la cárcel a causa de H erodías, la
m ujer de su herm ano Filipo, p orqu e Ju an decía: N o te es lí­
cito tenerla5.
Vemos cumplido en Juan lo que de él había profetizado
el ángel a Zacarías, antes de que naciera: que precede al Se­
ñor con el espíritu y el poder de Elias6. Porque ambos vi­
vieron sobriamente, ambos no cuidaron sus vestidos, ambos
vivieron en el desierto, ambos predicaron la verdad, ambos
padecieron la persecución del rey y de la reina a causa de
la justicia: el uno la de Ajab y Jezabel7, el otro la de Herodes

4. Mt 14, 1-2. 6. Cf. Le 1, 17.


5. Mt 14, 3-4. 7. Cf. 1 R 19, 1-3.
Homilía X X III, 2-6 267

y Herodías8. Aquel fue arrebatado en un carro de fuego9,


para no ser matado por los impíos; éste, para no ser vencido
por los impíos, superado el combate del martirio, buscó en
espíritu el reino de los cielos, eso sí contando con la asis­
tencia de los ángeles de quienes está escrito: El carro de Dios
son m iríadas de seres bienaventurados y el Señor está en m e­
dio de ellos101; y en otro lugar: El qu e hace a los espíritus sus
m ensajeros y sus ministros a las llam as ardientes
5. Pero es posible que alguno se pregunte quién es ese
Herodes, quién su hermano y también quién es Herodías,
de quienes se habla aquí. Ese Herodes, que de una parte
mandó degollar a Juan y de otra dio su consentimiento a
Pilato en la pasión de nuestro Redentor12, es el hijo de aquel
Herodes bajo cuyo reinado nació el Señor13. Éste reinó poco
tiempo tras el nacimiento del Señor y -com o testifica la his­
toria evangélica14- fue sucedido por su hijo Arquelao. Este,
que ejerció el poder apenas diez años, cuando los judíos se
quejaron de su insolencia, fue expulsado del reino por Au­
gusto y condenado a un destierro perpetuo. Después, para
disminuir el poder del reino judío, Augusto dividió en cuatro
partes la provincia y puso al frente de cada una, para que la
gobernaran, a cuatro hermanos de Arquelao15 que -por ser
príncipes cada uno de una cuarta parte- fueron llamados con
el nombre griego de «tetrarcas».
6. De ellos, Felipe tomó por esposa a Herodías, la hija
del rey árabe Aretas16. Este mismo, poco después, quitán­
dosela a Felipe, se la entregó a Herodes porque tenía mayor
poder y fama, produciéndose así un adulterio público. Del

8. Cf. J erónimo, Comm. in 13. Cf. Mt2,1.


Mat., II, 14, 3-4 (CCL 77, 117). 14. Cf. Mt2,22.
9. Cf. 2 R 2, 11. 15. Cf. Le3,1.
10. Sal 68, 17. 16. Cf.F lavio J osefo, Anti-
11. Sal 104, 4. quitates iudaeormn, XVIII, 5, 1.
12. Cf. Le 23, 7-11.
268 Beda

mismo modo que esto fue un motivo de perdición para los


malvados, así también resultó un motivo de triunfo para el
mensajero fidelísimo de nuestra redención quien, al prohibir
este crimen del rey injusto, mereció ser aniquilado por una
muerte injusta. Pero, después de haber sufrido la muerte,
recibió de manos del Rey de la justicia, de quien daba tes­
timonio, la justa corona de la vida eterna.
7. Y Ju an le decía: N o te es lícito tenerla. Y aunque quería
m atarlo, tem ía a l pu eblo, p orqu e lo tenían com o profeta'7.
No solamente el pueblo, sino también el mismo Herodes
tenía a Juan por profeta, como asegura Marcos, el evange­
lista, que dice: Porque H erodes tem ía a Juan, sabiendo que
era un varón justo y santo, y le protegía; y a l oírlo tenía m u­
chas dudas pero le escuchaba con gustols.
Pero le venció el amor a una mujer y se atrevió a poner
las manos encima de aquel de quien sabía que era santo y
justo. Y, por no querer frenar su lujuria, cayó en el crimen
de un homicidio y a aquel, para quien un pecado menor fue
causa de un pecado mayor -p or impedir el juicio divino-,
le aconteció que, por culpa de su apetito por una adúltera
-a la que sabía que debía odiar-, derramó la sangre de un
profeta que sabía era agradable a Dios. Porque esta es la fa­
mosa economía de la justicia divina, de la que se dice: El
que hace el mal, hágalo todavía y el que está en la inmun­
dicia, m ánchese aún más'9.
Por contraste, lo que sigue -y el santo, santifíquese más
aú n - se puede aplicar propiamente a la persona de san Juan
quien, siendo santo, se santificaba aún más, mientras alcanzaba
la palma del martirio a causa de su tarea evangelizadora.
8. El día del cumpleaños de H erodes salió a bailar la hija
de H erodías y gustó tanto a H erodes que ju ró darle cual- 178

17. Mt 14, 4-5. 19. A p 2 2 , 11.


18. Cf. Me 6, 20.
Homilía X X III, 6-10 269

quier cosa que le pidiese20. Escuchamos tres crímenes de los


impíos a la vez: la celebración infausta del cumpleaños, el
baile lascivo de la muchacha y el juramento temerario del
rey. Conviene que nos detengamos en cada uno de ellos,
con el fin de que nosotros no hagamos nada semejante.
No debemos recordar con fiestas el día de nuestro naci­
miento, ni conceder un solo momento a deleites carnales,
sino más bien prevenir el día de nuestra muerte con lágri­
mas, oraciones y frecuentes ayunos. Por eso es por lo que
el varón sabio nos advierte, diciendo: En todas tus obras
acuérdate de tus postrimerías y no pecarás nunca21.
9. Tampoco es decente que nuestros miembros, que han
sido consagrados ya al Señor, se entreguen a juegos y movi­
mientos inadecuados. Porque dice el Apóstol: ¿No sabéis que
vuestros cuerpos son m iem bros de Cristo? Por tanto, ¿voy a
tom ar los m iem bros de Cristo para hacerlos m iem bros de una
m eretriz? D e ninguna m anera22. Por eso en otro lugar pide
por la misericordia de Dios que ofrezcamos nuestros cuerpos
como una ofrenda viva, santa, agradable a Dios23.
10. De otra parte, el Señor en persona en el Evangelio2425y
Santiago en su epístola nos muestran en qué medida debemos
evitar la temeridad del juramento, al decirnos: Ante todo, her­
manos míos, no juréis. N i p o r el cielo ni p o r la tierra, ni con
cualquier otro juram ento. Que vuestro sí sea sí y vuestro no
sea no, para que no incurráis en sentencia condenatoria2^.
Es decir, en aquella sentencia en la que incurrió Herodes,
tanto por jurar, como por ponerse en la necesidad de co­
meter otro crimen para no faltar a su juramento. Y si por
incautos nos ocurre que hacemos un juramento cuyo cum­
plimiento desemboca en una salida aún peor, sepamos cam­

20. Mt 14, 6-7. 23. Cf. Rm 12, 1.


21. Si 7, 40. 24. Cf. Mt 5, 34-37.
22. 1 Co 6, 15. 25. St 5, 12.
270 Beda

biarlo libremente por una decisión más saludable, dado que


urge más la necesidad de que perjuremos, que caer en un
crimen más grave por evitar un perjurio.
11. En definitiva, también David juró en nombre de Dios
matar a Nabal, un hombre estúpido e impío y que todas sus
propiedades fueran destruidas, pero a la primera intercesión
de Abigail, mujer prudente, inmediatamente retiró sus ame­
nazas, volvió la espada a su vaina y se arrepintió de haber
contraído una culpa por semejante perjurio26.
Herodes juró dar a la bailarina lo que le pidiera y, para
no ser llamado perjuro por los comensales, mancilló el mis­
mo banquete con sangre, cuando convirtió la sangre del pro­
feta en premio del baile. Y no solo en el jurar, sino en todo
lo que hacemos, debemos observar con cuidado esta regla:
que si, engañados por las insidias del enemigo, caemos en
una falta similar, de la que no podemos levantarnos sin nin­
guna mancha de pecado, busquemos ante todo aquella salida
en la que vemos que corremos menos peligro, siguiendo el
ejemplo de quienes, encerrados en murallas enemigas, cuan­
do desean huir, pero se dan cuenta de que les está cerrado
el acceso a todas las puertas, se ven en necesidad de elegir
para arriesgarse aquel lugar donde, por haber un muro más
bajo, incurren al caer en un mínimo de peligro.
12. Continúa: Y ella, instigada p o r su madre, dijo: D am e
en esta bandeja la cabeza de Juan Bautista. Y el rey se entris­
teció17. La tristeza del rey no es una absolución, sino la con­
fesión de un crimen. Esta es, en efecto, la justicia del juicio
divino: que muchas veces los réprobos reconocen e incluso
confiesan que se han equivocado y sienten un cierto arrepen­
timiento por su error, pero no cesan sus errores por cuanto
con esa misma confesión y dolor dan testimonio contra sí mis­
mos, porque no pecan por ignorancia mientras se niegan a

26. Cf. 1 S 25, 2-35. 27. Mt 14, 8-9.


Homilía X X III, 10-14 271

prescindir del pecado del que se culpan; y así se pierden con


tanta más justicia por cuanto desprecian evitar la fosa de per­
dición que han sido capaces de ver de antemano.
13. La tristeza de Herodes es ciertamente del mismo tipo
que la del faraón28 y la de Judas29, cada uno de los cuales,
después de que al acusarle su conciencia sacó a la luz sin
querer sus crímenes, aumentó su perfidia.
Así pues, Herodes, cuando se le pidió la cabeza de Juan,
mostraba ciertamente tristeza en su rostro. Con ella se con­
denaba a sí mismo, mostrando a todos claramente que sabía
que era inocente y santo aquel que estaba a punto de en­
tregar a la muerte. Pero, si examinamos más a fondo ese co­
razón pervertido, se alegraba en secreto de que se le pidiera
algo que antes había determinado hacer, si encontraba una
excusa30. Si se le hubiera pedido la cabeza de Herodías, no
hay ninguna duda de que se habría negado a concederlo,
verdaderamente entristecido.
14. Pero p o r el juram ento y p o r los comensales, ordenó
dársela. Y envió a decapitar a Ju an en la cárcel y se trajo su
cabeza en una ban deja31. El rey ofreció ciertamente un es­
pectáculo indigno en el día de su nacimiento, al presentar
la cabeza del mártir en una bandeja a los príncipes, tribunos
y caudillos del pueblo a los que había invitado a comer.
Indignos igualmente los comensales, o más bien cómplices
de quien les había invitado, puesto que entre ellos no hubo
ninguno que impidiera que -en medio de los festejos de los
comensales- fuera castigado a muerte un justo por adúlteros,
un juez por culpables. Sobre todo si se tiene en cuenta que
el rey, adoptando una mueca de tristeza, aseguraba que hacía
esto obligado y que lo oportuno habría sido que debiera de-

28. Cf. Ex 9, 27; 10, 16. II, 14, 9 (CCL 77, 118).
29. Cf. Mt 27, 3-4. 31. Mt 14, 9-10.
30. Cf. J erónimo, Comm. m Mat.,
272 Be da

sistir del crimen que había prometido, a exhortación de los


convidados. Pero éstos sabían que él había preparado todo
esto de antemano y a propósito: más aún, también a ellos les
seducía un amor similar a ese mismo crimen.
15. Pero el santo Precursor del nacimiento, la predicación
y la muerte del Señor puso de manifiesto ante las miradas
divinas una virtud digna de su combate. El, como dice la Es­
critura, a pesar de que sufrió tormentos, su esperanza está
llena de inmortalidadl32. Con razón repetimos con una cele­
bración festiva su nacimiento. Él mismo lo ha convertido en
una solemnidad con su martirio, lo ha adornado con el brillo
rojo de su sangre. Merecidamente veneramos con un gozo
espiritual la memoria de aquel que selló el testimonio que
dio en pro del Señor con la señal del martirio. Porque no se
debe dudar de que san Juan sufrió cárcel y cadenas en tes­
timonio de Aquel a quien precedía, ni de que entregó su
alma por Él mismo. Porque aunque el perseguidor no le pi­
dió que negara a Cristo, sino que ocultara la verdad, sin em­
bargo murió por Cristo. En efecto, puesto que Cristo en
persona dice: Yo soy la v erd ad 33, por eso sin duda Juan murió
por Cristo, porque derramó su sangre por la verdad. Y del
mismo modo que dio testimonio de quien nacería, predicaría,
bautizaría, al nacer, predicar y bautizar él antes, así también
señaló al que había de padecer, padeciendo antes él mismo.
16. No obstante, sucedió que las pasiones de ambos tu­
vieron lugar a un nivel distinto por una clara disposición de
la Providencia divina; a saber, nuestro Redentor fue levan­
tado en la cruz fuera de la puerta de la ciudad con todo el
pueblo en pie. El Precursor, por el contrario, sería decapi­
tado, en oculto y en el fondo de una cárcel, por un esbirro
a quien se envió, mientras estaban reunidos en el lugar de
un banquete los magistrados y los nobles del pueblo.

32. Sb 3, 4. 33. Jn 14, 6


Homilía X X III, 14-18 273

Es verdad que parecía oportuno que un Juan crucificado


prefigurara el misterio de la Cruz del Señor. Pero, puesto
que el mismo Juan, al dar testimonio del Señor, decía: con­
viene que El crezca y yo disminuya34 -es decir, conviene que
entendáis que Aquel a quien vosotros admiráis como gran
profeta es el Cristo, el verdadero Señor y Dios, pero yo, a
quien vosotros tenéis por el Cristo, será evidente que no
soy el Cristo, sino el profeta del Cristo-, también el diverso
modo de su pasión insinúa la diferente calidad de uno y
otro, que no radica en la calidad del poder de los verdugos,
sino en lo previsto por la Providencia celestial.
17. En efecto, lo que de nuevo dice el mismo Juan: El
que procede de la tierra es terreno y habla de la tierra; el
que viene del cielo está p o r encim a de todosi5, designa la ya
citada menor categoría del que es de la tierra: la famosa de­
gollación en la cárcel y la decapitación cometida en la os­
curidad. A su vez, el crecimiento de Aquel que viene del
cielo y está por encima de todos, anuncia la elevación en la
Cruz que se ha consumado a la luz del día a los ojos de
Dios y de todo el pueblo. Realmente elevado en la Cruz, la
cabeza levantada hacia el cielo, elevó las manos sobre la tie­
rra, las tendió hacia el Aquilón y el Austro36, para dar a en­
tender -también con la misma postura de su cuerpo- que
El era el Señor del cielo y de toda la tierra, que todas las
potestades del aire están sometidas a su poder. La parte in­
ferior de la misma cruz penetraba las entrañas de la tierra
para significar que en su pasión era traspasado y destruido
el reino de los infiernos.
18. Los hebreos, griegos y romanos que estaban presen­
tes37 leían en la inscripción escrita en la cruz que éste era el

34. Jn 3, 30. y del S. respectivamente.


35. Jn 3, 31. 37. Cf. Le 23, 38; Jn 19, 20.
36. Vientos que soplan del N.
274 Beda

rey de los creyentes, para que quedara claro que su imperio


había de extenderse a todas las gentes. Todo esto lo expresa
brevemente el Apóstol con una sola frase, diciendo: Y se hi­
zo obedien te hasta la muerte, m uerte de cruz; p o r lo cual,
D ios le exaltó y le otorgó un nom bre sobre todo nom bre,
para qu e a l nom bre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en
los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese
que Jesucristo es Señor para gloria de Dios P adre38.
19. Una vez degollado Juan y entregada su cabeza en una
bandeja, sigue: Y se entregó a la jov en y ésta se la llevó a
su m adre. Y vinieron sus discípulos, tom aron el cadáver y lo
sepultaron^. Y esto también pertenece a la disminución del
precursor del Señor: que su cuerpo es entregado a la sepul­
tura sin cabeza. En efecto, como encontramos en las histo­
rias eclesiásticas, su cuerpo fue inhumado en la ciudad de
Samaria, que ahora se llama Sabaste, mientras su cabeza está
en Jerusalén. Pero fue degollado en un castillo de Arabia al
que llaman Maqueronte.
20. Por cierto, en esas mismas historias encontramos tam­
bién esto: que el lugar de su santísima cabeza fue revelado
por él mismo, mucho tiempo después de su degollación, a
dos monjes orientales que habían venido a Jerusalén para
rezar y desde allí fue trasladada a Emisa, ciudad de la Fe­
nicia, acompañada de los debidos honores por parte de los
fieles.
Pero sus huesos, con el transcurso del tiempo, fueron tras­
ladados de Samaria a Jerusalén y enseguida enviados a Ale­
jandría, donde ahora se conservan en una iglesia consagrada
en honor de su mismo nombre. Consta que todo esto ocurrió
por Providencia divina: a saber, que por todas partes donde
fueron trasladadas las reliquias del santo mártir se produje­
ron muchos prodigios y que muchos, al recordar su doctrina

38. Flp 2, 8-11. 39. Mt 14, 11-12.


r

H om ilía X X III, 18-23 275

y su vida, acudieron a la fe y el amor de Aquel a quien Juan


anunciaba.
21. Ante todo esto, hay que considerar y encomendar
atentamente a la memoria, de qué manera Dios omnipotente
permite que sus elegidos y amados siervos -a los que ha
predestinado a la vida y el reino eterno-, mientras tanto, en
esta vida, sean golpeados por la persecución de los malvados
y consumidos por numerosos y enormes tipos de penas y
de castigos. Esto ocurre para que, al contemplar los sufri­
mientos de estos santos varones, nos quejemos menos de las
adversidades que quizás nos ocurren y más bien aprendamos
a tener por un gozo inmenso cuando caigamos en las diver­
sas tentaciones40, recordando que el Señor reprende a quien
am a y azota a todo el que recibe p o r hijo41.
22. Porque, aunque es evidente el principio general de que
todos ofendem os en muchas cosas42, sin embargo, ¿quién de
nosotros se atreve a decir que san Juan pecó de acción o de
palabra, o con su forma de vestir o de comer; él, cuya aus­
teridad en el vestido, cuya sobriedad en la comida43 alaba la
historia evangélica, cuya palabra en su totalidad, o bien da
testimonio de la verdad, o bien recrimina a quienes la con­
tradicen, cuyas obras de justicia contaban con la veneración
incluso de quienes no amaban esta virtud? ¿Qué lugar para
el pecado podía haber en el corazón de aquel a quien la lle­
gada del Espíritu Santo consagró antes de que naciera?
¿Cuándo pudo ser apartado ni un ápice del camino de la vir­
tud -n i siquiera el respeto al modo de vivir humano- el que
pasó toda su vida en solitario desde el inicio de su infancia?44
23. Y, sin embargo, un varón tan grande, de tal calidad
moral, aceptó el final de la vida presente con la efusión de su

40. Cf. St 1,2. 43. Cf. Mt 3, 4.


41. Hb 12, 6. 44. Cf. Le 1, 80.
42. St 3, 2.
276 Beda

sangre, tras un largo encarcelamiento. El que anunciaba la li­


bertad de la paz celestial, es encadenado por los impíos; es
encerrado en la oscuridad de una cárcel, el que vino a dar
testimonio de la luz45 y mereció ser llamado, por la misma
luz que es Cristo, lámpara que arde e ilumina46; el mayor de
entre los nacidos de mujer47, es condenado a muerte, a peti­
ción de las más depravadas de las mujeres; y es bautizado con
la propia sangre aquel a quien fue concedido bautizar al Re­
dentor del mundo, escuchar la voz del Padre sobre Él y con­
templar la gracia del Espíritu Santo que descendía sobre Él48.
24. Pero, para esas personas no era grave -es más, era
leve y deseable- sufrir tormentos físicos por la verdad, por­
que sabían que serían remunerados con alegrías eternas. Te­
nían por deseable aceptar la muerte que, por haber confe­
sado el nombre de Cristo, se imponía insoslayable -por
necesidad de la naturaleza- junto con la palma de la vida
para siempre. De ahí que el Apóstol diga bien: Porque os
ha sido otorgado, no solo creer en Cristo, sino tam bién p a ­
decer p o r Él49.
Afirma que es un don de Cristo que los elegidos padez­
can por Él porque, como igualmente dice: Tengo p o r cierto
que los padecim ientos del tiem po presente no son nada en
com paración con la gloria que ha de m anifestarse en noso­
tros50. Por tanto, cuando vemos que herederos tan eminentes
del reino de los cielos sufren tanto en el destierro de esta
vida mortal, ¿qué nos queda por hacer a nosotros, hermanos
queridísimos, si no es humillarnos a la vista de nuestro pia­
doso Creador y Redentor, tanto más cuanto advertimos cla­
ramente que no somos capaces de imitarles ni en su vida ni
en su muerte?

45. Cf. Jn 1, 7. 48. Cf. Mt 3, 13-17.


46. Cf. Jn 5, 35. 49. Flp 1, 29.
47. Cf. Le 7, 28. 50. Rm 8, 18.
Homilía X X III, 23-25 277

25. Así pues, siguiendo la palabra de nuestro primer Pas­


tor, humillémonos bajo la poderosa mano de Dios, a fin de
que El nos exalte en el momento de su visitación51; ayune­
mos con Juan y elevemos asiduas plegarias52; alegrémonos
de rebajarnos ante los hombres y disminuya poco a poco
nuestro espíritu -repito, «nuestro», es decir el carnal y so­
berbio que solía enorgullecemos-, con el fin de que, pro­
gresando en buenas acciones, seamos capaces de crecer en
su presencia y ser ensalzados con El, que se ha dignado venir
a la tierra desde el cielo para elevarnos hasta los cielos a no­
sotros que somos de la tierra: Jesucristo, nuestro Señor, que
vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo,
Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.

51. Cf. P 5, 6. 52. Cf. Le 5, 33.


HOMILÍA XXIV

En la dedicación de una iglesia


Jn 10, 22-30
PL 94, 243-249
1. Hermanos queridísimos, hemos oído en el lectura del
evangelio que se celebraban en Jerusalén las EnceniasL Pues
bien, se llamaba «encenia12» a la solemnidad de la dedicación
del templo que el pueblo de Dios acostumbraba a celebrar cada
año, según una antigua tradición de los antepasados3. Hoy no­
sotros, siguiendo sus huellas, de acuerdo con la costumbre del
orbe cristiano, hemos procurado celebrar con alabanzas a Dios
y vigilias4 el día del solemne aniversario de la dedicación de
nuestra Iglesia. Y es necesario que celebremos esta fiesta con
tanta más devoción, cuanto más conscientes somos de que tam­
bién es gratísima a nuestro Redentor, hasta tal punto que en

1. Jn 10, 22. un creyente un sentido diverso que


2. En griego kainon significa para judíos y paganos. Mientras
«nuevo». De ahí que, a la ceremonia para estos últimos tenía un valor
de dedicar algo nuevo se le llamaba puramente cronológico (las partes
«encenia». Cf. Agustín, Tract. in -tres o cuatro, respectivamente- en
Iohan., XLVIII, 2 (CCL 36, 413). las que se dividía la noche), para
3. Como se explica más ade­ los cristianos, y de modo especial
lante -n. 19- esta fiesta había sido en una comunidad religiosa, signi­
instituida tras la restauración del ficaba permanecer en vela, rezando
templo por parte de Judas Maca- y preparando una celebración li­
beo en 165 a. C. túrgica de especial relieve.
4. El término vigilia tiene para
H om ilía XXIV, 1-4 279

aquel día Él se ha dignó entrar en persona en el templo, pre­


dicar al pueblo y revelar los misterios de su Divinidad.
2. Se celebraba en Jerusalén la Dedicación -d ice- y era
invierno y jesús paseaba en el tem plo p or el pórtico de Salo­
m ón5. Por tanto, si quiso pasear en un templo en el que se
ofrecía el cuerpo y la sangre de animales irracionales, mucho
más le alegrará visitar nuestra casa de oración, donde se ce­
lebran los sacramentos de su Cuerpo y de su Sangre. Si no
tuvo a menos deambular por el pórtico de Salomón, en el
que en otro tiempo solía estar en pie orando aquel rey mortal
y de este mundo -p or más que fuera sumamente poderoso
y sabio- , cuánto más desea ahora penetrar e iluminar lo más
profundo de nuestros corazones, a condición de que pueda
contemplar que ellos son el pórtico de Salomón: esto es, que
tienen el temor de Dios, que es el inicio de la sabiduría6.
3. Porque no se debe pensar que es templo del Señor so­
lamente la casa en la que nos reunimos para orar o para ce­
lebrar los sacramentos y no que nosotros mismos -los que
nos reunimos en el nombre del Señor- somos y nos llama­
mos por extensión templo suyo, cuando claramente dice el
Apóstol: Vosotros sois templos de Dios vivo, según Dios dijo:
« Yo h abitaré y an daré en m edio de ellos»7. Por tanto, si so­
mos templo de Dios, procuremos con diligencia y hagamos
el esfuerzo de portarnos bien, para que Él en persona se
digne venir con más frecuencia a ese mismo templo suyo y
hacer en él su morada.
4. Evitemos imitar al invierno, no sea que a la llegada del
Señor encuentre nuestros corazones tibios en el fuego de la
caridad y por eso -al verse rechazado- los abandone antes.
Porque, ¿qué otro motivo tuvo el evangelista para recordar
que era invierno, sino porque -p or medio de la aspereza de

5. Jn 10, 22-23. 7. 2 Co 6, 16.


6. Cf. Sal 111, 10; Si 1, 16.
280 Beda

los vientos envueltos en brumas- quiso aludir a la pérfida


dureza de los judíos, y porque a muchos de aquellos a quie­
nes encontró en el templo se les aplicaban aquellas palabras
que pronunció: Y p orqu e abu n dará la m aldad, se enfriará
la caridad de m uchos89?
5. Como también el evangelio a continuación advierte
con claridad: L e rodearon, pues, los judíos y le decían: ¿H as­
ta cuándo vas a tener en suspenso nuestra a lm a ? Si tú eres
el Cristo, dínoslo claramente^. En realidad decían esto, no
para buscar la verdad de la fe, sino para acosar al que pre­
guntaban y montar una calumnia10. En efecto, ellos creían
que el Cristo -de quien la fe ortodoxa confiesa que es ver­
dadero Dios y verdadero hombre-, sería solamente un mero
hombre, pero no Dios, porque se acordaban de que el Señor,
a propósito de su misma Humanidad, había jurado a David
que se sentaría sobre su sede un fruto de su vientre11.
6. Pero olvidaban que, a propósito de su Divinidad, El
mismo había entonado estas palabras por boca del mismo
David: E l Señor m e ha dicho: «Tú eres hijo m ío»12. Creían
por tanto que nacería un Mesías de la estirpe de David y
que llegaría un rey superior a todos los demás: una demencia
de la que sus sucesores no desisten hasta el presente, incluso
hasta llegar a recibir al anticristo como si fuera el Mesías.
Y si el Señor Jesús hubiera afirmado que El era el Mesías,
tramaban entregarle a la autoridad del gobernador para que
fuera castigado como uno que, oponiéndose a Augusto,
usurpara para sí mismo un poder ilícito.
7. Pero El, pensando en la salvación nuestra -para quie­
nes habría de escribirse todo esto-, formuló su respuesta de
manera que, de una parte cerró la boca de los calumniadores

8. Mt 24, 12. han., XLVIII, 3 (CCL 36, 413).


9. Jn 10, 24. 11. Cf. Sal 132, 11.
10. Cf. A gustín , Tract. in lo - 12. Sal 2, 7.
H om ilía XXIV, 4-11 281

y de otra dijo abiertamente a los fieles que Él era el Mesías.


Ellos preguntaban por un Mesías humano, Él personalmente
les describe claramente el misterio de su Divinidad, que es
igual a la del Padre.
8. Rodeémosle por tanto también nosotros, queridísimos,
no tratando de atraparle con insidias como los judíos, sino
preparándole en nosotros -com o casa fidelísima suya que
som os- un lugar agradable, de modo que se pueda decir con
razón de nosotros: El Dios Altísimo santificó su m orada: está
en m edio de ella, no p od rá tem b larl3.
Busquémosle, no para decirle llenos de furia: ¿Hasta
cuándo vas a tener en suspenso nuestra a lm a ? Si tú eres el
Cristo, dánoslo claram ente.
9. Pues, ¿qué puede haber más insensato que quejarse de
que el maestro de la verdad tiene en vilo su alma porque
no les desvela los secretos de su majestad, dada su incredu­
lidad y su abierta oposición a Él?
Por el contrario, como advierte la Escritura, si se piensa
con bondad en Él y se le busca con sencillez de corazón, se
deja hallar p o r quienes no le tientan, se m anifiesta a los que
tienen f e en E l14.
10. Digámosle, suplicando: «Tú eres el Mesías, sabemos
que eres el Hijo unigénito de Dios Padre, coeterno con el
Espíritu Santo y consustancial a Él en su Divinidad, que te
has hecho partícipe de nuestra sustancia en el tiempo. C on­
cédenos contemplar en el futuro con plena visión lo que
mientras tanto veneramos con una fe piadosa, porque esta
es la única salvación y vida de nuestra alma: contemplar por
siempre tu rostro, tu luz».
11. Y no debemos dudar de que nos escucha, cuando le
rogamos, cuando pedimos lo que Él mismo nos ha ordena­

13. Sal 46, 5-6. 14. Sb 1, 2.


282 Beda

do, cuando rogamos con intensidad lo que Él mismo desea


darnos. Porque, ¿cómo se puede creer que Él niegue a los
siervos que le suplican piadosamente los dones que no se
ha negado conceder, incluso más allá de lo que pedían, a los
rebeldes? Cuando éstos le preguntaron si era el Mesías, un
hombre, Él en persona no ocultó que era no solo un hom­
bre, sino también el Mesías, Dios e Hijo de Dios.
En efecto, les respondió diciendo: Os lo h e dicho y no lo
creéis. Las obras que hago en nom bre de m i Padre, esas dan
testimonio de mí. Pero vosotros no creéis p orqu e no sois de
mis ovejas15.
12. Por tanto, el que da fe de que realiza sus obras en
nombre del Padre, sugiere que se debe creer que es Hijo de
Dios. Pero los judíos son culpables de un doble pecado:
porque no podían ser movidos a la fe, ni por las palabras
que pronunciaba, ni por los hechos con los que probaba la
veracidad de sus palabras. Con razón no son contados entre
sus ovejas: porque se esforzaban, no por seguir a su pastor
con la obediencia propia de ovejas, sino más bien de perse­
guirle con la rabia de las fieras.
13. Pero, como hay algunos que profesan la fe solo de
palabra y ocultan su corazón felino bajo una piel de oveja,
inmediatamente después el pastor mismo muestra la vida y
el premio de sus ovejas: Mis ovejas escuchan m i voz, yo las
conozco y m e siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán
jam á su.
Así pues, todo aquel que desea evitar la muerte eterna y
contemplar la vida eterna, es necesario que siga la voz del
pastor, no solo oyéndola y creyendo en ella, sino viviendo
bien.
En cuanto a lo que dice -que conoce a sus ovejas-, sig­
nifica que las ha elegido con toda certeza y las ha predesti­

15. Jn 10, 25-26. 16. Jn 10, 27-28.


I H om ilía XXIV, 11-11 283

nado para el reino de los cielos. De ahí que Salomón dice:


P orque el Señor conoce los caminos que están a la derecha1718.
Por el contrario, el Apóstol dice de los réprobos: E l que ig­
nora, será ignorado™.
14. Y dice con belleza, a propósito de los que escuchan
su voz y le siguen: Yo les doy vida eterna y no perecerán
jam ás. Porque, a los ojos de los insensatos, dio la impresión
de que los mártires morían19, pareció que perecían cuando
perdieron la vida mortal, sometidos a diferentes tipos de tor­
turas; pero no perecerán para siempre, no conocerán la
muerte eternamente20 quienes, liberados de la cárcel de la
carne, reciben el premio debido a su combate. De ellos se
dice a continuación justamente: N adie las arrebatará de mi
m ano21. En efecto, los pérfidos perseguidores intentaban
arrebatar a los piadosos testigos de Cristo de las manos de
éste, cuando les obligaban a base de torturas a renegar de
la fe para arrebatar sus almas a Cristo; o cuando, a pesar de
que habían sido vencidos por los mártires, no obstante arro­
jaban sus cuerpos exánimes, o a las aguas para que se disol­
vieran, o al fuego para que ardieran, para así quitar a Cristo
la posibilidad de resucitarlos.
15. Pero nadie les arrancará de sus manos, como Él mis­
mo dice en otro lugar: Todo m e ha sido entregado p o r el
P adre22. Porque, de una parte ayuda a los que luchan para
que venzan, y de otra corona a los vencedores a fin de que
reinen para siempre; y a esos mismos, a su tiempo, les de­
volverá la carne en la que lucharon convertida en inmortal.
Con esas palabras rechaza también la temeridad de aquellos
que le preparaban trampas mortales, al insinuar con toda
claridad que de un modo insensato planeaban dolosamente

17. Pr 4, 27. 20. Cf. Jn 8, 51.


18. 1 Co 14, 38. 21. Jn 10, 28.
19. Cf. Sb 3, 2. 22. Mt 11, 27.
la perdición de Aquel que podía conceder vida inmortal, de
Aquel a quien nadie era capaz de arrebatar a uno solo de
los que había previsto antes de todos los siglos que le per­
tenecerían.
16. Mas, para que no pareciera que al hablar así buscaba
su gloria, remite todo su poder a la gloria del Padre, cuando
añade: L o que mi P adre m e ha dado es m ayor que todo23.
Efectivamente es mayor que todo, lo que el Padre ha entre­
gado al mediador entre Dios y los hombres, al hombre Je ­
sucristo24: es decir, ser su Hijo unigénito que, respecto a to­
do ser creado, no es ni distinto por naturaleza, ni inferior
por su poder, ni posterior en el tiempo. Esa igualdad la re­
cibió el Señor en su Divinidad antes de que el mundo fuera
hecho25, cuando estaba junto al Padre; en la Humanidad,
cuando se encarnó en el tiempo26.
Y nadie p u ed e arrebatarlas de la m ano de m i P adre17*.
Más arriba dice a propósito de las ovejas: N adie las a rreb a ­
tará de m i m an oli y ahora añade: Y nadie pu ede arrebatarlas
de la m ano de m i P adre, dando a entender con claridad que
la mano es una sola, semejante en todo -es decir, su poder
y el del Padre- y que, por tanto, se debe creer que El es el
Mesías, que no ha sido santificado como los demás por la
gracia y en el tiempo, sino que ha existido desde siempre
como Hijo de Dios29.
17. Esto aparece también a la luz aún con más claridad,
cuando dice: Yo y el Padre somos uno30. Es decir, «somos
una sola sustancia, tenemos una sola divinidad, una igualdad
perfecta, ninguna desemejanza». Está claro que con esas pa-

23. Jn 10, 29. 27. Jn 10, 29.


24. Cf. 1 Tm 2, 5. 28. Jn 10, 28.
25. Cf. Jn 17, 5. 29. Cf. A gustín , Tract. in Io-
26. Cf. A gustín , Tract. in Io- han., XLVIII, 7 (CCL 36, 416-
han., XLVIII, 6 (CCL 36, 415- 417).
416). 30. Jn 10, 30.
Homilía XXIV, 15-19 285

labras, no solo contestó a la actual cuestión de los judíos -


por la que le preguntaban si era el Mesías-, sino que también
se adelantó a la futura perfidia de los herejes, y mostró en
qué medida es execrable.
Porque Fotino dice: «Cristo es solo hombre, no es Dios».
Por el contrario, cuando El en persona dice: Yo y el Padre
somos uno, muestra a todas luces que el que es sustancial­
mente uno con el Padre no puede ser mero hombre. Y, dado
que Cristo es lo mismo que el Padre, debe rechazarse la he­
rejía de Focio, que prohíbe creer que Cristo es Dios.
18. Arrio, por su parte, afirma que Cristo fue hecho por
el Padre, no ha nacido de Dios y, por tanto, se debe creer
que es menor que el Padre. Le contradice Jesús mismo,
cuando asegura: Yo y el Padre somos uno. Porque, ¿quién
no es capaz de ver con facilidad que ninguna creatura es ca­
paz de existir en unidad de naturaleza con Aquel que lo ha
creado todo? Y, dado que Cristo es por naturaleza uno con
el Padre, hay que condenar la contumacia de Arrio, porque
afirma que es una creatura.
Sabelio dice, a su vez, que no se debe confesar que el Pa­
dre y el H ijo son dos personas, sino que el mismo Padre
cuando quiere es Padre y cuando quiere es Hijo, pero que
es uno y el mismo31. El mismo H ijo le condena con la frase
que se ha citado. Pues es evidente que no se puede decir de
una persona Yo y el Padre somos uno: no concuerda que se
diga somos de una sola persona. Por tanto, rechazando tam­
bién con todos los demás el error de Sabelio, debemos seguir
la fe apostólica de san Pedro, con la que confiesa al Señor:
Tú eres el Cristo, el H ijo de Dios vivo1’1.
19. Fiemos recorrido estas palabras de la lectura del
Evangelio, aclarándolas en la medida en que el Señor nos lo
ha concedido; pero querría aún explicar con más amplitud

31. Cf. sufra Hom., I, 8, 4. 32. Mt 16, 16.


286 Beda

a vuestra comunidad, hermanos, algo sobre la solemnidad


de la Purificación, que se celebraba entonces en Jerusalén y
hoy celebramos nosotros. Ante todo, hay que hacer notar
que la Purificación que conocemos se hizo en este pasaje
del Evangelio, no se refiere a la primera, sino a la última
dedicación del templo. Esto se desprende fácilmente de que
se dice que era invierno.
En efecto, la primera dedicación la hizo Salomón, en oto­
ño33; la segunda, la llevaron a cabo Zorobabel y Jesús, el sa­
cerdote, en primavera34; y la última, Judas Macabeo en in­
vierno35, cuando se lee que se decidió expresamente que esa
misma dedicación se renovara cada año en memoria de esas
ceremonias solemnes, costumbre que se observó hasta el
tiempo de la encarnación del Señor, como hemos escuchado
hace un momento cuando se leía el evangelio.
20. El motivo de la segunda y la tercera dedicación fue
el siguiente: Salomón concluyó en siete años la obra del tem­
plo que había dedicado a Dios y en el año octavo le dedicó
con gran boato36 el décimo día del séptimo mes que nosotros
llamamos octubre, día que evidentemente -y a incluso an­
tes- había sido considerado solemne por la Ley37, hasta tal
punto que en él todo el tabernáculo debía ser purificado con
víctimas más numerosas38.
Pues bien, precisamente cuando accedió al altar para el
servicio de esos sacrificios expiatorios el padre de san Juan
Bautista, Zacarías, fue instruido por la aparición del ángel
en el misterio del nacimiento del Señor y en la alegría de la
Salvación de la humanidad39.

33. Cf. IR 6, 38; 8, 63; 2 Cro 36. Cf. F lavio J osefo, Anti­
7, 5-10. quit., VIII, 4, 1.
34. Cf. Esd 6, 15-19; F lavio 37. Cf. Lv 16, 29-34.
J osefo, Antiquit., XI, 4, 7. 38. Cf. supra Hom., II, 19, 14.
35. Cf. 1 M 4, 52-59. 39. Cf. Le 1, 8-14.
Homilía XXIV, 19-23 287

21. Ahora bien, los caldeos incendiaron ese templo de


Salomón cuatrocientos treinta años más tarde y -tras haber
destruido la ciudad de Jerusalén- llevaron a Babilonia cau­
tivo al pueblo de Israel que, tras setenta años bajo el reinado
de los persas, fue reenviado a su patria.
De nuevo se edificó el templo durante cuarenta y seis
años40 y el tercer día del duodécimo mes41, que nosotros lla­
mamos marzo, se concluyeron las obras. Consta que aque­
llas obras las dirigieron los caudillos del pueblo -sumamente
aguerridos, como hemos dicho- Zorobabel -de estirpe re­
al- y el sumo sacerdote Jesús; pero también les ayudaron
los profetas Ageo y Zacarías42, que fortalecieron el corazón
del pueblo contra las asechanzas de quienes se oponían a la
construcción.
22. A partir de ahí, tras aproximadamente trescientos cin­
cuenta y seis años, Antíoco, el más funesto rey de Grecia -
tras tomar Jerusalén con engaño-, profanó ese mismo tem­
plo con la inmundicia de los ídolos, arrancando de allí y
rompiendo en pedazos el altar de oro del Señor, la mesa de
la proposición, el candelabro y los demás vasos de oro del
templo que pudo encontrar, pero también colocando allí una
imagen de Júpiter y obligando al pueblo a sacrificar a los
ídolos por medio de torturas43. Muchos del pueblo fueron
atormentados durante esta persecución por observar la ley
de Dios; entre ellos aquella famosa madre de siete hijos que
con razón ha merecido la nobilísima corona del martirio por
el Señor, junto con su prole44.
23. Pero Judas Macabeo, que era de la estirpe sacerdotal,
reclutó un ejército de fieles, levantándose en armas contra
las tropas de Antíoco y -expulsándolas de Judea- puso fin

40. Cf. Jn 2, 20. 43. Cf. 1 M 1, 11-58.


41. Cf. Esd 6, 15. 44. Cf. 2 M 5, 21-7, 41.
42. Cf. Esd 5, 1-2.
288 Be da

a una crudelísima persecución. Y, después de limpiar el tem­


plo de imágenes de los dioses y haber mandado hacer de
nuevo los altares y los demás vasos y ornamentos, volvién­
dolos a poner en el templo, los dedicó junto con este -al
que purificó y renovó- el día veinticinco del noveno mes
que nosotros llamamos diciembre y para todo el mundo está
claro que cae en invierno45. Y -com o ya hemos dicho- pu­
blicó un decreto para que se celebrara cada año con devo­
ción especial el día de las encenias: es decir, el de la reno­
vación y dedicación del templo.
24. Todo esto, como enseña el Apóstol, ocurrió en figura
nuestra46, fue escrito ciertamente para nuestro provecho y
por eso debemos dilucidar con solicitud su sentido espiri­
tual. En primer lugar, el rey Salomón -que significa «pací­
fico»4748- es el tipo de nuestro mismo Redentor, del que Isaías
dice: M ultiplicaré su im perio y no habrá fin para la p a z w.
El templo que edificó es su Iglesia católica que, de todos
los fieles difundidos por el mundo -com o si fueran piedras
vivas49- , arma un solo conglomerado de fe y de caridad. El
dato de que el templo se edificó en siete años50 significa que,
a lo largo de todo el tiempo que dura este mundo -que se
desarrolla en siete días51- , la estructura de la Iglesia santa no
cesa jamás de crecer.
25. El hecho de que fue dedicado en el octavo año, y de
que Salomón estableciera aquella máxima solemnidad para
todos los hijos de Israel el día en que se realizó la dedica­
ción, insinúa de un modo alegórico que al final del mundo,

45. Cf. 2 M 8, 1-10, 6. 50. Cf. 1 R 5, 38.


46. 1 Co 10, 6. 51. Es decir las siete edades de
47. Cf. JERÓNIMO, Nomina he­ las que Beda -celoso cronologista-
braica (CCL 72, 138). habla una y otra vez. Véase a este
48. Is 9, 7. propósito la Introducción general.
49. Cf. 1 P 2, 5.
Homilía XXIV, 23-27 289

una vez completado el número de los elegidos, seguirá la


fiesta de la largamente deseada inmortalidad e inmediata­
mente -una vez realizado el milagro de la resurrección uni­
versal- todos aquellos que son súbditos del reino del ver­
dadero rey pacífico52 -es decir, de Salomón- entrarán con él
en el gozo eterno de la patria celestial. Y, puesto que nuestro
Señor quiso resucitar de la muerte al octavo día -es decir,
después del día séptimo, sábado- correctamente el número
ocho designa la fiesta que está también por llegar: la de nues­
tra resurrección.
26. El hecho de que el templo incendiado por los ene­
migos se vuelva a construir por la misericordia de Dios y
el que, después de manchado por la idolatría, de nuevo se
limpie con la ayuda de la piedad divina, vaticina varios acon­
tecimientos de la santa Iglesia, que unas veces se ve presio­
nada por la persecución de los infieles y otras -dejada más
libre de persecuciones- presta al Señor un servicio sosegado;
unas veces es acosada en algunos de sus miembros por in­
sidias del viejo enemigo, y otras -gracias a la solícita actua­
ción de personas doctas y fieles—recibe, una vez arrepenti­
dos por la penitencia, a los que parecía haber perdido por
un tiempo.
27. Por lo que respecta al templo que fue edificado por
segunda vez en cuarenta y seis años, se refiere de un modo
especial al cuerpo que el Señor tomó de la Virgen y del que
Él mismo dice a los judíos: D estruid este tem plo y en tres
días lo levantaré53, porque en efecto El mismo resucitó al
tercer día a la vida el cuerpo que había sido destruido por
la pasión. Efectivamente, afirman que el cuerpo humano al
día cuarenta y seis desde el inicio de la concepción54 toma
forma con distinción de sus miembros y que por eso no

52. Cf. 1 Cro 22, 9. 54. Cf. supra Hom., II, 1, 16.
53. Jn 2, 19.
290 Beda

ocurrió por azar, sino que fue previsto por Dios que el tem­
plo fuera edificado en el mismo número de años que los
días en que fue necesario que el cuerpo del Señor -prefigu­
rado en el templo- se formara en el seno virginal.
28. Por lo que respecta a que se estableció que la Puri­
ficación se celebrara todos los años, eso nos enseña con cer­
teza a tener siempre en el ánimo la conmemoración, tanto
de la resurrección del Señor -que creemos ha sucedido ya-
, como de la nuestra que esperamos ocurra; y a actuar de
tal manera que no merezcamos resucitar para ser condena­
dos, sino para vivir, como el Señor prometió a los que hayan
hecho el bien55. Y no hay que pasar por alto sin considerarlo
que al dedicar Salomón el templo, después de haber pro­
nunciado las oraciones, descendió fuego del cielo y devoró
el holocausto y las demás víctimas56. Porque el holocausto
y las víctimas del verdadero Salomón somos nosotros, el ho­
locausto y las víctimas del Rey supremo son todos sus ele­
gidos, de los que dice el apóstol Pedro: Porque tam bién
Cristo m urió una sola vez p o r nuestros pecados, el justo p o r
los injustos, con el fin de ofrecernos a Dios, m ortificados cier­
tam ente en la carne, pero vivificados en el espíritu57.
29. Por su parte, el fuego celestial es el celo de la caridad
suprema con el que los ciudadanos de la patria celestial se
gozan en arder para siempre, de una parte en su mutua fe­
licidad y de otra en la claridad que contemplan de su Cre­
ador. De ahí que las cohortes de las virtudes celestiales que,
por la singular cercanía a su Creador arden con un amor
incomparable, reciben el nombre específico de serafines, esto
es «los que arden y se incendian»58. Así pues, al acabar la
dedicación del templo, un fuego bajado del cielo devoró las

55. Cf. Jn 5, 29. 58. Cf. J erónimo, Nomina h e­


56. Cf. 2 Cro 7, 1. braica (CCL 72, 121-122).
57. 1 P 3, 18.
H om ilía XXIV, 27-32 291

víctimas ofrecidas al Señor porque, cumplido el tiempo de


nuestra resurrección, cuando sus siervos fieles entren en el
gozo de su Señor59, el fuego del verdadero amor con el que
ahora se inflaman las virtudes angélicas absorberá también
sus mentes, al ver la hermosura de su Redentor.
30. No cabe ninguna duda de que ya ahora muchos de
los elegidos están en aquella ciudad celestial completamente
absortos en el fuego del amor. Pero esto mismo se cumplirá
con mucha más perfección cuando, al recibir su carne in­
mortal, al recibir en esa misma bienaventuranza a sus com­
pañeros de servidumbre y a todos los hermanos a quienes
aún contemplan luchar en la tierra, a partir de ese momento
no tendrán ningún lugar al que enviar hacia fuera la mirada
de su pensamiento -aunque fuera solo un poco- porque tienen
dentro de sí a Dios -de cuya visión eterna gozan-, teniendo
además consigo a sus allegados, de cuya felicidad sempiterna
se alegran.
31. Allí se cumplirá en su totalidad el primero y mayor
mandamiento del Señor, a cuya perfecta observancia están
obligados los justos en esta vida, cada uno según sus fuerzas:
Am arás a l Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu
alm a y con toda tu m ente y am arás a tu prójim o com o a ti
m ism oh0. Porque, cuanto más de cerca contemplan el rostro
presente del Señor, tanto más ardientemente se dedican por
completo a amarle; en cuanto son conscientes de que todos
sus allegados son elegidos y queridos por Dios, en cuanto
observan que los corazones de esas personas no están menos
llenos de un amor sincero que los suyos, en esa medida ellos
mismos se deleitan en amarles, no menos que a sí mismos.
32. Pero también se debe advertir esto: que después de
haber descrito la Dedicación y la consiguiente festividad, la

59. Cf. Mt 25, 21. 60. Mt 22, 37-39.


292 Be da

Escritura concluye así: Y Salom ón despidió al pu eblo y ellos


bendiciendo a l rey m archaron a sus tiendas alegres con el
corazón lleno de gozo p o r todos los bienes que el Señor había
concedido a su siervo D av id y a su p u eblo Israel61. En efecto,
el Señor, una vez consumado el don de la resurrección, des­
pide a sus elegidos que marchan alegres a las moradas eter­
nas. Y ciertamente no les aparta ya más de su presencia, sino
de la condenación del juicio -que sabemos tendrá lugar en
el aire, según dice el Apóstol62634-, enviándoles a la morada de
la patria celestial para que, cada uno según sus méritos, re­
ciba el lugar prometido en el reino.
33. Porque lo que aquí se dice de que el pueblo se marchó
a sus tiendas es en realidad lo que el Señor dice en el evan­
gelio: En la casa de m i Padre hay muchas mansiones^. Y con
razón se afirma que se marcharon a sus tiendas, bendiciendo
al rey, porque sin duda esa era la acción más adecuada y go­
zosa de los ciudadanos del cielo: entonar himnos de acción
de gracias a su Creador. Porque a este respecto se ha escrito:
Dichosos los que habitan en tu casa; te alabarán p o r los siglos
de los siglosM; también a este respecto el mismo profeta com­
puso los últimos siete salmos del salterio65, escritos en la sua­
vidad de la alabanza a Dios, y el octavo comenzando por el
final, alabando a Dios a propósito de la victoria en la que
había derrotado al gigante66.
34. Allí demuestra claramente que todos los que aquí en
la tierra superan las batallas contra el maligno enemigo, allí
cantan la alabanza de su Creador y Protector en la verdadera
paz. Dice: Bendiciendo a l rey m archaron a sus tiendas a le­
gres con el corazón lleno de gozo p o r todos los bienes que el

61. 3 R 8, 66. 65. Es decir los salmos 144-150.


62. Cf. 1 Tes 4, 17. 66. En el cómputo tradicional
63. Jn 14, 2. de los salmos, este es el 143.
64. Sal 84, 5.
Homilía XXIV, 32-35 293

Señor había concedido a su siervo D avid y a su p u eblo Israel.


Ciertamente los justos entran en las tiendas de las moradas
celestiales, alegres por los bienes que reciben del Señor por­
que, aunque los trabajos de este mundo sean pesados, aun­
que sean duraderos, sin embargo parece breve y ligero todo
lo que acaba en la felicidad eterna.
35. Por eso es necesario, hermanos queridísimos, que cada
uno de nosotros persevere en la edificación de la casa de Dios
exhortando, rogando, insistiendo él mismo en las buenas ac­
ciones67, afanándose en la medida de sus fuerzas, no vaya a
ser que el Rey celestial, al ver a alguno perezoso en la cons­
trucción de su templo, le expulse a la hora de la dedicación
de su gran solemnidad. Esforcémonos con la mutua ayuda de
la caridad a fin de que, al encontrarnos a todos con corazón
gozoso, e incansables en las obras que Él mismo nos ha or­
denado, nos introduzca a todos al premio de la contemplación
para siempre, Jesucristo nuestro Señor que vive y reina con
el Padre y es Dios en la unidad del Espíritu Santo por todos
los siglos de los siglos. Amén.

67. Cf. 2 Tm 4, 2.
HOMILÍA XXV

En la dedicación de una iglesia


Le 6, 43-48
PL 94, 433-4391
1. Hermanos queridísimos, puesto que por bondad divina
celebramos la solemnidad de la dedicación de la iglesia, de­
bemos ponernos en consonancia con la fiesta que conmemo­
ramos a fin de que, como hemos adornado con más cuidado
los muros del edificio, hemos encendido las luces, hemos au­
mentado el número de las lecturas y añadido el canto de los
salmos, hemos pasado como de costumbre la noche en vigi­
lia, así también decoremos lo más íntimo de nuestros cora­
zones con los siempre necesarios adornos de las buenas
obras, aumente siempre en nosotros la llama del amor a Dios
junto con el amor fraterno, resuene sin cesar en el santuario
de nuestro pecho el recuerdo de los preceptos divinos y la
sagrada suavidad de la loa evangélica.
2. Porque estos son los frutos del árbol bueno, estos los
tesoros del buen corazón, estos los cimientos del prudente
arquitecto, que nos recomienda la lectura del santo evangelio
de hoy: que tengamos no solo la formalidad de la piedad,
sino más bien su fuerza. Esto nos lo insinúa también con

1. En la edición de J.-P. Migne añadidas que componen el libro


esta homilía se encuentra, entre las tercero, con el número 65.
H om ilía XXV , 1-4 295

elocuencia la interpretación alegórica del Antiguo Testamen­


to, cuando Moisés construyó el tabernáculo o Salomón el
templo para el Señor, como tipo de la santa Iglesia.
En efecto, se narra que ambas casas estaban firmemente
asentadas. El tabernáculo tenía paredes compactas compues­
tas de tablas sobre bases de plata-. Por su parte, el templo
estaba sobre piedras cuadradas ensambladas en el fundamen­
to23. Sus maderas además eran incorruptibles4: de una parte
toda la fábrica del tabernáculo y de otra los adornos inte­
riores y el techo del templo resplandecían de ellas.
3. También se exhibía, como parte más valiosa del tesoro,
oro de la mejor calidad. De él estaban revestidas, tanto las
paredes internas y externas del tabernáculo, como no solo
los muros sino también los artesonados, las vigas, las puer­
tas, los dinteles y los suelos del templo. Pero incluso los va­
sos o los utensilios de ambos edificios eran casi todos de
oro y no estaba permitido hacerlos, si no de oro de la mayor
pureza5. También los frutos de los árboles que se ofrecían
en la casa de Dios -es decir, la vid, las olivas, el incienso, la
mirra o la esencia de esta y demás productos de este tipo-
estaba mandado que fueran purísimos y exquisitos6.
4. Es evidente que todas estas cosas -interpretadas de una
manera alegórica- aluden a la autenticidad de nuestra fe y
nuestra conducta. Porque, como dijimos, ambas casas prefi­
guran la Iglesia universal. Y nadie piense que es incongruente
que haya dos casas del Señor construidas de acuerdo con la
Revelación, cuando ningún fiel duda de que la única casa de
Cristo es la Iglesia. En efecto, se construyeron dos casas para
significar que ambos pueblos -los judíos y los gentiles- lle­

2. Cf. Ex 26, 15-19. Cro 4, 7-22; F lavio J osefo , An-


3. Cf. 1 R 5, 17. tiquit., VIII, 3, 2.
4. Cf. 1 R 5, 8; 6, 14-15. 6. Cf. Ex 30, 23-24. 34.
5. Cf. Ex 26, 29. 37; 30, 3-5; 2
296 Be da

garían a la misma fe. Por eso está bien que construyera el


tabernáculo solo el pueblo hebreo en el desierto, mientras
los prosélitos -es decir, los advenedizos de todos los pueblos
que entonces se podían encontrar mezclados con el pueblo
de Israel- fueron quienes levantaron con fe devota la estruc­
tura del templo.
5. Pero incluso el poderosísimo rey de Tiro, contratado
por Salomón, contribuyó con muchísimo gusto aportando
artesanos y maderas7, porque sin duda Dios era conocido
solo en Judea antes de la encarnación del Señor8. Pero, una
vez que El -D io s - resucitó de entre los muertos con el cuer­
po en el que había nacido y padecido y fue exaltado sobre
los cielos9, brilló enseguida sobre toda la tierra la gloria de
su nombre y todo el universo acudió gozoso a construir su
casa, una vez recibida la promesa de los dones celestiales.
Así pues, escuchemos lo que nuestro Creador y Redentor
en persona nos dice a propósito de la construcción de su
casa -que somos nosotros- en la lectura del santo evangelio
que se nos ha recitado hace un momento.
6. N o hay á rb o l bueno que d é fru to m alo, ni tam poco ár­
b ol m alo que d é fru to bu en o,0. Por tanto, el rey prudente
busca árboles buenos y sus buenos frutos para la construc­
ción, o para el servicio de su templo. Por el contrario, enseña
en otro pasaje cuál es el fin del árbol malo, cuando dice:
Todo á rb o l que no d é fruto, será cortado y arrojado a l fu e ­
g o 11. Porque llama árboles a los hombres y frutos a sus
obras. Y ¿queréis saber cuáles son los árboles malos, cuáles
los malos frutos? El Apóstol lo enseña, al decir: A hora bien,
las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación,
impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, ce­

7. Cf. 1 R 5, 1-10. 10. Le 6, 43.


8. Cf. Sal 76, 1. 11. Mt 3, 10.
9. Cf. Sal 57, 5.
Homilía XXV, 4-9 297

los, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, hom ici­


dios, em briagueces, orgías y otras com o éstas'1.
7. ¿Queréis escuchar si árboles que hacen tales frutos for­
man parte del templo celestial del rey eterno? El Apóstol si­
gue con estas palabras: D e esto os prevengo, como antes lo
hice, que quienes tales cosas hacen no conseguirán el reino de
Dios. Y a continuación enumera también los frutos del árbol
bueno, diciendo: A su vez los frutos del espíritu son: caridad,
gozo, paz, longanim idad, afabilidad, bondad, fe, m ansedum ­
bre, tem planza. Sobre esos frutos advierte en otro pasaje:
A n dad com o hijos de la luz; y el fru to de la luz es todo b on ­
dad, justicia, verdad'1. Sin duda, todos ellos, junto con los
árboles de los que proceden, encajan ciertamente aquí en
la casa de la fe y allí en la morada de la bienaventuranza
eterna.
8. Escuchemos finalmente al árbol bueno que se alegra
del éxito de sus buenos frutos: Yo po r mi parte, como el olivo
fructífero en la casa de Dios, esperé en la misericordia divina
para siempre y p o r los siglos de los siglos11. Indudablemente el
fruto del olivo es una reluciente obra de misericordia y, por
eso, pone con razón su esperanza en la misericordia divina,
en el templo de la eternidad, aquel que en la casa presente
resplandece por gracia de la misericordia de Dios. Un hom­
bre así, confiando con razón en pertenecer al templo del gran
rey, dice en otro lugar: Y su misericordia m e acom pañará to­
dos los días de m i vida y habitaré en la casa del Señor p or
muy largos años'1.
9. En contraposición, veamos qué frutos produce el árbol
malo y evitemos producirlos nosotros mismos. Dice el pro­
feta Jeremías: M aldito el hom bre que confía en un hom bre 123

12. Ga 5, 19-23. 14. Sal 52, 10.


13. Ef 5, 8-9. 15. Sal 23, 6.
298 Beda

y de la carne hace su apoyo y aleja su corazón del Señor,


porqu e será com o un tam arindo en el desierto'^. El tamarin­
do, en efecto, es un arbusto infructuoso y débil, de sabor
excesivamente amargo, indigno de cualquier cultivo por par­
te del hombre y que por eso crece en el desierto17. Con ra­
zón se le equipara al hombre que, apartándose del temor y
del amor a Dios, espera poder y riquezas de los hombres.
El profeta expresa hasta qué punto hay que pensar que ese
hombre está apartacfo del decoro de la casa de Dios, cuando
añade: Y no sentirá aunque le venga algún bien, sino que
habitará en las arideces del desierto, en tierra salitrosa e in­
h a b ita b le1S.
10. Por tanto, hermanos, ninguno se deje seducir viviendo
secretamente del favor del vulgo como si fuera bueno, por­
que por más que produzca hojas sobremanera hermosas de
palabras y la flor olorosa de la fama, no es un árbol bueno
que produce malos frutos. Nadie desespere de su salvación
cuando hace con recta intención el bien que puede, porque
no hay un árbol malo que dé frutos buenos. Cada árbol se
conoce p o r su fruto'9. Hay que entender que este conocimien­
to solamente se refiere a los vicios o las virtudes manifiestas,
como hemos recordado más arriba a partir de la declaración
del Apóstol. Porque hay algunos actos que el prójimo no
sabe con qué intención se realizan y se pueden interpretar
en ambos sentidos. Pero esas acciones ambiguas las interpre­
tan para bien aquellos que aman el bien, para que se cumpla
aquello del Apóstol: N o queráis ju zgar antes de tiem po10.
11. P orque no se cogen higos de los espinos, ni de la zarza
se vendim ian racimos21. Los espinos y la zarza, árboles He­

ló. Jr 17, 5-6. 19. Le 6, 44.


17. Cf. I sid o r o , Etim ., X V II, 20. 1 Co 4, 5.
7, 49. 21. Le 6, 44.
18. Jr 17, 6.
Homilía XXV, 9-13 299

nos de espinas, simbolizan los corazones de aquellos que se


manchan a sí mismos a estímulos de la lujuria, la envidia,
la concupiscencia, o se comportan como personas duras con
el prójimo y casi intratables por la aspereza de su carácter
airado, difamador, soberbio y amargo. A su vez, el higo es
señal del dulce pensamiento en el reino de los cielos y la
uva de la fragancia que desprende el amor de Dios. Por tan­
to, de los espinos no se recogen higos, ni de la zarza se ven­
dimian uvas, porque quienes aún están aturdidos por los
aguijones de los vicios, de ningún modo están en condicio­
nes de dar a su prójimo de una manera digna m ejemplo ni
doctrina de virtudes.
12. E l hom bre bueno, del buen tesoro de su corazón saca
cosas buenas, y el m alo saca cosas m alas de su m al tesoro12.
El tesoro del corazón es la intención de la mente, sobre la
que el juez divino juzga la calidad de la acción. Por eso ocu­
rre con frecuencia que las obras de menor importancia ope­
ran en muchos un mayor premio de gracia celestial, preci­
samente por la intención de su corazón, que habría querido
hacer mayores bienes, si hubiera podido. Y otros, que os­
tentan actos mayores de virtud, obtienen menos premios del
Señor a causa del descuido de su tibio corazón. En defini­
tiva, la obra de la viuda que depositó dos monedas en el
templo tuvo para el que escruta por dentro los corazones
más valor que los copiosos dineros de los ricos2223.
13. Porque de la abundancia d el corazón h abla la len­
gua14. Ciertamente el juicio humano con frecuencia se equi­
voca, porque el corazón del prójimo no sabe medir más que
lo que procede de la boca o de la acción, mientras el Señor
sopesa esa misma acción y nuestras palabras desde la raíz
de nuestro corazón. Porque para Él la boca habla de la

22. Le 6, 45. 24. Le 6, 45.


23. Cf. Me 12, 42-44.
300 Be da

abundancia del corazón, ya que no ignora con qué intención


se pronuncian las palabras. Lo cual también trae como con­
secuencia poner en evidencia que buenas palabras, sin el tes­
timonio de las obras, no sirven para nada25.
14. Continúa, ¿Por qu é m e llamáis Señor, Señor, y no h a ­
céis lo que os digo?26 En realidad, llamar al Señor parece un
don del buen tesoro, un fruto del árbol bueno. Porque todo
el que invocare el nombre del Señor será salvo27. Pero, si el
que invoca el nombre del Señor, rechaza -viviendo de un
modo perverso- los mandamientos del Señor, es a todas lu­
ces evidente que el bien que la lengua ha pronunciado no
ha salido del buen tesoro del corazón y que el fruto de esa
declaración, no lo ha producido la raíz de la higuera, sino
del espino: es decir, una conciencia sucia por los vicios y no
cargada con la dulzura del amor divino.
Acto seguido el Señor señala con otra imagen cuál es la
verdadera diferencia entre los frutos buenos y los malos.
15. Todo el que viene a m í y oye mis palabras y las pone
p o r obra, os diré a quién es semejante. Es sem ejante a l hom ­
bre que edifica una casa2*. Y el hombre que aquí edifica una
casa es el M ediador entre Dios y los hom bres, el hom bre J e ­
sucristoN en persona, que se ha dignado edificar y consagrar
una casa santa, querida para El -es decir, la Iglesia-, en la
que permanecer por siempre. Ese hom bre cava hondo y ci­
mienta sobre roca30, porque se ha esforzado por extirpar
completamente en el corazón de sus fieles lo que ha encon­
trado de visión terrena hasta que, arrojados todos los vesti­
gios de la antigua costumbre y los pensamientos superficia­
les, puede tener en ellos una mansión estable e inconmovible.

25. Cf. J erónimo , Comm. in 2, 13.


Mat., I, 7, 21 (CCL 77, 44-45). 28. Le 6, 47-48.
26. Le 6, 46. 29. lTm2,5.
27. Cf. Jl 2, 32; Hch 2, 21; Rm 30. Le 6, 48.
H om ilía XXV, 13-18 301

16. Porque Él mismo es la piedra sobre la que ha colo­


cado los cimientos de semejante casa. En efecto, así como
en una casa por edificar nada antecede a la piedra sobre la
que ha de ir el fundamento, del mismo modo la Iglesia santa
tiene su piedra -es decir, C risto- metida en lo más hondo
del corazón y no pone nada por delante de la fe en Él y su
amor, hasta el punto de que incluso no duda en sufrir la
muerte por ese amor. El príncipe de la Iglesia recibió sin
duda el nombre de esa piedra, por haber mostrado su ad­
hesión con toda firmeza, cuando escuchó: Porque tú eres
Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia31.
17. Y, al sobrevenir una inundación, el río fu e a chocar
contra aqu ella casa, pero no pu do rem overla p orqu e estaba
construida sobre p ied ra32. Éa interpretación está clara: la
Iglesia es sacudida frecuentemente por dificultades, pero no
abatida. Y si algunos creyentes han caído -vencidos por el
mal- es porque no pertenecían a esta casa ya que, si hubieran
estado fundados sobre la piedra de la fe y no más bien sobre
la arena de la perfidia y la debilidad, habrían permanecido
en pie, jamás habrían podido ser derruidos.
18. Y hay que poner de relieve que esta inundación afecta
a la Iglesia de tres maneras. En efecto, o bien uno es tentado
por su propia concupiscencia, una vez separado y seduci­
do3334; o es acosado por la falta de honradez de falsos herma­
nos; o es blanco de insidias más abiertas por parte de per­
sonas ajenas. A estas tentaciones el Señor las llama en otro
lugar «puertas del infierno»; y con razón, porque -si salen
triunfantes- arrastran a la muerte eterna. Dice el Señor: Y
sobre esta piedra edificaré m i Iglesia y las puertas d el infier­
no no prevalecerán contra ellaM. Por tanto, aunque golpean,
las puertas del diablo no destruyen la Iglesia de Cristo, aun­

31. Mt 16, 18. 33. Cí. St 1, 14.


32. Le 6, 48. 34. Mt 16, 18.
302 Beda

que se vuelca la inundación de la perfidia, no horada la casa


de la fe. Efectivamente, ella puede decir a su Protector con
toda verdad: Cuando se angustiaba m i corazón, m e pusiste
en una roca inaccesible35.
19. No es abatida por los extraños, porque supera la rabia
de los infieles perseguidores, sufriendo con la corona del
martirio; no es corrompida por falsos hermanos, porque con
la rectitud de su fe refuta los dogmas de los herejes y -con
su vida sobria, justa y piadosa36- evita los ejemplos viciosos
de algunos católicos; no es obcecada por el humo de su pro­
pia concupiscencia, porque por dentro arde solo con el fue­
go del amor al Señor.
20. A este Hombre37-es decir, a nuestro Redentor-, que
ha vinculado consigo mismo a la Iglesia universal, dotándola
de una invencible fortaleza moral, intentan imitar algunos
elegidos cuando, cada uno a su manera, se ocupa de realizar
específicamente en su propio corazón lo que El de un modo
general hace en toda la Iglesia. Porque, como si cavaran hon­
do, examinan diligentemente su conciencia, buscan con so­
licitud, no vaya a ser que en ella se oculte algo sórdido, eli­
minan con la fuerza de una prudencia acendrada las tinieblas
de los pensamientos vanos que salen del fondo del corazón,
para preparar en su interior una estable y pacífica sede a esa
piedra firmísima que es Cristo. Y así ocurre que -por su
presencia- se mantienen invencibles entre las adversidades
de este mundo que aterra y las prosperidades de este mundo
que halaga.
21. Con la ayuda del Señor, hermanos queridísimos, hemos
recorrido la narración de este pasaje evangélico. Pero me pa­
rece adecuado a la solemnidad de la edificación del templo

35. Sal 61, 3. el tenor de sus reflexiones, basado


36. Cf. Tt 2, 12. en la identificación que ha hecho
37. Beda cambia bruscamente entre Cristo y la Iglesia.
Homilía XXV, 18-23 303

que conmemoramos, recordar algunas cosas y exponer hasta


qué punto su ornamentación se adecúa a significar la Iglesia.
En efecto, narra la Escritura que Salomón ordenó que
trajeran piedras grandes, piedras escogidas para los cimientos
d el tem plo y que los cortasen en cuadrados38. Y esas piedras
grandes y escogidas, que situadas en los cimientos soportan
todo el peso del templo puesto encima de ellas, simbolizan
a los eximios doctores de la santa Iglesia; son grandes sin
duda por la excelencia de sus méritos, valiosos por el es­
plendor de los milagros que -tras haber escuchado la palabra
de labios del mismo Señor- levantaron con su predicación
todo el edificio de la naciente Iglesia.
22. Porque, cuando en las Escrituras se habla de funda­
mentos -en plural-, se alude tanto a los predicadores santos,
como a las firmes convicciones de los justos. De ahí viene
aquello del salmista: Sus fundam entos están en los montes
santos39. Por el contrario, cuando se pone fundamento -en
singular-, la mayor parte de las veces se hace referencia al
Autor de todos los bienes en persona. De El dice el Apóstol:
En cuanto a l fundam ento, nadie pu ede p on er otro sino el
que está puesto, que es Jesucristo40. De El dice otra vez a los
que creen: Pero vosotros sois conciudadanos de los santos y
fam iliares de Dios, edificados sobre el fu n dam en to de los
apóstoles y de los profetas41.
23. Así pues, sobre este fundamento han sido puestas las
piedras grandes y escogidas que soportan todo el templo,
porque a través de Él -primero los patriarcas y los profetas
y luego los apóstoles- han sido puestos para propagar la
Iglesia por todo el orbe. Todos ellos, cuanto más unidos es­
taban a su amor, tanto más firmemente sustentaban a sus
seguidores en este edificio celestial. Evidentemente el rey

38. 3 R 5, 17. 40. 1 Co 3, 11.


39. Sal 87, 1. 41. Ef 2, 19-20.
304 Beda

mandó que las cortasen en cuadros, para significar que los


maestros de la Iglesia debían ser moderados de costumbres
y estables de ánimo. Porque, del mismo modo que una pie­
dra cuadrada permanece estable por cualquier parte que se
la vuelva, así también sin duda la vida de los perfectos -que
está orientada intensamente hacia la verdad- no debe deses­
tabilizarse a impulsos de ninguna tentación.
24. Por su parte, el templo estaba construido con mármol
de Paros, que es una piedra blanca42, para expresar el candor
de la castidad de la Iglesia, del que el Señor dice en el C antar
de los cantares: C om o lirio entre los cardos es m i am ada en­
tre las doncellas43.
Tenía sesenta codos de longitud, veinte de anchura y treinta
de altura44. Ahora bien, la longitud del templo designa la fe de
la santa Iglesia, gracias a la cual soporta con longanimidad entre
sus buenas obras las adversidades de los pervertidos. La an­
chura simboliza la caridad por medio de la cual regula su vida
interna con entrañas de piedad; la altura es la esperanza por la
que aguarda los premios de la vida celestial, como consecuencia
de los bienes que pone por obra a través de la caridad.
25. Y está bien que la longitud sea de sesenta codos, por­
que con el número seis se suele designar la perfección de
las buenas obras ya que, de una parte el Señor completó en
seis días la ornamentación del mundo45, y de otra son seis
las edades de este mundo, en las que la santa Iglesia se aplica
a realizar actos piadosos para conseguir el descanso eterno46.

42. Cf. F lavio J osefo , Anti- dard era de 44,45 cm., si bien en
quit., VIII, 3, 2. tiempos de Salomón se puede con­
43. Ct 2, 2. cluir que el llamado «codo real» es­
44. Cf. 1 R 6, 2. Como medida taba alrededor de los 50 cm.
de longitud natural, el codo designa 45. Cf. Gn 2, 1-2.
la distancia de este hasta la punta de 46. Cf. supra Hom., I, 11, 14;
los dedos. Ahora bien, su valor 14, 9.20.
exacto oscila: el codo hebreo stan­
Homilía XXV, 23-26 305

También es apropiado que sean veinte los codos de an­


chura, porque son dos los preceptos de la caridad, por la
que la Iglesia se extiende en medio de la tribulación, cuando
cada hombre santo intenta amar con todo su corazón, toda
su alma, toda su fuerza, tanto al Creador, como al prójimo
como a sí mismo47.
Es adecuado que sean treinta los codos de altitud, porque
toda la esperanza de los elegidos se prepara a la contempla­
ción de la santa Trinidad, ejercitándose y purificándose en
la medida en que es capaz.
26. Por tanto, el seis se acomoda a la longanimidad de la
fe, el tres a la excelsitud de la esperanza, el dos a la extensión
del amor: todo el edificio de la Iglesia santa se apoya en
estas virtudes insignes. Y el hecho de que cada uno de estos
números se multiplica por diez -que es el número perfec­
to - indica en sentido figurado el aumento multiplicador de
su perfección.
Hay que tomar nota, además, de que los treinta codos
de altura no llegaban hasta el techo superior del templo, sino
al artesonado; de otra parte, hasta el artesonado de la habi­
tación intermedia se añadían otros treinta codos de altura.
Finalmente, la tercera habitación -que era la más alta- tenía
otros sesenta codos de altura y así toda la altura del edificio
sumaba ciento veinte codos48.

47. Cf. Me 12, 30-31. bal) -o sanctus (haqqodasch)-, donde


48. Cf. 2 Cro 3, 4; F lavio J ose- se encontraban la mesa de los panes,
FO, Antiquit., VIII 3, 2. La descrip­ los candelabros y el altar del incien­
ción que aquí hace Beda coincide con so, hasta los treinta del santo de los
las reproducciones arqueológicas del santos (debir) -también llamado
templo de Salomón de acuerdo con qodásch haqqoddschim-, en que esta­
los textos bíblicos: 1 R 6, 2 ss.; 2 Cro ba el arca de la alianza custodiada por
3, 3 ss. Según ella los techos interio­ los querubines. Cf. H. BuRKHARDT -
res iban bajando desde los ciento F. G rünzweig - F. Laubach - G.
veinte codos del pórtico (ulam), a los Maier, Das grosse Bibellexikon, vol.
sesenta de la estancia principal (hek- 3, Wuppertal-Zürich, 1989, p. 1535.
306 Beda

27. Por tanto, la primera habitación se yergue a treinta


codos de altura, porque la Iglesia actual se orienta con toda
intensidad a contemplar la imagen de la santa Trinidad. La
siguiente habitación se eleva igualmente otros treinta codos
porque las almas de los santos, desligadas de sus cuerpos,
disfrutan de una visión actualizada de esa misma santa e in­
divisa Trinidad. La última habitación tiene sesenta codos
más de altura porque todos los elegidos, resucitados de entre
los muertos con inmortalidad eterna de alma y de cuerpo,
gozarán de la contemplación de ese mismo Creador suyo
que es un Dios en tres personas. Y en el templo49 se cons­
truyó una pared intermedia de veinte codos de altura, hecha
de madera de cedro, para dividir el oráculo, es decir el sancta
sanctorum de la primera parte del templo50.
28. Este oráculo tenía veinte codos de longitud, veinte
de anchura y veinte de altura51. A su vez, la habitación del
templo ante las puertas del oráculo, medía cuarenta codos52:
en ese recinto estaban las mesas y los candelabros de oro,
pero el altar de oro estaba situado junto a la puerta del orá­
culo53 con el fin de que, al quemar en él el incienso, la nube
del humo ascendente cubriera el oráculo donde estaba el Ar­
ca de la Alianza54 y sobre ella los querubines de la gloria,
que cubrían el propiciatorio^.
Así pues, el primer recinto simboliza el estado de la Igle­
sia de este mundo; el recinto interior, por su parte, el ingreso
en la vida celestial. Por eso, en el primero están situados
con razón la mesa y los candelabros, porque indudablemen­
te en esta vida necesitamos la luz de las Sagradas Escrituras

49. Es decir, excluido el pórti­ 51. Cf. 1 R 6, 20.


co, en el templo propiamente di­ 52. Cf. 1 R 6, 17.
cho, esta pared separaba el debir 53. Cf. Ex 25, 23-31; 30, 1-6.
del hekhal, al que aquí considera 54. Cf. Lv 16, 13.
primera parte del templo. 55. Hb 9, 5.
50. Cf. 1 R 6, 16.
Homilía XXV, 27-29 307

y el alimento de los sacramentos del cielo; en el futuro, sin


embargo, no necesitaremos tales ayudas, porque todos los
que allí aparecen -com o dice el salmista- serán saciados con
la justicia de la gloria del Señor que se les ha manifestado56.
29. También en esta vida los corazones de los justos brillan
espléndidos como el altar de oro del incienso, gracias a la pu­
reza de su santidad, sostenidos por los perfumes de sus an­
helos espirituales arden en las llamas de un amor constante
y, por estar situados junto a la entrada del cielo, producen al
suavísimo olor de su oración junto al sancta sanctorum, donde
Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre57. A Cristo le
simboliza de un modo sumamente adecuado el Arca de la
Alianza -que está al otro lado del velo58- , en cuyo interior
había una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón
que había florecido y las Tablas de la alianza59.
30. En efecto, el arca misma simboliza la naturaleza de
la Humanidad (de Cristo); la urna con el maná, la plenitud
de su Divinidad; la vara de Aarón, la potestad inviolable de
su sacerdocio; las tablas de la Alianza, que El mismo es
quien dio la Ley y quien dará su bendición a los que la
cumplen60.
Era adecuado, por tanto, que el recinto ante las puertas
del oráculo tuviera cuarenta codos de longitud, porque en
esta vida conviene que aún nos castiguemos con ayunos y
continencia, con el fin de merecer llegar a la saciedad de una
dulzura espiritual. Porque entiende que este número signi­
fica el castigo de la vida presente todo aquel que ha querido
entender rectamente el ayuno de cuarenta días de Moisés61,
o de Elias62, o del mismo Señor63.

56. Cf. Sal 17, 15. 60. Cf. Sal 84, 6-7.
57. Col 3, 1. 61. Cf. Ex 34, 28.
58. Cf. Ex 30, 6. 62. Cf. 1 R 19, 8.
59. Hb 9, 4. 63. Cf. Mt 4, 2.
308 Beda

31. Con razón el mismo oráculo en el que los querubines


de la gloria guardaban el arca tenía veinte codos de altura,
anchura y altitud, porque -com o hemos dicho- ese número
insinúa la perfección del doble mandamiento de la caridad,
ya que todo lo que en esta peregrinación se hace por el Se­
ñor se perfecciona en la sola magnitud del amor en aquella
mansión de la patria eterna, donde su magnificencia es ele­
vada por la continua alabanza de las almas santas.
Ante el templo había un pórtico de veinte codos de lon­
gitud a todo lo ancho de la fachada del templo64, con una
puerta enfrente de la puerta del templo65 y diez codos de
anchura mirando al oriente66. Ese pórtico es imagen de aquel
pueblo de la santa Iglesia que, a pesar de haber precedido
en el tiempo a la encarnación del Señor, sin embargo no ha
sido excluido de la fe en esa misma encarnación.
32. Porque esto es lo que significa que la puerta del pór­
tico está situada frente a la puerta del templo que mira al
oriente: que la fe en Cristo del pueblo anterior es la misma
que la del pueblo siguiente67 y que los corazones de todos
los fieles están iluminados por la misma luz de la gracia del
oriente. Por eso se dice con razón que había situadas en ese
mismo pórtico, cerca de la entrada en el templo, dos colum­
nas de bronce de enorme y admirable factura y sobre ellas
sendos capiteles rematados en forma de flor de loto68.
33. Y estas columnas están ante la puerta del templo, por­
que a la llegada de nuestro Redentor -que dice: Yo soy la
puerta: el que p o r mi entrare se salvará69- le precedieron egre-

64. Cf. 1 R 6, 3. oráculo (sancta sanctorum, debir)


65. Es decir, las puertas del estaba situado al Oeste.
ulam al hekahl y de este al debir 67. Cf. SHpra Hom., II, 15, 2.
estaban situadas en línea recta. 68. Cf. 1 R 7, 15-22.
66. En efecto, el pórtico estaba 69. Jn 10, 9.
orientado hacia el Este, mientras el
Homilía XXV, 31-35 309

gios doctores, de los que dice el Apóstol: Santiago, Cefas y


Juan, que pasan p o r ser las columnas70, los cuales dieron a Pa­
blo testimonio de la llegada del mismo. Y una estaba a la de­
recha y otra a la izquierda de la puerta, porque anunciaban
entonces la futura encarnación de su redentor al pueblo de
Israel, que ardía en fe y caridad divinas y de igual modo pre­
dicaban a los gentiles -que aún yacían en el frío de la perfidia,
como si estuvieran expuestos al viento del norte- que debían
dar paso a su Redentor.
34. El hecho de que los capiteles de las columnas estu­
vieran rematados por una flor en forma de loto significa que
el resumen de toda su predicación rezumaba de la claridad
de la felicidad eterna y prometía a sus oyentes que contem­
plarían la gloria de aquel que -siendo Dios eterno antes de
todos los siglos- se había hecho hombre al llegar la plenitud
de los tiempos, de modo semejante a la flor de loto, que
tiene un color dorado hacia fuera y blanco hacia dentro.
Pues, ¿qué otra cosa es el color del oro en el blanco, sino
el resplandor de la Divinidad en el hombre? Porque es evi­
dente que, de una parte y en primer lugar mostró a un hom­
bre preclaro por sus virtudes y de otra -después de la muer­
te- le revistió del niveo esplendor de la incorrupción.
35. Queridísimos, ha sido un placer haber expuesto a
vuestra comunidad, en la alegría de la fiesta de hoy, algunos
de entre los muchos temas a propósito de la construcción
del templo con la idea de que, por una parte el edificio ad­
mirable de la casa terrena del Señor deleitara vuestro oído,
y de otra la comprensión espiritual del mismo elevara nues­
tras mentes a un amor ardiente a las moradas celestiales.
Por consiguiente, hermanos míos, amemos con todo el co­
razón el decoro de la casa eterna71 que hemos recibido de Dios

70. Ga 2, 9. 71. Cf. Sal 26, 8.


310 Be da

en el cielo72 y procuremos animarnos unos a otros a pensar


con asiduidad en el lugar del tabernáculo de su gloria.
36. Pidámosle ante todo una sola cosa y busquémosla
con infatigable afán: que merezcamos habitar en su casa to­
dos los días de nuestra vida73. Es decir, que seamos felices
con la vida y la luz eternas. Porque El no ignora ni menos­
precia los ruegos de los pobres74, cuando pedimos lo que
ama; por el contrario, escuchándonos con clemencia, nos
concederá contemplar sus bienes en la tierra de los vivos75
Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con el Padre en
la unidad del Espíritu Santo, Dios por todos los siglos de
los siglos. Amén.

72. Cf. 2 Co 5, 1 74. Cf. Sal 22, 24.


73. Cf. Sal 27, 4. 75. Cf. Sal 27, 13.
ÍNDICES-

Los números romanos indican el tomo; los arábigos, la página.


IN D IC E B IB L IC O

Génesis 25, 26: II, 1, 2


1, 3-5: II, 7, 6 25, 27: I, 17, 13
2, 1-2: II, 25, 25 28, 11-13: I, 17, 22
2, 2: II, 16, 15; 17, 27 28, 18: I, 17, 22
3, 1-7: II, 6, 1 29, 15: II, 1, 2
3, 1-13: II, 18, 17 30, 22-24: II, 19, 11
3, 7: I, 17, 18 32, 28: I, 17, 22
3, 24: I, 12, 9 32, 30: I, 2, 21
4, 8: I, 14, 13 35, 10: I, 17, 22
4, 10: I, 10, 3 37, 8: I, 14, 13
4, 11: I, 14, 13 46, 27: I, 8, 19
5, 18-19: II, 15, 22 48, 20: I, 2, 1
5, 23: II, 15, 23 49, 18: I, 17, 8
6-7: I, 14, 14
6, 6-7: I, 12, 13 Exodo
7, 2: II, 7, 24 1, 14: II, 2, 15
8, 6-7: I, 12, 21 3, 5: I, 1, 18
8, 8-11: I, 12, 22 3, 7-8: I, 21, 2
8, 11: I, 14, 14 6, 23: I, 3, 24
11, 26: II, 1, 2 9, 27: II, 23, 13
11, 31: II, 1, 2 10, 16: II, 23, 13
12, 3: I, 4, 32 12-13: I, 18, 2
13, 8: II, 1, 2 12, 2 -19, 1: II, 17, 20
14, 18: I, 15, 3; II, 19, 3 12, 3: II, 3, 2
15, 9: I, 18, 4 12, 3-50: II, 7, 19
17, 5: I, 11, 9 12, 7: I, 2, 17
17, 14: I, 11, 6 12, 11-12: II, 5, 2
17, 15: I, 11, 10 12, 16: II, 7, 4
18, 1: I, 2, 21 12, 18: II, 3, 2
18, 10: II, 19, 11 12, 23-27: II, 5, 2
22: I, 14, 15 13, 2: I, 18,2
22, 9: II, 19, 11 14, 13: I, 24, 21
22, 12: 11, 13, 13 14-16: I, 16, 17
22, 17-18: I, 14, 15 14, 21-29: II, 5, 2
25, 20: II, 1, 2 17, 6: I, 16, 17
25, 20-21: 11, 19, 11 19, 16 - 20, 17: II, 17, 20
314 Indice bíblico

19, 20: II, 17, 22 12, 2-4: I, 11, 8


19, 27: II, 17, 21; 20, 8- 12, 4: I, 14, 18
10; II, 7, 4; II, 16, 12, 5: I, 18, 2
15; II, 17, 27 12, 6: I, 18, 2
20, 9- 10: I, 23, 16 12, 6-8: I, 18, 4
20, 10: I, 23, 9 12, 8: I, 18, 4; 14
22, 24: II, 17, 21 16, 13: II, 25, 28
23, 10-11: II, 17, 27 16, 17: II, 19, 14
24, 3: II, 17, 23 16, 29: II, 19, 14
24, 12: II, 10, 6 16, 29-34: II, 24, 20
25, 23-31: II, 25, 28 16, 33-34: II, 19, 14
26, 15-19: II, 25, 2 19, 18: I, 23, 7
26, 29: II, 25, 3 19, 2: I, 6, 7
26, 31 -33: II, 1, 20 23, 7: I, 23, 9
26, 37: II, 25, 3 23, 15-17: II, 17, 20
27, 1: II, 19, 20 23, 17: II, 17, 25
27, 2: II, 19, 21 25, 8-12: II, 17, 26
28, 1: II, 19, 5
30, 1: II, 19, 20 Números
30, l-< II, 25, 28 1, 7: I, 3, 24
30, 3: II, 19, 21 3, 2-4: II, 19, 5
30, 3-5: II, 25, 3 7, 12: I, 3, 24
30, 6: II, 25, 29 13, 23: II, 15, 2
30, 23-24: II, 25, 3 18, 15-16: I, 18, 2
30, 34 II, 25, 3 20, 25-28: II, 19, 5
31, 15 I, 23, 9 21, 8: II, 18, 16:
32, 15 II, 10, 6 36, 7-8: I, 3, 5
33, 13 I, 2, 20
33, 18 I, 2, 20; 16, 8 Deuteronomio
33, 19 I, 2, 20 5, 12-14: II, 16, 15
33, 20 I, 2, 22 5, 21: I, 2, 16
34, 1: II, 10, 6 6, 5: I, 23, 7
34, 6: I, 22, 10 10, 6: II, 19, 5
34, 28 II, 25, 30 10, 22: I, 8, 19
14, 6: II, 7, 24
Levítico 18, 15: I, 24, 18; II, 20
1, 14: I, 18, 4 11
5, 7: I, 18, 4 25, 5-9: I, 1, 17
5,11: I, 18, 4
11, 2-3: II, 7, 24 Josué
12, l-¿1: I, 18, 2 5, 2: I, 11, 19
12, 2: I, 18, 2 5, 16: I, 1, 18
Indice bíblico 315

24, 33: II, 19, 5 8, 39: II, 12, 13


8, 63: II, 24, 19
J ueces 8, 64: II, 19, 21
13, 2: II, 19, 11 15, 33-34: II, 1, 19
13, 24: II, 19, 11 19, 1-3: II, 23, 4
20, 28: II, 19, 5 19, 8: II, 25, 30

Rut 2 Reyes
4, 7: I, 1, 17 2, 11: II, 15, 22; 23, 4
24-25: I, 14, 17
1 Samuel 25, 9: II, 1, 15
1, 2: II, 19, 11
1, 20: II, 19, 11 3 Reyes
15-16: I, 14, 16 5, 17: II, 25, 21
16, 7: I, 16, 13 8, 66: II, 24, 32
18-21: I, 14, 16
25, 2-35: II, 23, 11 4 Reyes
2, 6-11: II, 15, 24
2 Samuel 2, 8-14: II, 15, 24
7, 4-13: II, 19, 6
1 Crónicas
Reyes 22, 1-10: 11, 19, 6
5, 1-10: II, 25, 5 22, 9: II, 24, 25
5, 8: II, 1, 19; 25, 2 23, 5: II, 19, 6
5, 10: II, 1, 19 23, 30-31: II, 19, 6
5, 17: II, 25, 2 1 Cr 24, 1-19: II, 19, 7
5, 38: II, 24, 24 24, 10: II, 19, 5.8
6, 2: 11, 25, 24
6, 3: II, 25, 31 2 Crónicas
6, 8: II, 1, 20 3, 4: II, 25, 26
6, 9-10: II, 1, 19 4, 7-22: II, 1, 19; 25, 3
6, 14-15: II, 25, 2 7, 1: II, 24, 28
6, 16: II, 1, 20; II, 25, 7, 5-10: II, 24, 19
27 8, 12: II, 19, 212
6, 17: II, 25, 28 22, 11: I, 3, 24
6, 19: II, 1, 20 23, 8: II, 19, 7
6, 20: II, 25, 28 24, 21-22: I, 3, 24
6, 20-22: II, 1, 19 36: I, 14, 17
6, 30: II, 1, 19
6, 38: II, 1, 15; 24, 19 Esdras
7, 15-22: II, 25, 32 1, 1-3: II, 1, 15
8, 27: I, 6, 15 1-6: I, 14, 17
316 Indice bíblico

3 ,2 I, 14, 17 11, 7: I, 25, 14


4, 1-24: II, 1, 15 12, 9: II, 2, 3
5, 1-2: II, 24, 21 14, 3: I, 11, 17
6, 15: II, 24, 21 15, 1: II, 21, 2
6, 15-19: II, 24, 19 15, 2-3: II, 11, 18
16, 15: II, 9, 15
Tobías 17, 15: I, 7, 8; II, 25, 28
13, 22: II, 16, 13 18, 6-7: I, 14, 3
19, 2: II, 16, 17
1 Macabeos 19, 5: I, 3, 27
1, 11-58: II, 24, 22 22, 6: I, 2, 12
4, 52-59: II, 24, 19 22, 24: II, 25, 36
22, 32: II, 17, 7
2 Macabeos 23, 1-2: II, 2, 4
5, 21 -7, 41: II, 24, 22 23, 5: I, 14, 19
8, 1 - 10, 6: II, 24, 23 23, 6: II, 25, 8
24, 4: I, 25, 8
Job 24, 8: I, 3, 4
1, 1 I, 17, 13 24, 10: I, 14, 24; II, 9, 1
1, 8 I, 23, 15 25, 5: I, 18, 8
5, 17: I, 23, 16 26, 4: II, 4, 17
9, 20: II, 14, 4 26, 7: II, 16, 15
15, 14: I, 12, 6 26, 8: II, 25, 35
27, 3-4: I, 11, 18; II, 6, 7 26, 10: I, 11, 17
27, 6: I, 25, 10 27, 4: I, 19, 4; II, 4, 16;
36, 5: I, 4, 26 25, 36
27, 6: II, 18, 14
Salmos 27, 13: I, 9, 17; 16, 14; II
2, 7 II, 24, 6 25, 36
3, 9 II, 3, 11 27, 14: I, 16, 14
4, 7 I, 6, 7 28, 3: I, 11, 17
6, 3 II, 2, 4 28, 3: I, 15, 8
6, 6 I, 18, 6 29, 9: II, 16, 17
6 ,7 I, 1, 9 31, 19: I, 8, 16
8 ,4 II, 6, 4 31, 20: I, 24, 8
8, 5 I, 19, 10 32, 10: II, 14, 16
8, 6 I, 1, 15; II, 8, 6 33, 15: I, 23, 18
8, 7 II, 8, 6 34, 1: 11, 20, 17
8, 10: I, 17, 14 34, 2-3: I, 25, 4
9, 14: I, 20, 17 34, 3: I, 15, 17
10, 17: I, 22, 3 34, 4: II, 18, 22
10, 35-36: II, 8, 11 34, 8: I, 11, 18
Indice bíblico 317

34, 13: II, 6, 8 68, 17 II, 23, 4


34, 17: II, 8, 11 68, 19 II, 7, 22
34, 19: II, 8, 11 68, 34 I, 17, 24
35, 9: I, 5, 15 69, 32 II, 4, 2
35, 10: I, 9, 15 74, 12 I, 23, 16
35, 16: I, 25, 4; 7 76, 1: II, 25, 5
36, 7-8 I, 9, 18 76, 2: II, 15, 21
37, 4: II, 16, 31 77, 3: I, 16, 21
37, 11: II, 3, 8 78, 1: II, 6, 9
37, 35- II, 2, 6 78, 20 I, 16, 17
39, 1: I, 11, 18 78, 24 I, 16, 17
42, 3: I, 7, 8; II, 13, 15 79, 10 II, 13, 13
43, 1: II, 17, 10 79, 13 I, 23, 2
44, 4: I, 4, 25 81, 6: II, 2, 15
45, 5: I, 25, 12 81, 11 II, 1, 18
45, 7: I, 5, 16; I, 17, 23 82, 6: I, 20, 4; 23, 21
45, 8: I, 12, 22; 16, 11; 84, 5: II, 9, 16; 16, 12;
25, 16; II, 15, 13 24, 33; 25, 30
46, 5-6 II, 24, 8 84, 7: I, 2, 29; 11, 5;
46, 11: II, 17, 26 23, 8
47, 6: II, 15, 18; 18, 12 84, 8: I, 17, 4; II, 9, 16;
49, 3: II, 6, 9 15, 11
49, 12: I, 8, 9 84, 11 I, 10, 17; 16, 9; II,
50, 1: II, 15, 23 21, 8
50, 12: II, 11, 17 85, 11 I, 2, 11
51, 5: 1, 3, 20; 12, 4; II, 85, 13 I, 4, 10
19, 25 86, 15 I, 22, 10
51, 10: II, 3, 16 87, 1: II, 1, 7; II, 25, 23
51, 12: II, 14, 21 88, 2: I, 2, 13
52, 10: II, 25, 8 89, 2: I, 6, 23; II, 9, 12
54, 3: I, 5, 15 89, 27-28: I, 23, 21
54, 7: I, 1, 6 89, 49 I, 9, 11
54, 8: I, 1, 6 91, 16 I, 17, 8
57, 4: I, 12, 18 94, 19 II, 17, 6
57, 5: II, 25, 5 95, 6: I, 12, 18; II, 14, 2
57, 6: II, 15, 21 96, 2: I, 6, 21
57, 8: II, 10, 5 100, 3 I, 20, 6; II, 19, 32
58, 11: I, 2, 12 101, 1 I, 24, 4
60, 5: I, 14, 26 101, 8 II, 1, 8
60, 12: I, 4, 25 102, 4 I, 2, 12
61, 3: II, 25, 18 102, 14: II, 20, 5
61, 4: I, 24, 17 102, 27: I, 19, 15
318 Indice bíblico

103, 1- 2: I, 11, 14 127, 2: I, 25, 4


103, 3: I, 11, 12 130, 1: I, 3, 29; II, 10, 7
103, 3-5: II, 19, 32 132, 7: II, 15, 16
103,4-5: 1,11,14 132, 9: II, 3, 10
103, 22: I, 19, 14 132, 11: II, 24, 5
104, 2: I, 6, 14 137, 4: II, 16, 16
104, 3: II, 15, 19 138, 1: II, 10, 9
104, 4: II, 15, 27; 23, 4 139, 2-4: II, 8, 11
104, 14-15: II, 2, 8 141, 2: II, 19, 21
104,24: I, 14, 11; I, 23, 19 141, 5: II, 22, 8
105, 4: II, 15, 30 143, 2: II, 14, 4
105, 31 I, 23, 19 143, 9-10: II, 14, 21
105, 34 I, 23, 19 143, 10: II, 2, 4; 11, 19
105, 39 I, 24, 17 144, 8: I, 11, 17
107, 25 I, 23, 19 145, 3: I, 6, 14; II, 20, 3
110, 4: I, 3, 26; 15, 3; II, 145, 9: I, 25, 2
19, 3 145, 11: II, 16, 15
111,10: 11,24,2 145, 18: II, 14, 6
112, 4: I, 6 19; 7, 1 145, 19: II, 14, 6
113,3-4: 11,17,23 147, 1: II, 16, 31
115,4-5: 1 ,2 0 ,4 147, 8: I, 23, 18
116, 12 I, 6, 14 148, 5: I, 23, 19
116, 13 II, 21, 18
116, 15 I, 10, 1; II, 21, 19; Proverbios
22, 15 1, 8-9: I, 19, 6
116, 16-19: I, 11, 13 3, 16 II, 21, 6
118, 15 I, 10, 17 4, 23 II, 12, 16
118, 22 II, 3, 12 4, 27 II, 24, 13
118, 26 II, 3, 12 5, 22 II, 1, 10
119, 1: II, 5, 12; 16 6, 17 I, 11, 16
119, 1-.’: I, 22, 14 7, 17 I, 11, 17
119, 2: II, 5, 16 8, 12 I, 19, 5
119, 37 I, 11, 18 8, 14 -15: I, 19, 5
119, 37 I, 20, 17 8, 22 I, 20, 10
119, 48 I, 11, 18 8, 22-23: I, 8, 4
119, 81 I, 5, 15 8, 30 I, 23, 20
119, 97 II, 12, 16 8, 34 I, 19, 5
119, 101: I, 11, 18 18, 3 II, 3, 15
119, 131: II, 1, 18 18, 17: I, 21, 4
119, 133: I, 7, 7 27, 18: I, 17, 18
121, 6: I, 24, 17 28, 9 II, 12, 2; 14, 7
126, 4: II, 13, 6 29, 23: II, 15, 29
Indice bíblico 319

Eclesiastés (Qohélet) 7, 32-35: I, 9, 15


7, 21: I, 17, 13 7, 40: II, 23, 8
10, 15: I, 4, 25
Cantar de los cantares 24, 5: I, 5, 14
1, 3 I, 7, 7 24, 6: I, 25, 14
1, 9 I, 18, 5 28, 28: I, 11, 18
1, 11: II, 4, 10 35, 17-19: I, 10, 3
1, 13: II, 15, 3
1, 14: I, 12, 17; 18, 5 Isaías
2, 1 I, 17, 10 1, 3: I, 6, 16; I, 7, 14
2, 2 II, 25, 24 1, 15: II, 14, 7
2, 13-14: I, 12, 20 1, 16: II, 14, 7
2, 14: I, 12, 19 2, 2: I, 6, 3
4, 1 I, 20, 18 2, 3-4: II, 15, 7
5, 12: I, 12, 19 2, 4: I, 6, 3
6, 8 I, 15; 9 2, 5: I, 6, 3
4, 2: I, 4, 11
Sabiduría 5, 18: II, 1, 10
1, 1 I, 12, 11; 15, 8; 5, 22: I, 11, 17
17, 13 6, 1: I, 2, 21
1 ,2 II, 24, 9 7, 14: I, 5, 9; 7, 14
1,3 II, 11, 8 9, 1: I, 6, 21
1,4 I, 12, 11 9, 2: I, 6, 20
1, 5 I, 12, 11; II, 11, 9, 6: I, 11, 12; 12, 9;
16 23, 3; II, 9, 6
2, 15: 11, 13, 5: 9, 7: I, 6, 3; II, 24, 24
2, 20: 1113, 5 11, 1: I, 6, 9; I, 17, 10
3, 2 I, 10, 16; II, 24, 11, 1-2: I, 7, 13
14 11, 2: II, 16, 4
3 ,4 II, 23, 15 11, 2-3: I, 2, 6; II, 14, 21;
5, 3 II, 18, 7 15, 22; 16, 25; 17,
5, 5 II, 18, 7 29
9, 15: I, 11, 14 11, 10: II, 10, 19
11, 21: I, 22, 3 19, 1: II, 15, 19
12, 18: I, 4, 25 26, 18: II, 13, 9
26, 19: 1 ,2 1 ,6
Eclesiástico (Sirácida) 33, 17: II, 17, 16
1, 1 I, 8, 13 33, 17: I, 19, 2; 24, 6
1, 16: II, 24, 2 40, 6: II, 2, 11
2, 1 II, 16, 6 49, 18: I, 24, 12
2, 13: I, 25, 14 53, 5: I, 16, 4; II, 3, 3
3, 20: I, 4, 5 53, 7: I, 16, 4; II, 3, 3
320 Indice bíblico

53, 8: I, 7, 14 5, 2: I, 6, 10; 7, 13
56, 7: I, 9, 15; II, 1, 7
60, 1: I, 21, 6; II, 18, 3 Habacuc
61, 7: II, 1, 21 3, 2: I, 4, 31
62, 2: I, 11, 11 3, 13: I, 16, 12
65, 14: II, 13, 7 3, 18: I, 5, 15; 17, 8
65, 15: I, 11, 11
65, 16: I, 11, 11 Zacarías
66, 2: I, 4, 13; II, 3, 9 3, 1: I, 17, 8
66, 18: II, 12, 14 3, 9: I, 14, 10
66, 24: I, 23, 14 9, 9: II, 3, 1; 7
9, 11: II, 7, 12
Jeremías 12, 10: II, 14, 21
1, 5: I, 23, 18
11, 15: II, 1, 7 Malaquías
11, 20: II, 12, 13 4, 2: I, 3, 21; 7, 1; 8,
17, 5: I, 8, 11 11; 25, 5; 15; II,
17, 5-6: II, 25, 9 15, 19; 23; 20, 3
17, 6: II, 25, 9 4, 5-6: II, 19, 29
31, 15: I, 10, 3
Mateo
Lamentaciones 1, 18-25: 1,5
1, 9: II, 13, 13 1, 18: I, 5, 3
1, 19: I, 5 ,5
Ezequiel 1, 20-21: I, 5, 6
1, 5-10: I, 21, 18 1, 21: I, 5, 15; 11, 12
1, 22: I, 5, 8
Daniel 1, 23: I, 5, 9
2, 34-35: I, 14, 10 1, 24-25: I, 5, 10
3, 39: II, 21, 18 1, 25: I, 5, 4.11
2, 1: II, 23, 5
Oseas 2, 3: I, 18, 11
6, 6: I, 21, 12 2, 13-23: I, 10
2, 22: II, 23, 5
Joel 2, 23: I, 17, 9
2, 32: I, 4, 21; II, 25, 14 3, 1-8: II, 19, 16
3, 4: II, 23, 22
Amos 3, 8: II, 12, 16; 15, 8
9, 6: II, 15, 20 3, 9: I, 22, 10
3, 10: II, 25, 6
Miqueas 3, 11: I, 1, 19; 15, 5; II,
4, 8: I, 7, 15 15, 22; 20, 4
Indice bíblico 321

3, 12: I, 15, 5 9, 2: I, 23, 14


3, 13: I, 12, 3 9, 9: I, 21, 2.6
3, 13-17: I, 12; II, 23, 23 9, 9-13: I, 21; 22, 10
3, 14: I, 12, 1.5; 15, 5 9, 10 I, 21, 7
3, 15: I, 12, 6 9, 11 I, 21, 10
3, 16: I, 12, 8 9, 12 I, 21, 11
3, 17: I, 12, 2.12; 14, 15 9, 13 I, 21, 14
4, 1-11: II, 16, 18 9, 14-15: II, 16, 27
4, 2: I, 12, 15; II, 25, 9, 15 I, 14, 3
30 10, 1 II, 15, 10
4, 11: II, 3, 16; 7, 10 10, 3 I, 21, 4
4, 18-20: I, 16, 14 10, 8 II, 1, 11; II, 1, 9
4, 19: I, 17,6 10, 16: I, 17, 13; 20, 8
5, 3-10: 1, 15, 16 10, 23: I, 10, 6
5, 4: I, 12, 18 11, 9 II, 19, 1
5, 5: I, 18, 5 11, 11: I, 8, 13; 21, 11; II,
5, 8: I, 2, 19; 16, 22; 19, 24; 20, 1; 6
17, 14; II, 13, 14; 11, 27: I, 2, 23; II, 21, 11;
15, 17; 17, 16; 25, 24, 15
15 11, 29: II, 3, 8; 17, 31; 23,
5, 10: I, 9, 16; II, 16, 10; 1
21, 18 12, 28: II, 6, 4
5, 14: I, 8, 12; II, 4, 6; 6, 12, 36: II, 6, 9
11 12, 43-45: I, 12, 15:
5, 16: I, 19, 16; II, 6, 11 13, 17: II, 19, 29
5, 17: I, 14, 12; 24, 19 13, 43: I, 24, 10
5, 28: I, 11, 16 13, 55: I, 5, 11
5, 34-37: II, 23, 10 14, 1-2: II, 23, 2
5, 44: II, 21, 18 14, 1-12: II, 23
5, 44-45: II, 14, 13 14, 3-4: II, 23, 4
6, 5: II, 1, 9; 6, 12; 14, 14, 4-5: II, 23, 7
8 14, 6-7: II, 23, 8
6, 10: II, 12, 3 14, 8-9: II, 23, 12
6, 12: II, 5, 11; 14, 6; 19 14, 9-10: II, 23, 14
6, 33: II, 14, 10 14, 11-12: II, 23, 19
7, 7-11: I, 16, 7 14, 19: II, 2, 10
7, 9: II, 14, 16 15, 1-14: I, 22, 7
7, 14: II, 3, 14 15, 3 II, 20, 9
7,21: II, 14, 2 15, 21: I, 22, 7
7, 24: II, 6, 7 15, 21-28: I, 22
7, 24-26: I, 20, 13 15, 22: I, 22, 1
7, 26: II, 17, 31 15, 24: I, 22, 4
7

322 Indice bíblico

15, 26: I, 22, 5 21, 1: II, 3, 4


15, 27: I, 22, 5 21, 1-9: II, 3
15, 28: I, 22, 6 21, 2: II, 3, 6
16, 13: I, 17, 21; 20, 2 21, 3: II, 3, 7
16, 13-19: I, 20 21, 5: II, 3, 8
16, 15: I, 16, 15; 20, 4 21, 7: II, 3, 10
16, 16: I, 17, 21; 20, 1.5; 21, 8: II, 3, 11
II, 24, 18 21, 9: II, 3, 12-13
16, 17: I, 20, 8.10 21, 13: II, 1, 7; 4, 2
16, 17-18: I, 16, 16 21, 25: I, 1, 3
16, 18: I, 20, 1.12; II, 25, 22, 2: I, 14, 25
16.18 22, 11-13: I, 14, 25:
16, 18-19: II, 22, 16 22, 37-39: I, 23, 7; II, 24, 31
16, 19: I, 20, 14 23, 8: I, 11, 3
16, 21: I, 24, 2 23, 35: I, 3, 24; 14, 13
16, 24-26: I, 24, 2 23, 39: I, 4, 12
16, 27: I, 24, 2; II, 2, 17 24, 12: II, 24, 4
16, 27-17, 9 I, 24 25, 21: I, 24, 16; II, 24,
16, 28: I, 24, 6 29
17, 1 I, 24, 7 25, 31-46: I, 24, 2
17,2 I, 24, 10 25, 33: II, 21, 6
17, 3 I, 24, 13 25, 34: I, 24, 9; II, 2, 17;
17,4 I, 24, 15 15, 14
17, 5 I, 24, 17; II, 21, 5 25, 34-35: I, 13, 5
17,9 I, 24, 20 25, 35-36: I, 9, 15
18, 3 I, 4, 30; 10, 1 25, 40: II, 4, 9
18, 11: II, 2, 17 25, 41: II, 2, 17
18, 17: I, 20, 15 25, 41-42: I, 13, 6
18, 18: I, 20, 15 26, 7: II, 4, 7
18, 20: II, 9, 3 26, 14-15: II, 4, 11
19, 16-19: I, 13, 5 26, 56: II, 19, 18; II, 21,
19, 21: I, 13, 3; II, 2, 5 10
19, 23: I, 13, 1 26, 70-75: II, 22, 7
19, 27: I, 13, 1 27, 3-4: II, 23, 13
19, 27-29: I, 13 27, 51: II, 1, 20; 7, 9;
19, 28: I, 13, 3; II, 21, 4 28, 1: II, 7, 5.9
19, 29: I, 13, 7.10 28, 1-5: II, 9, 1
20, 1-10: II, 16, 22 28, 1-10: II, 7
20, 20-21: II, 21, 3 28, 2: II, 10, 6
20, 20-23: II, 21 28, 3: II, 10, 10
20, 22: II, 21, 6.9.10 28, 7: II, 8, 3
20, 23: II, 21, 11 28, 9: II, 7, 15; 9, 2
Indice bíblico 323

28, 9-10: II, 8, 14 11, 2-4: II, 3, 6


28, 10: II, 7, 16 11, 7: II, 3, 6
28, 16-17: II, 8, 2.3 11, 10: I, 3, 14
28, 16-20: II, 8 11, 25: II, 14, 6
28, 16: II, 7, 16 12, 25: I, 4 ,2
28, 16-17: II, 8, 14 12, 30: I, 23, 8; II, 18, 22
28, 17: II, 8, 5 12, 30-31: I, 6, 25; II, 14, 13
28, 18: II, 7, 11; 8, 6 22, 1; 25, 25
28, 19: I, 12, 12 12, 42-44: II, 25, 12
28, 19-20: II, 8, 8 14, 3: II, 4, 7
28, 20: I, 17, 24; II, 2, 17; 14, 8: II, 4, 13
8, 9; 13, 13 15, 25: II, 3, 2
15, 38: II, 1, 20
Marcos 16, 1-2: II, 7, 4
1, 4-8: I, 1 16, 1-6: II, 9, 1
1, 6: I, 1 11; II, 19, 4 16, 4: II, 9, 1
1, 7: I, 1, 15; 16 16, 5: II, 10, 10; 17
1, 8: I, 1, 19 16, 14-19: II, 8, 14
1, 13 I, 12, 15 16, 19: II, 7, 11; II, 8, 9
1, 16-18: I, 16, 14 16, 20: II, 2, 10
2, 14 I, 21, 3
2, 15 I, 21, 8 Lucas
2, 19 I, 14, 4 1, 5-6: II, 19, 2
3, 15 II, 15, 10 1, 5-27: II, 19
3, 16 II, 21, 5 1, 6: II, 19, 9.24
3, 17 II, 21, 5 1, 7: II, 19, 10
3, 18 1,21, 3 1, 8-9: II, 19, 12
6, 20 II, 23, 7 1, 8-14: II, 24, 20
6, 41 II, 2, 10 1, 10: II, 19, 12
7, 7-8: II, 20, 9 1, 11: II, 19, 20
7, 31 II, 6, 2 1, 13: II, 19, 22
7, 31 -37: II, 6 1, 13-14: II, 19, 23
7, 32: II, 6, 3 1, 14-15: II, 20, 2
7, 33: II, 6, 4 1, 15: I, 4, 7; 20, 3; 11,
7, 33-34: II, 6, 6 19, 24
7, 36-37: II, 6, 10 1, 15-16: II, 19, 24
8, 27-29: I, 17, 21 1, 17: II, 19, 28.31; 20,
9, 3: I, 24, 12 4; 23, 4
9, 43 I, 23, 14 1, 20-22: II, 20, 1
10, 18: II, 14, 20 1, 26-27: I, 3 ,2
10, 30: I, 13, 10 1, 26-38: I, 3
10, 35-37: II, 21, 4 1, 28: I, 3, 9
324 Indice bíblico

1, 30-32: I, 3, 12 2, 10: I, 6, 20
1, 32 1, 3, 14 2, 10 -11: II, 20, 2
1, 33 1, 3, 15.26 2, 11 I, 6, 21
1, 34 I, 3, 17 2, 12: I, 6, 22
1, 35 I, 7, 14 2, 13-14: II, 7, 10; 20, 5
1, 36 I, 3, 23 2, 14: I, 6, 24 ; I I , 9, 5
1, 38 I, 3, 27 ; I, 4, 3 2, 15 -16: I, 7, 4
1, 39-55: I, 4 2, 15-20: I, 7
1, 40-41: II, 19, 26 2, 16 I, 7, 7
1,41 I, 4, 7 2, 17 I, 7, 8
1,41 -42: I, 4, 8 2, 18 I, 7, 10
1,42: I, 3, 9 ; I, 4, 9 ; I, 2, 19 I, 7, 12
4, 12 2, 20 I, 7, 16
1, 43 I, 4, 13 2, 21 I, i i ; I, 11, 1
1, 44 I, 4, 14 2, 21 -24: I, 14, 18
1, 45 I, 4, 15 2, 22-23: I, 18, 1
1, 46-47: I, 4, 18 2, 24: I, 18, 4
1, 47 I, 4, 22 2, 22-35: I, 18
1, 48 I, 4, 20 2, 22: I, 11, 8
1, 49 I, 4, 21 2, 29-30: I, 17, 8
1, 50 I, 4, 22.29.34 2 34-35: I, 18, 9
1, 51 I, 4, 25 2, 42-52: I, 19
1, 52 I, 4, 26-27 2 47-48: I, 19, 7
1, 53 I, 4, 28 2, 48 I, 17, 9; 19, 8
1, 54 I, 4, 29 2, 49 I, 19, 8
1, 55 I, 4, 32 2, 50 I, 19, 10
1, 57-68: II, 20 2, 51 I, 19, 11.14
1, 58: II, 20, 5 2, 52 I, 17, 5 ; 19, 16:
1. 59-60: II, 20, 10 3, 1: I, 20, 2; II, 23, 5
1, 65: II, 20, 13 3, 6: I, 8, 19
1, 68: II, 20, 15 3, 7-8: II, 14, 5
1, 78-79: II, 1, 18; II, 20, 3, 8: II, 12, 16
16 3, 8: II, 15, 8
1, 79: I, 6, 15; II, 7, 7 3, 11 II, 14, 5
1, 80: II, 23, 22 3, 16: II, 20, 4
2, 1-14: 1,6 3, 21 -22: I, 12, 15
2, 4-5: I, 6, 8 3, 22: II, 1, 9
2, 6-7: I, 6, 13 4, 2: I, 12, 15
2,7: I, 6, 14 5, 27 I, 21, 3
2, 8: I, 7, 1 5, 28 I, 21, 10
2, 8-9: I, 6, 18 5, 29 I, 21, 8
2, 9: I, 6, 19; II, 7, 11 5, 32 I, 21, 15
Indice bíblico 325

5, 33 II, 23, 25 11, 31 II, 11, 18


5, 34 I, 14, 3 11, 51 I, 3, 24; 14, 13
6, 15 1,21, 3 12, 3: II, 6, 11
6, 35 II, 21, 1 12, 33 I, 13, 3
6, 43 II, 25, 6 12, 34 II, 11, 4
6, 43-48: II, 25 12, 36 I, 1, 12
6, 44 II, 25, 10.11 12, 42 II, 2, 6
6, 45 II, 25, 12.13 12, 48 I, 19, 13
6, 46 II, 14, 7; 25, 14 13, 21 II, 13, 8
6, 47-48: II, 25, 15 13, 24 II, 21, 2
6, 48: II, 25, 15.17 13, 33 II, 2, 16
6, 48-49: I, 20, 13 14, 11 I, 4, 27; 12, 2
6, 49 II, 17, 31 15, 4-5: I, 10, 4
7, 10 II, 14, 17 15, 6: II, 16, 25
7, 28 I, I, 15; 4, 8; 8, 16, 16: II, 19, 1
13; 21, 11; II, 20, 17, 3: II, 22, 4
1; 23, 23 17, 5: II, 14, 17
7, 33 II, 20, 3 17, 21 II, 21, 14
7, 37-38: II, 4, 7 18, 18 II, 2, 5
9, 1-.l: 11, 15, 10 18, 20 II, 2, 5
9, 6: II, 15, 10 18, 22 I, 13, 3; II, 2, 5
9, 11 II, 2, 1 19, 10 I, 21, 11; II, 2, 17
9, 16: II, 2, 10 19, 30 II, 3, 6
9, 18-20: I, 17, 21 19, 32-35: II, 3, 6
9, 30-31: I, 24, 13 21, 27: I, 24, 2
9, 33 I, 24, 15 22, 14-20: II, 3, 2
10, 18: II, 11, 9; 23, 1 22, 20: II, 15, 3
10, 19: II, 11, 9 22, 29-30: II, 16, 21
10, 19-21: II, 2, 13 22, 32: I, 7, 3; II, 12, 10;
10, 20: I, 16, 13 22, 7
10, 23: II, 15, 15 22, 33 II, 22, 5
10, 23-24: II, 15, 4 22, 39-54: II, 3, 2
11, 3 II, 14, 16 22, 43 II, 7, 10
11, 9 II, 14, 1 22, 57: II, 22, 5
11, 9-13: II, 14 22, 59-60: II, 22, 5
11, 10: II, 14, 6 22, 61 I, 21, 2
11, 12: II, 14, 18 23, 7-11: II, 23, 5
11, 13: II, 14, 19 23, 38: II, 23, 18
11, 20: II, 6, 4 23, 40-42: I, 22, 10
11, 24-26: I, 12, 15 23, 45 II, 1, 20
11, 27: I, 4, 23 23, 46 II, 9, 7
11, 28: I, 4, 23 23, 56 II, 7, 4
326 Indice bíblico

24, 1: II, 7, 4; 10, 2 1, 3: I, 8, 3.7; 19, 10;


24, 1-9: II, 10 23, 19
24, 1-10: II, 9, 1 1, 4: I, 8, 8
24, 2-3: II, 10, 6 1, 5: I, 8, 9
24 5-6: II, 10, 11 1, 7: I, 23, 3; II, 23, 23
24, 6-7: II, 10, 11 1, 7-8: I, 8, 11
24, 9: II, 10, 15 1, 8: II, 5, 10
24, 12: II, 9, 1 1, 8-9: I, 8, 12
24, 13: II, 9, 2 1, 9: I, 25, 15
24, 25: II, 15, 5 1, 10-11: I, 8, 14; II, 2, 17
24, 26: I, 17, 5 1, 12: I, 5, 13; 8, 16; 6,
24, 27: I, 14, 21; 24 13; 12, 13
24, 29-31: II, 9, 2 1, 13: I, 8, 18
24, 32: I, 14, 21 1, 14: I, 2, 5; 5, 9; 6, 23;
24, 33-34: II, 9, 2 7, 6; 8, 19.21-22;
24, 34: II, 8, 14 17, 20; II, 15, 19
24, 35: II, 9, 2 1, 15: I, 2 1
24, 36: II, 9, 3 1, 15-18: I, 2
24, 36-47: 11,9 1, 15: I, 5, 14
24, 37: II, 8, 5 1, 16: 1,2 4
24, 38-39: II, 9, 8 1, 17: I, 2, 15; 3, 10; 14,
24, 39: II, 9, 9 10
24, 41-43: II, 7, 6 1, 18: I, 2, 19; I, 2, 23
24, 44: II, 9, 17 ; II, 15, 1 1, 29-34: I, 15
24, 44-53: II, 15 1, 29: I, 15, 1; II, 3, 1; 7,
24, 44-47: I, 14, 24 20; 12, 5; 17, 20;
24, 45: I, 2, 16 19, 17.
24, 46-47: II, 15, 6 1, 30: I, 15, 4
24, 47: II, 9, 18 1, 31: I, 15, 5.7
24, 48-49: II, 15, 9 1, 32: I, 15, 8
24, 49: I, 3, 19; II, 15, 10 1, 33: I, 15, 10
25, 50: II, 15, 11 1,34: I, 15, 17
24, 51: II, 15, 14 1, 35: I, 16, 5
24, 51-53: II, 11, 4; 16, 19 1, 35-36: I, 16, 1
24 52-53: II, 15, 15 1, 35-41: I, 17, 3
24, 53: II, 13, 6 1, 35-42: I, 16; 21, 15:
1, 37: I, 16, 5
Juan 1, 38: I, 16, 6-7
1, 1: I, 7, 6; 8, 3.4.5; 9, 1, 39: I, 16, 8
20; 15, 4; 17, 20 1, 40-42: I, 16, 10
1, 1-14: I, 8 1,42: I, 16, 13
1, 2: I, 8, 5 1, 43: I, 17, 3
Indice bíblico 327

1, 43-51: I, 17 3, 15 II, 18, 19


1, 44 I, 17, 6 3, 16 I, 3, 28; II, 3, 5;
1, 45 I, 17, 7.10 18, 21
1, 46 I, 17, 10.12 3, 18 I, 13, 6; II, 11, 6
1, 47 I, 17, 13; 21, 14 3, 27 I, 21, 11
1, 48-49: I, 17, 16 3, 29 I, 1, 17
1, 49 I, 17, 24 3, 30 11, 20, 6; 23, 16
1, 50 I, 17, 19 3, 31 II, 23, 17
1, 51 I, 17, 20 3,34-35: 1,16,11
2, 1 -11: I, 14 4, 1-12: I, 15, 11
2, 4 I, 14, 7 4, 32 II, 4, 5
2, 6 I, 14, 9 4, 34 II, 4, 5
2, 7 I, 14, 22 5, 1-18: I, 23
2, 8 I, 14, 23 5, 5: I, 23, 6
2, 9-10: I, 14, 23 5, 8: I, 23, 7
2, 11 I, 14, 24 5, 10 I, 23, 9
2, 12: II, 1, 12 5, 14 I, 23, 12
2, 12-22: 11, 1 5, 17 I, 23, 18
2, 14-15: II, 1, 4 5, 18 I, 23, 21
2, 16: II, 1, 11 5, 19 II, 21, 12
2, 17: II, 1, 13 5, 29 II, 24, 28
2, 18 -19: II, 1, 14 5, 30 II, 22, 11
2, 19: II, 1, 23; 18, 10; 5, 35 I, 8, 13; II, 20, 3;
24, 27 23, 23
2, 20: II, 1, 15; 24, 21 5, 43 II, 3, 12
2, 21 II, 1, 14 5, 46: II, 20, 14
3, 1 16: II, 18 6, 1: II, 2, 3
3 ,2 II, 18, 2 6, 1- 14: II, 2
3 ,3 I, 7, 16; II, 18, 3 6, 5: II, 2, 8
3, 4 II, 18, 4 6, 13 II, 2, 15
3, 5 I, 11, 6; II, 8, 9; 6, 14 II, 2, 16
18, 5 6, 35 I, 16, 18
3, 5-6: I, 8, 18 6, 41 I, 6, 10
3 ,6 II, 18, 5 6, 51 II, 8, 15
3, 7-8: II, 18, 8 6, 66-69: I, 20, 17
3, 8 I, 15, 13.14; II, 16, 8, 1- 2: I, 25, 2
3 8, 1- 12: I, 25
3, 10 II, 18, 9 8, 2: I, 25, 4
3, 12 II, 18, 10 8, 6: I, 25, 6
3, 13 II, 18, 11 8, 7: I, 25, 7
3, 14 II, 18, 11 8, 8: I, 25, 9
3, 14-15: II, 18, 21 8, 9: I, 25, 9
328 Indice bíblico

8, 10 -11: I, 25, 12 12, 26 II, 18, 13


8, 11 I, 25, 12 13, 1: II, 5, 1
8, 12 I, 25, 14 13, 1-17: II, 5
8, 12 I, 8, 11; II, 15, 23 13, 2-4: II, 5, 4
8, 29 I, 24, 18 13,2-11: 1,1 ,2 1 :
8, 31 -32: II, 11, 10 13, 6: II, 5, 8
8, 34 I, 23, 10 13, 8: II, 5, 8
8, 44 II, 20, 16 13, 9: II, 5, 9
8, 47 I, 11, 16 13, 10 II, 5, 10
8, 51 II, 24, 14 13, 14 II, 5, 14
8, 56 I, 4, 33 13, 16 II, 5, 15
9, 2-3: I, 23, 15 13, 17 II, 5, 16
10, 9 II, 25, 33 13, 21 I, 9 ,8
10, 11: I, 7, 3 13, 23 II, 21, 5
10, 12-13: II, 22, 10 13, 25 I, 8, 1
10, 16: I, 22, 4 13, 25-26: I, 9, 8
10, 22: II, 24, 1 13, 33 II, 11, 2
10. 22-23: II, 24, 2 13, 36 II, 11, 2
10, 22-30: II, 24 14, 2: II, 24, 33
10, 24: II, 24, 5 14, 6: I, 2, 23; II, 18, 15;
10, 25-26: II, 24, 11 20, 16; 18; 23, 15
10, 27-28: I, 6, 18; II, 24, 13 14, 8: II, 9, 15
10, 28: II, 24, 14.16 14, 8-9: I, 23, 23
10, 29: II, 24, 16 14, 9: II, 17, 16
10, 30: I, 19, 10; II, 21, 14, 9-10: II, 16, 9
14; 24, 17 14, 12 II, 15, 27
11, 4 I, 23, 15 14, 13 II, 15, 25
11, 25-26: I, 18, 9 14, 15-16: II, 17, 2
11, 52: II, 6, 2 14, 15-21: II, 17
11, 55 - 12, 11: II, 4 14, 16-17: I, 15, 15; 19, 9; II,
11, 56: II, 4, 3 17, 7
11, 57: II, 4, 3 14, 17 I, 15, 15; II, 17, 8
12, 3 II, 4, 6.9 14, 18 II, 17, 10
12, 4-5: II, 4, 11 14, 19 II, 17, 10
12, 6 II, 4, 11 14, 20 II, 17, 13
12, 7 II, 4, 13 14, 21 I, 2, 26; 19, 2;
12, 8 II, 4, 14 25, 16; II, 17,
12, 9 II, 4, 15 21.32
12, 10-11: II, 4, 16 14, 23 I, 19, 9; II, 17, 13
12, 12: II, 3, 1 14, 26 I, 15, 13
12, 13: I, 3, 14; 4, 12 14, 27 II, 9, 4
12, 14-15: II, 3, 6 14, 28 I, 19, 10
Indice bíblico 329

15, 1 II, 15, 3 17, 3: I, 2, 19; 7, 9; II,


15, 5 I, 2, 12; 17, 23 11, 10
15, 9 I, 9, 6 17, 5: II, 17, 32; 24, 16
15, 13 II, 5, 3 19, 20 II, 23, 18
15, 16 I, 2, 11 19, 26-27: I, 9, 7; 14, 8
15, 26 -16,4: II, 16: 19, 34 I, 12, 20; II, 1, 21;
15, 26 I, 20, 11 4, 6; 5, 7; 15, 13
15, 26-27: II, 15, 9; 16, 1 19, 37: I, 24, 11; II, 9, 12;
15, 27 II, 16, 5 17, 16
16, 1 .: II, 16, 6 20, 5-7: II, 9, 1
16, 2 II, 16, 7 20, 11 -17: II, 8, 14
16, 3 II, 16, 9 20, 17: II, 9, 2
16, 4 II, 16, 9 20, 19-25: II, 8, 14
16, 5 II, 11, 2 20, 20: II, 7, 6; 9, 8; 13,
16, 5-15: II, 11 11
16, 6 II, 11, 3 20, 22: II, 11, 4
16, 7 I, 15, 13; II, 11, 20, 22-23: I, 20, 14; II, 15,
3-4 10
16, 8 II, 11, 5 20, 26-29: II, 8, 14
16, 9 II, 11, 6 20, 29: II, 15, 17
16, 10 II, 11, 7 20, 31 II, 4, 17
16, 11 II, 11, 9 21, 1-13: II, 8, 14
16, 12 -13: II, 11, 10 21, 15: II, 22, 2.3
16, 13 II, 11, 11.12 21, 15 -17: II, 22, 1
16, 14 II, 11, 13 21, 15 -19: II, 22
16, 15 I, 19, 8; II, 11, 14 21, 16: II, 22, 7
16, 16 II, 13, 2 21, 16 -17: I, 7 ,3
16, 16-22: II, 13 21, 17 I, 6, 18
16, 18 -19: II, 13, 5 21, 18 I, 9, 2.16; 22, 11
16, 20 I, 18, 5; II, 13, 5 21, 19 I, 9, 4.16; 22, 13
16, 21 II, 13, 8.9 21, 19-24: 1,9
16, 22 II, 13, 11 21, 20 I, 8, 1; 9, 5.8
16, 23 II, 12, 1 21, 21 I, 9, 10
16, 23-30: II, 12 21, 22 I, 9, 10.17.18
16, 24 II, 12, 4 21, 23 I, 9, 10
16, 25 II, 12, 7 21, 24 I, 9, 19
16, 26 II, 12, 8.10
16, 27 II, 12, 11 Hechos de los Apóstoles
16, 28 II, 12, 12 1, 3: II, 13, 3; 17, 10
16, 29 II, 12, 14 1, 3-4 II, 5, 13; II, 16,
16, 30 II, 12, 14 18; 21
16, 33 II, 14, 14; 16, 10 1, 4-5 II, 15, 9
330 Indice bíblico

1, 5: I, 1, 20; 15, 11; II, 10, 40-41: II, 16, 5


16, 19 10, 44-47: II, 19, 26
1, 11: II, 8, 14; 15, 14; 12, 1-2: II, 21, 15
27 13, 48: II, 3, 7
1, 14: II, 4, 3; 15, 16 14, 22: II, 11, 16; 13, 12
1, 21-22: II, 16, 5 15, 11: II, 3, 11; 15, 6
1, 25-26: I, 13, 4 20, 28: II, 18, 12
2, 1-11: I, 14, 24 26, 9 -10: II, 16, 7
2, 1-4: II, 17, 3; 17
2, 2: II, 17, 22 Romanos
2, 2-3: 11, 15, 10 1, 3: I, 14, 7
2, 2-4: II, 15, 13 1, 17: I, 11, 7; II, 11, 7;
2, 5-6: II, 17, 18 14, 16; 19, 30
2, 11: I, 24, 21 2, 6: I, 24, 2; II, 2, 17
2, 14-41: II, 17, 18 2, 13 II, 25, 14
2, 21: II, 25, 14 3, 22-24: II, 3, 6
2, 41: II, 17, 24 3, 23-24: I, 21, 1
2, 41-42: II, 16, 28 4, 25: II, 7, 1
2, 46-47: II, 16, 28 5, 2-3: II, 17, 30
3, 22: I, 24, 18; II, 20, 5, 2-3: II, 21, 7
11 5, 5: II, 17, 30
4, 3: II, 21, 17 5, 5: II, 22, 3; 15, 11;
4, 12: I, 11, 11 II, 11, 11; 18
4, 18-21: II, 15, 10 5, 12 I, 11, 6
4, 31: II, 11, 13 5, 14 I, 11, 6
4, 32: II, 16, 14 5, 20 I, 21, 1; II, 6, 2
5, 18: II, 21, 17 6, 4: I, 11, 19
5, 40-41: I, 9, 12; II, 21, 17 6, 5: II, 21, 9
5, 41: II, 13, 12 6, 12: II, 3, 10
7, 34: I, 21, 2 6, 23: I, 2, 14
7, 48: II, 1, 17 7, 7: I, 2, 16
7, 51: I, 11, 16 8, 3: I, 6, 7; 11, 4; II,
7, 60: II, 16, 8 18, 18
8, 18-21: II, 1, 11 8, 11 II, 9, 13; 16, 24
8, 21-23: I, 12, 11 8, 15 I, 12, 13: 11, 7, 23
9, 1-30: I, 22, 10 8, 18 II, 13, 9; 23, 24
9, 4-6: II, 8, 13 8, 25 II, 14, 15
9, 31: II, 17, 2 8, 28 II, 8, 11
10, 34-35: I, 4, 22 8, 29 I, 5, 13; 6, 13
10, 35-36: I, 8, 17 8, 32 II, 18, 22
10, 38: I, 16, 10; 17, 24; 8, 34 II, 5, 12; 14; 9, 11;
21, 13 10, 10; 17, 5
Indice bíblico 331

9, 5: I, 4, 9 10, 1-4: I, 16, 17


9, 6-8: I, 17, 15 10, 4: I, 11, 19; 12, 20;
10, 2: II, 16, 7 16, 15; 20, 12
10, 4: I, 23, 16; II, 19, 10, 6: II, 24, 24
15 10, 11 I, 2, 16:
10, 10: II, 6, 9 10, 12 II, 3, 17
10, 13: I, 4, 21; 21, 16 10, 31 II, 8, 17
11, 25-26: I, 10, 8; II, 8, 18 11, 10 II, 10, 9
11, 35-36: II, 12, 11 11, 22 II, 1, 7
12, 1: II, 21, 19; 23, 9 11, 23 II, 13, 2
12, 5: II, 1, 17 11, 32 II, 11, 18
12, 12: II, 13, 14 12,8-11: 1 ,2 ,7
12, 15: II, 12, 5 12, 11 I, 15, 14; 20, 11;
13, 10: II, 14, 16 II, 16, 3
13, 12: I, 6, 21; II, 20, 17 12, 27 II, 1, 17; 18, 13
13, 12-13: II, 1, 23; 10, 3 12, 31 I, 14, 5; II, 3, 5
14, 8: I, 10, 2 13, 1-3: II, 14, 12
14, 21: I, 12, 18 13, 3: I, 17, 1
13, 9: II, 6, 13; 11, 10;
1 Corintios 16, 16
1, 24: I, 14, 11; 19, 5; 13, 12 I, 9, 17; 24, 16; II,
20, 10; 23, 20 12, 8; 13, 15; 17,
1, 5: II, 21, 7 32
2, 9: I, 20, 3; II, 17, 28 14, 38: II, 24, 13
2, 10: I, 20, 3; II, 17, 28 15, 3: II, 7, 1
2, 14: I, 8, 9; 20, 11 15, 4-8: II, 8, 12
3, 11: I, 20, 12; II, 25, 15, 10 I, 2, 9
23 15, 15 II, 8, 14
3, 12: I, 20, 18 15, 20 II, 8, 4
3, 16: II, 1, 8 15, 22 I, 18, 9
3, 17: II, 1, 7 15, 28 II, 9, 16; 16, 14
4, 5: II, 22, 4; II, 25, 15, 33 I, 20, 13
10 15,41-42: 1,24,11
4, 7: I, 2, 8 15, 51 II, 9, 13
5, 7: II, 5, 3; 7, 18; 17, 15, 52 II, 17, 26
20 16, 13 II, 2, 12
6, 3: I, 13, 4
6, 15: II, 1, 17; 23, 9 2 Corintios
6, 19: I, 23, 11 1,3: I, 25, 14
6, 20: II, 20, 15 1, 7: I, 10, 14
8, 1: I, 14, 26; 19, 13 2, 14: II, 4, 8
9, 27: II, 2, 11; 21, 18 2, 15: II, 6, 7
332 Indice bíblico

3, 18: I, 17, 4; II, 8, 4; 6, 1: I, 25, 6


II, 16, 22 6, 2: I, 23, 7
3, 5: I, 2, 9
4, 14: II, 9, 13 Efesios
4, 18: II, 14, 14 1, 3-4: I, 17, 17
5, 1: I, 7, 5; 13, 11; 24, 1, 10: II, 3, 13
17; II, 25, 35 1, 13: II, 18, 22
6, 4-7: II, 16, 11 1, 22: II, 18, 13
6, 16: II, 24, 3 1, 22-23: II, 1, 17
7, 1: II, 14, 3 2, 2: I, 3, 4
7, 1: I, 9, 15; 11, 15; 2, 8-9: I, 17, 18
12, 14; 24, 12; 24, 2, 13: I, 8, 17
21; II, 4, 2 2, 14: I, 6 ,2
8, 9: I, 18, 4 2, 17-18: II, 9, 6
8, 21: II, 19, 9 2, 19-20: II, 25, 23
12, 2-4: II, 8, 13; 11, 10 3, 10: I, 23, 20
12, 7: I, 23, 15; II, 12, 1 4, 2-3: I, 23, 7
12, 8: II, 12, 1 4, 3: I, 15, 8
12, 9: I, 23, 15; II, 12, 2 4, 5: I, 23, 5
13, 21: II, 14, 21 4, 5-6: I, 1,2
4, 7: I, 2, 6; 16, 11
Gálatas 4, 22-24: I, 11, 15
1, 11-12: II, 8, 13 4, 28: I, 12, 18
2, 9: II, 25, 33 4, 30: II, 11, 16
3, 2: II, 6, 8 4, 32: II, 5, 15
3, 11: I, 8, 17; II, 11, 5, 2: II, 19, 3
7; 14, 16; II, 19, 5, 8: I, 8, 12; II, 18, 3
30 5, 8-9: II, 25, 7
3, 27: I, 1, 13; 24, 12 5, 9: I, 6, 21
3, 29: I, 4, 33; 11, 10 5, 14: I, 21, 6
4, 4: II, 20, 9 5, 19: II, 4, 3
4, 4-5: I, 11, 2; 18, 3 5, 23: II, 1, 17
4, 6: I, 20, 11 5, 29-30: II, 1, 17
4, 19: II, 13, 8 5, 21-32: I, 1, 17
4, 26: I, 10, 14; II, 3, 8 6, 13: II, 3, 16
5, 6: I, 2, 10; 8, 17; 17,
2; 25, 16; II, 4, 5; Filipenses
14, 22; 17, 16 1, 17: II, 1, 9
5, 14: II, 14, 16 1, 21: II, 17, 14
5, 19-23: II, 25, 6 1, 23: I, 2, 27; II, 17, 14
5, 22-23: I, 1, 22 1, 29: II, 23, 24
5, 24: I, 1, 13 2, 1: II, 1, 9
Indice bíblico 333

2, 6-8: II, 18, 22; II, 21, 1 6, 16: I, 2, 20


2, 8: II, 15, 12; II, 19, 11
2, 8-9: II, 8, 19 2 Timoteo
2, 8-11: II, 23, 18 2, 5: I, 3, 25
2, 12-13: I, 2, 9 2, 8: I, 3, 5
2, 19-21: II, 22, 10 2, 19: I, 17, 18
3, 20: I, 6, 27; 17, 23; 3, 12: II, 22, 14
24, 7; II, 11, 18; 4, 2: II, 24, 35
21, 2 4, 4: II, 6, 8
3, 21: I, 24, 11 4, 6: II, 22, 15
4, 13: I, 4, 26 4, 7: II, 22, 15

Colosenses Tito
1, 12: II, 1, 10 1,2: I, 24, 8
1, 13: I, 3, 14 1, 16: I, 18, 10
1, 17: I, 19, 10 2, 12: 11, 2, 12; 25, 19
1, 18: II, 1, 17; 4, 9 2, 13: I, 23, 8
1, 24: I, 1, 14; II, 1, 17;
5, 6; 18, 13 Hebreos
2, 3: I, 9, 9; II, 6, 13 1, 9: I, 5, 16
2, 9: I, 2, 6; II, 20, 4 1, 14: II, 10, 8
3, 1: II, 25, 29 2, 4: II, 19, 30
3, 1-2: II, 11, 17; 15, 30 2, 9: I, 19, 10
3, 12: II, 4, 3 4, 13: II, 22, 6
7, 1: II, 19, 3
1 Tesalonicenses 7, 17: I, 15, 3
4, 17: I, 24, 14 7, 19: II, 20, 9
5, 17: II, 22, 7 8, 13: II, 20, 8
9, 4: II, 25, 29
2 Tesalonicenses 9, 5: II, 25, 28
2, 4: II, 3, 12 9, 11: II, 1, 17
9, 28: II, 19, 17
1 Timoteo 10, 1: I, 2, 16
1, 5: I, 10, 2; 20, 18; 10, 38: II, 19, 30
II, 8, 4; 14, 14 11, 4: I, 14, 13
1, 15-16: I, 21, 4 11, 6: I, 11, 7; 17, 1;
2, 5: I, 2, 6; 6, 1; 8, 1; 12, 6: II, 23, 21
15, 13; II, 2, 17; 12, 22: I, 24, 16
3, 1; 4, 9; 8, 7; 9, 12, 24: I, 14, 13
20; 10, 14; 15, 29;
18, 13; 20, 14; 24, Santiago
16; 25, 15 1,2: II, 13, 11; 23, 21
334 Indice bíblico

1, 12 I, 20, 18 1 Juan
1, 14 II, 25, 18 1, 1: II, 9, 9
1, 17 I, 8, 5 1, 3: II, 16, 5
1, 26 II, 6, 8 1, 8: I, 12, 3
1, 27 I, 9, 15 1, 9-10: II, 14, 4
2, 17 I, 8, 17; 20, 13 2, 1: II, 12, 10
2, 20 I, 17, 1; II, 11, 18 2, 6: I, 21, 5; II, 2, 2;
2, 26 II, 8, 9 11, 16
3, 2: I, 12, 3; 21, 16; II, 2, 17 II, 1, 10; 11, 17
23, 22 2, 20 I, 12, 22;
4, 3: II, 14, 7; II, 14, 8 2, 23 II, 16, 9
4, 9: I, 12, 18 3, 2: II, 12, 8; 17, 31;
4, 17 I, 19, 13 18, 7
5, 12 II, 23, 10 3, 14 II, 4, 2
5, 15 -16: II, 12, 16 3, 16 II, 5, 14
5, 16 II, 5, 14; II, 14, 5 3, 18 II, 17, 15
5, 19-20: I, 9, 15 3, 20 I, 25, 10
4, 7: II, 22, 2
1 Pedro 4, 10 II, 3, 4
1, 8: I, 24, 16 5, 1: II, 16, 9
1, 8-9: II, 12, 6 5, 14 II, 14, 18
1, 18 -19: I, 15, 2 5, 16 II, 5, 14
1, 24 II, 2, 11
2, 4-5: I, 14, 10 Judas
2, 5: II, 24, 24 6: II, 11, 9
2, 8: II, 3, 17
2, 9: II, 20, 17 Apocalipsis
2, 13 -14: I, 6, 12 1, 5: I, 5, 13; 15, 2; II,
2, 21 I, 9, 16 5, 14; 18, 22
2, 22 I, 12, 3; II, 5, 15 1, 7: I, 24, 11
3, 6: I, 11, 10 1, 9: II, 21, 17
3, 18 II, 24, 28 2, 10 II, 8, 19
4, 11 II, 1, 11 3, 19 I, 23, 16
4, 12 -13: II, 11, 16 3, 20 I, 21, 9
5, 6: II, 3, 16; 23, 25 4, 6-7: I, 21, 18
5, 8: II, 7, 20 4, 9-10: I, 21, 20
5, 9: II, 11, 18 5, 6: II, 2, 7
5, 8: II, 10, 4; 22, 6
2 Pedro 5, 13: I, 10, 13
1, 5-7: I, 12, 18 6, 9-11: II, 12, 9
1, 17 I, 8, 21; 12, 2 7, 9: I, 10, 15
2, 21 I, 18, 9; II, 14, 2 7, 10: II, 3, 11
Indice bíblico 335

7, 14: I, 10, 16 21, 4: I, 10, 17


7, 15: I, 10, 17 21, 22: I , 24, 15
7, 17: I, 10, 17 21, 25: I , 10, 17
14, 1-3: I, 13, 11 22, 11: II 23, 7
14, 4: I, 13, 11 22, 17: II 6, 12
19, 1: II, 16, 13
ÍN D IC E DE N O M BR ES Y M ATERIAS

Aarón: I, 3, 24; II, 19, 5; 7; 25, Arrio: II, 24, 18 (2).


30. Asia: I, 9, 20; II, 13, 8.
Abel: I, 10, 3; 14, 13 (2). Augusto, véase: César.
Abías: II, 19, 8; 12.
Abigail: II, 23, 11. Babilonia: I, 14, 17 (2); II, 24, 21.
Abrahán: I, 2, 21; 4, 32 (4); 33 Bautismo: I, 1, 1 (5); 2; 3; 4 (2);
(4); 5, 1; 11, 9(2); 1 4 ,1 5 (3 ); 5 (2); 7; 9; 12; 19 (3); 20; 21;
18, 4; 22, 10; II, 1, 2 (2); 13, 3, 15; 11, 4; 5; 6; 11; 12, 5; 7;
13. 8; 9 (3); 12 (2); 13 (2); 14 (2);
Adán: I, 4, 12; 11, 6; 8; 12, 9 (3); 15 (3); 16 (2); 21 (2); 23; 14,
10; 14, 1 (2); II, 15, 22 (2). 14; 19; 15,2; 7; 10; 11; 15; 16,
África: II, 13, 8. 11; 18; 18, 7; 23, 5; II, 1, 7;
Agatón, papa: I, 13, 13. 21; 2, 9; 5, 10; 11; 13; 6, 7; 8
Ageo: II, 24, 21. (2); 9 (3); 8, 8; 14, 22; 15, 13;
Ajab: II, 23, 4. 17, 19; 24 (2); 18, 3; 19, 17;
Alejandría: II, 23, 20. 26; 20, 7.
Aminadab: I, 3, 24. Belén: I, 6, 8; 10 (3); 7, 1; 5 (2);
Amos: II, 15, 20. 13; 15; 10, 1; 5 (3); 17, 11.
Ana, profetisa: I, 14, 2; 18, 8. Benedicto, biscop: I, 13, 8; 10; 14.
Andrés: I, 16, 10; 13; 14 (4); 17, Benjamín: I, 10, 5 (2).
3; 6 (2); 21, 15. Betania: II, 4, 4 (2); 6; 15 (2); 8,
Antíoco: II, 24, 22; 23. 19 (2); 15, 11; 12 (2).
Anticristo: I, 10, 9 (2); 10; II, 3, Betsaida: I, 17, 6; 10.
12; 24, 6. Boanerges, véase: Zebedeo hijos
Antiguo Testamento I, 6, 19; 7, de.
1; 24, 19; II, 5, 2; 19, 21; 25, Britania: I, 13, 10.
2.
Apocalipsis: I, 5, 13; 9, 12; 15, 2; Cafarnaún: II, 1, 1; 12.
23, 16; II, 2, 7; 3, 12; 16, 14; Caín: I, 14, 13 (2).
22, 6 . Caná: I, 14, 5.
Apóstol, véase: Pablo. Cantar de los cantares I, 17, 10;
Arán: II, 1, 2. II, 4, 10; 25, 24.
Arabia: II, 23, 19. Cefas, véase: Pedro.
Aretas: II, 23, 6. Cerinto: I, 9, 19.
Arquelao: I, 10, 9; 10; II, 23, 5 César Augusto I, 6, 1; 6; 7; 12;
( 2 ). II, 23, 5 (2); 7.
338 Indice de nombres y materias

Cesárea de Filipo I, 20, 2. 18; 20; 23; 18, 13; 19, 6; 20,
Circuncisión: I, 11, 4; 5; 6; 7 (2); 1; 8 (2); 10 (2); 11; 12 (3); 13
9 (3); 13 (2); 14(2); 15(3); 16 (2) ; 16; 17; 21, 5; 22, 7; 23, 5;
(2) ; 19 (2); 14, 19 (2); 18, 7; 22 (3); II, 1, 9; 17; 2, 9; 3, 1;
II, 3, 5; 19, 26; 20, 13 (2). 10; 12 (2); 4, 1; 2 (2); 3 (2);
Ciro: II, 1, 15. 11; 5, 8; 6, 7 (2); 8; 7, 5; 7; 10;
Cleofás: II, 8, 14. 18; 8, 4; 10 (2); 9, 10; 13; 18;
Constantino, emperador: II, 10, 20; 11, 7; 8; 13 (6); 17; 12, 1;
18 ( 2). 13, 5; 10; 11; 12 (2); 15, 6; 7
Cordero I, 10, 12; 13 (2); 13, 11; (3) ; 13; 30; 16, 5; 11; 14; 17,
14, 1; 3; 16, 5; 17, 3 ; II, 3, 1; 5; 10; 13 (5); 15 (2); 16; 18;
3; 7, 20 (5); 23; 17, 20. 30; 32; 18, 12 (3); 13; 14; 19;
Cornelio: II, 19, 26. 19, 16; 18; 29 (2); 30 (2); 20,
Creador: I, 2, 8; 3, 14; 27; 4, 18; 3; 6 (2); 7 (4); 11; 14; 21, 6
26; 29; 31; 6, 4; 12; 18; 19; 24; (2) ; 9; 14; 16; 22, 8 (2); 9; 10
25; 28; 7, 8; 8, 7; 8 (2); 14; 23; (3); 11; 14 (2); 15 (2); 23, 15
11, 7; 13; 14; 12, 4; 13; 16, 10; (4), 16 (4); 23; 24 (2); 24, 5;
18, 13; 14; 19, 4; 12; 15; 20, 24, 14 (3); 17 (3); 18 (2); 25,
6; 21, 5; 22, 15; 23, 10; 11; 15; 4; 16; 18; 20; 29; 30; 32 Me­
16 (2); 17; 19; 24, 9; 16 (2); sías I, 16, 10 (2); II, 24, 6 (3);
21; 25, 1; 6; 17; II, 2, 8; 3, 16; 7 (2); 10; 11 (2); 16; 17.
4, 16; 5, 1 (5); 7, 6; 19; 8, 7;
9, 19; 10, 8; 11, 9; 11; 12, 3; Daniel: I, 14, 10.
13, 9; 13; 14, 3; 5; 10 (2); 15, David: I, 3, 5 (3); 14 (6); 24 (3);
17; 17, 31; 18, 21; 19, 27; 31; 5, 5; 6, 10 (2); 11; 21; 7, 5; 12;
20, 13; 21, 1; 22, 1; 6; 13; 23, 8, 22; 14, 7 (2); 16 (2); 16, 21;
24; 24, 29; 33; 34; 25, 5; 25; 17, 9; 11 (2); 22, 1; II, 19, 5
27. (2); 6; 8; 20, 11; 24, 5; 6 (2).
Cristo: I, 1, 1; 4; 5; 13; 17; 19 (2); Decápolis: II, 5, 2.
2, 9; 10; 15 (2); 16 (3); 3, 15; Demonio: I, 12, 15; 14, 16; 22, 9
22; 27; 28; 4, 22; 27; 32; 33; (2); 24, 2; II, 3, 2; 7; 5, 1; 11,
5, 6 (3); 8; 16 (2); 6, 7; 20 (2); 9; 12; 15, 10; 16, 6; 23, 1.
7, 3; 5; 7; 9; 12; 8, 3 (2); 4; 5; Diablo: I, 3, 2; 3 (2); 4, 28; 12,
6; 7; 10; 13; 17; 18; 20; 21; 22 13; 14, 17 (2); 17, 8; 22, 9; 13;
(3) ; 9, 5; 11 (2); 15; 19; 20; 10, II, 3, 8; 13; 5, 5; 7, 21; 10, 15;
1 (3); 2 (2); 4; 8 (2); 10; 13; 11, 6; 9 (2); 18, 6; 25, 18.
14; 11, 11 (4); 12, 10; 19; 20; Diógenes: I, 13, 2.
22 (2); 23; 13, 3 (2); 4; 5; 6 Domiciano, emperador: I, 9, 12;
(2); 7 (4); 8 (2);; 14, 4; 10; 11, 19 (2); 20; II, 21, 17.
13; 14; 16; 17 (3); 22; 25; 15,
9; 17; 16, 2; 10 (3); 11; 12; 15; Ebión: I, 9, 19.
16 (2); 17, 2; 7; 9; 11 (2); 16; Éfeso: I, 9, 20; II, 21, 16.
Indice de nombres y materias 339

Egipcio: I, 16, 17; II, 3, 2 (2); 7, 5, 17; 6, 4 (2); 13; 7, 24; 8, 12;
19 (2); 20; 17, 20 (2). 16; 19; 9, 13 (2); 10, 20; 11, 1
Egipto: I, 1, 7; 3, 7; 24; 5, 7; 6, (2) ; 3; 4; 5 (2); 6; 8; 9 (2); 10;
11; 8, 19 (2); 10, 6; 7 (2); 8; 11 (3); 12 (4); 13 (3); 14 (4);
15, 3; 21, 2. 16 (2); 17; 18; 19 (3); 12, 7 (3);
Eleazar: II, 19, 5; 7. 11 (4); 18; 13, 15; 14, 14; 20
Elena, madre de Constantino II, (3) ; 21 (8); 22 (2); 15, 9; 10
10, 18. (4) ; 13; 16 (2); 17; 21; 22 (3);
Elias: I, 10, 8; 9; 20, 11; 24, 13 23; 26; 27; 30; 16, 1 (2); 2 (3);
(3); 14; 16; 19; II, 15, 22; 24 3 (4); 4 (4); 5; 19 (3); 24; 25;
(5); 25; 26 (3); 27 (3); 28 (3); 26 (2); 28; 31; 17, 1 (3); 2; 3;
19, 28 (3); 29 (2); 20, 4; 23, 4; 4; 6; 8 (2); 9; 10; 15; 17; 18
25, 30. (2); 19 (2); 21 (2); 22; 23; 24
Elíseo: II, 15, 24 (4); 26 (3); 27; (2) ; 25 (2); 27 (2); 29 (2); 30;
28 (2). 31; 32 (2); 18, 7; 8 (3); 22 (2);
Emaús: II, 8, 14; 9, 2 (2). 19, 18; 25; 26 (2); 32; 20, 4
Emisa: II, 23, 20. (3) ; 13; 14 (3); 18; 21, 10; 19;
Emmanuel: I, 5, 9. 22, 3; 17; 23, 22; 23; 25; 24,
Enoc: I, 10, 8; 9; II, 15, 22 (2); 10; 35; 25, 36; Paráclito II,
23. 11, 5; 17, 2; 3; 4; 5; 6 (3); 24.
Epifanía: I, 6, 17. Esteban san I, 11, 16; II, 16, 8.
Espíritu Santo I, 1, 6; 15; 20 (5); Europa: II, 13, 8.
21 (3); 22 (2); 2, 6; 7 (2); 15; Ezequiel: I, 21, 18; 19.
16; 18; 23; 24; 27; 3, 18; 19
(3) ; 20 (3); 27; 29; 4, 7 (2); 8; Felipe, apóstol: I, 17, 2; 4; 6 (2);
10; 13; 14 (3); 15 (2); 16; 17 9 (3); 10 (2); 11; 16; 17; 25;
(2); 36; 5, 6; 16; 6, 28; 7, 12; 23, 23; II, 2, 8 (2); 9, 15.
17; 8, 5 (2); 18; 21; 24 (2); 9, Felipe, hermano: de Arquelao II,
20; 21; 22; 10, 14; 11, 8; 16; 23, 6 (2).
19; 12, 2; 4; 5; 7 (3); 8 (4); 9 Fenicia: II, 23, 20.
(2); 11 (2); 12 (3); 13 (2); 15; Filipenses, epístola: a los II, 22,
21 (2); 22 (2); 23 (2); 13, 15; 10.
14, 11 (2); 14; 17 (3); 24 (2); Finés: II, 19, 5.
26; 15, 2; 5 (2); 6 (2); 7; 8 (3); Focio: II, 24, 17.
9(2); 10(5); 11 (4); 12(3); 13 Fotino: I, 15, 17; II, 24, 17.
(4) ; 14 (2); 15 (5); 16; 17 (2);
16, 11; 12 (2); 22; 17, 8; 24; Gabriel: I, 3, 4 (2).
25; 18, 16; 19, 2; 9 (2); 16; 20, Galia: I, 13, 10.
9 (3); 10 (4); 11 (7); 18; 21, Galilea: I, 10, 9; 10 (2); 14, 5; 17,
20; 22, 15; 23, 24; 24, 20; 21; 3; 4; 5; 25 (3); II, 2, 3 (2); 4;
25, 11; 17; II, 1, 9 (4); 11; 23 5, 2 (2); 7, 16; 17 (2); 8, 2; 3
(2); 2, 7 (2); 17; 3, 17; 4, 17; (2); 4 (2); 14; 18.
340 Indice de nombres y materias

Gamaliel: I, 14, 23. (2) ; 17 (2); 23; 24; 25; 15, 9


Grecia: II, 24, 22. (3) ; 16, 13 (2); 16 (3); 20 (3);
17, 1; 23; 18, 5; 6; 7; 19, 4; 6;
Habacuc: I, 17, 8. 20, 1; 12; 13; 15 (2); 16 (2)
Hebrón: I, 10, 5. 17; 21, 17; 18 (4); 22, 6; 7; 8
Hechos de los Apóstoles I, 9, 12; (4) ; 24, 6 (2); 12 (2); II, 1, 5;
11, 16; II, 8, 13; 15, 9; 14; 16, 6; 7 (2); 9; 11; 12; 17 (2); 18;
18; 17, 2; 21, 17; 22, 14. 19; 20; 21; 22; 2, 9; 15; 3, 7;
Herodes: I, 6, 11; 12; 10, 6; 7 (2); 8; 4, 5; 6; 9; 10; 14; 5, 6 (2);
8(3); 9; 23, 14; II, 23, 4; 5 (3); 6, 7; 7, 9; 8, 8; 13; 16; 18 (2);
6; 7; 10; 11; 13 (2). 9, 12; 13, 5; 8 (2); 9; 10 (2);
Herodías: II, 23, 4; 5; 6; 13. 12; 15, 2; 3; 7; 12 (2); 13 (3);
Hijo: I, 2, 19; 23; 26; 29; 3, 1; 7; 23; 28 (2); 16, 11; 14 (2); 16
10; 12; 13 (2); 20 (2); 27; 4, 8; (2) ; 22; 24; 25; 29; 30; 17, 2;
10; 11; 24; 5, 1; 2 (2); 11; 12; 5; 13; 19; 23; 24; 25; 18, 6;
14 (3); 15; 6, 2; 9; 12; 13; 7, 12; 13; 19, 14; 18; 20; 31; 20,
12; 13; 8, 5 (3); 16; 18; 19; 11, 2; 5 (2); 7; 11; 15; 22, 16 (2);
2; 3; 8; 12, 3; 12 (2); 13 (2); 24, 24 (2); 26; 25, 2; 4 (2); 15;
14, 3; 4; 11; 15; 15, 13; 14 (2); 16 (2); 17; 18 (2); 20 (2); 21
15 (2); 17; 17, 2; 3; 16 (2); 20 (3) ; 23 (2); 24 (2); 25 (2); 26;
(3); 21 (3); 18, 3; 10; 19,9(2); 27; 28; 31.
13; 20, 3; 7 (2); 8; 9; 10 (2); Isabel: I, 3, 24 (2); 4, 6; 7; 14; 15;
11 (4); 23, 19 (2); 20; 21; 24, 16; 17; II, 19, 26; 20, 11.
3; 18 (4); 19 (2); 21; II, 1, 3; Isaac: II, 19, 11.
12 (2); 6, 10; 9, 11; 10, 11; 11, Isaías: I, 2, 21; 4, 11; 5, 5; 6, 9; 7,
6; 7; 11 (2); 14 (4); 12, 11 (6); 14; 11, 11; 21, 6; 24, 12; II, 1,
14; 15, 3; 8; 16, 2 (3); 3 (5); 10; 21; 3, 3; 10, 19; 14, 7; 21;
8; 9 (5); 17, 8; 15 (4); 16; 18, 15, 7; 19; 16, 4; 18, 3; 24, 24.
11 (2); 12 (2); 20 (2 ); 21 (2); Israel: I, 4, 30 (2); 7, 13; 10, 7; 8
22 (4); 20, 3; 21, 11; 12 (3); (2); 13, 4 (2); 14, 7 (2); 17, 2;
14 (2); 24, 10; 11; 12; 16 (2); 13; 15 (2); 16 (2); 22; 24 (2);
18 (3). 18, 11; 22, 5; 10; II, 3, 2; 8; 5,
Hijo del Hombre I, 17, 20 (2); 21 2 (2); 8, 18; 17, 20; 18, 16; 19,
(2); 20, 3; 7; 24, 3; 18; II, 18, 27; 20, 4; 24, 21; 25; 25, 4; 33.
11; 12; 20. Italia: I, 13, 10.
Itamar: II, 19, 7.
Iglesia: I, 1, 14; 17; 2, 27; 3, 14;
15; 4, 35; 6, 6 (2); 7, 10; 15; Jacob: I, 2, 2; 21; 3, 15; 6, 4; 8,
9, 11; 12; 14; 19; 10, 1; 3; 4 19; 17, 8; 13; 22; 23 (2); II, 1,
(2); 7 (3); 8; 9; 10; 11 (2); 11, 2 (2); 19, 11.
11; 12, 9; 17; 19; 23; 13, 8; 10 Jeremías: I, 10, 3; 20, 11; II, 11,
(2); 14, 4 (5); 5; 13; 14; 16 14; 25, 9.
Indice de nombres y materias 341

Jerusalén: I, 1, 8; 3, 14; 6, 24; 7, Jezabel: II, 23, 4.


15; 10, 11; 11, 13; 14, 17; 18, Jordán: I, 1, 9; 10; 12, 4; 22; 20,
6; 7; 19, 4; 22, 7; 24, 14; II, 1, 2; II, 2, 3; 15, 24 (2); 25 (3);
3; 3; 6; 3, 4 (2); 5; 8; 4, 1; 4 26 (2); 28.
(3) , 8, 14; 9, 2; 10, 16; 15, 7; José, patriarca: I, 2, 2; II, 19, 11.
8 (2); 16; 16, 13; 14; 19; 23, José, san: I, 3, 5; 5, 1; 4 (2); 5 (2);
19; 20 (2); 24, 19; 21; 22. 6; 7; 10; 11; 6, 13; 10, 7 (2);
Jesé: I, 6, 10; II, 10, 19 (2). 9; 17, 9 (3); II, 1, 1 (2).
Jesucristo: I, 2, 6; 18; 19; 3, 10; Josué: I, 1, 18.
13; 15; 29; 4, 36; 5, 1; 16; 6, Joyada: I, 3, 24 (2).
1; 28; 7, 17; 8, 1; 11; 9, 21; Juan Bautista I, 1, 1; 3 (3); 4;
22; 11, 19; 12, 23; 14, 17; 15, 5; 6; 8; 9; 12; 13 (2); 15; 17
13; 16, 22; 17, 25; 18, 16; 23, (2); 19 (2); 2, 3; 22; 4, 7; 5,
3; 23; 24; 24, 16 (2); 25, 16; 14; 8, 13 (2); 11, 8; 12, 2; 5
II, 1, 9; 3, 1; 17; 5, 17; 6, 13; (2); 15, 1; 4 (2); 5; 6; 7; 13; 17
8, 13; 9, 11; 20; 10, 20; 11, 6; (2); 16, 2 (2); 3; 4; 5; 6; 11;
19; 12, 10; 13, 15; 14, 22; 15, 14; 17, 3; 20, 11; 21, 11; 19;
30; 16, 31; 17, 6; 20, 14; 18; II, 19, 1 (2); 2; 9; 10; 16; 17;
22, 17; 23, 25; 24, 16; 35; 25, 23 (2); 24 (2); 26; 27; 28 (4);
36. 29 (2); 31; 20, 2; 5; 6 (3); 7
Jesús: I, 1, 3; 3, 8; 12; 14; 4, 19; (2); 8 (2); 10 (3); 11 (2); 12;
5, 6; 15 (2); 6, 18; 21; 7, 13; 13 (2); 23, 1; 4; 5; 7 (2); 8; 13;
8, 1; 22; 9, 5; 6 (2); 9; 18; 10, 15 (2); 16 (2); 17; 19; 20; 22;
7 (2); 8; 11, 9; 12; 12, 5; 13, 25; 24, 20 Precursor I, 1, 3;
3; 14, 7; 26; 15, 1; 11; 15; 16, 2, 1; 4; 5; 23; 4, 6; 7; 14; 15;
1; 3; 4; 5 (3); 6; 7; 8; 9; 13; 14; 16; 12, 1; 14, 1; 16, 1; 2; 5; 21,
17, 2 (3); 3; 5; 7; 8 (2); 24; 25; 15; II, 14, 5; 19, 15; 23; 26;
18, 7; 11; 19, 16; 20, 2; 9; 14 28; 20, 1; 3; 8; 9; 18; 23, 15;
(2); 2 1 ,1 ; 7; 10; 12; 22, 7; 23, 16; 19.
11; 15; 17; 24, 14; 25, 1; 2; 3; Juan, abad: I, 13, 10.
4; 6; 14; 17; II, 2, 4; 5; 7 (2); Juan, apóstol: I, 5, 13; 6, 13; 8, 1
16; 17; 3, 13; 14; 4, 3; 6; 15 (2); 3 (6); 4; 5 (2); 9, 1; 2; 6;
(4) ; 5, 4; 7, 13; 14; 8, 4; 9, 4 8; 9; 10 (2); 13; 14; 16 (2); 17;
(2); 10, 7; 11, 2; 5; 12, 4; 8 (2); 19; 20; 10, 15; 12, 5; 13; 22;
15, 10 (2); 26; 16, 7; 18; 17, 6; 15, 2; 11; 21, 18; 23, 19; 24,
18, 1 (2); 2; 3; 19, 17; 30; 20, 15; II, 2, 7; 3, 1; 4; 5, 1; 6, 2;
3; 5; 17; 21, 7; 24, 6; 18; 21 12; 9, 8; 9; 10, 4; 12; 12, 8; 9;
Verbo encamado I, 7, 5; 6; 8, 10; 14, 18; 15, 9; 10; 13; 16,
1; 4; 6; 22; 24; 9, 21; 14, 11; 9; 13; 17, 15; 31; 18, 7; 22; 21,
18, 13; II, 2, 12; 11, 7. 5; 15; 16; 17; 22; 2; 6; 7.
Jesús, sumo: sacerdote del AT I, Juan, padre: del apóstol Pedro I,
14, 17 (2); II, 1, 15 24, 19. 16, 14 (2); 15; II, 22, 2 (4); 3.
342 Indice de nombres y materias

Judá: I, 3, 24 (2); 10, 5 (2). Madre: de Dios, véase María.


Judas: I, 13, 4 (2); II, 4, 11 (2); Mambre, valle: de I, 2, 21.
12 (2); 4; 13; 14; 5, 5; 16, 5; Manasés: I, 2, 3.
23, 13. Maniqueos: I, 15, 17.
Judas: Tadeo, apóstol II, 11, 9. Maqueronte, castillo: II, 23, 19.
Judas: Macabeo II, 24, 19; 23. Mar: Rojo I, 1, 7; 16, 17; 18.
Judea: I, 1, 8; 10, 1; 7; 8; 9 (2); Marción: I, 9, 19; 14, 1.
14, 4; 17, 3; 18, 12; 20, 2; 22, María: I, 3, 5; 7; 9; 24; 27; 4, 7;
6; II, 5, 1; 8, 18 (4); 20, 7; 13; 15; 16 (4); 17; 23; 29; 32; 35;
24, 23; 25, 5. 36; 5, 1; 5 (2); 11; 14; 6, 10;
Júpiter: II, 24, 22. 7, 12; 15; 8, 22; 9, 19; 14, 2;
7; 18,3; 10; II, 1, 1 (2); Madre
Labán: II, 1, 2 (2). de Dios I, 3, 8; 19; 25; 28; 4,
Lázaro: II, 4, 4 (3); 5 (3); 6 (2); 2; 19; 24; 34; 5, 6; 7; 10; 6, 13;
16 (2). 8, 22; 18, 3; II, 1, 2; 19, 26
Ley: I, 1, 17; 2, 15 (4); 16 (3); 17 Virgen I, 3, 1; 2; 6; 7; 8; 9; 10;
(3); 18; 29; 3, 5; 7; 4, 27; 5, 8 13 (2); 18 (2); 20 (2); 21; 22;
(2); 16; 6, 7; 16; 7, 2; 8, 15; 11, 23; 4, 4 6; 7; 8; 10; 24; 35; 5,
3 (5); 4; 5 (2); 6 (2); 8; 14, 5 2 (3); 4; 5 (2); 15; 6, 2; 10; 21;
(2); 6; 12 (3); 13; 18 (2); 23 (3); 7, 13; 8, 7; 22 (2); 9, 6 (2); 7
15, 3; 16, 9 (3); 12; 18, 1; 18, (2); 9, 21; 11, 8; 12, 5; 6; 14,
2; 3 (4); 4 (2); 21, 13; 14; 22, 2; 8 (2); 17, 9 (2); 18, 3 (2);
14; 23, 1 (2); 2; 3 (2); 4 (3); 5; 19, 14; II, 1, 1; 17; 7, 10; 16,
6; 7; 9 (2); 17 (3); 18 (2); 20; 3; 24, 27.
24, 13; 18; 19 (2); 25, 1; 2; 3; María, hermana: de Lázaro II, 4,
5; 8 (2); 11 (2); 14; II, 1, 8; 2, 6; 7; 8; 10; 13 (2).
10; 15; 3, 6 (2); 9; 5, 3; 7, 21; María Magdalena II, 8, 14 (2); 9,
10, 6 (2); 16, 7 (2); 8 (2); 15; 2.
17, 17; 20; 21; 22; 23 (3); 24; Marta: II, 4, 5; 6.
25 (3); 26; 27 (2); 18, 15 (2); Mateo: I, 1, 19; 5, 1; 3 (2); 8; 8,
19, 2; 4 (2); 5; 15; 16; 26; 30 1; 9, 20; 21, 1 (2); 2 (2); 3 (2);
(2); 31; 20, 8; 9 (4); 11 (2); 12; 4; 8 (3); 10 (2); 17 (2); 18 (2);
13; 14; 24, 20; 22; 25, 30. II, 3, 6; 4, 7; 7, 4; 10, 6.
Leví: I, 13, 4; 21, 3 (2). Matías: I, 13, 4 (2).
Lía: I, 10, 5. Mediador: I, 2, 6 ; 3, 13; 25 ; 6,
Líbano: I, 20, 2; II, 2, 6. 1; 2; 24 ; 8, 1 ; 14, 13 ; 17,
Lot: II, 1, 2 (2). 21 ; II, 2, 17 ; 3, 1 ; 4, 9 ; 8,
Lucas, evangelista: I, 5, 3 ; 8, 1 ; 7 ; 9, 15; 20 ; 15, 29 (2) ; 20,
9, 20 ; 12, 15 ; 20, 2 ; 21, 3; 14 ; 24, 16.
8; 10; 15; 18; 24, 13; II, 2, 13; Melquisedec: I, 15, 3 ; II, 19, 3
4, 7; 7, 4; 8, 5; 11, 4; 13, 6; ( 2 ).
16, 28; 21, 15; 22, 14. Mesías, véase: Cristo.
Indice de nombres y materias 343

Misa: I, 9, 13; 11, 1; II, 10, 8; 9 ; 12; 3, 5; 6; 5, 3; 15; 6, 7; 8; 7,


16, 25. 1; 8, 4; 12; 17; 18; 19; 9, 6; 13;
Moisés: I, 1, 18; 2, 15; 16; 17 (2); 16; 10, 8; 9; 10; 11, 10; 18; 12,
20; 22; 14, 21; 16, 9; 17 (2); I (2); 2; 8; 11; 12; 14; 15; 14,
17, 7; 21, 2; 23, 1; 4; 24, 13 4; 8; 12; 14;15; 16, 3; 7; 11;
(3); 14; 16; 18; 19; 25, 5; 8; II, 14; 24; 26; 17, 5; 14; 26; 28;
1,8; 10; 9, 17; 15, 2; 4; 17, 22; 30 (2); 18, 3; 12; 13; 19, 9; 17;
18, 16 (2); 19, 5; 14; 20, 11; 20, 15; 21, 7; 9; 19; 22, 3; 4;
25, 2; 30. 7; 10; 23, 9; 18; 24; 24, 3; 13;
Muerto, mar: II, 15, 25. 24; 32; 25, 6; 7; 10 (2); 22; 33;
Saulo I, 4, 27; 14, 23-Padre: I,
Naasón: I, 3, 24. I, 22; 2, 19; 23 (2); 25 (4) 27;
Nabal: II, 23, 11. 29; 3, 12; 13; 29; 4, 10; 5, 9; 14
Nabucodonosor: I, 14, 17 (2). (2) ; 16 (3); 6, 14; 28; 7, 5 (2);
Natanael: I, 17, 2 (2); 9; 10; 11; 6; 7; 9; 13; 15; 17; 8, 1; 3; 4; 5
14; 16; 17; 18 (3); 21; 22; 24 (3) ; 6; 7 (3); 16 (2); 21; 22; 24
(2); 25; 21, 14. (2); 9, 20; 21 (2); 22; 11,2; 19;
Nazaret: I, 6, 8; 9; 10; 7, 12; 10, 12, 2; 8; 12 (2); 13 (3); 15; 23;
9; 10 (2); 17, 10; 11 (2); 19, 13, 15; 14, 7; 8; 11; 15; 26; 15,
10. 3; 4; 13; 14; 17 (3); 16, 3; 4; 8;
Nerón, emperador: I, 9, 19. 17, 8; 23; 24; 25; 18, 7; 16; 19,
Nerva, emperador: I, 9, 20. 1; 8; 9 (2); 10 (3); 11; 17; 20,
Nicodemo: I, 14, 23; II, 18, 3; 5; II (6); 18; 21, 20; 22, 15; 23,
9; 15; 20. 3; 18 (3); 19 (2); 20 (2); 21 (2);
Noé: I, 12, 21; 23; 14, 14 (2). 22; 23; 24 (2); 24, 2; 3 (3) 18
Nuevo Testamento I, 17, 8; 21, (2); 19 (3); 20; 21 (2); 25, 17;
17; 24, 3; II, 16, 7; 17, 24; 19, II, 1, 12 (2); 13; 20; 23; 2, 13;
3; 4; 8; 20; 21; 20, 8. 17; 3, 13 (3); 17 (2); 4, 17; 5,
Números, libro: de los II, 18, 16. 2; 3 (2); 4; 5; 7; 14; 17; 6, 8;
12; 13; 7, 21; 24; 8, 6 (3); 19;
Pablo: I, 2, 14 ; 5, 13 ; 8, 12 ; 13, 9, 7; 11; 13; 10, 10; 20; 11, 3;
4 ; 14, 23 ; 17, 17 ; 21, 4 ; II, 8; 11 (4); 13; 14 (8); 15 (3); 19;
3, 14 ; 4, 8 ; 12, 1 ; 22, 3; 10; 12, 1; 2; 3; 4 (2); 6; 8 (2); 10
14 (2); 15; 25, 33; Apóstol I, (5) ; 11 (5); 12 (6); 18; 13, 3; 15;
2; 2, 6; 8; 9; 14; 16; 20; 3, 5; 14, 10; 11; 20; 22 (2); 15, 9; 12;
14; 4, 9; 26; 33; 6, 13; 21; 27; 20; 28; 30; 16, 2 (6); 3 (7); 8;
8, 12; 10, 14; 11,2; 10; 15; 12, 9 (5); 31; 17, 5 (4); 6; 13; 15
13; 18; 13, 4; 14, 7; 23; 15, 14; (2); 16; 24; 32 (2); 18, 22 (3);
16, 11; 15; 17; 17, 4; 15; 18; 20, 4 (2); 18; 21, 5; 11; 12 (3);
20, 3 (2); 11 (3); 12; 21, 1; 23, 13; 14; 19; 22, 17; 23, 23; 25;
5; 11; 15; 24, 11 (2); 12; 17; 24, 7; 10; 12; 16 (4); 17 (2); 18
25, 6; II, 1, 7 (2); 8; 9; 23; 2, (6) ; 35; 25, 36.
344 Indice de nombres y materias

Paráclito, véase: Espíritu Santo. 16, 6; 19, 6; 24, 2 (2); 13; 19;
Paros, mármol: de II, 25, 24. 20; 21; 24; 25 (2); 28 (2); 25,
Patmos, isla de I, 9, 12; II, 21, 17. 2; 5; 21.
Pedro apóstol I, 4, 22; 6, 18; 9, 2 Salvador: I, 1, 13; 22; 2, 14; 3, 7;
(2); 3; 5 (3); 8; 10; 14; 16 (4); 12; 4, 13; 18; 32; 5, 1; 6; 9; 12;
11, 10; 12, 18; 13, 1; 3; 14, 10; 15 (2); 16; 6, 8; 22; 26; 27; 28;
15, 2; 16, 10; 13 (2); 15 (7); 7, 1; 4; 8; 8, 3; 9, 8; 9; 13; 11,
16 (3) Cefas I, 16, 15 Príncipe 12; 12, 1; 14; 13, 7; 13; 14, 1;
de los Apóstoles I, 6, 12; II, 3; 5; 12; 13; 15, 1; 6; 16, 12;
25, 16 Simón I, 16, 10; 14 (2); 15; 17, 8; 10; 18, 1; 3; 7; 19,
15; 16; 20, 12; 18. 1; 7; 11; 15; 20, 6; 12; 21, 11;
Pilato: II, 23, 5. 22, 1; 6 (2); 8; 23, 6; 8 (2); 13;
Platón: I, 13, 2. 23; 24, 9; II, 1, 1; 12; 13; 2, 1;
Precursor, véase: Juan Bautista. 4, 1; 5, 6; 16; 6, 3; 7, 1; 16;
Príncipe de los Apóstoles, véase 18; 9, 4; 5; 10, 12; 12, 1 (3); 4
Pedro apóstol. (3); 9; 18; 13, 1; 14, 10; 15, 4;
Proverbios, libro: de los I, 8, 4; 14; 26; 16, 7; 18; 17, 8; 26; 18,
II, 1, 10; 14, 7. 20; 19, 15; 22; 29; 20, 3; 21,
11; 18;.
Raquel: I, 10, 4 (2); 5 (4); 11; 14. Samaria: II, 23, 19; 20.
Rebeca: II, 1, 2. Samuel: I, 16, 13; II, 19, 11.
Redentor: I, 2, 1; 3, 13; 14; 18; Sansón: II, 19, 11.
20; 21; 22; 4, 16; 28; 31; 33; Santiago apóstol I, 8, 5; II, 5, 14;
6, 1; 2; 9; 12; 14; 19; 8, 16; 23 12, 17; 14, 5; 7; 20, 15(2); 17;
(2); 9, 3; 13, 15; 16, 5; 18; 19; 23, 10.
21; 17, 1; 15; 23; 18, 8; 19, 1; Sara: I, 11, 10.
21, 19; 23, 8; 24, 1; 14; 25, 2; Satanás: II, 3, 14; 12, 1.
II, 3, 17; 4, 2; 6; 5, 11; 7, 9; Saúl: I, 14, 16 (3).
21; 8, 1; 9, 1; 5; 10, 1; 7; 8; Saulo, véase: Pablo.
10; 12; 11, 1; 15, 11; 12, 21; Señor: I, 1, 1; 3; 7; 12 (2); 13; 14
28; 29; 16, 15; 25; 17, 21; 25; (2); 18; 20; 21; 22; 2, 3; 4; 6;
18, 17; 18; 21; 19, 1; 3 (2); 11; 12; 21; 23 (2); 3, 5; 6; 7; 8; 10;
23; 28; 20, 12; 14; 21, 1; 7; 19; 12; 13; 14(2); 19; 21 (2); 23 (2);
22, 17; 23, 5; 16; 23; 24; 24, 24; 29; 4, 6; 7 (2); 8; 10; 11; 13
1; 29; 25, 5; 20; 33 (3). (2); 14; 15; 16 (2); 17; 18; 19;
Rojo, mar: I, 1, 7; 16, 17; 18. 20; 25; 27; 28; 30; 32 (2); 34;
Roma: I, 13, 8; 10 (2); 14. 35 (2); 36 (3); 5, 1; 5 (2); 10;
11 (3); 12; 13 (2); 16; 6, 1; 3; 6
Sabaste: II, 23, 20. (2); 10; 11; 13; 17 (2); 18 (3);
Sabelio: II, 24, 18 (2). 21; 23 (3); 24 (2); 26; 28; 7, 1
Salomón: II, 1, 10; 15; 3, 16; 11, (2); 6; 7; 14; 15; 16; 17; 8, 1 (2);
2; 14; 12, 17; 14, 7; 19; 15, 29; 2 (2); 11; 12; 18; 9, 1; 2; 3; 4;
Indice de nombres y materias 345

5; 8; 9; 10 (2); 11 (3); 12; 13; 4; 5 (2); 6 (2); 8; 11 (2); 12; 13;


14; 16; 17 (2); 19; 20; 21; 22; 7, 1; 2; 4 (2); 5; 6 (2); 8 (2); 9
10, 3; 6 (2); 7 (3); 10; 11; 12; (2); 10 (2); 11 (2); 15; 18; 19 (2);
11, 1 (2); 6; 8 (2); 13 (2); 14; 21 (3); 23; 24; 8, 2; 4; 5 (2); 6
16; 18; 19 (2); 12, 1 (2); 2 (3); (2); 8; 13 (2); 15; 9, 1; 2 (2); 3;
4; 7; 8 (2); 9; 12; 13; 15; 17; 18; 7 (2); 8 (2); 11; 12; 13; 14 (2);
20 (2); 21; 22; 23; 13, 1 (2); 2; 15; 16; 17; 10, 1; 2; 3 (3); 4 (3);
5 (3); 6 (4); 7; 10; 13; 14, 1; 5 5 (3); 6 (3); 7 (3); 9; 12; 16 (2);
(2); 6 (2); 9; 12; 13; 18; 19 (2); 17 (2); 18 (2); 19 (2); 20; 11, 1
20; 24; 26; 15, 1; 4; 5; 7; 8; 9; (2); 3; 6 (3); 7; 8; 9; 12; 15; 18;
10; 11; 16; 16, 1; 2; 3; 8 (3); 9 19 (2); 12, 1; 3; 4 (3); 5; 9; 10;
(2); 10 (3); 12; 13; 14 (6); 17 13; 14; 15; 18; 13, 1 (3); 4; 5
(2); 22; 17, 3 (3); 4 (2); 6 (2); (2); 6 (2); 11 (2); 13; 14; 15; 14,
10; 12; 13; 14; 16 (2); 17 (2); 1 (2); 3; 6 (4); 7 (4); 9 (2) ; 10;
18; 21 (3); 22; 23 (2); 24 (2); 13 (2); 16; 17(2); 18; 19 (2); 20
25; 18, 1 (3); 2 (2); 3; 4 (4); 5 (2); 21; 22; 15, 1; 3; 4; 5; 10 (2);
(2) ; 6; 7 (2); 8; 9 (2) 10(2); 11; 12; 13; 14; 15 (2); 17 (3); 19;
12 (2); 14 (2); 15; 16; 19, 1; 4 22 (3); 24 (2); 25; 26 (2); 27;
(3) ; 7; 9; 11; 12; 13; 14; 15 (4); 28; 29; 30; 16, 1; 2; 3; 4; 5; 6;
20, 1; 2; 3; 6 (6); 7; 8 (2); 9 (2) 8; 9; 11; 12; 13 (2); 16; 17; 18;
10; 12 (2); 13; 15; 17; 21, 1; 3; 20; 21 (2); 24; 27 (2); 30; 31 (2);
5; 6 (2); 8 (2); 9 (3); 10; 12 (2); 17, 1; 3; 6 (2); 8; 10; 14; 17; 20;
13; 14 (2); 15 (2); 17 (2); 22, 1; 21; 24 (4); 26; 27; 28 (2); 31;
2 (2); 3 (2); 4 (2); 5 (3); 6 (3); 18, 1; 2; 4; 5; 9; 10; 13; 15 (2);
7 (3); 8 (2); 9; 10 (2); 11; 14; 16(3); 17; 18; 19; 20; 22; 19, 1
2 3 ,2 (2 ); 3; 4; 6; 7; 10 (2); 11; (2); 5; 6; 8; 15 (2); 18; 22; 24
12; 13; 14; 17(2); 22 (2); 23 (2); (2); 26; 27; 28 (3); 29; 30; 31
24; 24, 1; 4 (3); 9 (3); 10; 11 (2); 20, 1; 2 (2); 3 (2); 4; 5 (2);
(3); 12 (3); 13 (3); 15; 16 (2); 6 (4); 7 (2); 8; 9 (3); 10(2); 11
17; 19; 20 (2); 21; (3); 25, 2; 4 (2); 13 (2); 15; 16; 17; 18; 21,
(2); 6; 7 (2); 9 (2); 11 (2); 12; 1; 2 (2); 3; 4 (3); 5 (3); 8 (3);
17; II, 1, 1 (2); 2; 3 (2); 4 (2); 10 (4); 12; 14; 15; 16; 17 (4);
5; 6; 8; 9 (3); 10; 12 (2); 13; 14; 18; 19; 22, 1 (2); 2 (2); 3 (2); 4;
15; 16 (2); 17; 19; 20 (2); 21 (3); 5 (3); 6 (2); 7 (2); 8; 9; 10; 11;
22; 23; 2, 1 (2); 2; 4; 5; 6 (3); 12; 14; 15; 17; 23, 1; 4; 5 (2);
8; 9 (2); 10 (2); 12; 16 (2); 3, 3 9; 10; 15 (2); 16 (3); 17; 19; 25;
(2) ; 4 (2) 5; 6 (2); 7 (4); 10 (3); 24,3(2); 4; 5; 6; 16; 18; 19 (2);
11 (2); 12 (2); 13 (2); 14; 15 (2) 20; 22 (2); 25; 26; 27 (2); 28 (2);
17; 4, 2 (2); 4; 5 (3); 6 (3); 7 29 (2); 31 (2); 32; 33; 34; 35;
(3) ; 8; 9 (3); 11; 12 (2); 13 (2); 25, 2; 4; 5; 12; 13; 14 (5); 18
14; 16; 5, 1; 2 (2); 5 (2); 6; 7; (2); 19; 21 (2); 24; 25; 28; 30;
9; 13; 14; 15; 17; 6, 1 (2); 2; 3; 31 (2); 35; 36;.
346 Indice de nombres y materias

Sidón: I, 22, 7. 10; II, 11, 14; 17, 10; 18, 4;


Simeón: I, 17, 8; 18, 8; 9; 12. 25, 25; 27 (2).
Simón, véase: Pedro.
Simón el mago I, 12, 11; II, 1, 11. Unigénito: I, 4, 10; 36; 8, 16; 21;
Sión: I, 2, 29; 11, 4; 20, 17; II, 3, 11, 2; 12, 13; II, 5, 10; 13; 15,
8. 3; 18, 21; 24, 10; 16.
Sinagoga: I, 1, 18 (3); 18, 8; II, 3,
9 (2 ). Verbo encarnado, véase Jesús.
Virgen, véase: María.
Tatiano: I, 14, 1. Vitaliano, papa: I, 13, 10.
Teodoro, arzobispo de Canter-
bury I, 13, 9. Zacarías, padre de san Juan Bau­
Tiberíades, mar de II, 2, 3; 8, 14. tista I, 4, 6; II, 1, 18.
Timoteo: I, 3, 5; II, 22, 15. Zacarías, profeta: I, 3, 24; 14, 10;
Tiro: I, 22, 7; II, 25, 5. 17, 8.
Tobías: II, 16, 13. Zebedeo, hijos de II, 21, 2; 9; 14;
Tomás, apóstol: II, 8, 14 (2); 15, 17. 15 Boanerges II, 21, 5.
Trinidad Santísima I, 2, 23; 26; 8, Zorobabel: II, 1, 15; 24, 19.
5; 12, 12 (2); 14, 11; 19, 9; 20,
ÍN D IC E G E N E R A L

N ota e d it o r ia l .................................................................................... 5

B eda
HOMILIAS SOBRE LOS EVANGELIOS

L I B R O II

H O M IL ÍA I
En la Cuaresma (Jn 2, 1 2 -2 2 ).......................................................... 9

H O M I L Í A II
En la Cuaresma (Jn 6, 1 -1 4 ) ............................................................. 23

H O M I L Í A III
Domingo anterior a la Pascua (Mt 21, 1 - 9 ) .............................. 33

H O M I L Í A IV
En la Semana Mayor (Jn 11, 55-12, 1 1 ) ..................................... 44

H O M IL ÍA V
En la Cena del Señor (Jn 13, 1 - 1 7 ) .............................................. 54

H O M I L Í A VI
En el Sábado Santo (Me 7, 3 1 - 3 7 ) ................................................. 63

H O M I L Í A V II
En la Vigilia pascual (Mt 28, 1-10) .............................................. 71

H O M I L Í A V III
Domingo de resurrección (Mt 28, 16-20)..................................... 83
348 Indice general

H O M I L Í A IX
Después de la Pascua (Le 24, 3 6 - 4 7 ) ............................................ 93

H O M IL ÍA X
Después de la Pascua (Le 24, 1 - 9 ) ................................................. 104

H O M IL ÍA X I
Después de la Pascua (Jn 16, 5-15) .............................................. 115

H O M IL ÍA X II
Después de la Pascua (Jn 16, 23-30) ............................................ 126

H O M IL ÍA X III
Después de la Pascua (Jn 16, 16-22) ............................................ 137

H O M IL ÍA X IV
En las letanías mayores (Le 11, 9-13) ....................................... 145

H O M IL ÍA X V
En la Ascensión del Señor (Le 24, 4 4 - 5 3 ) .................................. 145

H O M IL ÍA XV I
Después de la Ascensión (Jn 15, 26 - 16, 4 ) .............................. 173

H O M IL ÍA X V II
Domingo de Pentecostés (Jn 14, 1 5 - 2 1 ) ....................................... 190

H O M IL ÍA X V III
Octava de Pentecostés (Jn 3, 1 -16)................................................. 206

H O M IL ÍA X IX
En la vigilia del nadmiento de san Juan Bautista (Le 1,5-17).... 218

H O M IL ÍA X X
En el nacimiento de san Juan Bautista (Le 1, 5 7 - 6 8 ) ........... 234

H O M IL ÍA X X I
Santos Juan y Pablo (Mt 20, 2 0 - 2 3 ) .............................................. 244

H O M IL ÍA X X II
Santos Pedro y Pablo (Jn 21, 15-19) ............................................ 255
Indice general 349

H O M IL ÍA X X III
En la degollación de san Juan Bautista (Mt 14, 1-12) ........ 265

H O M IL ÍA X X IV
En la dedicación de una iglesia (Jn 10, 2 2 - 3 0 ) ......................... 278

H O M IL ÍA X X V
En la dedicación de una iglesia (Le 6, 43-48) ......................... 294

Í n d ic e b í b l i c o ....................................................................................... 313

Í n d ic e de n o m bre s y m a t e r ia s .................................................. 337

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