Por Qué Preferimos La Desigualdad
Por Qué Preferimos La Desigualdad
Por Qué Preferimos La Desigualdad
PREFERIMOS LA
DESIGUALDAD?
(Aunque digamos lo contrario)
François dubet
1. La elección de la desigualdad 19
El 1 % y los demás 20
Separatismos 25
La escuela: un caso de escuela 28
Competencia y elitismo 32
Culpar a las víctimas 35
El miedo 38
3. De la integración a la cohesión 57
Integración 58
El duelo de la integración 66
La cohesión 73
4. Producir la solidaridad 83
Ampliar la democracia 84
Escenas democráticas 87
¿Quién paga, quién gana? 89
Un deber de justicia 92
Refundar las instituciones 93
De la igualdad 98
¿Reconocimiento de qué? 100
¿Qué tenemos en común? 102
La solidaridad sin fronteras 104
1
Si bien hay alrededor de un 10% de inmigrantes en Francia, las encuestas muestran que, en
opinión de los franceses, constituyen el 30% de la población. Véase Héran (2007).
considerada como el reflejo subjetivo del crecimiento de las desigualdades
sociales, alcanzaría con que políticas económicas inteligentes generaran
nuevas riquezas que pudieran compartirse para que aquella retomara los
caminos armoniosos de los años de gloria de la posguerra.
Al razonar de este modo se estima que la solidaridad, el sentimiento
profundo de participar en la misma sociedad, ese término al que el tríptico
republicano da el nombre de “fraternidad”, es una consecuencia mecánica
de la igualdad. Cuanto más iguales somos, más nos convertimos en
"hermanos”; cuanto menos iguales somos, menos “hermanos” nos
sentimos.
Este razonamiento no es del todo discutible; pero, además del hecho de
que es poco probable que recuperemos los índices de crecimiento de los
Treinta Gloriosos [1945-1975], cabe preguntarse si la profundización de
las desigualdades no es producto del debilitamiento de la solidaridad. Al
sentirnos cada vez menos solidarios, aceptamos las desigualdades que no
nos incumben directamente y hasta las deseamos porque nos protegen de
los otros, que son percibidos como amenaza y riesgo. Después de todo, los
esfuerzos y los beneficios podrían compartirse, aunque la torta sea más
pequeña. No se trata sólo de que las desigualdades y las crisis económicas
afecten los lazos de solidaridad; la cuestión también es -acaso
especialmente- que la debilidad de esos lazos explica la profundización de
las desigualdades.
Ésta manera de razonar sobre la base de la solidaridad, y más aún de la
fraternidad, puede resultar peligrosa en lo político y aventurada en lo
intelectual. El riesgo radica en situarse en el terreno de los adversarios de
la democracia, el de una tradición conservadora, contrarrevolucionaria, que
opone los lazos “naturales” de la religión, la sangre, las raíces y la nación a
los desgarramientos del individualismo democrático y los conflictos de
clases, y a las ilusiones de la igualdad. Cuando lo social se deshace, lo
comunitario, lo nacional y lo religioso se cobran revancha. El peligro
radica en negar la autonomía individual, en este caso fatalmente percibida
como egoísta, en nombre de la comunidad de sentimientos, emociones
colectivas y leyes morales y de la autoridad de lo sagrado.
El riesgo político consiste en situarse en el terreno de los
Conservadores y no imaginar la solidaridad bajo otra forma que la de una
comunidad dada, ya presente en la historia y la naturaleza, la tradición y la
herencia; consiste también en encerrarse en una retórica de la decadencia,
de la caída y, como contrapunto, de la voluntad. Pero el hecho de que los
adversarios de la democracia y la modernidad se apoderen de una cuestión
no significa que esta cuestión no exista. Sería incluso peligroso cederles su
monopolio, con el pretexto de que la cuestión es molesta o no muy
conveniente. Si dejamos en manos de los adversarios de las sociedades
abiertas y plurales la cuestión de saber qué es lo que nos hace lo bastante
semejantes para querer la igualdad, mal podremos quejarnos de las
respuestas que le den los populismos.
El riesgo intelectual es de otra índole. Consiste en creer que no hay otro
modelo de solidaridad que el de las sociedades industriales
socialdemócratas de los años de crecimiento europeo. En este caso, no
estaríamos sino desplazando el par fundador de la sociología, que opone la
“comunidad” a la “sociedad”, para hacer cumplir a la “sociedad” de los
Treinta Gloriosos el papel desempeñado por la “comunidad” a fines del
siglo XIX. Esa es la estrategia intelectual escogida por los más
republicanos y, a veces, los más izquierdistas de los nuestros. Ante la crisis
de las instituciones, la mercantilización del mundo, el egoísmo y la soledad
atribuidas al triunfo neoliberal, no habría otro futuro que el retorno a la
década de 1960, a los años anteriores a la crisis, olvidando de paso que
estos no fueron tan dichosos y solidarios como los imaginan quienes no los
vivieron.
Pero es más fácil denunciar las tentaciones de la nostalgia que evitarlas,
a sabiendas de que muchos individuos y grupos padecen a causa del
agotamiento de las antiguas formas de solidaridad y que es preciso aceptar
situarse en el marco de mutaciones culturales y sociales bien consolidadas.
Vivimos en sociedades plurales, abiertas, individualistas, y es en este
contexto que hay que imaginar los modos de construcción de una
solidaridad y una fraternidad lo bastante robustas para que queramos
verdaderamente la igualdad social. Ante la dificultad del ejercicio, este
libro es menos una respuesta que un “ensayo”, una “tentativa”.
I. La elección de la desigualdad
EL 1% Y LOS DEMÁS
3
Sobre los vuelcos ideológicos a favor de las desigualdades, véase Rosanvallon (2012).
SEPARATISMOS
COMPETENCIA Y ELITISMO
EL MIEDO
IGUALDAD/FRATERNIDAD
MALESTARES EN LA SOLIDARIDAD
7
A menudo fueron los que "se dieron a la patria”, sin que esta los reconociese, quienes se
convirtieron en los dirigentes de los movimientos de liberación, volviendo en contra de la
nación colonial el modelo con el cual esta había parecido identificarse y del que los había
excluido.
La situación actual no debe juzgarse en comparación con esos
momentos de fusión y movilización excepcionales. La sociedad
francesa no está disgregada ni es anómica y, a pesar de lo que dicen
los relatos de la decadencia y la crisis, la vida social se desenvuelve
en ella de manera relativamente apacible y ordenada. Los conflictos
sociales y las luchas políticas pueden incluso considerarse como
signos de buena salud. Pero también está claro que los franceses
sienten que la solidaridad padece un profundo malestar.
Es indudable que no hay que atribuir a la opinión, las encuestas y
las elecciones más importancia de la que tienen; son demasiado
fluctuantes, están demasiado ligadas a las coyunturas económicas y
políticas breves y al clima del momento para apuntalar con solidez
un análisis. Pero cuando los datos de las elecciones y las encuestas
se repiten con obstinación, es difícil ignorarlos. Si bien la confianza
no tiene todas las virtudes que a veces se le adjudican, sobre todo
desde el punto de vista del desarrollo económico, lo cierto es que su
ausencia representa un gravoso peso sobre los sentimientos de
solidaridad. Aunque la democracia exija un poco de desconfianza o,
en todo caso, de vigilancia sobre los representantes elegidos y los
dirigentes, ¿cómo no lamentar una “organización de la
desconfianza”? (Rosanvallon, 2006)8 Muchos ciudadanos no votan;
otros votan por formaciones que denuncian al “sistema” sin
pretender gobernar y, en especial, los electores suelen votar “en
contra” en lugar de apoyar partidos y programas.
Las encuestas son aún más impresionantes. Con sólo un 58% de
confianza global, los franceses se sitúan entre los últimos en esta
materia, en el mismo nivel que los turcos y los portugueses. La
mitad de los franceses piensan que los desempleados no hacen el
esfuerzo de buscar trabajo, contra un 15% de los suecos, un 18% de
los daneses y un 35% de los alemanes. El 62% estima que los
“otros” perciben de manera ilegítima asignaciones o aportes a los
que no tienen derecho. El 52% cree que no es posible llegar al poder
sin ser corrupto, contra el 20% de los alemanes, estadounidenses e
ingleses. Lo cual no impide a los electores votar a personalidades
8
Véase también Algan y otros (2012).
políticas ya condenadas por corrupción. A la crisis de confianza se
suma una desconfianza más solapada hacia los otros, todos los otros.
Según las encuestas, la civilidad y la sociabilidad estarían en ruinas.
Para el 79% de los individuos encuestados, “nunca es poca la
prudencia cuando hay que tratar con los otros”. 9 El 75% de las
personas piensa que “las relaciones entre la gente son malas”, y la
proporción sube al 89% en las clases populares y al 93% en los
electores del Frente Nacional, en tanto que el “respeto” sería el
primero de los valores para el 66% de los electores de derecha y el
58% de los de izquierda.10
Una encuesta de Ipsos publicada en Le Monde en diciembre de
2013 revela que, para los franceses, la cohesión social está
amenazada por las desigualdades (38%), la crisis (34%), los
extremismos religiosos (28%) y el individualismo (26%). Esas
inquietudes se transforman en miedo cuando se constata que el 55%
teme caer en la pobreza y, por lo tanto, ganar menos del 60% del
ingreso medio. Durante un período más prolongado que el de las
encuestas, Francia se caracteriza al parecer por el hecho de que el
alza del nivel de ingresos no se traduce en un alza del nivel de
satisfacción (Senik, 2010). Si a esto se agrega la obsesión por la
declinación del país que manifiesta el 74% de las personas
interrogadas, lo menos que puede decirse es que la confianza no ha
acudido a la cita.
La proporción de quienes estiman que en Francia hay
demasiados extranjeros pasó del 49% en 2009 al 67% en diciembre
de 2013, mientras que el voto por el Frente Nacional está cada vez
más desconectado de la cuestión de los inmigrantes (Le Bras y
Todd, 2013). La confianza en las instituciones políticas cae cuando
estas parecen más alejadas: llega al 62% en favor del consejo
municipal, al 36% para la Asamblea Nacional y al 22% para la
Unión Europea.11
Podrá aducirse que las encuestas no son más que el reflejo del
humor y que el espíritu de la época se decanta por un negro
9
Encuesta de Ipsos-Steria, Le Monde, 22 de enero de 2014.
10
Encuesta de Viavoice, en Frangois Miquet-Marty (2013).
11
Encuesta de Opinión Way/CEVIPOF, Le Monde, 14 de enero de 2013.
pesimismo en lo que se refiere a la sociedad, en tanto que los
franceses no se declaran tan desdichados cuando se trata de su
propia suerte. Podrá aducirse que la gente se muestra muy solidaria
con sus allegados y que las familias ampliadas siguen siendo sólidos
vectores de dones y contradones. Pero esta disyunción entre lo que
se vive y lo que se percibe del mundo social es también una muestra
de desconfianza, porque revela una disociación entre las pruebas
colectivas y las apuestas individuales, esto es, el sentimiento de no
reconocerse en la sociedad y sus representaciones. Cuando las
encuestas hacen preguntas más precisas, las respuestas distan de ser
mucho más alegres. Si el 57% de los franceses estima que el
impuesto es un acto ciudadano, el 43% no cree lo mismo y el 74%
considera que su aporte al sistema es mayor que el beneficio que
obtiene de él. El 54% de los individuos encuestados afirma que la
fiscalidad incrementa las desigualdades, mientras que el 45%
“comprende” el exilio fiscal y sólo el 32% considera legítima la
contribución social generalizada [CSG].12
Aun cuando distingamos lo que hay de exceso y admitamos que
las encuestas permiten manifestar el mal humor, todos estos datos
son lo bastante convergentes para que no pueda ignorárselos. El
sentimiento de solidaridad está en problemas. Para ser más preciso,
es desdichado: es probable que los individuos sufran al ver el grado
de debilidad que alcanzó la fraternidad, a pesar de que existen
numerosas manifestaciones de las solidaridades más inmediatas en
las familias, los barrios, las aldeas cuando catástrofes naturales y
tragedias sociales revelan mayor generosidad de lo que dicen las
encuestas. Al mismo tiempo, los militantes asociativos tienen la
impresión de chocar contra un muro de indiferencia, mientras
muchos individuos se sienten abandonados por las instituciones y
los otros (Duret, 2004).
En relación con este punto, el retorno del “pueblo” y los
populismos debe entenderse por lo que es. Por un lado, el populismo
es una reacción de repliegue y exclusión, dado que sólo contempla
la construcción de una fraternidad a través del rechazo de quienes no
son semejantes, la denuncia de la “traición” de las élites y el sueño
12
Encuesta de Ipsos, Le Monde, 15 de octubre de 2013.
de la vuelta a un pasado idealizado. En ese sentido, participa de la
destrucción de la solidaridad al crear sin descanso enemigos
internos. Por otro lado, los populismos también involucran deseos de
solidaridad que movilizan “grandes relatos” convertidos en
encantamientos: el relato de la nación como comunidad, para la
tradición de extrema derecha, y el del pueblo-clase, para una
tradición más republicana. Si se impone la denuncia de las
ideologías populistas, los deseos de solidaridad que estas pueden
expresar de manera perversa no deberían abandonarse a los
demagogos, así como no podemos consolarnos con la consideración
de que la desconfianza y el pesimismo son simples rasgos del
“carácter nacional” o meras reacciones ante la crisis económica.
Los lazos y los sentimientos de solidaridad no son datos naturales
de la historia y la cultura, aunque se tienda a percibirlos de este
modo. Son el producto de largas construcciones económicas y
políticas, pero también de prolongadas construcciones de relatos que
terminan por forjar los imaginarios de la fraternidad necesarios para
los progresos de la igualdad. Si creemos que la igualdad es a la vez
un valor esencial y una manera de hacer que la vida social sea más
vivible y más autónomos los individuos, hay que volver sobre esos
modelos para observar lo que se deshace y, al mismo tiempo, lo que
está formándose ante nuestra vista, más allá de una sensación de
crisis que parece arrastrarlo todo.
3- De la integración a la cohesión
INTEGRACIÓN
EL TRABAJO
Dos grandes representaciones dominaron las sociedades
industriales: la de la lucha de clases entre los obreros y la patronal y
la del carácter funcional de las relaciones sociales. En realidad,
ambos temas son menos contradictorios de lo que cabría pensar.
Hay que mencionar aquí la historia de la formación de la sociedad
salarial (Castel, 1995).
Durante mucho tiempo se definió a los individuos por su
filiación y su comunidad, la familia, la parroquia y la tierra a las que
pertenecían y que los englobaban, en una solidaridad local
encuadrada por jerarquías rígidas y sometidas a un deber de caridad.
Cuando esos lazos se disolvieron, a veces de manera brutal, algunas
personas se marcharon a las ciudades, mientras que otras se
convirtieron en outlaws, desafiliados presuntamente sin ataduras,
peligrosos y expuestos a la violencia pública y privada. Al
alquilarse a quienes los contrataban, esos trabajadores se erigieron
en ancestros de los asalariados modernos. La Revolución Industrial
necesitaba esa mano de obra muy miserable y maltratada; tanto, que
los proletarios de Mánchester podían afirmar, en 1840, que la suerte
de los esclavos no era peor que la suya.
En ese punto toma el relevo la lucha de clases: en el curso de las
luchas y las rebeliones, en nombre de su trabajo y de su pertenencia
a la nación, los miserables y los proletarios se convirtieron en los
asalariados de la sociedad moderna. En principio minoritaria, la
condición salarial llegó a ser la condición común y uno de los
grandes puntales de la solidaridad. De esta manera, el capitalismo
más brutal, el que fijaba los salarios en el mero nivel de la
supervivencia, fue “incrustándose” progresivamente en la sociedad
(Polanyi, 1983).
Las luchas sociales, el movimiento obrero, el sindicalismo de
oficios, los partidos de izquierda, las asociaciones filantrópicas y
muchos otros movimientos terminaron por hacer del trabajo y el
salariado la base de la solidaridad y de un movimiento continuo de
búsqueda de la igualdad social. En un principio, el trabajo y el
salariado produjeron identidades sociales hoy tan familiares que
seguimos presentándonos a los demás por nuestra actividad y
nuestra profesión, mucho más que por nuestras filiaciones y
creencias. A continuación, y principalmente, el salariado se
convirtió en la base de los derechos sociales. Hemos adquirido
derechos en cuanto trabajadores, futuros trabajadores y ex
trabajadores. Como protección contra los riesgos, los accidentes
laborales y las crisis económicas, esos derechos se extendieron poco
a poco a la familia del trabajador y a la mayoría de las actividades
profesionales.
El trabajo llegó así a ser, sobre todo en Francia, el crisol del
Estado de bienestar y el soporte de una solidaridad ampliada. La
empresa y el trabajador, con frecuencia un hombre jefe de familia,
eran los portadores de los derechos de la solidaridad. No todas las
historias de los Estados de bienestar son similares, y el modelo
francés, como el de Alemania, está al parecer más fundado en las
profesiones que el de las sociedades más liberales o
socialdemócratas. Por esta razón Gpsta Esping-Andersen califica de
“corporativista” ese Estado de bienestar (Esping-Andersen, 1999).
La ampliación de la solidaridad -que excede gradualmente al
régimen de seguros específicos de sectores y profesiones- se basa en
una representación de la sociedad que podríamos calificar de
“funcional”. En efecto, cuanto más se amplía la solidaridad, más
alejados y diferentes entre sí son sus aportantes y beneficiarios.
Cuando no sólo me protege la mutual de los mineros, sino un
sistema mayor, el aporte es una obligación que me compromete con
trabajadores a quienes no conozco y que aportan igualmente por mí.
Se crea pues un sistema en el que cada cual tiene una deuda y una
acreencia con todos los demás. Eso es lo que Durkheim llamaba
“socialismo”.
Este modelo se teorizó en el solidarismo de Léon Bourgeois,
conforme a una visión orgánica de la sociedad: todos estamos
vinculados y tenemos obligaciones morales con todos los otros, es
decir, con la sociedad. Esta representación era tanto más evidente
cuanto que la gran industria fordista, que se desarrolló en la década
de 1920, concebía el trabajo como un acto colectivo en el cual cada
trabajador es un engranaje que depende de todos los demás. El
taylorismo se vivió como una forma de alienación violenta, pero
también se lo percibió como una garantía de seguridad, pues se
cedía una parte de la iniciativa y la libertad a cambio de protección.
La solidaridad basada sobre el trabajo remite a una concepción
de la justicia social. En efecto, los aportes sociales y el impuesto
progresivo no sólo apuntan a proteger a los trabajadores y a
desarrollar los servicios públicos; también deben reducir las
desigualdades entre los más ricos y los simples trabajadores. La
solidaridad originada en el trabajo es una herramienta de
redistribución social que tiende hacia una relativa igualdad entre las
diversas posiciones sociales; no suprime las clases sociales, pero
estrecha la distancia entre ellas. La promesa de justicia de esta
solidaridad no implicaba incrementar la movilidad social de los
individuos, aspecto que le da a veces una tonalidad conservadora,
sobre todo para con las mujeres; lo que procuraba era, ante todo,
reducir las distancias entre las posiciones y las condiciones de
vida.13 Este movimiento se percibió como tan fuerte, tan regular, tan
heroico, con sus momentos de gloria y sus derrotas, que terminamos
por verlo como el relato del progreso a secas, como una “necesidad
histórica” y como un deber.
LAS INSTITUCIONES
La integración social no sólo exige que la sociedad sea un sistema
“funcional”. También se apoya en una integración subjetiva, a fin de
que los individuos se sientan miembros de esa sociedad. La religión,
y en especial el catolicismo, fue durante largo tiempo uno de los
vectores de ese imaginario interiorizado: los individuos pertenecían
a “castas” y culturas locales, hablaban lenguas locales y en lo
esencial hacían sus intercambios en mercados locales, a la vez que
compartían una adhesión religiosa “universal”.
En las sociedades modernas, es decir individualistas y
democráticas, la integración supone a la vez que el individuo sea
promovido como un sujeto autónomo, dueño de sus elecciones, y
que los individuos construyan sociedad mediante la adhesión a
principios comunes, universales o percibidos como tales. Es preciso
que cada uno se sienta propietario de sí mismo, libre de creer o no,
pero también que los individuos compartan los valores y principios
suficientes para constituir una sociedad subjetivamente fraterna. La
respuesta francesa a este problema se confió, entre otras
instituciones, a la escuela republicana. De acuerdo con sus padres
fundadores, la cuestión era construir un espacio de socialización
universal al lado de una Iglesia todavía hostil a la República. La
formación de una sociedad moderna y democrática exigía que una
institución produjese un sentimiento de comunidad extendido a la
“gran sociedad”. “La República será docente o no será”, declaraba
un diputado, en el momento en que Jules Ferry sentaba los
cimientos de la escuela republicana en una sociedad donde la
palabra “República” designaba mucho más que un régimen político:
una moral política y una filosofía social (Nicolet, 1982).
13
Véase Dubet (2010).
Ese proyecto se llevó a cabo de manera voluntarista y coherente
con la transferencia del “programa institucional” católico a la
escuela republicana (Dubet, 2002). Los maestros se definieron por
su “vocación” y su adhesión a los valores de la República. La
escuela se construyó como un “santuario”, protegido de los
desórdenes y las pasiones del mundo. La obediencia a una disciplina
objetiva y valores universales fue concebida como un modo de
socialización, pero también como una emancipación del individuo
arrancado a las costumbres y las tradiciones: una liberación, porque
el ciudadano podía por fin gobernarse a sí mismo. Hay que destacar
que ese modelo escolar no apuntaba en lo fundamental a la igualdad
de oportunidades y al desarrollo de competencias económicamente
útiles; procuraba fabricar republicanos, un poco a la manera en que
la Iglesia fabricaba creyentes. El cara a cara de las iglesias -cada vez
menos concurridas-, las escuelas comunales y los ayuntamientos
inscribió en el espacio un nuevo imaginario de la solidaridad.
La fuerza de este modelo obedece a que no puede ser reducido a
una mera socialización y un mero enrolamiento. Se inscribe en lo
que podríamos definir como un individualismo institucional. El
individuo sólo llega a ser verdaderamente sujeto en la medida en
que adhiere a valores universales comunes que le permiten
orientarse conforme a su propio juicio y su propia conciencia. Al
creer en la Razón, el progreso, la cultura y una moral universal
(kantiana), el individuo se torna libre, al tiempo que comparte los
mismos valores y convicciones que los demás. Así podía realizarse
el ideal de una sociedad compuesta de individuos libres y fraternos
socializados en una escuela disciplinada y, sin embargo, liberadora.
Como es obvio, ese modelo y ese imaginario entran en conflicto
con la diversidad de intereses y culturas y sobre todo con la de los
propios individuos. Nadie puede vivir completamente en el cielo de
la Razón: cada uno sigue arraigado en tradiciones, culturas, vínculos
privados, pasiones e intereses. La concepción francesa de la laicidad
fue una manera de responder a esa dificultad con la instauración de
un profundo clivaje entre lo público y lo privado, lo universal y lo
singular. El individuo ciudadano y el individuo privado cohabitan
en cada hombre y cada mujer. La separación de la Iglesia y el
Estado no es sólo una cuestión de tolerancia; es también una línea
de demarcación entre lo que es común a todos, sobre lo cual se
apoya una solidaridad ampliada, y lo que podemos tener de singular
y privado. Se puede ser creyente o ateo y ciudadano, beamés o del
Périgord y ciudadano, obrero o patrón y ciudadano, sin
experimentar la más mínima contradicción, porque cada uno de
nosotros es doble: a la vez público y privado.
La laicidad “a la francesa” es profundamente original si se la
compara con la de las sociedades anglosajonas o las sociedades
“pilarizadas”,ii en las que las Iglesias organizan más directamente la
vida social (Champion, 2006). De todos modos, esas sociedades no
son menos laicas que la nuestra: lo son de otra manera. Lo cierto es
que la escuela republicana y todas las organizaciones satélites han
forjado un tipo de individuo adherido a las instituciones y a un
imaginario de la solidaridad al que muchos franceses siguen
profundamente apegados.
LA NACIONALIZACIÓN DE LA SOCIEDAD
Si bien la idea de sociedad puede parecer relativamente abstracta,
cobra cuerpo y adquiere una fuerza imaginaria incomparable cuando
también se la percibe como la nación. En este caso, otra vez, el
modelo francés de la integración parece haber sido original y
particularmente sólido. La sociedad nacional se constituyó como el
producto del encaje o la integración de varios elementos: una
cultura nacional, una economía nacional y una soberanía política
(Gellner, 1989).
La creencia en una cultura nacional, a la vez singular y universal,
existe porque es, al parecer, la de la Ilustración y la Razón. En la
escuela republicana, no hay contradicción entre los principios
universales de la Ilustración y la nacionalización de las conciencias
y los imaginarios por la enseñanza de la lengua, la historia y -como
con facilidad olvidamos- la geografía. El modelo del “crisol
francés” propuesto a los migrantes se apoya en esta representación:
se convoca a todo inmigrante a ser francés por obra del trabajo y la
educación, en tanto que sus singularidades pueden mantenerse en el
espacio privado pero no deben transformarse en reivindicaciones
políticas.14
La nacionalización de la sociedad se basa asimismo en la
construcción de una economía nacional, dirigida, según el modelo
colbertista, por la acción conjunta de la burguesía y el Estado. La
sociedad es más nacional en cuanto la economía se integra a la
nación a través del proteccionismo, las conquistas coloniales y la
idea de una relativa autosuficiencia que nos protege de las crisis
planetarias cuando son productos franceses los que satisfacen el
consunto francés. La economía de Francia se globalizó
precozmente, desde luego, pero eso no impidió que la sociedad se
pensara como la integración de una cultura y una economía
nacionales, bajo la dirección ilustrada del Estado.
Para terminar, la nacionalización de la sociedad se apoyó en la
afirmación de una soberanía política absoluta y centralizada: el
Estado hace la nación y esta es plenamente soberana. Desde ese
punto de vista, Tocqueville no se equivocaba al señalar que la
Revolución prolongaba el proyecto de la monarquía absoluta al
afirmar la autoridad del Estado sobre la nación y sobre los cuerpos
intermedios. El ajuste entre la economía, la soberanía política y la
cultura hizo que la sociedad y la nación se convirtieran
gradualmente en dos maneras de designar las mismas cosas y las
mismas representaciones.
Este modo de ver la integración social y la solidaridad es un
imaginario, una representación. No es, por cierto, una manera de
describir la vida social. La solidaridad funcional no ha eliminado ni
los corporativismos ni los conflictos de clases, y todavía estamos
muy lejos de los derechos sociales universales. Si la escuela formó
ciudadanos, también los disciplinó; legitimó las desigualdades sin
promover de verdad la igualdad de oportunidades. El Estado pudo
parecer más fuerte que la democracia: el interés general no se
avenía muy bien a tolerar los intereses particulares y las identidades
capaces de generar divisiones. La “Gran Nación” fue colonial, en
nombre de su universalismo y sus intereses bien entendidos, y
también fue nacionalista y xenófoba.
14
Está claro que hay mucha distancia entre ese relato ideal y la realidad: la sociedad
francesa también ha sido xenófoba y racista. Véase Noiriel (1988).
Pero los grandes relatos no necesitan ser verdaderos: les basta
con trazar un marco dentro del cual los actores sociales interpreten
la vida social. La fuerza de ese relato obedece a que puede ser aquel
del orden y el progreso, el de la adhesión y el de la crítica. Al
respecto, la crítica social, sobre todo la crítica sociológica que
destaca la distancia entre los principios y los hechos, no debilita el
imaginario de la integración, porque, al estimar que la sociedad
parece indigna de sí misma, lo hace precisamente en nombre del
modelo de integración.
EL DUELO DE LA INTEGRACIÓN
La representación de la sociedad como sistema de integración se
agota a medida que se suceden las mutaciones sociales atribuidas
alternativamente o a la vez al neoliberalismo, la globalización, las
nuevas tecnologías y a una nueva era del individualismo. Estas
nociones, la mayoría de las veces vagas, aluden a las fuerzas que
destruyen la vieja representación de las sociedades industriales
nacionales. El cambio parece tan rápido e inexorable que resulta
difícil escapar a la sensación de crisis continua. Por eso desde 1974
se habla de la “crisis", sin recordar que una crisis de cuatro decenios
ya no es una crisis y que, durante este período, el nivel de vida de
los franceses se ha duplicado, y eso sin contar las dos o tres
revoluciones tecnológicas que hemos vivido. Sin embargo, la
sensación de crisis debe tomarse en serio.
LA DESNACIONALIZACIÓN DE LA SOCIEDAD
Con esta fórmula no queremos decir que ya no hay nación; el vigor
de los movimientos nacionalistas lo pone fácilmente en evidencia.
Con ella se quiere significar que la superposición total de la nación
y la sociedad ya no es la regla. Los franceses, que creían
apasionadamente en la sociedad nacional, viven muy mal esta
situación.
En la década de 1970 el programa común de la izquierda
denunciaba al “capitalismo monopolista de Estado”, la alianza y la
dominación de los altos funcionarios y la burguesía francesa.
¿Quién se atrevería a hablar así hoy en día, cuando las economías y
los intercambios están tan entrelazados que el modelo mismo de la
economía de una nación en manos de una clase dirigente nacional
parece definitivamente caduco? Muchos perciben la creación de la
zona euro y del Banco Central Europeo y el papel de las
reglamentaciones y los fondos europeos como un abandono de la
soberanía económica nacional. De hecho, la creación de Europa
puede vivirse como un retroceso y no como una delegación de la
soberanía nacional. Para quienes tienen la impresión de ser los que
salen perdiendo de estas mutaciones, la nación soberana ya no
ofrece ninguna protección. Lo que fue durante mucho tiempo un
vago temor y una nostalgia nacionalista tiene hoy una influencia lo
bastante intensa para condenar al fracaso los proyectos de
constitución europea y poblar con mayorías antieuropeas el
Parlamento de Estrasburgo.
Ese sentimiento es aún más inquietante y profundo porque la
vieja sociedad nacional se torna irremediablemente pluricultural.
Como dice François Héran, la metrópoli será pronto un mosaico de
culturas, de la misma manera que la isla de la Reunión (Héran,
2007). Así como antes nos complacíamos en creer que los
inmigrantes terminarían por “integrarse” y “asimilarse”, es decir,
por fundirse en la sociedad y la “identidad” francesas, hoy
observamos un cambio profundo de los mecanismos migratorios.
Grupos subjetivamente asimilados por la escuela y la cultura de
masas se sienten rechazados, excluidos, y reconstruyen una
identidad cultural, una ethnicity al margen de la mayoría y contra
ella (Safi, 2006).
Junto a ese mecanismo de asimilación fragmentada, otras
comunidades se desarrollan en el sector económico, pero se
mantienen relativamente cerradas en el plano cultural. Son
diásporas más que inmigraciones en vías de “integración”. La
sociedad francesa se descubre pluricultural y multicolor. Descubre
que la laicidad a la francesa se había construido sobre la base de un
compromiso por el cual se admitía como evidencia que la gran
mayoría de los ciudadanos, creyentes o no, eran de cultura católica.
Descubre que los ciudadanos y los miembros de la misma sociedad
no creen ni en los mismos dioses ni en las mismas tradiciones, y que
son sin embargo ciudadanos con todas las de la ley. Numerosos
franceses se descubren “blancos” y de tradición cristiana, cuando
antes podían ignorarlo: esas identidades correspondían a tal punto a
la naturaleza de las cosas que no era necesario pensarlas.
Construido sobre el trabajo, las instituciones y la nación, el gran
relato de la integración se desdibuja poco a poco. Con él se borra la
creencia en el progreso, en la conjunción del progreso científico y el
de la solidaridad. También se borra la creencia en un relato histórico
muy ampliamente identificado con la epopeya de las naciones: las
memorias compiten con la historia (Hartog, 2013). El influjo de las
ciencias y las técnicas sobre las conductas humanas, así como la
urgencia ecológica, vulneran la frontera moderna entre naturaleza y
cultura. Como señala Ulrich Beck, los riesgos inducidos por
nuestros propios actos se imponen como experiencia común y como
un nuevo desafío a las solidaridades frente a los peligros que pesan
sobre toda la humanidad: calentamiento climático, desaparición de
ciertas especies, pandemias, escasez de recursos, etc. (Beck, 2001).
LA COHESIÓN
El alejamiento del modelo de la solidaridad fundado en la
integración nos incita a esbozar otra representación de la vida
social, a fin de imaginar otros pilares de la solidaridad. El ejercicio
no es fácil porque, hasta donde yo sé, a decir verdad no disponemos
de una teoría alternativa a la de la integración. A lo sumo podemos
apoyarnos en indicios convergentes reunidos en torno al concepto
de cohesión social.
Si se acepta dar a este concepto un poco de consistencia, esto
implicaría en primer lugar que la solidaridad no es un estado del
sistema social, sino una producción continua, resultado de las
acciones individuales y las políticas públicas, el capital social, la
confianza, todas las virtudes que Adam Smith ponía de relieve en la
Teoría de los sentimientos morales (dado que el mercado y el
intercambio no bastan para formar una sociedad). Lo que cuenta,
entonces, es el deseo de “construir sociedad” (Donzelot, 2007). El
concepto de cohesión se instaló en el vocabulario de los organismos
internacionales (como la OCDE y el Banco Mundial), los altos
funcionarios, los políticos y los militantes asociativos, que hablan
del “vivir juntos”. Habida cuenta de que la cohesión social es menos
una teoría que una serie de inflexiones, tratemos de poner de relieve
algunos de sus fundamentos.
EL INDIVIDUO EN EL CENTRO
La fragmentación de la estructura social sitúa a los individuos
en diversos registros de recursos, culturas y desigualdades que, no
son necesariamente congruentes. En función de su historia y sus
proyectos, cada uno puede vivirse como un ser cada vez más
singular, tanto más cuanto que la autenticidad (más exactamente, el
sentimiento de autenticidad) es un valor central. Las instituciones,
empezando por la familia, son menos sistemas de roles
predeterminados que marcos que los individuos interpretan en la
construcción de disposiciones múltiples.
Siempre se puede denunciar esa búsqueda de sí como una
fantasía e incluso como un ardid de publicitarios y gerentes, pero
esto no impide que los individuos estén obligados a hacerse cargo
de sí mismos y a asumir sus responsabilidades, a ser los “autores”
de su vida. Por lo demás, las críticas recaen ¡menos en este ideal
que en las dificultades para realizarlo, debido a las desigualdades
sociales y la ausencia de respaldos culturales y sociales.
En tanto que el viejo imperativo era ajustarse al propio rol y al
propio rango, el nuevo imperativo es el de la movilización, la
capacidad de tener objetivos y proyectos, la necesidad de
comprometerse. Las instituciones deben “capacitar”; deben
desarrollar el empowerment de los individuos. El alumno, el
enfermo, el trabajador, el “caso social” deben ser partícipes de lo
que les pasa, y el control social, fundado en el conformismo moral,
cede poco a poco el paso a una doble exigencia. Por un lado hay que
tener éxito; por otro, lo importante es “realizarse”. El éxito premia a
quienes logran ganar en los dos tableros. Hay que salir adelante en
los estudios y llegar a la plenitud, ser el agente de la propia
curación, ser libre pero a la vez unirse a otros para fundar una
familia (Singly, 2000), trabajar para ganarse la vida y realizarse en
el trabajo, etc. Y todo eso exige un trabajo, respaldos y un fuerte
dominio de sí.
Esta figura del individuo no es verdaderamente nueva, pero,
reservada durante largo tiempo a las categorías sociales más
favorecidas y a las vocaciones artísticas, es hoy una exigencia
compartida. Por esa razón, la crítica de este tipo de individualismo
siempre tiene algo de defensa aristocrática. Los papeles
“instrumentales” y los papeles “expresivos”, que tradicionalmente
se distinguían, tienden ahora a mezclarse en la búsqueda conjunta
del éxito, la plenitud y la singularidad. Se atribuye a lo que se vive
como una elección una grandeza ética superior a lo que se vive
como una herencia, sin perjuicio de reivindicar libremente haber
elegido tal o cual herencia (Hervieu Léger, 1999). La singularidad
de los individuos es un rompecabezas o un palimpsesto de códigos e
identidades colectivas.
Como es obvio, ese individualismo no es asocial ni, menos aún,
fatalmente egoísta; no exige una instrumentalización de las
relaciones, toda vez que la simpatía y la capacidad de ponerse en el
lugar de los demás son el precio de un reconocimiento por parte de
estos. Pero la sociabilidad puede ser cada vez más electiva, porque
cada cual se acerca a quienes comparten sus gustos y sus
convicciones y pueden confirmar sus propias elecciones.
16
Sobre la definición de esas necesidades, véase Nussbaum (2012).
norteamericanas puritanas y democráticas. Robert Putnam ha puesto
en evidencia que el capital social y la calidad de las relaciones
sociales eran un factor esencial del desarrollo económico. Las
ciudades de la Emilia-Romaña y del norte de Italia supieron
movilizar una confianza elevada entre los diversos grupos sociales,
reunir sus recursos y sus redes para cimentar su dinamismo
económico, en tanto que las regiones del sur del país están
dominadas por la desconfianza, la corrupción y la captación privada
de los recursos económicos y sociales (Putnam y otros, 1993).
El éxito de las sociedades respondería, entonces, a la fuerza de
los lazos y las redes, a la iniciativa de los individuos, a la vitalidad
de las democracias, a la transparencia de las decisiones. El buen
capital social debe ser a la vez protector y abierto, brindar recursos
y permitir relaciones más lejanas. Se apoya en la confianza, la
certeza de que todos pagarán el pasaje de autobús aunque no haya
quien lo controle. De acuerdo con esta concepción, la educación
tiene un papel decisivo: cuanto más aumente su nivel más se elevará
el capital humano, más crecerán la confianza y el capital social, más
débiles serán las desigualdades, menor la delincuencia y más
dinámica y creativa la economía.
En definitiva, el capital social, al transformar la calidad de las
relaciones sociales en riqueza y dinamismo colectivos, es una teoría
latente de la solidaridad. En la base de esta solidaridad se
encontrarían las virtudes sociales: la confianza, la tolerancia, la
generosidad, la honestidad. Uno ayuda a sus amigos; las personas
exitosas, a través de las fundaciones filantrópicas, devuelven a la
sociedad lo que esta les ha dado; los estudiantes toman préstamos
porque confían en su universidad y en la economía; la gente cuenta
con sus vecinos; la patronal y los sindicatos aprenden a compartir
las responsabilidades, etc. El papel del Estado ya no consiste en
encuadrar a la sociedad, sino en impulsar a los individuos a actuar
de manera solidaria, a movilizarse, a “construir sociedad”.
POLITICAS Y DISPOSITIVOS
A menos que pensemos que la transferencia de las competencias a
las comunas, los departamentos y las regiones es una manera de
desligarse de ellas, no puede hablarse en Francia de retroceso del
Estado. Lo que ocurre, antes bien, es que las modalidades de la
acción pública han cambiado profundamente. El modelo vertical
según el cual es el Estado central quien diagrama las políticas es
reemplazado por la búsqueda de una acción conjunta de las
administraciones descentralizadas y desconcentradas, de las redes
de representantes elegidos y de la sociedad civil. Se trata menos de
proyectar una racionalidad superior que de movilizar a los actores
interesados alrededor de una serie de problemas (Duran, 1999, y
Muller, 2003).
Definición de los problemas, inclusión en la agenda política,
creación de dispositivos, movilización y evaluación se convierten en
las etapas obligadas de la acción pública. Las políticas urbanas,
ambientales y de seguridad, los diversos planes de salud, los
dispositivos de lucha contra el fracaso, la violencia y el abandono
escolares y aquellos contra la discriminación se inscriben dentro de
esta forma de acción pública. La solidaridad se concibe como una
movilización en torno a problemas sociales y alrededor de públicos
cada vez más determinados: los jóvenes sin calificaciones, los
estudiantes de los primeros ciclos, los consumidores de drogas, los
“barrios difíciles”, los ancianos autónomos y los ancianos
dependientes, las familias monoparentales, los discapacitados, pero
también las enfermedades hospitalarias, el ahorro de energía, etc.
Esas políticas ya no se inscriben en la duración. Multiplican los
actores, los agentes y los estilos; asocian a los funcionarios, los
representantes elegidos, los militantes y los profesionales. Se
comprende por qué, en un país donde el Estado tenía el tiempo de su
lado, los actores a quienes aquellas políticas conciernen pueden
tener la impresión de ser arrastrados en un flujo continuo de
dispositivos y reformas sin que, pese a ello, las cosas cambien
verdaderamente, en un momento en que el Estado se convierte en el
“estratega” de la sociedad civil (Bézes, 2009).
La acción pública funda su legitimidad en la idoneidad y el
benchmarking. Se trata de elaborar políticas racionales sobre la base
de las mediciones estadísticas y las comparaciones nacionales e
internacionales. El caso de las pruebas PISA es una ilustración
perfecta de ello, porque podemos situar la escuela francesa en la
familia de los países comparables. Es en ese espacio de
comparación donde es posible definir la buena política. Habría que
hacer como los países que tienen éxito en lo concerniente a la
formación de los maestros, la jerarquía de los establecimientos, la
pedagogía, etc.
Este gobierno por instrumentos se aplica a toda una serie de
dominios (Lascoumes y Le Galés, 2004). De manera general, los
países exitosos en el plano de la solidaridad y el crecimiento
económico se convierten en los parangones con los que deberían
alinearse las políticas públicas: Canadá, más solidario que los
Estados Unidos sin dejar de ser igualmente liberal, en lo que
respecta a la economía; los países escandinavos, más igualitarios sin
perder su dinamismo económico, etc. En torno a las políticas
públicas se multiplicaron los think tanks radicales,
socialdemócratas, liberales y conservadores, cuyas evaluaciones
expertas sustituyen a los grandes relatos de la integración. La
solidaridad ya no está acoplada a la gran sociedad, sus funciones y
sus valores: es una producción continua de la vida social.
Es una tentación, pero también un error, pensar que el modelo de
la cohesión social es tan sólo uno de los ardides ideológicos del
pensamiento neoliberal. Como en el caso del modelo de la
integración, hay versiones de izquierda (discretas, es cierto) y
versiones de derecha, que asocian liberalismo económico con
conservadurismo cultural (mucho más audibles hoy en día). Pero en
ambos casos se tomó por fin la decisión de lanzarse a la búsqueda
de otra concepción de la solidaridad, que corresponda a las
mutaciones económicas, culturales y políticas que ahora parecen
irreversibles. No se puede hacer como si el individuo no estuviese
en el centro, como si la economía siguiera siendo nacional, como si
la sociedad fuese monocolor, como si el Estado decidiera todo.
Esta constatación no debe impedirnos señalar que muchos
individuos se sienten abandonados y que las dimensiones
simbólicas de la solidaridad parecen debilitadas a tal punto que
pueden afectar la búsqueda de la igualdad social. El modelo de la
cohesión es mucho más frágil que el de la integración. Su fuerza
simbólica está menos afianzada y, además, parece bastante endeble
frente a los retornos de la comunidad y el desmoronamiento de la
solidaridad. Pero es en ese marco donde es preciso pensar una
política de la fraternidad.
4. Producir la solidaridad
AMPLIAR LA DEMOCRACIA
La representación democrática está sometida a una doble coacción.
Por un lado, representa la diversidad de intereses que deben llegar a
una coincidencia razonable; por otro, representa o figura la unidad
de la vida social, un principio de solidaridad (Rosanvallon, 1998).
Esta doble representación debe reactivarse sin cesar a fin de que los
ciudadanos se reconozcan como distintos, separados, pero también
semejantes.
Hoy ese doble mecanismo ha sido tomado por el recelo, y la
retirada de una gran parte de la población, que dice no reconocerse
ya en el juego político. Las más de las veces, los partidos en el
poder son minoritarios debido a la elevada abstención; las élites
políticas apenas se renuevan, y el sentimiento de debilidad de lo
político es tal que nadie se aventura a llevar a cabo las reformas que
la mayoría parece desear. Poco a poco se arraiga la idea de que un
“sistema” sin rostro ni reglas maneja los hilos de nuestra vida. La
sospecha de corrupción ya está instalada, y no simplemente en
razón de la vieja desconfianza hacia las élites: Francia, en efecto,
está muy mal ubicada en las clasificaciones internacionales en la
materia.
Se denuncia ajusto título la escasa presencia de las mujeres y la
aún más escasa de los representantes elegidos procedentes de la
“diversidad” en las asambleas, donde además la ausencia de
miembros pertenecientes a las clases populares es casi total. ¿Cómo
podría un obrero sentirse representado cuando en las asambleas,
sean de carácter nacional, regional o departamental, nunca hay
nadie que se le parezca? Basta con navegar por internet para
apreciar la densidad del odio que se propaga por la red: cualquiera
puede convertirse en el “cuervo” de Clouzot, iv y los rumores más
demenciales tienen la misma verosimilitud que los datos confiables
y comprobados.
Hoy se plantea la cuestión de los plurimandatos. Pero será
necesario ir mucho más lejos si se pretende que la representación
política responda un poco más a la imagen de la vida social. Si
categorías sociales enteras son excluidas de la representación, es
menos por un efecto directo del machismo, la xenofobia y el
desprecio por lo “popular” que por el muy simple hecho de que no
hay mucho lugar para los recién llegados. 17 Como el acceso a las
responsabilidades exige una prolongada cooptación por parte de los
equipos de los grandes partidos, mucho tiempo libre y una actividad
compatible con las funciones de representante elegido, la vida
política se aparta poco a poco de los electores, porque sólo
sobreviven en ella los hombres muy escolarizados, que disfrutan de
algunas seguridades profesionales y han sido precozmente
formados en algunas escuelas y en las maquinarias políticas y sus
satélites. La sorpresa ante este fenómeno de endogamia social
resulta aun mayor si se tiene en cuenta que el número de electores
bien informados, y por ende capaces de ser elegidos, no ha dejado
de aumentar. En consecuencia, la limitación de los plurimandatos
no basta. También se plantea la cuestión de la acumulación de esos
mandatos en el tiempo y la del estatus de los representantes
elegidos, que deberían poder volver a la “vida civil” sin correr el
riesgo de perder demasiado.
La cantilena del “todos coimeros” no es ni justa ni muy
honorable y tampoco está desprovista de segundas intenciones, pero
las élites impugnadas podrían desarmar las críticas con un poco de
sobriedad, en lugar de denunciar los viejos reflejos “pujadistas” v del
pueblo. Cuando el 68% de los franceses cree que la corrupción está
muy difundida en su país18 y el 78% afirma que los gobiernos no los
entienden,19 se vuelve necesario modificar las costumbres políticas.
Para no apelar a una “virtud” que no sólo dejó buenos recuerdos en
la historia francesa, podríamos al menos reclamar un poco de
moderación, transparencia y discreción en esas costumbres.
En efecto, la corrupción política no obedece tanto a la
deshonestidad de algunos grandes representantes elegidos como a
un modo de vida que se desliza progresivamente “fuera del
mundo”: entre los automóviles oficiales, los servicios prestados y
17
A título de ejemplo, desde 1947 hasta 2004, o sea durante un total de 57 años, la
ciudad de Burdeos tuvo apenas dos alcaldes.
18
Encuesta de Eurobarométre, febrero-marzo de 2013.
19
Encuesta de Ipsos-Steria, 14 de enero de 2014.
recibidos, la multiplicación de los viajes entre la circunscripción y
la capital, la acumulación de “presidencias”, etc. Sucede asimismo
que los representantes locales elegidos se rodean de una corte de
“encargados de misión” que se superponen a los funcionarios
territoriales y en ocasiones no tienen otro papel que el de mantener
redes de asociaciones, de “clientes” y electores, al tiempo que
preparan su futura carrera política. Al cabo de algunos años de ese
régimen, nadie puede arriesgarse a la muerte social de un retorno al
anonimato.
ESCENAS DEMOCRÁTICAS
El gasto público francés era del 35% del producto bruto interno
[PBI] en 1960; en 2013 llega al 57%, con un 33% de ese producto
destinado a los gastos sociales y de salud. Hay que ser enfático al
recordar que esos gastos reducen de manera muy notoria las
desigualdades. Disminuyen casi a la mitad (de 7,6 a 4) la diferencia
de ingresos entre el 20% más rico y el 20% más pobre, y más de
tres veces (de 17,6 a 5,7) la existente entre el 10% de los primeros y
el 10% de los segundos (INSEE, 2013). En consecuencia, el Estado
de bienestar francés sigue siendo eficiente, aunque podría serlo
mucho más. Países comparables en términos de desigualdades
gastan menos y obtienen resultados similares o mejores: 26,2% en
Alemania, 30,8% en Dinamarca y 28,6% en Suecia. En lo que toca
a la solidaridad, podríamos dejar las cosas ahí y reivindicar un
Estado de bienestar más eficaz y generoso.
Sin embargo, cabe preguntarse si la democracia del bienestar, al
procurar establecer una igualdad real, no debilita la democracia
política y la propia solidaridad (Schnapper, 2002). La crítica es
conocida y tan antigua como el Estado de bienestar, o incluso como
la caridad: al parecer, la protección social individualiza los
derechos, los ciudadanos se convierten en usuarios y “asistidos", y
la sociedad se fragmenta en familias de derechohabientes más o
menos enfrentados.22 Esos riesgos existen pero, en lo que respecta
21
Encuesta de lpsos-Steria, 14 de enero de 2014.
22
Hace un tiempo advenimos, con todo, que alrededor del 20% de los beneficiarios del
al imaginario de la fraternidad, lo esencial no está allí. Los
mecanismos de deducción y redistribución, relativamente eficaces,
no son legibles. Como nadie sabe verdaderamente lo que paga, y
menos aún lo que recibe, todos pueden sentirse expoliados, sea
porque parecen no recibir lo que les corresponde, sea porque
parecen pagar por otros que no lo merecen.
Ningún ciudadano con acceso normal a la información está en
condiciones de comprender qué es lo que corresponde al impuesto y
qué lo que corresponde a los aportes sociales, ni de entender quién
paga, para qué y para quién: tan desesperadamente oscuro es, en
efecto, el juego de las deducciones y las redistribuciones. ¡Hay
seiscientos regímenes de jubilación, seis mil regímenes de
jubilación complementaria y diecinueve regímenes de seguros de
salud! (Palier, 2010). El proyecto de ley de presupuesto de 2014
prevé la eliminación de nueve de los 464 nichos fiscales: algunos
tenían un solo beneficiario... El sistema es tan opaco que una
multitud de derechohabientes al ingreso de solidaridad activa [RSA]
y cobertura médica universal [CMU] no cuentan con ellos; en
ocasiones, esta proporción se calcula en un 30%.
Cada derecho tiene sus propias cajas, sus propios formularios y
sus propios trabajadores sociales, obligados a orientar a sus
“clientes” en el dédalo de dispositivos y oficinas. Los usuarios de
los servicios sociales, en particular los jóvenes, tienen la sensación
de pasar de un servicio a otro, de un dispositivo a otro, sin que
nadie, en verdad, se ocupe jamás de su caso. Jóvenes en proceso de
“inserción” nos contaron que estaban en la tercera o cuarta etapa de
redacción de su currículum vítae! A esto se agrega la confusa
yuxtaposición de las órbitas nacionales, departamentales,
municipales y asociativas.
Con la consolidación del desempleo masivo, la porción de los
fondos destinados a la protección social que depende de los aportes,
el trabajo y las empresas cae en beneficio de los mínimos sociales
financiados por el impuesto: asignación de solidaridad específica en
ingreso mínimo de inserción [RMI] se inclinaban por trabajar aun a costa de perder
dinero, para ganar autonomía y dignidad. Véase Dtibet y Vérétoui (2001).
1984, ingreso mínimo de inserción en 1988, cobertura médica
universal en 1999, renta de solidaridad activa en 2009. Al otro
extremo del abanico social, todos pueden tratar de escapar al
impuesto de manera más o menos legal. Una gran cantidad de
individuos termina por creer que lo que uno no paga directamente
es más o menos gratuito, puesto que se ignora cómo se financia el
servicio.
La cuestión de saber quién paga y quién gana, en todos esos
mecanismos de redistribución (de más de la mitad de toda la
riqueza producida), no es sólo un ajuste técnico: es indispensable
para la legitimidad misma del sistema de solidaridad. La oscuridad
acentúa los rumores y los supuestos clivajes entre lo público y lo
privado, los ricos y los pobres, los contratos de duración
indeterminada y los contratos de duración determinada, los jóvenes
y los viejos, los “asistidos” y los “evasores fiscales”, los “franceses”
y los “inmigrantes”, las metrópolis y el campo, la capital y las
regiones, etc. En resumen, el sistema sobre el cual se basa la
solidaridad se ha vuelto tan complejo que, finalmente, sus
fundamentos simbólicos resultan metódicamente destruidos. El
“choque de simplificación”vi apenas esbozado por el gobierno no es
sólo una manera de ahorrar: es una exigencia de solidaridad, para
que cada cual pueda hacerse una imagen, por vaga que sea, del
contrato social en el que está incluido. Desde ese punto de vista, el
proyecto de fiscalidad propuesto por Camille Landais, Thomas
Piketty y Emmanuel Saez tenía un mérito esencial: cada uno podía
ubicar su aporte en una escala accesible a todos (Piketty y otros,
2011).
UN DEBER DE JUSTICIA
Podría temerse que la transparencia fuera perjudicial para los menos
favorecidos, que presuntamente se valen de la oscuridad del sistema
para cometer un mejor “fraude”, según parece convencida una gran
parte de la opinión. No hay nada menos seguro. Tanto en el ámbito
de la educación como en muchos otros, la cuestión de saber quién
paga y quién gana tiene reservadas muchas sorpresas en términos de
justicia social. Aunque estamos persuadidos de hacer mucho en
beneficio de los alumnos menos favorecidos, gracias a las zonas de
educación prioritaria [ZEP] y los dispositivos que les siguieron, los
establecimientos “chics” del centro de las ciudades siguen siendo
más costosos que los de los suburbios pobres. Los liceos franceses
reciben un 38% más que el promedio europeo, de lo cual podríamos
felicitarnos si al mismo tiempo la escuela primaria no recibiera un
17% menos que sus pares del continente (INSEE, 2013).
De igual modo, los alumnos de las clases preparatorias insumen
un costo mucho más alto que los estudiantes universitarios, lo cual
podría justificarse por su excelencia; pero, como son también los
alumnos más favorecidos desde el punto de vista social, habrá que
matizar sensiblemente el juicio... ¿De qué vale la gratuidad de los
estudios prestigiosos y rentables cuando están reseñados a una
minoría social y, sobre todo, cuando sus beneficiarios no siempre
devuelven a la sociedad lo que esta les ha dado, al escoger los em-
pleos más lucrativos en detrimento de los más útiles para la
colectividad?
Cuando los costos son públicos y los beneficios privados, los
arbitrajes deben ser más transparentes. Los gastos de salud revelan
transferencias sociales del mismo tipo, dado que en este sector las
desigualdades sociales siguen siendo muy marcadas. Estas
obedecen en parte a las condiciones de vida y trabajo, pero también
a la calidad de la atención. Aquí, la redistribución no es tan
significativa como se la imagina. Si se examinan otros ámbitos,
como el del acceso a las actividades culturales subsidiadas y, más
en general, a los servicios públicos, nada prueba que la distribución
de los flujos de ayudas y subsidios se haga siempre a expensas de
los más favorecidos, lo que pone en cuestión una idea demasiado
ampliamente compartida, según la cual una parte de la sociedad
vive a costa de la otra.
Cuando los gastos de solidaridad y los servicios públicos que
tienen que ver con ese ámbito alcanzan la mitad del PBI, la
simplificación y la transparencia de las transferencias no son meras
medidas técnicas: también constituyen un objetivo crucial de
justicia y solidaridad. También hay que recordar lo que reportaría,
en términos de transparencia y solidaridad, la lucha contra el fraude
y la evasión fiscales: mucho dinero para la colectividad y un
fortalecimiento del civismo, porque nadie podría hacer trampa con
la excusa de que los muy ricos lo hacen en escalas infinitamente
mayores.
APRENDERA HACER
El segundo principio es el de una educación por la experiencia. El
arte de vivir juntos ya no se aprende por la mera autoridad de las
lecciones de moral y de la disciplina. El aprendizaje de la
ciudadanía y la autonomía -también el de la confianza- debería
concebirse como una educación práctica por medio de actividades y
responsabilidades comunes. ¿Tal vez haya que elegir a Dewey y
Freinet “contra” Durkheim y Alain, es decir, una educación
democrática y no una educación republicana?
Es bueno que se denuncien los estereotipos de género en clase,
pero sería mejor aún procurar que los varones compartan los recreos
con las chicas, que desaparezcan los acosos e insultos de carácter
sexual y racial, y que todos respeten el orden de acceso al comedor
y aprendan a hablar delante de sus compañeros. Pequeñas cosas de
la educación con frecuencia consideradas insignificantes, pero que
tienen más peso que las peroratas y las grandes lecciones de moral.
Ahora bien, en Francia, todo lo que se juzga “educativo” o
“expresivo” tiene grandes posibilidades de convertirse en
“periescolar” y ser asignado a los docentes abnegados y voluntarios
y, más aún, a “agentes” exteriores a la escuela, como lo muestra con
claridad la manera en que se negocian los ritmos escolares. En el
mismo momento en que las mutaciones de los modos de vida y las
familias exigen que la escuela eduque más de lo que lo hacía no
hace mucho, todo sucede como si, detrás de algunas declaraciones
rituales, ella ya no tuviera un proyecto educativo.
FORMAR SUJETOS
Tercer principio: los alumnos son sujetos y no sólo competidores
que van a buscar a la escuela una promesa de éxito social. Está
claro que todas las escuelas seleccionan y jerarquizan a los
alumnos, pero eso no impide considerar que estos últimos deben
poder crecer en la escuela, conocer en ella a adultos benevolentes,
descubrir lo que quieren ser, tener derecho a equivocarse sin que los
reprendan.
Nuestra escuela, al contrario, pone a los alumnos en
“andariveles” y orientaciones de los que es difícil salir si ellos
estiman que han sido mal orientados. Deberíamos tomar más en
serio el desinterés y el abandono escolares y pensar que deberían
proponerse a todos los alumnos buenas razones para aprender y
trabajar en la escuela, cuando a menudo, en realidad, no encuentran
otra cosa que conminaciones al éxito, y sobre todo a ser más
exitosos que los demás. Los alumnos podrían aprender a trabajar en
común y a sentirse responsables de los otros, para adquirir el gusto
y el placer de hacer cosas juntos (Sennett, 2012). Si lo que se quiere
es desarrollar el empowerment y la iniciativa de los individuos,
sería juicioso comenzar por la escuela.
Para terminar, hay que examinar el cuasi monopolio escolar de
la definición del mérito. Los títulos no sólo tienen un papel muy
importante en el destino social de los individuos, sino que
funcionan más como “signos” que como verdaderas calificaciones.
Se estima con demasiada frecuencia que todo se juega en la escuela
y que la formación a lo largo de toda la vida está, de hecho,
reservada a quienes tienen el gusto y la suerte de salir bien en ella.
Con el influjo de los títulos, el peso de las expectativas de éxito
aplasta la escuela y no la lleva sino a decepcionar, mientras que los
que no tienen nada que ganar en ella ya no sienten ganas de
participar de su juego.23 La creación de un sentimiento de
solidaridad pasa por la refundación de una institución escolar capaz
de establecer su legitimidad sobre la base de sus proyectos y de la
formación de individuos que aprendan en ella otra cosa que a ser
competentes, distinguirse y desconfiar de los otros. 24
Lo que vale para la escuela valdría también para el hospital,
cuyos profesionales tienen a veces la sensación de trabajar en
“fábricas de cuidados”, establecimientos eficaces, pero en los cuales
la separación entre la técnica y la preocupación por los pacientes
parece particularmente brutal tanto para quienes atienden como para
quienes son atendidos. De la misma manera, los trabajadores
sociales están desgarrados entre la gestión de dispositivos
extremadamente complejos y que consumen cada vez más tiempo y
la preocupación por los propios individuos, poco a poco reducidos a
la porción congrua. En todos estos casos, si el modelo “anónimo” y
abstracto del individualismo institucional ya no puede tomar a su
cargo a los individuos; si se impone la singularidad de los casos y
las historias personales, y si la movilización de las personas se
convierte en regla, el sistema simbólico de las instituciones podrá
reconstruirse alrededor de un imaginario más democrático, más
23
La deserción escolar se ha convertido en un gran problema, y entre 1996 y 2013 han
sido incendiadas setenta bibliotecas. Véase Merklen (2013).
24
Los establecimientos “experimentales” que logran acoger a los alumnos que los demás
ya no quieren, limitar su violencia y reconciliarlos consigo mismos y con los estudios son
lo bastante numerosos para mostrar que esas instituciones no son utopías.
cercano a los individuos y más preocupado por ellos. Quienes se
ocupan de los otros se sentirían menos abandonados a sí mismos, y
las personas de quienes se ocupan recibirían un mejor trato.
DE LA IGUALDAD
¿RECONOCIMIENTO DE QUÉ?