Borges - Conferencia 1968

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Revista de Artes y Humanidades UNICA

ISSN: 1317-102X
[email protected]
Universidad Católica Cecilio Acosta
Venezuela

Borges, Jorge Luis


Mi entrañable señor Cervantes
Revista de Artes y Humanidades UNICA, vol. 6, núm. 12, enero-abril, 2005, pp. 221-230
Universidad Católica Cecilio Acosta
Maracaibo, Venezuela

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=170121560012

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Revista de Artes y Humanidades UNICA
Año 6 Nº 12 / Enero-Abril 2005, pp. 221 - 230
Universidad Católica Cecilio Acosta · ISSN: 1317-102X

Mi entrañable señor Cervantes1

BORGES, Jorge Luis

Puede parecer una tarea estéril e ingrata discutir una vez más
el tema de Don Quijote, ya que se han escrito sobre él tantos libros,
bibliotecas enteras, bibliotecas aún más abundantes que la que fue
incendiada por el piadoso celo del sacristán y el barbero. Sin em-
bargo, siempre hay placer, siempre hay una suerte de felicidad
cuando se habla de un amigo. Y creo que todos podemos conside-
rar a Don Quijote como un amigo. Esto no ocurre con todos los
personajes de ficción. Supongo que Agamenón y Beowulf resultan
más bien distantes. Y me pregunto si el príncipe Hamlet no nos hu-
biera menospreciado si le hubiéramos hablado como amigos, del
mismo modo en que desairó a Rosencrantz y Guildenstern. Porque
hay ciertos personajes, y esos son, creo, los más altos de la ficción,
a los que con seguridad y humildemente podemos llamar amigos.
Pienso en Huckleberry Finn, en Mr. Pickwick, en Peer Gynt y en
no muchos más.

1 Papel Literario de El Nacional: Centenario de Borges. Papel literario de El Nacional,


1º de agosto de 1999. En 1968 Jorge Luis Borges pronunció, en inglés, esta conferen-
cia sobre el Quijote en la Universidad de Texas, Austin. El texto fue recobrado recien-
temente por Julio Ortega y Richard Gordon e incluido en un número monográfico de
la revista estadounidense Inti. Esta traducción, la primera que se hace al castellano,
fue publicada por la revista española Letra Internacional. Papel Literario celebra el
centenario del nacimiento de Borges con un número temático que incluye, además, un
ensayo de Atanasio Alegre, una selección de retratos capturados por Enrique Hernán-
dez-D’Jesús, en 1982, y una secuencia fotográfica de Eduardo Comesario.
Tomado de Venezuela Analítica http://www.analitica.com/bitblioteca/home/de-
fault.asp

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BORGES, Jorge Luis

Pero ahora hablaremos de nuestro amigo Don Quijote. Pri-


mero digamos que el libro ha tenido un extraño destino. Pues de al-
gún modo, apenas si podemos entender por qué los gramáticos y
académicos le han tomado tanto aprecio a Don Quijote. Y en el si-
glo XIX fue alabado y elogiado, diría yo, por las razones equivoca-
das. Por ejemplo, si consideramos un libro como el ejercicio de
Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, descubrimos
que Cervantes fue admirado por la gran cantidad de proverbios que
conocía. Y el hecho es que, como todos sabemos, Cervantes se
burló de los proverbios haciendo que su rechoncho Sancho los re-
pitiera profusamente. Entonces, la gente consideraba a Cervantes
un escritor ornamental. Y debo decir que a Cervantes no le intere-
saba para nada la escritura ornamental; la escritura refinada no le
agradaba demasiado, y leí en alguna parte que la famosa dedicato-
ria de su libro al Conde de Lemos fue escrita por un amigo de Cer-
vantes o copiada de algún libro, ya que él mismo no estaba espe-
cialmente interesado en escribir esa clase de cosas. Cervantes fue
admirado por su «buen estilo», y por supuesto las palabras «buen
estilo» significan muchas cosas. Si pensamos que Cervantes nos
transmitió el personaje y el destino del ingenioso hidalgo Don Qui-
jote de la Mancha, tenemos que admitir su buen estilo, o, más bien,
algo más que un buen estilo, porque cuando hablamos de buen esti-
lo pensamos en algo meramente verbal.
Me pregunto cómo hizo Cervantes para lograr ese milagro,
pero de algún modo lo logró. Y recuerdo ahora una de las cosas
más notables que he leído, algo que me produjo tristeza. Stevenson
dijo: «¿Qué es el personaje de un libro?». Y respondió: «Después
de todo, un personaje es tan sólo una ristra de palabras».
Es cierto, y sin embargo, lo consideramos una blasfemia.
Porque cuando pensamos, digamos, en Don Quijote o en Huckle-
berry Finn o en Peer Gynt o en Lord Jim, sin duda no pensamos en
ristras de palabras. También podríamos decir que nuestros amigos
están hechos de ristras de palabras y, por supuesto, de percepcio-
nes visuales. Cuando en la ficción nos encontramos con un verda-
dero personaje, sabemos que ese personaje existe más allá del
mundo que lo creó. Sabemos que hay cientos de cosas que no co-
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nocemos, y que sin embargo existen. De hecho, hay personajes de


ficción que cobran vida en una sola frase. Y tal vez no sepamos de-
masiadas cosas sobre ellos, pero, especialmente, lo sabemos todo.
Por ejemplo, ese personaje creado por el gran contemporáneo de
Cervantes. Shakespeare: Yorick; el pobre Yorick, es creado, diría,
en unas pocas líneas. Cobra vida. No volvemos a saber nada de él,
y sin embargo sentimos que lo conocemos. Y tal vez, después de
leer Ulises, conocemos cientos de cosas, cientos de hechos, cientos
de circunstancias acerca de Stephen Dedalus y de Leopold Bloom.
Pero no los conocemos como a Don Quijote, de quien sabemos
mucho menos.
Ahora voy al libro mismo. Podemos decir que es un conflicto
entre los sueños y la realidad. Esta afirmación es, por supuesto,
errónea, ya que no hay causa para que consideremos que un sueño
es menos real que el contenido del diario de hoy o que las cosas re-
gistradas en el diario de hoy. No obstante, como debemos hablar
de sueños y realidad, porque también podríamos, pensando en
Goethe, hablar de Wahrheit und Dichtung, de verdad y poesía.
Pero cuando Cervantes pensó escribir este libro, supongo que con-
sideró la idea del conflicto entre los sueños y la realidad, entre las
proezas consignadas en los romances que Don Quijote leyó y que
fueron tomadas del Matière de Bretagne, del Matière France y de-
más y la monótona realidad de la vida española a principios del si-
glo XVII. Y encontramos este conflicto en el título mismo del li-
bro. Creo que, tal vez, algunos traductores ingleses se han equivo-
cado al traducir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
como The ingenious knight: Don Quijote de la Mancha, porque las
palabras «Knight» y «Don» son lo mismo. Yo diría tal vez «the in-
genious country gentleman», y allí está el conflicto.
Pero, por supuesto, durante todo el libro, especialmente en la
primera parte, el conflicto es muy brutal y obvio. Vemos a un caba-
llero que vaga en sus empresas filantrópicas a través de los polvo-
rientos caminos de España, siempre apelado y en apuros. Además
de eso, encontramos muchos indicios de la misma idea. Porque por
supuesto, Cervantes era un hombre demasiado sabio como para no
saber que, aun cuando opusiera los sueños y la realidad, la realidad
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no era, digamos, la verdadera realidad, o la monótona realidad co-


mún. Era una realidad creada por él; es decir, la gente que repre-
senta la realidad en Don Quijote forma parte del sueño de Cervan-
tes tanto como Don Quijote y sus infladas ideas de la caballerosi-
dad, de defender a los inocentes y demás. Y a lo largo de todo el li-
bro hay una suerte de mezcla de los sueños y la realidad.
Por ejemplo, se puede señalar un hecho, y me atrevo a decir
que ha sido señalado con mucha frecuencia, ya que se han escrito
tantas cosas sobre Don Quijote. Es el hecho de que, tal como la
gente habla todo el tiempo del teatro en Hamlet, la gente habla todo
el tiempo de libros en Don Quijote. Cuando el párroco y el barbero
revisan la biblioteca de Don Quijote, descubrimos, para nuestro
asombro, que uno de los libros ha sido escrito por Cervantes, y sen-
timos que en cualquier momento el barbero y el párroco pueden
encontrarse con un volumen del mismo libro que estamos leyendo.
En realidad eso es lo que pasa, tal vez lo recuerden, en ese otro es-
pléndido sueño de la humanidad, el libro de Las mil y una noches.
Pues en medio de la noche Scherezade empieza a contar distraída-
mente una historia y esa historia es la historia de Scherezade. Y po-
dríamos seguir hasta el infinito. Por supuesto, esto se debe a, bue-
no, a un simple error del copista que vacila ante ese hecho, si Sche-
rezade contando la historia de Scherezade es tan maravilloso como
cualquier otro de los maravillosos cuentos de las Noches.
Además, también tenemos en Don Quijote el hecho de que
muchas historias están entrelazadas. Al principio podemos pensar
que se debe a que Cervantes puede haber pensado que sus lectores
podrían cansarse de la compañía de Don Quijote y de Sancho y en-
tonces trató de entretenerlos entrelazando otras historias. Pero yo
creo que lo hizo por otra razón. Y esa otra razón sería que esas his-
torias, la Novela del curioso impertinente, el cuento del cautivo y
demás, son otras historias. Y por eso está esa relación de sueños y
realidad, que es la esencia del libro. Por ejemplo, cuando el cautivo
nos cuenta su cautiverio, habla de un compañero. Y ese compañe-
ro, se nos hace sentir, es finalmente nada menos que Miguel de
Cervantes Saavedra, que escribió el libro. Así hay un personaje
que es un sueño de Cervantes y que, a su vez, sueña con Cervantes
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y lo convierte en un sueño. Después, en la segunda parte del libro,


descubrimos, para nuestro asombro, que los personajes han leído
la primera parte y que también han leído la imitación del libro que
ha escrito un rival. Y no escatiman juicios literarios y se ponen del
lado de Cervantes. Así que es como si Cervantes estuviera todo el
tiempo entrando y saliendo fugazmente de su propio libro y, por
supuesto, debe haber disfrutado mucho de su juego.
Por supuesto, desde entonces otros escritores han jugado ese
juego (permítanme que recuerde a Pirandello) y también una vez
lo ha jugado uno de mis escritores favoritos, Henrik Ibsen. No sé si
recordarán que al final del tercer acto de Peer Gynt hay un naufra-
gio. Peer Gynt está a punto de ahogarse. Está por caer el telón. Y
entonces Peer Gynt dice: «Después de todo, nada puede ocurrirme,
porque, ¿cómo puedo morir al final del tercer acto?». Y encontra-
mos un chiste similar en uno de los prólogos de Bernard Shaw.
Dice que de nada le serviría a un novelista escribir «se le llenaron
los ojos de lágrimas, pues vio que a su hijo sólo le quedaban unos
pocos capítulos de vida». Y yo diría que fue Cervantes quien in-
ventó este juego. Salvo que, por supuesto, nadie inventa nada, por-
que siempre hay algunos malditos antecesores que han inventado
muchísimas cosas antes que nosotros.
Entonces tenemos en Don Quijote un doble carácter. Reali-
dad y sueño. Pero al mismo tiempo Cervantes sabía que la realidad
estaba hecha de la misma materia que los sueños. Es lo que debe
haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún momento de
su vida. Pero él se divirtió recordándonos que aquello que toma-
mos como pura realidad era también un sueño. Y así todo el libro
es una suerte de sueño. Y al final sentimos que, después de todo
también nosotros podemos ser un sueño.
Y hay otro hecho que me gustaría recordarles: cuando Cer-
vantes habló de La Mancha, cuando habló de los caminos polvo-
rientos, de las posadas de España a principios del siglo XVII, pen-
saba en ellas como cosas aburridas, como cosas muy ordinarias.
Algo muy semejante sentía Sinclair Lewis al hablar de Main
Street, y cosas así. Y sin embargo ahora palabras como La Mancha

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tienen una significación romántica porque Cervantes se burló de


ellas.
Y hay otro hecho que me gustaría recordarles. Cervantes,
como él mismo dijo dos o tres veces, quería que el mundo olvidara
los romances de caballería que él acostumbraba leer. Y sin embar-
go si hoy se recuerdan nombres tales como Palmerín de Inglaterra,
Tirant lo Blanc, Amadís de Gaula y otros, es porque Cervantes se
burló de ellos. Y de algún modo esos nombres ahora son inmorta-
les. Entonces uno no debe quejarse si la gente se ríe de nosotros,
porque por lo que sabemos, esa gente puede inmortalizarnos con
su risa.
Por supuesto, no creo que tengamos la suerte de que se ría de
nosotros un hombre como Cervantes. Pero seamos optimistas y
pensemos que podría ocurrir.
Y ahora llegamos a otra cosa. Algo que es tal vez tan impor-
tante como otros hechos que ya les he recordado. Bernard Shaw dijo
que un escritor sólo podía tener tanto tiempo como el que le diera su
poder de convicción. Y, en el caso de Don Quijote, creo que todos
estamos seguros de conocerlo. Creo que no hay duda posible de
nuestra convicción en cuanto a su realidad. Por supuesto, Coleridge
escribió sobre una voluntaria suspensión del descreimiento. Ahora
me gustaría entrar en detalles acerca de mi afirmación.
Creo que todos nosotros creemos en Alonso Quijano. Y, por
raro que parezca, creemos en él desde el primer momento en que
nos es presentado. Es decir, desde la primera página del primer ca-
pítulo. Y sin embargo, cuando Cervantes lo presentó ante nosotros,
supongo que sabía muy poco de él. Cervantes debe haber sabido
tan poco como nosotros. Debe haber pensado en él como héroe, o
como el eje de una novela de humor, pero no se ve ningún intento
de entrar en lo que podríamos llamar su psicología. Por ejemplo, si
otro escritor hubiera tomado el tema de Alonso Quijano, o de cómo
Alonso Quijano se volvió loco por leer demasiado, hubiera entrado
en detalles acerca de su locura. Nos hubiera mostrado el lento os-
curecimiento de su razón. Nos hubiera mostrado cómo todo empe-
zó con una alucinación, cómo al principio jugó con la idea de ser

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un caballero errante, cómo por fin se lo tomó en serio, y tal vez


todo eso no le hubiera servido de nada a ese escritor. Pero Cervan-
tes meramente nos dice que se volvió loco. Y nosotros le creemos.
Ahora bien, ¿qué significa creer en Don Quijote? Supongo
que significa creer en la realidad de su personaje, de su mente. Por-
que una cosa es creer en un personaje, y otra muy diferente es creer
en la realidad de las cosas que le ocurrieron. En el caso de Shakes-
peare es muy claro. Supongo que todos creemos en el príncipe
Hamlet, que todos creemos en Macbeth. Pero no estoy seguro de
que las cosas ocurrieran tal como Shakespeare nos cuenta en la
corte de Dinamarca, ni tampoco que creemos en las tres brujas de
Macbeth.
En el caso de Don Quijote, estoy seguro de que creemos en su
realidad. No estoy seguro —tal vez sea una blasfemia, pero des-
pués de todo, estamos hablando entre amigos, les estoy hablando a
todos ustedes; es algo diferente, ¿no?, estoy hablando en confian-
za—, no estoy del todo seguro de que creo en Sancho como creo en
Don Quijote. Pues a veces siento, que pienso en Sancho como un
mero contraste de Don Quijote. Y después están los otros persona-
jes. Me parece que creo en Sansón Carrasco, creo en el cura, en el
barbero, tal vez en el duque, pero después de todo no tengo que
pensar mucho en ellos, y cuando leo Don Quijote tengo una sensa-
ción extraña. Me pregunto si compartirán esta sensación conmigo.
Cuando leo Don Quijote, siento que esas aventuras no están allí
por sí mismas. Coleridge comentó que cuando leemos Don Quijote
nunca nos preguntamos «¿y ahora qué sigue?», sino que nos pre-
guntamos qué ocurrió antes, y que estamos más dispuestos a releer
un capítulo que a continuar con uno nuevo.
¿Cuál es la causa? La causa, supongo, es que sentimos, al
menos yo siento, que las aventuras de Don Quijote son meros adje-
tivos de Don Quijote. Es una argucia del autor para que conozca-
mos profundamente al personaje. Es por eso que libros como La
ruta de Don Quijote, de Azorín, o la Vida de Don Quijote y Sancho
de Unamuno, nos parecen de algún modo innecesarios. Porque to-
man las aventuras o la geografía de las historias demasiado en se-

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rio. Mientras que nosotros realmente creemos en Don Quijote y sa-


bemos que el autor inventó las aventuras para que nosotros pudié-
ramos conocerlo mejor.
Y no sé si esto no es cierto con respecto a toda la literatura.
No sé si podemos encontrar un solo libro, un buen libro, del que
aceptemos el argumento aunque no aceptemos a los personajes.
Creo que eso no ocurre nunca, creo que para aceptar un libro tene-
mos que aceptar a su personaje central. Y podemos pensar que es-
tamos interesados en las aventuras, pero en realidad estamos más
interesados en el héroe. Por ejemplo, aun en el caso de otro gran
amigo nuestro —y le pido disculpas a él y ustedes por no haberlo
mencionado—, Mr. Sherlock Holmes, no sé si creemos verdadera-
mente en El perro de los Baskerville. No lo creo, al menos yo creo
en Sherlock Holmes, creo en el Dr. Watson, creo en esa amistad.
Y lo mismo ocurre con Don Quijote. Por ejemplo, cuando
cuenta las extrañas cosas que vio en la cueva de Montesinos. Y sin
embargo, yo siento que él es un personaje muy real. Las historias
no tienen nada especial, no se ve ninguna ansiedad especial en la
urdimbre que las une, pero son, en cierto sentido, como espejos,
como espejos en los que podemos ver a Don Quijote. Y sin embar-
go, al final, cuando él vuelve, cuando vuelve a su pueblo natal para
morir, sentimos lástima de él porque tenemos que creer en esa
aventura. Él siempre había sido un hombre valiente. Fue un hom-
bre valiente cuando le dijo estas palabras al caballero enmascarado
que lo derribó: «Dulcinea del Toboso es la dama más bella del
mundo, y yo el más miserable de los caballeros». Y sin embargo, al
final, descubrió que toda su vida había sido una ilusión, una nece-
dad, y murió de la manera más triste del mundo, sabiendo que ha-
bía estado equivocado.
Ahora llegamos a lo que tal vez sea la escena más grande de
ese gran libro: la verdadera muerte de Alonso Quijano. Tal vez sea
una lástima que sepamos tan poco de Alonso Quijano. Sólo nos es
mostrado en una o dos páginas antes de que se vuelva loco. Y sin
embargo, tal vez no sea una lástima, porque sentimos que sus ami-
gos lo abandonaron. Y entonces también podemos amarlo. Y al fi-

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nal, cuando Alonso Quijano descubre que nunca ha sido Don Qui-
jote, que Don Quijote es una mera ilusión, y que está por morirse,
la tristeza nos arrasa, y también a Cervantes.
Cualquier otro escritor hubiera cedido a la tentación de escri-
bir un «pasaje florido». Después de todo, debemos pensar que Don
Quijote había acompañado a Cervantes muchos años. Y, cuando le
llega el momento de morir, Cervantes debe haber sentido que se
estaba despidiendo de un viejo y querido amigo. Y, si hubiera sido
peor escritor, o tal vez si hubiera sentido menos pena por lo que es-
taba pasando, se hubiera lanzado a una «escritura florida».
Ahora estoy al borde de la blasfemia, pero creo que cuando
Hamlet está por morir, creo que tendría que haber dicho algo mejor
que «el resto es silencio». Porque eso me impresiona como escritu-
ra florida y bastante falsa. Amo a Shakespeare, lo amo tanto que
puedo decir estas cosas de él y esperar que me perdone. Pero bien,
también diré: Hamlet, «el resto es silencio»... no hay otro que pue-
da decir eso antes de morir. Después de todo, era un dandy y le en-
cantaba lucirse.
Pero en el caso de Don Quijote, Cervantes se sintió tan sobre-
cogido por lo que estaba ocurriendo que escribió: «El cual entre sus-
piros y lágrimas de quienes lo rodeaban», y no recuerdo exactamen-
te las palabras, pero el sentido es «dio el espíritu, quiero decir que se
murió». Ahora bien, supongo que cuando Cervantes releyó esa ora-
ción debe haber sentido que no estaba a la altura de lo que se espera-
ba de él. Y sin embargo, también debe haber sentido que se había
producido un gran milagro. De algún modo sentimos que Cervantes
lo lamenta mucho, que Cervantes está tan triste como nosotros. Y
por eso se le puede perdonar una oración imperfecta, una oración
tentativa, una oración que en realidad no es imperfecta ni tentativa
sino un resquicio a través del cual podemos ver lo que él sentía.
Ahora, si me hacen algunas preguntas trataré de responderlas.
Siento que no he hecho justicia al tema, pero después de todo, estoy
un poco conmovido. He vuelto a Austin después de seis años. Y tal
vez ese sentimiento ha superado lo que siento por Cervantes y por
Don Quijote. Creo que los hombres seguirán pensando en Don

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Quijote porque después de todo hay una cosa que no queremos


olvidar: una cosa que nos da vida de tanto en tanto, y que tal vez
nos la quita, y esa cosa es la felicidad. Y, a pesar de los muchos
infortunios de Don Quijote, el libro nos da como sentimiento final
la felicidad. Y sé que seguirá dándoles felicidad a los hombres. Y
para repetir una frase trillada y famosa, pero por supuesto todas las
expresiones famosas se vuelven trilladas: «Algo bello es una dicha
eterna». Y de algún modo Don Quijote —más allá del hecho de
que nos hemos puesto un poco mórbidos, de que todos hemos sido
sentimentales con respecto a él— es esencialmente una causa de
dicha. Siempre pienso que una de las cosas felices que me han
ocurrido en la vida es haber conocido a Don Quijote.

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