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El heredero de Tartessos
El heredero de Tartessos
El heredero de Tartessos
Libro electrónico561 páginas6 horas

El heredero de Tartessos

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Una tarde de comienzos de verano, junto a un cruce de caminos en el corazón de los montes ólcades, un joven celtíbero es testigo de un combate entre soldados cartagineses y guerreros oretanos.
El celtíbero se ve impulsado a tomar partido, y esa decisión lo conducirá a conocer aspectos insospechados de su propio pasado y a jugar un papel protagonista en los trascendentales acontecimientos que están a punto de cambiar el destino de Ispania.
La huella del legendario reino de Tartessos, el avance irresistible de Amílcar Barca por el valle del Betis y la resistencia desesperada de la ciudad íbera de Hélike, se entrelazan en un fascinante fresco histórico, que recrea aquel tiempo en que las serranías del interior de la península ibérica se convirtieron de pronto en el escenario decisivo de la lucha por el poder en el mundo antiguo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2014
ISBN9788415415077
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    El heredero de Tartessos - Arturo Gonzalo Aizpiri

    heredero_tartessos_evook.jpg

    EL HEREDERO

    DE TARTESSOS

    Arturo Gonzalo Aizpiri

    ediciones evohé.jpg

    PRÓLOGO DE UN LECTOR ASOMBRADO

    Tal vez no resulte razonable, ni cortés, comenzar el prólogo de una novela histórica diciendo que no soy lector habitual de este género literario, tan pujante en nuestro país. Pero así es. Por mi condición profesional de arqueólogo e historiador paso la mayor parte de mi tiempo trabajando en estudios históricos, así que suelo emplear mis ratos libres en otras lecturas de ficción.

    Siendo así, el lector se preguntará el porqué de este prólogo e, incluso, por los méritos de este prologuista. Debo señalar que son numerosas las afinidades que me unen al autor, y, singularmente, una de ellas es el interés por el medio ambiente. En efecto, Arturo Gonzalo Aizpiri ha sido uno de nuestros más comprometidos y eficaces gestores, tanto en la Comunidad de Madrid como en el gobierno español, de los asuntos medioambientales. Ambos hemos tenido ocasión de colaborar en proyectos como la defensa del valle del Lozoya frente al intento, finalmente frustrado, de atravesarlo en superficie por la línea férrea del AVE Madrid-Valladolid.

    Por eso no me llamó la atención que quisiera visitar las excavaciones arqueo-paleontológicas que, junto a los catedráticos Juan Luis Arsuaga y Alfredo Pérez-González, dirijo en Pinilla del Valle, en la sierra madrileña. Fue en el curso de esa visita cuando descubrimos nuestro común interés por los pueblos celtibéricos, y cuando Arturo me explicó el proyecto de su novela y recabó mi opinión. Debo decir que Arturo también se interesó por conocer a Dionisio Álvarez, un magnífico ilustrador, habitual colaborador mío, que tristemente murió pocas semanas después. Me congratula que la portada de este libro incluya un homenaje a Dionisio.

    Inicié la lectura más atento al gazapo histórico o arqueológico que a la propia trama, pues pensé que se requería de mí más como supervisor arqueológico que como crítico literario, y pronto me vi sorprendido por la abundante documentación histórica y las fuentes clásicas que Arturo Gonzalo Aizpiri ha tenido que manejar para encajar los sucesos en la Iberia prerromana. Los hechos históricos, el paisaje natural y antropizado, las costumbres de nuestros antepasados, todo está perfectamente aquilatado y no hay errores en la reconstrucción de las diferentes escenas. Visto con los ojos de un arqueólogo, esto resulta muy llamativo y meritorio.

    Reconstruir el pasado de una forma veraz es el objetivo principal de los historiadores. Los arqueólogos nos centramos en la vida cotidiana de los humanos, con especial énfasis en su evolución tecnológica. La llamada nueva arqueología y también la arqueología postprocesual se centran en la reconstrucción de la vida humana intentando descifrar algo que no fosiliza, pero sí deja huella, como son los sentimiento de las personas.

    Me viene a la memoria mi primera colaboración en un yacimiento paleolítico, en la cueva de Tito Bustillo (Ribadesella, Asturias, 1977). El director de aquella excavación, el catedrático Alfonso Moure, me decía, mientras excavábamos un hogar magdaleniense, que nuestro objetivo no era tanto saber cómo era aquel hogar, sino qué pasó en él, para así poder reconstruir la vida diaria de un magdaleniense. No puedo estar más de acuerdo con aquella idea. Descubrir los sentimientos y aun los sueños de nuestros antepasados es la utopía de cualquier arqueólogo. Pero no es fácil. A veces el temor a la crítica nos lleva a ser excesivamente cautos e incluso pusilánimes. Solo algunos más valientes, a veces temerarios, se atreven a emitir propuestas no demostradas con evidencias científicas pero que nos abren nuevos caminos para la investigación. Y en ocasiones son aficionados o literatos quienes, sin temor a la crítica disciplinar, nos proponen alternativas no exploradas.

    Esto es lo que me ha sucedido con la novela que tienes entre las manos, amable lector. Como he dicho, las primeras páginas las leí con ojos de arqueólogo, pero esa actitud tornó a las pocas páginas. Rápidamente los personajes, sus relaciones, sentimientos y sueños me atrajeron mucho más que los aspectos formales. La novela está muy bien escrita, pero lo que me cautivaba era la fuerza de las escenas. Y por mis trabajos en los yacimientos celtibéricos de Numancia y Tiermes en Soria, y el Llano de la Horca en la localidad madrileña de Santorcaz, he tenido la ocasión de recrear numerosas escenas de este mundo prerromano.

    Conocer el comportamiento de los diferentes pueblos que habitan la meseta ibérica cuando llegan a ella cartagineses y romanos es uno de los temas más atractivos, en mi opinión, de la arqueología española. Desde que el historiador alemán Adolf Schulten recopilara las Fontes hispaniae antiquae (que continúan el trabajo previo de Miguel Cortés y López en su Diccionario geográfico-histórico de la España Antigua, publicado en 1835 y 1836), todos cuantos hemos bebido en ellas hemos precisado contrastarlas con la información arqueológica de los yacimientos. En los años sesenta combinábamos la lectura de La Península Ibérica en los comienzos de su historia, de García-Bellido, con Los pueblos de España, de Caro Baroja, para tener una visión de conjunto. A finales del siglo pasado muchos autores, como Almagro Gorbea, Bendala, Burillo, Arturo Ruiz o Ruiz-Zapatero, escriben síntesis que combinan y contrastan las fuentes escritas con las arqueológicas. Y cada cierto tiempo aparecen manuales que actualizan nuestros conocimientos. Me atrevo a recomendar el más reciente de ellos, De Iberia a Hispania, coordinado por Francisco Gracia Álamo y editado a finales del 2008, para completar la bibliografía que Gonzalo Aizpiri incluye al final de su novela.

    En este, la narración está centrada en el enfrentamiento entre las tropas de Aníbal y los indígenas del interior de la península ibérica. Sobre estos, la denominación de celtíberos tal vez sea la más adecuada, pero dependiendo de a qué autores sigamos, la Celtiberia incluirá o no a grupos como ólcades y vettones (además, siempre, de arévacos, pelendones, belos, tittos y lusones), y las fronteras inestables entre ellos se situarán en un punto u otro.

    La resistencia indígena frente al cartaginés invasor no solo es el telón de fondo del relato, sino algo, en mi opinión, mucho más importante: la expresión de los más nobles sentimientos. En una sociedad como la nuestra, en la que los llamados valores son tan poco valorados, cabe tomar esta novela como una invitación a compartir sentimientos como la amistad, la lealtad, la generosidad, el compromiso, la honradez, el respeto a la naturaleza.

    Recibamos, pues, esta primera novela de Arturo Gonzalo Aizpiri como una invitación a reflexionar sobre la evolución de la condición humana y, si aún es tiempo, a recuperar lo mejor de nosotros mismos.

    Enrique BAQUEDANO.

    Arqueólogo.

    Director del Museo Arqueológico Regional

    de la Comunidad de Madrid.

    A Ángela, por no dejar de inspirarme nuevos

    sueños y recorrer media España conmigo tras los

    pasos de Gerión y de Anglea. La vida a tu lado es

    la aventura más hermosa que se pueda imaginar.

    AGRADECIMIENTOS

    Cuando uno tarda cuatro largos años en escribir su primera novela corre el riesgo de que quienes lo rodean acaben por perder la fe o la paciencia, o ambas cosas. Si no ha sido así es porque Ángela, mis hijos Lara y Víctor, mis padres y hermanos, y ese grupo de maravillosos canallas que tengo por amigos, son incondicionales en el amor y la indulgencia. A todos os estoy inmensamente agradecido por esto y, sobre todo, por todo lo demás.

    Algunos de ellos, además, leyeron el manuscrito y me hicieron observaciones y comentarios muy valiosos. Gracias, por ello, a mi padre, Ángela y Lara, Jaime y Elena, Javier, Julio, Ángel y Maena, Gema y Juan, Aurora y Alejandro. Juan Pedro de Gaspar dedicó su inmenso talento y muchas horas de su tiempo a que esta novela tuviera un diseño gráfico que me parece insuperable; mi gratitud hacia él no tiene límite. Su portada incluye, a modo de homenaje, un pequeño fragmento de un trabajo de Dionisio Álvarez Cueto, uno de los grandes nombres de la ilustración histórica española, recientemente fallecido. Gracias también a Enrique Baquedano; es todo un honor haber contado con su sabiduría y amistad. Y, cómo no, a Alberto Santos, mi editor y amigo, a quien corresponde una gran parte del mérito de que este proyecto se haya convertido en realidad.

    Y vaya también mi reconocimiento a todos aquellos historiadores, arqueólogos, conservadores de museos y aficionados que perseveran en investigar los rincones peor iluminados de nuestra historia. No se me ocurre mejor homenaje que el intento de sembrar en otros, aunque sea con esta novela llena de licencias y deslices, la inquietud por conocer mejor aquel tiempo en que comenzó a fraguarse lo que somos.

    Celtiberi, id est robur Spaniae

    (Celtíberos, son la fortaleza de España)

    LUCIO ANNO FLORO

    mapa_heredero_tartessos.tif

    PRIMERA PARTE

    VOCES DE AGUA Y FUEGO

    CAPÍTULO I

    País de los ólcades (Celtiberia).

    Año 229 a. de C.

    Dejó caer sus armas en el suelo alfombrado de helechos y se recostó contra el tronco de un gran pino, muy cerca de las escarpaduras de arenisca que descendían desde las alturas de la sierra. Había estado recorriendo ese monte durante toda la tarde, tratando de encontrar huellas entre los macizos de zarzas, jaras y retamas, dando vueltas y más vueltas por aquel laberinto de piedra, agua y vegetación espesa. Comenzaba a atardecer y sintió que el desánimo le caía encima como una bofetada. «¿Seré capaz de encontrar mi presa?», se dijo. Habían pasado ya dieciséis días desde su partida de la aldea y comenzaba a preguntarse si regresaría con las manos vacías, incapaz de demostrar su hombría a toda la tribu. «No volveré si no es con el trofeo; prefiero que todos piensen que he muerto a la vergüenza de entregar las armas». Acarició la espada de hierro, el pequeño escudo circular de madera con refuerzos de bronce, el largo arco y la jabalina cuya asta había fabricado con sus propias manos; pensó en las horas innumerables que había empleado lijando y templando al fuego las ramas elegidas cuidadosamente.

    Había decidido dedicarse a buscar un jabalí; hacía años que no tenían enfrentamientos con las aldeas vecinas y en esta época del año los lobos contaban con bastantes presas en los altos páramos como para acercarse a las tierras de los hombres. Pero el caso es que si no conseguía regresar antes del plenilunio con una cabeza de jabalí, lobo o enemigo, perdería toda oportunidad de convertirse en un guerrero y tendría que pasar el resto de su vida cultivando los campos y pastoreando los rebaños como un siervo, sin derecho siquiera a participar en la asamblea de la tribu. De modo que le quedaban solo dos días. Había encontrado muchos de esos lugares donde los jabalíes se arrancan los parásitos revolviéndose en el fango y frotando la piel contra los árboles, y había conseguido lanzar la jabalina contra un gran macho que había cargado contra él, pero no solo no logró cobrar su pieza, sino que aun escapó a duras penas, con la huella de los colmillos del animal marcada profundamente en el muslo. Y es que la jabalina nunca había sido su fuerte. En cambio, era un arquero excelente, pero ninguna de las bestias se había estado quieta el tiempo suficiente para permitirle hacer blanco en las escasas partes vulnerables de su correosa piel.

    Además, tenía hambre. La búsqueda del jabalí le había obsesionado de tal modo que había dejado de rastrear otras piezas menores para poder comer carne, y subsistía a base de bellotas y algún que otro lagarto que había encontrado adormecido por el calor del sol. Bebió agua y sintió que la fatiga le cerraba lentamente los párpados.

    Se sobresaltó de pronto y abrió los ojos; debía de haber dormido un buen rato, porque la luz empezaba a ser incierta entre los árboles. Escuchó de inmediato el sonido que lo había despertado. Entre el aire inmóvil del bosque llegaba el rumor lejano de una batalla: metales, gritos de hombres y piafar de caballos. Se levantó de un salto, alerta como un gato, y avanzó cauteloso entre pinos, robles y sabinas hasta que desde un promontorio pudo contemplar el camino que transcurría por una ancha vaguada entre los montes, junto al río Sucro[1]. No pudo evitar una exclamación:

    —¡Cartagineses!

    En el centro de una densa nube de polvo combatía un grupo de jinetes. Dos hombres se defendían desesperadamente de cuatro soldados con uniforme de cuero y lienzo rojo, algunos más yacían en el suelo. Aunque nunca antes los había visto, sabía que los atacantes eran cartagineses, porque en los fuegos de las aldeas no se hablaba de otra cosa desde hacía varias lunas. Después de muchas estaciones de ausencia, habían vuelto aquellos púnicos sanguinarios y las tribus de Ispania iban cayendo una a una bajo su dominio. «¡Cartagineses a las mismas puertas del país de los ólcades! ¡Nadie pensó que estarían tan cerca. Tengo que ir a la aldea a dar el aviso!», pensó, tratando de identificar el origen de los dos hombres que aún resistían. Eran íberos, desde luego, con sus falcatas de hierro, la túnica corta y las altas botas, la capa y el casquete de cuero. «Probablemente oretanos», se dijo, y un instante después el que parecía más joven de ellos gritó algo y atacó con furia, mientras el otro salía al galope hacia el bosque, tomando una dirección que le haría pasar muy cerca de donde se encontraba observando el muchacho.

    El cartaginés que parecía ser el jefe del grupo, con un mechón de plumas coronando el casco, dio una cortante orden y dos de sus hombres saltaron en persecución del fugitivo. Uno de ellos aminoró la marcha para tensar el arco y lanzar una flecha silbando entre los troncos que un momento después impactó con un sordo crujido en la espalda del oretano. Este se desplomó sobre el cuello de su caballo y aferrándose a él lo espoleó para adentrarse en el bosque cada vez más sombrío. El muchacho se sintió invadido a un tiempo de temor y de júbilo. «¡Esta es mi oportunidad, aquí tengo la presa que necesito!» Sacó dos flechas de la bolsa de piel que colgaba de su espalda y apuntó cuidadosamente al claro por el que en ese momento veía pasar al oretano. Esperó escuchando el palpitar furioso de su pecho hasta que apareció en el claro el primero de los cartagineses; la expresión triunfante del rostro del púnico se congeló en una mueca de agonía cuando una flecha le atravesó el cuello. El segundo jinete perseguidor salió de los árboles justo a tiempo de ver caer a su compañero, y tensó su propio arco buscando al atacante a su alrededor. Tal vez viera llegar la segunda flecha, porque se le clavó exactamente entre los ojos.

    El muchacho corrió exultante colina abajo, hacia donde yacían los púnicos en un charco de sangre que se extendía lentamente sobre las hojas secas. Sabía que no tenía un minuto que perder. «¡Por Cosus, lo he conseguido, mi primera salida y mato ni más ni menos que a dos cartagineses!», se gritó en silencio, incapaz de creer lo que estaba ocurriendo. Desde el camino llegó un aullido de muerte y lamentó no haberse parado a ver cómo transcurría la lucha antes de abandonar su escondite, pero ya no podía volver atrás. Llegando al claro, desenfundó su espada y de sendos golpes a doble mano cortó las cabezas a los caídos, y corrió con ellas siguiendo el rastro del caballo oretano.

    No tardó en encontrarlo. El caballo, un alazán espléndido, probablemente del bajo Betis[2], permanecía inmóvil al pie de un roble inmenso. El animal miró al recién llegado con líquidos ojos inquietos, dilatando los ollares por el reciente esfuerzo. Tal vez se preguntara si era una amenaza el joven que ahora se aproximaba con movimientos suaves, desgranando un murmullo amistoso y tranquilizador mientras sostenía una cabeza ensangrentada en cada mano.

    —Tranquilo, caballo, aquí traigo a los asesinos de tu amo, no tengas temor de mí.

    No dejó de observar al jinete mientras tanto; parecía muerto, con el rostro enterrado en la crin y la flecha brotando vertical de la espalda como un estandarte. Al llegar junto a él advirtió un movimiento y se detuvo en seco, dejó caer sus trofeos y desenfundó la espada. El oretano giró la cabeza poco a poco y gimió roncamente. El joven se quedó paralizado, observando su rostro exangüe: era un hombre de unos cuarenta y cinco años, casi anciano, con la cabellera y la barba encanecidas y facciones meridionales. Supo que debía matarlo de inmediato y escapar con su caballo; si, como temía, la victoria en el camino había sido de los cartagineses, estarían ya adentrándose en el bosque tras él, a pesar de la noche que se cerraba rápidamente. «Lo siento, íbero, tú no eres mi enemigo, pero el peligro para mí sería aún mayor si les dices que ha sido un hombre solo quien ha matado a sus compañeros», pensó mientras alzaba la espada.

    En ese instante, el hombre abrió los ojos y los clavó fijamente en el rostro del joven, con expresión angustiada y demente. Bajó la mirada y una sola palabra se le rompió en los labios antes de desvanecerse de nuevo:

    —¡¡Tartessos!!

    [1]. Júcar.

    [2]. Guadalquivir.

    CAPÍTULO II

    «¿Tartessos? ¿Habré entendido bien? ¿Cómo puede este hombre saber nada de eso?» El joven se sacudió el estupor con una creciente sensación de peligro y, cambiando de intención, recuperó las cabezas de los púnicos, saltó a la grupa del caballo tras el herido y suspiró aliviado cuando vio que el animal respondía a la presión de sus talones y se encaminaba mansamente hacia el oeste.

    Un rugido de ira le reveló que sus víctimas habían sido halladas. «Ya resolveremos los enigmas más tarde, si es que consigo salvar el cuello. Ahora debo hacerles perder el rastro». No tardó en alcanzar un arroyo por cuyo cauce condujo al caballo pendiente arriba, atento a cualquier señal que le hiciera saberse perseguido, pero durante largo rato no escuchó otro sonido que el amortiguado chapoteo de los cascos del alazán entre las piedras y el rumor del agua.

    Llegó al fin a un punto en que el arroyo cambiaba bruscamente de curso, obligado por una pared vertical de arenisca que retrocedía en su base formando el profundo abrigo en que había pasado las últimas noches; pudo oler las cenizas del fuego que le había ayudado a mantener a raya a las criaturas del bosque. Guardó silencio tratando de percibir algún signo de peligro. Se echó el herido al hombro y lo tendió boca abajo en el lecho de arena del refugio, ató después la brida del caballo a un pino junto a la entrada. «Ahora la espalda», se dijo arrodillándose junto al íbero. A la luz mortecina del anochecer comprobó que el impacto había sido amortiguado en gran medida por el manto de piel, y la flecha había tocado hueso después. «Has tenido suerte», murmuró mientras la extraía de un tirón. La herida empezó a sangrar copiosamente empapando la espalda del herido. La lavó con agua del arroyo y la propia capa del oretano, lamentando no tener un lienzo limpio. Cuando terminó, comió un puñado de bellotas y repasó mentalmente los acontecimientos de aquella tarde, congratulándose de su buena suerte.

    Sintió que le inundaba toda la fatiga del día; un momento después dormía tendido a un paso del oretano.

    Al despertar se le vinieron encima en tropel los acontecimientos de la jornada anterior; se irguió y miró hacia la entrada del abrigo temiendo ver a los cartagineses avanzando hacia él. Pero no había nadie, tan solo el caballo, que le observaba impertérrito, recortándose contra el alba. Sabía que habría debido mantenerse en vela, pero se había sentido tan exhausto que no pudo hacer otra cosa que abandonarse a la protección de la fortuna. Extendió el brazo y sonrió al comprobar que el cuerpo del oretano estaba aún caliente. Vivía. «Vivimos los dos, tengo dos cabezas púnicas y un caballo. Y un montón de preguntas esperando respuesta. Vamos allá, antes de que nos encuentren». Se acercó al arroyo y bebió a grandes tragos el agua fría del monte. Volvió con un cuenco lleno y se arrodilló junto al extraño, contemplando la herida de su espalda con aire crítico. No parecía estar tan mal. Había perdido mucha sangre, por supuesto, y aún podía morirse en cualquier descuido, pero probablemente saldría adelante si conseguía llevarle pronto y sin contratiempos hasta la aldea. Debían ponerse en marcha cuanto antes.

    —¡Eh, tú, forastero, despierta! —dijo, empujándolo con suavidad.

    El herido gimió tenuemente y abrió los ojos. Trató de hablar, pero la voz se le hundió en la garganta.

    —Toma, bebe un poco, debes de haberte quedado seco como un muerto.

    Le acercó el cuenco a los labios y el hombre bebió con avidez; después torció el gesto en un rictus de sufrimiento.

    —¿Puedes hablar?, ¿me entiendes?

    El oretano asintió.

    Aunque como todos en su aldea hablaba algunas palabras de íbero, le alegró poder utilizar su lengua; se llevó la mano al pecho y habló con solemnidad.

    —Soy Gerión, hijo de Gerión y del pueblo de los ólcades. No te deseo ningún mal, a pesar de lo que estuve a punto de hacer contigo en el bosque.

    El hombre apuntó una sonrisa y habló con voz cargada de esfuerzo y acento extranjero, imitando el gesto del muchacho.

    —Yo soy Argantio, hijo de Argantio y del pueblo de los oretanos. Tampoco te deseo ningún mal. Estoy en deuda contigo —señaló las cabezas de los cartagineses, cubiertas de arena en el extremo del refugio.

    Gerión retiró la mano del pecho para hacer un gesto de despreocupación y dejó al descubierto un colgante de bronce exquisitamente trabajado, representando una piel de bóvido desplegada. La habilidad de su artífice resultaba indiscutible: docenas de pequeñas esferas se superponían a un soporte de filigrana formando una pieza de sobria belleza. Argantio observó el adorno largamente.

    —¿De dónde has sacado eso?

    —Es una herencia de mis antepasados. ¿Y tú de dónde vienes? ¿Qué hacías luchando contra una partida de cartagineses tan lejos de tu tierra?

    El oretano le detuvo con un gesto de dolor.

    —Traigo un mensaje de mi ciudad, Hélike, para tu pueblo. Pero si no me conduces pronto hasta la asamblea de los ólcades, tal vez no pueda...

    La voz del extranjero se deshizo en un áspero estertor.

    —De acuerdo —dijo Gerión, comprendiendo que no le quedaba más remedio que contener su impaciencia. Debía llevar al íbero a su aldea cuanto antes y, si todo salía bien, él mismo asistiría por primera vez a la asamblea—. Te lavaré la herida, comeremos unas bellotas y partiremos en seguida.

    Argantio indicó con el dedo que algo más suculento esperaba en la alforja del caballo, y al momento comían torta de cebada y carne ahumada, pensando en silencio en las dificultades que les esperaban. Finalmente Gerión se frotó las manos y tomó el cuenco de agua.

    —¡A ver esa espalda! Hummm…, parece que no te hice mal trabajo anoche, está bastante limpio.

    La flecha había abierto una desgarradura de tres dedos de largo y se había estrellado contra el omóplato, por eso le había resultado tan sencillo extraerla. No parecía que hubiera causado daños importantes, pero con la torsión la herida se había abierto y sangraba de nuevo. Argantio dijo quedamente:

    —¡Vino!

    Gerión entendió y trajo de la alforja un pellejo medio vacío. Derramó lentamente el vino sobre la herida limpiándola con la capa del íbero, mientras este apretaba los dientes para contener el dolor. Reservó el final para dárselo a beber al hombre.

    —Vámonos. Seguiremos un camino más largo pero más seguro. Podemos tener todavía a esos cartagineses buscándonos en el bosque.

    Subió a Argantio con dificultad a la silla, se cargó las armas y ató las dos cabezas a un cordón de cuero, haciéndolas colgar a ambos lados del cuello del alazán. Tomó las riendas y empezó a caminar.

    Avanzaron en silencio durante toda la mañana. Gerión dirigía la marcha hacia el oeste manteniéndose alejado de los senderos y se detenía de vez en cuanto para escuchar, pero nada halló en el aire distinto de los sonidos y perfumes del bosque. Argantio se mantenía recostado sobre el cuello del caballo, pálido y mudo de dolor, sobrellevando con valentía el sufrimiento.

    Pararon a mediodía en una amplia vaguada salpicada de álamos y sauces, entre paredes de arenisca roja, para descansar y comer un puñado de olivas y un trozo de queso. A pesar de que acababan de pasar el solsticio, hacía ya calor, y un suave zumbido de insectos iba y venía entre los árboles. Argantio rompió el silencio:

    —¿Cuál es tu pueblo?

    —Cirmo. Somos ólcades.

    —Bien. Pero tu nombre no es ólcade, ni siquiera celtíbero, y tampoco lo es ese colgante —dijo Argantio señalando al pecho de Gerión—. He visto algunos parecidos, pero hace mucho tiempo y a muchas leguas de aquí. ¿Cuál es su origen?

    Gerión se irritó.

    —¡Basta ya de preguntas, íbero! ¿Qué eres, un espía? ¡Te he salvado la vida y no haces más que interrogarme sin decir una palabra sobre ti! Dime quién eres y para qué quieres hablarle a la asamblea de Cirmo o te quedarás aquí sentado a esperar a los cartagineses.

    Argantio asintió y habló eligiendo cuidadosamente las palabras:

    —Mi ciudad, Hélike, está sitiada por los ejércitos de Amílcar Barca. He venido a pedir a las tribus celtíberas ayuda para defenderla.

    —¡Hélike sitiada! ¡Sabía que Amílcar subía por el valle del Betis, pero no imaginaba que hubiera llegado ya tan lejos! —Gerión quiso seguir preguntando, pero se detuvo al ver que Argantio respiraba trabajosamente con los ojos entrecerrados.

    Los dos quedaron en silencio, Argantio inspirando profundamente para recobrar el aliento y Gerión preguntándose si debía contarle la historia de su nombre y su colgante a ese desconocido. No sabía por qué, pero de algún modo le inspiraba confianza. «Tal vez más adelante».

    Se disponían a ponerse de nuevo en marcha cuando un relincho del alazán atrajo la atención del joven; el caballo se había agitado súbitamente, resoplando e irguiéndose sobre las patas traseras.

    Otro relincho le contestó desde el bosque.

    Gerión tensó el arco y apuntó hacia el extremo de la vaguada, por donde un instante después apareció un espléndido caballo negro sin jinete.

    —¡Por Iuno! ¡Es el caballo de Landíbil! —exclamó Argantio.

    Con gruesas gotas de sudor corriendo por su frente, Gerión mantuvo el arco en tensión mirando a su alrededor, mientras el bruto se acercaba hasta ellos. Un gemido de Argantio le hizo desviar la atención hacia el caballo y quedó paralizado de espanto: cuatro cabezas cubiertas de moscas se balanceaban atadas a la silla, una de las cuales llevaba un rollo de pergamino atrapado entre los dientes. Lo tomó sin dejar de vigilar y se lo entregó a Argantio, mientras este murmuraba con voz rota:

    —Son mis compañeros…

    El oretano tragó saliva y desenrolló el pergamino.

    —Está escrito en púnico…, dice: «Soy Magón, capitán de Cartago. Recordad bien mi nombre. Volveremos a encontrarnos».

    Las palabras vibraron en el aire cargadas de amenaza.

    —No se ha atrevido a adentrarse en el bosque para perseguirnos —dijo Gerión—, pero acaso pretenda volver con refuerzos. Debemos apresurarnos.

    —Antes te ruego que entierres las cabezas de mis hombres, yo no puedo hacerlo —dijo el íbero, perdiendo la mirada en la profundidad del bosque—; ruego a los dioses que un día podamos regresar para que reciban los ritos funerarios de los hombres de su pueblo.

    Gerión cavó con su espada una profunda zanja en la arena suelta de la vaguada y colocó en ella las cabezas de los íberos, cubriéndolas de nuevo, mientras escuchaba una amarga letanía brotando de los labios de Argantio. Aún no había transcurrido un día desde que encontrara al extranjero herido en el bosque y no habían intercambiado más que media docena de frases, pero se sintió extrañamente conmovido por su dolor. Decidió dar al hombre una muestra de amistad y confianza.

    —De acuerdo, te contaré el origen de mi amuleto —dijo Gerión, advirtiendo que Argantio interrumpía sus plegarias—. Mi familia la fundó hace muchos años un viajero del sur; llegó con una partida de los suyos huyendo de los cartagineses, y resultó herido en la batalla que se produjo cuando estos les dieron alcance no muy lejos de aquí. Se dice que ya entonces los ólcades lucharon contra los púnicos y los derrotaron.

    »Las gentes de Cirmo acogieron a mi antepasado hasta que se recuperó. Pero los suyos se hallaban para entonces ya muy lejos y nunca más partió, permaneció en Cirmo y se convirtió en un celtíbero más: sacó el ganado al campo, guerreó y amó, dio hijos a la tribu y su historia se fue olvidando poco a poco —el rostro de Gerión había cobrado una expresión soñadora y remota, como si él mismo hubiera vivido todo aquello—. Pero aquel hombre le dejó a su primogénito algunas cosas: su propio nombre, Gerión, una espada, este amuleto y una plancha de plomo con signos escritos que nadie en la aldea es capaz de leer; las llamó la herencia de Tartessos. Ese era su lugar de origen, un poderoso país allí donde el Betis se pierde en el océano, pero nadie ha podido decirme nada más sobre él. Yo soy el último de la serie de primogénitos que ha recibido la herencia, y deberé transmitírsela a mi propio hijo junto con la historia que acabas de escuchar. Eso es todo.

    Los ojos de Argantio parecieron iluminarse con un fulgor súbito. Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento y quedó en silencio.

    Al atardecer del día siguiente rebasaron un collado del bosque, y ante ellos se abrió la llanura extendiéndose hasta el horizonte, donde una sierra cárdena se difuminaba envuelta en resplandores dorados; un río serpenteaba entre estrechos bosquetes de álamos, olmos y mimbreras, campos verdeantes de cereal y dehesas de encinas. A un tiro de arco se alzaba de la planicie un promontorio de roca caliza cuya cima estaba ocupada por un castro amurallado recorrido por una estrecha calle central con un centenar de casas de piedra amontonadas a ambos lados. Un sendero conducía desde el camino principal hasta la puerta en la muralla que servía de entrada al pueblo, orientada a levante; en el extremo opuesto se alzaba un torreón sólidamente construido con grandes bloques de piedra. Pequeños grupos de hombres y mujeres volvían hacia la aldea conduciendo rebaños de ovejas o con aperos de labranza echados sobre el hombro; arriba, en la calle, se advertía la agitación del final del día y columnas de humo comenzaban a elevarse entre los techos de retama de las chozas.

    Habían llegado a Cirmo.

    CAPÍTULO III

    —¡Es Gerión, ha vuelto, viene con dos caballos y un extranjero!

    El niño corrió hacia la aldea levantando una nube de polvo; todos se detuvieron y miraron hacia el este, por donde vieron aproximarse al joven montado en un llamativo alazán, guiando a un segundo caballo con un hombre tendido sobre él. Pronto la mayor parte de los habitantes de Cirmo esperaban arremolinados a ambos lados del camino, murmurando agitados en un hervidero de comentarios y conjeturas. Un hombre alto y fornido, con una larga cabellera ceñida con una cinta cayendo sobre la espalda, salió a recibir a los recién llegados; aunque vestía una simple túnica corta de lana y sandalias de cuero, el torques de plata que lucía en el cuello, los numerosos brazaletes de bronce en ambos brazos y el cinturón de grandes placas atestiguaban su alta posición.

    —¡Bienvenido, Gerión! ¡Parece que los dioses te han sido propicios! —exclamó con una voz profunda y poderosa, señalando las cabezas colgadas del cuello del caballo—. Vuelves con dos caballos, un extranjero que parece herido y dos cabezas que si no fuera porque los cartagineses aún están lejos diría que son púnicas. Sin duda tendrás muchas cosas que contarnos —concluyó con la mirada llena de interrogaciones.

    —Gracias por el recibimiento, Meronio, me siento muy honrado —respondió Gerión, echando pie a tierra—. Traigo muchas más noticias de las que crees. Pero tendremos que ocuparnos primero de este íbero, antes de que se nos muera y se lleve con él la mitad de la historia.

    El pequeño grupo pasó entre los habitantes del poblado, mientras Gerión saludaba sonriente a muchos de ellos. Un joven de su edad se lanzó sobre él y lo abrazó con entusiasmo.

    —¡Gerión, has vuelto! ¡Ya empezaba a temer por ti, te quedaba solo un día hasta el plenilunio!

    —Deberías haber tenido un poco más de fe, Saunio, sabes que a veces llego un poco tarde, pero siempre llego, y no empieces ya a preguntarme, todos escucharéis mi historia esta noche alrededor del fuego. ¿Dónde están…?

    No pudo terminar la frase. Un niño de seis o siete años llegó gritando jubiloso por el camino y de un salto se colgó del cuello de Gerión; tras él descendían más pausadamente una mujer madura y una niña en el umbral de la adolescencia; los tres vestían, al igual que Meronio, sencillas túnicas de lana gruesa y sandalias de cuero.

    —Tranquilo, Mimbro, que vas a arrancarme la cabeza y aún no es tu momento —dijo Gerión mientras revolvía alegre el pelo del chiquillo. Levantó la mirada con una sonrisa bailando en ella—. Me alegra ver que estás bien, madre. Y también tú, Irmán.

    —Benditos los dioses que te han sonreído, hijo mío. Tu padre se habría sentido orgulloso de ti —la mujer habló con un leve temblor de emoción en la voz—. Pero veo que no vienes solo, ¿debemos preparar acomodo para el extranjero?

    —Sí —respondió Gerión antes de que nadie pudiera decir otra cosa. Tenía demasiadas preguntas que hacerle a Argantio como para que se lo llevaran a otro sitio. Levantó la voz dirigiéndose a la multitud que contemplaba expectante la escena—. ¡Este hombre es Argantio, emisario del pueblo de los oretanos! Se quedará como invitado en mi casa hasta que pueda presentarse a la asamblea y los guerreros decidamos qué hacer con él.

    Algunos hombres intercambiaron miradas dubitativas; en realidad no sería considerado un guerrero hasta la ceremonia de la luna llena en la noche siguiente, y hasta entonces no tenía derecho a dirigirse a la tribu de ese modo. Solo uno, un hombretón grande como un monte, de largas coletas trenzadas y bigote lacio, protestó en voz alta:

    —¡Sabes que eso no puede ser, Gerión! ¡El extranjero debe quedar bajo custodia de un guerrero y tú no lo serás hasta mañana, suponiendo que los dioses te encuentren digno en la ceremonia y que hayas sido tú el que ha cortado esas cabezas!

    —¿Estás poniéndolo en duda, Asúrix?

    La voz de Gerión sonó cortante como un cuchillo y produjo un tenso silencio. En él se escuchó apenas el susurro de Argantio:

    —El muchacho cortó las cabezas de los cartagineses. Ahora tenemos que descansar. Espero que la hospitalidad de los ólcades esté a la altura de su fama.

    —Asúrix tiene razón y el extranjero también —intervino Meronio—. Se quedará en mi casa hasta la ceremonia. Después, si así lo desea, podrá instalarse en la de Gerión. Siempre que consigas tus armas de guerrero —añadió dirigiéndose a este, advirtiéndole con la mirada de que no debía contrariar su decisión.

    Argantio asintió y Asúrix dejó escapar un gruñido de satisfacción. Gerión apretó los dientes conteniendo la ira que le brotaba del pecho, entregó las riendas de los caballos a Meronio y echó a caminar sendero arriba, seguido por su familia. «Soy un estúpido —pensó—, he obligado a Meronio a desautorizarme. Debí haber visto a Asúrix entre la gente». Pasó bajo el tosco arco de piedra que servía de entrada principal a Cirmo y enfiló la larga calle principal, pavimentada con grandes losas de caliza. A ambos lados se sucedían las casas, de una sola planta y forma rectangular, con paredes de piedra y tejados de ramas secas con aberturas para dejar escapar el humo del hogar. Los muros traseros estaban construidos con grandes sillares que formaban la muralla del poblado, mientras que en la parte delantera se abrían escuetos patios que empezaban a ocuparse por los rebaños de ganado que regresaban del campo. Esforzándose por devolver con amabilidad los saludos de quienes no habían bajado a recibirle, Gerión llegó ante una casa de cuyo patio se elevaba ya la barahúnda de balidos con que las ovejas saludan al anochecer; media docena de gallinas picoteaban indiferentes entre montones de leña de encina y herramientas agrícolas. En un lateral, un tejadillo de ramas de mimbre daba cobijo a un viejo caballo que relinchó con fatigada alegría saludando al recién llegado. Gerión se acercó a él y le pasó con afecto la mano por la crin.

    —¡Así que aún vives, Tinto, temí que decidieras morirte mientras tu amo andaba cazando cartagineses!

    Entró después en la casa, cruzando el pequeño vestíbulo atestado de aperos de labranza hasta la estancia principal. A la derecha de la entrada se encontraba el hogar, flanqueado por dos bancos; el contenido de una cazuela burbujeaba perezosamente sobre el fuego. Al fondo se alineaban cuatro jergones de paja tras una cortina de fibra de cáñamo. El escaso mobiliario lo completaban diversos cántaros y ollas apoyados contra la pared de piedra desnuda y dos grandes arcones: uno contenía los cuencos de arcilla cocida que utilizaban para las comidas, saquitos de grano y frutos secos y algunos cuchillos de hierro cuidadosamente envueltos en paños impregnados de aceite; el otro, las túnicas y capas de lana gruesa que utilizaban en invierno.

    Su hermano Mimbro entró un instante después, seguido por Larima e Irmán.

    —¡Gerión! —exclamó el niño—. ¿Por qué no intentaste convencer a Meronio? El extranjero estaba de tu parte.

    —Siempre hay que saber retirarse a tiempo, hermanito; en realidad Meronio tenía razón. ¿Y tú, cómo te has portado en mi ausencia?, ¿has sabido cuidar de la casa? —dijo, haciendo un gesto de complicidad a su madre. Sintió que recuperaba el buen humor; la admiración incondicional del chiquillo siempre le levantaba el ánimo. Mimbro afirmó enérgicamente con una expresión de dignidad que hizo reír a todos—. ¿Qué tal ha ido todo, madre?

    —Todo bien, Gerión; parece que con las últimas lluvias tendremos aún pastos durante algún tiempo y la cosecha será buena. Pero ya empezábamos a temer por ti. Creo que tendrás muchas cosas que contarnos. ¡Y debes prepararte para la ceremonia de mañana!

    —Así es —contestó Gerión, recordando que, a pesar de Asúrix, a la noche siguiente sería un guerrero de los ólcades y Argantio se trasladaría a su casa. «Si es que los dioses me encuentran digno», añadió para sí, recordando las palabras de Asúrix. ¿Qué habría querido decir? Sabía que la ceremonia incluía algún tipo de prueba, pero se trataba de un secreto celosamente guardado por los guerreros. En todo caso pronto lo descubriría—. Sentémonos a cenar —continuó—, ese guiso huele a gloria y hace casi una luna que no tomo una comida como es debido.

    Gerión colocó las cabezas de los cartagineses en el alféizar de la única ventana de la estancia y colgó las armas de estacas de madera clavadas en la pared, mientras su madre repartía en cuencos el guiso humeante y Mimbro correteaba a su alrededor, incapaz de contener la impaciencia. Irmán dispuso sobre una tela extendida en el suelo una jarra de agua y una hogaza de pan negro, mirando a su hermano de soslayo, sonrojada de admiración.

    Pronto estuvieron todos absortos en el relato de Gerión, quien no dudó en añadir a su hazaña generosas dosis de dramatismo. Su madre le miraba con una mezcla de orgullo y escepticismo mientras Mimbro lanzaba gritos de emoción e Irmán sonreía en silencio. La historia y el guiso estaban llegando a su fin cuando la figura imponente de Meronio apareció en el dintel de la puerta, recortándose contra la noche que se cerraba rápidamente.

    —Que los dioses frecuenten esta casa, Larima —dijo, llevándose la mano al pecho e inclinándose levemente en dirección a la mujer. Todos le devolvieron el gesto. Miró hacia el joven—. Será mejor que vengas, Gerión, muchos estamos deseosos de escuchar cómo han llegado a tus manos esas cabezas púnicas. Y quién es en verdad el extranjero.

    —Sé bienvenido, Meronio —dijo Gerión, asumiendo anticipadamente su papel de jefe del hogar—, ¿cómo está Argantio?

    —Está bien; pasó el anciano Brigantio a limpiarle la herida, aplicarle un emplasto de los dioses sabrán qué y dedicarle sus oraciones. Mi Turencia le dio después uno de sus estofados de cordero y se ha quedado dormido como un niño. Pero ya habrá tiempo de hablar, ahora nos esperan.

    —En marcha entonces —respondió Gerión.

    Salieron al pequeño patio delantero, donde los esperaba Saunio sosteniendo una antorcha de resina que extendía en el aire un penetrante olor a pino viejo; habrían podido pasarse sin ella, pues una luna casi llena empezaba a erguirse sobre los montes inundando Cirmo de un resplandor plateado, bajo el que los muros de caliza parecían cobrar vida.

    —¡Aquí llega nuestro héroe! —dijo Saunio, feliz al ver a su amigo. Era un joven alto y corpulento, con el pelo rubio y los ojos azules de las más antiguas familias de Cirmo, aquellas en las que los ancianos aún se expresaban en celtíbero con dificultad y regañaban a los niños en la áspera lengua de los celtas. Tenía otra razón para estar contento: era la primera asamblea de guerreros a la que él mismo acudía, tras haber recibido las armas cinco lunas atrás. Sabía que la hazaña que le había convertido en guerrero no podía compararse a la de Gerión: había matado un jabalí casi por accidente una mañana en que se adentró en un denso encinar recogiendo las últimas bellotas de la temporada. El animal surgió de pronto tras una mata de retamas y cargó contra él, dándole apenas tiempo para apoyar en tierra e inclinar la lanza que utilizaba para varear los árboles; el jabalí lanzó contra la punta de hierro todo el ímpetu de su carrera y murió entre estertores con el asta de madera hundida dos palmos en su pecho. Saunio tuvo que fabricar con ramas unas angarillas y arrastrarlas trabajosamente durante horas para llevar hasta el pueblo el cuerpo del animal. «No estuvo nada mal —pensó— pero parece muy poca cosa al lado de dos cabezas cartaginesas. Gerión siempre encuentra la forma de sorprendernos a todos».

    Caminaron los tres por la única calle de Cirmo, en dirección opuesta a la del arco de entrada, sorteando a los niños que jugaban después de la cena y saludando a las mujeres que se asomaban a las puertas.

    —Se nos está quedando pequeño el pueblo —comentó Meronio, mientras se acercaban al final de la calle—, ya no cabemos con tantos niños y tan pocas guerras. A este paso tendremos que agrandar la aldea de Ersibannos o fundar otra más al sur, hacia el país de tus amigos los oretanos. Aunque tal vez las noticias que nos traes cambien las cosas, Gerión... Ya hemos llegado. Vas a entrar en este lugar por primera vez: sé respetuoso con los guerreros, responde a sus preguntas y no cuentes a nadie una palabra sobre lo que aquí escuches.

    Habían alcanzado el extremo occidental de Cirmo, donde una torre de planta cuadrada dominaba la llanura refulgiendo a la luz de la luna. A unos cincuenta pasos de ella un muro conectaba los dos brazos de la muralla, formando un patio en el que solo los guerreros podían entrar; lo empleaban para reunirse y recluir a los prisioneros que de tarde en tarde traían de sus correrías por tierras de carpetanos, en espera de venderlos como esclavos en los mercados de Ercavica y Arecorata, las ciudades ólcades más próximas. Una pesada puerta de madera de roble con refuerzos de hierro separaba la ciudadela del resto del pueblo, para servir acaso un día como último refugio de los habitantes de Cirmo. Meronio la abrió y entró en un amplio espacio enlosado en el que esperaban medio centenar de hombres, sentados en el suelo alrededor de una hoguera. En el extremo opuesto otra puerta daba acceso al torreón, donde los guerreros se turnaban para mantener una vigilancia ininterrumpida. La planta inferior se empleaba para atesorar la tercera parte del botín de las incursiones, que los guerreros estaban obligados a entregar a la propiedad colectiva, y almacenar una reserva de grano aportada por todas las familias del pueblo, en previsión de años de escasez. Cuando los dioses sonreían a Cirmo con varias buenas cosechas consecutivas, una parte se vendía para adquirir en Ercavica perfumes para las ceremonias religiosas y ganado para las viudas sin hijos varones.

    «Están todos —pensó Gerión, conteniendo una sonrisa que habría parecido impropia a los guerreros que le observaban expectantes—, incluso Asúrix, ojalá un día quiera Epona mandarle un rayo desde sus alturas». Se llevó la mano al pecho y saludó solemnemente con una pronunciada inclinación.

    Era realmente extraordinario ver una asamblea de guerreros al completo en tiempo de paz, y más aún cuando el centro de atención era alguien que aún no había recibido sus armas. La última ocasión en que todos habían acudido a la ciudadela fue dos veranos atrás, cuando una numerosa partida de arévacos había bajado desde el norte reclutando

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