CANDAU, Literatura, Género y Moral en Barroco Hispano
CANDAU, Literatura, Género y Moral en Barroco Hispano
CANDAU, Literatura, Género y Moral en Barroco Hispano
A Jesús
RESuMEN
A finales del XVII, continuaba la literatura moral destinada a la población fe-
menina. No estando ya en su apogeo, aún contemplaba la aparición de ediciones
destinadas a la salvación de almas, esencialmente las más necesitadas –las muje-
res– por ser consideradas más «frágiles». Entre ellas, hacia 1670, vería la luz una
obrita de significativo título: «Noticias muy necesarias que deben todos saber
para que les sea fácil el camino del cielo, pues por no saberlas y executarlas, pu-
diendo, se han condenado un sinnúmero de almas, particularmente de las seño-
ras y demás mujeres». Su autor, Pedro de Jesús, representaba la continuidad de
las corrientes misóginas tan al uso entre los moralistas, predicadores y confesores
de entonces.
Su mensaje: la existencia de una moral selectiva –específicamente destinada a
corregir pecados femeninos– de tradición judaica y orígenes, nuevamente impulsa-
dos, desde el Medioevo. En el fondo, una moral específica que la cultura del Barro-
co pretendería conservar en un afán por ratificar los valores básicos del sistema
social: la desigualdad de los grupos sociales y la propia de hombres y mujeres.
PALABRAS CLAVE: Literatura Moral, Historia de Género, Religiosidad Barro-
ca, Penitencia, Confesores, Polémica de los «escotados».
Cuerpo femenino. Desnudez.
* Este trabajo ha sido posible gracias a la financiación del Ministerio Español de Ciencia y Tecno-
logía. Proyecto de I+D: El Lenguaje del amor y la culpa. Las mujeres y el honor en la Europa Confe-
sional. Clave: HAR 2009/07208HIST.
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1 J. A. MARAVALL, La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica. (Madrid: Ariel 1ª
edición, 1975). J. A. MARAVALL, Poder, honor y elites en el siglo XVii. (Madrid: 1ª Ed. Siglo XXI,
1979). F. TOMáS Y VALIENTE (dir.) Sexo barroco y otras transgresiones premodernas. (Madrid: Alianza
Editorial, 1990). Visiones que en los últimos años revisaron otros autores desde otras perspectivas, re-
saltando los diferentes Barrocos a veces en conflicto, y otros caminos innovadores. Entre ellos, a nivel
divulgativo R. GARCÍA CáRCEL «Las culturas del Barroco», en La aventura de la Historia», 16, 2000
(52-56); R. DE LA FLOR, Era melancólica. Figuras del imaginario barroco. (Barcelona, 2007); imago.
La cultura visual y figurativa del Barroco. (Madrid: Abada, 2009). Para Valencia, P. PÉREZ GARCÍA,
Moradas de Apolo. Palacios, ceremoniales y academias en la Valencia del Barroco (1679-1707). (Va-
lencia: Institució Alfons el Magnanim. 2010).
2 Las noticias de su edición granadina proceden de las reimpresiones posteriores. La de Zaragoza,
por Juan de Ibar, 1671. La de Barcelona (que sigo), en casa de Jacinto Andreu, en la calle de Santo Do-
mingo, 1672. (Biblioteca universitat de Barcelona. En su referencia la obra consta atribuida a Pedro de
Espinosa).
3 una muestra: el 42% de las publicaciones andaluzas del siglo XVIII lo fueron de ediciones de
sermones. F. AGuILAR PIñAL, «Predicación y mentalidad popular en la Andalucía del Siglo XVIII» en
L. C. áLVAREZ SANTALÓ, M. J. BuXÓ y S. RODRÍGuEZ BECERRA (coords.), La Religiosidad Popular. ii.
Vida y muerte: la imaginación religiosa, Sevilla/Barcelona, 1989, pp. 57-72
4 Sobre teología moral, una buena recopilación de autores en las diferentes aportaciones de A.
MORGADO GARCÍA, entre ellas «Pecado y confesión en la España Moderna. Los manuales de confeso-
res», en Trocadero, 8-9, 1996-1997, «Discursos eclesiásticos en la España de Felipe V. Los Manuales
de confesores», Congreso Nacional Felipe V y su tiempo, San Fernando, Fundación Municipal de Cul-
tura, 2000, «Teología moral y pensamiento educativo en la España Moderna», en Revista de Historia
Moderna. Anales de la Universidad de Alicante. 20. 2002.
5 J. DELuMEAu, El miedo en Occidente. (Barcelona: Taurus, 1989, pp. 282-296). Imprescindibles las
siguientes obras y referencias: F. HERRERO SALGADO, La oratoria sagrada en los siglos XVi y XVii. Pre-
dicadores, dominicos y franciscanos. (Madrid: FuE, 1996-1998. 2 vols). La predicación en la Compa-
ñía de Jesús. (Madrid: FuE, 2001). M. A. NúñEZ BELTRáN, La oratoria sagrada de la época del
Barroco. Doctrina, cultura y actitud ante la vida desde los sermones sevillanos del siglo XVii. (Sevilla:
universidad de Sevilla, 2000). F. NEGREDO DEL CERRO, Los predicadores de Felipe iV. Corte, intrigas y
religión en la España del Siglo de Oro. (Madrid: Actas, 2005). T. EGIDO, «Historiografía del clero regu-
lar en la España Moderna», en A. L. CORTÉS PEñA y M. L. LÓPEZ-GuADALuPE MuñOZ, La iglesia Espa-
ñola en la Edad Moderna. Balance Historiográfico y perspectivas. ((Madrid: Abada, 2007, pp. 9-39).
6 A destacar la incidencia de la obra del médico jiennense J. HuARTE DE SAN JuAN, Examen de in-
genios para las ciencias... (Reedición preparada por Esteban Torre. Madrid: Editora Nacional.
Reed.1976. Primera edición, Baeza, 1575). Sus presupuestos aristotélicos serían básicos en la obra clá-
sica de Fray Luis de León. Sobre tales supuestos la bibliografía es abundante. Acerca de los ideales de
mujeres y de los discursos que las forjaron, véanse las obras de M. VIGIL, La vida de las mujeres en los
siglos XVi y XVii. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1986). M. A. HERNáNDEZ BERMEJO, «La imagen de la
mujer en la literatura religiosa de los siglos XVI y XVII», Norba 8-9 (1987). M. C. BARBAZZA,
«L’épouse crétienne et les moralistes espagnols des XVIe et XVII siécles», en Mélanges de la Casa de
Velázquez. (1988). Tº XXIV, 99-137. «L’éducation féminine en Espagne au XVIe siècle: une analyse
des quelques traités moraux», Ecole et Eglise en Espagne et en Amérique latine. Aspectos idéologiques
et institutionnels. (Tours: Publications de l’université, 1988, 327-348). J. VARELA, Modos de educa-
ción en la España de la Contrarreforma. (Madrid, 1983). I. MORANT DEuSA, Discursos de la vida bue-
na. (Madrid, 2002). También ha dirigido e introducido la obra de conjunto, Historia de las mujeres en
España y América Latina. ii. El Mundo Moderno, (Madrid, 2005). últimamente M. TORREMOCHA HER-
NáNDEZ, Mujer imaginada. Visión literaria de la mujer castellana del Barroco. (Badajoz: Abecedario,
2010).
7 F. AGuILAR PIñAL, «Predicación», 60.
8 FR. GASPAR NAVARRO, Tribunal de la superstición ladina. Huesca, 1631. «Es la mujer puerta del
diablo, camino de maldad, mordedura de escorpión... un sexo dañosísimo, que a donde se acerca en-
cienden de fuego... de la mala se ha de huir, y de la buena se ha de recatar... Que la mujer es perdición
del hombre, tempestad de una casa, impedimento de gente quieta, captiverio de vidas, guerra volunta-
ria y contínua, bestia feroz, leona, que con sus brazos quita la vida, animal lleno de malicia... Ella fue
la que introdujo el pecado en todos los hijos de Adán y causa de la muerte del género humano».
9 «¿No bastaba que la mujeril locura hubiera rendido tanto a los hombres sin que llegara a col-
gar de cada oreja dos o tres patrimonios? Veo vestidos de seda, si es que se pueden llamar vestidos
aquéllos en que no hay cosa que defienda el cuerpo, ni la vergüenza que, después de puestos, no habrá
mujer que pueda jurar con verdad que no está desnuda» Lib. VII De Beneficiis. He utilizado una tra-
ducción realizada por Pedro FERNáNDEZ DE NAVARRETE Madrid: Imprenta Real de Madrid, 1629, 210-
211. Fondo digitalizado de la universidad de Sevilla. Evidentemente lo que interesaba a Pedro de Jesús
no era tanto el material –la seda– cuanto la desnudez.
10 Considero que algunas referencias a la epístola I de San Juan son erróneas. Fol. 21. Así pone en
escritos del apóstol opiniones relacionadas con las vestimentas que no he podido encontrar.
ravillosa de Doña Marina de Escobar (1665)», Historia Social nº 57. Valencia, 2007. 127-244. Asimis-
mo, N. PÉREZ AINSuA, «Vida de Doña Sancha Carrillo, Tercera Franciscana (1513-1537)», en Actas del
Xi Curso de Verano el Franciscanismo en Andalucía. El Franciscanismo en Andalucia (11). Num. 11.
Priego de Córdoba. Asociación Hispánica de Estudios Franciscanos-Cajasur. 2006. 415-432.
Añadía algunas obras citadas sin autor, de signo semejante. Obras que reunían
un gran número de exempla que aplicar en las enseñanzas de las buenas costum-
bres, comúnmente referentes a acciones de santos o sucedidos milagrosos.14
Como sus ausencias. Pedro de Jesús se servía de teólogos al uso; también de
algunos tratadistas (Jerónimo Castillo de Bobadilla., Política para corregidores
y señores de vasallos, Madrid, 1649) y humanistas conocidos (Pedro Mexía, y
sus Césares),15 pero dejaba de lado otros de renombre, de escritos específica-
mente destinados a la población femenina o usados para su educación, que gran
parte de sus coetáneos aún citaba: Vives y su instrucción de la mujer cristiana
(De institutione feminae christianae, escrita en Brujas en 1523), por ejemplo;
Fr. Antonio de Guevara (Relox de príncipes, Valladolid, 1529; Epístolas fami-
liares, Amberes, sin fecha. Hay edición de Valladolid, 1542) o Fr. Luis de León
(La perfecta casada, Madrid, 1583). O el exitoso diálogo de Pedro de Luxán
(Coloquios matrimoniales, Sevilla, 1550). ¿La razón? En mi opinión, su interés
se centraba en mayor medida en los aspectos negativos del pecado que en los
remedios posibles de la instrucción. Independientemente de unas simpatías ma-
nifiestas por unos autores determinados. Y excluyendo otros –Guevara, por
ejemplo– con una visión menos radical.
En el fondo, como todos, Pedro de Jesús aunaba la tradición judeocristiana,
la grecolatina y la nuevamente regulada y ampliada de los teólogos y moralistas
católicos tras la Reforma del Concilio de Trento. Y de todas ellas extraía la ver-
sión más misógina; en algunos casos citando a la letra. En otros, extrayendo
opiniones fuera de su contexto o valorando aquéllas de un mismo autor que re-
frendaba sus opiniones. Desde luego al usar de las epístolas paulinas.
En el caso de San Pablo seguía el camino marcado hacía tiempo por la casi
totalidad de los teólogos de su época y de otros muchos anteriores a él. Me re-
fiero a su famosa Epístola primera a los Corintios, Capítulo XI; allí el apóstol,
en respuesta a las dudas acerca del uso del velo en los templos en las mujeres,
teorizaba en relación con la valoración de las criaturas: hombre y mujer. Y, al
concretar las formas –cubierta la mujer, descubierto el hombre–, las justificaba
en sus diferencias, manifiestas desde la creación.16
14 Tales son: Scala Coeli, Prado espiritual (Posiblemente una nueva edición de un Flos Sanctorum
debido a Juan Basileo SANTORO, Prado espiritual con muchas flores de santos, Valladolid, 1614, o Spe-
culum exemplorum (Magnum speculum exemplorum: ex plusquam octoginta autoribus, de Joannes
Mayor; existen varias ediciones, 1611, 1614, 1624...).
15 P. MEXÍA, Historia imperial y cesárea en que sumariamente se contienen las vidas y los hechos
de todos los emperadores desde Julio Cesar hasta Maximiliano Primero. Sevilla: En casa de Juan
León, 1545. Hay sucesivas ediciones; creo que la más próxima a nuestro autor es la de Madrid, 1655.
16 «Pero quisiera que comprendierais esto: la cabeza de todo varón es Cristo; la cabeza de la mu-
jer es el varón; y la cabeza de Cristo es Dios... El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen
y gloria de Dios; la mujer, en cambio, es gloria del varón; pues no es el varón el que viene de la mujer,
sino la mujer del varón; y no fue creado el varón en razón de la mujer, sino la mujer por razón del va-
rón. Por eso la mujer debe llevar sobre su cabeza la señal de su sujeción...» (i Carta a los Corintios,
XI, 3-11).
17 «Pero, a pesar de todo, ni mujer sin varón, ni varón sin mujer en el Señor. Pues, si la mujer vie-
ne del varón, también es verdad que el varón viene mediante la mujer, y todas las cosas vienen de
Dios» (i Carta a los Corintios, XI, 12).
18 una buena recopilación en P. GAN GIMÉNEZ, «El sermón y el confesionario, formadores de la
dente que, en todos, el infierno, el cielo, la gloria, el purgatorio, como los sufri-
mientos y padecimientos que esperaban a los pecadores constituían la trama.
En nuestro autor, su específica dedicatoria a señoras «y demás mujeres», le dis-
tanciaba. una crisis de valores, típica de tiempos de cambios, o la propia «re-
beldía» de algunas mujeres a seguir pautas –ya rancias– se anuncia en su
trasfondo.
«SON MUY POCAS LAS SEÑORAS QUE HOY SE SALVAN». LA POLÉMICA DE «LOS ESCOTA-
DOS», MORAL DE GÉNERO, MORAL SELECTIVA
bert Gotard, 1588. Reedición de Clásicos Castellanos, Madrid, 1959. II, IV, 115.)
20 Del Génesis a la letra, XI, 45. Citado en A. SARRIÓN MORA, Op. Cit. 30 y ss.
El Mal se servía de ellas cuando su propio mal no les bastaba; de modo que
las mujeres de conducta «desviada» encarnaban una materialización demoníaca
superior. De este modo:
«...que hacen más daño a los hombres que los mismos demonios con sus tentaciones.
La razón es porque lo que no pueden los demonios con sus tentaciones por sí, para que
se condenen las almas, se valen de tales mujeres...» (fol. 11).
21 Aprobación del R. P. Fr. ivan Alegre, del Orden de N.P.S. Francisco, y Lector de Teología en el
22 De interés el trabajo sobre los intentos de contención del lujo barroco de R. GONZáLEZ CAñAL,
«El lujo y la ociosidad durante la privanza de Olivares: Bartolomé Jiménez Patón y la polémica sobre
el guardainfante y las guedejas», en Criticón, 53 (1991). Pp. 71-96. Resalta el autor los problemas de-
rivados del uso del guardainfante y sus posibles inconveniencias sociales y morales.
23 En esta dirección, el trabajo de A. áLVAREZ-OSSORIO ALVARIñO. «Rango y apariencia. El decoro
de un lado, del boato en el vestido (cultus), de otro de los cuidados de la piel y los cabellos (ornatus).
Ambos conceptos se oponían, respectivamente, a la humilitas y a la castitas. De cultu feminarum. Vid.
V. E. RODRÍGuEZ MARTÍN y V. ALFARO BECH, «De Cultu Feminarum de Tertuliano como exhortación
moral cristiana y su influencia en el Humanismo de Luis Vives», en Cristianismo y tradición latina.
Málaga, 2000. Internet: www.anmal.uma.es/anmal/numero6) Y, especialmente P. MARTÍNEZ-BuRGOS
GARCÍA, «Lo diabólico y lo femenino en el pensamiento Erasmista. Apuntes para una iconografía de
género», en M. TAuSIET y J. AMELANG, El diablo en la Edad Moderna. (Madrid: Marcial Pons, 2004.
Pp 211-233).
como Apeles huviera pintado una imagen con toda perfección, y después una mujer, sin
ser pintora, retocasse en tal imagen los ojos, mexillas, y lo demás con diversos colores,
¿no daría a entender que suplía algunas faltas en la tal pintura? Es evidente. Así pues,
han de saber las mujeres que se arrebolan y aliñan sus caras que el altísimo Apeles, que
es Dios Nuestro Señor, ha pintado sus caras según su voluntad, y con toda perfección y
arte. Luego si las tales mujeres retocan sus caras... es claramente dar a entender de que
Dios... no las supo pintar con las perfecciones que ellas quieren... lo cual es un grande
agravio que con esto hacen a este divino pintor» ( Fols. 14-15.)
Tales normativas contenían la clave: «sólo por ser contra su estado». Los pe-
cados de vanidad y de soberbia afectaban entonces a las elites en menor medi-
da, y se extendían entre los inferiores. De ahí la claridad del título: las señoras
y demás mujeres. una especificidad que reflejaba las distancias. Las de género
y las de grupo. Y al concretar que tales avisos les estaban especialmente desti-
nados, catalogaba ambos pecados en femenino.
Volvamos a los «excesos». Nuestros moralistas criticaban la «invención de
los trajes» y sus efectos: la peligrosa imagen de tanta vanidad. La ostentación,
sin embargo, no constituía un fin en sí misma. Todos los escritores coincidían
en suponer que galas y adornos perseguían, en la mujer, objetivos de mayor ca-
lado: atraer miradas, halagos y, en el peor de los casos, amantes. Ya Fr. Luis de
León había tratado sobre ello, y, con escasa originalidad, todos los autores de
memoriales y libros de avisos que le siguieron. Maliciosamente, la imagen en-
tonces se perfeccionaba: la moda de los «descotados» o «escotados», extendida
a lo largo del XVII, con éxito entre «señoras» y «demás mujeres», era la conse-
cuencia de la vanidad femenina, que ahora proclamaba la tentación mayor, la
propia de la sensualidad:
«Grande es la deshonestidad que oy usan las más de las mugeres en sus traxes, y en
particular en la escandalosa desnudez, mostrando la cervíz, garganta, hombros, y mucha
parte del pecho y espaldas, habiéndose hecho con esta desnudez maestras de la lascivia,
carnalidad y perdición... e incitando a los mancebos que las ven y alterando a los viejos
más helados y a los religiosos más honestos» (Fol. 2)
La similitud entre ésta y otras obritas que le siguieron es evidente. Años des-
pués Juan Agustín Ramírez escribiría:
26 Se refiere al Concilio celebrado en el año 305, en tiempos del pontífice Marcelo I. Fol. 17.
27 J. A. RAMÍREZ, Norte de pureza, para convencer a las mugeres vayan honestas en sus traxes Bar-
«Que las tales mugeres con sus escotados profanos dan ocasión a los hombres flacos
de caer en pecado mortal, como claramente consta de muchísimos que en sus confesio-
nes han confesado y confiesan enormes pensamientos, que aun en los templos han come-
tido por averlas visto con sus deshonestos escotados, particularmente la gente del campo
y rústica. Luego pecan mortalmente y por este solo pecado mortal se condenarán a un
abismo de penas. Y si no, díganme ¿qué bondad intrínseca o extrínseca tiene el ir una
muger medio desnuda con escotado; en tan grande parte principal del cuerpo, contra la
decencia y modestia cristiana? (Fol. 6).
«Reparen pues con muchísimo cuidado todas las mugeres, y en particular las seño-
ras, que aunque no hagan otro pecado sino el ir profanamente vestidas y escotadas, en-
señando sus carnes, se condenarán sin remedio alguno, si no se enmiendan, porque es
pecado mortal. La razón es porque dar escándalo es culpa grave como dicen los teólo-
gos» (Fol. 5)
sus posibles «lectoras», de vista u oído, se hallaban entre las del primer grupo.
Las señoras, entonces, poseían una doble responsabilidad: ante sus familias –y
sus esposos– y ante las «mujeres» comunes.
Como obligación moral de su estado, cualquier falta o frivolidad en ellas in-
crementaba sus efectos: la culpa se hacía mayor; asimismo la gravedad del pe-
cado. El franciscano insistía: «por esto y otros pecados son muy pocas las
señoras que oy se salvan» (Fol. 26). Este era su discurso:
«Y por esto y otros pecados son muy pocas las señoras que oy se salvan, como cons-
ta de muchas revelaciones; pues, a más de lo dificultosísimo que dixo Christo Nuestro
Señor que era el entrar los ricos en el cielo, tienen las señoras a más de esta dificultad de
ser ricas, el ir profanamente escotadas, y vestidas, por la sobrada inclinación que tienen
a estos diabólicos traxes, condenándose a un infierno, no sólo ellas, sino también a sus
maridos los condenan, porque se los permiten, y también a sus confesores, por absolver-
las (...) y también a sus hijas y criadas, por hacer lo mismo que ellas y a muchas mugeres
comunes por imitarlas» (Fol. 26)
sús concretaría: «pues todo adorno superfluo» procedía «del demonio». Aña-
diendo: «como se vio en esta señora, siendo tan santa y virtuosa, por otra
parte» (Fol. 13).
Los diálogos entre los demonios o su competencia parecían historia común
en la España de entonces. Afinando en sus historias, Pedro de Jesús relataba su-
cedidos de «antesdeayer». Y, para probar de su autenticidad, ninguna evidencia
mayor que las palabras del propio diablo, o de sus parientes. un último suceso
se situaba en Sevilla, para más señas en la casa de un prebendado de la Iglesia
Catedral. Allí, cuatro meses atrás, se hallaban (se omite el cómo) dos mujeres
endemoniadas cuyos demonios hablaban entre sí:
«Y dixo el demonio de la una a los que estaban allí estas palabras: el diablo que tie-
ne esta mujer se llama Asmodeo y es muy deshonesto. Y luego dixo al demonio que esta-
ba en la muger: ¿Por qué no le tapas, deshonesto, las carnes que muestra esta muger
con su escotado? Y el mismo demonio le tapó el escotado con la mano de la muger en
donde estaba» (Fol. 11).
Los relatos se superaban. En su afán por demostrar que las mujeres desho-
nestas se hallaban, prácticamente, poseídas por el diablo, los moralistas no du-
daban en traerlo a su mismo bando. Los demonios corroboraban la posesión,
ellos mismos consideraban la deshonestidad de las modas y los escotes de las
mujeres. Aún más: lo estimaban excesivo, pues tapaban a las mujeres «escota-
das». Y por si hubiera dudas, aquel «honesto» diablo confirmaría: «que las mu-
jeres escotadas eran sus hijas» (Fol. 11).
Y los ejemplos se multiplicaban: en todos los mundos. En el animal, la
historia del «pez mujer», así llamado en Filipinas, servía al franciscano para
comparar pudores y vergüenzas a veces, más evidentes entre los seres irracio-
nales. Su comportamiento, cubriéndose con las escamas al ser extraído, era de
alabar:
«Que, en sacándole del mar, lo ponen en tierra, y que lo primero que hace sin tratar
de defenderse, es cubrir sus pechos con dos escamas que tiene... y así quiere más morir
sin defenderse, que descubrir a vista de los hombres sus pechos» (Fol.8).
28 Sobre ordenanzas civiles me remito al trabajo de R. GARCÍA CAñAL ya citado; asimismo, en otra
Claro que tales reglas no eran nuevas. Pedro de Jesús traía a colación que, a
comienzos del siglo XVI (1506), en el capítulo general de la orden de San Fran-
cisco, celebrado en Roma, se había ordenado a los religiosos que no absolvie-
sen a las mujeres que «llegasen a confesarse con ellos, enseñando sus carnes
con sus escotados profanos» (Fol 7). Y jesuitas famosos, como Alonso Salme-
rón, según la Historia General de la Compañía, habían predicado durante un
tiempo en Venecia contra dichos atuendos, logrando «que subieran los jubones
hasta el cuello».
Si bien las misiones en Sevilla, casualmente realizadas por franciscanos,
tiempo atrás, habían dado resultados igualmente fructíferos, no parecían sufi-
cientes, siendo «muy pocas (las mujeres) que en España se han reducido» (Fol.
11). Así que el problema, en opinión de moralistas y teólogos, se arrastraba, in-
dependientemente de las modas: todas, al parecer, incluían amplios escotes en
nidad», en Espacio, Tiempo y Forma. Serie iV. Historia Moderna T. 17. 2004. Pp. 103-116. Para tiem-
pos posteriores, M. BOLuFER PERuGA, «La imagen de las mujeres en la polémica sobre el lujo (Si-
glo XVIII)», en C. CANTERLA (coord)., De la ilustración al Romanticismo. La mujer en los siglos XViii
y XiX. (Cádiz: universidad de Cádiz, 1993); «Cambio dinástico: ¿Revolución de las costumbres? La
percepción de moralistas, ilustrados y viajeros» en E. MARTÍN (coord)., Felipe V y su Tiempo. (Zarago-
za: Institución Fernando el Católico, 2004) I. Pp. 585-630
29 Don Martín Carrillo de Alderete, de vida azarosa entre España e Indias, moriría siendo arzobispo
de Granada entre 1641 y 1653. Pedro de Jesús no cita las medidas del Sumo Pontífice (bula de 30 de
septiembre de 1656) ni de los obispos de Calahorra y Mondoñedo. Éstos aparecen en el artículo citado
de Henry Kamen.
«... algunas con haber subido dos dedos el vestido les parece que ya han cumplido
con todo; otras se contentan con echar sólo un volante o espumilla que sirve de viril, que
a veces descubre más su deshonestidad... antes bien lo transparente... es de mayor incen-
tivo a la lascivia» (Fol. 11).
Para nuestro franciscano, la mayoría de los pecados femeninos tenía que ver
con la deshonestidad manifiesta en trajes y escotes. De hecho, en su opinión, ta-
les «desvíos» superaban todos los relativos a desórdenes de comedias, come-
diantes y cómicas, y todos nacían de la expansión de las costumbres de aquella
gente «vagamunda». Críticas que conectaban con una sola preocupación: el de-
sorden moral ocasionado por los trajes y usos de las mujeres, fueren o no come-
diantas, por el escándalo activo que dan» (Fol. 6).
Y críticas también a un conjunto de medidas que marchaban al unísono: la
asistencia a los toros con su, también, propia polémica (¿pecaban los religiosos
por asistir a ellos?), la toma de tabaco de humo, cada vez más extendida, o la pre-
sencia de compañías de comedias en las ciudades y pueblos. Todo un programa
de reformas de moral que continuaba el iniciado en los tiempos del Conde Duque
en 1623: Junta de Reformación y prohibición del ejercicio de la prostitución. Se
implantaba la moral católica de la Reforma Tridentina. El diálogo de los feligre-
ses con sus imágenes aún daría mucho que hablar y que escribir.
«EN EL ABiSMO DEL iNFiERNO CAEN LAS ALMAS TAN ESPESAS COMO LA NiEVE». AVISOS,
CASTIGOS, PADECIMIENTOS. Y LOS MALOS CONFESORES
que tales actitudes comportaban una pena eterna parecía haber quedado
probado en los escritos del franciscano. A su fin demostraba la gravedad del pe-
cado, no siendo, en opinión de doctores y padres de la Iglesia, de naturaleza ve-
nial, sino mortal. Por eso habían sido excomulgadas las mujeres empecinadas
en vestir sus galas y sus escotes. Medidas poco efectivas, considerando la faci-
lidad que en dictarlas tenían sacerdotes y prelados de entonces.
Para seleccionar sucedidos, Pedro de Jesús escoge obras de entonces: Prado
espiritual, Speculum Exemplorum y Scala coeli,30 todas editadas en el XVII,
coleccionistas de vidas ejemplares, anécdotas e historias de sucedidos, esta vez
del más allá. Y todas, obviamente, semejantes.
En la primera, el protagonista, un monje, observó cómo la puerta del cielo,
abierta para muchos, se cerraba con dos bestias y una red, símbolo –al decir de una
voz que lo anunciaba– «de las galas de las mujeres y los traxes profanos de los
hombres, que por haberlos llevado les impiden entrar en el Cielo» (Fol. 20). un
castigo, aquí, extendido, sin diferencias de género. una secuencia mejor atribuye
mayores sufrimientos a las mujeres escotadas; como en historias anteriores, el cas-
tigo –aquí serpientes de fuego– se materializaba allí donde el pecado se exponía:
«...apareciéndose muchas mujeres condenadas con serpientes de fuego que les roían
los pechos, dezían: que eran condenadas por las galas, desnudez y escotados que usaron,
propter ostentionis pectoris» (Fol. 21).
30 Prado espiritual (Posiblemente una nueva edición de un Flos Sanctorum debido a Juan Basileo
SANTORO., Prado espiritual con muchas flores de santos, Valladolid, 1614, o Speculum exemplorum
(Mágnum speculum exemplorum: ex plusquam octoginta autoribus, de Joannes MAYOR; existen varias
ediciones, 1611, 1614, 1624...).
los traxes y adornos que tuve en mi persona; en los cuales traxes fui peor que los demo-
nios del infierno;... el adorno de las mujeres a los santos y los justos los consume y es lo
que más aborrece el Altísimo Señor en las mugeres. Dicho esto, vido que dos demonios la
echaron a una olla de plomo derretido» (Fol. 22).
«Yo fui una muger que fui amiga de ir adornada con galas, pero dexándolas todas me
confesé, y hize penitencias de haberlas llevado, y el Señor ahora me manda que tenga
por Purgatorio el parecer desnuda delante de todos, especialmente en la iglesia en don-
de di ocasión con mis adornos para pecar a los hombres; y aunque en los pies no traigo
casi pena, en recompensa de que quando me convertí a hazer penitencia, di de limosnas
a los pobres todas las medias y çapatos con que me adornaba...» (Fol. 22).
«Los dos lobos son dos confesores que tuve, que porque no me negaron la absolución
quando me confesaba con ellos... padecen gravísimas penas ahora; y con razón; pues
conozco yo ahora que mucho antes me hubiera enmendado y muchísimas se enmenda-
rían y se salvarían si fuesen de sus confesores reprehendidas...» (Fol. 22).
«Señor, si hay tantos confesores y predicadores ¿cómo es que se salvan tan pocos?
Respondió el Señor: Hija, antes son muy pocos los confesores buenos, que essos muchos
que ay, no son todos obreros míos, pues no procuran ni pretenden el aprovechamiento de
las almas, sino sus provechos vanos» (Fol. 23).
¿qué hacer entonces? ¿Cómo encontrar el camino o cómo purgar los peca-
dos? Pedro de Jesús inicia el proceso en una confesión sincera como sincera ha-
bría de ser la enmienda futura; aleccionando a las «señoras y demás mujeres» a
31 un rechazo que suponía también un acto simbólico. El Evangelio de San Mateo dibujaba a judí-
«... mi vestido ordinario es unas basquiñas de chamelote de lana y las espaldas della
de esterlín (...); y en las bodas de mi hija sólo me hize una gala que fue un vestido de
seda con tres marcos de oro» (Fol. 18)
Y añade el autor: «Saquen, pues, exemplo de esto las mugeres que no son
Reynas»
Reinas, vírgenes y santas. Estas últimas por sus actitudes devotas o las revela-
ciones milagrosas al uso: su imitación –en el ser y en el parecer– era el principal
remedio propuesto. Pero en su tratado, se vislumbraba otra moral: aquélla referen-
te a las formas tardo-feudales de los usos y honores caballerescos. A fin de cuen-
tas, y pese a la flaqueza o sensualidad inicial de las mujeres, según manifestara
Eva en el Paraíso, no había autor que marginase el deber de los padres y maridos.
Contradiciéndose, la mayoría de los autores suponía que, de cumplir éstos
con su misión, se erradicarían aquellos males. La responsabilidad del varón,
como criatura superior y más perfecta, comprendía la enmienda de la mujer, y
de su cobardía o su blandura, habría de responder ante Dios; de lo contrario ac-
tuaría el diablo:
«Darán estrechísima cuenta los maridos a Dios... por permitir en sus mugeres estos
deshonestos traxes. Y si son tan cobardes o necios que las toleran... cometen el mismo
pecado mortal que ellas cometen... Y con raçón, porque si sus maridos las estorvaran,
¿quién se avría de atrever, assí de sus mugeres como de sus hijas y criadas a cometer tan
graves culpas con sus escotados...?» (Fol. 19).
Al fin, marido y honra. La «polémica de los escotados», como los otros Li-
bros de «Avisos», reiteraba un mensaje que no era exclusiva responsabilidad de
los tiempos de la Contra-Reforma. Ésta –la polémica– había surgido con fuerza
en la segunda mitad del XVII, pero enlazaba a la perfección con los valores que
la mentalidad tardo– feudal arrastraba y arrastraría durante siglos, independien-
temente de los palmos mostrados por las mujeres en sus escotes.
Al usar de tales criterios de ordenación social, como de sus defensas –y la
honra lo era–, los moralistas se servían, conscientemente, del género como ca-
tegoría de diferenciación y, obviamente, de sumisión. La moral que proponían,
reinventándola, no era sino la vieja norma al uso: que los seres superiores de-
bían cuidar –y corregir– de los inferiores, y que responsabilidad y funcionali-
dad marchaban al unísono.
Repitiendo las bases del orden feudal, varón y hembra reproducían las rela-
ciones de protección/ obediencia del sistema. Ratificando el principio imperan-
te de la masculinidad, los moralistas hacían depender la bondad o maldad de las
mujeres de la capacidad correctora de sus hombres. A fin de cuentas, en las so-
ciedades androcentristas, las mujeres eran lo que los hombres hacían de ellas.
Al más puro estilo de Sor Juana Inés de la Cruz –«Hombres necios que
acusais...»–, Pedro de Jesús ascendía en la escala de las responsabilidades. Se
diferenciaba, obviamente, en su mirada. Aquélla –como antes María de Za-
yas– compadecía a las mujeres y las convertía en víctimas; éste simplemente
las culpaba.