CANDAU, Literatura, Género y Moral en Barroco Hispano

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Hispania Sacra, LXIII


127, enero-junio 2011, 103-131, ISSN: 0018-215-X

LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO:


PEDRO DE JESúS Y SuS CONSEJOS A
«SEÑORAS Y DEMÁS MUJERES»
POR

MARÍA LuISA CANDAu CHACÓN


Profesora Titular de Historia Moderna. Departamento de Historia ii.
Facultad de Humanidades. Universidad de Huelva.

A Jesús
RESuMEN
A finales del XVII, continuaba la literatura moral destinada a la población fe-
menina. No estando ya en su apogeo, aún contemplaba la aparición de ediciones
destinadas a la salvación de almas, esencialmente las más necesitadas –las muje-
res– por ser consideradas más «frágiles». Entre ellas, hacia 1670, vería la luz una
obrita de significativo título: «Noticias muy necesarias que deben todos saber
para que les sea fácil el camino del cielo, pues por no saberlas y executarlas, pu-
diendo, se han condenado un sinnúmero de almas, particularmente de las seño-
ras y demás mujeres». Su autor, Pedro de Jesús, representaba la continuidad de
las corrientes misóginas tan al uso entre los moralistas, predicadores y confesores
de entonces.
Su mensaje: la existencia de una moral selectiva –específicamente destinada a
corregir pecados femeninos– de tradición judaica y orígenes, nuevamente impulsa-
dos, desde el Medioevo. En el fondo, una moral específica que la cultura del Barro-
co pretendería conservar en un afán por ratificar los valores básicos del sistema
social: la desigualdad de los grupos sociales y la propia de hombres y mujeres.
PALABRAS CLAVE: Literatura Moral, Historia de Género, Religiosidad Barro-
ca, Penitencia, Confesores, Polémica de los «escotados».
Cuerpo femenino. Desnudez.

* Este trabajo ha sido posible gracias a la financiación del Ministerio Español de Ciencia y Tecno-
logía. Proyecto de I+D: El Lenguaje del amor y la culpa. Las mujeres y el honor en la Europa Confe-
sional. Clave: HAR 2009/07208HIST.
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LITERATuRE, GENDER AND MORALITY IN THE SPANISH


BAROquE PERIOD: PEDRO DE JESuS AND HIS ADVICE TO
«SEÑORAS Y DEMÁS MUJERES»
ABSTRACT
At the end of the 17th Century, moral literature aimed at the feminine popula-
tion continued. No longer at its peak, it still contemplated the appearance of pub-
lications destined to the salvation of souls, essentially those of the neediest –
women – who were considered more «fragile». Among them, around 1670, a mi-
nor work with a significant title appeared: «Very necessary news that all must
know so that the way to heaven is smooth for them, since by not knowing and ob-
serving them, being capable, an endless number of souls have been condemned,
particularly of ladies and other women».
The author, Pedro de Jesus, represented the continuation of the misogynistic
currents so commonplace among the moralists, preachers and confessors of that
day. His message was the existence of a selective morality – specifically destined
to correct feminine sins – of Judaic tradition and origins, newly impelled since
the medieval era. At heart, a specific morality that the Baroque culture would at-
tempt to preserve in its eagerness to ratify the basic values of the social system:
the inequality of the social order and that between men and women.
KEY wORDS: Moral Literature, History of Gender, Religiosity during the
Baroque Period, Penance, Confessors, Controversy regarding
«low-cut necklines». The «décolleté controversy». Female body.
Nakedness.
Recibido/Received 14-12– 2009
Aceptado/Accepted 29-12-2010

LA OBRA DE PEDRO DE JESúS EN Su TIEMPO. EL CONTEXTO


A finales del XVII, la literatura moral destinada a la población femenina –de
España e Indias– continuaba. No estando ya en su apogeo –lo estuvo a comienzos
de este siglo y a finales del quinientos–, aún contemplaba la aparición de edicio-
nes destinadas a la salvación de almas, esencialmente las más necesitadas por más
«frágiles»: las femeninas. Así, diversos libros denominados «de estados» o «avi-
sos», directamente e, indirectamente, manuales de confesión, sermones o devocio-
narios encontraron en las tareas de educación un filón casi inagotable.
Entre ellos, hacia 1670, vio la luz una obrita de significativo título: «Noti-
cias muy necesarias que deben todos saber para que les sea fácil el camino del
cielo, pues por no saberlas y executarlas, pudiendo, se han condenado un sin-
número de almas, particularmente de las señoras y demás mujeres». Su autor,
Pedro de Jesús, representaba la continuidad de las corrientes misóginas tan al
uso entre los moralistas, predicadores y confesores de entonces.

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Su mensaje: la existencia de una moral selectiva, específicamente destinada


a corregir pecados femeninos, de tradición y orígenes judaicos, nuevamente im-
pulsados, desde el Medioevo.
En el fondo, una moral específica, que la cultura del Barroco pretendería
conservar en un afán por ratificar los valores básicos del sistema social: la des-
igualdad de los grupos sociales y la propia de hombres y mujeres. Resulta ob-
vio resaltar que ambos objetivos, morales y sociales, se identificaban.
Y una moral, también, que, según veremos, pretendía conciliar las viejas
normas de la vida caballeresca y feudal con las nuevas de la Contrarreforma.
En este sentido, las obras clásicas de José Antonio Maravall y las aportaciones
colectivas dirigidas por Francisco Tomás y Valiente valoraron en su día la cul-
tura del Barroco, insistiendo en su vertiente conservadora; resaltaron, en esta
dirección, los criterios de estimación legal de una sociedad en crisis que, por lo
mismo, luchaba por mantener privilegios y valores heredados del pasado.1
Pocas noticias existen acerca de este fraile, como la mayoría de los religio-
sos de su tiempo, confesor y predicador, empeñado en acercar a la población
española no tanto el camino del cielo –como anunciaba su título– cuanto la hui-
da de los castigos del infierno.
Su estilo, tremendista, y sus formas retóricas y de pretensiones eruditas re-
cuerdan a las muy extendidas instrucciones de confesores y ediciones de ser-
monarios barrocos de la segunda mitad del XVII. un fraile franciscano, lector
en teología en su convento de Granada, de quien ignoramos otros tratados o es-
critos, y que consiguió con éste un relativo éxito, a juzgar por sus reediciones:
la primera en Granada, en 1670, la segunda al año siguiente en Zaragoza; utili-
zo la tercera, editada en Barcelona, en casa de Jacinto Andreu.2
Franciscano, confesor y predicador. Y todo ello en la España del Barroco.
Como tal, participaba –y protagonizaba– del éxito propiciado por ediciones

1 J. A. MARAVALL, La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica. (Madrid: Ariel 1ª

edición, 1975). J. A. MARAVALL, Poder, honor y elites en el siglo XVii. (Madrid: 1ª Ed. Siglo XXI,
1979). F. TOMáS Y VALIENTE (dir.) Sexo barroco y otras transgresiones premodernas. (Madrid: Alianza
Editorial, 1990). Visiones que en los últimos años revisaron otros autores desde otras perspectivas, re-
saltando los diferentes Barrocos a veces en conflicto, y otros caminos innovadores. Entre ellos, a nivel
divulgativo R. GARCÍA CáRCEL «Las culturas del Barroco», en La aventura de la Historia», 16, 2000
(52-56); R. DE LA FLOR, Era melancólica. Figuras del imaginario barroco. (Barcelona, 2007); imago.
La cultura visual y figurativa del Barroco. (Madrid: Abada, 2009). Para Valencia, P. PÉREZ GARCÍA,
Moradas de Apolo. Palacios, ceremoniales y academias en la Valencia del Barroco (1679-1707). (Va-
lencia: Institució Alfons el Magnanim. 2010).
2 Las noticias de su edición granadina proceden de las reimpresiones posteriores. La de Zaragoza,

por Juan de Ibar, 1671. La de Barcelona (que sigo), en casa de Jacinto Andreu, en la calle de Santo Do-
mingo, 1672. (Biblioteca universitat de Barcelona. En su referencia la obra consta atribuida a Pedro de
Espinosa).

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continuas de instrucciones de confesores y de sermonarios,3 lo que comportaba


la existencia segura de un auditorio creciente: en efecto, pese al restringido ac-
ceso de una mayoría analfabeta a tales escritos, su conocimiento se expandía.
En la teología moral del Barroco, abundaron las ediciones de manuales de
confesión, libros piadosos y sermonarios.4 Gran parte de aquellos libritos po-
dían ser instrucciones de confesores o conjuntos de sermones, de los que una
buena porción marcharía hacia América, en modo creciente en las flotas del
XVII. De sus efectos se ha escrito con acierto: el papel del sermón como
vehículo de adoctrinamiento en la España de la Contrarreforma es bien sabido;
pero también su relevancia como impulsor en las revueltas o en su apacigua-
miento, incluso como medio de diversión en las fiestas públicas, ha sido objeto
de estudios a medio camino entre la literatura y la religiosidad popular, y prota-
gonista de una historia de la cultura y las mentalidades.5
Nos interesa aquí una literatura específicamente destinada a las mujeres de
finales del XVII, cuya educación en aquellas sociedades patriarcales transmitía
discursos que, lejos de ser innovadores, resultaban conocidos, a saber: la for-
mación de la mujer sumisa, «depósito de generación» y, por lo mismo, guarda-
dora del honor y la honra de linajes y maridos; una mujer entendida como de
naturaleza inferior, tanto por tradición bíblica como por «reciente» demostra-
ción «científica».6

3 una muestra: el 42% de las publicaciones andaluzas del siglo XVIII lo fueron de ediciones de

sermones. F. AGuILAR PIñAL, «Predicación y mentalidad popular en la Andalucía del Siglo XVIII» en
L. C. áLVAREZ SANTALÓ, M. J. BuXÓ y S. RODRÍGuEZ BECERRA (coords.), La Religiosidad Popular. ii.
Vida y muerte: la imaginación religiosa, Sevilla/Barcelona, 1989, pp. 57-72
4 Sobre teología moral, una buena recopilación de autores en las diferentes aportaciones de A.

MORGADO GARCÍA, entre ellas «Pecado y confesión en la España Moderna. Los manuales de confeso-
res», en Trocadero, 8-9, 1996-1997, «Discursos eclesiásticos en la España de Felipe V. Los Manuales
de confesores», Congreso Nacional Felipe V y su tiempo, San Fernando, Fundación Municipal de Cul-
tura, 2000, «Teología moral y pensamiento educativo en la España Moderna», en Revista de Historia
Moderna. Anales de la Universidad de Alicante. 20. 2002.
5 J. DELuMEAu, El miedo en Occidente. (Barcelona: Taurus, 1989, pp. 282-296). Imprescindibles las

siguientes obras y referencias: F. HERRERO SALGADO, La oratoria sagrada en los siglos XVi y XVii. Pre-
dicadores, dominicos y franciscanos. (Madrid: FuE, 1996-1998. 2 vols). La predicación en la Compa-
ñía de Jesús. (Madrid: FuE, 2001). M. A. NúñEZ BELTRáN, La oratoria sagrada de la época del
Barroco. Doctrina, cultura y actitud ante la vida desde los sermones sevillanos del siglo XVii. (Sevilla:
universidad de Sevilla, 2000). F. NEGREDO DEL CERRO, Los predicadores de Felipe iV. Corte, intrigas y
religión en la España del Siglo de Oro. (Madrid: Actas, 2005). T. EGIDO, «Historiografía del clero regu-
lar en la España Moderna», en A. L. CORTÉS PEñA y M. L. LÓPEZ-GuADALuPE MuñOZ, La iglesia Espa-
ñola en la Edad Moderna. Balance Historiográfico y perspectivas. ((Madrid: Abada, 2007, pp. 9-39).
6 A destacar la incidencia de la obra del médico jiennense J. HuARTE DE SAN JuAN, Examen de in-

genios para las ciencias... (Reedición preparada por Esteban Torre. Madrid: Editora Nacional.
Reed.1976. Primera edición, Baeza, 1575). Sus presupuestos aristotélicos serían básicos en la obra clá-
sica de Fray Luis de León. Sobre tales supuestos la bibliografía es abundante. Acerca de los ideales de
mujeres y de los discursos que las forjaron, véanse las obras de M. VIGIL, La vida de las mujeres en los

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En consecuencia, mujeres de misiones transcendentes –en ellas residía la es-


tima del varón– y de capacidades insuficientes para llevarlas a cabo. Por ello,
mujeres «guardadas», «protegidas» y «guiadas». De ahí la necesidad de sermo-
narios y sermones, de predicadores, de manuales de confesión específicos y de
confesores.
una educación que competía básicamente al entorno familiar, que tendía a
colaborar en el mantenimiento del sistema, más en ámbitos urbanos, y en gru-
pos de extracción social alta o media. que se forjaba en los principios básicos
ratificados en la Doctrina –aquél cuarto mandamiento que cimentaba la sumi-
sión filial– y que se propagaba en los púlpitos y en los confesonarios, «verdade-
ra escuela de formación de adultos», en expresión de Aguilar Piñal.7
Pedro de Jesús recogía una tradición cultural mantenida desde siglos y refor-
zada en los años del Barroco, en la que se aludía a la pérdida de valores tradicio-
nales. Su objetivo: el rescate de la mujer sumisa, austera, discreta, laboriosa,
virgen y casta. Y sus ataques: la naturaleza defectuosa del sexo femenino, bien
por su nacimiento –hueso de varón, hueso curvo, hueso torcido– bien por su incli-
nación al mal desde su aparición en la escena bíblica: puerta del diablo o «sexo
dañosísimo», en palabras de un conocido predicador y escritor de entonces.8
Tradición cultural que aunaba imágenes de mujeres convertidas en símbolos
de igual desestimación: Eva y la manzana, y la expulsión del Paraíso, o Pando-
ra y su curiosidad, origen de los males futuros. una cultura misógina, conocida,
que se transmitiría en los autores barrocos –tanto más en aquellos confesores y
predicadores– metidos a teólogos que la propagaban desde el púlpito o el con-
fesonario.

siglos XVi y XVii. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1986). M. A. HERNáNDEZ BERMEJO, «La imagen de la
mujer en la literatura religiosa de los siglos XVI y XVII», Norba 8-9 (1987). M. C. BARBAZZA,
«L’épouse crétienne et les moralistes espagnols des XVIe et XVII siécles», en Mélanges de la Casa de
Velázquez. (1988). Tº XXIV, 99-137. «L’éducation féminine en Espagne au XVIe siècle: une analyse
des quelques traités moraux», Ecole et Eglise en Espagne et en Amérique latine. Aspectos idéologiques
et institutionnels. (Tours: Publications de l’université, 1988, 327-348). J. VARELA, Modos de educa-
ción en la España de la Contrarreforma. (Madrid, 1983). I. MORANT DEuSA, Discursos de la vida bue-
na. (Madrid, 2002). También ha dirigido e introducido la obra de conjunto, Historia de las mujeres en
España y América Latina. ii. El Mundo Moderno, (Madrid, 2005). últimamente M. TORREMOCHA HER-
NáNDEZ, Mujer imaginada. Visión literaria de la mujer castellana del Barroco. (Badajoz: Abecedario,
2010).
7 F. AGuILAR PIñAL, «Predicación», 60.
8 FR. GASPAR NAVARRO, Tribunal de la superstición ladina. Huesca, 1631. «Es la mujer puerta del

diablo, camino de maldad, mordedura de escorpión... un sexo dañosísimo, que a donde se acerca en-
cienden de fuego... de la mala se ha de huir, y de la buena se ha de recatar... Que la mujer es perdición
del hombre, tempestad de una casa, impedimento de gente quieta, captiverio de vidas, guerra volunta-
ria y contínua, bestia feroz, leona, que con sus brazos quita la vida, animal lleno de malicia... Ella fue
la que introdujo el pecado en todos los hijos de Adán y causa de la muerte del género humano».

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Como muchos moralistas y predicadores de su tiempo, nuestro teólogo ci-


mentaba su opinión en la de las «autoridades». La omnipresencia de citas de
autores, ya clásicos, ya padres o doctores de la Iglesia, no es original; a veces
tampoco su manipulación. Me detendré por ello en sus lecturas. Entre ellas,
textos de origen diverso acunados por la tradición cultural: de un lado, los auto-
res clásicos citados por cualquier escritor del Barroco que se preciase de «cono-
cer» la moral, las virtudes, los vicios y el temperamento femenino: Aristóteles,
Séneca o Plutarco. De este último su conocido catálogo de mujeres ilustres, en
las que rastrear bien virtudes, bien ejemplos de mujeres heroicas, entre ellas las
máximas de sus espartanas.
Ignorando el sentido de la igualdad de sexos presente en el filósofo griego,
Pedro de Jesús insistirá en el ejemplo de entrega o castidad que las virtuosas de
Plutarco legaron al Renacimiento y luego al Barroco. De Séneca, uno de sus
Dialogos, De Beneficiis, aparece recogido superficialmente. Su referencia –Lib
VII De Beneficiis– nos lleva a las reflexiones realizadas por el cordobés en tor-
no a la vanidad y lo superfluo, identificada literalmente por el clérigo con la
mujer.9
De otro lado, el teólogo retomaba sus raíces judeocristianas, sobre todo a los
profetas Oseas, Amós o Joel, y especialmente las lamentaciones ante la vanidad
humana. Preferentemente escogía historias de mujeres galanas, fuertes o castas
–Judith, Esther o Rebeca– según conviniere. La primera porque sus galas con-
fundieron a los soldados de Holofernes que la tuvieron por mujer mundana; la
segunda; por su honestidad; la tercera por su modestia ante Isaac.
Entre los evangelistas, San Lucas y San Mateo; lógicamente San Pedro y, como
buen moralista de su tiempo, las epístolas de San Pablo, y su conocida utilización:
la sumisión de la mujer al marido tiene que ver –discurso reiterado– con las exhor-
taciones al uso del velo en los templos. Y equivocaba sus citas de San Juan.10
Entre los primitivos teólogos, el famoso escritor Tertuliano (ca. 155-230) y sus
referencias tanto al matrimonio cristiano (De monogamia) como a la modestia,
castidad o formas externas de las vírgenes al realizar la oración (De cultu femina-
rum, De vel. Virginum...). un autor continuamente requerido entre los moralistas

9 «¿No bastaba que la mujeril locura hubiera rendido tanto a los hombres sin que llegara a col-

gar de cada oreja dos o tres patrimonios? Veo vestidos de seda, si es que se pueden llamar vestidos
aquéllos en que no hay cosa que defienda el cuerpo, ni la vergüenza que, después de puestos, no habrá
mujer que pueda jurar con verdad que no está desnuda» Lib. VII De Beneficiis. He utilizado una tra-
ducción realizada por Pedro FERNáNDEZ DE NAVARRETE Madrid: Imprenta Real de Madrid, 1629, 210-
211. Fondo digitalizado de la universidad de Sevilla. Evidentemente lo que interesaba a Pedro de Jesús
no era tanto el material –la seda– cuanto la desnudez.
10 Considero que algunas referencias a la epístola I de San Juan son erróneas. Fol. 21. Así pone en

escritos del apóstol opiniones relacionadas con las vestimentas que no he podido encontrar.

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del Barroco para reiterar la excelencia de la virginidad y la superioridad del celiba-


to, pues había defendido el matrimonio como mal menor. Como San Ambrosio, y
antes San Pablo, alababa la templanza y la contención, y recomendaba la castidad
del viudo antes que la realización de nuevas nupcias (Ad uxorum).
un Tertuliano rigorista de sus últimos años, que criticaba los adornos en la
mujer a quien, con su apasionamiento acostumbrado, desdeñaba («Mujer eres
la puerta del diablo. Fuiste tú quien tocó el árbol de Satán y la primera en vio-
lar la ley divina»);11 y un Tertuliano que hacía recaer en los esposos la labor de
corrección de tales criaturas consideradas inferiores.
Tal era el Tertuliano que transmitía nuestro franciscano y otros autores asi-
mismo citados por él y revalorizados tras el Concilio de Trento. Como San Ci-
priano, San Ambrosio, San Jerónimo, San Crisóstomo, San Agustín, San
Gregorio Nacianceno; entre los grandes predicadores, el valenciano San Vicen-
te Ferrer amparaba su pensamiento misógino. Y para finalizar, un listado de
teólogos, moralistas y místicos a veces citados sin especificar obra, a veces con
referencias precisas.12
Para resaltar actitudes de santidad o discreción, los ejemplos de vidas de
mujeres venerables como las muy conocidas (y editadas) de Marina Escobar
(1554-1633), escrita por el jesuita padre Luis de la Puente, en 1665, y la de la
astigitana Doña Sancha Carrillo, muerta en 1537 y elogiada en el Flos Sancto-
rum del también jesuita Martín de Roa (Sevilla, 1615).13

11 Esta cita procede de J. DELuMEAu, El miedo en Occidente, ob.cit. P.480


12 Entre ellos, «El Abulense» (Alonso FERNáNDEZ DE MADRIGAL, obispo de ávila, 1454-1455), va-
lorado como comentarista de las obras de San Jerónimo y San Eusebio, y autor de ensayos acerca del
amor y la amistad (Breviloquio de amor e amiciçia, 1473-1474); el jesuita Francisco SuáREZ (1548-
1617) básicamente como comentarista a las obras de Santo Tomás; Maldonado (Tractatus de Sacra-
mentis), Padre PuENTE HuRTADO, Tomás SáNCHEZ (De Sacrosancto Matrimonii Sacramento. 3 Vols
Salamanca 1602-1605), Diana (Antonino DIANA, Resolutiones morales, Lugduni, 1634), Navarro
(Doctor Navarro, Martín de AZPILICuETA, Manual de confesores y penitentes Toledo, 1554), Juan ENRÍ-
quEZ (Cuestiones prácticas de casos morales, Madrid, 1657), Alonso RODRÍGuEZ (Ejercicio de perfec-
ción de virtudes cristianas, Barcelona, 1613), PALAFOX (Obras diversas, entre ellas, El pastor de
nochebuena, Año espiritual, Horas de Nuestra Señora o Bocado Espiritual), Raimundo CARONIO, el
cardenal Cayetano (1469-1534) y sus comentarios a las obras de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino,
así como del Nuevo Testamento, Martino BONACINA (Operum de morali theología et omnibus cons-
cientiae nodis, 1632), Francisco de TOLEDO (instrucción de sacerdotes y summa de casos de concien-
cia, Valladolid, 1627), Reginaldo (¿Reginaldo Sgambati,? Orazioni, Roma, 1648, autor de diversas
ediciones de sermones en latín), o Domingo BáñEZ (Comentaria et quaestiones in duos Aristotelis...,
Salamanca, 1585).
13 Sobre Doña Marina de Escobar, véase I POuTRIN, «una lección de teología moderna: la vida ma-

ravillosa de Doña Marina de Escobar (1665)», Historia Social nº 57. Valencia, 2007. 127-244. Asimis-
mo, N. PÉREZ AINSuA, «Vida de Doña Sancha Carrillo, Tercera Franciscana (1513-1537)», en Actas del
Xi Curso de Verano el Franciscanismo en Andalucía. El Franciscanismo en Andalucia (11). Num. 11.
Priego de Córdoba. Asociación Hispánica de Estudios Franciscanos-Cajasur. 2006. 415-432.

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Añadía algunas obras citadas sin autor, de signo semejante. Obras que reunían
un gran número de exempla que aplicar en las enseñanzas de las buenas costum-
bres, comúnmente referentes a acciones de santos o sucedidos milagrosos.14
Como sus ausencias. Pedro de Jesús se servía de teólogos al uso; también de
algunos tratadistas (Jerónimo Castillo de Bobadilla., Política para corregidores
y señores de vasallos, Madrid, 1649) y humanistas conocidos (Pedro Mexía, y
sus Césares),15 pero dejaba de lado otros de renombre, de escritos específica-
mente destinados a la población femenina o usados para su educación, que gran
parte de sus coetáneos aún citaba: Vives y su instrucción de la mujer cristiana
(De institutione feminae christianae, escrita en Brujas en 1523), por ejemplo;
Fr. Antonio de Guevara (Relox de príncipes, Valladolid, 1529; Epístolas fami-
liares, Amberes, sin fecha. Hay edición de Valladolid, 1542) o Fr. Luis de León
(La perfecta casada, Madrid, 1583). O el exitoso diálogo de Pedro de Luxán
(Coloquios matrimoniales, Sevilla, 1550). ¿La razón? En mi opinión, su interés
se centraba en mayor medida en los aspectos negativos del pecado que en los
remedios posibles de la instrucción. Independientemente de unas simpatías ma-
nifiestas por unos autores determinados. Y excluyendo otros –Guevara, por
ejemplo– con una visión menos radical.
En el fondo, como todos, Pedro de Jesús aunaba la tradición judeocristiana,
la grecolatina y la nuevamente regulada y ampliada de los teólogos y moralistas
católicos tras la Reforma del Concilio de Trento. Y de todas ellas extraía la ver-
sión más misógina; en algunos casos citando a la letra. En otros, extrayendo
opiniones fuera de su contexto o valorando aquéllas de un mismo autor que re-
frendaba sus opiniones. Desde luego al usar de las epístolas paulinas.
En el caso de San Pablo seguía el camino marcado hacía tiempo por la casi
totalidad de los teólogos de su época y de otros muchos anteriores a él. Me re-
fiero a su famosa Epístola primera a los Corintios, Capítulo XI; allí el apóstol,
en respuesta a las dudas acerca del uso del velo en los templos en las mujeres,
teorizaba en relación con la valoración de las criaturas: hombre y mujer. Y, al
concretar las formas –cubierta la mujer, descubierto el hombre–, las justificaba
en sus diferencias, manifiestas desde la creación.16

14 Tales son: Scala Coeli, Prado espiritual (Posiblemente una nueva edición de un Flos Sanctorum

debido a Juan Basileo SANTORO, Prado espiritual con muchas flores de santos, Valladolid, 1614, o Spe-
culum exemplorum (Magnum speculum exemplorum: ex plusquam octoginta autoribus, de Joannes
Mayor; existen varias ediciones, 1611, 1614, 1624...).
15 P. MEXÍA, Historia imperial y cesárea en que sumariamente se contienen las vidas y los hechos

de todos los emperadores desde Julio Cesar hasta Maximiliano Primero. Sevilla: En casa de Juan
León, 1545. Hay sucesivas ediciones; creo que la más próxima a nuestro autor es la de Madrid, 1655.
16 «Pero quisiera que comprendierais esto: la cabeza de todo varón es Cristo; la cabeza de la mu-

jer es el varón; y la cabeza de Cristo es Dios... El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen
y gloria de Dios; la mujer, en cambio, es gloria del varón; pues no es el varón el que viene de la mujer,

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Tales opiniones se arrastraron interesadamente con los siglos. Teólogos, mo-


ralistas, y eclesiásticos las transmitieron; las sociedades patriarcales católicas
las ampararon. Su continuación, sin embargo, se mantuvo en el silencio; de for-
ma que las recomendaciones de San Pablo a la complicidad entre los esposos
–por su origen y mutua necesidad–, expuestas en el versículo siguiente, no ge-
nerarían iguales reflexiones.17 Desde luego no entre los principales moralistas.
El recurso a la tradición y al peso de la autoridad se combinaba con la voz
de la experiencia; de «su» experiencia. Como confesor y predicador, nuestro
autor recopilaba historias, casos, actuaciones consideradas pecaminosas. Y así
decía escandalizarse del «olvido de las almas». Y le obsesionaban los números:
«... que casi todos los santos y teólogos dicen, con mi padre San Agustín, que son más
los católicos que se condenan, que los que se salvan... de los cuales dice San Gregorio,
que de diez mil que viven mal, apenas se salva uno» (Fols. 1-2)

Escribía para ellos, siendo consciente de la necesidad de instruir a los ins-


tructores. Así, una parte de su tratado iba dirigido a confesores y a los predica-
dores; a todos –clérigos y fieles– acusaba de ignorantes; y quizás por ello les
excusaba. De hecho el título de su obra –«Noticias muy necessarias que deben
todos saber... pues por no saberlas... se han condenado un sinnúmero de al-
mas...»– orientaba de sus objetivos.
Como él, otros autores de su tiempo insistieron en trazar los caminos de la
salvación, guiados por su experiencia y la práctica del confesonario.18 Es evi-

sino la mujer del varón; y no fue creado el varón en razón de la mujer, sino la mujer por razón del va-
rón. Por eso la mujer debe llevar sobre su cabeza la señal de su sujeción...» (i Carta a los Corintios,
XI, 3-11).
17 «Pero, a pesar de todo, ni mujer sin varón, ni varón sin mujer en el Señor. Pues, si la mujer vie-

ne del varón, también es verdad que el varón viene mediante la mujer, y todas las cosas vienen de
Dios» (i Carta a los Corintios, XI, 12).
18 una buena recopilación en P. GAN GIMÉNEZ, «El sermón y el confesionario, formadores de la

conciencia popular», en L. C. áLVAREZ SANTALÓ et ALII, La Religiosidad Popular, 111-125. H. KA-


MEN, «Nudité et Contre-Reforme», en A. REDONDO (Dir.)., Le corps dans la société espagnole des
XVie et XViie siècles. París: La Sorbonne, 1990, pp. 297-307. M. C. GARCÍA DE ENTERRÍA, «El cuerpo
entre predicadores y copleros», en A. REDONDO, Le corps, 233-245. Destacaré por años y temas, Día
del justo y noche del pecador de G. RODRÍGuEZ ESCABIAS (Granada, 1659), El misionero perfecto, de
Mr. LANAJA (Zaragoza, 1672) y, sobre todo, los posteriores de Joseph GAVARRI, Noticias singularísimas
e interrogatorio en forma de diálogo, ambos editados en Granada, en 1676; del mismo GAVARRI, ins-
trucciones predicables (Sevilla, 1673); asimismo, de Juan Bautista SICARDO, Juicio Theologico moral
que haze de las galas, escotados y afeites de las mugeres (Madrid, 1677), de Joseph GARCÉS, Ave Ma-
ría, la luz más clara que deshace las tinieblas (Jaén, 1678), El perfecto predicador, de F. DuEñAS (Se-
villa, 1679), Norte de Pureza, para convencer a las mugeres vayan honestas en sus trajes, de Juan
Agustín RAMÍREZ (Barcelona, 1687); también, El despertador cristiano de Joseph de BARCIA Y ZAM-
BRANA, (Madrid, 1684, Cádiz, 1692) de constatada presencia en las flotas hacia las Indias por aquellos
años.

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dente que, en todos, el infierno, el cielo, la gloria, el purgatorio, como los sufri-
mientos y padecimientos que esperaban a los pecadores constituían la trama.
En nuestro autor, su específica dedicatoria a señoras «y demás mujeres», le dis-
tanciaba. una crisis de valores, típica de tiempos de cambios, o la propia «re-
beldía» de algunas mujeres a seguir pautas –ya rancias– se anuncia en su
trasfondo.

«SON MUY POCAS LAS SEÑORAS QUE HOY SE SALVAN». LA POLÉMICA DE «LOS ESCOTA-
DOS», MORAL DE GÉNERO, MORAL SELECTIVA

Entre todas las expresiones al uso, avisos o consejos destinados al varón de


aquellos días, ninguna, en mi opinión, tan clarificadora como la que utilizara el
agustino Malon de Echaide a fines del quinientos: «Atención, pecadores, que
entra el manjar, mirad que viene una mujer».19
Desde los orígenes de la creación, la mujer –mezcla de soberbia y de sen-
sualidad– simboliza el exceso y la carnalidad. una imagen –desnudez, belleza,
seducción– representada en la iconografía hasta el hartazgo. Y una mezcla, que
el Barroco tornó en peligrosa. Primero, porque al aspirar a lo prohibido, había
remontado sus expectativas, excediendo los límites de su naturaleza creada; se-
gundo porque al usar maneras de seducción, consiguiendo sus objetivos –con-
vencer al varón– demostraba el poder de la sensualidad, tanto como la
fragilidad del seducido. Y así, frente a la supuesta contención de aquel Adán –al
parecer, conforme con su destino– la desmesura en la mujer representaría, por
fuerza, a todas las Evas, y su naturaleza, en esencia material, conformaría la
propia de su «linaje»: materia frente a espíritu. Los siglos ampliaron, reinven-
tando, la idea de la tentación y el avance de la misoginia recordó a Eva, olvi-
dando la manzana. La tentación era la mujer. Ella era el manjar.
que la moral seleccionaba géneros parece evidente, pues el diablo tentaba,
atendiendo a la supuesta naturaleza de las criaturas. Como tantos otros moralis-
tas que le precedieron, Pedro de Jesús confirmaba la visión misógina de San
Agustín, y defendía una idea de mujer en la que se resaltaba su culpabilidad. Si,
como había opinado el de Hipona, «el precepto, emanando del Señor, llegó por
el varón a la mujer, mas el pecado, saliendo del demonio, pasó de la mujer lle-
gando hasta el varón»,20 convirtiendo a Eva en instrumento del diablo –versión
serpiente–, las reflexiones del franciscano, a fines del XVII, perfeccionarían su
argumento.

19 P. MALON DE CHAIDE (o ECHAIDE), La conversión de la Magdalena. (Barcelona: en casa de Hu-

bert Gotard, 1588. Reedición de Clásicos Castellanos, Madrid, 1959. II, IV, 115.)
20 Del Génesis a la letra, XI, 45. Citado en A. SARRIÓN MORA, Op. Cit. 30 y ss.

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 113

El Mal se servía de ellas cuando su propio mal no les bastaba; de modo que
las mujeres de conducta «desviada» encarnaban una materialización demoníaca
superior. De este modo:
«...que hacen más daño a los hombres que los mismos demonios con sus tentaciones.
La razón es porque lo que no pueden los demonios con sus tentaciones por sí, para que
se condenen las almas, se valen de tales mujeres...» (fol. 11).

El camino se presentaba aquí como mezcla de vanidad, frivolidad, exhibi-


cionismo y deseo y, según veremos, excesos. Y se materializaba en lo que vino
a llamarse «la polémica de los escotados», temática tratada por diversos mora-
listas en, sobre todo, la segunda mitad del siglo XVII. Fueron sobre todo auto-
res religiosos –agustinos y franciscanos preferentemente– los que debatían en
torno a la naturaleza de la gravedad del pecado consistente en el lucimiento por
las mujeres de los citados «escotados»: venial, por influencia del doctor Caye-
tano, mortal, siguiendo a los clásicos teólogos y Padres de la Iglesia.
Bastante más conocido que nuestro autor, el franciscano J. Gavarri, en su
obra instrucciones predicables y morales, no comunes que deven saber los Pa-
dres Predicadores y Confesores principiantes; y en especial los Misioneros
Apostólicos (Barcelona, 1675) se mostraba tajante al señalar la gravedad del
pecado; como él, los ya citados Joseph Garcés, Ave María, la luz más clara que
deshace las tinieblas (Jaén, 1678), Joseph De Barcia y su Despertador Chris-
tiano (Madrid, 1684) y Juan Agustín Ramírez, Norte de Pureza, para conven-
cer a las mugeres vayan honestas en sus trajes, (Barcelona, 1687). En frente,
Juan Bautista Sicardo, en su Juicio Theologico (Madrid, 1677), defendía la le-
vedad de la falta.
Pedro de Jesús, pues, franciscano como Gavarri, bien que menos famoso
que él, le había precedido en su batalla. una batalla necesaria, pues, como ase-
guraba una de las aprobaciones contenidas en la edición de su tratado, la «salud
espiritual» precisaba de obras como ésta, al demostrar:
«la eficacia con que persuade a huir el excesso en la invención de los traxes, que
nuestra España usa, en grave ofensa de los ojos, pues los más dormidos en el desseo,
despiertan al torpe ruido que hace el apetito con la imagen peligrosa de tanta vani-
dad».21

Salvar España, nada menos. El asunto no era nuevo, pero sí la modalidad. Si


los argumentos usados por conocidos moralistas nacían de la soberbia femenina
–otra vez excesos– manifiesta al intentar enmendar la obra del Creador, y se ha-

21 Aprobación del R. P. Fr. ivan Alegre, del Orden de N.P.S. Francisco, y Lector de Teología en el

Real Convento de Granada. Op. Cit. F. 1.

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bían centrado en el rechazo, sobre todo, de los afeites en el rostro o al excesivo


ornato, la segunda mitad del XVII lo ratificó, insistiendo, sin embargo, en los
cambios que la moda aportaban al ya colmado «saco» de las tentaciones.22 un
mismo discurso con ropajes nuevos.
Parecía evidente, en mundos tan sensuales como el Barroco, la necesidad
perentoria de tratados como éstos. Recogían, además, todo un listado de reglas,
órdenes y normas ya dictadas por pontífices y obispos relacionadas con la apa-
riencia, del mismo modo que recordaba –moral de status– que no en todos los
grupos, ni en todos los sectores, las modas representaban excesos semejantes.
No era únicamente una moral de género, sino también, de clase.23
La «polémica de los escotados» no se debatía aisladamente; conectaba con
asuntos más graves, relacionados con la obra del Creador. Volviendo, entonces
al género y a «su» creación, Pedro de Jesús recorría el camino trazado tiempo
atrás por humanistas y teólogos. E instaba a la conformidad física al comparar
el acto de la creación con el arte de la pintura. De una forma tan parecida a
quienes le precedieron en el tratado de temas de conciencia, vicios y caminos
de la teología moral. Y se remontaba a San Vicente Ferrer y, como el santo, a
sus orígenes. Todos volvían los ojos a Tertuliano y a su De ornatu mulierum.
Los modelos de contención en la mujer virtuosa habían quedado establecidos
en los escritos del obispo norteafricano.24 Desde entonces, observamos poca
originalidad en los pensamientos ad hoc de los teólogos, moralistas o confeso-
res que le siguieron. Recordando a Tertuliano, Pedro de Jesús retrae sus refle-
xiones a autores más próximos, San Vicente Ferrer:
Dice mi padre San Vicente Ferrer en un sermón del Juicio, que las tales que hacen
esto ofenden mucho a Dios Nuestro Señor, y lo prueba con este simile: Si un gran Pintor

22 De interés el trabajo sobre los intentos de contención del lujo barroco de R. GONZáLEZ CAñAL,

«El lujo y la ociosidad durante la privanza de Olivares: Bartolomé Jiménez Patón y la polémica sobre
el guardainfante y las guedejas», en Criticón, 53 (1991). Pp. 71-96. Resalta el autor los problemas de-
rivados del uso del guardainfante y sus posibles inconveniencias sociales y morales.
23 En esta dirección, el trabajo de A. áLVAREZ-OSSORIO ALVARIñO. «Rango y apariencia. El decoro

y la quiebra de la distinción en Castilla (Siglos XVI-XVIII)», en Revista de Historia Moderna, 17


(1998-1999) Pp. 263-278. A resaltar sus reflexiones referentes a la ostentación como fórmula de ascen-
so social «visualizado».
24 Cultus y ornatus son las definiciones de Tertuliano aplicadas al habitus de las mujeres, reflejos

de un lado, del boato en el vestido (cultus), de otro de los cuidados de la piel y los cabellos (ornatus).
Ambos conceptos se oponían, respectivamente, a la humilitas y a la castitas. De cultu feminarum. Vid.
V. E. RODRÍGuEZ MARTÍN y V. ALFARO BECH, «De Cultu Feminarum de Tertuliano como exhortación
moral cristiana y su influencia en el Humanismo de Luis Vives», en Cristianismo y tradición latina.
Málaga, 2000. Internet: www.anmal.uma.es/anmal/numero6) Y, especialmente P. MARTÍNEZ-BuRGOS
GARCÍA, «Lo diabólico y lo femenino en el pensamiento Erasmista. Apuntes para una iconografía de
género», en M. TAuSIET y J. AMELANG, El diablo en la Edad Moderna. (Madrid: Marcial Pons, 2004.
Pp 211-233).

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 115

como Apeles huviera pintado una imagen con toda perfección, y después una mujer, sin
ser pintora, retocasse en tal imagen los ojos, mexillas, y lo demás con diversos colores,
¿no daría a entender que suplía algunas faltas en la tal pintura? Es evidente. Así pues,
han de saber las mujeres que se arrebolan y aliñan sus caras que el altísimo Apeles, que
es Dios Nuestro Señor, ha pintado sus caras según su voluntad, y con toda perfección y
arte. Luego si las tales mujeres retocan sus caras... es claramente dar a entender de que
Dios... no las supo pintar con las perfecciones que ellas quieren... lo cual es un grande
agravio que con esto hacen a este divino pintor» ( Fols. 14-15.)

Del rostro a la vestimenta. La vanidad vestía a la mujer –también al hombre–


de galas y adornos. Los moralistas –desde los escritos de los Padres de la Iglesia–
lo conectaban con la hipocresía. La pompa y el lujo serían entonces comparados
con los sepulcros blanqueados de los fariseos, y las señoras se convertían en el
pensamiento de aquellos críticos en «ataúdes de oro», «almas muertas» de interio-
res corruptos, abundando la «hediondez, gusanos y calaveras» (Fol. 16). El vesti-
do «pomposo» generaba comentarios negativos de doble dirección. De un lado, la
simpleza de la vanidad efímera. Remontándose a San Francisco, Pedro de Jesús
comparaba tales ornatos femeninos con los últimos reflejos de la muerte:
«Que los tales adornos y trajes en las mujeres denotan que sus almas están muertas,
como sucede quando vemos un ataúd muy bien adornado y cubierto de seda y galones de
oro, que viéndolo assí, nos persuadimos a que en el interior de dentro de él es un cuerpo
muerto» (Fol. 16)

No era sólo cuestión de meditaciones fúnebres en torno al paso de la vida, o de


la muerte próxima, al más puro estilo de los ejercicios ignacianos. Era una crítica
directa a la ostentación en sí, expresada en el adorno y la pompa, como engaño ma-
nifiesto que cubría y sobre valoraba al cuerpo así arropado. La naturaleza humana,
al fin, nacida del barro bíblico, no habría de sobrepasar sus propios límites estéticos.
La vanidad además distraía del sentido de la vida. Entretenidos en las galas
mundanas, hombres y mujeres difícilmente podían pensar en los méritos de la
vida futura. Los vestidos profanos y su envoltura generaban pensamientos va-
nos y las mujeres, especialmente, se convertían, de nuevo, en instrumentos del
demonio. La imagen «pomposa» las transformaba y, como en los bandos feuda-
les, las señalaba, otorgándoles los colores del diablo:
«... así podemos decir de las tales mugeres, que aunque por defuera parecen bien con
sus traxes, si las miramos azia dentro en sus almas, no se hallará sino hediondez de pe-
cados, pensamientos solos de vanidades, y no de pensar en sus culpas (...) Tienen señales
muy claras que se han de condenar, por darse a conocer que no son de Dios, por sus pro-
fanos traxes, sino del diablo;» (fol. 16).

Pero ¿qué se entendía por exceso? ¿qué suponían la pompa o el lujo en la


mente y la crítica de los hombres del Barroco?

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Hábilmente, el discurso moderno se servía de una idea de fácil adaptación:


lo superfluo. De aplicación variable, el concepto «superfluo» se trasladaba en
función del status y los grupos. Como hombre de su tiempo, tiempo de grupos
y estamentos, Pedro de Jesús se movía entre criterios de honor, estima, funcio-
nalidad y dignidad. Supuestos, todos ellos, que se sintetizaban en un valor bási-
co: el vivir conforme al estado.
Las obligaciones inherentes al status, iniciadas en el deber de mantener la
imagen del grupo, conectaban con tales señas de distinción, fuesen éstas las ga-
las, la pompa, el adorno o las piedras preciosas. Por tal razón, la moral se hacía
selectiva y generaba normas de conducta diferentes según la clase o el grupo.
A las definiciones del Abulense,25 equiparando adornos y hacienda, Pedro
de Jesús añadía, como buen franciscano, el ejercicio de la caridad. De manera
que la definición inicial de «superfluo» quedaba como sigue:
«Qualquiera muger o hombre que se adornare o vistiere superfluamente y que el tal
adorno o gala es de mayor valor que su hacienda y estado puede soportar, y llevar, peca
mortalmente. Y en particular (digo yo) si no paga lo que debe, ni socorre por esto a los
pobres» (fol. 17)

usando de lugares comunes, recitaba historias de familias arruinadas y ha-


ciendas perdidas por la vanidad del mundo. El tren de vida –aquí culpaba esen-
cialmente a las señoras– y sus galas correspondientes las llevaban a la miseria y
las apartaban también de la gloria eterna. Pese a las prácticas de devoción, la
vanidad y lo «superfluo» las condenaban:
«Según esto, un sin número de mugeres, caballeros, y particularmente señoras, están
oy en pecado mortal, no obstante que tratan de oración y comuniones, por llevar ador-
nos y galas superfluas, que sus haciendas no pueden sustentar, pues por ello no pagan al
zapatero, sastre, criados, y otras personas pobres, por conservar sus locuras superfluas,
condenándose ellas y sus maridos a una eternidad de penas solo por esto. Y lo lastimoso
es que son muy pocas las señoras y caballeros que hagan escrúpulo de esto quando el
demonio tiene por seguro que sólo por estos pecados se pueden condenar, sin otro peca-
do alguno» (fol. 17).

Pedro de Jesús dibujaba estampas de la España de fines del XVII. Critican-


do actitudes estereotipadas de pompas, ornatos, galas y sedas, esbozaba cua-
dros de supuesta movilidad social. Supuesta por falsa. Acusaba a quienes,
pretendiendo imitar las formas de vida de los grupos superiores y queriendo ac-
ceder a ellos, sin hacienda que les sustentase, accedían en cambio a un mundo
de deudas y obligaciones. Y, situándose donde no les correspondía, en ellos la
ostentación se convertía en vanidad superflua.

25 Alonso Fernández de Madrigal obispo de ávila (1454-1455).

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 117

Sin pretenderlo, su crítica se hacía crítica social, e identificando lo superfluo


con las actitudes de quienes aspiraban a ser, no siendo, se convertía él mismo
en un defensor del orden estamental.
Como erudito, remontaba sus opiniones en el peso de la autoridad. Recorda-
ba a los apóstoles –San Pedro y San Pablo– a los Padres de la Iglesia, San Am-
brosio o San Agustín, y los Concilios, que le refrendaban. Y consideraba que la
vestimenta representaba, desde siempre, el estado. Dignidad y decoro, tan en-
tendidamente objetivos entonces, rechazaban saltos de status:
«También manda el Concilio iliberiano... que las matronas, princesas y señoras
grandes no presten sus adornos ricos a las personas comunes, y de inferior estado para
llevarlas, aunque sea por poco tiempo, sólo por ser contra su estado, so pena de tres
años de abstinencia de comer carne».26

Tales normativas contenían la clave: «sólo por ser contra su estado». Los pe-
cados de vanidad y de soberbia afectaban entonces a las elites en menor medi-
da, y se extendían entre los inferiores. De ahí la claridad del título: las señoras
y demás mujeres. una especificidad que reflejaba las distancias. Las de género
y las de grupo. Y al concretar que tales avisos les estaban especialmente desti-
nados, catalogaba ambos pecados en femenino.
Volvamos a los «excesos». Nuestros moralistas criticaban la «invención de
los trajes» y sus efectos: la peligrosa imagen de tanta vanidad. La ostentación,
sin embargo, no constituía un fin en sí misma. Todos los escritores coincidían
en suponer que galas y adornos perseguían, en la mujer, objetivos de mayor ca-
lado: atraer miradas, halagos y, en el peor de los casos, amantes. Ya Fr. Luis de
León había tratado sobre ello, y, con escasa originalidad, todos los autores de
memoriales y libros de avisos que le siguieron. Maliciosamente, la imagen en-
tonces se perfeccionaba: la moda de los «descotados» o «escotados», extendida
a lo largo del XVII, con éxito entre «señoras» y «demás mujeres», era la conse-
cuencia de la vanidad femenina, que ahora proclamaba la tentación mayor, la
propia de la sensualidad:
«Grande es la deshonestidad que oy usan las más de las mugeres en sus traxes, y en
particular en la escandalosa desnudez, mostrando la cervíz, garganta, hombros, y mucha
parte del pecho y espaldas, habiéndose hecho con esta desnudez maestras de la lascivia,
carnalidad y perdición... e incitando a los mancebos que las ven y alterando a los viejos
más helados y a los religiosos más honestos» (Fol. 2)

La similitud entre ésta y otras obritas que le siguieron es evidente. Años des-
pués Juan Agustín Ramírez escribiría:

26 Se refiere al Concilio celebrado en el año 305, en tiempos del pontífice Marcelo I. Fol. 17.

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118 MARÍA LuISA CANDAu CHACÓN

«Grande es la deshonestidad que oy usan muchas mugeres en sus traxes y, en parti-


cular, en la escandalosa, profana e incentiva desnudez, mostrando la cervíz, garganta,
hombros, y mucha parte del pecho y espaldas».27

una retórica que se hallaba prácticamente institucionalizada a fin de siglo.


Las opiniones de los teólogos construían una imagen común: más Eva que
nunca, la mujer «descotada» desvelaba la corrupción y declaraba, como tantos
otros productos que se ofertaban en el mercado, que ella misma se encontraba
en venta. El símil de «quien muestra, ofrece», y por consiguiente, el recurso a
las mujeres públicas se encuentra presente en todos los escritos de este tenor.
Así, las citas de los Padres de la Iglesia y de numerosos teólogos se hacen con-
tinuas y el uso de la erudición recorre tiempos y siglos con igual argumento:
«las mujeres que van escotadas y con traxes vanos van con traxe adúltero y tan
abominable que no se diferencian de las rameras», pensamiento que en este
caso es atribuido a San Crisóstomo (Homil. 8).
Y los argumentos se dan la vuelta: la maldad femenina alcanza el grado
sumo cuando se viste de desnudez, y supera las actitudes de las pecadoras pú-
blicas de la Biblia. El recurso, tan fácil, a la Samaritana del Evangelio de San
Juan o a la historia «construida» acerca de la Magdalena Híbrida –aquélla que
identificaba como un solo personaje a la pecadora de San Lucas, a María de Be-
tania y a la amiga de Cristo– se hace patente, insistiendo en una maldad invisi-
ble tras la honestidad del ropaje. Pues si ambas, siendo pecadoras, iban «tan
honestamente adornadas» y vestidas tan decentemente que no revelaban su
condición, ¿cómo habría que tratar a quienes se exhibían con descaro? El argu-
mento de éste y los demás moralistas tomaba el cariz de los predicadores: la ge-
neralización de la moda llevaba a confundir mujeres castas y mujeres «malas».
El tono de los sermones delataba a Pedro de Jesús en su afán por presentar las
consecuencias morales del uso del «descotado»:
«...pero ahora todo es al revés, porque oy se escotan y adornan las mugeres de manera
que para conocer uno quál es la muger honrada y casta es necesario que Dios se lo reve-
le... porque las mugeres rameras y amancebadas y las que no lo son, sino muy castas, van
igualmente todas vestidas y adornadas con sus escotados y profanidades» (Fol. 5).

El llamado escote incitaba a la desnudez, o a su comienzo; y se acompañaba,


en opinión de los teólogos, de la lascivia: la propia y la que generaba en quienes lo
contemplaban. Los moralistas se servían de su experiencia de confesores y usaban
de la culpabilidad femenina en los pecados de la carne. La mujer, de nuevo «puer-
ta del diablo», incitaba en los caminos de la sensualidad, y de ello sabían los sacer-
dotes por la exposición, en el confesonario, de las tentaciones de los hombres.

27 J. A. RAMÍREZ, Norte de pureza, para convencer a las mugeres vayan honestas en sus traxes Bar-

celona, 1687. Citado en H. KAMEN, «Nudité et Contre-Réforme», 303.

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 119

Recuperando al más clásico Tertuliano, Pedro de Jesús las responsabilizaba


de la condenación del varón, casi siempre incitado por una «mala» o cuando
menos «frívola» mujer. Distinguía, además, consecuencias más graves en fun-
ción de la extracción social del público que las contemplase. De este modo,
usando de la moral vigente, seleccionaba sus efectos en relación con el hábitat,
la cultura y sus costumbres: de nuevo el hombre rústico se hacía presa fácil de
los pecados, frente a un progreso que a fines del XVII, quizás por una nueva ru-
ralización, solía identificarse con el entorno urbano:

«Que las tales mugeres con sus escotados profanos dan ocasión a los hombres flacos
de caer en pecado mortal, como claramente consta de muchísimos que en sus confesio-
nes han confesado y confiesan enormes pensamientos, que aun en los templos han come-
tido por averlas visto con sus deshonestos escotados, particularmente la gente del campo
y rústica. Luego pecan mortalmente y por este solo pecado mortal se condenarán a un
abismo de penas. Y si no, díganme ¿qué bondad intrínseca o extrínseca tiene el ir una
muger medio desnuda con escotado; en tan grande parte principal del cuerpo, contra la
decencia y modestia cristiana? (Fol. 6).

Así pues la «especie» del pecado se agravaba al multiplicar sus efectos: la


tentación de la carne y el escándalo causado con la exhibición. Tales efectos
«en cadena» la convertían en pecado mortal, y, en clara conexión con los crite-
rios de ordenación social y la defensa del orden estamental, recordaba los debe-
res de cada estado, y culpaba por ello, en mayor medida, a quienes por su
condición debieran dar buen ejemplo a las de su sexo: las «señoras». En tiem-
pos en los que tales modas calaban en los ambientes cortesanos, la crítica no era
fácil, ni el remedio. De este modo:

«Reparen pues con muchísimo cuidado todas las mugeres, y en particular las seño-
ras, que aunque no hagan otro pecado sino el ir profanamente vestidas y escotadas, en-
señando sus carnes, se condenarán sin remedio alguno, si no se enmiendan, porque es
pecado mortal. La razón es porque dar escándalo es culpa grave como dicen los teólo-
gos» (Fol. 5)

Su responsabilidad ahora se volvía contra sí. Y los argumentos se torcían. Si,


según dijimos, en opinión de tantos, las mujeres por ser de naturaleza flaca,
pero sensual, precisaban de la corrección continua del varón, ¿cómo explicar
que fuesen la causa de tantas condenaciones nacidas de su propia carnalidad?
¿No les habían contenido la guarda y enmienda de los esposos, padres o confe-
sores? ¿A quién culpar en tan amplio proceso?
Al parecer, la mancha y la culpa, como el aceite, se expandían en círculo,
tanto más si, como era previsible en sociedades defensoras de la desigualdad,
parecía totalmente lógico que los inferiores imitasen a los superiores. De este
modo, Pedro de Jesús insistía en el valor del ejemplo, confirmando en ello que

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sus posibles «lectoras», de vista u oído, se hallaban entre las del primer grupo.
Las señoras, entonces, poseían una doble responsabilidad: ante sus familias –y
sus esposos– y ante las «mujeres» comunes.
Como obligación moral de su estado, cualquier falta o frivolidad en ellas in-
crementaba sus efectos: la culpa se hacía mayor; asimismo la gravedad del pe-
cado. El franciscano insistía: «por esto y otros pecados son muy pocas las
señoras que oy se salvan» (Fol. 26). Este era su discurso:
«Y por esto y otros pecados son muy pocas las señoras que oy se salvan, como cons-
ta de muchas revelaciones; pues, a más de lo dificultosísimo que dixo Christo Nuestro
Señor que era el entrar los ricos en el cielo, tienen las señoras a más de esta dificultad de
ser ricas, el ir profanamente escotadas, y vestidas, por la sobrada inclinación que tienen
a estos diabólicos traxes, condenándose a un infierno, no sólo ellas, sino también a sus
maridos los condenan, porque se los permiten, y también a sus confesores, por absolver-
las (...) y también a sus hijas y criadas, por hacer lo mismo que ellas y a muchas mugeres
comunes por imitarlas» (Fol. 26)

Remontándose a los orígenes, la responsabilidad alcanzaba grados insospe-


chados: todo el pecado, al parecer, nacía en ellas y por ellas se propagaba. Fa-
milias, varones, criadas, mujeres y confesores. Al parecer nadie poseía la
personalidad suficiente, en la escala social, para guardarlas o ponerles remedio.
Pretendiendo desestimarlas, el razonamiento del franciscano –y de los moralis-
tas en general– venía a demostrar justamente lo contrario: el tremendo poder de
las mujeres y, de nuevo, la necesidad de «rescatarlas». De hecho, recuperando a
la, antaño, mujer ideada o imaginada casta y sumisa, se rescataba, por ella, al
resto de la humanidad.
Aunando género y clase, mujer y riqueza, Pedro de Jesús insistía en lo que
se consideraba la combinación peor. Como los moralistas que le precedieron,
consideraba la dificultad de compatibilizar ambos conceptos con la idea de la
salvación. La riqueza en la mujer, salvo excepciones, «explotaba» en vanidad y,
al igual que la hermosura, en los escritos de Fr. Luis, atraía bandidos y ladrones
para robarla. En éstas su belleza, en aquéllas el deseo de mostrarse al mundo:
en ambos casos la vanidad acechaba a la mujer rica –señora– como a la mujer
hermosa. De ahí que, sin atreverse a realizar una crítica a la riqueza en sí, salvo
las citadas dificultades evangélicas referentes al «camello» y al «ojo de la agu-
ja», insistiese en el ejemplo y las obligaciones morales de las «señoras», un
concepto definido –producto de su época– por el caudal, el patrimonio y la ri-
queza, en mayor medida que por su origen. La riqueza, pues, generaba status y
el status definía la obligación social. Y moral.

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 121

«ViDO AL SEÑOR MUY LASTiMADO Y AFLiGiDO»: LA DIDáCTICA DE LOS SuCEDIDOS Y


LOS MILAGROS. Y LAS ORDENANZAS

Ratificada la norma y condenada la «desnudez», la pedagogía al uso recurría


al beneplácito del cielo y los milagros. La conveniencia de rematar ideas y en-
señanzas en mensajes transmitidos por Dios, la Virgen o sus santos, refrendaba
la validez del discurso, en tanto que los diálogos, «comunes», entre «señoras» e
imágenes religiosas, ponían al día el rechazo celestial a las modas de entonces.
Valían, en realidad, escenas coetáneas o anteriores. Los moralistas suponían
el camino de una moda que progresivamente tendía a la desnudez, en función
de la rebaja de los escotados, y unos trajes «inventados» para satisfacción de la
vanidad humana y sus peligros. Esa vía conducía linealmente hacia el desastre.
Según ellos, en no pocos lugares, sobre todo Italia, las formas exteriores de las
señoras confundían a quienes las contemplaban. El ornato las disfrazaba de
«lascivia» y aquella semidesnudez las comparaba y asimilaba a las mujeres pú-
blicas. No era de extrañar que hasta Cristo y sus imágenes interviniesen para re-
frenar el desorden moral, creciente al parecer en la moda del Barroco.
Remontándose a más de ciento cincuenta años atrás, Pedro de Jesús relataba
uno de los muchos episodios que jalonaron la historia de una conocida señora
astigitana, recogida en el Flos Sanctorum del padre Martín de Roa (Sevilla,
1615), de este porte: estando la venerable doña Sancha Carrillo, un día del Cor-
pus en oración, como le pareciese que el Señor se le mostraba «muy lastimado y
afligido», le preguntó su causa; respondió Éste: «Que lo causaban los traxes
vanos y deshonestos que aquel día se ponían las mugeres» (Fols. 26-27).
La costumbre de festejar tal día, como la tradición de engalanarse para la
procesión del Corpus, tanto más después de los mensajes de Trento y la Contra-
rreforma, manifestaban los deseos de ostentación de la sociedad de entonces;
obviamente, como día de fiesta, de las mujeres. una costumbre que según el
franciscano persistía. De forma que el tiempo transcurrido entre los años de la
venerable, muerta en 1537, y los relatados por nuestro autor, mediados del
XVII, dibujaban problemas semejantes.
No parecía ser sólo cuestión de tiempos o de modas –pese a su pesimismo
barroco– sino de actitudes. La vanidad en las mujeres «reventaba» siempre en
los días de mayor fervor, lo que, en la religiosidad de antaño, repercutía en su
manifestación pública.
Los sucesos y los prodigios continuaban. Actualizando las escenas de la
ofensa divina, nuestro escritor apuntaba: «Este Corpus pasado también sucedió
lo mismo con otra alma santa» (Fol. 27). El episodio ahora se hace anónimo;
no sabemos dónde, ni a quién. En la reflexión y el mensaje del franciscano no
hacía falta: se conocía el protagonista, de nuevo Dios consagrado y en su proce-
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sión. Con eso bastaba; el destinatario era simbólica y colectivamente el mismo:


las mujeres y sus trajes vanos y deshonestos.
Y la Virgen. Las formas se parecían. La tristeza o la severidad de las imá-
genes reflejaban la gravedad de la falta. Lógicamente las revelaciones po-
seían como interlocutores a feligresas pías, en actos de oración, cuyo
interrogatorio en aquellos días se aceptaba como lo más común. una de ellas
–de nombre Catalina– hizo lo propio con una imagen de la Inmaculada: «Se-
ñora, ¿por qué me miras así?». Como la escena anterior, la respuesta insistió
en idéntica causa: «Porque me desagradas muchísimo con tus adornos y ves-
tidos; pero si tú te corriges en ir honestamente vestida yo te miraré con apa-
cibles ojos» (Fol. 22).
Consciente de las dificultades que supondría el renunciar a las galas, los mo-
ralistas añadieron los sufrimientos que tan piadosa mujer, fiel a su perseveran-
cia por agradar a la Virgen, hubo de padecer por quitarse los lujos: «su marido,
Carlos, hizo burla de ella y también las demás amigas». Porque, según se nos
hace notar, el camino no parecía ni fácil ni cómodo, y la renuncia pinta escenas
de mujeres cuyo propósito las convertía en poco menos que mártires.
Es evidente que si estos casos contemplaron la intervención divina, en el
otro bando, no habría de permanecer al margen el diablo. Su actuación, en tales
historias, se manifestaba en bastante mayor proporción. No tanto como incita-
dores, pues la mujer en ello se bastaba, sino como prueba de la ejecución mis-
ma del pecado. Su presencia ratificaba que estos abusos eran de él y de su
bando, pese a la ignorancia de mujeres y señoras.
Pedro de Jesús refiere uno de tales sucesos al que titularé «el caso de la mu-
jer penitente». En esta historia, siendo recriminada una santa mujer, al confesar,
del adorno y vanidad del traje que llevaba, por desagradar a Dios tales inventos
profanos, contestó: «Padre mío, si supiera que el adorno que yo traigo no fues-
se del gusto de Dios Nuestro Señor, me lo quitaría luego». Tan segura se halla-
ba de su buen uso, que proclamó licencia al propio diablo para que se llevara
tales galas en su presencia, con esta supuesta sinceridad:
«... pues bien sabe su Divina Majestad que todo mi adorno sólo es por buen fin y bien
parecer; y si algo ay de lo que llevo del gusto del demonio le doy licencia para que aquí
en presencia de todos me lo quite. Apenas dixo esto, quando luego apareció un feroz de-
monio y, alargando su mano, la puso sobre la cabeça, cara y persona y delante de todos
dixo: Todo esto que lleva esta muger es mío, y assí me lo llevo. Y con esto le quitó todos
los adornos que llevaba, y le abrasó la cabeça, cara y persona con el toque de su mano»
(Fol. 13)

La cuestión, entonces, no era tema que se atuviese a subjetividades.


Como ley objetiva y precepto que los moralistas arrastraron, empeñándose
en recordar, no bastaban la ingenuidad ni los buenos propósitos; Pedro de Je-

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 123

sús concretaría: «pues todo adorno superfluo» procedía «del demonio». Aña-
diendo: «como se vio en esta señora, siendo tan santa y virtuosa, por otra
parte» (Fol. 13).
Los diálogos entre los demonios o su competencia parecían historia común
en la España de entonces. Afinando en sus historias, Pedro de Jesús relataba su-
cedidos de «antesdeayer». Y, para probar de su autenticidad, ninguna evidencia
mayor que las palabras del propio diablo, o de sus parientes. un último suceso
se situaba en Sevilla, para más señas en la casa de un prebendado de la Iglesia
Catedral. Allí, cuatro meses atrás, se hallaban (se omite el cómo) dos mujeres
endemoniadas cuyos demonios hablaban entre sí:
«Y dixo el demonio de la una a los que estaban allí estas palabras: el diablo que tie-
ne esta mujer se llama Asmodeo y es muy deshonesto. Y luego dixo al demonio que esta-
ba en la muger: ¿Por qué no le tapas, deshonesto, las carnes que muestra esta muger
con su escotado? Y el mismo demonio le tapó el escotado con la mano de la muger en
donde estaba» (Fol. 11).

Los relatos se superaban. En su afán por demostrar que las mujeres desho-
nestas se hallaban, prácticamente, poseídas por el diablo, los moralistas no du-
daban en traerlo a su mismo bando. Los demonios corroboraban la posesión,
ellos mismos consideraban la deshonestidad de las modas y los escotes de las
mujeres. Aún más: lo estimaban excesivo, pues tapaban a las mujeres «escota-
das». Y por si hubiera dudas, aquel «honesto» diablo confirmaría: «que las mu-
jeres escotadas eran sus hijas» (Fol. 11).
Y los ejemplos se multiplicaban: en todos los mundos. En el animal, la
historia del «pez mujer», así llamado en Filipinas, servía al franciscano para
comparar pudores y vergüenzas a veces, más evidentes entre los seres irracio-
nales. Su comportamiento, cubriéndose con las escamas al ser extraído, era de
alabar:
«Que, en sacándole del mar, lo ponen en tierra, y que lo primero que hace sin tratar
de defenderse, es cubrir sus pechos con dos escamas que tiene... y así quiere más morir
sin defenderse, que descubrir a vista de los hombres sus pechos» (Fol.8).

Y cansado de relatar, el franciscano termina: «Ceso de referir un sinnúmero


de otros horrendos casos» (Fol. 22). Cumplido su objetivo –en la llamada «po-
lémica de los escotados»–, volvería a las ordenanzas y a las formas honestas re-
ferentes a trajes y modas.28 Recurría entonces a las normas, antiguas y

28 Sobre ordenanzas civiles me remito al trabajo de R. GARCÍA CAñAL ya citado; asimismo, en otra

dirección (la construcción social, la simbología de la virginidad y la importancia del vestido) al de


I. PÉREZ MOLINA, «La normativización del cuerpo femenino en la Edad Moderna: el vestido y la virgi-

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modernas, dado que, en su opinión, todo se había desbordado, al parecer «de


veinte años a esta parte» (Fol. 6).
Entre las medidas eclesiásticas más recientes, las dictadas por el papa Ale-
jandro VII (1656) y los arzobispos de Santiago, antes obispo de Pamplona, y
los de Calahorra, Mondoñedo, Zaragoza y Granada,29 quienes no dudaron en
aplicar excomunión latae sententiae ipso facto incurrenda contra aquellas mu-
jeres que «rebajasen» los trajes más allá de «de la longitud que hace el círculo
de tres cuartas de medida en sus escotados» (Fol. 6).
Pedro de Jesús, no queriendo dar medidas (su retórica hacía suponer que las
pedían), afina:
«Pero si me dicen que les diga cuál será el escotado profano y el vestido que sea pe-
cado mortal, respondo que lo miren y lo infieran de los lugares de la Escritura y de los
Santos... que yo no trato de ser medidor, ni de señalarlo, pero ya parece que lo señaló el
arzobispo de Santiago, el año passado en Pamplona, siendo de allí obispo, diciendo: que
las mugeres que llevasen más de tres cuartas de escotado, que allá llaman tres palmos,
quedasen excomulgadas...» (Fol. 28).

Claro que tales reglas no eran nuevas. Pedro de Jesús traía a colación que, a
comienzos del siglo XVI (1506), en el capítulo general de la orden de San Fran-
cisco, celebrado en Roma, se había ordenado a los religiosos que no absolvie-
sen a las mujeres que «llegasen a confesarse con ellos, enseñando sus carnes
con sus escotados profanos» (Fol 7). Y jesuitas famosos, como Alonso Salme-
rón, según la Historia General de la Compañía, habían predicado durante un
tiempo en Venecia contra dichos atuendos, logrando «que subieran los jubones
hasta el cuello».
Si bien las misiones en Sevilla, casualmente realizadas por franciscanos,
tiempo atrás, habían dado resultados igualmente fructíferos, no parecían sufi-
cientes, siendo «muy pocas (las mujeres) que en España se han reducido» (Fol.
11). Así que el problema, en opinión de moralistas y teólogos, se arrastraba, in-
dependientemente de las modas: todas, al parecer, incluían amplios escotes en

nidad», en Espacio, Tiempo y Forma. Serie iV. Historia Moderna T. 17. 2004. Pp. 103-116. Para tiem-
pos posteriores, M. BOLuFER PERuGA, «La imagen de las mujeres en la polémica sobre el lujo (Si-
glo XVIII)», en C. CANTERLA (coord)., De la ilustración al Romanticismo. La mujer en los siglos XViii
y XiX. (Cádiz: universidad de Cádiz, 1993); «Cambio dinástico: ¿Revolución de las costumbres? La
percepción de moralistas, ilustrados y viajeros» en E. MARTÍN (coord)., Felipe V y su Tiempo. (Zarago-
za: Institución Fernando el Católico, 2004) I. Pp. 585-630
29 Don Martín Carrillo de Alderete, de vida azarosa entre España e Indias, moriría siendo arzobispo

de Granada entre 1641 y 1653. Pedro de Jesús no cita las medidas del Sumo Pontífice (bula de 30 de
septiembre de 1656) ni de los obispos de Calahorra y Mondoñedo. Éstos aparecen en el artículo citado
de Henry Kamen.

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sus modelos. Y para disimular, volantes. Pedro de Jesús se hallaba al tanto de


los diseños y los usos, juzgando que buscaban el lucimiento femenino con sus
peligros consecuentes:

«... algunas con haber subido dos dedos el vestido les parece que ya han cumplido
con todo; otras se contentan con echar sólo un volante o espumilla que sirve de viril, que
a veces descubre más su deshonestidad... antes bien lo transparente... es de mayor incen-
tivo a la lascivia» (Fol. 11).

Para nuestro franciscano, la mayoría de los pecados femeninos tenía que ver
con la deshonestidad manifiesta en trajes y escotes. De hecho, en su opinión, ta-
les «desvíos» superaban todos los relativos a desórdenes de comedias, come-
diantes y cómicas, y todos nacían de la expansión de las costumbres de aquella
gente «vagamunda». Críticas que conectaban con una sola preocupación: el de-
sorden moral ocasionado por los trajes y usos de las mujeres, fueren o no come-
diantas, por el escándalo activo que dan» (Fol. 6).
Y críticas también a un conjunto de medidas que marchaban al unísono: la
asistencia a los toros con su, también, propia polémica (¿pecaban los religiosos
por asistir a ellos?), la toma de tabaco de humo, cada vez más extendida, o la pre-
sencia de compañías de comedias en las ciudades y pueblos. Todo un programa
de reformas de moral que continuaba el iniciado en los tiempos del Conde Duque
en 1623: Junta de Reformación y prohibición del ejercicio de la prostitución. Se
implantaba la moral católica de la Reforma Tridentina. El diálogo de los feligre-
ses con sus imágenes aún daría mucho que hablar y que escribir.

«EN EL ABiSMO DEL iNFiERNO CAEN LAS ALMAS TAN ESPESAS COMO LA NiEVE». AVISOS,
CASTIGOS, PADECIMIENTOS. Y LOS MALOS CONFESORES

Las revelaciones acerca de los padecimientos del infierno resultan conoci-


das. una, la eternidad, con todos los símiles posibles –«porque si a un acalen-
turado, o al que tiene un dolor, le parece una noche un siglo, y está por
instantes esperando el mañana, ¿qué será estar una persona una noche eterna
en el infierno, en donde jamás llegará el día...?» (Fol. 2). Otra, los sufrimien-
tos, que, de diverso modo, acompañarán a los pecadores de por siempre. En su
afán pedagógico, los moralistas poblaban el infierno de monstruos y animales
sin fin: dragones, serpientes, sapos y, por supuesto, demonios. Y desde luego el
fuego. El pozo de fuego. un lugar que la tradición judaica, en una concepción
plana de la tierra, situaba en un estadio inferior, de ahí el calor.
Trataré ahora del infierno, castigo y sucedidos relacionados con los temas
expuestos: la semidesnudez de la vestimenta en las mujeres.

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que tales actitudes comportaban una pena eterna parecía haber quedado
probado en los escritos del franciscano. A su fin demostraba la gravedad del pe-
cado, no siendo, en opinión de doctores y padres de la Iglesia, de naturaleza ve-
nial, sino mortal. Por eso habían sido excomulgadas las mujeres empecinadas
en vestir sus galas y sus escotes. Medidas poco efectivas, considerando la faci-
lidad que en dictarlas tenían sacerdotes y prelados de entonces.
Para seleccionar sucedidos, Pedro de Jesús escoge obras de entonces: Prado
espiritual, Speculum Exemplorum y Scala coeli,30 todas editadas en el XVII,
coleccionistas de vidas ejemplares, anécdotas e historias de sucedidos, esta vez
del más allá. Y todas, obviamente, semejantes.
En la primera, el protagonista, un monje, observó cómo la puerta del cielo,
abierta para muchos, se cerraba con dos bestias y una red, símbolo –al decir de una
voz que lo anunciaba– «de las galas de las mujeres y los traxes profanos de los
hombres, que por haberlos llevado les impiden entrar en el Cielo» (Fol. 20). un
castigo, aquí, extendido, sin diferencias de género. una secuencia mejor atribuye
mayores sufrimientos a las mujeres escotadas; como en historias anteriores, el cas-
tigo –aquí serpientes de fuego– se materializaba allí donde el pecado se exponía:
«...apareciéndose muchas mujeres condenadas con serpientes de fuego que les roían
los pechos, dezían: que eran condenadas por las galas, desnudez y escotados que usaron,
propter ostentionis pectoris» (Fol. 21).

En el Speculum Exemplorum, las apariciones del infierno se avisaban en la


tierra. Mujeres adornadas en las iglesias provocaban la aparición de «una multi-
tud de demonios, unos asidos de otros» en los lugares más extraños, aquí en la
cola del manto de un sacerdote pero, sobre todo, en actitudes que no dejaban
dudas de la incitación del diablo, «riéndose y burlándose de la tal muger». El
poder del sacramento del orden se imponía, al rematar con éxito la escena: «Se-
ñor, haced que todas las mugeres desta iglesia vean estos demonios para que
escarmienten» (Fol. 21).
La petición de una mujer, que solicitaba a Dios en sus oraciones que le mos-
trase lo que más detestaba de las mujeres, quedó satisfecha con una visión del
infierno en la que, cómo no, las condenadas relataban su vanidad, y sus terrena-
les «traxes»:
«Dicho esto, vido una muger en grandísimos tormentos en el infierno que decía: ¡Ay
de mí, que fui casta, limosnera, abstinente y por ninguna cosa soy condenada, sino por

30 Prado espiritual (Posiblemente una nueva edición de un Flos Sanctorum debido a Juan Basileo

SANTORO., Prado espiritual con muchas flores de santos, Valladolid, 1614, o Speculum exemplorum
(Mágnum speculum exemplorum: ex plusquam octoginta autoribus, de Joannes MAYOR; existen varias
ediciones, 1611, 1614, 1624...).

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 127

los traxes y adornos que tuve en mi persona; en los cuales traxes fui peor que los demo-
nios del infierno;... el adorno de las mujeres a los santos y los justos los consume y es lo
que más aborrece el Altísimo Señor en las mugeres. Dicho esto, vido que dos demonios la
echaron a una olla de plomo derretido» (Fol. 22).

Las Crónicas franciscanas resultaban más originales. Señoras desnudas cal-


zadas tan sólo con medias y zapatos, perseguidas de lobos feroces, que, al en-
trar en las iglesias de este porte, expiaban –extrañamente, desde luego– su
pasado de vanidad y sus escotados. Y que explicaban con toda la lógica posible
–para entonces lo era– la razón de su desnudez y de su calzado, en sucesos tan
rocambolescos como éstos:

«Yo fui una muger que fui amiga de ir adornada con galas, pero dexándolas todas me
confesé, y hize penitencias de haberlas llevado, y el Señor ahora me manda que tenga
por Purgatorio el parecer desnuda delante de todos, especialmente en la iglesia en don-
de di ocasión con mis adornos para pecar a los hombres; y aunque en los pies no traigo
casi pena, en recompensa de que quando me convertí a hazer penitencia, di de limosnas
a los pobres todas las medias y çapatos con que me adornaba...» (Fol. 22).

Como ésta, algunas historias se acompañaban de animales feroces, común-


mente lobos o perros a los que, casi nunca, la imaginación que les ideara los si-
tuaba en el interior de las iglesias. En el suceso anterior, las dos bestias feroces
quedaban a las puertas del templo. Simbolizaban con ello su expulsión de la co-
munidad espiritual. ¿quiénes eran? Tocaba el turno ahora a los malos confesores.

«Los dos lobos son dos confesores que tuve, que porque no me negaron la absolución
quando me confesaba con ellos... padecen gravísimas penas ahora; y con razón; pues
conozco yo ahora que mucho antes me hubiera enmendado y muchísimas se enmenda-
rían y se salvarían si fuesen de sus confesores reprehendidas...» (Fol. 22).

La crítica de los confesores –en otra dirección también de los predicadores–


tenía que ver, según Pedro de Jesús, con intereses sociales. Dado que adornos,
galas y escotes comenzaban según su entender en las señoras y damas de socie-
dad, los confesores y capellanes privados, por no perder tales «clientas», persis-
tían en mimarlas, sin atreverse a reconvenir acciones tan «deshonestas». Así, de
nuevo, la crítica se expande a grupos y clases e incluye al estamento eclesiásti-
co entre los corruptos; ahora por interés de riquezas y de relaciones de status.
La riqueza por tanto y la gradación social constituyen uno de los puntos ambi-
guos de su mensaje: Pedro de Jesús defiende el orden establecido, pero como
buen franciscano critica una moral social vendida a los poderosos.
De la responsabilidad de sacerdotes y confesores sabían entonces por las
continuas revelaciones de las que gozaban, por privilegio, algunas venerables y
santas mujeres. Entre ellas, la ya citada Marina de Escobar:

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«Señor, si hay tantos confesores y predicadores ¿cómo es que se salvan tan pocos?
Respondió el Señor: Hija, antes son muy pocos los confesores buenos, que essos muchos
que ay, no son todos obreros míos, pues no procuran ni pretenden el aprovechamiento de
las almas, sino sus provechos vanos» (Fol. 23).

Como a las mencionadas mujeres deshonestas, la literatura moral destinaba


a confesores y predicadores un papel en el gran teatro de las astucias del diablo.
En este guión, el sucedido mejor corresponde ahora a un fraile dominico italia-
no, a quien en una aparición, el demonio le entregó una carta de felicitación
destinada a esos clérigos, por su mal –bien– proceder:
«Los príncipes del infierno: a vosotros los predicadores y confesores, etc; os damos
la norabuena, y gracias, y el parabien de lo mal que lo hazeis con vuestros oficios y per-
sonas; porque con lo mal que cumplís con vuestros exercicios, vosotros, con las personas
que confesáis y oyen vuestros sermones llenos de conceptos vanos, venís al infierno a ser
compañeros nuestros». (Fol. 23)

Aquella embajada del diablo comprendía, obviamente, a quienes hacían es-


crúpulo de enmendar a las mujeres escotadas y excluía a quienes, como un anó-
nimamente citado «religioso apostólico», comentaba: «que más quería
confesar a cien bandoleros que una señora profana, por las dificultades y me-
lindres que ponen» (Fol. 26).
Las enseñanzas de Pedro de Jesús llegaban a su fin; la exposición de los pe-
ligros, las modas, los escotes, las deshonestidades y la omisión de los pastores
empujaban a unos y otras a las sendas del infierno. Y los sucedidos que avisa-
ban de los padecimientos futuros culminaban el proceso pedagógicamente pre-
tendido: tras cada historia y su final, la conmoción del público era unánime:
todos y todas «quedaban aterrados». Y por si faltaran ejemplos que corrobora-
sen su mensaje, allí estaban –repetía ingenuamente el franciscano– los pintores
y sus escenas del infierno:
«Y aun esto los pintores lo practican, pues quando pintan a algunas mugeres conde-
nadas, las pintan escotadas y muy adornadas, como assí lo hazen cuando pintan a las
cinco vírgenes locas del Evangelio, y a otras; y a las que se salvaron las pintan sin sus
escotados, ni adornos vanos, como a las cinco vírgenes prudentes». (Fol. 11).

REMEDIOS DE LA RELIGIOSIDAD BARROCA: CONTRICIÓN, INDuLGENCIAS, MODELOS


Y SALVACIÓN. RECAPITuLACIÓN

¿qué hacer entonces? ¿Cómo encontrar el camino o cómo purgar los peca-
dos? Pedro de Jesús inicia el proceso en una confesión sincera como sincera ha-
bría de ser la enmienda futura; aleccionando a las «señoras y demás mujeres» a

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LITERATuRA, GÉNERO Y MORAL EN EL BARROCO HISPANO: PEDRO DE JESúS… 129

corregir su vestimenta y a eliminar sus escotes y, considerando haber probado


la gravedad del pecado, insta a unas y otras a
«una confesión general de todo el tiempo que los han usado... porque les aseguro que
tendrán grandísimas angustias en la hora de la muerte y grande batería del demonio... si
no procuran ahora con tiempo hazer penitencias y ajustar sus vidas...» (Fol. 28).

Confesión extendida a los hombres que las consentían o quienes llevaban


los trajes profanos. Y consejo que comprendía una buena elección del confesor.
«Procuren también huir de los confesores que no las afean, ni reprehendan sus
traxes profanos».
Pero los actos de contrición y la penitencia contemplaban un rosario de me-
didas para implorar y obtener el perdón de Dios por los pecados cometidos. En
la casuística barroca tales actos de vanidad y sensualidad apenaban, esencial-
mente a la Virgen, como modelo de castidad y humildad. El desagravio se diri-
gía hacia Ella con devociones de significación simbólica: doce actos diarios
«de contrición en honra de las doce estrellas que coronaron a Nuestra Señora
en el Cielo» (Fol. 29), actos que –aseguraba el franciscano– le agradaban más
que «quinientos mil rosarios». Casuística que computaba visitas a los altares,
contabilizando el total de indulgencias ganadas en función de días y capillas
acumulados; con las ventajas que, en aquellos días de la reforma católica post-
tridentina, otorgaban tales hechos de devoción; y enumeraba su fruto con una
certeza que, cuando menos, haría sonreír a luteranos y calvinistas:
«Visitarán los cinco Altares todos los días, y cada vez que los visitaren ganarán vein-
te y seis días de indulgencias plenarias y salvarán un ánima del purgatorio; y basta para
ganar esto, que rezen en cada altar dos Padres Nuestros y dos Ave Marías a la intención
de Su Santidad»(Fol. 29).

Por si resultare insuficiente, añade:


«Estas indulgencias se ganan quantas veces se visitasen en el día los cinco altares y
procuren aplicarlas por las Almas del Purgatorio» (Fol. 29).

Además, los días de la contrición se llenaban de actos recordatorios, de


agradecimiento, de normas («cada hora de relox reza un Ave María y ganarás
cinco mil días de indulgencias») y de gestos; como el de rezar arrodillado «y no
con una sola (rodilla) como ballestero del diablo» (Fol. 29) en clara alusión an-
tisemita.31

31 un rechazo que suponía también un acto simbólico. El Evangelio de San Mateo dibujaba a judí-

os en genuflexión burlándose de Cristo al coronarlo.

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130 MARÍA LuISA CANDAu CHACÓN

La comunión diaria y las mortificaciones de la carne –ascetismo barroco–


como el ayuno o la disciplina se regulaban, aconsejando echar «en suertes» la
propia de cada día.
¿Y los modelos a seguir? Ninguno como el de la Virgen; pero, habida cuenta
las advocaciones y sus representaciones, Pedro de Jesús optará por una de ellas: la
del Pilar, por escoger para su aparición milagrosa al apóstol Santiago, un vestido
de este porte –«la qual Señora apareció con un vestido ceñido con sus botoncillos
hasta el cuello» (Fol. 12)–, ropaje que, en su ingenuidad, atribuiría el franciscano a
la propia elección de la Virgen y su Hijo, para tal ocasión. Como adornos, Pedro de
Jesús se remite a San Gregorio Nacianceno: una toca de lino, basta y una saya
«siempre vieja», así como «una venda de lienço puesta en la frente». Nada de «di-
xes» y adornos: la sencillez se convertía en modelo de honestidad.
En la tierra, otros ejemplos gustaban a los moralistas del barroco, pero nin-
guno como el de la reina Isabel, combinación perfecta de austeridad y devo-
ción; nada en sus representaciones recordaba a la mujer-Eva. Bien es cierto que
ninguno de los dos modelos podría ser alcanzable. Eran imágenes representa-
das de señoras que escapaban de la flaqueza de las demás mujeres, regaladas
con un don de Dios que las hacía singulares. Pero si no era fácil imitar sus vir-
tudes, sí lo era su imagen externa: los modelos –el modelo– de la Virgen o los
de la reina, de quien nuestro autor refería esta plática ante su confesor:

«... mi vestido ordinario es unas basquiñas de chamelote de lana y las espaldas della
de esterlín (...); y en las bodas de mi hija sólo me hize una gala que fue un vestido de
seda con tres marcos de oro» (Fol. 18)

Y añade el autor: «Saquen, pues, exemplo de esto las mugeres que no son
Reynas»
Reinas, vírgenes y santas. Estas últimas por sus actitudes devotas o las revela-
ciones milagrosas al uso: su imitación –en el ser y en el parecer– era el principal
remedio propuesto. Pero en su tratado, se vislumbraba otra moral: aquélla referen-
te a las formas tardo-feudales de los usos y honores caballerescos. A fin de cuen-
tas, y pese a la flaqueza o sensualidad inicial de las mujeres, según manifestara
Eva en el Paraíso, no había autor que marginase el deber de los padres y maridos.
Contradiciéndose, la mayoría de los autores suponía que, de cumplir éstos
con su misión, se erradicarían aquellos males. La responsabilidad del varón,
como criatura superior y más perfecta, comprendía la enmienda de la mujer, y
de su cobardía o su blandura, habría de responder ante Dios; de lo contrario ac-
tuaría el diablo:

«Darán estrechísima cuenta los maridos a Dios... por permitir en sus mugeres estos
deshonestos traxes. Y si son tan cobardes o necios que las toleran... cometen el mismo

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pecado mortal que ellas cometen... Y con raçón, porque si sus maridos las estorvaran,
¿quién se avría de atrever, assí de sus mugeres como de sus hijas y criadas a cometer tan
graves culpas con sus escotados...?» (Fol. 19).

Al tiempo que apelaba a la «conversión» por la imagen, aludiendo a la ex-


pansión de un pecado que se extendía con las modas, nuestro autor demostraba
una confianza mayor en los valores de siempre: la honra y la vergüenza, la po-
sesión de la mujer y de su imagen, como la superioridad del hombre frente a
ellas. Si el recurso al pecado, al castigo y a los padecimientos del infierno no
bastaba, el moralista reforzaba su discurso con la llamada al honor de los mari-
dos y al decoro familiar:
«Luego los maridos tienen la culpa y se los llevará el diablo, como a muchísimos ha
llevado por no estorvar esto, si no lo remedian; y cierto que debían remediarlo, aunque
no fuera más que por su honra y vergüença, y porque no vieran los hombres las carnes
de sus mugeres con sus escotados...» (Fol. 19).

Al fin, marido y honra. La «polémica de los escotados», como los otros Li-
bros de «Avisos», reiteraba un mensaje que no era exclusiva responsabilidad de
los tiempos de la Contra-Reforma. Ésta –la polémica– había surgido con fuerza
en la segunda mitad del XVII, pero enlazaba a la perfección con los valores que
la mentalidad tardo– feudal arrastraba y arrastraría durante siglos, independien-
temente de los palmos mostrados por las mujeres en sus escotes.
Al usar de tales criterios de ordenación social, como de sus defensas –y la
honra lo era–, los moralistas se servían, conscientemente, del género como ca-
tegoría de diferenciación y, obviamente, de sumisión. La moral que proponían,
reinventándola, no era sino la vieja norma al uso: que los seres superiores de-
bían cuidar –y corregir– de los inferiores, y que responsabilidad y funcionali-
dad marchaban al unísono.
Repitiendo las bases del orden feudal, varón y hembra reproducían las rela-
ciones de protección/ obediencia del sistema. Ratificando el principio imperan-
te de la masculinidad, los moralistas hacían depender la bondad o maldad de las
mujeres de la capacidad correctora de sus hombres. A fin de cuentas, en las so-
ciedades androcentristas, las mujeres eran lo que los hombres hacían de ellas.
Al más puro estilo de Sor Juana Inés de la Cruz –«Hombres necios que
acusais...»–, Pedro de Jesús ascendía en la escala de las responsabilidades. Se
diferenciaba, obviamente, en su mirada. Aquélla –como antes María de Za-
yas– compadecía a las mujeres y las convertía en víctimas; éste simplemente
las culpaba.

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