C3 El Mito de Los Primeros Tres Años de Vida
C3 El Mito de Los Primeros Tres Años de Vida
C3 El Mito de Los Primeros Tres Años de Vida
Seguramente, el lector se habrá hartado de leer y escuchar que “los tres primeros años
de infancia constituyen el período más importante en la vida de una persona para el desarrollo
del cerebro y para la adquisición de nuevos aprendizajes”. Esta afirmación, que se repite y
repite en ámbitos tan diversos como los educativos, políticos o incluso científicos, constituye un
neuromito que se basa principalmente en tres descubrimientos de la neurobiología del
desarrollo que fueron malinterpretados o quizás sobre-simplificados.
¿Cuáles fueron esos descubrimientos y por qué llegaron a convertirse en uno de los
mitos más recurrentes en el sistema educativo?
Según desarrolló Bruer (2011), el mito se basa en tres hallazgos de la neurobiología del
desarrollo: El primero, la niñez temprana es el período de mayor densidad sináptica, es decir, la
etapa de la vida en que hay más cantidad de conexiones entre neuronas. El segundo, hay
períodos críticos (o sensibles) en el desarrollo, donde se requiere alguna experiencia específica
para el desarrollo normal de un sistema dado. Por último, el tercero, los estudios con roedores
han demostrado que la cría en “ambientes enriquecidos” (o mejor dicho, ambientes con algún
estímulo más que el que suelen tener los roedores en las jaulas de los laboratorios) tiene
efectos significativos en la estructura del cerebro
Así, el mito utiliza estos descubrimientos científicos para extrapolar una serie de
consecuencias que no tienen sentido desde el punto de vista científico. En primer lugar, el mito
afirma que el período de mayor densidad sináptica es aquel en el cual los chicos y chicas
pueden aprender con mayor facilidad y mayor eficiencia, ya que durante ese período se
producen cambios neuronales irreversibles que luego determinarán el comportamiento a lo
largo de la vida. A su vez, y extrapolando de forma errónea -y lineal- los resultados en roedores,
se justifica que el ambiente de crianza, cuanto más "enriquecido" sea, más sinapsis inducirá en
el cerebro.
Pero… ¿Es así de directa la relación entre este enunciado y los tres descubrimientos
descritos? ¿Cuáles son las consecuencias que puede traer la creencia en este mito? ¿Qué
implicaciones y alcance tiene?
Para responder estas preguntas primero necesitamos entender un poco más estos
descubrimientos que fueron malinterpretados por opinadores no expertos, y que luego se
difundieron dando origen al mito de los tres primeros años.
Sinaptogénesis
Para empezar con un dato absolutamente asombroso, el cerebro humano contiene
alrededor de 86 mil millones de neuronas que transmiten señales a través de 100 billones de
conexiones sinápticas (Fonseca-Azevedo & Herculano-Houzel, 2012). En otras palabras, es
extremadamente complejo. Todo lo que hacemos en nuestra vida, incluso dormir, es el
resultado de múltiples y simultáneas operaciones de ese conjunto de neuronas conectadas.
Para sumar asombro, es importante saber que en las etapas tempranas del desarrollo
postnatal (es decir, justo después de nacer), el cerebro del infante empieza a formar sinapsis
hasta tal punto que excede los niveles característicos de la adultez. Este proceso de
proliferación, llamado sinaptogénesis, continúa por un período de varios meses (Bruer, 2001).
La mayor parte de los descubrimientos asociados a la cantidad de conexiones sinápticas
provienen de animales (no humanos). De hecho, la primera documentación al respecto fue en
áreas cerebrales involucradas en la visión del gato y el mono (Cragg, 1975; Lund, Boothe, y
Lund, 1977; Rakic et al. 1986, 1994). De estos, si hacemos foco en la especie evolutivamente
más cercana a nosotros, los estudios muestran un aumento en la cantidad de conexiones
durante los primeros meses postnatales, la cual se sostiene hasta los 3 años de edad.
Posteriormente, continúa con una disminución paulatina, hasta alcanzar los niveles
característicos del cerebro maduro a los cuatro o cinco años. Además, en una investigación
realizada con monos Rhesus se halló que la densidad sináptica era pareja a lo largo y ancho de
todo el cerebro (Goldman-Rakic, 1987a; Rakic, 1995). Parecido a lo que se afirma en nuestro
neuromito, con una sutil diferencia… Se trata de otra especie. Obviamente, si bien tenemos
enormes similitudes genéticas, anatómicas y fisiológicas, es muy apresurado obtener
conclusiones sobre el ser humano extrapolando resultados observados solamente en otra
especie.
https://es.wikipedia.org/wiki/Macaca_mulatta#/media/
File:Macaca_mulatta_in_Guiyang.jpg
¿Qué sabemos hasta el momento sobre nuestro cerebro? ¿Se desarrolla de la misma
manera que el del mono Rhesus? Varias investigaciones revelan algunas de estas cuestiones
utilizando metodologías un poco más complejas. El primero a abordarlas fue Peter Huttenlocher
y colaboradores en una gran cantidad de trabajos realizados entre las décadas de los 70, 80 y
90 (Huttenlocher, 1979, 1990; Huttenlocher & Dabholkar, 1997; Huttenlocher, de Courten,
Garey, y van der Loos, 1982; Huttenlocher & de Courten, 1987). Uno de sus principales
hallazgos fue que el pico de densidad sináptica en la corteza auditiva se da alrededor de los
tres meses de edad, mientras que en la corteza frontal (área responsable de la planificación, la
integración de información y el mantenimiento de funciones cognitivas) el pico se obtuvo
alrededor de los tres años y medio. Por otro lado, también observaron que la poda neuronal en
humanos no solo se establece durante los primeros años de vida, sino que se prolonga hasta la
adolescencia. Es decir, que por lo menos estos dos avances nos demuestran que el desarrollo
de cada área cerebral se puede dar con una dinámica diferente.
Entonces, ¿qué conclusiones podemos sacar a partir de los descubrimientos
enunciados? ¿Dan soporte a nuestro mito?
En primer lugar, los conocimientos que tiene hoy en día la neurociencia no son
suficientes para declarar que el período crítico de la proliferación sináptica se produce
estrictamente desde el nacimiento hasta los tres años de edad. En segundo lugar, el mito de los
tres primeros años está asumiendo que el curso temporal de la proliferación sináptica es el
mismo en humanos que en monos Rhesus. En general, los hallazgos de la neurociencia
realizados en animales no pueden ser extrapolados de manera directa a los seres humanos.
Un ejemplo para entender esto es la diferencia que se constató entre la homogeneidad de la
proliferación en el cerebro de los monos Rhesus y la dinámica de proliferación heterogénea que
se produce en el cerebro humano. En tercer lugar, se está asumiendo que el período crítico de
conexiones sinápticas equivale al período crítico del aprendizaje y esto no tiene por qué ser así
necesariamente: estudios más específicos serían necesarios para aportar evidencias sobre
dicha afirmación. En cuarto lugar, tener más conexiones sinápticas no es sinónimo de ser más
inteligente o tener un cerebro más activo. De hecho, el síndrome de X-frágil es un trastorno
hereditario que conlleva una discapacidad intelectual, y, paradójicamente, se caracteriza por
una gran densidad sináptica (Zeggio, 2017). Por último, podemos pensar qué tipo de relaciones
existen entre los cambios que se producen en el cerebro y el desarrollo de las distintas
capacidades de los niños. Existen publicaciones científicas que correlacionan las distintas
etapas del desarrollo de la corteza visual con progresos y avances que van realizando los niños
(Chugani, Phelps, & Mazziotta, 1987; Goldman-Rakic, 1987b; Huttenlocher et al., 1987). Sin
embargo, podemos destacar dos cuestiones importantes: la primera es que muchas de estas
capacidades siguen desarrollándose aún cuando la densidad sináptica ha alcanzado los niveles
maduros. Por lo tanto, podemos afirmar que es necesaria la proliferación para la ejecución de
varias tareas conductuales, pero este proceso no es el único que aporta al desarrollo de las
mismas. La segunda es que todas las tareas cuyo período de desarrollo es simultáneo al de la
sinaptogénesis son tareas principalmente sensoriales y de memoria de trabajo, que son
habilidades que no se aprenden ni se pretenden adquirir en la escuela.
El período crítico se define como una ventana temporal durante la cual la ausencia de
una experiencia "normal" puede causar déficits permanentes e irreversibles en el desarrollo de
distintas estructuras neurales o comportamientos. Un ejemplo podría ser la necesidad de
exponer el sentido de la vista a la luz en una ventana temporal estricta para que se desarrolle
con normalidad el sistema visual. Una vez que esta ventana temporal se terminara, esas
experiencias normales u otras similares ya no tendrían el mismo efecto. Es decir, ya no
promoverían el desarrollo neurológico implicado en esas funciones concretas. Así, las
estructuras que debieron recibir el estímulo adecuado para desarrollarse, quedarían atrofiadas
o derivadas a otras funciones definitivamente.
Por otro lado, un periodo sensible se puede definir como un intervalo de tiempo en el
cual hay máxima plasticidad (capacidad del cerebro de cambiar) en las áreas y circuitos
neurales relacionados con una determinada función, de manera que resulta más fácil para el
cerebro desarrollar las estructuras que necesitará para respaldar una determinada función a
partir de las experiencias que lo promuevan. Sin embargo, dicho espacio temporal no es tan
limitado ni estricto como en el caso de los periodos críticos. En otras palabras, si no ocurrió la
experiencia necesaria durante la ventana sensible, aun la práctica podría permitir revertir los
déficits generados. Requeriría más esfuerzo que durante el periodo sensible, pero aun así sería
posible recuperar las funciones o comportamientos no desarrollados en su momento por medio
de la práctica.
¿Existen los periodos críticos y los periodos sensibles? ¿O en realidad solo existen los
periodos sensibles? El primer artículo publicado en esta área del conocimiento neurocientífico
es de Torsten Wiesel y David Hubel (1965), quienes estudiaron el efecto de la deprivación
ocular en el desarrollo del sistema visual en gatos. En este trabajo se reportó que la
deprivación ya sea monocular o binocular de la vista durante los tres primeros meses de vida
conduce a una ceguera virtual debida a cambios morfológicos en la región del cerebro que se
encarga del procesamiento primario de la información visual recibida por la retina del ojo, y al
deterioro de las conexiones corticales innatas. A su vez, estos mismos experimentos realizados
en gatos adultos, no generaron los mismos daños y, de hecho, una vez restablecidos sus
órganos oculares, pudieron utilizar su sistema visual con normalidad.
Este resultado por si solo fue suficiente para que la sociedad en general y algunos
ámbitos educativos en particular hablaran de la existencia de periodos críticos y sacaran
conclusiones sobre la importancia abrumadora de la educación durante la primera infancia.
No obstante, siete años después de este descubrimiento, se publicó un nuevo trabajo
(Chow & Stewart, 1972) en el que privaron a gatos de estímulos visuales de un ojo durante su
primer año de vida y luego se los estimuló a que lo utilizaran nuevamente. Los resultados
fueron sorprendentes, ya que se observó que la estimulación permitía cierta recuperación de la
visión. Es decir, a través de un entrenamiento adecuado se logró una mejora significativa en el
sistema visual.
Este último estudio, entre otros, arrojó luz sobre el concepto de periodo crítico y permitió
replantear su definición para entenderlo, más bien, como un periodo sensible. Por otra parte,
¿son estos descubrimientos (además de aterradores por sus métodos experimentales)
suficientes para enunciar que los tres primeros años de vida son los fundamentales para el
desarrollo del cerebro humano?
En primer lugar, los tres ejemplos de deprivación ocular que vimos anteriormente sobre
el sistema visual felino no abarcan en ningún caso la totalidad del período sensible de tres años
desde el nacimiento. En particular, dentro del sistema visual, no podemos hablar de un único
período sensible. Cada función (visión del color, percepción de profundidad, visión binocular)
tiene su respectiva ventana temporal sensible y esto sucede en general para todos los
sistemas.
Por otro lado, si nos enfocamos en funciones cognitivas más complejas como el
lenguaje humano, podemos observar que el mismo presenta períodos sensibles mucho más
largos. Por ejemplo, los trabajos de Kuhl (1994) evidencian a través de experimentos
conductuales que el período sensible para esta función comienza en la infancia y se mantiene
hasta los 12 años de edad aproximadamente. Pero a su vez, nuestra habilidad para incorporar
vocabulario nuevo continúa durante toda la vida (Neville, 1995).
Sin embargo, pese a los notables avances científicos de los últimos años, en la
actualidad no se ha demostrado si existen o no períodos sensibles de conocimientos
transmitidos culturalmente, como por ejemplo la lectura o la aritmética, que son aprendidos a
través de la interacción social y la escuela.
En general, los períodos sensibles (mayormente relacionados con los sistemas
sensoriales y motores sobre los cuales tenemos mayor conocimiento) coinciden con el período
de exceso de formación sináptica. Es decir, que terminan una vez que el sistema neuronal se
estabiliza y llega a los niveles de la madurez. Sin embargo, no está demostrado el rol de la
sinaptogénesis en las habilidades culturales anteriormente mencionadas.
Todos los cambios que llevan al cerebro a aumentar de peso y tamaño hasta convertirse
en un cerebro adulto son producto de la plasticidad expectante de experiencia (Twardosz,
2012). Este tipo de plasticidad incluye cambios que son comunes a todos los miembros de una
especie y para producirlos basta recibir el estímulo adecuado del ambiente. Es decir que las
experiencias que un niño necesita para desarrollar las habilidades sensoriales y lingüísticas son
fácilmente adquiribles en cualquier ambiente. Esto es concordante a nivel evolutivo dado que,
si se necesitaran experiencias muy específicas de ambientes muy particulares, muy pocos
podrían alcanzar dichas habilidades básicas. Los distintos tipos de crianza a su vez sugieren
que hay una gran cantidad de ambientes satisfactorios para el normal desarrollo del cerebro
(Bruer, 1999).
Por otro lado, los rasgos y comportamientos únicos de los individuos, grupos sociales y
culturas se adquieren a través del mecanismo de la plasticidad dependiente de experiencia.
Esta plasticidad es la interviniente en la mayor parte de nuestros procesos de aprendizaje, por
ejemplo, la mayoría de lo que aprendemos en la escuela o en la vida cotidiana, y se mantiene
durante toda nuestra vida. Los neuromitos tienden a enfatizar en exceso la expectativa de la
plasticidad y los períodos críticos, extendiéndolos a todas las áreas de aprendizaje y, por lo
tanto, sobreestimando la importancia de la experiencia temprana en todos los procesos de
aprendizaje (Greenough, Black & Wallace, 1987).
En conclusión, la investigación neurocientífica ratifica que los períodos sensibles (los
primeros años postnatales) son fundamentales a la hora de diagnosticar y tratar los sistemas
sensoriales de los niños, y respalda cualquier política educativa que fomente la realización de
dichos diagnósticos durante estos períodos. En contraposición, nos brinda relativamente poca
orientación específica sobre cómo diseñar entornos de aprendizaje en la primera infancia.
Ambientes Enriquecidos
Por último, abordaremos las cuestiones particulares que involucran a la crianza en
ambientes enriquecidos dentro del mito de los primeros tres años de vida. Es crucial remarcar
que las investigaciones que llevaron a considerar la importancia de “enriquecer ambientes”
durante la crianza se realizaron únicamente con roedores. Básicamente, los experimentos
consistieron en criar grupos de animales en jaulas denominadas “ambientes enriquecidos o
complejos”, donde abundaban juguetes, caminitos y ruedas, y que, a su vez, eran compartidas
por varios animales (hecho que les permitía la interacción social); y compararlos con roedores
habitantes de jaulas “no enriquecidas”, es decir, jaulas normales de laboratorio sin ningún
elemento adicional. Con el fin de evaluar el efecto de estos ambientes, los investigadores
midieron el rendimiento en distintas tareas de aprendizaje y memoria (por ejemplo. el recorrido
de laberintos). En los resultados, quizás como era de esperar, se observó una superioridad en
el desempeño de aquellos animales criados en los ambientes más complejos (Bruer &
Greenough, 2001). Al mismo tiempo, se encontró que estos animales tenían mayor cantidad de
sinapsis. Por ejemplo, en la corteza visual, se encontró una diferencia de entre el 20% y el 25%
de sinapsis por neurona (Greenough et al., 1987). Además, se reportó la existencia de otras
áreas con niveles elevados de sinapsis, aunque la diferencia mayor se daba en la corteza
visual.
Dada la experiencia que fuimos adquiriendo en entender cómo se sobresimplificaron
muchos de los hallazgos científicos, ya podemos apreciar que, en primer lugar, el ambiente se
llamó “complejo” únicamente porque se comparaba con el ambiente “pobre” que representa
una jaula de laboratorio. En otras palabras, lo que reflejaban estos estudios, en realidad, era el
efecto de un ambiente sin apenas estímulos (una jaula vacía), solo posible en una situación de
reclusión, en comparación con un entorno con algunos estímulos, pero aun lejano al de la vida
real. Por lo tanto, no es para nada trivial extrapolar estos resultados para efectuar
comparaciones entre los distintos ámbitos en los que pueden ser criados los niños y las niñas
(Rosenzweig, Bennett, & Diamond, 1972). En segundo lugar, estas mejoras observadas tanto a
nivel conductual como cerebral no involucran una ventana temporal temprana: los primeros
experimentos realizados fueron en ratas recién nacidas, sin embargo, luego se repitieron en
ratas adultas y se observó que éstas también eran capaces de formar nuevas sinapsis en
respuesta a las nuevas experiencias vividas. Es decir, que esta habilidad de crear nuevas
neuronas en respuesta al ambiente enriquecido persiste a lo largo de la vida. Por último, el tipo
de plasticidad cerebral que surge de la crianza en un entorno complejo parece depender de un
mecanismo neuronal que es muy diferente del mecanismo de poda que da lugar a períodos
críticos.
Esta plasticidad dependiente de la experiencia (en este caso del nuevo ambiente) tiene
un sentido evolutivo, ya que permite a un organismo aprender sobre las características del
entorno particular que habita, como dónde encontrar comida y agua, con quién relacionarse, y
dónde esconderse de los depredadores. En los humanos ocurriría algo similar.
Consecuencias
Volviendo a las preguntas que nos hicimos al principio de la lectura, ¿cuáles pueden ser
las consecuencias de considerar este mito como cierto? Y, por otro lado, ¿cuáles han sido las
repercusiones hasta la fecha?
Antes de responder a estas cuestiones, es fundamental entender que en ciencia no
existe una verdad absoluta. Es más bien, todo lo contrario: las verdades, o mejor dicho, los
resultados que se obtienen de la investigación científica son temporales, finitos y generalmente
reduccionistas. En otras palabras, obtener un resultado nos abre las puertas a nuevas
preguntas, a preguntas que seguramente modificarán los paradigmas establecidos
previamente.
Leamos, entonces, con suspicacia algunos de los comentarios más relevantes que se
esbozaron a raíz de considerar este un mito como una realidad:
● I Am Your Child afirmó que las investigaciones sobre el apego demuestran que
los niños que reciben atención cálida y receptiva y que están bien vinculados
con sus cuidadores enfrentan los momentos difíciles con mayor facilidad cuando
son mayores. “Los bebés con apego seguro tienen más probabilidades de
desarrollar una respuesta saludable ante situaciones estresantes", y esta
respuesta es, según sugiere el sitio web, "el resultado de un desarrollo cerebral
temprano óptimo”.
Por tanto, el mito de los tres primeros años ha proporcionado a los responsables
políticos, cuidadores de niños y padres una única ventana de tiempo de oportunidades, durante
la cual las experiencias adecuadas y los programas para la primera infancia pueden contribuir
en construir mejores cerebros. Pero… ¿Qué pasa en ambientes empobrecidos? Los padres
que luchan diariamente por satisfacer sus necesidades básicas, pueden no tener los recursos,
la información o el tiempo que necesitan para brindar experiencias estimulantes que fomenten
el crecimiento cerebral. Imaginemos entonces que este mito fuese real. Entonces, la sociedad,
y en particular el ámbito educativo, podría sostener que si un niño vivió en situación de
vulnerabilidad los primeros años de su vida ya no tiene posibilidad de cambio durante el resto
de su niñez, adolescencia y adultez. Las políticas educativas centrarían sus fondos en los
primeros años de vida y quedarían descuidados las subsiguientes etapas.
Conclusiones
Luego de este recorrido por los distintos descubrimientos que se dieron en la
neurociencia y de entender cómo se los (mal)interpretó, debemos ser críticos con las fuentes
de donde extraemos información y debemos buscar los trabajos científicos de donde salen
dichas notas para poder armar nuestras propias conclusiones a partir de la interpretación de los
resultados.
Ser críticos con el neuromito no significa estar en contra de un mundo mejor para los
niños. Es, sin embargo, tener una mirada y cuidadosa sobre cuáles son los aportes más
valiosos que puede dar la ciencia para poder así empujar políticas e inversiones más eficientes,
en este caso, durante la primera infancia.
Este mito ha ayudado a promover la importancia de las experiencias preescolares como
fundamentales para el aprendizaje posterior, pero es una simplificación excesiva que ha llevado
a malentendidos. Ahora sabemos que el mito de los tres primeros años es falso.
El conocimiento de estos descubrimientos tiene una implicación directa en el ámbito
educativo, dado que ahora sabemos que si se vivieron experiencias complejas o crianzas en
situaciones de vulnerabilidad durante los primeros años de vida, ese niño o niña no es “un caso
perdido” y que las consecuencias que éstas hayan tenido para su cerebro no son irreversibles.
Es decir, nunca es tarde para enseñar, aprender y estimular a las personas, dado que la
plasticidad del cerebro nos va a acompañar durante toda la vida.
Por último, hay que tener en cuenta que la difusión de estos neuromitos sobre el
aprendizaje puede llevar a la clasificación de los estudiantes de acuerdo a criterios que no
poseen fundamento científico, siendo ellos mismos los principales perjudicados. Que la
neurociencia haya descubierto mucho acerca de las neuronas, las sinapsis y el cerebro en
general es un hecho. Pero hay que tener mucho cuidado al querer trasladar de manera directa
y lineal estos descubrimientos a la práctica educativa.
Referencias
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