¿Dónde Está El Hombre de Mi Vida Dácil Rodríguez

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¿DÓNDE ESTÁ EL

HOMBRE DE MI VIDA ?
DÁCIL RODRÍGUEZ

¿DÓNDE ESTÁ EL
HOMBRE DE MI VIDA?

Círculo rojo – Novela


www.editorialcirculorojo.com
Primera edición: agosto 2013

© Derechos de edición reservados.


Editorial Círculo Rojo.
www.editorialcirculorojo.com
[email protected]
Colección Novela

© Dácil Rodríguez

Edición: Editorial Círculo Rojo.


Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Fotografía de cubierta: © Fotolia.es
Cubiertas y diseño de portada: © Luis Muñoz García.

Impresión: PUBLIDISA.

ISBN: 978-84-9050-054-5

DEPÓSITO LEGAL: AL 786-2013

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de


cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmi-
tida en manera alguna y por ningún medio, ya sea elec-
trónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en
Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o
del autor. Todos los derechos reservados. Editorial Cír-
culo Rojo no tiene por qué estar de acuerdo con las opi-
niones del autor o con el texto de la publicación,
recordando siempre que la obra que tiene en sus manos
puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el
autor haga valoraciones personales y subjetivas.

IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA


A los que ya no están, a los que están y a los que vendrán.
“Cuando existe un diálogo verdadero se avanza hasta
alcanzar el equilibrio, la tranquilidad aumenta, se refuer-
zan los lazos, crece el amor y se acortan las distancias
con uno mismo. Lo que supone tener la conciencia
tranquila, el alma limpia y el corazón abierto.”

Dácil Rodríguez
UNA N U E VA VOZ N A R R AT I VA

Cada época de la Literatura nos permite asistir al


nacimiento de un nuevo nombre literario y cada obra
literaria se incorpora, con indistinta fuerza, a la gran
Literatura. Además, una lengua tan poderosa, tan
expansiva y tan hermosa como la española no sería lo
que es hoy día (con quinientos millones de hablantes)
sin toda esa obra literaria que lleva emparejada. Ahora,
en pleno siglo XXI, es Dácil Rodríguez la que nos
sorprende y deleita con su primera novela, que dice
mucho y lo dice en muchos sentidos; que recoge el
reflejo fiel de una época y que tiene una lengua castellana
limpia, correcta e intensa.

La Islas Canarias nos han dado muy buenos escri-


tores en los últimos siglos, comenzando por el gran
Benito Pérez Galdós y continuando con los hermanos
Luis y Agustín Millares Cubas, Domingo Pérez Minik,
Alberto Vázquez Figueroa, Fernando G. Delgado,
Juancho Armas Marcelo o Juan Cruz, entre otros (que
se apellidaron Iriarte, Millares, Marichal o De la
Torre), a quienes ahora se une Dácil Rodríguez.

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Han pasado ya, en mi opinión, esos tiempos de
templarios y santos griales que, aún no estando mal en
su día, nos transportaban a un tiempo recreado,
certeramente a veces, pero demasiado lejano para los
que, como yo y como Dácil, nacimos en el convulso y
accidentado siglo XX. Si uno coge la novela de nuestra
autora y recorre unas cuantas páginas nos sorprenden
nombres que se han oído una y otra vez (Candy,
Candy; Star Trek; la Bruja de Blair; Pressing Catch; la
dieta Dukan) y que forman parte de una vida cotidiana
de aquel tiempo pasado que vivimos hace unos años y
que aún no se nos ha ido del todo: ¿o no resulta aún
entrañable que Dácil nos escriba, con su estilo directo y
cuidado, el nombre del gran Félix Rodríguez de la
Fuente y que recordemos cuánto nos enseñó por
televisión?

¿Quién ha estado alguna vez en esas lejanas tierras


de Oriente que recrean nuestras queridas viejas novelas
del siglo XIX? Poca gente, sin duda; ahora bien, hay
un público lector que sí sabe situar en el mapa La
Palma, La Gomera y El Hierro, las maravillosas Islas
Canarias que subyacen como microcosmos de la narra-
tiva de Dácil Rodríguez. No digo que no sea útil irse
de casa, sino que el realismo actual, el del siglo XXI, es
reconocer entre los protagonistas un espacio concreto,
intenso, nítido y perceptible. Y ahí está. Sigamos…

Otro magnífico canario que se llamó Benito Pérez


Galdós y quien figura con letras de oro en nuestra
Historia de la Literatura Española nos enseñó (junto a
Clarín, Baroja, Azorín… y a saber cuántos más…) que
el lenguaje de una obra literaria es primordial. Y aquí
(en esta novela) uno se encuentra con un lenguaje

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sencillo, directo, en primera persona, con giros e idiolectos
coloquiales (¿aún hay alguien que no sepa qué es un
whatsapp?, pues Dácil lo recrea, como conviene al siglo
XXI); una lengua, en definitiva, que llega, que llegará
a todos, incluso a esos chavales de Instituto a quienes
debemos inculcar el poder evocador e irradiador de
sueños que tiene la Literatura.

Como toda ópera prima es una novela cargada de


intensidad, de emoción, de trabajo (no hay hilo sin
puntada ni trama sin elaboración); tiene mucho de
literatura y de sueño; refleja fielmente una época, un
tiempo y un espacio… Aporta una voz más a nuestra
narrativa actual que, si por un lado tiene mucho lector,
adolece de temas que atrapen al novelero (el que
escribe, el que lee y el que disfruta de una novela) de
nuestros días. ¿Por qué no ésta? Insisto, hay que leer
aquello que nos diga cuál es nuestro tiempo y en dónde
vivimos. Así es esta obra de Dácil Rodríguez que no
dejará indiferente a nadie. Tengo para mí que es el bau-
tismo de una magnífica narradora que con el tiempo
iremos conociendo mucho mejor, con más intensidad,
con más páginas cargadas de historias y con ese len-
guaje suyo que es, a la vez, el nuestro, el estándar de
cada día, el que usamos para comprar el pan o para
hablar por el teléfono.

Leamos pues esta novela y disfrutemos con la


propuesta maravillosa que nos hace Dácil Rodríguez a
través de sus intensas, emocionantes y generosas páginas.

Francisco José Peña Rodríguez


Universidad Autónoma de Madrid

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INTRODUCCIÓN

Creí tocar fondo en muchos momentos, cuando


pensaba que nada podía ser peor, lo era. Y así hasta
que dejé de preguntarme si era posible acumular más
desgracias en el trastero que tenía alquilado y comencé
a valorar la oportunidad de aprendizaje que suponían
todas y cada una de ellas.

Nunca quise ver el punto de vista negativo a cuanto


acontecía en mi vida, al contrario, incluso me compré
una camiseta que lucía las palabras: “Lo que no te
mata, te hace más fuerte” (Nietzsche), y que al cabo
de un tiempo sustituí por: “De lo que se vive, se
aprende” (no tengo ni idea de quién dijo esta frase)
—¿quién habría sido? ¿Sócrates? ¿Shakespeare? ¿Yo?
¿Me importa un rábano?—. Después de hacer mías
creencias ajenas, chutarme una buena dosis de vitami-
nas y entrenarme a fondo para un triatlón, descubrí
que lo realmente importante era fortalecer mi YO,
plantándole cara a esos miedos que adornaba tan
sabiamente para sentirme protegida.

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Lejos de cualquier filosofía de vida, de profundiza-
ciones kármicas, puertas a quintas dimensiones, vida
en otros planetas y practicar El Secreto o la dieta
Dukan, una pregunta se cernía sobre el horizonte de
mis días: “¿Dónde estaba el hombre de mi vida?”

Vale, lo sé, yo soy la mujer de mi vida y con esto me


basta y me sobra, pero no deja de ser un viaje fasci-
nante responder a esta pregunta.

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CAPÍTULO I

PASADO

Toda pregunta tiene un origen y, para eso, no me


queda otra que volver mi vista atrás, tan solo momen-
táneamente, y en favor de la humanidad que lee estas
líneas, a fin de situarla en el contexto apropiado. No
obstante, lo haré de pasada y sin muchos miramientos
porque de lo contrario caería en un profundo sueño del
que no habría de despertar hasta transcurridos cien
años, en los que entonces, un hermoso príncipe, me
desencantará…

Historial: mujer de raza caucásica, romántica y sen-


sible, que tras seguir a su adolescente corazón, se
impone a sí misma que no es oro todo lo que reluce y
decide ir sobre seguro dejando a un lado la pasión y el
enamoramiento, hasta que tropieza con la piedra de
un amor que se desgasta y la obliga a pisar una realidad
para la que no está preparada.

Resultado: un “Fatality” de Mortal Kombat.

Quizás no sea suficiente con eso… Está bien,


desarrollaré el capítulo.

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Tuve una adolescencia como la de cualquiera, hor-
monal. Donde el ego era quien hablaba, actuaba y se
lo guisaba y se lo comía todo al estilo de Juan Palomo.

Mi primer beso me tomó por sorpresa, al igual que


mi primera experiencia sexual, que fue con el mismo
individuo. Aquello me tatuó una enorme sonrisa ya
que él era “lo más de lo más” y no había chica que no
quisiera caer rendida ante sus adolescentes pies. Pronto
descubrí que aquel tatuaje era de quita y pon, pues lo
más claro que hubo entre nosotros fue el comunicado
de prensa que emitió de forma voluntaria a todos sus
amigos para afianzar su hombría. Sentí cada una de
sus palabras y de sus acciones clavarse en mi pecho
como agujas. Lo peor fue, que me enteré de que ya no
estábamos juntos, porque nunca lo estuvimos, por
terceras personas y que por accidente, al prestarle una
mochila, le incluí mi diario. Gracias a Dios, mi caligrafía
era propia de un médico y su paga semanal, insufi-
ciente para costear los servicios de un experto en la
materia. Aún así, os podréis imaginar el bochorno.

Después de muchos años me pidió perdón por su


falta de… ¿todo? Supongo que cuando maduró, se dio
cuenta de que no pude haberle puesto mayor pegote
de típex a la experiencia y me confesó ser, hasta ese
día, la única mujer que le había importado. ¡Menos
mal que le importaba! De no ser así, en lugar de típex,
posiblemente hubiera necesitado un número ilimitado
de sesiones grupales en alcóholicos anónimos. ¡Qué
consuelo!

Lo perdoné de boca para fuera, pues aquello sentó


las bases de una extrema desconfianza hacia el género

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masculino y una necesidad imperiosa de sentir que era
yo (mi mente y la creencia que elaboré tras la experiencia),
quien llevaba el control en mis relaciones, y no mi
corazón. Debía perdonarme a mí misma primero.

Luego me enamoré…, o creí enamorarme. A día


de hoy todavía no lo tengo muy claro. Guardo buen
recuerdo, muy buen recuerdo: pasión, besos, el estómago
del revés, las piernas incapaces de sostenerme, las
manos heladas… Sí, definitivamente me enamoré.
Cada poro de mi piel se enganchó a aquel hombre y
padecí todas las canciones de Laura Pausini cuando la
historia llegó a su fin. Tras las disputas propias de nues-
tra diferencia de edad, de besarme con otro y de fingir
pasar de él, me dejó. Y no es que me dejara y listo. Me
dejó sentada en un muro de piedra al borde de un ba-
rranco mientras me preguntaba por qué había hecho
todo aquello si lo amaba y si se podía caer más bajo,
pues lo que sentía por él me hizo suplicar que respon-
diera al cuestionario que formulaba mi moribundo co-
razón, y que mi ego se encargó de reprocharme durante
años. Me fui dando tumbos, a ciegas, sin rumbo, fus-
tigándome… Y él empezó una relación con una…
vamos a llamarla chica y punto.

¡Qué decepción! ¿Verdad? Pues ese para mí fue mi


primer amor. Por el que corrí, salté, llegué a quedarme
en los huesos, me planché el pelo, me hice la raya del
ojo y besé otros labios por miedo.

Tras seis largos y eternos meses, dejó a la individua


en cuestión y comenzó a desarrollar una obsesión sobre
mi persona que casi acaba con la denuncia pertinente

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por acoso a una menor. Pero lo que sentí por él no
merecía aquel trágico final y tras densas y tediosas
charlas que agotaban cualquier batería, escribimos el
punto y final de nuestra historia.

Después llegaría a mi vida un nuevo compañero y


lo que califico como el inicio de “la maldición de los
siete años”. Durante ese tiempo, me hizo olvidar mis
primeras andanzas amorosas y zambullirme de lleno
en una historia cómoda y tranquila. Era muy guapo,
muy bueno, muy simpático, muy correcto, muy muy
muy muy… ¡Demasiados muy! Puede parecer frío,
pero cuando han pasado tantos años y ves la experien-
cia desde la otra cara de la luna, puedes decir sin sen-
tirte mal: “¿En qué estaba pensando?”. Porque sentir,
lo que se dice sentir…

Pasión: cero. Enamoramiento: nulo. Momentos felices:


muchos.

Me amó, me soportó, me ayudó a crecer... Y cuando


lo miré a los ojos y le confesé que no lo amaba: lloró
amargamente, trató de obrar el milagro, contrató a una
personal trainer y, finalmente, se casó con ella.

A los dos meses llegó el supuesto hombre de mi


vida. No voy a decir que me engañó y me hizo creer
que lo era, pues la que se engañó fui yo.

¿Conocéis esa vocecita que te habla desde dentro?


Esa que te dice esto tal, aquello Pascual, ¿quién es Pascual?
Pues esa condenada vocecita a la que de ahora en
adelante llamaré “Aguafiestas” me dijo: “Este será un

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gran amor en tu vida, pero no el amor de tu vida”. Y
como me encantan los desafíos, me casé con él.

Me enamoré de él hasta las trancas y también me


agarré algunas trancas por su amor. Fue una relación
difícil en sus comienzos, yo estaba acostumbrada a
“otras cosas” y él llegó y volvió mi mundo del revés. Fui
feliz, me reí muchísimo, era sumamente divertido y lo
sigue siendo, ahora de un modo distinto conmigo, de
otro modo con alguien… Vamos, que sigue vivito y
coleando… Bueno, no sé si colea mucho. Tampoco es
de mi incumbencia... Me estoy liando… ¡Pírdula!

Disfruté a su lado momentos inolvidables, podía-


mos hablar de todo, nos entendíamos, lo pasábamos
bien… Viajamos, crecimos, formamos un hogar, lucha-
mos, nos desgastamos y se acabó. Pese a que fui yo
quien puso un punto y final a esa gran historia de
amor, después de otros siete años de relación, dándole
la jodida razón a “Aguafiestas”, me quedó una enorme
sensación de abandono. Para mí, fue él quien me
abandonó, aunque los papeles del divorcio digan lo
contrario.

Con semejante historial era lógico que tras invertir


los mejores años de mi vida en aquellas relaciones,
llegara el momento de lanzar al universo la sonora
pregunta: “¿Dónde estaba el hombre de mi vida?”.

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CAPÍTULO II

SALIENDO AL MUNDO

Repentinamente era una mujer blanca, esto de siem-


pre, no me he sometido a múltiples operaciones a lo
Michael Jackson; y soltera, salvo que ahora mis quince
años eran veintimuchos y el mundo había cambiado.

Ninguno de los hombres que pasó por mi vida surgió


de la nada, indudablemente. No obstante, si me expresase
con propiedad y me hiciera una de las famosas preguntas
trascendentales que han perturbado al ser humano
desde el inicio de los tiempos, puede que esa nada
adquiriera un nuevo significado. Pero no me refiero a
eso en este momento, sino al hecho de que no salieron
de una discoteca, lugar escasamente frecuentado por
mí, me los presentara un amigo o fueran el hijo de mi
vecino... En absoluto. Habían llegado a mi vida a raíz
de miradas que se tropiezan por la calle en plan flechazo,
de conversaciones inesperadas en un autobús, de
“causalidades” asombrosas. Mis historias de amor se
habían generado al más puro estilo de Hollywood y el
listón estaba muy alto para lo que iba a encontrarme.

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Aún así, ilusa y ataviada de mis propias vivencias,
rebosaba el deseo y las ansias de experimentar, haciendo
mías, también, las famosas frases que nos regalan las
amigas: “Llevas toda la vida en pareja, tienes que
disfrutar, experimentar, probar mucho para saber qué
es lo que quieres y poder elegir”. Amigas…

Desde la perspectiva que me ha dado el tiempo, yo


era una especie de Candy Candy en medio de Star Trek,
o algo así.

Mi cuerpo tenía ganas de bailar, mi mente de no


pensar y me invadía un enorme deseo de dejarme
llevar por lo que me propusiera la vida. Sin embargo,
mi ego tenía la propiedad intelectual de mis sentimientos
y eso implicaba pagar unos derechos de autor que, por
ese entonces, era incapaz de costear.

Está bien eso de salir, de bailar sobre diez centíme-


tros de tacón, santificar los jueves y contribuir al
consumismo estrenando un nuevo modelito cada noche…
Todo son experiencias, y por tanto; aprendizaje. Pero
cuando la música se apaga, las luces se encienden y el
sol te quema la retina al salir de la discoteca, te das
cuenta de que hay vida más allá, que eso de salir está
muy pero que muy bien, que es también una terapia
para el alma, pero no siempre.

Salí al mundo y lo que vi no me gustó. Volví a coti-


zar en bolsa, era un valor en alza, la novedad… O
expresado de otro modo, era lo mismo que llegar a un
pueblo y oír: “Mira, carne fresca”.

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Conocí personas maravillosas… Maravillosamente
maquilladas, maravillosamente disfrazadas, maravillo-
samente engañadas, maravillosamente colocadas…

¿Eran ciertas todas aquellas historias rocambolescas


que contaban mis amigas bajo mi atenta mirada incré-
dula? ¿Realmente existían situaciones así, historias
surrealistas, hombres que basaban su autoestima en el
número de mujeres que pasaba por su cama? Y peor
aún, mujeres que habían adoptado el rol de hombres.
Con eso de equipararnos en todo, al final, las féminas
tenían un equipo de jugadores titulares, para según que
ocasión, y un número de reservas en el banquillo al que
echaban alpiste de vez en cuando para que se mantuviera
ahí.

Era un auténtico caos, los hombres ya no se fiaban


de las mujeres, y con razón, pero es que exigían algo
que ellos tampoco daban y todo se resumía en un
duelo de titanes en los que no quedaba títere con
cabeza, sin darse cuenta de que, en realidad, todos
perdían y más sufría su solitario corazón.

Frecuenté un garito que un amigo, acertadamente,


definió como el local en el que cada uno tenía su sitio
y hacía su papel: el monito de feria que siempre hace
el idiota para que los demás se rían ignorando que se
ríen de él; la reina de corazones, guapa y supuesta-
mente inaccesible que finge ser chapada a la antigüa,
pero cuyo teléfono es de dominio popular; la amiga de
la reina de corazones que va de damisela en apuros,
pero que tiene más peligro que El proyecto de la Bruja
de Blair en versión original… Todo un circo. ¡Pasen y
vean!

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En una esquina tenemos a los triunfadores, ellos se
llaman así a sí mismos porque son empresarios o direc-
tivos, tienen estatus, dinero y un porche en el garaje.
Basan su felicidad en el exterior, al cual demandan
constantemente y en exceso, para cubrir el gran vacío
interno que les consume. Por eso, a sus cuarenta años,
viven una segunda adolescencia. Algunos tienen una
mujer o novia florero, varios años más joven, con la que
comparten la vida. Alardean de ella y la exhiben cual
trofeo, sin embargo, cada fin de semana, la dejan en casa
con la excusa de noche de hombres, cumpleaños, cenas
de negocios…, y acaban en el local de moda hincándole el
diente a su pobre presa, por norma general, una jovencita
de dieciocho o veinti muy pocos que tiene la autoestima
por los suelos, la ha dejado el novio, la vendieron sus amigas
o la ha invitado a una treintena de chupitos de tequila.

También están los llamados solteros de oro que no


es lo mismo que el eterno soltero. Los solteros de oro
parecen ser un diamante que brilla en la distancia, pero
que en cuanto te acercas lo suficiente y miras, te das
cuenta de que es un trozo de plástico al que le daba un
poco de luz. Son un efecto óptico. Es fácil ver un espe-
jismo en medio del desierto e incluso llegar a sentirlo
tan real que puedes tocarlo. Lo malo de los espejismos
es que cuando te vienes a dar cuenta de que son pro-
ducto de tu imaginación sedienta, las ilusiones ya han
hecho su trabajo y al evaporarse, te sientes peor.

También está el espécimen “de oca a oca y tiro porque


me toca”. Es el adicto al chispazo inicial por excelencia,
su ego necesita henchirse sin límites, así que cualquiera
que se preste, le sirve. Una vez servido, busca cualquier
excusa para que su ligue, su rollo o como lo quiera llamar,
no se convierta en algo más y a por la siguiente.

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Y así podría confeccionar una lista interminable de
los personajes masculinos que habitan el mundo de las
sombras. Estas categorías serían igualmente aplicables
a las mujeres, sin embargo, existen sutilezas, diferen-
cias…, y como es mi libro y hablo de lo que me da la
gana… Además, si la pregunta es la que es, ¿por qué
voy a hablar de mujeres? Quizás sea necesario, pero
de momento, no es así. Sólo puedo aclarar que no exis-
ten tipos de personas, y sí, momentos en la vida de
las personas.

Retomando, salí al mundo. Y en ese mundo me


encontré con el citado panorama. No obstante, no
todo se resumía en él. Obviamente había más: Facebook,
Badoo, Edarling, Meetic… Parecía que sólo existían
dos formas de conocer al hombre de tu vida: la noche
e Internet.

La mayor parte de la población había dejado el


juego de la seducción a esos dos ámbitos, de hecho, la
mayor parte de la población sólo se relacionaba por
Internet. ¡Qué desconcierto! Y ahora, ¿quién iba a tro-
pezar conmigo en plena calle y nos enamoraríamos?

Tal y como estaban planteadas las cosas me dieron


ganas de empezar a correr y no parar hasta llegar a
Pekín. Aún no había curado del todo mis heridas de
guerra y andaba algo peleada con el amor… Aunque,
algún día querría volver a creer en él, algún día desearía
volver a enamorarme y disfrutar de la oxitocina en
grandes dosis. Sin embargo, si las cosas seguían siendo
así, probablemente acabaría leyendo novelas de Danielle
Steel e induciendo mi propio coma.

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CAPÍTULO III

VIVIENDO EXPERIENCIAS AJENAS

Que el viento remueva mi pelo o sentirlo en las


mejillas es una de mis sensaciones favoritas, así que no
sé por qué me negué a sentir las mías propias.

Recuerdo aquel día como si fuera hoy; tras una cena


improvisada con unas amigas, una copa nos llevó a
otra, y esa otra a otras, hasta que empezamos a ordenar
la ropa de los armarios y a sacar los trapos sucios de
nuestras miserias. Y como en eso me llevo La Palma, La
Gomera y El Hierro…, acabaron proponiéndome salir
del letargo en el que tan cómoda me encontraba.
Cuando el córtex prefrontal falla en hacerte feliz, la
promiscuidad llama a tu puerta para compensarte con
una buena inyección de dopamina. Nadie me obligó,
está claro. Mis estrógenos me confundieron, ganaron la
batalla y aquel hombre estaba increíble..., ¡increíblemente
contaminado!

Debo añadir, en mi defensa, que no todo se remonta


a aquella noche ni a las sucesivas, ejem. La historia
podría adornarse. El individuo en cuestión y yo nos

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habíamos tropezado en innumerables ocasiones, años
atrás, en los cuales la danza del cortejo se fue acrecen-
tando. Nos conocimos por trabajo y mantuvimos un
trato exclusivamente profesional durante ese tiempo.
Una vez concluido nuestro contacto laboral, nos segui-
mos encontrando de forma puntual en algunos eventos
sin más transcendencia que la de un trato correcto,
hasta que su radar se activó al detectar un olor que
debemos desprender las solteras de forma misteriosa y
que no acabo de entender. Entonces, todo cambió y
me sentí apabullada por su nueva actitud. Aquí la colega,
“Aguafiestas”, como llevaba tiempo calladita decidió
manifestarse sin güija y decir: “Cuidado. Caution.
STOP. Precaución amigo conductor”. Y para seguir la
tradición me enchufé un vodka y pasé de ella. No fue
fácil, pues la muy empezó a gritarme. ¿Qué es ella?
Sabia, muy sabia.

No me sentía bien, aquello era radicalmente opuesto


a lo que quería, necesitaba, deseaba o soñaba y, sin
embargo, ocurrió. De repente me encontré en su casa,
la casa de un completo desconocido, escuchando
palabritas de amor baratas que sonaban a Don Juan
Tenorio en sus mejores tiempos, toda una serenata de
la tuna en grandes dosis para lograr su fin. El repertorio
también incluía algunos éxitos de Marc Anthony, Luis
Fonsi y Ricardo Arjona. Como estaba bien aleccionada
por mis amigas, comencé mi discurso con la misma
autoridad que una reina y le dejé claro que todo lo que
me había dicho entraba en la categoría de “me entra
por un oído y me sale por el otro”. Él no se atrevió a
interrumpirme y me miró como un gato mira a una
tabla periódica; no había entendido nada, de hecho,
me había quitado el volumen como si una claqueta de

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cine le hubiera advertido que lo que venía continuación
era el discurso de Navidad del monarca.

El pánfilo continuó su maniobra de Heimlich y


“Aguafiestas” se puso tan impertinente que tuve que
salir corriendo en cuanto pude escapar de las garras de
aquel lobo con piel de cordero. Eso sí, hizo de cordero
a regañadientes, pues no sólo se quedó a dos velas, sino
que también tuvo que hacer de Morgan Freeman y
pasear a Miss Daisy . Muy listo, ya que de lo contrario,
se habría quedado sin oveja.

Tras un duro enfrentamiento con “Aguafiestas”, al


llegar a casa, en el que nos dijimos de todo y más, llegó
la hora de prestar declaración ante el Tribunal Supremo.
¿Cómo pueden las amigas hacer que algo tan evidente
se convierta en otra cosa? ¿Qué capacidad hemos
desarrollado las mujeres para ver donde no hay? Todo
ello es cierto, pero también que cuando lo miré, lo vi.
Vi más allá de sus comportamientos de troglodita,
pájaro, buitre, tunante, machista, egocéntrico, vanidoso,
mezquino, ruin… “Tenía algo”, y ese algo anulaba todo
lo anterior. Fue entonces cuando se produjo la primera
división en mí: “Aguafiestas” ya no estaba sola, la
acompañaba “Utopía”.

Dicen que en ocasiones la vida pone a dos personas


delante y las separa para después volverlas a unir. No
sé qué tendrá de cierto, pero durante mucho tiempo,
tuve esa extraña sensación. La forma en la que entró
en mi vida y cómo se produjeron todos y cada uno de
los acontecimientos traumáticos que viví, aparte de
llevarme a ingerir cantidades industriales de carbohidratos
y libros de autoayuda, me hicieron adentrarme en el

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fascinante mundo del karma. O aquello era una deuda
kármica, o no había Dios ni humano que diera sentido
a esa historia.

Todo era mutuamente contradictorio en la relación


que habíamos forjado en la herrería más cercana. Incluso
el término relación, referido a nosotros, lo era. De
hecho, nosotros, referido al individuo en cuestión y a
la maravillosa mujer que escribe estas líneas, o sea, yo,
también era contradictorio.

Llegué a sentir que vivía una experiencia ajena.


Aquello no pegaba en absoluto con mi chaqueta favo-
rita, carecía de sentido, era demencial y me hacía sentir
fatal. Pese a ello, continuaba con la historia en plan
masoquista y acabé convirtiéndome en espectadora de
la película en lugar de interpretar el papel protagonista
que me habían asignado. Y como espectadora no tengo
precio. De hecho, creo que fui yo la que creó el concepto
de “elige tu propia historia” y desde casa mandaba
SMS con lo que quería que sucediera a continuación
para acrecentar el drama.

Si hasta la fecha mi historial amoroso había sido de


lo más normalito, a partir de ese momento, decicí
ponerme a prueba.

¡Ya basta de ingenuidad, de manos a la cabeza y


boca abierta hasta arrastrar la lengua por el suelo con
las historias que me contaban! Ver para creer, vivir para
sentir.

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CAPÍTULO IV

TODO UN PERSONAJE

Y como tal, merece un capítulo entero.

Desconocía por completo la existencia de un ser


capaz de no contestar los mensajes de una mujer que
supuestamente le gusta. Pero di con él. Eso, o mis
mensajes estaban cifrados en un lenguaje secreto que
sólo yo entendía. Aclarado esto, sitúo nuevamente el
contexto de la historia.

Primera noche: huida. Comunicación: nula. Sexo:


por definir.

No sé cómo ni por qué el miedo que ambos nos pro-


fesábamos se convirtió en un auténtico combate de
boxeo sin límite de asaltos. Ahora sé que el miedo es el
peor mal de la humanidad. El que hace que todo se
estanque, que no evolucionemos, que sigamos a la
multitud… El antónimo del amor, no es el odio, es el
miedo.

Aquella “relación” rebosó miedo. Y la podría resu-


mir en esa única palabra, pero el capítulo se quedaría
cojo.

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Ese hombre me hizo tocar fondo, y más fondo dentro
del propio fondo y, aún así, encontrar más fondo tras
el fondo del fondo. Me desgasté tanto… Corrí tras él,
lloré, grité, callé, pataleé, me traicioné a mí misma, me
reduje a nada y me levanté.

Como lanza a su favor aclararé que “Aguafiestas” se


hacía oír y siempre que teníamos un momento de inti-
midad, en el que el miedo parecía alejarse un poco de
nosotros, ésta se aclaraba la garganta e hilaba la frase
oportuna para provocar que saliera corriendo el caballo
desbocado que son las emociones y, en menos de lo que
canta un gallo, me hiciera diez mil metros en tacones
y llegara sana y salva a casa. Pero cuando llegaba a casa,
ahí estaba “Utopía”, cual madre que espera a que llegues
de fiesta para “darte la charla”. “Utopía” siempre me
dejaba sin argumentos y avergonzada de mi sprint.

Fue una dura batalla: agotadora y cruenta. Una


“relación” de usar y tirar, con fecha de caducidad, sin
más contacto que el estrictamente necesario y con el
añadido de terceras personas. No sé explicar muy bien
cómo dejé o dejamos que aquel trozo de hilo se
convirtiera en una madeja enorme llena de pelusas.
No hablábamos apenas, y cuando hablaba poseído por
un ataque de valentía, me dejaba fuera de combate:
que si no era cariñosa, que si pasaba de todo, que si
era lo peor del mundo mundial…

Atención, pregunta: ¿cómo se puede ser cariñoso/a


con una persona que te trata como si fueras invisible
cuando se le antoja? ¿Cómo se justifica eso de exigir
mayor comunicación y no contestar ninguno de sus
mensajes o llamadas?

32
Respuesta: sexo sin compromiso.

La serenata que me había regalado la noche en que


hui despavorida de su cueva se grabó a fuego, muy a
mi pesar y contra mi voluntad, en mi interior: para el
elemento, supuestamente, yo era especial; era la primera
mujer que pisaba su casa desde hacía eones y él tenía
unas ganas locas de que comenzáramos una relación.
Se le olvidó aclarar que yo era tan especial como el
resto de sus amigas especiales, que eones hacía referencia
al viernes pasado y relación significaba sexo puro y
duro. Y aunque la mayoría de las veces parecía que así
era, en muchas otras me demostraba lo contrario,
haciendo que se ganara a pulso su condición de
“ heptapolar”.

Nunca supe que pasaba realmente por su cabeza, y


menos, por su corazón. Él, tampoco lo supo. Era una
realidad; ambos carecíamos de habilidades telepáticas.
Al margen de eso, una fuerza sobrehumana, llamada
estupidez crónica, me empujaba a continuar con aquel
castigo. Al llegar el fin de semana me entregaba a noches
de sexo vacío que en lugar de serenar mi espíritu e
inflamar mis caderas, me atormentaban hasta el punto
de hacerme sentir un pendón desorejado que se vendía
por un abrazo de aquel espécimen.

No me enamoré de ese hombre. No me atreví siquiera


a ser yo misma ni un solo segundo. Mantuve las defensas
bien altas, me cubrí las espaldas y, aún así, sufrí. Sufrí
desprecios, despecho, desplantes y todo lo que empiece
por des. Y cuando me quise dar cuenta, dejó de ser
especial para mí.

33
Vale, es mentira. Todos nos mentimos alguna vez.

¿Recordáis eso que os dije de que la vida a veces


pone a dos personas delante y las separa para luego
volverlas a unir? A veces, sigo creyendo en ello, pero
acto seguido visualizo la escena en que, por primera
vez, lo vi “pegarse el lote del siglo” con una individua
en mi cara, y se me pasa el ataque de romanticismo
peliculero. Esa escena se grabó en mi retina, se almacenó
en mi mente, se clavó en mi corazón y me rompió el
alma. No sé qué traté de constatar en mí misma, pero
cualquiera en mi lugar habría salido corriendo o habría
montado un numerito de magia. En cambio, permanecí
inmóvil durante casi veinte minutos contemplando
aquella estampa, hasta que un amigo, me sacó de allí.
Las setenta y dos horas siguientes fueron un infierno.
Me ahogué con cada una de mis lágrimas, rumié aquello
hasta agotar las palabras y sobreviví gracias a las infusiones
y al abrazo de mi mejor amiga.

No hay nada peor que una historia inacabada. Rec-


tifico, sí lo hay; una historia que jamás existió. Un amor
que no se dio pero que viví como si lo hubiera perdido.
Y como estaba tan desorientada y él no hacía más que
jugar al juego sin reglas que se inventó, me distraje. Y
mi distracción fue un asalto más en nuestro combate.

Qué perdida estaba y cuánto dolor me causó todo


aquello..., pero ¡cuánto rió mi ego cuando en lugar de
irme con él lo hacía con otro…! ¿Acaso vale más mi
ego que yo? ¡No!

El dolor por la decepción se mezcló con el orgullo y


la venganza haciendo que, verdaderamente, me
traicionara a mí misma con ello.

34
CAPÍTULO V

UN C L AV O S A C A A OTRO C L AV O

Eso dicen y, sin embargo, reza otro refrán que clavo


que trata de sacar a otro, doble clavo. No rima, pero es
cierto.

Tratando de que aquella historia sórdida y sin sen-


tido no me minara más de lo que ya lo había hecho,
quise esmerarme en eso de meter la pata y añadir más
emoción. Tenía nombre propio y también era todo un
personaje. Desde luego, no llegaba a la altura del ante-
rior, pero no por ello dejaba de ser digno de estudio.
“Tercero en discordia” no sólo me desestabilizó aún
más, si cabía, sino que me hizo sentir miserable.

Si la ley de la atracción que dicta el famoso Secreto


es cierta y eso de “lo igual atrae lo igual”, yo debía
rezumar mierda por cada poro de mi piel.

Dentro de aquel caos pude comprobar que las peleas


de machos existen y que, cuando está en juego el
apareamiento, se puede llegar a las manos. Para muchos
puede ser una situación fabulosa: “Dos sementales
peleando por la hembra”, un reportaje narrado

35
desde el más allá por el querido Félix Rodríguez de la
Fuente.

Ni contigo ni sin ti, una de cal y una de arena y el


que no se ha escondido…, ¡tiempo ha tenido! Aquello
se convirtió en una lucha de egos masculinos en los que
“la menda” dejó de existir y sólo contaba quién se
llevaba el gato al agua, sin importar el gato ni el agua.
Al final, yo, era lo de menos.

Durante varios meses estuve en la tesitura de elegir


constantemente. No sabía qué hacer. No es que uno
me diera unas cosas y el otro, otras. Es que uno no me
daba nada y el otro, menos. Aún así, yo vivía en un
universo paralelo en el que existía la posibilidad de que
alguno de los dos me diera algo que no fueran disgustos,
y en el que me suicidé sin un porqué. Recuerdo no
dejar de repetirme: “Esto no me puede estar pasando”.
Pero me pasó y me pasó porque quise, que bien podría
haberle hecho caso a “Aguafiestas” y a saber dónde
estaría ahora… El caso es que no fue así y decidí vivir
aquellas experiencias hasta que no quedó nada de mí.
La persona que fui en su día se había evaporado como
el agua hirviendo durante mucho tiempo. No quedaba
más que el cazo requemado, cuyas marcas costarían
dos botes de Fairy ultra arrancar.

¿Lo volvería a hacer? No lo creo. Pero el camino


andado, andado está, y es lo que me ha llevado a estar
donde estoy, formulando al universo la peculiar pregunta
que lleva por título este libro.

36
CAPÍTULO VI

¡QUE LES DEN !

Nada ocurre por casualidad. Al menos, eso creo a


día de hoy. Y al igual que creo que no volvería a hacer
nada de lo que hice, a quereme tan poco, tampoco creo
que volviera a encontrarme en una tesitura ni remotamente
parecida, porque todo lo que vivimos tiene un porqué.
Al principio, contestar a esa pregunta se convierte en
todo un “bestiatlón”, pero cuando casi rozas la locura,
cuando la noche es más oscura que nunca, llega el
amanecer.

Aquella experiencia me hizo caer, me vació y cual


ave fénix, resurgí de mis cenizas. ¡Qué poético!

Llegó el día D y la hora H. Dije que no al espécimen


digno de estudio y finiquité con el tercero en discordia.
Los dejé atrás como a un soldado herido en una película
norteamericana: continuar con ellos a cuestas era inútil.

Si decides que una persona no debe estar en tu vida


es porque no debe estar en tu vida y todo lo demás,
sobra.

37
Aún así, la mayoría de las veces nos empeñamos en
añadir más conservantes, colorantes y edulcorantes a
la tortillas prefabricadas que saben a plástico, en lugar
de disfrutar de una recién hecha, natural, auténtica y
sin aditivos.

Fue difícil puesto que la tentación estaba servida y


ninguno de los dos iba a dejar que semejante ingenua
se fuera de rositas y los dejara con la miel en los labios,
el rabo entre las piernas y el orgullo por los suelos. Así
que ataviada de armadura, casco, escudo protector,
varias navajas, un tanque de última generación y
bombas, seguí mi camino. Y en honor a la verdad, casi
tropiezo una vez.

Mi clavo surrealista decidió echarle un manojo de


perejil a la tortilla que teníamos e implorar la miseri-
cordia que no tuvo jamás conmigo. Fue nuestro último
encuentro y, debo manifestar que, aunque hubo más
cariño que de costumbre, siguió siendo nefasto. Nada
fluía de forma natural y aunque él trataba de ser más
cercano, simpático, amable e incluso agradable, algo se
removía en mi interior solicitando la deportación
inmediata de aquel personaje de mi vida. Nada me
cuadraba. Era muy contradictorio leer algo en sus ojos
y que se derrumbara con cada hecho.

Cuando me dispuse a abandonar su morada de forma


definitiva, sin que él pudiera sospecharlo, se esmeró:

—¿Te preparo un café? —La pregunta hizo que


retrocediera y titubeara unos instantes. Era la primera
vez que me ofrecía algo que no fuera sexo. ¿Cómo era
posible echar de menos algo que nunca me había dado?

38
—No, gracias. —respondí mientras abría la puerta.

—¡Espera! —Mi interior profirió toda clase de agra-


vios. ¿Acaso podía oler mis intenciones? Me lo estaba
poniendo muy difícil y empezaba a necesitar toda mi
energía mental para llevar a la práctica mi plan —Mi
coche sigue en La Laguna ¿me acercas? —No podía
decirle que no, a fin de cuentas las veces en las que él
había hecho de taxista sobrepasaban los dedos de mis
manos. Asentí con la cabeza.

Desapareció por el pasillo y entré en la cocina para


servirme un vaso de agua. Observé algunos detalles en
los que nunca antes había reparado. Se me encogió el
corazón: no volvería a estar en aquella cocina. A los
pocos segundos escuché su voz.

—¿Estoy bien? —me preguntó mientras él mismo


examinaba su ropa. Estaba bien, de hecho, estaba más
que bien, aunque yo lo prefería sin nada que cubriera el
impresionante cuerpo que seguramente conseguía a
base de jornadas intensas de gimnasio, dosis de
winstrol y a saber qué otras sustancias cancerígenas.

—Sí, pero tienes una horrosa costumbre…—dije al


tiempo que me acercaba y doblaba correctamente el
cuello de su camisa. En ese instante en el que lo tenía
tan cerca, el aroma de su perfume me embriagaba y mis
hormonas estaban a punto de protagonizar una de las
famosas escenas de Instinto básico, abrió la boca para
decir lo que nunca imaginé diría.

—Gracias.

39
Todo era rematadamente irónico. Incluso se empeñó
en conducir él mismo, hecho que me ponía más que a
Antonio Lobato una carrera de Fernando Alonso. Puso
la radio y tarareamos juntos una de mis canciones
favoritas y cuando llegamos a la calle en que tenía esta-
cionado su coche, se bajó para cederme el asiento y
esperó en la puerta del conductor para… ¿darme un
beso? Aquello le habría quitado el sueño al mismísimo
Stephen King. ¿Qué ejercito de moscas le había picado?
¿Lo estaba haciendo adrede? ¿Me habría preguntado
mientras dormía si pensaba no volver a acostarme con
él y le había respondido? Descubrirlo estaba en el
puesto 15.354 de mi lista de prioridades, en ese
momento, la primera de todas era sobrevivir con el
menor número de heridas posibles a nuestro último
encuentro. Así que esquivé aquel beso culpando a la
inercia y me introduje en el vehículo. Él sonrió
profundamente. Definitivamente estaba conectado en
“modo volverme loca”.

Resultado de la “relación” mantenida durante


meses: él, innumerables orgasmos; yo, que no soy frígida,
cero.

A día de hoy, para mí esto fue una señal inequívoca


de lo incapacitada que estaba para el contacto humano,
del estrés al que me sometí constantemente con aquello
y de la incoherencia de obligarme a hacer algo en lo
que no creía. Habrá quien piense simplemente que me
iba la caña de España. Pero no era así. Y si algún día
llego al poder, todas esas personas serán esterilizadas
de forma inmediata.

40
¿Qué sentido podía tener mantener aquello? Si un
rollo, es un rollo, por necesidad física, y no se satisface
dicha necesidad; ¿qué narices es? ¡A la mierda! Es más,
si yo no creía en los rollos; ¿por qué los tenía?

Después de darme contra el mismo muro varias


veces, decidí saltarlo y continuar. Atrás quedaba la
experiencia ajena, aunque no por ello menos enriquece-
dora; el dolor de estómago provocado por no digerir la
situación; los nudos en la garganta por callar cuanto sen-
tía; las compras compulsivas para llenar el vacío interior;
los dolores de cabeza por enroscar la mente dándole
vueltas a lo mismo; la angustia; el silencio. Como dije,
rectificó, escribí, fue un adiós sin adiós, ya que sin que-
rerlo nos convertimos en el monstruo del lago Ness,
cuya existencia era tan real como incierta.

Me dieron ganas de decirle: “Encantada de saber


cómo llamas a tu pene, el ruido que haces al correrte y
la marca de papel higiénico que usas. Diría que de
conocerte, pero es que no te conozco y no te conocí”.
Sin embargo, en lugar de eso traté de convertir aquella
“mierda” en una amistad. Seguía obsecada en mante-
nerlo en mi vida, fuera de la forma que fuera, motivada
por la absurda idea de que, algún día, estaríamos juntos
de verdad.

41
CAPÍTULO VII

LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL

Creí morir. Creí morir cada vez que lo veía, cada vez
que encendía mi móvil, cada vez que repasaba nuestras
conversaciones mentalmente. Pasaba las noches en vela
como una zarigüeya rezando porque pronto encontra-
ran la cura de mi enfermedad y dejara de ser tan idiota.
Viví un duelo como el que tienen las relaciones de
verdad y la necesidad impulsada por mis estrógenos de
ver películas románticas que me llevaban a ingerir todo
tipo de alimentos ricos en grasas y a ojear revistas
femeninas que hacían que odiara mi cuerpo, no ayudaba
mucho. Me volví monotemática y vigilaba cada
movimiento suyo. Era una especie de compradora
compulsiva de la teletienda, salvo que la tienda era él y
yo trapicheaba con la información que recibía sobre éste.

Lo psicoanalicé en lugar de psicoanalizarme a mí


misma, traté de descubrir qué pensaba o sentía haciendo
un análisis morfológico y sintáctico de cada una
de sus frases. Me convertí en una yonqui de las palabras,
y no contenta con ello, retomé mis cursos olvidados de
comunicación no verbal para interpretar sus gestos. Sí,

42
lo sé, rocé la locura. Y más que rozarla creo que la alcancé,
pues hubo un momento en el que llegué a oír voces. ¡Es
una broma! (basada en hecho reales).

Tras dos palabras con él hacía un comentario de


texto sobre ellas y posteriormente abría un debate
entre mis mejores amigas para que me dieran su opinión
al respecto y así entre todas crear la realidad que mejor
le conviniera a mis sentimientos. Se trataba de hacer
la bola cada vez más grande, hasta el punto en que la
bola había adquirido tales dimensiones que casi me
aplasta.

Sobra mencionar que inauguré mi historial psiquiá-


trico con un trastorno obsesivo-compulsivo más evi-
dente que las virutas de chocolate sobre el helado de
vainilla.

¿Cómo podemos llegar a mentirnos tanto? Y peor


aún, ¿cómo alguien que nos quiere, como son nuestras
amigas, lo hace hasta mejor que nosotras? Es cierto que
yo vi muchas veces lo que podría considerarse producto
del consumo de LSD, pero otras tantas, me hicieron ver
lo que ni existía, y claro, al final la película pasó de
drama romántico a ciencia ficción.

Mis por entonces buenas amigas me animaron a


visitar a una vidente con el objeto de salir de dudas y
aclarar aquella historia sin principio y sin final, sin pies
ni cabeza e incluso sin cuerpo. Me decían que debía
saber si era o no el hombre de mi vida para actuar en
sintonía con ello, que a lo mejor me estaba equivo-
cando con eso de tirar la toalla y haberlo mandado a

43
tomar viento fresco del Norte y unas gulas de paso.
Sinceramente, ya no sé si estaban chifladas, buscaban
mi felicidad o estaban hasta los ovarios poliquísticos
de mí y de mi monotema. Aquí cabe otra opción, echaban
de menos a la compañera de juergas y si eso implicaba
empujarla a un precipicio, como Nicolás Maquiavelo,
el fin justificaba los medios, y no sería más que otro
cadáver sobre el que pisar. Creo que era ésta, porque,
si hago memoria, en más de una ocasión fui empujada
al vacío por intereses ajenos…, y no fui rescatada. Por
suerte, siempre llevé un paracaídas incorporado llamado
cordura que, aunque creí perdido, seguía estando dentro
de mi bolso de Mary Poppins, y que me salvó la vida
junto con el chaleco antibalas que amortiguó cada una
de las puñaladas que recibí.

Sólo la envidia, la baja autoestima, la infravalora-


ción y el desamor, son capaces de decirle a una amiga
que le queda bien un vestido que le marca hasta el
DNI y que la llevará a protagonizar su parecido razo-
nable con Sancho Panza. Sólo alguien que no se ama
es capaz de vender a una amiga en su propio beneficio,
sea el que sea.

Lejos de dicha reflexión, visité a aquella vidente con


el escepticismo que conllevaba hacerlo.

Me pareció una mujer normal, salvo por la cantidad


de Santos y velas que la rodeaban. Podría afirmar que
contaba con unas excelentes cualidades como psicóloga
y que podía tener una “Aguafiestas” muy buena, pero
si tuviera que definir la experiencia lo haría con un “ni
fu ni fa”.

44
Por hacer lo mismo que mis amigas, mentirme, me
cobró la friolera de cincuenta euros. No salí de allí
igual, pues aparte de tener que seguir tratando de olvidar
al causante de todos mis males, tenía la necesidad de
pasar por un cajero automático y negar durante el
resto de mi vida haber precisado los servicios de una
vidente.

No me contó nada que no quisiera oír, y pintó a un


completo desconocido para mí como el padre de mis
hijos. Concediéndole el beneficio de la duda hubo
cosas en las que acertó, pero claro, yo no tenía un espejo
para ver mi cara y la información que podía estar
transmitiéndole. Tampoco había manera de que pudiera
saber ciertos detalles, del mismo modo que se mandó
unas meteduras de pata importantes con patatas fritas
y ensalada César. Me habló de un fin de semana que
pensábamos compartir los dos solos en plan romántico…
¡Si es que hasta me tienta la risa!

Nota: recuerdo al lector que se trataba de un perso-


naje que no contestó jamás a uno de mis mensajes y
con el que nunca hice planes. No por voluntad propia,
sino por imposición ajena.

La visita a la vidente me dejó en tierra de nadie. Fui


desde su consultorio hasta mi casa andando. No sé
cuántos kilómetros hice, pero los hice sin sensación
alguna de cansancio, fatiga o arrepentimiento. Necesi-
taba caminar, aire… Hubo frases y detalles que me die-
ron en qué pensar. Una de las tantas cosas que me
comunicó fue que ese hombre tenía miedo y que sus
sentimientos por mí le superaban, que había sufrido

45
mucho, lo habían traicionado y le costaba volver a
confiar, blablablá… La misma psicología barata narrada
por mis expertas amigas y que según mi criterio, tenía
más fantasía que realidad. Pero también me dijo que
todo debía ser como él decía, cuando él decía y donde
él decía. Que eso no iba a cambiar y que; o aceptaba
ese hecho, para mí resignarse, o seguía mi camino. Y
eso sí que fue un rayo de luz en toda regla: había divisado
la luz al final del túnel. El mero hecho de escuchar
aquellas palabras, que adivinó o lanzó al azar con
suerte, había cambiado algo en mí, pues eran ciertas, y
no iba a pasar por aquel aro porque, yo, merecía un igual.

46
CAPÍTULO VIII

LA LUZ DEL DÍA

Redescubrí los domingos por la mañana, que me


contestaran las llamadas…, las preguntas con respuesta,
el WhatsApp… La normalidad. ¡Había vuelto a tener
vida! Después de una larga noche, oscura y tenebrosa,
había clareado el día y empezaba a sentir el placer del
sol en la piel. Me apliqué de forma inmediata un factor
de protección pantalla total.

Durante un tiempo decidí alejarme, mientras me


comían los bichos por el mono, de cualquier ambiente
que considerase tóxico o nocivo para mi integridad
físico-mental. Dejé de frecuentar el mundo de las
sombras y me dediqué a mí y a las aficiones que tenía
más que abandonadas. Hice mi propia campaña de Él
no lo haría y saqué el caballete, los lienzos, la paleta y
dibujé. Y cuando saboreé cada trazo, abrí una carpeta
en mi Mac y escribí. Y cuando las palabras dejaron de
ser terapéuticas, seguí escribiendo, y escribí y escribí
hasta que volví a tocar el piano, y cuando toqué el
piano recuperé toda mi esencia, la metí en un tarro de
cristal y la guardé con sumo cuidado.

47
Había superado el mono, me había desintoxicado, y
tras la rehabilitación ya se sabe lo que toca: la reinserción
social del individuo.

Nadie dijo que fuera fácil, porque aparte de tener


momentos de flaqueza, te dan unas “arrancadas”, que
hasta que no pasa esa fase de forma natural, no hay
empresario que te de trabajo o, en este caso, ser humano
capaz de capear con semejante toro. Pero todos debemos
ser benevolentes y pacientes con nosotros mismos y
concedernos el margen necesario sin presiones, así que
me empeñé en parecer lo que verdaderamente era sin
serlo. Lo explico; sabía de sobra la teoría, mi interior
sabía también de sobra quien era, pero para que ambas
cosas pudieran darse de forma natural, debía llegar un
tsunami y llevarse a su paso todo lo negativo que aún
podía quedar en mí. Y eso, no era posible sin tiempo.

De nuevo, esos seres que decían llamarse amigas me


bombardearon con un ataque sorpresa empujándome
a una nueva etapa: conocer a otras personas.

Vamos a ver, ¡que hay que tomarse su tiempo! Que


si no te concedes el maravilloso regalo de amarte a ti
mismo, ¿qué puedes esperar de otros? Pero yo eso no
lo sabía, era frágil y maleable, aunque comenzaba a
despuntar cierta fuerza interior que por momentos me
dejaba la sensación de Will Smith al conseguir su
objetivo en la película En busca de la felicidad, basada
en la historia real de Chris Gardner. Bueno no, esa peli
no me gustó. Mejor supongamos que la sensación era
algo más similar a la de Nicolas Cage en Leaving las

48
Vegas como dice la canción de Amaral. Tampoco. Estaba
“guay” y punto. Ya no quería seguir cometiendo el mismo
error y ser como mis amigas: ahora quería ser yo.

Tuve unos pequeños rifirrafes conmigo misma, pues


el ego cuando se pone pesado es como un niño capri-
choso al que dan ganas de darle lo que pide para que
se calle. Como aún no era una experta en tratar con él,
y de madre no tenía más que mi total devoción por mi
hijo canino, lo alimenté inconscientemente durante
algún tiempo.

A todas nos gusta sentirnos guapas, deseadas,


admiradas, que nos presten atención… Quien diga lo
contrario, miente. Sin embargo, nos equivocamos con
eso de que sean otros y no nosotras mismas quienes lo
hagan.

Conocí nuevos personajes. Ninguno de éstos volvió


siquiera a acercarse al grado de tronado de mi anterior
experiencia, pero sí hicieron que mi ceja se levantase
continuamente.

49
CAPÍTULO IX

A MI ROLLO

Por arte de magia comencé a tener de nuevo mis


propias ideas, mis propias opiniones y mis propias
experiencias. Alejada del mundanal ruido y de las voces
insidiosas de mi grupo terapéutico por excelencia, pude
comenzar a liberarme, a fluir e ir a mi rollo.

Asumí la castidad de forma voluntaria, el sexo vacío


con desconocidos y sin sentimientos no estaba hecho
para mí, aunque el mundo se empeñara en taparme la
nariz, abrirme la boca e introducírmelo a la fuerza con
patatas bravas.

Estando a mi rollo descubrí las citas, una etapa de


conocimiento en estado puro sin más implicación ni
objeto que el de conocerse. Y para poder conocer a
otras personas primero necesitaba y requería cono-
cerme a mí misma. Pero eso, queridos lectores, nos
lleva toda la vida. Porque cambiamos, nada es estático,
transmutamos, nos movemos, nos relacionamos,
crecemos, aprendemos… Somos energía en estado
puro y la energía está en continuo movimiento. Eso, y
que soy un culo inquieto.

50
Sin más, me encontré delante de un hombre cenando,
compartiendo confidencias, nuevos sabores y risas.
Tuve citas con hombres más jóvenes que yo, más mayores,
de mi misma edad y con uno que estaba casado y que
fingió no estarlo, pero como “Aguafiestas” es muy lista,
me dio el chivatazo. No me importaba, sólo quería
conocer gente, pasarlo bien, no juzgar ni ser juzgada y
tenía muy claro que mi cuerpo jamás volvería a ser el
parque de atracciones de nadie.

De dicha experiencia obtuve el regalo de tener varias


amistades masculinas que aún conservo. De las
buenas, de las inmejorables, de esas que no imponen
ni regalan consejos gratuitamente y que te quieren y
aceptan tal y como eres. Descubrí la verdadera amis-
tad. Hoy sé que un amigo nunca aviva la llama de un
sentimiendo negativo, acrecenta la rabia, la ira o el
dolor, un amigo los mitiga, los transmuta para que te
sientas mejor y logres ver lo que sea y a quien sea con
otros ojos, haciendo que lo negativo se convierta en
positivo a través de tu propia mirada.

A veces para hacer sitio en nuestro armario hay que


deshacerse de lo prescindible. Ahora podía ver con
mayor claridad y lo que veía en mi armario no es que
estuviera anticuado, es que no me servía. Había cam-
biado mi talla y aquellas prendas me quedaban peque-
ñas. Necesitaba ropa holgada con la que encontrarme
cómoda, ser yo misma y sentirme bien. Puede resultar
fría y mezquina la similitud, pero es ley de vida. Y
cuando las personas no es que dejen de aportarnos,
sino que lo que nos aportan no es positivo, no hay
lugar para dudas. Tenía que hacerlo, tenía que hacer

51
una limpieza en mi armario, no podía dejar que la ropa
que ya no me servía hiciera que mis camisas favoritas
estuvieran arrugadas por la falta de espacio. Tenía que
desapegarme.

En mi limpieza de armario había prendas que aún


me valían, que se adaptaban a mi nueva silueta perfec-
tamente porque eran de la marca Lycra y contenían
suficiente elastano, sin embargo, hubo otras, que ni
llamando al mismísimo Atkins conseguirían volver a
vestir mi cuerpo. Tampoco pensaba irme de rebajas, no
necesitaba más ropa, simplemente que la justa y necesaria
tuviera la suficiente calidad y versatilidad para poder
combinarla y serme útil en cualquier ocasión. ¡Qué
buena metáfora!

Pero al igual que en nuestro armario hay prendas


que no sabemos ya ni por qué siguen ahí, hay otras que
siguen estándolo porque han vivido a nuestro lado
muchos acontecimientos importantes, que nos traen a
la mente vivencias gratas y que, aunque sepamos que
no vamos a volver a usarlas, las dejamos ahí, igual que
a las personas, en forma de recuerdo. Es una curiosa
forma de tratar de retener el pasado, de aferrarse a
experiencias o momentos vividos como si un huracán
fuera a arrancarnos la memoria haciéndonos perder la
consciencia de todo, olvidando que lo importante, lo
trascendental, ya sucedió, y que hay que aprender a
decir adiós para regalar un hola, a vaciar, para llenar.

52
CAPÍTULO X

LA NOTICIA

Superado mi Crack del 29 emocional y con la esta-


bilidad a punto de deshacer las maletas y venirse a vivir
conmigo, llegó la noticia. En una visita rutinaria al
ginecólogo mi fibroadenoma de la mama derecha había
dejado de ser el mismo y tras las pruebas pertinentes
el miedo volvió a llamar a mi puerta: tenía cáncer.

Siempre pensamos o creemos que algo así no nos


puede tocar de cerca y tan solo la palabra nos ocasiona
un pánico atroz cuando nos llega la noticia de que
alguien de nuestra misma edad, o cercano a nuestro
entorno, se enfrenta a ella.

Con mis antecedentes familiares me realizaban


pruebas para controlarlo cada seis meses y durante seis
años no sufrió variación alguna de forma o tamaño…
Inexplicablemente desde la última revisión, casualmente
hacía tan solo dos meses por mi cambio de ginecólogo,
se había convertido en cáncer. Expresar que me quedé
helada, bloqueada, paralizada o muerta en vida, es
poco. Ni siquiera fui capaz de escuchar con tino ni una

53
sola de las palabras que aquel, entonces extraño, hoy,
amigo, hiló sin parar.

Salí de aquella consulta con la sensación de no pisar


tierra, debí emanar cantidades industriales de endorfinas,
porque tenía la impresión de estar anestesiada.
Anestesiada y al borde de la hipotermia. Cuando llegué
a casa tenía los dedos de los pies casi azules, y no era
un día especialmente frío, pues la capital tinerfeña
gozaba de sus habituales veintiséis grados, sin em-
bargo, yo, atravesaba el más duro de los inviernos. Aca-
ricié a mi perro, me eché a llorar y él lamió mis
mejillas hasta que el cansancio hizo que cerrara mis
ojos durante algunas horas. Desde ese día, conciliar el
sueño era tan difícil como barrer una escalera hacia
arriba. Volví a ser una zarigüeya, salvo que en lugar de
rezar para que encontraran la cura de mi idiotez, lo
hacía para salir con vida de aquello.

Tenía dos opciones: luchar o luchar. Me enganché a


Pressing Catch.

Tuve muy claro desde el principio cuál sería mi actitud,


cómo iba a “enfrentarme” a ello y lo positiva que iba a
ser, pero todo me podía. Me pesaba el mundo, la
enfermedad, la vida…

Me intervinieron casi de inmediato. Tuve un


postoperatorio largo y doloroso a nivel físico, psicológico
y emocional, pues hubo ciertas complicaciones. Y esas
complicaciones lo complicaban todo aún más, haciendo
más complicado lo que de por sí ya era complejo.

54
Me negué. Me negué a todo. Y cuando digo eso lo
recuerdo de una forma tan nítida que incluso el sabor
de aquel cóctel vuelve a mis papilas gustativas. Por un
lado, me asaltaba constantemente la eterna pregunta:
“¿Por qué a mí?”. Me autocompadecía y sollozaba un
eterno pobre de mí que me hacía más diminuta. Por
otro, deseaba arremeter contra el mundo, contra la
injusticia a la que me había visto sometida. Y finalmente,
cuando creía haber dado un paso al frente, mis piernas
comenzaban a flojear, el cuerpo no me respondía y
elevaba mi vista al cielo deseando fervientemente
abandonar este mundo.

Pasado un tiempo prudencial, comencé con las


terapias. No soy dada a extenderme en este tema médico
y quizás más adelante entendáis el porqué. Simplemente,
lo realmente importante no fue eso, y sí el evento de
destino.

55
CAPÍTULO XI

LA SALA DE ESPERA

Mi vida se convirtió en la sala de espera de un hos-


pital. Siempre tenía sesión, consulta o pruebas. Por
suerte, esa salita estaba llena de personas. Ojalá pudiera
afirmar que no se encontraban en situaciones similares
a la mía, pero no era así.

Mientras esperas, hablas y cuando hablas con una


persona que se halla en medio de un punto de inflexión,
aprendes. No voy a bautizarla porque no es necesario,
su experiencia me ayudó y la mía a ella. Creía en cosas
que yo no me atrevía siquiera a mencionar en voz
alta…, pero sabía que eran ciertas y que estaban ahí,
dentro de mí.

Podría cebarme en las siguientes líneas y hacer una


dura crítica al sistema sanitario, a la despersonaliza-
ción, a las listas de espera y a las enfermeras que no
desayunan All Bran de Kellogg’s. A las farmacéuticas
que compran patentes con la cura del cáncer, de enfer-
medades crónicas y degenerativas a fin de conservar
sus cifras de ventas astronómicas y que la enfermedad
mantenga a la población a raya. Y a ese grupo de

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investigadores que las venden y dejan al mundo con el
culo al aire y a mí con el aliento seco. Hemos sido
capaces de mirar hacia otro lado con el hambre en el
mundo, capaces de creernos tan ingenuos como para
no saber que tiene solución; real, factible y al alcance
de todos. Para no ver que nos manejan a su antojo,
que manipulan las consciencias a través del miedo, que
desvían la atención de cualquier información que arroje
Wikileaks con un nuevo conflicto bélico o lo que se
tercie.

El mundo no puede estar en peores manos. Cada


uno de nosotros es responsable de ello, pues hemos
aceptando que se trafique con la vida, que haya pobres
para que puedan existir ricos, olvidando que todos,
somos uno.

Podría hacerlo y en cierto modo lo he hecho, pero


no me olvido de las enfermeras que sí tenían un tránsito
intestinal correcto y relaciones sexuales satisfactorias.
De los médicos que te daban su número de móvil, te
regalaban un abrazo al verte y hacían gala de las
hermosas cualidades humanas que todos tenemos. De
personas que ponían todo su empeño en hacer bien lo
que hacían, ya fuera recoger tu tarjeta sanitaria o
introducir la vía en tu vena.

Amor y miedo, ambos en su estado más puro.

La sala de espera en que se había convertido mi


vida, era una sala de espera en toda regla. Mi propio
punto de inflexión en el que nada volvería a ser igual.

Mi primera conversación en ella entró con fuerza:

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—No te he visto antes, ¿cuántas sesiones llevas?

—Esta es la segunda.

—Debemos tener la misma edad… Yo tengo treinta.

—Yo veintinueve.

—¿Cuántas te quedan?

—Cuatro. ¿Y a ti?

—Ninguna.

—¿Esta es la última entonces?

—No. La dejo.

Ni siquiera la noticia que había recibido meses antes


causó tal impacto en mí. Tenía enfrente a una chica de
casi mi misma edad, con un pañuelo de seda estampado
en la cabeza, los ojos llenos de brillo y el alma limpia.
No pronunció aquellas palabras con aridez, rabia o
resignación, lo hizo con una sonrisa de aceptación, la
aceptación más sabia que he conocido hasta hoy.

—Perdona la pregunta, quizás te parezca mal, pero


no entiendo por qué… ¡Hay que luchar hasta el final!
—no creía haber sido capaz de decir aquello. ¿Quién
era yo y qué sabía de su vida, de sus motivos o del
estadio en que se encontraba?

Continuamos hablando, nos dimos los números de


móvil y a los tres días, quedamos por primera vez para
tomar un té.

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CAPÍTULO XII

EL ENCUENTRO

Si dijera que no esperaba respuestas, mentiría.


Estaba llena de preguntas y de una gran compasión por
mi compañera de fatigas. Y uso compasión y no pena,
porque son muy distintas. La compasión no es lo que
define la Real Academia Española, que emplea el
término lástima. La compasión es ser capaz de empatizar
y que tu interior emita un lo siento desde el corazón.
¡Cómo nos pueden llegar a engañar las palabras!

No sólo obtuve respuesta a mis preguntas, sino que


la información que recibí en aquel encuentro era tal
que me desbordaba. La cabeza parecía que me iba a
explotar, me sentía incapaz de digerir todo aquel festín
en mi honor sin empacharme durante el resto de mi
vida.

—¿Reencarnación…? —No es que me sonara a


swahili hablado por un ruso ni que me pareciera más
complicado que los jeroglíficos que hacía de pequeña
con la sopa de letras. Es que todo aquello, estaba
aderezado por la experiencia extracorpórea de tener

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enfrente a una persona que me parecía cuerda y que
previamente a tratar esos temas, me había estado
hablando como un monje tibetano en lo alto de su
montaña, con una sabiduría superior a la que puedes
encontrar en las célebres frases de un sobre de azúcar.

Aquella chica había amortizado sus treinta años


mejor que yo, hablaba con una tranquilidad impropia
de sus actuales circunstancias y su forma de ver y
entender el mundo se asemejaba de forma asombrosa
a la mía, salvo que yo, todas aquellas ideas, pensamientos
y expresiones, los había confiscado en la caja de
seguridad de un banco y sólo los visitaba los fines de
semana alternos tal y como estipulaba mi convenio
regulador.

Señales, “causalidad”, intuición… Esa voz interior


que para mí tenía nombre propio, “Aguafiestas”, en
boca de una desconocida. ¡Interesante! Y tan intere-
sante que pasaron las horas como minutos, pero dentro
de aquella sobredosis de información recibida por parte
de mi nueva amiga, estaba mi mente analítica, que en
un momento de descuido se impuso concienzudamente
a lo que ella consideraba una auténtica locura digna de
ingreso inmediato en el ala de psiquiatría de un hospital
del que no pudiera volver a salir jamás.

Tenía que hacer un “kit-kat”, reflexionar, digerir


todo aquello y buscar mi propia verdad.

Lejos de lo que pudiera parecer, yo también tenía


mis propias creencias, distaban muchísimo de la Santa
Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, pero sí

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creía en ese ser superior al que rogabas ayuda en
momentos puntuales y críticos de tu existencia y al que
dada mi situación, solía regalarle algunas palabras cada
noche pidiendo auxilio.

¿Mi nueva amiga era la ayuda que tanto imploraba


cada noche? ¿Ignorarla sería ignorar el salvavidas que
me habían tirado? Fuera como fuese, aquello no había
sucedido sin más. Sus palabras podían haber sido
como las agujas de acupuntura que llenaron mi cuerpo
durante meses o el reiki que jamás me alivió. Sin embargo,
me habían llegado tanto que desconocía tener tal
profundidad en mí.

Toda creencia es válida siempre y cuando se crea en


ella —¡valga la redundancia!— y cada uno ha de buscar
la suya propia, la que esté consensuada consigo mismo.
A veces, incluso hay que desprenderse de las conocidas
porque no se identifican, realmente, con nosotros. Y
los medios, la forma, las palabras o símbolos que
representen, son lo de menos. Lo importante es que se
conviertan en una herramienta válida.

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CAPÍTULO XIII

LA INFORMACIÓN

Mi nueva amiga me había dado mucha información


entre líneas y también directamente. Y sitúo ahora y
no antes, la información necesaria sobre su propia
experiencia.

Ella, al igual que yo, confió desde un primer momento


en la ciencia, la única capaz de dar “solución” a su
“problema”, pero también la misma que rechazaba de
alguna manera. Desde que tuvo uso de razón, prefería
aguantar un dolor de cabeza hasta llegar a casa y
acostarse, que ingerir una pastilla para aliviarlo. Para
muchos esto puede ser la misma tontería que coger la
visa oro, ponerte un taconazo e irte de compras por
todo Madrid. Pero de algún modo, esa ciencia, la
medicina, llevaba tras de sí la cruel realidad de las
farmacéuticas, y de la humanidad también, que ya
habían dado con la “solución” y, sin embargo, le salía
más rentable mantener dicha palabra en el mundo,
como el hambre. No me quiero volver monotemática,
así que continúo. También, porque mi concepto de la
enfermedad, de sus causas y de lo que implica, ha
cambiado considerablemente.

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Pese a ello, situaciones extremas requieren medidas
extremas y cuando tocó vacunarse, se vacunó. Hace
algunos años logró ver la luz la famosa vacuna contra
el Virus de Papiloma Humano (VPH) que sólo aplicaría
la Seguridad Social a las niñas de hasta catorce años.
El resto, debía pagar la friolera de quinientos euros.

Existen dos tipos de vacunas contra el VPH: una


que protege frente a varios tipos de alto riesgo, dieciséis
y dieciocho, considerados los causantes del 70% del
cáncer de cuello uterino y los tipos seis y once, causan-
tes del 90% de las verrugas genitales. Y otra que sólo
protege de dos tipos de alto riesgo. Ella se vacunó,
pero, aún así, hay más de cien tipos de VPH, muchísi-
mos de “alto riesgo” y otros tantos de “probablemente
riesgo alto”.

Casi dos años después de aplicarse la vacuna le


diagnosticaron cáncer de cérvix y dio positivo a tres
tipos de VPH. También había desarrollado verrugas
genitales, aparentemente incompatibles con los tipos
a los que había dado positivo, y había tenido que
quemárselas en varias ocasiones. No era una mujer
promiscua, de hecho, sólo había mantenido relaciones
sexuales con su pareja actual, con la que llevaba la
friolera de catorce años, y el resultado de su VPH fue
negativo. Los médicos le contaron que se trataba de un
virus de transmisión sexual, pero que no podían
asegurarlo al cien por cien, puesto que la medicina aún
era una ciencia joven y con mucho camino por recorrer.
También le dijeron que los hombres podían ser portadores
y no llegar a desarrollar ningún síntoma, que, como
norma general, el sistema inmunológico actuaba de

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manera eficaz y el virus se eliminaba de forma espontánea
sin mayor trascendencia.

Para ella, al igual que para mí, cuando escuché todo


aquello, nada parecía tener sentido. ¿O sí? Unos cuernos
como una catedral. Él se había ido de picos pardos,
contrajo el virus, se lo pegó, lo eliminó y ella se quedó
con el muerto. ¡Pírdula! Hasta que no le diagnosticaron
el cáncer de cérvix, siguieron manteniendo relaciones
sexuales, de hecho la misma mañana antes de acudir a
su ginecólogo, ¿cómo entonces haciéndose las pruebas
el mismo día, él ya no lo tenía? La respuesta científica
era imposible.

Obviamente aquella situación debía haber sem-


brado el pánico en la pareja. Uno de los dos tenía que
mentir, uno de los dos debía haber sido infiel. Eso
hubiera pensado cualquier mortal en su situación y, sin
embargo, ninguno cuestionó la fidelidad del otro, es
más, seguían juntos.

Es ahora cuando alguna mente perversa que roza la


psicopatía se dice a sí misma: “Porque fueron infieles
los dos”. No me compete a mí entrar en esa materia y
considero que tampoco es relevante. Lo único relevante
aquí es que la última pregunta no pudo ser contestada
por nuestra querida medicina.

Y como mi nueva amiga necesitaba respuestas, se fue


a buscarlas, o mejor, la vida se las puso en su camino.

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CAPÍTULO XIV

SU EXPERIENCIA

Ante una situación así, ¿qué se hace? Pues irte de


compras. Es lo que nos han vendido. La satisfacción de
las féminas pasa por renovar el armario y la realización,
por encontrar el vestido o los zapatos perfectos. Así
que mi amiga se fue de compras con el ánimo de sen-
tirse mujer, guapa y poderosa, pero no contó con que
su afición descuidada por la literatura le hiciera el gran
favor de tropezarse con una librería que llamó su aten-
ción, interrumpiendo con ello su capítulo de Gossip
Girl. Estaba llena de “rollitos supermonos”: bolas de
cristal que giraban sin parar sobre un resorte de metal,
música relajante de fondo, calendarios lunares y libre-
rías repletas de libros. ¿Por dónde empezar? Pues,
sencillamente, por el volumen que se acababa de caer
ante sus pies, tras tropezar con la esquina de un stand
situado justo en el suelo, y que no vio embriagada por el
encanto del lugar.

Dicen que un libro jamás llega a tus manos por


casualidad, por extensión, tampoco a tus pies. Y dicen
y dicen… De hecho, nada ocurre por casualidad, la
casualidad no existe, existe la “causalidad”.

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Aquel ejemplar, al que no haré publicidad por si las
moscas, la llevó a otros del mismo autor y esos otros a
otros, convirtiéndose en una cliente VIP de la librería
de los secretos mejor guardados de la humanidad.
Algunos llamaron su atención de forma instintiva,
otros eran la continuación de otros, otros estaban al
lado del que buscaba y así hasta que la mayor parte de
sus dudas se había despejado. Pero si algo le habían
enseñado sus dioptrías, era que no se creyera nada de
lo que le contaban y sólo se guiara por su corazón.

Se convirtió en una verdadera experta de sí misma.


Se quedó con lo que le valía y desechó lo que no.
Aprendió técnicas de relajación y meditación, a dife-
renciar sus voces internas, a prestar especial atención
a cuanto le decía su propia “Aguafiestas”, a amarse, a
sentir el mundo siempre muy conectada a “Gaia”, a
mantener a raya su ego, su mente y sus emociones.
Pero… la ocasión la pintan calva. Nunca he entendido
ese refrán del todo, mas me venía al pelo. ¿Lo pilláis?

Bueno, retomando, que me disperso. No hay que


olvidar el motivo de sus “males” y tampoco de la decisión
de la que me hizo partícipe la primera vez que la vi.

Conocerse a uno mismo, comprenderse, respetarse,


perdonarse, amarse…, estaba muy bien. Pero ¿y su
“problema”?

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CAPÍTULO XV

APLICANDO CONOCIMIENTOS

Tenía información, había aprendido técnicas de rela-


jación, a meditar, a conectar con su Yo interior. Se había
conocido a sí misma, había abierto los cajones sellados
del gran archivador que era su mente y había bajado a
las mazmorras más profundas de su alma. Y ese camino,
ese proceso, no es fácil. Pude comprobarlo en mis propias
carnes. Es como tener un sótano sin luz en el que sabes
que hay un montón de cosas que has ido acumulando a
lo largo de los años. A veces algo o alguien te recuerda
que existe ese sótano, o algo de lo que hay en él, y bajas,
pero está oscuro, no ves nada e incluso te da miedo. Sin
embargo, aunque no ves nada, intuyes a ciegas lo que
hay en él. Hasta que un día decides poner una bombilla
de 40 watios; por fin ves. Ves la capa de polvo que cubre
cuanto hay en él y empiezas a limpiarla. Cuando crees
que has acabado, rodando un mueble, descubres una caja
y que detrás de ésta, hay algo más, pero tu bombilla de
40 watios no alumbra lo suficiente y vas a por una de 60
watios; la cambias y ves más y mejor. Finalmente,
repitiendo el proceso varias veces llegas a tener la potencia
necesaria para ver el sótano al completo: las esquinas, las
paredes…, todo. Y hasta ese día, el trabajo no termina.

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Aclaro que las bombillas son difíciles de encontrar y
que mientras limpias el sótano tratas de no utilizarlo
más de trastero, pero, inevitablemente, hasta que aprendes
a deshacerte de lo innecesario y a dar uso a lo necesario,
sigues acumulando.

Y os preguntaréis: “¿Y eso qué tiene que ver con su


‘problema’?”. Pues todo.

Como todo pasa por una razón, la razón que motivó


su peregrinaje en busca de respuestas era la que era y
limpiando el sótano comprendió que de no haber sido
así, jamás lo hubiese hecho. Tuvo una revelación y
entendió el porqué de aquel misterioso suceso en su
vida que la llevó a su verdadero fin: ser ella misma.

Jamás lo había sido, jamás se había prestado la


misma atención, cariño y comprensión que prestaba a
los demás. No se había concedido el maravilloso regalo
de amarse, respetarse y dedicarse tiempo, pues vivía y
actuaba conforme lo que los demás esperaban de ella.
Complacía a su familia, cuidaba de su pareja y era
meticulosa y entregada en su trabajo. ¿Y ella? Ella sólo
tenía aficiones olvidadas y una ristra de reproches que
hacerse a sí misma.

Aunque éste es un trabajo personal e intransferible,


y había puesto muchísimo empeño en sacar el máximo
provecho de todo lo que había aprendido, la vida le
regaló una herramienta sumamente valiosa: Elena.

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CAPÍTULO XVI

ELENA

Elena era una mujer de unos cuarenta años que acu-


mulaba en su haber no sólo los conocimientos que mi
nueva amiga tenía, sino más, y más sobre más… Era
una especie de Google andante.

Elena fue su salvavidas, y de paso, el mío. Nuestro


maestro Yoda personal, salvo que con un mejor y cul-
tivado dominio de la sintaxis. No sé de dónde salió, si
vino de otro planeta, estudió en la Universidad secreta
de los privilegiados o era el mismísimo Buda en versión
femenina. En una ocasión se lo pregunté y me contestó
simplemente que nació así. Elena abrió su mente aún
más: chakras, aura…, y mis queridas y ansiadas deudas
kármicas.

No había terminado de limpiar el sótano y ya había


más trabajo en él; el que se traía como equipaje de vidas
pasadas.

¡Me pido “prime”! Shhhhh…, me pedí “prime”.

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— “Tierra llamando a la protagonista del libro, tierra
llamando a la protagonista del libro, por favor, recupere
la cordura”.

Si algo aprendí de Elena es que cualquier opción,


cualquier teoría, cualquier creencia es igualmente válida.
Por eso, que dejara la quimio era una decisión tan
buena como no hacerlo. Lo importante aquí no era que
la abandonara o continuase, era que hiciese lo que
sintiese, que tomara su propia decisión.

En sintonía con ella misma decidió abandonar la


quimioterapia, y no es fácil tomar una decisión de esa
índole, sobre todo cuando los demás proyectan en
nosotros sus propios miedos y ante un caso así, te
miran con cara de “¿sería posible declararla incapacitada
mentalmente y tomar esa decisión por ella?”. O mejor
aún; “¿qué flores prefieres para la corona de tu funeral?”.

Mi amiga le echó huevos, perejil, ajos y gambas al


revuelto. ¡Le quedó buenísimo!

Con la ayuda de Elena no sólo logró sentir que estaba


donde debía estar, sino que aceptó cuanto le había
acontecido luchando más que nunca, con la mejor
arma que tenemos. Una pista; no es la medicina y
empieza por… ¡ella misma!

70
CAPÍTULO XVII

JUNTAS PERO NO REVUELTAS

Conocerla fue maravilloso al igual que a Elena.


Durante mucho tiempo anduvimos juntas el camino
que nos tocaba andar, sorteando como buenamente
podíamos todas las piedras que había en él. Porque el
mundo está llenito de piedras.

Hoy por hoy, creo firmemente que esas piedras las


ponemos nosotros mismos en algunas ocasiones y en
otras, una energía superior, pero, éstas, son absoluta-
mente necesarias; de lo contrario, no estarían ahí. Como
esta crisis que parece no acabar y que no lo hará hasta
que exista el cambio de conciencia global que necesita
este mundo.

El mundo no está sumido en una crisis económica,


financiera o de consumo, el mundo está en plena crisis
de valores. La Tierra está pidiéndonos a gritos un cambio
que ha de empezar por la conciencia de todos y cada
uno de sus habitantes. Una revisión de la escala de
valores, prioridades y necesidades de cada individuo
en pro de toda la humanidad. Podría afirmar que es un

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grito enorme de la propia “Aguafiestas” del planeta
diciéndonos que no podemos seguir así, que nos estamos
equivocando y que por mucho que nos empeñemos en
que todo vuelva a ser igual, nada es estático. Las reglas
del juego han cambiado y en Edarling ya lo saben.
¿O era en Meetic? ¡Entra en www.meetic.com y descúbrelo!

Mi vida no era la misma, ni mis aptitudes, actitudes


y un largo etcétera, así que mientras mi amiga recha-
zaba la quimioterapia y había conseguido una orden
de alejamiento de cualquiera que tuviera algo que ver
con la medicina, yo acabé mis sesiones. Sin embargo,
también comencé a visitar el herbolario con frecuencia,
tanta, que adquirí descuento casi de inmediato.

Compartir nuestra experiencia era de gran ayuda,


pues aparte de reconfortarnos mutuamente, intercam-
biábamos impresiones y tratábamos de despejar
nuestras dudas. Y dicho sea de paso, yo me sentía menos
sola.

Puede que resulte ridículo creer que nosotros mismos


podemos sanar nuestro cuerpo o considerar incluso
el cuerpo como un mero vehículo en esta vida, pero los
budistas creen en ello firmemente y yo no veo a ninguno
en el psiquiátrico, al contrario, viven felices, tienen un
umbral del dolor que ya quisieran muchos y alcanzan
el nirvana. ¿Qué más se puede pedir?

Que existieran personas capaces de sobrevivir a un


cáncer sentenciado y condenado como terminal, que
hubiera casos inverosímiles e inexplicables como el de

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mi amiga, una misteriosa planta cuyo cultivo es ilegal
y cuyas hojas han curado a miles de aquejados de esta
enfermedad en el mundo o productos de herbolario
misteriosamente sacados del mercado, da en qué
pensar.

¿Por qué existía un virus de transmisión sexual que


la mayoría de las personas eliminaba de forma natural
y otras a las que provocaba lesiones leves de las cuales un
70% lograba recuperarse sin medicación ni intervenciones,
lesiones de grado medio, de las que se recuperaba de
igual modo un 30% y lesiones graves de las que se
recuperaba un 5%?

¿Por qué había mujeres con fibroadenomas que eran


reabsorbidos por su propio cuerpo, otros que crecían,
otros que mutaban y otros que acababan con su vida?

¿Por qué podía reaparecer un cáncer supuestamente


extinguido?

¿Por qué había personas a las que la famosa gripe


anual no les afectaba y otras a las que tumbaba en
cama diez días y en ocasiones, varias veces al año?

La medicina señalaría que, en la mayoría de los


casos, todo depende del sistema inmunológico y de las
defensas del organismo en el momento de contacto con
el virus. Pero esta ciencia no es capaz de explicar por
qué una célula se convierte en maligna. Del mismo
modo que esto sucede, también ocurre a la inversa. Es
igual de factible. Esa plasticidad depende de nosotros.
Yo os recomiendo, si despierta vuestra curiosidad, que

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leáis, “La enfermedad como camino”. Si os gusta y lo
encontráis interesante el siguiente que os recomiendo
es: “Obedece a tu cuerpo, ámate”. Es un manual per-
fecto para encontrar cualquier dolencia y descubrir el
bloqueo físico, emocional y espiritual que supone, así
como el pensamiento o creencia que la hace posible.

Tras una de sus sesiones con Elena, recibí una llamada


suya y quedamos sobre la marcha.

74
CAPÍTULO XVIII

ELECCIONES

Y no me refiero al proceso electoral, sino a las que


tomamos antes de encarnarnos. Cuando decidimos
quienes van a ser nuestros padres por equis motivos, o
qué nos vamos a encontrar, a quienes y por qué.

Elena le explicó que la “aparente enfermedad” que


padecía había sido una elección propia antes de nacer,
una forma de llevarla hacia donde tenía que ir y que
una vez hubiera llegado, quien se la llevaría. En defini-
tiva, sanar su cuerpo físico no era posible, de ahí que
para la ciencia hubiera sido tan difícil explicar su caso,
pues supuestamente, ha de pasar mucho tiempo para
que una lesión provocada por el VPH se convierta en
cáncer y sus citologías, hasta el día en que recibió la
noticia, eran normales. No obstante, Elena le aclaró
que aún tenía trabajo que hacer, pues ahora disfrutaba
de una nueva perspectiva, de una vibración más elevada
y que gozaría de una salud excelente hasta que llegase
el momento, en que partiría lista y llena de amor.

Me quedé de piedra, y si hubiera tenido que volver


la vista atrás para convertir a alguien en sal, lo hubiese

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hecho. Me parecía injusto y aparte no entendía nada.
¿No se suponía que esto no funcionaba como un cas-
tigo y que se trataba de aprender?

—No lo entiendo…

—No se trata de entender, sino de fe. Lo decidí de


ese modo por algo y lo asumo.

—¿Lo asumes?

—Sí, lo asumo, como hemos asumido cuanto hemos


vivido, porque todo encaja siempre y siempre hay un
porqué. La muerte es parte de la experiencia de la vida.
Parece un final, pero en realidad es el principio; volve-
mos a casa. —Y aunque en ese momento no me daba
la gana aceptarlo, entendí la muerte como parte de la
vida. Cuando abres tu mente tanto, empiezas a ver
cada vida como un día; en el que despertar es nacer y
dormir la muerte. Y habría que vivir cada día de esta
vida de esa forma, responsabilizándonos, asumiendo y
celebrando, lo que hicimos el día anterior.

—Sigue pareciéndome injusto.

—Estás juzgando sin saber y conocer una elección


que hice sabiendo y conociendo.

—Pero ¡eres joven! Es injusto. —repetí obcecada.

—¿Más que cuándo un bebé nace y a los pocos días


muere? —Me quedé sin palabras. Recibí una enorme
cachetada con la mano abierta en toda la cara y me

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quedé con el cosquilleo y la sensación de calor que te
deja. ¡Zas!, en toda la boca.

Le recordé que podía someterse a algún examen médico


o de lo contrario yo misma lo consideraría un suicidio.
Me comentó que ya había contemplado esa posibilidad
e incluso había tratado el tema con Elena. Cuando
miramos hacia otro lado y no movemos nuestras energías
focalizando el “problema”, éste llega a su punto más
álgido y es cuando los resultados de las pruebas pueden
ser más alarmantes. Pero ella había pasado esa etapa
de revuelo con creces, había limpiado el polvo, pintado
las paredes y vaciado los cajones de su sótano. Tenía
el alma limpia y lista para someterse a la prueba del
algodón.

Resultado de la colposcopia: no entiendo nada, no


hay lesiones. Resultado de la biopsia: dentro de la
normalidad.

Repitieron sus pruebas: mismo resultado. No sólo


no tenía cáncer, sino que no había lesión alguna en su
cuello del útero.

Ahora bien, ¿dónde quedaba el final trágico que


Elena vaticinó? Pues dos años más tarde, cuando
después de casarse, dar a luz a su precioso hijo y ayudar
a mucha gente, la palabra volvió a resonar con fuerza
en la consulta de un nuevo ginecólogo y, en una semana,
se la llevó.

Ella ya lo intuía, lo presentía y lo sabía. Por eso,


concienzudamente, pidió la cita, se hizo unas pruebas

77
y se marchó. Estuve a su lado hasta el último suspiro y
me consta que se fue sin miedo, en paz, feliz y llena de
amor. Como yo no había superado mi miedo a la
muerte y en esas cuestiones seguía jugando el la liga
amateur; desayuné, almorcé y cené sopa de lágrimas
durante varios meses.

Mi amiga del alma, porque lo fue, dejó un tatuaje


en mi corazón y en mi piel. Siempre que lo miro me
invade una sensación de euforia sin límite, porque tuve
el privilegio de conocerla, de que nos encontráramos,
de conectar, de sentir una amistad pura y honesta. De
formar parte de su vida y ella de la mía, de compartir
innumerables alegrías, de crecer… Y siempre me sentiré
afortunada por ello.

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CAPÍTULO XIX

MI LUCHA

Podría haber esperado a que expirara el plazo de los


cinco años para liberarme del estigma que me habían
impuesto los médicos, pero no lo hice. Me desprendí
de él mucho antes con tratamientos naturales, y haciendo
acopio de valentía decidí no volver a saber del tema
por esa vía.

Físicamente, después de entender algunas de mis


experiencias pasadas o lo que yo misma llegué a denomi-
nar desgracias o mala suerte, empecé a encontrarme
mejor, y poco a poco fui recuperando mi vida. Quise
volver a trabajar, pero había cambiado tanto que no
reconocía aquel trabajo como el mío. Me parecía tan
vacío y tan carente de sentido, a la par que contrario a
todo en lo que creía, que me sentí incapaz de volver a
poner un pie o una mano, para no discriminar, en él.

En plena crisis y con la reforma laboral calentita, les


dije: “Señores, ¡vamos que nos vamos!”. Y acordamos
un despido.

Contaba con la cada vez más reducida prestación por


desempleo y la mísera indemnización que me abonaron

79
tras descontarme el anticipo de nómina que había
solicitado para cubrir mis gastos médicos. Pero nada
de eso me importaba, ahora podía viajar. Ya había
hecho cinco de los diez grandes viajes que deseaba
realizar con ahínco o sola y un destino llamó a mi puerta.

Pese a no formar parte de mi top ten, un nombre se


repetía constantemente: Italia. Aquel destino me llamaba
a gritos, a cobro revertido e incluso llegó a enviarme
un burofax. Ya había tenido un intento frustrado de
visitarlo. Era mi asignatura pendiente. Algo me esperaba
en Italia, mas ese algo no podía haber sido antes o
después, era ahora.

Llena de ilusión me compré la guía, los mapas, y me


registré en varios foros, lo tenía todo “controlado”,
pero… mi viaje a Italia volvería a ser un intento. La
vida le hizo un placaje en toda regla al primero, la com-
pañía no era la adecuada y la segunda, no se daba.
Resonaba el no a través de continuas señales en forma
de hoteles al completo, compras por Internet que no
llegaban a realizarse, el extravío inexplicable de mi
DNI… Tras mil peripecias entendí al fin lo que me
gritaban y acepté que el viaje debía esperar.

“Causalmente”, tras dos semanas de enfado con el


mundo por la imposibilidad de mi viaje a Italia, el
universo puso ante mis ojos la prueba irrefutable por
la cual ese viaje debía esperar: una oleada de terremotos
entre 5,1 y 6 grados en la escala Richter se dieron en
la zona donde iba a hospedarme en dichas fechas. Me
juré a mí misma no volver a porfiarle a la vida y a creer
más en “mi ángel de la guarda”.

80
Aún no había cerrado la boca ante las noticias que
llegaban desde Italia cuando… el personaje volvió a
asomar el hocico. Y lo hizo a través de mis sueños.
¡Oficialmente me había ocasionado un trauma! Al
final, iba a tener razón y aquella historia sin pies ni
cabeza, debía tenerlos. Y diréis: “A buenas horas, mangas
verdes”. Pues no, las mangas no eran verdes. Durante
todo mi proceso me venía a la mente aquel sinsentido
buscándole sentido; en otras palabras: el nuevo sentido
que tenía todo para mí, implicaba que aquello también
lo tuviera. Además, con las deudas kármicas podía cantar
bingo y dar una explicación plausible a aquella andanza.
Sin embargo, aún no estaba preparada para mirar de
frente a la serpiente de cascabel.

Desde mi filosofía Zen, lo único que me importaba


era que había dicho que no tarde, pero a tiempo, con
el yugo de tan pesada carga a punto de dejarme inválida
ante la vida, con el contador del explosivo llegando a
cero… Había dicho que no a aquella historia surrealista,
a la creencia ajena y por tanto, no válida para mí, de
que es posible desvincular el sexo del amor. Había
logrado pronunciar mi primer no al exterior y un sí
inmenso a mi interior. Me había liberado de las pesabas
cadenas que arrastraba, que hacían un ruido enorme y
me daban el aspecto de un espectro apesadumbrado
que cedió ante la debilidad.

Durante mucho tiempo creí que caminaba correctamente


cuando todas las señales me indicaban otra dirección.
Carteles que parpadeaban con luces de neón fluorescentes
y me indicaban constantemente la dirección correcta;

81
la de ser quien soy y actuar en sintonía. A que no
existiera contradicción alguna entre mis sentimientos,
pensamientos, acciones y palabras. Conforme lo hice,
vino a mí una auténtica verdad, una verdad superior a
la que se pone como estado la gente en Facebook y más
próxima a una visita del propio Buda en forma de
experiencias que te graban la lección aprendida. Y esa
verdad me embriagó por completo, me llenó de paz, de
tranquilidad, de felicidad... Había sido como escapar de
Guantánamo sin que nadie se diera cuenta, experimentando
con ello una liberación jamás conocida, jamás concebida.

Ahora podía leer con mis gafas nuevas esas señales


que gritaban desesperadas: “¡POR AHÍ NO!”. Y que
bien podrían traducirse en varios idiomas, entre ellos;
el autoengaño.

Tras tener mi propia revelación sobre mi pasado y


adquirir el compromiso de respetarme siempre, contaba
con el material suficiente para escribir más de cincuenta
libros y dejar al mismísimo Brian Weiss sin palabras.
No obstante, me parecía que aquella experiencia tediosa
y amarga, había durado sólo un minuto, eso sí, el
minuto más largo del mundo. El minuto que un test
de embarazo necesita para decidir si marca o no la
segunda línea, es largo, pero el minuto del que hablo
lo es más aún y pone a prueba la paciencia. Me mentí
tanto a mí misma con aquel sórdido juego que mis
palabras contenían tanta verdad como la siguiente
afirmación: “Nuestras centrales nucleares son seguras”.

Una parte de mí, deseó creerse aquel cuento chino


traducido al alemán con subtítulos en castellano, y

82
fantaseó con ello. Otra parte de mí, sabía que no era
cierto y que los letreros luminosos no eran lo único que
plasmaba la evidencia. Y cuando la segunda parte
pretendía aguarle la fiesta a la primera y protestaba, la
primera, como un yonqui con el mono, se abalanzaba
sobre ésta y la amordazaba para que cerrara el pico.
Sin embargo, la mayor parte de mí, se torturaba por lo
que pensaban las dos primeras partes y el minuto se
hizo más lento aún.

Nunca pensé, mientras me convencía a mí misma


de que podía escapar de Guantánamo viva y sin un ras-
guño, que lo conseguiría. Y cuando lo hice, ni me despedí
ni hice honor a mi verborrea, simplemente salí a “toda
hostia” de Guantánamo.

Finalizado el minuto, todo sabía mejor y sólo podía


gritar al estilo de Pedro Picapiedra: “¡Yabba Dabba
Doo!”. ¿Por qué narices iba ahora a escuchar baladas
románticas que me hicieran dudar entre cortarme las
venas o dejármelas crecer?

No me daba la gana… Bueno, no estaba preparada.

83
CAPÍTULO XX

CON LA MÚSICA A OTRA PARTE

Decidí que la banda sonora de mi vida debía adquirir


más calidad. Me decanté por Mecano. A fin de cuentas,
tenían canciones que no hablaban del manido monotema,
como Hijo de la luna, aunque alguna vez llegué a gritar
hijo de una fruta por no decir otra cosa.

Renové el hilo musical de mi vida, hice las maletas


y me marché con la música a otra parte. Vamos, me
mudé.

Desde hacía mucho sentía la imperiosa y urgente


necesidad de irme. Me sentía incapaz de quedarme
quieta, necesitaba salir de lo mismo. Deseaba ser una
de esas personas que quieren irse y se van, y dejar de
ser la que siempre tenía la maleta hecha, el pasaporte
en vigor y el taxi en la puerta, o de lo contrario me
convertiría en una persona dispuesta a firmar en cualquier
sitio con tal de “perderse”. No quería llegar a ese
punto, al punto de querer perderme de vista, porque
hasta hacía muy poco, había estado viviendo mi vida
sin mí y me había prometido no volver a perder el

84
papel protagonista. Sentía que una fuerza superior me
empujaba y me obligaba a escucharme, que me impedía
hacer oídos sordos o mirar al cielo en busca del famoso
burro volador, y que me gritaba: “¡Házlo!”. Y a ese
“¡házlo!” añadía: “Aunque sea cruzando el océano en
una patera abarrotada”.

Mi cuerpo no me pedía un cambio de aires, lo exigía.


Y como el aire del archipiélago era el mismo, me fui
tan lejos como mi economía me permitió y me instalé
en Madrid. Evidentemente, tenía una dramática carencia
de alternativas. Pese a ser así, Madrid me encantaba:
podía desquitarme del temor a presentar cierto parecido
con Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa de Alba, por
la ausencia de humedad y de mi adorado mar; ir al teatro,
escuchar música en directo, ver un monólogo o salir de
fiesta cualquier día de la semana. Era el lugar perfecto
para el hedonismo al que pensaba entregarme, pues la
conocía bastante bien gracias a mis viajes de trabajo y
a las amistades que mantenía en ella. La única pega
que tenía la experiencia era la de compartir piso, y no
me veía con treinta y un años haciéndolo, pero tuve
la suerte de convencer a uno de mis mejores amigos de
abandonar su precioso y coqueto piso de Sanchinarro,
el cual compartía con dos desconocidos, por un
ático en la misma zona, por el que pagaría más, pero
viviría mejor.

No pensaba ponerme a buscar trabajo, tampoco que


el trabajo me buscara a mí y estando el panorama laboral
como estaba, y yo en plan Julia Roberts en Come, reza,
ama en su versión española, decidí concederme un año

85
sabático. Considerándolo bien, siempre cabía la
posibilidad de volver a casa y tirar de los contactos que
tenía para asegurarme los garbanzos.

Nada me preocupaba, miento, sí; el puto Mateo y


su jodida guitarra.

Mateo es el nombre de pila que, tan acertadamente,


le pusieron sus padres o el cura, dado sus años, al
personaje digno de estudio que me había obligado a
punta de pistola a vivir aquella anodina historia.

Soñaba con él casi todas las noches. Y cuando no


soñaba con él, no recordaba mi sueño. ¿Era una señal
o se trataba simplemente del regurgitar tras un empacho?
No tenía respuesta para esa pregunta y mis escarceos
con el karma no habían arrojado luz alguna sobre esa
historia.

¿Dónde coño se había metido el puto hombre de mi


vida? ¿Quién narices se creía él para hacerme esperar
tanto, para dejarme pasar sola por un quirófano dos
veces e ir a las sesiones de quimio acompañada de mi
Ipad?

Claramente debía tratarse de un ente superior para


el cual tenía que prepararme mejor y estar a la altura.
O tal vez, de un mortal con el GPS averiado.

Fue entonces cuando comencé a cuestionarme mi


propia pregunta. Pensé en el famoso hombre de mi
vida, y automáticamente Disney proyectó en exclusiva
para mí un sinfín de películas. Me pregunté que habría
sido de la pobre Blancanieves o de la Bella durmiente
si el ilustre príncipe jamás llega a aparecer galopando

86
en su caballo. ¿La Bella durmiente se habría adelan-
tado a los hechos y contarían con la pócima mágica
para despertarse del eterno sueño o habría dejado su
vida en manos del príncipe azul? ¿Blancanieves habría
llegado a morder la manzana o su bagaje e intuición lo
habrían evitado? ¿Fue la creencia de tener que encon-
trar un príncipe azul lo que las llevó a vivir tales expe-
riencias? Y qué hay del príncipe azul… ¿Acaso basaba
su vida y su felicidad en encontrar a una damisela en
apuros a la que rescatar? ¿Estaban Blancanieves o la
Bella durmiente obligadas a enamorarse del príncipe,
a corresponder su heróico acto con el matrimonio?

Me sobresaturé.

Si el hombre de mi vida, llegaba a mi vida… ¿cómo


lo sabría? ¿Llevaría un clavel en la solapa, habría señales,
galletas de la suerte anunciando su llegada, fuegos
artificiales o el Oh, happy day de fondo? ¿Por qué
debía existir “algo” aparte de mi corazón que me hiciera
saber que era él?

Probablemente, esos cuentos no deberían transmitir


al mundo que las mujeres necesitan a un hombre para
que enmiende sus errores, les solucione la vida o incluso
para ser felices y comer perdices. El final para esos
cuentos debería reescribirse con un: “(…) Y ya eran
felices por sí mismos antes de conocerse, pero al hacerlo,
compartieron esa felicidad. Él no la rescató ni ella
necesitaba que lo hiciera. Celebraron haberse conocido
y compraron una thermomix”.

Me apliqué el nuevo final del cuento y me dispuse


a ser feliz.

87
CAPÍTULO XXI

LIVING LA VIDA LOCA

Hasta ese momento creo que nunca me dediqué


tanto tiempo ni me traté tan sumamente mal. Empaté
la noche con el día, el día con la noche y llegué a estar
activa más de 48 horas seguidas… Consumí alcohol en
grandes dosis, protagonicé un vídeo colgado en YouTube
sobre el que no haré ninguna declaración, recorrí
400 km en pleno mes de agosto en un coche sin aire
acondicionado por ir a la playa e ingerí una hamburguesa
XXL yo sola.

Con tal de despistarme de mí misma y distraerme,


era capaz de hacer cualquier cosa. No soportaba la idea
de estar a solas, me parecía una auténtica pérdida de
tiempo, por lo que me dejé llevar por el exterior o lo
que es lo mismo, permití que fueran otros los que
decidieran por mí una vez más. Esto hizo que el primer
episodio de lumbago apareciera en mi vida con fuerza,
condenándome a un reposo absoluto durante casi dos
semanas. Era el parón que necesitaba, pues mi alma
me estaba suplicando a gritos que buscara el equilibrio.

88
Después de haber aprendido, con una dura lección,
que el cuerpo es importante, pero no todo, me relajé.
Debía aprender formas nuevas de vivir la vida. Me
centré en disfrutar de los detalles, que son muchísimos,
de los paseos, de Lorenzo en mi piel… Empecé a ver
más allá del mundo en su continuo movimiento y a
sentirme parte de él, a conectar de un modo distinto
con lo que me rodeaba. Me sentaba, como los viejos
del parque y me pasaba horas observando como el
resto de los mortales iba de un lado para otro, con un
cohete en el trasero, sin disfrutar de nada, mientras yo
disfrutaba de todo.

Apunté a “Aguafiestas” al gimnasio. La entrené a


través de la meditación, libros y un divertido juego que
yo misma me inventé sobre las vidas ajenas o lo que
ocurriría a continuación. No voy a contaros que conseguí
predecir el futuro, pero sí agudicé mis percepciones y
a mi querida intuición, “Aguafiestas”, que a partir de
entonces, llevaría siempre el mando de la XBOX que
era mi vida. Y entonces llegó ÉL.

89
CAPÍTULO XXII

ÉL

ÉL era ÉL. Con su cuerpo perfectamente esculpido,


sus canas suavemente sorteadas entre su pelo negro
azabache, sus preciosas manos dignas del mejor no se
me ocurre nada y su “te cojo y te empotro” que me
atraída como a un perro la meada de otro perro. Lo
siento, pero tenía que restar romanticismo al asunto.

Durante mi “Living la vida loca”, frecuente dos dis-


cotecas bastante conocidas e hice amistades. ÉL era el
Relaciones Públicas de una de ellas, por lo que verlo
allí era tan usual como encontrar a un puñado de
hippies en el Strawberry Fields de Central Park. Al
haber aumentado mi nivel de satisfacción y energía con
otras actividades, el dejarme caer por aquel lugar no
era una idea muy apetecible para mi ocio (prefería
quedarme en casa jugando al Twister yo sola), pero sí
para mi entorno. Precisamente, ese sábado cumplía
años una amiga y sí o sí tocaba acompañarla “de bonito”
a cenar con el grupo y después de gira.

Sabía de sobra quien era ÉL, pues aparte de estar


“hipermegasuperbueno”, conocía a una de las chicas y

90
solía invitarnos a alguna copa. Indudablemente, la
noche de su cumpleaños no iba a ser menos. Cruzamos
alguna que otra palabra que no atino a transcribir
debido a la pérdida de memoria causada por el estado
de embriaguez, pero recuerdo su mirada clavada en mí
mientras dialogaba con la cumpleañera. No debió gus-
tarme mucho la conversación, pues como pude saber,
cierto tiempo después, por ÉL, sin venir a cuento, me
di media vuelta y me largué.

Al día siguiente, tenía una petición suya de amistad


en Facebook. Y para hacer honor al comienzo de este
libro, qué mejor historia que la que empieza combi-
nando los dos medios, casi exclusivos, que existen a día
de hoy para conocer al hombre de tu vida: la noche e
Internet.

Acepté su petición tras dedicar casi dos horas a


adecentar mi Facebook, entiéndase por ello, eliminar
la etiqueta de las fotos en las que sales haciendo el
“moñas” que cuelgan tus amigos para reírse de ti. Y en
ese mismo instante en que lo hice, se abrió una ventana
de chat con su nombre.

¡Uy!, qué nervios más nerviosos.

Me había olvidado por completo de la sensación


que provoca que alguien te guste, del flirteo, del coqueteo
escondido tras sanas intenciones, del sí pero no, del no
pero sí. ¡Fue divertidísimo!

Chateamos durante horas y, aún así, me quedé con


la sensación de querer más. Volver a “destroyarme” no

91
era una opción válida para mí y tampoco tenía ninguna
intención de montarme películas. Pisaba más tierra
firme que nunca.

Aquello no provocó ningún cambio en mis hábitos.


Que el buenorro del Relaciones Públicas hubiese
puesto un “me gusta” en varias de mis fotos, no impli-
caba más que hacer sabiamente su trabajo y yo, hacía
el mío: tratar de quererme y ser feliz por mí misma.

Coincidimos varias veces por el chat y chateamos,


hasta que la tercera o cuarta vez que se produjo ese
hecho, ÉL, haciendo gala de la valentía que le otorgaba
su increíble sex-appeal, me pidió mi número de teléfono.
Yo, como vivía en una nube de Valencia, le di el de mi
amiga. Su siguiente frase me devolvió a Madrid:

—Gracias, no lo tenía, espero que no le importe que


me lo hayas dado. Y ahora, ¿me das el tuyo que es el
que realmente quiero?

¿Para qué narices quería ese tío mi número? ¿Pen-


saba llamarme para tirarme de las orejas porque el
consumo de vodka había descendido drásticamente en
su garito las últimas semanas? Salí de dudas y se lo di.

92
CAPÍTULO XXIII

DESPEJANDO DUDAS

Y me llamó. Primera duda aclarada. No en el acto


ni al día siguiente, pero sí ese mismo fin de semana,
pues previamente, hablando por el chat, le comenté
que me volvía a tocar salir; éramos muchas y cuando una
quería, la manada la seguía a morir donde decidiera.

Como pasaba de la hora habitual de llegada, me


llamó para ver por dónde estábamos. No contesté al
teléfono porque, sencillamente, ni me enteré de que
sonó, pero mi amiga adicta al WhatsApp sí, y le dijo
por dónde andábamos. ÉL, astuto y sagaz, la invitó a
que pasáramos a por unas copas gratis. Evidentemente
si unes los conceptos tienes la respuesta. Fuimos
atraídas hasta allí como un grupo de cuarentonas lo
hace al Boy de una despedida de soltera. Y esa noche,
se despejaron las dudas que pudiera tener.

Fue vernos y abalanzarnos como dos adolescentes


promocionando la mononucleosis. Nos besamos, nos
“rebesamos” y nos volvimos a besar.

Mmm…, ¡besos! Echaba de menos los besos.

93
Cuando éramos capaces de dejar de besarnos, inter-
cambiábamos algunas frases. ÉL quería decirme muchas
cosas, yo también, pero nos podían los besos. Se me
pasó el tiempo entre beso y beso y cuando la discoteca
estaba a punto de cerrar, nos fuimos todos a desayunar.
¡Cómo me gusta rimar!

ÉL, obviamente, quería alargar aquello y se prestó


para llevarme a casa, pero una de las chicas me agarró
el brazo, cual hermano mayor, y no me soltó hasta que
se aseguró de que sería ella quien me depositaría, sana
y salva, en mi por entonces hogar.

Mis amigas no daban crédito a lo que había suce-


dido esa noche, de hecho, todas pensaron que ya
teníamos algo antes de la campaña publicitaria que
acabábamos de lanzar de forma agresiva. Ratifiqué
entonces, que era tan sorprendente como sentía.

Recibí un mensaje suyo en el que me informaba de


su llegada a casa y en el que me expresaba lo sorprendente
y a la vez grato que había sido nuestro adolescente
encuentro, incluyó las buenas noches y un beso. Le
contesté en el acto que me iba a meter en la cama y
que lamentaba no haber podido quedarme hablando
con él como me insistió, y le mandé un icono de esos
con un guiño que tanto me gustan. Me dormí con una
amplia sonrisa a la espera de la cámara oculta.

94
CAPÍTULO XXIV

LA GUERRA DE LOS CONSEJOS

Tras haber sido poseía por mis hormonas y prota-


gonizado el que sería el rollete más comentado de los
últimos tiempos, por fin Brad y Angelina podrían
descansar. Apenas tuve tiempo para reflexionar, pues
mi grupo de amigas debía hacerse oír y emitir su
veredicto sobre lo sucedido. Ahí estaba esperándome
la gran putada, ansiosa por despertar una reacción en
mí que hiciera que la cámara oculta saliera de su
escondite.

“Mal, muy mal, niña mala que peca otra vez…”.


Pero no por lo que estáis pensando, sino por someter a
debate algo de dos.

“Cuando tú vas él ya vino, se fue, volvió a venir y


se marchó… Es el típico buenorro que te las va a hacer
pasar canutas… No va a haber kleenex que te sequen
las lágrimas… Seguro que se tira a mil cada finde… No
hay más que verlo para saber que es un chulo creído…
Seguro que se pone de coca hasta las cejas, blablablá...”:
Esa larga lista de tópicos hicieron que enfermara de
miedo.

95
Me entró el pánico. ¿Y si era verdad todo aquello y
yo seguía siendo una ingenua que creía que por fin
iban a finiquitar Anatomía de Grey? No era de esas
chicas a las que poco les importaba cómo pusieran el
coche en marcha siempre y cuando lo aparcaran en su
garaje. Su fama de sex symbol y la cantidad de féminas
que se pavoneaban a su alrededor tratando de llamar
su atención, me perturba gravemente.

Por lo poco que había hablado con ÉL en nuestras


conversaciones de chat, me parecía un hombre cabal,
lo bien que besaba podía sustentar las teorías de mi
Consejo de Sabios, pero ¿qué me decía mi intuición?
Indagué en su Facebook.

Después de pegarme un atracón de más de quinientas


fotos y forzar la vista con veinte mil comentarios, no
encontré más que la cara de su ex y una clara adicción
por su parte a la web social.

¿Y ahora qué? Puesto que no era capaz de respon-


derme se lo pregunté a la Wikipedia. Tras escuchar el
noveno álbum de la banda de rock española Reincidentes,
¿Y ahora qué?, y su tema Hablando con mi cerebro,
me dije: “¡A fluir!”.

Pero volvía a haber un conflicto en mí. Una parte,


quería dejarle las cosas claras y el chocolate espeso, la
otra, no quería que la primera pudiese apabullarlo con
semejante refrán. Y una tercera, quería que Mateo
volviera a tocar la guitarra y se acabara su sufrimiento.

96
Marta, la por ese entonces más afín a mí, me acon-
sejó que disfrutara y dejara de pensar; que liberara la
mente. Pero yo tenía que ser honesta o el karma se
presentaría en forma de personaje de ficción, nuevamente,
en mi próxima vida y me haría pasarlo mucho peor que
con la dichosa guitarrita del susodicho elemento.

Estuve dubitativa y algo angustiada por el tema.


Sabía que arrastraba el impago de un finiquito que creí
haber pagado pero en el que olvidé incluir las vacaciones
y las pagas extraordinarias. Mi conciencia no estaba
limpia y debía hacérselo saber.

No se trataba de que albergara sentimientos o lo


que coño fuese aquello por otra persona, es que tenía
“asuntos pendientes” y mi corazón y yo no estábamos,
por mucho que quisiéramos, preparados para sufrir
otro infarto de miocardio. Debía fortalecerlo antes de
ejercitarlo, pero ya era tarde.

97
CAPÍTULO XXV

LA “CONVERSENSACIÓN”

Al día siguiente apagué el móvil después de recibir


un mensaje suyo en que el que me preguntaba cómo
había dormido y qué planes tenía. Sí, es de burra,
bestia, salvaje o directamente imbécil. Pero necesitaba
pensar, y más que pensar, meditar; escucharme a mí
misma y obrar en consecuencia. Tras hacerlo volví a
encender el móvil y oí el mensaje que dejó en mi buzón
de voz; insitía en verme. Si estaba dispuesto…, ¿quién
era yo para decirle que no?

Quedamos para dar un paseo y tomar algo. Recuerdo


que había un viento espantoso procedente de no se
sabe dónde. Era la primera vez que nos veíamos fuera
del ambiente nocturno y me impresionó ver su estilo
casual. ¿Por qué estaba tan bueno? ÉL era la prueba
definitiva de que Dios no sólo existía, sino que también
hacía milagros y se le daban de maravilla.

Paseamos y charlamos sobre las cosillas del día a día,


de vivir en Madrid…, hasta que nos sentamos en una
terraza a tomar algo. Fue entonces cuando entramos

98
en materia. ÉL trató de resumirme su situación actual
y que “lo nuestro” le había pillado por sorpresa, que
estaba pasando una etapa de soledad necesaria, que su
última relación había acabado hacía tan solo un año y
medio…, pero que lo que sintió al besarme y al mirarme
a los ojos, no lo podía dejar pasar. No sé por qué su
“palique” me sonó sincero y nada pájaro. Yo fui directa
al grano, le pregunté todas las dudas que tenía mi Consejo
de Sabios y luego no planteé las mías, porque ciertamente
no las tenía, pero sí impuse una etapa de conocimiento
e “ir muy despacio” que le pareció correcta. Hablamos
durante horas y nos despedimos.

Aquel hombre me gustaba mucho. Sentía una atrac-


ción desmedida hacia él, podía hablar con total confianza,
sabía escuchar, y parecía tener siempre las palabras
apropiadas rozando sus labios tan apetecibles.

A aquella cita le siguieron otras tantas, siempre


acompañadas de conversaciones profundas que
automáticamente se convertían en “conversensaciones”,
hasta que llegó, tal vez la “conversensación” que lo
cambiaría todo, pues fue una confesión biográfica en
toda regla.

Aireó su pasado sin importarle que, yo al olerlo,


echara a correr como alma que se lleva el diablo y no
volviera a ver mi preciosa y espesa cabellera en lo que
le quedaba de vida. No me escandalicé ni me horroricé.
Todo aquello me resultaba familiar. Me embelesé por
la honestidad y sinceridad de sus palabras. De alguna
manera, entendía y sabía que había tenido que pasar

99
por todo aquello para estar donde estaba ahora. Tenía
ante mí a un hombre que estaba en medio de su propia
lucha, iniciando una verdadera batalla a lo que hasta
entonces, había sido su vida. Aprendiendo, creciendo,
mejorando y tratando de escuchar a su corazón. Los
momentos de ambos quizás no podían ser peores, o
mejores, según se mire. ¡Estábamos en sintonía! Y lo
más importante, nos habíamos encontrado. La sensación
de conectar, de ver más allá, de entendimiento por
encima de las palabras y las acciones, era infinita. Era
como si el hada madrina hubiera usado su varita y nos
hubiera hechizado haciendo que nuestras almas bailaran
al mismo son y tuviera la agradable y a la vez extraña
sensación de vivir un déjà vu constante. No, “no como
si”. ¡Exactamente así!

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CAPÍTULO XXVI

CON EL CUERPO GOLFO

Después de tres meses de continuas citas, de verme


en gafas, con fiebre, sin gota de maquillaje, con el pelo
a duras penas agarrado con un lápiz y de hacer más
malabarismos que el protagonista de Prison Break para
vernos los fines de semana…, llegó el momento en que
los besos, los abrazos y las “conversensaciones” ya
habían calentado tanto nuestros cuerpos, que era de
extrema y urgente necesidad apagar aquel fuego, o de
lo contrario yaceríamos por combustión espontánea.
Era hora de pasar a la segunda base.

Estaba preparada para volver a tener sexo. Pero ¿a


qué precio? ¿Sería necesario tras conocer los datos de
su historial meterlo en agua hirviendo?

Había vivido tan de cerca lo que podía suponer una


Enfermedad de Transmisión Sexual (ETS) que mis
ovarios treparon hasta llegar a mi garganta para cortarme
la respiración. Por supuesto, existía el preservativo, el
condón, las gomitas… No obstante, ¿podían éstos
protegerme de una invasión viral del todo? El VPH,

101
por ejemplo, podía estar en la boca. Me convertí en
Amparanoia y comencé a cantar Que te den seguida
de Welcome to Tijuana.

Medité y llegué a la conclusión de que, aparte de ser


necesario, me lo pedía el cuerpo y lo deseaba con cada
poro de mi piel, se trataba de una decisión consensuada
conmigo misma.

No hablamos del tema, bueno, sí habíamos hablado


de sexo, pero no de mantenerlo ni de por qué hasta
entonces no se había dado. Las cosas entre nosotros
fluían de forma natural.

Fue muy bonito y… ¡maravilloso! Le concedí las dos


orejas y el rabo de forma inmediata ante la faena y mi
piel se sometió a una limpieza y oxigenación de forma
totalmente gratuita. Acto seguido, borré el número de
la esteticién rindiéndole una bonita despedida con mi
paso favorito de baile desde preescolar: “¡España, Roma,
chupa y toma!”.

102
CAPÍTULO XXVII

S E XO, SEXO Y MÁS SEXO

Desde nuestra primera experiencia, que pasó a segunda,


tercera y cuarta, la misma noche, nos convertimos en
dos adictos. El sexo era fantástico, podría afirmar que
de los mejores que he tenido. Aparte, sumaba mi estreno
con una “Anaconda”.

La primera vez que la rocé por encima de sus panta-


lones, una voz me susurró: “Debe estar doblada o algo,
este grosor no es normal”. Y cuando mi mano continuó
su camino, la voz exclamó: “¡Qué me estás contando!”.
Y otra voz preguntó: “¿La vagina es tan elástica?”.

Bautizada sabiamente como “Anaconda”, disfruté


de ella hasta límites insospechados y nuestros encuen-
tros cada vez eran más intensos, apasionados y bonitos,
pues el sentimiento aumentaba y con él, la oxitocina.
ÉL se quedaba embelesado en la cama mientras yo
abría la ventana para fumar un cigarrillo, y no lograba
terminarlo nunca, pues inmediatamente, se ponía en
pie, me abrazaba y vuelta a empezar.

103
Llegados a este punto…, ¿dónde estaba la pega?
Pronto llamaría a la puerta. ÉL quería más, empezó a
demandar más y más y más. A exigir una luna de miel
en toda regla, a querer poner nombre a lo que
manteníamos, a insistir en que fuera un fin de semana
a comer a casa de sus padres, en poner una foto nuestra
en su perfil de Facebook.

Cada vez que sacaba el tema un agobio jamás antes


experimentado se apoderaba de todo mi ser y me asfixiaba
como si una boa constrictor de cuatro metros me rodeara
el cuello, comenzando a provocar reacciones impredecibles
y novedosas en la persona que era.

Por ese entonces, desconocía que no había que reac-


cionar, sino actuar. Que reaccionar supone una acción
relativa al exterior que, a través de un acontecimiento,
pulsa en ti como sobre un interruptor para desplegar lo
que en realidad no eres. Te contamina. Actuar es lo que
haces en función de quien eres realmente, y no como
respuesta a lo que hace o dice otro. Te libera.

No sabía que la mayoría de las veces nos agotamos


luchando contra lo que ocurre, nadando a contraco-
rriente, rechazando la vida y lo que nos propone porque
no aceptamos, sólo reaccionamos.

Ojalá hubiera aprendido esa lección de forma más


sencilla, pero estaba tan negada que no entendía que
debía dejar de reaccionar, y actuar; de tomar para dar;
de juzgar y juzgarme. Simplemente, tenía que ser.

Pero no era. No era más que un saquito de miedo y


reproches al amor con una consolidada incapacidad

104
para demostrar afecto y cariño. Algo en mí se había
roto y no encontraba la forma de recomponerlo.

Aquel hombre me sacudía, y con cada sacudida algo


se movía, algo que ni sabía que tenía se caía de mis bol-
sillos ocasionando un estrepitoso ruido en el suelo. Y
no me quedaba más remedio que mirarlo y verlo. De
forma lenta, pero segura, comencé a odiarme. No
podía permitir que mi ego me dijera cómo debía ser o
actuar. ¡No podía tener tan poquita dignidad! Tenía
que salir de aquella espiral si quería sentir algo pare-
cido al respecto por uno mismo.

Era más que evidente que ÉL no conseguiría,


fácilmente, amansar a la fiera. Yo era como una fiera
salvaje, en medio del bosque, sola, que había logrado
sobrevivir en él, pero que no vivía. Una fiera a la que
habían herido. ÉL sólo trataba de cuidarme, de darme
algo de alimento, y yo no podía evitar morder su mano
y salir huyendo. No podía confiar. No podía ser yo
misma.

Me había convertido en Mateo. O lo que es lo


mismo, en una gallina. Y para que lo entendáis mejor,
ahí va la fábula de la joven hermosa y la gallina de los
supuestos huevos de oro.

105
CAPÍTULO XXVIII

“LA JOVEN HERMOSA Y LA GALLINA


DE LOS SUPUESTOS HUEVOS
DE ORO ”

Érase una vez una hermosa joven que tenía un


pequeño corral en las cercanías del bosque. En él acogía
y daba alimento a gallinitas desamparadas, asustadizas,
desnutridas y en muchas casos, gravemente heridas.
Una vez éstas estaban recuperadas, las invitaba a
seguir su camino. Muchas nunca habían estado tan
bien atendidas y pretendían quedarse allí, para siempre,
convirtiéndose en estupendas ponedoras. Así que la
hermosa joven se afanaba en buscarles un nuevo hogar.

Un día paseando por el bosque los ojos de la joven


se toparon con los de una gallina muy singular: se tra-
taba de una gallina salvaje, en plena libertad. Su apa-
riencia fuerte y robusta llamó enormemente su atención
dados los peligros que acechaban en aquel bosque. Pero
como la gallina lucía un plumaje espectacular y gozaba
de una excelente salud, no reparó en seguir su camino.
Aquella gallina salvaje se valía por sí sola.

106
Sin embargo, sus encuentros fueron en aumento,
siempre que la joven visitaba el bosque podía notar cómo
la observaba en la distancia e incluso hubo un momento
en el que llegó a sentir verdadero miedo. Poco a poco, la
gallina salvaje fue acortando distancias hasta cruzarse en
su camino y corretear a su alrededor. La joven, enternecida
por los intentos de la gallina de llamar su atención, decidió
darle un poco de las proteínas que llevaba consigo para
que se asegurara un poco de alimento.

Deduzco que la gallina salvaje cautivada por el


sabor de aquel manjar tan exquisito del que sólo pudo
probar un poco, siguió los pasos de la joven hermosa
hasta el corral y un día, cuando ésta se disponía a salir
al bosque, la encontró frente a la verja, con sus ojos
vacíos clavados en ella. Se asustó mucho, pues la
gallina la apabulló inquieta, ansiosa. ¡Quería proteínas,
exigía proteínas! La joven la miró y le dijo: “Las proteínas
no se regalan”.

Tras aquel incidente no volvió a tropezarse con la


gallina en un tiempo, pero un día, en medio del bosque,
su hábitat natural, volvieron a encontrarse. La gallina
en cuanto vio aparecer a la joven se lanzó sobre ella.
Ésta trató de dialogar con la gallina y, en menos de lo
que canta un gallo, se dio cuenta de que aquel plumaje
ocultaba unas profundas heridas, que por sus características,
debían ser de alguna de las feroces bestias que dominaban
la noche en aquel bosque. Las heridas no eran recientes,
pero no habían curado bien, tal vez por falta de cuidados,
por propia negligencia o porque, simplemente, desconocía
cómo hacerlo. Y entonces volvió a mirar a los ojos a

107
la gallinita salvaje y la vio. Vio más allá de sus
comportamientos ansiosos de proteínas.

La joven sacó de su cesta un pequeño saco lleno de


proteínas y se las entregó sin mediar palabra alguna.
Fue entonces cuando la gallina salvaje puso un enorme
huevo de oro.

La joven se quedó atónita, jamás había visto nada


parecido. ¡Existía la famosa gallina de los huevos de
oro! Cautivada por el momento lamentó haberse asus-
tado tanto, lamentó no haberle dado más proteínas,
pues si había sido capaz de poner ese huevo de oro con
un poco de proteínas, si le daba más, ¿qué pondría?

En cambio, aquel momento no volvió a repetirse.


La joven cada vez llevaba más y más proteínas en sus
viajes al bosque, pero nunca eran suficientes. Sus fuerzas
comenzaron a flaquear, no podía cargar con más proteínas
y por más que trataba de que viniera a por ellas al corral,
sus esfuerzos eran en vano. Posiblemente en un pasado
la habían engañado con proteínas para luego desplumarla
y zampársela a bocados. La gallina de los huevos de
oro no quería confiar.

Una mañana al salir del corral, encontró a la gallina


asomando el pico por la puerta y observando a las res-
tantes gallinitas corretear felices, poner huevos y comer
proteínas. Su reacción fue desmesurada y tras darle a
la joven hermosa un enorme picotazo en la cara, huyó
atemorizada en dirección al bosque.

La joven ya no sabía qué hacer y, desesperada,


consultó cuanto le acontecía con una buena amiga. La

108
buena amiga le pidió que siguiera a la gallina y, ésta,
así lo hizo.

Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que la apa-


rente robustez de la gallina de los huevos de oro provenía
de otros corrales y las proteínas no eran más que un
extra en su cuidada alimentación. A pesar de ello, no
dejaba de ser una gallina que ponía huevos de oro y
por tanto, un ejemplar único en su especie, así que no
dejó de suministrarle sus proteínas cuando ésta lo
demandaba. Hasta que un día...

—“Estoy muy contenta porque mi gallina de los


huevos de oro se ha convertido en una ponedora. La
gallina salvaje ha dejado de ser salvaje, conserva su
esencia y no es como las demás; sale a pasear fuera del
corral, pero siempre vuelve. ¡Soy tan feliz!” —dijo con
alegría a la dueña de la enorme granja colindante. 

—“Me alegro mucho, mas no te descuides, puede


que se trate sólo de una racha, una gallina salvaje no
se domestica tan fácilmente” —contestó su vecina
acertadamente.

Aquello ni siquiera dio a la joven en qué pensar,


pues creía que el cariño y las proteínas que le daba,
podrían hacer de ella una gallina mejor y no picaría su
mano nunca más. A fin de cuentas, la gallina había
entrado libremente en el corral y salía de éste cuando
se le antojaba. 

La gallinita de los huevos de oro le hizo saber que,


para permanecer en el corral, ella debía ser la única

109
gallina. Era un canon que debía pagar la joven por dis-
frutar de semejantes huevos y una forma de demostrarle
lo especial que eran, tanto éstos, como ella misma.

El hecho causó un enorme revuelo entre las dueñas


de granjas y corrales vecinos que criticaron la decisión
de la joven a dedicar el corral en exclusiva a su gallina
de los huevos de oro. Ellas no entendían cómo podía
hacer semejante locura. Ellas no habían probado sus
huevos de oro.

La joven estaba feliz, pletórica, se había acostum-


brado a racionar bien los huevos para no pasar hambre,
pues había meses en que no ponía y otros en los que
ponía sin cesar hasta el punto de llegar a almacenarlos
y poder hacer suculentas tortillas. Pero había algo que
no acaba de entender, ¿por qué tras una sobreproduc-
ción desaparecía sin dejar rastro? Cada cierto tiempo
tenía que empapelar el bosque en su busca. Y pese a
hacerlo, no lograba dar con ella hasta que por voluntad
propia volvía a aparecerse en el corral como si nada
hubiera pasado.

La joven nunca quiso reprocharle nada, amaba a su


gallina de los huevos de oro más allá de sus comporta-
mientos, con su instinto salvaje y con su libertad. Y
aunque la había pillado en corrales ajenos, se conso-
laba pensando que sólo saciaba su infinita curiosidad
y no regalaba sus huevos, pues la situación había
cambiado.

Aun así, llegó el día en que se vio en la tesitura de


escribir el siguiente e-mail a todas sus vecinas:

110
“¡La gallina de los huevos de oro se ha ido! Anoche,
desconozco los motivos, pues ya saben que ella es muy
suya, me regaló un nuevo picotazo cuando trataba de
darle su alimento junto con las proteínas. Cansada ya
de los picotazos y ante la falta de huevos, decidí indagar
un poco y pedí ayuda a una amiga resabiada en estos
bípedos, quien gustosa se prestó. Entre las dos decidimos
hacer un delicioso caldo mientras charlábamos. Yo
sabía que el olor del caldo le daría en qué pensar a mi
gallinita de los huevos de oro, pues a desconfiada no
le gana nadie, y a buen seguro pensaría que ese caldo
no era más que una piscina en la que herviría de cabeza.
¡Cómo le gustaba suponer a mi gallina!

No obstante, no abandoné la idea de deleitar a mi


amiga con el sabroso caldo. Si mi gallinita hubiera
confiado más en mí o hubiese abierto el pico, nada de
esto habría sucedido. Tras varias horas de charla mi
amiga se despidió de mí. Intuí, por experiencia, que
como no había querido probar bocado, posiblemente
saliese en busca de comida, así que acompañé a mi
buena amiga hasta su granja y esparcí alimento y
proteínas por el camino. 

¡Y no me equivoqué! Vi como se marchaba de la


granja con sumo cuidado para que no me diera cuenta,
como si al hacerlo fuera a impedirle su marcha, pues
sólo escapa quien se cree prisionero. Lo hizo sin mirar
atrás y muy bien puesta, e incluso desde la ventana
pude ver como comía parte de las proteínas y el ali-
mento pensando que no provenían del corral que
acababa de abandonar sin pena alguna, como si de un
sabor nuevo se tratara.

111
La vigilé durante largo rato, observé que se comportaba
de modo distinto, hasta podría afirmar que era una
gallina más feliz, y cuando me quise dar cuenta, la
había perdido de vista. Pero un cacareo lejano llegó a mis
oídos. Me dejó en vilo y muy apenada cuando la divisé
magullada y herida por un cepo; me sentí culpable.

Como no lograba conciliar el sueño, salí a dar un


paseo, y, ¿a que no sabéis qué? Pillé a la gallina rega-
lando huevos auténticos y digo auténticos porque sus
huevos de oro no lo eran realmente, lo que la muy
desalmada los maquillaba. Ahora entiendo el sabor
amargo que dejaban... Así que la gallina de los huevos
de oro resultó ser la gallina de los huevos maquillados
de oro que sabía poner huevos auténticos, pero no quería. 

Como el corral estaba dedicado en exclusiva a ésta,


para que campara y correteara a sus anchas, lo he cerrado.
Y justo cuando echaba el cierre, muy apenada, la vecina
de la granja cercana me llamó para decirme que la
había visto.

Me dijo: “Pobre tu gallinita de los huevos de oro,


lleva horas sentadita, solitaria e inquieta, esperando a
que vengas a buscarla. Creo que tiene hambre y frío”.

Sin dudarlo le contesté: “No querida vecina, no


espera por mí, ella abandonó la granja de forma volun-
taria, rechazó el alimento, las proteínas, el cariño y
todo un corral para ella solita. Y como nunca cerré la
puerta de la granja para que ella pudiera entrar y salir,
no huyó, simplemente hizo uso de su libertad. Ella ya
sabía que lo que le esperaba ahí fuera era incierto, pero

112
decidió volver a ser una gallina salvaje por miedo a que
un día pudiera hacer con ella un caldo. Prefirió herirse
con cepos, acabar desplumada, pasar hambre y fatiga
hasta quedarse en los huesos y perder la cresta, antes
que confiar”.

Por todo ello, queridas vecinas, he cerrado el corral


y he decidido dedicarme a mi verdadera vocación:
plantar calabazas. De momento me va muy bien pues
la tierra es fértil y tengo buena mano. He cosechado
unas calabazas jugosas y enormes, tantas, que ando
repartiéndolas por doquier. Así que si queréis hacer un
buen pastel de calabaza, una deliciosa crema, o lo que
se tercie, no dudéis en contactar conmigo”.

Y así podría resumirse mi historia con el gallina de


Mateo y su guitarra, al que di proteínas (sexo) para que
fuera al corral (relación) creyendo que se trataba de la
gallina de los huevos de oro (hombre de mi vida). No
podía culpar o juzgar a la supuesta gallina de los
huevos de oro, porque, en cierto modo, y para que acabara
de entender aquella historia y la mirara y viera como
debía, yo estaba haciendo lo mismo, ahora; con ÉL.

113
CAPÍTULO XXIX

HUYENDO

Nuestras peleas cada vez adquirían mayores


dimensiones y con ellas, las sacudidas. Pero cuánto
más discutíamos, más fuerte era la atracción que nos
volvía a unir.

Trató de dejarme, traté de dejarle y, sin embargo, no


pudimos.

En uno de nuestros innumerables “se acabó” decidí


que era el momento perfecto para hacer la maleta,
coger un avión y desaparecer. Fue una huida en toda
regla.

Me sentía desgastada y que, nuevamente, me estaba


fallando a mí misma. Me confundía sin límites querer
estar lo más lejos posible de ÉL y al mismo tiempo, no
concebir mi vida sin estar a su lado. Oficialmente, me
encontrada perdida otra vez, revolviendo en mi sótano
y con apenas, la luz de una pequeña vela.

No entendía nada. Era incapaz de hilar en una frase


el estallido de sentimientos que había en mi interior.

114
No tenían nombre, eran completos desconocidos para
mí. Sólo sabía que por momentos, me sentía la mujer
más feliz del planeta y por otros, la más desdichada.
Quería estar con ÉL, dejarme llevar y disfrutar de lo
nuestro, pero no me atrevía, me reprimía y limitaba
pensando en el futuro y en la posibilidad de un final.
Me negaba a aceptar mi miedo a una nueva decepción
amorosa “estando sin estar”, mas no podía evitar
implicarme y sentir. Mi corazón y mi mente estaban
en conflicto, y como yo no sabía siquiera que así era,
contesté al siguiente test: “¿Tienes alma de rubia o de
morena?”. Según la revista Cosmopolitan, tenía alma
de rubia. Esclarecer ese dato, tan trascendental, no me
sirvió para nada, así que busqué un test online sobre
la bipolaridad.

Tras cerciorarme de que no tenía que chupar la batería


del móvil a fin de obtener el litio necesario para
controlar mis estados de ánimo, consideré mi viaje
como una oportunidad para aclararme.

Esperaba que una voz desde el otro lado me guiaría


al estilo Poltergeist hacia luz, porque yo misma me
había declarado incapacitada para cualquier labor que
tuviera que ver con ello.

Quizás huir no era la mejor opción, pero tampoco


continuar machacándonos hasta que uno de los dos
yaciera en el resbaladizo suelo que pisábamos. Y si me
estaba permitido huir de algo, era precisamente de eso.

115
CAPÍTULO XXX

LA CRISIS DE LA CONFUSIÓN

Se me llenó el alma en cuanto se dibujó la silueta


de mi tierra sobre el mar azul y volvió a henchirse de
un placer sin límites al abrazar a los míos. Los había
echado muchísimo de menos.

Mi grupo de amigas estaba inmerso en las maniobras


pertinentes para acabar nuestros disfraces y el Carnaval
tocando a la puerta. Relatar mi relación con ÉL era
imposible, así que les hice un esquema para que pudieran
entenderlo: otro “ni contigo ni sin ti mis penas tienen
remedio, contigo porque me matas, sin ti, porque
muero”. No era así exactamente, ni remotamente, pero el
eslogan en el que lo sinteticé, hizo que no quisieran
conocer los detalles y me ahorrara cantidades industriales
de saliva.

La primera noche que salimos bebimos, reímos, bai-


lamos y sonó la guitarra. Ahí estaba: Mateo, Marcos,
Lucas y Juan. El evangelio al completo. Y yo… Yo en
estado comatoso.

116
Se aceleró mi pulso, un grito en mi interior hizo que
agarrara fuertemente la mano de una amiga y le pidiera
huir despavorida. Accedió sin preguntas, mi cara debía
ser un poema de Bécquer. Ni todo el alcohol que llevaba
encima, ni mi disfraz, ni el tiempo que había transcurrido,
habían sido capaces de enfrentar el mero hecho de
verlo. Vomité.

Me quedé apoyada en una pared tratando de no


moverme ni un solo milímetro en lo que mi amiga iba
en busca de las demás, pero la pared adquirió vida propia
y comenzó a bailar al son de la música. Empecé a rezar
para que se detuviera y se comportara como una pared
normal: “Por favor, por favor, Dios, que se esté quieta”.
Dios no me hizo ese insignificante favor, la pared iba
por libre. Mi equilibrio y yo nos divorciamos cuando
sonó Carnaval, Canaval de Georgi Dann, y acabé en el
suelo como un chicle sin sabor. Desde aquella perspectiva,
las visiones inquietantes iban en aumento. No obstante,
hubo una que se llevó el oro y que no describiré por
educación. Tras ella, entendí que no podía caer más
bajo e hice acopio de valor: respiré hondo y trepé con
mis manos por la escurridiza pared tratando de implorarle
auxilio. Una sevillana con barba me elevó mágicamente.
Me recompuse.

—¿Estás bien?

—Sí, me apetecía sentarme un rato. —dije tratando


de recuperar algo de amor propio. Por suerte, la sevillana
con barba y yo no volveríamos a vernos, y si así era,
probablemente, no sería como abeja Maya y sevillana
con barba.

117
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero bajo mi dudoso
criterio a mi amiga le había dado tiempo de encontrar
a Wally y a toda su familia.

Una vez juntas, mi disfraz cobró fuerza y el panal y


yo seguimos nuestra ruta. Volví a vomitar sobre los pies
de un desconocido. Me encontré mejor.

Insistieron en llevarme a casa, y yo insistí más en


quedarme. El jodido Mateo me había fastidiado muchas
noches y esa no iba a ser una de tantas. Ante mi firme
resistencia a irme, me dieron de comer. Comí, me bebí
un Red Bull, que da alas, y volé. Superado el momento,
tocaba pasarlo bien, pero… la vida quería que aquel
encuentro se produjera esa misma noche y me tocó
escuchar el evangelio según San Mateo que rezaba así:

—¡Mira quién está aquí…! ¡Qué bien te veo! Yo con


estas pintas y tú tan guapa…

Me dieron ganas de convertirme en un tiranosaurio


y arrancarle la cabeza de un bocado. Sin embargo,
decidí dejar la metamorfosis para otro momento y
seguí siendo humana y mujer.

En su segundo intento por bailar conmigo me di


cuenta de que no soportaba la idea de que me rozara.
¿Y si sólo le arrancaba una oreja en plan Mike Tyson?

Cuando por fin hice de tripas corazón, lo miré a los


ojos. ¡Mierda! Un escalofrío me recorrió el cuerpo; no
era pasión, amor ni nada parecido. Era una puta. Iba
disfrazado de pendón desorejado. Me dieron ganas de

118
volver a vomitar, en cambio, me contuve, hubiera
quedado feo.

El buitre se quedó merodeando al acecho, podía oler


mi sangre y era cuestión de tiempo que pudiera meterle
mano a mi cadáver. Decidí que el coma estaba más que
justificado y seguí bebiendo. Recuerdo reírme sin parar,
perder las antenas, las alas, un pulmón por fumarme
un cigarro tras otro, y… puede que también, un poquito
de dignidad, porque al día siguiente, me venían
flash-back a la cabeza llenos de besos.

Me sentí como la protagonista de La letra escarlata.


Volví a ser la gallinita de los supuestos huevos de oro,
huyendo del corral en plena noche, buscando otras
proteínas por miedo y maquillando huevos.

Me di un baño mientras mi amigas aún dormían la


mona por toda la casa, pero ni toda el agua del mundo
conseguiría desprenderme del aroma a infiel que rebo-
saba. Teóricamente, ÉL y yo lo habíamos dejado, como
otras tantas veces, aunque sabíamos que íbamos a volver,
vamos, que aquello no había sido una ruptura, sino
una más de nuestras peleas. Entonces, recibí un mensaje
que esperé durante mucho tiempo y que llegaba tarde,
tan tarde que no llegaba bajo la forma antigua de SMS,
sino de WhatsApp, pero llegaba.

—“Me encantaron tus besos. Te he echado de menos”.

¡Mateo sabía escribir! Y no sólo había sido él


mismo, bajo su propia iniciativa, quien lo había escrito,

119
sino que le había dado a la tecla de enviar y para más
inri, lo que decía en él me parecía bonito. Me pellizqué
para comprobar que no era un sueño. Y en ese momento
descubrí que estaba en plena crisis; la crisis de la
confusión.

Volvía a existir una clara división en mí. Por un lado,


esas escuetas palabras habían esbozado una sonrisa en
mi cara y habían hecho que mi corazón se marcara un
pasodoble. Por otro, lo que sentía por ÉL, nuestra relación
y nuestro futuro juntos, se dibujaba en un tribunal listo
para sentencia ante el incumplimiento de mi libertad
condicional. Y como siempre una tercera parte, quería
mirar a las otras dos como si no las conociera de nada,
pero le era imposible. Se culpaba y fustigaba por lo que
la contrariedad de ambas suponía, susurrándome al
oído, “¿por qué te haces esto?”.

120
CAPÍTULO XXXI

CRIMEN Y CASTIGO

Me sentía escoria, la peor persona que podía habitar


el planeta, y encima, mi móvil sonaba anunciando la
llamada de ÉL. Miré a mi alrededor, sólo me faltaba
cantar discretamente “tralaralará”, y en el sexto tono,
descolgué. Fue una conversación fría y distante, al
menos por mi parte, necesitaba que así fuera para aliviar
el sentimiento de culpa que me había impuesto y que
sólo podría arrebatarme la honestidad. Y con la primera
persona que debía ser honesta era conmigo misma.
Pero me empeñaba en mentirme, en repetirme que ÉL
y yo no estábamos juntos, incluso en escudarme en que
en ningún momento tuvimos una relación como tal.
¿Qué atajo de sandeces era eso? Mi ego estaba luchando
por su supervivencia y me estaba lapidando en vida.

Barajé la idea de una confesión sincera en busca del


perdón. Pero no creía que ÉL tuviera nada que perdo-
narme, en todo caso, debía ser yo misma quien dejara
de castigarse y se perdonara. Porque todos cometemos
errores y nadie puede presumir de tener cum laude en
la vida.

121
Para perdonar, habría que culpar primero al ego.
Cuando perdonamos a alguien, somos soberbios, nos
creemos en la supremacía de absolver a quien nos ha
ofendido de alguna manera. Y si nos han ofendido,
hemos otorgado un poder a otro para que lo haga, ya
que de no ser así, no lo hubiese hecho. Por ello, es a
nosotros mismos a quien debemos perdonar, porque
hemos sido nosotros quienes le hemos dado cabida a
la ofensa. No es un hecho en sí el que nos ofende, o
una persona con su mera presencia, sino la interpre-
tación que hacemos de ese hecho o cómo vemos a esa
persona. Vuelvo al tema de la reacción que contamina
y la acción que libera. Cuando perdonamos a otro
nos desprendemos de nuestra responsabilidad, se la
legamos para sentirnos mejor, para no ver que te
ofenden porque te ofendes. Reaccionamos. Sin
embargo, si vemos el hecho en sí, con la mirada apro-
piada y aceptamos, no nos sentimos ofendidos, no
otorgamos el poder de ofendernos y por tanto, la
necesidad de perdonar o ser perdonados. Es pasividad
en estado puro, la pasividad depende del exterior,
mientras que la aceptación abre puertas, las que nos
dicen que es más importante modificar la mirada
sobre lo que nos ocurre, que cambiar el acontecimiento
en sí. La mirada interior es la única capaz de modificar
el acontecimiento exterior, pues todo depende de la
óptica con que se mire.

No podía contarle nada por teléfono y tampoco


sabía si iba a ser capaz en un cara a cara. Hacerlo suponía
admitir lo que había hecho y decir en voz alta tres
veces Bitelchus.

122
Me confesé como la autora del peor de los crímenes
y la culpa me concomió como un ejercito de termitas
devorando una madera.

Me castigué por mi delito negando lo que éste suponía


para mí: averiguar qué sentía por Mateo.

123
CAPÍTULO XXXII

MANIPULACIÓN

Paralelamente a mi acto delictivo y para reforzar


la experiencia, mi presencia en la isla provocó cierto
revuelo. No había que llamarse Sherlock ni apellidarse
Holmes para saber que la limpieza de amistades que
había realizado tiempo atrás, tarde o temprano, causaría
estragos: recibí el mensaje de una falda, de la que me
había desecho tras haberme acompañado durante casi
media vida, aderezado por los dimes y diretes propios
de la situación.

La existencia de ésta en mi guardarropa era absurda.


Siempre que trataba de ponérmela, me hacía daño. Me
quedaba apretada, me hacía un culo horrible, era difí-
cilmente combinable y la tela me provocaba una urticaria
que me duraba semanas. La decisión de desprenderme
de ella y del tortuoso apego que me vinculaba a la
misma no estuvo basada en el orgullo o la soberbia,
sencillamente, no me valía y poco a poco fue relegada
a cajones secundarios hasta el punto de acabar metida
en una caja, ocupando un espacio en mi trastero que
empezaba a necesitar.

124
La cuestión era simple: aquella amistad había sur-
gido por mutuo interés, no había sido fruto de la mágica
conexión que une a las personas y había estado dominada
por la mente y no por el corazón. Aunque por momentos
sí llegué a creer que era sincera, la realidad reflejaba lo
contrario.

El hecho de relegarla a otros cajones secundarios


había supuesto una especie de pique, pues la falda
carecía de su propia valoración y requería de una estima
externa que yo no podía proporcionarle, por lo que la
pataleta se camufló a través de continuos mensajes a
destiempo, que trataban de mantener algo que, ya, ni
existía.

Como no formaba parte de mi fondo de armario,


cuando la encontré escondida en él, la metí en una caja
y la bajé al trastero. Y cuando me decidí a limpiar el
trastero en busca de espacio, la regalé. Y esa donación
confirmada con mi visita fugaz a la isla, provocó una
ola de ira que pretendía proclamarse victoriosa de a
saber qué.

Si me pongo en el lugar del ego de la falda comprendo


el berrinche. No obstante, yo no veía el hecho desde
el ego y sí desde mi corazón. Agradecía enormemente
su paso por mi armario, aunque no fuera de mi talla o
me quedara mal, hizo su labor: evidenciarme que no
era para mí, que no me favorecía en absoluto y que no
debía empeñarme en un usar una talla distinta a la
mía. Esa falda sería perfecta para otra persona y
concedernos esa libertad mutuamente, era un hermoso
regalo.

125
Admitir que no somos importantes para alguien es
una cuestión, que desde la mente, se torna sumamente
difícil de aceptar, ya que, automáticamente, la asocia-
mos a nuestra autovaloración. Si consideramos que
alguien nos infravalora, nos sentimos frustrados, nuestro
ego se siente amenazado y comenzamos a proyectar en
el otro, causante de todos nuestros pesares, nuestro
malestar, y entramos en el contaminante juego de la
manipulación.

Desde la mente, si demandamos algo y no lo obte-


nemos, quien no nos lo proporciona, se convierte en el
malo de la película. Y para que haya un malo, tiene que
haber un bueno, una víctima y un verdugo. Ahí es
cuando la manipulación a través del autoengaño, hace
acto de presencia y comenzamos a interpretarlo todo
de forma que nos ayude a que el malo sea más malo y
nosotros más buenos.

En una ruptura sentimental, como norma general,


las versiones de las dos partes suelen ser contradicto-
rias, pues ambas se sienten víctimas y por tanto, son
el verdugo del otro respectivamente. En ese caso, el
fallecimiento de una amistad por causas naturales, al
igual que en otros, nos negamos a llamar a las cosas
por su verdadero nombre, pues hacerlo implica quedar
por debajo o aceptar algunos de esos miedos que
escondemos bajo enormes capas de chapa y pintura.
Es mucho más fácil y cómodo buscar excusas, explica-
ciones o motivos ajenos..., culpar a otros, escuchar y
creer lo que nos cuentan sobre alguien “que nos ha
hecho sentir rechazados”, para que esa vocecita que

126
creemos es parte de nosotros o nuestro verdadero YO,
se contente y se quede tranquila haciéndonos sentir
que llevamos la razón. Razones que nos engañan y que
nos atan un tupido velo en los ojos impidiéndonos ver
la realidad, que nos hacen sentir seguros, protegidos, a
salvo.

Es muy cómodo legar la responsabilidad a otro de


nuestros propios actos e inventar verdaderas películas
de ciencia ficción a fin de quedar por encima y hacer
ver a los demás que somos más valiosos, que somos
mejor persona, y otros no. La eterna dualidad del
bueno y el malo que esconde la verdad de las acciones
que se realizan: que los gritos, son señal de la debilidad
de quien los emite; que la humillación, es señal de
pobreza interior; que las mentiras y calumnias, envidia;
y la agresividad, inseguridad.

Es absurdo entrar en esas guerras de palabras donde


se le da la vuelta a la información a fin de captar adeptos
y donde se deja a un lado la verdad siendo esclavo de
supuestas necesidades que nos quieren hacer creer en
cuentos chinos para poder dormir tranquilos cada
noche. Lo que no es absurdo, es hacer introspección e
interiorizar los hechos eliminando la necesidad de que
otros o el exterior, nos de la razón. Porque con quien
te levantas y te acuestas cada noche es contigo mismo,
y lo que haces a otros, te lo haces a ti, tus comporta-
mientos dicen quien eres, nunca quien es el otro. Sin
embargo, la tónica habitual es la contraria, reflejando
que, ciertamente, no te atreves a mirarte al espejo, no
eres capaz de admitir, aceptar o responsabilizarte,
porque al igual que una relación de pareja no se da si

127
dos no quieren, los amigos no lo son si alguno de los
dos no lo desea. Y no por eso es malo quien no se enamora
de ti ni perverso quien deja de contar con tu amistad.

No creo necesario herir a quien nos ha herido,


mostrar indiferencia o tratar de sentirnos aliviados creyén-
donos todo aquello que le convenga a nuestro rechazo.
No creo necesario invertir tiempo, esfuerzo o energía
en tratar de dar vueltas a una historia acabada para
decir que fuimos nosotros los buenos o quienes
decidimos en lugar de otro. No creo ser perfecta y
admito haber entrado en el juego de la manipulación
mil veces, pero me alegro y celebro ser capaz de volver
mi vista atrás y no tener necesidad alguna de alimentar
mis propios miedos desvalorizando gratuitamente a
una persona en pro de mí misma.

Por ello, nunca valoré la opción de contestar el mensaje


que el ego de aquella falda me había enviado y que
subliminalmente contenía la frase: “Te perdono la
vida”. Tampoco emití un comunicado de prensa. Estaba
en paz. Aquella amistad había tenido sus buenos
momentos, con los que prefería quedarme, y sabía que
el daño que pretendía causar en mí, escondía el dolor
por la pérdida y ponía de manifiesto su necesidad de
mirar en su interior, pues como ya comenté, lo que
hacemos y decimos desvela quienes somos y nunca,
quien es el otro.

No obstante, los reproches no habían hecho más


que empezar y aquel mensaje sólo había sido un pequeño
aperitivo para hacer boca. La cena que le seguía era un
auténtico festín de tres platos, postre, café y licores, en
mi honor.

128
CAPÍTULO XXXIII

LOS REPROCHES

Por un lado Mateo, el cual me llamó por teléfono


de forma voluntaria a los dos días del incidente carna-
valero, me reprochaba desde el conocimiento. Dada la
adicción de ÉL a Facebook, en mi perfil lucían decenas
de fotos en las que me etiquetaba: ÉL y yo de casita
rural, en la bolera, en el teatro, en El Retiro… Cantaba
y cantaba Alejandro Fernández su Canta Corazón.

Suponía mi reciente relación y estaba ansioso por


las proteínas. Corrijo, por la información. ¡Maldita
fábula!

Me sentí un objeto de su propiedad del que se ne-


gaba a desprenderse, aunque no lo quisiese para nada.
Volvía a resurgir con fuerza su complicidad con los
moros: “Tú sólo conmigo, yo; con todas”.

Cuando descolgué y oí su voz, mis hormonas pro-


tagonizaron su propio 23 de febrero de 1981. Pero
como aquel golpe de Estado, fue un intento fallido. En
cuanto comenzaron a llover las balas volví a la realidad

129
de un plumazo, cayéndome de la nube en la que estaba
columpiándome. ¿Iban en serio sus reproches? ¿Cómo
se atrevía siquiera a...? ¡Vamos! Cuando él había…
¡Protesto! Me invadió un enorme deseo de levantar mi
dedo corazón e invitarlo a subirse encima para que
contemplara la majestuosidad del Teide, pero, por
suerte o desgracia, no lo tenía enfrente.

A los cinco minutos volvió a sonar mi móvil. Durante


el tiempo que “estuvimos juntos” no me telefoneó ni
una sola vez, y ahora, sus llamadas venían de dos en
dos, como los donuts. Durante algunos segundos me
asaltó la idea de que, a lo mejor, había encontrado por
fin una tarifa decente, pero en cuanto fui consciente,
mi mente abandonó la inútil defensa de su santidad.
Ahí estaba doña evidencia tocándome las narices:
Mateo no me había llamado antes porque no le daba
la realísima gana. Me enfadé. Y cuanto más sonaba
Somewhere over the rainbow anunciando su llamada,
más irónica me parecía la estampa. Decidí no descolgar
y ahorrarme una conversación que habría conseguido
enfadarme más y que, al acabar, habría hecho que me
enfadara aún más si cabía por haberme enfadado
tanto. Pero, realmente, no estaba enfadada con Mateo,
sino conmigo. Me convertí en la típica guiri que termina
maldiciendo su siestecita en la Playa de Troya al ver
las quemaduras de segundo grado que adornaban su
nariz y espalda.

Por primera vez en mi vida deseé con todas mis


fuerzas tener una gripe que me dejara fuera de combate
durante, al menos, una semana y desconectara mi
cerebro para que dejara de preguntarse hasta por qué

130
Enrique Martín Morales, más conocido como Ricky
Martin, era gay. Empezó a dolerme la cabeza.

Era como si hubiera entrado en mi vestidor y hubiera


dicho: “¡Anda, si están aquí estos vaqueros! Son preciosos,
me encantan ¿por qué ya no los uso? Me quedaban un
poco largos, pero ¡son tan bonitos! ¿Me valdrán?”. Y
al probármelos me los hubiera puesto encima de los
que tenía. ¿Dónde se suponía que estaba “Aguafiestas”
en ese momento? ¿Mis hormonas la habían sobornado
con un viaje a Las Maldivas con todos los gastos pagados
y barra libre de caipiriñas?

En ese momento estaba tan poseída por la necesi-


dad de respuestas que fui incapaz de encontrar la
conexión entre el mensaje de la falda y la experiencia
de ponerme dos pantalones al mismo tiempo. Se trataba
de la misma situación, pero al revés. Y como no lo hice,
me decidí a aceptar que aquel hombre era como era,
que lo que había pasado, había pasado porque yo así
lo quise y consentí y que no quería ni deseaba seguir
haciéndolo. Acepté el hecho de que no era una historia
inacabada ni había finiquitos que pagar. Sólo se trataba
de aceptarla y de cambiar mi mirada y la interpretación
que le daba. Ejem…

Mateo seguiría siendo Mateo y se iría con su música


a otra parte cuando así lo creyese oportuno y según cri-
terios que parecían ser dignos de un Expediente X. Que
me conociera o que lo conociera más o mejor, no iba a
suponer nada, pues no se había dado antes, no había
fluido. Mi dolor de cabeza fue en aumento.

Retomando la metáfora vaqueril, los pantalones que


tenía guardados ponían de manifiesto mi deseo y

131
esperanza de volvérmelos a poner algún día porque me
gustaban muchísimo, pero reflejaban al mismo tiempo
que debía cambiar de talla para poder lucirlos. Y como
no, no llevar otros debajo, ya que de ese modo, me
engañaba a mí misma creyendo que me valían, pues
no los llenaba realmente y requería de otros para poder
usarlos. Tenía que crecer y, para eso, me hacía falta
aprender.

Lo que sí entendí fue que esa historia me había


abierto los ojos a mi incapacidad para amar y para
amarme. Me había llevado a no abrirme por desconfianza,
y como no lo supe ver, estaba contaminando mi
relación actual, llenándola de miedos sin sentido
y rechazando lo que la vida me había puesto delante.
¿Mi creciente dolor de cabeza iba a acompañarme
durante el resto de mi vida?

A los reproches de Mateo, añado los de ÉL tras mi


confesión, que llegó tarde y tras la metedura de pata
de una conocida. Vamos, que ya lo sabía cuando me
sinceré. Me convertí ipso facto en el protagonista de
Friends, Ross Geller, gritándole a Rachel Green que
estaban tomándose un descanso.

Y aunque trató de alejarme de su vida, el imán que


éramos el uno para el otro, no dejó que me fuera muy
lejos. Tras mi regreso a Madrid, recibí un mensaje suyo
que contenía el epitafio de nuestra relación:

—“Tenemos que hablar”.

132
Ese mensaje hizo que deseara meter mi cabeza, para
siempre, bajo tierra. Sonaba a la extremaunción antes
del fallecimiento. Era lo mismo que decirme: “Tenemos
que dejarlo”. ¿Y si dilataba el momento con alguna
excusa? Podía decirle que la compañía aérea había
extraviado mis maletas y pasarme los próximos treinta
y dos años buscándolas, o que el piloto se había
desviado tanto que estaba en Australia y no encontrar
un vuelo de regreso hasta el 2025. ¡No colaría! Y tampoco
podía ser tan cobarde. A lo mejor, por arte de magia,
sus perfectos labios me eximían de la culpa. A lo mejor,
si balanceaba un colgante frente a sus ojos y le repetía:
“Olvídalo”, lo olvidaría, y todo volvería a ser tan caótico
como antes. Sin embargo, ese pensamiento enseguida
cedió su puesto a otro (con igual resultado): aquello iba
a ser un auténtico baño de sangre. Su mirada dispararía
cohetes y su cara de enfado serían tal, que me haría creer
en el fin del mundo. Y si ÉL estallaba, yo también lo
haría, y mientras los dos detonáramos alegremente,
nuestra relación se iría al carajo. No quería que así fuera,
no nos merecíamos ese final. ¡Pero qué demonios…! No
podía adelantarme tanto a los hechos y presuponer que
me dedicaría una maldición condenándome a ver
telenovelas el resto de mi vida.

Cuando nos encontramos su mirada no parecía


querer desintegrarme mediante un rayo láser mortal, al
contrario, sus maravillosos y profundos ojos me miraban
entregados, y deseé sumergirme en ellos para siempre.
Ya no tenía ganas de analizarlo todo y preguntarme qué
pasaría a continuación. Y antes de que pudiera pronunciar
palabra alguna me dijo:

133
—Quiero que estemos juntos.

—¿Qué? —¿Había estado esnifando pegamento?

—Que quiero que estemos juntos. —Acústicamente


lo había entendido, pero era tan inverosímil que me
costaba digerirlo.

—¿Qué? —Me miró desconcertado por mi reciente


sordera o deficiencia intelectual. Lo vi claro: ÉL quería
salvarme, yo quería salvar a Mateo y Mateo quería dis-
frutar del sexo con cualquier mujer.

—Te amo. —Aquellas dos palabras no parecían reflejar


su buena salud mental, pero al fundir sus ojos en los
míos llegaron a mi corazón. Su amor era como el de
Guido por Dora en La vida es bella. No, aún lo era
más. Era tan grande que podía perdonarme. Su ejemplo
me había enseñado que el amor es perdón. Me perdoné
a mí misma también.

Mantuvimos durante tres días seguidos una dura


conversación sobre el tema que acompañamos del vino
suficiente para ser capaces de llamar a las cosas por su
verdadero nombre. Desmenuzamos aquella parrillada
de pescado y pusimos a un lado las espinas de las inse-
guridades, el miedo, la vanidad, y un largo etcétera que
casi nos cuesta la vida.

134
CAPÍTULO XXXIV

“ P A ’L A N T E ” COMO LOS DE ALICANTE

Decidimos poner toda la carne en el asador y disfrutar


de una barbacoa. Hicimos no sé cuántos kilómetros
rumbo a Alicante para cenar con su familia y pasar el
fin de semana en su casa de la playa.

Fue una grata sorpresa. Sus padres, sus hermanos,


sus sobrinos… Eran imperfectamente perfectos, eran
una familia. Una sensación repentina de paz se
apoderó de mí y descubrí a un ÉL nuevo en familia.
Creo que ahí fue cuando empecé a enamorarme. Aunque
probablemente ya estuviera enamorada de ÉL y no era
capaz de darme cuenta o, simplemente, prefería no
verlo.

Dejé de negarme nada y sentí. Lo sentí más que


nunca y a mí con ÉL. Era como Heidi en el capítulo
en que volvía a reencontrarse con los Alpes y el abuelo.
Salvo que yo estaba en la playa, en Alicante, y mi
abuelo no era mi abuelo y encima estaba buenísimo. A
veces, no nos damos cuenta de lo mucho que echamos
de menos algo hasta que no volvemos a experimentarlo.

135
Fue una experiencia muy bonita, llena de sonrisas,
de ilusión, de ganas, de ser nosotros mismos, coger aire
y oxigenar nuestro amor. La renovación que requería
nuestra relación, una relación amena que pronto pasaría
a Orange.

Cuando Charles Dickens escribió: “El mejor de los


tiempos es el peor de los tiempos”, se refería, sin duda,
a nosotros.

No dejamos de tener “encontronazos”, de sacar las


uñas, la escopeta, el escudo y de vez en cuando, ir al
desván a por la vieja armadura de hierro. En ocasiones,
se trataba de una guerra fría y en otras, el armamento
del que disponíamos se quedaba corto. Había algo en
ÉL que me hacía oír el pistoletazo de salida para emprender
mi carrera, pero también, algo que me hacía querer ser
más tolerante, paciente, responsable o lo que coño fuera
para poder seguir disfrutando de su compañía.

En nuestra relación había una delgada línea entre


realidad y ficción que cruzábamos con frecuencia.
Sabía que le amaba, sabía que me amaba, pero ambos
estábamos poseídos por no sé qué.

Tomé mil veces la decisión de dejarlo y de mandarlo


a freír cuanto encontrara en el congelador, sin embargo,
no sé qué extraño plan urdía a mis espaldas el universo,
que fueran cuales fueran los motivos, pasaba un ángel,
se detenía el tiempo, y con sólo mirarnos nos podía el
amor. ¿Pero qué clase de amor era ese?

Lo peor era que, automáticamente, cuando no


estábamos bien, mi pensamiento corría como un

136
paparazzi detrás de un famoso a leer el evangelio. Eso
hizo que comenzara a prestar mucha atención a los
comportamientos previos a una disputa, y cuando intuía
que íbamos a discutir, huía a mi “zona de control” o lo
que es lo mismo, a encerrarme en mi casa muy lejos de
ÉL. De ese modo, mataba dos pájaros de un tiro: por
un lado, evitaba que ÉL removiera en mí lo que
debía remover, y al mismo tiempo, cerraba los ojos
para no ver la película que se proyectaba sobre el apóstol.

Estaba absolutamente perdida, despistada, agotada…


Y tras un sueño, en el que al abrir mis ojos mi mano
derecha se fue directamente a examinar mi pecho
derecho, pedí cita urgente con un ginecólogo.

Cuando me quise dar cuenta, la etiqueta que le habían


vuelto a poner a mi “egregor” me había llevado a estar
en mi tierra natal, con mi médico y amigo enfrente,
escuchando la misma retahíla.

Y volví a repetirme: “Pa’lante como los de Alicante”.

137
CAPÍTULO XXXV

DECISIONES

ÉL no lo llevó bien, en un principio se alejó tanto que


ni siquiera pude contar con su apoyo. Después se volcó
en exceso y me sentía como si llevara una camiseta tér-
mica, jersey de lana, abrigo de paño y bufanda en pleno
mes de agosto. ¿No conocía el término medio?

Seguimos discutiendo y subiendo el tono de nuestras


disputas cada vez más, si no era por una cosa, era por
otra, pero había un denominador común; no nos
soportábamos.

Había momentos en los que me parecía tener una


versión exaltada del mismísimo Hitler frente a mí, lo
odiaba hasta límites insospechados y luego me malde-
cía porque lo amaba sin límites, preguntándome si no
padecería el síndrome de Estocolmo.

No podía entender sus reacciones desmesuradas


ante lo que a mí me parecía lógico, sano y normal,
tampoco sus estallidos de celos y sentía que no me
ayudaba, sino que me hundía.

138
Me era imposible calificar aquella relación como la
típica de amor-odio. Yo no hacía o deshacía para provocar
reacciones en ÉL. Simplemente era, era como tocaba
ser, era lo que era, un metro sesenta y tantos de mujer
en plena erupción de sentimientos, aceptándose a sí
misma y perdonándose. ÉL era incapaz de verlo, yo
también en algunos momentos, pero cuando se dispersó
la nube gris que había sobre mi cabeza y salió el sol,
fui incapaz de fingir que ese sol no existía.

En esta ocasión le di una buena patada a la medicina


y salí por la puerta grande. Me costó horrores despren-
derme de las creencias, valores y educación recibida.
Como ya comenté, creía más en los remedios naturales,
no obstante, no dejaba de concederle competencias a la
medicina en determinados casos, y éste, se presuponía
uno de ellos.

A veces, hay que quitarse los tacones para poder


caminar, para que la fina aguja que nos alza no se ancle
entre los adoquines de las calles y podamos llegar sin
problemas a donde queremos. Quitarse los tacones
implica desprendernos de algo que nos impide ir al
ritmo que deseamos, que no nos permite correr o marcar
el paso como quisiéramos. Supone liberarse, aceptar
que no se puede andar con ellos y tomar la sabia decisión
de parecer menos alta, ensuciarse los pies e incluso
arriesgarse a ser señalada con el dedo. Es necesario
hacerlo y sentir el tacto del suelo: unas veces agradable
y otras, no tanto. Me quité los tacones y algo en mí
había vuelto a cambiar, ya no era la misma, me había
desprendido una vez más de mi piel y lucía una nueva,
que también debía mudar, pero otra a fin de cuentas.

139
Empecé a mostrar una clara empatía por los reptiles y
sus procesos de muda.

Ahora contaba con una buena aliada: la fe. Creía en


mí misma, en sanar mi cuerpo, en ese “todo irá bien”.

En este mundo en el que vivimos, donde nadie se


detiene, donde los pequeños detalles pasan desaperci-
bidos, los relojes aprietan, las relaciones terminan con
ETS y la gente enferma de cáncer, la única forma de
virvir es teniendo fe. Una fe que consiste en ir dibu-
jando con finos trazos de tinta el mundo que debería
ser, el que queremos que sea. Donde ningún ser vivo
pague por vivir en él y no haya impuesto que grave a
su persona, donde impere el respeto y el amor por todo
y todos, donde quienes somos y cómo nos ven los
demás sea lo mismo, donde lo que sentimos, pensa-
mos, decimos y hacemos, sea lo mismo.

Nunca nadie debería echarse de menos, cerrar los


ojos y esperar a que todo pase, sino vestirse con esa fe
y aceptar cuanto venga, viviendo cada día sin sentirse
enfermo ni prisionero, siendo capaz de admitir que hay
cura y queriendo ser curado.

Era consciente de ser como un árbol frutal, al que


debía podar algunas ramas para que pudiera dar nuevos
frutos. En un principio, puede dar pena y cierta tristeza
arrancar ramas aparentemente sanas, pero hay que
desprenderse de lo viejo para que venga lo nuevo,
hacerte un buen corte de pelo para que las puntas
abiertas o quemadas no te afeen la melena, porque si
no te cortas el pelo, se estanca, y nunca conseguirás el

140
objetivo de llevarlo largo. Y puede parecer ilógico, pues
es fácil caer en el error de pensar que si no te cortas el
pelo en un año lograrás tener una melena larguísima.
Pero… nosotros mismos, como el pelo, necesitamos
cortar, sanear y ver nuestra melena reducida, para
poder disfrutar de una buena mata de pelo. A veces,
necesitamos rozar la muerte para apreciar la vida,
perdernos para encontrarnos, temer para amar.

No sé si me extendí en demasía con las metáforas,


pero tenía que pasar por aquello para poder ser. Debía
aprender a andar antes de echarme a correr.

Tuve miedo, tuve muchísimo miedo y dudé tanto


que creí volverme más loca que en mi etapa de “picos
pardos”. Una vez identifiqué mis temores, los acepté y
me deshice de ellos a duras penas, amainó el temporal
y mi decisión llegó sola. Iba a luchar, pero está vez no
iba a utilizar más armas de destrucción. Mi cuerpo
pedía a gritos que revisara lo que estaba transmitién-
dole, ya no creía que esa etiqueta con nombre de signo
zodiacal fuera azarosa o cuestión de mala suerte, me
encontraba en la misma tesitura porque volvía a estar
en la misma tesitura conmigo misma, no había conse-
guido aprender de la experiencia cuanto debía, llevar a
la práctica la teoría que recitaba de memoria y que
aquello se quedara tan arraigado en mí que ni el Katrina
fuera capaz de tambalearlo.

Volví a tener la sensación de estar contaminada, de


que el ruido me impedía escucharme, de estar a merced
de un hombre al que “aguantaba”, que cedía, y que con
cada acto me deshacía. Volvía a ser un puzle de más

141
de cincuenta mil piezas sin armar y sólo el hecho de
tener que recomponerlo me desalentaba. Me creí débil,
sola, por momentos me di por vencida, deseé que aca-
bara aquel sufrimiento, llegué a sentir que mi cuerpo
ya no me respondía en lugar de escuchar lo que me
decía y volví a ver Mar adentro.

Fue duro, agotador y extenuante, y no me refiero a


volver a ver la película, que también. No me soportaba
a mí misma.

Y ya se sabe lo que pasa cuando uno no se soporta


a sí mismo; no soporta a otros y se vuelve insoportable.
Todo en ÉL me molestaba, me irritaba y me hacía
sentir a disgusto. Si iba porque iba y se venía porque
venía. Si decía blanco y aunque yo pensara, creyera e
identificara ese color, decía negro. No se trataba de
contrariarle o de buscarle más pies al gato de los cuatro
que tenía, estaba en guerra conmigo misma y por
tanto, con todo. Y para enriquecer la experiencia, Él,
tampoco se soportaba.

Dos personas tratando de mantener una relación sin


soportarse a sí mismas, igual a: deporte de alto riesgo.
La ecuación sería la siguiente: (1 - 1) + (1 - 1) = RIP

142
CAPÍTULO XXXVI

UN AÑO Y ADIÓS

Y así pasé un año entero de esta vida, trescientos


sesenta y cinco días, ocho mil setecientas sesenta
horas, quinientos veinticinco mil seiscientos minutos,
montada en una montaña rusa repleta de subidas,
bajadas, giros…

Cuando se acaba un año y se desgastan las hojas del


calendario, no podemos evitar hacer balance, aunque
lo positivo o negativo no tenga un orden cronológico
y dependa más de cómo lo recibamos que del hecho
en sí. No podemos evitar clasificar los años que vivi-
mos en mejores y peores, e incluso, en algunos casos,
escuchar frases tan sonoras como: “Que acabe ya y
empiece otro”.

Si vuelvo mi vista, veo ese año como un año lleno


de malas noticias, de nudos en la garganta, de pérdidas,
de desencuentros con la vida y conmigo misma, de
enfados, de lágrimas… Sé lo que perdí, pero también
lo que gané con cada pérdida. Y en mi balance, como
en el del BSCH, los resultados son siempre positivos.

143
Traté de quedarme con lo bueno, de lo malo, no
podía olvidarme, pero tampoco me acordaba. Sabía
que lo que había vivido, vivido quedaba, que había
aprendido, crecido, mejorado, cambiado... Por ello, me
despedí de ese año, como hay que despedirse siempre,
y como él mismo me enseñó: con una sonrisa, disfru-
tando de él hasta el último segundo y con mucha fe en
mi nuevo calendario.

Mi relación con ÉL había logrado sobrevivir a las


apuestas iniciales que vaticinaban nuestro final en dos
semanas. Un año a su lado dio para mucho y el bagaje
que comportaba dicha experiencia, aún más. Creo que
ambos dimos con mil formas de sobrellevar lo nuestro,
de enfadarnos, de reconciliarnos, de hacernos daño, de
ayudarnos…

Nos fuimos a vivir juntos y cuando todo parecía ir


mejor que nunca, me había desecho de algunos lastres
y aceptado algunas realidades que me negaba a ver,
llegó la definitiva.

La persona que tenía ante mí dejó de embriagarme.


Perdió el mágico y bonito don que le había concedido
el genio de la lámpara maravillosa y se convirtió en una
bella estatua de mármol, fría e inerte.

Seguimos viéndonos para no perder las viejas cos-


tumbres, pero todo parecía estar meticulosamente
medido y analizado. Existía un apego insano y amargo;
un vía crucis en toda regla.

Siempre pude leer en ÉL como si de un libro abierto


se tratara, desde nuestra primera cita hasta nuestro

144
último encuentro. Amé sin esperar recibir, entendí,
pero leí. Leí sus temores, su recelo, su falta de confianza,
sus inseguridades. Y lo que leí me apabulló. Sentí todo
aquello en primera persona, se me quedó pegado en la
piel y en el alma, porque cuanto leí en ÉL, también
estaba en mí.

No había diálogo ni esperanza. Ya no habría más


intentos ni más sentido común aspirando a ser el ganador
de la carrera de fondo. Se había acabado, y yo no me
creía que existiera un punto y final para nosotros. Me
sentía Meryl Streep en Los puentes de Madison justo
en ese momento en que está a punto de bajarse del
coche, roza la puerta sin llegar a abrirla y mira a Clint
Eastwood a través del espejo retrovisor. Ese momento
en el que corazón se baja al estómago y el estómago lo
aprieta en un puño con fuerza y parece que se te va a
ir la vida en ello. Por un lado, mi corazón diciéndome
que era lo mejor y por otro, el gran apego que me unía
a aquel hombre, con una pequeña vocecita, gritando:
“¡Noooooooooooooo!”.

Le hubiera dado mil quinientas oportunidades a


nuestra relación y hubiera vendido mi alma en un
Compro oro de ser necesario, pero ¿dónde estaban los
límites? ¿A dónde íbamos a parar con todo aquello?
No quería quedarme para averiguarlo, no podía sopor-
tar ni una sola discusión más.

Me quería preguntar por qué coño la vida me lo


había puesto delante, pero la respuesta estaba clara:
tenía que aprender a decir NO.

145
Salí de esa relación para ser. Quizás el error más
grande que pueda cometer una persona es dejar de ser
ella misma para amar alguien. Y yo; quería ser sin él.

Me dolía el alma, y no había comprimido, suposi-


torio, cápsula o jarabe, capaz de calmar ese dolor. Creí
tan fervientemente en ese nosotros que tanto me gus-
taba pronunciar, que incluso me imaginé, al fin, madre
de un pequeño churumbel agraciado con la increíble
genética de ÉL.

Era incapaz de conciliar el sueño, Morfeo había


pedido una orden de alejamiento con nombre propio,
un nombre que al pronunciar en voz alta, me arrebataba
la calma.

Si bien es cierto que aunque inicialmente la decisión


de dejarlo fue refutada por mi corazón, mi mente no
se cansó de fustigarme por ello, recomendándome
insidiosa que reculara. Pero la certeza sobre el hecho
llegó sola con el insípido trato que me regaló por Reyes
junto con la infantilidad propia de las fechas. Me ratifiqué
en que nuestros egos mantenían una conversación
entre líneas propia del dolor que nos causaba no estar
juntos y no precisamente por la ausencia de amor, sino
por la ausencia de nosotros mismos.

No sólo le dije adiós a ÉL, sino a Madrid, a mis amigos,


a mi piso, a mis paseos y a la vida que llevé durante casi
dos años. Entoné Te dejo Madrid de Shakira y regresé
a Tenerife.

Y llegó. Llegó en el momento oportuno, cuando creí


que mi brillo se había apagado tanto que carecía de luz.

146
Llegué. Con la decisión que tomé llegué a mi vida, y di
paso a una euforia repentina que finguía ser cautelosa,
pero que no podía.

Se desbloqueó un nuevo poder en mí y entré en un


nuevo nivel del juego. Dejaron de existir los interrup-
tores, el stand by, la sensación de estar en el aire. Me
reencontré, me llené de mí y el dolor quedó tan atrás
que tenía la sensación de que hubieran pasado vidas
enteras.

Ese bonus track inesperado me proporcionó una


nueva visión, un regalo caído del cielo, una lección
aprendida y la capacidad de ver el lado positivo a todo
de forma casi inmediata sin que puedieran adueñarse
de mí los pensamientos o sentimientos negativos,
permitiéndome ser más feliz, más libre, más auténtica.

147
CAPÍTULO XXXVII

HOLA

Dije hola a lo nuevo, que en realidad, ya era cono-


cido, aunque ahora lucía distinto, porque yo era distinta
una vez más y contenía el 88% de cacao puro. Perdón,
de mi YO en estado puro.

Me topé con mis viejos amigos, con el mar... Disfruté


de la magia de mi tierra y me dejé arropar por sus
encantos. Descubrí que mis silencios ni otorgaban razón
ni ocultaban algo, simplemente, eran míos y los prefería
a un sinsentido de palabras que no salían de mí, o lo
que es lo mismo; contestar los mensajes de ÉL hubiera
sido como leer el guión que otro había escrito para mí.

Entendí que aquel hombre, ÉL, no tenía un “problema”


conmigo, sino consigo mismo y que yo no era una
mamá educando a su retoño, ni maestra ni alumna
particular de nadie, que escuchar no implica entender,
comprender o empatizar, que las prisas son malas
consejeras, que quien mucho abarca, poco aprieta, que
no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista,
que más sabe el diablo por viejo que por diablo y todo
el refranero popular.

148
No me hizo daño porque no le otorgué la potestad
de hacerlo. Llegó un momento en que, de forma
automática y natural, dejé de estar sometida a mi necesidad
de necesitarlo. Dejé de ser el saco de boxeo de mis
propias frustraciones y de pagar la alta factura que
extendían mis inseguridades y que mi corazón no podía
ni quería pagar.

De alguna forma me liberé, no de ÉL, sino de mí


misma cuando estaba con ÉL. ÉL no me mantenía pri-
sionera ni me apuntaba con una recortada en la sien,
pero lo estaba. Me sometí libremente a una privación
de mi verdadero YO por amor, un amor que dista
mucho del auténtico, que es libre y empieza por uno
mismo. Pero me alegro, me alegro enormemente de
haber vivido esa experiencia, de haberle conocido, de
haber sentido en algún momento que me rescataba a
mí misma o partes de mí con cada desencuentro, y que,
entre tanta oscuridad, había logrado encontrar las
bombillas suficientes durante todo el tiempo que
estuvimos juntos como para alumbrarlo todo y llegar
a verlo más que claro.

Así deberían acabar todas las relaciones: sin senti-


mientos de culpa, sin “y si… ”. Sabiendo que llegaste
a amar, que diste sin esperar recibir, que no entraste en
juegos ni luchas de poder, que el orgullo, el ego, la
mente y las experiencias no juzgaron, sentenciaron y
condenaron. Sabiendo de sobra quien eres y hasta
donde puedes llegar. Sin sudor, sin lágrimas, sin polvos
para recordar los viejos tiempos, sin apegos, sin odios.

Sé, y no me hace falta corroborarlo, que ÉL a veces


se acuerda de mí, que en ocasiones me añora y se hace

149
preguntas, que de alguna forma también cambié algo
en su interior, que otras tantas, mi recuerdo no es
bueno y selecciona todo lo que puede considerar malo
para aliviar su pena. Pero también sé que si se atreve,
al igual que si yo me atrevo, conocerá de verdad la
palabra amor en su máximo esplendor y será capaz,
entonces, de llevarla a la práctica.

Fue lo mejor para ambos: dejar de ser quienes éramos


cuando estábamos juntos para convertirnos en quien
queríamos ser por separado.

ÉL, quedaba totalmente descartado. ¿Y entonces?


¿El hombre de mi vida era Willy Fog sólo que en lugar
de protagonizar La vuelta al mundo en ochenta días,
era uno de los actores principales de Perdidos?

150
CAPÍTULO XXXVIII

CONJUGANDO EL VERBO TRABAJAR

El tiempo libre comenzaba a pesarme. Disfrutar de


tanto ocio se hacía más duro que leer el BOE para
desayunar. Y aunque hacía deporte, disfrutaba de mis
amigos y de las playas y montes de mi tierra…, me fal-
taba algo. Puede parecer absurdo poder dedicarse tanto
tiempo y contradictoriamente sentir que se pierde de
alguna manera, pero todos tenemos un “don”, algo que
se nos da bien, y deberíamos emplear parte de nuestro
tiempo desarrollándolo, de hecho, tenemos un “don”
para dedicarnos a él. Si esto era así, ¿por qué había
poetas trabajando en un banco? Nos manipulan desde
niños para que la combinación correcta entre hacer
algo que nos gusta, se nos da bien y cubra nuestras
necesidades, no sea posible.

Respecto a ello mucho tienen que ver la educación.


La educación física, por ejemplo, se canaliza
fundamentalmente por el deporte, el esfuerzo y la
competitividad propia del sistema. ¿Qué valores se
inculcan a través de esto? ¿Por qué todos los niños han
de saber o poder saltar el potro, hacer el pino o dar una

151
voltereta? ¿Acaso todos los seres humanos contamos
con las mismas habilidades, destrezas, motivaciones
y gustos?

De niños debemos seguir el programa educativo que


elabora la sociedad adulta y que tiene más en cuenta
sus intereses que los del propio individuo. Nos obligan
a aprender en la dirección que marca el sistema, aunque
dicha dirección nada tenga que ver con nuestras
motivaciones y con nuestro adecuado desarrollo, aunque
nos ocasionen traumas, nos hagan sentir incomprendidos
o menos listos. La educación tendría que contemplar
al ser humano en su totalidad, respetando y permitiendo
el desarrollo de su ser y aceptando las diferencias
individuales. El sistema educativo pone a pintar óleos
sobre lienzos a Einstein y a hacer cálculos matemáticos
a Van Gogh.

En la medida en que se va desarrollando el ego, el


pensamiento toma las riendas de nuestra vida, anclándose
conceptos, prejuicios, ideales, fantasías, autoengaños,
deberes… que terminan convirtiéndose en automatismos,
y son esos automatismos los que nos limitarán el
resto de nuestra vida.

A través del sistema actual se coartan nuestros impulsos


naturales. Estos impulsos tienen que adapatarse a la
dirección que marca la sociedad, lo cual reduce la
motivación e interés por el conocimiento, confundiéndose
con el esfuerzo por adquirir información, renunciando,
en gran parte, a la necesidad de conocernos a nosotros
mismos, porque valoramos más la información y la

152
preparación profesional, que el propio autoconocimiento
y realización personal.

Concluyendo, que soy como una “urraca parlanchina”


de Terrytoons. Debería ser una educación para ser,
para la felicidad, tal y como reconocía el informe
presentado por la Comisión Internacional sobre la
Educación para el siglo XXI de Jacques Delors a la
Unesco, en el que establecía que la educación a lo largo
de la vida se basaba en cuatro pilares: aprender a conocer,
a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser.

Aprender a vivir en relación con la sociedad no implica


someter y moldear la naturaleza genuina de los niños.
La felicidad del ser humano radica en su autenticidad
y no en su automatismo.

Liberarnos de nuestra educación, despresdernos de


“esa cruz” que nos impide movernos correctamente,
lleva más trabajo que resumir un capítulo de Fringe.
Supone despojarnos de muchas creencias. Un verda-
dero combate a muerte entre quienes somos realmente
y quienes creemos que somos.

Por ello, mi profesión había dejado de ser una opción


válida. Cuando lo que sientes, piensas, dices y haces
está en sintonía, lo demás viene solo y dar con mi don
fue fácil. Monté una pequeña empresa con una idea
que parecía descabellada y vuelvo a añadir el refrán,
porque “la ocasión la pintan calva” y le salió pelo,
mucho pelo.

Durante los primeros seis meses tenía el tiempo


justo para llegar a casa y darme una ducha, pero fue

153
apasionante parir algo y que saliera bien, verlo crecer,
dar sus primeros pasos… No me convertí en una adicta
al trabajo pese a dedicarle doce horas diarias, el momento
lo requería y había vuelto a poner a prueba mi fe. Gracias
a ello no me encontré con ninguna pega, obstáculo o
quebradero de cabeza que hiciera que Morfeo no me
visitara a su hora. Todo fluyó en armonía y con alguna
ayuda inesperada que parecía provenir del mismísimo
cielo.

Volví a entregarme al trabajo con la misma ilusión


que cuando empecé a hacerlo tras licenciarme, y antes
de que me visitaran los monstruos habituales: estrés
profesional, ansiedad, hipoteca, crisis de los treinta…,
con la salvedad de que lo que hacía realmente me llenaba
y estaba en consenso con cada célula de mi cuerpo.
Empecé a disfrutar con el trabajo, y cuando pude
permitirme disfrutar de más tiempo libre, lo hice también.

Lancé al universo el deseo de que llegara, ya de una


vez, el misterioso hombre de mi vida, sólo para constatar,
de inmediato, que el universo tenía un curioso sentido
del humor, pues trabajando y por trabajo: la guitarra
de Mateo volvió a sonar. No puedo decir que su sonido
me pareciese la misma música estridente que recordaba
y que hacía que un segundo de reloj se volviera una
hora, porque no fue así. La guitarra de Mateo sonaba
afinada, y la melodía que entonaba, música celestial
digna de un verdadero apóstol.

154
CAPÍTULO XXXIX

MATEO CON Y SIN GUITARRA

Entró por la puerta sincronizándose con un


pensamiento, o mejor llamarlo presagio, que acababa
de tener. No sé por qué extraño motivo, sin venir a
cuento y después de mucho tiempo sin recordar su
existencia en este mundo, me vino una imagen suya a
la cabeza, lo rememoré y hasta pude sentir el tacto de
su pelo o el aroma de su piel.

Tuve una revelación. No era “Aguafiestas” quien


decía: “Huye, sal corriendo”, cuando se acortaban las
distancias. Era mi ego tratando de sobrevivir a otra
ruptura traumática al juzgar el libro por sus tapas. Y la
fuerza sobrehumana a la que llamaba estupidez crónica
y que nos obligaba a seguir con aquel castigo, amor.
Ninguno de los dos fue capaz de envolverse por ese
amor y acabar con sus miedos. Nos dejamos arrastrar
por él. Y pasó lo que pasó.

Su sonrisa me reconfortó y sus ojos volvieron a


llegar a mi alma. No me pregunté por su guitarra o por
lo que pudiera pretender. ¡Era como operarte la vista

155
tras años de miopía! No dependía de unas gafas para
verlo tal y como era, no me engañaba con unas monturas
transparentes o con lentillas, veía con mis propios ojos,
ahora sanos. Comprendí la finalidad de tantas cosas…
Yo veía en él como si de un espejo se tratara, pues no
vemos más que lo que proyectamos en los demás, que
como un espejo, nos devuelven lo que ven. Y vi lo que
fui, lo que proyecté en él, lo que percibió y sintió ante
semejante interrogante de mujer. Reflejé mis propios
miedos, mis propias angustias… Y me atropellé a mí
misma con ello. Ahora no existía nada de aquello, porque
yo era distinta y por tanto, los ojos con que podía ver
al verdadero Mateo.

En algún momento en el que imperó mi verdadero


YO, me até a aquel hombre con la lucidez de haber
visto más allá de sus acciones, mis acciones, y de haber
sentido frente a mí a una persona totalmente opuesta
a la que me mostraban los hechos. Comprendí mis
“idas de bola”, la contradicción entre los sentimientos
y las palabras que salen de donde no han de salir, de
miradas con acciones. Me vi a mí misma tiempo atrás
recitando mis propias mentiras para seguir negando la
realidad, y las mil señales que la vida me mandaba a
través de sueños, encuentros, desencuentros con él, con
su guitarra y con el evangelio.

Ahí estaba; el mismo hombre porque el que me


había jurado no volver a pecar evidenciando mi pecado.
Le di las gracias a la vida.

Nos alegramos, nos sonreímos, y comenzó una


agradable conversación que hacía que rugiera la vieja

156
química que había entre ambos y a la que nunca
permitimos tomar las riendas. Sin darnos cuenta nos
desprendimos del tabú y alargamos aquella charla
tomando algo, nos pusimos al día, y todo fluyó sin
voces incordiando. Bueno, quizás una, la que deseaba
preguntarle cuántos hijos quería tener y contestara lo
que contestase responderle el mismo número.

Y diréis: “Vale, perfecto, ahí está el hombre de su


vida. Pregunta contestada, libro finalizado”. Pues no
señores, aún queda historia.

157
CAPÍTULO XL

CUARENTA Y XL

Cuarenta años tenía Mateo, como el número que


precede a este capítulo, y era un hombre XL.

¿Pude llegar a ver, aquella noche de Carnavales, algo


en él que me llevó contradecirme, a contrariarme, a que
me cayera en toda la cara el escupitajo que había lanzado
al cielo? Definitivamente sí, porque algo ya había cam-
biado en mí y por tanto en él, de ahí su mensaje, un
hecho que antes no se había producido. Ahora, que había
renovado toda mi piel por enésima vez, lo que daba era
más y mejor. Era evidente que yo, ya era capaz de dar y
él podía apreciar, percibir u oler el cambio. Ahí estába-
mos los dos nuevamente, salvo que esta vez no en medio
de un ring peleando a muerte por el título. Ahora
estábamos en sintonía y vibrábamos a la misma frecuencia,
ambos al mismo nivel, con la misma afinidad.

Nuestras conversaciones eran XL, nuestras citas,


nuestras bromas, nuestros orgasmos… ¡Todo XL! Sí,
tuve orgasmos con Mateo, la guitarra estaba afinada,
la música sonó y pasé de ser frígida a su lado a descu-
brir los multiorgasmos.

158
Y os preguntareis: “¿Dónde está la pega?”. Pues
si miras detrás del pósit la encuentras. Aparentemente,
y recalco aparentemente, yo estaba bien. Había vuelto a
respetarme poniendo límites, sin embargo, mi pasado
con Mateo hacía aguas por doquier, y aunque habla-
mos muchas veces sobre el tema, se enmarañaba de
una forma que no nos permitía entendernos. Era como
escuchar en árabe lo que me decía en ruso y contestarle
en chino mandarín mientras pensaba en alemán.

Creí que había logrado que mi ego se quedara calla-


dito y dejara de gobernar y dirigir mi vida. Que había
conseguido liberarme, pero no era así. Continuaba
teniendo un pánico atroz a sentirme vulnerable, a que
se riera de mí, a que me hiciera daño. Estaba reviviendo
un viejo episodio de mi pasado con el sonido de un
arpa de fondo.

Sin quererlo había permitido que mis miedos domi-


naran mi vida otra vez. Había dejado de concederme
el derecho a ser feliz y liberarme de esa voz insidiosa
que no me permitía ser yo misma. No sabía cómo
deshacerme de ella, cómo enfrentarme a aquella situación
sin que la idea de amortizar mis Nike running me
rondara la cabeza.

Sabía de sobra que huir o dejar de verlo no era la


solución, que aquello sólo dilataría más el hecho de
enfrentarme a la realidad y poner cartas en el asunto.
Tenía miedo de volver a pasar otra noche oscura del
alma y eso no hacía más que distorsionar la realidad e
impedirme vivirla.

159
CAPÍTULO XLI

BATALLANDO CONTRA EL EGO

No sólo me enfrentaba a mi ego, sino también al


suyo.

Comencé a documentarme sobre el tema: leí libros,


practiqué ejercicios, vi películas… Nada parecía ayu-
darme; Mateo había desarrollado un mágico y miste-
rioso poder para hacer que me poseyera la imperiosa
necesidad de mandarlo a la mierda.

A veces dejábamos que nuestros egos conversaran


mientras nosotros practicábamos el punto de cruz.
Pero bajo ningún concepto, estaba dispuesta a permitir
que la relación, que por fin manteníamos, volviera a
ser un duelo de titanes, a cual más orgulloso, preten-
cioso y estúpido.

Dejarte llevar por esas voces es fácil, pues te hacen


sentir erróneamente “mejor” al proporcionarte una falsa
seguridad y protección. La mayor parte de esas voces
proceden de creencias originadas por alguna experien-
cia positiva o negativa. Cuando un comportamiento

160
te funciona y alcanzas un resultado, lo repites, pero
¿cuándo deja de ser válida una creencia? Pues cuando
ya no te funciona, cuando no te permite ser tú mismo,
cuando te paraliza y te impide poner en práctica lo que
deseas. En este caso, amar.

Amar a Mateo en un pasado supuso tragarme


Veinte mil leguas de viaje submarino, anularme, llegar
a hacer lo que jamás había hecho, maltratarme… Y
todo para que al final además de puta, acabase apaleada.
Dicha experiencia originó una creencia para salir de
aquello: “Mereces un igual. Él no te ama, juega contigo.
Tú das, él no”. Y como ese pensamiento me ayudó a
seguir, volvía a resurgir con fuerza, enfrentándose con
lo que quería mi auténtico YO.

Deseaba amarle con todas mis fuerzas de forma


incondicional y concederme ese derecho, pero la mente
analítica es incapaz de digerir y entender ese concepto.
Sólo entiende razonamientos lógicos, es incapaz de
aceptar que exista el amor puro, con desinterés, sin un
fin, libre. Siempre añadirá motivos, patrones de conducta,
normas sociales y cuanto sea conocido para ella. La
mente es una incapacitada para el amor, pero el amor
puede controlar a la mente y modificar sus pensamientos.
¿Cómo? Pues dejando que quien tome el control sea
el corazón.

Cuando venían a mí frases como: “Esto no es lo que


quieres”, “volverá a hacerte daño” o “mereces algo
mejor…”, contestaba a ellas como si fuera otra persona
quien me hablara. Naturalmente, no lo hacía en medio
del súper mientras hacía la compra, sino a solas, en

161
casa, y muchas veces no era necesario responderle en
voz alta.

Le preguntaba qué era lo que le preocupaba, qué le


daba miedo, por qué era incapaz de fluir, de permitirse
sentir, de ser libre. Sus contestaciones eran escalofriantes.

Mi ego y yo fuimos tan buenos amigos como la


peste negra y Europa en el siglo XIV. Lo abracé, lo dejé
patalear, gritar, llorar, lamentarse, amenazarme y pasar
hambre, mucha hambre. Le di amor, lo entendí, lo
comprendí y le dije que nada de lo que me decía, me
valía, que no me servía para nada y que él, no era yo.

Había logrado amansar a la fiera que llevaba dentro


y que Mateo tentaba con suculentos chuletones, pero
aún quedaba trabajo por hacer, pues el ego de mi apóstol
favorito me hablaba tan alto que era capaz de escuchar
lo que decía a miles de kilómetros.

162
CAPÍTULO XLII

SU EGO

Al abrazar al niño caprichoso y manipulador que


habitaba en mí, pude empezar a leer con total claridad
en él. Leía el pavor que tenía a sacar ciertos temas o a
decirme algo que pudiera sentarme mal. Cuando lograba
hacerlo, hablarme con la sinceridad que necesitaba, su
miedo le gritaba que me había sentado mal, comenzaba
a crear la ficción de que estaba enfadada, dolida y
molesta por lo que me había comentado, y no contento
con ello, alimentaba ese pensamiento deformando la
realidad, dándole la vuelta a la tortilla, inventando
excusas, esperando y poniéndonos a prueba.

Y ahora voy a ponerme a prueba a mí misma tra-


tando de explicar la experiencia más significativa que
tuve a su lado.

Nos íbamos de fin de semana. Habíamos alquilado


una casita rural en la que ya habíamos estado. Nos
había enamorado a ambos y lo habíamos pasado tan
bien que estábamos ansiosos por repetir la experiencia.

163
Esa noche durmió en mi casa porque nos venía mejor
salir de allí. Cuando abrí los ojos, tenía un horrible dolor
de hombros, concretamente una bursitis, propia del
soportar una situación hasta el extremo de hacerme
sufrir así, con la carga de un ego que no me correspondía
y acumulando la ira que aquello conllevaba en lugar
de expresar abiertamente cuanto leía en él.

Al despertarnos me anunció que tenía que contarme


algo, era algo relativo a una de las numerosas mujeres
que había pasado por su cama y que sobreentendió me
iba a sentar mal o me disgustaría. Aun así, se liberó del
recelo a cómo me lo pudiera tomar, si solo o con leche,
y lo dijo. A mí aquello no me molestó, no me irritó ni
provocó cambio alguno en mi actitud. Y su miedo, al
no obtener la respuesta que esperaba, no aceptó la
realidad. Una realidad que decía: “No pasa nada, no
cambia nada, ¿ves?”. Al contrario, tomó las riendas y
dictaminó: “Le ha sentado fatal y no lo demuestra”.
Esa frase hizo que cuanto hiciera, dijera o no, fuese
trasladado automáticamente al lado oscuro. Su ego lo ma-
nipuló sabiamente en pro de su supervivencia y él dejó
que se nutriera con todos aquellos sentimientos negativos
dándole la razón y dejando que liderara sus acciones.

Continúo. Le comuniqué mi cansancio, mi molestia


y lo mal que me encontraba. Ipso facto su mente lanzó
la siguiente frase: “Está enfadada, ya no quiere ir, no
debiste confesarle nada”.

En cuanto leí los subtítulos que mostraba bajo su


rostro, le recalqué que aunque estuviera incómoda
por el dolor, me apetecía muchísimo seguir con nuestros

164
planes y que seguro, me sentaría mucho mejor descansar
en aquel entorno que en mi casa.

A este intento de acallar sus voces, una de ellas


contestó: “No lo hace por ti, lo hace por ella. No es
que quiera pasar el fin de semana contigo, tan solo
pretende encontrarse mejor y descansar. Te utiliza. Es
una egoísta”.

Ante mi gesto de amor incondicional y de pasar a


su lado el fin de semana pese a que el vaivén hiciera
que mi bursitis empeorara, sus creencias habían logrado
que lo viese como algo pernicioso. Al hacerlo dejó de
ser él mismo quien decidía, quien obraba. Le había
dado el control al ego y por tanto, dejó de escuchar a
su corazón, de hacer lo que realmente deseaba: disfrutar
del fin de semana, dejarse envolver por mi amor y
concederse el derecho a ser feliz. Dejó de amarse.

Y ante eso, ¿qué se hace? La única forma de enfren-


tarse a un ego ajeno es la misma que al de uno propio.

Respeté el espacio que me pidió para ir a correr y


ponerse a leer. Pero, a pesar de ello, las voces seguían
bailando en su mente, tan contentas por la fiesta con
las que les rendía homenaje como La Tigresa del
Oriente recibiendo un Emmy, y haciendo que esperara
hechos, palabras y acciones que eran contrarias a
cuanto solicitó, convirtiéndome en la mismísima Ángela
Chaning con cada una de ellas.

Le ofrecí una copa de vino que llevé hasta donde


estaba, comenté el libro que estaba leyendo, le manifesté
lo bien que me encontraba y lo mucho que me gustaba

165
estar allí con él, sin embargo, esperaba más. Esperaba que
le dijera que me aburría, que lo echaba de menos, que
quería que hiciéramos algo juntos… Empezó a querer
algo que no deseaba, a desear algo que no había pedido.

Su miedo decidió someterme a un examen sorpresa


de demostraciones. Y aunque solicitó lo contrario, se
afanó en darle la vuelta.

Si yo hubiera estado buscándolo o aburrida se


habría sentido mal por estar haciendo una actividad
de la que yo no era patícipe, o intimidado porque no
tenía la libertad de hacer lo que deseaba y había pedido.
Pero si, por el contrario, respetaba su espacio, lo
respetaba a él y su derecho a actuar, era aún peor y
ratificaba su miedo, confirmándole que estaba enfadada,
me pasaba algo, no quería estar allí, pasaba de él, no
me importaba, no lo amaba…

En lenguaje “facebuquiano” el título del grupo sería:


“Personas que dicen una cosa, piensan otra, hacen otra,
sienten otra y… acaban en el psiquiátrico” (me gusta).

Las batallas contra el ego son así; extenuantes.


Cuando escribes las frases que dicta como si estuvieras
cogiendo apuntes en clase, te das cuenta de que bien
podría ser el protagonista de una novela de género
negro (escribiré un libro sobre ello, no vale plagiar la
idea).

Hasta ese momento, el fin de semana no distaba del


último que habíamos pasado en ese mismo lugar. Él
estaba leyendo y yo escribiendo en mi portatil. Cada
uno estaba haciendo algo en lo que el otro no podía

166
intervenir. Lo único que cambiaba era la mirada sobre
el acontecimiento en sí y los pensamientos que dicha
mirada había generado. La inseguridad con la que había
maquillado los hechos, el disfraz que les habían puesto.

No había sido capaz de deshacerse del temor incial


a lo que me confesó por pavor a mi reacción y alimentó
ese pavor con sus pensamientos haciendo que el fin de
semana se convirtiera en una película de Quentin
Tarantino. Su ego lo hacía sentirse mal: por un lado,
debía admitir la cobardía que lo paralizaba para
enfrentarse a lo que se decía a sí mismo y por otro,
aceptar aquellos pensamientos y de dónde provenían.

Interpretaba todo de forma que casara con sus


razonamientos, ideas y emociones. Se hacía daño y me
hacía daño.

Es lógico que se sintiera cada vez peor e incluso que


llegara a verme como un híbrido entre Hannibal
Lecter, Freddy Krueguer y Darth Vader.

Frente a un ego tan fuerte el propio ego se esmera en


saltar a la palestra y madar al PIRS a quien sea. “¡Qué
necesidad de agunatar eso, qué pérdida de tiempo!”

La respuesta siempre es amor. Dejar de escuchar esa


voz y oír a quien debes oír: al corazón, a tu verdadero
YO.

Y eso, lectores cansados de leer las mismas frases, es


amor, por uno mismo y por los demás. No es humillarse,

167
quererse poco, infravalorarse, estar a merced de alguien,
pasar por el aro o ir en contra de uno mismo, sino todo
lo contrario.

Lo que pasó a continuación era más que predecible.

Como ganaba la batalla quien la ganaba, Mateo se


sentía cada vez peor, y como él se sentía tan mal y no
lograba ver más que el color negro difuminado en todo,
decidió proyectarlo en mí. Lo hizo a través de la
indiferencia y de sonoras frases teñidas de desprecio,
ira, e incomodidad. Volvió a tocar desafinadamente su
guitarra. “¿No puedes bajar el volumen de la televisión?
¡Intento descansar…! Me molesta la luz… ¿No puedes
estarte quieta en la cama…? ”.

Esas frases que trataban de provocar malestar en mí


reflejando el suyo propio, aún alimentaban más a su
ego y lo hacían sentir peor, pues a él le decían: “Qué
egoísta es, no piensa en que tratas de descasar y te
puede molestar la tele, no piensa más que en ella, no
te quiere…, ¡sólo pretende fastidiarte!”.

Hasta ahora, he sido como un refresco bajo en


calorías, muy light a la hora de narrar ciertas cosas,
pero el ego merece una reflexión más profunda, pues
es quien ocasiona nuestro malestar, nos manipula, nos
arrastra… Nos hace infelices, pobres, autómatas…

El ego de Mateo era el Mateo que había conocido


en estado puro tiempo atrás.

Tuve que concederle cierta razón a las palabras que


mis amigas de aquel entonces me regalaron y como no,

168
de la vidente que jamás visité. Ese hombre estaba tan
agarrotado por el miedo, que la posibilidad de que
se orinara encima, defecara, o tuviera su primera
menstruación, era de un elevado porcentaje.

Inevitablemente me teletransportó a un pasado


demasiado doloroso como para ser revivido, a una serie
de más de cien capítulos que me negaba a volver a ver.
Pero tuve que tragarme el serial sin palomitas y aquello
no era como ver por vigésima cuarta vez un capítulo
de Friends o de Sexo en Nueva York. Aquello suponía
revivir la muerte de Chanquete una y otra vez hasta
que hiciera efecto la anestesia por sobresaturación
emocional.

Hasta la mismísima corona que no llevaba puesta


se sacudió ante semejante seísmo.

La filosofía Zen dice que el único camino a la felici-


dad es vivir el momento sin preocuparse por el futuro
ni el pasado, el famoso aquí y ahora. Pero no encontraba
un ápice de felicidad en disfrutar de aquel instante y si
no trataba el tema, no habría futuro por el que
preocuparse y moriría pobre y sola. No tuve más remedio
que sentarme frente a él y evidenciar lo que estaba
pasando. Que me tomara por loca, adicta a las flores
de Bach o por una “perroflauta” fumada, era lo de
menos, o tal vez, lo mejor que podía pasarme. Su ego
le impedía disfrutar de nuestra relación, le hacía ver lo
que no existía y lo empujaba a crear una realidad
paralela en la que se encontraba cómodo, seguro y
protegido. Le era más fácil pintarme ante sus ojos
como la mala malísima del cuento que ver amor donde
sí lo había.

169
Mateo hizo lo mismo que la ruedita de colores que
misteriosamente se apodera del cursor de mi Mac;
tomarse todo el tiempo que le fuera necesario para
digerir la sobredosis de información que acaba de recibir.
Hice acopio de paciencia, sin embargo, después de
observarle durante más de treinta minutos en estado
catatónico, decidí intervenir y comprobar sus constantes
vitales. Barajé la idea de pintarme un bigote en la cara
con tal de que se riera, pero tras mi charla, hacerlo
hubiera sido obligarle a que me colgara el cartel de
chalada mayor del reino.

Evidenciarle a una persona lo que ocurre y sacar a


la luz las frases que rondan su mente, no es precisamente
una idea poco arriesgada. Y, aunque me dio la razón
en todo lo que dije, sabía que Mateo, nada más abandonar
la casa, pondría la máxima distancia posible de mí y
de donde viviera. Había sido como la batalla del
Guadalete, el final del estado visigodo y de nuestra
relación.

No me equivoqué. Aquella velada fue la última que


compartí con él, o mejor dicho, con su cuerpo, porque
el verdadero Mateo había emprendido un verdadero
viaje astral. Nuestra relación había sido tan efímera
que una estrella fugaz nos vio y pidió un deseo, una
llama intensa pero breve, como la luz de una vela.

Creí que sintonizábamos la misma emisora local, no


obstante, aquello, necesario para ambos, puso en evi-
dencia la realidad y me susurró al oído que ni Mateo ni
el rastro de humo que dejó en su sprint, eran para mí.

Si cada cerrojo tenía una llave, definitivamente, yo


era una puerta cerrada.

170
CAPÍTULO XLIII

TODO FINAL ES UN COMIENZO

Todo final es un comienzo; la oruga que da paso a


la mariposa.

Cada pérdida supone un luto y un avance. Hay que


llorarla y celebrarla al mismo tiempo. De alguna forma
nuestro apego hace que sintamos que perdemos una
parte de nosotros mismos, y así es, dejamos atrás algo
o a alguien, pero siempre con un maravilloso fin; evolu-
cionar. Y debemos celebrar ese cambio y el aprendizaje
que nos ha aportado vivir dicha experiencia. Permi-
tirnos el dolor, la rabia, la ira, cualquier sentimiento
que aflore y lo demás, vendrá solo de la mano del
tiempo.

Mi experiencia con Mateo, aunque de alguna manera


suponía haberme tropezado con la misma piedra con
la que me arriesgué a tropezar, me había aportado
tanto que apenas había lugar para el arrepentimiento,
la culpa o el desengaño. No me sentía como años atrás,
en los que mirarme al espejo era algo que no pensaba
hacer hasta transcurridos diez años.

171
Había enfrentado, por fin, nuestra historia y me
había redimido. Por vez primera fui tan libre como
para hacer lo que sentía sin temor a las consecuencias,
no había devuelto la bofetada, no me había dejado
poseer por el orgullo, es más, ni siquiera había contenido
o reprimido mis palabras y sentimientos. No podía más
que estar agradecida por la inesperada reconciliación
conmigo misma que había supuesto y tenía ganas de
entonar el “ioleréjijú”, al mismo tiempo que ansiaba
deleitarme con la banda sonora al desamor más grande
que había vivido.

Poco después, recibí un email del susodicho dándome


las gracias y pidiéndome disculpas. Le regaló a nuestra
historia el final que merecía, porque cuando existe un
diálogo verdadero se avanza hasta alcanzar el equilibrio,
la tranquilidad aumenta, se refuerzan los lazos, crece
el amor y se acortan las distancias con uno mismo. Lo
que supone tener la conciencia tranquila, el alma
limpia y el corazón abierto.

Mateo pidió un traslado en su trabajo de dos años


que se convirtió en toda la vida y acabó fijando su
residencia en Escocia, en compañía de una jovencísima
ucraniana con la que contrajo matrimonio tras un corto
noviazgo. Si la susodicha necesitaba el permiso de resi-
dencia, ¿por qué no se casaba con un escocés y dejaba
en paz a mi Mateo? Es más, ¿qué hacía Mateo prestando
una nueva dimensión al concepto “viejo verde”?

Seguimos manteniendo el contacto a través de


emails en los que compartió conmigo la dolorosa noche
oscura que atravesó y el amanecer tan esperado que le

172
siguió. Yo quería celebrar ese amanecer a su vera, vivir
juntos, e hilar todas las frases de la canción de Paloma
San Basilio con café para dos, fumando cigarillos a
medias, haciendo del lunes otro sábado y cantando
hasta quedar afónicos.

Lloré océanos cuando me contó lo de su boda, pues


una parte de mí continuaba sintiendo que era él. Podía
tratarse de una certeza que me habían revelado mis
maestros o de un extraño apego que me seguía mante-
niendo unida a aquel hombre. Fuera lo que fuese,
Mateo había seguido su camino, y distaba mucho del
mío. Tenía que asumirlo. Y asumirlo era tan difícil como
tratar de enjuagarte la boca con polvos de talco.

Hubo momentos en que fui presa del temido monstruo


de los celos. Odié a la ucraniana, a los escoseses, el
Facebook que mostraba sus felices fotos de pareja y
todo lo que tuviera que ver con la Biblia.

Su libre albedrío había redactado las últimas frases


que se escribirían sobre nuestro amor y yo deseaba que
ese amor no acabara jamás.

Debía superarlo o Mateo se convertiría en mi propio


Mister Big y yo en una Carrie Bradshaw que seguiría
saltando de relación en relación hasta que un ruso la
desterrara a París. Pero mi Mister Big se había ido tan
lejos que yo, en lugar de Carrie, me había transformado
en la loca del muelle de San Blas y Maná me había
honrado con una triste canción.

173
CAPÍTULO XLIV

PUNTO Y FINAL

Llegados a este punto…, ¿y el hombre de mi vida?


¿Y el padre de los hijos que pronto me llamarían abuela?

Pues aún está por definir. Considero que hay tantos


canditos posibles como almas afines a la mía hay en el
mundo. No existe un alma gemela predestinada a nosotros
y en nuestro camino, durante nuestra vida, encontraremos
a todas aquellas con las que tengamos asuntos pendientes
o que nos hagan vivir cuantas experiencias necesitemos
para crecer, evolucionar y aprender.

Cuando elevé mi vista al cielo y lancé la pregunta


que me llevó a escribir este libro, jamás imaginé que
tratando de contestarla, aprendería tanto. Las valiosas
lecciones que he recibido a veces de una forma consciente
y otras inconsciente, me han hecho mejorar. Y aunque
eso sea así, no implica que esté todo hecho. En absoluto.
Sigo siendo una alumna más en esta escuela llamada
vida, en la que todos tenemos un temario que estudiar
y miles de exámenes sorpresa en cada esquina. Y hasta
que no pasemos algunos de ellos, seguiremos arrastrando
la asignatura pendiente tantas veces como nos sea
necesario para pasar a la siguiente.

174
Logré hacer sonar mi propia música, sintonizar con
el mundo y conocer el amor en su estado puro. Alejé
de mi vida cuanto quise permitíendo que accediera mí.
Me liberé del miedo dejándo que se convirtiera en el
protagonista e hice débil lo que antes era fuerte.

Si cierro los ojos y vuelvo mi vista atrás, casi me


cuesta imaginar mi existencia antes de. No puedo decir
que era, porque no era. Mi falso yo fue durante el tiempo
que consideró justo y necesario para que el verdadero
pudiera comenzar a vivir y a experimentar el “aquí y
ahora”.

Y desde esta nueva perspectiva que me ha dado mi


propia experiencia, os invito a cada uno de vosotros a
bajar a ese sótano que todos tenemos, a quitar el candado
que hay en la puerta y a buscar cuántas bombillas os
hagan falta para ver con claridad. A desempolvar los
viejos libros de Vacaciones Santillana y a ejercitar y
desarrollar vuestras capacidades sin limitación alguna.
Os invito a ser libres, a dejar de juzgar y juzgaros, a liderar
vuestra vida y a no dejar que ninguna voz que no sea
la de vuestro corazón os haga esclavos.

¡Ah!, y no estéis tristes por mí, que no haya aparecido,


aún, el hombre de mi vida, no significa que sea infeliz,
desdichada o tenga carencias. Por supuesto que echo en
falta lo que supone, pero no centro mi vida en lo que dejo
de tener y sí en lo que tengo. Además, he tenido una de
mis revelaciones y sé que está al caer. Algo tiene que ver
con Italia… Así que, ¡hasta mi próximo libro!

Y no olvidéis que todo llega cómo, cuándo y dónde


debe llegar. Punto y final.

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ÍNDICE

Prólogo....................................................................... 11

Introducción.............................................................. 15

Capítulo I: Pasado..................................................... 17
Capítulo II: Saliendo al mundo................................. 22
Capítulo III: Viviendo experiencias ajenas............... 27
Capítulo IV: Todo un personaje................................ 31
Capítulo V: Un clavo saca a otro clavo.................... 35
Capítulo VI: ¡Que les den!........................................ 37
Capítulo VII: La luz al final del túnel....................... 42
Capítulo VIII: La luz del día..................................... 47
Capítulo IX: A mi rollo............................................. 50
Capítulo X: La noticia............................................... 53
Capítulo XI: La sala de espera................................... 56
Capítulo XII: El encuentro........................................ 59
Capítulo XIII: La información.................................. 62
Capítulo XIV: Su experiencia.................................... 65
Capítulo XV: Aplicando conocimientos................... 67
Capítulo XVI: Elena.................................................. 69
Capítulo XVII: Juntas pero no revueltas................... 71
Capítulo XVIII: Elecciones....................................... 75
Capítulo XIX: Mi lucha............................................. 79
Capítulo XX: Con la música a otra parte.................. 84
Capítulo XXI: Living la vida loca............................. 88
Capítulo XXII: ÉL..................................................... 90
Capítulo XXIII: Despejando dudas........................... 93
Capítulo XXIV: La guerra de los consejos................ 95
Capítulo XXV: La “conversensación”....................... 98
Capítulo XXVI: Con el cuerpo golfo...................... 101
Capítulo XXVII: Sexo, sexo y más sexo................. 103
Capítulo XXVIII: “La joven hermosa y la gallina de los
supuestos huevos de oro”......... 106
Capítulo XXIX: Huyendo....................................... 114
Capítulo XXX: La crisis de la confusión................. 116
Capítulo XXXI: Crimen y castigo.......................... 121
Capítulo XXXII: Manipulación.............................. 124
Capítulo XXXIII: Los reproches............................. 129
Capítulo XXXIV: “Pa’lante” como los de Alicante. 135
Capítulo XXXV: Decisiones.................................... 138
Capítulo XXXVI: Un año y adiós........................... 143
Capítulo XXXVII: Hola.......................................... 148
Capítulo XXXVIII: Conjugando el verbo trabajar.. 151
Capítulo XXXIX: Mateo con y sin guitarra............ 155
Capítulo XL: Cuarenta y XL................................... 158
Capítulo XLI: Batallando contra el ego................. 160
Capítulo XLII: Su ego.............................................. 163
Capítulo XLIII: Todo final es un comienzo............ 171
Capítulo XLIV: Punto y final.................................. 174

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