01 Misterio

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TRADUCCIONES

MISTERIO...

PRÓLOGO DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Called Back, que aquí se presenta traducido al castellano con el


nombre de Misterio..., es un libro memorable en la historia literaria
de los países donde se habla inglés. Hoy todavía se le lee como una
novedad; pero en la época de su aparición, no había mano en que
Called Back no estuviese, ni persona que no lo hubiera leído en libro,
o lo conociese en drama. Se iba al teatro a oírlo como en
peregrinación: todos celebraban su acción intensa, su trama nueva,
su interés absorbente, su palabra rápida. ¿Por qué libro había de
comenzar la casa de Appleton la serie de buenas novelas que el
público hispanoamericano le pide, sino por el que en estos últimos
tiempos ha dominado la atención pública en Inglaterra y los Estados
Unidos?
Ni es de esta breve nota investigar las razones de éxito tamaño, ni
está fuera de ella indicar que no se obtiene sin mérito real semejante
éxito. A la novela va el público a buscar lo que no halla en la vida; a
reposar de lo que sufre y de lo que ve; a sentirse nuevo, atrevido,
amante, misterioso por unas cuantas horas; a saciar la sed inevitable
del espíritu de lo romántico y extraordinario. Y el público fue a Called
Back porque halló en este libro todo eso.
La literatura de cada época es como la época que la origina; y en
estos tiempos en que prevalece el afán de desarraigar y conocer, la
novela, exagerando a veces el carácter científico que le piden los
sucesos y lectores actuales, suele abrumar su lenguaje y entorpecer
su movimiento con los extremos de la observación. Mas ha de
notarse que el gran público, el público sentidor, ni va a las honduras
literarias, ni deja nunca apagar la fantasía. El éxito de Misterio...
depende acaso de que halaga la necesidad de lo maravilloso con los
procedimientos mismos de la vida natural. Ni los que sienten ni los
que piensan aceptan hoy lo que no sucede de un modo palpable y
visible.
Por de contado, Misterio... no es un libro de análisis: no describe,
con pincel cuidadoso, las costumbres de un pueblo de provincia, los
hábitos de una vida vulgar, los repliegues de un alma moderna; pero
de todo eso toma apuntes, y lo reparte diestramente, y sin parecer
que lo nota, sobre sus escenas apasionadas y vivaces: con lo que,
sin ser una obra de observación ni de propósito, no va contra la
naturaleza, aun cuando de todo el libro se desborde el sentimiento
de lo extraordinario, que en una escena magistral culmina.
Pero el mérito sobresaliente del libro está en la energía singular
con que, sin lastimar el buen juicio del lector, mantiene hasta la
página última una curiosidad legítima. Cuando se cree que ha
acabado ya una tragedia comienza un idilio inesperado. Cuando
parece que se toca el fin del libro, comienza la novela verdadera, que
ningún corazón joven ni hombre moderno leerán sin entusiasmo. Son
verdaderamente notables en el malogrado Hugh Conway, que murió
en el albor de su fama, el arte de distribuir el interés, de continuarlo
naturalmente cuando parece naturalmente extinguido, de encender
una novela nueva a la mitad del libro en las ascuas de la que parece
terminada, de ocultar al lector deslumbrado con el brillo de la
marcha las inverosimilitudes casuales de la intriga, de llevar la
atención de sorpresa en sorpresa de una a otra escena memorable,
de uno a otro cuadro palpitante y nuevo son verdaderamente
notables en el autor de Misterio... el arte de ligar sin violencia, como
es indispensable en estos tiempos analíticos, las composiciones de la
fantasía a la realidad y posibilidad de la existencia; el arte de ajustar
sin extravagancia lo sobrenatural a lo natural.
El traductor del libro sólo tiene una palabra que decir, en cuanto al
lenguaje. Traducir no es, a su juicio, mostrarse a sí propio a costa
del autor, sino poner en palabra de la lengua nativa al autor entero,
sin dejar ver en un solo instante la persona propia. Esto ha querido
hacer el traductor de Called Back: el nervio, la impaciencia, la fuga,
la novedad en el decir, que aseguraron al autor de la novela la
atención inmediata del público y los críticos, acá ha querido el
traductor ponerlas como aparecen en el texto inglés, sin más alarde
de estilo ni paramentos de imaginación. De una vez se lee este libro
interesante en la edición inglesa; el traductor aspira a que se le lea
en la edición española de una vez.

JOSÉ MARTÍ

Nueva York, diciembre de 1885


CAPÍTULO I

EN TINIEBLAS Y EN PELIGRO

No escribiría yo esta historia, si no tuviera una razón para hacerla


pública.
Una vez, en un momento de confianza, relaté a un amigo ciertas
circunstancias curiosas de un período extraño de mi vida. Creo que le
rogué que no las repitiese a nadie: él dice que no. Lo cierto es que se
las dijo a otro amigo, y sospecho que con sus flores y adornos; y
este amigo se las dijo a otro; y así siguió, de amigo a amigo, el
cuento. Cómo llegaron a contarlo al fin es cosa que acaso no sepa yo
nunca; pero desde que tuve la flaqueza de confiar a otro mis asuntos
privados, mis vecinos me han considerado como un hombre de
historia, un hombre que bajo un exterior prosaico y sereno lleva
oculta una vida de novela.
Por mí mismo, no haría yo más que reírme alegremente de las
versiones exageradas del cuento que sacó a luz mi propia
indiscreción. Poco me importaría que un buen amigo creyera que yo
había sido en otro tiempo comunista terrible, o miembro siniestro del
tribunal de alguna sociedad secreta; ni que otro hubiese oído decir
que la justicia había andado tras mí por un crimen patibulario; ni que
otro me tuviera por un fidelísimo católico, favorecido con un milagro
especial de la Providencia. Si yo estuviera solo en el mundo y fuese
joven, me atrevo a asegurar que no me esforzaría en contradecir
tales rumores: por lo contrario, es propio de la gente joven tener a
gloria el ser objeto de la curiosidad pública.
Pero ni soy joven, ni estoy solo. Hay una criatura en el mundo que
me es más querida que la vida misma; una de cuyo corazón—¡Dios
sea bendito! están desapareciendo ya rápidamente las sombras del
pasado; una que sólo desea ser conocida como es, sin que la
embellezcan o la afeen, y pasar su amable y noble existencia sin
ocultaciones ni misterios. Ella es la que se aflige con las cosas
extrañas y absurdas que andan contando de nuestros antecedentes;
ella es la que se lastima de las preguntas tenaces de algunos amigos
demasiado curiosos; por ella es por quien me decido a revolver los
olvidados cuadernos del diario de mi vida, a repasar antiguas
memorias de pesares y gozos, y a contar a cuantos quieran leerlo
todo lo que puedan desear saber, y más de lo que tienen derecho a
averiguar, de nuestra vida. Una vez hecho esto, sellaré mis labios
sobre el suceso. Aquí está mi cuento: el que quiera saber más de él,
pregúnteselo a él mismo; a mí, no.
Tal vez, después de todo, escribo esto también por mi propia
cuenta: también yo odio los misterios. ¡Cierto misterio que jamás he
llegado a explicarme, puede haber engendrado en mí esta
repugnancia a todo lo que no tiene una explicación fácil y pronta!
Para comenzar, tengo que retroceder más años de los que yo
quisiera; aunque podría, si fuese necesario, fijar el mes y el día. Yo
era joven: acababa de cumplir veinticinco años. Era rico: al llegar a
la mayor edad entré en posesión de un caudal que me producía una
renta anual de dos mil libras esterlinas: las podía gastar
tranquilamente, sin comprometer la estabilidad de mi fortuna. Mi
mayor edad no fue para mí, como para tantos menguados
caballeretes, la señal de las más necias prodigalidades y locuras; y
aunque desde los veintiún años fui mi único dueño, ni debilité mi
cuerpo con una vida vergonzosa y precipitada, ni contraje deudas.
No me dolía nada en mi cuerpo: ¡y yo revolvía, sin embargo, con
angustia la cabeza en mi almohada, y me decía, con una voz tenaz
que se prendía de mí como las garras de una fiera, que ya la vida
sería para mí poco menos que una maldición espantable!
¿Me había acabado de robar la muerte a algún ser querido? No;
los únicos seres a quienes yo había amado, mi padre y mi madre,
habían muerto años hacía. ¿Me atormentaba acaso algún amor
infeliz? No; mis ojos no se habían fijado aún con pasión en los de
mujer alguna: ¡ni se fijarían ya jamás! Ni el amor ni la muerte
causaban mi desdicha.
Yo era joven, rico, libre como el viento. Podía salir al día siguiente
de Inglaterra, a viajar por los hermosos países que deseaba tanto
ver; ¡pero yo sabía que no los podría ya ver jamás! y me hacía
estremecer mi pensamiento.
Yo era ágil y robusto. Ni el ejercicio ni la intemperie me abatían.
Podría competir sin temor con los más bravos caminadores y los
corredores más ligeros. La caza, las diversiones de campo, las que a
tantos otros fatigan y vencen, nunca fueron mayores que mi
capacidad de resistirlas: con mi mano izquierda me palpaba los
músculos de mi brazo derecho, y los sentía firmes como siempre:
¡estaba, sin embargo, tan desvalido como Sansón en su cautiverio,
porque, como Sansón, estaba ciego!
¡Ciego! ¿Quién, sino el que lo sea, puede entender, ni aun
débilmente, lo que quiere decir: ciego? ¿Quién, entre los que esto
leen, puede sondear la profundidad de mi agonía, cuando agitaba yo
en la almohada mi cabeza, pensando en los cincuenta años de
sombra que me restaban acaso por vivir—pensamiento que me hacía
desear dormirme de manera que no pudiese despertar jamás?
¡Ciego! Al fin, después de revolotear año tras año sobre mi
cabeza, el demonio de las tinieblas había puesto sobre mí sus
manos; y después de hacerme creer, por un momento, que estaba
libre de él, se había abalanzado sobre mí, me había apretado entre
sus alas lúgubres, y había oscurecido mi existencia. Ya no habría
para mí formas amables, espectáculos gratos, escenas alegres,
brillantes colores! Para sí los quería todos el demonio sombrío; y
para mí nada más que tiniebla, tiniebla, la eterna tiniebla! Mucho
mejor era morir y, acaso, despertar en un nuevo mundo de luz:
«Mejor», exclamaba yo en mi desesperación, «mejor las mismas
llamas del infierno que la oscuridad en este mundo». Este amargo
pensamiento mío revela el grado de agitación en que estaba mi
mente.
La verdad era que, a despecho de cuantas esperanzas se me
hacían concebir aún, yo vivía ya sin esperanza. Años enteros había
estado sintiendo que mi enemigo me acechaba. A menudo, cuando
contemplaba alguno de esos objetos o espectáculos de tal hermosura
que nos llevan a pensar en el valor del don de la vista, sentía en mi
oído como un cuchicheo: «Algún día volveré a caer sobre ti, y
entonces todo eso se habrá acabado.» Yo hacía por reír de mis
temores; pero el presentimiento de mi desdicha nunca me
abandonaba por completo. Si mi enemigo había caído una vez sobre
mí, ¿por qué no podría caer otra?
Muy bien recuerdo su primer ataque: muy bien recuerdo a aquel
estudiantillo alegre, tan entregado a su estudio y a sus juegos que
no notaba la extraña manera con que se iba oscureciendo y
cambiando la vista de uno de sus ojos. Recuerdo cuando el padre del
niño lo llevó a Londres, a una casa grande y callada, en una calle
grave y silenciosa. Recuerdo cómo estuvimos esperando en una
antesala en que otros esperaban también, unos con vendas sobre los
ojos, otros con pantallas: y tan penoso de ver era todo aquello que
sentí un gran alivio cuando nos llevaron a otra habitación, donde
estaba, en su silla alta de cuero estampado, un buen señor de
modales amables, a quien mi padre llamó Mr. Jay. Aquel hombre
eminente me puso en los ojos algo que por un instante aclaró mi
vista de un modo prodigioso—belladona; con ayuda de espejos y de
lentes me miró muy de cerca los ojos, y por cierto que deseé
entonces que alguno de aquellos lentes fuera mío: ¡magníficos me
parecieron para vidrios de aumento!; luego me puso de espaldas a la
ventana, y sostuvo una vela encendida frente a mi cara: todo aquello
me parecía tan curioso que a poco más me echo a reír. De seguro
me hubiera reído, a no notar la expresión de ansiedad del rostro de
mi padre. Recuerdo que el buen señor, no bien acabó su examen,
pasó a mi padre la vela para que la tuviese frente a mis ojos, al
derecho primero, y al izquierdo luego, y dijese lo que veía: mi padre
dijo que en mi ojo derecho veía tres velas, una de ellas, la del
centro, al revés brillante y pequeña; en el izquierdo no veía más que
una, la grande. Aquélla era la prueba catóptrica, casi abandonada,
pero infalible. Yo padecía de catarata lenticular. Se curaría con una
operación, sí; pero mientras no invadiese el mal el ojo sano, era
mejor no hacerlo. Recuerdo que no reía yo cuando oía esto.

Nos despidió afablemente el gran especialista, y volví a mi vida de


escuela, descuidado de mi enfermedad, que no me hacía sufrir:
verdad es que antes de un año apenas veía ya de un ojo: ¿qué me
importaba?: con el que me quedaba veía bastante bien.
Pero yo no había olvidado una sola palabra de aquel diagnóstico
aunque pasaron años antes de que reconociese su importancia. No
vine a meditar en el riesgo que corría hasta que un accidente me
obligó a llevar una venda por unos cuantos días sobre mi ojo sano:
¡jamás desde entonces dejé de ver dando vueltas en mi torno,
agitando sus lúgubres alas, a mi implacable enemigo!
La hora había llegado, el enemigo había vuelto sobre mí, en los
albores de mi virilidad, cuando me sonreían la juventud y la fortuna,
cuando todo lo que pudiera apetecer estaba aguardando obediente
mis deseos. Había vuelto sobre mí rápidamente, más rápidamente
que en otros casos de la misma naturaleza: pero tardé mucho en
reconocer toda la extensión de mi desdicha; mucho tardé en
confesarme que era algo más que una debilidad temporal aquella
vista mía que se me apagaba, aquella bruma impenetrable que iba
envolviendo en torno mío todas las cosas. Estaba yo a centenares de
millas de Inglaterra, en un país donde se viaja muy despacio.
Viajaba en mi compañía un amigo, y no quería yo disgustarlo
interrumpiendo súbitamente la expedición por mi culpa. Nada dije
durante muchas semanas, semanas de indecible zozobra, cada una
de las cuales me dejaba en mayor oscuridad y desconsuelo. Incapaz
ya de ocultar mi mal, lo revelé a mi compañero. Y nos volvimos
entonces a nuestra tierra; y cuando, al fin del triste viaje, llegué a
Londres, todo estaba para mí nublado, informe, perdido, oscurecido.
¡Apenas podía ver la luz del mundo por entre las alas lúgubres de mi
enemigo!

Acudí enseguida a aquel eminente oculista. No estaba en la


ciudad. Había estado enfermo, y a punto de morir. No volvería antes
de dos meses ni vería a paciente alguno hasta después de haber
recobrado enteramente la salud. En él había puesto yo toda mi fe.
Londres, París, otras ciudades tenían, sin duda, oculistas tan sabios
como él; pero yo creía que, de poder alguien salvarme, sólo me
salvaría Mr. Jay. Se concede a los moribundos todo lo que desean: el
mismo reo que va a sufrir la pena de muerte puede escoger su
último almuerzo: bien podía yo escoger mi propio médico. Y resolví
esperar en mi tiniebla, hasta que Mr. Jay volviese a sus labores.
¡Loco, loco! Mejor me hubiera sido confiarme a alguna otra mano
inteligente. Antes de un mes había perdido ya toda esperanza; y al
fin de seis semanas, mucho de mi razón. ¡Ciego, ciego, ciego! ¡ya
para siempre ciego! Tan decaído tenía el ánimo que empecé a pensar
en no someterme a la operación. ¿A qué oponerse al destino? A la
tiniebla estaba condenado por todo el resto de mi vida. Ni la más fina
habilidad, ni la mano más delicada, ni los instrumentos más
modernos podrían volver a mí la luz perdida. Para mí estaba el
mundo terminado.
¿Quién extrañará ahora que aquella noche, quebrado el espíritu,
privados de su luz los ojos, después de semanas enteras de sombra,
revolviese yo en la almohada mi cabeza, agitado e insomne,
deseando acaso que me fuese dada la alternativa que rehusó Job,—
maldecir a Dios y morir? El que estas cosas no crea, léalas a alguno
que haya perdido la vista. Él dirá los espantos que sintió cuando la
calamidad visitó su cabeza. Él entenderá la profundidad de mis
lamentos!
Yo no estaba enteramente solo en mi cuita. Como Job, tenía yo
mis amigos; pero no de la caterva de los Eliphaces, sino camaradas
de buen corazón, que hablaban con seguridad consoladora de la
certeza de mi cura. No agradecía yo estas visitas como hubiera
debido: me sacaba de juicio el pensamiento de que alguien me viera
en mi desvalida condición. Día a día se agravaban el desconsuelo y
exaltación de mi ánimo.
Mi mejor amigo era, por cierto, muy humilde persona: Priscila
Drew, antigua y leal criada de la familia de mi madre. Priscila me
había conocido casi en la cuna. Cuando volví a Inglaterra, no pude
soportar la idea de entregarme al cuidado de gentes extrañas, y
rogué a Priscila que viniese: ¡ante ella al menos podía dar salida a
mis lamentaciones sin avergonzarme! Vino; dio rienda por algunos
momentos al llanto que le arrancaba mi infortunio; y enseguida,
como mujer sensata, se dispuso a hacer todo lo que pudiese para
mitigar las penas de mi condición. Me buscó habitación agradable,
instaló en ella a su triste enfermo, y día y noche estaba al alcance de
mi voz. En aquel momento mismo, en que la almohada no ofrecía
reposo a mi cabeza, Priscila dormía en una cama portátil al pie de la
puerta que comunicaba la sala de recibo con mi alcoba.
Era una noche de agosto sofocante. El aire pesado que entraba por
la ventana abierta refrescaba poco la temperatura de mi cuarto.
Parecía todo quieto, caliente y oscuro. No llegaba a mí más ruido que
el de la respiración regular de Priscila, que había dejado como una o
dos pulgadas entreabierta la puerta que daba de su habitación a la
mía, para poder oír mi voz, por muy suavemente que la llamase. Yo
me había acostado temprano. ¿Para qué había de esperar a más
tarde? El sueño sólo me traía el olvido; pero el sueño esa noche no
venía. Busqué a tientas mi reloj, y toqué el resorte de repetición:
había comprado un repetidor para saber al menos, en mi perpetua
sombra, qué hora era. Acababa de dar la una. Invocando en vano el
sueño, me dejé caer con angustia en mi almohada.
De pronto se apoderó de mí un deseo ardiente de estar al aire
libre. Era de noche: debía haber en la calle muy poca gente. La acera
de mi cuadra era ancha, y podía pasearme por ella sin riesgo alguno.
Aunque no hiciera más que sentarme en la entrada de la casa, mejor
estaría que en aquel cuarto ahogado y caluroso, llamando en vano al
sueño. Tan vivo llegó a ser mi deseo que estuve a punto de llamar a
la buena Priscila para decírselo; pero como sabía que estaba
dormida, vacilé. Yo había estado durante el día muy áspero y
exigente, y mi anciana enfermera—¡el cielo me la recompense!—me
servía por cariño, no por dinero: ¿por qué iba a incomodarla? Alguna
vez debía empezar a aprender a valerme de mí mismo, como se
valen tantos otros ciegos. Por lo menos podía vestirme sin ayuda. Si
me vestía y salía de la alcoba sin que Priscila me oyese, yo podría de
seguro deslizarme hasta la puerta de la calle, salir, y cuando me
pareciese bien, volver a entrar con la llave de noche. Me seducía la
idea de aquella independencia temporal, y mientras más lo
meditaba, más capaz me sentía de ella. Resolví al fin intentarlo.
Me bajé con cuidado de la cama, y me vestí despacio, pero sin
dificultad, oyendo incesantemente la tranquila respiración de mi
enfermera. Cauto como un ladrón, me escurrí hasta la puerta que
salía de mi alcoba al pasillo; la abrí sin hacer ruido, y puse el pie
sobre la espesa alfombra afuera, sonriendo al pensar cómo se
azoraría Priscila si despertase y descubriera mi escapada. Cerré
después la puerta y, guiándome por la baranda de la escalera, llegué
a la puerta de la calle sin accidente alguno.
Había en la casa otros huéspedes, y entre ellos algunos jóvenes
que no tenían hora fija para recogerse; de modo que la puerta de la
calle sólo quedaba cerrada con el pestillo que cedía a la llave de
noche, y no tenía yo que luchar con cerraduras ni cerrojos. En un
instante estuve afuera, con la puerta cerrada detrás de mí.
Me quedé unos momentos indeciso, temblando casi de mi
temeridad: era la primera vez que me aventuraba a salir sin guía. Yo
sabía, sin embargo, que no tenía nada que temer. La calle, siempre
tranquila, estaba a aquella hora desierta. La acera era ancha. Podía
pasear por ella arriba y abajo sin obstáculo, guiándome, como otros
ciegos hacen, con el bastón, para no caerme al final de la acera o
tropezar con las verjas de las casas. Pero antes de darme a mi
paseo, debía tomar algunas precauciones, a fin de estar siempre
seguro de la distancia a que vendría a quedar mi puerta. Bajé los
cuatro escalones que llevaban de ella a la acera, me volví a la
derecha, y palpando, la verja, me puse de modo que quedaba de
frente hacia el extremo de la calle. Eché a andar en esa dirección,
contando mis pasos, hasta que, cuando ya había contado sesenta y
dos, di con el pie derecho en la calle traviesa, lo que me indicó que
allí mi acera doblaba de aquel lado. Di entonces la vuelta, reconté los
sesenta y dos pasos que había andado, y seguí andando y contando,
hasta que a los sesenta y cinco pasos tropecé con el otro extremo de
la acera. Ya sabía yo, pues, que mi casa estaba casi en el centro de
la cuadra. Me sentí a mis anchas: había calculado mi paso; podía
andar a un lado y a otro por la acera desierta, y, cada vez que lo
desease, sin más que empezar a contar desde uno de sus extremos,
detenerme frente a mi puerta.
Grandemente satisfecho de mi éxito, anduve por algún tiempo
arriba y abajo. Oí pasar uno o dos carruajes, y una o dos personas a
pie. Como no me pareció que estas últimas se hubiesen fijado en mí,
me sentí contento al pensar que ni mi aspecto ni mi paso llamaban la
atención. ¿Quién no gusta de esconder sus defectos?
La excursión nocturna me hizo un gran beneficio. El cerciorarme
de que no estaba yo tan desvalido y sujeto como imaginaba produjo
acaso el cambio súbito que en unos cuantos minutos exaltó mi
mente. De la desesperación pasé a la esperanza, a una esperanza
extravagante, a la certeza misma de mi cura. Como una revelación,
vino a mí la idea de que mi enfermedad tenía remedio; de que a
despecho de mis presentimientos, lo que mis amigos me habían
asegurado era verdad. Me embriagó aquella idea de tal modo que
eché atrás mi cabeza, y comencé a andar con paso firme y rápido,
olvidado casi de que estaba sin vista. En muchas cosas empecé a
meditar, y mis pensamientos eran más gratos que los que por meses
enteros habían estado agitando mi mente. Dejé de contar mis pasos;
seguí andando adelante, adelante, imaginando lo que haría cuando la
tiniebla hubiese levantado sus alas de mis ojos. No sé si a veces
anduve guiándome por la pared o por el borde de la acera; mas si lo
hice, fue instintiva y mecánicamente, sin que lo notara yo entonces
ni pudiera recordarlo luego.
No puedo decir si es posible, para un ciego que logra
desembarazarse del temor de tropezar con obstáculos que no ve,
andar tan derecha y seguramente como uno que goza de la vista:
sólo sé que, en aquella exaltada y absorta condición de mi mente,
debo haber andado así. Fuera de mí con el súbito retorno de mi
esperanza, puedo haber andado como anda un sonámbulo o un
embelesado. Ello es que olvidado de todo, menos de mis fogosos
pensamientos, adelante anduve y anduve, sin cuidar del sentido
perdido, hasta que un choque rudo con una persona que venía
andando en dirección opuesta ahuyentó mis visiones y me volvió a la
verdad de mi desventura. Sentí como que el hombre con quien había
tropezado se apartaba del obstáculo; le oí murmurar «imbécil», y
seguir rápidamente su camino; y yo me quedé inmóvil en el lugar del
choque, preguntándome lleno de asombro dónde estaba y qué haría.
Era inútil pensar en volver a mi casa sin ayuda: ni siquiera podía
saber cuánto tiempo había andado, porque no llevaba conmigo mi
repetidor. Podían haber pasado diez minutos, podía haber pasado
una hora desde que cesé de contar mis pasos: una hora debía ser, a
juzgar por el número de pensamientos que en aquel trance de
venturosa exaltación cruzaron por mi mente. De vuelta ya en la
tierra, no me quedaba más que aguardar en aquel lugar mismo
hasta oír cerca de mí los pasos de algún policía, o los de algún otro
transeúnte que por azar anduviese fuera de casa en aquella inusitada
hora, inusitada al menos en aquel barrio pacífico de Londres. Me
recliné en la pared, y esperé con paciencia.
Pronto oí pasos cercanos, pero tan inseguros, ondeantes y
desiguales que por ellos pude caer en cuenta de la mísera condición
del trasnochante, y reconocer que no era él el hombre que yo
necesitaba. Lo dejaría pasar, y aguardaría a algún otro. Pero los pies
se vinieron hacia mí, y cerca de mí se detuvieron, al mismo tiempo
que una voz, vacilante como ellos aunque gozosa, me decía:
—¡Ea! ¡como yo! ¿conque no puedes volver a casa, eh compañero?
Bueno es pensar que a alguien le dolerá mañana la cabeza más que
a mí.
—¿No podría Ud. indicarme el camino a la calle Walpole?, dije
irguiéndome, para que viera que yo no estaba ebrio como él.
—¿A la calle Walpole? ¡vaya que si puedo! ¡cerca, cerca le andas!
La tercera a la izquierda, me parece.
—Si Ud. va por ese camino ¿querría dejarme en la esquina? Soy
ciego, y me he extraviado.
—¡Ciego! ¡pobrecillo! bueno estoy yo para llevar a nadie. Ciego
que lleva a ciego, dan en hoyo. Ea, pues, dijo con gravedad cómica,
cerremos un trato: yo te presto ojos, y tú me prestas piernas. Buena
idea. ¡Adelante!
—Y me tomó del brazo, y dando tumbos fuimos calle arriba. De
pronto se detuvo.
—Calle Walpole, me dijo en un hipo. ¿Te llevo hasta tu casa?
—No, gracias. Hágame el favor de poner mi mano en la verja de la
casa de la esquina. Ya de allí yo sigo.
—Que llegues bien. Ojalá me pudieras prestar tus piernas para
llevarme a casa. Buenas noches. ¡Dios te bendiga!
Mi guía siguió, taconeando, su camino; y yo comencé el mío hacia
mi puerta.
No sabía yo en cuál de los extremos de mi cuadra estaba; pero
esto importaba poco: con andar sesenta y dos pasos o sesenta y
cinco, ya estaba frente a mi casa. Conté sesenta y dos pasos, y
busqué la escalerilla de entrada entre las verjas: no la hallé, y
anduve un paso o dos hasta encontrarla. Me sentí contento de haber
podido volver sin tropiezo, y, para decir la verdad, me iba ya
avergonzando un poco de mi travesura. Deseaba que Priscila no
hubiese descubierto mi ausencia y alarmado la casa, y creía poder
llegar a mi cuarto con el mismo sigilo con que había salido de él. A
pesar de mis cuidadosos cálculos, no estaba yo muy seguro de que
la casa a que había llegado fuese la mía; pero, en caso de error, sólo
sería de unos pocos pasos, y a una o dos puertas estaría mi casa: la
que se abriese con mi llave de noche, ésa era.
Subí la escalerilla de la entrada: ¿fueron cinco o cuatro escalones
los que conté al salir? Tanteé el agujero de la llave, y di vuelta en él
a mi llave de noche. La puerta se abrió sin dificultad: no me había
equivocado. Me llené de satisfacción por haber dado con mi casa a la
primera tentativa. «Debió ser un ciego el que descubrió que la
necesidad es madre de la industria», me dije al cerrar tras mí
suavemente la puerta, preparándome a buscar el camino de mi
cuarto.
No podía darme cuenta de la hora que sería: sabía solamente que
debía ser de noche, porque aún me era dable distinguir la luz de la
oscuridad. Como el lugar en que había vuelto de mi éxtasis estaba
tan cerca de mi calle, no debía haber andado mucho tiempo: de
modo que yo calculaba que serían como las dos de la mañana.
Más deseoso aún de no ser oído que cuando salí, palpé el extremo
de la escalera y empecé a subir a pasos callados. Pero, a pesar de
estar ciego, aquella casa no me parecía la mía. La baranda no era
como la de mi casa. La alfombra misma de la escalera me parecía
diferente. ¿Sería posible que me hubiese equivocado? Es muy
frecuente que la llave de una cerradura sirva a otra: ¿no podía yo, de
este modo, estar entrando en la casa de un vecino? Me detuve:
aumentaba el sudor en mi frente, con la idea de la extraña situación
en que podía estar colocado. Durante un momento estuve resuelto a
bajar, y a entrar en la casa inmediata; pero aún no sabía de seguro
si estaba o no en la mía. Recordé entonces que en la pared de mi
casa, al terminar el primer tramo de la escalera, había una repisa,
que sustentaba una figura de yeso: conocía yo con exactitud el
lugar, porque muchas veces me habían precavido para no tropezar
en ella con la cabeza. Todas mis dudas podrían esclarecerse con ver
si la repisa estaba en su puesto. Palpé. Mi mano que recorría
cuidadosamente la pared, nada encontró. La casa, pues, no era la
mía. No me quedaba más que bajar, y tentar fortuna en la casa
próxima.
En el instante en que me preparaba a bajar oí ruidos de voces;
tarde como era, había sin duda gentes que hablaban en el cuarto
cuya puerta había estado palpando mi mano. Yo no podía distinguir
las palabras, pero sí que las voces eran de hombre. ¿Qué hacer? ¿No
sería mejor llamar a la puerta, y abandonarme a la merced de los
que ocupaban la habitación? Podía excusarme, y explicarles mi
presencia. Mi ceguera la explicaba suficientemente. Alguno habría
bastante bondadoso para ponerme en el camino de mi casa. Eso era,
sí, lo que debía yo hacer. Yo no podía seguir entrando en casas
extrañas como un ladrón nocturno. Tal vez todas las casas de la
cuadra tenían una llave común, y se abrirían con la mía. Bien pudiera
ser que todo aquello acabase con que un vecino alarmado me
saludara con una bala antes de que hubiera yo tenido tiempo de
explicarle mi inocencia.
Pero, en el instante mismo en que iba a llamar a la puerta, oí otra
voz, una voz de mujer. Parecía que venía de una habitación interior,
y que cantaba acompañada en tono bajo por un piano. Me detuve y
escuché...
Tan ocupado me ha tenido la narración de mi desdicha que no he
dicho que tenía en ella un consuelo supremo: ese don compasivo,
tan a menudo concedido a los ciegos, la música. A no haber sido por
ella ¿cómo, sin volverme loco, hubiese yo soportado aquellas
semanas de oscuridad e incertidumbre? A no haber sido porque me
era dable pasar tocando horas enteras, porque mi desdicha no me
impedía asistir a conciertos y oír a otros tocar y cantar, insoportable
me hubiese sido la existencia; y me estremezco al pensar en el
recurso a que habría yo acaso acudido para hacérmela más
llevadera!...
Me detuve, y escuché el canto. Era un trozo de una ópera todavía
no muy conocida en Inglaterra; pero un trozo de tal dificultad que
pocos aficionados podrían atreverse a él. La cantatriz, quienquiera
que fuese, lo cantaba suavemente y en tono apagado, como si
temiera dar a la voz toda su fuerza, lo que se explicaba por lo
adelantado de la hora; pero no era posible que una persona
entendida en música desconociese el mérito poco común de la que
cantaba, la habilidad ejercitada, el poder reprimido, el vuelo que en
condiciones favorables podía tomar aquella voz hermosa. Estaba yo
como encantado. ¿No habría venido yo a dar en un nido de gente de
teatro, cuyas tareas acaban tan tarde, que tienen que robar al sueño
las horas que dedican a las distracciones naturales de la noche?
Nada mejor para mi situación: bohemios como eran, no se
espantarían de mi inesperada invasión nocturna.
La cantatriz había comenzado la segunda frase: yo había puesto el
oído junto a la puerta para no perder una sola nota. Quería oír sobre
todo cómo vencía las dificultades del final, un final tan extraño como
bello, cuando—¡oh contraste horrible a aquellas dulces perladas
notas y ahogadas palabras de apasionado amor!—oí una boqueada,
una tremenda boqueada convulsiva; luego un gemido prolongado y
profundo; luego un sonido de líquido que brota, que me heló la
sangre. Oí que la música se interrumpía de pronto; oí un grito, un
terrible grito de aquella voz de mujer que cambiaba súbitamente de
la melodía al horror, oí la caída de un bulto recio y pesado sobre el
pavimento.
No esperé a oír más. Algo terrible acababa de suceder a pocos
pasos de mí. Fiera y desordenadamente latía mi corazón. En el
arrebato del instante olvidé que ya yo no era como cuando se
socorre y se combate, olvidé que el valor y la fuerza ya a mí de nada
me valían, todo lo olvidé, salvo el deseo de prevenir el crimen, el
deseo de cumplir con mi deber de hombre de socorrer y salvar la
vida de los que la tienen en peligro. Abrí de un golpe la puerta, y me
precipité a la habitación. Al punto, apenas me sentí rodeado de luz
¡una luz que de nada me servía!, comprendí el riesgo y la inutilidad
de mi locura, y como un relámpago cruzó mi mente la idea de que,
desarmado, ciego y desvalido, sólo había entrado en aquella
habitación para recibir en ella la muerte.
Oí un juramento, una exclamación de sorpresa: como de más
lejos, oí el grito de la mujer, pero sofocado y desfallecido: parecía
como si hubiera empeñada una lucha en la habitación inmediata.
Impotente como estaba para prestar mi ayuda, di, llevado de mi
impulso, unos dos pasos en la dirección del grito; tropezó mi pie en
algo, y caí de bruces sobre el cuerpo de un hombre. Aun en medio
del horror que me aguardaba, temblé al sentir mi mano, apoyada en
el hombre tendido, humedecerse con un líquido tibio que fluía
lentamente sobre ella.
Antes de que pudiera levantarme, ya me habían asido por la
garganta dos manos vigorosas, que me retuvieron encorvado,
mientras que a corta distancia oía distintamente el ruido seco de un
golpe de gatillo. Montaban un revólver. ¡Oh, quién me diera luz por
un segundo! ¡luz, aunque no fuera más que para ver a los que me
arrebataban la vida, aunque no fuera más que para saber ¡deseo
singular! el lugar de mi cuerpo en que debía hundirse la bala! Y yo,
que una hora o dos hacía que me había atrevido en la agitación de
mi insomnio a desear la muerte, sentí en aquel momento que la
existencia, aquella misma existencia de sombras, me era tan cara
como a todo ser vivo. Y en altísima voz, en una voz tal que a mí
mismo me parecía la de un extraño:
—¡Respeten mi vida! dije: ¡yo soy ciego, ciego, ciego!
CAPÍTULO II

EBRIO O SOÑANDO

Las manos que me sujetaban no me abandonaron un solo momento,


aunque hubieran podido hacerlo sin peligro. Mi única probabilidad de
salvar la vida en aquella situación era mantenerme en paz y
convencer, si podía, de mi ceguera a los que me rodeaban. Nada
podía ganar, mas sí perderlo todo, con la resistencia. Yo era robusto;
pero, aun cuando hubiese estado en plena posesión de todos mis
sentidos, dudo que hubiera podido sobreponerme al hombre que me
tenía sujeto. En la fuerza de su presión sentía el vigor de sus brazos.
¡Bien corta habría sido la lucha, ciego yo como estaba, y desvalido!
Aquel hombre, además, tenía compañeros; cuántos, no lo sabía yo,
mas todos estarían prontos a ayudarlo. Mi primer movimiento
hubiera sido la señal de mi muerte. No hice esfuerzo alguno por
levantarme; tan quieto y dócil me mantuve como el cuerpo que yacía
a mis pies postrado. Una hora me parecía cada momento.
¡Qué situación la mía! Un ciego, en una habitación ajena de casa
desconocida, sujeto por dos manos implacables sobre el cuerpo de
un hombre cuyo último suspiro acababa de oír; sujeto, a la merced
de aquellos que de seguro habían cometido un abominable crimen,
sin poder mirar al rostro de los asesinos, y leer en sus ojos la
sentencia de muerte o de vida; esperando a cada instante recibir en
su cuerpo el golpe ardiente de una bala o la herida aguda de un
cuchillo; sin ver ni sentir más que dos manos sobre su garganta, y
un cuerpo muerto a sus pies, sin oír más que aquel gemido ahogado,
lejano, comprimido! ¿Ideó nunca situación como la mía la más
fantástica novela?
Desde aquella noche he dejado de creer que los cabellos
encanezcan en un solo día: ¡yo me hubiera levantado entonces de
allí con la cabeza blanca! Sólo puedo decir que todavía ahora, cuando
tras largos años escribo esto; cuando todo en derredor mío está en
calma dichosa y apacible; cuando sé bien que los que amo están
cerca de mí, me tiembla la pluma, corre el frío en mis venas, mis
fuerzas todas desmayan al asaltarme el recuerdo de aquellos
terribilísimos instantes, con una vividez que intento en vano
describir.
Fui afortunado en poder mantenerme quieto, exclamando sin
cesar: «¡Soy ciego! ¡véanlo! ¡véanlo!». Mi sumisión, el tono de mi
voz, decidieron acaso de mi vida. De pronto, mi vista oscurecida
percibió la luz viva de una lámpara, colocada tan cerca de mí que
sentía su calor en mi rostro: comprendí que alguien se había
inclinado o arrodillado junto a mí, y examinaba mis ojos. Me daba en
la mejilla su aliento corto, rápido y excitado, el aliento del que acaba
de cometer un crimen!
Se levantó por fin: un momento después, dejaron libre mi cuello
las manos que me lo oprimían: ¡tenía, por lo tanto, alguna
probabilidad de vivir!
Aún no había hablado ninguno de los que me rodeaban: de pronto
oí rumor de voces, pero tan contenidas y bajas que mis oídos,
aguzados en mi infortunio, sólo pudieron percibir que eran tres los
que de aquel ahogado modo hablaban.
Y mientras tanto, como acompañamiento apropiado y lúgubre, oía
aquel gemido sofocado de mujer, aquel incesante gemido! Todo lo
que poseía hubiera yo dado, todo, excepto la vida, por poder ver
durante un minuto, por entender lo que había sucedido y estaba
sucediendo alrededor mío.
Los cuchicheos continuaban, precipitados, confusos y violentos,
como de hombres empeñados en una discusión ardiente y reservada.
¡Poca inteligencia era menester para adivinar el asunto del debate!
Cesaron los cuchicheos de pronto: no se oía más que aquel terrible,
sofocado gemido, que continuaba con lúgubre monotonía!
Alguien me tocó con el pie. «Levántese», dijo una voz. La
exclamación que oí al entrar en la habitación me pareció venir de
labios de extranjero; pero el que se dirigía a mí en este instante
hablaba en correcto inglés. Yo estaba ya recobrando mi propio
dominio, y anotaba en la mente estos detalles.
Agradecido porque me permitían apartarme de mi fúnebre
compañía, me levanté del lado del muerto. Nada mejor podía hacer
que quedarme inmóvil.
—Ande hacia adelante, cuatro pasos!, dijo la voz. Obedecí. Al
tercer paso di contra la pared. Querían convencerse de que estaba
ciego.
En mi hombro se posó una mano, y me llevaron a una silla.
—Con tan pocas palabras como pueda, dijo la misma voz,
explíquenos quién es Ud., y por qué y cómo está aquí. Pronto: no
podemos perder tiempo.
Bien sabía yo que no podían perder tiempo. Tenían mucho que
hacer, mucho que esconder. ¡Oh! ¡quién me hubiese dado ver por un
solo momento! ¡Lo hubiera yo pagado, aun a precio de años enteros
de oscuridad!
Tan brevemente como pude, les dije cómo me veía en aquel lance.
Sólo les escondí mi verdadero nombre. ¿Por qué habían de saberlo
aquellos asesinos? Si se lo revelaba podían continuar vigilándome; y
en cualquier momento en que su seguridad lo demandase, podía yo
compartir la suerte de aquel que yacía a pocos pasos de mí. Les di
un nombre falso, pero en todo lo demás les dije la verdad.
Y mientras les hablaba, oía incesantemente aquel lamento al otro
extremo de la habitación. Me perturbaba el juicio aquel lamento.
Creo que, a haberme sido posible en la oscuridad de mis ojos caer
sobre uno de aquellos malvados y apretarle la garganta hasta que
exhalase la vida, lo hubiera hecho sin vacilar, aunque semejante
arrebato me acarrease mi propia muerte.
No bien terminé mi explicación, se renovaron los cuchicheos. El
que hablaba me pidió la llave que había estado a punto de costarme
la existencia. Supongo que la probaron, y vieron que era cierto lo
que les había dicho. No me la devolvieron, pero la voz se dirigió a mí
una vez más.
—Afortunadamente para Ud., hemos decidido creer lo que nos
dice. Levántese.
Me puse en pie, y me llevaron a otro lugar de la habitación, donde
me hicieron sentar de nuevo. Según el hábito de los ciegos, extendí
mis manos y reconocí que estaba con el rostro vuelto hacia una
esquina de la habitación.
—Si se mueve Ud. o mira alrededor, dijo la voz, cesaremos de
creer que es Ud. ciego.
No podía yo esconderme la seca amenaza envuelta en las últimas
palabras. No pude más que estarme inmóvil en mi silla, y oír con el
mayor cuidado.
Sí: tenían mucho que hacer. Se movían de un lado a otro
rápidamente. Abrían alacenas y gavetas. Percibí el ruido de papeles
que rompían, y el olor de papeles quemados. Oí que levantaban del
suelo un peso muerto; oí un ruido como de ropa rasgada; oí sonar
dinero; hasta el golpe de un reloj de bolsillo oí, que sacaron de algún
lugar y pusieron en una mesa cercana a mí. Por la entrada súbita del
aire fresco comprendí que habían abierto la puerta. Oí en la escalera
pasos pesados, los pasos de hombres que llevan una carga recia; y
temblé al pensar cuál sería la carga!
Antes de que estuviese rematada la última tarea, cesó el lamento
de la mujer. Había venido ya debilitándose, y en algunos momentos
interrumpiéndose. Al fin dejé de oírlo. Esto alivió mucho mis nervios
sobreexcitados, pero me llené de espanto al imaginar que acaso
habían sido dos las víctimas.
Aunque dos hombres, por lo menos, debían ser necesarios para
llevar aquella carga afuera, yo sabía que no me habían dejado solo.
Oí que alguien se dejaba caer en una silla, con un suspiro de
cansancio: aquel hombre estaba allí vigilándome. Yo anhelaba verme
libre de aquella tortura; anhelaba despertar, y hallar que todo había
sido un sueño. Mi situación se me hacía ya insoportable. Dije, sin
volver la cabeza:
—¿Cuánto tiempo he de estar todavía entre estos horrores?
Oí que el hombre se movía en su asiento; pero no me respondió.
—¿No puedo irme? supliqué. Yo no he visto nada. Pónganme en la
calle, no me importa dónde. Me volveré loco si estoy aquí más
tiempo.
Tampoco obtuve respuesta: no hablé más.
A los pocos instantes los ausentes volvieron. Cerraron tras de sí la
puerta. Cuchichearon otra vez, y oí que destapaban una botella, a lo
que siguió un ruido de vasos. Bebían algo, después de la sombría
faena de la noche.
Percibí entonces un olor extraño, un olor de droga. Sobre mi
hombro se apoyó una mano, y me pusieron entre los dedos un vaso
lleno de un líquido.
—Beba, dijo la misma voz de antes.
—No, exclamé; puede ser veneno.
Rompió uno de ellos en una risa breve y dura, y sentí sobre mi
frente una fría boca de metal.
—No es veneno: es un narcótico que no le hará daño. Pero esto,
añadió oprimiendo sobre mi frente el círculo de hierro, esto es otro
asunto. Elija.
Apuré el vaso, y sentí con placer que apartaban el revólver de mi
frente.
—Ahora, dijo el que hablaba, quitándome de la mano el vaso
vacío, si Ud. es un hombre sensato, cuando se despierte mañana
dirá: «He estado ebrio o soñando». Ud. nos ha oído, pero no nos ha
visto; recuerde que nosotros lo conocemos.
Se alejó de mí, y a los pocos momentos vencía mi vana resistencia
un oscuro sopor. Mis pensamientos se turbaban, y parecía
abandonarme la razón. Mi cabeza cayó primero de un lado, y
después de otro. Lo último que recuerdo es que un brazo vigoroso
rodeó mi cuerpo, y me libró de caerme de la silla. Cualquiera que la
droga fuese, su efecto había sido rápido y enérgico.
Hora tras hora me tuvo sin sentido; y cuando al fin, desvanecido
su poder, batallando mi mente entre sombras por volver al juicio,
logré después de muchas tentativas convencerme de que estaba
tendido en una cama; mas cuando extendiendo el brazo y
palpándola, vi que era mi cama propia, ¿parecerá maravilla que me
dijera a mí mismo: «He soñado el más terrible sueño que fatigó
jamás a una imaginación atormentada?».
Después de este esfuerzo mental caí de nuevo en un estado
semiconsciente; pero persuadido por completo de que no había
abandonado mi cama. Inmensa fue mi alegría ante este
descubrimiento.
Mas si mi inteligencia volvía a su vigor, no así mi cuerpo. Parecía
que mi cabeza se me partía en dos: mi lengua seca estaba pegada al
paladar. Mientras más se me aclaraba el juicio, más visible era para
mí mi estado. Me senté en la cama, y me oprimí las sienes
adoloridas.
—¡Oh, mi niño!—oí decir a la buena Priscila; ¡ya está volviendo en
sí por fin! Entonces oí otra voz, una voz de hombre, suave y grata.
—Sí: su enfermo estará pronto bien. Permítame pulsarlo, Mr.
Vaughan.
Sentí sobre mi muñeca un dedo blando.
—¿Quién es?, pregunté.
—El doctor Deane, su servidor, dijo el hombre extraño.
—¿He estado enfermo? ¿Cuánto tiempo? ¿Cuántos días?
—Sólo unas cuantas horas. No tiene Ud. motivo de alarma.
Reclínese otra vez, y permanezca quieto por algún tiempo. ¿Tiene
Ud. sed?
—Sí; me muero de sed; denme agua.
Me la dieron, y la bebí con afán: mi alivio fue grande.
—Ahora, enfermera, dijo el doctor, prepárele un poco de té ligero;
y cuando desee algo de comer, déselo. Yo volveré más tarde.
Priscila acompañó al doctor Deane a la puerta, y, ya de vuelta
junto a mi cama, batió y ahuecó las almohadas para que me sintiese
más cómodo. Ya para este tiempo estaba yo enteramente despierto,
y los sucesos de la noche se reproducían en mi memoria con una
claridad y precisión de detalle que no eran ¡ay! como las que deja un
sueño.
—¿Qué hora es?, pregunté.
—Cerca del mediodía, señor Gilberto. Priscila me hablaba con tono
pesaroso de persona ofendida.
—¿Del mediodía? ¿pues qué me ha sucedido?
La anciana lloraba. Bien la oía yo. No me respondió, y repetí mi
pregunta.
—Oh, señor Gilberto, me dijo sollozando: ¿Cómo pudo Ud.
hacerlo? Cuando entré en la alcoba y vi la cama vacía, pensé que iba
a dar al suelo.
¡Cuando vio la cama vacía! Temblé. Los horrores de la noche eran
ciertos.
—Cómo pudo Ud. hacerlo, señor Gilberto, repitió Priscila. ¡Salir sin
decirme palabra; echarse a andar por medio Londres, solo, con sus
ojos enfermos!
—Siéntate, siéntate, y dime lo que me ha sucedido.
Todavía Priscila no parecía dar por satisfecho su agravio.
—Si quería Ud. beber su poco, o tomar alguna de esas picardías
que le hacen a uno dormir y le quitan el sentido, bien pudo Ud.
haberlo hecho en casa, señor Gilberto: una vez que otra, no se lo
hubiera tenido yo a mal.
—Como que estás hoy hecha una vieja loca, Priscila. Cuéntame
todo lo que sucedió anoche.
Fue necesario que me viera ya montado en cólera para que la
buena mujer se decidiese a hablar sin ambages: sentía como si me
diese vueltas la cabeza mientras le oía su relato, que fue como aquí
sigue.
A eso de una hora después de mi salida despertó Priscila, y puso el
oído a la puerta para asegurarse de que yo dormía. Como no percibió
el menor sonido, entró en la alcoba y vio mi cama desierta, lo que de
seguro la aterró más de lo que me confesaba, pues ella conocía bien
mi abatimiento y mis quejas de los últimos días, y sin duda imaginó
en el primer instante que había puesto fin a mi existencia. Salió en
mi busca, y dio al instante aviso a la policía, a la que logró interesar
con sus ruegos tenaces y la descripción de mi estado. De la oficina a
que acudió telegrafiaron al instante a todas las demás de Londres, y
Priscila esperó, como sobre ascuas, hasta eso de las cinco de la
mañana, en que del otro extremo de la capital llegó por fin
respuesta: acababan de depositar allí un hombre joven que parecía
ciego, y que estaba ciertamente ebrio e incapaz de valerse.
Allá voló Priscila. Me halló acostado y sin sentido, y a la policía
dispuesta a conducirme, en cuanto me repusiese, ante el juez de
orden. Se mandó a llamar un médico, que certificó que mi desmayo
no provenía de embriaguez. Priscila me hizo llevar enseguida a un
carruaje, no sin decir sus verdades a la gente de la policía, por el
abandono y mal tratamiento en que me había hallado. Partió
triunfante con su carga, que no había vuelto aún en sí, y la depositó
al fin en la cama que había abandonado incautamente. Noté con
pena que, a pesar del sermón con que se había despedido de los
policías, ella pensaba de mi condición lo mismo que ellos; por lo que
estaba muy reconocida al doctor, a quien me imagino que miraba
como un curandero discreto y complaciente, que había sacado de un
mal lance a un caballero con una explicación oportuna, pero falsa.
—No he sabido yo que se quedase uno después insensible tanto
tiempo. No lo vuelva a hacer, señor Gilberto, dijo Priscila, como fin
de la plática.
No intenté desvanecer su sospecha. No era a Priscila por cierto a
quien deseaba yo confiar mi aventura nocturna. Lo mejor era callar y
dejar que dedujese para sí lo que, tal vez, no era lo menos natural.
—No volveré a hacerlo, le dije. Dame algo de almorzar. Té, y
tostadas: algo.
Salió a traérmelo: no era que tuviese yo hambre, sino que quería
estar solo algunos minutos para pensar,—en el grado al menos en
que mi malestar lo permitiese.
Recordé entonces todo lo que me había sucedido desde que dejé
la puerta de mi casa: mi paseo fantástico, mi guía ebrio, aquel canto
que oí, y después aquellos sonidos y contactos, horribles y
elocuentes. Todo lo recordaba con claridad e hilación hasta el
instante en que me forzaron a beber el narcótico: desde aquel
momento, nada podía leer en mi mente. El relato de Priscila me
hacía saber que durante mi sopor debí ser conducido a varias millas
de distancia de la casa y abandonado en la acera, donde me
encontró la policía. Entreví el hábil plan. Me habían dejado caer,
insensible, lejos de la escena del crimen de que había sido testigo
incompleto. ¿Quién creería, con aquella apariencia, mi extravagante
e improbable historia?
Me asaltó entonces el recuerdo del horror que sentí cuando,
encorvado a la fuerza sobre el cuerpo tendido, había estado
corriendo sobre mi mano aquel líquido tibio. Llamé a Priscila.

—Mira, le dije, tendiéndole mi mano derecha como para que la


examinase: ¿está limpia mi mano, estaba limpia cuando me
encontraste?
—¡Nada de limpia, señor Gilberto!
—¿Pues cómo estaba?, pregunté excitado.
—Llena de lodo estaba, como si se hubiera Ud. entretenido en
jugar en el arroyo. ¡Lindas vinieron sus pobres manos y su cara! Lo
primero que hice fue lavarlas. Dicen, ya lo sabe Ud., que eso vuelve
pronto el sentido a los que salen de noche.
—Pero la manga de mi levita, la manga de mi camisa, la manga
derecha. Mira si están limpias.
Priscila rompió a reír.
—Lo que es aquí no vinieron las mangas derechas. A alguien le
parecieron bien, y las desgarró por encima del codo. Su brazo estaba
desnudo.
Se desvanecían, pues, todas las pruebas circunstanciales que
hubieran podido confirmar mi relato. Nada había para sustentarlo,
más que la afirmación de un ciego, que salió de su casa en la alta
noche, y a quien se halló algunas horas después en tal estado que
los guardas del orden público habían tenido que encargarse de él.
Pero yo no podía callar aquel crimen cuyo recuerdo me agobiaba el
juicio. Al día siguiente, cuando ya habían desaparecido los efectos
del narcótico, hice venir a mi abogado, que era un amigo fiel, y por
cuyo consejo decidí seguirme. Pronto me convencí de que era inútil
hacerle creer mi cuento. Me oyó gravemente, diciendo de vez en
cuando: «¡Bueno! ¡bueno!»—«¿De veras?»—«¡Cosa más extraña!» y
otras exclamaciones de sorpresa; pero bien vi que procuraba sólo no
contrariarme, y creía que cuanto yo le relataba era simple
imaginación. De seguro que Priscila le había dicho de antemano todo
lo que sabía. Su incredulidad me desconcertó, por lo que allí mismo
le dije que no volvería a hablar del suceso.
—Eso haría yo si fuese Ud., me respondió.
—¿No me cree Ud., pues?
—Sé que Ud. cree cierto lo que me dice; pero mi opinión es que
Ud. echó a andar dormido y soñó todo lo que me cuenta.
Muy irritado para argüirle, tomé su consejo, en cuanto a él al
menos, y no hablé más del caso. Probé después con otro amigo, con
igual resultado. Si los que me conocían desde mi niñez no me daban
crédito ¿cómo habían de creerme los extraños? Todo lo que tenía yo
que decir era vago e insostenible; ni el lugar del crimen podía fijar
siquiera. Ya yo había averiguado que ninguna de las casas de mi
cuadra se abría con una llave semejante a la mía. No había otra calle
del mismo nombre en las inmediaciones. Los pies inseguros de mi
guía me extraviaron sin duda, y me dejaron en una cuadra que no
era la mía.

Llegué a pensar en invitarlo por un anuncio en los diarios a


ponerse al habla conmigo: pero no pude frasear la invitación de
modo que la entendiese él, sin que pudiera excitar las sospechas de
los criminales. Bien posible era que, todavía en aquel momento,
estuviera alguno de ellos en acecho de mis actos. Una vez me habían
dejado vivo; pero en la segunda, me tratarían sin misericordia. ¿A
qué iba yo a arriesgar mi vida por revelar lo que nadie había de
creer, por acusar a hombres que me eran desconocidos? ¿A quién
vendría provecho de esto? Ya los asesinos habían ocultado de seguro
todas las huellas del crimen, y asegurado su retirada. ¿Por qué había
yo de arrostrar el ridículo que caería de seguro sobre un relato como
el mío, cuya certeza me era imposible comprobar? No: sea en buen
hora el horror de aquella noche como un sueño: desvanézcase y
olvídese.
Tuve muy pronto algo más en que pensar, algo capaz de alejar de
mí aquellos recuerdos lúgubres. Ya la esperanza era certidumbre. Mi
alegría rayaba en delirio: la ciencia había triunfado: ¡la ciencia había
arrancado de mis ojos las alas sombrías de mi enemigo! De nuevo
era ya luz el mundo. ¡Podía ver!
Pero mi cura había sido larga y tediosa. Me habían operado ambos
ojos, uno primero, y cuando se estuvo seguro del éxito de la
operación, el otro. Pasaron meses antes de que me permitiesen salir
de la oscuridad. Me iban devolviendo la luz poco a poco y
cautelosamente: ¿qué me importaba la dilación, si ya me tenía
inundado de gozo la certidumbre de que todo estaría pronto a mis
ojos vestido de claridad? Esperé agradecido y tranquilo. Sabía que mi
obediencia a Mr. Jay me sería recompensada con la perfección de mi
cura, y en todo le obedecí.
El método empleado en mi operación fue el más sencillo y seguro,
el de solución o absorción, que se emplea siempre que la edad del
enfermo y la naturaleza de la enfermedad lo permiten. Cuando todo
había acabado, y no corría ya riesgo de inflamación; cuando, con
ayuda de fuertes cristales convexos, podía ver ya cuanto necesitaba,
para los usos comunes, Mr. Jay se felicitó, y me felicitó a mí: aquella
cura, me dijo, prometía ser la más afortunada de todas las suyas.
Notable debió ser, en verdad; puesto que me dicen que todas las
obras de Oftalmología publicadas después citan mi caso.
No olvidaré por cierto mientras viva aquella hora en que
declararon mi cura terminada; en que desataron las vendas que
cubrían mis ojos, y me dijeron que podía usar otra vez mis ojos
libres! Sentía yo en mi interior toda la luz del mundo: ¡qué alegría,
despertar de aquella noche que parecía no tener fin, despertar y ver
el sol, las estrellas, las nubes llevadas por el viento a través del
hermoso cielo azul! ver las ramas verdes balanceándose a la brisa,
reflejando su sombra movible en mi camino! observar cómo la flor,
que era botón ayer, es hoy rosa abierta! admirar el océano brillante,
que inflama el sol poniente! regalar la vista en los cuadros, en las
gentes, en las montañas, en los arroyos! conocer la forma, el color,
los matices! ver, no sólo oír, los labios vivos y la risa de los que
estrechan mi mano y me dicen palabras bondadosas! En aquellos
primeros días de luz recién nacida, el rostro de cada mujer, hombre
y niño me eran tan agradables de ver como el de un amado amigo,
ausente ha mucho tiempo y al fin vuelto! Lo que me apeaba de mi
éxtasis eran aquellos horrendos cristales convexos que desfiguraban
mi rostro.
—¿Y los tendré que usar siempre?, pregunté con tristeza.
—De eso quería hablarle, dijo Mr. Jay. Sin cristales, nunca podrá
Ud. ver. Recuerde Ud. que yo he destruido, absorbido, disuelto en
sus ojos los cristales que se llaman lentes cristalinos. Su lugar está
ocupado ahora por el humor fluido, que es un cuerpo sumamente
refractario. Es probable que si Ud. no cede a la naturaleza, ella ceda
a Ud. Si Ud. puede dominarse y contenerla ella vendrá a Ud.
gradualmente. Nadie mejor que Ud. puede hacer esto: Ud. es joven,
no tiene ocupación constante; su vida no depende de su vista.
Cristales siempre tendrá Ud. que usar; pero si Ud. insiste en que la
Naturaleza obre sin ayuda de ellos, lo probable es que la Naturaleza
al fin consienta. Es un procedimiento tedioso: pocos han perseverado
hasta el fin; pero mi experiencia es que en eso, como en todo, vence
el que persevera.
Determiné vencer. Siguiendo su consejo, aunque con grandes
molestias, usé unos lentes que apenas me dejaban entrever las
formas vagas de los objetos, pero mi paciencia fue recompensada.
Grado a grado, aunque con mucha lentitud, noté que mi vista iba
siendo más segura, hasta que, al cabo de dos años, podía ver tan
bien como las demás personas, sin más ayuda que la de unos
cristales tan levemente convexos que apenas era posible percibirlo.
Una vez más comencé a gozar de la vida.
No puedo decir que en esos dos años no volví a pensar en aquella
terrible noche; pero nada hice para descubrir el misterio, ni para
persuadir a nadie de que aquellos sucesos no habían sido
imaginación mía. Sepulté en mi corazón la historia de mi aventura, y
jamás volví a hablar de ella. Por si pudiese necesitarlos, escribí todos
los detalles del suceso, y procuré apartar de mí la memoria de
cuanto había oído. Todo lo pude olvidar, menos una sola cosa: no
podía pasar mucho tiempo sin que me asaltara el recuerdo tenaz de
aquel gemido de mujer, aquella dolorosa transición de la voz de la
dulce melodía a la desesperación irremediable. Aquel grito turbaba
mi sueño, cuando soñaba en los acontecimientos de aquella noche;
aquel grito me resonaba en los oídos, al despertarme trémulo, pero
agradecido, porque aquella vez, al menos, sólo estaba soñando.
CAPÍTULO III

EL MEJOR MONUMENTO

Es primavera, la primavera hermosa del norte de Italia. Mi amigo


Kenyon y yo andamos vagando por la ciudad rectangular de Turín,
tan alegres y desocupados como en ciudad alguna anduvo nunca un
par de camaradas. Hemos estado en Turín una semana, tiempo
bastante para ver cuanto ha de visitar un viajero que conoce sus
deberes. Hemos visto a San Giovanni, y los templos. Hemos subido,
o las buenas bestias de carga nos han subido, por la Superga arriba,
y contemplado allí el mausoleo de los príncipes de la casa de Saboya.
Más de lo que deseáramos hemos visto el viejo y enojoso Palacio
Madama, que mira como con ceño a nuestro hotel, del otro lado de
Piazza Castello. La sencillez y vulgaridad del Palacio Real nos han
maravillado, y los grotescos adornos de ladrillo del Palacio Carignano
nos han movido a risa. Hemos murmurado a nuestro sabor de la
pobreza de la galería de pinturas. No nos queda, en suma, cosa que
ver en Turín; y, con el desdén que engendra la familiaridad, ya no
nos miramos como míseros átomos perdidos, cuando nos detenemos
en las plazas enormes o nos torcemos el cuello para mirar las
inmensas estatuas de bronce de Marochetti.
Nuestra tarea está terminada. Andamos ahora holgazaneando y
divirtiéndonos, abandonándonos a la molicie del delicioso clima, y
revolviendo perezosamente en nuestro pensamiento el día en que
sacaremos de la ciudad nuestras alegres personas, y el lugar adonde
iremos a dar con ellas.
Seguimos calle abajo por la Vía di Po, deteniéndonos acá y allá
para curiosear en alguna de las tentadoras tiendas que adornan sus
umbrosas arcadas; atravesamos la Piazza Vittorio Emmanuele;
cruzamos el puente cuyos cinco arcos de granito trasponen el Po
clásico; damos la vuelta al llegar frente a la iglesia abovedada, y a
poco estamos andando por la ancha vía cubierta que lleva al
Monasterio de los Capuchinos, cuya amplia terraza es nuestro refugio
favorito. Allí podemos en calma grata dejar correr el tiempo, y ver el
río a nuestros pies, la gran ciudad tendida en la orilla opuesta, el
llano abierto en que Turín termina, y allá lejos, más lejos, en el vasto
fondo, los magníficos Alpes coronados de nieve, y el Monte Rosa y el
Grand Paradis levantándose por sobre todos sus hermanos. ¿qué
mucho que nos sea más grata la vista que se disfruta desde aquella
terraza que la de galerías, palacios e iglesias?
Nos regalamos los ojos descansadamente, y por nuestro camino
nos volvemos con el mismo paso vagabundo que traíamos a la
venida. Luego que reposamos algunos instantes en nuestro hotel,
cruzamos llevados de un vago deseo la gran plaza, del otro lado del
palacio ceñudo, entramos por la Vía de Seminario, con la cabeza al
cielo, las bellezas arquitectónicas de que pudiera envanecerse la
gran fachada de mármol, cuando me sorprendió oír a Kenyon que iba
a entrar en el edificio.
—Pero ¿no hemos hecho voto, le dije, de no volver a visitar
interiores de iglesia, ni galerías de pintura, ni ninguna otra trampa
de viajeros?
—¿Qué es lo que hace a los hombres mejores quebrantar sus
votos?
—Supongo que muchas cosas.
—Pero una cosa en particular. Mientras tú andas cabeza arriba
mirando ojivas y capiteles, con aire de sabihondo en arquitectura, el
más bello de todos los monumentos, una mujer hermosa, acaba de
pasar bajo tus narices.
—Entiendo, y te absuelvo.
—¡Oh, gracias! Ha entrado en la iglesia. Me acomete la devoción, y
entro.
—¿Pero nuestros cigarros?
—Dáselos a los pobres. Líbrate de los hábitos de avaricia, Gilberto.
La avaricia come.
Como yo sabía que Kenyon no era hombre que abandonase un
buen habano sin razón poderosa, hice como decía, y entré con él por
las naves oscuras de San Giovanni.
No decían misa en aquel momento. Los grupos habituales de
viajeros vagaban de un lado a otro de la iglesia, tratando de parecer
muy interesados en las bellezas imperceptibles para casi todos ellos,
que los guías incansables les apuntaban. Acá y allá rezaban unos
cuantos fieles. Kenyon buscó rápidamente con los ojos «el más
hermoso de todos los monumentos», y lo descubrió a los pocos
instantes.
—Ven de este lado, dijo. Sentémonos, y hagamos como que
rezamos con mucha devoción. De aquí podemos verle bien el perfil.
Me puse junto a él, y vi a poca distancia de nosotros una italiana
ya entrada en edad, que rezaba de rodillas con fervor, mientras que
sentada a su lado aguardaba una joven como de veintidós años,
cuyo tipo no revelaba el país de su nacimiento. Por las cejas y las
pestañas bajas se adivinaba que sus ojos eran negros; pero por su
pura tez pálida, por sus facciones finas y precisas, por su espeso
cabello castaño pudiera parecer hija de varios países, aunque, a
haberla encontrado sola, hubiera yo dicho que era inglesa.
Llevaba elegantemente su sencillo traje, y comprendí por sus
ademanes que no venía a aquella iglesia por primera vez: no miraba
de pared a pared, y del pavimento al techo, como miran los viajeros,
sino que esperaba inmóvil a que su anciana compañera hubiese
terminado sus oraciones. No parecía que hubiese ido allí a rezar ni a
ver, sino, probablemente, a acompañar a la anciana, que tenía aire
de antigua criada de familia y, a juzgar por el ahínco de sus
oraciones, debía estar muy necesitada del favor divino. Desde mi
asiento, podía yo distinguir el movimiento incesante de sus labios, y
aunque no se percibían sus palabras, era evidente que le salían del
corazón las demandas que encaminaba al cielo.
Su joven compañera no la imitaba, ni volvía a ella los ojos. Inmóvil
como una estatua estuvo durante todo aquel tiempo, con la mirada
constantemente baja, absorta en apariencia en una idea profunda,
que me pareció había de ser triste: de su rostro no nos fue posible
ver más que el perfil perfecto. Kenyon no había exagerado: aquel
rostro tenía para mí un peculiar atractivo, y su completo reposo no
era lo que menos me agradaba de él. Mi deseo de verla de lleno era
ya vivo; pero como no podía satisfacerlo allí sin brusquedad, tuve
que esperar a que por acaso volviese la cabeza.
Al fin, la anciana dio señales de haber acabado sus preces, y en
cuanto vi que se preparaba a persignarse, me levanté
precipitadamente y seguí a paso largo hacia la puerta, donde a los
pocos minutos llegaron la anciana y su compañera. Pude ver a la
joven a mis anchas, mientras esperaba a que la anciana se
humedeciese los dedos en la pila de agua bendita: era
indudablemente hermosa, pero había algo extraño en su belleza. Así
me pareció cuando sus ojos tropezaron un momento con los míos:
negros y espléndidos como eran, noté en ellos una mirada absorta y
distraída, una mirada que parecía pasar a través de uno y alcanzar lo
que había más allá de él. Causó en mí una impresión singular esta
mirada; pero como nuestros ojos sólo se habían encontrado durante
un segundo, apenas pude decirme si mi impresión había sido grata o
desagradable.
La joven y su acompañante se detuvieron algunos momentos en la
puerta, lo que nos permitió pasar delante de ellas a Kenyon y a mí,
que decidimos esperar afuera. Bien puede ser que cometiésemos con
esto una falta de cortesía; pero ambos estábamos ansiosos de ver
salir a aquella criatura cuya aparición había despertado en nosotros
tan vivo interés. Al atravesar la puerta de la iglesia, nos fijamos en
un hombre de mediana edad y apariencia distinguida, que estaba
cerca de los escalones de la entrada. Era de fuerte espalda y usaba
anteojos. A haber deseado yo determinar su posición social, hubiese
dicho que seguía de seguro una carrera literaria. De su nacionalidad
no cabía duda: era italiano hasta la médula. Evidentemente
aguardaba allí a alguien; y cuando la joven, seguida de la rezadora
ferviente, salió de San Giovanni, movió el paso y se unió a ella.
La anciana dejó escapar un grito reprimido de sorpresa, y le tomó
la mano, en la que dio un beso. La joven no pareció conmovida: era
claro que con quien tenía que hacer el caballero era con la vieja
criada. Le dijo algunas palabras, y se alejó con ella a unos cuantos
pasos bajo el toldo de la iglesia, donde, en toda apariencia, hablaban
de prisa y con empeño, sin dejar de mirar en dirección de la joven.
Cuando la criada se apartó de ella, siguió la joven andando unos
pasos; pero se detuvo, y se volvió hacia la anciana, como
aguardando por ella. Entonces fue cuando, sin parecer indiscretos ni
bruscos, pudimos ver de lleno su andar arrogante y acabada
hermosura.
—Es hermosa, dije, más para oírme yo mismo que para que me
oyese Kenyon.
—Sí; pero no tanto como creí. Falta algo en esa belleza, aunque
me es imposible decir lo que es. ¿Es la animación o es la expresión?
—Yo no veo que le falte nada, dije con tal entusiasmo que Kenyon
se echó a reír.
—¿Es así como los caballeros ingleses se quedan mirando en
Inglaterra a las mujeres de su país y calculando su valor en los
lugares públicos, o es ésa una costumbre adoptada para beneficio de
los italianos?
Esta atrevida pregunta fue hecha por alguien que hablaba junto a
mí. Kenyon y yo nos volvimos al mismo tiempo, y vimos a un
hombre alto, como de treinta años, que estaba a nuestra espalda.
Sus facciones eran correctas; pero de conjunto poco agradable.
Bastaba una ojeada para adivinar que aquel recio bigote escondía
una boca irreverente, y que a aquellas cejas y ojos negros subía
pronto la cólera. En aquel instante la expresión del hombre era de
arrogancia altanera y ofensiva, que hiere siempre más cuando el que
nos habla con ella es extranjero. Que nuestro provocador no era
inglés era bien claro, por más que nos hubiese hablado en inglés
muy correcto.
Ya tenía yo en los labios una respuesta viva, cuando Kenyon, que
era persona de muchos recursos y muy capaz de decir en un apuro
lo propio del caso, se puso en mi camino. Se quitó el sombrero, e
hizo al hombre alto un saludo cortés, calculado con tal maña que era
imposible decir donde acababa la reparación y empezaba la ironía.
—Señor, dijo: un inglés viaja por esta hermosa tierra para celebrar
cuanto tiene de bello en el arte y en la naturaleza. Si nuestras
celebraciones ofenden, pedimos excusa.
Frunció el ceño el hombre, que no sabía bien si mi amigo se
burlaba de él o le hablaba en veras.
—Si hemos obrado mal ¿se servirá el señor presentar nuestras
excusas a la señora? ¿su esposa sin duda, o tal vez su hija?
Como el hombre era joven, el fin de la pregunta era un sarcasmo.
—Ni esposa, ni hija, dijo bruscamente. Kenyon se inclinó.
—¡Ah! su amiga entonces. Permítame el señor que le felicite, y le
dé también mi enhorabuena por su conocimiento de nuestro idioma.
El hombre no sabía ya a qué atenerse: Kenyon hablaba con la
mayor gracia y naturalidad.
—He estado muchos años en Inglaterra, dijo en tono breve.
—¡Muchos años! Apenas puedo creerlo; pues veo que el señor no
se ha hecho cargo de esa cualidad inglesa que es mucho más
importante que el acento o el idioma.
Kenyon se detuvo, y miró al hombre con una expresión tan
amistosa y sencilla que le hizo caer en el lazo.
—¿Se servirá decirme cuál? preguntó.
—No mezclarse en lo que no le importa, dijo Kenyon áspera y
brevemente, volviéndole la espalda, como si allí hubiera tenido fin la
discusión.
Se inundó de ira el rostro del hombre alto. No quité los ojos de él,
temiendo que cayese sobre mi amigo; pero se contentó con echar al
aire un voto: y así acabó el suceso.
Mientras en esa conversación estábamos, la anciana se había
despedido de su culto amigo, y echado a andar acompañada de la
joven. Nuestro áspero italiano salió al encuentro del que había
estado hablando con la criada, y tomándole del brazo siguió con él
en dirección diversa, y a poco desapareció de nuestra vista.
Kenyon no me mostró intención de seguir a las dos mujeres, y a
mí me dio vergüenza proponérselo; mas no sé por qué imagino que
iba yo disponiéndome a volver al día siguiente a San Giovanni.
Pero no la vi más. No quiero decir cuántas veces volví en vano a la
iglesia. Ni a la hermosa joven ni a la anciana criada volví a ver
mientras estuve en Turín. Varias veces nos encontramos en la calle
con nuestro impertinente amigo, cuyo ceño arrugado no mereció de
nosotros atención alguna; pero aquella delicada criatura de la tez
pálida y los extraños ojos negros, no volvió a presentarse en mi
camino.
Sería absurdo decir que me había enamorado de una mujer a
quien sólo había visto unos cuantos minutos, a quien nunca había
hablado, cuyo nombre y habitación me eran desconocidos; pero debo
confesar que, por lo que hace a la hermosura, mujer alguna había
hecho en mí hasta entonces la impresión que hizo ella. Hermosa
como era, apenas podía decir qué me atraía así y me fascinaba. Yo
había conocido en mi vida a muchas mujeres hermosas; y sin
embargo, por una leve probabilidad de volver a ver a aquélla, me
detuve en Turín, abusando de la paciencia del condescendiente
Kenyon, hasta que, fatigado ya de mis esperas, me hizo saber que si
al punto no partíamos, él se iría solo. Consentí al fin. Diez días había
pasado aguardando en vano volver a ver a mi desconocida.
Recogimos nuestras tiendas, y salimos en busca de nuevas
aventuras.
De Turín seguimos viajando camino del sur: a Génova, a Florencia,
a Roma y Nápoles, y a otros lugares menores. Cruzamos de allí a
Sicilia, y en Palermo, como lo teníamos concertado, nos embarcamos
en el yate de otro amigo. No habíamos andado con prisa en nuestro
viaje, sino que en cada ciudad nos detuvimos cuanto nos pareció
bien; de modo que cuando el yate, terminada su excursión, nos
devolvía a Inglaterra, estaba ya en sus últimos soles el verano.
Muchas veces, muchas, desde que salí de Turín, había pensado en
la joven a quien vi en San Giovanni: tan a menudo pensaba en ella,
que yo mismo me burlaba de mi locura. Nunca hasta entonces había
persistido tanto tiempo en mi memoria el recuerdo de un rostro de
mujer. Algún extraño encanto debía haber para mí en aquella
hermosura. Yo recordaba cada una de sus facciones, y, a haber
entendido de pintar, pudiera haberla retratado de memoria. Por
extravagante que mi afición me pareciese, no podía yo ocultarme
que, a pesar de no haberla visto más que breves momentos, la
impresión que había causado en mí, en vez de debilitarse, se hacía
más viva cada día. Me tuve a mal el haber salido de Turín antes de
volver a verla aunque para conseguirlo hubiese tenido que aguardar
allí meses enteros. Me decía que mi salida de Turín me había hecho
perder una oportunidad que sólo se presenta al hombre una vez en
la vida.
Kenyon y yo nos separamos en Londres. Él fue a Escocia a cazar
codornices, y yo, que no había decidido aún lo que haría en el otoño,
determiné quedarme, por algunos días al menos, en la ciudad.
¿Fue obra de la casualidad o del destino? En la mañana siguiente a
mi llegada a Londres, tuve que ir por mis negocios a la calle Regent.
Iba yo muy despacio por la ancha acera abajo, dejando vagar lejos
de Londres el pensamiento; iba tratando de sofocar cierto deseo loco
que se había apoderado de mi mente, el deseo de volverme
enseguida a Turín; iba pensando en la sombría iglesia y en el
hermoso rostro que desde hacía tres meses no abandonaban mi
memoria. Y en el instante mismo en que con los ojos de la mente
veía otra vez a la joven y a su vieja compañera en la sombra del
templo, allí, en pleno Londres, levanté la vista, y en cuerpo y en
alma las tuve delante de mí.
Grande fue mi asombro; pero ni un instante pensé que me
engañaba. A menos que no fuera una ilusión o un sueño, allí venía,
caminando hacia mí, con su vieja criada al lado, aquélla en quien
había pensado con tanta insistencia. Dijérase que acababan de salir
de San Giovanni. Había un ligero cambio en la apariencia de la
anciana, vestida ahora más al estilo de las criadas inglesas; pero ella
no: ella estaba como cuando salió del templo de Turín. «Hermosa,
más hermosa que nunca», se dijo mi corazón, que salió de quicio al
verla. Pasaron junto a mí: yo me volví instintivamente y las seguí
con los ojos.
¡Sí: era el destino! Puesto que había vuelto a hallarla de tan
inesperada manera, cuidaría bien de no perderla de vista. No intenté
esconder por más tiempo mis sentimientos. La impresión que
sacudió todo mi ser al volver a hallarme frente a ella no me dejaba
duda. Yo estaba profundamente enamorado. Dos veces, nada más
que dos veces la había visto; pero bastaban para convencerme de
que si mi suerte se había de ligar por fin a la de mujer alguna, a la
de aquella mujer se ligaría, aunque su nombre, hogar y país me eran
desconocidos.
Sólo una cosa podía hacer: seguir a las dos mujeres. Durante una
hora o más, por dondequiera que fueron, a respetuosa distancia fui
tras ellas. Entraron en una o dos tiendas, y esperé afuera. Cuando
reanudaron su camino, anduve cosido a sus pasos, pero con tal
cuidado que mi persecución debía pasar desapercibida y no podía
causar ofensa. Pronto salieron de la calle Regent y fueron a parar a
una de las muchas hileras de casas que adornan a Maida-Vale.
Observé bien la casa en que entraron, y al pasar por su puerta pocos
momentos después la vi otra vez, asomada a la ventana, arreglando
en un vaso unas flores. Había, pues, dado con la casa en que vivía.
¡Era el destino! Enamorado como estaba, sólo lo que el amor me
aconsejaba podía hacer. Debía averiguar todo lo que se refiriese a mi
desconocida. Debía ponerme en relación con ella, y obtener el
derecho de mirar de cerca aquellos ojos extraños y hermosos. Debía
oírla hablar. Reí de nuevo, pensando en lo absurdo de enamorarse
de una mujer cuya voz no se ha oído jamás, de quien no se sabe
siquiera la lengua que habla; pero el amor está lleno de absurdos.
Una vez que el amor empuña el látigo, nos lleva en verdad por muy
extraños caminos.
Tomé una determinación atrevida. Volví sobre mis pasos hasta la
puerta de la casa. Una criada de buena apariencia salió a abrir.
—¿Hay aquí habitaciones de alquiler? pregunté, teniendo ya en mi
mente como seguro que mi desconocida sólo vivía en aquella casa
como huésped.
Había habitaciones de alquiler, y no bien mostré deseo de verlas,
me enseñaron un comedor y alcoba en el piso bajo.
Calabozos hubieran podido ser aquellos aposentos en vez de
cuartos ventilados y alegres como eran; vacíos hubieran podido
estar, y no adornados, como estaban, de lindos muebles; cincuenta
libras de renta a la semana me hubieran pedido, en lugar del
modesto alquiler que me pidieron: de todos modos los aposentos
hubieran sido míos. Nunca tuvo aquella casa inquilino más fácil de
satisfacer. Vino la dueña, y cerré el trato al punto. De buena bolsa se
hubiera podido hacer aquella excelente señora con el alquiler de sus
aposentos del piso bajo, a haber conocido el estado de mi ánimo. En
lo único en que se mostró difícil, fue en los informes que pudiese yo
darle de mí. Cité en mi abono a varias personas; pagué allí mismo
adelantado un mes de renta; y obtuve licencia de la dueña para
entrar en posesión de los aposentos aquella misma noche, «porque
yo acababa de llegar a Inglaterra, y deseaba fijarme en mi casa sin
demora».
—¡Ah! dije como al descuido, al salir de la casa para volver con mi
equipaje: olvidaba preguntar a Ud. si tenía otros huéspedes:
¿supongo que no hay niños?
—No, señor; los únicos huéspedes son una señora y su criada.
Tienen el piso primero: son gente muy tranquila.
—Gracias, dije. Creo que voy a estar muy bien. Volveré como a
eso de las siete.
Yo había alquilado de nuevo mis antiguas habitaciones en la calle
Walpole, antes de que aquel inesperado encuentro alterase mis
planes. Volví a ellas, empaqueté todo lo que me pareció necesario, y
dije a los dueños de la casa que iba a pasar con un amigo unas
semanas. No dejé mis habitaciones. A las 7 ya estaba yo en Maida-
Vale gratamente instalado.
¡Sí: era el destino! ¿Quién podía dudar de que todo lo que sucedía
estaba dispuesto por su mano? Por la mañana estaba yo a punto de
volverme a Turín en busca de mi amada; por la noche, iba a dormir
bajo su mismo techo. Sentado en mi sillón, dibujando con el deseo
en el humo rizado de mi cigarro toda especie de amables visiones,
apenas puedo creer que sólo algunos pasos la separan de mí, que la
veré mañana, pasado mañana, y siempre, y siempre! Sí: este amor
mío es ya irremediable: me acuesto pensando en que soñaré en ella;
pero, acaso por la novedad del aposento, mis sueños son menos
gratos que mis pensamientos: ¡durante toda la noche he estado
soñando en el ciego que se entró una noche en cierta casa extraña, y
oyó aquellos terribles sonidos!
CAPÍTULO IV

NI PARA QUERER, NI PARA CASARSE

Ha pasado una semana. Mi amor crece. Cierto estoy ya de la energía


de mi pasión, de que este súbito amor mío durará tanto como mi
vida, de que no es efímero capricho que desvanecerán la ausencia o
el tiempo. Logre yo o no ser querido, esta mujer será mi primero y
último amor.
No he adelantado aún cuanto hubiese deseado. La veo todos los
días, porque estoy siempre en acecho para verla salir y entrar; y
cada vez que la veo, hallo nuevos encantos en su rostro y mayor
gracia en toda su figura. Kenyon tenía razón, sin embargo. Es de un
género extraño su hermosura. Aquel puro rostro pálido, aquellos ojos
negros soñadores y abstraídos, no son, no, como los de la mayor
parte de las mujeres, lo que acaso explica la singular fascinación que
ejerce en mí. Su andar es firme y gracioso; nunca altera su paso; su
rostro es siempre grave, y creo habla pocas veces con la anciana
criada, que no se aparta nunca de su lado. Comienzo a mirarla como
un enigma, y a dudar que me sea dable llegar a poseer su clave.
Sé de ella algunas cosas. Se llama Paulina, dulce y apropiado
nombre, Paulina March: es, pues, inglesa, aunque algunas veces le
oigo decir algunas palabras en italiano a la vieja Teresa, su criada.
No parece conocer a nadie, y, a juzgar por lo que veo, nadie sabe de
ella más de lo que sé yo: yo por lo menos sé que vino de Turín, y
eso es más de lo que los otros saben.
Todavía ocupo mis aposentos, aguardando una ocasión propicia.
Es una tortura vivir en la misma casa que aquella a quien se ama, y
no encontrar oportunidad de comenzar el asedio. La vieja Teresa la
guarda como toda una dueña española. Sus ojos me lanzan miradas
suspicaces y vivas cada vez que las hallo a mi paso y les deseo los
«buenos días» o «buenas noches» a que un vecino puede arriesgarse
sin cometer descortesía. De ellas no he recibido más que esos fríos
saludos. Ni los ojos ni los gestos de Paulina parecen alentarme. Me
devuelve mi saludo gravemente, y como desde lejos y con apatía.
Bien claro veo que el amor a primera vista suele no ser recíproco. Me
consuelo con pensar que el destino me tiene sin duda algo
reservado, sin lo cual Paulina y yo jamás habríamos vuelto a vernos.
No me queda, pues, más que atisbar desde detrás de las espesas
cortinas rojas de mi ventana cuando mi amada, acompañada
siempre de esa bellaca Teresa, sale de casa y vuelve. Y esto mismo
tengo que hacerlo con mucha cautela; porque la diestra dueña me
alcanzó a ver una vez en mi escondite, y desde entonces jamás pasa
sin huronear con sus ojos vivaces en mi ventana. Como que empiezo
ya a odiar a Teresa.
Sin embargo, si he adelantado poco, vivo en la misma casa de
Paulina, y respiro el mismo aire que ella. No soy hombre impaciente,
y puedo esperar una buena ocasión, que ha de venir al cabo.
He aquí cómo vino. Una noche oí una caída, un ruido de porcelana
rota, y un grito de alarma. Me eché afuera de mi aposento, y hallé a
Teresa postrada en la escalera, gimiendo dolorosamente entre los
escombros del mejor juego de té de la señora de la casa. ¡Mi ocasión
por fin!
Con la desvergonzada hipocresía del amor, corrí a su ayuda, tan
dispuesto a servirla como si hubiese sido mi propia madre. Traté con
exquisito cuidado de ayudarla a levantarse, pero se dejó caer,
lamentándose, en desdichado inglés, de que tenía un pie roto. Le
hablé en italiano, lo que pareció volverle los ánimos perdidos; y pude
convencerme de que se le había dislocado una rodilla de tan mala
manera que no podía ponerse en pie. Le dije que la llevaría a su
habitación, y sin más miramientos la alcé en mis brazos y eché
escalera arriba.
Paulina aguardaba en el pasillo. Sus grandes ojos negros estaban
abiertos de par en par, y el espanto se reflejaba en toda ella. Me
detuve un instante para explicarle lo que había sucedido; y llevé
enseguida a Teresa a su habitación, y la dejé en su cama. La criada
de la casa había salido ya en busca de un médico; al retirarme,
Paulina me dio las gracias por mi bondad de un modo tranquilo, pero
como desentendido. Aquellos ojos soñadores se encontraron con los
míos; pero apenas pareció que lo notasen. Sí: yo no podía menos de
confesármelo: la criatura a quien miraba como una deidad era poco
sensible; pero ¿cómo sustraerse al encanto de su hermosura? ¡Aquel
rostro acabado, aquel cuerpo candoroso y esbelto, aquella espesa
cabellera castaña, aquellos mismos extraños ojos negros! ¡No había
de seguro en el mundo una mujer que le fuese comparable!
Me dio su mano al despedirse de mí: una mano pequeña, suave y
elegante. Difícilmente pude contener mi deseo de imprimir en ella
mis labios; difícilmente pude resistir la tentación de decirle en aquel
mismo instante que por meses enteros ella había ocupado
únicamente mi pensamiento; pero si siempre hubiera sido incauta
semejante confesión en una primera entrevista, más que nunca lo
era en aquellos instantes, cerca de la vieja Teresa que padecía cerca
de mí, sin que el dolor, sin embargo, la enajenase de modo que no
tuviera puestos los ojos sobre todos mis movimientos. Me limité a
expresar mi deseo de poderles ser útil en algo, y con una inclinación
de cabeza, me retiré discretamente. Pero nuestras manos se habían
ya enlazado: ¡ya Paulina y yo no éramos por más tiempo dos
extraños!
No fue la dislocación de Teresa tan grave como ella imaginaba;
pero la obligó a quedarse en la casa algunos días. Yo había creído
que la reclusión de Teresa me ayudaría en algún modo a estrechar
mi amistad con su joven señora; pero el resultado no respondió a
mis esperanzas. En los primeros días no supe que Paulina saliese de
casa. Una o dos veces me encontré con ella en las escaleras y,
fingiéndome interesado en la curación de su criada, la retuve
conversando breves momentos. Me pareció que era excesivamente
tímida, tan tímida que la conversación que hubiera yo anhelado
prolongar, a los pocos instantes moría naturalmente. No era yo
bastante vanidoso para atribuir su cortedad y reticencia a la misma
causa que me hacía ruborizar y tartamudear al hablarle a ella.
Por fin, una mañana la vi salir sola de la casa. Tomé el sombrero y
fui en su seguimiento. Estaba dándose paseos por la acera frente a
la entrada. Me acerqué a ella, y, después de mi usual pregunta por la
salud de Teresa, me mantuve a su lado. Era preciso hacer de modo
que nuestras relaciones quedasen más adelantadas.
—¿No hace mucho que está Ud. en Inglaterra, Miss March? dije.
—Algún tiempo, algunos meses, me replicó.
—Yo la vi a Ud. esta primavera en Turín, en la iglesia, en San
Giovanni.—Paulina alzó los ojos y los fijó en los míos con una mirada
peculiar y perpleja.
—Estaba Ud. allí con su criada, una mañana, añadí.
—Sí, íbamos allí a menudo.
—Ud. es inglesa ¿no es cierto? ¿su nombre al menos no es
italiano?
—Sí, soy inglesa.
Hablaba como si no estuviese enteramente segura de lo que decía,
o como si el asunto de la conversación le fuese indiferente.
—Ud. vive aquí: ¿Ud. no volverá a Italia?
—No sé; no puedo decir.
No podía yo prometerme menos de mi interlocutora. Muchas
tentativas hice para conocer algo de sus costumbres y aficiones.
¿Tocaba? ¿cantaba? ¿le agradaba la música, la pintura, el teatro, los
viajes, las flores? ¿Tenía muchas amistades? Todo esto hallé manera
de preguntarle, directa o indirectamente.
No eran satisfactorias sus respuestas. O evadía mis preguntas,
como si tuviese determinado que yo no supiese nada de ella, o las
respondía como si no las entendiese. Muchas de ellas le causaban
una extrañeza visible. Tan gran misterio era para mí Paulina al
acabar nuestro paseo como al comenzarlo. Lo único que de ella me
alentaba es que no parecía deseosa de esquivar mi compañía. Una y
otra vez pasamos por delante de nuestra casa sin que mostrase
intención de entrar, como, a querer verse libre de mí, pudo haber
hecho. No había en sus ademanes la menor apariencia de
coquetería: muy quieta y reservada me iba pareciendo, pero muy
natural y sencilla; ¡y era ella tan hermosa, y yo estaba tan
ardientemente enamorado!
No tardé mucho en apercibirme de que los ojos tenaces de la vieja
Teresa nos acechaban desde las persianas de la sala; sin duda se
había levantado de su cama para ver que su señora no cayese en
alguna malandanza. Me montó en ira el espionaje; pero era aún
demasiado pronto para libertarme de él.
Antes de que Teresa pudiese cojear de puertas afuera, volví a
hablar con Paulina más de una vez de aquel mismo modo. Veía con
regocijo que parecía alegrarse cuando me unía a ella. Mi principal
dificultad era hacerla hablar. Oía tranquilamente cuanto yo le decía,
pero sin comentario, ni más réplica que un «sí» o un «no». Si, por
rara casualidad, me hacía una pregunta o decía una frase más larga
que las habituales en ella, no crecía en ánimos con eso, sino que
volvía al punto a su lenguaje apático. Atribuía yo gran parte de esto
a cortedad de Paulina y a su vida retirada, pues la única persona con
quien viese yo que hablaba era aquella terrible Teresa.
No había gesto o palabra de Paulina que no revelasen su buena
crianza y cultura; pero me sorprendía en verdad su ignorancia en
cosas de letras. Si citaba yo un autor o mencionaba un libro, no
tomaba cuenta de ello; o me miraba como si mi alusión la
sorprendiese, o como si se avergonzara de su ignorancia. Aunque
había logrado verla varias veces, no estaba yo satisfecho de mi
adelanto, y sabía que no había dado aún con la clave de su
naturaleza.
No bien sanó de su rodilla la adusta criada, o compañera, oí
grandes nuevas. La dueña de la casa me preguntó si conocía yo a
algún amigo a quien recomendar la casa, algún amigo de mis
costumbres, decía la buena señora; porque Miss March iba a
mudarse, y la dueña prefería alquilar los aposentos a un caballero.
No me quedó duda de que aquel era un ardid de la bellaca de
Teresa. Cuantas veces se encontró conmigo por las escaleras, me
había asaeteado con los ojos. Cuando le preguntaba cómo iba de su
caída, me respondía agriamente. No cabía duda de que era mi
enemiga: de que había caído en la cuenta de mi afición por Paulina y
batallaba por apartarnos. No tenía yo modo de saber a cuánto
alcanzaban su autoridad e influencia sobre la joven; pero hacía
tiempo ya que no la tenía como una mera criada. La noticia de la
mudanza próxima de mis vecinas me convenció de que, si quería yo
llevar a término feliz mi amor a Paulina, tenía que entrar en algún
arreglo con aquella desapacible guardadora.
Aquella misma noche, al oír que bajaba, abrí la puerta de golpe y
me encaré con ella.
—Señora Teresa, dije, con remilgada cortesanía, ¿me hace Ud. el
favor de entrar en mi cuarto? Deseo hablarle.
Fijó en mí una de aquellas miradas suyas, suspicaces y rápidas;
pero accedió a mi ruego. Cerré la puerta y le acerqué una silla.
—¿Cómo va su pobre rodilla? le pregunté afectuosamente en
italiano.
—Va bien, señor, me respondió con su voz breve.
—¿No quiere Ud. acompañarme a tomar una copa de vino dulce?
Lo tengo a mano.
Muy mal parecía quererme Teresa; pero no me hizo objeción
alguna, sino que paladeó gustosamente la copa que le tendí.
—¿Y Miss March, está bien? No la he visto hoy.
—Está bien.
—De ella es de quien quiero hablar a Ud.: ¿no lo ha adivinado?
—Lo había adivinado, me dijo, con una mirada colérica llena de
desafío.
—Sí, continué: sus ojos vigilantes y fieles han penetrado lo que yo
no tengo ningún deseo de ocultar. Quiero a Paulina.
—A ella no se la puede querer, dijo Teresa abruptamente.
—¿Cómo no se ha de querer a una criatura tan hermosa? La
quiero, y me casaré con ella.
—Ella no se puede casar.
—Óigame bien, Teresa. He dicho que me casaré con ella. Soy
conocido y rico. Tengo cincuenta mil liras al año.
Mi renta anual, que reducida a la moneda de su país debía de
parecerle considerable, causó en ella el efecto que yo había
esperado. No me mostraban sus ojos, por cierto, mayor amistad;
pero su mirada de asombro y acatamiento repentino me revelaron
que había dado con el talón de aquella aya invulnerable: la codicia.
—Dígame ahora por qué no puedo yo casarme con Paulina.
Dígame a quién debo ver para pedirla en matrimonio.
—Con ella no puede haber matrimonio.
Nada más pude obtener de Teresa. Nada quiso decirme sobre la
familia o los amigos de Paulina. Nada más sino repetirme que no
podía querer, ni casarse.
Sólo un recurso me quedaba por tentar. La ávida mirada de Teresa
cuando le hablé de mi renta me sugirió este pensamiento. Tenía que
descender al ardid vulgar de comprar la voluntad de la dueña. ¡El fin
justifica los medios!
Es costumbre mía, cuando ando en viajes, llevar conmigo una
buena suma de dinero. Saqué de mi cartera un mazo de billetes de
banco, y conté cien libras esterlinas en billetes nuevos. Cayó sobre
ellos el ojo hambriento de Teresa.
—¿Sabe Ud. cuánto hay aquí? le dije. Con una inclinación de
cabeza me indicó que lo sabía. Corrí hacia ella dos de los billetes. Su
mano descarnada parecía querer abalanzarse sobre ellos.
—Dígame quiénes son los amigos de Miss March y tome para Ud.
esos dos billetes. Todo cuanto Ud. ve aquí será suyo el día en que
Miss March y yo nos casemos.
Por algunos momentos se estuvo la italiana callada; pero bien veía
yo que la tentación le iba ganando el ánimo. Le oí entonces
murmurar:
«¡50 000 liras; 50 000 al año!». El encanto obraba. Por fin se puso
en pie.
—¿No quiere Ud. tomar este dinero? le pregunté.
—No puedo. No me atrevo. De veras no puedo. Pero...
—¿Pero qué?
—Yo escribiré. Yo diré todo lo que Ud. me dice al Doctor.
—¿Al Doctor? ¿Quién es el Doctor? Yo mismo puedo verlo o
escribirle.
—¿He dicho el Doctor? Se me ha escapado. No; Ud. no debe
escribir. Yo le preguntaré y él decidirá.
—¿Escribirá Ud. enseguida?
—Enseguida. Y Teresa, echando sobre las dos libras los ojos
avariciosos, se volvió como para salir.
—¿Por qué no se lleva los billetes? le dije, poniéndoselos en la
mano.
Con febril alegría se los escondió en el seno.
—Dígame, Teresa, seguí melosamente: ¿Ud. cree que Miss March,
que Paulina, piensa algo en mí?
—¿Quién sabe? respondió la anciana con un tonillo petulante. Yo
no sé: pero le digo otra vez que ella no está para querer, ni para
casarse.
¡Ni para querer, ni para casarse! Di suelta a la risa cuantas veces
me acordé de aquella adivinanza de Teresa. Si en la tierra había
alguna criatura que, por sobre todas las demás, estuviese hecha
para el amor y el matrimonio, Paulina era! ¿Qué quería darme a
entender Teresa? Me vino entonces a la memoria el fervor con que
rezaba aquella mañana en San Giovanni; y di por seguro que Teresa
era una ardentísima católica, y quería que Paulina tomase el velo.
Por de contado que era eso; eso lo explicaba todo.
Luego que tuve comprada a Teresa, todo yo fui un castillo en el
aire, imaginando que iba a gozar a mis anchas de la compañía de
Paulina, sin interrupciones ni espionaje. La criada había tomado mi
dinero, y sin duda haría por complacerme para aumentar su tesoro.
Si podía persuadirla a que me dejase pasar algunas horas al día al
lado de Paulina, nada tendría yo que temer de la hostilidad de
Teresa. El soborno era cierto, y aunque a mí mismo me avergonzaba
haber acudido a él, no podía yo dudar de su eficacia.
Tuve que aplazar para la noche siguiente mi primera amorosa
tentativa, porque en la mañana me llamaba un pequeño quehacer
urgente, que me tuvo de un lado para otro algunas horas. Atónito
me quedé al oír a mi vuelta que mis vecinas se habían mudado de
casa. No tenía idea la señora de dónde pudiesen haber ido. Teresa,
que parecía ser la que manejaba los dineros, pagó y se fue con
Paulina. Nada más podían decirme.
Me dejé caer en una silla maldiciendo de la alevosía italiana; pero
como pensase al mismo tiempo en la italiana codicia, no perdí por
completo la esperanza. Acaso Teresa me escribiría o vendría a
verme. Yo no había olvidado las anhelosas miradas que lanzaba
sobre mis billetes de banco. Pero día sobre día pasó sin que llegase a
mí recado o carta.
Empleé todos aquellos días, en su mayor parte, vagando por las
calles con la esperanza vana de encontrarme con las fugitivas. Sólo
después de haberla perdido por segunda vez vine a saber cuánto
quería a Paulina. No puedo describir apropiadamente aquel ardiente
deseo mío de volver a ver su hermoso rostro. Temía yo, sin
embargo, que tanto amor no fuese compartido: a haber sentido
Paulina por mí el más ligero interés ¿cómo me hubiera abandonado
de aquel modo secreto y misterioso? Tenía aún que conquistar su
corazón: fuera del suyo, no había amor en la tierra que me pareciese
de valor alguno.
Hubiera vuelto a mis antiguas habitaciones de la calle Walpole, a
no temer que, si dejaba las de Maida-Vale”, pudiera Teresa, fiel a su
compromiso, venir y no hallarme. Diez lentos días habían corrido ya
desde la fuga, y comenzaba yo a perder toda esperanza, cuando
recibí una carta.
Estaba escrita en elegante estilo italiano, y firmada por Manuel
Ceneri.
Sólo decía que el firmante «tendría la honra de venir a verme a las
doce del día siguiente». Del objeto de la visita no hablaba; pero bien
sabía yo que sólo uno podía ser, uno sólo: el deseo que me llenaba el
corazón. Teresa, al fin, no me había sido desleal. Paulina sería mía.
Esperé con febril impaciencia la aparición de Manuel Ceneri.
Acababan de dar las doce cuando me anunciaron su llegada y se
abrieron para él las puertas de mi aposento. Al instante lo reconocí:
era el hombre de edad mediana y espalda robusta que había hablado
con Teresa bajo el toldo de San Giovanni en Turín. Sin duda era el
doctor de quien Teresa me había hablado como del árbitro de la
suerte de Paulina.
Se inclinó cortésmente al entrar; me midió de una mirada, como
queriendo recoger en ella cuanto mi aspecto le pudiese revelar de mí
y ocupó la silla que le indiqué.
—No pido a Ud. excusa por esta visita, me dijo, porque sin duda
sabe Ud. a lo que vengo.
Me hablaba en buen inglés; pero con el acento extranjero muy
marcado.
—Creo adivinarlo.
—Soy Manuel Ceneri, médico. Mi hermana era la madre de Miss
March. Por Ud. acabo de venir de Génova.
—¿Ud. conoce ya entonces mi deseo, el gran deseo de mi vida?
—Sí, lo conozco; Ud. desea casarse con mi sobrina. Yo tengo, Mr.
Vaughan, muchas razones para desear que mi sobrina permanezca
soltera; pero la petición de Ud. me ha hecho alterar mi propósito.
Como de una paca de algodón trataba el tío de la suerte de
Paulina.
—En primer lugar, añadió, me dicen que Ud. es de buena familia y
rico. ¿Es esto cierto?
—Mi familia es distinguida. Estoy bien emparentado, y puedo ser
considerado rico.
—Supongo que me dará Ud. pruebas de su fortuna.
Hice una seca inclinación de cabeza, y en una hoja de papel escribí
a mi apoderado, autorizándole a informar ampliamente al portador
sobre mis bienes. Ceneri dobló la esquela, y la guardó en su bolsillo.
Puede ser que me conociese el enojo que me inspiraba la mercenaria
exigencia de sus preguntas.
—Me veo obligado a ser muy cauto en esta materia, dijo, porque
mi sobrina no posee nada.
—No espero ni deseo nada.
—Antes era rica, muy rica; pero hace mucho ya que perdió toda su
fortuna. ¿Ud. no deseará saber cuándo o cómo?
—Repito mis palabras. Ni espero ni deseo nada.
—Bien, pues. No tengo derecho a rehusar su oferta. Aunque Pau-
lina tiene mucho de italiana, su educación y costumbres son
inglesas. Un marido inglés le convendrá mejor. ¿Ud. no le ha hablado
todavía de su cariño?
—No he tenido oportunidad de hablarle. Lo hubiera hecho sin
duda, pero al comenzar nuestra amistad, la alejaron de mí.
—Sí; mis órdenes a Teresa eran terminantes. Sólo permití a
Paulina que viniese a vivir en Inglaterra a condición de que
obedeciese en todo a Teresa.
Aunque aquel hombre hablaba como quien tenía autoridad
absoluta sobre su sobrina, ni una sola palabra había dicho que
revelase afecto. Pudiera haberse creído que le era totalmente
extraña.
—¿Pero supongo que ahora me será permitido verla? dije.
—Sí, con ciertas condiciones. El hombre que se case con Paulina
March debe contentarse con tomarla tal como es. No debe hacer
preguntas, no debe inquirir nada de su nacimiento y familia, no debe
averiguar nada de su infancia. Ha de contentarse con saber que es
bella, y que la ama. ¿Bastará esto?
Tan extraña era aquella pregunta que, a pesar de la vehemencia
de mi pasión, vacilé.
—Esto más diré, añadió Ceneri: es buena y pura: su cuna es tan
limpia como la de Ud. Es huérfana, y no tiene más pariente cercano
que yo.
—Estoy satisfecho, dije, tendiéndole mi mano, como para sellar el
pacto. Déme Ud. a Paulina; nada más quiero saber.
¿Por qué no había de estar yo satisfecho? ¿Qué necesitaba yo
saber de su familia, sus antecedentes o su historia? Con tan
arrebatada afición deseaba yo llamar mía a aquella hermosa criatura,
que creo que aunque Ceneri me hubiera dicho que era impura e
indigna, entre todas las mujeres, yo le habría replicado: «Venga a
mí, y empezará de nuevo la vida como esposa mía». ¡Los hombres
hacen cosas tales por amor!
—Mi próxima pregunta va a asombrar a Ud., Mr. Vaughan, dijo el
italiano, retirando su mano de la mía. Ud. quiere a Paulina, y yo no
creo que ella lo mire a Ud. con desagrado.
Se detuvo: yo esperaba con ansiedad.
—¿Permitirán a Ud. sus asuntos casarse inmediatamente? ¿Puedo
a mi vuelta al continente dejar ya por completo la suerte de Paulina
en sus manos?
—Hoy mismo me casaría con ella si fuese posible, exclamé.
—No; no necesitamos andar con tanta vehemencia; pero ¿pudiera
ser pasado mañana?
Clavé en él mis ojos. Apenas podía creer en lo que oía. ¡Estar
unido a Paulina dentro de unas cuantas horas! ¡Algún dolor debía de
existir en el fondo de aquella felicidad! Ceneri debía de ser loco. Mas
¿cómo, aunque fuese de las manos de un loco, podía yo rehusar mi
ventura?
—Pero yo no sé si ella me quiere: ¿consentirá ella? tartamudeé.
—Paulina es obediente y hará lo que yo desee. Ud. puede ganar su
cariño después de su matrimonio, en lugar de antes.
—Pero ¿puede hacerse el matrimonio con tan poco tiempo?
—Entiendo que se venden unas licencias especiales. Ud. se
asombra de mis indicaciones. Me es forzoso volver a Italia sin
pérdida de tiempo. Dejo el caso al juicio de Ud.: ¿puedo, en estas
circunstancias, dejar a Paulina aquí sin más que una criada que la
cuide? No, Mr. Vaughan: aunque parezca extraño, o la dejo unida a
Ud. o tengo que llevarla conmigo. Esto último pudiera ser peligroso
para Ud., porque aquí sólo mi voluntad tengo que considerar,
mientras que fuera de aquí pudiese haber otros a quienes consultar,
y acaso yo mismo mudase de propósito.
—Veamos a Paulina, y preguntémosle, dije levantándome
impetuosamente.
—Vamos, me dijo con gravedad Ceneri: vamos ahora mismo.
Hasta aquel instante había estado yo sentado con la espalda a la
ventana. Al volverme a la luz observé que el italiano me miraba con
particular fijeza.
—Me parece recordar a Ud., Mr. Vaughan, aunque no puedo hacer
memoria de dónde lo he visto.
Díjele que debía haber sido a la salida de San Giovanni mientras
estuvo él hablando con Teresa. Recordó el incidente, y pareció
satisfecho. En el primer carruaje que nos vino a mano fuimos a la
nueva casa de Paulina.
No era muy lejos. Me maravillaba de no haber hallado a Paulina o
a Teresa en mis excursiones. Tal vez ninguna de ellas había salido de
su casa, para evitar mi encuentro.
—¿Querría Ud. esperar un momento en el corredor, me dijo al
entrar Ceneri, mientras anuncio su llegada a Paulina?
Un mes hubiera esperado en el más hondo calabozo por semejante
recompensa: me senté, pues, en la bruñida silla de caoba; dudando
de estar en plena posesión de mis sentidos.
Apareció entonces Teresa, mirándome con ojos no menos hostiles
que antes.
—¿He cumplido mi palabra? me dijo en voz baja, en italiano.
—La ha cumplido Ud., no lo olvidaré.
—Ud. me pagará y no tendrá nada que decir de mí; pero oiga bien
lo que le digo otra vez: la señorita no está para querer, ni para
casarse.—¡Vieja supersticiosa y loca! ¿Habían de encerrarse acaso en
un monasterio los encantos de Paulina?
Sonó una campanilla y me dejó Teresa, que reapareció a los pocos
momentos, para guiarme a una habitación en el piso inmediato,
donde me aguardaban mi hermosa Paulina y su tío. Levantó ella sus
ojos negros y soñadores, y los fijó en mí: el más vanidoso
enamorado no hubiera podido lisonjearse de ver reflejada en ellos la
luz de su ternura.
Había yo esperado que el doctor Ceneri nos dejaría a solas para
entendernos con la necesaria holgura; mas no fue así. Me tomó de la
mano, y con ademán solemne me condujo hasta su sobrina.
—Paulina, tú conoces a este caballero.
Ella inclinó la cabeza.
—Sí, dijo, le conozco.
—Mr. Vaughan, continuó Ceneri, nos hace la honra de pedirte por
esposa.
No podía yo permitir que toda mi corte fuese hecha por
apoderado, y adelantando un paso y tomando su mano en la mía:
—Paulina, murmuré, la quiero a Ud.: desde el primer momento en
que la vi la quise: ¿quiere Ud. ser mi esposa?
—Sí, si Ud. lo desea, me respondió suavemente, pero sin que se
alterase siquiera el color de su rostro.
—Ud. no puede quererme todavía; pero me querrá pronto:
¿verdad que me querrá?
No respondió a aquella pregunta que con ansiosa voz de súplica le
hice; pero ni dio muestras de rechazarme, ni trató de libertar su
mano de la mía. Tranquila como siempre y silenciosa estaba oyendo
mis férvidas palabras; pero yo ceñí su cuerpo con mi brazo, y la besé
en los labios apasionadamente: sólo cuando mis labios tocaron los
suyos vi subir el color a sus mejillas, y sentí que la emoción
precipitaba los latidos de su seno.
Se desasió de mi brazo, miró a su tío, que había presenciado
impasible aquella escena, como si nada hubiese en ella de
extraordinario, y salió a pasos rápidos del cuarto.
—Creo que haría Ud. bien en irse ahora, me dijo Ceneri. Yo lo
arreglaré todo con Paulina. Prepárelo Ud. todo para pasado mañana.
—Es demasiado pronto.
—Es; pero ha de ser así. No puedo esperar una hora más; mejor
es que me deje Ud. ahora y vuelva mañana.
Salí de allí en agitación extraordinaria, y sin saber qué haría.
Grande era la tentación de llamar mía a Paulina en un plazo tan
corto; pero en cuanto a su amor por mí hasta entonces, no podía yo
engañarme. Yo podía, sin embargo, como decía Ceneri, conquistar su
cariño después de casarnos. Todavía dudaba: ¡era tan extraña toda
aquella prisa! Por vivo que fuese mi deseo de poseer a Paulina, me
hubiera sido más grato haberme cerciorado de su amor antes de
nuestra boda: ¿no sería mejor que su tío se la llevase a Italia, y
seguirla allá y convencerme de que me quería? Sí, esto era lo
prudente; pero me asaltaba al punto el recuerdo de la amenaza de
Ceneri: si se llevaba a Italia a su sobrina, podría cambiar de
intención, y yo, por encima de todo, estaba desesperadamente
enamorado de Paulina; de su hermosura sería tal vez, pero yo
estaba enamorado locamente. El destino nos ha reunido. Dos veces
había huido de mí: esta tercera vez me la ofrecían sin reserva. Yo
era bastante supersticioso para temer que si rechazaba o posponía
su posesión, perdería a Paulina para siempre. No: suceda lo que
quiera, dentro de dos días será mi esposa!
La vi al día siguiente, mas no sola: Ceneri estuvo con nosotros
durante toda la visita, en la cual Paulina se mostró afable, y como
siempre, corta y lánguida. Yo tenía mucho que hacer, mucho a qué
atender. Nunca se preparó una boda en tan corto espacio ni de tan
extraña manera como aquélla. A la noche todo estaba ya arreglado,
y a las diez de la mañana siguiente Gilberto Vaughan y Paulina March
eran ya marido y mujer. Aquellas dos criaturas que, reuniendo sus
apresuradas entrevistas, no se habían hablado acaso tres horas en
toda su existencia, estaban ya ligados, ligados para la fortuna o la
desdicha, hasta que quisiera separarlos la muerte.
Ceneri se despidió de nosotros apenas terminó la ceremonia, y
Teresa, con asombro mío, anunció su intención de acompañarlo. No
dejó por eso de recoger de mí la prometida recompensa, que no le
escatimé por cierto. El deseo de mi corazón era poseer a Paulina, y
con su ayuda lo había realizado.
Solo ya entonces con mi hermosa compañera, emprendimos
camino hacia los lagos escoceses, para comenzar allá aquella dulce
estación de los primeros amores que hubiera debido enajenar
nuestras almas antes de dar el paso decisivo.
CAPÍTULO V

POR LEY, NO POR AMOR

Ni el orgullo y ventura que sentía al ver a Paulina a mi lado en el


wagón que nos llevaba al norte, ni la satisfacción de haber unido a
mi vida la de una compañera tan hermosa, ni la vehemencia misma
de mi amor por la exquisita criatura que acababa de consagrarse a
mí para siempre, pudieron apartar un momento de mi memoria la
extraña condición impuesta por Ceneri: “El hombre que se case con
Paulina March ha de tomarla como es; no ha de conocer nada de su
vida pasada”.
Ni un solo instante pensé que semejante acuerdo hubiera de ser
tomado a la letra.
No bien hubiese yo logrado hacerme amar de Paulina, ella misma
desearía, sin duda, contarme toda su historia; nada tendría yo que
preguntarle, sino que ella me lo confiaría naturalmente; ¡una vez que
hubiera ella aprendido el secreto de amor, todos los demás secretos
cesarían entre nosotros!
Hermosísima parecía mi mujer, reclinada la elegante cabeza sobre
el paño oscuro que vestía el interior del vagón. En aquella postura
sobresalía la corrección de sus finas facciones. Su rostro estaba
como de costumbre, pálido y tranquilo, y sus ojos bajos: ¡y aquella
mujer de tan perfecta belleza que daba orgullo amarla y cuidar de
ella, era—¡con cuánta dulzura me lo decía yo en voz alta, como para
oírme yo mismo!—era mi esposa!
Sospecho, sin embargo, que nadie nos habría tomado por dos
recién casados: no daban señas, por lo menos, de haberlo notado
nuestros compañeros de viaje, ni se tocaban con el codo, ni
cambiaban sonrisas, ni echaban sobre nosotros miradas de
inteligencia. Tan apresurada había sido la ceremonia que no se
pensó en ataviar a Paulina con las galas usuales en las bodas. Su
vestido, aunque elegante y agraciado, era el mismo con que la había
visto otras veces. Ni ella ni yo llevábamos esos nuevos arreos que a
las claras publican que se va en luna de miel: no atraíamos, por lo
tanto, más atención que la que inevitablemente imponía la beldad
peregrina de mi esposa.
Estaba el departamento del vagón casi lleno cuando salimos de
Londres; y como la extrañeza de nuestras nuevas relaciones no nos
permitía mantener una conversación trivial, por mutuo acuerdo
íbamos Paulina y yo callados: unas cuantas palabras cariñosas en
italiano fue todo lo que me decidí a decirle hasta que nos viéramos al
fin solos.
En la primera estación de importancia, en que el tren se detuvo
algún tiempo más que de ordinario, logré, mediante un discreto
soborno, que nos mudasen a otro departamento de un vagón
cercano, protegido de intrusos por el cartelón mágico: «Ocupado».
¡Solos estábamos Paulina y yo! Tomándole la mano amorosamente
—¡Mi mujer al fin! le dije con pasión: ¡mía, mía sólo, para siempre!
Su mano yacía entre las mías como abandonada e insensible.
Acerqué mis labios a su mejilla. Ni la hizo estremecer mi beso, ni me
lo pagó con otro suyo: lo sufrió nada más.
—¡Paulina! murmuré; ¡dime una vez «Gilberto, mi marido!».
Repitió mis palabras como un niño que aprende una lección.
Desfallecí al oír aquel acento frío. ¡Ruda tarea me esperaba!
Yo no podía culpar a Paulina: ¿por qué había de amarme todavía,
a mí, cuyo primer nombre oyó acaso ayer por la primera vez?
¡mejor, mucho mejor, la indiferencia que el amor fingido! Sólo era mi
esposa porque su tío lo había deseado. Me consolaba al menos la
certeza de que no se la había obligado al matrimonio, ni, en lo que
yo podía alcanzar, daba muestras de verme con disgusto. No
desesperé un instante. Humilde y reverentemente tenía que solicitar
su cariño, como todo hombre ha de pedirlo a la que ama. Casado ya
con ella, al menos, no estaba en peor posición que cuando vivía en
su misma casa, con los ojos relampagueantes de Teresa suspendidos
siempre entre sus encantos y mis ojos.
Yo me haría merecedor de su ternura, pero hasta que la suya no
recompensase la mía libremente, determiné no importunarla con
familiaridades enojosas; y de cuantos por mi condición de esposo
suyo me pertenecían, sólo un derecho usé, una vez nada más. ¡Un
beso, sólo un beso, quería de ella!
—¡Oh! me hará tanto bien! pero si quieres esperar a conocerme
mejor, yo no me quejaré: espera.
Se inclinó, y me besó en la frente. Rojos y encendidos eran sus
labios jóvenes; pero vertieron frío en todas mis venas, pues no había
en aquel beso asomo remoto de la pasión que me animaba!
Dejé escapar su mano, y sentado aún junto a ella, me dispuse a
hacer cuanto pudiese agradar a la que amaba. Angustiado y
sorprendido como me sentía, pude ocultarlo, y procuré con una
conversación natural y amena ir averiguando con qué clase de mujer
me había casado, y cuáles eran sus aficiones y deseos, su
disposición, sus ideas y gustos, tratando en todo de que me mirase
como a quien con ardiente voluntad emplearía su vida en hacerla
venturosa.
¿En qué instante me asaltó por primera vez la idea, la idea
espantosa de que ni la peculiaridad y rareza de nuestra situación
bastaban a explicar la quietud y abandono de Paulina, de que no
dependía de timidez solamente aquella dificultad que tenía yo en
lograr que me hablase, e inducirla a que respondiera a mis
preguntas? Me repetí mil veces cuanto podía excusarla. Estaba
cansada: estaba sorprendida: sus pensamientos no podían apartarse
del paso brusco y súbito con que aquella mañana había sellado su
suerte, más brusco para ella que para mí, porque yo sabía al menos
que la amaba. Yo también dejé al cabo de hablarle; y el tren rodaba,
y horas y leguas pasaron penosas, sin que los tristes novios,
sentados uno junto a otro, cambiasen una sola palabra, una sola
caricia! ¡Extraña situación! ¡extraño viaje!
Y por valles y montes, desprovistos a mis ojos de toda hermosura,
rodaba el tren ligero; por valles y montes, hasta que comenzó el
crepúsculo a velar con su sombra el movible paisaje: y yo miraba
con ojos inquietos a la apática y seductora criatura sentada a mi
lado, pensando con angustia en la existencia que para ella y para mí
tal vez se preparaba; mas no perdí toda esperanza, aunque el golpeo
monótono de las ruedas del tren sobre los rieles, llevando el alma en
aquella hora oscura a un fantástico sueño, parecía repetir sin cesar
aquellas agrias palabras de la vieja Teresa: «Ni para amor ni para
matrimonio está Paulina; ni para amor ni para matrimonio».
Sombría era ya la noche afuera; y al ver con qué extraña
serenidad resplandecía a la luz misteriosa del vagón el puro rostro
blanco de mi compañera; al observar atentamente aquella expresión
que no cambiaba nunca, aquella palidez igual y hermosa, comencé a
temer que estuviese envuelta en una armadura de hielo que ningún
amor podría acaso deshacer. Postrado entonces, y oprimido el
espíritu, caí en una especie de sopor, y lo último que de aquella
amarga velada pude recordar hasta el instante en que cerré los ojos,
fue que, a pesar de mi resolución, tomé aquella mano blanca,
descuidada y fina entre las mías, y mientras dormí la tuve en mi
mano.
¿Sueño? Sí, aquel fue sueño, si lo es lo que no es paz ni descanso!
Nunca, desde la noche en que lo oí, había yo recordado con tanta
claridad aquel tremendo gemido de mujer; nunca habían estado tan
cerca mis sueños de la realidad del espanto que aterró aquella
noche, años atrás, al pobre ciego! Gran alivio sentí cuando aquel
grito tenaz subió, y siguió subiendo, hasta que al fin vino a parar en
el silbido estridente con que anunció la locomotora que estábamos ya
cerca de Edimburgo.
Abandoné la mano de mi esposa, y volví a mi sentido. Muy vívido
debió ser aquel sueño, porque al despertar de él, el sudor me
inundaba la frente.
Como nunca había estado en Edimburgo y deseaba ver algo de la
ciudad, tenía hecha intención de pasar en ella dos o tres días. Sugerí
esta idea durante el viaje a mi esposa, quien la aceptó de tan
descuidada manera que no parecía sino que tiempo y lugar le eran
cosas punto menos que indiferentes. ¡Nada, creía yo ya, nada
despertaría su interés!
Fuimos al hotel y cenamos juntos. Los que nos hubieran visto
habrían podido creer que a lo sumo seríamos amigos, pues no era
nuestro trato más íntimo que el que la cortesía permite a un
caballero que se halla incidentalmente en relación con una señora.
Paulina me daba gracias por cada una de mis pequeñas atenciones, y
de esto no se excedía. El viaje había sido largo y penoso, y parecía
fatigada.
—Estás cansada, Paulina, dije: ¿desearías ir a tu cuarto?
—Estoy muy cansada, me respondió casi dolorosamente.
—Hasta mañana entonces. Mañana te sentirás mejor, y saldremos
a ver las cosas famosas de la ciudad.
Se puso en pie, me dio la mano, y me deseó las buenas noches. Y
mientras ella se recogía en su aposento, salí yo a vagar por las
calles, en que ya el gas esparcía su viva luz, recordando, lleno el
corazón de pena, los sucesos de aquel extraño día.
¿Marido y mujer? ¡Amarga burla de las palabras! Porque en todo,
fuera de los lazos legales, estábamos Paulina y yo tan apartados
como aquel día en que la vi en Turín por la primera vez. Y, sin
embargo, aquella mañana habíamos jurado amarnos y atendernos el
uno al otro hasta que la muerte quisiera separarnos. ¿Por qué había
obrado yo con tal aturdimiento, y creído a Ceneri bajo su palabra?
¿Por qué no había esperado hasta cerciorarme de que Paulina me
quería, o por lo menos de que no estaba enteramente privada de la
facultad de querer? Me helaban el corazón aquella insensibilidad e
indiferencia suyas. Había cometido una torpeza irreparable: debía
soportar sus consecuencias. Pero todavía esperaba; esperaba,
particularmente, en lo que la luz del nuevo día pudiera hacer sentir a
aquel adormecido corazón.
Anduve de un lado a otro largo tiempo, reflexionando en mi
extraña posición, hasta que al fin volví al hotel y me retiré a mi
aposento, que era uno de los que había reservado para nuestro uso,
y quedaba al lado del de mi esposa. Alejé de mí, en cuanto me fue
posible, mis esperanzas y temores, y fatigado por los
acontecimientos del día dormí hasta la mañana siguiente.
No visitamos, no, los lagos, como había yo imaginado. Dos días
me habían bastado para comprender toda la verdad, todo lo que me
era dado saber, todo lo más que acaso llegaría yo a saber nunca
sobre Paulina. Ya era clara para mí aquella frase extraña que me
repetía Teresa: «Ni para querer ni para casarse está Paulina»: clara
me era ya la razón por que el doctor Ceneri había estipulado que el
marido de Paulina se contentase con tomarla como era, sin inquirir
acerca de su vida pasada: ¡para Paulina, mi esposa, mi amor, no
existía el pasado!
O, por lo menos, no existía el conocimiento del pasado.
Lentamente primero, íntegra luego y a pasos veloces vino a mí la
verdad. Ya sabía yo ahora cómo explicarme la mirada enigmática y
extraña de aquellos hermosos ojos; ya sabía yo ahora la causa de la
indiferencia y apatía de la mujer a quien amaba. ¡bello como la
aurora era su rostro; perfecto era su cuerpo como una estatua
griega; apacible y suave era su voz; pero aquello que anima y cobra
todos los encantos, la razón, le faltaba!
¿Cómo podré yo describirla? Locura es algo enteramente diverso
de su estado; imbecilidad, menos aún: no encuentro palabra propia
para pintar aquella rara condición mental. Era solamente que faltaba
algo de su inteligencia, tan por entero como puede faltar del cuerpo
un miembro. Memoria, salvo de sucesos comparativamente
cercanos, no parecía tener ninguna. La facultad de raciocinar,
comparar y deducir le estaba al parecer negada: dijérase que era
incapaz de darse cuenta de la importancia o trascendencia de lo que
sucedía a su alrededor. No creo que le fuese dable sentir gozo ni
pena: nada, en verdad, parecía conmoverla. Ni en personas ni en
lugares se fijaba, a menos que se le llamase la atención sobre ellos.
Vivía como por instinto; se levantaba, comía, bebía y acostaba como
si no supiera lo que hiciese. Respondía a las preguntas y
observaciones que su limitada capacidad le permitía entender; pero
cuando se le hacían otras más complicadas no las percibía, o fijaba
por un momento sus ojos tímidos y turbados en el rostro del que le
hablaba, dejándole tan curioso y sorprendido como me vi yo mismo
la primera vez que observé en ella aquella inquisitiva y singular
mirada.
Y, sin embargo, Paulina no estaba loca. Podía una persona pasar
en su compañía horas enteras, sin que pudiera en justicia decir de
ella sino que era reservada y tímida. Cuando hablaba, sus palabras
eran las de una mujer enteramente cuerda; aunque por lo común
sólo se oía su voz cuando las necesidades diarias de la vida lo
requerían, o cuando contestaba alguna pregunta sencilla. Tal vez no
erraría yo mucho si comparase su mente a la de un niño; pero ¡ay!
era la mente de un niño en el cuerpo de una mujer, y aquella mujer
era mi esposa!
Por lo que alcanzaba yo a observar, la vida no le producía placer ni
dolor. Si estudiaba la impresión que hacían en ella los agentes
físicos, veía que el frío y el calor la conmovían de una manera
notable: el sol le daba deseos de salir de casa: el aire frío, de volver
a ella. No era de ningún modo infeliz. La veía yo muy contenta de
estar sentada a mi lado, o de andar a pie o en carruaje conmigo
horas enteras sin hablarme. Parecía ser la suya una existencia
completamente negativa.
Era afable y dócil: obedecía todas mis indicaciones, accedía a
todos mis planes, estaba dispuesta a ir adonde me pluguiese; pero
su sumisión y obediencia eran como las de un esclavo a un dueño
nuevo. Me parecía que durante toda su vida había estado habituada
a obedecer a alguien. Este hábito suyo fue la causa de mi engaño, de
que llegara yo casi a creer que me quería Paulina, pues no entendía
que, a no ser así, consintiera en nuestro matrimonio. Ahora veía yo
que su pronta obediencia a la orden de su tío fue debida a la
incapacidad de su mente para oponer resistencia alguna, y entender
la verdadera significación del lazo en que para toda su vida se la
ataba.
¡Tal era Paulina, mi esposa! ¡Mujer por su hermosura y la gracia
de su persona, niña por su mente nublada, interrumpida o aturdida!
¡Y yo, su esposo, hombre fuerte y sediento de cariño, no podía
obtener de ella, acaso, más que un afecto semejante al que pudiera
un niño tener por su padre, o un perro por su dueño! ¿Por qué he de
avergonzarme de decir que cuando conocí la verdad, la terrible
verdad, me eché a llorar amarguísimamente?

¡Y yo la amaba aún, después de saberlo todo! A haber estado en


mi mano, no hubiera deshecho mi matrimonio. Paulina era mi mujer,
la única mujer que había hecho jamás vibrar mi amor. Yo cumpliría
el sagrado juramento: yo la amaría y cuidaría de ella hasta la
muerte. Su vida, al menos, sería tan venturosa como mis cuidados
pudiesen hacerla. Pero al mismo tiempo me iba yo jurando que aquel
diestro doctor italiano y yo, nos habíamos de ver las caras!
A él, sentía yo que era necesario que lo viese al punto. De él sólo
podía yo obtener todos los detalles: yo sabría de él si Paulina había
sido siempre como entonces era, si cabía alguna esperanza de que el
tiempo y un método lento mejoraran un tanto su condición: yo le
haría confesar, además, la razón por que me había ocultado la
desgracia de Paulina. ¡Por Dios, me decía yo a mí mismo, que he de
arrancar la verdad al doctor Ceneri, o que le costará caro
escondérmela! Para mí no habría paz hasta no ver a Ceneri.
Dije a Paulina que era urgente nuestra inmediata vuelta a Londres.
Ni mostró sorpresa, ni opuso objeción: comenzó a hacer al momento
sus preparativos, y pronto estuvo lista para acompañarme. Ésta era
otra peculiaridad suya que no sabía yo cómo explicarme: en todo
acto mecánico, era como las demás personas; en su cuidado
personal, en sus preparativos de viaje, no necesitaba la menor
ayuda. El más cuerdo no hubiese hecho sino lo que hacía ella: sólo
se notaba su deficiencia intelectual en los actos que requerían el
ejercicio directo de la mente.
Estaba ya la mañana adelantada cuando llegamos a la estación de
Euston: habíamos viajado toda la noche. Sonreí con amargura al
verme de nuevo en aquel andén, pensando en el contraste entre mis
tristes pensamientos y los de la dichosa mañana en que, pocos días
antes, había dado la mano para subir al tren a la esposa obtenida de
una manera tan extraña, augurándome, al seguir tras ella con paso
ligero, una vida de perfecta ventura. ¡Cuán bella estaba, sin
embargo, mi pobre Paulina, acompañándome sumisa a mi lado por el
andén espacioso! ¡De qué extraña manera contrastaban su aire
reposado, su distinguido y apacible rostro, su aspecto general de
indiferencia, con el animado espectáculo que por todas partes nos
rodeaba, al vaciar el tren en la vasta estación su gran carga humana!
¡Oh, si me fuese dado desvanecer las nubes que envolvían su mente,
y reconstruirla conforme a mi deseo!
No sabía yo al principio cómo habría de llevar adelante mis
pesquisas: después de meditar en varios planes, decidí llevar a
Paulina a mis antiguos cuartos en la calle Walpole: conocía yo bien a
los dueños de la casa y estaba seguro de que cuidarían de Paulina
afectuosamente durante mi ausencia, pues era mi intención, después
de reposar unas pocas horas, partir enseguida en busca de Ceneri.
Yo había anunciado desde Edimburgo a los buenos dueños de la casa
de Walpole mi llegada y la de Paulina, y escrito además a mi leal
Priscila rogándole que fuera a la casa a esperarnos: bien sabía yo
que por serme agradable no habría atención que Priscila no tuviese
con mi infeliz compañera: así pues, a Walpole fuimos.
Todo estaba ya pronto para recibirnos: en los ojos de Priscila, que
saciaba en nosotros sus miradas curiosas, vi que Paulina había
cautivado desde el primer momento sus simpatías. Luego que nos
hubimos desayunado ligeramente, rogué a Priscila que llevase a su
cuarto a mi esposa, para que reposase del viaje de la noche. Paulina
se puso en pie, con su manera dócil y aniñada, y siguió a la buena
vieja.
—Cuando hayas acabado de atender a Paulina, dije a Priscila,
vuelve, que quiero hablarte.
No se hizo esperar por cierto. Le bullían en los labios las preguntas
sobre mi inesperado matrimonio; pero la expresión de mi rostro, que
revelaba claramente mi tristeza, detuvo su curiosidad. Se sentó y,
conforme a mi deseo, oyó mi relación sin comentarios.
Me era forzoso confiarme a alguien. Estaba yo seguro de que
Priscila guardaría bien mi secreto, por lo que le dije todo, o la mayor
parte de él. Le expliqué tan bien como pude el peculiar estado
mental de Paulina; le sugerí cuanto en bien suyo me permitía prever
mi corto conocimiento de ella; y rogué a la criada, por el amor que
me tenía, que me mirase con cariño y me guardara bien en mi
ausencia a la esposa a quien amaba. Así me lo prometió sin
reservas, y yo, más tranquilo, dormí en el sofá algunas horas.
Por la tarde volví a ver a Paulina. Le pregunté si sabía a dónde
podía escribir a Ceneri, y movió la cabeza.
—Trata de pensar, hija mía. Apoyó en su frente las puntas de los
dedos: ya había yo notado que el tratar de pensar la perturbaba
siempre mucho.
—Teresa sabe, le dije para ayudarla.
—Sí, pregúntele.
—Pero ya Teresa no está con nosotros, Paulina. ¿ Puedes decirme
dónde está?
Movió otra vez la cabeza, como si nada pudiese hallar en ella.
—Él me dijo que vivía en Génova, añadí: ¿sabes en qué calle?
Volvió hacia mí sus grandes ojos curiosos. Suspiré, sabiendo bien,
por aquel modo de mirarme, que eran inútiles todas mis preguntas.
Pero de todos modos, a Ceneri yo lo había de encontrar. Iría a
Génova: si era médico, como me había dicho, forzosamente lo
conocerían en la ciudad; si en Génova no podía dar con él, iría a
Turín. Tomé la mano de mi esposa.
—Voy a estar fuera por unos cuantos días, Paulina: tú estarás aquí
hasta que yo vuelva. Todos te tratarán bien; Priscila te dará todo lo
que quieras.
—Sí, Gilberto, me dijo con su voz siempre suave. Yo la había
enseñado a que me llamase Gilberto.
Di algunas instrucciones más a Priscila, y emprendí viaje. Al
ponerse en camino el carruaje que me llevaba de casa a la estación,
miré hacia la ventana del cuarto en que había dejado a Paulina: ¡allí
estaba mirándome, y se me llenó el alma de alegría, porque me
pareció que sus ojos estaban tristes, como los de alguien que ve
partir a uno a quien quiere! Puede haber sido exageración de mi
deseo; pero como hasta entonces nunca había visto yo expresión en
ellos, aquella mirada en los ojos de Paulina fue un precioso caudal
para mi viaje.
¡Y ahora, a Génova, a verme cara a cara con Ceneri!
CAPÍTULO VI

RESPUESTAS DESCONSOLADORAS

A todo vapor seguí hasta Génova, donde comencé al punto mis


pesquisas para hallar a Ceneri, en la esperanza de dar con él sin
gran dificultad. Me había dicho que ejercía en Génova su profesión,
de manera que en la ciudad debía ser conocido. Pero quiso
desorientarme, o me engañó. Día sobre día anduve del alba a media
noche por todas partes buscándolo: en los barrios ricos como en los
pobres inquirí: no había un genovés que supiese de semejante
hombre. No hubo médico en la ciudad a quien yo no visitase:
ninguno de ellos conocía al doctor Ceneri. Me convencí al fin de que
había usado de un nombre ficticio, o de que no vivía en Génova,
pues por oscuro médico que fuese, algún otro médico de la ciudad
hubiera, a la fuerza, debido conocerlo. Decidí ir a Turín y tentar allí
fortuna.
Era la víspera ya de mi partida. Andaba yo dando vueltas por las
calles, lleno el corazón de pena, e intentando persuadirme de que en
Turín me cabría mejor suerte, cuando me fijé en un hombre que a
paso perezoso bajaba la calle por la acera opuesta. Ni su rostro ni su
andar me parecieron nuevos, y crucé la calle para verle mejor. Como
llevaba el traje obligado de los viajeros ingleses, pensé que era uno
de ellos, y que me había equivocado. Mas no me equivocaba: a
pesar de su traje inglés, lo reconocí en cuanto estuve cerca de él.
Era aquel fanfarrón con quien Kenyon se había trabado de palabras a
la salida de San Giovanni, el que nos había tenido a mal que
mirásemos a Paulina con tanta insistencia, el que había desaparecido
por una calle vecina del brazo de Ceneri.
No era para perdida semejante ocasión: él, por lo menos, sabría
dónde podría yo hallar a Ceneri. Fiando en que su memoria de
fisonomías no era acaso tan segura como la mía propia, y en que mi
presencia no le haría recordar la escena de San Giovanni, me
acerqué a él, y, descubriéndome atentamente, le pedí que me
favoreciese con algunos instantes de conversación.

Yo le hablaba en inglés. Echó sobre mí una mirada penetrante y


rápida, respondió a mi saludo, y, hablándome en mi propia lengua,
se puso a mi servicio.
—Estoy tratando de hallar la dirección de un caballero que, según
entiendo, vive en Génova: Ud. tal vez pueda ayudarme.
Se echó a reír.
—Le ayudaré si me es posible; pero yo soy inglés lo mismo que
Ud., y como conozco aquí a muy poca gente, temo que no le podré
servir de mucho.
—La persona a quien deseo vivamente hallar es un doctor Ceneri.
Todo me dijo al instante que había reconocido el nombre: su
movimiento de sorpresa al oírme; la mirada, poco menos que
temerosa, que fijó al punto en mí. Pero un segundo le bastó para
disimular sus impresiones.
—No recuerdo a nadie de ese nombre. Siento no poder ayudar a
Ud.
—Pero, le dije, esta vez en italiano, yo lo he visto a Ud. en
compañía del doctor Ceneri.
—Digo, me replicó en tono petulante, que no conozco a nadie de
ese nombre. Para servir a Ud. Se llevó la mano al sombrero y siguió
andando.
No había yo de dejarlo ir, por cierto, de aquella manera. Aligeré el
paso, y me uní a él.
—Debo rogar a Ud. que me diga dónde puedo hallarle. Tengo que
hablarle de un asunto de importancia: es inútil que me niegue Ud.
que es amigo de él.
Pareció dudar, y se detuvo.
—Es extraña la tenacidad de Ud. señor. ¿Querría Ud. decirme en
qué se funda para creer que soy amigo de la persona a quien busca?
—Le he visto a Ud. en la calle de brazo con él.
—¿Puedo saber dónde?
—En Turín, la primavera pasada: a la salida de San Giovanni.
Me miró entonces con mayor atención.
—Sí, ahora lo recuerdo a Ud. Ud. fue uno de los jóvenes que
insultaron allí a una señora, y a quienes juré castigar.
—No hubo allí insulto alguno; pero aunque lo hubiese habido,
pudiera ser que ya estuviese reparado.
—¿Que no hubo insulto? Por menos de lo que me dijo allí su amigo
de usted he matado yo a un hombre.
—Se servirá Ud. recordar que yo nada dije; pero eso importa
poco. Deseo ver al doctor Ceneri sobre asuntos de su sobrina
Paulina.
El rostro de aquel hombre se llenó de asombro.
—¿Qué tiene Ud. que hacer con su sobrina? me preguntó
ásperamente.
—Eso lo sabremos él y yo: dígame Ud. ahora dónde puedo
hallarlo.
—¿Cómo se llama Ud.? me preguntó en voz breve.
—Gilberto Vaughan.
—¿Quién es Ud.?
—Un caballero inglés: nada más.
Meditó durante unos segundos.
—Puedo llevar a Ud. a casa de Ceneri, dijo, pero antes necesito
saber para qué lo busca Ud., y por qué ha usado usted el nombre de
Paulina. La calle no es buen lugar de hablar: vamos a otra parte.
Lo llevé a mi hotel, a un cuarto donde podíamos hablar
cómodamente.
—Ahora, Mr. Vaughan, responda Ud. a mi pregunta, para que vea
yo en qué puedo ayudarlo. ¿Qué tiene que hacer Paulina March en
este asunto?
—Paulina March es mi esposa.
De un salto se puso en pie. Un terrible juramento en italiano salió
de sus labios contraídos. Su rostro estaba pálido de rabia.
—¡Esposa de Ud.! gritó. Ud. miente: dígame que miente.
Me levanté, tan airado como él, pero más dueño de mí.
—He dicho a Ud., señor, que soy un caballero inglés. O me pide
Ud. excusas por sus palabras, o por el cuello le hago a Ud. salir del
cuarto.
Pareció batallar con su ira, y sofocarla.
—Le pido a Ud. excusas: he hecho mal. ¿Lo sabe Ceneri?, me
preguntó en su tono rápido.
—Ciertamente: él asistió a nuestra boda.
Una vez más pareció dominado enteramente por la ira. ¡Traditore!
le oí decir varias veces con fiereza, como si sólo las maldiciones de
su propia lengua le pareciesen bastante vigorosas: ¡Ingannatore! Y
se volvió a mí con el rostro domado y compuesto.
—Si eso es así, no tengo más que hacer que congratular a Ud., Mr.
Vaughan. Su fortuna es envidiable. Su esposa es bella, y por
supuesto, buena. Ud. hallará en ella una compañera encantadora.
Mucho hubiera yo dado por saber la razón de que la noticia de mi
matrimonio levantase en él tal tormenta de cólera; pero más hubiese
dado todavía por poder llevar a cabo mi amenaza de sacarle del
cuarto por el cuello. El tono de sus últimas palabras me indicaba que
el estado mental de Paulina le era conocido. A duras penas sujetaba
yo mis manos, muy ganosas de ejercitarse sobre aquel atrevido;
pero la idea de que sin su ayuda no podría dar con Ceneri me
forzaba a contener mi cólera.
—Gracias, dije tranquilamente: espero que me dé Ud. ahora los
informes que necesito.
—No es Ud. un recién casado muy atento, Mr. Vaughan, me dijo
en tono zumbón el atrevido. Su matrimonio ha debido ser reciente,
pues me dice Ud. que Ceneri asistió a él. Supongo que serán
negocios muy importantes los que han logrado arrancar a Ud. tan
pronto del lado de su esposa.
—Son negocios importantes.
—Temo entonces que tenga Ud. que esperar algunos días. Ceneri
no está en Génova; pero creo que llegará dentro de una semana. Lo
veré, y le diré que Ud. está aquí.
—Si Ud. me dice dónde puedo hallarlo, yo le iré a ver. Necesito
hablar con él.
—Supongo que eso será como el doctor elija. No puedo hacer más
que decirle lo que Ud. desea.
Saludó, y salió. Comprendí que todavía era dudoso que pudiera yo
ver al extraño doctor: todo dependía de que él quisiese permitirlo.
Podía volver a Génova y salir de ella sin que yo lo supiese, a menos
que su amigo o él me lo participaran.
Una ansiosa semana pasé en estas esperas, y ya comenzaba a dar
por cierto que Ceneri no quería ponerse en mi camino, cuando una
mañana recibí una carta, que contenía estas palabras solamente:
«Ud. desea verme: a las once irá a buscar a usted un carruaje. M.
C».
A las once estaba a la puerta del hotel un carruaje de alquiler, y el
cochero preguntaba por Mr. Vaughan. Sin decir una palabra entré en
el coche, que me llevó a una casa pequeña en las afueras. Me
indicaron un aposento, y allí encontré al doctor sentado a una mesa
cubierta de periódicos y cartas. Se puso en pie al verme, y
estrechándome la mano, me ofrecía asiento.
—¿Me dicen que Ud. ha venido a Génova para verme, Mr.
Vaughan?
—Sí: deseaba hacer a Ud. algunas preguntas respecto a mi
esposa.
—Responderé a todas las que pueda; pero habrá muchas que
indudablemente tendré que dejar sin responder. ¿ Ud. recuerda la
condición que impuse?
—Sí; pero ¿por qué me ocultó Ud. el estado mental de mi esposa?
—Ud. había hablado ya con ella varias veces. Lo mismo estaba ella
cuando me la pedía Ud. en matrimonio que cuando la halló Ud. tan
seductora. Siento que se hubiese engañado Ud. mismo.
—Pero ¿por qué no me lo dijo Ud. todo? Así no hubiera yo podido
quejarme de nadie.
—Tenía muchas razones para callar, Mr Vaughan. Paulina era para
mí una gran responsabilidad: soy pobre, y me ocasionaba grandes
gastos. Pero, después de todo, no veo que sea tan grave el caso. Ella
es bella, afable y buena, y será para Ud. una esposa amante.
—Lo que Ud. deseaba era verse libre de ella.
—No puedo decir que lo desease. Por razones que no me es dado
explicar a Ud., me alegraba de casarla con un inglés en buena
posición.
—¿Sin pensar en las torturas del inglés cuando conociese que la
mujer a quien amaba era poco más que una niña?
No cuidaba yo de ocultar al doctor mi indignación; pero Ceneri no
parecía fijarse en ella, y conservaba toda su calma.
—Hay otra cosa que tener en cuenta. El caso de Paulina, en mi
opinión, está lejos de ser desesperado; y la verdad es que yo
siempre he creído muy probable que el matrimonio contribuyese
mucho a reponerla. La inteligencia le falta indudablemente en cierto
grado; pero creo que poco a poco podrá ser reconstruida, o que le
vuelva tan súbitamente como la perdió.
Conmovieron gratamente mi corazón estas palabras de esperanza.
Grande era la crueldad con que me habían tratado; mero juguete
había sido yo de planes egoístas; mas todo estaba dispuesto a
llevarlo con placer si había todavía en aquella desgracia alguna
esperanza para mí.
—¿Pero Ud. me dará todos los detalles de la condición de mi pobre
mujer? ¿Ella no ha estado siempre como está hoy?
—Cierto que no. Su caso es sumamente extraño. Hace algunos
años experimentó una emoción extraordinaria; sufrió de repente una
gran pérdida, y despertó del choque con la memoria de todo su
pasado borrada por completo de su mente. Una página en blanco era
su memoria cuando se levantó después de una enfermedad de
algunas semanas. Todo lo había olvidado: lugares y amigos. Podía
decirse de su inteligencia, como Ud. dice, que era la inteligencia de
un niño. Pero la mente de un niño se desarrolla, y si se la trata con
cordura, la suya también se desarrollará.
—¿Pero la causa de su enfermedad? ¿cuál fue la causa?
—Ésa es una de las preguntas que no puedo responder.
—Pero yo tengo derecho a saberlo.
—Ud. tiene derecho a preguntar, y yo a negarme a responderle.
—Hábleme de su familia, de sus parientes.
—No creo que tenga más parientes que yo.
Otras preguntas le hice, mas no me contestó cosa que merezca
ser citada. Iba a volverme por lo visto a Inglaterra en la misma
ignorancia en que salí de ella; pero hubo una pregunta que insistí en
ver respondida claramente.
—¿Qué tiene que hacer con Paulina ese amigo de Ud., ese italiano
que habla inglés?
Ceneri se encogió de hombros y sonrió.
—¡Macari!: no me es posible por fin contestar alguna pregunta de
Ud. sin rodeos. Uno o dos años antes que la razón de Paulina se
alterase, Macari se suponía enamorado de ella: ahora está lleno de
ira porque he permitido que se casase con otro. Dice que sólo estaba
esperando que Paulina volviese a la razón para hacerse querer de
ella.
—¿Y no hubiera él servido a los propósitos de Ud. lo mismo que
parece los he servido yo?
Ceneri clavó en mí su mirada.
—¿Lo lamenta Ud., Mr. Vaughan?
—No; no, si hay la más ligera esperanza de curación. Pero Ud. me
ha engañado vergonzosamente, doctor Ceneri.
Me puse en pie para despedirme. Ceneri entonces me habló en
tono más sentido que el que hasta entonces había usado.
—Mr. Vaughan, no me juzgue Ud. con mucha dureza. He obrado
mal con Ud., lo confieso. Hay cosas de que Ud. no sabe nada. Yo
necesito decir a Ud. más de lo que intentaba decirle. La tentación de
colocar a Paulina en una posición de comodidad y riqueza fue
irresistible para mí. Yo le soy deudor de una gran suma. La fortuna
de Paulina llegaba a cincuenta mil libras. Y yo lo he gastado todo,
todo.
—¿Y se atreve Ud. a decirlo? dije amargamente.
—Sí, me atrevo a decirlo, dijo, extendiendo el brazo con ademán
noble: lo he gastado todo por la libertad de Italia. La fortuna estaba
en mis manos como tutor de Paulina; y yo, que para libertar a Italia
hubiera robado a mi propio padre y a mi propio hijo ¿cómo había de
dudar en robarle a ella? ¡El menor centavo fue consagrado a la gran
causa, y bien gastado!
—Pero robar a una huérfana es una acción criminal.
—Llámela Ud. como quiera. Era indispensable obtener dinero: ¿por
qué no había yo de sacrificar sin vacilación mi honor por mi país, lo
mismo que hubiera sacrificado por él mi vida?
—Es inútil hablar de esto: el asunto está terminado.
—Sí; pero hago a Ud. esta confesión para que comprenda por qué
deseaba yo un hogar para Paulina. Además, Mr. Vaughan,—y aquí
bajó la voz de modo que apenas se le oía,—yo estaba ansioso de
obtener para ella ese hogar sin demora. Voy a partir para un viaje,
del cual ni sé el fin, ni la manera de volver. Dudo mucho que me
hubiera decidido a ver a Ud., a no ser por esto: pero lo probable es
que no nos volvamos a ver jamás.
—¿Quiere Ud. decir que está comprometido en alguna
conspiración?
—Quiero decir lo que he dicho; ni más, ni menos. Ahora, adiós.
Airado como estaba contra aquel hombre, no pude resistirme a
estrechar la mano que me tendía.
—Adiós, repitió. Puede ser que escriba a Ud. dentro de uno o dos
años, y le pregunte si mis predicciones respecto a Paulina se han
realizado; pero ni se moleste en buscarme, ni intente saber de mí si
no le escribo.
Así nos separamos. El mismo carruaje que me trajo, me llevó al
hotel. En el camino alcancé a ver al hombre a quien Ceneri había
llamado Macari. Dijo al cochero que se detuviese, entró en el coche,
y se sentó a mi lado.
—¿Ha visto Ud. al doctor, Mr. Vaughan?
—Vengo de verlo.
—¿Y ha averiguado Ud. todo lo que deseaba, no?
—Ha respondido a muchas de mis preguntas.
—Pero no a todas: ¡Ceneri no respondería a todas!
Se echó a reír, con su risa cínica y burlona. Yo callaba.
—Si Ud. me hubiese preguntado a mí, continuó, yo podría haberle
dicho más que Ceneri.
—He venido a preguntar al doctor Ceneri todo lo que pudiera
decirme sobre el estado mental de mi esposa, que creo conoce Ud.
Si Ud. puede decirme algo que me sea útil, le ruego que hable.
—¿Le preguntó Ud. cuál fue la causa del trastorno de Paulina?
—Sí, me dijo que una gran emoción.
—Ud. le preguntó sin duda cuál fue la emoción; ¿pero eso no se lo
dijo?
—No. Supongo que tiene sus razones para callarlo.
—¡Oh, sí! excelentes razones, razones de familia!
—¿Podría Ud. revelarme algo más?
—No aquí, Mr. Vaughan. El doctor y yo somos amigos: lo buscaría
Ud. después para castigarlo, y sobre mí caería la culpa. Supongo que
Ud. vuelve a Inglaterra.
—Sí; enseguida.
—Déme sus señas, y tal vez le escriba; o mejor aún, si me inclino
a ser franco, visitaré a Ud. cuando esté de vuelta en Londres; y
presentaré al mismo tiempo mis respetos a Mrs. Vaughan.
Tan deseoso estaba yo de llegar a la verdad de aquel misterio que
le di mi tarjeta. Detuvo el carruaje, y se apeó. Levantó su sombrero,
y vi en sus ojos una expresión de maligno triunfo.
—Adiós, Mr. Vaughan. Tal vez, después de todo, debe Ud. ser
felicitado por haberse casado con una mujer cuyo pasado es
imposible descubrir.
Con esta saeta final, una saeta que se clavó en lo más hondo de
mí y quedó vibrando, se alejó Macari. Bien hizo en irse, antes de que
le hubiera echado mano a la garganta y arrancado por ella la
explicación de sus últimas palabras.
Ansioso de volver a ver a mi pobre Paulina, a toda prisa salí para
Inglaterra.
CAPÍTULO VII

PARENTESCO SOMBRÍO

Sí, se alegró al verme. De aquel incierto modo suyo me dio la


bienvenida. Mi gran temor, el temor de que me hubiese olvidado
enteramente en mi corta ausencia, no tenía fundamento. Me conoció
y se alegró de verme, ¡pobre Paulina mía! ¡Si me fuese dable volver
otra vez al camino de la razón sus errantes sentidos!
Meses y meses pasaron sin que ocurriese nada de importancia. Si,
como pensaba Ceneri, Paulina recobraría gradualmente la razón: ¡ay!
¡mucho había de tardar en recobrarla! A veces la creía mejor, y peor
a veces, cuando lo cierto era que apenas había en ella cambio
alguno. Hora sobre hora pasaba sentada, en completa apatía, sin
hablar más que cuando se le hablaba, pero dispuesta a ir conmigo
adonde quisiese yo llevarla, y hacer cuanto yo le indicase, siempre
que le expresara mi deseo en palabras que ella pudiese comprender:
¡triste Paulina!
Los mejores especialistas de Inglaterra la han visto. Todos me
dicen lo mismo. Puede curar; pero todos creen que la cura sería
mucho más hacedera si se conociesen las circunstancias exactas del
suceso que había enajenado su razón. Y éstas, dudaba yo que me
fuese dable conocerlas nunca!
Porque Ceneri no da señal de sí; ni Macari me ha enviado las
noticias ofrecidas, que en verdad más temo que deseo, recordando
sus últimas palabras. Teresa, que hubiera podido aclarar algo aquella
situación, ha desaparecido. Debí haber preguntado al doctor dónde
podía hallarla, aunque de seguro se hubiera negado a decírmelo. Así
corren los días pesarosos: sólo me es dado procurar, con la ayuda de
la buena Priscila, que nada falte al bienestar de la infortunada
criatura. Acaso el tiempo y el cuidado devuelvan por fin la luz a su
juicio.
Todavía estamos en la calle Walpole. Mi intención había sido
comprar una casa y amueblarla; pero ¿para qué? Paulina no podía
cuidar de ella, alhajarla a su gusto, complacerse en ella. En nuestras
antiguas habitaciones nos quedamos, y allí llevo una vida de
anacoreta.
No veo a mis amigos, que con razón me censuran porque he
abandonado todas mis antiguas relaciones. Algunos que han visto ya
a Paulina, atribuyen a celos mi aislamiento; otros, a otras causas;
pero no me parece que nadie conozca aún la verdad.
Ocasiones hay en que no puedo soportar mi pena, ocasiones en
que deseo que Kenyon no me hubiese hecho entrar en aquella iglesia
de Turín; pero otra vez siento que, a despecho de todo, mi amor por
mi esposa, infortunado como es, me ha hecho mejor, y hasta más
feliz. Horas enteras puedo estar contemplando su amable rostro,
aunque sea como pudiera contemplar un cuadro o una estatua. Hago
por imaginármelo resplandeciente de vida e inteligencia, tal como fue
sin duda en otro tiempo. Ansío saber qué extraño acontecimiento
pudo velar así las claridades de su mente; y las horas se llevan
consigo mis plegarias porque de su razón se desvanezcan las nubes
que me la ocultan, y pueda leer en sus ojos algún día que entiende
mi ternura y me la premia.
Un triste consuelo tengo: sea cualquiera el efecto que mi
matrimonio haya podido hacer sobre mi vida, no ha empeorado con
él la suerte de mi esposa. Estoy seguro de que su existencia es
ahora más agradable que cuando vivía sujeta a aquella áspera vieja
italiana. Priscila la quiere y me la mima como a un niño; y yo... yo
hago por mi parte cuanto sospecho que puede causarle el placer que
es ella capaz de sentir. Parece algunas veces, no todas, que aprecia
mis esfuerzos; y una o dos ocasiones ha tomado mi mano y la ha
llevado a sus labios, como para demostrar gratitud. Está empezando
a quererme como puede querer a un padre un hijo, como una débil y
desvalida criatura puede querer al que la acoge y ampara. Pobre
recompensa es ésta; pero pobre como es, la tengo en mucho.
Así pasan en nuestro hogar tranquilo los días y los meses, hasta
que el invierno sombrío acaba, y enseñan ya sus botones las acacias
y las lilas que en los suburbios de Londres adornan el frente de las
casas.
Por fortuna mía soy dado a leer. No me parece que tendría color la
vida sin este gusto por los libros. No tengo valor para dejar sola a
Paulina y procurar distraerme lejos de ella. Empleo muchas horas del
día leyendo y estudiando, cerca de mi esposa, sentada en la misma
habitación, silenciosa como siempre, a menos que yo no le pregunte
algo que la obligue a hablar.
Es para mí un verdadero motivo de pesar el estar forzado, como
casi por completo estoy, a no oír los sonidos consoladores de la
música. Advertí pronto que todo género de música agitaba a Paulina
desagradablemente. Las notas, que a mí me calman, a ella parecían
irritarla y sacarla de sí; de manera que a menos que Paulina no haya
salido a alguna parte con Priscila, mi piano está siempre cerrado, y
cerca de él sin empleo los libros de música. Sólo los que la aman
pueden entender lo que es verse privado de ella.
Una mañana en que estaba yo solo vinieron a decirme que
deseaba verme un caballero. No dio su nombre a la criada; pero le
encargó me dijese que venía de Génova. No podía ser más que
Macari. Mi primer impulso fue hacer decir que no lo recibiría. Una y
otra vez, desde nuestra última entrevista, habían vuelto a mi
memoria aquellas palabras suyas que indicaban algo en la vida
pasada de Paulina que interesaba a su tío ocultar; pero cuantas
veces había pensado en ellas, decidí que eran solamente la
insinuación maliciosa de un pretendiente burlado, que no habiendo
podido lograr para sí la mujer a quien apetecía deseaba encender las
sospechas y envenenar la vida de su rival triunfante. No temía yo
nada que pudiese decir en agravio de mi esposa; pero, como me
desagradaba aquel hombre, vacilé antes de decidirme a recibirlo.
Macari era, sin embargo, para mí el único lazo que existía entre
Paulina y su pasado. A Ceneri, estaba yo seguro de que no volvería a
verlo jamás; aquel hombre era, pues, el único de quien me fuese
posible todavía saber algo respecto a la vida de mi esposa; el único
que podía acaso estimular con su presencia aquella pobre memoria
entorpecida, y sugerir, aunque fuera vagamente, a su nublado juicio
escenas y sucesos en que Paulina debía haber tenido parte. Esto me
determinó a recibir a Macari, y a hacer que se encontrasen él y
Paulina frente a frente. Si él lo deseaba, le permitiría que le hablase
de los días para ella desconocidos, hasta de su mismo amor pasado
le permitiría que le hablase; de cuanto pudiera, en fin, ayudarla a
recoger los hilos perdidos de su memoria.
Entró Macari en mi aposento, y me saludó con una cordialidad que
bien sabía yo no era sincera.
A despecho de la alegría aparente con que me apretó la mano,
sentí que venía decidido a hacerme mal. ¿Qué me importaba a mí lo
que él se hubiese prometido al venir a verme? Para un objeto lo
necesitaba: ¿qué me importaba, digo, una vez hecho este propósito,
el instrumento que me servía para lograrlo, siempre que lo tuviera
yo de modo que no se me volviese contra mí en las manos? De esto
ya cuidaría yo bien.
Respondí a su saludo con cordialidad poco menos expresiva que la
suya propia. Le rogué que se sentase, y pedí vino y tabacos, como
cuando se quiere obsequiar a un buen amigo.
—Ya ve Ud. que le he cumplido mi promesa, Mr. Vaughan, dijo
sonriendo.
—Estaba seguro de que Ud. la cumpliría. ¿Hace mucho que volvió
Ud. a Inglaterra?
—Unos dos días nada más.
—¿Cuánto tiempo piensa Ud. quedarse?
—Hasta que me necesiten afuera. No han salido las cosas como
deseábamos. Tengo que esperar aquí a que cese el nublado.
Le miré como si le preguntase con interés lo que quería decirme.
—Yo creía que Ud. sabría mi ocupación, dijo.
—Supongo que es Ud. un conspirador: no uso la palabra en mal
sentido; pero es la única que se me ocurre.
—Sí, conspirador, regenerador, apóstol de la libertad: como Ud.
quiera.
—Pero ya hace años que es libre su país.
—Hay otros países que todavía no son libres: yo trabajo para ellos.
Nuestro pobre amigo Ceneri trabajaba para ellos también; pero ya él
ha acabado su tarea.
—¿Ha muerto? pregunté sorprendido.
—Para todos nosotros ha muerto. No puedo dar a Ud. detalles.
Algunas semanas después de la salida de Ud. de Génova prendieron
a Ceneri en San Petersburgo, y lo han tenido en la fortaleza mucho
tiempo esperando su sentencia. Ya me dicen que al fin lo han
condenado.
—¿Condenado a qué?
—A lo de siempre. Allá va nuestro pobre amigo camino de Siberia,
sentenciado a veinte años de trabajo forzado en las minas.
Aunque no sentía yo muy vivo cariño por Ceneri, me estremecí al
oír su desdicha.
—¿Y Ud. se escapó? dije.
—Naturalmente; si no, no estaría aquí ahora regalándome con su
excelente tabaco y gustando de este rico vino.
Me parecía odiosa aquella indiferencia con que hablaba de la
desventura de su amigo. Si a mí me causaba espanto la idea de los
tormentos que aguardaban a aquel infeliz en las minas de Siberia
¿qué no debía causar a su compañero de conspiración?
—Ahora, Mr. Vaughan, Ud. me permitirá que le hable de negocios.
Temo que le sorprenda.
—Aguardo lo que Ud. tenga que decirme.
—Antes de todo, necesito preguntar a Ud. lo que Ceneri le ha
dicho de mí.
—Me ha dicho el nombre de Ud.
—¿No le ha dicho nada de mi familia? ¿Por supuesto que no le dijo
a Ud. mi verdadero nombre, así como tampoco le dijo el suyo? ¿No le
dijo a Ud. que mi nombre era March, y que Paulina y yo somos
hermanos?
Me asombró semejante revelación. Advertido por Ceneri de que
aquel hombre había estado enamorado de Paulina, ni por un instante
creí lo que me decía; pero me pareció más cauto oír todo su cuento,
por lo que le repliqué sencillamente:
—No; no me lo dijo.
—Entonces, diré a Ud. mi historia brevemente. A mí me conocen
fuera de Inglaterra por varios nombres; pero el mío verdadero es
Antonio March. Nuestro padre se casó con la hermana del doctor
Ceneri; pero murió joven, y legó a su mujer toda su fortuna, que era
grande. Nuestra madre murió poco después, y dejó a su vez toda su
riqueza en manos de Ceneri, como tutor de Paulina y mío. ¿Ud. sabe
en qué vino a parar aquella fortuna, Mr. Vaughan?
—El doctor Ceneri me lo dijo, contesté, sorprendido a mi pesar de
la exactitud con que me hablaba del suceso.
—Sabe Ud., pues, que fue gastada por la libertad de Italia.
Nuestro dinero mantuvo en la guerra mucha camisa roja, y armó a
mucho buen italiano. Ceneri empleó de ese modo toda nuestra
riqueza. Jamás se lo he tenido a mal: cuando supe en qué la había
empleado, lo perdoné con toda mi alma.
—No hablemos, pues, más de eso, le dije.
—No: no veo yo las cosas de esa manera: vengo a que hablemos
de eso. El gobierno de Víctor Manuel está ahora firmemente
establecido: Italia es libre, y cada año más rica. Mi idea, Mr.
Vaughan, es ésta: yo creo que si expone el caso ante el rey, algo
puede conseguirse: creo que si yo, y Ud. en nombre de su esposa,
hiciésemos saber que el uso de nuestra fortuna por Ceneri en
trabajos patrióticos nos ha dejado en la pobreza, nos sería devuelta
con placer una gran parte de nuestra riqueza, si no toda. Ud. debe
tener amigos en Inglaterra que podrían recomendar el caso al rey:
yo tengo amigos en Italia: Garibaldi, por ejemplo, declararía la suma
puesta en sus manos por el doctor Ceneri.
Ni aquella historia parecía falsa, ni el plan era enteramente
visionario. Ya comenzaba yo a pensar que pudiera ser muy bien
Macari hermano de mi esposa, y que Ceneri, con algún propósito
suyo, me había ocultado el parentesco.
—Pero yo tengo suficiente dinero, le dije.
—Pero yo no tengo, replicó echándose a reír, con una risa natural
y franca. Creo que por el interés de su mujer debía Ud. unirse
conmigo en este asunto.
—Necesito algún tiempo para meditarlo.
—¡Oh por supuesto: yo no tengo prisa. Mientras tanto haré poner
en orden mi solicitud y mis documentos. ¿Podría yo ver ahora a mi
hermana?
—Debe llegar de un instante a otro. Si Ud. la espera...
—¿Y está mejor, Mr. Vaughan?
Sacudí la cabeza tristemente.
—¡Pobrecilla! Temo entonces que no me reconozca. Hemos estado
juntos muy pocas veces desde que éramos niños. Yo soy, por
supuesto, de mucha más edad que ella, y desde que tengo diez y
ocho años he estado conspirando y peleando. En esta vida se aflojan
mucho los lazos domésticos.
Estaba yo aún lejos de confiar en aquel hombre; y todavía
quedaban además por explicar las palabras con que se despidió de
mí en nuestra última entrevista.
—Mr. Macari... dije.
—Perdón. March es mi nombre.
—Bien, Mr. March: debo preguntar a Ud. ahora los detalles del
acontecimiento que alteró la razón de mi esposa.
Tomó su rostro una expresión grave.
—No puedo decírselos ahora. Algún día podré.
—Me explicará Ud. por lo menos sus últimas palabras cuando nos
despedimos en Génova.
—Pido a Ud. excusa por ellas, porque sé que dije a Ud. entonces
algo impensado e inconveniente; pero como lo he olvidado, no
podría ahora explicárselo.
Nada dije, inseguro aún de las intenciones de aquel hombre para
conmigo. ¿Era aquél verdaderamente hermano de Paulina? ¿Jugaba
aquel hombre conmigo una partida osada?
—Lo que sí recuerdo, continuó, es que me puso fuera de mí la
noticia del casamiento de Paulina. Jamás debió haberlo permitido
Ceneri en el estado de su mente; y además, Mr. Vaughan, yo me
había hecho la idea de que se casara con un italiano. Si hubiese
vuelto a la razón, todo mi sueño era que su hermosura le
conquistase un marido del más alto rango.
Sofoqué mi respuesta al ver entrar en aquel momento a Paulina.
Era grande mi ansiedad de ver el efecto que la aparición del que se
llamaba su hermano haría sobre ella.
Macari se levantó y salió a su encuentro.
—Paulina, dijo, ¿te acuerdas de mí?
Ella fijó en él sus ojos curiosos y como asombrados, pero movió la
cabeza como una persona que duda. Él la tomó de la mano. Observé
que pareció apartarse de él instintivamente.
—¡Pobre, pobre criatura! exclamó Macari. Esto es peor de lo que
yo esperaba, Mr. Vaughan. Paulina, hace mucho tiempo que no nos
vemos; pero tú no puedes haberte olvidado de mí.
Los ojos grandes e inquietos de mi pobre compañera no se
desviaban del rostro de Macari; mas no dio señal alguna de
reconocerlo.
—Trata, Paulina, trata de recordar quién es.
Se pasó la mano por la frente, y volvió a sacudir la cabeza: Non
me ricordo, dijo en voz baja; y como si el esfuerzo mental la hubiese
extenuado, se dejó caer sobre una silla, suspirando.
Me llenó de alegría oírla hablar en italiano. Rara vez usaba de esta
lengua, a menos que no se viese obligada a ello. El hecho de que la
emplease en aquel momento me demostró que, de alguna vaga
manera, relacionaba en su mente al visitante con Italia. Aquél fue
para mí un rayo de esperanza.
Otra cosa también observé. He dicho ya que era muy raro que
Paulina levantase los ojos para mirar a nadie faz a faz; pero esta
vez, durante todo el tiempo que Macari estuvo en el cuarto, Paulina
no apartó un solo momento los ojos de él. Macari se había sentado
cerca de ella, y después de decirle algunas palabras más, siguió
hablando exclusivamente conmigo. Durante todo aquel tiempo pude
notar cómo Paulina lo observaba con una mirada ansiosa e inquieta;
momentos hubo, en verdad, en que casi me persuadí de que había
en sus ojos una expresión de miedo. ¡Oh! ¡miedo, odio, inquietud,
hasta amor mismo expresaran sus ojos en buen hora, con tal de que
me fuese dado ver en ellos la luz de la razón! Comencé a pensar en
que si Paulina había de recobrar el juicio, por medio de mi visitante
habría de ser; de modo que cuando se despidió de mí le urgí, sin
disimulo alguno, a que volviese a vernos pronto, el día siguiente si
podía. Me lo prometió sin esfuerzo, y por aquel día nos separamos.
Sólo me era dable esperar que estuviese tan satisfecho del resultado
de nuestra entrevista como yo mismo.
Quedó Paulina después de la visita de Macari visiblemente
inquieta. Varias veces la sorprendí oprimiéndose la frente con la
mano. Parecía como si no pudiese estar tranquila en su asiento. Iba
y venía de su silla a la ventana, y miraba a la calle de uno y otro
lado. Yo no me fijaba en aquellos movimientos, aunque una o dos
veces la vi volver hacia mí los ojos con una mirada que imploraba y
gemía. Creía yo que en su mente confusa estaba batallando por salir
afuera algún recuerdo de los tiempos pasados, evocado por la
presencia de Macari; y anhelaba que llegase el día siguiente, en que
me había ofrecido venir de nuevo. Aquel hombre se prometía sacar
algún provecho de mí, de modo que estaba seguro de volver a verle.
Vino el día siguiente, y el otro, y otros muchos días. Estaba
visiblemente determinado a captarse mi buena voluntad. Hizo cuanto
pudo por serme agradable, y la verdad es que en aquellas
circunstancias era un excelente compañero. Sabía, o aparentaba
saber, las interioridades de cuanta tentativa o acontecimiento
importante había habido en la política de Europa en diez años atrás;
y sus relaciones abundaban en anécdotas nuevas y en lances
singulares. Él había peleado a las órdenes de Garibaldi durante toda
la campaña italiana. Él había conocido las prisiones sombrías, y
escapado de la muerte varias veces por modos maravillosos. Yo no
tenía razón para dudar de la verdad de sus narraciones, aunque el
hombre en sí no me inspirase confianza. Por muy afable que hiciera
ahora su sonrisa, por muy franca y natural que fuese su manera de
reír, yo no podía olvidar la expresión que había visto una vez en
aquel rostro, ni sus palabras y ademanes de otras ocasiones.
Cuidé de que Paulina asistiera siempre a nuestras entrevistas. Era
el único deseo mío a que la pobre niña hubiese mostrado siquiera la
muda tentación de resistir. Jamás hablaba delante de Macari; pero
no separaba los ojos de su rostro mientras estaba cerca de él.
Parecía como si aquel hombre ejerciera sobre ella una especie de
fascinación. Cuando Macari entraba en el aposento, la oía yo
suspirar; y respiraba libremente, como aliviada de una pesadumbre,
cuando lo veía salir. Cada día la notaba yo más inquieta, y como
menos venturosa. Me dolía el corazón por causarle aquel pesar; pero
tenía decidido seguir por aquel camino a toda costa. La crisis de su
vida estaba cerca.
Una noche, después de comer, estábamos Macari y yo, como de
costumbre, gustando nuestro vino, y Paulina, como siempre, con los
ojos inquietos fijos en Macari, a tiempo que, a poca distancia de
Paulina, reclinada en un sofá, empezó mi huésped a referir una de
sus aventuras militares. Contaba cómo, viéndose una vez en
inminente peligro, roto y caído al costado su brazo derecho, no
bastante fuerte el izquierdo para manejar el rifle con la bayoneta
calada, sacó la bayoneta, y levantándola con la mano izquierda, la
dejó caer sobre el corazón de su adversario. Y al describir el hecho,
acompañaba las palabras con los gestos, y tomando un cuchillo de
sobre la mesa, dio con él un golpe hacia abajo en el vacío como si
tuviera frente a sí al adversario de que hablaba.
Oí a mi espalda un gemido profundo. Me volví, y vi a Paulina
tendida en el sofá, con los ojos cerrados, y como desmayada. Corrí a
ella, la llevé en brazos hasta su alcoba, y la dejé en su cama. Eran
como las nueve de la noche. Priscila había salido; de modo que volví
de prisa al comedor, y me despedí de Macari rápidamente.
—Espero que no sea cosa de importancia, dijo.
—¡Oh, No! no más que un desfallecimiento. Los ademanes de Ud.
deben haberle dado miedo.
Acudí enseguida a la cabecera de mi esposa, y comencé a aplicarle
los remedios usuales; pero no volvía en sí. Blanca como una estatua
yacía allí Paulina, sin que la vida se anunciase en ella más que por su
apagado aliento y sus débiles pulsaciones: allí yacía sin movimiento
ni sentido, en tanto que yo le frotaba las manos, le humedecía las
sienes, y por todos los medios trataba de volverla a la vida. Mi
corazón no cesaba un momento de latir desordenadamente. Sentía
que había llegado el instante, que la memoria de lo pasado volvía de
súbito a ella, y que lo vivo y poderoso del sacudimiento postraba sus
fuerzas. Apenas me atrevía a formularme en palabras mi loca
esperanza; pero ¡oh, sí! yo esperaba que cuando Paulina volviese a
abrir los ojos brillarían con aquella luz que jamás me había sido dado
ver en ellos, la luz de la razón restablecida. ¡Loca, atrevida idea;
pero crecía en mí mi enamorada esperanza tal como a la mañana
crece la luz del sol sobre la tierra!
Y por eso no envié a buscar médico; por eso a los pocos instantes
cesé en mis propios esfuerzos por volverla al sentido; por eso resolví
dejarla allí, como ella estaba, allí tendida, bella como una estatua e
insensible, hasta que por sí misma recobrase el conocimiento. Oprimí
su muñeca con mi mano para no perder una sola de sus pulsaciones.
Uní mi mejilla a la suya para oír mejor su respiración. Y así aguardé
a que Paulina despertase, a que despertase, ¡oh soberano júbilo!,
con su razón perfecta.

Y así estuvo, allí tendida, por lo menos una hora. Tan largo tiempo
estuvo así, que comencé a temer, y a pensar que al fin me sería
indispensable llamar a un médico. Cuando estaba ya resuelto a
hacerlo, noté que su pulso latía con más vigor y rapidez; su aliento
fue más franco y como si viniese de más hondo; se extendió por su
faz la expresión de la vida que volvía, y esperé, reprimida la
respiración, en solemne impaciencia.
Paulina entonces, ¡mi esposa!, recobró el sentido: se irguió en su
cama y volvió el rostro hacia mí; ¡y vi en sus ojos lo que, por la
bondad de Dios, no volveré a ver en ellos jamás!
CAPÍTULO VIII

¡MISTERIO!

Escribo este capítulo contra toda mi voluntad. Si esta historia pudiera


quedar ligada y completa sin él, muy grato me hubiese sido pasar en
silencio los sucesos que aquí se recuerdan. Todas mis aventuras, por
extrañas que hayan parecido hasta aquí, pueden explicarse
naturalmente; pero las que se cuentan en este capítulo, jamás,
jamás serán explicadas a mi satisfacción.
Paulina se despertó: y cuando vi sus ojos, me estremecí como si
un viento helado hubiese pasado por sobre mi cuerpo. No era locura
lo que veía en ellos, ni era la razón. Estaban dilatados hasta los
bordes mismos de sus órbitas, como si fueran a salirse de ellas; pero
fijos, inmóviles, terribles, aunque yo sabía que no veían
absolutamente nada, que aquellos nervios distendidos no llevaban al
cerebro impresión alguna: ¡vanas habían sido, pues, todas mis
esperanzas de que recobrase la razón al volver de aquel desmayo!
¡claro estaba ante mí que acababa de pasar a un estado de mayor
desdicha que aquél de que anhelaba tanto verla libre!
Le hablé; la llamé por su nombre: «¡Paulina!» «¡Esposa mía!»;
«¡Paulina mía!», pero no se fijaba en mis palabras. Parecía como si
no me viese. Con los ojos extrañamente fijos miraba siempre en una
misma dirección.
De pronto, se lanzó fuera de la cama, y antes de que pudiera yo
interponerme para evitarlo, salió del aposento. Seguí tras ella. Ya iba
bajando rápidamente las escaleras, y vi que se dirigía hacia la puerta
de la calle. Ya tenía la mano en el pestillo; cuando la alcancé y volví
a llamarla por su nombre, suplicándole, mandándole que se volviese.
No parecía que mi voz hiciese impresión alguna en sus oídos. En su
crítica condición, pues bien entendía yo que lo era, creí mejor no
hacer uso de la fuerza, pensando que era más cuerdo dejarla libre
para ir por donde le pluguiese, acompañándola por supuesto muy de
cerca para librarla de peligro. De la sombrerera del corredor tomé
apresuradamente mi sombrero y un amplio abrigo, y con este último
cubrí a Paulina sin interrumpir su marcha, y hallé modo de echarle
sobre la cabeza el capuchón. No me opuso resistencia; pero me dejó
hacer, sin decirme una sola palabra, para demostrarme que se daba
cuenta de mis actos. Y, conmigo a su lado, siguió derechamente calle
arriba.
Andaba a paso rápido y uniforme, como quien quiere llegar a un
lugar fijo. No volvía la vista a su derecha ni a su izquierda, ni hacia
arriba ni abajo. Ni una vez durante todo aquel paseo vi que la
moviera: ni una vez siquiera la vi agitar un párpado. Aunque mi
brazo iba tocando el suyo, estoy seguro de que no se daba cuenta de
mi presencia.
Ya no hice más por impedir su marcha. No iba Paulina vagando
como quien ignora a dónde va: algo, no sé qué, la guiaba, o impelía
sus pasos con determinado propósito: algo en su desordenado
cerebro la movía a llegar a algún lugar con la mayor rapidez posible.
Yo temía las consecuencias de oponerme a su designio misterioso.
Aunque no fuera aquél más que un caso exagerado de
sonambulismo, hubiera sido imprudente contenerla. Mejor era
seguirla hasta que terminase aquel acceso.
Así salió Paulina de la calle Walpole, y sin vacilar un solo
momento, torció a la derecha y siguió a lo largo del ancho camino
por más de media milla, hasta que entrándose de pronto por otra
calle traviesa, anduvo como hasta la mitad de ella, y se detuvo
delante de una casa, una casa común de tres pisos, semejante a las
más de Londres, y muy poco distante de la mía y de otras mil de la
ciudad, salvo que, a la luz del farol de la acera, era fácil ver que
parecía mal atendida y abandonada. Los cristales de las ventanas
estaban empolvados, y en uno de ellos se leía el anuncio de que la
casa, amueblada, estaba en alquiler.
Me maravillaba yo del singular arranque que había llevado a
Paulina a aquella casa inhabitada. ¿Habría vivido allí alguien a quien
ella hubiese conocido en otro tiempo? A ser así, esto era tal vez
señal de que algún recuerdo reavivado en su memoria la había
inducido a dirigir sus pasos inconscientes a un lugar asociado con su
antigua vida. En la mayor ansiedad y agitación aguardé a ver qué
hacía Paulina.
Siguió derechamente hacia la puerta, y puso en ella la mano,
como si esperase que cediera a su impulso. Por la primera vez
entonces pareció vacilar y confundirse.
—Paulina, Paulina mía, le dije, volvamos a casa. Ya es de noche, y
demasiado tarde para ir hoy ahí. Mañana, si quieres, volveremos.
No me respondía. Allí se estaba delante de aquella puerta,
empujándola como para abrirla. La tomé del brazo, y traté con
dulzura de hacerme seguir de ella. Me resistió con una fuerza pasiva
que yo nunca creí que poseyese. Cualquiera que fuese el intento
vagamente concebido en el cerebro de mi pobre esposa, era claro
para mí que sólo podía satisfacérsele pasando aquella puerta.
Con toda mi voluntad quería yo complacerla. Habiendo adelantado
ya tanto, temía retroceder. Sentía que el oponerme a sus deseos en
aquella situación pudiera traer resultados fatales. Pero ¿cómo vencer
aquel obstáculo?
Ni un rayo de luz se distinguía en la parte alta de la casa ni en la
baja. No había más que echar una ojeada sobre la casa para
comprender que nadie la habitaba. El corredor cuyo nombre figuraba
en el anuncio tenía su oficina a una milla de distancia, y aun cuando
yo me aventurase a dejar sola a Paulina e ir en su busca, a aquella
hora de la noche no lo hubiera encontrado de seguro.
Miraba yo contrariado alrededor mío, preguntándome si sería
mejor llamar un carruaje y hacer entrar en él a mi pobre Paulina, o
dejar que esperase frente a la puerta hasta que, reconociendo por sí
misma la imposibilidad de entrar, se resignase, forzada por el
cansancio, a volver a casa por su propia voluntad, cuando me asaltó
una idea. Ya otra vez había yo abierto con mi llave de noche una
puerta que no era la mía: ¿no se abriría también acaso con mi llave
aquella otra puerta? Yo sabía que es costumbre frecuente, por
conveniencia o por descuido, no cerrar las casas que están en
alquiler sino con el pestillo. Era una idea absurda; pero nada perdía
yo con probar. Saqué mi llave, que era igual a la que llevaba
conmigo en otra ocasión. Sin esperanza alguna de éxito la introduje
en el ojo de la cerradura, y cuando sentí que el pestillo cedía y se
abría aquella puerta, un estremecimiento de algo parecido al horror
sacudió todo mi cuerpo: ¡aquello no podía ser una mera coincidencia!
Apenas vio el paso libre, Paulina, sin una sola palabra, sin el
menor gesto de sorpresa, sin nada que demostrase que notaba más
que antes mi presencia, se me adelantó y entró primero. La seguí, y
cerrando tras de mí, me hallé dentro en absoluta oscuridad. Oí en
frente de mí su paso rápido y ligero; la oí subir la escalera; oí que se
abría una puerta; y entonces, sólo entonces, tuvo mi ánimo
extraviado fuerza suficiente para hacer andar mi cuerpo; hielo
derretido parecía mi sangre, se me encogían las carnes, el cabello se
me erizaba, y, todavía en la oscuridad, atravesé el corredor y hallé
sin trabajo la escalera.
¿Por qué no había de hallarla, aunque aquella fría sombra me
envolviese? ¡Conocía yo bien el camino! ¡Ya una vez lo había andado
antes en la oscuridad, y muchas veces además, había vuelto a
andarlo en sueños! Como una súbita revelación, la verdad toda
apareció ante mí. Me apareció al ver que la llave giraba en la
cerradura. Yo estaba en aquella misma casa en que había entrado
extraviado una noche, hacía tres años. Cruzaba el mismo corredor,
subía por la misma escalera, debía estar en el mismo aposento que
había sido la escena de aquel tremendo e ignorado crimen. ¡Volvería
a ver con la luz de mis ojos el mismo lugar donde ciego y desvalido
estuve una noche a punto de ser víctima de mi imprudencia! Pero a
Paulina ¿qué la había traído allí?
¡Sí: como yo lo esperaba! ¡como yo lo tenía por seguro! La
escalera es aquella misma; el dintel de la puerta está donde debía
estar. Dijérase que volvían a suceder los acontecimientos de aquella
espantosa noche, hasta en la tiniebla misma iguales. Por un
momento me estuve preguntando si los tres años últimos no habían
sido el verdadero sueño; si no estaba yo ciego ahora; si era verdad
que vivía en el mundo una esposa ligada a mí para toda la
existencia. ¡Ea! los sueños a un lado!
¿Dónde estaba Paulina? Vuelto a mí mismo, sentí al punto la
necesidad de tener luz. Saqué de mi bolsillo mi caja de fósforos,
encendí uno, y a su claridad volví a entrar en el aposento donde una
vez antes había entrado con poca esperanza de dejarlo vivo.
Mi primer pensamiento, mi mirada primera, fueron para Paulina.
Allí estaba ella, de pie en medio de la habitación, oprimiéndose con
ambas manos las sienes. Apenas había cambiado la expresión de su
rostro y de sus ojos: era fácil ver que nada aún entendía. Pero sentía
yo que algo luchaba dentro de ella por abrirse paso, y temía el
momento en que tomara al fin sentido y forma. Temía por ella y por
mí mismo: ¿qué espantosas escenas iban a serme reveladas?
El fósforo medio apagado me quemaba ya los dedos: encendí otro,
y busqué modo de tener una luz constante; con gran alegría hallé
sobre la repisa de la chimenea un candelero con una vela a medio
usar; soplé el polvo espeso que cubría la cera derretida al borde del
pabilo, y después de un tenaz chisporroteo, la vela quedó al fin
encendida.
En la misma actitud estaba Paulina todavía; pero me pareció que
su respiración se aceleraba. Paseaba sus dedos abiertos
convulsivamente por sobre sus sienes; mudábalos de sitio en
incesante movimiento; se echaba hacia atrás los cabellos copiosos;
¡me parecía como que con aquellos dedos crispados y movibles
luchaba por conjurar el pensamiento ausente a que volviese a su
vacío santuario! Nada podía yo hacer más que esperar, y mirar
mientras tanto alrededor de mí.
Estábamos en una habitación de buen tamaño, amueblada con
solidez, aunque no a la moda, al estilo común de las casas de
alquiler. El polvo, que cubría allí todo, decía a las claras que la
habitación había estado desocupada por algún tiempo. Podía yo
retroceder con la mente, y recordar aquella misma esquina en que
los asesinos me tuvieron de pie mientras remataban su tarea: podía
señalar el lugar mismo en que caí sobre el cuerpo que aún se
estremecía; y a duras penas refrené mis ímpetus de ponerme a
buscar por el suelo las huellas del crimen. Pero aun cuando la
alfombra fuese todavía la misma, era de un rojo oscuro, y guardaba
prudentemente su secreto. A un extremo del cuarto se veía una
puerta corrediza, de detrás de la cual debieron exhalarse aquellos
tristísimos gemidos de angustia que no había dejado de oír jamás.
Corrí la puerta, y manteniendo en alto la vela, miré adentro. Aquella
habitación era muy parecida a la otra; pero, como yo de antemano
esperaba, había en ella un piano, el mismo piano tal vez cuyas notas
se habían extinguido en aquel grito de horror.
¿Qué fue lo que se apoderó de mí? ¿Qué impulso guió mis actos?
¡No lo sabré acaso jamás! Puse la luz a un lado, entré en el cuarto,
abrí el piano, y toqué unas cuantas notas. Los trágicos recuerdos de
aquella escena fueron sin duda los que, sin pensar en ello ni darme
cuenta de dónde me venían, reunieron bajo mi mano las notas con
que empezaba el admirable trozo que había yo oído con ánimo
suspenso de afuera de la puerta, maravillado de la dulzura y plenitud
de la sentida voz que lo entonaba. Al mismo tiempo que tocaba
aquellas notas miré por la puerta abierta a la impasible figura de
Paulina.
Pareció que un temblor nervioso sacudía todo su cuerpo. Se volvió
y vino hacia mí, con una expresión tal en su rostro que me hizo
apartarme del piano, asombrado y medroso de lo que iba a suceder.
El abrigo con que la cubrí al salir se había caído de sus hombros.
Se sentó en la banqueta del piano, y pulsando las teclas con manos
magistrales, tocó con admirable corrección y brío el preludio del
canto de que acababa yo de recordar algunas notas sueltas.
Extraordinario era mi asombro. Nunca hasta entonces había
mostrado Paulina el menor gusto por la música; antes, como he
dicho, parecía la música más irritarla que serle agradable: ¡y ahora
estaba arrancando a las teclas sonidos que era absurdo esperar de
aquel instrumento abandonado y fuera de tono!
Pero a los pocos compases cesó mi aturdimiento. Tan bien como si
se me hubiese prevenido sabía yo lo que iba a suceder, en parte al
menos. Ya me había preparado, cuando llegase el instante en que la
voz acompañaba al piano, a oír cantar a Paulina con aquella misma
perfección con que tocaba, en aquel mismo tono deprimido con que
cantaba en aquella fatal noche. Tan completamente preparado
estaba yo que, con el aliento suspendido, aguardé a que llegase el
canto a la nota en que cesó la noche primera que me detuve a oírlo;
tan completamente preparado, que, cuando con arranque
indescriptible y súbito se irguió sobre sus pies Paulina, y exhaló otra
vez aquel grito terrible, mis brazos estaban ya aguardando su
cuerpo, y la llevé a un sofá cercano.
Para ella, como para mí, todos los acontecimientos de aquella
tremenda noche estaban siendo allí reproducidos. El pasado perdido
había vuelto a Paulina; había vuelto en el momento mismo en que se
ausentó de ella.
Qué efectos pudiera producir la reacción, y qué bien o mal me
vendrían de ella, no tenía yo tiempo entonces para ponerme a
meditarlo: Paulina necesitaba todos mis cuidados. Tremenda faena
fue aquella noche la mía. Tenía que sujetarla a viva fuerza, que
procurar por cuantos modos me eran posibles apaciguarla y sofocar
sus gritos, tan altos ya que temí que los vecinos se alarmaran. Ella
batallaba conmigo, y mientras luchaba por repelerme y volverse a
poner en pie, tan claro como si leyese en sus pensamientos sabía yo
que cuanto aquella noche hubiese sucedido lo tenía otra vez Paulina
en aquellos momentos delante de los ojos. Otra vez volvía a tenerla
sujeta una mano vigorosa, y sobre el mismo sofá acaso; otra vez se
debilitaban sus fuerzas gradualmente, y fueron siendo más ahogados
sus gritos. Sólo faltaba, para que el cuadro, en cuanto a ella,
volviese a ser completo, que los gritos ya débiles se convirtiesen en
aquel lúgubre gemido: ¡la única diferencia era que las manos puestas
hoy sobre ella eran manos amorosas!
Espero que se crea todo lo que hasta aquí llevo escrito y todo lo
que hasta la terminación de este capítulo he de narrar. No digo yo
que tales sucesos y coincidencias ocurran todos los días. Si todos los
días ocurriesen, no hubiera yo tenido que escribir esta historia. Pero
sí digo esto: todo, excepto una sola cosa, puedo probar que es
cierto, por evidencia directa o circunstancial; todo puede ser
explicado sencilla o científicamente; pero por la verdad de lo que
aquí sigue, sólo puedo dar en prenda mi propia palabra. Llámesele
como se quiera: sueño, alucinación, imaginación calenturienta;
llámesele todo, menos invención, que sólo con esto me sentiría yo
mortificado. Invención no fue. He aquí lo que sucedió.
Paulina al fin se aquietó. Ya al gemido lúgubre había sucedido el
silencio. Una vez más pareció haber perdido todo conocimiento. Mi
única idea entonces era sacarla cuan pronto pudiese de aquel lugar
fatídico. Los planes y pensamientos más extraños corrían por mi
cerebro desordenadamente. No había esperanza o miedo que allí no
me acudiera. ¿Cuál sería la explicación de aquel suceso, si era que al
fin podía obtenerla?
Quieta y en paz estaba mi pobre compañera. Pensé que haría bien
en dejarla reposar algunos momentos antes de emprender la vuelta.
Meditaba yo con miedo en las consecuencias que pudiera traer el
despertarla; tomé su mano y la retuve en la mía.
En la repisa de la chimenea detrás de mí estaba la vela. Poca o
ninguna luz alcanzaba de ella al aposento del frente, cuya puerta
corrediza estaba sólo en parte abierta, y cerrada la hoja que daba a
los pies del sofá en que yacía Paulina. Era, por lo tanto, imposible
para mí ver desde mi asiento el cuarto del frente. Más: estaba
sentado de manera que quedaba de espaldas a él.
Tenía ya hacía algunos segundos la mano de Paulina en la mía,
cuando una singular e indefinible sensación se fue apoderando de mi
cuerpo, aquella sensación misma que se experimenta algunas veces
en un sueño en que aparecen dos personas, sin que pueda el que
sueña estar seguro de cuál de las dos es aquélla en que él mismo
habla y obra. Me pareció por algunos instantes que tenía yo una
doble existencia. Aunque enteramente seguro de que ocupaba aún el
mismo sitio, de que tenía aún en la mía la mano de Paulina, me veía
también sentado en el piano, y mirando en cierto modo hacia el
cuarto contiguo; ¡y aquel cuarto estaba lleno de luz!
De una luz tan brillante que una sola mirada me bastó para
abarcar todo lo que en el aposento había, todo: cada uno de los
muebles, los cuadros que adornaban las paredes, las cortinas
oscuras que cubrían la ventana del extremo opuesto de la habitación,
el espejo sobre la chimenea, la mesa en el centro, sobre la que ardía
una gran lámpara. Podía ver todo esto—y más! porque alrededor de
la mesa había agrupados cuatro hombres, y los rostros de dos de
ellos me eran bien conocidos!
Aquel que estaba frente a mí, apoyado en la mesa en que tenía
puestas las manos, en cuyas facciones parecía pintarse la alarma y la
sorpresa, cuyos ojos estaban fijos en un objeto a pocos pies de él,
aquél era Ceneri, el doctor italiano, el tutor y tío de Paulina.
Aquel otro que estaba cerca de la mesa, a la derecha de Ceneri, en
la actitud de quien se prepara a resistir un ataque que espera, cuyo
rostro amenazador enciende la ira, cuyos ojos negros arden, aquel
otro es el italiano que habla inglés, Macari, o como él se llama ahora,
Antonio March, el hermano de Paulina. También él mira al mismo
objeto que Ceneri.
Aquel hombre allá al fondo, bajo y rollizo, con una cicatriz en la
mejilla, aquél me es desconocido. Está mirando por sobre el hombro
de Ceneri en la misma dirección que los otros dos.
Y el objeto a que todos miran es un hombre joven, que parece
estarse cayendo de la silla, y con su mano sujeta convulsivamente el
mango de un puñal, cuya hoja tiene enterrada en el corazón,
enterrada, yo lo sé, de un golpe dado de alto a bajo por uno que
estaba en pie junto a él.
Todo esto lo vi en un segundo: la actitud de cada uno, todo lo que
los rodeaba, fue recogido en un instante por mis ojos, como de una
sola mirada se abarcan los detalles de un cuadro y su propósito. Dejé
caer la mano de Paulina, y me puse en pie de un salto.
¿Dónde estaba el aposento iluminado? ¿ Dónde estaban los
hombres que había visto? ¿Dónde aquella trágica escena que
acababa de tener delante de mis ojos? ¡En aire se había todo
convertido, aposento, hombres, escena! La vela ardía penosamente
detrás de mí. El cuarto del frente estaba a oscuras. ¡Paulina y yo
éramos las únicas criaturas vivas en aquel lugar!
Fue un sueño, por supuesto: tal vez, en tales circunstancias, no
era un sueño enteramente extravagante. Sabiendo lo que ya yo
sabía del crimen de que aquellos aposentos habían sido teatro,
seguro de que en alguna manera Paulina había estado presente
cuando se le cometió, excitado por cuanto había sucedido aquella
noche—el extraño paseo de Paulina, su abrupta determinación de
entonar al piano el canto mismo que aquella noche oí, aquel canto
que tuvo el fin terrible—¿quién ha de maravillarse de que imaginara
yo una escena como ésta, y agrupando las únicas personas que sabía
estaban de algún modo relacionadas con mi esposa, me las
reprodujera en la exaltada fantasía con todos los colores y
propiedades de la vida?
Pero, aun dando por cierto que se pueda tener el mismo sueño dos
veces, tres veces tal vez, no hay memoria de que se repita un sueño
a voluntad cuantas ocasiones se desee. ¡Y esto era lo que me estaba
sucediendo! Otra vez tomé en la mía la mano de Paulina, y otra vez,
a los pocos momentos de espera, se apoderó de mí aquella peculiar
sensación, y volví a ver la misma horrible escena. No una vez, ni dos
veces, sino muchas, y siempre del mismo modo, me sucedió esto,
hasta que, a pesar de mi frío escepticismo, que en esta clase de
sucesos aún conservo, sólo me era posible creer que por algún
recurso misterioso estaba yo asistiendo actualmente al espectáculo
mismo que hirió los ojos de la pobre criatura, en el momento
misericordioso en que la memoria voló de ella, y quedó su razón
oscurecida.
Yo no veía el espantable cuadro sino cuando estrechaba en la mía
la mano de Paulina. Este hecho comprobaba mi opinión. Sentí
entonces, siento ahora, que mi teoría era verdadera. Decir cuál fuese
la peculiar organización mental o física que pudiera producir
semejante efecto, me sería imposible. Llámesele clarividencia,
catalepsia, como se quiera llámesele: pero fue como lo digo! Una vez
y otra tomé en la mía la mano de Paulina, y mientras nuestras
manos estaban en contacto, en todos sus detalles veían mis ojos
aquella escena en el aposento iluminado.
Como las inmóviles figuras de un cuadro plástico, una y otra vez,
sin que cambiasen de actitud ni de expresión, vi a Ceneri, a Macari, y
al hombre que del fondo del aposento miraba a la víctima. Estudiaba
yo tenazmente el rostro de ésta; aun en las ansias supremas de la
agonía, aquel hombre era extraordinariamente hermoso. Debió haber
sido aquél un rostro mirado muchas veces con amor por las mujeres,
y aun en la hora misma de aquella visión lúgubre, pensé con
amargura en la clase de relaciones que hubieran podido unirlo a la
mujer del canto bello que perdió la memoria al verlo herido!
¿Quién lo había herido? Fue sin duda Macari, quien, como dije,
estaba en pie más cerca de él, en la actitud del que espera un
ataque. Su mano podía haber abandonado en aquel mismo momento
el mango del puñal. Con tan fiero impulso había entrado la hoja en el
corazón que la muerte y el golpe fueron simultáneos. Eso fue lo que
Paulina vio, lo que tal vez estaba viendo en aquel momento mismo,
lo que por algún poder extraño me hacía ver a mí como cuando se
enseña una pintura!
Siempre desde aquella noche me he asombrado de cómo tuve la
presencia de espíritu necesaria para permanecer allí sentado,
evocando una vez sobre otra, con la ayuda de aquella pobre mujer
insensible, la escena tremenda. Debió sin duda sostenerme el
ardentísimo deseo de sondear por fin los misterios de aquella otra
noche remota, de conocer con la mayor exactitud los detalles todos
del acontecimiento que había nublado el juicio de mi esposa: el
deseo ardiente, la indignación que sentí ante aquel cobarde
asesinato, y la esperanza de hacer caer sobre los malvados el castigo
de la justicia, me dieron fuerzas para evocar tan repetidas veces con
mi voluntad el cuadro odioso, hasta satisfacerme de que sabía
cuanto la muda revelación podía enseñarme, hasta que el corazón
me reprendía por haber dejado a la pobre Paulina tanto tiempo en
aquel estado de inconsciencia.
La cubrí cuidadosamente con su abrigo, y alzándola en mis brazos,
bajé con ella la escalera y crucé la puerta de la calle. No era muy
tarde todavía: una buena persona que pasaba me ayudó a llamar un
carruaje, y al poco tiempo entrábamos en casa, y dejaba yo a
Paulina sobre su cama, aún insensible.
Cualquiera que hubiese sido el singular poder que permitió a
Paulina comunicarme sus propios pensamientos, cesó tan pronto
como salimos de aquella casa fatal. En vano, entonces y después,
estrechaba yo su mano en la mía: ya no volvían a mí la aparición, la
alucinación, el sueño!
Y ésta es aquella única cosa que no podía yo explicar, el misterio
aquél a que aludí cuando empecé a narrar mi historia. He contado lo
que sucedió: si mi palabra no basta para inspirar confianza, tengo
que resignarme en este punto a no ser creído.
CAPÍTULO IX

VIL MENTIRA

Dejé a mi infeliz mujer en las manos maternales de Priscila, y traje


conmigo al mejor médico que me vino a la memoria, quien comenzó
al instante a procurar volverla al sentido. Mucho tiempo pasó antes
de que diera señal alguna de recobrar el conocimiento, pero despertó
al fin. ¿Debo acaso decir que fue aquél para mí un instante supremo?
No necesito contar los pormenores de aquella vuelta a la vida. No
fue, después de todo, sino un restablecimiento incompleto, que me
inspiró nuevos temores. Cuando asomó la mañana hallé a Paulina
divagando con lo que en mi congoja rogaba al cielo no fuese más
que el delirio de la fiebre.
El médico me dijo que su estado era sumamente grave. Había
esperanza de que viviese; pero no certidumbre. En aquellos largos
días de ansiedad incomparable, vine a saber de veras cuán profundo
era mi cariño a Paulina. ¡No volviera en buen hora al juicio, si así al
menos podían devolvérmela viva!
Saetas para mi corazón eran las desordenadas palabras de su
fiebre. Llamaba a alguien, unas veces en inglés, otras en dulcísimo
italiano; rompía en exclamaciones de pesar y amor profundo; se
escapaban de sus labios muy tiernas caricias. Y a esto sucedían
gritos de dolor, y parecía como si la estremeciesen temblores de
espanto.
Para mí, ni una sola palabra; para mí, ni una mirada de
reconocimiento. Yo, que hubiese dado cuanto ilumina y cubre el
Universo por oírle una vez decir mi nombre en su delirio con amor;
yo era a su cabecera un simple extraño.
¿Por quién, por quién lloraba tan amargamente? ¿A quién llamaba
con aquellas palabras cariñosas? ¿Quién era el hombre a quien ella y
yo habíamos visto herido? Pronto lo supe ¡ay de mí!; y si el que me
lo dijo no mintió, el golpe ha sido tal que de él no me recobraré yo
nunca!
De Macari fue el golpe. Vino a verme el día después de que Paulina
y yo habíamos ido a aquella casa. No quise verle entonces: aún no
tenía mi plan formado: en aquel momento no pensaba más que en el
peligro de mi esposa. Pero dos días más tarde, cuando volvió, ordené
que lo recibieran.
Me estremecí al cambiar con él un apretón de manos que no osaba
aún negarle, aunque en mi mente tenía yo por seguro que aquella
mano que estrechaba la mía era una mano de asesino: tal vez era la
misma que aquella noche me asió por la garganta. Pero, con lo que
yo sabía, dudaba aún que me fuese dable hacer caer sobre él a la
justicia.
A menos que Paulina no curase, la prueba que podía yo aducir no
era de peso alguno. Hasta el nombre de la víctima ignoraba: para
establecer la acusación era necesario hallar e identificar sus restos:
inútil era pensar en el castigo del asesino, cuando ya habían pasado
tres años desde el crimen.
Además ¿no era hermano de Paulina?
Hermano o no, yo le arrancaría la máscara; yo le haría saber que
su crimen no era ya un secreto, que un extraño conocía todos los
detalles; y le diría esto siquiera, en la esperanza de que su existencia
futura estuviese agobiada con el miedo de un justo castigo.
El nombre de la calle a que Paulina me llevó me era conocido: me
fijé en él al salir de ella aquella misma noche y entendí al instante la
causa de la equivocación del guía ebrio. A la calle Walpole le dije que
me llevase, y recordando sin duda en su inseguro pensamiento a
Horacio Walpole, me dejó en la calle Horacio: ¡de qué detalle nimio
depende a veces la suerte de la vida entera!
Macari tenía ya noticia de la enfermedad y el delirio de Paulina. En
verdad que el mejor de los hermanos no hubiera mostrado más
interés que el que él mostró por ella. Mis respuestas fueron breves y
frías. Hermano o no, de él había sido la culpa de todo.
De pronto cambió de conversación.
—Me apena mucho tener que molestarle ahora con asuntos míos;
pero quisiera saber si Ud. desea por fin unirse a mí en la petición a
Víctor Manuel de que le hablé.
—No: antes necesito que me sean explicadas varias cosas.
Se inclinó cortésmente; pero vi que sus labios se contrajeron.
—Estoy a sus órdenes, me dijo.
—Ante todo, debo cerciorarme de que es Ud. hermano de mi
esposa.
Alzó sus espesas cejas y trató de sonreír.
—No hay cosa más fácil. Si Ceneri hubiera estado con nosotros, él
lo atestiguaría.
—Pero lo que él me dijo fue muy distinto de lo que me dice Ud.
—¡Oh! él tenía sus razones. No importa; yo puedo presentar de
eso multitud de testigos.
—Además, añadí, mirándole cara a cara y dejando caer mis
palabras lentamente, necesito saber por qué asesinó Ud. a un
hombre hace tres años en una casa de la calle Horacio.
Fuese cualquiera la impresión del hombre, rabia o miedo, lo que
en su rostro se leyó fue un absoluto asombro. No, bien lo sabía yo, la
sorpresa de la inocencia, sino de que su crimen fuera conocido. Tuvo
por un momento desencajada la mejilla, y me miraba, caída la boca,
en atónito silencio; mas pronto recobró su dominio.
—¿Está Ud. loco, Mr. Vaughan? exclamó.
—El día 20 de agosto de 186-en el No.-de la calle Horacio, dio Ud.
una puñalada aquí en el corazón, a un joven que estaba sentado
junto a la mesa. El doctor Ceneri estaba en el cuarto en aquel
momento y otro hombre con una cicatriz en la cara.
No intentó evadir el cargo. De un salto se puso en pie, convulso de
ira. Me asió el brazo. Pensé por un momento que iba a acometerme;
pero pronto vi que sólo quería ver de cerca mi cara. No me opuse a
su examen. No creía posible que me reconociese ¡tanto cambia la luz
el rostro de los hombres!
Pero me conoció. Dejó caer mi brazo y golpeó con el pie el suelo.
—¡Imbéciles! ¡Idiotas!, dijo, encogiendo los labios en ademán de
desprecio: ¿por qué no me dejaron hacer bien las cosas?
A pasos agitados anduvo de un lado a otro por el aposento, hasta
que, ya compuestas las facciones, se paró frente a mí.
—Es Ud. un gran actor, Mr. Vaughan, me dijo con frialdad y
cinismo aterradores. Hasta a mí mismo me engañó Ud., y a mí no se
me engaña fácilmente.
—¿Pero ni siquiera niega Ud. el crimen, malvado?
Se encogió de hombros.
—¿A qué lo he de negar a un testigo de vista? A otros bien me
cuidaré yo de negarlo. Además, como Ud. está interesado en el
asunto, no hay razón para que yo se lo niegue.
—¡Que estoy yo interesado!
—Ciertamente, puesto que Ud. se ha casado con mi hermana. Y
ahora, mi buen amigo, mi alegre novio, mi querido cuñado, le diré a
Ud. por qué maté a aquel hombre, y qué significaban aquellas
palabras con que me despedí de Ud. en Génova.
Me espantaba, por lo que iba a suceder, aquel tono de burla fría y
amarga. Apenas podía contener mis manos, que se me iban al cuello
de aquel hombre.
—Pues aquél, cuyo nombre callaré a Ud. por obvias razones, era el
amante de Paulina.
«Ay! pero ni siquiera dijo «amante!»: preguntad, preguntad lo que
significa drudo en italiano, y entonces sabréis lo que me dijo!
—Por la familia de nuestra madre, siguió diciendo el villano,
tenemos en las venas sangre noble, sangre que no sufre insulto.
Digo que aquél era el amante de Paulina, de la mujer de Ud. Se negó
a casarse con ella, y Ceneri y yo lo matamos, lo matamos en
Londres, a los mismos ojos de ella. Ya le dije a Ud. otra vez, Mr.
Vaughan, que era bueno casarse con mujer que no podía recordar lo
pasado.
¿Qué le había yo de contestar? Revelación tan odiosa excusaba
comentario. Me levanté y me fui sobre él. Bien leyó mis intentos en
mi cara.
—No: aquí no, dijo apresuradamente, apartándose de mí: ¿a qué
viene que emprendamos aquí una riña vulgar dos caballeros? No:
fuera de Inglaterra en donde Ud. quiera, búsqueme, y allí le
enseñaré cómo le odio.
¡Decía bien el sereno villano! ¿A qué emprender allí una riña
vulgar, en la que apenas podía esperar acabar con él, con Paulina a
las puertas, acaso en aquel instante moribunda?
—¡Vete, exclamé, asesino y cobarde! Cada una de las palabras que
me has dicho ha sido una vil mentira, y, como me odias tanto, las
que me has dicho hoy son las más viles. ¡Vete! sálvate de la horca
con la fuga!
Salió del aposento echándome una mirada de maligno triunfo: más
puro me pareció el aire del cuarto cuando aquel hombre cesó de
respirarlo.
Y me fui entonces a la alcoba de Paulina, y sentado a su cabecera
oí sus labios secos vibrando siempre y siempre con el nombre
italiano o inglés de uno a quien ella amaba!, y les oí suplicar, les oí
prevenir; y yo sabía que aquellas cariñosas y desordenadas palabras
iban a aquél a quien Macari decía que había dado la muerte porque
era el amante de su hermana, de mi esposa!
Mentía aquel villano! Yo sabía que mentía. Una y otra vez me dije
a mí mismo que aquélla era una infame, traidora calumnia, que
Paulina era pura como un ángel. Pero yo sabía también que, mentira
como era, hasta que no pudiese yo probar que lo era, me comería
como una llaga el corazón: conmigo estaría siempre; en la muerte
me crecería sin reposo, hasta que llegase a tenerla por verdad; ni un
instante de paz me dejaría, hasta llevarme a maldecir la hora en que
Kenyon me hizo entrar en aquella vieja iglesia para ver «el
monumento más hermoso».
¿Cómo probaría yo la calumnia? Sólo había dos personas en el
mundo que conociesen la historia de Paulina: Ceneri y Teresa. Teresa
había desaparecido; Ceneri estaba en las minas de Siberia o en
alguna otra tumba animada. Ya empecé a sentir los primeros retoños
envenenados de la calumnia de Macari, al revolver en la mente otra
vez las misteriosas palabras de la vieja italiana. «Ni para querer ni
para casarse está Paulina»: ¿tendría aquella advertencia algún otro
sentido, un sentido deshonroso? Y se me acumulaban agigantadas en
la memoria las circunstancias extrañas de nuestro matrimonio, la
prisa de Ceneri en casar a su sobrina, su deseo de verse libre de ella.
¡Acabarían aquellos pensamientos por volverme loco!
No pude estar sentado por más tiempo al lado de Paulina. Salí al
aire libre, y anduve de un lado a otro sin objeto, hasta que hubo en
mí dos ideas fijas: una era, la de consultar al mejor alienista de
Londres sobre las esperanzas de cura que pudiera haber para
Paulina; otra, ir a la calle Horacio, y examinar a la luz del día, de los
quicios a las chimeneas, toda la casa. Fui primero a ver al médico.
Todo le dije, todo, salvo la vil mentira de Macari. No veía modo de
explicarle el caso sin narrárselo íntegro: pronto vi que había
despertado en él vivo interés: ya él había visto a Paulina, y conocía
exactamente su estado anterior. Me parece que creyó, como otros
muchos creerán, todo cuanto le dije, salvo aquella visión
inexplicable; pero aun de ella no se burló, habituado como estaba a
las más osadas fantasías y alucinaciones. Era natural que lo
atribuyese a esta causa, y a ella lo atribuyó: ¿qué consuelo o
esperanza podía darme?
—Ya he dicho a Ud., Mr. Vaughan, que no es cosa completamente
nueva el perder la memoria de lo pasado por un largo tiempo, y
recobrarla luego en el punto mismo en que se la perdió. Yo veré a su
esposa; por lo que usted me dice, sufre ahora de un ataque de fiebre
cerebral, y no necesita todavía de especialista. Cuando la fiebre haya
cesado iré a verla. Espero que salga de la fiebre enteramente
curada; pero su vida comenzará de nuevo en la hora misma en que
se trastornó su mente. Ud. mismo, que es su marido, le parecerá tal
vez una persona extraña. No: el caso no es enteramente nuevo;
pero las circunstancias lo son.
No bien dejé al médico, fui a ver al corredor encargado de alquilar
la casa de la calle Horacio, cuyas llaves me dio, con algunas noticias
que de la casa pedí. Vine así a saber que en la época del asesinato
había sido la casa alquilada con muebles por unas cuantas semanas
a un caballero italiano cuyo nombre no recordaba el corredor, por
haber pagado adelantada la renta, lo que ahorraba mayores
informes. La casa había estado después vacía por mucho tiempo, no
por ninguna razón especial, sino porque el dueño se empeñaba en
alquilarla en cierta suma, que la mayor parte de los que la veían
consideraban excesiva.
Di mi nombre y mis señas, y me llevé las llaves. Todo el resto de
aquella tarde lo empleé registrando cuanta hendija y rincón había en
la casa, sin que el menor descubrimiento recompensase mis
pesquisas. No había allí, a mi ver, lugar alguno donde hubiesen
podido ocultar el cuerpo de la víctima: tampoco había jardín en que
hubiesen podido enterrarlo. Me volví a casa, a pensar en mi pena,
mientras que la mentira de Macari se abría camino en mi corazón.
Y día tras día fue en él labrando, mordiendo, royendo,
aguijoneando, hasta que me dijeron por fin que la crisis había
terminado, que Paulina estaba fuera de peligro, que ya había vuelto
a su ser.
¿Pero a qué ser? ¿El ser que yo había conocido, o el que tenía
antes de aquella noche? Con agitado corazón me acerqué a su
cabecera. Débil, extenuada, sin fuerzas para moverse ni para hablar,
abrió los ojos y me miró. Era una mirada de asombro, de
desconocimiento; ¡pero una mirada en que brillaba la razón! No me
conoció. Sucedía lo que el médico había previsto. Como a un extraño
me vieron sin duda aquellos hermosos ojos que se abrieron un
instante, se fijaron en mí, y como fatigados se volvieron a cerrar. Las
lágrimas corrían por mis mejillas cuando salí de aquella alcoba, y
había en mi corazón extraña mezcla de pena y alegría, de esperanza
y de miedo, que impotentes, renuncian las palabras a expresar.
Y de su escondite en el fondo de mi alma salió afuera la tremenda
mentira de Macari, y como si tuviese una mano de hierro me asió por
la garganta, me ciñó el cuerpo, batalló conmigo: «¡Soy verdad!,
gritaba: bien puedes echarme a un lado; seré siempre verdad! De
villano eran los labios que me dijeron; pero una vez al menos el
villano ha dicho la verdad. Pues a no ser por eso ¿a qué el crimen?
Los hombres no asesinan por razones ligeras». ¡Así me hablaba
despiadadamente, prendida de toda mi alma, la mentira! ¡Así me
invadía, me vencía, me echaba a tierra sofocado y angustiado, con la
duda horrible de que pudiera ser cierta, en la hora misma, por mí tan
anhelada y pedida al cielo, en que la plenitud de la razón era
devuelta a la mujer amada!
—Somos todavía como dos extraños, me dije: ella no me conoce.
¡O pruebo yo que esa historia de Macari es una calumnia, o seremos
extraños para siempre!
¿Cómo podía yo probarlo? ¿Cómo podía hablar de esto a Paulina?
Aun cuando le hablase ¿cómo podía esperar que me respondiera? Y
si me respondía ¿me satisfarían acaso sus explicaciones? ¡Oh, si
pudiese yo ver a Ceneri! Villano podría ser, pero yo presentía que no
era tan consumado villano como Macari.
Pensando en esto, di en una resolución desesperada. Suelen los
hombres hacer cosas desesperadas y extrañas cuando les va en ellas
la vida. Más que la vida me iba a mí: iba el honor, la felicidad,
cuanto puede ser caro a dos criaturas!
¡Sí, lo haría! Locura podría parecer; pero yo iría a Siberia: y si el
dinero, la perseverancia, el favor o la astucia podían ponerme al fin
cara a cara con Ceneri, de sus labios arrancaría yo la verdad toda!
CAPÍTULO X

EN BUSCA DE LA VERDAD

¡Atravesar toda Europa, atravesar casi toda Asia por obtener una
entrevista de una hora con un preso político ruso! Plan singular; pero
yo estaba decidido a llevarlo a cabo: y mientras con más método lo
dispusiese, más probabilidades tenía de éxito. No me lanzaría
desatentadamente hasta el fin de mi viaje, para hallar en él, por falta
de las necesarias precauciones, que la estupidez o la suspicacia de
algún alcaide de poca cuenta me impidiese ver al hombre a quien
buscaba: iría provisto de tales credenciales que no hubiera ocasión
de duda ni disputa. Dinero, que no es cosa de poca monta, lo llevaba
yo en abundancia, y la voluntad de no escasearlo; pero algo más me
era preciso, y el procurármelo había de ser mi primera tarea.
Holgadamente podía obtener lo que deseaba, pues días habían de
pasar antes de que pudiera dejar sola a Paulina: sólo cuando ella
estuviese fuera del más leve peligro podía yo emprender viaje.
Empleé, pues, los lentos días en que mi pobre enferma iba
recobrando a pasos muy perezosos las fuerzas, en buscar entre mis
amigos, en las altas regiones del Estado, uno cuya posición fuese tal
que pudiera, con esperanzas de inmediato éxito, solicitar un favor de
otro aún más alto que él. Me sirvió mi amigo con tal eficacia que
obtuve una carta de introducción para el embajador inglés en San
Petersburgo, y más la copia de otra que le había sido enviada con
instrucciones en favor mío. Llevaban ambas cartas una firma que me
garantizaba la más amplia ayuda. Con ellas, y con una carta de
crédito por una buena suma sobre un banco de San Petersburgo, ya
estaba pronto para ponerme en camino.
Antes de mi partida, debía disponer las cosas de manera que no
corriesen riesgo la seguridad ni el bienestar de Paulina, lo cual
ofrecía tan grandes dificultades que estuve a punto de abandonar, o
posponer al menos, mi viaje. Pero yo sabía que si no llevaba a cabo
mi plan como lo había imaginado, la calumnia de Macari se erguiría
siempre entre mi esposa y mis brazos. ¡Mejor era irme entonces,
cuando todavía éramos como dos extraños! ¡mejor era, si llegaba
Ceneri a confirmar con sus palabras o con su silencio la vergonzosa
historia, que no volviésemos a vernos jamás!
Paulina quedaría en buenas manos: la fiel Priscila me la cuidaría
amorosamente, Priscila, que ya sabía cómo su nueva enferma había
vuelto a la vez a la memoria de lo pasado y al olvido de lo más
reciente. Ella sabía por qué días sobre días no había yo entrado
siquiera en la alcoba de Paulina; por qué en su actual estado, no la
consideraba yo más ligada a mí que cuando por primera vez la vi en
la iglesia. Ella sabía que algún misterio impedía aún mis relaciones
más íntimas con mi esposa, y que para aclararlo iba a emprender mi
largo viaje. Con esto se satisfizo Priscila, y no me preguntó más de lo
que me pareció bien decirle.
Todo lo dejé dispuesto minuciosamente. Apenas se sintiera Paulina
con suficientes fuerzas, Priscila iría con ella a un lugar de la costa.
Todo había de hacerse para su bienestar, y conforme a sus deseos.
Si indagaba sobre su actual condición, le diría Priscila que un
pariente cercano, que andaba viajando, la había dejado encargada a
ella hasta su vuelta; pero a menos que no recordara por sí misma los
sucesos de los últimos meses, nada se le había de decir sobre su
condición de esposa mía. En verdad, hasta dudaba yo de que ella
fuese en ley mi esposa, de que, si lo deseaba, no pudiera anular
nuestro matrimonio, alegando que lo contrajo cuando no era dueña
de su juicio. Al volver yo de mi expedición, si recobraba en ella,
como con toda fe creía, la salud de mi alma, todo habría de
comenzar de nuevo como si entre Paulina y yo nada hubiese aún
sucedido. ¡Sería el nacer del alba, y el asomar de los primeros
capullos de la primavera!
Yo sabía de seguro que desde la desaparición de la fiebre nada
había dicho Paulina del horrendo suceso que nubló su razón tres
años antes; y me asaltaba el miedo de que, cuando se sintiese
restablecida, intentara remover aquellos hechos. ¿Qué podía haber
logrado? Macari había salido de Inglaterra el día después de la
entrevista en que le acusé del crimen. Ceneri estaba fuera de su
alcance. Esperaba yo que se lograría tener en calma a Paulina hasta
mi vuelta y aleccioné a Priscila para que, si mi mujer le hablaba de
un gran crimen cometido por personas a quienes conocía, le dijese
que se estaba buscando a los culpables, y haciendo todo esfuerzo
porque les diera su merecido la justicia: confiaba yo en que, con su
usual docilidad, se contentase con estos informes.
Priscila me escribiría constantemente: a San Petersburgo, a
Moscú, a todos los lugares en que debía yo detenerme, al ir y al
volver. Le dejé los sobres ya escritos: de San Petersburgo le enviaría
las fechas en qué debía ir dirigiéndome sucesivamente sus cartas.
Esto era todo lo que podía yo prever.
Todo, excepto una cosa. Mañana por la mañana debo partir; ya mi
pasaporte está firmado, mis baúles cerrados, todo pronto. Pero un
instante, un instante al menos, necesito verla antes de recogerme
esta noche a mi triste sueño—¡verla acaso por la última vez! Estaba
dormida profundamente: me lo dijo Priscila. ¡Una vez más debía yo
ver aún aquel hermoso rostro, para llevar conmigo su perfecta
imagen en aquella jornada de miles de millas!
Y entré en su alcoba. De pie a la cabecera de su cama,
contemplaba yo con los ojos llenos de lágrimas a la que era mi
esposa, y no lo era. Me juzgaba como un criminal, como un
profanador; tan poco derecho creía tener a penetrar en aquella
alcoba. En la almohada descansaba su puro rostro pálido, el rostro
para mí más bello de cuantos la tierra había criado. Su aliento
regular y tranquilo agitaba su seno suavemente. Bella y blanca lucía,
como una criatura de los cielos; y juré, contemplándola, que palabra
alguna de hombre me haría dudar de su inocencia. Pero iría, sin
embargo, a Siberia.
¡Mundos hubiera yo dado por tener el derecho de poner mis labios
en los suyos, de despertarla con un beso, de ver alzar aquellas
luengas y negras pestañas, y fijarse en mí sus ojos animados de
amor! Y no siendo aún para ella más que lo que era, casi sin mi
voluntad mis labios se fueron inclinando hacia su rostro, y la besé en
la sien muy suavemente, allí donde comienza a crecer fino y rico el
cabello. Se estremeció en su sueño, palpitaron sus párpados, y,
como un malvado a quien sorprenden al empezar a cometer un
crimen, huí.
A centenares de millas estaba yo al día siguiente, más sereno ya el
juicio. Si al alcanzar, si lo alcanzaba al fin, a Ceneri, me cercioraba
yo de que Macari no había mentido, de que me habían burlado,
engañado, empleado como un instrumento, tendría al menos la triste
satisfacción de la venganza. Saciaría mis ojos en la desdicha del
hombre que me había engañado y usado para sus propios fines. Le
vería arrastrando su vida miserable en la degradación y en las
cadenas. Le vería esclavo, azotado y maltratado. No tuviera yo más
recompensa que ésta, y daría por bien hecho mi viaje. Rudos, como
se ve, eran mis pensamientos; pero si se recuerdan mis ansias y
espantos, y el doloroso miedo con que emprendía mi camino, ¿quién
extrañará esta ira de la mente en una humilde criatura humana?
¡En San Petersburgo por fin! La carta que traigo, y la que me
había precedido, me abren las puertas del embajador inglés. No se
mofa de mi súplica, sino que la oye atentamente. Se me dice que
nunca ha habido caso igual; pero no oigo la palabra «¡!imposible!»”.
Hay dificultades, grandes dificultades; pero como mi asunto es
puramente doméstico, sin ápice de política en él, y como van mis
cartas realzadas por la mágica firma de aquél a quien el noble
embajador anhela complacer, no se me dice que sean insuperables
los obstáculos. Tendré que esperar días, semanas tal vez; pero
puedo estar cierto de que cuanto se pueda hacer, se hará. Dicen los
diarios que no están ahora en muy cabal amistad los dos gobiernos;
y esto se suele conocer en que el de Rusia niega demandas mucho
más sencillas que la mía. Pero se verá, se verá... Mientras tanto:
¿quién es el preso, y dónde está?
¡Ah! eso no lo puedo decir. Sólo lo conozco por el doctor Ceneri,
italiano, apóstol de la libertad, conspirador, patriota. Torpeza hubiera
sido en mí suponer que había sido procesado y condenado bajo aquel
mismo nombre, que yo creía ficticio.
El embajador estaba seguro de que en los últimos meses no se
había sentenciado a ningún doctor Ceneri. Pero eso importaba poco.
Una vez otorgado el permiso, la policía rusa identificaría al preso con
los datos que yo tenía de él. Buenos días, pues: muy pronto recibiría
yo noticias de la embajada.
—Una advertencia, Mr. Vaughan, me dijo el embajador. No está
Ud. en Inglaterra: recuerde que una palabra imprudente, una simple
mirada, la más sencilla observación al caballero que se siente a su
lado en la mesa pueden frustrar sus planes. Acá se gobierna de otro
modo.
Agradecí el consejo, aunque en verdad no me era necesario: más
pecará un inglés por silencioso que por comunicativo. Me volví a mi
hotel; procuré distraer el tiempo en los primeros días de espera
como mejor me fue dable. No carecía, por cierto, San Petersburgo de
entretenimientos: precisamente era ciudad que había yo deseado
siempre ver: todo en ella me era nuevo y extraño, y sus costumbres
son dignas de estudio, mas nada podía sacarme de mis
pensamientos. Todo lo que yo apetecía era salir en busca de Ceneri.
El que insiste, enoja. Sabía yo que el embajador haría cuanto le
fuese posible en mi servicio, y esperé pacientemente, hasta que una
esquela suya me llamó a la embajada. Me recibió con bondad.
—Todo está arreglado, me dijo. Irá Ud. a Siberia provisto de una
autoridad que el alcaide o militar más ignorante obedecerán sin
réplica. Por supuesto, he asegurado bajo mi propia palabra que de
ningún modo ayudará Ud. a la evasión del preso, y que su misión es
enteramente privada.
Le di las gracias, y le pedí instrucciones.
—Ante todo, debo llevar a Ud. a palacio. El zar desea conocer al
inglés excéntrico que acomete tan largo viaje para hacer unas
cuantas preguntas.
De muy buena voluntad habría renunciado yo a tal distinción;
pero, como no veía modo de rehuírla, me dispuse a afrontar al
autócrata como mejor pudiese. A la puerta aguardaba el carruaje del
embajador, y a los pocos minutos estábamos en el imperial palacio.
Conservo vagas memorias de gigantescos centinelas, oficiales
resplandecientes, ujieres graves, gente seca y sombría; de hermosas
escaleras y anchos pasos; de pinturas, de estatuas, de doraduras, de
tapices. Siguiendo a mi guía, entré en un vasto aposento, en uno de
cuyos extremos estaba en pie un hombre alto y de noble apostura en
arreos militares; y entendí que me veía en la presencia de aquel que
con movimiento de cabeza podía mover a su capricho millones de
criaturas, del Emperador de todas las Rusias, el Zar Blanco,
Alejandro II, cuyo dominio abarca a una la civilización más refinada
de los europeos y la barbarie más baja del Asia.
Dos años hace, cuando llegó de súbito a Inglaterra la nueva de su
cruenta muerte, lo recordé como lo vi aquel día, en el calor de la
existencia; alto, imperante y benévolo, viril figura que era grato ver.
Si, como dicen los que saben de fragilidad de reinas, corría en sus
venas sangre de plebeyo, de la bota a la frente parecía aquél un rey
de hombres, un espléndido déspota.
Conmigo fue especialmente afable y llano, y me recibió de modo
que pude sentirme tan holgado como era dable en tan poderosa
compañía. Por mi nombre me presentó a él el embajador, y, después
de una adecuada reverencia, quedé aguardando sus palabras.
Dejó caer sobre mí su mirada durante un segundo; y empezó a
hablarme en francés fluentemente, y sin marcado acento extranjero.
—Me dicen que desea Ud. ir a Siberia.
—Si V. M. se digna permitirlo.
—¿A ver a un preso político?
Afirmé con un movimiento de cabeza.
—Largo viaje para tal objeto.
—Es para mí, señor, asunto de grandísima importancia.
—De importancia privada, dice el señor embajador.
Hablaba en tono breve y seco, que no admitía quiebros ni
esquiveces. Me apresuré a protestar de la naturaleza enteramente
personal de la entrevista que apetecía.
—¿Es muy amigo de Ud. el preso?
—Más es mi enemigo, señor; pero mi felicidad y la de mi esposa
dependen de esta entrevista.
Sonrió a esta explicación.
—Quieren bien a sus esposas los ingleses. Sea. El Ministro
proveerá a Ud. de pasaporte y autoridades. Buen viaje.
Me incliné reverentemente, y salí del aposento augusto, anhelando
que las divinidades de escritorio no demorasen con trabas de
Ministerios la ejecución de la voluntad imperial.
A los tres días recibí mis documentos. Me autorizaba el pasaporte
a viajar hasta el fin de los dominios asiáticos del zar si me parecía
bien, y estaba fraseado de manera que me ahorraba la necesidad de
renovarlo a cada nuevo gobierno de distrito. No vine a comprender
todo el favor que se me hacía hasta que pude ver luego por mí
mismo las dilaciones y enojos de que aquel mágico documento me
libraba. Aquellas breves palabras, ininteligibles para mí, obraban
como un encanto, cuyo influjo no osaba nadie resistir.
Pero autorizado ya para viajar ¿a dónde debía encaminarme para
dar con Ceneri? Expliqué mi caso a uno de los jefes de la policía:
describí a Ceneri, cité la fecha aproximada en que suponía yo
acaecidos su delito y proceso, y rogué que me aconsejara el medio
mejor de hallar a Ceneri en el lugar de su destierro.
Fui tratado con toda cortesía: grande es la cortesía de los
empleados rusos con quienes gozan del favor de los poderosos del
imperio. Al instante identificaron a Ceneri, y me dijeron su nombre
verdadero y su historia secreta. Reconocí el nombre al punto.
No debo darlo al público. Muchos hay en Europa todavía que creen
en el desinterés y pureza del mísero preso; muchos que lo lamentan
como a un mártir. Tal vez en la causa de la libertad fue siempre
noble y bravo. ¿A qué afligir a sus secuaces con la revelación de los
sombríos secretos de su vida? Por lo que a mí hace, sea siempre
para ellos el buen doctor Ceneri.
Toda su historia me dijo el suave empleado ruso. Ceneri había sido
preso en San Petersburgo pocas semanas después de nuestra
entrevista en Génova. Uno de sus cómplices denunció a la policía la
abominable trama: el zar y varios miembros del Gobierno iban a ser
asesinados. Dejó crecer el plan la policía, y cuando la culpa era
patente, cayó sobre los conjurados. Apenas escapó uno de los
capitanes, y Ceneri, que figuraba entre ellos, fue tratado con escasa
merced. No tenía en verdad derecho a más: no era un súbdito ruso,
sofocado en su natural derecho de hombre por un gobierno despótico
y sombrío: aunque se decía italiano, era cosmopolita. Ceneri era uno
de esos inquietos espíritus que anhelan la ruina de todas las formas
de gobierno, salvo la de la República. Había conspirado y tramado, y
peleado como un valiente, por la libertad de Italia. Sirvió a Garibaldi
con filial obediencia, pero se volvió contra él cuando vio que Italia iba
a ser una monarquía, y no la ideal República que acariciaba en sus
sueños. Rusia atrajo después su atención, y vendido allí su plan,
podía darse ya por acabada su tarea en la tierra. Después de muchos
meses de mortal espera en la fortaleza de San Pedro y San Pablo,
fue sentenciado a veinte años de trabajos forzados en Siberia, para
donde había salido meses antes. Opinaba el suave empleado ruso
que le habían tratado con gran misericordia.
Pero dónde estaba en aquel instante, eso no me lo podían decir de
fijo. Podía estar en los lavaderos de oro de Kara, en las salinas de
Irkustk, en Freitsk, en Nerchinsk. Los desterrados iban primero a
Tobolsk, que era como una estación central de todos ellos, desde
donde los distribuía a su capricho por toda Siberia el Gobernador
General. Si yo lo deseaba, se preguntaría al gobernador de Tobolsk
el paradero de Ceneri por carta, o por un telegrama. Pero como yo
no podía, de todos modos, dar con Ceneri sin pasar por Tobolsk,
haría yo mismo la pregunta al Gobernador. Ni el correo ruso, ni el
telégrafo, acabado de establecer, me pareció que correrían parejas
con mi prisa: decidí partir al día siguiente.
Di las gracias al jefe de policía, de quien recogí cuantos informes
pude, y con mis eficaces documentos en el bolsillo, fuime a acabar
mis preparativos de viaje: un viaje que podía ser mil o dos mil millas
más o menos largo, según la comarca adonde hubiese placido al
gobernador de Tobolsk confinar al infeliz Ceneri.
Antes de salir recibí una carta de Priscila, carta de criada vieja,
muy bien puesta y confusa. Paulina seguía bien, y estaba pronta a
dejarse guiar por Priscila hasta la vuelta del paciente amigo que
andaba en viaje. «Pero, mi señor Gilberto, decía aquí la carta, siento
mucho decir que a veces la señora no me parece en sano juicio.
Habla mucho de un crimen muy grande; pero dice que espera
tranquila en lo que haga la justicia, y que alguien a quien ha visto en
sueños en su enfermedad está trabajando por ella. Y no sabe quién
es pero dice que es uno que lo sabe todo».
¡De manera que no sólo esperaría Paulina mi vuelta
tranquilamente, sino que alboreaba ya en su alma la memoria de mi
amor! Aquellas líneas de Priscila me llenaron de esperanza.
«Hasta esta misma tarde, mi señor Gilberto, no reparó que tenía
puesta una sortija de matrimonio. Me preguntó cómo le había
venido, y le dije que no se lo podía decir. La hubiera visto entonces
el señor dando y dando vueltas horas y horas a la sortija en el dedo,
y pensando y pensando. En qué piensa, le dije. En unos sueños de
que quiero acordarme, me dijo, con aquella sonrisita, mi señor
Gilberto, tan quieta y tan linda. Yo me estaba muriendo por decirle
que era la mujer legítima del señor Gilberto; y me daba miedo
pensar que iba a sacarse del dedo la sortija; pero gracias a Dios no
se la quitó, señor».
¡Sí, gracias a Dios no se la quitó! Cuerpo y alma se me iban por el
camino que había traído la carta; a los pies se me iban de mi pobre
esposa; pero refrené la tentación, más seguro cada vez de que mi
entrevista con Ceneri había de tener resultados venturosos; de que
volvería a conquistar de nuevo, si era necesario, el derecho de
afirmar para siempre en aquel dedo el anillo de las bodas,
convencido ya de que mi esposa era más pura que el oro del anillo.
¡Oh, Paulina, mi hermosa Paulina! ¡Aún seremos felices, esposa mía!
Al día siguiente salí para Siberia.
CAPÍTULO XI

EL INFIERNO EN LA TIERRA

Mediaba el verano cuando dejé a San Petersbusgo, y era el calor


vivísimo, en aquella tierra afamada por sus fríos. Fui a Moscú por el
camino de hierro que en línea recta inquebrantable va de una ciudad
a otra: así lo mandó hacer el zar, sin desviaciones ni curvas. Cuando
los ingenieros preguntaron por qué ciudades notables debería pasar
el camino, tomó el zar una regla, y trazó una línea recta de San
Petersburgo a Moscú: «Por aquí ha de pasar», dijo. Y pasó por allí,
arrollando toda propiedad o conveniencia ajena: derechamente anda
el camino cuatrocientas millas, sin desviarse un punto de la línea
recta que trazó el autócrata.
En la colosal Moscú tuve que detenerme dos días, buscando guía e
intérprete. Como yo hablo, además de la mía, dos o tres lenguas, me
fue posible escoger con acierto: tomé al fin a mi servicio un mozo
inteligente y afable que se envanecía de conocer pulgada a pulgada
nuestro camino. ¡Quédese atrás el Kremlin imponente con sus
iglesias, sus torreones y sus muros! Vamos a Nijni Novgorod, donde
el ferrocarril acaba. ¡Quédese atrás la vieja ciudad de Vladimir con su
famosa catedral de cinco domos! Ya estamos en Nijni, donde mi
intérprete quiere quedarse uno o dos días, porque «es cosa de ver,
me dice, la feria de Nijni Novgorod». ¿Qué me importaban a mí
fiestas ni ferias? Le ordené que hiciera al instante los preparativos
para seguir el viaje.
Como era verano, estaban abiertos los ríos: el vapor nos llevó por
el ancho Volga abajo, hasta más allá de Kazán, hasta el torcido río
Kama, hasta la gran ciudad de Perm que el Kama baña.
Nunca fueron para mí cinco días más largos que los que empleé en
aquel viaje: el río, tortuoso; perezoso el vapor; el espíritu inquieto.
Ansiaba ya llegar a tierra: ¡por el agua no me parecía que
adelantaba! Allí sería el camino recto, no con aquellos cientos de
recodos!
Estábamos llegando al término de Europa. A cien millas más,
cruzaríamos los montes Urales y entraríamos en la Rusia Asiática.
En Perm hicimos los últimos preparativos. De allí en adelante
habíamos de viajar con caballos de posta. Iván, mi guía, compró, no
sin regatear, un tarantass, que es una especie de faetón. Ya están en
él los baúles, y nosotros en nuestros asientos; piafan ya, arnesados
a la rusa, los tres caballos de la primera posta: el yemschik los pone
en camino, no con el látigo, sino con las palabras cariñosas que se
tienen en Rusia por más eficaces: ya ha empezado la larga jornada!
Cruzamos los Urales, que no me parecían tan eminentes como los
pinta la fama. Pasamos por el obelisco de piedra levantado, me dijo
Iván, en honor de Yermak, jefe cosaco. Leímos la palabra «Europa»
a nuestro frente, y al respaldo leí la palabra «Asia». En
Ekaterineburgo pasé mi primera noche en Asia, noche sin sueño, que
me ahuyentaba el calcular una vez y otra las millas que me
separaban de Paulina. Días sobre días habían pasado desde que salí
de San Petersburgo; ferrocarril, vapor y buen caballo me habían
traído, y el viaje no estaba más que en el comienzo. Ni sabré
siquiera cuánto ha de durar, hasta que no llegue a Tobolsk.
Una bagatela, unas cuatrocientas millas, de Ekaterineburgo a
Tiumén; otra bagatela, unas doscientas millas, de Tiumén a Tobolsk;
y allí de bagatelas siempre, aguardaré a que plazca al Gobernador
General decirme los centenares de millas que me aguardan. En balsa
pasamos, el tarantass y nosotros, el Irtish espacioso y amarillo, que
a la otra margen espera a los militares que lo cruzan, con el ascenso
con que el gobierno les induce a servir en Siberia: en la margen
oriental del Irtish empieza la Siberia propia.
¡Tobolsk, por fin! Todo es cariños el Gobernador, apenas ve mi
pasaporte. Me invita a comer; acepto por razones obvias, y a cuerpo
de rey me trata. Hallo en su archivo cuanto necesito saber sobre
Ceneri. Lo grave del delito requería especial dureza: lo ha enviado al
último extremo de los dominios del zar. Se ignoraba aún dónde
acabaría su viaje, mas esto me importaba poco. Él iba a pie, yo en
tarantass, y como no había más que un camino, lo alcanzaría al fin,
aunque ya hacía meses de su salida de Tobolsk. Mandaba la escolta
de aquella cuadrilla de presos el capitán Varlámoff, para quien me
daría el Gobernador una carta. Me daría además otro pasaporte con
su propia firma.
—¿Dónde cree Ud. que alcanzaré a la cuadrilla?
—Allá por Irkutsk, calculó el gobernador.
¡Por Irkutsk, como a dos mil millas de Tobolsk!
Me despedí agradecido del poderoso personaje, y a tal velocidad
seguí camino que Iván mismo, que era afable y paciente, comenzó a
murmurar: «los rusos son mortales», le oía decir. «A dos centavos
por milla no puede dar la posta caballos árabes». Ni a Iván ni al
yemschik daba yo tregua. Todavía no se había enfriado su té cuando
ya los estaba llamando para seguir viaje. ¿Dormir toda una noche?
¡Quién pensaba en dormir!
¡Oh, el té de Siberia! ¡Nunca hasta aquel viaje supe la cantidad de
té que puede consumir un vivo! A galones lo beben. Lo llevan
consigo en tablillas prensadas, amasado con sangre de oveja y de
otros animales. Lo beben al alba, al mediodía, a la noche. Donde hay
una parada, como puedan haber a mano agua caliente, a baldes
hacen el té, y lo beben a baldes.
Son vagas mis memorias de aquella expedición. No atravesaba yo
el país para estudiar las costumbres, ni para escribir un libro de
viaje, sino para alcanzar a Ceneri. ¡A alcanzarlo, pues! Vastas
estepas, negros pantanos, bosques de membrillo, tupidos pinares,
arces, robles, arroyos, anchos ríos: todo volaba a nuestra espalda.
Adelante seguíamos tan de prisa como lo soportaba el camino.
Cuando nos rendía la fatiga, habíamos de contentarnos con los
ruines arreos de descanso que hallábamos a mano. Sólo los lugares
de alguna importancia tenían posadas. Me habitué al fin a dormir en
el tarantass, a pesar de los recios tumbos del camino.
Lento, monótono viaje. No me detenía a visitar los objetos o
lugares de interés de que hablan los viajeros. Del alba a la noche, y
casi toda la noche, giraban velozmente nuestras ruedas. A cada
nueva posta leía en el paral de madera el número de millas que me
separaban de San Petersburgo, hasta que, con aquel correr de días y
semanas, llegó a espantarme la distancia andada y la que había de
recorrer a mi vuelta. ¿Volvería a ver a Paulina? ¿Qué habría pasado
en Inglaterra durante mi ausencia? Grande era mi desanimación a
veces.
Lo que mejor me revelaba la extensión de la distancia recorrida
era, más que los parales y los días, los cambios de traje y dialecto de
la gente del país. Los yemschiks eran, de trecho en trecho, de
nacionalidad y aspecto diferentes: los caballos mismos eran de
diversa raza. Mas los yemschiks eran siempre hábiles, y los caballos
buenos.
El tiempo seguía hermoso, tal vez demasiado hermoso. Toda
aquella tierra, cultivada con esmero, parecía pertenecer a gente
acomodada y trabajadora. ¿Era aquélla la Siberia de la fama? El aire,
excepto en las horas de calor vivo, era sumamente grato: con él se
entraban por el cuerpo alegría y fuerza; jamás había yo respirado
aire tan puro. Días había en que sentía en las venas como si me
entrase por ellas a raudales una nueva vida.
Los habitantes me parecieron honrados; y cuantas veces me fue
preciso mostrar mis documentos, me trataron de tal modo, que fuera
poco llamarlo cortesía. No sé cómo me hubiesen tratado a no llevar
los documentos.
Tenía ocupada a casi toda la gente campesina la cosecha de heno,
asunto allí de tanta importancia que a los presos mismos se les da
suelta durante seis meses para que ayuden a levantar la cosecha.
Crecían por todas partes hermosísimas flores silvestres, y no se
hallaba persona que no pareciese holgada y satisfecha. Me fueron
gratas, en verdad, mis impresiones de verano en Siberia.
Deseaba yo, sin embargo, que hubiésemos estado en el rigor del
invierno. Rudo es el frío; pero se viaja mucho más aprisa. El camino
se cubre de nieve. Ya no se va en tarantass, sino en trineo. Maravilla
la suma de leguas que se anda al día.
Tuvimos, por de contado, pequeños accidentes y demoras en el
camino. Obra de hombre es al fin el tarantass: las ruedas se rompen,
los ejes ceden, se quiebran las lanzas, el tarantass se vuelca.
Reparábamos el daño, y en camino!
Capítulo de Génesis parecería esta historia, si enumerase yo las
ciudades y aldeas por que pasamos. El lector que de aquellas tierras
sepa, reconocería algunos nombres: Tara, Kainsk, Kliuván, Tonisk,
Achinsk, Nijni Udinsk. Los demás, aun para el lector más culto,
serían meros sonidos.
No había, sin embargo, ciudad o aldea que careciese de estación
de posta, ni de un edificio cuadrado y sombrío, más o menos grande
según la importancia del lugar, y circundado por alta empalizada, a
cuya puerta abarrotada se paseaba un centinela: eran los ostrogs,
las prisiones! ¡Ni una aldea sin ostrog!
Allí hacían alto los míseros presos en su tremenda marcha. Son los
ostrogs sus únicas posadas. Masas de insectos parecen en lo interior.
En los que están hechos para doscientos presos, encierran
cuatrocientos. Había épocas en que no se podía seguir la marcha: los
ríos se helaban, o se inundaba la comarca: las escenas en los
ostrogs eran entonces espantosas. Se tiembla sólo al describirlas.
Hombres y mujeres, de su sexo olvidados en aquella agonía, se
apiñaban sofocados y fétidos, contra las paredes que destilaban
podredumbre. Subía del suelo hediondez envenenada. A carretadas
sacaban a veces los muertos. Nada eran los sufrimientos del camino
comparados con los horrores del descanso. ¡Y era en uno de aquellos
ostrogs donde debía yo hallar a Ceneri!
Tropezamos al paso con muchas cuadrillas que seguían jadeantes
a su triste destino. Me dijo Iván que llevaban casi todos grillos, lo
que yo no hubiera sospechado, porque los tenían cubiertos. El
corazón se me afligía por aquellos infelices. Criminales como eran—
¿lo eran todos acaso?—jamás pude rehusarles la limosna que
invariablemente pedían. No veía yo que los tratasen mal los oficiales
y soldados; pero erizaban los cabellos las historias de sus
padecimientos a manos de alcaides y carceleros inhumanos. El
calabozo y el rodillo, y otras penas de crueldad refinada, castigaban
las faltas más leves,—a veces, faltas soñadas!
Respiraba yo más libremente cada vez que perdíamos de vista una
de aquellas cuadrillas. A mi pesar saltaba a mis ojos el contraste
entre mí mismo, libre y considerado, y aquellos rebaños de
semejantes míos, maltratados e inmundos. Pero si Ceneri no
desvanecía toda sombra de duda en mi espíritu, si la pureza de mi
esposa no resplandecía libre de toda mancha después de nuestra
entrevista, más desdichado volvería yo por aquel camino que
aquellos míseros que arrastraban por él sus pies llagados!
Como diez días después de mi salida de Tobolsk comencé a
preguntar en los ostrogs si la cuadrilla del capitán Varlámoff había
pasado, y si tardaría aún mucho en alcanzarla. Confirmaban todos el
cálculo del gobernador: por Irkutsk vendría a dar con ellos. Vi que
cada nuevo día me llevaba mucho más cerca de Varlámoff, y cuando
entramos ¡por fin! en la hermosa ciudad de Irkutsk, comprendí que
estaba cerca el término de mi jornada.
No había llegado aún el capitán. En el último lugar en que
preguntamos por él, nos dijeron que había pasado por allí un día
antes: lo dejábamos, pues, atrás. Lo mejor era aguardar en Irkutsk
la llegada de la cuadrilla. ¡Bien me estaría, por cierto, descansar uno
o dos días de tantas fatigas! No me pesaba gozar de nuevo de las
comodidades de la ciudad; pero a cada hora enviaba a inquirir si
habían llegado los presos de Varlámoff. Mucho había anhelado llegar
a Irkutsk; más estaba anhelando salir de él.
No había recibido carta de Irkutsk desde que dejé a San
Petersburgo, ni podía recibirlas, puesto que yo había viajado mucho
más rápidamente que el correo. Pero a la vuelta, las recibiría: a la
vuelta!
Dos días de impaciencia eran ya pasados cuando me dijeron que a
las cuatro de la tarde había llevado su cuadrilla el capitán Varlámoff
al ostrog de Irkutsk. ¿Qué me importaba a mí acabar la comida que
acababan de servirme? Me levanté de ella, y fui hacia el ostrog a
paso vivo.
No estaban por cierto acostumbrados los centinelas a ver llegar a
la puerta de la prisión un hombre de mi aspecto, en traje de paisano,
pidiendo ser conducido sin pérdida de tiempo a la presencia de un
capitán ruso que aún no se había sacudido el polvo del viaje. Se
sonrieron como de burlas, y preguntaron a Iván si «el padrecito» se
había vuelto loco. De mucha persuasión y firmeza tuve que valerme,
y de una propina que a aquellos ávidos soldados significaba sendos
tragos de vodka, para que me permitieran trasponer la puerta de la
alta empalizada, y llegar, no sin muchas muestras de desconfianza
de mi guía, hasta Varlámoff.
Había yo al comenzar mi viaje adoptado el traje ruso, que bien
podía, con el desgaste y maltrato del camino, darme la apariencia de
un paisano a quien cualquier caballero militar pudiera ajar a su
sabor; así fue que el joven y arrogante capitán me echó, al verme,
los ojos ceñudos.
Pero fue cosa de gozo observar el cambio de su fisonomía, cuando
hubo leído la carta del gobernador de Tobolsk. Se puso en pie, con la
mayor cortesía me brindó asiento, y me preguntó en francés si
hablaba esta lengua.
Lo convencí pronto de ello; y como no necesitaba de Iván en la
entrevista, le dije que me aguardase afuera.
Pero no: no se había de hablar de nada hasta que no tuviéramos
delante vino y cigarrillos: después, sí, después el capitán se pondría
a mis órdenes en todo!
Le dije al fin lo que deseaba.
—Desea Ud. ver privadamente a uno de mis presos. Esta carta me
ordena que atienda a su deseo. Pero ¿con qué preso desea Ud.
hablar?
Le di su verdadero nombre. Un movimiento de cabeza me indicó
que no lo conocía.
—No conozco a ninguno de ellos por ese nombre. La mayor parte
de los nombres de los presos políticos son falsos. Cuando salen de
mis manos, quedan convertidos en números; de modo que no
importa.
—¿Ceneri?
Volvió a mover la cabeza. Tampoco lo conocía por Ceneri.
—Sé que el hombre a quien busco está en su cuadrilla. ¿Cómo
puedo hallarlo?
—¿Le conoce Ud. de vista?
—Oh, sí: le conozco bien.
—Venga Ud. entonces conmigo, y búsquelo en la cuadrilla. Pero
encienda antes otro cigarro: vamos a necesitarlo.
Salió guiándome, y pronto nos detuvimos ante una recia puerta. A
su voz vino un carcelero, con un mazo de grandes llaves. Rechinó el
cerrojo, y quedó la puerta franca.
—Sígame, dijo Varlómoff, aspirando dilatadamente su cigarro. Le
obedecí; y a poco caigo en aquellos umbrales desmayado!
Tal hedor se escapó por aquella puerta, que parecía que por allí se
entrase en una caverna donde estuvieran puestas a pudrir las
impurezas todas de la tierra. Se sentía que aquel aire espeso y
pestífero iba cargado de enfermedades y de muerte.
Me recobré como mejor pude, y seguí a mi guía por aquel lugar
lóbrego. Tras de nosotros se cerró la puerta.
Aunque pudiese yo hallar la manera de describir aquel horrendo
cuadro ¿quién me lo creería? El ostrog era espacioso; pero para los
presos que había en él, debía ser tres veces mayor. Repleto estaba
de aquellos infelices; de pie, sentados, acostados. Hombres de todas
edades, de todas las naciones. Los había del más bajo tipo humano.
Estaban apiñados en grupos: muchos de ellos se injuriaban,
maldecían, juraban. Movidos por la curiosidad se echaron sobre
nosotros tan de cerca como el miedo al capitán les permitía. Reían y
charlaban en sus bárbaros dialectos. En un infierno estaba yo, en un
inmundo infierno: en un infierno creado por los hombres para sus
semejantes.
¿Suciedad?: masa de ella era el ostrog entero: amontonada bajo
los pies, escurriéndose por las paredes y las vigas, flotando en el aire
espeso, cálido, pestilente. Masa viva de suciedad parecía ser cada
hombre. Emile Zola se complacería en una descripción minuciosa de
aquella miseria: yo la dejo a la imaginación de los que me leen,
aunque dudo que imaginación alguna conciba cosa semejante a la
realidad.
En una cosa sí pensé al momento: ¿cómo no se echaban afuera
todos aquellos hombres, abatían a sus guardas, y se escapaban de la
humeante cueva? Lo pregunté a Varlámoff.
—Jamás intentan escaparse en el camino, me dijo. Es un caso de
honor entre ellos: saben que si alguno se fuga, los demás son
tratados con mucha mayor severidad.
—¿Y ninguno se escapa después?
—Sí, muchos se escapan; pero de nada les sirve. Tienen a la
fuerza que pasar por las poblaciones o morir de hambre; y en las
poblaciones vuelven siempre a caer presos.
Uno a uno iba yo examinando aquellos rostros, ansioso de dar con
el que buscaba; unos me miraban con ira, con desconfianza otros,
otros como desafiándome, otros con indiferencia. Se hablaban en voz
baja; pero la presencia de Varlámoff me libró de insultos. Muchos
grupos examiné sin éxito; y comencé a dar la vuelta a la prisión.
A todo lo largo de la pared corría una tarima inclinada, cubierta
enteramente por cuerpos encogidos en diversas posturas. Era el
lugar menos inmundo del ostrog, y no había en él vacío el espacio de
un dedo. En una de las esquinas vi a un hombre reclinado, en la
actitud de quien ha perdido ya todas las fuerzas. La cabeza le
colgaba sobre el pecho, los ojos los tenía cerrados. Algo había en
todo él que me era conocido. Me acerqué a él, y le puse mi mano en
el hombro. Abrió sus fatigados ojos y levantó su triste faz. Era
Manuel Ceneri.
CAPÍTULO XII

EL VERDADERO NOMBRE

La expresión de su mirada cambió de súbito de la desesperación al


asombro. Parecía no estar seguro de que no fuese un fantasma el
hombre que tenía ante sí. Se puso en pie como deslumbrado y
aturdido, y me miró cara a cara, mientras que sus compañeros
agitados se apretaban alrededor nuestro.
—¡Mr. Vaughan! aquí! en Siberia! exclamó, como si no diese
crédito a sus propios sentidos.
—Vengo desde Inglaterra para ver a Ud. Éste es el preso a quien
busco, dije, volviéndome hacia el capitán, que continuaba echando al
aire espesas bocanadas de humo.
—Me felicito de que lo haya encontrado, respondió cortésmente.
Ahora, mientras más pronto salgamos de aquí, mejor. Este aire es
poco saludable.
¿Poco saludable? ¡Era fétido! Al ver a aquel gallardo militar de
afables maneras, al pensar en el endurecimiento a que ha de llegar
el alma para estar viendo en paz tanta miseria, tanto infortunio, me
maravillaba de que aquel hombre creyese sinceramente que sólo
estaba cumpliendo con su deber. Tal vez estaba cumpliendo con él.
Tal vez los crímenes de los presos sofocaban toda simpatía. ¡Pero, oh
tormento, el de vivir entre aquellos infelices, trocados en poco más
que bestias! Puedo yo equivocarme; mas me parece que el carcelero
ha de tener un corazón más duro que el peor de sus cautivos.
—¿Puedo verle, hablarle a solas? pregunté.
—A eso está Ud. autorizado. Soy un soldado; en este asunto Ud.
es mi superior.
—¿Puedo llevarlo conmigo a la posada?
—Creo que no. Aquí mismo tendrá Ud. un cuarto. Sírvase
seguirme. Ah! ¡Esto es otra cosa!
Estábamos ya fuera de la puerta de la prisión, respirando otra vez
el aire libre. Me llevó el capitán a una especie de despacho,
desaseado y con escasos muebles pero que alegraba los ojos cuando
se venía de aquella terrible escena.
—Espere Ud. aquí. Voy a enviarle el preso.
Pensé al instante en el miserable y decaído aspecto de Ceneri.
Aunque fuese el malvado mayor, deseaba hacerle algún bien.
—¿Puedo darle de comer y de beber?
El capitán se encogió de hombros, y rió amablemente.
—No debe tener hambre. Él recibe las raciones que el gobierno
dice que son suficientes. Pero Ud. puede tener hambre y sed. No veo
por qué impedirle que envíe por algo de comer y de beber, para Ud.
por supuesto.
Le di gracias, y envié a mi guía a traer la mejor carne y vino que
pudiese hallar. Cuando en Rusia pide vino un caballero, se entiende
que es champaña. No hay posada de algún viso donde no lo tengan,
o al menos vino del Don, que no lo suple mal. Pronto había vuelto
Iván con una botella de champaña bueno, y no mala provisión de
carne fría y pan blanco. Acababa de ponerlo en la mesa cuando en
compañía de un alto soldado entró mi huésped.
Ceneri se dejó caer con fatiga en la silla que le acerqué. Oí, al
sentarse, el ruido de sus grillos. Mandé a Iván afuera. El soldado,
que sin duda había recibido órdenes, me saludó con gravedad, y
salió tras él. Quedó la puerta cerrada, y Ceneri y yo solos.
Había vuelto ya un tanto de su estupefacción, y al mirarme notaba
yo en su rostro a la vez curiosidad y anhelo. Desesperado como
estaba, vio sin duda en mi presencia allí algún rayo de esperanza,
imaginando que podría ayudarle a recobrar la libertad. Para gozar un
momento de esta idea estuvo acaso al principio sin hablarme.
—He hecho un viaje largo, muy largo, para ver a Ud., doctor
Ceneri.
—¡Ay! ¿Si a Ud. le ha parecido largo, qué me habrá parecido a mí?
Ud. por lo menos puede volver cuando lo desee a la libertad y a la
dicha.
Me hablaba en el tono tranquilo de los que ya nada esperan. No
había yo podido evitar que mis palabras fuesen frías, y mi voz
áspera. Si mi presencia despertó alguna esperanza en su corazón, el
tono de mi voz la disipaba. Sabía ya que no había hecho el viaje por
él.
—Que pueda yo volver a la dicha o no, depende de lo que Ud. me
diga. Ud. comprende que sólo un asunto de la mayor importancia me
ha traído tan lejos para ver a Ud. unos cuantos minutos.
Me miró con curiosidad, mas no con desconfianza. ¿Qué daño le
podía hacer? ¿Para él no estaba ya el mundo terminado? Aunque le
acusase yo, no de uno, de cien asesinatos; aunque pasease allí las
víctimas a su presencia ¿qué más podría sucederle de lo que le
sucedía? Él estaba excluido, borrado del libro de la vida: nada podía
ya importarle, salvo el mayor o menor bienestar físico. Me estremecí
al pensar en la extensión de su infortunio, y a despecho de mí
mismo, compadecí vehementemente al desventurado.
—Tengo mucho de importancia que decirle; pero déjeme servirle
primero una copa de vino.
—Gracias, me dijo, casi con humildad. Ud. no podrá creer, Mr.
Vaughan, que un hombre se vea reducido a tal estado que apenas
pueda contenerse a la vista de un poco de carne asada y un poco de
vino.
Todo lo podía yo creer después de haber visto el ostrog. Destapé
la botella y la puse de su lado. Mientras comía y bebía, tuve tiempo
para estudiarlo atentamente.
Sus sufrimientos lo habían cambiado mucho. Sus facciones se
habían acentuado; todos sus miembros parecían más pobres:
dijérase que tenía diez años más. Llevaba, hecho todo harapos, el
vestido ordinario de los campesinos rusos. Sus pies, envueltos en
pedazos de un género de lana, se mostraban a trechos por sus
zapatos rotos. En todo él era visible el efecto de sus largas jornadas.
Nunca me había parecido hombre robusto, y me bastaba ahora verle
para asegurar que cualquiera que fuese la labor a que lo dedicara el
gobierno ruso, en cuidarlo gastaría más que lo que pudiera obtener
de él; pero lo probable era ¡infeliz! que no tuviera que cuidarlo largo
tiempo.
No comía vorazmente, aunque sí con un vivo apetito. Bebía poco.
Apenas acabó de comer, miró alrededor como buscando algo. Le di
mi tabaquera, y un fósforo encendido. Me dio las gracias, y comenzó
a fumar con visible placer.
No me atreví en los primeros momentos a inquietar al desdichado:
cuando saliera de verme, iba a volver a aquel infierno de hombres.
Pero el tiempo corría: del lado afuera de la puerta se oía el paso
monótono del centinela: no sabía yo cuánto tiempo permitiría el
capitán que se prolongara la entrevista.
Reclinado Ceneri en la silla, con el aire absorto de quien sueña,
fumaba lentamente y con deleite, como si quisiese apurar todo el
sabor del buen tabaco. Le ofrecí un poco más de champaña. Sacudió
la cabeza, se volvió, y fijó en mí la mirada.
—Mr. Vaughan, dijo: sí, es Mr. Vaughan! ¿Pero yo, quién y qué
soy? ¿Dónde estamos? ¿Es esto Londres, o Génova, o qué es esto?
¿Despertaré y hallaré que he soñado todo lo que he padecido?
—Temo que no sea sueño. Estamos en Siberia.
—¿Y Ud. no me trae ninguna buena nueva? ¿ Ud. no es uno de los
nuestros, que viene a riesgo de su vida a libertarme?
A mi vez sacudí la cabeza.
—Haría cuanto pudiese por mejorar su fortuna; pero vengo por un
asunto propio a hacer a Ud. algunas preguntas que sólo Ud. puede
responder.
—Pregúntemelas. Me ha dado Ud. una hora de alivio en mi
miseria. Le estoy agradecido.
—¿Me dirá Ud. la verdad?
—¿Por qué no? ¿Qué tengo yo que temer, qué tengo que ganar,
qué tengo que esperar? Los hombres mienten cuando las
circunstancias los obligan: un hombre en mi situación no tiene
necesidad de mentir.
La primera pregunta es ésta: ¿qué clase de hombre es, quién es
Macari?
De un salto se puso en pie Ceneri. El nombre de Macari lo había
vuelto al mundo. Ya no parecía un hombre decrépito. Su voz era
fiera y firme.
—¡Un traidor! ¡Un traidor! exclamó. Por él me veo en esta
desdicha. A no ser por él, yo hubiera realizado mi intento y
escapado. ¡Si fuera él el que estuviera aquí en lugar de Ud.! Débil
como estoy, hallaría en mí fuerza bastante para apretarle en la
garganta el último soplo de vida de su infame cuerpo!
Y se paseaba por el aposento de un lado y de otro a grandes
pasos, abriendo y cerrando los puños.
—Cálmese, doctor Ceneri, le dije. Nada tengo yo que hacer con
sus intrigas y traiciones políticas. ¿Quién es? ¿Cuál es su familia? ¿Es
Macari su nombre verdadero?
—Jamás le he conocido por otro nombre: su padre era un
renegado italiano que envió a su hijo a vivir en Inglaterra para
guardar su sangre preciosa del riesgo de verterse por la libertad de
Italia. Le conocí cuando era joven e hice de él uno de los nuestros.
Nos era muy útil su conocimiento perfecto del inglés, y peleó, sí,
peleó en un tiempo como un bravo. ¿Por qué fue traidor luego? ¿Por
qué me hace Ud. esas preguntas?
—Ha estado a verme y me asegura que es hermano de Paulina.
Me bastó ver en aquel momento el rostro de Ceneri para desterrar
de mí aquella primer mentira de Macari. ¿Y la otra? ¡Ah! la otra,
¿cómo no había de ser también enteramente falsa? Pero iba yo a oír
una revelación terrible al preguntar sobre ella.
—¿Hermano de Paulina? tartamudeó Ceneri. ¡Su hermano! Ella no
tiene hermano.
Como de un velo lúgubre se cubrían sus facciones al decirme esto:
¿qué idea se las velaba?
—Dice que es Antonio March, su hermano.
—¿Antonio March? repitió Ceneri trémulo. No hay semejante
persona. ¿Qué quería? ¿Cuál era su objeto? me preguntó
febrilmente.
—Que yo me uniese a él para solicitar del gobierno italiano la
devolución de una parte de la fortuna gastada por Ud.
Rompió Ceneri en una risa amarga.
—Ya todo lo veo claro, dijo. Denunció un plan que hubiera podido
cambiar un gobierno, nada más que por sacarme de su camino.
¡Cobarde! ¿Por qué no me mató a mí solo, nada más que a mí? ¿Por
qué ha hecho sufrir a otros conmigo? ¡Antonio March! ¡Dios mío! ¡Ese
hombre es un infame!
—¿Está Ud. seguro de que Macari lo denunció?
—Sí, estoy seguro. Lo estaba desde que el del calabozo de al lado
me lo golpeó en la pared. Él tenía modo de saberlo.
—No entiendo a Ud.
—Los presos se hablan a veces por golpes en la pared que separa
sus calabozos. El preso que estaba junto a mi calabozo era uno de
los nuestros. Mucho antes de que los meses de prisión solitaria lo
hubiesen vuelto loco, me dijo muchas veces con sus golpes:
«Denunciado por Macari». Yo lo creía. Era un hombre demasiado leal
para acusar sin razón. Pero hasta ahora no podía explicarme el
objeto de la traición.
La parte más fácil de mi tarea estaba vencida. Macari no era
hermano de Paulina. Ahora, si Ceneri quería decírmelo, iba yo a
saber quién fue la víctima del crimen cometido años atrás, y la razón
del crimen; iba a oír, sin duda, que la explicación de Macari era una
invención maligna: si esto no oía ¿a qué mi viaje? ¿Es maravilla que
me temblaran los labios al ir a hablar de lo que decidiría de mi
ventura?
—Ahora, doctor Ceneri, tengo que preguntar algo de la mayor
importancia para mí. ¿Tuvo Paulina un amante antes de ser mi
esposa?
Ceneri levantó las cejas.
—Pero Ud. no ha venido de seguro hasta aquí para curarse de una
idea celosa.
—No; verá Ud. después lo que quiero decir. Entretanto,
respóndame.
—Tuvo un amante, puesto que Macari decía que la amaba, y
juraba que la haría su esposa. Pero puedo afirmar con entera certeza
que ella jamás correspondió a Macari.
—¿Ni tuvo amores con nadie más?
—No, que yo sepa. Pero sus palabras de Ud. y su agitación me
extrañan. ¿Por qué me pregunta Ud. esto? Yo pude obrar mal con
Ud., Mr. Vaughan; pero, salvo su estado mental, todo en Paulina la
hacía digna de ser esposa de Ud.
—Sí, Ud. obró mal. ¿Qué derecho tenía Ud. para dejarme casar
con una pobre loca? Fue Ud. muy cruel con ella y conmigo.
Airado me sentía, y hablé con ira. Ceneri se agitó en su silla
inquieto. Si me hubiera movido la venganza, allí la tenía entera: al
hombre más vengativo hubiera saciado la contemplación de aquel
mísero, vestido de harapos, quebrado en el alma y cuerpo.
No era vengarme lo que yo quería. Todo en él me revelaba que me
decía la verdad al afirmarme que Paulina no tuvo otros amores. ¡De
nuevo, como cuando la vi por última vez y la besé en la sien, allí
donde empezaba a crecer el cabello rico y fino, caía deshecha en
polvo la vil mentira de Macari! Pura era Paulina como un ángel. Pero
yo necesitaba saber quién fue aquél cuya muerte tuvo por tanto
tiempo velada su razón.
Ceneri me seguía mirando inquieto. ¿Adivinaba lo que tenía que
preguntarle?
—¡Dígame, prorrumpí, el nombre del joven asesinado por Macari
en Londres en presencia de Paulina; dígame por qué lo mató!
De una palidez cenicienta se le cubrió instantáneamente el rostro.
Allí parecía acabar su vida, encogido en su asiento como un
inanimado bulto, sin el poder del habla ni la acción, sin apartar los
ojos de mi cara.
—Dígame, repetí... Pero no: voy a recordar a Ud. la escena, para
que vea que la conozco bien. Aquí está la mesa; aquí está Macari, de
pie junto al hombre a quien ha herido; aquí está Ud.; detrás de Ud.
está otro hombre con una cicatriz en la mejilla. En el aposento de
atrás, sentada al piano, está Paulina. Está cantando; pero su canto
se interrumpe al caer el hombre muerto. ¿Describo bien la escena?
Yo había hablado con vehemencia. Acompañaba de gestos mis
palabras. Ávidamente me había oído Ceneri. Con ojos ansiosos había
seguido todos mis ademanes. Al indicar yo la posición supuesta de
Paulina, volvió hacia allí los ojos, rápidos y aterrados, como si
esperase verla entrar. Nada objetó a mi descripción del cuadro.
Aguardé a que recobrase la calma. Parecía un espectro. El aliento
le venía a boqueadas. Temí por un momento que allí quedase
muerto. Llené un vaso de champaña: lo tomó en su mano temblante,
y lo apuró de un golpe.
—¡Su nombre! ¡Dígame el nombre del muerto! repetí. ¿Dígame
qué relación tenía con Paulina?
Recuperó entonces la voz.
—¿Por qué viene Ud. hasta aquí a preguntármelo? Paulina debe
habérselo dicho a Ud. Ella debe haber vuelto al juicio, porque si no,
usted no podía saber esto.
—Paulina no me ha dicho nada.
—No puede ser. Ella ha de habérselo dicho. Nadie más que ella vio
el crimen, el asesinato: porque fue un asesinato.
—Alguien más lo vio que Ud. olvida.
Ceneri, asombrado, me miraba.
—Sí, alguien más, por un accidente; un hombre que podía oír,
pero no ver, cuya vida defendí como la propia mía.
—Doy a Ud. gracias por haberlo salvado.
—¿Ud. me da gracias? ¿Por qué me da Ud. gracias?
—Porque si salvó Ud. la vida de alguien fue la mía. Yo soy aquel
hombre.
—¡Ud. es aquel hombre! Y me miraba más atentamente. Sí: ahora
recuerdo bien las facciones. Siempre me dije que yo había visto
alguna vez su cara. Sí. Entiendo. Soy médico. ¿Le operaron los ojos?
—Me los operaron con éxito.
—Ahora ve Ud. bien; ¿pero entonces? Yo no pude equivocarme:
Ud. estaba ciego: Ud. nada veía.
—Nada vi; pero lo oí todo.
—Y Paulina le ha dicho a Ud. lo que sucedió.
—Nada me ha dicho Paulina.
Ceneri se puso otra vez en pie, y volvió a pasear agitadamente por
el aposento. Las cadenas le sonaban al andar. «Yo lo sabía»,
balbuceaba en italiano: «yo lo sabía: aquel crimen no podía quedar
oculto».
De pronto se volvió hacia mí.
—Dígame cómo ha sabido Ud. esto. Teresa hubiese muerto antes
de hablar. Petroff, ya lo dije a Ud., murió loco en la
fortaleza.Petroff era sin duda el de la cicatriz en la cara, el que
había descubierto la traición de Macari.
—¿Se lo dijo a Ud. Macari, ese consumado traidor? No: no puede
ser. Él era el asesino; esa confesión hubiera trastornado sus planes.
¿Cómo lo ha sabido Ud.?
—Yo lo diré a Ud.; pero sospecho que no va a creerme.
—¿No creer a Ud.? ¡Todo lo creeré yo de aquella noche! Jamás he
podido librar de ella mis pensamientos. La verdad, Mr. Vaughan, se
ha revelado a mí en esta prisión. Yo no estoy condenado a esta vida
por un crimen político. Mi sentencia es la venganza indirecta de Dios
por la maldad de que fue Ud. testigo.
No: Ceneri no era un criminal endurecido, como Macari. A él, por
lo menos, le atormentaba la conciencia. Y además, como parecía
supersticioso, me creería tal vez cuando le contase la manera con
que me fue revelado el crimen.
—Yo se lo diré a Ud., repetí, con tal de que por su honor se
obligue a contarme la historia completa del asesinato, y a responder
a mis preguntas plena y sinceramente.
Sonrió con amargura.
—Olvida Ud. quién soy ahora, Mr. Vaughan, pues que me habla de
honor. Sí: yo prometo todo lo que Ud. me pide.
Y le dije enseguida, cuan brevemente pude, todo lo que había
sucedido, lo que había yo visto. Temblaba al oírme pintar de nuevo
la implacable visión.
—No más, no más, me dijo. Bien lo sé yo todo. Miles de veces lo
he vuelto a ver, despierto y en sueños: no dejaré de verlo mientras
viva. ¿Pero por qué viene Ud. a mí? Ud. me dice que Paulina está
recobrando su sentido: ¡ella se lo hubiera dicho todo!

—Nada le hubiera preguntado hasta no haberle visto a Ud. Ella ha


vuelto al juicio, pero no me conoce; y si la respuesta de Ud. no es la
que anhelo, jamás me conocerá.
—Si algo puedo hacer para purgar... comenzó ansiosamente.
—Decir la verdad. Escúcheme. Acusé al asesino, al cómplice de
Ud. en el crimen. Como Ud., tampoco él no lo negó; pero lo justificó.
—¡Lo justificó! ¿Cómo?
Me detuve por un instante. Clavé mis ojos en él para no perder el
menor cambio de su fisonomía, para leer la verdad en sus facciones.
—Me dijo que el joven había sido muerto por órdenes de Ud.; que
el joven era—¡Dios mío, cómo pude repetirlo! el amante de Paulina,
que la había deshonrado, y se negaba a reparar su falta. La verdad!
Dígame la verdad!
Gritos eran ya mis últimas palabras. Toda mi calma desaparecía al
pensar en el villano que con una sonrisa de burla había acusado a
Paulina de una infamia.
Ceneri, en cambio, se calmaba a medida que comprendía la
gravedad de mi pregunta. Malo como aquel hombre podía ser, aun
manchado de sangre inocente, lo hubiera estrechado en mis brazos
al leer en su mirada de asombro la pureza sin mancha de mi amada!
—El joven a quien hirió en el corazón el puñal de Macari fue el
hermano de Paulina, el hijo de mi hermana, Antonio March.
CAPÍTULO XIII

CONFESIÓN TERRIBLE

Ceneri, apenas acabó de decirme aquellas inesperadas palabras,


echó sus demacrados brazos sobre la ruda mesa, y con un gesto de
desesperación hundió la cabeza en ellos. Repetía yo maquinalmente
y como estupefacto desde mi asiento: «El hermano de Paulina!
Antonio March!». El último vestigio de la calumnia estaba borrado de
mi mente; pero el crimen en que Ceneri había estado complicado
asumía tremendas proporciones. Más espantable era de lo que yo
había sospechado. La víctima era un pariente cercano, el hijo de su
propia hermana. ¡Nada podría decirme que disculpase el crimen! Aun
cuando no lo hubiese premeditado y ordenado, él lo presenció, él
ayudó a borrar todas sus huellas, él había vivido, hasta hacía poco
tiempo, en íntima amistad con el asesino. Apenas podía yo reprimir
la repugnancia y el desprecio que me inspiraba aquella criatura
abyecta. No sabía cómo hallar calma en mi indignación para
preguntarle, en palabras inteligibles, el objeto del crimen; pero yo
estaba decidido a saberlo al fin todo.
Me ahorró la pregunta. Levantó la cabeza y me miró con ojos
suplicantes.
—Se aparta Ud. de mí. Es justo; pero yo no soy tan culpable como
Ud. piensa.
—Antes, dígamelo todo: las excusas vendrán luego, si hay alguna.
Hablaba como sentía: dura y desdeñosamente.
—Para el asesino no hay ninguna. Para mí, bien sabe Dios que con
toda el alma hubiera dejado vivo a Antonio. Abjuró de su patria y la
olvidó; pero eso se lo perdoné.
—Su patria! La patria de su padre era Inglaterra.
—La de su madre era Italia! me replicó Ceneri en un arranque
fiero. Tenía nuestra sangre en sus venas. Su madre era una buena
italiana. Ella lo hubiera dado todo, fortuna, vida, hasta el honor, sí,
hasta el honor lo hubiera ella dado por Italia.
—Bien. El crimen!
Y me narró el crimen. En justicia a un hombre arrepentido, no lo
cuento en sus propias palabras. Sin su propio acento de angustia
parecerán frías e inexpresivas. Culpable fue, pero no tanto como yo
pensaba. Su gran falta era creer que en la causa de la libertad todas
las armas son permitidas, todos los crímenes perdonables. Los
ingleses, hombres hechos a decir como nos viene a los labios nuestro
pensamiento y a ejercitar la persona en los asuntos públicos, no
podemos entender, ni ver con piedad, a uno de esos fanáticos
engendrados, como el estallido en una botella de champaña, por la
presión constante y violenta. El hombre se abre paso con más fiereza
allí donde se le niega más. Libres nosotros, no entendemos las
fatigas y crímenes de los demás por serlo. Conforme a nuestras
ceguedades de partido, ensalzamos al nuestro e injuriamos en todo
nuestro leal saber y entender a nuestros adversarios, especialmente
cuando está en ellos el gobierno, y nos parece mejor que esté en
nosotros; pero de una u otra manera, aunque nos cubra en
Inglaterra el manto real, son nuestros conciudadanos los que nos
gobiernan. Vivamos años sobre años a la merced de un extranjero; y
entenderemos lo que quiere decir patriotismo en el sentido de
Ceneri.

Él y su hermana eran hijos de una buena familia de la clase media,


no de nobles como me dijo Macari. Le educaron con esmero, y se
hizo médico. Su hermana, de quien había Paulina heredado su gran
hermosura, vivió como en Italia viven las jóvenes de su condición;
más tristemente vivió sin duda, pues, siguiendo el ejemplo de su
hermano, rehusó asistir a fiesta o goce alguno mientras se pasearon
como señores por su tierra los austríacos de casaquilla blanca. Amor
vino a sacarla de aquel luto. Un inglés, March, vio a la hermosa niña,
se hizo amar de ella, y casada con él se la llevó a Inglaterra en
triunfo. Ceneri no perdonó nunca a su hermana por completo; mas
no halló razón para oponerse a su ventajoso matrimonio. March era
muy rico: su padre fue hijo único, y él lo era también, lo que explica
que no tuviese Paulina parientes cercanos por parte de su padre.
Durante muchos años vivieron felices los esposos, favorecidos con
una hija y un hijo, hasta que March murió, cuando la niña tenía diez
años y el niño doce. La viuda, a quien sólo podía retener en
Inglaterra el amor a su esposo, se volvió al punto a Italia, donde la
vieron llegar con alegría cuantos de niña habían admirado su
patriotismo y hermosura. Muy rica era: muy bien la recibieron. Su
marido, en los primeros encantos de su pasión, había testado en
favor suyo toda su fortuna; y tanto fiaba en ella, que el nacimiento
de los hijos no le hizo alterar su voluntad: ¿a qué decir que la esposa
de March vio su camino sembrado de amigos?

Antes de conocer a su marido, había ella amado a su hermano por


sobre todo en el mundo. Le secundaba en su pasión por Italia;
simpatizaba con sus planes; oía con cariño los detalles menores de
sus constantes intrigas: él le llevaba algunos años. A su vuelta a
Italia, halló a aquel hermano querido trabajando oscuramente, por
una paga ruin, de médico más laborioso que afortunado. ¿Y era
aquél el enérgico, el visionario, el osado patriota de quien habían
apartado a la italiana los brazos de su esposo? Sólo cuando estuvo
convencido de que su estancia en Inglaterra no había entibiado en
ella el amor a su patria, le dejó ver Ceneri que aquella humilde
apariencia escondía una de las mentes más diestras y sutiles de
cuantas por entonces, con fuego de novicios, trabajaban por la
libertad de Italia. Recobró entonces Ceneri todo su imperio sobre su
hermana. Ella lo admiraba, lo veneraba. ¿Qué le pediría él para Italia
que no hiciese ella?
Imposible es decir lo que ella hubiese hecho; pero no es dudoso
que en las manos de Ceneri habría puesto sin vacilar, llegada la hora
del sacrificio, su fortuna y la de sus hijos. Murió antes, y dejó a su
hermano cuanto poseía, como tutor de los dos niños, con el encargo
único, a que le movió el recuerdo de su esposo, de que les diese
educación inglesa. Cerró los ojos, y a la merced del tutor quedaron
los dos niños.
La madre fue obedecida. Paulina y Antonio se educaron en
Inglaterra; pero como no tenía allí la familia muchos amigos y
durante la viudez de su madre habían desaparecido los más de ellos,
iban siempre a pasar en Italia las vacaciones, con lo que fueron
creciendo tan italianos como ingleses. Ceneri administraba su fortuna
hábil y honradamente, hasta que, al fin, la hora anhelada vino!
Se preparaba el golpe supremo. Ceneri, que nunca quiso
mezclarse en intrigas de poca cuenta, sintió que era aquél el instante
de hacer por su patria cuanto le fuese dable. Saludó al héroe.
Garibaldi iba a salvar al país oprimido. La fortuna había premiado el
primer atrevimiento. Tiempos y hombre se juntaron. A rebaños, a
millares venían los reclutas al campo de la guerra. «Dinero!» se
decía de todas partes. Dinero para armas y municiones, para
provisiones y vestidos, para comprar a los enemigos y a los
traidores, para todo dinero! Puesta ya en aquel punto por los
hombres de pensamiento la redención de los italianos, los que
pusieran en manos de los bravos los recursos de guerra serían los
redentores verdaderos!
¿Por qué había él de dudar? ¿No hubiera dado su hermana en caso
semejante todo cuanto poseía, y su vida? ¿No eran sus hijos italianos
de madre? ¡La libertad no reparaba en tales pequeñeces! Salvo unos
cuantos miles de libras, todo lo malvendió y vertió Ceneri en las
manos que imploraban dinero con que tener en pie a los soldados de
Italia. Donde más se la necesitó, fue empleada la riqueza toda de los
niños, y Ceneri mantenía que sin su ayuda, Italia aquella vez no
hubiera sido libre. ¿Quién sabe? Acaso tenía razón.
Títulos y honores le ofrecieron luego por aquel grande y callado
servicio, e involuntariamente sentí respeto por Ceneri al saber que
los había rehusado todos: su conciencia tal vez le decía que no tenía
derecho a ellos; no era suyo lo que había sacrificado por la patria.
Ello fue que no pasó de ser el doctor Ceneri, y ni amigos ni jefes
reconoció en los vencedores, cuando vio que Italia iba a ser un reino,
no una república.
Había guardado sólo unos miles de libras. ¡Su patriotismo permitió
al menos a Ceneri reservar lo necesario a sus víctimas para acabar
su educación y comenzar la vida! Era ya tal la hermosura de Paulina
que su suerte no debía ser motivo de mayor inquietud: un
matrimonio rico le aseguraría el bienestar. Pero Antonio, que ya las
daba de mozo alocado y terco, Antonio era otra cosa! Había resuelto
Ceneri, no bien llegase a la mayor edad, confesarle su robo, decirle
cómo había gastado su riqueza, pedirle su perdón, soportar, si era
necesario, la pena de la ley. Pero mientras le fue quedando aún algo
del caudal, demoró hacerlo. No mostraba el joven la menor simpatía
con los ardores revolucionarios de su tío, ni la menor desconfianza
de él; y seguro de que, al entrar en edad, vendría a sus manos,
aumentada por el económico manejo, una generosa fortuna, gastaba
tan a raudales el dinero que Ceneri se vio pronto en agonías para
saciarlo.
Y demoraba su confesión, mientras tenía aún a mano algunos
fondos. A él también se le ocurrió el plan en que Macari quiso
asegurar mi ayuda; pero la demanda hubiera tenido que hacerse en
nombre del sobrino despojado: Antonio hubiera tenido que saberlo.
El miedo de Ceneri era mayor mientras más cercano estaba el
instante de la revelación inevitable. Había estudiado el carácter de
Antonio, y estaba cierto de que su único deseo sería vengarse del
tutor desleal que echaba abajo sus sueños de riqueza. Ya Ceneri no
veía delante de sí más que una ignominiosa condena de la ley,
ciertamente merecida: y si la justicia de Inglaterra no podía
alcanzarle, la de su propio país podría.
Creo que hasta aquella época no había hecho Ceneri a sus propios
ojos cosa de que no le absolviese su patriotismo; pero fue creciendo
en él luego el deseo de librarse del castigo, y determinó esquivar la
consecuencia de su conducta.
Nunca había mostrado afecto por sus sobrinos, y ya en los últimos
tiempos se le aparecían de seguro como dos inocentes engañados
que algún día le pedirían cuenta del delito. Conservaban, además,
demasiado del carácter de su padre, para que él se sintiese muy
inclinado a ellos. A Antonio lo despreciaba por su frívola y estéril
vida, vida sin aspiración ni objeto, vida de gozador egoísta, tan
distinta por cierto de la suya. Creía Ceneri honradamente que
trabajaba por el bien del mundo; que sus conspiraciones y proyectos
aceleraban la victoria de la libertad universal. Era en los escondidos
círculos de los conspiradores europeos persona de considerable
importancia. Su ruina o su prisión privaría a sus coligados de un
hombre útil. ¿No tenía él el derecho de mirar por sí, pesando de un
lado su vida encaminada a altos propósitos, y de otro la existencia de
mariposa de su sobrino? Así raciocinaba y se persuadía de que, por
el bien de la humanidad, apenas había cosa que no le fuera lícita
para salvarse a sí mismo.
Antonio March tenía entonces veintidós años. Confiado en su tío,
descuidado y ligero, había aceptado, mientras nada le faltó para sus
necesidades, las excusas con que Ceneri demoraba el rendimiento de
sus cuentas. No se supo si algún detalle excitó sus sospechas; pero
cambió de pronto de tono, e insistió en que al instante fuese puesta
en sus manos su fortuna. Ceneri, a quien sus planes retenían por
entonces en Londres, le aseguró que antes de salir de Inglaterra lo
dejaría todo explicado.
En verdad, la hora de la explicación había llegado ya: las últimas
sumas pedidas por Antonio habían poco menos que agotado el
escaso remanente de su fortuna paterna.
Pero Macari ¿qué tenía que hacer en todo esto? Había sido durante
años un útil y fiel agente de Ceneri, aunque probablemente no le
animaban los desinteresados y nobles móviles de éste. Parecía ser
uno de esos traficantes en conspiraciones, que entran en ellas por el
dinero que de ellas pueden sacar. Y aquella bravura suya, que dicen
que fue cierta, con que peleó y se distinguió en Italia, la explicaba
bastante la indómita ferocidad de su naturaleza, que era de las que
en el pelear hallan agradable empleo.
Como en todos los planes de Ceneri estaba mezclado, iba a su
casa a menudo, dondequiera que su vida errante lo tuviese, y allí
veía a Paulina, a quien requería de amores desde que era aún niña,
sin que sus artes apasionadas consiguiesen mover en su favor a la
encantadora criatura. Con ella era él bondadoso y sumiso, y Paulina
no tenía por qué desconfiar de él; pero le negó siempre tenazmente
su cariño. Años duraba ya aquella persecución. Macari era la
constancia misma. Paulina le repetía en vano su determinación:
Macari renovaba sus demandas.
Ceneri no lo animaba en ellas, pero no quería ofenderlo, y como
veía que Paulina lo rechazaba de todas veras, dejaba a sí mismas las
cosas, creyendo que Macari se cansaría al fin del vano empeño. No
creía Ceneri que Macari solicitase a Paulina por la fortuna que ésta
pudiese llegar a tener: que harto adivinaría él de dónde provinieron
aquellas riquezas vertidas por Ceneri en las arcas de los patriotas.
Paulina estuvo en el colegio hasta que iba ya a cumplir dieciocho
años: de entonces hasta los veinte, suspirando siempre por
Inglaterra, vivió con su tío en Italia. Rara vez veía a Antonio, pero lo
quería con pasión, por lo que tuvo grande alegría cuando Ceneri le
dijo que sus negocios lo llamaban a Inglaterra, e intentaba llevarla.
Se vería libre de la persecución fatigosa de Macari, y volvería a ver a
su hermano.
Ceneri, que quería recibir sin estorbos a toda hora a sus
numerosos amigos políticos, alquiló por un plazo breve una casa
amueblada. Paulina no ocultó su disgusto al ver entrar en su casa de
Londres a Macari, tan necesario entonces a Ceneri que le fue dado
un aposento en la casa. Y como también Teresa, la criada de Ceneri,
había venido con ellos desde Italia, no cambió mucho con la vuelta a
Inglaterra la existencia de Paulina, perseguida sin descanso por
Macari, que, a fin ya de recursos, concibió el de conciliarse la ayuda
de Antonio: ¿qué no haría Paulina que Antonio le pidiese? No era él
amigo particular del joven; pero tuvo una vez ocasión de servirle en
un caso de apremio, por lo que se juzgaba con derecho a ser servido
a su vez de él, y como sabía que los hermanos eran pobres, vaciló
aún menos en entablar su demanda.
La entabló. Antonio, que parece haber sido un mancebo soberbio y
de modos ásperos, rió de la impertinencia y despidió a Macari. ¡No
sabía el pobre joven lo que iba a costarle aquella risa!
Acaso fue la réplica iracunda de Macari, que lívido de cólera salió
de la entrevista, lo que hizo entrar a Antonio en miedos sobre la
situación de su fortuna. Escribió enseguida a su tío, exigiéndole un
arreglo definitivo e inmediato. A la menor demora consultaría a un
abogado, y perseguiría, si era preciso, criminalmente a su tutor.
Era, pues, aquél el instante temido por Ceneri; sólo que ahora, en
vez de haber sido espontánea la confesión iba a ser forzosa y
violenta. Con qué ley le perseguiría, la italiana o la inglesa, lo
ignoraba Ceneri; pero Antonio lo perseguiría por la ley. Su prisión en
aquellos momentos haría venir por tierra el plan laborioso que estaba
entonces tramando. ¡A toda costa era preciso que Antonio March se
estuviese en paz por algún tiempo!
¿Cómo? Ceneri me aseguró, con la solemnidad de un moribundo,
que jamás pensó en el medio terrible con que fue llevado a cabo.
Muchos proyectos revolvió en la mente, hasta que al fin se fijó en
uno, que aunque difícil, tenía probabilidades de éxito. Con la ayuda
de sus amigos y subordinados, sacaría a Antonio de Inglaterra, y lo
tendría por algún tiempo en un asilo de dementes. Que esto se hace
por el mundo, lo saben los que leen atentamente crónicas de
tribunales. La detención sería sólo temporal; pero aunque Ceneri no
me lo confesó, sin duda hubiera exigido a Antonio como precio de su
libertad la promesa de perdonarle el uso fraudulento de su fortuna.
Y este plan ¿cómo iba a ser llevado a cabo? Macari, en quien
pedían venganza las no olvidadas injurias de Antonio, estaba muy
dispuesto a ayudar en todo. Petroff también, en cuerpo y alma: el
hombre de la cicatriz era un esclavo del doctor. Teresa, cualquier
crimen hubiera cometido si su amo se lo mandaba. Los papeles, se
obtendrían o se falsificarían. Los conjurados atraerían al joven a
visitarlos a la casa de la calle Horacio, y Antonio saldría de allí como
un demente que va bajo la guarda de sus cuidadores y su médico.
Era una vil y alevosa trama, de dudoso éxito, pues la víctima había
de ser llevada a Italia. ¿Cómo?, Ceneri mismo no me lo sabía
explicar: acaso no había meditado todos los detalles del plan; tal vez
harían beber un narcótico a Antonio; tal vez confiaba en que la
exaltación en que le pondría el suceso diese apariencia de verdad a
la invención de su locura.
Ante todo era preciso inducir a Antonio a que viniese a la calle
Horacio, a una hora oportuna. Ceneri hizo sus preparativos, repartió
la labor entre sus cómplices, y escribió a su sobrino que viniera:
«Ven esta noche; te explicaré todo lo que deseas».
Puede ser que Antonio desconfiase más de su tío de lo que éste
sospechaba. No aceptó la invitación; sugirió que su tío fuese a verlo.
Macari aconsejó entonces valerse de Paulina para hacer venir a
Antonio a la casa fatal. No mostró Ceneri la menor preferencia
respecto al lugar de la entrevista; pero estaba tan lleno de
ocupaciones que sería dentro de uno o dos días. Dijo a Paulina que
tenía que hacer hasta tarde la noche siguiente, de modo que era
buena ocasión para que se viese con su hermano: «Dile que venga, y
haz por tenerle aquí hasta que yo vuelva, porque quiero verlo».
Paulina, sin sospechar nada, escribió a su hermano que, como
estaría sola hasta tarde aquella noche, viniese a verla, o si quería, la
llevase al teatro. Vino, y la llevó al teatro: eran más de las doce
cuando entraban de vuelta en la casa. Sin duda Paulina le rogó que
estuviese aún con ella algún tiempo. Antonio, tal vez contra su
deseo, aceptó. Tremendo como fue para Paulina el golpe que pocos
momentos después le perturbó la razón, mas debió aún añadir a su
horror el pensamiento de que sus mismos ruegos habían traído a su
hermano a la muerte.
Solos estuvieron por algún tiempo hermano y hermana, hasta que
Ceneri, con sus dos amigos, entró en el aposento. El encuentro
disgustó a Antonio, pero saludó a su tío cortésmente. A Macari, le
volvió la espalda.
No quería Ceneri que se hiciera la menor violencia a Antonio
delante de Paulina. Lo que había de hacerse, se haría al salir Antonio
de la casa. Allí podrían echarse sobre él, ahogar sus gritos y llevarlo
al sótano. Nada debía saber Paulina: Ceneri tenía dispuesto que a la
mañana siguiente fuese a casa de una de sus amigas, con quien
debía quedarse, sin conocer el motivo que llevaba lejos de Inglaterra
tan súbitamente a Ceneri y sus amigos.
―Paulina, dijo Ceneri: ¿por qué no te recoges? Antonio y yo
tenemos que hablar de negocios.
―Esperaré hasta que Antonio se vaya, dijo; pero si Uds. tienen
que hablar, me iré al otro aposento.
Y en él entró y se sentó al piano, donde empezó a distraerse
tocando y cantando.
―Es demasiado tarde para hablar de negocios esta noche, dijo
Antonio, no bien salió Paulina.
―Mejor es que aproveches esta ocasión. Mañana mismo tengo que
salir de Inglaterra.
No deseaba Antonio ver de nuevo en viaje a su tío sin saber de él
el estado de su fortuna, por lo que volvió a sentarse.
―Bien, dijo; pero no creo necesaria la presencia de personas
extrañas.
―No muy extrañas, Antonio. Son amigos míos, y están aquí
para responder por la verdad de lo que voy a decirte.
―No he de soportar que se hable de mis asuntos delante de un
hombre como ése, dijo Antonio, con un movimiento de desprecio
hacia Macari.
Conversaban los dos en voz baja. Paulina no estaba lejos, y
ninguno de los dos quería alarmarla; pero Macari oyó la frase y vio el
gesto. Llameaban sus ojos al inclinarse hacia Antonio amenazante.
―Puede ser que dentro de pocos días me dé Ud. de muy buena
gana lo que me negó hace poco tiempo.
Ceneri observó que la mano derecha de Macari descansaba entre
las solapas de su levita; pero como ésta era actitud familiar en él, no
le dio importancia alguna.
No quiso Antonio responder. Volvió el rostro con ademán de
absoluto desdén, ademán que sin duda encendió aún más el furor de
Macari.
―Antes de hablar de ninguna otra cosa, dijo Antonio a su tío,
insisto en que desde hoy quede Paulina a mi cuidado. Ni ella ni su
fortuna han de venir a parar a las manos de un grosero rufián
italiano, como ese hombre a quien llama Ud. su amigo.
Antonio no volvió a hablar sobre la tierra. Macari adelantó un paso
hacia él: ni una exclamación, ni un voto. Fieramente asido por su
mano derecha saltó el brillante acero de su escondite, y al verlo
Antonio y echarse atrás en la silla para huirlo, cayó de arriba el golpe
con toda la fuerza de aquel firme brazo. Entró el puñal por debajo de
la clavícula. Le partió el corazón. ¡Ya Antonio March callaba para
siempre!
Entonces, al caer, cesó de pronto el canto de Paulina, y su grito de
horror rompió los aires. Desde su asiento en el piano pudo ver lo que
había sucedido. ¿A quién asombrará que el espectáculo le sacudiese
y anublase el juicio?
Macari estaba en pie, junto a su víctima. Ceneri contemplaba
estupefacto el crimen que ahorraba la ejecución de su proyecto. Sólo
Petroff aparecía sereno. Iba la vida en que Paulina callase. La
vecindad entera se alarmaría a sus gritos. Se fue sobre ella, y
echándole por sobre la cabeza un cubresofá de lana, la retuvo,
semiahogada, por la fuerza, sobre el diván del aposento.
Entonces fue cuando entré yo en el cuarto, desvalido y ciego;
pero, a los ojos de aquellos hombres, un mensajero de la celeste
venganza. Macari mismo se estremeció a mi presencia. Ceneri fue el
que, obedeciendo al instinto de conservación, sacó el revólver, y lo
montó: él, quien entendió mi súplica y abogó por mi vida; él, me
dijo, quien me la salvó.
Macari, vuelto pronto de su sorpresa, insistía en que compartiese
yo la suerte de Antonio March. Ya estaba por el aire su puñal, pronto
a sacar del mundo otra vida, cuando Petroff, obligado por el nuevo
aspecto de la escena a abandonar a Paulina, se abalanzó a mi cuerpo
y me retuvo encorvado sobre el cadáver. Ceneri desvió el brazo de
Macari, y me libró de morir. Examinó mis ojos, y declaró que estaba
ciego. No había allí tiempo para recriminaciones; pero juró que no se
cometería otro asesinato.
Petroff le secundó, y cedió Macari, con tal de que se hiciera
conmigo lo que se hizo. El narcótico me lo hubieran dado al instante,
si lo hubiesen tenido a la mano. Despertaron a Teresa, y ella fue a
buscarlo. Los cómplices no osaban apartarse de mí; por eso me
forzaron a sentarme, y oí su faena.
¿Por qué no denunció Ceneri el asesinato? ¿por qué, a lo menos,
ayudó después de él al asesino? Sólo puedo creer que era más
malvado de lo que se pintaba, o que le aterró su parte en el delito;
porque el plan que él meditaba, era poco menos criminal que la
puñalada de Macari: ningún tribunal que conociese la suerte que en
sus manos había llevado el caudal del muerto le habría absuelto.
Acaso él y Petroff, manchado sin duda con sangre de crímenes
políticos, tenían en poco la vida humana; y, comprendiendo que no
les mostraría merced la justicia en un proceso, unieron su fortuna a
la de Macari, y todos juntos se dieron a burlar las pesquisas y
esconder las huellas del asesinato. Desde aquel instante, apenas
hubo diferencia de grados en la culpa de aquellos tres hombres.
Así ligados, no dudaban del éxito. A Teresa hubo que decir la
verdad; pero Teresa veía con tales ojos a Ceneri, que si en diez
asesinatos le hubiera pedido ayuda, en los diez se la hubiera dado.
Ante todo, tenían que libertarse de mí. Ceneri no quería fiarme a las
manos de Macari. Petroff salió, y volvió con un carruaje retardado.
Pagaron bien al cochero, que les dejó usar del carruaje por una hora
y media. Era aún de noche, y pudieron sacarme de la casa sin ser
vistos. Petroff me llevó lejos, y me dejó en la acera, insensible,
después de lo cual devolvió el carruaje a su dueño, y se reunió a sus
compañeros.
Los gemidos de Paulina habían ido cesando gradualmente, y más
que espantada, parecía muerta. Ella era el mayor peligro para los
tres hombres. Hasta que volviese en sí nada podían hacer, sino
dejarla en su alcoba bajo la vigilancia de Teresa. Luego decidirían.
Pero ¿qué harían del muerto? Era indispensable hacerlo
desaparecer. Muchos planes discutieron, hasta que a uno al fin le
hallaron condiciones de éxito, por su misma audacia. Nada aterraba
ya a aquellos tres hombres.
En las primeras horas de la mañana enviaron una carta a la casa
de Antonio, anunciando que el joven había caído gravemente
enfermo la noche anterior, y estaba en casa de su tío. Esto prevenía
toda pesquisa por aquella parte. Y en la casa del tío, el infeliz fue
compuesto de modo que pareciese haber muerto de enfermedad
natural. Falsificaron una certificación de médico: Ceneri no me dijo
cómo obtuvieron la plantilla: el médico que la llenó desconocía su
objeto.
Dieron orden a un muñidor de que enviase un ataúd, y una caja de
madera en que ajustase, aquella misma noche; y en presencia de
Ceneri fue colocado el cadáver en la caja, explicando aquella prisa y
desnudez con la excusa de que estos preparativos eran meramente
temporales, pues el cuerpo iba a ser llevado fuera de Inglaterra para
enterrarse allí solemnemente. El muñidor estaba bien pagado, y fue
prudente. Cumplidas así, con ayuda de la certificación falsa, las
formalidades principales, los tres cómplices, dos días después del
crimen, iban camino de Italia, vestidos de luto, acompañando el
cuerpo de su víctima. No hubiera habido razón para detenerlos: ni en
el aspecto de los dolientes, ni en las circunstancias del caso, parecía
haber nada sospechoso. Llevaron el ataúd a la ciudad misma en que
había muerto la madre de Antonio, y junto a ella enterraron a su
hijo, y en la lápida hicieron grabar su nombre y la fecha de su
muerte. De todo estaban ya libres, excepto de Paulina.
¡De ella también estaban libres! Cuando por fin despertó de su
estupor, hasta Teresa pudo entender que sucedía en ella algo
extraordinario. Nada decía de lo que había visto: no preguntaba
nada: nada de lo pasado recordaba. En obediencia a órdenes de
Ceneri, Teresa la llevó, tan pronto fue posible, a reunirse a él en
Italia. Macari había privado al hermano de la vida, y de la razón a la
hermana.
Nadie preguntó por Antonio March. Apurando su plan atrevido,
Ceneri comisionó a un agente para recoger en la casa en que vivía
los objetos de uso del joven, e informar a los dueños de que Antonio
había muerto en su casa y estaba sepultado en Italia con su madre.
Unos cuantos amigos lamentaron por un poco de tiempo a su alegre
compañero, y Antonio March quedó olvidado. Del ciego, suponían
que le tenía cuenta callar lo que había oído.
No cambiaban los meses el estado de Paulina. Teresa la cuidaba, y
juntas vivieron en Turín hasta la época en que las vi en San
Giovanni. Ceneri, que no tenía hogar fijo, veía poco a la enferma. No
parecía despertar en ella recuerdos penosos la presencia de Ceneri;
pero él no podía soportar la de Paulina. Copia ambulante veía
siempre en ella del cuadro que hubiera querido arrancarse de la
memoria. No parecía Paulina contenta en Italia, y aun en su incierta
voluntad se entendía que echaba muy de menos a Inglaterra.
Ansioso Ceneri de no tenerla ante los ojos, dispuso que Teresa fuese
a vivir con ella a Londres, y aquel día en que las vimos, había venido
a Turín precisamente a arreglar el viaje. Le acompañaba aquel día
Macari, que, a pesar de haberse teñido la mano en la sangre de
Antonio, miraba a su hermana como cosa en cierto modo suya: aun
nublada su mente, insistía en que se la diese Ceneri por esposa.
Había amenazado con que la tomaría por la fuerza: había jurado que
sería de él. Ella no recordaba nada ¿por qué no había él de casarse
con ella?
Pero, sea su maldad la que fuese, a tanto no consintió Ceneri:
antes, a haber sido posible, hubiera roto todo trato con Macari. Mas
la intimidad de aquellos dos hombres, trabajadores de la tiniebla, era
demasiado íntima para que pudiera quebrarla el recuerdo de un
crimen, por atroz que fuese: Paulina fue a Inglaterra: allí estaba libre
de Macari. Entonces se la pedí yo en matrimonio: dármela, era
librarse de toda responsabilidad y gasto acerca de ella, y sacarla del
camino de su compañero: de aquí nuestra unión singular, que aun
entonces, a la boca del ostrog, justificaba, diciendo que fue siempre
su creencia que una vez que el cariño colorease y acalorara su alma
oscura, con el fuego e influjo de él volvería a Paulina el juicio.
Tal, aunque no en sus propias palabras, fue el relato de Ceneri: ya
sabía yo cuanto quería saber. Acaso había hecho de sí una pintura, a
pesar de todo, lisonjera; pero sin reserva me había revelado aquella
sombría historia, y, aunque en aquel instante me inspiraba un
aborrecimiento invencible, sentía que me había dicho la verdad.
CAPÍTULO XIV

¿SE ACUERDA DE MÍ?

Ya era tiempo de terminar nuestra entrevista. Más de una vez había


asomado la cabeza el cortés capitán, mirándome de modo que era
fácil entenderle que aun la amplia autoridad que yo llevaba tenía
límites. Ni deseaba yo prolongar mi conversación con el preso: ¿qué
más necesitaba yo saber? Aquel hombre, que a mi consideración no
tenía título alguno, me había confesado el crimen, y revelado la
historia pura y desdichada de Paulina. Aun cuando hubiese querido
ayudar a Ceneri, no tenía cómo hacerlo. ¿A qué, pues, aguardar?
Pero aguardé algún tiempo. Me tenía lleno de piedad y dolor el
pensamiento de que al ponerme en pie, y dar por acabada nuestra
conversación, aquel desdichado volvería a su cueva fétida. Para él
era precioso cada instante que pudiese aún estar junto a mí. Jamás
volvería a ver un rostro amigo.
Había cesado de hablar, e inmóvil en su asiento, miraba a tierra
con la vista fija, la cabeza inclinada hacia adelante. Consumido,
harapiento, desolado: tan caído de espíritu que la compasión
ahogaba los reproches. Lo observaba en silencio.
Por fin me dijo:
―¿Y no encuentra Ud. ninguna excusa para mí, Mr. Vaughan?
―Ninguna, dije. No hallo diferencia entre Ud. y sus cómplices.
Se levantó penosamente.
―¿Cree Ud. que Paulina curará? me preguntó.
―Espero hallarla casi bien a mi vuelta.
―Le dirá Ud. cómo me ha visto: tal vez le sea agradable saber
que la muerte de Antonio me ha traído a esto.―Accedí con un
movimiento de cabeza a la lúgubre súplica.
―Ya debo irme, me dijo, como si le entrase de pronto frío de
fiebre. Debo irme.―Y arrastraba su cuerpo hacia la puerta. ¿Cómo
dejarlo ir sin una palabra de consuelo?
―Un instante. ¿Qué puedo hacer yo para mejorarle a Ud. aquí la
vida?
Sonrió, como sin fuerzas.
―Puede Ud. darme algún dinero: poco. Si lo salvo, podré
comprarme algunos lujos de preso.
Le di algunos billetes que escondió en su ropa.
―Quiere Ud. más?
Movió lentamente la cabeza. No quería más.
―Esto mismo temo que me lo roben antes de gastarlo.
―¿Pero no puedo dejar a alguien dinero para Ud.?
―Puede Ud. dejarlo al capitán. Si es honrado y bueno, me llegará
un poco: si me llega!
Así le prometí hacerlo; llegárale o no, hacerlo me era grato.
―Pero ¿qué va a ser de Ud.? ¿A dónde lo llevan? ¿Qué hará allí?
―Nos llevan al fin de Siberia, a Nertchinsk. De allí saldré con otros
a trabajar en las minas. Vamos por todo el camino a pie, y con
grillos.
―¡Oh, qué terrible destino!
Se sonrió.
―Después de lo que he sufrido, nada es terrible. Cuando un
hombre desafía la ley en Rusia, su único deseo es ser enviado a
Siberia: ¡oh, Siberia es el cielo!
―¿Cielo Siberia?
―¡Ah, si hubiera Ud. estado como yo, aguardando el proceso,
meses tras meses, que eran todos una noche, encerrado en un
calabozo, sin luz, sin espacio, sin aire; si hubiese Ud. oído, meses
tras meses, al preso en el calabozo de al lado, loco, loco por la
soledad y el mal tratamiento, revolviéndose entre las paredes como
una fiera medio muerta; si al despertar de cada sueño, oyéndole
golpear, dar con la cabeza en el muro, llorar, gruñir, se hubiese
dicho Ud. meses tras meses: «Yo seré como ése esta noche; yo
rugiré como ése mañana»; si lo hubieran a Ud. azotado, puesto a
helar, puesto a morir de hambre para hacerlo denunciar a sus
compañeros; si se hubiese Ud. visto en tal condición que la sentencia
de muerte misma era un alivio, entonces, Mr. Vaughan, entendería
Ud. por qué no me espanta Siberia! ¡Juro a Ud.,—continuó con más
fuego y animación de los que parecían hospedarse aún en su
cuerpo―,que si los pueblos civilizados de Europa supiesen un
décimo de los horrores de una prisión rusa, dirían, de modo que
temblasen los que nunca tiemblan: “Culpable o inocente, así no ha
de atormentarse a un ser humano», y por piedad, nada más que por
piedad, barrerían a ese bárbaro gobierno de la memoria de la tierra!
―Pero ¡veinte años en las minas! ¿Y no habrá modo de escapar?
―¿A dónde? Busque a Nertchinsk en el mapa. Si huyo, erraré
por las montañas hasta que muera, o hasta que uno de los salvajes
me mate. No, Mr. Vaughan: las fugas de Siberia sólo se ven en las
novelas.
―¿Será Ud. entonces esclavo hasta la muerte?
―Tal vez no. Una vez tuve que recoger muchos detalles sobre
los desterrados de Siberia, y, a decir la verdad, me contrarió el ver
cuán equivocada es la opinión común. ¡Ojalá no me hayan engañado
mis informes!
―¿No tratan, pues, tan mal a los desterrados?
―Mal, siempre; porque se está sin cesar a la merced de un tirano.
Por un año o dos, sin duda, se es un esclavo en las minas; pero si
sobrevivo al trabajo, lo que no creo, puedo hallar favor a los ojos del
jefe, y verme libre de las penas más duras. Tal vez me permita
residir en alguna ciudad, y ganar allí mi vida. Tengo esperanzas de
que me sirva de mucho mi profesión de médico: hay pocos médicos
en la Rusia Asiática.
Por poco que lo mereciese, con toda mi alma deseaba que
obtuviera lo que me decía, aunque una nueva mirada sobre él me
aseguró de que era poco probable que el infeliz resistiese un año de
trabajo en las minas.
Se abrió la puerta, y entreví por ella al capitán, que mostraba ya
impaciencia. «Acabo enseguida» le dije: se inclinó, y se hizo a un
lado.
―Si algo más puedo hacer, Ceneri, dígamelo.
―Nada... nada... Ah! sí: algo más! Macari, ese malvado, tarde o
temprano tendrá su castigo. Yo he sufrido: él sufrirá. Cuando le
llegue su vez ¿ querrá Ud. decírmelo? Será difícil: yo no tengo el
derecho de pedirle un favor: pero eso no le es a Ud. indiferente; Ud.
podrá enviármelo a decir. Si no estoy muerto para entonces, me
tranquilizará mucho saberlo.
Sin esperar mi respuesta, echó hacia la puerta a paso vivo, y con
el centinela al lado anduvo hasta la entrada de la prisión. Yo le
seguía.
Mientras abrían la recia cerradura:
―¡Adiós, Mr. Vaughan! me dijo: Si le he hecho mal, perdóneme.
No nos volveremos a ver ya más en esta vida.
―En cuanto a mí, lo perdono a Ud. enteramente.
Vaciló un instante, y me tendió la mano. La puerta estaba ya
abierta: ya veía yo en la masa confusa aquellos viles rostros, los
rostros de sus compañeros. Oía sus cuchicheos de curiosidad y
asombro. Me dieron en la cara los hedores de aquella cueva
inmunda. ¿Y con aquella turba de criaturas bestiales, de hombres
fétidos, había de pasar aquel infeliz de gustos finos e inteligencia
cultivada sus últimos días! ¡Era un tremendo castigo!
Pero bien merecido. Toda su culpa se me representó vívidamente
al verle en aquellos umbrales, con la mano tendida. Infeliz era; pero
era un asesino. Su suerte me angustiaba; pero no pude decidirme a
tenderle mi mano. Acaso fui cruel; pero no pude.
Vio que mi mano no respondía a la suya: se le encendió en
bochorno el rostro, inclinó la cabeza, y se volvió. El soldado lo asió
ásperamente por el brazo, y lo echó puerta adentro. Se volvió a
verme, por entre aquellas hojas que iban a esconderle al último
mensajero de la vida, con una expresión tal en los ojos que en
muchos días la estuve viendo por todas partes: ¡aquella mirada se
posaba en mi cabecera, me esperaba a mi puerta, me seguía!
Todavía me estaba mirando así cuando la puerta, cerrándose de
súbito, lo apartó de mi vista para siempre.
Me arranqué de allí a pasos lentos, como si el corazón hinchado
me pesase, lamentando tal vez haber hecho mayores su infortunio y
vergüenza. El capitán, a cuyo encuentro fui, me ofreció por su honor
que el dinero que dejase en sus manos sería empleado en beneficio
de Ceneri. No fue poco el que le dejé: ¡ojalá haya llegado parte de él
a manos del desdichado!
¡Mi intérprete! ¡los caballos! ¡el tarantass! Todo listo al momento:
ni un instante demoró mi viaje. ¡A Inglaterra! ¡A Paulina!
En media hora lo tuve todo pronto. Iván y yo saltamos a nuestros
asientos: el yemschik chasqueó su látigo: los caballos arrancaron:
las campanillas sonaron alegremente: era noche cerrada: ¡nunca
había visto yo llena de luz la sombra! Estaba empezando ya el viaje
de vuelta: hasta entonces no había medido bien la inacabable
distancia que me separaba de Paulina.
Un recodo del camino escondió pronto a mi vista el sombrío
ostrog; pero muchas millas teníamos recorridas sin que aún hubiera
vuelto a una relativa paz mi espíritu, y días pasaron antes de que
dejara yo de pensar, casi en todo momento, en aquella pútrida
caverna donde había hallado a Ceneri, y en cuya lobreguez e
inmundicia lo vi entrar de nuevo, contraste extraño con la paz que
nuestra entrevista me dejaba en el alma!
No contaré aquí el viaje de retorno: vueltos los ojos a mí mismo,
sólo para la imagen de Paulina, que evocaban pertinazmente, tenía
yo miradas. Fue el tiempo por lo común bueno; buenos los caminos:
¡todo bueno! Mi impaciencia me hacía viajar día y noche. No
excusaba gastos: mi pasaporte extraordinario me hacía obtener
caballos en las postas, cuando viajeros que habían llegado antes
quedaban aguardándolos; y mis gratificaciones a los yemschiks los
hacían ir de prisa. A los treinta y cinco días nos apeábamos a la
puerta del Hotel de Rusia, en Nijni Novgorod: una jornada más, y el
tarantass hubiera caído deshecho: tal estaba que Iván, a quien lo
regalé, lo vendió enseguida en tres rublos.
¿Esperar? ¡No! de Nijni a Moscú; de Moscú a San Petersburgo. No
bien doy gracias al embajador y recojo mi equipaje, ¡ a Inglaterra!
A mi vuelta de Irkutsk había venido hallando cartas de Priscila en
Tomsk, en Tobolsk y en Perm: en San Petersburgo recibí otras más
recientes. Nada desagradable sucedía. Priscila, que se había criado
en Devonshire, tenía fe en la virtud de sus aires, y se llevó allá a
Paulina, con quien vivía en un apacible pueblo de baños de la costa
norte: y me decía Priscila que estaba Paulina tan linda como una
rosa y tan juiciosa como el señor Gilberto mismo.
¿Qué mucho que, con tales nuevas, ardiese yo en deseos de
verme en mi hogar, de ver a mi esposa como nunca me había sido
dado verla, con su mente en flor? ¿Se acordaría de mí? ¿Cómo sería
nuestra primera entrevista? ¿Me llegaría al fin a querer? ¿Mis
desdichas habían terminado, o empezaban? Sólo Inglaterra podía
responder a estas preguntas.
¡En Inglaterra al fin! Dulce impresión, que mejora y enternece, la
de pisar tras larga ausencia el suelo patrio, y ver los rostros
familiares, y oír por todas partes la lengua nativa. El sol y el viento
me han bronceado el rostro: llevo la barba larga: apenas me
conocieron dos o tres amigos con quienes tropecé al llegar a
Londres. Ataviado de aquella manera, de seguro no me reconocería
Paulina.
Sastre y navaja me volvieron pronto a mi apariencia antigua; y sin
anunciar a Priscila mi vuelta me puse en camino, ansioso de saber
por fin lo que me reservaba la fortuna.
¿Qué es, a quien viene de Siberia, atravesar la Inglaterra?
Aquellas ciento cincuenta millas, recorridas con tal afán, me
parecieron sin embargo más largas que mil un mes antes. Tuve que
andar en diligencia las últimas millas; y aunque nos llevaban cuatro
soberbios animales, cada una me pareció más larga que toda una
jornada de Siberia. Llego por fin: dejo mi equipaje en el despacho de
la diligencia: salgo, fuera de quicio el corazón, a buscar a Paulina.
Fui a la casa indicada en la carta de Priscila, que era un edificio
tranquilo y pequeño, anidado entre espesa arboleda, con un jardín a
la entrada, lleno de las últimas flores del verano. La madreselva
vestía el pórtico; en los canteros se erguían los girasoles; el aroma
de los claveles embalsamaba el aire. Aprobaba la elección de Priscila
mientras me abrían la puerta.
Pregunté por Priscila. Había salido hacía algún tiempo con la
señorita, y no volvería hasta la noche. Me volví, a buscarlas.
Entraba ya el otoño; pero las hojas conservaban todavía su verdor
y hermosura. Estaba el cielo sin nubes, y un aire vivo y sano
acariciaba el rostro. Me detuve a mirar a mi alrededor, dudoso de mi
rumbo. A mis pies, allá a lo lejos, reposaba el pueblecillo de los
pescadores, amontonadas las casitas a la boca del río bullicioso y
travieso que corre valle abajo, y se vierte en el mar gozosamente.
Grandes arrecifes bordaban la rompiente a un lado y otro, y detrás
de ellos corrían, tierra adentro, las colinas cubiertas de bosque:
frente a mí estaba el mar verde y sereno. Hermoso era el paisaje;
pero aparté los ojos de él. ¿Dónde estaría Paulina?
Me pareció que en un día como aquél las arboledas umbrosas que
corrían a lo largo del río eran el refugio más apetecible: bajé el
cerrillo y eché a andar por las márgenes, que azotaba la rápida
corriente matizada acá y allá de algas, ya deslizándose traviesa, ya
rompiéndose contra las grandes peñas de la cuenca en miles de
cascadas espumantes.
Seguí río abajo como una milla, aquí escalando una roca musgosa,
allí vadeando un arroyuelo, otras veces abriendo camino por entre la
tupida ramazón de los flexibles avellanos, hasta que distinguí de
pronto en un espacio abierto a la otra orilla una joven sentada, que
dibujaba. Estaba de espalda a mí ¿pero qué línea habría de ella que
no hubiese estado constantemente, desde aquella mañana de Turín,
presente ante mis ojos? Paulina era! era mi esposa!
Si por ella misma no la hubiera conocido, me hubiera revelado su
presencia aquella otra buena mujer, sentada a su lado, que parecía
estar cabeceando sobre un libro. Aquel chal de Priscila lo hubiese yo
reconocido a una milla de distancia: el Universo no ha visto aún su
semejante.
Mucho, mucho me costó refrenar el ímpetu que me movía a decirle
a voces que estaba junto a ella. Pero no: yo quería hablar antes a
solas con Priscila, y ajustar mi conducta con Paulina a lo que ella me
dijese. A despecho de mi resolución ¿cómo no acercarme algo más a
ella, para verla de más cerca? Palmo a palmo me fui deslizando
hasta que estuve casi enfrente de mi artista y, medio oculto por la
maleza, a mi sabor pude recrearme en la contemplación de su nueva
hermosura.
El tinte de la salud coloreaba sus mejillas; salud rebosaba toda
ella, y, en un instante en que se volvió hacia Priscila y le dijo unas
cuantas palabras, vi en su rostro tal expresión y sonrisa que a poco
más hubiera quebrado el corazón sus riendas. Mucho, mucho me
costaba mantenerme callado en mi escondite. ¡Cuán distinta Paulina
de la pálida enferma que había dejado a mi salida de Inglaterra!
En esto se volvió, y miró al otro lado de la corriente, ¡hacia mi
lado! ¿Cómo, a pesar de mi prudencia, me había dejado llevar de mi
regocijo hasta exponerme a ser visto? Con el río entre los dos
nuestras miradas se encontraron.
De alguna manera debía recordarme ella: aunque fuera como a
quien se ha visto en sueños, debía serle mi cara conocida. Dejó caer
su lápiz y su cuaderno, y se puso en pie de súbito, aun antes de que
Priscila, olvidando su libro, me saludase con una exclamación de
júbilo y sorpresa. Me miraba Paulina como si aguardase a que yo le
hablara o fuera hacia ella, mientras que la buena Priscila, bulliciosa
como la ligera corriente que teníamos a los pies, me enviaba a través
de ella palabras de bienvenida.
Aunque hubiera querido hacerme atrás, era demasiado tarde.
Hallé un paso por allí cerca, y en un minuto o dos saltaba a la otra
orilla. Paulina no se había movido; Priscila corrió hacia mí con las
manos abiertas, y casi me dejó sin las mías.
―¿Me recuerda? ¿me reconoce? le pregunté en voz baja,
desasiéndome de ella y adelantando hacia mi esposa.
―Todavía no; pero lo reconocerá: ¡sí lo reconocerá, señor
Gilberto!
Rogando a Dios, suspensos los alientos, que su profecía se
realizara, llegué a Paulina y le tomé la mano. Me la dio sin vacilar, y
alzó hacia mí sus ojos negros. ¿Cómo no la estreché en aquel
momento contra mi corazón?
―Paulina, ¿me conoces?
Bajó los ojos.
―Priscila me ha hablado de Ud. Me dice que es Ud. amigo mío, y
que debía esperar tranquila hasta que Ud. viniera.
―¿Pero no me recuerdas? Acaba de parecerme que me
recordabas.
Suspiró.
―Lo he visto a Ud. en sueños, en sueños extraños.
Y un vivo rubor le aumentaba al decir esto el color del rostro.
―Cuéntame esos sueños, dije
―No puedo. He estado enferma, muy enferma por mucho tiempo.
He olvidado mucho: he olvidado todo lo que me ha sucedido.
―¿Quieres que te lo diga yo?
―Ahora no, ahora no, exclamó ansiosamente. Espere: espere:
puede ser que lo recuerde todo yo misma.
¿Tenía ya algún conocimiento de la verdad? ¿Eran los sueños de
que me hablaba los esfuerzos de su memoria que se desenvolvía?
¿Le revelaba la verdad aquel brillante anillo que llevaba al dedo?
¡Oh, sí, yo esperaría!
Juntos volvimos a la casa, seguidos a discreta distancia por
Priscila. Parecía Paulina aceptar como cosa enteramente natural mi
compañía. Cuando el camino iba en pendiente u ofrecía algún
obstáculo, me tendía la mano, como si sintiera su derecho a
apoyarse en mí; pero dejó pasar mucho tiempo sin hablarme.
―¿De dónde viene Ud.? me preguntó por fin.
―De un viaje muy largo, un viaje de muchos miles de millas.
―Sí; cuando yo lo veía a Ud. estaba usted siempre viajando. ¿Y
encontró lo que buscaba? añadió con afán.
―Sí. Sé la verdad: lo sé todo.
―¿Dónde está él?
―¿Quién?
―Antonio, mi hermano: el que mataron! ¿Lo enterraron? ¿Dónde?
Está enterrado al lado de su madre.
―¡Oh, gracias a Dios! allí podré rogar por él!
Hablaba con vehemencia, aunque en perfecto sentido; pero me
extrañaba que no mostrase deseo de que fueran castigados los
asesinos.
―¿Desea Ud. vengarse de los que le mataron?
―¡Vengarme! ¿Qué bien puede hacer la venganza? No le ha de
devolver la vida! Sucedió hace mucho tiempo. No sé cuándo; pero
me parece que fue hace años. Tal vez Dios lo ha vengado ya.
―Lo ha vengado en gran parte. Uno murió loco en una fortaleza;
otro lleva ahora grillos, y trabaja como un esclavo; queda uno aún
sin castigo.
―¡Pronto lo castigarán! ¿Cuál es?
―Macari.
El nombre la hizo estremecer, y calló. Estábamos llegando a la
casa, cuando suavemente y en tono de súplica me dijo:
―¿Ud. me llevará a Italia donde está enterrado?
Se lo ofrecí, muy contento de ver cuán naturalmente se volvía a
mí para que realizase su deseo. Algo más debía ella recordar de lo
que creía.
―Iré allí, dijo, y veré el lugar, y después no volveremos nunca a
hablar de lo pasado.
Ya estábamos en la entrada del jardín.
―Paulina, le dije, trata de recordarme.
Brilló en sus ojos como el reflejo de su antigua mirada enigmática:
se pasó la mano que tenía libre por la frente, y sin decir una palabra,
entró en la casa.
CAPÍTULO XV

¡DEL DOLOR AL JÚBILO!

Ya toca a su fin esta historia, aunque pudiera, por propia


complacencia, escribir sendos capítulos, narrando cada uno de
los sucesos del mes siguiente, describiendo cada mirada,
repitiendo cada palabra que cambiamos Paulina y yo en
aquellos días; pero si esto escribiese, como cosa sagrada la
guardaría de la mirada pública. Sólo dos personas tenemos
derecho a conocer esta parte de nuestra historia: ella y yo.
Si mi situación era singular, tenía por lo menos cierto
encanto. Era una nueva manera de enamorar, no menos grata
y entretenida por ser ya esposa mía en nombre la que con
todas las artes de novio cortejaba. Era como si el propietario
de un terreno se hubiese dado a pasear por sus dominios, y a
cada instante hallara en ellos tesoros desconocidos e
ignoradas bellezas. Nuevas gracias y méritos me revelaban
cada día el trato de Paulina.
Su sonrisa me llenaba de un gozo no soñado: su risa era
una revelación. ¿Describir aquel deleite exquisito y supremo
es acaso posible?: ¡mirarme en sus ojos, ya libres de nubes, y
tratar de sorprender sus secretos! ¡reconocer que su
inteligencia, ya restablecida, a la de nadie cedía en
penetración y gracia! ¡cerciorarme, en mil sencilleces
deliciosas, de que no sólo tendría en Paulina una esposa más
bella para mí que mujer alguna, sino una tierna compañera y
entusiasta amiga!
Pero no estaba exento aquel deleite de dudas y temores.
Acaso faltaba a mi carácter esa seguridad de sí que llaman
otros presunción. Mientras más dotes amables admiraba yo
en Paulina, con mayor zozobra me preguntaba si lograría
merecer el amor de tan cumplida criatura, aunque le
consagrase mi amor y mi vida. ¿Qué era yo comparado con
ella? Era rico, es verdad; pero yo había podido asegurarme de
que no estaban en ella de venta los afectos: además, como yo
no le había dicho que nada le restaba ya de su antigua
fortuna, ella creía que la suya no tenía que envidiar a la mía.
Era joven y hermosa, y se creía dueña de sí y
considerablemente rica. ¡No! ¡yo no podía ofrecerle nada que
me mereciese su cariño!
Hubiera querido, de tanto como lo temía, no pensar en el
instante inevitable en que, como si ya no lo fuese, iba a
rogarle otra vez que accediera a ser mi esposa. De su
respuesta dependía toda mi vida: ¿qué extraño que demorase
el provocarla? ¿que no me decidiese a la prueba hasta no
estar seguro de su respuesta favorable? ¿que me sintiese
humilde, y como privado de mis pequeños méritos, en su
presencia? ¿que envidiase el amable atrevimiento que tan
bien cuadra y sirve a muchos hombres, y, con ayuda de la
ocasión y el tiempo, les gana con gran presteza corazones?
Ocasión y tiempo no me faltaban a lo menos. Yo había
tomado habitación en las cercanías, y desde la mañana a la
noche estábamos siempre juntos. Vagábamos por las
praderas estrechas de Devonshire, ceñidas de hermosos
helechos. Subíamos por los arrugados arrecifes. Pescábamos,
sin impacientarnos, en las rápidas corrientes. Salíamos en
carruaje. Leíamos y dibujábamos. Pero no habíamos hablado
aún de amor, aunque mi anillo no se había apartado de su
dedo.
De toda mi autoridad tuve que usar para que Priscila no
revelase la verdad a Paulina. En esto fui firme: a menos que
la memoria de lo pasado no volviese a ella de su propio
acuerdo, yo había de oírle decir que me amaba antes de que
mis labios le hablasen de ello. Acaso me mantuvo en mi
resolución la idea de que Paulina recordaba más de lo que me
decía.
Fue curioso el modo con que entró al instante en relaciones
francas e íntimas conmigo. Tan naturales y desembarazadas
eran sus palabras y actos cuando estábamos juntos, que se
hubiera dicho que nos conocíamos desde la niñez. No mostró
la menor extrañeza cuando le pedí que me llamara por mi
nombre de casa, Gilberto, ni mostró disgusto ni objetó a que
la llamara yo por el suyo, ¡Paulina! Ni sé yo cómo la hubiera
llamado a no consentírmelo: yo había dicho a Priscila que le
dijese, como en Inglaterra es uso, «Miss March», por su
apellido de soltera; pero Priscila, que a todo trance hubiera
querido decirle «Mrs. Vaughan», como mi plena y legítima
esposa, concilió dificultades llamándola Miss Paulina, la
señorita Paulina.
Los días pasaban, días más venturosos que todos los que
hasta entonces había conocido mi vida. Mañana, tarde y
noche estábamos uno al lado del otro; dando sin duda ocasión
de curiosidad a nuestros vecinos, que habrían de preguntarse
qué clase de relaciones me unían con la hermosa criatura de
quien apenas me apartaba.
Pronto conocí que Paulina era de natural alegre y vivo, que
aunque no se abría aún paso enteramente por su espíritu
adolorido, ya me daba esperanzas de que acabaría por alejar
de aquella cara peregrina toda sombra de pena. De vez en
cuando le iluminaba el rostro una sonrisa, o dejaba escapar
frases joviales. En los primeros instantes de su vuelta al
juicio, creía que su hermano había sido muerto el día antes:
pero a poco, la distancia fue siendo clara a su memoria, y ya
se daba cuenta de que habían pasado desde entonces años,
años que le parecían sueños; y veía vagamente, como
envueltos en bruma. Se empeñaba en recordarlos, arrancando
desde aquella noche: ¡con qué anhelo le prestaba yo ayuda!
Del porvenir no hablábamos nunca; pero de lo pasado, de
todo lo pasado, en que yo no figurase, hablábamos
constantemente. Ya recordaba con claridad perfecta sus
primeros años; ya repetía minuciosamente todos los sucesos
de su vida hasta la muerte de su hermano. Entonces
comenzaba aquella sombra, aquella niebla, aquel período
oscuro, que acababa para ella en el instante, vivo como una
aurora en su memoria, en que despertó en una alcoba
desconocida, cuidada por manos extrañas.
Algunos días pasaron sin que Paulina me preguntase cuál
parte había sido la mía en aquella época confusa de su vida.
Estábamos una tarde en la cumbre de un cerro cubierto de
espeso bosque, desde donde veíamos una franja de mar, que
encendía el sol poniente. Callábamos: ¿quién sabe si nuestros
pensamientos silenciosos no andaban más en acuerdo que
cuantas palabras hubiéramos podido decirnos en aquel vago
estado de nuestras relaciones?
Miraba yo cariñosamente el cielo, hasta que se
desvanecieron, ido el sol, sus ardientes colores; y volviendo
los ojos a mi compañera, hallé los suyos, negros y dolorosos,
fijos en mí.
―¡Dígame, me rogó, dígame qué es lo que sabré cuando
me vuelva la memoria de ese tiempo oscuro!
Daba vueltas en el dedo, mientras me hablaba, a su anillo
de boda. Todavía lo llevaba, y el aro de diamantes que le
había comprado para sujetarlo; pero aún no me había
preguntado cómo estaba en su mano aquel anillo.
―¿Crees que te volverá, Paulina?
―¡Sí, lo creo, lo creo! Pero... ¿me traerá alegría, o pena?
―¿Quién sabe? La pena y la alegría van siempre juntas.
Suspiró; y quedó con la mirada fija en tierra.
―Dígame dónde y cuándo apareció Ud. en mi vida, por
qué he soñado tanto con Ud.?
―Me viste muy a menudo cuando estabas enferma.
―Y ¿por qué cuando volví al sentido me estaba cuidando
Priscila?
―Tu tío te había dejado a mi cuidado: yo le ofrecí mirar
por ti durante su ausencia.
―¡Y nunca volverá! ¡Está pagando su crimen, el crimen
de estar a su lado cuando asesinaban a mi hermano!
Se llevó las manos a los ojos, como para no ver el cuadro
terrible.
Quise arrebatarla a aquellos pensamientos.
―Dime, Paulina, ¿cómo me veías tú en sueños? ¿qué
soñabas de mí?
Se estremeció.
―Soñaba que estaba Ud. a mi lado, en el mismo aposento,
que vio Ud. el asesinato; pero yo sabía que no pudo ser así.
―¿Y después?
―Después lo he visto a Ud. muchas veces: era siempre
viajando, viajando entre nubes. Vi que se abrían sus labios, y
me pareció que decía Ud.: «Voy a saber la verdad»: por eso
esperé tranquila hasta que Ud. volviese.
―Y ¿nunca habías soñado en mí antes?
Iba ya oscureciendo. No sabía si era la sombra de los
árboles lo que hacía más oscura su mejilla, o si era el
arrebato del rubor, que le anegaba el rostro. Mi corazón
saltaba de su cauce.
―No sé... no puedo decir... no me pregunte... dijo con voz
turbada.
Y se dispuso a andar.
―Está oscuro y húmedo. Vámonos.
Yo la seguí. Era ya en mí invariable costumbre pasar junto
a ella las primeras horas de la noche, que en gran parte
empleábamos tocando y cantando. Un piano fue lo primero
que pidió Paulina cuando se sintió ya bien. Como, creyéndose
rica, era natural que pidiese sin escrúpulo lo que deseaba, yo
había advertido a Priscila, al emprender viaje, que satisficiese
sus deseos sin reparar en gasto: el piano vino de una ciudad
de la cercanía.
Con la razón le había vuelto su antigua maestría. Su voz
era aún más vigorosa y dulce que antes. Una vez y otra me
sentí cerca de ella suspenso y cautivo, arrobado en sus notas,
como la noche aquella del tremendo grito, cuando nada
hubiera podido predecir que su suerte y la mía iban a unirse
tan estrechamente.

Quedé, pues, sorprendido cuando, al llegar al umbral de su


casa, se volvió a mí y me dijo:
―No, esta noche no! Déjeme sola esta noche!
Callé. Tuve un instante su mano en la mía, y le dije adiós
hasta el día siguiente: ¡volvería al campo abierto, a pensar en
ella, a la luz de las estrellas!
Al separarnos, me miró de una manera extraña, casi
solemne.
―Gilberto, me dijo en italiano, para no ser entendida por
Priscila: ¿deberé rogar porque me vuelva la memoria de lo
pasado, o porque nunca me vuelva? ¿Qué será mejor para mí
y para Ud.?
Y sin esperar mi respuesta, siguió hacia adentro por delante
de Priscila, que se quedó aguardando a que yo entrase tras
ella.
―Adiós, Priscila, le dije: no entro esta noche.
―¡Que no entra, mi señor Gilberto!: va a enojarse la
señorita Paulina.
―Está cansada y no se siente bien. Entra tú y cuídala.
Adiós.
Pero Priscila salió al umbral, y cerró tras de sí la puerta.
Todo en ella me decía que por aquella vez estaba
determinada a usar de nuevo cuanta autoridad tuvo sobre mí
en mis primeros años, la cual no disputé yo por cierto sino
cuando ya estaban muy firmes en mí chaqueta y pantalones.
Estoy seguro de que le entraban deseos de tomarme por el
cuello, y sacudirme lindamente. La mayor edad sólo la
contuvo; y con un mundo de dolorosa indignación en sus
palabras, rompió de esta manera:
―¡Pues cómo ha de sentirse bien, la pobre señorita,
viviendo su marido en una casa y ella en otra! ¡Y aquí todo el
mundo hablando de lo que es y de lo que no es, y de lo que
será Ud. de la señorita Paulina! y preguntándome, y yo sin
poder decir que son Uds. marido y mujer!
―No, Priscila, todavía no.
―Pues se lo voy a decir, señor Gilberto. Si Ud. no se lo
dice a la pobre señorita, yo se lo diré. Yo le diré cómo Ud. la
trajo a casa, y me mandó a buscar para cuidarla, cómo la
atendía y la acompañaba, solo con ella todo el día, y cómo se
encerró Ud. en casa por ella, sin volverle a ver la cara a sus
amigos. ¡Todo se lo diré, señor Gilberto! y cómo entró Ud. en
su cuarto antes de salir para aquel viaje de loco, a esas
tierras de que nadie sabe. ¡Ya verá Ud. cómo le vuelve la
memoria pronto!
―Te mando, Priscila, que no digas nada.
―Yo le he obedecido a Ud. muchas veces, señor Gilberto,
para que me importe desobedecerle esta vez por su bien.
¡Pues yo he de hacerlo, sucédame lo que quiera!
Yo temía que una explicación de Priscila, no sólo
desvaneciese de aquel delicado renacimiento mucho de su
tierna poesía, sino precipitara los sucesos, de manera que me
fuese más difícil encaminarlos a mi satisfacción. Era preciso
que Priscila callase. La buena mujer cedía más fácilmente al
cariño que al mando, y yo, que no olvidaba mis artes de
antaño, sabía bien cómo traerla a mis deseos.
―No, Priscila, le dije, en tono de ruego; tú no lo harás si yo
te suplico que no lo hagas. Tú me quieres mucho para hacer
nada contra mis deseos.
No supo resistir Priscila a estos cariños míos; pero me
excitó, ya con más calma, a que no prolongase aquel estado
violento.
―Y no se fíe Ud. mucho, señor Gilberto, en lo que ella
recuerda o no: ¡como que yo pienso a veces que sabe mucho
más de lo que Ud. supone!
Se separó de mí con estas palabras, y yo me fui a pensar
en Paulina, a la luz de las estrellas!
¿Qué querían decir aquellas últimas palabras? «¿Qué será
mejor para mí y para Ud.?»: ¿recordar, u olvidar? ¿cuánto
recordaba? ¿cuánto había olvidado? ¿No le había revelado
aquel anillo que era esposa? ¿Podía dejar de sospechar de
quién lo era? Aunque nada recordase de aquel extraño
casamiento ni de la vida que después de él habíamos llevado
juntos, al salir de aquella tiniebla se hallaba a mi cuidado,
veía que yo conocía los trágicos detalles de la muerte de su
hermano, que acababa de volver de un viaje de miles de
millas, emprendido solamente para llegar a saberlos. Aunque
no se lo pudiera explicar, la verdad debía ya haber saltado a
su mente. El llevar aún en su mano el anillo indicaba que no
repelía la idea de estar ligada a un esposo: ¿quién sino yo
podía serlo?
Sí: todo me lo indicaba: Paulina conocía ya la verdad:
llegaba ya el instante en que yo iba a saber si la recibía con
dolor o con gozo!
Yo se lo diría todo al día siguiente. Le contaría la manera
novelesca en que se habían unido nuestras vidas. Le pediría
su amor con más pasión que la que ardió jamás en labios de
hombre. Le demostraría con cuánta inocencia había caído en
las tramas de Ceneri, cuán libre de culpa estaba por haberla
hecho mi esposa cuando su mente oscurecida no le permitía
negarse a serlo. Todo se lo diría, y esperaría mi suerte de sus
labios.
De mis derechos legales, ni le hablaría siquiera. En cuanto
de mí dependiese, sería enteramente libre: nada más que por
el amor quería verla sujeta a mí. Y si no me podía amar, me
arrancaría de su lado; y si ella lo deseaba, vería si era posible
anular nuestro matrimonio: mas fuese cualquiera su decisión,
ser mi esposa en nombre, o serlo en realidad, o romper todo
lazo que la uniera a mí, su vida futura —supiéralo ella o
no―correría a mi cuidado: ¡mañana a esta hora sabré lo
que me espera!
Esto resolví, y hubiera debido retirarme a descansar; pero
no sabe amor mucho de sueño. Volvían a mi memoria
nuevamente sus últimas palabras, y otra vez empezaban, con
aquel encono de los pensamientos amorosos, los cálculos de
mis esperanzas y mis miedos. ¿Por qué, si Paulina había
adivinado la verdad, no me había hablado de ella?
¿Cómo podía estar sentada junto a mí hora tras hora,
sabiendo que era mi esposa, y sin saber cómo había llegado a
serlo? ¿Querían significar sus palabras miedo de lo que habría
de saber? ¿Anhelaba su libertad, y la perpetuación de aquel
olvido? Y a estas y otras ideas daba yo vueltas, presa de
punzante agonía el espíritu.
Mucho enamorado, en vísperas de oír de su amada su
sentencia, ha velado en zozobra, como yo aquella noche; mas
no ha vivido de fijo amante alguno que, como yo, hubiera de
recibir esta respuesta de labios de una mujer que era ya su
esposa.
A hora muy adelantada me volví de mi solitario paseo. Pasé
frente a la ventana de Paulina, y al detenerme a
contemplarla, me preguntaba si ella también no estaría
despierta, meditando como yo en lo que sería de nuestra
vida. ¡Mañana al fin saldremos ella y yo de dudas!
Era la noche cálida y pesada, y la parte alta de su ventana
estaba abierta. ¿Qué voz me aconsejó aquella locura? De un
rosal del jardín tomé una rosa, ¡y allá fue; por sobre el pretil
de su ventana! Ella la hallaría tal vez al despertarse, e
imaginaría de quién le vino: ¡sería un buen augurio! La rosa al
caer había tocado la persiana abierta: huí, temiendo ser visto.
La mañana abrió hermosa. Me desperté con la esperanza en
el corazón, burlándome de los miedos de la noche. No bien
pensé que era hora de hallarla levantada, salí en busca de
Paulina. Acababa de salir. Me dijeron por dónde, y fui tras
ella.
Iba caminando lentamente, con la cabeza inclinada. Me
saludó con su cariñosa sencillez habitual, y seguimos andando
uno junto al otro. Busqué en vano sobre ella mi rosa: y hube
de consolarme con pensar que acaso cayó donde ella no
pudiese verla. Yo estaba inquieto, sin embargo.
Pero aún me aguijoneaba mayor dolor. Llevaba las manos
desnudas enlazadas sobre su falda. Iba yo caminando a su
izquierda, y vi que en aquella mano no había ningún anillo.
Aquel aro de oro que en su mano brillaba hasta entonces
como una luz de esperanza, había desaparecido. ¿Qué fue de
mi corazón, que me pareció que cesaba de latir? Muy claro
era el sentido: ¿quién hubiera dejado de entenderlo, ligándolo
con sus palabras de la última noche? Sabía que era mi
esposa, y quería librarse de aquel yugo. En Paulina no había
amor para mí: el recuerdo de lo pasado, que iba abriéndose
paso por la bruma, le traía pena: ahora que recordaba,
deseaba olvidar. Se había quitado los anillos para decirme, si
era posible, sin palabras, que no había de ser mi esposa.
¿Cómo iba a hablarle ahora? La respuesta ¡ay! se había
anticipado a la pregunta. Bien me vio ella mirando a su mano
desnuda; pero bajó los ojos, y nada me dijo. Sin duda
deseaba ahorrarse la pena de una explicación. Sí: lo mejor
sería tal vez, si me alcanzaban las fuerzas, separarme de ella
al instante, separarme de ella para no volver a verla más!
Violento y afligido como me tenía aquel fin triste de tantas
esperanzas, no tardé en observar un cambio notable en los
ademanes y palabras de Paulina. No era la misma de antes.
Algo se levantaba entre ella y yo, que desterró enteramente
de nuestras entrevistas nuestra antigua franqueza amistosa,
hasta llegar a convertirla en mera cortesía.
Sus palabras y acciones revelaban cortedad y recogimiento,
y acaso las mías también. Como de costumbre, pasamos el
día juntos; pero tanto había cambiado nuestro modo de
vernos, que aquella compañía forzada debió sernos a ambos
enojosa. ¡Muy triste noche aquélla! ¡En el momento de asirla,
se me escapaba de las manos la recompensa que con tanta
ternura había trabajado por conseguir!
Así pasaron varios días. No daba Paulina señal que pudiera
yo interpretar en mi favor, y me era imposible prolongar
aquella amarga situación. Priscila, que andaba alerta, me
sacaba de juicio con sus reconvenciones, y tan lisamente
decía lo que pensaba, que empecé a sospechar que había ya
ejecutado su amenaza de revelar algo a Paulina: a ella, por
supuesto, a su oficiosidad y falta de tacto, echaba yo toda la
culpa de mi desdicha. ¡Todo hubiera podido acabar bien con
una semana, con quince días de espera!
Comencé a creer que mi presencia desagradaba a Paulina.
No mostraba, es verdad, el menor deseo de esquivarme; sino
que, por lo contrario, acudía a mí tan prontamente que me
hacía recordar aquella sumisa obediencia del tiempo de
sombras en que no me era dable pensar sin terror. Pero me
pareció que viviría más dichosa cuando no me viese. Resolví,
pues, partir.
De hacerlo, había de ser enseguida: saldría al día siguiente.
Dispuse mi equipaje: tomé asiento en la diligencia: me
quedaban tres horas en la mañana para dar instrucciones a
Priscila y despedirme de mi esposa para siempre.
No podía irme sin hacerle algunas explicaciones. No la
apenaría aludiendo a nuestros lazos; pero debía hacerle saber
que no era, como creía, heredera de una gran fortuna. Le
diría que le quedaba de sobra con qué vivir, sin darle a
entender que era de mí, de su esposo, de quien le vendría. Y
una vez dicho esto, adiós, para siempre! Hice como que
almorzaba, y apenas me levanté de la mesa crucé la calle y
entré en la casa de Paulina. Ignoraba aún mi determinación.
Retuve su mano en la mía más tiempo que de costumbre, y
pude al fin hablar algunas palabras.
―Vengo a decirte adiós. Salgo hoy para Londres.
No me dijo una sola palabra: no podía ver sus ojos: sentí
su mano temblando en la mía.
―Sí, continué, tratando de hablar con desembarazo: he
estado aquí de perezoso bastante tiempo: tengo mucho que
hacer en Londres.
No parecía Paulina estar bien de salud aquella mañana.
Nunca, desde mi llegada, habían estado tan pálidas sus
mejillas. Parecía decaída y agobiada. Mi presencia la había
estado mortificando, sin duda. ¡Pobre criatura!: pronto iba a
verse libre de ella.
Al ver que yo aguardaba su respuesta, me habló al fin: pero
¿no había perdido su voz algo de su limpieza y frescura?
―¿Cuándo se va Ud?―Fue todo lo que dijo: ¡ni una palabra
sobre mi vuelta!
—Por la diligencia de las doce: me quedan todavía algunas
horas. Como ya es ésta la última vez, ¿quieres que paseemos
juntos hasta la colina?
―¿Lo desea Ud.?
―Si no tienes algún reparo. Quiero hablarte de ti misma, de
asuntos de negocio, añadí, para demostrarle que no debía
temer la entrevista.
―Iré, dijo, y salió de la habitación precipitadamente.
Esperé. Priscila entró a los pocos instantes. Me atravesaba
con las miradas. Su voz áspera y silbante, como cuando en
mis niñeces la incomodaba con mis travesuras.
―La señorita Paulina dice que vaya Ud. al cerro a esperarla.
Ella irá ahora.
Tomé el sombrero para salir. En lo que me había dicho
Priscila, nada me revelaba que tuviese noticia de mi viaje;
pero al ir yo a poner el pie en el umbral, he aquí que le oigo:
―Bien está, señor Gilberto. Es Ud. un tonto más grande de
lo que ya pensaba.
A mi vieja Priscila la quería yo muy bien; pero ni aun de ella
podía oír aquel cumplimiento sin volver a reprenderla; y me
volví a esto. Priscila me dio en la cara con la puerta.
Emprendí la marcha al cerro, sin pensar más en la frase de
Priscila. Ella no podía entender la dificultad de mi situación. Yo
hablaría largamente con ella antes de partir.
La Explanada estaba en la falda de un cerro vecino.
Andando una tarde por el bosque un poco a la ventura,
entramos por una senda no muy frecuentada, que paraba en
un espacio abierto, limpio de árboles y broza, desde donde se
veían en bello paisaje las colinas opuestas, y el río alegre
traveseando por el valle. Aquél fue desde entonces mi paseo
favorito: allí había pasado largas horas hablando con Paulina:
allí, abandonado a mis sueños, había dado suelta a las
palabras de cariño, por tanto tiempo sujetas en mis labios: allí
iba a decirle mi último adiós.
Muy afligido llevaba el espíritu cuando llegué a la
Explanada. Me tendí en tierra, con los ojos fijos en la senda
por donde debía aparecer Paulina. Un tronco caído me daba
almohada; cuchicheaban los árboles, acariciados por la brisa,
alrededor mío: aquietaba los sentidos y adormecía el ruido
monótono del riachuelo un poco más abajo; cruzaban por el
cielo lentamente algunas nubes blancas: convidaba al reposo,
y a los sueños, en aquel fresco asilo, la hermosa mañana. Yo
apenas había dormido en las dos o tres noches anteriores.
Paulina tardaba: sin querer se cerraron mis ojos, y por
algunos instantes ahuyentó mi desengaño y mi pena el
descanso que tanto necesitaba.
Pero ¿dormí realmente? Sí, puesto que para soñar se
necesitaba estar dormido. ¡Ah! si aquel sueño fuera realidad,
sería grato vivir. Soñé que mi esposa estaba junto a mí, que
tomaba mi mano y la besaba con pasión, que su mejilla
rozaba la mía, que sentía en el rostro su suave aliento. Tan
vivo me pareció lo que soñaba que me volví sobre el tronco
para abrazar mi sueño, que el aire se llevó desvanecido!
Desperté. Paulina estaba frente a mí, no velados los ojos
magníficos por las pudorosas pestañas, sino abiertos y fijos en
los míos. Los vi sólo un segundo, mas lo que vi en ellos fue
bastante para precipitar en curso loco la sangre por mis
venas, lanzarme en pie, apretarla súbitamente entre mis
brazos, cubrir todo su rostro de todos mis besos: y le decía
las únicas palabras que podía entonces decir: «¡Te amo! ¡te
amo! ¡te amo!». Porque nadie ha visto todavía en los ojos de
una mujer lo que yo vi en los de Paulina, a menos que esa
mujer no lo ame por sobre todas las cosas del mundo!
No hay palabras que describan el arrebato de aquel
momento, mi entrada súbita en la dicha. Era mía: para
siempre mía. Yo lo sabía: yo lo podía sentir cada vez que mis
labios oprimían los suyos: ¡lo sentí tantas veces! El rubor que
la enciende me lo confiesa: la sumisión con que recibe mis
caricias me lo confirma; pero yo quiero que me lo diga con
sus labios!
―Paulina, Paulina, exclamé: ¿me quieres?
La sentí temblar de gozo.
―¿Que si te quiero? sí, te quiero!, y hundió su rostro en mi
hombro. Su voz me respondía; me respondía su cabeza
reclinada; y la levantó de pronto y posó sus labios en los
míos.
―Te quiero! sí, te quiero, mi marido!
―¿Cuándo lo conociste? ¿cuándo recordaste?
Estuvo un momento sin responderme. Se desasió de mis
brazos y entreabriendo su traje, pude ver que llevaba al cuello
una cinta azul, de la que colgaban los dos anillos, que
parecían brillar de gozo al sol. Los desató, y me los tendió.
―Gilberto, esposo mío, si quieres que yo sea tu esposa, si
me crees digna de serlo, tómalos y ponlos donde los guardaré
toda mi vida.
Y una vez más, con muchos besos, con muchos
juramentos, puse en su mano los anillos de esposa, como
quien sella un dolor que ya no ha de volver jamás.
―¿Pero cuándo lo conociste? ¿cuándo volvió a ti la
memoria?
―¡Loco!―me dijo en voz muy baja, que a mis oídos
sonaba como música―lo conocí cuando te vi en la otra orilla
del río. Todo lo recordé en aquel instante: hasta entonces
todo estaba en sombras. Te vi, y lo supe todo.
―¿Y cómo no me lo dijiste?
Bajó la cabeza.
―Yo quería saber si me querías. ¿Por qué me habías de
querer? Si no me querías, podríamos separarnos, y yo te
hubiera dejado libre, si se podía. Pero ahora no, Gilberto:
ahora ya no te verás nunca libre de mí!
Había, pues, pensado lo mismo que yo: no en vano me era
imposible comprenderla: ¡me parecía tan singular que
desconociese ella el amor que le tenía!
―Me habrías salvado muchos días de angustia si hubiese
sabido que me querías, Paulina: ¿por qué te quitaste los
anillos?
―¡Pasaban tantos días sin que me dijeses nada! Entonces
me los quité, y los he tenido sobre mi corazón, esperando a
que tú me los volvieses a dar cuando quisieras.
Di un beso en la mano en que brillaban.

—¿Lo sabes, pues, todo, Paulina mía?


―No todo; pero sé suficiente. Tu lealtad, tu ternura, tu
consagración, todo esto, mi Gilberto, lo recuerdo, y todo te lo
pagaré, si mi cariño puede pagártelo.
Con estas palabras puede cesar la relación de lo que allí nos
dijimos: dejad que lo demás nos sea sagrado: lo saben los
altos árboles alrededor de nosotros, que hora sobre hora nos
dieron discreta y generosa sombra, mientras cambiábamos
aquellas inacabables confesiones de amor que embellecieron
nuestro segundo y verdadero día de boda. Nos pusimos en pie
al fin; pero todavía nos quedamos algunos instantes en la
Explanada, como si nos doliese dejar el lugar donde la
felicidad había descendido sobre nosotros. Miramos en torno
nuestro una vez más, y nos despedimos de las colinas, del río
alegre, del valle: una vez más nos miramos en los ojos, y
nuestros labios se unieron otra vez en un apasionado beso.
Nos volvimos entonces al mundo, y a la vida nueva y grata
que se abría para nosotros.
Anduvimos como en un sueño, del cual sólo nos arrancó la
vista de las casas y la gente.
―¿Quieres, Paulina, que salgamos de aquí esta noche?
Iremos a Londres.
―¿Y después?, me dijo mimosamente.
―¿A dónde, sino a Italia?
Me dio gracias con una mirada y un apretón de manos. Ya

estábamos en su casa. Entró sola, por delante de Priscila,


que dejaba caer sobre mí sus nobles ojos. Priscila me había
llamado grandísimo tonto: ¡yo me vengaré de ti, buena alma!
―Priscila, le dije gravemente: salgo en la diligencia de esta
noche. Escribiré cuando llegue a Londres.
Venganza más completa no la gocé nunca: la santa mujer

cayó a mis pies llorando:


―¡Oh, mi señor Gilberto, no se vaya, no se vaya! ¿Qué se

va a hacer mi pobre señorita, mi señorita Paulina? Ella


quiere la tierra misma que Ud. pisa, mi señor Gilberto!
¡Oh, no! yo no quería afligirla! Puse la mano en su hombro,
y la miré cara a cara:
―Pero, Priscila, la señorita Paulina, Mrs. Vaughan, mi
mujer, Priscila, va conmigo.
Más abundantes corrieron entonces las lágrimas de Priscila;
pero eran de gozo.

―

Diez días después, Paulina estaba junto a la tumba de su


hermano. Fue su deseo visitarla sola: yo la esperaba a la
puerta del cementerio. Trajo de la triste visita muy pálido el
rostro, y los ojos con huellas de muy copiosas lágrimas; pero
sonrió al distinguir mi ansiosa mirada.
―Gilberto, me dijo, he llorado; pero ahora sonrío. Lo
pasado es pasado: que la alegría del presente y las promesas
del porvenir disipen sus tinieblas. Yo pondré en el amor que
doy a mi marido todo el amor que le tuve a mi hermano.
Volvamos la espalda a aquellas sombras oscuras, y
empecemos a vivir!
―¿Me queda aún algo que decir? Aún me queda algo.
Años más tarde, estaba yo en París. Hasta los dientes se
había peleado en la gran guerra: se habían borrado las
primeras huellas del conflicto entre las dos razas; pero las de
la guerra civil eran visibles aún en todas partes. Lo que el
teutón respetó en la Galia, lo había destrozado el galo mismo:
hicieron los comunistas lo que no habían osado hacer los
alemanes. Las Tullerías volvían tristemente los ojos vacíos
hacia la Plaza de la Concordia, donde se levantaban las
estatuas de las hermosas provincias perdidas. La columna de
Vendóme yacía por tierra. Todo París, acá comido del fuego,
allá ennegrecido, mostraba la fatídica faena que, antorcha y
hacha en mano, emprendieron contra ella sus propios hijos.
Pero las llamas estaban ya sofocadas, y se había tomado
amplia venganza de los incendiarios. Un joven y alegre
militar, amigo mío, me llevó a visitar una de las prisiones.
Conversábamos fumando al aire libre cuando apareció un
pequeño destacamento de soldados. Iban escoltando a tres
hombres, que llevaban las manos sujetas con esposas, y las
cabezas bajas.
―¿Quiénes son? pregunté.
―Comunistas.
―¿A dónde los llevan?
El francés se encogió de hombros:
―¡A donde debían llevarlos a todos, malvados!: a
fusilarlos!
Malvados podían ser, o no; pero tres hombres a quienes
apenas queda un minuto de vida deben ser objeto de interés,
sino de simpatía. Cuando pasaron junto a nosotros, los miré
atentamente. Uno de ellos levantó la cabeza, y me miró cara
a cara. ¡Era Macari!
Me estremecí al reconocerlo; pero no me avergüenzo de
decir que no me estremecí de compasión. A Ceneri, a
despecho de mí mismo, lo compadecía, y hubiera aliviado su
desdicha, a serme posible: a aquel rufián, mentiroso y traidor,
lo habría dejado ir a la muerte, aunque con levantar un solo
dedo hubiera podido salvarlo. Mucho tiempo había ya corrido
desde aquél en que Macari envenenó mi vida; pero aún bullía
la sangre en mis venas cuando pensaba en él y en sus
crímenes. No sabía yo cómo había vivido desde que dejé de
verlo, ni a quién ni a cuántos había denunciado; pero si la
Justicia había tardado en alcanzarlo, por fin tenía ya en el aire
su espada sobre él, y estaban cerca sus últimos momentos.
Él me conoció: acaso pensó que había venido a gozarme en
su castigo. Le inundó el rostro el odio, y se detuvo para
maldecirme. La escolta lo echó adelante, volvió la cabeza, y
continuó maldiciéndome, hasta que uno de los soldados, de
un revés de la mano, le selló los labios. El acto pudo ser
brutal, pero se trataba en aquellos días con pocos
miramientos a los comunistas. La escolta desapareció por una
esquina del edificio.
―¿Vemos el fin? dijo mi amigo, sacudiendo la ceniza de
su tabaco.
―¡Oh, no!
Pero lo oímos. A los diez minutos sonó la descarga: el
último y el más culpable de los asesinos de Antonio March
había recibido su castigo.
Me acordé entonces de mi promesa a Ceneri. Con gran
trabajo conseguí poner en camino una carta que creí le
llegaría. Seis meses después, recibía yo otra, cubierta de
sellos y contraseñas de correo, en que me decían que el preso
a quien escribí había muerto dos años después de su llegada a
las minas. El menos indigno de los tres cómplices había
expirado sin conocer el fin sombrío del que lo denunció.



Ésta es mi historia. Mi vida y la de Paulina comenzaron


cuando volvimos de aquel cementerio, decididos a olvidar lo
pasado. Desde entonces nuestras penas y alegrías han sido
las comunes a la criatura humana. Ahora que escribo esto en
mi tranquila casa de campo, rodeado de mi mujer y de mis
hijos, me pregunto con asombro si fui yo mismo el ciego
infeliz que oyó aquellos sonidos terribles, y vio después el
tremendo espectáculo. ¿Fui yo mismo aquel que atravesó de
un cabo a otro la Europa para desvanecer una duda que se
avergüenza hoy de haber abrigado un solo momento? ¿Puede
haber sido esta misma Paulina, cuyos ojos resplandecen junto
a mí de amor e inteligencia, aquella misma que vivió en
honda sombra meses y años, calladas en su espíritu las voces
armoniosas que tan suavemente vibran en mi oído?
Sí, debe ser así; porque ella ha leído por encima de mi
hombro cada una de las líneas de nuestra historia, y al llegar
a esta última página, rodea con su brazo mi cuello, y me dice,
insistiendo amorosamente en que la escriba, esta frase que
copio:
―Demasiado, demasiado de mí, esposo mío; muy poco de
lo que tú hiciste y has hecho siempre por mí!
Con ésta, que es acaso la única diferencia de opinión que
existe entre nosotros, bien puede acabar esta historia.

FIN

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