01 Misterio
01 Misterio
01 Misterio
MISTERIO...
JOSÉ MARTÍ
EN TINIEBLAS Y EN PELIGRO
EBRIO O SOÑANDO
EL MEJOR MONUMENTO
RESPUESTAS DESCONSOLADORAS
PARENTESCO SOMBRÍO
Y así estuvo, allí tendida, por lo menos una hora. Tan largo tiempo
estuvo así, que comencé a temer, y a pensar que al fin me sería
indispensable llamar a un médico. Cuando estaba ya resuelto a
hacerlo, noté que su pulso latía con más vigor y rapidez; su aliento
fue más franco y como si viniese de más hondo; se extendió por su
faz la expresión de la vida que volvía, y esperé, reprimida la
respiración, en solemne impaciencia.
Paulina entonces, ¡mi esposa!, recobró el sentido: se irguió en su
cama y volvió el rostro hacia mí; ¡y vi en sus ojos lo que, por la
bondad de Dios, no volveré a ver en ellos jamás!
CAPÍTULO VIII
¡MISTERIO!
VIL MENTIRA
EN BUSCA DE LA VERDAD
¡Atravesar toda Europa, atravesar casi toda Asia por obtener una
entrevista de una hora con un preso político ruso! Plan singular; pero
yo estaba decidido a llevarlo a cabo: y mientras con más método lo
dispusiese, más probabilidades tenía de éxito. No me lanzaría
desatentadamente hasta el fin de mi viaje, para hallar en él, por falta
de las necesarias precauciones, que la estupidez o la suspicacia de
algún alcaide de poca cuenta me impidiese ver al hombre a quien
buscaba: iría provisto de tales credenciales que no hubiera ocasión
de duda ni disputa. Dinero, que no es cosa de poca monta, lo llevaba
yo en abundancia, y la voluntad de no escasearlo; pero algo más me
era preciso, y el procurármelo había de ser mi primera tarea.
Holgadamente podía obtener lo que deseaba, pues días habían de
pasar antes de que pudiera dejar sola a Paulina: sólo cuando ella
estuviese fuera del más leve peligro podía yo emprender viaje.
Empleé, pues, los lentos días en que mi pobre enferma iba
recobrando a pasos muy perezosos las fuerzas, en buscar entre mis
amigos, en las altas regiones del Estado, uno cuya posición fuese tal
que pudiera, con esperanzas de inmediato éxito, solicitar un favor de
otro aún más alto que él. Me sirvió mi amigo con tal eficacia que
obtuve una carta de introducción para el embajador inglés en San
Petersburgo, y más la copia de otra que le había sido enviada con
instrucciones en favor mío. Llevaban ambas cartas una firma que me
garantizaba la más amplia ayuda. Con ellas, y con una carta de
crédito por una buena suma sobre un banco de San Petersburgo, ya
estaba pronto para ponerme en camino.
Antes de mi partida, debía disponer las cosas de manera que no
corriesen riesgo la seguridad ni el bienestar de Paulina, lo cual
ofrecía tan grandes dificultades que estuve a punto de abandonar, o
posponer al menos, mi viaje. Pero yo sabía que si no llevaba a cabo
mi plan como lo había imaginado, la calumnia de Macari se erguiría
siempre entre mi esposa y mis brazos. ¡Mejor era irme entonces,
cuando todavía éramos como dos extraños! ¡mejor era, si llegaba
Ceneri a confirmar con sus palabras o con su silencio la vergonzosa
historia, que no volviésemos a vernos jamás!
Paulina quedaría en buenas manos: la fiel Priscila me la cuidaría
amorosamente, Priscila, que ya sabía cómo su nueva enferma había
vuelto a la vez a la memoria de lo pasado y al olvido de lo más
reciente. Ella sabía por qué días sobre días no había yo entrado
siquiera en la alcoba de Paulina; por qué en su actual estado, no la
consideraba yo más ligada a mí que cuando por primera vez la vi en
la iglesia. Ella sabía que algún misterio impedía aún mis relaciones
más íntimas con mi esposa, y que para aclararlo iba a emprender mi
largo viaje. Con esto se satisfizo Priscila, y no me preguntó más de lo
que me pareció bien decirle.
Todo lo dejé dispuesto minuciosamente. Apenas se sintiera Paulina
con suficientes fuerzas, Priscila iría con ella a un lugar de la costa.
Todo había de hacerse para su bienestar, y conforme a sus deseos.
Si indagaba sobre su actual condición, le diría Priscila que un
pariente cercano, que andaba viajando, la había dejado encargada a
ella hasta su vuelta; pero a menos que no recordara por sí misma los
sucesos de los últimos meses, nada se le había de decir sobre su
condición de esposa mía. En verdad, hasta dudaba yo de que ella
fuese en ley mi esposa, de que, si lo deseaba, no pudiera anular
nuestro matrimonio, alegando que lo contrajo cuando no era dueña
de su juicio. Al volver yo de mi expedición, si recobraba en ella,
como con toda fe creía, la salud de mi alma, todo habría de
comenzar de nuevo como si entre Paulina y yo nada hubiese aún
sucedido. ¡Sería el nacer del alba, y el asomar de los primeros
capullos de la primavera!
Yo sabía de seguro que desde la desaparición de la fiebre nada
había dicho Paulina del horrendo suceso que nubló su razón tres
años antes; y me asaltaba el miedo de que, cuando se sintiese
restablecida, intentara remover aquellos hechos. ¿Qué podía haber
logrado? Macari había salido de Inglaterra el día después de la
entrevista en que le acusé del crimen. Ceneri estaba fuera de su
alcance. Esperaba yo que se lograría tener en calma a Paulina hasta
mi vuelta y aleccioné a Priscila para que, si mi mujer le hablaba de
un gran crimen cometido por personas a quienes conocía, le dijese
que se estaba buscando a los culpables, y haciendo todo esfuerzo
porque les diera su merecido la justicia: confiaba yo en que, con su
usual docilidad, se contentase con estos informes.
Priscila me escribiría constantemente: a San Petersburgo, a
Moscú, a todos los lugares en que debía yo detenerme, al ir y al
volver. Le dejé los sobres ya escritos: de San Petersburgo le enviaría
las fechas en qué debía ir dirigiéndome sucesivamente sus cartas.
Esto era todo lo que podía yo prever.
Todo, excepto una cosa. Mañana por la mañana debo partir; ya mi
pasaporte está firmado, mis baúles cerrados, todo pronto. Pero un
instante, un instante al menos, necesito verla antes de recogerme
esta noche a mi triste sueño—¡verla acaso por la última vez! Estaba
dormida profundamente: me lo dijo Priscila. ¡Una vez más debía yo
ver aún aquel hermoso rostro, para llevar conmigo su perfecta
imagen en aquella jornada de miles de millas!
Y entré en su alcoba. De pie a la cabecera de su cama,
contemplaba yo con los ojos llenos de lágrimas a la que era mi
esposa, y no lo era. Me juzgaba como un criminal, como un
profanador; tan poco derecho creía tener a penetrar en aquella
alcoba. En la almohada descansaba su puro rostro pálido, el rostro
para mí más bello de cuantos la tierra había criado. Su aliento
regular y tranquilo agitaba su seno suavemente. Bella y blanca lucía,
como una criatura de los cielos; y juré, contemplándola, que palabra
alguna de hombre me haría dudar de su inocencia. Pero iría, sin
embargo, a Siberia.
¡Mundos hubiera yo dado por tener el derecho de poner mis labios
en los suyos, de despertarla con un beso, de ver alzar aquellas
luengas y negras pestañas, y fijarse en mí sus ojos animados de
amor! Y no siendo aún para ella más que lo que era, casi sin mi
voluntad mis labios se fueron inclinando hacia su rostro, y la besé en
la sien muy suavemente, allí donde comienza a crecer fino y rico el
cabello. Se estremeció en su sueño, palpitaron sus párpados, y,
como un malvado a quien sorprenden al empezar a cometer un
crimen, huí.
A centenares de millas estaba yo al día siguiente, más sereno ya el
juicio. Si al alcanzar, si lo alcanzaba al fin, a Ceneri, me cercioraba
yo de que Macari no había mentido, de que me habían burlado,
engañado, empleado como un instrumento, tendría al menos la triste
satisfacción de la venganza. Saciaría mis ojos en la desdicha del
hombre que me había engañado y usado para sus propios fines. Le
vería arrastrando su vida miserable en la degradación y en las
cadenas. Le vería esclavo, azotado y maltratado. No tuviera yo más
recompensa que ésta, y daría por bien hecho mi viaje. Rudos, como
se ve, eran mis pensamientos; pero si se recuerdan mis ansias y
espantos, y el doloroso miedo con que emprendía mi camino, ¿quién
extrañará esta ira de la mente en una humilde criatura humana?
¡En San Petersburgo por fin! La carta que traigo, y la que me
había precedido, me abren las puertas del embajador inglés. No se
mofa de mi súplica, sino que la oye atentamente. Se me dice que
nunca ha habido caso igual; pero no oigo la palabra «¡!imposible!»”.
Hay dificultades, grandes dificultades; pero como mi asunto es
puramente doméstico, sin ápice de política en él, y como van mis
cartas realzadas por la mágica firma de aquél a quien el noble
embajador anhela complacer, no se me dice que sean insuperables
los obstáculos. Tendré que esperar días, semanas tal vez; pero
puedo estar cierto de que cuanto se pueda hacer, se hará. Dicen los
diarios que no están ahora en muy cabal amistad los dos gobiernos;
y esto se suele conocer en que el de Rusia niega demandas mucho
más sencillas que la mía. Pero se verá, se verá... Mientras tanto:
¿quién es el preso, y dónde está?
¡Ah! eso no lo puedo decir. Sólo lo conozco por el doctor Ceneri,
italiano, apóstol de la libertad, conspirador, patriota. Torpeza hubiera
sido en mí suponer que había sido procesado y condenado bajo aquel
mismo nombre, que yo creía ficticio.
El embajador estaba seguro de que en los últimos meses no se
había sentenciado a ningún doctor Ceneri. Pero eso importaba poco.
Una vez otorgado el permiso, la policía rusa identificaría al preso con
los datos que yo tenía de él. Buenos días, pues: muy pronto recibiría
yo noticias de la embajada.
—Una advertencia, Mr. Vaughan, me dijo el embajador. No está
Ud. en Inglaterra: recuerde que una palabra imprudente, una simple
mirada, la más sencilla observación al caballero que se siente a su
lado en la mesa pueden frustrar sus planes. Acá se gobierna de otro
modo.
Agradecí el consejo, aunque en verdad no me era necesario: más
pecará un inglés por silencioso que por comunicativo. Me volví a mi
hotel; procuré distraer el tiempo en los primeros días de espera
como mejor me fue dable. No carecía, por cierto, San Petersburgo de
entretenimientos: precisamente era ciudad que había yo deseado
siempre ver: todo en ella me era nuevo y extraño, y sus costumbres
son dignas de estudio, mas nada podía sacarme de mis
pensamientos. Todo lo que yo apetecía era salir en busca de Ceneri.
El que insiste, enoja. Sabía yo que el embajador haría cuanto le
fuese posible en mi servicio, y esperé pacientemente, hasta que una
esquela suya me llamó a la embajada. Me recibió con bondad.
—Todo está arreglado, me dijo. Irá Ud. a Siberia provisto de una
autoridad que el alcaide o militar más ignorante obedecerán sin
réplica. Por supuesto, he asegurado bajo mi propia palabra que de
ningún modo ayudará Ud. a la evasión del preso, y que su misión es
enteramente privada.
Le di las gracias, y le pedí instrucciones.
—Ante todo, debo llevar a Ud. a palacio. El zar desea conocer al
inglés excéntrico que acomete tan largo viaje para hacer unas
cuantas preguntas.
De muy buena voluntad habría renunciado yo a tal distinción;
pero, como no veía modo de rehuírla, me dispuse a afrontar al
autócrata como mejor pudiese. A la puerta aguardaba el carruaje del
embajador, y a los pocos minutos estábamos en el imperial palacio.
Conservo vagas memorias de gigantescos centinelas, oficiales
resplandecientes, ujieres graves, gente seca y sombría; de hermosas
escaleras y anchos pasos; de pinturas, de estatuas, de doraduras, de
tapices. Siguiendo a mi guía, entré en un vasto aposento, en uno de
cuyos extremos estaba en pie un hombre alto y de noble apostura en
arreos militares; y entendí que me veía en la presencia de aquel que
con movimiento de cabeza podía mover a su capricho millones de
criaturas, del Emperador de todas las Rusias, el Zar Blanco,
Alejandro II, cuyo dominio abarca a una la civilización más refinada
de los europeos y la barbarie más baja del Asia.
Dos años hace, cuando llegó de súbito a Inglaterra la nueva de su
cruenta muerte, lo recordé como lo vi aquel día, en el calor de la
existencia; alto, imperante y benévolo, viril figura que era grato ver.
Si, como dicen los que saben de fragilidad de reinas, corría en sus
venas sangre de plebeyo, de la bota a la frente parecía aquél un rey
de hombres, un espléndido déspota.
Conmigo fue especialmente afable y llano, y me recibió de modo
que pude sentirme tan holgado como era dable en tan poderosa
compañía. Por mi nombre me presentó a él el embajador, y, después
de una adecuada reverencia, quedé aguardando sus palabras.
Dejó caer sobre mí su mirada durante un segundo; y empezó a
hablarme en francés fluentemente, y sin marcado acento extranjero.
—Me dicen que desea Ud. ir a Siberia.
—Si V. M. se digna permitirlo.
—¿A ver a un preso político?
Afirmé con un movimiento de cabeza.
—Largo viaje para tal objeto.
—Es para mí, señor, asunto de grandísima importancia.
—De importancia privada, dice el señor embajador.
Hablaba en tono breve y seco, que no admitía quiebros ni
esquiveces. Me apresuré a protestar de la naturaleza enteramente
personal de la entrevista que apetecía.
—¿Es muy amigo de Ud. el preso?
—Más es mi enemigo, señor; pero mi felicidad y la de mi esposa
dependen de esta entrevista.
Sonrió a esta explicación.
—Quieren bien a sus esposas los ingleses. Sea. El Ministro
proveerá a Ud. de pasaporte y autoridades. Buen viaje.
Me incliné reverentemente, y salí del aposento augusto, anhelando
que las divinidades de escritorio no demorasen con trabas de
Ministerios la ejecución de la voluntad imperial.
A los tres días recibí mis documentos. Me autorizaba el pasaporte
a viajar hasta el fin de los dominios asiáticos del zar si me parecía
bien, y estaba fraseado de manera que me ahorraba la necesidad de
renovarlo a cada nuevo gobierno de distrito. No vine a comprender
todo el favor que se me hacía hasta que pude ver luego por mí
mismo las dilaciones y enojos de que aquel mágico documento me
libraba. Aquellas breves palabras, ininteligibles para mí, obraban
como un encanto, cuyo influjo no osaba nadie resistir.
Pero autorizado ya para viajar ¿a dónde debía encaminarme para
dar con Ceneri? Expliqué mi caso a uno de los jefes de la policía:
describí a Ceneri, cité la fecha aproximada en que suponía yo
acaecidos su delito y proceso, y rogué que me aconsejara el medio
mejor de hallar a Ceneri en el lugar de su destierro.
Fui tratado con toda cortesía: grande es la cortesía de los
empleados rusos con quienes gozan del favor de los poderosos del
imperio. Al instante identificaron a Ceneri, y me dijeron su nombre
verdadero y su historia secreta. Reconocí el nombre al punto.
No debo darlo al público. Muchos hay en Europa todavía que creen
en el desinterés y pureza del mísero preso; muchos que lo lamentan
como a un mártir. Tal vez en la causa de la libertad fue siempre
noble y bravo. ¿A qué afligir a sus secuaces con la revelación de los
sombríos secretos de su vida? Por lo que a mí hace, sea siempre
para ellos el buen doctor Ceneri.
Toda su historia me dijo el suave empleado ruso. Ceneri había sido
preso en San Petersburgo pocas semanas después de nuestra
entrevista en Génova. Uno de sus cómplices denunció a la policía la
abominable trama: el zar y varios miembros del Gobierno iban a ser
asesinados. Dejó crecer el plan la policía, y cuando la culpa era
patente, cayó sobre los conjurados. Apenas escapó uno de los
capitanes, y Ceneri, que figuraba entre ellos, fue tratado con escasa
merced. No tenía en verdad derecho a más: no era un súbdito ruso,
sofocado en su natural derecho de hombre por un gobierno despótico
y sombrío: aunque se decía italiano, era cosmopolita. Ceneri era uno
de esos inquietos espíritus que anhelan la ruina de todas las formas
de gobierno, salvo la de la República. Había conspirado y tramado, y
peleado como un valiente, por la libertad de Italia. Sirvió a Garibaldi
con filial obediencia, pero se volvió contra él cuando vio que Italia iba
a ser una monarquía, y no la ideal República que acariciaba en sus
sueños. Rusia atrajo después su atención, y vendido allí su plan,
podía darse ya por acabada su tarea en la tierra. Después de muchos
meses de mortal espera en la fortaleza de San Pedro y San Pablo,
fue sentenciado a veinte años de trabajos forzados en Siberia, para
donde había salido meses antes. Opinaba el suave empleado ruso
que le habían tratado con gran misericordia.
Pero dónde estaba en aquel instante, eso no me lo podían decir de
fijo. Podía estar en los lavaderos de oro de Kara, en las salinas de
Irkustk, en Freitsk, en Nerchinsk. Los desterrados iban primero a
Tobolsk, que era como una estación central de todos ellos, desde
donde los distribuía a su capricho por toda Siberia el Gobernador
General. Si yo lo deseaba, se preguntaría al gobernador de Tobolsk
el paradero de Ceneri por carta, o por un telegrama. Pero como yo
no podía, de todos modos, dar con Ceneri sin pasar por Tobolsk,
haría yo mismo la pregunta al Gobernador. Ni el correo ruso, ni el
telégrafo, acabado de establecer, me pareció que correrían parejas
con mi prisa: decidí partir al día siguiente.
Di las gracias al jefe de policía, de quien recogí cuantos informes
pude, y con mis eficaces documentos en el bolsillo, fuime a acabar
mis preparativos de viaje: un viaje que podía ser mil o dos mil millas
más o menos largo, según la comarca adonde hubiese placido al
gobernador de Tobolsk confinar al infeliz Ceneri.
Antes de salir recibí una carta de Priscila, carta de criada vieja,
muy bien puesta y confusa. Paulina seguía bien, y estaba pronta a
dejarse guiar por Priscila hasta la vuelta del paciente amigo que
andaba en viaje. «Pero, mi señor Gilberto, decía aquí la carta, siento
mucho decir que a veces la señora no me parece en sano juicio.
Habla mucho de un crimen muy grande; pero dice que espera
tranquila en lo que haga la justicia, y que alguien a quien ha visto en
sueños en su enfermedad está trabajando por ella. Y no sabe quién
es pero dice que es uno que lo sabe todo».
¡De manera que no sólo esperaría Paulina mi vuelta
tranquilamente, sino que alboreaba ya en su alma la memoria de mi
amor! Aquellas líneas de Priscila me llenaron de esperanza.
«Hasta esta misma tarde, mi señor Gilberto, no reparó que tenía
puesta una sortija de matrimonio. Me preguntó cómo le había
venido, y le dije que no se lo podía decir. La hubiera visto entonces
el señor dando y dando vueltas horas y horas a la sortija en el dedo,
y pensando y pensando. En qué piensa, le dije. En unos sueños de
que quiero acordarme, me dijo, con aquella sonrisita, mi señor
Gilberto, tan quieta y tan linda. Yo me estaba muriendo por decirle
que era la mujer legítima del señor Gilberto; y me daba miedo
pensar que iba a sacarse del dedo la sortija; pero gracias a Dios no
se la quitó, señor».
¡Sí, gracias a Dios no se la quitó! Cuerpo y alma se me iban por el
camino que había traído la carta; a los pies se me iban de mi pobre
esposa; pero refrené la tentación, más seguro cada vez de que mi
entrevista con Ceneri había de tener resultados venturosos; de que
volvería a conquistar de nuevo, si era necesario, el derecho de
afirmar para siempre en aquel dedo el anillo de las bodas,
convencido ya de que mi esposa era más pura que el oro del anillo.
¡Oh, Paulina, mi hermosa Paulina! ¡Aún seremos felices, esposa mía!
Al día siguiente salí para Siberia.
CAPÍTULO XI
EL INFIERNO EN LA TIERRA
EL VERDADERO NOMBRE
CONFESIÓN TERRIBLE
―
FIN