Cuentos en Tu Telefono PDF

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CUENTOS EN TU TELÉFONO

e625 - 2018
Dallas, Texas
e625 ©2018 por David Noboa

Todas las citas bíblicas son de la Nueva


Biblia Viva (NBV). © 2006, 2008 por la
Sociedad Bíblica Internacional.
Editado por: Virgina Bonino de Altare
Diseñado por: JuanShimabukuroDesign
Ilustraciones por: Joe Traghetti
RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS.
ISBN: 978-1-946707-82-6
Intro para Padres
El mejor salón de clase para los hijos
es la relación con los padres.
Los mejores maestros son protago-
nistas que traspasan los moldes tra-
dicionales y los padres podemos
convertirnos en esa clase de maes-
tros que siempre abren las puertas
de la imaginación de sus estudiantes
y aprendices. Los mejores maestros
son visionarios, estrategas, sabios que
aprendieron a hacer buenas preguntas
y que asimilaron el sorprendente arte
de crear mundos de la nada. Los ver-
daderos maestros tallan sueños sobre
piedras vivas y podemos ser de esos
maestros dentro de casa.
La misión con este libro de cuentos es
encender la llama de la ilusión, crear
con estos rápidos simulacros de vida
un halo de esperanza, y brindar armas
perpetuas a la siguiente generación.
Mi anhelo con estos cuentos es que
puedas cazar imágenes del alma, cap-
turar emociones y sembrar momen-
tos que ayuden a crecer a tu personita
amada. Sé un intérprete de infinitos
personajes, practica tus gestos, canta,
ríe, sueña junto con él, la o los peque-
ños que te han sido encomendados.
En tus manos está la esperanza de
una generación entera que espera las
instrucciones para llevar la posta. No
lo saben, pero lo intuyen. Ellos perci-
ben que en el fondo hay algo más que
solamente historias y esas son las en-
señanzas.
Siente las palabras del Eterno escon-
didas en los escenarios y las vivencias
de cada protagonista. Toma esas pala-
bras y esculpe un espíritu recto en tu
aprendiz.
HORMIGAS SIN
AMIGAS
(Gracia vs.
Envidia)
¡Qué admirable, qué agradable
es que los hermanos vivan juntos
en armonía!
Salmos 133:1

En medio del bosque, escondido de-


bajo de unos matorrales, un ejército
de hormigas rojas se disponía a traba-
jar desde antes que saliera el sol.
—Estamos a punto de terminar nues-
tro nuevo hogar —gritó el Rey de
las hormigas con voz de trompeta—,
pronto cada hormiga tendrá su propio
espacio para habitar en este grandioso
hormiguero.
—¡Vamos! ¡Hop, al trabajo! ¡Hop, al
trabajo! ¡Hop, al trabajo! —canturrea-
ban las hormigas mientras marchaban
a sus labores.
En aquel ejército, había dos hormigas
fuertes y trabajadoras, pero un poco
celosas. La primera se llamaba Pacien-
te, y siempre se levantaba más tem-
prano para ganar los primeros lugares
en el servicio. Serena, su compañera,
cargaba más peso para hacer su traba-
jo en menos tiempo.
Sin embargo, como dicen por ahí, los
celos sin control pueden traer un mal
peor.
Un día Paciente salió temprano, como
siempre, para ganarles a las demás
hormigas y poder estar en las primeras
filas del servicio. Lo que no esperaba
era encontrar a Serena que esa maña-
na decidió madrugar.
—¡Epa!... ¿cómo es posible? —dijo Pa-
ciente, indignada—, yo siempre llego
antes.
—¡Hummm!... así es la vida —espon-
dió Serena con viveza—, esta vez yo he
llegado primero.
Esas palabras no fueron del agrado de
Paciente. Se propuso tomar muchas
ramas y cargar más del peso que nor-
malmente llevaba, solo para ganar a
Serena. Ambas, encendidas en celos, se
dedicaron a competir la una con la otra.
Mientras todos construían su parte
del hormiguero, Paciente y Serena no
dejaban de discutir. La una se ponía
delante de la otra en la fila o force-
jeaban por ver quién hacía tal o cual
trabajo. Los celos crecían y las peleas
continuaban. Serena y Paciente se
encontraban todos los días para acu-
sarse entre sí…
—¿Con que crees que eres mejor? —
dijo Paciente desafiando a su compa-
ñera con los puños—; tú ni siquiera
puedes levantar tanto peso como yo.
—¿Tanto peso? ¡Ja! —contestó Serena
con altivez—, ni siquiera puedes levan-
tar el peso de una hormiga.
Y mientras esto pasaba entre estas dos
celosas, el resto de hormigas conti-
nuaba el trabajo y, como era de espe-
rarse, lo hicieron muy bien juntas.
—¡Hop, al trabajo! ¡Hop, al trabajo!
¡Hop, al trabajo! —entonaba a una
sola voz el ejército de hormigas.
—¡Hop, a la tierra! ¡Hop, a las ramas!
¡Hop, al nuevo hormiguero!
Hasta que al fin culminaron la obra.
—Estimadas hermanas, ¡al fin hemos
terminado! —anunció el Rey—. Cada
hormiga que ha trabajado en esta col-
mena tendrá su espacio seguro dentro
de ella.
Paciente y Serena fueron con rapidez a
la fila para recibir su premio: una cueva
propia dentro del hormiguero. Empu-
jándose y tropezándose llegaban las dos
hormigas que ahora eran enemigas.
—¡Hey!, ¡ustedes dos! —gritó el Rey de
las hormigas a Serena y Paciente—, no
tan rápido. Ustedes no tienen un es-
pacio.
—¿Cómo? —levantó su voz Serena
arrugando su rostro de asombro.
—Pero… ¡amado Rey! —intervino Pa-
ciente fingiendo no estar molesta—,
nosotras hemos trabajado mucho más
que el resto de las hormigas.
—¡Están muy equivocadas! —aseguró
el Rey moviendo su cabeza descon-
tento—, ¿no han visto lo que ustedes
han construido? ¡Miren!
Ambas miraron hacia un par de mon-
tículos de tierra desorganizada fuera
del hormiguero: tenían algunos hue-
cos de entrada y otros de salida, pero
no había en ellos ninguna cueva que
sirviera para poder habitar allí. En su
competencia de celos nunca se die-
ron cuenta de que no colaboraron en
nada para el hormiguero.
Las dos celosas empezaron a culparse
delante del Rey, lanzándose insultos.
Estaban a punto de golpearse: Pacien-
te había perdido la paciencia, y Serena
estaba de lo más alterada… hasta que
el Rey habló:
—Paciente, eres una hormiga ejemplar,
pero cuando los celos te dominan te
vuelves impaciente y pierdes la paz.
Paciente bajó lentamente los brazos
que estaban a punto de dar un golpe
y ocultó su rostro con mucha ver-
güenza.
—Serena, eres una hormiga muy tra-
bajadora, pero cuando el enojo te do-
mina te dedicas a competir de forma
desleal y pierdes el control sobre ti
misma.
Serena bajó su cabeza, mirando de
reojo a Paciente. Ambas lo habían
perdido todo.
—Afortunadamente —exclamó el Rey
mirando sus rostros arrepentidos—, el
resto del ejército hizo algunas vivien-
das extra. No lo merecen, pero son
parte de la familia. ¡Entren al hormi-
guero!
Paciente y Serena aceptaron el regalo
avergonzadas, pues no habían trabaja-
do para obtenerlo. Ambas aprendieron
la siguiente lección:
“Los celos sin control pueden traer un
mal peor”.
—¡Hop, a la casa! ¡Hop, a la cueva!
¡Hop, al nuevo hormiguero! —canta-
ron todas las hormigas juntas, como
una gran familia.

Dialoga con tus hijos


»» ¿Qué actitudes negativas
pudiste ver en Paciente y
Serena?
»» ¿En qué se parecen sus
reacciones a las de los seres
humanos?
»» ¿Qué piensas de la decisión
del Rey?
Sí, esfuérzate y sé valiente,
no temas ni desmayes,
porque Jehová tu Dios estará
contigo en dondequiera que vayas.
Josué 1:9

En la rama más alta de un frondoso


árbol, se erguía con orgullo un regio
búho blanco. Todas las aves le tenían
respeto, pero no por su sabiduría ni sus
modales, sino por miedo. Trataba con
desprecio a todas las aves que se acer-
caban, pues él consideraba que eran
inferiores. Se creía el rey del lugar.
Nadie conoció jamás su verdade-
ro nombre porque desde que llegó al
bosque exigió a todos que le llamasen
“Campeón”.
Existen búhos de todos los tamaños y
colores, pero a Campeón no le impor-
taba pues él se creía el mejor y el más
grande de todos.
Un pequeño búho marrón llegó has-
ta el bosque ese día. Tan minúsculo
era, que apenas medía la altura de un
ala de Campeón, y como todavía no
dominaba el arte del vuelo, se convir-
tió en presa fácil para el abusivo búho
blanco.
—Y tú… ¿quién eres? —preguntó Cam-
peón amenazante—. ¿No sabes que
todos los nuevos vecinos deben pre-
sentarse ante mí?
—Me llamo Willy, señor.
—¡Llámame Campeón!, muchacho
atrevido —reclamó el iracundo búho
blanco—. ¡¿No sabes que antes de an-
dar volando por ahí debes pedirme
permiso?!
—Lo siento señor Campeón —respon-
dió la debilucha ave—, no lo sabía. Es
que apenas estoy aprendiendo a volar.
—¿Ah sí?... ¡ja! ¡A eso lo quiero ver! —
dijo burlándose—. Desde mi árbol na-
die aprenderá a volar.
Campeón siguió de cerca al pequeño
búho gris para presenciar sus flojos
intentos de emprender el vuelo. Cada
vez que intentaba levantar sus alas,
Campeón aleteaba a su costado obli-
gándole a caer. Así lo hizo cinco ve-
ces.
—¿Qué? ¿Acaso nunca te vas a rendir?
—interrogó Campeón con su habitual
sarcasmo riendo a carcajadas—. ¿No
puedes ver que es inútil?
—¿Inútil? A mí me han enseñado que
ningún intento está de más y que
cualquier cosa es posible para el que
de verdad quiere lograr algo.
—¡Jajaja!, pues a mí la vida me ha en-
señado que unos son fuertes, como
yo, y otros son débiles como tú. Esa
realidad no la puede cambiar nadie.
—Es cierto señor Campeón, algunos
son más fuertes, pero eso no quiere
decir que sean invencibles.
Con esas palabras, Willy intentó una
vez más emprender el vuelo, pero otra
vez Campeón agitó sus alas para ha-
cerlo caer por pura diversión. Mientras
Campeón se reía sin parar, el pequeño
Willy se levantó de nuevo y se prepa-
ró para levantar sus alas. Para enton-
ces muchas aves se habían amontona-
do para presenciar el desafío de este
pequeño búho contra el abusivo de
Campeón, que siempre había encon-
trado con qué molestar a todas las
aves del lugar.
—¡Ríndete de una vez, enano! —se
burló Campeón—, todos aquí te lo di-
rán, yo jamás me rindo.
—¡Pues yo tampoco! —contestó desa-
fiante el pequeño Willy—. La verdadera
fuerza no está en las grandes alas sino
en la valentía y la motivación.
—¿Ah sí? ¡Jajajajaja! —rio Campeón
descontroladamente—. Dime, pues...
¿cuál es tu motivación?
—Es mi padre que me está mirando
ahora mismo.
Campeón encogió las alas admirado
de la respuesta, pues no había vis-
to a ningún otro búho cerca. Giró
completamente su cabeza sin mover
su cuerpo, como lo hacen los búhos.
Miró con sus redondos ojos, primero
para un lado, luego para el otro, pero
no vio a nadie.
Las aves que estaban alrededor pre-
senciando todo empezaron a reír sin
parar, al principio unas cortas risillas
atascadas, pero luego grandes risota-
das despreocupadas se escucharon con
frenesí en todo el bosque.
Cuando Campeón levantó la mirada
hacia atrás, sus ojos redondos se hi-
cieron grandes como planetas. Se ha-
bía percatado de la presencia de un
majestuoso búho marrón muy cerca
de él. Tenía al menos el doble de su
tamaño, y nunca lo vio pues lo había
confundido con el tronco de un árbol.
El ave se irguió imponente inflando su
pecho con autoridad. Ni siquiera tomó
en cuenta al despótico pájaro que ha-
bía estorbado a su cría; solo se dirigió
a Willy con las palabras más apacibles
que encontró.
—No te preocupes, Willy —dijo el gran
búho marrón en total calma—, leván-
tate otra vez, yo estaré contigo a don-
de quiera que vayas. Solo esfuérzate y
sigue siendo valiente.
Campeón tuvo que agachar la cabe-
za y salir volando a molestar a algún
otro. Willy aprendió a volar en poco
tiempo, pero su lección más valiosa
fue saber que no todos los que son
grandes necesariamente son más fuer-
tes, y que ser valiente es mucho más
que ser grande.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Qué significa ser valiente?
»» ¿Cómo te sientes al saber
que Dios siempre estará allí
contigo?
»» ¿Cómo debes enfrentar a
aquellos que te menospre-
cian o maltratan?
De lo alto nos viene
todo lo bueno y perfecto.
Allí es donde está el Padre
que creó todos los astros del cielo,
y que no cambia como las sombras.
Santiago 1:17

En una repisa olvidada de una tienda,


un cuaderno lleno de hojas blancas
esperaba que alguien quisiera usarlo
para algo.
Eran más populares los cuadernos con
líneas y cuadros, pero este cuaderno
sin líneas no era atractivo para nadie.
—A ti nadie te quiere —insinuó el cua-
derno alineado—. Es lógico que todos
quieran buscarme porque mis líneas
son útiles para todos, en cambio, tú
eres un inútil.
—¡Es cierto! —afirmó el cuaderno cua-
driculado—. Las líneas o los cuadros
servimos para algo, pero tú sin líneas
no eres nada.
—Un cuaderno es un cuaderno —ale-
gó indignado el pobre cuaderno sin
líneas—. Al final, los que deciden eso
son los que vienen a comprar. Alguno
de ellos seguramente me querrá.
Llegó el tiempo de ventas y los pa-
dres venían de todo lugar a comprar
cuadernos para sus hijos. Los niños y
niñas corrían a probar todos los cua-
dernos disponibles y escribían en ellos.
Sin embargo, al pobre cuaderno sin
líneas nadie lo quería. Por más que
abría sus páginas y las agitaba como
aspas, nadie lo tomaba en cuenta.
—Es mejor este cuaderno —afirmó un
niño—, aquí puedo escribir sin que las
palabras se vayan muy abajo o muy
arriba.
—A mí me gusta más este otro que es
de cuadros —dijo esta vez una niña—,
aquí puedo escribir un número uno
debajo del otro y todo queda perfecto.
Llegó una señora esperando comprar
un cuaderno para su hijo pequeño
que apenas iba a aprender a escribir.
Esa puede ser la persona que me com-
pre, pensó el cuadernillo que nadie
tomaba en cuenta.
—Puede usted llevarse el cuaderno
de cuatro líneas —recomendó el ayu-
dante—, es el mejor cuando se quiere
aprender a escribir.
Y así, todos los cuadernos eran pedi-
dos y vendidos, pero no aquel cuader-
nillo olvidado que no tenía líneas ni
cuadros ni ningún otro atractivo.
Resignado a nunca ser útil para nadie,
se dejó caer en una mesa escondida
en un rincón de aquel lugar. Allí per-
maneció por muchos días, estropeado
por los niños, algunos arrancaban sus
hojas y otros solo hacían feas man-
chas de colores en ellas.
Esa tarde, mientras su mamá hacía
unas cuantas compras, una niña de
unos siete años se acercó hasta donde
estaba aquel cuaderno despreciado.
Ella lo vio, le quitó algunas manchas,
reparó las hojas que se habían do-
blado y arregló su cobertura. Luego,
tomó un par de lápices y se puso a di-
bujar.
La niña lanzaba trazos como si fuera
una experta: delicadas líneas curvas,
algunas largas, otras cortas, algunas
en forma de sombras y otras que pa-
recían traer luz. Al principio el cuader-
no sin líneas se sintió extraño, pero en
unos pocos segundos supo que estaba
en buenas manos, aunque aún no po-
día ver lo que aquella niña estaba es-
cribiendo en sus páginas.
—¿Qué letras son estas? —se pregun-
tó el cuaderno en blanco—. ¡No logro
descubrir este idioma!
Cuando ella terminó, al fin se pudo
ver la hermosa figura delineada en
toda la página. Era un paisaje calma-
do con muchos árboles y flores. En el
centro había un caballo galopante que
parecía estar vivo. Dibujó flores llenas
de rocío y una delicada lluvia que caía
sobre el bosque.
El sol parecía ocultarse en aquel dibu-
jo pues ya empezaba la noche y algu-
nas estrellas se asomaban tímidas so-
bre el firmamento.
Varios niños y niñas notaron la ha-
bilidad de esa muchacha para hacer
aquellos trazos. Todos empezaron a
pedir como locos algunos de aquellos
cuadernos sin líneas donde se podía
escribir en este nuevo lenguaje.
—¡Hey, niña! —exclamó el cuaderno
dirigiéndose a la pequeña artista—,
¿cómo se llama este lenguaje que has
escrito en mis páginas?
La niña respondió con una sonrisa de
satisfacción.
—Se llama “dibujo”.
Dialoga con tus hijos.
»» • ¿Cuál era la habilidad de
la niña? ¿Cuál era la habili-
dad del cuaderno?
»» • ¿Para qué piensas que
eres hábil?
»» • ¿Qué hace Dios con tus
verdaderas habilidades?
No digan malas palabras,
ni tengan conversaciones tontas,
ni hagan chistes groseros.
Todo eso está fuera de lugar.
En vez de actuar así, sean
agradecidos.
Efesios 5:4

La ventana de la casa de Adriana


siempre estaba abierta. Hace un par
de meses un pájaro renegrido entró
sin preguntar para picotear los granos
que ella había dejado sobre la mesa.
Era un tordo, un ave pequeña pero
muy inteligente.
Cada mañana, justo cuando la luz del
sol empezaba a bañar la ventana, el
tordo entraba para buscar la primera
comida del día. Ella, como buena ama
de casa, le daba la bienvenida y con-
versaba con el ave, aunque ésta nunca
respondía.
—¡Hola pequeño! —saludaba Adria-
na como cada mañana—, ¿cómo has
amanecido hoy? Adelante, puedes co-
mer lo que encuentres.
El tordo no decía nada, ni un pío, ni
un solo movimiento de su cabeza, ni
siquiera un gesto que le diera a Adria-
na la oportunidad de saber que el pá-
jaro había escuchado su saludo. Bus-
caba con frenesí los granos y se los
engullía con rapidez para luego salir
volando apresurado.
Adriana pensaba que el tordo estaba
sordo porque no respondía a su sa-
ludo, sin embargo, ella nunca para-
ba de hablar. Mientras el ave estaba
allí, Adriana le preguntaba mil cosas
al tordito, que solo buscaba algo para
comer. Él se había convertido en su
única compañía matutina.
Las vecinas que pasaban cerca de la
casa de Adriana miraban al ave con
menosprecio y ella escuchaba las pala-
bras que venían de aquellas malinten-
cionadas señoras.
—Pobre ave, oscura y desplumada…
¿de dónde la habrá sacado Adriana? —
decía su vecina de al lado.
—Debe ser su mascota rescatada de al-
gún basurero, ¡jajajaja! —reía a carca-
jadas la señora que vivía en la casa de
enfrente.
—Esas dos son iguales —acotaba otra
señora que vivía en la misma calle—,
oscuras, con las plumas quemadas y
comiendo de los basureros, ¡jajaja!,
¡jijiji!
Aunque ella sabía lo que decían sus
vecinas, se hacía la sorda, al igual que
su pájaro. Ella sabía que era inútil dis-
cutir con personas de esa clase.
Cierto día, un afamado fotógrafo pa-
saba por aquel lugar y se percató del
tordo que entraba por la ventana de la
casa de Adriana. Era tan fascinante el
momento que quiso plasmarlo en va-
rias de sus fotografías.
Luego de unos días, la casa de Adria-
na se hizo famosa gracias a un
artículo en un periódico local que de-
cía así:
“En un lugar escondido de la ciudad, el
gran fotógrafo Jean Pierre LeTrue logró
plasmar un momento único: un tordo
azulado se escabullía por la ventana de
una casa para robarse unas cuantas se-
millas. Al fondo de la foto encontrarán
a la audaz dueña de casa hablando con
el ave como si estuvieran sosteniendo
una animada conversación”.
La gente del barrio reconoció de in-
mediato a Adriana hablando con el
tordo y las vecinas no tardaron en ir
hasta el frente de su casa para burlar-
se de ella.
—Miren ahora a Adriana, la loca que
habla con las aves —bromeaba su ve-
cina.
—Deben estar conversando de las se-
millas que ambas comen en el desayu-
no; ¡jijiji! —carcajeaba la otra.
—¿Dónde está ahora tu mascota,
Adriana? —ridiculizaba la señora que
vivía unas casas más allá—, quizás en-
contró otros amigos para conversar,
¡jajaja, jijiji!
El tordo azulado que sobrevolaba el
lugar, hizo unos sonidos con el pico
llamando a dos de sus amigos volado-
res. Las aves pasaron justo por encima
de las señoras, dejando caer sobre sus
cabezas una enorme carga de estiér-
col de ave como si fueran unas gordas
palomas. Al parecer el tordo no estaba
sordo, pues defendió a su amiga de la
maldad de estas mujeres.
Toda la gente de la calle pudo ver a las
burlonas llenas de desechos de ave e,
irónicamente, Jean Pierre, el fotógrafo,
también estaba allí con su cámara.
Al día siguiente el diario local publi-
có una nueva fotografía del artista.
Eran las mujeres llenas de excremen-
to. A una le cayó en una oreja, a otra
en pleno ojo y a la última justo en la
boca. El título de la fotografía fue:
“La Venganza del Tordo Azulado”.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Qué opinas de las personas
que murmuran y menospre-
cian a otros?
»» ¿Cómo debes valorar a las
demás personas?
»» ¿Qué opinas de la venganza?
Ustedes necesitan seguir
confiando para que,
después de haber cumplido
la voluntad de Dios,
reciban lo que él ha prometido.
Hebreos 10:36

Esta historia empieza en el taller de


un juguetero, un anciano muy hábil
para crear artefactos para que los ni-
ños puedan jugar. Pero su habilidad era
más que solo crear juguetes, él podía
hacer que sus juguetes tengan vida.
Les ponía nombre y cada uno tenía su
propia personalidad. Lo único que no
podía hacer era que sus juguetes cre-
cieran y se volvieran adultos.
Así, una noche de lluvia y tormenta
nació Tomás, un pequeño avión que
el juguetero inventó porque siempre le
habían gustado los grandes aviones de
pasajeros.
Lo que el inventor no esperaba es
que Tomás naciera con un sueño: el
anhelo de crecer. Tomás siempre repe-
tía las mismas preguntas al juguetero:
—¿Cuándo voy a crecer?, ¿cuándo seré
un avión grande? Dime juguetero,
¿cuándo sabré que ya he crecido?
La respuesta del anciano venía con
una sonrisa.
—Un día podrás volar tan alto que
atravesarás las nubes. Ese día serás
todo un adulto.
Con el paso del tiempo, el juguetero,
que ya había vivido mucho, un día se
quedó dormido y no volvió a desper-
tar, pero Tomás nunca perdió la espe-
ranza en las palabras del viejo inven-
tor.
—Un día voy a crecer y, como dijo el
juguetero, volaré tan alto que atrave-
saré las nubes.
Se levantaba todas las mañanas y su-
bía girando sus rueditas hasta un
monte. Desde allí intentaba alzar el
vuelo y atravesar alguna nube, pero
eso no pasaba porque las nubes esta-
ban muy lejos.
A pesar de eso, Tomás nunca dejó de
levantarse temprano para intentarlo
una vez más, porque para los soñado-
res cualquier cosa es posible.
Una nube viajera que le gustaba mo-
verse de un lado para otro, miró a To-
más en sus intentos por levantar el
vuelo desde aquel monte y se acercó a
un avión de pasajeros que cruzaba por
allí.
—¡Oye, tú… avión! —dijo la nube para
llamar la atención de aquel enorme
aparato mientas intentaba seguirle el
paso al apuro.
—Usted dirá blanca nube —respondió
el avión sin dejar de surcar los aires.
—¿Qué es lo que hace aquel pequeño
avión de juguete subiendo cada ma-
ñana a ese monte?
—¡Ah!... jeje. Ese es Tomás. Suce-
de que él piensa que un día será un
adulto si logra atravesar una nube.
¡Ja!, ¿quién podría creer en semejante
barbaridad?
—¡Jijiji!, sí. Es una locura —dijo la
nube— ¿a quién se le pudo ocurrir?
Pero después de esta conversación, la
nube no paró de preguntarse.
—¿Y si nunca se entera de la verdad?
¡Ese avioncito intentará por siempre
atravesar una nube y jamás lo logrará!
—¿Y si de tanto subir a las montañas
y lanzarse al aire, un día se estrella
contra el piso?
—¿Y si un día se cansa y nunca más
lo vuelve a intentar? Eso será peor sin
duda alguna…
Todos estos pensamientos no deja-
ron dormir a la pobre señora nube que
tuvo que salir a la mañana siguiente
para mirar otra vez a Tomás en su in-
tento por volar.
Subía Tomás, el pequeño avionci-
to, listo para un intento más. Aunque
esta vez su semblante estaba algo
marchito. Tenía esa cara de haber per-
dido la esperanza.
—Subiré y planearé, y esta vez será la
última vez que lo haga —dijo Tomás—,
luego de esto me resignaré a ser un
pequeño avión de juguete para siem-
pre. Será mi último intento.
La nube escuchó todo desde arriba,
así que no pudo más, tuvo compasión
del pequeño Tomás y decidió moverse
y bajar hasta donde él estaba, justo en
el momento del lanzamiento.
Tomás abrió sus grandes ojos y boca
cuando vio la nube moverse. La espe-
ranza le volvió de un solo respiro, sa-
bía que esta era su oportunidad. Apre-
suró sus ruedas, lanzó su trompa para
el frente, estiró sus alas y se echó a
rodar con todo lo que pudo.
La nube miró la carrera de Tomás y
se colocó justo en el paso calculando
que el avioncito pudiera atravesarle…
Y… ¡así fue!
El pequeño avión no podía creerlo, la
nube estaba allí, y la estaba atravesan-
do, lenta y pausadamente, disfrutando
de aquel momento que había espera-
do por tanto tiempo.
Giró por los aires dando vueltas de
alegría, sus hélices de avión giraban
sin parar mientras se dejaba llevar
por los aires a través de la bondadosa
nube.
¡Su sueño al fin se había cumplido!
Lo que nadie esperaba es que, del otro
lado, al atravesar la nube, Tomás iría
cambiando de forma: sus alas crecie-
ron, también su fuselaje y hasta le sa-
lieron unos pequeños bigotes de avión
adulto.
La nube no podía creer lo que sus ojos
nublados veían. Tomás se convirtió en
un avión adulto. Creció, como dijo el
juguetero, atravesando una nube.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Cuáles son tus sueños?
»» ¿Qué te gustaría ser cuando
crezcas?
»» Dios cumple los anhelos
del corazón cuando van de
acuerdo con su voluntad.
(Salmos 37:4).
El orgulloso será humillado,
pero el humilde será honrado.
Proverbios 29:23

—¿Quién es el rey de la selva?


—¡El león, el león! —gritaban todos los
animales ante la pregunta del pompo-
so felino.
Al león le gustaba escuchar cosas
buenas de sí mismo y cada día, tan
pronto como abría sus ojos, salía
hasta donde estaban todos sus súb-
ditos para preguntarles algo que le
permitiera pavonearse delante de los
demás.
—¿Quién es el más fuerte? —pregunta-
ba el león en voz alta y grave.
—¡El león, el león! —respondían todos.
—¿Quién es el más valiente? —cuestio-
naba al siguiente día con un rugido.
—¡El león, el león! —contestaban una
vez más.
Cierto día, cuando florecía la mañana,
se le ocurrió preguntar:
—¿Quién tiene mayor sabiduría?
Pero antes de que todos respondieran
a coro como siempre lo hacían, una
voz salió de entre la muchedumbre:
—La rana —aseguró un armadillo pro-
vocando que todos volvieran la mirada
con susto—, no he visto alguien más
sabio que la rana.
—¡¿¿¿Qué???! —reclamó el león frun-
ciendo sus melenudas cejas—. ¿Quién
dijo eso?
—Fue este armadillo —dijeron las leo-
nas señalando al intruso.
—Y tú, ¿quién eres? —interrogó el león
con toda su autoridad—, ¿y cómo te
atreves a decir que la rana es más sa-
bia que yo?
—Solo soy un viajero su majestad,
pero me he encontrado en el camino a
una vieja rana que ha demostrado ser
muy sabia, y cuando usted preguntó,
se me ocurrió decirlo.
—Dime entonces, ¿qué te hace pensar
que es muy sabia? —preguntó el león
extrañado de la respuesta de aquel ar-
madillo.
—Pues, le contaré su excelencia. Yo
venía caminando distraído por un sen-
dero cuando la voz de la rana me in-
terrumpió diciendo: “No creo que sea
una buena idea caminar por ahí... ¿ya
te has fijado en el lodo?”. Le respondí
que no. Así que me enseñó a recono-
cer un pantano antes de caer en él.
El rey de la selva no quedó confor-
me con esa respuesta. En el fondo
se sentía celoso por la forma en que
aquel armadillo halagó a la rana y no
soportaba la idea de ser superado por
nadie. Por eso decidió ir a buscar al
despreciable anfibio para demostrar
que él era el más sabio de todos.
Pronto se acercó al estanque de la
rana, pasó unos estrechos arbustos y
tuvo que quitar varias veces las ramas
que estorbaban en el camino. El de-
cidido león seguía caminando con ra-
pidez mientras quitaba las lianas que
se le habían pegado al lomo, cuando
de alguna parte de la maleza salió una
voz que dijo:
—No creo que sea una buena idea ca-
minar por ahí... ¿ya te has fijado en el
lodo?
—¿Lodo? —rugió el león sin detener-
se—, ¿cuál lodo?
Pero no terminó de preguntar cuan-
do se vio hundido en una profunda
ciénaga que amenazaba con tragarlo
completo.
—¡Ese lodo! —respondió la rana sin
perder la calma ni por un segundo—,
usted debió detenerse antes.
—¡¿Qué?! ¿Te atreves a darme leccio-
nes ahora que me estoy hundiendo en
este lodo pegajoso? Será mejor que
me digas cómo salir de aquí.
—Mmm... ¡no será fácil! —aseguró res-
petuosamente la rana—. Primero debe
usted levantar sus ojos al cielo.
—¿Al cielo? No ves que no tengo
tiempo para tus juegos rana inútil.
¡Bah! Jamás he necesitado ayuda de
nadie y no empezaré ahora.
—Sin embargo, estimado rey —dijo la
rana con mucha sabiduría—, ya me ha
pedido ayuda a mí. Ahora intento dár-
sela. Pero déjeme decirle que sin ayu-
da y buenos consejos jamás saldrá de
allí.
El pomposo rey tuvo que rendirse y
levantar los ojos al cielo tal como la
rana le dijo. Colgado de unas ramas
sobre él, encontró a un mono que se
mecía despreocupadamente.
—Ahora —continuó la rana—, lan-
ce una de las lianas que le rodean el
lomo y dígale a ese mono que las use
para sacarle.
El león no tuvo más remedio que ha-
cerlo así. Tomó con el hocico una de
las lianas y con un giro fuerte de su
cabeza logró colocarla en las manos
del mono. Pronto el chimpancé sacu-
dió los árboles para que cayesen mu-
chas ramas cerca del león y luego usó
las lianas para ayudar al soberbio rey a
salir del pantano.
Una vez afuera, mientras se limpiaba
el lodo, el león refunfuñaba contra la
rana culpándola por todo. Por un rato
permaneció callada pero luego decidió
hablar.
—Majestuoso rey —dijo la rana sabia—,
antes de que usted cayese en el pan-
tano yo le había advertido, pero no
me escuchó. Luego le ayudé a salir,
pero ni las gracias me ha dado. Debo
decirle que eso hace que usted no sea
muy respetable, estimado rey.
El león no hizo caso a sus palabras y
salió de aquel lugar con actitud ren-
corosa.
Cuando estuvo otra vez al frente de
sus súbditos, se aseguró de que el
armadillo no estuviese por allí para in-
terrumpir de nuevo, y luego volvió a
preguntar:
—¿Quién es el más sabio de todos?
Todos dudaron al responder pues el
indiscreto mono se había encargado
de contar a todos lo que sucedió en el
estanque de la rana.
Lo más sabio que pudo hacer el rey es
no volver a preguntar a nadie lo que
pensaban de él.
Dialoga con tus hijos.

g a c o n t u s h i j o s .
Dialo
d e s v e n t a ja s t ie n e u n a
»» ¿Qué
a lt iva y a r ro g a n t e ?
persona
o p in a D io s d e lo s o r -
»» ¿Qué
gullosos?
q u é la ra n a d e m o s t r ó
»» ¿Por
te n e r m á s sa b id u r ía ?
Yo soy el buen pastor.
Yo conozco a mis ovejas
y ellas me conocen a mí,
así como el Padre me conoce a mí
y yo lo conozco a él,
y doy mi vida por las ovejas.
Juan 10:14-15

Una mañana cualquiera en el prado,


dos ovejas conversaban.
—No entiendo, María Paz —dijo Mela—
, ¿por qué el pastor debe sacarnos to-
das las mañanas a caminar?, ¡odio ca-
minar!
—¿Acaso no quieres comer? —replicó
María Paz al instante—, las ovejas ne-
cesitamos alimento.
—¡Yo lo sé! —respondió Mela, la ove-
jita que se quejaba—, pero… ¡quizás
podría traernos la comida hasta el re-
dil.
—¡Eso es ridículo! —reclamó María Paz
colocando sus patas en la cintura—. Si
quieres comida fresca debes tomarla
de los verdes pastos. Si no lo hacemos
así, la comida llegaría seca e inservi-
ble.
Y así, cada día Mela se quejaba en
contra del pastor por todo lo que te-
nía que esforzarse. Ella pensaba que
las maltrataba, y por eso cada día te-
nía algo malo que decir.
Al día siguiente…
—Si quería darnos agua pudo dejarla
en el abrevadero, dentro del redil —
suspiró Mela en señal de desagrado.
—Sabes bien que el abrevadero tiene
agua empozada —objetó María Paz
mientras se saciaba de agua—, la me-
jor agua de todas es la que sale de
este manantial.
—¡No lo sé! —discrepó Mela—, ha sido
demasiado esfuerzo venir hasta acá.
Cuando regresemos seguro estaremos
tan sedientas de nuevo que necesita-
remos volver. Definitivamente no es
buena idea venir a este manantial.
Y al otro día…
—¿Te has fijado? —susurró Mela a su
compañera con actitud sospechosa—.
Dice ser el buen pastor, pero siempre
anda con ese palo alistándose para
pegarnos.
—¿De qué hablas? —dijo María Paz
sorprendida—. ¡Jamás nos ha pegado!
Sabes bien que la vara sirve para que
sepamos hacia dónde dirigirnos. Aun-
que, bien valdría la pena que la usara
para golpear a algunas ovejas que ne-
cesitan ser corregidas.
—Si lo dices por mí, mejor arrepiénte-
te, ¡jum!
Al fin, llegó el día sábado y el buen
pastor había planificado llevar a las
ovejas a los delicados pastos cerca de
la montaña.
—Allí sí que mis ovejas van a estar fe-
lices —pensó el buen pastor mostran-
do una gran sonrisa—, podrán comer
de los mejores pastos que existen en
la región.
Y salieron a caminar. María Paz iba
contenta y confiada de que el buen
pastor haría lo mejor para ella. Mela
no dejaba de quejarse. El resto de
ovejas tenía conversaciones similares,
pero ninguna era tan atrevida como
Mela, que culpaba al buen pastor de
todo el esfuerzo extra que, según ella,
debían hacer.
Ya en la mitad del camino Mela se
sintió agotada, inclinó sus patas y se
echó en el suelo.
—No caminaré más —dijo Mela desa-
fiante—, ha sido suficiente esfuerzo
por el día de hoy.
—Está bien —dijo en voz alta el pastor
como si entendiera lo que Mela de-
cía—, descansaremos por unos minutos.
Pero los minutos se hicieron horas y
con las horas llegó la noche. Las ove-
jas nunca habían pasado la noche fue-
ra del redil, pero esta vez, por culpa de
Mela, todas tuvieron que esperar.
El buen pastor, conocedor de los pe-
ligros de la noche, tomó a Mela en
sus hombros y la cargó hasta un lugar
cerca de la montaña. El resto de ove-
jas vieron eso y siguieron al pastor. Él
sabría qué hacer.
Empezó a levantar con sus propias
manos un gran muro sólido hecho de
rocas grandes y pequeñas, y puso allí
a las ovejas. No le tomó tanto tiempo,
pero la noche llegó sin esperar nada.
—¡Auuuuu!, ¡auuuuu! —aullaron los
lobos buscando un bocadillo.
—¡Esto es todo! —dijo Mela—, por cul-
pa de este pastor imprudente tendre-
mos que pasar la noche aquí. Seguro
los lobos atravesarán esa débil pared
que ha hecho.
—Por favor… ¡cállate Mela! —repli-
có María Paz—, ¿no ves que eres tú la
culpable de que estemos aquí?
—¿Culpable yo?, ha sido él, con su
vara y su lentitud que no ha sabido
llevarnos de regreso al redil cuando
era de día.
—Mela, ¡ya basta! —exclamó furiosa
María Paz—, no te hablaré el resto de
la noche.
El buen pastor escuchó el aullar de los
lobos y pronto se colocó en la parte
del muro que parecía más débil. Las
ovejitas estuvieron asustadas por al-
gunos minutos, pensando que esa no-
che sería la última, pero luego se dur-
mieron del cansancio. Al llegar el día,
todo estaba bien. El muro no había
sido tocado y el buen pastor no había
pegado un ojo en toda la noche para
cuidar a sus ovejas.
—Ahora, además de todo, tendremos
que regresar caminando al redil —pro-
firió Mela quejándose una vez más.
—No has aprendido nada Mela, espe-
ro que un día abras los ojos y veas la
realidad.
Mela, por primera vez decidió callar.
Recordó cómo aquel hombre de quien
se quejaba, la tomó en sus brazos y la
llevó hasta un lugar seguro, y también
cómo estuvo despierto mientras ella
dormía.
Al final solo pudo decir:
—En verdad, él es el buen pastor.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Quién es el buen pastor?
»» ¿Con cuál de las dos ovejas
te identificas?
No juzguen por lo que a
ustedes les parece;
juzguen con justicia
Juan 7:24

La señora ardilla construyó su casa en


un árbol ubicado en el centro de la
hacienda de un granjero. Se la pasaba
recogiendo semillas y bellotas, usando
una porción para comer y guardan-
do otra para el invierno que estaba a
punto de llegar.
Cierto día llegó allí un imponente
toro negro que el granjero decidió co-
locar justo en el patio de la hacien-
da. Cuando la señora ardilla lo vio se
asustó tanto que, de un salto, regresó
al árbol donde vivía. Ese día ni siquie-
ra salió a mirar por la ventana. Tenía
mucho miedo.
Al siguiente día, la señora ardilla, es-
peraba no encontrarse de nuevo con
esa figura espeluznante, pero ape-
nas sacó su cabeza por la puerta, di-
visó al colosal cuadrúpedo corriendo
con furia de un lado a otro, echando
humo por las narices en cada vuelta y
desbaratando con sus afilados cuernos
los montículos de hojas secas que el
granjero acumulaba en una esquina.
¡Pffuunn!… ¡una carrera!
¡Pffuunn!… ¡otra carrera!
¡Frass!... una sacudida de sus cuernos.
¡Pffuunn!... ¡otra carrera más!
Otra vez la señora ardilla decidió que-
darse encerrada en su casa, sacando la
cabeza de cuando en cuando para ve-
rificar el estado de ánimo de la cruel
bestia, y siempre la veía furiosa.
La ardillita no iba a quedarse tranquila
hasta conseguir almacenar la comida
necesaria, y ya que el invierno estaba
a punto de llegar, tomó fuerzas y salió
corriendo dando rápidos saltos por las
ramas intentando burlar al toro.
Normalmente hubiera bajado hasta
la tierra para luego atravesar la cerca
pero, con la amenaza del toro, decidió
tomar impulso desde la rama más lar-
ga de su árbol con la esperanza de lle-
gar fuera de su alcance.
En un salto de película la intrépida se-
ñora ardilla voló por los aires.
¡Tarás, tarás! Desde el árbol.
¡Fruuu! Hasta la cerca.
¡Pun, pas! Contra el piso.
La señora ardilla cayó en pleno te-
rritorio del toro. El sonido de su caí-
da llamó la atención del enfurecido
animal que resopló su aliento voraz
mientras buscaba como un loco de
dónde provenía el sonido.
Como una buena ardilla se levantó de
inmediato, dio un salto y luego otro
hasta llegar a la cerca, se abalanzó
trepando por la madera y justo allí su
pata derecha se atoró, quedando por
completo a merced del toro.
El oscuro animal la miró fijamente
agachando su cabeza, raspó su pata
contra el piso, sacó un bufido por la
boca y poniendo los cuernos en direc-
ción a la señora ardilla, inició la carrera.
Ella hizo todo lo que pudo para soltar
su pequeña pata, pero le fue imposible.
Al final cerró sus ojos y pensó:
—Ya no llegaré a ver ni invierno ni ve-
rano, este día mi vida ha terminado.
El toro arremetió con fuerza y cla-
vó su cuerno justo en la madera que
aprisionaba a la ardilla, dio un giro
con su cabeza y con fuerza despedazó
esa parte de la cerca.
La señora ardilla pensó lo peor. Seguía
con los ojos cerrados esperando su fi-
nal, pero lo único que escuchó fueron
las gruesas palabras del toro:
—Ya se encuentra libre señora.
Cuando la señora ardilla abrió los ojos,
miró la expresión afable del gran toro
que, lejos de querer hacerle daño, más
bien parecía sonreírle. Todavía con-
fundida, decidió preguntar.
—¡S.… sss… señor! —tartamudeó la ar-
dilla—, ¿usted me ha liberado?
—Claro que sí —respondió el toro con
una voz terriblemente ronca—, era una
dama en apuros y necesitaba de mi
ayuda.
—Pensé que venía con rabia para des-
triparme —inquirió la ardilla que toda-
vía permanecía atónita.
—¿Destriparla? —reaccionó sorprendi-
do el toro arqueando una ceja—, ¿por
qué habría de hacer eso?
—Pues parecía muy molesto arreme-
tiendo contra los montículos de hojas
secas.
—¡Je...! ¡Je...! ¡Je...! —rio con lenta
parsimonia el toro—, ese es mi juego
favorito querida dama. ¡Je...! ¡Je...!
¡Je...!
Desde entonces, la ardilla y el toro
fueron los mejores amigos, de esos
que se la pasan conversando de todo,
sin importarles si es invierno o verano.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Qué sentía la señora ardilla
al principio cuando miraba
al toro?
»» ¿En qué se parece la forma
de ver al toro de la señora
ardilla con la vida real?
»» ¿Cómo debemos mirar a las
personas que aún no cono-
cemos?
No se amolden a la conducta de
este mundo; al contrario, sean
personas diferentes en cuanto a su
conducta y forma de pensar.
Así aprenderán lo que Dios
quiere, lo que es bueno,
agradable y perfecto.
Romanos 12:2

Algún día en la historia del mundo,


alguien inventó un felizómetro. Era
un aparato pequeño, delgado y blan-
co, de esos que tienen números y me-
didas para poder registrar la cantidad
de alguna cosa, en este caso, de feli-
cidad. Acercabas el felizómetro al co-
razón de alguien y el artefacto podía
decirte si la persona era feliz o no.
El felizómetro tenía vida propia y
aprendió poco a poco a reconocer a
los seres humanos. Al darse cuenta de
sus habilidades, el aparato iba de per-
sona en persona midiendo su estado
de ánimo.
Lo peor de todo era que cada vez que
medía las emociones de alguien, hacía
gestos imitando a la persona.
—¡Feliz! —decía el felizómetro a al-
guien que pasaba—, ¡esta persona es
feliz…!
Y cuando decía eso se ponía sonriente
como calabaza.
—¡Triste!, aquella persona está tris-
te…—, e inmediatamente compungía
su figura fingiendo entristecerse.
—¡Molesta!, esa persona siempre anda
enojada —, decía arrugando las cejas
en señal de enfado.
Al felizómetro le parecía bien divulgar
los sentimientos de cada persona que
encontraba, pero eso era algo de muy
mal gusto. Sin embargo, una familia
decidió recogerlo y llevarlo a su hogar.
Era la primera vez que alguien decidía
llevarlo a su casa.
El felizómetro pensó cumplir con to-
das sus ganas la tarea de medir la
felicidad, pero eso no fue algo que
aquella familia apreció.
Cuando entraba el papá luego de sus
muchas horas de trabajo, el artefacto
colgaba los hombros y emitía un piti-
llo estridente diciendo:
—¡Cansado y enojado!, ¡cansado y
enojado!
Los hermanos se peleaban por algún
juguete y otra vez el aparato chirriaba:
—¡Uno está triste y el otro enfadado!,
¡uno está triste y el otro enfadado!
La señora de la casa se asomaba a la
ventana por la tarde y el felizómetro
gritaba:
—¡Sola… se siente deprimida y sola!,
¡aquí nadie es feliz!
Todos los miembros de la familia so-
portaban incómodos sus impertinen-
cias, hasta que la mayor de los herma-
nos que ya tenía unos siete años, se
acercó al aparato, harta de escuchar
sus acusaciones.
—¡Yaaa bastaaa!… ¡cállate!, ¿no te das
cuenta de que no queremos escuchar
tus mediciones de felicidad? ¡No te
necesitamos!
Y diciendo eso, salió corriendo hacia
su habitación.
Fue la primera vez que alguien le de-
cía al felizómetro lo mal que estaba
actuando.
¿De qué le servía al pobre aparato
gritar a los cuatro vientos la falta de
felicidad de alguien, si era él mismo
quien les provocaba el rencor, la ira y
el llanto?
Por eso prefirió estar callado y salir de
aquel hogar, hasta lograr entender al
ser humano de verdad, no solo para
medir sus emociones, sino para enten-
der su corazón. Entender a los hom-
bres, a las mujeres, a los niños y a los
jóvenes.
Y el tiempo pasó…
Viajó el felizómetro de país en país,
de ciudad en ciudad, de casa en casa,
y tuvo tiempo de aprender. Aprendió
de los hombres, de las mujeres y sobre
todo de los niños. Conoció niños feli-
ces y también niños tristes, niños que
no tenían la culpa de haber nacido en
un mal hogar y también los que esta-
ban orgullosos de sus papás.
También conoció a los niños que pa-
san todo el tiempo solos, y a esos que
solo andan jugando y divirtiéndose
porque tienen muchos amigos.
Luego de algunos años, por aquellas
casualidades de la vida, el felizómetro
fue a parar nuevamente en la primera
casa de donde salió. Sí, justo allí, don-
de aquella pequeña niña le había gri-
tado unas cuantas verdades.
Ahora la niña era una joven hermo-
sa, de cabellos rizados y más sonrien-
te que todas las jóvenes de su edad,
aunque a veces tenía sus momentos
de nostalgia.
Miró al viejo aparato que medía la fe-
licidad y recordó aquellos tiempos de
su niñez, cuando tuvo que decirle que
pare con esas mediciones que hacían
sentir tan mal a todos.
—¡Hola, pequeño aparato!, te recuerdo
bien. ¿Acaso no me vas a decir cómo
me siento hoy?
—Saludos señorita —respondió con
cortesía el felizómetro—, veo que se
encuentra usted feliz, eso me alegra.
—¡Je, je!, pues yo veo que ahora eres
un aparato muy educado.
—He tenido que aprender de ustedes
los humanos —dijo—, y de paso quería
darte las gracias. Sin ti, jamás hubie-
ra entendido lo más profundo de sus
emociones.
—Te felicito, pero creo que aprendis-
te más que eso. Aprendiste a cambiar.
Eso es algo que solo los humanos
pueden hacer.
—Gracias señorita, supongo que en-
tender más a los humanos, me hace
más humano.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Crees que las personas
pueden cambiar?
»» ¿En qué deberías cambiar?
Pero aun así, las serenas
palabras del sabio
son mejores que los clamores
del rey de los necios.
Eclesiastés 9:17

Esa mañana no era diferente a cual-


quier salida de sol en el huerto del
granjero. Los animales y plantas ha-
bían aprendido a vivir en armonía
unos con otros, y la vida en el campo
era de perfecta paz.
Sin embargo, esa mañana en particu-
lar el granjero notó que el Fresno em-
pezaba a quejarse de todo lo que pa-
saba a su alrededor.
—¿Por qué las aves hacen nido en mis
ramas? —repetía el malhumorado ár-
bol—, ¿por qué se quieren aprovechar
de mí? Estos pájaros son abusivos
conmigo, me rehúso a aceptar que so-
lamente sirvo para que las aves hagan
nido en mis ramas.
A eso del mediodía, caminaba un
puercoespín buscando alguna som-
bra que le ayudara a resistir el sol y el
cansancio del camino diario.
—¿Qué haces aquí? —dijo el Fresno—,
¿no tienes nada mejor que hacer?
—¡Eh!... solo estoy tomando un poco
de sombra —respondió tímido el puer-
coespín—, ¿acaso está prohibido?
—Pues ni siquiera me has pedido per-
miso para beneficiarte de mi sombra,
así que tendré que pedirte que te va-
yas a otro lado.
—¡Qué curioso! —dijo molesto el puer-
coespín—, todo árbol ha nacido para
dar sombra pero tú me echas de aquí
por ayudarte a cumplir tu propósito.
No necesitas echarme, claro que me
voy. Luego no te sorprendas de estar
completamente solo.
Más tarde, un conejo blanco estaba
construyendo su madriguera debajo
de la tierra, y llegó cerca de las raíces
del Fresno.
—He sabido que los fresnos tienen
grandes raíces —pensó el conejo—, tan
perdurables como para poder hacer mi
madriguera dentro.
Con estas palabras el conejo pedía
permiso al Fresno para hacer su hogar
debajo de él.
—Ni loco lo aceptaré —gritó el Fresno
con furia—, mi respuesta es un rotun-
do ¡NO! ¿Acaso quieres que mis raíces
se debiliten? Vete a buscar una guari-
da en otra parte.
Así, el Fresno se iba quedando sin
amigos. Los árboles que habían sido
plantados cerca de él solicitaron al
granjero un trasplante de inmediato
pues ya no soportaban la idea de se-
guir escuchando su amargura.
El granjero les concedió su petición
a todos, pero no se quedó conforme
con ver al Fresno solitario en medio
del monte. Decidió acercarse y pre-
guntar.
—¡Hey!… buenos días, señor Fresno
—exclamó el granjero acercándose al
gran árbol—, ¿cómo estás?
Para sorpresa del cultivador, el árbol
estaba llorando en secreto. Secando
las lágrimas que caían de sus ojos de
árbol, respondió fingiendo naturali-
dad.
—Absolutamente bien, me alegro de al
fin poder estar solo para meditar.
—No es bueno que estés solo Fresno
—cuestionaba con autoridad el granje-
ro—, ¿cuál es el motivo de tu tristeza
y odio hacia el resto de la naturaleza?
—¡Pues te lo diré de una vez! No es
justo que todos en el bosque confa-
bulen para aprovecharse de mí. Nadie
me pregunta si necesito algo. Y cada
vez que intento tener una conversa-
ción normal, termino ahuyentando a
todos y ahora nadie quiere acercar-
se a mí. ¿Qué tengo de malo? Ahora
pienso que en realidad nunca debí ser
plantado en este lugar.
—Mmm… no sé qué es lo que te suce-
de —respondió el sembrador—, pero lo
vamos a averiguar.
Así que decidió revisar cada rama,
hoja y porción de tronco del árbol. De
pronto, un brazo de luz de sol atra-
vesó el valle llegando justo hasta el
Fresno. Sí. Ahí estaba la razón. Una
raíz amarga.
—Escucha amigo Fresno, he descubier-
to una raíz amarga entre tus raíces,
por eso andas tan amargado. ¿Tienes
alguna idea de por qué está ahí?
—No —respondió sorprendido el ár-
bol—, pero me molesta mucho que
digas que el problema soy yo. Te he
dicho que yo no tengo ningún proble-
ma, por el contrario, son todos en el
bosque los que están contra mí. Pre-
gúntales a ellos… ¿qué les sucede?,
yo soy solo una víctima. A esto justa-
mente se refería la iguana. Ella dice
que no debería dejar que todos se
aprovechen de lo que puedo ofrecer.
—¿La iguana? —interrumpió el gran-
jero, reconociendo la causa de estos
males—, ¿cuándo viste a la iguana?
—Hace unos meses, hizo unas cuan-
tas suciedades por allí y luego me dijo
eso.
—Justamente por eso la iguana se ale-
jó de este valle, porque las palabras
que salían de su mal corazón hacían
que todos cambien el humor. Por eso
la echamos.
Mientras el granjero decía estas cosas,
desenterraba la raíz amarga y poco a
poco la apartaba del resto de raigones.
Una semana después, el Fresno esta-
ba tan radiante que todas las criaturas
del bosque querían estar a su alrede-
dor. Aves anidaban en sus ramas y el
Fresno conversaba con ellas y les daba
instrucciones de cómo utilizar mejor
sus hojas, pues él sabía que había sido
creado para eso.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Alguna vez te han dicho
palabras que hirieron tu co-
razón?
»» ¿Qué palabras pueden herir
a los demás?
»» ¿Qué sucede si te guardas y
crees en las palabras que te
han herido?
Entonces Dios hizo dos grandes luces:
la más grande para que alumbre
durante el día, y la más pequeña,
para que brille en la noche.
También Dios hizo las estrellas.
Dios puso estas luces en el cielo
para que alumbraran la tierra
de día y de noche,
y para que separaran
la luz de la oscuridad.
Y Dios vio que esto era hermoso.
Génesis 1:16-18

Luminosa estrella lunar,


Astro que presenció el inicio,
Dime: ¿qué pasó en el principio
cuando tú empezaste a brillar?
—Solamente por las noches —ordenó
el Creador—, el Sol brillará en el día y
tú, Luna, podrás dejarte ver en las no-
ches.
Estrellas fugaces pasaban por allí en el
momento de la creación de la Luna, y
con su sonido supersónico aplaudían
la majestuosidad de aquel astro cir-
cular. Ella fue creada para gobernar la
noche.
Y la redonda y obediente Luna se
mantuvo por muchos años aparecien-
do solo por las noches, pero un día se
cansó y levantando de forma altanera
su voz, dijo…
—Dichoso tú, Sol resplandeciente, que
sales en el día para que todo el mun-
do te vea. Yo, en cambio, salgo por las
noches, cuando le gente se esconde.
La queja fue escuchada por una rapi-
dísima estrella fugaz que pasaba por
allí y, como era una entrometida, de-
cidió intervenir.
—Luna, Lunita, Luneta, Lunar… ¿por
qué tu rostro ha dejado de alumbrar?
—¡Nada! —respondió la Luna cruzando
sus brazos y dándole la espalda a la
simpática estrellita—, no es algo que
te importe estrella boba.
—Luna, Lunar… no me puedes escon-
der lo que te pasa, tu tristeza se nota
a leguas al pasar.
—¡Bah!, es a causa del Sol —exclamó
con enfado—, y ya no me preguntes
más.
Y como era una estrella fugaz, tuvo
que seguir sin demora su camino, pero
a la mañana siguiente…
—Luna, Lunita, Luneja… ¿dime cuál es
ahora tu queja?
—¿Otra vez tú? —contestó la Luna
frunciendo las cejas con desaproba-
ción—, por favor déjame en paz.
—Luna, Luneta, Lunar… yo no puedo
dejarte de hablar, pero vendré maña-
na, quizás ya te habrás dejado de la-
mentar.
Pasaron varios días con la Luna triste
y la estrella fugaz que con toda im-
pertinencia le seguía visitando con
esas preguntas que molestaban a la
pobre Luna insatisfecha.
—Luna, Lunías… ¿al fin me dirás por
qué al sol envidias?
—¡Grrr!... Te lo diré de una vez por to-
das estrella fastidiosa. Todos admiran
al Sol, porque da luz y calor a todos
los planetas, mientras que yo apenas
soy como un cuadro sin vida que na-
die quiere observar.
—Mira Lunita… desde que has entris-
tecido, la Tierra se ha decaído.
—¿De qué hablas, estrella inoportuna?
—Es cierto que el Sol es grandioso, lo
veo cada mañana luminoso. Nada más
precioso que el Sol esplendoroso.
—¡Exacto!... a eso me refiero —asintió
la Luna.
—Pero Lunita, creo que subestimas tus
propias cualidades, parece ser que no
conoces tus habilidades.
La Luna se quedó pensativa con las
palabras de aquella estrella fugaz que
le gustaba hablar en verso, pero como
era fugaz no podía quedarse mucho
tiempo, así que la pobre Lunita tuvo
que quedarse con la duda hasta el día
siguiente, cuando la viajera pasaría de
nuevo por allí.
—Lunita, Luneta, Lunoy… ¿lista para
brillar el día de hoy?
—Oye estrella loca, vas a tener que de-
cirme de qué hablas. ¿Dices que no
debería envidiar al sol?
—Luna, Lunita… el Sol también te en-
vidia, aunque no lo admita. Dicho-
sa tu Luna, Lunar, que, con tu poder
puedes controlar el mar. Aunque no
todo el mundo lo crea, tu siempre
agitas la marea.
Desde aquel día la Luna dejó de recla-
mar al sol y de quejarse con su crea-
dor. Se dedicó a jugar alegremente
con las mareas, a veces agitando los
mares, y otras veces calmando las olas,
pues su función era mucho más que
solo decorar la noche.
Cada persona con su afán,
cada persona en su función,
cada quien es capaz de dar,
lo que tiene en su corazón.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Qué piensas de la creación
de Dios?
»» ¿Sabías que hay gente que
no cree que Dios lo creó
todo?
Dios es nuestro amparo
y nuestra fuerza,
nuestra pronta ayuda
en tiempos de tribulación.
Salmos 46:1

Un hermoso caballo de carreras se


mudó de la ciudad a la pradera. Que-
ría aprovechar el aire puro del campo
mientras entrenaba para las próximas
competiciones. Una comitiva com-
puesta por el oso y el conejo, se acer-
caron al caballo para recibirle como
buenos anfitriones.
—Seas bienvenido, caballo —gruñó el
oso tomando la iniciativa—, en este
bosque podrás entrenar todo lo que
quieras. Cuenta con nuestra ayuda en
lo que necesites.
—Muchas gracias —relinchó el caba-
llo—, intentaré no molestar a nadie.
Solo haré unas carreras por aquí y
unos saltos por allá, pero si necesito
ayuda los buscaré.
—Adelante —zapateó el conejo hacien-
do un gesto con su cabeza—, te ayu-
daremos en lo que sea. Sin embargo,
a quien no debes pedir ayuda es a la
serpiente.
—¿La serpiente? —exclamó el caballo
extrañado por el consejo—, ¿qué pasa
con la serpiente?
—Pues, debes saber que nunca ayuda
a nadie —advirtió el conejo meneando
su dedo índice—. Una vez le pedí que
me ayudara a bajar unas frutas desde
la rama de un árbol, y la muy grosera
me dijo: “¡Sube tú mismo, y tómalas!”.
—¿Es eso cierto?
—Sí, tal cual como lo oyes —aseveró
el oso con su voz lenta y pesada pe-
sada—, yo le pedí que usara sus afila-
dos colmillos para quitarme una astilla
que se me había clavado en la espal-
da, pero tampoco quiso. Desde allí
hemos decidido no ayudar de ningu-
na manera a ese animal rastrero. Bien
merecido se lo tiene.
—Gracias por la advertencia —dijo
agradecido el caballo—, lo tomaré en
cuenta.
Esa noche, una fuerte lluvia cayó en la
pradera, dejando grandes charcos de
lodo por todo el lugar. Lodo por aquí,
y lodo por allá. Charcos por aquí,
charcos por allá.
Pero eso no detuvo al caballo que,
como quería entrenar, salió con el me-
jor ánimo del mundo. De pronto, es-
cuchó gritos que salían de un lodazal.
—Sssss… ¡auxxxilioooo!... sssss —sisea-
ba desesperada la serpiente—, ¡por fa-
vor!... alguien que me ayude… sssss.
El caballo se dio cuenta de que la po-
bre larguirucha se había atascado en-
tre dos grandes y pesadas piedras que
se deslizaron desde la colina. Por más
que intentaba zafarse no lo lograba,
lastimándose cada vez más. El caballo
supo al instante lo que debía hacer.
—¡Vamos serpiente! —gritó el caba-
llo—, tú puedes salir de allí.
—No puedo —contestó indignada la
serpiente dispuesta a rendirse—, lo he
intentado por horas.
—¡Sé que podrás!, ¡vamos!… yo daré
una patada a la piedra y tu aprove-
chas para salir.
Así lo hizo… y así sucedió… ¡la ser-
piente se liberó! Cuando recobró la
calma, por fin habló:
—Mmm… bien, esteeee… mmm… bue-
no, ¡gracias caballo!, has sido muy
gentil en ayudarme. Ni el oso ni el co-
nejo que pasaron antes quisieron dar-
me una mano. El oso bien podía usar
su fuerza para mover esas rocas, y el
conejo hubiera podido cavar en la tie-
rra para dejarme libre, pero no lo hi-
cieron. Sin embargo, tú…
—Siempre es mejor ayudar al que está
en problemas —interrumpió el caba-
llo—. Si no ayudas, estorbas.
La serpiente entrecerraba sus ojos sin
párpados, pues no entendía aquellas
palabras extrañas.
—Creo que eso es algo que debería es-
cuchar el oso y el conejo.
Cuando al fin el caballo se encontró
con el oso y el conejo decidió con-
frontarlos.
—¿Cómo está todo amigos?
—¿Todo? —gruñó el oso—, ¡va de ma-
ravilla! No sabemos qué sucedió, pero
ahora la serpiente se la pasa ayudando
a todos los animales.
—No lo entiendo —zapateaba el cone-
jo apoyando el argumento de su com-
pañero—, se la pasa diciendo: “El que
no ayuda, estorba”.
—Exactamente queridos amigos —in-
tervino el caballo—, creo que ustedes
no ayudaron mucho tampoco cuan-
do sugirieron que no le hiciera ningún
favor a la serpiente. La verdad es que
estorbaron un poco.
El oso gruñó y el conejo chilló, ambos
dieron sonidos de desaprobación al
sentirse corregidos por el caballo que,
luego de un buen rato de darles sa-
bios consejos, arrancó relinchando de
gusto.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Por qué es bueno ayudar a
los demás?
»» ¿Qué fue lo malo en la acti-
tud del oso y el conejo?
»» ¿Qué sientes al saber que
Dios siempre estará dispues-
to a ayudarte en todo?
Para todo hay un tiempo oportuno.
Hay tiempo para todo
lo que se hace bajo el sol.
Eclesiastés 3.1

Camilo y sus papás estaban reunidos


para su desayuno especial de sábado.
El niño anhelaba tanto que llegase ese
día porque disfrutaba muchísimo ver a
su papá preparando la comida.
—Aprovecha bien el tiempo, Camilo
—¡le recomendaba su papá, pues se
había vuelto un poco dormilón—. Si
no despiertas pronto llegarás tarde a
la escuela todos los días.
Es que la última semana a Camilo le
había costado demasiado despertar.
El lunes, de regreso a clases, Camilo
llegó somnoliento… tanto, que se le
pegaban los ojos mientras la maestra
explicaba la materia.
Y así pasó toda la semana. Despertan-
do tarde y con sueño todo el día.
Una noche en particular, la mamá de
Camilo se levantó de madrugada para
tomar un vaso de agua y mientras ca-
minaba hacia la cocina, miró una luz
encendida. Era el cuarto de Camilo.
—¡Qué raro! —pensó—, recuerdo haber
apagado todas las luces.
Entró de inmediato y sintió un mo-
vimiento en la cama de su hijo. Ella,
como buena madre, sabía que su hijo
no estaba durmiendo sin embargo,
fingió no haberse dado cuenta, apagó
la luz y cerró la puerta.
Luego de eso, ella despertó a su espo-
so y juntos decidieron investigar esa
misma noche lo que estaba sucedien-
do. Esperaron que el niño se durmiera
y luego fueron caminando de punti-
llas para no despertarlo.
Movieron un poco sus cobijas y...
¡tarán!, allí estaba la prueba. Cami-
lo escondía unas cuantas ediciones
de comics que había estado leyendo.
Camilo se había obsesionado tanto
con aquellas revistas de héroes, que
se quedaba las noches leyendo hasta
muy tarde. Por eso no lograba desper-
tarse.
Al ver esto, los papás de Camilo se
lanzaron una cómplice mirada y deci-
dieron darle una lección.
La mañana siguiente era sábado otra
vez, así que sus padres le permitieron
dormir unas cuantas horas más.
Cuando al fin despertó se sintió raro
porque el sol estaba en lo más alto del
cielo.
—¡Papááá!, ¡mamááá! —gritaba Cami-
lo por los pasillos de su casa—, ¿qué
pasó?... ¿y el desayuno?
—¡Ohhh Camilo!, lo sentimos mucho.
Despertaste demasiado tarde y ya no
pudiste desayunar con nosotros. Pero
ya pronto será el almuerzo.
—¿¡Qué!?... ¿ya es medio día?, ¿por
qué no me despertaron?
—Lo hicimos —respondió su madre—,
pero estabas tan cansado que preferi-
mos dejarte dormir.
—Entonces... ¿perdí el desayuno?
—Si —contestó su papá fingiendo no
saber nada—, pero no te preocupes,
habrá otros.
Camilo regresó triste a su habitación,
y para olvidarse de todo se dispuso a
leer sus historietas, pero por más que
buscaba no lograba encontrarlas.
Levantaba sus cuadernos, miraba por
debajo de su cama, en los estantes
de libros. Buscaba de un lado a otro
de su habitación, pero no estaban en
ningún lado.
—¿Buscas algo? —interrogó el padre
de Camilo mirando a su hijo que po-
nía de cabeza su habitación.
—Nada papá, solo pongo un poco de
orden por aquí.
—Mmm... si buscas tus historietas, las
tiene tu mamá.
Camilo se puso verde del susto y de
inmediato paró de buscar, regresó a
ver a su padre con esa mirada que tie-
nen los niños cuando son descubier-
tos, agachando un poco la cabeza y
levantando los ojos con vergüenza.
Aunque no dijo absolutamente nada.
—Camilo —dijo cariñosamente su
papá—, ¿puedes ver cuántas cosas
perdiste esta semana? No solamente
perdiste el desayuno especial, perdiste
horas de sueño y descanso, y segura-
mente perdiste horas de clase por es-
tar casi dormido en el colegio. Por úl-
timo, hasta perdiste tus historietas.
—Papá, mis historietas nooo —dijo Ca-
milo uniendo las cejas y haciendo un
puchero como si fuera un bebé.
—Sí Camilo, las historietas sí. No po-
drás leerlas hasta que aprendas a
aprovechar bien el tiempo. Así que,
por favor, quita esa cara triste y orde-
na tu habitación.
Su mamá fue a visitarlo un par de ho-
ras más tarde. Se sentó a su lado y
acarició sus cabellos como cuando era
un niño de brazos.
—Hijo, ¿aprendiste la lección?
—Claro que sí —respondió Camilo un
poco arrogante—, no dejarse descubrir
por los padres.
Su mamá sonrió delicadamente.
—Camilo, el tiempo que pierdes no
volverá, debes aprender a aprovechar-
lo. Además, no puedes hacer las cosas
a escondidas de nosotros.
—Eso lo entiendo mamá, pero no me
gustan los castigos. ¿Cuándo volveré a
tener mis comics?
—Cuando termines tus tareas —con-
testó su mamá.
—¡Ehhh!, eso es fácil. Casi no tengo
tareas.
—Te equivocas, llamó tu maestra a de-
cirnos que no has entregado todas las
tareas de la semana. Parece que mien-
tras fingías estudiar, también leías tus
historietas.
Camilo abrió los ojos como lunas y se
sintió nuevamente descubierto.
Desperdiciar el tiempo es fácil, recupe-
rarlo es muy, muy difícil.
Dialoga con tus hijos.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Qué estuvo mal en lo que
hacía Camilo?
»» ¿Qué cosas puedes perder si
no aprovechas bien el tiem-
po?
»» ¿Qué piensas de la frase
“hay un tiempo para todo”?
¡Así dejen ustedes brillar su luz
ante toda la gente!
¡Que las buenas obras que ustedes
realicen brillen de tal manera
que la gente adore al Padre
celestial!
Mateo 5:16

Era el primer día de clases y Valeria es-


taba nerviosa porque era nueva en
aquella escuela. Para empezar bien el
año, el maestro decidió hacer una visita
al salón de zoología donde preparó una
mampara de vidrio llena de hermosas y
luminosas luciérnagas. Una de ellas no
estaba encendida como las otras y eso
llamó la atención de Valeria.
El maestro explicó que las luciérna-
gas encienden su luz para llamar a sus
compañeras, pero la apagan cuando
se sienten amenazadas.
—Se llama Lucy —dijo una niña acer-
cándose a Valeria—, como yo. Siempre
está apagada.
—Hola Lucy, yo soy Valeria, pero me
puedes decir Vale. Me gustan las lu-
ciérnagas. Es lindo que le pongas tu
nombre a una de ellas.
—Sí, creo que así no estará perdida.
Desde ese día empezaron a ser buenas
amigas. Se sentaban juntas y se ayu-
daban en sus tareas, y salían juntas a
tomar el autobús a casa, pero no en el
almuerzo. Cuando la campana sonaba,
mientras todos los niños y niñas salían
despavoridos para jugar o comer, Lucy
caminaba por los pasillos hasta per-
derse.
—¿A dónde vas, Lucy? —le preguntaba
Valeria cada vez que su amiga desapa-
recía.
—Lo siento Vale. No te puedo decir.
Mientras Lucy se escurría por los pa-
sillos, Valeria decidió seguirle sigilo-
samente para que no se diera cuenta,
hasta que llegó a la bodega del con-
serje.
Allí pudo ver lo que sucedía: un gru-
po de niñas más grandes y con mala
actitud que se reunía para repartirse
la comida que les robaba a las otras
niñas. Indignada, Valeria pensó en
defender a su amiga, pero ellas eran
grandes y no se atrevía. Hasta que de
pronto una sombra apareció detrás de
Valeria dejándola sin aliento.
—¡Y tú!… ¿Quién eres, enana? —dijo
una niña con voz malvada.
Cuando Valeria dio la vuelta tuvo que
levantar la mirada unos cuantos cen-
tímetros para poder ver el rostro de la
niña que le hablaba. Ella la tomó del
brazo y la zarandeó hasta donde esta-
ban las demás.
—Encontré más comida —dijo aquella
muchacha a las otras.
—Esperen por favor —gemía Valeria
asustada—, yo no hice nada.
Lucy la miró y solo pudo llevar su
mano a la frente mientras meneaba su
cabeza.
—Vale, te dije que no te podía decir
dónde estaba —susurró Lucy—, en es-
tas cosas siempre es mejor no decir
nada.
—No estoy de acuerdo —respondió Va-
leria en igual susurro—, debemos salir
de aquí.
—Tranquila, pronto saldremos. Ya tie-
nen nuestra comida.
—Escucha bien, niña nueva —alardeó
la que parecía la jefa de todas las ni-
ñas malvadas—, de esto no le puedes
contar a nadie, sino… ¡vas a ver lo que
te pasa!
Dicho esto, todas se rieron a carcaja-
das y luego sacaron de allí a las dos
niñas que estaban tan atemorizadas
que no podían hablar. Juntas se fue-
ron a esconder al salón de zoología.
—Es lo que te decía Vale —repitió
Lucy—, las luciérnagas apagan la luz
cuando se sienten amenazadas. Por
eso yo prefiero apagarme y no decir
nada.
Valeria no dijo nada. Se fue a casa
pensando en las palabras de Lucy.
Al día siguiente, cuando llegó la hora
del almuerzo, Valeria no estaba dis-
puesta a dejarse arrebatar su comi-
da una vez más, y quiso convencer a
Lucy de que tampoco lo haga. Pero
una de esas niñas se acercó con sigi-
lo hasta donde ellas estaban y les dijo
susurrando: ¡ya saben qué hacer!
Lucy inmediatamente empezó a cami-
nar con la cabeza agachada hacia el
pasillo de siempre, y Valeria le siguió.
—¿Listas, enanas? —dijo la jefa del
grupo mostrando su puño derecho—,
a sacar la comida.
Lucy instantáneamente abrió su male-
ta y sacó la comida que había traído.
Valeria se quedó de pie, molesta y con
los brazos cruzados.
—¡Qué!, ¿no escuchaste?
—Sí, escuché —contestó Valeria desa-
fiando a aquella niña grande—, pero
no te obedeceré.
La muchacha malvada levantó su pe-
sada mano y Valeria arrugó la mitad
de su cara esperando el peor de los
golpes.
—¡Alto! —gritó el conserje entrando de
golpe—, ¿qué creen que están hacien-
do?
Su voz fue tan fuerte que las otras ni-
ñas salieron corriendo aterrorizadas.
Lucy no podía creer lo que había su-
cedido.
—¡Gracias, don Fernando! —dijo Vale a
su salvador.
—Fue un placer Valeria —respondió el
conserje—, si esas niñas te siguen mo-
lestando, avísame y se lo diremos al
director.
—Vale… ¿fuiste tú la que planeaste
todo esto?
—Claro que sí amiga, desde el mo-
mento que todo pasó, supe que mi
luz debía encenderse para pedir ayu-
da.
La vida siempre es mejor cuando tie-
nes alguien con quien contar.
Dialoga con tus hijos.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Qué haces cuando alguien
más grande te molesta?
»» ¿Por qué es bueno tener
alguien con quien contar?
»» ¿Qué significa para ti
encender tu luz?
Las palabras amables
son como la miel,
endulzan el alma
y dan salud al cuerpo.
Proverbios 16:24

El dueño de un rancho daba de co-


mer y de beber a sus animales todas
las mañanas desde muy temprano. Los
pozos se llenaban con el agua que ba-
jaba de las vertientes de la montaña.
Un día sus animales empezaron a en-
fermar:
—¡Muuu!, ¡muuu!… ¡muuucho dolor
tenemos, ya no saldremos! —mugieron
las vacas.
—¡Hiii!, ¡hiii!… ¡tengo un dolor aquííí!
—relincharon los caballos.
—¡Meee!, ¡meee!… ¡esto de verdad
dueleeee! —balaron las ovejas.
Una enfermedad así debía tener algún
motivo, así que el dueño del rancho
empezó a investigar. Revisó la comida,
y todo estaba bien.
Miró las semillas y hojas que les daba
y nada parecía fuera de lo común.
Pero cuando revisó el agua, se perca-
tó de que no estaba cristalina como
siempre. Encontró algunos restos de
lodo y varios desechos diminutos.
—¡Debe ser eso! —pensó para sí—,
¿qué estará pasando?
No dejó pasar más tiempo y subió
hasta lo más alto de la colina, desde
donde venía el agua. Allí, en la ver-
tiente, encontró a dos muchachos que
estaban llenando con basura el ma-
nantial, removían tierra y jugaban a
ensuciarlo, aunque no se daban cuen-
ta del mal que estaban provocando.
—¿Será malo lanzar esta basura en el
agua? —dijo el menor.
—Claro que no, a nadie le importa —
respondió su hermano con despre-
cio—, vamos a ver… ¡quién ensucia
más el agua!
—¡Epa!... ¿qué están haciendo? —gritó
el dueño del rancho.
—¿Qué le importa, viejo? —respondió
el mayor de ellos.
—¿No ven que mis animales se han
enfermado por la basura que ustedes
han echado en el agua?
El muchacho se encogió de hombros
en señal de que no le importaba, e in-
mediatamente corrieron a ocultarse
entre los árboles; pero aquel hombre,
interesado en que los jovenzuelos tu-
vieran una reprimenda, los siguió has-
ta la hacienda vecina.
Con sigilo se acercó a la ventana de
una vieja casa en la que se metie-
ron los dos malandrines. Mirando con
cautela descubrió al abuelo de los
muchachos gritándoles tan fuerte has-
ta hacerles llorar. Al parecer sus padres
ya no estaban y era su abuelo quien
les criaba.
Entonces el ranchero entendió de
dónde venía aquella basura, mucho
más que la contaminación del agua,
esas palabras contaminaban el alma,
la mente y el corazón. Regresó pen-
sativo por el bosque hasta su casa y
meditó en lo que había visto durante
toda la noche.
A la mañana siguiente los muchachos
volvieron al manantial y empezaron a
lanzar algunas hojas secas al agua. De
repente oyeron un sonido detrás de
unos árboles. Pensaron que sería un
conejo o algún animal a quien moles-
tar y fueron a seguirle el rastro.
Justo cuando pensaban que lo ha-
bían encontrado, escucharon un fuer-
te gruñido detrás de unos matorrales.
Ellos se paralizaron de miedo y solo
lograron abrazarse esperando ver un
oso y algún animal peligroso.
Para su sorpresa, quien apareció fue el
ranchero. Escondía algo a sus espal-
das y estaba a punto de sacarlo. Los
muchachos pensaron lo peor y solo se
quedaron inmóviles pues sabían que
les venía una gran paliza.
¿Qué tendría el ranchero en sus ma-
nos? ¿Un palo para golpearles?, ¿una
tabla? ¡O quizás tendría un látigo
para reprenderles como hacía con sus
animales!
El dueño del rancho sacó de sus es-
paldas la mitad de un limón que había
partido, y sin quitarles los ojos de en-
cima, exprimió el limón en un poco de
agua que sostenía en la otra mano.
Luego dejó la jarra en una roca y sacó
un frasco de miel, le puso una gran
cucharada y preparó la más deliciosa
limonada. Cuando estuvo lista, les dio
a beber.
Ellos se quedaron atónitos, mirándo-
se el uno al otro dudando si debían
tomar la limonada o no. Al final deci-
dieron aceptar.
—El agua es limpia y cristalina —les
dijo—, si echas basura en ella puedes
enfermar a todos, pero si le añades
algo de limón y miel, se puede con-
vertir en un deleite para calmar la sed.
Los muchachos probaron la limonada,
miraron a los ojos al granjero, y son-
riendo le extendieron la mano en se-
ñal de hacer las paces.
A partir de ese día, ellos se convir-
tieron en los mejores cuidadores del
bosque y sus alrededores; mantenían
el agua limpia y enseñaban a otros a
cuidar la naturaleza.
—¡Muuu! ¡Muuu!... ¡Muuuy bien nos
sentimos! —mugieron las vacas.
—¡Hiii! ¡hiii!... ¡qué bueno es estar
asííí! —relincharon los caballos.
—¡Meee! ¡Meee!... ¡meeee siento
meeeejor! —balaron las ovejas.
¡Ciertamente el agua limpia los sanó!
El ser humano es como el agua, va-
mos corriendo limpios por la vida,
hasta que alguien nos echa basura
con sus palabras y entonces nos ensu-
cia. Pero si alguien nos dice palabras
lindas que nos levanten el ánimo, eso
es como la miel de una rica limonada.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Pueden las palabras conta-
minar a las personas?
»» ¿Cómo son las palabras de
Dios para sus hijos?
Asegúrense de que ninguno
pague mal por mal.
Al contrario,
procuren siempre hacer el bien,
no sólo entre ustedes
sino también a todos los demás.
1 Tesalonicenses 5:15

En el mundo diminuto de los insectos


volaba Sonia, la abejita más sonriente
del valle. Cada mañana Sonia levanta-
ba sus potentes alas para volar sobre
las amapolas y los geranios buscando
algo de polen para llevar al panal.
Un día no muy soleado, la alegre abe-
jita salió como siempre, cantando y
agitando sus alas, con dirección a los
campos de amapolas. Pero esa maña-
na un grupo de impertinentes abejo-
rros decidió juntarse para malograr el
día de Sonia.
—¡Bah!... ¡qué abeja tan corriente! —
dijo el abejorro más grande—, las flo-
res van a tener que esconderse cuando
aparezcas. Una abeja tan fea no po-
dría recolectar la dulce miel de las
amapolas.
—¡Es cierto! —dijo riendo el otro abe-
jorro—, ¡qué abeja tan fea!
Sonia jamás había escuchado palabras
tan duras de nadie, así que regresó
muy confundida al panal, sin haber
traído nada de polen.
Allí le esperaba Ricky, el líder de los
recolectores, a quien Sonia respetaba
mucho porque siempre le daba buenos
consejos. Él siempre la felicitaba por
toda la cantidad de polen que traía el
panal.
—¿¡Sonia!?... —dijo Ricky sorprendi-
do al ver a la abeja con las manos va-
cías—, ¿qué pasó con el polen?, tú
siempre traes mucho... ¿por qué has
regresado tan pronto?
La abejita permaneció callada, con los
ojos clavados en el piso y los labios
pegados.
—¿Estás bien? ¿Te pasó algo?
Sonia no pudo aguantar más y, sollo-
zando, decidió contarle todo.
—¿¡Qué!? —exclamó Ricky abriendo
sus ojos de abeja—, ¿quiénes fueron
los rufianes que te han tratado así?
—Pues... pues... ¡los abejorros!
—¿Abejorros?, ¿cuáles abejorros?
—Los que siempre vuelan cerca del
campo de las amapolas —aseguró So-
nia con el rostro decaído—. Ellos me
dijeron que era una abeja demasiado
fea, que ni siquiera debería salir del
panal.
—¿Eso dijeron? ¡Ya verán esos meque-
trefes!
Ricky tomó la mano de Sonia y fue-
ron juntos a ver a los rufianes que ha-
bían hecho llorar a la pequeña Sonia.
Cuando llegaron los encontraron ba-
ñados de lodo y llenos del olor más
apestoso que Sonia había olfateado
jamás.
—¿¡Eh!?... ¿qué pasó aquí? —preguntó
Ricky.
—Fueron las avispas —respondió uno
de los abejorros con molestia y sin
poder moverse con libertad a causa
del lodo.
—Ahhh... jajaja... jejeje... jujuju —em-
pezó a reír Ricky sin ningún control—,
bien merecido se lo tenían... jijiji... ju-
juju. ¿Qué te parece Sonia?
Pero ella ya no estaba junto a Ricky.
La pequeña abejita voló con urgencia
hasta encontrar un poco de agua, la
acumuló en una hoja y la llevó hasta
donde estaban los malvados abejorros.
Cuando llegó, tomó algunas gotas y
lavó las alas de cada uno para que al
menos pudieran volver a volar.
—¡Ya está! —exclamó Sonia cuando
terminó de lavarles las alas a todos—.
Ahora podrán volar para ir a bañarse y
quitarse ese apestoso olor.
Ellos no pudieron decir nada. Se
miraban unos a otros haciendo mue-
cas, humillados y arrepentidos por ha-
ber maltratado a Sonia. El último de
los abejorros, antes de volar, regresó
la mirada a Sonia, y aunque no pudo
decir nada, con su expresión pare-
cía darle las gracias, o quizás le pedía
perdón.
—¡Sonia!... —prorrumpió Ricky—, ¿por
qué decidiste hacer esto?, ¿no fueron
ellos los que te humillaron?
—¡Así es! —respondió la abejita dibu-
jando una gran sonrisa en su rostro—,
pero suficiente castigo y humillación
tuvieron cuando las avispas les llena-
ron de ese repugnante lodo. ¡Vamos
Ricky! Creo que todos aprendimos
buenas lecciones hoy.
—¡Vamos! —respondió Ricky, pensan-
do que hay muchos malandrines como
los abejorros y las avispas, pero pocos
seres compasivos como Sonia.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Cuál fue la lección que
aprendieron los abejorros?
»» ¿Cuál fue la lección para
Ricky?
»» ¿Qué piensas del ejemplo
de Sonia, la abejita?
Al contrario, sean bondadosos
entre ustedes, sean compasivos y
perdónense las faltas los unos
a los otros, de la misma manera
que Dios los perdonó a ustedes
por medio de Cristo.
Efesios 4:32

Susana, la maestra de Samantha, tuvo


una idea genial: fabricó un jardín para
que los alumnos pudieran aprender a
sembrar todo tipo de plantas.
Les enseñó a cortar las hojas secas,
limpiaba el resto de la planta con
agua y luego rociaba un líquido espe-
cial para deshacerse de los bichos.
—¡Aprendan esto, niños! —decía mo-
viendo sus manos de forma muy pe-
culiar.
¡Cortar, limpiar, rociar!…
¡Cortar, limpiar, rociar!…
… ahí está el secreto para que sus
plantas crezcan bellas.
Carlos era un niño travieso que no
podía estar quieto, aunque esa maña-
na se pasó de la raya. Entró al jardín
y empezó a arrancar las plantas y des-
hojarlas por completo.
Samantha era la niña más callada del
salón, sin embargo, cuando miró a
Carlos destrozar las plantas del jar-
dín, sabía que tenía que contarlo. Se
tomó las trenzas con ambas manos,
miró a todos lados, y salió corriendo
para buscar a su maestra, pero cuan-
do la tuvo al frente le dio tanto miedo
que no le pudo decir nada.
Cuando Susana se dio cuenta de lo
sucedido con las plantas fue directo al
salón para interrogar a los alumnos.
—¿Quién pudo haber hecho semejante
maldad?, ¡declárelo ahora! —reclamó
la maestra con autoridad.
A Carlos parecía no importarle nada, se
desparramó sobre su asiento y empezó
a jugar con las uñas. Estaba nervioso,
pero trataba de que nadie lo note.
La pequeña Samantha sentía su cora-
zón acelerado, ella sabía quién había
sido el destructor, pero le daba mucho
miedo hablar. Finalmente agachó su
cabeza y cerrando los ojos levantó la
mano.
—¿¡Samantha!?, ¡no puede ser!, ¿fuis-
te tú? Vamos de inmediato a la ofici-
na de la directora.
Una vez allí, las palabras de la directo-
ra, la maestra y el inspector, empeza-
ron a abrumar a la niña.
—¿Cómo puede ser esto, Samantha?
—interrogó la directora—, no puedo
creer que hayas sido tú.
—Esto es grave —dijo el inspector ma-
liciosamente—. Debemos llamar a sus
padres.
Samantha estaba aturdida entre tan-
ta acusación que no pudo más. Apre-
tó sus manos sudadas, infló su pecho
con todo el aire que pudo y gritó.
—¡No fui yoooooo!
Todos se callaron de golpe y se que-
daron mirando a Samantha con la
boca abierta. Al fin su maestra tomó
la iniciativa y se acercó para hablar
con ella.
—Samantha, ¿por qué no lo dijiste antes?
—Tenía miedo —contestó la pequeña.
—Pero... ¿por qué levantaste la mano?
—preguntó Susana.
—Es que... ¡yo sé quién fue! —respon-
dió la niña aliviada de que por fin fue
escuchada.
Samantha terminó contándolo todo.
Contó sobre Carlos y de cómo él había
sido el que maltrató todas las plantas.
Entonces la directora y el inspector fue-
ron en busca del verdadero culpable.
Mientras tanto Susana se inclinó a la
altura de Samantha que todavía esta-
ba temblando.
—Lo hiciste bien Samantha, estoy or-
gullosa de ti. Aunque te costó mucho
pudiste vencer el miedo de hablar.
—No quería delatar a Carlos, eso no
se le hace a un amigo —respondió Sa-
mantha.
—Para ayudar a un amigo siempre es
mejor hablar —dijo la maestra sabia-
mente—, si no hubieras dicho nada no
podríamos ayudar a Carlos para que
no vuelva a hacer cosas como estas.
—Maestra Susana —interrogó la niña—,
¿por qué Carlos hizo semejante cosa?
No entiendo por qué alguien querría
destruir tan lindas plantas.
—No es fácil de explicar —dijo Susa-
na—. A veces las personas somos
como aquellas plantas. Si alguien nos
maltrató o nos descuidó, guardamos
un dolor en el corazón que tarde o
temprano hace que también lastime-
mos a otros. ¿Me entiendes Saman-
tha?
—¡Mmm!, creo que sí —dijo la peque-
ña niña—, las personas son como las
plantas, puedes cuidarlas o maltratar-
las.
—¡Exacto! —exclamó Susana—. Al final
tendrás un hermoso jardín o un dese-
cho desfile de hojas y pétalos rotos.
La maestra memorizó la frase que es-
cuchó de Samantha: "las personas son
como las plantas, puedes cuidarlas o
maltratarlas". Y desde ahora enseñaba
eso a sus alumnos.
Samantha aprendió que no se pue-
de cortar a las personas, ni rociarlas
con ningún desinfectante, ni limpiar-
las con agua. Pero sí puedes cortar
sus actitudes, desinfectar sus heridas y
limpiar sus corazones.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Conoces niños o niñas que
se comporten como Carlos?
»» ¿Entiendes lo que el maltrato
puede hacer en los niños?
»» ¿Qué debes hacer si encuen-
tras a alguien maltratando a
otra persona?
Sin fe es imposible agradar a Dios.
El que quiera acercarse a Dios
debe creer que existe y que premia
a los que sinceramente lo buscan.
Hebreos 11:6

Este es el planeta de la fe. Un mundo


de montañas que se mueven, de árbo-
les que se desplantan de la tierra y se
vuelven a plantar en el mar. Un lugar
donde aquellos que tienen fe, pueden
caminar sobre el agua o controlar una
tempestad. Un universo donde solo
hace falta creer, y lo que digas suce-
derá.
—¡Levántate, vamos! —dijo un sabio
maestro a su aprendiz temprano en la
mañana—, tenemos que salir. Hoy es
un gran día y tienes una importante
lección que aprender.
El aprendiz ya estaba acostumbrado
a estos arranques de su maestro pues
usaba casi cualquier cosa para ins-
truirle, así que, ambos emprendieron
el viaje por un sendero que parecía
nunca haber sido transitado.
Caminaron por horas, hasta que llega-
ron a las faldas de dos montañas des-
comunales que no les permitían seguir
más allá.
—Maestro —exclamó el alumno—, ¿qué
haremos? ¡No podremos seguir ade-
lante! Tendremos que tomar otro ca-
mino y rodear las montañas. Eso nos
tomará un día extra o dos.
—¡Ten paz! —respondió el sabio—, no
todo lo que miras es permanente. Las
montañas se moverán.
—¿De qué está hablando? —dijo ex-
trañado el estudiante—, las montañas
son monumentales y estarán allí sin
moverse.
—Espera un poco —susurró el maes-
tro—, ya verás.
Levantando su voz se dirigió con cali-
dez a la montaña más grande.
—¡Gran trozo de tierra, demando que
te muevas de donde estás y nos dejes
pasar!
Luego de unos segundos, por debajo
de sus pies se escuchó un estruendo:
¡ ¡ ¡BRUMM! ! !
Poco a poco se desprendieron los ci-
mientos de la enorme roca y como si
tuviera pies empezó a moverse pausa-
damente apartándose del camino de
los viajeros. Esto era algo que el alum-
no jamás había visto. Era como si la
montaña hubiera tomado vida, le hu-
bieran salido piernas y agarrando sus
anchas faldas decidiera moverse a las
órdenes del ingenioso instructor.
—Maestro —indagó el aprendiz—,
¿cómo es esto posible?
—Todo es posible para el que cree —
respondió el anciano con sabiduría—.
Ahora debes hacerlo tú. Aún hay una
montaña más que debe ser retirada.
El alumno dudó por algunos
segundos, pero como siempre su
maestro había tenido razón en todo,
decidió obedecer.
—Gran trozo de tierra, demando que
te muevas de donde estás y nos de-
jes pasar —dijo el joven sin conseguir
nada.
—Enorme montaña… ¡muévete como
araña!
—Gran maza de roca y arena… ¡vete
por la vereda!
—Monte desobediente… ¡aparta tu sa-
liente!
—Cerro desolado… ¡hazte a un lado!
Nada funcionaba para el inexperto
muchacho.
—Maestro, esto es algo que no pue-
do aprender. Hágalo usted mismo esta
vez.
—Lo siento muchacho —contestó el
anciano—, esta montaña no es la
mía, es la tuya. Si no haces tu parte
tendremos que dar la vuelta por días.
El discípulo se tomó algunos segun-
dos, cerró sus ojos para concentrarse,
y lleno de nervios intentó encontrar
algo de fe en su corazón. Abrió los
ojos con pausa, miró fijamente a la
montaña y llenando sus pulmones de
aire sintió que ya estaba listo. Su voz
fue cambiando de una temblorosa or-
den a una voz de autoridad.
—Majestuosa montaña… yo sé… sé
que puedes oírme… necesitamos pasar
y no podemos contigo en el medio…
te pido, te ruego, ¡te ordeno!, leván-
tate y déjanos pasar.
¡ ¡ ¡BRUMM! ! !
Otra vez el estruendo salió desde el
fondo de la tierra. El collado entero
levantó sus faldas y se movió hacia un
lado dejándoles el camino libre para
seguir. El alumno todavía seguía ató-
nito luego de ver a la montaña mo-
verse a sus órdenes, y mientras seguía
el paso de su maestro le preguntaba:
—Maestro mío, ¿cómo fue posible?
No funcionó las otras veces, ¿por qué
funcionó la última vez?
—Esta ocasión fue diferente, las mon-
tañas escuchan la voz de fe que pro-
viene de un corazón sincero.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Qué es la fe?
»» ¿Qué representan las mon-
tañas?
»» ¿Cuál debería ser nuestra
actitud frente a cualquier
barrera que nos impide se-
guir adelante?
Es lo que Dios,
desde la eternidad,
había planeado hacer
por medio de Cristo Jesús,
nuestro Señor.
Efesios 3:11

Una pequeña pelota blanca, no más


grande que un dedo pulgar, había es-
perado mucho tiempo para que al-
guien quisiera jugar con ella, pero en
ninguna de las canchas le invitaban a
jugar.
Se puso junto a una formidable pelota
color naranja esperando que le toma-
sen en cuenta.
—¿Qué haces aquí? —preguntó aquella
pelota—, tú no perteneces a este lugar.
—¿A qué te refieres? —respondió la
pelotita blanca—, soy una pelota,
¿cierto?
—¡Ja, ja!, eres demasiado pequeña y
no puedes rebotar lo suficiente para
este juego. Debes irte, nadie te tomará
en cuenta.
En efecto, llegó uno de esos altos ju-
gadores con camisa sin mangas y
shorts grandísimos, tomó la pelota na-
ranja y la empezó a tirar contra un ta-
blero suspendido en el aire.
—¡Boom, boom, boom! —vociferaba
la bola naranja dando botes contra el
suelo—, ¡boom, boom, boom!
Cuando alguien intentó botear la pe-
queña pelota blanca se escuchó un
¡scrash!, y ya no pudo rebotar más.
—¡Ups! —dijo la pelotita—, creo que
no fui hecha para esto, buscaré otro
lugar.
Rodando y rodando por muchos ca-
minos se encontró con una cancha
gigantesca toda verde, llena de duros
balones en blanco y negro. Muchos
jugadores vestidos de camisetas co-
loridas empezaron a patear aquellos
balones tiesos de un lado al otro de la
cancha gigante.
—¡Paf, paf, paf! —gritaban los balones
en cada patada—, ¡paf, paf, paf!
La pequeña bola blanca se lanzó a la
cancha junto con todos los balones
esféricos decidida a ser pateada como
los otros. Los fortachones jugadores
se movían de un lado a otro y patea-
ban todos los balones para calentar
los músculos.
Uno de ellos miró a la diminuta y la
pateó muy fuerte para probar cuán le-
jos llegaba.
—¡Poc! —dijo la bolita blanca luego de
aquel puntapié.
—¡Bah! —se quejó el fornido juga-
dor—, no sirves para esto. No sé qué
haces aquí. Lo mejor es que desapa-
rezcas pelota inútil, antes de que al-
guien te haga daño.
Una lágrima cayó de los ojos de la po-
bre pelotita.
Mientras deambulaba por cualquier
lugar encontró un letrero gigante que
decía: “Hoy, aquí, el mejor lanzador
de todos los tiempos, experto en bolas
curvas y rectas”.
—Esta es mi oportunidad —pensó la
esferita blanca—, iré allí para que ese
jugador me arroje tan lejos como pue-
da.
Y así lo hizo. Esta vez se colocó junto
a un grupo de pelotas más pequeñas,
aunque todavía medían mucho más
que ella, pero al menos no eran gi-
gantes como las pelotas naranjas o las
blanco y negro.
El deportista llegó con su uniforme
bien ajustado, medias sobre los panta-
lones y camisa con mangas semilargas.
Tomó a la pequeña, se acomodó la
gorra bromeando con sus compañeros
mientras un jugador con un grueso
bate le seguía el juego acomodándose
para batear.
—¡Fuuunnn! —alardeó la bolita blanca
al ser echada por los aires, pero como
era de esperarse, no llegó ni siquiera a
la mitad del camino, el viento la llevó
con facilidad hacia un costado y luego
cayó al suelo sin que pueda ser batea-
da.
—¡Jajajajajaja! —carcajearon todos los
jugadores—, saquen de aquí esa pelota
y vamos a jugar en serio.
La pobre pelotilla blanca se rindió.
Decidió nunca más volver a intentar
jugar con nadie y se ocultó en una es-
quina olvidada de aquel estadio. Por
la noche el conserje que hacía la lim-
pieza la encontró y la llevó a otro lu-
gar. A la pobrecilla ya no le importa-
ba lo que hicieran con ella, así que se
dejó cargar a donde fuera.
—Seguro me echarán a cualquier ba-
surero —gimoteó triste la pequeña pe-
lota blanca—, ya entendí que no sirvo
para ningún propósito.
Pasaron los días y las semanas tirada
en una esquina, y nadie la tomaba en
cuenta.
En el momento menos pensado, se
acercó un hombre de corta estatura y
ojos alargados, como si estuvieran ce-
rrados. Tomó la pelota, le quitó todo
el polvo que le había caído encima y
la llevó consigo.
Juntos entraron a un salón lleno de
mesas con ruedas y una corta red en
la mitad. El hombre sacó una raque-
ta redondeada, calculó con precisión
su movimiento y lanzó la bola al aire
para luego golpearla con la raqueta.
Del otro lado esperaba otro hombre
con una raqueta similar.
—¡Ping, pong! ¡Ping, pong! —daba fe-
lices alaridos la pelotica blanca cuan-
do golpeaba contra la mesa y luego la
raqueta—, ¡ping, pong!, ¡ping, pong!
Hacer todo con empeño te llevará al
éxito,
Pero cada cosa en su diseño cumplirá
su propósito.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Para qué fue diseñado el
ser humano?
»» ¿Cuál es fue el propósito de
Dios para haberte creado?
Alábenlo con sonido de trompeta,
alábenlo con el arpa y la lira.
Alábenlo con pandero y danza,
alábenlo con cuerdas y flautas.
Alábenlo con címbalos sonoros,
alábenlo con címbalos resonantes.
¡Todo lo que respira alabe al SEÑOR!
¡Aleluya! ¡Alabado sea el SEÑOR!
Salmos 150:3-6

—Papá, ¿qué sonido hacen los elefan-


tes? —preguntó Samuel—.
—Pues… ese sonido es un barrito —
respondió su papá.
—¡Ah!... ¿Es como un barro pequeñito?
—¡Jaja!, no Samuel, se llama barrito o
grito.
—Pero los elefantes no gritan papá,
hacen ese sonido extraño con sus
trompas.
—Sí, claro. Me refiero a que los elefan-
tes barritan, o como tú dices, hacen
ese sonido con sus trompas.
La conversación de Samuel con su pa-
dre duró algunos minutos antes de
que el niño lograra dormirse.
—Imagina Samuel —decía su padre—,
¿cómo sería una orquesta hecha por
animales? Los grillos tocarían el violín,
los monos que andan golpeando todo
con sus manos tocarían los tambores,
los ruiseñores cantarían…
—Papá, ¿y los elefantes?, ¿qué instru-
mentos tocarían los elefantes?
—¡Mmm!… ¿los elefantes?… supongo
que ellos tocarían la trompeta.
Esa noche Samuel durmió pensando
en los animales y sus sonidos. Los vio-
lines, los tambores y las trompetas. Y
se puso a soñar.
—Vamos Dante —dijo el águila real
que dirigía la orquesta—, por ser un
elefante eres perfecto para tocar la
trompeta.
—Es que mi fuerte no es la música —
se justificó Dante.
—No puedes decir eso, seguro podrás
tocar algo bien. Tan solo debes tomar
esa gorda trompa que tienes y hacer
que suene con la música. ¿Por qué no
lo intentas al menos?
—Está bien —dijo a regañadientes el
elefante—. Dime cuando debo entrar.
—¡Hazlo a mi señal! —dijo el águi-
la abriendo las alas y levantando una
rama en forma de varita para empezar
la dirección de la orquesta de los ani-
males.
En el sueño de Samuel los animales
estaban bien vestidos. Con trajes ne-
gros y corbatines. Samuel soñaba con
los trajes que alguna vez vistieron sus
papás cuando salieron juntos a una
cena elegante. Así se vestían los ani-
males de su sueño.
Y empezó el sonido fino de los vio-
lines a cargo de los grillos, y poco a
poco se les unieron los monos cho-
cando con suavidad unos platillos.
El pavorreal desplegó sus coloridas
plumas y moviendo cada una de ellas
provocaba un sonido de arpa. Tam-
bién los ruiseñores piaban un canto
sutil y tranquilo.
—Ahora elefante —dijo el águila seña-
lando al abultado paquidermo—, es tu
momento de entrar con la trompeta.
Dante levantó su trompa y sopló con
todas sus fuerzas.
—¡Truuuuu!, ¡traaalalaaaaa! ¡frun!
¡fraaaasss! ¡furun! ¡fruuunnn!
El elefante alborotó el lugar con un
estruendo terrible y todos se taparon
las orejas al mismo tiempo.
Luego de un silencio incómodo, to-
dos abrieron los ojos y se miraron
unos a otros preguntándose cómo era
posible que un animal con tal trompa
no pudiera hacerla sonar como una
trompeta.
—¡Te lo dije! —afirmó Dante, el ele-
fante—, yo no fui hecho para esto de
la música.
Y nadie más se lo discutió. Dejaron
ir a Dante, pues, al fin y al cabo, era
mejor tenerlo lejos que dentro de la
orquesta de los animales.
Cuando terminaron el ensayo, todos
se felicitaron por un gran ensayo. Me-
nos el águila que meneaba su cabeza
con descontento.
—Hay algo que nos hace falta —dijo.
—Claro —chilló el mono impertinen-
te hinchando los labios para imitar
al elefante—, nos hace falta una gran
trompa de elefante.
—¡Jo!, ¡jo!, ¡jo! —rio discretamente el
pavorreal—, con semejante trompa y
no puede tocar la trompeta… ¡jo jo jo!
Todos los animales reían, chillaban,
balaban, mugían y hacían toda clase
de sonidos mordaces. Era una verda-
dera selva de burlas.
Pero el águila aún no estaba confor-
me. Así que voló hasta la copa de su
árbol favorito donde le gustaba po-
nerse a pensar.
—¿Qué le hace falta a esta orquesta?,
¿qué le hace falta?, qué… qué… ¿qué
es eso que suena por ahí?
Dijo eso por un sonido exquisito a lo
lejos. No sabía de donde venía, pero
sabía que eso era lo que le hacía falta a
la orquesta. Voló y voló hasta llegar al
lago, donde el sonido era más fuerte.
El ave tuvo que abrir bien sus ágiles y
alargados ojos. No podía creer lo que
estaba viendo. Era Dante. Tan melan-
cólico estaba que se había sentado en
las orillas del lago para gemir con su
trompa, sin darse cuenta que con toda
la nostalgia que tenía, había conse-
guido entonar un sonido mucho más
difícil que el de una trompeta. Era un
saxofón.
—Truuuu… trululuuuu… triluliiiii… ta-
rariiiiiii… —sonaba la trompa de Dante
con sonidos de saxofón.
Para cuando Dante se dio cuenta que
lo miraban, ya todos los animales ha-
bían llegado allí, como si el canto del
saxofón los hubiera llamado. Algunos
solo sonreían, otros secaban un par de
lágrimas y unos pocos aplaudían.
—No entiendo —exclamó Dante—, yo
estaba solo. Me aseguré de que nadie
escuchara mi lamento.
—Solo puedo decirte una cosa amigo
elefante —aseveró el águila—, cuando
tocas con tal sentimiento, toda la na-
turaleza te escucha y el cielo mismo
sonríe al oírte silbar como un saxofón.
A la mañana siguiente…
—¡Papá!, ¡papá! —vociferó Samuel
mientras corría a la habitación de su
padre—, ya sé que instrumento tocan
los elefantes. ¡Definitivamente un sa-
xofón!
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Qué significa alabar a Dios?
»» ¿Cómo se alaba con los ins-
trumentos?
»» ¿De qué otras maneras se
puede alabar a Dios?
Deliberadamente Dios
ha escogido a los que el mundo
considera tontos y débiles,
para avergonzar a los que el mundo
considera sabios y fuertes.
1 Corintios 1:27

Esta historia inicia con un altercado


en casa del alfarero. Un frasco de vi-
drio reluciente y un florero de fina
cerámica debatían sobre quién era el
más necesario.
—¡Qué bueno es poder servir al alfare-
ro! —aseguró con petulancia el frasco
de vidrio—, puedo almacenar perfume
o aceite. El alfarero me necesita más
que a ninguno de ustedes.
—¡Te equivocas! —interrumpió el flo-
rero engreído—. La decoración es más
importante. El alfarero siempre trae
flores recién cortadas y yo le ayudo a
esparcir su delicioso aroma.
Mientras eso pasaba, una desteñi-
da vasija de barro cocido arrugaba el
entrecejo sin comprender el motivo de
tal discusión.
—Creo que cada uno sirve para un
propósito diferente —reclamó la vasija
que escuchaba los comentarios des-
pectivos—. Ninguno es mejor que otro.
—¡Claro! —habló haciendo muecas el
frasquito de vidrio—, lo dice el feo ar-
tefacto de barro. Obvio que para ti
ninguno es mejor que otro, pero yo
veo con mucha claridad la diferencia
entre tú y yo.
—¡Exacto! —afirmó el florero apoyan-
do a su compañero—, aquí el frasco
y yo somos necesarios. Traemos aro-
mados perfumes y decoramos el lugar
con flores. En cambio, el barro es el
más insignificante de todos los mate-
riales. Con razón el alfarero siempre te
pone debajo de la mesa.
—¡Eh!, bueno —continuó el frasco de
vidrio riendo descontroladamente—,
a veces también te usa para recoger
el agua de las goteras cuando llueve,
¡JAJAJA!
—¡JEJE!, y también para sostener la
puerta —siguió burlándose el florero.
Un debate similar sucedía cada maña-
na y cada tarde en el taller del alfare-
ro. La pobre vasija de barro ya estaba
harta, pero no podía hacer mucho. Los
argumentos del florero y del frasco de
vidrio eran muy buenos y parecían ser
bastante ciertos.
Pero como suele ser el destino, las co-
sas siempre dan un giro cuando uno
menos lo espera.
Esa noche, el alfarero terminó su tra-
bajo y se dispuso a dormir. Apagó la
última vela que estaba prendida y ce-
rró todas las puertas de su taller para
poder descansar.
Y como es conocido, los ladrones no
respetan las canas de los ancianos, ni
las casas pobres. Por la ventana del
taller de aquel buen artesano, se tre-
pó un bellaco ladronzuelo. Alocado,
buscaba por todos lados algo de valor
para llevarse consigo.
Miró el frasco de vidrio con un poco
de perfume. Lo tomó, percibió el aro-
ma y luego lanzó el frasco al suelo…
¡CRASH!
El pobrecillo frasco se despedazó por
completo.
Luego, tomó el florero. Pensó que po-
dría llevárselo para venderlo, pero era
demasiado pesado. Molesto, le sacó
todas las flores y luego…
¡PRUM!
Se partió el florero en unas cuantas
partes.
Cuando quiso salir corriendo, el ladrón
se tropezó con la vasija de barro que
sostenía la puerta. Tan enojado estaba
por aquel tropiezo que lanzó un pun-
tapié…
¡SCRICHHH!
Se rompió la vasija en mil pedazos.
Por la mañana, cuando el alfarero se
dio cuenta de lo sucedido en su ta-
ller, fue vigilando parte por parte para
evaluar lo que se había robado el in-
truso. Miró el frasco de vidrio, tomó
sus cristales y los echó a la basura.
Tomó los pedazos del florero, y vio
que sería imposible repararlo para que
quedase igual, así que los tiró tam-
bién.
Finalmente miró la vasija de barro. Se
agachó con delicadeza y recogió cada
uno de sus pedazos rotos, los puso en
su máquina y empezó a calentar todo
de nuevo. Puso más barro y un poco
de agua. Luego más barro y aún más
agua.
Le tomó un día entero para darle for-
ma otra vez, y lo logró. Cuando el ba-
rro se secó, la vasija estuvo de nuevo
en el estante y el alfarero la llenó de
harina. Era la cantidad para comer por
todo un mes.
Así, los restos del ostentoso florero y
el soberbio frasquito de vidrio fue-
ron echados a la basura, inútiles e in-
servibles, mientras que el barro pudo
dar forma a una vasija nueva una vez
más.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Qué significa ser escogido
por Dios?
»» ¿Cuáles son los méritos
que Dios busca?
Me ha respondido:
«Debe bastarte mi amor.
Mi poder se manifiesta más
cuando la gente es débil».
2 Corintios 12:9

El bosque era un hermoso lugar para


vivir. La flor silvestre sonreía a todos
con afecto, las hierbas cantaban a
una sola voz contentas de estar vivas,
y una alegre oruga buscaba un lugar
para colgarse y volverse una crisálida.
Pero había una roca, que había caído
de la cima de la montaña hacía poco,
a la que le gustaba fanfarronear y eso
cambiaba el ánimo de todos.
—Soy una roca dura y resistente. Na-
die es más fuerte que yo. Miren todos
a esa pobre flor, tan débil que hasta
las gotas de lluvia la pueden deshojar.
Miren aquellas briznas de hierba, con
solo una pisada son aplastadas y mue-
ren. ¡Jajaja! Nadie es más fuere que
yo.
En efecto, cuando caían las tormen-
tas nocturnas, la flor amanecía toda
pálida y agotada por intentar resistir
la tormenta; y cuando los turistas se
recostaban en los prados, las pobres
hierbas quedaban desechas.
Todos terminaban dándole la razón a
la fuerte roca.
En la rama de un modesto árbol, la
oruga encontró el lugar adecuado
para colgarse y al pasar los días la bol-
sa se rompió y en unos cuantos minu-
tos, luego de mucho esfuerzo, salió la
magnífica figura de una mariposa.
Alas de color azul intenso, con de-
talles negruzcos en los filos, y unos
ojuelos en medio de sus alas que pa-
recían mirar a todos alrededor.
La naciente mariposa estaba tan emo-
cionada por su nueva apariencia que
volaba por todos lados para lucir sus
alas y perturbó el sueño de la roca.
—¡Hummm! —dijo la roca tratando de
despertar—, ¿has venido a presumir
tus alas azules? ¡Qué ridiculez! Cuan-
do eras oruga eras más fuerte de lo
que eres ahora. No he visto alguien
más frágil y débil que tú. Tus alas se-
rán lo primero es despedazarse. ¡Jaja-
ja!
—No vine a decirte nada —replicó la
mariposa—, no puedo creer que al-
guien sea tan malvado como tú.
Y llegaron hasta aquel lugar otra vez
los turistas. Le sacaban fotos a la ma-
riposa, que con dificultad trataba de
volar más alto que ellos para que no
la atrapasen. Más tarde cayó la lluvia
y la pobre mariposa iba de un lado a
otro esquivando las pesadas gotas de
agua que caían desde el cielo.
—¡Es verdad! —pensó la mariposa en-
tristecida—, las palabras de esa piedra
presumida son ciertas, somos dema-
siado débiles y nos conviene tener a
alguien tan fuerte como aquella roca
de nuestro lado. Iré mañana para de-
cirle que tenía razón en todo.
A la mañana siguiente, voló afligida
para decirle que tenía la razón. Cuan-
do logró posarse sobre la roca, de sú-
bito, un estruendo llamó la atención
de todos.
¡PROMMM! ¡PRUMMM! ¡PRAGGG!
Otro peñasco se desprendió de la
montaña y cayó sin previo aviso sobre
la roca que se jactaba de ser la más
fuerte. La pobre roca se partió por la
mitad. La mariposa levantó el vuelo
torpemente huyendo de aquella ava-
lancha, y cuando la polvareda se disi-
pó, una voz salió de en medio del pol-
vo.
—Lo siento —dijo atontado el peñas-
co que había caído—, no pensé que la
caída sería tan fuerte.
Nadie respondió. Todos estaban
asombrados por lo que había ocurrido.
La roca fanfarrona que antes destaca-
ba su fuerza, se había partido en dos
y ya no se escuchaba su voz acusando
a todos de ser tan débiles.
La mariposa aún luchaba por desha-
cerse del polvo que se había levantado
y no se dio cuenta de lo sucedido.
—¡Kof, kof! —carraspeó la mariposa—,
¡kof!, he venido, ¡kof!, a decirte que
tienes razón, ¡kof!, que eres el ser más
fuerte que conozco.
—¿De qué hablas? —preguntó el pe-
ñasco que había caído—, yo no soy
quien tú piensas. Apenas he caído en
este momento.
Entonces le explicaron todo a la pobre
mariposa que trataba de entender lo
sucedido.
—Así que, la roca que se jactaba de ser
la más fuerte —exclamó la mariposa
llena de asombro—, ¿quedó partida en
dos?
—Exactamente —contestó la nueva
roca—, y debo decirles que yo miraba
todo desde arriba. Vi una flor que se
mantuvo firme a pesar de la lluvia. Vi
una pequeña hierba que se puso de
pie nuevamente luego del maltrato de
los turistas. Vi un insecto que resistió
los cambios de ser oruga, luego cri-
sálida y más tarde mariposa, y que, a
pesar de la fragilidad de sus alas, pue-
de levantarse y volar con gracia para
embellecer al mundo.
Así termina la historia, con seres pe-
queños y frágiles que resultaron ser
muy fuertes, y uno que se creía el más
fuerte y terminó siendo el más débil.
Es que la verdadera fuerza no está en
los brazos o en un cuerpo fornido,
sino por dentro, en el espíritu.

Dialoga con tus hijos.


»» ¿Te has sentido débil en
ocasiones?
»» ¿Cómo ves a Dios? ¿Es
fuerte o débil?
Para mí no hay mayor alegría
que la de oír que mis hijos
viven de acuerdo con la verdad.
3 Juan 4

Jorge y Elena se hicieron amigos des-


de muy pequeños, iban a la escuela
juntos y se ayudaban con las tareas.
Como eran vecinos, no había día en
que sus padres no les encontrasen
conversando a las puertas de la casa
de cualquiera de los dos.
Elena era una niña muy correcta, le
gustaba hacer todo bien y que nadie
tuviera nada malo que decir de ella.
Jorge era un niño lleno de ideas, al-
gunas un poco traviesas.
Cada vez que a Jorge se le ocurría
algo, llevaba sus dedos hasta su frente
y fingía sacar una idea de su cabeza.
—¡Tengo una idea! —repetía Jorge con
su pícara sonrisa.
A lo que Elena siempre respondía:
—¡Ay, Jorge, Jorge!, siempre con tus
ideas.
Esa mañana, mientras esperaban sen-
tados en una banca que llegase el au-
tobús para ir a la escuela, Jorgito de-
cidió contarle algo a su amiga.
—¿Puedo contarte un secreto? —dijo
Jorgito a Elena.
—Claro… dime —respondió Elena con
la cabeza erguida como siempre.
—Debes prometer que no contarás
nada de lo que diga.
—¡Jorge! —dijo Elena poniendo sus
manos en la cintura—, sabes bien que
no soy una chismosa.
—Está bien… te lo contaré. Nunca he
aprendido a nadar.
—¿¡Qué!? —exclamó Elena—. ¡No es
posible!, hoy inician las pruebas de
natación y tú dijiste que sabías nadar
muy bien.
—Tuve que decirle eso al maestro
—dijo Jorge lamentándose—, me daba
mucha vergüenza que supieran que
un niño de ocho años no sabe nadar.
—Pues no te queda mucho por hacer
—insinuó Elena—, seguro se van a dar
cuenta.
—No si tú me ayudas —dijo Jorge lle-
vando sus dedos hasta la frente para
sacar algo de su imaginación—. ¡Ten-
go una idea!
—¡Ay, Jorge, Jorge!, siempre con tus
ideas. ¿Qué estás pensando hacer esta
vez?
Normalmente Elena no se involucra-
ba en las locuras que Jorge le propo-
nía, pero esta vez se trataba de algo
diferente, ella no quería que su amigo
fuera avergonzado cuando se ente-
rasen de que no sabía nadar. Por eso
decidió ayudarle.
Cuando empezaron las pruebas de
natación el profesor empezó a con-
vocar a los niños uno por uno. Todos
se lanzaban a la piscina y trataban de
dar brazadas. Unos lo hacían mejor
que otros y el maestro apuntaba en su
libreta para escoger a los mejores.
—¡Jorgeee, Jorgeee! —llamaba el pro-
fesor sin obtener una respuesta—,
¿dónde se habrá metido este mucha-
cho?
—¡No vino! —interrumpió Elena—, está
enfermo.
Mientras Elena cubría a su amigo,
él se escondía en un baño esperan-
do que nadie lo note. La niña pensó
que eso sería todo, así que, nerviosa
y todo, se dio la vuelta y empezó a
alejarse hasta que escuchó la voz del
profesor interrogándole.
—¡Espera, Elena! —gritó el maestro—,
dime… ¿de qué ha enfermado Jorge?
Elena no estaba preparada para esa
pregunta así que dijo lo primero que
vino a su mente.
—¡Eh!... ¡mmm!... ¡eh!... no sé, pero es
muy grave.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó el
profesor mientras Elena sudaba por
los nervios.
—Pues… ¡porque lo han llevado al
hospital!
—¿¡Al hospital!?
—Si… con ambulancia y todo —afirmó
Elena intentando que el profesor le
creyera su mentira.
—¡Oh, entiendo!... bueno, sigamos con
las pruebas. ¡Siguiente!
Al final del día, justo como habían
planeado, los dos amigos se encon-
traron y fueron juntos a casa. Bajaron
del autobús escolar y caminaron hasta
su casa riendo por la hazaña que am-
bos habían urdido.
—No puedo imaginar cómo te habrás
puesto de nerviosa cuando le mentiste
al profesor —repetía Jorge emocionado.
—Me quedé como estatua —respondió
Elena.
En eso, Elena se detuvo en seco que-
dándose paralizada.
—¡Caray! Qué bien lo haces aún ahora
—felicitó Jorge la actuación de Elena.
Pero ella no se movió, estaba real-
mente petrificada al ver al preocupado
maestro que había ido a casa de Jorge
a preguntar por su alumno enfermo.
Allí fueron vergonzosamente descubiertos.
Al día siguiente los niños se volvieron
a ver.
—Elena, mi mamá dice que debo pe-
dirte perdón —susurró Jorge con la
cabeza escondida entre los hombros—.
No debí pedirte ayuda en esto.
—Tranquilo —respondió Elena hacien-
do un gesto de resignación con sus
labios—, mis papás también me advir-
tieron que no me vuelva a meter en
cosas como estas.
—Supongo que las mentiras no se
pueden esconder para siempre, aun-
que yo esperaba que sí.
—Mi papá dice que sabe dónde empe-
zó todo.
—¡Ooobvio! —interrumpió Jorge—,
cuando te propuse una de mis maravi-
llosas ideas.
—¡No! La verdad no. El problema lo
ocasionó la primera mentira.
—¿La primera mentira? —dijo Jorge
sorprendido.
—¡Exacto!, cuando dijiste que sabías
nadar cuando no era cierto. Eso inició
este enorme tallarín de problemas.
—¡Tienes razón!… ¡tengo una idea! —
dijo Jorge levantando sus cejas como
palmeras y su sonrisa pícara otra vez.
—¡Ay, Jorge, Jorge!, otra vez con tus
ideas… ¡qué! ¿no aprendiste nada?
—¡Jaja! ¡tranquila amiga! —exclamó
Jorge—, solo te iba a decir que siem-
pre es mejor decir la verdad.
—¡Esa sí es una buena idea! —exclamó
Elena poniendo sus manos en su cintura.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Cuáles son las consecuen-
cias de una mentira?
»» ¿Cómo actuarías si tuvieras
que “mentir” para ayudar a
un amigo?
»» ¿Se debe mentir por razo-
nes que parecen buenas?
El que es generoso, prospera;
el que da a otros,
a sí mismo se enriquece.
Proverbios 11:25

—Mañana será un gran día —exclamó


Jairo antes de dormirse—, ocho años
no se cumplen todos los días. Espe-
ro que papá y mamá hagan un desa-
yuno especial en mi honor, y seguro
me darán un regalo sorpresa mientras
me llevan a la escuela. Yo fingiré estar
sorprendido. Mañana será un gran día.
Así pensaba Jairo antes de cumplir
ocho años. Esa noche soñó con los re-
galos y sorpresas que mamá y papá la
harían por su día especial. Pero no su-
cedió como él pensaba.
—¡Jairooo!, ¡Jairooo! —vociferó su
mamá repetidas veces llamándolo a
desayunar—, vas a llegar tarde a la es-
cuela si no bajas ahora.
Jairo bajó las escaleras de dos en dos,
listo para recibir las felicitaciones por
este gran día, pero nadie le dijo nada.
Su mamá le sirvió un desayuno nor-
mal y como llegó más tarde de lo ha-
bitual ya todos habían comido.
—Debiste bajar antes —reclamó Pablo,
su hermano mayor—, quisimos espe-
rarte, pero eres un dormilón. Aho-
ra apresúrate, o me harás llegar tarde
también.
Mientras iban a la escuela, su padre le
dijo:
—Tengo algo para ti, Jairo.
Jairo abrió los ojos emocionado. —
Papá no olvidó mi cumpleaños —pen-
só.
—Es la cuota para los uniformes de-
portivos —dijo el papá de Jairo—, la
maestra ha pedido esa cuota desde
hace semanas y he olvidado enviarla.
Jairo bajó los ojos al piso, se entriste-
ció mucho porque no obtuvo ni una
sola felicitación. Entró a la escuela ca-
bizbajo y sin ganas de hablar.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Omar, su
mejor amigo—, tienes los ojos brillo-
sos. Si no te conociera diría que estás
a punto de llorar.
—Más o menos Omar —respondió—, es
que nadie en casa recordó que hoy es
mi cumpleaños.
—¿Hoy es tu cumpleaños? ¡Felicidades!
—Sí —dijo Jairo haciendo una mueca
con los labios—, gracias amigo.
—Eso pasa a veces —dijo Omar tratan-
do de animar a su amigo—, papá nun-
ca recuerda mi cumpleaños tampoco.
Debo llamarle a su trabajo para decirle
que es un día especial.
—¡¿Qué?!, no sabía que eso te suce-
día. No deberías llamar a tú papá para
recordarle tu cumpleaños.
—Al menos eso hace que salga co-
rriendo a comprarme algo. Siempre
me regala carritos de juguete. Le he
dicho que me gustan los videojuegos,
pero se le olvida.
Jairo se mantuvo pensativo toda la
mañana, tanto que casi no atendió a
las clases. Pensaba en Omar, su mejor
amigo, que tenía que llamar a su papá
para recordarle su cumpleaños. Eso
era muy triste. Pero también pensa-
ba en su familia y se llenaba de cólera
porque todos olvidaron su gran día.
De regreso a casa Jairo venía tan ca-
llado y molesto que no articulaba pa-
labra alguna. Se mantuvo fruncido y
con los brazos cruzados durante todo
el camino. Aunque su padre trató de
animarlo, no lo logró. Jairo se había
resentido.
Cuando llegaron a casa, Jairo se bajó
del auto y esperó que su papá entre.
Se preparó por unos segundos, llenó
de aire sus pulmones y entró con toda
la ira que pudo dando un puntapié a
la puerta.
—¡Lo olvidaron!, ¡todos lo olvidaron!
—gritó Jairo mirando a su familia.
Cuando Jairo pegó ese grito, todos se
sorprendieron. Ni su papá ni su mamá
esperaban una reacción como esa. Hasta
su hermano Pablo abrió los ojos asom-
brado: jamás había escuchado gritar así
a su pequeño hermano menor.
Aturdido y con la respiración agitada,
Jairo miró su casa decorada. Su nom-
bre estaba escrito con letras grandes
de cartulina en la pared y le esperaban
varios regalos dispuestos en los sillo-
nes.
Habían preparado una gran celebra-
ción y querían que fuera una sorpresa.
Por eso no le habían dicho nada desde
la mañana. Decoraron la casa con fi-
guras deportivas y compraron un de-
licioso pastel que olía a chocolate re-
cién preparado. Hamburguesas y otros
bocadillos llenaban la mesa.
—¡Sorpresa! —gritaron todos tímida-
mente, y hasta un poco asustados por
la reacción de Jairo.
—¡Fe… feliz cum… ple… años! —dijo
su papá titubeando.
Todos permanecieron en silencio hasta
que una risotada se escuchó en medio
de todo.
—¡Jajaja!, ¡jajajajajaja! —carcajeaba
Pablo—, ¿pensaste que lo olvidamos?,
¡jajaja!
Poco a poco las miradas de todos se
encontraban y cada uno empezaba a
reír sin parar. Unos reían por las pala-
bras de Pablo, otros por el arrebato de
Jairo. Y el mismo Jairo empezó a reír-
se contagiado de las risotadas de to-
dos.
—Toma, hijo ¡felicidades! —dijo su pa-
dre entregándole una caja envuelta en
papel de regalo—, ¡jamás olvidaríamos
tu cumpleaños!
—Toma, este es el mío —aseguró Pa-
blo—, como hermano mayor tengo de-
recho a regalarte algo que antes me
perteneció a mí. Es mi colección de
tarjetas de los equipos de futbol. Aho-
ra empezaré una colección nueva y es
justo que te entregue la anterior.
Más tarde, la madre de Jairo lo acom-
pañó hasta su habitación para darle
un beso antes de dormir.
—Mamá —preguntó Jairo—, ¿crees que
puedo regalar algunos de mis video-
juegos?
—¿A qué te refieres, hijo?
—Pues, es que tengo un amigo al que
le gustan los videojuegos y hoy, al re-
cibir el regalo de Pablo, he aprendi-
do que a veces las cosas que tenemos
pueden ayudar a otros a sentirse me-
jor.
—Hijo mío, las historietas son tuyas,
puedes hacer con ellas lo que quieras.
Pero me parece maravilloso lo que has
decidido hacer.
—Gracias Ma. Estoy seguro de que
mañana será un gran día para Omar.
Dialoga con tus hijos.
»» ¿Qué piensas de la decisión
de Jairo?
»» ¿Conoces un niño que ne-
cesite amigos?
»» ¿Qué podrías ofrecerle a
un amigo que se siente
solo?
David Noboa
Pastor desde hace 12 años, siempre
conectado con jóvenes, discipulado,
sanidad interior y liderazgo.
Actualmente dirige una congregación
nueva y poco tradicional, con énfasis
en el discipulado personal. Profesor
de liderazgo en el programa de
Formación Especializada de la Red
Juvenil en Quito. Coordinador de
Especialidades625 Ecuador.

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