Pigmalión y Galatea

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Los amores de los mortales

Pigmalión y Galatea
El rey escultor
El rey de Chipre era el mejor escultor de su tiempo, aunque tan severo con las mujeres que, a su
juicio, ninguno era digno de él. A la más bella le encontraba defectos morales, a la más digna,
fealdad. El resultado de todo esto estaba cantado: no tenía una compañera de lecho, una amiga a
quien contarle sus pensamientos íntimos. Acaso por eso se dedicó obsesivamente a una tarea,
esculpir la estatua de una mujer de una hermosura sublime, blanca y perfecta. Y de tan buen
juicio como solo puede tenerlo una piedra, por más preciosas que fuera.
En las largas jornadas de trabajo, en su taller, el escultor sentía que la doncella de marfil quería
decirle algo. Como si su arte se le hubiera ido tan lejos, que pudiera alumbrar vida.
¡Solo el pudor parecía detenerla, un pudor le impedía moverse y susúrrale algo, un secreto
jamás revelado!
Al experimentar tales sentimientos, Pigmalión se avergonzaba de sí mismo y dudaba de su
mente. ¿Estaría volviéndose loco?
Pero luego se inclinaba ante la estatua y dejaba que su mano le acariciase el rostro. ¿Es cuerpo o
marfil?, se interrogaba palpando la superficie pulida.
Un día inolvidable, el rey escultor quebró la última resistencia, abrazó a su obra para besarla
suavemente. Con alborozo, sintió que el beso no fue resistido, y hasta le pareció que ella se lo
devolvía con gentileza.
Conmovido, tomó sus pequeños dedos, fríos como la nieve y así de inmaculados, con tierna
presencia, para que no se asustara.
Desde ese día, el rey le habló.
Le contaba de las bellezas de su isla, del mar y las olas que rompían contra los peñascos, de las
nubes y del cielo; de la noche serena, las estrellas y el cambio de las estaciones. Del invierno
helado y de la dulce primavera.
Ya no había soledad en el taller.
Los mismos pájaros, otrora huidizos, se acercaban a la ventana; para cantar con sus trinos mil
tonos. Una súbita sensación de juventud se apoderó del alma del escultor; y todo alrededor
cobraba vida.
Aquellos fuegos que Pigmalión creía extinguidos para siempre, crepitaban allí, en el centro de
su pecho. Latía el corazón enamorado y el comenzó a hacer las cosas que hacen los
enamorados. Como un atleta, marchaba hasta el campo para recoger unas flores silvestres.
Se aparecía en el taller con un ramo, la sonrisa grande:
- Te he traído algo; algo sencillo, pero de un perfume muy grato. Son violetas.
Y creía ver en la boca de marfil un matiz de aprobación.
Antes del amanecer, se apuraba a salir para traerle en la rama de una encina, las marcas del
rocío, el almíbar traslúcido de la noche.
¡Aún no había olvidado los gustos de las doncellas!
Le regaló piedras de colores, redondeadas de la erosión; huevecillos; caracoles.
En cada árbol imaginaba un tesoro para su dama: frutos de corazas pétreas, hojas rojas,
semillas de vida latente. Todo eso le entregaba a la mujer de marfil; quien todo lo recibía de
la misma manera.
Cuando Pigmalión le hablaba, ella oía con atención, envuelta en un silencio atento,
reverente.
-¡Ya no soy un solitario!- sentenció el rey, dichoso.
Por eso, se atrevió a dar otro paso. Cubrió la desnudez de su doncella con vestidos de telas
espléndidas, ajustándole en los dedos piedras preciosas, anillos; colgó de sus orejas perlas
trabajadas por el tiempo; en el cuello no faltaron los collares. Todo le sentaba prodigioso a
su prodigiosa mujer, todo parecía su medida.
Arrastrado por su corazón ahora feliz, le preparó un lecho de plumas ingrávidas, para que la
mujer de marfil reposara por las noches. A su diestra, el repetía un sueño; ella buscaba su
mano entre las sombras del cuarto y lo saludaba con una sonrisa flamante al salir el sol.
Pero, por las mañanas, permanecía en su dócil quietud, fría y silenciosa.
El don de Venus
Así, fue pasando el tiempo, hasta que llegó, como todos los años, la festividad en honor de
Venus, la diosa del amor. Era el día más celebrado en Chipre; decenas de novillas habían
caído en las pistas de los sacrificios, con sus cuernos cubiertos de oro, aromáticos inciensos
perfumaban el aire del templo. Cumplidos los ritos y las ofrendas, Pigmalión se detuvo ante
los altares, con timidez, pero con firmeza.
- Diosas, si es que puedes darlo todo, si es que puedes escuchar a un simple mortal que te
reclama un deseo, quisiera que mi esposa…
Sin aliento, mirando alrededor como un niño que teme ser descubierto en una travesura,
continuó:
-…fuera…
No se atrevió a decir “la mujer de marfil”. Así que dijo:
-… igual a la mujer de marfil que hice con mis propias manos.
Venus, que iba en persona a sus propias fiestas, hizo estremecer la sala con un viento que
venía de ninguna parte. La diosa de los rizos dorados, invisible, entendió lo que clamaba
aquel desdichado. Como buen augurio hizo que las llamas de un cirio se encendieran tres
veces, que brotaran de la nada y se apagaran. Pigmalión ante aquel pavoroso signo, se
preguntó por su significado. ¿Acaso había dio demasiado lejos y ahora Venus fuera su
enemiga?
Sumido en estas reflexiones, regresó a su morada, atravesando los campos verdes. Podía
sentir el estruendo de las olas al chocar contra los peñascos, una y otra vez, en la costa. ¿Era
eso furia? Más pronto dejo de lado sus cavilaciones y se descubrió urgido por volver a
encontrarse con su amada, tan cotidiana y lejana a la vez como la luna.
La mujer de marfil lo aguardaba sobre el edredón de plumas.
Se reclinó en el lecho y la besó, a modo de saludo .
Entonces sintió algo diferente; un calor que nunca había sentido en sus labios.
La acarició y ya no había dureza, como si el marfil fuera una materia blanda, preparada para
que él le diera las formas que su talento le inspirara.
Temió ser engañado por sus sentidos; hasta que vio venas azules en los brazos, y oyó que
latía un corazón que no era el suyo.
Ella giró su mirada y lo saludó con ademán tierno. Petrificado, como si ahora el fuera la
obra de un escultor desconocido, Pigmalión se quedó absorto.
En cuanto pudo reponerse la ayudó a levantarse.
Con dificultad, pero con firmeza, ella se sostuvo sobre las plantas de los pies con la
gracilidad de un cervatillo.
- Te amo, eres todo para mí- le confesó el escultor.
- Lo sé, yo viviré para ti, para nosotros- contestó ella.
Pigmalion, conmocionado, dio gracias a la diosa con palabras elocuentes, y le prometió
largas ofrendas y sacrificios.
Sin contenerse, saltó entre los arbustos del jardín, con los brazos elevados, con risas
gozosas; mientras su compañera de lecho lo miraba bajo el vestíbulo de entrada.
La felicidad había llegado.
- No corras, no te alejes de mí.
Ella estiró los brazos, pidiendo el encuentro.
Unieron sus labios en un beso verdadero; y tan cálido que la mujer se ruborizó, porque
ahora en su cuerpo corrían impetuosas corrientes de sangre.
Enternecido, él le preguntó:
- ¿Cómo te llamaré?
- Galatea –dijo ella, sin saber que Venus puso esas palabras en su boca.
La misma Venus organizó la boda y asistió a la misma. Y tras haberse completado el ciclo
de la luna por nueve veces en el cielo, ella engendró a Pafos; el hijo de ambos. Pafos fue el
padre de Ciniras, el fundador de la ciudad de Pafos. Asimismo construyó el más imponente
templo para la diosa Venus.
Pigmalión y Galatea fueron felices y tuvieron una larga vida juntos.
Mitos clasificados 3, adaptados por Franco Vaccarini.

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