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y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
préstamo públicos.
ISBN: 978-84-17545-19-2
¿Qué haces?
Almuerzo.
No te creo. ¿Dónde estás escondida?
En el baño.
¿Qué? ¿Por qué?
¿Qué otra cosa se supone que debo hacer durante 37 minutos?
¿Mirar a la gente?
Y luego me dijo que me largara del baño y fuera a almorzar con él. Por lo
visto, el colegio ya había enviado un comité de bienvenida, lleno de amigos
nuevos, para celebrar su cara bonita, y yo debía acompañarlo, en lugar de
esconderme.
No gracias, escribí.
Enseguida, arrojé mi almuerzo en el cesto de basura y me oculté en la
biblioteca hasta que sonó la campana.
Mi hermano era dos años mayor que yo; casi siempre habíamos estado en
el mismo colegio, al mismo tiempo. Pero él no odiaba mudarse como yo; no
siempre sufría cuando llegábamos a una ciudad nueva. Había dos grandes
diferencias entre ambos: primero, él era increíblemente guapo, y segundo, no
iba por ahí con un anuncio de neón imaginario, clavado en la frente, que
decía PRECAUCIÓN, AMENAZA TERRORISTA.
No miento cuando digo que las chicas hacían fila para enseñarle el colegio.
Era el chico guapo, recién llegado. El muchacho interesante, con un pasado
interesante y con un nombre interesante. El joven apuesto y exótico que todas
estas chicas bonitas terminarían usando inevitablemente para satisfacer su
necesidad de experimentar y un día rebelarse contra sus padres. Había
aprendido por las malas que no podía almorzar con él y sus amigos. Cada vez
que aparecía, con el rabo entre las patas y el orgullo hecho trizas, apenas
tardaba cinco segundos en advertir que el único motivo por el cual sus amigas
eran amables conmigo era porque querían usarme para llegar a él.
Prefería comer en el baño.
Intentaba convencerme de que no tenía importancia, pero obviamente que
me importaba. Tenía que importarme. Las noticias ya no me daban respiro. El
atentado del 11-S había sucedido el otoño pasado, a dos semanas de haber
empezado mi primer curso, y, un par de semanas después, dos chicos me
atacaron mientras regresaba a pie del colegio. Lo peor —lo peor— fue que
me llevó varios días reconocerlo; me llevó varios días entender por qué.
Tenía la esperanza de que la explicación terminara siendo más compleja, de
que hubiese más que un odio visceral y ciego detrás de sus acciones. Quería
que hubiera otro motivo por el cual dos desconocidos me habían seguido a
casa y me habían arrancado el velo de la cabeza para intentar estrangularme
con él. No entendía por qué alguien podía estar tan violentamente enojado
conmigo por algo que no había hecho, al punto de considerar que tenían
motivos para agredirme a plena luz del día mientras caminaba por la calle.
No quería entenderlo.
Pero estaba a la vista.
Al mudarnos aquí, no tenía grandes esperanzas, pero de todos modos
lamentaba descubrir que este colegio no parecía ser mejor que el anterior.
Estaba atrapada en otra ciudad pequeña, en otro universo poblado por el tipo
de personas que jamás habían visto un rostro como el mío salvo en las
noticias de la mañana, y lo odiaba. Odiaba los meses solitarios y agotadores
que llevaba instalarse en un colegio nuevo; odiaba el tiempo que tardaban los
chicos a mi alrededor en advertir que yo no era ni una amenaza ni un peligro;
odiaba el enorme esfuerzo que llevaba hacer finalmente una única amiga, lo
bastante valiente para sentarse a mi lado en público. Había tenido que revivir
este horrible ciclo tantas veces, en tantos colegios diferentes, que a veces
quería realmente estrellar mi cabeza contra una pared.
Ahora lo único que le pedía al mundo era pasar desapercibida. Quería saber
lo que era cruzar un aula sin que nadie me mirara. Pero un solo vistazo al
campus acabó con cualquier esperanza de integrarme con los demás.
El alumnado era mayormente una masa homogénea de alrededor de dos mil
personas que, aparentemente, estaban enamorados del baloncesto. Ya había
pasado decenas de pósteres —y una enorme pancarta colgaba encima de las
puertas de entrada— que celebraban un equipo que ni siquiera había iniciado
la temporada. Había números blancos y negros gigantes pegados en los
muros del corredor, letreros impresionantes que anunciaban a quienes
pasaban que contaran los días hasta el primer partido de la temporada.
No me interesaba el baloncesto en absoluto.
En cambio, me dediqué a contar la cantidad de idioteces que me habían
dicho. Resistí bien a catorce insultos hasta que me abrí camino para llegar a
mi siguiente clase y un chico que me pasó en el corredor me preguntó si
llevaba esa cosa en la cabeza para ocultar bombas, lo cual ignoré, y luego su
amigo dijo que quizás ocultaba una calvicie, lo cual ignoré, y luego un
tercero dijo que, en realidad, probablemente fuera un hombre y estuviera
intentando disimularlo. Finalmente les dije que se fueran a la mierda mientras
se felicitaban unos a otros el hecho de que se les hubieran ocurrido tan
excelentes hipótesis. No sabía qué aspecto tenían esos ineptos porque jamás
los miré, pero pensaba diecisiete, diecisiete, al llegar demasiado pronto a mi
siguiente clase y esperar, en la oscuridad, que aparecieran los demás.
Las inyecciones regulares de veneno de parte de desconocidos eran
definitivamente lo peor de llevar un velo. Pero lo mejor era que mis
profesores no podían verme escuchando música.
Era la manera ideal de disimular mis auriculares.
La música hacía que mi día fuera mucho más llevadero. Caminar por los
corredores del colegio se volvía más fácil; sentarme sola todo el tiempo
resultaba menos duro. Me encantaba que nadie pudiera darse cuenta de que
estaba oyendo música y que, como no lo sabían, jamás me pidieran que la
apagara. Había tenido un montón de conversaciones con profesores que no
tenían ni idea de que solo estaba escuchando a medias lo que me decían, y
por algún motivo eso me hacía feliz. Era como si la música me proporcionara
un soporte, un esqueleto auxiliar; podía apoyarme en ella cuando mis propios
huesos estaban demasiado débiles para sostenerme en pie. Siempre la
escuchaba en el iPod que le había robado a mi hermano; y en ese lugar, como
el año anterior cuando lo había comprado, iba a clases como si escuchara la
banda sonora de mi propia película de mierda. Me daba una suerte de
esperanza inexplicable.
Cuando al fin llegó mi última clase del día, observaba a mi profesor en
silencio. Mi mente deambulaba, no dejaba de mirar el reloj, desesperada por
escapar. Los Fugees llenaban los agujeros de mi cabeza mientras miraba fijo
mi estuche de lápices, girándolo una y otra vez entre las manos. Me
encantaban los lápices mecánicos. Los que eran realmente bonitos. De hecho,
tenía una pequeña colección que me había regalado una antigua amiga de
cuatro mudanzas atrás. Me los había traído de Japón, y estaba levemente
obsesionada con ellos. Eran preciosos, de varios colores, con brillo, y habían
venido con un set de gomas de borrar adorables y un estuche realmente
bonito, con el dibujo animado de una oveja que decía: «No me tomes a la
ligera solo porque soy una oveja». Siempre me había parecido muy gracioso
y extraño. En ese momento lo recordé, con una sonrisa ligera, cuando de
pronto alguien me golpeó el hombro. Con fuerza.
—¿Qué pasa? —pregunté, volviéndome y alzando la voz demasiado, sin
querer.
Un chico; parecía sorprendido.
—¿Qué quieres? —interrogué, bajando la voz, ahora irritada.
Dijo algo, pero no pude oírlo. Tiré del iPod en el bolsillo y pulsé el botón
de pausa.
—Eh… —Me miró parpadeando. Sonrió, pero parecía no entender—.
¿Estás escuchando música debajo de eso?
—¿Puedo ayudarte con algo?
—Ah. No. Acabo de golpear tu hombro con mi libro. Fue un accidente.
Intentaba disculparme.
—Está bien. —Me giré de nuevo. Volví a darle al Play en mi música.
El día transcurrió.
La gente había destruido mi nombre, los profesores no habían sabido qué
diablos hacer conmigo, mi profesora de Matemática me miró a la cara y dio
un discurso de cinco minutos a la clase explicando que las personas que no
amaban este país tenían que regresar directamente de donde habían venido, y
yo me quedé mirando mi libro de texto tan fijamente que pasaron varios días
hasta que pude quitarme la ecuación cuadrática de la cabeza.
Ni uno solo de mis compañeros de clase me habló, nadie sino el chico que,
sin querer, me golpeó el hombro con su libro de Biología.
Ojalá no me hubiera importado.
***
Volví a casa con una mezcla de alivio y abatimiento. Levantar los muros que
me mantenían a salvo de la angustia requería de una tremenda cantidad de
energía y, al final de cada día, me sentía tan debilitada por el esfuerzo
emocional que a veces me temblaba todo el cuerpo. Intentaba recuperar la
calma mientras avanzaba por el apacible tramo de acera que me conduciría a
casa, tratando de quitarme de encima la bruma triste y densa de la cabeza,
cuando un coche redujo la marcha solo lo suficiente como para que una mujer
me gritara que ahora estaba en Estados Unidos, por lo que debía vestirme
acorde con ello. Y estaba, no sé, tan agotada que ni siquiera tuve fuerzas para
cabrearme, por mucho que le ofreciera un buen panorama de mi dedo del
medio mientras se alejaba.
Dos años y medio más, era lo único en lo que podía pensar.
Dos años y medio más para poder librarme de ese panóptico al que
llamaban instituto, de esos monstruos que se llamaban personas. Estaba
desesperada por huir de esa institución de idiotas. Quería ir a la universidad,
vivir mi propia vida. Solo tenía que sobrevivir hasta ese momento.
2
Mis padres eran bastante bastante geniales, al menos tanto como puede serlo
un ser humano. Eran inmigrantes iraníes, orgullosos de serlo, que trabajaban
duro todo el día para hacer que mi vida y la de mi hermano fueran mejores.
Cada mudanza que hacíamos era para trasladarnos a un vecindario mejor, a
una casa más grande, a un mejor distrito escolar, con mejores opciones para
nuestro futuro. Mis padres jamás dejaron de luchar. Jamás dejaron de
esforzarse. Sabía que me amaban. Pero debéis saber de entrada que no tenían
compasión alguna, y que consideraban normales todas mis dificultades.
Mis padres jamás hablaban con mis profesores. Jamás llamaban a mi
colegio. Jamás amenazaban con llamar a la madre de otro chico porque su
hijo me hubiera arrojado una piedra a la cara. La gente había estado
jodiéndome por tener el nombre, la raza, la religión y el estatus económico
equivocado hasta donde lo recordaba, pero mi vida había sido tan fácil en
comparación con la niñez de mis propios padres que realmente no podían
comprender por qué no me despertaba todas las mañanas saltando de alegría.
La historia personal de mi padre era muy desquiciada —se había marchado
de su casa, solo, para venir a Estados Unidos cuando tenía dieciséis años—, y
la parte en la que lo reclutaron para ir a la guerra de Vietnam parecía, de
hecho, un punto culminante. Cuando era pequeña y le contaba a mi madre
que los compañeros del colegio me maltrataban, me daba una palmadita en la
cabeza y me contaba historias sobre cómo había sobrevivido a una guerra y a
una revolución de verdad, y cómo cuando tenía quince años alguien le había
partido el cráneo en la calle mientras destripaban a su mejor amiga como si
fuera un pez. Así que, oye, ¿por qué no te pones a comer tus Cheerios y te
vas a dar una vuelta, pequeña estadounidense desagradecida?
Comía mis Cheerios y no hablaba del asunto.
Quería a mis padres, en serio. Pero jamás les hablaba de mi propio dolor.
Era imposible aspirar a ser comprendida, con una madre y un padre que
creían que tenía suerte de asistir a un colegio en el que los profesores solo
decían cosas crueles, pero de hecho no te molían a golpes.
Así que ya no les contaba demasiado.
Regresaba a casa del colegio y respondía apáticamente todas sus preguntas
sobre mi día. Hacía la tarea; me mantenía ocupada. Leía un montón de libros.
Ya sé, es un cliché muy conocido: la chica solitaria y sus libros. Pero el día
que mi hermano entró en mi dormitorio y me tiró encima un ejemplar de
Harry Potter, diciendo: «Lo he ganado en el colegio. Es el tipo de libro que
podría gustarte», fue uno de los mejores de mi vida. Los pocos amigos que
había hecho que no vivían exclusivamente en el papel se habían reducido
hasta ser poco más que recuerdos, que estaban desapareciendo rápido. Había
perdido muchas cosas en las mudanzas, objetos, pertenencias, pero nada dolía
tanto como perder personas.
De cualquier manera, generalmente estaba sola.
Mi hermano, en cambio, siempre estaba ocupado. Habíamos estado muy
unidos, habíamos sido mejores amigos. Pero un día despertó y descubrió que
él era cool y guapo, y yo no. Yo incluso atemorizaba a la gente. A partir de
entonces, no sé, perdimos contacto. No fue a propósito. El problema era que
siempre debía encontrarse con otra gente, tenía cosas que hacer, chicas a las
que llamar, y yo no. Pero mi hermano me caía bien. De hecho, lo quería. Era
un buen chico cuando no me estaba sacando de quicio.
***
***
***
Pasé el resto de aquel día practicando los pasos básicos: haciendo paradas de
manos y flexiones, e intentando mejorar mi toprock. El toprock era el estilo
que se realizaba en posición vertical. Gran parte del breakdance se bailaba
sobre el suelo, pero el toprock merecía una atención especial: era lo que
primero se hacía, como una introducción y una oportunidad para crear el
marco idóneo antes de ir al suelo y realizar el downrock, y los subsecuentes
power moves y pasos que generalmente constituían una única actuación.
Sabía cómo hacer un toprock muy básico. Mi trabajo de pies era sencillo;
mis movimientos, fluidos pero sin gracia. Tenía una capacidad innata para
percibir el compás de la música y podía sincronizar mis movimientos con el
ritmo, pero no llegaba. Los mejores bailarines de breakdance tenían su propio
estilo, y mis movimientos seguían siendo genéricos. Lo sabía, siempre lo
había sabido, pero los chicos me lo señalaron de todos modos. Hablábamos,
como grupo, de lo que sabíamos hacer y de lo que queríamos aprender, y me
encontraba inclinada hacia atrás sobre las manos cuando mi hermano dio un
golpecito sobre mis nudillos.
—Déjame ver tus muñecas —dijo.
Las dobló hacia delante y hacia atrás.
—Tienes muñecas realmente flexibles —dijo. Presionó mi muñeca hacia
atrás—. ¿Esto no te duele?
Sacudí la cabeza.
Sonrió, con un brillo excitado en la mirada.
—Vamos a enseñarte a hacer la caminata del cangrejo. Será tu power move
distintivo.
Mis ojos se agrandaron. La caminata del cangrejo era tan extraña como
sonaba. No tenía nada que ver con lo que enseñaban en las clases de gimnasia
del colegio de primaria; era, en cambio, un paso que, como gran parte del
breakdance, desafiaba las reglas básicas de la gravedad y requería mucha
fuerza abdominal. Se apoyaba el peso del cuerpo en las manos, con los codos
pegados contra el torso, y se caminaba. Con las manos.
Era difícil. Muy difícil.
—Genial —dije.
No sé por qué, pero terminó siendo el mejor día de instituto que había
tenido en mi vida.
4
***
Cuando finalmente llegué arriba, eran más de las ocho, y Ocean estaba
sufriendo un ataque de pánico.
Contuve el aliento al hacer clic en sus mensajes.
Hola.
¿Estás ahí?
Soy Ocean.
Realmente, espero que este sea el número correcto.
¿Hola?
Soy ocean, tu compañero de laboratorio, ¿recuerdas?
Se hace tarde y estoy empezando a preocuparme.
La verdad es que tenemos que terminar esto antes de la clase
mañana.
¿Estás ahí?
Tras mucho rogar, me habían dado un teléfono móvil hacía solo un par de
meses —todos mis conocidos habían conseguido el suyo el año anterior—,
cuando mis padres, finalmente y a regañadientes, me llevaron a una tienda T-
Mobile para comprarme mi propio ladrillo de Nokia. Teníamos un plan
familiar, lo cual quería decir que los cuatro compartíamos un limitado
paquete de minutos y mensajes de texto, y estos, aunque eran un fenómeno
bastante nuevo, me causaban muchos problemas. De algún modo, por la
emoción de experimentar la novedad —una vez le había enviado treinta
mensajes seguidos a Navid solo para cabrearlo—, sobrepasé el límite en el
lapso de una sola semana. Terminamos recibiendo una factura con una cifra
desorbitada que obligó a mis padres a sentarme y amenazarme con quitarme
el teléfono. Me di cuenta demasiado tarde de que estaban cobrándome no
solo los mensajes que enviaba, sino también los que recibía.
Un vistazo a la larga serie de mensajes de Ocean me puso al tanto del
estado de su cuenta bancaria.
Hola, escribí, ¿eres consciente de que estos mensajes de texto
son caros, verdad?
Ocean escribió enseguida.
Eh, hola.
Creí que no vendrías.
Lamento lo de los mensajes.
¿Tienes AIM?
riosyoceanos04: Hola.
jujehpolo: Hola.
1. Differences, de Ginuwine
2. 7 Days, de Craig David
3. Hate Me Now, de Nas
4. No Surprises, de Radiohead
5. Whenever, Wherever, de Shakira
6. Pardon Me, de Incubus
7. Doo Wop, de Lauryn Hill
Solo entonces caí en la cuenta de que Ocean también podía estar revisando
mi perfil.
Me quedé helada.
Por algún motivo, borré rápido el contenido. No sabía por qué. No podía
explicar la razón por la que no quería que supiera la clase de música que
escuchaba. De golpe, todo pareció demasiado invasivo, demasiado personal.
doble ding.
Suspiré.
Ocean intentaba ser amable. Incluso, intentaba ser un amigo. Era una
posibilidad. Pero reunía todas las cualidades tradicionalmente agradables que
a una chica podían gustarle de un chico. Por eso, su amabilidad se volvía
peligrosa para mí. Yo podía ser una adolescente rabiosa, pero no era ciega.
No era mágicamente inmune a chicos guapos, y había notado que Ocean era
guapo en un grado superlativo. Vestía bien, olía bien, era muy amable. Pero
él y yo parecíamos venir de mundos tan diametralmente opuestos que sabía
que no debía permitir que fuéramos amigos. No quería conocerlo. No quería
sentirme atraída por él. No quería pensar en él, y punto. No solo en él, sino en
cualquiera que fuera como él. Era tan experta en negarme a eso, al simple
placer de tener siquiera un amor secreto, que no permitía jamás que un
pensamiento de ese tipo merodeara por mi mente.
Ya había recorrido demasiadas veces aquel camino.
Aunque para la mayoría de los chicos era poco más que un objeto de burla,
cada tanto me convertía en un objeto de fascinación. Por el motivo que fuera,
algunos chicos sentían un interés fuerte e intenso por mí y por mi vida, que
solía malinterpretar como interés amoroso. Pero tras varias situaciones muy
vergonzosas, había descubierto que me consideraban más una curiosidad que
otra cosa, un espécimen exótico tras un cristal. Solo querían observarme
desde una distancia cómoda, y no que estuviera en sus vidas de modo
permanente. Había vivido esta situación suficientes veces como para saber a
esa altura que jamás sería una verdadera candidata para una amistad, ni,
desde luego, para nada que involucrara un compromiso aún mayor. Sabía que
Ocean, por ejemplo, jamás se haría amigo mío más allá de esta tarea escolar.
Sabía que no me invitaría a su círculo de personas más allegadas, donde yo
encajaría como una zanahoria metida a la fuerza dentro de un exprimidor.
Sí, claro, Ocean intentaba ser amable, pero sabía que su corazón solo se
había vuelto repentinamente comprensivo a raíz de una culpa incómoda, y
que este era un camino que no conducía a ninguna parte. Me resultaba
agotador.
riosyoceanos04: Disculpa.
riosyoceanos04: No ha sido mi intención que te sintieras
incómoda.
Cielos.
Doble ding.
Doble ding.
riosyoceanos04: Lo siento.
Suspiré. Dejé caer la cara entre las manos. De algún modo, había creado
una situación incómoda. Todo iba bien, totalmente normal, y había sido yo
quien lo había complicado todo. Solo había una manera de arreglar las cosas.
Así que di un respiro hondo y vergonzoso, y escribí.
jujehpolo: No tienes que ser mi compañero de laboratorio si no
quieres.
jujehpolo: No pasa nada.
jujehpolo: Mañana puedo decírselo a la señora Cho.
riosyoceanos04: ¿Qué?
riosyoceanos04: ¿Por qué se te ocurriría decir algo así?
riosyoceanos04: ¿Tú no quieres ser mi compañera de
laboratorio?
Fruncí el ceño.
riosyoceanos04: Claro.
Y la hicimos.
Pero sentí que algo cambiaba entre nosotros, y no tenía idea de lo que era.
5
***
***
***
Jacobi fue el único que me vio hablando con Ocean aquel día, y cuando me
preguntó sobre ello, le dije que no era nada, solo un chico de la clase que
necesitaba algo. Ni siquiera sé por qué mentí.
Estaba completamente desconcertada.
6
***
Aquella noche, tras una sesión de entrenamiento particularmente agotadora,
me sentía demasiado excitada para dormir, y no sabía por qué. Sentada en la
cama, no dejaba de escribir. Siempre había escrito en mi diario con bastante
intensidad.
Todos los días garabateaba palabras sobre aquellas hojas, varias veces al
día. Incluso, en la mitad de una clase y durante las horas de almuerzo. Mi
diario era algo tan preciado para mí que lo acarreaba adonde fuera: era la
única manera de mantenerlo a salvo. Me preocupaba que algún día mi madre
se apoderara de él, lo leyera y advirtiera que su hija era un ser humano
complicado y con defectos, alguien que a menudo desestimaba el dogma de
la religión, y eso le terminara provocando un aneurisma. Así que siempre lo
tenía cerrado.
Pero esa noche no podía concentrarme.
Cada tanto, levantaba la vista, miraba mi ordenador, su pantalla negra,
apagada, brillando en la oscuridad, y dudaba. Era realmente tarde, quizás la
una de la mañana. Todo el mundo dormía.
Dejé de lado el bolígrafo.
El antiguo y pesado ordenador era una mole abultada y difícil de manejar.
Mi madre lo había ensamblado, componente por componente, hacía un par de
años, cuando debía obtener un nuevo nivel de certificación para su curso de
programación informática. Se parecía un poco al monstruo de Frankenstein,
salvo porque era el monstruo de mi madre, y yo había sido la feliz
destinataria del coloso. Rápido, antes de que pudiera cambiar de idea, lo
encendí.
Hizo ruido.
La pantalla se iluminó, aparatosa y enceguecedora; el componente de CPU
empezó a zumbar enloquecido. El ventilador estaba sobrecargado, y el disco
rígido hacía un fuerte chasquido. De inmediato, me arrepentí de mi decisión.
Me habían llegado historias de padres que dejaban que sus hijos se quedaran
despiertos toda la noche, pero no los conocía. Por el contrario, los míos
siempre estaban controlándome, siempre desconfiando… aunque fuera,
generalmente, por un buen motivo: mi hermano y yo no éramos precisamente
un modelo de obediencia. Ahora estaba segura de que me oirían dando
vueltas en mi habitación, irrumpirían sin más, y me obligarían a que me fuera
a dormir.
Me mordí el labio y esperé.
La maldita máquina por fin se encendió. Llevó diez minutos. Llevó otros
diez hacer clic en varias teclas y conseguir que funcionara Internet porque a
veces mi ordenador era, no sé, sencillamente terco. Por raro que pareciera,
estaba nerviosa. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo ni por qué lo hacía.
No con absoluta certeza.
Mi cuenta de AIM se conectó automáticamente; mi breve lista de amigos
estaba offline. Salvo uno.
Mi corazón hizo algo raro en el pecho, y me paré demasiado rápido,
sintiéndome de pronto estúpida y avergonzada. Ni siquiera conocía a ese
chico. No estaba ni remotamente interesado en alguien como yo ni lo estaría
jamás, y yo lo sabía. Lo sabía y de todos modos seguía quieta ahí, como una
idiota.
No lo haría. No haría el ridículo.
Me volví hacia mi ordenador, lista para presionar el botón de encendido y
apagar todo ese armatoste cuando…
doble ding.
doble ding.
doble ding.
riosyoceanos04: Hola.
riosyoceanos04: Estás conectada.
riosyoceanos04: Nunca te conectas.
doble ding.
riosyoceanos04: ¿Hola?
jujehpolo: Hola.
riosyoceanos04: Hola.
riosyoceanos04: ¿Qué haces despierta a esta hora?
jujehpolo: ¿Sí?
riosyoceanos04: Quizá algún día puedas enseñarme sobre la
comida persa.
***
***
Regresé a casa aquella noche sintiéndome más eufórica que nunca. Enloquecí
a mi madre hablando hasta por los codos del evento. Sonrió, poco
impresionada, y me dijo que fuera a hacer la tarea. Al día siguiente a primera
hora, me estaría esperando el colegio, pero esa noche seguía bajo el hechizo.
La música aún resonaba en mi cabeza. Me preparé para ir a la cama y no
podía concentrarme en las tareas que había dejado inconclusas. En cambio,
despejé un hueco en la mitad del dormitorio y practiqué la posición del
cangrejo durante tanto tiempo que empecé a sentir pinchazos en las manos
por la alfombra. No hacía más que caer hacia delante, besando el suelo, como
le gustaba decir a mi hermano, y no me terminaba de salir. Aún tenía un largo
camino por recorrer antes de llegar a ser siquiera una bailarina de breakdance
decente, pero vamos, nunca me había asustado el trabajo duro.
9
Mi segunda clase del día era Perspectivas Globales. Mi profesor era una de
esas mentes exaltadas y creativas, uno de esos tipos decididos a lograr
grandes cambios en los adolescentes. Era más cool que la mayoría de los
docentes, aunque casi siempre se notaba que hacía demasiado esfuerzo por
convencernos de ello. De todas formas, no odiaba su clase. Lo único que nos
exigía era que participáramos.
No había exámenes ni tareas.
En cambio, nos obligaba a analizar temas de actualidad: política, ideas
controversiales. Quería que nos formuláramos preguntas difíciles, que nos
cuestionáramos a nosotros mismos y a las ideas que teníamos del mundo, y
que entabláramos un diálogo directo entre nosotros de maneras en las que
habitualmente no lo haríamos. Si nos negábamos a participar —a expresar en
voz alta nuestras opiniones— suspenderíamos la asignatura.
Me gustó.
Hasta ahora no había habido ningún drama; había comenzado con temas
poco conflictivos. El segundo día de clase, descubrimos que había dividido
todos los escritorios en grupos de cuatro. Teníamos que comenzar allí, en un
grupo más pequeño, antes de que él introdujera algún cambio.
Tras treinta minutos de un debate intenso, pasó por nuestro pequeño grupo
y nos pidió que resumiéramos lo que habíamos hablado.
Y luego nos sorprendió.
—Genial, genial. ¿Y cómo se llaman las personas del grupo? —preguntó.
Fue eso lo que hizo que lo tomara en serio. Porque, caramba, hacía un rato
que hablábamos y no habíamos preguntado una sola vez cómo se llamaban
los demás. Pensé: quizás este sujeto sea inteligente. Pensé: quizás sea
diferente. Pensé: oye, el señor Jordan realmente podría saber algo.
Pero ese era un nuevo lunes. Se imponía un cambio.
Acababa de llegar a mi sitio cuando gritó:
—Shirin y Travis, venid aquí, por favor.
Lo miré, sin entender, pero me hizo un gesto para que me acercara. Dejé
caer mi mochila en el suelo, junto a mi silla, y me dirigí a regañadientes al
frente de la clase. Me quedé mirando fijamente mis pies, y la pared. Estaba
nerviosa.
Aún no había conocido a Travis, no era uno de los cuatro integrantes de mi
grupo, pero reunía todas las características que, según la televisión, debía
tener un atleta: era un muchachote fuerte y rubio, y llevaba una chaqueta
deportiva. Noté que él también dirigía miradas embarazosas a su alrededor.
El señor Jordan sonreía.
—Un nuevo experimento —dijo a la clase, aplaudiendo. Luego se volvió
hacia nosotros—. Bueno, vosotros dos —dijo, girando nuestros hombros de
modo que quedamos enfrentados—, sin vergüenza. Quiero que os miréis a la
cara.
Matadme, por favor.
Miré a Travis solo porque no quería suspender esta clase. Él tampoco
parecía demasiado entusiasmado con mirarme a la cara, y me dio pena por él.
Ninguno de los dos quería hacer lo que demonios fuera que nuestro profesor
tenía planeado.
—Seguir miraándoos —dijo el señor Jordan—. Quiero que ambos os miréis
de verdad. Que realmente os observéis. ¿Lo están haciendo?
Le lancé una mirada asesina al señor Jordan, sin decir una palabra.
—Muy bien —dijo. Sonreía como un demente—. Ahora, Travis —dijo—,
quiero que me digas exactamente lo que piensas cuando miras a Shirin.
En ese momento, perdí toda sensibilidad en mis piernas.
Me sentí de pronto débil pero paralizada a la vez. Me inundaron el pánico y
la indignación. Me sentía traicionada, y no supe qué hacer. ¿Cómo podía
justificar el hecho de enfrentar a mi profesor y decirle que estaba loco?
¿Cómo podía hacerlo sin que me sancionaran?
La cara de Travis se había teñido de un rojo intenso. Comenzó a balbucear.
—Sé sincero —decía el señor Jordan—. Recuerda, lo primero es la
sinceridad. Sin ella, no podemos avanzar ni tener discusiones productivas.
Así que sé sincero. Dime exactamente qué piensas cuando miras su cara. La
primera impresión. Lo que se te ocurra. Ahora, ahora.
Me quedé entumecida. Estaba paralizada por la impotencia y la vergüenza.
No sabía cómo explicarlo. Me quedé allí parada, odiándome, mientras Travis
titubeaba buscando las palabras adecuadas.
—No sé —dijo. Apenas podía mirarme.
—Mentira —aseguró el señor Jordan, con los ojos centellantes—. Eso es
mentira, Travis, y lo sabes. Quiero que seas sincero.
Comencé a respirar demasiado rápido. Miré a Travis, rogándole con la
mirada que, sencillamente, se fuera, que me dejara sola, pero él estaba
extraviado en su propio pánico y no pudo advertir el mío.
—N-no lo sé. —Volvió a decir—. Cuando la veo, no veo nada.
—¿Qué? —Volvió a preguntar el señor Jordan. Se había acercado a Travis,
y lo estudiaba con detenimiento—. ¿Qué significa que no ves nada?
—Significa, significa… —Travis suspiró. Su rostro estaba cubierto de
manchas rojas—. Significa que… sencillamente no la veo. Es como si no
existiera para mí. Cuando la miro, no veo nada.
La furia abandonó mi cuerpo. Me sentí de pronto sin fuerzas. Hueca. Mis
ojos empezaron a arder, llenos de lágrimas. Intenté contenerlas.
Oí los vagos y distorsionados sonidos de victoria del señor Jordan. Lo oí
aplaudir las manos, excitado. Lo vi dirigirse a mí, aparentemente, para hacer
que yo también realizara su estúpido experimento, y en cambio, no pude
hacer otra cosa que mirarlo, con el rostro agarrotado.
Y me fui.
Tomé mi mochila de donde la había dejado y fui como en cámara lenta
directo hacia la puerta de salida. Me sentía ciega y sorda a la vez, como si me
desplazara a través de la niebla. Entonces me di cuenta, como cada vez que
sucedía algo así, de que no era tan fuerte como pretendía ser.
Me seguía importando demasiado. Aún conseguían pincharme demasiado
fácil y patéticamente.
No sabía adónde iba. Solo que debía marcharme. Tenía que irme, tenía que
salir de aquí antes de echarme a llorar delante de la clase, de insultar al señor
Jordan, y de conseguir que me expulsaran.
Había avanzado ciegamente atravesando la puerta, el corredor y la mitad
del colegio cuando me di cuenta de que quería ir a casa. Quería despejar mi
cabeza; alejarme un rato de todo. Así que crucé el patio y el aparcamiento, y
estaba a punto de salir del campus cuando sentí que alguien me sujetaba el
brazo.
—Joder, qué rápido caminas…
Me di vuelta, asombrada.
Ocean tenía la mano en mi brazo, y la mirada llena de algo parecido al
temor o la preocupación.
—Hace rato que te llamo. ¿No me oías?
Miré alrededor como si me estuviera volviendo loca. ¿Por qué me sucedía
esto a cada rato? ¿Qué diablos hacía Ocean aquí?
—Lo siento —dije. Vacilé. Noté que seguía tocándome y di un paso
repentino y nervioso hacia atrás—. Yo… eh… estaba un poco distraída.
—Sí, me lo he imaginado —dijo, y suspiró—. El señor Jordan es un
imbécil. Un completo idiota.
Mis ojos se agrandaron. Ahora estaba aún más confundida.
—¿Cómo sabes lo del señor Jordan?
Ocean se quedó mirándome. Parecía no estar seguro de si bromeaba o no.
—Estoy en tu clase —dijo finalmente.
Parpadeé.
—¿Bromeas? —preguntó—. ¿No sabías que estaba en tu clase? —Rio,
pero era una risa triste. Sacudió la cabeza—. Guau.
Seguía sin entenderlo. Era demasiado, demasiadas cosas que pasaban todas
a la vez.
—¿Acabas de cambiarte? —pregunté—. ¿O siempre has estado en mi
clase?
Ocean parecía estupefacto.
—Vaya, realmente, lo siento —dije—. No es que te ignore. Es solo que…
la mayor parte del tiempo, no miro a la gente.
—Sí —aseguró, y volvió a reír—. Me doy cuenta.
Levanté las cejas.
Y suspiró.
—Oye, pero en serio, ¿estás bien? No puedo creer que te hiciera algo así.
—Sí. —Desvié la mirada—. Travis me da un poco de lástima.
Ocean emitió un bufido de incredulidad.
—Travis estará bien.
—Sí.
—¿Así que estás bien? ¿No necesitas que entre y le dé una patada en el
culo?
Y levanté la mirada, incapaz de contener mi sorpresa. ¿En qué momento se
había convertido Ocean en el chico dispuesto a defender mi honor? ¿En qué
momento yo había hecho méritos suficientes para convertirme en la clase de
persona a quien siquiera se lo ofrecería? Casi no le hablaba, y aun cuando
conversábamos, jamás habían sido más que unas pocas palabras. La semana
pasada apenas me había hablado en la clase de Biología. Me di cuenta
entonces de que no conocía a Ocean en absoluto.
—Estoy bien —dije.
Es decir, no lo estaba, pero no sabía qué otra cosa decir. Realmente, me
quería ir. Y solo caí en la cuenta de que acababa de decir esto último cuando
Ocean señaló:
—Buena idea. Vayámonos de aquí.
—¿Qué? —Me reí sin querer de lo que había dicho—. ¿Lo dices en serio?
—Estabas a punto de saltarte las clases, ¿no? —preguntó.
Asentí.
—Entonces —dijo, encogiendo los hombros—. Iré contigo.
—No hace falta que lo hagas.
—Ya lo sé. No hace falta que lo haga —dijo—. Pero quiero hacerlo. ¿Está
bien?
Me quedé mirándolo.
Lo miré, con su cabello castaño, modesto y sin complicaciones. Su suave
jersey color azul y sus vaqueros oscuros. Llevaba calzado deportivo blanco.
Me miró, entrecerrando los ojos para protegerse de la luz fría del sol,
esperando mi respuesta. Finalmente sacó un par de gafas de sol del bolsillo y
se las puso. Eran gafas bonitas; le quedaban bien.
—Sí —susurré—. Está bien.
10
***
—Me he enterado de que hoy te has saltado las clases. —Fue lo primero que
me dijo mi hermano.
Mierda.
Casi me había olvidado de eso.
—¿Quién te ha contado que me he saltado las clases?
—El señor Jordan.
—¿Qué? —Sentí una nueva ola de furia—. ¿Por qué? ¿Cómo es que
vosotros dos os conocéis?
Navid sacudió la cabeza, a punto de reír.
—El señor Jordan es nuestro supervisor del club de breakdance.
—Ah, claro. —Un profesor con estilo como el señor Jordan no habría
dejado escapar la oportunidad de supervisar un club de breakdance. Obvio.
—Dijo que estaba preocupado por ti. Dijo que te enfadaste en clase y
saliste corriendo sin decir una palabra. —Navid hizo una pausa, clavándome
la mirada—. Dijo que te escapaste con un chico.
—¿Qué? —Arrugué el entrecejo—. En primer lugar, no salí corriendo de la
clase. Y, en segundo lugar, no me fui con ningún chico. Fue él quien me
siguió.
—Da igual —dijo Navid—. ¿Qué sucede? ¿Faltas a clases? ¿Huyes del
campus con chicos desconocidos? ¿Voy a tener que hacerle morder el polvo
mañana?
Entorné los ojos. Carlos, Bijan y Jacobi observaban fascinados nuestra
conversación; estaba enfadada con todos.
—El señor Jordan se comportó como un imbécil —dije—. Me obligó a mí
y a otro tipo a mirarnos a los ojos delante de toda la clase, y luego el otro
tuvo que decir en voz alta exactamente lo que pensaba al mirarme.
—¿Y? —Mi hermano cruzó los brazos—. ¿Cuál es el problema?
Lo miré, sorprendida.
—¿A qué te refieres con cuál es el problema? ¿Qué crees que sucedió? Fue
humillante.
Navid dejó caer los brazos.
—¿En qué sentido fue humillante?
—Me refiero a que fue horrible. Dijo que cuando me miraba no veía nada.
Que básicamente ni siquiera existía. —Sacudí una mano frustrada en el aire
—. Da igual. Ahora suena estúpido, lo sé, pero realmente hirió mis
sentimientos. Así que me fui.
—Maldita sea —dijo Navid en voz baja—. Así que, sí voy a tener que
hacerle moder el polvo a alguien mañana.
—No tienes que hacer que nadie muerda el polvo —manifesté,
desplomándome en el suelo—. No pasa nada. Creo que abandonaré la clase;
aún hay tiempo.
—No lo creo. —Navid sacudió la cabeza mirándome—. Estoy bastante
seguro de que perdiste la oportunidad. Puedes retirarte de la clase, pero
aparecerá en tu certificado de estudios, lo cual significa que…
—Me importa una mierda mi certificado de estudios —aseguré, irritada.
—Está bien —dijo, con las manos en alto—. Está bien. —Mi hermano me
miró, con genuina compasión durante cinco minutos y luego frunció las cejas
—. Espera, hay algo que no entiendo… ¿por qué te saltarías una clase con un
tipo que cree que no existes?
Sacudí la cabeza y suspiré.
—Ese es otro chico —dije.
Navid levantó las cejas.
—¿Uno diferente? —Echó un vistazo a sus amigos—. Oíd, ¿vosotros estáis
escuchando lo mismo que yo? Dice que era un tipo diferente.
Carlos rio.
—Qué rápido crecen estos chicos —dijo Jacobi.
Bijan me sonrió.
—Caray, chica.
—Oh, cielos —dije, cerrando los ojos con fuerza—. Callaos de una vez.
Estáis siendo ridículos.
—Entonces, dime, ¿quién es ese chico diferente? —preguntó Navid—.
¿Tiene nombre?
Abrí los ojos y me quedé mirándolo.
—No.
Navid se quedó boquiabierto. Tenía un gesto que era mitad sonrisa, mitad
expresión de sorpresa.
—Guau —dijo—. Guau. Debe gustarte mucho.
—No me gusta —respondí con brusquedad—. Pero no quiero que lo
molestéis.
—¿Por qué lo molestaríamos? —Mi hermano seguía sonriendo.
—¿Podemos empezar a entrenar? ¿Por favor?
—No hasta que me digas su nombre.
Suspiré. Sabía que mi actitud esquiva solo empeoraría la situación, así que
cedí.
—Se llama Ocean.
Navid frunció el ceño.
—¿Qué clase de nombre es Ocean?
—¿Sabes? La gente se pregunta lo mismo acerca de tu nombre.
—Da igual —aseguró—. Mi nombre es genial.
—Como quieras —dije—. Ocean es mi compañero de laboratorio en otra
clase. Se sintió mal porque el señor Jordan se comportó como un imbécil.
Mi hermano seguía escéptico, pero no insistió. Sentí que empezaba a
desentenderse del tema, a perder interés en la conversación, y empecé a
inquietarme. Había algo más que todavía quería decir, algo que había estado
molestándome todo el día. Había estado deliberando durante horas si hacía o
no la pregunta, e incluso cómo hacerla. Finalmente, me rendí y terminé
estropeándolo todo.
—Oye, Navid —pregunté en voz baja.
Acababa de tomar algo de su bolsa y se volvió para mirarme.
—¿Sí?
—¿Crees…? —Dudé un instante y lo pensé de nuevo.
—¿Si creo qué?
Respiré profundo.
—¿Crees que soy guapa?
La reacción de Navid a mi pregunta fue tan absurda que ni siquiera sé si
puedo describirla. Parecía escandalizado, confundido e histérico, todo a la
vez. Al final, soltó una fuerte carcajada. Sonó raro.
Sentí vergüenza.
—Ah, cielos, olvídalo —dije rápidamente—. Lamento haber preguntado.
Qué estúpido.
Había atravesado la mitad del salón cuando Navid se acercó trotando, con
lentitud, arrastrando su calzado deportivo.
—Espera, espera, lo siento…
—Olvídalo —dije furiosa. El rubor se extendía más allá del nacimiento de
mi pelo. Ahora estaba quieta, demasiado cerca de Bijan, Carlos y Jacobi, y no
quería que ellos oyeran la conversación. Intenté desesperadamente
transmitírselo a Navid con la mirada, pero parecía incapaz de captar las
señales—. No quiero hablar de esto, ¿vale? Olvida lo que te pregunté.
—Oye, escucha —dijo Navid—. Es que me tomaste por sorpresa. No
esperaba que preguntaras algo así.
—¿Qué preguntara qué? —Ahora quien habló fue Bijan.
Quería morirme.
—Nada —le dije a Bijan. Miré furiosa a Navid—. Nada, ¿de acuerdo?
Navid miró a los muchachos y suspiró.
—Shirin quiere saber si creo que es bonita. Pero oye —dijo, mirándome de
nuevo—. No creo que sea yo el que tenga que responder a esa pregunta. Es
una pregunta muy rara para que una hermana se la plantee a su hermano,
¿sabes? Quizás deberías estar preguntándoselo a estos chicos —dijo,
asintiendo hacia el resto del grupo.
—Mierda —dije, susurrando la palabra a medias. Realmente, me sentía
capaz de asesinar a mi hermano. Quería ponerle las manos alrededor del
cuello—. ¿Qué diablos te pasa? —le grité.
Y luego…
—Yo creo que eres guapa —dijo Carlos, que estaba atándose los cordones.
Lo señaló como si estuviera hablando del tiempo.
Lo miré, levemente aturdida.
—Es decir, creo que eres terriblemente intimidante —confesó, encogiendo
los hombros—, pero sí, sin duda, eres muy atractiva.
—¿Crees que soy intimidante? —pregunté, frunciendo el ceño.
Carlos asintió. Ni siquiera me miró.
—¿Tú crees que soy intimidante? —le pregunté a Bijan.
—Eh —dijo, enarcando las cejas—, totalmente.
Estaba tan sorprendida que, de hecho, retrocedí un paso.
—¿Lo decís en serio? ¿Todos pensáis lo mismo?
Y todos asintieron. Incluso, Navid.
—De todos modos, si te sirve, me pareces preciosa —señaló Bijan.
Me quedé boquiabierta.
—¿Por qué creéis que asusto a los demás?
El grupo entero encogió los hombros.
—La gente cree que eres mala —me dijo Navid por fin.
—La gente es idiota —aseguré bruscamente.
—¿Ves? —Me señaló mi hermano—. Esa es tu reacción.
—¿Qué reacción? —pregunté, frustrándome otra vez—. Las personas me
tratan todo el día como si fuera una mierda, ¿y se supone que no puedo
enfadarme por ello?
—Puedes enfadarte —dijo Jacobi. Sentí un sobresalto al oír su voz. De
pronto, parecía muy serio—. Pero es como si creyeras que todo el mundo es
horrible.
—Eso es porque todo el mundo es realmente horrible.
Jacobi sacudió la cabeza.
—Escucha —dijo—. Sé lo que es estar enfadado todo el tiempo, ¿de
acuerdo? Lo sé. Toda la mierda con la que tienes que lidiar es difícil, lo
entiendo. Pero… no puedes estar así. No puedes estar enfadada todo el
tiempo. Créeme —dijo—. Yo lo intenté. Terminará destrozándote.
Lo miré un largo rato. Había algo en la mirada de Jacobi que expresaba
compasión de un modo que jamás había experimentado. No era lástima; era
comprensión. Parecía verdaderamente reconocerme, a mí, a mi dolor y a mi
furia como nadie lo había hecho jamás.
Ni mis padres. Ni siquiera, mi hermano.
De pronto sentí como si me hubieran perforado el pecho. Tenía ganas de
llorar.
—Solo intenta ser feliz —me dijo por fin Jacobi—. Tu felicidad es lo único
que estos imbéciles no toleran.
13
Guau.
No creí que te darías cuenta de mi ausencia.
¿Puedes conectarte?
Sonreí.
jujehpolo: Hola.
riosyoceanos04: Hola.
riosyoceanos04: Perdón por abandonarte en Biología.
riosyoceanos04: Nadie debería tener que hacer la disección de
un gato muerto, solo.
jujehpolo: Te juro que es la peor actividad escolar que he tenido
en mi vida.
riosyoceanos04: Opino lo mismo.
Y luego…
No sé por qué, pero de pronto tuve la extraña sensación de que algo iba
mal. Era difícil darse cuenta a partir de unas pocas palabras escritas, pero lo
presentí. Por algún motivo, Ocean parecía apagado, y no podía quitarme esa
sensación de encima.
Esperé.
Esperé y no sucedió nada. No escribió nada más.
Y luego…
riosyoceanos04: ¿Qué?
riosyoceanos04: ¿Por qué me iba a molestarme tu hermano?
riosyoceanos04: Ni siquiera sabía que tenías un hermano.
riosyoceanos04: Espera.
riosyoceanos04: ¿Le has hablado a tu hermano sobre mí?
Mierda.
riosyoceanos04: Oye.
jujehpolo: ¿Qué?
riosyoceanos04: ¿Puedes hablar por teléfono?
jujehpolo: Ah.
jujehpolo: ¿Quieres hablar por teléfono?
riosyoceanos04: Sí.
jujehpolo: ¿Por qué?
riosyoceanos04: Quiero escuchar tu voz.
***
Era posible que la voz de Ocean junto a mi oído resultara una de las
experiencias físicas más intensas que hubiera tenido jamás. Era raro. Me
ponía sorprendentemente nerviosa. Le había hablado tantas veces —después
de todo era mi compañero de laboratorio—, pero por algún motivo eso era
diferente. Una conversación telefónica entre los dos parecía algo muy
privado. Como si nuestras voces se hubieran encontrado en el espacio sideral.
—Hola —dijo, y sentí que su voz se derramaba sobre mí.
—Hola —dije—. Qué raro es esto.
—A mí me gusta —dijo riendo—. Así pareces real.
Jamás lo había notado en persona, con tantas otras cosas para distraerme,
pero tenía una voz realmente agradable. En estéreo sonaba diferente; muy,
pero muy bien.
—Ah. —El corazón me latía como loco—. Puede ser.
—Así que tu hermano quiere hacerme morder el polvo, ¿eh?
—¿Qué? No. —Hice una pausa—. Es decir, no lo creo. En realidad, no.
Volvió a reír.
—¿Tienes hermanos? —pregunté.
—No.
—Ah, vaya, tal vez sea mejor así.
—No lo sé —dijo—. Suena genial.
—A veces, es realmente genial —dije, considerándolo—. Mi hermano y yo
somos bastante amigos. Pero también pasamos por una etapa en la que
literalmente nos matábamos a golpes.
—Vaya, eso suena mal.
—Sí. —Hice una pausa—. Pero me ha enseñado a pelear, lo cual ha sido
una ventaja inesperada.
—¿Lo dices en serio? —Sonaba realmente sorprendido—. ¿Sabes pelear?
—No muy bien.
—Ah —dijo pensativo, y luego hizo silencio.
Esperé un par de segundos.
—Entonces, ¿qué te ha pasado hoy? —pregunté.
Suspiró.
—Si realmente no quieres hablar de ello —dije—, no tenemos que hacerlo.
Pero si quieres hablar del tema, aunque sea un poco, me encantaría escuchar.
—Quiero contártelo —aseguró, pero su voz sonó de pronto lejana—, pero
al mismo tiempo no quiero hacerlo.
—Ah —dije, sin entender—. Está bien.
—Es demasiado denso, demasiado pronto.
—Ah —exclamé.
—Tal vez podamos hablar sobre los problemas con mis padres cuando sepa
tu segundo nombre, por ejemplo.
—No tengo un segundo nombre.
—Ah. Bueno, entonces, ¿qué te parece…?
—Preguntas demasiado.
Silencio.
—¿Es malo eso?
—No —dije—. Pero… ¿puedo hacerte yo algunas preguntas?
No dijo nada durante un instante. Y luego, en voz baja, respondió.
—Está bien.
***
***
***
***
No se me había ocurrido que podía haber algo raro en el hecho de que yo, una
estudiante de segundo curso, pasara el rato con un montón de chicos del
último curso. Jamás lo había pensado así. Navid era mi hermano, y estos eran
sus amigos. Este era un hábitat conocido para mí. Mi hermano había estado
invadiendo mi espacio personal en casa, en el colegio, con todos sus amigos
varones desde siempre, y, generalmente, no me gustaba nada. Él y sus amigos
siempre estaban comiendo mi comida; metiéndose con mis cosas. Salían, por
ejemplo, del baño y decían, sin el más mínimo pudor, que habían dejado
abierta una ventanilla adentro, pero que si tenía algún interés en sobrevivir,
me convenía usar otro baño durante un rato.
Era asqueroso.
Al principio, los amigos de mi hermano siempre me parecían bastante
apuestos, pero bastaba con una semana de observación minuciosa para que
quisiera atrincherarme en mi habitación.
Por lo que recién cuando nos marchábamos del estudio de baile recordé
repentinamente que estaba en el instituto y que, por algún motivo, Navid y
sus amigos eran bastante geniales. Lo suficiente como para que una
animadora quisiera dirigirme la palabra.
Había comenzado a advertir a las animadoras todo el tiempo. Siempre
estaban dando vueltas después del colegio. Me da vergüenza admitir que
tardé un tiempo en darme cuenta de que probablemente frecuentaran el lugar
porque se reunían para entrenar todos los días. Así que cuando nos cruzamos
con un grupo de chicas al salir, ya no estaba sorprendida. Lo que me
sorprendió fue que una de ellas me hiciera una seña para que me acercara.
Al principio, no lo entendí. Creí que estaba haciendo una escena. Y estaba
tan segura de que esa chica no estaba saludándome a mí que la ignoré durante
casi quince segundos hasta que Navid terminó dándome un codazo.
—Oye, creo que esa chica quiere hablar contigo.
Era inexplicable pero cierto.
—Qué amable —dije—. ¿Podemos marcharnos?
—¿La vas a ignorar? —Jacobi lucía perplejo, y no en el buen sentido.
—Hay un cien por cien de posibilidades de que no tenga un buen motivo
para hablar conmigo —dije—. Así que sí, voy a ignorarla.
Bijan me miró haciendo un gesto de desaprobación con la cabeza. Casi…
casi… sonrió.
Navid me empujó hacia delante.
—Dijiste que serías amable.
—No, no lo dije.
Pero parecían todos tan decepcionados conmigo que finalmente me di por
vencida. Me odié durante los diez metros que tuve que caminar hasta ella,
pero lo hice.
En el instante en el que estuve lo suficientemente cerca, tomó mi brazo.
Me puse rígida.
—Hola —dijo a toda velocidad. Ni siquiera me miró; miraba detrás de mí
—. ¿Quién es ese chico?
Guau, había pocas cosas que odiara más que una conversación como esa.
—Eh, ¿quién eres? —pregunté.
—¿Qué? —Me echó un rápido vistazo—. Ah, soy Bethany. Oye, ¿por qué
eres amiga de esos tipos?
Ese era el motivo. Ese mismo. Y por eso no quería hablar con la gente.
—¿Por eso me has hecho venir hasta aquí? ¿Porque querías que te liara con
uno de esos tipos?
—Sí, aquel. —Hizo un gesto con la cabeza—. El que tiene ojos azules.
—¿Quién? ¿Carlos? —Fruncí el entrecejo—. ¿El chico con el pelo negro
rizado?
Asintió.
—¿Se llama Carlos?
Suspiré.
—Carlos —grité—. ¿Puedes venir, por favor?
Él se acercó, sin entender. Pero luego se lo presenté a Bethany, y pareció
encantado.
—Divertíos —dije—. Adiós.
Bethany intentó agradecerme, pero lo desestimé con la mano. Jamás había
estado tan decepcionada con mi propio género. La calidad de esa interacción
femenina había sido patética. Estaba a punto de marcharme cuando de pronto
me distrajo una cara familiar.
Era Ocean, saliendo del gimnasio.
Tenía esa bolsa grande de gimnasia que le cruzaba el pecho, y parecía
recién salido de la ducha, con el pelo húmedo y las mejillas rosadas. Lo vi un
segundo antes de que cruzara el pasillo y desapareciera en otra sala.
Se me cayó el alma a los pies.
Hacía tres días que no hablaba con Ocean. Quería hacerlo. Realmente me
moría de ganas, pero intentaba hacer lo que creía que era lo correcto. No
quería darle falsas esperanzas. No quería que pensara que había una
posibilidad entre nosotros. Intentó un par de veces alcanzarme después de
clase, pero lo hice a un lado. Hice lo posible por evitar su mirada. No me
conecté. Mantenía mis conversaciones en Biología lo más escuetas y
aburridas posible. Intentaba dejar de relacionarme con él porque no quería
que tuviera una idea equivocada. Pero me daba cuenta de que estaba
lastimado y confundido.
No sabía qué más hacer.
Una parte pequeña y cobarde de mí esperaba que Ocean se diera cuenta,
solo, de que yo no era una opción que valiera la pena explorar. Parecía
fascinado conmigo de un modo familiar aunque también completamente
nuevo, y me pregunté si su fascinación se disiparía, como siempre sucedía en
ese tipo de situaciones. Me pregunté si aprendería a olvidarse de mí, a volver
con sus amigos, a encontrar a una rubia bonita.
No era fácil de entender. Lo sé: había pasado de estar desesperada por tener
una amistad nueva en ese colegio a de pronto querer dar marcha atrás con
toda esa situación. Aunque, para ser justos, había estado buscando una
amistad platónica, preferentemente, femenina. No un novio ni nada que se le
pareciera. Solo quería vivir la experiencia común de cualquier adolescente.
Quería almorzar con amigos, en plural. Quería ir al cine con alguien. Quizás
incluso fingir que me importaban una mierda los exámenes de admisión a la
universidad. No lo sé. Pero empezaba a preguntarme si existían siquiera las
experiencias comunes de adolescentes.
—Oye, ¿vamos? Me muero de hambre. —Era Navid, dándome un
golpecito en el hombro.
—Eh, claro —dije. Pero seguía mirando fijamente la puerta por la cual
había desaparecido Ocean—. Sí, larguémonos de aquí.
16
***
Pero no respondí.
***
***
Cuando sonó la campana, tomé mi bolso, lista para huir. Pero en ese
momento, Ocean pronunció mi nombre, y solo las normas básicas de cortesía
impidieron que saliera corriendo. El corazón me latía desbocado, había estado
latiendo desbocado hacía una hora. Me sentía como una batería sobrecargada.
Había cosas que me chisporroteaban por dentro, y necesitaba alejarme,
apartarme de él. Sentarme a su lado durante la clase había sido un suplicio.
Había tenido ya varios amores platónicos intrascendentes. Había tenido
fantasías patéticas y tontas, y dedicado muchas páginas de mi diario a
personas completamente olvidables que había conocido y rápidamente
descartado a lo largo de los años.
Pero nunca había sentido eso tras tocar a alguien: como si tuviera el cuerpo
cargado de electricidad.
—Hola —dijo.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no girarme, pero lo hice, y cuando lo
miré, parecía diferente. Parecía tan aterrado como yo.
—Hola —dije, pero la palabra apenas se oyó.
—¿Podemos hablar?
Sacudí la cabeza.
—Tengo que marcharme.
Lo observé tragar saliva con fuerza, su nuez de Adán moviéndose de arriba
abajo.
—Está bien —dijo, pero luego se acercó a mí, y sentí un pequeño estallido
en la cabeza. Probablemente, neuronas que se morían. No me miró, sino que
observó el reducido espacio en el suelo entre los dos, y creí que diría algo,
pero no lo hizo. Tan solo se quedó allí parado, y observé el movimiento
suave de su pecho mientras respiraba, hacia dentro y hacia fuera. Un leve
mareo se apoderó de mí, sentí que mi cuerpo se recalentaba y el corazón me
palpitaba con violencia, sin poder detenerse. Finalmente susurró las palabras,
sin tocarme ni mirarme.
—Solo necesito saberlo —dijo—, ¿también sientes esto?
Entonces, levantó la mirada y me miró a los ojos.
No dije nada. No recordé cómo hacerlo. Pero debió de encontrar algo en mi
mirada porque de pronto exhaló suavemente, solo una vez, contra mis labios,
y retrocedió un paso. Tomó su mochila.
Y se marchó.
Y yo no supe si sería capaz de recuperarme.
17
***
Hola
¿Qué tal el ensayo de hoy?
Había otros tres mensajes, enviados hacía diez minutos. Verifiqué la hora:
eran las dos de la mañana.
***
***
***
Aparecí en la clase del señor Jordan el lunes, pero estaba casi segura de haber
suspendido, porque no dije nada en toda la hora, por dos motivos:
***
Por supuesto, lo que jamás anticipé fue que habría otra persona esperándome.
Yusef se hallaba inclinado contra el árbol.
Yusef.
Guau, casi había olvidado a Yusef.
Aún me seguía pareciendo un tipo realmente lindo, y la verdad era que
había pensado en él una o dos veces en las últimas semanas, pero
mayormente lo había olvidado. No tenía motivo alguno para pensar en él
porque rara vez lo veía en el colegio.
Y no tenía ni idea de lo que hacía allí.
Quería que se marchara, pero Ocean aún no había llegado y ya estaba
bastante nerviosa con la conversación que tendríamos; no quería además
tener que pedirle a Yusef que se fuera a otro lugar. Aparte, no parecía justo
tomar posesión de un espacio público. Así que extraje mi teléfono, giré
bruscamente a la izquierda y empecé a escribirle un mensaje de texto a Ocean
para que nos encontráramos en otro lugar.
Yusef me llamó por mi nombre.
Miré hacia atrás, sorprendida, sin haber enviado aún el mensaje inconcluso.
—¿Sí?
—¿Adónde vas? —Se acercó caminando hacia mí. Estaba sonriendo.
Quizás un día diferente, a una hora diferente, habría estado interesada en su
sonrisa. Pero ese día estaba excesivamente distraída.
—Lo siento —dije—. Estoy buscando a alguien.
—Ah —dijo, siguiendo mi mirada.
Entrecerré los ojos para observar el patio, donde se congregaba la mayoría
del alumnado para almorzar a diario. Por este mismo motivo, era un lugar que
casi siempre evitaba, así que no sabía realmente lo que buscaba mientras
miraba a mi alrededor. Pero Yusef seguía hablando, y de pronto me sentí
irritada, lo cual no era justo. No tenía por qué saber lo que me preocupaba
tanto. Nada de lo que me había dicho era ofensivo; ni siquiera, desagradable.
Sencillamente, resultaba inoportuno.
—Quería regresar para echar una mirada a mi árbol. —Estaba diciendo—.
Esperaba que estuvieras aquí.
—Qué bien —dije, con la mirada aún perdida en la distancia.
Yusef inclinó la cabeza hacia mi línea de visión.
—¿Puedo hacer algo para ayudar?
—No —dije—. Estoy…
—Hola.
Me di la vuelta. Mi alivio repentino cedió lugar, en un instante, al temor.
Ocean había llegado, pero parecía confundido. Miraba a Yusef, que estaba
quieto demasiado cerca de mí.
Me alejé un metro y medio de este.
—Hola —dije, intentando sonreír. Ocean se giró hacia mí, pero seguía
vacilando.
—¿Era él a quien buscabas? —intervino nuevamente Yusef. Parecía
sorprendido.
Tuve que hacer un esfuerzo concertado para no decirle que se fuera, que
obviamente era un mal momento para cotillear, que era evidente que no sabía
interpretar pistas sociales…
—Hola, ¿cómo va? —dijo Yusef. Su pregunta era casi una afirmación al
tiempo que se inclinaba para estrechar la mano de Ocean. Salvo que no la
tomó, sino que hizo aquel gesto que hacen los chicos a veces, en el que se
jalan para abrazarse con una palmada—. ¿Conoces a Shirin? —preguntó—.
El mundo es un pañuelo.
Ocean aceptó el gesto, accediendo al abrazo amistoso involuntariamente, y
supuse que solo lo hacía porque era una persona amable y educada. Pero su
mirada era casi de enfado. No dijo una palabra a Yusef. No ofreció respuesta
ni explicación alguna.
—Hola, mmm —dije—. Tengo que hablar con mi amigo a solas, ¿sí?
Iremos a otro…
—Ah, claro —dijo Yusef—. Entonces, seré breve. Solo quería saber si
ayunarás la semana que viene. Mi familia siempre organiza un iftar
multitudinario la primera noche, y tú y tu hermano… y tus padres, si quieren
venir… estáis invitados.
¿Qué diablos?
—¿Cómo sabías que tengo un hermano?
Yusef frunció el ceño.
—Navid está en la mayoría de mis clases. Después de la última vez que
hablamos, até cabos. ¿No te habló de mí?
—Eh, mmm… —Eché un vistazo a Ocean: parecía como si le acabaran de
dar un puñetazo en el estómago—. Sí, le diré a Navid que hable contigo.
Debo irme.
Después de eso, apenas recordé vagamente despedirme con amabilidad.
Más que nada, se me quedó grabada la mirada en el rostro de Ocean mientras
nos alejábamos.
Parecía defraudado.
Le dije que no sabía adónde ir, que quería hablar en algún lugar que fuera
tranquilo y privado, pero la biblioteca era el único lugar que se me ocurría, y
no se podía hablar allí; o al menos, no lo permitían.
—Tengo el coche en el aparcamiento —dijo.
Fue todo lo que comentó. Lo seguí a su coche en silencio, y no fue sino
cuando estuvimos dentro, escondidos en nuestro pequeño mundo entre
puertas cerradas, cuando me miró.
—¿Estás… —Suspiró, y de repente se volvió y miró el suelo—… estás
saliendo con ese tipo? ¿Con Yusef?
—¿Qué? No.
Levantó la mirada.
—No, no estoy saliendo con nadie.
—Ah. —Sus hombros se desplomaron. Estábamos sentados en el asiento
trasero de su coche, enfrentados, y se inclinó contra la puerta que tenía detrás,
apoyando la cabeza contra la ventanilla. Parecía exhausto. Recorrió su rostro
con una mano hasta que por fin, por fin, se animó a hablar.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado entre ahora y la última vez que
hablamos?
—Creo que quizás tuve demasiado tiempo para pensarlo.
Se lo veía desconsolado. No había otra manera de decirlo. Y también su
voz sonaba apenada.
—No quieres estar conmigo.
Ocean era muy directo. Todo en él era honesto y decente, y realmente lo
admiraba por ello. Pero en ese momento, su honestidad estaba haciendo que
nuestra conversación fuera más difícil de lo que debía ser.
Yo tenía un plan.
Lo tenía todo organizado en la cabeza; había esperado contarle una historia,
pintar una imagen, ilustrar muy muy claramente por qué todo ese asunto
estaba condenado al fracaso, y por qué debíamos evitar lanzarnos hacia la
inevitable y dolorosa disolución de lo que fuera que estuviéramos
construyendo entre los dos.
Pero de pronto, todas mis razones cuidadosamente pensadas parecían
mezquinas, estúpidas, imposibles de articular. Mirarlo a los ojos había echado
por tierra mis propósitos. Ahora tenía la mente embrollada y desorganizada, y
no sabía de qué otro modo hacer eso más que expresando mis sentimientos
sin un orden en particular.
Pero estaba demorando demasiado, guardando demasiado silencio.
Titubeando.
Ocean se incorporó, y se inclinó hacia delante para acercarse a mí. Sentí
una opresión en el pecho. Súbitamente, percibí su olor, su fragancia personal
tan familiar, en todos lados. Advertí que estaba sentada en su coche, y solo
entonces se me ocurrió mirar alrededor para tener idea de dónde estábamos,
de quién era él. Quería catalogar el momento, captarlo con palabras e
imágenes. Quería recordar ese instante; recordarlo a él.
Jamás había querido recordar a nadie.
—Ey —dijo, pero lo dijo con suavidad. No sé qué vio en mi rostro, qué
percibió en mi mirada o en mi expresión, pero de pronto parecía diferente.
Como si acabara de darse cuenta de que me había atrapado, y de que eso no
era fácil para mí; que en realidad no quería dejarlo.
Me encontré con su mirada.
Tocó mi mejilla, rozándome la piel con sus dedos, y jadeé. Me recosté
hacia atrás. Fue inesperado. Reaccioné de manera exagerada. Empecé a
respirar con fuerza; la cabeza me ardió una vez más.
—Lo siento —dije—. No puedo hacer esto.
—¿Por qué no?
—Porque… —respondí—. Porque…
—¿Por qué no?
—Porque no funcionará. —Me puse nerviosa. Lo que dije sonó estúpido—.
Sencillamente, no funcionará.
—¿Acaso no depende de nosotros? —preguntó—. ¿Acaso no tenemos
control sobre si funciona o no?
Sacudí la cabeza.
—No es tan simple. No lo entiendes. Y no es culpa tuya que no lo
entiendas —señalé—, pero no puedes saber lo que desconoces. No puedes
verlo. No puedes darte cuenta de lo diferente que sería tu vida… de que estar
conmigo, pasar tiempo con alguien como yo… —Me detuve, esforzándome
por encontrar las palabras—. Sería muy difícil para ti —dije—, para tus
amigos, tus familiares…
—¿Por qué estás tan segura de que me importa lo que piensan los demás?
—Te importará —aseguré.
—Verás que no. Ya no me importa.
—Lo dices ahora —dije, sacudiendo la cabeza—. Pero no lo sabes. Te
importará, Ocean. Te importará.
—¿Por qué no dejas que sea yo quien decida lo que tiene que importarme?
Seguí sacudiendo la cabeza, no podía mirarlo.
—Escúchame —dijo, tomándome las manos. Y no fue sino en ese
momento que noté que mis propias manos temblaban. Me apretó los dedos.
Me tiró hacia él. Mi corazón enloqueció.
—Escúchame. —Volvió a decir—. No me importa lo que piensan los
demás. No importa, ¿sí?
—Te importa —dije con voz queda—. Crees que no, pero te preocupa la
opinión ajena.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque sí —dije—, porque es lo que yo digo siempre. Siempre digo que
no me importa lo que piensan los demás. Digo que no me molesta, que me
importan una mierda las opiniones de los idiotas, pero no es cierto —dije, y
sentí un escozor en los ojos al decirlo—. No es cierto porque siempre es
doloroso. Eso significa que me sigue importando. Significa que no soy lo
bastante fuerte porque cada vez que alguien dice algo grosero, algo racista,
cada vez que una persona sin techo, con una enfermedad mental, provoca un
alboroto terrible cuando me ve cruzando la calle, duele. Nunca deja de doler.
Solo se vuelve más fácil recuperarse.
»Y tú desconoces esa experiencia —dije—. No sabes cómo es mi vida, y
no sabes lo que sería para ti si formaras parte de ella, si le dijeras al universo
que estás de mi lado. No creo que entiendas que estarías convirtiéndote en un
blanco. Estarías arriesgando el mundo cómodo y feliz en el que vives…
—No vivo en un mundo cómodo y feliz —aseguró repentinamente, y al
decirlo tenía los ojos animados e intensos—. Y si se supone que la vida que
llevo tiene que ser un ejemplo de felicidad, entonces el mundo está peor de lo
que creí. Porque no soy feliz y no quiero ser como mis padres. No quiero ser
como todas las personas que conozco. Quiero elegir cómo vivir mi vida, ¿está
bien? Quiero elegir con quién quiero estar.
Nuestras miradas se cruzaron.
Solo podía mirarlo mientras el corazón me palpitaba con fuerza en el
pecho.
—Quizás a ti te importe lo que piensan los demás —dijo, ahora con la voz
más suave—. Y está bien. Pero a mí, realmente, no.
—Ocean —susurré—. Por favor.
Seguía tomándome de las manos. Parecía real y me sentía segura junto a él.
No sabía cómo decirle que no había cambiado de opinión, ni un poco, y que
cuanto más hablaba más implosionaba mi corazón.
—Por favor, no hagas esto —dijo—. Por favor, no te alejes de mí porque te
preocupa la opinión de los racistas e imbéciles. Aléjate de mí si me odias —
dijo—. Dime que crees que soy estúpido y feo, y te juro que me dolerá
menos.
—No puedo hacer eso —dije—. Me pareces increíble.
Suspiró.
—Eso no me ayuda —dijo sin mirarme.
—También creo que tienes unos ojos preciosos.
Levantó la mirada, sorprendido.
—¿En serio?
Asentí.
Soltó una risa suave. Me tomó las manos y las presionó contra su pecho.
Transmitía fuerza. Sentí su corazón desbocado bajo mis palmas; sentí el
contorno de su cuerpo bajo su camisa, y un leve vértigo se apoderó de mí.
—Oye —dijo.
Nuestras miradas se encontraron.
—¿No tienes nada ofensivo que quieras decirme? ¿Tal vez para que te odie
un poco?
Sacudí la cabeza.
—Lo siento, Ocean, de veras. Por todo.
—No acabo de entender cómo puedes estar tan segura —dijo, y sus ojos
volvieron a estar tristes—. ¿Cómo puedes estar tan segura de que esto no
funcionará como para no darle siquiera una oportunidad?
—Porque ya lo sé —dije—. Ya sé lo que sucederá.
—No lo sabes —señaló.
—Sí —dije—, lo sé. Ya sé de qué va esta historia.
—No. Crees que lo sabes. Pero no tienes ni idea de lo que está a punto de
suceder.
—Sí —dije—, claro que…
Y me besó.
No era como lo que había leído: no fue rápido, ni suave, ni sencillo. Me
besó, y sentí realmente una sensación de euforia, como si todos mis sentidos
se hubieran fusionado y hubiera quedado reducida a jadeos y latidos y
repeticiones periódicas. No fue como pensé que sería: fue mejor,
infinitamente mejor. De hecho, posiblemente fue lo mejor que me pasó en la
vida. Jamás había besado a nadie, pero por algún motivo no necesité un
manual. Me dejé llevar por la situación, derrumbándome contra él. Me separó
los labios, y me encantó. Me encantaba sentirlo, el gusto dulce y tibio de su
boca, y me hizo delirar.
Me encontraba arrinconada contra la puerta, con las manos hundidas en su
cabello, sin pensar en nada. No pensaba en nada, en nada que no fuera eso, en
la imposibilidad de eso cuando Ocean se apartó, jadeando. Presionó su frente
contra la mía y dijo, «Oh», y luego, «Guau», y pensé que había acabado, y
me volvió a besar. Una y otra vez.
Oí el timbre en algún lugar. Lo oí como si fuera la primera vez que oía un
sonido.
Entonces, de repente, recuperé la cabeza.
Fue como un estampido sónico.
Me incorporé demasiado rápido. Tenía la mirada desorbitada y respiraba
aceleradamente.
—Oh, cielos —dije—. Oh, cielos, Ocean…
Volvió a besarme.
Me ahogué.
Cuando nos apartamos, respirábamos agitados, pero él me miraba, diciendo
«mierda», en voz baja, como si estuviera hablando para sí.
—Tengo que irme —dije—. Tengo que irme.
Pero se quedó mirándome, su mente aún no estaba completamente
despejada. Tomé mi mochila, y sus ojos se abrieron aún más, repentinamente
alertas.
—No te vayas —suplicó entonces.
—Tengo que irme —dije—. Ha sonado el timbre. Tengo que ir a clase.
Se trataba obviamente de una mentira. Me importaba una mierda la clase.
Solo era una cobarde, intentando huir. Aferré el picaporte y abrí la puerta con
un empujón.
—No, espera… —dijo.
—Quizás solo debamos ser amigos, ¿sí? —le respondí en cambio, y me
precipité fuera del coche antes que pudiera volver a besarme.
Volví la vista atrás, solo una vez, y lo vi mirándome a través del cristal
mientras me alejaba.
Se lo veía en estado de shock.
Y supe que acababa de empeorar las cosas aún más.
20
Abandoné Biología.
El tiempo transcurrido con el gato muerto llegó oficialmente a su fin;
durante un tiempo retomaríamos el trabajo de siempre, con el manual, hasta
que nos asignaran nuestro siguiente trabajo de laboratorio. Pero aun así, no
podía enfrentarlo. No sabía qué haría si volvía a verlo. Todo era demasiado
reciente. Era como si mi cuerpo estuviera hecho íntegramente de fibras
nerviosas, como si me hubieran extraído los músculos y huesos haciendo
lugar para toda esa emoción nueva.
Las cosas entre nosotros se habían descontrolado oficialmente.
Estuve tocándome los labios toda la tarde, confundida y asombrada, y por
momentos desconfiando de que lo hubiera imaginado todo. El calor que
sentía en la cabeza no cedía. No tenía ni idea de lo que había sucedido en mi
vida. Pero la locura del día solo hizo que me impacientara aún más por llegar
a mi entrenamiento. El breakdance me daba concentración y control; cuando
trabajaba duro, obtenía resultados. Me gustaba lo sencillo que era.
Lo directo.
***
Cuando llegué a casa aquel día, por primera vez me tranquilizó el hecho de
que a mis padres no les importara una mierda mi vida escolar. De hecho,
estaban tan ajenos que honestamente no sabía si mi padre tenía idea de dónde
se encontraba mi colegio. Regresar a casa una hora tarde de una película de
Harry Potter, eso sí que era un motivo para perder la cabeza, pero ¿imaginar
que mi instituto norteamericano podría ser incluso más temible que las
peligrosas calles residenciales? Por algún motivo, aquel salto parecía
imposible.
Nunca logré que a mis padres les interesara mi vida en el colegio. Jamás se
ofrecían como voluntarios; nunca iban a las funciones escolares. No leían los
boletines informativos, ni formaban parte de la asociación de padres, ni
ayudaban en las fiestas escolares. Mi madre solo pisó el campus para firmar
los papeles de mi inscripción. Sencillamente no era lo suyo. La única vez que
se interesaron fue justo después del 11-S, cuando aquellos tipos me
inmovilizaron de camino a casa del colegio. Aquella vez Navid prácticamente
me salvó la vida. Apareció con la policía justo antes de que me aplastaran la
cabeza contra el asfalto. Fue un incidente premeditado: alguien los había
escuchado hablar en clase sobre sus planes para venir por mí, y alertaron a mi
hermano.
Aquel día la policía no arrestó a nadie. Las luces del patrullero habían
asustado a los chicos lo suficiente como para que se echaran atrás, así que
cuando los oficiales salieron del coche, estaba sentada en la acera, temblando,
intentando desenredar el velo que llevaba enrollado alrededor del cuello. Los
agentes suspiraron, les dijeron a los dos cabrones que dejaran de ser
estúpidos, y los enviaron de regreso a casa.
Navid estaba furioso.
No dejaba de insistirles que hicieran algo, que esos tipos debían ser
arrestados. La policía le dijo que se calmara, que solo eran chicos, que no
había necesidad de dramatizar la situación. Y luego los oficiales caminaron
hacia mí, que seguía sentada sobre el suelo, y me preguntaron si estaba bien.
La verdad fue que no entendí realmente la pregunta.
—¿Te encuentras bien? —repitió uno de los agentes.
No me había muerto y, por algún motivo, supuse que se referían a eso. Así
que asentí.
—Escucha —dijo—, quizás debas reconsiderar ese… atuendo. —Hizo un
gesto vago hacia mi rostro—. Si andas vestida así por todos lados… —
Sacudió la cabeza y suspiró—. Lo siento, jovencita, pero es como si tú te lo
buscaras. No te conviertas en un blanco. Las cosas están complicadas en el
mundo actual, la gente está asustada. ¿Entiendes? —Y luego—: ¿Hablas
inglés?
Recuerdo que temblaba tanto que apenas podía permanecer sentada.
Levanté la mirada hacia el agente con impotencia; miré el arma enfundada en
su cintura y me sentí aterrada.
—Toma —dijo ofreciéndome una tarjeta—. Llama a este número si alguna
vez te sientes en peligro, ¿de acuerdo?
Tomé la tarjeta. Era un número de los Servicios de Protección de Menores.
Aquel no fue el comienzo —no fue el instante en que comenzó mi furia—,
pero fue un momento que me quedó grabado y jamás olvidaría.
Cuando regresé a casa aquel día, todavía tan aturdida que no conseguía
llorar, mis padres se transformaron. Fue la primera vez que los vi vulnerables,
petrificados. Mi padre me dijo entonces que quizás debía dejar de llevar el
velo porque así las cosas serían más fáciles para mí.
Dije que no.
Le dije que estaba bien, que todo estaría bien, que no necesitaban
preocuparse, que solo necesitaba ducharme y estaría bien. Que no era nada,
dije. Tranquilicé a mis padres porque de alguna manera sabía que necesitaban
la mentira incluso más que yo. Pero cuando nos mudamos un mes después,
supe que no había sido una coincidencia.
Últimamente, había estado pensando mucho en ello. Tanta estupidez. El
cansancio que acompañaba mi decisión personal de envolver un trozo de tela
alrededor de mi cabello todos los días. Estaba tan agotada de lidiar con esa
mierda. Odiaba cómo parecía envenenarlo todo. Odiaba que siquiera me
importara. Odiaba que el mundo no dejara de intimidarme para que creyera
que el problema era yo.
Sentía que nunca podía tomarme un respiro.
Antes de empujar la puerta de mi casa, hice una pausa, con la mano
inmóvil sobre el picaporte. Sabía que mi madre estaba cocinando algo porque
el aire fresco se hallaba mezclado con un aroma delicioso. Era la mezcla justa
de olores que siempre me llevaba de regreso a la sensación exacta de mi
niñez: la fragancia a cebollas salteadas con aceite de oliva.
Mi cuerpo se relajó.
Entré, dejé caer mi mochila y me desplomé en un asiento de la mesa de
cocina. Me dejé llevar por los sonidos y aromas familiares y reconfortantes
de mi hogar, aferrándome a ellos como a un salvavidas, y miré a mi madre,
que era, sin lugar a dudas, una versión superior del ser humano. Tenía que
lidiar con tantas cosas, había sobrevivido a tanto. Era la mujer más valiente y
fuerte que jamás había conocido y, aunque sabía que enfrentaba todo tipo de
discriminación a diario, rara vez hablaba de ello. En cambio, se abría paso a
través de cada obstáculo, sin quejarse jamás. Aspiraba a alcanzar su nivel de
gracia y perseverancia. Trabajaba todo el día y regresaba a casa justo antes
que mi padre, preparaba una comida increíble, y siempre tenía una sonrisa,
una palmada en la nuca o una perla de sabiduría que impartir.
Hoy quería preguntarle desesperadamente qué hacer. Pero sabía que lo más
probable era que recibiera la palmada en la nuca, así que cambié de opinión.
En cambio, suspiré. Miré mi teléfono: tenía seis llamadas perdidas y dos
mensajes de texto de Ocean…
… y ya los había mirado cerca de cien veces. No podía dejar de mirar sus
palabras en mi teléfono, sintiendo una mezcla de todo a la vez. Solo el
recuerdo de besarlo era suficiente para que mis mejillas se arrebataran. Lo
recordé, palmo a palmo. Mi mente había grabado el momento con increíble
minucia, y lo reprodujo una y otra vez. Cuando cerraba los ojos, aún podía
sentirlo contra mis labios. Recordé sus ojos, la manera en que me miraba, y
de pronto sentí la piel ardiente y electrizada. Pero cuando pensé en las
implicancias, en lo mal que me sentiría inevitablemente mañana en el
colegio, me sentí avergonzada y terrible. Me sentía muy tonta por no haber
conocido su lugar en la jerarquía de este estúpido colegio. Me sentía tonta por
no haberle preguntado jamás lo que hacía en su tiempo libre. Lamenté haber
desestimado todos aquellos eventos para apoyar la nueva temporada
deportiva. Entonces, lo habría visto cuando desfilaban los jugadores de
baloncesto en el centro del gimnasio.
Me habría dado cuenta.
Pero ahora estaba metida hasta el cuello en esa mierda y no sabía qué
hacer. Me parecía que ignorar a Ocean había dejado de ser una opción —de
hecho, jamás lo había sido—, pero tampoco sabía si hablar con él resolvería
algo. Ya lo había intentado. Ese mismo día. Ese era todo mi plan. Creía que
me estaba comportando de forma madura poniéndole fin a la relación en
persona. Podría haber sido una cobarde, enviándole un mensaje de texto
escueto y poco amable, diciéndole que me dejara en paz para siempre. Pero
había querido hacer lo correcto. Había pensado que merecía que tuviéramos
una conversación decente sobre el tema. De algún modo, lo había echado
todo a perder.
***
Aquella noche estuve abajo con mis padres mucho más de lo habitual. Cené
lentamente, empujando la comida alrededor del plato mucho después de que
todos abandonaran la mesa.
—Me encuentro bien, solo cansada —respondí a las insistentes preguntas
de mis padres, inquietos. Navid no me dijo gran cosa, solo sonrió de modo
comprensivo, lo cual aprecié.
Pero no sirvió de mucho.
Estaba haciendo tiempo. No quería subir a mi habitación, donde la puerta
cerrada, el silencio y la privacidad me obligarían a tomar una decisión. Me
preocupaba terminar cediendo y llamar a Ocean, oír su voz y perder la
objetividad, y, entonces, de modo inevitable, aceptar probar para ver qué
pasaba. Temía, en última instancia, quedar a solas con él en otra ocasión
inminente porque, guau, estaba desesperada por volver a besarlo. Pero sabía
que toda esa situación era peligrosa para mi salud. Así que lo postergué.
Conseguí postergarlo hasta las tres de la mañana.
***
***
***
El primer par de semanas en verdad no fue tan malo, salvo por el hecho de
que empecé a ayunar, lo cual me provocaba cansancio. El Ramadán era mi
mes favorito del año, aunque pareciera una locura. La mayoría de la gente no
estaba muy a favor de ayunar durante treinta días —todos los días, desde el
alba hasta que se ponía el sol—, pero a mí me encantaba. Me encantaba cómo
me hacía sentir. El ayuno agudizaba mi corazón y mi mente; experimentaba
una claridad que rara vez sentía durante el resto del año. Por algún motivo,
me hacía más fuerte. Tras sobrevivir un mes de pura concentración y
autodisciplina, sentía que podía sobreponerme a lo que fuera.
A cualquier obstáculo, fuera físico o mental.
Navid lo odiaba.
Lo único que hacía todo el día era quejarse. Mi hermano nunca resultaba
tan fastidioso como durante el Ramadán. No hacía más que protestar. Decía
que ayunar arruinaba su dieta cuidadosamente equilibrada de pechugas de
pollo a la plancha y la posibilidad de mirar sus abdominales en el espejo.
Decía que lo volvía lento y que sus músculos necesitaban combustible.
Lamentaba que todo su trabajo duro se echara a perder y se encontrara
perdiendo demasiado peso, volviéndose cada día más delgado, echando por
tierra toda la masa muscular que tanto le había costado aumentar. Además, le
dolía la cabeza, estaba cansado y tenía sed. Volvía a mirar sus abdominales y
mascullaba, «Esto es una mierda».
Todo el día.
Como era de esperar, Ocean sentía curiosidad por todo el asunto. Dejé de
usar la palabra fascinado para describir el modo en que se interesaba por mí y
por mi vida, porque repetir la palabra de modo peyorativo ya no parecía justo.
De hecho, su interés parecía tan genuino que ya ni siquiera podía fastidiarlo
por eso. Se ofendía con facilidad. Un día me volvió a preguntar por la comida
persa, y bromeé sobre lo gracioso que era que supiera tan poco y que hubiera
creído realmente que el falafel y el humus eran lo mío. Se avergonzó tanto
que ni siquiera me miró.
Así que intentaba ser menos severa.
Fiel a su palabra, a Ocean realmente no parecía importarle que nuestra
situación no fuera del todo normal. Por otra parte, teníamos mucho cuidado.
Sus compromisos de baloncesto eran aún más intensos de lo que había
creído: estaba ocupado prácticamente todo el tiempo. Así que lo llevábamos
día a día.
Al principio, no hacíamos demasiado.
No conocía a sus amigos, no iba a su casa, no estábamos juntos todo el
tiempo. Ni siquiera almorzábamos juntos. Para ser claros, era por sugerencia
mía, no suya. A él no le entusiasmaba la distancia que yo mantenía entre los
dos, pero era el único modo en que podía hacerlo. Quería que nuestros
mundos se fusionaran lentamente, sin caos, y él parecía resignado a aceptarlo.
De todos modos, me preocupaba. Me preocupaba todo lo que tendría que
enfrentar, lo que quizás ya estaba enfrentando. Le preguntaba a diario si había
sucedido algo, si alguien le había dicho algo, pero se negaba a hablar del
tema. Decía que no quería pensar en ello, que no quería darle oxígeno.
Así que lo dejé pasar.
Después de una semana, dejé de preguntar.
Solo quería disfrutar de su compañía.
***
***
El evento era tarde, mucho después de la puesta de sol, así que Navid y yo ya
habíamos roto el ayuno y cenamos antes de marcharnos. Fuimos en coche, y
cuando llegamos, Carlos, Jacobi y Bijan nos encontraron en el aparcamiento.
Ocean apareció poco después, pero tuvimos que encontrarlos adentro,
recurriendo a varios mensajes de texto.
El local estaba repleto.
Había ido a un par de batallas más desde la primera (habíamos estado
asistiendo casi todos los fines de semana), y esa era, por lejos, la más
importante. Miré alrededor de la sala y me di cuenta de que seguramente mis
padres no tenían ni idea del tipo de evento que habían estado autorizando
todo ese tiempo. No podía imaginarlos recorriendo ese lugar y dándole su
aprobación.
No era realmente un ambiente para chicos de instituto.
Casi todos los que me rodeaban parecían estar en la universidad o, por lo
menos, a punto de estarlo, pero, aunque el público pareciera rudo, yo sabía
que no lo era. Tenían los looks esperados —piercings, tatuajes, sudaderas y
pantalones deportivos en abundancia—, aunque no siempre fuera evidente
quién era, en el fondo, el mejor. La gente podía sorprender. Sabía, por
ejemplo, que el tipo coreano en el rincón alejado, que rara vez hablaba y
siempre se presentaba a esos eventos con una modesta camisa blanca,
pantalones anchos y gafas con montura de metal, terminaría quitándose todo
hasta quedar con un par de shorts deportivos de tela metalizada y haría air
flairs como ningún otro. Una vez que acababa la batalla, mientras la música
seguía sonando con estrépito, siempre había un momento para que las
personas del público formaran ruedas, círculos improvisados en los que se
bailaba, y eso resultaba increíble. No eran oficiales en absoluto, sino pura
adrenalina.
Me encantaba.
Ocean se encontraba mirando la sala, con los ojos bien abiertos. Los grupos
se preparaban, los jueces ocupaban sus lugares y el DJ animaba a la multitud,
el bajo sonaba tan fuerte que las paredes vibraban. Teníamos que gritar para
escucharnos.
—¿Esto —preguntó— es lo que haces los fines de semana?
Reí.
—Esto y la tarea.
El recinto se hallaba tan atestado de gente que Ocean y yo ya estábamos
bastante cerca uno del otro. Había estado quieto atrás, porque no quería
bloquear mi vista, y no tardó mucho en reducir el estrecho espacio entre
ambos. Sentí sus manos en mi cintura e inhalé bruscamente. Me tiró hacia
atrás con suavidad, acercándome a él. Fue un movimiento imperceptible; no
creo que nadie más lo notara siquiera. La multitud era tan ruidosa y
desenfrenada que apenas podía distinguir la cabeza de Navid unos metros
más allá. Pero pasé el resto de la noche con la mente en dos lugares a la vez.
El evento fue asombroso. Esas batallas siempre me parecían excitantes. Me
encantaba observar a la gente hacer pasos en los que se destacaban, y los
grupos que salían siempre estaban en su mejor nivel.
Pero esa vez no fue igual. Solo estaba presente a medias.
La otra mitad se concentró, en todo momento, en el cuerpo tibio y fuerte,
presionado contra el mío. No parecía posible que algo tan simple pudiera
tener un efecto tan contundente en mi sistema cardiovascular, pero mi
corazón nunca se desaceleró. Nunca llegué realmente a relajarme; no supe
cómo hacerlo. Jamás había pasado una hora quieta tan cerca de nadie. Tenía
los nervios crispados, y resultó aún más intenso porque no hablamos. No
sabía cómo decir en voz alta que eso era una locura, que era increíble que
alguien pudiera hacer sentir tanto a otro con tan poco esfuerzo. Pero sabía
que él y yo pensábamos lo mismo. Lo percibí en los sutiles cambios de
posición de su cuerpo, en sus inhalaciones bruscas y pausadas, en la tensión
de su aliento cuando se acercó y me susurró al oído: «¿De dónde diablos
saliste?».
Giré la cabeza, solo un poco, para poder ver su cara, y susurré a mi vez:
«Creí que te había contado que me mudé aquí desde California».
Ocean rio y, de alguna manera, tiró de mí para acercarme aún más, por más
imposible que pareciera, envolviendo ambos brazos completamente alrededor
de mi cintura.
—Eso no ha sido gracioso —dijo, sacudiendo la cabeza, incluso mientras
sonreía—, ha sido una broma terrible.
—Lo sé. Lo siento —dije, y reí—. Es que me pones muy nerviosa.
—¿En serio?
Asentí con la cabeza.
Lo sentí inhalar, y su pecho se elevó. No dijo nada, pero oí el ligero
temblor de su respiración al exhalar.
24
***
***
Te echo de menos.
Quisiera poder abrazarte ahora mismo.
Miré sus palabras un rato, sintiendo demasiadas cosas.
Y luego lo llamé.
—Hola —dijo. Pero su voz se oyó tenue y un poco lejana. Parecía cansado.
—Eh… lo siento… ¿estabas durmiendo?
—No, no. Pero estoy en la cama.
—Yo también.
—¿Bajo las mantas?
Reí.
—Oye, es esto o nada, ¿ok?
—No me quejo —dijo, y casi podía verlo sonreír—. Tomo lo que ofrezcas.
—¿En serio?
—Ajá.
—Pareces muy dormido.
—Sí —afirmó suavemente—. No sé… estoy cansado, pero me siento muy
feliz.
—¿En serio?
—Sí —susurró—. Tú me haces muy feliz. —Respiró hondo y rio entre
dientes—. Eres como una droga de felicidad.
Sonreí; no supe qué decir.
—¿Estás ahí?
—Sí, estoy aquí.
—¿En qué piensas?
—Estoy pensando en que me gustaría que estuvieras aquí.
—¿En serio?
—Sí —dije—. Sería genial.
—¿Por qué? —preguntó riendo.
Tuve la sensación de que ambos estábamos pensando lo mismo y ninguno
de los dos lo decía. Quería besarlo toda la noche. De hecho, había estado
pensando mucho en eso. Había estado pensando en su cuerpo, en la sensación
de sus brazos rodeándome, y deseé haber podido estar más tiempo a solas,
haber podido tener más tiempo, anhelaba más. Más de todo. A menudo
fantaseaba con que estaba aquí, en mi habitación. Me preguntaba qué se
sentiría estar arropada por él, durmiendo entre sus brazos. Quería
experimentar todo tipo de momentos junto a Ocean.
Lo pensaba todo el tiempo.
Sabía que él estaba deseando que se lo dijera en voz alta, esa noche. Quizás
en ese mismo momento. Y me moría de miedo.
Pero vamos, eran muchas las veces que él daba ese salto por mí.
Ocean siempre había sido honesto sobre sus sentimientos. Me decía la
verdad sobre lo que sentía, incluso cuando todo era incierto, y yo, de lo
contrario, habría guardado silencio para siempre.
Así que intenté armarme de valor.
—Te echo de menos —dije con voz queda—. Sé que te vi apenas hace unas
horas, pero ya te echo de menos. Quiero ver tu cara, sentir tus brazos
alrededor de mí —dije, cerrando los ojos—. Transmites mucha fuerza y me
haces sentir segura. Sencillamente, creo que eres increíble —susurré—. Eres
tan maravilloso que a veces no puedo creer que seas real.
Abrí los ojos, el teléfono caliente presionado contra mi mejilla arrebolada.
No dijo nada, y sentí alivio. Dejé que el silencio me engullera. Lo oí respirar.
Su silencio me hacía sentir suspendida en el espacio, como si me hubieran
arrojado dentro de un confesionario.
—Tenía muchas ganas de besarte esta noche —dije con suavidad—. Me
gustaría que estuvieras aquí.
De pronto, lo oí suspirar.
Fue más como una exhalación larga y lenta.
—No hay posibilidad de que puedas salir de tu casa ahora, ¿verdad? —
preguntó finalmente con la voz tensa, entrecortada.
—Me encantaría. Y te aseguro que he pensado en eso —dije riendo.
—No creo que lo hayas pensado tanto como yo.
—Creo que debo colgar —dije, con una sonrisa—. Son las tres de la
mañana.
—¿En serio?
—Sí.
—Guau.
Volví a reír suavemente.
Nos dijimos buenas noches.
Cerré los ojos, aferrando mi teléfono contra el pecho, y sentí que la
habitación giraba a mi alrededor.
25
¿Estás en la cama?
Sí.
¿Puedo hacerte una pregunta incómoda?
Está bien.
¿Cómo es tu pelo?
Solté una carcajada en voz alta hasta que recordé que mis padres estaban
durmiendo. A las chicas jamás parecía importarles el aspecto de mi pelo, pero
los chicos no dejaban de preguntarme por él. Siempre hacían la misma
pregunta, como si no pudieran reprimir la curiosidad.
Y luego me llamó.
—Hola —dijo.
—Hola. —Sonreí.
—Me encanta que ahora puedo imaginar dónde estás —dijo—. Cómo es tu
habitación.
—Todavía no puedo creer que hoy hayas estado aquí.
—Sí, por cierto, gracias. Tus padres son geniales. Fue realmente divertido.
—Me alegro de que no haya sido una tortura —dije, pero me sentí de
pronto, triste. No sabía cómo decirle que esperaba que su madre volviera a
tener una relación normal con él—. A propósito, mis padres están
oficialmente enamorados de ti.
—¿En serio?
—Sí, estoy segura de que me cambiarían por ti en un santiamén.
Rio. Luego, permaneció en silencio durante cierto tiempo.
—Oye —dije, finalmente.
—¿Sí?
—¿Va todo bien?
—Sí —respondió—. Sí. —Pero parecía faltarle el aire.
—¿Estás seguro?
—Solo pensaba que tu hermano es terriblemente inoportuno.
Tardé un instante en comprender, pero de pronto supe lo que intentaba
decir.
No había respondido a su pregunta. Y entonces me sentí nerviosa.
—¿A qué te referías cuando me preguntaste que qué haría? —dije—. ¿Por
qué lo expresaste de ese modo?
—Supongo —dijo, inhalando bruscamente— que quería saber si te
asustaría.
En cierto sentido, su incertidumbre me resultaba adorable. Sobre todo, el
hecho de que pareciera no tener ni idea de que yo también había perdido la
cabeza irremediablemente.
—No —dije con suavidad—. No me asustaría.
—¿En serio?
—En serio —dije—. Ni remotamente.
27
***
***
***
***
¿Por qué?
Porque te ayudará a despejar la cabeza.
Suspiré.
Volví a escabullirme dentro del campus solo cuando estuve segura de que
el colegio había terminado oficialmente. Me dirigí a mi taquilla para buscar
mi bolsa de gimnasia, pero cuando abrí la puerta, un pequeño trozo de papel
se desprendió y cayó al suelo. Cuando lo desdoblé, descubrí dos fotografías
mías, impresas, una al lado de la otra. La primera, con el velo puesto; la otra
sin él.
Si bien parecía confundida en la segunda foto, no resultaba desagradable.
Era una fotografía perfectamente aceptable. Siempre me había gustado mi
pelo, me parecía bonito, y salía bien en las fotos; de hecho, quizás mejor que
en la vida real. Pero esa revelación solo hacía que todo ese asunto resultara
aún más doloroso. Era más evidente que nunca que eso jamás había tenido
intención de ser una broma tonta; el propósito no había sido hacer que
pareciera fea o estúpida. Quien lo hizo solo había querido desenmascararme
sin mi permiso, humillarme, minando adrede la decisión que había tomado de
conservar algunas partes de mi cuerpo ocultas. Había querido arrebatarme el
poder que yo creía tener sobre mi propio cuerpo.
Por algún motivo, era una traición que dolía más que todo lo demás.
***
***
Me enteré al día siguiente que realmente le habían dado una paliza a aquel
chico porque la policía vino a mi casa, buscando a Navid, quien negó todo.
Les dijo a mis padres horrorizados que solo había sido un malentendido. A
mi hermano le pareció muy divertido. Dijo que los únicos que llamaban a la
policía por una pelea callejera era la gente blanca.
Al final, el chico no quiso presentar cargos, así que lo dejaron pasar.
Navid estaría bien.
Pero para mí las cosas solo empeorarían.
28
Una cosa era que yo tuviera que lidiar con ese tipo de situaciones; ya las
había vivido. Sabía cómo manejar esos ataques y cómo soportarlos, incluso si
me lastimaban. Y me empeñé en parecer tan absolutamente indiferente al
lamentable incidente de la foto que la tormenta se apaciguó en cuestión de
días. Sin alimentarla ni darle entidad, se atenuó rápidamente.
Pero Ocean era nuevo en el asunto.
Observar cómo trataba de lidiar con la experiencia a la vez abrumadora y
desgarradora de la pandilla a cara descubierta…
Era como ver a un niño aprendiendo por primera vez sobre la muerte.
La gente no lo dejaba en paz. De la noche a la mañana, mi cara se volvió
famosa, y todo se complicó aún más tras la paliza feroz que Navid les
propinó a quienes me arrojaron el bollo. Vamos, no me gustaban los métodos
de mi hermano, pero tengo que admitir que nunca más volvieron a lanzarme
nada. El problema era que ahora los chicos tenían miedo de acercarse a mí.
La gente estaba enfadada y asustada, posiblemente la combinación más
peligrosa de emociones, y eso hacía aún más escandalosa la conexión de
Ocean conmigo. Sus amigos le decían cosas terribles de mí —cosas que no
quiero ni repetir—, forzándolo a una situación imposible, en la que intentaba
defenderme de las calumnias contra mi fe, contra lo que era ser musulmana y
contra quién era yo. Era agotador.
Pero a pesar de todo, él juraba que no le importaba.
No le importaba, pero a mí sí.
Sentí que me alejaba y ensimismaba cada vez más. Quería salvarnos a
ambos sacrificando esa felicidad recién descubierta, y me di cuenta de que él
lo notaba. Podía sentir que nos íbamos distanciando —me veía encerrándome
en mí misma, aislándome—, y sentí su pánico. Lo veía en su mirada; lo oía
en su voz cuando susurraba en el teléfono todas las noches, «¿Estás bien?»;
lo sentía cuando me tocaba, tímidamente, como si fuera a espantarme.
Pero cuanto más me alejaba, más se afirmaba él.
Ocean había tomado una decisión, y estaba tan dispuesto a defenderla que
la gente se enfureció aún más. Sus amigos se distanciaron, pero él ni se
inmutó; su entrenador lo hostigaba incesantemente respecto de su relación
conmigo, pero lo ignoró.
Creo que lo que realmente cabreó a todos fue su falta de lealtad: que
pareciera importarle tan poco la opinión de personas a las que conocía desde
hacía mucho más tiempo que a mí.
***
***
Me sentí paralizada.
No sabía qué hacer. El instinto me decía que huyera, que lo dejara vivir su
vida. Hasta Navid me dijo que las cosas habían llegado demasiado lejos, que
debía dar por terminada la relación.
Y luego, al día siguiente, me arrinconó el entrenador Hart.
Debí saber que no tenía que hablar a solas con él, pero me pilló en mitad de
una multitud y consiguió intimidarme a gritos para que fuera a su despacho.
Juró que solo quería tener una charla amistosa sobre la situación, pero en el
instante en que entré empezó a increparme.
Me dijo que estaba arruinándole la vida a Ocean; que deseaba que jamás
me hubiera mudado a esa ciudad; que desde el momento en que había
aparecido había sido una distracción; que supo desde el principio que era yo
quien había metido ideas en la cabeza de Ocean sobre renunciar al equipo,
creando problemas. Aseguró que desde que yo había aparecido, había echado
a perder todo en el distrito, ¿y acaso no podía ver el efecto que había tenido?
Había provocado el caos entre los padres y los estudiantes de todo el
condado, habían suspendido partidos, y su reputación estaba en juego. Señaló
que ellos eran una población patriótica, con patriotas de verdad, y mi relación
con Ocean estaba destruyendo su imagen. Me dijo que ese equipo importaba
de una manera que jamás podría comprender, porque estaba seguro de que
allá de donde yo venía no jugaban al baloncesto. No le dije que allá de donde
yo venía era California, pero vamos, nunca me dio la oportunidad de hacerlo.
Y finalmente me dijo que tenía que dejar en paz a Ocean antes de quitarle
todo lo bueno que había en su vida.
—Termina con esto —ordenó—. Termina de una vez.
Tenía muchas ganas de mandarlo a la mierda, pero la verdad era que me
asustaba un poco. Jamás había estado sola con un adulto que estuviera tan
violentamente enfadado. La puerta estaba cerrada. No tenía poder alguno y
desconfiaba de él.
Pero esa breve conversación me había aclarado bastante las cosas.
El entrenador Hart era un completo idiota, y cuanto más me gritaba, más
me enfurecía. No quería que nadie me obligara a tomar una decisión tan
importante. No quería que nadie me manipulara. De hecho, empezaba a creer
que romper con Ocean ahora, en un momento como ese, sería el mayor acto
de cobardía. Peor, sería cruel.
Así que me negué.
Y luego el entrenador me advirtió que, si no rompía con él, iba a ocuparse
no solo de que echaran a Ocean del equipo, sino de que lo expulsaran por
faltas graves de conducta.
Le dije que estaba segura de que lo resolvería.
—¿Por qué estás decidida a ser tan terca? —gritó, entornando los ojos
hacia mí. Era un hombre fornido con el rostro casi permanentemente rojo,
que tenía toda la pinta de gritar demasiado—. Déjalo ya —dijo—. Le estás
haciendo perder el tiempo a todo el mundo, y al final ni siquiera valdrá la
pena. En una semana te olvidará.
—Muy bien —respondí—. ¿Puedo irme ahora?
Por algún motivo, su rostro enrojeció aún más.
—Si te interesa tanto —indicó—, entonces, déjalo. No destruyas su vida.
—Sinceramente, no entiendo por qué estáis todos tan alterados —dije—
por un estúpido partido de baloncesto.
—Se trata de mi carrera —dijo, con un fuerte golpe sobre el escritorio al
tiempo que se ponía de pie—. He dedicado mi vida entera a este deporte. Y
esta temporada tenemos una verdadera posibilidad en las eliminatorias.
Necesito que Ocean tenga un buen rendimiento. Tú eres una distracción
inoportuna —señaló—, y necesito que desaparezcas ya.
***
Era horrible.
No sabía de qué otra manera hacerlo —había sido tan difícil encontrar
tiempo a solas—, así que le envié un mensaje de texto. Era tarde. Muy tarde.
Pero, tenía el presentimiento de que seguiría despierto.
Hola.
Necesito hablar contigo.
No respondió, y por algún motivo supe que no era por no haber leído mi
mensaje. Sabía que me conocía lo suficiente como para percibir que algo iba
mal, y a menudo me he preguntado si supo en ese momento que algo terrible
estaba a punto de suceder.
Diez minutos más tarde, me envió un mensaje.
No.
Lo llamé.
—Basta —dijo, cuando atendí la llamada. Su voz sonaba frágil—. No
hagas esto. No tengas esta conversación conmigo, ¿de acuerdo? Lo siento.
Lamento mucho todo lo que ha sucedido. Lamento haberte puesto en esta
situación. Lo lamento muchísimo.
—Ocean, por favor…
—¿Qué te ha dicho mi madre?
—¿Qué? —Me sentí desconcertada—. ¿Cómo sabes que he hablado con tu
madre?
—No lo sabía, pero ahora lo sé. Me preocupaba que intentara hablar
contigo. Ha estado jodiéndome toda la semana, rogándome que rompa
contigo. —Y luego—: ¿Fue ella quien hizo esto? ¿Fue ella quien te dijo que
hicieras esto?
Casi no podía respirar.
—Ocean…
—No lo hagas —me imploró—. No por ella. No hagas esto por ninguno de
ellos…
—Esto tiene que ver contigo —expliqué—. Con tu felicidad, con tu futuro,
con tu vida. Quiero que seas feliz —dije—, y solo estoy arruinando tu vida.
—¿Cómo puedes decir una cosa así? —preguntó, y su voz se rompió—.
¿Cómo puedes siquiera pensar en una cosa así? Deseo esto como nunca deseé
nada en mi vida. Lo quiero todo contigo —dijo—. Te quiero a ti. Quiero esto
para siempre.
—Tienes diecisiete años —dije—. Estamos en el instituto, Ocean. No
sabemos nada sobre el para siempre.
—Si quisiéramos, podríamos lograrlo.
Sabía que estaba siendo dura, y me odiaba por ello, pero tenía que
encontrar una manera de terminar esa conversación antes de que me matara.
—Ojalá fuera más simple —le dije—. Ojalá tantas cosas fueran diferentes.
Ojalá fuéramos más mayores. Ojalá pudiéramos tomar nuestras propias
decisiones.
—No… cariño… no hagas esto…
—Ahora puedes volver a tu vida, ¿sabes? —Y sentí que el corazón se me
astillaba. La voz me temblaba—. Puedes volver a ser normal.
—No quiero ser normal —dijo desesperado—. No quiero lo que eso
significa, ¿por qué no me crees…?
—Tengo que colgar —dije, porque ahora estaba llorando—. Tengo que
colgar.
Y le colgué.
***
Me volvió a llamar como cien veces. Dejó mensajes de voz que nunca
escuché.
Y luego estuve llorando hasta quedarme dormida.
31
Te quiero.
Te quiero.
Te quiero.
Te quiero.
Sentí que una parte mía había muerto. Pero ahí, entre los mudos escombros
de mi corazón, había un silencio que me resultaba familiar. Volví a ser yo
misma, otra vez en mi habitación, con mis libros y mis pensamientos. Bebía
café por las mañanas con mi padre antes de que se marchara al trabajo.
Acompañaba a mi madre por las tardes y veíamos un episodio tras otro de su
programa de televisión favorito, La familia Ingalls, después de que
encontrara en Costco la colección en DVD.
Pero pasaba casi todo el día con Navid.
Aquella primera noche vino a mi habitación. Me había oído llorar y vino a
sentarse en mi cama. Apartó las mantas, me retiró el pelo de la cara y me
besó la frente.
—A la mierda con esta ciudad —dijo.
Desde entonces, yo no había hablado del tema, y no porque él no hubiera
preguntado. Pero no encontraba las palabras para hacerlo. Mis sentimientos
no estaban articulados, eran poco más que lágrimas e insultos.
Así que entrenábamos.
Durante las vacaciones de invierno, no teníamos acceso a los salones de
baile del colegio, y estábamos hartos de las cajas de cartón aplastadas que
usábamos los fines de semana, así que nos dimos el gusto de mejorar un poco
nuestras condiciones de entrenamiento. Fuimos a Home Depot, compramos
un rollo de linóleo y lo metimos en el coche de Navid. Era fácil desenrollar el
tapete en callejones y aparcamientos desiertos. A veces, los padres de Jacobi
nos dejaban usar su garaje, pero realmente no importaba dónde estuviéramos;
sea donde fuera, instalábamos nuestro viejo radiocasete y nos poníamos a
bailar.
Era increíble, pero conseguí dominar bastante bien la caminata del
cangrejo. Navid había empezado a enseñarme el cricket, que tenía un grado
de dificultad ligeramente mayor, y lo hacía cada día mejor. Mi hermano
estaba encantado, pero solo porque su propia suerte dependía de mi progreso
con los pasos.
Navid seguía apostando mucho al concurso de talentos del instituto… algo
que a mí ahora me importaba muy poco… pero hacía tanto tiempo que lo
planeaba que no tenía el valor de decirle que ya no quería participar. Así que
escuchaba sus ideas sobre la coreografía, las canciones que quería mezclar
para la música y qué ritmos eran mejores para cada uno de los power moves.
Lo hacía por él. Oficialmente, odiaba ese colegio más que cualquier otro al
que hubiera asistido, y no tenía ningún interés en impresionar a nadie. Pero
Navid me había entrenado con tanta paciencia durante esos meses que no
podía darle la espalda ahora.
Además, cada vez lo hacíamos mejor.
***
***
Pasamos el resto de la semana juntos. Fue agradable. Carlos, Bijan y Jacobi
también se habían convertido de algún modo en mis amigos, lo cual era
reconfortante. Nunca me hablaron sobre lo que había sucedido con Ocean,
aunque yo sabía que ellos lo sabían, pero eran amables conmigo de otras
maneras. Supe que yo les importaba aún sin que lo expresaran. Y Yusef era
sencillamente… genial. Simpático.
Fácil.
De hecho, era bastante asombroso no tener que explicarle todo, todo el
tiempo. Yusef no estaba aterrado de las chicas que llevaban hijab; no lo
desconcertaban. No necesitaba un manual para navegar mi mente. Mis
sentimientos y decisiones no requerían de constantes explicaciones.
Nunca se sintió incómodo conmigo.
Jamás me hizo preguntas idiotas. Jamás se preguntaba a sí mismo si yo me
duchaba o no con aquel trapo que llevaba. El año anterior, en otro instituto,
durante una clase de Matemática, un chico al que apenas conocía se había
puesto a mirarme fijo. Pasaron quince minutos y finalmente no pude aguantar
más. Me giré, lista para decirle que se fuera a la mierda.
—Oye, ¿y si estuvieras acostándote con alguien y esa cosa que llevas sobre
la cabeza se cayera? —preguntó en ese momento—. ¿Entonces qué harías?
Yusef jamás me hacía ese tipo de preguntas.
Era agradable.
De hecho, empezó a pasar mucho tiempo en casa. Llegaba después del
entrenamiento para comer y jugar a videojuegos con mi hermano y siempre
era muy, muy agradable. Yusef era la opción evidente para mí: lo sabía. E
imaginaba que yo lo era para él también, pero jamás dijo nada sobre ello.
Solo me miraba un poco más que la mayoría de las personas. Me sonreía un
poco más. Creo que estaba esperando que yo diera el primer paso.
No lo di.
***
En Año Nuevo me senté en la sala con mi padre, que leía un libro. Mi padre
siempre estaba leyendo. Leía por las mañanas antes de ir a trabajar, y por las
noches antes de dormir. A menudo pensaba que tenía la mente de un genio
loco y el corazón de un filósofo. Lo miraba aquella noche, y también a mi
taza de té frío, pensando.
—Baba —dije.
—¿Mmm? —Dio vuelta una página.
—¿Cómo sabe uno si está haciendo lo correcto?
La cabeza de mi padre se levantó bruscamente. Me miró parpadeando y
cerró el libro. Se quitó las gafas. Me miró directo a los ojos solo un instante
antes de decir en farsi:
—Si la decisión que has tomado te ha acercado a la humanidad, entonces
has hecho lo correcto.
—Ah.
Me observó un segundo, y supe que estaba comunicándome, sin decirlo,
que podía contarle lo que tuviera en la mente. Pero no estaba lista. Aún no.
Así que fingí malinterpretarlo.
—Gracias —dije—. Solo quería saberlo.
Intentó sonreír.
—Estoy seguro de que has hecho lo correcto.
***
***
***
***
Navid estaba haciendo que entrenáramos más duro que nunca. El concurso de
talentos era en dos semanas, lo cual significaba que practicábamos todas las
noches hasta muy tarde. A medida que se acercaba el día, me parecía cada
vez más estúpido participar de un concurso de talentos en ese terrible
instituto, pero concluí que lo mejor era hacerlo y acabar de una buena vez. El
breakdance había sido la única constante ese año, y agradecía el espacio que
me ofrecía para sencillamente estar tranquila, respirar y perderme en la
música.
Sentí que le debía ese favor a Navid.
Además, había mucho más en juego de lo que imaginaba. Resultó ser que
el concurso de talentos era algo verdaderamente importante en ese instituto
… incluso, más que en cualquiera de los colegios a los que había asistido,
porque se llevaba a cabo durante una jornada escolar concreta. Suspendían
las clases, y todo el mundo venía: profesores, estudiantes y todo el personal.
Las madres, los padres y los abuelos ya se encontraban alrededor del
gimnasio, nerviosos, haciendo fotos de lo que fuera. En cambio, mis propios
padres no tenían ni idea de lo que haríamos ese día. No habían ido a
alentarnos, con las manos nerviosas y sudorosas, llenas de ramos de flores.
En general, eran tan indiferentes a lo que hiciéramos que realmente creía que
si llegaba a ganar el Premio Nobel de la Paz, ellos asistirían a regañadientes a
la ceremonia, sin dejar de señalar que muchas personas ganaban Premios
Nobel; que, de hecho, repartían Premios Nobel todos los años, y que, de
cualquier manera, el premio de la paz era claramente un premio para vagos,
así que quizás la próxima vez debía focalizar mi energía en la física, la
matemática o algo que se le pareciera.
Nuestros padres nos querían, pero no siempre estaba segura de que les
gustáramos.
Me daba la impresión de que mi madre pensaba que yo era una adolescente
dramática y sentimental, cuyos intereses eran simpáticos pero inútiles. Me
quería con locura, pero tenía muy poca paciencia con las personas que no
podían aguantar y salir adelante de una situación difícil. El hecho de que cada
poco cayera en profundos pozos depresivos la hacía pensar que yo seguía
siendo una chiquilla inmadura. Siempre estaba esperando que creciera de una
buena vez.
Se estaba preparando para ir al trabajo esa mañana cuando alcanzó a ver mi
traje en el momento de despedirse.
—Ey khoda. ¿Een chiyeh digeh? Oh, cielos, ¿qué te has puesto?
Llevaba una chaqueta estilo militar, recién transformada y completamente
rediseñada, con hombreras y botones dorados, y había bordado la espalda a
mano. Decía, la gente es extraña, con un trazo libre. No era solo un homenaje
a una de mis canciones favoritas de The Doors, sino que me sentía
identificada profundamente con esa afirmación. Todo el bordado había
llevado horas de trabajo. Me parecía fabuloso.
Mi madre hizo un gesto de desazón.
—¿Te vas a poner eso? —preguntó en farsi. Estiró el cuello para leer la
parte de atrás de mi chaqueta—. ¿Yanni chi, la gente es extraña? —Y no
pude ni defender mi vestimenta porque suspiró, palmeándome el hombro—.
Negaran nabash. No te preocupes. Ya madurarás.
—¿Qué? —dije—, no estoy preocupada… —Pero ya se encontraba
saliendo por la puerta—. Oye, en serio —dije—, me gusta lo que llevo
puesto…
—No hagas nada estúpido hoy —advirtió, y se despidió con un gesto de la
mano.
Pero yo sí estaba a punto de hacer algo estúpido.
Es decir, a mí me parecía estúpido. Navid creía que el concurso de talentos
era fabuloso. Aparentemente, era un privilegio siquiera poder participar de él:
después de recibir una enorme cantidad de solicitudes, un comité había
elegido solo diez intérpretes para que actuaran ese día en el escenario.
Nuestro número era el cuarto.
No había advertido lo serio que era hasta que Navid me lo explicó. De
todas formas, había cerca de un par de miles de chicos en nuestro colegio, y
estarían todos sentados entre el público, mirándonos a nosotros y a otros
nueve intérpretes: no entendía de qué forma eso podía terminar siendo algo
bueno. Me parecía estúpido, pero me recordé a mí misma que estaba
haciendo eso por Navid.
***
Nos encontrábamos esperando entre bastidores con los otros intérpretes —la
mayoría, cantantes; un par de grupos de música; incluso había una chica que
se presentaría como solista, tocando el saxofón—, y por primera vez era la
única del grupo que conservaba cierto grado de tranquilidad. Nos habíamos
cambiado para ponernos cazadoras plateadas, pantalones deportivos y zapatos
de ante grises, de Puma, y me pareció que estábamos geniales. Creí que
estábamos listos. Pero Jacobi, Carlos, Bijan y Navid parecían súper
nerviosos: era raro verlos así. Por lo general, eran verdaderamente amables y
nada los perturbaba. Me di cuenta entonces de que el único motivo por el cual
no estaba nerviosa como ellos era porque realmente el resultado me tenía sin
cuidado.
Me sentía desanimada, algo hastiada.
En cuanto a los chicos, no dejaban de ir y venir de un lado a otro. Hablaban
entre sí y consigo mismos. Súbitamente, Jacobi empezaba a decir, «Entonces,
todos salimos… Sí, todos salimos al mismo… —y luego se detenía, contaba
algo con los dedos de la mano, y asentía solo para sí—: Está bien… sí».
Y cada vez que empezaba una nueva actuación, se tensaban. Oíamos los
golpes y crujidos, que significaban que estaban preparando el escenario para
una nueva actuación; oíamos las ovaciones levemente silenciadas que seguían
a la introducción; y luego nos sentábamos en silencio, y escuchábamos a
nuestros competidores. Carlos no dejaba de preguntarse si los otros
intérpretes eran buenos o no; Bijan le aseguraba que eran una mierda; Jacobi
discrepaba y Carlos sufría. Navid me miraba y en cinco oportunidades me
preguntó si le había entregado la música adecuada al técnico audiovisual.
—Sí, pero recuerda… cambiamos la mezcla a último momento —dijo—.
¿Estás segura de que le dista la nueva?
—Sí —dije, haciendo un esfuerzo por no poner los ojos en blanco.
—¿Estás segura? Era el CD que tenía escrito, Mezcla número cuatro.
—Ah —dije, fingiendo sorpresa—. ¿Era la mezcla número cuatro? ¿Estás
segu…?
—Cielos, Shirin, no es el momento para hacerme bromas…
—Tranquilo —dije, y reí—. Saldrá bien. Hemos practicado esto miles de
veces.
Pero no podía quedarse quieto.
***
***
***
***
Mi furia por cómo me tratan los demás estudiantes ahora; por fingir que
nunca fueron crueles conmigo.
Lo que sentí cuando vi a Ocean con el uniforme; mi temor de que creyera
que estaba interesada en Yusef.
La agonía de regresar al colegio; mi preocupación por Ocean, por que lo
hubieran suspendido.
Mi conversación con mi padre; mi temor de haber hecho las cosas mal.
Reflexiones sobre conversaciones con Yusef: el hecho de que jamás
había tenido que explicarle nada.
Páginas y páginas intentando entender la ausencia de Ocean en mi vida;
lo mucho que lo echaba de menos; lo terrible que me sentía por todo lo
que había sucedido.
Una única página que decía…
Yo también te quiero, muchísimo, muchísimo.
Y así seguían las últimas semanas. Principalmente, era solo yo, relatando el
sufrimiento de la única manera que sabía hacerlo.
Solté el aliento en un suspiro largo y tembloroso, y miré la pared. Mi mente
estaba en pugna consigo misma.
Una parte de mí sentía un verdadero horror ante la idea de que Ocean
hubiera leído algo de todo eso. Parecía una intromisión, una traición. Pero
otra parte comprendía que hubiera estado buscando respuestas.
Detestaba cómo habían terminado las cosas entre nosotros. Odiaba que me
hubieran obligado a dejarlo; odiaba que él no supiera la verdad; odiaba que
me hubiera dicho que me quería y yo tan solo lo hubiera ignorado.
Especialmente tras todo lo que habíamos vivido, tras todo lo que me había
dicho y cómo había luchado por estar conmigo…
Me había dicho que me quería, y yo lo había ignorado.
De solo pensarlo sentía que mi corazón volvía a romperse. De repente,
quise que realmente hubiera leído esas páginas. De repente, deseé que lo
hiciera, que supiera.
De pronto, quise contárselo todo.
Cuanto más pensaba en ello, más me parecía que, si Ocean descubría esas
páginas, me sentiría libre. Quería que supiera que lo quería, pero sabía que en
ese momento no podía decírselo, no en persona, no sin una explicación de por
qué las cosas habían terminado entre nosotros. Me moría de vergüenza al
imaginarlo leyendo mis pensamientos más íntimos. Pero en el fondo era
liberador.
De todas formas, no tenía la certeza de que hubiera leído siquiera algo del
diario.
Fue entonces cuando noté que una de las páginas tenía un pequeño trozo
arrancado. Volví a ese lugar. Tenía la fecha de aquel último día de colegio,
justo antes de las vacaciones de invierno. El día que había terminado con
Ocean.
La primera parte hablaba de su entrenador, y de cómo me había
arrinconado. De todas las cosas horribles que había dicho de mí. De cómo me
había amenazado con echar a Ocean si no rompía con él. Y luego, más
adelante, de su madre: de cómo había malgastado el dinero reservado para su
universidad; cómo me había pedido que jamás le contara que había hablado
con ella.
Y luego, al final, decía que, al margen de las amenazas, sencillamente no
creía que yo fuera digna de los sacrificios que estaba haciendo por mí.
Cerré el diario. Respiraba demasiado rápido.
36
***
Al final, lo que nos terminó separando no fue el odio, ni las personas racistas,
ni los imbéciles.
Fue una nueva mudanza.
Ocean y yo tuvimos dos meses y medio de felicidad absoluta antes de que
mi padre anunciara, a comienzos de mayo, que nos iríamos de la ciudad en
cuanto se graduara Navid. Para julio nos habríamos marchado.
Las semanas que transcurrieron hasta ese momento fueron una especie de
agonía dulce y opresiva. Finalmente, Ocean no fue expulsado del colegio. Su
madre había contratado a un abogado para la audiencia y, en un giro que solo
lo sorprendió a él, resultó que le caía demasiado bien a todo el mundo. El
consejo escolar accedió a expulsarlo una semana más y dar por terminado el
asunto. Intentaron convencerlo de reincorporarse al equipo de baloncesto,
pero se negó. Dijo que nunca más quería jugar baloncesto competitivo. En
algunos sentidos, se lo veía mucho más contento.
En otros, no lo estaba en absoluto.
No dejábamos de ser plenamente conscientes de la fecha en que nos
separaríamos, que se acercaba a toda velocidad, y pasábamos la mayor
cantidad de tiempo posible juntos. Mi estatus social había cambiado tan
radicalmente —elevándose aún más al saberse que Ocean le había dado un
puñetazo en la cara a su entrenador por mí— que ya nadie se sorprendía al
vernos juntos, y la absoluta ridiculez del instituto no dejaba de pasmarnos y
desconcertarnos. De todas formas, aprovechamos lo que pudimos. Estábamos
absortos el uno con el otro, embargados por una mezcla de felicidad y
tristeza, de forma prácticamente permanente.
La madre de Ocean se dio cuenta de que alejándome de su hijo solo había
roto su propia relación con él, así que me aceptó de nuevo. Intentó conocerme
mejor, pero no lo consiguió. Aunque no había ningún problema. Seguía
siendo bastante particular, y por primera vez en mucho tiempo, volvió a
involucrarse activamente en la vida de Ocean. El hecho de que casi lo
hubieran expulsado del colegio la hizo valorar su actitud; quizás fue la que
más se sorprendió al saber que su hijo le había roto voluntariamente la nariz a
una persona, y, de pronto, empezó a hacerle preguntas. Quería saber qué
sucedía en su cabeza. Empezó a venir a cenar y a pasar el fin de semana en
casa, y todo eso hizo a Ocean muy feliz. Le encantaba tener a su madre cerca.
Así que yo sonreía, y comía su ensalada de patatas.
El colegio continuó siendo un ámbito patético. Nunca se volvió normal.
Lentamente, después de una intensa introspección, mis compañeros de clase
se volvieron más profundos y encontraron la fortaleza de ánimo para hablar
conmigo sobre temas que iban más allá del breakdance y el trapo en mi
cabeza. El resultado de todo ello fue entretenido y esclarecedor. Cuanto más
conocía a las personas, más advertía que todos éramos un montón de idiotas
asustados que caminaban a oscuras, chocándonos unos con otros,
aterrorizándonos sin motivo alguno.
De modo que empecé a encender una luz.
Dejé de pensar en las personas como multitudes, hordas, grupos sin rostro.
Hice un esfuerzo enorme por dejar de suponer que sabía cómo era cada
individuo, especialmente, antes de siquiera haber entablado una
conversación. No me salía demasiado bien, y seguramente, tendría que
trabajar en eso el resto de mi vida, pero lo intentaba. Realmente, lo intentaba.
Temí darme cuenta de que les había hecho a otros exactamente lo que no
había querido que me hicieran a mí: generalizar acerca de lo que creía que
eran, de cómo vivían sus vidas y de lo que suponía que estaban pensando,
todo el tiempo.
Ya no quería ser esa persona.
Estaba cansada de centrarme en mi propia furia. Estaba exhausta de
recordar solamente a las personas malas y las cosas terribles que me habían
dicho o hecho. Estaba agotada. La oscuridad ocupaba demasiado espacio
valioso en mi mente. Además, ya me había mudado lo suficiente como para
saber que el tiempo era algo fugaz y limitado.
No quería desperdiciarlo.
Había dilapidado demasiados meses apartando a Ocean de mi vida, y todos
los días deseaba no haberlo hecho. Deseaba haber confiado antes en él.
Deseaba haber disfrutado cada hora que habíamos tenido juntos. Deseaba
tanto. Tantas cosas con él. Ocean me había despertado el deseo de buscar a
las demás personas buenas en el mundo, de tenerlas cerca.
Quizás era suficiente, pensé, saber que alguien como él existía en el
mundo. Quizás era suficiente que nuestras vidas se hubieran encontrado y
bifurcado, dejándonos a ambos transformados. Quizás era suficiente haber
aprendido que el amor era el arma inesperada, el puñal que yo necesitaba para
atravesar la rígida armadura que llevaba puesta todos los días.
Quizás, pensé, eso era suficiente.
Ocean me había dado esperanza. Me había hecho volver a creer en las
personas. Su sinceridad me había dejado en carne viva, había despegado las
capas de ira dentro de las cuales había vivido durante tanto tiempo.
Gracias a Ocean, tenía deseos de darle al mundo una segunda oportunidad.
***
***
No me abandones, escribió.
Y no lo hice jamás.