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Díaz, Valentín
Link, Daniel
2015
Barroco y modernidad
en la teoría estética del siglo XX
Tesis de Doctorado
Área Literatura
Valentín Díaz
Septiembre de 2015
Índice
Agradecimientos.................................................................................................. 6
Uso de fuentes y normas de citación .................................................................. 7
1
#Escolio. Walter Benjamin y el ornamento ................................................. 162
2
6.3. La alegoría en el siglo XIX ....................................................................... 347
6.4. El último movimiento ................................................................................ 353
3
3. 1967 ............................................................................................................ 484
4. 1968 ............................................................................................................ 486
4
2.2.2. Las cuatro operaciones mayores .......................................................... 631
2.3. Qué lee ..................................................................................................... 637
3. El Barroco y el discurso estético de la modernidad .................................... 639
5
Agradecimientos
A Daniel Link, por su generosidad sin límites, por su manera de leer, por su
enseñanza y su amistad.
A Elena Donato, por la vida juntos y por haber hecho preguntas que me obligaron a
pensar todo de nuevo.
6
Uso de fuentes y normas de citación
Todas las fuentes han sido consultadas (o cotejadas) en su lengua original. Los
textos originalmente escritos en francés, italiano, alemán e inglés, en caso de estar
disponibles en español, se citan en traducción (si se consideró necesario introducir
modificaciones, está indicado). En caso de no estar disponibles en español, las
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se utilizó, toda vez que fue posible, la edición en lengua original.
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variaciones. Las referencias de las citas intratextuales incluyen, entre paréntesis, el
apellido del autor, el año de la edición original y la página de la edición consultada
(Apellido, año: página). Este criterio responde a la intención de dejar constancia, a
lo largo del trabajo, de la fecha de publicación (o, en algunos casos, redacción) del
texto citado o referido sin que sea necesario recurrir a la Bibliografía para
verificarla.
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Introducción general
Introducción general
1. Objeto
Este trabajo tiene como objeto de estudio exclusivo un concepto –Barroco–, como
período un siglo –el siglo XX– y como espacio de indagación un discurso –la teoría
estética. Sin embargo, en el origen de este trabajo de investigación está el
sobresalto producido por la lectura de la obra ensayística de Severo Sarduy y la
pregunta inevitable que acompaña esa lectura, a propósito del origen, las
condiciones y el lugar de una postulación teórica como el Neobarroco. Ahora bien,
lo que cualquier relevamiento bibliográfico a propósito del Neobarroco vuelve
inmediatamente evidente es que esa singular postulación, lejos de ser un momento
aislado del pensamiento estético, funciona como punto de irradiación de una
auténtica serie –y es en esa serie donde se juega su sentido y su valor. Es por ello
que este trabajo nace de la evaluación de los alcances, los límites y la
especificidad de la teoría del Neobarroco –problema con el que el propio Sarduy,
como tantos otros, se enfrentó en una lucha de la que, probablemente, haya
resultado vencido: todo tiende a la proliferación, al desborde categorial, a la
pérdida de especificidad– pero va más allá de él.
Tomando como punto de partida la pregunta por el Neobarroco, este trabajo
parte de una constatación: en el siglo XX hay Barroco. Es decir, el Neobarroco no
es más que una expresión específica de un fenómeno que recorre, de un modo no
siempre evidente, todo el siglo XX (y más allá): el retorno o la recuperación
periódica del Barroco. Es por ello que el trabajo opera sobre un período amplio, el
siglo, y propone una periodización específica que señala límites para un siglo XX
barroco (1908-1988) y cortes o quiebres internos de ese siglo a partir de los cuales
se definen las cuatro “escenas teóricas” que lo componen: 1908, 1927, 1955, 1974.
El objetivo, por lo tanto, es analizar los sucesivos retornos del Barroco a lo largo
del siglo XX. El trabajo, sin embargo, no evalúa la pertinencia del concepto para
definir determinados objetos de arte o cultura; por el contrario, intenta explicar las
razones, las condiciones y los efectos de su resistencia, su supervivencia o su vida
póstuma [Nachleben] (Warburg, 1898), en suma, de su disponibilidad a lo largo del
siglo, y la consecuente definición periódica de un Jetztzeit [tiempo-ahora]
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Introducción general
(Benjamin, 1940) barroco. Por lo tanto, para poder comprender el recorrido de ese
concepto, el trabajo restringe su espacio de indagación a la teoría estética.
Es decir, el objetivo general es construir una historia del concepto de
“barroco” tal como ésta se desarrolla a lo largo del siglo XX (prestando atención a
los casos en que se postula su retorno o actualidad), en el sentido en el que Michel
Foucault concibe esa tarea (uno de los fundamentos del método arqueológico):
la historia de un concepto no es, en todo y por todo, la de su acendramiento
progresivo, de su racionalidad sin cesar creciente, de su gradiente de
abstracción, sino la de sus diversos campos de constitución y de validez, la
de sus reglas sucesivas de uso, de los medios teóricos múltiples donde su
elaboración se ha realizado y acabado (Foucault, 1969: 5-6).
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nunca coincide consigo mismo. Cualquier estado de la cuestión, más allá de los
consensos que, en el desarrollo de las disciplinas, históricamente puedan ser
verificados, parece alejarse de cualquier certeza. Por lo tanto, si en el siglo XX hay
Barroco, debe buscárselo menos en alguna de esas definiciones concretas que en
el recorrido que su relevamiento hace posible. Desde esa perspectiva, luego de la
constatación inicial (en el siglo XX hay Barroco), es posible avanzar hacia una
segunda: el Barroco es una invención del siglo XX (más allá de que las
formulaciones pioneras se remonten a las últimas décadas del siglo anterior) y por
lo tanto debe ser integrado a la historia de su pensamiento estético.
El concepto fundamental que persigue la investigación es uno, “Barroco”,
pero en torno a él gravita, a su vez, una constelación de conceptos secundarios:
“Barroquismo”, “Neobarroco”, “Neo-barroco”, “Transbarroco”, “Ultrabarroco”,
“Neobarroso”, “Neoborroso” “Neobarroko”, “Híperbarroco”, “Manierismo”,
“Neomanierismo”, “Rococó”. Las lenguas implicadas son el español, el alemán, el
francés, el portugués, el italiano y en muy menor medida el inglés; y presentan la
ventaja de no suponer variación alguna en cuanto a las “raíces” (el “origen” latino,
tal como se podrá ver en el Estado de la cuestión, es uno en la incertidumbre, no
sólo etimológica, sino también lingüística): “barroco”, “Barock”, “baroque”,
“barroco”, “barocco”, “baroque”.
En este sentido, por ejemplo, un texto bibliográfico como el de René Wellek
(1963) demuestra hasta qué punto el problema del Barroco es a todas luces
ilimitado. Si bien el autor logra sortear con relativa facilidad los problemas
vinculados con la extensión temporal, al momento de enfrentar el problema de lo
que llama el “referente” (qué es el Barroco, qué porción de mundo designa), y más
allá de lo satisfactoria o no que pueda resultar su solución, lo que es necesario
subrayar es que esas dificultades, lejos de lo que en muchos momentos de la
historia del problema se ha afirmado, son las que precisamente dan potencia
conceptual al problema. El Barroco es casi cualquier cosa o, en todo caso, medio
mundo (la otra –pero los límites tampoco están claros– será clásica). O,
probablemente, la mitad menos uno del mundo –ese uno que permanece del otro
lado es el Otro que sostiene, aún hoy, su “secuestro” (de Campos, 1989). O,
incluso (porque dependerá del caso) todo el mundo, pues sólo hay puntos de vista
y el Barroco es sólo un modo de mirar –y la escala, el movimiento o la
transformación, simplemente, permiten concebir lo mismo como lo otro.
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Introducción general
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Introducción general
Hocke, Helmut Hatzfeld. Se trata de autores que siguen el recorrido de una noción,
una idea y asumen (total o parcialmente) la pérdida del objeto.
Sin embargo, la diferencia con respecto a esa tradición de lectores del
Barroco que el presente trabajo introduce es el criterio con el que se seleccionan
los casos a estudiar: más allá de algunas excepciones (oportunamente
justificadas), se toman en consideración exclusivamente aquellos casos en los que,
en la teoría del arte, se produce un deslizamiento total o parcial en el uso de la
palabra “barroco” hacia el presente a lo largo del siglo XX, es decir, aquellos
autores que postulan la validez del concepto en términos de contemporaneidad. En
algunos casos, esa validez del Jetztzeit barroco será evidente y declarada, en
otros, será necesario postular una lectura específica para volverla visible –pero en
ningún caso se toman en consideración los trabajos estrictamente abocados al
Barroco histórico (estético, cultural, filosófico, científico, etc.).
Con respecto a la tradición en la que este trabajo se instala, debe ser
destacada como antecedente fundamental (que forma parte, como el resto de los
antecedentes señalados, del corpus estudiado) una zona de la obra de Walter
Benjamin. En efecto, Origen del drama barroco alemán (obra publicada en 1928
pero tardíamente incorporada a las bibliografías especializadas) funciona como
punto de quiebre en la historia del Barroco, en la medida en que, si bien se ocupa
de analizar un “caso” específico (el Trauerspiel alemán), traslada, por primera vez
de un modo conciente y sistemático, el problema al plano de la Idea. Sin embargo,
desde el punto de vista metodológico, es El concepto de crítica de arte en el
Romanticismo alemán el texto que, más decididamente, da el tono. Allí, el objeto
de estudio es un concepto (“crítica de arte” [Kunstkritik]) y su comprensión reclama
una “restricción esencial del campo temático […], únicamente los conceptos de
idea del arte y de obra de arte permanecen en el horizonte de nuestra
consideración” (Benjamin, 1920: 32), lo cual supone, incluso, que “la teoría
romántica de la crítica de arte no puede extraerse de la praxis –por ejemplo, del
proceder de A. W. Schlegel–, sino que debe ser expuesta sistemáticamente a partir
de los teóricos románticos del arte” (1920: 32-33).
Benjamin se ocupa allí de “un momento” de la historia de ese concepto (el
momento romántico); en este trabajo se trata, en cambio, de un recorrido histórico.
Sin embargo, lo relevante del método benjaminiano es el modo en que tanto para
el Romanticismo temprano como luego para el Barroco, el punto de vista debe
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Introducción general
operar sobre la unidad, el plano de la idea del arte (“la poesía romántica es la idea
de la poesía misma”, Benjamin, 1920: 130), como espacio del continuum de las
formas artísticas, “fundamento real de todas las obras empíricas” (Benjamin, 1920:
131-132).
2. Máquina de lectura
De este modo, es posible postular como hipótesis general que el Barroco, tal como
es invocado en el siglo XX, es una Máquina de lectura (no una poética, no una
estética, no una cultura, no un estilo, etc.) que reescribe la historia de la
modernidad estética a partir de la definición de un umbral barroco de lo moderno.
Se trata, tendiendo en cuenta el sistema de variaciones que acaba de señalarse,
de una Máquina que resulta del ensamblaje de una serie de máquinas –máquina
de máquinas, objeto de reconstrucción. Es una Máquina que opera por
aceleración, contigüidad, proliferación (en el plano de la expresión) y por variación
continua (en el plano del contenido). Es decir, la Máquina de lectura encuentra su
espacio de funcionamiento específico en la distancia entre las teorías, en la
distancia entre cada teoría y sus objetos. En esa distancia lo que cuenta es el
concepto como territorio de variación (de la definición de Barroco). Así, la Máquina
tiene como vocación fundamental leerse a sí misma (más allá, incluso, de las
intenciones y las posiciones) y reconocer, en cada momento histórico, fuerzas que
definen zonas de imantación que posibilitan, cada vez, nuevos ensamblajes.
A partir de las dos proposiciones iniciales (en el siglo XX hay Barroco, es
decir, el Barroco es una categoría disponible periódicamente a lo largo del siglo; el
Barroco es una invención del siglo XX), la pregunta que el trabajo intenta
responder es cuáles son las condiciones y cuál es la dinámica de esa periódica
barroquización del presente. No se trata necesariamente de determinar sus
condiciones materiales sino más bien de definir la formación de bloques de sentido
(“cuadros”, en términos de Foucault, 1969) que hacen posible o necesaria esa
barroquización. Por lo tanto no se pone en juego (como es habitual en muchos
estudios del tema) la posibilidad de evaluar la validez objetiva de llamar “barroco”,
“neobarroco”, “neobarroso”, “transbarroco”, etc. a determinada obra, autor o cultura
del siglo XX (lo cual supondría, inevitablemente, un estudio que es también
comparativo –la serie de correspondencias o divergencias entre el siglo XVII y el
siglo XX), ni tampoco (como también es frecuente) aceptarlo como natural y
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Introducción general
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Introducción general
3. Escena teórica
Escribir la historia es darle su
fisiognomía a las fechas.
Walter Benjamin. Zentralpark
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Hasta aquí, la perspectiva coincide grosso modo con la de Rancière. Sin embargo,
aclara luego Antelo:
El concepto de escena proviene, entre otros, de von Uexküll, el fundador de
la moderna ecología, participante del [Primer] congreso [Nacional de
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Introducción general
Antelo cita una de las ponencias presentadas por Guerrero en ese Congreso,
“Escenas de la vida estética”, en la que
[Guerrero] buscaba alejarse “de los procedimientos usuales del discurso
demostrativo y el ensayo inquisidor”, prefiriendo “el ritmo de un film de
aventuras, como el más adecuado para exponer, precisamente, nuestra
perspectiva de la vida humana como una aventura de la imaginación”. O
sea que la imagen, a su juicio, sólo podía ser pensada a partir del montaje
de tiempos disímiles y el trabajo crítico consistiría, precisamente, en
presentar, de manera descarnada, “una serie de escenas de las actividades
estéticas del hombre. No se trata, por consiguiente, de demostrar nada. Ni
siquiera habría tiempo para mostrar algo, de una manera debida y acabada.
Se trata solamente de provocar sugerencias. Indicar un planteo filosófico,
por medio de la mayor o menor intensidad latente en estos sketches de la
vida estética. Avivar el recuerdo, es decir, la resonancia cordial de algo que
hemos cavilado muchas veces, pero sin llegarlo a captar en su constelación
propia de ideas. Y, al mismo tiempo, indicar una dirección, para que el
esfuerzo mental elabore, más tarde, el tema propuesto” (Antelo, 2012: 19).3
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Introducción general
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Introducción general
que explica, por otra parte, la constante obsesión temporal del barroco en el siglo
XX y la inquietud por los momentos de corte, interrupción, quiebre o pasaje.
Si el Barroco en el siglo XX, a partir de la re-definición del umbral de
transformación de la modernidad, funciona como modernidad diferencial es porque,
en tanto máquina lectora, apela a un arsenal conceptual sancionado por la
modernidad hegemónica (burguesa, iluminista, postivista) y funciona, por lo tanto,
como constante reacción al “secuestro” (Haroldo de Campos, 1989) del que fue
objeto durante, al menos, dos siglos. En ese marco, la negatividad que toma forma
desde el Barroco se sostiene en dos variables fundamentales: la recuperación del
registro de lo imaginario (registro también sancionado por las doctrinas modernas
de la luz y el terror a las imágenes) y el descentramiento del punto de vista
operado por la presencia de América Latina como factor también inesperado (e
incluso no deseado) de la modernidad. La obra teórica de Severo Sarduy (punto de
irradiación de toda la serie) es, en este sentido, el espacio privilegiado de
indagación, en la medida en que funciona como apertura a la excentricidad del
espacio de la teoría en un momento clave.
4. Moderno
La disputa que está en juego en la vuelta al Barroco en el siglo XX es la de los
sentidos de “lo moderno”. Un recorrido como el que, por ejemplo, propone Hans
Robert Jauss en “Tradición literaria y conciencia actual de la modernidad” (1965)
permite ver el sistema de oposiciones que varía históricamente en la auto-
percepción de la experiencia de lo moderno: modernos-antiguos, moderno-clásico,
romántico-clásico, modernidad-eterno. El interés, para este trabajo, de un recorrido
como el de Jauss es precisamente lo que allí falta: en su revisión de lo moderno,
que se inicia a fines del siglo V y encuentra su momento clave en la Querelle des
Anciens et des Modernes (durante los años 80 del siglo XVII) y que analiza no sólo
esas variaciones sino también el modo en que cada etapa redefine su temporalidad
(préstamos, rechazos, retornos), lo que brilla, ausente, es la noción de Barroco.
¿Cuáles serían, en este sentido, los efectos de introducir allí, en un recorrido
como ése, esta noción –Barroco– y a partir de allí el sistema de oposiciones
consecuente –Renacimiento-Barroco, Clásico-Barroco, Neoclásico-(Neo)barroco?
¿Qué efectos tendría sobre la idea de lo moderno introducir en la tradición de la
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Introducción general
Querelle des Anciens et des Modernes la Querelle du baroque4 como una de sus
escenas (y, al mismo tiempo, desvíos) fundamentales?
El primer efecto que se verificará es un ruido, o una interferencia, en el
corazón temporal de lo moderno. ¿Qué lugar ocupa, en el recorrido de lo moderno
del siglo XX, lo Barroco en relación con un problema fundamental de lo moderno –
“lo nuevo”? Es decir, ¿qué tipo (qué modelo) de ruptura y relación con el pasado
(qué pasados posibles) supone el Barroco tal como el siglo XX lo evoca y redefine?
En el debate contemporáneo a propósito del Barroco hay autores que se
plantean esta pregunta (cfr. Estado de la cuestión –fundamentalmente, en América
Latina, los casos de Bolívar Echeverría e Irlemar Chiampi) y muchas de las
conclusiones a las que esos autores arriban son de utilidad para este trabajo. Sin
embargo, a diferencia de esos casos (en los que el objeto de estudio incluye el
ejemplo, el caso, y por esa vía se colocan del lado de la respuesta), este trabajo se
propone analizar el problema exclusivamente en relación con el espacio de la
teoría literaria y artística del siglo XX, en la medida en que se vuelve necesario
restringir el campo de estudio para poder estudiar el modo en que el debate de lo
moderno encuentra en el Barroco una inflexión específica.
En el relato de lo moderno que Jauss propone, una de las ideas que se
propone negar es la que había sostenido que la Querelle “es un fenómeno
constante de la historia y de la sociología literarias” (Curtius, 1948: 354). Lo que
aquí está en juego es la posibilidad de pensar cuál es la relación entre esa querella
y otra, la Querelle de lo clásico y lo barroco (o lo manierista, tal como propone
también Curtius). Se trate de una constante de la historia del arte occidental, o de
un fenómeno moderno (originado en el período barroco), lo cierto es que entre una
querella y la otra se da una relación doble: supone en primer término un conflicto,
pero al mismo tiempo la del barroco, pensada como parte de la querella de los
Antiguos y los Modernos, permite volver a definir los términos en los que
tradicionalmente fue pensada la constitución de esa experiencia de lo moderno.
4
La referencia directa es a Eugenio D’Ors y su relato de “La Querella de lo Barroco en Pontigny”,
en el marco de una de las célebres Décades celebrada del 6 al 16 de agosto 1931 y titulada “Sur ‘le
baroque’ et sur l’irréductible diversité du goût, suivant les peuples et suivant les époques”, y
organizada, como ocurriría con esas Décades hasta 1939, por Paul Desjardins. Pero, siguiendo por
ejemplo, a Anceschi, es posible hablar, en el contexto de los debates estéticos de fines del siglo XIX
y principios del XX, del inicio de una auténtica Disputa del Barroco, que, como se verá más
adelante, el autor concibe como fin y transformación de otra, inmediatamente anterior: la Disputa
del Laocoonte (Anceschi, 1945: 26).
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Introducción general
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1630 es una fecha significativa entre tantas otras posibles. En Heinrich Wölfflin, uno de los
pioneros, es la fecha que señala, luego del origen (1580-1630), el despliegue del Barroco, con
Bernini. Rome, 1630 es, por otro lado, el título de un libro de Yves Bonnefoy publicado en 1970 en
el que se construye lo que, según los términos aquí propuestos, puede denominarse una “escena”
del Barroco: Bernini instalando el Baldaquino en San Pedro, Poussin comenzando a trabajar por
cuenta propia, Valentin señalando el fin del caravaggismo, Velázquez viajando a Roma, etc.
6
Se trata de la modernidad de la depuración (de lo imaginario), cuyos efectos se harían
ejemplarmente visibles luego de la Segunda Guerra Mundial y serían filosóficamente demolidos en
ese auténtico diario de la guerra, la Dialéctica del Iluminismo, en cuyo comienzo se lee: “La
Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde
siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra
enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad. El programa de la
Ilustración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la
imaginación mediante la ciencia” (Adorno y Horkheimer, 1944: 59).
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Introducción general
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
1. Introducción
Teniendo en cuenta que los momentos fundamentales de la historia de las
sucesivas recuperaciones y actualizaciones teóricas de la noción de “barroco”
realizadas durante el siglo XX (incluida la postulación del “Neobarroco” y otras
formas derivadas) forman parte del objeto de estudio de esta tesis, la presente
sección está dedicada a dos aspectos que, históricamente, la enmarcan: la
prehistoria del problema y su continuidad más allá del período estudiado, es decir,
entre fines de la década de 1980 y la actualidad. En efecto, en primer término, se
plantean los elementos fundamentales a tener en cuenta con respecto al origen de
la palabra “barroco” y la conformación del concepto. En segundo lugar, se realiza
una revisión de las líneas teórico-críticas fundamentales del debate contemporáneo
a propósito del Barroco y el Neobarroco en el que este trabajo se inserta. Tal como
fue señalado en la Introducción (y será desarrollado y justificado más adelante), se
establece como período de estudio un siglo XX que va de 1908 a 1988. Si 1908
define un posible comienzo de esta historia del concepto (una primera articulación
específica entre debates artísticos y el debate teórico del Barroco), se plantea un
corte (a partir de finales de la década de 1970) que define el límite exterior de este
trabajo –cuando se inicia lo que aquí se considera el estado actual de la discusión–
, límite a partir del cual el debate del Barroco se reorienta en íntima relación con el
debate modernidad/posmodernidad. Si bien esa reorientación tiene destacables
excepciones, es una línea que puede considerarse predominante.
Establecido ese corte, este Estado de la cuestión describe las líneas de
análisis que organizan la forma en que la constante recuperación del Barroco se
realizó durante los últimos veinticinco años. De este modo es posible dar cuenta de
la continuidad del debate (al margen de algunas superposiciones que luego se
explicarán) más allá del período aquí analizado –continuidad que constituye el
contexto de discusiones de la tesis.
El criterio adoptado para la selección bibliográfica que se incluye en este
Estado de la cuestión es, por lo tanto, idéntico al que permite definir el corpus del
trabajo: de la bibliografía disponible sólo se incluyen los textos que establecen
vínculos, proyecciones o continuidades explícitas entre el Barroco histórico y el
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
7
Una excepción parcial de esta exclusión es el caso del gongorismo. Si bien no es incluido como
objeto de estudio en sí mismo (y por lo tanto nada se dice sobre el tema en este Estado de la
cuestión), algunos pasajes de la historia de las lecturas de Góngora son incluidas en la Segunda
parte de esta tesis en la medida en que, según la lectura del problema que aquí se propone, en
torno al gongorismo se define un momento clave de la actualización teórica del Barroco proyectada
al presente en 1927.
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
12
Cfr. por ejemplo, Helmut Hatzfeld: “no se debe olvidar que el término ‘Barroco’ tuvo el significado
de algo insólito, como un imperfecto razonamiento, un extraño silogismo o una perla irregular”
(Hatzfeld, 1964: 12).
13
El problema del silogismo será retomado más adelante.
14
“BARRVECO, entre las perlas llaman barruecos vnas que son desiguales y dixeronse assi, quasi
berruecos, por la semejança que tienen a las verrugas que salen a la cara” (Sebastián de
Covarrubias. Tesoro (1611), fol. 124r). A su vez, “BERRVUGA, del nombre latino verruga, que
propiamente significa la cumbre levantada de algún monte o peñasco; y de aquí por similitud […]”
(Covarrubias, 1611, fol. 132v).
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
Así, la escolástica “in barocco” analizada por Benedetto Croce (1928), supone un
recorrido que otorga importancia a esta raíz de “barroco”.
La Encyclopédie, que inicialmente no acogió el término, lo introduce en un
suplemento de 1776, aplicado a la música: “La concisa definición está suscripta
con la letra S, vale decir, por Jean-Jacques Rousseau”, quien escribió: “Barroco, en
música; una música barroca es aquella cuya armonía es confusa, cargada de
modulaciones y disonancias, de entonación difícil y movimiento forzado” (cit. en
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
literatura brasileña, puede por lo tanto hacerse extensivo a la historia general del
Barroco.
Con respecto al lapso de in-existencia, la tesis del secuestro, sin embargo,
puede seguirse, analizando casos particulares, en el recorrido de la historia de
determinados artistas: ya desde el propio siglo XVII casos emblemáticos como
Góngora, Bernini, Caravaggio o Sor Juana, entre tantos otros, conocen a veces la
gloria en su contexto (nunca sin detractores y polémicas), el radical olvido póstumo
(o a partir de determinado momento de su vida), siempre organizado en torno a
criterios clasicistas, y la posterior recuperación recién en el siglo XX. Lo mismo
puede observarse, a nivel más general, analizando “gustos de época”, estilos
oficiales, historia de Academias y otras instituciones artísticas, o políticas oficiales
en relación con las ruinas antiguas. Pero si del concepto de “barroco” se trata, si
bien la historia coincide (al reconstruir el Barroco retrosectivamente), es
marcadamente diferente, pues en la Historia del arte, hasta fines del siglo XIX, no
hay Barroco.
La historia de las disciplinas, tal como resulta evidente según las diferentes
posiciones metodológicas que desembocan en la “arqueología filosófica” (Cfr.
Introducción general), conduce irremediablemente a la postulación, en el proceso
de su consolidación, de una “prehistoria artificial” (Macherey, 1964). En este
sentido, si por un lado es posible afirmar que el Barroco es una invención del siglo
XX, esa proposición no debe conducir a perder de vista que aquello que habría de
volverse el Barroco (y precisamente, para poder alcanzar su condición, su
definición como concepto de la Historia del arte) estuvo sujeto a polémicas y
grandes disputas. Sólo teniendo en cuenta esa historia es posible otorgar a la
inexistencia histórica del Barroco, su justo lugar. Es decir, una vez consolidado el
concepto, se vuelve definitivamente visible hasta qué punto (y en nombre de qué
valores estéticos) fue posible el “secuestro” del Barroco –un secuestro que, llegado
este punto, no puede no resultar paradójico: se borra de la historia algo que aún no
existe.17
En esa historia de la inexistencia, historia larga cuyo despliegue excede los
objetivos aquí propuestos, hay un nombre clave sobre el que es necesario
17
Vale aclarar que aquí se hace un uso del concepto de Haroldo de Campos que excede el campo
de aplicación del original. Allí el secuestro no es paradójico en la medida en que remite, al menos
inicialmente, a Antonio Candido. El problema será retomado más adelante.
32
La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
33
La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
Esas dudas, si hay que creerle a Jean Rousset, habrían aumentado con el paso
del tiempo: “Si Burckhardt hubiese escrito el Cicerone veinte años más tarde, su
capítulo sobre la arquitectura barroca hubiese sido probablemente menos tímido”
(Rousset, 1954: 281). En la misma dirección, señala Kultermann que Burckhardt
“en el año 1875 escribía, por ejemplo, a Alioth: ‘Mi respeto por el Barroco aumenta
por momentos, y tiendo a considerarlo como el auténtico final y principal resultado
de la arquitectura viva’” (Cit. en Kultermann, 1990: 187). No se trata aquí,
evidentemente, de indagar el desarrollo del gusto de Burckhardt, sino más bien de
señalar este momento –la segunda mitad del siglo XIX– como fin de una época. Tal
como podrá verse a continuación (cfr. cap. 2, Primera parte), las obras de Wölfflin
(1888 y 1915) –el paso siguiente, según casi todas las cronologías del concepto–
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
serán (no sin otros casos contemporáneos, por ejemplo Cornelius Gurlitt) la
apertura del Barroco en el siglo XX.
Pero aún ha de tenerse en cuenta una intuición no menos importante del
siglo XIX, la de Friedrich Nietzsche, quien, seguramente por influencia de
Burckhardt, pero yendo incluso algo más allá que este último, esbozó una
reivindicación del Barroco y una primera forma compleja de postulación de su
actualidad. En efecto, el concepto aparece en Humano, demasiado humano
inicialmente en relación con la música. Pero lo realmente relevante es que allí, el
Barroco aparece vinculado con dos problemas centrales (el origen y lo moderno),
problemas por cierto de gran relevancia en la filosofía de Nietzsche. Pero al mismo
tiempo aparece una variable también fundamental, la pregunta por el arte del
presente, a partir del Barroco. El fragmento, titulado “Origen [Herkunft] religioso de
la música moderna”, dice:
La música plena de alma nace en el catolicismo restaurado tras el Concilio
de Trento, por obra de Palestrina, quien sirvió de caja de resonancia al
renacido espíritu íntimo y profundamente conmovido; más tarde, con Bach,
también en el protestantismo, en la medida en que éste había sido
profundizado y despojado de su fundamental carácter originariamente
dogmático por los pietistas. Presupuesto y necesaria etapa preliminar para
ambos nacimientos es la dedicación a la música propia de la época del
Renacimiento y del Prerrenacimiento, sobre todo esa ocupación erudita en
la música, ese gusto, científico en el fondo, por los artificios de la armonía y
del contrapunto. Por otra parte, también debía precederlos la ópera, en la
que el profano elevaba su protesta contra una música fría devenida
demasiado erudita y quería volver a insuflarle un alma a Polimnia. Sin esta
conversión profundamente religiosa, sin la resonancia del ánimo
intimísimamente agitado, la música habría seguido siendo erudita u
operística; el espíritu de la Contrarreforma es el espíritu de la música
moderna (pues ese pietismo de la música de Bach es también una especie
de Contrarreforma). Tan profundamente estamos en deuda con la vida
religiosa. La música fue el Contrarrenacimiento en el ámbito del arte, a él
pertenece la pintura tardía de Murillo, acaso también el estilo barroco
[Barockstil]: más en todo caso que la arquitectura del Renacimiento o de la
antigüedad. Y aún hoy día cabría preguntarse: si nuestra música moderna
podría mover las piedras, ¿las juntaría en una arquitectura antigua? Lo dudo
mucho [en Fase previa del libro: “Si la música de Beethoven moviese las
piedras, lo haría mucho antes a la manera de Bernini que no a la de la
antigüedad”]. Pues lo que en esta música rige, el afecto, el gusto por
actitudes muy tensas, el querer cobrar vida a toda costa, el rápido cambio
de sentimiento, el intenso efecto de relieve en luz y sombra, la yuxtaposición
del éxtasis y lo ingenuo, todo esto ya en otro tiempo rigió en las artes
figurativas y creó nuevas leyes de estilo; pero no fue en la antigüedad ni en
la época del Renacimiento (Nietzsche, 1878: 144-145).
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El presente del arte, en Nietzsche, aparece definido a partir de esa serie de rasgos
que repiten una época pasada, pero no la que el ideal clasicista evoca (otro de los
pasajes de la Fase previa del libro señalaba: “somos hombres berninianos”). Por
eso, en uno de los fragmentos que conformarán el segundo volumen de Humano,
demasiado humano, Nietzsche vuelve sobre el problema del Barroco y señala:
Del estilo barroco. Quien, en cuanto pensador y escritor, sabe que no ha
nacido ni ha sido educado para la dialéctica y el desenvolvimiento de los
pensamientos, recurrirá involuntariamente a lo retórico y dramático; pues, a
fin de cuentas, a él toca hacerse entender y obtener con ello poder, ya sea
que se atraiga el sentimiento por el camino llano o que se lo asalte de
improviso, como pastor o como salteador. Esto vale también tanto en las
artes figurativas como de las musas; donde el sentimiento de una falta de
dialéctica o de la insuficiencia en expresión y narración, junto con un
exuberante, arrollador instinto para las formas, engendra ese género de
estilo que se llama estilo barroco. Por lo demás, sólo en los mal informados
y arrogantes provoca al punto esa palabra un sentimiento despreciativo. El
estilo barroco siempre nace del desflorecimiento de cualquier gran arte,
cuando las exigencias en el arte de la expresión clásica se han vuelto
demasiado grandes, como un fenómeno natural al que se asistirá sin duda
con melancolía –porque precede a la noche–, pero al mismo tiempo con
admiración por las artes compensatorias, a él peculiares, de la expresión y
de la narración. Cuéntase aquí ya la elección de temas y asuntos de suma
tensión dramática, ante los que aun sin arte tiembla el corazón, pues cielo e
infierno del sentimiento están demasiado cerca; luego la elocuencia de los
afectos y gestos intensos, de los sublimemente feo, de las grandes masas,
en general de la cantidad en sí –tal como esto se anuncia ya en Miguel
Ángel, el padre o el abuelo de los artistas barrocos italianos–: las luces del
crepúsculo, de la transfiguración o del incendio sobre formas tan
intensamente delineadas; además, continuamente nuevas audacias en
medios e intenciones, fuertemente subrayadas por el artista para los
artistas, mientras que el profano no puede por menos de figurarse en
presencia del perpetuo desbordamiento espontáneo de todas las
cornucopias de un original arte natural: todas estas cualidades en que tiene
su grandeza ese estilo no son posibles, toleradas, en las épocas primitivas,
preclásicas o clásicas de una modalidad artística; tales exquisiteces penden
durante mucho tiempo del árbol como frutos prohibidos. Precisamente ahora
que la música entra en esta última época, se puede conocer el fenómeno
del estilo barroco en un particular esplendor y aprender mucho sobre
tiempos pretéritos mediante la comparación; pues desde los tiempos griegos
ya ha habido a menudo un estilo barroco, en la poesía, la elocuencia, en el
estilo en prosa, en la escultura no menos notoriamente que en la
arquitectura, y cada vez este estilo, aunque ha carecido igualmente de la
suprema nobleza, la de una perfección inocente, inconsciente, triunfante, ha
beneficiado también a muchos de los mejores y más serios de su tiempo,
por lo que, como queda dicho, es presuntuoso juzgarlo sin más
despreciativamente, por más que puede considerarse dichoso todo aquel
que no haya embotado su sensibilidad para es estilo más puro y grande
(Nietzsche, 1886: 49-50).
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La obra de Wölfflin será específicamente analizada en el Capítulo 2, Primera Parte.
21
Sobre el concepto de Ursprung y su valor en relación con el problema general del “origen”, cfr.
más adelante, el cap. 6.
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Uno de los datos que permitiría explicar esa colocación es el hecho, expuesto por el autor en el
comienzo del texto, de que se trata de un argumento reformulado a lo largo de los años y cuya
primera elaboración se remonta a 1978.
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discusión sobre la “cultura” del Barroco histórico: se trata de una cultura “dirigida”
(Maravall, 1975) en la que la espectacularidad es puesta al servicio de la autoridad
estamental y religiosa, o de una cultura que instaura un descentramiento del poder
(tanto desde el punto de vista científico o filosófico como estético), descentramiento
que, a su vez, encuentra en la larga tradición de estudios del Barroco de Indias
todo su despliegue en la vindicación de los procesos de transculturación,
hibridación y reapropiación. Esa diferencia de visiones, tal como podrá verse más
adelante (cfr. también Iriarte, 2011a) se hace evidente, por ejemplo, en dos
posiciones de mediados de la década de 1970: de un lado Maravall, del otro
Sarduy. En este sentido, a fines de la década de 1980, la visión más estrictamente
política está representada por una intervención contemporánea de las de
Calabrese y de Campos, la de John Beverley (1988), 23 quien se propone
establecer una distinción entre Barroco histórico y Neobarroco:
Debemos detenernos para considerar por un momento una especie de
ilusión óptica que afecta la manera en que percibimos hoy, a través de su
recuperación por el vanguardismo, la literatura del barroco (y que diferencia
profundamente el barroco histórico del neobarroco actual) (Beverley, 1988:
218).
Para ello, Beverley dedica parte de su trabajo a señalar las “limitaciones” del
estudio de Maravall y su hipótesis de la “cultura dirigida”. En este sentido, al llegar
al problema del Neobarroco, afirma Beverley:
Es esta situación de representación descentrada que conduce en Sarduy,
por ejemplo, al concepto de barroco como una forma cultural esencialmente
libertaria. […] (Por lo tanto Sarduy se siente obligado a distinguir entre el
barroco español e hispanoamericano histórico, todavía ligado a la visión del
mundo de la Contrarreforma, y su neobarroco, que sería “la pérdida de la
concordancia”). La paradoja del arte barroco es que es una técnica de poder
(aristocrático-absolutista) y, a la vez, la conciencia de la finitud de ese poder
(1988: 224).
23
Luego, en 1998, Beverley publica un estudio de mayor envergadura sobre el Barroco y postula la
idea de “modernidad obsoleta”.
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tradición del pensamiento estético italiano del siglo XX (desde Benedetto Croce) es
escenario de importantes formulaciones sobre el Barroco y, en los años 50, como
se verá más adelante, comenzará a postular la noción de un Neo-barocco. En
continuidad con esa tradición, en La era neobarroca aparece un esfuerzo
sistemático de hacer de la categoría “neobarroco” un principio interpretativo
general para dar cuenta de una età, a partir de la idea general de reemplazar con
ella, otra que, sostiene Calabrese, habría mostrado rápidamente sus limitaciones,
la de postmodernidad. Calabrese, sin embargo, no deja de inscribirse en ese
debate de los años 80 (modernidad/ postmodernidad) y en muchos sentidos, desde
el punto de vista del presente, parece encerrado en él. La obra de Calabrese, como
podrá verse, es una de las que con mayor fuerza instala la articulación (más allá de
proponer específicamente el reemplazo) entre Neobarroco y postmodernidad.
La categoría de “neobarroco” crece aquí, haciéndose extensiva a un dominio
ya decididamente “cultural”. A su vez, en la medida en que el recorte temporal es
una etá, “la edad contemporánea”, convive con facilidad con las teorías vigentes en
ese momento a propósito de la cultura industrial. Calabrese se pregunta cuál es el
gusto predominante de este tiempo y responde que es el neobarroco, concebido
como “aire del tiempo”: “Mi tesis general es la de que muchos importantes
fenómenos culturales de nuestro tiempo están marcados por una ‘forma’ interna
específica que puede evocar el barroco” (Calabrese, 1987: 31).
Uno de los aspectos más contradictorios y al mismo tiempo más
interesantes del libro es la postulación simultánea del Neobarroco como “gusto
típico de nuestro tiempo” y “probablemente en conflicto con otros gustos y no
necesariamente dominante”. Es decir, el neobarroco es típico pero no dominante.
Calabrese ve el neobarroco en todos lados, pero al mismo tiempo asume que se
trata de una noción “derrotada” por la historia del arte. El Neobarroco de
Calabrese, por lo tanto, se vuelve una suerte de forma a la que todo (la cultura)
tiende, de la que la cultura gusta, pero sin saberlo, de forma inconsciente (Cfr.
Calabrese, 1987: 25-26).
Sus objetos de análisis son definidos por el autor como “objetos culturales
muy diferentes entre ellos, por ejemplo, obras literarias, artísticas, musicales,
arquitectónicas o bien films, canciones, ‘cómics’, televisión” (1987: 26). Uno de los
aspectos notables, en este sentido, es la presencia dominante de objetos culturales
norteamericanos (el libro funciona como una satisfactoria síntesis de los efectos de
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La lista de objetos, a partir de allí, incluye, entre muchísimas otras cosas: Blade
Runner, el increíble Hulk, Dallas y Dinastía, Star trek y El nombre de la rosa, la
moda punk, Boy George, Madonna, Nueve semanas y media, en fin, todo un
mundo.
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los textos exponen, antes que el anuncio de una ruptura histórica absoluta, formas
de continuidad que hacen el Neobarroco no tanto un tiempo (cultural, artístico,
filosófico) nuevo, sino más bien una revisión de la tradición. Probablemente este
rasgo dependa de la participación de autores que, desde fines de los años 60
(como Severo Sarduy), o desde los 80 (como Buci-Glucksmann) habían
comenzado a interrogar el problema del Barroco desde perspectivas amplias y
rigurosas. A ello se suma, por otro lado, la importancia de las perspectivas
específicas: la filosófica (Echeverría sobre Leibniz), la literaria (Pelegrín sobre
Gracián), la artística (Bernardo Pinto de Almeida sobre el manierismo y su relación
con el readymade).
La otra tendencia, que hace del Neobarroco un rasgo del presente como
ruptura, está presente, sin embargo, en la contribución de Calabrese (su
exposición resume algunos de los postulados fundamentales de su libro de 1987),
y también en la de Paul Virilio sobre el “tiempo real” de las telecomunicaciones.
Poco tiempo después de la publicación de las obras de Haroldo de Campos
y Omar Calabrese que, según se propone aquí, señalan un quiebre, y casi
simultáneamente a la realización del Debate “El barroco y su doble”, aparece
Enigmi. Il momento egizio nella società e nell’arte (1990) de Mario Perniola,
traducido al español con el título de Enigmas. Egipcio, barroco y neo-barroco en la
sociedad y el arte. Se trata de una lectura del Neobarroco que presenta evidentes
continuidades con la obra de Calabrese y en la que Perniola retoma su interés por
la idea de simulacro. En el contexto de una reflexión sobre la experiencia del
presente, el autor apela al Barroco como uno de los umbrales (el primero: Egipto)
que deben tenerse en cuenta para dar cuenta de un tiempo, el presente, concebido
como momento neobarroco.
Perniola sostiene su planteo en la idea de “enigma” como noción que
permite ir más allá de la idea de secreto (Debord) y la de pliegue (Deleuze). Y si el
enigma tiene que ver aún con el Barroco es porque el presente es definido como
“una sociedad del enigma” y “sólo en la edad barroca el enigma práctico se ha
convertido en objeto de una atención del todo especial, que ve en éste el punto de
llegada, el cumplimiento” (Perniola, 1990: 31). Los modelos de ese enigma práctico
son Gracián y Góngora y el presente de la cultura, la explicación de su sentido,
reclama el retorno a la experiencia barroca del enigma como clave interpretativa. El
presente es, entonces, enigmático. A partir de allí, el sistema de explicaciones que
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Pero eso no es todo: “Si el arte europeo parece haber perdido su relación
tradicional con el tiempo, ¿qué ha sucedido con su relación con el espacio? […] La
nueva relación entre arte y espacio disuelve el museo y genera un efecto barroco”
(Perniola, 1990: 97-101). A partir de allí, el autor define la situación presente del
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Esta segunda etapa se hace visible “en ese conjunto de fenómenos que se
engloban con el nombre de ‘movimientos morales’” (Perniola, 1990: 121). El “efecto
barroco” produce, fundamentalmente, un proceso de “solemnización”: “por eso son
las grandes formaciones históricas de Occidente, la religión, el humanismo, la
ciencia, las que entran en el horizonte del simulacro” (1990: 124-125), proceso que
se verifica, según Perniola, también en el arte (transformación del arte en
“dispositivo solemne”) y en la filosofía.
Finalmente, el autor se detiene en Gracián, como caso emblemático del
“prejuicio de la filosofía moderna sobre la edad barroca” (1990: 134). La
revalorización de Agudeza y arte de ingenio, señala, es un hecho reciente y “puede
convertirse en un vivo fermento para la meditación contemporánea sobre el arte y
la poesía” (1990: 134). Ahora bien, “redescubrir el sentido profundo y el aspecto
estratégico de las nociones [de Gracián]” reclama desandar el camino de la
estética moderna (una “barrera difícilmente superable”) y “entrar en el horizonte
abierto por la noción pre-moderna de ingenio” u otras. Es decir, según Perniola hay
algo de lo contemporáneo que puede ser comprendido desde el Barroco pero
poniendo en crisis el camino, la historia, que lleva desde el siglo XVII a nuestros
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“sería preferible insistir en los nexos que corren, a través de la sensibilidad a las
imágenes y los consumos ‘exorbitantes’, de los imaginarios barrocos a los
imaginarios industriales y posindustriales” (Gruzinski, 1990: 213). Lo cierto es que
a partir de los años 40 (el terreno de la imagen contemporánea), se evoca “el
dispositivo barroco [que] ya ofrecía el camino a las políticas, a los dispositivos y a
los efectos de la imagen de hoy” (1990: 214). Del mismo modo que en la
experiencia barroca, el reino de Televisa es espacio de “posibles apropiaciones”.
En este marco, Gruzinski se vale por única vez de la noción de “neobarroco”
(concebido como sinónimo de postmodernidad):
Si, para calificar estos tiempos que presencian la multiplicación de los
canales de comunicación (video, cables, satélites, computadoras, video-
juegos, etc…) en México como por doquier, y las nuevas posibilidades que
tiene el espectador de componer sus imágenes, hemos querido retener el
término de “neobarroco”, es porque la experiencia individual y colectiva de
los consumidores de imágenes de la época colonial ilumina las iniciativas
que se esbozan hoy, los márgenes que se liberan pero también las trampas
que encierra la aparente libertad, este aparente desorden de lo imaginario
(1990, 214).
Los vínculos con la línea abierta por Calabrese radican no sólo en esta
coincidencia entre Neobarroco y postmodernidad: Blade Runner es uno de los
tantos “objetos neobarrocos” analizados por el teórico italiano.
En Barroco y América Latina. Un itinerario inconcluso (1990, reedición
aumentada en 1996), Carmen Bustillo (también inscripta en la articulación
Neobarroco/postmodernidad) analiza la presencia de los rasgos del discurso
barroco y su presencia en la novela latinoamericana contemporánea (a partir de
1940) y para ello toma siete casos ejemplares: Cabrera Infante, Carpentier,
Donoso, García Márquez, Lezama Lima, Onetti y Sarduy.
En las secciones iniciales, dedicadas a sistematizar el problema de la
revalorización y redescubrimiento del Barroco y la aparición del Neobarroco en el
siglo XX, postula la existencia de tres posiciones fundamentales con respecto a los
modelos de proyección del Barroco en el presente: “una que enfatiza el referente
histórico y sociológico; otra que defiende lo tipológico intemporal como la
verdadera esencia generadora; una tercera que busca en la evolución de las
formas [sic] clave para la comprensión del fenómeno” (Bustillo, 1996: 41). Según la
autora, siguiendo las referencias bibliográficas que considera pertinentes al
respecto (fundamentalmente Wellek, Rousset, Dubois, Charpentrat), la
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Luego del análisis específico de las obras literarias, la sección final del libro
lleva por título “Barroco y postmodernidad” y está dedicada al estudio de la
articulación posible (confluencias y divergencias) entre Neobarroco latinoamericano
y la idea de postmodernidad, con la llamativa ausencia de referencias al trabajo de
Omar Calabrese. Tal articulación es planteada a partir de una revisión de los textos
fundamentales sobre postmodernidad (Lyotard, Virilio, Jameson, Berman, entre
otros) y de un cotejo con los fundamentos de la novela latinoamericana. El trabajo
con temas, recursos y concepciones (la realidad, la lógica, el tiempo) de esa
narrativa (del Boom y más allá) leída en clave neobarroca, hace posible una
problematización de la idea de postmodernidad y, a partir de la verificación de que
no todo los cambios que se le atribuyen son tan nuevos como parecen, se hace un
cuestionamiento de la pertinencia de los límites entre lo moderno y lo posmoderno.
De todos modos, señala Bustillo, esto no debería conducir a la postulación de un
Barroco eterno y por lo tanto, concluye,
hemos tratado de demostrar que si la posmodernidad , en su dimensión
trascendente (que es la que se ha tratado de enfatizar aquí), es la expresión
de un tiempo en crisis, la mayor parte de su problemática está ya presente
en los planteamientos de la nueva narrativa latinoamericana y
concretamente en su vertiente neobarroca, vertiente de decisiva importancia
en la estética del continente y que la conecta con sus orígenes como
existencia continental (1996: 362).
Y agrega finalmente:
Se observan efectivamente […] en el relato finisecular latinoamericano,
rasgos codificados dentro de la posmodernidad. Pero […] se hace también
bastante evidente que los cambios no dependen tanto de la adscripción a
modelos externos que a su vez dependen de procesos histórico-culturales
ajenos al nuestro. La evolución de nuestra narrativa […] responde mucho
más a una evolución interna de sus propias formas […] que actualiza
búsquedas, tematizaciones y experimentaciones. No al descubrimiento de
una crisis de valores que ya impregna el discurso de mediados de siglo y
que encontró en el barroco la formulación radicalizante de diferencialidades
en continua reafirmación dentro de una exploración que […] no renuncia a
su propio pasado ni a su propia tradición hispánica. No se trata, pues de
defender a ultranza un Barroco eterno en América Latina que legitime una
visión a-histórica de nuestros procesos […] El Barroco logra atrapar las
formas más profundas de nuestros sistemas de aprehender el mundo (1996:
365-366).
Carlos Monsiváis (1994) representa lo que el propio autor define como “un
nuevo capricho interpretativo” en relación con el Neobarroco. El objetivo de su
trabajo es rastrear la “tendencia neobarroca” no en la literatura (donde “es
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relativamente fácil citar ejemplos”), sino “en la cultura popular […] confundida
erróneamente con la cultura de masas” (Monosiváis, 1994: 301) mexicana. Así,
parte de una definición general:
¿Qué es o qué puede ser el “neobarroco”? En una definición puramente
operativa, entiendo por “neobarroco” la puesta en escena de una
sensibilidad compuesta de mil sensibilidades, donde se actualizan
elementos vinculados con el barroco: la profundidad tan hecha de
oscuridades; el horror vacui o miedo a los espacios vacíos; el estallido de la
forma que en su propio despliegue se complace; la recreación de lo humano
como paisaje de la Naturaleza orgánica: el punto de tensión extrema que es
el sinónimo del acto creativo… Y, en todo momento, el caos, que en lo
tocante a esta sensibilidad multánime hace las veces de rechazo a la
homogeneidad, y sus falsas armonías (1994: 301).
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“desdiferenciación entre las esferas del arte y la vida” (1996: 248). Uno de los
espacios de indagación es la moda:
Cristian Lacroix, artista neobarroco del pliegue liberado de su subordinación
al cuerpo definido; artista de la cita, máximo conocedor de la historia del
vestido, y Karl Lagerfeld, con su “juego paródico” con los estilos originales,
han sido celebrados como modistos postmodernos, creadores de “trajes
autoconscientes” de su estatus de discurso, de su mensaje y de su
irracionalidad. El desfile sigue siendo la apoteosis de la presentación
estilizada de muestras de su colección, como simulacro excesivo del teatro
cotidiano de la vida (Rincón, 1996: 251).
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ornamental del Barroco que aquí será puesta en primer plano. El mismo año, Rosa
publica La lengua del ausente (1997b) donde el Barroco, de un modo menos
exclusivo, está presente como variable de reflexión teórica. A propósito de Lacan,
Rosa señala que la literatura funciona al mismo tiempo como “ficción filosófica” y
como “síntoma filológico donde se entrecruzan los registros pero también la
Lengua, el Deseo y la Escritura” (1997b: 32). En esa condición del la literatura el
Barroco ocupa, en Lacan, un lugar determinante.
Pero ya en 1992 Rosa había publicado Artefacto, del que puede decirse lo
mismo que del libro sobre Perlongher: la poesía de Héctor Piccoli es ocasión de
reflexiones sobre el Barroco y el “Barroco moderno”: “no podemos usar otro
nombre frente a la proliferación de formas barrocas que se instauran, en distintos
niveles, en la literatura actual” (1992: 11).
En su libro publicado en 1998, Bolívar Echeverría26 propone la noción de
ethos histórico como concepto mediador entre la “historia económica” y la “historia
cultural”, “descrito como una estrategia de construcción de ‘mundos de la vida’ que
enfrenta y resuelve en el trabajo y en el disfrute cotidianos la contradicción
específica de la existencia social de una época determinada” (1998: 12-13). En ese
marco, el ethos barroco es una de las “modalidades” del ethos histórico de la
época moderna y, desde su perspectiva, permite interrogar una forma de crisis de
la experiencia de la modernidad.
La singularidad del ethos barroco (concebido a su vez como “rasgo cultural
distintivo de la periferia americana del mundo moderno” e incluso como
prefiguración de “la condición posmoderna”) es que permite formular la pregunta
siguiente: “¿Es imaginable una modernidad alternativa respecto de la que ha
existido de hecho en la historia? De ser así, ¿qué prefiguración de la misma,
explícita o implícita, trae consigo el neobarroquismo contemporáneo”. Y propone:
“La actualidad de lo barroco […] reside en la fuerza con que manifiesta, en el plano
profundo de la vida cultural, la incongruencia de esta modernidad, la posibilidad y
la urgencia de una modernidad alternativa. El ethos barroco, como los otros ethe
modernos, consiste en una estrategia para hacer ‘vivible’ algo que básicamente no
26
El autor es a su vez compilador de otra obra relevante: Modernidad, mestizaje cultural, ethos
barroco (1994). Algunos de los capítulos de esa obra son incluidos en el presente Estado de la
cuestión.
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La discusión con Paz, sin embargo, se vuelve a partir de allí más decidida, en la
medida en que, si desde la perspectiva de Paz, en América Latina no hubo
Ilustración, no hubo siglo XVIII e, incluso, “allí donde comienza la era moderna,
comienza también nuestra separación. Por eso la historia moderna de nuestros
países ha sido una historia excéntrica”, Celorio propone, en cambio, no sólo una
discusión con el “juicio de valor” negativo atribuido a la noción de excentricidad,
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sino también con respecto al tipo de participación que América Latina tendría en la
modernidad: “De nuestra excentricidad no se desprende, pues, que no tengamos
tradición crítica sino que precisamente por tal excentricidad nuestra crítica adopta
modalidades específicas (Celorio, 2001: 95). En este punto cabría agregar que, tal
como demuestra Sarduy (cuya obra es citada por Celorio), la excentricidad sería un
rasgo distintivo de toda la era moderna (tal como se deduce, por ejemplo, de los
postulados de la cosmología kepleriana).
De este modo, Celorio arriba a su conclusión:
Habida cuenta de nuestra historia colonial hispánica y por lo mismo
excéntrica, lo propio y original americano es tener cosas en principio ajenas
que hacemos propias en virtud que no las teníamos ni podríamos tenerlas.
Esa es nuestra originalidad. No tenemos tradición crítica a la manera
europea; tenemos tradición crítica a la manera americana. ¿Y cuál es esa
tradición crítica americana? La que se genera de la superposición –y no del
desplazamiento ni de la ruptura—de un sistema ilustrado en un sistema
barroco; de unas ideas europeas supuestamente universales en una cultura
americana supuestamente peculiar (Celorio, 2001: 97).
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Como podrá verse luego, el señalamiento de Celorio es de importancia si se pone, como aquí se
hará, el énfasis en el concepto.
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regreso” (2001: 102-103), propias a su vez del Camp. Nuevos ejemplos: obras de
Donoso y de Puig.
El neobarroco, por lo tanto, es
testimonio de que nuestro discurso novelístico goza ya de los saludables
tributos de la crítica: el humor, el juego, la ponderación. Acaso por primera
vez en nuestra historia literaria, toda una narrativa se significa por expresar
abundantemente, generosamente –hasta el desperdicio— que va de
regreso de las cosas; de regreso de su propia historia (Celorio, 2001: 105).
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Sin dudas más específicas (aunque no carentes de aspectos sobre los que
valdría la pena que el autor se detuviese con mayor detalle) son las conclusiones
que, a partir de la revisión de casos extremos, plantea:
A diferencia de la histórica multiplicidad nominalista y conceptual europea,
contemporáneamente “lo barroco” queda en una difícil pero también muy
fructífera situación de 1) recuperación e interpretación histórica, que ha de
ampliarse a América; 2) asunción reiniciadora del concepto fundamental con
el término neo-barroco para el arte y la cultura actuales; 3) identificaciones
concretas de lo barroco subsistente en las nuevas formaciones o corrientes
(2004: 48).
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Luego el autor avanza hacia una hipótesis sobre la vigencia artística del
Barroco en el siglo XX y afirma:
La cultura contemporánea ha producido en el siglo XX, o ya casi a inicios de
éste, dos, en realidad tres, verdaderas realizaciones artísticas nuevas a
primera vista descollantes para lo Barroco y que aquí es necesario
subrayar, sin que el orden signifique rasgo alguno de importancia: la
fotografía, el cine y el jazz […] Sin duda es el jazz la más original y relevante
creación barroca de las artes del siglo XX (Aullón de Haro, 2004: 52-55).
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En este sentido, al analizar “La construcción del barroco criollo”, Figueroa Sánchez
propone que la revaloración de una especie barroca latinoamericana comenzó por
las artes plásticas. Con respecto al Barroco literario en el subcontinente, la
valoración positiva está presente desde el mismo XVII, por ejemplo en el
Apologético de Luis de Espinosa y Medrano. Pero la revaloración moderna, señala
el autor, se inicia con Pedro Henríquez Ureña, que erige a Balbuena en pionero del
Barroco de América, en el célebre “El barroco de América”, de 1940. Esta
perspectiva es retomada por Picón Salas, quien propone la noción de “Barroco de
Indias”. En este sentido “los planteamientos de Lezama Lima y especialmente los
de Alejo Carpentier constituirían otra fase del discurso americanista inaugurado por
Henríquez Ureña y Picón Salas” (Figueroa Sánchez, 2007: 74). Del mismo modo,
otras obras son una referencia clave: Octavio Paz y su lectura del “barroco criollo”,
que ya aparece en 1950 en El laberinto de la soledad y luego en su obra sobre Sor
Juana Inés de la Cruz. O los trabajos de Mabel Moraña (Cfr. más adelante). Dice al
respecto al autor:
es necesario considerar una serie de mediaciones que […] nutren la
existencia del barroco criollo: la supervivencia de la cultura indígena, el
barroco español, la estructura mental de la sociedad criolla y el papel del
Estado y de la Iglesia (Figueroa Sánchez, 2007: 80).
71
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(Rama, junto a Candido, en el cine, viendo Deus e o diablo na terra del sol, de
Glauber Rocha) y la indagación apunta a determinar un elemento (fundamental
para este trabajo): aquello que Rama, sujeto a ese primer foco, no puede ver, o
incluso, aquello que sólo puede ver como defecto es una “técnica lenta y barroca”.
Antelo, en este sentido, despliega (o hace un pliegue con) la hipótesis de Haroldo
de Campos (a partir de Candido como punto de unión) y la proyecta, la reescribe
desde el presente. El título de su artículo, en esa dirección, permite comprender
que el fundamento de su lectura es la presuposición entre “Barroco” y
“Modernidad”: el secuestro del Barroco equivale al secuestro de una deseada otra
modernidad. Una modernidad que estuvo (y está) ahí, al mismo tiempo, pero es
extemporánea de la modernidad hegemónica (secuestradora).
Rama representa la concepción modernista, pedagógica, ilustrada y fatigada
de una modernidad autoconciente: “podríamos pensar que se da en Rama lo que
más tarde Haroldo de Campos señalará en Antonio Candido, el secuestro del
barroco en la formación de la literatura transculturadora” (Antelo, 2008: 206).30
Glauber Rocha (quien, dicho sea de paso, propuso una nueva variación de la serie
de derivas nominales del Barroco: “Neobarroko”, cfr. Rocha, 1980: 28), en cambio,
“es el artista pura y simplemente agotado por la modernidad” y, “mientras los
transculturadores son traductores bien plantados en un determinado lugar, sujetos
que saben capitalizar la diferencia, el mesianismo nómade de Glauber nos empuja,
por el contrario, hacia la irreductible intraducibilidad de los mensajes” (Antelo,
2008: 208-214).
Daniel Link (2009), al leer Crítica acéfala de Raúl Antelo, además de
declarar su inscripción (discipular) en la perspectiva anteliana, subraya la
dimensión ética que está en juego en un método (paranoico) semejante (cfr. Link,
2009: 136). Esa ética depende, señala Link, a su vez, de una opción abierta en el
descentramiento y la consecuente excentricidad de los sentidos de lo moderno (y
de lo negativo), operación que, no está de más repetirlo, hace del Barroco su
modelo.
En la obra de Link tampoco se registra un trabajo exclusivamente dedicado
al Barroco, pero si debe tenerse en cuenta aquí es porque se trata de una
perspectiva que, en los últimos años, se ha ocupado de recuperar la articulación
30
La perspectiva de Rama será específicamente tratada en la Cuarta parte, Cap. 11.
76
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está conformado, con excepciones, por intervenciones teóricas: Octavio Paz, Paul
de Man, Walter Benjamin, Michel Foucault, Gerard Genette, Yury Lottman, Jacques
Derrida, Jorge Luis Borges, Severo Sarduy y Alejo Carpentier. El trabajo, pese a
ser reciente, continúa la línea de la articulación entre Barroco (y Neobarroco) y
postmodernidad –decisión que, por cierto, resulta no necesariamente consistente,
teniendo en cuenta la incompatibilidad entre la idea de postmodernidad y muchos
de los autores analizados.
Pablo Baler (2008), parte de la premisa de que “los momentos cruciales de
la producción visual y literaria del siglo XX latinoamericano se distinguen por una
lógica de inestabilidad que puede ser iluminada y reevaluada desde el diálogo con
la dinámica de distorsión que define la estética del siglo XVII” (Baler, 2008: 13). El
concepto del que se vale es el de “distorsión” (en oposición a “nitidez”), definido a
partir de la noción de anamorfosis tal como Jurgis Baltrušaitis la desarrolla y que,
como recurso estilístico aplicable a la literatura “debería entenderse como
manifestación de un desajuste (falla intrínseca en la sintonía) destinado a perturbar
los mecanismos de transmisión” (2008: 25). Aceptando explícitamente el modelo
de periodización del Barroco latinoamericano en el siglo XX propuesto por Chiampi
(Cfr. supra), organizado en torno a las décadas de 1920, 1940 y 1960, Baler
analiza tres ejemplos: Huidobro y la vanguardia, Borges y “la Nueva Narrativa”,
Sarduy y el postmodernismo.
La dimensión del libro de Baler que resulta relevante para este trabajo es la
pregunta epistemológica (de larga tradición en los estudios sobre el Barroco) que
organiza la argumentación: “considero esta exploración estética de la distorsión en
términos de la dialéctica que se establece entre elecciones formales y ‘fantasías
epistemológicas’” (Baler, 2008: 16). En este sentido, “el concepto de distorsión
apunta claramente a un problema epistemológico que incluye todos los demás:
apariencia y realidad, perspectivismo, escepticismo, los límites de la identidad, la
confiabilidad de los sentidos y la eficacia del lenguaje” (2008: 49-50).
El concepto de Barroco que Baler propone se sostiene en la idea de una
“inestabilidad promovida por el mecanismo de la ironía moderna” y “permite
abarcar tantos las poéticas de la exuberancia (Góngora, Lezama Lima), como las
de la concentración (Quevedo, Borges). En este sentido, la obra de Borges,
tempranamente inspirada en Quevedo, se presenta como expresión emblemática
de lo neobarroco” (Baler, 2008: 37). Carlos Gamerro (2010) propone una hipótesis
78
La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
En este sentido, el retorno de los mitos y los íconos es concebido por Maffesoli
como abandono de la mitología de la Ilustración y, tal como sugiere, ese abandono
supone una apelación a fuerzas barrocas: “estamos muy lejos de la mitología de la
Ilustración. Y la expresión familiar ‘está claro’, como una antífrasis, refleja
perfectamente la conciencia de que la existencia es el lugar mismo del claroscuro”
(2008: 15).
En este marco, “podemos considerar el nomadismo, el tribalismo, la
androginia, la animalidad, el barroco […] como íconos temporales que […] nos
recuerdan que el mundo social es […] resultado de nuestras representaciones, de
nuestros imaginarios y de nuestras imaginaciones” (2008: 15). Como puede verse,
el problema específico del Barroco es planteado sin pretensiones de rigurosidad
histórica ni conceptual y en términos decididamente éticos, como forma de decir “sí
a la vida”:
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La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
Ese camino conduce, luego, a la hipótesis de que “la historia del Barroco implica
una serie inacabada de relatos estéticos […] que recorren la historia cultural de
América Latina con una reincidencia obsesiva” (Moraña, 2010: 64) y que hacen de
la experiencia barroca colonial un espacio de negatividad que “canaliza a través de
la cualidad beligerante, rupturista y reivindicativa de su actualización americana
[…] formas de disyunción y disrupción de la conciencia moderna” (2010: 70). Esa
historia funciona como antecedente (“las reapariciones del Barroco después de la
colonia volverán obsesivamente sobre esa negatividad que está en las bases
mismas de la identidad criolla”, Moraña, 2010: 71) de los conceptos derivados: en
Moraña convive el estudio de “Neobarroco” (con Severo Sarduy como referencia
fundamental) con el de otros, fundamentalmente “Ultrabarroco”.
El Ultrabarroco es utilizado para pensar la reapropiación del Barroco en
“contextos actuales”, que la autora define como “postmodernidad” (y, políticamente,
como “postmodernidad neoliberal”). En ese marco,
El Ultrabarroco […], ya no como forma de expresión que se atiene a
definidos rasgos formales o temáticos, sino como una disposición a partir de
la cual es posible representar (exponer, hacer inteligibles) los procesos de
transculturación e hibridación que caracterizan a la cultura actual (2010: 86).
31
“Calabrese se distancia explícitamente de toda posible historificación del (neo)barroco […] No se
propone problematizar la valencia ideológica de esas operaciones reactualizadoras, que se limita a
registrar e interpretar sincrónicamente” (Moraña, 2010: 63-64).
82
La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
La referencia para Moraña es el catálogo editado por los curadores de una muestra
itinerante titulada Ultra Baroque. Aspects of Post Latin American Art (2000),
Elizabeth Armstrong y Víctor Zamudio-Taylor, quienes identifican el Ultrabarroco
con una estética postnacional, postmoderna, emancipada de especificidades
históricas e incluso “postlatinoamericano”, combinación de impulsos locales y
globales.
A partir de allí, Moraña insiste en la posibilidad de hacer del Ultrabarroco
una apertura del “dique por el que se filtran, en los imaginarios dominantes,
subjetividades subalternas, pero en constante estado de resistencia y
diferenciación” (2010: 88). Así,
El Ultrabarroco constituiría el enclave simbólico de nuestro tiempo y nuestra
circunstancia, donde las fronteras entre las dos Américas se diluyen en
procesos de intercambio y reformulación identitaria. Al mismo tiempo, el
Ultrabarroco pretende evidenciar –representar—el hecho de que esta
porosidad de fronteras no invalida sino que incluso acentúa y tiende a
naturalizar, ya no la existencia de diferencias culturales sino la de
desigualdades sociales que siguen imponiéndose, de Norte a Sur, en el
contexto de la postmodernidad neoliberal (2010: 89)
Finalmente, al hacer del Ultrabarroco una “semántica” (2010: 89), luego una
“poética” (Moraña, 2010: 90) y un “arte” (Moraña, 2010: 90), la autora incurre en
una falta de especificidad (presente ya en Calabrese y, tal como se ha señalado,
repetida en muchas oportunidades) que hace que lo identificado con lo
Ultrabarroco coincida con casi cualquier producción artística contemporánea.
Los trabajos de Luis Ignacio Iriarte (2011a, 2011b, 2012 y 2013) funcionan
como otra referencia a tener en cuenta en la medida en que los anima un tipo de
búsqueda con la que aquí se comparten algunos principios. En efecto, esos
trabajos (2011a, 2011b) responden a lo que “inicialmente […] estaba proyectado
como un mínimo estado de la cuestión” (Iriarte, 2011a: 72) pero que, dada su
magnitud, se vuelven un problema en sí mismo: “la imagen que el siglo XX se forjó
del Barroco” (2011a: 72). El recorrido inicial propuesto por Iriarte tiene el valor de
delimitar un campo de trabajo. Por ello si bien no desarrolla lecturas específicas,
realiza algunos señalamientos puntuales que merecen ser tenidos en cuenta. A su
vez, la perspectiva de Iriarte permite matizar la noción de “secuestro” propuesta por
Harldo de Campos, en la medida en que si bien avanza en la misma dirección, el
énfasis está puesto no tanto en la “inexistencia” del Barroco durante los siglos XVIII
83
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84
La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
clave del abismo entre las dos perspectivas. De todos modos, señala el autor, no
son dos perspectivas irreconciliables:
Más bien, el retorno y la reconstrucción son dos extremos que dibujan un
campo lleno de matices. Así, entre Sarduy y Maravall se pueden situar
varios autores. Dentro de los comentados en este texto, es importante
destacar a Benjamin, Hauser, Lezama Lima y García de la Concha. En los
cuatro hay una doble consideración. Por un lado, sostienen que el siglo XVII
forma parte de la historia de la modernidad y, por el otro, que es un período
instructivo para comprender la situación estética, cultural y aun política del
presente. Como lo revelan estos autores intermedios, la cuestión pasa por
percibir la línea prioritaria en la cual cada autor se apoya para comprender
el pasado. En el caso de la hipótesis del retorno (Hauser y Lezama Lima), la
cultura del siglo XVII se entiende a partir de la idea de que muchos de sus
rasgos específicos están en condiciones de volver al presente. En el caso
de la reconstrucción histórica (García de la Concha, pero también
Benjamin), los autores se basan por el contrario en la tesis de que ésta es el
producto de las condiciones sociales, económicas y aun existenciales del
XVII europeo. Esto significa, por lo tanto, que todo vínculo con el presente
está supeditado a las diferencias entre las dos épocas en cuestión (2011a:
92).
Para analizar ese proceso, Iriarte indaga la conformación de los ideales del
Neoclasicismo (fundamentalmente español) y, sobre la base del estudio de la
Poética (1737) de Luzán, explica que
El neoclasicismo comprendió la poesía del siglo XVII como un desborde de
la razón. En Lope y en Góngora hay exceso, desorden, desarreglo, todas
cuestiones que se explican porque se apoyaron desmedidamente en la
fantasía (2011b: 108).
Luego, la hipótesis de Iriarte es que el Romanticismo no altera esta perspectiva,
sólo modifica la valoración:
85
La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
Tomando como referencia a Agustín Durán, Iriarte señala que en esa inversión
también interviene una recuperación del gótico. Así, “la literatura nacida con la
Edad Media, que llega a su esplendor con el teatro del siglo XVII, es positivamente
anticlásica, no mimética, popular y su eje es el sentimiento religioso y el modo de
ser de lo nacional” (2011b: 111). A partir de allí, el autor se detiene en lo que llama
“la teoría de la corrupción”, las diferentes formas de rechazo del Barroco
(fundamentalmente, de Góngora) que pasa por Adolfo de Castro y llega a
Marcelino Menéndez Pelayo, quien identifican a la literatura del XVII con la
decadencia: “en síntesis, el siglo XIX impuso dos prejuicios: la idea de genio
nacional, asociada al teatro, y la locura o decadencia, ligada a la obra del poeta
cordobés” (2011b: 116).
Finalmente, la última etapa estudiada por Iriarte es el modernismo. Se
detiene en la recuperación de Góngora por Darío (siguiendo la moda francesa) y la
generación del 27 y d’Ors. En ese marco, afirma el autor:
La época del modernismo confirmó y transformó los prejuicios del
neoclasicismo y los que le impusieron al poeta [Góngora] durante el siglo
XIX. […] No se trata de que una idea como lo popular cambiara de signo.
Por el contrario, los prejuicios de locura, barbarie, formalismo y decadencia
no se convirtieron en ideas simplemente positivas. Más bien, la valoración
pasa porque de pronto tuvo interés que el arte se vinculara con esos
núcleos problemáticos, esas verdades recónditas que la cultura ha buscado
esconder (2011b: 123).
86
La palabra y el concepto. Estado de la cuestión
87
1. Origen
Una de las preguntas fundamentales a la que se enfrenta cualquier indagación
sobre el Barroco en el siglo XX es a propósito del “origen”: ¿en qué momento del
siglo XX el Barroco se hace presente? ¿Desde cuándo el siglo comienza a mirarse
en ese espejo histórico? ¿A partir de qué momento es posible hablar de un siglo
XX barroco? Se trata de una pregunta subsidiaria de la proposición general
planteada en la Introducción general, que sostiene que el siglo XX es,
efectivamente, un siglo en el que el Barroco vuelve, es decir, alcanza, en términos
de Alois Riegl, un “valor de contemporaneidad” (1903) –proposición en términos
generales aceptada, pero sujeta aún a discusión, sobre todo en cuanto concierne
al “origen” y las formas de esa contemporaneidad. Al mismo tiempo debe tenerse
en cuenta que esa proposición, más o menos extendida, no siempre asume su
condición problemática: lo barroco puede ser reconocido como problema constante
del siglo y al mismo tiempo nunca pierde su condición de “secuestrado”; es decir,
nunca deja de estar irremediablemente ligado a una estética o a un pensamiento
estético sancionados u olvidados. Por ello, el Barroco del siglo XX es siempre
objeto de una reconstrucción. Sus trazos, sus continuidades, son a veces
evidentes y, en otros casos, insospechados. Pero lo fundamental es que su verdad
(su dinámica) se define en la tensión entre el secuestro “original” y la reparación
que nunca termina de completarse32 y a su vez entre los retornos periódicos y los
sucesivos rechazos que esos retornos producen.
La determinación de un umbral, en este sentido, teniendo en cuenta la
tradición arqueológica en la que el presente trabajo se instala, supone una
intervención sobre el archivo del pensamiento estético moderno, un trabajo sobre
la construcción del relato de los orígenes que depende, por definición, de una
operación sobre el presente. Es por esto que el señalamiento de la irrupción de
32
El carácter incompleto de la recuperación del Barroco será, a lo largo del trabajo y
fundamentalmente al término del recorrido, objeto de una consideración específica. Puede
plantearse como punto de partida que lo que sobrevive como constante es, en primer lugar, la
asunción de ese pasado de olvido o rechazo. En segundo término, cada caso supone una disputa
específica con formas nuevas del rechazo histórico. Sin embargo, esos rasgos no impiden
considerar, al mismo tiempo, la conformación de una auténtica tradición barroca del siglo XX
definida por dos rasgos antagónicos: sus nombres propios, en muchos casos, están lejos de ocupar
un lugar marginal o secundario en la historia del pensamiento estético moderno; al mismo tiempo,
su inscripción en la tradición barroca no siempre ha resultado igualmente visible y por lo tanto el
rechazo sobrevive.
89
Introducción Primera parte. 1908
33
Si bien el problema del “origen” está presente en las discusiones que se analizan en esta primera
parte (y forma parte del nacimiento del problema, por ejemplo en Wölfflin, 1888), nunca desaparece
a lo largo del siglo. Una de las problematizaciones más específicas aparecerá en la Segunda parte
(1927), dado que, fundamentalmente en la obra de Walter Benjamin, se volverá el problema
esencial: Barroco y Ursprung.
90
Introducción Primera parte. 1908
91
Introducción Primera parte. 1908
92
Introducción Primera parte. 1908
93
Introducción Primera parte. 1908
94
Introducción Primera parte. 1908
95
Capítulo 1 Primera parte. 1908
1. Introducción
Cuando el arquitecto Adolf Loos publica en Viena, en 1908, la conferencia que
habría de volverse su intervención ensayística más significativa, “Ornamento y
delito” [Ornament und Verbrechen], da nombre a una polémica que condensa
muchos de los temas fundamentales del proceso de modernización estética que
tiene lugar en la Viena de fin de siglo. El ornamento, desde la perspectiva de Loos,
se había vuelto una patología, la peor de las patologías del presente: una
“epidemia ornamental” [Ornament-seuche]. En el marco de los procesos de
depuración propios del desarrollo de la modernidad,38 de las tantas “pestes” que,
en nombre del racionalismo y el progreso, son sancionadas durante el siglo XX, la
del ornamento es, probablemente, no la más recordada,39 pero sí aquella que
permite diseñar un recorrido conceptual que merece ser reconstruido, en la medida
en que permite comprender que en la emergencia y el desarrollo del modernismo
estético se superponen concepciones, temporalidades y tradiciones que, según el
lugar que se les asigne en la historia, obligan a inscribir el presente en universos
diversos, incluso antagónicos.
Claro que no se trata sólo de Viena. En esos mismos años, tal como luego
se verá, tanto en otros lugares de Europa40 como en América es posible rastrear la
38
El concepto de “depuración” es aquí utilizado en el sentido que propone Badiou en El siglo
(2005). Si bien allí es planteado inicialmente en relación con la passion du reel en lo político, el
autor lo utiliza también en relación con el arte del siglo XX: “la depuración fue asimismo una
consigna esencial en la actividad artística. Se buscó con ansia el arte puro, en el cual el papel del
semblante no consiste sino en indicar la crudeza de lo real. Mediante la axiomática y el formalismo
se pretendió depurar lo real matemático de todo lo imaginario, espacial o numérico, de las
intuiciones. Y así sucesivamente. La idea de que la fuerza se adquiere en virtud de la depuración de
la forma […]. Lo común a todas estas tentativas es, una vez más, la pasión de lo real” (Badiou,
2005: 76). El ornamento, cuya situación se describe en esta Primera parte, podría pensarse en
términos de ese semblante (y consecuentemente ocupando el lugar de lo imaginario). Los alcances
de esta lectura en relación con el problema general del Barroco y la posibilidad de pensar su
“secuestro” como depuración serán analizados más adelante.
39
La bibliografía contemporánea dedicada específicamente al problema del ornamento y su
relevancia para el debate estético moderno no es abundante pero sí relevante: el trabajo más
destacado e integral de los últimos años es el de Christine Buci-Glucksmann (2008). Su
antecedente fundamental, llamativamente no citado por esta última, es el exhaustivo libro de Ernst
H. Gombrich (1979). Tanto el presente capítulo como los siguientes de esta Primera parte se
proponen avanzar sobre la base de las propuestas de estos dos autores.
40
En efecto, si bien estos debates se producen en torno a la irrupción de la Sezession vienesa, se
trata de una tendencia decididamente internacional –además de la Sezession, deben tenerse en
cuenta otros casos contemporáneos como el Jugendstil, el Art Nouveau, el Modern Style, el Libery y
el Floreale. Más allá de las especificidades estilísticas y de contextos de producción, lo que aquí
interesa no es el estudio de cada uno de esos movimientos sino la constatación de un rasgo común
96
Capítulo 1 Primera parte. 1908
97
Capítulo 1 Primera parte. 1908
43
Una consideración específica del problema gótico excede los alcances de este trabajo. Tal como
podrá verse en el capítulo siguiente, dedicado a la historia del arte, un ejemplo claro de la
continuidad entre Gótico y Barroco puede encontrarse en la obra de Alois Riegl (1908 y 1911). Para
el problema de la recuperación del gótico en términos sintomáticamente similares a los que
fundamentan, en muchos casos, la del Barroco, cfr., por ejemplo, la obra de Jurgis Baltrušaitis
(1957).
44
“A diferencia de Berlín y las ciudades industriales del norte, en su proceso de expansión, Viena
conservó su espíritu barroco” (Shorske, 1980: 50).
45
Aunque sí, por cierto, se había completado desde otros puntos de vista. Afirma Schorske: “En
Austria, igual que en otros lugares, la clase media triunfadora reafirmó su independencia del
pasado mediante el derecho y la ciencia. Sin embargo, cuando se trataba de expresar valores por
medio de la arquitectura, esa clase recurrió a la historia” (Schorske, 1980: 60). Cfr. el capítulo
siguiente, dedicado al debate específico de la Historia del arte al respecto.
98
Capítulo 1 Primera parte. 1908
2. Adolf Loos
Ahora bien, el interés de una intervención como la de Loos en “Ornamento y delito”
no depende tanto de su condición de manifiesto de la arquitectura moderna, sino
más bien del hecho de que pone en escena una guerra de la que la nueva
arquitectura es tan sólo uno de sus productos.
La producción ensayística de Loos, desde el comienzo emparentada no sólo
en sus principios sino incluso en su tono con la de Karl Kraus,46 es la de un
agitador (así lo llama Walter Benjamin), un provocador, un polemista; el título de la
revista que publica durante el año de 1903 es una prueba de ello: Lo otro. Una
revista para la introducción de la Cultura Occidental en Austria. Y su militancia,
desde el comienzo, estuvo centrada en un objetivo fundamental: separar la
arquitectura del arte (división que el desarrollo de las artes aplicadas no dejaba de
poner en crisis). Sólo así, piensa Loos, es posible entregar al hombre moderno lo
que éste necesita. A ese hombre es al que Loos se dirige; un hombre al mismo
tiempo nuevo, imaginado, entre otras cosas por el arte moderno, y por lo tanto aún
ausente, en la medida en que, tal como señala en sus ensayos, Loos siente estar
“hablando en el vacío”.
Así sintetiza Loos su idea en “Ornamento y delito”: “He encontrado la
siguiente sentencia y se la ofrezco al mundo: la evolución de la cultura es
proporcional a la desaparición del ornamento en sus objetos utilitarios” (Loos,
1908a: 347). Sólo la desaparición del ornamento hace posible la fundación de un
estilo nuevo y ese estilo se define desde una negación radical (un principio de
depuración): ausencia de todo estilo. Loos declara, de este modo, una guerra que
excede el espacio de la arquitectura: guerra al tatuaje,47 guerra al graffiti de baño,
al terciopelo, guerra a la cruz, al erotismo, al derroche de la materia. Pero la
46
Excede el tema aquí tratado una consideración específica de las intervenciones de Kraus, pero
debe tenerse en cuenta que, con Loos, funcionan como figuras complementarias. Al respecto,
señalan Janik y Toulim: “Kraus identificaba sus tareas con las de Loos; tanto que Kraus se
consideraba a sí mismo como llevando a cabo en la lengua lo que Loos llevaba a cabo en la esfera
del diseño –haciendo que la gente fuese moralmente conciente de la distinción esencial que hay
entre un orinal y una urna. Esta era, ciertamente, la idea central que estaba detrás de todo cuanto
Loos hizo –distinguiendo los artículos utilitarios de los objets d’art. Así como Kraus había declarado
la guerra al folletón, por su intento de borrar la distinción que hay entre razón y fantasía, asimismo
Loos sostenía una guerra similar contra el ‘arte’ que consistía en ornamentar los artículos de uso
diario” (Janik y Toulim, 1973: 116). El problema, tal como podrá verse, aparece en Walter Benjamin.
47
Guerra que se mostrará vigente muchos años después, al ser retomada, desde una perspectiva
radicalmente diferente, por Severo Sarduy, quien hace del tatuaje el espacio emblemático de una
política del cuerpo neobarroco. Cfr. Cuarta parte.
99
Capítulo 1 Primera parte. 1908
obsesión fundamental de Loos es una sola, el tiempo. En otro ensayo del mismo
año, “Elogio del presente”, se lee:
Cuando pienso en los milenios pasados, y me pregunto en qué tiempo
hubiera preferido vivir, entonces me digo que en el actual. Ya sé que a
veces vivir fue todo un placer. Algunas épocas tenían esas ventajas y otras
aquéllas. Y quizás en cualquier tiempo se vivía más feliz que hoy en día.
Pero en ninguna época se iba tan bien vestido, de forma tan hermosa y
práctica como hoy (Loos, 1908b: 335).
Loos hace del presente un tiempo que reclama estar a su altura y sabe que
la contemporaneidad con el propio presente no es algo dado. En la temporalidad
que, a partir de allí, construye (y cuyo objetivo es conducir a Viena hacia esa
contemporaneidad imaginada), el único problema son los rezagados y su mayor
efecto es “el enorme daño y las desolaciones que produce el resurgimiento del
ornamento” (1908a: 349), entendido como “recaída en los viejos estilos” (1908a:
325). Escribe Loos:
El ritmo del desarrollo cultural sufre con los rezagados. Quizás yo viva en
1908, pero mi vecino vive en 1900 y aquel de allí en 1880. Es una desgracia
para un Estado que la cultura de sus habitantes se reparta en un espacio de
tiempo tan grande. El campesino de Kals vive en el siglo XII. Y a las fiestas
del cincuentenario fueron gentes que hubieran sido consideradas atrasadas
cuando las grandes migraciones. ¡Afortunado el país que no tiene
rezagados ni depredadores! ¡Afortunada América! Entre nosotros mismos
hay aun en las ciudades personas inmodernas, rezagados del siglo XVIII
(…). A ellos les sabe mejor el faisán en el que el cocinero trabaja durante
días, y la lata de cigarrillos con los ornamentos renaissance les gusta más
que la lisa. ¿Y qué pasa con el campo? Vestidos y mobiliario pertenecen por
completo a siglos pasados. El campesino no es un cristiano, es todavía un
pagano.
Los rezagados retrasan el desarrollo cultural de los pueblos y de la
humanidad, pues el ornamento no sólo es producido por delincuentes sino
que es un delito, porque daña considerablemente la salud del hombre, los
bienes nacionales y, por lo tanto, el desarrollo cultural. Cuando son vecinas
dos personas que, teniendo las mismas necesidades, las mismas
pretensiones en la vida y la misma renta, pertenecen a culturas diferentes,
puede observarse, desde un punto de vista de economía nacional, el
siguiente fenómeno: el hombre del siglo XX se va haciendo cada vez más
rico, el hombre del siglo XVIII cada vez más pobre. Supongo que ambos
viven a su gusto. El hombre del siglo XX puede cubrir sus necesidades con
un capital mucho más reducido y, por ello, hacer ahorros. La verdura que le
gusta está simplemente cocida en agua y untada con manteca. Al otro
hombre no le sabe tan bien hasta que, además, esté mezclada con miel y
nueces y alguien se haya pasado horas cocinándola. Los platos adornados
son muy caros, mientras que la vajilla blanca, que le sabe bien a las
personas modernas, es barata. Uno hace ahorros, el otro deudas. Así
ocurre con naciones enteras. ¡Ay del pueblo que quede atrás en el
desarrollo cultural! Los ingleses se vuelven más ricos y nosotros más
pobres (1908a: 349-350).
100
Capítulo 1 Primera parte. 1908
48
Para el problema del anacronismo, se hacen aquí extensivas al problema planteado las hipótesis
sobre anacronismo e historia del arte de Georges Didi-Huberman (2000).
49
“El estrato retórico tiene una función de animación: el estado ‘propio’ del lenguaje es inerte, el
estado segundo es ‘viviente: colores, luces, flores (colores, lumina, flores); los ornamentos están del
lado de la pasión, del cuerpo; hacen deseable la palabra; hay una venustas del lenguaje (Cicierón);
los colores se colocan algunas veces para ‘ahorrar al pudor la incomodidad de una exposición
demasiado desnuda’ (Quintiliano); dicho de otra manera, como posible eufemismo, el color es el
índice de un tabú: el de la desnudez del lenguaje: como el rubor que enrojece un rostro, el color
expone el deseo pero oculta el objeto: es la dialéctica misma de la ropa (skhéma significa vestido;
figura apariencia)” (Barthes, 1970: 152-153).
101
Capítulo 1 Primera parte. 1908
50
“No conozco mejor ejemplo de [la] vinculación entre conservadurismo y hábito perceptivo que la
reacción hostil con la que el público de Viena saludó la primera fachada funcional de Adolf Loos. Se
le dio el apodo de ‘casa sin cejas’, porque a las ventanas les faltaba la acostumbrada cornisa o bien
los gabletes con los que las ventanas normales de cualquier estilo se adornaban en Viena”
(Gombrich, 1979: 180).
51
La planta baja, en cambio, está lejos de representar ese ideal de simplicidad: el mármol de color,
las cuatro columnas dóricas responden al “intento de armonizar el edificio con la Hofburg, la plaza y
la ciudad” (Loos, cit. en Nigro Covre, 1974: 175). Ese intento, sin embargo, no logró evitar el
escándalo. “Su simplicidad y funcionalidad fueron miradas como insulto intencionalmente dirigido al
Emperador, por cuanto contrastaba con la increíblemente adornada y encupulada entrada del
Palacio Imperial, al que parecía desafiar. Con su pulida y llana fachada el moderno edificio
comercial parecía querer poner en guardia a la sociedad de los Habsburgo de que su concepción
ornamental del buen gusto estaba pervertida y pervertía” (Janik y Toulim, 1973: 126).
102
Capítulo 1 Primera parte. 1908
Ahora bien, en la guerra declarada por Loos, la disputa tiene dos frentes: no es
sólo una disputa con las escuelas del pasado representadas –tal como plantea Carl
Schorske (1980) en su célebre estudio– por el historicismo arquitectónico (objeto
de decididos ataques, dada su “falsedad”, por parte de Loos) desplegado en la
gran intervención urbanística del poder liberal en la segunda mitad del siglo XIX (la
Ringstrasse),52 que hizo de Viena lo que Loos llama una “ciudad potemkinizada”,
en la que “los palacios renaissance y barrocos ni siquiera son del material con el
que parecen estar realizados, [son] imitación” (1898: 115-116). Sin embargo, aún
más significativo es el otro frente de ataque: el mayor problema de Loos son los
modernos, los otros modernos. Es necesario, por lo tanto, detenerse en la situación
de estas disputas para comprender hasta qué punto Viena es escenario de
aparición de dos modelos de modernidad antagónicos y también para comprender
en qué sentido el Barroco ocupa un lugar determinante allí.
Lo que está en juego es una discusión sobre las temporalidades de lo
moderno: ¿cuál es la lógica de la ruptura de la Sezession? ¿Qué relaciones
establece con la tradición? En este sentido, tal como propone Nigro Covre:
Sigue prevaleciendo la tendencia a considerar el Art Nouveau, y por
consiguiente la Secesión austríaca y el Jugendstil alemán, como el primer
caso de la arquitectura moderna que rompe con las ataduras del pasado.
Intentemos, por el contrario, considerarlo desde el punto de vista histórico,
sin mitificaciones de ningún tipo: y no sólo se nos presentará como un
camino abierto al futuro, sino también como el resultado del pasado más
próximo y, en algunos aspectos, hasta del historicismo que parece querer
negar (1974: 166).
52
“La vertiginosa, confusa aparición del Modernismo a finales del siglo XIX, en tanto amplio
movimiento cultural plenamente conciente de la ruptura histórica que implicaba, arrastró en su
estela a toda la arquitectura europea, aunque más en Viena que en ninguna otra ciudad del viejo
continente. La razón de ello […] se encuentra en el gran desarrollo urbano que experimenta la
ciudad a mediados de siglo: en la Ringstrasse […]. Son dos los rasgos que proporcionan a la
Ringstrasse su trascendencia en los orígenes del modernismo austríaco: la simbología cultural que
encierra y la utilización de un estilo historicista, ya que los edificios están construidos sobre modelos
góticos, renacentistas y neoclásicos. Fue tal la capacidad simbólica del nuevo barrio que los
austríacos emplearon ese marchamo para denominar la nueva era liberal: die Ringstrasseäre”
(Schorske, 1987: 407).
103
Capítulo 1 Primera parte. 1908
53
Continúan Janik y Toulim, en relación con la oposición de Karl Kraus a Hofmannsthal: “La
tentativa de influir en la política y en la sociedad mediante estas curiosas y anacrónicas pompas era
absurda por completo, tanto más después de la Primera Guerra Mundial. Suponer que iluminación,
el ruido y el espectáculo de un arte barroco restaurado pudiese cambiar sin más el mundo era para
Kraus una ilusión rampante (1973: 104).
104
Capítulo 1 Primera parte. 1908
las topografías y las cartografías (en última instancia, de las imágenes posibles del
mundo), la Carta es el relato de la pérdida del centro, un centro evocado como
rasgo esencial del pasado perdido: “en aquel tiempo […] todo lo existente se me
presentaba como una gran unidad […]. Por doquier me encontraba dentro del
centro” (Hofmannsthal, 1902: 126-127). Y la pérdida del centro constituye una
primera experiencia de auténtica excentricidad en la cultura europea moderna.
Dice Pierre-Yves Petillon:
Roma ya no está en Viena. Hofmannsthal y su generación registran ese
hundimiento del centro sobre sí mismo que hace de la capital un lugar vacío
y de la corona un círculo vacío […]. Esa sensación de vacancia del poder y
de las cosas resucita entonces los textos que, en el borde del siglo XVII
inglés, registraban la dislocación del espacio conceptual medieval e
isabelino. Hofmannsthal, cercano a Yeats y a Eliot, se inscribe con ellos en
el movimiento que los llevó a redescubrir la poesía de los años 1599-1616,
como si, de todas las épocas perturbadas, esa ofreciera el mejor eco a sus
percepciones (1975: 288).
Tal como podrá verse en la Cuarta Parte de este trabajo, probablemente sólo a
través de la obra de Severo Sarduy se hace visible hasta qué punto excentricidad,
Barroco y modernidad ingresan en un espacio de presuposición conceptual. Y eso
se debe a que quizás sólo desde América Latina es posible corresponder
acabadamente esa experiencia histórica –pero incluso en el caso latinoamericano
no deja de estar presente la enseñanza vienesa.
Como en tantas otras ocasiones volverá a registrarse, el siglo XX de
Hofmannsthal nace identificado con el XVII, mirándose en ese espejo, o
escuchándose como eco de aquel ruido. El siglo XVII, en ese sentido, no es una
“época perturbada” cualquiera: lo que el siglo XX hace aquí, quizás por primera
vez, es volver a transitar (al postularlo como tal) un umbral de la modernidad e
inaugurar una pasión irremediablemente arqueológica: la pregunta por el “origen”
de lo moderno. Un origen que, ejemplarmente a través del Barroco, no deja de
reescribirse. Por eso se trata, en la Carta, también de un problema de
temporalidades. Lord Chandos registra en su propia conciencia desgarrada no sólo
la inauguración de un tiempo nuevo (la Carta, en su estructura lógica, se sostiene
en la oposición sistemática entre un pasado definitivamente perdido y un presente
nuevo con destino incierto), sino incluso, la desaparición del tiempo conocido:
“Pero era algo más también, más divino, más animal; y era presente, el más pleno
y sublime presente” (Hofmannsthal, 1902: 130). Un tiempo sin tiempo, un tiempo
105
Capítulo 1 Primera parte. 1908
del puro presente, un tiempo que la filosofía del siglo XX examinará en términos de
experiencia [Erfahrung] (Benjamin), de durée (Bergson), de animalidad (Bataille),
etc. y que conduce, del mismo modo que el ornamento en Loos, a una naciente
modernidad del anacronismo. No casualmente, Claudio Magris habla de esta carta
en términos de “ficción anacrónica” (2008: 77).
Es ese desajuste temporal (suerte de falla originaria) el que hace de la carta
una de las inauguraciones posibles del surgimiento de modelos de modernidad
divergentes que dependen de concepciones temporales diferentes. Es ese tiempo
sin tiempo el que hace posible que la carta hable, al mismo tiempo, de dos
momentos históricos diferentes. Se trata, en este caso, de la Inglaterra isabelina
llegando a su fin; se tratará, luego, en la reescritura de La vida es sueño, La Torre
(1927), de la España de los Habsburgo. Lo que Hofmannsthal, del mismo modo
que, unos años más tarde, Eugenio d’Ors (cfr. Segunda parte, capítulo 5), lega al
siglo XX es una idea del Barroco que comienza a desligarse de su tiempo original y
se vuelve periódicamente contemporáneo.
Ahora bien, hay un elemento histórico-político que permite explicar el hecho
de que sea Viena uno de los contextos privilegiados de surgimiento de esa
historicidad extrañada, de esa temporalidad compleja, de una modernidad del
anacronismo, pues en Viena se produce la supervivencia de un mundo que en el
resto de Europa había ya desaparecido: se extiende hasta el siglo XX el dominio
de la casa reinante de los Habsburgo, memoria viva del Barroco histórico. La
agónica Viena supuso, por lo tanto, una última continuidad con los principios
culturales de la contrarreforma. Tal como señala Schorske en “La cultura estética
en Austria 1870-1914”:
A pesar de toda la importancia que se concedía a los valores de la razón y
de la ley y que generó en la sociedad una imagen ideal de Homo juridicus
lúcido y de Homo sapiens razonable, la burguesía austríaca ilustrada
desarrolló una cultura en la que lo estético era mucho más importante que
en ningún otro lugar de Europa. Este fenómeno tenía su fundamento en el
espíritu de una tradición austríaca viva anterior a la Ilustración –la de la
Contrarreforma. Mientras que la cultura burguesa y protestante concebía al
mundo como un ámbito en el que se reflejaba un orden creado por las leyes
divinas, el catolicismo austríaco veía en él la expresión de una perfección y
gracia divinas que debían constituir la tarea más enaltecedora del arte. La
cultura austríaca estaba impregnada por la idea de que existía un continuum
espiritual-material, idea que procedía de la Contrarreforma (1986: 58).
106
Capítulo 1 Primera parte. 1908
54
Analizando la situación del Imperio de los Habsburgo luego de producida su caída y a propósito
de Kafka y sus contemporáneos, Gilles Deleuze y Félix Guattari piensan esa otra forma de lo
moderno en términos de desterritorialización: “La descomposición y la caída del imperio refuerzan la
crisis, acentúan en todas partes los movimientos de desterritorialización y suscitan
reterritorializaciones complejas, arcaizantes, míticas o simbolistas. Citemos desordenadamente
entre los contemporáneos de Kafka: Einstein y su desterritorialización de la representación del
universo (Einstein enseña en Praga y el físico Philipp Frank da conferencias en la misma ciudad, en
presencia de Kafka); los dodecafonistas austríacos y su desterritorialización de la representación
musical […]; el cine expresionista y su doble movimiento de desterritorialización y reterritorialización
de la imagen (Robert Wiene es de origen checo, Fritz Lang nació en Viena, Paul Wegener y el uso
que hace de temas de Praga). Agreguemos, por supuesto, el psicoanálisis en Viena, la lingüística
en Praga” (Deleuze y Guattari, 1975: 41).
55
Cfr., además de Schorske (1980), la serie de lecturas (entre otros: Magris, Pardo y Rosset)
reunidas en una edición castellana reciente de la Carta: Hofmannsthal (1902 [2008]).
107
Capítulo 1 Primera parte. 1908
texto, podrá ser la de un autor (Kafka)56 o la de toda una época –el siglo XX). Su
angustia es, sin embargo, el presente (Viena, fin/comienzo de siglo), un presente
que señala un vacío, un quiebre (el silencio, el fin de una forma de lenguaje), y que
a su vez depende de una verdad que no puede sino remitir al pasado. Pero no un
pasado sólido y estable (no se trata simplemente de fundar un Origen), sino un
pasado que, en sí mismo, funciona como falla originaria (el Barroco). Si su verdad
se encuentra en el pasado (1603) es porque el Barroco funciona ya en 1902 como
umbral de transformación de una modernidad otra, en la medida en que permite
negar la autoridad del progreso, la linealidad del tiempo y, por lo tanto, no puede
reclamarse deudora del Iluminismo. Lo que de este modo Hofmannsthal postula es
la redefinición de esa modernidad –redefinición que encuentra al Barroco como
término de comparación ya disponible.
(Ahora bien, es en este punto necesaria una aclaración. La disponibilidad
del barroco como término de comparación del presente –objeto de este trabajo–
está, en 1908, aún esbozándose. Se trata, como se verá en la Segunda Parte, de
un problema aún restringido, en muchos casos, al espacio de la Historia del arte. A
partir de 1927 se tratará ya de la presencia del concepto propiamente dicho como
fuerza efectivamente disponible para definir la estética del siglo XX.)
Fue necesario el desarrollo del siglo XX para hacer mensurable la dimensión
conceptual de esta Carta. Quizás sólo desde Las palabras y las cosas (1966) de
Michel Foucault se ilumine el alcance de un pasaje de la Carta como el siguiente:
“intuía que todo era semejanza y cada criatura llave de las otras” (Hofmannsthal,
1902: 125). Tal como se verá más adelante, lo que demuestra la arqueología
foucaultiana es que el quiebre epistémico que se registra a comienzos del siglo
XVII supone el fin de ese tiempo de la semejanza que precisamente Lord Chandos
ve desaparecer ante sí:
Hasta finales del siglo XVI, la semejanza ha desempeñado un papel
constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la
que guió la exégesis y la interpretación de los textos; la que organizó el
juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e
invisibles, dirigió el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí
mismo (Foucault, 1966: 26).
56
Es lo que sugiere Benjamin al comentar el texto en una carta a Adorno de mayo 1940: “Porque
Kafka hizo suya la tarea en la que Hofmannsthal fracasó moralmente y por ello también
literariamente” (1994: 314).
108
Capítulo 1 Primera parte. 1908
3. 2. Gustav Klimt
Es posible también sostener que el siglo XX vienés había comenzado,
artísticamente, con la fundación de la Sezession en 1897, una de las más
significativas irrupciones de Jungen57 en el espacio artístico vienés, que comienzan
a poner en crisis los ideales estéticos y políticos del liberalismo desde la década de
1870. O, quizás, más específicamente, con la fundación, en 1903, de la primera
escisión de la Sezession: las Wiener Werkstätten. Es allí donde los ataques de
Loos al ornamento encontraron uno de sus mayores contraejemplos: el edificio
construido como sede de la Sezession (obra de Joseph Maria Olbrich)
representaba, emblemáticamente, aquello de lo que Loos intentaba distanciarse.
O, incluso, el siglo XX pictórico vienés había comenzado con la presentación por
parte de Klimt de la primera de sus pinturas para la Universidad, Filosofía, en 1900,
a partir de la cual se originaría otro debate artístico fundamental de la época.
Es decir, el caso de Gustav Kilmt es probablemente el más adecuado para
pensar el debate del ornamento desde el punto de vista de la pintura, en la medida
en que si “la posición purista encuentra en Klimt su principal adversario” (Buci-
Glucksmann, 2008: 30), se debe a que Klimt llevó el ornamento a un lugar hasta
entonces inimaginable. El cambio de siglo fue para Klimt, como para Hofmannsthal,
momento de una gran transformación artística. Su producción pictórica,
inicialmente inscripta en el historicismo, comienza a volcarse hacia la pasión del
ornamento. 58 Por cierto, uno de los datos clave de la forma que adopta el
modernismo en Viena es que el cambio artístico funciona no tanto como ruptura de
una generación con respecto a la precedente sino más bien como proceso que una
misma generación lleva a cabo: si bien la juventud es un dato esencial, es en el
desarrollo de cada obra de cada autor donde se hace visible el deslizamiento.
57
“El término Die Jungen (los Jóvenes), que va a designar todo lo que en Viena comporta de
innovación y de agitación, se aplica al principio, en la década del setenta –como lo recuerda Carl
Schorske-, a los círculos políticos que se oponen a la tradición liberal clásica. No es sino un decena
de años más tarde cuando el término termina por extenderse a la disidencia literaria, artística y
filosófica, por ejemplo a los escritores de la Jung Wien, luego a los artistas del Jugendstil y
posteriormente a los pensadores del Jung Wiener Kreis” (Clair, 1986: 50).
58
“El uso a gran escala que hizo Klimt del oro y la plata en sus obras contribuye a que nos
parezcan iconos modernos, a lo cual contribuye también su estilización de la figura y su empleo de
la ornamentación no figurativa […] Pocos de los otros artistas influidos por el art nouveau fueron
capaces de emplear la ornamentación con fortuna tan pareja a la de Klimt; para demasiados de
ellos se volvió una idée fixe hallar una ornamentación fantástica, pero en un grado que nunca
padeció Klimt. Lo que hicieron estos artistas fue meramente cambiar el tipo popular de decoración y
poner en su lugar una ornamentación más esotérica […] El logro de Klimt descansa en su completo
dominio de la técnica y en el sumo encanto de su imaginación […], una forma de arte que no era ni
mitológica, ni histórica, ni naturalista” (Janik y Toulim, 1973: 119).
109
Capítulo 1 Primera parte. 1908
Además de los citados, debe tenerse en cuenta el caso del arquitecto Otto Wagner,
que hace el mismo recorrido.
En este sentido, si es necesario tener en cuenta este pasaje de la obra de
Klimt es porque no sólo forma parte activa de la polémica sobre el ornamento, sino
también porque se vuelve un “caso” clave del debate teórico de la época del que
participan, tal como se verá, algunos de los autores que en ese momento
desarrollan la revalorización del Barroco desde el punto de vista de la Historia del
arte.
El recorrido que lleva a Klimt desde aquel historicismo (que lo colocó, por
poco tiempo, en el lugar de pintor del poder liberal de fin de siglo) hacia su peculiar
modernismo (que lo recolocó en el lugar de pintor de la nueva juventud enfrentada
con sus padres liberales), analizado por Schorske en términos de “irrupción
dionisíaca”, puede ser concebido, al mismo tiempo, como caso emblemático de la
continuidad que permanece latente en esta forma de ruptura. Esa continuidad está
dada, entre otras cosas, en la presencia del elemento barroco:
Klimt es hijo de un cincelador y conoce a fondo las diferentes técnicas. Pasa
muchas horas en el Kaiserliches Museum estudiando las colecciones de
vasijas antiguas […]. Sus elegantes alegorías, sus ilusiones ópticas, su
estilo todavía barroco –elementos que continuarán distinguiendo a su obra
en el futuro- no tardan en ser apreciados. Hans Makart (1840-1884), el
brillante cabecilla de la pintura histórica en Viena, ejerce una gran
fascinación sobre Klimt […] que se enfrenta al desafío de adaptar la
Antigüedad sin degenerar en academicismo [y] comienza su desarrollo
estilístico hacia los temas simbólicos, decorativos y florales que llegarán a
ser su propio manifiesto […]. Lo que fascina al joven artista [de Makart] son
las opulentas decoraciones auténticamente barrocas y la configuración de
las figuras. Esta influencia se mantendrá durante largo tiempo y se hará más
patente allí donde Klimt trata el complejo –así definido por Freud- del “horror
vacui”, llenando los fondos de sus cuadros hasta rebosar con una plétora de
formas (Néret, 1993: 11-12).
Lo que se registra en Klimt, por lo tanto, es el cambio en los usos posibles de una
misma tradición. Lo barroco y lo ornamental, presentes desde el comienzo, son
resignificados y llevados a un nivel en el que, a diferencia de lo que antes ocurría
en su obra, ya no es posible distinguir lo decorativo de lo esencial. Tal como se
verá más adelante, se trata de una serie de problema que autores como Alois Riegl
y Wilhlem Worringer desplegaban, en ese momento, en la teoría: lo figurativo y lo
abstracto, lo orgánico y lo inorgánico.
110
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Lo femenino, en este sentido, como “mito de la naturaleza propio del Art nouveau”
y que funciona como “ángel o demonio, andrógina según el caso […], serpentea
como Eva o como las mujeres longuilíenas del Bethovenfreis (1902)” (Buci-
Glucksmann, 2008:31), es el espacio privilegiado de despliegue de lo ornamental.
A partir de ese uso, Buci-Glucksmann propone la noción de “línea ornamental” en
Klimt:
[Klimt] no cesa de desarrollar lo que propongo denominar la “línea
ornamental”, que envuelve, pliega, despliega las superficies de esos motivos
múltiples, como en el grafismo sinuoso de Guimard y en los muebles Art
nouveau. Porque esta línea […] engendra el tiempo en el espacio y crea
frecuentemente una estética fusional muy coloreada, próxima de los
cuerpos flexibles y plegados a las curvas graciosas de los japoneses […] En
esto, la estética del ornamento es tanto una estética de la superficie como
del fragmento, de lo continuo y de lo discontinuo, y del montaje de una
pluralidad rítmica de tiempo que sublima todo préstamo orientalizante. Una
“heterogénesis” para retomar una expresión de Deleuze (2008: 36-37).
111
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las tres pinturas –probablemente el punto más alto de su obra-- para la Universidad
(las luego destruidas Medicina, Filosofía, Jurisprudencia). Esa polémica puede
pensarse en correlación con el debate en torno a la obra de Loos en la
Michaelerplatz. Y así, Loos y Klimt funcionarían como posibles representantes de
las dos vías antagónicas de modernización estética en Viena. Tal como señala
Buci-Glucksmann:
Detrás de este ataque [por parte de Kraus y de Loos] contra la “polución
erótica” de Klimt, se encuentran las dos culturas de la burguesía austríaca
que analiza Carl E. Schorske: por una parte, una cultura racionalista y
científica muy europea; por otra, una cultura más estética y más sensual,
heredera del barroco (2008: 30).
En 1894, el Ministerium für Kultus und Unterricht decide encargar a Gustav Klimt la
realización de tres pinturas para el cielorraso de la sala de ceremonias de la nueva
sede de la Universidad (uno de los últimos edificios del recorrido de monumentos
de la Ringstrasse). Para ese entonces, Klimt había dado a la cultura de la
Ringstrasse algunas de sus imágenes más representativas (sus momentos
emblemáticos habían sido, en 1888, el Auditorio del antiguo Burgtheater de Viena,
tela en la que el punto de vista se coloca en el escenario y la sociedad vienesa
ocupa el rol de protagonista, y otra obra para el mismo lugar: El teatro de
Shakespeare, de 1886-1888, en la que, en un gesto similar, la escena y el público
están integrados –en ella, Klmit incluye su autorretrato con vestimenta de época).
La propuesta para la Universidad estuvo guiada por el siguiente lema: “El triunfo de
la luz sobre la oscuridad”. Alrededor de un panel central que debía funcionar como
ilustración de ese concepto (a cargo de Franz Matsch), debían colocarse cuatro
pinturas, cada una de las cuales haría alusión a las cuatro facultades, tres de las
cuales estarían a cargo de Klimt.
Ahora bien, “para cuando se llevó a cabo el encargo (1898-1904), [Klimt]
estaba muy comprometido con la Sezession y con su propia búsqueda de una
nueva verdad” (Schorske, 1980: 225). En el año 1900 Klimt presentó Filosofía en la
VI Exposición de la Sezession. Un primer esbozo de la pintura había sido ya
exhibido en la Exposición Universal de París de 1900,59 donde había recibido la
59
“Tuvieron un éxito tan inmediato Klimt y la Secesión, en la superficie, que hacia 1900 –sólo tres
años después de que se revelasen contra la Academia— el movimiento fue en representación
oficial a la Exposición Internacional de París. Esto es un indicio de la extraordinaria capacidad que
parecía tener el viejo Imperio para desarmar y reconciliarse con sus críticos […] O acaso hubiese
una suerte de ‘afinidad electiva’ entre el centelleo y el deslumbramiento de la ornamentación de
112
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113
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60
“Para desgracia del Gobierno y de Klimt, el apoyo oficial a la Sezession no estuvo exento de
dificultades. El lenguaje del nuevo arte, lejos de apaciguar los antagonismos dentro de una nación
dividida, avivó la llama. De los salones de la universidad, los enfrentamientos pasaron a la prensa y,
al poco tiempo, a la arena política. Una cosa era la relación entre el gobierno y los profesores que
percibían una contracultura subversiva en la primera pintura de Klimt; en ese caso, el ministro von
Hartel y su Consejo de las Artes simplemente no dieron lugar a la petición de los académicos. Y
otra muy distinta era tratar con la oposición de los conservadores católicos y la nueva derecha […],
esos gritos eran los del antisemitismo, [que] encontró la forma de asociar a Klimt y a Wickhoff con
los judíos, aunque ninguno de los dos lo era” (Schorske, 1980: 236-237).
61
Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, los cuadros fueron llevados al sur de Austria,
donde serían quemados, junto con el palacio Immendorf, el 5 de mayo de 1945, por tropas de la
SS.
114
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A su vez, esta nueva etapa de su obra permite matizar la distancia de Klimt con
respecto al “clasicismo” de Loos, pues supone su participación en la tendencia que,
en ese momento, comenzaba a cobrar importancia (y cuyo desarrollo sería
posterior): el art déco. Sin embargo, la pasión del ornamento, en 1908, se mantiene
62
“La estética propuesta por Loos retornaba indudablemente a la tradición neoclásica, que veía en
todo exceso de ornamentación un síntoma de vulgaridad” (Gombrich, 1979: 60).
115
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Clair ofrece, a partir de allí, una primera hipótesis a propósito del lugar (por
momentos oculto) que, en el siglo XX, ocupó Viena:
Distingo una razón para este enceguecimiento, para esta voluntad de
retrasar el instante del desengaño. Es que nos habíamos hecho una idea
optimista de la modernidad. No obstante las advertencias de Baudelaire,
hemos confundido “lo moderno” y “lo vanguardista”, descuidando, al hacerlo,
el hecho de que si la noción de lo moderno, desde sus orígenes en el siglo
XII, pertenece al dominio europeo en su totalidad, la idea de “vanguardia”,
nacida hacia 1830 en los círculos saintsimonianos, no pertenece sino a la
Europa occidental. La vanguardia no es más que una idea desprendida de
la modernidad. Reconocer a Viena era reconocer que el vanguardismo no
era más que una actitud, si no falsa, al menos tan parcial que no daba
cuenta para nada de los movimientos que agitaron profundamente nuestro
siglo (1986: 48).
3.3. Roma
El hecho de que odie el barroco posterior a Miguel
Ángel puede explicarse quizás porque percibí en qué
medida estaba yo mismo metido en el barroco hasta
ese momento.
Paul Klee. Roma, 2 de noviembre de 1901, Diarios
63
Como se verá más adelante, lo que podría considerarse que aún falta en esa problematización de
lo moderno es la consideración del otro de los grandes espacios reprimidos de la modernidad:
América Latina.
117
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118
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En este punto, Schorske parece perder de vista otra dimensión del deseo de
Roma (dimensión que su aclaración antes citada, sin embargo, invita a buscar). No
porque su descripción del texto no sea sostenible, sino porque si Aníbal y
Winckelmann definen una tensión entre dos formas de conquista, al mismo tiempo,
el segundo de los nombres –si se tiene en cuenta el contexto de discusiones
culturales y, sobre todo, estéticas de la época– es ya el nombre de una prohibición
que comienza a ponerse en crisis. En este sentido, lo que está en juego es la
posibilidad de que la Roma de Winckelmann (para Freud o, lo mismo da, para el
debate intelectual vienés) sea sólo el contenido manifiesto del auténtico objeto del
120
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deseo: la otra Roma, la Roma barroca –tan a la vista como la Roma “clásica”,67 tal
como Burkhardt (a quien Freud había leído), Wölfflin y un contemporáneo vienés
de Freud, Alois Riegl, habían comenzado a demostrar.
¿Qué es en Viena, en 1908, el deseo de Roma? Un objeto de deseo
reprimido por la Historia del arte: el Barroco. En efecto, tal como podrá verse en el
capítulo siguiente, en esos mismos años Roma es objeto de otro descubrimiento
por parte de la Historia del arte en lengua alemana (y particularmente, la vienesa):
el “origen” del Barroco (y ya no solamente la fuente del espíritu clásico o
renacentista). Y el Barroco es el otro componente (el componente espectacular),
además del renacentista, de la Roma católica que perturba a Freud.
4. Ornamento y depuración
La dimensión religiosa toca también al debate del ornamento. En efecto, el ataque
de Loos retoma (y reedita) la tradición iconoclasta del protestantismo (que, con
respecto al debate estético, en Loos, debe leerse como postura de inspiración
inglesa), instaurando una prohibición no sólo al ornamento en sentido estricto (un
recurso que, tal como podrá verse en el capítulo siguiente, conduce a la
abstracción), sino también a las imágenes, al señalar la dimensión perversa del
primero de los íconos católicos, la cruz (que, sin embargo, puede a su vez leerse
como abstracción de la representación del cuerpo):
El primer ornamento que nació, la cruz, tenía un origen erótico. La primera
obra de arte, el primer acto artístico que el primer artista, para liberarse de
sus excrecencias, untó en la pared. Una línea horizontal: la mujer yaciendo.
Una línea vertical: el hombre penetrándola (Loos, 1908a: 346-347).
67
En 1901 Freud logra llegar a Roma: “Y es así como se rompe el maleficio del juramento de
Aníbal. Gracias al trabajo teórico y el autoanálisis de La interpretación de los sueños, Freud entra
efectivamente en la Ciudad Eterna en 1901, casi cinco años después de la muerte de su padre, ya
no para ‘vengarse de los romanos’ sino como peregrino intelectual y posicoarqueólogo, siguiendo
los pasos de Winckelmann. ‘Ha sido una experiencia abrumadora para mí y, como sabes, la
realización de un deseo que acaricié durante mucho tiempo. También ha sido, en cierta medida,
una desilusión’, anota. Freud describe una variedad de reacciones ante tres Romas: la tercera, la
Roma moderna, es ‘prometedora y agradable’; la segunda, la Roma católica, con su ‘mentira de
salvación’, es perturbadora y lo vuelve ‘incapaz de dejar de pensar en mis desgracias y en todas las
otras desgracias que sé que existen’. Sólo la Roma antigua le provoca entusiasmo: ‘Podría haber
rendido culto a los humildes restos mutilados del Templo de Minerva’” (Schorske, 1980: 205).
121
Capítulo 1 Primera parte. 1908
religiosa es, al mismo tiempo, moral y económica y, visto el alcance del debate del
ornamento, puede leerse como una de las primeras articulaciones modernas entre
Barroco y derroche de materiales: “un delito contra la economía nacional pues, con
ello, se echa a perder trabajo humano, dinero y material […] El ornamento es
fuerza de trabajo malgastada y, por ello, salud malgastada […], signo de derroche
artístico de épocas pasadas” (Loos, 1908a: 349-353). Se trata de una articulación
que, con el correr del siglo, será desplegada.
Ahora bien, una de las particularidades de “Ornamento y delito” es que el
arte funciona allí como límite exterior de los postulados. El borramiento del
ornamento es necesario en los objetos utilitarios. La perspectiva con respecto al
arte es, sin dudas, más compleja. Dado que Loos se propone atacar la unión ente
decoración y función, el arte permanece, por lo tanto, como límite, y allí se desliza
la equivalencia entre ornamento y arte: “Nosotros tenemos el arte, que ha
sustituido al ornamento. Nosotros vamos, tras el esfuerzo y la fatiga cotidianos, a
Beethoven o al Tristán” (1908a: 354). Es decir, sobre el arte, Loos sostiene, de
algún modo, la premisa que algunos años después lanzaría otro vienés: es mejor
callar,68 y acepta, por lo tanto, la potencia ornamental, dada su carencia de función
a priori, de todo arte.
68
Ludwig Wittgenstein diseñaría, junto a Paul Engelmann, discípulo de Loos, una casa fiel a los
principios anti-ornamentales para su hermana Margarethe, concluida en 1928. Según consta en la
biografía de Wittgenstein escrita por Ray Monk, ya en 1914 el filósofo había hecho suyos los
principios funcionalistas y les daba un alcance específicamente ético: “Aunque Wittgenstein y
Eccles coincidían en sus preferencias por el diseño funcional, despojado de cualquier
ornamentación, creo que podemos asumir que para Wittgenstein el asunto tenía una importancia
cultural e incluso ética de la que carecía para Eccles. […] la abominación hacia toda ornamentación
innecesaria estaba en el centro de una revuelta más general contra lo que […] veían como la pose
vacía que caracterizaba a la cultura decadente del imperio Habsburgo. La campaña de Karl Kraus
[…] y de Adolf Loos […] eran aspectos de la misma lucha. Que Wittgenstein, hasta cierto punto, se
identificaba con la lucha es evidente a partir de su admiración hacia sus dos protagonistas
principales” (Monk, 1990: 113). Esta adhesión se produce luego de haber conocido a Loos:
“Mientras estaba en Viena, Ficker presentó a Wittgenstein a Adolf Loos […] Se dice que Loos
exclamó al conocer a Wittgenstein: ‘¡Usted es yo!’” (Monk, 1990: 114). En ese mismo año,
Wittgenstein realiza una donación de 100000 coronas a “artistas austríacos que carecen de
medios”, entre cuyos beneficiarios se cuenta a Loos.
122
Capítulo 2 Primera parte. 1908
123
Capítulo 2 Primera parte. 1908
(propia, por ejemplo, del Barroco en su etapa avanzada). Sin embargo, aquellos
autores que más decididamente elevan el ornamento a condición de voluntad
artística esencial (el caso más radical es el de Wilhlem Worringer) recorren un
camino que hace del ornamento el rasgo distintivo de una continuidad histórica
(sólo interrumpida por los momentos de excepción “clásicos”) cuyos nombres
emblemáticos son el Gótico y el Barroco (el segundo, en este caso, subsumido a
una inflexión de la historia del primero) y, por lo tanto, legan al siglo una voluntad
teórica orientada a establecer una mayor presuposición entre ornamento y Barroco.
Es decir, si inicialmente, en el marco de la Historia del arte, el ornamento es un
recurso de las artes que recorre la historia y el Barroco es un estilo (y una época)
históricamente acotado, uno de los aportes fundamentales de los postulados de
1908 es el establecimiento de un campo de resonancia en el que el alcance del
ornamento comienza a superponerse con el del Barroco. Heinrich Wölfflin, algunos
años después (desplegando postulados propios y acusando recibo de los de los
vieneses) hará del Barroco un concepto que ya está despegado del tiempo que le
es propio (el siglo XVII) y permite definir (en su oposición con lo clásico) todo el
ciclo del arte moderno.
Así, la disponibilidad creciente del Barroco se explica en la medida en que
se vuelve un concepto que, sin perder su dimensión arcaica, y en el proceso de
adquisición de su “dignidad científica” (especificidad, delimitación temporal y
geográfica, Historia, nombres propios, rasgos distintivos, en suma, derecho
reconocido a la existencia), es también un modo de hablar del presente del arte.
En el transcurso de estos años liminares, la Escuela vienesa de Historia del
arte es espacio de grandes transformaciones temáticas y metodológicas que ponen
en crisis los fundamentos de la disciplina. Señala Udo Kultermann:
Como Florencia para la historiografía del arte del siglo XVI, Roma para la de
los siglos XVII y XVIII y Berlín para la naciente Historia del arte de carácter
científico en la primera mitad del siglo XIX, Viena se convirtió a finales del
siglo pasado en el centro de una etapa determinada de la evolución
histórico-artística, cuyas repercusiones llegan hasta el presente. La ciudad
de Sigmund Freud, Karl Kraus y Adolf Loos, la ciudad de un gran pasado
barroco y de una constante conciencia crítica del presente, se mostró como
el terreno apropiado para la nueva formación de esta ciencia (Kultermann,
1990: 213).
124
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Barroco (como período y como estilo). En este sentido, tal como se ha planteado,
la recuperación teórica del Barroco está indisolublemente ligada no sólo con el
debate del ornamento en la práctica artística, sino también con su desarrollo
teórico. Es decir, no sólo con un debate que excede el campo específico y que, tal
como se ha expuesto, abarca diversos saberes y prácticas artísticas (y cobra
relevancia cultural y política en Viena), sino también con una temática concreta de
la historia del arte (la historia de la ornamentación en todas las eras). El rasgo
determinante de ese debate es que, dado que atraviesa diversos espacios, tiene
alcances concretos en el presente y, como terreno de tensión y de conflicto
(estético, político, cultural), permite explicar muchas de las variables que están en
juego en el surgimiento del modernismo estético. Por lo tanto, el comienzo de la
historia del Barroco en el siglo XX se toca históricamente con el debate del
ornamento y sus especificidades quedan definitivamente articuladas.
Por ello el tipo de interrogación que estas fuentes reclaman es, desde el
punto de vista de este trabajo, menos una evaluación del nivel de verdad
alcanzado con respecto al Barroco como estética y como período (perspectiva que,
sin embargo, es preponderante aún hoy cuando los estudios sobre el tema vuelven
sobre estos autores y señalan, por ejemplo, que la periodización de Alois Riegl es
demasiado extensa o que la inclusión de Miguel Ángel en el Barroco que Riegl
propone es excesiva) que un señalamiento del lugar de la lectura: qué espacios
vacíos ocupa el Barroco, qué modelos de lectura hace posible, qué nuevas
legibilidades instaura, qué imagen del presente está latente en esas
interrogaciones sobre el pasado del arte, cómo es posible concebir el ciclo
completo del arte moderno en función de las nuevas variables, los nuevos repartos,
los nuevos sistemas de valoración.
De este modo, lo que el presente capítulo se propone demostrar es, en
primer lugar, que en 1908, en el terreno de la Historia del arte, el Barroco (en el
proceso mismo de su constitución en concepto de la Historia del arte) nace como
Máquina lectora. Las transformaciones temáticas y metodológicas que en esos
años se producen en la disciplina mantienen, desde esa perspectiva, una relación
particularmente significativa con el Barroco: no son causa ni efecto; se establece,
más bien, un más allá de esa distinción que hace del Barroco una “invención”. Es
decir, el Barroco comienza a demostrar una potencialidad conceptual que excede
la mera voluntad descriptiva y obliga a pensar en otros términos la Historia del arte.
125
Capítulo 2 Primera parte. 1908
126
Capítulo 2 Primera parte. 1908
69
Lo que se redescubre es un período, una serie de nombres, una serie de monumentos. Lo que se
inventa es el concepto. Sin embargo, al mismo tiempo, esa invención tiene su propia historia y se
realiza sobre la base y en disputa (concebida, por ejemplo por Iriarte –cfr. Estado de la cuestión—
como inversión, que supone menos una invención que una ratificación cuyo único gesto es invertir
la valoración) con la Estética clásica. Ejemplarmente, como se verá inmediatamente, se trata de
una disputa con los principios que se sintetizan en el nombre de Winckelmann y que tienen
despliegues en muchas áreas (gustos, valores estéticos de época, pedagogías, políticas
arquitectónicas y de conservación, políticas museográficas, etc.).
127
Capítulo 2 Primera parte. 1908
70
Para una consideración del lugar del Winckelmann, cfr. también lo señalado en el Estado de la
cuestión.
128
Capítulo 2 Primera parte. 1908
durante el último tercio del siglo XIX conforma un auténtico momento inaugural,
con el quiebre que supuso la obra de autores como Cornelius Gurlitt, Heinrich
Wölfflin y Alois Riegl. En este sentido, con respecto a la Historia del Arte y la
Estética, si el año de 1908 puede pensarse como un momento inaugural, debe
tenerse en cuenta que se trata de un punto de inflexión particularmente significativo
en un recorrido mayor que comienza en el siglo XIX.
Los nombres y las obras clave de la recuperación del Barroco en la Historia
del Arte en lengua alemana son (a partir del umbral que supone la obra de
Burckhardt, fundamentalmente los tres tomos del Cicerone): Cornelius Gurlitt, La
ornamentación barroca y rococó en Alemania (1883) e Historia del estilo barroco,
rococó y del clasicismo en Bélgica, Holanda, Francia e Inglaterra (1887-1889);
Heinrich Wölfflin, Renacimiento y barroco (1888) y Conceptos fundamentales de la
historia del arte (1915), August Schmarsow, Barroco y rococó (1897);71 Alois Riegl,
Problemas de estilo. Fundamentos para una historia de la ornamentación (1893),
El culto moderno de los monumentos (1903) y, fundamentalmente, El origen del
arte barroco en Roma (1908); y, de un modo menos directo pero no menos
importante, Wilhelm Worringer, Abstracción y Einfühlung (1908) y La esencia del
estilo gótico (1911).
Vale la pena insistir en un aspecto ya señalado: como puede verse en las
recurrencias que presentan algunos de los títulos de estas obras, uno de los
problemas que allí aparece, y que a partir de ese momento se instala
definitivamente en toda interrogación sobre el Barroco (se trata, probablemente, de
uno de los únicos elementos constantes a lo largo del siglo), es (además de
“ornamento”) el del “origen”: ¿cómo es posible –parecen preguntarse incluso los
más enfáticos defensores del Barroco– que el Renacimiento haya conducido al
Barroco?, ¿cómo es posible que la estabilidad y la armonía se hayan desmoronado
de tal modo? Se trata, por lo tanto, de la pregunta por el deslizamiento, el punto de
juntura, el límite o el umbral franqueado: Renacimiento y Barroco.72 Lo que, de un
71
Schmarsow fue maestro, en Florencia, de Aby Warburg y Werner Weisbach. Sostuvo una
relación problemática con sus contemporáneos vieneses Alois Riegl y Franz Wickhoff. Sin embargo,
más allá de las diferencias metodológicas, en Schmarsow (más cerca del “formalismo” que luego se
desarrolla en Wölfflin) se registra un mismo recorrido: el interés por el Barroco se articula con el del
arte de su tiempo, en su caso, el Jugendstil alemán.
72
Aún en los años 60, Helmut Hatzfeld, luego de su célebre revisión bibliográfica, insiste: “Lo que
nosotros queremos saber en realidad es cómo, cuándo y por qué el Renacimiento europeo llegó a
convertirse en Barroco” (Hatzfled, 1964: 44). Más allá de la solución específica que el autor postula,
lo cierto es que los desarrollos de la primera mitad del siglo insistirán en la pregunta, y la historia
129
Capítulo 2 Primera parte. 1908
modo latente, se hace ya evidente aquí (y el siglo no hará más que profundizar el
alcance de esa pregunta) es que esa inquietud, en última instancia, conduce
inevitablemente a otra, de mayor alcance, a propósito del origen de lo moderno; y,
más aún, supone una bifurcación, una diferencia, que arruina la idea misma de
origen y obliga a perpetuar una tensión que no se resuelve en la discusión
meramente histórica: el presente nace dos veces y seremos, alternativamente,
hijos del ideal clásico o hijos del desvío barroco.
Al analizar este momento de la Historia del arte, Georges Didi-Huberman,
llamativamente sin prestar atención al problema del Barroco (su centralidad, junto
al gótico y al romano tardío –además, en algunos casos, de la tradición oriental– en
esta transformación),73 señala que se trata de una auténtica fractura en la historia
de la disciplina:
La “mutación epistemológica” de la historia del arte tuvo lugar en Alemania y
en Viena en las primeras décadas del siglo: con Warburg y Wölfflin, con
Alois Riegl, Julius von Schlosser y algunos otros, hasta Panofsky. Momento
de una extraordinaria fecundidad porque los presupuestos generales de la
estética clásica eran puestos a prueba por una filología rigurosa, y porque
esta filología a su vez se veía cuestionada sin tregua y reorientada por una
crítica capaz de plantear los problemas en términos filosóficos precisos. Se
podría resumir la situación que prevaleció desde entonces diciendo que la
Segunda Guerra mundial quebró este movimiento pero la que posguerra
enterró su memoria (Didi-Huberman, 2000: 76).
continuará. Esa recurrencia de la pregunta, por otro lado, no depende de la impericia de los
especialistas. Funciona más bien como síntoma exacto de que el problema no es tanto el que de
las respuestas como el de la pregunta, que no puede dejar de ser formulada.
73
¿Cómo no incluir allí la variable barroca? ¿Cómo no considerar los efectos y las implicancias de
la transformación que estaba en juego en el desplazamiento del objeto de estudio hacia el Barroco
(o, como problema menor, el ornamento) concebido como ruptura con la Estética (clásica por
definición)? ¿Cómo no prestar atención a las reformulaciones metodológicas que el Barroco como
objeto de estudio reclamó? Por cierto, el contexto de esta formulación de Didi-Huberman –la
delimitación de una tradición del anacronismo–, se sostiene en tres nombres propios (Aby Warburg,
Carl Einstein, Walter Benjamin). Para señalar sólo el caso más evidente, la mera inclusión de
Benjamin en esa tradición exige la consideración de lo barroco como variable no exclusiva pero
constitutiva.
130
Capítulo 2 Primera parte. 1908
131
Capítulo 2 Primera parte. 1908
74
Recuérdese el papel desempeñado por Wickhoff como defensor de Klimt en ocasión de la
polémica por los cuadros para la Universidad (cfr. Capítulo anterior).
75
La derrota de esa tradición (cfr. Didi-Huberman, 2000: 75-77) es una doble derrota, en la que el
hitlerismo no hizo más daño que la reterritorialización forzosa impuesta por la universidad
anglosajona, producida luego de la Segunda Guerra Mundial, que debería incluirse como dato clave
del sostenimiento de la depuración operada en el campo de la Historia del arte sobre el Barroco. En
efecto, si esta tradición de pensamiento estético no tuvo descendientes directos, la herencia del
Barroco como concepto no podía sino recorrer caminos indirectos. El problema será retomado,
desde otros puntos de vista, en la Tercera parte.
132
Capítulo 2 Primera parte. 1908
vieneses (especialmente para Riegl),76 no sólo por el impacto de ese libro sino
también porque la obra más importante de Wölfflin, los Conceptos fundamentales
de la historia del arte (1915) se desarrolla en diálogo explícito con algunos
miembros de la Escuela vienesa.
Si, tal como se ha planteado, es posible sostener que la invención del
Barroco puede leerse en el marco de una nueva inquietud por la Forma que,
durante la segunda mitad del siglo XIX, encuentra diversos alcances y despliegues,
el nombre de Heinrich Wölfflin (alumno de Jakob Burckhardt) es, indudablemente,
una de las referencias fundamentales. La historia del Barroco nace y se desarrolla,
en muchos sentidos, según modo en que Wölfflin plantea la pregunta por el límite o
el umbral entre Renacimiento y Barroco, y muchos de los rasgos que, a lo largo del
siglo, se atribuyen al Barroco son producto de esa cristalización conceptual. Sin
embargo, el aspecto quizás más significativo es que Wölfflin funciona como
nombre de la transición, es decir, como manifestación del momento histórico en el
que la pregunta por lo clásico (pregunta y horizonte que Wölfflin nunca abandona y
que lo perpetúa como heredero de Burckhardt)77 debe necesariamente enfrentarse
con su límite (¿hasta dónde llega, histórica y conceptualmente, ese “sentimiento
formal”?) y comienza a necesitar, de un modo nuevo (es decir, con claridad y
distinción epocal y estilística), el conocimiento concreto de aquello que no es.
Wölfflin reemplaza el rechazo winckelmanniano por una inquietud mucho más
compleja y marcha hacia el Barroco –instaurando una tradición que tendrá
significativos herederos (el mayor, Eugenio d’Ors): Wölfflin estudia el Barroco
malgré lui.
Desde el punto de vista metodológico, el impacto de Renacimiento y barroco
(1888) radica en la instauración de un método llamado “formalista”.78 Así define
Wölfflin su trabajo:
Este [estudio] quiere ser una contribución a la historia de los estilos y no a la
historia de los artistas. Mi propósito era observar los síntomas de la
decadencia [del Renacimiento] y reconocer, en el “relajamiento y en la
76
Cfr. Riegl, 1908: 48-49.
77
Entre su estudio inicial sobre Renacimiento y barroco (1888) y su desarrollo posterior (1915),
Wölfflin publica en 1899 El arte clásico: una introducción al Renacimiento italiano, dedicado a la
memoria de Burckhardt. Wölfflin fue, además, sucesor de Burckhardt en la cátedra de Historia del
arte de Basilea desde 1893.
78
“Wölfflin se veía a sí mismo como un formalista entre los historiadores del arte de su tiempo y
escribió en la introducción a su volumen Pensamientos de la historia del arte: «Acepto el título como
un título honorífico, en cuanto quiere decir que siempre he visto en el análisis de la forma concreta
la primera tarea del historiador del arte.»” (Kultermann, 1990: 244).
133
Capítulo 2 Primera parte. 1908
arbitrariedad” la ley que permitiría vislumbrar la vida interna del arte (1888:
11).
79
La descripción general que realiza Wölfflin, concentrada en la etapa inicial del Barroco (1580-
1630) que conduce, por ejemplo, a enfatizar el efecto de masa, se ve permanentemente arrastrado
por la caracterización del Barroco en su apogeo, que obliga una distinción: “en sus comienzos es
pesado, masivo, comprimido, severo; a continuación escapa poco a poco a su pesantez primera, el
estilo gana en ligereza y alegría” (Wölfflin, 1888: 15). Por ello, en su análisis del pliegue, debe
recurrir a Borromini: “el plegamiento de toda la masa mural […] llevó a la fachada a encorvarse
ligeramente sobre sí misma en los extremos, confiriéndole, por el contrario, un movimiento vivo
hacia adelante […] Los ejemplos de fachadas movidas no se encuentran antes de Borromini: la de
134
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Santa Agnese en la Piazza Navona lo es aún moderadamente, pero la de Santo Carlo alle Quattro
Fontane (1667) va lo más lejos posible” (Wölfflin, 1888: 67).
135
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Más allá de lo contingente del ejemplo, este señalamiento de Wölfflin debe ser
subrayado como uno de los primeros esbozos (aunque Nietzsche, diez años antes,
había avanzado en la misma dirección) de lo que habría de volverse el largo y
transitado camino de la contemporaneidad del Barroco. Una vez que esa puerta es
abierta, nada podrá detener la proliferación de ejemplos, de criterios y de razones
de esa contemporaneidad.
Del mismo modo, otro esbozo fundamental que propone Wölfflin es el
deslizamiento hacia la literatura (la idea de “literatura barroca” era, en 1888,
imposible): “Es interesante observar el nuevo estilo en la poesía. La diferencia que
se observa entre la lengua de Ariosto y la de Tasso expresa totalmente el cambio
de atmósfera” (Wölfflin, 1888: 90)80. Wölfflin opta por Tasso y descarta a Marino
(“El ‘marinismo’ no tiene nada que ver con el primer período del barroco”, 1888:
90).
Ahora bien, uno de los aspectos más relevantes de la lectura del Barroco
(en su oposición con el Renacimiento) por parte de Wölfflin depende del tipo de
reformulación del trabajo inicial que se da en su gran libro, Conceptos
80
El desarrollo de esa oposición, ejemplificado en dos citas, opera sobre la “expresión” y sobre la
“visión”: “Notemos los adjetivos de insistencia, las terminaciones sonoras, las pesadas repeticiones
(molto…, molto…; e invan…, e invano…), la construcción pesada de la frase, el ritmo lento del
conjunto. No solamente la expresión, sino también la visión se ensancha, y las imágenes se
vuelven cada vez más amplias. Qué reveladora es la transformación que Tasso introduce en el
motivo de la musa. La eleva a los espacios celestes infinitos y, en lugar de la corona de laurel, le da
«una corona dorada de estrellas eternas»” (Wölfflin, 1888: 91).
136
Capítulo 2 Primera parte. 1908
fundamentales de la historia del arte, en el que hablar del Barroco es, simplemente,
un modo de definir “todo el período del arte moderno” que “se ha supeditado a […]
dos conceptos: clásico y barroco” (Wölfflin, 1915: 20). En efecto, en esta obra, la
oposición entre Renacimiento y Barroco crece en magnitud y en alcance para
definir –tal es el subtítulo– “El problema de la evolución artística en el arte
moderno”.81 Wölfflin propone allí los célebres cinco pares de conceptos (lo lineal y
lo pintoresco [Malerisch]; superficie y profundidad; forma cerrada, forma abierta;
pluralidad, unidad; lo claro, lo ambiguo o indistinto), “categorías de la visión”
(1915:418) que permiten definir la génesis de la “visión moderna”, la “nueva
configuración de la imagen” y, más relevante que en el trabajo anterior, el problema
de la decoración, 82 pues incluso “todos los progresos de la ‘imitación de la
naturaleza’ radican en la sensibilidad decorativa”. En el arte, afirma el autor “se
dejó siempre aparte lo que no emocionaba sugestivamente como plástico. De ahí
que la historia de la pintura sea también, y no de manera secundaria, sino
fundamentalmente, historia de la decoración” (Wölfflin, 1915: 423).
Ahora bien, este libro responde ya a otro contexto de la discusión y a otro
contexto histórico de los aquí abordados (es publicado, en efecto, “en el fragor de
la guerra”, 1915: 19) y uno de los signos más claros al respecto es en énfasis que
Wölfflin da a la “exploración conceptual” cuyo desarrollo, sostiene, no ha corrido
parejo con la exploración “de los hechos”. Por ello lo clásico y lo barroco están aquí
despojados de su “sentido cualitativo” y lo que se subraya es, precisamente, “la
transformación del significado” (Wölfflin, 1915: 20). Pero, en relación con este
problema, el libro destaca como antecedentes excepcionales que han realizado
aportes al desarrollo conceptual a Riegl y a Wickhoff (además de Schmarsow).
Si bien, por los motivos históricos señalados, un examen detallado de este
trabajo excede al presente capítulo, no puede dejar de subrayarse que lo que aquí
se cristaliza es el problema de los “estratos ópticos” (la capacidad, históricamente
determinada, de ver) como vía de disolución de la dimensión valorativa de los
períodos históricos y, por lo tanto, de las ideas de decadencia o superación de los
estilos. Ahora bien, si lo que allí se pone en primer plano es la representación, no
81
Aunque, como podrá verse a continuación, estos principios serían válidos para definir la lógica de
la renovación de las artes en todas las eras.
82
“Aquí está el contraste decisivo entre arte clásico y barroco. El adorno barroco se transforma ante
los ojos del espectador. El colorido clásico es una sólida armonía de colores singulares, el colorido
barroco es siempre un movimiento de color, unido, por añadidura, a la impresión de
transformaciones” (Wölfflin, 1915: 421).
137
Capítulo 2 Primera parte. 1908
debe perderse de vista que Wölfflin desplaza el énfasis de la mera imitación, por
dos razones: lo que el artista representa es lo que le es dado ver y, por otro lado,
“nuestros cinco pares de conceptos tienen un sentido tanto imitativo como
decorativo”, pues “la forma de representación tiene su lado decorativo” (1915: 40).
Pero el aporte capital que Wölfflin realiza en los Conceptos fundamentales
para la historia del Barroco en el siglo XX radica en su concepción de la evolución
de los estilos: lo clásico y lo barroco, “tipos” cuya explicación se realiza sobre la
base de la oposición entre Renacimiento (subdividido en Primero y Bajo) y Barroco,
permite sin embargo desplazarse en la historia del arte moderno (en el libro, en
efecto, se disponen ejemplos de otros momentos históricos posteriores83 e incluso
previos84) y hacer de esa oposición la matriz de toda la evolución de la historia del
arte: lo barroco y lo clásico pierden (aunque parcialmente y sin que deje por ello de
ser necesario su estudio como fuente fundamental) su especificidad histórica y se
erigen, por lo tanto, en modelos85 –no tanto artísticos cuanto interpretativos. El
Barroco en Wölfflin es ya, por lo tanto, un modo de leer.
¿Por qué es posible afirmar que lo barroco es, en mayor medida que lo
clásico, un modo de leer? Si bien el libro insiste sistemáticamente en la oposición
simple de dos “tipos”, de dos formas de ver, algunos señalamientos avanzan aún
más en esa distinción y establecen una diferencia –lo que podría denominarse un
plus formal del Barroco. Por ejemplo, señala Wölfflin: “en distinto sentido que los
retratos clásicos, hay que decir de los retratos barrocos: su contenido no son los
labios, sino el lenguaje; no los ojos, sino la mirada” (1915: 421). Ese plus material,
ese auto-señalamiento inherente al Barroco es el modelo histórico con el que el
siglo XX concibe la Forma.
Por último, la evolución del arte, desde esta perspectiva, deja
necesariamente de ser lineal. Una vez dispuestos lo clásico y lo barroco como
rasgos de aparición (y reemplazo) periódicos a lo largo de toda la historia, Wölfflin
83
El impresionismo como caso de transformación del tipo lineal al tipo pictórico (Cfr. Wölfflin, 1915:
59-60), o el clasicismo de comienzos del siglo XIX como “nueva devoción de la simplicidad”
(Wölfflin, 1915: 110), entre otros.
84
“Existe un arte clásico y un arte barroco, no sólo en la época moderna y no sólo en la arquitectura
antigua, sino también en un terreno tan extraño como el del gótico” (Wölfflin, 1915: 424).
85
Modelos cuya lógica de funcionamiento instala un principio de ruptura asociado al Barroco. Si
bien Wölfflin no es enfático al respecto, sugiere una necesaria preexistencia de lo clásico como
posibilidad de aparición del lo barroco. Por ejemplo: “el concepto de claridad hubo de ser formado
primero, antes de que se pudiese hallar atractivo en una claridad parcialmente enturbiada” (Wölfflin,
1915: 421).
138
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se interroga por la lógica de las rupturas y los “retornos”: “un examen más atento
evidenciará pronto que el arte no ha retrocedido por esto a un punto en que ya
estuvo antes; únicamente la imagen de un movimiento en espiral es lo que se
acercaría al hecho real” (1915: 428-429). La imagen del movimiento en espiral no
sólo instala a la oposición clásico-barroco como matrices del desarrollo de las
artes; dispone también la posibilidad conceptual del retorno del Barroco en el siglo
que está comenzando.
139
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140
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mucho más elemental que la necesidad del hombre de cubrir su cuerpo con
vestidos es la del atavío del cuerpo por mero afán de engalanamiento, con
adornos entre los cuales los lineales-geométricos acaso existieran mucho
antes de la aparición de las artes textiles, dedicadas en su origen a la
protección del cuerpo (Riegl, 1893: 3).
Por ello Oriente es, también en este momento de la Historia del arte, la referencia
inevitable y con él, el desarrollo del arabesco: “Oriente parece haberse opuesto,
desde el comienzo, a la inclinación naturalizante del arte occidental” (Riegl, 1893:
6-7). A partir de allí, la concepción no imitativa se une con la otra dimensión
fundamental del ornamento, la abstracción.
Desde el punto de vista metodológico, el aporte fundamental de este libro
para la Historia del arte es la introducción de la noción de Kunstwollen (traducido
86
“Eran aquellos los años en los que Aby Warburg, nacido ocho años después que Riegl, asumió el
problema de la tenacidad de la tradición clásica, al que dedicó su vida y su biblioteca, precisamente
porque la demanda universal de un nuevo estilo lanzaba un reto al historiador para que éste
reflexionase sobre la relación entre continuidad y cambio. Lo que Springer había denomiado Das
Kachleben der Antike –es decir, la ‘vida futura’ del mundo antiguo—era un factor poderoso allí
donde el historiador realizara sus búsquedas” (Gombrich, 1979: 181). Sobre la relación entre
Warburg y los “formalistas”, cfr. Didi-Huberman, 2002: 406 y ss.
141
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Mas todo ello no nos autoriza a remitir el origen de la espiral a la técnica del
bordado de cordoncillos. Esta última pudo haberse adueñado del motivo
espiral por ser el más adecuado; no obstante, la primera creación nació
quizá de la libre voluntad artística del hombre [freie menschliche
Kunstwollen] (Riegl, 1893: 92, traducción modificada).
142
Capítulo 2 Primera parte. 1908
87
Aunque ya entre los contemporáneos de Riegl es un problema específicamente abordado, por
ejemplo en Wölfflin (1915).
143
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144
Capítulo 2 Primera parte. 1908
145
Capítulo 2 Primera parte. 1908
El valor del pasaje radica no sólo en el lugar en el que Riegl se coloca (sabe que
se trata de una ruptura, iniciada –tal como expone más adelante– por Burckhardt y
continuada por Gurlitt y Wölfflin, entre otros), sino en el señalamiento de dos de las
condiciones (no se trata de causas sino de una situación que debe ser
comprendida como unidad) de esa inversión: el Barroco vuelve con la pintura
moderna (con el desarrollo del arte moderno en general, podría agregarse) y esto
supone (tal como el siglo XX no deja, de un modo no siempre evidente, de señalar)
una auténtica refundación de lo moderno: una indagación de su arché.
Por ello, lo que vuelve a su vez importante tener en cuenta lo ya señalado a
propósito de la situación vienesa es que Riegl señala una conexión aún más
específica entre Barroco y contemporaneidad. En el contexto del desarrollo de su
idea general sobre el Barroco y del estilo barroco italiano como raíz común de
todos sus despliegues en otras latitudes, agrega:
Iré incluso más lejos: reencontramos la influencia de las creaciones del
Barroco italiano hasta en el estilo arquitectónico más moderno, el de la
Sezession, en los elementos arquitectónicos simples. De modo que, en lo
que concierne a la arquitectura, no podríamos negar el rol mundial del
Barroco italiano (Riegl, 1908: 41, traducción mía).
146
Capítulo 2 Primera parte. 1908
histórica que, desde la relectura que un autor como Riegl propone, pone
inmediatamente en crisis el ideal Clásico-Renacentista-Neoclásico en el que los
defensores de la modernidad de la depuración (tanto el conservadurismo
académico como una zona de los nuevos modernos, Loos entre ellos) pretendían,
de un modo u otro, instalarse.
La lectura que Riegl propone del Barroco como Kunstwollen se basa en el
siguiente modelo de periodización: si bien “el siglo barroco por excelencia es el
XVII” (Riegl, 1908: 42), el autor se remonta a Miguel Ángel, “padre del estilo
barroco”, en su segundo período (a partir de 1520) y a Correggio, y propone dos
etapas: una inicial (de 1520 a 1630) y otra (tal como ya había propuesto Wölfflin,
signada por Bernini), a partir de 1630 –se dedica sólo a la primera (dado que su
objeto es el origen), subdividida a su vez en una etapa “severa” (hasta 1590) y otra
“flexible (hasta 1630) y en una definición del “estado actual de la cuestión”
(partiendo de las ambigüedades que encuentra en el último Burckhardt, sus
interlocutores son, entre otros: Gurlitt, Wölfflin y Schmarsow).
Pero si aquellas afirmaciones iniciales sobre el presente cobran real
importancia y si estas opciones de periodización merecen subrayarse, es porque,
en su lectura específica, Riegl hace del Barroco un umbral (desplazado en relación
con la tradición de la Historia del arte) de lo moderno:
Para comprender el arte moderno es necesario conocer el rol precursor que
Miguel Ángel y Correggio han desempeñado en su evolución […]. Es con
Miguel Ángel y Correggio que aquello que separa la visión moderna del arte
de la visión antigua entró por primera vez en una fase francamente
conciente de sí misma (Riegl, 1908: 81).
147
Capítulo 2 Primera parte. 1908
148
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Los papas del siglo XVII son grandes constructores, pero, según el planteo
de Riegl a propósito de la relación con los monumentos de la Anigüedad, lo que
funciona al mismo tiempo como condición del desarrollo constructivo es la
activación de una suerte de carácter destructivo de ese patrimonio, en la medida
en que “la Contrarreforma no sentía ninguna obligación siquiera con el cristianismo
primitivo” (1908: 122). Y, agrega Riegl –una vez más tendiendo un lazo con el
presente–, esas destrucciones “podrían tener lugar en nuestros días”, con la
diferencia que “hoy se las reconstruiría en otro sitio” (Riegl, 1908:123). Se trata,
evidentemente, de la experiencia arquitectónica del historicismo.
En el contexto de la caracterización general del Barroco como Kunstwollen,
el lugar del ornamento es analizado específicamente y es una de las variables que
permite delimitar dos períodos: el Barroco severo, de 1550 a 1590, momento inicial
de la Contrarreforma, dominado por la arquitectura, y de 1590 a 1630, el Barroco
flexible, dominado por la pintura y que funciona como “transición hacia Bernini”
(1908:115).
La distinción que Riegl establece señala que el período severo es
decididamente enemigo de la decoración:
149
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Tal como ocurría en Wölfflin (1888), dado que el objeto de estudio de Riegl es el
surgimiento del Barroco (la transición desde el Renacimiento), el énfasis está
puesto en la etapa carente de ornamento. Sin embargo, la etapa ornamental es
permanentemente invocada (con el nombre de Bernini) para señalar el horizonte
(el destino del Barroco) desde el que las transformaciones del Barroco serían
leídas.
Es posible para Riegl, a partir de allí, establecer especificaciones de
relevancia no sólo para una caracterización del Barroco en términos generales,
sino también para una analítica del ornamento: el Barroco, en efecto, incluso luego
de 1630, no decora (es decir, no sólo decora). La mera decoración, la decora
inutilia es, antes bien, propia del Renacimiento:
La ornamentación, ese último vestigio del Renacimiento amigo de la
decoración, debe ceder su lugar. Lo que expresa tanto la austera visión del
arte de Miguel Ángel como el espíritu severo de la Contrarreforma, que no
toleraba en sus obras religiosas ornamentos superfluos, que distraen el
espíritu por su carácter lúdico (Riegl, 1908: 137).
150
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Capítulo 2 Primera parte. 1908
cada pueblo, que el historiador debe reconstruir para poder determinar la verdad
sobre la vivencia estética que en cada momento histórico se pone en juego. Si bien
en el caso de Worringer el Barroco no es nunca un problema central, es necesario
tener en cuenta su intervención en la medida en que su obra es una de las
manifestaciones más claras del lugar que adquiere el ornamento en 1908; se trata
no sólo de su relevancia como problema específico, sino incluso como lugar de
verdad del arte:
Es un hecho fundado en el carácter peculiar de la ornamentación que en
ella se expresen con mayor pureza y claridad, con claridad paradigmática, la
voluntad artística [Kunstwollen] absoluta de un pueblo y sus particularidades
específicas (Worringer, 1908: 61).
93
"Vischer, dentro del espíritu del Impresionismo, se opuso de forma programática contra la idea de
épocas de decadencia. Vischer intentó en ella valorar de nuevo la pintura tardobizantina y también
se ocupó del Tardogótico y del Barroco, es decir, de aquellos períodos, que aún no eran apreciados
en su época, anunciando ya en muchos aspectos a Alois Riegl y la escuela de Viena" (Kultermann,
1990: 208).
94
Continúa Didi-Huberman: “Pero podría decirse que la Einfühlung fue un concepto plástico […]: es
muy fácil de valerse de él, utilizarlo en todos los sentidos (es decir, en el sentido que uno quiera).
Sus raíces filosóficas son múltiples y, a veces, contradictorias: Aristóteles (la catarsis) con Hume (el
contagio de las pasiones), Vico (los “transportes” del cuerpo humano) con Burke (la simpatía
153
Capítulo 2 Primera parte. 1908
sublimada), Kant (el primado de la forma) con Herder (el primado del cuerpo), sin contar los
grandes románticos, Novalis, Schiller, Schelling o Carl Philipp Moritz… Sin contar el autor esencial,
quizás, de toda esta genealogía: Schopenhauer” (Didi-Huberman, 2002: 407).
95
“Esta perspectiva es, por tanto, obviamente anteclásica, antirrenacentista, antipositivista: para
Worringer un mismo hilo une el arte egipcio con el barroco y con el expresionismo” (Perniola, 1990:
114).
154
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Es decir, una vez exploradas las formas puras (primitivas) de abstracción, el gótico
aparece como momento del arte privilegiado para explorar una Kunswollen anti-
clásica. En este sentido, si Worringer, desde la perspectiva que aquí se sostiene,
debe ocupar un lugar relevante en la situación del Barroco de 1908 es porque, en
primer lugar, postula una negación de lo que llama la “estética moderna” como
punto de vista centrado en la representación de la realidad:
Para nosotros sólo se trata de hacer constar el valor puramente ornamental
[…] y enfrentarnos de esta suerte a la opinión corriente de que el proceso
psíquico de la creación artística fue en todos los tiempos lo que es en
nuestra época –época privada de instinto artístico--, o sea un camino que
conduce del modelo natural a la llamada estilización. Esa llamada
estilización, es decir lo abstracto, lo lineal, lo inánime, fue más bien lo
primordial, que posteriormente cobró vida y vitalidad orgánica y por tal modo
llegó a acercarse al objeto natural” (Worringer, 1908: 82).
96
En el ensayo “De la trascendencia y la inmanencia en el arte”, agregado al libro a partir de la
tercera edición (1910), señala Worringer: “En el momento en que […] se nos revela la esencia de la
evolución artística, cambia también nuestra apreciación del clasicismo. Comprendemos la estrechez
de un criterio que nos ha hecho considerar las épocas clásicas como puntos culminantes de todo
crear artístico, como cimas de la perfección absoluta […] No debemos, pues, erigir el clasicismo en
valor absoluto; no debemos subordinarle todo el resto de la producción artística: con ello nos
enredamos en una cadena sin fin de injusticias”. Y agrega más adelante: “En el fondo, todas
nuestras definiciones del arte son definiciones del arte clásico” (Worringer, 1910: 128-134).
155
Capítulo 2 Primera parte. 1908
Es decir: gótico, egipcio, arte bizantino, japonismo son formas del afán de
abstracción que organizan un contra-canon, una historia del arte que elude al
Renacimiento como punto de referencia. En la importancia otorgada a esas fuerzas
de abstracción provenientes de Oriente, Worringer es un contemporáneo de la
Sezession, es decir, apela a una zona de la historia del arte que, por ejemplo,
Klimt, tal como se ha señalado, en ese mismo momento estaba redescubriendo. Se
trata de diversas formas de la pasión del ornamento.
Pero a esa lista debe agregarse, por último, el Barroco. El propio Worringer
deja planteado el desplazamiento en un comentario lateral de Abtracción y
naturaleza, única aparición del concepto de Barroco, en el que habla de “aquella
etapa evolutiva del gótico que llamamos barroco gótico” (Worringer, 1908: 123).
Pero esta hipótesis histórica que hace del Barroco un concepto que permite
describir un momento del Gótico (y que refuerza la idea del Renacimiento como
excepción), reaparecerá en un libro tres años posterior, Formprobleme der Gotik
(1911), traducido al español como La esencia del estilo gótico, 97 en el que la
oposición Clásico-Barroco de Wölfflin es reemplazada por una nueva: Clásico-
Gótico.
En efecto, en ese libro (un caso emblemático de recuperación del Gótico no
sólo contemporánea de la del Barroco, sino también sintomáticamente idéntica a
aquélla en términos del tipo de intervención historiográfica y conceptual), el
Barroco es invocado en siete oportunidades en una operación en la que Gótico y
Barroco se asocian (se identifican, en una “conexión íntima”, más allá de que el
segundo es subsumido a un “momento” del primero) para establecer un auténtico
asalto a la estética clásica. Inicialmente, Worringer plantea que “el barroco
septentrional es […] una reviviscencia [Wiederaufflackern] de la voluntad gótica de
forma [gotischen Formwillens],98 bajo una envoltura ajena” (Worringer, 1911: 43),
“la última manifestación de la voluntad nórdica” (Worringer, 1911: 101). El resultado
(una de las operaciones fundamentales) es hacer del Renacimiento un
“intermezzo” (Worringer, 1911: 100):
97
La traducción, realizada en 1925 por Manuel García Morente y publicada por la Revista de
Occidente, debe considerarse un momento fundamental de la recuperación de la literatura barroca
que, en esos años, se prepara en España y cuyo momento emblemático será el tercer centenario
gongorino de 1927 –escena que conforma la Segunda parte de este trabajo.
98
El concepto del que Worringer se vale aquí sistemáticamente, una inflexión de Kunstwollen, es
Formwille –un desplazamiento que amplía el alcance de la noción original de Riegl: “hemos de
definir la voluntad de forma que se refleja en el más pequeño pliegue de un traje gótico con la
misma fuerza y evidencia que en las grandes catedrales” (Worringer, 1911: 17).
156
Capítulo 2 Primera parte. 1908
157
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100
En el Prefacio de El sentido del orden, una breve referencia autobiográfica resulta
particularmente significativa: “Mi madre adoraba y coleccionaba los bordados de las campesinas
eslovacas. Esperábamos con impaciencia las visitas a Viena de un comerciante eslovaco llamado
Matonicky, que ante la puerta desplegaba su género esplendoroso: chalecos, chaquetas, blusas,
gorros y cintas, todo ello bordado […]. Aprendimos a admirar la belleza de los colores y el inmenso
tacto y destreza decorativos. Recuerdo perfectamente que yo me preguntaba por qué estas obras
no eran consideradas como ‘arte’ al igual que las grandes pinturas. También recuerdo haber oído
que estas piezas eran doblemente valiosas, puesto que nunca más podrían ser reproducidas. La
tradición decaía con rapidez […]. Menciono tales vinculaciones porque he llegado a preguntarme si
otra afición que se apoderó de mí cuando todavía era un colegial estaba relacionada también con
movimientos contemporáneos en Austria. Muy pronto comencé a advertir, comparar, contrastar e
incluso dibujar los detalles decorativos de edificios vieneses. Recuerdo muy bien la fase en que
descubrí, con sorpresa por mi parte y la de mis mayores, con qué frecuencia los motivos
irracionales de la urna formaban parte de ornamentaciones arquitectónicas, colgados de algún lugar
158
Capítulo 2 Primera parte. 1908
ejemplo, de Julius von Schlosser) está aún bajo la estela de la tradición académica
del ornamento, dicta, en 1970, una serie de conferencias en New York, bajo el
título de “Análisis de la ornamentación” que luego serían publicadas en libro con el
nuevo título de El sentido del orden. Estudio sobre la psicología de las artes
decorativas. Se trata de uno de los estudios más específicos del problema del
ornamento, una auténtica enciclopedia de la ornamentación y las diferentes
perspectivas teóricas al respecto.
Además de las posiciones de Gombrich señaladas a lo largo del presente
capítulo con respecto al caso vienés, su historia del ornamento subraya con
claridad el hecho de que ese debate forma parte de un proceso cuyo antecedente
fundamental es el debate victoriano sobre el ornamento. En efecto, el siglo XIX es
el momento en que, a partir de los efectos de la revolución industrial, la máquina
comienza a volverse una amenaza para la tradición de la decoración, sostenida en
lo “hecho a mano”, desde el punto de vista de la cual, “una decoración hecha a
máquina es un absurdo” (Gombrich, 1979: 33).
El debate victoriano del ornamento constituye, en efecto, un significativo
capítulo de esta historia, en la que el problema del Barroco no está presente
(aunque sí el del renacimiento gótico) de un modo directo (y por lo tanto no es
objeto de consideración aquí). Sin embargo, es necesario destacar algunos de los
aspectos allí implicados en la medida en que se trata de un eslabón que conecta
con problemas que serán considerados a continuación.
Los nombres clave de ese debate son, entre otros Augustus Welby
Northmore Pugin, Ralph Wornum, John Ruskin, Gottfried Semper 101 (alemán,
refugiado en Inglaterra en 1848 y trasladado finalmente a Viena donde muere en
1879, es, por lo tanto, el autor que establece un contacto entre ambas discusiones,
del techo […]. Un par de ellos […] flanquean el gablete de la fachada de San Miguel, una iglesia de
Viena. [En la misma plaza puede verse] la fachada de una casa casi carente de ornamentación, y
bien puede recordarnos el hecho de que hubo un tiempo en que la ornamentación se convirtió en
cuestión de principios en Viena. El diseñador de esa fachada, Adolf Loos, había hecho una
campaña contra ello, pero, al mismo tiempo, el gusto de la gente había redescubierto la belleza y el
vigor de la arquitectura barroca austríaca, que, de algún modo, se identificaba con el legado
específicamente austríaco. No sé si me ha influido algún eco de esas discusiones, pero en mi
adolescencia busqué, desde luego, las encantadoras reliquias de ese estilo en los suburbios
vieneses” (Gombrich, 1979: VII-VIII).
101
“Tanto si el estado deplorable del diseño europeo había de ser achacado a una falta de gusto
discriminador, como creían Pugin y los reformistas, o a los estragos de la máquina, como pensaba
Ruskin, o bien al desequilibrio de fines y medios, como Semper sugería agudamente, la necesidad
de volver a la escuela y aprender los principios de la decoración a partir de tradiciones extranjeras
era notada casi universalmente” (Gombrich, 1979: 51).
159
Capítulo 2 Primera parte. 1908
como puede verse en Riegl), Owen Jones y Lewis F. Day. El uso de la máquina
supone un momento de inestabilización del gusto con la aparición de “imitaciones
baratas” y lo que estos críticos realizan es “uno de los primeros intentos de
caracterizar lo que en Alemania llegó a ser conocido como kitsch” (Gombrich,
1979: 36). Lo que allí se pone en juego, más allá de las posiciones específicas, es
una crítica del ornamento: “La emancipación del diseño de patrones, en un arte
independiente con pretensiones crecientes presagió el divorcio entre decoración y
adecuación funcional” (Gombrich, 1979: 59).
Por ello, la consideración de esta tradición explica, probablemente, lo
extraño de la posición de Loos en el contexto vienés. En efecto, tal como señala
Gombrich:
Loos, que había regresado a su Viena natal tras una temporada en EEUU e
Inglaterra, asumió el papel de propagandista […]. Nunca cesó de aguijonear
a sus compatriotas austríacos hablándoles de la superioridad del gusto y de
la civilización anglosajones […]. Muchas de las ideas más radicales de Loos
pueden remontarse a los reformistas ingleses, aunque raramente se refirió a
ellos por su nombre en sus pronunciamientos dogmáticos (Gombrich, 1979:
59).
Por otro lado, un dato relevante del debate victoriano es que algunos de sus
protagonistas (Wornum, Semper, Jones) tienen un rol destacado en la preparación
de uno de los fenómenos culturales emblemáticos del siglo XIX: la Exposición de
Londres de 1851: “Todo el movimiento de reforma […] dio como resultado la Gran
Exposición de 1851” (Gombrich, 1979: 36), la primera de las Exposiciones
Universales. Allí se dio a conocer el Crystal Palace, ubicado en el Hyde Park
edificio modelo de tantos otros, en el que por primera vez la construcción en hierro
y en vidrio es realizada según técnicas novedosas que lo hacían desmontable y por
lo tanto trasladable.
La Exposición de Londres de 1851 fue una de las exposiciones
emblemáticas del siglo XIX, uno de los escenarios en el que se ponen en juego las
diferentes vías de lo moderno, en el que el incipiente funcionalismo convive con las
nuevas formas ornamentales, en el que los reformistas del gusto conviven con la
aparición en Europa del japonismo: “Europa [estaba] por primera vez cara a cara
con auténticas obras maestras de las artes japonesas […] La marea art nouveau,
con sus vigorosos ingredientes japoneses, ya no sería frenada” (Gombrich, 1979:
56-58).
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Capítulo 2 Primera parte. 1908
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Escolio Primera parte. 1908
Walter Benjamin supo escuchar la voz que desde Viena se alzaba contra el
ornamento y asumió sus implicancias. Debía aún ocurrir la Gran Guerra y con ella
el despliegue del siglo XX. Es probable que Benjamin haya leído el texto de Adolf
Loos el jueves 24 de octubre de 1929,103 publicado en Frankfurter Zeitung (es
menos factible que lo haya hecho en la traducción francesa, publicada mucho
antes, en Cahiers d’Aujourd’hui en 1913), pero lo cierto que desde comienzos de
los años 30,104 hizo de Loos una de las figuras emblemáticas de la definición de la
experiencia (y la pobreza) del presente. Un anticipo de las hipótesis que Benjamin
desplegaría al respecto en “Experiencia y pobreza” [Erfahrung und Armut] (1933)
aparece ya en el ensayo que dedica a Karl Kraus (1931). Sobre el final de ese
texto se lee:
El europeo medio no ha podido vincular su vida con la técnica porque se ha
aferrado al fetiche de la existencia creativa. Hay que haber presenciado a
Loos en su lucha contra el dragón llamado “ornamento”, hay que haber oído
el esperanto estelar de las criaturas de Scheerbart o visto al Angelus Novus
de Klee, que prefiere liberar a los hombres quitándoles algo a hacerlos
felices dándoles algo; hay que haber hecho todo esto para comprender a
una humanidad que se mantiene en la destrucción (Benjamin, 1931a: 103).
162
Escolio Primera parte. 1908
106
En efecto, Benjamin hace de las imágenes que están disponibles para él (las imágenes que, por
alguna razón, captan su atención, lo fascinan) un lugar de verdad filosófica. El caso emblemático
es, por supuesto, Angelus Novus. Se trata de un tema que en última instancia remite a la noción de
imagen, o de “imagen dialéctica” que los lectores de Benjamin exploraron desde el comienzo.
Presente ya en la discusión epistolar con Adorno, cfr., al respecto, entre otros, desde el estudio
pionero de Tiedeman (1966) hasta Buck-Morss (1989), Didi-Huberman (2000) y Agamben (2005).
La voz, sin embargo, está también presente y reintroduce no sólo el problema del lenguaje sino
también la posibilidad de hacerse (el pensamiento) receptor de ondas sonoras (siempre arcaicas,
“originarias” y que nunca terminan de llegar), otra forma de la huella. Por ello, en el pasaje citado
del texto sobre Kraus, lo que Benjamin invoca es, de algún modo, la dimensión escénica (cuerpo y
voz) de las intervenciones que son su objeto de reflexión. A su vez, tal como podrá verse a
continuación, entre la mirada y la voz se define una tensión (una polaridad) de la facultad mimética,
vinculada al ornamento como “mirada de las estrellas”.
163
Escolio Primera parte. 1908
107
Por eso Paul Scheerbart se integra también a esta serie de nombres, cuya obra Glasarchitektur
(1914) funciona como correlato de este momento de transformación arquitectónica al hacer del
vidrio una clave de la experiencia humana. La posición de Scheerbart es sin embargo, compleja, en
la medida en que la crítica al funcionalismo convive con la reivindicación del cristal. Suele afirmarse
que el célebre Pabellón de Cristal de Bruno Taut (1914), un monumento de la arquitectura
expresionista, es, de algún modo, la concreción de los postulados de Scheerbart.
164
Escolio Primera parte. 1908
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Escolio Primera parte. 1908
inorgánico, cuya clave es la moda. La mujer, en ese contexto, es “la decoradora del
mundo animal, el cual a cambio deposita a sus pies su plumaje y sus pieles”
(Benjamin, [1939] 1982: 54).
Ahora bien, lo que aquí resulta relevante es que, al mismo tiempo, a lo largo
del Passagen-Werk, Benjamin realiza sucesivos desplazamientos hacia el presente
y hacia el pasado próximo, pensados también como momentos de peligro. En el
marco de esos desplazamientos hacia el pasado próximo (la pre-Guerra), uno de
los problemas que lo interpela es la situación del Jugendstil y, por lo tanto, el
debate del ornamento adquiere cada vez mayor relevancia. La noción, disponible
desde los debates vieneses, se vuelve para Benjamin una de las claves de la
experiencia (del mismo modo que, paralelamente, se vuelve una inflexión posible
de otro problema que Benjamin examina durante esos años: la facultad mimética,
para la cual el ornamento se vuelve “un modelo”).110
El influjo de los debates en torno a la “peste ornamental” vienesa está
presente en muchos momentos del Passagen-Werk: tanto en uno de los llamados
“Proyectos iniciales” (“El anillo de Saturno, o sobre la construcción en hierro”, de
1929), en los dos resúmenes homónimos --“París, capital del siglo XIX”, escritos
uno en alemán (1935) y otro en francés (1939)--, como en muchos momentos de lo
que conforma la gran masa de “Apuntes y materiales”. Una de las secciones en las
que vale la pena detenerse es la S: “Pintura, Jugendstil, novedad”.
El valor de verdad sobre el presente (o, más bien, el pasado próximo) que
encierra en Jugendstil depende del hecho de que, si bien se da en el contexto del
triunfo de la técnica y por lo tanto cierra un ciclo iniciado a comienzos del siglo, a
su vez –tal como plantea Benjamin en “El anillo de Saturno, o sobre la construcción
en hierro”-- es un “intento de renovar el arte desde el interior del tesoro de formas
de la técnica” (Benjamin, [1929] 1982: 879). Es decir, lo que interesa del Jugendstil
(en algunos casos, sobre todo en las notas tardías, Benjamin pasa del nombre
alemán al inglés: Modern Style) es que se vuelve un momento clave del siglo XX
para pensar los efectos de industrialización en las artes, en tanto límite o umbral –
es decir, gesto a la vez retro y de apertura: (ante)última manera aurática en el
proceso irrefrenable de decadencia del aura (Cfr. Benjamin, 1982: 571). Esto se
debe a que el intérieur, a cuya crisis conducen el hierro y el vidrio, encuentra en el
110
El problema será retomado al final de este Escolio.
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Capítulo 3 Primera parte. 1908
114
“El siglo XIX comenzó a incorporar sin reservas a la mujer al proceso de producción de
mercancías”, señala Benjamin (1938/1939: 185). Su lectura, que articula la poesía de Baudelaire
con algunos de los aspectos del Jugendstil, registra a su vez los modos en que al tiempo que esos
rasgos se afirman, se disputan al dominio económico: “la protesta de ‘lo moderno’ contra el
desarrollo tecnológico” (Benjamin, 1938/1939: 186).
115
“Ya Gutiérrez Girardot anotó la aplicabilidad que a la literatura modernista muestran las
reflexiones de Walter Benjamin sobre la aparición del ‘interior’ en la Francia de Luis Felipe cuando
la emergencia histórica del hombre privado. Decía Benjamin: «El ámbito en el que vive se
contrapone por primera vez, para el hombre privado, al lugar de trabajo. El hombre privado, realista
en la oficina, exige del interior que le mantenga en sus ilusiones. Para el hombre privado, el interior
representa el universo. Reúne en él la lejanía y el pasado. Su salón es una platea en el teatro del
mundo». Debiera agregarse que en ese teatro se representó la conciencia del yo del ‘privatier’, bajo
el aspecto de un espectáculo feérico que compensaba su despersonalización. En la América Latina
del modernismo, la emergencia del hombre privado es notoria pero también compleja: al tiempo que
se opone al pasado, estatuye una duplicidad nueva” (Rama, 1977: XXXVI).
116
El problema del kitsch está presente, tal como podrá verse, en más de una oportunidad en el
debate sobre el Barroco. Una de las lecturas que más enfáticamente articula kitsch y Barroco es la
de Maravall (1974). Allí, en el marco de una caracterización de la cultura del Barroco según cuatro
rasgos (“dirigida”, masiva, urbana y conservadora), se plantea el desarrollo de una “industria
cultural” (Maravall, 1974: 185) que despliega un nuevo tipo de mercancía: “el sucedáneo de la
cultura: el kitsch [cuyo] comienzo […] puede ya descubrirse en el Barroco […] La diversificación de
niveles culturales […] y con ello la aparición de la cultura vulgar y mediocre […] es un fenómeno
que hay que adelantar a las fechas de la crisis social con que se abre la modernidad” (Maravall,
1974: 182-183). Para una historia del kitsch y su relación con el ornamento, Cfr. Moles (1971),
quien identifica de un modo decidido el período aquí abordado y, específicamente, el ornamento del
Art Nouveau/Jugendstil/etc. con el kitsch y describe el modo en que el funcionalismo se define
como “antikitsch” (Moles, 1971: 147). Vale la pena destacar, en este sentido, que muchos de los
rasgos que el autor atribuye al kitsch (si bien su período de desarrollo inicial es más acotado, el
172
Capítulo 3 Primera parte. 1908
173
Capítulo 3 Primera parte. 1908
modernismos –al menos en función del problema aquí analizado– es menos una
cuestión de fuentes y epígonos que de un despliegue internacional de la
exasperación de la Forma, o, como el propio Darío señala, de la manera,118 que se
realiza, en cada caso, con inflexiones y condiciones específicas.
“El siglo XIX estaba obsesionado con el estilo precisamente porque se sabía
carente de un estilo propio”, señala Gombrich (1979: 198) en referencia a la
arquitectura y el arte. Tal como se ha planteado, cuando esa carencia (que
condujo, en arquitectura y arte, al historicismo) se encontró, hacia el final de ese
siglo, con los primeros proyectos de renovación, con nuevas necesidades y con
nuevas técnicas (el hierro, el vidrio y luego el hormigón, que inicialmente conviven
con la memoria de lo artesanal) produjo un estilo ornamental tan nuevo como viejo
(es decir, cargado de supervivencias, revivals y evocaciones) que los
representantes contemporáneos de la otra vía de renovación moderna (la
depuración, la utopía del fin del estilo y el fin de la Foma) condenaron como el peor
de los delitos.
En América Latina (en algunas de sus capitales) ese momento modernista,
si bien se produjo algunos años más tarde que en Europa, tenía el mismo signo y a
la vez otro, porque el pasado era otro.119 Pero, a su vez, los pasados de América
eran hasta tal punto divergentes que si, por ejemplo, Buenos Aires se consolida
como una de las ciudades modernas más representativas del Subcontinente, se
debe a que era una excepción.120 Es decir, si por un lado, en los espacios de
mayor y más antiguo despliegue colonial (México, Brasil, Perú, etc.), el gran
118
“En el poema ‘Ay triste del que un día’ dijo Darío con dejo melancólico: «Nada más que maneras
expresan lo distinto» entronizando ese manierismo cuya pervivencia ha pesquisado Arnold Hauser
desde el XVII hasta los simbolistas” (Rama, 1977: XLIII). Para el problema del Manierismo y la
posición de Hauser, cfr. Tercera parte.
119
Para un debate general sobre la historia de la arquitectura latinoamericana, cfr. el volumen
colectivo compilado por Roberto Segre (1975).
120
“El cambio se tornaba notorio en el vertiginoso crecimiento de las ciudades que se produjo en el
último tercio del siglo XIX […]. Entre 1875 y 1900, la población […] de Buenos Aires, que con su
progreso económico vivía el asalto inmigratorio [pasó] de 125 a 850 mil habitantes. En esta ciudad,
la mayor y más pujante con que contaba entonces América Latina, la primera expresión de la
Cosmópolis futura que veían los americanos, la ciudad de los mejores diarios (aunque también de
inexistentes editoriales) y de las ostensibles riquezas, desembarcó Rubén Darío el 13 de agosto de
1893: tenía veintiséis años […]. Tres años después ofrecía esta descripción de su segunda patria:
«Buenos Aires modernísimo, cosmopolita, enorme, en grandeza creciente, lleno de fuerzas, vicios y
virtudes, culto y polígloto, mitad trabajador, mitad muelle y sibarita, más europeo que americano,
por no decir todo europeo»” (Rama, 1977: XXIV). Para un estudio específico del período, cfr. Terán
(2000), especialmente el capítulo 1.
174
Capítulo 3 Primera parte. 1908
121
Algunas de las derivaciones específicas del problema del Barroco colonial (artístico, literario)
será analizado más adelante.
122
“En algunos países [latinoamericanos] la creciente inmigración […] originó un período muy
cosmopolita. De ahí resulta que el centro de Buenos Aires, por ejemplo, al carecer de arquitectura
colonial, es muy semejante a París o Londres” (Cetto, 1975: 181).
123
Cfr., al respecto, Martini (1966), Grementieri et al. (2005).
124
El caso del modernismo arquitectónico brasileño (uno de los hitos de la historia de la arquitectura
en todas las latitudes), en el que el funcionalismo (a partir del viaje de Le Corbusier a Río de
Janeiro en 1936) es “devorado” y reinventado según otra concepción de la línea, fundamentalmente
en la obra de Oscar Niemeyer (quien pone las nuevas herramientas al servicio de una tradición que
se origina en el Barroco minero), diseña una historia singular en el contexto latinoamericano que
reclama un análisis en otros términos. El problema será específicamente tratado en la Tercera
parte.
175
Capítulo 3 Primera parte. 1908
Ahora bien, de este desvío forma parte también otra inflexión del
historicismo: el estilo neocolonial que, en Buenos Aires, se desarrolla en torno al
Centenario como reacción al modelo francés impuesto por la Generación del 80 y
por lo tanto realiza una revalorización de la herencia hispana. Se trata de otra
forma de la profusión ornamental, decididamente ecléctica, cuya particularidad (a
diferencia, por ejemplo, del caso mexicano) es que vuelve sobre un pasado casi
inexistente. En este marco, se realizan tanto la restauración de antiguos edificios
como la construcción de nuevos: el Banco de Boston (1924) o el ex Palacio Noel
(actual Museo de Arte Hispanoamericano "Isaac Fernández Blanco”) de
1922. 125 Por supuesto, el caso argentino es cuantitativamente mucho menos
importante que el de otros países.126 En el contexto del historicismo, el neocolonial
es un modo local de recuperación específica de algunos elementos de la
arquitectura barroca (contemporánea, por ejemplo, de la vienesa), con especial
énfasis en la dimensión decorativa y, desde el punto de vista de las
categorías estilísticas, se integra a la serie de "neos" (Neo-clásico, Neo-gótico,
Neo-renacentista) y es denominado posteriormente como "Neo-barroco" (una
denominación que, sin embargo, aplicada a este momento arquitectónico, tal como
se verá más adelante, no participa con relevancia del desarrollo teórico específico
del concepto).
En ese marco, tal como propone Ángel Rama, “el modernismo [literario]
acompañó el proceso de urbanización” (Rama, 1977: XXV). Pero esa afirmación
debe leerse como definición de un estado de la imaginación artística del que
Buenos Aires participa, circunstancialmente, en diversas prácticas artísticas y que
nunca alcanzará un lugar de prestigio. Por ello, tal como podrá verse, incluso
cuando Rubén Darío participa de la pasión del ornamento, su colocación resulta
incómoda: el ornamento, ilegible desde la tradición de la depuración, parece
impedir cualquier herencia.
Naturalmente, no hay, en el caso latinoamericano, un correlato teórico (de la
magnitud, por ejemplo, del vienés) de esta situación arquitectónica y artística. Sin
125
El caso de la arquitectura religiosa merecería un desarrollo específico. En Argentina (como en
tantas otras ciudades del mundo) supone un despliegue del historicismo particularmente prolífico,
en el que conviven, entre otras recreaciones, el Neo-gótico, el Neo-clásico y, en algunos casos, el
Neo-barroco (por ejemplo, la fachada de la Basílica de San Francisco, de 1907-1911).
126
El estilo neocolonial encuentra desarrollos significativos en diversos puntos de América Latina.
Para el caso mexicano y el estilo colonial californiano: cfr. Fierro Gossman (1998), quien habla de
este estilo como "la gran corriente ornamental del siglo XX".
176
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127
Trabajo realizado sobre la base de una investigación de Viviana Usubiaga. Para la historia de la
elaboración de la obra, cfr. Spregerlburd (2011).
177
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SONATINA
La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?
128
Para una historia del Museo Nacional de Bellas Artes y la imagen del Diploma aquí comentado,
cfr. el sitio oficial del Museo: http://www.mnba.gob.ar/museo/historia.
129
“Que el champaña de oro hoy refleje en su onda/la blanca maravilla que en el gran Luovre
impera,/la emperatriz de mármol cuya mirada ahonda/el armonioso enigma que es ritmo de la
esfera;/el bello hermafrodita de cadera redonda,/y del sublime Sandro la núbil primavera;/y
sonriente, en el triunfo de su gracia hechicera,/la perla de Leonardo, la mágica Gioconda./Y el
pórtico del templo que habita el Numen sacro,/el altar donde se alce su augusto simulacro,/y en la
teoría suave canéforas hermosas./La victoria llevando su palma de oro fino,/y rompiendo la sombra
sobre el carro divino,/Apolo coronado de nubes y de rosas” (Darío, 1896: 722-723).
130
Perduración significativa, si se tiene en cuenta que, en la tradición que va, por ejemplo, de
Walter Benjamin a Peter Sloterdijk (1998), se asigna a ese tipo de edificio un valor de verdad sobre
la experiencia de lo moderno, el capitalismo y la historia de “lo humano”.
178
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179
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Si Rubén Darío es, precisamente, aquel que opera (al menos así lo ha querido, tal
como se verá en el Capítulo 5, Segunda Parte, la Generación del 27) por primera
vez en lengua española, la vuelta moderna del Barroco literario a través de
Góngora,131 es posible sostener que, en función de lo hasta aquí planteado y más
allá de las referencias explícitas que a continuación serán señaladas, la crítica no
he tenido en cuenta, al indagar el problema, que una de las claves de esa vocación
gongorina no es otra que la pasión del ornamento, cuyo monumento poético sería
la “Sonatina” y cuyo fundamento se lee en sus crónicas.132
El corpus dariano en torno a lo que habría de volverse el Barroco literario
español (fundamentalmente, un sistema de referencias) está constituido. Uno de
los ejemplos fundamentales (tomado, precisamente –tal como será desarrollado en
la Segunda parte–, por Gerardo Diego en la célebre antología gongorina de 1927)
es “Trébol”, escrito en España en junio de 1899. El diálogo entre Góngora y
Velázquez (cada uno tomando la voz en un soneto endecasílabo), así como el
soneto alejandrino final en el que el poeta se dirige a ambos, anuncia un recorrido
coherente con el modo en que el Barroco (su legibilidad) será construido: de las
artes plásticas a la literatura. El retrato que Velázquez hiciera del poeta cordobés
funciona como pretexto. Pero la gloria de Góngora es, en 1899, sólo futuro, y Darío
(en la voz de Velázquez y en la suya), anunciándola, la construye. Es el nombre de
Autor (la imagen) lo que Darío convoca y así seguirá siendo en las constantes
131
Se trata de una hipótesis extendida y casi unánimemente aceptada tanto en las lecturas del
Barroco literario español y americano como en las de Darío. Así, como ejemplo de estas últimas,
señala Ángel Rama en su trabajo sobre Darío y el modernismo: "Darío revaloriza antes que ningún
otro en la cultura hispánica […] la línea del Barroco, con la cual su arte tiene puntos de contacto
estrechos, y dentro de la cual elige los cuatro maestros que prefiere de las letras peninsulares:
Gracián, Teresa, Góngora, Quevedo" (Rama, 1970: 11). De las primeras, vale la pena citar un caso
reciente: “«Como la Galatea gongorina / me encantó la marquesa verleniana»; estos versos de
Rubén Darío registran la primera reapropiación, incipiente aún, del barroco. Cierto preciosismo
verbal y cierta verificación excesiva del mundo externo (al gongorino modo) podrían constituir, en la
poesía de Darío, el primer avatar de la legibilidad estética del barroco, pero la mezcla (y pugna) del
americanismo, galofilia e hispanismo en el poeta nicaragüense resultó en una versión del barroco
coherente con el proyecto modernista de alinear nuestra literatura con el parnasismo y el
simbolismo.” (Chiampi, 1998: 19).
132
Si bien el problema será abordado más adelante, cabe destacar que en sus publicaciones
porteñas de sus primeros meses en Buenos Aires, Darío interviene ya en la polémica arquitectónica
de un modo decidido, en “El hierro” (La Tribuna, 1893), por ejemplo. Allí no sólo la firma (el
personaje de Huysmans, Des Esseintes), sino fundamentalmente la crítica a los nuevos materiales
como emblema del utilitarismo (y la consecuente añoranza de los viejos), funcionan con claridad
como “fundamento” del ornamento como estética moderna y epigonal a la vez.
180
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181
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182
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135
El problema de la relación entre Barroco y potlach, a partir de un comentario del pensamiento de
Georges Bataille, será desarrollado en la Segunda parte.
183
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transitar, y que, puede agregarse, fue posible quizás a través de Darío), hay algo
allí que señala un plus en esa contemporaneidad: lo dicho, la pasión del
ornamento.
Y en Link aparece, por cierto, el problema del ornamento, en relación con la
“Sonatina”:
Uno de los más finos lectores de Darío, Arturo Marasso, señaló que “El
asunto de ‘Sonatina’ está en Bédier, pero no la decoración del poema que
es de extraordinaria riqueza”, y se preguntaba: “¿De dónde tomó Darío el
aparato ornamental?” Un tema viejo y tonto como pocos, y lo demás,
decoración y ornamento. Poesía sobre nada (Link, 2003, 166-167).
136
Sobre Darío cronista de la Exposición Universal de París de 1900, Cfr. Colombi (1997).
184
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137
Darío es sensible a las variaciones históricas que definen las diferentes etapas (a las que
también fue sensible Benjamin) del uso del ornamento y su relación con los nuevos materiales: “En
la [Exposición] del 89 prevalecía el hierro –que hizo escribir a Huysmans una de sus más hermosas
páginas; – en ésta [la de 1900] la ingeniería ha estado más unida con el arte” (Darío, 1901: 25).
185
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138
Continua Ramos: “La estilización, en la poética del lujo, al rechazar el valor de uso de la palabra,
queda inscrita como la forma más elevada de fetichización, donde la palabra es estricto valor de
cambio, reconociendo en la joya (mercancía inútil por excelencia) un modelo de producción. Y esto,
ya a fin de siglo, preparaba el camino para el desarrollo de un arte kitsch, definitorio de la cultura de
masas moderna” (Ramos, 1989: 116).
186
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El repertorio, como puede verse, coincide con el que Riegl y Worringer rastrean en
la historia de la ornamentación (en la que el gótico ocupa un lugar tan relevante
como el Barroco) y llega a la “fantasía decorativa del siglo XIX”, una fantasía que,
como se ha visto, tuvo dos inflexiones: el historicismo arquitectónico y, casi al
mismo tiempo, el ornamento sezesionista.
Y es precisamente la Sezession, algunas de cuyas obras Darío había visto
en la Exposición Universal de 1900, la que vuelve a cobrar aquí importancia.
Escribe Darío desde Viena en el diario La Nación (el texto luego se incorporará a
Tierras solares): “Cuando en 1900 vi en el Grand Palais la sección correspondiente
a los secesionistas vieneses, mi entusiasmo fue vivo y justo” (1904: 188). Lo
relevante es que de las corrientes ornamentales modernistas, Darío prefiere la
vienesa a la parisina: “He aquí uno cuantos adoradores de la libertad del arte,
buscadores de lo nuevo […] sin blague bulevardera”; y más adelante: “En los
artistas de la Secesión noto una sinceridad y una noble independencia […] muy
distantes de los extravagantes épateurs apurados de arribismo que abundan en la
capital francesa” (1904: 188-189). Y es Klimt, tal como fue señalado, uno de los
nombres que lo cautivan: “Klimt, sus cuadros simbólicos de factura extraordinaria y
de significación honda, como ‘El manzano de oro’, ‘La vida es un combate’, ‘La
Jurisprudencia’ y ‘La Filosofía’, que tantas discusiones causó cuando se expuso en
París en la última Exposición Universal” (1904: 190). Darío une, pues, a su
vocación ornamental previa, sus experiencias de viaje, y particularmente la vienesa
(no sólo la de Klimt, sino también la de Olbricht, cuyo edificio también lo fascina),
para formar un deseo de comunión que él, ejemplarmente, ya había trazado:
“Salgo de la Secesión encantado de encontrar un verdadero templo del Arte […]. Y
saludo el esfuerzo generoso deseando que en nuestros países de arte naciente se
junten las energías individuales de los puros, de los incontaminados, y procuren
hacer algo semejante” (1904: 190).
“Poesía sobre nada”, plantea Link. Es decir, el ornamento, funciona, desde
esta perspectiva, como forma extrema de vaciamiento (como ruina, una vez más,
de cualquier funcionalidad –en este caso del lenguaje), pero al mismo tiempo, para
vaciar temáticamente al poema es necesario poblarlo retóricamente, llevarlo hacia
la música; poblarlo, también, de imágenes. Este problema permite poner en primer
plano un tema que reaparecerá una y otra vez en el siglo XX: la relación entre
Barroco (o Neobarroco) y vacío. Si la modernidad de la depuración instaura una
187
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obsesión significante, la invención teórica del Barroco como horror vacui no deja de
arruinar esa depuración. Sin embargo, tal como podrá verse en la Tercera parte, el
Neobarroco de Severo Sarduy postulará un vacío al que se accede por otras vías.
Así, en la diferencia que Link señala entre Darío (el vacío de sentido) y las
Vanguardias históricas (un arte pletórico de sentido), puede hacerse visible
nuevamente –tal como, según Clair (1986), ocurre con la Sezession-- lo que
supone una modernidad del ornamento (una modernidad barroca): se trata de una
forma de experiencia de lo moderno que no sólo no se reconoce en las
vanguardias (en la lógica de la depuración, en la dialéctica), o al menos en esa
forma de vanguardias (cfr. Segunda parte), sino, incluso, que (precisamente en la
medida en que elude la serie de callejones sin salida que esa vanguardia supuso)
reclama otra lectura que postule no sólo otro “origen” (el Barroco), sino también
otro destino.
Es posible reconocer, en este sentido, otro destino paralelo para el
ornamento en el siglo XX (en Link es la cultura industrial –tal como se ha señalado
inicialmente, el kitsch). Se trata, como podrá verse, también de una, o varias,
“máquinas hiperformales” (Link, 2003: 168). Pero aquí son máquinas de lectura
(rastreadas, en este trabajo, en el discurso de la teoría o el pensamiento estético,
pero cuya fuerza recorre la producción artística y literaria de la época) que, con el
Barroco, trazan otro camino para el siglo. Por eso es posible apelar a la consigna
de Deleuze y Guattari (incluso allí donde la madriguera parece sólo tener una
entrada, se trata de una trampa y habrá siempre una salida lateral, cfr. Deleuze y
Guattari, 1975: 11) y sospechar, por lo tanto, que si bien “el delirio formal en el que
[la] estética [de Darío] se embarca no tiene salida” (Link, 2003: 169), puede
también buscarse allí, precisamente allí, una salida y pensar esa línea bloqueada
como una trampa tendida por la modernidad de la depuración: la salida será la
consecución de la pasión del ornamento que el Barroco, transformado en Máquina
lectora, desplegará infatigablemente generando demoras, contramarchas,
anacronismos, es decir, partiendo en dos la historia de lo moderno.
188
Capítulo 3 Primera parte. 1908
139
Se trata de un ornamento pre-barroco: “[la Catedral] no conoce la poesía gongorina; ni la fiesta
de colores de la pintura veneciana; ni los derroches del estilo plateresco, ni las extravagancias del
churrigueresco; ni la opulencia de oros y cedros que colmó los templos de México y Perú”
(Henríquez Ureña, 1908: 453).
189
Capítulo 3 Primera parte. 1908
Por cierto, en un artículo publicado muchos años después sobre la ciudad de Santo
Domingo puede encontrarse una razón para el pudor que Henríquez Ureña
propone con respecto a ese patrimonio: se trata de un caso singular en la historia
de la Conquista (“único país del Nuevo Mundo habitado por españoles durante los
quince años inmediatos al Descubrimiento, es el primero en la implantación de la
cultura europea”, Henríquez Ureña, 1936: 87) que permite, en el contexto de
recuperación de la experiencia colonial que el autor reconoce en el presente,
establecer un “origen” reivindicable: “la isla conoció días de esplendor vital durante
los cincuenta primeros años del dominio español” (1936: 88). La desgracia, sin
embargo, comenzó muy rápidamente (en 1550), pero lo incompleto, las ruinas, son
el testimonio histórico de esa experiencia excepcional en la historia americana.
Henríquez Ureña establece, por otra parte, una forma de equivalencia entre
Barroco y Gótico como períodos que habrían sufrido una misma operación
histórica: “Hubo empeño en romper con la cultura de tres siglos: para entrar en el
mundo moderno, urgía deshacer el marco medieval que nos cohibía –nuestra
época colonial es nuestra Edad Media–; pero acabamos destruyendo hasta la
porción útil de nuestra herencia. Hasta en las letras olvidamos el pasado” (1936:
86).
Por ello, si aquel breve artículo de 1908 merece ser considerado es porque
permite insistir en la relevancia de la pasión del ornamento y sus avatares
arquitectónicos en el destino conceptual del Barroco: entrado el siglo, tal como
podrá verse, Pedro Henríquez Ureña se volverá uno de los nombres clave de la
recuperación del Barroco de Indias y su “supervivencia” (Henríquez Ureña, 1940:
118) en la literatura latinoamericana de los siglos posteriores.
Y esa supervivencia, muchos años después, Henríquez Ureña la encontrará,
por ejemplo, en el modernismo y específicamente en Darío, a partir de la pregunta
por el lujo (“la opulencia verbal del barroco siglo XVII” que en el modernismo
retorna): “los modernistas desterraron blandas palabras neoclásicas […] y otras
románticas demasiado altisonantes […]; pero pusieron en juego un vocabulario
muy extenso –tal el vocabulario del lujo, nombres de piedras preciosas, metales,
190
Capítulo 3 Primera parte. 1908
191
1. Annus mirabilis
1927 es el annus mirabilis del Barroco en el siglo XX, su estallido y, con él, el
comienzo de su efectiva disponibilidad para el pensamiento estético. Ningún otro
momento del siglo, en efecto, vio un despliegue semejante del concepto, y ese
despliegue, precisamente, supuso su apertura, su ampliación: en 1927 crece el
alcance en muchas direcciones, desde diversas tradiciones y, en algunos casos,
comienza a plantearse sistemáticamente su valor de contemporaneidad. De pronto,
en el siglo XX, hay Barroco. Naturalmente, en ese despliegue conviven
temporalidades y posiciones decididamente heterogéneas en el marco de la guerra
por los sentidos del presente –un presente (la entreguerras) definido por la
experimentación (vanguardista y no vanguardista), por la pasión de la novedad, por
el horizonte revolucionario, por la recuperación económica que se prepara a asistir
a una nueva serie de crisis (no sólo económicas).
La presencia del Barroco en 1927, sin embargo, es una marca de
enrarecimiento. Si por un lado, como podrá verse en esta Segunda parte, el
despliegue del Barroco forma parte íntimamente de algunos de los debates
estéticos fundamentales de la época (es llevado a cabo por autores de gran
relevancia que, con el Barroco, intervienen decisivamente en esos debates), a la
vez, el rostro de esa época adquiere facciones más o menos extrañas,
relativamente extemporáneas (al menos con respecto a las visiones de conjunto,
arrastradas muchas veces por la lógica de las Vanguardias históricas en su versión
más simplificada) si se tienen en cuenta la temporalidad, la idea de “forma”
artística, la perspectiva con respecto al pasado y la tradición, en suma, la imagen
del arte moderno que en torno al concepto Barroco comienza a definirse, lo cual
obliga a una revisión histórica: 1927, con el Barroco, es un año arcaico.
Con respecto a la historia del concepto de Barroco, el primer rasgo de 1927
es la concreción de un desplazamiento que en 1908 estaba latente: concebido por
las artes plásticas, el Barroco, en estos años, encuentra su momento filológico. Se
trata de un desplazamiento irremediable: la serie de desestabilizaciones
conceptuales a las que la Historia del arte había abierto la puerta no podían sino
conducir (teniendo en cuenta, para comenzar, el enigma etimológico originario) a
193
Introducción Segunda parte. 1927
140
Ese desplazamiento, tal como fue señalado, es propuesto inicialmente por Wölfflin (1888). Sin
embargo, recién en 1914, comienza lentamente a desplegarse: “La investigación a través de un
gran número de escritos sobre el marinismo, el gongorismo, el culteranismo, la preciosité, y el
Schwulst alemán, no ha logrado localizar sino uno o dos pasajes donde realmente se calificase a
una obra literaria o a un movimiento como barroco antes de 1914, aunque se haya discutido sobre
el arte barroco como fenómeno paralelo y con ese nombre” (Wellek, 1963: 64).
141
Un antecedente es, en este punto, la perspectiva de Hatzfeld, que (con otros objetivos y otro
recorte) señala la importancia de esta fecha: “el Barroco, como supuesto fenómeno artístico
español y de la contrarreforma, fascinó en este punto a los tratadistas literarios. Se hace ello
194
Introducción Segunda parte. 1927
195
Introducción Segunda parte. 1927
oro (1929), Hellmuth Petriconi sobre Góngora y Rubén Darío (1927), Karl Vossler
sobre Lope de Vega (1932). También la literatura francesa (cuya inscripción en el
Barroco fue y seguiría siendo más problemática) fue leída por los filólogos
alemanes en esa clave. En el caso de la italiana, Vossler (1930) no habla de
Barroco, sino de “período de decadencia” iniciado por el marinismo.
En el contexto español, la luego llamada Generación del 27 celebra el tercer
centenario de la muerte de Góngora. Tal como podrá verse en el capítulo 5,
además de los diversos actos e intervenciones, la cantidad de publicaciones
realizadas durante ese año es notable: Dámaso Alonso, por ejemplo, publica tan
solo en 1927, una veintena de textos fundamentales, la gran mayoría sobre
Góngora y uno de ellos, “Góngora y la literatura contemporánea”, específicamente
consagrado al problema aquí analizado; Dámaso es secundado en cantidad por
Gerardo Diego, autor también de una célebre Antología (1927); Federico García
Lorca, además de su esbozo de continuación de las Soledades gongorinas
(“Soledad insegura”), pronuncia en 1927 su conferencia “La imagen poética de Don
Luis de Góngora”. También Rafael Alberti, en 1927, escribe su continuación de las
Soledades (“Soledad tercera”). En el marco de la celebración, se proyecta la
edición de las obras de Góngora, de las que se llega a publicar sólo algunos
volúmenes (a cargo de Dámaso y de José María de Cossío). En España se
consolida, de ese modo, una “voluntad de Barroco” que ya, por un lado, José
Ortega y Gasset, desde mediados de la década de 1910 y, por otro, Eugenio d’Ors,
desde 1908, habían esbozado. Ortega, a su vez, en 1927, publica su texto
gongorino y d’Ors, en 1928, Las ideas y las formas y en 1935, en francés, uno de
los libros claves de la escena: Lo barroco, la primera postulación radical de un
Barroco “anacrónico”. Pero para la consolidación de ese nuevo horizonte de
inscripción de Góngora será fundamental la presencia de América Latina: desde
Rubén Darío (uno de los iniciadores, desde fines del siglo XIX) hasta Alfonso
Reyes (que desde la década de 1910 inaugura una nueva etapa de estudios sobre
Góngora) y sus Cuestiones gongorinas (1927). Los ecos gongorinos llegan a
diversas latitudes, sobre todo en América Latina –en el caso argentino:143 la revista
Martín Fierro publica en 1927 su número especial dedicado a Góngora (incluye
intervenciones de Jorge Luis Borges, Ricardo E. Molinari, Pedro Henríquez Ureña,
143
Para otros casos latinoamericanos, especialmente el mexicano, cfr. Reyes (1929).
196
Introducción Segunda parte. 1927
Arturo Marasso y Roberto Godel), Marasso publica Don Luis de Góngora (1927),
Borges escribe, en torno a esas fechas, sus textos sobre poetas españoles del
siglo de oro. El número único de la revista Libra (1929) incluye páginas sobre
Góngora y la celebración, entre las que se destacan las de Alfonso Reyes –que se
completan con la lista elaborada en “Góngora y América” (1929)–, donde había
comenzado a construir la historia de esa relación entre el poeta cordobés y
América.
Según Wellek, luego de Alemania, “Italia fue el próximo país en ceder ante
la invasión” (1963: 69): Mario Praz publica en 1925 Secentismo e Marinismo in
Inghilterra. Junto con el renovado interés por la poesía de Giambattista Marino, a
comienzos de los años 30, Ungaretti comienza a traducir, por primera vez al
italiano, a Góngora (Da Góngora e da Mallarmé será publicado en 1948). En 1925,
Benedetto Croce publica en alemán su primer texto sobre el Barroco y luego, en
1929, su Storia dell’età barocca in Italia. Pensiero – Poesia e letteratura – Vita
morale (tal como aclara Croce en al “Avvertenza”, las diferentes partes del libro
fueron publicadas previamente en la revista Critica, durante 1924 y 1925). El caso
de Croce merece un comentario específico, pues con él “se hizo presente […] el
resentimiento de la tradición clasicista y romántico-risorgimentale […] dispuesto de
una forma natural, por cuestiones de gusto o cuestiones cívicas, a la
desvalorización radical del Barroco” (Acenschi, 1945: 31). En Croce, en efecto, el
Barroco es una “variedad de lo feo” [varietà del brutto] y su trabajo se presenta
como efectiva reacción ante el cambio de valoración.144 Como podrá verse en el
capítulo 4, Eugenio d’Ors particpa, de algún modo, de la misma “pasión” que Croce
(para quien el Barroco es sinónimo de excitación, curiosidad, incluso placer), es
decir, ve en el Barroco los mismo peligros, pero se deja llevar, al menos
circunstancialmente, por ellos. La perspectiva de Croce, a su vez, no está aislada:
es compartida por Pfandl (1929), Vossler (1930), Américo Castro (1935) e incluso
por Marcel Bataillon (1937).
En contextos más reticentes a la incorporación del concepto, sin embargo,
en 1927, se producen intervenciones significativas. En Inglaterra, Sacheverell
Sitwell desarrolla su serie que incluye, entre otros títulos, Southern Baroque Art
144
“Representa, por tanto, esta Storia una consciente reacción a toda aquella parte de la más
reciente crítica e historiografía artístico-literaria, que se vanagloria de haber conferido carácter
positivo al concepto de barroco, durante largo tiempo, y aún en Jacob Burkhardt, tratado como
negativo” (Croce, 1929: 491).
197
Introducción Segunda parte. 1927
(1924), German Baroque Art (1927), Spanish Baroque Art with Buildings in
Portugal, Mexico and other Colonies (1931) y German Baroque Sculpture (1938).
En Francia, el franco-español Jean Cassou publica su “Apologie de l’art baroque”
(1927) y Émile Mâle Art religieux après le Concile de Trente (1932).
Y aún, en 1928, se publica la que será (pese a haber permanecido
“secuestrada” de muchas bibliografías especializadas aún en las décadas de 1960
y 1970) una de las intervenciones más significativas del siglo: Origen del drama
barroco alemán de Walter Benjamin, rechazada como tesis de Habilitación en
1925. A su vez, una de las figuras centrales de la literatura austríaca, Hugo von
Hofmannsthal, además de ser uno de los pocos en manifestar interés por el trabajo
de Benjamin, continúa desarrollando su vocación barroca y publica en 1927 su
obra La torre, versión de La vida es sueño, celebrada por Benjamin como última
inflexión del Trauerspiel. Pero Hofmannsthal no es un caso aislado: tal como fue
señalado, en Viena (donde la vocación barroca de 1908 continúa su despliegue) se
inaugura, también en 1927, el Barockmuseum del Belvedere. Tres años después,
Hans Sedlmayr publica Österreichische Barockarchitektur.
Uno de los protagonistas de esta escena, Eugenio d’Ors, aún inscripto en
esa situación histórica, da en 1935 su versión (su lista, en la que por cierto está el
propio d’Ors incluido) de este fenómeno. Vale la pena, por lo tanto, citar in extenso:
Como en la mayoría de los problemas del arte y de la historia de la cultura,
el genio de Burckhardt entrevió, hace más de cincuenta años, algunos de
los aspectos ulteriores de la cuestión. La fecunda enseñanza de Woelfflin,
aunque no llegase a fórmulas teóricas precisas, contribuyó mucho
posteriormente a ampliar el cuadro donde había permanecido encerrada la
misma. El estudio concreto de los monumentos romanos debidos a Della
Porta, a los Borromini, al Bernini, despertó la atención general sobre ciertas
características del estilo. Otras aportaciones monográficas vinieron pronto a
aumentar tal interés, volviéndose imposible no divisar, por lo menos, al
resplandor de algunos relámpagos críticos fugaces, el fondo común que
presentan ciertos fenómenos estéticos, muy corrientes en los tiempos
últimos: apoteosis de la pintura del Greco –resurrección de Magnasco-,
rehabilitación, más o menos tocada de snobismo, de ciertos maestros
venecianos de segunda zona –vindicación de Luca Giordano-, entusiasmos
bisoños por Solimena. Y las estaciones estivales y elegantes de Salzburgo.
Y en Francia, los análisis del caso de los Le Nain y de su confusión con los
Bassano. Nos aplicamos también, al presente, a reconocer las derivaciones
paladinas en la arquitectura inglesa. Un Barockmuseum especial es fundado
en Viena. En Portugal se descubre un estilo dicho “manuelino”, mientras que
en toda América, en el Perú, en la Argentina, en Méjico, en California
especialmente, vuélvese a las inspiraciones de un “estilo colonial”.
Weisbach, por su lado, hace objeto al Barroco de importantes trabajos.
Woerringer descubre parentescos imprevistos entre dos manifestaciones
históricas tenidas hasta entonces por inconciliables, entre el Gótico y el
198
Introducción Segunda parte. 1927
3. Las condiciones
Como puede verse, en torno a 1927 se conforma un vastísimo corpus barroco. Si
bien el rumor del retorno, tal como fue desarrollado en la Primera parte de este
trabajo, recorre Europa y América desde fines del siglo XIX, a mediados de los
años ’20, en efecto, ese rumor adquiere otras dimensiones y se vuelve un
problema de valor general para la reflexión estética. Diversas tradiciones y
199
Introducción Segunda parte. 1927
discursos confluyen allí, no sólo los estudios artísticos, sino también, los
“culturales” y, sobre todo, filológicos: 1927 es, tal como fue señalado, el año
emblemático del “giro filológico” en los estudios del Barroco. Esto no significa,
naturalmente, que la Historia del arte y la arquitectura no siga desarrollándose, ni
tampoco que teorías de inscripción menos específica no ocupen un lugar relevante
(d’Ors, por ejemplo, partiendo de los estudios artísticos opera en un terreno
definido como “ciencia de la cultura” o “morfología de la cultura”).
La primera pregunta que podría plantearse es cuáles fueron las causas o las
condiciones de este nuevo retorno del Barroco o, más específicamente, a qué se
debe su concentración hacia mediados de la década de 1920. Determinar, en este
sentido, una causa única para explicar la irrupción del Barroco hacia 1927 (ya sea
histórica, ya sea específicamente estética) supondría reducir un fenómeno signado
por la multiplicidad de manifestaciones y al mismo tiempo negar su realidad
histórica. Por ello, la proliferación del Barroco que se registra hacia 1927 debería
ser interrogada no tanto a partir de la determinación de condiciones que la habrían
hecho posible, sino más bien como parte de una situación (estética, cultural) de la
que el Barroco participa.145
La situación estética de 1927 está definida, en términos generales, por el
horizonte de las Vanguardias históricas. El Barroco participa de esa situación,
enrareciéndola, o, al menos, haciendo de esa experiencia un fenómeno cargado de
supervivencias, demoras y dimensiones arcaicas. En las tres zonas fundamentales
de esta Segunda parte (Eugenio d’Ors, la Generación del 27, Walter Benjamin) la
experiencia de las Vanguardias es, en mayor o menor medida, integrada a la
discusión: el Barroco es allí, una forma arcaica de novedad; el Barroco funciona
como pasado de ruptura. Pero en todos los casos, y por diversas razones, hay una
distancia con respecto al furor vanguardista –se establece no sólo una sospecha,
sino también otra idea del tiempo del arte. En Benjamin, se pone en juego una idea
recibida de que el Barroco sería, de algún modo, reclamado por el Expresionismo
alemán (1927 es, por ejemplo, el año de aparición de Metrópolis, de Fritz Lang) y
por esos años, Benjamin comienza a interesarse por el Surrealismo (en 1928, año
145
Ya en 1927 comienzan a plantearse hipótesis de periodización del Barroco en el siglo (cada uno
de los autores citados define, a su modo, un estado de la cuestión). Es decir, el Barroco,
lentamente, comienza a conformarse como tradición en términos de campo específico de estudio.
Las visiones de conjunto antes citadas, sin embargo, al segmentar esa tradición según disciplinas,
lenguas y objetos de estudio, no se proponen establecer hipótesis que den cuenta de sus
articulaciones con los debates estéticos del presente.
200
Introducción Segunda parte. 1927
146
Más allá de los hechos históricos concretos que habilitan esa idea (para una visión de conjunto y
específicamente, para la idea de “conciencia de crisis”, cfr. Maravall, 1975), debe subrayarse que
conceptos como “crisis” y “decadencia” son, aún en 1927, parte del léxico habitual en las diversas
201
Introducción Segunda parte. 1927
obras que, si bien adquieren un sentido más o menos unitario con el nombre de
“Barroco” recién en el siglo XX y se vuelven por lo tanto visibles, ya existían, ya
estaban ahí.
La pregunta, en este punto, es qué de ellas se vuelve recuperable, qué de
ese conjunto de obras habla del presente. Las respuestas no pueden no ser
específicas: cada autor define su Barroco. De todos modos, sería equivocado no
señalar –como rasgo general– que ese repertorio de obras (objeto, vale la pena
insistir, de invención o al menos de recorte y jerarquización) funcionó como arsenal
de desestabilización: crisis de la armonía, del “orden”, de la funcionalidad;
movimiento, ornamento, opacidad… Si se acepta la polaridad establecida desde
fines del siglo XIX, 1927, desde la perspectiva del Barroco, es un año anti-clásico.
Sin embargo, como podrá verse, estas variables no deben conducir a inscribir con
naturalidad estas teorías del Barroco en la lógica de la transgresión –al menos no
sin precauciones. Aún cuando en algunos casos sea posible (ejemplarmente, en
Eugenio d’Ors), el Barroco, tal como podrá verse, parece sustraerse a esa
dialéctica.
Un caso que será objeto de estudio en esta Segunda parte permite ilustrar la
lógica con la que 1927 incorpora ese arsenal: Don Luis de Góngora. Góngora, en
1927, se vuelve el nombre clave. ¿Por qué Góngora? Eugenio d’Ors (uno de los
protagonistas de esta escena), en esa dirección, plantea, (además de las otras
formas de recuperación de artistas antes citada), por ejemplo, una pregunta aún
más interesante: ¿por qué sólo Góngora?: “La verdad es que tanto para Góngora y
tan poco, tan poco para Gracián, no hay manera de encontrarlo justo” (d’Ors, 1927:
85). Más allá de la disputa específica de la que d’Ors, en ese momento, participa
(cuestión que será evaluada específicamente en esta Segunda parte), un
señalamiento como ése permite dar cuenta no sólo de la distancia entre d’Ors y la
Generación del 27 (d’Ors es uno de los que rechaza la invitación a integrarse a la
celebración del centenario), sino, sobre todo, del hecho de que rápidamente (si
bien el rechazo, el “secuestro” está aún presente y seguiría siendo así por mucho
tiempo) Góngora se vuelve un lugar común de la vindicación del Barroco.147 Pero,
perspectivas sobre el Barroco, incluso en perspectivas antagónicas como las de Croce (1929) y
Benjamin (1928).
147
No ocurría lo mismo en 1908, fecha del primer fragmento de Lo barroco. Escribía d’Ors en ese
momento, como signo de la vuelta del Barroco: “¿No se ocupan algunos poetas amigos en
202
Introducción Segunda parte. 1927
entonces, ¿por qué Góngora? No puede esgrimirse como argumento exclusivo (se
trataría sin dudas de una reducción) la casualidad de la efeméride; hay algo en la
letra del cordobés que permite transformarlo en emblema: Góngora, el más barroco
de los barrocos. Naturalmente, una idea semejante presupondría una formulación
crítica previa (una determinada idea de lo barroco) que lleve a hacer de Góngora el
ejemplo fundamental. Pero lo cierto es que tampoco es ése el caso. Góngora y el
Barroco nacen, para algunos de los protagonistas de esta escena (no para otros,
como Benjamin, que parece ignorar la existencia del poeta cordobés), juntos. Así
un barroco comienza a ser delimitado, reinventado, o incluso, inventado, por lo
tanto, por una zona del pensamiento estético y lo hace coincidir con una necesidad
estrictamente actual: el lenguaje y sus límites. Si en 1927 hay crisis, el Barroco la
realiza como experiencia del límite (o de un umbral de transformación). En este
sentido, si Góngora es el nombre de Autor que un determinado siglo XX (el siglo
XX de la experimentación radical, el siglo XX de la problematización de la idea de
“arte”, el siglo XX de la crisis) reclama es porque en Góngora es posible inventar
un precursor del límite.
203
Introducción Segunda parte. 1927
formal, conceptual– disponible que funciona no sólo como objeto, sino también
como término de comparación, como horizonte o como invención de un “origen”,
siempre en relación más o menos directa con el presente.
Es esa zona (esa situación específica, esa episteme) la que en esta
Segunda parte será objeto de estudio. Por lo tanto, el tipo de indagación que estas
fuentes reclaman es antes intensivo que extensivo, pues son algunos de esos
nombres los que, en un marco general de proliferación del concepto de Barroco,
llevan esa inquietud hacia el presente y afirman, no sin vacilaciones, rectificaciones
e incluso dudas, la posibilidad de pensar la producción artística del presente como
barroca.
Esa zona, a su vez, es un espacio privilegiado para el estudio de la
conformación del Barroco como Máquina de lectura. Si bien (como en el resto de
las escenas) cualquiera de los nombres que, hacia 1927, participan de la irrupción
barroca podrían, en ese sentido, funcionar como documento epistémico válido, en
función de los objetivos y de la restricción aquí impuesta, es en los postulados que
llevan el Barroco hacia el presente donde se vuelve en mayor medida visible el
nivel de problematicidad con respecto a la lectura que el Barroco produce o del que
participa. Es en el forzamiento del concepto donde la teoría se “independiza” de las
obras y se dispone a proliferar.
1927: Eugenio d’Ors, José Ortega y Gasset, Dámaso Alonso, Gerardo Diego
y Walter Benjamin son los protagonistas de esta escena teórica. A ellos se suman,
como personajes secundarios, Georges Bataille, Federico García Lorca, Hugo von
Hofmannsthal, Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges. En torno a estos nombres, en la
zona común que la articulación de sus obras permite definir, se construye una
escena organizada en torno a la contemporaneidad del Barroco.
Lo que en esta Segunda parte se intenta demostrar es, en primer lugar, que
en torno a estos nombres se consolida un Barroco-Máquina de lectura que,
operando al mismo tiempo sobre el pasado y sobre el presente, se orienta a
redefinir la idea de lo moderno. En segundo lugar, el énfasis que estos autores dan
al Barroco como idea (Benjamin), eón (d’Ors) o límite (Alonso) supone (si bien en
diferentes grados y, en algunos casos, no sin vacilaciones) la afirmación de un
Barroco que toma distancia con respecto a los autores y las obras que le darían
existencia; esa distancia funciona como resto (que arruina, en términos de
204
Introducción Segunda parte. 1927
205
Introducción Segunda parte. 1927
206
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
1. Introducción. La Pasión
La
“Tras-Guerra” será una recaída en el “Fin-de-
Siglo”. Como el “Fin-de-Siglo” lo fue en la
“Contra-Reforma”.
Eugenio d’Ors. Lo barroco (1935)
207
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
149
Voces que llegan como canto de seducción. Continúa d’Ors, en el pasaje recién citado: “Con el
tiempo, no obstante, espero alcanzar el poder de copiar la inteligente y voluptuosa lección de
Ulises. Y que no me será ya necesario taparme con cera los oídos, como el vulgo de los remeros. Y
que me bastará amarrarme sólidamente al mástil y, el oído libre, la curiosidad desvelada,
complacerme sin riesgo allí en el canto de las sirenas” (1935: 24). ¿La inteligente y voluptuosa
lección de Ulises? ¿Cuál es esa lección? Si, de las posibles lecturas de esa lección, se tiene en
cuenta la de Adorno y Horkheimer (1947), se hace visible el modo en que, más allá de las
complejidades que el problema tiene en d’Ors (como podrá verse más adelante), el autor se coloca
en el corazón de la dialéctica de la Aufklärung y, específicamente, inscribe su posición teórica en la
tradición del “trabajo racional” propio del héroe homérico y, por lo tanto, adopta en relación con el
barroco (transformado, por cierto, en máxima representación de la seducción) el lugar del burgués
al que sólo le es dada, en relación con el arte, la contemplación desinteresada. Ahora bien, tal como
propone Daniel Link, “no es el dominio (el poder) el tema que el fragmento homérico problematiza,
sino ‘la seducción de lo irrevocable’ (la potencia) y los medios para sustraerse de ella. La Dialéctica
(y aquí dialéctica significa tanto el título como el método) analiza un dispositivo fatal de seducción y
encantamiento, sostenido en figuras o fantasmas (monstruos inclasificables o descalsificados) que
208
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
1935: 17), lo llevan a hacer del Barroco una obsesión malgré lui, pero siempre en
nombre de una cura. En este sentido, tal como ocurre en la escena de 1908, en la
que la verdad sobre el valor del ornamento se hace visible sobre todo desde el
rechazo (Adolf Loos), en 1927 esa lógica se radicaliza: en aquel que, en nombre de
la Razón, es capaz de ver los peligros del desenfreno, los alcances de la Pasión
barroca se corporizan con mayor dramatismo. Es decir, sólo aquel que mira desde
el límite puede asumir los efectos de sacar al Barroco de su secuestro originario. Y
mirar, en d’Ors, supone, desplegar un juego de luz y oscuridad. Tal como señala
Pablo d’Ors Führer:
No deja de ser sorprendente e irónico que aquel que proclamaba la
serenidad y el clasicismo sienta en sus adentros esa impronta barroca que
siempre es tendencia a la desmesura. En el fondo, la voluntad de ser
clásico en Eugenio d’Ors responde al exceso de barroquismo del que está
enfermo y quiere sanar; desea curarse con una ascesis que aquiete las
pasiones y refuerce la inteligencia. Curarse para alejarse del
desbordamiento vitalista o instintivo que comporta todo lo barroco. Esta
dialéctica entre lo clásico y lo barroco, dialéctica antes vital que intelectual
en Xènius [seudónimo de d’Ors], explica la tragedia de su ministerio de la
palabra escrita y de su voluptuosa servidumbre del lenguaje. En este
servicio, lo normativo tiene primacía sobre lo instintivo, ocupando la idea de
oren la cima de su pensamiento (2000: 103).
209
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
2. La Categoría. Sustantividad
Un segundo elemento clave en la obra de d’Ors es que esa Pasión se vuelca,
antes que nada, a la Categoría. La novedad más relevante que se introduce con
d’Ors es un cambio de énfasis: su libro se presenta como “la aventura de un
hombre lentamente enamorado de una Categoría” (1935: 17). Esto significa que los
objetos llamados “barrocos” pasan, irremediablemente, a un segundo plano. El
interés del debate del Barroco, a partir de allí (al menos en algunas de las líneas
teóricas que aquí se estudian) es antes por la serie que por las obras y, en
consecuencia, el sentido se deduce del recorrido y del procedimiento que hace que
el objeto (uno más) pueda ser incorporado a esa serie.
Dentro de esta escena de 1927, esto no se produce, por ejemplo, en el caso
de la generación del 27. Allí, como a continuación se verá, hay un nombre que
funciona de un modo similar, pero se trata de un nombre de autor: Luis de
Góngora. El Barroco, como noción, aparece en Dámaso Alonso (además de
“barroquismo”), pero el énfasis no está puesto allí. Walter Benjamin, por otras
razones, estará más cerca de la posición de d’Ors.
Dado que en d’Ors, entonces, el objeto de indagación es la Categoría, lo
que a partir de ese momento se registra es un pasaje teórico en los estudios del
Barroco, en la medida en que, como campo de saber, se vuelve más incierto,
inestable. La fuerza del Barroco se hace poética (musical), como encantamiento
sirenaico generado por el sonido de la palabra (antes, incluso, que el –medio–
mundo incierto que designa) y cuya razón es el crecimiento, la proyección. Con
respecto al espacio disciplinar, el Barroco se vuelve más ambiguo: la resonancia es
siempre artística, y en segundo término literaria; pero también son convocadas la
filosofía o la biología, hasta llegar a espacios de indagación como el estudio de las
“aventuras de la sensibilidad general”, la “mitología barroca del mundo” (1935: 53),
en el marco de lo que d’Ors denomina “morfología de la cultura”. Sin embargo, lo
que ocupa el lugar fundamental es la Palabra: “conviene no perder de vista […] que
las […] palabras -¡las palabras sobre todo!- vale la pena discutirlas” (1935: 90).
¿Qué es entonces, en d’Ors, lo barroco? Antes de tratar el centro de su
teoría (la idea de eón) es necesario señalar el sistema de oposiciones que d’Ors
define y a partir del cual avanza, gradualmente, hacia la caracterización de lo
barroco.
210
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
Antonino González (2010), en una de las últimas y más completas obras dedicadas
al pensamiento del autor catalán, se detiene en lo que, desde su punto de vista, ha
sido un equívoco habitual en la lectura del problema de lo barroco en d’Ors, un
equívoco, por cierto, fomentado por el propio d’Ors en tanto Lo barroco, si no se
tienen en cuenta otras zonas anteriores y posteriores de su obra, por momentos,
211
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
No forma parte de los objetivos de este trabajo resolver esta contradicción. Sin
embargo, tal como podrá verse, en la desestabilización que Lo barroco produce en
la obra de d’Ors es posible determinar algunas de las claves del efecto que el
Barroco produce en el pensamiento estético de la escena teórica de 1927.
Al hacer del Barroco una pasión por la Categoría, d’Ors desestabiliza
también el espacio de discusión. Los márgenes del Barroco crecen y, al mismo
tiempo, se restringen, pero –miradas desde el punto de vista de d’Ors– las
disciplinas que, hasta el momento, se habían ocupado del Barroco pierden la
posibilidad de reconocer su dominio. Aparece, cada vez, un resto epistemológico
que hace que el problema pertenezca, siempre, a otro (otra disciplina, otra
tradición, otra lengua) e ingrese, por lo tanto, en una lógica de desplazamientos
sucesivos e ilimitados. El efecto, de larga duración, es una imposibilidad de
totalizar el problema del Barroco.
Como puede verse, d’Ors es quien auténticamente hace de la enálage un
verdadero fundamento en el desplazamiento (necesario dado que el objeto de
interés es la Categoría) de un tipo de artículo definido a otro. Hasta d’Ors no hay,
en realidad, efectivo pasaje del adjetivo al nombre (cfr. Estado de la cuestión), en
la medida en que es d’Ors quien asume completamente las implicancias de ese
deslizamiento, que ya estaba en el aire. Escribe d’Ors:
Ya el simple hecho de la sustantividad con que en el prospecto de la
Década de Pontigny el asunto era anunciado [cfr. la sección siguiente de
este capítulo], parecía indicar la disposición a no encerrar éste dentro de la
concepción adjetiva habitual, a no limitarlo a lo contingente, circunstancial y
cronológico. No se trataba ya, según semejante indicación temática, de
discutir acerca de obras barrocas, ni el arte barroco, ni siquiera, como en el
enunciado de Croce, de una Edad barroca. Se trataba de un examen
genérico del problema, de buscar la definición esencial de lo Barroco a
través de la pluralidad específica de sus manifestaciones históricas y locales
(1935: 69).
212
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
del arte, el pasaje aún no se había producido, dado que allí estaba presupuesto un
nombre (elidido) que fue, inicialmente, el arte (o un determinado arte), el estilo y
luego la época. Cuado d’Ors, en cambio, postula lo barroco, irrumpe una Unidad
que, paulatinamente, se vuelve disponible, reconocible como entidad autónoma, al
mismo tiempo abierta a la dispersión (epocal, geográfica) y cerrada en su
mismidad (inicialmente formal). Es decir, dado que la palabra barroco es
“originalmente” adjetivo, pero se vuelve luego neutra entre el adjetivo y el nombre,
d’Ors necesita del cambio de artículo para realizar la enálage y, de ese modo,
otorgar al Barroco no sólo la entidad de nombre, sino, sobre todo, la dignidad de la
Idea. 150 Pero la enálage así constituida (otra opción de sustantivación como
“Barroquismo”, de uso relativamente frecuente en la época, tuvo un éxito mucho
menor), tiene la particularidad de conservar la marca del pasaje (la marca del
“origen”) y, por lo tanto, al tiempo que eleva la palabra a Idea, a Categoría (lo
barroco como Uno), sostiene, como resto adjetivo, la posibilidad de la dispersión (lo
barroco como múltiple). Los objetos no serán, entonces, realizaciones particulares
de la Idea, sino más bien un señalamiento del perpetuo deslizamiento hacia su
imposibilidad, hacia su irremediable incompletud.
213
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
efecto, el 6 de agosto de 1931 es una de las fechas clave de esta escena teórica y
de la historia del Barroco en general, al punto de que, junto al 16 de diciembre de
1927, puede considerarse uno de los momentos de fundación. Ese día comienza
una de las célebres décades (así llamadas dada la duración de diez días) de
Pontigny (organizada, como ocurrió entre 1910 y 1939, por Paul Desjardins)
consagrada, en esa oportunidad, al Barroco.151 La intervención más significativa de
las pronunciadas durante esas jornadas fue, probablemente, la que estuvo a cargo
de d’Ors y, según el relato que el autor catalán realiza, puede considerarse,
efectivamente, un momento inaugural, una fecha de pasaje, en la medida en que,
más allá de que a lo largo del siglo seguirá habiendo detractores de esta posición,
el Barroco se vuelve lo barroco y se desliga definitivamente de una época (el siglo
XVII) o una serie de obras o autores de ese período para transformarse en otra
cosa. Tal como d’Ors señala en el libro (cuya primera edición es francesa, en la
editorial Gallimard, con traducción de Agathe Rouar-Valéry) resulta necesario, en
1931, redefinir la temporalidad del Barroco y los alcances de su significado. d’Ors
se entrega, a partir de de su intervención, a la tarea de ganar adeptos para la
causa que nace, tarea pensada como ejercicio de conversión (“lo que algunos
llamaron la conversión del profesor Walter Friedlander hacia la mitad de nuestras
reuniones”, 1935: 72) o como contagio de “fiebre barroca” (1935: 43) de aquellos
que pretendían, aún, sostener su restricción a determinados dominios (artísticos,
temporales, regionales):
la resistencia opuesta en la abadía de Pontigny a la consideración del
Barroco como ‘constante’ no fue, a pesar de todo, muy decidida […] Pronto
esta posición fue abandonada […] Todos salimos ganando con ese
abandono […] La buena causa estaba ya ganada (1935: 72-73).
151
Sur “le baroque” et sur l’irréductible diversité du goût, suivant les peuples et suivant les époques,
desarrollada entre el 6 y el 16 de agosto. Para una información detallada sobre las Décades de
Pontigny y su continuación en los Coloquios de Cerisy-la-Salle, cfr. http://www.ccic-
cerisy.asso.fr/colloques2.html [Última consulta: noviembre de 2009]. Por cierto, tal como hace
constar d’Ors, “una infidelidad, demasiado forzada para que pudiese no parecer tendenciosa, hizo
que más tarde, ignoramos por obra y con responsabilidad de quién, apareciese en las reseñas
publicadas por el Bulletin de l’Union pour la Verité –título, en la coyuntura, algo paradójico-, órgano
de los Entretiens, modificado el título del que discutió lo Barroco. En vez de los enunciados, que
arriba se resumen [“Filosofía del Barroco”, “Historia natural”, “Geografía”], aparecía este, único: “Du
Baroque et de l’eternelle resistence de l’esprit français au Baroque”, título por nadie conocido al
empezar la reunión y que, al terminar esta, resultaba en contradicción, casi ridícula, con sus
conclusiones” (1935: 69-70).
214
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
215
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
152
Gótico, romanticismo, impresionismo son estilos históricos que en d’Ors forman parte del eón
barroco.
216
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
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Capítulo 4 Segunda parte. 1927
Eugenio d’Ors vuelve sobre el problema del eón en una obra publicada
póstumamente, La ciencia de la cultura (1964). Allí, además de agregar algunos
matices y reformulaciones, el eón es integrado a una dimensión no sólo biográfica
(un eón es “una idea que tiene una biografía”), sino también escénica del
pensamiento y por lo tanto resulta de vital importancia para el presente trabajo, por
lo cual vale la pena citar in extenso:
He adoptado, desde hace algunos años […] una palabra antigua y olvidada,
tomada del léxico filosófico de los alejandrinos y ya un día aplicada dentro
de él a la designación de elementos que reunían, en la mente de quienes
empleaban tal término, notas parecidas a las que nosotros empezábamos a
atribuir a las constantes históricas. He adoptado la palabra eón. Harto difícil
resultaría hoy dar una definición exacta y completa del sentido en que fue
empleada un día. Algo, no mucho quizá, podría iluminar la cuestión, el
hecho de que, en otras disciplinas científicas, la física por ejemplo, se haya
creído también útil resucitarlo. Con cierta generalidad cabe decir que, dentro
del vocabulario de los alejandrinos un eón –sin necesidad de ceñirlo
necesariamente, a una alusión de “ciclos” o periodos regulares– significa
una categoría de pureza ideal, susceptible, empero, de manifestarse a
través de la sucesión; quiero decir, de manifestarse en el tiempo, aunque la
condicionalidad del tiempo fuese ajena a su ciencia. Así –y la aplicación es
para nosotros muy esclarecedora--, los alejandrinos cristianos decían que el
Cristo es un eón. Y lo decían porque el Cristo, por ser Dios, participa de la
eternidad de Dios; a pesar de lo cual, tuvo igualmente una existencia
temporal, histórica, capaz de narrarse en una biografía, la biografía que se
contiene en los Evangelios. Un eón, si se quiere, es una idea que tiene una
biografía. Nada, pues, mejor que esa denominación para designar las
constantes históricas a que nos referimos continuamente, esas especies,
esos tipos –luego llegaremos a precisar, en el curso de estas explicaciones,
de hoy, a precisar, con sentido íntegramente técnico también, la diferencia
entre “tipos”, arquetipos” y “ectipos”– que forman el elemento estable
mezclado al infinito número de contingencias en la trama viva del colectivo
existir humano. Para continuar el ejemplo antes traído aquí este “Imperio”,
cuya constancia hemos ya entrevisto, no es una categoría perfecta: es un
eón; a la vez que reconocemos su permanencia podemos seguir sus
vicisitudes en el tiempo. El tiempo, es verdad, no puede extinguirla ni
aniquilarla; como tampoco puede prevalecer contra el eón contrario, contra
la permanencia de un principio de dispersión, que se encuentra igualmente
existir en la intimidad profunda de aquel existir humano. Pero lo que sí
puede el tiempo es acumular contingencias contrarias al eón del imperio,
hasta el punto de relegarlo al segundo, al último plano; hasta el punto de
disimularlo, por un periodo más o menos largo de tiempo; al igual que, en
apariencia, una generación de ratas, producto de un cruce de Mendel,
disimula el albinismo que uno de los progenitores ha comunicado para
siempre a la descendencia. Que sobrevenga una nueva generación; que
sobrevenga una etapa nueva: he aquí de nuevo el albinismo o el
imperialismo ocupar el primer plano. Pero, si no estaba muerto, es que no
podía morir. Es que no estaba muerto, sino desterrado. Permanecía, por
decirlo así, entre los bastidores, entre los bastidores de la escena histórica,
como permanece el actor que, alejado al fin del primer acto de un drama,
comparece a poco de empezado el tercero. No siendo una idea pura, no
siendo una categoría, sino un eón, puede sufrir contingencias y vicisitudes.
218
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
Por otro lado, un dato que debe ser subrayado es que la noción de eón
tendrá su propia historia dentro de la tradición barroca del siglo XX y permite
conectar la escena de 1927 con el final del recorrido: de d’Ors a Gilles Deleuze. En
efecto, transliterado como Aiôn, el concepto griego (αιών) figura también en
Deleuze (Lógica del sentido, 1969), antes de su “descubrimiento” del Barroco, y, a
partir de la oposición con Cronos, es convocado en el marco de esa analítica de la
paradoja que asume el libro para indagar una zona del problema de su
temporalidad y como una de las múltiples dimensiones del “acontecimiento”. Tanto
d’Ors (“idea-acontecimiento”) como Deleuze (“acontecimiento puro”,
“acontecimiento incorporal”) confluyen en este punto. El acontecimiento, en ambos
casos, tiene un funcionamiento paradójico: en d’Ors como vicisitud de un tipo de
tiempo eterno, cargado de historicidad; en Deleuze como irrealidad, la “estructura
objetiva del acontecimiento mismo […] va siempre en dos sentidos a la vez”
(Deleuze, 1969: 11). Del mismo modo, tanto en Deleuze como en d’Ors, el eón es
también utilizado como fundamento de la negación del principio de causalidad.
Escribe Deleuze:
Aiôn está poblado de efectos que lo recorren sin llenarlo jamás. Cronos era
limitado e infinito, Aiôn es ilimitado como el futuro y el pasado, pero finito
como el instante […], es la verdad eterna del tiempo: pura forma vacía del
tiempo (1969: 175).
219
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
El eón, entonces, funciona como temporalidad del devenir. Ahora bien, si se lee
“Nosotros no nos ocupamos de las especies, que son simples convenciones: nos
interesamos en la corriente de vida que pasa de un ser a otro, enlazándolo en la
inestabilidad de un Werden, de un devenir”: ¿Quién habla? No es uno sino el otro
(d’Ors [1935: 85], pero qué importa) hablando la lengua de Deleuze al citar las
posibles palabras de un biólogo barroco.
Como puede verse, más allá de las especificidades de cada una de las
obras y de la dimensión en que el concepto aparece en cada caso (en d’Ors con
énfasis en problemas metodológicos y, al mismo tiempo, como concepción del
tiempo histórico –y, por lo tanto, transformado en un tipo paradójico de Idea: el
Imperio, la raza, el Eterno Femenino, lo barroco, etc.–, en Deleuze con énfasis en
la experiencia de “liberación del contenido corporal” del tiempo, y por lo tanto,
transformado antes que en un sustantivo o adjetivo, en verbo en infinitivo), el uso
de eón en ambos casos conduce en una misma dirección. Como podrá verse en la
sección siguiente de este capítulo, se trata del concepto clave de lo que puede
denominarse “anacronismo”.
Sobre el final de la Serie “Del Aiôn” en Lógica del sentido escribe Deleuze:
“Este presente del Aiôn […] viene a redoblar la doblez [redoubler la doublure]”
(1969: 178). Comienza, ya, el terreno del pliegue barroco (cfr. Cuarta parte).
220
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
términos de esos dos estilos culturales antagónicos. Esta operación supone hacer
de lo artístico un repertorio conceptual que pierde inmediatamente su autonomía
estética y permite pensar “el mundo” (el natural, el de los productos humanos).
¿Pero se trata de una operación simple dividir el mundo en dos? ¿Qué
implicancias están en juego allí? Lo inquietante de la división es el punto de vista:
d’Ors, tal como fue señalado, habla en sus obras en nombre de la Razón. Es decir,
mira, en principio, desde uno de los dos lados. Pero al mismo tiempo, al posar sus
ojos en lo barroco, sabe que su lugar es el del peligro, es decir, el del tránsito por el
límite que separa a lo clásico de lo barroco; y ese límite, al funcionar como Pasión,
adquiere mayor complejidad: se ensancha, comienza a plegarse, el espacio se
agujerea. Lo clásico y lo barroco son formas de cultura sucesivas (porque hay
épocas en las que, parece sugerir el autor, una domina sobre otra), pero también
simultáneas (en un mismo momento histórico, lo clásico y lo barroco son fuerzas
que chocan e intentan invadir el otro lado del mundo). Y d’Ors, como experiencia
de lectura, como máquina interpretativa, se vuelve vehículo de esas fuerzas y
queda, al menos en Lo barroco (pues en otros pasajes de su obra, sobre todo al
tratar lo clásico,155 las tensiones, si bien están presentes, se disipan), afuera, en
una posición que no es neutral, sino más bien de apertura. Y, por lo tanto, si el
punto de vista queda expuesto a esa exterioridad, a ese riesgo (es decir, si d’Ors
queda al borde de la locura) la clara distinción entre lo clásico y lo barroco también
se debilita, es decir, lo clásico corre el riesgo de ser invadido por lo barroco (clásico
menos 1) y desequilibrar ese mundo.156
155
Véase, por ejemplo, un libro contemporáneo de la décade de Pontingy, Pablo Picasso (1930), en
el que el pintor español es leído como emblema del ideal clasicista.
156
Cuando, en nombre de la “obra completa” de d’Ors, se intenta matizar este riesgo, Lo barroco se
vuelve un texto extraño a esa obra. Pero lo que allí se pone en juego no es sólo una idea de la
“obra completa”, sino también, un modelo de lectura que no acepta un principio no dialéctico (en el
que lo clásico funcionaría como síntesis): “El problema de Lo barroco es que en él d’Ors huye
demasiado del pino belvedere, se muestra tal vez demasiado alejado de sus posiciones reales y de
sus verdaderas tesis –el seny como armonía, como aceptación, en el intelecto, de la vida y la
naturaleza concreta, el clasicismo como asunción del universal concreto, el ángel, la presencia del
juego y del lujo en la actividad científica, etc.-, en un afán de mostrar bien a las claras lo que es el
barroco, lo que por contraste desvirtúa un poco a su contrario, lo clásico. Se le puede acusar a
d’Ors en este libro de excesivo intelectualismo, ya que al poner su empeño en la ostensión del
carácter natural, irracional, sentimental del eón barroco, deja sin matizar que el eón clásico no es
puramente racional, frío y desentendido de la vida. Porque ese planteamiento no es propiamente
clásico, sino barroco, mientras que lo clásico es la aceptación armonizada de la naturaleza y la vida.
Este es lo que en Lo barroco no termina d’Ors de dejar claro, poniendo un velo sobre sus mejores
logros” (González, 2010: 158).
221
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
b. La querella de lo moderno
En torno a la dicotomía clásico-barroco se define un paradigma estético no
vanguardista, en la medida en que, a partir de la idea de eón, se quita a la novedad
su imperio:
Hay que tomar en consideración, en la cadena de la sucesión histórica,
ciertos elementos de constancia. Y dar científica legitimidad a la existencia
de especies, a la existencia de tipos; en vez de exagerar, según suele
hacerse en este dominio, la importancia de los sucesivos aportes de la
novedad (d’Ors, 1935: 63).
Esto no quiere decir, como se verá luego, que d’Ors no participe de la lógica de la
transgresión. La dicotomía clásico-barroco es producto de ese principio, al igual
que la postulación de una “tradición de malditos” barrocos. Pero hay en d’Ors una
lejanía (una forma de extemporaneidad) con respecto a su época que le permite
(como inflexión de una voz que por momentos parece hablar desde la Vejez) tomar
distancia temporal con respecto a aquellos que sólo conciben el desarrollo (en el
arte, o en la biología) a partir de la novedad. Allí radica, probablemente, la
ilegibilidad de d’Ors, el singular espacio que ocupa en la tradición del pensamiento
estético. Porque d’Ors –como, en otros términos, Benjamin– cuando mira la ruptura
no ve la novedad ni el presente, sino el “origen”. Y, desde la protección y la paz
que encuentra en el ideal clásico que defiende, puede afirmar verdades sobre las
Vanguardias, encontrar sus líneas bloqueadas (del mismo modo que, desde
comienzos de siglo, había tomado distancia con respecto al modernismo) y
determinar otro fundamento para el presente del arte en los años 20 y 30:
Hoy […] hemos llegado a un punto en que lo ayer tenido por audacia se ha
vuelto una automática y vulgar rutina, a unos tiempos en que se necesita un
gran valor para no ser revolucionario (d’Ors, 1930: 123).157
En el libro sobre Picasso, por ejemplo, se detiene en “la belleza moderna” (d’Ors,
1930: 43) según Baudelaire,158 y la reformula, eliminando el elemento efímero (lo
nuevo, la moda, la proximidad con el puro presente). Esta posición, cuya clave es
la teoría del eón, supone una decidida intervención con respecto a la historia de lo
moderno y, una vez más, coloca al Barroco en un lugar esencial. El arte (sea
157
“Lo que no es tradición es plagio”. El célebre lema, que d’Ors repite en diferentes momentos de
su obra, figura hoy en el monumento a él dedicado en el bulevar frente al Museo del Prado.
158
La referencia es a El pintor de la vida moderna y su célebre “teoría racional e histórica de lo
bello” en la que se postula que “lo bello está hecho de de un elemento eterno, invariable, cuya
cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será,
si se quiere […] la época, la moda, la moral, la pasión” (Baudelaire, 1863: 791).
222
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
c. Método
En continuidad con lo planteado en relación con la división del mundo en dos, la
lectura de lo barroco ocupa en d’Ors un lugar relevante en el marco de sus
desarrollos metodológicos. Para comenzar, la lógica con la que se construye lo
barroco como serie (como lista) se basa en un principio cuya eficacia (cuyo poder
de convencimiento) depende menos de la coherencia interna que del poder de
arrastre: si, dados determinados rasgos, esto es barroco, entonces aquello (con
sólo compartir uno de esos rasgos) también lo es. Y así sucesiva, ilimitadamente.
Cada objeto amplía el Concepto y por lo tanto pierde el valor de mero ejemplo. El
efecto, por lo tanto, es poder encontrar barroco allí donde, por cronología o por
colocaciones tradicionales, no se lo ve o no se lo espera. Por otro lado, los rasgos
que dan continuidad y existencia a la serie son formales (d’Ors se coloca en la
tradición del formalismo que, en relación con el Barroco, representa
159
emblemáticamente Wölfflin). Tal como fue señalado, el nombre que d’Ors dio a
su campo de estudio es “morfología de la cultura”, que “advierte y desarrolla las
traducciones estilísticas del espíritu colectivo, del Weltgeist y sus ‘eones’. A cada
159
La dicotomía eón clásico-eón barroco no es sino una reformulación de aquella que, a partir del
pasaje Renacimiento-Barroco, Wölfflin también había hecho extensiva a toda la historia del arte
como tensión entre lo clásico y lo barroco. Cfr. Capítulo 2.
223
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
224
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
Pero este método, en d’Ors, recibe otros nombres: se llama, también, por
ejemplo, “Dicotomía” y permite comprender que la determinación de “constantes
históricas” no intenta ocultar las diferencias, sino, por el contrario, es un modo de
profundizarlas, pues la Dicotomía tienen como objetivo determinar la “última
diferencia”:
quiere encontrar en el eón el género común a series variadas de
conocimientos históricos, más o menos alejados cronológicamente entre sí.
Y, al conocer el género común, no desconocerá por ello las diferencias
específicas. Al contrario, superpondrá dicotómicamente el símbolo de las
segundas al símbolo del primero (1935: 90).
161
El cuadro del Género Barrocchus se compone de las Especies: Bar. pristinus, Bar. archaicus,
Bar. macedoincus, Bar. pelagianus, Bar. gothicus, Bar. franciscanus, Bar. manuelinus, Bar.
orificensis, Bar. nordicus, Bar. palladianus, Bar. rupestris, Bar. alexandrinus, Bar. romanus, Bar.
buddhicus, Bar. Maniera, Bar. tridentinus, sive jesuiticus, Bar.”Rococó”, Bar. romanticus, Bar.
finisecularis, Bar. posteabellicus, Bar. vulgaris, Bar. officinalis.
225
Capítulo 4 Segunda parte. 1927
tanto, teniendo en cuenta que su corpus (Walter Benjamin, Aby Warburg, Carl
Einstein) antes que completar esa tradición, señala su apertura, es necesario
incluir como otro nombre del anacronismo a Eugenio d’Ors.
Lo que la inclusión de d’Ors (además de Benjamin) en la historia del
anacronismo permite señalar es una variable que Didi-Huberman pasa por alto: la
condición paradigmática del Barroco como espacio de esa temporalidad
alternativa. Tal como pudo verse en la Primera parte de este trabajo, más de una
referencia a los antecedentes del anacronismo que Didi-Huberman realiza apunta a
historiadores del arte que fueron iniciadores de la recuperación del Barroco y, sin
embargo, ese dato no es tenido en cuenta. Por ello es necesario subrayar que con
el Barroco (tal como éste es pensado en el siglo XX) el espacio del anacronismo
encuentra las condiciones para su desarrollo. Sin la consideración de teoría
orsiana del eón, por ejemplo, la historia del anacronismo no está completa, y más
aún, la del eón barroco: allí, tal como se ha expuesto, la cronología pierde su
imperio y, en tanto Máquina de lectura, sólo concibe suspensiones temporales.162
Latente en la escena de 1908, este problema temporal del Barroco que d’Ors
instala será permanentemente retomado en las escenas teóricas siguientes.
162
Esta postulación de una temporalidad anacrónica, si bien encuentra una formulación definitiva en
las obras aquí tratadas, está presente ya en la tesis de doctorado (1913) de d’Ors, en la que se lee:
“Otra gran clase de parejas de acontecimientos, las ‘parejas en el tiempo’, son definidas por la
condición siguiente, que tiene un sentido absoluto: la distancia de dos acontecimientos en el
espacio es inferior al camino recorrido por la luz durante su intervalo en el tiempo, o, de otra
manera, el segundo acontecimiento se produce después del paso de la señal luminosa cuya
emisión coincide en el espacio y en el tiempo con el primero. Esto introduce, desde el punto de vista
del tiempo, una disimetría entre estos dos acontecimientos. El primero es anterior al paso de la
señal luminosa cuya emisión coincide en el espacio y en el tiempo con el segundo acontecimiento,
mientras que el segundo es posterior al paso de la señal luminosa cuya emisión acompaña al
primero. Un lazo de causalidad puede existir, a lo menos por intermedio de la luz, entre los dos
acontecimientos. El segundo ha podido ser informado por el primero, y esto exige que el orden de
sucesión entre ellos tenga un sentido absoluto y no pueda ser invertido por ningún cambio del
sistema de referencia. Vese inmediatamente que una tal inversión exigiría una velocidad superior a
la de luz, para el segundo sistema de referencia, con relación al primero. Así, dos acontecimientos
entre los cuales existe una posibilidad real de influencia, si no pueden ser llevados a coincidir en el
tiempo, pueden siempre ser llevados a coincidir en el espacio por la conveniente elección de un
sistema de referencia. En particular, si estos dos acontecimientos pertenecen a un mismo orden de
fenómenos ligados naturalmente o se suceden con un orden absoluto, en una misma línea de
materia, coinciden en el espacio para observadores ligados a esta porción de materia. Tenemos,
pues dos principios, que deben compararse con los enunciados anteriores, ofreciendo una
correlación con ellos: ‘Si el intervalo en el tiempo de dos acontecimientos no puede ser anulado,
pasa por un minimum, precisamente por el sistema de referencia por relación al cual estos
acontecimientos coinciden en el espacio’. Segundo, y consecuentemente: ‘El intervalo de tiempo
entre dos acontecimientos que coinciden en el espacio, que se suceden en un mismo punto para un
cierto sistema de referencia, es menor para éste que para cualquiera en una traslación uniforme
cualquiera en relación con el primero’. Tenemos, en conjunto, la fórmula del tiempo ligada a la del
espacio, por su misma definición. Y todo acontecimiento, sometido a una coincidencia de tiempo y
de espacio, y definido por esta coincidencia” (d’Ors, 1913: 104-105).
226
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sus múltiples inflexiones) como principio suficiente, aquello que d’Ors piensa como
la necesaria “tolerancia irónica de un mínimo de movimiento” (d’Ors, 1935:81) en
tanto condición de subsistencia del espíritu clásico y lo que Bataille formula como
“insuficiencia del principio clásico de utilidad” (Bataille, 1933: 25). Claro que, como
puede verse, en ese terreno común, las posiciones son, en cierto modo,
antagónicas (en el caso de d’Ors, la excepción funciona como condición del
fortalecimiento de la norma, en Bataille, como potencial destrucción final). Pero esa
diferencia de posición es, en última instancia, irrelevante, pues lo que cuenta, en
este caso, es la comunión en torno a una lógica (el principio de la transgresión).
El punto (la palabra) clave de esa comunión entre d’Ors y Bataille se
encuentra en dos formulaciones casi equivalentes: Part maudite (tal el nombre del
ensayo mayor sobre el tema, publicado en 1949, en el que Bataille despliega las
hipótesis planteadas en “La noción de gasto”), part du feu (presente en el pasaje
de Lo barroco antes citado), 163 además de la concepción del Barroco como
“tradición de malditos” (d’Ors, 1935: 23).
Eugenio d’Ors y Georges Bataille sostienen la condición necesaria del acto
de entrega de esa parte en sacrificio como único modo de dar cuenta del real
funcionamiento de lo social. A partir de allí, sus temas coinciden en diversos
puntos: tanto el potlach como el eón barroco tienen un “origen” primitivo. Al mismo
tiempo, tanto en d’Ors como en Bataille la nostalgia del Paraíso perdido cumple un
rol determinante: en el primero, vinculada con la idea de naturaleza que en el eón
barroco se activaría (a través del exotismo como modo de retorno artificial a un
mundo no arruinado) organizando un natural mítico;164 en el segundo, como clave
de la (restitución de la) experiencia a través del erotismo en tanto forma
paradigmática, entre otras, de retorno a un mundo inmediato. 165 Por último, la
lectura de Nietzsche que d’Ors realiza en Lo barroco es simultánea a la que
Bataille, de un modo más exhaustivo y, sobre todo, con mayores efectos en el
pensamiento del siglo XX, en ese momento comienza a desarrollar en el marco de
Acéphale (el grupo y la revista homónima).
163
En el mismo campo de resonancia debería incluirse La Part du feu (1949) de Maurice Blanchot,
autor que participa como nombre fundamental de esta misma situación teórica.
164
Tal como podrá verse más adelante, Severo Sarduy simplifica esta idea de lo natural. En d’Ors lo
barroco es un “arte de la reminiscencia o la profecía” (1935: 36).
165
Son muchos los puntos de coincidencia entre estas formulaciones y la concepción de la
experiencia en Walter Benjamin, tal como podrá verse más adelante. Para un análisis de la
contemporaneidad entre Benjamin y Bataille, cfr. Díaz (2006).
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Bataille y d’Ors saben lo mismo (la insuficiencia del principio clásico), ambos
hacen del límite su problema y en él se encuentran, viniendo cada uno del otro lado
(de la transgresión). Por eso en este caso (como en el de la historia del concepto
de Barroco), lo que se hace evidente es la importancia menor de las valoraciones
(incluso las vindicaciones). De un lado y otro (del derroche, del Barroco) la verdad
que se enuncia es la misma. En d’Ors lo barroco coincide con una “tradición de
malditos” que opera una “humillación de la razón” (1935: 81) y supone una forma
de embriaguez que el punto de vista vuelve “explicable” (d’Ors, 1928: 152). Señala
González:
El gran descubrimiento de d’Ors es [la] convergencia –de orden estético- de
todas las dimensiones de la realidad. Si la filosofía tiende a hacer
compartimientos estancos se debe a ese abuso de la abstracción de que
suele hablar d’Ors –la razón moderna-, que lleva al filósofo a hacer
distinciones racionales que no responden a la realidad. Ese defecto es el
que viene a subsanar el redescubrimiento orsiano del seny o pensamiento
figurativo, que aúna todas las dimensiones congnoscitivas, el pensar, el
sentir, el razonar, el abstraer, el intuir, el imaginar, hasta alcanzar el
universal concreto, y que permite la visión unitaria propia del clasicismo
(González, 2010: 312).
Pero, tal como fue planteado, esa Razón en nombre de la cual habla d’Ors
encuentra en Lo barroco (como texto, a su vez, de excepción) su zona ciega, es
decir, un límite que es fundamentalmente histórico y que lo arrastra (última inflexión
de esa pasión barroca que el autor asume malgré lui) al lado de Bataille.
La “quiebra” de la que hablan Bataille y d’Ors, las distintas formas de Crisis
de la Razón, disolución o desborde, son figuras de un momento histórico signado
por la crisis y la disolución (crisis económicas, ascenso del nazismo, deseos de
destrucción revolucionaria, guerra), figuras que el Barroco –por ejemplo, en el
cruce entre d’Ors y Bataille– tiene la capacidad (como repertorio de imágenes) de
hacer proliferar.
230
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231
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Barroco, por lo tanto, sea el Barroco lo que sea. Sin embargo Ortega esboza,
indirectamente, una definición: el Barroco es movimiento. Movimiento que el autor
lee, paradójicamente, en algunas novelas del siglo XIX (Stendhal, Dostoyesvski),
pero que lo conduce, acto seguido, a Tintoretto y, sobre todo, al Greco. Espacios,
todos, en los que “la materia [es] tratada como pretexto para que un movimiento se
dispare” (Ortega y Gasset, 1915: 405). El presente –que tiende a volver a esos
artistas– es un tiempo del movimiento. Y el movimiento, al pasar al cuerpo, es
gesto:
Cada figura es prisionera de una intención dinámica: el cuerpo se retuerce,
ondea y vibra de la manera que un junco acometido del vendaval. No hay un
milímetro de corporeidad que no entre en convulsión. No sólo las manos
hacen gestos; el organismo entero es un gesto absoluto […] Todo se
convierte en gesto, en dynamis (Ortega y Gasset, 1915: 405).
232
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
años más tarde)167 es que era el cine,168 como experiencia, “la patria del gesto”. Al
cabo del siglo, Giorgio Agamben se encontrará también con el problema del gesto
y, en franca y sorprendente coincidencia con Ortega, hará de él una variable, ahora
“completa”, para señalar un comienzo y un fin posibles del siglo XX. Un siglo XX si
no barroco, manierista.169 En efecto, en “Notas sobre el gesto” (1992), Agamben se
propone explorar el problema de la experiencia (y su crisis) en la modernidad y lo
hace a partir del gesto como espacio clave (como síntoma) de esa crisis.170
Agamben parte de la “invención” de una nueva patología en la segunda
mitad del siglo XIX (la serie de alteraciones del movimiento estudiadas, entre otros,
por Gilles de la Tourette y que más tarde se conocería como tourettismo) y desliza
entonces la hipótesis del manierismo como estado de la experiencia: “Una
impresionante proliferación de tics, movimientos espasmódicos y manierismos que
no puede definirse más que como una catástrofe generalizada de la esfera de la
gestualidad” (Agamben, 1992: 40). Ahora bien, Agamben agrega a continuación:
Lo verdaderamente extraordinario es que estos desórdenes, después de
haber sido diagnosticados en miles de casos a partir de 1885, dejan
prácticamente de ser registrados en los primeros años del siglo XX, hasta
un día del invierno de 1971 en que, mientras paseaba por las calles de
Nueva York, Oliver Sacks creyó poder señalar tres casos de tourettismo en
el espacio de pocos minutos. Una de las hipótesis que pueden aventurarse
para explicar tal desaparición es que ataxias, tics y disintonías se hubieran
convertido en norma durante aquel intervalo y que, a partir de cierto
167
Con respecto al cine, en Benjamin, de todos modos, el énfasis está desplazado al espectador y
la risa. Cfr. Benjamin (1933).
168
En este contexto cabe recordar que será Buñuel uno de los nombres fundamentales del cine de
vanguardia que apelará a elementos del Barroco. Al respecto señala Aurora Egido: “la aportación
de las vanguardias a la resurrección del Barroco ofreció frutos insospechados en el cine, que se
apropió de temas y formas, para darles otro sentido a través de un medio que encarnaba a la
perfección la idea de movimiento inherente a las teorías de aquel período” (Edigo, 2009: 276).
169
Para el desplazamiento de énfasis del Barroco al Manierismo en el siglo XX, cfr. la Tercera Parte
de este trabajo.
170
Agamben, sin embargo, no declara todas sus fuentes, pues si bien es posible que no conozca el
texto de Ortega y Gasset, siendo uno de los grandes lectores contemporáneos de Walter Benjamin,
es difícil pensar que no tenga presente los planteos sobre el gestus de la lectura benjaminiana de
Brecht o “Sobre algunos temas en Baudelaire”. Aquí, en relación con “El hombre en la multitud” de
Poe, afirma Benjamin: “Y aún más sorprendente resulta la descripción de la multitud por su manera
de moverse: «La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y
sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban
vivamente los ojos. Cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de
impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran
número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si
la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos […]». Esta imagen que Poe perfila
[…] pone por obra una fantasía que planifica la desfiguración […]. La evolución avanza en muchos
ámbitos; resulta por ejemplo evidente en el teléfono: en lugar del movimiento constante que servía a
la manivela de los viejos aparatos, aparece el de levantar el receptor. Entre los innumerables gestos
de conmutar, oprimir, echar algo en algún sitio, tuvo consecuencias especialmente graves el
‘disparo’ del fotógrafo” (Benjamin, 1939b: 142-147).
233
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
El siglo XX, por lo tanto, es ese intervalo comprendido entre “los primeros años del
siglo” y 1971 en el que el gesto desaparece en la medida en que, generalizada su
crisis, se vuelve norma. El siglo del gesto (en crisis) es un siglo manierista, un siglo
en el que “la burguesía occidental había perdido ya definitivamente sus gestos”
(Agamben, 1992: 39).
Y el cine es el espacio en el que “una sociedad que ha perdido sus gestos
trata de reapropiarse de lo que ha perdido y al mismo tiempo registra su pérdida”
(Agamben, 1992: 42). Es decir, el cine se vuelve un espacio de verdad en la
medida en que hace que el gesto (la experiencia) en crisis se haga visible como tal
y se recupere, por lo tanto, la experiencia (de conocimiento) en el señalamiento de
esa crisis, en la visibilización de lo naturalizado (lo convertido en norma).
Ortega y Agamben coinciden, por lo tanto, en la centralidad otorgada al
movimiento. La pintura del Greco en el primero, el cine mudo en el segundo, son
espacios de apertura al movimiento (el gesto absoluto, la liberación de la imagen
en el gesto).171 En ambos se trata de pensar (artística y éticamente) la experiencia
del siglo a partir de la visibilidad de un desorden. Un desorden (barroco,
manierista) del siglo XX. Como en estos casos puede verse, lo barroco, lo
manierista no es un problema exclusivamente dependiente de los objetos sino de
la perspectiva de análisis (que como tal, se juega en la elección de objetos, pero
hace de ellos, al mismo tiempo, un problema secundario): se trata, como gran línea
constante del siglo XX, de pensar o vivir la experiencia en esa clave.
Ortega y Gasset vuelve periódicamente sobre el problema del Barroco y
debe considerarse, junto con Eugenio d’Ors, uno de los impulsores de la validez
del concepto en España. 172 Si bien su perspectiva inicial, a comienzos de la
171
El nombre que en la historia del arte elevó el gesto a unidad suprema es, sin embargo, otro, no
invocado por Ortega ni Agamben: Franz Xaver Messerschmidt. Su serie escultórica de
Charakterköpfe (de las que llegó a completar 69) constituye, en efecto, un hito en el despliegue del
gesto, en la gestualización absoluta no tanto del rostro cuanto de la cabeza: esa gestualización
puede pensarse como ejercicio de plegado o de ornamentalización del cuerpo humano. Una parte
significativa de esa serie forma parte actualmente del patrimonio del Bajo Belvedere de Viena y es
una de las colecciones con las que, en 1923, se inauguró allí el Museo Barroco de Viena.
172
Señala Aurora Egido: “la penetración del concepto del Barroco en [la] obra [de Ortega], con una
cuarentena de entradas […] está mucho más presente en él que en cualquiera de los autores del
27, incluido Dámaso Alonso” (Egido, 2009: 120-121).
234
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
década de 1910 es todavía despectiva, como puede verse, al menos desde 1915,
esa perspectiva cambia. Una de las grandes innovaciones de Ortega, en ese
sentido, es el establecimiento (presente también en d’Ors) de correspondencias
entre las artes plásticas y la literatura, a partir de la recepción de la escuela
formalista de la historia del arte en lengua alemana (cfr. Primera parte).173 Años
después de aquel artículo, en 1927, vuelve sobre el Barroco, presionado ahora por
la efeméride, como aquel que no quiere perderse una fiesta: “Muy urgido. Prisa.
Como temo no poder escribir sobre Góngora en éste su año centurial, espumo
algunas notas, de varia fecha, y las doy en paños menores”, comienza señalando
Ortega y Gasset (1927: 580). Pero la situación era aquí ya diferente. Desde hacía
algunos años, lentamente, el rumor gongorino había comenzado a tomar fuerza y,
no sólo en España, comienza a prepararse la Celebración.
La participación de Ortega, sin embargo, en esa fecha, no se reduce a estos
textos, pues su Revista de Occidente era ya, desde comienzos de la década del
20, uno de los espacios en los que se preparaba la celebración del tercer
centenario de la muerte de don Luis de Góngora. Allí habían aparecido (y habrían
de aparecer en números posteriores) diversas intervenciones de la luego llamada
Generación del 27 (las más relevantes, firmadas por Dámaso Alonso y Gerardo
Diego).
Ahora bien, siempre en el marco de la afirmación del movimiento, las
condiciones conceptuales que hicieron posible la llegada de ese momento
gongorino son sin dudas múltiples y no sólo debe tenerse en cuenta la intervención
de las generaciones previas a la de 1927. El rumor del Barroco comienza a
hacerse, de pronto, presente, como despliegue inevitable de la pasión del
ornamento que, no sólo en el mundo germano, supuso una apertura escópica. Tal
es el caso, por ejemplo, de un muy joven Federico García Lorca, quien en su
primer libro, Impresiones y paisajes (1918), llega, antes que muchos de sus
contemporáneos, al Barroco, precisamente por la vía del ornamento. Ese libro,
producto del cuarto de los cuatro viajes de estudios de los que Lorca participa,
organizados por su profesor universitario Martín Berrueta desde 1913 (cfr. Gibson,
1985: cap. 6), incluye una sección titulada “La ornamentación”, consagrada al
173
Tal como fue recordado en la Primera parte, Ortega y su Revista de Occidente ocupan un lugar
fundamental en la importación del pensamiento alemán. Entre los autores clave de la estética en
lengua alemana, Ortega propicia, por ejemplo, la traducción de Wölfflin en 1924.
235
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
2. La imagen de Góngora
236
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
uso supone que el nombre propio no tiene potencia argumentativa sino más bien
protréptica y lo vuelve, antes que nada, un don que se recibe (cfr. Link, 2009: 144-
145). En el mismo sentido, la serie de sonetos que conforman el “Trébol” de Darío
también pone en juego la lógica del don. Pero si en los dos primeros, la entrega se
reduce a un intercambio amistoso entre el pintor y el poeta, en el tercero (la
palabra tomada por Darío) es el presente el que entrega “las rosas a Velázquez, y
a Góngora claveles” y recibe, a cambio, sus nombres –disponibles, a partir de allí,
para ser invocados. Es por eso que, en torno a los nombres y las joyas que se dan,
Darío capta (o adivina, o inventa) el modo en que Góngora (sobre todo Góngora,
en la medida en que se trata, en 1899174, de lo nuevo; Velázquez, lo dado, cumple
en la serie de poemas el rol de anfitrión) sería recibido por el siglo XX.175
Los autores del pasado hacen posible definir o recorrer una determinada era
a partir del modo en que la imagen de ese autor se redefine. Entre ese autor
pretérito y la época que lo recibe se configura una tensión que, antes que ratificar
la redescubierta identidad del autor y la era, permite comprender hasta qué punto
se trata de objetos de invención. En este sentido, el siglo XX puede ser recorrido a
través de diversos autores que funcionan como espejo en el que el siglo se mira y,
en cada caso, obtiene una imagen diferente de sí. Por ejemplo, en el trabajo de
Éric Marty (2011) citado en la Introducción general, se hace de Sade un modo
específico de pensar (y periodizar) el siglo XX a partir del registro de una alteración
en la mirada con respecto a Sade: el siglo XX (invirtiendo la mirada del XIX) lo ha
tomado en serio. Se trata, en el gesto crítico de Marty, de una reflexión sobre el
siglo XX cuya caracterización depende de la verificación de la invención de un
nuevo Sade. En el mismo sentido, Góngora adquiere para el temprano siglo XX un
valor ejemplar, en la medida en que, de un modo quizás aún más dramático, se
174
“Trébol” forma parte de Cantos de vida y esperanza (1905), pero apareció en La Ilustración
Española y Americana, el 15 de junio de 1899, año de la celebración del tercer centenario del
nacimiento de Velázquez.
175
Al respecto, señala Dámaso Alonso: “En el año 1899 se celebró en España el tercer centenario
del nacimiento de Velázquez, con tanto mayor entusiasmo, cuanto profunda era la necesidad de
reaccionar contra el abatimiento producido por el desastre de 1898. La musa anduvo pronta, si no
feliz. En la Revista de Archivos de este año pudo verse la serie de partos poéticos a que el
acontecimiento glorioso dio lugar. Entre ellos, precisamente figura reproducido el “Trébol” del poeta
americano. Creo que el desconocimiento de la ocasión para la que fueron escritos ha hecho que no
se suela entender bien el sentido de este tríptico de sonetos. Rubén Darío se propone en ellos
asociar al nombre de una gloria nacional que todo el mundo ensalza (Velázquez), el de otra que
nadie o muy pocos conocen (Góngora). […] En el tercer soneto, y asociando siempre al pintor y al
poeta, pone el moderno la primera piedra para la gloria de Góngora en su patria” (Alonso,
1927/1932: 554-555).
237
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
176
La dinámica de la vuelta de Góngora y las tensiones que intervienen en la conformación de su
contemporaneidad (objeto de este capítulo) está presente, como problema, en muchas de las voces
que allí intervienen. Esteban Salazar y Chapela, reseñando en la Revista de Occidente la edición de
Dámaso Alonso de las Soledades, afirma: “No vamos hacia Góngora […] Es Góngora, su obra,
quien llega amorosamente a nosotros […] Góngora ha elegido nuestra época para mostrarse en ella
íntegramente” (Salazar y Chapela, 1927: 117).
177
Para una consideración a propósito de esas sospechas, cfr. Egido (2009).
238
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239
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
gestos –aquello que Dámaso denomina, sin restarle por ello importancia, el uso
snob de Góngora).
En el corazón del gesto en torno al autor está presente una matriz que, en
primera instancia, puede llamarse “vanguardista” y depende de una suerte de plus
barroco de Góngora: “Si exaltamos preferentemente su nombre es sólo porque
todos estos escritores son admitidos unánimemente a la gloria literaria, mientras
que Góngora era sistemáticamente excluido” (Alonso, 1927/1932: 578). Pero no es,
evidentemente, sólo “justicia” lo que está en juego, sino, al mismo tiempo, la
consolidación de Góngora como “resto”, como último hueco por el que introducir
diferencia en la tradición literaria. Esa operación, tal como podrá verse, fiel a su
lógica, se agota rápidamente. Afirma Alonso: “El gongorismo combativo […] ha
muerto”. Y agrega: “se ha incorporado al poeta […] al cuadro normal de la literatura
española” (1927/1932: 579).
240
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
178
Producto, según señala Ian Gibson, de tres meses de trabajo. Es decir, Lorca comienza a pensar
en Góngora hacia 1925 y en soledad. Por ello Gibson afirma que “en realidad, con este conferencia
Federico anticipó en un año los actos celebrados en torno al tricentenario” (1985: pos. 10338). La
conferencia se publicará en la revista Residencia el 12 de noviembre de 1932 (un fragmento había
aparecido en La Verdad de Murcia en 1926), pues Lorca la había pronunciado también en la
Residencia de Estudiantes. En la revista, se aclara: “la publicamos ahora con la advertencia,
expresamente hecha a nosotros por el autor, de que se trata de una conferencia de vulgarización
para un público más o menos alejado de estas cuestiones literarias y que no se corresponde al
criterio actual del conferenciante sobre las cuestiones gongorinas” (cit. en García Lorca, 1974:
1399).
179
Poesías de Góngora: 1. Soledades (Edición, prólogo y versión en prosa de Dámaso Alonso), 2.
Romances (Edición y prólogo de José María de Cossío), 3. Sonetos (Edición y prólogo de Pedro
Salinas), 4. Octavas (Edición y prólogo de Jorge Guillén), 5. Letrillas (Edición y prólogo de Alfonso
Reyes), 6. Canciones, Décimas, Tercetos (Edición y prólogo de Miguel Artigas). Homenaje a
Góngora: 7. Antología en honor de Góngora desde Lope de Vega a Rubén Darío (Selección y
prólogo de Gerardo Diego), 8. Poesías de poetas contemporáneos a Góngora (Animador y colector:
Rafael Alberti), 9. Prosas de contemporáneos sobre Góngora (Colector: Antonio Marichalar), 10.
Álbum de dibujos contemporáneos (Colector: Moreno Villa), 11. Álbum musical (Colector: Ernesto
Halffter), 12. Relación del Centenario (por Varios).
180
Comenzaron a elaborarse y quedaron pendientes las Octavas, los Sonetos, las Letrillas y las
Canciones, décimas y tercetos.
181
El texto, en todos los casos, fue el siguiente: “Madrid, 27 de enero de 1927. Muy Sr. nuestro:
Próxima la fecha -24 de mayo del año actual– del tercer centenario de la muerte de Góngora, nos
hemos reunido para organizar un homenaje en honor del gran poeta. Además de editar su obra
lírica, se publicarán varios volúmenes, uno de prosa, otro de poesía y otros de música y artes
plásticas, con trabajos inéditos dedicados a Góngora. Nos dirigimos a Vd. para que, si el homenaje
le parece simpático nos honre con su colaboración, enviándonos algo de lo que más estime. La
Editorial de la Revista de Occidente se ha comprometido a publicar los tomos de este homenaje.
Con objeto de prepararlo todo puntualmente, la premura del tiempo nos exige poner como límite a
la entrega de los trabajos el 1º de marzo. Esperamos también su conformidad, a ser posible en el
241
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
con la generación más joven, y, al mismo tiempo, señala una divisoria de aguas.
Aceptaron y contribuyeron: Alberti, Aleixandre, Altolaguirre, Adriano del Valle,
Cernuda, Buendía, Frutos, Diego, Lorca, Guillén, Bergamín, Garfias, Romero
Marube, Moreno Villa, Larrea, Hinojosa, Prados y Quiroga. Prometieron y no
cumplieron (o cumplieron parcialmente): Antonio Machado, Salinas, Miró,
Marichalar, Espina, Jarnés, Ramón Gómez de la Serna, Almagro, Giménez
Caballero, Alfonso Reyes. Se negaron a participar en el homenaje: Juan Ramón
Jiménez, Miguel de Unamuno y Ramón del Valle Inclán. No contestaron la
invitación: Manuel Machado, Ramón de Basterra, Pérez de Ayala, Ortega y Gasset,
Vela y Eugenio d’Ors. Entre los artistas plásticos, enviaron trabajos: Picasso, Juan
Gris, Togores, Dalí, Palencia, Bores, Moreno Villa, Cossío, Peinado, Ucelai,
Fenosa, Viñes, Ángeles Ortiz, Manolo, Prieto. Entre los músicos: Manuel de Falla
(la célebre composición para canto y arpa del “Soneto a Córdoba”)182, Oscar Esplá,
Ernesto Halffter, Rodolfo Halffter y Adolfo Salazar. Las listas de nombres, en un
gesto que se repite en diversos grupos vanguardistas, se vuelven una de las
obsesiones de los gongorinos.
“Toda clase de manifestaciones juveniles en serio y en broma”, dice Diego
(1927c: 87) en la célebre crónica. En efecto, una de las marcas de la doble
inscripción del homenaje (rigor filológico y experimentación propia de una
vanguardia estética), cuya convivencia será objeto de evaluación en este capítulo,
es la publicación simultánea por parte de los protagonistas de la celebración en
revistas de muy diversa índole: desde espacios decididamente “juveniles” y
experimentales (Carmen-Lola), pasando por revistas también nuevas pero en las
que la experimentación convive con búsquedas rigurosas en estética, historia,
filosofía, literatura, etc. (ejemplarmente, Revista de Occidente), hasta publicaciones
estrictamente académicas (entre otras, Revista de Filología Española).
Así comenzaba, pues, con el envío de las invitaciones, el año 1927. En
febrero la Gaceta de Madrid anuncia la convocatoria de los Concursos Nacionales
dedicados a Góngora. El 23 de mayo comienzan las “performances”: se realiza un
plazo de diez días, para poder dar su nombre en la lista de colaboradores y hacer la distribución del
tomo. Si su aportación es poética, musical o plástica, no hace falta que aluda a temas gongorinos.
Sus affmos.” Firman de puño y letra: Jorge Guillén, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Federico García
Lorca, Dámaso Alonso y Rafael Alberti.
182
Según la crónica de Diego, “Lorca nos ha contado de la conversión de Falla al Gongorismo”. El
relato del “descubrimiento” por parte del músico y su “conversión” no pueden dejar de establecer un
contacto (entre tantos otros –aunque inconcebibles para ambas partes en ese momento) entre la
joven generación gongorina y la gesta de Eugenio d’Ors.
242
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
243
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
Bergamín, Guillén, Chabás, Diego, Alonso, García Lorca y Alberti, invitados por el
Ateneo. Los recibe Cernuda y los agrupados en torno a la revista Mediodía. Esa
noche se realiza una fiesta en Pino Montano, residencia de Ignacio Sánchez
Mejías. Allí canta Manuel Torres “el niño de Jerez”, acompañado en la guitarra por
Manuel Huelva. El 16, finalmente, comienzan los actos: primera velada en el Salón
de Actos de la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Intervienen José
Bergamín, Dámaso Alonso, Juan Chabás, Federico García Lorca y Rafael Alberti.
El 17, sábado, tiene lugar la segunda velada, esta vez en el Ateneo. Intervienen
José Bergamín, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Juan
Chabás y Rafael Alberti. El 18 se celebra el Banquete homenaje en la Venta Real
de Antequera. Uno de los relatos de esas noches sevillanas, el de Dámaso Alonso,
señala que las presentaciones, que contaron con un público reducido (cuarenta o
cincuenta personas), fueron el “primer y más concreto acto público” de la
generación. Las presentaciones “tenían lugar bien anochecido. Después nos
sumergíamos profundamente (hasta el amanecer) en el brujerío de la noche
sevillana. Dormíamos desde la salida del sol hasta el crepúsculo vespertino”
(Alonso, 1948: 169). Así comienza Dámaso uno de sus textos, pasados muchos
años:
Era muy de noche. El Guadalquivir, crecido, inmenso toro oscuro, empujaba
la barca; la quería para sí y para el mar. La maroma, de orilla a orilla, que
nos guiaba describía ya una catenaria tan ventruda que parecía irse a
romper. Aún traíamos las risas de tierra, pero se nos fueron rebajando,
como con frío, y hacia la mitad de la corriente sonaban a falso, a triste.
Único entre todos, Federico no disimulaba su miedo. Tanto y con tanta
ponderación lamentaba haberse embarcado, que primero creí que se
trataba de una broma más, entre sus bromas. No: era auténtico terror; le
salía de la carne al contacto de aquella fuerza negra, mugidora, fría.
Imagen de la vida: un grupo de poetas, casi el núcleo central de una
generación, atravesaba el río (1948: 167).
185
Para la cronología de 1927, además de la crónica de Diego (1927c), cfr. Alonso (1927/1932 y
1948), Cano (1970) y Olmedo (1997).
244
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245
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
Más allá de la noción de belleza (que aleja este postulado del horizonte de las
Vanguardias históricas), lo cierto es que Góngora funciona en este caso como
modelo de aquello que Alain Badiou (2005), tal como fue planteado en el Capítulo
1, postula como clave de la experiencia (política y estética) de los primeros años
del siglo: la depuración, el “formalismo” como búsqueda del “arte puro”. Sin
embargo, tal como podrá verse en el desarrollo de este capítulo, esa idea no sólo
encontrará divergencias y “arrepentimientos” posteriores, sino, sobre todo, será
desbordada por una fuerza (el despliegue de lo gongorino) que no puede reducirse
a un principio de depuración. El tiempo (la dinámica temporal) de gongorismo es un
tiempo de supervivencias y de contemporaneidades múltiples que obliga, o bien a
desistir de la articulación (gongorismo y Vanguardias) o, quizás en mayor medida,
a hacer de esta escena el espacio de una versión más compleja de la experiencia
de las Vanguardias –el imperio de la novedad, la lógica de la transgresión, la
articulación con la política (el horizonte revolucionario), por nombrar sólo alguna de
las variables tradicionalmente aceptadas en la caracterización de ese momento del
arte, deberán ceder su lugar a otras lógicas de funcionamiento, a otras
temporalidades, a otras voluntades. Es claro que, en esos años y, sobre todo, en
años posteriores, algunos de los participantes de la celebración participan
decididamente de corrientes de vanguardia (creacionismo, superrealismo, etc.),
pero si se tiene en cuenta la centralidad del 27 para la conformación de esa
generación, resulta evidente que ese “origen” supone la convivencia de principios
antagónicos –incluso en relación con el problema del academicismo y la tradición,
si bien la generación del 27 establece una ruptura contra la hegemonía clasicista
de, por ejemplo, Menéndez Pelayo, lo hace en nombre de otra tradición y establece
un modelo que, si es vanguardista es, la mismo tiempo, arcaico (Góngora
establece una novedad inactual).187
187
Par una evaluación del marco general en el que se produce la celebración, cfr Egido (2009). La
autora hace especial hincapié en la serie de “deudas” que los miembros de la nueva generación
tuvieron (y que en muchos casos se ocuparon de borrar de la historia que ya en ese momento
estaban construyendo) con sus predecesores. Allí, Egido considera las obras críticas de autores
como Antonio Machado, Azorín, Ortega y Gasset; y fuera de España, la labor de Pedro Henríquez
Ureña y fundamentalmente Alfonso Reyes. En segundo término, Egido establece cruces entre el
246
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247
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
189
Diego publica sus intervenciones sobre Góngora y/o sobre otros poetas del siglo XVII en Revista
de Occidente (“Un escorzo de Góngora” en 1924, “Don Luis de Góngora y Argote” en 1925, “El
virtuoso divino Orfeo” en 1926), Revue Hispanique (“Alfonso Reyes: Cuestiones gongorinas:
necesidad de volver a los comentarios” en 1926), La Gaceta literaria (“Balance del gongorismo” en
1927) y en su revista Carmen (que incluye el suplemento Lola). Como podrá verse, a esas
intervenciones se suman las Antologías de 1927 y 1932/1934. Para la bibliografía detallada de
Diego en este período, cfr. la incluida en la biografía de Gerardo Diego de Antonio Gallego Morell
(1956).
248
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
Gracias a ese punto de vista, se hace visible para el visitante el modo en que esas
figuras (en consonancia con las hipótesis de Ortega de 1915 sobre el movimiento)
se corresponden con el arte expresionista del presente:
…que les presta una curiosa familiaridad con ciertas expresionistas
actitudes de la escultura y de la danza modernas. Y he aquí cómo
Berruguete “hace –sin saberlo– el Mestrovic o el Sakharoff” gracias a una
postura obligada y fortuita (Diego, 1924: 76-77).
249
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250
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estética según nuestro módulo” (Diego, 1924: 85), un Góngora que, lateralmente,
es asociado a la noción de “Barroco”, pero sin asignar al concepto mayor
relevancia. Otro de los factores que intervienen en la “contemporaneidad” de
Góngora es la ambigüedad entre humorismo y poesía como factor más “actual” de
su arte. Aquí se esbozan correspondencias posibles, por ejemplo, con Erik Satie.
Más allá de las correspondencias sugeridas, lo más relevante de la postura
de Diego es el énfasis señalado una y otra vez sobre el problema fundamental de
la lectura, dimensión que se asume en toda su complejidad: “¿Somos nosotros, la
humanidad-público, los que giramos en torno a las eternas imágenes, o son ellas
las que, como venus de escaparate, nos huyen perennes sobre su eje?” (Diego,
1924: 81). Lo inquietante de la pregunta sin respuesta que deja planteada Diego es
un factor temporal que reaparecerá en sus textos posteriores: el tiempo de las
imágenes y el tiempo de la mirada son cuerpos de un cosmos cuya verdad debe
buscarse en la fuerza que las hace girar. Sea una u otra la respuesta, lo que queda
definido es que esos giros nos deparan una eterna repetición de lo Mismo como
Otro.190
La siguiente intervención de Diego que anticipa la celebración de 1927 es la
reseña de uno de los antecedentes clave para el grupo, la premiada biografía de
Góngora (1925) de D. Miguel Artigas. La reseña, titulada “Don Luis de Góngora y
Argote” (Revista de Occidente, 1925), además de subrayar la relevancia del texto
de Artigas y sus hallazgos, incluye dos elementos destacables: el señalamiento de
las ambigüedades que recorren los debates sobre la “vuelta” de Góngora, sobre
todo con respecto a la Academia (la biografía de Artigas recibe el premio de la Real
Academia Española) y, en segundo lugar, la serie de hipótesis que plantea Diego
(a partir de los datos de la biografía) sobre el problema claridad/ oscuridad de la
poesía del cordobés que, como podrá verse luego, Dámaso Alonso despliega en
toda su magnitud. A su vez, el nombre de Artigas evocaba en ese momento otro:
Marcelino Menéndez y Pelayo (emblema del rechazo a Góngora), con quien, como
señala Aurora Egido, la relación que mantiene Diego es más compleja de lo que
suele pensarse, pues, más allá de proponerse como renovación crítica, tanto Diego
como Alonso no dejan de matizar las críticas y proponer una “reconciliación”
190
Muchos años después, Diego volverá sobre este artículo en “Nuevo escorzo de Góngora”
(1961), donde hará un balance de esos años y revisará el tipo de Góngora que cada uno de los
miembros de la generación había construido. Del mismo año es “Góngora en la Academia”.
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11). El vario criterio, por lo tanto, intenta diseñar una presencia y un rastro
(“ninguno de los textos que integran esta colección podría haberse escrito tal como
lo está, si el poeta no hubiese conocido de antemano los versos de D. Luis de
Góngora”, 1927a: 11) y supone “un corte transversal en la geología de nuestra
corteza poética durante tres siglos de evolución” (Diego, 1927a: 11). El universo de
“lo gongorino” que así toma forma, por un lado depende de un repertorio
previamente definido y explicitado a medias sobre el final de la Introducción:
superioridad plástica, creación de un nuevo léxico poético, audacias metafóricas y
sintácticas, artificio, resurrecciones arqueológicas de la lengua, etc.
Pero esa caracterización incluye también un ejercicio de ficción crítica
contrafáctica: ¿Qué hubiese ocurrido en el 600 si no hubiese habido Góngora?
Este recurso crítico podría ser puesto en relación con los deslizamientos
anacrónicos antes señalados en la medida en que tanto uno como otro propician
un extrañamiento del tiempo y de la lógica estéticas. En este último caso,
si suprimimos mentalmente a Góngora de nuestra historia, e intentamos
reconstruir hipotéticamente la evolución sin él de nuestra poesía, nos será
permitido conjeturar que el hastío de los tópicos renacentistas y el desgaste
resobado del lenguaje poético habrían precipitado a la poesía por un plano
inclinado de irremediable decadencia (Diego, 1927a: 45).
254
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
Otra de las variables que hacen de este ejercicio crítico un modelo para
pensar el funcionamiento del Barroco en el siglo XX es el principio de
reconstrucción: Diego señala que se trata de una “antología al revés”, en la medida
en que intenta encontrar el rastro de lo mismo (Góngora, pero podría pensarse,
también el Barroco), es decir, del “origen”, en lo otro (la serie de poemas que
vuelven a él), una tradición que, desde el comienzo, hace del retorno a ese origen
su principio. Por eso la antología renuncia a la fidelidad a los autores que la
integran (“no su personal estilo en autónoma plenitud, sino su filiación y genealogía
trabada hacia un antepasado, cuya atracción malogra en cierto modo su más
genuina calidad”, 1927a: 11); en cambio, los sacrifica en nombre de un único
nombre que, ausente, les da sentido.
Claro que esos dos señalamientos no deberían hacer perder de vista que en
Gerardo Diego el concepto de “barroco” no ocupa un lugar relevante. En la
Antología aparece sólo un par de veces (una asociado a Calderón, la otra a Sor
Juana) como sinónimo de lo desmesurado y, sobre todo, propio de un momento
posterior de la historia de la poesía y aún vinculado a las artes plásticas
(específicamente, a la ornamentación). Sin embargo, en la lógica hasta aquí
descripta, el modelo de lectura de Góngora que Diego desarrolla supone, visto
retrospectivamente, una participación decidida en el destino del concepto.
América Latina ocupa un lugar importante en la Antología. En primer lugar,
Diego subraya la presencia de las Indias en la poesía del cordobés: “visiones
americanas”, un “moderno exotismo” que, visto el recorrido posterior del Barroco,
es uno de los puntos de partida de su excentricidad.192 Pero “en compensación,
también las Indias se rindieron al gran poeta” (Diego, 1927a: 40): Domínguez
Camargo, Sor Juana. Ahora bien, ese principio de excentricidad (que otorga al
naciente mapa del Barroco mayor complejidad), cobra real dimensión con la
presencia de Rubén Darío como cierre de la Antología. Por un lado, porque –tal
como Diego y Dámaso Alonso repiten en muchas oportunidades– Darío hizo
posible que España se reencontrara con Góngora (y a su vez, dadas las “fuentes”
francesas de Darío, hizo que lo español se volviera una tradición insuficiente para
llegar hasta allí). Pero también porque Darío aparece en la Antología como
192
Como podrá verse en la Tercera Parte, José Lezama Lima hará de esa presencia americana en
Góngora uno de los fundamentos de la idea de América como espacio privilegiado del Barroco, su
destino.
255
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256
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a. Arqueología
Un aspecto sorprendente es que el texto que Dámaso elige para pronunciar el 16
de diciembre de 1927 en el Ateneo de Sevilla (ante una cincuentena de personas)
es, de su producción de la época, el más alejado de la letra gongorina. Pero “Escila
y Caribdis de la literatura española” (cuyo título original, con el que fue presentado,
es “La altitud poética de la literatura española”), pues de él se trata, no es tampoco
un trabajo filológico, sino más bien de historia literaria y, es posible afirmar,
determina las condiciones de legitimidad del trabajo filológico-crítico que en ese
momento se encuentra desarrollando.195
Ahora bien, “Escila y Caribdis de la literatura española” es una intervención
esencial en el marco de la vuelta de Góngora en la medida en que, como
procedimiento crítico, establece las bases de lo que podría denominarse una
“arqueología” de la crítica literaria española. Dámaso, precisamente, se dirige al
“origen” del criticismo y, a partir del análisis de su momento de emergencia,
establece una hipótesis sobre las condiciones que hicieron posible un relato
(desviado, o parcial) que sostuvo desde el siglo XVIII, con “los detractores
neoclásicos del gongorismo”, (Alonso, 1927b: 24), pero sobre todo desde el XIX –
“la crítica (así la llaman) se fragua en el siglo XIX” (Alonso, 1927b: 12)–, una
versión de la literatura española que la hacía coincidir con tres rasgos exclusivos:
realismo, popularismo, localismo. Pero, señala Alonso, hay otra variable que
colaboró con ese desvío y esa parcialidad: la mirada extranjera (fundamentalmente
alemana) de lo hispano, que, para llegar a esa versión necesitó, para comenzar,
negar la existencia de un Renacimiento español.
Si no es excesivo postular que se trata de una perspectiva de carácter
“arqueológico” es porque lo que indaga Alonso es el proceso de conformación de la
crítica y sus condiciones de desarrollo, es decir, a través de un análisis de su
surgimiento, pone en crisis la Historia de la literatura española y hace posible una
refundación:
195
Es precisamente este texto el que luego, en los Estudios y ensayos gongorinos (1955), libro en
el que se reúnen algunos de los trabajos escritos en 1927 y otros posteriores, ocupa el lugar de
Prólogo.
257
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
De este modo, lo que Dámaso establece es, por un lado, la artificiosidad de todo
Origen y, específicamente, la necesidad de, a partir de una versión compleja de
ese Origen, escribir otra historia del “espíritu literario español”. Una versión
compleja del Origen que conduce, ejemplarmente, a Góngora, pero que nace
también de él:
Todos hemos sufrido el influjo de esas ideas acerca de la literatura
española. Yo empecé a dudar de ellas por la consideración del caso de
Góngora. ¿Cómo un poeta de literatura entrañablemente hispánica, quizás
más profundamente hispánica y andaluza que otras que parecen poseer los
signos externos del españolismo, ha podido producir una obra, trasunto,
depuración irreal de la naturaleza, y, por tanto, cumbre de selección y de
eficacia universal? (Alonso, 1927b: 16).
Pero dado que se trata de una refundación, a partir del efecto Góngora, es posible
revisar toda la tradición (Edad Media, Renacimiento y Barroco, siglo XVIII, siglo XIX
y la época contemporánea) y plantear una nueva versión de lo español, concebida
por Dámaso como necesaria “revisión de los valores de la literatura” (1927b: 25-
26). Ahora bien, la tesis histórica de Alonso, a partir de esa verificación y de esa
revisión, sin embargo, no apunta al reemplazo, sino a la síntesis, manifestación de
una única sustancia. Sin embargo, esa síntesis no es conciliatoria; mantiene, más
bien, en suspenso, una “ley de la polaridad” que se verifica en todos los niveles de
análisis, incluso dentro de cada obra: “la literatura española […] ama o aborrece,
no tiene término medio […] Este eterno dualismo dramático del alma española será
también la ley de unidad de su literatura” (Alonso, 1927b: 27).
258
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
b. Inversión
Antes de haber leído en diciembre esta conferencia, Dámaso Alonso había
publicado ya su edición de las Soledades. Allí, además de la versión en prosa del
poema (que será analizada más adelante), se incluye el ensayo “Claridad y belleza
de las Soledades”, en el que se pone en juego una segunda estrategia teórico-
crítica: la inversión.
La estética de Góngora (la disputa en torno a ella) es planteada por Dámaso
a partir de la tensión entre luz y oscuridad (lo mismo ocurre, por cierto, en la lectura
de Lorca). Y si la estrategia, en este caso, es la inversión de la lectura tradicional
(Góngora es ahora “claridad y belleza”), en el mismo movimiento, Dámaso vuelve
esa tensión un problema más complejo. El punto de partida es la distinción entre
“dificultades vencibles e invencibles” del poema, pero, a partir de allí, el
procedimiento crítico hace que la claridad tenga, como condición necesaria, la
oscuridad: “sí dificultad. Pero, tras estas dificultades, la más rutilante iluminación”
(Alonso, 1927a: 89). Es decir, la postulación de la claridad no es sólo producto de
la constatación de una efectiva legibilidad del poema que hace que la “crítica
literaria oficial” española haya sido, antes que nada, incapaz; la claridad es,
fundamentalmente, producto de la oscuridad. Lo claro es el sentido que surge de
las tinieblas, como iluminación repentina, como apertura de lo “apretado” (Alonso,
1927a: 89), de lo “enredado” (Alonso, 1935: 131) o, como dirá la Máquina lectora
barroca muchos años después, como despliegue de lo plegado.
Lo que Dámaso Alonso instaura, forzado, arrastrado por Góngora, es un
modelo de lectura. Pero ese modelo de lectura no es, como podría pensarse (a
partir de metáforas de resonancia vulgarmente iluminista), mera luz. Pues no se
trata de la luz, sino de la iluminación como proceso y como experiencia de lectura;
iluminación que sólo es posible a partir del tránsito (del amor) por la oscuridad, por
la noche más cerrada. Como podrá verse luego, aquí puede determinarse una de
las claves para pensar el sentido de la pregunta filológica en Dámaso Alonso, pero
lo cierto es que, barrocamente, el amor por la palabra se juega en el claroscuro; no
en la luz, sino en el límite entre ella y las tinieblas. Al mismo tiempo, ese tránsito,
esa iluminación no es, al menos en primera instancia, mera intuición: “placer
cuasimatemático, la de la poesía de Góngora, de esa poesía que es la más
259
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
196
O, como puede leerse en La lengua poética de Góngora (1935): “Todo este largísimo período
[los versos 5-32 de las Soledades] se desarrolla como un hilo enredado y vuelto a enredar, pero
nunca roto, que se va amoldando a las más variadas y complejas formas sintácticas, hasta dejar
rotunda la madeja total, perfecta, exacta, resuelta con la limpidez de un problema matemático”
(Alonso, 1935: 131).
197
Escribe Góngora: “y si la obscuridad y estilo entrincado de Ovidio (que en lo de Ponto y en lo de
Tristibus fue tan claro como se ve, y tan obscuro en las transformaciones), da causa a que,
vacilando el entendimiento en fuerza de discurso, trabajándole (pues crece con cualquier acto de
valor), alcance lo que así en la lectura superficial de sus versos no pudo entender; luego hase de
confesar que tiene utilidad avivar el ingenio, y eso nació de la obscuridad del poeta. Eso mismo
hallará V. m. en mis Soledades, si tiene la capacidad para quitar la corteza y descubrir lo misterioso
que encubren”. Para la carta citada y el análisis del enfrentamiento entre Lope y Góngora, cfr.
Orozco Díaz (1973).
260
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
Señala Melchora Romanos que esta tensión entre luz y oscuridad deriva de
la vieja (y, desde el siglo XX, complejizada, si no perimida) división de la obra de
Góngora en dos épocas (la clara, conformada por los romances, letrillas y décimas,
más algunos de los sonetos; la oscura, por el Polifemo, las Soledades y el
Panegírico al Duque de Lerma) y, a partir de allí, de la frase de una de las Cartas
filológicas de Francisco Cascales (“de príncipe de la luz se ha hecho príncipe de
las tinieblas”), frase evocada desde aquel momento para sostener la idea de
Góngora como poeta oscuro (cfr. Romanos, 1991: 33).
Para desandar ese camino, Dámaso Alonso, 198 no sin fundamentales
antecedentes, emprende, en “Claridad y belleza…”, la tarea, de “tono combativo”,
como reconoce luego, de determinar el marco general de legibilidad de la obra de
Góngora –y específicamente del “centro del gongorismo”, las Soledades. Se trata
de uno de los textos fundamentales del 27, que, dada su inclusión en la célebre
edición del poema y, fundamentalmente, el registro (se trata de un texto destinado
a un lector no necesariamente especialista), supuso la instauración de un nuevo
estado de la cuestión de gran alcance. Se plantean por lo tanto los problemas
fundamentales del poema y las líneas filológico-críticas que, a partir de nuevas
bases, deberán recorrerse.
Dámaso plantea, por otro lado, el problema del concepto de “barroco”. Si
bien el uso del concepto es en este caso ligeramente más decidido que en Gerardo
Diego, lo que nuevamente se verifica es que 1927 es un momento de tránsito (de
la arquitectura y las artes plásticas a la literatura) y Alonso no es una excepción, en
la medida en que es necesario aún recurrir al espacio arquitectónico como término
de comparación y verificación de la condición barroca de determinado texto. Sin
embargo, en ese uso por parte de Dámaso, aparece otra variable de mayor interés:
el problema del límite (histórico) que supone Góngora (y también el Barroco): “Su
originalidad es la del artífice rabiosamente anhelante de superar perfecciones.
Góngora es el último término de una poética; resume y acaba; no principia”
(Alonso, 1927a: 72). Góngora aparece aquí, por lo tanto, como “último resultado de
198
El texto más específico de la época sobre el problema de “los dos Góngoras” es, sin embargo,
La lengua poética de Góngora, ganador del Premio Nacional de Literatura de 1927 y publicado en
1935. Allí se lee, sobre este tema: “Espero así probar la falsedad de la separación tradicional en el
arte de Góngora y cómo en el poeta de las obras más ‘claras’ está en potencia el autor de las
Soledades y del Polifemo, hasta tal punto, que entre las dos épocas en que tradicionalmente se
divide su poesía no puede fijarse un límite cronológico definido: la una va dando origen a la otra, y
lo que caracteriza a la segunda no es más que la intensificación en el pormenor y la densificación
en el conjunto de lo que era ya propio de la primera” (Alonso, 1935: 15-16).
261
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
262
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
c. Desmitificación
Este problema conduce directamente a la tercera dimensión de la intervención de
Dámaso, la actualidad/ contemporaneidad de Góngora, tema al que dedica (más
allá de ser un problema presente en muchos momentos de la producción de esta
época, por ejemplo en “Alusión y elusión en la poesía de Góngora”, de 1928) dos
textos exclusivos: “Góngora y la literatura contemporánea” (1927/1932),201 y “Una
generación poética (1920-1936)” (1948), en el que vuelve sobre los mismos
problemas y redefine algunas de las ideas desarrolladas en ese texto inaugural. La
estrategia, en este caso, puede pensarse como “desmitificación” en la medida en
que Dámaso se propone establecer un criterio estilísticamente riguroso para
determinar esa posible contemporaneidad del poeta, lo que supone, antes que
nada, distinguir dimensiones de análisis y estimar el valor de cada una. Se trata de
una contemporaneidad que, por ejemplo en Lorca, había sido casi un punto de
200
Como podrá verse más adelante, Egido (2009) parecería perder de vista este último movimiento.
201
Aclara Alonso en Estudios y ensayos gongorinos (1955): “trabajo escrito en 1927, se imprime tal
como salió en 1932. Como documento o testimonio de nuestras posiciones en el año del centenario
de Góngora” (Alonso, 1955: 532). Tal como podrá verse, los fragmentos que por razones lógicas no
pueden sino ser agregados de 1932 señalan una distancia con respecto al furor inicial.
263
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
partida indiscutible: “Góngora ha sido maltratado […]. Hoy su obra está palpitante
como si estuviera recién hecha” (1926a: 1002).
Ya en “Claridad y belleza…”, Dámaso formula una hipótesis sobre la posible
contemporaneidad de Góngora. Si el uso radical de la hipérbole (“hipérbole de
segundo grado”) es “uno de los puntos en que su poesía está más distante de la
nuestra, y adonde el gusto moderno más se resiste a acompañarle” (1927a: 83), en
cambio, la necesaria carencia de interés novelesco, la acerca al presente:
Es éste uno de los mayores aciertos de Góngora y uno de los que más le
aproximan al gusto de nuestros días: basta pensar en el desmoronamiento
actual de la novela, o, en otro orden, en los nuevos caminos –puro placer de
las formas– que han abierto a la pintura el cubismo y sus derivaciones
(Alonso, 1927a: 86-87).
264
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
absoluto del gusto (los preceptos neoclásicos) y por lo tanto reacciona contra su
pasado, haciendo de Góngora la representación máxima de los defectos contra el
buen gusto, la verdad poética, etc. El siglo XIX comienza la lenta reivindicación de
figuras literarias del XVII: el romanticismo alemán trae el culto a Calderón, el
positivismo a Lope de Vega, pero hacia fin de siglo, la generación del 98 y la
escuela modernista son las primeras manifestaciones de la “revolución literaria”
que va a tener lugar y que conducirá a Góngora; las tendencias más radicales se
producen fuera de España y comienzan a llegar durante los últimos años de la
Gran Guerra. Las marcas distintivas de esa renovación son: arte antirrealista y
preocupación por la forma.
En principio, la lógica con la que Dámaso lee la historia literaria y sus
procesos de transformación parece responder al principio básico de la novedad.
Por lo tanto, no puede sino leer el presente como profundización y radicalización
de ese principio: “ahora no sólo la forma externa, sino también la materia estética y
la finalidad misma de arte” (Alonso, 1927/1932: 537) separan a las nuevas
tendencias no sólo de las anteriores, sino de toda la tradición –tal como en nota al
pie señala, esta perspectiva le resulta luego excesiva. Esa lógica incluye,
naturalmente, principios de resistencia y “supervivencias”, que hacen que la
renovación encuentre su mayor enemigo en “los supervivientes del positivismo
[que] están viviendo del caudal ideológico de Menéndez y Pelayo” (Alonso,
1927/1932: 538).
Para comprender que el problema es aquí, aún, el “autor” y no la “obra”,
téngase en cuenta, por ejemplo, el pasaje siguiente: “el nombre de Góngora
arrastra consigo, no sólo a los promotores de las nuevas corrientes, sino también a
buen número de personas que no han podido vencer las dificultades del arte
actual, pero están en los aledaños de la comprensión” (Alonso, 1927/1932: 538).
En efecto, el “origen de la admiración actual por Góngora [se produce] de un modo
casi incomprensible y desde luego inconsciente y pintoresco” (Alonso, 1927/1932:
540). Y lo notable es que no es un fenómeno español: el recorrido comienza en la
escuela simbolista (fundamentalmente con Verlaine), a partir de allí lleva a Rubén
Darío (cfr. Parte Primera), quien luego difunde el nombre por los medios literarios
españoles. Dado que, desde la perspectiva de Alonso, sólo en la generación del 27
el rescate de Góngora se produce con “motivos serios”, toda la etapa que, según
265
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
266
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
hacer visibles las implicancias del uso del nombre de autor “como joya”. Al
incorporar la “obra”, Dámaso emprende una tarea compleja: la comparación entre
Góngora y aquellos que fueron concebidos o se declararon “herederos”. Para ello,
necesita aislar unidades que permitan definir “lo gongorino” y luego determinar las
zonas, en cada uno de los casos comparados, en las que ese gongorismo puede
ser puesto a prueba.
Por ejemplo, cuando Dámaso se enfrenta con la siguiente etapa del
gongorismo, ya en el siglo XX, el nombre que aparece es el de Rubén Darío. En el
poeta nicaragüense, lo que se pone en primer plano es Góngora como “autor”:
Dámaso reconstruye el recorrido de Darío, sus viajes a España y la estadía
intermedia en París (donde aprende la “lección gongorina traducida del francés”) y,
supone Dámaso, la ocurrencia, al volver a España, de “asombrar a los españoles
exaltando el nombre de un poeta proscrito en su misma patria” (Alonso, 1927/1932:
552, subrayado mío). Pero la pregunta siguiente (¿qué fue el gongorismo de
Rubén Darío?) encuentra nuevamente al mito: “Los mitos literarios se forman ante
nuestros ojos: tal creo yo que ocurre con éste” (Alonso, 1927/1932: 552). Por eso
la respuesta emprende nuevamente la tarea desmitificadora: “¿Hay algo en la obra
de Rubén que pruebe una lectura detenida, un conocimiento […]? La respuesta
tiene que se absolutamente negativa” (Alonso, 1927/1932: 552).
Ahora bien, ¿qué tipo de lectura realiza Dámaso para lograr esa
desmitificación? ¿Con qué criterio se determina la posibilidad de ser gongorino sin
ser Góngora y escribiendo tres siglos más tarde? Cuando, por ejemplo, somete a
evaluación el “Trébol” dariano antes comentado, concluye Dámaso:
El “Trébol” de sonetos denuncia: 1.) Lectura –no precisamente profunda– de
algunas poesías de Góngora: el romance “En un pastoral albergue”, tal vez
el soneto a un pintor belga, y los primeros versos de las Soledades. 2.) Falta
de conocimiento de las peculiaridades sintácticas y metafóricas gongorinas.
3.) Sentido de manifiesto crítico y profecía (el segundo soneto sobre todo).
Inútil buscar influencias o puntos de contacto en el resto de la obra de
Rubén Darío. La poesía de éste no se parece en nada a la de Góngora
(1927/1932: 558).
El apasionado punto de vista, como puede verse, es tan riguroso como, por las
mismas razones, problemático. En efecto, si bien en la lectura de los pasajes en
los que es evidente el intento de imitación (por ejemplo, sintáctica), el criterio
adoptado podría considerarse válido, o, en el mismo sentido, el rastreo de citas
permite verificar qué zonas de la obra de Góngora transitó efectivamente Darío, al
267
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
268
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[Los jóvenes] son [gongorinos] por el fervor hacia el poeta de las Soledades
y por la intención netamente estética. Pero no por espíritu de imitación ni
aun por coincidencias esenciales. Si las hay, predominio de la metáfora,
gusto por lo perfecto en muchos de ellos, etc., no son fundamentales, sino
adjetivas, y no vienen de Góngora, sino van a coincidir con Góngora, para
cobrar en su ejemplo augusto nuevo aliento y nuevo impulso. Góngora no
influye, reinfluye (Alonso, 1927/1932: 578).
269
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203
En 1948, Alonso continuará en esta línea: “tampoco literariamente se rompía con nada, se
protestaba de nada. La generación del 98 implica también una revolución literaria contra lo anterior.
El modernismo es una nueva técnica, tan destructora de lo viejo como constructiva de una forma y
una expresión nuevas. Los poetas de mi generación no abominan de los maestros ya famosos
(Unamuno, los Machado, Juan Ramón Jiménez)” (Alonso, 1948: 174).
270
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271
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Sin embargo, a lo largo de todo ese recorrido, Dámaso Alonso hace más. Hay,
para comenzar, una dimensión de su trabajo que el propio autor (más allá de que
sus estrategias no ahorran nada a la hora de erigirse, junto a los miembros de su
generación, en auténtico iniciador) no registra sino lateralmente y que conduce a
hacer de Góngora una experiencia. Así, el auténtico gongorismo siglo XX al que
Dámaso Alonso da forma (sobre la base –según aquí se propone– de las
operaciones de revisión arqueológica, inversión y desmitificación), debe buscarse
en uno de los pliegues del trabajo filológico, en el retorno a la intimidad con la letra
de Góngora, en lo que a priori supone un grado cero de la lectura de Góngora, en
la práctica que, luego (una posteridad lógica) de todo el trabajo, permite a Dámaso
leer el poema como por primera vez y volver a escribir las Soledades.
Dentro del corpus heterogéneo que 1927 produce, hay una zona –que
cuenta también con su tradición en la historia de la literatura española–
definida por
trabajos de “reescritura” gongorina. Esa zona incluye, por ejemplo, la Soledad
Tercera de Rafael Alberti o el esbozo titulado Soledad confusa de Federico García
Lorca;204 y debe distinguirse de aquellos textos (fundamentalmente poemas) que
hacen de Góngora o sus textos un tema directa o indirectamente aludidos (por
ejemplo, los incluidos por Diego en sus antologías), en la medida en que supone
una práctica de singular intimidad con la letra. Pero en ese corpus de reescrituras
debe incluirse también el particular ejercicio de la paráfrasis o, como el propio autor
lo denomina, de “traducción”, 205 es decir, la célebre prosificación de Góngora,
204
Cfr. al respecto el trabajo de Javier Pérez Bazo (1998).
205
Dámaso, además, utiliza en diversas ocasiones el concepto de “traducción” en un sentido
metafórico para referirse a la lengua poética de Góngora, o a su “mundo imaginario”, su “plano
273
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
llevada a cabo por Dámaso Alonso con las Soledades, práctica que retoma, tal
como fue planteado, una larga tradición de comentaristas dentro del gongorismo:
“los que tradujeron del español al español son varios” (Sabena, 2007: 16), al
menos desde Salcedo Coronel y su Polifemo comentado, de 1629: Pedro Díaz de
Rivas (1627, no publicado), Cristóbal de Salazar Mardones (1636), García de
Salcedo Coronel (entre 1629 y 1648), Joseph Pellicer de Salas y Tovar (1630).
Tradición en la que también debe incluirse una inflexión americana, el Apologético
(1662) de Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo.206 Se trata de una práctica que,
a su vez, retoma una tradición que se remonta a la Antigüedad: el “intercambio”
que define, en el origen de la poesía, la serie de “influencias recíprocas de la
retórica y la poesía” cuya expresión es “la antigua paráfrasis retórica” (Curtius,
1948: 216).
En función de los objetivos y el criterio adoptado en este trabajo, ese texto
se presenta como espacio privilegiado de indagación,207 en la medida en que no
sólo es un producto del trabajo filológico-crítico, sino que, incluso, encuentra en
ese trabajo su condición de posibilidad; y al mismo tiempo funcionan como
auténtico umbral de la práctica filológica, en la medida en que, posible sólo a partir
del ejercicio riguroso y de la práctica concreta (ecdótica) que reclama el
establecimiento de los textos para su edición o estudio específico, desborda al
mismo tiempo esa práctica (en su dimensión pragmática) para volverse, antes que
nada, deseo de escritura: escribir con Góngora (ser su voz), escribir contra
Góngora (invirtiendo su letra), escribir para Góngora (a su servicio, por filía). Con
Góngora: “He tomado siempre el punto de vista del autor” (Alonso, 1927d: 129).
Contra Góngora: “he tenido que ir destruyendo, verso a verso, estrofa a estrofa, la
radiante claridad poética, el iluminado mundo de estética intuición […] estas
cenizas, estas ruinas de belleza que aquí presento” (Alonso, 1927d: 128). Para
Góngora: “Esta versión […] me ha lleva a hacerla la indignación sentida al ver
cómo, estúpidamente, sistemáticamente, se repite […] que las Soledades son
totalmente incomprensibles” (Alonso, 1927d: 127).
irreal”, como resultado de la “traducción” de “una palabra cualquiera de la realidad”. Cfr. Alonso,
1927/1932: 545.
206
Alfonso Reyes, muchos años después, también participa, en esos términos, de la tradición de
“traductores” de Góngora.
207
“Este solo libro bien merecía la pena de organizar un Centenario”, afirma Diego (1927c: 92) en la
“Crónica del Centenario de Góngora” publicada en la revista Lola.
274
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275
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208
“Todo el arte de Góngora consiste en un doble juego: esquivar los elementos de la realidad
cotidiana, para sustituirlos por otros que corresponden, de hecho, a realidades distintas del mundo
físico o espiritual, y que sólo mediante el prodigioso puente de la intuición poética pueden ser
referidos a los reemplazados […] En el estudio de la metáfora es donde esta teoría tiene,
centralmente, su aplicación […] La tendencia central del arte de Góngora, y la que primero atrae la
atención del lector, es […] la que lleva a sustituir constantemente el complejo noción-palabra,
correspondiente a un término de la realidad circundante, por otro metafórico (sustitución total); pero
existe también en su poesía, y con la misma frecuencia, una sustitución más parcial y tímida, que
conservando […] la noción real, esquiva la palabra que a esa noción corresponde. Esta huida, este
aborrecimiento de la palabra que debía cubrir directamente a una noción, es lo que da origen a la
perífrasis. En la perífrasis, la imaginación describe un círculo, en el centro del cual se instaura,
intuida, la palabra no expresa” (Alonso, 1928: 92-93).
276
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una distinción básica entre las dificultades “vencibles” (la “inmensa mayoría”) y “el
reducido número de las [dificultades] que todavía no se han resuelto y que tal vez
nunca se podrán resolver. Son los fracasos del poeta. Fracasos expresivos, unas
veces […] Fracasos gramaticales, otras veces” (1927a: 89). Esos “fracasos” serán,
en la versión en prosa, los asteriscos que señalan “la imagen, sin asidero alguno
del lado de lo real, [que] queda tan vaga que podría cubrir a multitud de objetos, o
la alusión [que] es tan velada que nadie la podrá perseguir” y, del lado gramatical,
los casos en que “forzado el idioma, ha venido a caer en la anfibología o el
anacoluto” (Alonso, 1927a: 89). Además de los asteriscos, la versión en prosa
incluye unas Notas finales en las que esas dificultades son analizadas en detalle y
se ofrecen versiones divergentes de los comentaristas del XVII. Más allá de lo que
pueda decirse con respecto a la idea de “fracaso” del poeta, los asteriscos señalan,
en principio, el límite de la legibilidad.
Se abre aquí, entonces, una cuarta estrategia de lectura. Dice Dámaso,
evocando, en 1951, los años preparatorios del furor gongorino:
Fue allí [en Cambridge, 1924] donde primero me tropecé con los
comentaristas de Góngora, del siglo XVII. Los comentarios de Salcedo
Coronel, y las Lecciones solemnes, de Pellicer, tomadas por mí en
préstamo, me acompañaron largas noches, mientras rugía el viento
oceánico, en la “boarding house” de Miss Fulton, toda llena de gatos (que se
parecían a la dueña) y en la que los domingos no nos dejaban jugar al
“tennis”.
Y Góngora no era incomprensible, no era absurdo, no era vago, no era
nebuloso. Era difícil, ligado, perfecto, exacto, nítido. Era consecuente
consigo mismo, y con una larga tradición, en la que los últimos eslabones ya
habían sufrido un exacerbamiento estético, un prurito de algo que Góngora
intensificaba aún. La poesía de Góngora era una poesía-límite; no era, de
ningún modo, una poesía incoherente (1951: 310-311).
277
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209
En este punto cabe recordar que, según la historia del gongorismo trazada por Dámaso, en el
origen está “la lección gongorina traducida del francés” (Alonso, 1927/1932: 552) por parte de
Darío. A su vez, en esos años, Dámaso traduce a Joyce al español.
278
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Por eso es posible sostener que todo el tránsito de Dámaso es una experiencia
(lenta, larga) que sólo busca llegar al límite que nunca termina de llegar (lo que
llama “dificultades invencibles”, el brillo de los asteriscos en la versión en prosa).
Es allí, en la fatiga epistemológica señalada por el asterisco, donde toda la práctica
adquiere sentido (vital) en el límite del sentido, en la medida en que si por un lado
279
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280
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que viene a tropezar el lenguaje” (Foucault, 1966b: 70)212 sólo es legible a partir del
trabajo crítico que define un espacio vacío, “a la vez de exactitud y de invención”
(Foucault, 1967b: 621). Dámaso produce, de este modo, una voz, “como si fuera el
eco de otro discurso que dijera lo mismo, o de un mismo discurso que dijera otra
cosa” (Foucault: 1966b: 70): Dámaso Alonso, autor de las Soledades.
La filología se acerca, así, a la utopía de un “lenguaje neutro”. Caída la
posibilidad de sostener el derecho a la existencia de los meta-lenguajes, el lugar
que debe asignarse al texto de Dámaso es, por lo tanto, el del vacío (“espacio
neutro”) –cuya luz es de una “claridad neutra –día y noche a la vez” (Foucault,
1966: 81). ¿Quién habla? No importa, pues en ese espacio neutro “ninguna
existencia puede arraigarse” (Foucault, 1966: 75).
Evidentemente, la pregunta por el sentido es una versión de la pregunta por
el Origen. La filología, al enfrentarse con el Barroco, se encuentra ante la
necesidad de resolver el problema del Origen (Walter Benjamin, como podrá verse
en el próximo capítulo, hace de esa articulación el problema central). Es decir, el
origen supone, para la filología, la imposibilidad de sostener un origen simple (del
sentido) y, al mismo tiempo, la necesidad de permanecer atento a sus vestigios.
Entre la imposibilidad y el amor, se resuelve el lugar epistemológico de la filología.
Allí, la destrucción (las cenizas, las ruinas del poema) se revela como el precio que
el filólogo está dispuesto a pagar, a cambio de haber hecho (de volver a hacer
cada vez) la experiencia del origen.213
La versión en prosa, por lo tanto, no es tanto la persecución un significado
originario, cuanto una repetición de (la experiencia de) lo originario (“el puro afuera
del origen” según Foucault, 1966: 80), una escritura de la repetición. Afirma
Hamacher, leyendo a Freud:
El camino hacia la “interpretación” no es el camino hacia un significado. Es
el camino hacia la repetición de un lenguaje o hacia el re-cavar en un
lenguaje que se mantiene cubierto por otro. El movimiento de la filología es
el movimiento hacia el lenguaje de la primera amada, hacia el lenguaje
212
Esta filología sería, en este sentido, un momento del desplazamiento que propone Foucault de la
Retórica a la Biblioteca: “Hoy el espacio del lenguaje no está definido por la Retórica, sino por la
Biblioteca: por la contención al infinito de los lenguajes fragmentarios, que substituyen la cadena
doble de la retórica por la línea simple, continua, monótona de un lenguaje librado a sí mismo, de
un lenguaje que está obligado a ser infinito porque no puede ya apoyarse en el habla del infinito”
(Foucault, 1963: 288-289).
213
Como puede verse, este momento de la filología del Barroco funciona como antecedente
fundamental de la efectiva y completa articulación entre Barroco y arqueología filosófica, cuyo
despliegue tendrá lugar en la escena de 1972.
282
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
amado […] Filología significa lograr que el primer amor se pueda repetir,
que el primer amor permita la repetición (2010: 29).
Ahora bien, esa repetición supone –tal como se propuso más arriba– la invención
de un Góngora contemporáneo y no una pura mirada al pasado. Continúa
Hamacher: “No se repite lo pasado, sino lo que de él va al futuro. La filología repite
este proceso y busca del futuro lo que le falta del pasado” (2010: 29).
La escritura filológica funciona, por lo tanto, como práctica recorrida por la
tensión entre la máxima proximidad (intimidad, pliegue) y la máxima distancia
(produce otro texto que es una destrucción del primero) con la letra de Góngora.
Severo Sarduy, en esta dirección –aunque perdiendo de vista que hay otra
“mediación” entre Dámaso y Góngora, los comentaristas del XVII–, integrará esta
práctica de Dámaso Alonso a la escritura barroca (y neobarroca):
El desciframiento practicado por Dámaso Alonso envuelve a su vez –
muñecas rusas–, al comentarlo, el proceso gongorino de artificialización. Es
este comentario siempre multiplicable –este mismo texto comenta ahora el
de Alonso, otro quizá (ojalá) comentará éste– el mejor ejemplo de ese
envolvimiento sucesivo de una escritura por otra que constituye […] el
barroco mismo (Sarduy, 1972: ).
283
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
Dámaso establece, de este modo, una tensión entre lo fijo y lo moviente. Pero a su
vez, la versión en prosa (como proceso de ruina y como escritura del exceso) hace
de su precariedad una condición que se vuelve sobre las Soledades y las saca de
su dimensión acabada para volverlas legibles –el tiempo de la versión en prosa es,
por lo tanto, un tiempo indefinido, anacrónico, en la medida en que si por un lado
nace como texto siempre postrero,214 por otro, en la medida en que vuelve sobre el
movimiento del decir, se coloca, simultáneamente, como palabra originaria.
En ese movimiento debe buscarse la condición que define la constitución de
una máquina de lectura: “En tanto polémica, la filología continúa el proceso de
formación lingüística y va más allá del status quo ya alcanzado, va más allá del
status ante corruptionem y sobrepasa hiperbólicamente cualquier estado que
pueda fijarse”. De este modo: “La filología es la parodia polémicamente generativa
de sus objetos, la auto-parodia continua del lenguaje. Cada lenguaje establece –
estructuras, funciones y significados– y cada uno continúa. Y como lenguaje y en
tanto lenguaje, también la filología” (Hamacher, 2010: 25-26). Este principio
explica, por lo tanto, la función de la repetición en Dámaso: es una “duplicación
inmanente de un lenguaje de estructuras, funciones y operaciones a través del
mismo lenguaje exactamente sin estructuras, funciones y operaciones” (Hamacher,
2010: 27).
La versión en prosa, por lo tanto, podría leerse en principio como el poema
menos la poesía. Dámaso, que planteó la irrelevancia de la inquietud por la
ausencia de contenido novelesco, sabe, sin embargo, que sin ese margen de
contenido novelesco no hay legibilidad. En este sentido, la versión en prosa podría
considerarse un texto escrito para ser olvidado. Un modo de completar el poema
para hacer posible la experiencia auténtica: un lenguaje sin contenido; y es por lo
tanto un modo de volver al poema negando su condición más íntima.
Pero no hay contradicción, pues dado que esa reconstrucción no hace más
que ir hacia los puntos ciegos, es en realidad un modo aún más radical del poema.
214
“Esta versión, por tanto, no debe leerse directamente. Leer los versos de Góngora y acudir a mi
traducción cuando sea necesario, eso es lo que recomiendo al lector” (Alonso, 1927d: 128).
284
Capítulo 5 Segunda parte. 1927
285
Escolio Segunda parte. 1927
215
Otro de los escenarios de 1927 es Buenos Aires. Si bien se trata,
fundamentalmente, de la llegada de los ecos de la fiesta gongorina española, hay
una prehistoria para este escenario y, en última instancia, el debate del Barroco se
posa sobre un problema mayor, la relación de las letras argentinas con las letras
españolas y, por otro lado, la relación de la vanguardia local con el modernismo
(paradigmáticamente, Leopoldo Lugones). Por esa vía, en 1927 se activa una
memoria del escenario: Rubén Darío en Buenos Aires.
Lo cierto es que en torno a la fecha gongorina (tanto por los efectos directos
de la efeméride, cuanto por el azar) se produce también en Buenos Aires un
momento filológico clave,216 en el que la tradición específicamente española se
cruza con los que habrán de integrar la gran tradición de latinoamericanistas. Pero
la fuerza de la escena está dada por el hecho de que Góngora, ejemplarmente en
el número de Martín Fierro dedicado al Centenario, logra reunir excepcionalmente
filología y vanguardia, aunque de un modo mucho menos orgánico que en España.
En efecto, en Argentina la euforia de la celebración, incluso en los casos en que se
acepta participar de ella, convive con resistencias.
El rastro más nítido del 27 porteño es, entonces, el número de la revista
Martín Fierro dedicado a Góngora (año IV, número 41, del 28 de mayo de 1927),
uno de los tantos espacios latinoamericanos en los que se registran ecos del
Centenario gongorino español que ya se preparaba y que tendría sus momentos
cumbres hacia fin de año. Pero también espacios como La Nación, La Prensa,
Síntesis y Nosotros, ven aparecer intervenciones gongorinas.
1927 es también en Buenos Aires un año intenso y en particular para la
historia del Barroco, que parece empeñado, como dirá la Máquina de lectura
muchos años después, en trasplantar una especie extraña. Lo cierto es que en
1927 está en Buenos Aires Alfonso Reyes (mientras publica sus Cuestiones
gongorinas), en septiembre asume Amado Alonso como director del recientemente
creado (1924) Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas de la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (hoy bautizado con su
215
Sobre la presencia de los españoles en Buenos Aires, cfr. el volumen de Irma Emiliozzi. El 27:
Ayala, Bautista, Diego, Lorca… en Buenos Aires (2009).
216
Para una relectura reciente de esta situación filológica, cfr. Link (2014).
286
Escolio Segunda parte. 1927
217
Sobre Reyes y la poesía barroca, cfr. Romanos (2009).
287
Escolio Segunda parte. 1927
288
Escolio Segunda parte. 1927
¿Cómo debe leerse esa resistencia? ¿Qué alcance debe darse a esa
distancia? ¿Qué la diferencia del terror de Marasso ante los peligros del
amaneramiento y lo exquisito218 que Góngora traería consigo (1927b: 35)?
La relación de Borges con el Barroco es compleja,219 pues lejos está de
resolverse en la proposición más citada que hace del Barroco, simplemente, “la
etapa final de todo arte” (1954: 9).220 Al contrario, cada “comienzo” de obra incluye
una lectura y un posicionamiento ante el Barroco. El primero de esos comienzos es
el que se desarrolla en esta escena, el del joven vanguardista, que inaugura sus
Inquisiciones (1925) declarándose hermanado en Quevedo con Torres Villarroel
(1693-1770), autor de una obra “breve en el tiempo, pues hoy está olvidada con
injusticia”, en la que “todas las cosas y otras muchas más están barajadas”, entre
ellas, “mucha desbocada invectiva” (1925: 9-11), rasgo que, a diferencia del
vanguardista, el Borges mayor censuraría en sus primeros ensayos, “imprudentes
recopilaciones” (1970: 81) de las que abjuraría hasta el cansancio. En este primer
comienzo (la obra de los años 20), sus propias “desbocadas invectivas”, de las que
Lugones sería directa e indirectamente –vía Góngora, vía Quevedo, vía Darío– uno
de los blancos dilectos, así como la prosa que “intentaba imitar prolijamente a dos
escritores españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo” (1970:
80), constituyen algunas de las marcas de su deliberada búsqueda de
“modernidad” –deliberación que Alan Pauls describió como una política del énfasis
que “descree de todo lo que sea directo” (2000: 12), que Borges mismo asoció con
la voluntad de ser moderno que se había impuesto entonces, como lo escribe en el
prólogo de 1969 incluido en la reedición de Luna de enfrente. Tal como señala
Emir Rodríguez Monegal,
Mientras escribe poesía ultraísta, [Borges] también investiga la poética
contemporánea, pero sobre todo investiga la poética de ese momento
privilegiado de las letras hispánicas que fue el Barroco español. Porque en
la poética del Barroco está la clave de la Modernidad. Es claro que Borges
no sería Borges si esa búsqueda (sistemática en su filigrana pero no en la
218
La idea de Marasso en este texto (mucho más neutra es su intervención en Martín Fierro) es que
el presente no está aún preparado para Góngora: “en el instante duro para las nobles aspiraciones
del espíritu, cuando no tenemos ni siquiera una traducción de Platón digna del Maestro, cuando las
fuentes están cegadas y se apaga la voz tímida de los que aún estudian entre el estruendo, es
bueno reservar la glorificación para los años más henchidos de contenido espiritual” (1927b: 35).
219
La bibliografía dedicada al tema no es abundante, pero ha resuelto sus aspectos fundamentales:
Rodríguez Monegal (1978), Pellicer (2001), Egido (2009), Gamerro (2010).
220
En 1964 dirá todo lo contrario: un escritor “al principio es barroco, vanidosamente barroco”
(1964: 9). En un caso y en otro, Barroco parece equivaler a concentración, a satura de
procedimientos.
289
Escolio Segunda parte. 1927
290
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
1. Introducción
Y sin embargo, no es sino hasta la intervención de Walter Benjamin que el Barroco
se vuelve, al ser concebido como idea [Idee], 221 un problema auténticamente
teórico y adquiere, además de unidad, una forma nueva de distancia con respecto
a las obras. Quizás sólo retrospectivamente, luego de la consideración de los
efectos de Benjamin, las escenas de 1908 y 1927 puedan inscribirse
decididamente en la historia del Barroco como Máquina lectora, en la medida en
que a partir de Benjamin todos los rumores del Barroco confluyen y se proyectan al
futuro como auténtica crítica del origen orientada a definir un método de lectura.
Por ello se trata, una vez más, y en esta oportunidad más decididamente que
nunca, de un objeto (el Barroco como Máquina lectora y las escenas de su historia)
de reconstrucción: no sólo la fama exclusivamente póstuma del autor y sus obras,
sino sobre todo la compleja inscripción disciplinar222 del Ursprung des deutschen
Trauerspiels hicieron que este texto pasara casi completamente desapercibido no
sólo para sus contemporáneos, sino incluso para gran parte del siglo XX barroco.
Quizás demasiado tarde se hizo visible hasta qué punto muchas de las dificultades
que acosaron la discusión del Barroco como problema teórico-crítico habían
encontrado ya, en Benjamin, su solución (entendida no como palabra final sino
como delimitación de un problema nuevo). Y sin embargo, esa ignorancia histórica
no dejó de otorgar coherencia a la historia de un problema cuya marca distintiva es
recomenzar en cada oportunidad y por lo tanto fundar, cada vez, un nuevo origen –
arruinado por definición.
La participación del Trauerspielbuch de Walter Benjamin en la escena de
1927 es, por lo tanto, una participación secreta; y también temporalmente
problemática, dados los saltos que median entre su “concepción” (1916), su
redacción (1925) y su publicación (1928)223 –una década larga que da al texto una
221
Para todas las referencias a la versión original de la obra de Benjamin incluidas a lo largo de
este trabajo, cfr. Gesammelte Schriften, 7 vol. (Benjamin, 1974-1989).
222
Complejidad presente en el comienzo de los problemas universitarios del trabajo: inicialmente
presentada en Historia de la Literatura alemana, fue, antes de ser rechazada, desplazada a
Estética. Cfr. carta a Scholem del 20-25 de mayo de 1925.
223
Publicación demorada, si se tiene en cuenta que en septiembre de 1925 ya está firmado el
contrato con la editorial y que en enero de 1926 las pruebas de imprenta están listas (cfr. cartas a
Scholem del 21 de septiembre de 1925 y del 14 de enero de 1926). Antes de la publicación, en
291
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
292
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293
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294
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
230
En el marco de la siempre compleja (por la decidida toma de partido que nunca oculta) visión de
la vida y la obra de su amigo que en sus libros y presentaciones expone, Scholem da una versión
de los hechos que lo coloca en ese lugar (y que, al mismo tiempo, funciona como uno de los
muchos casos en los que se hace evidente el reparto de roles, no desprovisto de intrigas y juego de
versiones, que a cada uno de sus amigos Benjamin asigna, como “representantes” imaginarios de
las fuerzas teóricas que atraviesan su pensamiento): “Sigue pareciéndome muy curioso el hecho de
que Benjamin hiciese, cuando menos ante dos hombres, Max Rychter y Theodor Adorno, hacia
1930, aquella observación según la cual el prólogo al libro sobre el Trauerspiel sólo podría ser
comprendido por quien conociese la Cábala –cosa que en el fondo hacía de mí, virtualmente, la
única persona capacitada para comprenderlo. Cada uno de ellos había oído esta declaración de
Benjamin de manera independiente, y ambos me preguntaron, más de veinte años después, si
estaba justificada, y hasta qué punto. Pero a mí mismo, que por así decir era el más idóneo para
ser objeto de una comunicación tal, no me hizo jamás, ni por escrito ni oralmente, afirmación alguna
en ese sentido, a no ser que se entienda como una implícita alusión al respecto la dedicatoria que
me escribió en mi ejemplar del libro: ‘A Gerhard Scholem, para que lo instale en la última Thule de
su biblioteca cabalística’, como si de algún modo esta obra tuviese su lugar adecuado en una
biblioteca cabalística. Acaso considerase […] los puntos de contacto del prólogo con las ideas de la
teoría cabalística del lenguaje” (Scholem, 1975: 132-133). Si esto vale para el caso del Prólogo, la
obra toda “perdió, con la muerte de Rang, su auténtico lector” (Benjamin, 1979: 342), confiesa a
Scholem en la carta del 19 de febrero de 1925.
295
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
231
Aclara Benjamin, antes del pasaje citado, el valor que le asigna a esa fuente: “Si a continuación
consideramos la naturaleza del lenguaje en base al primer capítulo del Génesis, no significa que
estemos abocados a la interpretación de la Biblia o que la tomemos por revelación objetiva de la
verdad como fundamento de nuestra reflexión” (Benjamin, 1916a: 66).
232
En efecto, el razonamiento aparece formulado casi del mismo modo en “La significación del
lenguaje en el Trauerspiel y la tragedia”: en el Trauerspiel se hace visible que “la naturaleza se ve
traicionada por el lenguaje y es esta formidable inhibición del sentimiento lo que se vuelve tristeza
[Trauer]” (Benjamin, 1916c: 332).
296
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
297
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
ilimitadamente, de algún modo, el gesto de caer. Pero para poder comprender ese
alcance histórico es necesario tener en cuenta el concepto de fin mesiánico de la
historia que Benjamin introduce en “La tarea del traductor” y que estaba ya
presente en “Trauerspiel y tragedia”, donde la oposición entre ambos tipos
dramáticos se establecía sobre la base de la diferencia de su posición frente al
tiempo: si el tiempo trágico es el tiempo histórico, el del Trauerspiel hace posible la
concepción de un tiempo realizado, pleno: “el tiempo mesiánico” (Benjamin, 1916b:
326-327).
La única referencia bibliográfica de su propia obra que Benjamin pudo incluir
en el libro sobre el Barroco como señalamiento de sus concepciones tempranas
del lenguaje, y como referencia al problema de la “historia natural” (que será
retomado más adelante), es, en efecto, “La tarea del traductor” [Die Aufgabe des
Übersetzers], escrito en 1921 y publicado en 1923 como prólogo a su traducción de
los Tableaux parisiens de Baudelaire. El problema de la traducción, presente ya en
“Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos”, tal como es
planteado aquí, cinco años después, permite comprender el horizonte último al que
conduce irremediablemente su concepción del lenguaje: una vez dada la confusión
de las lenguas, la traducción se vuelve el espacio de visibilidad del “sagrado
desarrollo de los idiomas” en la historia, desarrollo en el que las lenguas
(verificadas simultáneamente la exclusión que entre ellas se da como entidades
incompletas y la potencial forma en la que están llamadas a complementarse) “se
encuentran […] en una continua transformación, a la espera de aflorar como la
pura lengua [reine Sprache]233 de la armonía de todos los modos de significar”
(Benjamin, 1921: 81). Ese estado de armonía está (aún) oculto en las lenguas.
Pero Benjamin introduce, de este modo, otra temporalidad histórica: “si éstas se
desarrollan así hasta el fin mesiánico de sus historias, la traducción se alumbra en
la eterna supervivencia [Fortleben] de las obras y en el infinito renacer de las
lenguas” (1921: 81). De este modo queda definida la concepción histórica
233
“En este lenguaje puro, que ya no significa ni expresa nada, sino que, como palabra creadora e
inexpresiva, es lo que se piensa en todos los idiomas, llega al fin, como mensaje de todo sentido y
de toda intención, a un estrato en el que está destinado a extinguirse. Y precisamente él confirma
un derecho nuevo y superior para la libertad de la traducción. Su valor no procede del sentido del
mensaje, ya que la misión de la fidelidad es la de emanciparlo. La libertad se hace patente en el
idioma propio, por amor del lenguaje puro” (Benjamin, 1921: 86). Se respeta, en las citas, la
alternancia entre “lengua” y “lenguaje” por la que el traductor (H. A. Murena) opta para trasladar la
forma única alemana Sprache.
298
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
234
Asimismo, podría incorporarse a este corpus un trabajo escrito más adelante, ya durante la
elaboración del Trauerspielbuch, donde es retomado directamente: “‘El mayor monstruo, los celos’
von Calderón und ‘Herodes und Marianme’ von Hebbel” (1923).
235
“la experiencia de la Ilustración […] se diferencia de los precedentes siglos de la era moderna en
lo que aquí son sus rasgos esenciales […] fue además una de las experiencias o concepciones del
mundo de más bajo rango […] Una experiencia reducida a un punto cero, a un mínimo de
significación […] La consecuencia de la pobre experiencia de esa época, la razón del
sorprendentemente ínfimo peso específico metafísico, sólo se deja entrever al comprobar cómo
este ruin concepto de experiencia llegó a pesar en un sentido reductivo sobre el propio pensamiento
kantiano. Se trata de ese estado de cosas frecuentemente recalcado como de ceguera histórica y
religiosa de la Ilustración” (Benjamin, 1918: 76-77).
299
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
236
Por ejemplo, en el entregado a la Universidad de Frankfurt en 1925 en su postulación a la
Habiliación con el trabajo sobre el Barroco. Cfr. Benjamin, 1925: 26.
237
Para la visión de Benjamin de la obra de Wölfflin, cfr. su ensayo “Strenge Kunstwissenschaft.
Zum ersten Bande der Kunstwissenschaftlichen Forschungen”, de 1933.
300
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
238
Carta a Scholem del 22 de diciembre de 1924: “El objeto virtual del tratado será Calderón”
(Benjamin, 1979: 334).
239
Diferente es el caso de la noción de Einfhülung. Cfr. al respecto Tiedemann, 1965: 143.
301
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
240
El problema será retomado más adelante en este capítulo (sección 4.1.). En la carta aquí citada
(a Rang, del 18 de noviembre de 1923) puede encontrarse una consideración particularmente
significativa a propósito de la relación entre “la situación actual de la germanidad” y el lugar de la
comunidad judía en ese panorama.
302
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
“difícil de leer”, “desarrollo difuso”, “ininteligible”.241 Sin embargo, hay otra zona de
esa misma ilegibilidad que es la que resulta más específicamente relevante en
función del problema aquí tratado, cuya manifestación más evidente es la ausencia
del Trauerspielbuch en las bibliografías especializadas durante décadas (y visible
ya en los primeros años, luego de publicado el libro).242 Una de las señales más
nítidas de esa ilegibilidad243 a la que el Trauerspielbuch fue arrojado es la ausencia
de seguidores de la “solución” benjaminiana a las dificultades que supone el uso de
la palabra “barroco”, incluso luego de la recuperación y la consecuente circulación
de la obra del autor. Las ilimitadas discusiones que aún hoy suscita la definición del
alcance de “barroco” (ruina y simultánea gloria de un debate –visto el auténtico
delirio al que la voluntad de categorización puede llevar), sordas a los síntomas
que el siglo, desde el comienzo, manifestó –colocando a d’Ors entre las primeras
víctimas que sin embargo decidió entregarse a la felicidad de su patología– y
ciegas a la verdad de una letra que no logró desentrañar el enigma etimológico, se
241
Vale la pena citar los pasajes más significativos del dictamen de Cornelius, luego del cual se
sugirió a Benjamin retirar la solicitud de Habilitación: “El trabajo del Dr. Benjamin, cuyo contenido
debo examinar aquí desde el punto de vista de la ciencia del arte, es extremadamente difícil de leer.
El autor utiliza una multitud de palabras, cuyo sentido no considera necesario explicar, pero que no
poseen una acepción establecida o, aunque puedan ser comprendidas en su acepción habitual, no
dan un sentido claro en el contexto en el que son utilizadas. Por esta razón, no estoy en
condiciones de restituir el sentido de este trabajo, ni incluso de restituirlo al menos de modo tal de
garantizar mi interpretación […] El propósito de la introducción parece inicialmente ser la ciencia del
arte. Pero no me ha sido posible, pese a esfuerzos sostenidos y repetidos, obtener un sentido
inteligible […] La ciencia del arte conduce en fin a un desarrollo muy difuso sobre lo alegórico. Pero
no he llegado a comprender el sentido que tienen, para la ciencia del arte, esos comentarios […]
Dado que no podía discernir la contribución que el autor se proponía aportar a la ciencia del arte,
me dirigí a él mediante una carta pidiéndole me explicara en un breve resumen el contenido
científico de su trabajo. Recibí entonces de su parte un sumario de los diferentes aspectos de su
trabajo que él considera como su aporte científico. Pero no he logrado comprender esos
comentarios. Desconcertado, me dirigí al Dr. Adhemar Gelbt y al Dr. Max Horkheimer rogándoles
leyeran el resumen del trabajo del Dr. Benjamin y me dijeran en qué sentido podían interpretar esos
desarrollos. Ambos me respondieron que no lograban comprenderlos […] No puedo, en estas
condiciones, recomendar a la Facultar la aceptación del trabajo del Dr. Benjamin como tesis de
Habilitación, porque no puedo, pese a toda la buena predisposición que tengo con el autor, a quien
conozco, por cierto, por ser un espíritu penetrante y brillante, deshacerme de la idea de que con su
modo ininteligible de expresarse, que uno está obligado a interpretar como signo de una
incertidumbre relativa al fondo, no puede ser un guía, en ese dominio, para los estudiantes”
(Cornelius, 1925, cit. en Tiedemann, 1965: 381-383).
242
Carta a Max Rychner del 7 de marzo de 1931: “No encontrando el menor eco en ninguna de las
personalidades académicas de Alemania, mi libro sobre el origen del Trauerspiel alemán ha
probado qué distancia separa precisamente la práctica rigurosa de métodos académicos en la
investigación de la actitud vigente en la actividad científica idealista-burguesa” (Benjamin, 1979: 43).
243
Naturalmente, no es el único caso. Incluso un interlocutor tan cercano como Scholem, en más de
una oportunidad señala esa característica de los trabajos de Benjamin, por ejemplo en la carta del
14 de agosto de 1935, a propósito de uno de los escritos sobre Kafka: “tendrías que expresarte con
mayor claridad, sobre todo en el segundo capítulo; pero en parte, también en el tercero la
exposición es tan sumaria que, a mi entender, se hace casi ininteligible o da lugar a interpretaciones
falsas” (Benjamin/Scholem, 1980: 154).
303
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
En cambio,
desde el punto de vista de la filosofía del arte los extremos son necesarios y
el transcurso histórico es virtual. La idea […] constituye el extremo de una
forma o género que, en cuanto tal, no tiene cabida en la historia de la
literatura. Considerado como concepto, el Trauerspiel podría encuadrarse
sin problemas en la serie de conceptos clasificatorios de la estética. De
modo distinto se comporta la idea […], no determina ninguna clase ni lleva
dentro de sí aquella generalidad […] de la media (Benjamin, 1928a: 21).
304
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
244
“La salvación de los fenómenos que busca Benjamin coincide con la de su ‘conocimiento’, que
es material y se llama verdad. La verdad ya no es lo contrario del conocimiento puro y simple, cada
vez singular; implica el conocimiento singular como ese momento del que ella es la corrección”
(Tiedemann, 1965: 36). A su vez, “el mundo fenomenal […] quiere decir, en estética, la historia de
las obras de arte” (Tiedemann, 1965: 80).
245
Para la distinción entre trampa y traición, cfr. Deleuze y Parnet, 1977: 53 y ss.
305
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
246
El umbral de transformación que, para Benjamin, suponen, en ese momento (luego, con el
estudio del Barroco, aparecerá otro), los primeros románticos, hace de su propia concepción de la
“crítica” (a partir de la centralidad de la noción de idea) una inflexión del Romanticismo, entendido
como nacimiento de la crítica moderna (“del concepto romántico de crítica provino el concepto
moderno de crítica”, escribe Benjamin en una carta dirigida a Ernst Schoen en noviembre de 1918;
Benjamin, 1978: 203). Tal como afirma en la conclusión, “la categoría bajo la que los románticos
concebían el arte es la idea. La idea es la expresión de la infinitud del arte y de su unidad, puesto
que la unidad romántica es una infinitud. Todo lo que afirman los románticos sobre la esencia del
arte no es sino la determinación de su idea, así como la forma que, en su dialéctica de
autolimitación y autoelevación, lleva a expresión en la idea la dialéctica de unidad e infinitud. Por
‘idea’ se entiende, en este contexto, el a priori del contenido respectivo” (Benjamin, 1920: 156).
Pero aún, con la idea lo que adquiere dignidad es la crítica como práctica, a partir de una relación
compleja con las obras. Así cierra Benjamin su estudio sobre el Romanticismo: “La falta de
productividad poética que a veces se atribuye a Friedrich Schlegel no corresponde estrictamente a
su imagen, pues no pretendía ser poeta en el sentido de creador de obras. La absolutización de la
obra creada, el procedimiento crítico, constituían en su opinión el supremo cometido. Éste puede
306
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
quedar bien expresado en una imagen: la chispa del deslumbramiento –la sobria luz– extingue la
pluralidad de las obras. Es la idea” (Benjamin, 1920: 166).
247
En el Trauerspielbuch, sin embargo, también Descartes (pese a ser invocado sólo
circunstancialmente) es explícitamente identificado con el Barroco: “No es sólo el dualismo lo que
resulta barroco en Descartes” (Benjamin, 1928a: 214).
248
Esa contemporaneidad está definida por la tensión entre la dimensión lógica y la temporal, o,
como propone Tiedemann, cronológica: “si la Idea es lógicamente anterior, es cronológicamente
posterior a las obras singulares” (Tiedemann, 1965: 92).
307
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
308
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
4. Barroco y Ursprung
4.1. Ursprung de la era moderna
La segunda operación fundamental que Benjamin pone en juego en el
Trauerspielbuch –y que vuelve a esta obra un punto de inflexión en la historia de la
Máquina lectora– es hacer del Barroco el origen [Ursprung] de la era moderna.249
Esta idea, tan evidente como difícil de asir en el desarrollo del libro, encierra –como
en tantos otros casos de esta historia– todas las complejidades que se derivan de
dos variables básicas: el tiempo así definido (la modernidad) no es un tiempo
homogéneo (las “interrupciones” clasicistas hacen del relato un juego de
alternancias cuyo efecto es la elevación del punto de vista a un lugar protagónico);
y, en segundo lugar y en la misma dirección, su verificación depende de una
dialéctica entre la escena originaria y el presente que, en este caso transformada
en problema fundamental, supone un ejercicio comparativo plagado de peligros
metodológicos. Lo que ambas variables señalan es la constatación de que el
presente (su diagnóstico) es el terreno de todas las disputas.
¿En qué sentido puede sostenerse que el Barroco funciona como
postulación de un Ursprung de la era moderna? Uno de los movimientos
fundamentales de la primera parte del Trauerspielbuch es determinar el lugar y el
valor de verdad históricos que encierra el Trauerspiel –verdad histórica (auténtico
“contenido del Trauerspiel”) que se expresa como respuesta a la pregunta
fundamental del libro a propósito de la “situación teológica de la época” barroca. En
ese marco, Benjamin propone un recorrido histórico que determina fuentes (por
ejemplo, la bizantina) y continuidades (fundamentalmente, entre el drama religioso
249
“Al margen de una tradición historiográfica de orientación ilustrada, que había entendido la
modernidad como la historia de una experiencia polarizada hacia la construcción de un modelo de
razón, capaz de asegurar un progresivo dominio del hombre sobre el mundo, escenario éste de la
aventura humana y lugar de representación de su destino e historia, Walter Benjamin había hecho
notar ya en los años veinte el interés crítico que tenía la experiencia barroca cara a una
comprensión de la genealogía de lo moderno, inscrito ahora no tanto en la perspectiva de la
poderosa y optimista razón ilustrada, sino en la experiencia del Trauerspiel o drama barroco. En el
origen mismo de la experiencia moderna emerge esa forma de arte que es el Trauerspiel y cuyo
alcance no es otro que el de representar la experiencia de una época incapaz de establecer un
sistema seguro y cierto, un saber verdadero sobre sí misma. Y es esta dificultad, que acompaña a
la primera experiencia moderna, para darse un nombre, la que constituye la dimensión dramática de
la misma y la que alimenta un doloroso escepticismo” (Jarauta, 1993: 69).
309
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
medieval y el drama barroco). Pero esa continuidad, aclara Benjamin, “debe ser
leída como preliminar a ulteriores confrontaciones de los mundos espirituales de la
Edad Media y del Barroco” (Benjamin, 1928a: 62), dado que es esa diferencia (ese
quiebre histórico) lo que permite indagar la conformación de la experiencia
moderna, cuya variable fundamental es el proceso de secularización. En efecto, el
punto nodal de la dimensión histórica del problema depende del hecho de que
mientras que el “misterio” y la crónica cristianos [medievales] presentan la
totalidad del curso de la historia universal como “historia de la salvación”,
las “acciones principales de tema político” se ocupan meramente de una
parte del desarrollo histórico concreto. La Cristiandad, o bien Europa,
estaba dividida en una serie de cristiandades parciales cuyas acciones
históricas ya no pretendían estar integradas en la corriente del proceso de
salvación (Benjamin, 1928a: 63-64).
Así, Benjamin llega al punto histórico que se conforma como límite o umbral (la
alternativa es tan decisiva como difícil de determinar) de transformación:
El parentesco entre el Trauerspiel y el misterio queda puesto en cuestión
por la desesperación sin salida que parece ser obligatoriamente la última
palabra del drama cristiano secularizado (Benjamin, 1928a: 64, traducción
modificada).
310
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250
“Los pintores del Renacimiento saben mantener alto el cielo; en los cuadros barrocos la nube se
mueve oscura o radiante en dirección a la tierra” (Benjamin, 1928a: 65).
311
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oposición a otro término: el primer párrafo de Humano, demasiado humano pone cara a cara el
origen milagroso (Wunderursprung) que busca la metafísica, y los análisis de una filosofía histórica,
que, por su parte, hace preguntas über Herkunft und Anfang. Ocurre también que Ursprung sea
utilizado de un modo irónico y peyorativo. ¿En qué consiste, por ejemplo, ese fundamento originario
(Ursprung) de la moral que se busca desde Platón? ‘En horribles pequeñas conclusiones. Pudenda
origo’. O incluso: ¿dónde debe buscarse ese origen de la religión (Ursprung) que Schopenhauer
colocaba en un cierto sentimiento metafísico del más allá? Simplemente en una invención
(Erfindung), en una jugarreta de manos, en un secreto de fabricación, en un procedimiento de
magia negra, en el trabajo de los Schwarzenkünstler […]. Términos como Entstehung o Herkunft
marcan mejor que Ursprung el objeto propio de la genealogía” (Foucault, 1971: 1005-1008).
256
Por ejemplo: “Hay que cuidarse sin embargo de toda acepción trivial en cuanto a este ‘origen’
[…], sólo lo denomino así porque interviene en Walter Benjamin en calidad de concepto, éste
mismo dialéctico y crítico” (Didi-Huberman, 1992: 112).
257
Así, por ejemplo, Jacques Derrida: “La diferancia [différance] es el ‘origen’ no pleno, no simple, el
origen estructurado y diferante de las diferencias. La palabra ‘origen’, entonces, ya no le conviene”
(Derrida, 1968: 12).
315
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
En este sentido, los esfuerzos del Foucault de 1971 por establecer una distinción
tajante de términos, responden, probablemente, a las necesidades de un momento
radicalmente negativo de la arqueología, entendido como aquello que,
simplemente, “se opone a la búsqueda del origen” (Foucautl, 1971: 13). Así, para
sostener su rechazo de la noción de Ursprung, Foucault plantea que “el origen
siempre está antes que la caída, antes que el cuerpo, antes que el mundo y el
tiempo; está del lado de los dioses, y al narrarlo siempre se canta una teogonía”
(Foucautl, 1971: 20).
Uno de los efectos fundamentales de esta distinción –tal como se volvió
evidente con el paso del tiempo– fue la exclusión de Benjamin de la tradición
arqueológica –exclusión que en Didi-Huberman, un lector tan atento a Foucault
como a Benjamin, condujo a una afirmación como la antes citada (cfr. 1992: 112).
Pero Didi-Huberman, una década más tarde, vuelve sobre el texto de Foucault (y
sobre sus pasos) para realizar una acusación grave:
Foucautl radicaliza la discontinuidad (el contra-tiempo) a riesgo de perder de
vista la memoria (la repetición) […] Y todo su rechazo del concepto de
origen [Ursprung] va en este sentido: recusar la historia como búsqueda del
“lugar de la verdad”, ese lugar originario donde se diría “la esencia exacta
de la cosa”.
Además de que se comprueba filológicamente inexacto, ese rechazo del
Ursprung nietzscheano presenta el inconveniente de des-dialectizar la
noción de síntoma. Foucault enfrenta sin matices el modelo de las “raíces”,
que se supone continuo, a la voluntad genealógica de “hacer aparecer las
discontinuidades”. No imagina que las raíces pueden ser múltiples,
entrelazadas, fibrosas, rizomáticas, aquí visibles y allí subterráneas, aquí
fosilizadas y allí en constante germinación… El Ursprung mismo –Benjamin
hizo, desde 1928, su teoría– supone la discontinuidad y el carácter
anadiómeno, apareciente-desapareciente, de los filamentos genealógicos
(2002:175-176).
316
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317
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259
Cfr. al respecto los estudios de Hatzfeld (1964), Wellek (1963) y, más específicamente centrados
en el problema de los aportes de la filología alemana a los estudios hispánicos, Haensch (1996) e
Ingenschay (1996). Sobre Spitzer, cfr. más adelante en el presente capítulo.
318
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antes que nada, la huella de una imposibilidad (del conocimiento pleno) que, a
partir de la negación del uso vulgar, profano, instrumental, del lenguaje, logra
transformarse en un momento excepcional. Pero, por otro lado, esa práctica –
según su condición siempre frágil producto de la imposibilidad que la hace
excepcional– nunca encuentra su última palabra (al menos hasta la “consumación”
de la historia).260 Es decir, el pensamiento histórico se vuelve un trabajo presente y,
como tal, hace del origen algo que se está haciendo (y es por lo tanto, algo
siempre “imperfecto y sin terminar”), siempre nuevo. En Benjamin hay origen –
perdido y recuperable.
Esta concepción del Ursprung supone un punto de ruptura teórica que
determina, al mismo tiempo y por las mismas razones, un cambio en relación con
la historia del arte en general y un cambio en relación con la historia del Barroco en
particular. En el espacio de la historia del arte (y la literatura), en efecto, el
Ursprung benjaminiano funciona como puesta en crisis de la visión positivista: las
determinaciones, las causalidades, al ser arrastradas en el torbellino, son
arruinadas hasta el punto de conducir a la postulación de la ahistoricidad del arte.
Así, en una de las más relevantes cartas del período preparatorio, destinada a
Rang, del 9 de diciembre de 1923, Benjamin expone este alcance de sus hipótesis
de un modo quizás más extremo que en el libro:
lo que ha estado preocupándome es el problema de la relación de la obra
de arte con la vida histórica. Desde ese punto de vista, es evidente para mí
que no existe una tal historia del arte [...]. En términos de su esencia [la obra
de arte] es ahistórica [geschichtslos] (1979: 294-295).
260
Cfr. Agamben, 1982: 62.
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Es necesario insistir una vez más: lo notable en esta historia del anacronismo (que
se funda tanto en Benjamin como en Aby Warbug y Carl Einstein) es que, en su
exhaustividad en el análisis de las fuentes, descarta la variable barroca, no sólo en
relación con Benjamin, sino también a propósito de muchos de los historiadores y
críticos del arte anteriores (algunos de los cuales protagonizan la escena teórica de
1908, cfr. Primera parte); variable que, de ser considerada, permitiría comprender
que, si bien no exclusivamente, ese desgarramiento del saber se opera sobre una
serie de inestabilizaciones temporales para las que el Barroco, entendido como
supervivencia (en la medida en que nace a la Historia del arte recién a finales del
siglo XIX), se presta particularmente apto. Pero aún, porque entre anacronismo y
Barroco se establece un vínculo que afecta a uno y a otro hasta el punto en que es
posible afirmar, al mismo tiempo: el Barroco es anacrónico, el anacronismo se
origina en el Barroco.261
Por ello, en segundo término, en relación con la historia del Barroco, lo que
Benjamin prepara de este modo es la condición conceptual que hace posible (o
explica) su supervivencia histórica y, fundamentalmente, la posibilidad de su
repetición: “la dialéctica inherente al origen […] revela cómo la singularidad y la
repetición se condicionan recíprocamente” (Benjamin, 1928a: 29), pues lo que
Benjamin hace es “plantear la historia en términos de origen, y la cuestión del
origen en términos de novedad” (Didi-Huberman, 2000:127). Se pone en juego, así,
una supervivencia que –y éste es un rasgo esencial para comprender la
transformación del Barroco en Máquina lectora– no depende de las obras: “aún
261
Naturalmente, podría presentarse aquí un argumento antagónico, si se tiene en cuenta que es
Aby Warburg el autor central de los desarrollos de Didi-Huberman a propósito del anacronismo y
que en Warburg es el Renacimiento el período de estudio privilegiado. Sin embargo, la versión del
Renacimiento que allí se pone a funcionar tiene el valor de enturbiar, precisamente, la concepción
winckelmanniana. El problema merecería un desarrollo detenido que excede el tema aquí tratado,
pero vale la pena destacar que en un trabajo como el Atlas Mnemosyne el Barroco tiene su lugar,
por ejemplo en el Panel 70, titulado “Patética barroca del rapto. Teatro”. Cfr. Warburg (2003: 114).
320
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en tanto que fenómeno originario” (1965: 79), pero, aclara, ese origen no es ni
ontológico en el sentido heideggeriano,262 ni una verdad eterna o atemporal.263
Lo que cualquier lector que tenga presente el trabajo sobre el concepto de
crítica de arte en el Romanticismo alemán nota inmediatamente es que el concepto
de origen (y particularmente la noción de Ursprungsphänomen –cfr. 1928a: 29) en
Benjamin tiene como fuente fundamental la noción de Urphänomen de Goethe.264
Por ello la lectura de Tiedemann despliega ese vínculo, partiendo de la base de
que lo que Benjamin intenta es retomar “la tradición interrumpida de la ciencia
goethiana de la naturaleza” (Tiedemann, 1965: 81), pero teniendo en cuenta que
se trata de un desplazamiento del dominio de la naturaleza al de la historia:
Comprendí irrefutablemente que mi concepto de origen en Origen del drama
barroco alemán es una transposición rigurosa y perentoria del concepto
fundamental de Goethe, del dominio de la naturaleza al de la historia. “El
origen” es –teológica e históricamente diferente, teológica e históricamente
viviente– el concepto de fenómeno originario transpuesto del contexto
pagano de la naturaleza al contexto judío de la historia. “El origen” es el
fenómeno originario tomado en sentido teológico (Benjamin, cit. en
Tiedemann, 1965: 81-82).
Esa es la razón por la que Benjamin define la idea de forma artística, “por el hecho
de que allí es imposible separar el fenómeno y el contenido” (Tiedemann, 1965:
84). Así, puede comprenderse la centralidad de la lectura benjaminiana del Barroco
según los términos propuestos en este trabajo –específicamente, la conformación
del Barroco como problema teórico que establece una distancia compleja con
respecto a las obras. Señala Tiedemann:
Benjamin designa como origen la relación entre las obras de arte concretas
y su idea. Esas obras singulares reenvían a la totalidad de esa idea; no se
reducen jamás a sí mismas sino, más bien, son siempre un pasaje a la
totalidad (1965: 86).
322
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El enfoque doble por el que se revela lo originario define una unidad que se
fija, se cristaliza y allí es la monadología leibniziana la que es convocada. Pero, tal
como ocurre en Leibniz, hay, en la “dialéctica de las mónadas” una aporía “según
la cual las realidades históricas adquirirían, para devenir idea, la forma ‘cristalina’
de la unidad, sin que por ello esa unidad cristalizada deba comprenderse como
‘construida’” (Tiedemann, 1965: 84). Esa cristalización será, como podrá verse
luego, la de la alegoría como unidad barroca y, en términos generales, la del
Barroco como momento histórico (de vacilación) en el que el arte al tiempo que
dice su verdad, expone la verdad teológica de su tiempo.
El origen del Barroco, por lo tanto, reenvía al presente. El Barroco, desde la
perspectiva del origen, se vuelve un problema presente (es un modo de acceso a
él). No hay Barroco más allá de la inquietud que genera su vigencia. Hacer la
pregunta por el origen del Barroco –dada la entidad de la crítica fundada en la
perspectiva del origen– equivale a hacer la pregunta por el origen del presente. Un
presente transformado, lógicamente, en un tiempo igual de complejo –aquello que
Benjamin denominará Jetztzeit. 265 No casualmente, la tesis 14 de “Sobre el
concepto de historia”, tesis en la que Benjamin plantea este concepto, se inicia con
el epígrafe “La meta es el origen” (de Karl Kraus) y define la historia como “objeto
de una construcción”. El Jetztzeit es un modo no sólo de hacer “saltar el continuum
de la historia” o “un salto de tigre al pasado” (Benjamin, 1940: 188), es también un
modo de leer el presente como origen.
265
Benjamin altera el valor peyorativo que tiene el concepto, por ejemplo, en Nietzsche. Según
Agamben, lo mismo ocurre en Schopenhauer y en Heidegger. “Benjamin invierte esta connotación
para restituir al vocablo [el] carácter de paradigma del tiempo mesiánico” (Agamben, 2000: 140).
323
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266
La variable biográfica, más allá de los lugares comunes a los que en muchos casos conduce, no
debería, sin embargo, ser desestimada. Como podrá verse en la sección siguiente de este capítulo,
una lectura de su obra que operase en esa clave podría partir, por ejemplo, del problema de la
pobreza, problema al que Benjamin otorgó gran alcance teórico. Pero si se presta atención al relato
(biográfico y teórico al mismo tiempo) que en su abundante correspondencia se construye, no
puede dejar de resultar evidente hasta qué punto se trata del relato de un pobre. La experiencia de
la pobreza es, para comenzar, la del propio Benjamin –es claro: no se trata tanto de un pobre como
de un empobrecido (efecto indeseado de una elección vocacional fallida) –sin considerar la carencia
(entendida como modo de producción y, en última instancia, como modo de recorrer la Europa de
entreguerras) la imagen que se obtiene de Benjamin es al menos parcial.
267
La complejidad del “presente” se comprende en mayor medida si se incorpora la variable
complementaria. Tal como puede leerse en el Passagen-Werk: “De un modo análogo a como el
libro sobre el Barroco ilumina el siglo XVII mediante el presente, pero con más claridad, debe ocurrir
aquí con el siglo XIX” (Benjamin, 1982: 461).
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269
Uno de esos rostros, en 1933, es el del Ratón Mickey, que había nacido también en 1928.
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270
Para una consideración de la “diplomática dimensión de que se hallaba investida esta relación”
entre Benjamin y Hofmannsthal, cfr. Scholem (1975: 134). Según Scholem, aún antes de leer La
torre, el juicio de Benjamin estaba establecido, así como la posición que sostendría públicamente al
respecto: “No la he leído todavía. Mi juicio privado está ya establecido de antemano; y lo mismo
cabe decir respecto al que voy a publicar, que será el opuesto” (cit. en Scholem, 1975: 134). Lo
cierto es que, más allá de estas dudas, es probable que –en función de lo que puede observarse–
la lectura haya resultado una sorpresa para Benjamin.
271
Carta a Scholem del 6 de abril de 1925: “Hofmannsthal solicitó un juicio privado, personal, sobre
La torre, reversión [Umdichtung] de La vida es sueño de Calderón” (Benjamin, 1978: 377).
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voluntad “sólo tiene acceso a la forma, pero nunca a la obra singular bien hecha”.
Así, “es esa misma voluntad de arte la que explica la vigencia del Barroco tras el
derrumbe de la cultura alemana de corte clásico” (Benjamin, 1928a: 39). Es en “la
dimensión metafórica del lenguaje”, los neologismos, las “acuñaciones verbales
más violentas”, los arcaísmos, donde se exhibe el desgarramiento: “en tal
desgarramiento, nuestro presente refleja, hasta en los detalles de la práctica
artística, ciertos aspectos del talante espiritual del Barroco” (Benjamin, 1928a: 40).
Sin embargo, Benjamin se detiene también en una diferencia que conduce a hacer
del presente un tiempo de crisis aún más extrema:
en la Alemania del siglo XVII, la literatura, por poca atención que se le
prestase, contribuyó notablemente al renacer de la nación. En cambio, los
veinte años de literatura alemana a los que hemos hecho referencia para
explicar el renovado interés en el Barroco, representan una decadencia
[Verfall], por inaugural y fructífera que sea (1928a: 40-41).
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escribe Benjamin en la entrada del 24 de diciembre de 1926 del diario que será
luego su Diario de Moscú (publicado póstumamente). La escena navideña, íntima y
de viaje, define la situación en la que Benjamin se encuentra: una soledad que no
es sólo la del viaje, el desamor y la desilusión política, sino también la de la
marginalidad académica a la que el fracaso de la tesis de Habilitación lo estaba
conduciendo.
Si la escena es justa es precisamente porque el ciclo del Trauerspielbuch se
había iniciado, de algún modo, junto a Asja Lacis. Hundido ya en su pobreza
definitiva, Benjamin había decidido, luego de todo el trabajo preparatorio, salir de
Berlín para dedicarse a la escritura de la tesis. Su destino inicial, a comienzos de
1924, es Capri. Allí, en junio, conoce, tal como escribe a Scholem el 13 de junio de
1924, a “una letona, bolchevique, de Riga, que se dedica a la actuación y dirección
teatrales, una cristiana” (Benjamin, 1979: 318).Y Asja, indudablemente, abre una
calle nueva o más bien una bifurcación ética, estética y política para Benjamin. El 7
de julio, escribe nuevamente a Scholem: “todo tipo de cosas han ocurrido”, cosas
que no benefician necesariamente su trabajo, pero que, en cambio, han supuesto
“una liberación vital y una intensa atención a la actualidad del comunismo radical.
Conocí a una revolucionaria risa de Riga, una de las mujeres más excepcionales
que he jamás he visto” (Benjamin, 1979: 321).
Entre ese momento y la noche moscovita de 1926, además de haberse
enamorado de Asja Lacis, Benjamin había concluido (apresuradamente, dados los
plazos estipulados) su trabajo; lo había presentado, en mayo de 1925, en la
Universidad de Frankfurt y, tal como se dijo, había debido retirarlo, en septiembre,
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entre uno y otro libro que a partir de allí podían determinarse), lo cierto es que
muchos elementos de la elaboración del Trauerspielbuch no pueden leerse sino
como postulación de esas imágenes (metodológicas) que habrían de durar en su
obra. Para comenzar, en una de las primeras cartas dedicadas al comentario de la
escritura del libro, desde Capri, escribe Benjamin a Scholem (el 5 de marzo de
1924): “no tengo más que 600 citas, o más, pero dispuestas en un orden perfecto”
(Benjamin, 1979: 311). Y aún, el 22 de diciembre: “lo que sobre todo me sorprende
es que lo que he escrito esté hecho casi completamente de citas. El más loco
mosaico que pueda imaginarse, que, como tal, correría el riesgo de resultar tan
insólito en un trabajo de este tipo que al pasarlo en limpio haré aquí y allí retoques”
(Benjamin, 1979: 334). Más allá de que el producto final no coincida exactamente
con esa imagen (aunque, a su vez, algo de ese procedimiento permanece –el
problema será retomado luego), lo cierto es que esa elaboración es,
innegablemente, la aparición de un nuevo método de trabajo.
Pero el problema se vuelve más complejo (en cuanto a los niveles en que se
pone a funcionar el procedimiento de lectura), si se tiene en cuenta que ese rasgo,
a su vez, se vuelve una característica de los materiales mismos con los que
Benjamin trabaja. Escribe en el Trauerspielbuch:
[Lo] reducido a escombros, el fragmento altamente significativo, el trozo, es
el material más noble de la creación barroca. Pues es común a las obras
literarias de aquel período el acumular fragmentos incesantemente sin un
propósito bien definido […] a la espera permanente de un milagro” (1928a:
171).
Este pasaje vale no sólo en su sentido más evidente (es, ya –aunque esté
hablando del Barroco– una “definición” del proyecto aún no emprendido de los
Pasajes); al mismo tiempo, tal como podrá verse a continuación, señala el estatuto
complejo de la alegoría: entre objeto de estudio y punto de vista.
En esta dirección, la lectura de Adorno del fragmentarismo en el
Trauerspielbuch especifica esta articulación:
a pesar de la muy cuidadosa arquitectura del conjunto […] está construido
de tal modo que cada una de las apretadamente tejidas y en sí
ininterrumpidas secciones toma aliento, arranca de nuevo, en lugar de,
según el esquema del curso continuo del pensamiento, desembocar en la
siguiente (Adorno, 1955: 551).
Y agrega:
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6. Máquina lectora
6.1. Alegoría
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi
desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo
ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo
transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas
abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para
significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es
335
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todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en
todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro
caras que a un tiempo se dirige al oriente y al occidente, al norte y al sur.
(No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen
con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían un hallazgo de una imagen
equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de
falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración,
siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto
millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho
de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin
transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré,
sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
J. L. Borges. “El Aleph” (1945)
336
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catástrofe –su auténtico signo). En la catástrofe (un ciclo que une las guerras del
siglo XVII con las del XX) se define el sentido histórico y teológico de la experiencia
moderna en una alegoría fundamental: la calavera. La obra de Benjamin, tal como
fue planteado, tiene como “origen” el Barroco.
En ese marco, el ciclo de la alegoría se corresponde con los hitos históricos
que rigen la periodización de la era moderna (antes comentada) según Benjamin.
Además de su momento originario y premoderno, el medieval (“sería difícil
sobrestimar la importancia que para el Barroco tiene el reconocimiento del origen
cristiano de la concepción alegórica”, 1928a: 216), que supone la exclusión de la
Antigüedad 274 y del Renacimiento (el “origen histórico” de la alegoría), habría
fundamentalmente, por lo tanto, un momento barroco de la alegoría, un momento
romántico y un momento decimonónico (en Baudelaire) –además, de algún modo,
de un momento 1927 (como fecha representativa, momento que se extiende hasta
el final de su vida), en el que la alegoría se vuelve método de trabajo en la obra de
Benjamin. De ese ciclo, lo que aquí adquiere importancia es el contrapunto al que
Benjamin presta mayor atención: del Trauerspiel a Baudelaire –un ida y vuelta cuyo
producto es la conformación del punto de vista alegórico benjaminano.
274
“las tres fases más importantes en el origen de la alegoresis occidental están situadas al margen
de la Antigüedad, o en contra de ella: los dioses se proyectan en un mundo que les es extraño, se
vuelven maléficos y se convierten en criaturas” (Benjamin, 1928a: 222).
338
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(Benjamin, 1928a: 162), por un modo de instrucción misteriosa (1928a: 163), por lo
enigmático (derivado de los jeroglíficos egipcios, que adquirieron la condición de
“réplicas de las ideas divinas”, 1928a:163) e incluso por lo impenetrable.275 Así, “al
haberse infiltrado la emblemática en todas las regiones del espíritu, de las más
amplias a las más restringidas (desde la teología, las ciencias naturales y la moral
hasta la heráldica, la poesía de ocasión y el lenguaje amoroso), también era
ilimitado el repertorio de objetos en que podía inspirarse” (Benjamin, 1928a: 166).
El Barroco coincide, por lo tanto, con “una verdadera erupción de imágenes que
sedimentan en una multitud de metáforas caóticamente dispersas” (Benjamin,
1928a: 166). Esa proliferación de imágenes deriva en un rasgo esencial de la
emblemática barroca: a cada imagen alegórica corresponden significados
múltiples: “cada persona, cada cosa, cada relación puede significar otra cualquiera”
(1928a: 167), “la riqueza de esta ambigüedad es la riqueza del derroche” (1928a:
170). Allí radica la fuerza (a la vez religiosa y profana) de los objetos en la alegoría
–elevación y degradación. Una vez más el Barroco, de este modo, exhibe una
verdad del acto de significar: “La alegoría del siglo XVII no es convención de la
expresión, sino expresión de la convención” (1928a:168). La alegoría, podría
decirse, en función de su origen jeroglífico (de la presencia de la imagen), es una
escritura (sacra) que niega la lógica propia de la escritura alfabética: “El deseo por
parte de la escritura de salvaguardar su propio carácter sagrado (ella estará
siempre afectada por el conflicto entre validez sacra e inteligibilidad profana) la
empuja a la formación de complejos, a los jeroglíficos” (1928a:168). Se llega así, a
uno de los aspectos claves de la argumentación:
Esto es lo que sucede en el Barroco. Tanto en la apariencia externa como
en el aspecto estilístico (tanto en la contundencia de la composición
tipográfica276 como en lo recargado de las metáforas) lo escrito tiende a la
imagen visual (1928a: 168).
275
Este problema obliga a retomar lo planteado en la primera parte de este trabajo a propósito de
la centralidad del Ornamento en el nacimiento del siglo XX barroco. En efecto, al otorgar a la
emblemática un lugar ejemplar (y por lo tanto, al detenerse en momento en que el Renacimiento y
luego el Barroco recuperaron la experiencia del jeroglífico egipcio para fundar una nueva escritura
alegórica), Benjamin ingresa en la tradición vienesa del ornamento (cuyo desarrollo parte del
estudio del ornamento egipcio), actualizada en la alegoría como forma expresión ornamental. El
Barroco, precisamente, se distingue del Renacimiento por “la ostentación hierática [que] se hace
sentir con mayor fuerza” (Benjamin, 1928: 162).
276
Recuérdese en este punto lo señalado en el Escolio sobre Benjamin de la Primera parte a
propósito de las portadas de los dos libros publicados en 1928.
340
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perspectiva (“¿a qué vienen esas escenas de horror y martirio en las que se
regodean los dramas barrocos?”, 1928a: 213) no sólo sirve para explicar el modo
en que la emblemática funciona como fuente fundamental del Trauerspiel y justifica
la función del cadáver –su fragmentación como modo de despedazar lo orgánico “a
fin de recoger en sus fragmentos el significado verdadero” (1928a: 213). Al mismo
tiempo, define el horizonte teológico de la alegoría: “uno de los móviles más
poderosos de la alegoría es la intuición de la caducidad de las cosas y el cuidado
por salvarlas en lo eterno” (1928a: 220). Una vez más, Benjamin retoma –por
momentos literalmente– sus postulados originarios (1916): “la alegoría arraiga con
más fuerza allí donde la caducidad y la eternidad entran más de cerca en conflicto”
(1928a: 221). Como en 1916, es, junto a la caducidad, la culpa (es decir, la
“tradición al mundo”, la Caída y el Trauer consecuente) la que organiza un nuevo
modo de la significación:
La culpa no sólo acompaña al sujeto en la observación alegórica, quien
traiciona al mundo por amor al saber, sino también al objeto de su
contemplación. Esa visión, fundada en la doctrina de la caída de la criatura,
que arrastró consigo a la naturaleza, constituye el fermento de la profunda
alegoresis occidental […] Al estar muda, la naturaleza caída se entristece
[…]: es su tristeza la que la hace enmudecer […]. Así, lo que está triste tiene
la sensación de ser exhaustivamente conocido por lo incognoscible. Ser
nombrado (aun cuando el que nombra sea igual a los dioses y un
bienaventurado) quizás siga siempre entrañando un presentimiento de luto
[Trauer]. Y mucho más si lo que está en juego no es el ser nombrado, sino
tan sólo ser leído: el ser leído sin certeza por el alegorista y el cobrar
plenitud de significación sólo gracias a él (Benjamin, 1928a: 221-222).
343
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
de la materia”. Por ello Benjamin puede afirmar: “Antes de causar terror en el luto
[Trauer], Satán tienta” (1928a: 226). Satán es el origen del saber.
Por esta vía, Benjamin y Dámaso Alonso se encuentran en la escena de
1927: en ambos, el saber del Barroco coincide con una experiencia de iluminación.
Escribe Benjamin: “ese saber no adopta la forma de una luz interior, de una lumen
naturale que surge en la noche de la tristeza [Trauer], sino la de un resplandor
subterráneo que despunta en el seno de la tierra” (1928a: 226). A Benjamin, a
Dámaso les es dado hacer esa experiencia de hundimiento en el saber filológico:
A aquel que toma ese resplandor como objeto del rumiar de su pensamiento
se le enciende la mirada penetrante y rebelde de Satán. Esto confirma una
vez más la importancia de la polimatía barroca para el Trauerspiel. Pues
sólo para el que sabe puede algo adoptar una forma alegórica (1928a: 227).
Y aún más, este postulado benjaminiano permite comprender el motivo por el que
lo que está en juego aquí (en el trabajo con la metáfora gongorina, con la alegoría
del Trauerspiel) no es la revelación de una verdad oculta y originaria en su forma
vulgar, sino el hundimiento en la experiencia del lenguaje: “la intención alegórica
resulta tan opuesta a la intención encaminada a la verdad, que en ella se revela
incomparablemente el hecho de que la pura curiosidad dirigida hacia el mero saber
y el altivo aislamiento del hombre son una y la misma cosa” (1928a: 226-227).
El anteúltimo movimiento de la argumentación del Trauerspielbuch instaura
–como tantas veces ocurre en el razonamiento benjaminiano que señala el fin de la
posibilidad de la Erfahrung para poder volver a ella– el “cambio de dirección”, el
salto redentor gracias al cual el hundimiento en el universo caído conduce a un
despertar “en el mundo de Dios”, a “la salud de la salvación”:
La intención alegórica, rebotando de imagen simbólica en imagen simbólica,
caería en poder del vértigo de su propia profundidad sin fondo, si no fuera
porque la más radical de estas imágenes la obliga a un cambio de dirección
que hace aparecer como puro y simple autoengaño toda su oscuridad,
vanagloria y distanciamiento de Dios […] Pues precisamente las visiones de
embriaguez destructora, en las que todo lo terrenal se derrumba hasta
quedar reducido a escombros, no revelan tanto el ideal de la absorción
meditativa como el límite a que está sometida […] En esta imagen
[simbólica de la desolación] la caducidad [es] alegoría de la resurrección […]
En las señales de muerte del Barroco el enfoque alegórico termina por
cambiar de dirección, volviéndose sólo ahora hacia atrás en un arco
máximo, con ánimo de redención (1928a: 229-230).
344
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
“todo esto se desvanece como polvo en ese vuelco único en el que la absorción
meditativa alegórica se ve obligada a desalojar la fantasmagoría final de lo objetivo
y, abandonada por completo a sus propios recursos, se reencuentra a sí misma”
(1928a: 230). Pero ese reencuentro se produce “ya no lúdicamente en el mundo
terreno de las cosas, sino en serio, bajo el amparo del cielo” (1928a: 230). La
calavera adquiere rostro de ángel: se ingresa en la “absorción melancólica”. Y
Benjamin habla aquí, en primera persona. Es Angelus Novus, es Agesilaus
Santander: “nací bajo el signo de Saturno” (1933d: 192) escribirá Benjamin,
incorporando a su biografía 278 la “Doctrina de Saturno” desarrollada en el
Trauerspielbuch (la traición al mundo por amor al saber), en la que se expone el
modo en que “la teoría de la melancolía está estrechamente relacionada con la
doctrina de los influjos astrales. Y de éstos, sólo el más maléfico, el de Saturno,
podía regir el temperamento melancólico” (1928a: 140). Esa inscripción, que
produjo un debate fundamental entre los benjaminianos –de Scholem (1972), que,
al dar a conocer el texto en sus dos versiones, lee el nombre de Agesilaus
Santander como anagrama de der Angelus Satanas, a Agamben (1982), que
opone a la hipótesis satánica una versión de la felicidad–, permite subrayar el
modo en que en la figura del ángel adquiere rostro el concepto de Ursprung –en
“Agesilaus Santander”, bajo la enigmática forma de una carta de amor en la que lo
nuevo y lo originario coinciden (coincidencia que, precisamente, en la lectura de
Agamben, es el fundamento de una ética benjaminiana, orientada a la felicidad).
De un modo u otro, el “cambio de dirección” hace posible que Benjamin
pueda afirmar: “La alegoría termina por quedarse con las manos vacías” (1928a:
230). ¿Cómo debe leerse este anteúltimo movimiento del Trauerspielbuch? ¿Por
qué la alegoría se sacrifica? Para comenzar, porque la alegoría es (o más bien, se
vuelve, según el significado que le da Benjamin, según su razonamiento)
exposición de una verdad general sobre el ser del lenguaje (de los humanos),
llamado a ser “negado”, según el horizonte teológico. Escribe Benjamin:
El puro y simple mal, que [la alegoría] custodiaba en cuanto profundidad
duradera, no existe más que en ella, es única y exclusivamente alegoría:
278
Tal como ya fue planteado a propósito de otros momentos de su obra, la primera persona es una
dimensión siempre potente en el pensamiento benjaminiano. En relación con éste, señala Scholem:
“Detrás de muchos de los escritos de Benjamin hay experiencias personales, muy personales, que
desaparecieron al proyectarse en sus objetos de trabajo o fueron traspuestas por completo en
código, de modo tal que el profano no pueda reconocerlas o sospechar siquiera su presencia. Esto
es lo que ocurre, por ejemplo, con la teoría de la melancolía en Origen del drama barroco alemán”
(Scholem, 1972: 40).
345
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
Por lo tanto, los elementos alegóricos “no son reales y tienen la apariencia de lo
que representan sólo bajo la mirada subjetiva de la melancolía; son esta mirada
misma, que es aniquilada por sus propios productos, ya que lo único que significan
es su ceguera” (Benjamin, 1928a: 231). Esto se debe a que “señalan a la absorción
puramente subjetiva como aquello a lo que ellos deben exclusivamente su
existencia”. Es decir, el mal “se revela como fenómeno subjetivo gracias a la forma
alegórica que adopta” (1928a: 231). Si en la Biblia el mal surge con el saber y a su
vez Dios vio que era bueno cuanto había hecho, entonces “el conocimiento del mal
carece, por tanto, de su correspondiente objeto. El mal no existe en el mundo”
(1928a: 231). Sólo comienza a surgir en el hombre con el afán de juzgar y hace
que el conocimiento del bien sea secundario: “el conocimiento del bien y del mal
viene a ser, por tanto, todo lo opuesto a cualquier tipo de conocimiento efectivo. Y
al estar relacionado con la profanidad de lo subjetivo, no es en el fondo más que
conocimiento del mal” (1928a: 231). Llega Benjamin, así, al corazón de lo
alegórico, como experiencia de la Caída:
Por representar el triunfo de la subjetividad y la irrupción de un régimen de
arbitrariedad sobre las cosas, este conocimiento constituye el origen
[Ursprung] de toda contemplación alegórica. En el mismo momento de la
Caída la unidad de la culpa y el acto de significar emerge como abstracción,
delante del árbol del “conocimiento”. Lo alegórico vive en abstracciones, y
en cuanto abstracción, en cuanto facultad del espíritu mismo del lenguaje,
se encuentra en la Caída como en su casa [ist es im Sünderfall zu Hause]
(Benjamin, 1928a: 231).
Esto se debe a que el bien y el mal carecen de nombre, están “fuera del alcance de
la nominación, más allá del lenguaje de los nombres en el que el hombre del
paraíso nombró las cosas” (1928a: 231-232). Mientras para las lenguas el nombre
“no es más que una base donde echan sus raíces los elementos concretos”, los
elementos abstractos del lenguaje “están enraizados en la palabra que juzga, en el
veredicto”:
Mientras que en el tribunal de la tierra la vacilante subjetividad del juicio
queda anclada a la realidad gracias a las penas impuestas, la ilusión del mal
alcanza su conocimiento pleno en el tribunal celeste. Allí la subjetividad
declarada triunfa sobre cualquier engañosa objetividad del Derecho y se
incorpora a la omnipotencia divina en cuanto obra de “la suma sabiduría y el
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Por ello Benjamin puede concluir que “en la imagen del mundo propia de la
alegoría la perspectiva subjetiva queda, por tanto, totalmente absorbida en la
economía del todo” (1928a: 232). Hasta aquí el anteúltimo movimiento.
279
La revolución copernicana que la filosofía de la historia conoce en Benjamin conduce a la toma
de conciencia del hecho de que nada de lo que se manifestó en la historia “refleja […] el sol de la
gracia”; que la historia se reduce siempre a la historia natural. El primer documento de esa
revolución no es el Libro de los pasajes sino Origen del drama barroco alemán; la explicación del
concepto de historia natural en este último puede ayudar a determinar el concepto de historia
primitiva en la obra de los pasajes. La diferencia entre las dos obras salta a la vista: en el Libro de
los pasajes se trata de “comentar una realidad” –la del siglo XIX; Origen del drama barroco alemán
comenta textos literarios; la filosofía de la historia aparece aquí como la salvación de la alegoría
moderna; allí, aparece como la salvación de una realidad empírica. Lo que, sin embargo, permite
comparar las dos obras es el método de Benjamin, que, incluso en el Libro de los pasajes, abre el
“libro de los acontecimientos pasados” y se esfuerza por “leer como texto” “la realidad del siglo XIX”
(Tiedeman, 1965: 163).
280
En efecto, es un tema presente en la sección del Passagen-Werk titulada por Tiedemann “Libros
de los Pasajes. Primeras anotaciones” (compuestas entre 1927 y 1929), donde, por ejemplo, se lee:
“Paralelismo entre este trabajo y el libro sobre el drama barroco: ambos comparten el tema de la
teología del infierno. Alegoría, publicidad, tipos: mártires, tirano – prostituta, especulador”
(Benjamin, 1982: 848).
347
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del siglo XVII partiendo de Alemania, éste plantea el XIX desde Francia
(Benjamin/ Scholem, 1980: 178, traducción modificada).
348
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Es decir, “la alegoría es el antídoto del mito. El mito era el andar cómodo, del que
Baudelaire se privó” (Benjamin, 1938/1939: 197). Pero ese antídoto, esa salvación,
no supone una restitución simple; es, antes bien, una detención (“interrumpir el
curso del mundo”, 1938/1939: 186); es, tal como aparecía en el Trauerspielbuch,
una cristalización: “Lo que es afectado por la intención alegórica se separa del
contexto de la vida: se lo destruye y se lo conserva simultáneamente. La alegoría
se aferra a las ruinas. Ofrece la imagen de la inquietud petrificada” (Benjamin,
1938/1939: 185). Y una destrucción, no sólo de la apariencia: “Lo majestuoso de la
intención alegórica: la destrucción de lo orgánico y lo vivo –la extinción de la
apariencia” (Benjamin, 1938/1939: 189), sino también de lo orgánico: “El arrancar
las cosas de sus contextos habituales –que es normal cuando se exhibe
mercancía– es un procedimiento muy característico de Baudelaire. Se relaciona
con la destrucción de los contextos orgánicos en la intención alegórica” (Benjamin,
1938/1939: 189-190).
Como puede verse en esta última afirmación, la mercancía (la publicidad) y
la alegoría son dos formas idénticas y antagónicas: idénticas porque ambas operan
por sustracción y descontextualización; antagónicas porque si la primera es
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definido, según el horizonte melancólico, como Grübler, quien, “como tipo histórico
determinado de pensador, es quien se siente en casa entre las alegorías
(1938/1939: 189), y “cuya mirada recae, espantada, sobre el fragmento que tiene
en la mano, se convierte en un alegórico” (1938/1939: 197). Y también es definido,
con otra resonancia del Trauerspielbuch, por su “risa satánica” (1938/1939: 202).
Este gesto supone, por un lado, el establecimiento de similitudes (“En
Baudelaire uno se encuentra con una profusión de estereotipos como en los poetas
barrocos”, 1938/1939: 200), pero también de diferencias, por ejemplo, “la alegoría
en Baudealire lleva –en contraposición a la alegoría barroca– las huellas de la
ferocidad que se necesitaba para irrumpir en este mundo”, 1928/1939: 191; o: “La
alegoría barroca be el cadáver sólo desde afuera. Baudelaire también lo ve desde
adentro” (1938/1939: 206). La certeza que permanece, sin embargo, es un tipo de
continuidad (o de reaparición) en Baudelaire de condiciones clave del Barroco: “El
interés originario por la alegoría no es lingüístico sino óptico. ‘Les images, ma
grande, ma primitive passion’” (1938/1939: 208), o, como Benkamin plantea en “El
París del Segundo Imperio en Baudelaire” (1938): “Baudelaire gustaba de
ensamblar sus tesis en el contexto extremosamente, diríamos que en una
iluminación barroca” (Benjamin, 1938: 93).
Ahora bien, la alegoría en Baudelaire es un procedimiento excepcional
(“Baudelaire no fue sustentado por ningún estilo y no tuvo escuela”, 1938/1939:
176; “Baudelaire estuvo aislado como alegórico; en cierto sentido, su aislamiento
era el de un rezagado”, 1938/1939: 213) y anacrónico (o intempestivo): “Una
pregunta cuya respuesta queda reservada a la conclusión: ¿cómo es posible que
una conducta como la del alegórico, tan totalmente ‘anacrónica’ [unzeitgemäße]
por lo menos en apariencia, obtenga su primerísimo lugar en la obra poética del
siglo?” (Benjamin, 1938/1939: 197). Sin proponérselo, Benjamin define aquí la
condición del Barroco en épocas posteriores: es una forma de anacronismo y por lo
tanto un modo de extemporaneidad que, repentinamente, ilumina un producto
literario clave de la época. El Barroco no es un estilo literario o artístico que
vuelve,284 sino una forma de presencia parcial (tan inesperada como determinante)
que entrega al siglo XIX (y al XX) una verdad sobre la lectura como problema (para
el poeta, para el lector). Por lo tanto, la actualidad del Barroco en Benjamin no está
284
“Benjamin no estaba motivado por el deseo de rehabilitar un arcano género dramático, sino por
el deseo de actualizar la alegoría” (Buck-Morss, 1989: 36).
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definida por una nueva vigencia del “arte” barroco (no hay, en Benjamin, posibilidad
de un nuevo Barroco –lo que, desde algunas perspectivas, es el Neobarroco),285
sino, precisamente, por la conformación de una máquina de lectura (del pasado y
del presente) cuya clave, cuyo principio de funcionamiento es el Barroco. El motivo
(de que sea el Barroco) es, tal como fue señalado al comienzo, estrictamente
histórico (“el modo alegórico le permite volver visiblemente palpable la experiencia
de un mundo fragmentado, en el que el paso del tiempo no significa progreso sino
desintegración”, Buck-Morss, 1989: 36). El Barroco es el origen de nuestro tiempo
y por lo tanto un tiempo (una forma) con la que es necesario medir épocas
posteriores para alcanzar una definición del estado de la Erfahrung. Es decir, el
Barroco es el umbral en el que nuestro tiempo definió las condiciones en la que, de
ahí en más, habría de ser posible la recuperación de la experiencia en un tiempo
caído.
285
Al menos en este momento. Tal como quedó señalado, esa posibilidad es planteada en relación
con La torre de Hofmannsthal.
353
Capítulo 6 Segunda parte. 1927
El segundo:
en una alucinación, Santa Teresa ve que la Virgen deposita rosas sobre su
cama, y se lo comunica a su confesor. “No veo ninguna rosa”, replica él. “Es
a mí a quien se las ha traído la Virgen”, contesta la Santa
Y afirma, en relación con este último: “el ardiente éxtasis se salva al secularizarse
en la sobriedad de lo concreto cuando le hace falta, sin que se pierda una sola
chispa suya” (1928a: 232).
Benjamin llega, de este modo, a una postulación clave en la historia del
problema del Barroco: “La subjetividad confesa y ofrecida en espectáculo se
convierte en la garante formal [förmlichen Garanten] del milagro, ya que proclama
la acción divina misma” (1928a: 232). Benjamin, citando a Borinski, define el
Barroco como “expresión artística del milagro”, “ponderación misteriosa” (la
referencia es a Gracián, discurso VI de Agudeza y arte de ingenio), “intervención
de Dios en la obra de arte”. Así “la subjetividad, que se precipita en las
profundidades como un ángel, es sujetada por las alegorías y fijada en el cielo, a
Dios, gracias a la ponderación misteriosa” (Benjamin, 1928a: 233). Sin embargo, el
rasgo específico del Trauerspiel es que (a diferencia de Calderón, donde se pone
en pie la “apoteosis transfigurada”) su pobreza (Benjamin habla de “recursos
banales”, “flojo desarrollo de la intriga”) hace que no se produzca el acceso a la
“totalidad alegórica que en la imagen del apoteosis hace surgir algo heterogéneo
respecto de las imágenes del curso de la acción, algo que asigna a la vez el
comienzo y el fin de la Trauer” (1928a: 233, traducción modificada). Esa pobreza,
sin embargo, es la que mayor valor de verdad otorga al Trauerspiel: en las ruinas,
en los fragmentos “la idea de su proyecto habla con más fuerza”. La alegoría, así,
se detiene “en el último día” (Benjamin, 1928a: 233), es decir, antes de la
salvación.
La lectura (elemento que, tal como quedó señalado, está en el origen de la
escritura alegórica) alcanza de este modo su lugar necesario como proceso
siempre inacabado de recuperación de la verdad (la totalidad, la Erfahrung). En la
lectura, la alegoría se vuelve símbolo (y la palabra es salvada). Es decir, en la
lectura, el Barroco expone la verdad teológica al “rememorar”, una y otra vez, la
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287
“Los análisis tienen un impulso histórico (historia de una idea, historia de las poéticas), pero
alcanzan también un fuerte impulso teórico […] La intención teórica se manifiesta […] a través de
aquellas indagaciones particulares y concretas […] La teoría vive a través de los ejemplos de la
historia y con ellos se instituye, incluso si no se identifica ni con la fragmentariedad de los ejemplos
ni con una idea absoluta de la historia. De todos modos, el interés por las nociones y por la idea de
poética pertenece al discurso general de la estética y, de modo particular, al de la estética no
dogmática, de tipo fenomenológico” (Anceschi, 1984: 11).
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lo tanto, un tipo de trabajo a propósito del Barroco, una tradición que, sin perder de
vista problemas y autores del Barroco histórico, a su vez se independiza
parcialmente del trabajo con esas fuentes para volcarse a una indagación sobre el
Barroco como discusión con una historia propia. Sin dudas, se trata de una
tradición en la que Benjamin, por ejemplo, ocupa un lugar determinante, pero en
1955 el Barroco tiene su propia historia, una historia suficiente como para ser
indagado como variable del siglo XX, como problema estético del siglo XX. Textos
posteriores como los de René Wellek o Helmut Hatzfeld o algunas zonas de los de
Victor Lucien Tapié se inscriben en esa tradición, pero en esos casos se trata de
textos esencialmente bibliográficos y por lo tanto mucho menos preocupados por la
formulación de hipótesis atentas a la articulación con variables históricas o
específicamente estéticas del presente. Con Anceschi se consolida el Barroco
como concepto digno de la estética y, al mismo tiempo, como concepto válido para
sostener una Máquina de lectura.
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incluso una “invasión” del Barroco propiamente tridentino), para, a partir de ese
“origen” leer la negatividad del arte del siglo XX.
El mismo gesto se realiza en América Latina a partir de un corrimiento
territorial (el Barroco es América Latina) en Lezama Lima y en Haroldo de Campos.
El mismo gesto: en el caso de Lezama consiste en evitar la contrarreforma como
disolución de las “tensiones” que definen el arte barroco y proponer, a cambio, una
consigna estético-política: Barroco arte de la contraconquista. En el caso de
Haroldo de Campos, cuya obra, muchos años después, hará del Barroco el origen
secuestrado de la literatura brasileña, emprende, en 1955, esa tarea a partir de la
invención del Neobarroco como arte que invoca una tradición “revolucionaria”. Esa
invención del Neobarroco se produce, casi simultáneamente, también en Italia,
donde Gillo Dorfles hace del Barroco una herramienta de revisión de la arquitectura
moderna. En todos los casos, el Barroco coincide con la pura ruptura y supone el
establecimiento de una “salida” para el arte del presente. En 1955 la modernidad
vuelve a comenzar.
La escena de 1955 transcurre, así, en cinco escenarios. Italia/Brasil, 1951:
Gillo Dorfles lanza el concepto de neo-barocco, luego de haber fundado, en 1948,
en Milán, junto a Anatasio Soldati, Bruno Munari y Gianni Monet, el “Movimento per
l’arte concreta” –MAC. La referencia arquitectónica fundamental para ese neo-
barocco es la obra del brasileño Oscar Niemeyer. La obra de Dorfles es
contemporánea de la de Guilio Carlo Argan (por ejemplo, Borromini, 1951), en la
que el Barroco es sometido a nuevas perspectivas. Y aún, de la de Guido
Morpurgo-Tagliabue, Aristotelismo e barocco (1955), que proyecta la perspectiva
de Croce. Al mismo tiempo, Giuseppe Ungaretti publica en aut aut “Góngora al
lume d’oggi” (1951), luego de haber difundido sus traducciones de Góngora en Da
Góngora e da Mallarmé (1948). Y aún, Luciano Anceschi (antes comentado)
publica una serie de trabajos sobre la idea de Barroco que dan cuenta de la
consolidación de una tradición específica en el campo de la estética.
Brasil (entre San Pablo y Brasilia), 3 de julio de 1955: Haroldo de Campos
publica en Diário de São Paulo el breve ensayo “A Obra de Arte Aberta” en el que
lanza el concepto de neo-barroco, en el contexto de desarrollo de la poesía
concreta. Uno de los impulsos de ese movimiento fue el impacto producido por
Brasilia y, particularmente, la contemplación de las obras de Niemeyer (quien, a su
vez, comienza a funcionar para el panorama de la arquitectura internacional como
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290
“El giro tiene lugar en septiembre de 1947, cuando L’Architecture d’Aujourd’hui publica un
número especial dedicado a la nueva arquitectura brasileña. Esta aparición tuvo el efecto de una
‘bomba’ en la agencia de reconstrucción de Royan [ciudad destruida durante la guerra]. Todos los
proyectos […] serán afectados y transformados, del universo neoclásico monumental de los años
treinta […] hacia la modernidad y la invención de un ‘estilo años cincuenta’. El Brasil de Oscar
Niemeyer desempeñaría un rol no exclusivo pero sí fundamental. ¿Cómo explicar el impacto? El
número 13-14 de L’Architecture d’Aujourd’hui es, después de 1939, la primera aparición de una
revista francesa dedicada a un país extranjero. El contenido editorial se basa en el trabajo de
síntesis que había realizado el MOMA de New York, en ocasión de la publicación del libro Brazil
Builds y de la exposición homónima, consagrada a la nueva arquitectura brasileña en 1943” (Ragot,
2005: 373).
291
Esa apertura debe comprenderse en el marco de la “espléndida explosión modernista que se
produjo en Brasil durante los años 50 y cuyos resultados más sobresalientes fueron las Bienales
Internacionales de San Pablo, la creación de los museos de arte moderno, el surgimiento de la
bossa nova y la construcción de Brasilia. En literatura, la consolidación de las obras de João
Guimarães Rosa, Clarice Lispector, João Cabral de Melo Neto, los poetas concretos y Antonio
Candido, entre otros, significó el alcance de un elaborado y complejo lenguaje creativo. Más allá de
la megalomanía brasileña, seguramente pocos países puedan exhibir, a mediados de siglo,
semejante variedad y riqueza artístico-cultural” (Aguilar, 2003: 15).
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294
“la arquitectura moderna, más que un fenómeno de influencias mutuas, es el resultado de unas
exigencias culturales sentidas a la vez, y con intensidad, en países y ambientes distintos” (Dorfles,
1954: 132).
295
Por las mismas razones, el equívoco y hoy casi abandonado concepto de “posmodernidad” y,
sobre todo, su inflexión adjetiva, encontró en la arquitectura un espacio de despliegue menos
problemático, al designar un estadio posterior al dominado por el “movimiento moderno” –es
precisamente arquitectónico (según Calabrese, 1987) el origen del concepto.
371
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296
Para una consideración sobre el problema del revival en el debate italiano, cfr. Argan et alt.
(1974) El pasado en el presente. El revival en las artes plásticas, la arquitectura, el cine y el teatro.
297
Para una consideración a propósito de la posición liminar de este momento arquitectónico, cfr.
Primera parte, 1908.
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298
El presente, en realidad, aparece definido como “campo de acción […] escindido hacia
direcciones diversas y aún contrarias, las más importantes de las cuales son: el organicismo post-
wrightiano, el racionalismo lírico derivado del neoplasticismo y el organicismo racionalizado,
característico del la obra de Alavar Aalto y de la de algunos arquitectos neobarrocos brasileños”
(Dorfles, 1954: 129-130).
374
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“No parece admisible considerar el Barroco como un fenómeno cuya repetición ha sido múltiple y
cuya constancia se haya venido repitiendo, ni según el bizarro e irracional analogismo dorsiano ni
según el más concreto formalismo focilliano” (Dorfles, 1951: 16). La distancia con d’Ors que plantea
Dorfles es significativa, en la medida en que, articulando el ya comentado “clasicismo” que lo anima
y sus inscripciones políticas (el clasicismo como estilo dictatorial), celebra lo fallido de “profecía”
que llevó a d’Ors a hablar de un “mañana clásico”. Ese mañana es, para Dorfles, un hoy
neobarroco.
375
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303
Así, Aalto “conservó siempre encendida la llama de la razón, sin la cual la arquitectura corre el
riesgo de caer en el reino de lo onírico, lo irracional, lo surreal e incluso lo desordenado y lo
arbitrario” (Dorfles, 1951: 65).
379
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3. Haroldo de Campos
A circunstância era favorável. No Brasil edificava-se Brasília, a capital
futurológica, barroquizante e construtivista a um tempo, de Lúcio Costa e
Niemeyer [...] A arte da Era Jusceliniana foi a arquitetura e seu artista por
excelência foi o marxista Niemeyer [...] A então jovem poesia concreta [...]
não poderia deixar de refletir esse momento generoso de otimismo
projetual. Como o Plano Diretor de Brasília, nosso manifesto de 1958
intitulou-se Plano piloto e propunha “uma responsabilidade integral perante
a linguagem, realismo total; contra uma poesia de expressão, subjetiva e
380
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304
Los textos fundamentales del corpus barroco/neobarroco de Haroldo de Campos recorren toda
la segunda mitad del siglo: “A Obra de Arte Aberta” (1955), “Gregório de Mattos: originalidade e
ideologia” (1966), “Maurice Roche: a pele da escritura” (1969), “Uma arquitextura do barroco”
(1971), “Ruptura dos Gêneros na Literatura Latino-Americana” (1972), “Larvário Barroquista: Julián
Ríos” (1977), “Da Razão Antropofágica: Diálogo e Diferença na Cultura Brasileira” (1980a) “Sobre
Roland Barthes” (1980b), “Arte Pobre, Tempo de Pobreza, Poesia Menos” (1981), “Poesia e
Modernidade: Da Morte da Arte à Constelação. O Poema Pós-Utópico” (1984), “Lezama e a
plenitude pelo excesso” (1988), O sequestro do Barroco na Formação da Literatura Brasileira. O
caso Gregório de Mattos (1989a), “Uma Leminskíada barrocodélica” (1989b), Deus e o Diablo no
Fausto de Goethe (1991), Três (re)inscrições para Severo Sarduy (1995) y “Barroco, Neobarroco,
Transbarroco” (2002).
305
Si bien la antología de textos críticos y manifiestos Teoria da poesia concreta (1965) incluye
textos producidos desde 1955, una periodización como la de Aguilar propone como año de inicio
1956, pues “sus primeros manifiestos datan de noviembre de 1956” (Aguilar, 2003: 42).
381
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306
Dice Haroldo en una entrevista: “desde 1955, en el artículo sobre la ‘Obra de Arte Aberta’, yo ya
hablaba de ‘neobarroco’, o de la posibilidad de un ‘barroco moderno’, que en vez de aproximarse a
una obra cerrada, tipo ‘diamante’, tendiera a una obra abierta. Los rasgos barroqiuzantes aparecen
ya en mis poemas de los años cincuenta. Como ejemplo, cito los poemas ‘Lamento sobre o Lago
de Nemi’ (1949) y ‘Teoria e prática do poema’ (1976), cuyo título es ya una cita del Padre Antonio
Vieira, objeto de la célebre ‘Carta Atenagórica’ de la monja mexicana. Este rasgo también está
presente en el poema ‘Ciropédia’ y se mantiene en la serie de la ‘Fenomenologia da composição’,
en la que hay un cierto cultivo barroquizante que contrasta con las experiencias visuales más
geométricas, ‘minimalistas’. Es claro que explota de una manera vehemente en Galáxias” (1996:
218).
382
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haría famosa, la opera aperta (en otro cruce, por cierto, entre Italia y Brasil en
estos años),307 el breve ensayo de Haroldo de Campos retoma la vieja oposición
(clásico-barroco) para redefinir los sentidos de lo moderno, para redefinir las
alternativas que en ese momento se abrían, y lo hace a través de una noción que
otro (pero esta vez un futuro amigo,308 Severo Sarduy) también llevaría a la fama:
el neo-barroco. Sin embargo, cuando en 1972 Sarduy realiza su propio
lanzamiento (Neobarroco), según se desprende de diversos comentarios de ambos
autores, ignoraba el gesto inicial de Haroldo. Con el paso de los años, entre ambos
se desarrollará un fructífero diálogo,309 como podrá verse en la última escena.
Pensar la ruptura en términos barrocos supone invocar otra tradición
(incluso en relación con los escritores convocados por el artículo: Mallarmé y la
elipse, Cummings y la forma abierta, etc.) y rehacer el camino de la literatura
moderna, así como la historia de las vanguardias y las neovanguardias. La
pregunta que, a los efectos de alcanzar el problema aquí perseguido, es necesario
formular es cuál es la especificidad barroca del “neo-barroco” según la escueta
definición que propone Haroldo, e incluso, en qué sentido el Barroco es necesario
en esa definición, o, quizás, considerando la posibilidad de que no sea necesario,
por qué Haroldo apela, sin embargo, a él.
En este caso, como en tantos otros, debe avanzarse en dos direcciones
simultáneas. Hacia afuera del problema específico del Barroco, “A Obra de Arte
Aberta” permite inicialmente constatar una nueva inflexión de la disponibilidad del
concepto en el siglo, su convocatoria para pensar el arte del presente. Hacia
adentro del problema, la constatación es otra: el Neobarroco, como invención
conceptual, continúa el proceso de ampliación, de dilatación de los alcances del
Barroco, un proceso que conduce a su progresiva pérdida de especificidad. La
única conexión específica con la historia del Barroco que, en este punto, podría
establecerse es Mallarmé, nombre que, tal como quedó señalado en la escena
307
“Es curioso ciertamente que, algunos años antes de que yo escribiera Opera aperta, Haroldo de
Campos, en un breve artículo, hubiese anticipado mis temas de una manera en extremo
sorprendente, como si él hubiese reseñado el libro que yo aún no había escrito e iría a escribir sin
haber leído su artículo”, escribe Eco en el “Prefacio” a la edición brasileña de su libro. Cit. en Matta,
2000: XV.
308
“Meu primeiro contato com a literatura de Severo Sarduy se deu através de seu romance de
1967, De donde son los cantantes […] Mais tarde, vim a conhecer pessoalmente Severo em Paris
(no seu preferido Café de Flore) e ficamos amigos desde então” (de Campos, 1995: 3-4).
309
Dice Haroldo en la entrevista antes citada: “Sostuve con [Severo Sarduy] una correspondencia
que está dispersa y no se encuentra publicada” (1996: 218).
383
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anterior, fue una de las vías de acceso a un Góngora contemporáneo y que aún en
ésta continúa desarrollándose, por ejemplo en Giuseppe Ungaretti: Da Góngora e
da Mallarmé (1948).
El “barroco moderno” o “neo-barroco” equivale en el texto de Haroldo a
“obra de arte aberta”. Los conceptos y figuras (“vetores”, dice Haroldo) hacia (o
desde los cuales) el autor llega al neo-barroco son los siguientes: estructura pluri-
dividida o capilarizada, poema-constelación, organización circular de la materia
poética, silencio (contrapunto sonido-silencio), durée bergsoniana, espacio-tiempo,
círculo vico-vicioso, noción visual del espacio gráfico, flujo polidimensional y sin fin,
atomización del lenguaje, elipse, 310 cosmos metafórico, palabra fisible, sintaxis
experimental, desintegración y coagulación –una proliferación de conceptos tan
específica como dispersa. Los autores, por su parte, alejados a priori del universo
barroco (la francesa y la anglosajona son tradiciones, como se ha visto, reacias a
inscribirse en el Barroco) permanecerán, con el paso de los años, como referencia
constante (como designación sinecdóquica de una serie de recursos) para
Haroldo. Aún en 1972, al revisar la experiencia concretista, dirá:
A poesia concreta brasileira originou-se de uma meditação crítica de
formas. Procurou-se sintetizar e radicalizar as experiências da poesia
internacional e nacional. De um lado, havia o exemplo de Mallarmé, com a
sua sintaxe visual e o aproveitamento do branco da página; a técnica
ideogrâmica de Pound [...]; a palavra-montagem de Joyce; a gesticulação
tipográfica de e. e. cummings” (de Campos, 1972: 193-194).
310
Presente también en Dorfles (1951: 54) como matriz que reaparece en la arquitectura neo-
barroca.
311
Según Aguilar, esos “cuatro autores forman el paideuma inicial” (2003: 412) de la poesía
concreta paulista y se inscriben en “la constitución de un repertorio que se construía según el
postulado de la crisis terminal del verso que tuvo lugar –según los manifiestos– en 1897 con Un
coup de dés y que se acentuó con las vanguardias históricas y las operaciones literarias de James
Joyce, e. e. cummings y Ezra Pound” (2003: 43).
384
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385
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del “sequestro” del Barroco (1989) y cuya forma afirmativa es, como respuesta, la
conformación de una tradición derivada de ese “origen” (1972, 1980a, 1981, etc.).
En tercer término, una lectura crítica de la historia de la literatura latinoamericana
(por ejemplo, 1972). Cuarto: una lectura crítica de la literatura moderna universal
desde Brasil (presente ya en 1955, se despliega sobre todo en 1984) en íntima
relación con –quinta línea– intervenciones específicas en el campo de la teoría
literaria (1980b, 1989, etc.). En sexto lugar, como concreción de la postulación del
concepto de “neo-barroco”, lecturas de autores contemporáneos inscriptos, de un
modo u otro, en ese universo: sobre Maurice Roche (1969), sobre Julián Ríos
(1977), sobre Severo Sarduy (1995), sobre José Lezama Lima (1988), sobre Paulo
Leminski (1989b), etc. Finalmente, el Barroco está presente como inflexión de una
práctica que excede ese territorio, la traducción/transcriaçao: 1971.
Dada la magnitud que, como puede observarse, adquiere el Barroco, resulta
evidente que en 1955 Haroldo instaura para sí un nuevo paradigma (ahora en
términos de Agamgen, 2008). Por ello el Barroco, en 1955 es un modo de
revitalizar las herramientas de lectura. Una posibilidad de sostener, franqueado el
umbral del medio siglo, un “horizonte revolucionario” para la literatura, horizonte
organizado fundamentalmente en torno a una política del lenguaje, que comienza a
depender cada vez más del repertorio de figuras, rasgos, nombres y problemas
históricos definidos en torno al Barroco. Sólo (o sobre todo) en relación con el
Barroco adquiere pleno sentido, para Haroldo, aquello que más le interesa de la
literatura del presente (la que se inicia, según su criterio, por ejemplo con
Mallarmé): lo experimental, “la meditación crítica de las formas” (1972: 193), el uso
de recursos como el montaje, la proliferación metafórica, el oscurecimiento, el
“metalenguaje” , etc.
Por ello en 1955 postular el neobarroco era sinónimo de comenzar a definir
una nueva actualidad de la tradición de la ruptura que, al tiempo que retoma
algunos legados de las Vanguardias históricas (europeas y locales), redefine los
términos en que esa ruptura es aún sostenible y, por sobre todas las cosas,
reorganiza el mapa literario de lo moderno, al hacer de América Latina, una nueva
clave (sobre la base del modelo antropofágico/ transculturador) –en Haroldo (como
386
Capítulo 7 Tercera parte. 1955
312
“o Barroco, enquanto tradição antinormativa e prática lúdica e liberadora do signo, é também
uma profunda vocação latino-americana...” (de Campos: 1980b: 126).
387
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313
“El término posmodernidad no me parecía aceptable, porque entendía que no había sido en
aquel momento, en los años ochenta, o un poco antes, cuando se había delineado una
posmodernidad. Yo entendía que moderno era Baudelaire y posmoderno era Mallarmé […], el
Mallarmé de Un coup de dés, de 1897, cuando el poeta hace explotar la forma del poema” (1996:
220).
388
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¿Por qué lo barroco ocupa un lugar esencial en esa “otra cara” de la modernidad?
La respuesta, sugerida en este texto, sería desplegada en O sequestro do Barroco
(1989).
Pero al mismo tiempo, lo que resulta relevante es el diseño de situación de
los años 50 que Haroldo de Campos propone. Al desplazarse al espacio brasileño
para relevar el legado mallarmeano, luego de trazar un recorrido desde los años
20, señala:
[En la] poesia concreta, lançada publicamente em 56 […] o débito para com
a linhagem-Mallarmé se deixa explicitar […]. A poesia concreta, num gesto
grupal, anônimo e plúrimo, empenhou-se em levar até as últimas
consequências o projeto mallarmeano (1984: 263-264).
389
Capítulo 7 Tercera parte. 1955
Nos anos 50, a poesia concreta brasileira pôde entreter esse projeto de
uma linguajem ecumênica: os novos bárbaros de um país periférico,
repensando o legado da poesia universal e usurpando-o sob a bandeira
“descentrada” (porque “ex-cêntrica”) da “razão antropofágica” (a analógica
do “terceiro excluído”), desconstructora desse legado, agora assumido sob
a espécie da devoração. Avocar a totalidade do código e reoperá-lo pela
óptica expropriadora da circunstância evolutiva da poesia brasileira, que
passaria, por sua vez, a formular os termos da nova língua franca, de
trânsito universal (1984: 266).
El desarrollo conduce, por esa vía, a explicar las condiciones en que esa invención
había sido posible y, tal como puede verse en la cita incluida al comienzo de esta
sección, se trata de Brasilia, Niemeyer y una era en la que el arte (de Estado) era
la arquitectura.
Una vez más en el siglo, el caso brasileño de los años 50 reclama tener en
cuenta la arquitectura para poder comprender el lugar del Barroco. En este sentido,
el nuevo Barroco que en esos años brasileños toma forma es sinónimo de una
concreción: no se trata de estilos (o al menos no solamente), sino de una situación
histórica específica que, apelando al concepto de Barroco, puede inscribirse en
una nueva forma de modernidad.
390
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
Sin embargo eso no es todo. Hay otros aspectos por los que Literatura
europea y Edad Media latina debe considerarse un momento relevante de la
historia del Barroco/Manierismo (algunos de cuyos efectos serán explorados en
este capítulo) como concepto del pensamiento estético y como Máquina de lectura
–si Barroco equivale, más allá de las preferencias, a Manierismo, el Manierismo se
incorpora, desde el punto de vista de la historia del concepto, al Barroco. A partir
de Curtius, en efecto, será posible delimitar una zona específica de esta historia,
desarrollada fundamentalmente en lengua alemana, e intentar demostrar que el
Manierismo funciona como nuevo impulso (como reformulación) de la oposición
inicial Clasicismo-Barroco (transformada ahora en Clasicismo-Manierismo) y, al
391
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
mismo tiempo, como reinvención del “origen” del arte moderno, un origen en el que
se subraya la negatividad como rasgo fundamental del arte moderno.
El horizonte general en el que la intervención de Curtius se instala (aquello
que otorga a este libro su dimensión heroica en el contexto de la posguerra) es la
“crisis de la cultura europea” (1948: 19), cuya salvación el autor emprende a partir
de la (re)edificación de la “literatura europea” y, así, de “Europa” como “visión
histórica”. En ese horizonte, Curtius sostiene, en relación con la Edad Media (más
bien, en relación con el período medieval mayormente silenciado, el latino, que va
del año 400 al año 1000),314 un gesto historiográfico correlativo a aquel que define
el rescate del Barroco a lo largo del siglo y que, pocos años después, otro
protagonista de esta escena (Haroldo de Campos) comienza a desarrollar hasta
llegar a la postulación de la noción de “sequestro” (en Curtius es “omisión”)315 del
Barroco. Curtius, de algún modo, construye una historia del sequestro de la Edad
Media latina en la conformación de la literatura europea. El gesto de Curtius es
claro y sus razones deben buscarse en que si los diversos nacionalismos literarios
debieron apelar a sus momentos medievales en lengua vulgar para encontrar un
“origen” literario nacional (de allí deriva el imperio de las diversas filologías de las
“literaturas nacionales”), el período latino permaneció en la oscuridad –Curtius
avanza sobre la base de la necesidad de “europeización del cuadro histórico”. Al
igual que Haroldo de Campos (aunque con una perspectiva filosófica diferente),
Curtius opera sobre el problema del origen; y si bien no desarrolla una mirada
genealógico-arqueológica, sus señalamientos se acercan: “la Edad Media sigue
siendo tan oscura como pareció –erróneamente– a los humanistas italianos. Por
eso es preciso que la consideración histórica de la literatura europea comience con
este punto, el más oscuro de todos” (Curtius, 1948: 31).
El rasgo común entre este gesto de Curtius y el de un Haroldo de Campos,
sin embargo, no se acaba en la voluntad de rescate de una zona artística, cultural,
histórica secuestrada; en ambos casos lo que está en juego es tanto la negación
de los poderes del historicismo, como (y éste es el aspecto central) la negación de
los modelos clasicistas en el desarrollo de las historias literarias (el problema será
retomado luego). Asimismo, desde el punto de vista metodológico, al dar a la
314
“Sobre este trecho no se nos dice nada, y por una razón muy sencilla: la literatura de esos
siglos, con poquísimas excepciones, está escrita en latín” (Curtius, 1948: 26).
315
“Si examinamos a su vez la enseñanza de la historia literaria, no cabe siquiera hablar de
fraccionamiento; sólo de omisión” (Curtius, 1948: 28).
392
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
poesía el lugar de una experiencia originaria (“la fantasía creadora, que forma
mitos, cuentos, poemas, es función originaria de la humanidad”, 1948: 24) y al dar
a lo imaginario (por ejemplo, sobre la base de la “función fabuladora” de Bergson)
un lugar determinante en la comprensión histórica, Curtius será una fuente
relevante para otro protagonista de esta escena: José Lezama Lima (1957), quien
además retoma explícitamente la “técnica de la ficción” atribuyéndola, por cierto, a
Curtius y no a quien éste cita, Toynbee –más allá de la complejidad de la visión de
lo europeo que desarrolla Curtius, lo cierto es que, tal como podrá verse en el
capítulo siguiente, la versión lezamiana de lo “universal” es decididamente más
compleja y arruina, precisamente, cualquier posibilidad de eurocentrismo.
Un segundo aspecto destacable es la constitución del Barroco/Manierismo
como período (más allá de que Curtius, como podrá verse, se pliega a la tendencia
de desligarlo de un tiempo histórico específico) lo suficiente “universal” (europeo,
aunque con deslizamientos extra-europeos significativos) como para deber ser
incorporado como variable en una obra que supone un momento decisivo en la
historia de la literatura comparada. El Barroco/Maniersimo responde, a diferencia
de la matriz clasicista a la que éste se opone (francesa), a la universalidad que
está en el “origen” de lo europeo (la Edad Media latina) y por lo tanto es un espacio
conceptual en el que la literatura comparada encuentra condiciones de despliegue:
cada literatura nacional europea participa de diferente modo de ese horizonte
común, sobre la base de la experiencia originaria latino-medieval. Y éste es un
aspecto clave de la lectura de Curtius: el Barroco/ Manierismo literario “nace” en la
literatura latina medieval. Por ejemplo:
Si los españoles del siglo XVII emplean dos metáforas tan artificiosas y
rebuscadas como “hidropesía” y “cítara de pluma”, y si los poetas latinos del
siglo XII hacen otro tanto, este solo hecho basta para demostrar los
vínculos que unen al “barroco” español con la teoría y la práctica de la
literatura latina medieval […] El manierismo español utiliza el manierismo
medieval latino y […] lo supera; en esta superación podrá verse entonces lo
que tiene de peculiar el “barroco” español (Curtius, 1948: 396-397).
393
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
316
Nuevamente, Curtius toca el problema del origen: sobre la base de sus postulados, la literatura
europea no habría nacido, como se pretende, en 1100. Por el contrario, “la literatura europea es tan
vieja como la cultura europea, es decir que abarca veintiséis siglos (contando desde Homero hasta
Goethe)” (Curtius, 1948: 30).
394
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entre otras muchas cosas, es portadora de ideas y las artes plásticas no lo son”
(1948: 32-33). Si a este postulado se agregan otros (por ejemplo: “la ciencia del
arte [Kunstwissenschaft] tiene mejor suerte: trabaja con cuadros; nada hay ahí de
incomprensible”, 1948: 33), pierde algo de sentido el hecho de que el libro de
Curtius esté dedicado a Aby Warburg –más allá de que, naturalmente, el
warburgiano estudio “la supervivencia317 [no de las imágenes sino de los textos] de
la Edad Media latina” (1948: 483) en toda la literatura europea es el objetivo de
Curtius y, aún, más allá de que las imágenes (en muy diversos sentidos) son en
gran medida las unidades que definen el territorio de su ejercicio comparatístico.
Sin embargo, el aspecto central (al menos el de mayor alcance) de la
perspectiva de Curtius es el modo en que integra el problema del
Barroco/Maniersimo a la historia de lo moderno –aspecto que revela las
condiciones generales, no siempre expresadas en toda su magnitud, de toda teoría
sobre el Barroco y la relevancia de la historia del Barroco para toda discusión
sobre lo moderno– y que justifica la inclusión de Curtius en el corpus en este
trabajo, en la medida en que es el punto de partida para desligar el
Barroco/Manierismo del siglo XVII y postular su validez para caracterizar otras
épocas (previas y posteriores, incluso el siglo XX).
“La querella de antiguos y modernos es un fenómeno constante de la
historia y la sociología literarias” (1948: 354). Tal es el postulado del que parte
Curtius. Esa constante habría sufrido, desde su perspectiva, sucesivas
actualizaciones históricas: clasicismo-romanticismo y, como superación (dado que
esta última “es de alcance muy limitado”), clasicismo-manierismo (“es mucho más
útil, y puede aclarar una serie de conexiones que suelen pasarse por alto”, 1948:
385). Ahora bien, para llegar a este punto, algunas variables del razonamiento de
Curtius deben ser precisadas. Por un lado, el problema del clasicismo: el vocablo
Classicus nace en la tardía latinidad pero su relevancia no es, ni en ese momento
ni durante siglos, significativa. “El concepto de ‘lo clásico’ tiene […] un origen
sumamente modesto y sobrio. En los últimos doscientos años se le ha inflado más
de la cuenta”, señala Curtius, y agrega:
317
En otros pasajes, Curtius prefiere hablar “fusión” y no de supervivencia: “La relación del mundo
antiguo y el moderno no puede ya concebirse hoy como ‘supervivencia’, como ‘perpetuación’ o
como ‘herencia’ de la Antigüedad. Hacemos nuestra aquí la visión universal histórica de Ernst
Troeltsch. Según él, nuestro mundo europeo descansa ‘no en una aceptación ni en un abandono de
la Antigüedad, sino en una fusión total’” (Curtius, 1948: 39).
395
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En el marco de la querella, “los escritores clásicos son siempre los antiguos” (1948:
354). Con respecto a lo moderno, señala Curtius: “En el siglo VI aparece el feliz
neologismo modernus (de modo ‘hace poco’, como hoidernus de hodie) […] La
palabra “moderno” (que nada tiene que ver con “moda”) es uno de los últimos
legados de la tardía lengua latina a nuestro mundo de hoy” (1948: 358). Así, al
analizar la creación del canon moderno, Curtius plantea que “sólo Francia contó
con un sistema clásico literario […] El sistema no hubiera logrado imponerse de no
haber correspondido a ciertas tendencias inherentes al espíritu francés” (1948:
373). Sin embargo, el dato relevante para la comprensión de la conformación de
las querellas es que “el hecho de que a partir de 1820 [el sistema clásico] quedara
expuesto a los ataques del romanticismo fue, en este sentido, muy provechoso;
sólo en esos debates se hizo usual el término classicisme, que todavía en 1823 era
un neologismo para Stendhal” (1948: 375). Si bien algunos pasajes de Curtius
permitirían comprender lo contrario (es decir, la existencia de un clasicismo
originario que sería periódicamente atacado por formas del desvío de la norma), lo
que se deduce de esta historia es una diferencia colocada en el lugar del “origen”
de lo moderno, es decir, en cada una de las actualizaciones y reconfiguraciones
históricas, hasta llegar a la “última”, el Manierismo. Una imagen auténtica de lo
moderno reclama, por lo tanto, escapar del modelo francés: “Querer forzar el
desarrollo de todas las literaturas europeas, desde 1500, para hacerlo caber en un
esquema estrecho que no es sino abstracción de la literatura francesa, equivale a
deformar lentamente la historia” (1948: 381). Por ello, “el concepto de una literatura
mundial [Weltliteratur] tenía que destruir el canon francés”, en la medida en que “el
aferramiento francés al clasicismo del siglo XVII resulta ser una obstinada
resistencia contra el europeísmo” (1948: 382).
¿Qué es entonces, según Curtius, el Manierismo? En principio, el autor
avanza sobre la base de la historia del arte, para la cual es simplemente
“degeneración del clasicismo; la norma clásica se ve entonces invadida por una
396
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
afectación artificiosa” (1948: 84). Proponiendo un ligero matiz (el Manierismo es “el
fenómeno complementario del clasicismo en todas las épocas”, 1948: 385), Curtius
señala que debe distinguirse un “clasicismo ideal” (épocas de florecimiento,
cumbres aisladas) y un “clasicismo normal” (una “extensa altiplanicie”, “todos los
autores y todas las épocas que escriben correcta, clara, artísticamente”) –aquel
que fue organizado por la “tiranía” francesa. Es este segundo tipo de clasicismo el
que, por oposición, permite definir el manierismo como “insistencia en el aspecto
formal”, “amor a la forma” e, incluso, como ornamento.318
El despliegue de esta idea de Manierismo lleva a Curtius a explorar
“manierismos formales” [formale Manierismen] y de “contenido” del siglo XVII y sus
fuentes antiguas y medievales –terreno de lo artificioso, de lo que se propone
causar asombro, sorprender, deslumbrar– para dar forma, a partir de ejemplos
retóricos concretos, a casos en los que es posible verificar “un juego manierista
cuya genealogía podemos rastrear a lo largo de un período de más de dos mil
años” (1948: 398). Por lo tanto, el Manierismo del siglo XVII aparece como
coronación de un ciclo histórico (concepción en la que, como en otros casos del
Barroco, el Renacimiento y el Clasicismo aparecen como “excepción”): “el
Manierismo latino medieval penetra después en las literaturas en lengua vulgar, y
permanece en ellas a lo largo de siglos, a pesar del Renacimiento y del Clasicismo;
tiene su último brote en el siglo XVII” (1948: 409). Entre las implicancias que
subraya Curtius de este criterio se hace evidente la razón por la que propone el
reemplazo de Manierismo (como serie de rasgos estilísticos) en lugar de Barroco
(como concepto, según él, atado a un tiempo histórico –como es evidente, el siglo
en ese momento había hecho otros usos):
Separar el Manierismo del siglo XVII de los antecedentes que tiene durante
dos milenios y desentenderse de todos los testimonios históricos, para
presentarlo como producto espontáneo del ‘Barroco’ (español o alemán), es
señal de ignorancia y producto de la tiranía de un pseudosistema derivado
de la historia del arte, ignorancia y tiranía que muchas veces se dan la
mano (1948: 409).
318
“El clasicismo normal dice lo que tiene que decir en una forma natural, adecuada a su tema; sin
embargo también ‘adorna” su discurso, lo provee de ornatus, siguiendo una tradición retórica
acreditada. Uno de los peligros del sistema es el hecho de que, en las épocas manieristas, el
ornatus se acumula sin orden ni concierto; o sea que en la misma retórica yace oculto el germen del
manierismo. El la tardía Antigüedad y en la Edad Media el manierismo invadió gran parte de la
literatura” (Curtius, 1948: 386).
397
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398
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contrario: no sólo el corpus (Curtius, en efecto, incluye en su análisis del XVII gran
parte de los autores y las tradiciones identificadas con el Barroco) y su tradición
bibliográfica, sino también la serie de discusiones y problemas asociados a esa
tradición (la oposición con clasicismo, el ornamento, el conceptismo, el
culteranismo, etc.) lo arrastran al lugar del que pretende escapar. “Manierismo” es,
inevitablemente, un accidente más de la historia de “Barroco”.
Y el Manierismo llega, finalmente, al siglo XX: no sólo Hofmannsthal, en
cuya obra La torre Curtius lee una “feliz imitación de este estilo [la paranomasia de
Calderón]” (1948: 394). También algunos nombres que, por otra vía (y aceptando
el influjo de las artes plásticas) el neo-barroco brasileño invocaba durante esos
mismos años:
El intelectualismo del Siglo de Oro, que impregna asimismo el teatro de
Calderón, bien puede enfrentarse sin timidez al racionalismo de un Boileau;
en todo caso, está más cerca que éste del espíritu del siglo XX. ¿Qué es la
obra toda de James Joyce sino un gigantesco experimento manierista? El
juego de palabras (pun) es uno de sus soportes fundamentales. ¡Cuánto
hay en Mallarmé de manierismo, y cuán de cerca se roza con el hermetismo
de la poesía contemporánea! (Curtius, 1948: 422).
399
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319
Una de las excepciones –aunque se trata sólo de una breve referencia– es el caso de Néstor
Perlongher (1991).
400
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
Más allá de la valoración, en este punto irrelevante, hay una verdad expresada en
los juicios de Wellek y Hatzfeld: por la vía de Hocke, algo falla. Pero esa falla no es
un error individual sino un síntoma del estado de la Máquina de lectura barroca a
mediados de siglo. Por ello la falla, mirada desde el punto de vista no de las teorías
sino de la historia del concepto, se vuelve exposición de las condiciones de
desarrollo de la discusión sobre el Barroco/Manierismo. Hocke es uno de los casos
más importantes de la lectura del Barroco en el siglo XX. Y si lo es, es
precisamente porque se deja llevar por una lectura barroca/manierista del mundo.
Se trata, precisamente, de “todos los temas concebibles”, de “toda la literatura del
mundo”: si los dos volúmenes son la imposible Enciclopedia Total del Barroco es
porque funcionan antes como postulación de un repertorio de problemas que como
intento de “definición”. Se trata, es cierto, de un gesto emparentable con el de
d’Ors: el Barroco es aquí, al menos, una mitad del mundo; o, incluso, todo el
mundo contagiado de Barroco. Y es cierto también que Hocke “no adelanta en el
problema de la definición”. Pero allí, precisamente allí, debe buscarse el valor de
verdad de sus obras: Hocke sabe, y parece el primero en asumirlo hasta las
últimas consecuencias, que ya, a mediados de siglo XX, el Barroco, su definición,
debe buscarse en la dispersión. Lo barroco se había vuelto un método. Y si su
intento de definición, desde la perspectiva de Wellek, falla, no es porque Hocke no
postule definiciones, sino, más bien, porque las postula todas, y al hacerlo vuelve
visible el alcance lógico de la combinación de todos los elementos que cualquier
Estado de la cuestión ofrecía ya en ese momento al investigador –incluida en esa
combinación el hallazgo de temas “nuevos”.
320
En otro pasaje de la misma obra, agrega Hatzfeld: “Eugenio d’Ors trató de sustituir la
clasificación –carente de sentido– de ‘clasicismo’ y ‘romanticismo’, o la antigua división ‘aticismo’ y
‘asianismo’, por la distinción histórica entre épocas ‘clásicas’ y ‘barrocas’ […]. Es sorprendente que
Ernst Robert Curtius haga lo mismo aunque sustituyendo, más correctamente, ‘barroco’ por
‘manierismo’. Su error consiste en identificar todas las épocas que no hayan imitado el ideal greco-
latino, especialmente la latinidad áurea, con épocas bárbaras amaneradas y por eso manierísticas,
terminología inaceptable a nuestro juicio […] Gustav Rene Hocke ha llevado esta idea de su
maestro a una empresa fantástica […]. Como los historiadores del arte han reservado el término
‘manierismo’ para designar una época histórica, concretamente el Barroco primitivo, el empleo de la
palabra ‘manierismo’ en literatura con acepción fenomenológica resulta tan escaso de sentido como
el usar el término ‘barroco’ en acepción fenomenológica y no histórica, tanto más cuanto que las
dos categorías a que ambos términos se refieren nunca se pueden separar de un modo definido en
la historia y sirven de prototipo a pesar de todo. Esta sustitución no aclara nada y deja al siglo XVII
sin un estilo de época que abarque todas las obras” (1964:420-421).
401
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
Tal como Hocke señala, su trabajo avanza sobre los pasos de su maestro
Curtius321 y, es posible sostener, supone un despliegue del problemático intento de
restricción que éste había llevado a cabo. Asimismo, avanza sobre la base de otros
antecedes: un breve trabajo pionero en la relación entre Maniersimo y siglo XX de
Werner Hofmann, “’Manier’ und ‘Stil’ in der Kunst des 20. Jhdts” [“Maniera y estilo
en el arte del siglo XX]” (1955) y, de la tradición específicamente barroca, d’Ors y
Croce. De esos antecedentes, Hocke retoma la búsqueda de “paralelismos del
siglo XX” (1957: 17). El interés por el Manierismo, en Hocke, es sinónimo de una
interrogación por la constitución del “ser moderno” (1957: 15), por “la problemática
del hombre moderno” (1959: 23). Su estudio establece, para el análisis
comparativo, dos períodos bien definidos: 1520-1650 y 1880-1950. Sin embargo,
en función de la oposición Clasicismo-Manierismo, esos dos períodos no son sino
los momentos clave de una periodización que define
cinco épocas perfectamente definidas dentro de la constante anticlásica:
Alejandría (aprox. 350-150 a. J. C.), la Edad de “Plata latina” en Roma
(apox. 14-138 d. J. C.), la primera y sobre todo la última Edad Media, la
época del Manierismo “consciente”, de 1520 a 1650, el Romanticismo de
1800-1830 y, finalmente, la época que acaba de pasar, pero que sigue
influyendo poderosamente sobre nosotros, de 1880 a 1950” (1957: 19).
Ahora bien, una de las particularidades del Manierismo que Hocke inventa es la
convivencia de dos significados en el mismo concepto. El punto de partida es una
renuncia al abandono completo (presente ya en Curtuis) tanto de “Barroco” como
de “Manerismo” (período umbral entre Renacimiento y Barroco, tal y como ya ese
322
momento se lo utilizaba y seguirá utilizándose): “resultará naturalmente
imposible prescindir de los conceptos ‘Barroco’ y ‘Manierismo’ en un sentido
temporal más estricto”. Y agrega: “Han tomado carta de nacionalidad y no queda
otro recurso que aceptarlos” (1957:18). De ese modo, Hocke puede asignar a
“Manierismo” un doble valor, lo que llama “Manierismo consciente” y “al mismo
tiempo […] el concepto de Manierismo, siguiendo el ejemplo de E. R. Curtius, en
su sentido más amplio” (1957: 19). El manierismo, por lo tanto conoce irrupciones
a lo largo de toda la historia. En el volumen sobre literatura plantea Hocke: “el
321
“Nuestros trabajos, cuyos orígenes datan de la época de aprendizaje junto a ese inolvidable gran
crítico y erudito, de los años de estudio al lado de Ernst Robert Curtius, en Bonn, y que se fueron
completando sistemáticamente durante los diez años de permanencia en Italia” (Hocke, 1957: 19).
322
Según Hocke, “en 1911 aparece uno de los primeros trabajos que señala el Manierismo como
estilo independiente entre Renacimiento y Barroco (K. H. Busse. Maniersimus und Barockstil)”
(1957: 65).
402
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
323
“Clásico = Aticista, armonizador, conservador. Manierista = Asianista, helénico, desarmonizador,
moderno. El estilo aticista posee el ideal de la regularidad que normaliza; el estilo asiaticista, aquel
que pertenece igualmente a la phantasiai, de lo irregular pleno de tensión” (Hocke, 1959: 32).
403
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
plano. Los conceptos metodológicos que Hocke postula para organizar su estudio
comparado de los dos períodos manieristas son los siguientes: “paralelismos”
(1957: 17), “afinidades electivas” (1957: 20), “secretas y múltiples conexiones”
(1957: 24), “analogías” (1957: 59). Asimismo, sugiere un principio metodológico
cercano al anacronismo que, si bien es un modo retórico de plantear paralelismos,
merece destacarse: en la Sagrada Familia de Rosso, “la figura de las mujeres con
su rostro ‘alucinado’ y la larga y dorada trenza ¿no podría haber sido compuesta
por Max Ernst en su Femme 100 têtes?” (1957: 60).
De todos modos, el anacronismo, si bien no es presentado como tal, forma
parte de la inquietud de Hocke. El autor, en efecto, no deja en ningún momento de
problematizar su procedimiento crítico e incluso, en medio del furor de
asociaciones, se hace la pregunta –una pregunta clave para todo el siglo XX
barroco: “¿’Proyectamos algo’ en estas obras al mirarlas con ‘ojos de nuestros
días’? ¿Dejamos que hablen por sí mismas o las explicamos valiéndonos de
elementos correspondientes a la época de que se trata?” (1957: 60). La respuesta,
si bien supone un intento de prudencia es, al mismo tiempo, una afirmación de
anacronismo o, al menos, de una multiplicación del punto de vista: “Vamos a
tomarnos el trabajo de intentarlo todo a la vez, y evitar al mismo tiempo el caer en
‘especulaciones’”. En ese camino, sin embargo, el punto de vista disuelve el objeto:
Obligados por un “objeto” que se va diluyendo progresivamente en algo
inobjetivo, abrigamos la esperanza de mantenernos en lo justo a base de
una referencia objetiva. Con ello no queremos negar el que a través del
contacto con el arte actual, en sentido de los tan instructivos estudios de
Athanasius Kircher (1601-1668) sobre perspectivismo y (también) sobre
magnetismo, se puede deducir el derecho a interpretar fenómenos
históricos con los ojos, con las “perspectivas”, con las “inclinaciones” de una
generación que ha crecido a la par del denominado arte “moderno” (1957:
60-61).
404
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
Como puede verse, la obra de Hocke –sobre la base, entre otras cosas, de
la “metodología inductiva”– es un ejercicio de fidelidad a algunos de los principios
desplegados hasta ese momento por la Máquina de lectura. Por esa vía (el título
de la obra es justo) el mundo entero se vuelve barroco/manierista, es decir,
laberíntico; y el lector, feliz, se pierde en él. Sin embargo, la metáfora del laberinto
convive con otras –la caverna, por ejemplo– y, si bien el texto en términos
generales permite pensar lo contrario, por momentos Hocke plantea una
exterioridad en la enunciación como forma de postular la necesidad de encontrar
“una salida”. En relación con la imagen de la caverna, Hocke define su trabajo
como “espeleología histórico-espiritual”. Allí, la tarea de hundimiento en las
profundidades es una “necesidad” correlativa a “una época de crisis”. Esa tarea “no
debe engañar ni desengañar. Debe servir como hilo de Ariadna apto para
proporcionar, al menos, una salida del laberinto de autoengaño” (1959: 30). En esa
vacilación, entre la proximidad absoluta y la distancia, está el lugar de la lectura.
Otro lugar clave para el desarrollo metodológico en Hocke es el uso de las
fuentes. Ambos libros están organizados (en su dispersión y fragmentarismo) por
una progresión cronológica dentro de la historia del Manierismo “consciente”
plagada de ejemplos y referencias, pero escandida por desvíos de dos tipos:
remisiones a momentos previos o posteriores y, fundamentalmente, la irrupción
sistemática (“Aquí se impone la comparación con los actuales. André Bretón
escribe…”, 1957: 26) de ejemplos del arte o la literatura del siglo XX. En ese
marco, la inclusión de los materiales analizados juega un papel no menor. En el
caso del primer volumen, sobre arte, a diferencia de los libros de historia del arte
que simplemente incluyen reproducciones de las obras referidas, Hocke compone,
en cada una de las páginas destinadas a ese fin, “paneles” con dos, tres o cuatro
405
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
imágenes que, en muchos casos, hacen convivir un ejemplo del siglo XVI o XVII y
otro del XX. Así, se establece un recorrido paralelo al del texto, en el que
nuevamente (no todos los casos incluidos son específicamente analizados) se
hace evidente la “afinidad electiva”, la correspondencia. Así, Parmigianino con
Magritte, o con Chagal y Max Ernst; El Greco con Miró; Zuccari con Klee; El Bosco
con Tanguy, etc.
En el caso del segundo volumen, dedicado a la literatura, Hocke replica el
procedimiento e incluye, en Apéndice, lo que define como “antología miniaturizada
de concetti europeos que confrontan dos épocas manieristas, es decir, el período
1520-1650 y el período 1880-1950” (1959: 423). Esta antología de poemas, menos
azarosa, no en la selección sino en el ordenamiento de los ejemplos, que la de
1957, está compuesta por secciones nacionales: de España, por ejemplo, se
incluyen traducciones de Góngora con Gerardo Diego y Federico García Lorca; de
Italia, Marino, Giacomo Lubrano, Giuseppe Artale con Giuseppe Ungaretti y
Eduardo Cacciatore. Hay también ejemplos franceses, ingleses, estadounidenses,
rusos y alemanes. 324 América Latina (no incluida en el Apéndice) sólo está
presente excepcionalmente (Borges).
Los trabajos de Hocke son específicos y exhaustivos en el trabajo con los
materiales del Manierismo “consciente”. El punto de partida es la “idea”, cuyo
desarrollo Hocke lee en los tratadistas: trabaja muy específicamente con Gracián,
Agudeza y arte de ingenio (1642) –“la obra decisiva de la literatura manierista
conceptual” (1957: 85)–, pero también Federico Zuccari, Matteo Peregrini, Tesauro
y Athanasius Kircher. En el estudio de los tratadistas, Hocke puede definir la
importancia de la “idea” en la conformación del Manierismo y su articulación con la
práctica artística, tanto en el período consciente como en el siglo XX:
Por lo que toca a la “teoría de la idea” descubrimos su influencia, con o sin
conciencia de sus autores, en numerosos tratados del Arte “moderno”
contemporáneo. Este abunda en los ensayos teoréticos tanto como la
época de 1550-1660 en Tratados ensayísticos. Arte, poesía y ensayo se
324
Francia: Amadis Jamyn, Agrippa d’Aubigné, Théophile de Viau, Saint-Amant, Louis de
Neufgermain, Claude Cherrier, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Guillaume Apollinaire, Paul
Eluard, Iwan Goll, André Breton, Pierre Reverdy, Henry Michaux, Raymond Queneau y Lucien
Becker. Inglaterra: William Shakespeare, John Donne, Richard Crashaw, Gerard Manley Hoptkins,
William B. Yeats, James Joyce, T. S. Eliot, Ronald Bottral, W. H. Auden, Edward Lear. Estados
Unidos: Edgar Allan Poe, Ezra Pound y Allan Tate. Rusia: Serguéi Iessienin, Vladimir Maiakowski,
Andréi Bely, Aleksandr Blok. Alemania: Daniel Caspar von Lohenstein, Christian Hofmann von
Hofmannswaldau, Daniel von Czepko, Catharina Regina von Greiffenberg, Christian Knorr von
Rosenroth, Paul Felming, Karl Krolow, Else Lasker-Schüler, Oskar Loerke, Wilhelm Lehmann,
Elisabeth Langgässer y Paul Celan
406
Capítulo 8 Tercera parte. 1955
Sobre esa base, el corpus que Hocke explora está conformado, en literatura, por
Ignacio de Loyola, Góngora, Marino, Gracián, Calderón, Shakespeare, los
Metafísicos ingleses, los Preciosistas franceses, las Escuelas de Silesia; en artes
plásticas, entre tantos otros, por Miguel Ángel, da Pontormo, Vasari, Parmigianino,
Rosso Fiorentino, el Greco, Tintoretto, Arcimboldi, el Bosco, Borromini. Con
respecto al siglo XX, los nombres clave son, en literatura, Mallarmé, Hofmannsthal,
Joyce, Bretón, Benn, Eluard, Apollinaire, Artaud, Eliot, Ungaretti, Enzensberger. En
artes plásticas: Chagall, Duchamp, Dalí, Picasso, Klee, Kirchner, Ernst, Kandinsky,
etc.
El punto de mayor interés, sin embargo, es el repertorio de temas, géneros,
problemas y figuras a partir del cual se desarrolla el análisis comparativo entre un
momento y otro del Manierismo. Y si es el punto de mayor interés es porque ese
repertorio supone una rearticulación de temas y problemas ya elaborados por la
Máquina de lectura y, a su vez, la postulación de otros tantos que reaparecerán en
inflexiones posteriores de la Máquina. La magnitud de ese repertorio obliga a
nombrar sólo algunos de los casos más significativos: el arte del gesto (que
reaparece, por ejemplo, en Agamben), la melancolía (que llega, por ejemplo, desde
Benjamin), lo artificioso, la paranoia (hacia Dalí) y la locura (de una maniera surge
una manía), 325 la paralógica y la pararretórica, la deformidad, lo grotesco y lo
irregular, la nostalgia del paraíso perdido (desde d’Ors), el jeroglífico, el emblema y
el enigma, el metaforismo y el metamorfismo, el tiempo extrañado, la anormalidad
sexual (hermafroditismo, androgiania, bisexualidad), la nocturnidad, la
anamorfosis, el anti-utilitarismo, la elipse contra el círculo326 (que reaparece en
Sarduy), la máquina “inútil” (la invención del robot es del siglo XVI) y la “máquina
325
“’Manera’ y ‘manía’ alcanzan su forma más elevada de unidad artística en Tintoretto y en el
Greco así como en Góngora (que murió privado de razón) y en John Donne, los dos máximos
poetas de la literatura menierista. ¿Un mundo esquizotímico o paranoico? […] Hemos de
explicarnos la evolución de esa ‘locura’ dentro del Manierismo: cómo de una manera surge de
repente una manía de lo artificial” (1957: 257-258).
326
“Una de las obras de arte más singulares del siglo XVII: el techo ‘constructivista’ de S. Carlo alle
quatro Fontane de Roma. Círculos, elipses y pentágonos ‘irregulares’ quedan insertos formando un
laberinto de ‘formas fundamentales’ –en transición. Se tocan y parecen al mismo tiempo
rechazarse, como si se disputasen la victoria” (Hocke, 1957: 267).
407
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de palabras”, la “peste ornamental” 327 (que llega desde 1908) y produce una
“epilepsia del sentido de la forma”. Como puede verse, las obra de Hocke son una
exploración por los diversos caminos de aquello que, como podrá verse en el
próximo capítulo, José Lezama Lima sintetiza en la apertura de La expresión
americana: “Sólo lo difícil es estimulante” (Lezama Lima, 1957: 49).
Una mención especial merece, en este marco, el problema de la máquina, al
que Hocke otorga gran importancia (el Manierismo, en efecto, es el nacimiento de
un imaginario maquínico enloquecido y aún desligado de toda instrumentalidad),328
en la medida en que, según la hipótesis sostenida en este trabajo, puede leerse
como momento clave, como representación emblemática de la Máquina de
máquinas, en una referencia menor a una de las ilustraciones incluida en una de
las tantas rarezas bibliográficas analizadas por Hocke:
Un cierto “Capitano” Agostino Remelli (1531-1600) escribe un libro hoy
extraordinariamente raro: Le diverse et artificiose Macchine […]
Observemos su Artefacto para leer. Un mundo moderno surge ante
nosotros: el Cultismo y el Conceptualismo de la época, el ansia de saber
preciosista, la elegancia, el perspectivismo, pero también lo laberíntico (las
ruedas engranadas del extremo inferior derecho), lo “cerrado con sello” (la
puerta del trasfondo), el “sincretismo” (la librería), lo grotesco (figuras del
lado derecho de la máquina de leer), lo decorativo-fantástico (la estructura
de la máquina), el aislamiento en la enajenación mental por el saber, la
existencia espiritual en la cárcel de un mundo cerrado con tres pesados
cerrojos, en el que nos encontramos con un nuevo símbolo tecnificado de
Saturno, pero también con el emblema de una desesperante ser de
novedades […] El efecto surrealista del tal Disegno fantastico encuentra
difícil superación en los cuadros surrealistas de hoy (Hocke, 1957: 229-
230).
327
“Surge una peste ornamental, un ‘desvariado’ mero jugar con la carencia absoluta de forma, un
deleite en penetrar ocasionalmente en los dominios de lo paranoico […] La parte ornamental de
ciertos libros de grabados artísticos degenera en una epilepsia del sentido de la forma” (Hocke,
1957: 321-322). Cfr. también, Hocke, 1959: 113.
328
“El Manierismo intelectual celebra el triunfo de las primeras ‘máquinas’. Surge el característico
himno a la máquina, mucho antes de la Ilustración […] En el siglo XVIII la ‘máquina’ se convertirá
en el mito del progreso, en emblema de una religiosidad cuando menos deística. Esas
‘aplicaciones’ son todavía extrañas al Manierismo de los siglos XVI y XVII” (Hocke, 1957: 227)
408
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409
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410
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411
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332
El marxismo de Hauser es, de todos modos, problemático. Perteneciente, junto a su compatriota
Georg Lukács, al “Círculo Dominicial” (donde se conocen en 1917), si bien durante su etapa juvenil
reconoce la influencia de Lukács como maestro, se autodefine en diversas oportunidades como
“marxista crítico” y señala diferencias sustanciales con él. Cfr. al respecto el libro de conversaciones
con Lukács (1978), específicamente el Epílogo.
412
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333
Hauser es claro al respecto: “La concepción del mundo que se halla en la base del metaforismo
significa un desprecio y un menosprecio de la realidad concreta, la desvalorización de los hechos y
la desintegración de la objetividad inequívoca: es decir, una actitud condenada de la manera más
violenta por la crítica literaria marxista contemporánea, y para combatir a la cual se hecha mano de
todo lo que parece hablar en favor del ‘realismo socialista’” (1964: 317). La salida que Hauser
propone, sin embargo, es una torsión dentro del marxismo. No casualmente, cita un pasaje del
Trauerspielbuch de Benjamin a propósito de la multiplicidad de significaciones de cada objeto en el
marco de la alegoría, y afirma: “mientras en la época del impresionismo se veía en estas palabras
un ‘juicio aniquilador, pero justo’, de acuerdo con la actual actitud crítica social ‘progresista’, esta
constatación equivale, para la época que la formula, a un juicio inapelable sobre sí misma” (1964:
318).
413
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414
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Por ello este principio vale para toda la Modernidad: “los clasicismos de la época
moderna han sido siempre únicamente el resultado de un programa, y más bien la
expresión de una esperanza que una verdadera pacificación” (1953: 13). Ante la
pérdida de la supremacía económica de Italia, la conmoción de la Reforma, la
invasión de Italia por parte de Francia y España y el sacco de Roma, “ya no se
podía sostener la ficción del equilibrio y la estabilidad” (1953: 13). Artísticamente,
las “fórmulas de equilibrio sin tensión”, de pronto, “ya no bastan”.
Así, Hauser se aproxima a su primera postulación de actualidad del
Manierismo a comienzos del siglo XX; una actualidad que, es posible sostener, se
organiza en torno a la articulación de dos variables: la legibilidad y la actualización
(la producción artística). Con respecto a la primera, Hauser señala que si bien el
sentimiento de inseguridad fue percibido incluso por los tratadistas del siglo XVII,
ellos “no se dieron cuenta” de las razones (no es una falta de espíritu sino la
aparición de uno nuevo lo que explica el Manierismo). En cambio, “sólo nuestro
tiempo, cuya problemática relación frente a sus antepasados es similar a la del
Manierismo respecto del Clasicismo, podría comprender el modo de crear de este
estilo” (Hauser, 1953: 14). Sólo hoy, sostiene Hauser, “comenzamos a comprender
que [en el Manierismo] el afán estilístico se dirige sobre todo a romper la sencilla
regularidad y armonía del arte clásico y a sustituir su normalidad suprapersonal por
rasgos más sugestivos y subjetivos” (1953: 14) –a Wölfflin, por ejemplo, pese a
haber avanzado significativamente en esta dirección, “le faltaba todavía la
auténtica y e inmediata vivencia del postimpresionismo” (1953: 15). De este modo,
el presente puede hacer del Manierismo “la primera orientación estilística
moderna”, aquella que “está ligada a un problema cultural y que estima que la
relación entre la tradición y la innovación es tema que ha de resolverse por medio
de la inteligencia” (1953: 15). Con respecto a la segunda, la actualización, es
efecto de las mismas condiciones (“la situación espiritual de nuestros días”) que
conducen a hacer propia “la tensión entre forma y contenido, belleza y expresión” y
a plasmar “la conmoción en los criterios de realidad” (1953: 16). Así, si en el
Manierismo “nada caracteriza mejor la destrucción de la armonía clásica que la
415
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Como puede verse, el corpus que esta escena construye para definir un nuevo
Barroco/Manierismo es relativamente estable. La novedad que aquí introduce
Hauser es el cine335 –retomada muchos años después, tal como ha sido planteado
(cfr. Introducción al capítulo 5), por Giorgio Agamben.
Uno de los efectos de esta postulación es la inmediata incorporación de
nombres y conceptos del arte del siglo XX para definir el arte de los siglos XV, XVI
y XVII. Por ejemplo, al establecer diferencias entre Manierismo y Barroco
(diferencias que, concluye Hauser, son antes sociológicas que epocales), señala
que, si bien el Manierismo triunfa “entre el tercer decenio y el fin de siglo”, al
principio y al final se confunde con “tendencias barrocas”, en las obras de Rafael y
Miguel Ángel. Así, “ya en ellas compite la voluntad artística apasionadamente
expresionista del Barroco con la concepción intelectualista ‘surrealista’ del
Manierismo” (Hauser, 1953: 18).
El análisis que Hauser realiza del Manierismo se introduce en largos
desarrollos a propósito del surgimiento de “la política realista” que, tal como fue
señalado, permite definir el nacimiento de la época moderna, un nacimiento
atravesado por Maquiavelo y las transformaciones producidas por la Reforma
(iconofobia) y la Contrarreforma –una tarea estética “popular” que “sólo el Barroco
pudo atender” (1953: 38), pues el Manierismo estaba “dirigido a un reducido
estrato de intelectuales” (1953: 42). Finalmente, en el espacio literario, el análisis
del Manierismo propuesto por Hauser se centra en dos nombres clave: Cervantes
(enfáticamente, no Góngora) y Shakespeare, a partir de la “segunda derrota de la
335
La conexión concreta con el cine es planteada a partir de Shakespeare: “Su continuación la tiene
propiamente la forma shakespeariana sólo en el cine […]: la composición por suma, la
discontinuidad de la acción, la sucesión brusca de escenas, la acción libre y cambiante en el
espacio y en el tiempo” (Hauser, 1953: 88).
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truena contra el ‘mal gusto’ del arte barroco, representa a su vez prejuicios
académicos contra el presente” (1953: 99). Por ello, según este razonamiento, “el
cambio en la interpretación y valoración” realizada principalmente por Wölfflin y
Riegl, “sería inimaginable sin la admisión del Impresionismo” (1953: 99).336 Así,
Hauser va aún más lejos y señala que “las categorías wölfflinianas del Barroco no
son sino la aplicación de los conceptos del Impresionismo al arte del siglo XVII”
(1953: 99). Una vez más, la Máquina de lectura, que no deja de leerse a sí misma,
vuelve difusos los límites entre punto de vista y objeto y establece articulaciones
cada vez más complejas con el arte de su tiempo.
Ahora bien, a partir de estos señalamientos, la crítica a Wölfflin se vuelve
central en la perspectiva de Hauser, en dos aspectos básicos. El primero es
metodológico: “el método antisociológico de Wölfflin lleva a un dogmatismo
antihistórico y a una construcción de la historia completamente arbitraria” (1953:
104). Wölfflin pierde de vista las premisas sociales y analiza los cambios
estilísticos “desde adentro”, por razones puramente inmanentes, formales: “un
cambio estilístico sólo puede ser condicionado desde afuera: no existe ninguna
necesidad interna” (1953: 105). Pero la diferencia más relevante en función de los
objetivos perseguidos en este estudio es la siguiente, en la medida en que allí se
pone en juego no sólo una diferencia con respecto a la idea de Barroco y de
Manierismo, sino también una diferencia con respecto a la idea de origen de la
Modernidad y al lugar del arte como ruptura. Según Hauser, los conceptos de
Wölfflin, rígidos, unilaterales, impiden, en primera instancia, dar cuenta de la zona
“clásica” del Barroco. En Wölfflin el Barroco aparece exclusivamente como
“antítesis dialéctica del arte del siglo XVI” y, al desatender las continuidades y los
matices, pierde de vista que los cambios “son ampliamente preparados por el
Renacimiento y el Manierismo” (1953: 100). Así, Hauser llega al punto central:
Wölfflin “pasa por alto […] el verdadero origen del cambio de estilo” (1953: 100).
Naturalmente, lo que está en juego es no sólo una discusión con respecto a la
noción de “origen”, sino, sobre todo, una discusión con respecto al arte moderno
que, tal como Hauser señala a propósito de otros y vale por lo tanto para sí mismo,
es una de las fuerzas que determinan cualquier visión del pasado. Al desplazar al
Manierismo el auténtico origen del arte moderno (y en este punto la deuda de
336
Tal como fue señalado en la Primera parte, el caso de Riegl parece más bien inscribirse en la
situación concreta de la Sezession vienesa.
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Las unidades que Hauser define para establecer esas analogías son
inicialmente dos: “el sueño como mensaje del subconsciente”, tan importante en el
Manierismo como en el siglo XX (en el Surrealismo, pero también “en la novela
moderna desde Proust y Kafka hasta Joyce”, así como “en el drama moderno”,
Maeterlinck, Strindberg). En segundo lugar, el “predominio absoluto de la
metáfora”; así, “los fenómenos se transforman en un mundo caleidoscópico de
imágenes con analogías difuminadas y constantemente variables”. Según Hauser,
“todo se halla dominado, de nuevo, por la ley del metaforismo y del metamorfismo
[…] El arte se expresa en enigmas y paradojas más oscuras que nunca” (1964:
379).
En este sentido, el comienzo de su análisis del arte moderno con Baudelaire
no es sino el establecimiento de una suerte de prehistoria: “Baudelaire, empero, no
es más que un predecesor lejano de los fenómenos estilísticos cuasi-manieristas
en la literatura moderna” (1964: 384). Los rasgos que lo colocan en ese lugar son:
la utilización del concetto como “fuente de una sucesión de imágenes”; la
centralidad de lo artificial (“sustitución del ideal de lo natural por el ideal de lo
artístico”, el “odio a la naturaleza”) y, no sólo en Baudelaire sino también en
Huysmans, la experiencia de la decadencia:
La afinidad entre la concepción artística de la decadencia y la del
manierismo se pone de manifiesto en el placer que se encuentra en la
fluencia y flexibilidad de las formulaciones, y en el culto rendido a la forma y
a la expresión articulada creó las presuposiciones para una práctica
artística cuasi-manierista, sin que se tuviera, sin embargo, ni la más mínima
idea del manierismo (Hauser, 1964: 378).
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(1964: 394). En cambio, “la comunidad fundamental entre ambos estilos consiste
en el papel decisivo que en ellos juega la visión dualista del mundo”. En ambos,
la realidad se escinde en dos esferas constituyendo un sistema de dos
mundos separados por una cisura insalvable. La continuidad de la realidad
parece interrumpida de una vez para siempre, y su sentido se mezcla por
doquier con un contrasentido. Lo real se halla entrelazado con lo irreal, lo
racional con lo irracional, lo terreno con lo supraterreno. La idea de esta
doble existencia, de la participación constante en dos mundos […], y la
idea, por tanto, de un arte que es, a la vez, realista y suprarrealista, es
decir, “surrealista”, una idea más o menos decisiva para todas las
direcciones artística progresistas del presente, constituye el lazo más fuerte
entre el manierismo y la concepción artísitca del presente (1964: 391).
Uno de los nombres a los que Hauser más atención presta, en este marco, es el de
Picasso, en quien lee una de las mayores representaciones de una “actitud
manierista”: “confianza ciega en el automatismo de los medios de expresión, y
especialmente del lenguaje, así como en la autogénesis de las imágenes. Picasso
se deja llevar por su pincel, como los escritores manieristas, simbolistas y
surrealistas se dejan llevar por la fuerza metafórica del lenguaje” (1964: 403,
traducción modificada).
El recorrido por el arte moderno se cierra con Proust y Kafka: “los dos
escritores más importantes del presente, Marcel Proust y Franz Kafka, son, a la
vez, los que, dentro de la literatura moderna, más y más esenciales rasgos tienen
de común con el Manierismo” (1964: 404). En Proust: “los medios preciosistas del
lenguaje”, la “imagen enterrada que se convierte en punto de partida para toda una
serie de nuevas imágenes”, las “relaciones de tipo cuasi-metafórico” entre las
cosas, etc. Pero sobre todo, el tiempo (y el espacio), cuya relatividad no son más
que “un aspecto del relacionismo general dentro de la concepción del mundo de
Proust” (1964: 408) –variables fundamentales para definir la “alienación”338 en el
presente: “el sentimiento de la alienación es el lazo más fuerte entre Kafka y
338
La presencia constante en todo el trabajo de Hauser de este problema conduce, por momentos,
a consideraciones ligeramente intempestivas: “Como consecuencia de esta limitación, la obra de
Proust queda vinculada al esteticismo del siglo XIX. Su esfuerzo por huir por el recuerdo del mundo
de la alienación, es un escape por una puerta falsa, no una salida abierta. El hecho de la alienación
queda en pie, y sólo hay algunos elegidos, cree Proust, que pueden escapar de él” (Hauser, 1964:
407). Este problema está presente también en la lectura de Kafka que realiza Hauser. Merece
destacarse, en este punto, que, pensada desde el punto de Deleuze y Guattari (1975), la distinción
que propone Hauser se revelaría inválida. Toda puerta es falsa; es decir, ninguna es una “salida
abierta” (lo que, en términos de Kafka, sería la libertad), sólo una salida (lo que en Hauser es una
“puerta falsa”).
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La pregunta que en este punto puede formularse (una pregunta que vale
para Hauser, pero también para Hocke y, de un modo u otro, para todas las
empresas del siglo que leen desde el Manierismo/Barroco o –y aquí está la clave–
hacia el Manierismo/Barroco) es la siguiente: ¿esta matriz de sentidos, esta
inscripción en el Manierismo, supone la posibilidad de poner en práctica lecturas
que iluminen de modo nuevo estas obras? ¿Estas obras reclaman esa inscripción?
¿Algo de lo inexplorado en ellas se vuelve visible gracias a esa inscripción y no de
otro modo? O, por ejemplo, en términos algo más precisos (Benjamin): ¿la
sobrevida de estas obras necesita, para realizarse, para alcanzar su vida plena, del
Manierismo? O, dicho de otro modo: la inscripción de Proust, Kafka, Breton,
Mallarmé, etc. en el universo del Manierismo, ¿es necesaria o es tan sólo posible
o, incluso, es simplemente accesoria? ¿Quién necesita más de esas lecturas, los
autores allí inscriptos o el Manierismo para ampliar incansablemente sus
dominios?
La respuesta a esta serie de interrogantes podría distraerse con
consideraciones, sin duda fundamentales, a propósito del lugar histórico de la
lectura, la historia de las lecturas de cada autor y cada obra, la historia de la
inscripción de determinadas obras en determinados “movimientos”, “poéticas”, etc.
Sin embargo, por esa vía, se perdería de vista el aspecto central del razonamiento.
En primer término, cabe señalar que trabajos como los de Hauser y Hocke son
ejemplares en la alternancia que vuelve compleja la determinación de su objeto, en
última instancia. En Hauser, la frase final antes citada, haría pensar en un retorno
sobre el Manierismo como objeto último: Proust y Kafka son “aquellos que más nos
aproximan a la comprensión del Manierismo” (1964: 415). Un segundo aspecto a
tener en cuenta en el caso de Hauser es, como quedó señalado, la afirmación de
que la participación en el Manierismo por parte de los artistas del siglo XX no
reclama, ni siquiera, el mero conocimiento por parte de esos artistas de la
existencia de algo como el Manierismo (ni el concepto, ni las obras del período).
En este sentido, el primer rasgo del movimiento de Hauser (y de tantos otros) es la
incorporación de un concepto extraño a esas obras.
Sobre esta base, una respuesta inicial podría afirmar que lo que está en
juego es una discusión presente en toda esta historia del Barroco como Máquina
de lectura a propósito de los sentidos de lo Moderno. Hacer del Manierismo, en
este caso, una matriz válida para leer lo moderno supone intervenir de un modo
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1. Introducción
Aún, simultáneamente, en otra ciudad, La Habana, sigue desarrollándose esta
escena teórica de confluencias ignoradas por sus protagonistas. El centro de la
zona cubana de la escena es, simbólicamente, la casa de Trocadero 162, donde,
desde 1929, vive José Lezama Lima; o, más concretamente, el Centro de Altos
Estudios del Instituto Nacional de Cultura, donde los días 16, 18 (éste es el día
dedicado al Barroco), 22, 23 y 26 de enero de 1957, Lezama dicta las conferencias
que luego compondrán La expresión americana, poco menos de dos años después
del pionero ensayo de Haroldo de Campos, algunos más de los libros de Dorfles y
Hauser y al mismo tiempo que Hocke publica su primer tomo. Uno de los ejes
fundamentales de esas conferencias que pronuncia Lezama (como quedó
señalado, también lector de Curtius) es “La curiosidad barroca”, en la que se
postula no sólo una relectura del Barroco (fundamentalmente americano), sino
también sus diferentes formas de actualidad.
Ahora bien, es necesario señalar algunas de las variables del recorrido
histórico de la relación entre América Latina y el Barroco que conducen a Lezama:
primero fue Rubén Darío, luego Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, nombres
que unen el fin de siglo latinoamericano con la irrupción barroca de 1927… La
historia del Barroco en América Latina realiza su propio desarrollo y, luego de la
escena de 1927, encuentra un nuevo momento de concentración hacia la década
de 1940. Sin embargo, aquello que obliga a dar, en esta historia, un salto hacia la
década siguiente es un hecho significativo, señalado, por ejemplo, por Irlemar
Chiampi:
Mucho ha contribuido […] la revalorización del pasado barroco de los años
cuarenta en los estudios eruditos sobre el arte y la literatura de la Colonia
(Irving Leonard, José Moreno Villa, Alfonso Méndez Plancarte, Pál
Kelemen, Mario Picón Salas, etc.), pero hasta donde sé ninguno de ellos
anotó, para entonces, su actualidad estética (1994: 21).
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339
La obra de Carilla sobre el Barroco es abundante y se desarrolla a lo largo de muchos años:
llega, en los años 80 a desarrollar hipótesis sobre Neobarroco y “nueva narrativa
hispanoamericana”.
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Lo que está en juego es, evidentemente, una discusión (histórica, cultural, política)
que excede el tema aquí tratado: las formas (los orígenes) de esa modernidad
mexicana. Allí el Barroco interviene como núcleo de colocación polémica: baste
decir que mientras en Lezama el presente aparece como una forma, por cierto
singular, anacrónica, de continuidad (un crescendo) con el Barroco (amigo, incluso,
de la Ilustración), en Paz es corte, olvido y recomienzo (vía Francia).342 Lezama
está, como podrá verse, del lado de las Eras imaginarias; Paz, del lado de la
Historia.
Y, aún, otro nombre debe anteponerse: el del arquitecto argentino Ángel
Guido. Se trata de uno de los pioneros en la incorporación del concepto de Barroco
en el campo de las artes plásticas (en el contexto de la escena anterior se propone
adaptar las nociones wölfflinianas al arte latinoamericano). En 1937 publica un
trabajo sobre Aleijadinho retomado por Lezama Lima y, en 1940, El
redescubrimiento de América en el arte, otro antecedente en la línea de la
recuperación del mestizaje como experiencia artística que conduce, como podrá
verse, a la noción de “contraconquista”.
Si bien, más allá de estos puentes fundamentales, el salto conduce
entonces directamente a La Habana, a enero de 1957, a La expresión americana,
342
Escribe Paz: “un total empezar de nuevo la historia de América. A pesar de lo que piensan
muchos, el mundo colonial no engendra al México independiente: hay una ruptura y, tras ella, un
orden fundado en principios institucionales radicalmente distintos a los antiguos. De allí que el siglo
XIX se haya sentido ajeno al pasado colonial. Nadie se reconocía en la tradición novohispana
porque, en efecto, esa tradición no era la de los liberales que hicieron la Independencia. Durante
más de un siglo México ha vivido sin pasado” (1957: 37).
431
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343
No se trata, sin embargo, de afirmar, como se volvió habitual en una zona de lecturas (muchas
de ellas producidas desde Estados Unidos, en algunos casos por cubanos), la pura censura, el puro
rechazo de la “dictadura”, la simple depuración estalinista de las artes cubanas. Cfr., por ejemplo,
González Echevarría (1987), Machover (2001). Esas lecturas (en muchos casos organizadas en
torno a una justa denuncia de género), pierden de vista muchas de las complejidades de esa
relación entre la Cuba revolucionaria y las artes, entre la Cuba revolucionaria y el Barroco. Más allá
de algunos ataques contundentes pero esporádicos contra Sarduy (el más célebre: Retamar en su
“Caliban” de 1971, en el contexto de la denuncia de financiación por parte de la CIA de la revista
Mundo Nuevo, habla del “mariposeo neobarthesiano de Severo Sarduy”, 1971: 70), lo cierto es que
no se trata de un “caso” de controversia. La situación de Lezama es más compleja. Más allá de
haber pasado períodos de olvido, nunca fue objeto de acusaciones. En 1970, por ejemplo, Casa de
las Américas dedica a Lezama un volumen de su serie “Valoración múltiple”. Señala Chiampi al
432
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respecto: “Homosexual y católico, quiso permanecer en La Habana hasta su muerte, en 1976, sin
adaptarse al proyecto cultural del régimen pero sin convertirse, tampoco, en un
contrarrevolucionario. Por opción propia, o por prejuicios de los demás, permaneció al margen de la
cultura oficial. No recibió, como Carpentier, el beneplácito del gobierno ni tampoco, como Cabrera
Infante, sus maldiciones. Nunca se expuso a la furia de la izquierda” (1994: 172). Para el contexto
general de estas discusiones, cfr. Gilman (2003).
344
No sólo gracias a Sarduy, sino también a Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa, para hacer
referencia a algunos de los que celebran su obra desde afuera de Cuba (sobre todo a partir del
impacto de Paradiso, 1966), Lezama comienza a ocupar el lugar que merecía. Para la recepción de
la obra de Lezama, cfr. el volumen de 1970 de la serie “Valoración múltiple” (selección de Pedro
Simón). En 1982 se realiza en la Universidad de Poitiers el “Coloquio Internacional sobre la obra de
Lezama Lima”, publicado en dos volúmenes en 1984.
345
En una lectura reciente, en la misma dirección, Horacio González habla de “una teoría
latinoamericana del conocimiento y la imaginación” (2014: 12).
433
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este trabajo, no dejan por ello de ser un antecedente metodológico que debe ser
subrayado) a partir de las cuales se ilumina, por contraste, por complementación,
la luz de Góngora. Específicamente, por un lado, con respecto al problema de la
luz, el método sirve para dar cuenta de esa dimensión rota, es decir, la preparación
de un “esplendor del sentido” que es sin embargo “anunciación de lo que ya hay
que sacrificar” (1951: 142) –despliegue de la potencia de la lectura de Dámaso
Alonso, tal como ha sido caracterizada en el cap. 5. Así, “Góngora” se vuelve una
entidad incompleta: “faltaba a esa penetración de luminosidad la noche oscura de
San Juan, pues aquel rayo de conocer poético sin su acompañante noche oscura,
sólo podía mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la escayolada”
(1951: 148). Y agrega: “Quizás ningún pueblo haya tenido el planteamiento de su
poesía tan concentrado como en ese momento español en que el rayo metafórico
de Góngora, necesita y clama, mostrando dolorosa incompletez, aquella noche
oscura envolvente y amistosa” (1951: 148). En segundo término, el método
ficcional sirve para postular una lectura de Góngora (que será plenamente
desarrollada en 1957) en la que lo americano se vuelve necesario: ante “la
imposibilidad de otro paisaje cubierto por el sueño”, el paisaje de Góngora necesita
“el discontinuo bosque americano” (1951: 148).
Un último aspecto a destacar de esta primera lectura de Góngora es el
planteamiento de una dimensión del Barroco que en La expresión americana será
desplegado como cuestión fundamental y que cabe definir como dimensión ética:
“Don Luis, estático, ocioso, indolente, lejano y litúrgico, fue el creador de un vivir de
apetito o impulsión de metamorfosis” (1951: 150). A esa ética se añade
nuevamente otra, la de San Juan: “A ese apetito de metamorfosis añade San Juan,
lo que se ha llamado la afirmación del mundo nocturno, o si se quiere el sí del no”
(1951: 151). Sin embargo, nuevamente se hace presente lo incompleto, en este
caso como límite histórico que vuelve a reclamar la presencia de lo americano:
“Esos dos grandes estilos de vida” para poder ser “gran poesía” necesitaron de
otro, “al ser tan solo el criollo americano el español perviviente” (1951: 151), “será
la pervivencia del Barroco poético español las posibilidades siempre
contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de
San Juan. Abría el barroco español el desconocido de esas metamorfosis” (1951:
152) –será el “americano señor barroco” de La expresión americana.
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potencia (“acumulación sin tensión, asimetría sin plutonismo”, 1957: 79) y otro
americano, definido precisamente por su tensión y su plutonismo: “fuego originario
que rompe los fragmentos y los unifica” (1957: 80). La reivindicación del Barroco,
tanto el español como el americano, que Lezama emprende debe considerarse
otro momento significativo de esta historia, en la medida en que supone un
desplazamiento (que si bien puede conocer antecedentes, nunca lo son de esta
magnitud) hacia la ética: el Barroco, con sus invenciones de lenguaje pero también
de muebles, de curiosidad y formas de vida, es “un vivir completo” (1957: 80).
Esa ética está, sin embargo, irremediablemente ligada a una política: sin
mayores preludios, Lezama lanza su provocadora consigna (una de las grandes
consignas del siglo, que se une a aquella que él parodia o tuerce, la de Weisbach –
Barroco als Kunst der Gegenreformation –, y a la que debe sumarse la de Haroldo
de Campos sobre el sequestro): “repitiendo la frase de Weisbach, adaptándola a lo
americano, podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la
contraconquista” (Lezama Lima, 1957: 80). De este modo, el Barroco se instala
como arte de la negatividad para el Continente: en Lezama (como, por otros
medios y razones, en otros protagonistas de esta escena teórica), el Barroco deja
de ser identificado con la función institucional, propagandística. Si para Hauser y
Hocke esa recuperación reclama moverse hacia atrás en el tiempo (hacia el
Manierismo), en Lezama es necesario moverse ligeramente hacia futuro, pero
sobre todo en el espacio y viajar a América.
Esa consigna, a su vez, es la carta de nacimiento de un personaje (una
forma de personaje conceptual –en Lezama, en efecto, los conceptos son un modo
de vivir, o de volver a vivir, lo histórico), “el americano señor barroco”. Con ese
personaje (uno de los protagonistas de esta obra americana narrada en cinco
escenas que construye Lezama, después del cual vendrán “el desterrado
romántico” y “el señor estanciero”), La expresión americana determina un “origen”
para el Continente: es “el primer americano”, el “auténtico primer instalado en lo
nuestro” (1957: 81). La forma de lo originario que Lezama inventa es, quizás, la
primera que, en la historia del Barroco como Máquina de lectura, está a la altura,
en complejidad y redicalidad histórica, de la de Benjamin y es, a su vez, el punto
de partida para otra, la de Haroldo de Campos. Ese “origen” parte de una
dimensión histórica (se trata del momento en el que se han alejado el “tumulto de
la conquista y la parcelación del paisaje del conquistador“) y conduce a la
438
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indagación de uno de los problemas que más interesan a Lezama (y que será
revisado específicamente más adelante), el “fuego originario”, la poiesis
americana, la potencia –fuerzas todas que también parten de una dimensión
histórica (y explican el lugar del Barroco como “origen” de América y a su vez el de
América como destino del Barroco): “nuestro barroco [es] un puro recomenzar”
(1957: 85).349
Tensión y plutonismo como marcas distintivas del Barroco americano son el
punto de partida de la elevación de la experiencia del Continente por sobre el
“modelo” europeo –inversión de los recorridos de la historiografía del arte
habituales, desarticulación del mapa cultural, sus centros y sus periferias, ruina de
la lógica de la influencia, golpe definitivo al esquema hegemónico de la
comparatística. Tensión: entre la proliferación (“chorretada de ornamentación”) y el
orden (“un poco de orden pero sin rechazo”); entre la naturaleza y el orden.
Plutonismo: “en añadidura de esa tensión hay un plutonismo que quema los
fragmentos y los empuja, ya metamorfoseados hacia su final” (1957: 83). Aparece
aquí una de las primeras figuras de artista reivindicadas: el indio Kondri, en quien
“se observa la introducción de una temeridad, de un asombro: la indiátide” (1957:
83). La indiátide es, en efecto, la primera de las imágenes emblemáticas invocadas
por Lezama como culminación de la experiencia del mestizaje. En esas figuras se
fija no sólo el estado de la imaginación de una época, producto del cruce de
culturas, sino también la potencia de apropiación –una experiencia histórica
explorada desde diversas perspectivas por la bibliografía especializada, desde
Picón Salas (1944), una de cuyas versiones más actuales (específicamente
articulada con sus resonancias en el presente) se encuentra en Gruzisnki (cfr.
Estado de la cuestión). De esa experiencia histórica, Lezama reivindica, asimismo,
“los intentos de falansterio, de paraíso, hecho por los jesuitas en el Paraguay”
349
“Al situar nuestro comienzo en el siglo XVII Lezama revierte, principalmente, la historiografía de
corte nacionalista que fijaba, en el romanticismo, con la independencia de España y Portugal,
nuestro nacimiento literario y artístico. Esa revisión crítica del Barroco –que aparece, por cierto, in
nuce, en un escrito suyo publicado diez años antes sobre el pintor Roberto Diago– ya se estaba
gestando en la masa de estudios sobre cuestiones coloniales, en los años cuarenta y cincuenta,
como los de Irving Leonard, José Moreno Villa, Méndez Plancarte, Pál Kelemen, Mariano Picón
Salas o Alfonso Reyes, entre otros. Muchas veces, sin embargo, al rechazar los nacionalismos
particularizantes de la historiografía de los ochocientos, los ensayistas resbalaban para un
hispanismo regresivo que intentaba la búsqueda de ‘la unidad espiritual originaria’ entre América y
España, conforme pretendió, por ejemplo, Picón Salas” (Chiampi, 1993: 25).
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(1957: 85). 350 A la figura del indio Kondri se agregan luego otras, no menos
importantes: Sor Juana Inés de la Cruz (en quien Lezama lee la relación “amistosa”
con la Ilustración 351 del Barroco americano), Don Carlos Sigüenza y Góngora
(quien “realiza un espléndido ideal de vida”, 1957: 89; “es el señor barroco
arquetípico”, 1957: 90), Don Hernando Domínguez Camargo (auténtico destino de
las “intenciones” gongorinas), los pintores de la escuela cuzqueña y, finalmente,
Aleijadinho, “culminación del barroco americano” (1957: 105), agente de su triunfo,
prueba de que “se está maduro para una ruptura” (1957: 104).
En Lezama, el Barroco es América. Un caso ejemplar (un terreno que,
desde la escena de 1927, era objeto de todas las intervenciones y apropiaciones)
es el gongorismo. Para asistir al auténtico gongorismo, para oír “el eco” verdadero
de Góngora, no hay que remitirse a los gongorinos españoles (Lezama cita
ejemplos incluidos por Gerardo Diego en su Antología), hay que viajar a América:
“es en la América, donde sus intenciones de vida y poesía, de crepitación formal,
de un contenido plutónico que va contra las formas como contra un paredón,
reaparecen en Don Hernando Domínguez Camargo” (1957: 86). Pero si es posible
decir que en Lezama el Barroco (en este caso, el gongorismo) es América, es
porque el autor va aún más lejos: en primer término, al señalar que “el gongorismo
[es un] signo muy americano” (1957: 87); luego, al leer en los versos de
Domínguez Camargo “un exceso aún más excesivo que los de Don Luis” (1957:
87) –el procedimiento, por otras vías, será idéntico en Haroldo de Campos a partir
de la experiencia de la devoración. En Camargo, como en otras expresiones
epigonales del gongorismo, Lezama emprende la reivindicación de lo que puede
denominarse formas menores del Barroco, cuya potencia radica en que “se
presta[n] más a posteriores tejidos y enmiendas” (1957: 88). Lo menor recibe en
Lezama el nombre de “pobreza”, o “heroica pobreza”:
Aún dentro de la pobreza hispánica, era la riqueza del material americano,
de su propia naturaleza, la que al formar parte de la gran construcción,
350
Para una versión más reciente de esa reivindicación, cfr. la perspectiva de Bolívar Echeverría en
el Estado de la cuestión.
351
Esa posible amistad, sin embargo, no está exenta de los efectos de la negatividad
(contraconquista) americana: “Y aunque en la Ilustración, un Voltaire, un Diderot, parecieron
burlarse de esa obra de la Compañía, se nota en ella, el espíritu que por dos veces burló a ambos.
Los jesuitas con los Padres Lejee y Poré, maestros de Voltaire en las letras humanas, y a Diderot
en las burlas cuando lo de la Enciclopedia, en las que definitivamente salió burlado” (Lezama Lima,
1957: 86). Para la rectificación de esas referencias, cfr. las notas de Chiampi en Lezama Lima,
1957: 85-86.
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sueño al que los comensales son llevados de la mano de Sor Juana, en quien
Lezama lee “la primera vez que en el idioma, una figura americana ocupa un lugar
de primacía”. Y aún: “donde ya asoma la recíproca influencia americana sobre lo
hispánico”, pues, “aunque declara que el Primero sueño lo compuso imitando a
Góngora, es una humildad encantadora más que una verdad literaria” (1957: 95).
Esta lectura de Sor Juana352 permite a Lezama, por un lado, establecer una vez
más una forma de continuidad con el Renacimiento para el Barroco americano (y,
en ese marco, definir una voluntad de conocimiento, sabiduría, para la forma local
de esa voluntad de arte) y, por esa vía, establecer comparaciones y continuidades
con la poesía del siglo XX (una comparación que coincide con algunos de los
casos incorporados por la línea manierista de Hocke y Hauser): Rilke, Valéry, el
Surrealismo (lo onírico, en Sor Juana, no es un modo de buscar otra realidad, sino
una “forma de dominio por la superconciencia”, una reminiscencia cartesiana) y
José Gorostiza.
Otra dimensión de los efectos de esa colocación de Sor Juana es el
establecimiento de una periodización radical (presente ya en 1927, pero aquí
llevada al extremo) que tendrá ecos en Sarduy y define, por lo tanto, los límites
históricos de la Era Lezama hacia el pasado y hacia el presente: “Del sueño de Sor
Juana a la Muerte [de Narciso] de Gorostiza, hay una pausa vacía de más de
doscientos años” (1957: 98): de la nada que hay, según Darío, entre la poesía
barroca y la suya, a esta “pausa vacía” (Lezama), a la “baja resonancia” del siglo
XIX (Sarduy, 1974), al “sequestro” (Haroldo de Campos, 1989), se diseña una línea
genealógico-arqueológica de la historia literaria (latinoamericana o mundial) que,
sobre la base del Barroco como paradigma, redefine los modelos históricos a partir
de un contra-secuestro de lo “clásico”. ¿En qué consiste la “pausa”? En la
desaparición de lo que en Lezama funciona como índice de intensidad y, de algún
modo, de lo barroco: “microcosmos poéticos, esos momentos de concurrencia de
gravitación de intuición poética y de conocimiento animista” (1957: 98).
Es necesario insistir: en Lezama, el Barroco (español) es América, y aún, su
Renacimiento se hace en América. Se trata, es cierto, de una pirueta
argumentativa, pero también de una constatación: las experiencias del
352
En la que, paralelamente, Lezama lanza principios de lectura cuyos ecos aún están llegando, por
ejemplo: "Algún día cuando los estudios literarios superen su etapa de catálogo, y se estudien los
poemas como cuerpos vivientes, como dimensiones alcanzadas, se precisará la ganancia del
sueño de Sor Juana" (Lezama Lima, 1957: 97).
442
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
353
A mediados de la década siguiente, Affonso Ávila comenzará a desarrollar una vasta obra
dedicada al Barroco brasileño y particularmente al mineiro que retomará, en su desarrollo, algunas
hipótesis de Lezama. Cfr. Ávila 1971.
443
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
4. Barroco y método
4.1. 1957
La expresión americana es el punto de irradiación de la dimensión teórica de la
obra de Lezama, el punto en el que coagula su pensamiento en conceptos
444
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
4.2. Origen
En el comienzo (uno de los comienzos posibles) está, en Lezama, el problema
del origen –un origen, sin embargo, siempre ya ocurrido. Una de las búsquedas
de Lezama es asistir al comienzo, indagar (enfáticamente sin distinguir la
interioridad y la exterioridad del punto de vista) el pasaje a la existencia: el
“testimonio del no ser” y la posibilidad de ser “testigo del acto inocente de
nacer” (1968: 114) –cristalización del instante milagroso. Como modelo, como
horizonte, esta inquietud ontológica se remite, cada vez que corre el riesgo de
354
Posteriormente, se publicaron diversas antologías (un formato en el que habitualmente circula
esta obra): Imagen y posibilidad (selección de Ciro Bianchi Ross, 1981), El reino de la imagen
(selección de Julio Ortega, 1981), Confluencias (selección de A. Prieto, 1988), Sucesivas y
coordenadas (edición de Susana Cella, 1993), etc. Recientemente: Ensayos barrocos. Imagen y
figuras en América Latina (selección, compilación y prólogo de Horacio González, 2014).
445
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
4.3. Imagen
El problema de la imagen (otro de los pilares de la obra de Lezama) está
presente desde el comienzo. Por ejemplo, en un texto fundador, “Las imágenes
posibles” (1948). Allí Lezama instala el origen, precisamente, en el plano de la
imagen para sostener una concepción del “mundo como imagen” (1948: 114),
pues la imagen “será siempre lo primero que llega” (1948: 116). El imperio de la
imagen radica en que sin ella (tal como ocurre en Benjamin) no hay historia: “La
imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la
446
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
Pero a su vez, dado que “la imagen al verse y reconstruirse como imagen crea
una sustancia poética, como una huella o una estela” (1948: 115), Lezama hace
de la poesía una experiencia vital modélica de la existencia humana:
“solamente de la traición a una imagen es de lo que se nos puede pedir cuenta
y rendimiento” (1948: 115). Es el punto de “escisión” entre semejanza e imagen
aquello que define el límite de la experiencia.
De la pionera voluntad de forma en alemán, Lezama se desplaza, a
través de otra torsión léxica, para pensar esa experiencia, a la “voracidad de
Forma”: “como la semejanza es un Forma esencial e infinita, paradojalmente, es
la imagen el único testimonio de esa semejanza que así justifica su voracidad
de forma” (1948: 115). La imagen, en ese marco, aparece como testimonio del
desgarramiento de lo “sucesivo”: “a la maravilla de que entre esos saltos se
establecen interposiciones, imágenes, queda esa distancia vacía evidenciada
en la metáfora” (1948: 115) –el problema de la metáfora será retomado luego.
¿Qué es en Lezama la imagen? La imagen es, en principio, una; una
unidad infinita llamada a completarse ilimitadamente en “las vivencias del
desplazamiento” (1948: 115), en el hombre que se desplaza. Así, esa unidad de
la imagen tiene la forma de una red: “la red de las imágenes forma la imagen”
(1948: 115) –una creación de “inmediatez” siempre frágil e incompleta. La
imagen es aquello “que no se desvanece” y por lo tanto, es posible inferir, es,
cada vez, testimonio de la asistencia a la experiencia de lo inmediato.
Uno de los principios que se deducen de esta concepción de la imagen
es el de la poesía como territorio de conocimiento (el único verdadero
conocimiento): “el hombre puede alcanzar por el conocimiento poético un
447
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448
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
con los hechos históricos del pasado y en relación con la experiencia: “impedir
que las entidades naturales o culturales imaginarias se queden gelée[s] en su
estéril llanura” (Lezama Lima, 1957: 54).
En esta vindicación de la imagen, sin embargo, Lezama debe ser
colocado en la tradición de lo imaginario, tradición reprimida por las doctrinas
modernas de la luz (del Iluminismo al marxismo) que identifican lo imaginario
con la falsedad, el engaño, la ilusión. Se trata, probablemente, de una de las
razones que permiten comprender su aislamiento en el contexto revolucionario.
Lezama, en plena passion du reel (Badiou, 2005) del siglo, se instala en un
terreno filosófico inadmisible, en el que resuena, hoy, como reconstrucción, una
línea que va del Sartre de Lo imaginario (1940) al último Roland Barthes (autor,
como podrá verse en la última escena, que se toca con Lezama a través de
Sarduy, su amigo en común).
449
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450
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
356
En efecto, se trata de un recurso metodológico capital de la obra de Lezama. Su escritura
puede ser pensada en torno a lo que podría denominarse una “política de la errata” (son tantas
las que pueblan sus textos: Lezama cita de memoria), que lejos de ser una mera distracción,
depende de un conocimiento (siempre remoto), fundamentalmente corporal, es decir, de la
memoria, es decir, de la poesía. Ese principio se vincula a su vez con otros recursos: el
neologismo y la sintaxis insólita.
451
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453
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357
Horacio González, en su lectura reciente de Lezama, llama la atención sobre esta resonancia y
propone una hipótesis sobre el posible lazo entre Lezama y Warbug: “Es probable que Lezama no
haya leído a Warburg, frecuentado con mayor intensidad en nuestros países a partir de los años ’60
en adelante, pero la vinculación es evidente, precisamente a través de Curtius, uno de los tantos
autores que recibió su magnífica influencia. Warburg también acentuaba en su historia de la cultura
la transmisión icónica arcaica en la cultura moderna, con el criterio del retorno imagínico, bajo
formas acuñadas, de manera arquetípica y simbolista, del acervo antiguo. Ya sea que se
manifestase por la vía del paganismo, la magia o la religión. El proyecto de un Atlas de la Memoria
es excepcional. Es muestra de un pensamiento clasificatorio mágico-mítico, regido por lo que llamó
pathosformel, líneas imaginarias de agrupamiento de supervivencias mnemónicas en la
construcción de imágenes artísticas, y arroja un eco plausible y casi perfecto sobre toda la obra de
Lezama” (González, 2014: 10).
454
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
excede una mera definición de “estilo”, para volverse método, un método orientado
a vehiculizar, o a hacer posible, precisamente, esa “potencia de conocimiento” de
lo histórico. Dice Lezama:
¿qué es lo difícil? ¿lo sumergido, tan sólo, en las maternales aguas de lo
oscuro? ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en
devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una
sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en
definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza odenancista o su
apagado eco, que es su visión histórica. Una primera dificultad, en su
sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica. He ahí,
pues, la dificultad del sentido y de la visión histórica. Sentido o el encuentro
de una causalidad regalada por las valoraciones historicistas. Visión
histórica, que es ese contrapunto o tejido entregado por la imago, por la
imagen participando en la historia (Lezama Lima, 1957: 49).
La riqueza de conceptos del párrafo inicial de la obra, como puede verse a la luz
de lo expuesto hasta aquí, es notable. Lo difícil, en Lezama, es método: un método
sensible a la historia como imagen y como devenir, sensible al paisaje como
potencia y, sobre todo, sensible a las necesidades filosóficas y estéticas del
presente –un presente contemplado desde ese paisaje, desde un aislamiento
radical que funciona como disposición a lo universal, cuya condición de posibilidad
es una idea específica de lo latinoamericano. Lezama participa por ello de esta
escena teórica desde un sedentarismo lo suficientemente intenso como para
volverse el mayor de los viajeros de entre todos los protagonistas del Barroco de
1955, un viajero que contempla, a su modo, todos los paisajes que tenían ante sí
los otros: desde la Roma de Hocke hasta el Ouro Preto de Haroldo de Campos y
de Dorfles, sin casi haber dejado la casa de la calle Trocadero.358
¿Por qué razón es posible sostener que lo difícil (como método) es, a su
vez, lo barroco? Hay, en primer lugar, una razón histórica (entendida en el sentido
de las eras imaginarias): tal como fue ya planteado, el Barroco es el “origen” de
América. Si por un lado ese origen define el nacimiento de una nueva ética, de un
modo de relación con el paisaje, de una “heroica pobreza”, a su vez, en relación
con el problema mismo del origen, ese origen debe ser precisado. El Barroco, en
358
Una casa, no está de más subrayarlo, cuya pequeñez nunca deja de sobresaltar al visitante de
la actual Casa Museo José Lezama Lima que ingresa por primera vez con las imágenes que la obra
de Lezama construyó de ella –imágenes que permiten esperar grandes espacios necesarios para
contenerlas, y aún, para contener el tamaño de Lezama. También allí se hace visible la
intensificación del espacio (el sedentarismo que se vuelve nomadismo) y el poder (lo imaginario) de
cada objeto, cada rincón. Al respecto, señala Susana Cella: “Una constante negativa al viaje lo
remite siempre al mundo interminable de la calle Trocadero 162, a La Habana Vieja, a la biblioteca”
(1993: 23).
455
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5. Lezama y Carpentier
La diferencia radical entre la perspectiva de Lezama y la de Alejo Carpentier ha
sido suficientemente explicada por Irlemar Chiampi y su dimensión fundamental (la
línea que los coloca a un lado y otro de una gran división filosófica) se resume en
la siguiente afirmación:
Carpentier […] eleva lo real maravilloso a la categoría del “ser”, mientras
que Lezama insiste en la idea de lo americano como un devenir (un ser y un
no ser), en permanente mutación. Ello ayuda a explicar, acaso, por qué
Carpentier habla de retomar el barroco como “estilo” por parte del escritor
latinoamericano, como tarea consciente para representar “nuestras
esencias”, en tanto Lezama convierte lo barroco en una “forma en devenir”,
un paradigma continuo, desde “los orígenes” en el siglo XVII hasta la
actualidad (Chiampi, 1994: 26).
Todo lo que puede agregarse sobre la distancia entre uno y otro debe estar bajo el
amparo de este postulado.359 Esa distancia explica, para comenzar, la legibilidad
de Carpentier y el modo en que su visión del Barroco fue, durante los años 60, una
de las más representativas en el contexto cubano y aún en el latinoamericano.360
Carpentier hizo posible que el nuevo Barroco fuera incorporado a los efectos del
boom con naturalidad y sin mayores sobresaltos (es decir, sin poner en cuestión,
en ese gesto, la idea de lo latinoamericano ni la de lo moderno) –en 1972, cuando
Sarduy lanza su Neobarroco, Carpentier, como tantos otros (incluidos casi todos
los autores inscriptos en el boom), forma parte del corpus; pero esa inscripción
será sólo provisional (y no volverá sobre ella). En 1969, Sarduy ya había escrito:
Se ha hablado mucho del barroco de Carpentier. En realidad, el único
barroco (con toda la carga de significación que lleva esta palabra, es decir,
de tradición hispánica, manuelina, borrominesca, berniniana, gongorina), el
barroco de verdad en Cuba es Lezama. Carpentier es un neogótico, que no
es lo mismo que un barroco (1969: 1168).
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Pese a esa diferencia sustancial, Carpentier avanza luego por los pasos de
Lezama para afirmar que “es América Latina la tierra de elección del Barroco” –por
los pasos de Lezama, en efecto, sin señalarlo, pero citándolo indirectamente: “el
barroquismo americano se acrece con la criolledad” (1975: 182, subrayado mío); y
al hacer referencia a las “síntesis” de Lezama (hijo de blanco, hijo de negro, hijo de
indio). Es decir, el Barroco, en Carpentier, estaba ya en América, pero luego sólo
se explica como efecto de “toda simbiosis, todo mestizaje”, como efecto de la
criolledad. “Con tales elementos en presencia aportándole cada cual su
barroquismo, entroncamos con lo que yo he llamado lo ‘real maravilloso’” (1975:
183).
Lo real maravilloso (cuya definición Carpentier había emprendido, tal como
fue señalado, en el “Prólogo” a El reino de este mundo) tiene como primera
característica el hecho de ser, al mismo tiempo, una definición de “los elementos
que han nutrido mi obra” y de las condiciones de producción de arte en América
Latina –en un caso y en otro, sin embargo, se trata de algo “exterior” al arte (arte
transformado, por lo tanto, en espacio de plena representación). Si lo maravilloso a
secas es lo extraordinario, lo asombroso, lo insólito (y aparece en una larga
tradición europea, de Perrault al surrealismo o Edgar Allan Poe), en cambio, “yo
hablo de lo real maravilloso al referirme a ciertos hechos ocurridos en América”
(1975: 184). Luego de distinguirlo del realismo mágico (acuñado por Franz Roth a
mediados de la década de 1920 para remitir, señala el autor, en realidad al
expresionismo), Carpentier hace de lo real maravilloso un principio estético que se
distingue de lo maravilloso (europeo), por realizarse no en “cosas prefabricadas”
(principio que identifica fundamentalmente en el surrealismo: “lo maravilloso
fabricado prematuramente”), sino por ser algo que Carpentier “buscaba en la
realidad”.
La explicación es riquísima en implicancias (en la distancia con la
perspectiva de Lezama no sólo con respecto al Barroco, sino también con respecto
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6. Una salida
Nein, Freiheit wollte ich nicht.
Nur einen Ausweg.
Franz Kafka. “Ein Bericht für eine
Akademie” (1919)
462
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Hegel, en la medida en que esa forma del protestantismo había sido también
rechazada por él). Escribe Chiampi:
El rechazo lezamiano del historicismo de Hegel es el correlato de su
reivindicación –via América– del núcleo genealógico de Occidente. La vieja
Europa, la que nace de la incorporación de los grandes mitos y religiones
de Oriente por el cristianismo primitivo, aquello que preservó la tradición
grecorromana (y con ésta el mundo pagano), es la cultura paradigmal, la
matriz de los imaginarios de la cultura americana. Ese Occidente primigenio
–mundo de los “orígenes”– no es, desde luego, el origen, en sentido
metafísico, destituido de logos o relación. Es el origen en sentido histórico,
el locus ancestral, donde se configuró el “protoplasma incorporativo” que la
nueva era imaginaria de América hace resurgir con su eros cognoscente
(Chiampi, 1993: 30).
463
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del campo óptico y del contorno” (1957: 167). Luego: “el paisaje es la naturaleza
amigada con el hombre”, amistad definida por una tensión, una “lucha”: entre “el
dominio del hombre” y “la soberanía del paisaje”. El paisaje es, también, el destino
de una imagen. El Barroco vuelve aquí a constituir nuevamente un “origen”: el
paisaje americano adquiere con el señor barroco “una imantación más poderosa y
demoníaca” (1957: 169) y se revela como “siempre acompañado de especial
siembra y de arborescencia propia”: el paisaje americano “cobra valor de escritura
donde se consigna una sentencia sobre nuestro destino” (1957: 170).
En contra del “cerrado pesimismo hegeliano” que nos descartaba de la
historia del desenvolvimiento del espíritu universal, el paisaje americano “nos ha
llenado de ventura y alabanza”; nuestra naturaleza ya nos había revelado el
Espíritu. Lezama, nietzscheano a su modo, se propone, así, volver a Hegel
parodiando “la esperada antítesis”, para “burlarlo, señalando para su fastidio, una
de las veces en que la idea no coincidió con la realidad” (1957: 171-172). La
respuesta de Lezama es que “bastaría para refutarlo aquella épica culminación del
barroco en el Aliejadinho con su síntesis de lo negro y de lo hispánico” (1957: 173).
La imperiosa necesidad de “liberarse del historicismo” hegeliano (de oponerle a su
logos el logos poético) conduce a Lezama a explorar diversas experiencias
americanas y también, sorpresivamente, la de Kafka: su “furor […] por romper una
cáscara que no guarda ya relación con su embrión sino con sus casquetes fríos”
(1957: 175) –la referencia, enigmática, puede leerse como anticipo (como
señalamiento de una fuente) de la necesidad –y en este punto cabe distanciarse
de la lectura de Chiampi (cfr. Lezama Lima, 1957: 175)– de encontrar una salida –
aquella consigna de “Un informa para una academia” que Deleuze y Guattari
(1975) transforman en grito, en salida, precisamente, a las trampas de la dialéctica.
América se revela, de este modo, como territorio signado por la “voracidad,
ese protoplasma incorporativo […], la potencia recipiendaria de lo nuestro”, en la
que se activa una fuerza presente ya en lo hispánico: “el genio de ser influenciado”
–en lo uno, según Lezama, cabe lo otro, lo múltiple, al infinito. América es, de este
modo, un “espacio gnóstico, abierto, donde la inserción con el espíritu invasor se
verifica a través de la inmediata comprensión de la mirada” (1957: 178). Aquí,
nuevamente, aparece el valor diferencial de la experiencia barroca:
Las formas congeladas del barroco europeo, y toda proliferación expresa un
cuerpo dañado, desaparecen en América por ese espacio gnóstico, que
464
Capítulo 9 Tercera parte. 1955
conoce por su misma amplitud de paisaje, por sus dones sobrantes […] Ese
espacio gnóstico esperaba una manera de fecundación vegetativa, donde
encontramos su delicadeza aliada a la extensión (1957: 179).
465
1. Ocupación
La última escena de esta historia de la Máquina de lectura barroca del siglo XX es
un cuadro de ocupación. Se trata de una ocupación más o menos secreta, que se
desarrolla lentamente y pasa para muchos desapercibida. Uno de sus rasgos es
que es una ocupación sin violencia; antes bien, pone en juego el deseo, la
seducción y sobre todo la amistad para producir, según el caso, una inclinación, un
ligero asentimiento, una invitación o una colocación. Los efectos, sin embargo,
pese a ser tenues no dejan de suponer una auténtica desestabilización (la intrusión
de un cuerpo extraño). El Barroco no podía permitirse cerrar su siglo sin hacer
suyos (y por lo tanto alterar) unos dominios estéticos y filosóficos como los
franceses, que habían instaurado un modelo de modernidad inmune a esas
fuerzas de seducción (convencimiento, proliferación, contagio, conversión, etc.),
que habían llegado hasta allí pudiendo prescindir de la variable barroca para
pensar su propia modernidad estética y que se habían contentado con lo romántico
para sintetizar los desvíos del canon clasicista. Sería sin dudas exagerado reducir
toda esa campaña a un nombre propio, pero sería también un error no invocar la
imagen que la sintetiza: Severo Sarduy en Francia.
Esa ocupación, en su breve esplendor, no debe confundirse con un triunfo
(al fin y al cabo, determinar algo así es irrelevante); no sólo el relativo olvido al que
pasó Severo Sarduy, sino también la desilusión de sus últimos años (en la que se
involucran variables estrictamente personales), hablan más bien de una derrota
(una forma de persistencia del sequestro), entre otras causas, a raíz de los efectos
de haber plegado los destinos de la empresa neobarroca a otras empresas
(sujetas a intrigas desgastantes) –efectos que Edgardo Cozarinsky sintetiza en una
imagen: “Severo Sarduy, prisionero de Saint-Germain-des-Prés”. Y aún en los
otros casos de esta escena, en autores que ocupan un lugar fundamental en el
pensamiento (estético, filosófico) contemporáneo, la variable barroca nunca
termina de ser asumida plenamente. Pero eso tampoco es importante. Se trata,
una vez más, de una historia de reconstrucción. El Barroco, simplemente, dejó sus
huellas a la vista, a la espera de una recolección que les diera un lugar más
preciso, en dos direcciones: una inmediata que explicara las formas concretas en
467
Introducción Cuarta parte. 1974
468
Introducción Cuarta parte. 1974
anuncio: hay Barroco. Por ello 1974 establece una causalidad retrospectiva y da
nuevo sentido a las pioneras acuñaciones de Dorfles y Haroldo de Campos.
Declinaciones como la de Perlongher (Neobarroso) señalan la consolidación (la
posibilidad de ser torcido, parodiado) del concepto.
Así, organizada en torno al concepto de Neobarroco, la escena de 1974
supone el establecimiento de una diferenciación aún más nítida que en las
escenas anteriores, dentro del interés por el Barroco como problema estético, entre
los estudios del Barroco histórico y las empresas teóricas orientadas a la
delimitación de un Barroco contemporáneo –diferenciación que se manifiesta,
precisamente, en la fertilidad del concepto de Neobarroco. Se consolida de este
modo una tradición específica que apela, en cada caso, a antecedentes diferentes
del XVII y del XX (y en esa elección se juega gran parte del sentido de cada
intervención) para definir un Jetztzeit neobarroco. Esas elecciones, naturalmente,
al consolidar, instalándose allí, una tradición, suponen tanto el establecimiento de
monumentos como el olvido de nombres no menos importantes.
2. Las condiciones
El tiempo de una escena teórica es siempre (hasta aquí: 1908, 1927, 1955) un
tiempo virtual, resultado de un ensamblaje de tiempos reales (personales,
históricos, nacionales o regionales, políticos, culturales, artísticos, etc.) que se
define, por lo tanto, en la conexión. Ahora bien, esto no impide que en cada escena
(de diferente modo) haya un tiempo fuerte producido por un hito (una intervención
pública, un debate, una conversación, un contacto, etc.) en torno al cual se
organiza (a posteriori, en la exposición) el resto de los elementos de la escena y
que ese hito se inscriba inevitablemente en su situación. Pero al mismo tiempo,
esa temporalidad pierde su unicidad en el momento en que el tiempo virtual de la
escena lo revela como parte de una unidad mayor (un Jetztzeit, una era
imaginaria) que hace que incluso lo más íntimo se revele como extranjero. Así,
1908 es un año vienés, pero también latinoamericano; 1927 es un año español,
pero también alemán y latinoamericano. 1955, en cambio, es un año sin tiempo
fuerte, o con más de uno y organizado, por lo tanto, en torno a múltiples centros.
En el caso de 1974, si bien el escenario principal es uno (París), supone la
convivencia de temporalidades heterogéneas: fundamentalmente, un tiempo
francés, un tiempo cubano, un tiempo argentino (aunque también hay otros:
469
Introducción Cuarta parte. 1974
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Escolio Cuarta parte. 1974
1. 1963-1966
Hay una prehistoria (pues la historia se desarrolla fundamentalmente en los años
70) del desembarco del Barroco en Francia como concepto que se desplaza al
presente. Es decir, hay antecedentes, formas primitivas de incorporación del
Barroco en la concepción de la modernidad estética francesa que, lentamente,
comienzan a instalar el concepto. Pero si son incorporaciones prehistóricas es
porque los efectos de esa incorporación se demoran, son resistidos.
Esta prehistoria coincide exactamente, desde el punto de vista cronológico,
con la década del 60, tal como es definida por Alain Badiou (se trata de una
coincidencia que no debe considerarse casual y que señala, precisamente, la
presencia del Barroco como variable más o menos secreta en la transformación del
pensamiento que suponen los años 60, aún en este momento preparatorio de la
efectiva ocupación barroca). Escribe Badiou:
Hubo en Francia, para emplear una expresión muy cara a Fréderic Worms,
un momento filosófico en los años sesenta […]. Posiblemente no hayan sido
mucho más que cinco años intensos, entre 1963 y 1968, entre el fin de la
guerra de Argelia y la tormenta revolucionaria de los años 1968-1976. Un
momento breve, sí, pero que realmente fue como un fulgor (2008: 117).
Pese a los intentos de Maurice Blanchot (1943) que, si bien permanece en ese
momento en cierto modo aún atado a un paradigma clasicista364 de lectura de la
historia de la poesía, percibe la necesidad de buscar en el Barroco una tradición
para la poesía del siglo XX y, sobre todo, percibe la potencia formal y de
pensamiento365 del Barroco –potencia que se moverá (con el nombre clave de la
neobarroca avant la lettre Dominique Aury)366 como trama clandestina de uno de
364
Así cierra su breve ensayo (un comentario a dos antologías: Les poètes précieux et baroques du
XVIIe siècle, de 1941, selección de Dominique Aury y prefacio de Thierry Maulnier, y La Jeune
poésie et ses harmoniques), al someter a una consideración crítica la posible dimensión barroca de
la poesía francesa: “Es en el corazón de las imágenes arduas donde [los poetas] encuentran la
cadencia más desnuda, es por lo raro, lo exquisito, lo difícil, que alcanzan el canto más simple. Son
précieux y son clásicos, el arte barroco se expresa en ellos como el equilibrio en el exceso y la
mesura en lo extraño” (1943: 148).
365
“Es notable que el arte clásico, que pretende sostenerse sólo en el sentido que expresa, lejos de
buscar volverse un instrumento intelectual privilegiado, acepta no ser más que un juego, mientras
que el arte précieux que eliminaría de buen grado todo pensamiento pretende captar, en el
encuentro feliz de los sonidos, las palabras y las figuras, el comportamiento de un pensamiento
superior. Tal es el vértigo del arte, cuando se da su esencia por objeto” (Blanchot, 1943: 148).
366
Seudónimo (además de Pauline Réage) de Anne Cécile Desclos, editora, traductora, consejera
del Ministerio de Educación, miembro de la NRF , joven militante de extrema derecha (al igual que
477
Escolio Cuarta parte. 1974
Maulnier), luego miembro de la resistencia y autora (tal como se reveló recién en 1994) de Histoire
d’O (1954), la célebre novela, hito de la literatura libertina “feminista”, escrita, se supone, para
conquistar a quien será luego su amante durante décadas (hasta la muerte de éste): Jean Paulhan.
Aury era, además, especialista en poesía barroca y, luego de la guerra, en su rol de editora,
periodista y antóloga, promueve la vigencia del Barroco en el marco del debate estético
contemporáneo (familiarizada, quizás, con d’Ors, a través de su marido de entonces, el catalán
Rayomond d’Argila). Blanchot, al comentar su libro, señala que Aury hace creer que la poesía
francesa no puede sino ser redescubierta y que su postulado es la existencia de una “analogía
entre las tendencias de esas grandes obras del pasado y aquellas de la joven poesía
contemporánea” (1943: 143).
367
Obra en la que, por cierto, están presentes algunos esbozos del paralelo del Barroco con el siglo
XX, por ejemplo en el análisis formal comparativo de dramas del siglo XVII y del cine.
368
Para una síntesis de estos años franceses (en la que naturalmente, dado el tema del libro, el
problema barroco está ausente), cfr. Lottman (1982). El libro se ocupa del período 1935-1950 y en
el capítulo 5 puede encontrarse la historia de las décades de Pontigny.
478
Escolio Cuarta parte. 1974
¿Por qué la aparición del concepto era, de algún modo, esperable, e incluso
necesaria? Porque desde las primeras páginas Barthes se propone interrogar la
“actualidad de Racine” alertado por la proliferación de lecturas (sociológica,
psicoanalítica, biográfica, psicológica) durante los diez años previos a su trabajo,
que suponían “una singular paradoja”: “el autor francés que sin lugar a dudas ha
estado más ligado a la idea de una transparencia clásica es el único que ha
logrado hacer converger en él todos los lenguajes nuevos de este siglo” (Barthes,
1963: 44). La inscripción de Racine en el Barroco no es, claro está, una novedad,
pero es posible postular que es la primera vez que un gesto crítico como éste está
en condiciones de adquirir un alcance hasta ese momento imposible: el Barroco se
pliega (o germina, o fertiliza) a un momento de quiebre epistemológico (el
estructuralismo), a la aparición de un nuevo vocabulario, una nueva Máquina de
lectura.
Una vez que se inicia la disputa, la respuesta de Roland Barthes, Crítica y
verdad (1966), no hará sino profundizar esa línea barroca. En efecto, al arsenal de
479
Escolio Cuarta parte. 1974
El artículo que Barthes cita es, en efecto, “Sur Góngora: la métaphore au carré”
que aparecerá en el número 25 Tel Quel (primavera de 1966) y que supondrá no
sólo la primera publicación significativa de Sarduy en Francia, sino también el
lanzamiento de lo que Barthes define aquí como “gongorismo transhistórico” (el
futuro “Neobarroco”).371 Por lo pronto, lo que en este punto interesa es que, como
puede verse, el Barroco, por la vía de Góngora y Sarduy, se inscribe en el
nacimiento de la nouvelle critique –es decir, el Barroco hace que una nueva
corriente de lectura participe de una vieja querella extraña a su tradición,
ampliando su campo de resonancia.
2. 1966
Tres años después de Sur Racine, al mismo tiempo que Crítica y verdad, al mismo
tiempo que “Sur Góngora: la métaphore au carré” y paralelamente a los primeros
desarrollos de Lacan sobre problemas que, como podrá verse luego, lo conducirán
al Barroco, es decir, “en el momento más alto de la polémica sobre el
estructuralismo” (Link, 2010: 60), se publica un documento mayor de la
369
Entre otros: Philippe Sollers, Gerard Genette, Maurice Blanchot, Umberto Eco, Paul Ricoeur,
Jacques Lacan, Michel Foucault, Claude Lévi-Strauss, Émile Benveniste, Tzvetan Todorov.
370
Recaudos que deben ponerse en relación con la presencia, aún en un texto tan decido a
rechazar “todas las mutilaciones que las instituciones clásicas han hecho sufrir a nuestra lengua”
(1966: 29), de elementos habituales en el rechazo al Barroco. Por ejemplo: “La antigua crítica […]
es una casta entre otras, y la ‘claridad francesa’ que recomienda es una jerga como cualquier otra
[…] Esa jerga pasatista […] se caracteriza […] por una comunidad de estereotipos, a veces
contorneados y sobrecargados hasta el culteranismo” (1966: 31).
371
Alejado en principio de ese terreno de discusión, otro protagonista de esta escena, José Antonio
Maravall, dicta durante el otoño de ese mismo año (1966) un seminario sobre el Barroco en la École
des Hautes Études (cfr. Cap. 11), donde desde hacía años daba cursos Barthes, a los que asistió
Sarduy.
480
Escolio Cuarta parte. 1974
transformación filosófica francesa de los años 60: Las palabras y las cosas de
Michel Foucault, 372 en el que el Barroco ocupa un lugar tan relevante como
problemático. En efecto, la convivencia de la unidad histórica âge classique con la
introducción vacilante del concepto de Barroco define una larga serie de tensiones,
no sólo aquellas que atraviesan la historia francesa, sino también las que recorren
los sentidos del Barroco.
Las palabras y las cosas es, a su modo, un libro sobre el Barroco. Y, sin
embargo, se trata de un caso en el que se verifica la disponibilidad relativa del
concepto. Foucault no puede sino recurrir a “barroco”, pero sin abandonar la
sospecha heredada: “este período que equivocada o correctamente ha sido
llamado barroco” (1966a: 57) –sospecha, no está de más señalar, que no aparece
en relación con “Renacimiento” o “Clásico”. Es decir, la tensión que supone la
convivencia de l’âge classique (la conservación de esa categoría histórica, la
aceptación de su validez) con el concepto de Barroco en una misma epistemé (la
que se inicia en el siglo XVII) hace que Las palabras y las cosas sea
simultáneamente escenario de la persistencia del sequestro e índice de
desestabilización de lo clásico de la época clásica, como “origen” de la
modernidad. Sin embargo, esa tensión es, en sí misma, una de las variables
incluidas por Foucault para definir “el orden” (su “origen”) que se instaura en el
siglo XVII: un límite (una “situación límite”) que produce, lógicamente, diferencia
(de un lado, el loco; del otro, el poeta). Así, el Barroco, dentro de la época clásica,
“trata de oír el ‘otro lenguaje’, sin palabras ni discursos, de la semejanza” (1966a:
56).
Foucault llega al Barroco como efecto inevitable del interés por un umbral
histórico, el siglo XVII –un interés que se remonta, al menos, a Historia de la locura
en la época clásica y que continúa aquí en Las palabras y las cosas: “esta
investigación responde un poco, como un eco, al proyecto de escribir una historia
de la locura en la época clásica; tiene las mismas articulaciones en el tiempo,
iniciándose a fines del Renacimiento” (1966a: 9). Por ello, también en Historia de la
locura, el Barroco se hace presente (por primera vez en Foucault), aunque de un
372
Para una reciente visión de conjunto sobre este momento filosófico, cfr. Badiou. L’aventure de la
philosophie française depuis les années 1960 (2012), texto en el que, por cierto, brilla ausente
Michel Foucault –presente, sin embargo, en la obra que, tal como señala Badiou, conforma con
ésta “un conjunto único” (2012: 7), el Petit Panthéon portatif (2008), un trabajo, por lo demás,
mucho menos específico, en el que Foucault es colocado “en las fronteras de una mutación del
pensamiento” (2008: 111).
481
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482
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375
Se sabe que Benjamin no es una referencia relevante para Foucault. Hasta 1976, no lo cita. Cfr.
Castro, 2011: 52.
483
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Foucault articula, así, aspectos desde siempre establecidos del Barroco con la
pregunta a propósito del umbral de transformación que conduce a la experiencia
de la modernidad. La hipotética actualidad del Barroco que, así, se definiría en
Foucault (como ocurría, desde otra perspectiva, en Benjamin) nace de la idea de
que el siglo XX vive en una era iniciada en el siglo XVII: “inmensa reorganización
de la cultura cuya primera etapa fue la época clásica, y quizás la más importante,
ya que es ella la responsable de la nueva disposición en la cual nos encontramos
presos aún” (1966a: 50-51, traducción modificada).
Por cierto, Foucault y Lacan, en un caso de compleja contemporaneidad,
instauran discursividades a partir de un trabajo sintomáticamente próximo con la
imagen pictórica como posibilidad de redefinición de los principios escópicos de la
modernidad y, por esa vía, de la noción de sujeto. En ambos casos, por diferentes
vías, se propone que “el hombre es una invención reciente” (Foucault, 1966a: 9). El
punto de máxima intensidad de esa conexión pictórica es, naturalmente, Las
meninas –punto en el que Sarduy se mete entre ellos.
3. 1967
Un año después de Las palabras y las cosas se publica La sociedad del
espectáculo de Guy Debord. El Barroco como problema aparece en el fragmento
189:
El tiempo histórico que invade el arte se expresó primero en la esfera misma
del arte, a partir del barroco. El barroco es el arte de un mundo que ha
perdido su centro: el último orden mítico reconocido por la edad media, en el
cosmos y el gobierno terrestre –la unidad de la Cristiandad y el fantasma de
un Imperio- ha caído. El arte del cambio debe llevar en sí mismo el principio
efímero que descubre en el mundo. Ha elegido, dice Eugenio d’Ors, “la vida
contra la eternidad”. El teatro y la fiesta, la fiesta teatral, son los momentos
dominantes de la realización barroca, en la cual toda expresión artística
particular adquiere su sentido por su referencia al decorado de un lugar
construido, a una construcción que debe ser para sí misma el centro de
unificación; y ese centro es el pasaje, que está inscripto como un equilibrio
484
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485
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plano: el Barroco como origen de la Sociedad del Espectáculo –como podrá verse
en el último capítulo, esta articulación encontrará en Schérer y Hocquenghem
(1986) un desarrollo pormenorizado en términos de era nuclear–, un origen para
hacer de la modernidad un tiempo excéntrico: “el origen del espectáculo es la
pérdida de la unidad del mundo” (1967: 30). Sin embargo, a diferencia de otros
despliegues de la relación entre Barroco y espectáculo, en Debord la centralidad
del Barroco como experiencia que permite leer el presente está atravesado aún por
todas las tensiones histórico-políticas que lo vuelven, a un tiempo, clave
interpretativo-descriptiva y fundamento de la posibilidad de sostener una potencia
revolucionaria: tal como señala Debord en 1992, en la Advertencia a la tercera
edición, “este libro debe leerse considerando que fue conscientemente escrito con
la intención de dañar la sociedad del espectáculo” (1967: 11). Esa tensión será una
de las claves del Barroco en la década del 70 y encontrará dos versiones
antagónicas: en Sarduy un Barroco de la Revolución, en Maravall un Barroco-
kitsch como cultura del dominio y la disolución de la negatividad del arte (cfr.
Capítulo 11). En Debord está en juego una disolución. Pero se trata de una
relectura del arte moderno, “desde el romanticismo hasta el cubismo”, que hace del
Barroco el origen del fin del mundo del arte, es decir, un límite de vacilación de lo
moderno.
4. 1968
Un último caso da forma a esta prehistoria y debe considerarse un efecto directo
de las desestabilizaciones presentes en Barthes y en Foucault. En Figures II,
Gérard Genette –que en textos anteriores (cfr. Genette, 1966) había introducido el
problema del Barroco– incluye un trabajo titulado “D’un récit baroque”,
originalmente presentado en las “Journées internationales d’Études du baroque”,
realizadas en Montauban (septiembre de 1968). Se trata de un estudio de Moyse
sauvé (1653) del en ese momento olvidado (activamente olvidado) poeta Marc-
Antoine Girard de Saint-Amant. El estudio se propone analizar (y al mismo tiempo
explicar) la técnica retórica de “amplificación” (a partir de tres procedimientos:
desarrollo, inserción e intervención).
Un primer aspecto a destacar es que, una vez más en el siglo, la serie de
complejidades formales propia de una gran zona de la literatura del siglo XVII
aparece como terreno fértil para el desarrollo de categorías nuevas (en este caso,
486
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487
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durante mucho tiempo como natural no era sino un orden entre otros; se
trata de reconocer que cierta “locura” puede no ser sin razón, que cierta
“confusión” puede no ser, como dice Pascal, sin “intención” (Genette, 1968:
221-222).
377
Eco que aparece, por ejemplo, en el breve ensayo “Todo por convencer” (Sarduy, 1973: 43).
488
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489
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491
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hace, tal como podrá verse, a partir de una celebración inicial: “filología
fantástica”). El Neobarroco de Severo Sarduy es, antes que nada, un método.
2. Neobarroco
2.1. Antecedentes: de Camagüey a Escrito sobre un cuerpo
Cuando en 1972 Sarduy publica “El barroco y el neobarroco” lleva doce años
instalado en París. Si bien había salido (el 24 de diciembre de 1959) más o menos
anónimamente de La Habana (con una beca del Gobierno cubano para estudiar
crítica de arte en la École du Louvre), en poco tiempo se había convertido en una
figura singular, dada su intervención simultánea en dos espacios que funcionaban
independientemente (y entre los que Sarduy incluso propició algún tipo de
contacto): por un lado, el de los escritores latinoamericanos emigrados en París,
por otro, el del grupo Tel Quel, que se volvería centro de la nueva intelectualidad
francesa. Esa doble participación (que le sería reprochada desde Cuba,
llamándolo, entre otras cosas, “escritor franco-cubano”) es una de las claves de su
obra.379
Pero antes de volverse objeto de polémica, su viaje de La Habana a París
es un viaje de formación. Una vez decidida su permanencia, Sarduy estudia: toma
su curso de en la École du Louvre, asiste a los seminarios que, durante la década
del 60 dicta Roland Barthes en École Pratique des Hautes Études (“Yo soy un
alumno de Roland Barthes”, dirá Sarduy en muchas oportunidades)380 y también a
los de Jacques Lacan. Rápidamente, se vuelve novelista. Gestos (1963), su
primera novela, cuya escritura comienza recién llegado a Europa, se publica
simultáneamente en español (Seix Barral) y en francés (du Seuil) y en menos de
dos años es traducida al danés, al italiano, al alemán, al polaco. Al mismo tiempo,
sus espacios de intervención se amplían: se vuelve periodista radial, asesor
literario de Éditions du Seuil (desde donde fomentará la traducción y difusión de
autores como Lezama Lima, García Márquez, Arenas, Piñera, Puig, entre tantos
otros) y comienza a publicar intervenciones en las revistas Mundo Nuevo de París,
379
Para las referencias a la biografía de Sarduy, se siguen aquí, además de las entrevistas al autor,
sus textos “autobiográficos” (incluidos en la Obra completa bajo el título de “Autorretratos” –
particularmente El Cristo de la rue Jacob de 1987c), las Cartas (1996), el trabajo de François Wahl
“Severo de la rue Jacob” (1998) y la biografía de González Echevarría (1987).
380
Por ejemplo, en la entrevista televisiva de 1978 realizada por Soler Serrano para la Televisión
Española.
492
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
Sur de Buenos Aires,381 Tel Quel, La Quinzaine Littéraire, Art Press, Plural de
México, Zona Franca de Caracas, etc.
Estos años son los de la gestación de su teoría del Neobarroco, que se
produce como efecto de un descubrimiento (de la teoría y la filosofía francesas) y
de un redescubrimiento (de Lezama Lima) –entre ese descubrimiento y ese
redescubrimiento, el Barroco, que estaba allí, a mano, se vuelve una fuerza nueva.
En este punto, debe subrayarse que el interés de Sarduy por el Barroco no figura
desde siempre. Su breve período cubano (publicación de sus primeros poemas,
primeros ejercicios de crítica de arte y literatura, participación en la vida cultural de
la joven Revolución) no muestra marcas de lo que luego será su interés definitivo.
El interés por el Barroco, por lo tanto, aparece en Francia y supone un modo de
reinvención de sus vínculos con lo cubano (y lo latinoamericano) –
fundamentalmente a través de Lezama, Sarduy encuentra en América Latina una
fuerza nueva (excéntrica) de la modernidad (ruina de la dicotomía centro-periferia,
descentramiento del punto de vista). Antes de dejar La Habana (adonde había
llegado desde su Camagüey natal para estudiar medicina), en efecto, Sarduy había
participado de Ciclón, la disidencia de la revista Orígenes, dirigida por Lezama, con
respecto a quien, en sus primeras intervenciones cubanas, Sarduy manifestaba
cierta distancia: “el discutido autor cubano José Lezama Lima” (1958: 106),
escribe, por ejemplo, Sarduy en una fría reseña de Tratados en La Habana
publicada en El Mundo Ilustrado, suplemento del diario El Mundo de la capital.382
Sin embargo, esa visión de Lezama (luego hiperbólicamente rectificada hasta
llegar a la postulación del presente como “Era Lezama” –“mi alegría es grande
porque soy un hombre que sabe que vive en la ‘Era Lezama’, sé que soy un
hombre que pertenece a ese momento grande de la historia”–, o hasta la
aseveración de que Orígenes fue la revista más importante del idioma español, o
de que toda su obra no es más que una nota al pie de la obra “galáctica,
monumental” de Lezama –“un continente”–, sólo precedida en magnitud por la de
381
Podría hablarse, en este punto, de una conversión de Sur al Barroco, que coincide con la
conversión en Sudamericana (de la mano de Enrique Pezzoni), donde Sarduy, en 1974, publicará
Barroco.
382
La producción cubana de Sarduy (obra juvenil que incluye poemas, algunos cuentos, reseñas
literarias y teatrales y notas sobre artes plásticas), suerte de prehistoria de su obra, en términos
generales excluida (por pedido de Sarduy) de su Obra completa, fue publicada en Cuba en 2007,
compilada por Cira Romero (Cfr. Sarduy, 2007). Algunos documentos de esa época se incluyen
también en el volumen compilado por Oneyda Gónzález (2003).
493
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
Góngora: “quizás un día no se sepa quién fue primero”)383 debe leerse como mero
gesto de irreverencia juvenil, producto, sin duda de la incomprensión o incluso del
simple desconocimiento, si se tiene en cuenta el tipo de afirmaciones que realiza
Sarduy en esa época, inadmisibles para cualquier lector de Lezama. Por ejemplo,
aquella del diálogo con Roberto Branly publicado también en El Mundo Ilustrado,
donde éste afirma que “Orígenes carece de fuerza vital” y Sarduy responde: “Lo
que dices es cierto en el caso de Lezama. No así en la obra de Fina García
Marruz” (Pogolotti, 1958: 246). París y la experiencia telqueliana son, pues, la
ocasión (la generación de las condiciones necesarias para hacerla posible) de una
verdadera lectura de Lezama, transformado a partir de entonces en la referencia
constante. Esas condiciones son fundamentalmente teóricas –una experiencia
guiada por Roland Barthes, una experiencia también compartida con él.
Las causas de la permanencia definitiva de Sarduy en Francia no responden
a ningún motivo político. Sarduy no es, al menos inicialmente, un exiliado.384 Su
383
Cfr. Soler Serrano (1978).
384
Tal como fue adelantado en el Capítulo anterior, la relación del Gobierno cubano con Sarduy
antes que de rechazo es de ignorancia (no hubo, durante décadas, ediciones cubanas de su obra;
las existentes son completamente marginales). Esto se debe, fundamentalmente, a que su carrera
comienza en Francia. El citado comentario despectivo de Retamar (cfr. el detallado análisis de
González Echevarría, 1987) no es más que una incidencia determinada por el círculo de
pertenencia de Sarduy en Francia. Sarduy se define como “exilado” (y no exiliado) en la medida en
que, según afirma, permanecer en París fue siempre algo voluntario. Escribe en “Exilado de sí
mismo” (1990): “Llegar pues –me sucedió hace treinta años sin que ninguna institución ni país me
expulsara o me rechazara […]. Hay exilados propiamente dichos, exiliados –esta i, de rigurosa
estirpe académica, añade al exilio una connotación de aristocracia o de rigor–, emigrados,
refugiados, apátridas, cosmopolitas encarnizados, etc. En cuanto a mí, sólo me considero un
quedado, o si se quiere –procedo de una isla– un a-islado. Me quedé así, de un día para otro.
Quizás vuelva mañana… (Sarduy, 1990a: 41-42). Ahora bien, Sarduy hace en realidad de la
condición de exilado una forma ética (antes que política) de estar en el mundo y, en este sentido,
una experiencia recuperable según la potencia de anonadamiento que alberga y, por esa vía, una
experiencia comunitaria sin comunidad. Continúa Sarduy (estableciendo una resonancia entre el
movimiento del exilado y el de los objetos en el cosmos): “Como el universo, el exilio está en
expansión. La realidad política por una parte y la ‘desertificación’ anímica por otra, hacen que cada
día haya más exilados. Somos tantos, que ya ni siquiera nos reconocemos: no hay ya consignas, ni
palabras de pase; ninguna mirada precisa delata al que ha abandonado su país natal. Sólo las
antologías, redactadas por celosos guardianes del patrimonio literario nacional, dan cuenta
insoslayable de esta partida. O no dan ninguna. Recientemente me llamó un amigo para
comunicarme la infausta noticia de que yo ‘no existía’, al menos en los anales recientes de la
literatura nacional. Ese olvido pre-póstumo no me asombró. El exilio es también eso: borrar la
marca del origen, pasar a lo obscuro donde se vio la luz. ¿Cómo termina, y cuándo, el exilio?
Quizás el último de los espejismos consista en creer que termina con un regreso a la tierra natal. Y
es que nada recupera al hombre de algunas palabras escuchadas, y nada redime a quien las dijo.
Exilado de mí mismo, ausente de una parte de mi propia escucha, de algunos sonidos, de una
frase. Sólo el silencio puede responder a esa mano levantada, agitándose, alejándose en el puerto,
ya perdida, diciendo ‘Adiós’” (Sarduy, 1990a: 43). Sarduy evalúa su situación con Lezama (de sólo
aparente destino opuesto). Ambos operarían, así, lo que Sarduy define como “escritura nómada”.
Ser un exilado para Sarduy (como hoy para Agamben ser un refugiado, o para Deleuze devenir
494
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
nómade, alisar el espacio estriado) es, antes que nada, un modo de habitar el espacio, cualquiera
sea.
495
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
modo único, más acá o más allá de toda determinación, de toda adjetivación, de
relacionarse con esa diferencia: olvidándola y, al mismo tiempo, no perdiendo de
vista su particularidad.385 Esa ética se llama “amistad” (Blanchot, 1971) y Barthes y
Sarduy supieron hacer de ella uno de los espacios más justos, más
cuidadosamente elaborados.
En este marco, los pasos previos al lanzamiento del Neobarroco (1972)
están definidos por la publicación del trabajo que significará la entrada oficial de
Sarduy en ese universo parisino y en el que se oye, no sólo en el título, un eco del
Sur Racine barthesiano: “Sur Góngora: la métaphore au carré”, en Tel Quel (nº 65,
primavera de 1966),386 simultáneamente aparecido, en español, en Mundo Nuevo
(nº 6, 1966) y luego incorporado a su primer libro teórico, Escrito sobre un cuerpo.
Ese primer movimiento (llevar a Góngora al centro de la nouvelle critique, postular
lo que, como fue señalado, Barthes definió como “gongorismo transhistórico”),
funcionó como momento de apertura, no sólo para Sarduy, que comenzaba a
recorrer el largo camino del Barroco, sino también para algunos de los miembros
de Tel Quel, que encontraron allí una fuerza nueva e inesperada. Escribe Haroldo
de Campos en su libro sobre Sarduy (1995) –citando sus propias palabras, dichas
en español en 1985–, para cuestionar las ideas recibidas sobre la supuesta pura
influencia del grupo sobre Sarduy: “no es menos cierto que [Sarduy] ha sido la
persona que en la revista escribió por primera vez sobre Góngora. Se puede decir
que barroquizó a Tel Quel, que era un grupo muy cartesiano, muy valeryano”
(1995: 12). Esos años franceses son, precisamente, los años que, a través del
Barroco, Descartes es reemplazado por Kepler (Lacan, Sarduy), por Leibniz
(Deleuze).
En Escrito sobre un cuerpo (1969), el Neobarroco sigue todavía ausente
como concepto. Se trata, antes bien, de un libro preparatorio del Neobarroco, en el
que se definen las bases conceptuales que lo harán posible, un primer corpus (por
cierto, amplio) y un primer modelo de historización del Barroco en el que Góngora
desempeña el rol de “origen” (más allá de otras referencias esporádicas, en Sarduy
se registra, como podrá verse luego, un impacto directo de los efectos del 27 y el
385
Escribe Cozarinsky al respecto: “Sólo Roland Barthes podía, desde otro registro, intuir
exactamente la naturaleza de su genio” (2000: 125).
386
No se trata, sin embargo, de la primera colaboración de Sarduy en la revista. El año anterior
habían aparecido algunos poemas bajo el título “Pages sur le blanc”, a propósito de cuadros de
Franz Kline (Tel Quel nº 23, 1965), que luego integrarán el poemario Big Bang (1974).
496
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
Barroco literario se reduce a Góngora). El libro, sin embargo, antes que como
recorrido orgánico, funciona como compendio, como postulación de un repertorio
de problemas y temas que definen las condiciones de lectura y reapropiación del
Barroco en el presente (repertorio del que el resto de su obra teórica no será sino
un despliegue). La operación básica consiste en hacer confluir diversas series de
lecturas (con una determinación compleja entre ellas, una determinación no
mecánica): hitos del Barroco histórico, autores americanos contemporáneos
(Cortázar, Elizondo, Donoso, Masotta, Fuentes, Burroughs, Pizarnik, Lezama, etc.),
autores de la teoría estética y la filosofía europea contemporánea (Bataille,
Klossowski, Lacan, Barthes, Kristeva, Jakobson, Dámaso Alonso, etc.), leídos
todos en clave barroca. Así, aquello que se volverá el Neobarroco surge aquí como
acumulación (decididamente internacional, culturalmente heterogénea) de
experiencias de lectura del arte y el pensamiento del pasado y, fundamentalmente,
del presente. La primera parte del libro, en este sentido, bajo el título “Erotismos”,
inscribe todas las fuerzas teóricas y poéticas del presente barroco en la economía
batailliana del desperdicio dando forma a una articulación que, tal como fue
expuesto en el Escolio correspondiente de la Segunda parte, estaba latente desde
las primeras décadas del siglo.
Pero se trata, tal como fue señalado, de un libro preparatorio, una suerte de
cuaderno de estudio del Barroco dominado por el fragmento como unidad y en el
que conviven enunciados teórico-críticos con pasajes de conversaciones, cartas,
fragmentos de la obra de Sarduy, fragmentos críticos sobre el propio Sarduy (entre
ellos, “La cara barroca” de Barthes, de 1967) y “notas” autorreferenciales que
sintetizan la lógica del libro como trabajo enviado a la imprenta antes de ser
concluido: “conservar las notas preparativas. Eliminar, en el párrafo sobre la fijeza,
la imagen […] Introducir, en la crítica, personajes ficticios, míos o de otro. Mezclar
géneros. Hacer intervenir a un posible lector” (Sarduy, 1969: 1165).387
387
Antes del pasaje citado, Sarduy expone su “método”, cuyo despliegue, depurado, tendrá lugar en
las obras posteriores: “Después de todo, sería útil, en crítica literaria, a la aburrida sucesión
diacrónica y volver al sentido original de la palabra texto –tejido– considerando todo lo escrito y por
escribir como un solo y único texto simultáneo en el que se inserta un discurso que comenzamos al
nacer. Texto que se repite, que se cita sin límites, que se plagia a sí mismo; tapiz que se desteje
para hilar otros signos, estroma que varía al infinito sus motivos y cuyo único sentido es ese
entrecruzamiento, esa trama que el lenguaje urde. La literatura sin fronteras históricas ni
lingüísticas: sistemas de vasos comunicantes. Hablar de la influencia del Castillo en el Quijote, de
Muerte de Narciso en las Soledades” (1969: 1164).
497
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
¿Cuál es la historia del Barroco que Escrito sobre un cuerpo define como
estudio preparatorio para el futuro lanzamiento del Nerobarroco? La primera
referencia al Barroco del libro aparece en el contexto de un comentario de Storia di
Vous, de Giancarlo Marmori, que conduce a Sarduy a señalar, en este comentario
lateral, un aspecto central de esta historia del Barroco en el siglo XX: el “frenesí
ornamental” (1969: 1131) del Modern Style. El futuro Neobarroco de Sarduy
encuentra así su “origen” en el siglo:
La retórica de lo accesorio convirtiéndose en esencial, la multiplicación de lo
adjetival sustantivado, el ornamento desmedido, la contorsión, lo vegetal
estilizado, las estatuas y cisnes, y lo cosmético como instrumento de
sadismo mediatizado, nos sitúan […] en un erotismo preciso: el que celebra
en sus orlas, metáforas de cuerpos, el arte 1900 (1969: 1130).
498
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
499
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
concepto propiamente dicho, sino también, como podrá verse, muchas de las
variables incluidas por Gillo Dorfles y por Haroldo de Campos en esa postulación) y
que funciona como prueba, por lo tanto, de las discontinuidades inherentes al
funcionamiento de la Máquina. Con el concepto de Neobarroco –Sarduy habla
también de “barroco actual” (1972: 35) y, más adelante, de “barroco furioso” (1982:
1307) y de “segundo” barroco (1987a: 1375)– el autor cubano define, simplemente,
la posible existencia de un Barroco del siglo XX que, de diferentes modos, reedita
la experiencia del primero, el del siglo XVII.
Este lanzamiento, dada su (pasajera) inscripción exclusiva en el espacio
latinoamericano, se produce en un contexto que funciona como auténtico momento
de peligro: los debates políticos, culturales, estéticos en torno a la Revolución
cubana. En ese marco, el libro en el que aparece “El barroco y el neobarroco”
(América Latina en su literatura, volumen colectivo coordinado e introducido por
Baldomero Fernández Moreno) es un documento significativo de los debates de la
época que hacen de lo latinoamericano un objeto de problematización específica.
El libro forma parte de un proyecto (la serie “América Lartina en su cultura”)
emprendido por la UNESCO que se propone construir grandes síntesis sobre las
culturas del mundo.388 El resultado, por lo tanto, está explícitamente atravesado
por las paradojas que produce una mirada que se presenta a la vez como interior y
como exterior. A su vez, el libro aparece en pleno auge de las discusiones sobre la
politización del arte. Sin embargo, tal como señala Claudia Gilman (2003),
representa (no sin excepciones) una línea más preocupada por aspectos
específicamente estéticos que políticos (aceptando, al menos provisionalmente,
esta distinción).
Si bien el Barroco aparece, naturalmente, en muchos de los trabajos
incluidos en el volumen (entre otros, además del trabajo de Lezama, el caso más
destacado es el de Haroldo de Campos, “Superación de los lenguajes exclusivos”,
ya analizado), Sarduy es el único que se propone transformarlo en fundamento
exclusivo de una lectura de lo latinoamericano (articulado con las recientes
innovaciones teóricas francesas). Como operación de lectura, “El barroco y el
neobarroco” puede funcionar –y así fue en muchos casos recibido– como un modo
de generar las condiciones de lectura de la obra narrativa y poética del propio
388
Algunas de las intervenciones incluidas en otro de los volúmenes de la serie, América Latina en
su arquitectura, fueron tenidas en cuenta en las escenas de 1908 y 1955.
500
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
Sarduy (la publicación de este ensayo coincide con la aparición de una de sus
novelas más importantes, Cobra) –en ese caso, el texto reclamaría la mera
incorporación de sus textos narrativos y poéticos al corpus que el ensayo propone
y “probar” allí esas hipótesis (ejercicio que muchos lectores de Sarduy agotaron
rápidamente). Sin embargo (y, al menos en primera instancia, sin perjuicio de esa
opción), “El barroco y el neobarroco” hace más: no se trata, en sus alcances, ni de
la formulación de una “poética” ni de una puesta al día teórica para América Latina,
sino más bien de una apertura teórica en la que lo latinoamericano no funciona
como límite (como restricción) sino como fundamento de un nuevo punto de vista.
En este sentido, el destino de “El barroco y el neobarroco” fue
decididamente problemático. Pese a haber permanecido como “manifiesto” de una
nueva corriente de las letras latinoamericanas (para la consideración de algunas
de las variables implicadas en el desarrollo de la poesía “neobarroca” cubana y
rioplatense, cfr. más adelante el Capítulo 12), no puede dejar de señalarse que se
trata, mirado desde el punto de vista del desarrollo ulterior de la obra teórica de
Sarduy, aún de un momento preparatorio de las operaciones fundamentales con
respecto al Barroco –así, en Sarduy, el Neobarroco es el nombre de un Barroco
transformado en Máquina de lectura. Las causas de la permanencia de este texto
como momento emblemático de la obra teórica de Sarduy son muchas: no sólo su
condición aceptada de “manifiesto”, sino también el dato no menor de tratarse del
texto más simple, más legible y por lo tanto, tal como fue señalado, más “aplicable”
del corpus teórico sarduyiano –un rasgo que desaparece a partir de 1974–; a su
vez, es el texto que, por estar anclado en la literatura latinoamericana de los años
60 y comienzos de los 70, más se mezcla con los destinos del Boom. En este
sentido, merece destacarse que cuando en 1987 Sarduy publica su summa teórica,
Ensayos generales sobre el barroco, decide excluir “El barroco y el neobarroco”.
Habría, en principio, dos motivos de esa exclusión: la más evidente es que su
“Conclusión” había sido incorporada, casi sin modificaciones, en Barroco –dato que
señala, una vez más, el hecho de que no se trata más que de un avance de la
auténtica teoría del Barroco. Pero la razón fundamental es que “El barroco y el
neobarroco” (quizás siguiendo el pedido de Baldomero Fernández Moreno de
producir aportes críticos circunscriptos al espacio latinoamericano) operaba sobre
un territorio literario que si bien le resultaba cómodo (sobre todo pensando en la
colocación de su obra narrativa y poética), no coincidía con el tipo de articulación
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Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
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“la Iglesia complica o fragmenta su eje y renuncia a un recorrido preestablecido, abriendo el
interior de su edificio, irradiado, a varios trayectos posibles, ofreciéndose en tanto que laberinto de
figuras; la ciudad se descentra, pierde su estructura ortogonal, sus indicios naturales de
inteligibilidad –fosos, ríos, murallas–; la literatura renuncia a su nivel denotativo, a su enunciado
lineal; desaparece el centro único en el trayecto, que hasta entonces se suponía circular, de los
astros, para hacerse doble cuando Kepler propone como figura de ese desplazamiento la elipse;
Harvey postula el movimiento de la circulación sanguínea y, finalmente, Dios mismo no será ya una
evidencia central, única, exterior, sino la infinidad de certidumbres del cogito personal, dispersión,
pulverización que anuncia el mundo galáctico de las mónadas” (1972: 6-7).
390
Cfr. Capítulo 11: por ejemplo, la diferencia entre Sarduy y Maravall.
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Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
nostalgia del Paraíso Perdido. Sin embargo, esa diferencia con d’Ors no debería
ser sobreestimada. La obra de d’Ors, tal como fue señalado, es un antecedente
fundamental del Neobarroco –la diferencia entre las vueltas cíclicas del Barroco
propuesta por d’Ors y el salto histórico entre el siglo XVII y el siglo XX defendido
por Sarduy no arruina la importancia del catalán en el establecimiento de un
desajuste temporal fundacional del siglo XX. Tampoco arruina la importancia que
tiene para el Neobarroco el tipo de desajuste categorial, el poder de arrastre del
concepto o el contagio como lógica de expansión que es esencial en Lo barroco. Y
aún: la importancia de la contra-historia del pensamiento que d’Ors desarrolla,
como modo de perturbar cualquier posibilidad de continuidad “clásica” de la historia
–sostenida en la idea de “sistemas sobretemporales” y en la crítica a la “sucesión
cronológica” que, tal como fue desarrollado en la escena de 1927, es un punto de
partida de una historia del Barroco que encuentra en el Neobarroco de Sarduy y su
concepción del tiempo uno de sus ecos más justos. Ahora bien, el punto de mayor
desacuerdo (la idea de nostalgia del Paraíso perdido) merece un comentario
específico. Es probable que Sarduy se deje llevar aquí por su proximidad con la
versión de Lezama (d’Ors, en la tradición cubana, había sido reivindicado
fundamentalmente por Carpentier). Pero si se tiene en cuenta la forma crítica y
compleja que, ya en Benjamin y más adelante en Lezama, adquiere lo originario
como problema específico del Barroco y, luego, si se tiene en cuenta la experiencia
de lo originario que la imagen del Big Bang que propondrá Sarduy en 1974 permite
problematizar, la idea de d’Ors adquiere otro alcance. Esa nostalgia, pensada
desde los “sistemas sobretemporales” y desde la noción de eón (como experiencia
de la eternidad sometida al acontecimiento), es –tal como podrá verse a
continuación– una imagen del tiempo más compleja de lo que Sarduy, en este
momento, se permite ver.
El Neobarroco es definido, en esta primera intervención, de un modo que no
deja de resultar ambiguo: es tan específico en sus rasgos –tres mecanismos de
artificialización, dos formas de parodia–, como general –se pretende válido para
caracterizar obras de tan distinto tipo que obliga a preguntarse qué texto podría
quedar excluido de ese corpus. Si bien el criterio de exclusión es evidente (para
comenzar, cualquier forma de narrativa que se pretenda realista), inevitablemente
(como síntoma de los problemas de esta primera definición), con los años Sarduy
irá restringiendo el “canon” neobarroco, dejando afuera, por ejemplo, a muchos de
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Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
391
Por ello, tal como fue señalado en el Estado de la cuestión, incluso los protagonistas de
momentos poéticos definidos como “neobarrocos” supieron ver esa diferencia. Dice Arturo Carrera:
“El neobarroco no fue un movimiento, fue una nominación. No se fundó. En eso radica su felicidad”
(2007: 154).
392
El despliegue de esta hipótesis (el establecimiento de una lectura que intente determinar un
principio de articulación entre la zona teórica y la zona narrativa y poética de su obra) excede el
recorte de este trabajo. El problema reaparece, tal como podrá verse en el capítulo 12, en el caso
de Néstor Perlongher y el concepto del Neobarroso. Lo allí planteado (la sospecha necesaria con
respecto a la “coherencia” aceptada por muchos entre una zona y otra) vale también, como
definición de principios, para el caso de Sarduy.
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Sarduy logra no sólo determinar principios de lectura más o menos rigurosos, sino
también hacer del Neobarroco un espacio plegado, estructurado a partir de
conexiones entre diversos niveles de análisis. El corpus que construye “El barroco
y el neobarroco” (en el que incluye casi todo: narrativa, poesía, artes plásticas,
cine, teatro, música, arquitectura) toma la forma, por lo tanto, de un espacio
cerrado en su apertura. En este sentido, la Máquina de lectura puesta a funcionar
encuentra su eficacia en ese poder de atravesar todas las artes y sólo se propone
proliferar, expandirse. Ahora bien, hacer del Neobarroco un espacio definido a
partir de la inter e intratextualidad no podía sino conducir a un deslinde, sobre todo
teniendo en cuenta que esas nociones (por cierto, en su versión simplificada y en
muchos casos vulgarizada), pronto se volverían parte del sentido común crítico y
perderían, por lo tanto, cualquier especificidad. Por ello, en el resto de su obra,
este conjunto de ideas no desaparece pero se reformula y da lugar a otro sistema
de conexiones (Cfr. sección siguiente de este capítulo). Así, la zona del análisis
que pretende inscribirse más decididamente en los principios estructuralistas (a
partir de las nociones de grama y paragrama) es, como reconoce François Wahl
(1998), probablemente la más superflua. Otras de esas nociones, de todos modos,
permitirán derivaciones que adquirirán un peso cada vez mayor: la carnavalización
y la parodia, por ejemplo, permitirán a Sarduy retomar la contraconquista
lezamiana y plantear la idea del español de América como una lengua simulacro
(y, por extensión, el espacio americano como espacio también simulado y por lo
tanto no periférico), en La simulación, como podrá verse más adelante.
Por lo tanto, la adscripción de Sarduy al estructuralismo es una idea muchas
veces repetida pero que ya durante los años 80 Gustavo Guerrero se ocupó de
relativizar. Es claro que Sarduy participa de la situación estructuralista y en ella se
forma, pero el uso que hace de esos principios (uso cuya máxima intensidad se da
en este texto), nunca dejará de ser, en adelante, prudente, distanciado. Tal como
Sarduy plantea muchas veces al ser entrevistado, lo que resultó significativo para
él de esos años es el aprendizaje de un rigor metodológico y precisión conceptual.
Sarduy no sólo no practica análisis estructurales en sentido estricto, sino que
representa (como participante marginal de Tel Quel) una fuerza que se mueve en
otras direcciones. Por ello, lo que importa de su relación con ese grupo es, en
realidad, la amistad con Roland Barthes. Amistad que para uno y otro, con el correr
de los años, se vuelve esencial tanto existencial como intelectualmente. Un año
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Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
Esas fuerzas excéntricas son las que llegan desde el descentramiento del Universo
que el Neobarroco no deja de convocar.
En “El barroco y el neobarroco”, Sarduy retoma una zona fundamental de
Escrito sobre un cuerpo sobre la relación entre Barroco, erotismo y potlach, y la
sintetiza en una sentencia: “El espacio barroco es el de la superabundancia y el
desperdicio” (1972: 32). Pero a diferencia de ese primer libro, aquí el nombre
invocado para sostener esa relación no es Bataille, sino Lacan y el objeto a.
Bataille está, de algún modo, presupuesto. Lacan, como podrá verse en el capítulo
siguiente, había comenzado a acercarse lentamente, desde los años 60, al Barroco
y un año después de publicado este texto de Sarduy lo transformará en una
colocación.
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393
Aunque no el primero ni el único: para comenzar, Judith Sophie, la cuarta hija de Lacan, su
preferida y heredera intelectual, portó durante veintidós años el apellido Bataille, pues su madre,
Sylvia Maklés, se encontraba, en ocasión de su nacimiento, aún casada con Georges.
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El Barroco de Carpentier, tal como fue señalado, es más accesorio, es decir, está menos
hundido en la historia del Barroco como debate estético y cultural y, por lo tanto, se deja llevar en
muy menor medida por las implicancias de la efectiva barroquización del lenguaje y la tradición.
511
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3. 1974: Barroco
3.1. Barroco e historia: “ser barroco hoy”
Publicado por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires en 1974, Barroco es el
punto de irradiación de la obra teórica de Severo Sarduy, un camino de regreso al
Barroco para redefinir los alcances y las posibilidades del Neobarroco –un
Neobarroco, en adelante, más prudente, tentativo, menos enfático. ¿Cómo explicar
el salto? ¿Cómo comprender el pasaje de “el arte latinoamericano actual” (1972: 7)
a la cosmología como campos de desarrollo del concepto de Barroco?
Evidentemente, dada la magnitud que alcanza el problema en este libro, el ensayo
de 1972 no puede considerarse más que una primera tentativa, un esbozo menor
(y al mismo tiempo excesivo), pero no por ello menos relevante, parte de un
recorrido que conduciría a su gran proyecto que, no podría ser de otro modo,
preparaba ya en ese momento. Del pasaje entre un trabajo y el otro hay
testimonios: “Todo por convencer” (1973), por ejemplo.
¿Qué hace Sarduy con el Barroco? ¿Qué operaciones realiza en relación
con el estado de la cuestión? Sarduy, podría decirse, agrega a la Historia del
Barroco un nivel de análisis más, un nivel en que los componentes de la Máquina
son selectivamente integrados y refuncionalizados según un nuevo punto de
vista.395 Uno de los gestos fundamentales de Sarduy es asumir que el Barroco es,
a esa altura del siglo, un problema esencialmente metodológico –el problema del
Barroco es la inscripción. Esa constatación lo obliga a concebir una escala
máxima, a elevar el Barroco (tal como intentará demostrarse aquí) a auténtico
paradigma. Sarduy, en Barroco, construye un Universo (el Universo tal como es, o
sería) desde el punto de vista del Barroco, es decir, que responde a la pregunta
¿qué diagrama del mundo se obtiene si se mira con ojos barrocos? Se trata,
incluso, de un Universo en el que sólo hay (aún por ausencia, como falta) Barroco.
Una de las dimensiones de esta operación de Sarduy en relación con el
archivo del Barroco es historiográfica. El punto de partida es una respuesta al
borramiento con el trazado de una contra-historia: “historia caduca leída al revés;
395
Para una consideración de las fuentes y referencias bibliográficas de este libro, cfr. en el capítulo
siguiente, la sección dedicada a Lacan y Sarduy.
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El problema de lo oriental será retomado luego. Para una indagación sobre esta zona de la vida
y la obra de Sarduy, cfr. la versión online de la muestra llevada a cabo por el Instituto Cervantes, “El
oriente de Severo Sarduy”, inaugurada el 8 de abril de 2008 en Madrid y luego trasladada a París,
Fez, Tánger, Tetuán, Casablanca, Rabat, Pequín, Nueva Delhi y Manila:
http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/sarduy.
397
Salto que, no está de más subrayar, perpetúa el secuestro (que otros momentos de la Máquina
de lectura habían intentado remediar) de la Edad Media. En otras zonas de su obra, sin embargo,
Sarduy hará referencias al Gótico.
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398
Sarduy propondrá, retomando a Michel Serres, que en un Leibniz barroco debe ubicarse una
prefiguración de la relatividad que es condición del Neobarroco.
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El presente que se deduce de ese “origen” (en el caso de la teoría del Steady State
el resultado es, con respecto al origen, idéntico)399 conduce a una pregunta, a la
repetición de la pregunta de “El barroco y el neobarroco”, cuya “Conclusión” repite
Sarduy, pero anteponiendo este párrafo, donde esa pregunta se vuelve aún más
clara:
¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido
profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me
arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar
y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los
399
“H/Steady State: materia que se crea y se destruye, pero siempre y en todas partes; sin origen
asignable ni anulación global, hacia y a partir de nada” (1974: 1249).
517
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400
Serie que, en sus libros posteriores, seguirá desarrollándose, incorporando otros nombres de las
artes plásticas contemporáneas (y, en menor medida, de la literatura), por lo general del arte
conceptual.
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“El concepto, inédito, de retombée o correspondencia acrónica debe ser aún en gran medida
explotado, pero ha comenzado, aquí y allá, a hacer su camino. Era, para Severo, un acto fundador
del pensamiento sobre las Formas: platónico en esto” (Wahl, 1998: 1520).
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4. Lo imaginario
Ahora bien, el desarrollo de ese método neobarroco no es un punto de llegada,
sino un terreno de desarrollo que equivale, en Sarduy, a la postulación de una
ética. La teoría como experiencia de escritura pone en juego un tipo de inscripción
de sí que, incasablemente, establece una afirmación, un riesgo y un deseo de
comunidad. Por ello, en esa búsqueda, el cubano no marcha solo. Esta inflexión de
su obra –es posible sostener– supone un punto de máxima contemporaneidad con
Roland Barthes, en la medida en que, en ambos autores, se pone en juego (como
vía de acceso a la dimensión ética de sus prácticas teóricas) una recuperación del
registro de lo imaginario, desarrollada, en ambos casos, en sus obras tardías.
Tal como señala Éric Marty (2006), las últimas obras de Barthes realizan
una inversión con respecto al registro de lo Imaginario (que desde el psicoanálisis
y el marxismo se identifica con lo falso y lo ilusorio). Lo imaginario, así, reaparece
desde Fragmentos de un discurso amoroso y el curso Lo Neutro, e incluso en La
cámara clara. Marty sostiene que si bien desde el comienzo de su trabajo Barthes
apunta a la neutralización de todo imaginario, a partir de estos textos realiza un
desplazamiento hacia una voluntad afirmativa (la postulación ética de formas de
vida posibles). Barthes, desde esta perspectiva, habría cedido al deseo de formular
Imágenes (el repertorio de “figuras” en Lo Neutro o en Fragmentos) a través de las
cuales es posible desplegar un “imaginario personal”, positivo, en el que se
disuelve el imaginario. Se trata, naturalmente, de una posibilidad, siempre
paradójica, de resistencia a la doxa como productora de “malas imágenes” de mí y
del mundo. En esa dirección, Barthes realiza una distinción que no deja de resultar
sorprendente por su fragilidad (y fuente, sin embargo, de su poder de
convencimiento). Dice en Lo Neutro:
Hemos visto figuras, “Imágenes de lo Neutro” […]: imágenes despectivas de
la opinión, malas imágenes à Aquí sería: buenas imágenes, no
provenientes del mundo, sino de algunos “pensamientos” aislados (Tao-
Blanchot) y, sobre todo, imágenes en mí: mi imaginario de lo Neutro
preciso: habiéndola reconocido con frecuencia, ya no me ocupo de la aporía
que consiste en no recomendar lo Neutro, en desprenderlo de las
imágenes, en no adjetivarlo, en no dogmatizarlo y, sin embargo, en
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525
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Así, la terea del arte y la filosofía (en Nietzsche, pero también en Deleuze y en
Sarduy) consiste en la inversión del platonismo entendida como acto de “mostrar
los simulacros, afirmar sus derechos sobre los íconos o las copias” (Deleuze, 1969:
276), de modo que se vuelva posible negar el mundo de la representación. El
simulacro, “niega el original, la copia, el modelo y la reproducción” (Deleuze, 1969:
276). El simulacro, como “indumentaria”, como máscara y como “maquinaria”, es
una potencia no dialéctica que, unida al eterno retorno, se vuelve “excéntrica”,
hace proliferar series, diferencias puras “que involucran diferencias en el caos sin
comienzo ni fin” (Deleuze, 1969: 279). Al instalarse en esta tradición, los principios
cosmológicos desarrollados por Sarduy en Barroco se vuelven en La simulación un
principio de excentricidad en la lógica de producción de imágenes.
Ahora bien, lo que esto permite postular es no tanto una determinada
capacidad de la Máquina barroca de Sarduy para incorporar nuevos principios
filosóficos. Se trata, más bien, de una zona de contemporaneidad y cruce
necesaria, que, leída desde el punto de vista de la historia de la Máquina de lectura
barroca, convoca fuerzas filosóficas y estéticas (se trata del momento de más
decidida articulación entre Pop art y Neobarroco) –tal como fue señalado y podrá
verse en el último capítulo, Deleuze no tardaría en integrarse al debate específico
del Barroco y el Neobarroco, “siguiendo” de algún modo una articulación que aquí
Sarduy propone.
526
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Como puede verse, el espacio de simulación no coincide con el del arte, más bien
parte de él, o hace de él un espacio de confluencia, y se vuelve un principio que
permite agrupar (leer) los fenómenos más disímiles, leer el mundo (humano,
animal, o del tipo que sea –en este punto la distinción pierde valor)402 en función de
una pulsión única: la simulación. Naturalmente, el arte no deja de ocupar un lugar
central, pero transformado en un espacio que ensancha ilimitadamente sus límites
y, al mismo tiempo, en un espacio de enseñanza, es decir, como construcción de
un repertorio hiperformal, una retórica cuyas Figuras permiten describir o inventar
escenas en cualquier espacio el planeta, y más allá. Al recuperar el valor
pedagógico “originario” de las imágenes del Barroco (“todo por convencer”) y, más
específicamente, la tradición emblemática, Sarduy introduce en La simulación la
dimensión autobiográfica (cada mecanismo de simulación “va precedido de una
viñeta autobiográfica fijada”, es decir, de un pequeño relato o un fragmento de
novela del propio Sarduy que, de un modo más o menos caprichoso, se conecta –
iluminación– con el fenómeno que va a describir) y señala su valor: es el paso al
402
En su lectura equivalente del comportamiento de algunos insectos y el funcionamiento travesti,
Sarduy retoma las hipótesis de Roger Caillois. Escribe: “Espero que después del rotundo alegato de
Roger Caillois, en Méduse et Cie, no sea ya necesario excusarse por los argumentos
antropocéntricos. El hombre y los insectos son solidarios de un mismo sistema y excluir a los
últimos de todo sistema humano sería aún más absurdo” (1982: 1268).
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acto del mecanismo plástico. Pero cada viñeta (que podría pensarse como
confluencia: está presente no sólo la tradición barroca de la emblemática
transformada por Benjamin en lugar de verdad del Barroco, sino también el
biografema barthesiano) no hace sino dispersar la identidad. Se trata de una vida
tal como la imagino, en la que lo otro de mí se integra en la fantasmagoría. La
simulación, de este modo, se instala decididamente en el terreno de la ética y, en
una dirección cercana a la de los cursos de Barthes en el Collège de France
(fundamentalmente Cómo vivir juntos y Lo Neutro), propone excesos de lo artístico
orientados a la determinación de métodos de vida, orientados, en última instancia,
a la felicidad.
Es éste el marco en el que puede darse valor a la dimensión decididamente
afirmativa a la simulación: se trata, propone Sarduy, de la exhibición de
fenómenos, fenómenos regidos por una “pulsión de simulacro”. Pero esa
acumulación de fenómenos debe entenderse en un sentido específico: el repertorio
de formas o imágenes de simulación es una fuente de estrategias, de planes de
acción, de opciones de comportamiento, es decir, una retórica performática cuyas
figuras comprenden el lenguaje pero también el cuerpo, la naturaleza o la pintura.
Aquí el modelo fundamental es el travesti, en quien Sarduy encuentra, antes que
una utopía sexual, un modelo de comportamiento, una potencia cuyo sentido es
estético pero que excede ese marco, pues funciona como paso al acto,
encarnación (y en ese punto se concibe como salida para las líneas bloqueadas a
las que lleva una idea autónoma del arte). Lo que está en juego, naturalmente, es
un problema de regímenes de subjetivación y la enseñanza travesti (que se
superpone aquí a la enseñanza barroca/neobarroca) apunta al trabajo ascético. El
travesti lleva el trabajo sobre sí, el ejercicio de auto-transformación, a un nivel de
máxima intensidad, cuyo resultado es el señalamiento de un vacío “esencial”:
El travesti no imita a la mujer. Para él, à la limite, no hay mujer, sabe –y
quizás, paradójicamente sea el único en saberlo– que ella es una
apariencia, que su reino y la fuerza de su fetiche encubren un defecto […].
El travesti no copia: simula, pues no hay norma que invite y magnetice la
transformación, que decida la metáfora: es más bien la inexistencia del ser
mimado lo que constituye el espacio, la región o el soporte de esa
simulación (Sarduy, 1982: 1267).
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403
De Benjamin a Sarduy, el Barroco funciona como umbral histórico de transformación. Tal como
fue desarrollado en la Segunda parte, la decadencia del aura es sólo una de las caras (Benjamin,
1935) de un fenómeno que siempre remite en última instancia a la Caída y que, en el siglo XVII
(Benjamin, 1928) inaugura una modernidad barroca.
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Luego agrega:
Formas de lo imaginario: podíamos decir vertientes o facetas de lo
imaginario que ya pertenecen a lo simbólico y en las cuales lo simbólico se
confunde con la representación que de él puede darse en el espacio-
tiempo. Surgen así los distintos esquemas o maquetas del universo (1987a:
1347).
Es por ello que lo imaginario coincide punto por punto con la postulación de una
ética que reencuentra la inicial atención prestada a la cosmología como proyección
(como totalización) de esa ética de la lectura. Una vez más: dime cómo imaginas el
mundo y te diré en qué orden te incluyes, a qué sentido perteneces.
5. El vacío, lo Neutro
El problema de la simulación y lo imaginario conduce a una paradoja que recorre la
obra de Sarduy y que permite caracterizar el tipo de operación de la Máquina de
lectura –el Neobarroco llena para vaciar.
Algunos de los mejores lectores de Sarduy (Haroldo de Campos, Gustavo
Guerrero, Alain Badiou)405 coinciden en este punto. Tal como, por ejemplo, en el
caso de la simulación resulta claro, hay un interés permanente en Sarduy por la
superficie. La cosa, en Sarduy, es siempre esencialmente superficial, en la medida
en que esa dimensión revela su ser cosmético. El travesti, como modelo, hace de
sí un espacio de sobredeterminación y cambio (no se trata en ningún caso de un
405
De la abundante bibliografía sobre la obra de Severo Sarduy, para las lecturas específicas sobre
su producción teórica, cfr., además de lo hasta aquí citado, Moulin Civil (1999), Castañón (1999),
Montero (1999), Wahl (1999) y el volumen colectivo compilado por Julián Ríos, Severo Sarduy
(1976).
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406
Lo Neutro es, en principio, una remake de El grado cero de la escritura: “En el origen lejano de
este curso (o, al menos, uno de los orígenes, pues los orígenes son inextricables: fijeza de la
materia de escritura: pasmosa. En un sentido: el curso: remake de Le Degré zéro de l’écriture) –
entonces, uno de los orígenes; impresionado por el querer-vivir de algunos personajes novelescos”
(Barthes, 2002b: 238). La escritura blanca, aquí, marca la aparición de ese deseo de una literatura
sin literatura (liberada de toda servidumbre a un orden marcado del lenguaje). En Mitologías, el
grado cero reaparece como noción (excepcional en el contexto de ese libro, en la medida en que
constituye el único momento “positivo”): “En el fondo, sólo el grado cero podría resistir al mito”
(1957: 226). En El imperio de los signos, la oposición entre Oriente y Occidente se sostiene en la
neutralidad (imaginada) del Japón, retenida a partir de determinados rasgos (figuras). En S/Z, tal
como señala Éric Marty, “lo Neutro del castrado tiene como único aspecto positivo su función
destructora: destrucción de los códigos burgueses” (2006: 204). En Sade, Fourier, Loyola no sólo
se inaugura la etapa barthesiana de la ética (a partir de las nociones de placer y comunidad). Allí la
neutralidad ya funciona, por ejemplo, en relación con los Ejercicios ignacianos, como el silencio de
Dios, en términos de suspensión como marca del signo último. En El placer del texto, el goce y el
placer, alternativamente, se identifican con lo Neutro (y ya aparece el germen de su definición –el
esquive del paradigma, la ausencia de ley, la subversión sutil en contra de la destrucción). En
Roland Barthes por Roland Barthes, lo Neutro es un concepto fundamental y se articula con
nociones como atopía (y no utopía), el abandono del binarismo, descomposición (y no destrucción),
deportación (como tercer término no sintético), etc. En Lección inaugural, el fascismo de la lengua
aparece como prohibición de lo Neutro. Finalmente, en Fragmentos de un discurso amoroso (el
libro inmediatamente anterior al curso de lo Neutro), la neutralidad es aquello que define al sujeto
que habla y dice y, fundamentalmente, la figura del No-Querer-Asir, tal como sobradamente
argumenta Marty, es la figura de lo Neutro.
534
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
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sobre todo la filología), a un trabajo que, tal como Walter Benjamin señaló en 1928,
es siempre “imperfecto y sin terminar”.
Pero si la conexión necesaria entre Barroco y arqueología, sellada
definitivamente en el Ursprung benjaminiano –producto, tal como fue señalado, de
la obsesión originaria de los estudios del Barroco por el problema del origen (ruina
del Renacimiento) y sintetizada en el enigma etimológico (multiplicación y
desdoblamiento de la escena del origen)– debe ser nuevamente convocada es
porque, luego de los hitos de esa conexión ya estudiados, en Sarduy, a la luz de
las versiones recientes de la arqueología, el problema tiene un nuevo alcance. En
Sarduy, en efecto, el Neobarroco vuelve a tender ese puente entre Barroco y
arqueología y supone, incluso, un momento de gran vitalidad de la tradición
arqueológica, pues en torno al Barroco, la llamada arqueología funciona como
despliegue de una crítica del origen que asume quizás más decididamente que
nunca su persistencia, su resistencia (como ruina) y su contemporaneidad. El tipo
de trabajo que Sarduy desarrolla en torno a la Cosmología, así, puede leerse como
un modo de llevar esa persistencia a una escala máxima. Allí el Barroco (como
experiencia histórica permanentemente reinventada, como tradición del
pensamiento estético y como método) es aquello que a su vez funciona como
nuevo “origen” (eco del benjaminiano, del lezamiano) de la posibilidad de instaurar
una perspectiva crítica sobre el origen.
La experiencia del origen se organiza en la obra teórica (y poética) de
Severo Sarduy en torno a una imagen fundamental: Big Bang. Tal como fue
desarrollado más arriba, la historia trazada en Barroco, al tiempo que define en
torno a la cosmología kepleriana un “origen” de la modernidad, hace del presente
(el siglo XX) el espacio de un nuevo estallido (aunque es siempre el mismo, el
primero, que cobra rostro de nuevo), el Big Bang, cuyo “descubrimiento” genera las
condiciones de aparición de un nuevo Barroco. Si de las dos teorías posibles sobre
el origen del Universo la que más seduce a Sarduy (más allá de las pruebas
específicamente científicas) es la del Big Bang como Universo en expansión (en
detrimento del Steady State –un Universo estable e inmutable) es porque permite
explicar, en tanto relato del Origen (perdido), las condiciones del presente: nueva
inestabilidad, Neobarroco.
El Big Bang es definido por Sarduy como “indicio”, “vestigio”, “vestigio del
‘origen’”, “rayo fósil extremadamente débil pero constante y que, a diferencia de
537
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
todos los otros rayos conocidos, no parece proceder de ninguna fuente localizable”
(1974: 1246). Es decir, el Big Bang es el origen que falta en su lugar; un origen
que, sin embargo, puede ser alcanzado, tocado. El origen nunca termina de
suceder (está del lado de la historia): es luz y ruido, es decir, una presencia
material siempre actual. El origen es el arte. Es decir, el arte es un espacio siempre
arcaico cuya potencialidad es oír (o hacer audible), ver (o hacer visible) la dinámica
del Universo. El arte no representa esa dinámica, la toca (o es tocado por ella),
porque está construido con los materiales (de edad inmemorial) que dieron origen
a todo lo conocido.
Y esa potencialidad del arte permite concebir en el presente una “obra”
definida del siguiente modo (se cita aquí nuevamente un pasaje del “relato” de los
orígenes, Big Bang):
obra no centrada: de todas partes, sin emisor identificable ni privilegiado,
nos llega su irradiación material, el vestigio arqueológico de su estallido
inicial, comienzo de la expansión de signos, vibración fonética constante e
isotrópica, rumor de lengua de fondo: frote uniforme de consonantes,
ondulación abierta de vocales (1974: 1246).
Esa obra podrá ser la del propio Sarduy, también la de una hipotética tradición (el
Barroco/Neobarroco), pero sobre todo el resultado de un ensamblaje que se
produce a partir de la instauración de una legibilidad (un método) que logra inscribir
diversas producciones simbólicas en una determinada “maqueta del universo” –
maqueta según la cual todo lo que se diga y se pinte (lo múltiple) se vuelve eco o
rastro visible del estallido inicial (lo Uno). Claro que con esos materiales Sarduy
también escribió versos, pero en ellos (como en este soneto) los materiales son los
mismos con los que escribió su teoría:
Que se quede el infinito sin estrellas
que la curva del tiempo se enderece
y pierda su fulgor, cuando se mece
un planeta en su abismo y en las huellas
538
Capítulo 10 Cuarta parte. 1974
539
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
1. Introducción
La escena de 1974 ve crecer, en torno a Severo Sarduy, la vocación, el deseo de
Neobarroco. La comprensión de la escena de 1974 reclama, por ello, el
establecimiento de algunos cuadros que permitan definir esta situación teórica
específica, es decir, el modo en que Sarduy funciona (desde el punto de vista de
esta historia de la Máquina de lectura) como zona de articulación de debates
teóricos y perspectivas diversas, según dos leyes: la presencia de diálogos
concretos (formas de la amistad) y la confluencia en torno al Barroco (la
superposición, la consonancia, la diferencia) sin intercambios personales
concretos. El núcleo privilegiado de la experiencia de contemporaneidad de Severo
Sarduy fue definido, hasta aquí, en relación con Roland Barthes (no se trata, es
claro, de la única, ni siquiera de la más importante,410 pero es sin dudas una de las
más determinantes para comprender el recorrido del Neobarroco), de la que, sobre
la base de lo hasta ahora planteado, se exploran en este capítulo las inflexiones
finales. Pero hay, naturalmente, otras formas de contemporaneidad de las que
Sarduy participa y que permiten comprender otras variables (otros ecos, otros
debates) del Neobarroco: se trata, en este caso, de José Antonio Maravall, Ángel
Rama, Haroldo de Campos, Octavio Paz y Jacques Lacan. En las formas de
contemporaneidad de Sarduy con esos autores es posible evaluar el modo en que
el Neobarroco funciona, respectivamente, como forma específica de participación
en debates sobre arte, cultura y negatividad, como desvío, aún, con respecto a la
lógica de las Vanguardias históricas, como postulación de un “pensamiento
oriental”, como postulación de un no saber en el goce y como invención
metodológica definida entre el objeto mirada y el objeto voz. Finalmente, en
relación con Barthes, como inflexión última del problema ético.
Si bien es necesario partir siempre de situaciones concretas (lecturas,
herencias, preeminencias) la lógica de la Máquina de lectura reclama considerar
esos datos como una base relativamente objetiva en torno a la cual se desarrolla
410
Quizás la más importante, tal como fue señalado en los capítulos 9 y 10, es la que se mantiene
con Lezama. O, según la lectura que en este trabajo se propone, en el triángulo que Sarduy diseña
con Lezama y Barthes. Para otras versiones de esta experiencia y otros nombres, cfr. González
Echavarría (1987).
540
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
411
Se retoma en este punto una pregunta plateada por Iriarte (2011a), a propósito de la oposición
Sarduy-Maravall (cfr. Estado de la cuestión); asimismo, se retoma la perspectiva de Dobry sobre
Maravall y la colocación de La cultura del Barroco en este momento histórico: “No es un año
cualquiera; es, precisamente, el momento en que España, tras cuarenta años de aislamiento e
inmovilidad —una dictadura es, entre otras cosas, una detención de la historia y del tiempo—, va a
emprender definitivamente el viaje hacia la contemporaneidad, va a tratar de volver a la historia.
Volver a la historia significaba, en primer lugar, reintegrarse a Europa, ser de nuevo parte de esa
Europa de la que se había aislado y por la que, en cierto modo, había sido abandonada
progresivamente desde finales de la Guerra Civil” (Dobry, 2009: 1). Las preguntas específicas que
aquí se proponen son, sin embargo, otras.
541
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
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Se trata de una condición que vale, según Maravall, también para el presente:
“Desde entonces es lo que practican –como hasta en nuestros días tenemos
ocasión de ver– todos los regímenes de fuerza instalados en el gobierno de los
pueblos” (1975: 455).
Sin embargo, el ciclo histórico de lo nuevo conoce un segundo movimiento:
“como el espíritu público difícilmente renunciaría a la atracción de lo nuevo […],
ahora se le deja campo libre allí donde la amenaza del orden que traiga consigo no
543
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
sea grave” (1975: 456). Así, la novedad es incorporada: “al universalizarla de tal
manera, vemos claro que se le hace perder toda su virulencia”. Al ser permitidas,
las novedades “se reducirán a juegos poéticos, extravagancias literarias […] A ello
obliga la básica actitud conservadora de la cultura barroca” (1975: 457). Y agrega
Maravall: “Nada de novedad, en cuanto afecte al orden político social; pero, en
cambio, una utilización declarada a grandes voces de lo nuevo, en aspectos
externos, secundarios”. Se trata, en efecto, de un “curioso doble juego” (1975:
457), una política cultural que conoce diferentes formas específicas y que funciona,
por ejemplo, como “función óptica” destinada a los “fines de propaganda” (1975:
501). Si bien esta lógica conduce, según Maravall, a una forma de autodestrucción
de esa cultura, 412 nada parece quedar afuera (no hay, en el Barroco y en el
presente, posibilidad de negatividad en relación con el carácter afirmativo de esa
cultura).413
El hipotético cruce en las aulas de la Ecole Pratique des Hautes Études
entre Maravall y Sarduy funciona en este punto como situación imaginaria que
permite dar forma a una discusión fundamental de la escena de 1974 con respecto
a la relación entre arte (barroco) y cultura, entre Barroco y transgresión y con
respecto a las salidas que el presente ofrece para conservar o no una potencia de
negatividad del arte.
Sarduy, en su caracterización del Barroco histórico, en principio coincide:
“Todo por convencer”. Así titula un ensayo de 1973 para sintetizar la función del
arte como pedagogía, como propaganda. Sin embargo, lo que en Maravall
funciona como continuidad, en Sarduy funciona como diferencia. Si bien, tal como
ha podido verse en el capítulo anterior, la búsqueda del Neobarroco invade, en
cierto modo, la caracterización del Barroco histórico, Sarduy asume con claridad la
necesidad de establecer una diferencia histórica (una diferencia, específicamente,
en relación con el poder –la Iglesia, el Estado) entre el Barroco del siglo XVII y el
Barroco del siglo XX. Así, si por un lado el Neobarroco encuentra en el Barroco un
412
En efecto, en ese doble juego, la cutlura conservadora barroca determina las condiciones para
generar su propia crisis. Dado que “no en balde la experiencia individualista y moderna del siglo XVI
ha pasado por las sociedades europeas”, “habrá que servirse de instrumentos de mayor eficacia,
capaces de influir sobre individuos que se reconocen libres”. Por esa vía, sin embargo, “la sociedad
del siglo XVII, mordiéndose la cola, nos revela la razón de su propia crisis: un proceso de
modernización, contradictoriamente montado para preservar las estructuras heredadas” (1975: 523-
524).
413
Cfr. en el Estado de la cuestión la crítica de Beverley (1988) a las hipótesis de Maravall.
544
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414
En efecto, durante el siglo XVII “La palabra ‘revolución’ en algún caso […] empieza a tomar el
valor semántico de revuelta popular extrema” (1975: 120-121).
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415
Contexto que Rama elude enfáticamente: de las hipótesis de continuidad del Barroco americano
más allá del siglo XVII sólo hace referencia al esbozo de Picón Salas (1944) y, más cerca, a
Carpentier. Es decir, piensa sin Lezama, sin Sarduy, sin Haroldo de Campos, etc.
416
“Es difícil justificar las restricciones de Rama ya que, en último análisis, su modelo de la
transculturación narrativa latinoamericana no es otra cosa sino la actualización de la antropofagia
oswaldiana” (2008: 206), señala Raúl Antelo en el marco, como podrá verse a continuación, de una
crítica a las ilegibilidades que, indirectamente, define Rama al reducir la experiencia del Barroco
americano al mero dominio.
546
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sólo ve como defecto” (2008: 205) el Neobarroco, porque, según Antelo, “está
fatigado por la modernidad letrada” (2008: 208).417
548
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
Pero Octavio Paz, tal como ha sido señalado, inicia su atención al Barroco y
su gran reivindicación de Sor Juana muchos años antes, en los años tempranos
aún de la escena de 1955 (en franca coincidencia, por ejemplo, con algunas
preocupaciones de Lezama Lima –aunque con una perspectiva mucho menos
radical–, y mientras Haroldo proponía su neo-barroco), como un modo de definir un
“origen” de la poesía mexicana e hispanoamericana. Cfr. capítulo 9.
Sin embargo, es en Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la Fe
(1982) donde Paz establece hipótesis más específicas sobre la actualidad del
Barroco. Se trata de hipótesis, sin embargo, en gran medida ya esbozadas por la
Máquina de lectura y en la que están ausentes los grandes nombres
latinoamericanos contemporáneos que habían tendido hacia el Neobarroco. Paz
retoma el debate periodológico del Barroco a partir de Curtius para aceptar, no sin
matices y resistencias, la hipótesis de la aparición periódica de tendencias
manieristas y clasicistas. Identifica, tal como en la escena de 1955 se establece,
una conexión inevitable entre Manierismo y crisis (su objeto, en este punto es
explorar “las relaciones entre la obra de Sor Juana y la crisis del mundo virreinal”,
1982: 78). Este camino conduce al autor a abordar, inmediatamente, el problema
del “redescubrimiento de la poesía barroca” como fenómeno “relativamente
reciente”. Según Paz, el comienzo de la recuperación del Barroco se produce con
los “movimientos de vanguardia” (cita, como conexión no casual, a Eliot y la
revalorización de Donne, a Dámaso y Diego y la revalorización de Góngora y
otros). Propone así su hipótesis:
Lo que no se ha dicho –o no se ha subrayado suficientemente– es la
analogía que encontraron los poetas españoles de ese período,
549
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
Así, “las semejanzas entre la doctrina estética del barroco […] y las ideas de los
vanguardistas son notables”. Pero en la conexión que Paz propone, por ejemplo,
entre Gracián y Reverdy, “la coincidencia no procede de una influencia […] sino de
una afinidad que opera tanto en la esfera intelectual como en el orden de la
sensibilidad” (1982: 79). La voluntad de asombro o el establecimiento de
conexiones secretas entre las cosas, como rasgos comunes se explican, según
Paz, “en el lugar preeminente que ocupa la noción de forma tanto en la estética
barroca como en la vanguardista. Barroco y vanguardia son dos formalismos”
(1982: 79).
Indudablemente, tiene menos valor la hipótesis (transitada, complejizada y,
en Haroldo por ejemplo, descartada, tal como podrá verse a continuación), que el
despliegue argumentativo que conduce, por otro lado, a establecer diferencias
entre Barroco y Romanticismo –el primero se centra en el objeto, el segundo en el
objeto–, diferencias que, sin embargo, hacen que el Romanticismo haya estado
“condenado a redescubrir el barroquismo. Eso fue lo que hizo […] Baudelaire”
(1982: 80); y que conduce también, en diversas zonas del libro de Paz, a
establecer una conexión nítida entre Sor Juana y Mallarmé: la “extraña profecía”.418
En efecto, Haroldo, en la citada entrevista, al tiempo que reconoce la
confluencia con Paz en torno al gesto de recuperación de los poetas barrocos
418
“¿Poesía intelectual? Más bien: poesía del intelecto ante el cosmos. En este sentido, podría
decirse que Primero sueño es una extraña profecía del poema de Mallarmé: Un coup de dés
n’abolira le hasard, que cuenta también la solitaria aventura del espíritu durante un viaje por el
infinito exterior e interior. El parecido es más impresionante si se repara en que los dos viajes
terminan en una caída: la visión se vuelve no-visión. El mundo de Mallarmé es el de su época: un
cosmos infinito o transfinito; aunque el universo de Sor Juana es el universo finito de la astronomía
ptolemaica, la emoción intelectual que describe es la de un vértigo ante el infinito” (Paz, 1982: 470-
471). Más adelante, agrega: “El acto de conocer, incluso si termina en fracaso, es un saber: la no-
revelación es una revelación. Comparé a Primero sueño con Un coup de dés: los dos poemas
tienen como personaje al cielo estrellado y al espíritu humano; en los dos el acto de conocer es, ya
que no un conocimiento, un saber. Mallarmé dice algo que es enteramente aplicable a la
experiencia de Juana Inés: ‘en un acto donde el azar está en juego […] la negación y la afirmación
se neutralizan’ Esta frase es otra versión de la paradoja del círculo” (1982: 505).
550
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
nacionales, señala una diferencia relevante, sobre la base de una hipótesis sobre
la poesía francesa moderna (habría dos grandes líneas: Mallarmé, “que da la
vertiente más estructural”, constructivista, y Rimbaud, “que da la alquimia del
verbo”). Es la segunda línea aquella de donde “vendría el surrealismo”, y luego
Paz: “Paz es un poeta con una herencia surrealista muy marcada” (1996: 211),
particularmente de Breton. Haroldo, en cambio, se posiciona en “otras líneas” (del
Surrealismo, sólo le interesa Artaud): “yo venía de una tradición completamente
diferente, en la cual nunca tuvo peso el surrealismo, sino el barroco” (1996:
211).419 Barroco o Surrealismo, en esa bifurcación anacrónica de los caminos de lo
moderno, Haroldo sintetiza una tensión presente desde el comienzo del siglo y que
obliga, tal como se ha señalado de un modo u otro hasta aquí, a hacer de las
Vanguardias históricas en sus versiones predominantes (en este caso, el
Surrealismo) otra forma de la modernidad de la depuración.
Esa diferencia señalada por Haroldo podría permitir comprender el tipo de
proyecciones del Barroco que cada uno propone: mientras en Paz la presencia del
Barroco no establece alteraciones con respecto a la lógica de las vanguardias
históricas, en Haroldo, tal como fue señalado, el Barroco es una vía de
desarticulación y reinvención de la experiencia moderna. Esa diferencia se
sintetiza en uno de sus efectos posteriores:
Mi mayor diferencia con Paz estaba en el hecho de que él, de alguna
manera, aceptaba el término “posmoderno” […]. Criticaba, pero identificaba
como posmoderno, el tipo de trabajo poético realizado después, digámoslo
así, de la crisis de las vanguardias históricas […] Yo proponía una
terminología un poco diferente (1996: 219-220).
419
Pero, como se ha visto, en Paz, Mallarmé también está presente. Aclara Haroldo: “Sin embargo,
Paz fue capaz de conciliar, en su poesía, esa alquimia verbal de ascendencia rimbaudiana con el
pensamiento estructual del poema, que viene de Mallarmé” (1996: 211).
551
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
Ahora bien, Octavio Paz es una figura aún más relevante para Sarduy. Su
último libro teórico, Nueva inestabilidad, está dedicado al mexicano. Sin embargo,
no es la lectura que Paz realiza del Barroco la que mayor impacto tiene en Sarduy,
sino otra de las muchas zonas de su interés, Oriente: “debo a Octavio Paz el
regalo más extraordinario que alguien puede hacer: la India” (Sarduy, 1990c:
1443). Esta presencia, sin embargo, se registra ya en Barroco, donde Sarduy se
vale del concepto de sunyata (la forma budista del vacío, problema analizado en el
capítulo anterior) y aclara: “Esta noción, como muchas otras relativas al budismo,
ha sido elucidada, gesto fundador en Occidente, en la obra de Octavio Paz” (1974:
1249).
Y Sarduy dedica, sobre el final de su vida, un texto al escritor mexicano:
“Paz en Oriente”. Aquí, el cubano se pregunta cuáles son los modos en que se da
“la presencia del poeta, del creador occidental en Oriente” (1990c: 1440). Si lo
frecuente es la adhesión moral, religiosa o evocativa, Sarduy encuentra en Paz
otro modo:
esa presencia no tiene otra mesura que el surgimiento y la continuidad, en
su obra, de lo que yo llamaría, a falta de otros términos, el pensamiento
asiático, un pensamiento que no es sólo un desfile de conceptos, una teoría
de silogismos nítidos como paisajes clásicos, sino también, y sobre todo: un
estilo (Sarduy, 1990c: 1440).
552
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
420
A los efectos de llegar con la menor cantidad posible de rodeos a los aspectos centrales del
problema del Barroco en Lacan, se pasa por alto, aquí, un gran número de problemas que
merecería una consideración específica y detallada. Para el problema de la “obra” de Lacan, cfr.
Milner (1995), específicamente el primer capítulo. Lo cierto es que, por razones de muy diverso
orden, 1966 es un año significativo (un modo del origen) para las obras de Lacan y Sarduy.
553
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
llevarlo a dar a luz su gran obra escrita” (1993: 470). Esta versión que hace de
Wahl la figura clave para la existencia de los Escritos se reavivó recientemente, en
ocasión de su muerte, ocurrida en 2014. Además de Roudinesco (2014), Alain
Badiou insistió en ese rol (“découvreur editorial”, 2014), según algunas versiones
con el solo objeto de “borrar el nombre de Jacques-Alain Miller” (Laurent, 2014).
Sea como sea, esta intimidad definió indudablemente para Sarduy una experiencia
de singular proximidad con Lacan.
Así define Wahl esa relación:
[La] relación [de Sarduy] con Lacan no fue más que indirecta y prudente,
incluso desconfiada, no asistió más que irregularmente a sus seminarios, no
tuvo con él más que algunos encuentros, pero la conceptualidad lacaniana
inundaba el medio en el que se movía, él era parte de eso, lo leía cada vez
que tenía necesidad, estuvo a mi lado durante los meses en los que me
refugié en la montaña para preparar la edición de los Escritos. No ignoraba
nada sobre los grandes conceptos lacanianos y encontraba un apoyo a su
propia concepción de la escritura tanto en la primacía de los Simbólico
como Otro, como en la determinación del sujeto por el juego de los
significantes, y la estructura del deseo como retorno de un objeto que falta
(1998: 1450).421
Sobre la base de estos hechos,422 pero a la luz del problema del Barroco, es
posible asignar a esa contemporaneidad la forma de un recorrido y una confluencia
(luego, un nudo, una sintonía): la asistencia de Sarduy al Seminario de Lacan debe
considerarse uno de los componentes que confluyen, como factor determinante, en
la etapa preparatoria del Neobarroco (es decir, sin Lacan no hay Neobarroco).
Pero a su vez, luego del lanzamiento del Neobarroco (1972) de Sarduy, Lacan
vuelve, un año después (1973), sobre una serie de problemas que había indagado
desde hacía casi una década, para darle nombre, Barroco (que ya en el Seminario
XVII, 1969/1970, había invocado), y colocarse de ese lado (el lado, por ejemplo,
que, en su versión más actualizada, Sarduy había puesto en escena, en el
421
En una entrevista de realizada por Rubén Gallo (2006), Wahl subraya aún más enfáticamente
que para Sarduy el psicoanálisis (específicamente, Lacan) tenía una importancia sólo relativa y que
se trataba del efecto de la presencia de esos conceptos en el medio en el que Sarduy se movía (de
ningún modo de un interés por la práctica clínica o por el psicoanálisis como territorio autónomo de
reflexión).
422
Otra forma de la amistad, por lo tanto, incluso a través de un tercero. Escribe Rodinesco en otro
pasaje de su biografía de Lacan: “Wahl tenía también el beneficio de su homosexualidad. A la vez
que era un gran seductor de mujeres, Lacan tenía una ternura particular por los hombres que
amaban a los hombres. No es casualidad si comentó el amor de transferencia a partir del Banquete
de Platón. Wahl tuvo ocasión de percibir esa empatía cuando le contó un día a Lacan la historia de
un accidente de automóvil acaecido en Tánger en 1968: “Fue un accidente milagroso. Todo voló
por los aires y nosotros salimos indemnes. Durante el accidente, Severo me tomó de la mano de
cierta manera, tierna y protectora, y cuando le conté eso a Lacan, se puso a llorar: ‘Dios sabe que
no creo en el pathos amoroso’, dijo, ‘pero esa historia me parte el corazón’.” (1993: 471).
554
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
contexto parisino, en Tel Quel en 1966, es decir, mientras Wahl preparaba los
Escritos); un gesto, por lo demás, que Sarduy no registra en su obra. Y luego aún,
antes de haberse colocado del lado del Barroco, Lacan funciona como probable
fuente de recursos temáticos y metodológicos no específicamente psicoanalíticos
que van a parar al punto de mayor intensidad de la teoría de Sarduy: la cosmología
de Barroco (1974). Son ésos los cruces fundamentales.423
Ahora bien, aquello que obliga a colocar a Lacan (a pensar su conexión con
la Máquina lectora barroca) en relación con Sarduy (y no en relación con otros
nombres del Barroco contemporáneo) es un hecho simple y en general pasado por
alto por la bibliografía: Sarduy es, de la tradición barroca (es decir, de los que
vienen de ese lado), el primero y el que más sistemáticamente acusa recibo, desde
mediados de los años 60, de la importancia de las hipótesis lacanianas para el
pensamiento (del) barroco y, más específicamente, para la vigencia y la
contemporaneidad del Barroco. Pero incluso, tal como ocurrirá luego con
Perlongher en relación con Deleuze, Sarduy lee a Lacan y lo barroquiza antes de
que el propio Lacan se inscriba en ese lado.
4.2. Cosmología
¿Por qué sin Lacan no hay Neobarroco en Sarduy? Aquí deben considerarse no
sólo los elementos que, como podrá verse luego, Sarduy retoma explícitamente,424
sino también las marcas que Sarduy no declara de un modo pleno: el modelo
423
Hay diferentes versiones de las etapas de la historia de las relaciones entre Lacan y el Barroco.
En las perspectivas más generales (no circunscriptas al problema de la actualidad del Barroco), los
énfasis se modifican. La lectura de Lutereau (2009), por ejemplo, se organiza a partir del punto de
quiebre que supone la introducción del objeto a. Iriarte (2013), por su parte, propone una
periodización tripartita: “A lo largo de su obra [Lacan] propone tres interpretaciones de ese período
[el siglo XVII]. La primera de ellas, situada en el primer tramo de sus trabajos, coincide con su
profundización del concepto de narcisismo. En esta etapa […] Lacan entiende el Barroco como una
“estética del vacío”, en tanto demuestra que el hombre es un juego de representaciones que
bordean el agujero de lo real. En una segunda etapa, centrada en los seminarios Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964) y El objeto del psicoanálisis (1965-1966), Lacan
propone una reconsideración teórica de las relaciones entre lo simbólico y lo real y establece una
particular conceptualización de la mirada. En este contexto, aborda el Barroco a través de Las
Meninas de Diego Velázquez. Finalmente, en Aun (1972-1973), Lacan se ocupa del goce y las dos
vías de la sexuación. En el transcurso de este seminario, introduce su análisis más completo del
Barroco, entendiéndolo como un arte que demuestra la incidencia del otro en lo corporal (2013:
272).
424
En 1972, Sarduy hace referencia a un curso aún inédito, es decir, al que asistió o del que tuvo
noticia. Desde 1974, cita el mismo curso en su edición de 1973, primera publicación de una
transcripción de los seminario: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (sobre este
libro, cfr. más adelante) y los Escritos (1966).
555
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
cosmológico le llega por la vía de Lacan (o, quizás, coinciden allí: Barroco se
termina de imprimir, en Buenos Aires, el 30 de octubre de 1974). En la clase del
seminario del 16 de enero de 1973, publicada bajo el título “El amor y el
significante”, Lacan habla de la oposición entre la “conciencia común” que pone,
“adonde lo lleven, el significado [en] su centro” y el “discurso analítico”, algo “tan
difícil de sostener en su descentramiento”. “La cosa gira”, dice Lacan, pero, en
contra de lo que creía Freud, “la revolución copernicana no es para nada una
revolución […], no tiene en sí nada que subvierta lo que el significante centro
conserva de suyo” (1973a: 55).425 En cambio, “la subversión, si es que existió en
alguna parte y en algún momento, no está en haber cambiado el punto de rotación
de lo que gira sino en haber sustituido un gira por un cae”. Lacan llega, así, a
Kepler:
El punto álgido, como se les ocurrió percibir a algunos no es Copérnico,
sino más bien Kepler, debido a que en él la cosa no gira de la misma
manera: gira en elipse, y eso ya cuestiona la función del centro. En Kepler
las cosas caen hacia algo que está en un punto de la elipse llamado foco, y,
en el punto simétrico, no hay nada. Esto ciertamente es un correctivo
respecto a esa imagen del centro (1973a: 56).
556
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
1960a: 777). Es este texto de 1960 el que luego en 1973 está presupuesto, en la
medida en que es donde más claramente Lacan había propuesto su sospecha. Sin
embargo, al sostener una sospecha con respecto a la idea del propio Freud de que
su obra supone un paso copernicano, Lacan no sospecha de Freud, sino del
término de comparación elegido (o la metáfora, o la resonancia histórica invocada
por Freud), pues sabe que es allí donde se juega el sentido de la trasformación
operada por el psicoanálisis como auténtico descentramiento.
427
Un capítulo que, a su vez, forma parte de otro más general y aún más complejo (estética y
psicoanálisis). Cfr. al respecto, por ejemplo, Recalcati et al. (2006). En el trabajo de Recalcati, por
cierto, consagrado a “las tres estéticas de Lacan”, por un lado, se señala, como efecto fundamental
del lacanismo en relación con el arte, el fin de la “aplicación” y el nacimiento de una “implicación” en
el arte, así como el fin de la concepción de la obra de arte como síntoma del artista y, en cambio, la
constatación de que se debe “tomar cosas que el arte puede enseñar al psiconaálisis sobre la
naturaleza de su mismo objeto” (Recalcati, 2006: 11). Por otro lado, la primera de las tres estéticas
que el autor postula es, precisamente, la estética del vacío, problema que, tal como fue señalado,
permite señalar otra confluencia fundamental con Sarduy. En este sentido, la “religión del vacío” de
Sarduy podría ser revisada a la luz de estas definiciones, por ejemplo: “la estética del vacío sustrae
el objeto ‘renovado’ del imperio mundano de la utilidad, para indicar a través del objeto, pero mucho
más allá de cualquier lógica de lo útil, el vacío central de la Cosa” (2006: 17).
557
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
lalengua– me coloco más bien del lado del barroco”, 1973b: 130) y en la
aceptación que luego Lacan subraya (“el barroquismo ese que acepto que me
encasqueten”, 1973b: 137), puede leerse no tanto o no sólo la asunción de la
disponibilidad del concepto, sino más bien la sorpresa ante la constatación de que
una parte del corpus artístico 428 con el que él estaba trabajando desde hacía
muchos años, así como algunos de los conceptos estéticos que también desde
hacía muchos años le interesaban, de pronto constituían un lado actual del debate
estético, filosófico, filológico, que tenía nombre (un nombre que, hasta allí, Lacan
no había necesitado para definir su propia perspectiva) y cuyo estudio como
unidad (como concepto) él, sin proponérselo, había fomentado.
Es decir, en ese enunciado, el lado barroco preexiste a Lacan. El
psicoanálisis se posiciona (es una parte, una inflexión) de un partage (aún aquí, lo
clásico versus lo barroco) que lo excede. Lacan descubre, por la voz de otro, que
estaba, desde hacía tiempo, participando (“no en balde dicen que mi discurso
participa del barroco”, 1973b: 137) de una división, de una discusión que era
estética, pero también filosófica (ética). Sin embargo, después de Lacan, ese lado
no será el mismo.
¿Qué Lacan adquiere rostro desde el punto de vista del Barroco/
Neobarroco? ¿Qué enseña Sarduy sobre aquello que será luego la colocación
barroca de Lacan y sus efectos en el Neobarroco? ¿Qué recorrido por Lacan hace
posible Sarduy? Ya en Escrito sobre un cuerpo (1969), Sarduy había apelado a
Lacan en diversos momentos y, en muy diversos niveles, lo había puesto
específicamente en relación con el Barroco; por ejemplo, el ensayo “Kant con
Sade” (1963) era invocado para señalar la relevancia de la “pura búsqueda del
objeto”. Lo que allí estaba ya esbozado es lo que en “El barroco y el neobarroco”
(1972) es una definición fundamental; la lectura de Lacan que aquí realiza Sarduy
señala con claridad en qué órbita de la enseñanza lacaniana se instala el problema
del Barroco: el objeto a –problema que recorre la obra de Lacan desde 1962
(seminario IX), o aún, indirectamente, desde 1955, y que en 1973 sigue
desarrollándose. La centralidad del objeto a para pensar la relación de Lacan con
el Barroco es algo en lo que lecturas de conjunto y específicamente psicoanalíticas
(como la de Lutereau, 2009), coinciden con la visión que Sarduy tuvo en ese
428
Hans Holbein, Diego Velázquez, Francisco de Zurbarán, Caravaggio, Archimboldo, más adelante
Gian Lorenzo Bernini.
558
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
momento (e incluso hacen del objeto a un problema que está muy por encima –
como trabajo con la mirada– del momento de colocación barroca explícita por parte
de Lacan.
La referencia que en este caso anota Sarduy, tal como fue señalado, es el
“curso sobre el objeto (a), inédito, en la École Normale de París” (1972: 32), que
sería publicado el año siguiente. Escribe Sarduy:
El espacio barroco es el de la superabundancia y el desperdicio.
Contrariamente al lenguaje […] reducido a su funcionalidad […], el lenguaje
barroco se complace en el suplemento, en la demasía y la pérdida parcial
de su objeto. O mejor: en la búsqueda, por definición frustrada, del objeto
parcial. El “objeto” del barroco puede precisarse: es ése que Freud, pero
sobre todo Abraham, llaman el objeto parcial: seno materno, excremento –y
su equivalencia metafórica: oro, materia constituyente y soporte simbólico
de todo barroco–, mirada, voz, cosa para siempre extranjera a todo lo que
el hombre puede comprender, asimilar(se) del otro y de sí mismo, residuo
que podríamos describir como la (a)lteridad, para marcar en el concepto el
aporte de Lacan, que llama a ese objeto precisamente (a) (Sarduy, 1972:
32).
Además de aclarar, en nota, que “mirada y voz” son los objetos parciales que
Lacan agrega a los designados por Freud, afirma Sarduy con respecto al “objeto
(a)”:
El objeto (a) en tanto que cantidad residual, pero también en tanto que
caída, pérdida o desajuste entre la realidad (obra barroca visible) y su
imagen fantasmática (la saturación sin límites, la proliferación ahogante, el
horror vacui) preside el espacio barroco. El suplemento […] interviene como
constatación de un fracaso: el que significa la presencia de un objeto no
representable, que resiste a franquear la línea de la Alteridad (A: correlación
biunívica de (a)), (a)licia que irrita a Alicia (1972: 32-33).
559
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
429
La falta, señala Miller, recorre los diferentes momentos del pensamiento de Lacan y, “a partir del
momento en que construye su tripartición de lo real, lo simbólico y lo imaginario, la falta aparece
fundada primero como castración, y luego deducida de la propia estructura significante” (2015: 82).
430
Cfr. al respecto Lutereau (2009), sobre todo el Apéndice II.
560
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
acababa de aparecer y en esa obra se ponía en primer plano, según Lacan, “el
surgimiento de la visión misma […], el punto original de la visión” (1964: 95).
Ahora bien, si en este punto se retoma lo señalado en el capítulo anterior a
propósito del uso de Lacan que Sarduy hace en “El barroco y el neobarroco”, se
verifica que el impacto más significativo de la teoría del objeto a en la obra
posterior de Sarduy se revela como fundamentalmente metodológico. Se trata, en
“El barroco y en el neobarroco”, de un señalamiento reducido a una nota al pie:
“Mirada y voz = a los objetos parciales ya designados por Freud, Lacan añade
estos dos” (1972: 32). De esta doble dimensión presente en el seminario XI que
anota aquí Sarduy surge, por un lado, un problema que Lacan retoma años
después, al colocarse del lado del Barroco, como variable fundamental: el Barroco
es definido (como podrá verse luego) a partir de la variable escópica, pero, agrega
Lacan, “alguna vez –no sé si tendré tiempo algún día– habría que hablar de la
música, al margen” (1973b: 140). Esta tensión entre lo escópico y lo sonoro es
capital para tener una comprensión completa de la teoría lacaniana: como
recuerda Lutereau (2009: 76), es un camino, el del “objeto voz”, que Lacan había
emprendido en el seminario interrumpido Los nombres del padre y que, al
continuar en el seminario XI, cede ante la primacía de lo escópico. Pero por otro
lado, ese doble valor, perdido de algún modo en Lacan, es auténticamente
desplegado en la obra de Sarduy. En efecto, lo escópico y lo sonoro definen la
tensión “originaria” a partir de la cual se elabora la noción de retombée. Desde el
comienzo (definido, por ejemplo, como eco) hasta sus últimas reformulaciones, las
sucesivas definiciones de retombée incluyen cada vez con mayor relevancia
figuras sonoras (cfr. capítulo anterior). ¿A qué se debe esa necesaria ampliación?
Podría decirse que la obra de Sarduy está definida por esa tensión: sus primeros
ejercicios críticos están dedicados a las artes plásticas y es un interés que, como
ha podido verse, sigue presente en el resto de su producción teórica y,
paralelamente, junto a Roland Barthes comienza, en París, a pintar; pero al mismo
tiempo la música está presente en Sarduy como variable necesaria para pensar lo
cubano, por ejemplo en el título de su segunda novela, De donde son los
cantantes; sus obras de teatro se publican bajo el título de Para la voz. Lo que en
esa tensión nunca resuelta (cuyo punto de máximo dramatismo es, probablemente,
su poesía) se postula es una concepción del Barroco (y del Neobarroco) que no
puede reducirse a lo visual, en la medida en que equivaldría a concebir una versión
561
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
parcial del Universo: desde el Big Bang, lo que nos llega como rastro del origen
perdido no es sólo luz, también es sonido.
Precisamente, luego de “El barroco y el neobarroco”, en Barroco (1974),
Sarduy, tal como fue señalado, retoma a Lacan (o coincide con él allí)431 de un
modo aún más contundente: se trata del modelo cosmológico desarrollado por
Lacan desde fines de los años 50 hasta 1973. Pero hay otras marcas, por ejemplo
los Escritos. Sarduy retoma las hipótesis sobre Schreber (el lenguaje barroco
equivaldría al Grundsprache que escucha Schreber, al delirio) y sobre esa base
hace del lenguaje Barroco (a través de Lacan), “la verdad de todo lenguaje” (1974:
1237). Pero es sin dudas el hallazgo del objeto a aquello que, más allá de la
coincidencia más literal en torno a la cosmología, es condición de posibilidad de la
imagen del Cosmos que Sarduy convoca (la aparición de ese otro centro) y de la
idea de “origen” que a partir de allí se define; aquello que, como podrá verse a
continuación supone un verdadero “anonadamiento del sujeto” (Lacan, 1964: 102).
En La simulación, Sarduy vuelve a retomar a Lacan (específicamente, su
análisis de Los embajadores de Hans Holbein en el Seminario XI, donde el objeto a
es pensado como mirada) y asume más claramente que en los casos anteriores el
alcance metodológico del psicoanálisis que debe incorporar el Barroco como
Máquina de lectura: Sarduy se propone definir el principio de funcionamiento de la
“lectura barroca” a partir de la superposición (que es simultánea y excluyente: ni ni)
de la “lectura frontal” y la “lectura marginal”. En este punto, cabe destacar que aquí
Sarduy propone por primera vez de modo explícito la identificación entre el “lector
de anamorfosis” (aquel que realiza la “lectura barroca de la anamorfosis”) y la
“práctica analítica”, de la que “no dista, en la oscilación que le impone su trabajo”
(1982: 1274); son, en efecto, la “lectura barroca” y la del analista, prácticas
“paralelas”. Sin embargo, luego Sarduy establece una distinción: “un segundo
gesto, el propiamente barroco, de alejamiento y especificación del objeto, crítica de
lo figurado, lo desasimila de lo real: esa reducción de su propio mecanismo técnico
a la teatralidad de la simulación es la verdad barroca de la anamorfosis” (1982:
1275). Sarduy contrapone, así, dos lecturas, la “frontal” (concha marina) y la
431
Las referencias que da Sarduy, en efecto, señalarían otras fuentes para la colocación de la
cosmología como documento de valor epistémico. Cita, entre otros, un trabajo de Daniel Sibony de
1973 y otro de Sollers. Según Wahl, Cassirer fue un referencia “guía” en la investigación, Merleau-
Ponty y Bruno Morandi eran las “bases” (1998: 1519) y luego, no siempre “midiendo su eran o no
compatibles”, las “novedades teóricas del momento […]: Lacan, Kristeva [y] Derrida” (1998: 1520).
562
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
“marginal” (el sujeto desplazado accede al segundo sentido, calavera). Pero hay
una tercera, la “lectura barroca”: “ni concha ni cráneo –meditación sin soporte–;
sólo cuenta la energía de conversión y la astucia en el desciframiento del reverso –
el otro de la representación–; la pulsión de simulacro que en Los Embajadores,
emblemáticamente, se desenmascara y resuelve en la muerte” (1982: 1276).
Por alguna razón, Sarduy cita, en este desarrollo, sólo los Escritos (donde la
anamorfosis, en efecto, estaba presente) pero la otra fuente, tal como el autor
cubano había señalado mucho tiempo antes y tal como se hace evidente en las
referencias que, sin citar, hace de pasajes específicos del argumento de Lacan, es
también el Seminario XI, de 1964, Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis, cuya transcripción se había publicado en 1973, donde aparece el
análisis de Los embajadores. La sesión del 26 de febrero de 1964,
“Anamorfosis”,432 en este sentido, es uno de los momentos fundamentales de la
articulación entre psicoanálisis y arte. Según Lacan, el recurso de la anamorfosis
es “una estructura ejemplar” (1964: 99), en la medida en que permite definir la
mirada, la pulsión escópica y, por esa vía, el objeto a. Pero un elemento
fundamental de esa ejemplaridad, preparatorio, de algún modo, de lo que luego
será el lado barroco, es la dimensión específicamente histórica que, al prestar
atención a la anamorfosis, se pone en juego.
¿Cuál es el momento histórico que está en juego en el célebre análisis que
Lacan propone es Los embajadores (1533) de Hans Holbein? Lacan parte de
Leonardo da Vinci, Vitrubio, Vignola, Alberti, Durero… es decir, del “nacimiento” de
la perspectiva, el momento en que “el cuadro –esta función tan importante […]– se
organiza de un modo completamente nuevo en la historia de la pintura” (1964:
100); “la época misma en que la meditación cartesiana inaugura en su pureza la
función del sujeto” (1964: 98). Se trata, evidentemente, del Renacimiento –un
momento (otro punto de intensidad que en Sarduy se vuelve un eco multiplicado)
en el que “el arte se mezcla con la ciencia” (1964: 99). Sin embargo, lo que
interesa a Lacan no es ratificar la idea de Renacimiento como momento clásico,
centrado, armónico, sino más bien todo lo contrario. Luego de analizar la función
de la presencia del objeto en anamorfosis de Los embajadores, “ese objeto
432
La referencia de Sarduy a los Escritos se debe a que el problema de la anamorfosis estaba
presente en Lacan en textos anteriores allí incluidos, por ejemplo en “Observaciones sobre el
informe de Daniel Lagache…” (1960b). En ese mismo año, la anamorfosis es planetada en el
Seminario VII, La ética del psicoanálisis.
563
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
Ese otro sujeto es, por las mismas razones, un sujeto del ornamento. Si algo se
hace evidente en la fuente fundamental de Lacan, Baltrušaitis (1955),433 es que el
ornamento (no otra cosa es, en este punto, ese objeto “abstracto” del cuadro de
Holbein) funciona, tal como fue planteado en la escena de 1908, como desvío de la
mirada.
Y ese sujeto es, también, un sujeto de lo Imaginario. En 1973, Lacan
subraya esa relación: “el fin de nuestra enseñanza […] es disociar a y A,
reduciendo la primera a lo que concierne a lo imaginario” (1973e: 100).
Sobre la base de lo señalado al respecto en el capítulo anterior, vale la pena
detenerse en el balance que realiza François Wahl de la relación de Sarduy con lo
Imaginario lacaniano:
[La] relación [de Sarduy] con la definición de lo Imaginario como semblante
era […] vacilante: por un lado, la liquidación del ego psicológico resultaba
muy adecuada para un concepto de escritura que excluía los desahogos del
yo como aquello que constituye lo obsceno de la literatura […]; por otro
lado, […] perseguido por la figura especular de los gemelos, multiplicó los
dobles, fascinado por la proyección en los espejos […]. Pero sus dobles –
Auxilio y Socorro, Cobra y Pup […], toda la temática de La simulación–
433
Antes de publicar sus célebres trabajos sobre las “perspectivas depravadas”, Baltrusaitis había
inciado sus investigaciones, en la línea de Henri Focillon, con el problema del ornamento: La
stylistique ornementale dans la sculpture romaine (1931).
564
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
Es decir, el ornamento.
Sobre la base del recorrido por Lacan que, como se ha visto, propone
Sarduy sistemáticamente en su obra, es posible ahora detenerse en el momento
ya señalado de 1973 en el que Lacan se coloca del lado del barroco, para
determinar de qué lado se trata, para definir qué Barroco es el que Lacan delimita
y, finalmente, para terminar de comprender qué efecto produce (o que tipo de
articulación establece con ella) Lacan sobre la Máquina de lectura.
565
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
434
Una traducción al español (realizada por Viviana Honorio) con el título “Sobre el barroco” (luego,
en la edición castellana del Seminario, llevará el más literal “Del barroco”) apareció en la revista
Literal nº 4/5, en noviembre de 1977 (en el número 2/3 había aparecido, con traducción de Oscar
Masotta, el soneto de Lacan “Hiatus Irrationalis”). Esa publicación es, luego de la aparición de
Barroco (1974) de Sarduy en Sudamericana, uno de los puntos de partida de la vocación argentina
de Barroco, que tendrá en el Neobarroso de Néstor Perlongher su expresión más nítida, como
podrá verse en el capítulo próximo. En el prólogo de Héctor Libertella a la compilación (2002) de
Literal, se lee: “Desde París, Sarduy lanzaba la más hermética definición del barroco: ‘Todo por
convencer’, y Lacan completaba la propuesta con aquella magistral y no menos hermética clase
sobre el barroco que apareció en la revista” (2002: 6).
435
Estrictamente, había llegado en 1934, durante su luna de miel: “Lacan descubrió con embeleso
la ciudad de Roma, de la que se enamoró. Desde que llegó, se portó como un conquistador: ‘Soy el
566
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
alguien que acaba de regresar de una orgía de iglesias en Italia” (1973b: 137), “les
digo todo esto porque, precisamente, vuelvo de los museos” (1973b: 140). El
Barroco de Lacan es, por lo tanto, romano (es decir, católico, contrarreformista –
como puede verse, Lacan no se aleja de la línea sintetizada por Weisbach medio
siglo antes). Pero, si bien los artistas barrocos tenían desde hacía muchos años
una presencia notable en Lacan, el dato inmediato que permite comprender la
adscripción que propone ese alguien es la referencia presentada por Lacan pocos
días antes, en la sesión del 20 de febrero (donde la cuestión era ya, precisamente,
la de los lados) en el contexto de sus consideraciones sobre la mística:
pasa como con Santa Teresa: basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini
para comprender de inmediato que goza, sin lugar a dudas ¿Y con qué
goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos es justamente
decir lo que sienten, pero que no saben nada (1973c: 92).
El Barroco de Lacan es, por lo tanto, también berniniano, es decir, aquel que ya
había visitado Bataille.
Al asumir el Barroco como lado, Lacan retoma a su modo la oposición
originaria Clasicismo-Barroco y redefine con ella la situación del debate en el que
se instala el psicoanálisis ante un doble frente: con respecto a la “cultura”, ante la
tradición francesa (cfr. García, 2000: 97) que se reclama clásica (puesta en
entredicho, tal como se ha visto, por muchos de sus contemporáneos franceses
que se dejaron invadir por la inquietud barroca) y, con respecto a la ciencia y la
psicología, ante la “ciencia tradicional” que (como en otro contexto ocurría con el
copernicanismo) no se destaca “por ninguna transformación”, en este caso, en el
plano “de la ética” (1973b: 129): “lo más seguro del modo de pensar de la ciencia
tradicional es lo que llamamos su clasicismo; o sea, el reino aristotélico de la clase,
es decir, del género y de la especie, en otras palabras, del individuo considerado
como especificado” (1973b: 129). La estética y la ética de la ciencia tradicional se
mantiene inalterada en el behaviorism, que “en eso […] no sale de lo clásico”
(1973b: 129).
En cambio, el psicoanálisis (“esta ciencia nueva que es la nuestra”, 1973b:
127), al ponerse del lado del Barroco obliga a Lacan “a sumir[se] en la historia del
cristianismo” como historiole, como petite histoire. Lacan llega así a su definición
doctor Lacan’, declaró al portero del hotel que […] lo miró estupefacto” (Roudinesco, 1993: 124). De
ese primer viaje data, según la biógrafa, su interés por el Barroco y particularmente por Bernini.
567
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hay Otro del Otro, es decir, no hay Dios de Dios (“el Otro como lugar de la verdad,
es el único lugar, irreductible por lo demás, que podemos dar al término del ser
divino, al término Dios, para llamarlo por su nombre”, 1973a: 59). El impacto
directo de este postulado (un postulado en el que coinciden muchos de los
nombres de esta escena) para el Barroco (el modo en que permite actualizar la
discusión material y pensar una especificidad del Neobarroco como Máquina de
lectura) se encuentra en el tipo de análisis que, a partir de ahí, debe hacerse de la
serie de recursos y juegos retórico-ópticos del arte del siglo XVII y recuperados en
el siglo XX y XXI. La Máquina de lectura (si la coherencia es un factor a considerar)
no es un artefacto exterior: es, más bien, según se prefiera, un lenguaje neutro, un
pliegue más de la materia, un habitante más del vacío, una forma de pensamiento
del afuera. Pero lo importante es que es el Barroco el modelo límite con el que, lo
quiera o no, ese momento del pensamiento debe enfrentarse. Así, cuando Lacan
afirma que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, debe tenerse en
cuenta que “el lenguaje [es] lo que funciona para suplir la ausencia de la única
parte de lo real que no puede llegar a formarse del ser, esto es, la relación sexual”
(1973a: 62). Por eso, el objeto a aparece en este momento de Lacan para definir
esa relación, para hablar de amor y para hablar del saber (del método). En el amor,
“cada uno interviene como ese objeto a que es bajo la mirada de los otros”. Es
decir, en esa relación intersubjetiva, se trata de tres, “aunque en realidad son dos
más a”, donde lo que importa es el “Uno más a”. Así, esta “articulación ternaria se
basa en que, en ningún caso, pueden considerarse como soporte dos como tales.
Entre dos, cualesquiera sean, hay siempre el Uno y el Otro, el Uno y la a
minúscula, y en ningún caso puede tomarse el Otro por un Uno” (1973a: 63).
Por ello, lo que en esa primera definición del Barroco se pone en primer
plano es la dimensión ejemplar de la pasión de Cristo para una definición del goce,
el no saber: “Là où ça parle, ça jouit/ et ça sait rien” (1973b: 127). Es decir: “el
inconsciente no es que el ser piense, como lo implica, sin embargo, cuanto de él se
dice en la ciencia tradicional – el inconsciente es que el ser, hablando, goce, y,
agrego yo, no quiera saber nada más de eso. Añado que esto quiere decir: no
saber absolutamente nada” (1973b: 128). La articulación entre lenguaje y goce no
puede no desembocar en la literatura (el arte) como terreno de goce (es lo que
Barthes en ese mismo año, 1973, hace, usando a Sarduy como “caso”, al definir
dos textualidades y dos regímenes de lectura correlativos: textos de plaisir, textos
569
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
de jouisance), pero también, volverse sobre el propio discurso de Lacan (y, luego,
sobre la Máquina de lectura), pues lo que participa del Barroco es, precisamente
(¿qué si no?), su discurso: “no en balde dicen que mi discurso participa del
barroco” (1973b: 137).
Ahora bien, cuando Lacan habla del no saber cita, sin decirlo, a Bataille, es
decir, vuelve a encontrarse con Bataille (según se ha planteado en el capítulo
anterior). Éste, en efecto, durante la década del 50 escribió una serie de textos
destinados a conformar los últimos dos tomos de la Summa ateológica. Allí, uno de
los conceptos clave es el de no-saber y, naturalmente, se desarrollan sobre la base
de la experiencia de los místicos (fundamentalmente San Juan). En este sentido, el
no-saber aparece en Bataille como despliegue del problema del erotismo orientado
ahora específicamente a las formas límite del conocimiento, problema que en El
erotismo (1957) estaba planteado, precisamente a partir del éxtasis de Santa
Teresa de Bernini –el modelo que aquí Lacan retoma. Los términos que utiliza
Bataille son decididamente compatibles (más allá de trabajar en campos de
aplicación muy diferentes y más allá de relacionarse de formas diferentes con la fe)
con los de Lacan: “pasión del no saber” (Bataille, 2001: 69), “el saber que se pierde
en el no-saber a medida que se extiende” (2001: 75), “la pérdida de la
individualidad no es el escándalo, sino más bien el saber absoluto” (2001: 77).
En el caso de Lacan, la introducción del goce se realiza en este punto,
precisamente, para postular otra forma de pensamiento en la que el cuerpo tenga
lugar. Aquí debe incorporarse, por ello la segunda definición de Barroco (“el
barroco es la regulación del alma por la escopia corporal”). Además de hacer del
Barroco una variable a tener en cuenta en la comprensión del “origen” de la mirada
y su relevancia para una definición de la conformación de yo, lo cierto es que entre
la primera y la segunda definición, Lacan hace del Barroco una variable
“metodológica” decisiva en la conformación de “esta ciencia nueva que es la
nuestra”; es decir, una variable que al mismo tiempo que redefine la idea de sujeto
del psicoanálisis, define un tipo de pensamiento (el propio), un tipo de saber, es
decir, una concepción del lenguaje –variables todas que, como es evidente, tienen
un impacto notable en el funcionamiento del Barroco como Máquina de lectura.
El goce conduce nuevamente a Bataille (en quien, pese a las coincidencias,
se abre una brecha insalvable con respecto a Lacan, en la medida en que es
posible afirmar que, por diferentes razones, en Bataille hay relación sexual y hay
570
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
amor, pues hay un “erotismo de los corazones”), aquella zona en la que Bataille y
Lacan trabajaron en la misma dirección: el ataque a la finalidad como variable
digna. Si en Bataille, toda la teoría del erotismo se organizaba en torno al derroche
como negación de la finalidad, en el mismo sentido, Lacan afirma:
en lo tocante al goce, hay que hacer responder a la falsa finalidad por lo
que no es más que la pura falacia de un goce pretendidamente adecuado a
la relación sexual. Bajo este concepto, todos los goces no son más que
rivales de la finalidad que eso sería si el goce tuviera la menor relación con
la relación sexual” (1973b: 137).437
Por esa vía, el goce se vuelve una variable imprescindible para delimitar una idea
de pensamiento (un pensamiento, por lo tanto, sin finalidad). Todo el diálogo que
Lacan establece con Aristóteles (el alma) apunta al establecimiento de un límite:
Aristóteles “no era lo suficientemente inteligente –no había gozado de la revelación
cristiana– para pensar que una palabra […] tiene que ver con el goce” (1973b:
136). Igual que Benjamin, Lacan necesita pasar por esa disputa con Aristóteles
para definir una tradición no clásica (barroca) de pensamiento.
Por ello el Barroco es la imagen (y más que la imagen) de ese pensamiento:
allí “todo es exhibición de cuerpos que evocan el goce […]. Todo menos la
copulación […] En ninguna parte, en ningún área cultural, se ha confesado esta
exclusión en forma más desnuda […], en ninguna parte como en el cristianismo la
obra de arte se descubre en forma más patente como lo que es desde siempre y
en todas partes: obscenidad” (1973b: 137-138). Si lo que está en juego es,
también, el pensamiento es porque interpela “la existencia de la palabra. Donde
eso habla, goza. Y no quiere decir que sepa algo” (1973b: 139). De este modo
(como en Benjamin) los textos de excepción (la poesía, la mística) valen porque
revelan el ser del lenguaje (en general) y por lo tanto del pensamiento: “Dios no se
manifiesta sino con escrituras llamadas santas. ¿En qué son santas?: en que no
cesan de repetir el fracaso […], el fracaso de los intentos de una sabiduría cuyo
testimonio fuera el ser” (1973b: 139). El Barroco aparece así, en Lacan, como
modelo para, nada menos, poder sostener la posibilidad de un pensamiento que
evada al ser (naturalmente, como objeto y como sujeto de ese pensamiento) y se
organice en torno a “la economía del goce” (1973b: 141).
437
De ese punto debe partir el cotejo con la versión de Bataille, antagónica con respecto a la
relación entre goce y relación sexual.
571
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
5. Sarduy y Barthes
5.1. La contemporaneidad, lo mixto y lo no-mixto
Se um dos vértices do espírito barthesiano era a
vontade de sistema, e isso implicava uma contenção
aticista, “clássica” […]; o outro […] seduzia-se pela
festa sígnica, pela orgia do significante, pela
proliferação galática […]. Este outro vértice –o vórtice–
, que poderia ser chamado “barroco”, é o que contém,
em ignição, o melhor Barthes, o Barthes do corpo
(como há um Marx do corpo, o da “educação dos
cinco sentidos”, como “tarefa da história universal”).
Este o Barthes que, a meu ver, mais solicita a
posteridade, mais desgarra para o futuro. Sem
esquecer que o Barroco, enquanto tradição
antinormativa e prática lúdica e liberadora do signo, é
também uma profunda vocação latino-americana…
Haroldo de Campos (1980b: 125-126)
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Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
cómo habitarla, cómo relacionarse con ella –cómo estar allí y a la vez negar esa
lógica, es decir, no aceptando su violencia (el fascismo –la conminación a optar).
Cómo volver habitable la caverna439. Cuarto: un “estilo de presencia”. El estilo, en
tanto trazo irreductible, marca última de la individualidad, vuelca el deseo de
Neutro hacia el yo: todo lo que se diga sobre lo neutro tiene un valor personal, es
para mí –cada uno tendrá el suyo. Se trata de encontrar una forma, un modo, un
matiz: “Lo que busco en la preparación del curso es una introducción al vivir, una
guía de vida (proyecto ético): quiero vivir según el matiz” (2002b: 56). Finalmente,
el problema de la libertad: en tanto noción, puede pensarse en Barthes en relación
con dos tensiones: descomposición/destrucción; presencia/retiro. La libertad,
piensa Barthes, está aquí ahora y depende sólo del encuentro de un estilo.
En este sentido, el curso de lo Neutro es un momento de la obra de Barthes
en el que se modifica, a partir de la importancia de lo imaginario y, según el
recorrido que se ha planteado, también del Barroco, la concepción del adjetivo.
Suprimir el adjetivo se vuelve ahora un riesgo (sostener una ética de la “pureza”),
pues “sin el señuelo, sin el adjetivo, nada pasaría […]. Podemos preferir […],
reconocer que hay un tiempo del señuelo, un tiempo del adjetivo. Quizás lo Neutro
sea eso: aceptar el predicado como un simple momento: un tiempo” (2002b: 112).
Esta torsión es, de algún modo, efecto de la elaboración conjunta de Barthes y
Sarduy en torno a lo imaginario. Y es por ello que lo Neutro es un punto de
cristalización del deseo de Barthes de dejarse llevar por un principio de
excentricidad:
al hacer de lo Neutro el tema de un curso, hago de él un centro explícito: lo
que es escuchado. Pero por eso mismo, implico un fuera-del-centro, un
lateral, un indirecto: lo que es oído: no escuchen, oigan, u oigan a fuerza de
escuchar → central, lo Neutro ya no es lo esencial del curso → lo esencial
está en lo indirecto. Lo indirecto del deseo, de lo Neutro (2002b: 118).
576
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
autores cuanto menos esquivos, difíciles de ubicar. Hay una distancia (aquella que
va del plano de la política al de la ética) que la época no siempre supo
comprender.
Allí radica la importancia de la imagen del Bloody-Mary y el ristretto. En el
pasaje de El cristo de la rue Jacob en el que Sarduy hace esa referencia, se
pregunta –luego del fragmento citado al comienzo– por “el significado último y
central, el nudo ausente de esas redes de opuestos que proliferan anexando
similitudes, situaciones y cosas afines”, y concluye que “no es otro que el placer”.
Pero avanza aun más y dice que lo que allí se señala es “un objeto marcado, el
objeto del deseo absoluto o de la repulsión total”. De ese modo llega a la respuesta
final con respecto al significado de esa diferencia de gustos entre ellos: “El objeto
marcado es lo que nos espera en el vacío, entre las dos ramas, y no el que se
encuentra al final de una de ellas. Una espera sin crispación, sin énfasis. La espera
de las ocho en el Flore” (1987c: 90).
El espacio de la amistad según Roland Barthes y Severo Sarduy no es otro
que el del vacío entre los dos. Quizás, así, puede agregarse un nuevo sentido a lo
Neutro como forma cuya condición es una concepción excéntrica (la asunción del
paradigma barroco) de la modernidad: se trata de ese hueco –una espera que des-
orbita a cada uno y que incluso lo lleva a ocupar siempre el otro centro de la elipse.
577
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
que, tal como señala Daniel Link, “en algún sentido, la Enfermedad pone en crisis
las hipótesis sobre ‘Cómo vivir juntos’ y, dramáticamente, interroga la vida
biopolíticamente” (2005: 167).
Barthes, tras la muerte de su madre, escribe algunos libros, prepara cursos
y redacta un diario (el Journal de deuil) bajo esa sombra. La vida (y la obra) se
divide a partir de allí, en dos: antes y después de la muerte de la madre. Barthes,
tras esa muerte, está enfermo –enfermo de duelo: “31 octobre. Une part de moi
veille dans le désespoir; et simultanément une autre s’agite à ranger mentalement
mes affaires les plus futiles. Je ressens cela comme une maladie” (2009 : 35). En
el caso de Sarduy, hay dos muertes: la de Barthes (que señala el fin de una
época)440 y, luego, la propia, anunciada por la enfermedad.
Habría series que, a partir de allí, se continúan o reorientan: libros de la vida
que dan lugar a libros de la muerte. Libros lúgubres –aunque por momentos pueda
persistir en ellos, sobre todo en el caso de Sarduy, la afirmación, aún más
desesperada, de una vitalidad–; libros de la certeza del fin de algo, no sólo de una
época. Barthes: de Roland Barthes por Roland Barthes, Fragmentos de un
discurso amoroso, los primeros Cursos (las zonas más personales de ellos),
además del póstumo “Incidentes”, a La cámara clara, “Soirées de Paris”, el
también póstumo Journal de deuil. Sarduy: de la primera parte de la serie de
fragmentos (autobiográficos, notaciones íntimas) reunidos en la Obra Completa
bajo el título de “Autorretratos” a El cristo de la rue Jacob, El estampido de la
vacuidad, Pájaros de la playa.
Es decir: la de Barthes y Sarduy es, antes que nada, una vida compartida;
una vida que responde, tal como ellos la pensaron, a la cualidad: cómo vivir juntos.
Y ese modo, en ambos, encuentra en la muerte (la propia, la de los otros) un límite
prematuro. Si la pregunta que no dejan de formular es, entonces, “cómo vivir
juntos” (una de cuyas respuestas es la elaboración conjunta de un proyecto ético
en torno al vacío/neutro), no es casual que, a la luz de los límites que impone la
muerte, el texto más importante que Sarduy consagra a la muerte de Barthes sea
“Cómo vivíamos antes…” (1988b). Antes, es decir, antes de su muerte, el breve
texto intenta responder, o, más simplemente, dar un matiz, un rasgo a ese modo
440
Según las etapas en que Roberto González Echevarría (1987) divide la obra de Sarduy, son tres
las muertes significativas de esta etapa: con Lezama Lima (1976), Barthes (1980) y Carpentier
(1980) se cierra lo que denomina “el momento post-estructuralista, del que salen Maitreya y Colibrí”.
578
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
de vida que habían vivido. Y lo que señala es, en esta dirección, el valor de
Incidentes:
Para los que sólo tuvieron acceso a la obra escrita de Roland Barthes,
Incidentes puede parecer una libro extraño, halógeno, incluso indiscreto;
para los que formamos parte de este libro y somos, por así decirlo, sus
personajes pasajeros, o sus testigos constantes, estas notas rápidas,
incisivas, tan próximas en su factura a los cuadernos de Delacroix, no son ni
siquiera el reverso predecible del Barthes semiólogo, sino al contrario, su
fundamento, su textura interna: esa capacidad de observación y de análisis
inmediato, fulgurante, que se manifiesta en la mesa cotidiana del Flora y
que no era más que la incitación, o la levadura de la meditación estructural
(Sarduy, 1988b: 39).
Y no sólo eso: también incluye, sobre el final, lo que llama “algunos párrafos para
completar el texto póstumo de un amigo” (1987: 51). El amigo es, claro, Barthes, el
texto es Incidentes, y los párrafos son los de “A las ocho en el Flore” –momento de
verdad, en Sarduy, con respecto al significado de su vida con Roland Barthes.
En El cristo de la rue Jacob es posible leer hasta qué punto Sarduy asumió
la simulación como principio vital. Puesto a recorrer su vida, la verdad de su vida,
traza la historia de su piel: el capítulo inicial se titula “Arqueología de la piel”. Pero
lo que en ese capítulo gana terreno es la cicatriz: el punto en el que la piel (lo
exterior) convive con los fluidos interiores. La cicatriz no es, en este punto, ni
interior ni exterior: más bien se trata del punto de anulación de esa diferencia. Lo
que allí se define es una alteración con respecto a la concepción tradicional del
cuerpo (y su lugar en relación con la subjetividad), del mismo modo en que, años
antes, había postulado una alteración temporal para concebir los límites de la
579
Capítulo 11 Cuarta parte. 1974
Ese registro (lo novelesco, la ficción biográfica –lo imaginario) hace de Sarduy un
sobreviviente. En esa condición, también Barthes y Sarduy se encuentran –Sarduy
hereda el duelo. Y, como Barthes supo aprender de Sarduy, ese registro funciona
como cura (“la cura de calma” que Sarduy le ofrece). El Journal de deuil, en su
pena –una pena ética, pues la madre es, para Barthes, un “mode de vie” (18
agosto 1978)– registra también cómo, en la sobrevida, aparece una vida nueva –
clandestina–441 de la que Sarduy, según registra el diario, es uno de los pocos
capaces de participar –“le gentil Severo” (Barthes, 2009: 156). Lo que saldrá de
esa vida clandestina, de hundimiento en el propio imaginario, es La cámara clara.
441
Cfr. al respecto Journal de deuil (2009 : 242).
580
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Capítulo 12 Cuarta parte. 1974
1. Introducción
El siglo XX barroco termina con un homenaje a sí mismo, es decir, con la
invocación de su “origen”: Viena y el Imperio Austro-húngaro, en la obra de Néstor
Perlongher. No se trata tanto de coherencia cuanto de la verificación de una
distancia irrecuperable y al mismo tiempo una continuidad –actualización, retro,
neo. En esa continuidad lo que se concibe es una unidad política posible y una
cartografía para el Neobarroco vuelto ya Neobarroso: el Imperio. Y también una
forma de cultura para ese imperio: el cosmopolitismo “borroso”.
Ese homenaje, sin embargo, no es el único: el siglo XX termina también en
la obra de aquel que estaba llamado a definir, con su nombre, la condición del
siglo. Allí el Barroco vuelve sobre su historia para darle un rasgo definitivo: Barroco
maquínico. En efecto, el fin de siglo barroco es deleuziano. No tanto porque
Deleuze proponga nuevas hipótesis específicas sobre el Barroco (aunque lo hace)
sino más bien porque su obra, incluso antes de Le Pli. Leibniz et le Baroque, se
vuelve un punto de confluencia y proyección de las últimas fuerzas barrocas del
siglo –sin perder de vista que cuando lanza su Neobarroco es mucho más
sarduyano que lo que la lateral referencia a Sarduy que incluye en Le Pli permite
esperar.
Hacia fines de los años 80, la última escena de esta historia organizada en
torno a 1974 tiene un último eco, o una última inflexión. Hay, en efecto, una
continuidad que permite concebir este fin de siglo como parte de la larga escena
de 1974; al mismo tiempo, los cambios en las condiciones del debate del Barroco
(y de otros, que le dan marco, o que se tocan con él) comienzan a vislumbrarse.
En estos últimos cuadros de la escena se ubican no sólo los protagonistas de este
capítulo (Néstor Perlongher y Gilles Deleuze) y los personajes secundarios (Rene
Schérer, Guy Hocquenghem y Christine Buci-Glucksmann), sino también aquellos
autores que aquí fueron utilizados para definir un límite del siglo: Haroldo de
Campos que, al postular su hipótesis del sequestro en 1989 (es decir, un año
después de la publicación del libro de Deleuze y mientras Perlongher desarrolla
sus ideas sobre Neobarroso), vuelve la mirada atrás por última vez en el siglo y
traza la historia “completa” del Barroco en el siglo XX (lo que hace que su texto sea
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la del 90. Antes de tocar ese límite (histórico, filosófico, estético, biopolítico), la
Máquina de lectura imagina, sin embargo, otra forma de inscribirse en los debates
del presente (y por lo tanto, otra posteridad), es decir, otra forma de incorporar esa
nueva inquietud de lo moderno que se inicia avanzada la década de 1970. Esa
inscripción tiene también continuidad en el siglo XXI (registrada, en sus rasgos
esenciales, en el Estado de la cuestión). Antes de esa reconfiguración, la Máquina
alcanza su ensamblaje puramente maquínico y es nombrada: el siglo XX barroco
se lee a sí mismo, en Deleuze, desde este momento límite que es su culminación.
584
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443
El más evidente de los cuales es la incorporación del concepto de Barroco y sus derivados en
sus poemas: “Formas barrocas”, “Preámbulos barrosos”, etc. Para el caso de la inscripción de su
propia obra en el Barroco, cfr. “Sobre Alambres” (1988).
585
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Es el barro, pero también el barrio (cfr. Kamenszain, 2000: 110). Pese a la levedad
del deslizamiento conceptual, en torno a esa postulación se despliega una obra
teórica que resiste aún hoy relecturas. El Barroco de Perlongher (el Neobarroso) es
en primer lugar efecto de una multiplicación de los alcances arqueológicos de la
Máquina de lectura: postulación de un origen imaginario para una literatura que no
tuvo Barroco histórico. En segundo término, la práctica teórica de Perlongher está
definida por una singularidad: es un modo de intervención tensionado entre el rigor
y lo panfletario, entre la participación universitaria y la circulación subterránea –una
posición que, tal como señala Christian Ferrer (1996), fue tan necesaria como
indeseable en la Argentina alfonsinista.
444
Nicolás Rosa le da otro alcance al desplazamiento, casi trasformado en garantía de
supervivencia del gesto irreverente: “El neobarroso es al neo-barroco lo que éste al barroco: un
clinamen, una organización anárquica del declive y una lengua de la oblicuidad: una ortofonía
abyecta” (Rosa, 1997a: 89).
586
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445
Transplantinos. Muestra de poesía rioplatense, preparada por Roberto Echavarren (1990).
446
Medusario. Muestra de poesía latinoamericana (1996), reeditada en 2010. En Brasil: Jardim de
camaleões: a poesia neobarroca na América Latina (2004), compilada por Claudio Daniel.
587
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448
“Maestría de la hilacha, jamás perder la hilacha, nada escapa al ojo minucioso del detalle,
exceso del detalle, detallismo del naif, como el prolijo kitsch de un salón saavedrense que guarda –
muy disimulado, sí, muy en el fondo– un dejo desteñido de barroco. No exactamente un barroco de
la forma, áureo, para nada, sino apenas un dejo que quiere disiparse pero no, en la microscopía del
detalle, tan femenino, tan de costurera del barrio; me hace acordar, a lo lejos, a una frase de la
mulata protagonista de Gestos, de Sarduy: ‘Lo primero para hacer la revolución es ir bien vestida’”
(Perlongher, 1988b: 129).
449
Cfr. Echavarren (1992), el volumen compilado por Cangi y Saganevich (1996) y Rosa (1997a)
589
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detenerse, aún, en uno de los aspectos centrales, el camino que va del tatuaje al
tajo. Escribe Perlongher:
En […] Sarduy […] la inscripción toma la forma de un tatuaje […]. El autor
es […] un tatuador; la literatura, el arte del tatuaje […]. En cambio, para
Osvaldo Lamborghini, más que de un tatuaje, se trata de un tajo, que corta
la carne, rasura el jueso […]. Entre estos dos grandes polos de la tensión
tajo/ tatuaje, se desenvuelven, grosso modo, una multiplicidad de escrituras
neobarrocas (1991a: 100).
590
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450
“¿A qué vino de París, Mr. Félix Guattari?” se titula la entrevista. Cfr. Perlongher (2004).
591
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definida por lo que puede definirse como construcción de mapas, o quizás como
invención de un único mapa –un mapa acosado por una inquietud política: ¿en qué
unidad reconocerse? No se trata, es claro, de un país (Argentina o Brasil), pues lo
inquietud es el trasplante, el tráfico. Pero tampoco sería suficiente pensar en un
continente (América Latina). Por fidelidad a una idea que, desde el comienzo de su
obra, atrajo a Perlongher y que encuentra sus fundamentos en Rene Schérer y
Guy Hocquenghem, debería afirmarse que se trata de un mapa del Imperio –un
mapa, por definición, incompleto, ilimitado. La pregunta que resta es ¿qué Imperio?
Perlongher establece, en este punto y desde su prime libro de poemas, su mayor
gesto de fidelidad con respecto a la Máquina de lectura de la que, lo sabe de un
modo u otro, participa: se trata del Imperio Austro-Húngaro, un Imperio Austro-
Húngaro que en su laxitud territorial, cultural y lingüística incluye determinados
puntos americanos.451 Su centro (no nombrado, inaccesible: Viena 1908) abre esta
historia del Barroco del siglo XX. Perlongher, de algún modo, se reclama heredero
de la modernidad del ornamento allí instaurada.452 El Imperio, por la vía de su casa
reinante, los Habsburgo, se remonta directamente al Siglo de Oro español y, así,
llega a América. Pero el mapa de Perlongher, naturalmente, se resiste a la fijeza.
Es antes un mapa de recorridos. Así, en su extensión americana, el mapa-
recorrido parte (si bien puede hacerlo en cualquiera de sus puntos) del Conurbano
bonaerense y a partir de allí explora otras zonas argentinas barrosas. A través del
Río de la Plata llega a Uruguay. Pero con Eva Perón va hacia el Bajo porteño y los
hoteles. De Cuba, uno de los puntos de mayor intensidad del mapa, llega no sólo
la matriz neobarroca que lo abarca todo, sino incluso una pasión por la insularidad
que se extiende luego a las Islas Malvinas.453 Se evita, siempre, París (aceptar una
beca allí, dice Perlongher, un error). Finalmente, el mapa pasa por Paraguay y
luego señala una larga escala en el San Pablo lumpen de los prostitutos, punks y
drogadictos y, a través del Amazonas, es vía de acceso al sincretismo religioso
brasileño, así como a todos los territorios indios de América. Un factor relevante de
ese Imperio imaginario es, inevitablemente, la lengua: para Perlongher se trata del
451
Nicolás Rosa hizo de esta idea un principio de alcance mayor: “El Imperio Austro-Húngaro es el
Imperio de las letras barrocas argentinas” (1999: 8).
452
Advierte Rosa: “Es interesante pero riesgoso establecer una relación de ciertas formas de
Perlongher con el sistema de la decoración y ornamentación del Jungstil” (1997: 77).
453
Se retoma aquí también a Rosa: “La isla barroca de Perlongher es un territorio fractal dentro de
un territorio imperial” (1997a: 89).
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Picaresca porteña (1966). Perlongher no lo cita, aunque sí, como señala Panesi, la novela
posterior, producto de la experiencia brasileña de Carella, Orgia (1968). Otro texto que podría
formar parte de esa constelación es “Noches de París”, de Roland Barthes, cuya primera traducción
(parcial) al español (de Alan Pauls) aparece en 1987 en la revista El porteño, espacio de
publicación frecuente de Perlongher.
594
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Ahora sí, el mapa crece hasta abarcarlo todo: Imperio. Perlongher reenvía a
“una interesante reivindicación de la idea de Imperio, que podría llegar a iluminar el
uso de la figura por parte del Santo Daime” (1992b: 169), en Schérer y
Hocquenghem. Allí, en efecto, estos otros protagonistas de este momento final de
la escena, afirman cosas como éstas:
Contra la dominación imperialista del Estado, la lógica utópica del Imperio
propone la gran alternativa de una administración identificada con la
autorregulación de la sociedad. No se trata de una extensión del Estado a
escala mundial, sino de su brusca explosión o de su implosión interna, a
falta de un objeto a su escala […] Hemos perdido la pasión por la unidad, es
decir, por el verdadero respeto a lo local. Aceptamos que se dirijan a
458
Esa posición debería ser contrastada con la que adopta un antecedente en el interés por el yagé
citado por el propio Perlongher, la de William Burroughs en las Cartas del yagé, posición que si bien
inicialmente es antagónica (desprecio, violencia), conduce a conclusiones similares sobre la
“potencialidad latinoamericana”. Cfr. al respecto, Díaz (2010).
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a Perlongher, una misma imagen, pero –como clave del recorrido del siglo– Viena
no es, al cabo del siglo, más que el rastro lumínico y sonoro de una estrella que se
había apagado.
El deseo de Imperio aparece como última inflexión de un proyecto en el que
Perlongher hace de las categorías (las deleuzianas, las barrocas) no un marco
teórico, sino un modo de presencia (una ética, el Bien). La autoridad no la da el
mero hecho de ofrecer el propio cuerpo, sino la convicción, la fe, de que esas
categorías pueden ser vividas y así convertirse en un espacio de comunión. Y eso
sólo es posible a través de la asunción de la no coincidencia del yo consigo mismo.
“Abandonamos el cuerpo personal. Se trata ahora de salir de sí” (1991d: 90), dice
Perlongher poco antes de morir, con la certeza de estar participando junto a otros
(los campesinos amazónicos que invaden las ciudades brasileñas “aspirando a
‘cantar el mundo’ –o a invadir todo el mundo con su canto”, 1992b: 166-167, para
fundar el Imperio) de un intento de “inventar un nuevo sentido de la vida” (1992b:
168).
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Es por eso que además de barrocos, estos autores dicen seguir siendo
alegóricos y proponen una lectura de Benjamin o, más bien, una lectura
decididamente benjaminiana del presente como “era nuclear” para encontrar esa
salida; una salida que sostiene dos ideas simultáneas sólo aparentemente
antagónicas: “no se puede escapar de lo moderno” y “es imperioso superar” lo
moderno en muchos sentidos, provocarle contradicciones (1986: 16). En la misma
dirección, aunque menos militante, Christine Buci-Glucksmann (miembro del
mismo espacio universitario) produce en ese momento sus primeros trabajos
barrocos: La Raison baroque (1984) y La folie du voir (1986), donde el Barroco
comienza a ser integrado a las periodizaciones francesas sobre la experiencia de
la modernidad y, tal como fue señalado en la Primera parte de este trabajo,
propone bifurcaciones en la experiencia de lo moderno.
¿Qué determinaron estos autores para el Barroco en este nuevo momento
de peligro? Algo que el siglo XX balbuceó desde el comienzo: que la historia del
Barroco coincide con la de la modernidad: “una época con la cual se confunde la
modernidad” (Schérer y Hocquenghem, 1986: 122) ¿Qué definieron como
consecuencia de esa constatación? Qué el Barroco era la mejor vía de acceso al
presente, es decir, a una reinvención de lo moderno. Y, mientras tanto, habían
revelado a Francia un Benjamin que hasta ese momento era prácticamente
desconocido –la traducción francesa del Trauerspielbuch es de 1985. Del mismo
modo, habían llevado a Francia una forma de lo global, un cosmopolitismo
complejo, un descentramiento geopolítico del mundo que Deleuze, participando de
ese diálogo, escuchó a su modo.
Tal como podrá verse a continuación, son muchos los aspectos que están
presentes en El alma atómica y que luego reaparecen en Deleuze (para empezar,
Leibniz), aspectos que permiten hablar casi de una obra compartida, en la medida
en que pierde sentido determinar quién dijo qué antes. Por ello, además de Leibniz
601
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Es decir, el siglo será barroco, será maquínico, haya o no llegado ese día. Pero
también, por las mismas razones, foucaultiano, si se tiene en cuenta que en
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603
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Pero lo cierto es que, hasta ahí, de las dos unidades de análisis que
compondrán ya en 1986 el campo de indagación del pliegue (Leibniz, el Barroco),
una está por completo ausente de la primera serie de 1980. El Barroco, en cambio,
aparece en la clase del 16 de diciembre de 1986 y se vuelve un concepto decisivo
de la segunda serie, hasta tal punto que al pasar al libro aparece en un mismo
nivel que Leibniz, el objeto de estudio original.
La pregunta inicial que es necesario formular es qué había ocurrido durante
los seis años que separan un curso del otro como para que Deleuze redefiniera el
objeto de su trabajo y pasara a desarrollar en términos barrocos (en relación con el
Barroco) su lectura de Leibniz. Más específicamente, la pregunta es qué o quién
puede haber hecho que Deleuze cediera ante la presión del Barroco y se
dispusiera a desplegar aquello que en 1980 era pura potencia, intuición o aún
nombre prohibido: casi un deseo que no osaba decir su nombre. Se trata de una
pregunta que incluso puede hacerse extensiva a toda la obra de Deleuze (incluidos
sus trabajos escritos junto a Félix Guattari), donde el Barroco aparece sólo unas
pocas veces.461
Difícil saber qué incidente condujo específicamente a Deleuze a prestar
atención al Barroco. De esa experiencia posible un primer rastro está conformado
por lecturas que Deleuze hizo en esos años (libros aparecidos en esas fechas,
aunque también quizás libros anteriores)462 y que el autor, con un criterio dispar,
consigna en El pliegue. El año en que se inicia la segunda serie de clases, aparece
El alma atómica de Schérer y Hocquenghem, autores del mismo círculo de
Vincennes. En 1984 había aparecido el primer libro de Christine Buci-Glucksmann
consagrado al Barroco: La Raison baroque. De Baudelaire à Benjamin, seguido, en
Borges y Leibniz […] ¿Qué es ‘El jardín de los senderos que se bifurcan’? Es el libro infinito, el libro
de las composibilidades. La idea del filósofo chino en relación con el laberinto es una idea de los
contemporáneos de Leibniz” (Deleuze, 1980: 51-52).
461
Se registran referencias a los “manierismos” de las bandas en oposición de las costumbres
sociales (Deleuze y Guattari, 1980: 40) y a las “danzas territoriales llamadas barrocas, o
manieristas” en el ritornelo (Deleuze y Guattari, 1980: 326). La referencia más importante es, sin
embargo, aquella que, en el mismo capítulo, encuentra en el Barroco la posibilidad de
desestabilizar la noción misma de clasicismo: “nunca se ha podido trazar una frontera muy clara
entre lo barroco y lo clásico. En el fondo de lo clásico retumba todo el barroco” (Deleuze y Guattari,
1980: 342). Asimismo, si se acepta la hipótesis de apertura barroca del siglo con el ornamento en
1908 propuesta en este trabajo, a ese listado debe agregarse la serie de referencias de Deleuze y
Guattari a Riegl y Worringer en la oposición liso-estriado.
462
Por ejemplo, Genette (1968) a quien recurre para contar con una definición de “relato barroco”
(Cfr. Deleuze, 1988: 83) e inscribir a Leibniz en el Barroco desde un punto de vista específicamente
estilístico. También Rousset (1953), a quien recurre para revisar tópicos barrocos. También
Bonnefoy (1970).
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4.2. Leibniz
El libro sobre Leibniz y el Barroco es, tal como los lectores de Deleuze notaron
apenas apareció (cfr. Roger-Pol Droit, 1988; Badiou, 1989; Eribon, 1988; Paradis,
1988), una anomalía en la obra de Deleuze. En efecto, supone una ruptura de la
bipartición tradicional (aceptada a veces por el propio Deleuze) entre una etapa de
historiador (o retratista) de la filosofía, que iría de 1953 a 1968 (Hume, Nietzsche,
Kant, Bergson, Spinoza), y una etapa de “filósofo” a partir de 1969. Más allá de las
largas discusiones que la aparición de Le Pli supuso y supone entre los lectores de
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466
Dice Deleuze en la clase del 20 de enero de 1987: “¿qué nos dice Benjamin en su libro sobre el
Barroco, sobre el drama y el Barroco? Nos dice que se ha comprendido muy mal lo que era la
alegoría, porque se la juzgaba como juicio de valor; se ha querido que la alegoría sea un mal
símbolo. Pero él dice que no, que la alegoría es algo que difiere en naturaleza del símbolo. Habría
que oponer alegoría y símbolo. Bueno, poco importa cómo define la alegoría el texto de Benjamin,
no es en absoluto… en fin, no llego a entrar en ese texto… [je n’arrive pas bien à rentrer dans ce
texte] pero algunos de ustedes seguramente podrán, es un bello texto” (1986/1987: 178).
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parte del sujeto leibniziano,467 barroco, y, a su vez, una parte del “mundus”); 3.
aparece, con el desarrollo del libro, un nuevo objeto, producto de la articulación
entre Leibniz y el Barroco; 4. el Barroco, como en otros momentos del siglo, se
vuelve terreno excepcional de indagación de problemas filosóficos: en este caso, el
lugar del concepto, es decir, la relación entre el concepto y la singularidad.
¿Qué es el Barroco? Deleuze retoma una idea que durante el siglo, como se
ha visto, estuvo presente en muchas oportunidades: el Barroco es la última
empresa clásica (es decir, está del otro lado de un límite que es fundamentalmente
histórico). Y esta idea nace, podría decirse, en Leibniz. Apenas comenzado su
curso sobre Leibniz en 1980, una de las primeras afirmaciones de Deleuze
sintetizaba ya, antes de tiempo, el significado que tendrá el Barroco para él años
después: “Leibniz es de la gran tradición racionalista. Hay algo espantoso en
Leibniz. Es el filósofo del orden. Más aún, del orden y de la policía, en todos los
sentidos de la palabra policía. Sobre todo en el primer sentido: la organización
ordenada de la ciudad. Sólo piensa en términos de orden. En este sentido, es
extraordinariamente reaccionario” (1980: 20).
Ahora bien, como ocurre en Kafka, el sentido se juega siempre en el aber, o
más bien en la lógica que la apertura del aber instaura: “Pero muy extrañamente,
en ese gusto por el orden y para fundar ese orden, se libra a la más demente
creación de conceptos a la cual se haya podido asistir en filosofía. Conceptos
desenfrenados, los conceptos más exuberantes, los más desordenados, los más
complejos” (Deleuze, 1980: 20). En esa tensión se juega el sentido del Barroco
según Deleuze y lleva luego, en el libro, a volver sobre una vieja discusión de
umbrales: “el Barroco es la última tentativa de reconstituir una razón clásica” (1988:
108). Ese rasgo, que en otros casos condujo irremediablemente a un alejamiento
del Barroco del presente, no impide, sin embargo, la aparición de un Neobarroco,
más bien todo lo contrario. Pero antes de llegar a esa tentativa (el Neobarroco de
Deleuze), es necesario comprender el alcance que da al concepto de Barroco.
El primer señalamiento sobre “lo propiamente barroco”, sobre “la aportación
barroca por excelencia”, es la distinción y la distribución en dos pisos (separados
por el pliegue que, a su vez, “actúa de los dos lados según un régimen diferente”),
467
“El piso de arriba se cierra, puro interior sin exterior, interioridad cerrada en ingravidez, tapizada
de pliegues espontáneos que ya sólo son los de un alma o un espíritu” (Deleuze, 1988: 43,
subrayado mío).
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Sobre esa base, Deleuze puede asumir con facilidad las variables que están
en juego en el Barroco como discusión teórica. La discusión que, en esos años,
Haroldo de Campos estaba desarrollando sobre el problema de la inexistencia
histórica del Barroco es desarrollada también por Deleuze. Sobre la base de un
diagnóstico repetido una y otra vez desde el comienzo del siglo (las dudas de los
especialistas, la “extensión arbitraria”, las soluciones planteadas a partir de
diferentes tipos de restricciones, por género o por período y lugar, etc.), Deleuze
realiza una torsión fundamental: el Barroco como concepto es, aún, una tarea del
pensamiento. “Es extraño negar la existencia del Barroco como se niegan los
unicornios o los elefantes rosa”. Por ello la pregunta, según Deleuze, es “saber si
se puede inventar un concepto capaz (o no) de darle existencia” (1988: 49). Es
decir, en Deleuze el pasaje de la palabra al concepto es una tarea, aún,
incompleta. El Barroco es la tarea (filosófica por definición) de crear el concepto de
Barroco. Por la negativa, se define uno de los alcances de ese principio: “es fácil
hacer que el Barroco no exista, basta con no proponer su concepto” (1988: 49,
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las divergencias pueden ser afirmadas”; luego, dado que la mónada no pertenece
como en el Barroco a un único mundo (que está dentro de ella plegado
completamente y expresado parcialmente), sino que está “a caballo entre varios
mundos, es mantenida semiaberta” y no está cerrada como antes. Llega así
Deleuze a su forma de la excentricidad (derivada lógicamente del perspectivismo):
En la medida en que el mundo está ahora constituido por series divergentes
(caosmos), […] la mónada ya no puede incluir el mundo entero como en un
círculo cerrado […], sino que se abre sobre una trayectoria o una espiral en
expansión que se aleja cada vez más de un centro (Deleuze, 1988: 176).
En su Neobarroco, en los nombres propios que Deleuze propone para llevar ese
Neobarroco, se realiza el paso que Deleuze ya había dado: Stockhausen o
Dubuffet “identifican la variación y la trayectoria, y doblan la monadología en
‘nomadología’” (1988: 176-177).
El Neobarroco de Deleuze conduce, por lo tanto, al establecimiento de
operaciones donde se sale de la filosofía por la filosofía. “El problema es siempre
habitar el mundo”, dice Deleuze, para concluir en plural: “seguimos siendo
leibnizianos” porque “descubrimos nuevas maneras de plegar como también
nuevas envolturas, pero seguimos siendo leibnizianos porque siempre se trata de
plegar, desplegar, replegar” (1988: 177).
La fuerza de la continuidad –seguir siendo– lejos de suponer siquiera un
mínimo gesto conservador, debe leerse, en Schérer y Hocquenghem y en Deleuze,
como una actitud radical, como un modo de protesta que se pliega ahora a las
fuerzas y los conceptos del Barroco ante la usurpación “originaria” y actual de lo
moderno. Esa actitud es sintetizada en estos términos por Deleuze en Pourparlers:
En nuestros días no es ya la razón teológica sino la humana, la de la
Ilustración, la que ha entrado en crisis y se está derrumbando. De ahí que,
por nuestra tentativa de salvar algo de ello o de reconstruirla, asistamos a
un neo-barroco que nos coloca probablemente más cerca de Leibniz que de
Voltaire (1990: 255-156).
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Máquina de lectura. Conclusión
1. Hay Barroco
Entonces, hay Barroco en el siglo XX. Sin embargo, también hay sequestro del
Barroco, lo cual conduce a una paradoja que alcanza una escala universal, pues el
Barroco y el sequestro del Barroco son alternativas: producto de una bifurcación
originaria, “se desarrollan simultáneamente en series divergentes en mundos
incomposibles” (Deleuze, 1988: 85). Es decir, en principio no sería posible la
existencia de un mundo en el que a la vez hay y no hay Barroco. Y la razón es
simple: el Barroco, como pecado original del arte, no podría vivir en un mundo que
cree no haber caído (o al menos que cree no haber caído en esos términos), pues,
cuando aparece, el Barroco ocupa espacios que obligan a realizar corrimientos en
las historias –su presencia altera y redefine lugares históricos, valores,
fundamentos, destinos, lógicas, etc. Pero hay otra razón: una vez que hubo
Barroco, la serie de proyecciones no puede detenerse.
Ahora bien, la contemplación del siglo XX como recorrido arroja una
constatación ligeramente diferente, tan obvia como decisiva: una vez abierta la
puerta del Barroco, incluso el sequestro es un producto del Barroco. Se trata de un
mundo en el que el Barroco puede contemplarse como no siendo y goza como
efecto de la amenaza que garantiza su lugar de diferencia. En efecto, la posibilidad
de no ser no lo inquieta, pues en ese riesgo está la fuerza que le permite
reinventarse cada vez (el Barroco está atravesado por el milagro de haberse visto
nacer). Esa multiplicación de mundos (filosóficamente remota, pero efecto, para
este siglo XX, de la apertura arqueológica que al menos desde 1908 está presente)
sólo es posible desde el punto de vista del Barroco.
Es decir, el Barroco no es sino una de las series posibles, algo así como el
despliegue de un What if?, un relato. Esa serie, contemplada desde sí misma, es la
mejor de todas (ofrece, ante cada línea bloqueada del siglo, una salida, una
promesa de felicidad), pero para ser (y nunca termina de ser, siempre está en
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Máquina de lectura. Conclusión
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Máquina de lectura. Conclusión
¿Por qué plegar los destinos del Barroco a un concepto tan íntimamente
ligado a uno de los tantos protagonistas de la serie de escenas que conforman su
historia –“Máquina”? Podría quizás pensarse que se trata de fidelidad al “fin de
siglo”, algo así como tomar en serio la última palabra del Barroco (la de
Perlongher, la de Deleuze). Sin embargo no se trata de eso y el camino podría ser
el inverso. El recorrido del propio Deleuze es un síntoma: el Barroco es su destino;
o el destino del Barroco es, en cierto modo, la filosofía de Deleuze (no menos que
la de Benjamin, o la de Sarduy, o la de Lezama, o la de determinada filología, etc.).
Pero la de Deleuze sería una filosofía que si bien permite, como otras, nombrar
diferentes rasgos del Barroco, posee la ventaja de que, con la noción de Máquina,
permite nombrar un rasgo muy específico de su conformación y funcionamiento,
partiendo de la base de que, en el caso del Barroco, es necesario encontrar un
modo de describir una forma singular de persistencia de un concepto y las reglas
que regulan esa persistencia y, sobre todo, describir satisfactoriamente el modo de
enunciación teórica implicado.
La Máquina que en esta tesis se propuso es una máquina específica, de
lectura. Hacer de la lectura una operación maquínica permite nombrar la historia de
la emergencia, conformación y crecimiento del Barroco como concepto que se
desliga de su época original y de cualquier pretensión de unidad estilística para
esparcirse en el pensamiento estético del siglo como matriz de comprensión, de
des/clasificación, de historización. Las razones son simples: el Barroco se
conforma (origen fallido, anónimo, plural, injuriante) como enunciación colectiva,
como sistema que falla, como fuerza y movimiento, según cortes, segmentaciones
y partages. Su operación fundamental es una, la conexión (o el ensamblaje); su ley
también es una, el deseo (el deseo de Barroco, una experiencia nunca individual y
precedida por otro plural, la Voluntad de Barroco, un tipo de Kunstwollen). Es
necesario insistir en la falla o el desarreglo como condición de funcionamiento de la
Máquina: en la falta de acuerdos sobre la unidad del concepto, en el recomienzo
permanente de la historia del Barroco, en el sistema de variaciones ilimitadas al
que está sometido, la máquina da error “científico”, pero así crece. Ese rasgo tan
íntimo de esta Máquina (el hecho casi inédito e irrepetible de que haya habido
quienes propusieron apagarla, desconectarla, destruir la Máquina barroca,
considerando inútil o peligroso el concepto, lo cual habría supuesto nada menos
que la desaparición del Barroco) permite ver las guerras de las que la Máquina
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Máquina de lectura. Conclusión
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Máquina de lectura. Conclusión
2. La Máquina de lectura
2.1. Su conformación y sus partes
En el siglo XX hay Barroco porque hay Máquina barroca de lectura. ¿Qué Máquina
es ésa? Ésta, la que aquí ha comenzado a construirse, parte por parte (cada una
de las teorías) y cuyas unidades históricas (las escenas que la conforman) aquí se
han delimitado. Esto no supone que la Máquina sea un puro invento: está
construida con documentos del pensamiento estético del siglo XX. Pero si se
acepta la versión monadológica, en el caso de que este trabajo haya logrado
ensamblarse con la Máquina, lo hizo desde un determinado punto de vista. Es
decir, este trabajo la incluye plenamente, pero sólo expresa con claridad unas
determinadas zonas.
La Máquina, fue señalado inicialmente, está conformada por un conjunto de
máquinas. Esto conduce necesariamente a una consideración sobre el lugar y el
funcionamiento de las partes. Si “Máquina” equivale a Máquina de máquinas se
debe, en este caso, a que el Barroco no puede no ser una tarea colectiva de
pensamiento. Necesita muchos “departamentos” para desarrollarse: por eso la
conexión y el partage rigen su conformación. Para sobrevivir, el Barroco necesitó
desarrollar una gran capacidad de incorporación. Contó para ello con todo tipo de
conectores, que le permitieron atraer casi todo: conceptos, nombres, lenguas
(aunque en inglés parece nunca terminar de sonar bien), tradiciones, campos de
estudio; incluso la diferencia, la distancia y la contradicción, que no la daña: es
precisamente la contradicción (en última instancia, lo clásico) aquello que funciona
como el más potente de los combustibles. La Máquina es, por eso ilimitada (en ella
cabe todo).
Todo el problema de su conformación radica, precisamente, en que las
teorías que la componen son finitas y se dan por tarea expresar una Unidad
ilimitada o de crecimiento perpetuo (el Barroco). En efecto, uno de los rasgos
decisivos de la Máquina es la Unidad, la totalización. El Barroco es una unidad
siempre máxima: si en el comienzo era tímido (medio mundo, en d’Ors), luego se
vuelve un Universo (Sarduy), una era completa (Lezama Lima), un Mundo
(Deleuze) o un Imperio (Schérer y Hocquenghem, Perlongher). O, incluso, el Libro
total (Deleuze).
Ahora bien, la Máquina se realiza en sus partes, es decir, las teorías, y no
hay más allá. En este sentido, lo central es la arquitectura del artefacto, el modelo
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Máquina de lectura. Conclusión
de construcción: no hay Máquina de lectura barroca más allá de las teorías que la
ponen en funcionamiento, pero la Máquina es más que la suma de las teorías que
le dan existencia. Lo que ocurre es que el Barroco-Mundo es una virtualidad que
se actualiza en cada teoría (cada teoría lo expresa completamente pero desde un
punto de vista). Pero si fuese sólo eso no habría Máquina. Simultáneamente, otra
pareja es convocada (posible/real). Ese Barroco-Mundo actualizado y posible debe
realizarse. Y esa realización sólo es posible en el cuerpo puesto en escena
(participante de la escena teórica) en la que lo individual (la teoría) se vuelve, a la
vez, producto de una masa, colectivo: la escena es el territorio de los ensamblajes,
de las desdiferenciaciones; en la escena, las teorías se sacrifican (sacrifican la
verdad que dicen como enunciado) para actuar y, como enunciación, hacer
proliferar la serie sometiendo su verdad al juego de la variación y la diferencia.
Cada teoría es, desde un determinado punto de vista, unitaria y autónoma; pero si
se la contempla desde el punto de vista de la Máquina barroca (una de las
máquinas de las que cada teoría-máquina puede participar) esa unidad y
autonomía se vuelven relativas o parciales: las teorías adquieren el rostro de una
multitud que dice la acumulación de todos los enunciados de todas las teorías
(enunciado cuya forma básica es: “el Barroco es…”) y por lo tanto dice otra cosa
porque se somete, al volverse serie, a la ley de la variación (donde hay contigüidad
y por lo tanto continuidad, contagio, desarrollo, pero, por lo mismo, hay
contradicción, disputa, repudio, sometimiento). Por lo tanto, cada teoría es,
monadológicamente, un momento de la Máquina: aquel en el que la Máquina, toda
ella, se comprime o pliega, pasa por determinada teoría y mira desde allí.
Por ello, cada teoría funciona según un doble principio o rasgo de
ensamblaje maquínico: trabaja para la “obra” de la que forma parte y por lo tanto
puede cobrar sentidos específicos en relación con un determinado sistema de
pensamiento (sus etapas, contextos de discusión, historias de recepción, etc.);
pero simultáneamente esa teoría trabaja y se conecta con la Máquina barroca que
redefine el significado y el valor de sus enunciados. Así, la Máquina barroca
despersonaliza parcialmente esos enunciados en la medida en que dispone cada
una de sus unidades en nuevas series donde hay otras resonancias (lo que en
Sarduy, por ejemplo, es la propia teoría como cámara de eco), otras memorias y
otras proyecciones. Es allí, en ese segundo tipo de ensamblaje, donde cada teoría
se traiciona (o, más bien, puede hacerlo), al abandonar total o parcialmente la
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Máquina de lectura. Conclusión
colocación del lado del ser (en cada teoría, el Barroco es algo) para entregarse
(sabiendo o no, según el caso, que lo hace) al juego, al goce de la variación
ilimitada; es decir, para permanecer, ahora, del lado de la pregunta y, en última
instancia, perder su condición “teórica” según la distinción de Georges Canguilhem
planteada en la Introducción general.
Este doble cara (o doble sistema de gestos) de cada teoría conduce
inevitablemente a preguntarse si alguna de las teorías barrocas del siglo alcanza
individualmente la posición de la Máquina barroca; es decir, si alguno de los
autores se coloca definitivamente del lado de la pregunta y, por lo tanto, hace de la
definición del Barroco una causa perdida. Hay obras, evidentemente, que se
aproximan a hacer de la falla su principio organizador (por muy diferentes razones,
se trata de d’Ors, Benjamin, Hocke, Sarduy, entre otros). Por esa vía, la Máquina
habla de sí misma y algunas teorías, hacia el final del siglo, asumen la condición
maquínica y juegan, por lo tanto, con la variación.
Asimismo, si a lo largo de esta tesis fue necesario desarrollar lecturas
específicas con un nivel de relativo detalle sobre algunos aspectos de cada una de
las teorías es porque la evaluación de los efectos (o, al menos, de la presencia) del
Barroco en algunos de los grandes nombres del pensamiento estético del siglo se
vuelve necesaria para volver más nítida la imagen de la Máquina y del siglo otro
que hace posible. En este sentido, la indagación del funcionamiento de esas
teorías también necesitó ser doble: una vez dada la conexión, el Barroco se
contempla desde una teoría, pero también la teoría desde el Barroco. Sin una
consideración mínima del funcionamiento específico de cada teoría (para
comenzar, la relación de determinado texto con el resto de la obra de ese autor) no
hay posibilidad de definir el funcionamiento de la Máquina, porque no hay otra cosa
que las teorías si el objetivo es definir el funcionamiento del concepto.
La unidad máxima es, por lo tanto, el Barroco. Luego, las unidades
(máquinas a su vez) que la componen son las teorías: cada una conforma una
parte o pieza de la Máquina. Pero dado que esa máquina tiene –además de
territorios de movimiento– una edad, es necesario determinar formas (edades) de
la Máquina en función de conjuntos históricos de teorías. La escena es la unidad
intermedia, definida históricamente, y permite cumplir la tarea dictada por Benjamin
en la Introducción general: la escena da su fisiognomía a las fechas.
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ojo, es decir, el punto de vista, cuyas formas límite son la norma de la Máquina en
todas sus escenas: escorzo en Gerardo Diego, anamorfosis en Hocke, Lacan,
Sarduy, Deleuze, etc., trompe-l’oeil en Foucault, Sarduy, en 1908, lo pintoresco y
háptico, también la “traducción” en Dámaso y sus ojos quemados, el ornamento
mismo, la mónada, etc. 471 Pero en 1908 la Máquina abre también el oído: el
ornamento, en Darío, se oye. De este modo, no es sólo el ojo. La explicación de la
experiencia corporal que está en el origen del Barroco del siglo XX reclama tener
en cuenta tres factores: además de la dimensión escópica, también la dimensión
acústica, pero también la háptica.
Lo que la Máquina hace a partir de la conformación de ese ojo, ese oído y
esa mano es ornamentalizar. No se trata tanto de que la Máquina haga mímesis
con el arte: en cambio, el arte ornamental moderno y la Máquina de lectura son
dos formas de la pasión ornamental de 1908. Ornamentalizar significa inscribir en
la tradición del ornamento, pero también significa iluminar o descubrir la dimensión
ornamental de lo hasta allí concebido como representacional; significa, por otro
lado, acabar con la diferencia entre función y decoración (se ornamentaliza la
forma). Significa, luego, volver legible el ornamento (ponerlo del lado de la Historia
del arte) y, por esa vía, volver a concebir la tradición asignando nuevas etiquetas
(fundando instituciones). El Barroco como Máquina de lectura interviene, por esa
vía, en la refundación metodológica de la Teoría e Historia del arte: colocar allí el
Barroco, hacerle lugar, es un gesto teórico que se explica en esa trama que
incluye, como fuerza determinante, la reacción, la primera forma de sequestro del
siglo: Loos.
El concepto de Barroco es, aquí, aún nuevo. Acaba de nacer para la
“ciencia del arte” y tiene, por ello, todo el brillo. Produce, al pronunciarlo como
objeto del conocimiento, todo el goce de lo que hasta entonces no era, o más bien,
de aquello que no acaba de ser y que es, al mismo tiempo, arcaico. En sus
contactos con el arte del presente, los historiadores del arte vieneses y alemanes
inauguran, sin saberlo, los primeros mecanismos de comparación y analogía de la
471
Dice Deleuze en el curso sobre Leibniz: “El punto de vista no es una perspectiva frontal que
permitiría captar una forma en las mejores condiciones; el punto de vista es fundamentalmente
perspectiva barroca. ¿Por qué? Porque el punto de vista no es nunca una instancia a partir de la
cual se capta una forma, es una instancia a partir de la cual se capta una serie de formas en sus
pasajes, sea como metamorfosis –pasaje de una forma a otra–, sea como anamorfosis –pasaje del
caos a la forma. Esto es lo propio de la perspectiva barroca” (1986/1987: 143).
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sólo ya por la etiqueta “Barroco”, sino también por el resto de la serie: la escena
como unidad hace de cada objeto, secuencialmente, un caso barroco, neobarroco,
manierista, neomanierista, asiático, neoasiático. El caso más extremo es,
naturalmente, el de Hocke, que lee casi todo el arte producido en lo que iba del
siglo en clave manierista –de un modo no menos omnívoro, aunque con mayor
prudencia en el uso de la categoría y no seducido por agregar más etiquetas,
Lezama, en el mismo momento, hace lo propio con la literatura americana.
En Hocke, en efecto, nace el ensamblaje como procedimiento de la Máquina
de lectura. A partir de allí queda instalado un modelo de unidades temáticas y de
procedimientos que permite moverse con rapidez de Manierismo a Neomanierismo
(o de Barroco a Neobarroco). Si un efecto de esas operaciones es, entonces, la
constitución de repertorios abundantes, otro efecto no tarda en producirse: la
Máquina falla. Pero esa falla (delirio, dispersión, contradicción) no la apaga. Antes
bien, la falla se instala y queda definitivamente incorporada como parte del
mecanismo. Ese rasgo hace que la Máquina produzca anacronismos, pero nunca
amnesia: ninguna falla logra borrar la memoria; sí, en cambio, desorganizar las
etiquetas y los sistemas de archivo, que se someten, desde entonces, a reinicios
periódicos.
Por estas razones, la tarea de lectura pasa a coincidir, en 1955, con la
relectura: no se trata solamente de sacar del sequestro a determinados nombres
propios, sino también, de disputar modos de lectura: Haroldo de Campos y Lezama
Lima son los mayores operadores de relecturas (no menos, sin embargo, que
Curtius). Lo que la relectura (del mismo modo que la proliferación de Hocke) pone
en juego es la necesidad (estética, política) de reinvención de lo moderno, de
rescate de la modernidad del “caos europeo” (Lezama Lima). Reinventar lo
moderno es posible a partir del re-etiquetado. Para ello, 1955 nota que tiene toda
una reserva disponible y opera, a partir de esa historicidad, simultáneamente sobre
dos variables: la imagen y el concepto. La imagen es colocada nuevamente en el
centro de las operaciones: Lezama la coloca, sencillamente, en el lugar del origen.
Haroldo y Dorfles, concretistas, la usan como fundamento de una nueva
superposición entre poesía, artes plásticas y arquitectura. Pero en Hocke se
expone una verdad sobre toda la escena: la Máquina encuentra en el Barroco un
“origen” para la concepción del concepto que estaba buscando: es el conceptismo,
el nacimiento del concepto-Máquina (en Zuccari, o luego en Gracián).
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repertorio (de nombres, temas, imágenes) vuelve a ofrecer una novedad arcaica
más, un nuevo término de comparación.
Si el Barroco no es una filosofía de la lectura es porque cada teoría define
su verdad en conexión con los objetos que elige. La clave de su funcionamiento es
el tipo de relación que establece con sus objetos. No hay Barroco más allá (o más
acá) de los objetos. Pero al mismo tiempo, la serie que la Máquina construye es
tan aberrante que cada objeto se vuelve contingente. Hay casos, naturalmente,
que parecen quedar fuera de ese rasgo (Góngora, Bernini…), pero son tantas las
teorías que hablan del Barroco sin tenerlos en cuenta que ese rasgo se mantiene.
Al pasar al siglo XX, el nivel de contingencia de los “casos” se vuelve aún más
evidente. El objeto, por lo tanto, forma parte de una serie con la que la Máquina de
lectura se conecta. Es decir, a través de un objeto se invoca una serie “completa”.
Por lo tanto, ese objeto es imprescindible y contingente a la vez, tal como fue
señalado más arriba a propósito de la función básica “ejemplificar” que realiza la
Máquina. Es decir, en cada objeto leído está la variación (el Barroco, definido
desde la obra X, es determinada cosa, desde la obra de Y, es tal otra), pero
también la unidad (todo eso es Barroco). Se trata de la ruina de las posibilidades
inductivas y deductivas –la Máquina lo sabe desde 1928 (Benjamin), pero tardó en
establecer conexiones con ese dato, lo perdió de vista en su archivo. La variación
que produce la serie ilimitada de objetos es una (aunque no la única) razón de las
fallas vivificantes de la Máquina
El objetivo básico de la Máquina en relación con sus objetos es definir la
relación, la diferencia, entre Barroco y Neobarroco –si lo usa, debe justificar la
existencia del nuevo concepto. En 1908 el pasaje al siglo XX es aún tímido. El
Barroco está en plena constitución como objeto de la ciencia del arte y el
anacronismo no es un hábito. Sin embargo, tal como se ha visto, aparece. Es,
siempre, un deslizamiento por parte de los Historiadores del arte que no pueden
negar estar siendo contemporáneos de un momento de arte que, para ellos,
resuena. En 1927 se conforma el archivo: diversas experiencias de vanguardia
son, para Benjamin (Expresionismo) y para Dámaso (la “literatura contemporánea”
española y latinoamericana, fundamentalmente poesía), el laboratorio de prueba
para un hipotético barroco actual. La escena está dominada, en uno de los
escenarios, por un nombre propio (Góngora), pero en todos los casos es el
redescubierto Barroco español el objeto de deseo. Y en d’Ors se prepara la
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Un dato tan simple como éste permite constatar rápidamente que la historia de las
nociones “Moderno” y “Barroco” corre paralela –lo moderno y lo barroco son
experiencias contemporáneas.
En el recorrido del siglo XX, el tipo de articulación que se da entre Barroco y
modernidad, el tipo de segmentación que uno produce sobre otro, hace que el
Barroco instaure una multiplicación de la experiencia de lo moderno: luego del
Barroco habrá modernidades, experiencias de la modernidad –que hacen que el
siglo no tenga ya una capital (y por lo tanto no haya centro ni periferia), como
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Máquina de lectura. Conclusión
ocurría en el siglo XIX, sino muchas: todas las ciudades escenario de las cuatro
escenas teóricas.
¿Por qué plurales? ¿Cuántas modernidades? Habría en el principio, desde
el punto de vista del Barroco, una bifurcación originaria (modernidad clásica,
modernidad barroca) que involucra dos orígenes simultáneos: el del siglo XX (aquí,
1908), el de siglo XVII (por ejemplo, 1630). En esas dos fechas nacen, al mismo
tiempo, el Barroco y el siglo XX. Pero la bifurcación involucrada en la apertura de la
vía barroca sólo mirada a una máxima distancia supone la instauración de dos
modernidades. Esa máxima distancia es verdadera: a lo largo del siglo XX nunca
desaparece la guerra entre una modernidad “clásica” y otra “barroca” (con sus
orígenes, sus nombres propios, sus conceptos, sus umbrales de transformación).
Pero esa bifurcación, al cambiar la escala (al entrar en las escenas y sus pequeñas
historias), incluye otras bifurcaciones, ilimitadamente. Todo depende de la
condición maquínica. El Barroco se presta especialmente para el ensamblaje
maquínico (lo clásico, en cambio, tiene menor número de conectores disponibles y
cambia a otro ritmo). Por ello, el tipo de proliferación que cada lado produce hace
que sus desarrollos sean asimétricos: el lado barroco es, en efecto, mucho más
rico, mucho más problemático, mucho más conflictivo y, dada su composición,
tiene incluso lugar para el otro lado, el clásico, como uno de los mundos posibles.
Es la potencia de ensamblaje la que posibilita que el Barroco multiplique las formas
de lo moderno, sometiéndolo a la ley de la variación y evitando, por ello, las líneas
bloqueadas, las solidificaciones.
Recomienzo: la Máquina barroca de lectura produce origen, es decir,
somete a cada objeto a una regresión originaria y a la vez somete al origen a una
permanente actualización. Sólo así resuelve la relación entre el concepto y el
fenómeno. Todo fenómeno, en la Máquina, es el origen del Barroco (es uno de los
aportes esenciales de Benjamin, un aporte, sin embargo, imposible sin la obsesión
nietzscheana por lo originario que se activa en la escena de 1908). Precisamente
por esa vía puede comprenderse la relación del Barroco con lo moderno. Cada
escena teórica no es sino el momento en el que la modernidad (haciendo del arte
un lugar de intensidad de la experiencia) ofreció al siglo una salida (es decir, un
Ursprung). O, si se prefiere, el momento en el que el siglo hizo otro camino. En
1908, la Máquina concibió una modernidad ornamental (es decir, no instrumental,
alejada de los peligros de la depuración); en 1927, la Máquina concibió una
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Máquina de lectura. Conclusión
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